Etica Sin Dogmas

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FRANCISCO LARA PEDRO FRANCÉS (Eds.)

BIBLIOTECA NUEVA

Racionalidad, consecuencias y bienestar en el utilitarismo contemporáneo

Esta edición ha sido cofinanciada con cargo al Proyecto de Investigación

© Los autores, para sus textos, 2004 © Francisco Lata y Pedro Francés (eds.)» 2004 © Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2004 Almagro, 38 28010 Madrid ISBN: 84-9742-255-4 Depósito Legal: M -371-2004 Impreso en Rogar, S. A. impreso en España - Printedin Spain

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Egoísmo, mol

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r 1 El Utilitarismo es? junto con el Marxismo, una de las doctrinas fiaue mayor influencia han ejercido no sólo en la teoría, sino en la práctica moral, política y económica de los dos últimos siglos1. Ha sido, por tanto, mucho más que una filosofía académica, pues no se ha limitado a ofrecer una teoría de la moralidad individual sino que sus inicios se propuso ofrecer una justiricacion teórica a cisiones sobre política económica adoptadas en el marco intervencio­ nista y redistributivista del Estado del Bienestar, lo que ha permitido como 1 En la sección primera de este artículo se simplifica y reelabora lo expuesto en

Gutiérrez, 1990, 141-144, 2 Para Joseph Schumpeter (1949, 154)? la teoría ele Léon Walras. por ejemplo, es deudora tanto de ..la-'filosofía del radicalismo pequeño burgués y scmisocialista de la Francia de la primera mitad.del siglo xix como del utilitarismo. Más ilustrativo es el caso de Sidney Webb, socialista fabiano, fondado r junto con su esposa Bcarrice, de la London School o f Economics, ministro laborista y considerado un « dor utilitarista socialista», cfr. Bevir, 2002> 217-

La Teoría Economía Clásica aspiraba, a formular las leyes objeti­ vas que regulan los fenómenos económicos, como la Física newtóniana lo había logrado con los naturales. Ello implicaba concebirla como un a cienci a empírica y acatar 1a p rohibición hu m eana.de ex­ traer de las proposiciones empíricas o teóricas juicios de valor que justificasen prescripciones o recomendaciones de política económica. Esta prohibición se fue relajando gradualmente por razones no sólo, pero básicamente internas, como la creciente voluntad y capacidad de los estados modernos para intervenir en la economía por medio de la planificación y así corregir los llamados fallos del mercado y las aberraciones del puro laissez faire por razones éticas de justicia o equidad. La Economía del Bienestar adoptó como criterio básico para de­ cidir entre las políticas alternativas la valoración de sus respectivos efectos sobre ef bienestar social, dando por supuesto el carácter evi­ dente de los principios éticos del Utilitarismo. Asignaba por tanto al ordenamiento económico el objetivo de maxirnizar el bienestar déla sociedad concebido como la suma de los bienestares individuales. Para hacer esta suma matemáticamente posible y asignar un sentido preciso a la noción de bienestar social, se aceptó la hipótesis de que as utilidades marginales de los distintos individuos son mensurables cardinalmente por referencia a una medida objetiva de utilidad y, por lo tanto, comparables. Al dar por supuesto que los diversos indivi­ duos poseen gustos similares y, por lo tanto, relevantemente iguales se hacía plausible la recomendación benthamiana de que, en la suma de utilidades, cada individuo ha de contar como uno y ninguno como más de uño. Pero la similitud de gustos entre los diversos individuos 110 es tanto un dato científico objetivo cuanto un supuesto normativo. La confusión sobre el verdadero status epistemológico de las proposicio­ nes de bienestar hacía naufragar la teoría en los escollos del intuicionismo ético. Para evitarlos quedaban dos alternativas: o bien negar la viabilidad teórica de las recomendaciones económicas y sustituirlas por proposiciones de bienestar «libres de ética»3, o bien reconocer exlatamente su caracter etico, aunque reducido a un mínimo capaz “j * ........................... * / | 1 * / ae suscitar un consenso cuasi unánime que las dejase prácticamente. al margen de toda polémica. La Nueva Economía del Bienestar—cuyo «santo patrón» es Vilfredo Pareto, que también lo es de la nueva teoría del valor4— se pro­ 3 Nath, 1976, 20.

4 Sehumpeter, 1949, 163.

puso, en consecuencia, encontrar la forma de derivarlas ele premisas cuasi-factuales buscando un acuerdo en torno a criterios valorativos débiles, que eliminasen el conflicto interpersonal, aun reconociendo que es más que dudoso el supuesto implícito de que el acuerdo (cua­ si) unánime sobre un juicio de valor transmuta el juicio de valor en una proposición «objetiva». En el contexto teórico de la Nueva Eco­ nomía del Bienestar, junto a divergencias radicales en la interpreta­ ción de la naturaleza y la función del agente decisor, se menos en el planteamiento de un mismo tipo de cuestión ética damental: cómo derivar una preferencia colectiva a partir de un con­ junto de preferencias individuales y alcanzar un acuerdo sobre una función de bienestar social. Este nuevo, enfoque —-el llamado «giro paredaño» de la Economía del Bienestar— condicionó a su vez una nueva y profunda revisión de muchos de los propíos supuestos del Utilitarismo clásico. En sus versiones más recientes la teoría utilitaria intenta tormuiar una aerinicion precisa y términos de bienestar social, concibiendo este a su vez como una fun­ ción de la satisfacción de las utilidades de; los individuos reflejadas en sus preferencias. El precedente esbozo permite comprobar el vigor de una teoría ue ha dado muestras de una notable capacidad para superar muchas .e las crudezas e ingenuidades teóricas presentes en sus primeras mulaciones. En particular ha logrado trascender el psicologismo heque caracterizada ia nocion bentnamiana ele reuciaaa entendida como sensación placentera sustituyéndola por la de satisfacción de preferencias mensurables sobre una escala de utilidad, al tiempo que acometía una profunda transformación de la noción misma de \ que ha revelado una notable fecundidad tanto en la explica­ ción de la conducta racional como en la justificación de la conducta moral. Al prescindir —o, al menos intentar dos presupuestos psicológicos y hasta ontológicos ha ido ai de manifiesto el carácter consecuencialista de su estructura formal, la cual representa una de las formas básicas de la racionalidad práctica.

2 La teoría etica y política del Utilitarismo se inserta de pleno de­ recho en la tradición de la filosofía occidental que desde sus inicios siempre consideró al hombre desde la triple perspectiva de la raciona­ lidad, la condición de agente y la moralidad. En ella el hombre es vis­ to no sólo como un ser caj:>az de conocer, desear, elegir y actuar, sino

corno capaz de hamr todo ello bien o nial Su razón le permite discer­ nir lo verdadero de lo falso en el ámbito del conocimiento, pero tam­ bién lo capacita para elegir inteligentemente de modo que pueda procurarse su propio bien en el ámbito de la acción. Por ello la razón posee, apárte de otras funciones diversas, una función presen -—la de determinar qué ha o qué no ha de hacerse para conocer y para actuar oten. £Starunción esta en estrecna dependencia cíe una propie­ dad distintiva de la agencia humana: el hombre no sólo puede sino que de hecho tim e que —en el sentido de que no puede no— actuar de acuerdo con algún canon, regla o norma de razón. Algo que ya re­ conocía Aristóteles —«que hemos de actuar según la recta razón es un principio común y que darnos por supuesto»5. En relación con lo cual conviene no olvidar que h agencia humana incluye no sólo el acsino el conocer ai menos en ia medida en implican, en un sentido muy definido, i

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Por todo ello el término «racional» puede ser usado al menos de un sentido débil permite describir o incluso definir el tipo de conducta caracterizada por la intencionalidad o la proposiiividad, en contraste con el comportamiento reflejo; es el sentido en que puede distinguirse un tic de un guiño —algo que alguien hace y no meramente le pasa. En este sentido «racional» es una nota esencial de lo qué entendemos por «acción». Incluso en aquellos casos en los que la conducta ajena nos resulta ininteligible, chocante o insensata, no renunciamos a creer —o a postular— que el otro ha debido tener sus razones, y que en consecuencia su conducta aeoe (de; tener gún sentido. En pocos asuntos como éste se pone de manifiesto tan vehemente voluntad de creer y de aferrarse al principio de razón suíbil es el que permite al psicólogo entender y explicar la conducta de, por ejemplo, un empresario que acude a su consulta deprimido por el fracaso de su gestión. Pero para explicar su acierto se necesita- un sentido más fuerte de explicar y acaso predecir qué tipos de decisioo fracasar una empresa. Es preciso complementar el supuesto genérico de racionalidad con postulados más estrictos que permitan distinguir entre unos y otros refiriéndolos a un mode­ lo:, canon o norma de racionalidad. La necesidad d e este segundo sentido de «racional» para la explicación de las acciones humanas se hace evidente cuando se constata que en el transcurso de los aconte5 Ética a Nicórmtco, 1 103b, 31-32.

cimientos, tanto naturales como sociales, prevalece una regularidad de fenómenos al que los agentes tienen, que ajustar sus acciones si quieren conseguir lo que quieren6. En este svnúáo fiitrle «racional» se convierte en un término normativo o evalúativo gracias al cual es po­ sible discernir entre una acción inteligente y una acción estu —o incluso inmoral. Si bien, como ya hacía notar Harsanyi, a mu­ chos científicos sociales les resultaba difícil justificar la inclusión de términos normativos en los estudios no-normativos, empíricamente , de la Resulta por tanto más que pertinente elaborar un modelo plau­ sible de racionalidad tanto para las ciencias sociales o morales como para la filosofía moral, en la medida en que aquéllas y esta compar­ ten en diversa medida el objetivo de entender, explicar y justificar las acciones. Filósofos morales y científicos sociales están igualmente in~ en esclarecer la naturaleza de la racionalidad practica, en es­ pecial por lo qüé atañe á su relación con la moralidad en el sentido más amplio del término — qüé incluye acciones ber, el altruismo o la cooperación— y el propio interés, sin excluir el sentido más estrecho ligado aL egoísmo. Muchos filósofos morales desde Sócrates y Platón hasta Harsanyi, Rawls o Gauthier en nues­ tros días han intentado repetidamente salvar el hiato que parece exis­ tir entre la moralidad y el propio interés y fundar o restaurar así la unidad de la razón práctica. 3 Es particularmente ilustrativa a este respecto la clasica propuesta vlax Webér. Cuando define su verstehende Soziolovie como «una ciencia que pretende entender, inter^ í.J luill), la acción social para de esa manera expli en su desarrollo y efectos» establece el concepto de significado o sen tido (Sinn) como vínculo éntrela intención o propósito del agente al actuar (der von dem Handelnden gemeinten Sinn) y la comprensión que tiene el sociólogo de ella8. En la descontado que, tanto en nuestra condición de actores como de es , nos entendemos unos a otros en la medida en que somos capaces de captar el sentido subjetivo que los demás vinculan a sus 6 Mises, 1996, 2. 1 Harsanyi, 1976, 89. 8 W eber/1964, 3-4.

acciones. Implícitamente recurrimos a mecanismos tales como «po­ nernos en el lugar del otro» o imaginar, como en el clásico artículo de Thomas Nagel «cómo sería ser un murciélago»9 para, literalmente, encontrarle sentido a lo que hace la gente que nos rodea. A pesar de todas las perplejidades filosóficas que suscitan las cuestiones relativas a «otras mentes», el hecho mismo de que la gente converse e interactúe muestra que el supuesto del sentido de las acciones ajenas sirve eficazmente a la mayoría de los propósitos pragmáticos ría, aunque deba ser considerablemente refinado para cumplir fun­ ciones Al considerar que el propósito de toda ciencia y de toda interera obtener una evidencia, Weber necesitaba algo semea un sentido objetivo de las acciones que permitiese garantizar el status científico de la ciencia social Es decir, un sentido que no pudiese ser confundido o malinterpretado y que pudiese ser certifi­ cado por medios públicos, sin recurrir a ningún tipo de acceso pri­ vilegiado a las conciencias privadas de los demás. Desde este punto de vista la agencia humana será inteligible en la exacta medida en o se suponga que resulta— de decisiones inteligentes, esto es, racionales. En la medida en que se confórme a un estándar de racionalidad. Por eso creyó necesario establecer un tipo o mode­ lo ideal de acción racional, en el que precisamente la utilidad desem­ peña una Weber reconoce sólo dos tipos ideales básicos de acción que l, aunque no en pie de igualdad: ac­ ciones orientadas a conseguir resultados y acciones orientadas por normas o valores» Otras formas de conducta intencional -—las afec­ tivas y las habituales—• tienen más de reacciones que de acciones en sentido propio, y pueden reducirse a uno u otro de los tipos básicos, aunque no ciertamente sin residuos. De hecho esta dicotomía entre dos tipos esenciales de conducta deliberada y racional se ha conver­ tido casi en un lugar común en los análisis recientes de la racionali­ dad práctica. Jon Elster, por ejemplo, afirma tajantemente que «la acción racional —esté orientada económica o políticamente— tiene que ver con los resultados: la racionalidad dice “si quieres conseguir X. haz Y”. La acción guiada por normas sociales no está orientada a los resultados. Las normas sociales más simples son del tipo “Haz X” o “No hagas X'V10.

9 Nagd, 1974, 435-50. 10 Elster, 1989, 113.

El primer tipo básico de acción racional es para Weber la acción cknttional orientada a objetivos o teleológica, intentada conscien­ temente a la consecución de un fin determinado por jetivámente. conducentes a obtenerlo. Guando el fin al que se tiende no es único sino que está compuesto de varios objetivos concurren­ tes o en conflicto, el agente racional los acepta como manifestación de deseos meramente subjetivos, ordenándolos en una escala de ur­ gencia relativa y los satisface precisamente en ese orden, de acuerdo con el principio de la utilidad marginal. Las acciones de este tipo estan

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comportamiento de los objetos o personas: que pueblan el mundo que le rodea. Sus fines dados y su experiencia ele los objetos y las per­ sonas le proporciona los datos a partir: de los cuales el agente deduce las consecuencias relevantes Dará sus tica del agente zweckmtional está, por tanto, característicamente cada hacia el futuro e implica el cálculo de la probabilidad y la utili­ dad de los efectos de sus acciones. En razón de la evidencia objetiva de la adecuación de los medios a los fines, Weber cree que esas accio­ nes son inteligibles, en grado máximo. El segundo tipo de acción es la orientada, esto es, la acción determinada por la creencia en el valor propio y —-en el límite—- absolutode una (norma tener en cuenta las consecuencias. Obra así el agente que es movido a actuar por sentido del deber, por ejemplo, en cumplimiento de una promesa. En estos casos la norma formula al agente un imperativo que le ordena realizar una acción particular. La. deliberación que el agente lleva a cabo es, desde un punto de vista Formal, un razona­ miento deductivo que le permite extraer conclusiones prácticas de premisas deónticas de moda lógicamente coherente. Mientras más absoluta y menos sujeta a compromisos se considere la norma en cuestión, menor será la atención que se preste a las posibles conse­ cuencias de ponerla en práctica. No sorprende por tanto que las ac­ ciones inspiradas por normas y valores aparezcan como desde el punto de vista de la racionalidad teleológica. ' Se entiende entonces que la noción misma de racionalidad esté vinculada a la de utilidad y que ésta a su vez parezca ofrecer la clave para entender las acciones humanas. De hecho, la moderna teoría de la elección racional es en gran medida deudora de la tradición conse­ j a y, mas espeemeamente, utilitarista en En.las líneas que siguen se pretende ofrecer un somero esbozo de la historia y la función de la noción de utilidad en la explicación y jus­ tificación de la acción humana.

Aunque el término «utilidad», en su uso filosófico reciente, se que se remonta asocie a Bentham o incluso a Hume, hay que recordar que ambos heredan un término qué posee un antiguo abolengo latino y una larga ria en la filosofía occidental. Tanto el adjetivo Milis, titile como el deverbal utilitas y el yerbo utor pertenecen al campo semántico quejiér ninca lo que es en general beneficioso, ventajoso, adecuado, etc. para 1 uien en particular o para la cosa pública. Es significativo que en el ámbito jurídico se califiquen de útiles precisamente aquellas actiones, i, o judtcia que es preciso rundamentar en pnnisticia oor no existir una expresa / muy pronto el uso común };r introdujo importantes matices en ia identificación genenca de lo bueno con lo útil, distinguiendo el propio bomim titile del ba­ ile, con lo que se reconocía la evidencia de que algunas acciones cuyas consecuencias son sin duda benenciosas para alguien —como, por ejemplo, la extracción de un diente enfermo— pueden no ser placenteras, aunque toaos convienen racionalmente en que en tales casos el placer debe ceder ante la utilidad, aun estando de acuer­ do con la observación de Horacio, según la cual omne tulitpimctum Pero de mayor interés para la ética es el hecho de que la conve­ niencia, la oportunidad, la ventaja y, en definitiva, la utilidad pueden entrar en conmcto —y ae necno ocurre asi en muenos casos— con la moralidad o la justicia, con aquello que los romanos designaban con términos tales como bonestum, dcconim ü ojficmmiXo correcto, lo justo, lo que ha de hacerse, lo debido. Para estos casos el propio Ho­ racio no tiene quiera puede suscribir las palabras de Gauthier cuando afirma que «lo correcto y lo incorrecto integran el ámbito de la moralidad, y lo que es bueno o malo para uno integran el ámbito del propio in­ terés [...] pero la mayoría de nosotros descubrimos que las exigencias de la moralidad son inconsistentes con los dictados del propio inte­ rés»13. En el núcleo mismo de la filosofía moral, desde Sócrates hasta

11 Horacio, Árspoética, 343. 12 Horado, Carmen stis.cularc> 4, 9, 4 l . 13 Gauthier,-1970, 2-3.

n u e stro s días, anida la perenne a g r ió n de cómo argumentar de for­ ma c o n v in c e n te sobre lo que es racional hacer cuando la moralidad e n tra e n c o n flic to c o n la u tilid a d , so b re la p o s ib ilid a d d e c o n c ilia r e

deber y el interés, la prudencia y la Hume afirma que «todo lo que es valioso de cualquier forma se clasifica naturalmente bajo la división entre lo útil y lo agradable, lo titile y lo dulce . La utilidad es el fundamento de la parte principal de la moral, que tiene una referencia a la humanidad y a mos»H y por tanto la razón es necesaria «para instruirnos en la ten­ dencia de las cualidades y las acciones y para señalar sus consecuen­ cias beneficiosas para la sociedad y para su poseedor»15. En cuanto ai conflicto entre deber y utilidad, afirma que «[ninguna] teoría de la servir para un proposito uta si todo detalle, que todos los deberes que recomienda representan tam­ bién el verdadero interés de cada individuo»1y Si es así, entonces te­ nemos una obligación interesada hacia la virtud, y debemos recono­ cer que «no existe en ningún caso, con la vista puesta en el propio interés, el menor pretexto para preferir [el vicio] a la virtud; excepto, tal vez, en el caso de la justicia, en el que a alguien, mirando las cosas cierta perspectiva, podría parecerie que a menucio saie per cado»17. La única molestia que nos exige la moralidad es «la de un cálculo exacto y una preferencia constante de la mayor felicidad»18. Para Bentham utilidad significa básicamente placer y éste, a su vez, es al mismo tiempo el último fin y el motivo de las acciones manas. La utilidad es definida como «aquella propiedad de cualquier objeto por la que éste tiende a producir beneficio, ventaja, placer; bien, o felicidad [...] a la parte cuyo interés se considera». El Principio de Utilidad aprueba o desaprueba cualquier acción de acuerdo con la tendencia que parezca tener a aumentar o disminuir la felicidad de la parte cuyo interés está en cuestión». Las acciones son, pues, das a parte ante en función de la cantidad de utilidad que prometen, esto es, de los estados mentales que se prevé resultarán de ellas. Como hicieron observar Hollis y Sugden,

14 Hume, Enquhy eonccrviiig the Principies o f Moráis, ecL Paul Niddítch, Cla­ ren don Press, 1975, 188. 15 ídem, 234. 16 ídem v 228. ¡/ Ídem» 232. 5S Ídem, 228. 19 Bentham» An bnmxhiction to the Principies o f Moráis and Legislativa, Clarendon Press, 1996, g. 1.

Para B entham es racional hacer lo que m axim ice la felicidad a lo largo del resto de la propia vida, aun en el caso de que los de­ seos presentes ap u n ten en una dirección diferente. En esa m ism a m edida la razón puede d o m in ar la pasión aunque sólo con el prou n balance global superior de ^beneficio, ven ta­ ja, placer, bien o felicidad; >>2 0 ;

El hecho mismo de que Bendiam crea que «todas estas cosas vie­ nen a ser lo mismo» evidencian que él «concibe la utilidad como una cualidad ‘ percha5que todas las acciones poseen, que puede ser medi­ da de forma unitaria y que las cantidades de placer pueden ser suma­ das. En consecuencia, todo problema de elección racional se convier­ te en un ejercicio de maximízación». La idea de que la racionalidad exige la maximización de la utilidad recibió un alto grado de refinamiento matemático con el desarrollo de la teoría de la utilidad mar­ ginal y la aplicación de las matemáticas del cálculo21. 5 Este sentido ampliado de utilidad representó un claro avance so­ bre sus formulaciones previas. Hasta entonces la utilidad había sido concebida como una medida subjetiva de la intensidad de una sensa­ ción, de modo que, por ejemplo, de un objeto cuyo valor pudiese ci­ frarse en 40 «útiles» cabría decir que proporcionaba «el doble de pla­ cer» que otro valorado en 20 «útiles». Esta forma de concebir la utilidad había sido tempranamente criticada por su subjetividad y por la dificultad —-cuando no imposibilidad— de cuantificarla. Pronto se desarrollaría una estrategia alternativa de análisis capaz de cumplir los mismos objetivos sin cargarse de tantos supuestos. Un primer paso en la evolución de la noción de utilidad fue el intento de su identificación con «placer», «felicidad» o cualquier otra desarrollo de la teoría económica en el siglo xix se vio fuerte­ mente influido por la doctrina utilitarista, en especial a través de las y, sobre todo, Sidgwick. Ambos filósofos albergaban se­ rias dudas sobre la posibilidad de construir un procedimiento satis­ factorio para ordenar las alternativas abiertas a la elección que permi­ tiese identificar la que produciría el mayor bienestar global. Además, 20 Hollis y Sugden, 1993, 4-5. 25 Hollis y Sugden, 1993> 5.

U t í UQAX? y DISUXILIDADES D£ LA NOCION DE ULÍLiDAD

cualquier cálculo utilitarista debería ser capaz de determinar con e x a c titu d cómo han de asignarse a cada alternativa tanto las utilida­ des como las probabilidades de forma no Sidgwick sistematizó en 1874 una teoría decididamente utilitariso f EthicP's considerada ñor muchos como la obra ta en ética- más significativa escrita en inglés en el siglo xrx, Sólo tres años más tarde el economista mente profesaba su gran esuma intelectual por oiagwick, publico un libro titulado de forma intencionada New and OídMethods ofEthicP

Mathematical Psyt matemáticos destinados a formular y poner a prueba la teoría utilita­ rista de la maximización cuyo propósito era lograr la distribución óp­ tima de felicidad y utilidad. Para ello intentó fijar el significado de y .• 1 |« • 1 1 I ... « >•"••• / Y f .................. ' ■ ——— •~.os de la junción En vez de dar por sentada la existencia de un objetivo do que los buscadores de utilidad intentarían alcanzar, Edgeworth. ini ------- c — - :t! 1•J llamadas ~ '* de indiferencia cada una de las cuales representaría conjuntos de bie­ nes de igual interés para un agente y entre los cuales sería por tanto indiferente. Una curva de indiferencia.se sitúa en un espacio bidimensional definido por artículos, y bienes, Si, por razones de simplique un agente tiene que elegir les conjuntos de bienes, será indiferente entre ellos en tanto esté a uesto a cambiar la misma cantidad de, por ejemplo, dinero por cualquier conjunto situado en la curva. Cada punto de la curva re­ presenta el compromiso subjetivo del agente entre las dos conjuntos —cuánto más de uno de ellos ha de obtener para compensar la pér­ dida de una determinada cantidad del otro. La típica curva de indi­ ferencia ^-—pendiente de izquierda a derecha y convexa de las coordenadas-— refleja no sólo el hecho de que el agente no pre­ fiere ningún punto a otro, sino la ratio de las utilidades marginales de los dos conjuntos de bienes. El origen de la noción de utilidad marginal se remonta a los tem­ pranos intentos de explicar las aparentes paradojas que suscitaba el contraste entre la utilidad «objetiva)) del pan o el agua por una parte y del jade o los diamantes por otra, y su valor en el intercambio. Adam reconocía .dos significados diferentes del término «valor» r

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22 Reimpresión en Hackett, 19 8 1. 23 Parker, 1877. 2Í Kegan Paul, 1881.

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en algunos casos expresába la utilidad de algún objeto particular para un propósito determinado—:su «valor de uso»— y otras, por el con­ trario, expresaba el poder que dicho objeto confería a su poseedor para uirir otros bienes—su «valor de cambio». Y este es el hecho bien conocido que suscita la mencionada paradoja: cosas que tienen un eleuso a menucio tienen un escaso o agua es sumamente útil tiene escaso o cosas oueden adouirirse con Smith vio la paradoja aunque no fue capaz de resolverla. Su so­ lución tuyo que esperar a la. llamada «revolución marginalista» lleva­ da a cabo en el último tercio del siglo x j x , especialmente por econo­ mistas tales como William Jevons, Cari Menger o Léon Walras. Todos ellos hicieron hincapié en el hecho de que no era la utilidad toM ía que había de tomarse en cuanta, sino sólo la utilidad marginal de las últimas unidades de agua o diamantes. Diferentes términos nuevo concepto, como «grado final de uti» o «específica», «eficiencia marginal», «demarginal»* «Grenznutzen», «Werth der letzten Atóme», «rareté» u «ofelimidad», pero la cosa misma no variaba: la utilidad o beneficio para un consumidor de una unidad adicional de un pro­ ducto es inversamente proporcional al número de unidades de ese producto que ya posee, porque la utilidad marginal de cualquier bien e con su incremento. La utilidad marginal es el incremento D' de la compra de una unidad de un bien. Los teóricos en lo sucesivo llamados marginalistas centraron su análisis en la conducta de los consumidores en­ frentada a la elección entre incrementos de bienes y reemplazaron la teoría del valor basada en el trabajo por la teoría del valor basada la utilidad mar Teóricamente hablando, por cada punto del espació definido por los bienes y los precios pasa una curva de indiferencia y en conse­ cuencia, existen diversas curvas de indiferencia. Estas son análogas a las curvas de nivel en un mapa de relieve, en dos sentidos: cada cur­ va representa un loáis de combinaciones que el agente considera igualmente deseables, pero representan asimismo valores de «altitud» a 10 iargo del agente entre bienes que le ofrecen grados de utilidad. El conjun­ to de curvas de indiferencia es llamado un mapa de indiferencia, que se limita a reflejar las posibilidades disponibles y el orden de preferen25 Ada ni Smith, The Wealth o f Nations, Bk I, Ch. IV. Ed. Edwin Cannan, The University o f Chicago Press, 1976, 32-33.

LTDAD Y DIS U T í IID A D ES D E l A N G C 1 0 N DE UTILIDAD

das que de hecho tiene el agente indicando qué punto es preferido a otra, pero no en que meaiaa es prerencio. uacio u n vas de indiferencia es posible asignar un índice n u m é r i c o a c a d a una y podemos h a b l a r de tales í n d i c e s : como índices de u t i l i d a d . La fun­ ción que describe el espacio cubierto por todas las curvas de i n d i f e ­ rencia que tiene el agente es la función de utilidad de ese agente, y esa es la función que el agente intenta maximizar dentro de determina­ das restricciones. Dos típicas restricciones son los precios dé los bienes y el prestípuesto del consumidor. Si se introduce en él diagrama una línea precio o de presupuesto que represente todas las combinaciones po­ sibles de bienes que un consumidor puede permitirse comprar a pre­ cios dados es posible analizar directamente la decisión del compra­ dor. Hay un punto de tangencia entre la línea de precios y una curva de indiferencia en el que el consumidor alcanza su curva de i renda más alta; este es, por tanto, el punto óptimo para él, dado su patrón de gustos tal como lo jiiUéstran las formas de sus curvas de in­ diferencia, Esta es la solución del problema de elección—explica, en principio, la decisión de compra del consumidor sobre la base de sus preferencias dadas, sin presuponer nada acerca de grados de utili mensurable. La conducta del agente puede entonces set como maximizadora de la En un desarrollo ulterior dé la noción de curvas de indiferencia intentó lógico sobré la naturaleza de la utilidad, al tiempo que retenía la es­ tructura formal dé la teoría utilitarista, con el propósito de «blan­ quear» la noción de utilidad de todo contenido psicológico. Pareto demostró asimismo las condiciones en las cuales, en una determina­ da situación de interacción, ninguno de los participantes puede me­ jorar su suerte sin empeorar la de algún otro, como optimalidad dé Pareto, tiene gran interés para poner de manifiesto los impasses y atolladeros de la cooperación entre agentes racionales tal como los define la teoría estándar. Una teoría de la decisión basada en la utilidad está estrechamen­ te relacionada con una teoría de la probabilidad réquerida para calcaconsecuencias esperadas cíe las acciones; preferencias son habitualmente estudiadas eü íntima conexión con las nociones de u tilidad y de probabilidad y en la clásica formulación de G. H. von Wright

20 Hollis 7 Sugden,

1993,5-6.

las relaciones entre los tres conceptos constituyen en sí mismas un problem a del m ayor interés. Puede em plearse una n oción de pre­ ferencia para d efin ir una n oción de igual pro bab i íi dad s u bj a i va. A su vez, estas nociones de preferencia y equiprobabilidad pueden entonces usarse p ara definir una noción m étrica de utilidad. En térm inos de preferencia y de utilidad, finalm ente, puede definirse la noción de un grado arbitrario de probabilidad2 .

; en Truth and.Probability28 demostró un teorema tanto cualitativas como cuantitativas que resultan plenamente tes con las propias preferencias cualitativas entre tales alternativas. La obra de Ramsey y de sus sucesores, en especial Leonard Savage29, se consolida en la moderna teoría bayesiana de la decisión, que propor­ ciona una precisa explicación de cómo elegir de forma que se maximi ce la utilidad esperada. principio de la utilidad marginal decreciente preparó el cami­ no para las teorías de la Utilidad Subjetiva Esperada, de entre las cua­ les la más conocida es la propuesta por John von Neumann y Oskar enstern en i neory oj Ajames ana -:iiconomic Dwaviour •— uno de ios pilares del moderno análisis de la conducta racional, y cuya po­ tencialidad como «herramienta para el filósofo moral» fue pronto apreciada por la obra pionera de Richard Braithwaite, Theory o f Ca­ rnes as a Tool for the MoralPhilosoühei01. Estas teorías describen cómo se comportaría un agente si se atuviera a ciertas exigencias o supuestos explícitos de la torna de decisiones llamados axiomas de la decisión racional, Una persona maximizaría su utilidad subjetiva esperada si y sólo si tales axiomas no son vio lados, De cuanto llevamos dicho se evidencia que la noción de utilidad ha evolucionado hasta convertirse en un concepto muy abstracto: prácticamente cualquier «bien» puede incluirse como argumento de una función de utilidad. Por tanto, diferentes conjuntos de bienes, integrados por cualquier cosa que el agente pueda desear, pueden in­ tercambiarse a lo largo de la misma curva de indiferencia. Si es así, puede decirse que todos los conjuntos valen la misma cantidad de-al­ gún bien, que a efectos: económicos se identifica con el dinero, aun­

27 Wriglu, 1963, 16-17.

Harcourt Braee, 1926. 29 T h e F o u m in tió n s o fS t¿ u k ííes , jo h n Wiley, 1954.

30 Princeton, University Press, 1944. 31 Catnh ri dge, Ú n ivers ity P ress, 1953.

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que no necesariamente ni en todos los casos haya de ser así. Como ío expresa Mises de forma tajante: todos los valores humanos se ofrecen a la opción. Todos los me­ dios y todos los fines, tanto materiales como ideales, los sublimes y los abyectos, los nobles y los innobles, se alinean en una misma fila y se someten a una decisión que elige uno y descarta otro. Nada de cuanto los hombres se proponen obtener o evitar queda fuera de esa disposición en una escala única de gradación y prefe­ rencia32.

En tiempos recientes las líneas de análisis del concepto de uáli dad antes esbozadas han convergido en una poderosa teoría mente ligada al enfoque económico de la conducta humana. La co­ nocida como teoría de la elección racmial «se sitúa en el núcleo mismo de la teoría económica y se ha generalizado en sión y de juegos»33. La teoría viene a actuar como un tire la filosofía moral y la economía, y ofrece una importante tiva sobre la naturaleza de la racionalidad práctica, la < fundamentalmente por su ca son racionales si so n - -... ras de la utilidad. Pero la utilidad misma no es un objeto A...«. . . de elección, sino más bien un simplemente indicar cómo las diferentes alternativas son por un agente, una nes de preferencia.. La teoría general de la elección y la preferencia va más allá del horizonte que definía el ámbito de los problemas de la economía tal como lo acotaron los economistas desde Cantillon, Hume y Adam Smith hasta John Stuart MilL Es más que una teoría del «lado económicos y de la lucha del hombre por conseguir bienes y la mejora de su bienestar material. Es la ciencia de toda clase de acciones ñas— la praxeologia. La elección determina todas las decisiones humanas . 32 Mises, 1996, 3Gaudiier, 1986, 8. 34 Mises, 1996, 3.

En un sentido trivial e intuitivo, la acción puede ser descrita como el resultado de lo que uno quiere dentro de los límites de lo que uno puede o, alternativamente, como los que es factible de entre todo lo que uno quiere. La teoría de la elección racional es mucho más precisa cuando define la conducta racional como «la elección en­ tre fines alternativos sobre la base de un conjunto dado de preferen­ cias y un conjunto dado de oportunidades (es decir, un conjunto dado de alternativas disponibles). La renuncia a esos fines alternati­ vos es el coste de oportunidad de la búsqueda de este fin particu­ lar»35. El coste de una linca particular de actuación es entonces equi­ valente al valor de la alternativa de la que se prescinde. Todas y cada una de las acciones es costosa y, en esto Mil ton medirían ciertamen­ te tenía razón: there is no such thing as a fi'ee lunclr*6 —las comidas no existen. La escasez de recursos en el sentido más amplio del término, y el carácter potencialmente ilimitado de los deseos —ese innegables del mundo tal como lo conocemos. No sólo los recursos materiales sino incluso los inmateriales como el tiempo o el amor38 son escasos en un sentido absoluto, pero a los eco­ nomistas en general y los teóricos de la elección racional en particusu escasez relativa para sus usos consecuencia, lá acción es vista como la resultante de lo que «dos operaciones sucesivas de filtrado», que determi­ nan lo que la gente puede y quiere hacer. Adviértase de paso que la elección de un término tomado del vocabulario de la física no es una mera opción retórica39. El primer filtro está formado por todas las restricciones—físicas, económicas, legales, psicológicas, etc.— a las que el agente se enfrenta. Las acciones consistentes con esas resttic$\xconjunto de oportunidades. El segundo filtro contie ne el mecanismo que determina qué acción dentro del conjunto de oportunidades será efectivamente ejecutada de acuerdo con lo que el agente desea. La racionalidad del agente se revela en la elección que ha de hacer entre lineas de actuación deseadas pero alternativas, Ele­ gir implica comparar y ordenar, es decir preferir. La teoría muestra que «si las preferencias de una persona determinada satisfacen ciertos 35

36 Opcn Court, 1975. Tilomas Hobbes, Leviathan, c, XI. 38 üuenanan y . 39

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axiomas de consistencia 7 de continuidad, entonces estas preferencias

pueden ser representadas por una función de utilidad bien definida y continua. Consiguientemente, para dicha persona, la conducta racio­ nal (...) equivaldrá a la maximización ele la utilidad»40. Ésta es la razón por la que en la teoría de la elección racional los agentes son considerados básicamente como electores (choosers), es. de­ cir, como seres que poseen metas y preferencias y que se enfrentan a líneas de actuación factibles pero alternativas, entre las cuales de he­ cho eligen —o deberían elegir-, ó su conducta puede interpretarse como si eligiesen'— aquella que maximiza su utuiaaa esperaaa. i.omo tales, se presupone que los agentes racionales se entregan, explícita o implícitamente, al tipo de cálculos que pertenecen a la racionalidad en sentido estricto* Son idealmente concebidos como pro; lineales que se afanan en la solución del tipo de problemas en los que ha de hallarse el máximo (o mínimo) de una función d conjunto de restricciones. David Gauthier lo afirma taxativamente: ^

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8 Hay q u e tener muy presente esta condición del dilema al valorar los intentos teóricos de escapar a una conclusión tan paradójica. La experiencia muestra que en situaciones «parecidas» las personas 'rincipios, respetan los acuerdos, cumplen las promesas, rma altruista y cooperan espontáneamente, es decir: ac­ túan moralmente y, como afirma Sen, «suspenden los cálculos estre^| ^

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Aquiles alcanza a la Tortuga. Pero los agentes morales n ó son raciona­ les en el sentido estricto en el que el consecuencialismo entiende la racionauaacr . rarece Parece eviucnie que si nerse de acuerdo y fiarse cada uno de que el otro cumpliría lo acor­ dado y ambos efectivamente lo hubieran cuín un resultado mejor para ambos, Pero si cumpí su orden de preferencias sería otro y en consecuencia no se encontraun rían por una situación típica de caer en lo que cho mismo de tener tales preíerencias les Hollis llama «la trampa de Leviatán»51 y, gracias a ello mas que ver el dilema logran disolverlo en la práctica. Pero si los hombres fue­ ran por naturaleza, o se hubieran hallado en algún momento en el es­ tado de naturaleza, de la manera descrita por Hobbes, la teoría habría predicho que jamás alcanzarían el estado presente. En éste sentido, y en la medida que es la conclusión ultima de los adornas de la racio­ nalidad práctica que definen la teoría de la elección racional el dile­ ma es inmune a la refutación empírica. En términos estrictamente teóricos no hay salida del dilema. Y, en la práctica, quien haya caído en la trampa puede lasciare ogni speranza: la atracción gravitatoria del dilema es tal que, como un agujero negro, no deja escapar nada de lo que cae en él, ni siquiera la luz de la razón. Se ha sugerido que el concepto de utilidad que emplea la Teoría no carece de contenido sustantivo, .los com promisos ontológicos de su modelo de razonamiento práctico exclu­ ye otros tipos de razones para actuar qué no estén exclusivamente orientados a resultados, como serían las normas v los principios52. 49 50 ^ 52

Sen, 1986, 69-70. CFr. Parfit, 19 8 1, 14. Hollis, 1 9 8 8 ,3 6 . Sobre este aspecto particular cfn

Pero esta exclusión no sólo no está suficientemen te jus ti fi cada, sino que 110 refleja adecuadamente importantes características de la racio­ nalidad práctica en general y de la moral en particular. En su mo­ mento fue necesario llevar a cabo una profunda revisión de Jos su­ puestos de la teoría pata salvar el hiato entre las elecciones paramétricas y estratégicas, sin solución real de continuidad dentro de un universo único y homogéneo de la racionalidad práctica. Pero lo que ahora parece necesario es comenzar por reconocer que la tajante dicotomía entre los dos tipos de acción racional establecida por Weber y tantos otros ha dejado de ser sostenible. La noción utilitarista de utilidad, que tanto rendimiento ha proporcionado a la explicación y justificación de la racionalidad práctica, ha de ser profundamente revisado por razones de utilidad.

B evir, M ,, «Sidney W eb b : U tilitarianism , P o sitm sm , and Social D em ocracy», Journal ofM odern History, 7 4 , 2 0 0 2 . Buchanan, J. y T u llo c k , G ., The Calculas ofConsent,

úiy Press, 1977. ;e U niversity Press, G a u t h ie r , D ., Morality and Rational S elf ínteres t.; Prentiee-H all, 1 9 7 0 .

Los métodos y estratagemas empleadas por un agente raciond solo pueden juzgarse como irracionales si se identifica lo racio­ nal con lo cognitivo. El ejemplo del amante desdeñado arroja dudas sobre esa identificación. Estas conclusiones no cuestionan la definición de racionalidad de la que hemos partido. Antes ai contrario, creo que la refuerzan en .os siguientes aspectos: ♦ Una acción es racional si maximiza la utilidad del agente. Apli­ cado a las acciones «racional» no eciuivale a ,«r~— La utilidad es una medida establecida sobre las preferencias. Las son racionales si cumplen determinadas condicio­ nes, entre ellas la condición material de ser acordes con los he­ chos. Pero no puede olvidare qué son tina valoración de los he­ chos. Y es más que discutible que pueda hablarse de valoraciones racionales, a menos que estemos-dispuestos a hablar de cosas va­ liosas en sí mismas. El elemento cognitivo sirve pata calibrar la racionalidad de las preferencias, pero no la determina107. 9 Un agente es racional si sus acciones son Algunos individuos tienen tes, incluso abominables108. Pero si, una vez conocidos todos los he­ chos relevantes, ellos siguen dando por buenas sus preferencias y ac­ tuando en consecuencia, podemos hacer algunas cosas para intentar que cambien de preferencias. Podemos aplicarles ciertos calificativos. ser imprudentes, insensibles y, en ciertos casos, Pero no Otros individuos tienen preferencias que preferirían no tener. Podemos suponer que se trata de casos en los que tales preferencias se avienen mal con el resto de sus preferencias. En este sentido, pode­ mos decir que son preferencias irracionales. Un individuo racional, si cree que la utilidad esperada de eliminarlas es mayor que el coste de 106 Desarrollar este punro merece toda una investigación aparte. En este senti­ do, puede leerse el sugerente articulo de Arpaly, 2000. '' Esto se admite dentro de la teoría planteada por Brandt, tal como se estable­ ce claramente en el párrafo introductorio de Brandt, 1998. 108 Ver el ejemplo de la anoréxica idealizada en Gibbard, 1990, 165 V sigs.

la lucha, empleara todos los medios a su alcance. Si no lo consigue, no es irracional, salvo que hubiera calculado mal la utilidad esperada. Otros tienen preferencias que preferirían no tener en un sentido distinto. Por ejemplo, es posible que crean que, de no tenerlas, su vida sería más feliz dado que son preferencias que no puede satisfacer, al menos sin grandes sacrificios. Pero involucran tanto su personali­ dad que no podría deshacerse de ellas sin dejar de ser el mismo. Qui­ zá ellos mismos sean responsables de haber adquirido esas preferen­ cias, En el mismo sentido que en el caso anterior, puede haber sido irracional. O sólo ha tenido mala suerte. Puede quizá embarcarse en un largo camino de transformación. O puede decir «ése soy yo» . No estoy segura de lo que haría un indi vid[no racional, pero no creo que el concepto de racionalidad sea el único aplicable para estos casos, A veces, cuando está entre sufrir los golpes y dardos de la insultante for­ tuna o tomar las armas contra un piélago de calamidades, la pregun­ ta pertinente no es ¿qué es lo más racional? Sino ¿qué es lo más elevado para el espíritu?

Akpaly, N., «On Acting against Ones Best Judgement», Eihics, 110, 2000.. Brandt, R. B. (1959), Teoría Ética, Madrid, Alianza. Editorial, 1982. — A Theory ofthe Good and the Righv, Oxford, Claren don Press, 1979. — Facts, Valúes and Monility} Cambridge, Cambridge Urxiversity Press, «The Rational Criticisni of Preferences» en C. Fehige y U. Wessels, 1998. [Traducido al castellano en el capítulo 2 del presente volumen], ;ter, J., Ulysses and the Sirens, Cambridge, Cambridge University Press, Fehige, C y W essels, U. (eds.), Preferences, Berlín, W de G, 1998. G íbbard, A., Wise Chotee, Apt Feelings, Oxford, Clarendon Press, 1990.

and Preferability» en C. Fehige y U. Wessels, 1998. Hampton, J. E., The Authority o f Reason, Cambridge, Cambridge Univer­ sity Press, 1998. Harsanyi, J. C., Essays on Ethicsy Social Behaviour andSciemificExpLrnaiion, Dordrecht-Holland, D . Reídel Publishing Company, 1976. — «M orality and the Theory o í Rational Behaviour», Social Research 44, 1977. [Traducido al castellano en el capítulo 4 del presente volumen. M íllguam , E.5 «Decidíng to Desi re» en C. Fehige y U. Wessels, 1998. Parfit, D., Reasons and Persons, Oxford, Oxford University Press, 1986. Ros ATI, C. S., «Brandt s No ti on ofTherapeutic Agency», Ethicsy 110, 2000. Sen, A. y W illiam s, B., Utilitarianism and Beyond\ Cambridge University Press, 1982.

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Fehige v U. Wessels, 1998 W e b e r , M /(1922), W i l l a s c h e k , M,, «Agency, y U> Wessels, 1998. Wileiams, B., M

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1. ANTECEDENTES HISTÓRICOS La teoría ética que describiré en este artículo se basa en rrientes intelectuales de filosofía moral tradicionalmente muy respe­ tadas. Asimismo utiliza de forma básica un gran logro Intelectual de origen más reciente como es la teoría bayesiana de la conducta racio­ nal bajo riesgo e meertidumbre. Una délas tres tradiciones morales con la que estoy en deuda es la que parte de Adam Smith, autor que igualó el puntd de vista mo­ ral con el de un espectador (u observador) imparcial y simpatético (A. Smith, 1976). En cualquier situación í tenderá a juzgar los diferentes aspectos desde su punto de vista par­ cial, pensando en sí mismo, de forma sesgada por las emociones y posiblemente solo escuchando a una de las partes. Por el contrario, si alguien desea evaluar la .situación desde un punto de vista moral en razón de algún criterio de justicia o equidad, esto equivaldrá a juzgarla desde el punto de vista de un observador imparcial, pero humano y simpatético. Quizá sea interesante hacer notar que los es* Social Research, 44 (4), 1977 (reimpr. en A. Sen. y B. Williams [eds.], Utilitarianism and beyond, Cambridge U.-R, 1982). Traducción de Damián Salceda.

tudios psicológicos modernos sobre el desarrollo de las ideas mora­ les en los niños han llegado a un modelo muy parecido de juicio ;et, Otra tradición intelectual que me ha sido útil es la que parte de Kant. Kant sostuvo que se pueden distinguir las reglas morales de otras reglas de conducta por ciertos criterios formales y, en particular, por el criterio de la universalidad (que también se puede como un criterio de reciprocidad) (I. Kant, 1785)» Por ejemplo, si creo realmente que los demás me han de devolver el dinero que les he prestado, entonces he de admitir que yo tengo la misma obligación de devolverles el dinero que me han. prestado en circunstancias simi­ lares. Así, desde el punto de vista del contenido ético, el principio de universalidad de Kant dice casi lo mismo que la regla de oro de la Bi­ blia: «Trata a los demás como desearías que te trataran,» Entre los au­ tores contemporáneos el filósofo moral de Oxford Haré ha defendi­ do una teoría moral que se basa en la exigencia de universalidad «universalización») Sin embargo, mi mayor deuda intelectual la tengo con la tradi­ ción utilitarista de Bentham, J. St. Mili, Sidgwick y Edgeworth, los cuales hicieron de la maxi mización de la utilidad social el criterio bá­ sico de la moral —definiendo la utilidad social ya sea como la suma o bien como la media aritmética de los niveles de utilidad de todos los individuos de la sociedad (J. Bentham, 1948; J. St. Mili, 1962; H. Sidgwick, 1962; E Y. Edgeworth, 1881). (Lo que estos utilitaris­ tas clásicos llamaban la «utilidad social» hoy a menudo se lo denomi­ na en la moderna economía del bienestar como «función de bienes­ tar social». Pero en muchos casos el término «función de bienestar social» se utiliza ahora en un sentido menos específico que no tiene connotaciones utilitaristas.) Aunque muchos detalles de la concepción utilitarista clásica, hojr ya no son aceptables, no hemos de desechar los principios morales y políticos básicos por los que lucharon. Esencialmente, tanto en ética como en política, lucharon en favor de la razón y en contra de la mera tradición, del dogmatismo y de los intereses personales. En el ámbito político, concibieron la idea revolucionaria de juzgar las ins­ tituciones sociales existentes según un test imparcial y racional, el de la utilidad social; y cuando sintieron que esas instituciones no logra­ ban pasar el test, no dudaron en denunciarlas sin medias tintas. Del mismo modo, en el ámbito ético, propusieron someter todas las re­ glas morales aceptadas a test de racionalidad y utilidad social. Sus principales oponentes en filosofía moral fueron los intuicionistas, quienes sostenían que podemos descubrir las reglas morales

básicas por intuición directa, lo cual naturalmente hace que la evalua­ ción moral de tales reglas sea algo imposible y a la vez innecesario. Aparentemente, tales filósofos intuicionistas no se sintieron particu­ larmente perplejos por el hecho empírico conocido de que las intui­ ciones morales de las personas parecen depender en muy gran medi­ da de los accidentes de su educación y, especialmente, del accidente en una sociedad en lugar ae en otra. Aunque existie­ ran notables excepciones, la mayoría de las personas que nacieron, en una sociedad guerrera de castas sostuvieron siempre que había una «intuición moral» clara que justificaba completamente las prácticas sociales de tales socieda­ des. Los utilitaristas lucharon en contra de esta aceptación irreflexiva de las prácticas sociales, insistiendo en someter todas las creencias morales a un test racional* En nuestra época han desaparecido en gran medida estas formas toscas de oscurantismo ético. Pero, creo, continúa siendo cierto que k versión moderna del utilitarismo clásico es la única teoría ética que cumple de forma consistente con el principio de que los asuntos mo­ rales tienen que decidirse por test racionales y con el de que la con­ ducta moral es una forma especial de conducta racional. Pienso que es fácil mostrar que todas las teorías de la moral que no son utilitaristas — incluidas la muy influyente de J. Rawls y algunas otras (J. Rawls, 1971; para una crítica minuciosa de la teoría de Rawls, cfr. Harsanyi, 1975a. Para una discusión de algunas otras teo­ rías que no son utilitaristas, cfr. Harsanyi, 1975c)— en un punto u otro implican alguna elección moral irracional y se apartan de un modo importante de la búsqueda racional de los intereses humanos y de los de la común humanidad, lo cual en mi opinión es la pura esencia de la moral. Sin embargo, y a pesar de sus importantes logros intelectuales, el utilitarismo' clásico estaba sujeto a algunas objeciones esenciales. Quien dio el paso más importante hacia la resolución dé la nn^oría de estos problemas fue un amigo de Keynes, el economista de Oxford Harrod (1936), quien fue el primero en señalar las ventajas del utili­ tarismo dé la regla sobre elunitarismo é ú mtü, tr o q u e él no utiliza­ ra esta terminología. Los términos «utilitarismo del acto» y «utilitaris­ mo de la regla» los introdujo Brandt (1959).) El utilitarismo del acto es la concepción de que se ha de juzgar cada acto individual directa­ mente según el criterio utilitarista. De modo que un acto te correcto es aquél que, en la situación en la que el actor realmente está, maximizará la utilidad social. Por el contrario, el utilitarismo de la regla es la concepción de que el criterio utilitarista se ha de aplicar,

en primer lugar, no a los actos individuales, sino a las reglas básicas ge­ nerales que rigen tales actos. De modo que un acto moralmente co­ rrecto es aquél q m se ajusta a la regla moral correcta aplicable a ese tipo desituación, mientras que una regía moral correcta es aquella re­ lia de conducta particular que maximizaría la utilidad social si todos la siguieran en todas las situaciones de ese tipo En la sección 9 discutiré las implicaciones morales de estas dos versiones de la teoría utilitarista. Argumentaré qué sólo el utilitaris­ mo de la regla puede explicar por qué una sociedad estará mejor si la conducta de las personas está limitada por un conjunto de derechos y obligaciones morales que, a excepción de que se den situaciones ex, nunca ha de ser Infringido en razón de consideraciones de mera conveniencia social. Antes del nacimiento de la teoría utilitaris­ ta de la regla, los utilitaristas no se podían defender de un modo con­ vincente de la acusación de que promovían una moral má< que permitía la violación de todos los derechos individuales y de las obligaciones institucionales en nombre de alguna utilidad social esteoría etica que propondré provie­ ne de estas tres tradiciones intelectuales: la de Adam Smith, la de .a de ia escuela utilitarista, rero no naona siao posioie unir to­ das estas piezas en una teoría intelectualmente satisfactoria antes del nacimiento —y antes de que se hiciera una amplia utilización— de la teoría moderna de la conducta racional; en particular, de la moder­ na teoría de la conducta racional bajo riesgo e incertidumbre, habi­ tualmente llamada teoría de la decisión bavesiana. La idea bavesiana de la racionalidad es un elemento crucial de mi teoría. 2. LA ÉTICA COMO RAMA DE LA TEORIA GENERAL Lo que pretendo defender es que el nacimiento de la moderna teoría de la decisión ha convertido a la ética en una parte orgánica de la teoría de la conducta racional. La idea de la conducta racional (de la racionalidad práctica) es importante en filosofía tanto por sí mis­ ma como por su vinculación con la racionalidad teórica. Representa también un papel muy importante en las ciencias sociales empíricas, en la economía, aunque también lo tiene en la cien­ cia política y en la sociología (por lo menos en las versiones más anaestas dos disciplinas). Y lo que es más importante aquí, la idea de conducta racional es el auténtico fundamento de las discipli-

ñas normativas de la teoría de la decisión, de la teoría de juegos y (como argumentaré) de la ética. La idea de conducta racional surge del hecho empírico de que la conducta humana está en una gran medida orientada hacia metas. Básicamente, la conducta racional es simplemente la conducta que persigue de modo consistente algunas metas bien definidas y las per­ sigue según un conjunto oien dérmico de preferencias y Todos sabemos que, como un asunto de evidencia empírica, in­ cluso si la conducta humana está orientada a metas, rara vez es lo su­ ficientemente consistente con sus metas y con las prioridades que asigna a las varias metas como para acercarse al ideal dé la plena ra­ cionalidad. Sin embargo, en muchos campos de la conducta huma­ na— por ejemplo, en la mayoría de las áreas de la vida económica, en áreas de la política (incluida la política internacional) y en al­ gunas otras áreas de la interacción social*— la conducta humana muestra grados suficientemente altos de racionalidad como para pro­ porcionar un grado sorprendente de capacidad explicativa y va a algunos modelos analíticos que presuponen la plena racionali­ dad. (Naturalmente, es muy posible que se lograsen teorías con una capacidad explicativa y predictiva aun mayor si pudiésemos explicar mejor los límites reales de la racionalidad humana y de la capacidad para procesar información, según la teoría de la racionalidad, limita­ da de Simón (1960).) Por lo demás, actúen o no racionalmente, las personas tienen un interés en aumentar la racionalidad de su conducta; y también lo tie­ nen en el problema conceptual relativo a qué consiste actuar de una forma plenamente racional en los distintos contextos. La tarea de las disciplinas normativas de la teoría de la decisión, la teoría de juegos y la ética consiste en ayudar a las personas a actuar de forma más racio­ nal y proporcionarles una mayor comprensión sobre lo que la racio­ nalidad es en realidad, Por razones que ahora explicaré, propongo que se considere a es­ tas tres disciplinas como partes de la misma teoría general de la con­ ducta racional. Así una parte de esta teoría general será: (1) La teoría de la conducta racional iitdividual, la cual com­ prende las teorías de la conducta racional (1 A) en condicio­ nes de certidumbre, (IB) en condiciones de riesgo (en la que las probabilidades son objetivas) y (1C) en incertidumbre (en la que algunas o todas las probabilidades son desconocidas y a veces ni siquiera pueden ser de forma objetiva).

El conjunto de (1A), (IB) y (1C) se llama a menudo teoría de la nulidad, mientras que el conjunto de (IB) y (1C) se llama teoría de la decisión. Las otras dos ramas de la teoría general de la conducta racional tratan de la conducta racional en un contexto social Son: La teoría de juegos que es una teoría sobre la interacción entre dos o más individuos, cada uno de los cuales persigue racio­ nalmente sus propios objetivos en contra de los otros indivi­ duos y quienes también persiguen de forma racional sus pro­ pios objetivos. Los objetivos de un individuo pueden ser egoístas o no, tal y como los determine su función de utilidad. (Una situación de juego no trivial puede surgir tan fácilmente entre jugadores altruistas como entre jugadores egoístas —en la medida en que los jugadores altruistas estén persiguiendo objetivos altruistas parcial o totalmente divergentes. La ética que es la teoría de la conducta racional al servicio de los intereses compartidos de la sociedad-como conjunto. a (:1), (2) y (3) como ramas de la misma disciplina Dasica por las siguientes razones: (i) Las tres disciplinas normativas utilizan esencialmente el mis­ mo método. Cada una de ellas comienza definiendo la conducta ra­ cional en su propio ámbito ya sea por un conjunto de axiomas, ya sea ,por un modelo de decisión constructivo. En cualquier caso, podemos lamar a esta definición inicial la definición primaria déla racionali­ dad para este ámbito particular. Después, a partir de esta definición primaria, cada una de ellas deriva una definición secundaria de la ra­ cionalidad, la cual es habitualmente más conveniente de lo que lo se­ ría la primaria en su forma axiomática o constructiva, tanto para las aplicaciones prácticas como para los posteriores análisis filosóficos. Por ejemplo, en el caso de (1A) la definición secundaria de racionali­ dad es la /naximizacióm de la utilidad —lo cual en muchos sentidos es una caracterización de la conducta racional en condiciones de certi­ dumbre mucho mas conveniente que la definición primaria desde el punto de vista de los axiomas usuales (las exigencias de los ordena­ mientos completos y el axioma de continuidad). En los casos de (IB) y (1C)> la definición secundaria de la racio­ nalidad es la maximización de la utilidad esperada {con pro babilidades objetivas en el caso de (IB) y con probabilidades subjetivas en el de

En el caso de la teoría, de juegos, la definición secundaria la pro­ porcionan los diversos conceptos de solución de la teoría a los juegos. Por último en el caso de la teoría ética, como veremos, la dennimoraD se hace seeún el cricion terio de la maximizacion del nivel de utilidad media de todos los indi viduos de la sociedad. Este método común que estas disciplinas normativas utilizan re­ presenta una combinación única de análisis filosóficos y de razona­ miento matemático. En cada caso, el paso de la definición primaria de la racionalidad a su definición secundaria es un problema completa­ mente matemático. Pero el descubrimiento de una definición primaria adecuada es siempre esencialmente un problema filosófico —es decir, conceptual— (con la posible excepción de (1A) en el que la dimensión filosófica del problema parece menos importante). Las personas fami­ liarizadas con la investigación en estas áreas saben que se presentan por esta mas filosóficos y matemáticos. No son áreas para las personas que prefieran las matemáticas ni para las que prefieran sólo la filosofía, (ii) Los axiomas que juegos y la ética están matemáticamente muy próximos. Las tres dis­ ciplinas se basan en propiedades matemáticas como la eficiencia* la simetría, la de evitar reservación ximizacion de las transformaciones lineales de utilidad, etc. (iii) Con todo, el vínculo más importante entre ñas consiste en la reducción —que los últimos trabajos han realizar de una forma cada Vez más práctica— de algunos problemas básicos de la teoría de juegos y de la ética, parcial o totalmente, a pro­ blemas teóricos de 3. EL MODELO DE LA EQUIPROBABILIDAD PARA LOS JUICIOS Tras estas dos secciones introductorias, me mi teoría de la moral. Lo esencial de la misma es: 0

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10y En la teoría de juegos se ha dado un paso en esta d i los de probabilidad para el análisis de juegos con información incompleta (Harsanyi, 1967-1968). Recientemente, se ha realizado una propuesta teórica para definir una solución para juegos no cooperativos (Harsanyi, 1975b). Sobre los usos de la teoría de la decisión en ética, cfr. Harsanyi, 1.977.

es un juicio de preferencia, pero un juicio de un tipo muy especial. Supongamos que alguien nos dice: «Prefie­ ro mucho más nuestro sistema capitalista que cualquier sistema soiaJista, porque en el sistema capitalista yo soy un millonario y tengo una vida satisfactoria mientras que en el sistema socialista, en el me­ jor de los casos, sería con toda probabilidad un funcionario mal pa­ gado», Tal juicio podría ser un juicio razonable de preferencia perso­ nal realizado desde su propio punto de vista. Pero nadie lo llamaría un juicio moral porqué sería obvio que se basa principalmente en el propio interés. Compárese esta situación con la de alguien que expresa una pre­ ía por el sistema capitalista sin que sepa de antemano cuál sería su posición social, en ninguno de los dos sistemas. Para hacerlo más gamos que elieiera entre los dos sistemas con el su­ puesto de que en ambos tendría la misma probabilidad de ocupar ■. 1 ¿ '1 i . í♦ ' l' cualquiera de las posiciones sociales que se dieran. En este caso, poestar seguros de que su elección sería independiente de conmoralmente irrelevantes. Entonces, su elección (o su juicio de preferencia) entre los dos sistemas se convertiría en un 1

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iNaturaimente, no es realmente necesario que una persona que desee hacer una valoración moral de los: méritos relativos del capita­ lismo v del socialismo havá de ienorar literalmente la posición social o que ocuparía en cada sistema, rero st que es necesa­ rio que trate lo mejor que pueda de no tener en consideración este elemento dé iñ&rmadón moralmente irrelevante cuando haga su va­ loración moral. En caso contrario su valoración no será un verdade­ ro juicio moral, sino simplemente un juicio de preferencia personal. De forma breve nos referiremos al supuesto ficticio de tener la misma probabilidad de ocupar cualquier posición social posible como el postulado de equiprobabilidad; y al modelo completo de de­ cisión que se basa en dicho supuesto lo llamaremos el modelo de equi7

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Entenderemos mejor las implicaciones de este modelo si lo so­ metemos al análisis teórico de las decisiones. Supongamos que la so­ que vamos a considerar esta compuesta por n individuos, nu­ merados como el individuo 2, n> dependiendo de que ocupen la posición primera (la más alta), la segunda (la segunda más alta), ..., la ene posición (la más baja) en un sistema social dado. Notemos como Ul, U2, Un> los niveles de utilidad que los individuos L 2, n, tendrían en este sistema. Llamaremos a la persona que desea hacer un juicio moral sobre los méritos relativos del capitalismo y del socia-

lismo el individuo i Según el postulado de equiprobabi 1idad, el indi­ viduo i actuará de tal m odo co mo si as ien ase la misma Un a la posibilidad de ocupar cualquiera de las posiciones sociales particulares y, por tanto, a conseguir la utilidad de cualquiera délos niveles de utilidad U}} U? ..., U . Ahora bien, dadas las condiciones supuestas, según la teoría bayesiana de la decisión un individuo racional siempre elegiría el siste­ ma social particular que maximizara su utilidad esperada, es decir, la cantidad (i) ■1

w .i = 4n- ,f .u j J =1

que representa la media aritmética de todos los niveles de utilidad inividuales de la sociedad. También podemos enunciar sion cnciencio que un maiviauo racional dad media como su función de bienestar social; o qué será un utilitarista que define la utilidad social como des individuales (en lugar de su suma, como han hecho muchos uti­ litaristas) 110. Naturalmente, esta conclusión tí ene sentido solo si suponemos oue es admisible matemáticamente la adición de las utilidades diferentes individuos) esto es, si suponemos que las comparaciones interpersonales de utilidad son una operación intelectual con senti­ do. Después trataré de mostrar que esto es así. Al describir este modelo de equiprobabilidad he supuesto que el i '—-el que hace el juicio moral sobre-ios méritos de los dos sistemas sociales alternativos'— es uno de los n miembros de la so­ ciedad en cuestión. Pero se aplicaría el mismo razonamiento exacta­ mente si fuera un extraño interesado y no un miembro. Ciertamen­ te, en algunos casos es heurísticamente preferible volver a enunciar el modelo con este supuesto alternativo. Pero, una vez que lo hace­ mos, nuestro modelo se convierte en una nueva enunciación de la teoría de Adam Smith del observador imparcial y simpatético. Su re­ 110 Para la mayoría de los casos las dos definiciones de la utilidad social.son equi­ valentes desde el punto de vista matemático. Esto es siempre verdad cuando n, el nu­ mero de personas en la sociedad, es considerado como una constante. Sin embargo, las dos definiciones dan criterios de decisión diferentes al juzgar políticas de pobla­ ción alternativas. En este ultimo caso, en mi opinión, el criterio de la utilidad media da resultados incomparablemente mejores.

quisito de imparcialidad corresponde a mi postulado de equ¡proba­ bilidad, mientras que su requisito de simpatía corresponde a mi su­ puesto de que el individuo /hará su elección una vez realizadas las comparaciones de utilidad interpersonales que se basan en la empa­ na con los distintos miembros individuales de la sociedad (véase la sección El modelo de equiprobabilidad de los juicios morales nos da ran­ ún criterio analítico potente como un criterio neuristico conve­ niente para decidir prooiemas morales prácticos, hí queremos entre dos reglas morales alternativas, A y B, todo lo que tenemos que hacer es preguntarnos si preferiríamos vivir en una sociedad regida por la norma A}o bien en una sociedad regida por la norma B — ha­ ciendo la suposición de que no conozco de antemano cual será mi posición social real en ninguna de las dos sociedades y también supo­ niendo que tendría una igual posibilidad de terminar en una cual­ quiera de las posibles posiciones., que este criterio —como cualquier otro que potodavía nos dejará la gran responsabilidad moral -—y la difícil tarea intelectual—- de elegir realmente entre dos normas morales alternativas según este criterio. Pero si lo utilizamos, al menos sabremos en qué consiste el problema intelectual que inten­ tamos resolver al elegir entre ellas. Mi modelo de equiprobabilidad fue publicado por primera vez y me completado en l y j j . vícKrey propuso una idea similar, pero mi trabajo fue independiente del suyo. Después J. Rawls (1957, 1958, 1971) —también de forma independiente— propuso un modelo muy similar que llamó la «posición original» y que se basaba en el «velo de ignorancia». Pero mientras mí propio modelo servía como base a una teoría utilitarista, Rawls del suyo sacó conclusiones que no eran utilitaristas. La diferencia entre ellos, no obstante, no reside en la naturaleza de los dos modelos, los cuales se basan en supuestos cualitativamente casi idénticos. La diferencia resi­ de en el análisis decisional que se aplica en ellos. Una de las diferen­ cias consiste en que Rawls evita la utilización de probabilidades nu­ méricas. Pero la principal diferencia consiste en que Rawls comete el error técnico de basar su análisis en una regla de decisión muy irra­ cional, el principio maximin, el cual estuvo de moda hace treinta años, pero que pronto perdió su atractivo cuando se hicieron eviden­ tes sus implicaciones prácticas absurdas (Cfr. Radner y Marschak, 1954; y Harsanyi, 1975a). Se puede describir también nuestro modelo de los juicios mo­ rales del siguiente modo. Cada individuo tiene dos conjuntos dife-

rentes de preferencias. Por un lado, tiene preferencias personales, las cuales guían su conducta cotidiana y que se expresan en su función de utilidad U¡: Las preferencias personales de la mayoría de las per­ sonas no son completamente egoístas. Pero asignarán ponderacio­ nes más altas a sus propios intereses, a los de su familia, a los de sus amigos y a los de personas con las que tiene relaciones que a los in­ tereses de personas que les sean completamente ajenas. Por otro *:á prefe no tener mucna inriuencia en su que guiaran su pensamiento en aquellos momentos ros—- en que se obliga a sí mismo a tener una e imparcial; es decir, Una morales se expresarán en su función de bienestar social malmente, individuos;diferentes tendrán muy diferentes funciones Up pero en teoría—y como puede verse en la ecuación tenderán a tener funciones cíe bienestar social idénticas; si concueraan en sus funciones de utilidad individuales U. y sobre las ratios de conver­ sión entre las diferentes utilidades de íes individuos (lo que se deci­ de en las comparaciones interpersonales de utilidad), lo cual puede que no se dé. Por definición, un juicio moral es siempre la expresión de las si esta personales.

4. JUSTIFICACIÓN .AXIOMÁTICA DELA' .

___


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X

* x

«

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La metodología utilitarista del análisis de las instituciones según J. C.

l Yo creo que una de las ideas más importantes que n os han lega­ do los trabajos en defensa del utilitarismo de la re: * tratamiento mas de incentivos y esto en un sentido muy especial. En un mundo de personas que normalmente piensan en términos particulares pensamientos contenído$ puramente egoístas o térmireferidos a sí mismas o a sus allegados— la gran tarea política consiste en establecer instituciones sociales que inUna versión más breve de este artículo se presentó como Ponencia en el III Congreso Internacional de Estudios UíiJiiansíasy celebrado en Barcelona en octubre de 200 1. La intención original de dicha Ponencia fue la de dar pie a un homenaje ai Profesor Harsanyi, de cuyo fallecimiento en aquel entonces se cumplía el primer ani­ versario. En este articulo, por el mismo motivo, hemos mantenido el estilo de defen­ sa y homenaje de un autor que consideramos fundamental en la historia intelecaiaí deí siglo xx. Para hacerse una idea global de la riqueza y profundidad de su contri­ bución a las ciencias sociales, cfr. R. Selten, 2 0 0 1. 117

centiven-conductas universalistas que favorezcan el bien común o el instituciones una función de bienestar social y eligiendo de entre las disponibles aquéllas que maximicen la media aritmética de las utilidades indivi­ duales^ Harsanyi creyó que se podía resolver el problema de asegurar cumpliesen los requisitos de una moComo filosofes, nuestro instinto natural en seguida nos llevaría a ponernos a examinar las bases ontológicas de esta propuesta política o la concepción de moral que utiliza o las ideas políticas que alienta. Yo quisiera, sin embargo, llamar la atención sobre la metodología de álisis de los problemas políticos que incorpora y, en particular, so­ bre la teoría de las instituciones que utiliza y que deriva en gran me­ dida de la otra actividad por la qué Harsanyi es reconocido mundial­ mente: la teoría de juegos. Como creo que a pesar de la difusión que dicha teoría va teniendo en el ámbito filosófico, aún hay mucha re­ sistencia a tomarla en serio, espero que sea útil para todos el examen /

2 t

Cuándo Harsanyi explica el modo en que hemos de elegir entre irise nuestra atención hacia los efectos socia­ les; qué tendrían tales instituciones de ser aceptadas por uña socieÁ . El primer grupo lo compondrían naturalmente los beneficios que cada uno obtendría del cumplimiento por parte de todos los de­ más de las reglas que incorpóre la institución, descontados los costes 118 En lo que sigue hemos condensado el análisis de Harsanyi de ios efectos socomportamientos -dé los individuos de los diferentes «có dlgos mo ral es» que se encuentra: disperso por sus artículos; según el problema que quiere analizar, llega a distinguir cuatro tipo de efectos sociales; efectos de obediencia al código (cóynlinnce effecPs), efectos de coordinación (woníhiation effects)> de expectativas (expectation effects) y áé incentivos (incentive cffects). Pero también según cuál sea el proble­ ma alguno de esos efectos son caras de la misma moneda o no son relevantes. La muerte sorprendió a Harsanyi Sistematizando su teoría ética en una obra qué iba a por: tituló Moraliiy, Equality, and Individual ExceHenee: ÁSomewhat Unonho\ En tanto este trabajo no vea la luz, queda pendiente de reali­ zar una descripción completa e integrada de los distintos tipos de análisis que Har­ sanyi presenta. Para la descripción mínima que hacemos aquí hemos utilizado las siguientes referencias*. J. Harsanyi, 1977b, 1980, 1982, 1985a, 1986, 1988, 1993, 19 9 6 y 1997; asimismo es muy interesante la polémica entre Harsanyi (1985b, y Regan

que tendría su puesta en vigor y el hacerla cumplir. El segundo lo compondría la seguridad que las instituciones introducirían de forma que los participantes en las interacciones se pudieran formar expecta­ tivas razonables sobre los resultados de las mismas, así como expeeratívas razonables sobre las garantías que tuvieran de obtener ciertas protecciones en contra de los que violaran las reglas. Para los preocu­ pados por estos temas, señálate que es a;través de sus efectos sociales en la formación de expectativas beneficiosas en las interacciones socomo Harsanyi establece el valor de tener insti tuciones que ararantías morales —-el cumplimiento de las obligaciones per­ sonales, p. e.— y garantías jurídicas —el conjunto de derechos y sanciones propio de los sistemas jurídicos. Y, naturalmente, una vez examinados en términos de estos gri yi creyó poder establecer que no sólo a aceptación de co os ristas de acto, sino también la de los principios de justicia de Rawls ^ la de los del liberalismo de Nozick, sería menos eficaz que el utilitarismo de la regla para establecer los incentivos que condujeran a que los individuos se implicaran en actividades cuyo valor en términos universalistas fueran superiores. Habría muchas cosas que discutir con relación a si los paráme­ tros de evaluación de los efectos sociales que utiliza Harsanyi son los adecuados. Pero, como señalé al principio, mi interés ahora no es examinar su mosoria sustantiva, sino su metodología de analisis y, en particular, su teoría de las instituciones sociales. Para ello tendremos que volvernos a la teoría de juegos. 4

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•■

3 En los análisis de Harsanyi las instituciones parecen estar conce­ bidas como conjuntos de reglas, las cuales dan a las personas que interactúan información sobre cómo pueden esperar que los otras se comporten en cierta situación y, asi, les permiten estructurar sus ciones estratégicas de modo que lleguen a equilibrios. Creo que, en esta especie de definición, d término que requiere mayor explicación es el de «regla», porque si se entiende bien nos ves de esta metodología O de análisis. La definición de las instituciones en términos de reglas de com­ portamiento equivale a definirlas en términos de «cosas que las per­ sonas tenemos en la cabeza». Esto es difícil de pensar porque nuestra experiencia común y nuestro lenguaje asocian la idea de instituciones con «estructuras sociales», lo que nos transmite cierta idea de objetos

materiales presentes'de forma externa a nosotros. Si pensamos en nuestra institución,; la Universidad, en seguida veremos edificios y rectores y no ese conjunto mental de creencias y prácticas que cons­ tituyen realmente la Universidad. Pero, si dejáramos de aceptar si nos olvidáramos-— las «reglas» universitarias, la Universi■arecería, aunque los edificios y los rectores siguieran allí gri­ tando desde sus ventanas. Esto significa que una regla es una repre­ sentación mental que comparte un grupo de agentes y que se activa en determinadas circunstancias. Esta definición es lo suficientemen­ te mínima para que pueda incluir desde los casos simples en que la incluye permisos y prohibiciones hasta los ca­ sos complejos en los: que: las reglas se remiten unas a otras o actúan de modo reiterativo y movilizan todo un conjunto de roles y funciones sociales; Esta definición de regla también nos permite distinguirla de las normas, siendo éstas justificaciones de las acciones, a menudo bajo la forma de tendencias generales de comportamiento. Pero mientras que las reglas son representaciones mentales que tienen que estar en la cabeza de los agentes, las normas no tienen por qué estarlo; o tam­ bién, que mientras las personas pueden compartir reglas, no tienen por qué compartir normas, Y ello además permite explicar por qué suele ser tan engañoso apelar a las intuiciones morales para explicar las complejidades de las expectativas qüe se generan bajo un sistema complejo de reglas; y así también, por qué la falta de consistencia en­ tre intuiciones y teoría en ética no invalida la teoría. Esto también significa que es posible que tengamos un conjunto de reglas no utili­ taristas con las que concuerdan nuestras intuiciones al mismo tiem­ po que tenemos una norma utilitarista. Hay en esta distinción mu­ chas cosas interesantes, pero para seguir viéndola tenemos que introducir el otro término de la definición: el de equilibrio. Un equilibrio es un estado en el que cada uno de los agentes hace lo mejor que puede hacer, dado lo que espera que los otros agentes hagan. Así en el típico Dilema del Prisionero, el resultado no coope­ rar-no cooperar es un equilibrio porque ningún jugador puede obte­ una estrategia curerente. ner más Por el contrario cooperar-cooperar no es un equilibrio porque si un agente coopera, el otro puede ganar más no cooperando. La razón por la que necesitamos normas, entonces, consiste en que algunas re­ glas, siendo sólo representaciones mentales, son incapaces de hacerse cumplir a sí mismas. La teoría de juegos muestra que hay formas de orden social que son equilibrios; es decir, que el orden social puede darse sin necesidad de socialización ni de sentimientos altruistas que

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lo apoyen. Por su parte, la tarca de la ética utilitarista consiste en se­ leccionar los mejores equilibrios disponibles y así, las formas de or­ den social mejores. Tenemos, entonces, una especie de división metodológica trabajo en la que la reconstrucción racional de la teoría muéstralas condiciones restrictivas 11 1 1 M teoría moral nos diría qué instituciones condiciones119. O, lo que es lo mismo, la teoría utilitari lo que deberíamos hacer una vez establecido cómo es sanyi señala esto criticando el sociales: Desde el punto de vista práctico, las situaciones que no per­ miten que los acuerdos se puedan hacer cumplir a menudo tienen una estructura de incentivos indeseable y pueden dar lugar a pro­ blemas humanos dolorosos. Pero no se pueden resolver estos pro­ blemas argumentando que las personas hahtftñ de actu^ épnao si :>s pudieran hacerse cumplir, aunque no lo sean; o que las personas habrían de confiar unas en otras, aunque tenga bue­ nas razones para ser de consistir en establecer incentivos eficaces para mantener acuerdos (o en persuadir a las personas para que asignen una uti­ lidad alta al cumplimiento dé los acuerdos, incluso en ausencia incentivos externos). Lo que tenemos que hacer, si es que mos hacerlo, es cambiar los iueeos no cooperativos en los que se puedan hacer cumplir los acuerdos y no que vivimos en un mundo de rantasia en mos tomar los juegos ño cooperativos como son y luego analizar­ los simplemente corno si scemos. (19.7.6, 104) . i .



*

4

/

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V

*

4 .

En este cuadro de cosas las instituciones sociales tendrían la fun­ ción de establecer un sistema de incentivos que favorecieseel cambio de las interacciones sociales de situaciones de equilibrios no cooperati­ vos a situaciones de equilibrios cooperativos. En el análisis del Dilema del Prisionero esto puede verse claramente. Si dos agentes se encuen­ tran en una situación como la descrita en ese juego, lo que hay que en­ tender es que tal situación está configurada ae tal manera que sus in-

119 Julia Barragán lia explicado con minuciosidad la diferencia entre el uso ana­ lítico y el uso normativo de la teoría de juegos para insistir en la necesidad de distin­ guir claramente las funciones de uno y otro a la hora de tomar, decisiones en el ám­ bito publico; cfr. J. Barragán^ 1993.

no importan cuales sean sus motiva­ ciones—- a no fiarse de las promesas, compromisos o buena voluntad otros agentes manifiestan (Tabla 1). La reacción habitual es po­ nerse a moralizar sobre la perversidad del ser humano; pero eso es com­ prender erróneamente la lógica de las interacciones sociales. De lo que cambiar las reglas de las situaciones sociales para que los 7. ^ ores encuentren que los acuerdos se refuerzan a sí mismos, i. e., que son situaciones en los que ya no puedan ganar mas (Tabla 2), 1 DEL i RISIONE:

120

H

Coopera

No coopera

Coopera

3,3

0,5

No coopera

5,0

1,1

A •i

Tabla 2 <
Para algunos ejemplos, véanse Mackie, 1977, 129, 149; Scanlon, 1978» especialmente la secc. 2; Scheffler,-1982,.26-34, 70-79.;-Parfit, 1984, 26; Griffin, 1992, 126; 1996, 165. Ejemplos de escritores que incluyen considera­ ciones distributivas dentro del utilitarismo incluyen Brandt, 1959, 404, 426, 429431; Raphael, 1994, 4.7; Skorupsky, 1995, 54, y discutiblemente, Mili, 1861.

Tibia io ;i Teorías Consecuencial istas

Teorías No-consecuenciallstas

vs.

Teorías, Consecuencialistas del acto

Teorías Consecuencialistas de la Regla

Otras teorías Consecuencialistas

Utilitarismo de la Regla,

La versión de consecuencialismo de la regla que selecciona reglas sólo sobre la base del bienestar y la equidad

Otras versiones de consecuencialismo de la regla

¿Qué versión de consecuencialismo de la regla es mejor? El pro­ blema con el utilitarismo de la regla es que tiene el potencial de ser injustamente desigualitario. (Para la discusión de algunas respuestas uti­ litaristas a esta objeción sobre la distribución, véase Hooker, 1995, 30.) Consideremos un conjunto de reglas que deja a cada miembro de un grupo más pequeño muy mal situado, y a cada miembro de un gru­ po mucho más grande muy bien situados (Tabla 10.2). Tabla 10.2 B ien est a r

Primer Código: 10.00.0 personas en el grupo A 100.000 personas. ; en'el grupo B

por persona

por grupo

■ 1

10.000

10

1.000.000

Para los dos grupos

1.010.000

Ahora bien, si ninguna regla alternativa proporcionara un mayor beneficio neto agregado, entonces los utilitaristas aprobarían este có­

digo. Aún así, supongamos que la siguiente mejor regla desde elpun­ to devista de la utilidad sería una cuyos resultados se establecen en la Tabla 10.3. Tabla 10.3 Segundo Código:

[>orpersona

por grupa./'

10.000 personas en el grupo A

8

80.000

100.000 personas en el grupo B

9

900.000;:

Para los dos grupos

980,000

Asumamos que el primer código deja a la gente del grupo A peor situados por una razón distinta a que el que esta gente opte por tra­ bajar menos o que imprudentemente acepten altos riesgos. En ese caso, el segundo código parece moralmente superior, porque es más justo, que el primer código. Ésta es la razón por la cual deberíamos rechazar el Utilitarismo de la regla en favor de un consecuencialismo de la regla sensible a la distribución que considere la equidad tanto como el bienestar. ¿Cuáles son los pesos relativos dados al bienestar y a la equidad por un consecuencialismo de la regla sensible a la distribución? Cla­ ramente, el bienestar no tiene un peso decisivo. Pues puede haber ca­ sos en los que la cantidad de beneficio neto agregado producida no justificaría las reglas que fueran injustas para algún grupo. Eso era lo que mi esquemático ejemplo de arriba pretendía mostrar. ¿Tiene la equidad un peso decisivo? Éste es un territorio particu­ larmente inestable* ya que tampoco está claro lo que constituye la equidad. No obstante, no podemos descartar la posibilidad de que al­ guna práctica injusta incremente tanto el bienestar total que justifi­ que la propia práctica. Pero ciertamente no está claro dónde está el umbral para que la equidad se imponga sobre el bienestar. Quizá lo mejor que podemos decir es que, al elegir entre códigos, se necesita­ rá del juicio para sopesar la equidad frente al bienestar. Al evaluar las reglas en términos de dos valores (bienestar y equidad) en vez de uno (bienestar), el consecuencialismo sensible a la distribución es más complicado que el utilitarismo deja regla. Con todo, éste parece ser un caso donde la teoría más adecuada es la más complicada.

4. CRITERIO DE CORRECCIÓN VERSUS PROCEDIMIENTOS DE DECISION El consecuencialismo de la regla es a menudo retratado mera­ mente como una parte de una teoría consecuencialista más amplia* Esta teoría más amplia evalúa todas las cosas por sus consecuencias. De manera que evalúa la deseabilidad de los actos por sus consecuen­ cias, la deseabilidad de las reglas por sus consecuencias, etc. Lo que tí­ picamente se quiere afirmar por este camino es que, incluso si la co­ rrección de un acto depende de sus consecuencias, si la gente no intenta siempre decidir lo que hacer calculando las consecuencias se producirán mejores consecuencias que si intenta siempre decidir de esta manera. En otras palabras, los consecuencialistas pueden y debe­ rían negar que: En cada ocasión, un agente debiera decidir qué acto realizar determinando qué acto tiene el mayor bien esperado. Los consecuencialistas están de acuerdo en que nuestro procedi­ miento de decisión para el pensamiento moral del día a día debería en cambio ser como sigue: Al menos normalmente, un agente debería decidir cómo ac­ tuar remitiéndose a reglas que se han probado fiables corno «No íes hagas daño a otros», «No robes», «Cumple tus promesas», «Di la verdad», etc. ¿Por qué? Primero, frecuentemente nos falta información so­ bre las consecuencias probables de los distintos actos que podría­ mos realizar. Donde ni siquiera podemos estimar las consecuen­ cias, apenas podemos elegir sobre la base de maximizar el bien. Segundó, a menudo no tenemos tiempo para recoger esta infor­ mación. Tercero, las limitaciones humanas y los prejuicios son ta­ jes que no nos hacen calculadores precisos del conjunto de conse­ cuencias esperadas de nuestras alternativas. Por ejemplo, la mayoría de nosotros estamos predispuestos de un modo que nos hace ten­ der a subestimar el daño que los actos que nos beneficiarían pue­ den causar a otros. Ahora bien, si se produjera una cantidad mayor de bien total cuando la gente estuviera en gran medida dispuesta a pensar y a actuar según consideraciones que no son consecuencialistas, en-

ronces el propio consecuencialismo aprobaría tales disposiciones2. De manera que ios consecuencialistas están a favor de que tengamos firmes disposiciones a seguir ciertas reglas, incluyendo firmes dispo­ siciones a no dañar a otros, a no robar, a no romper las promesas, etc. Diferentes consecuencialistas pues generalmente están de acuerdo so­ bre como la gente debería pensar moralmente en su día a día. En lo que no están de acuerdo las diferentes clases de consecuen­ cialistas es en lo que hace a un acto permisible moralmente, es decir, en el criterio de corrección moral. El consecuencialismo del acto afirma que un acto es moralmente correcto (a la vez permisible y requerido) si y sólo si el bien real (o esperado) producido por ese acto en particular sería al menos tan grande como el de cualquier otro acto que ai agente pudiera realizar.

En cambio, El consecuencialismo de la regla afirma que un acto es permisi­ ble si y solo si es permitido por un código del que razonablemen­ te se espera que produzca tanto bien como razonablemente se es­ pera que produzca cualquier otro código identiíicahle3.

La distinción entre el criterio de corrección del consecuencialismo del acto y las disposiciones que favorece es importante en muchos sen­ tidos. Es importante si queremos saber lo que el consecuencialismo del acto quiere de nosotros. También es importante si el consecuencialis­ mo del acto 110 quiere entrar en un conflicto demasiado agudo con nuestras reacciones morales intuitivas. Porque el consecuencialismo del acto afirmaría que deberíamos siempre centrarnos y estar motivados por los cálculos de lo que maximizaría el bien concebido imparcialmente, lo cual muchos filósofos han pensado que sería ridículo. Pero la idea de que el consecuencialismo del acto hace esta ridicula prescrip­ ción se ve socavada por la distinción entre el criterio de corrección con­ secuencialista del acto y los procedimientos de decisión que favorece. No obstante, la distinción carece de fuerza para proteger al con­ secuencialismo del acto de otras objeciones. Es verdad que las impli2 Véanse Mili, 1861, c. II; Sidgwick, 1907, 405-406, 413, 489-490; Moore, 1903, 162-164; Bales, 1971; Haré, 1981; Railton, 1984, 140-146, 152-153; Parfit, 1984, 24-29; Brink, 1989, 216, 256-261. Para una crítica de lo lejos que algunos han llevado el tema, véanse Johnson, 1989; Griffin, 1992, 123-124; 1996, 104-10$. Véase también, Williams, 1973, 123. 3 Me he tomado aquí la libertad de formular la teoría en lo que me parece a mí el modo relativamente sucinto mas atractivo de hacerlo. Posteriormente tendré que complicar esta formulación.

C o N SECUENCIA IJSM O DE LA

r e g l ^v

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caciones del consecuencialismo del acto sobre lo que nos debe preocu­ par y m otivar no son tan contraintuitivas como en principio se pue­ de pensar. Pero esto es irrelevante para las objeciones que afectan al criterio de corrección del consecuencialismo del acto. 5. FORMULACIONES DEL CONSECUENCIALISMO DE LA REGLA Necesitamos ampliar nuestra formulación del consecuencialismo de la regla. Todas las formas reconocibles de consecuencialismo de la regla hacen la corrección moral dependiente de reglas que son evalua­ das en términos de sus consecuencias. Pero diferentes formas de con­ secuencialismo de la regla están en desacuerdo sobre las condiciones bajo las cuales han de ser evaluadas las reglas. Por ejemplo, una ver­ sión de consecuencialismo de la regla se formula en términos de las reglas cuya conform idad con ellas las harían óptimas. Otra versión se formula en términos de las reglas cuya aceptación produciría el mayor bien. ¿Debería formularse el consecuencialismo: de la regla en térmi­ nos de conformidad o en términos de aceptación? 1 Aunque la conformidad con las reglas correctas es la primera prio­ ridad, no es la única cosa que tiene importancia. También tíos importa que la gente tenga intereses morales. Así» deberíamos considerar los cos­ tes de asegurar no sólo la conformidad sino también una motivación moral apropiada. Desde un punto de vista consecuencialista de la regla, la «motivación moral» significa la aceptación de reglas morales. Por «aceptación de reglas morales», quiero decir una disposición a obedecer­ las, disposiciones a sentir culpa cuando Uno las incumple y a protestar cuando otros las incumplen, y una creencia en que las reglas y estas dis­ posiciones están justificadas (Brandt, 1967, § 8 [1992,120-121], 1979, 164-176,1996,67, 69, 145,156, 201,266-268,289). Centrarnos en la aceptación de las reglas, esto es, en las disposiciones, es crucial porque la aceptación de una regla—o quizá en este punto de­ bería decir mejor la interiorización (mteyyialization) de una reglar— pue­ de tener consecuencias sobre y por encima de la conformidad con la re­ gla (Lyons, 1965, 137 y sigs.; Williams, 1973, 119-120,122,129-130; Adams, 1976, especialmente pág. 470; Blacl En esta dirección va la conocida objeción al consecuencialismo de que sus postulados conllevan necesariamente una concepción alienante de los agentes mora­ les. Los requisitos de evaluación impersonal y estricta maximización del bien acaban conviniendo a los agentes en individuos que sacrifican todas sus posibilidades de de­ sarrollo personal en aras a la consecución de lo óptimo. Quienes más han difundido esta crítica son Williams (1973, .127) y Railton (1984). 56 Es aconsejable la:lectura previa del artículo de Kagan (1984). que se presenta, traducido al castellano, en el octavo capítulo de este mismo volumen. Con la revi­ sión crítica de algunos trabajos sobre el tema de los límites de la obligación moral, el artículo nos permite conocer el estado de la cuestión a principios de los ochenta. Un estado en el que escasea la bibliografía específica sobre el tema, especialmente de. ca­ lidad,. pero donde empieza, sobre todo de la mano de Scheffler y del propio Kagan, a plantearse el problema en los términos que caracterizarán su desarrollo posterior, y que yo pretendo resumir en el presente artículo. Este complementa, por lo tanto, al de Kagan retomando sus'objetivos casi veinte años después: analizar la evolución del debate y, en virtud de tal evolución, aportar ideas con las que seguir avanzando.

1. «SI TO DO S COLABORASEN...» Manteniendo, como hace el consecuenci alismo simple que cada una de nuestras acciones u omisiones debe justificarle poj sus resultados, ciertamente es difícil afrontar la crítica. Pero esta dispo­ sición a calcular en todo momento no es lina implicación inevita­ ble del consecuencialismo. Éste nos pide que maximicemos el bien pero no nos dice cómo hacerlo. Sólo exige que adoptemos el pro­ cedimiento óptimo, y es posible que a veces el cálculo constante por parte de los agentes no sea la manera más productiva de tomar decisiones57. Por ejemplo, si valoramos la ¿mistad, no tiene senti­ do que nos comportemos con. nuestros amigos cómo un puro consecuencialista. Calcular en todo momento los beneficios de ser leal puede ser la mejor estrategia para quedamos sin amigos y por tan­ to en peor situación que si decidimos no condicionar nuestras re­ laciones. Algo similar podría mantenerse respecto a nuestro deber de ayu­ dar a los demás. Que en virtud de nuestras dificultades para conocer bien las necesidades ajenas, sobre todo de los más alejados, y de la incertidumbre sobre la eficiencia de las organizaciones intermediarias;, mi acción generosa puede que al final sólo empeore la situación, Si* además de no beneficiar a los necesitados, reduce mi nivel de bienes­ tar es evidente que la acción humanitaria no lleva al mejor estado de cosas posible. Por ello, en tales circunstancias de desinfbrmación obramos bien cuando nos olvidamos de optimizarmuestra ayuda a los demás, especialmente si están alejados. Pero, a pesar de su defen­ sa por eminentes filósofos consecuencialistas58, este argumento se apoya en supuestos empíricos muy discutibles. Pues casi siempre hay formas de canalizar eficientemente nuestra generosidad, especial­ mente en una sociedad como la actual, tan avanzada tecnológica­ mente y con las posibilidades informativas y organizativas que ello conlleva. De todas formas, la señalada distinción entre él criterio— consecuencialista-— de corrección y el procedimiento de decisión — no ne­ cesariamente basado en resultados— aun podría aplicarse de formas más prometedoras en la solución del problema que nos ocupa. Si nos *■' Sobre la distinción ética entre el criterio de corrección y procedimiento de de­ cisión, véanse Bales, 1971, 260-261; Williams, 1973, 130-146; Haré, 1981, 25-64; Scheffler, 1982, 42 y sigs,; Parfk, 1984, 3-51. 58 Sidgvvickj. 1907, 431-434; Haré, 1981, 201-203 y Jachon, 1991, 461-482.

preguntamos desde una perspectiva colectiva cuál es el más útil pro­ cedimiento de toma de decisiones, concluiremos que muchas veces es preferible que los agentes deliberen calculando la utilidad no de sus posibles acciones particulares, sino de la regulación colectiva de tales acciones, En la mayoría de las situaciones el agénte debería limitarse entonces a seguir ciertas reglas y a no calcular sobre la conveniencia de desobedecerlas. Y seguiría siendo un agente consecuencialista por­ que el criterio usado para evaluar aquellas reglas no ha dejado de ser la maximización del bien. Esta es la idea básica del consecuencialismo de la regla. En un principio, la estrategia parece que funciona. El efecto in­ mediato es aligerar la carga del agente humanitario: debe ayudar a los demás sólo en la medida qué se lo exija esa regla que, de ser cumplida por todos, optimizaría los resultados. En última instancia lo que es­ taríamos haciendo es repartir la obligación de mejorar el mundo de forma equitativa entre todos los que pueden ayudar. Pero las cosas no son tan simples. El desarrollo de la idea se en­ frenta a un serio dilema, paralelo al de la justificación misma de la teoría* Por un lado, este nuevo consecuencialismo se diferenciaría del simple, y conseguiría evitar la sobreexigencia de éste, si basa la deter­ minación de la regla óptima en condiciones de total cumplimiento. Sólo en tales condiciones uno no tendría que calcular constantemen­ te, ni estar pendiente de cómo realmente se comporten los demás; simplemente elegiría la regla, que, de ser seguida por todos, mejores consecuencias tuviera. La exigencia moral queda reducida entonces al mero seguimiento de dicha regla, independientemente qué hagan los demás. Pero ya que en la realidad no suele darse cumplimiento total, ni siquiera mayoritario, seguir la regla sería como «adorarla», olvidán­ dose de la utilidad de su desobediencia y mostrando, en definitiva, una actitud incoherente con los empiristas y críticos postulados del consecuencialismo. En el otro cuerno del dilema, si nos atenemos al cumplimiento real (parcial) de la regla y seguimos en la pretensión de buscar la nor­ ma óptima, nuestro criterio de decisión contaría con una cláusula de excepción bástante amplia. Diría cump le la. regla, (idealmente) óptima si la mayoría también la cumple si no, maximiza la utilidad Pero como la mayoría no suele cumplirla — o bien no sabemos si lo hará— , deberíamos convertirnos en puros maximizadores, quienes sólo evaluando acciones en vez de reglas pueden compensar con su mayor esfuerzo el incumplimiento ajeno. Es así como el grado de exigencia de la teoría acaba siendo similar al del consecuencialismo simple.

U x A MORAL PARA .SANTOS. SoB R l-, I AS EXÍG!^NGIAS DEL CONSÍÍCXIENGÍAUSMÓ...

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Analicemos ahora cómo uno de los más recientes defensores del consecuencialismo de la regla, Brad Hooker, se enfrenta al dilema^. Según sus primeros escritos, la regla óptima en condiciones de parcial cumplimiento sería: los acomodados deberían donan para ayuda hu­ manitaria, entre el uno y el diez por ciento de sus ingresos. Antes de nada, merece la pena destacar que cuando Hooker establece esta fór­ mula de contribución está pensando en lo necesario para evitar el hambre, no la pobreza. Pero ya que en la estrategia consecuencialista de optimización ha de tener un lugar destacado la eliminación de una de las principales causas de sufrimiento, la miseria, ya podemos anticipar que la propuesta de Hooker, formulada en estos términos de evitación sólo del hambre, desde el principio se presenta inadecua­ da para afrontar la objeción de sobreexigencia. Pues la reducción de obligaciones humanitarias que la propuesta consiguiera siempre de­ bería. ser contrapesada con la adición de otras normas -—probable­ mente mucho más exigentes— para evitar también la pobreza60, Pero a fin de considerar la viabilidad de este tipo de estrategias, supongamos que la estipulación de Hooker fuera eficaz para comba­ tir incluso la pobreza. Cabe preguntarse entonces, teniendo presente el anterior dilema, si realmente la regla de Hooker es óptima en un contexto de gran incumplimiento. En tal contexto, ;no sería más eficiente una regla que dijera: los acomodados deben contiibuir con un 10 por 100 sólo cuando la mayo? ía también lo haga; en los demás casos deben maximizar por su cuenta el bien general? Hooker cree que no; y defiende su postura recurriendo ala idea, de que en el debe de la cuenta de resultados de regular una conducta también deben fi­ gurar los costes de interiorización (internalization costs). Se refiere tanto a los esfuerzos que requeriría, como a los efectos negativos que ocasionaría, el hecho de que los agentes se identificaran moralmente con la regla, esto es, de que estuvieran dispuestos a seguir cumpliéndola e incluso a recriminar a quien no lo hiciera. Así pue­ de argüir Hooker que los costes de interiorización de esa regla alter­ nativa serían mayores que los de la suya. A los costes de cambiar tan radicalmente a las personas — inculcándoles una predisposición a cargar con los incumplimientos ajenos— habría que añadir los de prescindir de positivas actitudes, de fidelidad o respeto de los dere­

yi Hooker, 200Oh, que aparece traducido en el capítulo sexto de este volumen, constituye un excelente resumen de toda su teoría y, en particular la sección décima, de cómo ha evolucionado su posición sobre el tema que aquí tratamos. b0 Carson, 1991, 118 y Mulgan, 2001, 69.

chos61r que desaparecerían al imponer un principio de .conducta ex­ cesivamente calculador62. Sin embargo no es tan evidente que con esta estrategia de Hoo­ ker podarnos limitar nuestras obligaciones humanitarias". Antes hay que demostrar que los costes de interiorización de los pocos acomo­ dados —-a los que realmente va dirigida la regla— realmente pesan más que los grandes beneficios que a muchos necesitados aportaría la regulación de una conducta más realista y más interesada en la evita­ ción del sufrimiento^. Consciente de la dificultad de tal demostra­ ción, Hooker realiza en sus últimos trabajos la siguiente maniobra. Pasa de una regla oprima que especificaba quién debe contribuir -— el acomodado— y con cuánto—-del 1 al 10 por 100 de sus ingresos— a otra muy general e imprecisa; todos debernos ayudar a los muy nece­ sitadas siempre que la suma de nuestras donaciones y esfuerzos no nos su­ ponga un p a n costé^. S'i ahora comparamos esta regla con otra que. aplicada también a todos, introdujera la cláusula de maximizar indi­ vidualmente en caso de incumplimiento ajeno, las cuentas de resul­ tados serían muy distintas. Los costes de inculcar en todos, sobre todo en los pobres — dice Hooker— , actitudes tan benévolas y per­ misivas como las exigidas por esta última regla serían mayores que los resultantes de reglas cooperativas más limitadas — como la que Hoo­ ker propone. Los costes de aquella regla con cláusula serían tan gran­ des., habría que anadia cotno para contrapesar los beneficios que mu­ chos necesitados conseguirían si se aplicara. La apelación de Hooker a su segunda regla plantea, sin embargo, dos cuestiones importantes. La primera es si realmente se trata de una regla poco exigente. Porque eso va a depender de cuando entendamos que algo no supone un gran coste para el agente. Un indigente segura­ mente considerará simples lujos la mayoría de bienes que poseemos los ciudadanos de países desarrollados y no creerá que desprenderse de una gran parte de ellos sea un sacrificio inexigible. Si en la evaluación hookeriana de las reglas humanitarias también cuentan los, costes de que los pobres la interioricen, no podemos ahora prescindir tan fácil­ mente de esa amplia interpretación de lo que es un coste moderado tolerable. Con lo que la regla acaba exigiendo mucho más de lo pre­ 61 Hooker, 1 9 9 8 ,2 3 -2 4 62 Sobre cómo entiende Hooker los costes de interiorización y cómo éstos dan

sentido u iil consecuencialismo de la regla, véase Hooker, 2000b. 63 Caí-son, 1991, 119. 64 Hooker, 2000a, 166. 1.a misma fórmula se expone con otras palabras en I looker, 2000b, 200.

tendido: que dediquemos una gran parte de nuestro tiempo, trabajo y propiedades — lo superfino, desde esa amplia interpretación— a fi­ nes benéficos65. Pero la crítica no se queda en eso. Supongamos que de la regla de Hooker sí se derivaran exigencias razonables. Aun quedaría una se­ gunda cuestión que aclarar, la de cómo justificar la maniobra clave de Hooker: cómo explicar que ahora optemos por una regía más gene­ ral que no vaya destinada sólo a los acomodados. Si estamos interesa­ dos en resolver el problema del hambre en el mundo, ¿no sería más lógico que las reglas obligasen sólo a aquellos que están en condicio­ nes de ayudar? Obviamente, para un consecuencialista, la respuesta sólo puede estar en la eficiencia. Y si ha de elegir entre una regla muy general de escasos resultados humanitarios— porque exigir más sería costoso de interiorizar y porque realmente sólo unos pocos podrán ayudar-— y una regla más exigente para unos pocos, pero cuyo coste será compensado con creces por el beneficio de muchos, el consecuencialista siempre optará por la segunda. Dirá por tanto que lo más eficiente es dividir la sociedad en grupos y buscar reglas específicas para cada grupo. Ahora bien, así pisaríamos: una pendiente que nos deslizaría hacia las duras exigencias: del consecuencialismo simple:; pues en la búsqueda de lo más útil iríamos fracciotiaiidc) ios gíüpps hasta acabar con reglas específicas para individuos; o mejor dicho, con una única regla de maximización con la que cada agente debería evaluar sus propias acciones particulares. Hooker es consciente del riesgo de este deslizamiento y lo evita afirmando que una evaluación consecuencial de reglas generales irre­ ducibles siempre sería más coherente con nuestras creencias generales sobre la moralidad. No hacerlo supondría «abandonar uno de los tra­ dicionales atractivos del consecuencialismo de la regla — a saber, ba­ sarse en la idea de que la moral debe ser pensada eomp un código co­ lectivo, compartido>r6. Y no sólo eso. Tal metodología también estaría más acorde con nuestras creencias sobre lo que nos puede pedir la moralidad al aplicarse a. casos particulares. En ese sentido, dice: «si formulamos el consecuencialismo de la regla de tal manera que los costes de inculcar las reglas en el pobre no contasen, el consecuencia­ lismo de la regla podría llegar a ser mucho más exigente de lo que po­ demos creer que es realmente la moralidad»-7.

65 Mulgan, 2001, 81. 66 Hooker, 1998, 29. 67 Hooker i 1998, 29.

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F r a NGTSCO' I a r a S a n c h e

Hooker pretende pues salirse del dilema aduciendo que cuando seguimos reglas no óptimas lo hacemos porque existe un criterio no conscaiencialista que las apoya: nuestras intuiciones sobre la naturale­ za y los límites dé la moralidad. Ciertamente su propuesta deja de ser incoherente en el momento en que prescinde de las consecuencias como criterio decisivo, peto al precio de dar la última palabra a nues­ tras intuiciones. Si es así, parece que tenemos un primer dato> no muy prometedor, sobre la posibilidad de que el consecuencialismo acomode por sí mismo nuestras creencias sobre lo moralmente exigíble. El ítacasp de Hooker tal vez sea un primer indicio de que el ob­ jetivo es inalcanzable. 2. PERMISO PARA NO SACRIFICAR MI INTEGRIDAD Las dificultades del consecuencialismo para limitar sus exigencias provienen esencialmente de que el agente en última instancia siem­ pre lia de evaluar sus propios proyectos desde: una perspectiva imper­ sonal. Sólo podría darles preferencia si eso produjera mayor o igual cantidad de oien global que otras opciones menos limitadas. Con un mundo tan desigual como el actual, sería arduo defender que un al­ truismo extremo no es, desde una perspectiva impersonal la solución óptima. Como acabamos de ver, él recurso de evaluar reglas, en vez de acciones, sólo ^ oáxhporsí misino moderar las exigencias bajo con­ diciones ideales de cumplimiento que son impropias del empirismo consecuencialista. En la situación real de escasa solidaridad sería in­ coherente para el agente consecuencialista anteponer lo propio pues, en cuanto consecuencialista, debe evaluar de manera estrictamente impersonal y optimizar su conducta contando con que los demás no van a colaborar. Por ello, el consecuencialismo tal vez sólo pudiera aminorar sus exigencias si es capaz de dar más relevancia a la perspectiva personal. Por ejemplo, resaltando más la noción del coste personal que para el agente supondría promover el bien. La idea es bastante intuitiva. Na­ die negaría que estemos obligados a lanzar un flotador a un extraño que se ahoga, pero seguramente no habría tanta unanimidad si para salvarlo hemos de rescatarlo de las llamas y padecer graves quemadu­ ras que ademas nos desfigurarán la cara. Quizás diríamos entonces que, en esté segundo caso, ayudar sería algo elogiable, pero no exigible. Y éso porqué lo objetivamente preferible — salvar una vida-— sólo se conseguiría a un alto coste desde el punto de vista personal del agente — su sufrimiento físico y psicológico (coste que no debe en­

tenderse sólo en términos de bienestar, sino también de .'todo aquello que merme la libertad del agente para hacerse a sí mismo como per­ sona). En este sentido, la exigencia consecuencialista de maximizar el bien global po’dría reclamar, para rebajar su rigor, su coexistencia con una opción .centrada en el agente (en adelante, simplemente opcumf*> un permiso para a veces no tener en cuenta aquella exigencia69. Pero ¿puede esta estrategia de «coexistencia» considerarse propia­ mente consecuencialista? En parte sí. Podríamos aceptar, como hace Scheffler en su teoría híbrida,) que la idea básica de la moral es la pro­ moción imparcial del bien, pero que esto no hace justicia a otro ele­ mento importante: la independencia personal. Por ello, aunque siempre exista una exigencia de perseguir lo óptimo, el agente debe­ ría tener a veces la opción de dar preferencia a sus propios intereses. Sin embargo, lo importante, aquí, para no salimos enteramente del esquema consecuencialista, es que la relevancia concedida a las razo­ nes personales no puede ser tan grande como para implicar restric­ ciones deontológicas que prohíban absolutamente la promoción del bien. Scheffler cree que no hay motivo de preocupación, pues si bien las opciones pueden justificarse por la salvaguarda del punto de vista personal, las restricciones carecen, sin embargo, de todo apoyo racio­ nal. Porque si éstas prohíben determinadas acciones en virtud de que así se protegen ciertos valores, lo racional sería permitir el incumplí miento de las restricciones cuando así evitásemos numerosos, o más serios, incumplimientos; es dédr, qtié sí algo tiene valor y por eso lo protegemos, lo más sensato sería maximizar su protección. Y esto es, concluye Scheffler, algo que, sin embargo, nunca aceptaría un defen­ sor de las restricciones deontológicas- . Por ello, es evidente que la 68 Denominación qué utiliza por primera vez-Kagan para referirse a lo que ocro.s han llamado prerrogativa centrada en el agente (Scheffler) o permiso, relativo al agente (Nagel). ^ La apelación ai coste fio serviría, sin embargo, para explicar todo tipo de op­ ciones que la moral común tolera. Por ejemplo, las «opciones ai sacrificio» (no optimizador). A veces entendemos que al agente.le está permitido que, en vez de ante­ poner sus interesen a ios ajenos — co rno hacen las opciones a las que nos referimos en el texto-— , los sacrifique en beneficio de estos, incluso cuando eso no sea la me­ jor alternativa para todos. En ese sentido, la moral común no exigiría, pero sí permi­ tiría —-y consideraría elogiable--— , que yo diese mi vida por salvar a otro, incluso cuando, desde 1111 punto de vista objetivo, sería mejor que yo viviese — debido, por ejemplo, a mi menor edad. Ya que aquí no se estaría dejando de promover el bien en virtud del consiguiente sacrificio para el agente, estos permisos no se pueden ex­ plicar apelando al coste. Véase Slote, 1985, 11. 70 Scheffler, 1982, 32 y sigs.

teoría de Scheffler no corre el riesgo de caer en el deontologismo. Ciertamente, tampoco es un claro ejemplo de consecuencialismo, aunque creo que sí podría verse como una desviación de éste. Ante todo, porque se basa en una obligación primera y básica de maximizar el bien; obligación que, por la presencia de importantes razones, pudiera perder su preponderancia y convertirse en una simple op­ ción. Pero también porque, como vamos a ver, será precisamente la inclinación de la teoría hacia el consecuencialismo lo que finalmente malogre su proyecto de justificar las opciones. Señalemos primero que este tipo de teoría requiere alguna Fór­ mula para saber cuándo están permitidas las opciones, cuándo el cos­ te personal pesa más que el bien que podríamos conseguir con él. No sería lógico afirmar que, para dar permiso a no realizar la acción óp­ tima* no importa cuánto sacrificio suponga la acción. Si el sacrificio es poco — mojarnos— y el bien a conseguir, mucho — la vida de una persona— , la obligación de optimizar no se desactivaría ni exis­ tiría entonces una opción a no cumplirla. Que haya o no obligación t dependerá tanto del grado de sacrificio como de la cantidad de bien qüe esté en juego. Scheffler lo concreta en una fórmula que permite al agente evaluar resultados asignando a sus intereses personales M veces más peso que el que tendrían desde una perspectiva imperso­ nal. Este valor exagerado de; nuestros intereses debe entonces sopesar­ se con el valor objetivo de los intereses generales, Con esta fórmula, todos tendríamos un umbral de sacrificio a partir del cual se nos con­ cedería dejar de hacer lo impersonalmente mejor. ¿Qué problema hay en esto? Supongamos, siguiendo un ejemplo de Kagan (1984, 251), que lo oprimo fuese que yo diese parte de mis bienes, concretamente 10.000 $} para salvar la vida de un extraño. Pero por mi situación económica, mis proyectos y mi carácter, tal do­ nación va a suponer un alto coste para mi bienestar y/o libertad. Des­ pués de sopesar el valor impersonal de la donación con el valor M ve­ ces aumentado de mis sacrificios, puedo decir que donar estaría en este caso por encima del umbral de lo que se me puede exigir. Así — 'Según la teoría: de Scheffler— me estaría permitido, aunque no exigido, que no diese el dinero y que dejase morir al extraño. Ahora imaginemos que estamos en una situación igual de precaria que aquella en la que nos hubiésemos quedado si ayudamos al moribun­ do. Y resulta que podemos conseguir 10.000 $ matando a un extra­ ño. El problema con la apelación scheffieriana al coste personal es que podría justificar también una opción a hacer esto último, pues ésta sería la única forma de evitar que yo dejase de tener esa cantidad que necesito para mejorar. Habría una opción moral porque, al igual

que en el caso del moribundo, la razón para matar — anteponiendo mis intereses al objetivamente más importante de vivir— es que el coste de no hacerlo me resultaría excesivo. Puedo matar porque pres­ cindir de aquella cantidad superaría mi umbral de sacrificios exigíables. Eso me confiere entonces un permiso a no cumplir la regla impersonalmente óptima, la de que no mate. Ese mismo sentido común que en un principio nos empujara a reconocer opciones morales se rebelaría ahora contra esta implicación de aceptar tales opciones. Estamos incluso peor que con él consecuencialismo simple. Si éste permitía dañar era para maximizar el bien; ahora se puede dañar para conseguir resultados no óptimos; basta con que dejar de hacerlo sea muy gravoso para el agente. Por ello, si mantenemos la propuesta de apelación al coste y no queremos cargar con tan indeseable consecuencia, no quedaría más remedio que introducir en la moral la restricción dé no dañan De esta mane­ ra conseguiríamos que, aún cuando la apelación al coste permitiera, en principio, que dañásemos para satisracernuestros intereses, una consideración más decisiva— una razón para no dañar a los demás— restringiera finalmente nuestra opcionafidad. Pero si esa considera­ ción ha de restringir la opcionalidad. sólo a dañar, pero no a permitir el daño, debemos previamente justificar la relevancia moral de distin­ guir entre acción y omisión. Algo que no está al alcance ni de las op­ ciones centradas en el agente, ni de un consecuencialismo simple como el que se presupone en la teoría de Scheffler71. 3, CONSECUENCLALISiVlO ECLÉCTICO Las dos estrategias analizadas hasta ahora — del consecuencialis­ mo de la regla y de la teoría híbrida— se han mostrado incapaces dé moderar las exigencias del consecuencialismo. Peto quixá lo lográra­ mos si combinamos en una teoría ambas estrategias. Esto es lo que pretende Tim Mulgan (2001). 75 Aun reconociendo su propia incapacidad para justificar desde la teoría híbri­ da una opción centrada en el agente que impida el daño no óptimo, Scheffler (1992) apunta posibles vías para conseguirlo. Una giraría en torno a consideraciones cofisecue aciales como la de que dañar para obtener una ganancia personal es— -sobré todo psicológicamente— más costoso (tanto para el agente como para los otros) que per­ mitir el daño para beneficio propio. Otra apelaría a que las obligaciones de impedir el daño suelen ser más complicadas de interiorizar y cumplir que las prohibiciones de dañar. Sobre las dificultades de desarrollar estas ideas desde una teoría como la de Scheffler, véanse Mulgan, 2001, 153-154, 1ÓU164; y Das, 1998.

La clave de su propuesta reside en distinguir dos ámbitos mora­ les. El primero de ellos, el de la Necesidad, se caracteriza porque en él utilizamos consideraciones morales sobre cómo ayudar a aquellos que no han satisfecho sus necesidades básicas; El ámbito de la Reci­ procidad es, por otro lado, el de las metas o proyectos que dan senti­ do a nuestra vida y genera cuestiones morales solo sobre relaciones entre iguales, sobre cómo interactuar con aquellos que, por tener cu­ biertas sus necesidades, pueden participar activamente en la comuni­ dad moral. Y ámbitos que aporran perspectivas distintas no pueden regir argumenta. Mitigan, por iguales principios éticos. Así, mientras que para el ámbito de la Necesidad el idóneo sería de carácter radical­ mente consecuencialista, en el de la Reciprocidad funcionaría mejor el principio del consecuencialismo de la regla. Y a esto le agrega Mulgan una particular forma de entender la teoría híbrida con la que po­ der articular ambos ámbitos. Según tal interpretación, la opción cen­ trada en el agente seguiría sopesando, por un lado, consideraciones puramente consecuencialistas, que serían la mejor plasmadon de las razones morales generadas en el ámbito de la Necesidad. Pero en el otro lado de la balanza ya no sólo contaría, como en la teoría de Scheffler, cotí razones del agente para promover sus propios intereses, sino también con razones para que el agente respete los intereses y autonomía de los otros y para que interactúe con ellos de cierta for­ ma. Son las razones propias del ámbito de la Reciprocidad y que se proyectarían en el código ideal del consecuencialismo de la regla72. Según Mulgan, las tradicionales objeciones a las diferentes teo­ rías que él combina dejan de tener sentido cuando entendemos que cada teoría se limita a explicar sólo una parte del fenómeno moral. Así por ejemplo, al consecuencialismo simple ya no se le puede re­ prochar que sea tan exigente, pues si el ámbito de la Necesidad -—en el que ahora operar— no es el único, sus mandatos tampoco serán ex­ clusivos. Eso significa que no tendremos que maximizar el bien en todo momento. Por otro lado, si el consecuencialismo de la regla ahora sólo actúa en el ámbito de la Reciprocidad, se encontraría en condiciones de su­ perar su dilemático reto, al que más arriba nos referíamos. En un inundo en el que todas las necesidades estuviesen cubiertas y sólo im­ portara fomentar valores de desarrollo personal y comunitario, las re­ glas del código idectl probablemente insistirían en el ejercicio de laau-

72 Mulgan, 2001, 250-251.

UiMA. M ORAL PARA SANTOS. S O B R E LAS F’XIGLNX ,'IAS' DHL CONSECOJENOAIJSM O..

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tonomía personal y, por tanto, en la amplía concesión de prioridad a nuestros propios proyectos. Pero ¿qué ocurriría en condiciones de parcial cumplimiento? ;No habría que acercarse, con la introducción de cláusulas excepcionales a un consecuencialismo más exigente en el que yo también tendría que preocuparme por la autonomía de aque­ llos que se han desentendido de la suya? Seguramente no, pues en un mundo que sólo se rige por metas personales, en el que las compleji­ dades de la motivación humana se hacen más patentes, siempre to­ maría más fuerza el clásico argumento de apelar a la ineficacia de in­ culcar códigos de complejas reglas (con cláusulas de excepción). Podría aducirse además que este irreducible consecuencialismo de la regla nunca será incongruente, pues giraría en torno a metas y dada la fuerte conexión de éstas con la comunidad en la que uno está in­ merso, son valores que se persiguen mejor colectivamente, evaluando los efectos de regular conductas73. Por último, la versión de la teoría híbrida que Mulgan propone también resolvería el problema de las restricciones. Scheffler las nece­ sitaba si quería evitar una inaceptable implicación de su propuesta — una opción a dañar—-pero era incapaz de justificarlas porque par­ tía de un único ámbito moral dominado por una razón consecuen­ cia! que, por sí misma, no puede distinguir entre dañar y permitir el daño, Dicho en pocas palabras, que si lo que nos preocupa esencial­ mente son los resultados, poco va a importar cómo se consigan (con o sin daño intencionalmente provocado). No obstante, el panorama cambia bastante si a ese ámbito de puro consecuencialismo le agrega­ mos, como hace Mulgan, el de la Reciprocidad. Al ser éste un ámbi­ to que se preocupa por las metas, cobra mayor relevancia la autono­ mía y, de ahí, el diferente impacto que sobre la vida moral de las personas tendrían, por un lado, la intervención directa y» por otro, la pasiva omisión de asistencia. También cabe argüir que, al regirse este ámbito por el consecuencialismo de la regla, los costes de inteuorizar reglas que no distinguen entre hacer y dejar de hacer serían conside­ rablemente mayores . Hemos visto pues que las teorías combinadas en el proyecto de Mulgan, al ser consideradas partes de éste, superan sus objeciones tra­ dicionales. Nos resta ahora averiguar si el proyecto como un todo consigue negar la afirmación de que el consecuencialismo exige de­ masiado. Para,ello debemos preguntarnos sí se dan criterios validos

73 Mullan, 2001, 224-225. 74 Mulgan, 2001, 242-244, 262-266, 274-279.

con ios que sopesar las exigencias de los dos ámbitos de modo que el mandato final no sea excesivo para el agente. O dicho de. otro modo, ¿consigue la nueva opción centrada en el agente dar primacía a la au­ tonomía: del que actúa frente a las necesidades insatisfechas de tanta gente, y todo ello sin salirse del esquema consecuencialista? Como vamos a ver, creo que ésta es la cuestión clave que Mulgan no contes­ ta con la claridad y profundidad que requiere. Lo primero es precisar cómo se justifican las opciones centradas en el agente. Scheffler lo hacía apelando a la relevancia de un punto de vista personal que era incompatible con la consideración imperso­ nal de los intereses. En tanto que para fundar una razón que contrapese la promoción del bien Mulgan ya no apela sólo a intereses per­ sonales, sino a una instancia más amplia en la que tales intereses son inseparables de los colectivos, la justificación ha de ser distinta. Si las metas personales tienen una raíz esencialmente comunitaria y su teo­ ría debe permitir que a veces podamos anteponer dichas metas a la mera maximizaeión del bienestar, lo esencial será demostrar la pre­ ponderancia del ámbito de la Reciprocidad. Con tal propósito, Mulgan utiliza en ciertas ocasiones el siguien­ te argumento negativo. La teoría híbrida no cuestionaba la primacía de promover el bien porque entendía que jas opciones eran concesio­ nes a lo personal hechas desde la imparcialidad moral. Eso explicaba que siempre estuviera permitido hacer lo Óptimo; al fin y al cabo, eso era, se decía, lo propiamente moral. Pero ahora — concluye Mul­ gan— , al considerar la opción «como una forma de sopesar dos ám­ bitos morales, partir de una preeminencia del ámbito de la Necesidad no tiene sentido»75. No obstante, aún hay que demostrar la primacía de la Reciproci­ dad v, por tanto, de las metas personales. Mulgan lo hace de la si­ guiente manera. Basándose en uña concepción holista de la psicolo­ gía social mantiene que los conceptos morales son eminentemente sociales y que la fuente última, descriptiva y normativa, del comporta­ miento moral no puede ser el interés propio. Del hecho de que somos seres pensantes, hablantes y morales sólo porque vivimos en comuni­ dad se deduce que un mundo sin metas resulta más inconcebible que un mundo sin necesidades. Siempre podemos hacernos una idea de cómo sería una sociedad en la que estuviesen cubiertas las necesidades y preguntarnos qué es lo moralmente correcto en tal si­ tuación; pero lo que no tendría mucho sentido sería imaginarnos,

Mulgan, 200.1, 266 (k cursiva es mía).

dice, un mundo sin metas, un lugar donde no hay seres inteligentes, y en el que intentásemos determinar las reglas morales. «Una teoría moral que ignorase el ámbito de la Necesidad sería incompleta, mientras que una teoría que ignorase el ámbito de la Reciprocidad sería incoherente»76. Por eso, concluye Mulgan, este ultimo ámbito prepondera. Sin embargo, no creo que está conclusión se derive tan claramen­ te de aquellas premisas. Al desconectar los dos ámbitos y someterlos a examen, Mulgan está ocultando una relación entre ellos que es esencial para evaluarlos. No es necesario adoptar una perspectiva bo­ lista para reconocer que la moral aspira a regular la vida entre iguales. Pero ésta es una aspiración irrealizable si previamente no se han cum­ plido ciertos requisitos, como que los futuros agentes tengan sus hCr cesidades cubiertas. Esta relación de dependencia es la que Mulgan no percibe y la que creo que confiere al ámbito de la Necesidad una clara prioridad, Úna prioridad que no radica sólo en esa dependencia pues me parece que no tendríamos que hacer profundas: disquisicio­ nes metafísicas para asentar la rdea de que, independientemente de los fines de la ética, la evitación de la miseria y del sufrimiento siem­ pre es preferente ai perfeccionamiento de las relaciones sociales. Por otro lado, en la evaluación del proyecto de Mulgan hay una segunda cuestión que tiene que ver con la preponderancia del ámbi­ to de la Reciprocidad pero no ya desde la perspectiva de su justifica­ ción, sino de la aceptabilidad de sus implicaciones normativas. Es de­ cir, aún admitiendo la primacía teórica de dicho ámbito., quedaría por ver si de ello se deriva un aligeramiento de las exigencias de la teoría. Para ello, lo esencial es determinar cuánta relevancia se concede a las metas propias del agente. Será una reoría poco exigente si consi­ gue defender que, en un gran número de ocasiones, el agente puede anteponer sus metas a la persecución de lo óptimo. Ya que las razo­ nes para actuar en el ámbito de la Necesidad siempre están presentes en un mundo tan desigual como el nuestro, Mulgan comparte con Scheffler — aunque con un esquema distinto— que existe una exi­ gencia básica de promover el bien que nunca es negada y que impo­ ne por tanto la justificación de toda desviación de dicha exigencia. Justificación que activará una opción sólo cuando el agénte apele a la importancia que tienen para él esas metas personales que corren peli­ gro si él maximiza, Pero Mulgan aún condiciona más que Scbeffler la

76 Mulgan, 2 0 01,256.

264

F r a n c is c

o

L ara S á n c h ez .

opción centrada en el agente: limitando las- metas personales impor­ tantes sólo a aquellas que se derivan de una vida de plena participa­ ción en la comunidad y que, por ello, se ajustan al código óptimo en el ámbito de la Reciprocidad. Por lo tanto, para optar a no promover el bien uno siempre debería aducir que promoverlo le supondría un gran coste en términos de impedirle alcanzar ciertas metas que, aun siendo propias, poseen un carácter esencialmente comunitario. ¿Rebaja tal determinación de las opciones el grado de exigencia moral? Me parece que no, pues las ocasiones que justificarían una op­ ción a no maximizar (individualmente) se limitarían a aquellas en las que. si el agente maximiza, pierde la posibilidad de seguir metas auto­ rizadas por el consecuencialismo de la regla. Pero estas metas no se­ rían aquellas en Jas que el agente simplemente se desarrolla como ser comunitario, sino aquellas otras en las que tal cualidad es promovida impersonalmente. Serían metas que, de ser realizadas por todos, op­ timizarían la comunidad global— recuérdese que aun evaluando re­ glas más que acciones, el criterio de la Reciprocidad sigue siendo con­ secuencialista. Hablaríamos entonces de metas como la de integrarse en organizaciones humanitarias en las que, al mismo tiempo que nos realizarnos en comunidad, contribuimos a mejorar la situación de muchas personas que, en otras partes del mundo, aún no han desa­ rrollado sus potencialidades sociales. Las opciones quedarían reduci­ das por tanto a elegir entre ayudar individualmente o integrándose en alguna organización. Y eso no permite mucha relajación, pues pa­ rece obvio que incluso la ayuda resultante de integrarse plenamente en eficaces organizaciones benéficas conllevaría, tal y como está el mun­ do, considerables sacrificios77. Vemos en definitiva cómo la necesidad de adoptar unas opciones que no permitan dañar lleva a qué Mulgan introduzca dos factores

77 Mulgan (2001, 286-291) se adelanta a esta objeción con ambiguas y confusas réplicas. Cree que el consecuencialismo de la regla no siempre exigiría la participa­ ción en comunidades de fines altruistas. Dice que a veces la. realización personal o la plural disponibilidad de opciones que conlleva el respeto de la autonomía podría re­ querir la pertenencia a comunidades cerradas. Pero, por otro lado, también reconoce que esto se debe a nuestra pertenencia a sociedades injustas en las que Jos individuos encuentran mayor realización con organizaciones de fines muy limitados. Y concluye que, por ello, siempre deberíamos estar comparando muchos de nuestros más que­ ridos fines comunitarios con otros, también colectivos, pero de mayor utilidad gene­ ral, como participar activamente en organizaciones benéficas. Aunque no lo afirma explícitamente, se entiende que estos últimos fines son mejores (más «justos») que los más cerrados porque son los que recomendaría un consecuencialismo de la regla como el que él propone.

que no estaban en la teoría de Scheffler; Ja interpretación de las me­ tas más auténticas del agente como fines comunitarios y la restricción de tales fines desde un código consecuencialista de la regla. Pero tam­ bién hemos observado que limitar las opciones sin medir el costé con patrones de simple interés personal es un arma de dos filos que no nos deja rebajar siguificatiyamente el grado de exigencia de la teoría. Así, en la teoría de Mulgan todo se reduce finalmente a optar entre maximizar bien aisladamente o bien de manera colectiva. Dicho en pocas palabras, lo que hemos aprendido es que si todas las considera­ ciones de coste personal no comunitario dejan de ser relevantes, segui­ mos sin poder explicar enteramente esa intuición de que no estamos obligados a maximizar siempre el bien, de que a veces alguien puede anteponer ciertos proyectos simplemente porque son los suyos. Pero aparte de esta incapacidad de reducir sus exigencias, la teo­ ría de Mulgan se enfrenta a una dificultad no menos grave para ex­ plicar adecuadamente las opciones. Pues al igual que la teoría Schef­ fler parte de un modo de justificación de las opciones basado en sopesar razones enfrentadas78, Scheffler lo hacía manteniendo que, para proteger adecuadamente valores como la integridad o la autono­ mía, a veces deben contar más las razones basadas en el interés pro­ pio que la, ya de sí muy relevante, razón optimizadora. El mismo esquema de justificación está en la teoría de Mulgan, con la diferencia de que las razones que, por su mayor peso, activan la opción no se ba­ san ahora en el mero sacrificio personal, sino en la no realización de la persona como un ser social. Con este tipo de justificación es imposible, no obstante, explicar la auténtica naturaleza de las opciones. Cuando mantenemos que a veces la razón de promover el bien es sobrepasada por una razón para darle preferencia a mis metas — más o menos comunitarias— senci­ llamente porque esta última razón defiende valores más importantes, no podemos derivar de aquí ninguría. opcionalidad79. Si para Schef­ fler los valores subjetivos a veces son más importantes que el valor global, lo lógico es que de ahí salga no un. permiso para no promover el bien, sino una prohibición de hacerlo. Supongamos que en el ejemplo del incendio yo consiguiera argumentar—-lo que no es nada fácil— que el valor que concedo a mi bienestar y a mis proyectos tic78 Nagel, Hill y Darwall lo utilizan para justificar no sólo opciones, sino tam­ bién restricciones deontologicas. E incluso recurren a él autores que no aceptan ni las opciones, ni las restri ación es; ral es el caso de Parfit y'.'Kagan. Véase Hurlcv, 1995, 185, nota 9. 79 Hurle/, 1995y 165-173.

ríe más peso moral que el concedido desde el punto de vísta neutral — para el que cuenta más la vida del extraño que mi integridad. Pero de eso sólo podría concluir que no debo salvar al extraño y que, por tanto, carezco de todo permiso para hacerlo80. O desde la versión de Mulgan, si resulta que mi razón para participar activamente en una organización humanitaria es más^ decisiva que la de maximizar la ayuda yéndome por mi cuenta a Africa, de aquí no se derivaría una opción a no hacer esto último, sino una obligación de no hacerlo y de atenerme en este caso a las reglas propias del ámbito de la Reci­ procidad. En conclusión, la crítica que daba pie a este trabajo se inspiraba en la moral común para afirmar que las exigencias morales no pue­ den suponer un gran sacrificio para el bienestar y la libertad del agen­ te, Pero acabamos de ver que esta afirmación no recoge todos los ele­ mentos de la crítica. La intuición también nos dice que la reducción del grado de exigencia no puede conllevar la incorrección moral de lo inexigible. Es la idea subyacente a lo que tradicionalmente se conoce como acto supererogatorio, aquel acto que, por estar más allá del de­ ber, uno no tiene por qué realizar, aún cuando fuera elogiable su reali­ zación. Hemos visto que el consecuencialismo, incluso en sus versio­ nes más sofisticadas, no puede acomodar adecuadamente todas estas creencias generalizadas sobre dónde poner, y cómo entender, los lí­ mites de las exigencias morales. 4. SOBRE LA AUTORIDAD DE LAS CONSIDERACIONES MORALES Si el consecuencialismo difícilmente se ajusta a nuestras intuicio­ nes sobre lo exigible, podríamos concluir, como Kagan (1989), que lo sentimos por las intuiciones. Que si no tienen apoyo racional, sen­ cillamente no son éticamente relevantes. La reacción sería muy sensata; al fin y al cabo se basaría en la idea, consolidada por muchos años de indagación metaérica, de que las intuiciones no constituyen un criterio de justificación moral Pero la reacción probablemente también sería precipitada. Pues aparte de la justificación, hay otras funciones metodológicas importantes que sí podrían desempeñar las intuiciones. Por ejemplo, la de guiar nues­ tras investigaciones éticas, la de darnos pistas sobre qué temas mere-

80 Portmore, 2000,201.

U n a m o r a l paka s a n to s ,

Sobíu- i a s

k xk e n c í a s i;>hl co N S E C iH N aA U S M o ...

cen más atención. Si de nuestras investigaciones obtuviésemos * clusiones contrain tuitivas, evidentemente no por ello pensaría que son erróneas, pero sí deberíamos sentirnos obligados a re concienzudamente nuestro trabajo, especialmente si, como c tema que nos ocupa, la intuición discrepante es muy fuerte, E. caso tenemos que agotar todas las posibilidades teóricas de asir racionalmente lo que nos dice el sentido común. Y para ello cabe, en el asunto que tratamos, una última salid, de considerar que el problema de la exigencia excesiva no es int a la moralidad, que no es un problema sobre las posibilidades ética consecuencialista, sino que más bien lo es sobre la naturale; la moralidad misma y, concretamente, sobre la autoridad de sus: nes. En este sentido, resultaría adecuado que nos preguntásem las consideraciones morales son vinculantes en cualquier circun cia. Responder afirmativamente supondría que las razones me siempre desplazan a las no morales, incluso cuando aquellas son débiles que éstas; Lo que no parece muy plausible. Imagina q has comprometido a corregir unos exámenes para el día siguie primera hora, pero es tarde y estás muy cansado, así que decide a la cama. O que, seguri el conocido ejemplo de Wolf (1986, en vez de acudir a tus tutorías, asistes a una conferencia de la q acabas de enterar y que impartirá tu filósofo predilecto en un in viaje a tu país. Si aceptamos la perrnisión de tales acciones y qui mos insistir — desde este método de justificación que sopesa nes:— en la autoridad ilimitada de las consideraciones morales, < riamos defender que, en los casos propuestos, el deber de cu: mis compromisos queda invalidado por otro deber moral más d vo, como el de no agotarme (e irme a la cama si me canso) o el c nocer personalmente a mis ídolos (yendo a la conferencia del f fo). Ciertamente esta forma de entender el problema no parece recomendable. Sería más simple y admisible verlo desde la pers va de que a veces las consideraciones morales pueden ser despb por consideraciones no morales de mayor peso. Estas dudas sobre la autoridad suprema de la moralidad su( una interpretación de las razones personales y de su relevancia; que es distinta a k subyacente en las propuestas de SchefHer y gan y que tal vez ilumine el problema que nos ocupa. Para comprender mejor esos supuestos límites de la auto moral, podríamos empezar interpretando los casos difíciles conflictos entre dos esferas evaluadoras, la moral y la raciona aún estando fuertemente relacionadas, no siempre coinciden < prescripciones. La evaluación moral se rige, ciertamente, por la

tas generales de la argumentación racional y en ese sentido lo moral­ mente correcto siempre es racional, pero puede que no enteramente. A la hora de determinar la conducta racional en una situación parti­ cular tal vez pudiéramos hacerlo desde perspectivas diferentes que a veces discrepan. Aún cuando yo me preocupara más por satisfacer mi interés de irme a la cama o de asistir a la conferencia, desde el punto, de vista in om lh s razones determinantes son las de que si lo hago, obro mal porque incumplo mis compromisos. Pero también sería plausible pensar así: debido a la fuerza de mi preferencia y a la debi­ lidad de las exigencias morales, desde el punto dé vista racional la ba­ lanza se inclina del lado de mis intereses. Aunque tuviera razones mo­ rales para cumplir el horario de tutorías, podría ser racional en este caso asistir a la conferencia. Las razones morales, por su misma natu­ raleza, suelen pesar más que las no morales, pero quizá no sea siem­ pre así. La sugerencia tiene consecuencias inmediatas. Las propuestas vistas anteriormente— de Scheffler y Mulgan— a lo más que llega­ ban era a interpretar las razones personales como razones morales que se contraponían alas también morales de lá perspectiva impersonal. Ahora cabe entenderlas como razones de un tipo especial (no moral) que en ciertas ocasiones se anteponen a las morales. No obstante, de esta restricción a la autoridad moral no se deri­ van directamente las opciones. Necesitamos una precisión de índole metaérica: especificar la naturaleza de los juicios morales y concreta­ mente, su fuerza motivadora. Eso podría hacerse desde la creencia externalista. de que las convicciones o razones morales no son, por sí mismas, vinculantes. Quienes así piensan suelen interpretar tales convicciones como estrictamente descriptivas y explican el carácter motivador de la moral recurriendo a una disposición amoral de regir­ se por consideraciones morales. Disposición amoral que en este caso podría ser la de sentirse obligado por lo (más) racional. Evidentemen­ te, desde aquí no se pueden explicar las opciones. Sólo concluiríamos que cuando las razones personales pesan más que las morales, dejar de hacer lo morálmente correcto es racional y que ese es nuestro de­ ber; pero en ningún caso inferiríamos que es moralmente permisible dejar de hacerlo. Por ello, si queremos hablar de opciones, debemos partir de la creencia internalista de que las razones morales siempre motivan por sí mismas. Sin embargo, eso no puede concederles la última palabra en la determinación de la obligación moral. Ésta ha dé consistir en hacerlo más racional, pero entendiendo por ello lo que uno tiene más razón de hacer una vez que ha evaluado todo lo relevante, que ha

tomando en cuenta tanto las razones morales como las no morales. La diferencia con el planteamiento anterior es que, al partir ahora del internalismo, lo moralmente preferible — aquello que yo tengo más razones morales de hacer-—•tendrá autoridad siempre que no exista una mas fuerte razón no moral de hacer lo contrario. Y además, cuando ésta exista ya podremos mantener que es no sólo racional, sino también moralmente permisible, dgjar: de hacer lo que la moral aconseja. Eso se debe a que en tal caso estaría justificado tanto seguir la evaluación moral como no seguirla. Lo primero, porque las razo­ nes morales siempre motivan; lo segundo, porque ahora habría una razón no moral más pesada. Ahí estaría la opcionalidad. Yo no ten­ dría la obligación de salvar al extraño del incendio porque, aunque las razones morales aconsejen hacerlo, cuento con una fuerte razón —ahora no moral— que las invalida: el sacrificio personal que me supondría salvarlo. No obstante, tampoco estaría obligado a no sal­ varlo, pues las razones momks apoyan el rescate: sería lo mejor desde una perspectiva impersonal* Si ningún acto cuenta con el apoyo de todas las razones relevantes, morales y personales, ninguno es moralmente obligatorio; pero ya que debe hacerse alguno, tengo la opción moral de realizar cualquiera de ellos®1. 5. CONCLUSIONES 1. El consecuencialismo encuentra serias dificultades para supe­ rar por sí mismo la objeción de que exige demasiado. Para empezar, apenas puede justificar un aligeramiento de sus prescripciones. Si fi­ nalmente éstas se determinan maximizandó el bien desde un punto de vista impersonal, de poco servirán estrategias reformadoras como la de recurrir a la distinción entre el criterio normativo y el procedi­ miento de toma de decisiones. Pues en tales estrategias todo procedi­ miento de decisiones no consecuencia!, como el de evaluar sólo re­ glas, se justificaría en virtud de que realmente es el procedimiento más productivo. Y regirse por reglas en nuestro habitual contexto de 81 Este intento teórico de justificar las opciones en virtud de una limitación de ■las consideraciones morales se basa en Portmore, 2000, 203-206. En esas páginas también se sugiere que, de este modo, justificaríamos un tipo de opción muy plau­ sible y que no explican otras propuestas: la opción al sacrificio (a la que nos hemos referido en una nota anterior). Aunque las razones morales (consecuencialistas) re­ comendaran que rió me sacrificara por otro, el balance de razones morales y no mo­ rales podría permitir lo contrario si tengo una razón, personal muy fuerte para sacri­ ficarme por alguien.

incumplimiento generalizado supone negarse a ver la evidencia lácti­ ca de que conseguiríamos mejores resultados evaluando acciones par­ ticulares.- De ahí concluimos que sólo podemos fundar reglas y pres­ cindir con ello del exigente cálculo de resultados de todas nuestras acciones (y omisiones) si abandonarnos la esencia consecuencialista. Por ejemplo, manteniendo que evaluar reglas y exigir menos es lo más sensato desde un punto de vista que sopesa racionalidad conse­ cuencialista e intuiciones. No obstante, ésta es una posibilidad que escapa a nuestro objetivo de averiguar si el consecuencialismo se basta para responder a la objeción de que exige demasiado. Para ello, podría ser más interesante la estrategia de incorporar en el criterio consecuen, cialista el punto de vista; personal, de modo que concediéramos mayor relevancia al coste que al agente puede suponerle su óptimo compor­ tamiento. 2, Pero tal estrategia requiere estrictas condiciones. No basta con conceder a los intereses personales un mayor peso en virtud de que su insatisfacción resultaría muy perjudicial para el agente. Pues así sólo conseguiríamos moderar las exigencias consecuencialistas al precio de vernos obligados a permitir censurables acciones sólo si con ellas el agente mejora considerablemente su situación personal. Por ello, ne­ cesitamos atenuar la relevancia del punto de vista personal no sólo so­ pesando los costes de la maximización con los beneficios de ésta, sino también excluyendo de la evaluación moral ciertos intereses persona­ les —■incompatibles, por ejemplo, con: la preeminencia de lo comu­ nitario— y ciertas formas de satisfacerlos — que no distingan entre dañar y permitir dañó. Vimos, no obstante, que estas limitaciones bien resultan infructuosas en la explicación de las opciones o bien re­ quieren nuevamente un alteración significativa del proyecto conse­ cuencialista. 3. Además, aun consiguiendo dar relevancia a lo personal de modo que aminoráramos las exigencias del consecuencialismo sin sa­ limos de éste, no alcanzaríamos plenamente el objetivo de acercar la teoría a la moral común. Para ello, también habría que explicar la op~ cionalidad. Uno ha de contar con permiso para no promover el bien pero sin que éso nos lleve a negar que promoverlo sería, si no exigible, al menos elogiable, Y explicar esta opcionalidad no está al alcan­ ce de aquellas propuestas que introducen en la moral un punto de vis­ ta personal (más o menos condicionado). Pues así confrontan en un mismo plano lo personal con lo impersonal, de manera que si a veces permiten que nos olvidemos de esto último porque aquello pesa más, han de concluir que tenemos, no la opción, sino la obligación de no promover el bien.

4. Por ello, he defendido que los consecuencialistas sólo pueden justificar la opcionalidad si en vez de incorporar la perspectiva perso­ nal al ámbito de la evaluación moral, la consideran un elemento im­ portante de otra forma más amplia de evaluación, la propia de la de­ liberación racional. Aquí se sopesarían todas las razones relevantes en la determinación de la conducta racional; especialmente las morales, pero también otras no morales, como el coste personal de la acción, Así, si en alguna ocasión estas últimas resultasen más relevantes, las razones morales no fijarían mi obligación, aún cuando siguieran de­ terminando lo moralmente adecuado. Al no contar con el claro apo­ yo de ambos enfoques evaluativos, podríamos mantener que no exis­ te una obligación moral concreta, que las: dos acciones alternativas están permitidas porque contamos con razones para realizar ambas. Diríamos que en ese caso tenemos permiso para no regir nuestra con­ ducta por consideraciones estrictamente morales. 5. En principio, esta propuesta sobre la obligación moral sería, compatible con cualquier tipo de consecuencialismo. Ya que el pro­ blema ha pasado a ser externo, sobre la autoridad de las tazones mo­ rales, a priori no estamos condicionados sobre él contenido de estás. No hay ningún impedimento formal para que las razones morales apuesten siempre por la promoción del bien aún cuando eso no se plasme en una obligación de promoverlo en todo momento — pues a veces tales razones podrían ser desplazadas por alguna razón no mo­ ral más importante. Esto no debería sorprendernos tanto. Pues en muchas situaciones creemos que es razonable dispensarnos de las exigencias morales: parece admisible asaltar un supermercado si fuera la única manera de alimentar a nuestros hijos; solemos creer igualmente que, aún siendo meritorio, no estamos obligados a dar nuestra vida por salvar a un extraño, por muy benefactor de la so­ ciedad que fuera. El riesgo que se corre con esta propuesta es que acabemos dando excesivo protagonismo a las razones no morales, normalmente basa­ das en deseos. Podríamos: desembocar en una teoría tan poco exigen­ te que permitiese desatender las consideraciones morales en orden a satisfacer meras preferencias. Esto no se deriva necesariamente de la propuesta aquí presenta­ da porque en ella las razones personales no ponen veto a las morales* sino que son sopesadas junto con éstas. Eso significa que, en teoría al menos, las razones morales, al ser más convincentes que las razones provenientes de deseos, no serán fácilmente invalidadas por éstas úl­ timas. Pero también es cierto que aquí los deseos tienen Un lugar más destacado que en otras propuestas. Si el punto de vista personal está

fuera del ámbito moral,, no podemos limitarlo tan fácilmente. No cabe recurrir ya a la estrategia scheffleriana de, en virtud de su debi­ da relevancia moral, dar a lo personal un mayor peso proporcional en nuestras: consideraciones morales— calculando siempre de manera que demos a mis intereses un valor M veces mayor que su valor im­ personal. Ahora no hay reglas generales, Al final, cómo se sopesen unas y otras razones va a depender bastante del carácter del agente. Si por su falta de sensibilidad ante determi nados problemas, las razones de no desprenderse de su opulencia fueran más decisivas que las ra­ zones de ayudar a tantos seres que sufren injustamente, ninguna con­ sideración objetiva podría alterar su balanza. Sencillamente, ayudar a los demás sería muy costoso para él. La senda que se abre con esta explicación de las opciones puede llevarnos a lugares problemáticos, pero no desconocidos. Finalmente se trata de algo parecido alo que mantenía Hume; que en la motiva­ ción moral ocupan un lugar muy destacado los sentimientos y que las consideraciones objetivas no tienen la ultima palabra en la expli­ cación de la conducta moral. Eso significa que sólo mostrando el fundamento de la moral no hacemos que ésta sea mas: influyente en nuestras vidas; también se requiere educación moral, que se nos fo­ mente una mayor sensibilidad hacia los problemas ajenos de manera que las consideraciones morales cada vez cuenten más en nuestras de­ liberaciones, Pero tampoco basta con eso. Para que las consideraciones mo­ rales sean realmente influyentes, las exigencias que se deriven de ellas deben ser razonables. La educación moral siempre resultará in­ fructuosa, incapaz de motivar, si las obligaciones que transmite son excesivas. En este sentido pragmático, sí podemos concluir que el consecuencialismo que acompañase a la propuesta aquí apuntada en ningún caso podría ser tan exigente como el Sermón de la Mon­ taña, REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS R. E., «Act-Utilitarianism: Account o f Right Making Characteristics or Decision-Making Proc.edure?», American Philosophica! Qmrterfa 8, 1971, Brandt, RmA Theory o f the Goodand the Right, Clarendon Press, 1979. Carson, T. L.v«A Note on Hookers '‘Rule Consequen tialism”», Mind\ 100, 199L D as, M.t «Prerogatives Without. Rcstricion.s?», Philosophical Studies, 99, 1998. B a le s,

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C a p í t u l o .10

Tilomas Hobbes y la teoría contraccualista del derecho* D avid G authier

1 El renacido interés por el contracmalisxiia moral y político justi­ fica una indagación sobre las posibilidades de una teoría contractual lista del derecho. Se trataría de una teoría normativa. No pretendería explicar mejor nuestras actuales prácticas e instituciones legales, sino reconstruirlas racionalmente desde la perspectiva de un acuerdo en­ tre individuos maximizadores. Fundamentaría el derecho de un modo secular e instrumental que no requiriese supuestos dudosos so­ bre la objetividad de los valores o la existencia de un orden moral en el universo. Puede que tal reconstrucción sea inviable, lo que nos abocaría a una conclusión escéptica. Tal vez un conjunto de indivi­ duos racionales, en condiciones de decidir los términos de su interac■ ’ «Tilomas Hobbes and íhe Oontracíanan Tlieory o f Law» en el Cniuidian JoimmlofPhilosopby.\ volumen especial 16 (1990), pagS; 5-34. Traducción de Pedro Francos Gómez. A lo.largo del texto, el término inglés «Law» se ha traducido., unas veces por «Derecho» y otras por «Ley», según su sentido. Cuando puede dar lugar a confusión, o merece mayor aclaración, se escribe entre paréntesis el término que em­ pleó Hobbes.

don, rechazarían cualquier estructura identificable como un marco legal. Semejante resultado se nos antoja, sin embargo, improbable. La razón es cierta analogía que podemos apreciar entre el derecho y la moral: si bien ambos surgieron en un marco de significado teleo­ logía) y teológico que ahora nos resulta implausible, no por ello que­ dan descartadas desde la perspectiva de un acuerdo racional. Aquí no puedo ni siquiera iniciar la tarea de construir una teoría contractualista del derecho. Mi única intención es examinar breve­ mente un intento histórico — quizá el intento histórico-— de enten­ der el derecho en términos contractualistas, que se encuentra en la obra de Thomas Hobbes82. El vocabulario de la decisión racional, esencial para el contractualismo moderno, no existe en Hobbes. Pero las ideas sí están presentes. En otro lugar he argumentado que Hob­ bes puede verse como un precursor de la teoría moral contractualis­ ta; creo que igualmente se lo podría ver como precursor de una posi­ ble teoría legal contractualista. No trataré de responder a la cuestión de si tal empresa puede llevarse a cabo en el ámbito del derecho con el mismo éxito que en teoría moral. (Algunos: negarán que la empre­ sa sea posible en cualquiera de ambas áreas.) Explicaré la compren­ sión hobbesiana del derecho de un modo que encuentro, y espero que el lector encuentre, atractivo; pero debo admitir desde el inicio ue mi formación ética: quizá me impida ver problemas, específicos e la teoría legal, que podrían desacreditar un enfoque contractualis­ ta de ]a misma.

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2 Para comenzar, recordemos cómo Hobbes insiste en que «en pri­ mer lugar es manifiesto que la ley en general, no es consejo, sino mandato» (L. 26, 137). Ambos se expresan con imperativos • — «un hombre dice H az esto o No hagas esto»— pero difieren en las razones

82 Las referencias a la traducción inglesa del De Cive (es decir, PhilosophicalRudiments Conceming Government and Society, abreviado DC.) citan el capítulo y pa­ rágrafo. Las referencias al Leuiatán (abreviado L.) citan el capítulo y la paginación en vía edición original, que se puede encontrar en la edición de Lcviaihan, de Penguin Classics, editado por C. B. Macpherson. Las referencias a A Dialogue between a Philosopher and a Student o f tbe Comrnon Latos oíErigíand citan la paginación en la edi­ ción original, que se puede encontrar en la edición de la University of Chicago Press, editado por Joseph Cropsey. Las referencias al debate entre Hobbes y el obispo Bramhall citan la paginación., del volumen V de las English Works> editado por Sir Willíam Moleswortk

en que se basan. La persona que ofrece un consejo «deduciría sus ra­ zones del beneficio que avendría por él a aquél a quien aconseja»; la persona que da una orden habla «sin esperar otra razón que la vo­ luntad de quien ordena». La persona que da un consejo «únicamen­ te pretende (cualquiera que sea su intención) el bien de aquél a quien se lo da»; la persona que ordena «pretende su propio benefi­ cio; porque la razón de su mandato es únicamente su voluntad, y el objeto último de la voluntad de todo hombre es algún bien para sí mismo» (L. 25, 131-132). L En la traducción inglesa del De Cive> esta distinción entre consejo y mandato conduce a Hobbes directamente a su definición de la ley como «el mandato de aquella persona... cuyo precepto contiene en sí mismo ¡a razón de su obediencia» (DC. 14.1). Si se lee este frag­ mento aislado, resulta confuso, ¿qué significa que un precepto con­ tenga «la razón de su obediencia»? El contexto lo aclara, sin embargo, pues Hobbes llega a su definición de la ley como mandato tras haber distinguido la obediencia «por el objeto mismo», de la obediencia «por razón de la voluntad de quien ordena»; esta última es la razón para obe­ decer la ley Así, el precepto contiene «la razón de su obediencia» no tanto por su contenido — «su objeto mismo»— cuanto por la «volun­ tad de quien ordena». Ello se aprecia con los ejemplos que da Hobbes: «los preceptos de Dios hacia los hombres, de los magistrados hacia sus súbditos, y en general de todos los poderosos hacia aquellos qué no pueden resistirse, pueden ser llamados sus leyes». Identificar la razón para obedecer con la voluntad de quien manda éqtdvale a reconocer su poder, y la futilidad de intentar resistirlo* Desde este punto de vista, la ley no es sino un mandato efectivo. Si soy incapaz de resistirme a ti, al menos sin incurrir en un coste ma­ yor que el beneficio que espero obtener, entonces ni mandato, sea el que sea, me da una razón para cumplirlo, y por tanto es ley para mí. Si esta fuese su tesis definitiva, Hobbes sería un positivista jurídico de la más cruda especie — tal como sé supone a menudo. Pero, aunque nunca desautoriza la opinión de que la ley es un mandato, en el Leviatán insiste en que no es «el mandato de cualquier hombre hacia cualquier hombre; sino sólo de aquél cuyo mandato se dirige a uno previamente obligado a obedecerle» (L. 26, 137). La ley es un man­ dato, pero sólo en el contexto de una obligación previa. Así, en vez de hablar de la ley como «los preceptos de... todos los poderosos», afir­ ma que «la ley en sentido estricto, es la palabra de aquél que por de­ recho tiene dominio sobre otros» (L. 15, 80). El lenguaje del derecho y la obligación reemplaza al del poder.

La definición ele ley en el Lcviatán no representa tanto una alte­ ración como una aclaración de la tesis liohbesiana. El aparente posi­ tivismo del De Cive es engañoso; la ley puede definirse como un mandato, pero Hobbes introduce la obligación previa cuando habla de la validez del derecho, diciendo que «nuestra obligación de obe­ diencia civil, por virtud de la cual las leyes civiles son válidas, es ante­ rior a toda ley civil» (DC, 14.21). Indudablemente, Hobbes conside­ raría que sólo hay una diferencia terminológica entre la tesis de que la ley es un mandato efectivo, válido en virtud de una obligación an­ terior de obediencia, y la tesis de que la ley es un mandato que al­ guien tiene una obligación anterior de obedecer. Pero la terminología es importante si hemos de entender las bases conceptuales de la teo­ ría hobbesiana. La ley no se funda directamente en el poder, sino en la obligación; tanto si soy capaz de resistirme eficazmente a ti como si no, tu mandato es ley para mí sólo si tengo una obligación previa de obedecerte, Esta tesis no es positivista, puesto que relaciona con­ ceptualmente el derecho con una norma de obligación extra-legal Hobbes sería un positivista estricto, del estilo de Austin, si sostuviese que el modo de determinar si un mandato es derecho consiste en de­ cidir la cuestión factica de si la persona a quien se dirige el mandato es incapaz de resistir a quien manda.: Esto es de hecho lo que sugiere la definición de ley en el De Cive. Pero la explicación del Leviatán muestra que esta interpretación positivista es equivocada. Según la concepción posterior de Hobbes, la determinación del carácter legal de un mandato depende de la cuestión normativa de si la persona a quien se dirige el mandato tiene una obligación de obedecer a quien manda. Este punto de vista podría aún ser compatible con un positivis­ mo más sofisticado, si la obligación implícita en la ley fuese comple­ tamente autónoma. Algunos positivistas jurídicos han negado la normatividad del derecho, pero otros se han centrado más bien en afirmar su independencia conceptual de la moral y de otros sistemas normativos no legales. Un positivista jurídico puede aceptar que un mandato sólo es ley cuando su receptor está obligado a obedecerlo, tal como mantiene Hobbes; añadiendo que esta obligación es ella misma legal. Este no es el punto de vista de Hobbes, como debe que­ dar claro a partir del pasaje del De Cive citado arriba donde insiste en que «nuestra obligación de obediencia civil... es anterior a toda ley ci­ vil». ¿Cuál es entonces su punto de vista? SÍ el derecho no es un siste­ ma normativo auto-contenido basado en el hecho del poder, sino un sistema que extrae su normatividad de una obligación previa, ¿cuál es la naturaleza de esta obligación, implícita en la ley, pero que no es le­

gal? Volveré enseguida a esta cuestión, para establecer mi tesis de que la teoría hobbesiana del derecho es incompatible con el positivismo jurídico. De hecho, afirmaré que las afinidades de Hobbes con la tra­ dición del derecho natural son tantas como sus afinidades con el po­ sitivismo — lo que equivale a decir que.su contractualismo debe con­ siderarse como distinto de ambos. Pero antes de seguir adelante, debernos reconocer que la distan­ cia de Hobbes con el positivismo jurídico es menor en la práctica que en la teoría. Aunque lo que convierte un mandato en ley es la obliga­ ción de obedecer más que la incapacidad de resistir, Hobbes supone que la obligación se deriva en última ,instancia de esa incapacidad. Afirma que «se supone que todo hombre promete obediencia a aquél en cuyo poder está salvarlo o destruirlo» (L 20, 130). Si soy incapaz de resistirme a ti, entonces está en tu poder salvarme o destruirme, y se supone que debo obedecerte. Por eso los mandatos «de todos los poderosos hacia aquellos que no pueden resistirse, pueden ser llama­ dos sus leyes». La ley es «la palabra de aquél que por derecho tiene dominio sobre otros», pero un poder suficiente da lugar al derecho. El positivista que entiende la ley como un mandato efectivo se apar­ ta de la teoría hobbesiana,pero identifica correctamente la ley Nues­ tro interés, sin embargo, es conceptual más que práctico y puede ser que, Riera del contexto concreto del pensamiento de Hobbes, el nexo normativo necesario entre la ley y la obligación no siempre permita identificar el derecho con un mandato efectivo. Después de su definición general de derecho., Hobbes pasa a de­ finir las leyes civiles, que «son, para todo sujeto, aquellas reglas que el Estado (Common-wealth), mediante la palabra, la letra escrita, u otro signo suficiente de la voluntad, le ha ordenado usar para distinguirlo correcto y lo incorrecto,.,» (L. 26, 137). En su posterior D iábgo en­ tre un filósofo y un estudiante del Derecho Común de Inglaterra define el derecho como «el mandato de aquél o aquellos que tienen el poder soberano, dirigido a sus súbditos, ..declarando pública y simplemente lo que le está permitido á cada uno hacer, y qué deben abstenerse de hacer» (32). Aunque distinguir lo correcto de lo incorrecto no es lo mismo que distinguir entre hacer y abstenerse de hacer, estas dos de­ finiciones de la ley civil parecen paralelas en lo esencial. Y para rela­ cionarlas adecuadamente con la definición general del derecho, he­ mos de entender qué nexo establece Hobbes entre la obligación y la soberanía. 2. La definición formal de derecho ofrecida por Hobbes deja sin resolver el fundamento de la obligación. Se podría suponer, por ejemplo, que todas las personas están obligadas a obedecer a Dios por

ser su creador, y al soberano civil, por ser representante de Dios. Pero esta no es la idea de Hobbes. La clave de su teoría sobre la obligación es su tesis de que «no existe obligación alguna de ningún hombre que no surja de un acto propio, pues todos los hombre son por naturale­ za libres» (L. 21, 111). Las obligaciones se asumen voluntariamente. Si-incorporamos esta idea de Ja obligación a lá definición hobbesiana del derecho, podemos decir que éste es un mandato dirigido a al­ guien que se ha obligado a sí mismo anteriormente, por un acto de su voluntad, a obedecer a quien le manda. A partir de aquí, sólo res­ ta un pequeño paso para extraer el elemento básico de decisión racio­ nal implícito en el modelo de Hobbes. Asumir una obligación es «un acto voluntario* y de los actos voluntarios de todos los hombres, el objeto es algún bien para si mismos» (L. 14, 66). Y es «la razón, la que dicta a los hombres su propio bien» (L, 15, 72). Situada en el contex­ to de su teoría general, la teoría hobbesiana del derecho incorpora la idea de razón, como aquello que exige que cada persona asuma la obligación que convierte él m eto mandato en ley. La norma que subyace al derecho es la de la racionalidad. Al menos una parte de la res­ puesta a nuestra cuestión por la naturaleza de la obligación implícita en la ley, es que se trata de una obligación racional. En este último párrafo he reunido pasajes que aparecen separa­ dos en el Leviatán. Hobbes no describe la base racional de la ley del modo que yo lo acabo de hacer. Pero cada una de las conexiones que he introducido — entre ley y obligación, obligación y acción volun­ taria, acción voluntaria y bien, bien y razón— está presente en el tex­ to de Hobbes, y se puede mostrar fácilmente que es un elemento esencial de su sistema. Podemos ahora introducir la soberanía en este esquema. Gomo hemos apuntado, Hobbes mantiene qué toda persona es «por natu­ raleza, libre»; es decir, toda persona posee uña ilimitada libertad para hacer cualquier cosa que considere que incrementa su propio bien, que para Hobbes es sobre todo su propia conservación o defensa. Hay que señalar que este derecho de libertad no da lugar a obligación o deber correlativo alguno por parte de otros; simplemente autoriza a cada persona a emplear todos los medios en la promoción de su propio bien, pero no a que imponga restricciones a los otros. Dado que las personas compiten por los escasos recursos que permiten la conservación, el derecho de un individuo se opone naturalmente al de otro. Esta oposición, y el consiguiente ejercicio por cada persona de su amplio derecho a la libertad, es mutuamente perjudicial — de hecho, conduce ala guerra de todos contra todos. Hobbes señala que «mientras dure este derecho natural de todo hombre a todas las co­

sas, ninguno puede tener la seguridad de completar el tiempo de vida que la naturaleza concede ordinariamente a los hombres» (L. 14, 64) . El único modo de encontrar esa seguridad es que todos cedan su de-* recho natural a gobernarse a sí mismos a un individuo o grupo — el soberano, definido corno «una -persona de cuyos actos se han- hecho auto­ res todos los miembros de una gran multitud, mediante pactos entre ellos (L. I a 88). El soberano hobbesiano es una persona artificial, constituida por la autorización de sus súbditos. Una persona artificial se define como aquella cuyas palabras y acciones «representan las palabras y acciones de otra» (L. 16, 80). El soberano es un agente cuyas pala­ bras y acciones no se consideran propias, sino que representan las palabras y acciones de sus súbditos, cada uno de los cuales es propie­ tario de ellas como autor. Actúa por la autoridad de sus súbditos, esto es, por su «comisión o licencia», pues ejercita derechos que les pertenecen (cfr. L. 16, 81). La feteión entre el soberano y sus súbdi­ tos sigue el modelo de la relación entre agente y principal; el sobera­ no es el agente universal de sus súbditos. Pero concebir el soberano como agente podría parecer incompatible con su consideración como legislador. La idea efe agencia supone la subordinación del agente al principal; la idea de soberanía implica por el contrario la su­ bordinación del súbdito al soberano. Al establecer el soberano, cada persona dice «Autorizo a este hombre o a esta asamblea de hombres, y renuncio' a mi derecho de gobernarme a m í mismo» (L. 17, 87). Aquí Hobbes une la idea de autorización, que expresa la relación del prin­ cipal con el agente, y la: idea de renunciar al derecho de auto-gobier­ no, expresiva de la relación entre el subdito y el soberano. Pero, ¿cómo es posible esta conjunción? Gomo Hobbes mismo señala, en las palabras del acto de autori­ zación -—«Yo autorizo, o acepto como mías, todas sus acciones (...) no existe ninguna restricción de la,., libertad natural». Tomar las accio­ nes del soberano — o de cualquier otra persona— como mías, no me impide actuar cómo rae parezca (L. 21, 112). Al apropiarse de las ac­ ciones del soberano, cada persona queda ligada por ellas como si fue­ ran propias, pero eso no la obliga con el soberano mismo. Pero, pro­ sigue Hobbes, si consideramos la intención, subyacente al acto de autorización, «que ha de entenderse según el fin del mismo», enton­ ces veremos que implica renunciar al derecho de gobernarse, y por lo tanto, implica una obligación de obedecer. «Siempre y cuando nues­ tra negativa a obedecer frustre el fin al que se ordenó la soberanía, en­ tonces no hay libertad para negarse. En otro caso sí» (ibíd.). Y el fin es explicitado en la continuación del pasaje donde se define la sobe-

raiiía, ya reproducido arriba'—-«a fin de que él pueda, usarla fuerza y los medios de todos ellos como juzgue mejor para su paz y para la de­ fensa común» (L. 17, 88). El agente que todos acuerdan autorizar para lograr este fin debe ser su guardián, en el doble sentido de pro­ tegerles y gobernarles. Un mandato es una ley si se dirige a aquellos previamente obli­ gados a obedecer a quién manda. Para Hobbes, esta obligación de obediencia se asume en el acto por el cual los destinatarios del man­ dato autorizaron las acciones de la persona o grupo que lo emite. Si han convertido a esa persona o personas no sólo en su agente, sino en su guardián, renunciando en su favor al derecho que poseían de go­ bernarse, con el fin de 'poder vivir en paz y seguridad, entonces sus mandatos son leyes para ellos. La definición hobbesiana del derecho civil como conjunto de reglas promulgadas por el soberano para que los súbditos puedan «distinguir lo correcto de lo incorrecto» y para determinar «lo que le está permitido a cada uno hacer, y lo que debe abstenerse de hacer», se sigue de su teoría sobre el derecho y la sobe­ ranía. Los súbditos renuncian a su derecho a gobernarse, y gobernar­ se es distinguir lo correcto de lo incorrecto en la esfera de la acción, determinar qué hacer y qué abstenerse de hacer. El mandato del so­ berano, por tanto, ocupa el lugar del juicio privado de los súbditos en éste ámbito. 3. El derecho proporciona un criterio de razón pública en la me­ dida en que sustituye al juicio privado. Hobbes señala que «nuestros juristas coinciden en que ej derecho nunca puede ir contra la razón» (L. 26, 139). Mas no se ponen de acuerdo sobre «de quién es la ra­ zón que ha de ser recibida como derecho». Hobbes defiende que no puede tratarse de la razón privada de cada persona sino de «la razón de ese hombre artificial que denominamos República ( Gonirnon;wealthj» (L, 26, 140). Así, en su controversia con el obispo BramhalL Hobbes arguye que «dado que ni mi razón ni la del obispo son la rec­ ta razón adecuada para regular nuestras acciones morales, hemos es­ tablecido sobre nosotros un gobierno soberano, y aceptado que sus leyes, sean las que sean> se nos impondrán a modo de recta razón para dictarnos lo que es realmente bueno» (EW. 5, 194). Hemos visto que para Hobbes el derecho se distingue normati­ vamente de otras formas de mandato por la obligación anterior de obediencia que tienen sus destinatarios. Esta obligación ha de tener un fundamento racional; es la razón de cada persona la que aconseja autorizar al legislador soberano. Pero la normatividad del derecho se basa en la razón de un modo aún más directo, pues la ley ocupa el «lugar de la recta razón»: constituye directamente un criterio de ra­

zón pública, suplantando-Ja razón privada de cada individuo. Al au­ torizar al soberano, el súbdito renuncia a su derecho al juicio priva­ do., reconociendo en su lugar la razón del soberano expresada en sus leyes. Pero, como Hobbes subraya en su debate con Bramhall, «esta recta razón que es la ley, no es recta, ciertamente, más que porque no­ sotros así la hacemos al aprobarla y someternos voluntariamente a ella» (EW 5, 193). La razón pública suplanta;a la razón privada* pero se funda en ella; cada persona, dirigida por su razón individual ha­ cia su propio bien, somete voluntariamente esa razón individual a la razón del soberano. La razón pública es ella misma una creación racional. 4. Aunque en el Leviatdn la distinción entre el derecho y otras formas de mandato no se hace meramente en términos de poder, la idea de que el derecho es él mandato del; poderoso tiene un significar do esencial. De hecho, el poder entra en la teoría jurídica hobbesiana de dos modos, ambos mediados por la obligación. En primer lugar, Hobbes afirma que «se entiende que la obligación délos súbditos ha­ cia el soberano dura únicamente lo que dure su poder para proteger­ los» (L. 21, 114). El poder del soberano para proteger a sus súbditos: es necesario para alcanzar el. fin que justifica su autorización. En au­ sencia de tal poder, Ja autorización sería inútil y, por ende, irracional. No se entendería que nadie renunciará racional y voluntariamente a su derecho de gobernarse a favor de alguien que careciera del poder de darle más protección que la que él mismo podría darse ejerciendo, su derecho. Los mandatos de una persona o grupo que no tuviera po­ der para proteger a los súbditos no serían leyes, porque tales súbditos no tendrían razón alguna para someterse obligatoriamente a ese pre­ tendido gobernante. En segundo lugar, el poder del soberano es necesario para impo­ ner la ley, pues de otro modo los sujetos no estarían sometidos a una genuina obligación de obediencia. Ya hemosvisto que el poder es su­ ficiente para el derecho soberano; también es necesario. Podríamos intentar ver esto como un corolario de la necesidad de que el sobera­ no tenga poder para proteger a sus súbditos. Es claro que un sobera­ no incapaz de imponer sus mandatos tampoco podría proporcionar protección y por tanto sus mandatos no obligarían a sus (supuestos) súbditos. Pero esto no es lo que Hobbes quiere decir, o al menos no todo lo que quiere decir. Si partimos de que la obligación de obe­ diencia es una restricción interna a la voluntad, que refleja una caren­ cia de derecho por parte del sujeto obligado, entonces hay que afir­ mar que esta restricción interna depende de la existencia de restricciones externas, que reflejan la carencia de poder.

¿Cómo ha de entenderse esto? Desde luego, Hobbes no preten­ de decir que la obligación de obediencia requiera que sea literalmen­ te imposible desobedecer. Las leyes son ataduras que se pueden «man­ tener por el peligro, si no por la dificultad, de romperlas» (L. 21, 109). Así, lo que Hobbes quiere decir es que un hombre que viola la ley debe esperar ser castigado, y serlo efectivamente, de modo que el cos­ te supere el beneficio que esperaba conseguir. En el D e Cive, dice: «Mas en vano prohíben a los hombres, aquellos que no provocan en ellos, ademas, el miedo al castigo. Es por tanto vana la ley si no con­ tiene dos partes, la que prohíbe que sean hechas injurias, y la que cas­ tiga el hacerlas» (D G 14.7), Sin el poder y la voluntad de castigar, el soberano no podría imponer sus leyes, y tanto él mismo como sus le­ yes serían, como dice Hobbes, «en vano». Contra esta interpretación de la relación entre derecho y poder, se podría argumentar que la tesis hobbesiana de que las obligaciones han de ser asumidas voluntariamente nos lleva a suponer .que una persona que renuncia a su poder de gobernarse debe obligarse a obe­ decer los mandatos de su gobierno tanto si espera un castigo en caso de desobediencia como si no lo espera. Pienso que si Hobbes hubie­ ra tenido que responder a esta objeción, su respuesta habría sido que el fin que una persona persigue al renunciar a su derecho de gober­ narse sólo puede ser su conservación y seguridad, y que no podría es­ perar lograrlo si cediese su derecho a una persona o corporación que no quisiera o no pudiera castigar la desobediencia a sus mandatos; por tanto, someterse a tal persona o corporación sería contrario a la razón de su conservación y por tanto «no debe entenderse que con­ sintió en tal cosa, o que esa era su voluntad, sino que era ignorante de cómo habían de interpretarse tales palabras y acciones» :(L. 14, 66). El resultado de nuestra discusión es que el derecho debe estar do­ blemente relacionado con el poder del gobernante o legislador. Para que sus mandatos sean ley, el soberano debe tener el poder para alcan­ zar el fin en virtud del cual sus súbditos se sometieron a él, y el poder de castigarles efectivamente si desobedecen sus mandatos. Este último puede ser una condición necesaria del primero, pero ambos juegan pa­ peles conceptualmente diferentes en el argumento hobbesiano. 3 Antes de proseguir con otras características de la teoría jurídica hobbesiana, miremos atrás — o quizá adelante—- brevemente y consi­ deremos los elementos principales de la teoría racional contractualista

del derecho, con independencia de los detalles de la teoría concreta desarrollada por Hobbes, Las ideas clave parecen ser las siguientes: Pri­ mero, el derecho depende de una relación normativa previa entre el le­ gislador y aquellos a quienes el derecho es aplicable; estos últimos de­ ben tener una obligación de obedecer al primero, Esta obligación no puede ser parte del sistema legal mismo (nada añadiría una ley que es­ pecificara tal obligación); pero ello no implica que carezca cíe fondamentó. Segundo, la obligación de obedecer al legislador debe partir de un acuerdo racional de los obligados, Hobbes denominaría ley a cual­ quier mandato en que la persona subordinada tuviese una obligación de obedecer a quien manda, sin embargo, si nos centramos en la ley civil, podemos decir que las leyes civiles regulan la interacción de un número de personas, los miembros de una república, de modo que su común sujeción á las leyes deriva, no sólo de que cada uno esté obli­ gado, sino de que todos ellos han acordado autorizar a un legislador y por tanto, someterse ai mismo. Tercero, el ámbito de su obligación, y por tanto de la ley queda determinado por su intención al autorizar al legislador, la cual podemos definir, generalizando la tesis de Hobbes como regular su interacción para su beneficio o provecho mutuo. Pues sólo en la medida en que cada uno espere un beneficio, encon­ trará racional acordar la autorización del legislador. Cuarto, con el acto de autorización del legislador, los miembros de una república ci­ vil acuerdan tratar las leyes como la expresión de la razón pública, de modo que cada uno renuncia a su juicio privado en favor del juicio de las leyes. Y quinto, la obligación de obedecer al legislador, y por tanto el estatuto legal de sus edictos, depende de su poder para asegurar el beneficio mutuo y para imponerlos efectivamente. Se puede rechazar la afirmación hobbesiana de que el poder es suficiente para constituir el derecho del soberano, pero hemos de reconocer que es necesario. Me parece que sobré este hobbismo generalizado se podría cons­ truir una plausible teoría normativa del derecho. Una teoría de esa naturaleza superaría las evidentes debilidades de la simple identifica­ ción del derecho con el mandato efectivo, y reconocería que no todos los mandatos del soberano son leyes, así como no todas las leyes se pueden formular adecuadamente como mandatos. Más relevante desde un punto de vista contractualista es el. hecho de que sería nece­ sario representar la idea de un acuerdo en términos hipotéticos — de hecho, habríamos de decir que los edictos pueden legítimamente ser considerados leyes sólo en la medida en que queden incluidos en el ámbito de lo que sería racional que los miembros de una república hubieran autorizado hacer al soberano para regular los términos de su interacción. Debe subrayarse que este criterio no es descriptivo.

El criterio descriptivo adecuado del derecho se-encuentra implí­ cito en la caracterización hobbesiana general de la ley, antes de añadir los elementos de decisión racional y contractualismo que configuran la teoría completa. En ése sentido, los edictos se consideran leyes sólo cuando su fuente plantea una pretensión normativa efectiva de cons­ tituir una autoridad o, lo que es lo mismo, plantea la pretensión de que los destinatarios de las leyes tienen una obligación de conformi­ dad. Con una pretensión efectiva quiero indicar aquella que es com­ pletamente forzosa, de modo que los destinatarios de tales edictos ac­ túan de hecho como si estuvieran en la obligación de cumplirlos, independientemente de que acepten o no esa pretensión inforo inter­ no'y es decir, de que crean o no en ella — independientemente incluso de que la auto-proclamada autoridad acepte inforo interno su propia pretensión» El criterio descriptivo no tiene en cuenta el fundamento del derecho, del que se ocupa la teoría normativa. Es un criterio basa­ do en el concepto de derecho, y no en ía concepción concreta defen­ dida por la teoría normativa. Mas no por ello deja el criterio descrip­ tivo de reconocer la normatividad inherente al derecho. No asimila las leyes simplemente a edictos que reciben una conformidad de he­ cho, coactivamente impuesta. Supongamos que, como dije arriba, re­ chazamos la tesis hobbesiana de que el poder es suficiente para fun­ dar el derecho, de modo que «se supone que todo hombre promete obediencia a aquel en cuyo poder está salvarlo o destruirlo» (L. 20, 103). Si hago lo que dices simplemente porque espero sufrir si me niego, no me estoy comportando como si estuviera obligado a obe­ decerte. Los edictos emitidos y aceptados de este modo no serían de­ recho de acuerdo con el criterio descriptivo. Serían la manifestación de una mera relación de poder, carente de todo elemento normativo. Desde el punto de vista de la teoría contractualista del derecho que hemos extraído de Hobbes, la definición del De Cive deseo ntextual izada, según la cual tales edictos se considerarían leyes, malinterpreta el concepto mismo de derecho. 4 La explicación hobbesiana de la relación entre la ley civil y la ley natural merece un cuidadoso examen. Hobbes dice que «una ley na­ tural (a Law o f Natura) ... es un precepto, o regla general, encontra­ do por la razón, por la que se prohíbe a un hombre hacer lo que sea destructivo para su vida, o rechazar los medios para preservarla; y omitir aquello por lo que él piense que la puede conservar mejor» (L.

14, 64). El papel de las leyes naturales es, en el sistema de Hobbes, es­ tablecer límites al derecho originalmente ilimitado que cada indivi­ duo posee por naturaleza. Hobbes propone una reinterpretaeiótx subversiva de las concepciones tradicionales del derecho natural: (natural right) y la ley natural (natural law), y al hacer esto, allana el camino para una nueva comprensión de la relación entre morali­ dad y derecho. 1. El derecho natural es «la libertad que cada hombre tiene de usar su poder, de acuerdo a su voluntad, para conservar su propia na­ turaleza» (L. 14, 64). Es el derecho de libertad ilimitada del que ha­ blábamos al discutir la obligación. Para Hobbes, este derecho es con­ ceptual y cuasi-históricamente anterior a la ley natural. En la interacción natural cada individuo ejercita su natural derecho, no res­ tringido por el orden moral tradicionalmente definido por la ley na­ tural. En escritos anteriores, Hobbes afirma que el derecho de k na­ turaleza (right o f nature) está relacionado con la razón mediante la concepción de una recta razón (right reason) (cfr. CD. 1.7), pero, para Hobbes, el ejercicio primordial de la razón no se dirige a que quien razona conozca la ley que gobierna sus acciones, sino a que pueda determinar los medios para su bien individual» Así, incluso aunque Hobbes afirma la relación entre derecho y razón, socava la subordinación del derecho (right) a la ley (km ) asociada tradicional­ mente a esa relación. Pero esta inversión de la prioridad de la ley sobre el derecho es la menor de las subversiones de Hobbes. Lo que le p^rn^ite transformar el pensamiento moral y legal es su comprensión del derecho mismo. Un derecho de libertad hobbesiano indica ni más ni menos que la ca­ pacidad de hecho (poder) y la capacidad de derecho (permiso) son co-extensivas, lo cual ocurre cuando el titular del derecho no encuen­ tra límite alguno a su ejercicio. El derecho de conservación hobbesiano significa que todo lo que uno pueda o alcance a hacer para conservar­ se, le está permitido hacerlo. En su sentido habitual, un derecho otor­ ga a su titular un espacio moral, estableciendo un límite quedos de­ más no deben cruzar. Pero para Hobbes, lo que el derecho de la naturaleza proporciona a su titular es más bien un vacío moral, en el que su único límite es su poder. El derecho no representa moralidad alguna, sino su ausencia. Esto se subraya al sostener que el derecho de la naturaleza es ilimitado, un «derecho de hacer cualquier cosa que... [cada uno] quiera» (L. 14, 65)- Ásu la afirmación de la prioridad del derecho de la naturaleza equivale a reconocer que la moralidad está completamente ausente de nuestra condición natural.

En la imagen tradicional, los derechos naturales-son lo que per­ mite a cada ser humano cumplir lo que exige la ley natural. La razón nos conduce desde la comprensión de las leyes que nos gobiernan hasta los derechos que ellas nos autorizan a ejercer. El problema de la humanidad es que ios individuos actúan sin derecho, en contra de las leyes. La Compresión hobbesiana es completamente diferente. Para Hobbes, el problema de la humanidad es que los individuos actúan con todo derecho, con un derecho ilimitado. Y son las leyes natura­ les las que nos permiten superar el fracaso a que nos conduce el dere­ cho de la naturaleza» La razón, que inicialmente lleva a los hombres al ilimitado ejercicio del derecho natural ahora retrocede ante la gue­ rra que ocasiona y, volviendo sobre sí misma, sugiere «convenientes cláusulas de paz sobre las que los hombres pueden llegar a un acuer­ do. Estas cláusulas son. lo que por otro nombre se conoce como leyes naturales» (L. 13> 63). «Y la ciencia sobre ellas, es la verdadera y úni­ ca Filosofía Moral» (L. 15, 79). La segunda ley de la naturaleza exige «que un hombre esté dispues­ to, cuando otros lo estén igualmente, y en la medida en que piense que lo exige la paz y la defensa de sí mismo, a renundar a su derecho a todas las cosas, y contentarse con tanta libenadfrente a otivs hombres como él con­ cedería a otros hombresfrente a sí mismo» (L. 14, 64-65). Las leves déla naturaleza reprimen el ejercicio del derecho natural. Pero no lo hacen prohibiendo directamente ciertos actos autorizados por el mismo, sino de modo indirecto: exigiendo a los individuos que renuncien a una porción de ese derecho. Así pues, lo que limita la libertad natural no es la ley natural misma, sino su ejercicio. Cada individuo, siguien­ do los teoremas referidos a los medios para su propia defensa, deter­ mina la medida en que le gustaría restringir las acciones de los demás y aceptaría una restricción análoga en las propias. La restricción debe ser mutua: «si otros hombres no deponen también su derecho; enton­ ces no hay razón para que ninguno renuncie a los suyos» (L. 14, 65). Pero las leyes de la naturaleza no son leyes en sentido propio. Hobbes es muy explícito en esto, e insiste en que «a estos dictados de la razón, los hombres suelen llamarlos leves, pero impropiamente, pues no son sino conclusiones o teoremas referentes a lo que condu­ ce a su conservación y defensa» (L. 15, 80). Así entendidas, las leyes de la naturaleza no son edictos emitidos por una autoridad a la que tengamos obligación de obedecer. La explicación hobbesiana dei fun­ damento y contenido del derecho natural no requiere en absoluto apelar a tal autoridad, o ir en modo alguno más allá del razonamien­ to prudencial de cada individuo. Ciertamente, el no niega que pode­ mos «considerar los mismos teoremas como dados en nombre de

Dios, que por derecho marida todas las cosas, y entonces son propia­ mente llamados leyes» (ibid.). Pero la explicación hobbesiana de la ley natural no apela ni a la palabra de Dios ni siquiera a Su existen­ cia. Las leyes de la naturaleza se aplican a los seres humanos en tanto en cuanto tienen un interés en la conservación y defensa de sus vidas. Tan obligatorias son para los creyentes como para los ateos. Poner en relación Jas leyes de la naturaleza con el razonamiento 3rudencial individual es una reinterpretación tácita de la idea de que a ley natural establece la relación del hombre con eí orden de la na­ turaleza. Según ese orden, cada especie se rige de acuerdo con su na­ turaleza; el hombre, como animal racional* se rige por el derecho como conjunto de principios de la razón. La ley de la naturaleza ex­ presa la unidad del orden natural. Dios es el autor y gobernador de la naturaleza, y la ley natural es el vehículo de su gobierno. La razón hu­ mana permite al hombre descubrir estas normas y entender que in­ corporan un mandato divino y a la vez expresan el orden natural. Hobbes no rechaza la idea de orden natural; de hechoj habla de las leyes como natural es «respecto a Dios, puesto que Él es el autor de la naturaleza» (L. 30, 185-186). Pero la visión hobbesiana del orden na­ tural lo desnuda de su carácter teleología), finalista., de modo que se transforma en el puro orden de la auto-conservación; todo en la na­ turaleza es una máquina dispuesta para auto~cc>nservar$e* Los movi­ mientos voluntarios de los animales se dirigen a mantener y mejorar los movimientos vitales que constituyen su vida. Las leyes que así les impulsan son las leyes naturales del movimiento. Los seres humanos, poseedores de razón, son impulsados al mantenimiento de sus movi­ mientos vitales por leyes apropiadas a su naturaleza — «teoremas re­ ferentes a lo que conduce a su conservación y defensa» (L. 15r 80). Y esta reinterpretación de la idea de orden natural del que el hombre forma parte, lo convierte en un concepto superfino en el argumento de Hobbes. La razón humana puede entenderse, como lo hace la mo­ derna teoría de la decisión racional, de un modo puramente instru­ mental — pues es únicamente el principio de determinación de los medios para cualesquiera fines propuestos por los deseos y pasio­ nes— , y la auto-conservación puede interpretarse como el objetivo último de ios deseos en un individuo normal. Carece de importancia si los principios descubiertos por la razón como medios para la con­ servación tienen o no alguna relación con los principios que caracte­ rizan los movimientos de los seres irracionales, animados o no anima­ dos. Hobbes .puede fácilmente adaptarse al moderno divorcio entre las leyes científicas, descriptivas, y las leyes normativas o prescriptivas de la teoría moral.

2. Las leyes de la naturaleza crean un orden moral, pues nos obligan a restringir el ejercicio del derecho natural. Pero las leyes de la naturaleza por sí solas, son insuficientes, como Hobbes deja muy claro al enfatizar la necesidad del poder. Sólo si la ley natural está res­ paldada por el poder coactivo de un soberano, cabe esperar que los seres humanos la cumplan. Y el soberano se expresa en ias leyes civi­ les. Con lo cual llegamos a la relación entre ambas, que Hobbes ex­ presa sucintamente declarando: «la ley de la naturaleza y la ley civil, se contienen una ala otra, y tienen la misma extensión» (L 26, 138). En primer lugar, la ley de la naturaleza es parte de la ley civil. Hob­ bes nos recuerda una vez más que las leyes de la naturaleza «no son propiamente leyes, sino cualidades que dirigen a los hombres hacia la paz y la obediencia. Una vez que se establece un Estado, entonces se convierten en verdaderas leyes, pero no antes; pues en ese momento son mandatos del Estado, y por tanto también leyes civiles» (ibíd.). El poder soberano se necesita para establecer las leyes naturales como verdadero derecho., y ello en dos sentidos diferentes* Primero, «ante las diferencias entre particulares para declarar qué es equidad, qué es justicia y qué es la virtud moral... se necesitan los decretos; del poder soberano» y, segundo, «para hacerlas obligatorias, es necesario dispo­ ner ... castigos para quienes las violaren» (ibíd.). Por tanto, el sobera­ no otorga a las leyes de la naturaleza un contenido determinado y mediante el castigo de quienes las violan, hace obligatoria la obedien­ cia a las mismas. Por otro lado el derecho civil forma parte del natural. Hobbes sostiene que la ley natural dicta el cumplimiento de los propios pac­ tos, y cada súbdito ha pactado con los demás obedecer la ley civil. Este argumento parece, sin embargo, insuficiente. Hobbes mismo re­ conoce que sólo muestra que «la obediencia al derecho civil es parte de la ley natural» (ibíd.). La ley natural exige obedecer las leyes civi­ les igual que exige obedecer o conformarse al contenido de cualquier pacto suscrito o, de modo más general, a cualquier obligación asumi­ da. Esto no implica que el contenido se convierta en parte de la ley natural. Distingamos dos tipos de obligación — una asociada al derecho civil y otra al natural. (Debo precisar que esta distinción no se en­ cuentra en Hobbes.) Cada ley civil da lugar a una obligación de rea­ lizar lo que prescribe (o abstenerse de hacer lo que prohíbe); llamaré a éstas obligaciones legales, Todo pacto da lugar a la obligación de cumplir sus términos; puesto que la tercera ley de la naturaleza es «eme los hombres han de cumplir los pactos que hicieren » (L. 15, 71), y «la ciencia sobre ellas [las leyes de la naturaleza], es la verdadera y úni­

ca Filosofía Moral» (L. 15, 79)., llamaré a éstas, obligaciones morales. Así, cuando Hobbes defiende que la obediencia a la ley civil es parte de la ley natural, indica que toda obligación legal conlleva una obli­ gación moral, o que hay una obligación moral cíe cumplir las obliga­ ciones legales. Pero no hay que inferir de ello que la coligación legal sea una especie de la obligación moral; cada una tiene su propia base. Parecería que el alcance de las afirmaciones de Hobbes, si bien puede ser controvertido, no sale de lo habitual. Sin embargo, se puede y se debe ir más allá en la interpretación de esta tesis hobbesiana de que el derecho civil es parte del natural, hasta revelar la profunda conexión entre la obligación legal y la obli­ gación moral. Pues ha de recordarse qué la ley natural no es verdade­ ramente una ley, puesto que no es «un mandato... de aquel cuyo man­ dato se dirige a uno previamente obligado a obedecerle» (L. 26,137). Pero aunque la ley natural no es propiamente ley, la definición hob­ besiana de derecho, unida a su teoría dé la obligación, implica que no puede haber lev sin ley natural. La ley depende de que exista una obligación previa, Pero, como hemos señalado, Hobbes dice que «no existe obligación alguna de ningún hombre que no surja de un acto propio» (L. 21, 111), y el acto por el cual un hombre se obli­ ga está siempre situado en el marco de las exigencias de la ley de la naturaleza. La renuncia de los derechos no se sostiene por sí misma, como un mero acto de voluntad que trae la obligación al mundo. Para los individuos hobbesianos, la renuncia al derecho sólo puede ser inteligible como un teorema de. la razón. Y así* los mandatos del soberano son leyes para sus súbditos porque la ley natural les exige renunciar en su favor al derecho de gobernarse. Cabe ampliar la teoría hobbesiana del derecho civil para decir que se trata de un mandato en el contexto de una obligación previa determinada por la ley natural ¿Quiere esto decir que Hobbes es un defensor del derecho natu­ ral, en vez de un positivista jurídico? Su definición de derecho como mandato dirigido a quienes previamente están obligados a obedecer, ciertamente da lugar* a un nexo conceptual entre el derecho civil y él natural, pero este nexo es muy diferente del que destacan los ius-naturalistas. Ellos suponen que el derecho natural limita el contenido admisible del derecho civil. Hobbes parece suponer exactamente lo contrario: la obligación de obediencia basada en la ley natural legiti­ ma cualquier contenido que el soberano decida. De hecho, como ex­ pondré enseguida, lo que mande el soberano debe considerarse una interpretación del contenido de la ley natural. Esta perspectiva aleja claramente a Hobbes de la tradición ius-naturalista, Pero el hecho de

que Hobbes ftmde la obligaGíón moral implícita en la ley civil sobre la ley natural abona nuestra tesis de que está igualmente alejado del positivismo jurídico. 3. Ahora podemos completar la idea de que el derecho propor­ ciona un criterio de razón pública. Las leyes de la naturaleza son teo­ remas de la razón. Pero, como dice Hobbes, estos teoremas requieren una interpretación autorizada para resolver las diferencias entre los particulares -—cada uno de los cuales entendería evidentemente las leyes de la naturaleza del modo más favorable a sí mismo y a su pro­ pia conservación— y para determinar completamente su contenido. La ley civil, como interpretación autorizada de la ley natural, da a los teoremas de la razón natural una forma, fija y pública, Y puesto que las exigencias de las leyes de la naturaleza son, en palabras de Hobbes, «virtu&smomies» (L. 15> 80), la ley civil no es sólo expresión de la ra­ zón pública, sino también de k moralidad pública, y nos dicta «lo que es verdaderamente bueno» (EW. % 194). Acabamos de descubrir un segundo nexo entre derecho civil y natural. Lejos de suponer, como hacen los ius-naturalistas, que el de­ recho natural es un criterio independiente según eí cual podemos juzgar la validez del derecho civil, Hobbes sostiene que la ley civil nos da el único acceso determinado y autorizado a la ley natural. En vez de suponer que el derecho positivo válido debe expresar, o al menos estar de acuerdo coii, un contenido moral que se halla en la ley natural, su­ pone que los mandatos del soberano proporcionan un contenido legal autorizado a la ley natural misma. Indudablemente, este contenido se íe da a la ley natural mediante una actividad de interpretación. El sobe­ rano no crea la ley natural, sino que la interpreta y dicta un deber de obediencia a la misma, respaldándolo con el efectivo castigo de la de­ sobediencia, De este modo, lo que comienzan siendo teoremas de la ra­ zón se convierten en leyes civiles. Pero ¿qué función cumple la idea de interpretación en esta explicación? Consideremos de nuevo lo que Hob­ bes responde al obispo Bramhall: «hemos establecido sobre nosotros un gobierno soberano, y aceptado que sus leyes, sean las que sean, se nos impondrán en lugar de la recta razón para dictarnos lo que es realmen­ te bueno» (EW. 5, 194, cursiva mía). La frase que he enfatizado sugie­ re que no hay texto alguno que el soberano deba interpretar. Su pa­ pel es más bien el de declarar la ley natural mediante sus mandatos, que son leyes civiles. El derecho natural se contiene en el civil porque, al instituir el soberano, hemos acordado tomar sus leyes, sean las que sean, como leyes de la naturaleza. La interpretación juega un papel crucial en la teoría hobbesiana del derecho. Insiste en que «todas las leyes, escritas o no, requieren in~

terpretación» (L. 26, 143). Pero la interpretación «no depende de los libros de filosofía moral ... por más verdaderos que sean». Lo que se necesita es «la sentencia del juez constituido por la autoridad sobera­ na», y aunque en el caso del derecho na tumi «el no hace sino consi­ derar si la demanda de la parte, está en consonancia con la razón na­ tural y la equidad», «su interpretación es auténtica, ... porque la da con autoridad de soberano (ibíd). Hobbes dice que un juez, o inclu­ so un soberano «puede errar en un juicio de equidad» (L 26, 144), y da ejemplos de lo que serían errores, Pero podría parecer que al po­ ner esos ejemplos, está interpretando la ley Y puesto que carece de poder soberano, es culpable de intentar lo que denuncia en otros. A la persona Hobbes no le cabe sino expresar su opinión privada; sólo si el soberano estuviera de acuerdo con ella, devendría opinión auto­ rizada, Para ser coherente con su definición del error, Hobbes ten­ dría que concluir que sólo puede consistir en que el soberano, ha­ biendo en un momento afirmado o admitido algo, posteriormente lo niegue. Con esto puede parecer que la visión hobbesiana de la relación entre derecho natural y civil resulta circulan Los súbditos saben que los mandatos del soberano son leyes civiles porque tienen una obliga­ ción anterior de obedecerle. Saben que tienen esta obligación porque han renunciado a su derecho de gobernarse al acordar entre sí auto­ rizarle. Saben que han renunciado á $u derecho, o lo habrían hecho hipotéticamente, porque viene exigido pot la segunda ley de la natu­ raleza. Saben que es una obligación naturd porque así lo determina la interpretación del soberano a través de sus mandatos y juicios. Y saben que estos mandatos proporcionan la interpretación autorizada de la ley natural porque son leyes civiles. Pero la circularidad es sólo aparente. Hobbes supone que las le­ yes de la naturaleza han de considerarse parte del derecho de toda so­ ciedad civil, aunque no se hayan puesto por escrito, o no hayan sido formuladas explícitamente por el soberano, puesto que son accesibles a la razón de cada miembro de la sociedad. En el De Cive dice «en to­ dos los casos no mencionados por las leyes escritas, ha de seguirse la ley de la equidad natural. y ello en virtud de la ley civil, que también castiga a quienes voluntariamente y a. sabiendas transgreden las leyes de la-natnrakza» (DC. 14* 14). Hobbes defendería, por tanto, que la razón natural de cada persona le da un acceso suficiente a la ley natu­ ral, de modo que puede reconocer la necesidad racional de renunciar a su derecho de gobernarse siempre que otros lo hagan igualmente. Nadie puede anteponer su razón particular a la razón pública expre­ sada en los mandatos del soberano, pero todos pueden, e incluso de­

ben, usar su razón particular para determinar qué es la razón pública. De hecho, Hobbes podría decir que eso es exactamente lo que él tra­ ta de hacer en el Leviután. Cada persona tiene, pues, acceso a la cade­ na que lleva de la autorización a la ley. Al fundar la razón pública en la razón particular de cada persona, Hobbes ofrece un fundamento moral para el derecho civil, y un fundamento racional para la mora­ lidad. 5 Reflexionemos una vez más sobre la plausibilidad de edificar una teoría jurídica sobre un hobbismo generalizado. Puede que no nos convenza la tesis hobbesiana de que el contenido del derecho natural es únicamente el que le proporciona el derecho civil, incluso admi­ tiendo que parte de ese contenido no tiene por qué venir formulado explícitamente en leyes escritas, Podemos suponer que el derecho na­ tural o, como quizá sea preferible decir, la moralidad, se extiende más allá del derecho civil, y puede diferir del mismo, incluso oponerse a él. En consecuencia, no nos satisfará la simple identificación hobbe­ siana de la razón del soberano, manifestada en sus mandatos, con la recta razón, o razón pública. Por tanto, la construcción de una teoría jurídicá contractualista plausible dependerá de que podamos dar cuenta del alcance y el criterio de la razón pública. Desde luego que no puedo intentar hacer eso aquí. Pero en una teoría contractualista, la idea directriz debe ser la hipótesis de un acuerdo racional entre los miembros de la sociedad civil Así, deberíamos suponer que el alcan­ ce del derecho, como razón pública, ha de determinarse consideran­ do hasta qué punto personas racionales, situadas en una posición ini­ cial de igualdad, considerarían ventajoso renunciar a su derecho de libre juicio privado y autonomía, para permitir que su pensamiento y su conducta fuera regulada por el juicio público de su agente uni­ versal. Más en concreto, cabe suponer que un equitativo beneficio mu­ tuo no sólo es la pauta legislativa adecuada, sino también el canon adecuado para la interpretación judicial. De hecho, en este punto el mismo Hobbes nos da el pie cuando dice que «lo que hace a alguien un buen juez, o buen intérprete de las leyes es, primero, un recto en­ tendimiento de esa principal ley de la naturaleza llamada equidad», el cual dice que depende de «la bondad de la propia razón natural de un hombre» (L. 26, 146-147). En el desarrollo de una teoría jurídica contractualista completa, sería importante explorar la relevancia em­

pírica de esta posición normativa investigando hasta qué punto la idea de un beneficio mutuo equitativo se halla implícita en los siste­ mas legales más conocidos, Pero esto no es algo que pueda desarro­ llar aquí. Como tampoco puedo considerar hasta qué punto podrían in­ terpretarse de acuerdo cora las ideas contractualistas los criterios lega­ les del hombre razonable. La idea es que la razonabilidad de una con­ ducta no ha de valorarse según él modelo de la racionalidad económica, que identificaría lo razonable con el máximo avance de los propios intereses, ni según el utilitarismo* que identificaría lo ra­ zonable con el máximo avance de los intereses de todos, sino en tér­ minos del avance de los intereses propios limitados por las exigencias de un beneficio mutuo equitativo. Así entendido,: la razonabilidad implica que todos los miembros de la sociedad internalicen el misino criterio de decisión que, para el contractualista, gobierna L actividad legislativa y judicial. La idea del derecho como razón pública puede servir como guía heurística de una teoría contractualista. El contractualista entiende y valora la sociedad en términos de su contribución a la buena vida de sus miembros, donde cada uno es el juez final de su propio bien. Lo que unifica la sociedad no es un. propósito o fin común • — ni siquie­ ra el fin utilitarista de la mayor felicidad o bienestar general, ya que puede ser que a ninguno de los miembros de la sociedad le preocupe tal cosa. Lo que la unifica es la razón pública — un criterio común de deliberación y decisión, juicio y evaluación, que es la esencia del con­ trato social. La razón pública puede defenderse ante cada individuo como aquello que hace posible la realización más efectiva de lo que él considera su propio bien en la vida; pero afirmando que posee auto­ ridad sobre el interés directo en su propio bien, tal como se manifies­ ta en su razón particular,: hasta el punto de que puede llegar a suplan­ tarlo. La afirmación de que el derecho es la recta razón que nosotros conformamos y a la que nos sometemos, es la contribución perdura­ ble de Hobbes a nuestra comprensión del papel del derecho en una sociedad entendida, en términos contractualistas, como una asocia­ ción mutuamente beneficiosa.

6 El último aspecto de la teoría hobbesiana del derecho que pro­ pongo considerar aquí es su doctrina del castigo, desarrollada sobre todo en el capítulo 28 del Leviatán. Una teoría contractualista se en-

frenta al problema de «por qué puerta entraría un derecho, o autori­ dad para castigar» (161). Hobbes define el castigo como «un mal que la M aridad pública inflige a quien ha hecho u omitido algo que la mis­ ma autoridad juzga ser una transgresión de la ley, con el fin de que la voIm itad de liúshowtbres este m a la obediencia» (ibíd.). Y se­ ñala que «si el dañó infligido íbera menor que el beneficio o alegría que naturalmente siguió al crimen cometido, ese daño no cae dentro de esta definición...: porcjue está en la naturaleza del castigo el tener como fin que los hombres adquieran la disposición a obedecer la ley; y si fuera menor que el beneficio de la transgresión, no se lograría ese fin, sino un efecto contrario» (162), A menos que el soberano sea efectivamente capaz de castigar la desobediencia a sus mandatos, los súbditos no tienen ninguna obligación de someterse a ellos, y care­ cen, por tanto, del estatuto de leyes. Así, el castigo es una parte esen­ cial de la teoría hobbesiana del derecho, pero ;por qué es problemá­ tico el derecho del soberano a castigar? 1. En apariencia, Hobbes ofrece dos explicaciones bastante dis­ tintas del derecho a castigar. La que encontramos en el íematán.xizr ta el derecho del soberano a castigar como parte del derecho ilimita­ do de libertad originalmente disfrutado por todos. El soberano retiene, a diferencia de los súbditos, su derecho natural completo en sociedad, parte del cual consiste en el derecho a infligir mal o daño a los demás. Los súbditos renuncian a este derecho, y aun se obligan a ayudar al soberano a castigar a los delincuentes y a no ayudar a éstos a escapar del castigo. La importancia de esto último es destacada en el De Cive, donde Hobbes dice «se entiende que se concede a alguien el derecho de castigar cuando todos pactan que no han de ayudar a quien sufra el castigo» (DC. 6.5). Desde esta perspectiva, el castigo difiere de la hostilidad natural en dos aspectos; su exclusividad y su ocasión. En la condición natural de la humanidad cualquiera tiene el derecho: a dañar libremente a cualquier otro (si puede), siempre que piense que su conservación o bienestar lo requiere. En sociedad, sólo el soberano (o quienes actúen como agentes suyos) tienen derecho a infligir daño a otros sin que nadie, excepto el propio dañado, se lo pueda impedir; y tal; daño cuenta como castigo sólo cuando lo sufre alguien que ha desobedecido; al soberano y lo sufre por esa causa. Tal concepción del castigo encaja bien con la tesis hobbesiana de que nadie tiene obligación de asentir a su propio castigo. «Si el sobe­ rano ordena a un hombre (justamente condenado) ... no resistirse a quienes le asaltan;... tal hombre tiene sin embargo la libertad de de­ sobedecer» (L. 21, 111-112). Como el soberano debe tener poder su­

ficiente para imponer sus mandatos, la resistencia al castigo será nor­ malmente ineficaz. Pero es totalmente justificable. El derecho natural no da lugar a ninguna obligación correlativa, y el ejercicio por parte del soberano de su derecho natural para castigar no requiere que sus súbditos hayan renunciado al derecho de resistirse a sufrir un mal o un daño. Mas hay un grave problema con esta explicación: según ella, el castigo no sería un acto de soberanía. El soberano es una persona ar­ tificial, autorizada por sus súbditos de modo que ellos asumen sus pa­ labras y acciones. Es verdad que si es una persona individual, y no una asamblea, quien ostenta la soberanía, entonces podemos llamar a esa persona natural «el soberano». Pero cuando esa persona actúa en su capacidad natural, sin ejercer el derecho cedido por sus súbditos, sino su propio derecho natural, entonces rió actúa como soberano; sus actos no son asumidos por sus súbditos v no pueden ser conside­ rados actos de soberanía. Es el caso del castigo: si ío que el soberano hace al castigar es ejercer su propio derecho natural, actúa en su ca­ pacidad natural y no como soberano. Si es una asamblea quien osten­ ta la soberanía, se plantea un problema añadido, porque el cuerpo al que podemos llamar soberano no es una persona natural y por tanto carece de un derecho natural a castigar. Habría qué pensar que la asamblea soberana es un cuerpo artificial en dos sentidos: actúa como soberano cuando sus actos son asumidos como propios por los súb­ ditos, y como una mera asociación cuando sus actos son asumidos como propios sólo por sus miembros. El castigo sería un acto de este segundo tipo y, por tanto, no sería un acto de soberanía. Hobbes no puede aceptar esta conclusión. Afirma que «el mal infligido por un poder usurpado, ... no es castigo, sino un acto de hostilidad; pues los actos del usurpador no tienen como autor a la persona condenada y por tanto no son actos de la autoridad pública» (L. 28, 162). Y sí los castigos no fueran actos de soberanía, tampoco tendrían como autor a la persona condenada». Hobbes apela al con­ cepto de autoridad pública para distinguir los castigos de los actos de hostilidad; pero su propia teoría le niega la posibilidad de esta distin­ ción. Y esto no es todo. Porque, como hemos visto, sostiene que para que las leyes sean obligatorias deben establecerse castigos para quie­ nes las violan. El castigo es, por tanto, una parte esencial, del manda­ to legislativo. Debe ser parte del ejercicio de la soberanía. 2. Una segunda concepción del derecho a castigar que Hobbes, al menos, sugiere, lo trata como uno de los derechos ejercidos por el soberano en virtud de la autorización de sus súbditos. Al explicar los derechos de soberanía, Hobbes dice «si quien intentara deponer a su

soberano fuere por él muerto, o castigado a. causa de tal intento, él.es autor de su propio castigo, puesto que al instituirlo, se hizo autor de todo lo que el soberano hiciere: y puesto que es injusticia para cual­ quiera hacer algo que merezca castigo según su propia autoridad, él sería por esta razón injusto» (L. 18, 89). La tesis de que cada persona es autora de su propio castigo se relaciona directamente con la teoría hobbesiana del derecho natural y la autoridad soberana. Toda perso­ na tiene un derecho natural a infligir daño a los demás. Todos ceden este derecho al soberano, a fin de que éste pueda imponer las leves necesarias para su conservación y bienestar. Así, el soberano queda autorizado a castigar a sus súbditos, cada; uno de los cuales debe asu­ mir todos los castigos que el soberano imponga. En consecuencia, cada uno debe autorizar su propio castigo con lo que, según parece, debería estar obligado a dejarse castigar. Pero Hobbes niega que pueda existir una obligación de dejarse castigar. Resistirse al castigo es defender ia propia vida o la propia li­ bertad, y siempre se es libre para hacer eso. Así, cuando Hobbes ha­ bla de la relación entre la autorización y la obligación, -afirma que cuando se autoriza al soberano se dice «mátam e a m í o mis semejantes si lo deseas», pero no se dice «me m ataré a m í mismo, o a mis semejan­ tes», ni tampoco que no me resistiré a aquellos que vengan a matar­ me (L. 21, 111-112). Aquí parece que Hobbes admite que cada uno autoriza su propio castigo, pero rechaza la consecuencia de que cada uno tenga la obligación de dejarse castigar, Si esta fuese su opinión, entonces ciertamente el castigo procedería de la propia autoridad del castigado, y por tanto no sería un acto de hostilidad; lo que no que­ daría claro es qué sentido tendría una autoridad que no conlleva obli­ gación alguna de aceptar el castigo. Pero en. otro lugar, Hobbes admi­ te la implicación de que si una persona autorizara su propio castigo, quedaría obligada a no resistirse, y concluye que por ello nadie auto­ riza su propio castigo. «Porque ... a nadie obliga el pacto de no resis­ tir a la violencia; y consecuentemente no puede pretenderse que al­ guien otorgue a otro el derecho de ejercer violencia contra su persona ... Es por tanto manifiesto que el.derecho que el Estado posee de cas’tigar a sus súbditos no se basa en ninguna concesión o donación de los mismos súbditos» (L: 28, 161). Pero si el derecho a castigar no puede estar basado en ninguna concesión o donación, entonces no puede estar basado en la autorización del soberano, ya que ella con­ siste precisamente en que los súbditos ceden al soberano el uso de sus derechos. Esta segunda concepción del derecho a castigar no es de Hobbes. Pero ambas concepciones podrían combinarse de modo que el casti­

go quedara relacionado con el ejercicio de la soberanía y se admitiera a la vez que nadie autorizaría su propio castigo, y todo ello resultase razonablemente coherente con lo que Hobbes realmente dice. Dis­ tingamos el castigo como institución de: los castigos concretos. Pues­ to que el castigo es una parte necesaria de la ley, podemos suponer que los individuos autorizan la institución, ya que cada uno juzga que interesa a su conservación que el soberano establezca un sistema legal, que es un conjunto de mandatos y directrices cuya obligatorie­ dad se hace efectiva mediante sanciones penales. Aunque cada uno es consciente del coste potencial de ser castigado, comidera que en conjunto el beneficio esperado que proporciona un sistema legal contra­ rresta el coste esperado. Por tanto, el establecimiento de unsistema penal es un ejercicio del poder soberano, asumido por cada uno de los subditos que, por ende, tienen una obligación de asentir al mis­ mo y apoyarlo activamente. En este sentido, una persona castigada lo es por su propia autoridad. Sin embargo, de ahí no se sigue que los súbditos autoricen cada acto concreto de castigar que el soberano realice. Todos renuncian a su derecho natural a hacer daño a otros, con lo que dejan al sobera­ no como único titular de tal derecho; pero en su capacidad natural, no en su capacidad pública. En la medida en que el ejerce este dere­ cho natural para ejecutar las sentencias que pronuncia en su capaci­ dad pública, el daño infligido a los súbditos se considera un castigo legal. Así, castigar consiste en destinar un derecho privado al servició de un derecho soberano. Y puesto que se trata del ejercicio de un de­ recho privado, el castigo no supone donación o concesión alguna por parte de los súbditos.. El soberano juega tres papeles diferenciados al imponer coactiva­ mente sus leves. El primero es legislativo: cuando proclama una ley dispone la sanción o castigo en que incurre quien la viole. El segun­ do es judicial: determina si ha existido una violación. El tercero es pe­ nal: administra la sanción o castigo previsto al violador convicto. Eos papeles legislativo y judicial no son problemáticos como ejercicios de la soberanía. El penal sí lo es; desde el punto de vista que estoy pro­ poniendo, no es un ejercicio de la soberanía* sino que se lleva a cabo por la persona que es soberana, pero en ejercicio de su capacidad na­ tural. Y puede delegarse. El soberano puede autorizar a otros para que actúen con su derecho, sea este un derecho soberano o, como en este caso, un derecho natural Pero sea quien sea quien de hecho ad­ ministre el castigo, su acto no lo considerarán propio todos los miembros de la sociedad. En particular, su acto no será asumido por la persona que sufra el castigo, quien ha autorizado el sistema penal,

pero no la aplicación concreta a sí mismo. Lo que esta persona ha au­ torizado no la obliga a someterse a su propio castigo, aunque sí la obliga a no interferir con el castigo de otros. 3, Otro aspecto problemático de la teoría hobbesiana del der cho y del castigo es su tratamiento de Ja traición. En De Cive define traición como «el dicho o el hecho por el que un ciudadano o un subdito declara no tener ya la voluntad de obedecer al hombre o a la asamblea qué ostenta el poder supremo del Estado» (DC. 14.20). Lo cual es «una transgresión de la ley natural, no de la civil» (DC. 14.21), pues es una transgresión de la obligación de obediencia civil que es anterior a toda ley civil. Así, Hobbes dice que «aunque algún soberano formulase la ley civil de esta manera: no te rebelarás,, no con­ seguiría nada. Porque a no ser que los ciudadanos se obliguen previa­ mente a la obediencia, esto es, a no rebelarse, toda ley es inválida; y una obligación que obliga a los que ya estaban anteriormente obliga­ dos, es superflua» (ibíd.). Se podría cuestionar este rechazo tajante de una ley contra la re­ belión. Cabe sostener que* puesto que en su concepción, la ley civil tiene la misma extensión que la ley natural, y de hecho declara lo que hemos de tomar como ley natural, puede muy bien incluir una ley contra la rebelión. El propio Hobbes expone una justificación para tal ley en el Diálogo sobre el derecho común de Inglaterra, cuando in­ terpreta el preámbulo al Estatuto 25 de Eduardo III como una inti­ mación en el sentido de que aunque todos los hombres condenaban naturalmente la traición, «no conocían qué había de entenderse por traición, y se vieron forzados; a requerir que el Rey lo determinase» (89). Pero aunque la determinación de qué se considera traición es materia de la ley civil, la objeción real de Hobbes ante una ley que prohíba la rebelión es que no supone que sea, ni ella ni cualquier otra forma de traición, un crimen civil. Lo deja claro cuando dice que «se castiga a los rebeldes, tmidores, y demás convictos de lesa majestad no según el derecho civil sino el natural; esto es, no corno a malos viuda-danos, sino como a enemigos del Estado; y no por derecho de gobierno o de dominio, sino por derecho de guerra» (DC. 14.22). Pero ;se cas­ tiga a los traidores? Hobbes trata «el daño .infligido a quien ha sido declarado enemigo» (L. 28, 163), no como castigo, sino como un acto de hostilidad. El traidor ha repudiado su autorización al sobera­ no, sea abiertamente con sus palabras o por la naturaleza de su acto de rebeldía. Queda, por tanto, fuera del ámbito del castigo. Pero que­ da también fuera del ámbito de la sociedad civil y recae en la condi­ ción natural de la humanidad, que para Hobbes es una condición de guerra. Es enemigo de la sociedad y sus miembros, los cuales hay que

suponer que autorizan al soberano para proceder contra sus enemi­ gos comunes, cediéndole el derecho a cobrarse las vidas de los mis­ mos. Así, «sea cual sea la sanción formalmente dispuesta para el caso de traición», el traidor «puede legítimamente ser sometido a lo que quiera el representante [soberano]: Pues al negar su condición de súbdito, niega también el castigo dispuesto por la ley; y por tanto su­ fre como enemigo del Estado, esto es, de acuerdo con la voluntad de su representante» (L. 28, 163). La traición equivale a repudiar la fidelidad establecida con la auto­ rización. del soberano. Por analogía, cualquier infidelidad, como cuan­ do un siervo mata a su señor, o una mujer a su marido, es para Hob­ bes una forma de traición. No carece de interés el hecíio de que Hobbes apoye esta tesis apelando al derecho inglés del reinado dé. Eduardo III .(efe 92-93). Ello confirma su reconocimiento de que hay una diferencia entre las acciones que suponen un rechazo del or­ den social y aquellas otras que simplemente violan los términos con­ cretos del mismo. La lev no entendía aquél rechazo en los términos de una teoría legal hobbesiana — como la retirada de la autorización racional y voluntaria. Podemos estar razonablemente seguros de que el concepto de fidelidad empleado en una ley positiva del siglo xiv, no coincide con la concepción hobbesiana. Para captar el espíritu de la doctrina de Hobbes, debemos situar al traidor entre el criminal y el enemigo. El criminal autoriza el siste­ ma legal, aunque viola uña parte del mismo; corrió miembro de la so­ ciedad civil, es castigado por su propia autoridad. El enemigo no tie­ ne ninguna obligación de obedecer la ley; está al margen de la sociedad y es vencido (o vence) por derecho natural. El traidor repu­ dia el sistema legal que antes autorizó y, con ello, decide tomar el mal que se le hace no como castigo, sino como una expresión hostil del derecho natural. Se niega a seguir siendo súbdito, con lo que se des­ poja de su manto de criminal para cubrirse cotí el de enemigo. 7 Las dificultades que tiene; Hobbes tanto para justificar el castigo en general como para acomodar el castigo por traición, son instructL vas. Una teoría contractualista debe dar cuenta del castigo dentro de los límites establecidos por la racionalidad individual y, por tanto, afrontar el hecho obvio de que ninguna persona racional consentiría directamente su propio castigo. Sin embargo, la suposición de que las personas pueden esperar beneficiarse de un sistem a que incluye san-

dones penales externas como restricciones a la acción de todos lio es en sí misma más paradójica que la suposición de que las personas pueden esperar beneficiarse de un sistema que Incorpora sanciones morales,, internas. El contractualista ofrece el mismo fundamento para el castigo que para cualquier forma de restricción justificable. Todos pueden esperar un beneficio neto de la existencia de limitacio­ nes» a pesar del coste de observarlas. De igual modo que cada uno puede esperar un beneficio del comportamiento legal de otros que supera al coste de tener que cumplir él mismo las leyes, cada uno puede esperar de la imposi­ ción de sanciones penales sobre quienes no se sujetan a las leyes un beneficio mayor que lo que puede esperar perder en caso de que se le impongan a él por sus propias violaciones. Pero expresado de este modo, el argumentó contractualista representa la ley, igual que los castigos, como un mal necesario — una institución que cada uno acepta, a pesar de sus costes, por las ventajas que tiene Imponerlas sobre los demás. Las palabras de Hobbes no desmentirían esta in­ terpretación. Sin embargo, hay una evidente diferencia entre las instituciones de la moralidad y el derecho por un lado, que en efec­ to definen términos que permiten que todo esperen beneficiarse de la cooperación con los demás, y la institución del castigo, por otro lado, que disuade y remedia las interacciones en que una persona se beneficia a expensas de otras. Hobbes representa a personas que aceptan las leyes de la naturaleza y, en consecuencia, las leyes de la sociedad civil por «el miedo a la muerte; deseo de las cosas necesa­ rias para una vida cómoda; y la esperanza de obtenerlas por su in­ dustria» (L. 13, 63). Estas son razones no-sociales, pero el contrac­ tualista contemporáneo puede encontrar en un sistema de moralidad y derecho racionalmente acordado, el fundamento y la expresión de una amistad civil. Hobbes pensó que «los hombres no experimentan placer alguno (por el contrario un gran pesar) en la compañía de otros, cuando no hay un poder capaz de intimidarles a todos» (L. 13> 61). Empleó el lenguaje de un acuerdo racional para articular la base de tal poder. Si entendemos que los seres humanos, aunque cada uno determine su propio bien, están mejor dispuestos hacia la sociedad de lo que Hob­ bes creía, podemos pensar que el placer que los individuos experi­ mentan por la compañía de otros no surge cuando todos están inti­ midados por el poder, sino cuando cada uno considera que los demás son copartícipes en una interacción que afirma igualmen te el bien de cada uno. Y tal vez podamos usar el lenguaje del acuerdo racional para articular la base y el carácter de las instituciones que permiten el

establecimiento seguro de una interacción cooperativa y sociable. La defensa contractuálista de la autoridad del derecho se basa sólo en los valores y los objetivos reales de los individuos, y en las circunstancias en que tales valores y objetivos se pueden realizar más efectivamente. Pero en el derecho como razón publica se halla el fundamento de la amistad cívica.

«Los derechos humanos como “triunfos morales”: De la justificación coñsecueneialista a la justificación pragmática» P e d r o F ra n cés G ó m e z

Si nos representamos a un hombre que actúa únicamen­ te conforme al derecho y no a la benevolencia (...)> si no da a ningún hombre lo más mínimo gratuitamente, pero es igual­ mente estricto en no privarle de nada, entonces actúa justa­ mente y, si todos acararan así, si nadie llevase a cabo acción al­ guna por amor o benevolencia, pero tampoco violase jamás el derecho de cada hombre, no habría miseria alguna en el mun­ do, salvo aquella que no tiene su origen en el daño perpetrado por otro, cual es el caso de las enfermedades y las catástrofes. La mayor y más frecuente miseria humana es consecuencia no tanto del infortunio como de la injusticia del hombre. I, K ant , Lecciones de ética

1. INTRODUCCION Es frecuente oponer dos grandes modelos de éticas modernas cognitivistas: el consecuencialista y el deontológico: Según el prime­ ro, la corrección de las acciones se determina por sus consecuencias. Según el segundo, la corrección de las acciones se determina por su adecuación o no a una regla o principio racional:.

En ambos casos se trata de «determinar» la corrección de las ac­ ciones — única preocupación de la ética moderna— tanto en el or­ den del ser como en el del conocer. Me explico: cualquiera de estas .doctrinas (consccucncialista o deonrologisra) sirve, según sus defen­ sores, para dos cosas: (i) para permitirnos distinguir o reconocer (y juz­ gar) las acciones (o reglas, principios, actitudes, hábitos, normas grupales, instituciones, etc,) correctas — orden del conocer; (ii) para explicar por qué son correctas, o qué las hacer serlo — orden del ser. Este segundo papel de las doctrinas permite afirmar que las acciones que ellas declaran correctas lo serían igualmente si nadie lo hubiera llegado a averiguar nunca. Dicho de una forma llana — v, por tanto, filosóficamente muy imprecisa— los defensores de cada doctrina afirman que las acciones (o instituciones, etc.) que sus teorías deter­ minan como correctas son de verdad nccxzs. El que una teoría moral rio se conforme con afirmaciones sobre nuestro conocimiento moral sino que,haga afirmaciones ontológicas ^ —-sobre cómo son, desde el punto de vista moral, las cosas— no de­ bería sorprender. Al fin y al cabo conocer algo no es más que cono­ cer que es verdad. Conocer algo y no pronunciarse sobre su verdad es contradictorio. No cabe decir «yo sé que estoy solo en esta habita­ ción, pero no puedo afirmar que eso sea verdad». Si no estoy seguro de estar solo (si pienso que puede haber un espíritu, o que mí gato puede estar bajo la cama), entonces no sé silo estoy, simplemente lo supongo, o lo imagino, o lo afirmo gratuitamente pero sin saberlo. Decir que se conoce algo (en vez de decir que se supone, se opina o se imagina) implica necesariamente comprometerse con el ser: con un cierto estado del mundo83. Si tal compromiso resultara a la postre insostenible (porque el estado de cosas fuese distinto de cómo lo pen­ sábamos), entonces reconoceríamos que estábamos equivocados y que no sabíamos realmente lo que creíamos saber. Tener un conoci­ miento «no-verdadero» es sencillamente no estar conociendo, sino 83 De ahí las dificultades filosóficas que plantea el «conocimiento probable». Si la probabilidad representa un límite de nuestro conocimiento, entonces hablarnos impropiamente de «conocimiento probable», pues se trata de simples hipótesis sobre como puede que sea el mundo (un mundo que realmente no conocemos). Hablar de «conocimiento probable», con propiedad equivaldría a afirmar que el universo es: probabilístico, pero ¿cómo interpretar esa afirmación?, cfr. sobre esto Ekeland, 1998* La idea de conocimiento como «compromiso» está basada obviamente en el enfoque ueo-pragmárico de Robert Brandom (cfr. Btandom, 1994). En un sentido estricto, no nos comprometemos con el mundo, .sino con los demás y con nosotros mismos cobre cómo es el mundo, y expresamos ese compromiso principalmente en la acción, Aquí he tenido que simplificar enormemente,

«L O S DERECHOS HUMANOS C O M O ^TRIUNFOS M O lV ülEs” ,

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estar confundido. Pretender que se conoce algo, equivale a pretender que es así. Tan obvia pretensión sorprende, sin embargo, en el campo del conocimiento moral, porque las afirmaciones de las teorías morales no suponen una relación nías o menos simple de conceptos con co­ sas (o de conceptos entre sí), sino relaciones bastante enrevesadas de conceptos con actitudes (de las personas) hacia las cosas y hacia otras personas: actitudes normativas. Si las críticas habituales a las teorías; descriptivas se centran en la falsedad (el critico niega que el concepto o la teoría responda a cómo son las cosas realmente, pero «entiende» a qué objeto quiere referirse el concepto); o en el escepticismo (el crí­ tico niega que sea posible saber sí los conceptos o teorías responden a algo en el mundo), las críticas a las teorías morales pueden centrarse; en la inexistencia (el crítico puede decir que el concepto o la teoría no se corresponde con nada en el mundo; que es una invención innece­ saria), Conceptos como «obligación», «justicia», «principio moral» o «derecho» han sido presa frecuente de esta crítica radical. No obstante, todas las teorías morales cognitivistas emplean es­ tos conceptos, a los que también llamaré «categorías morales», supo­ niendo que hay algo en el mundo que corresponde; con ellos; con to­ dos ellos . Creo que esto es así en todo caso y para toda teoría moral cognitivista. Por ejemplo, para un utilitarista hay tantas obligaciones* y can reales, como para un kantiano. A diferencia del kantiano, el uti­ litarista no creerá que las obligaciones están basadas en deberes in~ condicionados, pero las concebirá tan reales y vinculantes como las que se representa un kantiano cuando habla de la obligación moral — el utilitarista creerá, digamos, que todo ser racional está moralmente obligado a realizar la acción que recomienda el principio de utilidad. Lo mismo se aplica a la justicia, a la virtud y, aunque parez­ ca increíble, lo mismo se puede decir de los derechos. En este capítulo me propongo defender que, a partir de una no­ ción formal de los derechos (como «categoría moral») puede explicar­ se qué serían los derechos supra-legales desdé el punto de vista del consecuencialismo (sobré todo del utilitarismo, aunque no me ceñi­ ré en concreto a esa escuela por razones que se explicarán más adelan­ te). Y a partir.de ahí creo que puede verse que los derechos, por ser un objeto de nuestro conocimiento moral, han de considerarse nece31 Hay que precisar esta afirmación* Lo que; en todo caso se reconoce por cual­ quier teoría cognitivista es que existen especificaciones; reales de estas categorías. Es decir, un cognitivista. puede.negar la realidad de. la obligación en general, pero no la de las obligaciones concretas que su teoría defienda.

sanamente como objetos del mundo moral (como siendo en el mun­ do moral). Son, por tanto, un elemento no convencional de determi­ nación de la corrección de las acciones, incluso desde el punto de vis­ ta consecuencialista^. Como esta empresa es difícil — para muchos sencillamente im­ posible o conceptualmente contradictoria— y está sujeta a críticas que ño podría anticipar sin alargarme en exceso, mi estrategia será un tanto oblicua: primero recordaré que, a pesar de algunas afirmaciones de Bentham, existen buenos argumentos utilitaristas a favor de los derechos en general (no sólo de los derechos civiles positivos, o for­ malmente reconocidos). Después analizaré algunas concepciones contemporáneas de los derechas que justifican y apoyan mi enfoque, en particular me centraré en las ideas de Sen, Dworkin y algunos contractualistas (citaré especialmente el enfoque hobbesiano de Gauthier). Con estos elementos me atreveré a hacer una propuesta arriesgada) que habré de matizar después para fortalecerla frente a las objeciones más previsibles. Con ello re-elaboraré la noción clásica de los «derechos humanos» en una línea parecida a la que intenta Gaut­ hier en su artículo «Thomas Hobbes y la teoría contractualista del derecho» -—aunque no la denominaré «contractualismo jurídico», sino «justificación pragmática de los derechos», ya se verá por qué. Creo que este intento, aunque discutible, servirá para introducir en el cuadro del utilitarismo un elemento indispensable en la conversa-' ción ético-política contemporánea, cual es la firme creencia de que los derechos individuales son límites morales infranqueables,, una frontera que determina más allá de toda duda qué es moralmente inadmisible. X EL UTILITARISMO Y LOS DERECHOS Es proverbial el desprecio de Bentham por el concepto de dere­ chos naturales. El fundador de la escuela, estricto positivista jurídico, reiteró el carácter exclusivamente legal, y el origen social, de cuales-

85 Hay que matizar enseguida que explicar los derechos desde el punto de vista del consecuencialismo no equivale a ofrecer una justificación consecuencialista de los mismos, cosa que creo que anula la propia idea de derechos. Por tanto, la ultima frase de este párrafo debe ser matizada:: si ios derechos permiten determinar la correc­ ción o no de una acción por sí mismos, entonces el consecuencia]ismo no es siempre aplicable (y entonces no es correcto como filosofía moral). Desharemos este enredo en la parte final del captado.

quiera derechos y libertades personales garantizados por el Estado86, El propósito de Bentham era, sin duda, barrer todos los mitos del campo de las ciencias morales, y uno de los más persistentes era para él la idea de que existen derechos individuales objetivos anteriores a toda legislación y a toda sociedad, derivados de la naturaleza huma­ na o constitutivos de ella. Es notorio que Bentham no logró su pro­ pósito porque, sea o no un mito, la idea de derechos individuales in­ dependientes de la legislación ha persistido en la teoría moral y en la práctica política, tal como lo atestigua, cuando menos, la retórica constitucional y legal internacional: las declaraciones y constitucio­ nes «reconocen» los derechos fundamentales de las personas, no los establecen. Sospecho que esto se debe a que la teoría moral y política sencillamente no puede prescindir de la noción de derechos, y una vez que la noción circula, impone su sentido, que se resiste ala reduc­ ción instrumental o convencional. También puede ser que la autono­ mía individual y ciudadana necesaria para la democracia contempo­ ránea no puede concebirse como una concesión estatal, so pena de introducir en un círculo argumentativo el fundamento de la legitimi­ dad política. Sea como fuere, los destemplados improperios de Bent­ ham hacia la noción de derechos naturales no se han repetido entre sus seguidores. De hecho, según el parecer de Harsanyi, ya John Stuart Mili en­ tendió que la justicia depende lógicamente de la existencia de reglas que definan apropiadamente los derechos y obligaciones morales de la gente87. Con ello Mili demostró ser más sofisticado que Bentham —o tal vez únicamente más realista— y franqueó el camino al len­ guaje de los derechos dentro de la ortodoxia de la escuela, Los dere­ chos civiles fueron considerados, incluso por Bentham, «hijos de las leyes civiles» y, en consecuencia, instituciones respetables de toda re­ pública feliz. Mili habla, sin embargo, de «derechos morales», es de­ cir, títulos individuales legítimos cuya validez es independiente de las consecuencias que pudiera traer su ejercicio y de la contingencia de las leyes vigentes —-el tipo de cosa que Bentham consideraba una es­ tupidez retórica, o un hijo bastardó de leyes imaginarias. Reparemos en estos dos pasajes, que proceden respectivamente del capítulo IV de Oit Liberty y del capítulo V de Utilitarianism: Aunque la sociedad no está basada en un contrato, y aunque no se sirve a ningún propósito útil inventando un contrato para

86 Cfr. Guisán, 1992, 464. 87 Harsanyi, 1.985, 119.

deducir del mismo obligaciones sociales, todos los que reciben la protección de la sociedad deben una compensación por tal bene­ ficio, y el hecho de vivir en sociedad hace indispensable que cada uno deba estar obligado a observar cierta línea de conducta hacia el resto. Esta conducta consiste, primero, en no perjudicar los in­ tereses de otros; o mejor, ciertos intereses que, bien mediante una de­ claración legal expresa, bien, mediante el entendimiento tácito>deben

ser considerados como derechos^. Cuando se piensa que una ley es injusta, parece siempre ser así considerada en el mismo sentido que la infracción de. una lev es injusta, es decir, porque infringe el derecho de alguien; el cual, como en este caso no puede: ser un derecho legal, recibe un apelativo diferente, y se llama un derecho moral. Podemos decir, por tanto, que un segundo caso de injusticia consiste en arrebatar o sustraer de una persona aquello a lo cual tiene un derecho moral*®-.

En el primer pasaje interesa destacar cómo, pese a repudiar el ar­ gumento contractualista, Mili recurre a la reciprocidad y al acuerdo tácito — indispensable por «el hecho de vivir en sociedad»— para es­ pecificar qué intereses individuales han de considerarse «como dere­ chos» cuando no existe declaración legal expresa de los mismos. Tam­ bién hay que destacar, lógicamente, que si no se requiere que los derechos hayan sido declarados para que sean válidos (pues basta el tácito entendimiento), Mili está pensando en derechos individuales que no se agotan en los meros derechos civiles, aunque coincidan ge­ neralmente con ellos. Esto queda más claramente explicado en el pa­ saje de Utilitarianism.>donde define a qué hade llamarse un «derecho moral». En mi opinión, la validez de estos «derechos morales» definidos por Mili se justifica genéricamente porque forman parte, o se deri­ van, de! conjunto de reglas que pueden garantizar la mayor felicidad para el mayor número de, miembros de una sociedad, si son respeta­ das por una proporción suficiente de personas. Los derechos «morales» individuales forman asi parte integral del contenido normativo del utilitarismo de la regla. Aunque Mili no lo expresó así, creo que puede decirse que especifican abreviadamente el contenido mínimo de la justicia y un conjunto de reglas que todos han de observa^ a saber: las restricciones a la acción que implica la intangibilidadde los objetos o intereses protegidos por esos derechos, así como las restricciones derivadas de su carácter inalienable. Estas S8 Mili, 1989a, 75, cursiva mía. 89 Mili, 1989b, 299.

restricciones actúan sobre todo agente moral, que hade reconocer, si es racional, que se comete en todo caso injusticia si se violan los de­ rechos de otras personas (o se renuncia a los propios), por más utili­ dad que, según los mejores cálculos, se derive de esa violación o re­ nuncia. Los derechos serían el ejemplo prototípieo de la solución utilitarista de la regla a un dilema moral. Lo cual equivale a recono­ cer que todo agente tiene una obligación incondicional de respetar­ los (aunque justificada condicionalmente, por el beneficio social que produce ese respeto). La universalidad de esa obligación apoya la re­ clamación legítima de todo sujeto de derechos cuando se sienta des­ poseído de los mismos, y el rechazo autorizado de cualquier argu­ mento que trate de justificar la privación de un derecho fundamental apelando a la utilidad derivada de ese sacrificio. El ejemplo contemporáneo más conspicuo de úna defensa utili­ tarista de los derechos es, sin duda, John Harsanyi. Hay muchos pá­ rrafos conocidos en los que Harsanyi dice y repite, muy en la línea de Mili, que el utilitarismo de la regla se acerca mucho a la moralidad «tradicional» en el sentido de que reconoce la importancia de las ins­ tituciones sociales que establecen una red de derechos y obligaciones morales que no deben infringirse por razones de utilidad social inme­ diata (excepto en algunos casos raros y excepcionales)90. Pero quizá el reconocimiento — tal vez involuntario— más elo­ cuente del carácter no comewmciaMstd áz ciertas obligaciones prácti­ cas lo tenemos en el párrafo final de «Morality and thé Theory óf Rátional Behavior»91. En ese párrafo Harsanyi explica que la ética utilitarista de la que ha estado hablando, y que incluye el respeto incondicionado a ciertos derechos, no abarca toda la moralidad. Hay aspectos que quedan fuera de la justificación utilitaria, y para mos­ trarlo, Harsanyi ofrece un ejemplo sorprendente; y su modo de expo­ nerlo sorprende más aún. Dice literalmente: «Quizá la más impor­ tante de tales obligaciones es la honestidad intelectual, esto es, el deber de buscar la verdad y aceptarla en la medida en que pueda ser establecida — con independencia de cualquier posible utilidad social positiva o negativa que pueda tener esa verdad,» Harsanyi ño trata de explicar demasiado su ejemplo porque debe parecede obvio. También a nosotros, que compartirnos el amor a la verdad, nos parece obvio que nuestra tarea científica no debería ser moralmente juzgada por la utilidad social de las verdades que pudié­

90 Q r . p. ej. Harsanyi, 1982, 59-60.

91 Traducido en el capítulo 4 de este mismo volumen.

ramos descubrir sino por su adecuación a ciertas reglas de método y ciertas virtudes personales e intelectuales, muchas de las cuales po­ drían expresarse como las «obligaciones» de todo científico. Pero afir­ mar esto es incompatible con cierta miope fe utilitarista, que podría dar lugar a la aberración de considerar que un científico tiene la obli­ gación moral de no buscar honradamente la verdad cuando tenga motivos para suponer que esa verdad puede ocasionar un perjuicio social. El ejemplo no es especialmente afortunado. Se pueden encontrar otros mejores en múltiples practicas sociales —piénsese de nuevo, por ejemplo, en la práctica de la política democrática y su defensa incondicionada de un amplio y costoso conjunto de derechos indivi­ duales en el ámbito procesal y penal. Pero, como académicos, el ejemplo de Harsanyi nos resulta, cercano y lo entendemos muy bien. Pone de manifiesto una idea que forma parte del argumento que quiero desarrollar* que; hay obligaciones (y por tanto derechos) cons­ titutivamente ligados a ciertas prácticas, tales que su estatuto no puede ser descrito en términos consecuencialistas. Estas obligacio­ nes y derechos ligados a las prácticas no están necesariamente en re­ lación causal con los objetivos de las mismas, ni con objetivos so­ ciales más amplios. En consecuencia no cabe una justificación instrumental de los mismos. Ni siquiera un argumento utilitarista de la regla justificaría satisfactoriamente ciertos derechos. No siem­ pre, o no necesariamente, el respeto a esos derechos y obligaciones causará un mejor desarrollo de la práctica, o un mayor éxito, o una mayor utilidad social global92. El nexo positivo entre ciertos dere­ chos y ciertas prácticas sociales no es un nexo causal, con lo que que­ dan excluidos todos los argumentos consecuencialistas para justifi­ carlos. Y sin embargo, Harsanyi podría reconocerlos (puesto que reconoce obligaciones independientes de la utilidad, como queda claro en el párrafo citado). Permítaseme hacer un breve resumen de lo dicho hasta ahora, que aunque ha sido poco es de importancia para mi argumento. En primer lugar, el utilitarismo no se opone a la categoría de derecho moral, sino a cierta concepción de los derechos individuales que los interpreta como parte de la naturaleza humana individual, anterior e independiente de la sociedad. Una vez que partimos del hecho social, 92 En el ejemplo de i larsanyi, la honestidad intelectual no garantiza el progreso ele la ciencia (que podría casualmente producirse en una comunidad científica des­ honesta) ni, como dice el propio 1larsanyi. la máxima utilidad social de lo.s resulta­ dos de la investigación.

«LOS DERECHOS I RIMANOS COMO “t RIÜNFQ.S M ORAffiN...

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la idea de derechos se introduce sin problema para mencionar abreviadamente las obligaciones recíprocas de los miembros se deben, y que consisten en no perjudicar ciertos intereses básicos de los demás. Desde el punto de vista individual estos intereses se perciben como derechos morales. «Derechos» porque facultan a quien los detenta para reclamar a todos los demás su respeto, y autorizan a considerar injusticia su violación en todo caso. «Morales» porque su fundamen­ to no es legal o convencional, como evidencia el caso de las «leyes in­ justas». El hecho de aparecer en declaraciones expresas apenas trasforma su naturaleza; simplemente; asegura o refuerza su cumplimiento. Por otro lado, las obligaciones que generan los derechos pueden asi­ milarse a un tipo de obligaciones ligadas a ciertas prácticas, que se ca­ racterizan porque no cabe ofrecer de ellas una justificación consecuencialista, pues no hay relación causal entre las mismas y los mejores o peores resultados de las prácticas en cuestión o el bienestar social. Tenemos, por tanto, un concepto de «derecho moral» inde­ pendiente de los derechos légales, y un concepto de «obligación» in­ dependiente de las consecuencias. Para que estos conceptos sean ad­ mitidos dentro del utilitarismo sólo hay que pensarlos, según hemos visto, en relación con dos hechos: el hecho social y el hecho de que hay prácticas sociales. Un crítico podría objetar que la conexión entre el hecho: social y las prácticas sociales por un lado y los derechos y obligaciones por otro, vacía esas nociones de su contenido moral, pues las instrumentaliza y condiciona: los derechos sólo valen como medios para la vida social y las; obligaciones sólo tienen sentido en relación con ciertas prácticas. La versión moral de esos términos sería incondicionada: los derechos subjetivos lo son sólo si valen al margen in­ cluso de toda sociedad y las obligaciones morales son independien­ tes de las prácticas en que uno participe. La respuesta a esta objeción consiste en preguntar al crítico si puede acaso concebir la humanidad al margen del hecho social y de toda práctica común (o, para el caso, de toda práctica individual regular, con objetivos a largo plazo). Si puede, entonces le diría que tenemos concepciones tan distintas de la humanidad que no podemos seguir discutiendo. Si no puede, entonces le pediría que re-pensara la idea de que los derechos se derivan, o son parte, de la naturaleza humana; pues eso mismo pienso yo en el fondo. En lo que sigue intentaré proseguir el argumento mostrando que nuestra forma de ser (y en particular nuestra forma de ser agentes) nos lleva hacia una concepción de los derechos que no contradice esencialmente lo dicho hasta ahora por Mili o Harsanyí. Aunque intentaré mostrar también por qué el uti­

litarismo ha tenido tantas dificultades en reconciliarse con el concepto de derechos morales subjetivos. 3. BIENESTAR, IGUALDAD Y LOS DERECHOS: SEN Y DWORKIN Comenzaré esta sección dando en parte la razón a los críticos. Se puede decir que, pese a los fragmentos que he seleccionado de Har­ sanyi y de Mili, ambos realizarían una justificación meramente ins­ trumental de los derechos. No les concederían en ningún caso prio­ ridad moral — yo tampoco he dicho eso, por cierto; me he limitado a señalar que pueden concebirlos sin contradicción. Sin embargo, cuando hablamos de derechos nos referimos a «triunfos morales», a razones que pondrían el punto final a una dis­ cusión legal o política, Y lo harían justamente por su prioridad mo­ ral sobre las tradiciones legales o sobre las convenciones políticas. La defensa de esta prioridad absoluta de los derechos individuales ha co­ rrespondido últimamente a Nozicky los llamados libertarios. Pero en mi opinión ellos no hacen un gran esfuerzo en defender los derechos, simplemente dan por supuesto el hecho moral de que las personas los poseen, y de ahí derivan consecuencias legales y políticas. Yo no nie­ go que existan hechos morales (objetos morales o verdades morales, como decía al comienzo). Pero, puesto que en modo alguno se trata de evidencias sensoriales universales, no creo que sea honrado darlos por supuestos sin más justificación. Descartada la hipótesis de suponer los derechos, ¿cómo justificar su prioridad como criterios morales, si es que cabe todavía justificar­ la? Teóricos como Sen o Dworkin lo han intentado, y nos proporcio­ nan un modelo de discurso sobre los derechos que sí podemos enten­ der desde una perspectiva iñicialmente consecuencialista o escéptica. En su esfuerzo de justificación, estos autores han de emplear argu­ mentos que nos convenzan incluso si no estamos inicialmente dis­ puestos a conceder prioridad a los derechos, y por ese motivo, nos ofrecen fragmentos teóricos que sirven para reconciliar el consecuen­ cia! ismo con el concepto de derecho, Dworkin merecería ser citado aquí aunque sólo hubiera escrito el siguiente párrafo: [En el modelo constructivo] la suposición de derechos natu­ rales no es íneiaíísicamente ambiciosa. No requiere más que la hi­ pótesis' de que el mejor programa político, dentro del marco de ese

«LOS

DERECHOS HUMANOS CO M O ^TRIUNFOS MORALES'

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modelo, es aquél para el cual la protección de ciertas decisiones in­ dividuales es fundamental, sin que pueda subordinarse a ningún fin, u obligación o com binación de ellos. La oncología que esto re­ quiere no es más dudosa o controvertida que la que requeriría la elección de cualesquiera otros conceptos fund amen tales"*5.

Este párrafo presenta grandes similitudes con el de Mili (proce­ dente del On Liberty). Sin embargo, no lo destaco tanto por eso como por la claridad con que afronta el gran problema de quien quiera defender actualmente una teoría de los derechos — en el fon­ do, el mismo problema que hizo a Bentham repudiar con gruesas pa­ labras la noción. Se trata de la «carga metafísica», o el «compromiso oncológico» que se supone asociado a la afirmación de derechos indi­ viduales moralmente prioritarios. Dworkin trata de mostrar que no hay una oposición bipolar en­ tre una justificación instrumentalista de los derechos (los derechos: como noción moral subordinada) y la fe ciega en unos derechos in­ natos, que los convierte en moralmexite prioritarios,. pero nos com­ promete con una antropología «dudosa». Cabe una explicación «in­ termedia» que no soporta la indeseada «carga metafísica» pero evita el disolvente «instrumentalismo». Según ella, los derechos son uno de los conceptos fundamentales (o una de las: «categorías morales bási­ cas», podríamos decir) del mejor programa político (de la mejor re­ pública) que somos capaces de justificar racionalmente, En ese senti­ do, representan prioridades morales absolutas en el ámbito público, sancionadas por la autoridad de la razón eindependientes tgxitú de los nexos causales (de las consecuencias que puedan seguirse de su ejercicio) como de las leyes vigentes94. No son objetos metafísicas inexplicables; cabe dar razón de ellos a partir de datos anteriores que no los contienen, tales como las capacidades e intereses humanos más generales, el fin (o sentido) de la sociedad y de las organizaciones po­ líticas, etc.95.

93 Dworkin,. 1977, 176. 94 Cfr., en un sentido análogo, Alana Gibbard, 1985. Gibbard se refiere en con­ creto a los derechos liberales clásicos (autonomía, individual, propiedad privada, lí­ bre intercambio de bienes, etc.). Señala la cont radicción en que incurren quienes tra­ ían de negar, por ejemplo, la extensión o reconocimiento de los llamados «derechos positivos» con argumentos políticos, mientras que dan por sentado que la propiedad, o el derecho a contratar es una especie de derecho natural incuestionable. Dworkin ha definido su visión más recientemente, aplicándola a la Constitu­ ción Norteamericana, como una «lectura moral» de los artículos que reconocen de­ rechos básicos (cfr. Dworkin, 1996), Reparemos en el lenguaje que emplea Dwor-

Una línea convergente con la de Dworkin es la que ha seguido el economista Amartya Sen, quien se ha hecho famoso por su revisión de los principios de la economía del bienestar. Se puede decir que Sen acepta la visión de Dworkin sobre los derechos, en el sentido de que en absoluto piensa que deban identificarse con entidades metafísicas dudosas. Por el contrario, habla efe ellos con toda naturalidad mien­ tras su preocupación principal es el progreso de los pueblos en térmi­ nos de bienestar. Sen se acerca más a la tradición utilitarista que el propio Dworkin, pues no cuestiona que el objetivo dé uña política justa es el incremento del bienestar social. Uno esperaría que, fuese cual fuese la concepción de los derechos, Sen habría de colocarlos siempre en una posición instrumental al servicio del logro del fin so­ cial . Sin embargo no es así. Y es interesante recordar por qué. Sen se da cuenta de que cuando el objetivo de las políticas públi­ cas se reducé a incrementar la utilidad (una medida abstracta del bie­ nestar global, o agregado, de una sociedad), éstas pueden ocasionar resultados muy perjudiciales — catastróficos a veces— para grandes porciones de la población97, lo que intuitivamente nos parece un fra­ caso incluso en términos de utilidad global o alegada. Esto ocurre por­ que la obsesión con la maximización de medidas agregadas descuida el hecho obvio de que hay una calidad de vida mínima por debajo de la cual las consideraciones de utilidad social carecen de sentido para el individuo. Si mi pueblo está muriendo de hambre y las posibilida­ des de desarrollo personal, laboral o vital son nulas, entonces ;qué puede significar de bueno para mí el hecho de que mi país haya in­ crementado en seis o siete puntos su producto interior bruto?95 km en él siguiente pásajé, al resumir su punto de vista: «Creo que los principios ex­ puestos en la “Declaración de Derechos” (BillofRights), tomados en conjunto, com­ prometen a los Estados Unidos con los siguientes ideales políticos y jurídicos: el go­ bierno debe tratar a todos sus subditos como poseedores de un estatuto político y moral igual; debe intentar, de buena fe, tratarles a todos con igual atención; y debe respetar cualesquiera libertades individuales sean indispensables para esos fines, lo que incluye, pero no se limita, a las libertades específicamente designadas en el do­ cumento, como la libertar de expresión y de credo religioso» (Dworkin, 1996, 7-8). Para un comentario de la visión de Dworkin, en relación con. otras concepciones de la democracia y los derechos cfr. Thiebut, 1998, 19Ü y sigs, 96 El planteamiento de esta cuestión queda muy claramente explicado en Sen (1985), donde se analiza el papel delos derechos individuales y de propiedad en re­ lación con el mercado y sm logros. Sobre las limitaciones de la perspectiva utilitarista en economía política, cfr. Sen, 2000, 84. 98 No se debe trivializar o «sentimentalizar» este argumento. Sen es consciente que un «buen» utilitarista contaría cada insatisfacción particular como «coste» social,

«LOS-DERECHOS

HUMANOS C O M O °TRIU N FO S MORALES^.

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Ai buscar medios más exactos para valorar el bienestar de las so­ ciedades, Sen recurre a una peculiar idea de derechos, basada en las posibilidades vitales efectivas délas, personas, o capacidades^, Propo­ ne que los derechos, concebidos como todo aquello que posibilita que una persona despliegue sus capacidades humanas, han de consi­ derarse un objetivo más de las políticas publicas, incorporándolos de hecho a las medidas del bienestar de las sociedades. Tales derechos básicos (como estar bien nutrido y alfabetizado, no ser perseguido políticamente» contar con un entorno relaciona! mínimo, etc.) que garantizan los «funcionamientos» de una persona como ser humano, no se consideran «instrumentales» para el logro de algún .fin ulterior, sino intrínsecamente valiosos100. Esto no quiere decir que las socieda­ des que respetan los derechos básicos acaben disfrutando de un ma­ yor bienestar agregado según las mediciones económicas estándar101. Precisamente por ello reclama Sen que el respeto a los derechos se compute en esas medidas, es decir, se considere como algo valioso por sí mismo. Guando los utilitaristas se «olvidan» de valorar los de­ rechos en sus cálculos sobre el bienestar social, sencillamente están cometiendo un grave error, incluso en términos de utilidad: están de­ jando de computar uno de los bienes más valiosos para las personas. Sen reconoce el carácter «moral» de tales derechos cuando afir­ ma, por ejemplo que

y que si estas insatisfacciones son muy graves, o muy numerosas, podría justificar un cambió de política por razones de puro bienestar social. Interpreto que Sen no se está refiriendo simplemente al Viejo problema de la «agregación cíe utilidades». Él quiere argumentar que sin cubrir ciertas necesidades básicas de todos, la misma idea de agregación carece de sentido. Por usar una imagen, me parece que Sen concebiría la violación de ciertos derechos como «agujeros negros» de utilidad negativa, por don­ de se va cualquier beneficio, qué la sociedad intente oponer como contrapeso a esa violación. 99 Cfr. Sen, «Rights and Capabilities», en Sen, 19S4> 307-324. 100 Sen, 2000, 55. 101 De hecho, quizá el argumento mis incontestable a favor de la consideración de ios derechos de las personas lo expone Sen en su libro Poverty and Fumines (Ox­ ford) Ciarendon, 1981). En esa obra Sen demuestra, mediante en análisis detallado de varias de las hambrunas más severas de ios últimos doscientos años, que una asig" nación diferente de derechos de propiedad (o de derechos que de cualquier modo dieran acceso al mínimo nutricional vital) habría evitado millones de muertes, pues casi en ningún caso hubo un déficit real de alimentos. Sen muestra qué el hambre no fue un problema digamos agrícola, sino legal. Pero con ello demuestra también que un sistema legal adecuado que hubiese dado prioridad a los derechos básicos ha­ bría evitado mucho sufrimiento, es decir, habría tenido como consecuencia un ma­ yor bi enes tar gene raí.

esta insistencia [en que los derechos deben concebirse en términos pQst-institudoiiales- como instrumentos y no como derechos éti­ cos previos] es contraria en un sentido bastante fundamental a la idea básica de los derechos humanos universales. Los derechos morales pre-legales, considerados como aspiran­ tes a entidades jurídicas, difícilmente pueden considerarse, desde luego, derechos justiciables en los tribunales y otras instituciones que velan por el cumplimiento de las leyes. Pero rechazar los dere­ chos humanos por este motivo es no entender nada. La demanda de legalidad no es más que eso, una demanda justificada por la importancia ética del reconocimiento de que ciertos derechos son derechos que deben tener todos los seres humanos [...], De hecho, los derechos humanos también pueden traspasar el reino de los derechos legales potenciales, por oposición a los rea­ les. Un derecho humano puede invocarse incluso en contextos en los que su aplicación legal parece fuera de lugar102.

La visión de Sen tiene aspectos muy criticables porque de algún modo mezcla los lenguajes del consecuenciaiismo utilitarista y del libertarismo, sin la sutileza ni el aparato argumenta! de Dworkin103. Es decir, él sigue hablando por un lado de la importancia intrínseca de los derechos y por otro defendiendo que su enfoque está basado en las consecuencias^. Sen avanza por un camino prometedor, pero no da, en mi opinión, con una expresión acertada de lo que, probable­ mente, quiete decir. Tanto Dworkin como Sen son ejemplos de un modo contempo­ ráneo habitual. de pensar los derechos, uno en el ámbito de la teoría jurídica y política, otro en el de la economía. Ambos coinciden en que defender derechos supra-legales no significa alinearse con las te­ sis del ius-naturalismos clásico. Sin embargo no renuncian al concep­ 102 Sen, 2000, 278-279. 103 y ^ o c u rre q UC) como él mismo reconoce al comentar la posición de Nozick, se plantean veraaderos dilemas. En Sen, 1985, 6, leemos: «El mismo Robert Nozick deja abierta la cuestión de si “horrores inórales catastróficos” justificarían la violación de los derechos. Aquí hay un dilema. SI consecuencias desastrosas pueden justificar la anulación de derechos bien fondados, eso socava por completo la visión no-conscciieneialista de los derechos. Si consecuencias desastrosas se toman como una razón válida para anular derechos (incluso los más importantes), ¿servirían unas consecuencias malas-pero-no-tan-desastrosas para anular otros derechos menos im­ portantes? Algunos de Jos derechos relacionados con la titularidad y uso de la pro­ piedad pueden muy bien verse como derechos menos bien- fundados que otros de­ rechos, c.omo las Iibenadcs personales por ejemplo, que han preocupado más, comprensiblemente, a los libertarios.» íü4 Cfr. Sen, 2000,. 259; Sen, 1997, 102; Sen, 1987, 91.

to clásico de derechos humanos o derechos fundamentilles como «triunfos morales», como prioridades morales no sujetas a transac­ ción. El argumento que permite esa difícil posición teórica es apun­ tado por Dworkin cuando se considera «constructivista» y relaciona los derechos con «el mejor programa político que podemos justifi­ car». Dworkin está apuntando a una familia de argumentos cuyo modelo más extendido e importante históricamente es el contractualismo. 4 EL C O N T M C T im iS M D Y LOS DERECHOS Dworkin se acerca más convincentemente que Sen a una con­ cepción de los derechos intermedia entre consecuencialismo y líbertarismo porque pone el acento en la idea de comunidad política, más bien que en la idea de bienestar. Hasta hace ilativamente poco, la teoría económica se ocupaba del bienestar (de «la riqueza de las na­ ciones») y la teorías política de lalegitimidad(«el contrato social»). El neo-contractualisnio ha tendido un puente entre el razonamiento económico y los problemas tradicionales de la política — y de la éti­ ca, pues se presenta como una teoría de justificación normativa en general* Lo que nació históricamente como un intento de j ustificar la legitimidad de las obligaciones políticas, se aplica noy también a las normas morales y por consiguiente, al sübeonjunto de las mismas que son los derechos humanos-5. Si existe un modo de conectar los 105 La explicación de esa extensión requeriría un largo comentario. Por breve'’ dad sólo mencionaremos dos de las razones. Por un lado, la teoría de la decisión ra­ cional se ha ampliado y retinado hasta el punto de incluir, como dice Harsanyi a la ética. La justificadon racional de la acción alcanza, como siempre hizo, a la legitima ción de la obediencia al poder político y las convenciones sociales:, pero va itus allá Así J. Hampton y D. Gautliier han podido argumentar, por ejemplo, mediante el uso de los métodos de la teoría de juegos, que la consecuencia lógica del contractualismo hobbesiano no es sólo la justificación de la obediencia política al soberano apo­ yada en la coacción, sino tainbi^n la justifxcación de la. adhesión racional a normas que. representan razones internas; para actuar y que coinciden con las descripciones tradicionales de la justicia. Por otro lado, la teoría discursiva de la democracia desa­ rrollada por Habermas, ha mostrado (un poco en líneaconDworkin) que el estado de derecho es una precondieLÓn lógica de:;k democracia (ademásde poder estudiar­ se como un logro histórico),; Dicho de otra formax el reconocimiento de derechos, aunque ha ocurrido históricamente, puede reconstruirse racionalmente como el fun­ damento de legitimidad de la autoridad política en una democracia (en una repúbli­ ca de ciudadanos racionales y autónomos). Esto quiere decir que la legitimidad po­ lítica ha ragocitado, de algún modo, las cuestiones relativas a la normaiividad moral;, autonomía individual» respeto, justificación racional de las normas, etc.

argumentos^ conseGueneialistas con la justificación racional de los de­ rechos, deberíamos encontrarlo entre los autores -contractualistas. Rawls, como representante más conocido del contractual ismo en la segunda mitad del siglo xx, es la referencia inexcusable. Para Rawls, las libertades básicas y bienes primarios justificados por su primer principio de la justicia tienen prioridad. Esto significa que ninguna consideración de utilidad social puede disculpar la vio­ lación de una de esas libertades. Rawls derrocha palabras y argumen­ tos para fundamentar la pnoridad de la libertad . Un resumen más o menos libre de sus ideas es que, si nos conce­ bimos a nosotros mismos como ciudadanos iguales y personas mora­ les (con una capacidad para la justicia y una capacidad para elegir y perseguir un tipo de vida que consideramos buena), y tratamos de re­ construir las condiciones necesarias para nuestra existencia conjunta como miembros de una sociedad aceptable para cada uno de noso­ tros, entonces hemos de reconocer y reclamar la prioridad de la liber­ tad107. El modo histórico que adopta ese requisito es la idea de «de­ rechos del hombre» inviolables e inalienables108. Este tosco resumen puede completarse con una idea de H. L A. Hart en The concept ofLaiv que el propio Rawls cita en «Political constructirásm»109. La idea es que todo sistema legal ha de contener ciertas normas paira ser viable. §i además de viable el sistema quiere presentar­ se como legítimo y poder demandar no sólo cumplimiento coactivo sino adhesión voluntaria por parte de personas que se consideran a sí mismas como ciudadanos, esas normas pueden especificarse aun más: coinciden en la práctica con los derechos y libertades humanos básicos. El argumento al que apuntan Hart, Dworkin y Rawls justifica la validez de derechos individuales inviolables sin suponerlos de ante­ mano como parte del equipaje metafísico de la humanidad. En esen­ cia, el argumento consiste en imaginar los elementos normativos ne­ cesarios de un esquema viable de cooperación entre individuos racionales. Basta con suponer que las personas desean avanzar sus propios intereses, que tienen una cierta concepción de sí mismas, y que necesitan vivir en sociedad. 106 Las razones de la prioridad de las libertades básicas están resumidas en Rawls, 1993, 309. U); Así, Rawls ( 1993, 293) dice: «Un segundo modo [de especificar las iii)crrá­ eles básicas] es considerar que libertades son condiciones sociales esenciales para el desarrollo adecuado y ejercicio completo de las dos capacidades de la personalidad moral a lo largo de una vida completa.» 108 Rawls, 1993, 292. 109 Cfr. Rawls, 1993, 109-

El contractualismo tiene una relativa mala prensa porque el sim­ ple argumento enunciado en el párrafo anterior tiende a tri.vial.iza.rse. Unas veces se interpreta como mero convencionalismo, como si afír­ mase que los derechos son el fruto de acuerdos contingentes, explíci­ tos o tácitos, pero en cualquier caso dependientes sólo de la voluntad de los participantes. Otras veces se interpreta en términos consecuem cialistas, como si equivaliese a que los derechos están justificados sólo mientras producen un beneficio social. Entender correctamente la vi­ sión contractualista sobre el deteóho cómo categoría moral requiere estar dispuesto a adentrarse en algunas sutilezas que destruyen los ca­ minos hacia esas simplificaciones. Creo que el esfuerzo merece la pena porque el análisis detenido del argumento contractualista nos proporcionará nuevas claves para la posición que quiero defender. David Gauthier y Thomas Scanlon han forzado los límites del contractualismo, por lo que silben muy bien a nuestro propósito de profundizar en el esquema del argumento. El primero, ha pretendído forjar una teoría de la justicia y de la moralidad sin emplear otras premisas que das hobbesianas, y aun esas bastante radicalizadas, al emplear el concepto de homo oeconomicus y racionalidad económica donde Hobbes hablaba de hombres y prudencia, Gauthier prescinde, por tanto, inicialmente, de nuestras capacidades morales; le basta con nuestra capacidad racional. Scanlon, por su parte, argumenta que la base contractual de nuestra moralidad puede mostrarse sin necesidad de contar la historia del contrato, sin necesidad de imaginar una po­ sición original. Ambos vaa, en cierta medida, más allá de los límites del contractualismo político tradicional, representado por Rawls. En «Thomas Hobbes y la teoría contractualista del derecho», Gauthier expone el esqueleto argumental de una teoría contractualis­ ta del derecho. Al hacerlo, muestra el aspecto fundamental de los de­ rechos pre-legales: han de entenderse simplemente como expresión de las condiciones mínimas de convivencia que agerites racionales aceptarían. Representan restricciones a la acción (obligaciones) igua­ les, universales y no-arbitrarias. Tales restricciones tienen un fundan mentó racional, por eso no son arbitrarias; y serían aceptadas por las partes sólo si son imparciales y universales, por eso coinciden con el concepto de derechos. Además, su vigencia no depende de su estatu­ to jurídico positivo, porque no podríamos imaginar un pacto (ni si­ quiera hipotético) si no estuvieran ya presentes entre las partes, dado que expresan las condiciones que harían viable tal pacto. Es decir, k propia lógica del argumento nos obliga a pensar esa serie de restriccio­ nes como lógicamente independientes de— o, en términos de la histo­ ria de un contrato hipotético, anteriores a— la autoridad polinca.

Gatidiier ofrece una justificación contractualista de los derechos humanos en el capítulo VII de La moral por acuerdo, que se titula «Rights and the Proviso» (en referencia al «proviso» o salvaguardia que Locke introdujo como límite al derecho natural de apropiación). Tan­ to el título como el contenido de este capítulo nos hace pensar, en Loc­ ke más que en Hobbes, lo cual, dado el contexto, requiere alguna ex­ plicación, En mi opinión, Gauthier quiere dejar claro que el contenido de la moralidad contraetualmente justificada se divide en dos parcelas; por un lado, el principio de la justicia resultante del argumento con­ tractualista desarrollado en términos de Teoría de la Decisión Raciona! y Teoría de la Negociación, junto con las instituciones y normas deri­ vadas del mismo — recordemos que se trata de un principio proporcio­ nal de justicia distributiva: específica qué porción del beneficio coope­ rativo producido por la sociedad ha de asignarse a cada miembro. Por otro lado, un conjunto de garantías básicas, iguales para todos, que se­ rían identificadas institucionalmente como derechos individuales. La novedad de Gauthier es que ésta segunda parcela se justifica de un modo muy expedito con la misma hipótesis contractual que la prime­ ra, Desde el punto de vista de una negociación racional, es fácil mos­ trar la necesidad lógica de que la posición inicial de negociación sea de­ finida de un determinado modo -—con ciertas garantías, diríamos empleando el lenguaje constitucional— si queremos que el contrato resultante sea estable. Esas garantías no son una necesidad fáctica: la negociación tiene sentido sea cual sea el status quo, siempre que exista margen de mejora para ambas partes en virtud de la cooperación mu­ tua. Mas sí son una necesidad narmafiva: ninguna negociación debería iniciarse en condiciones tales que hagan prever la inestabilidad del pac­ to, pues entonces el pacto resulta vano1 . 110 Esto se ve muy claro con el siguiente ejemplo; supongamos que un atracador me encañona con un arma presumiblemente cargada y me amenaza con macarme sí no llego a un acuerdo con él. El acuerdo es mutuamente beneficioso: él no me mata, (estando en su poder hacerlo) y yo a cambio íe cedo voluntariamente todo el dinero que llevo encima. Dadas-las circunstancias aceedo; al trato, puesto que soy racional y cutiendo que el pacto mejora mi situación. Tras «llegar a un acuerdo» sin embargo, el atracador en un descuido deja caer eí arma con tan mala suerte que desaparece por una alcantarilla. Él no se inmuta, puesto que ya habíamos acordado que yo le daría el dinero, y me pide que, puesto que él va a cumplir su parte (de hecho no le queda otro remedio, al haber perdido el arma), cumpla yo la mía. Evidentemente yo, que sigo siendo racional, ahora no cumplo. La desaparición del arma revela que el pacto sólo era racional para mí porque estaba bajo una amenaza y sólo mientras persistie­ se la amenaza. El pacto por sí mismo es inestable. Hobbes era, por cierto, muy consciente de esto cuando escribió que «el pacto, sin la espada, es vacío», a pesar de que en el De Ove (tí, 16) defiende que son vil i-

Hobbes se detuvo aquí y, considerando que el derecho natural de los hombres es ilimitado, concibió que el pacto social sólo sería esta­ ble apoyado en ia fuerza del soberano. En consecuencia, admitió como parte del derecho natural la autorización de un soberano arma­ do con poder sobre las vidas de sus súbditos. A partir del pacto, cesa la deliberación y comiénzala obligación o el sometimiento. Gauthier (como también G. Kavka y J. Hampton) va más allá y se pregunta por qué un agente racional firmaría un pacto que sabe queseráinestable, si tiene la opción de hacerlo estable111. Basta con desterrar de la posición original las ventajas obtenidas por las partes colocando en desventaja a otros — mediante la fuerza, el engaño etc.*— y forzándo­ les a negociar en un sentido diferente al que les dictaría su interés sin esa interferencia. Las condiciones que hacen una negociación equita­ tiva y su resultado previsiblemente estable, pueden asimilarse*, .según Gauthier, a derechos básicos tales como las libertades fundamentales y el derecho de propiedad limitado por una salvaguardia de tipo lockeano (que bloquea la apropiación cuando con ella se perjudica di­ rectamente a otra persona y absteniéndos^^ de ella no resulta uno mis­ mo perjudicado). Así, se muestra que toda la hipótesis teórica del córrtratq enten­ dido como una negociación perfectamente racional ha de descansar normativamente sobre la idea de una situación inicial caracterizada, por el respeto universal de ciertos derechos. Esto no quiere decir exactamente que existan derechos antes del pacto. Quiere decir más bien que la posibilidad del pactó exige normativamente revisar la si­ tuación inicial de modo que se cancelen los posibles efectos de la vio1ación de lo que, a la vista del pacto, han de comenzar a percibirse como derechos individuales. La transcripción de esta idea en térmidos los juramentos hechos a un ladrón para salvar la vida, mientras su contenido sea lícito, Evidentemente, en este segundo caso se trata de defender la institución civil de los contratos (ante la que no cabe alegar miedo para eximir del cumplimiento), que debe estar protegida por la «espadade la justicia», mientras que en el primer caso se traca del verdadero pacto social,- que permite a los hombres salir del estado de gue­ rra, pero sólo porque lo respalda el ejercicio soberano de la fuerza. ‘11 Es importante dejar claro el carácter racional del movimiento de Gauthier, Hampton y Kavka. La idea es que un pacro inestable es siempre sub-óptimo, porque una parte de los recursos han de dedicarse a la coacción. Es racional tratar de conse­ guir un resultado óptimo dedicando los. recursos de la coacción al beneficio mutuo dé las partes, pero la única forma de hacerlo es determinando qué pacto sería estable desde el punto de vista de cititíquier participante, es decir, desde un punto de vista imparcial. La equidad y los derechos son una exigencia de la optimización, por eso serían requeridos por individuos maximizadores: forman parte del mejor contrato posible (por supuesto.en términos normativos).

nos institucionales implica aceptar, junto a las reglas e instituciones derivadas del principio de justicia, una serie de derechos entendidos como moralmenteprioritarios. Los derechos son ñuto del acuerdo sobre la justicia, no porque sean objeto del pacta social, sino porque son un presupuesto del mis­ mo. Si bien, desde el punto de vista post-contractuaí, pueden verse como un componente integral de la concepción de la justicia avalada por la teoría y, en consecuencia, como una parte de las instituciones morales justificadas por el argumento. Esta visión de los derechos individuales es deudora del esquema lockeano en cuanto a su contenido, aunque su fundamento está fuer­ temente inspirado en la idea hobbesiana de las leyes naturales: unas leyes que obligan en foro interno mientras la condición de la humani­ dad es de guerra de todos contra todos, pero que se convierten en verdaderos artículos de derecho (obligatorios también en el foro ex­ terno) una vez que se instituye la autoridad. Gauthier llama la atención sobre el hecho de que esta visión con­ tractualista de los derechos no puede catalogarse como ius-natüralista ni como iüs^posxtmsta. Reclama que pertenece a un tennis gemís propio112. Gauthier muestra k distancia de Hobbes con ius-naturaíistas y con iús-positivistas. Frente a los primeros, Hobbes subvierte la noción de ley natural113; frente a los segundos, muestra que la au­ torización del soberano convierte la obediencia a todos sus mandatos en un deber moral114. Por un lado, se rechaza que los derechos sean algo sin la perspectiva del pacto (negación del ius-naturalismo) y por otro, que sean un objetó ael pacto (negación de un posible conven­ cionalismo). También desarrolla la idea de que la ley expresa la razón pública. Como expresión de la razón pública, la ley deriva su validez del he­ cho de que puede ser racionalmente aceptada por cada individuo, pues puede reconstruirse hipotéticamente la deliberación individual capaz de conducir a la «cesión» de la capacidad individual de juzgar en materias comunes — y su sustitución por la «palabra autorizada» del legislador, que se hace propia (obligatoria). Según el modelo con­ tractualista de justificación moral, debemos suponer que no existe un criterio objetivo de corrección. Pero sí existe un método correcto para encontrar una expresión de lo correcto con validez intersubjetiva. La

112 Cfr. Gauthier, 1990, 22.

m Gauthier, 1990, 18. 114 Gauthier, 1990, 23.

ley es esa expresión de lo correcto en el ámbito práctico, y los dere­ chos individuales forman parte del método correcto para alcanzar la validez intersubjetiva. Los derechos individuales son, así, la condi­ ción necesaria para que las voluntades individuales se combinen para formar una voluntad colectiva, o razón pública115. Resultará evidente qué los argumentos contractualistas requieren un ejercicio agotador: el constante tránsito de lo que podemos llamar el «contexto de la justificación» moral (el acuerdo hipotético entre in­ dividuos racionales, sus premisas, sus condiciones, etc.) al mundo éti­ co o, por segtúr con la analogía «el contexto del descubrimiento» mo­ ral (la historia de nuestras instituciones morales, las luchas por la emancipación individual, por el reconocimiento e institucionalízación de derechos, etc.), y viceversa. En este permanente vaivén son frecuentes las confusiones. Tengo para mí que buena parte de las crí­ ticas al contractualismo se disolverían si acabásemos con las confusio­ nes y transvases ilegítimos de nociones y argumentos entre esos; dos contextos. El contractualismo de Scanlon puede solucionar algo este pro­ blema. Scanlon se centra en el papel motivador y explicativo que puede tener una teoría filosófica de la moral. Para él, el contraerualismo es el mejor modo de interpretar por qué tenemos a veces la nece­ sidad de justificar nuestras acciones desde el punto de vista moral, es decir, por qué en ocasiones nos parece que el modo de justificar nues­ tras acciones es poder afirmar convincentemente, ante cualquiera, que son correctas. Claro que no sólo se trata de interpretar esta nece­ sidad (que podría ser una peculiaridad psicológica contingente), sino de ofrecer un modo plausible de satisfacerla. Y ambas tareas, la inter­ pretación y la satisfacción, mostrarían la naturaleza de la moralidad. No complicaré más las cosas entrando en detalle en los argumentos de Scanlon. Sólo quiero destacar algunos aspectos que matizan la vi­ sión contractualista de los derechos que habrá quedado en el aire tras la visita a las explicaciones de Gauthien En primer lugar, Scanlon cree que la reflexión moral parte del deseo de poder justificar racionalmente nuestras acciones ante los de­ más. El primer motor no se sitúa en la solicitud o en la exigencia de otros, sino en el deseo propio, por eso es sencillo pasar de la teoría a la motivación. Es una diferencia crucial respecto del argumento con­ tractualista habitual: el contractualista ve la moralidad como una se­ rie de restricciones que se aceptan siempre que los demás las acepten

515 Cfr. Gauthier, 1995.

igualmente. La idea de transacción:y de beneficio mutuo son conna­ turales al argumento contractualista. Como argumento, se basa en mí interés en que los demás se conformen a ciertas reglas. Mi obliga­ ción de hacerlo mismo se subordina a ese interés. El argumento es potente porque tal interés puede ser muy fuerte— puede verse inclu­ so como una necesidad de la razón— pero establece una gran ruptu­ ra entre los dos contextos a que me refería antes: en el contexto ele la justificación» la motivación de los agentes se supone que es el interés propio, que conduce a tener un deseo de que los demás se conformen a normas; en el contexto del descubrimiento la motivación de los agentes debe estar ligada a la obligación misma, a través de una racio­ nalidad que la incluya. Esta distancia resta credibilidad — e incluso interés— al argumento ético contractualista, Y sin duda le resta capacidad motivadora* En segundo lugar, Scanlon cree que ese deseo se satisface sólo si se muestra que nuestras acciones serían permitidas por un sistema de reglas que los demás no pueden rechazar razonablemente116 (no es necesario que las vean como racionalmente necesarias, basta que no íes parezcan rechazables). Esto expresa de manera formal la condi­ ción de aceptabilidad que queremos que nuestras acciones posean. Al basarse, por así decir, en la voluntad dé justificación de cada agente, la visión de Scanlon no puede dar una respuesta definitiva al por qué de la moralidad. Pero a cambio, ofrece una reconstruc­ ción plausible de un sistema de reglas racionalmente justificado — que en mi opinión incluiría el conjunto de los derechos huma­ nos— sin apelar al interés individual y sin el largo desvío por la fic­ ción de un contrato hipotético. Scanlon introduce, por así decir, el fundamento contractualista en la vida ética. Convierte la idea de un acuerdo racional sobre normas en un elemento de la discusión ética ordinaria (en vez de situarlo en un plano heurístico desgajado de la vida moral). Las contribuciones del contractualismo forman el magma de la propuesta que voy a hacer a continuación, por eso me he detenido en ellas, incluso más de lo conveniente. Algunos elementos del argu­ mento contractualista se distinguirán claramente en mi propuesta, pero no he intentado simplemente exponer una versión del contractualismo jurídico, sino más bien sacar las consecuencias de determi­ nados aspectos coincidentes en teorías contemporáneas de los dere­ chos, que he ideo destacando. Esa coincidencia apunta a una

116 Cfr. Scanlon, 1982,110.

interpretación, que he llamado «pragmática» y que someto ahora al juicio del lector. 5. EL FUNDAMENTO PRAGMATICO DE LOS DERECHOS Y EL CONSECUENCIAL1SMO En esta última sección pretendo avanzar mi concepción de los derechos humanos. Hasta donde; soy esta concepción es plausible, compatible con la realidad histórica y ética de nuestras so­ ciedades y sobre todo, creo cpe condensa las intuiciones que encuen­ tro correctas en el utilitarismo de la regía, el constructivismo y el concracutalismo. Incorpora también algunas ideas que no he aludido hasta ahora, pero todas ellas están relacionadas con elementos ya mencionados* No presento esta propuesta como alternativa a otras concepcio­ nes, sino más bien como interpretación de las mismas. En mi opi­ nión, la mayor parte de explicaciones recogidas en lo anterior (y otras que podrían añadirse) apuntan en una; misma direceión> pero ningu­ na logra dar exactamente en el blanco. Si se me permite un lenguaje pseudo-hegeliano, diría quelos derechos están pidiendo ser pensados de un cierto modo, y los filósofos y juristas; están intentando hacerlo, con un éxito forzosamente parcial. Mi propio intenfó se basa en los anteriores — tanto los aludidos como otros— y con certeza sólo, pue­ de aspirar a satisfacernos en parte. Si me atrevo a escribirlo es porque las concepciones aludidas antes^ mvitm a dar un paso más3 reunificándolas; su coincidencia asegura la pertinencia de mi enfoque. Afirmo que los derechos humanos son prioridades morales rea­ les. Explicaré el sentido de esta poco original afirmación más abajo. Afirmo que, como realidades morales, cabe explicar teóricamente su naturaleza —-pues no son ni convenciones casuales* ni caprichos mo­ dernos, ni expresión de sentimientos. Afirmo que esa explicación es de índole pragmática. Uso este adjetivo para distinguirla tanto de ex­ plicaciones consecuencialistas como de explicaciones contractualistas. También explicaré ahora qué entiendo por «justificación pragmá­ tica» de los derechos. Afirmo, por último que, si estamos en lo cierto (aquí me incluyo yo mismo, a autores como Gauthier, Dworkin, Sen o Habermas, y también curiosamente a otros cuyas teorías sobre los derechos creo bastante equivocadas, como Nozick o Rorty), entonces la idea de derechos humanos (y, probablemente, una idea generaliza­ da de derechos que incluiría los derechos de los animales y de otros seres) es una necesidad de la razón práctica. Como esto son palabras

filosóficas mayores, y además están tan pasadas de moda que para muchos ya no significan nada, también explicaré qué quiero decir con esto.

1) LOS DERECHOS GOMO PRIORIDADES MORALES .REALES

La prioridad normativa y la realidad de los derechos es el signo distintivo de la vieja tradición del derecho natural. Las leyes natura­ les se distinguen de las civiles precisamente porque mientras que las segundas son producto de la voluntad del legislador, las primeras conforman la realidad, moral humana. La resonancia del término «natural» se transforma, con la modernidad. De la idea aristotélicotomista de naturaleza se pasa a la idea newtoniana. Pero el sentido normativo de la naturaleza humana se mantiene en gran parte. Des­ de el punto de vista de mi afirmación, se puede interpretar que la tra­ dición del derecho natural expresaba la misma idea, en los términos en que lo permitían las creencias metafísicas de la época. Hoy en día sería, absurdo mantener la noción; de «derecho natural» porque ciertamente suponía una metafísica que casi todos hemos abandonado. Sin embargo, gran parte de mis afirmaciones sobre los derechos conectan con aquella tradición. Si bien no podemos aceptar los derechos como parte efe la definición de ser humano sin más, sí creó que se puede aceptar la idea de derechos subjetivos independientes del sistema legal, que son fundamento de la validez del mismo117* De hecho, lo que distintos autores han creído poder defender no es la existencia de unos derechos convencionales muy generales, ni la existencia de unos ideales morales basados en la simpatía, con una débil fuerza normativa y motivadora. Lo que han creído encontrar son derechos (y obligaciones correlativas) fundados en la razón. Por supuesto que, sin coacción, el cumplimiento de esas normas no está garantizado, pero eso no las convierte a ellas en menos justas, ni a su. violación en más correcta. Que esos derechos no tengan el aspecto de los derechos natura­ les tal corno los defendía Santo Tomas, la escolástica española o John Lócke no debe extrañarnos, pues el progreso en ética ha servido, al 157 Sigo en csro a Dworkin, quien escribe: «Según el modelo constructivo, la su­ posición ue que los derechos son naturales: en este sentido es una suposición que debe hacerse y examinarse por su poder para unir y explicar nuestras convicciones políticas, una decisión programática básica de someterse a este test de coherencia y experiencia» (Dworkin, 1977, 176).

menos, para aquilatar mejor la naturaleza de los conceptos normati­ vos fundamentales. Esto lo explica muy bien Christine Korsgaard cuando, discutiendo la realidad de las leyes morales en general, afir­ ma: «Las reglas morales existen en el único sentido eñ que las reglas de conducta pueden existir: la gente cree en tales reglas y por lo tanto regula su conducta conforme a ellas»118. Lo mismo podría decirse de esas reglas morales que son los dere­ chos: existen del modo en que pueden existir. La gente cree en ellos y está dispuesta a considerar justas y loables las prácticas e institucio­ nes sociales que los respetan, se inspiran en ellos y los promueven, e injustas y censurables las que los niegan o conculcan. Son, como dice Dworkin, los conceptos morales básicos del mejor programa político que somos capaces de justificar racionalmente. Pero éso ocurre en parte porque «ya están ahí», coítio convicciones efectivas — 110 mera­ mente retóricas— de una gran mayoría. Por supuesto que una mera explicación sociológica no nos satisfa­ ce. Debido a su naturaleza normativa, deseamos investigar y conocer el fundamento racional de la exigencia que estas, normas nos dirigen (a nosotros en cuanto agentes). Necesitamos saber cuál es su autoridad sobre nuestra voluntad: una autoridad que no sea la mera costumbre o nuestro condicionamiento inducido por la educación. Y a esa necesi­ dad responden los distintos argumentos y teorías sobre su validez. Con que uno solo de esos argumentos nos convenciera, ya sería suficiente. Mi modesta opinión es que, incluso si ninguno nos convence por com­ pleto, todos ellos en conjunto permiten sospechar que existe un funda­ mento racional para esas normas, y eso es todo lo que hace falta para aceptar su autoridad como leyes moralmente prioritarias. 2) La JUSTIFICACIÓN

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