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Spanish Pages 200 [199] Year 2008
Expulsados del infierno. El exilio de los misioneros jesuitas de la península californiana (1767-1768)
Salvador Bernabéu Albert
Expulsados del infierno. El exilio de los misioneros jesuitas de la península californiana (1767-1768)
MINISTERIO DE CIENCIA E INNOVACIÓN
CSIC
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CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
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Salvador Bernabéu Albert
Expulsados del infierno. El exilio de los misioneros jesuitas de la península californiana (1767-1768)
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS MADRID, 2008
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Catálogo general de publicaciones oficiales: http://www.060.es
© CSIC © Salvador Bernabéu Albert NIPO: 653-08-061-3 ISBN: 978-84-00-08648-0 Depósito Legal: M. 25742-2008 Realización: DiScript Preimpresión, S. L. Impreso en España. Printed in Spain
«California no tiene absolutamente nada que merezca ser elogiado, estimado o envidiado por los países más miserables de todo el orbe» (Juan Jacobo Baegert, S.J., 1772)
SUMARIO
1. Introducción ......................................................................................
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2. Los jesuitas y su expansión en México (1572-1767) ....................
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3. De Cortés a Salvatierra: las penalidades de la colonización......
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4. California, ¿paraíso o infierno? ......................................................
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5. La península secuestrada ................................................................
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6. La expulsión de la Nueva España .................................................
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7. Las operaciones de salida de los misioneros del Noroeste: Sonora, Sinaloa y Nayarit.......................................
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8. El asalto a California ........................................................................
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9. Portolá en Loreto ..............................................................................
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10. El gobernador y los últimos jesuitas en California ..................... 109 11. El largo destierro: de Loreto al Puerto de Santa María............... 112 12. Los exiliados: dieciséis perfiles biográficos .................................. 126 13. El relato de Ducrue: la suerte de un manuscrito ......................... 139
APÉNDICE RELATIO EXPVLSIONIS SOCIETATIS IESV EX PROVINCIA MEXICANA, ET MAXIME E CALIFORNIA A. 1767, CVM ALIIS SCITV DIGNIS NOTITIIS, SCRIPTA A P. BENNONE FRANCISCO DVCRVE EIVSDEM PROVINCIAE PER VIGINTI ANNOS MISSIONARIO............. 149 Capítulo I. Expulsión de la Compañía de Jesús de las casas de la provincia mexicana. .................................................................... 153 Capítulo II. Viaje y llegada del señor gobernador a California....... 155
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Capítulo III. El padre se despide de los indios. Llanto de uno y de otros. ................................................................................................ Capítulo IV. El padre visitador es recibido por el gobernador y se lee el decreto real. .................................................................... Capítulo V. Llegada y marcha de los padres...................................... Capítulo VI. Primera navegación......................................................... Capítulo VII. Descripción del puerto. Nuevos hechos dolorosos para los padres por el apresamiento de los indios. .......................................................................................... Capítulo VIII. Viaje terrestre. ................................................................ Capítulo IX. Disposiciones de los encargados en esta ciudad del exilio de los padres. Un terremoto y otros sucesos hasta el viaje por mar. ..................................................................... Capítulo X. Segunda navegación. Peligros y sucesos hasta llegar a La Habana........................................................................... Capítulo XI. Llegada de los padres a La Habana. Medidas del gobernador respecto a nosotros y lo que ahí tuvimos que soportar. ..................................................................................... Capítulo XII. Los padres navegan de nuevo rumbo a España........ Capítulo XIII. Separación de los padres en esta ciudad y otros sucesos hasta el 17 de marzo. ........................................... Capítulo XIV. Última navegación.........................................................
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Fuentes y Bibliografía........................................................................... 185
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1. INTRODUCCIÓN1 En la historiografía regional y en la memoria histórica de los habitantes de la península mexicana de Baja California, dividida en dos territorios desde 19312, la expulsión de los jesuitas en 1767 por real decreto de Carlos III ha sido consagrada como uno de los acontecimientos más significativos de su pasado. Los comentarios en contra de la medida y a favor de los ignacianos son muy numerosos, dándose la paradoja de que más de un político y escritor poco o nada admirador de la Iglesia Católica haya levantado su pluma para elogiar las actividades de la Compañía de Jesús en la Baja California. En el informe presentado por Ulises Irigoyen en 1943 –tras recorrer la península a invitación del general Francisco F. Múgica, máxima autoridad del territorio, para determinar las medidas necesarias que impulsasen su desarrollo–, se considera el año de 1768 como «fecha luctuosa para la Península», pues fue entonces cuando tuvo lugar la expulsión de los jesuitas de sus respectivas misiones, quedando in-
1 Este trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto «Las fronteras y sus ciudades: herencias, experiencias y mestizajes en los márgenes del imperio hispánico (s. XVIXVIII)» (HUM2007-64126, MEyC). Agradezco a los compañeros y amigos Justina Sarabia, Lucila del Carmen Velasco, Patricia Osante, Ivonne Charles, Juan Gil, Consuelo Varela, Berta Ares y María Dolores González-Ripoll sus comentarios. 2 El territorio peninsular se dividió en dos estados: Baja California (1952) y Baja California Sur (1974). Aunque la mayoría de las misiones jesuitas se encuentran en el estado sureño, hay tres de ellas en el norte: las misiones de Santa Gertrudis y San Francisco de Borja, y la visita de Calamajué.
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terrumpida la obra colosal que ellos habían emprendido, y añadiendo que: «Desde esa fecha y aunque sea vergonzoso confesarlo, no ha sido emprendida por los Gobiernos del México independiente ni del México revolucionario, ninguna obra seria. Mucho menos de la magnitud y el alcance de la desarrollada por los valientes y esforzados misioneros que poblaron y civilizaron la Baja California en un lapso de escasos setenta años»3. Un siglo antes, los comentarios favorables a estos religiosos se pueden encontrar, por ejemplo, en un clásico bajacaliforniano, la Historia de la colonización de la Baja California y decreto del 10 de marzo de 1857, escrita por Ulises Urbano Lassépas en 1859 para defender a los habitantes de esa península de un decreto gubernamental que ponía en tela de juicio la validez de los títulos de propiedad de sus tierras. Según este político y escritor de origen francés, que llegó a Baja California como agente del Ministerio de Fomento en 1856, los jesuitas: «Con el título de administradores de los bienes temporales y espirituales de los indios, de los que se llamaban tutores, gracias a un sistema financiero cuyas rentas procedían de la explotación de la caridad y miedo de las llamas del infierno, se apoderaban de un país salvaje, lo cultivaban y gobernaban privativamente, según estatutos particulares. Era una confederacioncilla en un reino, un falansterio a las puertas de la sociedad cristiana, el comunismo evangélico en toda la pureza y virtud de sus preceptos»4. Pocos años antes, la edición en castellano de la obra póstuma de Francisco Javier Clavijero, Storia Della California (2 vols., Venice, Modesto Fenzo, 1789), despertó la admiración de muchos mexicanos. El editor señaló en el prólogo del libro que el lector encontraría muchas cosas que admirar «y por más 3 Ulises Irigoyen, Carretera transpeninsular de la Baja California, 2 tomos, México, Editorial América, 1943, t. I, p. 262. 4 Ulises Urbano Lassepas, Historia de la colonización de la Baja California y decreto del 10 de marzo de 1857, prólogo de David Piñera Ramírez, Mexicali, Universidad Autónoma de Baja California, 1995, pp. 60-61. [Primera edición De la Colonización de la Baja California y decreto de 10 de marzo de 1857. Primer Memorial, México, Imprenta de Vicente García Torres, 1859].
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que en estos tiempos de duda y de irreligiosidad haya algunos dispuestos a negar que puedan existir la abnegación y el sacrificio sin fin humano, nadie podrá dejar de conceder un tributo de admiración y respeto a aquellos venerables apóstoles»5. Más recientemente, el principal manual de historia de la península, leido por miles de escolares –la Historia de Baja California, de Pablo L. Martínez, editado por primera vez en 1957–, señala sobre la obra de esta orden: «Nosotros creemos que el valor positivo de la penetración jesuita en Baja California subsistirá a través de las edades; y que las dimensiones de dicha obra se agigantarán más y más al ser conocidas en su justa proporción»6. Por último, Alfonso Alfaro ha escrito que la expulsión «precipitó la búsqueda de un destino autónomo por parte de los sectores dirigentes, y dejó el campo libre para la colonización anglosajona de los territorios que más tarde habrían de pasar a formar parte de los Estados Unidos»7. Basten estos testimonios para demostrar la importancia de los jesuitas y su expulsión en la historia peninsular. Sin embargo, no se ha dedicado hasta ahora ninguna monografía a estudiar el exilio en profundidad. Sí encontramos referencias en varios libros y, al menos, hay un artículo dedicado al extrañamiento de los ignacianos. Pero la enorme historiografía dedicada en los últimos años tanto a la Compañía de Jesús en América, como a las consecuencias (pastorales, económicas, sociales y culturales) de su expulsión, ameritaban una nueva mirada hacia la lejana península de Baja California, que ha quedado olvidada por los especialistas más concienzudos. Además, con mi aportación quiero llenar un vacío historiográfico poco
5 La cita pertenece a «El Editor», que encabeza la obra de Francisco Javier Clavijero, Historia de la Antigua o Baja California, traducida del italiano por el presbítero don Nicolás García de San Vicente, México, Imprenta de Juan R. Navarro, editor, 1852, sin paginar. 6 Pablo L. Martínez, Historia de Baja California, [1ª edición, 1956], La Paz, Patronato del Estudiante Sudcaliforniano-Consejo Editorial del Gobierno del Estado de Baja California Sur, 1991, p. 256. 7 Alfonso Alfaro, «La educación: los nudos de la trama», Colegios jesuitas. Artes de México, 58 (2001), p. 11.
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explicable: el único relato de la salida de los padres, escrito por el padre alemán Benno Ducrue, superior de las misiones en 1767, sigue inédito en castellano a pesar de su interés y de los años transcurridos desde su publicación original en latín y sus traducciones al alemán, francés e inglés8. La expulsión de los jesuitas del imperio español ha sido objeto de creciente atención por parte de los historiadores desde la década de los noventa. Entre las razones que podemos enumerar para explicar este interés las hay de dos tipos: unas generales, que están relacionadas con la sensibilidad creciente por los problemas de marginación, emigración, persecuciones y exilios en la España moderna y contemporánea9; y otras más particulares que tienen que ver con el estudio de la Compañía de Jesús, sin duda la orden más analizada de todas las que están regidas por el obispo de Roma. Los múltiples campos en los que actuó desde su fundación, su capacidad para influir en diferentes sectores sociales y su protagonismo en episodios decisivos de la historia universal, la han encumbrado como un tema de constante interés historiográfico. Pero, además, habría que añadir dos cuestiones significativas. La primera tiene que ver con la apertura hacia los temas iberoamericanos que se viene generalizando en las universidades y centros de investigación españoles desde la década de los noventa. La Compañía de Jesús fundó colegios y misiones en todo el imperio hispano, lo que facilita los estudios comparativos tan en boga. Incluso se ha escrito que los jesuitas fueron los primeros globalizadores del planeta, pues su interés por lo divino y lo humano no tenía fronteras. Además, los nuevos retos historiográficos le sientan bien a los estudios sobre el universo jesuita, multipli8 Ernest J. Burrus (ed.), Ducrue´s account of the expulsión of the jesuits from Lower California (1767-1768), Roma-St. Louis, Jesuit Historical Institute-St. Louis University, 1967. 9 Entre los últimos libros que abordan el problema, véase Jordi Canal (ed.), Exilios: los éxodos políticos en la historia de España, siglos XV-XX, Madrid, Silex, 2007; Henry Kamen, Los desheredados: España y la huella del exilio, Madrid, Aguilar, 2007; y José Luis Casas Sánchez y Francisco Durán Alcalá (coords.), Los exilios en España (Siglos XIX y XX), 2 vols., Priego de Córdoba, Patronato Niceto Alcalá-Zamora, 2005.
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cándose las monografías y artículos sobre los libros, los lectores, las imágenes, los métodos de aculturación, el mestizaje de ideas y de mentalidades, etcétera. La segunda cuestión está relacionada con la cantidad y calidad de los documentos generados por la Compañía que se guardan en los archivos y bibliotecas de medio mundo. En el caso concreto que abordamos en este trabajo, los minuciosos inventarios redactados y recopilados por los funcionarios de Carlos III han permitido que un buen número de investigadores, profesores y becarios pudieran realizar encomiables investigaciones sobre los jesuitas y su exilio de España y de sus dominios ultramarinos. Varios de estos estudios han coincidido en considerar la expulsión de 1767 como un evento excepcional para descubrir claves fundamentales de la política y las ideas (religiosas, diplomáticas, sociales y económicas) de las monarquías absolutistas de la segunda mitad del siglo XVIII, como ha demostrado el volumen coordinado por Manfred Tietz, Los jesuitas españoles expulsos. Su imagen y su contribución al saber sobre el mundo en la Europa del siglo XVIII, donde se incluyen artículos dedicados a la ciencia, el arte, la literatura, la música, la organización interna, las misiones, la pastoral y las polémicas sobre la Compañía de Jesús. Temas que también han inundado las revistas y los congresos generales: un aluvión bibliográfico capaz de llenar cientos de anaqueles, siendo una de las particularidades de esta historiografía su carácter internacional, pues internacionales son –hoy como ayer– los intereses y los hombres que forman parte de la Compañía10. Los estudios sobre la expulsión de 1767 han comenzado con revisar el origen de la desgracia jesuita: el motín de Esquilache. De forma violenta y a primera vista improvisada, la plebe madrileña tomó la capital, obligando al rey Carlos III a derogar varias medidas im-
10 La ficha bibliográfica completa es: Manfred Tietz (coord.) y Dietrich Briesemeinster (colaborador), Los jesuitas españoles expulsos. Su imagen y su contribución al saber sobre el mundo en la Europa del siglo XVIII. Actas del Coloquio Internacional de Berlín (7-10 de abril de 1999), Frankfurt am Main, Iberoamericana y Vervuert, 2001.
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populares que habían enfurecido a diversos sectores sociales. Las noticias corrieron como la pólvora por diversas villas y ciudades del resto de España, sucediéndose graves motines que cada día venimos conociendo mejor gracias a los numerosos artículos y libros dedicados a ellos, casi siempre desde una óptica local o –como mucho– regional. Un apasionado de estos temas fue el catedrático zaragozano Carlos Corona, autor de una treintena de trabajos a lo largo de su vida; otro, el historiador Constancio Eguía Ruiz, quien editó hace seis décadas Los jesuitas y el motín de Esquilache en la editorial del CSIC (Madrid, 1947), libro superado por el exhaustivo trabajo de José Andrés-Gallego, profesor de investigación también del CSIC, quien ha escrito una monografía dedicada a las causas, visiones y consecuencias del motín de Esquilache, grave suceso ocurrido durante la Semana Santa de 176611. El citado historiador ha redactado una obra ambiciosa, ensamblando diversos enfoques, desde los socio-económicos (crisis de abastecimiento, protesta social y causas medioambientales) a los políticos y culturales, (tensiones sociales, los rumores, las sátiras, los pasquines y los debates ideológicos), extendiendo su mirada a ambas orillas del Atlántico. La aparición de El motín de Esquilache, América y Europa demuestra, a mi entender, dos cosas: una apuesta de José Andrés-Gallego por el significado (hasta ahora no desvelado) del motín para explicar y entender la España dieciochesca y una insatisfacción por las explicaciones clásicas (complot o crisis de subsistencia), lo que le obliga a buscar, aprender y adaptar nuevos métodos históricos y a recuperar otros olvidados, como la historia diplomática, para diseccionar lo ocurrido en 1766. El motín de Esquilache fue el resultado de varias causas. En primer lugar, de las adversas condiciones climáticas, que originaron heladas, escasez de granos y el alza de los precios, principalmente del pan, coyuntura desfavorable que no bastó para detener la apli11 José Andrés-Gallego, El motín de Esquilache, América y Europa, Madrid, Fundación Mapfre Tavera-Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2003.
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El corte de las capas y sombreros fue la mecha que provocó el Motín de Esquilache. Grabado del siglo XIX. Biblioteca Nacional, Madrid.
cación de diversas reformas traumáticas como la liberalización de los granos. El malestar se extendió por todo el reino a causa de otras medidas urbanísticas, hacendarias e higiénicas. El decreto para acortar las capas y desterrar los chambergos fue la gota que colmó el vaso. La tesis del motín por causas económicas no es nueva, pero José Andrés-Gallego profundiza en sus consecuencias y aporta un cuadro más completo gracias a las nuevas fuentes que ha trabajado. Lo mismo ocurre con otra tesis tradicional: el complot aristocrático. Un importante grupo de nobles se sintió relegado por la presión fiscal, la reorganización de las rentas y su destierro de los centros de decisión política. Sin llegar a aportar pruebas concluyentes (pero sí indicios más que sobrados), el autor señala al duque de Alba como impulsor oculto de las protestas. Su círculo habría alentado a los jesuitas (ya indignados por el creciente antijesuitismo del gobierno borbónico) a participar en los alborotos de forma directa (criados que alentaban a las masas) o copiando y distribuyendo cientos de pasquines y sátiras que desprestigiaban a los secretarios reformistas y a la figura del monarca. Aunque no se hace un estudio de los contenidos de esos escritos (un tema pendiente de gran importancia), el autor destaca la trascendencia de los aspectos literarios y simbólicos en los meses posteriores al motín. Esta protesta de tinta y papel impulsó una pesquisa secreta, encargada a Campomanes12, y terminó con la acusación exclusiva y a todas luces exagerada de ser los jesuitas los causantes del motín. Pero en el camino, las averiguaciones pusieron al descubierto las implicaciones eclesiásticas, el malestar de la Iglesia en general y de algunos prelados en particular, y el deterioro moral que para muchos se había instalado en el cuerpo de la Monarquía desde la llegada de Carlos III. Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, originario de Sicilia, acaparó un gran poder político desde su llegada a España, lo que le valió un creciente odio de nobles, eclesiásticos y distintas ca12 Teófanes Egido e Isidoro Pinedo, Las causas «gravísimas» y secretas de la expulsión de los jesuitas por Carlos III, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1994.
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pas sociales. Sus ansias de poder y de control no tenían límites, llegando a situaciones paradójicas de dar órdenes contradictorias según el canal elegido. Su debilidad estaba en «poner por obra lo que pensaba que era bueno, sin pararse en las consecuencias»13. Al poco de ocupar su secretaría, el marqués se convirtió en el prototipo de político ilustrado, de fuerte anticurialismo, de actividad desbordante, capacidad increíble, pero de ansia incontrolada, por lo que acumularía las quejas y las dudas de medio país y medio imperio. Lo curioso es que el bando que le llevó al exilio (el de acortar las capas y deformar el chambergo) fue en su origen obra de otro secretario, el de Gracia y Justicia, Manuel de Roda: un personaje fascinante que movió los hilos de la política con gran maestría en la España de Carlos III. Los nuevos estudios sobre el motín de Esquilache permiten dibujar un panorama complejo de los problemas internacionales de la Corona española. Las embajadas en la capital no fueron ajenas a los acontecimientos, empezando por el nuncio papal y terminando por los embajadores de Inglaterra, Francia y Portugal. En estas dos últimas naciones, los jesuitas habían sido expulsados pocos años antes. Esta dimensión internacional ayuda a explicar el desarrollo de los acontecimientos y el eco que tuvo en Europa y en América, donde los pasquines y las noticias europeas se pueden encontrar en toda la monarquía: desde Chihuahua a Chiloé y desde Manila a México14. La perspectiva internacional ha sido una de las características de los nuevos estudios sobre la expulsión, obligando (por la vastedad de la documentación y de los territorios a estudiar) a crear equipos de investigación en varias universidades y centros de investigación.
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Andrés-Gallego, El motín de Esquilache …, p. 60. Eva María St. Clair Segurado analiza y edita varios textos significativos de la polémica sobre los jesuitas, que fueron recogidos por la Inquisición mexicana, en su libro Flagellum Iesuitarum. La polémica sobre los jesuitas en México (1754-1767), Alicante, Universidad de Alicante, 2004. 14
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Uno de los grupos más cohesionado y fecundo es el encabezado por el doctor Enrique Giménez en la Universidad de Alicante. Los objetivos y resultados pueden ser conocidos gracias al portal electrónico: «La expulsión de los jesuitas de los dominios españoles»15, donde se listan varias tesis doctorales y las ediciones de concurridos congresos que demuestran la riqueza y la amplitud del tema y los buenos quehaceres del equipo levantino. De estos últimos, me gustaría destacar tres volúmenes colectivos: Expulsión y exilio de los jesuitas españoles (1997)16; Disidencias y exilios en la España moderna (1997)17 y, por último, Y en el tercero perecerán. Gloria, caída y exilio de los jesuitas españoles en el s. XVIII (2002)18. Y de las tesis doctorales publicadas, hay dos de gran importancia para el imperio ultramarino: La expulsión de los jesuitas de Filipinas (1999), de Santiago Lorenzo García, y la reciente Expulsión y exilio de la provincia jesuita mexicana (1767-1820), de Eva María St. Clair Segurado19. Simultáneamente a estos trabajos, han aparecido en diversas instituciones españolas estudios de gran interés sobre el exilio de diferentes grupos de jesuitas peninsulares, que han enriquecido considerablemente el conocimiento de las ope-
15 Para más información, remito al lector a la página www.cervantesvirtual.com/bib_tematica/jesuitas/. 16 Enrique Giménez López, Expulsión y exilio de los jesuitas españoles, Alicante, Universidad de Alicante, 1997. 17 Antonio Mestre Sanchís y Enrique Giménez López (coordinadores), Disidencias y exilios en la España moderna, tomo 2 de las Actas de la IVª reunión científica de la Asociación Española de Historia Moderna (27-30 de mayo de 1996), Alicante, Caja de Ahorros del Mediterráneo-Universidad de Alicante, 1997. 18 Enrique Giménez López (ed.), Y en el tercero perecerán. Gloria, caída y exilio de los jesuitas españoles en el s. XVIII, Alicante, Universidad de Alicante, 2002. 19 Santiago Lorenzo García, La expulsión de los jesuitas de Filipinas, Alicante, Universidad de Alicante, 1999, y Eva María St. Clair Segurado, Expulsión y Exilio de la provincia jesuita mexicana (1767-1820), Alicante, Universidad de Alicante, 2005. Esta última historiadora contribuyó a esclarecer una de las principales acusaciones que se hicieron a los ignacianos en Eva María St. Clair Segurado, Dios y Belial en un mismo altar: los ritos chinos y malabares en la extinción de la Compañía de Jesús, Alicante, Universidad de Alicante, 2000, y analizó la polémica sobre los jesuitas mexicanos en la citada Flagellum Iesuitarum. La polémica sobre los jesuitas en México (1754-1767).
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raciones de expulsión de valencianos, castellanos, malagueños, madrileños, etcétera20, así como sus peregrinaciones y regreso21. Otro proyecto dinamizador de investigaciones fue el dirigido por José Andrés-Gallego con el título Impacto en América de la expulsión de los jesuitas, que financió la Fundación Mapfre-Tavera. Respondiendo a esta convocatoria, se realizaron una docena de investigaciones, entre las que se incluyen dos balances historiográficos de gran interés. El primero, firmado por Nicolas Cushner, es una síntesis general sobre la situación de los jesuitas en la América virreinal en el momento de la expulsión (The Jesuits in colonial América. 15651767), mientras el segundo, escrito por José Andrés-Gallego, está dedicado a analizar las diversas causas que llevaron a la expulsión de los jesuitas en 1767 y sus consecuencias en lo religioso, lo educativo, lo misional, lo cultural, lo social y lo económico (Porqué los jesuitas: razón y sinrazón de una decisión capital). El libro editado como resultado de este ambicioso proyecto recoge otras investigaciones dedicadas al extrañamiento de los jesuitas de Cuba, Chile, Argentina, Brasil, Paraguay y Filipinas22. Los sucesos y consecuencias en otras 20 Pilar García Trobat, La expulsión de los jesuitas. Una legislación urgente y su aplicación en el Reino de Valencia, Valencia, Generalitat Valenciana, 1992; Enrique Villalba Pérez, Consecuencias educativas de la expulsión de los jesuitas de Madrid, Madrid, Dykinson, 2003; Inmaculada Fernández Arrillaga, El destierro de los jesuitas castellanos (1767-1815), Valladolid, Junta de Castilla y León, 2004; y Wenceslao Soto Artuñano, Los jesuitas de Málaga y su expulsión en los tiempos de Carlos III, Málaga, Diputación de Málaga, 2004. 21 Manuel Luengo Rodríguez, S.I., Memorias de un exilio. Diario de la expulsión de los jesuitas de los dominios del Rey de España (1767-1768), edición de Inmaculada Fernández Arrillaga, Alicante, Universidad de Alicante, 2002; y del mismo autor, El retorno de un jesuita desterrado: viaje del P. Luengo desde Bolonia a Nava del Rey (1798), edición de Inmaculada Fernández Arrillaga, Nava del Rey-Alicante, Ayuntamiento de Nava del Rey-Universidad de Alicante, 2004. 22 José Andrés-Gallego (director científico y coordinador), Tres grandes cuestiones de la Historia de Iberoamérica: ensayos y monografías, Madrid, Fundación Mapfre-Tavera y Fundación Ignacio Larramendi, 2005. Los estudios que integran el proyecto Impacto de América de la expulsión de los jesuitas, aparte de los citados, son: José Antonio Ferrer Benimelli: De la expulsión de los jesuitas a la extinción de la Compañía de Jesús. Eduardo Torres-Cuevas y Edelberto Leiva Lajara: Presencia y ausencia de la Compañía de Jesús en Cuba; Eduardo Cavieres (dir.): El impacto de la expulsión de los jesuitas en Chile. Ernesto Maeder: La administración y el destino de las temporalidades jesuíticas en el Río de la Plata. Edgard Leite Ferreira Neto:
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partes de América también vienen siendo analizados en un conteo de monografías y artículos que demuestran que el tema está lejos de agotarse. Sirvan como ejemplo los estudios dedicados a Cuba, Santo Domingo, Venezuela, Bolivia, Perú y Nuevo Reino de Granada23, y a analizar las experiencias individuales de los expulsos24. Los estudios sobre la provincia mexicana de la Compañía de Jesús también han experimentado un notable aumento. Para conocer los pormenores de la operación de exilio de los numerosos jesuitas que trabajaban en el virreinato de la Nueva España contamos con el libro ya citado de Eva María St. Clair Segurado, Expulsión y exilio de la provincia jesuita mexicana (1767-1820). En él se analiza cómo se diseñó y se aplicó la gran operación logística que el virrey Croix, asesorado por el visitador Gálvez y su sobrino Teodoro de Croix, proyectaron para el exilio de los ignacianos, resaltándose por primera vez las deficiencias y errores que se cometieron debido a la prisa por sacar a los padres del territorio mexicano, sobre todo tras los alza-
Notórios rebeldes: A expulsão da Companhia de Jesus da América portuguesa. Marta María Machado: Consecuencias de la expulsión de los jesuitas: Filipinas. Enrique Villalba Pérez: Consecuencias educativas de la expulsión de los jesuitas de América. Beatriz Vitar: El impacto de la expulsión de los jesuitas en la dinámica fronteriza del Tucumán. Ramón Gutiérrez (dir.), Historia urbana de las reducciones jesuíticas suramericanas: Continuidad, ruptura y cambios (siglos XVIIIXIX). Agustín Galán García (estudio introductorio y transcripción): Compendio de la población de América y Filipinas (ca. 1778-1780), de Manuel Ignacio de Arenas. José Andrés-Gallego: Gobierno, desgobierno, rebelión en el Tucumán (1767); y Lászlo Polgár: Bibliograhies. Todos ellos integran un CD que acompaña al libro. 23 Los estudios que he consultado son: Salud Moreno Alonso, «La expulsión de los jesuitas de Cuba», Temas Americanistas, 9 (1991), pp. 14-17; Mercedes García Rodríguez, Misticismos y capitales: los jesuitas en la economía de Cuba (1720-1767), La Habana, Editora Historia, 1998; José Luis Sáez (recopilación y notas), La expulsión de los jesuitas de Santo Domingo (17661767), Santo Domingo, Academia Dominicana de la Historia, 2006; José del Rey Fajardo, La expulsión de los jesuitas de Venezuela (1767-1768), Táchira, Universidad Católica de Táchira, 1990; A. Menacho, «La expulsión de los jesuitas de Bolivia en 1767: narraciones coetáneas», Anuario de la Academia Boliviana de Historia Eclesiástica, 9 (2003), pp. 31-66; y J. Baptista, «Expulsión de los jesuitas de los virreinatos de México, Perú y nuevo reino de Granada (17671770)», Anuario de la Academia Boliviana de Historia Eclesiástica, 9 (2003), pp. 5-30. 24 Andrés Cavo, Vida de José Julián Parreño, un jesuita habanero, edición y estudio introductorio por María Dolores González-Ripoll, Madrid, CSIC, 2007.
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mientos populares projesuitas en algunas ciudades del interior. Menos frecuentes son los trabajos regionales que analizan y concretan las consecuencias de la expulsión en la vida económica, pastoral, cultural y educativa de las distintas ciudades y misiones novohispanas, así como los efectos del extrañamiento en los territorios fronterizos que administraban los jesuitas. Dentro de este apartado, podemos citar las obras de Emilia Recéndez sobre Zacatecas25, de Julio César Montané sobre Sonora26, el artículo detectivesco de Jesús Jáuregui y Laura Magriñá dedicado a Nayarit27 y la reciente tesis doctoral de Irma Leticia Magallanes sobre Durango28. El número de referencias crecería notablemente si ampliáramos nuestra mirada a los estudios que o bien se han interesado por la historia de los colegios y misiones ignacianas29 o los dedicados a investigar el destino de las propiedades de los jesuitas (haciendas, colegios, iglesias, propieda25 Emilia Recéndez Guerrero, Zacatecas: la expulsión de la Compañía de Jesús (y sus consecuencias), Zacatecas, Universidad Autónoma de Zacatecas-Instituto Zacatecano de Cultura, 2000. 26 Julio Cesar Montané Martí, La expulsión de los jesuitas de Sonora, Hermosillo, Sonora, Ediciones Contrapunto, 1999. 27 Jesús Jáuregui y Laura Magriñá, «Atando cabos… El jesuita de la Provincia Mexicana que logró escapar de la expulsión de 1767 se refugió en El Nayarit», en Espiral, Estudios sobre Estado y Sociedad, X/28, sep.-dic. 2003, pp. 123-178. 28 Irma Leticia Magallanes Castañeda, La Compañía de Jesús en Durango, Nueva Vizcaya. Consecuencias económicas y culturales de la expulsión, tesis doctoral, Departamento de Historia de América, Universidad de Sevilla, 2006. 29 Por ejemplo, Esteban J. Palomera, La obra educativa de los jesuitas en Guadalajara (15721767). Visión histórica de cuatro siglos de labor cultural, Gudalajara, México, Instituto de Ciencias de Guadalajara y Universidad Iberoamericana, 1986; Isaura Rionda Arreguín, La Compañía de Jesús en Guanajuato, 1590-1767, Guanajuato, Universidad de Guanajuato, 1996; Laura Elena Álvarez Tostado, Educación y evangelio en Sinaloa, siglos XVI y XVII, Culiacán, Sinaloa, Colegio de Bachilleres del Estado de Sinaloa, 1996; Mercedes García Rodríguez, Misticismo y capitales: los jesuitas en la economía de Cuba (1720-1767), La Habana, Editora Historia, 1998; Margarita Nolasco Armas, Conquista y dominación del noroeste de México: el papel de los jesuitas, México, INAH, 1998; Susan Schroeder, «Jesuits, Nahuas and the Good Death Society in Mexico City, 1710-1767», Hispanic American Historical Review, Dirham N. C., vol. 80, nº 1, 2000, pp. 43-76; José de la Cruz Pacheco Rojas, El Colegio de Guadiana de los jesuitas, 1596-1767, México, Universidad Juárez del Estado de Durango y Plaza y Valdés Editores, 2004.
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des urbanas y templos)30. Pero creo que es suficiente este breve repaso para demostrar el interés que despierta el tema del exilio en los medios académicos de ambas orillas del Atlántico. Los recientes estudios –generales y locales– sobre la expulsión de los jesuitas de los dominios del rey Católico nos ayudarán a entender lo ocurrido en Baja California, si bien la excepcionalidad del régimen ignaciano en la península le otorga al extrañamiento de los padres de esta remota frontera unos significados y consecuencias especiales. Como señalé al principio de esta introducción, la fuente más importante sobre la expatriación de los misioneros es el texto de Benno Ducrue, superior de las misiones californianas en el momento de la expulsión: Relatio Expulsionis Societatis Jesu ex Provincia Mexicana et maxime e California, A. 1767. La edición más utilizada en las últimas décadas fue realizada por el jesuita norteamericano Ernest J. Burrus31, uno de los historiadores más importantes de la orden, quien incluyó el texto original en latín y su traducción al inglés. Aunque más adelante estudiaremos las características y fortuna de esta relación, baste por ahora señalar que este documento ha sido la fuente principal para la mayoría de los ensayos dedicados al fin de la presencia de la Compañía de Jesús en la Baja California tanto en inglés como en español, los cuales, frente a lo que pudiera pensarse, son escasos. El relato de Ducrue puede completarse con los datos
30 Saúl Jerónimo Romero, De las misiones a los ranchos y haciendas. La privatización de la tenencia de la tierra en Sonora, 1740-1860, México, Gobierno del Estado de Sonora, 1995; Celia López, Con la cruz y con el dinero: los jesuitas del San Juan Colonial, San Juan, Editora Fundación Universidad Nacional de San Juan, 2001; José J. Hernández Palomo y Rodrigo Moreno Jeria (coords.), La misión y los jesuitas en la América española, 1566-1767: cambios y permanencias, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, CSIC, 2005; Bradley H. Benedict, La administración de temporalidades y haciendas en Chihuahua colonial, 1767-1820, México, Casa de Londres, 1998. 31 El padre Ernest J. Burrus nació en El Paso, Texas, el 20 de abril de 1907. Fue autor de numerosos libros sobre la historia colonial de la Nueva España, especialmente dedicados a la historia de la Compañía de Jesús. Para conocer más detalles de su vida, véase Richard E. Greenleaf, «An Interview with Ernest J. Burrus, S. J.», Hispanic American Historical Review, 65 (4), 1985, pp. 633-655.
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proporcionados por otros cronistas jesuitas que escribieron en el exilio, como Miguel del Barco32, Juan Jacobo Baegert33 y Francisco Xavier Clavijero34. No faltan alusiones a los expulsos en los misioneros que les sucedieron, concretamente en el mallorquín Francisco Palou, autor de una biografía del padre Junípero Serra35, y en la única crónica dominica de la Baja California, escrita por el valenciano Luis de Sales36. Un recuento de obras modernas sobre el extrañamiento de los jesuitas debe de comenzar por la tesis doctoral de Mary Margaret Downey, religiosa de la Sociedad del Sagrado Corazón, autora de una tesis pionera sobre el tema en la Universidad de California, en 1940, con el título: «The Expulsión of the Jesuits from Baja California»37. Sus hallazgos documentales fueron utilizados por el historia32 Barco, Miguel del, Historia natural y crónica de la Antigua California [Adiciones y correcciones a la Noticia de Miguel Venegas], edición, estudio preliminar, notas y apéndices de Miguel León-Portilla, México, UNAM, 1973. La crónica de Barco es la más rica en datos sobre la expulsión de los jesuitas. Además incluye valiosas informaciones sobre las acusaciones que recorrían México y España acerca de las riquezas y los abusos del régimen jesuítico de la península californiana. 33 Baegert, Juan Jacobo, Noticias de la península americana de California, México, Antigua Librería de Robledo, 1942. Interesa en particular el capítulo X de la segunda parte: «De la llegada de Don Gaspar Portolá y salida de los jesuitas de California» (pp. 213-221). 34 Clavijero, Francisco Xavier, Historia de la Antigua o Baja California, estudio preliminar por Miguel León-Portilla, México, Porrúa, 1982. La información que proporciona Clavijero es muy escueta (Libro 4, capítulo XX: «Real Orden para la expulsión de los jesuitas de los dominios de España, sucesores de estos religiosos en las misiones de la California», pp. 239-240), a pesar de que el jesuita mexicano conoció a varios de los misioneros que salieron de la península bajacaliforniana. 35 Palou, Fray Francisco, Relación histórica de la vida y apostólicas tareas del venerable padre fray Junípero Serra, y de las misiones que fundó en la California Septentrional, y nuevos establecimientos de Monterey, estudio introductorio de Miguel León-Portilla, México, Editorial Porrúa, 1982. El mismo autor da información sobre la sustitución de los franciscanos por los padres jesuitas en Cartas desde la península de California (1768-1773), editadas por José Luis Soto Pérez, Porrúa, México, 1994; y en Recopilación de noticias de la Antigua y de la Nueva California (1767-1783), edición y notas de José Luis Soto Pérez, estudio introductorio de Lino Gómez Canedo, 2 tomos, México, Editorial Porrúa, 1998. 36 Luis de Sales, Noticias de la Provincia de Californias, estudio introductorio y notas de Salvador Bernabéu Albert, Ensenada, Fundación Barca-La Finca-Lecturas Californianas, 2003. 37 La religiosa utilizó las cartas, informes y notas contenidas en el tomo 76, ramo Californias, del Archivo General de la Nación de México (AGN en adelante).
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dor jesuita Peter Masten Dunne, quien dedicó un capítulo de su obra Black Robes in Lower California a estudiar el fin de la presencia ignaciana en esta península (Chapter XXXII: «The End»)38. Sus palabras han sido repetidas en numerosos estudios en inglés y castellano, tanto en trabajos académicos como de difusión. Uno de los últimos historiadores que se han ocupado del tema –con valiosas novedades– es Harry W. Crosby, autor de un ambicioso estudio titulado Antigua California, quien dedica un capítulo al extrañamiento de los ignacianos39. Y entre los historiadores mexicanos, ocupa un lugar destacado el doctor Ignacio del Río, gran conocedor del pasado bajacaliforniano, que escribió un breve pero esclarecedor artículo –presentado como ponencia en una reunión científica regional– titulado: «El fin de un régimen de excepción en Baja California: la expulsión de los jesuitas» 40. En cuanto a los materiales archivísticos que he utilizado en mi investigación, destacan los documentos custodiados en el mexicano Archivo General de la Nación y en la Biblioteca Nacional de México, los papeles del archivo particular del visitador José de Gálvez, que se guardan en The Hungtinton Library (Pasadena, California), y los numerosos legajos pertenecientes a dos archivos españoles de gran importancia para el Americanismo: el Archivo General de Indias, de Sevilla, y el Archivo Histórico Nacional, de Madrid. Por último, he consultado los fondos de la Real Academia de la Historia y de la Biblioteca Nacional, instituciones también madrileñas. Para terminar esta introducción, quiero reiterar que el principal objetivo de este libro es el estudio de la salida de los jesuitas de la 38 Peter Masten Dunne S. J., Black Robes in Lower California, Berkeley and Los Ángeles, University of California Press, 1952, pp. 416-427. Dunne fue autor de un pionero artículo sobre la expulsión general del virreinato: «The Expulsion of the Jesuits from New Spain, 1767», Mid-America, XIX (January, 1937), pp. 3-30. 39 Capítulo doce: «The Expulsion», en Crosby, Harry W., Antigua California: mission and colony on the peninsular frontier, 1697-1768, Albuquerque, University of New Mexico, 1994, pp. 371-386. 40 Ignacio del Río Chávez, «El fin de un régimen de excepción en Baja California: la expulsión de los jesuitas», Memoria del Sexto Simposio de Historia y Antropología Regionales, La Paz, Universidad Autónoma de Baja California Sur, 1995, pp. 19-24.
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península de Baja California, que tuvo que demorarse hasta principios de 1768 por falta de barcos en que transportar al comisionado elegido para el destierro y sus soldados. Además, sus sustitutos en materia religiosa –los franciscanos— tampoco pudieron llegar en las fechas previstas, lo que impidió el cambio de padres en las misiones, que quedaron durante unas semanas en manos de varios soldados. Para la expulsión se utilizaron (al igual que en Sonora y Sinaloa) algunos de los mandos y de las tropas que, acantonadas en Tepic (Nayarit), aguardaban la construcción de dos barcos para ir a hacer la guerra a los indios rebeldes de Sonora y Nueva Vizcaya: una empresa arriesgada y dilatada durante muchos años, que Gálvez impulsó recaudando dineros y trayendo de España a varios destacamentos de militares. Pero antes de abordar la operación de expatriación de los jesuitas californianos, examinaré la llegada y consolidación de la Compañía de Jesús en el virreinato de la Nueva España y estudiaré las características geográficas y humanas de la Baja California y el entramado de circunstancias geopolíticas y religiosas que permitieron establecer en la lejana península un régimen de excepción.
2. LOS JESUITAS Y SU EXPANSIÓN EN MÉXICO (1572-1767) Aprobada en 1540, la Compañía de Jesús se dedicó a fundar colegios, seducir a nuevos miembros, dirigir espiritualmente a numerosas comunidades femeninas, formar a sacerdotes y atender a huérfanos, prostitutas, pobres, enfermos y presos durante los siguientes decenios. Su éxito en la convulsionada Europa fue fulgurante y espectacular, afianzándose con fuerza en la educación, la ciencia, la política, la evangelización y la lucha contra la herejía protestante. La rápida captación de miembros y de caudales convirtió a la Compañía, en poco tiempo, en una organización multinacional, con hombres de alta preparación, que lograron infiltrarse en numerosas capas de la sociedad y en distintas fronteras del Catolicismo. En 1640, para conmemorar los cien años de su fundación, la Compañía dio a
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Árbol de la Compañía de Jesús, siglo XVII.
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la prensa un bello tomo que tituló Imago primi saeculi, en donde se ensalzaba y glorificaba los progresos mundiales. La nómina de regiones en donde los ignacianos tenían presencia es sencillamente extraordinaria. Una de las ilustraciones que adornan el libro muestra a un angelito entre las dos mitades del globo terráqueo, con un arco en una mano y una flecha en la otra. La leyenda que le acompaña es muy elocuente: Vnus non sufficit orbis, esto es, un mundo no es suficiente41. No es un caso aislado. En otros cuadros financiados por la Compañía volvieron a elogiar su presencia en numerosos países como una de sus señas de identidad y como demostración de la especial protección del Altísimo. Sin duda, esta visión globalizadora y totalizadora influirá en los métodos, visiones y proyectos de los ignacianos, que se sintieron durante centurias como la tropa avanzada de la expansión mundial del Catolicismo romano42. En los primeros textos redactados por Ignacio y sus compañeros ya se incluye la voluntad de emplear sus vidas en «la propagación de la fe por medio del ministerio de la palabra», poniéndose a las órdenes del Pontífice romano para que «disponga de nosotros y nos envíe a donde más juzgare que podemos fructificar», esto es, «a los turcos, o al nuevo mundo o a los luteranos, o a otros infieles»43. Sin duda, la evangelización de los infieles se encuentra entre los primeros fines de la Compañía, y esta misión está estrechamente vinculada a la voluntad papal, para lo que se diseña el cuarto voto, dirigido a la obediencia y la dirección marcada por el Pontífice. Como una etapa más de su fulgurante expansión por los cuatro puntos cardinales, los jesuitas desembarcaron en la Nueva España por «el bien común que dello redundará en la conversión y doctrina de los dichos indios». El rey Felipe II escribió una carta al general 41 G. R. Dimler, «The Imago Primi Saeculi: Jesuit Emblems and the Secular Tradition», Thought. A Review of Culture and Ideas, 56 (1981), pp. 433-448. 42 Paolo Broggio, Evangelizzare il mondo. Le missioni della Compagnia di Gesù tra Europa e America (secoli XVI-XVII), Roma, Carocci editore, 2004. 43 Véase John O’Malley, Los primeros jesuitas, Bilbao-Santander, Mensajero-Sal Térrea, 1993, pp. 102 y ss.
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Francisco de Borja (el 4 de mayo de 1571) en la que le rogaba que nombrase a una docena de religiosos para plantar dicho instituto en el reino ultramarino «a entender en la instrución y conversión de los naturales dellas»44. No era la primera vez que los ignacianos cruzaban el Atlántico, pues ya habían sido autorizados a viajar a la Florida y al Perú, a pesar de las desconfianzas y recelos tanto del Emperador como de su hijo, Felipe II, por el voto de obediencia al Papa de la institución fundada por Ignacio de Loyola. Además, ambos monarcas temieron que la llegada de la Compañía a los territorios ultramarinos fuese vista con recelos por las otras órdenes ya asentadas en las Indias. Finalmente, las prevenciones reales fueron superadas por la necesidad de evangelizar el Nuevo Mundo, donde cada día se iban explorando desconocidos territorios y descubriendo copiosas naciones indias, por la necesidad de instruir y velar por la moral de los clérigos y por la demanda de maestros para educar a la juventud americana. Esta última fue la principal razón argumentada por la ciudad de México para pedir al soberano que enviase a los jesuitas, pues «necessita de maestros de leer y escrebir, de latinidad y demas ciencias»45, y a esta tarea se dedicó el primer grupo de ignacianos que llegó a la Nueva España en septiembre de 1572, formado por ocho sacerdotes, tres novicios y cuatro coadjutores46. La llegada y expansión de la Compañía fue fulgurante. A la inauguración del colegio de San Pedro y San Pablo en la capital en 1573, inspirado en el modelo del Colegio Romano, le siguieron otras fundaciones en Puebla de los Ángeles, Pátzcuaro, Zacatecas, Oaxa44 Felipe II a Francisco de Borja, Madrid, 4 de mayo de 1571, en Félix Zubillaga (ed.), Monumenta Mexicana, vol. I, Romae, Institutum Historicum Societatis Iesu, 1956, pp. 5-6: 6. 45 «Carta de la ciudad de México al Rey», en Félix Zubillaga (ed.), Monumenta Mexicana, vol. I, Romae, Institutum Historicum Societatis Iesu, 1956, pp. 1-3: 2. 46 Sobre los primeros años de la Compañía en México, véase la relación del padre Juan Sánchez Barquero, editada por Mariano Cuevas, Fundación de la Compañía de Jesús en Nueva España, por el padre Juan Sánchez Baquero, S. J., México, Editorial Patria, 1945. Sus datos abarcan desde 1572 a 1580. También existe una segunda Relación breve de la venida de la Compañía de Jesús a Nueva España, anónima, que fue publicada con prólogo y notas de Francisco González de Cossío (México, Imprenta Universitaria, 1945).
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ca y Valladolid de Michoacán. Al finalizar el siglo, los jesuitas estaban en las principales ciudades del reino, lo que constituía todo un éxito, pues competían con las tres órdenes llegadas antes que ellos: franciscanos (1523), dominicos (1526) y agustinos (1533). En el XVII, los ignacianos se extendieron por otras ciudades menores: Guatemala (1606), Mérida de Yucatán (1618), San Luis Potosí (1623), Querétaro (1625), Veracruz (1639), Parral (1651) y Chiapas (1681). Y en el XVIII, la actividad fundacional continuó con el seminario de San Ignacio en Puebla (1702), los colegios de Monterrey (1714), Celaya (1720), León (1731), Guanajuato (1732), San Javier en Puebla (1751) y las residencias de Campeche (1716) y Chihuahua (1718). A sus clases asistieron los hijos y descendientes de los españoles, grupo que fue muy mimado por la Compañía, si bien los ignacianos no dejaron de atender a otros niños mestizos, mulatos, indios y negros. Principalmente dirigidos a ellos se abrieron establecimientos donde estos grupos fueron mayoritarios, como los colegios de Tepotzotlán y San Luis de la Paz, el colegio de indios de San Gregorio (ciudad de México), y el colegio de Veracruz, donde eran educados los negros y mulatos. Para sostener estos establecimientos, la Compañía contaba con una amplia red de haciendas, obrajes, propiedades urbanas y donaciones, que la convirtieron, en su conjunto, en una de las instituciones más poderosas del virreinato. La conversión de los indios bárbaros fue otra de las labores de la Compañía, patrocinando numerosas fundaciones misionales sobre todo en el centro y el norte de la Nueva España. Sucesivamente, los ignacianos fueron consolidándose, con grandes esfuerzos humanos y económicos, en Sinaloa (1591), Parras o La Laguna (1594), los territorios tepehuanes (1596), la misión de Chínipas (1620), la Tarahumara baja (1607), la Tarahumara alta (1673), los establecimientos sonorenses (1614) y, antes de acabar el siglo XVII, alcanzaron la península de Baja California y la Pimería alta, si bien estos territorios serían evangelizados principalmente durante la centuria ilustrada. Por último, en 1722 dio comienzo la conversión del territorio nayarita. Este gran esfuerzo tenía su recompensa para los cronistas de la Com-
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pañía, pues la Babilonia que encontraron en el Septentrión mexicano, se trocó en celeste Jerusalén tras derrotar a Satanás. Según Pérez de Ribas, autor de la primera crónica de la provincia, siendo estas tierras: «las más poseídas del demonio de cuantas había en el orbe, el tirano que las poseía ha quedado vencido y juntamente con los vicios, costumbres fieras, e inhumanas, que había introducido en hombres creados para el cielo»47. La lucha de los jesuitas con los demonios y sus secuaces no tuvo tregua, aunque incluyeran en el bando infernal antiguas prácticas medicinales, ceremonias chamánicas, indios que no se dejaron amedrentar por el poderío occidental y todo aquel que en general (incluyendo a peninsulares, criollos, mulatos, negros e indios ladinos) entorpeciese su control de los territorios misionales o amenazase sus negocios económicos. Aunque las fuentes jesuitas hablan del envío a las misiones de los mejores de entre los miembros de la Compañía y de la vocación misionera como algo intrínseco a todos sus miembros, lo cierto es que la realidad fue más compleja. Nacida para la propagación de la fe, como se indica en la Fórmula del Instituto de 1540, la Compañía de Jesús tuvo en las acciones de Francisco Javier en la India su primer gran éxito propagandístico. Las numerosas conversiones del navarro a partir de su desembarco en Goa en mayo de 1542 compensaron con creces las críticas que desde diversos sectores de la Iglesia y de la sociedad de la época se levantaron contra los nuevos sacerdotes. Pero no todos los misioneros eran varones espirituales ni todos los jesuitas querían ir a misionar, como cierta literatura nos ha dado a entender. Al menos a principios del siglo XVII, como demuestran varios de los documentos del volumen VIII de la Monumenta Mexicana (1605-1610), los llamamientos de las autoridades para que los padres abandonaran los colegios y las ciudades y se marcharan a misionar entre infieles eran constantes, lo que demuestra la persistencia 47 Andrés Pérez de Ribas, Historia de los triunfos de nuestra santa fe entre gentes las mas barbaras y fieras del Nuevo Orbe, edición facsimilar con estudio introductorio, notas y apéndices de Ignacio Guzmán Betancourt, México, Siglo XXI, 1992, p. 439 (Lib. VII, cap. XI).
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del problema. En carta del 10 de febrero de 1603, por ejemplo, el general Acquaviva recrimina a los padres novohispanos la flojedad con que acudían al ministerio de los indios48. Los llamamientos no cayeron en saco roto y, así, combinando vigor, versatilidad y una férrea obediencia por sus constituciones a la autoridad del General, los jesuitas se fueron extendiendo en los siglos XVII y XVIII por numerosos países y regiones a una gran velocidad gracias a las misiones. Pero, ¿qué se esconde bajo este término? En primer lugar, misión tiene un sentido jurídico: la autorización papal para convertir infieles en un determinado espacio del globo. En segundo lugar, misión equivale a los trabajos de cristianización y de occidentalización de los indígenas. Por último, misión es un lugar geográfico y administrativo: el complejo de edificios, campos de cultivo, corrales, lugares de visita, acueductos, depósitos de agua, etcétera, situados en el espacio de jurisdicción de la misión, aunque en la actualidad ese territorio e instalaciones queden reducidos y compendiados en la iglesia principal de la misión. El término misionero no se generaliza en el lenguaje de las distintas órdenes hasta los primeros decenios del siglo XVII, empleándose anteriormente sinónimos como predicadores, obreros, varones de Dios, sujetos, etcétera49. Sobre misiones y misioneros en el Norte de México hay una abundante literatura dedicada a los inicios y las sucesivas expansiones de los ignacianos, aunque hay que plantearse si las autoridades –incluidas las ignacianas– controlaban el número de misioneros en activo y las misiones y visitas que permanecían vivas. Diversos conflictos entre las autoridades reales y los provinciales jesuitas por los pagos de sínodos a misiones desaparecidas demuestran que la información que manejaban ambas partes no siempre era la correcta. En el momento de la expulsión (1767), la Provincia Mexicana contaba con
48 Miguel Ángel Rodríguez, S.J., Monumenta Mexicana VIII (1603-1605), Roma, Instituto Histórico de la Compañía de Jesús, 1991, p. 21. 49 Juan Bautista Olaechea Labayen, «Origen español de las voces misión y misionero», Hispania Sacra, 46 (1994), pp. 511-517.
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ciento siete misioneros en total: un visitador general y veintiún padres en Sinaloa; un procurador, un ayudante y dieciocho misioneros en California; doce en Chinipas; siete en Nayarit; veintinueve en Sonora y diecinueve en la Tarahumara50. Pero la labor de los jesuitas no se redujo sólo a los escolares y a los neófitos de las misiones. Otros sectores de la sociedad novohispana también recibieron sus enseñanzas mediante las misiones temporales en las ciudades y los campos, los sermones, los libros devocionales, las visitas a las cárceles, hospitales y obrajes, las confesiones, la asistencia a conventos femeninos, la celebración de las festividades, la creación y asistencia de cofradías, la fundación de capillas, las congregaciones y las asociaciones de alumnos, etcétera. Desde el principio, la predilección de la Compañía por las ciudades fue una de las características de su apostolado, pero, dentro de las urbes, su labor se dejó sentir en todos los estamentos sociales: desde las principales familias criollas y los funcionarios llegados de España, a los barrios marginales, los criados y los esclavos. Los jesuitas contaron para introducirse en la sociedad novohispana con varias herramientas que les darían gran popularidad en pocos años. Desde Italia, España y otras naciones centroeuropeas condujeron diversas advocaciones marianas que pronto sedujeron a miles de devotos. A la imagen de la Virgen del Pópulo, llegada en fecha tan temprana como 1577, le siguieron la Virgen de Loreto y, ya en el siglo XVIII, la Virgen de la Luz. También se difundieron con gran rapidez los miembros de la Compañía elevados a los altares por el pontífice romano, como san Ignacio de Loyola y san Francisco Javier, ambos canonizados en 1622, y san Francisco de Borja, santificado en 1671. Pero el primer gran impacto jesuita en la religiosidad popular novohispana lo lograron gracias a la llegada al virreinato de un cargamento de reliquias enviadas por el papa Gregorio XIII en 1578. En el puerto de Veracruz desembarcaron doscientos catorce 50 Ernest J. Burrus (ed.), Misiones norteñas mexicanas de la Compañía de Jesús, 1751-1757, México, Antigua Librería Robledo de José Porrúa e Hijos, 1963, pp. 99-103.
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fragmentos: once de apóstoles y evangelistas, cincuenta y siete de mártires, catorce de doctores de la Iglesia, veinticuatro de confesores, veintisiete de santas y dos de ellos de especial importancia: una espina de la corona de Cristo y un trozo del lignum crucis51. La recepción de las reliquias fue aprovechada por los jesuitas para elaborar y difundir mediante símbolos iconográficos y mensajes visuales y escritos, dirigidos a un amplio público: «cauces afectivos y mentales adaptados a la nueva sociedad –o al menos a ciertos sectores de ella– que se venía conformando a finales del siglo XVI»52. Los jesuitas ayudaron a dotar de símbolos a la criollidad naciente, lo que contribuyó a aumentar su prestigio y autoridad entre las elites del joven virreinato. En el momento de la expulsión, la provincia contaba con seiscientos setenta y ochos miembros: quinientos veinte padres, treinta y ocho escolares y ciento veinte hermanos. De ellos, sesenta y uno eran extranjeros, principalmente alemanes, bohemios, irlandeses, franceses, italianos y austriacos. Otro dato interesante es el número de criollos, que, según el padre Antonio López de Priego, ascendían a cuatrocientos sesenta y cuatro. Esto significa que más de dos tercios de los jesuitas laboraban en su patria chica, y que el exilio les produjo un doble trauma: el de la separación de sus ocupaciones educativas o evangélicas, y el de la salida de su terruño. No fue este el caso de los misioneros de Baja California, pues de los dieciséis padres que administraban aquellas misiones, sólo dos habían nacido en México. El resto estaba dividido en dos grupos: seis eran españoles y los ocho restantes procedían de diferentes regiones centroeuropeas. Hasta en la composición de los misioneros fue singular esta California, que tantas ilusiones y desilusiones generó durante todo el período colonial. 51 Véase la Carta del padre Pedro de Morales de la Compañía de Jesús para el muy reverendo padre Everardo Mercuriano, general de la misma Compañía, edición, introducción y notas de Beatriz Mariscal Hay, México, El Colegio de México, 2000. 52 Solange Alberro, El águila y la cruz. Orígenes religiosos de la conciencia criolla. México, siglos XVI-XVII, México, FCE, 1999, p. 94.
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3. DE CORTÉS A SALVATIERRA: LAS PENALIDADES DE LA COLONIZACIÓN
Escribía el padre Juan Jacobo Baegert, misionero californiano en el exilio, en un libro publicado en Mannhein (Alemania) en 1772 que: «Todo lo concerniente a California es tan poca cosa, que no vale la pena alzar la pluma para escribir algo sobre ella. De miserables matorrales, inútiles zarzales y estériles peñascos; de casa de piedra y lodo, sin agua ni madera; de un puñado de gentes que en nada se distinguen de las bestias, si no fuera por su estatura y su capacidad de raciocinio, ¿qué gran cosa debo, qué puedo decir?» A pesar de esta incertidumbre, el jesuita, que había laborado diecisiete años en la misión de San Luis Gonzaga, escribió el libro más personal y profundo sobre la colonización española de la península norteamericana. Sobre las razones de su esfuerzo, añade: «Sin embargo, en vista de que la California forma una no pequeña parte del Nuevo Mundo del que se quieren noticias en el viejo continente; debido también a que todos los geógrafos y cosmólogos la mencionan, sin que ninguno de ellos diga la verdad; debido asimismo a que últimamente se ha puesto el grito en el cielo, tanto en México como en España, por sus riquezas imaginarias, […] he tomado la resolución de acceder a los ruegos de muchos buenos amigos y otras personas de respeto, y responder, […] no solamente a la de ninguna manera punible curiosidad del público, sino también a las falsedades y difamaciones de algunos escritores»53. Haciendo mía la intención de Baegert, abordaré en los siguientes apartados los principales rasgos geográficos y humanos de la Baja California, así como los diversos intentos colonizadores que finalizaron con la consolidación de la Compañía de Jesús en 1697. La península de Baja California es una larga franja de tierra de mil ochocientos sesenta y cinco kilómetros de longitud que se convirtió hasta finales del siglo XVIII en el extremo occidental del virrei53
Baegert, Noticias de la península …, pp. 3-4.
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nato de la Nueva España y en un finis terrae de las posesiones españolas en el Nuevo Mundo. Geográficamente, está catalogada como tierra semidesértica (Aridoamérica), aunque esta generalización esconde una mayor variedad de paisajes: desde desiertos extremos como el del Vizcaíno, en el centro de esta península, a sierras de gran altitud que albergan manchones de coníferas, quercus y pinos. La presencia humana en Baja California ha sido datada hace más de diez mil años (Lago Chapala), cuando las condiciones de la península eran menos áridas y existía una fauna y flora más variada y abundante. Los jesuitas del siglo XVIII clasificaron a los indios que encontraron en tres grupos principales: los cochimíes al norte, los guaycuras en la parte central y los pericúes al sur. El patrón de subsistencia de todos ellos estaba basado en la caza, la recolección y la pesca, adaptándose al medio ambiente hostil mediante grupos pequeños (40-50 miembros), conocidos como rancherías, que recorrían estacionalmente un amplio territorio en busca de sus alimentos54. Los indígenas disponían sus asentamientos cerca de las fuentes de agua potable (manantiales, arroyos, tinajas y lagunas) y aprovechaban eficientemente los recursos marítimos y terrestres. Entre los primeros destaca el consumo de grandes cantidades de moluscos (almejas, ostiones y caracoles), dieta que completaban con la captura de pulpos, calamares, erizos, tortugas, peces de todos los tamaños y diferentes mamíferos marinos. En cuanto a los recursos terrestres, recolectaban varios tipos de raíces, semillas, tallos y frutas según las estaciones, y completaban esos alimentos con la captura de insectos, reptiles y roedores y, en menor medida, venados, borregos y otros mamíferos55. Para ayudarles a la obtención de alimentos, poseían diversos instrumentos de piedra para la molienda (metates, manos y percutores), lascas utilizadas para el corte, tajadores para
54 Miguel León-Portilla, La California mexicana. Ensayos acerca de su historia, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Universidad Autónoma de Baja California, 1995, p. 27. 55 Eldon Molto and Brenda Kennedy, «Diet of the Las Palmas Culture of the Cape Region, Baja California Sur», Pacific Coast Archaeological Society Quaterly, vol. 27, nº 4 (1991), Costa Mesa, California, pp. 47-59.
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romper huesos de animales grandes, puntas de proyectil, fisgas, punzones y espátulas de hueso de venado, lanzas y lanzadardos. Todos estos elementos eran transportados por las indígenas en unas especies de redecillas, siendo, junto a la recolección de semillas, su principal actividad. Por su parte, los hombres se dedicaban a la caza y a la pesca, a la defensa de su territorio y al ocio56. Los californios lograron un profundo conocimiento del medio ambiente y desarrollaron exitosas estrategias de aprovechamiento y explotación de los recursos naturales con las que hicieron frente a la aridez, la carencia de agua, la alta insolación, la abrupta orografía y el aislamiento debido a las dos masas de agua que flanquean la larga península. Entre el indio y el espacio se logró una estrecha simbiosis con la que lograron sobrevivir en condiciones muy difíciles para la vida humana. Por ello, la entrada de otros elementos extraños (hombres, ganados y nuevos cultivos) amenazó el precario equilibrio de los frágiles ecosistemas57. Las crónicas y relaciones de navegantes y misioneros han confirmado la existencia de incipientes niveles jerárquicos, con líderes que podían ser hombres o mujeres. Junto a ellos, destacaban los chamanes, que a menudo fueron descritos como los principales enemigos de los misioneros. California fue descubierta (desde la mirada occidental) en 1533 por un grupo de amotinados de la nave La Concepción, cuyo capitán, Diego Becerra, enviado por Cortés para buscar tierras y riquezas en la Mar del Sur, fue asesinado por un grupo de marinos encabezados por el piloto vizcaíno Fortún Ximénez. Los sublevados anclaron en
56 Según Baegert, los indios siempre estaban de buen humor y dominaba entre ellos una alegría eterna: «el californio duerme tan tranquilo y tan cómodo sobre el duro suelo y al aire libre, como el sibarita europeo más rico lo hace en su cama de suaves plumas, tras una cortina ricamente bordada, en un gabinete dorado, etc., sino también que el californio no tiene nada de triste ni llega a saber nada durante todo el año y durante toda su vida que pudiera entristecerle y preocuparle; que pudiera amargarle la vida o desear la muerte». Baegert, Noticias de la península …, p. 65. 57 Martha Micheline Cariño Olvera, Historia de las relaciones hombre-naturaleza en Baja California Sur, 1500-1940, La Paz, México, UABCS-SEP-FOMES, 1996.
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una gran bahía, pero tuvieron que levar anclas con rapidez al asesinar los indios a un grupo de marineros que habían bajado a tierra, entre los que se encontraba el piloto rebelde. Los supervivientes certificaron que la tierra era «buena y bien poblada y rica de perlas»58, pero no se conoce si le pusieron algún nombre. El recibimiento desgraciado fue pronto superado por la fama de las perlas que encontraron en el litoral californiano, hallazgo que exacerbó la rivalidad de los dos competidores en liza en esos momentos en el Noroeste de la Nueva España: Nuño de Guzmán y Hernán Cortés. Este último, incluso, dejó su tranquilo retiro de Coyoacán para dirigir personalmente una nutrida expedición que desembarcó en la bahía de Santa Cruz (La Paz, Baja California Sur) el 3 de mayo de 153559, fundando el primer asentamiento español de la futura California. Desgraciadamente, los sucesos de esta colonia cortesiana son muy desconocidos. Según Bernal Díaz del Castillo, la aventura estuvo protagonizada por trescientas veinte personas entre hombres, mujeres y niños, los cuales participaron en la jornada porque iba el célebre conquistador en persona. Pero la realidad se impuso pronto. Tras varias excursiones por el país y el descubrimiento de otro mar a poca distancia (el Pacífico), la situación de la colonia se deterioró, obligando a Cortés a navegar a la contracosta en busca de alimentos. A su regreso, tras superar numerosos obstáculos, un barco enviado por su segunda mujer, que transportaba varias cartas60, lo invitó a regresar a México, de58 Bernal Díaz del Castillo, Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, edición de Carmelo Sáenz de Santa María, Madrid, Alianza Editorial, 1989, p. 817. 59 Sobre las empresas cortesianas, véase Miguel León-Portilla, Hernán Cortés y la Mar del Sur, Madrid, Instituto de Cultura Hispánica, 1985. 60 Según el jesuita Miguel Venegas, además de las cartas amorosas de su mujer: «se juntaron otras dos, que el Señor Virrey D. Antonio de Mendoza, y la Real Audiencia le escribieron: en las quales le mandaban apretadamente, que dexasse lo comenzado, y se volviese à la Nueva España: porque havia corrido en México un vago rumor, de que querian alzarse los Caciques de este Reyno, viendo, que no estaba ya en la tierra Cortes». Miguel Venegas, Empressas Apostólicas de los padres misioneros de la Compañía de Jesús, de la provincia de Nueva España, La Paz, Universidad Autónoma de Baja California Sur, 1979 (edición facsimilar, en Obras Californianas del Padre Miguel Venegas, S. J., tomo IV), párrafo 25.
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jando la colonia en manos de Francisco de Ulloa. Cuenta el cronista Bernal Díaz del Castillo que su vuelta fue pedida, además de por su mujer, por la audiencia y el virrey Mendoza: «porque había fama que se decía en México que se querían alzar todos los caciques de la Nueva España viendo que no estaba en la tierra Cortés»61. Uno de sus hombres, llamado Luis de Baeza, señaló en una «probanza» oficial que la tierra, que llamaban Tarsis, era inhabitable y que los indios, además de no tener oro, plata o perlas, eran salvajes, bestiales, sodomitas y sucios, pues ingerían sus propios excrementos. Y según lo que había oído a otros capitanes, como Juan de Jasso y Jorge Zenon: «la tierra (era) la más mala del mundo... y que en la dicha tierra no había hallado agua ni caminos, ni aun árbol verde»62. En definitiva, la probanza denunció la inutilidad del nuevo poblamiento de Cortés, pues se trataba de una tierra «estéril y salvaje»63. Como remarcó Bernal Díaz del Castillo: «en aquella tierra no cogen los naturales del maíz, que son gente salvaje y sin policía, y lo que comen es frutas de las que hay entre ellos, y pesquerías y mariscos, y de los soldados que estaban con Cortés, de hambres y de dolencias se murieron veinte y tres»64. Otros tempranos testimonios, pertenecientes a la década de los cuarenta, también insisten en la pobreza de la tierra, que empieza a denominarse California, pero lo curioso es que se propagan imágenes contrapuestas: las pesquisas oficiales muestran descarnadamente una California pobre (un infierno, según algunos capitanes), al mismo tiempo que surgen las primeras voces que difunden la noticia de un territorio lleno de perlas e indicios de oro y plata. Nadie se conforma con la realidad. Hay una contradicción entre los rumores, los informes y las acciones oficiales. El XVI es un siglo de expectativas y nadie quiere sepultar a la California en su árida realidad. Muy 61
Díaz del Castillo, Historia Verdadera ..., p. 820. Adalberto Walther Meade, «Primer testimonio indígena de las Californias: 1535», Calafia, vol. VI, nº 6 (1989), pp. 5-6. 63 José Luis Martínez, Hernán Cortés, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Fondo de Cultura Económica, 1990, p. 691. 64 Díaz del Castillo, Historia Verdadera …, p. 819. 62
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al contrario, los mitos de grandes riquezas impulsaron las siguientes expediciones enviadas a las costas californianas por la Corona, quien gastó grandes sumas en sus lejanas fronteras marítimas. A los deseos de encontrar nuevos reinos y riquezas les siguieron los fines académicos (conocer la geografía de Norteamérica), estratégicos (impedir el establecimiento de otras potencias en esos rumbos) y defensivos (protección del galeón de Manila desde el descubrimiento del tornaviaje en 1565 por Andrés de Urdaneta). La Corona dio licencia a varios capitanes para su «entrada» en California de forma sistemática, aunque los resultados fueron decepcionantes. Los protagonistas de turno recordaban las riquezas perlíferas, la docilidad de sus habitantes, las posibilidades de establecer un nuevo reino, la obligación de los reyes para evangelizar esas tierras y la necesidad de establecer puertos seguros para el refugio del galeón de Manila. Todo ello en busca de la licencia y los fondos para financiar la empresa. Pero los informes finales casi siempre mostraban las dificultades del país para mantener una colonia estable. Así se fueron sucediendo varias empresas perlíferas como las comandadas por los Cardona, el aragonés Pedro Porter y Cassanate y el almirante Atondo y Antillón. Este último gastó una considerable fortuna en sostener una colonia permanente, primero en La Paz y después en la bahía de San Bruno, que sería abandonada tras enormes esfuerzos, prohibiendo la Corona que, en adelante, se intentase poblar la península californiana. Entonces le tocó el turno a la Compañía de Jesús, pero no fue ninguna casualidad. La relación de los jesuitas con California era larga. En 1591 empezaron a evangelizar a los indios de los ríos Mocorito y Petatlán (Sinaloa) y paulatinamente ascendieron hacia el norte hasta llegar a las proximidades del río Sonora a mediados del siglo XVII. Desde estas regiones se veían las sierras californianas. Cuando en 1643 se estaba preparando la expedición de Porter y Cassanate, el provincial Luis de Bonifaz pidió la ayuda del superior de las misiones de Sinaloa para que lo apoyase, profetizando: «que aquella costa ha de ser colonia de la nuestra, y han de ser dos herma-
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nas, que se ayuden mucho»65. Los padres Jacinto Cortés y Andrés Báez acompañaron a Pedro Porter y Cassanate en 1648, participando en la exploración de diversos puertos y ensenadas del golfo de California. La ocupación de la contracosta les otorgaba a los jesuitas una plataforma ideal para obtener noticias sobre la península. Por ello no dudaron en alentar la colonización y acompañar al almirante Isidro de Atondo y Antillón, gobernador de Sinaloa, cuando emprendió la conquista de California entre 1683 y 168566. Tres jesuitas participaron en la empresa: Eusebio Kino, Matías Goñi y Juan Bautista Copart, que terminó en fracaso, como ya señalé, si bien el padre Kino promovió desde las misiones de Sonora el regreso de los ignacianos a la península con una fe ciega y una importante diferencia: el siguiente intento lo protagonizarían los discípulos de san Ignacio de Loyola en solitario, sin la tutela de almirantes ni de funcionarios reales. El más convencido de sus oyentes fue el italiano José María Salvatierra, quien fundó la primera misión permanente en 1697 con el nombre de Nuestra Señora de Loreto tras vencer numerosos obstáculos tanto dentro como fuera de la Compañía de Jesús. Las autoridades reales no querían aportar más caudales para una conquista que se resistía y los directores provinciales jesuitas temieron perder el crédito de la Compañía e involucrarla en una difícil y costosa misión que necesitaba de varios padres, muchos soldados y veloces barcos para abastecerla durante los primeros años. Además había una imagen popular muy negativa en la sociedad novohispana: tras varios siglos de tentativas se había instalado el rumor de que la península era inconquistable67. 65
La carta del 15 de octubre de 1643, en Venegas, Empressas Apostólicas …, párrafo 9. San Bruno, real y misión, fue fundado el 5 de octubre de 1683 por el almirante Isidro Atondo y Antillón y el padre Eusebio Kino. Esta primera fundación ignaciana fue abandonada dos años más tarde. Sobre los avatares de la misma, véase W. Michael Mathes, «San Bruno, primera misión y fortificación de las Californias: 1683-1685», Calafia, vol. IV, nº 3 (1980), pp. 19-28. 67 «Y según eran repetidas las experiencias de tantos años, llegaron a declarar por inconquistables las Californias los dos Señores Fiscales de las Audiencias de Mexico, y Guadalaxara: el primero en catorce de Marzo del año de ochenta y seis, y en diez y siete de 66
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La autorización virreinal para entrar en California, rubricada por el virrey José Sarmiento de Valladares, marqués de Moctezuma, fue otorgada finalmente al padre José María Salvatierra68 tras varias peticiones, pero condicionada a la no intervención económica de la Corona en la empresa. Los padres debían tomar posesión en nombre del soberano, pero financiando la conquista espiritual con limosnas y donativos particulares. Esta dejación de las responsabilidades del monarca, que estaba obligado por las bulas alejandrinas a evangelizar el Nuevo Mundo, sería recompensada con una serie de prerrogativas para la nueva misión ignaciana: autoridad sobre los soldados, poder para nombrar o revocar al capitán, control de los pobladores, monopolio sobre los barcos de transporte y prohibición de la pesca de perlas69. En consecuencia, los padres frenaron cualquier novedad que se introdujese en su península, obstaculizando durante los setenta años que estuvieron en ella la fundación de pueblos y reales mineros. No estaban dispuestos a compartir Baja CaliAbril del año de ochenta y nueve: y el segundo en onze de Marzo del año de noventa y uno». Venegas, Empressas Apostólicas …, párrafo 167. Después de la entrada de Isidro de Atondo: «eran mal recibidas peticiones sobre la prosecución de esta conquista, reputada ya por impossible» (párrafo 177). 68 El padre Juan María de Salvatierra nació en Milán (Italia) el 15 de noviembre de 1648 en el seno de una familia noble española. Ingresó en la Compañía de Jesús y marchó a Nueva España en 1675, donde impulsó la evangelización californiana. Fundó la misión de Nuestra Señora de Loreto en 1697 y realizó numerosos reconocimientos del territorio peninsular. Además de su decisiva intervención en la colonización de California, Salvatierra fue rector del Colegio Jesuita de Guadalajara (1693), del Colegio-Seminario de Tepozotlán (1696) y provincial de la Nueva España (1704). Murió el 18 de julio de 1717 en Guadalajara (Nueva Galicia). Varias de sus cartas pueden consultarse en Luis Sánchez Vázquez, Salvatierra. 300 años, Mexicali, ISEP-Instituto Salvatierra, 1997; y en Ignacio del Río (ed.), La Fundación de la California Jesuítica. Siete cartas de Juan María de Salvatierra, S. J. (1697-1699), La Paz, UABCS-Fondo Nacional de Fomento al Turismo, 1997. La edición, introducción y notas son de Ignacio del Río, acompañándole un estudio biográfico de Luis González Rodríguez, 69 Los estudios más completos de la California jesuítica son Crosby, Antigua California…; e Ignacio del Río, El Régimen Jesuítico de la Antigua California, México, UNAM, 2003. Sobre la fama de las perlas, véase Salvador Bernabéu Albert, «Perlas para la Reina. Aportaciones al estudio de la industria perlífera durante la colonia (1797-1814)», en Estudios de Historia Novohispana, 15 (1995), pp. 129-158.
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fornia con otros colonos ni a convivir con más proyectos que los propios. El sueño del misionero de tener un grupo de indígenas con el que trabajar en la cristianización sin la presencia de extraños se había cumplido. Se habla de construir una nueva comunidad a imagen de las primitivas cristianas70. El 25 de mayo de 1705, Salvatierra, que había sido nombrado provincial de la Nueva España, escribió un memorial al virrey duque de Alburquerque en el que defendió todos los privilegios y declaró que la tierra no permitía vecinos españoles por su aspereza. La delegación de autoridad a favor de los ignacianos, que hay que enmarcar en los años finales de la dinastía de los Austrias, pronto sería incómoda tanto para la Compañía como para los funcionarios reales. Para estos últimos, porque la nueva dinastía potenció el centralismo, la llegada de colonos a las fronteras, el tráfico comercial, la utilidad de los territorios y el freno de los privilegios de personas, provincias y corporaciones. Y para los jesuitas, porque las expectativas de Salvatierra de reunir extraordinarias sumas de dineros de particulares (los famosos bienhechores, cuyos donativos se agruparon posteriormente en el Fondo Piadoso de las Californias) no se cumplieron, teniendo que mantenerse con grandes carencias, con unos barcos frágiles y en medio de la hostilidad de los indígenas. De ahí que pronto se tuviese que acudir a las autoridades en busca de dinero, las cuales demoraron su decisión hasta recibir la aprobación del nuevo monarca: Felipe V de Borbón. Para cuando esto se produjo, la soldadesca, que pronto se mostró menos pía que sus promotores, truncada en sus expectativas de obtener perlas y obligada a una vida cuasi religiosa (la milicia lauretana), empezó a tener roces y problemas con los padres. Así, la petición de dinero al virrey dos años después de la fundación de California coincidió con la deserción de los primeros soldados, que 70 Ignacio del Río, «Ambigüedades y contradicciones de un régimen de excepción: los jesuitas y el gobierno de la provincia misional de California», en Negro, Sandra y Manuel M. Marzal, S. J., Un reino en la frontera: Las misiones jesuitas en la América colonial, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú-Ediciones Abya-Yala, 1999, pp. 97-113.
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extendieron por el virreinato primero, y por el resto del imperio después, rumores sobre una conquista espiritual más interesada en lo terrenal de lo que proclamaban sus protagonistas. En 1717 murió Salvatierra en Guadalajara cuando se dirigía a México para informar al virrey del estado del nuevo campo misional. Hasta entonces se habían fundado cinco misiones: Nuestra Señora de Loreto Conchó (1697), San Francisco Javier de Biaundó (1699), San Juan Bautista de Ligüí o Malibat (1705), Santa Rosalía de Mulegé (1705) y San José de Comundú (1708), todas ellas en el centro de la península. Ahora se planteó el reto de seguir fundando hacia el prometedor norte, pero sin olvidar la ocupación del extremo sur penínsular con varias finalidades: primero, convertir a los indios de aquellos rumbos, que habían dado repetidas pruebas de ser contrarios a la presencia de misioneros; segundo, evitar tener un enemigo en la retaguardia y, por último, para establecer un puerto en donde auxiliar al galeón de Manila tras avistar las costas del Nuevo Mundo. Así, la década de los veinte estuvo dominada por un gran optimismo tanto por parte de los jesuitas como de sus devotos en el virreinato, quienes financiaron hasta siete misiones: tres en los rumbos norteños, que se bautizaron como La Purísima Concepción de Cadegomó (1720), Nuestra Señora de Guadalupe Huasinapí (1720) y San Ignacio Kadakaamán (1727), y cuatro en el sur, Nuestra Señora del Pilar de la Paz Airapí (1720), Nuestra Señora de los Dolores Apaté (1721), Santiago el Apóstol Aiñiní, también conocida como Santiago de los Coras (1724) y San José del Cabo Añuití (1730). Durante estos años, diversas órdenes reales confirmaron a los ignacianos en sus prerrogativas, aunque exhortándoles a hacer algunos cambios. La demanda más insistente de los monarcas y virreyes fue la exploración de la costa del Pacífico en busca de un puerto de refugio para el galeón de Manila. Por esta razón se fundó con cierta celeridad la misión de San José del Cabo Añautí, en la punta meridional de la península. Era una región difícil por la beligerancia de los indios pericúes, reacios a la presencia de los misioneros. Para controlarlos y acelerar su evangelización se estableció en su territorio una
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Mapa de la California Jesuita editado en la Histoire naturelle el civile de la Californie (Paris, 1767).
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tercera misión con los fondos entregados por doña Rosa de la Peña, hermana de la marquesa de Villapuente –una de las grandes benefactoras de las Californias–, con el nombre de Santa Rosa. La fundación se realizó primero en la bahía de Palmas (1733), en el Golfo de California, trasladándose posteriormente a la costa del Pacífico, en el sitio conocido como Todos Santos, antigua visita de la misión de La Paz (1734). De ahí el cambio de nombre de Santa Rosa de las Palmas a Santa Rosa de Todos Santos. Finalmente, el esfuerzo ignaciano se vio recompensado con la llegada del galeón transpacífico en enero de 1734, siendo abastecido de agua y alimentos frescos. Varios enfermos fueron atendidos en tierra y los más graves se quedaron al cuidado del misionero de San José cuando el galeón levó anclas rumbo a Acapulco. Sin embargo, meses más tarde, una rebelión indígena destruyó las misiones del sur. Los pericúes mataron a dos padres y varios pasajeros y marinos del segundo galeón de Manila que atracaba en California fueron asesinados por sorpresa cuando iban en busca del misionero. Todos los padres de la California tuvieron que replegarse a Loreto, abandonando sus misiones, y pidieron ayuda al virrey71. Tras superar la crisis, de nuevo comenzaron las fundaciones. A la misión de San Luis Gonzaga Chiriyaqui (1740), le siguieron Santa Gertrudis (1752) y, ya en la década de los sesenta, San Francisco de Borja Adac (1762) y Santa María Cabujakaamung (1767). Esta progresión en la ocupación del territorio fue acompañada de un inquietante aumento de las críticas al sistema excepcional conseguido por los jesuitas en Baja California: para unos, un paraíso lleno de angeli71 El primer galeón de Manila que llegó al Cabo de San Lucas fue el navío Nuestra Señora del Pilar, comandado por Gerónimo Montero, en 1734. Un año después, el pataché San Cristóbal, capitaneado por Mateo de Zumalde, arribó a la bahía de San Bernabé falto de agua, leña y lastre. Ocho marineros desembarcados fueron asesinados por los indios, que antes habían acabado con los padres Tamaral y Carranco. En 1740, el galeón Santísima Trinidad volvió a hacer escala, recibiendo ayuda, como informó José de Eslava, general del galeón, a las autoridades virreinales. Véase, Salvador Bernabéu Albert, «El galeón de Manila y las Californias (1566-1767)», Cuadernos Universitarios. Humanidades, La Paz, Baja California Sur, 7 (1994), pp. 59-76.
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tos californianos; para otros, un infierno donde los padres ejercían la más deleznable tiranía.
4. CALIFORNIA, ¿PARAÍSO O INFIERNO? A los deseos jesuitas de controlar el poder religioso y militar de la península y de poner bajo su tutela los futuros proyectos de colonización, le acompañaron el monopolio del discurso literario y propagandístico. Su visión de la misión en California se extendió por el orbe gracias a sus colegios, casas y agentes en las cortes europeas. En contraposición, se difundieron en secreto, oralmente, los rumores y las murmuraciones. Ambos se esparcieron y se confundieron continuamente, alimentando un incesante debate crítico sobre las realizaciones jesuitas y los fines ocultos de su presencia en tan desolados parajes. Los rumores se convirtieron, para el vulgo, en los desveladores del secreto de los jesuitas. En los primeros años, las críticas fueron dirigidas a la ilicitud y exageración de los controles jesuitas sobre los militares, los barcos y las riquezas de la península. Sus autores fueron los soldados y los marineros puestos bajo el mando jesuita, además de los pobladores de la contracosta (Sonora y Sinaloa), acostumbrados a ir con o sin licencia a los placeres perleros. Por último, también los armadores de Guadalajara y México, que vieron cerrada una de sus fronteras de inversión y expansión, se sintieron decepcionados y perjudicados por los controles jesuitas del Golfo de California, también conocido como Mar Bermejo o Mar de Cortés. En las primeras obras impresas sobre la California jesuita72, la llegada de la Compañía fue presentada como el inicio de una nueva época. En las cartas de gratitud a los bienhechores –editadas en 1698 72 Las dos primeras obras impresas son Copia de quatro cartas de el padre Juan María de Salvatierra de la Compañía de Jesús, México, Imprenta de Juan Guillermo Carrascoso, 1698; y Copia de cartas de Californias escritas por el P. Juan María de Salvatierra y Francisco María Picolo. Su fecha de 9 de Julio deste año de 1699, México, Herederos de la Viuda de Bernardo Calderón, 1699.
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y 1699–, Salvatierra ensalzó el triunfo de la fe y anunció una feroz batalla entre María, la gran conquistadora, y el demonio, para la que eran necesarias nuevas aportaciones. Al presbítero Juan Caballero y Ocio le escribió: «¡Dichoso del escogido para poblar de tantas naciones el reino perdido por Luzbel»73; y a sus compañeros ignacianos –especialmente al procurador de México Juan de Ugarte–, les describió con más detalles los retos de la incipiente comunidad californiana: los problemas de abastecimiento, las primeras impresiones del país y los encuentros con los indios. Esta diversidad de matices será una constante en los años siguientes, conviviendo varias visiones e interpretaciones en los mismos escritos jesuitas. No hay un único discurso ignaciano, lo que provocó que los mismos misioneros se desmintieran y se contradijeran antes y después de su salida de California. Esta idea de una conquista de lo inconquistable se repitió en la mayoría de los cronistas jesuitas de la California. La idea central de Salvatierra era que la Virgen había posibilitado la ocupación porque los jesuitas no codiciaban las perlas. La California era conquistable ahora por la falta de ambición económica. En carta a Ugarte (9 de julio de 1799) fue más explícito: «Lo que puedo asegurar a vuestra reverencia es que, a no haberse hecho la entrada a esta conquista con tal independencia de almirantes y otros, nos hubiéramos vuelto atrás; ni se hubiera descubierto otra tierra buena sino la mala que siempre, y tierra para salir y no para entrar»74. En sus cartas e informes, los jesuitas –en busca de apoyos oficiales y de donaciones particulares– se presentaron como elegidos por María para sacar al territorio de las garras del demonio, que utilizará todas sus armas para echar a los padres. Esta batalla sin tregua justificaba el poder de los religiosos y los frenos a la colonización civil. El descubrimiento del paraje donde se fundó la misión de San Francisco Javier, en 1699, por el padre italiano Francisco María 73
Río (ed.), La fundación de la California Jesuítica ..., p. 64. Salvatierra a Juan de Ugarte, 9 de julio de 1699, en Río (ed.), La fundación de la California Jesuítica ..., p. 169. 74
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Píccolo75, fue interpretado como la confirmación del cambio milagroso76 en la California. Efectivamente, se trataba de un paraje de gran belleza, con abundante agua y tierras de calidad. Las buenas noticias sirvieron para captar a nuevos bienhechores en las ciudades del virreinato, pero las alabanzas y elogios se exageraron: Píccolo calificó la península de «tierra de promisión». En una carta dirigida al virrey, fechada el 2 de julio de 1699, escribió: «En esta nueva entrada ya se cerró la puerta â las contradicciones del Demonio, las bocas â los que tenian por impossible el poblarse la California, y se nos abrió el corazon, mirando con nuestros ojos que en el infierno, como dezian, esteril de la California, gracias sean al sumo Criador y á su Madre Sanctissima, ay pedazos de Paraíso terrenal»77. Sin embargo, no todos estaban convencidos del cambio milagroso ni de la aparición súbita de este nuevo paraíso californiano. El control de los jesuitas de la California tuvo sus detractores. Miguel Venegas, el cronista más prolífico de la Compañía, recogió el malestar que causó en México la entrada de los padres: «Por esso apenas se divulgo en México la noticia de la feliz entrada del P. Juan Maria en las Californias, quando comenzaron a mirarla con envidia los que, por tener la cabeza llena de los humos de la avari75 Francisco María Píccolo nació en Palermo (Silicia) en 1654. Ingresó en la Compañía de Jesús a los dieciocho años. Fue misionero en la Tarahumara (1684-1697) antes de evangelizar en Baja California, donde fundó la misión de San Francisco Javier Biaundó en 1699. Visitador de Sonora entre 1704 y 1709, estuvo trabajando posteriormente en Santa Rosalía de Mulegé y Loreto, donde murió en 1729. Sus exploraciones en la península fueron decisivas para la consolidación y expansión del proyecto jesuita. 76 En algunos casos, los cambios milagrosos eran simplemente fenómenos naturales que antes no se habían experimentado, como las lluvias, que se multiplican durante la época de los tornados. «Los pobres soldados arrimados cada uno a su rincón, donde pudieron guarecerse, repetían con gracia, y risa muchas vezes estas palabras: No llueve en Californias, no llueve en Californias: burlándose con esta ironia del falso rumor, que havian esparcido en la Nueva-España aquellos, que por haver ido a las Californias en tiempo de seca, pensaron que alla nunca llovia en todo el año. Pero ahora, desengañados con la experiencia tuvieron bastante incomodidad, que padecer en los dias siguientes, viéndose obligados a ir ...». Venegas, Empressas Apostólicas ..., párrafo 256. 77 Venegas, Empressas Apostólicas ..., párrafo 142.
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cia, todo, quanto veen en otros, les paresce avaricia: semejantes en esto a los que adolecen de istericia: los quales, por tener teñidas las pupilas de los ojos con la amarillez del humor bilioso, todo, quanto veen por fuera, les paresce amarillo. Assi miraban entonces esta empressa los codiciosos: los quales, por estar tocados del contagio de la avaricia, solo miraban como apreciables las Californias por la riqueza de sus perlas: mas no por el tesoro de tantas preciosas margaritas, que en las almas de sus moradores tenia tyranizadas el demonio. Por esso conforme a este vicioso affecto dezian con envidia: que havian hecho muy buena pressa los Padres de la Compañía: porque, apoderados de las Californias, eran ya dueños de la pesquería de sus perlas»78.
El sistema de ocupación excluyente introducido en California por la Compañía de Jesús estimuló la mirada crítica de los novohispanos, que aguzaron la mirada para descubrir los fallos y deficiencias. La exageración de los rumores se contrapuso a la exageración de los jesuitas, que convirtieron la fundación de dos misiones en la conversión de toda la península, esto es, cerca de 119.000 kilómetros cuadrados. El 25 de mayo de 1705, Salvatierra escribió al virrey duque de Alburquerque: «Este pobre jesuita, solo, y desasistido de las reales cajas, ha conquistado y rendido a Su Majestad un país que, en más de 160 años, a costa de inmensos gastos hechos al real erario, no habían podido sujetarlo todos los excelentísimos antecesores de vuestra excelencia»79. La ambición de aparecer como el instrumento divino tuvo sus respuestas, creándose una situación paradójica: la falta de caudales y de barcos multiplicó las peticiones ignacianas a las autoridades mexicanas, quienes, exhaustas por los gastos de la Guerra de Sucesión, dilataron las ayudas hasta tener la autorización del nuevo soberano, e incluso con ella, sus entregas se hicieron con gran lentitud para sorpresa y encono de los padres. En los informes a la Corona y en las respuestas de los ignacianos se incluyen los rumores y las murmuraciones que circulaban en la Nueva España y, lo más interesante, quiénes fueron sus artífices. 78
Venegas, Empressas Apostólicas ..., párrafo 256. Francisco Javier Alegre, Historia de la provincia de la Compañía de Jesús de Nueva España, Roma, Institutum Historicum Societatis Iesu, 1960, t. IV, p. 197. 79
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Salvatierra comunicó a Juan de Ugarte que «como la gente de mar conoció que su viaje no era para pesca de perlas, por poco se le amotina al capitán»80. De este grupo procederían las primeras críticas a la ocupación jesuita. El capitán de Loreto, Antonio García de Mendoza81, realizó serios cargos contra Salvatierra y Píccolo en el otoño de 1700. Este soldado, natural de la Rioja (España), que había servido en San Luis Potosí y la Tarahumara, tuvo un papel decisivo en la defensa de la incipiente misión de Loreto, pero, después de ser nombrado capitán, comenzaron las desavenencias con los padres por su control de las actividades y las prerrogativas de la milicia. Los soldados se quejaron de que no podían hacer y actuar como en otros parajes y presidios de la frontera norte del virreinato. García de Mendoza escribió varias cartas al virrey en donde criticó la temeridad de los padres en las entradas que hacían. «Para atajar, dize, estas temeridades, yo no hallo otro remedio mas que dar cuenta al Rmo. P. Provincial de la Sagrada Compañía de Jesús, pidiéndole saque de aquí a estos dos Religiosos y los ponga, donde reciban el castigo, que merescen, y a mi en una torre con una fuerte cadena: para que mis successores no se dexen llevar de semejantes disposiciones»82. Las cartas del capitán fueron copiadas y se extendieron por todo el reino, incluso llegaron a la corte, pero las autoridades no innovaron en el gobierno de los ignacianos hasta tener más informes, que pidieron reiteradamente a las autoridades mexicanas. Mientras tanto, la situación en Loreto empeoró por la disciplina jesuita, las prohibiciones de pescar perlas y la falta de bastimentos. El capitán obtuvo el permiso para dejar su puesto y otros diecisiete soldados le acompañaron83. 80 Salvatierra a Juan de Ugarte, 27 de noviembre de 1697, en Río (ed.), La fundación de la California Jesuítica ..., p. 69. 81 Sobre Antonio García de Mendoza, véase Crosby, Antigua California ..., pp. 47-60. 82 Venegas, Empressas Apostólicas ..., párrafo 445. 83 Cabe preguntarse si esos soldados estaban bien informados de las «especiales» prerrogativas de los padres o si creyeron que las prohibiciones de capturar perlas o de buscar minas eran solo temporales hasta la consolidación de la misión y la pacificación de la región. El paso del tiempo les reveló la autoridad de los padres y se produjeron las primeras bajas y críticas.
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En general, las relaciones entre los padres y los soldados fueron conflictivas hasta la expulsión de los primeros. Para el cronista jesuita Miguel Venegas, la milicia era «la mayor cruz que tienen los Padres Misioneros»84. Los jesuitas los necesitaban para su defensa y argumentaban ante la Corona que era indispensable tenerlos controlados para que no explotasen a los indios y malograsen la evangelización. La libertad de la milicia, además de ser un mal ejemplo para los neófitos, causaría graves vejaciones a los padres. ¿Cómo podrán –se pregunta Venegas– tolerar su compañía si ahora, estando sujetos, apenas la podían sufrir? «Pero todo esto se mira de lexos desde acá, y mucho más desde las cortes: donde suelen hallar mas fácil entrada las calumnias, y siniestras accusaciones sobre escritas con el nombre de servicio del Rey»85. A pesar de los desvelos de los padres, los soldados: «han venido à esparcir contra ellos muchas quexas, y calumnias, así en las Provincias de Sinaloa, y Sonora; como en Guadalaxara, en México, y aun en toda la Nueva-España. Y aunque es verdad, que los hombres cuerdos, y avissados no les dan credito; pero porque tambien hai muchos imprudentes, crédulos, temerarios, y faziles de propalar, quanto oyen de materia de honras agenas sera forzoso, salir aquí à la defensa de los Padres Misioneros, y mostrar, cuanto mas quexosos debían estar los Padres contra los Soldados: que ellos contra los Padres»86.
Tanto Venegas como otros cronistas vertieron opiniones negativas sobre los soldados, calificándolos de gente vil, desecho de la plebe, soberbios, ignorantes y groseros87, a pesar de que su presencia fue fundamental para la consolidación del régimen misional. Aunque hubo de todo –como en botica–, los soldados fundaron la primera sociedad mestiza y dieron origen a los linajes bajacalifornianos. 84
Venegas, Empressas Apostólicas ..., párrafo 1764. Ibídem, párrafo 1767. 86 Ibídem, párrafo 1795. 87 Ibídem, párrafos 1795-1802. 85
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Hay que reconocer que la vida de los soldados en esa península fue muy dura, pues trabajaron de herreros, vaqueros, mayordomos, cocineros, comitres, exploradores, etcétera, sin disfrutar de la libertad de otras partes del virreinato. Sus expectativas simplemente eran diferentes de las de los padres jesuitas, lo que no excusa –desde luego– excesos con los indígenas y con algunos padres. Creo que se generalizaron comportamientos individuales, pues, en contraposición, varios soldados fueron elogiados y mimados por los cronistas, como el portugués Esteban José Lorenzo o Francisco Rivera y Moncada. Un segundo grupo que los jesuitas identificaron como productores de rumores fueron los armadores y marinos que pescaban perlas en el Golfo de California. En 1702, dos barcos particulares fueron requeridos por el capitán del presidio para que les mostrasen las licencias para bucear, de cuyas capturas debían dar un tercio a la Corona. No fueron presentadas, porque no las tenían. Esto ocasionó una consulta al virrey sobre la forma de actuar, que fue discutida en el real acuerdo del 18 de enero de 1703. Como resultado, se dio poder al capitán de Loreto para demandar las licencias a los capitanes de los barcos perleros y, en caso de que no las tuvieran, pudiera prenderlos y remitirlos a México. Esta jurisdicción sobre todos los buzos que capturasen perlas en el Golfo de California puso freno a la libertad de los buzos, pero no a «sus lenguas»88: «porque de aquí tomaron ocasión de infamar à la Compañía, y esparcir querellas mal fundadas contra los Padres Misioneros de Californias. La principal de ellas, à la qual se reducían por varios caminos las demás, es aquella calumnia general, con que el mundo y sus armadores han censurado siempre y vituperado à la Compañía, imputándole la fea nota de la avaricia»89. Durante muchos años, los barcos habían navegado libremente, anclando en el litoral californiano. Incluso empleaban a 88 Miguel Venegas le dedicó el capítulo XIII, del libro X: «Satisfacese en general à las calumnias, que han esparcido los buzos contra la Compañía» (Venegas, Empressas Apostólicas ..., párrafos 1837 a 1850) y el XIV: «Prosiguese la satisfacción de calumnias contra la Compañía» (párrafos 1851-1859). 89 Venegas, Empressas Apostólicas ..., párrafo 1837.
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los indios en las campañas perleras, por lo que es explicable que surgiesen ataques contra los misioneros: «Esta misma calumnia –escribe Venegas– repetían ahora los buzos aplicada al buzeo de las perlas. Dezían: que los Padres de la Compañía impedían el buzeo de las perlas, porque lo querían todo para sí. Que el haverse empeñado tanto en la conquista de Californias, no fue tanto por el zelo de las Almas, quanto por amor de las perlas. Que por esta causa havian conseguido despacho, para tener à su mando todo el Presidio: para que pendiendo este unicamente de la voluntad de los Padres, tuviesen à su mando al Capitan, y à los Soldados, y se valiesen de ellos, para impedir à los de fuera el buzeo de las perlas, y hazerse dueños absoluto de aquella pesquería»90.
En estas polémicas brilla un texto fundamental: el informe del padre Píccolo. El escrito, originalmente redactado para demostrar al monarca las labores de los jesuitas y las posibilidades del territorio –en busca de su apoyo económico y de nuevos bienhechores–, se convirtió en fuente de argumentos para los enemigos de la Compañía. El texto del misionero italiano es indispensable para conocer la construcción del imaginario occidental sobre California por varias razones91. En primer lugar, porque es un relato completo de la entrada y los primeros años de la misión ignaciana (desde el 19 de octubre de 1697 a principios de 1702), la que califica de prodigiosa empresa, más del cielo que de la tierra. En segundo lugar, Píccolo realiza un cuadro optimista de la California, generalizando para toda la península lo encontrado en parajes concretos de óptimas condiciones: aguajes descubiertos en las proximidades de Loreto y en el extremo sur de la península. Efectivamente, las sierras del interior escondían oasis de extraordinaria belleza y productividad, pero se exageran las posibilidades. 90
Ibídem, párrafo 1838. Francisco María Píccolo, Informe del estado de la nueva cristiandad de California, 1702, y otros documentos, edición, estudio y notas de Ernest J. Burrus, Madrid, José Porrúa Turanzas, 1962. 91
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Según Píccolo, la calidad de la tierra: «se ha mudado en otra mejor de la que era antes»92. Frente a la fama de aridez de California, ahora: «Ay muy grandes y espaciosas llanadas, hermosas Vegas, Valles muy amenos, muchas Fuentes, Arroyos, Rios muy poblados en las orillas, de muy crecidos Sauces, extretexidos de mucho y espeso Carrizo y muchas Parras silvestres. Tierra tan fértil avia de llevar frutos»93. Como complemento, el jesuita enumera las expectativas del nuevo territorio (plantas y animales capaces de multiplicarse por miles, ricos minerales, salinas y placeres sin fin) que impactaron en los lectores afines a la Compañía, pero también –y esto me gustaría remarcarlo– entre los enemigos. En California se daban: «todas las yervas que son el pasto de los ganados mayores y menores de estos Reynos», lo que invitaba a una sociedad ranchera similar a las del centro y norte del virreinato. Las grandes salinas y los múltiples placeres («se pueden contar a millares») podían acrecentar la real hacienda; y la tierra adentro garantizaba muchos minerales por estar en la misma línea que las minas de Sonora y Sinaloa. «Todo esto –concluye Píccolo– promete abundancia de frutos quando aya gente que cultive la tierra, y que se aproveche de su fertilidad y abundancia de aguas, de que puede aver con muy poca diligencia muy buenas tomas. En tantos frutos que lleva la tierra en las plantas, puede ya muy bien gozar los créditos de fértil y abundante, como también de rica por otros frutos que ay en ella»94. 92 Píccolo, Informe del estado ..., p. 58. Esta idea de cambio fue extendida por el orbe católico gracias a escritores como el italiano Ludovico Antonio Muratori: «Los que en el pasado habían hablado de California viéndola sólo de lejos, es decir, desde el mar, la habían descrito como un lugar árido y lleno de montañas impenetrables. Se encontró todo lo contrario. Se admiran dilatadas llanuras, montes de mediana altura, valles y vistas muy amenas, numerosas fuentes y riachuelos cuyas riberas se ven adornadas especialmente por grandes sauces y cañaverales». Ludovico Antonio Muratori, El cristianismo feliz en las misiones de los padres de la Compañía de Jesús en Paraguay, [1ª edición, Venecia, 1743], traducción, introducción y notas de Francisco Borghesi S., Santiago de Chile, Ediciones de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, 1997, p. 401. 93 Ibídem, p. 59. 94 Ibídem, p. 62.
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Este documento, escrito por un jesuita con credibilidad («sin añadir cosa à lo que hemos hecho, à lo que hemos descubierto y observado»), fue una de las fuentes que alentó y motivó los recelos y los rumores de media Europa sobre la lejana y edénica California. Además, el texto –editado con todas las autorizaciones necesarias y el apoyo de la Compañía– confirmaba algunas de las acusaciones que ya circulaban: los jesuitas tenían información privilegiada y la península era un lugar fértil y con posibilidades para su colonización. La trascendencia fue enorme, como demuestra una temprana reedición en 1702 –en México– y numerosas traducciones y resúmenes en las principales lenguas europeas95. Pero las consecuencias, como he señalado, fueron muy distintas de las buscadas por los jesuitas. No estoy de acuerdo con Ernest J. Burrus cuando señala que: «se derrumbaron como castillos de naipes los rumores imputados de riquezas exorbitantes de los jesuitas en la nueva región»96. Por el contrario, los interesados leyeron entrelíneas y dieron por cumplidas lo que sólo eran expectativas o ensayos. Según la opinión del fiscal José Antonio de Espinosa Ocampo y Cornejo, la conquista de Salvatierra y Píccolo «tenía admirada a toda la Nueba España»97, aunque, como veremos a continuación, era una admiración frágil y volátil. Durante el gobierno del virrey Alburquerque (1702-1711) y del duque de Linares (1711-1716) no se hicieron cambios en el sistema 95 El informe fue traducido y publicado en francés en 1705, en alemán en 1726, en inglés en 1743 y en italiano en 1752. El texto del padre italiano se publicó en colecciones de crónicas y cartas jesuitas, aunque con cambios, omisiones y diferentes comentarios agregados por los distintos editores. Reediciones y extractos del texto del misionero se encuentran en otras obras generales, libros, artículos de periódicos, etcétera, lo que convirtió a Píccolo en el cronista jesuita más difundido y leído en la Europa de las Luces hasta la expulsión de los ignacianos. 96 Píccolo, Informe del estado ..., p. 28. 97 «Informe del fiscal mexicano al rey (México, 16 de mayo de 1702)» en Píccolo, Informe del estado ..., p. 88. El fiscal repite la idea de Salvatierra de que: «la alta providençia de Dios destinava la conversión de aquellos infieles a estos Padres que solo la emprendían con tantos trabajos y peligros por la mayor honrra de Su Divina Majestad, propagaçión de Su Santa Ley y bien de aquellas almas, denegándola a los antecedentes» (pp. 88-89).
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misional, ni se construyó ningún presidio. Terminada la Guerra de Sucesión en 1716, la Corona siguió demandando informes y demorando la solución definitiva. Había otros problemas más importantes que atender y los jesuitas, a pesar de las dificultades, iban consolidando la presencia imperial en esta lejana y difícil frontera. En 1717 murió Salvatierra en Guadalajara cuando se dirigía a México para informar al virrey. Fue sustituido por Píccolo, quien falleció, a su vez, en Loreto en 1727. En este último año, los padres podían ofrecer un buen balance de progresos a costa de numerosos esfuerzos y dedicación. Los jesuitas siguieron fundando misiones y explorando el territorio con la ayuda de las misiones de Sonora y Sinaloa, que serían fundamentales para los establecimientos californianos. Doce misiones fueron levantadas en las tres primeras décadas del siglo a lo largo de la península. No faltaron las peticiones desde la corte (control real, socorro del galeón, colonos civiles), que fueron archivadas tanto por la falta de caudales para conducir más soldados y colonos, como por las presiones jesuitas para no innovar en California, al menos hasta que los indios fueran convertidos. Diversas órdenes reales les confirmaron en sus prerrogativas, aunque exhortándoles a hacer algunos cambios y a buscar un puerto de refugio para el galeón de Filipinas. Este último mandato real se convirtió en prioritario para los padres, que exploraron la costa del Pacífico en demanda de un puerto adecuado y, cuando no lo encontraron, fundaron la misión de San José del Cabo Añautí, en la punta meridional de la península, para que el galeón hiciese escala, como señalé anteriormente. La expansión en la región se vio incrementada con la fundación de la misión de Todos Santos por el padre Segismundo Taraval (1733), también en un sitio estratégico para vigilar la llegada del famoso galeón (o de sus enemigos), pero una rebelión indígena destruyó las misiones del sur y mató a dos padres y a varios pasajeros y marinos del segundo galeón de Manila que atracaba en California. El resto de los misioneros tuvieron que refugiarse en Loreto, abandonando todas las misiones, y pedir ayuda al virrey. Éste, que en los primeros momentos
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de la rebelión no tomó medidas, decidió el envío del gobernador de Sinaloa, Manuel de Huidrobo, acompañado de numerosas tropas, cuando los pericúes atacaron el galeón. Huidrobo, que era un declarado enemigo de los jesuitas, pacificó la California y quebró el monopolio informativo. Las crónicas y recomendaciones de los responsables militares llegaron a México y a la corte, al mismo tiempo que se renovaban y multiplicaban los rumores sobre las actividades de los jesuitas. Se logró la pacificación, los padres regresaron a las misiones, pero la revuelta indígena de nuevo desató la discusión sobre la situación de California: muchas voces se alzaron para reclamar la colonización del sur. El virrey mandó fundar un presidio cerca del Cabo San Lucas y se iniciaron los primeros asentamientos civiles, más como iniciativa de los antiguos servidores de los jesuitas (exsoldados) que como planificación oficial de las autoridades, que no se atrevieron a plantear una colonización formal –la demoraron insistentemente– a pesar de los informes y las recomendaciones de los funcionarios del virreinato.
5. LA PENÍNSULA SECUESTRADA A mediados de siglo XVIII se generalizó la imagen de una California secuestrada por la Compañía. Muy sonados fueron los conflictos de los padres con el capitán del presidio del Sur, Pedro Álvarez de Toledo, que fue destituido por el virrey, quedando, al mando de la tropa, un teniente bajo la autoridad del capitán de Loreto, afecto a la Compañía. Las cartas de aquél y las respuestas de los padres sirvieron para alimentar los rumores. Los jesuitas argumentaron que les faltaba tiempo, que los progresos eran enormes, pero que necesitaban el control (sin interferencias de colonos ni de extraños) para no perder lo conseguido hasta entonces con una población con graves carencias y genio inconstante e infantil. Objetaban que los colonos no podrían sostenerse por la aridez de la tierra y la falta de bastimentos, y que sus formas de vida y empresas ocasionarían la deca-
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dencia de las misiones. Esto, además de contradecir las imágenes edénicas del informe de Píccolo, fue desmentido de facto con la creación de los primeros enclaves mineros en el sur de la península y la aparición de ranchos fundados por varios soldados retirados del servicio de las misiones. Durante el mandato del conde de Revillagigedo se registraron las primeras minas de la península98. El pequeño enclave minero, formado por Santa Ana, El Triunfo y San Antonio, y situado en la áspera sierra del sur, podía servir para que las autoridades novohispanas dieran por cumplida una real cédula del 13 de noviembre de 1744 que ordenaba la fundación de un centro de población no misional en la California que sirviese de refugio a los ignacianos en caso de sublevación indígena. Como en otras ocasiones, los procuradores jesuitas lograron que la orden se retrasase, alegando la pobreza del país y las dificultades de su aprovisionamiento desde la contracosta. Estas afirmaciones fueron rebatidas por las empresas de Manuel de Ocio, antiguo soldado al servicio de los jesuitas, que se enriqueció tras una tormenta en el golfo que llenó la costa de perlas. Ocio dejó su puesto y compró bastimentos y materiales en Guadalajara, abriendo las primeras minas en la península y creando un pequeño poblado a su alrededor99. Su iniciativa fue seguida por otros soldados y mineros, que no lograron el apoyo real. El propio Ocio no pudo continuar con sus fundaciones, al no conseguir la autorización para levantar una villa de españoles en el paraje de Santa Rosa, cerca de San José del Cabo, por decreto del 16 de octubre de 1753, que
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El Triunfo de la Santa Cruz y San Pedro y San Pablo, en 1751, y San Nicolás en 1752. El real de Santa Ana fue fundado por Manuel de Ocio, antiguo soldado de origen español, en 1747. Sobre el minero, véase Ramón María Serrera, «Un andaluz, pionero en la explotación argentífera de la Baja California (1753-1783)», Gades, 5 (1980), pp. 113-123. La existencia del poblado fue precaria, languideciendo hasta su abandono a fines del siglo XVIII, como han estudiado Jorge Luis Amao, El establecimiento de la comunidad minera en la California jesuítica, La Paz, Ayuntamiento de La Paz, 1981; Eduardo Mancillas Pérez, «Santa Ana, el pueblo borrado del mapa», Calafia, VII, 5 (1994), pp. 22-25; y Crosby, Antigua California ..., pp. 350-366. 99
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fue ratificado el 11 de marzo del año siguiente100. La colonización civil se detuvo, pero las minas abiertas chocaron con la exclusividad jesuita, dando lugar a varios litigios que airearon acusaciones entre los misioneros y los mineros. Pero las cosas iban cambiando por los nuevos aires que soplaban en Europa. La Compañía fue sensible a las críticas y trató de pararlas en varios frentes. Tenía muchos adeptos en los consejos reales, en las audiencias y en los principales puestos de autoridad. Además, contó con la poderosa figura del confesor real hasta la caída del padre Francisco de Rávago en 1755. En la década de los cincuenta, con el fin de luchar contra los rumores y mejorar la imagen de Califonia, se publicaron varios libros que hay que enmarcar en una campaña de defensa general. En 1752, se edita la Vida, y virtudes de el Venerable, y Apostólico Padre Juan de Ugarte de la Compañía de Jesús, Misionero de las Islas Californias, y uno de sus primeros Conquistadores (México, Imprenta Real), donde se reivindica la labor de los jesuitas y se ataca la voracidad e insubordinación de los soldados. En ese mismo año, se imprime la Carta del P. Provincial en que da noticia de la exemplar vida, religiosas virtudes y apostólicos trabajos del fervoroso Misionero el V. P. Francisco María Picolo (México, 1752). La vida ejemplar de estos dos padres pioneros sirvieron a los escritores jesuitas para desterrar las acusaciones de enriquecimiento y demostrar los sacrificios de los misioneros en esos confines del mundo. Estos mismos fines compartiría la biografía de Salvatierra, redactada por Miguel Venegas con el título El Apóstol Mariano. Representado en la vida del V. P. Juan María de Salvatierra, de la Compañía de Jesús, 100 En la relación que dejó el primer conde de Revillagigedo al marqués de las Amarillas, su sucesor, el 8 de octubre de 1755, dedica un apartado a las Californias, algo poco frecuente: «La península de Californias, en que se han establecido varias misiones, corre al cuidado de los padres jesuitas, defendidos por nuestras armas, según se previno en una real cédula sobre ese territorio, de que se dicen muchas comodidades si llegara a conseguirse su población por gente española: las persuaden sus circunstancias, y más en lo actual con el descubrimiento de minas de bastante producto que se han descubierto según informan los interesados; pero dudo el favorable efecto del pueblo, porque sera resistido de particulares fines difíciles de declinar». Ernesto de la Torre Villar y Ramiro Navarro de Anda (eds.), Instrucciones y memorias de los virreyes novohispanos, 2 vols., México, Porrúa, 1991, vol II, pp. 828-829.
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fervoroso misionero en la provincia de Nueva-España, y Conquistador Apostolico de las Californias (México, Imprenta de Doña Maria de Rivera, 1754), que tuvo gran éxito. El autor de esta última obra escribió un profuso y barroco manuscrito que tituló «Empresas Apostólicas» y que, enviado a Madrid para su edición, fue reescrito, amputado y completado por el célebre bibliógrafo Andrés Marcos Burriel, también jesuita. El resultado, titulado Noticia de la California y de su conquista espiritual hasta el tiempo presente101 (Madrid, 1757, 3 vols.), fue un gran éxito editorial. En la obra hay una visión de California menos feliz que la de Píccolo, pero llena de tópicos y datos obsoletos, pues ni Venegas ni Burriel visitaron nunca la península102. Diferentes paisajes áridos permitían pequeñas poblaciones en los oasis del centro y norte, mientras el sur contaba con los mejores suelos y un clima más benigno. Hay riquezas perleras y posibilidades de expansión, pero limitadas. Se repiten las acusaciones de otros escritores jesuitas contra los soldados y los marineros y se defiende la labor 101 El título completo es Noticia de la California, y de su conquista temporal, y espiritual hasta el tiempo presente sacada de la historia manuscrita, formada en Mexico año de 1739 por el padre Miguel Venegas, de la Compañía de Jesús; y de otras Naciones, y Relaciones antiguas y modernas, tres tomos, en Madrid, Imprenta de la Viuda de Manuel Fernández, 1757. Su autor ha sido estudiado por W. Michael Mathes, «Miguel Venegas, protohistoriador de las Californias», Calafia, V, 2 (1984), pp. 11-20. El manuscrito del jesuita mexicano fue preparado, recortado y ampliado por el también jesuita Andrés Marcos Burriel. Sobre este personaje central de la Ilustración española, véase Alfonso Echanove Fuero, La preparación intelectual del P. Andrés Marcos Burriel, S. J. (1731-1750), Madrid, CSIC, 1971. Hay una transcripción moderna publicada en tres tomos por Layac, México, 1943. Además existen dos ediciones facsimilares, una en papel (Obras californianas del padre Miguel Venegas, edición y estudio de W. Michael Mathes, La Paz, Universidad Autónoma de Baja California Sur, 1979, vols. I, II y III); y otra en CD (Sylvia L. Hilton, comp., Las Raíces Hispánicas del Oeste de Norteamérica: Textos Históricos. Colección Clásicos Tavera. Serie II, 22. Madrid, Mapfre-Fundación Histórica Tavera-Southern Methodist University, 1999). 102 Los escritores posteriores, principalmente jesuitas, se encargaron de enumerar los errores del libro. El impacto de la obra en Europa lo demuestran las traducciones al inglés (1759), holandés (1761-1762), francés (1766-1767) y alemán (1769-1773). El interés por el Pacífico en general y por las costas del Noroeste en particular desataron una carrera por explorar y explotar los recursos de la California entre las diversas cortes europeas, a las que pronto se sumarían los barcos de los Estados Unidos.
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de los jesuitas, apostándose por la conquista espiritual en contra de los mineros y los comerciantes, que sólo buscaban su enriquecimiento y la explotación de los indios. El libro arremete contra una difusa masa de difamadores de los ignacianos, que recogerían las acusaciones contra los padres y las multiplicarían por envidia. Estas crónicas y hagiografías de los misioneros demuestran que los jesuitas fueron conscientes de las dificultades de seguir con su monopolio en California, pero los principales cambios, que culminarían con la expulsión, no se producirían por acontecimientos internos (al contrario, tuvieron pequeñas victorias, como la destitución del capitán del presidio del sur y las dilaciones virreinales a los poblados mineros), sino por la incompatibilidad de las monarquías absolutas de tener y mantener en sus dominios una corporación que tuviese un cuarto voto de obediencia al Papa. Durante el siglo XVIII, las posiciones antijesuitas fueron ganando terreno y voluntades de los monarcas y de sus ministros, que empezaron a acumular cargos contra la Compañía en España y América. Así, los rumores californianos se fueron convirtiendo en cargos formales sin que mediasen ni averiguaciones ni juicios formales. Los jesuitas fueron acusados de enriquecimiento, de estar detrás de algunas revueltas indígenas y de entorpecer la colonización civil. Diversas autoridades, como el visitador José Rafael Rodríguez Gallardo y el auditor de guerra marqués de Altamira, incluyeron la península en sus proyectos reformistas, apostando por una expansión de la frontera hasta la Alta California, ya descubierta y demarcada por Cabrillo y Vizcaíno desde el siglo XVI103. Esa propuesta, por ejemplo, fue apoyada también por el capitán Fernando Sánchez Salvador, quien aconsejó la ocupación de Monterrey para que sirviese de escala al galeón y vigilase la costa. Todos ellos eran partidarios de una coloniza103 Sobre este cambio de interés y el nacimiento de la Alta California, véase Salvador Bernabéu Albert, «La frontera califórnica: de las expediciones cortesianas a la presencia convulsiva de Gálvez (1534-1767)«, en Francisco de Solano y Salvador Bernabéu (coords.), Estudios (nuevos y viejos) sobre la frontera, Madrid, CSIC, 1991, pp. 85-118; y el capítulo VII de Salvador Bernabéu Albert, La aventura de lo imposible. Expediciones marítimas españolas, Barcelona, Lunwerg, 2000, pp. 141-164.
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ción civil, apoyada por una red misional que estuviese bajo el control de los funcionarios reales. Poco a poco, las misiones del sur fueron relegadas por la ocupación de la Alta California, que se convirtió en una meta mítica para los políticos ilustrados. En el nuevo esquema geoestratégico, la Compañía aparece como un obstáculo, sólo aceptable si renuncia a sus prerrogativas y se aviene a los controles gubernamentales y a abrir sus terrenos misionales a la expansión comercial. El cerco se estrecha y los cargos contra la Compañía aumentaron en México y Madrid tras la coronación de Carlos III como soberano de España y las Indias. Este último los convirtió en enemigos políticos, exagerando su peligrosidad. Como ha señalado Francisco Sánchez-Blanco: «El antijesuitismo de Carlos III fue muy relativo e inconsecuente»104. Bajo su amparo se desató una guerra de libros, sátiras y libelos entre los jesuitas y los antijesuitas de España y América. Numerosos papeles generados por la expulsión de la Compañía de Portugal y por las polémicas en otros lugares de Europa se sumaron a los tradicionales debates internos, como los generados tras la publicación de las obras del obispo Palafox en 1762, volúmenes que contenían graves acusaciones contra la Compañía de Jesús105. Las gestiones de los ignacianos para mantener el estatus californiano tuvieron como respuesta los rumores y murmuraciones tradicionales, insistiéndose en las acusaciones de contrabando comercial con la contracosta (vino y otros productos) y con el galeón de Manila. Pero, además, apareció otro cargo importante: los padres no difundían la devoción y el amor al monarca, lo que en la práctica significaba que se autoproclamaban, frente a los indios, como los únicos soberanos. A pesar de su gravedad, no hubo reacción por parte de las autoridades mexica104 Francisco Sánchez Blanco, El Absolutismo y las Luces en el reinado de Carlos III, Madrid, Marcial Pons, 2002, p. 65. 105 Manuel Bustos Rodríguez, «Del motín de Esquilache a la inculpación de los jesuitas: Visión e información portuguesa de la revuelta», Hispania Sacra, 39 (1987), pp. 211-234; y Antonio Mestre Sanchís, «Reacciones en España ante la expulsión de los jesuitas de Francia», en Enrique Jiménez López (ed.), Expulsión y exilio de los jesuitas españoles, Alicante, Universidad de Alicante, 1997, pp. 15-39.
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nas. Hay una lentitud exasperante a la hora de acometer reformas políticas o de iniciar pesquisas oficiales. Las murmuraciones aumentan pero el gobierno se muestra paralizado en relación a California, lo que demuestra las dificultades prácticas y los enormes gastos que ocasionaban a las arcas reales cualquier novedad en la península. Entonces, los jesuitas tomaron la iniciativa: un golpe de efecto que pilló desprevenido al virrey y a los miembros de la Audiencia. En 1766, el visitador de las misiones, Lamberto Hostell, realizó un interrogatorio a varios miembros del presidio sobre varios artículos: «que la emulación o invidia ha querido divulgar, y según se me informa, presentar en la corte» en contra de la labor de la Compañía en California. Los jesuitas interrogaron a varios testigos y enviaron sus declaraciones al virrey junto a la renuncia de las misiones si lo creía oportuno. Los cargos eran seis: «Primero: Que a los soldados sólo se les paga en géneros, dándoselos al excesivo precio que los padres quieren. Segundo: Que el señor capitán no tiene mando en la tropa y que los padres son los que proveen todas las plazas y quitan y ponen a su arbitrio, por lo cual los soldados solo hacen lo que los padres quieren. Tercero: Que los padres son causa de que no se trabajen las minas y que son dueños de la plata, que se saca de ellas por estar los mineros necesitados a comprarles el maíz, y otros géneros necesarios para su manutención. Cuarto: Que los padres clandestinamente benefician minas. Quinto: Que con la plata comercian con la nao de Philipinas, y aun con otras naos holandesas que se supone suelen arrivar a estas costas. Sexto: Que es mucho el trabajo de los indios, y que solo se les paga con darles maíz cocido. Séptimo: Que los padres impiden la entrada a los españoles en las misiones, atribuyéndolo a que quieren conservar a los indios en la ignorancia de que tienen rey para que ellos estén en la inteligencia de que no tienen más superiores que a los padres»106.
Finalmente, el virrey no aceptó la renuncia de las misiones, pero con este cuestionario, los jesuitas quedaron convencidos de que la si106 Los testimonios en Archivo General de la Nación (México), Provincias Internas, 7, ff. 103-118. Se tomó declaración al teniente Blas Fernández Somera y a los soldados Miguel Cordero, Raimundo Carrillo, José Robles, Felipe Romero y Juan Luis de Osuna entre el 9 y el 18 de septiembre de 1766.
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tuación privilegiada de la Compañía en California tenía muchos enemigos en la corte virreinal. No era nada nuevo. Desde mediados de siglo, con el aumento de la propaganda antijesuita, los ignacianos fueron conscientes de que la California y el Paraguay eran su «tendón de Aquiles» y se lanzaron a publicar numerosas obras para contrarrestar las acusaciones. Como señaló el padre Andrés Marcos Burriel: «Nuestros enemigos imprimen y reimprimen quanto se ha escrito contra nosotros, justo es que nosotros prevengamos con solidez y sin agrura, que de nada sirve, el contraveneno en nuestros libros»107. Sin embargo, de poco sirvió el esfuerzo letrado. Las «hablillas del vulgo» sobre los negocios de los jesuitas en California se convirtieron en argumentos políticos (pruebas) que Pedro Rodríguez de Campomanes, fiscal del Consejo de Castilla, reunió, con otras muchas causas, en un dictamen polémico, pórtico de la expulsión. En el famoso Dictamen fiscal de expulsión de los Jesuitas de Espa108 ña , el fiscal Pedro Rodríguez Campomanes acusó a los jesuitas de acumular y desviar en su provecho las rentas destinadas a la conversión de los californios; de mantener embarcaciones de comercio entre la Nueva España y la península, en las que transportaban los sueldos de los soldados en forma de géneros, trayendo de regreso vinos y otros productos que cultivaban en California a costa de los indios, y de comerciar con el galeón de Manila109. Asimismo, el dictamen los acusa de tratar despóticamente tanto a indios como a sol107 Carta de Andrés Marcos Burriel al provincial Ceballos, 1760, en Ernest J. Burrus y Félix Zubillaga (eds.), El Noroeste de México. Documentos sobre las misiones jesuíticas, 16001769, México, UNAM, 1986, p. 80. 108 Pedro Rodríguez de Campomanes, Dictamen fiscal de expulsión de los jesuitas de España (1766-1767), edición de Jorge Cejudo y Teófanes Egido, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1977. Sobre las circunstancias históricas de este dictamen, véase Teófanes Egido e Isidoro Pinedo, Las causas «gravísimas» y secretas de la expulsión de los jesuitas por Carlos III, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1994. 109 «Es ocioso detenerse en el comercio que mantienen los jesuitas de estas islas por la vía de Acapulco, como que hallan la proporción de la península de California». Campomanes, Dictamen fiscal ..., punto 363, p. 115.
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dados110, prohibiendo la entrada y el comercio a los españoles111, pues miran estas provincias como «un patrimonio de la Compañía»112, sin que aprovechen las cuantiosas sumas gastadas en su evangelización en los progresos necesarios para entregarlas al obispo y fundar poblaciones: «como las leyes y sana política lo están dictando». Y en cuanto al recurso de la falta de clérigos, se pregunta: «¿y cómo los ha de haber, con las absolutas exclusivas que el régimen de la Compañía se ha procurado, inutilizando las providencias de los virreyes que han intentado poner término a esta despótica opresión y solicitando cédulas a su favor, prevaliéndose del que tenían en la corte durante el confesorado para deslumbrar el gobierno y vender como celo lo que es un interés tan declarado, y pintando inconvenientes en lo que de suyo es tan fácil y llano, ofuscando al gobierno con estas ponderaciones que pasan por verdades por la dificultad que ponen ellos mismos en el examen, pero que a pesar están desvanecidas por cuantos viajan en el Mar del Sur a las Filipinas, con quienes hace comercio esta península de California, que no ha estado libre de las sospechas del contrabando extranjero por la máxima fundamental de la Compañía de ser lícito y un bien de la Iglesia cuando lisonjea su sistema de unidad, y de sus riquezas, y tachar como persecución y herejía todas las precauciones que ministros celosos con tiempo han procurado poner al espantoso engrandecimiento de este cuerpo?»113.
En resumen, los principales cargos que se les hacían a los jesuitas eran los de ocultación de riquezas, comercio ilegal, obstáculo a la 110 Campomanes, Dictamen fiscal ..., punto 350, p. 113. El punto 424 del dictamen insiste en este mismo tema: «Dimana esto de que con artificio los jesuitas han apartado al gobierno de que se establezcan colonias dentro de sus misiones, y cuando más, si la necesidad es grave, piensan en presidios de algunos soldados españoles a costa de la Real Hacienda, a modo del de California, siendo ellos los árbitros y superiores del mismo presidio, arrogándose la autoridad no sólo sobre los soldados, sino sobre su prest, y tratando a éstos en la forma misma que lo hacen con los indios. Y así se reconoce el plan de establecer presidio en otro documento de 14 de noviembre de este año» (p. 124). 111 Campomanes, Dictamen fiscal ..., punto 351, p. 113. 112 Ibídem, punto 352, p. 113. 113 Ibídem, punto 353, pp. 113-114.
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colonización civil y desafío a la autoridad real. Como he señalado anteriormente, este último cargo es el más novedoso y fue comentado con acritud por varios funcionarios, lo que provocó la reacción del irónico Juan Jacobo Baegert en su Noticias de la península americana de California (Mannheim, 1772). El jesuita desterrado señaló que, mientras que él laboró en la península, no se promulgó: «ninguna orden o mandamiento, o decreto o ‘arrét’, o algo parecido para los californios, ni de parte de la Corte de Madrid, ni del Virrey de México, ni de la Audiencia de Guadalajara, ni del mismo capitán de la milicia». Y añade a continuación: «lo que tuvo por consecuencia que ni los californios manifestasen para nada su adhesión a la Corona de España, ni la Corona de España su autoridad y dominio sobre los californios. ¿Y que culpa de todo esto tuvieron los jesuitas?»114. Para Campomanes y otros secretarios de Carlos III, los misioneros tenían toda la culpa, pues creían –con devoción religiosa– que el poder real no era compatible con otro poder, y menos en las lejanas fronteras, donde los controles eran más difíciles por la distancia de los representantes oficiales. Quizás para evitar males mayores, el provincial Cevallos hizo renuncia de las misiones –más de cien– que estaban a cargo de los jesuitas. No era la primera (Salvatierra ya lo hizo), pero ahora la respuesta de la Corona iba a ser diferente. Las acusaciones reunidas por Campomanes eran muy graves, pero hay que enmarcarlas dentro de la pesquisa reservada destinada a expulsar a la Compañía de Jesús de los dominios de Carlos III. Lo más interesante es que la pobre, estéril y despoblada California se convirtió, por ese juego de contrastes (sombras y luces, riqueza y pobreza, paraíso e infierno) que domina la historia de California en una provincia rica y prometedora. El optimismo de Campomanes –heredero del entusiasmo de Píccolo, Salvatierra y otros misioneros– sobre las posibilidades de la lejana península no deja dudas: «La California, con sus pesquerías de perlas y demás frutos 114 Baegert, Noticias de la península …, p. 246. El jesuita incluye en su libro un anexo titulado: «Noticias falsas acerca de los misioneros en California» (pp. 239-253).
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peculiares suyos, podría recibir todos los Colonos Españoles que necesita para estar en seguridad contra las invasiones que se puedan hacer a la mar del Sur». Campomanes estaba convencido de que los jesuitas tenían considerables viñedos en California y que sus vinos competían con los de España en el mercado novohispano. El fiscal apuesta por poblar, fortificar y acrecentar su comercio. Preocupado por todas las brechas del imperio, California le inquieta por lo raro: «Pero ¡qué cosa tan extraña! Estos soldados están a las órdenes de los Misioneros Jesuitas, que únicamente manejan esta Colonia, sin Governar por el Rey». Su llamamiento es claro: hay que «arreglar en gobierno aquella península»115. Este programa será realizado por el visitador José de Gálvez, quien llegó a California en 1768 contaminado con los «rumores» creados contra los jesuitas durante décadas. Los discretos resultados de las reformas de Gálvez116 y las cartas e informes de los franciscanos y dominicos (que sustituyeron a los ignacianos) muestran la exageración de las acusaciones: el galeón apenas dejaba unos cuantos regalos, los vinos producían pequeños ingresos que se gastaban en telas y otros bienes para las misiones, y las minas sólo producían modestos resultados e incluso arruinaron a varios de sus propietarios. Sólo las pesquerías eran rentables, pero la sobreexplotación dilataba las expediciones y disminuía las ganancias. La península mostró sus oasis, de gran belleza y productividad, pero separados por áridos desiertos y rocosas serranías. Las distancias eran enormes y los barcos debían luchar contra un mar bravísimo. La labor de los jesuitas se convirtió en mítica y las dificultades para poblar la península engrandecieron sus fundaciones. En el destierro, los jesuitas no dejaron en paz a la península e, impulsados por las acusaciones de los filósofos y políticos europeos, escribieron para restablecer la ver-
115 Pedro Rodríguez de Campomanes, Reflexiones sobre el comercio español a Indias, estudio preliminar de Vicente Llombart Rosa, Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1988, p. 356. 116 Ignacio del Río, «Los sueños californianos de don José de Gálvez», en Revista de la Universidad , XXVI, 5 (1972), pp. 15-24.
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dad de su experiencia o para defender la labor de la Compañía. El padre Baegert escribió que: «también se nos acusaba de que los canales, (con los que en algunos lugares se conducía el agua a los terrenos de siembra), eran de plata; que anualmente llegaban a la casa del misionero de San José del Cabo seis quintales y veinticinco libras de plata; y que era costumbre nuestra, quitar el trabajo a todos los extraños que llegaban a radicarse en California, para que no pudiesen dar noticias de nuestras riquezas a nadie. Estos últimos cargos son mentiras tan burdas, que no vale la pena refutarlos»117.
Con las respuestas a varios escritores (Robertson, Paw, Raynal), los jesuitas contestaban a los propios gobernantes españoles y a los rumores que circulaban por Europa. Clavijero, contando con cualidades literarias poco comunes y testimonios de diferentes misioneros, escribió una Historia de la Antigua California en donde desmintió los rumores y señaló con ironía: «Es una lástima que Paw para hacer ver el poder peligroso de los jesuitas en la California, no hubiese creado en ella un rey semejante al que creó Carballo en el Paraguay, poniéndole el nombre de Alejandro, el de Federico, u otro más regio que el de Nicolás; que no hubiese transformado aquellos miserables pueblos en ciudades bien amuralladas, y hecho de aquellos sesenta soldados lo menos sesenta mil, convirtiendo en hombres las piedras de California, a ejemplo de Deucalión»118. En cuanto a los que califican de riquísima a la península, les deseó que: «fuesen allá a gozar de aquellas riquezas, y empleasen a favor de aquellas pobres y abandonadas naciones el mismo celo que han desplegado contra los jesuitas»119. Como acertadamente escribió el jesuita extremeño Miguel del Barco: «a los enemigos de los jesuitas les importa el levantar de punto las cosas, multiplicarlas, y, de cuatro hormigas, hacer cuatrocientos elefantes, para tener algo que decir»120. 117
Baegert, Noticias de la península ..., p. 240. Clavijero, Historia de la Antigua o Baja California, p. 4. 119 Ibídem, p. 5. 120 Barco, Historia natural …. pp. 359-360. 118
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6. LA EXPULSIÓN DE LA NUEVA ESPAÑA La Compañía de Jesús fue expulsada de los reinos de España por real decreto de Carlos III, firmado en el palacio del Pardo el 27 de febrero de 1767. Su ejecución –en la mayoría de los colegios de la provincia de Nueva España– se inició en las primeras horas del 25 de junio. El marqués de Croix, virrey de México, que había recibido la orden el 30 de mayo, sólo comunicó su importante cometido a su sobrino Teodoro y al visitador general don José de Gálvez. Entre los tres idearon la operación y escribieron las instrucciones con su propia mano, las cuales despacharon por extraordinarios a las autoridades de las ciudades donde los jesuitas tenían colegios y residencias —una treintena—, así como a los comisionados elegidos para expulsar a los miembros de las provincias misionales. La administración virreinal tuvo que realizar un gran esfuerzo hacendístico y humano, movilizando a miles de soldados y docenas de comisionados para cumplir el mandato real, que suponía la detención y salida de unos setecientos jesuitas distribuidos en un territorio inmenso, la incautación e inventario de todos sus documentos, posesiones y edificios, y la sustitución de los ignacianos que administraban las lejanas misiones por los miembros de otras órdenes. Hace algunos años, el historiador sueco Magnus Mörner calificó la operación como: «la medida administrativa mejor preparada y coordinada en toda la historia del Antiguo Régimen español»121. Sin embargo, las recientes investigaciones han demostrado que hubo algunos fallos y que la expulsión tuvo un costo elevado en vidas y sufrimientos para los jesuitas. La logística planeada por el marqués de Croix y el visitador Gálvez tuvo éxito en la detención y rápida salida de los ignacianos que habitaban las dos plazas jesuitas más importantes del virreinato: la ciudad de México y Puebla, donde tenían diez casas principales y moraban numerosos miembros de la orden. Las dos poblaciones ci121 Magnus Mörner, «La expulsión de la Compañía de Jesús», en Historia de la Iglesia en Hispanoamérica y Filipinas, vol. 1, Madrid, BAC, 1992, pp. 245-260: 254.
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tadas y Tepotzotlán albergaban a más de la mitad de los jesuitas de la provincia. Por este motivo, el despliegue de tropas fue extraordinario, así como las gestiones –muchas de ellas realizadas por el mismo Gálvez– para reunir el número suficiente de caballos y coches (forlones) con los que sacar a los padres de estas ciudades y transportarlos hasta el puerto de Veracruz, elegido como punto de salida de los expulsos. El viaje se realizó en grupos más o menos numerosos de padres, vigilados por soldados y dirigidos por un comisionado y un conductor, este último con el cometido de buscar alojamiento y de adquirir alimentos para el convoy durante el desplazamiento122. La ruta seguida por los padres de la capital y de Puebla cruzaba dos de las ciudades elegidas como caxas de reunión (lugares en los que se reuniría a los ignacianos del interior del virreinato): Orizaba y Jalapa. Ambas estaban situadas en el camino tradicional que unía Veracruz con México, y fueron elegidas tanto por esta razón estratégica como por no haber tenido residencias de la Compañía. Las otras dos caxas fueron Zacatecas y Guadalajara, ciudades que tendrían una gran importancia en la ruta de salida de los padres de las provincias norteñas. Hay que recordar que la geografía jesuita de la Nueva España estaba integrada por México, Puebla, Durango, Guadalajara, Guanajuato, León, Oaxaca, San Luis de la Paz, Pátzcuaro, San Luis Potosí, Querétaro, Tepotzotlán, Valladolid, Mérida, Campeche, Veracruz, Zacatecas, Celaya y Ciudad Real (Chiapas). Otros colegios fuera de México, pero bajo el control del virrey novohispano, fueron Cuba, Guatemala y Filipinas. Las prisas del virrey y del visitador por deshacerse de los jesuitas provocaron la llegada de numerosos convoyes a Veracruz sin haberse preparado con antelación una flota suficiente para embarcar a los padres. La falta de coordinación entre Croix y el comandante del puerto tuvo como consecuencia el hacinamiento de un buen número de ignacianos en el tórrido y malsano puerto del Gol122 Eva María St. Clair Segurado, «Arresto y conducción a Veracruz de los jesuitas mexicanos», en Enrique Giménez López (ed.), Y en el tercero perecerán. Gloria, caída y exilio de los jesuitas españoles en el s. XVIII, Alicante, Universidad de Alicante, 2002, pp. 221-249.
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fo mexicano. Muchos enfermaron y al menos ocho murieron. En el mes de septiembre, Croix accedió a los lamentos de las autoridades de Veracruz y ordenó que los padres alojados en Jalapa y Orizaba no se pusieran en camino hasta que hubiese barcos listos en el puerto jarocho. La primera expedición naval se realizó el 25 de julio de 1767, tan sólo un mes después de hacerse público el extrañamiento. La fragata Flora y el paquebot Nuestra Señora del Rosario levaron anclas con rumbo a La Habana transportando a cincuenta y cinco jesuitas. Durante los meses siguientes, debido a la falta de embarcaciones y a no ser época apropiada para hacerse a la mar a causa de los huracanes, se detuvo el traslado de los jesuitas hasta el 25 de octubre. En ese día levaron anclas siete naves (las fragatas reales Flecha, Dorada y Júpiter, el bergantín San Francisco Javier, el paquebot Nuestra Señora del Rosario y la goleta Santa Bárbara) que condujeron un total de doscientos diez jesuitas. A continuación, los viajes se escalonaron. El 8 de noviembre partió el paquebot Jesús Nazareno con treinta padres, el 19 siguiente lo hacían los bergantines Nuestra Señora de Guadalupe y Nuestra Señora de la Antigua y la fragata real Juno, con veinte, quince y cuarenta jesuitas respectivamente, y, finalmente, diez días más tarde, se hizo a la mar la fragata mercante San Miguel, con sesenta padres. En todos estos viajes, la colaboración del capitán general de Cuba, el bailio frey Antonio María de Bucareli, futuro virrey de la Nueva España, fue fundamental. Al sevillano le tocaría no poca responsabilidad en esta operación logística, pues además de buscar y enviar los barcos a Veracruz, tuvo que habilitar alojamiento y mantener a los numerosos ignacianos de México y Filipinas que hicieron escala en Cuba y, finalmente, buscarles nuevos barcos para que fueran conducidos a España. En la planificación de la expulsión, el virrey Croix y el visitador Gálvez siguieron las recomendaciones contenidas en dos documentos básicos: la Instrucción, de Aranda, cuadernillo con 29 artículos que había sido redactado con el objeto de guiar a los comisionados españoles, y una Adición, de trece artículos, que contenía diversas re-
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comendaciones para la expulsión de los jesuitas en el Nuevo Mundo123. Sin embargo, el desconocimiento de las misiones y residencias del interior, las enormes distancias y las rebeliones filojesuitas en varias ciudades y poblados del obispado de Michoacán impusieron el pragmatismo, la habilidad y la prudencia a la hora de abordar el extrañamiento de los padres. Los encargados de que se cumplieran los planes de detención y salida de los ignacianos fueron los comisionados, elegidos por el virrey y el visitador de entre los alcaldes mayores, corregidores, gobernadores, oficiales reales y militares de los reales ejércitos destinados en la Nueva España. Todos ellos recibieron la Intrucción y la Adición de Aranda, amén de otras órdenes del virrey Croix, dejándoles –a la fuerza– cierta autonomía en su proceder. El conde de Aranda les comunicó que podían: «suplir, según su prudencia, lo que se haya omitido, y pidan las circunstancias menores del día» (artículo 29). Así ocurrió, pues las expulsiones sin apenas incidentes de algunas ciudades (como San Felipe el Real o Chihuahua) contrastaron con los graves problemas que tuvieron que afrontar los comisionados en San Luis de la Paz, Guanajuato, San Luis Potosí, Valladolid y otras villas, cuyos vecinos impidieron la salida de los padres. Los graves incidentes obligaron al visitador Gálvez a encabezar una expedición punitiva (7 de julio-23 de noviembre de 1767) para el restablecimiento del orden colonial y para conducir a los jesuitas hacia el destierro. La represión fue enorme: ochenta y cinco ejecutados y ochocientos cincuenta y cuatro condenados al destierro, a trabajos forzados y a otros castigos, justificán123 «Instrucción de lo que deberán ejecutar los comisionados para el estrañamiento y ocupación de bienes y haciendas de los jesuitas en estos reynos de España e Islas adyacentes, en conformidad de lo resuelto por S.M.» El conde de Aranda, Madrid, 1 de marzo de 1767. «Adición a la Instrucción sobre el estrañamiento de los jesuitas de los dominios de SM por lo tocante a Indias e Islas Filipinas». El conde de Aranda, Madrid, 1 de marzo de 1767. Colección General de las providencias hasta aquí tomadas por el gobierno sobre el estrañamiento y ocupación de temporalidades de los regulares de la Compañía que existían en los dominios de SM de España, Indias, e Islas Filipinas a conseqüencia del Real Decreto de 27 de febrero y Pragmática Sanción de 2 de abril de este año. Madrid, Impreta Real de la Gaceta, 1767, 2 tomos, I, pp. 6-14 y 20-27.
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dose el ministro español de tan graves medidas con el argumento de que había abortado un alzamiento general de los novohispanos. En los caminos del exilio, los jesuitas expulsos coincidieron con los condenados por los levantamientos en los reales mineros, cuyas causas fueron de mayor calado que la expulsión de la Compañía de Jesús. En 1767, en una mezcla de ritual y diversión colectiva, las airadas multitudes apedrearon a alcaldes mayores, regidores y tropas, asaltaron las cárceles para liberar a los presos, saquearon los estancos del tabaco y de la pólvora, las oficinas de la Real Hacienda y las tiendas de peninsulares, vociferaron insultos contra los gachupines y blasfemias contra el rey, el virrey y el visitador, impidieron la expulsión de los jesuitas, crearon milicias populares y llegaron a proyectar monarquías alternativas. Si esto ocurría en el obispado de Michoacán, en ciudades como México, Puebla y Veracruz, un amplio despliegue de tropas impidió las asonadas y los tumultos, pero se generaron otras «formas de protesta»: versos, cartas antipastorales, diálogos críticos, profecías sobre el regreso de la Compañía, estampas con mensajes contrarios al gobierno y hasta milagros tanto en los claustros de religiosas como en el bullicio del siglo. Todas estas manifestaciones hicieron escribir al virrey, encerrado desde el mes de septiembre en el palacio: «Mucho mal hay hoy en este reino; el fatal y abominable sistema de mis antecesores ha puesto este país en el extremo de la maldad, en la inobediencia, en la impunidad, y sobre todo consentidos todos, desde el primero hasta el último, sin exceptuar a nadie, de hacer su antojo sin exceptuar a Dios ni al rey y con desprecio de las leyes»124. Al regreso de su expedición, el 23 de noviembre, Gálvez entregó al virrey un informe de lo realizado durante su periplo por las provincias interiores. La importancia de su comisión, la gravedad de los problemas que tuvo que solucionar, las prohibiciones, remodelaciones y castigos a las repúblicas de indios y a los cabildos, y lo implacable de sus sentencias 124 Croix a Bucareli, 28 de agosto de 1767, Archivo Histórico Nacional (en adelante AHN), Jesuitas, 125.
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ameritaban una puntual relación de los sucesos. El informe, interesante desde varios puntos de vista, inauguró la hipótesis filojesuita (rebeliones en defensa de los ignacianos), que tanto éxito tendría entre los posteriores admiradores de la Compañía de Jesús. El visitador atestiguó que los motines habían sido prematuras manifestaciones de una conspiración mayor que tendría como fin la sublevación general de sus habitantes, temor que se extendió por gran parte de México y que tuvo en alerta a las autoridades virreinales. Los jesuitas, a los que Gálvez llama los negros enemigos, vivían «en un imperio que era tan suyo, tan del diablo, como perdido para nuestro rey y nuestra nación». Sin embargo, las últimas investigaciones han venido a aclarar las verdaderas causas de estos movimientos sociales. Las manifestaciones de violencia colectiva conocidas como rebeliones de 1767 consisten en una serie de levantamientos de protestas populares con protagonistas, causas y características diferentes (desde simples asonadas a rebeliones de varias semanas con una incipiente organización) que han sido unificadas por su carácter filojesuita, su coincidencia en el tiempo y por la novedad de su dura represión. En cuanto a los protagonistas, sobresalen las clases urbanas y semi-urbanas (arrieros, jornaleros, mercachifles, vagos, etcétera) que la documentación denomina despectivamente como chusma, castas ruines, gente ordinaria y de toda broza, gente ruin y de fresada, y plebeyos. A ellas se sumarían los mineros en Guanajuato y San Luis Potosí, y las comunidades indígenas en Pátzcuaro, Uruapan y otras localidades michoacanas. Y en los sitios donde no hubo levantamientos (México y Puebla), sobresalen el clero criollo, los miembros de la Audiencia y del Santo Oficio, diferentes tertulias criollas, principalmente formadas por mujeres (que serán despectivamente tratadas en la correspondencia oficial) y, entre los peninsulares, los comerciantes y dependientes de origen vasco. En cuanto a las causas, todos los autores coinciden en que la violencia fue dirigida hacia las novedades impuestas por las reformas borbónicas, como el reclutamiento forzoso de milicias provinciales,
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la molesta presencia de tropas veteranas, el estanco del tabaco, el aumento de los tributos y la extensión de las alcabalas. Estamos, pues, ante un movimiento de carácter defensivo. Sin embargo, todas estas causas, que llamaremos anti-reformistas, habría que situarlas en un trasfondo más amplio de tensiones y conflictos desde principios de la centuria, provocadas por el crecimiento demográfico, la extensión de la agricultura comercial, la falta de tierras, la presión contra las comunidades indígenas, las disputas de fracciones y el asalto a sus creencias e identidades. Como ha señalado Felipe Castro: «Sobre este panorama de reajustes y reacomodos cayó el impacto de las reformas impulsadas por los monarcas borbones a partir de la década de 1760, que pasaron por encima de los acuerdos existentes con los súbditos»125. Sin embargo, aunque desenmascarada la tesis «única» filojesuita de estas revueltas (no estaría de más recordar que en varios sitios en rebeldía, como Venado, Hedionda, Guadalcázar y Apatzingán no había presencia de la Compañía), hay que remarcar a continuación la importancia que tuvo en el desarrollo de las mismas la expulsión de la Compañía. En algunos casos, es verdad que fueron más un detonante que una causa, que la medida real irritó a unos vecindarios, como los de San Luis Potosí o Guanajuato, ya soliviantados por otras medidas reformistas, como el estanco del tabaco o diversos bandos que prohibían portar armas, pero no es menos cierto que la nueva medida tenía un carácter distinto a las demás. El monarca se inmiscuía en algo tan íntimo como la relación de los súbditos con Dios. El Estado penetraba en esferas antes reservadas a la decisión privada, íntima y espiritual. Con la expulsión, el descontento se radicalizó y tomó un sesgo político al poner en entredicho la legitimidad real. El monarca, que era protector de la iglesia en América y mantenedor de la fe, violentaba a unos sacerdotes y 125 Felipe Castro Gutiérrez, Nueva ley y nuevo rey. Reformas borbónicas y rebelión popular en Nueva España, Zamora, El Colegio de Michoacán-Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, 1996, p. 37.
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dejaba a los novohispanos sin culto. En Guanajuato, las masas de descontentos gritaron «¡viva el rey de los cielos y muera el rey de España y sus gachupines!». Además, hay que hacer énfasis en el contagio emocional y la sugestión, lo que los sociólogos denominan «el comportamiento irracional de las multitudes». Es entonces cuando se multiplican los libelos y las sátiras. Estas últimas se versifican para facilitar su memorización y para que se propaguen con facilidad. Ese es el caso del Padrenuesto de los gachupines, que glosa las diversas frases de la célebre oración, dando rienda suelta a las quejas y a las reivindicaciones126. En otros casos, son epigramas o pequeñas composiciones, aunque no faltan largos poemas como el Testamento de Puebla. En cuanto a los escritos, destacan las anti-pastorales, como el Quis ergo nos separavit a charitate Christi, que tuvo en jaque a las autoridades durante varios años. En cualquier caso, el número de los escritos que han llegado hasta nosotros es reducido en comparación con los que surgieron. Esta situación de incertidumbre ante las reacciones populares de ciertas villas del centro del virreinato y de inconformidad de ciertos sectores de la población impuso una actitud de alerta y de prudencia en los últimos convoyes que atravesaron México. Éstos transportaron a los padres de las misiones del Noroeste (Nayarit, Sinaloa, Sonora y Baja California) y, por último, a los procedentes de las islas Filipinas. A estas expediciones dedicaremos los dos próximos apartados.
7. LAS OPERACIONES DE SALIDA DE LOS MISIONEROS DEL NOROESTE: SONORA, SINALOA Y NAYARIT La expulsión de los jesuitas de las provincias misionales del Noroeste del virreinato puso de manifiesto el desconocimiento de las 126 Salvador Bernabéu Albert, «Mas líbranos del mal. Amén. Oraciones profanas y sátiras en el México Ilustrado», en Enriqueta Vila y Carlos Alberto González (comp.), Grafías del imaginario. Representaciones culturales en España y América (siglos XVI-XVIII), México, Fondo de Cultura Económica, 2003, pp. 203-237.
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autoridades coloniales de sus fronteras más lejanas, así como la precariedad de las comunicaciones y la falta de personal preparado. Los encargados de estas operaciones en el lejano Norte fueron funcionarios y mandos militares destacados en la región, auxiliados por las tropas regulares o las milicianas del territorio correspondiente. Siguiendo las órdenes de la corte, el virrey nombró a varios gobernadores de nuevo cuño en las provincias misionales que no contaban con esta figura. Así, Lope de Cuéllar fue elegido para Nueva Vizcaya y el capitán leridano Gaspar de Portolá para la California. En el caso de Sonora, existía ya un gobernador desde 1733 por recomendación del brigadier Pedro de Rivera, quien realizó una visita a los presidios de la América Septentrional entre 1724 y 1728. En estos gobernadores recayó la responsabilidad de reunir a los padres –repartidos en un territorio inmenso– y transportarlos hasta Veracruz, teniendo que resolver graves problemas de alimentación y transporte que anteriormente no habían aparecido. Las consecuencias en términos económicos y humanos fueron enormes. A Lope de Cuéllar, nombrado gobernador de la Tarahumara Alta y Baja y de la Tepehuana, se le encomendó la expulsión de los jesuitas que vivían en San José del Parral y San Felipe el Real, cinco en total, amén de reunir y poner en el puerto de Veracruz a los dieciocho misioneros que atendían diecisiete establecimientos regentados por la Compañía en la Nueva Vizcaya. Los primeros padres abandonaron San Felipe el 2 de julio, pero los dispersos misioneros sólo pudieron reunirse tras veinticinco días de trabajos, partiendo el convoy con los jesuitas el 27 de julio rumbo a la caja de Zacatecas. Al frente de ellos iba el visitador provincial, el mexicano Felipe Ruanova Lazo. El convoy fue encomendado a un español llamado José Montero, que iba acompañado por otros seis hombres, un teniente y un soldado del presidio de Cerro Gordo. Tras atravesar el virreinato, los padres llegaron a Veracruz, siendo su salida escalonada: los tres jesuitas de San Felipe el Real se embarcaron el 8 de noviembre de 1767, mientras los últimos misioneros lo hicieron en abril del año siguiente.
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Los doce misioneros de la provincia de Chinipas fueron encomendados al teniente Diego Becerril, quien tuvo que realizar un penoso viaje por los agrestes parajes de la provincia para reunir a los padres. Finalmente, el 7 de septiembre salieron de Parral con destino a Zacatecas, donde Felipe Neve –encargado de la expulsión en dicha ciudad– nombró al capitán de milicias Pedro Zingada y Expeleta para conducir a los ignacianos hasta Jalapa. Diez padres –dos se quedaron en Querétaro y Tula por enfermedades– alcanzaron Veracruz el 10 de noviembre. Un caso excepcional se produjo con los siete misioneros que trabajaban en Nayarit, quienes se enteraron de la medida real meses después de la partida de sus hermanos. Nadie se había acordado de enviar un emisario a finales de junio, por ello, a comienzos del otoño, la noticia sorprendió aún al propio virrey Croix, quien no se esperaba que un grupo de jesuitas trabajasen tranquilamente en varias misiones del occidente mexicano. Finalmente, el 7 de octubre de 1767, José del Santo Isla, abogado de la Real Audiencia, y Alonso Ruiz, oficial de libros de la citada institución, se dirijieron a la Mesa de Tonati con el fin de acelerar la expulsión. Llegados al Real presidio de Mesa de Tonati, capital de la provincia, una partida de soldados recogió a los siete misioneros que trabajaban en el Gran Nayar, quienes conocieron el real decreto de expulsión bien avanzado el mes de octubre. El 1º de noviembre, el convoy se puso en camino, deteniéndose en la hacienda de Toluquilla, próxima a Guadalajara. Los padres reanudaron el viaje el 20 de noviembre, situándose, un mes después, a pocas jornadas de Verazcruz. Finalmente, los misioneros nayaritas fueron embarcados en la fragata Nuestra Señora del Buen Suceso en enero de 1768 rumbo a La Habana. En cuanto a los jesuitas que trabajaban en las misiones de Sonora y Sinaloa, su número, la importancia y extensión de sus fundaciones y las graves circunstancias de su exilio ameritan que nos detengamos un poco en su triste aventura. En 1591, los jesuitas se instalaron en la villa de Sinaloa y desde allí comenzaron la fundación de una cadena de misiones desde el río Piaxtla hasta la región más septentrional de Sonora,
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extendiéndose por las planicies costeras desde el río Acaponeta, a lo largo de la costa del golfo de California, incluyendo las laderas y las pendientes de la Sierra Madre Occidental. La unidad administrativa sonorense se limitó al centro norte del actual estado mexicano de Sonora y a la porción meridional de Arizona (Estados Unidos). La región estaba habitada por diversos pueblos como pimas, tobas, ópatas, seris, yaquis, mayos y guazaves. Al igual que sus hermanos de California, los misioneros de Sonora y Sinaloa también fueron acusados de utilizar a los indios en su propio provecho, de esclavizarlos y de someterlos con violencia para que no abandonaran las misiones. En la monumental obra de Bernd Hausberger, Für Gott und König127, se narra el proceso de entrada y consolidación de los establecimientos misionales en el Septentrión, subrayándose las contradicciones en las que se desenvolvía el día a día en la misión. Hausberger resalta la violencia y la utilización de la disciplina: la crueldad y el sojuzgamiento se convirtieron en cotidianos. El investigador austriaco ha convertido el Noroeste en un gran drama, acentuando las contradicciones entre el proyecto misional de mundos cerrados y autosuficientes, dirigido por los padres, con la inserción de las misiones en regiones económicamente más evolucionadas, promovidas por las autoridades reformistas. Institución de reeducación, aculturación, control y disciplina, la misión fue ganando enemigos entre los colonos establecidos en las regiones del Noroeste, quienes lograron disminuir su poder con la caída de los jesuitas. En el camino, los indios perdieron –en muchos casos, pero no en todos– su identidad étnica para formar parte de las clases trabajadoras de ranchos, minas y poblados. Hausberger sostiene que los ignacianos participaron en el orden impuesto por los reyes hispanos, de los que fueron un agente más en la frontera, y presenta a los jesuitas como aliados naturales de la ex127 Bernd Hausberger, Für Gott und König. Die Mission der Jesuiten in kolonialen Mexiko, Wien/München, Verlag für Geschichte und Politik, Oldenbourg, 2000. Del mismo autor, «La vida cotidiana de los misioneros jesuitas en el noroeste novohispano», Estudios de Historia Novohispana, 17 (1997), pp. 63-106.
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pansión militar y política, frente a la tendencia a verlos como entes autónomos siguiendo un impulso civilizador autónomo de la orden. Y en cuanto a la visión de los indios, si bien creían en su humanidad, eran muy críticos con sus capacidades. La expulsión de los cincuenta y un jesuitas que regentaban las cuarenta y nueve misiones de Sonora y Sinaloa fue la más preñada de errores y sufrimientos128. Las cartas, decreto de expulsión y demás instrucciones llegaron a San Miguel de Horcasitas el 11 de julio, tras enfermarse el correo que los llevaba el 5 de julio en el real de Los Álamos. Entonces, el teniente gobernador de la provincia, Judas Thadeo Padilla y Arnao, se encargó de que tan importantes misivas llegasen a su destino. Una vez en manos del gobernador, que lo era Juan de Pineda, se dispuso a abrir la correspondencia sin tardanza y juró cumplir con las órdenes que contenía, pues el primer sobre establecía que se abriera el 8 de julio, tres días antes de la fecha de su llegada. Enterado del contenido, informó de la drástica medida a los padres visitadores, y ordenó que todos los misioneros sinaloenses se dirigieran a Matapé, donde se reunieron el 18 de agosto, mientras los de Sonora hacían lo propio en la misión de Huírivis. Desde estos dos puntos marcharon al puerto de Guaymas, donde llegaron a lo largo de septiembre. Para efectuar esa reunión, el gobernador nombró a los siguientes comisarios: el capitán Bernardo de Urrea para el río Altar; el capitán Juan Bautista de Anza, del presidio de Tubac; Lorenzo Cancio, del presidio de Buenavista; el capitán Juan José Bergoza de la compa128 Sobre la expulsión de las provincias de Sinaloa y Sonora, véase Alberto Francisco Pradeau, La Expulsión de los jesuitas de las provincias de Sonora, Ostimuri y Sinaloa en 1767, México, Antigua Librería Robledo, de José Porrúa e Hijos, 1959; Luis González Rodríguez, «Itinerario del destierro de los misioneros de Sonora y Sinaloa según los diarios de los arrieros y el epistolario oficial», en Manuel Ignacio Pérez Alonso (coord.), La Compañía de Jesús en México. Cuatro siglos de labor cultural (1572-1972), México, Jus, 1972, pp. 101-194; Ignacio del Río, «El Noroeste Novohispano y la Nueva Política Imperial Española», en Historia General de Sonora, tomo II, De la conquista al Estado libre y soberano de Sonora, Hermosillo, Sonora, Gobierno del Estado de Sonora, 1985, pp. 193-208; Julio Montané Martí, La expulsión de los jesuitas de Sonora, Hermosillo, Ediciones Contrapunto, 1999, y Miguel W. Mathes, Los padres expulsos de Sonora y Sinaloa, Culiacán, El Colegio de Sinaloa, 1999 (serie Cuadernos, nº 51).
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ñía volante, residente en San José, y Sebastián Ascárraga, justicia mayor de Sinaloa. Todos ellos tenían que hacer el inventario de las misiones, recoger los documentos comprometedores y enviar a los misioneros con los enseres que necesitasen para el viaje. Según Alberto Francisco Pradeau, los misioneros sonorenses fueron reunidos en Mátape el 18 de agosto, siendo encerrados en una casa, vigilada por soldados, donde se les leyó el decreto de expulsión. Días más tarde fueron trasladados al puerto de Guaymas, a donde llegaron el 2 de septiembre. A finales de ese mismo mes se reunieron con los misioneros sinaloenses, que previamente habían sido recogidos en la misión de Huírivis. En total, los jesuitas reunidos en Guaymas fueron cincuenta y uno (treinta y uno de Sonora y veinte de Sinaloa), faltando sólo el padre Andrés Ignacio González, quien falleció en Bamoa, Sinaloa. La aridez del lugar y la falta de instalaciones y de provisiones convirtieron la larga espera de los jesuitas de barcos para su transporte marítimo –nueve meses– en una dura experiencia que un padre no pudo superar. La Compañía había establecido una misión en Guaymas, que los indios destruyeron, por lo que el lugar no tenía las condiciones para albergar a los cansados misioneros. Cuando finalmente llegaron los barcos, varios padres estaban enfermos de escorbuto y uno de ellos, el jalapeño José Ignacio Palomino, había fallecido el 14 de abril de 1768. Finalmente, los jesuitas fueron embarcados en el paquebot El Príncipe bajo el cuidado de Juan Crisóstomo Cabeza de Vaca, mayor y visitador de la Real Renta de Tabacos de Tepic. La travesía del Golfo, que se inició el 12 de mayo, estuvo llena de sobresaltos y de estrecheces por la falta de espacio, de alimentos frecos y de agua. Un mes más tarde, el 12 de junio, el paquebot se detuvo en Puerto Escondido, al sur de Loreto, a causa de las turbulencias y de las necesidades que padecían para sorpresa y disgusto del gobernador de California. Gaspar de Portolá les impidió el desembarco durante dos semanas, pero finalmente tuvo que apiadarse de la grave situación en el paquebot, permitiendo que los jesuitas pisaran tierra californiana –como más tarde estudiaré con detenimiento–, siendo ali-
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mentados con frutas y carnes frescas. El 15 de julio, los padres se hicieron de nuevo a la mar, llegando al puerto de San Blas de Nayarit el 9 de agosto, donde fueron generosamente atendidos por Manuel Rivero Cordero, comandante del departamento marítimo. Las penurias no terminaron aquí, pues al atravesar las húmedas selvas nayaritas, muchos se enfermaron antes de alcanzar la hacienda de Toluquilla, en las proximidades de Guadalajara, el 10 de septiembre. Las terciarias diezmaron el numeroso grupo de jesuitas, quedando en pie sólo diez personas: doce murieron en el camino, diecinueve habían quedado enfermos en diversos lugares de la ruta y nueve fueron atendidos en el hospital de Betlem de Guadalajara. De los enfermos, ocho murieron en las siguientes semanas, por lo que sólo diecinueve misioneros prosiguieron el camino el 11 de octubre. Los conductores que los guardaron fueron Juan Moroto y José Aldama, quienes hicieron las jornadas tan pesadas –por orden de sus superiores– que los padres rogaron al virrey algunas jornadas de descanso. Finalmente, el primer grupo de misioneros de Sonora y Sinaloa partió del puerto de Veracruz el 11 de noviembre de 1768. Un segundo convoy de padres atravesó el virreinato en los primeros meses del año siguiente, autorizando el virrey que los jesuitas se detuvieran a rezar en el santuario de la Virgen de Guadalupe la mañana del 3 de febrero de 1769. El mismo día del mes de abril siguiente, de nuevo un tercer grupo de misioneros –formado por padres que ya se habían restablecido– oró en el mismo santuario en su viaje hacia Veracruz. Finalmente, a mediados de abril de 1769, el último grupo de misioneros de la próspera provincia de Sonora y Sinaloa abandonó las costas mexicanas.
8. EL ASALTO A CALIFORNIA En el exilio de los jesuitas de 1767, la operación de expulsión de los misioneros californianos fue la más ardua por la enorme distancia que separaba la península de Baja California de las principales
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ciudades del virreinato y por estar separada por un mar o golfo que tenía mala fama entre los navegantes por sus vientos inconstantes y sus corrientes caprichosas, circunstancias que convertían al territorio misional prácticamente en una isla. Además, aunque la Ilustración había promovido el conocimiento del espacio americano, los datos que las autoridades manejaban sobre estas misiones eran obsoletos e incompletos. A esta desinformación se unía un mar de rumores sobre indios armados al servicio de los jesuitas y misiones con grandes riquezas que mantenían comercio con otras potencias enemigas, las cuales podían ayudar a los ignacianos a independizarse de España. Este cúmulo de circunstancias adversas pudo superarse gracias a que, en el momento de la expulsión, el virrey novohispano contaba en la frontera noroeste con un importante número de militares y auxiliares destinados a enfrentarse a los indios rebeldes, pacificar la región, rediseñar el sistema defensivo y, finalmente, introducir medidas reformistas (potenciar el comercio, mejorar las comunicaciones, consolidar los asentamientos civiles, impulsar la minería y reducir el papel protagonista de las misiones en la actividad económica de la región). Gálvez patrocinó esta gran operación en contra de los indios seris y pimas altos desde 1765 –conocida como la expedición a Sonora–, gracias a los donativos y la colaboración de varias instituciones mexicanas (Consulado de México, el arzobispado de México, el obispado de Puebla, etcétera) y con el beneplácito de las autoridades locales, encabezadas por el gobernador Juan de Pineda, que habían pedido insistentemente al virrey una expedición punitiva de gran alcance para librar a la provincia del desastre que se avecinaba sin remedio por los frecuentes ataques de los indios refugiados en el Cerro Prieto. Efectivamente, el visitador general no sólo recogió en su iniciativa las numerosas voces que pedían más seguridad y acciones punitivas contra esos indios, sino que quedó seducido por los numerosos mitos de ricas minas todavía sin descubrir que serían capaces, tras su puesta en explotación, de promocionar toda la región y convertirla en una suculenta fuente de ingresos para las arcas reales.
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El proyecto de expedición militar a Sonora –en cuyo marco se realizó la expulsión de los jesuitas californianos– se puso en marcha a partir de los primeros meses de 1767, cuando Gálvez patrocinó la fundación de un puerto en el litoral de la región de Nayarit desde el que se enviarían las tropas, bastimentos y armas acantonadas en las proximidades de la ciudad de Tepic por mar al puerto sonorense de Guaymas, elegido como punto estratégico de reunión de todas las fuerzas militares antes de iniciarse la campaña bélica. El constructor elegido fue el teniente de navío Alonso de Pacheco, si bien su trabajo quedó interrumpido por su súbita muerte en septiembre. Su sucesor, Manuel Rivero Cordero, fue el que trasladó el astillero a San Blas, donde se levantaron los primeros edificios el 15 de julio de 1767 y se pusieron las quillas de los primeros dos barcos, tal y como se acordó en una Junta de Guerra convocada en México el 6 de junio de 1766. Los dos barcos destinados a conducir la expedición de Sonora fueron los paquebotes San Carlos, alias El Toisón, y el Príncipe, alias San Antonio, los cuales quedaron listos en agosto y octubre de 1767 respectivamente, siendo enarbolados con toda celeridad para salir a la mar a mediados del mes de noviembre. Para entonces, las tropas expedicionarias (unos mil trescientos hombres entre soldados y efectivos) se encontraban ya acantonadas en Tepic desde hacía varios meses, por lo que sus hombres y los barcos fueron utilizados por Gálvez para lograr la complicada expulsión de los jesuitas de la Baja California. Otro acontecimiento fortuito vino a sumar un nuevo barco a la operación logística dirigida por el virrey y el visitador general. El comerciante Antonio Ignacio de Mena pidió una autorización en nombre de su yerno Antonio de Ocio –antiguo soldado de las misiones jesuitas que se enriqueció con la pesca de las perlas y el laboreo de las minas– a la Audiencia de Guadalajara para la «conquista y pueble de la parte del norte del río Colorado y sus vertientes», sin gasto de la Real Hacienda. La expedición se realizaría con una embarcación que Ocio tenía pronta en el puerto de Matanchel (Nayarit). Sin embargo, la petición pasó a manos del marqués de
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Croix y de Gálvez, quienes escribieron a Mena el 20 de junio de 1767. El visitador general le informó que «el importante servicio al Rey, según las ocurrencias del tiempo, era diera orden a su hijo don Antonio de Ocio auxiliara la expedición con la embarcación o embarcaciones que tuviese en el puerto de Matanchel»129. De esta forma, José de Gálvez pudo contar con un barco antes de que se concluyeran los que se estaban disponiendo en San Blas, pues un decreto del virrey embargó la nave de Ocio con todo su cargamento y obligó a este último a auxiliar el traslado de los soldados y el nuevo gobernador a la península y retirar a los misioneros jesuitas. En carta del 31 de octubre de 1766, el capitán Lorenzo Cancio informó a Gálvez de la existencia de otras embarcaciones que podrían ayudar en el operativo: las canoas de los mineros Ocio y Pisón, las dedicadas al buceo a lo largo de la costa y el bergantín o pataché que tenían los ignacianos para transportar anualmente los situados130. Contando con estas naves, Croix y Gálvez enviaron órdenes para que varios soldados y mandos pasasen a la península de Baja California lo más rápido que pudieran con el fin de acelerar la salida de los jesuitas y sustituirlos por los nuevos padres elegidos para las misiones: los franciscanos del Colegio de San Fernando –conocidos como fernandinos–, aunque temporalmente fueron sustituidos a su vez por los franciscanos de la provincia de Jalisco. Sin embargo, las dificultades en la navegación dilataron la expulsión, pues hasta tres expediciones tuvieron que organizarse para que los jesuitas dejaran la península de Baja California. Antes de estudiarlas con algún detenimiento, me gustaría remarcar de nuevo la idea de que la salida de los jesuitas del Noroeste mexicano se realizó gracias al desvío de tropas y caudales originalmente recolectados para la expedición de Sonora. En 1772, José Echeveste recordó al virrey Antonio María de Bucareli que:
129 «Certificación de los méritos con que informa de los suyos don Ignacio Antonio de Mena …», Archivo General de Indias (en adelante AGI), Guadalajara, 311, ff. 20v-25. 130 Lorenzo Cancio a Gálvez, Buenavista, 31 de octubre de 1766, Real Academia de la Historia, Madrid, Colección Boturini, 18.
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«Como al propio tiempo que se formaba esta expedición ocurrió también la necesidad de verificar la expulsión de los regulares de la Compañía en las misiones de las provincias de Sinaloa y Sonora, Nayarit y las Californias, despachar embarcación a Manila con pliegos a este fin y proveer a las mismas de ministros que subrogasen a aquellos, se hizo preciso que la Tesorería de Campaña acudiese a costear de su fondo en San Blas y Guaymas el apresto de embarcaciones, ranchos y demás para los transportes por no tener los comisionados en aquellos parajes otros caudales de que hacer estos gastos; y según la cuenta de don Francisco Hijosa, ascendió su total importancia a treinta y tres mil cuatrocientos diecisiete pesos, siete reales y nueve granos»131.
Para ayudarle en sus difíciles cometidos, el virrey Croix concedió al nuevo gobernador Portolá mil pesos anuales de gratificación, otros ocho mil pesos antes de abandonar Nayarit, para que hiciese frente a las primeras necesidades de su empleo, y unas instrucciones en las que se le detallaba cómo debía de realizar la extrañación de los padres de la Compañía. En las mismas también se le recomendaba armonía con los nuevos misioneros que sustituyeran a los ignacianos, y se le ordenaba realizar una inspección al presidio de Loreto. Con estas disposiciones y caudales, el nuevo gobernador intentó alcanzar la península de Baja California en los primeros días de agosto de 1767, aunque no lo conseguiría hasta cuatro meses más tarde: el 30 de noviembre, en la tercera tentativa. La primera expedición fue encomendada al coronel Domingo de Elizondo132, militar navarro, curtido en batallas en Italia y Portugal, que fue enviado al virreinato novohispano para organizar su ejército regular. Promovido a coronel del regimiento de Dragones de España, se hallaba acantonado en Tepic cuando recibió la noticia de pasar a la California para acompañar a otro militar, Gaspar de Por131 José Echeveste al virrey Bucareli, México, 22 de febrero de 1772, en AGN, Provincias Internas, 81, ff. 116-129r: 118-118v. 132 Domingo Elizondo, Noticia de la expedición militar contra los rebeldes seris y pimas del Cerro Prieto, Sonora, 1767-1771, edición, introducción, notas y apéndices de José Luis Mirafuentes y Pilar Maníes, México, Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, 1999.
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tolá, elegido gobernador de la península. En una carta fechada el 9 de agosto de 1767, Elizondo escribió al gobernador de Sonora, Juan de Pineda, que: «Con las primeras que tuve para la citada expedición de California, me mandaba su excelencia pasase yo a esa provincia con alguna gente». En consecuencia, Elizondo se puso en marcha hacia San Blas para encabezar una expedición formada por dos naves: la balandra Sinaloa y el barco requisado al minero Ocio, que tenía previsto hacerse a la mar el 6 de agosto. Sin embargo, el deterioro de este último, que tenía podrida la quilla, impidió el embarco de Elizondo, haciéndose a la vela sólo la balandra, «pero al segundo día de navegación, regresó por hacer mucha agua la embarcación y estar demasiado cargada, lo que obligó a desembarcar la gente»133. En consecuencia, podemos afirmar que tanto Elizondo como Portolá recibieron la orden de pasar a California a principios de agosto, acompañados de 25 dragones y 25 fusileros de montaña, aunque la falta de barcos retrasó la llegada de Portolá, su nuevo gobernador, y la de Elizondo, máximo responsable de la expedición de Sonora, quien finalmente nunca viajó hasta California. A pesar de ello, el solo intento de navegar a la península del coronel Elizondo demuestra la importancia que el territorio tenía para las autoridades borbónicas y la eficacia de los mitos y los temores infundados. El segundo intento de llegar a California se inició el 24 de agosto desde el puerto de Matanchel. Portolá, ya sin Elizondo, se hizo a la mar en la balandra Sinaloa en compañía de dos franciscanos –fray Francisco Palou y fray Juan Ignacio Gastón–, un capellán –el bachiller Pedro Fernández– y varios dragones y migueletes con su alférez. Una lancha, que portaba el equipaje y otros cinco dragones, los acompañaba. La travesía fue muy difícil debido a los malos tiempos, que arreciaron la noche del 28 del citado mes en particular, por lo que todos se confesaron y se dispusieron para morir. Cuenta Palou que, en esos tristes momentos, el gobernador le pidió que hiciese 133 Domingo Elizondo a Juan de Pineda, Tepic, 9 de agosto de 1767, Biblioteca Nacional de México, Archivo Franciscano, 33/710.3.
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una promesa a algún santo, encomendándose a la Santa Cruz de Tepic, tras lo cual, el mar se aplacó.134 Sin embargo, el cielo no se apiadó completamente del nuevo gobernador y la balandra tuvo que regresar a puerto. La que sí alcanzó las costas californianas –tras un breve viaje de once días– fue la lancha con los cinco dragones, los cuales desembarcaron en Puerto Escondido el 3 de septiembre, cerca de Loreto. Sobre lo sucedido con esta avanzadilla hay dos versiones. La primera señala que encontraron a algunas personas, pero que no desvelaron lo que se traían entre manos. Según el jesuita Juan Jacobo Baegert: «Algunos viajeros, que pasaron casualmente por el lugar, descubrieron a esta gente y los reconocieron como extraños, a causa de sus uniformes. Pero no les fue posible hacerlos hablar acerca de sus intenciones, de dónde venían y por qué motivo habían llegado, porque ninguno de los hombres quiso soltar la lengua; al contrario, inmediatamente volvieron a hacerse a la mar, navegando hacia el sur hasta cerca de La Paz»135. En este paraje esperaron señales del gobernador, aunque sin éxito. La falta de alimentos los obligó a acudir a los centros mineros (Santa Ana, San Antonio), pero sin comunicar a nadie el objeto de su visita136. Tras proveerse de productos frescos, se embarcaron y se dirigieron a Matanchel, ya que el gobernador no aparecía por ninguna parte. Otra versión, que recoge el cronista franciscano Palou, dice que los soldados que alcanzaron 134 Cuenta Palou que «luego que llegaron al hospicio cantaron la misa, a la que asistieron el señor gobernador con muchos oficiales de la tropa y todos los soldados que se habían embarcado». Sobre el culto a la milagrosa cruz de Tepic, formada por hierba que brota del suelo de forma milagrosa, señala el andariego fray Francisco de Ajofrín: «Está cercada la Cruz de una pared de cal y canto, aunque sin techo, y allí inmediata hay una iglesia dedicada a la Santa Cruz. Es muy venerado este prodigio de los americanos, y con razón, por sus raras circunstancias, que le acreditan de milagroso». Fray Francisco de Ajofrín, Diario del viaje que hizo a la América en el siglo XVIII, México, Instituto Cultural Hispano-Mexicano, 1964, p. 221 135 Baegert, Noticias de la península …, p. 216. 136 Dunne, Black Robes ..., pp. 416-427; Barco, Historia Natural …, pp. 361-367; Baegert, Noticias de la península …, pp. 213-221; Clavijero, Historia de la Antigua o Baja California ..., pp. 239-240, y, finalmente, Mary Margaret Downey, The expulsion of the Jesuits from Baja California, Berkeley, University of California, 1940.
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Puerto Escondido encontraron a un indio, a quien comunicaron algunas de las novedades: «Con la llegada de dicha lancha al Puerto Escondido llegó a noticia de los padres jesuitas que iba gobernador de la Península y que lo acompañaban los religiosos misioneros del colegio de San Fernando, que es lo único que los de la lancha dijeron a un indio que vieron en dicho Puerto Escondido, callándole todo lo demás, que es bien de admirar en la gente del mar, y más siendo los marineros los más de ellos criollos de la California»137. Añade Palou que con estas confusas noticias, los jesuitas creyeron que el virrey de México había aceptado la renuncia a las misiones que los ignacianos le habían presentado en 1766, «pero jamás pensaron el golpe de la expatriación»138. Esta segunda versión de lo sucedido me parece más probable, pues los primeros padres que recibieron a Portolá siguieron creyendo que el virrey había aceptado la citada retirada de las misiones y, por otra parte, no hay dudas sobre el gran conocimiento de todo lo ocurrido durante esos años que acumuló el cronista mallorquín fray Francisco Palou. El tercer intento de viajar a California se realizó a principios de octubre, época que los prácticos en la navegación del Golfo consideraban de más calma tras el paso del equinoccio. Como en la primera expedición, se dispusieron a hacerse a la mar el barco que pertenecía a Ocio –la lancha– y la balandra Sinaloa, ya que los dos paquebotes que se estaban construyendo en San Blas iban atrasados. Domingo Elizondo envió al presidente de los misioneros fernandinos, fray Junípero Serra, la orden de que estuvieran listos, pues tenía decidido que gobernador, soldados y misioneros pasasen juntos a California. Los primeros irían en la balandra, mientras que los 137
Palou, Recopilación de noticias…, vol. 1, p. 12. Cuenta Palou que: «Al saber [los jesuitas] que iban padres misioneros de San Fernando hicieron muchas demostraciones de alegría, como me aseguraron así indios como soldados, mereciéndoles que alabasen nuestro apostólico instituto, que sirvió mucho para que los indios nos recibiesen bien y no les fuese tan sensible la salida de los padres que los habían criado y que no habían visto ni conocido a otros». Hay que recordar que la renuncia la habían presentado al marqués de Cruillas, antecesor del marqués de Croix. Palou, Recopilación de noticias…, vol. 1, p. 12. 138
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franciscanos serían embarcados en la lancha. Serra se dirigió a Matanchel para comprobar su capacidad y en ese puerto le alcanzó la noticia de que el comisario general franciscano había cambiado el destino de los fernandinos, quienes dejarían California por Sonora, siendo sustituidos por los frailes de la provincia de Jalisco. No contento con el cambio, Serra envió al padre Palou a Guanajuato a entrevistarse con José de Gálvez, quedando en Tepic en espera de la respuesta139. Mientras tanto, los franciscanos jalicienses, siguiendo las órdenes de Domingo Elizondo, se embarcaron en la lancha rumbo a California. Su número era de once, por lo que, necesitándose uno más para atender a las misiones californianas, navegó con ellos un clérigo del obispado de Oaxaca, llamado Isidro Ibarzábal, que marchaba arrimado a las tropas con el fin de pasar a Sonora. En la nueva goleta Sinaloa, construida en San Blas en 1767140, se embarcaron el gobernador Portolá, veinticinco dragones de tropa y el capellán Pedro Fernández, mientras otros veinticinco soldados con su teniente ocupaban la balandra también nombrada Sinaloa. A mediados de octubre, las tres naves levaron anclas. Ni la lancha ni la balandra debían adelantarse a la goleta de Portolá, ni revelar las intenciones de la expedición, bajo pena de muerte, si por alguna circunstancia así ocurría. Las órdenes fue139 El cambio se había producido por ciertas informaciones de que los padres de Jalisco y los del Colegio de la Santa Cruz de Querétaro –ambos grupos destinados a las misiones de Sonora y Sinaloa– se habían enfrentado durante su estancia en Tepic. Serra obtuvo certificaciones de los superiores de ambos grupos desmintiendo las desavenencias, las que envió a Gálvez. El colegio de San Fernando, por su parte, envió una representación al virrey en la que demandaba la revocación de la orden que cerraba California a sus frailes. Sobre la pugna de las diversas familias franciscanas por ocupar las misiones californianas, véase Lino Gómez Canedo, Un lustro de administración franciscana en Baja California (1768-1773), La Paz, Dirección de Cultura del Gobierno de Baja California Sur, 1983, pp. 22 y ss. 140 La goleta Sinaloa se construyó en San Blas al mismo tiempo que otra hermana, bautizada Sonora. Esta última fue la encargada de comunicar la extrañación de los jesuitas a las autoridades de Filipinas. Francisco Javier Estorgo, comandante y piloto de derrota, levó anclas la tarde del 24 de diciembre de 1767 de San Blas y llegó a Manila el 17 de abril. La Sonora no pudo regresar debido a sus escasas dimensiones, y permaneció en el archipiélago oriental. Véase, Francisco Javier Estorgo Gallegos, «Diario exacto del viaje que con el divino favor voy a hacer en la goleta Nuestra Señora de la Soledad, alias la Sonora», AGI, México, 1369.
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ron llegar hasta Loreto y desde allí hacer efectiva la expulsión de los padres jesuitas; pero una violenta tempestad los separó a los pocos días de dejar la costa nayarita. Gaspar de Portolá, tras cuarenta y cuatro días de navegación y vientos predominantes hacia el sur, ordenó que la goleta abandonase el intento de navegar a Loreto y que se dirigiese hacia el extremo meridional de California. El 30 de noviembre de 1767, el gobernador saltó a tierra en la bahía de San Bernabé, lugar donde también solía dar fondo el galeón de Manila141. Poco después de desembarcar, Gaspar de Portolá se trasladó a San José del Cabo, antiguo establecimiento misional, ahora convertido en pueblo de visita de la cercana misión de Santiago, donde descansó y se encontró con Ignacio Tirsh, su misionero, quien lo condujo a sus dependencias. Portolá y sus soldados comprendieron con rapidez que nada tenían que temer de los jesuitas y de los indios, y que el rico país que se imaginaba desde el continente era una pobre y desolada península. Para ratificarlo en esta ajustada idea, la casualidad quiso que se encontrase en el sur de California el capitán Fernando de Ribera y Moncada, capitán comandante del presidio de Loreto y de toda la península142, con quien conferenció Portolá. Según narra el padre Ducrue, el gobernador contó al padre Tirsh, antes de partir de Santiago, el principal fin de su llegada a California: la expulsión, informando el padre checo al resto de sus hermanos sobre la fatal noticia143. De ser cierta esta revelación, significaría que los jesuitas conocieron su exilio a principios de diciembre, aunque no se especifica si sólo se enteraron de su salida de la península o de la medida carolina de expulsar a toda la Compañía de sus dominios. Miguel del Barco no afirma tácitamente que Portolá comunicase la expulsión a Tirsch, sino que tuvo con Rivera «largas y secretas conferen141 Tanto Barco como Clavijero señalan que Portolá llegó a California a fines de noviembre de 1767, aunque otros autores difieren de este dato. 142 Sobre este personaje fundamental en la historia jesuita y postjesuita de la Baja California, véase Ernest J. Burrus S.J. (ed.), Diario del capitán comandante Fernando de Rivera y Moncada, con un apéndice documental, 2 volúmenes, Madrid, José Porrúa Turanzas, 1967 143 Véase la relación de Ducrue en el anexo de esta obra, concretamente el capítulo II.
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cias; y aunque a punto fijo no se supo lo que trataron, mas por las circunstancias y por los efectos, se conoció bien presto lo que fue»144. Junto a esta teoría, se han barajado otras dos hispótesis. La primera sería partidaria de que los misioneros conocieron la expulsión general con antelación a la llegada del gobernador Portolá. La noticia les pudo ser trasmitida por medio de una lancha que enviaron a Sonora al no tener noticias de sus hermanos de la contracosta. Lorenzo Cancio, capitán del presidio sonorense de San Carlos de Buenavista, escribió al gobernador de Sonora, Juan de Pineda, en una carta fechada el 9 de septiembre de 1767, que una lancha de California había fondeado en Santa Cruz de Mayo, pero que, antes de que pudiera detenerla, «zarpó y se dio a la vela para la propia California», y que no duda que dicha nave fue enviada por los misioneros, «que hace mucho tiempo carecen de noticias de este continente»145. Es posible que la lancha no fuera de California, o que, siéndolo, nada pudiera averiguar. De momento, queda en hipótesis este conocimiento temprano de la expulsión. Más documentada está la tercera propuesta, que ubica en Loreto el momento solemne en el que Portolá dio a conocer a Benno Ducrue, visitador de las misiones, la orden de expulsión. Esa escena tuvo lugar el día 26 de diciembre. Pero antes de que se produjera, el gobernador tuvo que atravesar con grandes dificultades una parte de la árida península, subiendo lentamente el camino misional desde Santiago de los Coras a Loreto, capital de las Californias. Para hacer este penoso trayecto, Portolá solicitó ayuda a Tirsch y al comandante Rivera, quienes buscaron mulas y caballos por las misiones del camino146. A pesar de estos auxilios, el traslado fue muy penoso. Baegert escribió con ironía que Portolá tuvo oportunidad «de con144
Barco, Historia Natural …, p. 362. Pradeau, La expulsión de los jesuitas …, p. 82 146 El jesuita tuvo que reunir numerosas cabalgaduras y animales para transportar a Portolá y sus hombres. Pidió ayuda a Loreto y San Javier para que salieran al encuentro de los soldados y, con motivo de esta petición, se transmitieron las primeras noticias por parte de los soldados. 145
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vencerse en persona al entrar en esta Tierra de Promisión, qué clase de país tan llano, sombreado, abundante en aguas, verde, fértil, poblado, y, por consiguiente, tan hermoso y noble era su Reino de California». En su peregrinación lauretana, Portolá visitó el real de Santa Ana y la misión de la Pasión, donde «quedó también asombrado por lo pobre de las chozas y por la situación tan penosa de los mineros»147. Durante el resto de la excursión no encontró otro cobijo para descansar. Las jornadas eran más largas de lo habitual y los matorrales y espinas del camino destruyeron las vestiduras de los dragones, quienes llegaron a Loreto exhaustos y harapientos. «Ellos pensaban –escribe el citado jesuita– que California estaba empedrada con plata y que allá se juntaban las perlas con la escoba. No resultó de mucha duración ese gozo. Muy pronto empezaron a echar pestes contra el país, y con gusto lo hubieran abandonado desde luego»148. La realidad californiana se impuso sin remedio, al mismo tiempo que moría uno de los últimos mitos coloniales. Antes de seguir con el relato de la actuación de Gaspar de Portolá en la península bajacaliforniana, creo interesante un inciso para aproximarnos al conocimiento de este militar leridano, que tuvo el privilegio de ser el primer gobernador de California149. Perteneciente a una familia noble catalana con importantes servicios a la Corona, Gaspar de Portolá y Rovira nació en Balaguer (Lérida) el año 1717 o 1718150. Era hijo de Francisco de Portolá y de 147
Baegert, Noticias de la península …, pp. 216 y 218. Ibídem, p. 217. 149 Salvador Bernabéu Albert, «El »Virrey de California». Gaspar de Portolá y la problemática de la primera gobernación californiana (1767-1769)», Revista de Indias, 195/196 (1992), pp. 271-295. 150 No existe una total certeza en cuanto al año de su nacimiento al no encontrarse la partida o registro de nacimiento. Sobre el militar leridano, véase Francisco Boneu Companys, Don Gaspar de Portolá, Conquistador y Primer Gobernador de California, Lérida, IEI, 1970; Francisco Boneu Companys, Documentos secretos de la expedición de Portolá a California, Juntas de Guerra, Lérida, Instituto de Estudios Ilerdenses, 1973; Francisco Boneu Companys, Gaspar de Portolá. Descubridor y primer gobernador de California, Lleida, Diputació de Lleida, 1986; y A. Cano y otros (ed.), Gaspar de Portolá: Crónicas del descubrimiento de la Alta California, 1769, Barcelona, Universitat de Barcelona, 1984. 148
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Retrato de don Gaspar de Portolá, primer gobenador de California.
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su segunda esposa, Teresa de Rovira y Sanispleda, descendiente de una noble familia de la ciudad de Solsona y sobrina del prior del convento de San Cugat del Vallés, en donde ambos contrajeron matrimonio. En este convento se había refugiado don Francisco después de apoyar la causa del Archiduque Carlos de Austria, bando que fue derrotado por las tropas de Felipe V, primer monarca borbón de España. El joven Gaspar, el cuarto de diez hermanos, fue confirmado el 10 de junio de 1720 en la parroquia de Balaguer con motivo de la visita del obispo de Urgel, siendo apadrinado por Fermín Montaner. El 31 de julio de 1734 ingresó de alférez en el Regimiento de Dragones de Villaviciosa a los 17 años de edad, compañía levantada por el coronel Manuel de Sentmenat y Oms. El 23 de abril de 1742 fue incorporado con el mismo grado de alférez al Regimiento de Numancia, en la compañía de Francisco Farrús, ascendiendo el 26 de abril de 1743 a teniente de Dragones y Granaderos de Numancia y el 31 de julio de 1764 a capitán de esta misma compañía, que, con el nombre de Regimiento de Dragones de España, fue destinada a servir en el virreinato de la Nueva España. Al llegar a México (1764), Portolá era un experimentado militar que había participado en diversas acciones en Italia, siendo herido en la batalla de la Madonna del Olmo y en la campaña de Portugal durante la guerra de los Siete Años. El marqués de Croix, virrey de Nueva España, envió al regimiento capitaneado por Gaspar de Portolá a pacificar la región de Sonora en 1767. Hacia esta provincia del Noroeste mexicano se dirigió el regimiento, deteniéndose en la ciudad de Tepic (Nayarit) por la demora en la conclusión de los barcos que se estaban construyendo en el cercano puerto de San Blas para transportarlos. Sin embargo, la expulsión de los jesuitas, ordenada por Carlos III en 1767, obligó a los integrantes de la expedición de Sonora a desviar hombres y caudales para reunir y deportar a los padres de las misiones del Noroeste del virreinato. Como ya vimos, Gaspar de Portolá fue encargado de expulsar a los jesuitas de la península de Baja California, trasladándose hasta allí en 1768 para realizar esta importante mi-
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sión. Al mismo tiempo, y cumpliendo la orden real de nombrar gobernadores donde no los hubiese, Portolá fue elegido gobernador de California por el virrey de Nueva España, teniendo que dar las primeras órdenes para impedir el colapso de las misiones desde su llegada a Loreto, capital y misión pionera de la península. Sin embargo, tuvo que esperar la llegada del visitador general José de Gálvez para innovar en el gobierno. Mientras tanto, la administración de las misiones quedó en manos de comisionados, antiguos soldados en su mayoría, quienes expoliaron los bienes misionales, iniciando una decadencia de la que nunca se repusieron. Tras la salida de los jesuitas, José de Gálvez lo eligió para comandar la expedición militar que ocupó San Diego y Monterrey en 1769 y 1770, primer capítulo de la colonización española de la Alta California. Dicha expedición estaba dividida en dos secciones: una marítima (con los dos barcos construidos en San Blas, el San Antonio y el San Carlos, que navegaron de forma separada) y otra terrestre. Esta última también se dividió en dos partes: la primera estaba encabezada por el comandante Fernando de Rivera y Moncada. Llevaba en su compañía al franciscano Juan Crespi, al pilotín José Cañizares, veinticinco soldados y numerosos indios de las misiones jesuitas151. La segunda fue mandada por el gobernador Portolá, llevando en su compañía a fray Junípero Serra y al sargento José Francisco de Ortega. También formaban parte de la expedición varios soldados de cuera, criados e indios de las misiones, que guardaban las numerosas mulas que transportaban los víveres y otras cargas. El grupo, que había salido de Loreto el 9 de marzo de 1769, siguió los pasos de la primera partida, alcanzando el puerto de San Diego el 29 de junio. Portolá y Serra se unieron con todos los expedicionarios de tierra y mar, aunque numerosos marinos estaban postrados a causa del escorbuto y varios sirvientes de las partidas terrestres habían huido 151 Salvador Bernabéu Albert, «Por tierra nada conocida. El diario inédito de José de Cañizares a la Alta California (1769)», en Anuario de Estudios Americanos, LX-1 (enero-junio de 2003), pp. 235-276.
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durante el tránsito por la península de Baja California. Sin embargo, decidieron que un grupo prosiguiera las exploraciones para buscar el puerto de Monterrey, viaje que realizaron entre el 14 de junio y el 24 de enero de 1770. Aunque no localizaron el citado puerto, sí descubrieron el de San Francisco a finales de octubre y contactaron con numerosas rancherías de indios. La llegada de bastimentos a San Diego el 23 de marzo en el paquebot San Antonio, capitaneado por Juan Pérez, animó a Portolá a emprender nuevamente la búsqueda, esta vez por mar y por tierra. El resultado fue afortunado, tomándose posesión del puerto de Monterrey el 3 de junio de 1770. Cumpliendo con las órdenes reales, se fundó un presidio y una misión bajo la advocación de San Carlos Borromeo, naciendo la Nueva o Alta California con el esfuerzo humano y material de su hermana del sur. Concluidos los trabajos, Gaspar de Portolá dejó el puerto de Monterrey el 9 de julio en compañía del ingeniero Miguel Constanzó y llegó a San Blas el 10 de agosto de 1770 a bordo del paquebot El Príncipe, comandado por Juan Pérez. En su lugar dejó al teniente Pedro Fages al frente del presidio de Monterrey. El rey le otorgó el grado de teniente coronel el 5 de enero de 1771 en atención a sus servicios. El 26 de mayo de 1771 pidió a Carlos III una licencia de dos años para encargarse de un pleito familiar. Desconocemos la fecha de su llegada a España, pero el 30 de septiembre de 1774 el rey le concedió la «agregación en el estado mayor de la plaza de Barcelona» con sueldo de 540 reales de vellón. Realizó numerosos viajes a su ciudad natal, donde aparece en varios pleitos y asuntos judiciales, incluso otorgando poderes ante el notario Sociats de Balaguer antes de marchar de nuevo a México. Carlos III lo nombró gobernador de Puebla de los Ángeles el 9 de junio de 1776 con cuatro mil pesos de sueldo, jurando el cargo el 23 de febrero del año siguiente. Además, el monarca lo ascendió a coronel de dragones por real cédula del 28 marzo de 1777, la que Portolá recibió el 5 noviembre del mismo año. La hoja de servicio señala que: «desempeña lo que se le manda y tiene valor y conducta».
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Por real decreto del 20 de agosto de 1785, Gaspar de Portolá fue nombrado coronel del Regimiento de Numancia, y el 9 de febrero de 1786 fue elevado a teniente del rey de la plaza de Lérida. El militar se convirtió en jefe de las tropas, estando bajo las órdenes inmediatas del gobernador, que lo era el mariscal Blonde, quien inició en la ciudad una serie de reformas sanitarias y urbanísticas de gran importancia. Portolá contaba con 69 años de edad. Compró una casa en la plaza del Crucifijo y otorgó testamento ante el notario Ignacio Madriguera el 29 de mayo, añadiéndosele dos codicilos el 14 de junio y 24 de julio. En ellos nombra herederos al obispo de Lérida, al gobernador militar y al teniente auditor, asignando la mayoría de sus bienes a «destinos píos o convenientes a la utilidad pública». A causa de una enfermedad, dejó de acudir al Ayuntamiento a principios de agosto, despachando desde su casa hasta el 18 de septiembre. Finalmente, falleció el 10 de octubre de 1786 a las cinco de la tarde a consecuencia de un «accidente apoplético», siendo enterrado en la parroquia de San Pedro (antigua de San Francisco de Asís) de Lérida. Sus bienes fueron integrados en un fondo que sirvió para la construcción de la Casa de Expósitos y Misericordia. Ésta, terminada en 1795, fue utilizada como cuartel y almacén de la Real Hacienda hasta que en 1819 entraron los primeros asilados y las monjas de la Caridad.
9. PORTOLÁ EN LORETO Gaspar de Portolá llegó a Loreto el 17 de diciembre de 1767152, siendo recibido por el jesuita aragonés Lucas Ventura, quien ejercía de misionero local y de procurador de los establecimientos californianos. El leridano se alojó en las habitaciones pertenecientes a los padres, quienes cedieron sus sencillos aposentos para que se convir152 El padre Miguel del Barco afirma que fue un día después: el 18. Véase, Historia natural …, p. 364.
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tieran en la primera residencia de un gobernador californiano. Una de las primeras medidas de Gaspar de Portolá en Loreto fue confiscar y despachar a Matanchel el paquebot Lauretana, que había pertenecido a los jesuitas. En varias cartas, el nuevo gobernador manifestó su preocupación por la falta de noticias de la lancha, que transportaba a los franciscanos de la provincia de Jalisco, destinados a sustituir a los padres expulsos, y de la balandra, que llevaba a veinticinco fusileros de montaña con su teniente. Los soldados aparecieron poco después en la isla de Cerralvo, agudizando los problemas de bastimentos; pero los misioneros tardaron ocho meses en desembarcar, quedando los neófitos californianos desamparados y los bienes de las misiones bajo el cuidado de unos comisionados –generalmente los soldados que vigilaban las misiones con los jesuitas–, quienes descuidaron y malversaron los almacenes y los ranchos que habían levantado los ignacianos con grandes esfuerzos. El 19 de enero de 1768, un mensajero informó a Portolá del desembarco de los jalicienses en el sur de la península, quienes poco a poco llegaron a sus diferentes misiones. Sin embargo, los franciscanos fernandinos, encabezados por Junípero Serra, lograron cambiar la decisión virreinal de no misionar en California y se dirigieron a Loreto. Portolá fue informado de este nuevo cambio y organizó la sustitución. Los cinco padres jalicienses más cercanos a Loreto abandonaron la península en el paquebote La Lauretana el 20 de enero de 1768 con destino a Guaymas y los seis restantes lo hicieron en una lancha. Finalmente, los fernandinos, encabezados por el citado fray Junípero Serra, llegaron a la capital de la California el 1º de abril de 1768. Dos semanas más tarde, el gobernador leridano escribió al virrey Croix: «Confío serán estos ya los últimos, pues a la verdad me ha incomodado bastante tanta entrada y salida de frailes»153. Portolá tenía razones para quejarse, pues, en escasos cinco meses, salieron los jesuitas, entraron los franciscanos jalicienses y, apenas llegaron éstos a sus destinos, los volvió a llamar a Loreto, antes de que arri153
Portolá a Croix, Loreto, 27 de abril de 1768, en AGN, Californias, 72, ff. 46-47r: 46r.
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baran los fernandinos, quienes se repartieron por las diferentes misiones a partir de abril de 1768. El costo en víveres y bestias de estos traslados fueron enormes en un país tan pobre como California. Otro de los graves problemas que abordó el gobernador al llegar a Loreto fue la falta de maíz y demás alimentos en los almacenes, por lo que pensó en enviar el paquebot embargado a los jesuitas a Sonora en busca de granos. Sin embargo, las órdenes de Domingo Elizondo de mandar a toda prisa el barco a San Blas con la noticia de su llegada, impidieron que se cumpliera con su voluntad, conformándose con transmitir su preocupación al virrey y demandarle el envío de abastos a la mayor celeridad154. Desde el momento que puso pié en Loreto, Portolá se hizo con todas las llaves de las dependencias jesuíticas, aunque finalmente sólo se quedó con las del oficio tras ser informado por el padre Ventura que en él se guardaba un poco de plata. «Las demás –escribe Portolá– ha sido preciso devolverlas, así por lo que se ofrece cada instante en la tienda, como en las raciones diarias que es preciso sacar del almacén, bien que con la guardia correspondiente a la puerta con orden de que nada se saque sin mi aviso»155. Portolá –como el resto de autoridades implicadas en la expulsión de los jesuitas– esperaba encontrar grandes riquezas en las casas e iglesias de la California, si bien tuvo que conformarse con cantidades poco significativas. El tesoro de California ascendía a 7.000 pesos en oro y plata aproximadamente, procedente en parte de Loreto y en parte del resto de las misiones. Otra cantidad que Portolá encontró depositada en el presidio, unos 60.000 pesos, correspondía a la paga de los soldados, pero no en moneda corriente, sino en forma de ropas y otros bienes y utensilios que los jesuitas daban a los soldados a cambio de sus correspondientes sueldos. En esta cuenta 154 Portolá a Croix, Loreto, 28 de diciembre de 1767, en AGN, Californias, 76, ff. 16-21. Vuelve a insistirse sobre la necesidad de grano en Portolá a Croix, 3 de febrero de 1768, en AGN, Californias, 6, ff. 21-25. El 22 de marzo, Portolá envió una «Noticia de la memoria que necesita primamente el almacén de Loreto y de lo que más falta hace en el día». 155 Portolá a Croix, Loreto, 28 de diciembre de 1767, en AGN, Californias, 72, ff. 16-20v: 20r.
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no se incluyó la carne y la harina, pues su cantidad era insignificante en el almacén de Loreto a la llegada del gobernador. Éstas fueron –señala Ducrue– las vastas riquezas prometidas al rey, las cuales se estimaban en más de cuatro millones de pesos156. Sin embargo, hay que recordar que las iglesias de las misiones contaban con un buen número de objetos religiosos de gran valor, procedentes de las devociones de los fieles y del interés de los padres por decorar y enaltecer sus templos. Todas ellas fueron listadas con detenimiento al llegar los fernandinos a sus misiones, mientras en otro documento aparte se detallaron las propiedades rústicas pertenecientes a cada una de las misiones157. Las cuentas del presidio fueron realizadas por el padre Ventura en presencia del superior. Los 7.000 pesos encontrados en todas las misiones, amén de los objetos de culto y de decoración ya citados, procedían del Fondo Piadoso de las misiones, de donaciones y promesas, y de las ganancias que los padres obtenían tanto por la venta de carne, harina, caballos y otros productos a los soldados y mineros, como del anual intercambio que se desarrolló con el galeón de Manila. Dichas ganancias eran destinadas tanto al esplendor de las iglesias como a la adquisición de ropas y alimentos para los indios158. Estos trabajos, sin duda difíciles de resolver en tan lejanas y desprovistas fronteras, no hicieron olvidar a Portolá el principal motivo 156
Ducrue, Ducrue’s Account …, p. 60. Salvador Bernabéu Albert y Catalina Romero, «El cambio misional en la Baja California (1773): aspectos socioeconómicos y culturales», en Los Dominicos y el Nuevo Mundo, Madrid, Editorial Deimos, 1988, pp. 557-593. 158 Portolá a Croix, Loreto, 3 de febrero de 1768, en AGN, Californias, 72, ff. 21-26v: 26-26v. El 3 de febrero de 1768, Portolá envió una lista provisional de las riquezas encontradas hasta la fecha. El valor de los bienes de Loreto, incluidos 4.323 pesos, 2 reales en oro y plata, ascendía a 76.378 pesos, 7 reales, «en efectos arreglados sus precios al valor que les dan en este país». No fueron incluidas las alhajas de la iglesia, que estaba surtida «como la mejor catedral», y de la casa, las dos embarcaciones surtas en el puerto y los utensilios del arsenal. En cuanto al resto de las misiones bajacalifornianas, el capitán leridano comunicó que le habían sido remitidos cuatrocientos marcos de plata y que Blas Somera, teniente de la Compañía de California, le había avisado que tenía en su poder cuatro mil pesos de las dos misiones del sur. 157
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de su llegada a California: la expulsión de los jesuitas. Así, el 20 de diciembre, un día después de su arribo a Loreto, envió una carta al padre visitador159 de las misiones, el alemán Benno Ducrue, residente en la misión de Santa María de Guadalupe, «diciéndole tenía que entregarle una de vuesa excelencia [Croix] personalmente y al mesmo tiempo órdenes importantes de vuesa excelencia del real servicio»160. El padre Ducrue llegó a Loreto la víspera de Navidad, tras haber atendido las más urgentes necesidades de su misión y escribir al resto de sus compañeros161. Allí lo recibió Portolá, entregándole al día siguiente –25 de enero– una carta del virrey en la que le informaba del nombramiento de un gobernador para el territorio misional y le pedía su colaboración para que tanto el resto de los misioneros como los neófitos lo acogiesen sin dificultades. Finalmente, el 26 de diciembre, en presencia de los padres Ventura, Ducrue y Javier Franco, del hermano Juan Villavieja y de tres funcionarios reales (un alférez, un sargento y el secretario del gobernador), Portolá leyó el decreto de extrañamiento de los jesuitas de todos los reinos de Su Majestad162. Inmediatamente después, los referidos padres fueron puestos bajo custodia en una dependencia y Benno Ducrue escribió al resto de los misioneros, «en términos y según voluntad del gobernador», para que se presentasen en la misión 159 El cargo de visitador, equivalente a padre superior, era el más importante de las misiones jesuitas. Por debajo de él existían tres padres rectores, uno para las misiones del Sur, otro en Loreto –el más importante de los tres– y otro para las misiones del Norte. Junto a ellos estaba el procurador, encargado del presidio y del almacén general, cuyas funciones fueron establecidas por el visitador general de las misiones José de Echeverría. Véase Ignacio del Río, El Régimen jesuítico de la Antigua California, México, UNAM, 2003, pp. 50-57. 160 Portolá a Croix, Loreto, 28 de diciembre de 1767, en AGN, Californias, 76, ff. 16-20v: 19r. El padre Ducrue recibió la carta la víspera de la fiesta de santo Tomás, el 20 de diciembre. Después de atender las necesidades más urgentes de la misión, escribió a otros misioneros y salió para Loreto. 161 Como Ducrue recuerda en su relación, al no poder regresar a su misión «pidió a su compañero, el padre Francisco Escalante, el entonces rector, que le hiciera el favor de ir a su misión y consolar a sus ovejas abandonadas. Éste lo hizo con gusto, de modo que ningún adulto de la misión qudó sin confesarse y sin comulgar». Véase el capítulo IV del apéndice. 162 Ducrue, Ducrue’s Account …, p. 15.
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cabecera el 25 de enero. El padre superior les comunicó la necesidad de mantener la paz y la calma entre sus neófitos, que varios oficiales del presidio saldrían de inmediato para realizar los inventarios de todas las misiones y que, cumplida esa tarea, deberían ponerse en marcha hasta Loreto con sólo un baúl o petaca conteniendo ropa de vestir y tres libros: uno espiritual, otro de moral y el tercero histórico163. Los misioneros y sus misiones de destino eran: P. Lamberto Hostell ........................................ Los Dolores P. Miguel del Barco ......................................... San Francisco Javier P. Benno Ducrue.............................................. Nuestra Señora de Guadalupe P. Johann Jakob Baegert ................................. San Luis Gonzaga P. Johann Xaver Bischoff................................ Todos Santos P. Ignaz Tirsch.................................................. Santiago de los Coras P. Franz Inama von Sternegg........................ San José de Comundú P. Francisco Escalante..................................... Santa Rosalía Mulegé P. Juan José Díez.............................................. La Purísima Concepción P. José Mariano Rotea..................................... San Ignacio Kadakaamán P. Georg Retz.................................................... Santa Gertrudis P. Wenceslaus Link ......................................... San Francisco de Borja P. Victoriano Arnés ......................................... Santa María de los Ángeles P. Lucas Ventura .............................................. Loreto P. Francisco Javier Fernández Franco ......... Loreto H. Juan Villavieja ............................................ Loreto
Sobre la convivencia entre padres y soldados durante el mes de enero, no he encontrado ningún dato, ni se han localizado los originales de los inventarios realizados y firmados por los misioneros jesuitas. Las órdenes de Portolá eran que, terminados los dichos inventarios, salieran los padres que residían en los extremos norte (misión de Santa María) y sur (Santiago de los Coras) y que se juntasen con los padres vecinos y así sucesivamente, caminando en dos grupos (norteños y sureños) hasta confluir en la misión madre de Loreto. También les encargó el gobernador que, antes de salir, hicie163
Barco, Historia Natural …, p. 364
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sen a sus indios pláticas y sermones en los que les exhortasen a permanecer en quietud en su ausencia y a recibir en paz a los nuevos misioneros franciscanos que los gobernarían en adelante. Los ignacianos debían estar en Loreto el 25 de enero, como ya recordé, pero una epidemia desatada en la misión de San Francisco de Borja causó que los últimos padres llegasen al presidio el 2 de febrero, «siendo recibidos cortésmente por el señor Portolá a la usanza española, con besamano y abrazo».164 En la lejana California, Portolá estimó que las medidas de vigilancia de los padres podían ser menos estrictas y, en consecuencia, los jesuitas gozaron de libertad de movimiento dentro de Loreto hasta su partida, a pesar de las terminantes órdenes del real decreto de expulsión. Ducrue señala en su Relatio expulsiones que las causas de no mantenerlos encerrados fue la tardanza de sus sucesores en hacerse cargo de la evangelización de los indios y el prevenir el descontento popular, aunque esto último es difícil que influyera en la decisión del gobernador dada la abrumadora presencia de soldados en la pequeña misión.165 Asimismo, Portolá no respetó la orden que prohibía decir misa a los jesuitas o participar en otras ceremonias religiosas, lo que nos revela que hubo desde el primer momento una buena convivencia entre el militar catalán y los expulsos. Para aliviar los trabajos en Loreto, algunos padres esperaron la partida en la cercana misión de San Francisco Javier. La salida se realizó el 3 de febrero, a las nueve de la noche. Los diecisiete misioneros fueron embarcados en La Concepción tras el último abrazo amistoso de don Gaspar. Antes de partir, los padres George Retz y Lambert Hostell dijeron misa frente a la Virgen de Loreto, vestida de negro y de luto como en Viernes Santo. En la ceremonia hablaron, respectivamente, Benno Ducrue y Juan Díez «un mexicano –según Baegert– quien pocas horas antes no había pensado todavía en prepararse, pronunció un sermón muy bien relaciona164 165
Baegert, Noticias de la península …, p. 219. Ducrue, Ducrue’s Account …, p. 60.
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105 Dibujo de la misión y presidio de Nuestra Señora de Loreto, fundada en 1697.
do con las circunstancias del momento»166. Sobre sus contenidos, sólo tenemos la información de Baegert de que se leyó «algo» del capítulo 20 de los Hechos de los Apóstoles, donde se describe la despedida de san Pedro de los presbíteros de la iglesia de Éfeso «y esto fue lo que uno de nosotros les contó a sus californios al despedirse»167. Por la importancia del texto, incluyo algunos párrafos: «Y ahora yo sé que ya no volveréis a ver mi rostro ninguno de vosotros, entre quienes pasé predicando el Reino. Por esto os testifico en el día de hoy que yo estoy limpio de la sangre de todos, pues no me acobardé de anunciaros todo el designio de Dios. Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio hijo. Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño; y también que de entre vosotros mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos detrás de sí. Por tanto, vigilad y acordaos que durante tres años no he cesado de amonestaros día y noche con lágrimas a cada uno de vosotros. […] Yo de nadie codicié plata, oro o vestidos. Vosotros sabéis que estas manos proveyeron a mis necesidades y a las de mis compañeros. En todo os he enseñado que es así, trabajando, como se debe socorrer a los débiles y que hay que tener presentes las palabras del Señor Jesús, que dijo: Mayor felicidad hay en dar que en recibir»168.
La lectura de estos párrafos –en medio de la la última misa– constituyó una auténtica defensa de la labor misional y de la presencia de la Compañía de Jesús en la península: acto singular y de gran significación que constituye una excepción en el proceso de exilio de los jesuitas de la provincia mexicana.
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Baegert, Noticias de la península …, p. 221. Ibídem, p. 220. 168 «Hechos de los apóstoles», Biblia de Jerusalén, Bilbao, Desclee de Brouwer, 1976, p. 193. 167
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El mismo día de la partida de los ignacianos, Portolá escribió al virrey Croix que todas las diligencias se habían practicado con la mayor tranquilidad del país. Eso no impidió que los indios mostrasen su pesar y preocupación por la salida de los padres. Las crónicas jesuitas resaltan las muestras de dolor y de cariño. Ducrue escribe que numerosos indios le siguieron buena parte del camino, e incluso un grupo de ellos le acompañó durante todo el tiempo que estuvo en Loreto hasta su embarque. Al misionero de Santa Gertrudis, George Retz, que estaba accidentado, lo llevaron en andas. Un momento emocionante se vivió con la salida de los padres reunidos en San Francisco Javier, cerca de Loreto, donde esperaban el momento de la partida. El día de la Purificación de María, después de la misa, cuenta Baegert que «se suscitó entre los californios un lamentar y llorar tan sincero que no sólo quedé conmovido hasta las lágrimas en aquel instante, sino durante todo el camino hasta Loreto, y también ahora, que escribo esto, lo hago con los ojos bañados en lágrimas».169 El momento del embarque también tuvo sus escenas emocionantes, pues sigue relatando Baegert que «a pesar de que la salida debía haberse llevado a cabo sigiladamente, todos los habitantes de Loreto de ambos sexos estuvieron reunidos en la playa para darnos la despedida, llorando todos, californios y españoles».170 También Ducrue cuenta que el espectáculo hizo derramar algunas lágrimas, incluso vio llorar al propio gobernador Portolá.171 Todos estos testimonios son sin duda interesados, y no hay posibilidad de contrastarlos con otras informaciones de Portolá o de sus soldados. El primero se limitó a expresar al virrey que no hubo incidentes, pero no comunicó los sentimientos de dolor de los neófitos, algo que, por otra parte, es lógico, puesto que los padres misioneros eran las únicas autoridades que los indios habían tenido desde hacía setenta años. Eso no impide que podamos pensar que algunos soldados ba169
Baegert, Noticias de la península …, p. 220. Ibídem, p. 221. 171 Ducrue, Ducrue’s Account …, pp. 66-67. 170
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jo su férreo mandato se alegrasen o que los mineros de Santa Ana o San Antonio, que frecuentemente pleitearon con los misioneros del sur, vieran positiva la partida de los jesuitas y aguardaban con esperanzas un cambio de régimen para toda la península. Por lo pronto, el gobernador, ya con los padres fuera de la California, tuvo que emplearse a fondo para que no faltasen alimentos en los almacenes de Loreto y del resto de las misiones y para mantener la tranquilidad entre los neófitos. Para prevenir ataques de los indios no reducidos, se envió al capitán Rivera a la misión norteña de San Francisco de Borja con una gruesa escolta mientras no arribaran los franciscanos172. Otras medidas quedaron en suspenso hasta la llegada del visitador general don José de Gálvez, quien dejó los graves asuntos que le llevaron a México en manos de sus ayudantes, y encabezó una expedición a Baja California y Sonora para reformarlas, pacificarlas, fomentar el comercio y construir ciudades. Con la cabeza llena de mitos y de planes utópicos, el ministro malagueño pisó la península justamente donde lo hiciera Portolá, en San José del Cabo, el 5 de julio de 1768. Ese día, una nueva página se abría en el pasado de la California173. Antes de acabar este apartado quisiera comentar brevemente la actitud de Portolá hacia los jesuitas, que sorprende por lo benevolente y respetuosa. Como ya vimos, no cumplió con varias medidas del decreto de extrañamiento, como la encarcelación y la prohibición de participar en ceremonias religiosas. Asimismo, los surtió abundantemente para el viaje y, según las crónicas ignacianas, lloró al verlos partir. Puede pensarse en una prudente medida del nuevo gobernador para evitar tumultos y desórdenes en las lejanas misiones, pero todo apunta a una sincera actitud de Portolá tras comprobar las numerosas infamias que circulaban sobre la obra misional jesuita. El implacable Baegert confesó en sus Noticias de la península de California: «Me obliga la gratitud a hacer constar aquí, por el buen nombre 172 173
Barco, Historia Natural …, p. 365. Dunne,«The Expulsion of the Jesuits ...», pp. 3-30.
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del mencionado gobernador Don Gaspar Portolá, que tanto él como todos los españoles, oficiales y particulares, en tierra y en mar, trataron a los jesuitas, bajo las circunstancias dadas, con todo respeto, honra, cortesía y amabilidad, que nadie nos dio motivo de enojo y que él siempre afirmó solemnemente que grande pena le causaba el haber sido el portador de tal comisión». El respeto y estimación hacia los misioneros también fue ejercido por el gobernador con los franciscanos, quienes repetidamente mostraron su agradecimiento al capitán leridano. No obstante, su actitud fue más dubitativa cuando se enteró de que un nuevo grupo de jesuitas de Sonora y Sinaloa había llegado hasta las playas de su gobernación, acontecimiento que estudiaré a continuación.
10. EL GOBERNADOR Y LOS ÚLTIMOS JESUITAS EN CALIFORNIA Los últimos jesuitas que partieron de California no fueron los diecisiete padres que trabajaban en sus misiones, sino los padres de Sonora y Sinaloa. Éstos, que habían salido del puerto de Guaymas el 20 de mayo de 1768, tuvieron que detenerse en la península el 11 de junio siguiente tras las infructuosas maniobras que les impidieron avanzar por el Golfo de México rumbo al puerto de San Blas174. Durante veintitrés semanas, los ignacianos –muchos de ellos enfermos por la prolongada y dura estancia en Guaymas– sufrieron incomodidades y privaciones. La temporada en que levaron anclas no era la 174 Conocemos los pormenores de este viaje gracias a la carta escrita por el padre Francisco Ita (1731-1782) a su compañero Antonio Sterkianowski, autor del manuscrito Destierro de los Jesuitas Misioneros, Santa María de Cádiz, 1780-1781. Copia fotostática en la Biblioteca Bancroft, San Francisco, California. Este documento es ampliamente utilizado por Pradeau, La expulsión de los jesuitas …, pp. 86-101. Otra fuente utilizada es Bernardo Middendorff, S.J., «Segunda parte del diario del R. P. ..», en Mauro Matthei, O.S.B. y Rodrigo Moreno Jeria, Cartas e informes de misioneros jesuitas extranjeros en Hispanoamérica. Quinta parte (1751-1778), Santiago de Chile, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2001 (Anales de la Facultad de Teología, LII), pp. 223-245. El diario abarca desde 1767 a 1776 y fue originalmente publicado en Katholisches Magazín für Wissenschaft und Leben» II, Münster, 1844, pp. 21 y ss.
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más propicia (de abril a septiembre), y además escaseaban el agua y los alimentos a bordo. Por si fuera poco, el 30 de mayo una fuerte racha de viento quebró el palo mayor y una segunda rompió el trinquete. Estos contratiempos obligaron al capitán a anclar en Puerto Escondido, unas leguas al sur de Loreto, capital de California y residencia del nuevo gobernador, Gaspar de Portolá. El citado puerto era una bahía conocida por los marineros del Mar del Cortés, ya que en ese lugar detenían sus barcos con frecuencia para desembarcar las cargas dirigidas a las misiones y presidios bajacalifornianos y para calafatear y arreglar los barcos. El día 13 de junio, los marineros repararon los daños sufridos por la nave, se levantó un nuevo palo mayor y se envió aviso a Loreto para que los auxiliaran con agua y alimentos frescos. Por último, se envió la ropa de los padres para que fuese lavada. La noticia del arribo forzoso de los jesuitas sonorenses y sinaloenses fue recibida con gran sorpresa en el presidio y la misión. Portolá unía a los muchos problemas que encontró a su llegada, este nuevo contratiempo: docenas de jesuitas de nuevo pisaban la península. El día 14, los exiliados recibieron la visita de fray Junípero Serra, presidente de los nuevos misioneros franciscanos que habían sustituido a los ignacianos, y del teniente del presidio, Blas Somera, que tenía a un hermano entre los cautivos: el padre Miguel Fernández Somera, quien moriría pocos meses después por las penurias del viaje175. El militar regaló algunas gallinas y otros alimentos. Una vez que se fueron, llegaron varios soldados del presidio y otros vecinos, y, al día siguiente, los jesuitas recibieron la visita de varias barquitas con indios, quienes los obsequiaron con fruta fresca. Sin embargo, Portolá pronto zanjó las visitas y desestimó la demanda de los jesuitas de desembarcar para reponerse de las incomodidades del barco y del excesivo ca175 El padre Miguel Fernández Somera nació el 15 de marzo de 1702 en Tlalpujahua (Michoacán) y entró en la Compañía de Jesús el 12 de noviembre de 1717. En 1731 se trasladó a las misiones del Noroeste, laborando en varias de ellas (río Mayo, Camoa, Santa Cruz). Al conocerse el extrañamiento, se encontraba en Ocoroni, perteneciente al rectorado de Sinaloa. Murió en Ixtlán del Río, Nayarit, el primero de septiembre de 1768.
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lor. A pesar de esta primera negativa, el 26 de junio, el gobernador leridano tuvo que aceptar la bajada a tierra de los padres a causa del aumento de los enfermos y el riesgo de muchos de ellos de morir. Este día, el gobernador envió mil libras de carne salada y el oficial Somera obsequió a los jesuitas con dos vacas y siete sacos de maíz. El 27 de junio, los jesuitas enfermos fueron instalados en una cabaña situada junto a la playa y, tres días más tarde, también los sanos fueron autorizados a dormir en tierra bajo la atenta mirada de cinco soldados. Detenidos en aquella lejana playa, los padres apenas pudieron entretenerse con unas cuantas visitas, el avistamiento de las frecuentes ballenas que surcaban el golfo, el descubrimiento de un barco perlero y el sobresalto de un terremoto que ocurrió el 2 de julio. Las incomodidades y la falta de alimentos obligaron al superior a quejarse ante Portolá, recordándole que el decreto de expulsión mandaba que los expulsados fueran tratados correctamente. Los tiempos para navegar seguían siendo malos, pero la llegada a California del visitador José de Gálvez el 5 de julio obligó a acelerar los preparativos de la salida. El día 13 se colocaron las velas en los mástiles y, al día siguiente, Portolá se trasladó a Puerto Escondido para dar personalmente las instrucciones al capitán del barco: debía de levar anclas con celeridad y conducir a los padres a San Blas sin detenerse ni atracar en otro punto de la costa salvo por grave necesidad. Sin viento, con la ayuda de varias embarcaciones a remo, la nave se alejó de Puerto Escondido el 15 de julio. La nueva etapa del viaje fue peor que la anterior, con muchos contratiempos y un calor insoportable, si bien los misioneros jesuitas pudieron alcanzar el puerto de San Blas el 9 de agosto de 1768 a las diez de la mañana. Durante su estancia en California, los últimos jesuitas obtuvieron algunas noticias sobre lo sucedido tras la salida de sus compañeros. Cuenta el padre Sterkianowski que, después de que los ignacianos abandonaran Loreto, los indios se alejaron y que las misiones estaban casi desiertas, y que al conocer su llegada a Puerto Escondido, «con cuanta presteza pudieron, bajaron a saludarlos y besarles la mano con gran reverencia. Y en medio de su pobreza gratificaron a
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los misioneros trayéndoles frutos silvestres, y como después se verá, un excelente medicamento para una de sus enfermedades»176. Obviamente, su testimonio de los gestos de gratitud de los soldados, vecinos e indios tiene veracidad por los numerosos años que pasó la Compañía en California, aunque los franciscanos no tuvieron muchas dificultades a la hora de sustituirlos. Por otra parte, me interesa precisar el medicamento citado anteriormente con la información que incluye el padre Bernardo Middendorff en su diario: «El 4 de julio nos procuramos unas hojas de maguey, que cocidas constituyen un eficaz remedio contra el escorbuto. Las grandes manchas de color marrón en la piel y el dolor de los miembros del cuerpo, que pueden sufrir una parálisis casi total cuando arrecia esta enfermedad, suelen desaparecer después de ingerir el jugo cocido de este vegetal»177. El maguey, después de soasarlo en la lumbre, se exprimía y el jugo, tras reposar toda la noche, se tomaba en ayunas a la mañana siguiente. Con este remedio, el descanso en tierra y los alimentos frescos, pudieron reponerse los expedicionarios y soportar los trabajos y miserias que les aguardaban en el camino.
11. EL LARGO DESTIERRO: DE LORETO AL PUERTO DE SANTA MARÍA El viaje de exilio de los jesuitas californianos tiene dos etapas bien definidas. En la primera, salieron de Loreto, desembarcaron en San Blas, caminaron por tierra hasta Veracruz, volvieron a navegar hasta La Habana y, tras subir a un tercer barco, llegaron al Puerto de Santa María (Cádiz), donde fueron interrogados y permanecieron varios meses. La segunda etapa comenzaría en este puerto gaditano, donde los jesuitas españoles (nacidos en España o en América) fue-
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Pradeau, La expulsión de los jesuitas …, p. 89. Middendorff, «Segunda parte …», p. 230. Miguel del Barco ofrece en su crónica una minuciosa descripción del mezcal y sus usos. Véase, Historia natural …, pp. 121-125. 177
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ron separados de los extranjeros. Mientras aquéllos abandonaron la Compañía o marcharon al exilio italiano, principalmente a Bolonia, cuartel de la provincia mexicana, estos últimos obtuvieron permiso para dirigirse a sus respectivos países, donde residieron hasta el final de sus vidas. De ambas etapas, voy a estudiar con detenimiento la primera, pues es sobre la que se conservan más datos y porque la realizaron todos los misioneros como una comunidad «californiana» exiliada. Después vendría la separación y la vida de cada uno, que abordaré con los datos disponibles hasta ahora en el último capítulo del libro. Los misioneros californianos fueron embarcados en el paquebot La Concepción el 3 de febrero de 1767 al cuidado del alférez de dragones José María Lasso y otros seis dragones de escolta. La navegación fue muy afortunada y el 8 de febrero –sólo cinco días después– llegaron a Matanchel, donde unos oficiales subieron a bordo, cambiaron al piloto de la nave –el californiano Ventura– y confiscaron el barco178. La rapidez del viaje aminoró las incomodidades de la nave, no preparada para llevar a tan elevado número de pasajeros. Los nuevos prácticos condujeron al paquebot hasta el vecino San Blas, donde permanecieron cuatro días aproximadamente. La estancia en el puerto no fue desagradable (por la mañana los oficios religiosos y por la tarde paseos por la playa) gracias a la colaboración del comandante del mismo, Manuel Rivero, quien había sido capitán de un navío de una flota que años antes condujo a una misión de jesuitas de España a México179. Sin embargo, la situación se fue endu178
Burrus, Diario el capitán comandante …, pp. 72-75. Según el padre Antonio Sterkianowski, que visitó el puerto en agosto de 1768, «ahora, por reveses de fortuna, como sucede a muchos que tienen sus bienes en tráfico y comercio, [Manuel Rivero] había caído de riqueza en pobreza, y para que pudiera vivir con decoro, había obtenido este empleo. Al arribo de los misioneros a San Blas, los trató con munificiencia sin tomar en cuenta que venían en calidad de presos; piadosamente procuró el alivio de aquellos que estaban tan consumidos y acabados, bien que en la miseria de aquel paraje no le permitió hacer mucho. El alimento que les proporcionó fue magnífico, y al tercer día –que fue el último que los misioneros permanecieron en ese pueblo– los convidó a comer en su casa» (Pradeau, La expulsión de los jesuitas …, p. 94). 179
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reciendo al transitar por el virreinato, el que atravesaron de oeste a este (de San Blas, en el Pacífico, a Veracruz, en el Atlántico). Una de las causas fue la enorme alarma producida por las rebeliones de San Luis de la Paz, Guanajuato, Michoacán y San Luis Potosí180; otras, las enormes distancias a transitar, los malos caminos, las incomodidades, los rodeos que dieron para no entrar en las principales ciudades, el alojamiento en lugares rurales no siempre bien dispuestos para tantos viajeros y la falta de coches y suficientes víveres en algunos tramos. Pero no se puede afirmar que los jesuitas fueran maltratados por sus guardianes. Por el contrario, recibieron regalos y visitas en algunas partes del camino y, cuando se hallaban exhaustos, los de mayor edad fueron conducidos en forlones. La primera escala del camino de importancia fue Tepic, donde Diego Fernández elaboró el primer listado de los misioneros californianos en el exilio el 17 de febrero de 1768, el cual remitió al virrey Croix junto a la noticia de su llegada: «Nómina de los padres que vinieron de Californias 1. El padre visitador Benno Doverve, de Munich, de la provincia de Baviera. 1. El padre Miguel del Barco, de Plasencia, de la provincia de Castilla. 1. El padre Lamberto Hostell, de Munflereffel, de la provincia del Rhin bajo. 1. El padre Francisco Snama, de Viena, provincia de Austria. 1. Padre George Retz, de Cobledz, provincia del Rhin bajo. 1. El padre Jacobo Begert, de Slestat, provincia del Rhin superior. 1. Padre Juan Xavier Wichoff, de Glatz, provincia de Bohemia. 1. El padre Ignacio Tirs, de Comnotav, provincia de Bohemia. 1. El padre Wenceslao Link de Neudek, provincia de Bohemia. 1. El padre Joseph Rotea, de México, provincia de Nueva España. 1. El padre Victoriano Arnés, de Graus, provincia de Aragón. 1. Padre Lucas Ventura, de Sluel, provincia de Aragón. 180 En San Luis Potosí habían sido condenados varios rebeldes que, trasladados a San Blas, los jesuitas encontraron a su llegada. Ducrue, Ducrue’s Account …, p. 78.
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1. Padre Francisco Escalante, de Jaén, provincia de Andalucía. 1. Francisco Xavier Franco, de Agreda, provincia de Toledo. 1. Hermano Antonio Villavieja, de Soto de los Carneros, provincia de Nueva España»181.
De Tepic salieron el 17 de febrero rumbo a la capital de la Nueva Galicia. La escolta que llevaban –el alférez José Lasso y otros seis dragones– aumentó por el temor a que surgieran protestas a su paso o que la gente los rodease e intentasen hacerse con alguna reliquia, ya que se había extendido por el virreinato su fama de santidad. Esa fue la razón por la que fueron alojados durante cinco días en la tranquila y aislada hacienda de Toluquilla182, al sureste de la ciudad de Guadalajara. Allí fueron visitados por Eusebio Ventura Beleña, hombre de confiaza de José de Gálvez en la capital jalisciense y comisario de la caja de Guadalajara, quien los obsequió y permitió que pudieran entrevistarse con amigos y devotos183. Toluquilla era una antigua hacienda ignaciana, situada en terrenos saludables y tranquilos, que se convirtió en residencia temporal de los padres expulsos del Noroeste184. Pasados los cuatro días, los padres, acompañados de un notable séquito (el conductor Miguel de Esparza, el segundo conductor Hermenegildo de Mesa, catorce sirvientes, cocinero, un alférez y dos dragones) iniciaron la travesía del virreinato de oeste a este, tenien181 Diego Fernández a Croix. Puerto de San Blas, 13 de febrero de 1768, AGN, Historia, 324. Respuesta de Croix a Fernández, México, 4 de marzo de 1768, AGN, Historia, 324. Los jesuitas fueron conducidos a México por Lasso «a fin de que pueda informar a vuestra excelencia como testigo de vista de cuanto le escribo y satisfacerle en cuantas preguntas le hiciese para que mejor se informe de este pais.» Portolá a Croix, Loreto, 3 de febrero de 1768, AGN, Californias, 76. 182 Aunque Ducrue señala que estuvieron cuatro días en la hacienda de Toluquilla, la relación de gastos ocasionados por los misioneros californianos señala que fueron cinco. 183 Sobre este controvertido personaje, véase Ignacio Aldama y otros (edición, introducción y notas), Manifiesto de Eusebio Ventura Beleña, Zamora, El Colegio de Michoacán-Universidad de Guadalajara-El Colegio de Sonora, 2006. 184 Actualmente está en el municipio de Concepción de Buenos Aires (Jalisco), conservándose en buen estado un gran acueducto de la época colonial.
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do como última meta el puerto de Veracruz. La primera parte del viaje comprendía desde Toluquilla a Jalapa, ciudad en donde los jesuitas debían de detenerse hasta que estuviera listo el barco para conducirlos a La Habana. El trayecto lo realizaron en veintitrés días, siguiendo una ruta directa hacia el Golfo de México, pero evitando las ciudades que tenían más recuerdos jesuitas, como San Luis Potosí o México. Así, el convoy visitó Irapuato, Salamanca, Arroyo Zarco y descansaron en Cuautitlán, al norte de México185. El último tramo entre Cuautitlán y Jalapa lo hicieron los jesuitas californianos en cuatro forlones suministrados por Baltasar de Iglesias, alquilador de coches de la ciudad de México, que ya había prestado varios servicios a las autoridades durante la expulsión de otros padres186. En la ciudad de Jalapa, sabemos que se alojaron en un convento franciscano187. Aunque no me cabe duda de la dureza del camino y de las incomodidades que sufrieron los misioneros, la siguiente relación de gastos permite conocer interesantes detalles del viaje, como que los padres consumieron puros, cigarros, chocolate y jaleas (mezcla de azúcar, frutas o verduras y agua), aparte de los alimentos que les preparaba un cocinero. En algún lugar del camino, un barbero los rasuró y, al llegar a Querétaro, cuatro de los religiosos hicieron el camino en dos coches por su avanzada edad. Las cuentas también recogen tres pesos y seis reales por el lavado de la ropa y otras cantidades por el herraje de animales y los gastos de vuelta a Guadalajara de los criados, conductores y aposentador. 185 El relato de Ducrue cuenta que visitaron la «urbs Xeresana», que correspondería con Jerez, en Zacatecas, donde fueron recibidos por la población con grandes muestras de afecto y celebraron misa en varios conventos de monjas. Creo que es improbable, por el tiempo que tardaron en llegar a Jalapa, que el convoy subiera hasta la ciudad zacatecana e increíble que en ningún punto del camino fueran repartidos por los conventos de monjas, dadas las órdenes terminantes de no comunicarse con la población de una región que había protagonizado las más violentas reacciones en los meses anteriores. 186 St Clair, Expulsión y exilio …, p. 90. 187 La única duda que tengo es si Ducrue confundió Jerez con Lagos o León, pues es difícil imaginar que subieran tan al norte como Jerez para volver a bajar, cuando lo que quería el virrey era la rápida salida de los jesuitas de México al menor coste.
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«Año de 1768. Californias. Cuenta presentada por don Miguel de Esparza al doctor don Eusebio Ventura Beleña de los gastos causados en la conducción desde Guadalajara al Pueblo de Jalapa de 16 regulares misioneros de aquella península, importe 1.335 pesos, 4 reales. Cuenta y relación jurada que yo, don Miguel de Esparza, comisionado que he sido para la conducción de dieciséis padres de la Compañía de las misiones de la California desde esta ciudad a el pueblo de Xalapa, doy a el señor don Eusebio Ventura Beleña, comisario de Caja en esta capital de los gastos que durante ella he causado y los que se han satisfecho por los que se hicieron en su mansión en la hacienda Toluquilla. A saber, Ps [pesos] Rs [reales]. Primeramente, ciento seis pesos, siete y medio reales que se pagaron a don Tomás José de Medina, administrador de la hacienda Toluquilla, por el gasto que hicieron durante los cinco días que descansaron en ella, en que van inclusos seis pesos y dos reales que tubo de costo la compostura de la bolante. Doce pesos, siete y medio reales de puros y cigarros que se les dio a los padres y siete pesos, cuatro y medio reales de pan que se sacó para los primeros días de caminata. Por doscientos diecinueve pesos, un real que se pagaron a don Manuel Puchal, vecino de esta ciudad, por los de varias menudencias que consumieron en la citada hacienda, y otras que se compraron para el camino. Por el gasto de comida y bebidas causado en 23 días de caminata hasta Xalapa, en que entra el [de] catorce sirvientes, un alferez, dos dragones, y el nuestro, trescientos veintinueve pesos, siete reales. Por el gasto de maíz, paja y hoja que hizo el avío que los conduje hasta Cuautitlán, setenta y cinco pesos, uno y medio reales. Por los bagages que se cogieron desde Arroyo Zarco hasta Jalapa para el transporte de 18 petacas que llevaban con su ropa, el de siete mozos sirvientes y pertrecho de cocina pagué ochenta y un pesos, tres reales. Por seis jaleas que se compraron en Irapuato, diez reales. Por tres pesos, cuatro reales, que hizo de gasto un mozo que desde Querétaro despaché de correo a su excelencia [el virrey Francisco de Croix]. Por quince pesos de chocolate que se compraron en Cuautitlán.
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Por la rasura que se les hizo durante la caminata, siete pesos. Por la ropa que se les lavó durante la misma, tres pesos, seis reales. Por el herraje de dos caballos, tres pesos, cuatro reales. Por el alquiler de dos bolantes que se tomaron en Querétaro hasta Cuautitlán, por hallarse cuatro de los religiosos fatigados del camino por su avanzada edad, pagué a don Juan José de Arias ochenta pesos. Por la compostura de una bolante en Arroyo Zarco, tres pesos. Por veinticuatro pesos, cuatro reales, que dí a siete mozos que se volvieron desde el citado Cuautitlán a esta ciudad, con el avío, a razón de tres pesos y medio a cada uno para su gasto de vuelta. Por veinticuatro pesos, dos reales que pagué en México por el gasto que hicieron dieciocho caballerías que quedaron para el regreso de los mozos, cocineros y aposentador que siguieron hasta Jalapa y para el mío. Por treinta y seis pesos, cuatro reales, que gastaron todos los expresados mozos en la manutención del avío que volvieron. Por el gasto que yo hice desde Jalapa a esta ciudad en que se incluye el de las bestias, cincuenta y tres pesos. Por cuarenta y tres días que se ocupó el segundo conductor don Hermenegildo de Mesa a diez reales cada uno, cincuenta y tres pesos, seis reales. Por los mismos que se ocuparon seis mozos y dos cocineros que fueron para mejor asistencia y cuidado de los padres a veintiséis pesos, seis reales a cada uno por su viaje, importaron doscientos catorce pesos. Total suma ………….. 1.335, 4 Los un mil trescientos treinta y cinco pesos, cuatro reales, que importa la anterior cuenta, salvo error de pluma o suma, he recibido en la forma siguiente: un mil treinta y cinco pesos, cuatro reales, del expresado señor Beleña y los trescientos pesos restantes en la tesorería general de Confiscados, por libramiento de su dirección general, con fecha de 16 de mayo próximo. Y para que conste en donde convenga, doy el presente en Guadalajara, a veintiséis de abril de mil setecientos sesenta y ocho años. Miguel de Esparza [rúbrica]»188
Según Ducrue, durante la escala en Cuautitlán, el virrey envió a una persona para que los interrogara sobre la situación de la Califor188
AGN, Historia, 287, ff. 123-130.
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nia. También ese fue el motivo (la información) por el que el alférez José María Lasso se desplazó desde Loreto a México acompañando a los jesuitas. Finalmente, el 27 de marzo de 1768 –día en el que se celebró el Domingo de Palmas–, los jesuitas californianos, tras la larga peregrinación de un océano al otro, entraron en el puerto de Veracruz guiados por el comisario Francisco Martínez Gordillo. En el puerto jarocho estuvieron detenidos hasta el 13 de abril, jornada en la que fueron embarcados en la fragata real Nancey, alias la Santa Ana. A los misioneros californianos se les unieron otros tres jesuitas retrasados: Cayetano Cao, del colegio de San Andrés, Nicolás Sacchi o Zaqui, de Chinipas, y Cosme Díaz, misionero de la Tarahumara. Y junto a ellos, cuarenta convictos destinados a trabajos forzados en La Habana189. Tras una navegación de veintidós días, la Nancey arribó a La Habana el 5 de mayo de 1768. Aunque el viaje había sido tranquilo, al llegar a puerto se enteraron de que el barco tenía toda la quilla podrida. La máxima autoridad de la isla era el gobernador y capitán general Antonio María de Bucareli, perteneciente a una de las más importantes familias sevillanas, quien aplicó las instrucciones sobre el tratamiento de los padres expulsos que le habían sido remitidas desde la corte con gran escrupulosidad190. Entre grandes medidas de seguridad, los jesuitas fueron desembarcados y conducidos por el ayudante mayor Manuel Gamarra y el escribano Ignacio de Ayala al edificio elegido por Bucareli como Casa Depósito. Una vez en dicho lugar, una casa cercana a la capital y situada en el paraje en el que se levantaba una pequeña ermita dedicada a la Virgen de Regla, que 189 Lista de diecinueve regulares de la Compañía de Jesús que hoy día de la fecha han llegado a este puerto conducidos desde el de Veracruz en la fragata titulada Nancy, su comandante Don Pedro de Argaún», Havana, 6 de mayo de 1768, AGI, Cuba, 1099, ff. 482-483. 190 Sobre el paso de los padres por Cuba, véase Salud Moreno Alonso, «Bucareli y el paso de los jesuitas por Cuba camino del destierro», en La Compañía de Jesús en América: evangelización y justicia. Siglos XVII y XVIII, Córdoba, Provincia de Andalucía de la Compañía de Jesús-Junta de Andalucía- Ayuntamiento de Córdoba, 1993, pp. 197-202; y Francisco José Fernández Segura, Cinco años de ilustración en Cuba: el gobierno de Antonio M. Bucareli y Ursúa (1766-1771), Granada, Universidad de Granada, 1998.
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daba nombre al paraje, se les recogió la ropa para mandarla a lavar. A continuación, siguiendo las instrucciones de Bucareli, el gobernador de la Casa, José de la Cuesta, capitán del Regimiento de Infantería de Lisboa, levantó una ficha personal de cada uno de los misioneros, acompañada de un reconocimiento del equipaje que portaban, lo que deparó no pocas sorpresas, ya que los jesuitas californianos, lejos de cumplir con la orden real de llevar un libro espiritual, otro de moral y el tercero histórico, conducían como equipaje una amplia y «selecta» biblioteca como demuestra el siguiente documento, perteneciente al Libro de asientos de entradas y salidas de la Casa de Depósito de los Regulares de la Compañía que llegan a la Habana y con destino a España191: «1. El P. Visitador Benno Ducrue, natural de Babiera, de edad de cuarenta y siete años, profeso de cuarto voto, con su equipaje que consta de cama, un baúl con ropa de uso, breviarios, libritos de devoción, un libro [al margen: recogidos] a folio la Biblia Sacra, otro diccionario latino y germánico, otro Flores doctorm, otro Gramatica francesa, Maro Tulio, Cicerón, Quinto Curzio, otro aforismo, confesariorum, y un legajo de papeles manuscritos que se cerró y selló. 2. El P. Lamberto Hostell, natural del Ducado de Yjuliers, de edad de sesenta y un años, profeso del cuarto voto, con su equipaje que consta de cama, un baúl con ropa de uso, breviarios, libritos de devoción, otro medua [al margen: recogidos] de la Teología Moral, otro Gramática Alemana y Francesa, dos tomos de la Conversación Celestial del P. Antonio Natal, una carta del P. Francisco Cevallos, otra del P. Bartolomé Braum, otra del P. Provincial Juan Antonio Baltasar, otro tomito en alemán, un cuaderno sesn alemán y un legajo de papel manuscrito que se cerró y selló. 3. El P. Miguel del Barco, natural de Plasencia, de edad de sesenta y un años, profeso del cuarto voto, con su equipaje que consta de cama, una petaca con ropa de uso, breviarios y libritos de devoción, dos tomos [al margen: recogidos] de Teología Moral, otro Epítome del Instituto Societatis Iesu.
191 «Assientos de entradas y salidas de la Casa de Depósito de los regulares de la Compañía que llegan a La Havana para que se dirijan a España», AGI, Cuba, 222B.
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4. El P. Juan Xavier Vichoff, natural de Bohemia, de edad de cincuenta y ocho años, profeso del cuarto voto, con su equipaje que consta de cama, una petaca con ropa de uso, breviarios y libros de devoción, [al margen: recogidos] un tomito Quinto Orazio, cuatro tomitos de los hechos de Barones de la Compañía, dos tomos Celestial Combersación, otro practica de la Palabra de Dios, un librito Sapientis ocupazio, un librito en alemán, otro Ars semper gaudendi, otro Prasis Catetica, otro en alemán, otro San Gerónimo y un legajo de papeles manuscritos que se cerró y selló. 5. El P. Jorge Retz, natural del Electorado de Treveris, de edad de cincuenta y un años, profeso del cuarto voto, con su equipaje que consta de cama, un baúl con ropa de uso, breviarios, libritos de devoción, dos tomos [al margen: recogidos] de Celeste Conversaciones, un librito Reglas de la Compañía, otro de ayudar moribundos y dos legajos de papel manuscritos, que se cerraron y sellaron. 6. El P. Francisco Ynama, natural de Viena, de edad de cuarenta y nueve años, profeso del cuarto voto, con su equipaje que consta de cama, una petaca con ropa de uso, breviarios, libros devotos, tres tomitos factis [al margen: recogidos] Societatis Iesu, tres tomitos Catecismo del P. Otabio. Tres Zizeron, otro P. Cesar Alino, otro Disertaciones Teológicas, un librito Regule Societatis Iesu, otro Theoloxia Contrabersia, otro Especulum non falans, un cuadernito Compendio de los Privilegios de la Compañía, otro Orifodine yndulgenziarum Societatis. Un librito práctica de confesar, otro Práctica de Penitentes, otro práctica de Conversación Apostólica, otro el P. TJhobie Leoner, otro de sorzismos, y bendiciones, otro epitome de la Cronología Excriptorum, otro Petrus amatus, un cuadernito fazil modo de aprender la lengua Griega, una Carta Pastoral del Padre Bartholome Braum y dos legajos de papeles manuscritos que se cerraron y sellaron. 7. El P. Jacobo Begert, natural de Alzacia, de edad de cincuenta años, profeso del cuarto voto, con su equipaje que consta de cama, una petaca con ropa de uso, breviarios, libros devotos, treinta y dos pesos, cuatro reales en oro y plata circular, un [al margen: recogidos] librito Reglas de la Compañía, uno uso poético, otro piadosos deseos, dos catálogos Personarum, otro de Celesti Combersazione, un thomo del P. Eusebio Neviemberg, otro guía de Pecadores, otro del Padre Puente, y dos Legajos de Papeles manuscritos que se cerraron y sellaron. 8. El P. Francisco Escalante, natural de Jaen, de edad de cuarenta y cuatro años, profeso del cuarto voto, con su equipaje que consta de ca-
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ma, un baúl con ropa de uso, breviarios, libros devotos, como dos arrobas de chocolate, dos tomos [al margen: recogidos] de Tamburini, otro de Theoloxia del P. Ricardo Asdem y un legaxito de papeles manuscritos que se cerró y selló. 9. El P. Lucas Bentura, natural de Muel, de edad de cuarenta y un años, profeso del cuarto voto, con su equipaje que consta de cama, un baúl con ropa de uso, breviarios, libritos devotos, un libro de a folio del P. Lesio de Iusticia et Jure [al margen: recogidos], catorze thomos sermones del P. Señeri, un librito Reglas de la Compañía, un cuadernito de la Gloria Santa engraa, otro de una oposición. 10. El P. Jph Rotea, natural de Mexico, de edad de treinta y seis años, profeso del cuarto voto con su equipaje que consta de cama, un baúl con ropa de uso, breviarios, libritos de devoción, cinco pesos en plata circular, un legajo [al margen: recogidos] de papeles manuscritos que se cerró y selló. 11. El Padre Juan José Díez, natural de México, de edad de treinta y dos años, profeso del cuarto voto, con su equipaje que consta de cama, un baúl con ropa de uso, breviarios, libros devotos, diecisiete pesos y un real en oro y plata circular, un botezio de tabaco de dos libras, sermones de Monsiur [al margen: recogidos] Lafitau en tres thomos, Historia ab Orixini mundi, otro la nobíxima Grammaca, otro en Frances la Princesa de Lire, otro Instruccio Sazerdotum, otro Regule Societatis Jesu, otro vite de dodezi Giovaneti, otro de Flori Historiarum, otro Compendio de los pribilexios de la Compañía de Jesús. 12 El P. Ignacio Tirsch, natul de Bohemia de edad de treinta y zinco años, sacerdote escolar, con su equipaje que consta de cama, una petaca con ropa de uso, brevis libros devotos, una arroba de Chocolate [al margen: recogidos] un libro dicionario Alemán, otro Medula de la Theoloxia Moral, otro sumao de las Constitucios de la Compaa . 13. El P. Wenceslao Link, natural de Bohemia, de edad de treinta y tres años, sacerdote escolar con su equipaje que consta de cama, un baúl con ropa de uso, breviarios, libros devotos, [al margen: recogidos] cinco tomos de Iuris Prudencia, otro instrucción de sacerdotes, otro practica cateotica. 14. El P. Victoriano Arnes, natural de Graus de edad de treinta y dos años, sacerdote escolar con su equipaje que consta de cama, un baúl con ropa de uso, breviarios, libros devotos, un [al margen: recogidos] vocabulario en Italiano y dos libritos también en italiano.
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15. El P. Francisco Xavier Franco, natural de Agreda, de edad de veintinueve años, sacerdote escolar, con su equipaje que consta de cama, un baúl con ropa de uso, breviarios, libros devotos, un bote con una libra de tabaco, dieciséis pesos en oro, cuatro Thomos de Theoloxia Moral [al margen: recogidos], doce tomitos Mariana Historia de España, otro Heliodoro, otro Horacio, otro el Siglo de Oro, otro Tamburini, otro el Maestro de las dos lenguas, otro Bocabulao Ytaliano, otro Zizeron, dos tomos de Busembau. 16. El Hermano Juan Antonio Villavieja, natural de la Rioja, de edad de treinta y dos años, coadjutor temporal con su equipaje que consta de cama, un baúl con ropa de uso, libros de devoción, dos tomos Elogios de Coadjutores [al margen: recogidos], otro Reglas de la Compañía, un Legaxo de papeles manuscritos que se cerró y selló»192.
Es más que curioso que los misioneros jesuitas atravesaran de parte a parte el virreinato sin que nadie se percatara de los numerosos libros que portaban, algo que sucedió, por ejemplo, con los otros tres padres que los acompañaron. Cosme Diez, por ejemplo, llevaba, además de la cama, el baúl, breviarios y libros de devoción, ocho pesos en plata circular, una arroba de chocolate y una petaca con comestibles, amén de dos legajos de papeles manuscritos que se cerraron y sellaron. Mientras Nicolás Zaqui portaba de extraordinario cinco pesos en plata circular, una arroba de chocolate, una petaquita con ropa de uso, dos frasqueras con licores, y comestibles y dos legajos de papeles manuscritos, que también le fueron recogidos. Finalmente, Cayetano Cau llevó una petaca con comestibles, chocolate y cuatro pesos y seis reales en moneda circular.193 Benno Ducrue se quejó de estos secuestros de libros y papeles, aunque Bucareli y sus funcionarios no actuaron por iniciativa propia, sino siguiendo las instrucciones recibidas. Los jesuitas siguieron conservando los libros de devoción, diurnos y libros portátiles de oraciones, pero les fueron confiscados los demás, incluyendo ejem192 193
AGI, Cuba, 222-B, ff. 692r-695v. Ibídem, ff. 695v-696r.
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plares permitidos pero que estaban en una lengua extranjera. También se les requisó plumas y resmas de papel para que no pudieran dejar mensajes o poner por escrito sus vivencias del exilio. Los volúmenes y manuscritos recogidos se cerraron, sellaron y enviaron a la librería del colegio de la Compañía para ser examinados con detenimiento por los expertos nombrados por Bucareli. No obstante, Ducrue cuenta en su relato que «no nos hubiera quedado ningún libro si los previsores padres no hubieran escondido previamente algunos, al menos para meditación y lectura sagrada». Si fuera cierta esta premonición, los jesuitas hubieran conservado algunos ejemplares y, quizás, cartas y manuscritos que condujeron a Europa. Los misioneros californianos permanecieron en la isla de Cuba tan sólo dos semanas. A excepción de la incautación de los libros, papeles y manuscritos, no hay que que reseñar otros acontecimientos de interés. Sabemos que el día 11 de mayo recibieron puros y azúcar, y que tres días más tarde se les entregó su ropa limpia. Finalmente, el día 18, por la tarde, abandonaron Nuestra Señora del Regla en compañía del ayudante mayor Manuel Gamarra y el escribano mayor Ignacio de Ayala. Tras su salida, se reconoció la casa «por si hubiesen dejado algún rótulo, papel o etcétera, para ejecutar lo que se le previene»194. Hasta ese extremo llegó el temor de Bucareli por los jesuitas expulsos, y es que tantos años de rumores sobre alianzas con monarquías enemigas y complots para derrocar al rey y a sus ministros habían surtido efecto. La última parte del viaje (La Habana-Cádiz) la realizaron los misioneros californianos en la fragata de comercio San Joaquín y La Cruz de Caravaca, (alias Las Amazonas), cuyo capitán, Joaquín de la Cruz y Soto, mercader devoto, se comprometió a entregarlos en el Puerto de Santa María y al «buen trato que debo dar a los expresados regulares y de guardarlos y hacerles guardar el decoro que manda el rey, habiendo recibido por entero la gratificación correspon194 Casa de depósito de regulares de la Compañía, 18 de mayo de 1768. AGI, Cuba, 1099, f. 497.
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diente a la manutención y asistencia de ellos para todo el viaje y estoy enterado de las órdenes del rey, que prohiben toda comunicación externa y interna con dichos padres y cuidaré de que no tengan tinta y papel para escribir ínterin se mantengan a mi cargo»195. La elaboración de una minuciosa lista del embarque, nos informa del equipaje de nuestros exiliados. Así, Benno Ducrue llevaba baúl, colchón, fresquera y petaca; Lamberto Hostell, petaca, cama y petaquilla; Miguel del Barco, Juan Xavier Bichoff, Francisco Inama, Jacobo Vegert, Francisco Escalante, Joseph Rothea, Ignacio Tirsch y Wenceslao Link, petaca y cama; Jorge Retz, Francisco Xavier Franco y Victoriano Arnés, baúl y cama; y Lucas Ventura, Juan José Díez y Juan Antonio Villavieja, baúl, frasquera y cama196. La fragata Las Amazonas era más confortable que los anteriores barcos, por lo que navegaron con más comodidad. El viaje se realizó sin muchos contratiempos, aunque con las molestias del hacinamiento (malos olores, quejas, ruidos), los malos tratos de los marineros, los mareos y dolores y la visita de ratas y otras sabandijas. No faltaron los sobresaltos: un huracán que duró dos días y el avistamiento de corsarios africanos que se resolvió satisfactoriamente. Cuando el tiempo lo permitía, se decían dos o tres misas. Finalmente, tras cincuenta y cinco días en la mar, los misioneros divisaron el puerto de Cádiz el 8 de julio. Un día después, el 9, los diecinueve jesuitas fueron desembarcados en el Puerto de Santa María. Nada más pisar tierra, se reanudaron los interrogatorios de nuevo. Los encargados fueron el conde de Trigona y el marqués de la Cañada. Los padres debían de informar sobre sus datos personales, los distintos cargos en la orden y su grado actual197. 195 Documento firmado en La Habana, el 18 de mayo de 1768. La documentación sobre esta singladura en AGI, Cuba, 1099, ff. 814-819. 196 «Lista de equipaje correspondiente a los diez y nueve regulares de la Compañía de Jesús que se han embarcado en la fragata de comercio nombrada San Joachin y la Cruz de Carabaca (alias) las Amazonas, su capitán don Joachín de la Cruz y Soto, quien se ha obligado a transportarlos a Cádiz», AGI, Cuba, 1099, f. 819. 197 AHN, Clero Jesuitas, 826/27.
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En el Puerto de Santa María, los misioneros californianos encontraron a numerosos compañeros procedentes de todas las regiones americanas, quienes fueron divididos por provincias en diversos edificios religiosos y casas de la ciudad. En consecuencia, tras cenar todos juntos en el hospicio portuense, los ocho jesuitas extranjeros (Hostell, Ducrue, Baegert, Bischoff, Inama, Retz, Linck y Tirsch) fueron separados de sus compañeros y enviados al convento de San Francisco de Paula, de la estricta observancia, donde encontraron padres de otras nacionalidades: italianos, alemanes, sardos, etcétera. Aquí vivieron ocho meses y siete días, hasta que los alemanes fueron enviados a su tierra gracias a la intervención ante la corte de Carlos III del conde de Colloredo, embajador de Austria. El 16 de marzo de 1769, cinco legos y catorce sacerdotes, todos ellos de origen alemán, embarcaron en un navío holandés rumbo a Ostende, ciudad bajo el dominio austriaco198. Cada uno de los jesuitas recibió setenta y cinco pesos para trasladarse a sus respectivas patrias. Tras un viaje lleno de contratiempos, vientos contrarios y tormentas, llegaron a su destino el 19 de abril. El día 21 se internaron en Bélgica, pero como mucha gente se agolpaba a contemplarlos en los caminos, los jesuitas de los colegios de Gante y Brujas les enviaron un carruaje con el que facilitar su viaje. Desde esta provincia, los padres se separaron. Sobre sus trayectorias individuales antes y después del exilio, trataremos a continuación en cada una de las semblanzas biográficas.
12. LOS EXILIADOS: DIECISÉIS PERFILES BIOGRÁFICOS Los siguiente perfiles biográficos han sido realizados a partir de una extensa documentación de archivo que incluye el «Libro de 198 Según Ducrue, veinticuatro horas después de salir, llegó una contraorden desde Madrid en la que se informaba que los padres que hubiesen trabajado en la California no abandonasen el Puerto de Santa María, pues debían ser interrogados de nuevo.
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asientos de entradas y salidas de la Casa Depósito de los Regulares de la Compañía que llegan a la Habana y con destino a España» (AGI, Cuba, 222-B, ff. 692-696) y la «Declaración» del Puerto de Santa María, el 15 de julio de 1768 (AHN, Jesuitas, 827). Estos datos, que los padres dictaron tanto al llegar a La Habana como al pisar tierra europea, son completados con los publicados en el Diccionario BioBibliográfico de la Compañía de Jesús en México, de los jesuitas Francisco Zambrano y José Gutiérrez Casillas, el reciente Diccionario Histórico, dirigido por Charles E. O’Neill, S.J., y Joaquín Mª Domínguez, S. J., y en las diferentes obras de Ernest J. Burrus199, Harry W. Crosby200, Miguel Mathes e Ignacio del Río.
Benno Ducrue (1721-1779) Benno Ducrue, hijo de Benno Ducrue y Theresa Savina Ludwig, nació en Munich, Baviera, el 10 de junio de 1721. Entró en la Compañía el 28 de septiembre de 1738 en la provincia del Alto Rhin. Nada sabemos sobre sus estudios y noviciado, aunque tuvieron que desarrollarse con normalidad, pues, autorizado por sus superiores para ir a misiones, se embarcó el 16 de junio de 1750 con destino a la Nueva España. Tampoco tenemos noticias del tiempo que pasó en los colegios virreinales. Ya en la provincia misional, se le encomendó La Purísima Concepción de Cadegomó durante unos meses (1753-1754) y Nuestra Señora de Guadalupe Huasinapí durante varios años (1755-1768), misión donde le sorprendió la expulsión. En ese tiempo realizó su profesión religiosa (Loreto, 2 de febrero de 1756). Al llegar a La Habana contaba con 47 años de edad. Tras el largo viaje hasta España y la detención en el Puerto de Santa María, fue deportado a su patria, donde vivió hasta su fallecimiento el 30 de marzo de 1779. 199 200
Ducrue, Ducrue´s Account …, pp. 9-25. Crosby, Antigua California…, pp. 397-412.
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Lamberto Hostel (1706-después de 1773) Lamberto Hostell [Lambert Hostell] nació en Bad Münstereifel (Nordrhein-Westfales, Alemania) el 18 de octubre de 1706. La localidad pertenecía al ducado de Juliers (Jülich en alemán), en el electorado Palatino. Era hijo de Johann Wilhelm Hostell y Anna Gudula Mendergan, ambos «cristianos viejos». Entró en el noviciado jesuita de Trier (Provincia del Bajo Rhin) el día en el que cumplió dieciocho años (18 de octubre de 1725), después de completar sus estudios filosóficos en el colegio jesuita de Aachen (Aix-la-Chapelle). Tras los cursos de noviciado, volvió al colegio de Trier para estudiar humanidades. Entre 1728 y 1733 enseñó en tres diferentes escuelas jesuitas: Koesfeld, Hadamar y Münster. Los estudios de teología los haría en dos continentes: los comenzó en Büren, Alemania (1733-1735), y los acabó en el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo de la ciudad de México. Nombrado sacerdote, pasó una breve temporada en el Colegio de San Andrés, de la capital mexicana, antes de llegar a California en los últimos meses de 1737. Profesó en Loreto el 21 de julio de 1741. En la provincia misional tuvo la responsabilidad de fundar, entre los indios guaycuras, la misión de San Luis Gonzaga, donde trabajó arduamente hasta 1738, siendo destinado posteriormente a otro paraje no menos laborioso: la sureña misión de San José del Cabo, de indios pericúes, entre los que evangelizó de 1738 a 1740. A continuación regresó a San Luis Gonzaga, pero al mismo tiempo administraba la misión de Los Dolores –por la enfermedad de su titular Segismundo Taraval– entre 1741 y 1743. En el bienio 1744-1745 lo encontramos en San Luis Gonzaga y, posteriormente, de 1746 a 1768, volvió a la misión de Los Dolores. Lamberto Hostell fue elegido para celebrar la última misa de los jesuitas en Loreto, el 3 de febrero de 1768. Comenzó el exilio a la edad de sesenta y un años, siendo profeso del cuarto voto. El último dato que se conoce de Hostell lo sitúa en el colegio jesuita de Dusseldorf en 1773, donde se enteró de la supresión de la Compañía de Jesús. De él conservamos un interesante informe y varias cartas a familiares que incluyen numerosos datos
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sobre la naturaleza, los indios y los trabajos jesuitas en la península bajacaliforniana201.
Miguel del Barco (1706-1790) Miguel del Barco nació el 13 de noviembre de 1706 en Casas de Millán, diócesis de Palencia (Extremadura). Sus padres se llamaban Juan Fernández del Barco e Isabel González. Tras los primeros estudios, ingresó en la Universidad de Salamanca, donde realizó algunos cursos de filosofía y jurisprudencia. El 18 de mayo de 1728 ingresó en el noviciado jesuita de Villagarcía de Campos, perteneciente a la provincia de Castilla. Terminada esta etapa, fue maestro de gramática en el colegio de Monterrey (Galicia) y más tarde de filosofía en Santiago de Compostela. Finalmente, completó sus estudios volviendo a la Universidad de Salamanca, donde tomó clases de teología. En 1735 emprendió viaje a México acompañando al padre Juan Guenduláin y a un numeroso grupo de misioneros. La llegada fue muy accidentada, pues habiendo zozobrado la fragata en la que viajaba, alcanzó la playa de San Juan de Ulúa asido a un grueso tronco. En el virreinato completó sus estudios de teología en el Colegio Máximo y después se trasladó al Colegio del Espíritu Santo de Puebla. Hacia finales de 1738 o principios de 1739 viajó a la California, donde trabajó durante tres décadas en las misiones de San José del Cabo (1737) y San Francisco Javier (1737-1768), entre los indios cochimíes. En varias ocasiones fue visitador de las misiones peninsulares, lo que le dio un conocimiento directo de toda la península. Entre 1744 y 1758 construyó la iglesia de 201 El informe de la misión de San Luis Gonzaga –del 14 de julio de 1737 al 28 de septiembre de 1744– está publicado en castellano en Burrus y Zubillaga, El Noroeste de México …, pp. 261-266. Dos cartas, a su padre y a su hermana monja, fechadas en la misión de San Luis Gonzaga, el 27 de septiembre de 1743, están editadas en Matthei-Moreno, Cartas e informes …, 1997, pp. 181-184. Otra carta a su padre, escrita en la misión de Los Dolores el 17 de enero de 1758, en Matthei-Moreno, Cartas e informes …, 2001, pp. 147-149; y una tercera al jesuita José Burscheld, en la misma fecha y lugar, en Matthei-Moreno, Cartas e informes …, 2001, pp. 151-155.
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la misión, quizás la más bella construcción de la California jesuita. Tras su destierro en Bolonia se dedicó a completar y enmendar las Noticias de la California del padre Miguel Venegas. Su magnífico manuscrito, que quedó inédito hasta 1973, es considerado como la obra más importante sobre la naturaleza y el mundo indígena bajacaliforniano. Murió en Bolonia el 24 de octubre de 1790, siendo enterrado en la iglesia de San Giorgio, convento de religiosos servitas202.
Johann Jacob Baegert (1717-1772) Johann Jacob Baegert, hispanizado Jacobo Begert o Vegert, nació en la villa y fortaleza de Schlettstadt, en Alsacia, el 22 de diciembre de 1717, siendo bautizado al día siguiente. Sus padres fueron Michael Johann Baegert y María Magdalena Scheideck, ambos «cristianos viejos». Entró en la Compañía de Jesús el 17 de septiembre de 1736 en Mainz, Alemania. En la declaración realizada en el Puerto de Santa María informó que: «habiendo estudiado la filosofia en el siglo y la teología en el colegio de Molsheim, tuvo su noviciado en el de Maguncia; maestro de Gramática en el colegio de Mancheim [Mannheim], capital de el Palatinado y también lo fue en el de Haganoa [Hagenau], en Alzacia, fue cura en Bokenheyem en Lorena, hizo la tercera probación en el hospicio de esta ciudad, en donde se embarcó a la América»203. Acompañado de otros cuarenta y tres padres, Baegert partió del Puerto de Santa María el 16 de junio de 1750 en el navío francés Condé y, tras una travesía sin incidentes destacables, desembarcó en Veracruz el 22 de agosto siguiente. En el mexicano colegio de San Andrés realizó la tercera probación, reduciéndose el tiempo de preparación –de diez meses a dos– 202 Sobre la obra de Miguel del Barco, véase el estudio preliminar de Miguel León-Portilla a la edición de la Historia natural..., pp. vii-lxi; y F. Teixidó Gómez, «El padre Miguel del Barco, un jesuita en la Baja California», en Cuatro extremeños en la naturaleza de Las Indias, Mérida, Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2005, pp. 89-133. 203 AHN, Jesuitas, 827.
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por la necesidad de enviar padres a las misiones septentrionales. Llegado a la península bajacaliforniana, se le confió la misión de San Luis Gonzaga, donde evangelizó durante diecisiete años, de 1751 a 1768, en uno de los lugares más áridos de la Baja California. El 15 de agosto de 1754 realizó su profesión religiosa en la misión de Los Dolores, en presencia del padre Lamberto Hostell, superior de la provincia. Expulsado de los dominios de Carlos III, impartió clases en el colegio jesuita de Neustadt, en el Palatinado, donde murió el 29 de septiembre de 1773. Fruto de su experiencia en la península, escribió Nachrichten von der Amerikanischen Halbilsen Californien mit einem zweyfachen Anhang falscher Nachrichten, obra que fue publicada en Mannheim en 1771. Su éxito facilitó una segunda edición un año más tarde, que se editó con correcciones y adiciones204.
Johan Xaver Bischoff (1710-después de 1769) Nacido en Glatz, Bohemia, el 1º de noviembre de 1710, el padre Juan Javier Bischoff (hispanizado Vichoff) era hijo de Johann Georg Bischoff y Anna Euphrosyne Bischoff, ambos «cristianos viejos». Su ingreso en la Compañía de Jesús tuvo lugar el 9 de octubre de 1727 en su Bohemia natal, realizando su noviciado en Gitschin (Jicín en checo). Antes de viajar a la Nueva España, enseñó en los colegios jesuitas de Cutní (Kuttenberg) y Bratislava (Pressburg), ciudad en la que hizo su tercera probación. En 1744 cruzó el Atlántico y, tras una breve estancia en el Colegio Máximo de la ciudad de México, fue destinado a las misiones californianas, realizando su profesión religiosa en el camino, concretamente en Guadalajara, el 2 de febrero de 1745. Ya en California, trabajó en varias misiones hasta la expulsión de la Compañía: San Luis Gonzaga (1746-1750), Santa Rosa de las Palmas (1751-1752), Loreto (1753-1757), La Purísima Concepción Ca204 La edición en español apareció en 1942. En 1777, Der Patriotische Elsässer editó una carta del padre Baegert a su hermana, que fue traducida al inglés y editada en The Western Explorer, III/1, august 1964, pp. 1-13; III/2, dec. 1964, pp. 26-36; y III/3, april 1965, pp. 30-39.
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degomó (1758-1766) y Todos Santos (1767-1768). Expulsada la orden, desembarcó junto al resto de sus compañeros en el Puerto de Santa María, donde permaneció retenido varios meses hasta que el 19 de marzo de 1769 fue autorizado a viajar a su patria. Tenía cincuenta y ocho años de edad y era profeso del cuarto voto. Se desconocen la fecha y lugar de su fallecimiento.
Ignaz Tirsch (1733-después de 1769) Ignacio Tirsch (Türsch), hijo de Franz Tirsch e Isabella Vlechin, viejos cristianos, nació en Chomutov (Komotau), Bohemia, el 2 de julio de 1733205. Realizados los primeros estudios, fue admitido en la vida común de los novicios de la Compañía de Jesús el 18 de mayo de 1754 en Brno, también perteneciente a la provincia de Bohemia. La admisión de los candidatos para el período de probación era una facultad delegada a los provinciales por el Padre General. Los candidatos debían de superar un minucioso examen, en el que se les interrogaba por las razones que los impulsaban para entrar en la Compañía, pues como señalaba la Fórmula fundacional de la Compañía: «Este instituto exige hombres de todo humildes y prudentes en Cristo, señalados en pureza de vida y ciencia». La edad mínima para ser admitido eran los catorce, requisito que Tirsch cumplía de sobra, pues al ingresar contaba ya con veintiún años. Junto a los estudios del noviciado, cursó dos años de Filosofía entre 1754 y 1755. El viaje lo inició en Bohemia el 16 de abril de 1755, formando parte de la última y más numerosa expedición de misioneros que viajaron desde allí a la Nueva España. El grupo embarcó en Cádiz en el navío Victorioso, desembarcando en el puerto de Veracruz el 20 205 Una breve biografía se encuentra en AHN, Clero, 453j. Fue publicada en inglés en Doyce B. Nunis Jr., The drawings of Ignacio Tirsch: a Jesuit missionary in Baja California, translation by Elisabeth Schulz-Bischof, Los Ángeles, Dawson’s Book Shop, 1972, p. 17. Sobre el autor, véase Miguel León-Portilla, «Las pinturas del bohemio Ignaz Tirsch sobre México y California en el siglo XVIII», Estudios de Historia Novohispana, V (1974), pp. 89-95.
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de marzo de 1756. Entonces fue destinado al colegio-seminario de Tepotzotlán, donde hizo los votos del bienio en la capilla de Noviciado el 19 de mayo de 1756. En adelante, Tirsch sería considerado escolar aprobado, continuando su formación en la capital azteca, concretamente en el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, donde cursó estudios de teología. Esta nueva etapa en la formación de Ignacio Tirsch –llamada Juniorado– tenía como principal objetivo el profundizar en la formación espiritual y religiosa, realizando estudios de filosofía y teología. Los júniores estudiaban, por lo general, lenguas clásicas, literatura y retórica, siguiendo el modus parisienses. Concluidos sus estudios en México, hizo su tercera probación en Puebla, en el Colegio del Espíritu Santo. La segunda etapa de su estancia en la Nueva España se centraría en su trabajo misional en la frontera californiana, labor que se dilataría entre 1761, año en el que emprendió el camino hacia el Noroeste, y 1768, año en el que fue expulsado de todos los dominios de Carlos III. Ese tiempo lo pasó en la misión de Santiago de los Coras (1763-1768), a excepción de unos meses entre 1762 y 1763, en que fue asistente del padre Lucas Ventura en Loreto. Tras su estancia en España, regresó a su Bohemia natal. Hizo la profesión del cuarto voto el 15 de agosto de 1769, uniendo a los tres votos religiosos el de obediencia al Papa. Antes de morir en Chomutov, su ciudad natal, en 1781, enseñó primero en el Colegio de Jihlava (1770) y más tarde en el de Znojmo (hasta 1773).
Franz Inama von Sternegg (1719-1782) El padre Franz Inama, hispanizado Francisco Ynama, nació en Viena el 4 de mayo de 1719. Era hijo de Johann Antón Inama von Sternegg y Catharina Gilgzin, ambos cristianos viejos. Entró en la Compañía el 14 de octubre de 1735 en el noviciado de Viena o Leoben. Estudió filosofía en Gratz, teología en Viena y humanidades en los colegios de Nassau, Linz, Oedenburg y Raab. En el hospicio de
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esta última ciudad húngara realizó la tercera probación. El 16 de junio de 1750 se embarcó en el Puerto de Santa María con destino a la Nueva España junto a los padres Antonio Benz y Juan Nentwig. Fue misionero de San José de Comundú de 1751 a 1768. El 2 de febrero de 1754 realizó su profesión religiosa. A los cuarenta y nueve años inició el viaje del exilio, que lo llevaría de regreso a Austria, donde sirvió de sacerdote diocesano tras la supresión de la Compañía hasta su muerte en 1782206. Gran observador de la naturaleza, se conserva un opúsculo sobre las culebras en California que Francisco Javier Clavijero incluyó en su Historia de la Baja California.
Juan José Díez (1735-1809) Juan José Díez nació en la ciudad de México el 17 de octubre de 1735. Sus padres se llamaron Juan José Díez y María Inés Soto. El 23 de diciembre de 1752 ingresó en el noviciado de Tepotzotlán, completando posteriormente su formación en el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, donde fue ordenado sacerdote. La tercera probación la realizó en el colegio poblano del Espíritu Santo. Antes de marchar a misiones, trabajó en la Casa Profesa de la capital novohispana. En 1765 se dirigió a la misión norteña de San Francisco de Borja, desde donde debía fundar la misión de Santa María de los Ángeles, encargo que no pudo realizar a causa de una enfermedad. Entonces fue nombrado misionero de La Purísima Concepción Cadegomó, donde trabajó entre 1766 y principios de 1768. En el momento del exilio tenía treinta y dos años y era profeso del cuarto voto. Tras permanecer detenido en España durante varios años, se le permitió viajar a Italia. Murió en Ferrara el 5 de noviembre de 1809. 206 De Inama se conserva una carta, fechada en San José de Comundú el 14 de octubre de 1755, a su hermana, monja carmelita, en la que incluye varias noticias sobre su viaje hasta California y sobre sus trabajos en la península. Fue publicada en inglés en Burrus, 1967, pp. 150-158; y en castellano en Matthei-Moreno, Cartas e informes …, 1997, pp. 133-137.
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Francisco Escalante (1724-1806) Francisco Escalante, hijo de José Escalante y Ana de Vargas, nació en Jaén el 20 de noviembre de 1724. Inició su noviciado el 25 de agosto de 1744 en el colegio de Tepotzotlán, en la provincia jesuita de México. Posteriormente estudió filosofía en el colegio de San Ildefonso de Puebla y teología en el Máximo de San Pedro y San Pablo de la capital virreinal. En Puebla realizó su tercera probación y en la misión de Loreto la profesión el 8 de diciembre de 1763. Escalante se trasladó a la península bajacaliforniana antes de 1757, desempeñándose de misionero sucesivamente en Santa Rosalía de Mulegé (1757-1759), Santiago de los Coras (1759) y de nuevo Mulegé (1760-1768). El padre Escalante partió de Baja California con cuarenta y cuatro años de edad y el cuarto voto realizado. Exiliado en Italia, residió en Bolonia, aunque su fallecimiento se produjo en su Jaén natal el 24 de junio de 1806.
José Mariano Rotea (1732-1799) Hijo de Blas Rotea y María Rita Peláez, el padre José Mariano Rotea nació en México el 23 de febrero de 1732. El 8 de marzo de 1749 ingresó en el noviciado de Tepotzotlán, de la provincia mexicana. Después estudió filosofía en el colegio de San Ildefonso de Puebla y teología en el colegio Máximo de San Pedro y San Pablo de la capital virreinal, donde fue ordenado sacerdote. La tercera probación la realizó en Puebla, antes de emprender el viaje a la península de Baja California, donde entró en profesión el 15 de agosto de 1765. El padre Rotea fue destinado a la misión de San Ignacio Kadakaamán, donde trabajó entre 1759 y 1768. Tras su detención en Nueva España, con treinta y seis años de edad, fue deportado a Italia. Era profeso del cuarto voto. Murió el 13 de octubre de 1799 en Bolonia, siendo su cuerpo inhumado en la iglesia de San Giorgio. En 1762 elaboró y envió al padre Visitador un Estado de la Misión de San Ignacio de Kadakamang, que ha sido editado varias veces.
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Georg Retz (1717-1773) Georg Retz, hispanizado Jorge Retz, nació el 28 de abril de 1717 en Düsseldorf (Alemania), ciudad que formaba parte del Electorado de Tréveris. Sus padres fueron Peter Retz y Anna Clara Franken. Tras superar los estudios de filosofía, entró en la Compañía el 20 de octubre de 1733 en la provincia del Bajo Rhin. Durante cuatro años estudió teología en Viena y Colonia, donde fue ordenado sacerdote. A continuación enseñó humanidades en los colegios de Viena, Münstereifel y Osnabrück, y realizó la tercera probación en Geist. El 16 de junio de 1750 se embarcó en el Puerto de Santa María en el buque Condé que le llevaría a México, en donde realizó su profesión religiosa. En Baja California, Retz fue fundador de la misión de Santa Gertrudis el 15 de julio de 1752, entre cuyos indios evangelizó desde 1751 hasta la extrañación de los padres en 1768. Fue maestro del bohemio Linck, a quien le enseñó la lengua cochimí y a trabajar con los indígenas. En el momento de dejar la península de Baja California tenía cincuenta y un años y era profeso del cuarto voto. Tras el largo viaje hasta España y la detención durante varios meses, fue autorizado a marchar a su país, a donde llegó a mediados de 1769. Murió en Trier, Alemania, el 8 de abril de 1773207.
Wenceslaus Linck (1736-1797) El padre Linck, explorador del norte de la península de Baja California, nació el 29 de marzo de 1736 en la ciudad de Neudek, Bohemia. Sus padres fueron Wenceslaus Linck y Catherine Schusterin. El 18 de mayo de 1754 entró en la Compañía de Jesús en el novicia207 En la popular publicación misional Welt-Bott, concretamente en el número 751, se publicó un extracto de dos cartas de los padres Retz y Emmanuel Kloeber dirigidas al padre provincial Franz von Kellerhoffen, escritas en el Puerto de Santa María el 4 de agosto y 24 de noviembre de 1749. Dicho extracto ha sido modernamente editado en Ducrue’s Account …, pp. 143-149.
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do de Brno y, antes de partir hacia América, en 1755, estudió durante unos meses filosofía en Praga. En la Nueva España, Linck completó sus estudios de filosofía y los amplió a la teología en el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo. Superados los estudios, fue ordenado sacerdote. La tercera probación la realizó en Puebla y a continuación viajó a la península bajacaliforniana en compañía del padre Ignacio Tirsch. Los superiores lo enviaron a Santa Gertrudis, cuyo misionero, Georg Retz, lo introdujo en la lengua cochimí. En agosto de 1762 fundó la misión de San Francisco de Borja, en el paraje conocido por los indios como Adac, donde trabajó hasta la expulsión en 1768. Gran viajero, exploró varias regiones norteñas entre 1764 y 1767208. Linck contaba con treinta y tres años cuando le fue comunicada la orden de dejar California. Acompañado del resto de misioneros, atravesó el virreinato y el Atlántico antes de desembarcar en el gaditano Puerto de Santa María. Unos meses más tarde fue autorizado a volver a su patria. Disuelta la Compañía en 1773, Linck sirvió como sacerdote. Las últimas noticias que se han encontrado de este gran explorador lo sitúan en la ciudad checa de Olomuc en 1790, donde murió de hidropesía el 8 de febrero de 1797209.
Victoriano Arnés (1736-1788) Victoriano Arnés nació el 4 de septiembre de 1736 en la villa de Graus, Aragón. Sus progenitores se llamaron José Arnés y Catalina Castillón. Entró en la Compañía el 13 de abril de 1754, realizando sus estudios en Granada y Córdoba. En 1760 se embarcó rumbo a la Nueva España en la expedición de padres encabezada por José Redona y Francisco de Ceballos. En el virreinato completó sus estudios en el colegio de San Pedro y San Pablo, en la capital virreinal, y en el del Espí208 La expedición de Linck en Ernest J. Burrus (edited and annotated), Wenceslaus Linck’s reports and letters: 1762-1778, Los Ángeles, Dawson´s Book Shop, 1967. 209 Josef Polisensky y Josef Opatrny, ´ «Wenceslao Link y su diario del viaje hacia el norte de la península de California», Ibero-Americana Pragensia, Año VI (1972), p. 178.
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ritu Santo, en Puebla. Arnés se trasladó a Baja California en 1764, siendo destinado a la misión de San Francisco de Borja Adac como asistente del padre Linck hasta que se fundó la de Santa María de los Ángeles en 1766. En el momento de la expulsión contaba con treinta y dos años de edad y era sacerdote escolar. Durante su exilio, estuvo detenido en España y después fue deportado a Italia. Murió en Roma el 8 de junio de 1788, siendo enterrado en la cripta de la iglesia del Gesú210.
Lucas Ventura (1727-1793) Lucas Ventura nació en Muel, Zaragoza, el 2 de mayo de 1727. Era hijo de Lucas Ventura y Melchora Andrés Cristina. Entró en el noviciado de Tarragona el 25 de noviembre de 1749, perteneciente a la provincia jesuita de Aragón. Poco después de su ingreso, se unió a una numerosa expedición de ignacianos enviada al virreinato novohispano. Continuó su noviciado en el famoso colegio de Tepozotlán, siguendo su formación en el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo de la ciudad de México. La tercera probación la realizó en el colegio del Espíritu Santo. Enviado a la península bajacaliforniana, fue procurador en Loreto de 1757 a 1768. El 25 de marzo de 1765 realizó su profesión religiosa. Como responsable de la tesorería de las misiones, fue el encargado de entregar los dineros y los almacenes al gobernador Portolá. Tras la larga detención en España, fue enviado a Bolonia, donde murió el 9 de diciembre de 1793, siendo enterrado en la iglesia de Santa Cristina.
Francisco Javier Fernández Franco (1738-1807) El padre Francisco Javier Fernández Franco nació en Ágreda (Soria) el 2 de octubre de 1738. Sus padres fueron Alejandro Franco y 210 Sobre Arnés, véase Clavijero, Historia de la Antigua o Baja California ..., pp. 225-227; y Maneriro, Juan Luis, S. J., De Vitis aliquot Mexicanorum, III, Bolonia, 1792, pp. 79-124.
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Teresa Laro. Ingresó en el noviciado de Madrid el 21 de octubre de 1753, perteneciente a la provincia jesuita de Toledo. En España, estudió filosofía en el colegio de San Esteban de Murcia y, ya en México, virreinato al que llegó en 1760, concluyó sus estudios en el tan citado Colegio Máximo. La tercera probación la realizó en el colegio del Espíritu Santo de Puebla. Fue misionero de Todos Santos entre 1764 y 1766. En 1767 se le destinó a Loreto, sirviendo como capellán del real presidio. Tenía veintinueve años cuando le alcanzó la orden de abandonar la península. Exiliado en Bolonia, realizó su profesión el 2 de febrero de 1772, muriendo en la citada ciudad el 10 de enero de 1807.
Juan Villavieja (1736-1816) Juan Villavieja nació en Villa de Soto, La Rioja, en la diócesis de Calahorra, el 22 de junio de 1736. Sus padres fueron Tomás de Villavieja y Gertrudis López Sanz. Ingresó en la Compañía de Jesús el 31 de diciembre de 1762, en el colegio de Tepotzotlán. Fue coadjutor y ayudó al padre Lucas Ventura, encargado del almacén de la misión de Loreto. Al iniciar el exilio tenía treinta y dos años. Tras su llegada a España, permaneció varios años en prisión, hasta que le fue concedido el permiso de viajar a Bolonia, donde residían buena parte de sus compañeros. El 2 de febrero de 1773 realizó su profesión religiosa en esta ciudad italiana. Sobrevivió al largo período de supresión de la Compañía (1773-1814), regresando a España, donde murió el 5 de octubre de 1816 en la capital gaditana.
13. EL RELATO DE DUCRUE: LA SUERTE DE UN MANUSCRITO Ducrue forma parte del grupo de jesuitas que escribieron en el exilio sobre las ciudades y los territorios que habían conocido durante su estancia en el Nuevo Mundo. Su alta preparación intelectual y sus objetivos de evangelizar y de enseñar, los condujeron a interrogarse sobre el pasado, los hombres y la naturaleza de América
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y Filipinas para contar con los medios más adecuados a la hora de abordar sus trabajos 211. Tras la expulsión, muchos padres se vieron inmersos en la polémica sobre la decadencia de las Indias y sobre la leyenda negra de la actuación de los españoles, en plena vigencia en el Viejo Mundo, sin olvidarnos de las numerosas acusaciones que se le hacían a la Compañía de Jesús. De los misioneros californianos, sólo conocemos obras de cuatro de ellos: Juan Jacobo Baegert publicó en Mannheim, en 1772, Nachrichten von der Amerikanischen Halbinsel Californien mit einem zweyfachen Anhang falscher Nachrichten, obra que hemos utilizado ampliamente en este libro. Otro autor prolífico, pero cuya obra quedó inédita hasta 1973, es Miguel del Barco, quien escribió la Historia Natural y Crónica de la Antigua California. Ambos tomaron la pluma para rectificar y ampliar las informaciones contenidas en las Noticias de la California (Madrid, 1756) de Miguel Venegas. El principal objetivo de los dos anteriores fue el de dar a conocer a los lectores europeos informaciones fidedignas sobre la California que ellos habían vivido, ya que ni Venegas ni su corrector, el jesuita español Andrés Marcos Burriel, pisaron nunca la California. Tampoco estuvo en ella Francisco Javier Clavijero, cuya obra póstuma fue la Storia della California (2 vols., Venice, 1789). También él tuvo el propósito de enmendar y completar lo dicho por Venegas, para lo cual se sirvió de los conocimientos de varios de sus compañeros que sí habían laborado algunos años en la lejana península. El tercer misionero que nos dejó testimonio de su trabajo pastoral fue Ignacio Tirsch, quien escribió una historia, hoy desaparecida, y dibujó varias escenas de la vida misional y de las costumbres criollas mexicanas, que se conservan en la Biblioteca Nacional de Praga. Las láminas del padre bohemio han sido reproducidas en numerosas ocasiones, aunque no se han realizado estudios en profundidad sobre sus contenidos y significados. El cuarto misionero californiano que escribió sobre su experiencia americana fue Benno Ducrue, cuya obra se edita por primera vez 211 Inmaculada Fernández Arrillaga, «Manuscritos sobre la expulsión y el exilio de los jesuitas (1767-1815)», Hispania Sacra, Madrid, LII/105, 2000, pp. 211-227.
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en castellano en el apéndice de este libro. Aparte de estos textos, los jesuitas escribieron otras obras más pequeñas, cartas, informes y opúsculos como el titulado «Experimentos y observaciones que sobre las culebras de la California hizo el padre Francisco Inama, jesuita alemán y misionero en aquella península», publicado como adición a la obra Storia della California de Clavijero, o la contribución de Miguel del Barco a la magna obra de Lorenzo Hervás, Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas y numeración, división y clases de éstas, según la diversidad de sus idiomas y dialectos (Madrid, 1800)212. Junto a los textos hay que destacar la notable contribución de los jesuitas a la cartografía del Noroeste, donde destaca la figura del padre Kino. Dentro de los escritos jesuitas, el relato autobiográfico sobre la traumática detención y exilio de los residentes en la península de Baja California de Benno Ducrue tiene un gran interés por ser el único texto conocido de un misionero californiano en que revive el viaje que lo trajo de regreso forzoso hasta su patria. La obra fue publicada por primera vez en latín por Christoph Gottlieb von Murr en 1784 con el título Relatio expulsionis Societatis Jesu ex Provincia Mexicana, et maxime e California anno 1767, cum aliis scitu dignis notitiis. El relato, acompañado de dos cartas en alemán de Ducrue al editor Murr, fechadas el 9 de diciembre de 1778 y el 19 de enero de 1779213, se editó en el Journal zur Kunstgeschichte und zur allgemeinen Litteratur, Zwölfter Theil (Nürnberg), entre las páginas 217 y 267214. Christoph Gottlieb von Murr (1733-1811) fue un magistrado e historiador de gran erudición, que tuvo durante toda su vida un gran interés por difundir los más variados conocimientos humanísticos entre sus vecinos de Nuremberg, donde se editaba su periódi212 Véase Lorenzo Hervás, Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas y numeración, división y clases de éstas, según la diversidad de sus idiomas y dialectos, Madrid, 1800, tomo V, I, pp. 346-350. La carta de Barco al padre Hervás, de 1784, se reproduce en Barco, Historia Natural …, pp. 440-442. 213 Las misivas están fechadas el 27 de agosto de 1788, el 9 de diciembre de 1778 y el 19 de enero de 1779. 214 La publicación se encuentra digitalizada en la dirección www.ub.uni-bielefeld.de/digilib/aufkl/journkunst/index.htm.
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Primera página de la edición latina de la relación de Benno Ducrue.
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co, y los europeos ilustrados de la segunda mitad del siglo XVIII. Desde su ciudad, Murr se convirtió en un gran defensor de la Compañía de Jesús tras las sucesivas expulsiones de los reinos católicos y la extinción de la misma por orden del Papa. Su labor no se redujo a mero editor, sino que elaboró notas y comentarios a favor de los ignacianos, los que incluyó en las ediciones de los textos de los padres y misioneros. Un ejemplo de esta labor de Murr la encontramos en la siguiente nota que añadió a la edición en latín del relato de Ducrue: Refutaciones de Murr de las calumnias contra los jesuitas Muchas tonterías y mentiras vomitó el traductor francés en el prólogo a Noticia de la California, editado en español por el padre Andrés Marcos Burriel, misionero de la Compañía de Jesús de piadosa memoria (Madrid, 1757, tres volúmenes en tamaño cuartilla), y basado en el manuscrito del padre Venegas. Ya fue puesto en su lugar, pues claramente sus elucubraciones están refutadas en el apéndice de la descripción en alemán de esta península, escrita por el padre Jacobo Baegert, misionero jesuita muerto en Neoburgo, junto al Danubio, el 29 de septiembre de 1772: Nachrichten von der Americanischen Halbinsel Californien, mit einem zweyfachen Anhang falscher Nachrichten... (Manheim, 1733, en octavilla, págs. 313 y ss.). Referiré sólo de pasada otro libro titulado Homilías (Madrid, 1768, editado en tamaño cuartilla y con 259 páginas). En él se calumnia tan groseramente a los Jesuitas que califica a todos los obispos como terciarios y esclavos de la Compañía: El Obispo de Meliapor, que era de los Terciarios Jesuitas y su esclavo, como todos (página 135). ¡Audaz calumnia! ¡Rabia canina del autor! Miente al decir que los jesuitas portugueses habían arrojado al mar a dos mil eclesiásticos y que los peces se alejaron de la zona horrorizados por ese asesinato: Hizieron arrojar al mar hasta dos mil Ecclesiásticos seculares y religiosos de los más distinguidos de aquel reyno (de Portugal) que los pescadores sacaban sus redes llenas de cadáveres y que los peces admirados de tan sacrílega acción se desviaron del mar hasta que el arzobispo fue procesionalmente a bendecir las aguas (pág. 145). ¡Oh médicos, médicos, abríos del todo las venas! Hasta que el Arzobispo en una solemne procesión (¿dónde? ¿en Lisboa o en Goa?) había logrado tranquilizar el mar. Mentiras tan pueriles se propagaban en la capital de España entre las risas de las personas cultas.
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Esta persona, del todo ignorante, califica de riquísima a la paupérrima California y fabula o, mejor, grazna al modo de los patos la fábula de los muchos millones que durante mucho tiempo se han obtenido de la hierba de Paraguay: De sola yerva de aquel país iba anualmente un millión de pesos fuertes a Roma: ¿quántos irían de la riquíssima California? Me sorprende que Pombal, persona de piadosa –con permiso de los dioses– memoria, a este sobresaliente pensador no le haya asignado la cátedra de Lógica y de Historia para incluirle entre sus nuevos profesores de Coimbra. Esto es lo que me ha dictado mi amor a la verdad y mi respeto personal hacia los jesuitas. Murr215
Murr continuó su labor de defena de los ignacianos en la traducción al alemán, más reducida, del texto de Benno Ducrue. Editada en 1811, Murr suprimió lo que consideró menos interesante, pero añadiendo unos comentarios informativos de gran valor que no aparecieron en la primera edición. Mientras se editaba esta traducción, Murr falleció, encargándose de la publicación Johann Christian Hendel, quien la imprimió con el título Reisebeschreibung aus Californien durch das Gebiet von Mexico nach Europa im Jahr 1767, en el segundo volumen de Nachrichten von verschiedenen Ländern des Spanischen Amerika. Aus eigenhändigen Aufsätzen einiger Missionare der Gesellschaft Jesu (Halle, 1811, pp. 413-430). El primer volumen de esta compilación se editó dos años antes, también en Halle. En esta edición en alemán se incluyen por primera vez una carta de Ducrue a Murr, fechada el 27 de agosto de 1778, y una importantísima relación de palabras y términos cochimies, tanto en latín (Specimina Linguae Californiae, pp. 268-274) como en alemán (Californische Sprachproben, pp. 392-398), que los antropólogos e historiadores bajacalifornianos han valorado como uno de los legados más notables de los misioneros californianos216. 215
Ducrue’s Account …, pp. 126-129. La traducción al castellano de las cartas y del vocabulario cochimí en León-Portilla, Miguel, «Ejemplos de la lengua california, cochimí, reunidos por Franz B. Ducrue (17781779)», Tlalocan, X (1985), pp. 363-374. Este texto se ha reeditado en León-Portilla, La California Mexicana …, pp. 101-109. 216
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No conocemos con exactitud cuándo redactó Ducrue su relación, pero tuvo que ser hacia el verano de 1778, pues en la carta que envió a Murr el 27 de agosto de dicho año le anuncia el envío del texto. Esto significaría que el exmisionero alemán escribió su relato una década después de los acontecimientos, lo que explicaría las omisiones y confusiones de fechas y lugares que contiene el texto. Éste está dividido en catorce capítulos en los que revive sus experiencias del viaje, desde su misión de Nuestra Señora de Guadalupe Huasinapí, en la Baja California, a las ciudades belgas desde las que, presumiblemente, se desplazó a su lugar de nacimiento, Munich, donde falleció el 20 de mayo de 1779. La finalidad última de la obra es, sin duda, la defensa de las misiones de la Compañía de Jesús, en esos momentos (finales de la década de los setenta) ya extinta por el Papa Clemente XIV mediante el breve Dominus ac Redemptor Noster, pero a la que sus antiguos miembros no dejan de defender con vistas a una nueva restauración, lo que ocurrió en 1814217. En la estructura narrativa no faltan los episodios conmovedores, destinados a la búsqueda de la empatía del lector, ni los elementos propios de los libros de viaje: aventura, suspense, peligros y acción. Junto a ello, un gusto muy extendido por la época: la fascinación por las fronteras del globo. Aunque todo muy medido para no desvirtuar los principales objetivos del relato: narrar los sufrimientos físicos y emocionales de los padres misioneros y desmentir las supuestas riquezas de las misiones californianas. Ducrue emplea para su relato tanto la primera como la tercera persona, lo que unido a una escritura irregular, hacen su lectura y traducción algo complicada. Si bien, todo queda superado por la importancia del testimonio del jesuita. El interés por la relación de Ducrue no pasó desapercibido para la Compañía. En 1867, el jesuita Auguste Carayon tradujo al francés 217 Véanse los diferentes trabajos aparecidos bajo la dirección de Paolo Bianchini (ed.), Morte e resurrezione di un Ordine religioso. Le strategie culturali ed educative della Compagnia di Gesù durante la soppressione (1759-1814), Milano, Vita e Pensiero, 2006.
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y editó la obra del misionero alemán, que fue muy difundida entre los miembros y simpatizantes de la orden ignaciana. Su título es: Notes historiques sur l’expulsion de la Compagnie de Jesús de la Province du Mexique et principalement de la Californie en 1767. Se publicó en el volumen XIV de la Colección de Documents inédits concernant la Compagnie de Jesús (Poitiers, 1867, pp. 353-396). El padre Carayon (18131874) fue un gran apasionado por los libros y las ediciones, a las que dedicó su vida. A pesar de tener problemas oculares, no cejó en su empeño de contribuir a la historia de la Compañía con cuidadas ediciones y dos importantísimas colecciones: la Bibliographie historique, antecedente de la gran obra de Carlos Sommervogel, y la magnífica Documents inédits, compuesta por 23 volúmenes que se editaron en Poitiers entre 1863 y 1885. La edición en francés es muy interesante, pues tuvo mayor difusión que la primera versión latina. Sin embargo, hasta el momento, la traducción de referencia del relato de Ducrue fue la realizada por el padre Ernest J. Burrus en 1967. Este gran historiador de las misiones norteñas de la Compañía de Jesús, fue el responsable de una nueva edición del texto latino y de su traducción al inglés. Ambas versiones (pp. 36-119) están precedidas de una interesante introducción (pp. 1-31) y de varios apéndices que demuestran el buen hacer del padre Burrus218. La lectura del relato de Benno Ducrue creo que es un buen ejercicio para acabar este libro, pues como escribió el malogrado Edward S. Said: «El exilio es algo curiosamente cautivador sobre lo que pensar, pero terrible de experimentar»219. 218 Los apéndices son: 1. Carta de Junípero Serra al virrey [Croix], Tepic, 2 de marzo de 1768 (pp. 122-125); 2. La refutación de Murr a las calumnias sobre los jesuitas (pp. 126-129); 3. Tres cartas de Benno Ducrue a Murr, acompañadas de una relación de palabras y frases cochimí (pp. 130-139); 4. El real decreto de expulsión de la Compañía de Jesús, fechado en El Pardo, 27 de febrero de 1767 (pp. 140-142); 5. Resúmenes de dos cartas de los padres Retz y Kloeber al provincial Kellerhoffen (pp. 143-149); 6. Carta de Franz Inama a su hermana carmelita, misión de San José, 14 de octubre de 1755 (pp. 150-158); y 7. Un informe de la misión de San Luis Gonzaga y cuatro cartas, todas ellas del padre Hostell (pp. 159-183). 219 Said, Edward W., Reflexiones sobre el exilio. Ensayos literarios y culturales, Madrid, Debate, 2005, p. 179.
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Primera página de la edición en francés de la relación de Benno Ducrue.
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APÉNDICE
RELATIO EXPVLSIONIS SOCIETATIS IESV EX PROVINCIA MEXICANA, ET MAXIME E CALIFORNIA A. 1767, CVM ALIIS SCITV DIGNIS NOTITIIS SCRIPTA A
P. BENNONE FRANCISCO DVCRVE EIVSDEM PROVINCIAE PER VIGINTI ANNOS MISSIONARIO
RELACIÓN DE LA EXPULSIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS DE LA PROVINCIA MEXICANA, Y PARTICULARMENTE DE CALIFORNIA, EN EL AÑO 1767, CON OTRAS NOTICIAS DIGNAS DE SABERSE220 Escrita por el
Padre Benno Francisco Ducrue, misionero de esa provincia a lo largo de veinte años221
Capítulo I. Expulsión de la Compañía de Jesús de las casas de la provincia mexicana En el año 1767, por decreto real222, toda la Compañía de Jesús fue obligada a exiliarse no sólo de la España europea, sino también de todas las provincias de ambas Américas. Este hecho tan importante se realizaba con máxima discreción desde mucho tiempo atrás, mientras llegaba la fecha estipulada para su ejecución. Ese día era el consagrado al Sagrado Corazón de Jesús223, y precisamente por ello quedaría indeleblemente impreso con ca220 La traducción al español ha sido realizada directamente del original latino por Florentino Fernández. A partir de esta nota he diferenciado las mías de las elaboradas por el traductor. 221 En realidad, el padre Ducrue sólo estuvo en California quince años, y no veinte. Primero laboró varios meses en la misión de La Purísima Concepción (1753-1754) y más tarde en la de Nuestra Señora de Guadalupe Huasinapí (1755-1768). 222 El real decreto está fechado en El Pardo, a 27 de febrero de 1767, y dirigido al conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla. 223 El virrey Croix abrió el sobre que contenía las instrucciones y el real decreto de la extrañación de los jesuitas el 24 de junio, a la caída de la tarde. Esa madrugada, del miércoles al jueves, que se celebraba el Corpus Christi, se ocuparon las casas y colegios de la Compañía en México y Puebla. En España, la ejecución de las instrucciones de expulsión se acometieron al amanecer del primero de abril de 1767. La fiesta del Corazón de Jesús era el 28 de junio, que en ese año cayó en viernes.
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racteres de oro en nuestros corazones, porque en tal día (pues había sucedido en viernes) nuestro Señor y Jefe Jesús aceptó ser sacrificado, y también su Compañía inició su propia pasión. Con esta finalidad, muy de mañana, en todas las ciudades donde los jesuitas teníamos casa, todas las calles, y sobre todo las que a ella conducían, fueron ocupadas por numerosos soldados, sin que ni ellos mismos pudieran adivinar la finalidad de estas aparatosas medidas. Y a las cuatro de la mañana, al sonar la señal de despertarse, los jefes de policía224 tocaron la campana de la comunidad y, al abrirse la puerta, irrumpieron con soldados armados y comenzaron a ocupar a la vez todas las habitaciones. Finalmente reunieron a todos los padres en la capilla o en el comedor. A los padres les parecía estar soñando y no sabían qué es lo que querían de ellos. A partir de este momento, a todos les entró el temor: unos esperaban incluso la muerte inmediata, otros se desplomaban semiinconscientes, otro finalmente, aunque trastornado, espantado por la situación violenta, tuvo la ocurrencia de tirarse desde la ventana y con su caída murió antes de enterarse de lo que pasaba225. Con la presencia ya de los padres y hermanos en la capilla o en el comedor, y en medio de un profundo silencio, se lee el decreto real con la inesperada condena a destierro perpetuo. Su católica majestad se reservaba para sí las razones de tan cruel castigo. Tras esta lectura no se permitía a ninguno de los padres volver a su habitación, sino que todos debían esperar en ese mismo lugar hasta que, finalizados los preparativos, se acercara la hora fijada para el viaje. Sin embargo, en muchos lugares ordenaron que se pusieran en marcha incluso ese mismo día, y salieron de inmediato privados de todas sus pertenencias salvo el breviario. Eran conducidos la mayor parte del tiempo en carros o a caballo y escoltados por un pelotón de soldados insolentes o también de alguaciles. Cualquiera puede fácilmente imaginar, y yo explicar, la concurrencia del pueblo ante este improvisado y lúgubre espectáculo, los lamentos de los padres y de los simpatizantes, las lágrimas de los devotos. Por ello, aunque los 224
En el original «urbium Praefecti». Este trágico episodio se vivió en el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, donde el padre Pedro Arenas se tiró por la ventana. No fue el único jesuita que se suicidó, pues el 22 de marzo de 1768 se quitó la vida Francisco Morales, de 56 años. Las secuelas psiquicas del destierro fueron muy numerosas. 225
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soldados impedían acercarse a los carros, todos los asistentes despedían con voz llorosa al último de los padres; muchos incluso les lanzaban a los carros bolsas llenas de oro y plata para el viaje, con la intención de demostrar de este modo su gran cariño hacia ellos a cualquier parte que les llevaran. Simultáneamente a estos hechos en que estábamos implicados, también se enviaron comisionados226 a otras provincias de misiones para que hicieran lo propio con los padres misioneros.
Capítulo II. Viaje y llegada del señor gobernador a California Con esta finalidad era designado el nuevo gobernador de California, el señor Gaspar Portolá, con cincuenta soldados. Éste se había embarcado en el puerto de San Blas e, impedido una y otra vez por el mar encrespado, finalmente, al cabo de cuarenta y cuatro días en el océano Pacífico y en el puerto de San José, atracó el día de San Andrés Apóstol227. Creo que esto sucedió por la singular providencia divina, a saber, para que nosotros, acordándonos de su cruz, abrazáramos alegres la que se nos presentaba. Avisado de la llegada del gobernador, el padre Ignacio Tirsch, de Bohemia, que tenía a su cargo la viña del Señor228 cercana a este puerto y que había sido dedicada a Santiago Apóstol, se dirigió sin tardanza al puerto, donde recibió muy atentamente al gobernador y a sus acompañantes y los condujo hasta su misión, que estaba a doce horas de ese lugar. Esta autoridad había llegado no sin temor, pues previamente se había enterado de que los californios tenían dispuestos diez mil mosquetes con gran abundancia de pólvora, con los que se opondrían a todo el que pretendiera invadir su provincia. Desde el primer momento no pudo disimular su temor sin que el padre lo advirtiera. Pero, cuando descubrió que todo era falso y comprobó que nada debía temer de los sacerdotes o de los indios, ya sin temor confesó entre lágrimas al padre la causa de su llegada. 226
En el original «Ministri». Portolá desembarcó el sábado 30 de noviembre de 1767. 228 Nota del traductor: Respeto la metáfora de viña, de resonancias evangélicas, para reflejar con más exactitud el estilo de la historia; podría traducirse por misión, pero perdería esa chispa metafórica. Otro tanto cabría decirse de ovejas, redil, pastor... que el redactor toma claramente de las fuentes del Nuevo Testamento. 227
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El buen padre recibió las fatales nuevas con el ánimo propio de un religioso y en seguida informó a los jesuitas cercanos y a su superior. Entretanto, el gobernador prosigue por tierra su viaje de ciento cincuenta leguas españolas hasta llegar a Loreto, que fue la primera misión de California y tenía guarnición militar. Ahí fue recibido con todo honor y atenciones por el padre rector229 y eligió nuestra casa como su residencia. Al día siguiente de su llegada, escribió una carta muy atenta al padre visitador230, que habitaba en la misión de Santa María de Guadalupe y presidía toda aquella provincia, y lo invitó a venir a Loreto, porque él, como decía, estaba fatigado de tan largo viaje y no podía ir más lejos. El padre visitador recibió la carta del gobernador en la víspera de santo Tomás y, al punto, resueltos los asuntos de la misión que pudo, según el tiempo de que disponía, y tras escribir cartas a los demás padres, al día siguiente emprendió el camino hacia Loreto, pero ¿quién podrá describir con cuánto dolor propio y de sus pobres? Tengo la seguridad de que una madre no recibe tanto dolor por la muerte de su hijo primogénito como este padre lloró y sufrió al separarse de sus hijos queridos, a muchos de los cuales había engendrado para Cristo a lo largo de quince años y a los que no volvería a ver más.
Capítulo III. El padre se despide de los indios. Llanto de uno y de otros Apenas habían pasado diez días desde que regresara de visitar la provincia, como era costumbre, cuando de nuevo tenía que marcharse, más aún, que exiliarse. Debía dejar a las pobres ovejas sin pastor, sin consuelo, sin esperanza de volver alguna vez a ellas, incluso con cierta sospecha de lo que iba a suceder: que, al marcharse los pastores, las ovejas se dispersarían. Esta experiencia, ¡ay dolor!, la hemos experimentado en muchas misiones. ¿A quién de sus predecesores no le dolería ver frustrados en un mo229 Portolá llegó a Loreto el 17 (según Baegert) o el 18 (según Barco) de diciembre de 1767. En Loreto se encontró con los jesuitas Lucas Ventura y Francisco Javier Fernández Franco y el hermano coadjutor Juan Villavieja. El padre Ventura era rector de las misiones y se encargaba del almacén, mientras el padre Fernández ejercía de capellán del real presidio. 230 El padre visitador era el mismo que escribe: Benno Ducrue.
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mento setenta años de trabajos y sudores? Todos estos años tenía California desde su fundación. ¿Quién no derramaría lágrimas por tantas almas, que todavía estaban en las tinieblas del paganismo y ya habían pedido el bautismo, regresando a su antigua selva? ¡Y ojalá que no arrastraran también consigo a otros muchos a los que la predicación del Evangelio había reconducido al redil de Cristo! En verdad que esto no lo puede comprender más que el que, con larga experiencia, haya conocido a fondo el carácter voluble de los indios. Ya había llegado el día fatal, ya se encontraba presente el pueblo, agolpándose desde todas partes, ya se había producido un profundo silencio, ya, finalmente, habían acudido todos al templo para asistir a la última misa. Acabada la ceremonia y después de desayunar ligeramente, se dispuso para el viaje y acudió a la puerta de la casa para despedirse de sus desoladas ovejas. En esos momentos, los pobres indios, movidos por el amor sincero hacia su padre, acudieron todos corriendo y, entre continuos sollozos, comenzaron a besarle las manos. Pero era tan grande y, a la vez, tan delicada la presión de los pobres que se abalanzaban sobre el padre que, casi aplastado y también ahogado por el torrente de lágrimas, una y otra vez se veía obligado a retroceder. El recuerdo y reconocimiento de los beneficios recibidos eran tan grandes, incluso entre salvajes, que cuando más los apreciaban era en el momento de perderlos; ese era el motivo de tantas lágrimas y lamentaciones. Estos pobrecillos eran conscientes de la función de verdaderos padres que con ellos habíamos mantenido, ya que de nosotros habían recibido no sólo el pan de vida eterna, sino también el alimento corporal y el vestido. Efectivamente, antes de la llegada de los padres, los californios sólo se sustentaban con la caza de ciervos y liebres, con la pesca y con frutos silvestres; incluso en el presente consideran un manjar codiciado los ratones, los topos y otros animales semejantes, así como los gusanos que nacen en época de lluvias, y solícitos recogen langostas como suculento manjar y las comen asadas. Porque California es de por sí una tierra completamente estéril en cereales, salvo en algunos frutos y éstos silvestres; ahí nunca han conocido ni probado ovejas, asnos, caballos ni trigo; tampoco han usado ropa de vestir. Además, en las principales misiones era imposible encontrar tierra apta para la labranza ni suficiente agua. Pero todas estas dificultades las su-
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peró la constancia y el trabajo continuo de los padres; al final consiguieron que los indios, deseosos por demás de reposo, se aplicaran a cultivar algunas porciones de tierra con lo que podían sustentarse. La continua dedicación de los padres a todas estas cosas debió prever todas las necesidades de comida y vestido. Por esta razón a nadie le parecerá sorprendente que estos pobrecillos indios hayan encajado tan amargamente nuestra marcha y hayan derramado tantas lágrimas, que bastarían para ablandar las piedras. Paso por alto ese dolor indescriptible que acongojaba los tiernos corazones de los padres, cuando por una parte daban vueltas en su mente a tantos esfuerzos pasados y, por otra, pensaban en que iban a dejar sin pastor a sus pobres ovejas. Porque aún no habían llegado los padres franciscanos que debían sustituirnos según el decreto y, por tanto, quedaba sin sacerdotes toda la provincia, que se extendía a lo largo de unas cuatrocientas leguas. Aunque el gobernador trajo consigo un clérigo231, sin embargo, por su edad avanzada, por su desconocimiento de las lenguas del lugar y por la enorme distancia entre las misiones, en modo alguno habría podido ayudar a los desgraciados. De aquí esos suspiros, de aquí finalmente ese dolor intensísimo que nadie podrá explicar o creer salvo los que hayan experimentado el sufrimiento y la tensión que padecían, y hayan medido el daño tan irreparable que de ello les sobrevenía. «Pero ya no es momento de lágrimas ni de lamentaciones. Las órdenes del rey apremian a la marcha. No queda otro consuelo que nuestra inocencia y, sobre todo, el inescrutable juicio de Dios. Asi pues, ¡adiós, pobrecitas ovejas!, ¡adiós, queridos hijitos en Cristo! Es la suprema voluntad de Dios. No dudéis de su misericordia ni temáis. Esta tempestad ha caído sobre nosotros, no sobre vosotros. Tenéis a vuestro Padre, el de los Cielos, que velará por vosotros como hijos queridos de Abraham. Pronto tendréis otro pastor y maestro que os conduzca a la patria celestial por las mismas sendas de eterna verdad que os hemos enseñado. Preservad la fe que recibisteis, servid a Dios, al que habéis conocido, y esperad de su divina misericordia que nos encontremos de nuevo en la patria celestial. ¡Adiós! ¡Adiós para siempre!»232. 231
Portolá llevó como capellán al bachiller Pedro Fernández. Nota del traductor: pongo entre comillas el párrafo porque así lo pide el texto, pero no aparece ninguna señal en el original latino ni en la traducción inglesa. 232
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Esto dijo el padre con la voz rota (la congoja no le permitió decir más) y, subiendo al caballo, se marchó entre el estupor, las lamentaciones y una copiosa lluvia de lágrimas de los desgraciados. Había seleccionado unos pocos indios para acompañarle y no podía impedir que una multitud le siguiera a lo largo de muchas leguas. Los acompañantes elegidos se quedaron con él en Loreto durante cinco semanas completas y no permitieron que les separaran del padre antes de que llegara el día destinado a la navegación; sólo entonces, tras repetidos y tiernos abrazos, con abundantes lágrimas, regresaron a su hogar. Con la marcha de sus queridos padres, los indios de las demás misiones no demostraron menor dolor. En verdad que, de haber podido, todos hubieran acompañado a sus padres. Pero, en especial, los indios de la misión de Santa Gertrudis sobresalieron en manifestaciones de afecto hacia su sacerdote, el padre Jorge Retz. Como pocos días antes este padre casi se había roto el pie y, por el dolor, no podía ir a caballo, a porfía lo llevaron a hombros durante más de cuarenta leguas. No es extraño que acompañaran con tanto cariño a este excelente sacerdote, puesto que había engendrado para Dios a casi dos mil de estos indios. No voy a mencionar su inmenso trabajo, con el que dejó en óptimo estado esta misión, que antes era sólo un valle lleno de rocas y zarzas; no sólo hizo roturar los campos y plantar viñas, sino que, además, levantó una iglesia y sólidas casas. Con no menor esfuerzo surgieron otras misiones, como el reverendo padre Jacobo Baegert da noticia detallada y fiel en su Historia Californica233, refutando las relaciones totalmente falsas de nuestros enemigos y la crasa ignorancia de otros, como los que propalan que California está llena de oro, plata, gemas y perlas. Pues, aunque se han encontrado en diversos lugares algunas minas de oro, están sin embargo como superficialmente y son tan poco importantes que no compensa trabajarlas ni son rentables. En cambio, las minas de plata darían una producción aceptable, pero, al carecer casi siempre de agua y molinos, de madera y de mercurio, el beneficio que de ellas pudiera sacarse apenas compensa y mucho menos puede llenar las expectativas. En lo que se refiere a las piedras preciosas, ni una pequeña se ha encontrado hasta ahora. Tampoco hay tanta abundancia de perlas como
233 Se trata de Nachrichten von der Amerikanischen Halbinsel Californien mit einem zweyfachen Anhang falscher Nachrichten, Manheim, 1772.
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para compensar la inversión y muchas veces apenas dan para cubrir gastos, como repetidamente nos han referido los propios buscadores de perlas. Si el curioso lector quiere informarse de otros frutos de la tierra, que lea la mencionada historia del padre Baegert. Pero que también tome en consideración que esta tierra paupérrima durante muchos años ha estado de tal modo inundada de langostas234, que parece increíble, más aún, imposible, que tantos animales puedan nacer en esos montes y piedras, y mucho menos subsistir. Recuerdo yo que, durante ocho días completos de Pascua de Resurrección, desde muy de mañana hasta el atardecer, este alado ejército estuvo volando como una densa nube por encima de toda mi misión, y destruyó y devoró por completo todos los árboles, viñas y campos, produciendo una gran escasez de todo tipo de frutos. Paso por alto las inundaciones tan violentas que hemos padecido en muchas misiones, hasta el punto de destruir el trabajo de muchos años. Pero, como mi propósito no era en modo alguno describir esta zona, vuelvo a la historia de nuestra emigración.
Capítulo IV. El padre visitador es recibido por el gobernador y se lee el decreto real El padre visitador había llegado a Loreto en la misma vigilia de Navidad, a la misma hora en que se estaba cantando el martirologio según la costumbre de España. Acabada la ceremonia, se presentó ante el gobernador, que lo recibió y trató con mucha afabilidad y cortesía. Al día siguiente, sin desvelar todavía el decreto por respeto a la fiesta, le hizo entrega de una carta del virrey de México; en ella informaba al padre de la llegada del nuevo gobernador, pidiéndole, a la vez, que él mismo y los padres lo acogieran y procuraran que fuera bien recibido por los indios. Al día siguiente, consagrado a San Esteban235, acabados los oficios religiosos, fueron convocados los Padres presentes (estaban el padre visitador, el rector, el ayudante de éste y el hermano coadjutor236). En presencia 234
Sobre las langostas, véase Barco, Historia natural …, pp. 36-46. 26 de diciembre. 236 Benno Ducrue, Lucas Ventura, Francisco Javier Fernández Franco y el hermano coadjutor Juan Villavieja. 235
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del alférez real237, el secretario y un comandante militar, ordenó que les fuera leído el decreto real, que contenía la orden de nuestra expulsión, y que fuera firmado en ese momento por los presentes. Entre otras medidas, el rey ordenaba que, tras la lectura del decreto, ya no celebraran misa públicamente ni desempeñaran otros oficios eclesiásticos, sino que, recluidos en alguna habitación, fueran vigilados por soldados hasta que iniciaran su viaje. Pero al gobernador le pareció que debía dispensarles de esta reclusión, porque quienes nos iban a relevar todavía no habían llegado o, sobre todo, como muchas veces él mismo me había confesado, para que no se produjera una sublevación del pueblo. Las únicas medidas que tomó fue hacerse cargo él mismo de todas las llaves y de la administración del destacamento militar que se encargaba de nuestra vigilancia hasta el día fijado. Además exigió al padre procurador cuentas de su gestión y recibió de sus manos los inmensos tesoros que nuestros enemigos andaban diciendo que teníamos escondidos en California. Sin embargo, este tesoro consistía en alrededor de siete mil táleros españoles en oro y plata, destinados en parte a la guarnición militar y en parte a las misiones. El resto, que estaba asignado a la defensa y se recibía cada año de los presupuestos anuales para pagar a los soldados (pues no se utilizaba el dinero), ascendía en total a sesenta mil táleros o pesos, como los llaman, pero no de duros u onzas. El tálero español equivale al huiati238; otro tanto sucede con el medio tálero. Pero todo esto estaba invertido en telas de lino, en paños de seda y otras mercaderías y herramientas necesarias para el abastecimiento humano. Está totalmente excluida de esta cantidad la carne o el trigo y su precio, porque en esos momentos quedaba muy poca cantidad de ello en los almacenes de Loreto, hasta el punto que el gobernador mandó traerlo inmediatamente de otras misiones. Este es el inmenso tesoro que le prometían al rey: ¡cuatro millones en total! Finalmente le tocó el turno al propio templo: el sacristán, en nombre del obispo, se hizo cargo de estos bienes y de las llaves. De las demás misiones se enviaban dos relaciones: una con los bienes de la iglesia, otra con las propiedades rurales. Sin embargo, las llaves y la 237 El texto pone Regius vexilliferus, que hemos traducido por alférez real, pues se refiere a José María Lasso. 238 Se trata de una moneda centroeuropea, de la que no he encontrado datos.
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administración quedaban a cargo de los padres hasta su marcha. También se envió a todos los misioneros agentes del rey con cartas del padre visitador; en ellas, informándoles del funesto decreto, les ordenaba entregar los bienes mencionados y comparecer en el puerto de Loreto el primer día de febrero. El padre visitador quería volver con sus ovejas mientras se aprestaba la nave. Pero, tras oír que la voluntad del rey era que, como superior, estuviera presente mientras el padre procurador daba cuenta de su gestión, acató la voluntad del gobernador y, en especial, para que no sospechara que su urgencia en regresar tenía la finalidad de llevarse consigo ocultos tesoros de su misión, aunque en ella no tenía más oro o plata que trece táleros, destinados a arras para los matrimonios que se celebraran. Por lo demás, aunque las misiones de California no poseían ni se encontraron otras riquezas salvo los siete mil táleros mencionados antes, que no todos estaban destinados a las misiones, sin embargo, las iglesias de todas las misiones estaban equipadas con excelentes ornamentos y otros adornos necesarios. Todo esto se había obtenido no de minas de oro (que incluso la regla nos prohibía buscarlas), sino de limosnas o adquirido con la venta de algunos frutos de la tierra, como carne, mantequilla, vino o trigo, y también caballos y mulas, destinado todo ello a la propia subsistencia. Los fondos obtenidos fueron invertidos en parte en la iglesia y en parte en socorrer las necesidades de los indios pobres. Así pues, viendo el padre visitador que se le cerraba toda posibilidad de llevar de nuevo consuelo a los suyos, pidió a su compañero, el padre Francisco Escalante, el entonces rector, que le hiciera el favor de ir a su misión y consolar a sus ovejas abandonadas. Éste lo hizo con gusto, de modo que ningún adulto de la misión quedó sin confesarse y sin comulgar. Mientras en el puerto se equipaba la nave con todo lo necesario para la marcha, una peligrosa epidemia se extendía en la misión de San Francisco de Borja, que mató a no pocos indios y contagió a la mayoría. Dio la alarma el padre Wenceslao Linck, de Bohemia, que la había fundado con gran esfuerzo y había conseguido convertir a casi dos mil indios. El gobernador, consciente de la situación extrema de los pobres indios, había permitido que dos padres se quedaran ahí hasta atajar la enfermedad. Pero, pensándolo mejor, le pareció más seguro aconsejar en secreto a los padres que se dispusieran a confesar a todos los que lo quisieran, enfermos y sanos, y admi-
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nistrarles la eucaristía antes de su marcha. Así se hizo con gran consuelo para los pobres. Esta medida se tomó por temor a que, al marchar los demás padres y quedarse sólo esos dos, los indios se rebelaran e impidieran del todo la salida de los sacerdotes, proporcionando así a nuestros enemigos una nueva ocasión para acusarnos de una nueva revuelta como habían hecho en otros lugares. Ya estábamos a 19 de enero cuando, a mediodía, nos llegó la noticia de que los padres franciscanos habían llegado tras ochenta y tres días de navegación. El gobernador ya estaba tomando medidas sobre su viaje; quería que vinieran por mar hacia Loreto, de donde distaban todavía unas ciento cuarenta leguas. Pero esa misma mañana comenzó a oscurecer, a velarse el sol y a eclipsarse casi por completo; era un fenómeno natural, pero muy significativo en ese momento. Podría tomarse como un augurio amenazador de que esos nuevos soles iluminarían poco estas tierras, porque no mucho tiempo después esos buenos padres, por reciente orden del virrey de México, debían de nuevo retirarse de California para ser relevados por otros de la misma congregación, pero de otra provincia239.
Capítulo V. Llegada y marcha de los padres Por fin había llegado el día asignado para la navegación, el 3 de febrero. Todos los padres, quince en total, y un hermano coadjutor comenzaban su viaje. Antes de hacerse a la mar, el padre Jorge Retz celebró la santa misa y el padre visitador hizo la homilía; casi todos hacían acopio de fuerzas con la sagrada comunión. El padre Lamberto Hostel, el trabajador más activo de esa provincia a lo largo de casi treinta y tres años, había celebrado otra misa en honor de la Virgen de los Dolores; este sacerdote no sólo había convertido al cristianismo a muchas almas, sino que dejó un clarísimo ejemplo de vida religiosa y de virtud. Predicó el padre Juan Díez, mexicano, una persona también muy acreedora de ser recordada por su vida virtuosa y su celo misionero. Acabados los oficios religiosos y tras pedir la protec239 Ducrue alude al cambio de los franciscanos de la provincia de Jalisco por sus hermanos del Colegio Apostólico de San Fernando de México, presididos por fray Junípero Serra.
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ción de la Virgen para todos, se empleó el día en otros menesteres hasta que se hizo de noche. Para evitar la aglomeración de gente, el gobernador pensó que lo mejor sería que los padres se embarcaran aprovechando la complicidad de la noche. Pero fue inútil. Antes de que los padres salieran de la casa para dirigirse a la costa, ya estaban ahí esperando todos los españoles y los indios. Después de cenar ligeramente, de nuevo acudimos a la iglesia y volvimos a pedir para nosotros y para toda California la ayuda y misericordia divinas. De ahí salimos hacia la costa. La gente abarrotaba todo el espacio y, entre ellos, como dije, había algunos soldados españoles. Parecía como que iban a aplastarnos. Unos, prosternados240, nos besaban manos y pies; otros, de rodillas y con los brazos extendidos en forma de cruz, pedían que les perdonáramos sus pecados; finalmente, otros nos abrazaban cariñosamente entre abundantes lágrimas y profundos suspiros, dándonos el último adiós y deseándonos buen viaje. Tan triste espectáculo afectó tanto al propio gobernador que no pudo contener sus lágrimas. Este enviado regio había venido convencido de las gravísimas acusaciones contra nuestra Compañía; pero, cuando vio que era mentira todo lo que nos imputaban y se convenció personalmente de que eran sólo calumnias, no pudo menos que lamentar nuestra suerte y compadecernos. Aunque no podía cambiar la sentencia dictada en contra nuestra, hizo lo único que pudo: ejecutarla compasivamente. Tanta simpatía tenía hacia nosotros que, mientras otros oficiales en similares circunstancias (aunque contraviniendo las órdenes del rey) se habían dejado llevar por su antiguo odio hacia los jesuitas, empujando fuera de sus casas a unos buenos padres, y no sólo con insólito griterío, sino además con graves e ignominiosos insultos, y despojándoles de todas sus pertenencias, incluso las personales, este juez católico y respetuoso aliviaba nuestros sufrimientos con su compasión. Efectivamente, siguiendo las órdenes del rey, no sólo nos trató afablemente y con el debido respeto y atención, sino que incluso nos proveyó generosamente de todo lo necesario para el viaje, lamentando únicamente estar obligado por razón de su cargo a llevar a efecto la sentencia. Pero no cabe razonamiento cuando las manos están atadas por la autoridad y los compromisos. Había que partir y llevar hasta la barca a hom240
Prosternados: arrodillarse o inclinarse por respeto.
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bros de los nativos a los padres que, poco tiempo antes, los habían conducido en calidad de ovejas descarriadas hasta el ovil de Cristo. «¡Adiós, pues, querida California!, ¡adiós, queridísimos indios! No nos separamos de vosotros voluntariamente, sino por decisión superior. Aunque físicamente estemos distantes, sin embargo os llevamos impresos dentro de nuestros corazones y ni el paso del tiempo, ni el olvido, ni incluso la misma muerte podrán nunca borraros. Dejad de llorar y de lamentaros; no sirve para nada. No estéis tristes por nosotros241, pues marchamos alegres, porque hemos sido considerados dignos de sufrir persecución en el nombre de Jesús242. Os hemos ayudado todo lo que nos permitió la divina Providencia y os hemos conducido al camino de la vida eterna». Estas y similares razones expresaron los padres mientras eran colocados en la barca y, a continuación, recitamos en voz alta las letanías de Loreto243 hasta que, a media noche, subimos a una nave atracada no lejos del puerto.
Capítulo VI. Primera navegación Esta nave era la que llaman Paños, la misma que, propiedad de las misiones, se utilizaba para trasportar cada año las limosnas anuales. Tenía sólo dos mástiles y por ello era incómoda para dieciséis pasajeros. Mientras se hacía de día, se nos permitió descansar en humildes lechos dispuestos sobre la cubierta. Al salir el sol el día 4 de febrero, todo estaba dispuesto para levar anclas y se esperaba ansiosamente viento favorable que hinchara nuestras velas. Pero como el cielo estaba en calma, parecía que la brisa nos rehuía o que estaba en contra nuestra. Durante todo el día no sopló nada de aire y la nave se vio obligada a permanecer en el mismo lugar a la vista del puerto de Loreto. 241
Lucas, XXIII, 28. Hechos de los Apóstoles, V, 41. 243 Las letanías de la Virgen de Loreto están dedicadas a esta advocación italiana que se encuentra en el célebre santuario de Loreto, donde según la tradición se custodia la casa de Nazaret de la Sagrada Familia. Es curioso que ya Colón, a la vuelta de su primer viaje, mandase a uno de sus hombres a este paraje del norte de Italia para cumplir una promesa realizada durante su trascendental travesía. 242
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Finalmente quiso el cielo atender a nuestros ruegos. Al día siguiente surgió un viento tan fuerte, pero favorable, que, soplando durante cuatro días, recorrimos más de trescientas leguas y vimos alegres el puerto llamado Matanchel, en el que entramos al atardecer. En este recorrido no hubo nada reseñable ni sufrimos ningún peligro al sernos propicio el cielo; sin embargo, todos rendimos el acostumbrado tributo a Neptuno. Apenas echar el ancla y después de ocuparnos en recobrar fuerzas con una cena ligera tras cuatro días de vigilia, se nos acerca una barca con órdenes de levar anclas de nuevo y retroceder al puerto de San Blas, que estaba a una legua aproximadamente. A la vez, dos funcionarios poco importantes ocuparon nuestra nave en nombre del rey con una actitud tan insolente que, poco después, los soldados que nos acompañaban los mandaron callar y hubieran empleado la fuerza si no se hubiesen calmado. Al día siguiente fue enviado a nuestra nave un capitán (al que los españoles llaman piloto) y otros marineros; reemplazó al nuestro, que era un indio de California y durante muchos años había colaborado fielmente en las misiones. Nos fue confiscado todo lo que nos había dado el gobernador para el viaje, excepto nuestros efectos más personales. El capitán se hizo cargo de la nave en nombre del rey; los marineros recibieron de él la orden de subir a los mástiles y lo saludaron respetuosamente gritando tres veces: ¡Viva el Rey! Quizá todo esto se llevó a cabo porque nos acusaban de que nunca habíamos enseñado a los indios a respetar al rey y sí a los padres. ¿Pero cómo puede decirse esto de nosotros sin faltar a la verdad, cuando esta provincia siempre estuvo controlada por los soldados del rey católico y el padre procurador tenía la obligación de prestar juramento anual de fidelidad en representación de todos nosotros? Acabada esta ceremonia y atracada la nave en el puerto, descendimos de ella y nos ofrecieron como alojamiento un chamizo sin paredes y expuesto a todos los vientos. Este clima calurosísimo no permite otro tipo de acomodo. No voy a explayarme aquí sobre las plagas de moscas, mosquitos, serpientes, escorpiones y otros insectos molestos, sobre todo de los que llaman niguas244, pequeños animalitos (podían pasar por piojos) que, por su pequeñez, se adhieren a la carne y en veinticuatro horas se introducen ba244 Nigua, nombre común de una pulga tropical americana. También recibe el nombre de pulga penetrante o ácaro rojo.
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jo la piel procreando otros muchos, con gran peligro para las manos, los pies y cualquier otra parte del cuerpo, si no se advierte enseguida y se extrae con cuidado todo el nido que forman; si se rompe o queda una pequeña parte, vuelven a multiplicarse rápidamente. Y así a menudo sucede que las manos o los pies donde han nidificado poco a poco se hinchan, se ulceran y finalmente se gangrenan, hasta el punto de que es necesario amputarlos e incluso alguno llega a perder la vida.
Capítulo VII. Descripción del puerto. Nuevos hechos dolorosos para los padres por el apresamiento de los indios Ya he mencionado antes que entramos primeramente en el puerto de Matanchel, que era entonces el puerto en el que atracó nuestra nave californiana. Pero ahora los españoles comenzaron a construir un nuevo puerto no lejos del anterior, al que le llamaron San Blas, para que en el futuro, según nos dijeron, el galeón de Filipinas desembarcara ahí sus mercancías, es decir, alternando sus viajes245 con el puerto de Acapulco. El lugar destinado al nuevo puerto no está lejos del río Santiago, exactamente donde éste desemboca en el golfo de California, a casi una legua de Matanchel. En este mismo puerto vimos dos naves (una se llamaba San Carlos y la otra, El Príncipe) que estaban construyéndose para hacer transporte de mercancías con Sonora y las provincias limítrofes, e igualmente con California. Pero en California hay pocas perspectivas comerciales, salvo unas minas poco productivas de plata y oro, y perlas, y para esto cualquier barca es suficiente e incluso más adecuada, porque esos puertos no tienen la profundidad necesaria para aceptar grandes barcos. El galeón de Filipinas, que se acerca cada año a San José, atraca en alta mar y fija el ancla con poca seguridad ante los vientos, y desde ahí bota una barca para atender a sus necesidades. Pero todo esto se sale de nuestro propósito. Regreso al puerto. Ahí encontramos numerosos indios que, junto con otros, habían sido condenados 245 Nota del traductor: el texto latino es mutatis vicibus. La traducción que propongo «alternando sus viajes» es posible, pero también «sustituyendo al puerto de Acapulco».
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por promover la revuelta en la ciudad de San Luis de Potosí y alrededores, con la intención de escondernos y retenernos, pero no por incitación nuestra, como se rumoreaba falsamente. Algunos de ellos habían muerto por las penalidades sufridas; otros todavía penaban su temeridad. Uno de los condenados llamaba a uno de los nuestros para que le confesara; estaba ese desgraciado tan destrozado por los latigazos que no se le veía otra cosa que sangre y huesos, sin que, pese a ello, se le eximiera de la diaria ración de azotes. El compasivo lector fácilmente podrá imaginarse, y yo lo atestiguo, cómo estábamos de afectados ante este espectáculo y qué nuevo dolor recibíamos. Nos compadecíamos profundamente de estos desgraciados que decían que ellos soportaban estas penalidades por amor a nosotros, no porque nosotros (como ya he dicho) hubiéramos sido los promotores de ese tumulto, sino porque les había llevado a ello el amor y la estima que tenían a los padres. Permanecimos en ese puerto cuatro días en total. En ellos, por la mañana, como casi siempre, nos dedicábamos a celebrar el santo sacrificio de la misa y otros ejercicios santos propios de nuestra orden. Al atardecer, con permiso del comisario246, paseábamos un poco por la orilla del mar. Antes de la cena venerábamos en público a la Virgen santísima con el rezo del santo rosario y el canto de las letanías. Esto lo hicimos también, en lo posible, a lo largo de todo el viaje por tierra. Finalmente, cuando trajeron animales de carga, proseguimos el viaje por tierra a lo largo de unas trescientas leguas, es decir, hasta que llegamos al puerto de Veracruz.
Capítulo VIII. Viaje terrestre Sería muy prolijo relatar todas las incidencias y penalidades de este viaje. Por ello haré una selección. En primer lugar, es cierto que todo lo que a otros suele facilitar el viaje o suavizar sus molestias, como son los animales de carga, las gualdrapas, las posadas, la comida y la bebida y también el tiempo, todo esto fue para nosotros muy adverso. Pues, si nos fijamos en los animales, eran los peores y, aunque 246
El comandante del puerto era Manuel Rivero.
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algunos amigos querían proporcionarnos gratuitamente otros, no se lo permitían. Si hubieras visto las gualdrapas, no sólo te hubieran hecho reír, sino que incluso te hubieras compadecido de ellas. Si hablamos de la comida, era muy escasa y mal cocinada; para beber no se nos ofrecía otra cosa que agua. Si finalmente menciono el tiempo, nos vimos obligados a viajar de día y de noche, incluso cuando los padres más de una vez estaban a punto de sucumbir por la inclemencia del sol. Muchas veces nos ofrecían las chabolas de diversos pobres o el mismo suelo, al raso, infestado de escorpiones; y si en alguna ocasión llegábamos a una casa decente, incluso se nos prohibía dirigirle la palabra al dueño o conversar con él. Tampoco se nos permitía hacer preguntas a los compañeros de viaje o a los sirvientes, llegando los recelos y la vigilancia temerosa del jefe de la expedición a tal punto que, cuando los padres (permítaseme decirlo) se retrasaban para hacer sus necesidades, les reprendía; cuando se adelantaban, les llamaba la atención; cuando se separaban, se ponía a inspeccionar por todas partes. Cuando llegamos a Tepic, que es la primera aldea de Guadalajara viniendo desde el mencionado puerto, además de los cuatro soldados que nos acompañaban, enseguida nos asignaron otros que dormían junto a nuestra casa y no se nos permitía ninguna visita salvo la de los oficiales del rey. Sin embargo, los padres franciscanos reformados de San Pedro de Alcántara pudieron al menos saludarnos y les dimos breves noticias de California. El día de Ceniza proseguimos nuestro viaje de Tepic a Guadalajara, donde está la sede episcopal y el Tribunal Supremo. Una vez que notificamos nuestra llegada al vicevisitador247, nombrado por el visitador de todo el reino, señor Gálvez, nos dirigimos a una finca248, en otro tiempo nuestra, de las afueras de la ciudad, donde la autoridad mencionada nos recibió muy atentamente, mejor de lo que esperábamos, y a lo largo de cuatro días completos fuimos atendidos y reconfortados generosamente por diversos amigos de la Compañía. Después de una misa solemne en honor de la Virgen de Guadalupe (para esta celebración la catedral nos había proporcionado los necesarios ornamentos) y después de implorar su ayuda, al día siguiente reemprendimos nuestro viaje hacia México, la capital, la ciudad más hermosa y más rica de 247 248
Se trata de Eusebio Ventura Beleña. La hacienda de Toluquilla.
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todo el virreinato. Estando ya de viaje, no lejos de Guadalajara, el obispo envió a uno de los canónigos para que nos saludara a todos en su nombre y nos felicitara «por sufrir destierro en el nombre de Jesús» (éstas eran sus palabras). Entre otros lugares que atravesamos merecen mención especial por su gran cariño hacia nosotros la ciudad de Jerez249 y el pueblo de Irapuato. Había en Jerez tanta multitud para recibirnos y tanta alegría mezclada con dolor por ver de nuevo a los jesuitas que, pese a la prohibición, cada uno intentaba ser el primero en ofrecer sus regalos. En particular las monjas no dejaron de insistir hasta que al día siguiente, repartidos en varios conventos de ellas, celebramos la misa; para ello los nobles de la ciudad nos proporcionaron varios carruajes. Los directores espirituales de esos conventos nos contaron que las monjas habían hecho tanta penitencia por el regreso de la Compañía que la salud de muchas estaba en peligro y hubo que disuadirlas con buen criterio. Con similar generosidad fuimos recibidos por los habitantes de Irapuato. No sólo nos demostraron su afecto hacia nosotros con sus lágrimas, sino también con muchos regalos y muestras de consideración. Voy a referir sólo dos muestras de entre otras: la primera cuando enviaron para cada uno de los padres los más preciosos lechos que tenían para sustituir los nuestros; la otra es que nos prestaron un servicio de no menor importancia cuando nos condujeron en sus carruajes hasta Salamanca (es una aldea) y nos acompañaron atentos los padres franciscanos. Al marchar de ahí esperábamos ver México, pero no se nos permitió entrar en ella. De aquí nos mandaron dirigirnos a otra ciudad, llamada Cuautitlán en lengua nahuatl. Ahí permanecimos dos días. No nos faltó la caridad cristiana. Dos ricos españoles nos visitaron con permiso del virrey y nos dieron vestidos hechos de paño y de lino, y también una generosa limosna. También vino una persona de parte del mismo virrey pidiéndonos detallada información sobre California y su situación actual. Pero, ¿qué interés tiene ahora una descripción real y sincera de esta zona cuando la envidia y la injuria nos han demostrado que es del todo nefasta? Sin embargo, le dimos esa información. 249 El original dice «urbs Xeresana», aunque creo difícil que la expedición de misioneros subiera hasta Jerez (Zacatecas) para después regresar a Irapuato y seguir el camino que unía Guadalajara con la capital virreinal.
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Al tercer día de nuestra llegada nos dirigimos a Jalapa, pero ya no a caballo, sino en carruajes. Jalapa es una villa más famosa por su comercio que por su historia. Nos condujeron al convento de los padres franciscanos, donde descansamos únicamente día y medio. No pudimos obtener de nuestro comisario, el muy noble señor Campo, que nos dejara quedarnos un día más con motivo de la fiesta de la Anunciación. Por ello, también se nos obligó a prescindir del consuelo de la santa misa. Finalmente, al cabo de cuarenta y cuatro días de viaje, el 25 de marzo, que era el Domingo de Ramos250, alrededor de las nueve de la mañana, entramos con Cristo, nuestro Jefe, en la ciudad que llaman Veracruz, a lomos de mulos y con escolta de soldados. Supuso un gran consuelo para nosotros que se nos haya concedido en ese día la gracia de experimentar en nosotros mismos y de celebrar con otros al menos el recuerdo, aunque lejano, de aquella otra entrada triunfal.
Capítulo IX. Disposiciones de los encargados en esta ciudad del exilio de los padres. Un terremoto y otros sucesos hasta el viaje por mar En esta ciudad obtuvimos de nuevo albergue en el convento de los padres franciscanos. En él nos estaba esperando un nuevo pelotón de soldados, que incluso ocuparon la parte superior del pasillo. Se prohibió también a los seglares hablar con nosotros, y a nosotros que celebráramos misa al despuntar el día. Estamos muy reconocidos con los reverendos padres por la atención que nos prestaron y su deseo sincero de aliviar nuestros males, pero también estamos en deuda con los soldados que nos vigilaban, puesto que nos han dado abundantes ocasiones de practicar la paciencia y de allegar méritos ante Dios. Pero en esta ciudad no faltaron quienes, a escondidas o con licencia del gobernador, al menos tácita, nos visitaron y también nos suministraron diversas cosas necesarias para el viaje (entre éstos ocupa sin duda el primer lugar el muy noble señor Bustillos). 250 El padre Burrus señala que el Domingo de Ramos de 1768 cayó el 27 de marzo, por lo que Ducrue se equivocó de nuevo. Ducrue’s Account …, nota 113, p. 86.
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Mientras se preparaba la nave, el día 4 de abril, después de las seis y veinte de la mañana, toda la tierra tembló de tal manera a lo largo de casi siete minutos que una ingente consternación cundió por todo el pueblo. Abandonando las iglesias y las casas, la gente se postró en las plazas implorando la clemencia divina entre grandes lamentaciones; muchos vociferaban que ellos notaban ahora la venganza del cielo por la expulsión de los jesuitas. Tuvimos alguna noticia de los daños causados por el terremoto en ese virreinato, de que algunas casas estaban dañadas o derruidas y que algunas personas estaban sepultadas bajo sus ruinas. Pero no pudimos tener la relación completa de todo lo sucedido por la inmediatez del viaje. Finalmente había llegado el 13 de abril. Ese día, después de comer y de adorar a Dios Eucaristía, fuimos conducidos a la nave. Una gran multitud nos esperaba en el litoral, lamentando más su suerte que la nuestra. Para que no nos faltara un nuevo motivo de dolor y de paciencia, además de los nueve soldados, cuarenta reos fueron enviados con nosotros a La Habana, al destierro (entre ellos de nuevo muchos de los indios que hemos mencionado). También de nosotros podría decirse: Y fueron incluidos en la lista de los inicuos251.
Capítulo X. Segunda navegación. Peligros y sucesos hasta llegar a La Habana La nave, llamada Santa Ana, era de tamaño mediano y, aunque parecía sólida, sin embargo, cuando llegamos a La Habana, se detectó su podredumbre. Toda la quilla se encontró podrida, hasta el punto que los propios oficiales del rey decían que especialmente en esto se notaba que la providencia divina estaba con nosotros, porque nos había librado de un naufragio inminente. Y ciertamente esa providencia se notó muchísimo, pues, aunque por su podredumbre hubiera debido filtrar mucha agua, como suele suceder en otras ocasiones, no sólo no dejó pasar casi agua, sino que resistió tenazmente a los fuertes vientos y tempestades que soportamos casi sin interrupción hasta llevarnos sanos y salvos a tierra. 251
«… et cum iniquis computati sunt». Lucas, XXII, 37.
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Por lo demás, aunque exceptuando dos días, siempre tuvimos durante toda la navegación vientos contrarios y tempestuosos. Sin embargo, no hubo ningún otro peligro para nuestra vida ni para el barco, salvo que, como he mencionado, la podredumbre inadvertida de la nave suponía una continua amenaza. Así es como el bondadoso Dios vela siempre por quienes tienen fe en Él. En lo que se refiere a la incomodidad de la nave son muchos los datos que mi pluma puede desvelar. Quisiera que sin ninguna duda consideraras como incómodas las mayores comodidades de la navegación. Aunque hayas leído o hayas oído explicar que también en el mar alguna vez, pero no frecuentemente, se ofrecen alimentos sabrosísimos y se organizan opíparos banquetes, ¿qué importancia tienen si no puedes disfrutarlos por tener continuamente el estómago revuelto o por el mareo? ¿De qué te sirven si día y noche te encuentras inmerso sin parar en peligro de muerte? ¿Qué placer puedes obtener de todas las comodidades de una nave, incluso estando excelentemente equipada si, con el mar encrespado por los vientos, nadie puede descansar ni de día ni de noche por miedo a la muerte ni ingerir tranquilamente la comida o la bebida? No voy a recalcar que muchas veces falta por completo el agua o bien está tan corrompida que no puedes beberla sino tapándote la nariz. No voy a hablar de la carne y el pan, que a veces está tan podrido que salen de él gusanos; tampoco de la estrechez de las literas, que a menudo apenas un hombre cabe en ellas ni en modo alguno puedes extender los pies: más que lechos cabría llamarlos jaulas y con frecuencia, por la inclemencia del mar, conviene quedarse acostado en ellas a oscuras no sólo durante la noche, sino también por el día. Tampoco mencionaré que están plagados de piojos y otros animalillos, y que la propia nave está llena de ratones que, en la noche, se pasean por las manos y el rostro de los que duermen. Si el inteligente lector tiene en cuenta todo esto, estoy convencido de que nadie esperará encontrar comodidades en una nave. Añádase a esto la insaciable avaricia de algunos capitanes que, para llenar sus bolsas, afligen con hambre y miserias a sus pasajeros, incluso a los más nobles. Confieso que yo no he sufrido tan mala suerte; pero hubo algunos padres que en otros navíos, exhaustos por el hambre, la sed y la necesidad, perdieron la salud e incluso la vida. Aunque es verdad lo que digo, hay sin embargo millares de personas que consagran su vida a la aventura, la ambición y la avaricia a lo ancho
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de estos mares. Y lo más admirable, viven de tal manera como si nunca fuesen a morir. Hay quienes, aunque se encuentren entre peligros continuos, viven tan olvidados de su alma como si hubiesen recibido del cielo la seguridad de su salvación. Hay también quienes cometen tantos y tan grandes crímenes en el mar que sería imposible hacer más o mayores en tierra firme, y sin embargo los hombres de tal calaña apenas se preocupan alguna vez de su salvación, mucho menos de confesarse, salvo que empiecen ya a tragar agua y se encuentren en peligro de muerte. Así era cierta persona de nuestra nave, que, al sufrir pocos meses antes un naufragio, en cuanto a duras penas logró salvarse, decía abiertamente que necesitaba urgentemente confesarse; pero, pese a los insistentes razonamientos y exhortaciones de los padres, no pudo ser convencido de que descargara sus pecados. Su compromiso se fue retrasando de día en día, hasta que, finalmente, desaprovechada la ocasión, ya no estuvo en disposición de cumplirlo.
Capítulo XI. Llegada de los padres a La Habana. Medidas del gobernador respecto a nosotros y lo que ahí tuvimos que soportar Al cabo de veinticuatro días en el mar, el 5 de mayo llegamos a La Habana, una ciudad que lleva el nombre de la isla252, famosísimo baluarte que fue asaltado por los ingleses en la última guerra253. Apenas echamos el ancla en ese puerto, cuando al poco tiempo se nos acercaron unos oficiales enviados por el gobernador, Francisco Antonio Bucareli y Ursúa254, para conducirnos no a la ciudad, al colegio que en otro 252
Es una equivocación de Ducrue, que quizás pensó en Santiago de Cuba. Durante la Guerra de los Siete Años, los ingleses se presentaron con una escuadra, dirigida por el almirante Pocock, frente a la ciudad de La Habana el 12 de julio de 1762. Tras varios enfrentamientos bélicos, la ciudad se rindió un mes más tarde. España recuperó La Habana tras la firma del Tratado de París el 10 de julio de 1763. 254 El gobernador era Antonio María Bucareli y Ursúa (1766-1771), quien posteriormente sería nombrado virrey de Nueva España. El padre Ducrue se confunde con su hermano Francisco Bucareli, que era gobernador de Buenos Aires cuando fueron expulsados los jesuitas de las reducciones guaraníticas. A este Bucareli se le debe una Instrucción en la que ordenaba que los indios hablasen castellano. Entre 1773 y 1790 fue premiado con el nombramiento de virrey de Navarra. 253
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tiempo fue nuestro (no había lugar para alojarnos), sino a cierta hacienda del extrarradio cercana a la capilla de la llamada Virgen del Rey255. Antes de descender de la nave a la barca que nos tenían preparada, nos pasaron lista como si fuéramos ovejas que vuelven del prado. En cuanto llegamos a la mencionada casa, nos estaban esperando alrededor de veintiséis soldados, con las bayonetas montadas en sus mosquetes; ocupaban ambos lados del camino hacia la casa. Aquí permanecimos de nuevo encerrados hasta el 18 de mayo. La casa era muy amplia y con muchas habitaciones y el patio estaba totalmente cercado. Desde un lado se veía la ciudad de La Habana y el puerto; desde otro, la mencionada capilla y algunas casas a la vez que el monte cercano. Cierto capitán militar muy noble actuaba como jefe de nuestra cárcel256. En ese lugar se nos daba una comida ligera y vulgar a base de carne de vaca. Nunca se nos permitió salir hacia el monte cercano ni hablar con ninguna persona, cosa que también les estaba prohibida bajo severísimo castigo a los soldados que, en número de siete, estaban día y noche en todos los ángulos de la casa. Cuando venía el barbero, uno de ellos entraba en la habitación y, si alguno de los padres por tentarle o tener noticias le dirigía la palabra, sólo respondía con gestos. Los criados que nos atendían eran dos esclavos que no comprendían nada de español. También a éstos, antes de entrar al patio, les ordenaban quitarse toda vestimenta, incluidas las alpargatas, para que nadie introdujera carta alguna. Sólo se abría ese patio mientras estábamos comiendo o cenando, pero con uno de los mandos sentado a la puerta; acabada la cena o la comida, el comandante se llevaba consigo la llave. Como único consuelo se nos concedía celebrar misa, y si alguien quería celebrarla fuera de plazo, debía levantarse después de medianoche o esperar casi al mediodía. Al día siguiente de nuestra llegada, se presentaron otros oficiales del gobernador. Tras abrir nuestras cestas e inspeccionar todo lo que en ellas guar255 En el original dice: «sacello Beatissimae Virginis, a Rege dicto». En realidad, se habilitó una casa de campo, perteneciente al marqués de la Real Proclamación, que estaba situada junto a una pequeña iglesia dedicada a la Virgen de Regla, la que daba el nombre al paraje. 256 Bucareli nombró capitán gobernador de la casa donde se retuvo a los jesuitas a José de la Cuesta y Cárdenas, capitán del Regimiento de Infantería de Lisboa.
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dábamos, se llevaron las cartas, todos los manuscritos recopilados por los padres a lo largo de muchos años, incluso los libros, sin excluir las biblias o las reglas; de modo que, salvo el breviario, no nos hubiera quedado ningún libro si los previsores padres no hubieran escondido previamente algunos, al menos para meditación y lectura sagrada. Esto no fue lo que decretó el rey católico, sino una decisión perversa de particulares que afectó mucho a los padres, porque se consideraban despojados de sus defensas, las que se dejaban no sólo a los religiosos, sino también a cualquier cristiano. ¿Qué soldado urgido por multitud de enemigos no se siente afectado al verse privado de sus armas? El 16 de mayo, día de san Juan Nepomuceno, tras muchos ruegos, obtuvimos de nuestro comandante el permiso de oficiar en nuestra capilla misa solemne, pero en privado. Esta concesión, a mi entender, se debió más al temor de él hacia el santo que por congraciarse con nosotros.
Capítulo XII. Los padres navegan de nuevo rumbo a España Mientras sucedían estas cosas, se estaba preparando la nave en el puerto. Se ordena que los padres se preparen para la marcha. Antes de descender al puerto, de nuevo nos reunieron a todos y nos leyeron el decreto real con la sentencia de exilio perpetuo, es decir, nos reabrieron las cicatrices anteriores. Una vez oído, salimos hacia la costa y nos metimos en la barca que nos llevó a la nave. Tras subir a ésta, de nuevo nos pasaron lista como soldados, pero de Cristo, y despedimos a los oficiales del rey que nos conducían. El 19 de mayo, después de levar anclas cerca del mediodía con el viento a favor, perdimos de vista el puerto y la ciudad. La nave llevaba el nombre de San Joaquín; era mayor que la anterior y por tanto más cómoda. Su capitán era el señor Joaquín de la Cruz, un comerciante, persona muy favorable a nuestra orden, lo mismo que el anterior que nos llevó del puerto de Veracruz a La Habana. Pero los demás no parecían tener los mismos sentimientos, pues no respetaban nuestra calidad de sacerdotes ni parecían mirarnos con buenos ojos, aunque no todos; en otras palabras, es tal el poder de la difamación que, aunque sea injusta, hace incluso despreciar la dignidad sacerdotal y su ministerio. Pero, en cuan-
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to conversaron más relajadamente con nosotros, conocieron más a fondo nuestra forma de vida y, además, oyeron los consejos y sermones de los padres, no sólo comenzaron a compadecerse de nosotros, sino también a respetarnos. No hay mejor modo de refutar las calumnias que el testimonio público de vida religiosa. Para que no nos faltara la ayuda divina en este prolongado y también peligroso viaje, se celebraron con este fin varias novenas. En estos días, cuando el mar lo toleraba, se dijeron además dos o tres misas. Excepto tres o cuatro, todos los que viajaban con nosotros hicieron un retiro espiritual257 durante ocho días y recibieron después la comunión. Sería del todo tedioso si tuviera que relatar los acontecimientos de cada día o los vientos que soplaban. Pero por nada debo pasar por alto el día 10 de junio, en el que estuvimos a punto de naufragar. Se levantó una tempestad de aire y agua tan fuerte que parecía que iba a tragarse la nave; duró también todo el día siguiente. Nos amenazaba también otro peligro al romperse por tres veces la cuerda del timón. Si esto hubiera ocurrido durante la tempestad, nos hubiera expuesto a un naufragio casi seguro, si es que la nave no se hubiera ido a pique. También en los últimos días dos naves africanas (como todos aseguraban, incluidas las dos barcas portuguesas que se habían acercado a nosotros) nos hicieron pasar un gran miedo junto a las costas de Portugal. Estas costas están muy frecuentemente infestadas de incursiones africanas. Las mencionadas naves eran también corsarias, como nos refirieron al día siguiente las dos barcas de pescadores que fueron perseguidas largo tiempo y contra las que lanzaron dieciséis cañonazos. Mientras este tipo de barcas faena buscando en la pesca su sustento, con mucha frecuencia caen en las redes de los moros y son conducidas a Trípoli o Algeria y son hechos esclavos. Así pues, para no caer nosotros en ese funesto destino, se nos asignó un puesto a cada uno, también a los pasajeros y a los misioneros; incluso se nos distribuyó armas, como mosquetes, espadas y lanzas. Otros y yo opinábamos que actuábamos correctamente tomando las armas para contar con una mejor y más segura defensa. Eso hicimos. Entretanto, las naves se acercaban a nosotros con intenciones hostiles; parecía que estaban a punto 257
Nota del traductor: Traduzco así el latín Missio; la inglesa lo resuelve como Mission.
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de aproximarse a nuestra popa, pero nosotros, sin temor alguno o al menos disimulándolo, desplegamos todas las velas, cargamos las armas y, así preparados, esperamos el ataque. Equipados con tales armas, como las que teníamos nosotros, ¿quién iba a sentir temor ante cualquier enemigo? Pero quiso Dios apartarnos también de este peligro. Las naves africanas, sospechando más que viendo nuestro armamento y disposición, de repente cambiaron el rumbo y comenzaron a dirigirse hacia África. Esto no lo hubieran hecho si no hubieran comprobado nuestro ardor combativo y nuestro armamento. El que prefirieran retroceder en vez de poner a prueba nuestra capacidad de defensa nos benefició, pues ciertamente, a excepción de los dieciséis cañones, con las demás armas no hubiéramos podido ni matar a una pulga, mucho menos abatir a los moros: lo descubrimos al día siguiente, mientras el miedo se convirtió en risa, es decir, cuando nuestro mosquete estaba tan oxidado que, al ir a dar salvas en honor de la Virgen de Regla, no pudimos dispararlas de otro modo que aplicándoles la mecha. Era costumbre de España, muy devota de la Madre de Dios, que todas las naves que vuelven de las Indias, al ver su santuario, la veneren disparando todas sus armas. Era ya el 8 de julio cuando, por fin, tras cincuenta días y con la ayuda de Dios, llegamos alegres al puerto de Cádiz. Entramos todos sanos y salvos al atardecer. Al día siguiente (9 de julio) abandonamos la nave en el Puerto de Santa María (a dos horas de Cádiz) y dimos fin a nuestro viaje desde América.
Capítulo XIII. Separación de los padres en esta ciudad y otros sucesos hasta el 17 de marzo Había ya en esta ciudad cientos de padres que esperaban su salida para Italia. Habían venido de casi todas las provincias de ambas Américas y habían sido repartidos por diversos conventos religiosos y casas de seglares. Nuestros mexicanos ocupaban la llamada Casa de la Caridad. Ahí fuimos llevados en primer lugar; pero, acabada la comida, se presentó un oficial real que nos separó de nuestros queridos compañeros de viaje y nos llevó al convento de los padres franciscanos de la estricta observancia. Eran
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siete padres españoles que con nosotros cultivaron la viña del Señor en California y un hermano coadjutor. No puede comprenderse bien cuánto dolor recibieron los buenos padres por esta separación y cuántas lágrimas se derramaron por ambas partes; del otro grupo éramos un número igual de padres alemanes. Algunos de ellos no sólo rompieron a llorar, sino que también empezaron a lanzar gritos de dolor; de modo que ya no con palabras, sino únicamente con suspiros se despidieron de nosotros. Así pues, prescindiendo de hablar, abrazándonos tiernamente unos con otros, nos arrancaron de nuestros queridos hermanos y compañeros durante muchos años y nos introdujimos en el mencionado convento, donde, de nuevo, encontramos a otros jesuitas de Cerdeña, Italia o Alemania, con los que consiguientemente convivimos. Sólo Dios sabe cuántas incomodidades padecimos nosotros y los buenos padres que nos acompañaban, y las hará públicas el día del Juicio Final. Nos veíamos obligados a vivir en grupos de cuatro, ocho y hasta doce en cada celda, con los colchones tendidos en el suelo, sin otro equipo que el de nuestra bolsa de viaje. Nunca nos autorizaron a salir de la casa. El único consuelo que nos permitieron fue decir misa diariamente en la capilla. También esto les fue negado a los que estaban antes que nosotros. Pero como lo que afecta al cuerpo es siempre menos importante que lo que aflige al alma, ¿quién puede poner en duda que el dolor que nos carcomía internamente era mucho mayor que las penalidades exteriores que soportábamos? ¿Qué religioso no se siente más afectado por las injurias que se hacen a Dios que las dirigidas contra su persona o contra su orden religiosa? Esto sobre todo lo experimentamos cuando, ante nuestros ojos, vimos arrancar de la pared y destruir casi por completo el santísimo nombre de Jesús que estaba antes fijado a la entrada de nuestro hospicio. No menos les afectó a los padres de esa casa el verse privados del Santísimo Sacramento, que conservaban para su consuelo. ¿Y qué decir de nuestros novicios? Lo que con ellos se hizo no sólo nos dolió profundamente a nosotros, sino que también resultó un grandísimo escándalo para todos los católicos, incluso para los no católicos. En efecto, en virtud del decreto real que a ellos se les leyó en América, podían seguir perteneciendo a los jesuitas si querían, pero con una sola condición: que no percibirían la ayuda económica de los demás. Con esta esperanza navega-
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ron junto con los padres. Pero, cuando llegaron, se vieron enseguida separados de éstos y privados de su maestro de novicios. Fueron repartidos en varios conventos, en los que, durante muchos meses, aquéllos a los que se les hubiera debido caer la cara de vergüenza, les tentaron duramente y se les empujó tanto con amenzas como con promesas a que abandonaran la Compañía. Hubo quien les negaba la absolución porque no habían querido abandonar la vida religiosa. Como, a excepción de unos pocos que no podían o no se atrevían a resistir tanta violencia, veintiséis de ellos se hubieran mantenido fieles, al final fueron despojados a la fuerza de sus hábitos religiosos y condenados al exilio perpetuo. Se les amenazó con la pena de muerte si volvían sin permiso. Se les dio tres meses para salir de España y, si no lo hacían, recibirían gravísimos castigos. ¿Adónde iban a ir estos desgraciados? No se les permitía quedarse en su patria y se les denegó la posibilidad de marchar a Italia. Pero no les faltó la providencia divina. La serenísima duquesa de Borgia enseguida los reunió a todos y financió el desplazamiento de ellos hasta su casa, donde los mantuvo generosamente hasta su partida. Téngase en cuenta que, salvo uno o dos, todos los demás estaban ya obligados por los votos simples. Los padres provinciales se los habían concedido por haber cumplido ya el tiempo de noviciado. En este tiempo también otros bienhechores les pagaron el pasaje en barco; así, equipados con todo lo necesario y con generosas limosnas, prosiguieron su viaje a Roma. Mientras llegaba el momento de su partida, en los días establecidos por la regla recibieron la comunión en nuestro convento, donde dejaron un admirable ejemplo de modestia religiosa y de otras virtudes258. En esta época sucedió también otro caso que causó gran tristeza a los padres. Cinco padres (cuatro de nuestro convento y uno del de los Agustinos) fueron llamados repentinamente antes de la festividad de la Epifanía del Señor259 y fueron trasladados a otro claustro de los padres franciscanos para ser encerrados ahí con mayor vigilancia. Los padres eran Juan Nepo258 Los novicios fueron apartados de sus padres y confinados en el convento de San Francisco. Meses después fueron repartidos por varios conventos de Jerez de la Frontera y Arcos de la Frontera. El 8 de febrero de 1768, los novicios conocieron que el rey no les pagaría el viaje a Italia. De los treinta y cuatro mexicanos, sólo ocho vivían años después en México, por lo que el número de deserciones fue muy grande. St. Clair, Expulsión y exilio …, pp. 290-292. 259 6 de enero.
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muceno Erlacher e Ignacio Friz de la provincia de Bohemia, Melchor Strasser y Francisco Javier Kisling de la de Germania superior, y Miguel Meyer de la de Renania superior. Ellos trabajaron durante veinte años o más en la provincia o islas de Chiloé. Desconocemos el delito del que fueron acusados, pero el rumor más extendido es que ellos habían intentado entregar la isla de Chiloé a los ingleses, cosa que quienes buscan la verdad saben que es tan falso, como también que los californianos han comerciado con los holandeses, puesto que a lo largo de más de treinta y séis años ahí no se vio ninguna nave salvo la procedente de Filipinas. Para que no faltara ocasión de ejercer la paciencia a los otros padres que estaban en ese puerto, desde la corte vino un nuevo oficial que modificó el decreto de nuestra expulsión con el añadido de que los padres que regresaran a España sin permiso serían castigados con pena de cárcel a criterio del obispo, y los laicos que intentaran hacer eso mismo serían ejecutados en el patíbulo. Los padres no se arredraron ante estas amenazas; en sus votos estaba incluida la posibilidad de sufrir la propia muerte por la congregación. Pero no fue ésta la voluntad de Dios, que prefirió librarnos de esta lujosa cárcel y darnos la libertad. Cuando menos lo creíamos, nos llegó de la corte el permiso para que los padres alemanes que quisieran pudieran dirigirse cada uno a su provincia viajando hacia Ostende; los demás serían enviados a Italia. Este favor se lo debemos particularmente, después de Dios, al muy ilustrísimo cónsul de Austria, quien, compadecido de nosotros, gestionó y consiguió graciosamente esta licencia de la corte por medio del excelentísimo señor conde de Colloredo, por entonces embajador de Austria260. Así pues, nos reunimos los diecinueve que aceptamos261 esta gracia del rey. Para ello fue dispuesta en nombre del rey una nave holandesa, en la que embarcamos el 16 de marzo. El 19 de ese mes, el día de san José, empezamos a navegar. El rey católico tuvo la delicadeza de asignarnos para el viaje a cada uno de los padres setenta y cinco táleros españoles, que recibimos agradecidos 260
Francisco de Paula Colloredo, embajador de Austria en la corte española desde junio de
1767. 261 Nota del traductor: El texto dice aceptaron. En este párrafo hay un continuo baile de la 1ª persona plural y de la 3ª plural. Naturalmente lo he simplificado recurriendo a la 1ª persona plural.
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el día antes de nuestra partida. Pero faltó poco para que nuestra esperanza se hubiera ido a pique en el puerto, si, al desencadenarse una tempestad durante tres días, no hubiéramos podido al fin soltar amarras y poner rumbo a alta mar en el día mencionado. Al día siguiente, el 20 de marzo, llegó de Madrid un decreto real ordenando que los padres californianos, de los que aún quedábamos ocho, fueran detenidos y vigilados estrechamente. Ignoramos por completo qué delito intentaron endosarnos, pero los que trabajamos en California tuvimos y tendremos siempre la tranquilidad de no haber faltado ni contra el rey ni contra ese pueblo. También el cielo acudió en nuestra ayuda, librándonos del peligro de un posterior encarcelamiento, puesto que el día anterior, como ya mencioné, nos envió un viento favorable que nos alejó de las costas y de la vista de España.
Capítulo XIV. Última navegación Para que no quedara un día sin sorpresa (me refiero a sin que falte ocasión de sufrir), parecía que desde el principio teníamos vientos favorables, pero, en cuanto nos acercamos a las costas de Portugal, el mar comenzó a encresparse y a soplar vientos muy fuertes, hasta el punto que durante seis días (tanto tiempo invertimos en esta última navegación) tuvimos la mayor parte de las veces vientos contrarios o tempestuosos; incluso una vez nos agarrotó a todos un gran temor, cuando la furia del viento rompió de repente la vela mayor (los marineros la llaman trinquete) y se quebró el palo que llaman verga. Sin embargo, Dios nos ayudó continuamente, hasta que el 13 de abril de 1769 los catorce padres y cinco hermanos vimos con alegría el puerto de Ostende. Este puerto es más famoso por la ciudad que por su estructura y está bajo jurisdicción austríaca. En él también nos recibió muy cortésmente el excelentísimo gobernador de esa ciudad, a pesar de no ser católico. Permanecimos ahí dos días, hasta que dispusimos de todo lo necesario para proseguir nuestra marcha por tierra. Este viaje lo hicimos felizmente, atravesando Bélgica y sus principales ciudades. Habría lugar para pensar que desde las torres las trompetas anunciaban al pueblo nuestra llegada. En todas partes era tanta la multitud y tanta la curiosidad de todos que apenas,
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y a veces de ningún modo, hubiéramos podido entrar en la ciudad a través de la apretujada multitud, si los padres de Brujas y de Gante no nos hubieran enviado un carruaje. Hubiera podido aplicársenos aquello del apóstol: Hemos sido objeto de espectáculo262, si no de los ángeles, sí de los hombres; no sé si de admiración o de compasión, creo que de ambas cosas. Que el sabio lector decida al respecto. A éste sólo una cosa le ruego encarecidamente: que se una a mí en dar gracias al gran Dios por habernos llamado a la Sociedad de su Hijo y también por habernos concedido, aunque en pequeña medida, probar el cáliz de su pasión. ¡Ojalá que se nos hubiera permitido beberlo íntegramente! Por último ruego vivamente a todos que, acordándose en sus oraciones y sacrificios de nuestros pobres indios, no les parezca mal implorar por ellos a la divina misericordia que los conserve en la religión católica y se digne reforzarlos en la fe, para que tanto trabajo y esfuerzos de un número tan grande de trabajadores no resulte vano, sino que ellos junto con nosotros obtengamos la gloria eterna de los bienaventurados.
262 «Porque pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres». Corintios, I, 4, 9.
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Este libro se terminó de imprimir en el mes de mayo de 2008, bajo la realización de DiScript Preimpresión, S. L.
Expulsados del infierno. El exilio de los misioneros jesuitas de la península californiana (1767-1768)
Salvador Bernabéu Albert
Expulsados del infierno. El exilio de los misioneros jesuitas de la península californiana (1767-1768)
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CSIC
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