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Xabier Etxeberria
Etica básica
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Universidad de D e u s t o
Xabier Etxeberria
Etica básica
BIBLIOTECA PLANTEL LEÓN
1996 Universidad de D e u s t o Bilbao
índice Presentación
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1. Planteamientos generales 13 I. La ética en la sociedad moderna 13
2 Edición a
a) Racionalidad lógico-instrumental, racionalidad ética 13 b) La crisis de referencias éticas c) La respuesta del relativismo emotivista
16 18
2. Moral, ética y metaética 21 Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
Publicación impresa en papel ecológico © Universidad de Deusto Apartado 1 - 48080 Bilbao ISBN: 84-7485-410-5 Depósito legal: BI -1331-96 Impreso en España/Printed in Spain Fotocomposición: IPAR, Sdad. Coop. Ltda. Particular de Zurbaran, 2-4 - 48007 Bilbao Imprime: Artes Gráficas Rontegui, S.A.L. Avda. Ribera de Erandio, 4 - 48950 Erandio (Vizcaya)
a) Delimitación de campos 21 b) La ética, saber práctico c) El conflicto moral como motor de la reflexión ética d) La ética aplicada
23 23 24
2. Las dos caras del fenómeno moral 25 1. 2. 3. 4. 5.
Lo bueno y lo obligatorio La teleología aristotélica La deontología kantiana El cuestionamiento de la racionalidad moral por Hume Las diversas perspectivas ante el tema de la justicia
25 26 27 30 32
a) La perspectiva aristotélica b) La perspectiva de Hume c) La perspectiva kantiana
32 34 37
3. La justificación de la ética
41
1. Vías de fundamentación de la ética 41 2. El utilitarismo
43
a) Descripción del utilitarismo 43 7
b) La justicia según el utilitarismo c) Objeciones al utilitarismo. Debate 3. Rawls: Teoría de la justicia a) Descripción de la teoría de la justicia b) Objeciones planteadas. Debate
46 49 50 50 55
7. 8. 9. 10.
Lévinas. De otro modo que ser o más allá de la esencia Habermas. Conciencia moral y acción comunicativa Dworkin. Etica privada e igualitarismo político Taylor. La ética de la autenticidad
102 104 106 108
Bibliografía citada 111
4. La ética discursiva 56 a) Descripción de la ética discursiva b) Moral y derecho según la ética discursiva c) Objeciones a la ética discursiva. Debate
56 60 61
5. El comunitarismo 63 a) Presentación b) Problemas planteados
63 64
6. Eticas de la alteridad 65 a) La propuesta de Lévinas b) La ética de la compasión c) Objeciones a estos enfoques. Debate 7. Una propuesta de articulación de enfoques: P.Ricoeur a) b) c) d) e)
Articulación de teleologismo y deontologismo La intención ética El paso por la prueba de la norma El recurso a la intención ética. La sabiduría práctica Las vías de justificación
66 67 69 70 71 71 72 73 74
4. La realización de la ética 77 1. Etica civil y éticas de máximos a) Noción y contenido de la ética civil b) Eticas de máximos y tolerancia 2. Etica de la convicción y ética de la responsabilidad 3. Conciencia moral y sabiduría práctica a) Los momentos del proceso ético. La sabiduría práctica b) La conciencia moral
77 78 79 82 83 83 85
Selección de textos 89 1. 2. 3. 4. 5. 6. 8
Aristóteles. Ética nicomáquea Hume. Tratado de la naturaleza humana Kant. Fundamentación de la metafísica de las costumbres Mili. El utilitarismo Weber. El político y el científico Rawls. Teoría de la justicia
89 91 93 96 97 99 9
Presentación Con el nombre de Ética básica, el presente texto, respondiendo al doble sentido de esta última palabra, trata de ofrecer, a la vez, una ética elemental y fundamental. Tiene su origen en los cursos dados en diversas facultades y escuelas de la Universidad de Deusto a modo de primera parte que se continúa luego con la ética profesional respectiva. Ello significa que, junto a la intención más directa de ofrecer una introducción general a la ética (que es lo que el lector encontrará aquí propiamente), tiene a su vez la intención implícita de sentar las bases que se precisan para orientar luego su aplicación al campo profesional (por supuesto, sin pensar en mecanismos deductivos, sino en dialécticas complejas, conducidas por la sabiduría práctica, entre los principios y propuestas fundamentales y las situaciones de la profesión). Tal perspectiva ha dejado su huella en la temática tratada. Esta se organiza en cuatro grandes núcleos -planteamientos generales, las dos caras del fenómeno moral, la justificación de la ética, la realización de la ética-, con los que, en nuestra opinión, puede darse una panorámica adecuada del problema ético, pero al desarrollarlos se intenta resaltar en especial el tema de la justicia, por considerarlo particularmente significativo en vistas a una ética profesional que no quiera acabar en corporativismo. M e t o d o l ó g i c a m e n t e , el texto está redactado a m o d o de apuntes, o síntesis apretadas que piden ser completadas por la explicación del profesor, y materiales, o ejercicios diversos, casos y textos filosóficos, articulados con los primeros y con cuya realización y comentario puede profundizarse en lo tratado, abrirse el camino a la participación y debate generales y lanzar puentes hacia la aplicabilidad de la ética. Este modo de presentación se ha hecho con la intención de que resulte adecuada para que el profesor que tome el texto como guía tenga facilidad en se11
leccionar y completar aquello que considere más pertinente, tanto desde sus propios proyectos c o m o -si lo usa en vistas a la ética profesionaldesde las exigencias de la deontología profesional a la que prepara. Todo ello significa que esta obra se ha hecho pensando sobre todo en el contexto universitario docente, lo que no excluye que pueda ser útil fuera del mismo para quien busque una aproximación general a la ética. Deudor de múltiples autores que se citan con abundancia, este texto no pretende, pues, ofrecer enfoques originales ni desarrollos exhaustivos, pero sí trata de ser una síntesis básica de las coordenadas fundamentales de la ética y de las corrientes hoy más significativas, de modo tal que no sólo sirva para encauzar la reflexión moral seria aunque no se haya optado por estudios filosóficos (como es el caso habitual de los alumnos a quienes va más específicamente dirigido), sino que también impulse a asumir vitalmente lo que se considere más fundado y realizador. En este sentido, aunque pueda dar la impresión de que, para ofrecer la panorámica de la ética, sigue en parte un esquema histórico, lo que se pretende en realidad es poner la descripción de determinadas corrientes y enfoques aparecidos históricamente al servicio de la búsqueda de criterios que puedan ser hoy fundamentales para orientar mediatamente la acción.
Capítulo 1
Planteamientos generales
1. La ética en la sociedad moderna Las propuestas morales han ido surgiendo al hilo de los anhelos de realización humana y de búsqueda de la convivencia más adecuada. En cada época, con todo, han debido enfrentarse con situaciones nuevas que planteaban problemas específicos. ¿Cuáles son hoy esas situaciones y qué retos suponen para la ética?
a) Racionalidad
lógico-instrumental,
racionalidad
ética
Hoy somos todos conscientes de que existen grandes problemas por su alcance mundial y por la gravedad de sus consecuencias: subdesarrollo, ecología, derechos humanos y democracia, violencia, problemas de bioética, distribución del trabajo y la riqueza, etc. ¿ C ó m o podemos enfrentarnos a ellos? Hay quienes opinan que, si es cierto que tenemos esos grandes problemas, es igualmente cierto que tenemos grandes m e dios para resolverlos, los relacionados precisamente con el ámbito de la tecnociencia. A lo que otros responden que es precisamente el funcionamiento cuasi autónomo de los mismos el que ha creado los problemas a la vez que ofrecía determinados avances; la solución, concluyen, no deberá buscarse en el ámbito de los medios sino en el ámbito de los fines a los que se deben someter los medios. Vemos así dibujarse en el panorama dos racionalidades cuya naturaleza y relación es importante describir con precisión: la racionalidad instrumental y la racionalidad ética. 12
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Supongamos el siguiente caso: «Un hombre acaba de ser contratado por una empresa como director de sus servicios de informática. El puesto exige una mentalidad lógica y se puede decir que nuestro personaje hace del razonamiento su profesión. Pero un día se le exige que realice un estudio informático exhaustivo de la empresa en cuestión al objeto de reducir drásticamente su plantilla laboral. De súbito, el esquematismo lógico de este protagonista se ve afectado por un acuciante dilema práctico. Puede limitarse a decir sí a su encargo, con lo que asegura su propia posición y se sacude posibles competidores de encima, o bien puede tomar un interés en rechazar la mencionada demanda, de acuerdo con lo que considera una acción hiriente para él y sus compañeros. El sujeto de este caso ha tenido que pasar de un orden de razonamiento a otro. Ha debido pronunciarse mediante un juicio suscitado por el interés práctico. Tiene que seguir razonando, como exige su trabajo mismo, pero en esta ocasión por la vía y desde los requisitos de una "razón práctica"» (Bilbeny, 106). Cuestiones: ¿Qué diferencia un razonamiento del otro? ¿Qué tipo de argumentos se usan en un caso y en otro? ¿Cuáles son los criterios de validez en un caso y en otro?
La racionalidad lógica presente en el trabajo habitual del protagonista del caso está situada a su vez, por los objetivos que se persiguen con el trabajo informático, en la perspectiva de la «razón instrumental», aquélla «de la que nos servimos cuando calculamos la aplicación más económica de los medios a un fin dado. La eficacia máxima, la mejor relación costerendimiento, es su medida del éxito» (Taylor, 40). No cuestionado el fin, se pregunta por los medios eficaces. Las circunstancias han forzado a nuestro protagonista a cuestionarse el fin, pero en realidad, siempre hay un fin que debe ser cuestionado. Para precisar estas dos dinámicas de la razón, he aquí un texto clásico de Habermas, que adelanta ya, de todos modos, tomas de postura precisas sobre la racionalidad ética que habrá que discutir: «Por trabajo o acción racional con respecto a fines entiendo, o bien la acción instrumental o bien la elección racional, o una combinación de ambas. La acción instrumental se orienta por reglas técnicas que descansan sobre el saber empírico. Esas reglas implican en cada caso pronósticos sobre sucesos observables, ya sean físicos o sociales; estos pronósticos pueden resultar verdaderos o falsos. El comportamiento de la elección racional se orienta de acuerdo con estrategias que descansan en un saber analítico. Implican deducciones de reglas de preferencias (sistemas de valores) 14
y máximas generales; estos enunciados pueden estar bien deducidos o mal deducidos. La acción racional con respecto a fines realiza fines definidos bajo condiciones dadas. Pero mientras la acción instrumental organiza medios que resultan adecuados o inadecuados según criterios de un control eficiente de la realidad, la acción estratégica solamente depende de la valoración correcta de las alternativas de comportamiento posible, que sólo puede obtenerse por medio de una deducción hecha con el auxilio de valores y máximas. Por acción comunicativa entiendo una interacción simbólicamente mediada. Se orienta de acuerdo con normas intersubjetivamente vigentes que definen expectativas recíprocas de comportamiento y que tienen que ser entendidas y reconocidas por lo menos por dos sujetos agentes. Las normas sociales vienen urgidas por sanciones. Su sentido se objetiva en la comunicación lingüística cotidiana. Mientras que la validez de las reglas técnicas y de las estrategias depende de la validez de enunciados empíricamente verdaderos o analíticamente correctos, la validez de las normas sociales sólo se funda en la intersubjetividad del acuerdo sobre intenciones y sólo viene asegurada por el r e c o n o c i m i e n t o general de obligaciones» (Habermas, 1989: 68-69). La pregunta básica es por eso: ¿Cómo deben ser interrelacionados, cómo deben ser jerarquizados, esos dos usos de la racionalidad? La tendencia hoy es al predominio de la «razón instrumental». Y son precisamente éxitos como los ligados a la tecnología informática, y en general a la tecno-ciencia, los que avalan el prestigio y la preponderancia de esta razón. No son, por eso, de extrañar recelos como el que manifiesta Taylor: «El temor se cifra en que aquellas cosas que deberían determinarse por medio de otros criterios se decidan en términos de eficiencia o de análisis coste-beneficio, que los fines independientes que deberían ir guiando nuestras vidas se vean eclipsados por la exigencia de obtener el máximo rendimiento» (Taylor, 41). Habermas se expresa en la misma línea: «La conciencia tecnocrática hace desaparecer el interés práctico por la ampliación de nuestro poder de disposición técnica». «El resultado es una perspectiva en la que la evolución del sistema social parece estar determinada por la lógica del progreso científico y técnico» (Habermas, 1989: 99 y 88). En realidad, la razón científica pretende expresamente, como sigue planteando Habermas, separar hechos de valores, conocimiento de interés práctico, recomendaciones técnicas de orientaciones de conducta. «La razón, en definitiva, se habrá disociado de la decisión, que quedará al albur de conductas o preferencias no sometidas a razonamiento. Sobre este estado del conocimiento, convertido tanto más en poder técnico que en la ciencia que se pretende, toda cuestión práctica aparece como cues15
tión ideológica o no susceptible de verdad» (Bilbeny, 121). Pero en su supuesta libertad frente a los valores, en su supuesta neutralidad respecto a todo valor, esta razón científico-técnica se contradice, pues «la noción de racionalidad que ella impone implica más bien, al fin y al cabo, toda una organización de la sociedad en la que una tecnología independizada dicta a las zonas usurpadas de la praxis, en nombre de la libertad de valores, también un sistema de valores, o sea, su propio sistema» (Habermas, en Bilbeny, 122). Esto no supone negar los grandes aportes de la ciencia y la tecnología, ni supone añorar una sociedad en la que éstas no existieran, pero sí implica resaltar su ambigüedad, y la necesidad de resituar esos aportes en el marco de la racionalidad ética, la que se pregunta sobre los fines que deberíamos perseguir, sobre el hombre y sociedad al que queremos apuntar, sobre las n o r m a s que deben regular la convivencia h u m a n a . D e b e m o s plantearnos ser algo más que técnicos expertos en medios y estrategias. «De lo contrario, si ahogamos los principios de la praxis en los de la racionalidad formal o tecnológica, haremos verdad las palabras de Schelling al definir la razón c o m o una "locura regulada"» (Bilbeny, 124). Es esta dinámica de la razón práctica la que indagaremos aquí.
Puede explorarse cómo se resiente en el aula esta problemática trabajando en grupo el siguiente cuestionario: 1. «Toca a cada uno decidir sus propios valores y a los demás sólo les corresponde respetar esa decisión» De acuerdo; En desacuerdo; Según. 2. «Desde un punto de vista ético, lo fundamental a la hora de decidir una acción es prever sus consecuencias para mí y los demás» De acuerdo; En desacuerdo; Según. 3. «Si Dios no existe, todo está permitido» (Dostoievski) De acuerdo; En desacuerdo; Según. 4. «El fin justifica los medios» De acuerdo; En desacuerdo; Según. (Véase en qué medida las respuestas al cuestionario y su puesta en cuestión a través de la confrontación de las diferencias y de las interpelaciones del profesor, son reveladoras de parte de lo que se dice a continuación y desveladoras de temas que más adelante se abordarán).
b) La crisis de referencias éticas. Situados ya de este modo en el ámbito de la racionalidad ética, avancemos un paso más. Acabamos de indicar que uno de los retos de nuestro t i e m p o es dar a la ética la relevancia que se m e r e c e . A h o r a bien, la segunda cuestión que conviene resaltar es que esa ética a la que hay que acudir de modo imprescindible, parece estar en crisis: nos encontramos en una situación en la que las propuestas morales para enfrentarnos a problemas c o m o los que mencionábamos pueden parecer confusas. Sin que se tome necesariamente como negativa esta situación de crisis — p u e d e ayudar a avanzar y madurar—, con ello se quiere indicar que en nuestra sociedad los referentes éticos no se imponen de modo preciso en su formulación ni generalizado en su aceptación, por lo que la necesidad de una búsqueda reflexiva en este campo es algo que se revela absolutamente necesario.
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P r e c i s e m o s , p u e s , en qué consiste la actual crisis de referencias éticas: 1. En primer lugar, en sociedades como las nuestras hay crisis de un único sistema de bienes, valores y normas. Dicho de otro modo, en nuestra sociedad se da el fenómeno del pluralismo moral. Si en el pasado el pluralismo era sobre todo un fenómeno entre sociedades que se conocía vagamente y se tendía a relativizar desde la afirmada superioridad de los valores de la propia cultura, hoy, además de conocer mejor y dar más consistencia a ese pluralismo intercultural, se da también el pluralismo dentro de nuestra sociedad. Este pluralismo es un fenómeno bastante evidente en ámbitos como el sexual, el de la violencia, el de la concepción de la autorrealización, el de la concepción de la justicia social, etc; y se da tanto en nuestros sistemas de referencias como en nuestros análisis concretos. Ya en la mera enunciación de esos ámbitos constatamos que en unos casos lo aceptamos mejor que en otros y habrá que preguntarse por qué. Debemos tener igualmente en cuenta que este fenómeno del pluralismo no debe ocultar las tendencias fuertemente homogeneizadoras que se dan en nuestras sociedades en torno a lo que podríamos resumir como 17
«modo o estilo de vida» y en torno a la dominancia de ciertos valores ligados con el consumo y con el complejo científico-técnico, pero también con la referencia a los derechos humanos (en modos que desde el enfoque ético habrá que precisar). En cualquier caso, el pluralismo es un hecho en nuestras sociedades, que supone varias cuestiones: 1) A todos nos exige respondernos a la pregunta ¿qué es ser bueno?, dado que no existe la respuesta única. 2) Plantea el tema de si ese pluralismo de hecho refleja un posible pluralismo de principio que debe ser defendido como avance moral, acorde con el reconocimiento de la pluralidad de sujetos éticos y el respeto debido a las personas; ligado a ello aparece el tema de la tolerancia. 3) Nos lleva a preguntarnos si asumir el pluralismo significa aceptar el relativismo en moral. 4) Por último, supone el reto de cómo llegar desde ese pluralismo a aquellos acuerdos colectivos en torno al bien y a las normas que parecen del todo necesarios para un funcionamiento éticamente correcto de la convivencia social. 2. En segundo lugar, lo que antecede se ve reforzado por la crisis de fundaméntete ion de la moral. La fundamentación vivida tradicionalmente en nuestras sociedades ha sido la religiosa: había que tener una conducta moral porque Dios era en última instancia la fuente del bien —el Bien m i s m o — y de la norma. En la actual sociedad secular la fundamentación religiosa no es ya generalizable, con lo que la pregunta que nos brotaba del pluralismo de bienes y normas ¿qué significa ser bueno? es completada desde esta crisis de fundamentación con la pregunta ¿por qué ser bueno?, que debe, como la anterior, ser asumida desde la inmanencia del ser humano, desde la filosofía (aunque ello no descarte legítimos planteamientos desde la fe para el creyente). Ahora bien, las ofertas desde la filosofía serán de nuevo múltiples, lo cual supone otra vez una invitación para adentrarnos en ellas a fin de asumir la que nos parezca ser más convincente. c) La respuesta del relativismo emotivista Un modo bastante generalizado de asunción de este pluralismo de bienes y normas, aparentemente en total coherencia con él, es el relativismo emotivista. Estrictamente hablando, el relativismo no se opone al absolutismo moral sino al universalismo, a la postura ética que defiende que lo bueno y lo j u s t o lo es para todos y en toda ocasión. Cabe distinguir dos tipos de relativismo: 1) El que suele llamarse relativismo normativo, en cuanto que asume la norma pero acepta que sea de aplicación relativa. Es el caso de la persona que dice: « C o m o soy c a t ó lica no abortaría, aunque me estaría permitido hacerlo si no fuera cre18
vente». Tal postura no es relativismo ético en sentido estricto. 2) El que suele llamarse relativismo metaético (en cuanto supone un enunciado sobre normas), el que defiende que cada norma es buena para el urupo que la propone porque en realidad no hay posibilidad de argumentar que unas normas son mejores que otras. Todas las opiniones morales son así tenidas por válidas. Es el relativismo en el sentido más estricto (Bilbeny, 295-300). Hoy en día este relativismo (y dejando aquí de lado sus expresiones más acomodaticias y egocéntricas, verdadero autoengaño) tiende a ser vivido en conexión con los anhelos de autorrealización y de fidelidad con uno mismo fuertemente sentidos. Es algo que resalta particularmenie Taylor, a propósito de un estudio de A. Bloom sobre la juventud: «El rasgo principal que advertía [A. Bloom] en su visión de la vida [la de la Hiventud] era su aceptación de un relativismo bastante acomodaticio. Todo el mundo tiene sus propios "valores", y es imposible argumentar sobre los mismos. Pero como Bloom hacía notar, no se trataba simplemente de una posición epistemológica, de una visión sobre los límites tic lo que la razón puede dar por sentado; también se sostenía como posición moral: no deberían ponerse en tela de juicio los valores del otro. liso es de su incumbencia, pertenece a su elección vital y debería ser motivo de respeto. El relativismo se fundaba en parte en el principio de respeto mutuo. En otras palabras, el relativismo era en sí mismo un váslago de una forma de individualismo, cuyo principio es algo parecido a esto: todo el mundo tiene derecho a desarrollar su propia forma de vida, fundada en un sentido propio de lo que realmente tiene importancia o liene valor. Se les pide a las personas que sean fieles a sí mismas y busquen su autorrealización [si no soy fiel a mí mismo pierdo la clave de mi vida]. En qué consiste esto debe, en última instancia, determinarlo cada uno para sí mismo» (Taylor, 49). Hay ahí anhelos de autenticidad y originalidad que no pueden ser negados desde el aliento ético, pero enmarcados en el relativismo y en el individualismo en sentido estricto se hacen problemáticos. Hemos avanzado que el relativismo tiende a estar conexionado hoy en día con el emotivismo, en la medida en que esta teoría filosófica puede considerarse como la que da razón del pluralismo relativista ambienlal. Es definido por Maclntyre del siguiente modo: «Es la doctrina según la cual los juicios de valor, y más específicamente los juicios morales, no son nada más que expresiones de preferencias, expresiones de actitudes i) sentimientos, en la medida en que éstos poseen un carácter moral o valorativo. [...] al ser los juicios morales expresiones de sentimientos o aciiludes, no son verdaderos ni falsos. Y el acuerdo en un juicio moral no se asegura por ningún método racional, porque no lo hay. Se asegura, si 19
acaso, porque produce ciertos efectos no racionales en las emociones o actitudes de aquéllos que están en desacuerdo con uno. Usamos los juicios morales, no sólo para expresar nuestros propios sentimientos o actitudes, sino precisamente para producir tales efectos en otros» (Maclntyre, 26) [La proposición «esto es bueno» significaría «yo apruebo esto, hazlo tú también»]. Sin entrar de momento en el análisis crítico de esta teoría, sí es interesante resaltar una de las conclusiones en torno a ella del propio Maclntyre: «Hoy la gente piensa, habla y actúa en gran medida como si el emotivismo fuera verdadero, independientemente de cuál pueda ser su punto de vista teorético públicamente confesado» (Maclntyre, 39). Es decir, si esta opinión es cierta, significa que hoy tendemos a usar el lenguaje moral convencidos de que con ello expresamos sentimientos personales de aprobación o rechazo («apruebo X»), aunque le demos la forma de un significado impersonal («X es lo correcto»). Ahora bien, si esto fuera así, si lo correcto fueran el relativismo y el emotivismo, se plantearía un serio problema práctico: Si las valoraciones son expresiones de preferencias entre las que no se puede zanjar racionalmente, ello significa que no hay criterios para decidir sobre temas que son decisivos para el desarrollo de la propia persona y especialmente para el funcionamiento de la sociedad, habida cuenta de que de hecho pocas cosas pueden funcionar con el criterio de que cada uno actúe de acuerdo a la norma y objetivo por el que sienta preferencia. Lo que plantea la tarea de la superación del relativismo radical desde la búsqueda de respuesta a esta pregunta: ¿cómo y desde dónde encontrar referencias éticas universalizables, aunque sean mínimas, para garantizar una convivencia justa?. Esto tendrá que ver con lo que denominaremos ética cívica.
Llegamos a una pregunta muy similar —aunque añadiéndole connotaciones específicas—, si nos centramos en la perspectiva intercultural del relativismo. Efectivamente, suele hablarse de relativismo cultural para remitir a la tesis que defiende que los criterios morales dependen de las diversas culturas, de modo tal que sólo puede decidirse lo que es justo y bueno situándose al interior de cada cultura y asumiendo que vale únicamente para ella. Que existan diferencias de propuestas morales entre las diversas culturas, es manifiesto; de todos modos, para no magnificar más de lo debido este fenómeno, hay que distinguir entre relativismo de principios y relativismo de aplicación cultural de los principios: a veces, los mismos principios motivan en diversas culturas aplicaciones absolutamente divergentes . Lo que no quita, en cualquier caso, que el reto del relativismo siga en pie: ¿es posible, de verdad, un diálogo entre culturas tendente a buscar unos mínimos éticos comunes a todos, éticamente justificados?, ¿en qué medida la gestación compleja y laboriosa de los derechos humanos es una respuesta a tal posibilidad? 1
2. Moral, ética y metaética En el punto anterior han sido formuladas tres grandes preguntas que deberemos tratar de responder (¿qué significa ser bueno?, ¿por qué ser bueno?, ¿hay referencias éticas universalizables?). Pero para clarificar la perspectiva en que lo haremos, conviene avanzar algunas distinciones. a) Delimitación de campos
¿Qué diferencias de enfoque, de perspectiva, observas en estas tres proposiciones? 1) «No tengas relaciones homosexuales»; 2) «nunca trates a una persona únicamente como medio»; 3) «el criterio de utilidad de la ética utilitarista es muy difícil de cuantificar». (Véase, a través de las respuestas, cómo se sitúa cada una de ellas en uno de los niveles que se describen a continuación)
En el contexto de estas reflexiones puede debatirse la siguiente valoración, tomada un tanto libremente de algunas consideraciones de G. LIPOVETSKY en El crepúsculo del deber. «En nuestras sociedades, lo que se vive de modo prioritario es la autorrealización del yo, practicándose una tolerancia posmoralista con todo aquello que no la obstaculiza. Las propuestas religiosas y éticas son asumidas libremente de modo parcial y con combinaciones múltiples (como si fueran ofertas a la carta) en función de la búsqueda personalizada de sí mismo. El propio voluntariado es vivido como una posibilidad más de autorrealización por la que algunos optan»
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A. Pieper (1991) remite al estudio de Patzig para ilustrar cómo idénticos principios pueden hacer surgir «paisajes morales» completamente distintos al aplicarse en culturas diferenles. Así, —y yendo a un caso extremo—, desde el principio de buscar el bien para los padres -y para la comunidad— ha sido habitual en cieros pueblos con un entorno particularmente 1
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Aunque en sí, ni por etimología ni por uso, se impone una distinción clara entre los términos ética y moral, se va extendiendo el uso diferenciado de los mismos para apoyar una distinción que es muy clarificadora y que nos servirá además para precisar los objetivos de este curso. Efectivamente, hay que distinguir entre: 1. Un primer nivel, el del mundo social, en el que encontramos: 1) sistemas morales concretos o conjuntos de normas y valores existentes en una sociedad que orientan y prescriben las conductas de modo inmediato; 2) un lenguaje moral ligado directamente a la acción, que se concreta en los innumerables juicios morales que espontáneamente emitimos y que encuentra su apoyo en los antedichos sistemas; 3) unas acciones que son catalogadas de morales o inmorales. Pues bien, este nivel es el que estaría recogido en la palabra Moral. 2. Sobre él se construye un segundo nivel, como su momento reflexivo y a modo de metalenguaje que habla de un lenguaje, fundamentalmente para responder a estas tres cuestiones: 1) Precisar en qué consiste lo moral, distinguiéndolo de los otros ámbitos que son también objeto de saberes prácticos; 2) precisar igualmente los bienes supremos y las reglas que deben guiar la acción, cuestionando con ello los criterios y principios que hay que utilizar para establecer los juicios morales; 3) ofrecer argumentos que fundamenten o justifiquen la existencia de una moral y la necesidad u obligatoriedad de asumirla. Pues bien, este segundo nivel, nivel de pensamiento o filosofía moral, que se constituye como guía de la acción de modo mediato, es el que estaría recogido en la palabra Etica. 3. Cabe aún hablar de un tercer nivel lógico, el de la Metaética, no en el sentido en que se usa con frecuencia esta palabra en el contexto anglosajón para referirse al análisis del lenguaje moral (sería en todo caso una «metamoral»), sino para referirnos a lo que podría considerarse como la teoría de la ciencia aplicada a la ética, esto es, como aquella «reflexión que no se refiere directamente al objeto de la ética sino a la estructura de la propia reflexión, así como a la manera como la ética habla de su objeto. Esta reflexión, crítica en su intencionalidad, que analiza el discurso ético en lo relativo a sus pretensiones y a sus límites, es metaética en sentido propio». (Pieper, 69). Es decir, así como la moral es el objeto de la ética, la ética es el objeto de la metaética. inhóspito, darles muerte cuando son ancianos y débiles, lo que choca de modo frontal con la aplicación que nosotros hacemos de ese principio, o si se quiere, del principio más omniabarcante de dignidad humana. Sobre el tema del relativismo puede verse la citada Pieper (1991: 29-30 y 43-48) y J. Conill (1994).
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Las reflexiones que aquí haremos están situadas básicamente en el segundo nivel, aunque con inevitables puentes con el primero y el tercero. Avancemos tres consideraciones a propósito del mismo. b) La ética, saber práctico Como en parte se adelantó en l.b, la ética, por la naturaleza de sus objetos (principios, valores, reglas, ideales, fundamentos) no pertenece al saber teórico propio de las ciencias que se rige por la demostración, sino al saber práctico que se rige por la argumentación. Es algo que define ya con precisión Aristóteles cuando delimita por primera vez con precisión el campo de la ética filosófica, y que desde su perspectiva específica asumirá también Kant.
Para ahondar en estas consideraciones, puede comentarse el texto n.° 7 de Aristóteles (ver anexo).
c) El conflicto
moral como motor de la reflexión
ética.
Los sistemas morales existentes en nuestra sociedad regulan nuestras conductas de una manera muy superior a la que solemos darnos cuenta. Al haberlos interiorizado en gran medida a través del proceso de socialización, los asumimos sin trabajo reflexivo específico, como algo natural. Esta asunción espontánea se pone en crisis cuando surgen conflictos, ya sea a nivel personal ante determinadas situaciones vividas, ya sea a nivel público, cuando comportamientos sociales discordantes se remiten en ambos casos a valores. Dichos conflictos nos fuerzan a cuestionar las normas interiorizadas implicadas, haciéndonos a la vez conscientes de la aceptación acrítica que en general teníamos de todas ellas. Los conflictos de normas o valores pueden ser de tres tipos: 1) que hagan entrar en colisión, en una situación concreta, normas pertenecientes al mismo sistema moral (ej. ante un desahuciado, decirle la verdad y evitarle el dolor); 2) que hagan entrar en colisión normas o valores pertenecientes a sistemas morales distintos (ej.: enfréntate al mal con el mal, enfréntate al mal con el bien: violencia, noviolencia); 3) que hagan entrar en colisión una valoración personal con lo que el sistema moral de la sociedad considera legítimo (ej. el derecho a la igualdad en el despertar de la conciencia feminista). Si los conflictos nos fuerzan a la reflexión, si nos fuerzan a pasar al segundo nivel de la ética, ello se debe a que nos exigen tomar una deci23
sión personal problemática que necesitamos justificar ante nosotros mismos y ante la comunidad a la que pertenecemos. Es así como se pone claramente de manifiesto que el que no nos situemos aquí centralmente en el nivel de las indicaciones y prescripciones concretas no significa que nos desentendemos de la realidad, sino que, como ya avanzamos, supone incidir sobre ella de modo mediato, estimulando la problematización de las normas existentes y la búsqueda de justificación de modo tal que seamos capaces de decidir a u t ó n o m a m e n t e lo que debe hacerse. «Quien se ejercita en la capacidad de juicio crítico-práctico adquiere en el curso de su proceso de aprendizaje y de vida una actitud básica cada vez más firme que cabe denominar competencia moral. La competencia moral se pone de manifiesto en la capacidad de decidir ante cualquier situación que requiera actuar, lo que debe hacerse imperativamente desde la perspectiva del principio de libertad, es decir, la capacidad de decidir con buenas razones». (Pieper, 139) d) La ética aplicada Afianzando esta línea de que la reflexión ética no es ni mucho menos ajena a la vida cotidiana, a las relaciones interhumanas concretas, diversos autores insisten en que una de las tareas esenciales de la ética como filosofía moral es precisamente «intentar una aplicación de los principios éticos descubiertos a los distintos ámbitos de la vida cotidiana» (Cortina, 1993, 164). Habrá que tener en cuenta, de todos modos, matiza esta autora, que dado que la tarea de la ética no es solucionar casos concretos sino diseñar los valores, principios y procedimientos que los afectados deberán luego tener en cuenta en los diferentes casos, la ética como tal no se plantea las aplicaciones concretas sino el diseño del marco de aplicación. Apel concretamente propone distinguir en la ética la parte A, que se ocuparía de la fundamentación racional de la corrección de las normas, y la parte B, que tendría por objeto diseñar el marco racional de principios que permitan aplicar a la vida cotidiana los principios descubiertos en la parte A. Si la parte A busca el principio ético ideal, la parte B se orientaría por el principio de responsabilidad, en la línea de Weber; es decir, que la aplicación estaría condicionada por las consecuencias y las situaciones. Pero no es aún el momento de entrar en el modo de aplicación de la ética; baste dejar constancia de que es una tarea a la que no se debe renunciar . 2
En este trabajo se abordarán sólo las coordenadas generales de aplicabilidad de la ética (cap. 4), propuestas, de todos modos, en la perspectiva de que después tengan una especificación mayor, ya sea en ámbitos profesionales determinados, ya sea en ámbitos interprofesionales o sociales concretos. 2
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Capítulo 2
Las dos caras del fenómeno moral
Como introducción a este capítulo, y a fin de que aparezcan las diversas perspectivas en que pueden plantearse los juicios morales, puede discutirse un caso como éste: «Usted está empleado en una farmacia y mantiene a una mujer y dos niños gracias a este trabajo, que consiste, principalmente, en preparar medicinas recetadas. Cierto día, al repasar las copias de estas recetas, descubre usted con horror que la muerte misteriosa de un conciudadano hace seis meses tiene que atribuirse a un error que usted cometió al prepararle un medicamento. Nunca han sospechado de usted y la investigación sobre el caso ha sido ya archivada, pero la viuda del muerto ha quedado envuelta en la sospecha. ¿Debería usted revelar que la culpa fue suya? ¿O debería dejar que pasara el tiempo para que se vaya olvidando todo el asunto?» (De L. HATCH, Dilemas, reproducido en HOSPERS, La conducta humana, Madrid, Tecnos, 1979, p. 67)
I. Lo bueno y lo obligatorio La complejidad del fenómeno moral se deriva de que se nos presenta con dos caras. Como resalta Ricoeur, por un lado relacionamos lo moral con aquello que estimamos bueno: la ética hace referencia aquí a la orientación hacia una vida plenificada, bajo el signo de las acciones consideradas buenas, resaltándose de este modo el carácter de proyecto; por otro lado, lo moral se nos presenta como aquello que se impone como obligatorio: la ética hace aquí referencia a un conjunto de normas o re25
glas de normas que se caracterizan a la vez por la constricción (en libertad) y la universalidad. Estas dos caras no son fáciles de armonizar, pues la primera de ellas nos remite al deseo y la segunda al deber. ¿Cómo puede el deseo, aunque sea deseo del bien, ser compatible con la razón, siendo, como muestra la experiencia, múltiple y con frecuencia compulsivo? ¿No debe en todo caso ser controlado por la norma? ¿Pero tiene sentido afirmar que debemos hacer lo que precisamos hacer para conseguir lo que deseamos? ¿Y pueden pretenderse n o r m a s que no hagan referencia previa a bienes, cuando parecen ser los bienes lo único que nos mueve? La complejidad de estas cuestiones ha hecho que las propuestas de articulación de lo bueno y lo obligatorio que se han dado desde la filosofía, sean diversas y con frecuencia encontradas. Destacan, con todo, dos grandes herencias que están condicionando de lleno el debate actual: I) la herencia aristotélica y su perspectiva teleológica, con el primado del bien; 2) la herencia kantiana y su perspectiva deontológica, con el primado de la norma. Ambas tradiciones se remiten de todos modos a la razón humana como criterio o fuente de la moralidad (aunque en la primera se trate de «inteligencia deseante»); pero el debate actual no puede entenderse sin considerarse también: 3) a los que ponen en crisis las referencias racionales de la ética, como los «maestros de la sospecha» (Marx, Nietzsche y Freud) y antes Hume (con sus seguidores en el campo analítico). 3
2. La teleología aristotélica
Se puede comenzar acercándose a ella a través del comentario de los textos seleccionados de Etica a Nicómaco (ver anexo)
1. De la propuesta aristotélica debe resaltarse lo siguiente: 1) La acción es buena cuando conduce al bien del hombre, que se define desde la tendencia a la felicidad implantada en su naturaleza y que consiste en «una cierta actividad del alma de acuerdo con la virtud», aunque sin excluir su acompañamiento del placer y la necesidad de ciertos bienes externos. 2) La virtud es definida como término medio entre dos extremos Cfr RICOEUR, 4 991, 256-269. Ricoeur propone, frente a la distinción que antes hemos asumido, llamar ética a lo estimado bueno y moral a lo que se impone como obligatorio, estableciendo una precisa articulación entre ellas —con el primado de la ética— a la que más adelante nos referiremos. 3
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viciosos, lo que no expresa la mediocridad sino lo mejor para el hombre. 3) Entre las virtudes, la phronesis o capacidad de deliberar correctamente sobre lo bueno, es decisiva para precisar lo que conviene a la naturaleza humana en cada circunstancia. 4) En este marco, la dimensión de obligación queda muy difuminada, aunque podría formularse del siguiente modo: «Sé realmente lo que eres potencialmente». 5) El deseo como apetito queda en c a m b i o afirmado c o m o consustancial al e n t e n d i m i e n t o práctico, pues es el único que lo mueve, aunque debe ser regulado por la razón: «deseo deliberado» desde una «inteligencia deseante»; el hombre bueno no es el que actúa contra la inclinación sino el que actúa desde una inclinación educada por el cultivo de las virtudes. 2. Para que quede más completa la descripción de las raíces de los actuales enfoques teleológicos, se impone una breve referencia al epicureismo, que se definirá como ética del deseo, identificado éste con el placer-gozo que se consigue a través de una vida temperada. 3. En definitiva, desde estos enfoques, la moral es vista como «aquel ámbito humano en el que podemos deliberar acerca de los medios oportunos para alcanzar la felicidad» [a la que tendemos inevitablemente...] La razón moral se nos presenta entonces como razón prudencial, como razón que intenta ser versada en las estrategias conducentes a la felicidad». (Cortina, 1993, 180). Aunque hay que matizar que tampoco es ajena la razón práctica al trabajo de precisar lo que deba entenderse por felicidad, que, como hemos visto, puede ser entendida como «plenitud», en la línea aristotélica, o como «placer-agrado» en la línea epicúrea, resaltándose en este último caso más propiamente la razón calculadora de placeres y dolores, y no tanto la razón prudencial propiamente dicha «que pondera los principios y valores que entran en conflicto en una situación concreta, buscando el mayor bien posible para el conjunto de la vida, entendido como tendencia a la autorrealización» (Id., 181). El problema está en saber si es tan armonizable la inclinación con la virtud y el bien, y sobre todo si desde esos enfoques son posibles normas universales, dado que la definición de bien difícilmente lo es, a menos que se den supuestos metafísicos sobre la naturaleza humana, difíciles a su vez de universalizar. 3. La deontología kantiana
Cabe comenzar acercándose a ella a través del comentario de los textos seleccionados de Kant de Fundamentación de la metafísica de las costumbres. (Ver anexo). Pueden igualmente leerse los textos tras la presentación de Kant o al hilo de la misma.
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formulación del imperativo). Hay además otras dos condiciones que apuntan más directamente a la aplicabilidad: que la norma respete al hombre como fin en sí (regla de la humanidad: segunda formulación) y que tenga como fuente de legislación a la voluntad (regla de autonomía: tercera formulación). (Ver estas formulaciones en texto n.° 6). — P o r autonomía de la voluntad hay que entender independencia de la misma respecto a todo aquello que no es su propia determinación; en la heteronomía, en cambio, el valor de la voluntad está condicionado a su objeto. No debe olvidarse, de todos modos, que el hombre autónomo no es el mero individuo, sino el individuo como representante de la razón común de toda la humanidad. — S i n entrar aquí en un debate filosófico sobre este enfoque, sí cabe subrayar que, al situarse en un marco trascendental, encuentra graves dificultades para su aplicabilidad. Porque para Kant lo ético atañe estrictamente a la decisión, pero aplicar la ética a la vida pide considerar la viabilidad de los preceptos y la previsión de las consecuencias, algo para lo que la razón práctica prudencial se adapta mejor que la razón práctica categórica, tendente al rigorismo y la inflexibilidad. Los imperativos kantianos son por eso, probablemente, reglas incompletas para definir el buen hacer de la razón razonable . — Pero en buena medida parecen hoy reglas irrenunciables, aunque haya que remodelarlas. El enfoque kantiano crea, en efecto, las bases y perspectivas para buscar los mínimos normativos que todo ser humano, en cuanto ser racional, debe cumplir, al margen de lo que piense que sea su bien.
1. Deben resaltarse las siguientes ideas : 4
— K a n t tiene muy presente lo que todos hemos podido constatar: que la búsqueda de nuestra felicidad personal, que el seguimiento de nuestras inclinaciones, choca con frecuencia con lo que es justo. Y distinguiendo netamente el hombre fenoménico, el que se pregunta por su bienestar, del n o u m é n i c o , el que se pregunta por c ó m o obrar moralmente, por las condiciones de posibilidad de la conducta plenamente moral, propone una ética que indica qué requisitos (formalismo) debe cumplir una máxima para que sea considerada moral. — E l móvil de la acción moral no puede ser, por eso, el deseo sino el deber (deontologismo). Hay que hacer lo debido sólo por deber, sin que entren en j u e g o sentimientos ni intereses. La calidad moral de una acción no se juzga por la acción misma, ni por sus consecuencias, sino por la actitud de la voluntad que actúa por deber, por respeto a la ley moral. — S e descarta así la felicidad del ámbito de lo moral incluso como efecto de una vida virtuosa: lo más que puede afirmarse es que la buena voluntad nos hace dignos de ser felices. Y si toda norma ética debe acompañarse de alguna idea de lo bueno, aquí lo bueno supuesto no es ni la perfección, ni la felicidad, ni el placer, sino la buena voluntad. — L a buena voluntad es aquella que se determina mediante el imperativo categórico. Para Kant, los juicios morales deben mandar necesariamente y para todos bajo la forma de un imperativo c a t e g ó r i c o . Los i m p e r a t i v o s hipotéticos son i m p e r a t i v o s de la h a b i l i d a d , pues p r e s c r i b e n la elección de las c o n d i c i o n e s q u e conducen a un fin dado (razón prudencial y calculadora, consecuencialismo). Sólo los juicios categóricos son propiamente m o rales, porque sólo ellos ofrecen la regla universal y necesaria de obligación. — L a condición necesaria para que se dé la racionalidad moral es así la universalidad de la norma (exigencia expresada en la primera
Puede comenzarse con una presentación más elemental en la que se describa el marco de la reflexión ética kantiana: 1) Su crítica a las éticas materiales, las que se dotan de unos contenidos expresados en un bien/fin último que hay que perseguir y unos medios/normas para alcanzarlo, y que poseen como características el ser empíricas, hipotéticas y heterónomas; partiendo de que la ética válida debe ser universal y racional, estas éticas materiales no serían válidas por no ser universalizables. 2) Su propuesta de una ética formal, la que no establece fines y no nos dice lo que debemos hacer sino cómo debemos hacerlo; lo que se concreta indicando que debemos actuar por deber y según el imperativo categórico.
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2. Como antecedente del enfoque kantiano hay que citar a la tradición estoica, que abandona la noción aristotélica de telos, afirmando que sólo la voluntad bien formada, aquella que se conforma con la ley encarnada en el orden cósmico, es buena. Hay autores que resaltan igualmente que «el carácter deontológico de los juicios morales es el fantasma de los conceptos de ley divina» (Maclntyre, 143) vividos desde el cristianismo (por lo que se caería en continuos problemas, al mantener la categoricidad sin mantener la referencia de la misma).
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Habría que matizar lo que antecede en el sentido de que hay textos kantianos como la parte de la doctrina sobre la virtud de Metafísica de las costumbres, que ofrecen pistas de. aplicabilidad importantes, como lo pone de manifiesto el estudio de A-M. ROVIEU.O, «L'imperatif kantien face aux technologies nouvelles» desde el caso de la bioética (en G. HOTTOIS y M-G. PINSART (eds) Hans Joñas: Nature et responsabilité. París, Vrin, 1993). 5
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Cuadro
— E l sentimiento y no la razón, es el fundamento de nuestras distinciones morales, concretamente el sentimiento de aprobación y desaprobación de las acciones y maneras de ser. — L a fuente de aprobación o desaprobación moral es el sentimiento de agrado o desagrado, placer o dolor, no meramente interesados. También la utilidad, lo que contribuye a la felicidad de la población, es una fuente muy importante de aprobación moral; concretamente es el único origen de la justicia. — S i conseguimos entendernos en el campo moral se debe a un sentimiento común de humanidad y simpatía que, unido al de utilidad, permite acuerdos básicos.
sintético
Teniendo en cuenta todo lo que antecede, podemos ahora plasmar esquemáticamente (lo que da claridad pero fuerza las posiciones, téngase en cuenta) lo que significan las dos dimensiones del fenómeno moral.
Lo bueno
Lo obligatorio
Teleologismo (fijar el bien-fin)
Deontologismo (fijar el cómo de la norma correcta)
Prioridad de la felicidad
Prioridad de la justicia
Heteronomía (naturaleza humana, Dios, Naturaleza)
Autonomía (voluntad racional)
Material (con contenidos)
Formal (procedimientos de legitimación de normas)
Hipoteticidad (condicionar la norma al fin, consecuencialismo)
Categoricidad (sin condiciones: universalidad y necesidad)
Virtudes
Reglas de normas
Aristóteles / Epicuro (metafísico) (empírico)
Estoicos / Kant
4. El cuestionamiento de la racionalidad moral por H u m e
Cabe acercarse a él a través del comentarios de los textos seleccionados de Hume, Tratado de la naturaleza humana. (Ver anexo)
2. El texto n.° 4 plantea por primera vez en la historia de la filosofía las graves dificultades lógicas que existen para dar el salto del es al debe en la argumentación moral. Es un tema que MOORK trabajará a fondo en Principia Étnica, denunciándolo como la «falacia naturalista», en la que afirma cae MILI, (texto 5 de este autor). Puede verse un debate en torno a ello en J. MUGUHR/.A, cap. II y VI, en colaboraciones de SHARLH y HARÉ en obra de Ph. FOOT y en MAOINTYRI;, p. 81-85. 3. Desde los planteamientos de Hume se desprende, pues, que la ética ya no reside en principios racionales: los juicios prácticos descansan en sentimientos. La razón es incapaz de decidir dónde están el bien y el mal (escepticismo). La justificación de los juicios morales es emotiva: el sentimiento fija el fin y la razón es su esclava para fijar los medios. Se subrayan así fuertemente las dificultades de la racionalidad moral (es cierto que desde una determinada perspectiva de racionalidad) . El problema está en que desde criterios emotivos y de utilidad no es fácil defi7
propio de las matemáticas y la lógica, necesario pero que no versa sobre la realidad; 3) concluye que lodo conocimiento sobre la realidad necesita una base empírica; 4) resalta que no tienen base empírica: la idea de causa (crisis relativa del conocimiento científico), la idea de sustancia (crisis del conocimiento metafísico), la idea de bien (crisis del conocimiento moral); 5) concluye proponiendo que la base de nuestras afirmaciones en estos casos es, respectivamente: la creencia con base empírica, la creencia sin base empírica, el sentimiento moral. «La noción de "hecho" en lo que a los seres humanos respecta, se transforma durante la transición del aristotelismo al mecanicismo. En el primero, la acción humana, precisamente porque se explica teleológicamente, no sólo puede sino que debe, ser caracterizada por referencia a la jerarquía de bienes que abastecen de fines a la acción humana. En el segundo, la acción humana no sólo puede, sino que debe, ser caracterizada sin referencia alguna a tales bienes. Para el primero, los hechos acerca de la acción humana incluyen los hechos acerca de lo que es valioso para los seres humanos (y no sólo los hechos acerca de lo que consideran valioso); para el último, no hay hechos acerca de lo que es valioso. "Hecho" se convierte en ajeno al valor, "es" se convierte en desconocido para "debe" y tanto la explicación como la valoración cambian su carácter como resultado de este divorcio entre "es" y "debe"» (Maclnlyre, 1 12). 7
1. Deben resaltarse las siguientes tesis defendidas en el Tratado, aun que con matizaciones, correcciones y añadidos de Investigaciones^:
Para su comprensión correcta es conveniente recordar, aunque sea de modo elemental las tesis de la teoría del conocimiento de Hume: 1) Propone como elementos del conocimiento las impresiones y las ideas (representaciones de las primeras); 2) distingue dos modos dt conocimiento: de hechos, justificado por la experiencia, y de relaciones entre las ideas, e 6
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nir lo bueno de modo estable y general, ni fundamentar la obligación de hacer eso que es considerado bueno: Hume debe acudir a un sentimiento universal de simpatía, de muy dudosa justificación desde los supuestos de que se parte. Maclntyre llega a afirmar a este respecto: «Está claro que la invocación de Hume a la compasión es un invento que intenta tender un puente sobre la brecha entre cualquier conjunto de razones que pudieran apoyar la adhesión incondicional a normas generales e incondicionadas y un conjunto de razones para la acción o el juicio que pudieran derivarse de nuestros particulares, fluctuantes y acomodaticios deseos, emociones e intereses. Más tarde, en Adam Smith, la compasión será invocada precisamente para el mismo propósito. Pero la brecha es lógicamente insalvable, y "compasión", tal corno es usada por Hume y Smith, es el nombre de una ficción filosófica» (Maclntyre, 71).
5. Las diversas perspectivas ante el tema de la justicia Dado que, en vistas a sentar las bases de la ética aplicada en general y de las éticas profesionales en particular, nos interesa destacar la etica de la justicia, es conveniente comenzar ya viendo cómo nos es presentada ésta por los tres autores que a c a b a m o s de estudiar y que nos han abierto a la problemática de lo moral. Globalmente hablando, hemos afirmado que las éticas teleológicas apuntan preferentemente a la felicidad (en este sentido, conciben la justicia c o m o medio para conseguirla), mientras que las éticas deontológicas apuntan a la justicia (es decir, centran su propuesta en una justicia procedimental que regule de modo correcto la convivencia y el reparto). De todos modos, si nos adentramos un poco en lo que cada autor piensa de la justicia más concretamente, veremos que se nos ofrece un panorama significativo de la misma que prepara las concepciones actuales. a) La perspectiva aristotélica. Aristóteles estudia la justicia especialmente en el libro V de su Ética a Nicómaco. Distingue entre una justicia universal o justicia como virtud genérica, y una justicia particular, en la que aparecen variedades de la justicia. La justicia universal se nos presenta en principio como obediencia a la ley. Justicia es aquí lo que es legal, pero teniendo en cuenta que la ley, desde la concepción aristotélica de un Estado en perspectiva positiva y con función educadora, se extiende al menos idealmente a la vida entera, imponiendo las acciones virtuosas. Por eso, la justicia universal 32
coincide más o menos con la rectitud moral en general o, si se quiere, con la virtud en su dimensión social. «De hecho, la gran mayoría de las prescripciones legales se desprenden de la virtud total, porque la ley manda vivir de acuerdo con todas las virtudes y prohibe vivir según todos los vicios. Y los factores capaces de producir la virtud total son todas las disposiciones que la legislación prescribe para la educación cívica» (Ét. Nic. 241). La justicia particular se nos presenta en tres variedades o especies: I. En primer lugar, como justicia distributiva de honores y bienes entre los miembros de una comunidad (prioritariamente estatal); el criterio de distribución al que se apunta es el de proporcionalidad según el mérito, aunque Aristóteles reconoce que «todos están de acuerdo que lo justo en las distribuciones debe estar de acuerdo con ciertos méritos, pero no todos coinciden en cuanto al mérito mismo, sino que los demócratas lo ponen en la libertad, los oligárquicos en la riqueza o nobleza, y los aristócratas en la virtud» (Ibid. 244). 2. En segundo lugar, tenemos la justicia correctiva o rectificadora, que interviene para corregir las desigualdades que pueden darse en las relaciones entre los individuos, sean voluntarias o involuntarias (aparecen aquí los fraudes y violencias); lo justo consiste en este caso en restablecer la igualdad, algo que compete especialmente al juez que «intenta igualar esta clase de injusticia que es una desigualdad; así, cuando uno recibe y el otro da un golpe, o uno mata y otro muere, el sufrimiento y la acción se reparten desigualmente, pero el juez procura igualarlos con el castigo quitando de la ganancia» (Ibid. 246). 3. Por último, tenemos la justicia conmutativa o comercial, que busca el equilibrio en el intercambio de bienes; al ser éstos de naturaleza tan diversa, «es preciso que se igualen y, por eso, todas las cosas que se intercambian deben ser, de alguna manera, comparables. Para esto se ha i n t r o d u c i d o la m o n e d a , que es de algún modo, algo intermedio, porque todo lo mide» (Ibid. 249). Aristóteles hace luego diversas observaciones complementarias a esta clasificación, entre las que cabe resaltar dos: 1) Hay que distinguir entre justicia natural y legal o convencional. «La justicia fundada en la convención y en la utilidad es semejante a las medidas, porque las medidas de vino o de trigo no son iguales en todas partes, sino mayores donde se compra y menores donde se vende. De la misma manera, las cosas que son justas no por naturaleza, sino por convenio humano, no son las mismas en todas partes, puesto que tampoco lo son los regímenes políticos,
si bien sólo uno es por naturaleza el mejor en todas partes» (lbid. 225). 2) Hay que distinguir igualmente entre ley general y equidad prudencial como corrección de la justicia legal. «La causa de ello es que toda ley es universa] y que hay casos en los que no es posible tratar las cosas rectamente de un modo universal. [...] Por tanto, cuando la ley presenta un caso universal y s o b r e v i e n e n c i r c u n s t a n c i a s que q u e d a n fuera de la fórmula universal, entonces está bien, en la medida en que el legislador omite y yerra al simplificar, el que se corrija esta omisión» (lbid. 263). Para ser fiel a su esquema general, Aristóteles insiste en definir la justicia como término medio entre dos extremos, «entre cometer la injusticia y padecerla», dice en un momento (lbid. 251). Pero reconoce a continuación que este esquema no es muy adecuado para esta virtud, porque no tiene vicio más que por un extremo (el del exceso, según él). Debe tenerse igualmente en cuenta que Aristóteles propone las virtudes como aquella actividad que supone el bien/fin del hombre, es decir, la felicidad. La justicia es decisiva para el bien de la ciudad, si bien las demás también serán necesarias para ello, y no hay que olvidar que «aunque sea el mismo el bien del individuo y el de la ciudad, es evidente que es mucho más grande y mucho más perfecto alcanzar y salvaguardar el de la ciudad; porque procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y divino conseguirlo para un pueblo y para las ciudades» (lbid. 131) . 8
b) La perspectiva de Hume Hume se sitúa ya en un contexto moderno en el que se ha planteado (con Locke) la existencia de unos derechos individuales anteriores al Estado que éste debe proteger con sus leyes. La perspectiva, como se ve, es diferente a la aristotélica. Hume no va a participar en la concepción de los derechos naturales inalienables y en última instancia de origen divino de Locke, pero sí va a hacer su propuesta sobre la justicia desde el contexto de individuos a quienes les conviene organizarse en sociedad pactando convencionalmente un determinado funcionamiento social. ¿Cuál es el origen de la justicia para H u m e ? No la existencia independiente y previa de derechos individuales que deben ser respetados —consistiendo la justicia en ese respeto—, sino el interés propio. Es el interés propio el que empuja a los hombres a constituirse en sociedad y 9
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Recuérdese a este respecto que Aristóteles concibe su ética como una «disciplina polí-
es ese interés el que descubre que, si no hay convenciones que regulen el derecho de propiedad en especial, surgen los disturbios destructores para todos. La justicia es esa convención que remedia a la vez los problemas del egoísmo y la escasez de recursos: «el origen de la justicia se encuentra únicamente en el egoísmo y la limitada generosidad de los hombres, junto con la escasa provisión con que la naturaleza ha subvenido a las necesidades de éstos» (Tratado, 666). El interés propio coincide, de todos modos, con el interés general, por lo que puede concluirse que «las reglas de la equidad y la justicia dependen enteramente del estado y condición particulares en que los hombres están situados [entre los extremos del humanitarismo pleno y la completa rapacidad, de la abundancia total y de la carencia radical de bienes] y deben su origen y existencia a la utilidad que la sociedad obtiene de su estricta y regular observancia [...]; de ahí y sólo de ahí proviene su mérito y obligación m o r a l » (Investigación, 53). La justicia aparece así desde la preocupación por uno mismo y por el interés público, pero esta preocupación surge de nuestras impresiones y sentimientos. Los hombres sentimos que nuestro interés está en establecer reglas de justicia, aunque la razón ayude luego a elaborar normas particulares, y una vez que ese interés ha sido reconocido, aparece el sentimiento de aprobación de lo justo y de rechazo de lo injusto. «De este modo, el interés por uno mismo es el motivo originario del establecimiento de la justicia, pero la simpatía por el interés público es la fuente de la aprobación moral que acompaña a esta virtud» (Tratado, 671). «Sea cual sea la restricción que puedan imponer a las pasiones de los hombres, son el resultado genuino de estas pasiones y constituyen tan solo una forma más elaborada y refinada de satisfacerlas» (Tratado, 704). Hume insiste en que la virtud de la justicia, a diferencia de otras, es una virtud artificial y no natural, al deberse a la invención humana. Esto quiere decir que no hay leyes eternas o esenciales de justicia independientes de las condiciones humanas de fragilidad y de la utilidad pública. Pero quiere decir igualmente que no se trata de pura arbitrariedad, porque son absolutamente necesarias para el sostenimiento de la sociedad y con ello el bienestar individual y colectivo. A diferencia, además, de otras virtudes sociales como la benevolencia, que ejercen su influencia inmediatamente por instinto directo, el beneficio que deriva de la justicia «no es consecuencia de cada acto individual tomado por separado, sino que surge de la totalidad del esquema o sistema en el que viene a concurrir toda la sociedad o la mayor parte de ella» (Investigación, 196). 10
tica». Véase especialmente HUME, Tratado de la naturaleza humana, libro III, parte II e Investigación sobre los principios de la moral, sección 3 y apéndice 3. 9
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Frente a otras virtudes como la benevolencia, que son aprobadas además por otros mo-
tivos.
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A la hora de concretar los contenidos de las leyes de justicia, Hume las limita decisivamente a la regulación de la propiedad: «La paz y el orden generales son los acompañantes de la justicia o abstención general de las posesiones de los demás» {Investigación, 196). O en texto paralelo del Tratado (p.704): «[...] tres leyes fundamentales de la naturaleza: la de la estabilidad de la posesión, la de su transferencia por consentimiento y la del cumplimiento de las promesas. La paz y la seguridad de la sociedad humana dependen enteramente de la observancia estricta de estas tres leyes». Y es que debemos buscar leyes que sean útiles y beneficiosas, y el sentido común y la experiencia nos indican que no deben promover la igualdad perfecta de las posesiones, pues se revela contraproducente", mientras que garantizar la propiedad sobre lo que se produce, hereda y transfiere por consentimiento, así como la fidelidad a los contratos y promesas es sumamente beneficioso para el interés general de la humanidad. Sirva como síntesis de todo lo que antecede la que el propio Hume se hace: «En suma, tenemos que considerar que esta distinción entre justicia e injusticia tiene dos fundamentos distintos, a saber: el del interés, cuando los hombres advierten que es imposible vivir en sociedad sin restringirse a sí mismos por medio de ciertas reglas, y el de la moralidad, cuando este interés ha sido ya atendido y los hombres encuentran placer al contemplar que tales acciones tienden a establecer la paz en la sociedad, y desagrado al ver las que son contrarias a ello. Es la voluntaria convención y artificio de los hombres la que hace que se presente el primer interés, y, por tanto, esas leyes de justicia tendrán que ser consideradas, hasta ese momento, como artificiales. Una vez que el interés ha sido ya establecido y reconocido, se sigue naturalmente y de suyo un sentimiento de moralidad en la observancia de estas reglas; aunque es cierto que se ve también aumentado por un nuevo artificio, ya que las enseñanzas públicas de los políticos, y la educación privada de los padres, contribuyen a proporcionarnos un sentido del honor y del deber en la regulación estricta de nuestras acciones por lo que respecta a la propiedad ajena» {Tratado, 713).
«Dividamos las posesiones de un modo igualitario, y veremos cómo inmediatamente los diferentes grados de arte, esmero y aplicación de cada hombre rompen la igualdad. Y si se pone coto a estas virtudes, reduciremos la sociedad a la más extrema indigencia; y en vez de impedir la carestía y la mendicidad de unos pocos, éstas afectarán inevitablemente a toda la sociedad. También se precisa la inquisición más rigurosa para vigilar toda desigualdad en cuanto ésta aparezca por primera vez, así como la más severa jurisdicción para castigarla y enmendarla. Pero, además de que tanta autoridad tendría forzosamente que degenerar pronto en una tiranía que sería ejercida con graves favoritismos, ¿quién podría poseerla en una situación como la que aquí se ha supuesto? Una perfecta igualdad de posesiones, al destruir toda subordinación, debilita en extremo la autoridad de la magistratura, pues reduce todo poder a casi un mismo nivel, igual que la propiedad» (Investigación, 61) 11
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Vemos, pues, cómo Hume propone una teoría de la justicia coherente con su concepción general de la virtud y los juicios morales, apoyada decisivamente en el sentimiento. Su teoría puede además resituarse ideológicamente, en la medida en que se presenta la justicia al servicio del interés individual y colectivo. Y en este sentido es el primer antecesor propiamente dicho del utilitarismo que se verá más adelante, no sólo porque usa expresamente el concepto de utilidad para dar razón de las virtudes en general y de la justicia en particular, sino porque, aunque la liga especialmente a la paz y seguridad, también menciona, aunque sea confusamente, «la felicidad de la sociedad humana» {Investigación, 65). c) La perspectiva kantiana Kant tiene una presentación sintética de lo que podría considerarse su teoría de la justicia en el apartado II de «En torno al tópico: Tal vez eso sea correcto en teoría pero no sirve para la práctica», del año 1 7 9 3 . La j u s t i c i a que nos propone se identifica aquí con el d e r e c h o j u s t o . Arranca diciendo, frente a todo teleologismo de la felicidad o de la utilidad, que este derecho no debe inmiscuirse en el fin que los hombres, de modo natural, persiguen —ser felices— (fin sobre el que los hombres piensan de modo muy diverso, por lo que es imposible encontrar un principio común), sino que debe centrarse en aquella limitación de la libertad de cada uno que se precise para que concuerde con la libertad de todos. «El derecho público es el conjunto de leyes externas que hacen posible tal concordancia sin excepción» {Teoría y práctica, 26). Procediendo, pues, tal concepto, no de nuestros fines sino de la libertad, las leyes o principios a priori de un Estado que se establezca en conformidad con los principios racionales puros del derecho son éstas: «1) La libertad de cada miembro de la sociedad en cuanto hombre. 2) La igualdad de éste con c u a l q u i e r otro, en c u a n t o subdito. 3) La independencia de c a d a miembro de una comunidad, en cuanto ciudadano» {Ibid. 27). El principio de libertad queda a continuación especificado por Kant de la siguiente manera: «Nadie me puede obligar a ser feliz a su modo (tal como él se imagina el bienestar de los otros hombres), sino que es lícito a cada uno buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca, siempre y cuando no cause perjuicio a la libertad de los demás para pretender un fin semejante, libertad que puede coexistir con la libertad de todos según una posible ley universal (esto es, coexistir con ese derecho 12
Su traducción se encuentra en KANT, Teoría y práctica, Madrid, Tecnos, 1993, de donde citamos. 12
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del otro)» (Ibid. 27). Con ello, Kant se pronuncia en contra de los Estados paternalistas que, considerando a sus subditos menores de edad, deciden por ellos lo que es su bien. El principio de igualdad es formulado del siguiente modo: «Cada miembro de la comunidad tiene derechos de coacción frente a cualquier otro [por medio de la ley pública y para obligar a los demás a que armonicen su libertad con la de uno], circunstancia de la que sólo queda excluido el jefe de dicha comunidad [...]» (Ibid. 28). Kant aclara que esta igualdad es compatible con la desigualdad en posesiones materiales y espirituales, así como en derechos de unos respecto a otros (por ejemplo, el niño debe obedecer a los padres y la mujer al marido), pero a condición de que «a cada miembro de la comunidad le sea lícito alcanzar dentro de ella una posición de cualquier nivel (de cualquier nivel que corresponda a un subdito) hasta el que pueda llevarle su talento, su aplicación y su suerte» (Ibid. 30), por lo que hay que oponerse a los privilegios de cuna y herencia que impidan coactivamente que los otros puedan llegar por sus méritos hasta el nivel más alto. Junto a esta temática, y aunque Kant saca su conclusión tras exponer los tres principios (p. 38-48), ya desde este principio puede destacarse un tema que ha levantado muchos debates y en el que aquí no entraremos: para Kant ninguna rebelión contra el soberano es legítima, aunque sea un tirano . Por último, el principio de independencia parte del supuesto siguiente: «En lo tocante a la legislación misma, todos los que son libres e iguales bajo leyes públicas ya existentes no han de ser considerados iguales, sin embargo, en lo que se refiere al derecho de dictar esas leyes. Quienes no están facultados para este derecho [los que no tienen independencia para iniciativas de acuerdo libre] se hallan sometidos también, c o m o miembros de la comunidad, a la obediencia de esas leyes, con lo cual participan en la protección que de ellas resulta; sólo que no como ciudadanos [=colegisladores] sino como coprotegidos» (Ibid. 33). Es decir: sólo puede ser ciudadano quien es independiente, quien es capaz de sustentarse por sí mismo, algo que no cumplen los que tiene una dependencia natural (niños y mujeres) o los que no tienen una propiedad que les permita ser su «propio señor». Como se ve, la relación de ciudadanos activos con derecho a voto queda muy reducida y por supuesto muy sujeta a crítica desde el propio concepto de justicia-derecho como no discriminación: aun reconociendo que el ciudadano «pasivo» no puede, por su dependencia, ejercer plenamente las libertades civiles, hay que reclamar 13
para él —se dirá más adelante, afinando el sentido de la justicia— el derecho a las condiciones sociales y económicas que le permitan ser activo. Kant c o n c l u y e resaltando que lo que funda entre los h o m b r e s la constitución civil legítima y universal es el contrato originario, que no hay que suponer como un hecho sino como «mera idea de la razón que tiene, sin embargo, su indudable realidad (práctica), a saber, la de obligar a todo legislador a que dicte sus leyes como si éstas pudieran haber emanado de la voluntad unida de todo un pueblo, y a que considere a cada subdito, en la medida en que éste quiera ser ciudadano, como si hubiera expresado su acuerdo con una voluntad tal. Pues ahí se halla la piedra de toque de la legitimidad de toda ley pública» (Ibid. 37). Por lo que antecede, puede verse c ó m o Kant hace una propuesta ya muy elaborada de la tradición liberal contractualista de la justicia que se remonta de modo preciso a Locke y que avanza hacia una orientación formal y p r o c e d i m e n t a l . Son e v i d e n t e s sus l i m i t a c i o n e s d e s d e nuestra perspectiva, sobre todo cuando entra en el terreno de las concreciones, pero en esta propuesta están ya plenamente asentadas las bases del liberalismo moderno que autores como Rawls tratarán de afinar precisamente desde una concepción de la justicia como imparcialidad y una reformulación en esa línea de la hipótesis del contrato como posición original.
Puede verse sobre ello la reflexión de Rodríguez Aramayo, en la introducción a Teoría y práctica que estamos citando. 11
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Capítulo 3
La justificación de la ética
1. Vías de fundamentación de la ética En el capítulo anterior se han intentado dos objetivos: 1) Responder, aunque sea de modo parcial, a la primera de las tareas que señalábamos para la ética, es decir, aclarar en qué consiste lo moral; 2) ofrecer, en el desarrollo de esa primera respuesta, aquellos planteamientos filosóficos — n o todos pero sí los más importantes— que están en la raíz del actual debate ético (con lo que avanzábamos ya hacia la segunda tarea de la ética). Estamos así preparados para pasar ahora a este debate, en torno al cual ya no nos guiaremos tanto por la pregunta qué es lo moral, cuanto por la pregunta de por qué y cómo lo moral, el bien y la obligación. Hay que advertir de arranque que este debate es múltiple y complejo, por lo que, dada la imposibilidad de abarcarlo en su totalidad, nos vemos obligados a elegir aquellas de sus expresiones que consideramos a la vez fundamentales y más apropiadas para los objetivos que perseguimos. Así, veremos: —Un intento de responder al por qué y cómo de lo moral desde la consideración de la naturaleza humana: el utilitarismo, que hunde sus raíces en la teleología epicúrea y en ciertas propuestas de Hume. — U n intento de respuesta desde propuestas neocontractualistas, con fuertes raíces kantianas: la teoría de la justicia: Rawls. — U n intento de respuesta desde la vía de la argumentación, inspirada también en la deontología kantiana, pero con una aplicación dialógica del postulado de la universalidad. Abordaremos concre41
tamente la propuesta de Habermas, aunque teniendo también presente a Apel. — U n intento de respuesta desde la tradición y la historia: el de los llamados comunitaristas, con inspiración aristotélica en buena medida, pero en un Aristóteles al que desontologizan e historizan. Completando-confrontando estos enfoques, apuntaremos algunos supuestos para la ética desde el enfoque hermenéutico. — U n último intento de respuesta desde la interpelación del otro —que rompe de algún modo con las vías clásicas— para el que nos guiaremos de propuestas como la de Lévinas y de sugerencias englobables en la «ética de la compasión» de línea benjaminiana. Hecho este recorrido, y las consiguientes confrontaciones, nos tocará preguntarnos por aquel planteamiento que nos resulte más fundamentado y convincente. Cabe aquí la opción por alguna de las líneas propuestas, como cabe igualmente el intento de articular algunas de ellas, que es lo que a nivel personal defenderé, proponiendo esfuerzos de articulación significativos como el de P. Ricoeur. Dado el contexto de estos apuntes, no expondré de todos modos, mi reasunción personal y matizada de este autor sino la síntesis de su teoría ética.
Ejercicio de sensibilización a la argumentación moral, en vistas a preparar las propuestas que se van a plantear. (Inspirado en PIKPHR, p. 146 s.). He aquí una serie de argumentaciones: 1. «Le ayudé porque era ciego» 2. «No acepto la violación porque es repugnante» 3. «Me fui de casa porque mis hijos habrían sufrido» 4. «No me divorcio porque la doctrina de la Iglesia me lo prohibe» 5. «La práctica de la homosexualidad es buena porque lo dicen los sexólogos» 6. «Soy objetor al servicio militar porque me lo exige mi conciencia» 7. «Defiendo la libertad de expresión porque contribuye a la promoción de la felicidad personal y colectiva». 8. «Esa norma es correcta porque es fruto de un debate racional entre todos los afectados por ella» Cuestiones: ¿A qué se remiten, cuál es la referencia de las diferentes argumentaciones? ¿Qué aspectos de la moralidad van poniendo de manifiesto? ¿En qué medida las consideras justificadas? ¿Encuentras una diferencia cualitativa entre dos posibles tipos de argumentaciones?
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2. El utilitarismo
Ver en anexo textos de Mili tomados de El utilitarismo que pueden comentarse para introducir en el utilitarismo, o al hilo de la explicación del mismo o como conclusión.
a) Descripción
del
utilitarismo
El utilitarismo es la variante moderna del hedonismo ético, fundada por Bentham (1748-1832) y perfeccionada por J.S. Mili (1806-1873). Con gran fuerza desde entonces en el m u n d o de cultura anglosajona, aunque fuera de él haya sido menos significativo. El utilitarismo (Cfr colaboración de Guisan en Camps) es una doctrina ideológica que defiende que el objetivo humano por excelencia es la búsqueda del placer o la felicidad. Es, pues, igualmente, una doctrina consecuencialista, porque mide la bondad o maldad de los actos en función de las consecuencias benéficas o maléficas que se deriven; o, si se quiere introducir la intención del agente: son las consecuencias queridas y esperadas por éste las que convierten la intención en buena. Estas tesis plantean varias cuestiones: 1) Definir qué se entiende por placer o felicidad; 2) justificar por qué debe ser considerado como nuestro fin último; 3) dilucidar la relación que cabe darse entre búsqueda de felicidad personal y búsqueda de felicidad de todos; 4) dilucidar cómo debe hacerse el cálculo de las consecuencias. I. Respecto al primer tema, suele destacarse la diferencia entre: 1) Bentham y su enfoque cuantitativo de los placeres: hay que reivindicar todos los placeres por igual, con tal de que sean placeres (sería en sí igualmente valioso desde un punto de vista ético el placer de jugar a las cartas que el derivado de la creación artística); lo que cuenta es el monto de felicidad que produce en las personas que lo practican; 2) Mili y su enfoque cualitativo, en el que se recogen de modo matizado las diversas dimensiones y complejidades del placer humano, exigiéndose que a la hora de elegir tanto una acción privada como una actuación colectiva, se tenga en cuenta el concepto de «calidad», que hace que unos placeres sean superiores a otros; de este modo, para Mili en la noción de placentero hay que incluir como aspectos clave la vida virtuosa y el trabajo por desarrollar estructuras que propicien que los demás se autorrespeten y autodesarrollen. No todos interpretan de modo tan distante a estos autores, mientras que hay quienes, como Smart, indican que en la mayor par43
te de las circunstancias de la vida, un hedonista cuantitativo y un hedonista cualitativo darían las mismas recomendaciones prácticas. Decidir dónde y con qué intensidad se sitúa el placer y la felicidad es importante de cara a orientar la labor de los poderes públicos, sólo justificados en función de la obtención de la mayor felicidad de la comunidad. ¿Deben decidirlo eso «jueces calificados» como propone Mili (con tendencia al despotismo ilustrado) o debe decidirlo la mayoría de la gente (con tendencia al «sociologismo» y sus problemas)? Hay valedores de ambas tendencias en la corriente utilitarista, aunque todos resaltan la importancia de la educación para la felicidad, a fin de que puedan darse «deseos informados». 2. Respecto al tema de la justificación, el utilitarismo parte de un h e d o n i s m o psicológico, que considera una cuestión de hecho que el hombre obra de acuerdo con el principio de maximizar su placer y minimizar su dolor: «La naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos, el dolor y el placer» (Bentham). Desde ahí, da un paso a la afirmación del hedonismo ético egoísta: «Ellos solos [placer y dolor] han de señalar lo que debemos hacer, así como determinar lo que haremos», continúa Bentham. Un tercer paso, claro en Mili y confuso en Bentham, viene entonces, el hedonismo ético universal, que considera que es deber de todos ocuparse imparcialmente de la felicidad de todos los seres sintientes (también los animales), a fin de contribuir a la producción de la mayor felicidad total: «No puede ofrecerse razón alguna [justificación] de por qué la felicidad general |universalidad] es deseable [valor] excepto que cada persona [egoísmo], en la medida en que es alcanzable, desea [hecho] su propia felicidad» (Mili en texto 5). En resumen, «según la justificación del principio utilitarista parecería que los pasos a seguir serían los siguientes: a) todo el mundo desea su felicidad (hedonismo psicológico); b) es deseable que todo el m u n d o busque su felicidad (hedonismo ético egoísta); c) es deseable que todo el mundo busque la felicidad de todo el mundo, incluida la suya propia (hedonismo ético universal)» ( G u i s á n , o . c , 278). Pero tal justificación tiene dificultades. Pasar de a) a b), de lo deseado a lo deseable, supondría la falacia naturalista (Moore), el salto ilegítimo del ámbito de los hechos, descriptivo, al ámbito de los valores, prescriptivo. Este es un debate complejo, para el que antes hemos apuntado algunas pistas, y en el que aquí no entraremos a fondo. En cualquier caso, los defensores del utilitarismo resuelven la dificultad del siguiente modo: Es ciertamente falaz afirmar que lo que cualquier individuo o grupo desea es lo deseable, pero eso está supuesto en Mili. «Lo deseable no es igual, para Mili, a cualquier cosa que cualquier individuo o conjunto 44
de individuos tenga a bien desear, sino que, aunque Mili no lo exprese con explicidad suficiente, se colige claramente que, de acuerdo con sus presupuestos, lo "deseable" se confunde con aquello que los hombres moralmente desarrollados desean. Es decir, los placeres cualificados del hombre moralmente desarrollado se convierten no sólo en los placeres realmente deseados, sino, a su vez, deseables. Por lo demás, ¿qué otra cosa puede ser verdaderamente deseable sino lo realmente deseado por personas ilustradas, sensibles y sensatas? El debe, en Mili, está contenido en el es» (Guisan en introducción a El utilitarismo, 14). 3. Si derivar b) de a) resultaba ya problemático, los propios utilitaristas (como Sidgwick) ponen en duda que desde a) pueda llegarse a c), que desde el hedonismo psicológico pueda llegarse al hedonismo ético universal; para ello sería preciso complementar al utilitarismo con un principio de distribución justa de la felicidad. En este salto, se dice también, habría una nueva falacia, la de la composición. «Sin embargo —comenta Guisan—, si partimos de un hedonismo como el de Mili, en el que la búsqueda de la felicidad de cada ser humano va emparejada a) con la búsqueda de fines morales como la virtud, la excelencia y el autorrespeto y b) con la solidaridad, mediante la empatia que nos mueve a gozar en la búsqueda de la felicidad ajena, el tránsito de un hedonismo psicológico así entendido al hedonismo ético universal tiene lugar de forma enteramente natural y espontánea» (En Camps, 280). En esle paso ¡ustificalorio se daría además respuesta a la tercera cuestión: cómo se puede relacionar la felicidad personal con la de los demás, cómo se puede pasar de la búsqueda de la felicidad personal a la búsqueda de la felicidad de todos, llenando así con toda su densidad al objetivo de «conseguir la mayor felicidad para el mayor número». Aunque esto mismo, comentan diversos utilitaristas, podría conseguirse de hecho desde el hedonismo ético egoísta: teniendo en cuenta que cada uno sabe asegurar mejor que nadie su felicidad individual, es deseable que cada uno promueva su propio bienestar, y así se obtendrá, aunque no se busque explícitamente, el mayor placer para el mayor número. Dado que, de todos modos, podemos planificar nuestro bienestar a costa del bienestar de los demás, no se ve fácil que se pueda conseguir ese objetivo a no ser que se aplique el interés comunitario, fruto de los sentimientos de simpatía y benevolencia, al que acude Mili. 4. Queda ya sólo pendiente la última cuestión: cómo hacer el cálculo de las consecuencias. Y aquí hay dos posturas dentro del utilitarismo: El utilitarismo del acto, que a la hora de determinar la bondad de una acción tiene sólo en cuenta las consecuencias directas que de esa acción se derivan; y el utilitarismo de la regla, que considera las consecuencias que se originarían de la aplicación habitual de la regla que está implicada 45
en el acto, postura que supone un acercamiento al kantismo. La postura de Mili es que el utilitarismo del acto debe ser lo excepcional, y el utilitarismo de la regla lo habitual. Entre los utilitaristas contemporáneos hay división de opiniones: Smart opta por el utilitarismo del acto, para evitar el culto a la regla; Brandt, en cambio, propone un utilitarismo de la regla ampliado que dé cabida dentro de la promoción de felicidad a un principio de justicia para su distribución equitativa. Vemos, pues, cómo responde el utilitarismo al qué y cómo de lo moral (señalando un fin último de nuestra conducta al que normas y acciones deben apuntar) y al por qué (justificando ese fin). Si quisiéramos ahora traducirlo en una especie de regla de normas sintetizadora, podríamos proponer algo así como esto: «Obra de tal modo que las consecuencias previstas y queridas de tus actos contribuyan a la producción de la mayor felicidad para el mayor número».
Como ejercicio práctico puede analizarse un caso ambiguo de mentira desde los criterios utilitaristas, para discutir cuándo podría quedar justificada. Habrá que tener presente: 1) el enfoque cuantitativo y cualitativo del placer que puede conseguirse; 2) la perspectiva personal y la perspectiva de la mayoría; 3) las consecuencias del acto y las consecuencias de la regla. Puede igualmente discutirse desde estos criterios la que según J-M. FERRY [en «Réflexions sur le nouvel espace public», Le Supplément, 190 (1994)] es la política de los que hacen las programaciones de la TV: 1) la televisión no está para cumplir una misión pedagógica u ofrecer algo tan «abstracto» como un «servicio público», sino para proponer la mayor oferta posible de placer; 2) los programas deben ser decididos de acuerdo con la ley de la audiencia.
b) La justicia
según el utilitarismo
(Mili)
Se ha achacado al utilitarismo que es difícil desde sus supuestos defender la idea de justicia. Por ejemplo, ¿qué modelo de justicia sería más justo, aquél que ofrece un monto total mayor de satisfacción, pero muy desigualmente repartida entre la población o aquél que ofrece menor monto total pero mejor repartida? Desde una aplicación mecánica de lo cuantitativo habría que elegir el primer modelo, lo que choca con el sentimiento de justicia como igualdad e imparcialidad. ¿Cabe, con todo, hacer otro modo de aplicación del principio de utilidad que asuma supues46
tos de justicia más igualitarios? Es lo que propone Mili en el capítulo 5 de El utilitarismo. Comienza proponiéndonos un par de distinciones : 1) Entre la moralidad y la conveniencia, desde el criterio de que lo incorrecto moralmente es sólo aquello que debe ser castigado, o por la ley, o por la crítica o por la propia conciencia (en disyunciones no exclusivas); es decir, la moralidad remite a aquello que puede sernos exigido. 2) Entre moralidad y justicia, según nos remitamos a deberes de obligación perfecta o imperfecta: «Los últimos son aquellos en los que, aunque el acto es obligatorio, se deja a nuestro arbitrio las ocasiones particulares en que ha de realizarse, como ocurre en los casos de la caridad y la beneficencia que estamos obligados, por supuesto, a poner en práctica, pero no con relación a personas determinadas, ni en un momento definido. En el lenguaje más preciso de los filósofos del Derecho, los deberes de obligación perfecta son aquellos deberes en virtud de los cuales se genera un derecho correlativo en alguna persona o personas. Los deberes de obligación imperfecta son aquellas obligaciones morales que no originan tal derecho. Creo que se observará que tal distinción coincide exactamente con la que existe entre la j u s t i c i a y las d e m á s o b l i g a c i o n e s morales» (El utilitarismo, p. 111-112). Es decir, la justicia remite a las acciones que pueden sernos exigidas por otras personas porque están en j u e g o derechos morales de ellas, cuya posesión ha de serles defendida por la sociedad. Este planteamiento de lo justo se concreta en una regla de conducta, que muy bien puede inspirarse en el imperativo kantiano de univers a l i d a d , pero i n t e r p r e t a d o ( c o m o en el fondo no p u e d e ser de otro modo, según Mili) desde perspectivas utilitaristas: modela tu conducta de acuerdo a «una norma que todos los seres racionales pudiesen aceptar con beneficio para sus intereses colectivos» (¡bid. 116). No puede, pues, ofrecerse más razón en favor de la justicia que la de la utilidad general. De todos modos, para entender bien la idea de justicia, a esta regla de conducta hay que añadirle el sentimiento que la sanciona, que se concreta en el deseo de que los que infringen la regla sufran castigo. «A mi modo de ver, el sentimiento de justicia es el deseo animal de ahuyentar o vengar un daño o perjuicio hecho a uno mismo o a alguien con quien uno simpatiza, que se ve agrandado de modo que incluye a todas las perso14
Previamente reconoce que «la gente tiene dificultades para considerar la justicia sólo como un tipo o rama particular de la utilidad general, considerando que su fuerza vinculante superior requiere un origen totalmente distinto» (p. 102). 14
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ñas, a causa de la capacidad humana de simpatía ampliada y la concepción humana de autointerés inteligente. De estos últimos elementos deriva su moralidad dicho sentimiento; de los primeros deriva su peculiar energía y la fuerza de su autoafirmación» (Ibid. 117). De lo que antecede se desprende que la noción de justicia remite a la noción de utilidad y es una derivación de ésta, pero una derivación que, entendida al modo de Mili, asume los ideales de la igualdad y la imparcialidad. «Este gran deber moral [de la imparcialidad] se basa en un fundamento todavía más profundo, siendo una emanación directa del primer principio de la moral, y no un mero corolario lógico de doctrinas secundarias o derivadas. Tal principio está implícito en el propio significado de la utilidad, o principio de la mayor felicidad, pues sería una mera forma verbal vacía, sin significado racional, al menos que la felicidad de una persona, siempre que sea de igual grado (con las debidas matizaciones según su especie), cuente tanto como la de otra cualquiera. Cumplidas dichas condiciones, la frase de Bentham "que todo el mundo cuente como uno, nadie como más que uno" debería escribirse por debajo del principio de utilidad como comentario explicatorio. El derecho igual de todos a la felicidad, en la estimación del moralista y el legislador, implica un igual derecho a todos los medios conducentes a la felicidad, excepto en la medida en que las inevitables condiciones de la vida humana y el interés general, en el que está incluido el de todo individuo, ponen límites a tal máxima, límites que deberían determinarse de modo estricto» (Ibid. 130-131). Es .decir, el utilitarismo en versión de Mili asume la justicia como imparcialidad, pero a diferencia de las éticas deontológicas, la remite a un criterio superior, el de la utilidad. Desde ahí, considera a la justicia como decisiva, pues es la que garantiza de forma directa condiciones esenciales para el bienestar humano.
El cálculo justo de utilidad se hace aún más complejo cuando, como pide el utilitarismo, se implica también en él a los animales, tema que hoy ha adquirido nueva fuerza, pues a las exigencias derivadas de los sentimientos de simpatía y compasión hacia ellos —capaces de gozar y sufrir—, hay que sumar las exigencias derivadas de la crisis ecológica. Puede organizarse en torno a ello, y en confrontación con las deontologías de inspiración kantiana y las éticas ecocéntricas, un debate para el que pueden encontrarse las pistas teóricas en X. ETXEBERRIA, La ética ante la crisis ecológica. Bilbao, Universidad de Deusto, 1995.
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c) Objeciones
al utilitarismo.
Debate
Al teleologismo utilitarista se le han hecho diversas objeciones, que ofrecemos como pistas para un posible debate: —Ya hemos apuntado la de que incurriría en la falacia naturalista: del hecho de que aspiremos al placer no se sigue que debamos aspirar a él o que tengamos derecho a reclamarlo ante los demás. —También se ha apuntado otra dificultad, la de definir qué se entiende por placer-felicidad. Muchos textos utilitaristas sugieren que lo bueno se reduce a lo deseable, lo deseable a lo deseado (aunque sea ilustradamente), lo deseado al placer y el placer a lo agradable; otros hablan de placeres en sentido complejo subsumiendo lo que desde otras corrientes se han llamado bienes espirituales. Con lo que: «O bien "placer" significa algo tan poco discriminante como "satisfacción de necesidades", o bien se refiere al placer sensible, en cuyo caso no puede decirse honradamente que sea el único móvil de la conducta humana» (Cortina, 1990: 90). — L o s intentos de pasar del hedonismo burdo al ilustrado, del hedonismo egoísta al altruista, no tienen consistencia dentro de los esquemas propios del utilitarismo: distinguir entre placeres materiales y espirituales, jerarquizándolos, distinguir entre deseos personales y virtudes cívicas, armonizándolos, supone criterios no utilitaristas tomados de otras concepciones de la naturaleza humana o de supuestos deontologistas. Y proponer que el principio egoísta funciona de hecho como principio altruista, además de ser contradictorio en teoría, ignora en la práctica que eso supone una armonía de la especie humana que está muy lejos de d a r s e . — D e s d e los supuestos utilitaristas, la dimensión y fuerza obligante de lo moral es un enigma: «sucede que tan pronto caemos en una tautología, si la norma tiene sentido débil («quiero aquello que deseo»), como incurrimos en una contradicción, si la norma de procurar lo deseado se formula en sentido fuerte («debemos hacer lo que deseamos»)» (Bilbeny, 173). Se supone además un esquema 15
Aunque desde una trayectoria vitalista, la postura de SAVATF.R en Etica como amor propio tiene de hecho fuertes conexiones con el hedonismo egoísta del utilitarismo, al defender que «el sujeto libre no busca en el ejercicio moral nada distinto y posterior a sí mismo» (295), con lo que la moral es el delicado arte de tornearse bien a sí mismo, con un adecuado equilibrio entre placeres corporales y espirituales: egoísmo ilustrado que exige la socialidad como condición necesaria para su realización. Sobre este tema, que adelanta el debate sobre el lugar del otro en la ética, puede consultarse X. ETXEBERRIA, «Ética como amor a sí mismo, ética como amor al otro», Pastoral Misionera 176 (1991) 53-72. 15
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socrático en el que saber lo deseable superior implica que lo desee eficazmente, cuando la experiencia enseña que en el hombre hay no sólo ignorancia sino conflicto de inclinaciones; como dice el famoso texto de Pablo de Tarso, que puede extrapolarse a contextos no explícitamente religiosos: «El querer lo excelente [aquí, lo deseable superior] lo tengo a mano [al conocerlo], pero el realizarlo no; no hago el bien que quiero [con mi buena voluntad]; el mal que no quiero [lo deseado inferior] eso es lo que ejecuto [por mi inclinación]» (Rom 7, 19). ¿Qué cabe exigir además — n o recomendar—, y en virtud de qué, al que opta por deseos que implican el quebranto de la felicidad de otros? — P o r último, y a pesar de los esfuerzos de Mili desde el principio de la mayor felicidad para el mayor número, es decir, desde el deseo de maximizar el total de satisfacciones, no se toma en serio a cada persona como tal, al fundir todos los deseos en un solo sistema de d e s e o s . Frente a ello hay que afirmar que cada individuo tiene una inviolabilidad fundada en la justicia, que no puede ser sacrificada por el bien del conjunto. En el utilitarismo, la satisfacción de cualquier deseo tiene un valor en sí; en la concepción de la justicia como imparcialidad, los principios de justicia ponen restricciones previas a los deseos, porque el concepto de lo correcto es previo al de bien. (Cfr Rawls, 4 7 - 5 0 ) . El aducir frente a ello la activa y ejemplar defensa de las libertades individuales de utilitaristas como Mili, no quita el que en la lógica del cálculo utilitarista estaría el que pudieran aparecer «chivos expiatorios» en aras de la felicidad de la mayoría. 16
3. Rawls: Teoría de la justicia a) Descripción de la teoría de la justicia Si bien Rawls va a mantener constante su defensa de los dos principios de justicia a los que vamos a referirnos luego, la elaboración de su teoría es compleja y sujeta a múltiples ramificaciones y continuas matiEl imaginario adecuado al utilitarismo es el del espectador imparcial «concebido como llevando a cabo la requerida organización de los deseos de todas las personas en un sistema coherente de deseos; y por medio de esta construcción muchas personas son fundidas en una sola. Dotado con poderes ideales de simpatía e imaginación, el espectador imparcial es el individuo perfectamente racional que identifica y tiene la experiencia de los deseos de otros como si fueran los propios. De este modo averigua la intensidad de estos deseos y les asigna su valor adecuado en el sistema único de deseos, cuya satisfacción tratará de maximizar el legislador ideal ajustando las reglas del sistema social» (Rawls, 45).
zaciones. Aunque inevitablemente peque de reductora, la presentación que aquí haremos se limitará a destacar los trazos gruesos de la m i s m a . 1. Rawls no va a proponer una teoría ética general y omnicomprensiva. Se va a limitar a hacer una propuesta de ética «política» — l a justicia como equidad o imparcialidad—, centrada en los principios que deben r e g u l a r las i n s t i t u c i o n e s para q u e se g a r a n t i c e una d i s t r i b u c i ó n correcta. «Para nosotros, el objeto primario de la justicia es la estructura básica de la sociedad o, más exactamente, el modo en que las instituciones sociales más importantes distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan la división de las ventajas provenientes de la cooperación social [...]. Considero entonces que el concepto de justicia ha de ser definido por el papel de sus principios al asignar derechos y deberes, y al definir la división correcta de las ventajas sociales» (Rawls, 1979: 23 y 27). La justicia como equidad, así proyectada, funcionará a modo de consenso mínimo regulador de la convivencia y la cooperación, posibilitando al interior del mismo múltiples y plurales cosmovisiones filosóficas y religiosas. 2. Rawls va a elaborar su propuesta en confrontación crítica con el utilitarismo (además de con el intuicionismo y el perfeccionismo). Este viene a concebir la justicia como eficacia, al justificar las instituciones y prácticas sociales desde su capacidad para promover el bienestar general. Con ello no tiene en cuenta que el aspecto fundamental de la misma es la equidad, la reciprocidad, y cae en el riesgo de quebrar el segundo imperativo kantiano, de tratar a las personas como medio, estando abierta la posibilidad de que sean sacrificadas en aras del mayor beneficio para el mayor número. Frente a ello, hay que afirmar la inviolabilidad de cada persona, que no puede ser atropellada ni siquiera por el bienestar de la sociedad. «El razonamiento que pondera las pérdidas y ganancias de diferentes p e r s o n a s c o m o si fuesen una sola q u e d a e x c l u i d o » ( R a w l s , 1979: 46). 3. Frente al enfoque utilitarista, Rawls entiende que en una correcta teoría de la justicia, las personas deben ser tratadas radicalmente como iguales en soberanía. Ello le empuja a actualizar las teorías del contrato social de Locke, Rousseau y Kant, en las que las instituciones y normas de convivencia son fruto del consentimiento de todos y para el beneficio 17
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Puede consultarse, además de la ya clásica obra de RAWLS, Teoría de la justicia, Madrid, FCE, 1979, y de materiales complementarios del mismo autor en Justicia como equidad. Madrid, Tecnos, 1986. o en Diálogo Filosófico 1 (1990) 4-32: «Justicia como imparcialidad: política, no metafísica», las presentaciones que de él hacen M.A. RODILLA (en Presentación a 17
la segunda obra citada), E. MARTÍNEZ NAVARRO (en CORTINA, 1994) y C.S. NIÑO y M.J. AGRÁ
(enCAMPS, 1992).
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de todos. El contractualismo supone así la caracterización de las personas «como participantes en un sistema de prácticas o instituciones cuya base para el reconocimiento de los demás es la reciprocidad» (Agrá, en Camps, 1992: 252). Pues bien, Rawls, continuando esta tradición, dirá que los principios de justicia que deben asumirse, los principios de justicia que están justificados, son aquellos «que las personas libres y racionales interesadas en promover sus propios intereses aceptarían en una posición inicial de igualdad como definitorios de los términos fundamentales de su asociación» (Rawls, 1979: 28). Rawls reelabora desde estos supuestos la hipótesis del c o n t r a t o , como constructo teórico que permitirá la argumentación correcta sobre la justicia, describiendo una posición original caracterizada del siguiente modo: las personas conocen todo aquello que debe saberse para una correcta elección de los principios de justicia y disponen de los mismos derechos y posibilidades en el desarrollo del debate, pero tienen un velo de ignorancia sobre todas aquellas circunstancias p e r s o n a l e s ^ sociales (nadie sabe el status que ocupará, ni sus capacidades, etc.) que podrían suponer una tentación para precisar los principios en provecho propio; de esta manera se conseguiría el adecuado desinterés para que cada persona tome en cuenta el bien de los demás. Y dado que este procedimiento es estrictamente equitativo, la equidad se transmitirá al resultado. 4. Pues bien, tras una prolija argumentación en la que se ponen a debate las diversas propuestas de justicia, Rawls entiende que en esa posición original así definida se elegirían estos dos principios de justicia: «(a) Toda persona tiene igual derecho a un esquema plenamente adecuado de libertades básicas iguales, que sea compatible con un esquema similar de libertades para todos; y en este esquema, las libertades políticas iguales, y sólo ellas, han de tener garantizado su valor equitativo, (b) Las desigualdades económicas y sociales han de satisfacer dos condiciones: primera, deben estar asociadas a cargos y posiciones abiertos a todos en condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades; y segunda, deben procurar el máximo beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad» *. Entre estos principios se establece una jerarquía: El primer principio (igualdad de libertades) tiene prioridad sobre el segundo en el sentido de que no es correcto suprimir o recortar las garantías de (a) para fomentar (b); y la primera parte del segundo (justa igualdad de oportunidades) tiene prioridad sobre la segunda (principio de diferencia) por la misma razón. La concepción general supuesta en estos principios es que: «Todos los bienes 11
Inicialmente en Teoría de la justicia, p. 341, reproducimos estos principios en una versión más actual tomada de Political Liberalism, en cita de Martínez Navarro (en Cortina, 1994, 181). 18
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sociales primarios —libertad, igualdad de oportunidades, renta, riqueza y las bases del respeto mutuo—, han de ser distribuidos de un modo igual, a menos que una distribución desigual de uno o de todos estos bienes redunde en beneficio de los menos aventajados» (Rawls, 1979: 341). En la medida en que las normas de prioridad priman a las libertades, la teoría de Rawls debe ser clasificada en la tradición liberal; en la medida en que, desde el segundo principio, se trata de regular que las desigualdades económico-sociales motiven compensaciones para los menos aventajados, la teoría de Rawls se abre a la tradición socialdemócrata. De todos modos, es un punto discutido qué concepciones políticas puede abarcar esta teoría, pues hay una tensión no del todo resuelta entre los dos principios, que es a la vez fuente de problemas y motivo de riqueza. 5. Acabamos de ver que los principios de justicia regulan la distribución de los bienes sociales primarios. En principio, resulta lógico que en una situación de ignorancia sobre nuestro status y ventajas o desventajas, aseguremos una distribución equitativa de esos bienes, porque son el marco y el medio para alcanzar cualquier fin personal que podamos proponernos. Los bienes primarios son, de este modo, las cosas que necesitamos para realizarnos como personas morales. Lo prioritario es su distribución justa, que debe ser independiente y anterior a las concepciones que tengamos de bondad, las cuales a su vez son plenamente legítimas con tal de que no violen los principios de justicia que deben regir las instituciones. De este modo, «la justicia como equidad acepta el presupuesto liberal de que existen muchas concepciones del bien conflictivas e inconmensurables, compatible con la plena autonomía y racionalidad de las personas. La noción de bienes primarios supone una teoría objetiva del bien como requisito necesario para que sea posible la justicia social y política, en contraste con los planes racionales de vida subjetivos. Los bienes primarios son los medios necesarios para formar y proyectar racion a l m e n t e una c o n c e p c i ó n del b i e n . Son las c o s a s que necesitan los ciudadanos como personas morales, libres e iguales, que buscan promover sus concepciones del bien» (Agrá, en Camps, 261).
Como este tema es muy ilustrativo en vistas a lo que después se planteará en torno a la propuesta de una ética de mínimos que habrá que articular con diversas éticas de máximos, puede profundizarse en él trabajando los textos de Rawls extractados de Teoría de la justicia que figuran en el anexo, en los que se defiende que la justicia y su referencia a bienes primarios básicos tiene prioridad sobre el bien en general que determinados colectivos pueden proponer.
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6. Aunque no hemos entrado en la argumentación precisa que lleva a la preferibilidad de los dos principios de justicia sobre otras concepciones utilitaristas, perfeccionistas, intuicionistas o egoístas, es importante resaltar que Rawls postula como doctrina más razonable aquélla que mejor supera la prueba del equilibrio reflexivo. Rawls, efectivamente, concibe su investigación como un «equilibrio reflexivo» entre la teoría de la justicia que se deriva de la hipótesis de la posición original y nuestras convicciones sopesadas sobre la justicia: «Yendo hacia atrás y hacia adelante, unas veces alterando las condiciones de las circunstancias contractuales, y otras retirando nuestros juicios y confrontándonos a los principios, supongo que eventualmente encontraremos una descripción de la situación inicial que a la vez exprese condiciones razonables y produzca principios que correspondan a nuestros juicios deliberadamente conformados y adaptados» (Rawls, 1979: 38). Es decir, que Rawls pretende un proceso de ajustamiento entre la teoría — l a justicia como equidad— y las convicciones —el fondo compartido de principios— para que aquélla, de algún modo inspirada por éstos, funde a éstos a su vez. ¿A qué convicciones de justicia se refiere en concreto? A las que inspiran la democracia constitucional moderna, la surgida en el contexto de la economía de mercado y desde los prob l e m a s de i n t o l e r a n c i a r e l i g i o s a , esto es, a los v a l o r e s de libertad, igualdad y tolerancia como inspiradores de un sistema justo de cooperación. Esto indica que lo que Rawls p r o p o n e en definitiva, a t e m p e r a n d o sus formulaciones universalistas iniciales, es diseñar una teoría que funde esta d e m o c r a c i a constitucional m o d e r n a , una teoría que eleve «a c o n c e p c i o n e s i d e a l i z a d a s ciertas ideas i n t u i t i v a s f u n d a m e n t a l e s (como la de la persona libre e igual, la de una sociedad bien ordenada y la del papel público de una concepción de la justicia política) y que enlaza estas ideas intuitivas fundamentales con la idea intuitiva aún más fundamental y comprehensiva de la sociedad como un sistema j u s to de cooperación en el tiempo de generación en generación» (Rawls, 1990: 1 7 ) . 19
Rawls, efectivamente, va aclarando que aunque trabaja con un tipo de argumentación deductivo, un tipo de «geometría moral» en el que los principios de justicia se siguen de la posición original (con lo que puede entenderse que pretende fundar en sentido absoluto la sociedad justa), no tiene pretensiones de verdad universal, sino que intenta demostrar que la teoría se ajusta a determinadas convicciones, que es la justificación de la preferibilidad racional de un sistema ético-jurídico frente a otros, abierta a que en el futuro puedan aparecer nuevas posibilidades que faciliten bases más convincentes con las que reelaborar nuevas justificaciones. 19
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b) Objeciones
planteadas.
Debate
Sin entrar propiamente en la multitud de discusiones a que ha dado lugar la teoría de Rawls (cfr C.S. Niño, en Camps), apuntemos algunas de las objeciones más comunes que se le hacen. — U n a de ellas, plantea que en el «equilibrio reflexivo» que propone Rawls se da una circularidad. En palabras de Ricoeur: la concepción de la justicia de Rawls es la formalización de un sentido de la justicia que no deja de ser presupuesto . «¿En qué está basada la plausibilidad independiente de los principios que deben ponerse en equilibrio con las intuiciones, si es que los otros elementos aparentemente fundadores —el contrato y la posición originaria— están fundados ellos mismos, según esta interpretación, en las intuiciones? De este modo parecería que contamos sólo con convicciones intuitivas, o sea, con juicios morales positivos, c o m o datos básicos para elaborar un sistema moral» ( C . S . N i ñ o , en Camps, 138). —Avanzando en la misma línea, ¿no hay un relativismo cultural al remitirse a nuestra tradición, a nuestas convicciones morales sopesadas en torno a las que se pretende lograr un «consenso por solapamiento»? ¿Qué razones pueden aducirse ante quienes no aceptan los valores democráticos de esta tradición? — L o s comunitaristas achacan a Rawls que postule una persona constituida previamente a la comunidad, ignorando que esta pertenencia es decisiva para la constitución de la identidad personal, y que la justicia sólo opera cuando virtudes como la fraternidad fracasan. — L o s mismos comunitaristas resaltan que la hipótesis del velo de ignorancia hace que, en realidad, todas las personas vengan a ser como una sola, por lo que, aunque hay reconocimiento formal de la intersubjetividad, no hay en realidad diálogo. Esta es una crítica que también plantea Habermas desde su perspectiva, al indicar que en Rawls, como en Kant, se da una concepción monológica de la racionalidad: «Este autor [Rawls] considera asegurada la atención imparcial de todos los interesados afectados por el hecho de que quien formula el juicio moral se sitúa en una posición ficticia, que excluye las diferencias de poder, garantiza la igualdad de libertades para todos, y permite que cada uno ignore las posiciones que habrá de tener en un orden social futuro, que puede estar organi20
Ricoeur aclara, de todos modo, frente a otros críticos que hablan de círculo vicioso, que ello no es una debilidad de la argumentación, sino la figura apropiada para empresas como ésta, pues nos libera, por un lado, del intuicionismo moral ahistórico que arrincona a la razón en favor del sentimiento, y, por otro, del constructivismo artificial que separa la teoría de la convicción. Se trataría, por eso, de un círculo bien porlanl. (Ver Ricoeur, 1991: 196-230). 2 0
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zado de cualquier manera. Al igual que Kant. Rawls operativiza el punto de vista de la imparcialidad de forma que cada cual puede acometer por su cuenta el intento de justificar las normas fundamentales» (Habermas, 1985: 87).
4. La ética discursiva a) Descripción de la ética discursiva Nace en los años setenta, con clara inspiración ilustrada y kantiana, a partir en especial del trabajo de dos profesores de la Universidad de Frankfurt: Apel y Habermas. También llamada ética comunicativa, argumentativa, dialógica, es, j u n t o con la teoría neocontractualista de la justicia de Rawls y la teoría del desarrollo de la conciencia moral de K o h l b e r g , la representante del enfoque deontológico en la actualidad. (Cfr. para lo que sigue Cortina, 1990 y Cortina en Camps). 21
Por si resultara interesante tener en cuenta a este autor, ya sea en este momento, ya sea cuando se traten las cuestiones de la realización de la ética (las decisiones morales apoyadas en juicios morales), he aquí una sintética referencia al mismo. Kohlberg, teniendo como trasfondo teórico a Piaget, Kant y Rawls, se propone precisar los estadios del desarrollo evolutivo moral desde el punto de vista cognitivo. Concluye afirmando la existencia de seis estadios. Dos en el nivel premoral (o precanvencional: los valores morales residen en sucesos externos, más que en personas): Estadio 1: orientación a la obediencia y el castigo; estadio 2: orientación ingenuamente egoísta, considerando correcto lo que satisface instrumentalmente las necesidades del yo. Otros dos en el nivel convencional (los valores morales residen en el orden convencional y las expectativas de los demás): Estadio 3: orientación hacia la búsqueda de aprobación y a agradar a los demás; estadio 4: orientación a mantener el orden social por sí mismo y a respetar la autoridad. Otros dos, por último, en el nivel de los principios morales personalmente aceptados (o posconvencional: los valores morales residen en la conformidad del yo con los derechos y deberes compartidos): Estadio 5: orientación contractual legalista, deber definido en términos de contrato y voluntad mayoritaria; estadio 6: orientación a principios de elección que implican universalidad y consistencia lógica, y a la conciencia como agente directivo. No entramos aquí en las constantes revisiones hechas por el mismo autor a su teoría, ni en las revisiones hechas por otros, con distanciamientos más o menos críticos (la revisión más polémica ha sido quizá la de Carol Gilligan, proponiendo que Kohlberg refleja un modelo masculino de evolución moral, frente al que se daría en las mujeres otro modelo moral diferente). Una mención, con todo, a la revisión hecha por Habermas (ver Conciencia moral y acción comunicativa), que replantea de este modo los tres niveles: el preconvencional en el que se da interacción autoritaria y cooperación orientada por intereses, en perspectiva egocéntrica; el convencional en el que se da interacción orientada por las normas sociales y en perspectiva grupal; el posconvencional, en el que la interacción está orientada por las exigencias del «discurso», en perspectiva de principios y procedimental. Sobre todo este tema puede consultarse Rubio Carracedo (1987, 153-234). Los seis estadios de Kohlberg está precisamente descritos en p. 219-224. 21
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1. Las características de la ética discursiva son las siguientes: —Es una ética procedimental: no reflexiona sobre los contenidos morales, sino sobre los procedimientos mediante los cuales podemos declarar qué normas surgidas de la vida cotidiana son correctas. — E s una ética deontológica: sólo atiende a la dimensión de la norma, no para formularla en su concreción, sino para determinar, como acabamos de decir, bajo qué condiciones son correctas las normas concretas que como tales surgen del mundo de la vida. — F r e n t e al emotivismo, es una ética cognitivista, «en la medida en que considera el procedimiento por el que llegamos a determinar lo correcto —el discurso práctico— como análogo a aquél por el que llegamos a determinar lo verdadero. Con lo cual es posible distinguir racionalmente lo correcto de lo simplemente aceptado, lo válido de lo vigente» (Cortina, en Camps, 180). — Es una ética universalista. Una norma es válida cuando puede ser proclamada válida para todos. 2. El marco discursivo: Todas esas características se combinan en un marco discursivo en el que se trata de unlversalizar los intereses de los afectados por las normas. Quejes l o .moralmente correcto, cuál es lanoxma correcta, se determina a través de un diálogo entre todos los afectados, que debe estar sujeto a las reglas del «discurso práctico». [Comentar lo que sobre esto aparece en texto 4 de Habermas]. —Se parte, pues, no de la conciencia, como en Kant, sino de los actos de habla, que suponen en sí: 1) que se da entre los interlocutores una relación hermenéutica (entendimiento mutuo) y ética (reconocimiento recíproco como personas autónomas): 2) que se aceptan, aunque sea implícitamente, estas «pretensiones de validez»: de verdad para las proposiciones sobre el mundo objetivo, de veracidad para las expresiones del mundo subjetivo de las vivencias, de corrección para las normas de acción del mundo social. — S e asume, evidentemente, que las acciones lingüísticas pueden utilizarse estratégicamente, cuando no se dirigen hacia la comunicación-entendimiento sino hacia el éxito a través de la instrumentalización del otro o a través de la búsqueda de pactos estratégicos. Pero el modo originario de usar el lenguaje, lo inherente a él como su telos (presencia matizada de lo teleológico), es el mutuo entendimiento acerca de las antedichas pretensiones de validez y la búsqueda del acuerdo. Esto demuestra la primacía axiológica de la acción comunicativa frente a la estratégica y ordena su realización. Lo que exige estar dispuestos a argumentar. 57
— E l consenso al que se apunta no es, pues, meramente fáctico, pues la facticidad como tal no es garantía de universalidad, sino el consenso racional, el obtenido a través de un procedimiento en el que se tiene en cuenta c o m o referencia la situación ideal de habla, aquélla en la que las comunicaciones no se ven obstaculizadas por constricciones internas o externas, primando la ley del mejor argumento. Esta situación es un «presupuesto contrafáctico del habla», que cualquiera que pretenda corrección para sus normas la acepta libremente, de suerte que, si quiere actuar racionalmente, ha de t o m a r l a c o m o una idea regulativa en s e n t i d o k a n t i a n o , c o m o orientación para la acción y como canon para la crítica de nuestros diálogos reales. (Pueden verse las reglas del discurso práctico constitutivas de una situación ideal de habla en H a b e r m a s , 1985, 112-113). — F r e n t e a la aplicación monológica del principio de universalidad, se propone por tanto la aplicación dialógica: la norma debe ser presentada a los demás para hacer una comprobación discursiva de su aspiración a la u n i v e r s a l i d a d . Lo que importa no es ya, como en Kant, que la ley no se contradiga cuando la imagino observada por cada uno de los implicados en ella, sino el acuerdo común de asumirla como norma universal. [Comentar texto 2 de Habermas para ver c ó m o se reformula el imperativo categórico desde esta perspectiva]. El principio de universalización es, estrictamente hablando, el único principio moral, pues debe ser distinguido de todas aquellas normas «con contenido» que son las que constituyen el objeto de las argumentaciones morales y que provienen, c o m o i n d i c a m o s , del m u n d o de la vida. [Comentar texto 5 de Habermas] — E s t a reformulación del principio de universalización supone novedades frente a la kantiana [comentar el texto 1 de Habermas]: 1) Es, como hemos avanzado, una dialogización del principio; 2) supone una apertura consecuencialista; 3) no prescinde de los intereses particulares sino que los somete al discurso, para que se revelen en él los intereses universalizables; 4) es el mundo de los afectados, y no el conjunto de los seres racionales, el que ha de tomar las decisiones a través de su participación. 3. En las consideraciones precedentes en torno al marco discursivo se han avanzado ya argumentos en vistas & fundamentar la ética discursiva, al descubrir en la lógica del discurso práctico las reglas necesarias de reconocimiento recíproco entre los interlocutores y la configuración, contrafácticamente presupuesta, de la situación ideal de habla. Así, podemos 58
afirmar que el postulado de universalidad se deriva, se fundamenta, de forma pragmático-trascendental, desde los supuestos de la misma argumentación. Con toda palabra humana, nos dirá Apel, se forma de por sí parte de la «comunidad ilimitada de comunicación», pues se presuponen, implícita pero necesariamente, una serie de normas que no son resultado de un acuerdo previo sino condición trascendental del discurso, como la paridad en la argumentación y el horizonte de universabilizabilidad. Negarlo es caer en contradicción no lógica sino pragmática o performativa, en la medida en que es contradicción entre el contenido de una aserción (ej. decir que no necesito reconocer la universalidad) y el acto lingüístico con el que se profiere (con ese acto asertivo declaro implícitamente que mi tesis es universalizable); es decir, el principio de universalización, cumpliendo la función de regla argumentativa, está implícito en los presupuestos de la argumentación. Para Apel esto supone una fundamentación de carácter último. Para Habermas no tiene tal fuerza: la contradicción performativa probaría sólo que no existe principio de reemplazo en el marco de la práctica argumentativa. [Comentar textos 3 y 6 de Habermas). 4. En síntesis, la ética discursiva nos ofrece: 1) un principio que es regla de normas: «Presenta a los demás tu norma a fin de hacer la comprobación discursiva de su aspiración a la universalidad» (MacCarthy); o de otro modo: «Obra siempre de tal modo que tu acción vaya encaminada a sentar las bases, en la medida de lo posible, de una comunidad ideal de comunicación» (Cortina, 1993, 172); 2) una fundamentación pragmático-trascendental de ese principio.
En Pieper, 160-163, puede verse cómo se traduce en concreto —e ilustrada con un ejemplo— la teoría de Habermas en un método de argumentación hacia el consenso. Se señalan tres pasos: exposición de puntos de partida, problematización de los mismos, búsqueda de consenso. Esta última, con argumentos que reúnan tres requisitos: el paso de la necesidad a la norma debe efectuarse a través del «principio de universalización», hay que servirse de un lenguaje ético, el argumento debe indicar lo que se puede y debe desear. El ejemplo en cuestión es el debate entre dos señoras mayores que achacan a unos jóvenes su porte externo y sus comportamientos «chirriantes», y los mismos jóvenes, entrando en juego dos proyectos contrapuestos de autorrealización que a ciertos niveles deben coexistir. Cabe asumir en el aula un debate como éste, con unos alumnos que «se meten en la piel» de las ancianas y otros en la de los jóvenes.
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b) Moral y derecho según la ética
discursiva
Un tema importante al hablar de moral es su relación con el derecho. Sin pretender abordarla de lleno en esta introducción, cabe hacerse una primera y parcial aproximación a ella apoyándonos precisamente en la ética discursiva, tan próxima al derecho —al fin y al cabo, racionalidad procedimental— que algunos la han acusado de reducir la ética al derecho justo. Recordemos que la ética discursiva supone una justificación de la validez moral de las normas desde el procedimentalismo dialógico que hemos descrito. Ahora bien, una cosa son las condiciones ideales y otra los discursos «de hecho». Estos siempre se encuentran sujetos a limitaciones diversas. «Razón por la cual, en el terreno de la aplicación, debemos considerar incompleta la racionalidad procedimental proporcionada por el punto de vista moral y exigir, al mismo tiempo, la introducción de procedimientos institucionalizados que compensen estas limitaciones del discurso moral. Se necesita, en definitiva, así reza la tesis de Habermas, una sustitución de la moral por el derecho positivo» (García Marzá, 160) . El derecho proporciona, efectivamente, de cara a esa «compensación» de las debilidades de la moral, tres ventajas: 1) Ofrece criterios externos de decisión institucionalizados, independientes de los propios participantes; 2) dispone de medios coercitivos para respaldar las decisiones; 3) descarga a los afectados del esfuerzo exigido para la solución moral de los conflictos. ¿Significa eso que el derecho sustituye a la moral de modo autosuficiente? No, en opinión de Habermas, pues la racionalidad jurídica plasmada en el derecho positivo necesita un momento previo de justificación-legitimación que es moral y del que extrae su carácter obligatorio. La unión entre legalidad y legitimidad se plasma en la idea de procedimiento imparcial, desde la que encontramos, dentro de las cualidades formales del derecho, un contenido moral. Los Estados constitucionales actuales recogen esta relación al asumir normas de carácter jurídico y moral al mismo tiempo (referencia a principios como los derechos humanos) que legitiman el sistema en cuanto tal. De este modo, si antes veíamos c ó m o el derecho complementa a la moral, ahora hay que afirmar que, a su vez, la moral complementa al derecho positivo, de modo tal que los procedimientos jurídicos pueden considerarse como «discursos morales institucionalizados» (Habermas). ¿Supone eso acabar confundiendo moral y derecho? No, ya que seguiría habiendo diferencias significativas que Wellmer concreta del si22
Para lo que sigue se tiene en cuenta la exposición de este autor.
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guíente modo: 1) Las normas morales valen independientemente de su puesta en vigor en una constitución, al contrario que las normas jurídicas; 2) las normas jurídicas tienen mecanismos «fácticos», externos, de sanción, mientras que en las normas morales la sanción es interna (sentimiento de culpa); 3) las normas jurídicas son constitutivas de una praxis social institucionalizada, mientras que las normas morales se remiten a mundos más personales. Para D. García Marzá la diferencia clave entre moral y derecho está en el momento de positivización: «Así como el ámbito moral se centra en la pretensión de validez normativa y, como tal, las normas morales son fines en sí mismas, el derecho debe su momento de incondicionalidad a esta misma pretensión. Pero, al mismo tiempo, su positivización depende de su puesta en vigor por el sistema político y, consecuentemente, se le exige una flexibilidad y posibilidad de modificación que, de ningún modo, afecta a la validez moral. Política y derecho se convierten de esta forma en mecanismos para la institucionalización de ia idea de imparcialidad que el punto de vista moral e x p r e s a » . Resaltemos, por último cómo el derecho, según Habermas, es portador de una ambivalencia por las dos dimensiones que abriga en su seno: Por un lado, tiene un carácter instrumental, que permite al soberano utilizarlo c o m o un medio para que sus mandatos tengan carácter efectivamente obligatorio; por otro, tiene un carácter indisponible, en la medida en que se sitúa por encima del soberano, que debe respetarlo también, presentándose como la instancia de la imparcialidad y de la legitimación. Esta ambivalencia está en el origen de los conflictos que en él aparecen, pero es consustancial al mismo porque, en definitiva, la validez de las normas jurídicas se resuelve en su tensión entre facticidad o validez social (con su dimensión de imposición coactiva) y legitimidad o validez comunicativa (expresada en el procedimiento argumentativo-consensual para la creación de las n o r m a s ) . 23
24
c) Objeciones a la ética discursiva. Debate Dejando aquí de lado el debate en torno a la validez y alcance de la fundamentación propuesta por la ética discursiva, he aquí anotadas una serie de objeciones que pueden dar pie a un debate:
V.D. GARCÍA MARZA, O.C. p. 167. Si se desea profundizar en esta relación entre ética, derecho y política según la ética discursiva puede consultarse el cap. 12 de esta misma obra. Sobre este tema, que Habermas aborda en Faktizitál und Geltung puede verse el estudio crítico de J.A. GARCÍA AMADO, «Filosofía del derecho de Jürgen Habermas», en Doxa 13 (1993) 235-257. 21
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— A u n q u e parece sugerente para regular la convivencia, ¿no tiende a reducir la moral al derecho? (Se ha apuntado ya a ella). — A u n q u e frente a los límites de Kant ha sabido incorporar el diálogo y el consecuencialismo, ¿no ha olvidado la ética kantiana de la intención, haciendo depender la moralidad de la acción de que «ló~ >" bueno acontezca»? — C o n su subrayado del consenso ideal, ¿no tiende a arrinconar y minusvalorar la fecunda dinámica del disenso, así como el valor de los «compromisos» que no llegan a consenso? — S i desde los supuestos de la ética discursiva donde no hay reciprocidad no hay ética, ¿significa que no puede abrirse desde ella el acceso moral a la Naturaleza (ecologismo) o a las futuras generaciones? * — D a d o que del imperativo categórico dialógico no se derivan normas éticas concretas, ¿cómo pasar de la metanorma moral a las normas concretas en contextos histórico-sociales concretos? ¿O es que la ética discursiva se limita a convocarnos al diálogo sin poder decir nada concreto sobre los problemas reales? [Respuesta concreta a esta objeción son los trabajos de ética aplicada que inspirados por esta ética se están h a c i e n d o , así como los esfuerzos por conexionarla con la política y el derecho, a los que nos hemos referido en el apartado anterior]. — L a opción por principios y reglas frente a fines y bienes, ¿no supone una unilateralidad que resalta sólo los elementos coactivos de la ética? — L a racionalidad universalista que presupone, ¿no es en realidad la racionalidad propia de la tradición occidental? 25
Algunas de estas objeciones las hacen los propios cultivadores de esta corriente, con el ánimo de completarla (Cortina, 1990: 183-215; Rubio Carracedo, 19-57 y 88-129). Así, la primera de las autoras citadas propone que la ética discursiva debe ser completada «con una teoría de los derechos humanos, una ética de virtudes o actitudes, con una recuperación de la idea de valor y con la oferta de una figura inédita de sujeto» (A. Cortina, en Camps, 189). Otras objeciones se hacen desde otros enfoques.
Como ejemplo ilustrativo a este respecto, puede verse el trabajo de K-O. APEL (1993) «La crise écologique en tant que probléme pour l'éthique du discours» en el que se aplican los supuestos de la ética discursiva al caso de la ecología, ofreciéndose además una acertada síntesis de esos supuestos y de la distinción de los niveles A y B de la ética a los que nos hemos referido en I.2.d. 25
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5. El comunitarismo a)
Presentación
1. En los años ochenta comienza a extenderse la conciencia de los límites de las éticas procedimentalistas de inspiración kantiana (que en buena medida acabamos de reseñar). A ello se responde en parte con un trabajo crítico desde dentro de la propia orientación deontológica de la ética, pero también con críticas que remiten a enfoques éticos diferentes. Entre ellas resalta la de los comunitaristas, que privilegian historia y tradición frente a argumentación, y comunidad y socialidad frente a individuo e individualismo. Pero este término «comunitarista» engloba fuentes de inspiración y pensadores con notables diferencias entre ellos (Cfr Thiebaut en Camps). I) En cuanto a las fuentes de inspiración, la dominante es el aristotelismo (se les llama también neoaristotélicos), pero no se pueden minusvalorar las influencias de Wittgenstein y del Hegel que resalta la Sittlichkeit o formas de moralidad social e histórica, frente a la ética de los principios de la kantiana Moralitat. Además, diversos de sus supuestos están ya presentes en la filosofía hermenéutica de autores como Gadamer. 2) En cuanto a la orientación política y su relación con el proyecto ilustrado de la modernidad, hay quienes se proponen reconducir este p r o y e c t o desde sus supuestos (Taylor o Walzer), m i e n t r a s que otros mantienen tesis anti-ilustradas y la vuelta a sociedades comunitarias premodernas (como Maclntyre). 2. Abarcar la complejidad de este panorama en gestación aún incierta en una introducción a la ética como la que aquí se pretende, no parece un objetivo apropiado. Sin embargo, ignorar del todo esta corriente, tampoco sería conveniente. Nos limitaremos, por eso, a marcar telegráficamente algunas de sus pautas e introducirnos en algunos de sus textos. Respecto a lo primero, esta corriente insiste: —En criticar los límites de las propuestas éticas de la modernidad, por considerar que no consiguen definir toda la amplitud y profundidad de la esfera moral; especialmente porque desconocen, desde su universalismo e individualismo abstractos, las inevitables particularidades contextúales y el carácter sustantivo, histórico y cultural de bienes y valores. Subrayan con ello que la moral tiene una conexión decisiva con las propias tradiciones a través de las que cristaliza el ethos de una comunidad en la que somos socializados. Nuestra tradición cultural es, de ese modo, el horizonte de nuestra comprensión moral. — E s o supone que la justificación de la moral se hace, fundamentalmente, a través de un método narrativo. Definimos nuestra identi63
dad moral y resolvemos los conflictos entre tradiciones rivales a través de una adecuada narración. — S e critica igualmente la separación moderna entre lo bueno (particular-comunitario) y lo justo (universal-metacomunitario), pues lo justo no es sino una forma de bien y éste, como se ha dicho, tiene una referencia contextual irreemplazable. — D e s d e ahí se propone una recuperación de la felicidad como autorrealización y de las virtudes como el camino adecuado: referencias decisivas de lo moral. 3. Con todo ello se viene a resaltar algo que la corriente hermenéutica ya planteaba (probablemente con más riqueza de matices): que en la búsqueda de sentido, que por un lado nos remite a una instancia incondicionada, por otro hay en ella una inevitable historicidad y una inevitable labor interpretativa. Por eso «se debe mostrar que tales pretensiones de sentido, aun cuando remitan a una instancia incondicionada, siempre están, a su vez, condicionadas cultural y socialmente, si bien de tal manera que lo incondicionado nunca se agota en lo condicionado, sino que se proyecta más allá de éste, hacia una realización de sentido más adecuada. [...] El agente se forja a sí mismo como persona moral a través de su acción, pero en el contexto histórico de un horizonte de sentido que no ha fijado él solo, sino que más bien le ha sido parcialmente prefigurado y que codetermina en gran medida tanto lo que es como lo que se considera válido». (181-182). La labor crítica consistirá precisamente en reconsiderar de modo crítico esos prejuicios. b) Problemas planteados Queda así fuertemente subrayada la inevitabilidad del enraizamiento de la moral en las tradiciones y en la comunidad de pertenencia, algo que los planteamientos ilustrados, aunque lo vivan también, tienden a ignorar. De todos modos, sin un referente trans-contextual para la ética, se plantean serias dificultades: — ¿ C ó m o relacionarnos entre culturas con tradiciones éticas diferentes? — ¿ C ó m o evitar no sólo el relativismo intercultural sino también el intracultural a la hora de optar por una tradición concreta cuando en la propia cultura hay conflictos de tradiciones? — ¿ D e s d e dónde criticar la propia tradición cultural si no se quiere caer en el puro y duro conservadurismo de sacralizar lo que es? —Partiendo de la reivindicación de comunidades concretas, ¿cómo y por qué desbordar la solidaridad grupal hacia la solidaridad universal? 64
— P a r t i e n d o de la r e i v i n d i c a c i ó n de c o m u n i d a d e s h o m o g é n e a s , ¿cómo evitar los riesgos de intolerancia, xenofobia, etc.? — « A las vivas críticas que avanza respecto a la moralidad actual, la perspectiva comunitarista [la representada en especial por Maclntyre y próximos] responde con terapéuticas poco convincentes, puesto que pone por delante sea una valoración de comunidades restringidas, lo que queda muy por debajo de los desafíos masivos del presente, sea la exaltación de una tradición filosófica aristotélico-tomista ciertamente vigorosa, pero cuyos principios son extrínsecos a la modernidad, y por tanto presumiblemente poco aptos para responder a las aporías actuales. De golpe, el irrealismo de las respuestas lanza una duda sobre la justeza del diagnóstico: ¿no queda éste marcado por la nostalgia respecto a tradiciones éticas bien estructuradas que ofrecen a la conciencia modelos indiscutibles para ser seguidos? ¿Ha existido alguna vez tal modelo o se trata de una reconstrucción posterior a la que se le da una consistencia a posteriori y ficticia?» (Valadier, 24) Así, por un lado, el referente trans-contextual universalista que se reivindica desde el pensamiento ilustrado parece irrenunciable, c o m o igualmente ha parecido inevitable un fuerte grado de contextualización histórica. ¿Hay algún modo de articular esas referencias a primera vista contrapuestas? En ello se esfuerzan, de una manera más o menos explícita, pensadores provenientes de la ética discursiva, pero abiertos desde sus esquemas a la recuperación de ideas de bien sustantivo y de virtudes, pensadores comunitaristas no antimodernos que asumen desde sus enfoques las demandas de universalidad, y hermeneutas que tratan de hallar las huellas de lo trans-histórico en nuestra radical historicidad. Aunque con frecuencia enfrentados, hay en estos debates y búsquedas algo que les hace apuntar en dirección convergente.
Puede hacerse un comentario de los textos de C. TAYLOR, tomados de La ética de la autenticidad (ver anexo), para acercarnos a partir de ellos, de modo más concreto, a esta corriente desde uno de sus representantes.
6. Éticas de la alteridad Podría decirse que los enfoques éticos descritos hasta aquí parten siempre del sujeto, del «yo», en unos casos desde un enfoque más indivi65
dualista e incluso egoísta, en otros más intersubjetivo. Pero cuando esto ú l t i m o se afirma, se trata de una i n t e r - s u b j e t i v i d a d simétrica entre «yoes» iguales. Inviniendo esa línea, hay enfoques éticos actuales que, aun no siendo dominantes, son muy sugerentes. Así el de Lévinas, que hará partir el dinamismo ético del impacto pre-voluntario en el me acusativo del otro en su alteridad. O el de la ética de la compasión, que insistirá en la intersubjetividad asimétrica de la víctima frente a la no víctima. a) La propuesta de Lévinas Nos limitaremos a proponer, con cierta libertad, diversos «destellos» de un pensamiento como el de Lévinas complejo en su contenido y en su expresión, pues nuestro objetivo es sólo resaltar el papel del otro en la fundación de la ética. (Puede consultarse segunda parte de la obra de Simón). — L a relación fundamental es la relación con el Otro, con el Rostro del Otro, relación de alteridad, en la que el otro diferente (inapropiable, irreductible a las leyes del Mismo) me «habla» desde toda su altura (me enseña y ordena) al mismo tiempo que se me revela en toda su pobreza y fragilidad (me solicita). Asimetría originaria insuperable. — E n su «epifanía», el Rostro del Otro interpela al yo-me (me pone en acusativo), pone en cuestión su espontaneidad y autosuficiencia, llama a la responsabilidad instaurando con ello la libertad. Soy así responsable del otro antes de haber elegido serlo. Responsabilidad, por tanto, no en el sentido de libre asunción por mí ante los otros de mis acciones y sus consecuencias, sino responsabilidad que precede a mi iniciativa, que no depende de mi libertad. Soy responsable del otro sin haber pedido serlo y antes de todo compromiso libre por mi parte. (Caín como figura emblemática). Pero esa responsabilidad que no puede ser eludida, que no es iniciativa mía, me constituye en mi singularidad de sujeto libre, libre para responder. Además, ser asignado a la responsabilidad significa que soy asignado a la bondad. — L a subjetividad es así el uno-para-el-otro. «El Uno se expone al Otro como una piel se expone a lo que la hiere» (Lévinas). Responsabilidad como radical pasividad, pero que supone a la vez que se es «elegido» y que se me llama a responder en la acción. — L a exigencia ética no brota así del interior del yo como de su origen, sino del Otro que me interpela y obliga. Heteronomía, por tanto. Hay una obediencia que se impone, anterior a todo mandato. «La obligación que me liga aquí no es la de la universalidad de la ley, ya sea considerada esta universalidad como criterio o como fundamento, sino la de mi relación a otro, al rostro del otro» (Simón, 160). Obligación, pues, 66
como servicio al otro, gratuita, sin que haya intervenido ningún pacto entre el otro y yo, sin condiciones de mi parte. La ética no comienza más que con esta relación con el otro. Y si puede hablarse de universalidad de la norma es inscribiéndola en esta universalidad primera que reside en el hecho de que cada hombre es asignado a la responsabilidad para con el Otro. — L a justicia aparece con la entrada del Tercero, los otros, que introduce, en la directa relación asimétrica del cara a cara, las relaciones de igualdad y simetría de los otros que Otro, entre los que el yo, como los otros, importa. En esta fraternidad de los hombres la responsabilidad del uno-para-el-otro parece debilitada, pero es en realidad la que da sentido a la comunidad, la que debe salvarla de caer en el riesgo de uniformidad o sectarismo. Plena implicación, pues, en la que el Tercero me es dado en el Otro: «El Tercero me mira con los ojos del Otro: el lenguaje es la justicia». «»En la proximidad del Otro, todos los otros me obsesionan y ya la obsesión grita justicia, reclama medida y saber, es conciencia» (Lévinas). La desmesura de la responsabilidad está llamada a conjugarse con la mesura de la relación de igualdad y reciprocidad entre los terceros, pero permaneciendo siempre la inspiración-llamada que viene de la «altura» del otro.
Para afinar estas ideas y ahondar en ellas, puede hacerse el comentario a los textos de LÉVINAS tomados de De otro modo que ser o más allá de la esencia que se ofrecen en el anexo.
b) La ética de la
compasión
Inspirándose en Horkheimer y Benjamín, y con implícitas conexiones, aunque también con diferencias, con Lévinas, autores como R. Mate {La razón de los vencidos) trabajan un enfoque ético en el cual lo decisivo es la interpelación de la víctima en una situación de intersubjetividad asimétrica. 1. Entre los textos inspiradores, son particularmente significativos «Tesis sobre filosofía de la historia» (recogidas en Discursos interrumpidos T) de Benjamín. Sin poder adentrarnos aquí en el análisis que hace de dos concepciones de la historia, cabe resaltar c ó m o insisten en que el «recordar» histórico debe ser sobre todo recordar las víctimas del pasado, con las que debemos «cumplir una deuda» porque tienen unos «derechos pendientes», que nos exigen hacer todo lo posible para que la catás67
trofe no se vuelva a repetir. Las propias víctimas son entonces las que plenifican nuestra humanidad, las que de verdad nos dan cuando nos hacemos cargo de ellas, las que muestran que hay un modo de futuro que sólo se construye desde el pasado de las víctimas. 2. Un relato que ilustra este enfoque es el muy conocido del samaritano que, puestas aquí entre paréntesis sus contextualizaciones explícitamente religiosas, hay que saber interpretar para que nos resulte revelador de la dinámica ética fundamental: La parábola del samaritano nos muestra que es precisamente el nosujeto (pobre, víctima, fracasado, etc.) el sujeto que nos permite acceder a la condición de tales: el prójimo no es el caído sino el viandante que se solidariza con él. «La compasión es un movimiento intersubjetivo que parte del caído y fecunda al que se acerca a él. En ese momento alcanzamos la dignidad de hombres» (Mate, 20). Por eso, «si llamamos solidaridad al movimiento compasivo del yo al otro, hay que nombrar al movimiento contrario, al que viene del otro al yo, condición de posibilidad de la propia constitución en sujeto moral» (Mate, 155). La pregunta «¿quién es mi prójimo?», en una cultura en la que la obligación de amar tenía límites claros (acababa en los enemigos, pero también en otros grupos, por ejemplo los samaritanos, odiables por diversas razones) es en el fondo una pregunta por la universalidad de la dignidad humana, pero desde una perspectiva muy especial. El jurista que pregunta se plantea esta posible universalidad ética en términos objetivos: quiere saber hasta dónde llega su deber —el objeto de su obligación— desde su condición previa de sujeto. La contrapregunta de Jesús, «¿cuál de esos tres se hizo prójimo?», cuestiona esa subjetividad moral previa e indica, como hemos dicho, que la constitución del hombre como sujeto moral se produce en la relación intersubjetiva, en la respuesta a la demanda de la víctima, con lo que la universalidad «no puede entenderse como una emanación del yo, como una difusión de lo que uno ya es o tiene, sino como respuesta a la necesidad del otro. La universalidad es el grito del necesitado» (Mate, 146). 3. Es importante precisar por qué y cómo la compasión es un sentimiento moral: El que sufre no debe ser visto como algo digno de conmiseración, sino como un sujeto humano con unas exigencias de dignidad que la solidaridad trata de actualizar removiendo los impedimentos que la obstaculizan. En este sentido se abre a una dimensión política. Avanzando en la misma línea, y ante el déficit de fundamentación que supone remitir sin más el universalismo ético al sentimiento de compasión, hay que mantener que, aunque la compasión es como tal un sentimiento particular, debe ser mediada racionalmente: el otro es digno de 68
compasión, no mero objeto doliente. Desde aquí se toca de algún modo la universalidad. El que se solidariza debe descubrir que su propia dignidad depende del otro, que tiene una deuda con la víctima; de lo contrario, la compasión podría ser sólo un sentimiento de benevolencia premoral. El reconocimiento, por tanto, debe ser mutuo, pero no equivalente. La intersubjetividad es asimétrica y pide priorizar los derechos de los más necesitados. c) Objeciones a estos enfoques. Debate —P. Ricoeur, aun siendo claramente sensible a los planteamientos de Lévinas, indica que se da en éste una tal radicalización argumentativa, una tal afirmación hiperbólica del otro, de quien procede toda iniciativa, que hace impensable un concepto de sí mismo definido por su apertura y su capacidad de descubrimiento y discernimiento, su capacidad también de entrar en el intercambio del dar y el recibir. Según él, es preciso que, sin quitar fuerza a la interpelación del otro, una dialógica se sobreponga a la relación de distancia pretendidamente absoluta entre el yo separado y el Otro enseñante (Ricoeur, 1990, 387-393). Aunque cabría matizar que las superlativizaciones metafóricas de Lévinas pueden ocultar el que no se suprime la libertad y la iniciativa del sujeto, sino que se la sitúa en el eje de una responsabilidad antecedente, de una pasividad constitutiva. — O t r a objeción que se le hace a Lévinas es que desde sus planteamientos no pueden encontrarse orientaciones precisas para los problemas concretos. Y es cierto que la ética que propone Lévinas se sitúa en el plano de la fundación y el sentido primero. El tema está en si hay que pedirle algo más o si esa orientación general puede tener ya fuertes repercusiones prácticas . — A la ética de la compasión inspirada más directamente en Benjamín se la tiende a acusar de estar excesivamente vuelta hacia el pasado, cuando la suerte de la ética se decide en el presente y el futuro. Su insistencia en «recordar» ¿no olvida, además, la frecuente conveniencia, incluso necesidad, de olvidar? Aunque habrá que ver si no hay que distinguir entre modos de recordar, y si no será una cierta mirada al pasado la condición de una adecuada mirada al presente y al futuro. 26
Respecto a todo esto hay que tener además en cuenta que no es quizá del todo justo hablar sin más de una ética lévinasiana, en el sentido de que él no pretende hacer una teoría nueva sobre lo que podría considerarse una parte de la filosofía; al calificar a su proyecto de «filosofía primera», sobrepasa el campo ético tal como se entiende normalmente, para buscar decir el sentido de lo humano. 2 6
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— L a ética de la «compasión» se remite, como su nombre indica, a un sentimiento. Aunque después hable de mediarlo racionalmente, ¿no supone en el fondo caer en el emotivismo? — P a r a algunos, estas éticas rozan excesivamente los límites entre lo filosófico y lo religioso. La racionalidad filosófica estricta debería ser más sobria. Y es cierto que estos planteamientos tienen una clara inspiración en la apocalíptica y la profética judías. El tema está en saber si invaden sutilmente lo religioso o simplemente miran más a Jerusalén que a Atenas, aunque conservando el rigor filosófico heredado de ésta.
7. Una propuesta de articulación de enfoques: P. Ricoeur En lo que antecede se han ido proponiendo diversos modos de entender la ética que consideramos particularmente significativos hoy. Todos ellos ilustraban dimensiones importantes del hecho moral, aunque en algunos casos podamos pensar que no desvelan su sentido más auténtico. Pero, a su vez, la complejidad de este hecho parecía desbordar siempre a las explicaciones. A fin de disminuir en lo posible la distancia entre esa complejidad y su comprensión a través de una teoría (suprimir la distancia no parece viable) hay dos estrategias: una intenta ahondar en una de las perspectivas citadas, matizándola y completándola, otra intenta articular perspectivas. A esta segunda estrategia se la puede acusar de eclecticismo, pero en realidad: 1) h e m o s visto c ó m o q u i e n e s tratan de c o m p l e t a r un enfoque determinado acaban invadiendo campos de otros enfoques; 2) articular y dialectizar perspectivas no es lo mismo que sumar explicaciones: la articulación y dialectización crean sentido, matizan, modifican y completan significados, a través de las selecciones, jerarquizaciones, relaciones tensionales, ordenaciones y complementos que proponen. Pues bien, nos parece que en el estado actual de la reflexión filosófica son estas propuestas articulatorias, que integran crítica y creativamente los hallazgos de teorías concretas, las que mejor pueden dar cuenta del fenómeno ético en su complejidad. Y entre ellas, la que nos parece particularmente significativa es la de P. Ricoeur, que matizaríamos con una acogida algo más marcada de los supuestos lévinasianos que la que él tiene. (Véase Ricoeur, 1990 estudios 7.°, 8.° y 9.°; 1991, «Éthique et morale») . 27
Debe tenerse presente, de todos modos, que especificar esta propuesta, aparte de clarificar el marco de referencia de quien esto escribe, quiere ser sobre todo una invitación a que cada uno haga sus propias opciones. 27
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a) Articulación
de teleologismo
y
deontologismo
Ricoeur parte de que la ¿tic¿ debe, asumir a fondo las dos dimensiones de lo moral a las que en su momentos nos referimos: 1) lo bueno: desde aquí la ética se ocupará de la orientación a una vida realizada bajo el signo de las acciones estimadas buenas (perspectiva teleológica de herencia aristotélica); 2) lo obligatorio, con lo que la ética abordará el tema de las normas caracterizadas a la vez por la constricción y la exigencia de universalidad (perspectiva deontológica de herencia kantiana) . En el primer caso es subrayada la estima de sí; en el segundo caso, el respeto de sí. En el primer caso, la distinción entre ser y deber ser queda más difuminada, en el segundo, más radicalizada. Pues bien, Ricoeur propone la articulación de estas dos perspectivas a través de las tesis siguientes: 1) Primado de la estima de sí; 2) necesidad de que esa estima pase por la criba de la norma; 3) necesidad del recurso a la estima de sí cuando la norma conduce a impasses prácticos. 28
b) La intención ética La intención ética es la que define el movimiento originario de la persona moral. Ricoeur la define del siguiente modo: «Orientación a la vida buena, anhelo de vida buena o vida realizada, con y para los otros, en instituciones justas». — A n h e l o de vida realizada y, como tal, feliz. Al inscribir la ética en las profundidades del deseo, se subraya su carácter optativo anterior a todo imperativo. El elemento ético de este deseo puede ser expresado como estima de sí, un sí mismo que implica a las tres personas gramaticales (el sí mismo no es posición egológica) y una estima que es fundamentalmente estima de nuestra capacidad de obrar intencionalmente y con iniciativa. La vida buena, esa nebulosa de ideales de cada uno, es así la idea de una finalidad superior que no cesa de ser interior al actuar humano, tal como pretendía Aristóteles. Esa indefinición no empuja a desterrarla de la reflexión ética, sino que la integra con la exigencia de un constante trabajo de interpretación de sí mismo y de la acción, que supone un encaje de las finalidades con la deliberación de la phronesis. El resultado de ese trabajo, aunque para el agente sea convicción con evidencia experiencial, sólo puede reclamar, como toda interpretación, Ya avanzamos que él propone hablar de ética para referirse al ámbito de lo bueno y de moral para referirse al ámbito de lo obligatorio, pero aquí prescindiremos de esta distinción terminológica para no crear confusión con la que hicimos en 1.3. 2S
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plausibilidad; la adecuación entre ideales de vida y decisiones vitales no es susceptible de verificación en el sentido científico-demostrativo. — C o n y para los otros. La estima de sí debe tener un despliegue dialógico (no un añadido: la participación en la vida común no es contingente por principio, como supone el individualismo, es esencial para la constitución del sujeto). Y este despliegue de la dimensión dialogal de la estima de sí es la solicitud, o movimiento del sí mismo hacia el otro que responde a la interpelación por el otro del sí mismo, y cuyo secreto es la reciprocidad entre semejantes insustituibles. Es aquí donde tienen su lugar las dinámicas de la amistad (relación simétrica) y de la compasión (relación asimétrica), y donde la relación con los otros se convierte en una búsqueda de igualdad moral por las diversas vías del reconocimiento . — E n instituciones justas. Estima y solicitud son incompletas sin referencia a las instituciones justas, que permiten incluir a los terceros sin rostro, a los «cada uno», y en perspectiva de duración. Por instituciones se entiende aquí todas las estructuras del vivir juntos de una comunidad histórica irreductibles a las relaciones interpersonales y ligadas a la noción de distribución en sentido amplio (derechos, deberes, bienes, poderes...), destacándose así la dimensión política de la ética. De lo que de momento se habla, como prioritario además, es, de todos modos, del sentido de la justicia, en conexión estrecha con el sentido de la injusticia, que luego se formalizará, sin agotarse, en los sistemas jurídicos. Lo justo como bueno (teleología), antes que lo justo como legal (deontología). 29
c) El paso por la prueba de la norma Es necesario para precisar las condiciones de realización, siempre limitada, de la intención ética. — E n el caso de la estima de sí, al confrontarse con la norma, la voluntad que se reconoce en su relación con la ley (Kant) sustituye al deseo razonable que se reconoce en su intención (Aristóteles), la pretensión de universalidad como exigencia de racionalidad se impone a la teleología
interna, el discurso imperativo sustituye al optativo. Y como el imperativo sugiere un exterior que manda, se resuelve la tensión colocando en el sujeto, a la vez, el poder de mandar (voluntad autolegisladora, autonomía) y el de obedecer/desobedecer. Hay que advertir, de todos modos, que desde esta perspectiva la regla de universalización funciona como criterio, no como fundamento, pues en el orden del fundamento la intención ética precede a la noción de ley moral. — D e la solicitud se pasa a la norma precisamente por la disimetría en la interacción, por la existencia de la violencia. La norma es aquí la figura que reviste la solicitud frente a la violencia. De ahí procede que la primera forma de prohibición tenga forma de negación. De todo ello se hace eco el segundo imperativo kantiano, al remitir a la idea de persona como fin en sí, digna de respeto (correlato de la solicitud), que supone la formalización de la Regla de Oro, al ofrecer un criterio de discernimiento entre deseos. Lo originario sigue siendo, de todos modos, el intercambio de estimas de sí o solicitud, pues es ésta «el alma oculta de la prohibición. Es ella la que, en última instancia, arma nuestra indignación, es decir, nuestro rechazo de la indignidad infligida a otro» (Ricoeur, 1990, 258). — C u a n d o el sentido de la justicia es mediado por la norma, se pasa a los principios de justicia, a lo justo como lo legal. Para precisar esto último es particularmente significativa la aportación de Rawls, que supone en realidad la formalización de un sentido de la justicia de algún modo presupuesto, la racionalización de las convicciones sopesadas en torno a la justicia. Así, frente al teleologismo utilitarista que define la justicia como maximización del bien para el mayor número, se ofrece una solución procedimental a la cuestión de lo justo a través de dos principios deducidos desde la ficción del contrato, en la posición original y con el velo de ignorancia. (Cfr. Rawls, Teoría de la justicia). Pero si hay que acudir a esa ficción fundadora se debe quizá a que, cumplido el olvido del querer-vivir-juntos por efecto de la dominación, sólo queda la ficción del contrato formal para afirmar la soberanía y la justicia. d) El recurso a la intención ética. La sabiduría práctica
, Ya anuncié que globalmente hablando me situaba en perspectiva ricoeuriana, aunque no pretendía exponer tanto mi reasunción cuanto la síntesis del pensamiento de Ricoeur. Como avancé, sin embargo, que me gustaría hacerle una acentuación lévinasiana, éste puede ser el lugar de señalarlo. Ricoeur sugiere que se puede partir indistintamente de cualquiera de los tres polos de la intención ética con tal de mantener su lazo esencial entre ellos. Es aquí donde me gustaría hacer la acentuación «lévinasiana» privilegiando la entrada por el polo de la solicitud, y resaltando así (sin llegar a los excesos hiperbolizadores que ciertas expresiones de Lévinas tomadas en su literalidad dan a entender) la significatividad de una «pasividad-receptividad», ante el otro víctima en especial, que no inhibe sino que da sentido y arranque a la iniciativa ética. 29
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Así como se precisa la moral de obligación para poner a prueba las ilusiones sobre nosotros mismos, es igualmente necesario el recurso de la norma a la intención ética cuando la aplicación de la primera conduce a impasses que exigen la sabiduría práctica «ligada al juicio moral en situación y para la que la convicción es más decisiva que la regla misma. Esta convicción no es, con todo, arbitraria, en la medida en que acude a recursos del sentido ético más originario que no han pasado por la norma» (Ricoeur, 1991, 265). 73
Kant tiende a ignorar la tensión que puede crearse en las situaciones concretas entre respeto a la ley y respeto a la persona, porque sólo considera el proyecto ascendente: de la acción a la máxima y de ésta a la regla universal. Pero hay un trayecto descendente de aplicación de la regla en el que ésta debe acomodarse a la singularidad irreemplazable de cada persona, hasta crear incluso la excepción; excepción que no es la del amor propio sino la excepción en favor del otro. «La sabiduría práctica consiste en inventar las conductas que satisfagan lo más posible a la excepción que pide la solicitud traicionando lo menos posible la regla» (Ricoeur, 1990, 312). En definitiva, la «transgresión» no es más que el intento de resituar la norma en la intención ética. Hay que advertir además que cuando esta phronesis alcanza los problemas de justicia, debe ser pública, debe traducirse en debate público.
e) Las vías de justificación Lo que antecede pone en tensión la pretensión universalista propia de las reglas con el reconocimiento de las exigencias de realización de las mismas en contextos históricos y comunitarios precisos (que los comunitaristas resaltan tan nítidamente). Pues bien, si hay una «trágica de la acción», dice Ricoeur, es porque ambas tesis, la universalista y la contextualista deben ser mantenidas, aunque con mediación de la sabiduría práctica, que es la que permite sobrepasar la antinomia. La reinterpretación de la herencia kantiana hecha por Apel y Habermas tiene, por eso, su entera legitimidad, con tal de que se la mantenga en el trayecto ascendente de justificación, de modo tal que nos prevenga de las objeciones contextualistas que desde una concepción etnográfica de la cultura y su apología de la diferencia hacen imposible y vana toda discusión. Pero debe ser consciente de que hay que dejar descubierta la zona conflictual del trayecto descendente de efectuación, que hay que dejar abierta la posibilidad ética de las convenciones. Y eso significa que la ética discursiva debe integrar las objeciones del contextualismo, a la vez que éste debe tomar en serio la exigencia de universalización para concentrarse en las condiciones de «puesta en contexto» de esa exigencia. La justificación de la ética, en su sentido más pleno, se muestra de ese modo a través de una «dialéctica fina» entre convicción, narración y argumentación: —Porque en la ética hay una inevitable dimensión de convicción, de apuesta por ciertos valores y fines, que debe ser «verificada» a lo largo de la vida. En la convicción siento a la vez el riesgo de la elección y el sometimiento a algo más grande que yo. Ni la siento como mero fruto de la historia («siempre ha sido verdad»), ni la 74
siento como mera emoción (ni intuicionismo irracional ni constructivismo arbitrario). — L a convicción revela así su fuerza, pero también su debilidad. En la purificación de las convicciones un primer momento es el hermenéutico. Nuestras convicciones están ligadas a tradiciones en las que arraigamos, están transmitidas a través de narraciones que han ido sufriendo una cadena de interpretaciones purificadoras e iluminadoras que asumimos, en las que reconocemos nuestra identidad. (Piénsese, por ejemplo, en Antígona o El samaritano). — L a purificación de las convicciones se realiza en segundo lugar a través de la argumentación, tal como la entiende la ética discursiva. La arguméñlac7oñ~Tunciona como instancia transcendente que permite decidir desde el consenso racional sobre la validez de lo que se somete a discusión, sin ser algo exterior a la autonomía individual. Es por eso la vía inigualable de justificación. Pero no puede olvidar que la materia de su debate está constituida por las convicciones arraigadas en tradiciones. La fundamentación así obtenida no puede pretenderse última, absoluta (es algo que el hermeneuta asumirá con naturalidad desde su insistencia en la finitud de la comprensión), pero sí suficiente. Podría decirse que supone situarse «en los umbrales de la justificación».
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Para reasumir, confrontar y ver la aplicabilidad de las diversas propuestas éticas que se han estudiado puede resultar muy conveniente retomar algún caso, tema o debate socialmente significativo y precisar cómo podríamos enfrentarnos éticamente a él desde las diversas sensibilidades y enfoques de cada propuesta ética. Se sugieren, como ejemplo, estos dos casos, vivos en el debate social al escribirse estas líneas: 1. A partir de las campañas a favor del 0,7, plantear el tema de la cooperación al desarrollo entre Norte y Sur. ¿Cómo cabría asumirla desde cada una de las propuestas éticas? ¿Qué orientaciones de acción podrían encontrarse y por qué razones y motivaciones? 2. Un segundo tema puede ser el de la eutanasia activa que en principio se plantea ante el caso de enfermedades incurables con serios dolores físicos y contando con el consentimiento libre de los interesados dado en estado de lucidez. Desde el punto de vista ético, ¿debe ser permitida o incluso alentada?, ¿debe ser despenalizada o incluso legalizada? ¿Cómo cabe enfrentarse a estas preguntas desde las diversas propuestas éticas? 75
Para que el diálogo no sea excesivamente esquemático y simple, conviene que se tengan presentes las diversas perspectivas: 1) La que insiste en que la buena muerte es la muerte propia, en cuanto muerte libre que uno se da a sí mismo cuando lo considera oportuno: aquí entraría en juego un derecho; 2) la que entiende que la vida, por motivaciones religiosas o no religiosas, es algo de lo que no nos toca disponer, ni para que nos la quiten ni para quitárnosla; 3) la que entiende que el modo de humanizar la muerte sin caer en los riesgos que la legalización de la eutanasia podría traer, es avanzar en los cuidados y atención al enfermo en sentido pleno, no ciñéndose a lo medicamental sino tratando de crear un adecuado tejido relacional que ayude a los enfermos terminales a asumir adecuadamente su muerte; 4) la que propone que el problema se resuelva socialmente desde la permisividad legal —contemplando medidas adecuadas para que no se caiga en abusos— que permita a cada uno hacer lo que considere correcto. Conviene igualmente tener presentes las diversas sensibilidades o incluso antropologías latentes (que pueden tener lazos entre ellas): 1) La que identifica al ser humano con la autonomía y la libertad personales, con el dominio de sus actos, que tiende a ver en las situaciones terminales una degradación de la «dignidad»; 2) la que insiste en los lazos de interdependencia en todos los momentos y situaciones, viendo como riesgo una eutanasia permitida desde enfoques individuales que forzaría a pedirla a quienes se consideran una «carga» para los demás, precisamente por el debilitamiento de estos lazos; 3) la que, sin hacer apología del dolor y tratando en lo posible de evitarlo, entiende que hay una «sabiduría» en acoger receptivamente el sufrimiento y la muerte (contra el «encarnizamiento terapéutico» y contra la eutanasia), que permite hacerlos plenificadores.
Capítulo 4
La realización de la ética
Aunque la ética, en sentido estricto, insiste en la orientación general del deber ser y el fundamento del mismo, si no quiere ser ajena a la vida concreta no puede ignorar, c o m o ya indicamos, el m o m e n t o de aplicación de los principios que propone, una aplicación que, por la complejidad y singularidad de las situaciones, no podrá reducirse a la mera y estricta deducción, sino que deberá tener en cuenta otra serie de factores. En general, será necesario que se establezca una relación dialéctica entre los principios y la situación, en virtud de la cual el principio oriente la acción situada, pero a su vez se matice desde las exigencias que la situación impone. Pasemos, por eso, tras haber estudiado el m o m e n t o ascendente de la justificación de la ética, a ver lo que supone el m o m e n t o desc e n d e n t e de su r e a l i z a c i ó n , bien e n t e n d i d o q u e p o r el o b j e t i v o q u e pretendemos no aterrizaremos en campos concretos sino que nos limitaremos a diseñar algunos de los marcos y perspectivas de la m i s m a . 30
1. Ética civil y éticas de máximos El hecho de que existan, como hemos visto, diversos paradigmas de la racionalidad ética, el hecho, además, de que a ellos pueden sumarse propuestas específicas provenientes de las creencias religiosas, hace problemático este momento de realización de la ética. Porque, por un lado, hay en ella una exigencia de universalidad también en la aplicación (lo Por nuestra parte hemos avanzado hacia esos campos concretos en: Ética periodística, Bilbao, Universidad de Deusto, 1995; y La ética ante la crisis ecológica, Bilbao, Universidad deDeusto, 1995. 3 0
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que debe hacerse todos deben hacerlo) a la que no parece que podamos renunciar por dos razones: si consideramos que ciertos deberes y principios son básicos y éticamente correctos, tenderemos a deducir que lo son para todo ser humano; y si los humanos no asumimos ciertos deberes con carácter universal ¿cómo será posible una convivencia justa e incluso una convivencia sin más? Por otro lado, esta generalización parece significar una cierta violencia no fácil de justificar desde la ética: ¿en virtud de qué a quienes no ven racional o vitalmente determinados principios, les exigimos que los cumplan? O dicho de otro modo: ¿en virtud de qué unos enfoques éticos pueden reclamar su d e r e c h o a imponerse sobre otros? ¿O hay algún modo de defender la convivencia de enfoques diversos que no suponga la aceptación del relativismo? Estas son, por supuesto, cuestiones que sólo se plantean en sociedades pluralistas como las nuestras. Y a ellas se trata de responder distinguiendo entre una ética civil, que expresaría lo exigible universalmente y unas éticas de máximos, ligadas a convicciones, creencias, definiciones de bien, que no se imponen universalmente. La primera definiría los mínimos axiológicos y normativos que hay que compartir para que, entre otras cosas, las éticas de máximos puedan ser plenamente vividas por los grupos que las asuman. Veamos lo que esto supone y cómo debe darse una relación que en la práctica no es tan sencilla. a) Noción y contenido de la ética civil Siguiendo a M. Vidal (1991) podemos decir que la ética civil presupone: 1) La «o confesionalidad de la vida social. La ética civil surge de la sociedad laica y se dirige a una vida social no regida por la confesionalidad; 2) el pluralismo de proyectos humanos, de los que dicha ética es su instancia crítica y la expresión de su convergencia; 3) la justificación puramente racional e intramundana de una ética en la que deben coincidir creyentes y no creyentes. «Proponer, justificar y apoyar la ética civil es proponer, justificar y apoyar la sociedad laica, plural y de racionalidad ética» (Vidal, 1991, 32). La ética civil es ética, es decir, tiene una referencia al deber ser que hace que no se identifique ni con la normatividad convencional (civismo), ni con la normatividad de los hechos (sociología), ni con la normatividad jurídica (derecho): no oponiéndose en principio a ellas, es su referencia crítica. Y aunque tenga una concreción privilegiada en los ámbitos social y profesional, tampoco se limita a ellos, ya que formula la dimensión moral de la vida humana en cuanto ésta tiene una repercusión para la convivencia social. La ética civil es el mínimo moral común, tanto en la vertiente de la sensibilidad moral como de los contenidos, de una 78
sociedad secular y pluralista, asumido no como fruto de consensos superficiales o pactos interesados, sino como expresión de la maduración ética generalizada de una sociedad. En este sentido, no se contrapone a ninguna ética de máximos, sino que se da al interior de todo proyecto ético que se atiene a las reglas de juego del auténtico pluralismo democrático. La ética civil aspira así a la universalidad, a ser la moral común para toda la humanidad. «Se trata de una significación que tiende a construir la conciencia de la humanidad en cuanto pertenencia primaria y anterior a todas las restantes identificaciones» (Vidal, 1991, 35). La compleja y permanente gestación de esta conciencia moral de mínimos compartida y universalizable puede ser identificada grosso modo con la tradición de los derechos humanos tomada en su sentido más pleno — c o n su dialéctica de disensos y consensos—, siendo también las formulaciones de esos derechos y la sensibilidad en torno a ellos las que expresan el contenido nuclear de la ética civil. b) Éticas de máximos y tolerancia. Junto a esa ética de mínimos que se pretende universal, hay éticas que se apoyan en cosmovisiones totalizantes, ya sean de signo religioso o de carácter laico, que suponen factores que pertenecen al universo de las opciones y que desbordan en cualquier caso lo asumible desde la racionalidad universalmente admitida. Conviene, por eso, aclarar la relación que debe darse entre estas dos expresiones de la ética. La ética civil debe suponer: 1) la unificación de colectivos con diferentes éticas de máximos en torno a un núcleo desde el que todos puedan colaborar para elevar la maduración ética de la humanidad, así c o m o para avanzar en la realización de la igualdad y la solidaridad entre los hombres; 2) la referencia inspiradora, justificadora y critica de las instituciones comunes que se creen para regular el pluralismo y mediar la construcción de una sociedad justa; 3) la crítica de aquellas cosmovisiones totalizantes que no respetan esos mínimos morales. Las éticas de máximos, a su vez: 1) son de hecho una de las fuentes en las que se va inspirando, aunque sólo sea con asunciones parciales, la ética civil; pueden en este sentido contribuir al trabajo constante de maduración ética colectiva, con tal de que acepten con honestidad y convicción el pluralismo democrático; 2) son la referencia de sentido más pleno para las vivencias éticas de personas y grupos; 3) deben dejarse criticar e interpelar por las exigencias de la ética civil: los mínimos que ésta propone deben ser asumidos por ellas; 4) no pueden pretender imponerse por el poder coactivo, desde un pretendido monopolio de la verdad, sino que deben tratar de extenderse únicamente a través de argumentaciones 79
convincentes y a través de testimonios que prueben experiencialmente la capacidad plenificante de la ética que se defiende y la muestren digna de ser preferible a otras. Con esta última observación hemos apuntado de lleno al tema de la tolerancia. La tolerancia debe ser vista como el modo adecuado de convivencia y de búsqueda de la verdad. Modo adecuado de convivencia, en primer lugar, porque es el que plasma el principio ético fundamental de la misma: el respeto a la dignidad de todo ser humano, que supone el reconocimiento de su autonomía en el ámbito de las convicciones, que exige en concreto que el otro llegue a la verdad no por imposición sino por convicción, que asume, por tanto, el derecho al error. La tolerancia no es así un cálculo o la asunción de un mal menor, sino la convicción básica desde la que situar las diversas convicciones concretas y plurales. En segundo lugar, la tolerancia positiva y no meramente escéptico-indiferente, debe ser vista como un modo adecuado de búsqueda de la verdad, desde la conciencia de que nuestras convicciones deben ser sometidas a la prueba purificadora de su honesta confrontación con otras: el debate no es sólo el lugar en el que extender nuestra convicción, es también el lugar para matizarla e incluso modificarla. Plasmando todo lo que antecede en la dinámica social, se diseñan dos expresiones de la tolerancia que Ricoeur llama de abstención y de confrontación. La primera corresponde al Estado: «Ante la ley, se considera que los individuos tienen creencias, convicciones, intereses que definen el contenido de sus discursos. Es precisamente este contenido el que la justicia ignora [siempre que no contradiga los mínimos éticos], porque es la justicia, es decir, el arbitro de pretensiones rivales, no el tribunal de la verdad. Destituido en tanto que instancia de verdad, el poder civil ha conquistado su estatuto de Estado de derecho» (Ricoeur, 1991, 300). Este marco debe permitir y fomentar la tolerancia de la confrontación: porque no soy indiferente a las convicciones ni a la verdad, porque sé que no da lo mismo para la plenitud de la humanidad unas convicciones que otras, confronto activamente mis convicciones con las de los demás, en el contexto de la tolerancia plural, para que esas convicciones y las prácticas a que dan lugar se extiendan, no, c o m o dijimos, por la fuerza coactiva, sino por la fuerza de la argumentación y del testimonio. (Cfr Etxeberria, 1994) He aquí un texto expresivo de A. Cortina que retoma las consideraciones que anteceden desde el marco conceptual de la ética discursiva y con sus matices: «Las dos dimensiones que constituyen al sujeto que se a u t o d e n o m i n a realizativamente " y o " son la autonomía personal y la autorrealización individual; consideración que es clave a la hora de construir un marco de aplicación de la ética discursiva, porque nos per80
mite distinguir en el concepto mismo de sujeto las exigencias de una ética de mínimos de las propuestas de una ética de máximos. [...] Desde un punto de vista estrictamente moral, es autónoma la voluntad que se deja orientar "por lo que todos podrían querer", es decir, que en sus decisiones sobre normas sólo se deja orientar por intereses universalizables. De ahí que la autonomía del sujeto, sea en el nivel pragmático-lingüístico, sea en el estrictamente moral, se refiera a la capacidad universalizadora, que es la que en el ámbito de las normas nos permite fundamentar racionalmente una ética de mínimos universalmente exigibles [...]. Es la dimensión de autorrealización, por el contrario, la que expresa la especificidad individual: ese proyecto biográfico de realización personal, que no tiene que ser argumentativamente defendido ante nadie para ser racional, sino que basta con que tenga un sentido para el sujeto que se lo propone. Una biografía precisa sentido para el que la vive, en primer término, y la aceptación de aquellos cuya estima, por "razones" no universalizables, merece crédito. Y esta es — a mi j u i c i o — una parte sustancial del mundo moral del sujeto, del que forman también parte la valoración y la preferencia, que necesita criterios de sentido, pero no de validez. Ciertamente el sujeto aprende los valores que componen su proyecto vital en un mundo compartido, pero forman parte de tal proyecto precisamente porque son aquéllos por los que él opta» (A. Cortina, en Camps, 191-192)
Que estos planteamientos no son meramente teóricos sino que tienen una fuerte incidencia en la práctica, en la realización de la ética, queda de manifiesto cuando se abordan problemas tan relevantes en nuestra sociedad como los relacionados con el mundo de la bioética, los riesgos de la tecnología, la realización de la justicia y la solidaridad, etc. Puede ser ilustrativo a este respecto trabajar algún campo determinado para ver cómo se concreta en él la dialéctica entre ética de mínimos y éticas de máximos. (Hemos ejemplificado por nuestra parte esta dialéctica en: «La articulación entre ética y simbólica en la sexualidad», Pastoral Misionera, 190-191 (1993) 57-82, para el caso de la sexualidad, y en La ética ante la crisis ecológica, Bilbao, Universidad de Deusto, 1995, para el caso de la ecología). Puede ser igualmente interesante debatir el tema de la desobediencia civil, en el que cabe apreciar tensiones (diversas según los casos) entre ética mínima, éticas de máximos y derecho positivo: tema complejo y ambiguo por sus múltiples manifestaciones, pero también decisivo para el avance de la maduración ética colectiva.
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Comentario de los textos de R. Dworkin tomados de Ética privada e igualitarismo político que figuran en el anexo para profundizar en este tema. En este marco de la ética de mínimos pueden retomarse de nuevo los textos de J. Rawls y confrontarlos con los de Dworkin, como puede igualmente retomarse el tema de la relación entre ética (mínima) y derecho, que en su momento se vio desde la perspectiva de la ética discursiva.
Para profundizar en este tema, se ofrecen en anexo los propios textos de M. WEBER, tomados de El político y el científico, para que se haga un comentario de los mismos.
3. Conciencia moral y sabiduría práctica
2. Ética de la convicción y ética de la responsabilidad Otro de los aspectos que debe ser tenido en cuenta a la hora de la realización de la ética es la tensión entre convicciones y mandatos que parecen imponerse de modo absoluto («debes hacer lo que debes hacer, estés en la situación en que estés y pase lo que pase») y exigencias de las circunstancias («debes hacer lo que sea posible, lo que sea mejor aquí y ahora»). De algún modo se ha hecho referencia a ello al hablar de teorías deontológicas (que tienden a apuntar a lo absoluto del deber) y teorías teleológico-consecuencialistas (que proponen que la opción ética se guíe por las consecuencias previstas). Pero esta tensión se manifiesta de modo especial cuando hay que aplicar la ética al campo de la política: en él se viven de modo particularmente intenso las exigencias y riesgos del ajustamiento de los principios éticos a la realidad, del ajustamiento de los medios a los fines. Por eso, aunque reasumiremos esta problemática en el punto siguiente, vamos a comenzar adentrándonos en ella a partir del comentario de los célebres textos de Weber en los que distingue con gran nitidez, y desde el caso de la acción política, entre lo que él llama la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. La primera nos revela la excelencia de lo preferible y la radicalidad con que se asume, la segunda tiene en cuenta lo realizable en un contexto histórico y sopesa las consecuencias. Frente a la inclinación d e Weber a p o n e r l a s en d i s y u n t i v a , son éticas llamadas a articularse dialécticamente, tanto a través de la interacción de grupos e instituciones que se remiten preponderantemente a una u otra como a través del propio debate interno de cada persona o grupo, a fin de no caer en el moralismo inoperante y hasta perjudicial en un caso o en el cinismo en el otro, aunque hay que ser conscientes de que nunca podrán fusionarse enteramente. 82
La ética se realiza a través de acciones morales que están sujetas a un determinado proceso de deliberación y de decisión en el que es decisiva la racionalidad prudencial o sabiduría práctica, y que remiten en última instancia a opciones personales para las que la referencia a la conciencia moral es decisiva. a) Los momentos del proceso ético. La sabiduría práctica La acción moral es: 1) una acción intencional, al subrayar el fin como elemento determinante de la realización, así como los motivos, que expresan las razones; 2) que supone una deliberación, 3) que acaba en una decisión cuya puesta en práctica es dicha acción. (Cfr Simón, primera parte). En la deliberación el agente moral mantiene un debate consigo mismo para formularse las razones de su obrar. Con frecuencia este debate no es explícito, a veces porque se rehuye consciente o inconscientemente por el agente, otras porque la elección a que da lugar uno de esos debates se traduce en una opción durable hecha de consentimientos sucesivos que ya no se cuestionan. El debate se hace más explícito cuando varias alternativas (hacer esto o lo otro, hacer algo o no hacerlo) se nos presentan como posibles. Aunque la deliberación sea personal (también hay deliberaciones colectivas en forma de debates públicos), nunca es estrictamente individual, a veces porque se acude expresamente al consejo de otros, siempre porque se tienen en cuenta valores, normas y experiencias que nos han sido legados por otros. No puede pretenderse que el fruto de la deliberación sea siempre la plena claridad, porque en sí es imposible un dominio total de la situación, de nuestras motivaciones profundas, de las repercusiones de la acción, etc. Además, la ley formulada en su abstracción no tiene una aplicabilidad directa para lo concreto de cada situación en su complejidad. Es aquí donde entra precisamente la sabiduría práctica, la que trata de ar83
monizar unos valores con otros cuando resultan conflictivos en la realidad, las exigencias de universalidad de la ley con la singularidad de los individuos en situaciones concretas, la regla formal con la solicitud debida a las personas, los medios con los fines. Para llevar a cabo estas armonizaciones pueden ofrecerse criterios generales que no evitarán la necesidad de una aplicación situada, aunque ayuden a ello. Así, por lo que respecta a la relación medios-fines, es sugerente la propuesta de Simón: «Para ser moralmente válida o legítima, la relación medios-fines debe implicar la inmanencia de los medios al fin en el plano de la eficacia: encontrar fines movilizadores de la acción y darse los medios adecuados para efectuarlos. Se puede transcribir este criterio en la regla siguiente: quien quiere el fin, quiere los medios. [...] En segundo lugar, para ser moralmente válida, la relación medios-fines debe siempre admitir también la inmanencia de los medios al fin desde el punto de vista axiológico. \...\ El criterio axiológico puede ser transcrito en la regla siguiente: quien quiere la bondad ética del fin quiere la bondad ética de los medios y recíprocamente» (Simón, 51-52). El que estos dos criterios deban ser asumidos conjuntamente acarrea conflictos en la decisión ética, concretamente cuando se entiende que en determinadas circunstancias no queda más remedio que llegar a «compromisos» entre el valor y la eficacia. Esto es algo que se plantea especialmente en el ámbito de lo sociopolítico, en el que con frecuencia es difícil —y sin embargo decisivo— saber dónde colocar los límites más allá de los cuales no se puede transigir, porque la construcción de lo h u m a n o quedaría amenazada, así como decidir con qué medios se defiende aquello a lo que se no se puede transigir. La solución de compromiso, aunque se considere correcta, «no puede cerrarse jamás en la satisfacción ni borrar la llamada al sobrepasamiento; la tensión que la distancia señala debe subsistir como un mandato para encontrar respuestas mejores» (Simón, 54). También resulta sugerente, de cara a orientar el camino de las decisiones morales, una propuesta que D. Gracia hace en el contexto de la bioética, pero que puede extenderse a cualquier situación. Según este autor, deberían considerarse tres m o m e n t o s : El m o m e n t o a priori, que puede formularse por el siguiente criterio (U): «Para que una acción pueda considerarse moralmente correcta, tiene que ser universalizable, de modo que no vaya contra el respeto debido a todas y cada una de las personas». Es el momento de la preeminencia de la norma. Ahora bien, hay acciones abstractamente incorrectas que en ciertas situaciones pueden ser buenas, algo que hay que asumir en el momento a posteriori según el si31
D. GRACIA, «Ecología y bioética», en J. GAFO (ed). Ética y ecología. Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 1991, p. 188-191. 51
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guíente criterio (P): «Para que las decisiones concretas puedan considerarse responsables y buenas, han de tener en cuenta las condiciones particulares de los hechos y evaluar las consecuencias que posiblemente derivarán de ellos». Este es el momento de la prudencia, de la posibilidad de la excepción a la norma. El problema, con todo, de las excepciones es que puedan convertirse en «reglas». Para evitarlo, hay que afirmar un tercer momento, definido por este criterio complementario (C): «Colabora en la realización de las condiciones de aplicación de U, teniendo en cuenta las condiciones situacionales y contingentes». Queda subrayada de este modo la dialéctica productiva entre el momento de la regla ética y el momento de la prudencia, de la que ya hablaba Aristóteles, virtud que habría que relacionar a la vez con la inteligencia, la buena voluntad y la audacia cuando es preciso. «No está como tal orientada a la elaboración de normas de acción, sino a la posición del juicio práctico en situación, es decir, "instruido" a la vez por el conocimiento de la situación en la que se encuentra el agente, por la toma en consideración de las normas del código moral sobre el que éste se apoya de modo habitual y por su enraizamiento en el dinamismo mismo de la intención ética. [...] Terminando la deliberación, el juicio prudencial moviliza la experiencia acumulada en el pasado, el conocimiento de los principios del obrar, la fidelidad a la intención ética originaria, la apreciación matizada de la situación, el poder de invención de la "imaginación creadora", la toma en consideración de las consecuencias de la acción. Se comprenderá, pues, qué riqueza ética se concentra en el acto prudencial, que es el punto de juntura del pensamiento y de la acción efectiva: el acto que asume el prudente no es el riesgo aleatorio del jugador, ni la acción sabiamente elaborada del calculador, ni el compromiso temeroso de un sujeto al que las responsabilidades asustan, sino el riesgo lúcido de una decisión que junta a las variables de la acción la luz de un pensamiento que es inseparablemente intuición y razón» (Simón, 65-66). Todo el proceso deliberativo aboca a la decisión: la elección primero entre las soluciones posibles en función de criterios éticos; el querer eficaz, en segundo lugar, en vistas a realizar lo que se ha elegido. Es entonces cuando sentimos plenamente la experiencia de que, a pesar de nuestros condicionamientos, somos responsables ante nosotros mismos y ante los demás, de los actos que realizamos. b) La conciencia moral Quien nos señala esa responsabilidad, quien empuja en realidad todo el proceso de decisión, es la conciencia, que junto con el bien y la ley, es la referencia decisiva de la moralidad. A la conciencia le toca interrogar85
se por lo que supone una acogida honesta de la ley en una situación dada, pero a su vez le toca a la ley (a las autoridades de diverso tipo que la formulan o la apoyan) dejarse interrogar por la recepción que suscita en las conciencias. (La recepción es así un elemento constitutivo de la elaboración de las normas). Hoy en día, esta relevancia de la conciencia ha quedado oscurecida. Muchos insisten en la debilidad, la inconsistencia e incluso el peligro de la referencia a la misma. Desde el lado teórico son particularmente significativas las desmitificaciones de Freud, al desvelar toda la dinámica de los deseos inconscientes, preludiadas por la agria crítica que Nietzsche hace (véase el tratado segundo de La genealogía de la moral). Aproximaciones decisivas a la conciencia como la de Tomás de Aquino, Rousseau o Kant son sustituidas, por quienes continúan la tradición de este último, por referencias a los actos de habla. Ya en el plano de la dinámica social, las autoridades morales y religiosas tienden a recelar del papel de la conciencia, por verla con tendencia al laxismo y al subjetivismo, por lo que prefieren las supuestamente más seguras y objetivas referencias a la ley o a la misma autoridad que marca la pauta de su interpretación y aplicación. Pero todo esto, que debe alertarnos ciertamente contra las reales debilidades y patologías de la conciencia y que debe empujarnos a un trabajo de educación de la misma, no puede ocultar el carácter inevitable y fundamental del recurso a ella en la moralidad. Estas reticencias ante la conciencia, sobre todo las que se producen en el campo teórico, se deben en buena medida a que no es nada fácil explicar de dónde saca algo tan frágil como ella la fuerza de sus afirmaciones y de su dinamismo. «Como siempre que se apunta a los principios fundamentales en filosofía —comenta a este respecto Valadier— se toca una especie de injustificable o de axioma que debe valer por sí mismo, o del que es sólo posible hacer aparecer que su rechazo supondría consecuencias inaceptables. Tal es el caso [...] sobre la presencia y la fuerza de la conciencia moral» (p. 135). Precisamente porque existen estas dificultades explicativas, se ha tendido a un acercamiento metafórico al fenómeno de la conciencia, habiendo sido especialmente significativas las metáforas de la «voz» y el «tribunal». La metáfora de la voz revela bien el juego dialéctico que se da en la conciencia entre «una fuerza constitutiva de sí y al mismo tiempo superior a sí m i s m o » (Valadier, 140), aunque se corre el riesgo de entender dicha voz como algo siempre claro y totalmente exterior a nosotros y al
proceso de su gestación en las relaciones sociales. Por eso, «convendría más bien interpretar la metáfora como la de una fundamental pasividad: el ser humano tiene menos la iniciativa de la vida ética que la recepción de una llamada a devenir moral y el experimentarse como interpelado desde siempre. Se podría entonces sugerir que la conciencia es ese lazo que anuda al hombre consigo mismo y con algo más que a sí mismo, hasta el punto de que traicionar ese lazo o no respetarlo equivale a una especie de negación de sí mismo y de desapropiación de lo que se tiene por esencial. En este sentido, traicionar su conciencia (...) supone traicionarse a sí mismo o borrarse de la existencia misma. La pasividad primera se cambia entonces en mandato para llegar a ser actor de su vida moral» (Valadier, 141). La metáfora del tribunal es peligrosa por lo que sugiere de agobiante y opresora culpabilización, pero ilustra a su vez el discernimiento intransferible de responsabilidades que supone — l o que puede significar la liberación de cargas aplastantes y acusaciones ilegítimas—. El actual pluralismo ético y los retos inéditos surgidos de las situaciones sociales nuevas, ante las que las tradiciones éticas heredadas se encuentran con importantes lagunas, suponen una especial llamada a la conciencia para encontrar un camino adecuado —aunque no se muestre con claridad total— ante decisiones que con frecuencia no se pueden postergar. Pueden de este modo presentarse los casos de conciencia, que revelan que la conciencia personal no se explica sin principios éticos, pues está preocupada precisamente por llevarlos a la práctica, pero que tampoco se explica desde una aplicación sistemática y rigurosamente deductiva de los mismos, pues dichos casos sólo existen cuando la conciencia se interroga por lo bien o mal fundado de una posible aplicación.
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Ya Heidegger decía: «La llamada viene de mí y con todo me sobrepasa».
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Selección de textos
ARISTÓTELES [hacia 330 a.C.]. Ética nicomáquea.
Madrid, Gredos, 1988.
1. Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien; por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden. (129) [...] Si, pues, de las cosas que hacemos hay algún fin que queramos por sí mismo, y las demás cosas por causa de él, y lo que elegimos no está determinado por otra cosa —pues así el proceso seguiría hasta el infinito, de suerte que el deseo sería vacío y vano—, es evidente que este fin será lo bueno y lo mejor. (130) [...] Sobre su nombre, casi todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como los cultos dicen que es la felicidad, y piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero sobre lo que es la felicidad discuten y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios. (132) 2. Decir que la felicidad es lo mejor parece ser algo unánimemente reconocido, pero, con todo, es deseable exponer aún con más claridad lo que es. Acaso se conseguiría esto, si se lograra captar la función del hombre. [...] Si, entonces, la función propia del hombre es una actividad del alma según la (141) razón, o que implica la razón, y si, por otra parte, decimos que esta función es específicamente propia del hombre y del hombre bueno, como el tocar la cítara es propio de un citarista y de un buen citarista, y así en todo añadiéndose a la obra la excelencia queda la virtud (pues es propio de un citarista tocar la cítara y del buen citarista tocarla bien), siendo esto así, decimos que la función del hombre es una cierta vida, y ésta es una actividad del alma y unas acciones razonables, y la del hombre bueno estas mismas cosas bien y hermosamente, y cada uno se realiza bien según su propia virtud; y si esto, es así, resulta que el bien del hombre es una actividad del alma de acuerdo con la virtud, y si las virtudes son varias, de acuerdo con la mejor y más perfecta, y además en una vida entera. (142) 3. Existen, pues, dos clases de virtud, la dianoética y la ética. La dianoética se origina y crece principalmente por la enseñanza, y por ello requiere experiencia y tiempo; la ética, en cambio, procede de la costumbre, como lo indica el nombre 89
que varía ligeramente del de «costumbre» [éthos = «hábito, costumbre»; éthos = = «carácter»] (158) [...] adquirimos las virtudes como resultado de actividades anteriores. (159) 4. Es, por tanto, la virtud un modo de ser selectivo, siendo un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquello por lo que decidiría el hombre prudente. Es un medio entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto, y también por no alcanzar, en un caso, y sobrepasar, en otro, lo necesario en las pasiones y acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el término medio. Por eso, de acuerdo con su entidad y con la definición que establece su esencia, la virtud es un término medio, pero, con respecto a lo mejor y al bien, es un extremo. (169) 5. [Entre las virtudes éticas destaca la justicia:] Una especie de justicia particular y de lo justo correspondiente es la que se aplica en la distribución de honores, dinero o cualquier cosa compartida entre los miembros de una comunidad (pues, en estas distribuciones, uno puede tener una parte igual o no igual a otro) y otra especie es la que establece los tratos en las relaciones entre individuos [para corregir las desigualdades que puedan viciarlas] (242) [Dado que lo injusto es desigual, el término medio de lo desigual que exprese lo justo será lo igual] 6. [Puesto que la virtud] es un modo de ser relativo a la elección, y la elección es un deseo deliberado, el razonamiento, por esta causa, debe ser verdadero, y el deseo recto, si la elección ha de ser buena, y lo que la razón diga el deseo debe perseguir. Esta clase de entendimiento y de verdad son prácticos. La bondad y la maldad del entendimiento teorético y no práctico ni creador, son, respectivamente, la verdad y la falsedad (pues ésta es la función de todo lo intelectual); pero el objeto propio de la parte intelectual y práctica, a la vez, es la verdad que está de acuerdo con el recto deseo. / El principio de la acción es, pues, la elección —como fuente de movimiento y no como finalidad—, y el de la elección es el deseo y la razón por causa de algo. (269) [...] Por eso, la elección es o inteligencia deseosa o deseo inteligente y tal principio es el hombre. (270) 7. [Las virtudes intelectuales] Establezcamos que las disposiciones por las cuales el alma posee la verdad cuando afirma o niega algo son cinco, a saber, el arte, la ciencia, la prudencia, la sabiduría y el intelecto. (270) [1] lo que es objeto de la ciencia [episteme = «conocimiento científico»] es necesario [...] la ciencia es un modo de ser demostrativo (271) [2] Entre lo que puede ser de otra manera está el objeto producido y la acción que lo produce. (271) [...] Todo arte [techné] versa sobre la génesis, y practicar un arte es considerar cómo puede producirse algo de lo que es susceptible tanto de ser como de no ser y cuyo principio está en quien lo produce y no en lo producido. En efecto, no hay arte de cosas que son o llegan a ser por necesidad, ni de cosas que se producen de acuerdo con su naturaleza, pues éstas tienen su principio en sí mismas. Dado que la producción y la acción son diferentes, necesariamente el arte tiene que referirse a la producción y no a la acción. (272) [3] En cuanto a la prudencia [phrónesis = «sabiduría práctica»] [...] parece propio del hombre prudente el ser capaz de deliberar rectamente sobre lo que es bueno y conveniente para sí mismo, no en un sentido parcial, por ejemplo, para la salud, para la fuerza, sino para vivir bien en general. [...] Pero nadie delibera sobre lo que 90
no puede ser de otra manera, ni sobre lo que no es capaz de hacer [ni sobre lo que no tiene fin, p.277J. De suerte que si la ciencia va acompañada de demostración, y no puede haber demostración de cosas cuyos principios pueden ser de otra manera (porque todas pueden ser de otra manera), ni tampoco es posible deliberar sobre lo que es necesariamente, la prudencia no podrá ser ni ciencia ni arte: ciencia, porque el objeto de la acción puede variar; arte, porque el género de la acción es distinto del de la producción. Resta, pues, que la prudencia es un modo de ser racional verdadero y práctico, respecto de lo que es bueno y malo para el hombre. Porque el fin de la producción es distinto de ella, pero el de la acción no puede serlo; pues una acción bien hecha es ella misma el fin. (273) [...] Y siendo dos las partes racionales del alma [una relativa a lo necesario, otra a lo contingente], la prudencia será la virtud de una de ellas, de la que forma opiniones [la virtud de la otra es la sabiduría], pues tanto la opinión como la prudencia tienen por objeto lo que puede ser de otra manera. (274) [4] [El intelecto —noüs = «entendimiento intuitivo»— tiene por objeto los primeros principios] |5] La sabiduría [sophía] será intelecto y ciencia, una especie de ciencia capital de los objetos más honorables. (276). 8. [...] cuando existe la prudencia todas las otras virtudes están presentes [...] Sin embargo, la prudencia no es soberana de la sabiduría ni de la parte mejor, como tampoco la medicina lo es de la salud; en efecto, no se sirve de ella, sino que ve cómo producirla. (288) 9. Si la felicidad es una actividad de acuerdo con la virtud, es razonable que sea una actividad de acuerdo con la virtud más excelsa, y ésta será una actividad de la parte mejor del hombre. Ya sea, pues, el intelecto, ya otra cosa lo que, por naturaleza, parece mandar y dirigir y poseer el conocimiento de los objetos nobles y divinos, siendo esto mismo divino o la parte más divina que hay en nosotros, su actividad de acuerdo con la virtud propia será la felicidad perfecta. Y esta actividad es contemplativa (395) [...] Y lo que dijimos antes es apropiado también ahora: lo que es propio de cada uno por naturaleza es lo mejor y más agradable para cada uno. Así, para el hombre, lo será la vida conforme a la mente, si, en verdad, un hombre es primariamente su mente. Y esta vida será también la más feliz. (396)
D. HUME [1740] «De la Moral». En: Tratado de la naturaleza Madrid, Tecnos, 1992.
humana.
1. Las acciones pueden ser laudables o censurables, pero no razonables o irrazonables. Por tanto, laudable o censurable no es lo mismo que razonable o irrazonable. (620) 2. En suma, es imposible que la distinción entre el bien y el mal morales pueda ser efectuada por la razón, dado que dicha distinción tiene una influencia sobre nuestras acciones, y la sola razón es incapaz de ello. La razón y el juicio pueden ser de hecho causas mediatas de una acción, sugiriendo o dirigiendo una pasión, pero no cabe pretender que un juicio de esta clase esté acompañado en su verdad o falsedad por la bondad o el vicio. (624) 91
3. Como las operaciones del entendimiento humano se distinguen en dos clases: la comparación de ideas y la inferencia en cuestiones de hecho, si la virtud fuera (625) descubierta por el entendimiento tendría que ser objeto de una de estas operaciones, pues no existe ninguna tercera operación del entendimiento que pudiera descubrirla. (626) [ 1 ] Ha sido una opinión muy activamente propagada por ciertos filósofos la de que la moralidad es susceptible de demostración, y aunque nadie haya sido nunca capaz de dar un solo paso en estas demostraciones, sin embargo se da por supuesto que esa ciencia puede ser llevada a la misma certeza que la geometría o el álgebra. Según este supuesto, el vicio y la virtud deberán consistir en algún tipo de relación, dado que todo el mundo admite que no hay ninguna cuestión de hecho que sea susceptible de demostración. [...] [Ahora bien, todas las relaciones] pertenecen con tanta propiedad a la materia como a nuestras acciones, pasiones y voliciones (por lo que , si la moralidad acompañase siempre a estas relaciones, también la materia inanimada sería susceptible de virtud o vicio -p. 637). Por tanto, es incuestionable que la (626) moralidad no se encuentra en ninguna de estas relaciones, ni tampoco el sentimiento moral en el descubrimiento de ellas. (627) [2] [La moralidad tampoco consiste en cuestión de hecho] Pero ¿es que puede existir dificultad alguna en probar que la virtud y el vicio no son cuestiones de hecho cuya existencia podamos inferir mediante la razón? Sea el caso de una acción reconocidamente viciosa: el asesinato intencionado, por ejemplo. Examinadlo desde todos los puntos de vista posibles, a ver si podéis encontrar esa cuestión de hecho o existencia a que llamáis vicio. Desde cualquier punto que lo miréis lo único que encontraréis serán ciertas pasiones, motivos, voliciones y pensamientos. No existe ninguna otra cuestión de hecho incluida en esta acción. Mientras os dediquéis a considerar el objeto, el vicio se os escapará completamente. Nunca podréis descubrirlo hasta el momento en que dirijáis la reflexión a vuestro propio pecho y encontréis allí un sentimiento de desaprobación (633) que en vosotros se levanta contra esa acción. He aquí una cuestión de hecho: pero es objeto del sentimiento, no de la razón. Está en vosotros mismos, no en el objeto. De esta forma, cuando reputáis una acción o un carácter como viciosos, no queréis decir otra cosa sino que, dada la constitución de vuestra naturaleza, experimentáis una sensación o sentimiento de censura al contemplarlos. (633) 4. En todo sistema moral de que haya tenido noticia, hasta ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando observaciones sobre los quehaceres humanos, y, de pronto, me encuentro con la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de las proposiciones: es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectada con un debe o un no debe. Este cambio es imperceptible, pero resulta, sin embargo, de la mayor (633) importancia. En efecto, en cuanto este debe o no debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que ésta sea observada y explicada y que al mismo tiempo se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes. Pero como los autores no usan por lo común esta precaución, me atreveré a recomendarla a los lectores: estoy seguro de que una pequeña reflexión sobre esto subvertiría todos los sistemas corrientes de moralidad, 92
haciéndonos ver que la distinción entre vicio y virtud, ni está basada meramente en relaciones de objetos, ni es percibida por la razón. (634) 5. El curso de la argumentación nos lleva de este modo a concluir que, dado que el vicio y la virtud no pueden ser descubiertos simplemente por la razón o comparación de ideas, sólo mediante alguna impresión o sentimiento que produzcan en nosotros podremos señalar la diferencia entre ambos. [...] El problema siguiente es: ¿de qué naturaleza son estas impresiones y de qué modo actúan sobre nosotros? No nos es posible tener dudas a este respecto por mucho tiempo. Es preciso reconocer, en efecto, que la impresión surgida de la virtud es algo agradable, y que la procedente del vicio es desagradable. (635) [...] Tener el sentimiento de la virtud no consiste sino en sentir una satisfacción determinada al contemplar un carácter. El es sentimiento mismo lo que constituye nuestra alabanza o admiración. (636) 6. No todo sentimiento de placer o dolor surgido de un determinado carácter o acciones pertenece a esa clase peculiar que nos impulsa a alabar o condenar. [...] Sólo cuando un carácter es considerado en general y sin referencia a nuestro interés particular, causa esa sensación o sentimiento en virtud del cual lo denominamos moralmente bueno o malo. (638)
M. KANT [1785]. Fundamentación Madrid, Espasa Calpe, 1973.
de la metafísica
de las
costumbres.
1. Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. (27) [...] La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. (28) 2. Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior (32) |...] vamos a considerar el concepto del deber, que contiene el de una voluntad buena. (33) [...] Una acción hecha por deber tiene su valor moral no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción [por el que puedo tener inclinación], sino meramente del principio del querer, según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad del desear. (37) [...] el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley (38). [...] Una acción realizada por deber tiene que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por tanto, la máxima [principio subjetivo del querer] de obedecer siempre a esa ley [principio objetivo], aun con perjuicio de todas mis inclinaciones. (39) 3. [¿Cuál puede ser esa ley que determine de ese modo a la voluntad buena? En la medida en que esa ley puede o no ser seguida por una voluntad imperfecta como la nuestra, será constrictiva y la llamaremos imperativo] Todos los imperativos ex93
présanse por medio de un «debe ser» y muestran así la relación de una ley objetiva de la razón a una voluntad que, por su constitución subjetiva, no es determinada necesariamente por tal ley (una constricción) (60) [...] Pues bien, todos los imperativos mandan, ya hipotética, ya categóricamente. Aquéllos representan la necesidad práctica de una acción posible, como medio de conseguir otra cosa que se quiere (o que es posible que se quiera). El imperativo categórico sería el que representase una acción por sí misma, sin referencia a ningún otro fin, como objetivamente necesaria. (61) [1] Ahora bien, la habilidad para elegir los medios conducentes al mayor posible bienestar propio, podemos llamarla sagacidad en sentido estricto. Así, pues, el imperativo que se refiere a la elección de los medios para la propia felicidad, esto es, al precepto de la sagacidad, es hipotético; la acción no es mandada en absoluto, sino como simple medio para otro propósito [estrictamente hablando no es mandato o ley sino consejo] (64) [2] [El imperativo categórico:] No se refiere a la materia de la acción y a lo que de ésta ha de suceder, sino a la forma y al principio de donde ella sucede, y lo esencialmente bueno de la acción consiste en el ánimo que a ella se lleva, sea el (64) éxito el que fuere. Este imperativo [verdadero mandato] puede llamarse el de la moralidad. (65) 4. Nadie es capaz de determinar, por un principio, con plena certeza, qué sea lo que le haría verdaderamente feliz, porque para tal determinación fuera indispensable tener omnisciencia. Así, pues, para ser feliz, no cabe obrar por principios determinados, sino sólo por consejos empíricos [...] Así, el problema: «determinar con seguridad y universalidad qué acción fomenta la felicidad de un ser racional», es totalmente insoluble. Por eso no es posible con respecto a ella un imperativo que mande en sentido estricto realizar lo que nos haga felices, porque la felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación, que descansa en meros fundamentos empíricos [...] (68). 5. El imperativo categórico es el único que se expresa en LEY práctica, y los demás imperativos pueden llamarse principios, pero no leyes de la voluntad; porque lo que es necesario hacer sólo como medio para conseguir un propósito cualquiera, puede considerarse en sí como contingente, y en todo momento podemos quedar libres del precepto con renunciar al propósito, mientras que el mandato incondicionado no deja a la voluntad ningún arbitrio como respecto al objeto y, por tanto, lleva (70) en sí aquella necesidad que exigimos siempre en la ley. (71) 6. [Las tres formulaciones del imperativo categórico] [1] Cuando pienso en general un imperativo hipotético, no sé de antemano lo que contendrá; no lo sé hasta que la condición me es dada. Pero si pienso un imperativo categórico, ya sé al punto lo que contiene (71), pues, como el imperativo, aparte de la ley, no contiene más que la necesidad de la máxima de conformarse con esa ley, y la ley, empero, no contiene ninguna condición a que esté limitada, no queda, pues, nada más que la universalidad de una ley en general, a la que ha de conformarse la máxima de la acción, y esa conformidad es lo único que el imperativo representa propiamente como necesario. / El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal. (72) 94
[2] Suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que, como//« en sí mismo, puede ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica. / Ahora yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como (82) medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado al mismo tiempo como fin. (83) [...] El imperativo práctico será, pues, como sigue: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como medio. (84) [3] Si hay un imperativo categórico (esto es, una ley para toda voluntad de un ser racional), sólo podrá mandar que se haga todo por la máxima de una voluntad tal que pueda tenerse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora respecto del objeto, pues sólo entonces es incondicionado el principio práctico y el imperativo a que obedece, porque no puede tener ningún interés como fundamento. [...] Veíase al hombre atado por su deber a leyes: mas nadie cayó en pensar que estaba sujeto a su propia legislación, si bien ésta es universal, y que estaba obligado solamente a obrar de conformidad con su propia voluntad legisladora, si (89) bien ésta, según el fin natural, legisla universalmente. [...] Llamaré a este principio el de la Autonomía de la voluntad, en oposición a cualquier otro que, por lo mismo, calificaré de heteronomía [en cuyo caso es el objeto el que da su ley a la voluntad](90) 7. El concepto de todo ser racional, que debe considerarse, por las máximas todas de su voluntad, como universalmente legislador, para juzgarse a sí mismo y a sus acciones desde ese punto de vista, conduce a un concepto relacionado con él y muy fructífero, el concepto de un reino de los fines. (90) [...] En el reino de los fines todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene una dignidad. / Lo que se refiere a las inclinaciones y necesidades del hombre tiene un precio comercial; lo que, sin suponer una necesidad, se conforma a cierto (92) gusto, es decir, a una satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno, de nuestras facultades, tiene un precio de afecto; aquello que constituye la condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad. I La moralidad es la condición bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo; porque sólo por ella es posible ser miembro legislador en el reino de los fines. Así, pues, la moralidad y la humanidad, en cuanto que ésta es capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad. (93) 8. Es, en realidad, absolutamente imposible determinar por experiencia y con absoluta certeza un solo caso en que la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya tenido su asiento exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del deber. [... Pues] en realidad no podemos nunca, aun ejercitando el examen más riguroso, llegar por completo a los más recónditos motores; porque cuando se trata de valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las mismas, que no se ven. (50) 95
J.S. MILL [1861]. El utilitarismo.
Madrid, Alianza, 1984.
1. El credo que acepta como fundamento de la moral la Utilidad, o el Principio de la mayor Felicidad, mantiene que las acciones son correctas en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrectas en cuanto tienden a producir lo contrario a la (45) felicidad. Por felicidad se entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad el dolor y la falta de placer. Para ofrecer una idea clara del criterio moral que esta teoría establece es necesario indicar mucho más: en particular, qué cosas incluye en las ideas de dolor y placer, y en qué medida es ésta una cuestión a debatir. Pero estas explicaciones suplementarias no afectan a la teoría de la vida sobre la que se funda esta teoría de la moralidad —a saber, que el placer y la exención del sufrimiento son las únicas cosas deseables como fines—; y que todas las cosas deseables (que son tan numerosas en el proyecto utilitarista como en cualquier otro) son deseables ya bien por el placer inherente a ellas mismas, o como medios para la promoción del placer y la evitación del dolor. (46) 2. Es del todo compatible con el principio de utilidad el reconocer el hecho de que algunos tipos de placer son más deseables y valiosos que otros. Sería absurdo que mientras que al examinar todas las demás cosas se tiene en cuenta la calidad además de la cantidad, la estimación de los placeres se supusiese que dependía tan sólo de la cantidad. / Si se me pregunta qué entiendo por diferencia de calidad en los placeres, o qué hace a un placer más valioso que a otro, simplemente en cuanto placer, a no ser que sea su mayor cantidad, sólo existe una única posible respuesta. De entre dos placeres, si hay uno al que todos, o casi todos los que han experimentado ambos, conceden una decidida preferencia, independientemente (48) de todo sentimiento de obligación moral para preferirlo, ese es el placer más deseable. |...| Ahora bien, es un hecho incuestionable que quienes están igualmente familiarizados con ambas cosas y están igualmente capacitados para apreciarlas y gozarlas, muestran realmente una preferencia máximamente destacada por el modo de existencia que emplea las capacidades humanas más elevadas. Pocas criaturas humanas consentirían en transformarse en alguno de los animales inferiores ante la promesa del más completo disfrute de los placeres de una bestia. (49) [...] Quien quiera que suponga que esta preferencia tiene lugar al precio de sacrificar la felicidad —que el ser superior es, en igualdad de circunstancias, menos feliz que el inferior— confunde los dos conceptos totalmente distintos de felicidad y contento. (50) Es indiscutible que el ser cuyas capacidades de goce son pequeñas tiene más oportunidades de satisfacerlas plenamente; por el contrario, un ser muy dotado siempre considerará que cualquier felicidad que pueda alcanzar, tal como el mundo está constituido, es imperfecta. Pero puede aprender a soportar sus imperfecciones, si son en algún sentido soportables. Imperfecciones que no le harán envidiar al ser que, de hecho, no es consciente de ellas, simplemente porque no experimenta en absoluto el bien que hace que existan imperfecciones. Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser un Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho. Y si el necio o el cerdo opinan de un modo distinto es a causa de que ellos sólo conocen una cara de la cuestión. El otro miembro de la comparación conoce ambas caras. (51) 3. [El criterio utilitarista] no lo constituye la mayor felicidad del propio agente, sino de la mayor cantidad total de felicidad (53) [...] Debo repetir nuevamente que 96
los detractores del utilitarismo raramente le hacen justicia y reconocen que la felicidad que constituye el criterio utilitarista de lo que es correcto en una conducta no es la propia felicidad del agente, sino la de todos los afectados. Entre la felicidad personal del agente y la de los demás, el utilitarista obliga a aquél a ser tan estrictamente imparcial como un espectador desinteresado y benevolente (62). 4. La multiplicación de la felicidad es, conforme a la ética utilitarista, el objeto de la virtud: las ocasiones en las que persona alguna (excepto una entre mil) tiene en sus manos el hacer esto a gran escala —en otras palabras ser un benefactor público— no son sino excepcionales; y sólo en tales ocasiones se le pide que tome en consideración la utilidad pública. En todos los demás casos, todo lo que tiene que tener en cuenta (64) es la utilidad privada, el interés o felicidad de unas cuantas personas. Sólo aquellos cuyas acciones influyen hasta abarcar la sociedad en general tienen necesidad habitual de ocuparse de un objeto tan amplio. (65) 5. Las cuestiones relativas a los fines son, en otras palabras, cuestiones relativas a qué cosas son deseables. La doctrina utilitarista mantiene que la felicidad es deseable, y además la única cosa deseable, como fin, siendo todas las demás cosas sólo deseables en cuanto medios para tal fin. ¿Qué necesita esta doctrina —qué requisitos precisa cumplir la misma— para hacer que logre su pretensión de ser aceptada? (89)/ La única prueba que puede proporcionarse de que un objeto es visible es el hecho de que la gente realmente lo vea. La única prueba de que un sonido es audible es que la gente lo oiga, Y, de modo semejante, respecto a todas las demás fuentes de nuestra experiencia. De igual modo, entiendo que el único testimonio que es posible presentar de que algo es deseable es que la gente, en efecto, lo desee realmente. Si el fin que la doctrina utilitarista se propone a sí misma no fuese, en teoría y en la práctica, reconocido como fin, nada podría convencer a persona alguna de que era tal cosa. No puede ofrecerse razón alguna de por qué la felicidad general es deseable excepto que cada persona, en la medida en que considera que es alcanzable, desea su propia felicidad. (90)
M. WEBER [1919]. El político y el científico.
Madrid, Alianza, 1993.
1. La pasión no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una «causa» y no hace de la responsabilidad para con esa causa la estrella que oriente la acción. (153) [...] Cuál haya de ser la causa para cuyo servicio busca y utiliza el político (156) poder es ya cuestión de fe. [Pueden servir finalidades diversas...]. Lo que importa es que siempre ha de existir alguna fe. (157) 2. ¿Cuál es el papel que, independientemente de sus fines, ha de llenar la política en la economía ética de nuestra manera de vivir? ¿Cuál es, por así decir, el lugar ético que ella ocupa? En este punto chocan entre sí dos concepciones básicas del mundo entre las cuales, en último término, hay que escoger. (157) [...] [La ética del Sermón de la Montaña es algo sumamente serio] Se la acepta o se la rechaza por entero, este es precisamente su sentido; proceder de otro modo es trivializarla. (161) [...] La ética acósmica nos ordena «no resistir al mal con la fuerza», pero para el político lo que tiene validez es el mandato opuesto: has de resistir al mal con la fuer97
za, pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo. (162) [...] La ética absoluta, sin embargo, ni siquiera se pregunta por las consecuencias. (163) 3. Con esto llegamos al punto decisivo. Tenemos que ver con claridad que toda acción éticamente orientada puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas: puede orientarse conforme a la «ética de la convicción» o conforme a la «ética de la responsabilidad». No es que la ética de la convicción sea idéntica a la falta de responsabilidad o la ética de la responsabilidad a la falta de (163) convicción. No se trata en absoluto de eso. Pero sí hay una diferencia abismal entre obrar según la máxima de una ética de la convicción, tal como la que ordena (religiosamente hablando) «el cristiano obra bien y deja el resultado en manos de Dios» o según una máxima de la ética de la responsabilidad, como la que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción. (164) 4. Pero tampoco con esto llegamos al término del problema. Ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que para conseguir fines «buenos» hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de consecuencias laterales moralmente malas. Ninguna ética del mundo puede resolver tampoco cuándo y en qué medida quedan «santificados» por el fin moralmente bueno los medios y las consecuencias laterales moralmente peligrosos. (165) [...] Aquí, en este problema de la santificación de los medios por el fin, parece forzosa la quiebra de cualquier moral de la convicción. De hecho no le queda lógicamente otra posibilidad que la de condenar toda acción que utilice medios moralmente peligrosos. Lógicamente [aunque quienes la defienden caigan con frecuencia en graves contradicciones] (166) |...] No es posible meter en el mismo saco la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, del mismo modo que no es posible decretar éticamente qué fines pueden santificar tales o cuales medios, cuando se quiere hacer alguna concesión a este principio. (167) 5. Mi colega F.W. Forster, a quien personalmente tengo en gran estima por la indudable sinceridad de sus convicciones, pero a quien rechazo enteramente como político, cree poder salvar esta dificultad en su conocido libro recurriendo a la simple tesis de que de lo bueno sólo puede resultar el bien y de lo malo sólo el mal. Si esto fuese así, naturalmente, no se presentaría el problema, pero es asombroso que tal tesis pueda aún ver la luz en el día de hoy, dos mil quinientos años después de los Upanishadas. (167) [...] También los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo está regido por los demonios y que quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no vea esto es un niño, políticamente hablando. (168) 6. La singularidad de todos los problemas éticos de la política está determinada sola y exclusivamente por su medio específico, la violencia legítima en manos de las asociaciones humanas. (171) [...] Quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas (173), que son muy otras, sólo pueden ser cumplidas mediante la fuerza. El genio o el demonio de la política vive en tensión interna con el dios del amor, incluido el dios cristiano en su configuración eclesiástica, y esta tensión puede convertirse en todo momento en 98
un conflicto sin solución. (174) [...] [Los políticos incapaces de una ética de la responsabilidad:] Hubieran hecho mejor ocupándose lisa y llanamente de la fraternidad de hombre a hombre y dedicándose simplemente a su trabajo cotidiano. (178) 7. Es infinitamente conmovedora la actitud de un hombre maduro (de pocos o muchos años, que eso no importa), que siente realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme a una ética de la responsabilidad, y que al llegar a un cierto momento dice: «no puedo hacer otra cosa, aquí me detengo». Esto sí es algo auténticamente humano y esto sí cala hondo [frente a los casos frecuentes de grandes defensores de la ética de la convicción sin solidez interior, que se inflaman huecamente con sensaciones románticas; aunque sean de respetar los casos de santidad en los que esa ética se vive al menos intencionalmente con plenitud]. Esta situación puede, en efecto, presentársenos en cualquier momento a cualquiera de nosotros que no esté muerto interiormente. Desde este punto de vista la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener «vocación política». (176)
J. RAWLS 11971 ]. Teoría de la justicia. mica, 1979.
Madrid, Fondo de Cultura Econó-
I. |...| distinguiré entre dos teorías de bien. La razón para hacerlo así consiste en que, en la justicia como imparcialidad, el concepto de derecho es prioritario respecto al del bien. En contraste con las teorías ideológicas, algo es bueno sólo cuando se ajusta a las formas de vida compatibles con los principios del derecho ya existentes. Pero, para establecer estos principios, es necesario contar con alguna noción de bondad, porque necesitamos hipótesis acerca de los motivos de los individuos en la situación original. Como estas hipótesis no deben poner en peligro la posición prioritaria del concepto de derecho, la teoría del bien utilizada para argüir en favor de los principios de la justicia se reduce a lo simplemente indispensable. Yo llamo a esta descripción del bien la teoría específica: su propósito es el de asegurar las premisas acerca de los bienes primarios, requeridas para alcanzar los principios de justicia. Una vez elaborada esta teoría y explicados los bienes primarios, nos hallaremos en condiciones de emplear los principios de la justicia en el ulterior desarrollo de lo que llamaré la teoría general del bien. (438) 2. El proyecto racional para una persona determina su bien. Aquí adopto la idea de Royce de que una persona puede ser considerada como una vida humana, vivida según un proyecto. En opinión de Royce, un individuo dice quién es, al describir sus propósitos y sus motivos, lo que pretende hacer en su vida. Si este proyecto es racional, diré que la concepción de su bien, por parte de la persona, es también racional. (451) [...] En efecto, con ciertas salvedades, podemos pensar que una persona es feliz cuando está en vías de una realización afortunada (más o menos) de un proyecto racional de vida trazado en condiciones (más o menos) favorables, y si esa persona confía razonablemente en que su proyecto puede ser llevado a cabo. Alguien es feliz cuando sus proyectos se desarrollan bien, cuando sus más importantes 99
E. LÉVINAS [1974]. De otro modo que ser, o más allá de la esencia. manca, Sigúeme, 1987.
Sala-
1. Pero la responsabilidad para con el Otro —con otra libertad— la negatividad de esta anarquía, de este rechazo opuesto al presente (al aparecer) de lo inmemorial me impele y ordena al otro, al primero que llega y me acerca a él, me lo (55) hace prójimo. Del mismo modo, se aleja de la nada como del ser provocando, a mi pesar, esta responsabilidad, esto es, me substituye por el otro en tanto que rehén. Toda mi intimidad queda investida para-con-el-otro-a-mi-pesar. A pesar mío, para-otro: he aquí el significado por excelencia y el sentido del sí mismo, del se, un acusativo que no deriva de ningún nominativo, el hecho mismo de reencontrarse perdiéndose. (56) 2. El uno se expone al otro como una piel se expone a aquello que la hiere, como una mejilla ofrecida a quien la abofetea. Al margen de la ambigüedad del ser y del ente y antes de lo Dicho, el Decir descubre al uno que habla, no como si fuese un objeto encomendado a la teoría, sino como se descubre en el momento de descuidar las defensas, de abandonar el abrigo, de exponerse al ultraje; en suma, como ofensa y herida. [...] Desnudamiento más allá de la piel, hasta la herida de que se puede morir, desnudamiento hasta la muerte, ser como vulnerabilidad. (102) 3. La proximidad no se resuelve en la conciencia que un ser adquiere de otro ser al que estimaría próximo en tanto que éste se encontraría a su vista o a su alcance y en tanto que le sería posible captarlo, tenerlo o entretenerse con él en la reciprocidad del apretón de manos, de la caricia, de la lucha, de la colaboración, del comercio o de la conversación. En este caso la conciencia, en tanto que conciencia de un posible, en tanto que poder y libertad, habría perdido ya la proximidad propiamente dicha, substraída y tematizada, del mismo modo que habría reprimido ya en sí misma una subjetividad más antigua que el saber o el poder. (143) [...] No es suficiente, por tanto, con expresar la proximidad como relación entre dos términos y como algo asegurado en tanto que relación de la simultaneidad de esos términos. Es preciso insistir en la ruptura de tal sincronía, de tal conjunto, por medio de la diferencia del Mismo y del Otro en la no-indiferencia de la obsesión ejercida por el otro sobre el Mismo. (147) [...] El rostro del prójimo significa para mí una responsabilidad irrecusable que antecede a todo consentimiento libre, a todo pacto, a todo contrato. (150) 4. La proximidad o la fraternidad no es ni tranquilidad turbada de un sujeto que se quiere absoluto y solo, ni tampoco el mal menor de una confusión imposible. ¿No es en medio de su inquietud, de su vaciamiento y de su diacronía, mejor que todo reposo, que toda plenitud del instante detenido? Todo es sucesivo, incluso la verdad, pero la diacronía no es simplemente la tristeza del fluir de las cosas. La palabra mejor (y el Bien que anuncia) hace aquí su irrupción convirtiendo quizá todo nuestro discurso en algo sospechoso de «ideología». Pero la humanidad menos ebria y más lúcida de nuestro tiempo en los instantes más liberados del cuidado que «la existencia toma de esta misma existencia», no tiene en su claridad otra sombra, no tiene en su reposo otra inquietud ni otro insomnio que los que le vienen de la miseria de los demás, allí donde el insomnio es tan solo la absoluta imposibilidad de inhibirse y distraerse. (156) 102
5. [El rostro del prójimo:] «Me mira», todo en él me mira, nada me es indiferente. (156) [...] Cuanto más respondo más responsable soy; cuanto más me acerco al prójimo, cuya carga tengo, más alejado estoy. Pasivo que se acrecienta, el infinito como infinitación del infinito, como gloria. (157) 6. El término Yo significa heme aquí respondiendo de todo y de todos. [...] Esta pasividad de la recurrencia a sí que, sin embargo, no es la alienación de una identidad traicionada, ¿qué otra cosa puede ser más que la substitución de mí por los otros? No es, sin embargo, alienación puesto que el Otro en el Mismo es mi substitución del otro conforme a la responsabilidad, por la cual, en tanto que irreemplazable, yo estoy asignado. Por el otro y para el otro pero sin alienación, sino que inspirado. Inspiración que es el psiquismo, pero un psiquismo que puede significar esta alteridad en el mismo sin alienación, a modo de encarnación, como ser-en-supiel, como tener-al-otro-en-su-piel. (183) 7. La incondición de rehén no es el caso límite de toda solidaridad, sino la condición de toda posible solidaridad. (188). 8. ¿Se dirá que el mundo pesa con todo su sufrimiento y todas sus faltas sobre el yo porque ese yo es conciencia libre, capaz de simpatía y de compasión? ¿Se dirá que sólo un ser libre es sensible al peso del mundo que pesa sobre él? Admitamos por un instante el yo libre, capaz de decidirse por la solidaridad para con los otros. Al menos tendrá que reconocerse que esa libertad no dispone de ningún plazo para asumir ese peso urgente y que, en consecuencia, está como comprimida o abatida bajo el sufrimiento. En la imposibilidad de desentenderse de la llamada del prójimo, en la imposibilidad de alejarse, se acerca al otro, quizá dentro de la contingencia, pero ya no es libre para alejarse de él; la asunción del sufrimiento y de la falta del otro no desborda en nada la pasividad, sino que es pasión. Esta condición o incondición de rehén será, por tanto, cuando menos una modalidad esencial de la libertad —la primera— y no tan sólo un accidente empírico dentro de la libertad del Yo, libertad soberbia por sí misma. (201) 9. No hay ninguna libertad, no hay ningún compromiso adquirido en el presente, en un presente cualquiera y por tanto recuperable, que sea el derecho del cual la responsabilidad sería el reverso; pero en la alienación del Mismo que es «para el Otro» no está incluida ninguna esclavitud. Dentro de la responsabilidad el Mismo, el Yo es un yo asignado, provocado como irreemplazable y, de este modo, acusado como único dentro de la pasividad suprema de aquél que no puede desentenderse sin carencia. (209) 10. [Esto] permite entender la bondad de otro modo que como una tendencia altruista que se debe satisfacer ya que la significación, en tanto que uno-para-el-otro, no es jamás bastante y el movimiento de la significación carece de retorno; se trata de pensarla de otro modo que como un acto de la conciencia que comienza en el presente de una elección, que tiene un origen en la conciencia o en el presente de la elección condicionado por el habitar, lo cual ¡es el contexto de todo origen! (212) 11. El infinito no tiene, pues, gloria si no es por medio de la subjetividad, por medio de la aventura humana del acercamiento al otro, por medio de la substitución del otro, por medio de la expiación para el otro. Sujeto inspirado por el Infinito que, en tanto que illeidad no aparece, no es presente; que siempre ha pasado ya y no es tema, ni telos, ni interlocutor. (225) 103
12. El tercero introduce una contradicción dentro del Decir, cuya significación frente al otro marchaba hasta ahora en un sentido único. Es por sí mismo límite de la responsabilidad, nacimiento de la cuestión: ¿Qué deberé hacer con justicia? Cuestión de conciencia. Se hace necesaria la justicia, es decir, la comparación, la coexistencia, la contemporaneidad, la reunión, el orden, la tematización, la visibilidad de los rostros y, por tanto, la intencionalidad y el intelecto y, en la intencionalidad y el intelecto, la inteligibilidad del sistema; por consiguiente, también una copresencia sobre un pie de igualdad como ante una corte de justicia. La esencia como sincronía: conjunto-en-un-lugar. La proximidad adquiere un sentido nuevo en el espacio de la contigüidad. (236) 13. No se trata de que la entrada del tercero sea un hecho empírico y que mi responsabilidad para con el otro se vea forzada a un (236) cálculo por la «fuerza de las cosas». Dentro de la proximidad del otro, me obsesionan todos los otros del otro y la obsesión clama ya justicia, reclama medida y sabe; es conciencia. El rostro me obsesiona y se muestra entre la trascendencia y la visibilidad/invisibilidad. La significación significa en la justicia pero también —más antigua que ella misma y que la igualdad por ella implicada— la justicia traspasa la justicia en mi responsabilidad para con el otro, en mi desigualdad con respecto a aquél de quien soy rehén. El otro es de golpe el hermano de todos los hombres. El prójimo que me obsesiona es ya rostro, comparable e incomparable al mismo tiempo, rostro único y en relación con otros rostros, precisamente visible en la preocupación por la justicia. (237)
J. HABERMAS [1983]. Conciencia na, Península, 1985.
moral y acción comunicativa.
Barcelo-
1. Así, cada norma válida habrá de satisfacer (85) la condición de que las consecuencias y efectos secundarios que se siguen de su acatamiento general para la satisfacción de los intereses de cada persona (presumiblemente) puedan resultar aceptados por todos los afectados (así como preferidos a los efectos de las posibilidades sustitutivas de regulación). / Por lo demás, no debemos confundir este postulado de la universalidad con un principio en el que ya se expresa la idea fundamental de una ética discursiva. De conformidad con la ética discursiva, una norma únicamente puede aspirar a tener validez cuando todas las personas a las que afecta consiguen ponerse de acuerdo en cuanto participantes de un discurso práctico (o pueden ponerse de acuerdo) en que dicha norma es válida. Este postulado ético discursivo (D), sobre el cual he de volver en referencia con la fundamentación del postulado de la universalidad (U) ya presupone que se puede fundamentar la elección de normas. Se trata ahora de considerar este presupuesto. He introducido (U) como norma de argumentación que posibilita el acuerdo en los discursos prácticos cuando se pueden regular ciertas materias con igual consideración a los intereses de todos los afectados. Únicamente mediante la fundamentación de este principio puente podremos avanzar hacia la ética discursiva. En todo caso, he dado tal forma a (U) que excluye una aplicación monológica de este postulado; únicamente regula argumen104
(aciones entre distintos participantes y hasta contiene la perspectiva de argumentos reales, que están por hacerse y a los que se permite entrar a los afectados. (86) 2. Únicamente (87) un proceso de entendimiento intersubjetivo puede conducir a un acuerdo que sea de carácter reflexivo: sólo entonces pueden saber los participantes que se han convencido conjuntamente de algo. / Desde esta perspectiva, hay que volver a formular el imperativo categórico en el sentido propuesto: «En lugar de proponer a todos los demás una máxima como válida y que quiero que opere como una ley general, tengo que presentarles mi teoría al objeto de que quepa hacer la comprobación discursiva de su aspiración de universalidad. El peso se traslada, desde aquello que cada uno puede querer sin contradicción alguna como ley general, a lo que todos de común acuerdo quieren reconocer como norma universal» [McCarthy] (88) 3. [...] la exigida fundamentación del principio moral recomendado podría adoptar la forma de que toda discusión, en cualquier contexto que se dé, descansa sobre presupuestos pragmáticos de cuyo contenido propositivo puede deducirse el postulado de universalidad «U». (104) [...1 La función que cabe al argumento (109) pragmático-trascendental puede describirse ahora en la medida en que con su ayuda puede probarse cómo el principio de universalidad, que actúa como una regla de argumentación, se encuentra implícito en los presupuestos de cualquier argumentación. Esta exigencia queda satisfecha cuando puede mostrarse que: toda persona que participa en los presupuestos comunicativos generales y necesarios del discurso argumentativo, y que sabe el significado que tiene justificar una nor. ma de acción, tiene que dar por buena implícitamente la validez del postulado de universalidad (110) 4. Pero si se ha mostrado que el postulado de la universalidad, derivado de forma pragmático-trascendental, se puede fundamentar mediante presupuestos de argumentación, la misma ética del discurso se puede reducir al escueto postulado «D» según el cual: únicamente pueden aspirar a la validez aquellas normas que consiguen (o puedan conseguir) la aprobación de todos los participantes en cuanto participantes de un discurso práctico. (117) 5. La fundamentación bosquejada de la ética discursiva evita confusiones en el uso de la expresión «principio moral». El principio moral único es el fundamento citado de la generalización que sirve como regla de argumentación y pertenece a la lógica del discurso práctico. Debe diferenciarse cuidadosamente a «(/»: — de cualesquiera principios o normas fundamentales de contenido que únicamente pueden constituir el objeto de las argumentaciones morales; — del contenido normativo de los presupuestos de la argumentación que se pueden exponer en forma de reglas; — de «D», el postulado de la ética discursiva, que expresa la idea fundamental de una teoría moral, pero no pertenece a la lógica de la argumentación. (117) 6. La prueba de las realizaciones contradictorias es apropiada para la identificación de reglas sin las cuales no funciona el proceso de argumentación, ya que cuando se pretende argumentar carecen de equivalentes. De este modo, queda probada la falta de alternativas de estas reglas para la práctica de la argumentación sin que 105
ésta quede fundamentada en cambio. (1 19) [En la disposición a argumentar, en efecto, parece darse un residuo de decisión que no admite ser tratado por medios argumentativos; además, no podemos identificar verdad con vivencia de certeza] [...] Por supuesto, no se produce perjuicio alguno cuando negamos el carácter de fundamentación última a la fundamentación pragmático-trascendental. Antes bien, la ética discursiva se ajusta así al círculo de aquellas ciencias reconstructivas que se ocupan de los principios racionales del conocimiento, del habla y de la acción. Siempre que no intentemos alcanzar el fundamentalismo de la tradición de la filosofía trascendental, obtendremos nuevas posibilidades de comprobación para la ética discursiva. (122)
R. DWORKIN [1990]. Ética privada Paidós, 1993.
e igualitarismo
político.
Barcelona
1. La igualdad liberal es neutral, en su modo de operar, en el siguiente sentido: Distingue dos clases de razones que una comunidad política podría ofrecer como justificación para negar la libertad. La primera es una razón de justicia: una comunidad podría, de acuerdo con esa concepción, declarar fuera de la ley una conducta porque la teoría óptima de la justicia así lo requiriera. Podría pensarse, por ejemplo, que debe declararse al robo fuera de la ley para proteger los derechos de las personas a la seguridad de su propiedad. La segunda es una razón ética: una comunidad podría pensar que la conducta que declara fuera de la ley. aunque no es contraria a la justicia, quita sentido, o corrompe, o tiene malas consecuencias de otro tipo, para la vida de su autor. Podría pensar, por ejemplo, que la vida de un homosexual es una vida degradante y, en consecuencia con ello, proscribir las relaciones homosexuales. La igualdad liberal niega la legitimidad de la segunda razón, de la razón ética, para poner a una conducta fuera de la ley. (193) 2. Nuestro imaginario grupo de liberales éticos incluye algunos miembros que no creen que los homosexuales lleven una mala vida. Y otros que piensan que el comercio es despreciable, que los ateos destruyen su propia vida, que América se ha convertido en una lamentable nación de teleadictos, que las políticas asistenciales sólo benefician a las almas oxidadas, que la gente necesita regresar a la naturaleza, que la gente necesita preservar su identidad étnica o religiosa, que la gente necesita un sentido del patriotismo, etc. Muchos miembros del grupo sostienen esas concepciones apasionadamente; las viven y las predican, y se desesperan cuando sus hijos las rechazan. ¿Cómo puede un grupo así aceptar la tolerancia de la igualdad liberal? (194) [...] ¿por qué no deberían los liberales éticos hacer campaña política en favor de lo que ellos creen que es bueno? (195) 3. La cuestión, sin embargo, no es si deberían hacer campaña en favor de lo que creen bueno, sino cómo. La igualdad liberal les niega un arma: aunque sean mayoría, deben abstenerse de prohibir a nadie llevar la vida que desea, o de castigarle por hacerlo, sólo porque piensen que las convicciones éticas en que se funda esa vida son incorrectas. Los liberales éticos tienen una razón que parece concluyeme para aceptar esa restricción: pues aceptan una noción de justicia que exige 106
igualdad de circunstancias y recursos. El derecho es, manifiestamente parte de las circunstancias de la gente, y las circunstancias son manifiestamente desiguales cuando el derecho le prohibe a alguien, sólo porque otros piensan de otro modo, que lleve la vida que él piensa que es la mejor para él. De modo que los liberales éticos, que aceptan la igualdad de circunstancias como un requisito de la justicia, deben aceptar también la tolerancia liberal. Para ellos, libertad e igualdad constituyen dos aspectos inseparables del mismo ideal político. Evidentemente, alguien que piense que la vida óptima es la vivida en una comunidad religiosa homogénea pensará que lo mejor para él es que esa comunidad sea a la vez (195) justa y homogénea. Pero, de acuerdo con la concepción ética del reto, es óptima sólo si es justa, porque la injusticia echaría a perder el logro de la homogeneidad, y la homogeneidad no es justa si es a la fuerza. (196) 4. Además, es de una importancia crucial para la estrategia de la continuidad que los liberales éticos no se sientan agraviados por esa tolerancia, que no sientan que han comprometido, o dejado de lado, o puesto entre paréntesis sus propias convicciones cuando deciden no imponérselas, a la menor oportunidad, a una minoría discrepante. Al contrario: la tolerancia da fuerza plena a sus convicciones éticas abstractas acerca de lo que sea la vida óptima para ellos y para los demás. Porque la teoría de la justicia que requiere la tolerancia no es un tribunal que haya de juzgar sus convicciones éticas, sino que deriva de —y sirve a— esas convicciones de las formas que hemos explorado. (196). 5. La tolerancia de la igualdad liberal tampoco es global. Cualquier teoría política debe desaprobar otras teorías políticas que disputan sus principios; la igualdad liberal no puede ser neutral respecto de ideales éticos que desafían directamente a su teoría de la justicia, de manera que su versión de la (197) tolerancia ética no se ve comprometida cuando castiga a un ladrón que afirma que robar es fundamental para su buen vivir. O cuando reprime a un racista que proclama que la misión de su vida es promover la superioridad blanca. Sería torpe sugerir que el liberalismo ni aprueba ni desaprueba esas convicciones éticas, sino que se limita a hacerlas imposibles a fuer de costosas. Lo cierto es que las reprueba porque se oponen a sus principios fundamentales de justicia, y no puede tratarlas como si eso no fuera cierto. (198) 6. De ahí que la igualdad liberal no sea neutral, en su modo de operar, en una acepción muy general, y ya nos dimos cuenta de eso al considerar hasta qué punto es neutral en su atractivo. La igualdad liberal no es neutral respecto de la ética en tercera persona. Insiste, por ejemplo, en la afirmación que acabo de citar: nadie puede mejorar la vida de otro forzándole a comportarse de un modo diferente, contrario a su voluntad y a sus convicciones. Los liberales éticos están de acuerdo en esta afirmación: pero no todo el mundo lo está, y la igualdad liberal no puede respetar por igual el punto de vista de esos discrepantes. Podemos imaginar casos en los que las convicciones en primera persona de alguien acerca del mejor modo de llevar sus vidas son vicarias de convicciones en tercera persona que la igualdad liberal rechaza: alguien podría creer, por ejemplo, que el sentido y la misión de su vida es forzar a otros a mejorar sus vidas tal y como él piensa que deberían hacerlo. La igualdad liberal tampoco puede ser neutral respecto de esas convicciones en primera persona, evidentemente, porque exigen algo que ella reputa injusto. (198) 107
7. La igualdad liberal es neutral respecto de la ética en primera persona, no en tercera persona, y sólo en la medida en que la ética en primera persona no implique principios políticos antiliberales. (199)
Ch. TAYLOR [1991]. La ética de la autenticidad.
Barcelona, Paidós, 1994.
A. Tres formas de malestar de la modernidad 1. [El individualismo]. Vivimos en un mundo en el que las personas tienen derecho a elegir por sí mismas su propia regla de vida, a decidir en conciencia qué convicciones desean adoptar, a determinar la configuración de sus vidas con una completa variedad de formas sobre las que sus antepasados no tenían control. Y estos derechos están por lo general defendidos por nuestros sistemas legales. Ya no se sacrifica, por principio, a las personas en aras de exigencias de órdenes supuestamente sagrados que les trascienden. / Muy pocos desean renunciar a este logro. En realidad, muchos piensan que está aún incompleto, que las disposiciones económicas, los modelos de vida familiar o las nociones tradicionales de jerarquía todavía restringen demasiado nuestra libertad de ser nosotros mismos. (38) La libertad moderna sobrevino gracias al descrédito de dichos órdenes [sagrados, cósmicos...]. Pero al mismo tiempo que nos limitaban, esos órdenes daban sentido al mundo y a las actividades de la vida social. (38)[...] En otras palabras, el lado obscuro del individualismo supone centrarse (39) en el yo, lo que aplana y estrecha a la vez nuestras vidas, las empobrece de sentido, y las hace perder interés por los demás o por la sociedad. (40) 2. [Primacía de la razón instrumental] Por «razón instrumental» entiendo la clase de racionalidad de la que nos servimos cuando calculamos la aplicación más económica de los medios a un fin dado. La eficiencia máxima, la mejor relación coste-rendimiento, es su medida del éxito. (40) Sin duda suprimir los viejos órdenes [sagrados] ha ampliado inmensamente el alcance de la razón instrumental. [...] En cierto modo, este cambio ha sido liberador (40) [Pero esa razón instrumental] amenaza con apoderarse de nuestras vidas. El temor se cifra en que aquellas cosas que deberían determinarse por medio de otros criterios se decidan en términos de eficiencia o de análisis «coste-beneficio», que los fines independientes que deberían ir guiando nuestras vidas se vean eclipsados por la exigencia de obtener el máximo rendimiento. (41) 3. [La gestión burocrática] En una sociedad en la que la gente termina convirtiéndose en este tipo de individuos que están «encerrados en sus corazones» [Tocqueville], pocos querrán participar activamente en su autogobierno. Preferirán quedarse en casa y gozar de las satisfacciones de la vida privada, mientras el gobierno proporciona los medios para el logro de estas satisfacciones y los distribuye de modo general. (44) Con ello se abre la puerta al peligro de una nueva forma específicamente moderna de despotismo, a la que Tocqueville llama despotismo «blando» (44) [el del gobierno paternalista-tutelar, aunque democrático. La única defensa contra ello es la participación, tanto a niveles de gobierno como de asociaciones voluntarias, pero 108
el individualismo milita en contra de ello, con lo que el individuo se queda sólo frente al Estado burocrático, perdiendo el control de su destino, que podría ejercer como ciudadano], B. Horizontes ineludibles 4. La autoelección como ideal tiene sentido sólo porque ciertas cuestiones son más significativas que otras. No podría pretender que me elijo a mí mismo, y desplegar todo un vocabulario nietzscheano de autoafirmación, sólo porque prefiero escoger un filete con (74) patatas en vez de un guiso a la hora de comer. Y qué cuestiones son las significativas no es cosa que yo determine. Si fuera yo quien lo decidiera ninguna cuestión sería significativa. Pero en ese caso el ideal mismo de la autoelección como ideal moral sería imposible. / De modo que el ideal de la autoelección supone que hay otras cuestiones significativas más allá de la elección de uno mismo. La idea no podría persistir sola, porque requiere un horizonte de cuestiones de importancia, que ayuda a definir los aspectos en los que la autoformación es significativa. Siguiendo a Nietzsche, soy ciertamente un gran filósofo si logro rehacer la tabla de valores. Pero esto significa redefinir los valores que atañen a cuestiones importantes, no confeccionar el nuevo menú de McDonald"s. o la moda en ropa de sport de la próxima temporada. (75) 5. [Esto es lo que ignoran 1 las formas de la cultura contemporánea que se concentran en la autorrealización por oposición a las exigencias de la sociedad, o de la naturaleza, que se cierran a la historia y a los lazos de la solidaridad. [...[ Pero esto no sucede así porque pertenezcan a la cultura de la autenticidad. Ocurre, por el contrario, porque huyen de sus estipulaciones. Cerrarse a las exigencias que proceden de más allá del yo supone suprimir precisamente las condiciones de significación, y por tanto cortejar a la trivialización. [...] Dicho de otro modo, sólo puedo definir mi identidad contra el trasfondo de aquellas cosas que tienen importancia. Pero poner entre paréntesis a la historia, la naturaleza, la sociedad, las exigencias de la solidaridad, todo salvo lo que encuentro en mí, significaría eliminar a todos los candidatos que pugnan por lo que tiene importancia (75). La autenticidad no es enemiga de las exigencias que emanan de más allá del yo; presupone esas exigencias. (76) 6. En un mundo chato, en el que los horizontes de significación se vuelven más borrosos, el ideal de libertad autodeterminada llega a ejercer una atracción más poderosa. Parece que pueda conferirse significación mediante elección, haciendo de mi vida un ejercicio de libertad, aun cuando fracasen todas las demás fuentes. La libertad autodeterminada es en parte la solución por defecto de la cultura de la autenticidad, y resulta a la vez su perdición, puesto que intensifica (101) todavía más el antropocentrismo. Con ello se establece un círculo vicioso que nos encamina a un punto en el que el valor principal que nos queda es la propia elección. Pero esto, como ya vimos anteriormente, pervierte el ideal de la autenticidad y la ética aneja del reconocimiento de la diferencia. (102) 7. [En el ideal de la autenticidad hay que distinguir manera y materia o contenido]. En uno de sus planos está claramente relacionado con la manera de adherirse a cualquier fin o forma de vida. La autenticidad hace claramente referencia a sí misma: ésta ha de ser mi orientación. Pero eso no significa que en otro plano el conte109
nido deba hacer referencia a sí mismo: que mis metas tengan que expresar o realizar mis deseos o aspiraciones, por contraposición a algo que figura más allá de los mismos. Puedo encontrar mi realización en Dios, o en una causa política, o en cuidar de la tierra. Ciertamente, la argumentación anterior sugiere que sólo encontraremos completa satisfacción en algo así, lo que tiene un significado independiente de nosotros o de nuestros deseos. (111) [...] La autorreferencialidad de la manera es inevitable en nuestra cultura. Confundir las dos supone crear la ilusión de que la autorreferencialidad de la materia es igualmente ineludible. La confusión otorga legitimidad a las peores formas de subjetivismo (112). C. Contra la fragmentación 8. Una sociedad fragmentada es aquella cuyos miembros encuentran cada vez más difícil identificarse con su sociedad política como comunidad. Esta falta de identificación puede reflejar una visión atomista, de acuerdo con la cual las personas acaben considerando a su sociedad en términos puramente instrumentales (142). Pero también ayuda a arraigar el atomismo, porque la ausencia de una eficaz acción común hace que las personas se vuelvan sobre sí mismas.(143) 9. ¿Pero cómo se lucha contra la fragmentación?. No resulta fácil y no hay recetas universales. Pero la fragmentación aumenta hasta el punto en que la gente ya no se identifica con su comunidad política, en el que su sentido de pertenencia colectiva se desplaza a otro lugar o se atrofia por completo. Y se nutre además de la experiencia de la impotencia política. Y estas dos evoluciones se refuerzan mutuamente la una a la otra. Una desfalleciente identidad política hace (143) más difícil movilizarse eficazmente. Existe en esto un círculo vicioso potencial, pero podemos ver cómo podría convertirse en un círculo virtuoso. La acción en común con éxito puede proporcionar una sensación de poder recobrado y fortalecer también la identificación con la comunidad./ Una de las causas importantes de la sensación de impotencia es que se nos gobierna mediante estados a gran escala, centralizados y burocráticos. [La descentralización, la división de poderes, los sistemas federales basados en el principio de subsidiaridad, son buenos para recobrar el poder democrático]. Tanto más si las unidades a las que se les devuelve ese poder figuran ya como comunidades en las vidas de quienes las componen. [Aunque entonces surge el problema de cómo crear una comprensión común entre esas unidades regionales con las que se identifican sus miembros] (144).
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