Estudios Sobre El Amo

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PENSAMIENTO CRÍTICO/PENSAMIENIO UTÓPICO

ESTUDIOS SOBRE EL AMOR Carlos Gurméndez

EDITORIAL DEL HOMBRE

PENSAMIENTO CRÍTICO/PENSAMIENTO UTÓPICO Colección dirigida por José M. Ortega

Carlos Gurméndez

ESTU D IO S SO BR E EL AMOR

L____ 11 EDITORIAL DEL HOMBRE

Diseño gráfico: AUDIOVISA Muntaner, 445, 4", 1.* 08021 Barcelona Primera edición: marzo 1985 © Carlos Gurméndez, 1985 ©GRUPO A, 1985 Edita: Anthropos Editorial del Hombre Enric Granados, 114 08008 Barcelona Tel.: (93) 217 25 45 ISBN: 84-85887-57-3 Depósito legal: B. 2869-1985 Composición: Llovet, SA., Córsega. 199 08036 Barcelona Impresión: Diagráfic, S.A., Constitució, 19 08014 Barcelona Impreso en España - Printed irt Spain Todos los derechas reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoqufmico. electrónico, magnético, clectroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

PREFACIO*

«Porque sigo en tu laberinto esperando encontrarte, diré mejor encontrarnos a los dos, a tu monstruo y a ti, vivos todavía. Para que me dure el paladeo de rumiante nietzscheano que le corresponde. Lo percibido y lo sensado son un profundo sentimiento si el corazón los ha pensado. Oído y visión de un pensamiento en sueño vivo trasmutado por sensitivo entendimiento. Pensamiento sensacional más allá del bien y del mal. La noche oscura del sentido es el dolorido sentir del pensamiento conmovido para el que soñar es vivir en un paraíso perdido donde un m irar es un morir. Su sentimiento es la razón de un pensamiento en conmoción. * Carta de José Bergamin al autor, escrita en Fuenteheridos (21 mar­ zo 1982), con motivo de su libro Teoría de los sentidos.

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Como verás (con ojos del alma) y oirás (con oído de cora­ zón) aquí está todo (que diría Azorín) o casi todo (y eres tú quien lo dice) y todos o casi todos también. (Dante, Shakespeare, Cervantes, Santa Teresa, Molinos, Goethe, Nietzsche, Pascal, Calderón, Garcilaso, Unamuno, Bécquer, Heine, Spinoza, Hugo, Bergson... Y hasta MerleauPonty.) Sin olvidar a Leibniz cuando escribía: “Sensa­ ción: síntesis de (o en) una percepción confusa".» J osé B ergamín

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EL AMOR NUESTRO DE CADA DÍA

Que todos amamos, es una realidad objetiva, cotidia­ nidad necesaria para existir y supervivir. El amor es lo más simple y elemental, como la generación sucesiva de la vida. Podemos observarlo, aun para los ojos más desa­ tentos, que está ahí como una objetividad patente, pre­ sencial, que verificamos todos los días y a todas horas. El amor es una experiencia visible, usual, en la que se conju­ gan formas de ser diversas. Así, de apariencia tan sencilla, el amor resulta complicado porque, tras el espectáculo de esta realidad amorosa, se esconden muchas necesidades. Asombra descubrir que el amor más sencillo y humilde está lleno de recovecos, sinuosidades, sombras y dudas, pero el amor tiene el poder de unir estas multiplicidades reales. «Lo peculiar del mundo real es justo esto, de que en él, entidades tan heterogéneas como las cosas materia­ les, lo viviente, lo consciente, lo espiritual, existan juntas, se superpongan, se influyan mutuamente [...]. Pero todas ellas están situadas, se siguen unas a otras o coexisten al mismo tiempo [...]. La unidad de la realidad es lo esencial en la unidad del Mundo » . 1 Cada amor es un mundo real I. Nicolai Hartmann.

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propio que coexiste con otros, para crear la totalidad par­ cial y heterogénea del amor mismo. Se ha creído siempre que el amor es un privilegio ex­ traño de los seres sensibles y que sólo las bellas almas, dotadas de poderosos sentimientos, pueden vivir la gran­ diosidad sublime del amor. Sin embargo, Kant explica que «lo sublime» es una totalidad inhumana que nos so­ brepasa, como el espectáculo del mar sin fin, de la mon­ taña solemne o de los espacios ilimitados de la estepa. Entonces, si el amor fuese este sentimiento superextraordinario, no podríamos soportarlo ni pertenecería a nuestra humanidad condicionada, material. Por el con­ trario, el am or tiene su raíz en la vida cotidiana, como el trabajo, y nace de la relación entre seres humanos: de una mirada fugaz, de un contacto de las manos, de una sonri­ sa. Es la forma más prim aria de la comunicación. No surge del deslumbramiento ante el espectáculo de una grandeza poblada de infinitas sugerencias, sino que brota a la sombra de un simple arroyuelo, del susurro de unas palabras, de la voz melodiosa de una canción, de cual­ quiera de las razones y motivaciones que irradian de la vida cotidiana en su riqueza múltiple. Cotidianidad que reúne y conjuga, en sí misma, todas las formas o esferas imaginables y posibles del ser. Hay, pues, muchísimas ocasiones en nuestra existencia diaria para que nazca, florezca y se expanda el amor: al conjuro de una ventana abierta asoma un rostro y se enciende una turbación, des­ pertándose una curiosidad atrayente; o se traban relacio­ nes a través de palabras que se entrelazan y cruzan en el aire mensajes del corazón. Todos hemos vivido y asistido a esta aurora del acontecimiento amoroso, pues el amor, como vivencia cotidiana, se demuestra no sólo por esta interrelación que establece entre seres distintos, sino también por procesos íntimos que evidencia una realidad visible. Y aunque no sepamos lo que pasa por dentro. 10

podemos atenernos a como se desarrolla, que ya es bas­ tante significativo y expresivo. El amor es una realidad tan natural y evidente que no se puede ocultar, salta a los ojos. Siempre estamos asis­ tiendo a la formación del amor, porque el ser no es estáti­ co, «siendo el ser y las transformaciones del ser lo funda­ mental». «Wir beginnen mit einer allgemein bekannte Tatsache, mit der Proceshaftigkeit ais zentraler Kategorie einer neue Ontologie.»2 En consecuencia, el amor no sólo tiene su génesis en la vida cotidiana, usual de la existencia hu­ mana, sino que se engendra o genera a sí mismo. Todo lo que está presente, «el ser ahí» que dice Hartmann, es un resultado, la estratificación o cosificación, «la cosa en sí», la realidad de un devenir. La pareja que vemos amarse o reñir ásperamente, es la consecuencia de una historia, de una vida o de un •argo proceso de armonía o confusión. El ser ahí es el ser así, tan inevitable que no lo podemos impedir. Somos siempre el resultado de nuestros actos anteriores. «El presente, lo que es, no es el producto del pensar sino del ser . » 3 Así, en el presente convergen el pa­ sado y las líneas del futuro y podemos repetir con Hegel: «es ist so, weil es ist» , 4 o sea que la necesidad se basa en lo real que siempre es necesario. Por síntesis, aproximaciones o uniones sucesivas se crea el amor, que es una realidad fruto de contactos conti­ nuos o una creación paciente de miradas, caricias, deli­ quios y efusiones del corazón. Aun el amor más fulminan­ te y que nos traspasa súbito, tiene que recorrer un camino y recrearse a sí mismo desde el principio. El amor es, sin duda alguna, una totalidad englobadora de todas estas parcialidades amorosas. Debemos añadir que podemos 2. «Empezamos con un hecho generalmente conocido, el proceso co­ mo categoría central de una nueva ontologla» (Georg Lukács). 3. Georg Lukács. 4. «Es asi, porque es.»

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no ver el amor ni asistir al espectáculo amoroso, pero lo sentimos como una atmósfera envolvente, porque sabe­ mos que es una totalidad de presencias que podríamos denominar conciencia. La perfecta identidad entre la rea­ lidad y la conciencia, nos prueba que ese amor que no vemos existe como totalidad objetiva, es una universali­ dad de lo real, un absoluto relativo; por ello, aunque no lo veamos, lo sentimos conscientemente. El amor está siem­ pre ahí, es una esfera objetiva, pero parcial, de la totali­ dad del mundo. La pequeña o absoluta órbita que es el amor, para unos es nada o muy poco, para los indiferentes un menguado sector y para otros puede adquirir, y ad­ quiere de hecho, una dimensión de trascendencia y totali­ dad. También para algunos, más sosegados y burgueses, puede ser muy importante y confortar su vida, sosegar sus ímpetus, adecuar su sangre a un ritmo pausado, com­ paginar su alma, pudiendo así el amor hasta convenir como orbe doméstico de serenidad. Para otros más ambi­ ciosos, puede constituir el fin y la meta de todas sus aspi­ raciones y su búsqueda, el empeño de toda una vida. Como vemos, el amor puede ser parcial o absoluto, importante o insignificante, pero es un mundo por si mis­ mo, una totalidad limitada dentro del universo. No diga­ mos, como Dante, que «mueve el sol y las estrellas», pero tampoco disminuyamos su significación. Aunque no sea una realidad cósmica, en determinados momentos puede hacerse absoluta, sobre todo si trasciende su particulari­ dad. El amor, esfera dentro de la armonía de las esferas, es un canto o totalidad por sí mismo. Pero no exageremos su trascendencia hasta platonizado o hacerlo, como Fer­ nando de Rojas en La Celestina, una providencia diabóli­ ca que nos lleva, por la seducción de la felicidad, al desas­ tre y a la muerte, pues esa totalidad que nos engaña, por lo sublime e infinito de su promesa, es tan sólo una reali­ dad creada por las individualidades. «Das Ganze ist eine 12

Totalitüt, die sich aus den dynamischen Wechselbeziehungen relativer, partieller, besonderer Totalit&ten aufbaut, » 5 Dentro del orbe cerrado del amor individual, se des­ granan pequeñas totalidades que estructuran el amor mismo, momentos parciales que se pueden analizar con minuciosidad, para reconstituir el proceso del amor. Es el método introspectivo de Marcel Proust, quien lo descom­ ponía en sutilezas efímeras, por carecer de la síntesis final proyectiva para llegar a su conocimiento objetivo y real. Sin embargo, la parcelación atomística de la realidad amorosa es necesaria si se quiere llegar a comprenderlo. Mejor dicho, el amor se divide en una serie de actualida­ des parciales no sólo para llegar a constituirse sino que, ya creado, vive descompuesto en estructuras diferentes. En consecuencia, para entender el amor, debemos utili­ zar el método genético-ontológico, es decir, analizar cada estadio amoroso como una estructura su i generis para averiguar de dónde procede y hacia dónde se proyecta. Entonces descubriremos que el amor, ese fenómeno que nos parecía tan simple y natural como el pan nuestro de cada día, resulta más intrincado y complejo de lo que podíamos imaginar, porque es un mundo que se divide en submundos. El amor, es el complejo de una serie de com­ plejos. ¿Por qué el amor resulta tan complicado? Precisa­ mente por su simplicidad, pues nada hay más complejo que lo primariamente existente ni más complicado que lo que, a primera vista, parece simple y normal. La comple­ jidad del amor surge al vivirlo, al penetrar en sus recondi­ teces, en sus vericuetos, en las sinuosidades de sus mares interiores. Complejo es el am or porque es diverso, contra­ dictorio, y opuestos los mundos que lo crean. Cuando nos 5.

Esa totalidad objetiva, es el resultado de las acciones múltiples y

recíprocas de los amantes» (Georg Lukács).

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asomamos y adentramos por el universo del amor, asom­ bra su riqueza plural, y quedamos perplejos, desconcerta­ dos ante el misterio profundo que encierra, porque su presencia simple, cotidiana, esconde una multiplicidad de hechos extraños: los celos, odios, crímenes pasionales, sacrificios sublimes, todo lo cual crea una complejidad de complejos. Esto no quiere decir que el amor nos atenace o sea un nudo en la garganta, en el sentido freudiano, que debemos desatar para liberarnos. No; como decíamos y repetimos, el amor es un misterio resplandeciente que está ahí para concertarnos o acongojamos. Y es complejo porque es invisible como una sombra que arroja su pro­ pia diafanidad. Nadie puede sentirse tranquilo cuando empieza a am ar, pues no sabemos a dónde nos llevará el amor ni por cuáles caminos, ya que esconde, en sí mismo, el germen de todas las tragedias. Sin embargo, la quietud suprema es la finalidad de todo afán amoroso, la sereni­ dad de la catarsis. Su oscuridad dual, contradictoria, constituye el punto de partida de su totalidad dinámica que se nos aparece como una luz pálida o «la noche ilumi­ nada», mística de San Juan de la Cruz. Dentro del amor, vamos caminando de un mundo conocido a otro insospe­ chado, viviendo entre sombras luminosas y luces som­ brías. Esto hace que un pequeño suceso adquiera, a veces, una significación total, una realidad completa, la revela­ ción súbita de toda úna vida y un destino. Allí, en el es­ tallido de ese pequeño átomo de ternura u odio, está todo el continente del amor. «El más insignificante grano de polvo en el universo, no es menos ente que el universo mismo ».6 La pluralidad de mundos que habita el amor indivi­ dual es el origen de su dinamismo y complejidad. La difi­ cultad de comprender, al intentar abarcar la multiplici­ 6. Nicolai Hartmann.

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dad de seres, situaciones y esferas íntimas de los amantes, crea una imagen del amor como supremacía espiritual absoluta de raíz misteriosa y oculta, es decir, como Espí­ ritu que trasciende por encima de sus protagonistas, cuando, en realidad, el amor es una creación natural del hombre.

a) E l Ojo y la M ano El am or se origina a través de la experiencia separada y, a la vez, conjunta de la vista y el tacto. Los ojos contem­ plan, como espejos fieles, el objeto que miran. Así, m irar­ se es un reconocer para entenderse o engañar. Esta porfía de la mirada es penetrar, adentrarse en el alma del otro y, también, una búsqueda. Los ojos recorren el objeto o su­ jeto que tienen ante sí, lo inspeccionan, lo dividen, aban­ donándolo a sí mismo y, por consiguiente, respetan su originalidad. Por el contrario, las manos apresan, hacen suyo el objeto y tienden a convertirlo en instrumento de dominio o propiedad. Tocar es el principio del conoci­ miento. El contacto primitivo de los que empiezan a amarse es el toque superficial que, repetido, se convierte en una palpación mutua. En el frenesí cognoscitivo pro­ pio y revelador del tacto. Las manos son posesivas, y los ojos, ofrenda. Heidegger dividió la realidad cotidiana en «el ser a la mano» y «el ser ante los ojos», pues toda nuestra activi­ dad en el mundo se reduce a ver y tocar, lo que nos sitúa y define. Se puede afirm ar que viendo y tocando empeza­ mos a crear en nosotros situaciones y actitudes amato­ rias. Analicemos cómo y por qué. Ver con los ojos es un acto desinteresado y objetivo, pues se limita a acariciar la superficie de las cosas sin 15

intentar comprenderlas. En su obra Der Mensch, Amold Gehlen afirma que la mano ve, a veces, mejor que los ojos. Hipótesis teórica antropológica que comprobaría experi­ mentalmente el psicólogo soviético Ananiev, demostran­ do que la mano percibe, y la piel, lo cutáneo, también es visual porque refleja las cosas que toca. Conclusión a la que no llega Heidegger, que, sin embargo, señala los lími­ tes de la percepción visual. Sólo la mano nos da la inteli­ gibilidad del objeto para su utilidad instrumental. Por la manuabilidad del objeto comprendemos su realidad in­ trínseca. «La conducta práctica no es ateórica, en el senti­ do de la falta de vista» (Heidegger), pues el que manipula un objeto, a la vez lo teoriza. También la visión es cognos­ citiva, pues conocemos, por los trabajos de Amold Geh­ len, que hay visiones táctiles que no sólo contemplan pa­ sivamente el objeto, sino que lo tocan y adentran en él como la mano. Ahora bien, Heidegger sostiene que «el ser a la mano» sólo puede existir cuando se tiene algo ante los ojos y subraya, como necesaria, su identidad operativa, ya que, sin visión, no hay posesión manual. Sin embargo, debemos establecer una diferenciación. «El ser a la mano» es un mundo para mí, el que poseo, manipulo y utilizo. Como dice Hartmann, no es un mundo en si, para todos, sino mi mundo subjetivo; «es realidad de las cosas vividas y experimentadas al usarlas», afirma. En conse­ cuencia, lo que descubro por la mano se hace mi perte­ nencia. «Con ello queda este ser referido al yo al que está dado» (Hartmann). La visión, por el contrario, es más general y objetiva, abierta por naturaleza. Frente a la mano,que aprieta, los ojos nos descubren lo que es en toda su amplitud. Estamos viviendo en nuestra vida cotidiana lo que llama Heidegger una «cura», es decir, una ocupa­ ción preocupada o una preocupación activa. Desarrolla­ mos, pues, una actividad táctil posesiva y otra visual objetiva. 16

De la práctica o ejercicio de estas conductas se origina el amor, que nace de la experiencia cotidiana de una en­ trega de si mismo y una posesión del otro. Para ello, nece­ sitamos situar a la persona que amamos en su generali­ dad objetiva. Pero no podemos limitamos a su contem­ plación visual, necesitamos querer, poseer el objeto amo­ roso, para saber cuál es su utilidad a los fines vitales. Así, el amor tiene su génesis en la práctica más simple de la vida cotidiana. Es el arte de saber ver y de lograr poseer, lo cual requiere una sabiduría que se obtiene a través de un profundo aprendizaje con los ojos y las manos. Saber ver significa no dejarse deslumbrar por el aspecto de los seres o de las cosas. Tampoco es fácil apresar, pues supo­ ne reflexionar con la mano y no precipitarse ni lanzarse a la posesión fugaz e inmediata. Saber poseer significa un conocimiento manual, una experiencia táctil reiterada. Los ojos y las manos crean así el mundo subjetivo y propio del amor. La resistencia del objeto amoroso susci­ ta el odio, al no poder poseerlo, pero su entrega despierta el amor. Sin embargo, en las entrañas de cada ser siempre están prefiguradas la actitud generosa, entregada, que se expresa en los ojos que se dan y la egoísta, posesiva, de las manos que aferran codiciosas, pero que descubren el se­ creto de las cosas y de los seres.

b) E l Yo y el Nosotros La percepción y el tacto son actividades elem entales y prim arias del hombre sobre las que se construyen reali­ dades más complejas, porque, adem ás de los sentidos m a­ teriales, tam bién los espirituales nos afirm an en el m un­ do objetivo. Los sentim ientos y las pasiones no son sólo determ inaciones antropológicas sino, tam bién, ontológi17

cas, como dice Marx. La ontología adquiere así una nueva significación: ya no es el Ser de la realidad o el ente en cuanto ente, es la realidad del ser humano, es decir, la afirmación perseverante y continuada de sí mismo me­ diante una realización objetiva, ya que el Ser solo existe como fijación momentánea y efímera. El Ser es un proce­ so real. Por sus actos sensibles y espontáneos el hombre va adquiriendo realidad, se realiza positiva y negativamente porque se hace a sí mismo haciendo a los otros. En otras palabras, toda manifestación, Ent&usserung (Marx), es una peculiaridad de su «yo» que se desarrolla y autoperfecciona. Es el sagrado egotismo, o sea la realización de sí mismo por la negación de la objetividad de los otros. Es mi mundo circundante que creo y me recrea. Sin embar­ go, como la manifestación de sí mismo es una realización paulatina y progresiva, el «yo» se hace cada vez diferente y extraño al que era originariamente. Esta procesalidad del ser humano constituye la base de su historicidad. Ahora bien, la afirmación constante o realidad plasmada de nuestro ser, paradójicamente, nos desrealiza y ajena, porque todo nuestro ser vive en perpetuo cambio. No po­ demos aferramos a nuestra realidad estable ni descubrir­ nos un «yo» definitivo. Nuestra realización implica trans­ formamos. Toda manifestación libre que nos afirma es positiva y, a la vez, negativa, porque nos limita y encierra. Al mismo tiempo sacrificamos el ser que somos a los otros, es decir, toda Entáusserung (exteriorización) es una Entfremdung (alienación). Alienarse es entregarse a otro, identificarse con él, olvidarse de si mismo, lo que constituye el lado positivo de la alienación. Si de una parte nos sacrifica y constituye una pérdida de la realidad individual, por otra nos objetiva y hace presente en los otros. Así pues, las emociones, las pasiones, los sentimientos son actos múlti18

pies que, si nos realizan subjetivamente, a la vez nos obje­ tivan y trascienden, alienándonos positivamente. El yo es la exteriorización del nosotros y, a su vez, el nosotros es la realización del yo, correspondencia de la actividad corporal y sensible que origina la práctica del amor. Mejor dicho, la acción del amor se basa en la duali­ dad de una actividad recíproca de todos los sentidos ma­ teriales y espirituales. Esta realización del yo es una afir­ mación posesiva, una autoalienación y, a la vez, una en­ trega, un holocausto, un abandono de sí a los otros, una verdadera objetivación. Afirmación negativa de la reali­ zación del yo y negación positiva u ofrenda de sí mismo, pero que es la alienación objetivadora y salvadora. Sin embargo, esta entrega generosa es posesiva y tiene como fin lograr una más potente y sólida realidad propia. La artim aña del amor consiste en que es para mí mismo para quien realizo el sacrificio de mi yo. Pero solamente por esta argucia de la pasión egoísta podemos crear el noso­ tros, es decir, la unidad amorosa, pues el yo, aunque pre­ tende tan sólo afirmarse a través del otro, como se abraza a él, se funde y desaparece. Esta forma posesiva crea la factibilidad de la unión amorosa, la realidad del amor. En consecuencia, de nuestra actividad sensible y espiri­ tual, de nuestros actos cotidianos surge el amor como una realidad objetiva cuya estructura es una dramática duali­ dad: afirmación y pérdida de sí, conflicto que constituye la raíz visceral, orgánica, del amor mismo. Para am ar tenemos que sentir previamente esa pre­ sencia viva y unitaria del nosotros. Sufrir una emoción, apasionarse, es como exhalarse, una participación con el sentir de los otros, porque todos dejamos de ser para crear esa realidad común y originaria que somos. Ama­ mos, pues, sobre la base ontológica de esta extraña y con­ tradictoria conjunción del yo y de todos en común. Sin embargo, no dejamos de pertenecemos ni de afanarnos y 19

luchar por la consecución de nuestras afirmaciones dife­ rentes y particulares. Somos reales tan sólo como indivi­ duos esenciales, es decir, solitarios, sumergidos en nues­ tra subjetividad, pues toda nuestra acción tiende a la rea­ lización afirmativa de sí mismo. Es necesario experimen­ tar este abismo subjetivo para comprender su limitación y descubrirnos incompletos. De esta actividad ególatra y subjetivista surge la necesidad exigente de otros seres, el imperativo de una realidad completa unitaria, de la amo­ rosidad, del nosotros. Mientras la visión y el tacto revelan la oposición táci­ ta, todavía secreta, entre la apertura y la posesión, las emociones, las pasiones, los sentimientos de los hombres configuran una realidad unitaria, es decir, la fusión es­ table, aunque no definitiva, de la ofrenda y de la posesión que hace posible la aparición real del amor. Asi, el amor es resultado de una actividad subjetiva, interior, mediata, y otra externa, posesiva e inmediata. El amor se divide unitariamente en espíritu y naturaleza. Porque es espiri­ tual v, a la vez, material.

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EL AMOR COMO ESPÍRITU

El amor idealmente perfecto sería la unión absoluta, una armonía sin fisuras, la identidad cabal, como conci­ bió Hegel en sus Escritos de Frankfurt. En este sentido, es la actividad subjetiva del Yo que no retrocede ni huye ante los objetos, porque ha perdido el temor de entregarse a la vida y puede realizar la completa identificación de la subjetividad con la objetividad. Con razón dice Lukács: «die Liebe ais eme vollstündige restlose Vereinigung aus jede Spur der Trennung verschwunden ist».7 Cuando sujeto y objeto, libertad y naturaleza se funden, Hegel señala la presencia de una armonia de origen divino. Tal suprema concordancia es privilegio sólo de los dioses, no de los hombres, quienes destruyen los objetos al hacerlos suyos. Pero este tipo de amor pretende unirnos sin dominar ni que nos dominen. La sublime espiritualidad de esta concepción juvenil de Hegel se refleja en su poema «Eleusis»: «El sentir se diluye en la contemplación, lo que llamaba mío ya no existe.» 7. «El amor como completa unificación, en el que ha desaparecido toda huella de separación» (Der Junge Hegel).

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El amor humano, asi, vendría a ser todavía más eleva­ do que el divino, pues al no exiátir la conciencia escindida desaparece la veneración al objeto supremo: Dios. El amor sería la unidad del espíritu y de la naturaleza, sien­ do el yo el Espíritu, la identidad, y la Naturaleza el otro, la diferencia. Este amor une, al conciliar sujeto y objeto. Sin embargo, Hegel no se engaña ni ilusiona cuando dice: «La naturaleza sigue siendo Naturaleza y no se ha reali­ zado unión ninguna». De esta forma intuye las luchas y odios de los amantes unidos, los posibles conflictos del am or mismo. Para Hegel es previo al am or este reconoci­ miento de sus desavenencias. La distancia y separación de los seres le demuestra que todavía no se ha realizado verdaderamente el amor. Y afirma que sólo puede crearse por afinidad y correspondencia estricta con alguien que sea «el espejo, el eco de nuestro ser». El espíritu absorbe a la naturaleza, la devora, y todo lo ajeno, extraño del otro, desaparece en este abrazo amoroso, ahogador e identifi­ cados La subjetividad sacrifica la diferencia a la sime­ tría, y sólo aceptamos al otro como reflejo del yo. Hegel barrunta que esta armonía del amor no es per­ fecta, al sostener que el antagonismo sólo se puede cono­ cer, como tal, si ya se ha vivido la unificación. Esta oposi­ ción irreconciliable se le revela en la religión, pues si identificamos al hombre con Dios, «se unifica lo que es incompatible» entre naturalezas antagónicas y se crea lo que Hegel llama «la positividad de la religión cristiana», es decir, la completa enajenación de lo subjetivo, la pér­ dida de sí mismo que, más tarde, llamaría Marx «la alie­ nación religiosa». Desde el momento en que nos entrega­ mos a la adoración, como presencia real de un ser dife­ rente de nosotros, separado y lejano, no amamos real­ mente, porque nuestra subjetividad se funde y desaparece en una objetividad que nos es desconocida. Así, Hegel se anticipa al descubrimiento de la alienación amorosa, 22

pues lo que él llama «naturaleza», «extrañeza», «diferen­ cia», «separación», son su raíz misma. Claro está que Hegel creyó superada esa peligrosa exteriorización en el amor por el abrazo espiritual, es decir, por la interiori­ zación. El amor espiritual nos salva del peligro del amor alie­ nado. Para Hegel, el salvador es Jesús: «A los manda­ mientos puramente objetivos, Jesús opuso algo que les era enteramente ajeno: lo subjetivo en general. Al procla­ mar la supremacía de la subjetividad a la positividad, el hombre es responsable por sí mismo». Jesús no ignora las amenazas que le rodean, sobre todo la objetivación, la lucha entre lo mío y lo otro que lleva a la ruptura de la armonía. Intenta salvarnos, porque sabe que «amar es la exclusión de lo opuesto». Y multiplica los actos amoro­ sos en la entrega de sí mismo, convirtiéndose en pura disponibilidad. Para superar las limitaciones de los amo­ res individuales, Jesús, «Schóne Seele» , 8 crea una totali­ dad abstracta de amor, creyendo vencer así la pobreza esquelética de todo acto amoroso. Jesús se esfuerza en unir todo lo que se opone, es la moralidad impersonal que «conserva, asegura la posibilidad del amor; por eso es, de acuerdo a su forma de operar, únicamente negativa, es decir, debe tratar a todos los hombres como a semejantes e iguales». Pero Jesús no puede responder ni resolver si­ tuaciones concretas de la vida donde la hostilidad, la agresión y el conflicto prueban la presencia del enemigo. En consecuencia, el amor de Jesús es de una noble y pura espiritualidad impotente. En esta metafísica del am or como suprema armonía dichosa, Hegel no pierde nunca la conciencia de la lucha de los hombres entre sí, del desamor y del odio, y dice esta frase escalofriante: «todo sufrimiento es culpa». Por con­ 8. «Alma bella.»

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siguiente, el que ha sido ofendido es tan culpable como el agresor, porque «el Destino es la conciencia que se tiene de sí mismo, como ser enemistado». La enemistad es constitutiva de la historia de los hombres y lo que Hegel buscaba era restablecer la armonía resquebrajada por el odio y reconstituir la amistad, volviendo a la vida dichosa y armónica del amor. Ahora bien, ¿qué actitud adoptar ante un ataque injusto?, preguntaba Hegel. Caben dos opciones: replicar con violencia o aceptar pasivamente la ofensa. Para Hegel, las dos respuestas son válidas: el va­ liente se afirma a través de la violencia y el cobarde re­ nuncia a su dignidad, para salvaguardarse y conservarse. En esta lucha implacable de los seres, el cristianismo pro­ pone el perdón de las ofensas, la reconciliación, para po­ der llegar al amor por el sacrificio de sí mismo. Esta li­ bertad suprema, dice Hegel, de poder renunciar a todo para salvarse, es el atributo negativo de la belleza del alma. Así descubre el dualismo dramático del amor espi­ ritual que por la donación busca, de hecho, la realización del hombre. De esta forma, Hegel denuncia indirecta­ mente la inanidad e hipocresía de un cristianismo que predica la reconciliación amorosa sobre la base de una entrega aparente, pero que tiene por finalidad egoísta apropiarse de la vida de otro para afianzar la propia. En consecuencia, no se puede unir totalmente el espíritu y la naturaleza, el yo con el otro. Esta oposición latente, que subsiste en toda la reflexión de Hegel sobre el amor, es la verdadera raíz y simiente de su dialéctica materialista. «Der entwilkelten Eignigkeit stand die Móglilichkeit der Re­ flexión, der Trennung gegenüber; in dieser ist die Eignigkeit und Trennung vereignigt.»9 Este amor como ideal de uni­ 9. «Del desarrollo de la unidad nace la posibilidad de reflexión, fren­ te a ella la separación; en aquélla se reúnen la unidad y la separación» (G.W.F. H egel).

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dad de los hombres, es criticado por Hegel por su caren­ cia de realidad objetiva. Como observa Lukács a su vez, Hegel descubre, en Jesús y el cristianismo, la contradic­ ción insoluble, trágica, y su incapacidad de acción con­ creta para la realización efectiva del amor entre los hom­ bres. Es indudable, sostiene Lukács, que los Escritos de Frankfurt de Hegel, reflejan la búsqueda de formas huma­ nas de vida que puedan borrar todo lo muerto y aniquila­ dor que surgía de la recientemente creada sociedad bur­ guesa. El problema consistía en cómo salvar los valores humanistas de la individualidad subjetiva, que habían entrado en contradicción flagrante con la nueva sociedad. Pero lo que no nos parece exacto, en las tesis de Lukács, es sostener que la concepción del amor de Hegel, en la época de Frankfurt, sea transitoria y provisional. Por el contra­ rio, creemos que el amor siguió ocupando una función central en toda su obra, aunque en adelante pierda su nimbo de romántica idealización sublimada y, también, de culminación superada de todo lo inerte y muerto en la sociedad y la existencia. Si el amor deja de ser, para He­ gel, esa armonía ideal, se convertirá en una totalidad real de conciencias, una unidad patética de los hombres. Pero aún en este período, consciente de las oposiciones dramá­ ticas que existen, en su ensayo Amor y propiedad afirma que el amor tiende a convertir al amado en pertenencia. Sostiene que es legítimo este afán de poseer del amante, deseoso de fundirse con el amado, porque al apropiarse de él, al hacerlo suyo desaparece la oposición y el objeto amoroso se integra a la subjetividad amante. «El amor excluye todas las oposiciones, no es nada limitador, nada limitado, nada finito», dice en este estudio. El am or no se puede contentar con sentir, que es un mero acto reflejo de pasividad que nos limitamos a experimentar. En realidad necesitamos, aspiramos, buscamos la unidad en el amor. El sentimiento nos aísla, separa y escinde, «es una vida 25

parcial y no vida entera» (Hegel). Se trata, pues, de pose­ erse, para unificarse totalmente. La separación es intolerable para los amantes, insufri­ ble la lejanía y las distancias. Hegel llega a descubrir el meollo dramático del amor: «el antagonismo entre la en­ trega total (la desaparición del amante, su sacrificio esen­ cial) y la independencia y la individualidad de cada uno que todavía subsiste». El obstáculo es la necesidad de conservar lo que se posee, es decir, el yo único, el cuerpo. Pero Hegel crea una confusión que debemos aclarar. El amante tiende, es verdad, a destruir al otro como indivi­ duo para apropiárselo y fundirse con él, lo que constituye una pasión legítima. Pero lo que es mezquino y típica­ mente burgués, es poseer al otro como si fuese un objeto precioso que deseamos nos pertenezca. Estas dos actitu­ des no están separadas en la concepción hegeliana. Así, cada amante intenta, con violencia apasionada, apode­ rarse del alma y del cuerpo del otro, es un ladrón de las propiedades del amado. Sin embargo, sólo a través de esta desposesión recíproca se crea la armonía. Asoma la concepción idealista de Hegel, sobre la equi­ paración igualitaria de los amantes, cuando dice: «El amor es un dar y un recibir mutuo», para contrarrestar la furia de propietarios que ocasiona el desequilibrio y desi­ gualdad de las individualidades. Es natural y lógico que en una sociedad basada en la propiedad privada, el amor solamente se pueda alcanzar por la capacidad de domi­ nio, y así los seres humanos se convierten en objetos sus­ ceptibles de ser poseídos. Hegel intuye genialmente que en una sociedad burguesa, la diferencia de propiedades crea conflictos, separaciones, e impide la unión de los amantes, y que sólo una sociedad jacobina, igualitaria, formada por pequeños propietarios, restablecería la uni­ dad necesaria en el amor. Hegel examina también la situación, mucho más dra­ 26

mática, de un amante propietario y otro sin propiedad alguna, que establecería la dominación exclusiva del rico frente al pobre: «y puesto que la posesión y la propiedad constituyen una parte tan importante del hombre, de sus preocupaciones y pensamientos, tampoco los amantes pueden abstenerse de reflexionar sobre este aspecto de sus relaciones». La solución sería una comunidad de bie­ nes entre los amantes, pero le parece que no suprimiría el conflicto básico. Para Hegel el am or es una actividad subjetiva, espiri­ tual, que lucha y se enfrenta con la naturaleza, la objetivi­ dad, el ímpetu posesivo. ¿Cómo salir de esta contradic­ ción? Por una Idea, la moralidad, nueva concepción uni­ taria del amor que aparece en sus escritos de Jena. Se trata aquí de superar (aufheben) la dualidad de la refle­ xión que padece todo am or espiritual, por el hecho de estar volviendo siempre sobre sí mismo, y encontrar lo que él llama «la unidad existencial de los vivientes». El amor debe, pues, surgir de la conciencia que crea la con­ vivencia en común. Ya no es esa fusión de las conciencias individuales, sino la unidad que nace de la vida misma. El conflicto espiritual del amor, que se le planteó en Frankfurt, lo resuelve en Jena: «Das Hegel aus diese Stelle Lósang für die subjektive Unerfürheit der Liebe sucht und findet» } 0 El amor como subjetividad sentimental o parti­ cularidad doméstica le parece incompleto y busca un amor como realidad objetiva, don común a todos los hombres. Así socializa o colectiviza el amor, que ya no es subjetivo, sino una universalidad real. Pero «la gran ca­ rencia del amor consiste en que es aislamiento. Significa sólo un momento provisional en la gran corriente de la vida».10 10. «Hegel en este momento buscó y encontró una solución al carác­ ter ilimitado del amor» (Georg LutcAcs).

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El cambio de actitud de Hegel es notorio. El amor ya no es un fenómeno subjetivo, es una realidad de ser, una categoría ontológica, y se convierte en el fundamento del matrimonio, de la familia, pues brota de la coexistencia. Pero esta nueva unidad amorosa que crea el matrimonio es, también, una limitación porque se territorializa, como dicen acertadamente Deleuze y Guattari. Este espacio que crea la familia estrechamente vinculada, suscita in­ tereses egoístas, cálculos perversos, solidaridades anta­ gónicas con otros territorios familiares. Capuletos contra Mónteseos, los Castro enfrentados a los Lara, al mismo tiempo que el fuego del hogar infunde ternura y placidez. La familia, así, viene a ser la mafia del Espíritu. Sin embargo, estos mismos odios y conflictos crean vínculos cada vez más fuertes y sólidos que configuran lo que He­ gel llama las pequeñas comunidades, el pueblo, el Nos, es decir, un am or más completo que se realiza como una presencia real, objetiva, en la comunidad o unidad de los hombres. Este es el sentido de su obra Tragódie in Sittliche, donde demuestra que la familia, «esa suprema totali­ dad de que la Naturaleza es capaz», no resiste a las fuer­ zas oscuras que la sustentan y disocian. Es la tragedia de Antígona, de la moral familiar, de la piedad intima contra la razón de Estado, de la colectividad suprema, de Creón. Aquí se oponen la moralidad vital, impulsiva, secreta, de los lazos de la sangre y de la familia, frente a la luz de la racionalidad espiritual y colectiva de la sociedad. Hegel se esfuerza siempre en resolver estos antagonismos tajan­ tes, irreparables. Si el matrimonio y la familia se desinte­ gran por las fuerzas ignaras que los disuelven, encuentra una nueva fórmula de amor entre los esposos: la piedad mutua, la ternura melancólica, que es el reposo del com­ bate íntimo de las almas, la pacifica estructura de convi­ vencia que les hace quererse como si fuesen padres el uno del otro, o hijos autónomos pero que, por haberse creado 28

juntos, llegan hasta hacerse semejantes. ¿Falsa reconci­ liación amorosa? Tal vez una tregua sosegada en el lu­ char incesante de los amantes. En La fenomenología del Espíritu o historia de la géne­ sis del Capital, «el Espíritu se une y se divide, asumiendo las diversas figuras de la conciencia», y surge una vez más el amor espiritual. En el prefacio dice: «Este ser en sí y por sí es, para nosotros, la sustancia espiritual». En esta obra se vuelven a encontrar todos los temas del joven Hegel: la vida, el amor, el desgarramiento, la división. No existe, pues, un corte epistemológico entre el joven Hegel y el maduro. El Espíritu o el éter , 11 atraviesa distintas eta­ pas en su largo camino de realización, desde su sustancia incorpórea hasta su cumplimiento concreto. Cada estadio de este desarrollo representa una figura individual. La primera es el amanecer de la conciencia, como conoci­ miento plural, infinito. Pero el que quiere conocer tiene que limitarse, apuntar hacia un objetivo para adquirir la certidumbre sensible (sinliche Gewissheit). Ante la vaste­ dad del ofrecimiento, el hombre escoge esto, eso o aquello y lo lleva a su morada interior, para lograr unir lo exte­ rior objetivo a la intencionalidad subjetiva. Representa la figura de la simple e ingenua unidad amorosa. Es como el amor entre jóvenes, fundidos inconsciente y naturalmen­ te sin saber el uno del otro e ignorando, también, por qué se unen. Sin embargo, este amor ingenuo y natural es, a la vez, espiritual, porque es la inmediatez del Espíritu en el hombre. Pero, de nuevo, se separa esta conciencia es­ pontánea de la realidad objetiva y aparece en una segun­ da figura: la conciencia de si mismo, que es el reflejo o espejo del yo. Es la viva estampa del amor consciente, reflexivo, que ama al otro como un eco de sí mismo. Este amor hace la conciencia ajena propia y de la propia la II. «El éter es el Espíritu» (G.W.F. Hegel).

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ajena. Amor recíproco de las conciencias que es un bello instante de armonía. Sin embargo, ninguna conciencia se resigna a entregarse a otra y desaparecer. Por ello, en el seno del amor, las conciencias defienden su independen­ cia y luchan por el reconocimiento mutuo. En este proce­ so surge una tercera figura: el señor y el esclavo, es decir, un amante dominador y otro dominado. Uno subyuga al otro y éste siente el amor como un sacrificio necesario al que se somete voluntariamente. Siguiendo el análisis de la dialéctica esclavo-señor, descubrimos que la sumisión, a veces, es aparente y la dulzura más sosegada puede ser tan venenosa como vemos en la protagonista de Monsieur Ouine de Georges Bemanos, donde la esposa esclava llega a convertirse en dueña de su marido. Si la persona some­ tida logra dominar por la dulzura y la argucia, se debe a que ha perdido el temor y recupera la dignidad, la con­ ciencia de sí. Al experimentar miedo ante el amado, deja de sentir ese am or ciego, total, y se percata de que el ser a quien ama es un posible agresor. Por su parte, el que do­ mina en la relación amorosa siente necesidad de la perso­ na que le proporciona placer y se esclaviza a ella. Pero como la característica del placer es su desaparición, una vez satisfecho, la exigencia de renovarlo hace que la es­ clavitud del señor sea atroz. «El placer quiere eternidad, pero es fugitivo y no tiene —dice Hegel— subsistencia ni permanencia.» Abandonado a los placeres, el amo se co­ rrompe y debilita por la voluptuosidad en que vive. El deseo le divide en instantes esplendorosos que le disuel­ ven. Por el contrario, el amado sumiso aprende a refrenar su deseo, retardar la satisfacción o consumirse de deseos, pues debe esperar siempre la llamada del amante para poder entregarse. Su destino es satisfacer cada vez que el otro lo desee. Este dominio de sí mismo le fortalece y prepara para el trabajo, que es la verdadera independen­ cia del esclavo, su poder interior, para am ar en libertad. 30

Entonces, al dominar en forma permanente a un ser que no depende de él, satisface su deseo de posesión objetiva. La conciencia servil, que temblaba ante el amante-domi­ nador, crea su propia independencia y ama libremente. Finalmente, por el trabajo se crea el Capital o Espíritu de la sociedad moderna, que espiritualiza, enardece y fortifi­ ca al amo debilitado por el deseo siempre insatisfecho y el ocio. Así, esclavo y señor, obrero y capitalista, amante y amado se unen en el trabajo que es creación y resultado último de la propia obra espiritual del hombre. La solución a este conflicto podría ser la perpetuidad de la esclavitud recíproca o la ruptura del vínculo aniqui­ lador, para lograr la libertad de conciencia. Pero la liber­ tad es, en realidad, soberbia de aislamiento, menosprecio de la contingencia, estoicismo y resistencia a la volubili­ dad, resignación ante la continua e inquieta fluidez de la vida. De esta engañosa independencia se puede salir por una nueva esclavitud: la conciencia del amante desdicha­ do, que busca consuelo en un ser supremo al que se entre­ ga, somete y reverencia. Entonces la conciencia se es­ cinde, en el interior de sí mismo, por la aparición de un tercer término: Dios, el señor todopoderoso. Esta adora­ ción significa la renuncia total de sí propio, la muerte anticipada voluntariamente. Este am ante adquiere la dolorosa convicción de que el Ser o criatura a quien ama es su propia esencia, el Todo, y él es su propia nada. Verda­ dera conciencia desdichada, típica de todos los amantes que sacralizan al amado y convierten el amor en un abso­ luto trascendente, al que buscan durante toda su vida con una obstinación desesperada. Esta conciencia desdichada tratará de fundirse con lo inmutable, es decir, con la divi­ nidad humanizada o el hombre divinizado, en un esfuerzo piadoso y andácht, como dice Hegel, para alcanzar ese más allá inaccesible. La tentativa siempre resulta inope­ rante porque Dios ha muerto en Cristo, quien desapareció 31

y no ha vuelto todavía. Asi, el ser que amamos no llega­ mos a tenerlo firme en nuestras manos, es inalcanzable, evanescente, contradictorio, desconcertante. Vive huyén­ donos, angustiándonos y aumenta la desdicha de la con­ ciencia. Este amado es como Albertine disponte,12 que no está presente nunca ni podemos aferrar. Este sufrimiento de la conciencia sintiente es su forma de existencia, el modo de volverse a sí misma. Aceptar el propio destino constituye la grandeza infinita de este tipo de amor. De amantes desdichados, no correspondidos, está poblada la literatura. El barón de Charlus y Swann siempre aman con terquedad, pese a sus fracasos, porque encuentran en su conciencia subjetiva la realidad completa y absoluta del amor. La conciencia desdichada vuelve a descubrir su unidad interior al satisfacerse a sí misma. Pese a esta aparente unificación, subsiste la escisión de la conciencia, pues el amor desdichado revela el abis­ mo que separa la naturaleza objetiva de la conciencia optimista y segura de sí. El hombre espiritualizado choca siempre con una realidad que no puede hacer suya. Sola­ mente la Razón, según Hegel, puede operar la fusión del mundo natural orgánico y el espiritual humano. La Ra­ zón, para que sea efectiva, debe ser una acción propia, singular, que Hegel define abstractamente: «venvirklichung des vemunftiges selbst bewustseins durch sich selbst» . 13 Esta unidad permite al hombre lanzarse a la búsqueda de su propia dicha. Es la conciencia feliz, opuesta a la conciencia desdichada, cuya finalidad con­ siste en hacer al otro espejo racional de su conciencia. Esto es la verdadera esencia del amor para Hegel, un apo­ derarse del amado, realizar su conquista interior sin de­ jarlo escapar nunca. 12. Marcel Proust. 13. «Realización de lo racional por la conciencia misma.»

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Ahora bien, lo primero que persigue la conciencia sin­ gular es el placer, no el amor. Así aparece la figura del vicioso, el gozador estético, el amante de los placeres, que disfruta de la vida como de una flor que se ofrece a la mano o se puede coger al azar. De esta forma, el hombre como singularidad se realiza cuando satisface sus deseos inmediatamente y su placer consiste en toparse con ellos sin buscarlos. No se para a considerar que el otro existe, pues al gozarlo suprime la separación, porque el placer sólo desea la presencia del otro para eliminarlo y quedar­ se sólo consigo mismo. Pero sin este ímpetu posesivo diri­ gido hacia el mundo que es el deseo no hay placer ni tampoco puede surgir la unidad del yo y el otro, que es la esencia del amor como espíritu. Como el deseo no logra jamás sus fines, que es la posesión de los otros que conti­ núan viviendo con toda independencia, se convierte el yo en eje del deseo mismo y en un trasfondo oscuro perma­ necen presentes los objetos fantasmales del deseo, sus verdaderos protagonistas. Ligazón indestructible por la que aparece el Yo como nosotros y el Nosotros como yo. Por el deseo estamos proyectando a los otros, pero, al mismo tiempo, queremos borrarlos para realizar nuestro deseo. Por el contrario, el placer, que es deseo satisfecho, olvida o ignora la presencia del otro a quien toma como un instrumento de su singularidad y le atribuye la misma realidad que a sí mismo. El objetivo del placer es la satisfacción total de la in­ dividualidad, pero su resultado es el vacío por la sencilla razón de que, al no realizar una comunicación afectiva con otras personas, los placeres no tienen ningún conte­ nido. «Es la nada de la singularidad», dice Hegel. Todo amor placentero satisface corporalmente, pero nos deja inanes porque hemos permanecido solitarios, disfrután­ dolo en la conciencia de sí. Hegel señala la paradoja del placer y del deseo que, en lugar de arrojamos a la rica 33

aventura plural de la vida, nos ensimisma en nuestra va­ ciedad. Se cree vivir cuando, de hecho, se muere. Es nece­ sario, para que tal no ocurra, volver a sí mismo, dejar de apetecer para sentir y palparse el corazón: «Das Gesetz des Herzens». Esta ley del corazón es el universo del senti­ miento y, a la vez, nuestra singularidad. Tener corazón no significa un don exclusivo. Todos tenemos corazón, y, por consiguiente, la universalidad sintiente es un hecho. Pero cada corazón experimenta de forma diferente y cada uno quiere imponer su ley, para que los otros corazones parti­ cipen de su sentir. La Ley, para Hegel, significa unir los corazones en un haz cordial y fundirlos, lo que exige igualdad del sentir sin oposiciones de los sentimientos. Esta Ley impone que el corazón ajeno sienta lo que el mío al unísono, en acordada armonía. Y Hegel afirma que si el hombre siente en sí esta unidad humana, debe tratar de establecerla en el mundo por la revolución o el terror. De esta ley del corazón que hermana e iguala a los hombres, nace el revolucionario, quien se subleva contra un orden del mundo injusto que contradice la igualdad que exige la ley del corazón. Su proyecto o ideal revolucionario es un sentimiento que trata de plasm ar en el mundo, y aunque no logre su realización efectiva, esta operación transfor­ madora queda siempre dentro de sí como una primavera latente. De esta ley del corazón nace, también, el amante sen­ timental, que busca la unidad de los sentimientos. Es una forma del subjetivismo o autoritarismo del sentimiento, pues pretende que el contenido particular del corazón tenga validez universal, es decir, que mi razón de amor debe imponerse en el corazón de los otros, para que me amen como yo amo. Entonces estallan las diferencias, porque cada corazón tiene su ley original. Esta resisten­ cia a someterse a las exigencias ajenas convierte el amor en una disputa interminable y sin salida. Nadie puede 34

exigir que sienta como yo siento. Así estalla la guerra de los corazones, al querer sentir cada uno por y para sí mis­ mo, sin aceptar la tiranía de una ley común, universal. Por esta razón, Hegel rechaza el amor como sentimiento y lo considera una manifestación de la domesticidad priva­ da. El resultado de este subjetivismo amoroso no es la realidad unitaria y objetiva del amor, sino la alienación recíproca de los amantes: imponer que sientan como yo quiero o am ar como todos ellos. Por el hecho de sentir de forma diferente, Hegel dice: «Son los corazones de los otros hombres los que son abominables», y, más tarde, comentaría Sartrc: «El infierno son los otros». El amor sentimental separa, escinde, divide a los hombres en vez de unirlos, pues cada uno quiere para sí mismo, egoísta y placenteramente, gozar de la verdad exclusiva del amor. Para realizarse, el amor exige sacrificar el sentimien­ to, la conciencia singular. Y así surge necesariamente una nueva figura: la virtud del quijotismo, según Hegel. Pero la virtud, por más virtuosa que sea es ineficaz por inacti­ va, ya que se siente sólo en el interior del hombre como un noble propósito. En consecuencia, la virtud, como el amor, es un sentimiento privado, no universal. Hay que desindividualizarse para realizarla, no ser para ser, o ser para no ser, porque sólo renunciando a la individualidad se llega a la universalidad singular. El mal reside en la individualidad precisa, determinada, en este y aquel suje­ to que se encierran en su tarea y se creen absolutos, origi­ nando ese Reino animal del Espíritu, la desintegración áspera y combativa de la unidad humana. Por consi­ guiente, el amor es una verdad objetiva frente a la certi­ dumbre subjetiva, una realidad de todos para todos, una creación en común. Así podemos entender el Espíritu del Amor como una totalidad de realidades, cada una de ellas completa e íntegra. El Espíritu es ideal, sueño o espejismo de la concien­ 35

cia, que se manifiesta como una abstracción colectiva en la que el hombre se aliena. Es cultura, moralidad, reli­ gión natural, artística y revelada. Sin embargo, Hegel exige que el Espíritu vuelva a sí mismo para encontrarse, es decir, saberse, conocerse y poder llegar a la autoconciencia (selbstbewustsein). Entonces toda la exterioridad se interioriza y la unidad parece completa. Pero como subsiste todavía una separación entre el interior de esa exterioridad y la interioridad de ese exterior, el trabajo espiritual realizará paulatina, sabia y conscientemente esa unidad suprema en la Idea. A su vez, en un acto de amor, la Idea renuncia a sí misma y se ofrenda como Na­ turaleza para fundirse totalmente con el Espíritu. Toda esta historia, como dice Marx, debe tener un personaje, un Sujeto, escondido o disfrazado de Idea, porque el re­ sultado de este proceso es la autocreación del hombre. «Concebir el Absoluto como Sujeto es concebirlo como implicando la negatividad y realizándose no sólo como naturaleza, sino en tanto que Yo u hombre . » 1415 Si, como vemos, el Espíritu es el hombre, el am or es su subjetividad. Por esta razón, al final de su Fenomenología descubre Hegel una concepción del amor como totalidad de lo real. Ahora bien, esta totalidad no es el panteísmo místico, que interpreta Dilthey, sino una totalidad efecti­ va, una realidad objetiva. La novela Hyperion,'5 expresa lo que Hegel pensaba sobre el amor como totalidad espi­ ritual y real. En este sentido, Dilthey acierta al subrayar la afinidad de ideas entre Hólderlin y Hegel. La vida lleva aparejado el dolor porque es finita, limitada, y el amor puede unir estas separaciones. Pero un amor sentimental, subjetivo, crea tensiones y dramas. Sólo una conexión de la vida con la totalidad, como piensan Hólderlin y Hegel, 14. Alexandre Kojéve, Introducción a la lectura de Hegel. 15. Friedrich HOlderun.

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un amor objetivo, no un sentimiento particular, puede unir lo que está separado y escindido. El amor, así, es el Absoluto realizado, ese Todo-Uno de Hyperion donde «las disonancias del mundo son como las discordias de los am antes»,«la reconciliación late en la disputa y cuanto se separa vuelve a juntarse». Esta esperanza en el amor, co­ mo totalidad que une y concierta, es la meta final de la filosofía de Hegel. El amor, para él, es el viaje del Yo al Nosotros, el itinerario del individuo, su entrega al Espíri­ tu, al volcán de la naturaleza ferviente donde germina y se crea la vida.

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EL AMOR COMO NATURALEZA

Somos seres que necesitamos aprehender objetos para nuestra subsistencia. Nuestro cuerpo es pasivo, depen­ diente, sufre de limitaciones naturales, y sus exigentes apetitos prueban la miseria que nos constituye. Estas ca­ rencias y la necesidad de satisfacerlas nos demuestran que tenemos una naturaleza exterior y otra interior seme­ jante. La Naturaleza es la exterioridad, la objetividad de mí mismo y, a la vez, mi interioridad, el cuerpo que me constituye. Mi naturaleza es, pues, natural y humana. No hay separación posible y la identidad es perfecta. El amor es la necesidad objetiva, el impulso interior que nos dirige hacia el mundo, porque la Naturaleza nos atrae desde fuera, es una fuerza activa que nos arrebata y moviliza. Sin embargo, la Naturaleza existe por sí mis­ ma, independiente del hombre, como una realidad que gobierna y dirige nuestros actos e impulsos; es ¡a Cosa, dice Sartre, el objeto mismo. El reconocimiento de esta presencia fuera del hombre, prueba nuestra dependencia de ella. Ahora bien, para el subjetivismo humanista de Fichte, todo lo que está fuera del hombre y de su potencia 38

creadora no tiene ninguna realidad, y la Naturaleza es un mero campo de la actividad humana. Debemos a Scheliing el descubrimiento de la presencia real de la Na­ turaleza en si y por sí, independiente del hombre: «Die Materia seis das enzig Wahre, aller Dirtger rechter Vater, alies Denkens Element» , 16 afirma en una poesía epicúrea, manifestándose un entusiasta de la Naturaleza cuya exis­ tencia celebra y reconoce. Pero no se limita a señalarla sólo como una potencia, sino que deduce la actividad de su presencia pasiva misma. La Naturaleza no duerme ni es mera objetividad inerte que contemplamos. Tampoco es la sustancia estática spinozista. La Naturaleza es dinámi­ ca, activa, y tiene un movimiento incesante de cambios y transformaciones. Scheliing intuye el proceso orgánico de la Naturaleza por su contradicción dialéctica de inercia y actividad: es materia simple, informe y, a la vez, creadora de cuanto existe. La oposición dialéctica de la izquierda aristotélica, entre materia y forma, se resolvió por el con­ cepto de una forma inmanente que impulsa al desarrollo creador. A una concepción idéntica llega Scheliing, cuan­ do afirma: «La Naturaleza se construye a sí misma», no necesita de un poder exterior para crearse. Es dinámica y tiene su propia evolución. La realidad es la unidad de la Naturaleza y el hombre, resultado de su recíproca dependencia e independencia. En este proceso el hombre se naturaliza y la Naturaleza se humaniza. Esta identidad de origen nos hace compren­ der que el amor natural es una realidad común a todos los hombres y de la que todos participamos. Lo sentimos como una dependencia o un padecer, pues para vivirlo se necesita otro ser tan vital y físicamente como el aire para 16. «La materia es lo único verdadero, el padre real de todas las cosas y elemento de todos los pensamientos.»

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respirar, como la planta el sol para crecer. El amor, asi, es un acontecer natural, la energía intima que nos hace vi­ vir, entendido en sentido cósmico de dependencia recí­ proca, pues no podemos existir aislados, solos, y necesita­ mos de seres, cosas fuera de nosotros. Esta dirección obje­ tiva recíproca de afirmación positiva se llama naturalis­ mo del amor humano, espiritual. Pero esta realidad natu­ ral-humana, Schelling la desnaturaliza al identificarla idealmente y separarla dualisticamente. Veremos cómo. Schelling rompe con. la visión racionalista estáticogeométrica al afirmar que el mundo es un proceso diná­ mico. Entiende la Naturaleza como una odisea del Espíri­ tu que arranca de la oscuridad y progresa hasta llegar a la plena conciencia de su realidad. La vida es el resultado de esta voluntad: «El Espíritu es un querer originario», un hacer creador que no tiene límites. El mundo es la actua­ lidad dinámica de esta voluntad absoluta. Esta idealiza­ ción de la materia y esta materialización del Espíritu constituyen las dos corrientes de la filosofía de la identi­ dad de Schelling, «sistema del idealismo trascendental que oscila entre la ciencia natural objetiva de Goethe, y el idealismo mágico de Novalis » . 17 Sin embargo, en esta fi­ losofía de la naturaleza, que es como la alquimia que pre­ para y antecede a la química, Schelling intuye que existe una organización, una teleología, presentida ya por Kant en Crítica del Juicio, una razón que gobierna ocultamente los procesos orgánicos e inorgánicos de los seres vivos. Así se crea una falsa identidad o mística nebulosa del sujeto y el objeto. El monismo originario de esta visión se descompone en una escisión dualista entre la actividad creadora de la Naturaleza y la autoconciencia reveladora del Espíritu, porque la Naturaleza no es realmente natural, al conver­ 17. Georg LukAcs.

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tirse en manifestación visible del Espíritu, y éste no es completamente espiritual porque se naturaliza. Jano bifronte donde la Naturaleza es Espíritu visible, y realidad ideal e invisible el Espíritu. La Naturaleza así es la más­ cara del Espíritu, y éste, el rostro de sí mismo. De esta forma se crea un rígido dualismo, bajo una aparente uni­ dad, entre el mundo natural y el mundo espiritual. La ruptura entre ambos órdenes que realiza Schelling en Sistema del idealismo trascendental, lleva el germen de una dialéctica de la Naturaleza, es decir, a una razón sin ra­ cionalidad explicativa de los procesos. En este sentido, el amor vendría a ser la unificación de los sentires indivi­ duales aislados en una totalidad organizada del senti­ miento. Si como individuo soy la expresión de todas la fuerzas naturales reunidas, el amor natural es la univer­ salidad de la individualidad. El hombre es un ser limitado, como la planta o el ani­ mal, no constituye ninguna excepción ni salto privilegia­ do de la Naturaleza, y su unidad con ella es la naturalidad de su ser. Schelling confirma que, aun disfrazada de Espí­ ritu, la Naturaleza es una realidad viviente. También Goethe la había intuido como sentimiento poético de una presencia viva semejante a la humana, es decir, concate­ nación de las partes en un todo natural. La Naturaleza está en el hombre y es a través de sí mismo como se mani­ fiesta y resplandece. Para Schelling, es «la identidad de lo subjetivo y de lo objetivo», una realidad total y absoluta. Esto no quiere decir que la Naturaleza exista porque el hombre la descubra. No; la Naturaleza existe por y para sí misma. Lo que pretende Schelling, con su teoría de la identidad, es demostrar que la Naturaleza tiene un aden­ tro, una razón interna, un sujeto para si, y, a la vez, un afuera, una presencia objetiva en si. Lo subjetivo de la Naturaleza no es el espíritu humano trascendido. Esta intencionalidad oculta no se la presta el hombre, porque 41

la Naturaleza la posee ella misma como una teleología inmanente. Una dialéctica de la Naturaleza, tal como la concibió Engels, solamente puede partir de la unidad y distinción entre la subjetividad racional y la objetividad natural, para evitar que se interprete, dicha dialéctica de Engels, como un objetivismo insano que elimina la acción subje­ tiva del hombre y la Historia misma. Sólo entonces po­ dremos descubrir la Naturaleza no como un espectáculo asombroso o el teatro del mundo al que asistimos gozosos o espantados, sino como la verdadera realidad en la que el hombre, lo quiera o no, está inmerso, al mismo tiempo que la Naturaleza se adentra en él, atraviesa sus poros sensibles y le constituye. Únicamente así la Naturaleza se humaniza y el hombre se naturaliza. La Naturaleza tiene una lógica o estructura interna de su desarrollo. Explorar por dentro los fenómenos natura­ les ha sido la gran hazaña de las ciencias experimentales. En este sentido, el descubrimiento de la célula y de las estructuras celulares «es un acontecimiento decisivo para el conocimiento interior de los procesos vivos», dice Faus­ tino Cordón. La Naturaleza está regida, como la sociedad humana, por unas leyes dialécticas o razones internas de su desarrollo que nos permiten una visión conjunta de los fenómenos en su conexión e interdependencia. Este es el verdadero sentido de Dialéctica de la Naturaleza, de En­ gels, quien, partiendo del organicismo naturalista de Schelling, que es simple concepción unitaria de la natu­ raleza viviente, llega a una cosmología o monismo dialéc­ tico absoluto. «Ein allgemeines Gesetz der Natur-Geselbschafts und Denkentwickltmg zum erstenmal in seinerallgemein geltend Form ausgesprochen haben. » 18 Llegar a esta 18. «Se trata de encontrar, por primera vez, una ley general, para la naturaleza, la sociedad y el pensamiento, que tenga validez universal.»

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fórmula única seria, dice el mismo Engels, una hazaña de trascendencia histórica mundial. Quizá Einstein, en sus últimos años, buscó la fórmula matemática de unifica­ ción de todos los campos que fuese válida para todo el universo. Se trata, pues, de una investigación práctica, de una tarea a cumplir, no de una simple aplicación de unas leyes lógicas del entendimiento humano a la Naturaleza. Las leyes o estructuras dialécticas de la Naturaleza cons­ tituyen una hipótesis, y la ciencia experimental debe comprobar su veracidad en los organismos vivos. Para las Ciencias Naturales, la dialéctica es la forma más importante de pensamiento, porque ofrece la posibi­ lidad de establecer analogías entre fenómenos distantes, conexiones entre procesos diferentes, y permite un tránsi­ to en el campo de investigación, sostiene Engels. Esta unidad de la realidad, Schelling la oscurece al hacer mis­ teriosa la relación entre la Naturaleza humanizada y el hombre naturalizado. A este respecto, como ya hemos di­ cho, estudia por separado la Naturaleza y el pensamiento. Como dice Engels, la filosofía y la ciencia natural conocen sólo esta división entre Naturaleza y espíritu especulati­ vo, pero no ven la acción entre ambos, es decir, la trans­ formación de la Naturaleza por la acción del hombre y de éste por la Naturaleza. En efecto, el hombre es producto de una evolución natural y la Naturaleza, con excepción quizá de las islas vírgenes del Pacífico sur que se conser­ van en toda su pureza, es obra del trabajo, de la industria y de la tecnología, o sea del ingenio del hombre pensante. Pues bien, Schelling anuda confusa, mística u oscura­ mente ambos términos: la Naturaleza, para él, es el Espí­ ritu escondido, un Dios implícito; y el hombre es la pura materialización o encamación de sí mismo, de la Idea. Engels, en una obra juvenil, 19 lleva a cabo una crítica 19. Schelling y la revelación.

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del idealismo religioso en que desemboca la filosofía de la Naturaleza de Schelling, quien acaba negando la raciona­ lidad histórica de la Naturaleza que había sostenido. En efecto, al no poder captar por la razón la existencia real de las cosas y sólo su esencia, necesita una intuición reve­ ladora, y el Dios implícito se hace explícito como la ver­ dadera Naturaleza viviente. Asi, ésta pierde su historici­ dad para ostentar tan sólo la presencia de la divinidad 20 Pero, entonces, su historia no es la del propio desarrollo, sino de las progresivas revelaciones de Dios: las mitolo­ gías, que son los distintos rostros con que se manifiesta .21 En consecuencia, una filosofía racional es negativa por­ que no descubre nunca la verdadera realidad divina. Por el contrario, una filosofía es positiva cuando revela la existencia de una naturaleza pura: la de Dios. Ahora bien, el punto de partida de esta última filosofía de Schelling sigue siendo la misma Naturaleza, pero ciega, la Hyle, la materia que se desarrolla hasta constituirse en existencia necesaria. La Naturaleza sería así la evolución de la pre­ sencia de Dios desde una oscuridad hasta su aparición luminosa. Entonces nada quedaría oculto ni opaco: Dios es el ser que existe por sí mismo. De esta forma Schelling «intenta defender la divinidad de la existencia, no la exis­ tencia de la Divinidad», dice Engels. La Fe sustituye a la Razón, y un Dios libre, arbitrario, reemplaza al racional humano; los hechos brutos, la pura empírica, a la Natura­ leza; el dogma o revelación, al proceso natural. Sin embargo, Engels celebra que la Naturaleza,* que nos era ajena y extraña, se haya convertido por obra del trabajo en general en un hogar tranquilo, sosegado, donde ya no nos espantan las fuerzas ocultas; la Naturaleza se huma­ niza y toda angustia de separación desaparece. Pero el 20. F.WJ. Schelling, Filosofía de la revelación. 21. I d., Filosofía de la mitología.

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viejo Schelling continúa cavando la fosa que nos separa del mundo histórico y natural, cuya objetividad había descubierto antes. Ahora la Naturaleza, para él, es el Dios explícito, las manifestaciones sucesivas de una deidad es­ condida. Así, la razón humana renuncia a sí misma y se entrega o abandona a la pura pasividad de una adoración humilde y beata a esa Naturaleza. Pero la realidad es otra. El hombre, liberado del terror a la Naturaleza em­ prende la tarea de recrearla y se diviniza él mismo al intentar realizar todos sus proyectos ideales en la materia real. Ya nada le parece imposible, es el productor y crea­ dor por excelencia, un Dios real y vivo. Ha llegado a la autoconciencia de su poder. Por el contrario, Schelling entrega el hombre a la plegaria, a la invocación de la presencia de lo Inefable, de la palabra inaudible, con la esperanza de ver asomarse esta luz invisible del Espíritu. Esto significó mantener al hombre en la espera pasiva de un advenimiento o revelación del Dios-Hombre, y que na­ cerá una nueva mitología que sustente su fe. Mientras esto esperamos, viajamos por el reino de especulaciones vacías, de sueños fantasmales. No hacemos nada y nos dedicamos a la concentración de la mente en un objetivo: la blanca pared, el agujero cósmico, la nada. No construi­ mos ni proyectamos nuevas realidades artificiales, artís­ ticas, sobre las naturales. Y, sobre todo, ocurre lo más peligroso: no podemos amar, porque somos incapaces de unimos objetiva y humanamente. Sin embargo, el amor natural realiza la unidad de lo subjetivo y lo objetivo, del yo y del otro. Indudablemente se podrá conseguir a través de la religión ni el arte, como pensaba Schelling; es por el amor natural mismo, cuya esencia es, a la vez, unitiva y separación, porque existe siempre un sujeto activo (el amante) y un objeto pasivo (el amado). Pero esta relación se invierte porque el amante activo no puede ser amado sin ser objeto pasivo y en­ 45

tunees el objeto pasivo al am ar es, a su vez, sujeto activo, ya que no existe un sujeto viviente, real, que no tenga un objeto fuera de sí. La identidad no es, pues, posible consi­ go mismo, sino con otro, objetivada para realizar la uni­ dad en la perfecta diferencia. El amor natural podría ser el ingenuo y espontáneo que describe Goethe en Germán y Dorotea, como un since­ ro y fragante perfume de los campos, una arrebatadora atracción recíproca. Pero es un falso amor creer en una Naturaleza trascendente, espiritualizada o divinizada que nos dirige, conforma, y a cuyas reglas nos sometemos libremente impelidos, al amar, por una voluntad supre­ ma: la voz de la Naturaleza o de Dios. La perversión de la conciencia moderna del amor nos hace sentimos víctimas de este fuego creador de la vida que quema nuestras en­ trañas y nos arroja, poseídos de un báquico entusiasmo, en el amor. La Naturaleza aparece así como una potencia dominante, poder ajeno y extraño, Dios diabólico y co­ rruptor que suscita en nosotros deseos genésicos, demo­ níacos e insaciables. De acuerdo a esta concepción tras­ cendente de la Naturaleza, somos sus víctimas inocentes. Pero nada de esto es exacto. La Naturaleza está en noso­ tros porque somos seres con fuerzas vitales propias, con pulsiones activas y productivas semejantes a las natura­ les. En consecuencia, amamos sin obedecer a ese Gran Pan oculto, es decir, siento por mí mismo el ímpetu que me mueve hacia los otros y, a la vez, percibo la potencia activa del que me ama. Amar y dejarse am ar, tal es como se siente el amor naturalmente. Todo amor es la conjunción, en sí mismo, de una dua­ lidad: la actividad subjetiva y la pasividad objetiva. En palabras sencillas: ama para ser amado y déjate am ar por amor, es decir, ámate a ti mismo como si fueses el próximo, no el prójimo, que es una vaguedad lejana y nebulosa. El amor comienza por una acción impetuosa que busca la 46

propia conservación, la identidad de sí a través de otro. El amor asi restablece la síntesis de los opuestos: Espíritu y Naturaleza, subjetividad y objetividad, que existían se­ parados o exclusivos, como conciencia desgarrada. El di­ lema era: o amamos espiritualmente o físicamente. Cuan­ do, en realidad, amamos naturalmente, es decir, con el corazón secreto unido a todos los sentidos corporales, se ama interior y exteriormente.

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AMOR SUBJETIVO Y AMOR OBJETIVO

El movimiento de la realidad no se detiene nunca, apareciendo nuevas formas de am ar que originan la pola­ rización del amor en subjetivo y objetivo. El primero es propio del realismo humanista y el segundo característi­ co del idealismo objetivo. Cuando el amor íntimo, secre­ tísimo, se siente en lo más profundo de nuestro ser, nos recluye y arroja en las cuevas más sombrías de nuestra esfera interior. En este sentido, el amor nos aísla y separa de los otros hombres. El espíritu es el egoísmo supremo del alma y este amor nos encierra en nuestra morada ínti­ ma. ¿Y qué pasa puertas adentro? ¿Es la música de las esferas, el acorde perfecto? No, jamás se vive contento amando así, porque esta vida interior no es el sosegado retiro ni el recogimiento del alma que imaginan los místi­ cos y los amantes espirituales. Allí dentro se reúnen los ímpetus dispersos, se congregan las ansias, se confabulan los sueños, se concentran todos los deseos. Desde este en­ cierro en sí mismo, prepara la ofensiva. Ya tiene un firme empeño, pues sabe lo que quiere: dominar, imperar sobre los otros y sojuzgarlos. En consecuencia, el amor subjeti­ vo es por esencia dramático y llega a desgarramos patéti­ 48

camente. Tomemos como ejemplo El padre de August Strindberg. Allí la disputa se centra en el interior de los seres, no en la lucha metafísica y eterna de los sexos, como se ha interpretado falsamente. Los personajes se enfrentan por la posesión de la hija, para dirigirla y edu­ carla. Si la madre intenta convencerle de que no es el verdadero padre, es un golpe estratégico que le asesta, un arma entre otras para salir airosa en el combate. Y vence, porque logra inculcar al padre un sentimiento de culpa o de subjetividad solitaria. Entonces este hombre se plan­ tea, por primera vez, el origen de sí mismo y, a su vez, llega a poner en duda la paternidad de su padre y que éste sea hijo del suyo, en una cadena sucesiva que le hace pre­ guntarse si somos hijos de un creador o criaturas de noso­ tros mismos. Había creído siempre que tenía padre y, de pronto, se le revela que es una conciencia solitaria sedien­ ta de amor. Tal es el dilema que la locura, fingida o real, del protagonista, intenta resolver. Pero son finalmente él y ella, los que se amaron subjetivamente, quienes se en­ cuentran separados, se hieren a si mismos y van consu­ miéndose en dolorosas disputas. ¿Por la posesión de la hija?, se preguntan azorados. Es una de las causas, pero, en realidad, porque todo amor espiritual, subjetivo, es conflicto permanente. Siempre queremos invadir el terre­ no interior del otro, y éste, el nuestro. La soledad recípro­ ca armoniosa se revela difícil, problemática, y el choque es invitable porque atormenta la conciencia de la reali­ dad ajena. Así, en este amor subjetivo idealizado del pa­ dre aparece el Otro de repente e irrumpe en su conciencia como enemigo. Es un ataque frontal, pero inesperado porque este ser vivía su amor solitario, inmerso en sí mis­ mo, separado. También los protagonistas de Eusebio García Luengo,22 libran su batalla diaria de reproches e 22. Entre estas cuatro paredes.

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insultos recíprocos. Pero mientras el amor les desune (provoca celos, sospechas, suscita venganzas), esta lucha cotidiana les une estrechamente, les ata sin quererlo, uni­ dos en su odio no pueden vivir juntos y tampoco separar­ se. En esta obra el amor crea el odio, y éste, el amor, forjando la misma prisión subjetiva. Entiende Jean-Paul Sartre que este drama nace de la oposición innata, ancestral, de las subjetividades, y no hay solución intermedia: o dominamos o somos domina­ dos, o soy sujeto puro, subjetividad con plena libertad, o soy objeto pasivo, dominado. Como sujeto quiero reinar sin límites sobre el alma del otro, manipularlo como si fuese una cosa pero sin que pierda su individualidad, su identidad, su conciencia, su libertad. En esta obra ,23 el amor subjetivo verdadero es puro sadismo: debo hacer sufrir al otro, torturarlo hasta el borde de la agonía, de­ jándole conservar su conciencia. Si ésta desapareciese, mi amor cesaría porque necesito am ar un objeto vivo, no al amado muerto. El amor subjetivo intenta siempre con­ vertir al otro en sujeto obediente y pasivo, sin que llegue a ser esclavo. Situación ambigua que lleva al dominado a descubrir, en su pasividad, un intenso goce, una concien­ cia duplicada de sí mismo. Este amor objetivo (en el fon­ do es subjetivo) que se sufre o padece voluntariamente como una entrega es, para Sartre, masoquismo. Pero el torturado no se somete y tampoco se revela. La ambiva­ lencia de su situación es patética: quiere sufrir para de­ mostrarse a sí mismo la intensidad del amor que siente por el torturador, su capacidad de sacrificio, con lo que obtiene una satisfacción gozosa de su conciencia interior y no desea liberarse de esta opresión tiránica que le opri­ me. Así como el sádico aspira a poseer la conciencia, aun­ que sea torturada, del otro, conservándolo lúcido, el ma23. Huís clos.

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soquista intenta, a través de la abyección y el dolor, la liberación de su subjetividad sojuzgada. Y, al resistir al dolor, vence al sádico y adquiere conciencia de su propio valor, de su potencia. El masoquista puede llegar a in­ citar al sádico hasta el crimen. Es un riesgo calculado, proyecto liberador por el que busca objetivarla conciencia del que le tortura, paralizándolo, fijándolo en sí mismo, enajenándolo. Sólo así el sádico llega a torturarse y a sufrir por el otro. La victoria del masoquista es atormen­ tar la conciencia del sádico, masoquizarle, convertirlo de torturador en torturado. Mientras el sádico quiere con­ servar la libertad del otro para satisfacer su amor subjeti­ vo, el masoquista intenta lograr el remordimiento de con­ ciencia del sádico, haciéndole sentirse culpable, maso­ quista. El amor subjetivo crea un desdoblamiento de la con­ ciencia interior, la duplicidad del conflicto amoroso. Por el contrario, el amor objetivo es simple, directo, sin dobleces, un impulso encendido, una dirección hacia el otro, una verdadera apertura de todo el ser. Mientras el amor subjetivo nos sumerge en la interioridad lóbrega, el amor objetivo nos abre el horizonte, pero nos abandona a la azarosa presencia objetiva de la persona que ama­ mos. Es una entrega inocente y arriesgada, no enturbiada por la conciencia subjetiva, es la búsqueda de la verdad de una realidad. Precisamente son los novelistas realistas, que no disponen de un espejo especulativo para que se reflejen en él las conciencias de sus personajes, quienes nos pintan esos amores claros, objetivos y naturales. Be­ nito Pérez Galdós ,24 describe la realidad natural del amor en dos mujeres que, tanto en una como en otra, es una entrega desinteresada, gratuita aun en la que está volcada a la defensiva posesión de su bienamado. En El 24. Fortunata y Jacinta.

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lirio del valle,25 la expresión de esta objetividad amorosa es, todavía, más impresionante. La mujer madura se en­ trega a un joven para formarlo, vive pendiente y atenta a su realidad, con olvido completo de sí misma. También el amor de El padre Goriot26 por sus hijas es auténtico y generoso, aunque llegue a sublimidades ridiculas. Cuando el amor es real, inconsciente, natural, nos objetiva y trasciende. Es más fácil la armonía entre unos y otros, puesto que no tenemos fines conscientes que pue­ dan chocar ni contraponer ambiciones subjetivas. En verdad, cuando amamos espontáneamente estamos más pendientes del otro ser que de nosotros mismos. No por una falsa generosidad o sacrificio, lo que sería antinatu­ ral, sino porque ese amor constituye la realización u obje­ tivación de nuestras subjetividades. Es como si saliése­ mos al aire libre desde una prisión lóbrega, porque la existencia sin amor encierra y asfixia. Hallarse solo es descubrir el propio yo lleno de dudas, vacilaciones y tor­ mentos. El infiemo no son los otros, es el yo que vive ansioso de deseos, agonizando hora a hora, día a día. La subjetividad nos atormenta por su particularidad. Esta tensión interior que nos constituye, nos dispara a la bús­ queda del amor. Pero como toda subjetividad es proyectiva, ideal, necesitamos una realidad en la que objetivar­ nos. Y es a través del amor natural, objetivo, como se cumplen todos nuestros deseos, sin buscar más. Los seres que sencillamente se aman, se entienden sin exigir al amor más que amor. Cuando se busca una armonía espiritual, un entendi­ miento hondo, absoluto, sacrificamos el amor natural pa­ ra damos a la búsqueda de un ideal trascendente. Tal ocurre a los personajes de La montaña mágica y El Doctor 25. Honoré 26. ÍD.

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de Balzac.

Fausto, de Thomas Mann, que exigen al amor un sutil acuerdo de los espíritus, una concertación tan singular que no se encuentra fácilmente. Representante en nues­ tros días de una corriente espiritualista es la obra Amor y mundo, del filósofo catalán Joaquín Xirau, quien estable­ ce una jerarquía valorativa del amor como Max Scheler, que va desde el instinto animal hasta el espíritu. Esta extraña cualidad que sólo el hombre posee, lo capacita para poder entregarse a las personas por encima de las co­ sas, de los apetitos y hasta de las pasiones. Piensa Xirau que el amor es el centro del mundo, está todo en el Todo, es dinámico ascendente como el eros platónico o el estáti­ co de la cosmología aristotélica. En uno u otro caso, es una totalidad en el movimiento del universo. A la vez, «el amor es comunión de espíritus personales», y añade «no es otra cosa que la afirmación de la Razón», un imperati­ vo para conocer la realidad ajena y el mundo, o sea, amor racional pero que en su sima tenebrosa yacen los instin­ tos, las pasiones y los sentimientos, «el amor natural subvertidor del racional». Fiel a su visión espiritualista con­ cibe el amor puro y agrupa las experiencias amorosas en cuatro fórmulas esenciales: primera, el amor supone abundancia de vida interior; segunda, el amor revela el ser de la persona, «como es vidente, es clarividente, in­ tuye valores ocultos que no asoman a la mirada indiferen­ te»; tercera, el amor es una ilusión o transfiguración del que lo vive; cuarta, el amor es fusión. No cree que el amor sea una pasión unitiva, porque es confusión o disolución en el otro. Pero admite que el amor puro también está lleno de odios, violencias y deseos que impelen a la absor­ ción de la persona amada. Esta contradicción entre amor y pasión la resuelve por el diálogo, pues el amor debe ser comprensión, inteligencias que se desvelan para entrar en la vida del otro, una intimidad completa, una compe­ netración espiritual, una transparencia mutua. 53

El amor es tan problemático que, como la ciencia, hay que descubrirlo y luego requiere una indagación experi­ mental para el desarrollo amplio de la individualidad. Goethe demostraba este principio en la práctica, pues sus amores eran medios para lograr el libre desarrollo de su yo, como dice en su obra Vida y poesía. Por esta razón no se detenía en sus amores ni buscaba llegar al entendi­ miento recíproco. En Las afinidades electivas probó que el amor es una selección natural de los espíritus, como la que existe entre las plantas y los animales, pero que es también un asunto de la razón para no caer en dolorosos errores, extravíos y fracasos. El amor espontáneo y natu­ ral está lleno de las confusiones, espejismos y tinieblas que acompaña a toda visión inmediata de la realidad. Así sufrimos, debido a la inocencia amorosa, idolatrías y fal­ sas visiones sobre la persona amada que, al descubrir su realidad, originan dramas o tragedias devastadoras. No se puede confiar solamente en la espontaneidad directa del amor ya que, también, la Naturaleza nos engaña. Por esta razón, el hallazgo de una realidad total sería la fina­ lidad del amor, es decir, un amor real, objetivo y, a la vez, acorde, selectivo, basado en la armonía de los seres. Sólo así, mediante el sacrificio del sentimiento propio aunque se conmuevan las fibras más sensibles del dolor, se puede llegar al desenvolvimiento completo del yo. Debemos, pues, seleccionar el amor, no contentamos con encontrar­ lo, sacrificando el dichoso hallazgo por la búsqueda pa­ ciente, la investigación laboriosa, analítica del amor. A través de esa ciencia amorosa se trata de conquistar una conciencia suprema, plena. Seleccionando mucho a tra­ vés de experiencias sucesivas, a veces hasta dolorosas, como ensayos de laboratorio, llegaremos por eliminación a encontrar el otro que nos corresponde, no el de Las afi­ nidades electivas de Goethe, que guarda todavía una dife­ rencia aunque exista una afinidad, sino el que nos es 54

idéntico, para poder crear la unidad real y no la ideal o remota. Como vemos, este amor a lo Mozart de sublime e in­ creíble armonía melódica significaría, en principio, la unificación del am or espiritual, subjetivo, y del amor real, objetivo. Un amor así elegido entre espíritus selec­ tos, ¿es realmente posible? Lo sería si la realidad social fuese también armoniosa y existiese unidad entre los hombres que le sirven de soporte, si el hombre fuese una totalidad y no la parcialidad que es realmente. Al no exis­ tir esta sociedad unitaria, lo que se obtiene es una nueva fragmentación del amor en soluciones unilaterales, que crean antinomias insolubles y desgarramientos dram áti­ cos. La dificultad para lograr esa realidad absoluta del amor estriba en poder crear una selectividad básica entre los seres por eliminación de las diferencias, singularida­ des o egoísmos sublimados, hasta llegar a la unidad com­ pleta por la participación de todos en el Todo viviente. Los mensajes de Goethe y Thomas Mann conservan su validez como ideal a realizar, pero no para unos pocos, los selectos, los fáuslicos, los mejores para quienes sería posi­ ble el desarrollo infinito de sí mismos a través del amor, sino para todos los hombres conjugados, unidos. El amor debe ser y será un bien común, el instrumento más idó­ neo, por su totalidad ingenua y natut alísima, del progre­ so espiritual posible del hombre. Como universalidad, el amor es un ideal a cumplir. En este sentido utópico, y sólo en este sentido, es el punto de partida de un movi­ miento ascendente en búsqueda de un objetivo universal, como es el Bien, pero entendido como bien común accesi­ ble a todos los hombres. El amor sería entonces una reali­ dad concreta que podríamos vivir todos, una presencia cotidiana y normal. Sin embargo, esta realidad universal del amor está desgarrada por sentimientos múltiples que dividen su 55

unidad esencial, y que son la forma individual que tene­ mos de amar. Ahora bien, el sentir no es individual ni específicamente subjetivo, porque sentimos por y para los otros. Aún en la mayor soledad del sentir, el sentimiento establece una relación objetiva con otra persona que yo puedo llevar a mí mismo hasta olvidar su presencia, pero estará siempre real en su ausencia. Podré hacer todo para disolver su imagen en mi interioridad, pero su realidad objetiva continuará haciéndose presente. Así, el amor subjetivo individual y el amor objetivo, real, se unen en una realidad común que viven ambos amantes. Por más particular que sea mi sentir, percibo la atadura o vincula­ ción con otro ser, y nos percatamos de que el amor no es toda mi sola realidad, sino parte del proceso del universo mundo. Mientras el amor subjetivo, como hemos visto, es con­ flictivo, dramático, y despierta un pesimismo real, el amor objetivo suscita un realismo optimista. El primero nos deja insatisfechos y culpables, el segundo nos colma, satisface, porque percibimos el amor como parte de la totalidad viva que lo sustenta, despertando el sentimien­ to de univoca participación en el destino común de todos los hombres. Esta dicha de la peregrinación terrestre del amor nos la describe la novela soviética contemporánea El Don apacible,27 al narrar el destino de sus personajes a través de la Naturaleza, de los cambios inusitados del gran río que discurre por las llanuras inmensas. Lo que llamaba Lukács «la épica de la novela realista» describe los sueños de amor y ambición que la vida burguesa des­ troza, y sus héroes caen vencidos porque es necesario adaptarse a ella. En las novelas soviéticas se manifiesta la misma voluntad heroica del hombre, pero éste lucha, además, por transformar el mundo y no se deja abatir 27. Mijail ShóLOJOV.

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nunca. En Historia de una vida,26 también la Naturaleza domina como sustancia spinozista imperecedera el desa­ rrollo de los amores sucesivos, con sus muertes, renaci­ mientos y dolores, como un único personaje inmutable y sereno testigo impasible, de las vidas humanas y sus dra­ mas pasajeros. En esta totalidad viviente se concilian to­ dos los amores en un amor real, absoluto. Al fin y al cabo el hombre cree (es la única certidumbre que posee) en lo que le rodea, sea cielo, nubes, tierra, polvo, río, mares, que llamamos espacio, luz, movimiento circular del cos­ mos. El arte de Paustovski consiste en reflejar escenas de la vida humana con el telón de fondo de la dignidad eter­ na de una verdad definitiva: la del universo. Y lo que finalmente descubre es la diversidad de mundos que vivi­ mos, que se comunican entre sí o que se desconocen. Pero el que viven estos personajes es siempre uno, el suyo, aun­ que existan otros en espacios intersiderales. Así vivimos sumergidos en nuestro mundo que, aun dirigido y gober­ nado por esos grandes ríos cuyas inmensas planicies me asustan, el am or que siento es un sentimiento particular que me divide y separa. Como sentir es sufrir, es un hecho que al interiorizarme o espiritualizarme me aíslo de los otros y me culpo porque al am ar rompo el vinculo de identidad que me une a los otros seres. Tampoco puedo contentarme con vivir el amor retirado, recreando la figu­ ra de la persona amada. Esta idealidad pasiva, o vida interior del amor, no nos satisface y necesitamos en­ camarlo. «La pasión es la materialidad del amor», dice Marx en La Sagrada Familia.Un amor subjetivo, puramente espiri­ tual no permite realizar el amor ni opera la unión entre los seres. Por el contrario, un amor natural lleno de pa­ sión, la concreta y realiza. Pero como el amor por sí mis-28 28. Consiantin Paustovski.

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mo es idealista, incorpóreo, solamente la pasión puede manifestarlo y definirlo. Mientras el amor subjetivo es pasivo, el amor apasionado es acción concreta y positiva. Sin la acción de la pasión el amor permanece inerme, desmayado como una mera promesa de realidad. Con toda razón se burlaba Marx del idealismo amoroso, de su ineficacia operativa y de su sent¡mentalidad vaga, iluso­ ria, quimérica. La pasión, al materializar o naturalizar el sentimiento, dispersa la atmósfera idealizada del amor y despeja sus nieblas. Y no sólo realiza el amor que lleva­ mos dentro, sino que la pasión nos objetiva al hacemos salir de nosotros mismos a la búsqueda del otro y nos hacemos diferentes del que somos habitualmente. Por ello se afirma que el amor nos enajena o enloquece, por­ que salimos de nuestra quietud normal, para iniciar una nueva existencia agitada, rica de enigmas: la amorosa. Dante afirma del amor: aquí comienza la vita nova, y es exacto. Una vida apasionada está poblada de zozobras, sobresaltos, alegrías dulcísimas, hondas tristezas, deses­ peraciones, insensatas esperanzas. Es una nueva vida que no tiene fin hasta la realización plena y consumada del amor. Después sigue otra historia, también distinta: el apaciguamiento de la llama, la reviviscencia de su es­ plendor, el tempestuoso estallido del odio. Sabemos có­ mo empieza la vida amorosa, pero nunca cómo acaba. El sentir nos idealiza y la pasión nos materializa por­ que es un ímpetu que quiere, exige la satisfacción del cuerpo todo. Mientras el sentimiento es diferente en cada hombre, la pasión nos universaliza porque, cuando nos apasionamos, todos deseamos lo mismo: la posesión físi­ ca. Por la acción de la pasión corporal se restablece la unidad humana del amor, pues nos hace semejantes. Sin embargo, como la pasión busca la satisfacción de un de­ seo particular, subjetivo, se convierte en posesiva y, en consecuencia, es egoísta, solipsista, busca experimentar 58

sensaciones personales y lo que sienten los otros, que son meros instrumentos de placer, la deja indiferente. En este sentido, la pasión también nos limita, ciega y embrutece al encerrarnos en el placer propio. Sólo puede salvarnos de caer en este hedonismo, que lleva a la dispersión apa­ sionada del deseo, el fuerte sentimiento de un ideal amoroso. La pasión debería estar guiada por una idea preconce­ bida del amor para que, durante el proceso de la relación amorosa, podamos determinar si esa persona es o no la adecuada a nuestra exigencia ideal, lo que nos llevaría al conocimiento o a adentrarnos en la realidad del ser que amamos, en su meollo existencial. Por extraña paradoja, un ideal de amor restablece la socialidad objetiva del amor, pues de esta forma la persona amada, en cuya pre­ sencia objetiva nos satisfacemos, se reintegra al circuito de la existencia real y deja de ser el mero remedio de una pasión posesiva, insaciable y destructora. Puede ocurrir que el encuentro con un ser determinado represente por si mismo lodos los ideales amorosos más recónditos y satis­ faga en él un deseo largamente acariciado, subjetivo, so­ ñado. En este caso, la pasión me divide y particulariza, impidiéndome objetivar al otro. Sin embargo, existe un ideal de am or materialista, apasionado, que es propio y común a todos los hombres: el amor como estado satis­ factorio, feliz, pleno, que nos proporciona un sincero y auténtico bienestar. Esta felicidad sólo puede alcanzarse cuando la persona amada existe de verdad y el Tú, como sostenía Feuerbach, es una realidad independiente del Yo. Pero, aun conquistada esta dicha, el ideal del Yo sub­ siste porque el amor es una idea vivida o experimentada, es decir, sufrida con pasión. El objetivo de esa meta ideal no es la conquista del amor en si, como un ideal trascen­ dente que vuela por encima de los hombres y que se trata de apresar como ave en el aire, sino la posesión real de un 59

ser humano concreto que satisfaga nuestra idea amorosa subjetiva y, a la vez, sea ese ser una realidad concreta. Por esta causa, la pasión también necesita buscar, como la razón, e inquiere, se inquieta y atormenta para saber cómo es la persona que ama y si se adecúa o no a su ideal amoroso. El am or se siente pensándolo o se piensa a si mismo, sintiéndolo. Esta actividad apasionada del pensamiento es la materialidad del ideal amoroso. Así como la idea del amor no es ideal sino cordial, tampoco el sentimiento es sentimental, es siempre real, objetivo. Al sentir nos comu­ nicamos unos y otros, pero no se trata de una mera rela­ ción desde soledades que cambian mensajes a distancia. Existió siempre, como descubrieron los primeros román­ ticos alemanes, un sentimiento universal, un trasfondo oscuro de sueños, sentires, deseos, aspiraciones profundas que raras veces salen a la luz, pero que constituyen una realidad objetiva común a todos los hombres. Este sentir colectivo lo deformó Max Scheler, interpretándolo como una unidad primitiva que une a todos los seres en un sentir único (einfuhlung), un sentir cósmico-vital. Por el contrario, este sentir colectivo refleja el hecho de que, en mi interioridad particularizada, llevo dentro a los otros y, desde ella, participo en una realidad común. El am or es, pues, este sentimiento universal, cotidiano, que en mayor o menor grado sufrimos, gozamos todos, pero que, a la vez, para realizarnos, nos divide y separa. En efecto, al am ar buscamos apasionadamente la afirmación propia, el querer ser, la singularidad, la diferencia con los otros. El amor en su aparición inmediata es pasión desapasio­ nada, en el sentido que no busca la posesión ni la unidad de los amantes y sí una verdadera valoración de sí mis­ mo. De esta búsqueda originaria se llega al amor como autoconciencia (Hegel), o a al amor como afirmación ontológica del ser humano concreto (Marx). 60

En el prim er caso, la plenitud de la conciencia amoro­ sa trae consigo la soledad suprema, una realidad egotista unlversalizada, el Yo total. En el segundo, la afirmación ontológica del individuo, a través del amor, significa la dignificación de sí mismo, es decir, la desalienación libe­ radora desde la humillación de la alienación. Expliqué­ monos. El amor revaloriza al ser humano, que está envi­ lecido por el ansia de posesión de seres como si fuesen objetos y cuya pasión se degrada convirtiéndose, ella misma, en una cosa. El amor humano rescata al hombre de su pérdida en un mundo objetivo y le devuelve a su valor auténtico como sujeto, porque cuando somos ama­ dos nos sentimos reconocidos y resaltan nuestras cuali­ dades, convenciéndonos de que somos dignos de ser amados. En consecuencia, si la pasión del amor nos individua­ liza es para humanizarnos y socializamos, pues a la vez que me afirmo al am ar también valorizo al ser que amo. Pero si nos adentramos en esta contradicción, descubri­ mos que si la pasión del amor afirma lo que soy o reafir­ ma mi ser humano (negación afirmativa), el amor de la pasión es una entrega de sí, una donación total (afirma­ ción negativa). En el prim er caso, cuando nos apasiona­ mos amorosamente nos perdemos en el otro ser, creyendo salvamos, pero al am ar a través de la ofrenda de sí, nos realizamos íntegramente. Así aparece una división dentro de la unidad del amor: de una parte nos hace posesivos, nos naturaliza, y de otra nos hace generosos, abiertos, nos humaniza.

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AMOR NATURAL Y AMOR HUMANO

El amor florece espontáneamente como una planta y si lo siento es porque lo necesito para existir. Amamos porque vivimos, es decir, el amor es el sentir de lo sentido. La pulsión, el deseo, el querer, la pasión, son manifesta­ ciones diversas de este sentimiento natural. El cuerpo del hombre no es sólo soma, también es un organismo mate­ rial con una individualidad propia, un centro activo que reacciona a los estímulos del mundo exterior y los interio­ riza a través de los órganos de los sentidos materiales. Sobre la práctica y ejercicio de estos sentidos, se crea el llamado amor natural. Nuestro sentir es una acción múltiple y diversa pro­ yectada hacia el mundo exterior, pero, al mismo tiempo, cuanto nos llega de fuera penetra en nuestra interioridad, es sentido íntimamente, espiritualizando los sentidos ma­ teriales que son naturalmente pasivos, pacientes, recep­ tores, mientras los sentidos espirituales son activos, apa­ sionados, prácticos. Somos seres naturales que sufrimos o gozamos y, a la vez, estamos impelidos por sentires múl­ tiples. Pero al amar, lodos nuestros impulsos se agrupan y 62

concentran. El amor es, pues, la verdadera unidad de nuestros sentires, la totalidad de nuestra naturaleza orgá­ nica. Cuando amamos padecemos tristezas, ansias, goza­ mos alegrías y toda la gama infinita de sentimientos que se reflejan en el amor son experiencias siempre materia­ les porque las sentimos a través de nuestro cuerpo. El hombre es un ser natural no sólo porque es parte de la Naturaleza y vive en ella sino, también, porque «die Natur ist sein Leib».29 Paralelamente, el amor es nuestra naturaleza, pues todo lo que sentimos forma una unidad física, material. En consecuencia, el amor no puede ser nunca un sentimiento independiente de nuestro organis­ mo, sino un sentir que nace de los sentidos, de la concen­ tración o centro nervioso que mueve el cuerpo y todo nuestro ser hacia una criatura humana concreta. Tampo­ co el amor es ese sentimiento sublime que nos rarífica, extraña y separa de los otros hombres. En realidad no nos diferencia ni distingue; por el contrario, nos une en la identidad originaria que es la Naturaleza, propiedad co­ mún a todos los humanos. A este respecto, coincidimos con Jorge Santayana cuando dice: «Desde el punto de vis­ ta de los orígenes, por lo tanto, el reino de la materia es la matriz y fuente de todo, es la Naturaleza la esfera de la génesis, la madre universal » .30 Así como la Naturaleza es un cuerpo en nosotros cuando lo utilizamos, también el amor es uno, único, cuando lo sentimos. De hecho, la Na­ turaleza engendra todos los sentimientos que vivimos, es la creadora del amor y de todos los amores que experi­ mentamos. Este sentimiento de veneración a ella lo ex­ presa, como nadie, Jorge Santayana cuando afirma que la Naturaleza es el origen de todos los acontecimientos deci­ sivos del hombre. Como se crea a sí misma, es indepen­ 29. «La Naturaleza es su cuerpo» (Karl Marx). 30. Los reinos del ser .

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diente y vive por sí, Santayana la llama «materia». Puede variar lo que vemos, cambiar de forma las cosas, pero sabemos-, mejor dicho, sentimos, que siempre hay algo ahí que permanece constante e invariable. A este pálpito o presentimiento lo llama Santayana «fe animal», y a la materia, como residuo permanente de todos los cambios, «sustancia». De aquí podríamos deducir que la Naturale­ za crea el amor, la materia lo realiza, y la fe animal lo siente, lo vive. Como creación de la Naturaleza el amor es material, corporal, es un todo viviente, y la fe animal a que se refiere Santayana es la creencia en la unidad del amor, que es uno y el mismo pese a todas sus diferencias y manifestaciones diversas. La fe animal es, en el fondo, el amor natural, la conciencia o experiencia de su identidad, de su naturaleza igual, común, quizá impenetrable, mis­ teriosa. Pero es una oscuridad similar que abraza y une todas las diferencias del sentir amoroso. Sobre la base de esta sustancia o fondo común del amor, los pensamientos y los sentimientos, dice Santayana, se separan, son que­ bradizos e inestables. Nos hallamos en un flujo perma­ nente de la sustancia. Ahora bien, por más que el amor nos sustancialice, sumergiéndonos reverentes y felices en su totalidad viva, no por ello lo sentimos como una realidad homogénea. No; el amor es una experiencia física del cuerpo y, por esta razón, la sustancia al corporeizarse se individualiza en los múltiples mundos que la constituyen. Sin embargo, si la sustancia no es única, dice Santayana, cada universo sí es uno en sí mismo. En consecuencia, el amor, por más particular que sea, es siempre un mundo. Santayana, para demostrar la realidad física de sustancia, nos habla del aquí, del espacio como centro de un mundo, y del ahora, eje del tiempo sentimental, la continuidad de los momentos sucesivos, finitos, temporales. Luego, el amor sería un continuo de espacio-tiempo, un universo por sí 64

mismo, puesto que el aquí es un espacio plástico de visio­ nes sucesivas, es decir, sentires diversos, complejos pero unidos, y el ahora un durar, un permanecer en el flujo puro de lo vivido. Sin embargo, el mismo Santayana afir­ ma que si el amor fuese pura espiritualidad interior, el tiempo sentimental sería idealismo romántico, sólo un eco momentáneo, una variante del tiempo universal de la Naturaleza. Pero si el tiempo del amor es el objetivo, de todos, trascendido en una objetividad permanente, se si­ túa por encima de sus variaciones sentimentales. En con­ secuencia, el amor es material porque, como dice Santa­ yana, «el dominio de la materia sobre todo ser existente, inclusive cuando ese ser es espiritual, es el gran axioma del materialismo » .31 Ahora bien, esta materia es una po­ tencialidad creadora, con la posibilidad abierta de apare­ cer con nuevas formas plásticas. Dicho en otras palabras, el amor tiene capacidad original, inventiva, es forjador de su propia sustancia. Aunque el hombre no es solamente un ser natural, el dominio de la Naturaleza le lleva a reverenciar las fuer­ zas inevitables que nos dirigen, a la aceptación sumisa de todo lo que acontece, o sea. a la pasividad y al estatismo. También suscita el conformismo, la adaptación a las co­ sas por un oportunismo flexible, y todas las variantes de la resignación. Igualmente, el naturalismo impele al hombre a la satisfacción de sus instintos más elementa­ les, porque los sentidos materiales tienden a gozar in­ mediatamente de los seres y de las cosas. Somos epicú­ reos y hedonistas porque los sentidos, egoístas por natu­ raleza, convierten a los objetos en instrumentos de su pla­ cer. Así, el amor natural puro es una satisfacción gozosa de los sentidos, un donjuanismo irreflexivo, inmediato, que busca incircunciso la satisfacción del deseo múltiple. 31. Los reinos del ser.

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Donde se expresa cabalmente el naturalismo de Santayana es en su concepción de una naturaleza humana invariable, inmóvil, eterna, que haría del hombre un con­ denado a permanecer siempre el mismo ya que obedece, lo quiera o no, a las leyes de la Naturaleza. Por ejemplo, el deseo de poseer y hasta la propiedad privada vendría a ser como un instinto natural de posesión porque pertene­ cería a la esencia humana. También los celos, pasión po­ sesiva, nos definirían por ser consustanciales al hombre. «Toda criatura que ama, cela o se cela», suele'afirmarse con aparente sensatez. De esta forma, los instintos más primitivos y elementales se consagran y sacralizan como pasiones naturales de la naturaleza invariable del hom­ bre. El amor es una necesidad natural, espontánea, y su problemática ha sido y será siempre la misma. La lucha de los sexos es inevitable, el hombre y la mujer no se comprenden porque son seres biológicamente opuestos. Por el contrario, el matrimonio es la expresión de la uni­ dad natural de la pareja humana, de su feliz entendimien­ to, la coronación natural de su armonía. El hombre y la mujer están condenados a casarse, porque el aparejamiento responde a una necesidad natural de los seres hu­ manos. Todo lo que es natural es humano, e inhumano cuanto es antinatural. El amor, es una esencia natural eterna, los hombres han amado siempre de la misma forma y con idéntica finalidad: la conservación de la especie. Esta concepción metafísica de la naturaleza humana lleva a la negación de la variabilidad del amor, cuando, en realidad, está condicionado por las clases sociales, sus costumbres, su psicología, la continua mutación de los sentimientos, la variabilidad de las pasiones. Como afir­ ma Sartre, «el amor es por naturaleza histórico». En efec­ to, el hombre es un ser que se crea a sí mismo y está naciendo continuamente. «Die Geschichte ist die wahre 66

Naturgeschite des Menschen.»32 La Historia es el testimo­ nio de su quehacer y de sus obras. En consecuencia, el hombre no es solamente un ser natural, es también un ser humano. El amor es un impulso vital, sensible, emotivo, sen­ sual, apasionado y, a la vez, una creación del hombre, de su imaginación, de su pensamiento, de su actividad espi­ ritual. No nace sólo espontánea y naturalmente ni es un sentimiento que se padece o una pasión que nos arrebata. Tampoco es un acontecimiento que nos saca de quicio. El amor se hace, es una praxis vehemente que debemos cul­ tivar con afán y tesón. Para am ar realmente es necesario lograr ser amado, tarea que no es fácil, pues supone con­ vencer, argüir, luchar. El amor es un trabajo del espíritu, una creación total del hombre donde la imaginación, la inventiva, la sutil picardía, las artes de seducción juegan un enorme papel. Pero aunque no se utilice esta estrategia de captación, el amor es la elaboración cuidadosa de una serie de actos necesarios para expresar y conquistar al otro que exige varias etapas: primera, la respuesta del ser que amamos; segunda, lograr que nos ame libre y huma­ namente; tercera, am ar al unisono, es decir, identificán­ donos. Unidad amorosa que significa vivir el uno desde el otro, e implica un proceso de creación mutua, una activi­ dad incesante y continua. El amor es una realidad huma­ na porque el hombre, aunque se conoce capaz, consciente y reflexivo, necesita de los otros hombres para vivir. Esta necesidad objetiva, que exige y reclama la presencia de otros, es el nexo que enlaza al hombre natural con el hu­ mano, social. Cada ser humano encuentra el complemen­ to de su realidad en otro ser que le es afín. El amor es la manifestación más concreta de la socialidad del hombre. 32. «La Historia es la verdadera historia natural de los hombres» (Karl Marx).

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la expresión de esta necesidad básica, fundamental, que tenemos los unos de los otros. Si somos capaces de crear un verdadero amor, demostraremos que existe la unidad humana y que esa relación natural, sexual, del hombre con la mujer nos humaniza y universaliza. Tal es la finali­ dad última del amor: metamorfosear, transformar o transustanciar una relación natural instintiva, en unidad es­ piritual consciente y humana. Kant, en su concepción de‘l amor, no llevó a cabo esta unidad de lo natural y lo humano. Pensó que el amor es ciego, emotivo, porque pertenece a la esfera del senti­ miento oscuro e irracional, y lo arrinconó en el mundo subterráneo de la particularidad subjetiva. Para los amantes kantianos era muy difícil la correspondencia y el entendimiento, ya que los sentimientos, al querer algo, son por naturaleza antagónicos. Como prueba de este ra­ dical antagonismo, Kant citaba las palabras de Carlos I: «Mi primo Francisco I y yo estamos de acuerdo en que ambos queremos la misma cosa: Milán». Si la única con­ cordia posible de los amores es apetecer y desear el mis­ mo objeto o persona, conduciría fatalmente al conflicto permanente, a «la guerra civil de los nacidos » .33 Por ello, para Kant, racional y ético es sólo el imperativo categóri­ co de obrar de mutuo acuerdo, solidariamente, como si cada uno fuésemos fines recíprocos y no sujetos u obje­ tos deseables. Kant tiene clara conciencia de la esencial comunidad de los seres racionales, y el amor es, para él, un ideal a alcanzar de las conciencias éticas. Ahora bien, si debemos amarnos para ser seres racionales, el amor deja de ser una inclinación natural, un sentimiento, y se convierte en una imposición u obligación moral. Ya no sería una categoría del ser sino del deber. Tal es la contra­ dicción a que lleva la ética de Kant. Podríamos encon­ 33. Francisco de Quevedo.

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tramos unidos, solidarios con otros seres, pero sin sentir un amor real y concreto por ninguno de ellos. El amor, kantianamente hablando, sería una forma a priori de la razón para existir. Sin duda es exacto que si existiese una sociedad humana solidaría y armoniosa, el amor podría brotar con mayor facilidad y espontaneidad. Al no ser así, el amor, para Kan!, es una abstracción sublimada. También Feuerbach al humanizar el amor lo aisló en sí mismo, lo privatizó, reconociendo las diferencias natu­ rales que nos individualizan. La personalidad se basa en esta singularidad radical que nos separa y nos une. «Wo kein Du ist kein, Ich.»34 Mientras Hegel sostiene que el amor nace de la identidad, Feuerbach afirma la primacía de un ser sobre otro, es decir, la diferencia es el origen del amor. El Tú significa la presencia de lo distinto y opuesto a mí, pero que es llave del amor. No podemos am ar sin sentimos ajenos y diferentes. El amor es egoísta, afirma Feuerbach, pues para que el Yo exista necesita el Tú. Esta supremacía del Tú sobre la falsa identidad creada por el Yo es «la revolución copemicana que trae Feuerbach», dice Martin Buber. Al concebir Feuerbach al hombre no como individuo sino como una realidad humana genéri­ ca, su naturalismo es humanista, y su humanismo, natu­ ralista. Pero en su concepción del amor destruye esta uni­ dad del hombre como ser natural y humano. En efecto, la revolución del Tú significa la primacía del egoísmo impulsivo que necesita colmar su necesidad natural de bienestar físico, la satisfacción de todos los deseos entre los cuales está el amor. La armonía entre el Tú y el Yo parece perfecta, así como el hombre y la Naturaleza. Este impulso egoísta es generoso porque es una dádiva al Tú para que viva el Yo, o a la inversa, entrego mi Yo para que viva el Tú. Pero entonces no se realiza la sociaiidad del 34. «Donde no hay tú. no hay yo».

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amor o la humanización completa del hombre por el amor, sino la abstracción por concentración amorosa. Los amantes de Feuerbach, quedan aislados en el Tú y Yo, separados de la comunidad humana, abstraídos, lunáti­ cos. El amor es, para ellos, como la clausura de una espi­ ritualidad dialogante. No podemos extrañarnos de que el existencialismo de Martin Buber y el personalismo de Emmanuel Mounier se inspiren en esta concepción abs­ tracta del amor de Feuerbach. «El Tú —afirma Buber— manifiesta al Yo»; «el Otro, es la realidad dei Yo», sostie­ ne Mounier. Bajo esta aparente unidad humana se es­ conde una realidad: el Tú es mi Yo disfrazado o alienado bajo la máscara de un rostro ajeno y distinto. Al am ar al Tú, el Yo se ama a sí mismo, y sólo así puede am ar al Otro. Esta unidad aislada de los amantes lleva al egoísmo recíproco. Este amor que pretende humanizamos nos deshumaniza, pues nos aísla de los otros hombres; al na­ turalizarnos y unimos, nos confunde en un único ser, per­ diendo el sentido de la objetividad exterior, o sea, nos desnaturaliza. El Tú y el Yo quedan separados de los otros hombres, indiferentes a sus problemas, sus dramas, para poder vivir embriagados de subjetividad recíproca, lo que no es humano ni natural. Humano es la participa­ ción en el destino común de otros hombres; natural es vivir lo que nos separa, las diferencias corporales, sexua­ les, temperamentales, y sobrellevarlas unidos. Lo que impidió a Feuerbach una concepción unitaria del amor fue la división que estableció entre necesidades humanas y necesidades naturales. Agnes Heller también ha bosquejado una teoría de las necesidades naturales en oposición a las artificiales crea­ das por el capitalismo de la sociedad consumista. Lo que entiende por necesidades naturales no son las humanas que estimamos fundamentales para desarrollar la unidad humana concreta, intensificando las relaciones de comu­ 70

nicación entre los hombres, que constituyen la necesidad básica para crear concreta y específicamente una socie­ dad socialista. Por el contrario, Agnes Heller establece una falsa oposición entre las necesidades humanas con­ cretas y los intereses abstractos del Estado socialista, como la producción, ios planes económicos, «a los que se sacrifica falsa y dolorosamente esas necesidades huma­ nas naturales», dice. De esta forma defiende ardorosa­ mente una concepción naturalista, empirista y economicista de las necesidades humanas, y propugna, como objetivo primordial, la satisfacción perentoria y urgente de las necesidades básicas inmediatas, el egoísmo social natural. Precisamente cuando el desarrollo de la concien­ cia colectiva exige lo contrario, es decir, el sacrificio recí­ proco, como condición indispensable para crear esa so­ ciedad socialista, que significa la entrega de sí y de las apetencias inmediatas al imperativo de la unidad huma­ na. La necesidad humana básica es consumar este sacrifi­ cio para llegar, por la realización y libre desarrollo de cada uno, a la unidad común, a la realidad de la satisfac­ ción y dicha colectiva. En consecuencia, el amor que pre­ tende satisfacerse naturalmente y de forma inmediata, denuncia el deseo de apropiación, el egoísmo del propie­ tario. Por el contrario, el amor se humaniza cuando re­ nuncia a la pasión hirsuta, primitiva, y se atiene a una visión objetiva del ser amado con la caricia de la mirada, atenta contemplación desde fuera de sí y en sí mismo del amado. Por esta atención solícita a la persona que ama­ mos, la comprendemos y tocamos, sin poseerla, por un tacto suave y sutil de su cuerpo que humaniza la pose­ sión. La ternura acariciadora, suavísima, del amor, cal­ ma y dulcifica la ferocidad aprehensiva de la pasión. Así llega el amor a convertirse en una verdadera realidad humana. La pasión nos diferencia y distingue a unos de otros 71

por la forma de apasionamos. El amor natural es, pues, distinto en cada ser. «Personalidad, egoidad, conciencia, sin naturaleza, todo es pura inesencial abstracción», dice Feuerbach. Las personas se distinguen por los diferentes temperamentos de sus cuerpos. Estas diferencias se ma­ nifiestan al am ar y también varía nuestro sentir, que cambia con cada ser que amamos. El amor natural está condicionado no sólo por nuestro estado corporal sino por la persona a quien deseamos, y de cómo ella sea de­ pende nuestro intento de aceptar o adaptamos a su reali­ dad. Hay, pues, un movimento de entrega indeliberada al amado, quien nos objetiva al obligarnos a vivir su reali­ dad concreta, sin quererlo o queriéndolo. Y esta objetiva­ ción nos humaniza por obra de la necesaria adecuación a la presencia real de otro ser, que frena nuestra impetuosi­ dad posesiva para aceptar su existencia. Es la persona amada la que nos hará diferentes, lo cual no significa que dejemos de ser lo que somos cada vez que amamos, pero sí que nuestra forma de manifestar el amor siempre será diversa, puesto que para obtener el amor de otro, éste nos fuerza a ser como él quiere que seamos. Sumisión u obe­ diencia involuntaria que los clásicos medievales denomi­ naron «servidumbre del amor». De aquí que puedan originarse equívocos y falsas si­ tuaciones amorosas, ya que podemos prestamos a repre­ sentar papeles que no son reales, ficciones sentimentales, como aparentar una generosidad que no poseemos o un entusiasmo que no nos es propio. La capacidad de farsa es infinita, pero el propósito siempre es el mismo: la con­ quista del ser que deseamos. En el fondo, todas estas si­ mulaciones revelan una verdad: la mimesis a que nos obliga el amor. Queremos im itar al otro, ser exactamente como él es. No sólo es la curiosidad que nos impulsa ni la ternura que, de hecho, es una táctica de la pasión posesi­ va. sino que es el principio de una entrega total de sí 72

mismo. Comienza por una afirmación del Otro: yo quiero ser como él, lo que ya indica un serio olvido de sí mismo. Pero esa presencia ajena, que todavia es desconocida, nos causa desconcierto, inquietud, turbación. Para despejar su incógnita frecuentamos su trato, nos regocijamos con sus alegrías y apenamos con sus tristezas, hasta que llega la visión real objetiva. Y se inicia el esfuerzo de penetra­ ción al desprender la persona que amamos de nuestra pasión, para entenderla y conocerla. Amar es compren­ der, lo que no significa aceptación compasiva del otro ni implica un juicio de valoración intelectual. Comprende­ mos para entregarnos, para decir un si definitivo, que la queremos como es. «Tú eres el único que me comprende», suelen decirse los amantes, sin saber realmente muchas veces lo que quieren expresar con estas palabras. En el fondo, formulan una súplica: «acéptame como soy, justi­ fica todos mis actos». Este deseo previo de comprensión suele preceder a la entrega recíproca. También estas pa­ labras murmuradas en pleno éxtasis de la efusión amoro­ sa, pueden querer decir: «abrázame y olvídate de quien soy, limitada, individual, corpórea». Pero la justificación no es comprensión, quizá es un perdón anticipado y nece­ sario para las carencias limitadoras de los amantes. La comprensión no es una interpretación de las pala­ bras y actos de la persona amada, hermenéutica que lleva al tormento interrogativo y reinicia la inquietud dubitati­ va, el recelo mutuo, las vacilaciones sin cuento. Tampoco es una aceptación pasiva de sus errores y virtudes. Com­ prender es asumir interiormente y para sí la realidad de otro ser diferente como presencia total. Esta es la in­ terpretación de Heidegger como nos la ofrece en su Heráclito. Cuenta que éste se calentaba las manos cerca de un horno de pan. Los que le rodeaban estaban impresiona­ dos al verle en un lugar tan humilde y distinto del que le era habitual, y Heráclito les dijo: «No os asombréis, aquí 73

también están presentes los Dioses». ¿Cómo debe in­ terpretarse esta historia? El que vive junto al horno de pan recibe el fuego y calor de la lumbre, que son los ver­ daderos dioses. En consecuencia, lo inconmensurable aparece en lo mensurable, en lo cotidiano. Podemos dedu­ cir que en toda persona arde un fuego interior que mani­ fiesta claramente su realidad verdadera. Y no hay que internarse en los sombríos laberintos de su recóndita in­ terioridad para descubrir a la persona amada. Basta aso­ marse a su presencia sencilla y permanecer siempre muy cerca de su realidad sólida, inmediata. Pero no esperemos que de ella se alzaran los dioses, pues, como dice Heidegger, «no hay una religión griega que nos sitúe más allá de las presencias». Del contacto y aproximación sincera a las personas nace la verdad del ser. Para Heidegger la comprensión surge de un pensar no pensativo, o sea, de una aceptación de lo que se es en la realidad presente, pues toda interven­ ción o apropiación activa del pensamiento lleva a una desnaturalización o deformación del ser inmediato. Pen­ sar es apropiarse de alguien, hacerlo nuestro, y de esta forma deja de ser lo que es, se desobjetiva. Como la pa­ sión pensante es posesiva y deformadora como la huma­ na, para Heidegger el amor es pura visión desapasionada, atención simple y recogida, devoción muda, veneración secreta ante la presencia del ser que existe. Desde el mo­ mento en que se sale de esta invocación por la palabra, plegaría o concepto, es caer en la difamación o desamor a lo real. Sin embargo, comprender es una pasión activa, querer hacer nuestro lo que el otro tiene de propio y origi­ nal. Se comprende al otro con las manos, garra o instru­ mento de posesión. Y solamente podremos afcrrarlo si lo llevamos a nuestro hogar interior cotidiano, a la lumbre íntima. Si lo dejo ser y respeto tal cual es, como exige Heidegger, me limito a aceptar la realidad humana de 74

otro y hasta entro en él, pero me mantengo separado, distante. Por el contrario, apropiándomelo llego a com­ prenderlo al asumir su identidad, es decir, me entrego a él y me humanizo al objetivarme. El amor es, pues, una comprensión activa, no una aceptación distante. La comprensión tampoco debe entenderse como la in­ terpretó Dilthey: abrazo identificador en el que nos fun­ dimos seres diferentes, sin vernos ni conocemos, enlaza­ dos por el sentimiento de una unidad vital subyacente. Tal vez el amor llegue al moi profond, de que habla Bergson, por una misteriosa intuición que posee el sentimien­ to amoroso. Sin duda, el amor es un poder que penetra en las sombras más recónditas de los seres y su claridad lleva muchas veces a presentimos. Pero intuir, aunque sea tan poderosamente, no es comprender, ya que no po­ demos llegar a las profundidades de otra persona sin poseerla, sin seerla. Quizá el amor pueda consistir en una intuición esencial del ser que amamos, como decía Husserl, sin necesidad de la enorme tarea de comprenderle. Todas las teorías intuicionistas sustituyen la realidad de la persona que amamos por una visión fulgurante re­ veladora por sí misma. Por el contrario, la comprensión es una actividad prolongada, paciente, pero totalizadora. No se puede comprender a nadie por súbita iluminación o magia del amor, por más poderosas que éstas sean. Es preciso un arte sutil, paulatino, de descubrimientos suce­ sivos, en el que alternan luces y sombras. La comprensión es un proceso dialéctico de apropiación apasionada y, a la vez, de amoroso distanciamiento contemplativo, atento, visual. Comprender no es la revelación del otro, sino la pasión por el ser en sí de la persona que amamos, por su alteridad profunda. Es un entregarse al am or mismo, al saber ajeno. Conocer la naturaleza de otro, su forma de ser y de actuar, determina un estilo de amor humano propio. Por 75

ejemplo, si amo una criatura dulce, sumisa, me converti­ ré en un ser condescendiente, tolerante, resignado, me­ lancólico; o tal vez me subleve contra la infernal pasivi­ dad de mi amante y me haga dominador, vehemente, co­ lérico; cabe también que me adormezca su natural dulzu­ ra, me arrope en su seno y llegue a retroceder en el tiempo hasta desnacer; igualmente, puedo encontrar en ella un refugio a mi frenes!, el reposo del guerrero de mi violencia íntima. Ahora bien, si la mujer que amo es apasionada y combativa, podemos perdernos en riñas despedazadoras hasta que su pasión se dulcifique y engendre voluptuosi­ dades dulcísimas. De las dialécticas del yo con el otro surge el amor natural humano. Mi amor subjetivo será tal como es el objeto que amo y, a la inversa, el amor objetivo del otro estará determinado por el sujeto que ama. Se crea así una dialéctica recíproca: un sujeto que se objeti­ va (el Yo es el Otro) y un objeto que se subjetiviza (el Otro es el Yo). De esta relación o correspondencia nacen distin­ tas figuras de amantes, que será necesario analizar para comprender la realidad del am or humano y su limitación individual. La conjunción del amante y de la amada implica unas relaciones entre ambos para la constitución del amor. Al principio es la paralización del mirarse, «wenn ihr der ersten Blicke Schreck»,3S por la extrañeza que suscita la semejanza del hallazgo, pues somos puros objetos distin­ tos el uno para el otro. A este desconcierto le sucede el asombro y luego viene la espera nostálgica, «un die Sehnsucht am Fenster» , 36 que señala la desaparición de la ex­ trañeza reciproca y la aparición del desdoblamiento: el Tú, u objeto amado, entra subrepticia, misteriosamente 35. «Cuando espanta la primera mirada» (Rainer Maña Rilke, // elegía).

36. «La nostalgia en la ventana» (Íd.. Jbid.).

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en el Yo, y allí se queda como un fantasma que duerme en la aurora del conocimiento. La inmediatez objetiva del Tú desaparece, porque la conciencia interior ha llevado el amado al interior de sí mismo. Sin embargo, el primer paseo en común, en el jardín, revela a Rilke la distancia, la infinita lejanía que le separa. ¿Cómo reconocer exteriormente el objeto amado que se lleva dentro? La dife­ rencia entre el ser imaginario que se vive íntimamente, y el real que tiene ante sí, es patética. Y al sentir este horizonte de la lejanía, los amantes se inquietan: no es posible que cuando brota el amor, muera. Al permanecer encerrados cada uno en sí mismo, contemplándose desde su soledad recíproca, tienen la impresión de que se han perdido ambos y que puede romperse la ligazón del estremecedor contacto establecido. Esta amenaza mortal suscita la desesperación amorosa y una necesidad, como nunca sentida, de proximidad. Entonces, «o wie unfassliche entfemt » .37 Nos separamos para encerramos en nuestros corazones y llevamos nuestras imágenes, pe­ ro estamos más próximos que nunca en nuestra separa­ ción. Vivo, soy para el otro que conservo siempre presente en mi alma, es decir, me entrego sin abandonarme por­ que, en el fondo, estoy separado, recluido en mí mismo. A su vez, la persona que amo se interna en sí misma, proyecta su imagen sin desbordarse y queda en el limite de la donación. Los amantes al ofrecerse se poseen imagi­ nativa e idealmente, pero, de esta forma, la separación puede producirse de nuevo. Se hace necesaria la fusión, esa terrible aventura de la pasión que conlleva el riesgo de la desaparición de sí mismo. Como la necesidad de unión es poderosa, ¿se logra el acorde, la armonía? No; uno se entrega totalmente y el otro posee. Esta es la apa­ riencia que los amantes ofrecen al observador objetivo. 37. «¡Oh, inaprensible lejanía!» (Rainer Maña Rilke, 11 elegía).

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Pero la realidad es más compleja por su dualidad. Cree­ mos que el que se entrega ama íntegramente y no exige nada para sí cuando, en realidad, se aferra, consolida, cierra el círculo del amor al poseer en sí mismo el objeto amado. Está satisfecho y ya no desea nada más. Pero no nos engañemos, en amor no hay víctimas ni victimarios. El poseedor apasionado y violento que desea y puede subyugar a la persona que ama, a su vez está tan entregado a su dominación que no puede librarse de la dependencia del otro. Tampoco es la víctima que podría­ mos imaginar, la que sacrifica su ser para que viva el amado. Por el contrario, se ha instalado en su alma y ha tomado posesión definitiva de él. Los amantes se ocultan así lo que realmente son: amante amado y amado aman­ te. Extraña y terrible contradicción. Para salvarse de estas enajenaciones, deben objetivarse, abrirse de nuevo, enlazarse más estrechamente y que cada uno deje de ser en el otro. Así pueden pasar el uno a la habitación del otro, penetrar en su sangre, desintegrar sus propias esen­ cias escondidas. Esta ofrenda mutua es al mismo tiempo una posesión segura y sólida, porque los amantes al in­ ternarse cada uno en el otro se disuelven no para unirse, sino para verse separados y diferentes como objetivida­ des. Entonces, ya no se espantan de la distancia.que les abismaba. Se cogen de las manos, se estrechan con fuer­ za, el contacto entre ellos es duradero porque la caricia, además de conservar y retener, hace aparecer el cuerpo y la ternura que calma el ímpetu para permanecer unidos. De este abrazo común nace la promesa de eternidad. ¿Han creado los amantes una realidad conjunta distinta de ellos mismos? Sin saberlo han logrado la objetivación de sus subjetividades. Todo lo que yacía invisible, sote­ rrado, escondido, se manifiesta y clarifica. Se han poseído los amantes, no cabe la menor duda, pero lo que aparece es la conciencia de cada uno separada, rota la unidad. 78

Cuando se llega a la unidad amorosa, cada uno de los amantes percibe siempre al otro que lo divide, hasta cho­ car con sus límites. Se explica esta frontera hostil porque la posesión nos divide y la unión nos separa. Como ambos tratan de hacer suyo al otro, dominarlo o absorberlo, la unidad posesiva es inalcanzable y se produce un choque hostil entre los amantes. ¿Cabe alguna salida a este amor? Sí, cuando uno de los protagonistas se enriquece con la ofrenda del otro y no da nada a cambio. Situación ésta que modifica por completo la relación entre los amantes, convirtiéndose la unión, por parte de uno de ellos, en renuncia, sumisión radical de si mismo a las exigencias del otro. Claro está que la aceptación sumisa acumula rebeldías secretas y rencores profundos que pue­ den estallar en cualquier momento. También puede ocurrir que uno de los amantes se mantenga esquivo y distante, lo que suscitará en el otro una conmoción que le mueve a una búsqueda ansiosa del amante como objeto lejano. Este ansia posesiva del bus­ cador crea tensiones, conflictos y situaciones dramáticas que revelan, en el fondo, la felicidad de un amor, porque si uno quiere poseer y no lo logra, termina por am ar ver­ daderamente entregándose, aunque sea con protestas y rebeldías, pero cuya ofrenda recoge el otro satisfecho. Cabe también que el amante desdeñado o herido por la esquivez del otro se someta sin condiciones, renuncie a sí mismo y consuma su holocausto. Pero de esta forma hu­ millante consigue lo que se propone: sujetar a la persona amada y aprisionarla, comprometiéndola. Lo que consti­ tuye, a la postre, una amarga dicha amorosa, pues ambos amantes se sienten ligados Ubérrimamente. Igualmente puede darse una situación más compleja y enredada: una amada dulcísima y tierna conmueve hasta tal punto al amante que si éste es posesivo y violento por naturaleza, se convierte en paciente y sumiso. En este caso, es él 79

quien verdaderamente se entrega porque renuncia a lo que es, para hacerse otro, enajenarse. La ternura sumisa impone su voluntad, pues la criatura que en apariencia se entrega es la que, de hecho, posee y domina. Puede darse el caso en que el amante quiera comprobar si es verdade­ ra la sumisión de la dulzura y despertarla durante el sueño con una pistola en la sien y llegar a amenazarla: «Puedo hacer de ti lo que quiera, tengo derecho a tu vida y a tu muerte». Lo más probable es una respuesta humilde que provocará en el amante una nueva zozobra. De hecho no podemos poseer objetiva y totalmente a ningún ser humano. Cuando más, se llega a una esclavi­ tud recíproca, como en los casos que hemos analizado. Pero esta felicidad o unidad amorosa es falsa, pues viven una duplicidad auténtica y sincera. Los que creen am ar por puro amor, sólo padecen la fulguración fetichista del objeto amado. Otros, que viven sometidos y esclavizados, renunciando a sí mismos, de hecho buscan la posesión y el dominio. Los hay que a través de una sujeción a la voluntad de otro se sienten amparados, protegidos, segu­ ros contra todas las adversidades. Se han construido con este amor esclavo una fortaleza, para enriquecerse ínti­ mamente. Benito Pérez Galdós,3®pinta un modelo de mu­ jer que sabe emplear su dulzura para dominar a un mari­ do débil, llevándole a la ruina. Todos estos amores condu­ cen al fracaso y al desastre. Otra forma de comunidad amorosa es la pura unión carnal, abrazo unitivo que sumerge, de nuevo, a los amantes en la Naturaleza y son arrebatados por las olas del gran m ar de la sangre. Es un amor juvenil, intenso, sanguíneo. Pero no creamos que es sólo el joven quien recibe el don maravilloso de la muchacha que se le entre­ ga. Ambos son arrebatados por Neptuno y su terrible tri­ 38. La de Bringas.

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dente. Estos amantes están impulsados por el Dios oscuro de la vida y obedecen a su corriente sombría. El río de la sangre arrastra el deseo en las venas, las hincha y desme­ sura. Es un torbellino interior que les ciega y no les deja am ar ni entregarse realmente. Ambos se engañan, creyen­ do cada uno que era el otro quien constituía el aguijón del deseo cuando, en realidad, cada uno fue el pretexto para que despertase del fondo de si mismo el tormento insacia­ ble del deseo. La muchacha trata de colmar el frenesí del amante que siente, ella misma, invadirle. Cree que se abandona, pero obedece a su ímpetu oscuro, al río secreto de sus antepasados, a sus furores antiguos, a su caos sal­ vaje. En la oscuridad de su sangre y de la noche, llegan a creer que son uno cuando, en realidad, desaparecen en el vértigo común del deseo recíproco. No obstante, la mu­ chacha al entregarse se realiza. Ella es, por naturaleza, abandono de sí misma, ofrenda, que se cumple. ¿Pasiva otra vez? No, activa, pues retiene al amante, lo sosiega, le impide caer en la dispersión del deseo y de la sensuali­ dad. Entonces el joven puede concentrarse, amarla, sobrepasar el ímpetu oscuro de la sangre, abrirse la posi­ bilidad del amor. Después de esta unidad lograda, como sus voluntades tienen finalidades opuestas, se separan para seguir cada cual su propio camino, porque este amor fue sólo un medio para empezar a realizarse. Otros aman­ tes, no se separan y vivirán unidos por el cuerpo y la violencia de la sangre. Gozarán, sufrirán de su amor y de su odio recíprocos, pues la unidad cam al crea violencias y disputas que desgarran pero, a la vez, encadenan. La unión sensual es un vinculo durísimo del cual queremos librarnos y por eso nos rebelamos. Pero esta lucha odiosa nos reúne, nos vuelve a abrazar en un deseo insaciable y sin fin. Cuando los amantes quieren escapar a la esclavitud de la fusión en la noche del deseo, buscan verse las caras a la 81

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luz del día, hablar y examinarse recíprocamente. El diá­ logo puede realizar el amor a través del entendimiento, la comprensión mutua, y lograr la transmigración del uno al otro y del otro al uno. Entonces, ya no es la pareja carnal o unidad hecha de la misma sustancia, sino la co­ munidad espiritual que no se cierra a sí misma y perma­ nece libre, horizontal. Es lo que llama Rilke «lo abierto», es decir, el Mundo. Pero estos amantes crean una comu­ nión de soledades que viven de sí y para sí mismos, olvi­ dados de la realidad y de los otros hombres, sus compañe­ ros de destino. Por ello el amor en todas sus formas, sen­ sual, camal, espiritual, sentimental e intelectual es limi­ tado, estrecho, una singularidad subjetiva. El amor es por esencia contingente, como decía Sartre. Hay amores relativos que vivimos, y amores absolutos a los que aspiramos, pero ningún amor es totalmente in­ condicionado. Existen amores sensuales ligeros, sin tras­ cendencia, los llamados ocasionales que también es posi­ ble que puedan convertirse en relativamente absolutos, pues a veces la ligazón carnal efímera puede transformar­ se en un amor permanente y sólido. A su vez, los amores absolutos espirituales o intelectuales, fruto del diálogo y del entendimiento, se pueden relativizar y trocarse en amistad, en correspondencia mental necesaria en donde está ausente la pasión mutua.

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AMOR RELATIVO Y AMOR ABSOLUTO

El amor está siempre determinado por las preferen­ cias, los deseos, las inclinaciones, es decir, por la sensibi­ lidad. Es un sentir subjetivo del yo corporal. Pero estas aficiones particulares, reflejos del temperamento innato, suelen engañamos como las apariencias ilusorias que nos ofrecen los sentidos. Los amores juveniles son, pues, aprendizajes del amor a través de desilusiones y desenga­ ños necesarios de la subjetividad empírica. A la vez, el amor ideal, de la conciencia creadora, es una mera repre­ sentación de un absoluto inexistente al que se puede sa­ crificar, en vano e inútilmente, toda una vida. Sin embar­ go, pese a que todo amor absoluto tiene mucho de relativo y el relativo mucho de absoluto, veremos cómo la diferen­ cia entre ambos es evidente. El amor relativo es tan particular que no afecta al ser que se ama, ya que el otro no le es necesario ni vital para realizarse. Este amor se limita a satisfacer un deseo pasa­ jero, efímero, y expresa una simpatía fugaz por el cuerpo o la psique de la otra persona. Por el contrario, el amor absoluto significa la necesidad vital de esa única criatura 83

que, solamente ella, puede term inar con la angustia de la soledad. Los amores relativos suelen ser múltiples, suce­ sivos y satisfactorios como los frutos de los árboles. Son semejantes a los amores naturales porque, a través de su riqueza y multiplicidad, nos unen a la Naturaleza, al cos­ mos viviente. Las figuras que amamos así son evanescen­ tes, fugitivas, pero tras ellas nos abrazamos al Gran Pan, al tumultuoso goce estremecedor de la vida. La profusión de amores relativos puede dispersarnos y nuestra unidad íntima flotar en el espacio desprendida, libre, o caer nuestro ser disociado por la ansiedad sin fin de una primavera anticipada, de un deseo infinito, como ese viento del desierto que describe Lenormand en Simoun, aire cálido que nace de una aridez interior, del vacío del espíritu, del desamor. Al relativizarse tan total­ mente el amor, se transforma en sequedad de garganta, paramera del alma, llanura sin verdor del sentimiento. Se desea pura y químicamente, se quiere apresar, pero no se ama. Este materialismo crudo y descarnado de algu­ nos amores relativos, no satisface nunca, porque es un mero deseo quemante, infernal, que tortura las entrañas. Por el contrario, el amor absoluto no sólo nos salva de la soledad angustiosa sino que, al descubrir la afinidad con otro confirma nuestro valor personal. Ahora bien, el amor absoluto, que se manifiesta por la necesidad perentoria que tenemos de otro ser, puede ha­ cerse tan definitivamente absoluto que nos aprisione y aísle en una soledad irreal. Las consecuencias de este espiritualismo amoroso pueden ser la adoración recíproca, el fetichismo de la mercancía amorosa, la mutua depen­ dencia, la sujeción, porque sus vidas entran en una cam­ pana de cristal. El absolutismo del amor lleva derecha­ mente a independizamos de todo lo que nos rodea, a la negación de la Naturaleza y de los seres humanos. Así como los amores al relativizarse corroen el alma y la divi­ 84

den, el amor absolutizado espiritualiza hasta llegar al ascetismo. El Doctor Fausto,39 demuestra cómo el espíri­ tu, en búsqueda del absoluto, puede endemoniarse hasta aniquilarse o suicidarse. La quéte de l'absolu, del Santo Graal o del oro bizantino, es decir, del amor definitiva­ mente absoluto, puede consumir en vano nuestras vidas sin hallarlo jamás. Tal es el desengaño final del espíritu a que puede llevar la ansiedad de amor absoluto. Un bien supremo que se desea alcanzar, separadamen­ te de todo interés concreto, es más que inasequible; es impensable. Así, por ejemplo, los sueños de amor absolu­ to de Jean-Paul Richter «vuelan muy alto por encima de los cubiles de los perros, de los setos de espino y de las murallas endiabladas de la tierra». Este romántico, al perseguir con terquedad el amor absoluto, encuentra difí­ cil, tristísima y decepcionante su vida. Si en Hesperus ex­ presa Richter las ambiciones grandiosas de un amor ideal casi supraterrestre, en su novela Quintus Fixlein reco­ mienda una adaptación más razonable al mundo real cuando dice: «Los pequeños goces de nuestros sentidos deben ser tenidos en más alta estima que los grandes»; y añade: «Hay que saber tomarle gusto a la vida burguesa y a sus micrologías». Como vemos, el ideal de amor absoluto oscila entre la bienaventuranza total y la pacífica, ordenada holgura, lo que demuestra la relatividad de todo amor absoluto. Si en un determinado momento puede parecemos un ser tan necesario y fundamental como el Todo-Uno, también po­ demos renunciar a nuestro ideal y encontrar en un ser distinto la armonía relativa o intentar realizar a través de experiencias contingentes, creyendo que todas son eter­ nas y definitivas, nuestra ansiedad de un amor total. El amor absoluto puede fijarse en un ser al que permanece­ 39. Thomas Mann.

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remos fieles toda nuestra vida, o relativizarse en amores cambiantes, variables. Ocurre también que un am or contingente se convierte en absoluto al encontrar el deseo u obstáculo insalvable para su realización. En este caso, ese deseo, al quedar insatisfecho, puede atormentar, encerrarse en sí, espiri­ tualizarse hasta el extremo de convertirse en una necesi­ dad absoluta. Pero tanto el amor absoluto, necesario, y el contingente, relativo, tienen de común la condicionalidad subjetiva, pues en definitiva ambos son expresión de la singularidad individual profunda, unitaria y sólida en un caso, o más pasajera, efímera en el otro. Es indudable que ni el amor absoluto ni el relativo pueden crear una realidad total, una universalidad obje­ tiva. Al fin y al cabo todo amor es un affaire del sentimien­ to, del egoísmo cordial, de la individualidad solitaria, de la subjetividad. Ello no quiere decir que el amor no pueda crear una comunidad humana, una sólida ligazón entre los seres. El amor es tan sólo la posibilidad de una totali­ dad real que puede realizarse mediante una experimenta­ ción viva. Al unirse dos seres cada uno aporta su vida en la que se amalgaman sus emociones, contentos, fracasos, éxitos, o sea, su realidad personal. Todo amor es, pues, una tentativa, un proyecto ideal, un matrimonio a prueba para comprobar si unos seres al reunirse pueden crear una unión humana conjunta. En consecuencia, de lo que se trata es de aunar esos mundos particulares, privativos de cada uno de ellos, para hacer un solo y único mundo: una realidad de realidades.

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HISTORIA NATURAL Y HUMANA DEL AMOR

La oposición entre naturaleza y espíritu, am or natural y humano, subjetivo y objetivo, para resolverse en una unidad superior exige un aprendizaje, una experiencia del amor mismo. Todos creemos falsa e ingenuamente que es suficiente experimentarlo y sentirlo cuando, en realidad, es necesario aprender a amar. Al dejamos arras­ trar por el impulso amoroso, se cometen errores, tropie­ zos, desengaños y hasta tragedias que nos arrebatan la dulzura del amor o, peor aún, que nos hacen temerosos y cobardes ante nuevos amores. Muchos se hunden en la melancolía y se retiran a su convento interior, a una sole­ dad definitiva. Otros, renuncian para siempre al amor y se vuelven misóginos. El amor se aprende poco a poco, paulatina y progresi­ vamente. Es una sabiduría a la que se llega a través de una historia, un proceso natural y humano para conocer su realidad. Desde que comienza a vivir, aunque tiene todas las posibilidades porque está dotado de una poten­ cia infinita de amor, el hombre solamente descubre en sí 87

mismo una vaga idea del amor que debe realizar. Para llevarla a cabo, su am or atraviesa distintas etapas hasta llegar a constituirse, lo que le revela que su naturaleza es histórica. En efecto, el amor tiene su historia natural y está sometido a su propia evolución como una flor o una planta, a unas leyes naturales que lo explican. Pero, sobre todo, no puede saltar etapas porque obedece a la dialécti­ ca evolucionista del espíritu. Así, desde su condición soli­ taria y egocéntrica de niño pasa a la social colectiva de hombre. En esto están de acuerdo todos los psicólogos, desde Vigostki y Piaget hasta Wallon. Sólo el preadoles­ cente comienza a tener barruntos de la idea del amor, mediante el trabajo de una fantasía poética, figuración o representación de imágenes con las que juega y se com­ place. Generalmente es él mismo el eje de estas fabulaciones, imaginándose héroe pasivo del amor. Este hecho es muy significativo de esta etapa psicológica en que se deja amar, y corresponde a ese egocentrismo propio de la in­ fancia que describe Piaget y tiene sus raíces en lo que denomina «narcisismo primario». ¿A qué atribuir el pa­ pel de protagonista pasivo en el amor que asume el prea­ dolescente? Primero, a una conciencia que forma el niño de su valor, lo que llama Bühler «crisis de oposición», y se traduce por actos de verdadera agresividad. Segundo, por lo que Piaget llama «monólogos colectivos» a través de los cuales habla para sí, sin intención de informar ni ha­ cer preguntas a ios otros. Si bien este egocentrismo prea­ dolescente explica la necesidad de afirmarse, no justifica la pasividad de sus fantasías amorosas. ¿Se trataría de un masoquismo inconsciente? No; creemos que el amor es, para él, como un regalo que se le hace, un reconocimiento de su existencia. Constituye una manifestación del descentramiento del yo, una objetivación de sí mismo bajo esa forma de aceptación pasiva del amor. Piaget lo deno­ mina «el respeto mutuo que nace de una cooperación, es 88

decir, cuando el preadolescente llega a ser capaz de co­ ordinar los diversos puntos de vista correspondientes a distintos individuos » .40 El sentimiento del amor nace, pues, de una primera experiencia: cuando el niño siente la reciprocidad de las relaciones humanas. La aparición del amor en sus fantasías significa una nueva etapa en su desarrollo, una liberación del pasado egocentrista y un salto hacia la vida real, hacia el porvenir. Pero el amor lo siente como sujeto y a la vez objeto de sí mismo. Por consiguiente, en este proceso natural humano es clara la contradicción dialéctica: el amor surge como resultado de una conciencia del orden social, de la cooperación o unidad de los hombres pero, a la vez, se lo vive como un reflejo del yo, egocentrismo en su estadio puro de pasivi­ dad, como si recibiese el alimento materno, lo que llama Vigostki «la ley de doble expresión de los sentimientos». Al interrogarnos sobre el origen de la fantasía infantil, descubrimos que ésta se desarrolla por las impresiones que suscita el mundo exterior. Ahora bien, esas impresio­ nes no se estancan ni inmovilizan, se mueven y circulan libremente, cambian, se transforman y modifican por obra de factores internos de reelaboración. Tenemos, pues, que la fantasía infantil es el trabajo de interioriza­ ción de unas impresiones externas. No es la fantasía una pura invención como se cree, ni un delirio poético de ins­ piración creadora; es el resultado de las variaciones o modificaciones íntimas de los datos externos. Además, los impulsos que son manifestaciones de necesidades y tam­ bién los afectos, actúan como motivaciones ocultas de la fantasía y proporcionan el material para el trabajo com­ binatorio y disociativo. La fantasía es producto de la experiencia sensible y afectiva del niño. Suele afirmarse que la fantasía infantil 40 . Biologie el cunnaissance.

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es más rica y variada que la del adulto. Pero el psicólogo soviético Vigostki ha demostrado experimentalmente que esta afirmación es inexacta: «La experiencia del niño es mucho más pobre que la del adulto. Los productos de la auténtica imaginación creadora pertenecen solamente a la fantasía m adura » .41 En efecto, la fantasía infantil ope­ ra con invenciones irreales que se unen arbitrariamente en desmedro del raciocinio. Estas fábulas se expresan a través de dibujos esquemáticos y en historias fantásticas. La fantasía plástica se crea sobre la base de impresiones exteriores, la narrativa o poética se construye con ele­ mentos de la vida emotiva e impulsiva, de las necesidades corporales. Cuando llega la adolescencia, esta forma de fantasía cambia. Es la edad de transición y de terribles contradicciones. Como dice Vigostki, con toda razón, «el equilibrio infantil se ha destruido mientras falta todavía el equilibrio del organismo adulto». Entonces desaparece la fantasía plástica, pues no puede expresarse a través del dibujo, y tampoco narra cuentos fantásticos que no se le escuchan con atención ni curiosidad. Aparece una intensa exaltación de la vida interior que coincide con la madu­ rez sexual. Es el momento para la creación de un mundo propio, íntimo. Y comienza el joven a escribir, soñando el amor en versos o novelas, tratando asi de plasm ar su yo, manifestar su subjetividad. El sueño constituye la primera etapa de la sabiduría progresiva del amor. En esta primera fase, el amor es lírico, pero orgulloso, afirmativo. El joven no siente el amor como un regalo ni lo acepta pasivamente, como en la fantasía preadolescente. Por el contrario, lo busca acti­ vamente a través de los sueños, creando un Wunderland, un paraíso de satisfacciones, una armonía de sentimien­ tos, un regocijo infinito. Estos sueños amorosos siguen 41 .

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Immaginazione e crealivitá nell'etá infantile.

siendo fantasías libres, combinaciones arbitrarias de múltiples y vagos ímpetus insatisfechos. No tienen finali­ dad ideal ni meta especifica. Lo que satisface y realiza, con sus sueños de amor, es el consuelo al aislamiento en que vive, una forma de compensación a la pasividad que sufre. La adolescencia es la edad crítica y típica del pade­ cimiento. Vive desgarrado porque siente todas las impre­ siones del mundo exterior. Su receptividad está a flor de piel y el más mínimo acontecimiento afecta la tierna sen­ sibilidad del adolescente. Vivir, para él, es sufrir el mun­ do. Por esta razón, en su actividad febril del sueño de amor, busca una recompensa por el sufrimiento de vivir y su protagonismo amoroso es la antítesis de su pasividad natural. En una subetapa, dentro de la misma generalidad o universalidad del sueño, aparece en el adolescente lo que Piaget llama «elaboración de un programa de vida», es decir, un ideal concreto de amor. Así, frente a la multipli­ cidad de deseos que revelaban la ausencia de uno real, se concibe la unidad paradisiaca de un solo sueño de amor repetido siempre y el mismo. Es entonces cuando comien­ za a fraguarse un programa de vida mediante fórmulas ideales, lo que traduce ya una aspiración, un sueño más real, un deseo concreto. En esta etapa se limita a imagi­ nar figuras, modelos ejemplares, paradigmas que le sir­ van de estímulo e inspiración en la realidad. La imagina­ ción del adolescente trabaja ya con elementos reales, con los seres que frecuenta y las cosas que ve, lo que supone el principio de una experiencia. A través de su construcción imaginativa sobre cosas y seres reales, el idealismo de la adolescencia crea las imágenes sensuales, el deseo. Y es evidente que, en el trasfondo de estas concepciones late la libido enmascarada de proyectos y sueños. A esta idealización del amor corresponde, en el adoles­ cente, la paralela construcción de ideales reformadores, 91

«de una ambición ingenua y a menudo desmesurada » ,42 evadiéndose de lo inmediato y concreto para abstraerse en el mundo de las posibilidades. La concentración solipsista del amor coincide con una reflexión interior, con un intelectualismo apasionado. Por necesidad evolutiva el adolescente es un filósofo, un especulador metafisico, un ser reflexivo que Vigostki describe como un hablar o vivir para sí. Esta reflexión ensimismada es un ejercicio de la mente que le permite crear un objeto amoroso represen­ tado, como hemos dicho, por figuras ideales, lo que signi­ fica una exteriorización de sí mismo. Ciertamente realiza una entrega de su yo, pero sin salir de la esfera de la subjetividad, sin sufrir inquietudes ni desazones íntimas. El amor que siente es ajeno al cuerpo y al deseo mismo, es una pura creación y satisfacción interior, como los prota­ gonistas de La porte étroite 43 También la declaración de amor del personaje de La montaña mágica,44constituye la más perfecta expresión de este esplritualismo amoroso. En una tercera etapa, el objeto amoroso existe por sí mismo con independencia del amante espiritual. El joven adqlto vive el amor como un monólogo interior, aunque dialogue con frecuencia con la persona a quien ama. Sin embargo, la distancia se conserva siempre, y los encuen­ tros, los diálogos son meros pretextos para el enriqueci­ miento evocativo interior, para recrearse en la posesión ideal de una criatura. De hecho, el joven adulto no se atreve todavía a contrastar su idea, a verificarla experi­ mentalmente. Aunque ha perdido la timidez, el contacto con la persona amada permanece lejano, reservado. Finaliza la etapa del sueño cuando el joven intenta saber si el ser que ama es realmente como se lo represen­ ta. Entonces comienza la búsqueda concreta de una cria42. Jean Piaget. 43. André GlDE. 44. Thomas Mann.

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tura que corresponda a su idea, a su naturaleza auténtica. Esta fase se caracteriza por los tropiezos y errores que se cometen en esta búsqueda, pues la dispersión y movili­ dad inquieta es propia de la agitación amorosa desorde­ nada que vive. En general sus amores son decepcionantes por exigentes, ya que se espera del otro ser que se adapte caprichosamente a los imperativos ideales de su yo. Al fracasar esta idealización del amor, sucede la ansiedad amorosa, el hambre terrible, devastadora de vivir el amor como una realización de si mismo. ¿En qué se diferencia esta ansiedad del sueño de amor? Por la ansiedad el joven se inserta en la vida, es su integración desordenada en la sociedad. A la fase de concentración y repliegue en si mis­ mo de la ensoñación, le sucede una expansión activa. Ya no es el programador ideal y quiere, busca concretamen­ te. Sin embargo, la ruptura entre ambas etapas no es total pues el yo permanece centrado en si. Tanto el soñador como el ansioso siguen buscándose a través de distintos objetos amorosos, ya sean imaginados o vividos. El ansioso vive sus amores como si fuesen fragmentos de una melodía apenas iniciada que, al interrumpirse bruscamente, provocan una intensidad aún mayor de su ansiedad. Y vuelve, con renovado celo, a emprender la aventura amorosa hasta llegar a experimentar una efíme­ ra realización del deseo, de la comunicación y del diálo­ go. Pese a la brevedad de estas experiencias, comienza a precisar su búsqueda, a objetivarla, y su ansiedad se hace más concreta y luminosa porque tiene una finalidad. Asi, de la errabunda y múltiple ansia, pasa a una sola, al igual que de los ensueños múltiples al sueño único. Lo anómalo de este proceso es tener un fin que se desconoce, es sentir e ignorar su deseo. La ansiedad es una potencialidad oscura, un proyecto interior que no crea imágenes ni figu­ ras ideales. Sólo la presencia de una criatura descubrirá lo que busca el ansioso. Este encuentro es el hallazgo, del 93

que nace una nueva ansiedad subjetiva y concentrada. Se vive el am or sólo con el otro, quizá con el único fin de saber si esa persona corresponde a lo que se busca y ansia. Pero la vivencia puramente interior de este amor suscita otra más honda ansiedad: encontrar la realidad objetiva de la persona que se cree amar. Todo su afán será poseerla cam al e íntimamente. En esta etapa, la finalidad única es lograr integrarse con otro, para dejar de ansiar. Sin embargo, la misma ansiedad impide entregarse totalmente a otro. Si amáse­ mos realmente, no tendríamos ansiedad de amor. Pero la paradoja consiste en que la ansiedad amorosa es una con­ centración y preocupación por uno mismo, que nos impi­ de amar. Es una lucha continua a solas. Naturalmente, la dualidad entre la posesión siempre posible, esperada a cada instante, ya próxima y nunca realizada, lleva la ansiedad al paroxismo subjetivo, pero demuestra, a la vez, la capacidad de entrega del ansioso, su poder de con­ centración y energía. En realidad, está luchando no para ser amado, sino para poder consumar una donación de sí y que no puede llevar a cabo porque necesita aunar su entrega con la posesión del otro. Esta unidad le llevaría el sosiego de su ansiedad, descubriendo si es verdadero el objetivo de su peregrinaje. Como su búsqueda ansiosa viene desde muy lejos, desde los juveniles deseos de amor, desde las raíces oscuras de su ensimismamiento, necesita abrir las puertas de su soledad y llegar a una compenetra­ ción real. Al no lograr este propósito y quedarse de nuevo solo repetidas veces, descubre que tras la ansiedad se es­ conde un poder auténtico: la pasión, es decir, la actividad aprehendedora que le llevará al conocimiento, al contac­ to real y estrecho con los seres. Entonces comienza la historia humana del amor. Si podemos llegar a am ar realmente, sin sueños que nos oscurecían ni ansiedad que atormenta, es porque dis­ 94

ponemos del poder de la pasión, que nos permitirá vivir muchos amores, lo que no quiere decir que todos sean felices. El fin de la pasión es amar, simple y llanamente, aunque después este mismo am or nos desgarre y divida. La dificultad de todo este proceso natural humano es po­ der y saber amar, lo que sólo se consigue con un trabajo intenso, porque la pasión no es sólo el poder de poseer, es también creación de sí misma. La pasión unilateral, sub­ jetiva, que sólo quiere la realización de sí mismo, es una mera potencia vital, como el personaje de Unamuno ,45 pasión arrebatadora, pero inmóvil siempre igual. Por el contrario, la pasión ontológica, de todos, es la historia del proceso de creación de la persona. En este sentido, es una acción de transformación individual. Asi entendida, la pasión puede ser la posibilidad del amor, y éste, la reali­ dad de la pasión. Sin embargo, la pasión no es el am or ni el amor es la pasión. Podemos sentir pasiones intensas, hasta profunda­ mente amorosas, sin que sean amor, o vivir un amor ver­ dadero, sin pasión alguna. La pasión es unitiva, porque solamente se realiza mediante la fusión, y el amor, como es íntimo, al poder sentirlo separadamente, es divisor. Dialéctica tensa del amor y de la pasión que tiene sus raíces en la experiencia de su realidad recíproca. La historia natural y humana del amor no tiene una solución acorde y armoniosa, ni logra una síntesis total. Es un proceso continuo y duro a través de las tensiones y contradicciones internas del amor y de la pasión, que es­ tán soterradas, escondidas durante toda esta evolución natural del espíritu o de la formación del amor.

45. Abel Sánchez.

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EL AMOR COMO ENSOÑACIÓN Y DESEO

Tenemos sueños de quietud y sueños de exaltación, que luchan entre sí como aspiraciones contrapuestas. Unos seres soñarán dulces quietudes, como Holandas de felicidad, y otros exaltadas primaveras estallantes de vi­ das. También cabe que soñemos realizar armoniosamen­ te ambas a la vez: una vida concentrada, pacífica, y que sea, al mismo tiempo, rica de emociones, de pasiones siempre renacidas. En las distintas etapas del proceso de constitución del amor, se manifiesta claramente esta antinomia fecunda y creadora. Hemos visto cómo el adolescente sueña con múltiples sueños, porque está buscando el suyo propio, original. Es­ tos ensueños de la adolescencia no se parecen entre sí por su contenido diverso, pero tienen en común que son anti­ cipaciones de felicidad. Son deseos prefiguradores que aparecen en los sueños diurnos, de los que nuestra vida está poblada, como dice Emst Bloch. Por ejemplo, vamos en el Metro y soñamos en el tiempo que ganaríamos si nos trasladasen de lugar el trabajo; o pensamos en comprar un traje más apropiado a las nuevas funciones a que aspi­ 96

ramos; o soñamos una feliz aventura amorosa con la mu­ jer que suele sentarse a nuestro lado; o lo dichoso que me sentiría si pudiese comprar una casa en la sierra de Gua­ darrama. Así, toda nuestra existencia, aun la más banal, está poblada de sueños diurnos, de cháteaux en Espagne al decir de los franceses, o de wishful thinking como dicen los ingleses. Los sueños diurnos son deseos que esperamos realizar. Ahora bien, mientras cualquier «ciudadano del olvi­ do» es asediado, de cuando en cuando, por los sueños, el adolescente vive totalmente de ellos y, como está proyec­ tado hacia el futuro, él mismo es una promesa, una espe­ ranza, un sueño. Estos sueños suyos son meras fantasma­ gorías en las que se representa como un gran personaje porque necesita sentirse sólido, seguro. Es lo que Bloch llama «el topos interior», pues el proyecto de ser de los adolescentes está dentro de sí mismos. Sueñan para creer que son. Pero este tipo de sueños se quedan en figuracio­ nes torpes, oscuras, evanescentes como las ninfas del poe­ ma «L'aprés-midi d ’un fauno » ,46 que aparecen, desapare­ cen, y no tienen nunca un contorno claro. Más adelante, el sueño adquiere un contenido delinea­ do y preciso. Es e l «topos exterior», un país paradisíaco, el lugar cabal del ensueño. Suelen imaginar amores gozosos en los que el protagonista es siempre dichosamente ama­ do y no conoce obstáculos en el cumplimiento de sus aspi­ raciones. Este tipo de ensoñaciones no satisface el deseo, como pensaba Freud, porque éste aún no existe, todavía está formándose. Es cierto que en los sueños, aun los de contenido vacío y fatuo, por el mero hecho de planificar y anticipar ya se formula un deseo. Pero es un desear sin deseo, un puro soñarse. De esta unidad divisoria del en­ sueño y el deseo deriva la patética contradicción, que 46. Stephane Mallarmé.

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más tarde estallará, entre el amor y la pasión. Sí, al soñar ensueños nos proyectamos al futuro, es decir, deseamos. Pero este desear que nos impulsa y arrastra hacia un obje­ tivo exterior, a la vez, nos repliega en nosotros mismos, nos vuelve al «topos interior». Aclaremos. Todo ensueño es un sueño de quietud que nos ensimis­ ma y, al mismo tiempo, es un sueño de exaltación que nos precipita, nos hace buceadores inquietos, apasionados de existencia. Pero cuando se tienen sueños concretos de amor, el deseo aparece no como deseo mismo, sino como un querer desear. Es, como señala exactamente Bloch, un esfuerzo para realizar los deseos, la voluntad de una afir­ mación enérgica de sí mismo, el trend, aspiración indefi­ nida británica, o el sehnsucht alemán, una esforzada ten­ sión proyectiva. Todos los ensueños, primero pasivos y luego activos, del adolescente, son muy significativos de esta voluntad del deseo. Los sueños en' que el joven se imagina a sí mismo como un esforzado luchador victorio­ so del amor, reflejan la actividad subconsciente del deseo para desear. Pero al darle el joven una anticipación satis­ factoria, debilita su voluntad deseosa, lo paraliza, y al mismo tiempo lo estimula, creando múltiples deseos. Las ensoñaciones son, como el Bateau ivre, faros incandescen­ tes que nos orientan por el mar proceloso de la vida. Si no tuviéramos ensoñaciones, no podríamos saber lo que que­ remos. Así pues, las ensoñaciones, a veces fútiles, vanas, y otras sustanciales, concretas, nos enseñan primero a de­ sear y luego a querer. Los ensueños revelan a los jóvenes lo que son: puras posibilidades, un mero querer ser. Y al representarse los distintos caminos del deseo, descubren también sus potencialidades. Cada ensueño no sólo mul­ tiplica y enciende los deseos, a menudo los estimula, en­ galana, embellece y vivifica. El joven soñador, proyectista habitual de su vida, sue­ le encontrar tremendas dificultades para adaptarse a la 98

vida real, porque arrastra una modorra idealista, una pe­ reza soñadora, una inercia del alma que le costará supe­ rar durante mucho tiempo. Pero tanto las ensoñaciones pasivas como las activas del amor, le impelen a desear. De esta forma el joven adquiere la conciencia utópica de que para él todo es factible. Y es exacto, sus posibilidades son abiertas e ilimitadas porque aún no ha llegado a ser. Este no ser todavía le inclina a la esperanza, simiente de deseos, y el poder ser es la capacidad secreta del deseo que le hace consciente de sí mismo: «Llevo dentro de mi un tesoro, que florecerá más tarde: aspiración íntima de ser que, unida al proyecto exterior "yo quiero ser tal cosa", es la decisión definitiva para el futuro "yo seré"». Para llevar a cabo este proyecto real es necesario for­ mular previamente un sueño único diáfano, una anticipa­ ción concreta. ¿Puede un joven, sin experiencia alguna de la vida, imaginar un tipo de amor que le satisfaga total­ mente? En apariencia, no es posible, pues tiene que llegar a ser antes de amar. Sin embargo, presiente o sabe oscu­ ramente que sólo realizará su ser por el amor, bien am an­ do muchas y sucesivas veces o una sola y única vez. Como de los otros dependerá la realidad de su yo, el deseo ha nacido. Impulsado por su sueño, el joven comienza a vivir y apasionarse. Pero bien pronto descubrirá la contradic­ ción entre sueño y deseo. No porque su sueño no se adapte a la realidad ni pueda realizarlo, sino porque el deseo tiene un ímpetu propio que se opone a la pasividad del sueño, es decir, el desear del deseo es diferente de cómo desea el sueño. Mientras este último busca armonías, dul­ ces sosiegos, arcadias paradisíacas, el deseo se inquieta y desasosiega en su búsqueda; «nuestro corazón está in­ quieto hasta que descanse en Ti»,47 significa que es in­ 47. San A g

u s t ín

.

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satisfactorio. El deseo es infiel y traiciona al sueño que lo creó, pues deseamos lo que no queremos de verdad: «Meine Sehnsuchit sich verwirrte Stirg empor zu wilder Gier».4* ¿Cabe mayor contradicción? Sueño entregarme a un ser apacible, dulce, tierno y puedo desear, al mismo tiempo, una criatura irascible, colérica, apasionada. También ca­ be la posibilidad de que sueñe con amores violentos y que desee, simple y llanamente, satisfacer un deseo de tran­ quilidad y paz. Es decir, podemos soñar las violencias apasionadas del deseo y desear las voluptuosidades enso­ ñadoras, pacíficas del sueño, porque se suele soñar y de­ sear opuestamente. Todo ello demuestra la unidad dividida, dramática, que constituyen el sueño y el deseo. Hay jóvenes soñado­ res y los hay que no sueñan jamás, o que sueñan con el puro deseo, disfrazando de romanticismo el puro instinto violento. Así pueblan el mundo jóvenes que desean con ímpetu ciego y torpe. Este deseo irrefrenable no tiene imagen o sueño previo de una criatura cuya visión pueda anticipar dantescamente. El que no tiene sueño previo, no busca nada en el ser a quien desea. Cuando las mexicanas dicen al hombre que las mira deseoso: «¿me está usted soñando?», expresan que el deseo es un sueño y que sin soñar no se desea verdaderamente, porque no se conoce de antemano lo que se quiere. El deseo es, en realidad, una búsqueda del objeto amoroso, de esos «ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados».49 Hay que llevar íntimamente, como en el sueño, un proyecto del deseo para desear. Ahora bien, el deseo ciego y violento, al con­ sumarse, puede despertar la luz del sueño y dar lugar, en una visión clarísima, a la percepción de la persona desea­ da. Así como el sueño expresa un deseo consciente en su 48. «Mi descose extravía y se hace salvaje codicia» (Jens Peter J acossen).

49. San J uan de la Cruz.

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inconsciencia, pero real, no siempre el deseo se convierte en sueño, y puede quedarse en mero deseo incumplido, renovable en otra ocasión. Como todo deseo es un ímpetu real, implica también éxtasis, un pasmo, una adoración objetiva al sujeto amo­ roso del deseo, entraña una posibilidad de sueño. Cuando decimos que hemos vivido un romance, queremos signifi­ car que hemos vivido realmente un amor como soñado, aunque parezca un sueño porque se ha vivido con fácil ligereza alada. Jacobsen, en el cuento Frtt Fonss, refleja esta atmósfera de sueño irreal que tiene un amor profun­ do y plenamente realizado. Cuando la protagonista en su madurez reencuentra al hombre que, en su juventud, era la encamación de su sueño, se une a él, se separa de sus hijos, abandona todo, para ser fiel a sí misma y continuar este su único sueño de amor desde el origen hasta la muerte. La vida, para esta mujer, fue hacer su sueño realidad. A menudo los sueños, como una sorpresa inesperada, se presentan tan vivos y reales que pueden encarnarse en una persona que ya habíamos olvidado. Sin embargo, en otro cuento titulado Dos mundos, Jacobsen se pregunta si el sueño realizado, «ese castillo de la felicidad», puede resistir a los ataques del deseo inquieto. En determinados momentos pueden vivirse juntos sueño y deseo, sólo como dicha estática, suspensión de todo vuelo y aspira­ ción. Esta perfección alcanzada se quiebra generalmente porque el deseo, que renace con viveza, amortigua y apa­ ga finalmente el sueño. El resultado de esta supuesta di­ cha es una melancolía profunda, pues se siente el amor frágil, efímero, «intercambiándose la libre Eternidad de los Sueños con la Felicidad que se puede medir por ho­ ras».50 Sin embargo, estos amores satisfechos como de­ 50. Jens Peter

Ja c o b s e n .

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seos realizados resultan a la postre también aspiraciones incumplidas, ensoñaciones irreales, aunque el deseo per* manezca encendido y el amor continúe sosegado. Esta quietud de la dicha es un deseo satisfecho, pero, también, un sueño insatisfactorio, ya que buscamos en el mismo invierno del sosiego jornadas de exaltación, días de sol, noches de luna. Y esto es así porque el sueño es un deseo, oculto o manifiesto, y el deseo, un sueño de búsqueda sin fin. Por esta razón, al realizarse el sueño creemos que se cumple el deseo como su realidad, pero al satisfacerse el deseo reaparece el sueño, la inquietud, y entonces la reali­ dad lograda semeja una caída de lo que aspirábamos y causa una melancolía inevitable, un renacimiento de la ensoñación como dicha que debemos conquistar de nue­ vo, es decir, el deseo cumplido se manifiesta incompleto. La libre, dispersa e infinita ensoñación que origina la insatisfacción y melancolía, se diferencia del sueño crea­ dor, del yo definitivo que llegaremos a ser. Este es el sueño verdadero que opera siempre sobre la base de con­ tactos con personas reales, y es resultado de amores dra­ máticos o felices, de una experiencia concreta. Si Swann puede imaginar que la banal Odette de Crécy es una figu­ ra honda y apacible, como extraída del cuadro de Vermeer La mujer leyendo una carta, este sueño no es una invención caprichosa, sino la expresión de una necesidad que arranca de las entrañas mismas. Es un sueño similar al que expresa Baudelaire en su célebre poema: «C'est pour assouvir ton moindre desir...»,51 manifestación clara del deseo de una felicidad tranquila, próxima a la beata serenidad. Sí, se sueña para satisfacer el deseo. Más tarde descubre Swann que Odette es un ser superficial, incapaz de colmar sus aspiraciones profundas. Este sueño de amor lo ha construido sobre una realidad que conforma o 51. «Luxe, Calmo ct Voluptc».

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deforma, pero siempre sobre la base de una relación es­ trecha con otra persona real que no inventa. De hecho, la reviste de las perfecciones que exige su deseo, porque el sueño de amor es la expresión más profunda de la reali­ dad subjetiva del ser. Dime cómo sueñas el amor y te diré quién eres. Por consiguiente estos sueños, aunque fraca­ sen, como el de Swann y otros muchos, profundizan las raíces del yo y desarrollan la individualidad, aumentan la conciencia y definen al ser que sueña. Los sueños de amor, felices o fracasados, desencade­ nan una peligrosa ansiedad emotiva, porque constituyen una anticipación de cada vivencia amorosa. El encuentro con un nuevo ser, la posible cita amorosa, está precedida de un deseo específico y concreto que nos impide gozar de la persona tal como es, en su frescura natural, en su au­ tenticidad. El sueño de am ores la expresión de las necesi­ dades, deseos y sentimientos de la subjetividad. Si en la ensoñación el joven se apoya en la experiencia, cuando se vive un sueño de amor es la experiencia la que se apoya en la imaginación. «La actividad imaginativa depende de las necesidades y de los intereses en que se expresen las nece­ sidades.»52 Por esta razón, el amor imaginativo más sub­ jetivo y el amor real más objetivo, se diferencian muy relativamente, porque las emociones todas que se experi­ mentan se viven como si fuesen reales. Swann vive sus amores como si fuesen correspondidos cuando, en reali­ dad, los vive solitariamente. Pero vive un sueño, que es la manifestación de una necesidad profunda, realizando así sus deseos más íntimos. El joven tiene una riqueza interior múltiple, propia del horizonte de posibilidades que se le abre, que no le permite concentrar su actividad soñadora. Sueña con ser poeta, místico, arquitecto, político, ingeniero, novelista, 5 2 . L .S . VlGOSTKI.

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porque dentro de sí siente todos los sueños posibles y aún no ha encontrado el verdadero de su ser. El sueño de amor es único, porque corresponde al deseo interior que nos constituye. El joven pasa de los ensueños al sueño, cuan­ do el deseo acucia y se convierte en dura y claramente necesidad. Entonces, las múltiples posibilidades que tie­ ne el joven son dones que le atormentan. Equivalen a la desazón que se padece en el estadio de pasividad ingenua, pues se quiere actuar por sí mismo sin saber cómo. Esta riqueza dolorosa es la infelicidad de la potencialidad y obliga al joven a desear, como nadie, la quietud íntima. Así Goethe exclama en plena juventud: «Komm, ach Komm meine Friede».53 ¿Cómo en pleno ardor juvenil se puede pedir sosiego, ese estado tranquilo que es cosecha de la madurez? Sin embargo, son los jóvenes quienes más necesitan esos lagos de paz íntima para poder desarrollar su espíritu, porque al vivir disparado hacia la búsqueda del amor, a la vez, se concentra y reflexiona cuanto vive. «Denkert ist Liebe,»54 El que vive del pensamiento puro se atormenta al en­ redarse en sus tortuosos laberintos. El pensamiento cons­ tituye una pasión, pues esconde y manifiesta la búsqueda de sí mismo sin objeto exterior. De aqui la dificultad que tiene el joven cuando ama para descubrir al otro tal cual es realmente, en su verdadera naturaleza objetiva. Su actividad especulativa le impulsa a crear un modelo ideal que responde, en realidad, a una búsqueda de su propio deseo interior. La pasión pensante tiene por finalidad en­ contrar la raíz del yo oculto, encamado en la persona que se ama o se cree amar. Los seres así amados son símbolos plásticos, musicales, literarios, pues representan el ser que necesita nuestro yo. Si una frase de una sonata de Mozart expresa la serenidad que ansio o he perdido, in53. «¡Ven, ay, ven paz mía!» 54. «Pensar es amar» (Martin H eidecger).

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tentaré sentirla en la mujer que tengo a mi lado. En otra veré una figura de Rembrandt, por su atormentada pa­ sión sombría, estallando a toda luz, irrumpiendo desde las oscuridades temblorosas de su ser. A través de estas imágenes cultas del sueño amoroso se busca ansiosamen­ te la quietud íntima. Pero, una vez lograda la intimidad necesaria y conseguido el apaciguamiento, el sueño de quietud ahoga porque nos estrecha el horizonte. Cae y desciende el sueño a la inercia del sosiego, a la monoto­ nía, a la oxidación del reposo. Así la misma quietud susci­ ta una inquietud y renace el deseo, pero como pasión de vida y de conocimiento. El joven, al tiempo que se concentra y reflexiona, ne­ cesita vivir plenamente, gozar de ricas experiencias, en­ tregarse con frenesí a la vida. Aunque prisionero de sí mismo, egotista, posesivo, se expande en generosas ofren­ das. «De la concentración y de la dispersión del yo», ya nos hablaba Baudelaire. Tiende, pues, a vivir diversas vi­ das extrañas y ajenas a la suya, ama a muchas mujeres, corriendo el peligro de destruirse. Consciente de este ries­ go para su unidad esencial, recoge velas, vuelve a sí y busca de nuevo un sueño de quietud, como eje interior de equilibrio, imán de paz que sólo alcanza en breves instan­ tes. Entonces este sueño se convierte en ansiedad, afán o tensión particular del deseo mismo. Porque el deseo no es ese universal que describen Deleuze y Guattari, quienes, para refutar el pansexualismo de Freud, concibieron un deseo unívoco, total, que puede ser «revolucionario, bol­ chevique, anarquista, amoroso, nostálgico, artístico». Es­ ta riqueza plural del deseo convierte a toda pulsión en una abstracción inmóvil. Por el contrario, el deseo es va­ rio, móvil, cambiante, y a través de la evolución natural del joven nos revelará sus distintas metamorfosis y una de ellas es la ansiedad.

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E L AM OR Y LA A N SIE D A D

Ansioso de amor se manifiesta el joven y asombra a los que le observan. Su ansiedad, que a veces es dolorosa y acongojada, es una exigencia que esconde un ideal prefi­ gurado que espera realizar. Así como el sueño lleva oculta una ansiedad, ésta esconde un sueño, una idea oculta, como Van Gogh que ansiaba plasmar el sol de Arlés. En esta nueva etapa, el joven ya no se dispersa en amores o experiencias múltiples, ni su sueño es el mismo con que soñaba. Lo que ahora busca es su propio fuego interior trascendido en otro ser. Pero la trágica paradoja de la ansiedad consiste en que no sabe que sabe, porque la mis­ ma ansiedad le impide interiorizarse, llegar a ser cons­ ciente de lo que quiere. Vive fuera de sí, afanoso, en pro­ cura de un amor. Pero este sueño de amor que busca reali­ zar no es el de su propio ser, sino el que le calme y sosie­ gue, en realidad, el enemigo de su fogosidad, y que le será hostil porque representa la dulzura quieta frente a su impetuosidad. La ansiedad, si es dispersiva y desorbitada, a la vez, es onanista, pues el que la vive sufre el autoerotismo o narci­ 106

sismo reflejo. Es como el personaje del espejo de Lacan, una proyección de la imagen de sí mismo que contempla. Ahora bien, al mirarse se desdobla y del espejo emerge el otro de su yo, es decir, la diferencia como identidad. En­ tonces buscará la propia realidad, pero como ajena, ex­ traña, aspirando a la posesión de sí a través de otro. No es por la libido, como afirma Freud, que sólo busca satisfa­ cer y liberar la tensión que sobrecarga el deseo. La ansie­ dad es otro tipo de deseo que busca la posesión y también la propia entrega a otro ser que sea como él mismo. A este respecto, recordemos lo que dice Hegel: «Sólo se ama aquello que es igual a nosotros, el espejo, el eco de nuestro ser». Sin embargo, el ansioso busca la disparidad en esa semejanza, la otredad esencial para satisfacerse. Por esta razón, el deseo es siempre ingenuo, infantil. La libido de Freud y la memoria de Proust llevan siempre disimulado el recuerdo de una felicidad autoerótica que se satisfacía inmediatamente. El Otro, esa dualidad dentro de la uni­ dad, era el fantasma, una proyección de su libido. Por consiguiente, el hombre recordará siempre el niño que fue, la inocencia o Edad de Oro en que satisfacía cuanto quería. Pero ahora tiene que luchar áspera y terriblemen­ te para realizar sus deseos. Sin duda, la ansiedad tiene mucho del egoísmo del deseo originario, porque el ansioso quiere también satis­ facer su deseo, pero, como se ve obligado a buscarlo, sale de sí mismo, se entrega. En consecuencia, es un despertar a la presencia de los otros. Ahora bien, como el ansia es espiritual y soñadora, interior y material, sensual y cor­ poral, al cruzarse estas exigencias antagónicas se parali­ zan recíprocamente. Expliquémonos. El ansioso tiene un deseo poderoso, violento, acuciante de esa criatura que tiene presente, pero como padece el ansia espiritual de acuerdo a una idea que lleva en su interior, quiere ade­ cuar esa realidad a su idealidad y por ello pierde ímpetu, 107

desmaya la energía de su libido. Así pues, el ansioso care­ ce de la meta posesiva inmediata que impele a la libido. El ansia es una espiritualización inconsciente del deseo que convierte al ansioso en un combatiente sin armas y le hace presa fácil de las maquinaciones y artilugios seduc­ tores del otro. Tampoco tiene posibilidad de conquista, porque proyecta el objeto amoroso fuera de sí, lo distan­ cia y aleja para mirarlo y remirarlo. Este examen enfría la relación amorosa, la espiritualiza en prólogos y diálo­ gos indefinidos. Pero no olvidemos que a su vez el ansioso se entrega con afán al otro, lo busca, desea saber de su existencia, de sus problemas. La criatura que ama consti­ tuye para él una problemática inquietante, un enigma a descifrar, el misterio vivo. Esta inquisición angustiosa hace más intensa la libido objetal, pues necesita más que nadie calm ar su ansiedad, que no es la mera satisfacción carnal, sino la posesión íntegra del otro ser. Y tanto se entrega a vivir al otro que llega casi al borde de conocer su verdadera realidad. Pero se arredra, intimida, y retro­ ce porque al am ar vuelve a sí mismo, al narcisismo origi­ nario. El deseo puede calmarse siempre; la ansiedad, jamás. La impotencia del ansia procede de que no puede rea­ lizarse sin la entrega de otro ser. Por esta razón, el ansioso está al acecho, a la espera del signo de la ofrenda ajena, pues sólo la persona que ama puede sacarle de su clausu­ ra interior. El ansioso aparece siempre condicionado por la naturaleza o el ser del otro: si se entrega, le libera; si se cierra sobre sí mismo, se condena a la esclavitud, a seguir buscando, empeñado en la imposible tarea de realizar la ansiedad. Esta continuidad de la tensión transforma la ansiedad en pasión, que es la potencia liberadora del amor.

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E L AM OR Y LA PA SIÓ N CO M O LIB E R T A D

Toda pasión auténtica es espiritual, generosa y, a la vez, carnal, codiciosa, posesiva. La experiencia de la ansiedad, el sufrimiento de no poder realizarla crea un ideal para la pasión: encontrar la criatura real que nos haga olvidar el dolor a que nos condenó la ansiedad. Sólo así podrá cumplirse el sueño verdadero de amor, el deseo narcisista. Para curamos de las heridas pasadas, necesi­ tamos encontrar un ser que no nos cause conflictos ni torturas, que se abandone espontánea y libremente en una entrega total. La finalidad de la pasión es hallar una criatura natural y humana, impetuosa y espiritual. La libertad espontánea de los seres para vivir la pa­ sión puede arrostrar el orden amoroso burgués, y la des­ trucción del amor como matrimonio e institución es­ tablecida. En su novela María Grubbe, Jacobsen describe la vida de una aristócrata danesa que escoge la libertad para am ar libremente, sin tener en cuenta «la fachada de la sociedad». Esta libertad significa el cumplimiento total y definitivo de la personalidad. Jacobsen lo deja bien cla­ ro en el destino de esta mujer, a quien, situada muy alto

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en la escala social, no le importa descender de ella para vivir los diversos amores que satisfarán por completo su alma y su cuerpo. Esta liberación es una conciencia pro­ gresiva y humana para realizarse y no la soledad absoluta que se pretende es la libertad. Ahora bien, la ofrenda múltiple de sí puede dispersar­ se en amores varios y sucesivos sin que lleguen a configu­ ra r un destino. El romántico alemán Achim von Arnim dibujó en su novela Dolores la figura de una mujer entre­ gada a vivir sus pasiones opuestas. Y es tal la naturalidad con que lleva a cabo las infidelidades y traiciones que el poeta asombrado se pregunta: «¿Era un solo y único ser o tenía distintos "yos" que se combatían dentro de ella?». También en su obra Melusina y el espejo, José Bergantín plantea este romántico y dramático conflicto de la rique­ za plural y contradictoria de las almas que habitan un solo cuerpo. Por consiguiente, la pasión no puede sujetar­ se ni limitarse. Es corporal, necesaria, y absolutamente libre porque es consciente de lo que necesita. Pero tam ­ bién, como decía Kierkegaard, es dual: hay una pasión inmediata, natural, incircuncisa, y otra pasión reflexiva, mediata, espiritual. La primera lleva a la disociación por dispersión pose­ siva. Esta pasión es regresiva, vuelve al origen, pues los seres que posee o ama son meros fantasmas de su propia satisfacción. Dentro de este tipo de pasión cabe también la posibilidad de una pasión ordenada, limitada, domina­ dora del ímpetu por un cálculo racional y egoísta. En­ tonces se crea una ambigüedad de la pasión o estabilidad sin equilibrio interior, una desazón dramática. Sólo el temor a la pérdida de sí mismo, contiene en su ímpetu al apasionado espontáneo o natural. Por el contrario, la pa­ sión espiritual, cuando es solamente una conciencia de sí misma lleva al ascetismo, al sacrificio de la propia natu­ raleza posesiva de la pasión y a la renuncia al amor real. 110

como demostró el mismo Kierkegaard. Pero hay otra for­ ma de pasión espiritual que reflexiona la impetuosidad de la pasión natural y adentra el amor, realizando la uni­ dad antagónica del hombre. Cuerpo espiritualizado y es­ píritu corporeizado, tal es la síntesis que operan el amor y la pasión unidos. Sin embargo, la antítesis subsiste: la pasión es corporal, y el amor, espiritual.

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EL AMOR COMO PENSAMIENTO

La sensualidad del cuerpo exige satisfacciones múlti­ ples y crecientes de placer, agudas sensaciones en que derramar su energía vital, orgánica. Sin embargo, la chair est triste, hélas, decía Mallarmé, porque el goce profundo nos deja ahitos, vencidos, agotados. La mera posesión fí­ sica de otro ser engendra un agudísimo sentimiento de soledad y desamparo. La multiplicidad de placeres tam ­ poco calma ni llena el vacío de la soledad. Aunque el cuer­ po se entrega íntegro al acariciar la tersa y delicada piel de una criatura, el placer sexual, la pura posesión carnal de otro, no humaniza el cuerpo ni lo espiritualiza, pero lo naturaliza. Disfrutar ese bello cuerpo de una mujer, decía Rilke, es como gozar de un amanecer, gustar una manza­ na, o aspirar el aroma de una rosa. Posesivo, egoísta y solitario, el cuerpo se abre a todas las realidades terres­ tres, y al entrar en la oscura entraña de otro cuerpo se sumerge en la naturaleza. En consecuencia, todo acto se­ xual nos hunde en la totalidad pánica. Pero esta integra­ ción cósmica no nos ayuda a salir de nuestra soledad. Necesitamos sentir el cuerpo propio, vivirlo objetivamen­ te a través de otro. Sólo la entrega recíproca en el acto amoroso puede proporcionárnoslo. 112

El cuerpo es el gran ausente de nuestra vida cotidiana pues, mientras actuamos, lo olvidamos por completo. Es el presente que está siempre ausente. Bien sea porque los movimientos del cuerpo desintegran su unidad y no pode­ mos objetivarlo, como señala Merleau-Ponty, o porque consciente y deliberadamente no lo tenemos en cuenta para realizar nuestros fines, proyectos e intenciones, per­ maneciendo ahí como «transfondo último».55 Esta abs­ tracción del cuerpo es patente y visible en todos nuestros actos cotidianos, sólo la acción amorosa lo transforma en ondas de energía y fogosidad. La actividad sensual pro­ porciona intensidad al cuerpo pasivo e inerte. Las cari­ cias, los contactos, los estremecimientos recíprocos, esti­ mulan la acción corporal hasta encender la pasión. Por ello, cuando hacemos el amor creemos tener conciencia de que somos cuerpos. Pero, si el acto amoroso no nos comunica, es decir, si al abrazarnos no sentimos el cuerpo propio en el ajeno y viceversa, que es su objetivación reci­ proca, entonces sufrimos nuestra incorporeidad, nuestra inanidad, nuestra nada. Para sentir la presencia del cuerpo, es necesario po­ seer otro cuerpo y entregar el propio. Sólo así se cumple el sueño o finalidad secreta de todo cuerpo: la encarna­ ción. Paradójicamente el amor, en la ofrenda corporal de sí mismo, realiza la pasión posesiva. Pero entonces, y aunque parezca sorprendente, la pasión por sí misma combate el amor porque, a medida que se acumulan con­ quistas, aventuras, satisfacciones, se crean insatisfaccio­ nes, tristezas y progresa la soledad interior. Las pasiones, por más ricas y variadas que sean, no contentan ni apaci­ guan. La multiplicidad donjuanesca de pasiones frías y objetivas entorpece y oscurece el cuerpo, aunque no pode­ mos negar que enriquece su experiencia al hacerle perder SS. Georg LukAcs, Ortología.

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la sensibilidad de la sensualidad, es decir, la capacidad de receptividad, de percepción de la realidad de los otros. Mientras no quiere entregarse, la pasión permanece ce­ rrada sobre sí misma, solitaria, en decidida lucha contra el amor, aferrada a su deseo posesivo, abstrayéndonos de nuestra propia realidad y de la ajena. También el amor, sobre todo en la etapa de la juventud, adquiere tan exage­ rada importancia que se trascendentaliza como preocu­ pación única y obsesiva. La dialéctica amorosa hace que el am or se convierta en meditación sobre sí mismo y dejamos de vivirlo para pensarlo. Asi se crea, quizá sin darnos cuenta, una metafí­ sica del amor en la edad juvenil, como señala Spranger. Paralelamente a la pasión que por su ejercicio dispersivo amortigua nuestra sensibilidad, insensibilizándonos, el amor cavila, ensimisma y termina en una idealización que, por otra parte, resulta inevitable y hasta lógica, pues todo amor es siempre amor al Amor mismo. La dialéctica amorosa exige que aun el amor inmediato, real, que vivi­ mos, se eleve a concepción ideal absoluta. No podemos impedimos desear que nuestro amor sea el más perfecto y total, para que nos haga felices. Estamos, pues, y nos sen­ timos obligados a reflexionar sobre el amor. Ahora bien, pensar sobre el amor, no es am ar verda­ deramente. Sin embargo, cuando amamos, necesitamos pensar mucho, torturam os la mente para entender el objeto amoroso cuya realidad nos desconcierta. Por ello es muy diferente el pensamiento sobre el amor que pensar el amor que vivimos. «Die Liebe ein Denkett odergar das Denken Liebe?»,56 se interroga Heidegger. Es un hecho que siempre que vivimos un amor lo pensamos, luego ¿el amor es pensamiento o pensarse? Heidegger trata de des­ 56. «¿El amor es un pensamiento o el pensamiento es amor?», Heráclito.

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cifrar un verso de Hólderlin que dice: «wer das Tiefste gedacht», cuyo sentido es «el que ha pensado lo profun­ do», para saber si abarca a todos los seres en su conjunto o su unidad esencial. Lo profundo, para Hólderlin, es lo que nos abisma, o sea, lo que se piensa. Y, sin duda, el amor es un misterio que no podemos contemplar sin su­ mergimos en nuestra subjetividad. Por lo tanto, pensares amar, mejor dicho, amarse. Pero Heidegger objeta, en principio, que el amor es un sentimiento y que el pensa­ miento es a-sentimental. Por otra parte, la psicología tra­ dicional separa los pensamientos de las emociones, senti­ mientos y voliciones. Quizá de aquí se diga a veces, con razón, que al pensamiento lo enturbian los sentimientos. ¿No sera al revés, que el sentimiento clarifica el pensa­ miento? En este caso, el amor ya no sería sólo un sentir, sino un pensamiento que se piensa a sí mismo, como in­ tuyó Hólderlin en su verso. Si el amor es pensamiento, ¿el pensamiento es amor? No necesariamente, pues puedo pensar el amor sin sentirlo, como también puedo vivirlo sin pensarlo. Quizá sea necesario el antagonismo entre amor y pensamiento para realizar su unidad o realidad ontológica. Pero examinemos el revés de la trama. Cuando el pensamiento piensa el amor, no ama, por­ que al abstraemos pensamos el amor en su totalidad y olvidamos am ar concreta y realmente. En una etapa juve­ nil podemos am ar y meditar el amor. Ahora bien, si vivi­ mos el amor y éste nos preocupa seriamente, no tenemos tiempo para pensarlo, porque estamos embargados por la presencia misteriosa de la persona que amamos. En­ tonces pensamos, sí, pero para descubrirla, y sentimos el amor sin pensarlo. Sin embargo, Heidegger insiste en que la solución del enigma se encuentra en el verso final de Hólderlin: «Libt das Lebendigste».57 Este amor no sería 57. «Ama a los vivientes.»

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pensarse a sí mismo, que es el sentirse o reflejarse mutua­ mente los amantes, ni tampoco el amor de las subjetivi­ dades prisioneras de sí mismas, ensimismadas y reflexi­ vas. El amor, así, sería la falsa relación intersubjetiva en que se mantiene la separación en la identidad del abrazo común. En este caso, es el vuelo del solo al solo, porque no estamos abiertos, sino cada uno cerrado. En esta situa­ ción de enajenación alienada, ni se piensa ni se ama ver­ dadera y realmente. Nos amamos, si nos sentimos al pen­ sar, y nos pensamos al sentir. Así el pensamiento no es amor ni el amor pensamiento. El pensamiento y el senti­ miento unidos nos hunden en la tiniebla de la subjetivi­ dad amorosa, pues al am ar pensando el amor que senti­ mos nos precipitamos en el rincón más secreto del yo, caemos en la soledad, nos cerramos y deshumanizamos. La solución de amar al ser de la realidad, que propone Heidegger para salvarnos de esta situación, es tan exclu­ siva del sujeto como idealista, ya que el verso de Hólderlin indica una posibilidad de amor concreta y no la uni­ versalidad abstracta del sentimiento amoroso. En este sentido afirma que el que piensa primero ve mejor, signi­ ficando que se debe descubrir lo que está oculto, lo pro­ fundo, lo que tenemos siempre en el pensamiento: el Amor, y sacarlo a la luz, desvelarlo para poder am ar todo lo que vive, pues una vez que el hombre se ha abierto al Todo, podrá am ar concreta y realmente. Pero am ar a to­ dos es como no am ar a nadie. Si la totalidad de la vida fuese condición necesaria del amor, no podríamos am ar algo en concreto, porque no vemos jamás plenamente. Si amo a una persona, mejor dicho, a lo que pienso sobre ella, amo en ese ser todo lo viviente, pero con un pensar solipsista o idealista. Esta es la interpretación de Heideg­ ger sobre la relación amor y pensamiento. Pese a la soledad en que nos hunde el pensamiento amoroso, para am ar necesitamos pensar la persona ama­ lló

da y llegar a conocerla. ¿El que ama, conoce? No por el solo hecho de amar. El conocerse los amantes, de que hablan los románticos, es una intuición racional, como una adivinación emanante del contacto emotivo. Sí; el amor suscita curiosidad, interés, perplejidad, afinidades sorprendentes, dudas y vacilaciones. El desconcierto sur* ge a menudo de este proceso del conocimiento amoroso, porque no es un discurrir subjetivo, sino objetivo, cognos­ citivo. Y tampoco es el pensar ontológico de Heidegger, que al pensarlo todo no necesita experimentar ni conocer a nadie. Por el contrario, el amante no puede pensar en vano, se apasiona e inquieta por conocer al amado. Tam­ poco se puede entregar a pensar espontánea y natural­ mente, necesita de una experiencia previa, construir hi­ pótesis, edificar conjeturas que admite o rechaza. Su amor es observación, y una atisbadura del amado. Es un proceso del pensamiento que avanza y retrocede, se corri­ ge y vuelve sobre sí mismo para encontrarse con la reali­ dad de la persona que ama, es idealización objetiva y subjetiva, un pensarse a sí mismo a través del amor, un circulo que se cierra en un discurso interior. Barthes de­ cía que «el amor tiene en el yo el único protagonista». Sin embargo, cuando amamos de verdad, como nos desvivi­ mos por esa persona que deseamos, al sentir su atroz o dulce realidad nos olvidamos de lo que pensamos sobre ella para aceptarla sin juicio de valor y sea como sea. «El Príncipe Idiota» ama a la prostituta que rechaza y, sin embargo, la lleva a sí mismo, la sublima. Este cristianis­ mo básico de Dostoievski es una impiedad amorosa, una vuelta a su yo, un amor hipócrita, porque al am ar a los humildes se complace y enorgullece, se beatifica. El amor sublimado es una forma disimulada de amor a si mismo. La renuncia a la verdadera condición huma­ na para salvar a los otros, haciéndose Cristo, es una trai­ ción al amor. El que ama necesita, exige conocer al otro. 117

no compadecerle. Pero el conocimiento tampoco es amor, si el conocer es distante, racional y objetivo. El verdadero conocimiento lleva implícita una pasión dolorosa por sa­ ber del otro, una necesidad de aproximarse entre zarzas quemantes, hasta llegar a tocar el corazón de su realidad. Entonces se alcanza la sabiduría amorosa, el saber de amor, cima de este proceso. Pero una vez conseguida la verdad del otro ser, el amor no termina en el conocimien­ to, sino que comienza su verdadera historia porque ya no es sólo pensar y conocer. El amor es una actividad consciente, y el pensamiento sentimentalizado o el sentimiento pensado que llevan al conocimiento amoroso, son operaciones de la subjetivi­ dad. La tragedia del amor consiste en que nos hace cria­ turas pensantes, nos vuelve siempre a nuestra intimidad, nos invita a reflexionar. En este sentido, es exacto lo que dice Heidegger: «Das eigentliche Denken isí das wahre Lieben»,S8 es hacer de sí mismo un hogar, «la patria» de que habla Bloch. Pero si la reflexión constituye la esencia del amor, no saldremos nunca de nuestra soledad subjetiva, egotista, y no podremos am ar realmente a nadie. Las criaturas a quienes creemos am ar serían, en realidad, objetivaciones o encamaciones de mi propio yo. Rilke prevé el fin de esta forma subjetivo-reflexiva y romántica de amar, cuando propone que los amantes se desprendan de sus ligazones para entregarse totalmente a lo abierto, pues si la realidad que crean es una nueva sole­ dad compartida, se aislarán del mundo para vivir su pro­ pia llama de amor y harán más solitaria su soledad. Cons­ truirán su casa, tendrán un hogar con un fuego central que iluminará sus pensamientos, reflexiones, y descansa­ rán el sueño de la vida: símbolo plástico del amor como propiedad privada. El regreso, después del peregrinaje 58. «El pensamiento propiamente dicho es el amor.»

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por el mundo, fue un ideal romántico. Es la imagen que nos da Peer Gynt, de Ibsen, y todos los románticos alema­ nes: el corazón como centro del mundo para Vitales; el sueño que se sueña a si mismo, para Jean-Paul Richter, son todas figuraciones o construcciones de ese viaje de retorno al centro de sí mismo. Esta vuelta al hogar origi­ nario nos afirma y consolida como seres solitarios. Aún más, este ideal de amor es encerrarse, y cuanto más aisla­ dos estén los amantes, más gozarán de su felicidad. El volverse hacia sí mismo es, en realidad, un retroce­ so frente a la inicial apertura que significa el comienzo del amor. Los amantes que al unirse en esa religazón a los orígenes, crean un hogar y se separan del mundo, no sólo vuelven a sí mismos, sino más atrás: a la sujeción del uno al otro, a la religión, a la dominación ciega o ligazón esclava. Ya no son libres, pues el amor les ata al unirlos. ¿Cómo romper los nudos de un amor que nos aprisiona y hace felices? Parece imposible, porque si nos sintiésemos infelices, encontraríamos la forma de deshacer los ovillos en que estamos envueltos, pero como el hogar, símbolo del orden y felicidad de los amantes, es un lazo indestruc­ tible, seguimos condenados a la obediencia recíproca. Es una vuelta al Dios del origen, al desierto como temblor y terror de lo desconocido, a «lo absolutamente Otro» de Rudolf Otto. Así, lo más íntimo, propio y subjetivo que era nuestro, /7 mió amante, se cambia en Numen, terrible personaje extraño e ignorado, pero con la diferencia de que no está lejano ni remoto, como en las religiones, sino a mi lado todos los días. No es la convivencia la que pro­ voca los enojos y disputas mutuas, ni el amor el que crea el odio; es la unidad subjetiva, solitaria de los amantes la que crea la lejanía recíproca, el distanciamienlo en la proximidad más íntima. El amor se convierte así en la religión de la soledad, pues nos ata por detrás, a trai­ ción, haciendo que no podamos vernos las caras para 119

unimos. Tenemos que olvidamos uno de otro, como si no nos conociésemos, para conservamos unidos. «Hogar, dulce hogar», feliz hallazgo de la angustia de Heidegger, «la patria» de Bloch, y el ideal de amor romántico son, en realidad, un yermo de soledad. ¿Cómo escapar a este amor, para am ar de verdad? Habíamos dicho que por una actividad o pasión de la conciencia amorosa se puede salir de este hogar de la subjetividad sentida y pensante. Pero no nos engañemos. La conciencia no es la pura inmanencia, como nos en­ señaron, ni tampoco esa falsa trascendencia que, en el fondo, es un viaje por las fronteras del yo. La conciencia es un trascender la trascendencia. El amor es concien­ cia de sí mismo, cuando se ama. Y también la conciencia es amor, porque desaparece o se aniquila para saber del otro que está ahí. «DieAkt, wie das Bewustsein ist, und wie etwas für ist, ist das Wissen. Das wissen ist sein einzigen Akt.»59 La conciencia, al exteriorizarse, se entrega, consu­ ma su holocausto, pero no se limita a salir de sí, opera la apropiación del objeto amoroso, pues sólo se sabe con certeza de lo poseído al hacerlo nuestro cuando lo interio­ rizamos. Tampoco se confina la conciencia amorosa en esta donación y posesión; todos los días la practica y re­ nueva en una actividad inacabable. Así, amamos avan­ zando hacia el futuro del amor y lo creamos día a día con esfuerzo, sin esa iluminada esperanza de los soñadores ni de los idealistas del amor. Todo amor subjetivo se construye por una síntesis imaginativa, un ideal de amor que no tiene contenido concreto pero, la mayoría de las veces, es el resultado de una conjunción de realidades vividas. En sentido kantia­ 59. «La forma de manifestarse la conciencia y lo que significa algo para ella, es conocer. Conocer es su función, su único acto», Karl Marx, Critica a ¡a dialéctica y filosofía de Hegel.

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no, todo ideal de amor es vacío, pero orienta y estimula, anima el pensamiento y nos hace vivir en sueños la reali­ dad del amor. Por ejemplo, en los cuentos de Jacobsen, el amor es una aspiración infinita e indefinida, que no cuaja en ninguna figura concreta de hombre o mujer, es decir, en un ideal de amor. Pues bien, el amor especulativo, el del pensamiento sentido, se expresa a través de dos for­ mas: mediante un sueño o ideal de amor que tortura la vida para realizarlo, o una aspiración sin fin vaga y eté­ rea. Tanto el uno como la otra son manifestaciones del amor desamorado propio de los solitarios eternos. Pues el que sufre de una aspiración infinita, aunque aparente ser el personaje más ajeno a sueños ideales, al no buscar figu­ ras imaginativas con quien compartir su alma, siente el amor como una trascendencia posible, un más allá que le priva de toda satisfacción concreta. Vemos así en la nove­ la María Grubbe, de Jacobsen, cómo la libertad o esponta­ neidad necesaria del espíritu surge de la negatividad del amor mismo, del desencanto interior que consume el amor por el mero hecho de vivirlo. El desengaño es el resultado inevitable del ensueño de amor, del engaño en que se vive. La espiritualidad o libertad negativa que nos deleita nace de una concepción idealizadora, trascendente del amor, una creación del pensamiento o del sentimiento que lo sitúa por encima de toda realidad terrestre. Pero el amor no es la felicidad absoluta ni el paraíso trascenden­ te de Jacobsen. No podemos negar que es necesaria cierta aspiración o ideal de amor, como kantiana norma regula­ dora que sirve para darnos la conciencia de los límites de una realidad amorosa que vivimos. Ahora bien, el descu­ brimiento de estas limitaciones nos ofrece distintas opciones: intentar vivir un nuevo amor, que nos propor­ cione inéditas ilusiones, o aceptar el que tenemos con ojos abiertos y despejados, con mayor conciencia de la reali­ 121

dad. Pero sólo por una conciencia activa del amor podre­ mos salir del círculo cerrado del idealismo, de esas figu­ raciones o especulaciones soñadoras. Por sí misma, la conciencia no es nada, sólo apertura hacia las cosas y los seres. La conciencia es lo que llevo dentro de mí como una llama encendida: la pasión, aspiración íntima, secreta, base del desarrollo amoroso.

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HISTORIA DE LA PASIÓN

El amor, como hemos visto, es un proceso histórico, natural y humano de la individualidad. Atraviesa por dis­ tintas etapas: comienza a insinuarse en el niño, lo siente con violencia el adolescente y se constituye en el hombre maduro. La pasión tiene, también, un curso de desarrollo paralelo. No se trata de la pasión universal, abstracta, que se manifiesta como pura teoría y práctica transfor­ madora, técnica, sino de la pasión original, propia, eróti­ ca, que sentimos todos los hombres. En este caso, la pa­ sión tiene su propia historia como desarrollo condicional del amor mismo. Sin pasión no podemos sentir ni vivir el amor. La pasión pasa necesariamente por distintas etapas en su crecimiento: primero, en el niño aparece la pulsión, que se expresa como afán desordenado y confuso de diri­ girse hacia cuanto le rodea, abre los ojos, aguza el oído, agiliza la mano, degusta sabores y conforma los movi­ mientos necesarios para asim ilar el mundo y desplazarse por él. En realidad, el niño extiende sus brazos al mundo 123

en torno, para tomar lo que necesita y desarrollar, sobre todo sus movimientos sensomusculares. Estos primeros básicos y torpes movimientos, dirigidos hacia el mundo exterior, en realidad, preceden a la pulsión misma, pero le determinan. El niño necesita una serie de operaciones previas, como coger un objeto con la mano, moverlo, en apariencia sin sentido práctico, para dirigirse al mundo. Así todos sus actos son movimientos para conocer su en­ torno. Una vez conquistado el dominio instrumental de sus ojos, manos, oídos, boca y pies, puede concentrarse en una dirección y buscar, con decisión y energía, una cosa o una persona. Ha nacido el impulso de la pulsión, que es conocer el objetivo de sus movimientos. De esta forma, el niño aprende a saber lo que quiere en cada instante y lo señala con la mano sin palabras. «¿Para qué querrá aque­ llo o esto, el niño?», solemos preguntarnos. Simplemente para conocerlo, pues el niño se recrea en la inocente con­ templación mirífica de los cosas. ¿Qué ve en ellas? Lo que nosotros ya no podemos ver: signos visuales, palabras se­ cretas aún dormidas. Los objetos hablan a los niños, les dicen cosas que representan lo que ellos desean ver y re­ flejan sus propios apetitos. Así el mundo exterior, con su riqueza plural, comienza a encender los sueños infantiles. El niño no sueña por puro afán inventivo. Son los obje­ tos que manipula los que despiertan sus sueños. «La fan­ tasía infantil —dice Vigostki— es el producto de una experiencia objetiva cotidiana.» La pulsión se manifiesta originariamente como ensoñación. El niño no se mueve, parece que está descansando, pero en realidad está silen­ cioso, recogido en sus observaciones soñadoras, aislado del ruido y de la varia agitación. El niño es, quizás, el ser más concentrado que existe. Pero esta ensoñación no le priva de energía ni de vitalidad. En esta etapa los sueños que vive esconden a la pulsión, la disimulan y, en cierto sentido, la reprimen. Las ensoñaciones infantiles deposi­ 124

tan y almacenan las pulsiones en lo más intimo. Esta re­ presión es inconsciente, no deliberada, pues el niño dialo­ ga con los objetos, los vive y no se desinteresa jamás de ellos ni en el punto más exaltado de sus sueños. Es como un repliegue estratégico, para saltar de nuevo con inusi­ tada energía sobre las cosas. Entonces, ya no las sueña, las coge, las destruye, las recompone, juega con ellas. Los sueños del niño son siempre afectivos porque es el tono o color sentimental lo que pone en las cosas, es su sentir sobre ellas. Ahora bien, en este nuevo estado de su evolución ya no sueña los objetos, busca abrirlos para penetrar sus secretos. Por esta razón, rompe todos los ju­ guetes para verlos por dentro. Su pulsión se derrama en múltiples pulsiones: beber, comer, jugar, correr. Es la etapa de dinamismo infantil que tanto asombra y atemo­ riza a los adultos, pues tememos que tan tremenda vitali­ dad conduzca a un accidente. Es la pulsión en su extrema tensión, originada por la sobrecarga de energía que ha creado la asimilación solitaria, soñadora. En estos mo­ mentos, el niño parece como perdido en la selva de sus impulsos y correrías. Sin embargo, la pulsión originaria, primitiva, ha logrado su finalidad objetiva: el niño apren­ dió a situarse en el mundo, a moverse dentro de él. Nues­ tros temores son infundados en cuanto a los peligros que corre. Pero todas estas pulsiones son vanas, no tienen nin­ guna meta precisa o, si la tienen, es inmediata, fugaz, pasajera. Esta prodigalidad o desparrame de energías no lleva a resultados significativos. El niño crece y, ya más experimentado, es consciente de su potencialidad, pero, al mismo tiempo, de que esta fuerza es impotente y que la dicha gozosa de su energía es su desdicha. Se percata de que por más que lo quiera, no logra realizar nada, siente que no llega nunca a la apro­ piación total, que es la finalidad de toda pulsión. La apre­ hensión se le revela remota e imposible y esta realidad le 125

consume de tristeza. Todas sus entregas a las solicitudes del mundo han sido vanas: no ha recogido ni poseído na­ da. Y nace la melancolía como refugio interior de la pul­ sión. Entonces, reaparecen los sueños como realizaciones de las pulsiones frustradas. Pero, a diferencia de los sueños infantiles, los juveniles ya no los encienden los objetos, los crea la insatisfacción de sus propias pulsio­ nes. Sus sueños son, pues, diurnos, clarísimos: ser prota­ gonista activo, héroe batallador. Cid, Amadís de Gaula. Así sueña con personificar la energía y la acción de la pulsión originaria. En el decurso de este proceso de enso­ ñación se oscurece de nuevo y se relega a una zona secreta de la conciencia la finalidad de toda pulsión: la posesión y dominio objetivo. Se reprime sin quererlo, involunta­ riamente, por un olvido o desmemoria de la pulsión, que termina adormeciéndose. Pero estos sueños le demues­ tran que puede realizar lo que sueña. Entonces, los sueños se formulan como deseos claros y distintamente. Han ser­ vido al joven para aprender a desear. Su tristeza melan­ cólica provenía de que sus pulsiones no tenían fines preci­ sos y, al ignorarlos, no sabía desear. Soñando, descubre que el deseo anula la pulsión sin aniquilarla. El deseo es una pulsión concentrada y dirigida hacia un objetivo. Claro que sentir un deseo no implica poder realizarlo. Tenemos tantos deseos como sueños, y pueden ser tan varios los unos como los otros. Experimentamos deseos vagos, ideales, imprecisos, y otros personales, ma­ teriales y concretos. Ocurre que los deseos, al diluirse en proyectos, ensoñaciones, encantamientos, nos privan de la energía creadora de las pulsiones originarías. Tanto nos deleita acariciar deseos y fabular planes que nos pa­ ralizamos. Es frecuente asistir a este incesante proyectar dei adolescente, sin que sea capaz de llevar a cabo sus programas de vida. El peligro radica en que el deseo pue­ de agostar la energía de la pulsión. Lo que salva al joven 126

de caer en la inercia y la postración total, es la densa energía de su deseo sexual, que no puede reprimir, y le empuja con afán posesivo a satisfacerlo con la posesión de un cuerpo ajeno. El deseo sexual es una pulsión innata, consciente de su finalidad y que no puede calmarse hasta que no logra su objetivo. Lo que Freud llama «complejo de Edipo», «com­ plejo de Electra», «complejo de castración», «complejo sado-anal», todas estas manifestaciones de la sexualidad infantil son, en realidad, pulsiones hacia el cuerpo propio, el otro yo del deseo que es su primaria forma de objetiva­ ción. Las relaciones entre padre, madre e hijos constitu­ yen una tram a o conjura de complejos intrincados en que se enreda, multiplicándose y dividiéndose, la pulsión ori­ ginaria del deseo sexual. Paradójicamente, el deseo, aun­ que orientado hacia el cuerpo ajeno, nace de la atracción oscura que se siente por el cuerpo propio. La atracción por el padre, la madre, el hermano, el placer anal, la cas­ tración, son vueltas sobre si mismo del deseo para consti­ tuirse, interiorizándose. Por ese reflejarse en los miem­ bros de su entorno familiar, el deseo se organiza y concen­ tra toda su energía pulsiva, ejercitándose y preparándose para lanzarse a la aventura vital. Pero el deseo no puede permanecer en la oscura reclusión familiar y se tensa, distiende o proyecta hacia un único ser. Entonces, el de­ seo ya no tiene deseos, está poseído por uno solo y preciso, una finalidad única. Sin embargo, el deseo no es sólo in­ mediato, impulsivo, arrojadizo; también sueña. El niño pasa durante años por un estadio de indiferencia sexual, como observó Freud, en que no tiene intereses eróticos. Luego, el despertar sexual violento y agudo, coincide con una viva actividad especulativa de grandes construccio­ nes ideales. Entonces, el joven sueña o crea la figura de un ser a quien amar: Beatriz, Laura, Saskia, de Rembrandt, La Mujer, de Picasso, arquetipos ideales de sublimada 127

perfección. Así, el deseo tiene un objetivo concreto. «El seso crea el sexo; el sueño, el objeto del deseo.»60 La mente, que sueña dormida desde la infancia, des­ pierta para soñar lúcida y claramente con los ojos abier­ tos: «je fais ce reve qui est le reve d'un reve»;61 construye, elabora sueños conscientes, dibujando el objeto de su de­ seo o deseo oculto que se venía creando desde la puber­ tad. Entonces siente el desasosiego e inicia la búsqueda en la noche del deseo, porque «la fausse clarté au reveil, étouffe la clarté».62 Ese sueño mental que nos hace desear una figura humana es oscuro, secreto, pero puede imagi­ nar vespertinamente, entre luces sombrías, «la personne aimée, par moi intenté et vraiment faussé». Pero el sexo es oscuro, sombrío, «le grand sexe d’écailte est de ce méme noir», y nos hundimos en su abismo eterno, desde el co­ mienzo de la historia. En fin, ese sexo único y universal es el que el hombre desea. «Et l’homme malheureux qui désire et ne veut.» Sí, desea y no quiere, quizá contra su propia voluntad, pero la vida tiene un fin: el sexo, un dios inquie­ tante, siempre el mismo, ignoto, sin rostro. El deseo también sueña, busca la unidad perdida que ha experimentado con el padre o con la-madre, el origen, la seguridad olvidada de la felicidad primera, el éxtasis de la conjunción amorosa de la identidad. El deseo tiene, pues, su proyecto ideal añoroso edipiano, retrospectivo, de idilio familiar, de carne única y sangre indivisa. Por ello el sueño del deseo es la unidad de amor, la necesidad de cumplir mi deseo que durmiendo o soñando me desa­ zona, me impele fuera de mí mismo, me desencadena el ímpetu y me lleva a suprimir el sueño para realizarlo. De esta forma se recupera la actividad pulsiva. 60. Pierre-Jean J ouve. 61. lo. 62. ÍD.

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El ímpetu es la conciencia del poder de la energia in­ terior. El joven es impulsivo porque sabe y puede respon­ der a los estímulos del mundo exterior. Pero su impulsivi­ dad es meramente reactiva, no impetuosa. El verdadero ímpetu es un saber buscar y encontrar el ser, la cosa, el bien que deseamos. Mejor dicho, tener el poder de buscar­ lo, que no quiere decir necesariamente hallarlo. El joven impetuoso tiene ya una orientación fija y determinada dentro de sí mismo, como si poseyese una brújula in­ terior. No creamos que el impulsivo sea un desequilibra­ do que se lanza fuera de sí a realizar un deseo que tiene en la mente. No; por el contrario, el ímpetu nos adentra e intima con las cosas y los seres, pero guarda un vigor interior que lo retiene y conserva. De otra forma, se per­ dería en gestos presurosos y dilapidaría la verdadera fuerza del ímpetu. Por ello, el ímpetu se crea desde la intimidad, pues no nacemos impetuosos o pasivos por la gracia de Dios, como suele afirmarse. Nos hacemos impulsivos porque llevamos con nosotros una pesada car­ ga de sueños, proyectos, ideas, deseos que claman por plasmarse en la realidad. El ímpetu es el resultado de múltiples deseos concentrados. Así como el sueño es un deseo sin sueños, y el deseo un sueño sin deseos, es decir, ambos sin una dirección preci­ sa, soñamos amores para satisfacer el deseo, pero sin de­ sear verdaderamente nada ni nadie. Los amores juveniles son sueños de amor que se viven o amores vividos que se sueñan. Sea como sea, los jóvenes los viven dentro de su interioridad oscura, recoleta, hasta que se esfuman como volutas en lontananza. Llenan horas, días, y colman los vacíos de la espera, el hueco de los deseos. La irrealidad es el resultado de estas experiencias más soñadas que vi­ vidas que, al dejar un pozo amargo de insatisfacción, nos impulsan a la realización efectiva de lo que deseamos. Pues la esencia del ímpetu consiste en saber que no pode­ 129

mos, pero queremos concretamente algo y nos lanzamos a su búsqueda. El ímpetu es un querer realmente con toda la energía de nuestra voluntad. El conflicto estalla cuan­ do podemos querer, pero no sabemos a ciencia cierta lo que deseamos, pues tampoco el impulso nace del me­ ro querer o empeñarse del deseo. Los impulsos tienen sueños que oscurecen sus fines, sueños que les arrebatan la claridad de visión. Hemos hablado de que existe el sueño de la quietud para los que desean dulzuras, y otro de la exaltación, para quienes sueñan pasiones. Entre los soñadores quietos es­ tán los que buscan sumisión, humildad, piedad, mientras la exaltación puede quererse recogida o intensa, violenta o tierna. Esta diversidad del ímpetu es resultado de los errores de su inmediatez. Por ello el joven, al entregarse a la vida amorosa empujado por el fluir de su sangre, tiende a confundirse al abrazarse ciegamente o a caer de hinojos. Suele pedírsele calma, que sofoque su ímpetu, lo cual es una exigencia imposible. No puede esperar porque obe­ dece a la ley imperiosa del deseo. Sólo al volver sobre sí, después de sus fracasos, descubre la necesidad de refle­ xionar para saber lo que realmente desea su ímpetu. En­ tonces comienza a meditar sus amores impetuosamente concentrado, solitario, recreando otros nuevos. Sin em­ bargo, todas las anticipaciones de sus sueños ya no son válidas. Tiene que experimentar nuevamente a través de ímpetus sucesivos para poder descubrir el objetivo de su vida. Y precisamente la búsqueda del amor, al hacerse meta ideal del ímpetu nos hace tropezar innumerables veces, equivocar el sentido, la dirección del mismo. Suele ocurrir entonces que al no verse realizado el ímpetu se repliegue en la interioridad ciega de su oscuridad noc­ turna, acrecentando su intensidad que lo endurece y em­ pecina. De esta concentración íntima puede surgir la aspira­ do

ción, que es la mera espiritualidad del ímpetu, un saber barruntado de lo que se desea aunque tranquilo y sin afanes desmedidos. La aspiración es una insatisfacción quieta, y hasta cierto punto gozosa, resultado de esos errores de los impulsos diversos y de los que se ha podido extraer una consecuencia, una finalidad o una imagen más próxima de lo que buscábamos tan impetuosamente en vano. La aspiración es el ímpetu trasmutado. El que aspira también busca, pero sin arrojarse ni precipitarse como el impetuoso, por ello no puede arrepentirse de sus fracasos y tampoco extraer una enseñanza de ellos. En­ tonces el desafuero del ímpetu ansioso despertará la vehe­ mencia. El vehemente se afirma en la voluntad de su búsqueda y aunque no descubra nada que le satisfaga continuará su ascensión sin descanso. La vehemencia es la persisten­ cia ansiosa del ímpetu, pero en el transcurso de la propia violencia pierde la conciencia de sus fines. El vehemente suele caer víctima de su desasosiego o se serena definiti­ vamente. En realidad, es una etapa provisoria, breve, que se origina cuando se desboca el ímpetu por el fracaso rei­ terado de sus aspiraciones. Pero cuando recupera su fina­ lidad y se obstina en perseguir el amor, sufrimos ansie­ dad, que es la más terrible y peligrosa de las afecciones espirituales. Si el ímpetu es siempre concreto, o por lo menos nos empeñamos en definirlo, la ansiedad puede prolongarse años, formulando vagos e infinitos deseos. La ansiedad es como el amor desapasionado, pues el que la siente somete' al objeto amoroso a lo que sueña y busca, abandonándolo cuando no responde a ese ideal solicitado, exigido. La ansiedad es fruto de una razón calculadora que juzga lo que conviene o es apto. El ansioso es utilitario, pero tam­ bién romántico porque desprecia o rehuye lo real para satisfacer la idealidad imaginativa que concibe. Prisione­ 131

ro de la subjetividad sólo ama otro ser a través de sí mis­ mo. Encerrado en su soledad se repite siempre y no re­ nuncia a la búsqueda de una identidad amorosa, pero su romanticismo metafísico lo ciega y la tensión angustiosa de su yo solitario choca violentamente con la realidad del otro ser. La ansiedad es dual, está integrada por sueños luminosos y la estimula un ímpetu subyacente oscuro, que actúan en forma diferente: la aspiración soñadora debilita, modera el ímpetu pero éste, a su vez, agudiza, desasosiega la ansiedad hasta transformarse en angustia, que es adquirir conciencia de los propios límites. Al an­ gustiarse el ímpetu se recoge, vuelve hacia sí mismo y descubre la pasión, este poder interior que encierra todas las posibilidades y le permitirá conquistar, poseer, cum­ plir sus deseos y realizar el sueño de ser. Tal es la génesis o proceso natural de la pasión.

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EL AMOR COMO PASIÓN

La pasión, como poder interior, se puede escindir y separar en sí misma, en su estructura interna. Se suele manifestar como pasión aislada, sola, una pura posibili­ dad, o como pasión real, posesiva. Sentir un poder in­ terior que no podemos realizar, constituye una amenaza que nos tortura. Esta forma de pasión es la espiritual y solitaria de Kierkegaard, que angustia por su posibilidad siempre irrealizable, ya que el amor no se cumple en un objeto concreto, el Dios real, sino en la búsqueda infinita de su realidad evanescente. Este tipo de pasión es la de­ sesperación verdadera. Sin llegar a estas tensiones extremas, en toda pasión hay una posibilidad factible y otra irreal, totalmente imposible que, sin embargo, puede llegar a ser real. Es la pasión cuando es objetiva para sí misma, solitaria, ego­ tista. Pero como la pasión es también acción, sale dispa­ rada a la búsqueda del objeto amoroso. La pasión es esta realidad contradictoria de potencia interior o posibilidad irreal y una acción en sí misma. Originariamente, la pasión es pasiva, es un afecto que 133

padecemos, una agitación informe que sufrimos, una emoción turbulenta. Como dice José Bergantín, «es el disparadero español», decir o cometer disparates, el es­ perpento, la greguería, que son manifestaciones de las ra­ zones de la pasión. Somos apasionados cuando nos esca­ pamos de la realidad, cometiendo disparates con sentido, como Santa Teresa, pues sólo así, lanzándose desde su agitación pasiva, la pasión llega a convertirse en una energía activa. No se puede separar, pues, la pasión de la acción. Toda pasión, por más pasiva que sea, se está dis­ parando. Pero una vez que sale de sí misma vuelve a con­ centrarse, aislándose o espiritualizándose. Es una fuerza activa que sentimos dentro de nuestro cuerpo, de nuestro ser y que no podemos vivir, pero que la experimentamos como nuestra posibilidad más íntima. Es la pasión in­ terior, que no se apasiona, está inmersa como realidad inmanente y es real porque la sentimos e ideal porque no la vivimos. Esta ambivalencia crea una auténtica angus­ tia que busca su propia realización: objetivarse. En el fondo, la angustia es el estado de la pasión reclusa, en­ cerrada, que aspira a salir de su prisión interior. ¿Cómo pasa la pasión de ideal posible a real práctica? El fervor objetivo ante algo que admiramos, despierta la pasión estancada, dormida. El entusiasmo es la prime­ ra manifestación u objetividad de la pasión, o sea, su en­ camación en otro ser. Pero podemos apasionamos tanto por nuestro propio entusiasmo que lleguemos a olvidar la criatura que lo suscita y hasta no percatarnos si su entu­ siasmo corresponde al nuestro. Entonces la pasión, como busca la continuidad de sí misma, su perpetuidad, se con­ vierte en exaltación. Este entusiasmo es la pasión ideal que nos permite endiosarnos. Para Hólderlin, Dios es la exaltación, como la potencia infinita de la poesía. Todos vivimos pasiones fugitivas, mortales, humanas. Una pa­ sión absoluta, sin fin, renaciendo de sus cenizas, solamen­ 134

te se puede sentir en el interior del alma, pero no vivirla realmente con un ser que amamos. La exaltación es un delirio sagrado de los sentidos que nos hace soñar, aspi­ rar, tender a la infinitud de la pasión, pero somos cons­ cientes de que no podremos realizarla nunca. La exalta­ ción es el entusiasmo por un ideal de la pasión misma. Hólderlin descubrió que la exaltación dura breves ins­ tantes. Por ello anunció la muerte de los dioses, pues la caída de la exaltación significa el crepúsculo de Dios, su oscurecimiento y la vuelta a la fe puramente subjetiva de la pasión. Al quedarse sin objeto por el que apasionarse, la pasión tiene que salir de sus propias ilusiones ideales y volver a entusiasmarse con un sentido más objetivo. En­ toces, siente arrebatamiento ante un objeto amoroso que ya no está lejano, sino próximo, inmediato. Es el entu­ siasmo compartido, recíproco, vivido al unísono. Pero este arrebatamiento puede ser formal o informe. En el prim er caso, la pasión se conjunta, procede paso a paso a unirnos y armonizarnos. En el segundo caso nos arreba­ ta como un resplandor y vuelve a separarnos, hundiéndo­ nos en la oscuridad originaria de la posibilidad siempre posible, pero fracasada. En consecuencia, la pasión nos aísla, nos subjetiviza, o nos potencia, comunica y objetiviza. La pasión aunque es inmanente o trascendente, no nos plantea el dilema de escoger lo uno o lo otro, porque toda pasión subjetiva es activa al dirigirse hacia un obje­ to, y toda pasión objetiva es pasiva como receptividad de la presencia de otro ser. Ahora bien, se pueden vivir cada una por separado. La pasión subjetiva es como un amor patético porque, paralizada por su propio conflicto, no puede salir de sí misma. ¿Cuál es la raíz de este drama?: la oposición in­ terna entre pasividad y actividad, ímpetu pasivamente activo y energía puramente interior pasiva. Los que su­ fren esta pasión subjetiva no pueden vivir una historia 135

real, sólo un drama, esperpento intimo hecho de diyuntivas, desgarramientos insolubles. Desean la paz en la gue­ rra y la guerra en la paz. Cuando disfrutan de la quietud amorosa, buscan la exaltación o embriaguez de los senti­ dos y no logran nunca la síntesis o unidad de sí mismos. La pasión objetiva sola y aislada, sin pasión subjetiva, sufre la misma contradicción. Lanzada a la búsqueda de su objeto, es una acción apasionada que se realiza en la posesión. Esta pasión es cual grito que se exhala con fogo­ so frenesí, pero expira y se consume en su realidad posesi­ va. Es patética porque al vivirla se muere. Cabe creer que esta dádiva es amor, pues se sacrifica y agota a sí misma en la posesión amorosa. Pero este tipo de pasión no es amor, pues éste exige la continuidad de la relación, una eternidad posible. Y la pasión objetiva es temporal, suce­ siva, es perecimiento, muerte. En consecuencia, el amor tampoco es pasión, sino productividad interior que se ha­ ce a sí misma, es una fuente de lluvias que se derrama en el mar o, como dice el poeta Saint-John Perse, «nourrices trés suspectes semences de spores, de semences et d'espéces légéres» que germinan dentro del alma, la potencia de sentir continua y sin fin. Es, pues, el amor como una pa­ sión inagotable, siempre posible, constante pero irreal. Nos separa al concentramos, pues ocupados en gozarlo interiormente, nos condena a la más morosa e inerte pasi­ vidad: la satisfacción íntima, la falsa creencia de que bas­ ta recrear el amor sin cesar, para am ar realmente. Este amor, en verdad, nos entumece y detiene, por su naturale­ za inactiva. Sólo la pasión puede sacarlo de quicio y de juicio, encendiendo el fuego de su frialdad contemplativa. Sólo el amor-pasión supera la mera posesión de la pasión inmediata, hirsuta, y la sentimentalidad inerte del amor auto-reflexionado. Mejor dicho, la pasión activa realiza la potencialidad, la energía productiva que alberga el amor vivido interiormente, y la manifiesta práctica y demos­ 136

trativamente por una firme unidad de los amantes, cum­ pliendo así esa promesa de eternidad o continuidad posi­ ble del amor. Ahora bien, la pasión activa, afanosa de profundizar en el corazón ajeno, en la esencia cordial de los otros, puede morirse en la eternidad o quietud espejística de un amor esclavo, monótono, fiel a sí mismo, o renovarse sin fin en el goce estético del más brillante y fogoso de los instantes. El dilema que se le plantea es: inmovilidad frí­ gida o sucesividad estética, donjuanesca. Pero la pasión no debe seguir estos caminos que desembocan en antíte­ sis insolubles, tiene que buscar la sinceridad y autentici­ dad de una unidad más firme en que se renueve por sí mismo el amor y su felicidad identificadora, sin caer en la modorra y la inercia de la costumbre, lo que exigirá un esfuerzo continuo, una activa intensidad de la pasión, su máximo empleo y tensión en esta labor unificadora, que se considera una tarea nunca cumplida ni terminada. Ahora bien, esta unidad, si tiene más ingredientes de pa­ sión que de amor, estallará en conflicto, se dividirá en pasiones opuestas que se combatirán con patetismo cie­ go, terminando por quebrarse la unidad. Sólo la renuncia recíproca a una pasión posesiva, exigente, podrá restable­ cer la originaria armonía. Es necesario espiritualizar o interiorizar la pasión, hacerla amante, para afianzar el amor. Será, pues, indispensable un sacrificio dialéctico (ocultar la pasión sin que deje de estar viva y presente en su ocultamiento) para que se realice el amor. También puede ocurrir que el amor espiritualice la pasión, hasta el extremo de que la desangre, la prive de vida e impulso, convirtiendo la unidad de los amantes en mero diálogo de solitarios, de interioridades fortalecidas. En este caso la operación dialéctica se hará a la inversa: se sacrificará el amor sin que éste desaparezca, por una apasionada entrega recíproca que suprime las fronteras 137

de la soledad mutua, restableciendo la necesaria unidad del amor. En este sentido, conviene señalar que no existe antinomia absoluta entre la pasión y el amor, como pare­ ce deducirse de los antagonismos que nos sorprenden, sino que es puramente relativa. La pasión, en realidad, lleva consigo un riesgo, pues arrastra todo movimiento del ímpetu, hasta encontrar el objeto amoroso. Así puede el hombre, empujado por su pasión, salir a la búsqueda y no encontrar nada, enajenándose en fuegos fatuos, errores objetivos, reales, o perderse definitivamente a sí mismo, renunciando a toda pasión y recluyéndose en la memoria perdida, petrificado para siempre en el cultivo del pájaro secreto de la ensoñación reiterada. El mayor riesgo de la pasión es una entrega al vacio, un acto sublime de amor, pues supone el don total de sí mismo, creyendo que en­ contrará una respuesta equivalente. Habíamos dicho anteriormente que la pasión es pose­ siva, egoísta, pero veremos que es también generosa, amorosa. Igualmente, si el am or empobrece y debilita la pasión, a la vez, afirma y consolida la unidad de los amantes. Si la pasión, como dice Marx en La Sagrada Familia, materializa el amor al humanizarlo, el amor es­ piritualiza la pasión y la realiza al consolidarlo. Esta opo­ sición entre el amor y la pasión es fluida, relativa y no absoluta, porque es consciente de su originaria unidad. Luego, la pasión puede discurrir por su propio camino sin incidir en el del amor. Veamos cómo. La pasión tiene un objetivo, una finalidad única: po­ seer el objeto amoroso. El espíritu de la pasión se realiza por una fusión que implica su materialización. La mate­ ria del amor se manifiesta en la pasión o entrega recípro­ ca, que significa, a la vez, su espiritualización. No hay nada más espiritual que el deseo, que es tan material, pues el ansia insatisfecha de los cuerpos se acaba con la pasión, se consuma. Si la pasión encarna el amor y tam ­ 138

bién lo mata, ¿qué queda de la pasión vivida? No esa animosidad contra el objeto poseído, propio del mero deseo transitorio del hambre de la libido, ni la tristeza que sigue al acto sexual que responde a un desfalleci­ miento momentáneo de la energía pulsiva del deseo, sino una ternura equilibrada que ha creado el fuego de los cuerpos. Y hasta pueden quedar unidos, pero como espíri­ tus flotantes en el aire del amor evanescente, es decir, sin haber llegado a forjar una ligazón sólida. En este caso se espiritualiza la pasión, abstrayéndose de los cuerpos. Para evitar este resultado, será preciso que la pasión olvi­ de la posesión inmediata y, sin renunciar a ella, aprenda, con independencia de sí, a sentir y vivir el objeto amoro­ so, sin querer absorberlo ni devorarlo. También es posi­ ble que el otro, al entregarse, objetive la ciega pasión, liberándola de sus cadenas subjetivas. Tampoco el amor es un siervo de la pasión ni sostiene un discurso de la servidumbre voluntaria. Por el contra­ rio, el amor es una realidad sustancial existente por sí misma. Poseemos testimonios de seres que al encontrarse juntos sienten una armonía apacible, una afinidad, una ternura íntima o una comprensión fulminante. Estas di­ versas formas del amor, como inteligencia espiritual o compenetración interior, constituyen una realidad de ri­ queza inagotable que sustenta la perennidad de un amor. Claro está que estas afinidades experimentadas pueden descubrirse, más tarde, errores o vanas ilusiones. Como toda relación amorosa es puramente espiritual, secreta, impalpable, evanescente, es necesario verificarla en la práctica de la experiencia cotidiana. La realidad del amor demuestra día a día que el amor es un proyecto que la pasión, como su prueba de fuego decisiva, nos enseñará si es real o no. Luego, la pasión hace efectivo el amor que sentimos o creemos sentir, materializando su idealidad o fantasmagoría. A su vez, el amor es necesario para que la 139

pasión se desmateriaiice y pierda su ansiedad posesiva, la trascienda en armoniosa correspondencia. No es que el amor espiritualice la pasión, sosegándola y privándola del ímpetu original, sino que la pasión se sublima como renuncia, donación mutua. En suma, el amor practica, realiza la fusión amorosa. Cuando el amor es armonía espiritual, diálogo, comu­ nión interior a veces hasta sin palabras, nos separa y crea soledades que se comprenden, justifican y están abiertos uno al otro, pero solitarios. La pasión es unitiva, funde, abraza a los seres pero también los confunde, los enreda en sus torbellinos violentos y los destruye. La pasión uni­ fica y el amor separa. Entonces, si el-amor no une y la pasión no nos satisface, ¿para qué am ar y apasionarse? Sobre la base de este desgarramiento recíproco, que Hegel llamaba «das ungeheure widerspruch»,63 podemos crear una armonía deseable y duradera. La lucha es inevi­ table entre un amor íntimo, profundo, que individualiza y aísla al concentramos, y la pasión codiciosa que quiere apropiarse, apoderarse del amado. Egoísmo individualis­ ta del amor y afán posesivo de la pasión crean una aliena­ ción que destruye el amor como sentimiento natural. Es­ ta alienación no es intrínseca al amor, sino resultado de una sociedad basada en la propiedad privada que crea la conciencia de propietario. Por ello es tan difícil y proble­ mático salvar el amor entre seres afanosos de conservar la integridad de sus posesiones y que entienden el amor co­ mo una más, cuando éste se basa y perpetúa en la renun­ cia a toda posesión exclusiva y no puede considerar a los amantes como apropiaciones definitivas. Sólo con la do­ nación natural de sus bienes y personas, puede realizarse la entrega recíproca de los amantes. El amor es el cumpli­ miento del abandono total. Frente a la pasión posesora, 63. «La enorme contradicción.»

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este amor que une parecería que no sufre ese mal del propietario, pues establece una ligazón o unidad de los amantes, una dulce comprensión que lleva a una identifi­ cación progresiva. Pero toda esta armonía es una apa­ riencia engañosa, porque este amor es particular, y nos separa de los otros hombres, nos aísla de la sociedad y universaiiza la individualidad, convirtiéndola falsamente en totalidad humana. Esta alienación del am or destruye la natural unidad de los hombres y los encierra en la sole­ dad recíproca de los amantes. El Yo y el Tú prisioneros de sí mismos, el egoísmo bilateral de que hablaba Feuerbach, la familia, los hijos, los bienes nos separan de la comu­ nidad humana, del pueblo, de la realidad colectiva que Hegel llamaba el Espíritu. Al negarse el Todo, creemos que la particularidad que hemos creado es autosufíciente y que posee la misma independencia de un Dios. Y no nos percatamos de que al vivir apartados, solos, para cultivar el jardín interior de nuestra felicidad, se termina por abrir un abismo entre los amantes. La solución a esta dialéctica dramática, contradictoria, del amor y de la pa­ sión, es la siguiente: si queremos que la pasión sirva ver­ daderamente para unirnos, debemos renunciar a lo que se llama artificialmente el «instinto de propiedad». Y para am ar realmente e identificamos, debemos asociamos con los otros, reintegramos a la comunidad humana y ser uno entre tantos, no un elegido, un bienaventurado del amor. ¿Y si después de tantos trabajos y afanes que nos he­ mos dado, el amor no dura y se consume sin que sepamos cómo ni por qué?

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EL AMOR Y EL TIEMPO

El amor es temporal porque el tiempo pasa, fluye, lo sabemos por experiencia. A la primavera de la exaltación sucede el otoño de la quietud. Más tarde, llega el acaba­ miento poco a poco, o la brusca ruptura de la ligazón que nos unía. Sin embargo, el amor exige y espera eternidad, mientras la pasión quema y arde en sí misma. Es por ella que conocemos, en carne propia, que el tiempo existe. No son las horas que miden el paso del tiempo, es el corazón que palpita a ritmo enloquecido, frenético, o pausado, dulce, el que registra el decurso temporal. Por el contra­ rio, el amor se opone a la pasión que lo mata y disuelve, soñando idealidades, éxtasis Sin fin, plácidas eternidades. Si es un hecho que los amores mueren, es para renacer. «Yo me sucedo a mí mismo», dice Lope de Vega. Amamos permanentemente desde que somos. ¿Cómo se explica es­ ta infinitud finita del amor? En su misma quietud inquie­ ta, o sea, en su pasión verdadera y sabia, porque el amor busca la armonía y la serenidad a través del arrebata­ miento apasionado. Asi, se introduce el tiempo en las ve­ 142

laduras del corazón y hiere. De esta destrucción del amor no tiene culpa sólo la pasión frenética, que lo consume y agota en un abrazo fugaz; es el amor mismo que, como un río heraclitiano, corre, crece y se desborda. Si amásemos una vez y para siempre, no podríamos decir que hemos amado realmente. El amor exige conoci­ miento, una historia que se logra por revelaciones, descu­ brimientos recíprocos, decepciones, alegrías y tristezas que entretejen la tela del proceso interior de los amantes. Sin embargo, el amor lo soñamos al margen del tiempo y esperamos que sea único, definitivo, absoluto. Para sen­ tirlo apasionadamente, debemos creer siempre en su hue­ ra y vana eternidad. Así, cada vez que amamos, nos esca­ bullimos del tiempo para adentramos en una eternidad posible. Esta infinitud es el primer éxtasis del tiempo, y se expresa en el abrazo identifícador de todas las diferencias y distingos que nos separan. Todo parece igual, simultá­ neo, acorde. Este primer tiempo es como una melodía armoniosa que nos conjuga, un presente que está hacién­ dose presencia. Por esta razón, los amantes se olvidan de cuanto les rodea, de la belleza que perece, de la caída de las hojas, del reverdecer de la aurora. Su tiempo está tan lleno, rico, que los absorbe totalmente, no lo sienten pa­ sar y su presente actualísimo crea el espejismo de la eter­ nidad soñada. Están dormidos en una felicidad quieta, dulcísima, velándose uno al otro extasiados, inmoviliza­ dos. Sin embargo, el tiempo sigue fluyendo como el río del devenir, está ahí, terrible e implacable, desdiciendo nuestra dicha, pero nosotros lo ignoramos. «Vivimos el tiempo inmemorial de la sangre», decía Rilke, porque el amor viene desde muy lejos, de las cavernas oscuras del tiempo, desde su origen. Somos herederos del amor que continúa sin cesar y, de pronto, todos los amantes que nos han precedido aparecen en el instante prodigioso de nues­ tra unión y nos sobrepasan en el discurso eterno y proce­ 143

sal del tiempo. Este instante perfecto de integración, nos descubre que el amor es una realidad total y absoluta, un espacio abierto al que nosotros, pequeñas partículas in­ manentes, nos integramos como sutiles corpúsculos u ondas vibrantes de la infinitud temporal. Estamos aquí, asomados a una ventana o abrazados en un rincón de la sala, estáticos, apresados por el aire de la eternidad. Más tarde, repentinamente, despertamos de ese éxtasis: ha pasado el tiempo que hemos vivido unidos y nos vemos las caras, nos reconocemos. Comenzamos a prestamos una atención recíproca. A la inmovilidad de la fusión íntegra, sucede la separación cuidadosa, aunque segui­ mos unidos por lazos que nos aprietan fuertemente. Sólo media una pequeña distancia: la reflexión mutua o tiem­ po del desvelo, y sentimos, por primera vez, que algo ha pasado o hemos perdido. Es la prim era experiencia del amor como tiempo. Un pequeño río nos separa, «pero no nos atrevemos ni a cruzarlo ni a seguir su curso perecede­ ro».6465Y no lo osamos porque nos descubrimos diferentes, pues «si tu sombra con la mía se junta y en una sola, va alargándose a los ojos, pareciéndome que es otra».6s nos confunde y oscurece porque pensábamos haber creado un nuevo ser de la fusión amorosa. Así, aquel instante que semejaba eterno, era un transcurrir durmiente, porque la pasión ensoñaba, brezaba el amor y los amantes no se unían verdaderamente. El amor que sentimos está ocurriendo, o sea, hacién­ dose pasado su mismo presente. Para poder resistir este paso del tiempo tendríamos que proyectamos hacia el futuro y dibujar el plano de una ciudad ideal del amor o construir la utopía de una felicidad amorosa. Pero como el tiempo nos arrastra e impulsa en su corriente invisible, 64. José Bergamin. 65. Í d.

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no podemos anticipar el curso de nuestros sentimientos. El amor es, pues, la sublime contradicción de un pasado que está siempre presente y de un presente que está pa­ sándose. En el primer caso estamos atados y nos sentimos prisioneros de lo que hemos vivido, pasado al que, tal vez, nos aferramos; en el segundo caso nos liberamos de estas rejas que nos tienen apresados, porque el mismo amor que sentimos pasa, se nos está yendo. Por esta razón, lle­ vamos implícita en nuestro ser la continuidad y la discon­ tinuidad del tiempo, su carácter discreto, atómico. No creamos, sin embargo, que el tiempo del amor es liviano ni caigamos en la vulgaridad materialista de creer que todo amor pasa y, tampoco, en la ilusión idealista de que el verdadero amor es el duradero y eterno. Es un hecho que el amor posee una íntima estabilidad existencial, pero si fuese invariable estaría por completo fuera del tiempo. En realidad, aun cuando dure y permanezca un amor, no será nunca el mismo. Cambia, se transforma, es un proceso histórico. No amamos siempre como en ese prim er instante de éxtasis ni el amor se mueFe de agota­ miento o tedio amoroso. El río de la exaltación no anun­ cia el fin del amor ni tampoco el otoño de la quietud su fin definitivo. A aquella primavera pueden sucederle otras y aquel otoño puede esconder brasas de ternura y solicitud, de unión en la tristeza del apaciguamiento. No prejuz­ guemos, pues, el curso del amor, porque es siempre im­ previsible. Más claramente, caben dos situaciones existenciales: am ar a un solo ser durante toda la vida, pero con una línea discontinua, viviendo una historia real, dul­ ce y amarga a la vez; o am ar sucesivamente a distintos seres, pero con un esfuerzo continuo y persistente. Porque el amor es sucesivo en su unidad y único en su sucesividad. De aquí se sigue que no es posible considerar el curso del amor como un proceso rectilíneo, pues el tiempo es la expresión del devenir de algo, pero lo es siempre de un 145

contenido o materia concreta. «El concepto de aconteci­ miento, como de un determinado acto, de una acción, constituye una especie de átomo (cuanto) del proceso del devenir».66 El tiempo está cuantificado en distintos tiem­ pos y, al amar, lo dividimos todavía más porque cada minuto y hasta un segundo adquieren un valor único. Los amantes son sabios medidores del tiempo y viven, como nadie, su intensidad variable. Ya hemos dicho que nuestros amores pueden ser úni­ cos o sucesivos, pero todos son igualmente temporales. Si nos fundimos totalmente en el primer abrazo, como que­ damos confundidos, emocionados, necesitamos espacios de tiempo para unirnos realmente; y cuando los amantes se separan, siempre es preciso un lapso para reiniciar con otro nuevo amor lo que han dejado inconcluso en el pre­ cedente. Puede también ocurrir que el amor lo vivan quietos, en éxtasis, como fuera del tiempo, y, cuando éste se presenta, el amor se materializa y desaparece en tiem­ po puro, es decir, memoria rememorada de su existencia ida. Y también existe la posibilidad de que el paso del tiempo consuma un amor que se creía vivo, perenne, o que el amante necesite salir de su prisión amorosa a la búsqueda de uno nuevo que renueve el ya agostado. El amor tiene múltiples formas de manifestarse, pero lo que es verdadero es el tiempo en que se vive, cuyo espacio cordial es siempre sucesivo, discontinuo, realizándose co­ mo una concatenación de conjuntos, una alternativa de acontecimientos. Hay una forma de suspender el vuelo del tiempo, por la fijación extática de los amantes, es decir, la concentra­ ción en el ser amado por una evocación permanente. En­ tonces, creemos situamos al margen del tiempo y de la historia, lo que llama Walter Benjamin «el tiempo de 66. I.F. Askin, E l problema del tiempo.

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la remembranza», pero nos condenamos a repetir nuestra existencia, a congelarnos definitivamente. El que con­ vierte el pasado en presente inmóvil se muere a si mismo y diseca su amor en pájaro secreto, momificado del alma. Sin embargo, el tiempo corroe sutil, imperceptible, vene­ nosamente, este espacio armonioso, y perfora por dentro la cuajada superficie perfecta de su estabilidad. Vuelve a ser un presente dividido, ese destejerse de la urdimbre, sintiendo como extraña la continuidad del tiempo mis­ mo. En apariencia no pasa nada, todo sigue igual, pero, de pronto, estalla la ruptura de los amantes, hacen las maletas y la despedida es definitiva. ¿Cómo se puede in­ terpretar esta súbita decisión? ¿Efecto del tedio de la armoniosa vida amorosa, o de un arrebato impremedita­ do? No; es el tiempo que se hace presente totalmente para iluminar nuestras vidas oscuras. Entonces sentimos que los años transcurridos no han pasado, son partículas va­ cías, pura inanidad. El tiempo se nos manifiesta en ese instante como la nada del ser y, de verdad, nos parece que no ha transcurrido tiempo alguno, que no hemos vivido. Esta nada que experimentamos nos revela la realidad del tiempo y nos obliga a un balance, una cuenta al revés. Así, en un determinado instante, segundo éxtasis del tiempo, se condensa éste en nuestra intimidad para asesinar el amor y demostrarnos su eternidad huera. Es el pasado que se presentiza en una rememoración oscura que vamos reali­ zando mientras discurre el tiempo, es una labor del ren­ cor secreto que conservó todos los instantes vividos y los acumula, hasta que esas partículas temporales se reúnen en una explosión total. Entonces vivimos vueltos hacia atrás, sin mirar hacia adelante. Pero no debemos deducir que el tiempo nos condiciona fatalmente a que nuestros amores perezcan, sino que somos nosotros mismos quie­ nes creamos la finitud amorosa. Al vivir contabilizando o cuantificando el tiempo en tiempos, condenamos el amor 147

a su acabamiento. Esta medición del tiempo cotidiana y abrumadora, nos suscita la congoja de la limitación suce­ siva. Estamos viviendo la invisible atomización del tiem­ po con las apariencias de un estatismo conformista. Este segundo éxtasis del tiempo surge de un proceso vital y de una historia del amor mismo, y se manifiesta en un ins­ tante violento. De la experiencia del prim er éxtasis deducimos que ha pasado un etapa del amor, la exaltación, que suele ser muy breve aunque dichosa. Ahora bien, en ese instante de finitud de la pasión cabe que el amor muera o se transfor­ me. La transustanciación del amor es, también, una obra del tiempo: o lo dejamos pasar olvidándolo para sólo evo­ car sus resplandores idos, o nos sometemos al ritmo nue­ vo y pausado, a la quietud innovadora de la temporali­ dad. Así, podemos recrear nuestro amor en tiempos dis­ tintos, originales, imprevisibles, que nos hagan sentir que el tiempo nos cambia, modifica y enriquece. También po­ demos repetir las exaltaciones que son, en realidad, re­ presentaciones o evocaciones de la dicha esplendorosa del primer amor. De esta forma, hacemos del pasado un pre­ sente para vencer el tiempo y espacializarlo, pero, en el fondo, estamos viviendo hacia atrás, repitiéndonos. También el tiempo, por sí mismo, crea el amor. La dama del perrito, de Antón Chéjov, demuestra que el amor es un proceso sutil que se constituye tardíamente como resultado de unas aproximaciones, citas, abrazos, hasta que se configura en unidad indestructible. Así nace un amor que nos da la sensación de la infinitud del tiempo y es un camino abierto que no se sabe a dónde nos llevará. El amor tiene, pues, un principio en el tiempo y un fin imprevisible por indefinido. En el primero mirábamos hacia atrás, nos petrificamos; en el segundo nos tempora­ lizamos, miramos hacia adelante. Pero, en ambos casos, se siente y padece el propio pasar, el sucederse de sí mis­ 148

mos. Luego, la esencia del amor no se revela hasta su fin. Entonces, en ese instante, tercer éxtasis del tiempo, al decir «todo ha terminado», aparece el amor en su presencia total. La medición del tiempo en este momento es distin­ ta. Ya ha pasado el amor pero, al irse, es cuando real y verdaderamente lo comprendemos, pues sólo el fin, su pasado indudablemente irreversible, nos lo presenta lu­ minosa y claramente. El que está viviendo el amor lo siente oscuramente en la dispersión vagorosa de los días y de las horas, sin tiempo para detener su paso fugitivo y reflexionar sobre su sentido. Más tarde, puede poetizar el tiempo, trascendiéndolo o comprendiéndolo. Sin embar­ go, el tiempo obra, se sucede a sí mismo, se encadena en los hechos, dibuja formas, es geométrico, espacial. Y el amor es un espacio de tiempo que se vive y transcurre. Ahora bien, cuando ya no amamos y el tiempo sigue su caminar, nos hacemos conscientes de que estamos consti­ tuidos por ciclos y nuestro ser es temporalidad, lo que nos revela el carácter inacabado e incompleto de cada amor, que es un átomo del tiempo y no un absoluto en si mismo. Pero, no por ello renunciamos a la plenitud de los tiem­ pos, a su riqueza total, ya que todo amor lo experimenta­ mos como la frustración de una promesa incumplida, que esperábamos realizar. «Esperar, es querer que el tiempo pase»,67 queriéndose y sabiéndose temporal. La esperan­ za siempre posible del amor manifiesta el conocimiento de la realidad del tiempo. Por esta razón, si un amor nos deja insatisfechos, pesarosos, buscamos otro para com­ pletarlo. En todo am or presente que vivimos se reencarna el pasado y asoma el futuro amor que nos llenará de ilu­ siones esperanzadas. Por esta intrusión del pasado en el presente y de éste en el futuro, se restablecen las coorde­ nadas del tiempo. Estamos amando continua, pero mor­ 67. José BergamIn, Cristal del tiempo.

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tal y sucesivamente. El amor siempre confía, es la espe­ ranza misma, el tiempo de las realizaciones, ya que está impulsado por la tentación de infinito. Proust tuvo conciencia de la mutabilidad de los seres, de las cosas, pues hasta «las avenidas cambian, hélas!, como los hombres», afirmaba. Esta verificación del tiem­ po, como destructor de la belleza eterna, le sumerge en una melancolía semejante a la de John Keats: «She dwells wiíh Beauty. Beauty that musí die AndJoy»,68 por el fin irre­ mediable de tantos objetos bellos y queridos. Le asombra la presencia exterior del tiempo que cambia los árbo­ les, muda los rostros y entumece el ímpetu de las almas, y le acongoja el envejecimiento del todo viviente, como signo demostrativo y evidente del movimiento del tiem­ po que está ahí y pasa para destruirnos. No se limita Proust a esta verificación exterior y, más tarde, profun­ diza en su obra el tiempo interior. Así, pasa de su evoca­ ción de la magdalena en la taza de té, a comprobar ínti­ mamente que el proyecto de salvar el tiempo por la me­ moria es un acto fugitivo, un fracaso memorable, una lección y prueba de su invencibilidad. Piensa que no po­ demos rescatarlo jamás, pues, cuanto existe se está yendo para siempre. Los breves instantes de pasmo de la memo­ ria involuntaria son pasajeros y etapas del tiempo mismo. Volvamos al río de su fluir, a la vida misma, aconseja Proust. No podemos situamos por encima del tiempo. Quizá el éxtasis del arte suspenda el vuelo de la paloma, pero es una engañifa estética neoplatónica. La vida nos sumerge en la realidad de verdad del tiempo. ¿Qué es la vida, para Proust? Pues eso, convivir o coexistir con otros, encon­ 68. «Oda a la melancolía».

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trarse en los salones de Mme. Verdurin, oír sonatas, con­ versar con los amigos, pasear solitario por el bosque. La vida son rostros de personajes con los cuales vamos creando juntos una parte, breve y minúscula, del cosmos. «Le Temps, qui d'habitude n'est pas visible», dice Proust, de repente se manifiesta y acusa en una cara petrificada. «D'ailleurs parce qu'elle n'avait pas changé, elle ne semblait guére vivre. Elle avait l’air d’une rose stérilisée.» Proust siente la unidad invisible entre vida y tiempo, pues si no la vivimos, única forma de temporalizarla, nos quedaría­ mos convertidos en estatuas de sal, inmóviles como los hijos de la piedra. Y este cambio exterior, descubre Proust más tarde, es el símbolo de la transformación interior que se ha producido hora a hora, es decir, la vida realmente vivida es el tiempo que nos cambia por dentro. En nuestro interior más profundo habita la verdad del tiempo. Desde sí mismo, sin enajenarse, contempla Proust la evolución de las personas que le rodean y en­ cuentra que hay distintas duquesas de Guermantes, cada una de ellas asociada a la evocación de un rincón, de una iglesia o de una floren un traje. El tiempo, para Proust, es relativo porque es subjetivo, y aparece siempre ligado al espacio, los lugares en que ha vivido. Por ello puede ver a Mme. Swan y Gilberte tan distintas como si fuesen habi­ tantes de planetas diferentes. En efecto, como la unidad del yo desaparece, le resulta imposible enlazar seres tan diferentes que componen una sola y única persona. La discontinuidad del yo es palpable, evidente, «c'est une suite de moi juxtaposés mais distincts qui mourraient les uns aprés les autres ou mente altemeraient entre eux». Así pues, opone Proust con toda razón a una psicología plana, que describe personajes inmóviles poseídos por una pa­ sión ciega y única (como los de Unamuno y Balzac), lo que él curiosamente llama «psicología del espacio» que, en realidad, es una del tiempo, porque siente éste desde 151

planos diferentes de la vida de las personas y, también, desde el centro inmóvil de su propio yo. De aquí la per­ manente diferencia de los seres que se le aparecen en su conciencia. Pero sólo llega a comprender la esencia del tiempo por el amor. El amor es la renuncia del yo, necesaria para amar, una pequeña pérdida de sí mismo. A través de los amores que ha vivido va descubriendo, Proust, sus propios dejar de ser, sus abandonos, y así llega a una verdadera y obje­ tiva conciencia del tiempo. «Mais á forcé de se renouveler cette crainte (la pérdida de sí), s’était naturellement changé en un calme confiant!» Por esta experiencia interior del amor, descubre la existencia del yo sucesivo, «or, je rte iaimais plus, j’étais non plus l’étre qui l’aimait, mais un étre différent qui ne l’aimait pas». Sin embargo, la sucesividad no significa la discontinuidad absoluta, como creyó Proust en su ingenua y temprana concepción del tiempo, porque el amor restablece la continuidad en la disconti­ nuidad temporal. Si al am ar nos hacemos diferentes, el amor es siempre uno y el mismo. Proust llega a la conclu­ sión de que morimos muchas veces, tantas como ama­ mos. El amor es, pues, sucesivo, mortal, porque su esen­ cia es el tiempo inmemorial. ¿Cómo finaliza el amor? Nada demuestra que se opera dramática y violentamente. Los amores se extinguen de modo paulatino, sin desgarramiento doloroso. Se consu­ men progresivamente, pero esa finitud se realiza sucesi­ vamente. No es como una llama que se va apagando y nos da la imagen de una continuidad ininterrumpida de con­ sunción. Por el contrario, es una evolución cualitativa que opera por pequeñas y sutiles desgarraduras, apenas perceptibles, que van cortando suavemente el tejido sus­ tancial del amor. Sin embargo, cuando de improviso se produce el cambio sorprendente, la ruptura total, el salto en el vacio, no podemos explicamos esta modificación 152

súbita de nuestro ser porque no habíamos podido anali­ zar ni percatamos de esos tránsitos y variaciones. Quizá fueron pequeños disgustos que separan, discusiones que dejan heridas invisibles, esperanzas mutuas que se frus­ tran, decepciones ocultas o disimuladas, múltiples penas cotidianas que se condensa en una tristeza, la dicha se­ xual que se disgrega en placeres mecánicos, un dulce te­ dio que se descompone en galvana de vivir. Todas estas variaciones imperceptibles se van acumulando y estallan en un corte inesperado y hasta brutal. También puede ocurrir que no pase nada y el amor se consuma lenta, progresiva y espaciosamente. En este caso, el tiempo transcurre, deja su huella invisible y sentimos, oscura pe­ ro indeleblemente, que nos traspasa, hiere, aunque no se­ pamos a dónde nos conduce. Es el mismo río del fluir temporal que nos impide reflexionar y obnubila nuestras discrepancias. Estos incidentes menudos se depositan en la subconsciencia del tiempo íntimo del yo y, un buen día, se agrupan y afloran. Entonces, el am or que nos parecía incólume, eterno, sin razón o motivo que lo explique, se nos apaga. No sentimos que el tiempo tenga un contenido ni podemos señalar un hecho preciso a partir del cual comienza la lenta agonía de nuestro amor. Se nos va, sua­ ve y dulcemente, queremos retenerlo, pero no podemos conservarlo y, por ello, ni siquiera duele. «J'avais cessé de l’aimer quand j'étais devenu un autre», explica lúcidamen­ te Proust. No es que el am or cambie, soy yo mismo que me transformo, haciéndome diferente del que era. Esta mutación se explica por la sucesividad intrínseca del yo. Es el tiempo mismo que nos apesadumbra y acongoja, no el amor que vamos olvidando y perdiéndolo en la indife­ rencia. Lo que nos angustia realmente es la pérdida del propio yo, al que nos apegamos y queremos conservar, eternizar o solidificar, pero que se nos disuelve. Es el na­ tural movimiento del tiempo interior que, sin ningún 153

acontecimiento exterior u episodio íntimo, destruye el amor. Por esta disgregación de su identidad provisoria, temporal, llega a la esencia y raíz de la propia fugacidad, al otro de su yo. No es extraño que al cambiar y aparecer un otro del que era, se disuelva el amor que sentimos, porque ya no soy el que amaba y, al hacerme diferente, dejo caer el amor que sentía como un fárrago del pasado. Esta transformación en otro, que estoy siendo, no la per­ cibimos en nosotros mismos, pero se manifiesta en el aca­ bamiento del amor. Entonces parece que el amor se con­ sume sin causa justificada, y culpamos al tiempo, nos de­ cimos que su pasar ha destruido nuestro amor. Sin embargo, el tiempo que me ha cambiado también operó transformaciones en la persona amada. Y caemos, de nue­ vo, en el engaño de creer que es ella quien ha cambiado, cuando, en realidad, todos cambiamos porque estamos haciéndonos al amar. Más tarde descubrimos que dejar de am ar lo sufrimos como una brusca desgarradura, un acabamiento, aunque, en verdad, mientras amamos, ya estamos padeciendo esos cortes mortales, penetrativos que nos van cambian­ do. Amar es, pues, ponerse a variar el yo mismo, el núcleo interior del alma, sucederse. Así se puede explicar las rupturas secretas y no violentas, de dulce sabor amargo, que nos hieren y no sabemos cómo. A partir de este ins­ tante invisible, comienza el proceso de extinción del amor. Tiene, pues, una fecha precisa en el cronómetro sentimental, pero no aparece en la memoria. Desde ese día, empezamos a no vemos, viéndonos; a sentirnos leja­ nos, estando próximos; a permanecer remotos en nuestra vecindad. El diálogo continúa, pero ya no nos aproxima, hiela y distancia. Son, sobre todo, las palabras que es­ tablecen la diferencia y desde ahí el tiempo corre veloz, implacable, se desliza precipitado hacia una disolución final del amor. Y ni siquiera luchamos contra su extin­ 154

ción; por el contrario, la sentimos llegar, destruir una ter­ nura, apagar los abrazos y no podemos hacer nada para impedirlo. El amor es como una sombra que nos envuelve y nos va consumiendo lentamente.

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EL AMOR Y LA MUERTE

Nos atreveríamos a decir que sólo por el amor tene­ mos una conciencia penetrativa de la muerte. En el co­ mienzo del amor, la sentimos como un sacrificio de nues­ tro yo, como una disgregación de nuestra esencia perso­ nal. Hegel,69 ya se refirió a la extraña conjunción de negación y afirmación de sí mismo, que constituye el acto amoroso. También Rilke asocia la esencia del amor con la donación propia y descubre, en la mujer que se abando­ na, el ser que puede llevar a cabo el verdadero destino del amor. Así pues, comenzar a am ar es empezar a morir, y durante el proceso mismo del amor sufrimos desgarra­ mientos que semejan una agonía. La muerte y el amor son negaciones que nos obligan a permanecer «tú en tu sueño, yo en mi sueño»,70 sin poder saltar la valla invisible que nos distancia. Lenta y suavemente se descubre que la fu­ sión absoluta es irrealizable. El amor, como la muerte, es una presencia escondida. 69. Am or y muerte. 70. José BergamIn. Velado desvelo.

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invisible, que progresa con dificultad. Al principio, los amantes viven el sueño de la identidad. De improviso aparece, para despertarnos de la felicidad paradisíaca, una mirada de reproche, una palabra rencorosa, un grito de desconsuelo. Así sentimos la presencia de la muerte, anticipándola cada día, pero como conocemos su pereza nos consuela su lento avanzar. Cuando nos vemos cara a cara, sin ensoñaciones, comenzamos a morimos juntos, y esta muerte nos vuelve a la realidad, «es despertar del alma que dormía».71 El amor y la muerte se aproximan, hasta se confunden, pero no se identifican ni unen jamás. Se codean en su realidad constitutiva, pero se separan en su finalidad última. El amor es una totalidad que establece la comunica­ ción más intensa y honda con el todo viviente. Al am ar a una criatura amamos, en el fondo, a la naturaleza íntegra y nos fundimos con ella. Por el contrario, la muerte es no estar ni sentir nada. La angustia de la muerte es presentir ese vacio. Pero también la anticipamos, dulce y suave­ mente, sin acongojarnos, al vivir cotidianamente el can­ sancio, el tedio, la noche: cuando amamos, aun después de despertar del sueño extático, dichosos, en el seno del desgarramiento y de la agonía, nos desprendemos de ella porque nos sentimos con otro, acompañados en nuestras diferencias. Mientras que una muerte es la verdadera so­ ledad dé soledades, ese no poder sentimos ni escuchar­ nos. La dualidad que nos constituye, el monólogo in­ terior, esencia de la vida, ha terminado. Después... ¿llega­ remos a ser lo que nunca hemos sido, uno?72 Morir es deshacerse del compañero que nos habita, quedamos absolutamente mudos. Por el contrario, el que ama puede estar muy lejos de sí mismo, pero no estará nunca total­ 71. José BergamIN, Velado desvelo. 72. Antonio Machado, Poesías completas.

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mente solo, porque vive, convive, se desespera y espera. Morir es la separación definitiva de sí mismo, mientras am ar es ahondar y adentrar en sí. El amor y la muerte se aproximan cuando las luces son sombrías y las sombras luminosas. La muerte está siempre presente en el amor, tanto en su alborada como en su anochecer. ¿Es el amor más poderoso que la muerte? Tal vez el amor nos arrastre hacia la muerte y sea como el bebedizo de Tristán e Isolda que embriaga, anochece y aletarga, venciendo así esa muerte al amor, porque al no lograr en vida el abrazo identificador de las diferencias abisales, sólo en la noche de la muerte los amantes se identifican totalmente y nada podrá separarlos ya. Tal es el mito o leyenda de Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, que pretenden sea la muerte la realización sublimada del amor. Entonces, ¿el amor es más fuerte que la muerte y puede vencerla? Sí, cuando el amor es el cese de toda inquietud. En el idilio campesino, natural, de Hermán y Dorotea, el lento hilvanarse de las horas que se suceden a sí mismas conjuga una paz perpe­ tua, la muerte en vida. Esta felicidad es el espejo de la inmovilidad de la muerte, porque el am or se va apagando hasta hacerse nada. Por el contrario, cuando amamos su­ cesiva e ininterrumpidamente, sin adormecernos en la fe­ licidad, podremos enlazar nuestros amores con el proceso infinito de la vida cósmica, con la totalidad viviente. Si nos sentimos morir cuando terminan nuestros amores, es para salvar la continuidad del amor a través del tiempo. En todo caso, el amor y la muerte son potencias que se equilibran. Dentro de mi hay otro, un fantasma que está a mi lado día y noche. ¿Es el amor o la muerte? Tanto se parecen que a veces no podemos distinguirlos, porque cada uno a su manera nos realizan definitivamente. Por el amor so­ mos, nos constituimos, y la muerte nos plasma en estatua petrificada, nos sitúa para siempre. El amor y la muerte 158

nos dan ser y nos quitan porvenir, pues al am ar dejamos de ser y al morir ya no seremos. La muerte y el amor los llevamos dentro escondidos, desvelándonos. Son como «una fruta que madura en el alma»,73 una presencia ausente de aparición inesperada. No llegan por sorpresa ni son el accidente exterior, la teja que se nos cae encima, ni el hecho imprevisto, como pen­ saba Sartre. Estamos amando dia a día y muriendo noche a noche. Amor y Muerte son la novedad secreta, invisible, que vivimos y sufrimos. El amor es muerte porque es des­ canso de la ansiedad de vivir, y la muerte es amor cuando lo sentimos como una eternidad. La muerte nos acompaña siempre, la llevamos a cues­ tas al existir. Frente a ella, caben distintas actitudes: la resignada y escéptica, de Montaigne; «Philosopher cest apprendre á mourir», equivale a aceptar con impasibilidad estoica el final inevitable del hombre. También como la vida proporciona múltiples sinsabores y dolores sin cuen­ to, puede parecer como un refugio definitivo al que aco­ gemos, «cest un port trés assuré»74 que no es de temer y a menudo se busca. Vamos conociendo la muerte a medida que vivimos, y, si nos libera de los tormentos de la vida, bien venida sea; «je suis á toute heure preparé», agrega el sabio Montaigne, quien tanto la proyecta en sí mismo que no le parece nada nuevo «la survenance de la Mort». En su existencia, logró conjugar vida y muerte sin oponerlas. Esta actitud resignada esconde una conciencia desdicha­ da, meramente naturalista, de la inevitabilidad de la muerte, como todos los escépticos. Pues hemos de morir, preparémonos para la muerte, concentrándonos en nues­ tra intimidad, en la pasividad de la espera. Pero los es­ cépticos y los resignados se mueren en vida. 73. Raincr Mario Rilke. 74. Stephanc Montaigne.

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Otra actitud ante la muerte la refleja el poema de Francisco Aldana, «Ven, muerte tan escondida». Clama por su llegada porque la siente adentrada ya en el alma. El prodigio dialéctico de esta poesía consiste en que la muerte es un acontecimiento que nos traspasa como saeta encendida (idea poética originaria de santa Teresa) y, a la vez, viene de dentro. La muerte, asi, es un hecho exterior que acaece y una herida interior que nos desgarra. Al cla­ mar por su advenimiento buscamos la paz y suspiramos, en realidad, por una vida sin el dolor que nos atormenta, sin muerte. El refranero español revela otra concepción de la muerte: «Cuando pienso que me tengo que dormir, echo mi capa al suelo y me harto de dormir». Paradójicamente queremos dormir para rehuir su presencia. Pero una sabi­ duría se esconde tras esta amañada sentencia: si vivimos dormidos como si estuviéramos muertos, damos vida a la muerte y ya no la temeremos. Sospechamos que también se esconde una estoica y resignada indiferencia tras este sueño voluntario o, tal vez, su aceptación morosa, soña­ dora. Pues cabe perfectamente soñar el sueño de la muer­ te en vida, para prepararse sabiamente a entrar en su sombría oscuridad. Quizá pretendemos con ello convertir a la muerte en protectora, en el sueño dulce y sosegado del alma y, de esta forma, la domesticamos, haciéndola nuestra. También podemos, como Unamuno, decir un ¡No! rotundo a la muerte, sin resignarse jamás a desapa­ recer. En realidad, Unamuno confundió la muerte con el vacío, la inanidad del lago del alma, su Lucerna de Valverde sumida bajo las aguas. Y sueña con la inmortalidad del alma y la resurrección de la carne, sabiendo que es un dogma en el que no puede creer. Su fe es tan voluntaría que se empeña en creer para llegar a ella. También quiere creer que negando la muerte y oponiéndose a ella termi­ naremos por eternizar el hombre de carne y hueso que 160

somos. Pero la verdad, la suya, es un sentimiento y no la conciencia de la muerte. La siente dentro de sí como la nada, la quietud, la inercia frente a la inquietud, la lucha, la vida y la esperó siempre desde su dolor: «Vendrá de noche cuando todo duerma, vendrá de noche cuando el alma enferma se emboce en vida, vendrá de noche con su paso quedo, vendrá de noche y posará su dedo sobre la herida. Vendrá de noche y su fugaz vislumbre volverá lumbre la fatal quejumbre...»

Pero no tuvo conciencia luminosa, serena de ella. A lo sumo fue el acicate, el tormento de su pensamiento. No comprendió que la vida es las sucesivas muertes que su­ frimos. La muerte es siempre decisiva para nuestra compren­ sión de la vida, dice Dilthey. Pero quien llevó esta ontología de la muerte más adelante fue Heidegger. El modo de existir del hombre es el ser siempre posible. Ser es pre-serse, anticiparse, vivir en la cura, en la preocupa­ ción. El que se ocupa se preocupa, se hunde en si mismo. La muerte es, pues, para Heidegger, una presencia ausen­ te que se manifiesta en la certidumbre e indeterminación del morir. El «si tan largo me lo fiáis», sirve de consuelo al hombre común. Y caben enfrentamientos múltiples ante la muerte: el que está absorbido por el tráfago de la vida cotidiana y llega a olvidar el sentido de la muerte; el des­ preocupado que la siente ocasionalmente; el que sufre la certeza del hecho de dejar de existir. Heidegger establece una jerarquía artificial entre el hombre común que huye de la muerte y el hombre reflexi­ vo, profundo que, al ahondar en sí mismo, logra antici­ 161

parla. El hombre común exterioriza la muerte y el otro la interioriza. Pero la ausencia de la muerte para el hombre simple, su lejanía porque la teme, no significa una fuga ante ella, y sí una ocultación. En La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi, el personaje muere del temor que le inspira la muerte. Muere verdaderamente de miedo a morir. Su in­ tento de ocultarla es un conocimiento o relación con la realidad de dejar de existir y vive en esta angustia que termina por aniquilarlo. El hombre frívolo, despreocupado que, en apariencia, ignora la muerte y tampoco se conmueve ante la de los otros, también la vive en secreto, en la intimidad de su conciencia. De improviso despierta, enciende la luz, se incorpora, se palpa como un ser vivo, sin haber sufrido pesadilla alguna, porque la muerte sobrevive en el hon­ dón de su alma. Rilke ha dado cuenta de estos estados invisibles, como el terror de un niño en una habitación oscura, los amantes que se abrazan en las tinieblas y no pueden reconocerse, son realidades que vivimos y corres­ ponden a una conciencia oscura de la muerte. Un bode­ gón de Ruysdael o de Pieter de Hoogh, tan palpables y evidentes la fruta, el mueble, el tapiz, desprenden una atmósfera de misterio que nos sumerge en un más allá de lo visible. Así, todos, absolutamente todos los hombres, aun los más comunes y sencillos, sienten la presencia de la muerte, de ese otro mundo que se esconde tras la luz vivísima de nuestros actos. Ahora bien, si es exacto, como dice Heidegger, que la muerte está tan dentro de nosotros que la comprensión de su realidad nos obliga a aceptar que nuestra esencia es la muerte misma, no es menos cierto que no podemos conce­ birla intelectualmente o representárnosla con la imagina­ ción. Es la postura del poeta Michel Leiris, quien la sufre como una idea insoportable, creyendo que sólo meditán­ dola profundamente puede llegar a domesticarla. El pen162

samiento conlleva la serenidad de ánimo y le impide con­ vertirse en un Iván Ilich. Es necesario, pues, para llegar a comprender la muerte, experimentar su angustia, es de­ cir, que nuestro poder ser es finito, limitado, porque ella es la imposibilidad de la posibilidad de existir. Así se ad­ quiere una libertad o resolución ante la muerte, ya que al precursar su presencia segura, se piensa y se vive su reali­ dad. Pero es indudable que Heidegger, al futurizar la muerte la convierte, como dice Hartmann, en un espejis­ mo metafísico y pierde contacto, precisamente, con lo que buscaba demostrar: la interioridad de la muerte. Su anti­ cipación en la conciencia son fabulaciones, figuraciones mentales, especulativas. Únicamente la experiencia del amor puede darnos la realidad viva de la muerte. Cuando César Vallejo la anun­ cia en su poema, «Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo»

viene a demostrar la dimensión interior o presencia au­ téntica de la muerte en el corazón. El pasado, lo que re­ cuerda, significa que se ha muerto muchas y diferentes veces: al subir al Metro se le aprieta el alma, y estuvo muerto; al acariciar una piel fina, zozobró de pena y se le paró el corazón de tristezas; lo mismo al ver sonreir a un niño desamparado o caerse un albañil del andamio. Como el poeta, experimentamos las sucesivas muertes de la vida por el dolor que mata y cuya esencia es matar dos veces, o doblegamos de sufrimiento hasta llevamos a per­ der el afán de la vida, como los muertos. Sólo así, como una más de las tantas que ha vivido, puede el poeta anti­ cipar su muerte real. Si la muerte es la soledad absoluta, sería la negación del amor. Si embargo, el amor es el descubrimiento de la 163

soledad y, como la muerte, nos despierta a la conciencia de la realidad de la vida. Creemos que estamos solos en la soledad de la noche, pero estamos en tinieblas todavía, a medio despertar. En realidad, nunca estamos sino en compañía, con todos. Ese otro u otros cuya sombra nos habita y cuya presencia se manifiesta por la ausencia, es la vida o la muerte que están unidas. Vivo la muerte como el amor, una presencia que me atormenta; es tan silenciosa y discreta que cuan­ do va llegando al corazón parece que detiene sus pasos y «la bien tapada»,75 aunque próxima, espera. Amar es, pues, morir por dentro, desde el corazón que es donde está la muerte escondida y callada. Nos vamos muriendo exactamente como cuando dejamos de am ar o nos aban­ dona una amante. Paso a paso, sin desgarramos, nos va­ mos separando de nosotros mismos y sentimos el cansan­ cio de vivir, la finitud del amor, la pérdida de nuestros sueños, el peso del tiempo. La muerte no es esa catástrofe individual que creía Paul Nizan y que soñaba poder evitar por el humanismo colectivo, que esperó encontrar realizado en la Unión So­ viética de los años heroicos de la Revolución. Soñaba, con razón, que si todos nos ayudamos a bien morir, la muerte, como desastre absoluto, desaparecería. Pero descubrió que, también allí, la muerte era individual o un cataclis­ mo, sin darse cuenta de que la muerte no es propiedad de nadie en particular. Rilke creía que era personal, una creación de la propia vida y que moríamos cada cual exactamente como habíamos vivido, amado o sentido. Por el contrario, creemos que la muerte no es tuya, mía ni de nadie, es un acaecer universal. La sabiduría sobre la muerte consiste en verse cada cual como un individuo entre individuos, como una gota en la corriente total de 75. José BergamIn, Esperando la m ano de nieve.

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los sucesos del mundo, de la historia, el que «sabe come­ dirse en su veneración ante lo grandioso».76 Hay que vivir sin conciencia individualista de la muerte. Debe ser es­ pantoso, dice Hartmann, para el que vive exclusivamente sobre la base de la importancia de su sola persona y en­ tiende por mundo meramente el suyo, pues la muerte se­ ría el naufragio total o la universalidad absoluta de la pena. Todos nos morímos, sin quererlo o queriéndolo, co­ mo esas pequeñas olas que se quiebran en el m ar sucesi­ vo, y la muerte nos une, como el amor, en estrecho y defi­ nitivo abrazo. Se piensa que la muerte separa lo que el amor ha uni­ do. Un personaje de Malraux,77 al que van a fusilar, excla­ ma: «¡Nos moriremos todos, unos más pronto como yo, otros más tarde!», expresando asi la unidad de la muerte con la vida, de todos con todos, la misma que la del amor. De aquí resulta sorprendente que Heidegger afirme que asistimos a la muerte de los otros como si fuese un es­ pectáculo ajeno. Por el contrario, al ver morir, sentimos y experimentamos nuestra muerte en común. La ilusión pesimista de que nos morímos solos y nadie puede morir por nosotros, es falsa, pues cuando alguien muere morí­ mos también nosotros, algo se nos va definitivamente. La muerte es el amor común, el único total.

76. Nicolai H artmann, Ontología. 77. L'espoir.

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EL AMOR Y LA HISTORIA

El amor no es un sentimiento incondicionado, inmuta­ ble, que sobrevive por encima del espacio y el tiempo. Es mudable, cambiante, temporal, tiene su propia historia porque es un reflejo de las distintas estructuras sociales. La evolución del amor es un segmento de la gran historia universal. Sin el análisis de esta particularidad general, no se comprende el proceso del amor y su fin último. Comencemos por señalar que todo ser humano, aun el más sencillo, nada preocupado, es objeto de sentimientos que despierta y sujeto que los siente. Por el mero hecho de vivir, ama y es amado. El amor es el vínculo que nos une a todos en la canción única de la vida, íntima ligazón entre religión y amor que aparece desde los orígenes del hom­ bre. Analicemos el amor hindú que, según Marx, oscila entre la entrega múltiple a la seducción panorámica de la riquísima Naturaleza y una renuncia ascética del mundo. El hindú sufre la tentación gozosa y pánica de su sensua­ lidad multiforme, en la que se vuelca con un frenesí que multiplica y enardece sus deseos, para llegar a la fusión con la totalidad. ¿Se puede llamar amor a este deseo in­ finito? El deseo cósmico es ya un amor por el universo en su conjunto. Esta forma de entrega es una religión, pues, 166

por encima de la apetencia deseosa, existe un sentido uni­ tario del mundo. Este amor que se disuelve en el deseo, que se multiplica y enciende a sí mismo, hasta terminar por aniquilar al ser que lo padece, es un sentimiento de padecimiento del universo, es el dolor cósmico pero, tam ­ bién, un amor sin sujeto como una religión sin Dios. Este amante no ama un ser determinado o figura explícita, se entrega a todos sucesivamente, se desperdicia en una do­ nación múltiple o se disuelve en el abrazo cósmico. Sin embargo, el amor es siempre personal, como Dios es la personificación sublimada del hombre. En este caso, el amor crea la figura divina el sujeto definido del amor. Pero este ateísmo del amor hindú es expresivo de una sensualidad voraz que no puede concentrarse en un ser determinado a quien entregarse. Por ello, es placer sin límites y dolor cósmico, peligro de consunción. El hindú, temeroso de disolverse en el universo, renuncia al placer que, en el fondo, es un sufrimiento, y se entrega a la medi­ tación concentrada. En este recogimiento logra suprimir la sensualidad codiciosa, pánica, se amortigua el deseo de vivir y surge otra forma de amor serena, ordenada. ¿Có­ mo se expresa este amor ascético? Sentir compasión por todos los seres vivientes, parti­ cipando de su mismo destino sufriente, es una nueva for­ ma de paganismo o naturalismo. Este amor es una visión unitaria del mundo y se ama a todos los seres puros como si fuesen intocables, ya que todo afán de posesión los des­ truye. Amar así, es redimirlos de su propio deseo de vida, es una renuncia a la posesión voluptuosa de los otros y una entrega vehemente, ilimitada del yo. La suprema aspiración del hindú es el nirvana, fin de sí mismo y de todo ímpetu natural, la nada del yo que se convierte en el Todo del ser. Llegar a la total supresión de la codicia amorosa, fundirse con la totalidad viviente es para el hin­ dú el amor, la vida eterna por sí misma. 167

Tal es la complejidad y contradicción del amor hindú, que nace de la comunidad idílica primitiva de su estruc­ tura social. El amor hindú vacila entre la sensualidad del deseo universal posesivo y la entrega ilimitada de sí mis­ mo sin encontrar, en este movimiento pendular entre la satisfacción gozosa y el sacrificio sublime, un eje de equi­ librio por la ausencia de Dios como persona. El hindú descubre el amor absoluto a la vida, a un Dios sin rostro ni figura concreta, pero encarnado y vivo en todas las manifestaciones de la realidad. Este amor significa tam ­ bién la desaparición sombría, la noche, el oscurecimien­ to, la negación de la existencia misma. Si la individuali­ dad perece en este abrazo universal, el amor como rela­ ción amorosa tampoco existe, porque es una emanación de la energía del mundo que penetra en el cuerpo de los seres y éstos la sufren pasivamente. Viven, pues, el amor como un acontecimiento cósmico, pero no lo crean ni lo sienten por sí mismos. Al amor cósmico, sensual y de pasmos múltiples, le sucede el amor griego, también una fuerza avasalladora, el Eros platónico que arrastra en su viento a todos los individuos. El amor griego no es el homosexual ni el hete­ rosexual. Es una potencia vital unlversalizada que prece­ de a la diferenciación sexual y, por consiguiente, a la in­ dividualidad. Mientras el amor hindú carecía de Dios co­ mo sujeto o persona a que aferrarse, el amor de los griegos es una fuerza telúrica, pero idealizada. Si el amor hindú es ateo, el griego es estético, material. El cuerpo es la encarnación de la idea, y cuya conjunción perfecta de formas representa la divinidad. A través de la belleza co­ mo expresión de la armonía visual, el amor griego busca unos dioses que lo personifiquen. El amor es, pues, el goce del cuerpo divinizado. Por consiguiente, este cuerpo es asexuado, ideal, pitagórico, numérico, simétrico, plató­ nico. Es la forma de la apariencia o de la inocencia estéti­ 168

ca, como decia Kierkegaard. Es cuerpo hermafrodita en el que no se diferencia hombre o mujer. El amor griego es el ideal amoroso, estético, de la po­ lis, que corresponde a la ideología de las clases dominan­ tes, y también, la religión de la democracia ateniense del siglo V, de Pericles, del arte geométrico. Paralelamente a esta participación igualitaria de intercambio de dones, dentro de una misma clase social, Platón, el teórico de las clases dominantes, dice: «Es la música, al igual que antes la medicina, la que pone una misma cuenta y razón en todo, infundiendo amor, creando unidad de pensamiento en todos y entre todos».78 El amor, al unir a los seres más diferentes, se convierte en el ideal de la democracia. Pero no es sólo igualdad entre los amantes; es, también, liber­ tad para realizarlo como lo sentían o concebían. El griego ciudadano, propietario de esclavos, creía que todos los hombres eran iguales y el am or su manifestación tan pro­ pia como la parcela de tierra que poseían. Esta democra­ cia ateniense fue el ideal de los jacobinos y de Hegel. Pen­ saban los griegos el amor cada uno de acuerdo a su visión, y la libertad era las diferentes concepciones y maneras amorosas. En este sentido, el am or para los griegos no era una palabra unívoca, nos explica García Bacca, sino multisignificante. Si la armonía es la conjunción de las distin­ tas partes del cuerpo, el amor era el acorde, la unidad de las variadas particularidades y formas de sentirlo. «Lo que el dialogante dice, en su tumo, es una de las notas del Amor. Una hecha predominante. Mas no excluyente de las demás. Por eso se complementan.»79 El amor era, pues, acorde musical, armonía o estética de las formas, belleza contemplativa, idealidad visual. Pero, al mismo tiempo, en la sociedad griega existía un sentimiento oscuro, trági­ 78. E l Banquete. 79. Juan David García Bacca.

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co del amor: el de los esclavos y el de las clases campesi­ nas, la religión de Dionisos, de los Misterios de Eleusis, de la Muerte y de la Resurrección. La primera concepción del amor era una religión de las clases altas, como dice el historiador inglés Bum, y la segunda, de las clases domi­ nadas, ajenas al esplendor democrático de la civilización urbana. En ceremonias de exaltación y embriaguez, los campesinos se iniciaban en los misterios de la participa­ ción dionisíaca. En oposición al amor ideal estético, los dionisíacos lo vivían como manía y entusiasmo. Para ellos, el amor era una locura lúcida, un frenesí por el que se participaba en la espontaneidad creadora, en la libertad embriagante, en la fuerza sobrehumana de Dionisos. «Maníacos» eran los que amaban frenéticamente, sin medida. Traducido al lenguaje moderno, manía quiere expresar entrega ilimi­ tada al amado, integrarse en su esencia secreta. A este respecto, dice Mircea Eliade: «La comunión con el dios rompía, durante algunas horas, la condición humana, pe­ ro sin llegar a trasmutarla». En la embriaguez dionisíaca o báquica, se conservaba la independencia y el amor no era un diálogo que discurre sereno, ni la adoración a las formas del cuerpo de las clases dominadoras, era una pa­ sión oscura y exaltada, sin palabras. Tal es la diferencia que separaba el amor platónico de las clases altas, del amor secreto y apasionado de las clases campesinas. Es­ tas últimas también sentían «enthousiasmos», es decir, endiosaban lo que amaban, llenándose de la presencia del Otro, del dios, de Dionisos. Esta divinización se lograba al llevar el dios al corazón, allí a su centro interior, en silencio, mística y oscuramente como en los Misterios de Eleusis. «Misterio» procede del verbo Myo, que significa mantener la boca cerrada. Amar era, pues, entusiasmar­ se, danzar, abrazarse, emborracharse en comunicación callada de corazón a corazón. Este amor de los campesi­ 170

nos, de los pobres, de los que no saben palabras armóni­ cas, no logra el entendimiento, pero si la unidad amorosa por la fusión apasionada. El resultado de este arrebata­ miento entre el dios y el hombre no sólo es la divinización del hombre, es la humanización del dios. En términos de amantes, el que ama con entusiasmo se endiosa, se hace el Otro, y éste, entusiasmado también, se identifica con el amante. La comunión o resplandor de la iluminación mutua era perfecta entre el hombre y sus dioses. Los misterios dionisiacos buscaban la claridad total de los cuerpos y de los seres mediante el entusiasmo que los revelaba. Mientras el amor discursivo, de acordes mu­ sicales, platónico, conservaba una distancia entre los amantes, una distinción aristocrática de las palabras, este amor furioso, embriagador, desnudo, realizaba la unión total de los amantes y salvaba sus diferencias. El amor ideal, estético, trataba de convencer al amado por el discurso, pues la verdadera intención de Sócrates era apoderarse del otro racionalmente, hacerlo partícipe de su visión o idea del amor. Por el contrario, el amor dionisíaco significaba una renuncia reciproca, un sacrificio en aras del amor mismo, de esa divinidad que reúne y junta las partículas individuales en una orgía frenética y colec­ tiva. En las tinieblas de la noche, los amantes dionisiacos se abrazaban sin verse las caras, sin reconocerse, integra­ dos en una comuna amorosa poblada de silencios, pero rica de manifestaciones exaltadas. La unidad suprema, el Todo que crean los amantes dionisiacos es la fusión noc­ turna con la muerte y, a la vez, la promesa de resurrec­ ción. En esta orgía, el amor se agota en el instante mismo de la consumación, pero renace en otros entusiasmos y así se sucede la primavera de la vida en la tierra. El amor dionisíaco era la felicidad siempre posible, la dicha recu­ perada. La violencia y el deseo, la exaltación y la ternura, que 171

son los componentes del amor, se transforman y cambian en el otoño de la Edad Media. De un lado, las barbaries del instinto se manifiestan en costumbres y juegos que testimonian la supervivencia de los viejos misterios cam­ pestres grecolatinos. Por otro lado, se busca un amor ca­ balleresco fino y ritualizado, que domine la pasión y la sosiegue. Además, la Iglesia se esforzaba en divinizar el amor, platonizándolo. Pero «el amor que en la mente me razona»,80 refleja la posterior laicización del platonismo clerical. El am or sagrado y el profano se conciertan así para oscurecer la manifestación burda y tosca campesina de un sentimiento grandioso y subyacente. La aristocra­ cia consuma este esfuerzo de control y domesticación de la pasión, por las buenas maneras, la conversación inteli­ gente, la cortesía reglamentada, que la pulen y adornan. El amor cortés es el resultado de esta dominación orde­ nada de la pasión, «derriére quoi l’amour, naturellement, demeurait une passion sauvage et d’une violence élémentaire».81 En el siglo XII culmina el proceso de pulimentación cortesana del amor, una vez sometida y subyugada la vio­ lencia de la pasión. Aparece primero, como ideal amoro­ so, la renuncia a la posesión carnal, sacrificando la pa­ sión en holocausto a un amor sublimado. La poesía de los trovadores realiza lo que Lucien Febvre denomina «revo­ lución ética», que sustituye la pasión interesada, posesi­ va, por la desinteresada e ideal. En este momento aparece por primera vez en la Historia el amor-pasión, como dijo Engels en su obra El origen de la familia, la propiedad pri­ vada y el Estado. Ahora bien, en esta primera forma de amor-pasión, el impulso sexual se manifiesta como una pasión escondida, interior, espiritualizada, «die ritterliche 80. Dante. 81. Lucien Febvre.

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Liebe des Miítelalíer».82 La unidad del amor y la pasión constituye un acontecimiento histórico. Hemos visto que el amor hindú se desintegraba en una dispersión cósmica, y el amor griego en una ingenuidad estética o indiferenciación sexual, mientras la pasión se agitaba en su mundo subterráneo como un grito amargo, sin encontrar salida a su natural impetuosidad. Por pri­ mera vez los poetas provenzales plasman el amor-pasión en una criatura concreta, objeto físico y metafísico de un ímpetu nocturno, secreto y, a la vez, luminoso, trascen­ dente. Señala Engels que los pemas de Wolfram von Eschenbach pintan con brillantes colores al caballero com­ partiendo el lecho de su amada durante toda la noche, hasta que era avisado de la llegada del alba u otro peligro por su escudero, quien permanecía fuera vigilante de la felicidad de su señor. La separación de los amantes cons­ tituía una escena patética y culminante. Este amor-pa­ sión se vivía generalmente fuera del matrimonio, lo que prueba la absoluta liberalidad de los formalismos socia­ les y de las reglas éticas de esta época. La libertad sola­ mente se podía conquistar por una manifestación poética de la pasión en el amor. Curiosamente, el amor caballe­ resco anticipa la teoría del amor-pasión de Sten­ dhal, con la diferencia de que el amor burgués, jacobino o stendhaliano, es más físico y sensual que el de aquellos trovadores, más atraídos por las irradiaciones poéticas de sus figuras ideales. El trovador provenzal trascendía la mujer en figura lejana de adoración pasiva, para poder amarla con todo el rendimiento y pleitesía de que su alma era capaz: •Hélas, je languis d'amour. Hélas, je meurs tous les jours.» 82. «El caballeresco am or de la Edad Media» (Friedrich E ngels).

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Así era y debía ser el amor, un canto de desesperación por la amada lejana o inaccesible, culto abstracto a la mujer, a sus perfecciones ideales, a sus dones naturales, a su be­ lleza incorpórea, a sus virtudes, poesía que refleja el ideal amoroso de una clase social: la aristocracia. Margarita de Angulema, duquesa de Alençon y reina de Navarra, conti­ núa, en Heptamerón, esta concepción cortesana, medida y reflexiva del amor. Pues los poetas provenzales también sentían el amor como una pasión analítica; se entretenían en circunloquios, perífrasis, vueltas, revueltas y amane­ ramientos para concentrarse en el amor y olvidar la pa­ sión que les consumía. De esta forma, al meditar el amor y entretenerlo con almibaradas imágenes poéticas, cons­ treñían el natural deseo de posesión. Las poesías provenzales nos asombran como joyas frías, imantadas de un amor reflexivo pero donde, tam­ bién, hay mucho dolor y una honda pena, pues la insatis­ facción amorosa que crea el ideal ascético, duele al cuer­ po. A la vez, esta meditación amorosa de la poesía trova­ doresca, enciende la mente de luminarias centelleantes, hasta que descubre la Idea como manifestación de la esencia del amor. Entonces, la mujer se convierte en el Bien, en la divinidad encarnada, la Virgen María, la Señora, la Madre, el útero supremo. Esta poesía enseñó a los hombres el arte del buen amor, como el Arcipreste de Hita nos instruyó sobre el mal amor de Don Camal. Los hombres medievales no sabían amar, se lanzaban ciegos a la posesión inmediata e irreflexiva. Pero los poetas pro­ venzales les enseñaron la presencia objetiva de la Señora, adorar a la dama de sus pensamientos, independien­ temente del fuego deseoso de sus pasiones. Ensalzaron el amor y ahogaron la pasión, creyendo m atarla. Sin embargo, sobrevivía entre los rescoldos del fuego amor­ tiguado. La poesía galaico-portuguesa nos enseñó a am ar a dis­ 174

tancia. Conservar en sí, celosamente guardada, la presen­ cia del Ausente, de la Amada o del Amado para poder evocarlos siempre, eternizándolos en la memoria. Los poetas galaico-portugueses se detenían e inmovilizaban su mirada en una figura sebastianesca, perenne, definiti­ va. A este amor eterno, a practicar ia fidelidad amorosa, a contemplarse en el espejo de la memoria, a mirar a sí mismo al recordar a la amada siempre ausente, nos in­ vitaron estos poetas. Sin complacerse en los alambicados retorcimientos reflexivos de la poesía provenzal, los poe­ tas galaico-portugueses sintieron más limpia y puramen­ te el amor, al despojarlo de toda presencia ideal o corpo­ ral. Nos enseñaron el buen trovar, es decir, cómo en­ cam ar la Idea, que es llevarla al territorio recóndito del alma, allí donde nace la canción pura y verdadera. La amada se cambia y trasm uta en Idea subjetiva, en mía propia, instalándose como presencia secreta en el Yo tras­ cendental. Así, lo ajeno y extraño se hace propio. Esto es lo que separa la poesía provenzal de la galaico-portuguesa. La primera conserva la lejanía, el distanciamiento, el verfrendung de Brecht, necesaria extrañeza para llegar a la meditación sobre la amada, mientras que la segunda, al apropiarse de la Figura o Imagen, la conserva viva sin pensarla. El trovar sin reflexionar galaico-portugués, aun por más profundo e íntimo que sea el amor que se siente, acaba en una ausencia sostenida, pero congelada, porque, en el fondo, el poeta quiere su soledad poblada de una ausencia permanente para crearse a sí mismo. Aprisiona­ do por el recuerdo, no da un paso hacia la amada quizá porque la siente, ¡oh, relembro!, como una totalidad den­ tro de sí mismo. La poesía medieval refleja una idealiza­ ción voluntaría del amor (la provenzal), o involuntaria (la galaico-portuguesa). El amor que permanecía como ideal a realizar, a prin­ cipios del Renacimiento derivó a un neoplatonismo amo­ 175

roso, *á jouir de la beauté sans passion»,83 y lleva, por pura fidelidad a sí mismo, a elevarse de una abstracción a otra: al amor de la Suprema Belleza que se identifica con Dios. Esta idealización puede conducir a la pureza ascéti­ ca, a la renuncia del amor, al idealismo absoluto. El platonismo amoroso es el amor desencarnado, impersonal, que no busca una criatura concreta sino un conjunto de cualidades, esencias ideales de las que la mu­ jer es un mero símbolo. Este remedio contra el amor, ya no es amor. Sin embargo, la idea platónica del amor per­ vivió en todo sentimiento amoroso aristocrático y, más tarde, en el burgués. Fue una idealidad necesaria, recón­ dita, casi invencible, que anidaba en el corazón de todos los hombres, ricos y pobres, aldeanos o príncipes, ban­ queros o proletarios. Pero este distanciamiento de la amada, creado por una aristocracia lírica, al dilatar la satisfacción del deseo exacerbaba la pasión, encendién­ dola de rabias fogosas. No era extraño que la pasión, con­ tenida y enmascarada por la cortesía poética, se desenfre­ nase. Y era muy frecuente observar cómo el hombre enlo­ quecía y se desorbitaba, pasando de la piedad a la lujuria, de la cortesía a la violación, en la aurora del Renacimien­ to. El Heptamerón está lleno de historias de este género. Amadour, que adoraba religiosa e idealmente a Florida, se precipita sobre ella con una pasión salvaje, como un suicida desesperado. El control continuo y reflexivo, los análisis poéticos para idealizar el amor, habían fraca­ sado. De aquí surge una nueva forma de sentir el amor. En el otoño de la Edad Media, la pasión escondida y domeñada surge, de nuevo, con una violencia bárbara, era una necesidad imperiosa que subsistía mezclada a una ferviente devoción religiosa, a una idealización tras­ cendente del amor. «Mais quoi: dévote ou débauchée, l’a83. «Gozar de la belleza sin pasión» (Pietro Bembo, El cortesano).

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Manee est vieille», afirma Lucien Febvre. Y se producían saltos imprevistos de la piedad a la violación, del amor sensual al divino. ¿Eran personalidades divididas y con­ tradictorias? La situación histórica en aquella etapa del Renacimiento explica estas aparentes contradicciones, que no constituían un desgarramiento del yo. La natura­ leza sensual vuelve a emerger de las sombras profundas de la intimidad recoleta medieval, pero no puede vencer la piedad religiosa, la devoción trascendente. Dentro de estas almas rudas y sensibles luchaba la naturaleza apa­ sionada y la ternura recogida, pero de ninguna forma se produce el vértigo del yo o la tortura de la personalidad, porque el yo, como unidad coherente y racional de la pro­ pia identidad no existía. Hay que esperar hasta Montaig­ ne y Descartes, que liberarán a los hombres de su esclavi­ tud frente a Dios, para que surja el hombre moderno. Los hombres se nutrían de una pasión, de la que no eran conscientes, que irrumpía en sus devociones religio­ sas, y de una idealización que les oprimía y pesaba sobre ellos como la presencia de una Trascendencia ajena y ex­ traña. Los dominaba un temblor apasionado y un terror religioso porque eran víctimas de una pasión sin ternura y un amor sin intimidad. El deseo era bestial, primitivo y se amaba a la mujer como a Dios, queriendo trascenden­ cias. Esta forma de amor es dantesco por infernal, pues la pasión opera como quemazón e incendio de los cuerpos y, al mismo tiempo, el amor es celestial, entregándose a la sublimidad elevadísima, es la personificación divina del sentimiento. Del amor sensual de Franceses al espiritual de Bcatrice, del infierno al paraíso no hay y hay un abis­ mo. Los amantes de Rimini se revelan por un beso que tos precipita en los oscuros temblores de la pasión, en las llamas del infierno interior. Pero Beatríce aparece sobre un puente del Amo como representación visible de la Idea que tiene el poeta; o coincidencia preestablecida de las 177

almas, armonía concordada desde la eternidad, fijada por las estrellas o el destino. Ver a Beatrice es amarla para ascender al celeste imperio, al empíreo divino, una esca­ lada a la Trascendencia. Al am ar así divinamente, no hay disonancias ni disputas. El acorde es simultáneo y perfec­ to como la sinfonía de las esferas. Esta inteligencia cor­ dial del amor humano prefigura el paraíso mental, la mú­ sica acordada de los espíritus. En este sentido, hay un abismo entre el amor de Francesca y el de Beatrice. Y, sin embargo, la pasión infernal coexiste, como hemos visto, con el amor celestial, la inmanencia con la trascendencia. Las congojas de la pasión exigen serenidad armoniosa en el amor, la beatitud celestial ansia los tormentos e inquie­ tudes de un amor apasionado e infernal. En este caso no hay un abismo que separe a Francesca de Beatrice. A medida que nos adentramos en el Renacimiento, la pasión se sosiega, pierde su virulencia primitiva e in­ sensata, sus arrebatamientos infantiles, osados, y el amor comienza a pensarse. Deja de ser adoración beata y mu­ da, un rezo o invocación de hinojos ante una amada o amado simbólicos. La pasión se concentra en idea o ima­ gen de la persona a quien se ama y el amor se polariza en una subjetividad meditativa renacentista. La pasión se objetiva y el amor se subjetiviza. Así nace el amor al itáli­ co modo. Los sonetos de Petrarca a Laura, aunque tienen una apariencia de suspiros y cantos neoplatónicos a una idealidad soñada son, en realidad, una creación intelec­ tual de la figura de Laura. Encontrarla no es descubrirla, como para Dante. Laura es una presencia que hay que revelar, pensarla y crearla sin detenerse jamás en este prolijo trabajo de reflexión interior. ¿Se duda cartesiana­ mente de su existencia? No, el poeta quieFe eternizarla, poseerla in mente apasionadamente. El concepto petrarquesco del amor es una pasión posesiva, pues al concep­ tuar a la persona amada, la priva de realidad de presen­ 178

cia para apropiársela definitivamente. Las pasiones más ardientes son siempre conceptuales, pues mediante defi­ niciones cada vez más penetrantes y afiladas, a Laura la hace suya, la adentra en su intimidad hasta convertirla en un reflejo de sí mismo. La virtud de Petrarca es hacer humana la pasión salvaje, hirsuta, irreflexiva, medieval. Mientras los poetas provenzales desviaban la pasión o la evadían hacia una trascendencia amorosa de adoración pueril y beata, que dejaba subsistir intacta la violencia primitiva de la pasión, Petrarca al conceptuarla la culti­ va, ordena, y la humaniza al encarnarla en una figura concreta, viva. La pasión medieval era indiferenciada, sin objeto preciso, y podía satisfacerse siempre porque obe­ decía a la ley del ímpetu interior. Cuando éste nos avasa­ lla, el asalto es fulminante, sin detenerse ni reflexionar. De aquí las sorprendentes variaciones y cambios tempe­ ramentales de los personajes medievales, que desconcier­ tan y asombran a historiadores como Huizinga y Lucien Febvre. Por el contrario, el amor renacentista, más verda­ deramente neoplatónico, pagano, se fija en una criatura, concentra en ella sus ardores, la descubre, la conceptúa y piensa sin fin. Entonces nace el amor quijotesco. Era necesario destruir los últimos restos de la ideali­ zación religiosa del amor, lo que lleva a cabo Cervantes a través de una ironía tierna pero verídica y cruel del amor caballeresco. El amor a Dulcinea es, burla burlando, un retrotraer la trascendencia a la inmanencia del senti­ miento. Lo que pervive del amor quijotesco es la subjeti­ vidad del sentir. Se ha dicho que existe una influencia de Descartes en el pensamiento cervantino, que se refleja en esta concepción subjetiva del amor. Traducido a lenguaje moderno, el amor quijotesco sería «un trascender sin trascendencia »,84 84. Emst Bloch.

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Si el individuo en su proceso vital no es el mismo y se va transformando desde la juventud a la madurez, hasta el punto de que nos resulta, a veces, difícil reconocernos, el am or obedece también a esta misma ley de evolución. También la situación histórica condiciona las formas de unión amorosa. Durante la Edad Media el matrimonio no era una libre elección de los amantes; con el Renacimien­ to se racionaliza. Sin duda, sigue siendo ajeno y extraño al am or cordial, al sentimiento puro del amor, pero ya el amante puede sopesar las ventajas e inconvenientes del matrimonio. Un ejemplo de esta racionalización del amor, paralela a la conceptualización petrarquesca, la encontramos en Heptamerón, donde el joven Amadour, después de haber contemplado durante mucho tiempo a Florida, «se délibéra de l'aimer», estableciendo una dife­ rencia abisal con la idealización de los trovadores. Este personaje no se arrodilla ante su amada para adorarla y cantarla en versos sutiles, razona el amor como un geó­ metra del espacio, calcula y mide con la regla de oro de Piero della Francesca. Esta fría racionalidad es bien reve­ ladora de una etapa histórica del amor. Amadour, sólo después de un lento y minucioso examen, se decide a am ar para siempre a la mujer que ha observado y anali­ zado con profunda atención. Pero ocurre lo sorprendente: decide casarse con Aventurada y seguir amando a Florínda. Asombra este dualismo racionalista, cartesiano del amor. Las decisiones de la voluntad son fruto de una me­ ditación laboriosa, calculada. Puro materialismo y esplri­ tualismo mecanicista. División sentimental que se repeti­ rá en el matrimonio moderno. En el naciente orden burgués se sacrificará el amor al matrimonio y se dará a éste el prestigio de que carecía. El matrimonio exigía una revalorización porque, durante la Edad Media, la Iglesia lo había denigrado, como obra de la pasión diabólica, para celebrar la castidad. Pero la 180

burguesía tuvo un evidente interés en racionalizar y so­ cializar la pasión, encauzándola en el orden establecido. La dispersión amorosa a que llevaba la pasión medieval, siempre selvática y primitiva, perjudicaba sus intereses básicos. Durante los oscuros tiempos medievales, la pa­ sión había desordenado el equilibrio físico y la razón hu­ mana, llevando a los hombres al vicio y a la violencia más incontinentes. En consecuencia, la pasión no debía suble­ varse contra la Razón, ese don natural y divino del hom­ bre y base de la sociedad burguesa que nacía. La tranqui­ lidad, la armonía interior, la paz conjugada debían reu­ nirse en el matrimonio que surge como una salvación, puerto de sosiego de las pasiones y de los vicios en que había caído humillado el hombre en la anterior etapa his­ tórica. El matrimonio tiene así el significado de una res­ tauración del orden social, desintegrado por el caos del am or medieval. Por esta razón, el burgués naciente des­ confiaba de que fuera necesario en el matrimonio, cuya finalidad, en la etapa del capitalismo primitivo comer­ cial, era crear lazos sólidos entre los seres y formar el nosotros, es decir, una pareja unida por intereses. El vín­ culo conyugal realiza todo lo que una comunidad implica de participación en tareas múltiples y cotidianas; por ello esta unión debía ser pública y social. Pero esta socialidad del matrimonio excluía el sentimiento íntimo y peligroso que es el amor. Así, afirma Montaigne: «On ne se marie pas pour soi... On ne se marie autant, sinon plus, pour sa posterité, poursa famille». La burguesía comercial predicó lisa y llanamente el matrimonio sin amor, que no se com­ prende a primera vista, porque el amor crea lazos peren­ nes, pero aquella burguesía buscaba frenos contra la rea­ firmación del yo solitario y los intereses individuales. Esta concepción burguesa del matrimonio tiene su ex­ plicación en el pasado histórico. La sociedad medieval no había podido dominar el caos emotivo que originaba la 181

idealización platónica, trovadoresca del amor ni evitar los desórdenes de la pasión. En consecuencia el amor era, para estos burgueses, un espejismo engañoso, una adora­ ción insensata que correspondía al ciclo del rey Arturo, de la Tabla Redonda y de Amadís de Gaula. Se desprestigió el amor considerándolo un sentimiento ridículo, una antigualla que reflejaba la mentalidad de una clase en decadencia: la aristocracia. Además, el amor suscitaba temores porque es una ligazón de individuo a individuo que se puede romper fácilmente y no creaba una comuni­ dad indestructible entre hombre y mujer. Y se buscó una nueva forma amorosa que ahondase los afectos, profundi­ ce las sensaciones, enriquezca el alma, ensanche el espíri­ tu, acreciente los contactos humanos, cultive y racionali­ ce la pasión, impidiendo sus incendios peligrosos. Así na­ ció el amor-razón. Sin embargo, este amor-razón creado por la burgue­ sía, no fue armonioso. Entre ambos términos pronto sur­ gió una desesperada discordancia: la razón colectiva exi­ gía el sacrificio del amor para consolidarse y la razón individual prefirió el amor a la construcción social. Un espíritu tan sutil como Montaigne, afirma: «Amour, mariage on fait torp á Yun et l’autre de les confondre». El ma­ trimonio para estos burgueses representaba la dulce so­ ciedad de la vida, la amistad, la comprensión, el entendi­ miento para llevar a cabo tareas de interés común, y fuera del hogar, en las sombras, se podía gozar el amor como secreta satisfacción. La burguesía constriñó la libre expresión del sentimiento del amor por razones comer­ ciales, por intereses colectivos, pero al reprimirlo vuelve a sublimarlo. La burguesía es idealista por materialista. En el horizonte de la historia, en 1860, surge una nue­ va palabra en el lenguaje político y económico: capitalis­ mo. Así como la mercancía tiene su lado invisible, una plusvalía escondida, también el amor es la riqueza secre­ 182

ta del alma. Al desterrarlo a los suburbios de la concien­ cia, el amor se interioriza, se profundiza, ahonda y crea un contacto más real entre individuos solitarios. Esta for­ ma de amor enriquece, perfecciona la individualidad, nos hace conscientes de su poder secreto. «Es el affaire —dice Stendhal— más importante del hombre», el negocio que nos ocupa día y noche. Como la esencia secre­ ta de la mercancía, Sinnliche-unnisinliche,85 lo mismo se puede afirmar que el amor es, a la vez, visible e invisible. En apariencia, todo se compra y se vende, pues el dinero envilece cuanto toca, pero la plusvalía enriquece al hom­ bre, es su secreto que no se ve. De la misma forma, en esta nueva sociedad capitalista, brota una conciencia interior del amor que no existía anteriormente. La diferencia en­ tre el amor-razón de la burguesía comercial y el amor-in­ terior del capitalista industrial es la pobreza ascética del primero y la riqueza inversora, productiva, del segundo. En el prim er caso, la racionalidad calculada, ai frenar el impulso amoroso, privaba al amor de una realización plena, de su consumación total. En el segundo caso, la nueva conciencia del amor constituye una verdadera re­ volución sentimental, pues la finalidad del individuo es llegar al desarrollo de todas sus facultades intelectuales y sensibles. El amor es el medio para cultivar sus sensacio­ nes, emociones y sentimientos, y llevar la individualidad a su desarrollo último. En esta sociedad capitalista in­ dustrial, ya no es el amor una técnica física del cuerpo, un ejercicio de la sensualidad, como en los libros de Aretino y Brantóme, es el pensamiento interiorizado, una gimna­ sia íntima de la pasión y, como la mercancía, es la posibi­ lidad de la riqueza del eros personal. El amor, en este sentido, «es un ensayo del espíritu», como dice Daniel Lagache, o una experiencia completa de la subjetividad. 85. «Sensible-transensible» (Karl Marx).

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De esta forma, el verdadero amor es una conquista que se adquiere por la experiencia interior, lo que pedía exacta­ mente Kierkegaard. Es natural, pues, que este negocio sea el más fructífero para el hombre de la era capitalista, porque el resultado de este perfeccionamiento individual es el poder. Mediante este amor enriquecedor, el indivi­ duo se siente fuerte espiritualmente, libre, lleno de ener­ gía, capaz de emprender hazañas imprevisibles, domina­ dor. El am or interior es, como el trabajo, el origen de la potencialidad creadora de la riqueza de una sociedad. Pe­ ro esta rica subjetividad del amor se objetiva y aliena, se reifica en mercancía. Expliquemos cómo. El amor, al interiorizarse como conciencia de sí mis­ mo, opera una increíble y jamás vista concentración del individuo. En este sentido, lo potencia hasta convertirlo en el único, el Uno (Kierkegaard), el solitario. Concentra­ ción que se lleva a cabo por una espiritualización imagi­ nativa. Ya no se razona el amor, como hacía el burgués comercial que contabilizaba los sentimientos como las monedas, o el cambista del famoso cuadro de Quentin Matreys. Por el contrario, el capitalista inventa, proyecta, concibe empresas, piensa el porvenir, y el amor es tam ­ bién, para él, una operación de la imaginación creadora, una valoración intrínseca. Por consiguiente, una criatura será tanto más valiosa cuanto más codiciada sea y tanto más valdrá cuanto más cueste. Esta valoración equivale a justipreciar el valor subjetivo de la persona se hace real­ mente mercancía. Ya no se puede am ar sin previamente revalorizar el objeto amoroso como algo precioso, ex­ traño, particular. Debemos imaginarlo, sentirlo dotado de todas las perfecciones para llegar a amarlo. La persona amada es la mercancía más valiosa que existe, porque mi mente tiene el poder de concebirla atractiva, fulgurante, resplandeciente, llena de sugerencias y de encantos. Es la cristalización sentimental de Stendhal, la operación ne184

cesaría para poder amar. La imaginación amorosa que la reviste de todas las virtudes y adornos posibles, suscita la codicia ai elevar la persona amada a la condición de mer­ cancía valiosa, de objeto inalcanzable que hace más in­ tenso el deseo de poseerla. De esta forma, el amor se aliena, se objetiva y pierde la rica potencialidad de la subjetividad creadora, es decir, lo que le constituyó originariamente: la pasión. El capitalis­ ta, al objetivar interiormente el amor, lo mercantiliza, dilapidando su esencia real, lo atomiza en el mismo ins­ tante de concebirlo, pues no ama a una persona por el impulso directo de la pasión que suscita, sino por los va­ lores que se imagina posee. Entonces el amor ya no se separa del matrimonio. El capitalista se casa con una mu­ jer porque es activa, hacendosa o placentera, callada, su­ misa. Puede enumerar sus utilidades prácticas o calcular sus valores espirituales. Se trata de un am or que trascien­ de las características personales en mercancías valiosas. Este es el abismo que separa el am or del siglo XVI del amor del siglo XIX. El primero vivía oculta y vergonzosa­ mente la pasión amorosa fuera del matrimonio; el segun­ do trata de realizar el amor en el matrimonio por un cál­ culo valorativo, pero desnaturaliza y mata la pasión. Ya no am ará con apasionado deseo, sino con el cerebro, ima­ ginando, construyendo, edificando, y realiza la escisión entre el amor y la pasión natural que lo sustenta. Antino­ mia que se dibuja ya entre la imaginación creadora de la burguesía comercial, ansiosa de cristalizaciones perfectas del ser amado, y la imaginación estimativa del capitalista industrial que adorna y reviste de bondades y bellezas apetecibles al objeto amoroso, para que resplandezca y brille como un valor más cotizado y deseable en el merca­ do mundial de haciendas y productos. Tenemos una imaginación dadivosa que atribuye al amado los dones mejores que poseemos y una imagina­ 185

ción valorativa utilitaria. De esta división interior de la imaginación surge otra racional, espiritualizadora que lleva el objeto amoroso a sí mismo, lo interioriza, le da vueltas y revueltas, lo piensa hasta arderle las sienes, lo medita hasta el agotamiento. Esta investigación, laborio­ sa y subjetiva, puede terminar o no en el descubrimiento de su verdad objetiva, o su realidad verdadera. Razón, en este caso, es una tentativa de conocimiento del ser que amamos. Ahora bien, paralela a esta razón cognoscitiva, se desarrolla la razón utilitaria que calcula y mide los valores lucrativos que nos puede proporcionar la persona que amamos. Entonces, se sopesa la utilidad y convenien­ cia. Esta razón práctica, propia de la empresa capitalista, infecciona el amor de los amantes y destruye el deseo natural que implica el amor real. Durante los albores del capitalismo, es decir, desde 1848 hasta 1879, se acentúa la disociación entre amor y matrimonio. Este último se concierta por cálculos certe­ ros de la razón práctica y el amor se vive con las cortesa­ nas más célebres o las prostitutas en burdeles sombríos. Así vive la familia burguesa, «la más misteriosa institu­ ción de la era capitalista», como dice el historiador inglés Hobsbawn, pues parece contradictoria la existencia de la familia vinculadora y unitiva dentro de una sociedad competitiva e individualista basada en el lucro. Pero si examinamos más atentamente la estructura familiar, nos sorprende su semejanza a la de una fábrica. No olvidemos que las grandes empresas capitalistas surgieron de alian­ zas matrimoniales entre grandes familias industriales, como por ejemplo Siemens y Halske, los Lefevre y Prouvost, Dollfus y Mieg. Estos matrimonios se realizaron por cálculos e intereses que se armonizaban. Dentro de estas estructuras familiares el padre era la autoridad suprema que imparte órdenes y determina la existencia presente y futura de sus miembros, que son como verdaderos asala­ 186

riados. La familia era necesaria para el reposo de este guerrero-empresario, creador de riquezas que vivía en perpetua lucha y competencia con otros hombres. El amor, para él, es una beatitud doméstica, un descanso de la actividad incesante, una dulce armonía quieta en la que se desperezan marido y mujer. Sin embargo, viven el uno ajeno al otro, ignorándose. Su lejanía es completa y recí­ proca, porque han sacrificado los ideales del amor y su riqueza múltiple a la razón utilitaria, consumando la des­ trucción definitiva de la pasión por el equilibrio lógico de la unión racional. A lo máximo que podían llegar estos matrimonios era a un entendimiento pacífico, a una dul­ cedumbre sin querellas, a una tregua o armisticio de sus individualidades opuestas, basados en la distancia que crea un respeto mutuo. Pero también podía ocurrir que la lucha competitiva de las individualidades, propia de la era del capital, encendiese el conflicto en el matrimonio, creando un odio recíproco permanente, violento de rece­ los y desconfianzas, el infierno de Strindberg. Marido y mujer vivían, en esta etapa de la sociedad burguesa, una insatisfacción amorosa radical, ciertamente hambre de amor. El matrimonio cumplía la función integradora, socializadora, pero destruía el amor como pasión viva, in­ dividual. Esta disociación obligada y forzosa era debida a la instrumentalización del amor, que se convertía en un me­ dio para llegar a un fin: la consolidación de una estructu­ ra social. Cada familia era una fortaleza aislada, separada de las otras, como esos jardines ingleses creados en las fincas particulares para no verse con los vecinos, una ca­ dena de castillos arrinconados en soledades que reflejan la estructura de una sociedad atomizada de individuos encerrados en sí mismos, fumando la pipa de la soledad y la concentración calculadora. Cada familia se aísla de la otra y, también, dentro del dulce hogar cada miembro 187

vive para sí, solo. En consecuencia el amor, que es por esencia unitivo-creador, agoniza en este aislamiento constitutivo de una sociedad de individualidades. Pues el nosotros, que significa la creación de la verdadera unidad amorosa, contravendría las leyes del mercado competiti­ vo. Cada uno debe estar solo y para sí mismo; las familias, separadas. De esta forma se hace casi imposible vivir tan­ to el gran amor como los pequeños amores. Pero no por ello se puede renunciar al amor, que permanece como una promesa ideal, un más allá inasequible, un remoto paraíso perdido, una edad de oro pasada. Con razón ha dicho Georg Lukács que la novela burguesa nace de este desencanto, del desengaño del hombre, de su tristeza al tener que abdicar de sus más puros y nobles ideales ante una realidad: primero enriquecerse y después amar. Debe adaptarse, retorcer su corazón, sacrificar su alma, morti­ ficar la pasión para am ar falsamente de acuerdo a las conveniencias y cálculos de la razón instrumental. Pero como los sueños e ideales persisten, aunque se sacrifiquen a la ambición como el Rastignac de Balzac, el ansia de amor contenida y humillada se convierte en alud, en una tempestad ciega de pasiones, en furia posesiva. Emile Zola narra, en su novela Nana, las devastacio­ nes que opera una vulgar cortesana en el corazón de un poderoso hombre político, el conde Muffat, quien se arruina totalmente por poseerla. Estas anomalías trági­ co-grotescas de una pasión eran frecuentes, así como la función que desempeñaban las cortesanas en los comien­ zos y hasta las postrimerías de la era del capital. El eros contenido, la pasión sacrificada, en holocausto de la so­ ciedad atomizada, se convierte en furia codiciosa, violen­ ta y posesiva por la mujer. Así nace la querida, la amante, la entretenida que sacia los delirios imaginativos de la pasión refrenada. Los hombres sienten por estas mujeres, que describe Balzac con mano maestra en su obra Vie des 188

courtisanes, una pasión objetivada, fetichizada, como si fuesen símbolos abstractos del dinero o mercancías que se codician. Para poseer y conservar ese bien que tan ansiosamente desean, estos hombres estaban dispuestos a llegar a todo, incluso a la ruina. Pero si existe Nana, también aparece Madame Bovary, de Flaubert, novela del idealismo amoroso, del quijotis­ mo trascendental, o El primo Basilio, de Eça de Queirós, representativa de la tímida y triste debilidad amorosa. La tragedia del amor, cuyo origen es la soledad que crea la sociedad burguesa, engendra una pasión destructora, sui­ cida y, a la vez, una idealización irónica, burlesca del amor, un medievalismo retrógrado del sentimiento. La razón instrumentalizada, al convertir al hombre en un ser medido, dominado y dirigido hacia fines proficuos y lucrativos, crea un desequilibrio orgánico por ruptura de la correspondencia natural entre la razón, las emociones y los sentimientos, quedando éstos sumergidos en la no­ che callada y secreta del yo. Al quebrarse la unidad físicopsíquica del hombre, se desencadenan sorprendentes irrupciones emotivas, salvajes acometidas del deseo, arrebatos insensatos de la pasión que se manifiestan en esas renuncias a la dignidad humana, en sumisiones in­ comprensibles a unas mujeres a quienes se sacrifica insensatamente la fortuna y hasta la vida. Todo esto demuestra la inexperiencia e ingenuidad sentimental del burgués, quien, para enriquecerse sólida­ mente, se racionaliza en demasía y no presta atención a sí mismo ni reflexiona sobre qué es y lo que siente. Descono­ cimiento de su personalidad y de la de los otros que es causa del empobrecimiento de su vida sentimental y de sus tremendos fracasos amorosos. Esta derrota íntima del burgués sentimental, en el seno de su triunfo, por un cu­ rioso camino de compensación que explicaría el psico­ análisis existencia! sartriano, lo vuelca en un idealismo 189

amoroso, en una reviviscencia de los ideales pasados. Por ello, la burguesía no ha perdido la tradición caballeresca de la aristocracia ni el canto trovadoresco del amor me­ dieval. Buscará la dama única y elegida, la mujer de sus pensamientos, la Dulcinea del espíritu. Si Nana represen­ ta la pasión alienada del burgués, Madatne Bovary en­ carna su idealismo amoroso, un Quijote con faldas que busca realizar el amor absoluto que no puede jamás ha­ llar en la sociedad en que vive. Este contraste entre el ideal de amor y la realidad mezquina, expresa el antago­ nismo patético de la vida amorosa del burgués. Es interesante comprobar que el hombre no renuncia­ rá jamás a un ideal de amor y lo buscará siempre, aun entre las lobregueces y siniestras obsesiones de la razón calculadora y su actividad práctica. No olvidará nunca su idealismo quijotesco, porque necesita bañar de pureza su sórdida codicia posesiva. Ahora bien, este idealismo sen­ timental creará un distanciamiento aún más profundo entre el hombre y la mujer, una lejanía dolorosa que dará origen a nuevas idealizaciones y caídas dolorosas de los ensueños a tristísimos desengaños. Medievalismo amoro­ so, secreto y pudibundamente escondido, que subsiste junto a un pluralismo y diversidad sentimental, como si el burgués buscara compensar su ansiedad amorosa con el dandismo, imitando el andar distraído del paseante solitario que se entretiene mirando los escaparates y se enamora de una mujer como si fuese un diamante expues­ to en una joyería. Se busca la mujer hermosa, atrayente, y ésta, a su vez, un tipo de hombre seductor, varonil, ambos productos lujosos y exquisitos de una sociedad mercantilizada. Walter Benjamín,86 analiza el encantamiento del amor diverso y plural, resultado de la mirífica atracción 86. París, capital del siglo XIX.

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de los escaparates y de las galerías, como el remedio más eficaz para distraer el hambre amorosa. Entonces, el amor se convierte en un juego, placer, diversión sensible que llega al cultivo del exotismo, como en el poema de Baudelaire a una negra. Muchos personajes de Balzac po­ seen esta rica frivolidad sentimental, una capacidad de entretenimiento amoroso que desconcierta y asombra. Así, el idealismo es correlativo con este dandismo amoro­ so. Tampoco la pasión llega hasta los extremos del delirio posesivo, sino que es una fruición estética para gozar del instante más exaltado y luego abandonar la presa con­ quistada. Estas aventuras ligeras constituyen uno de los dogmas más serios del amor burgués y cuya práctica enorgullece a sus cultivadores. Es una huida de la grave­ dad peligrosa del amor y de las catástrofes financieras a que arrastraba antes una pasión avasalladora. Dentro de este estilo único, metafísico, de concebir y vivir el amor que tiene el burgués, comienza a perfilarse la conciencia histórica del am or mismo. En este sentido, aparece un libro clave: La educación sentimental.87 Por primera vez se pinta y describe el amor de un adolescen­ te, Federico Moreau, que se enamora de la imagen de una mujer entrevista en un tren, convencido de que es la única mujer que podría hacerle feliz. ¿Un amor sentimental? No, una crítica despiadada de Flaubert contra el inmovilismo paralizante de la imaginación, para recordamos que no debemos estancamos en una etapa del proceso amoroso. Si Federico consume su vida en la veneración lírica de esta imagen, es porque ha superado la adolescen­ cia sentimental, pero se ha detenido a sí mismo y congela­ do su sentir. El amor, por el contrario, se aprende vivién­ dolo, y es, como el conocimiento, una asimilación progre­ siva. En consecuencia, exige un desarrollo continuo, una 87. G u sta v e Fl a u b e r t .

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educación sentimental, una historia que se lleva a cabo mediante la temporalidad de amores sucesivos. Porque el adolescente no ama lo mismo que el hombre maduro, ni éste como el viejo. La historicidad del amor se descubre al mismo tiempo que la ciencia histórica de Marx y el evolucionismo de Darwin. La educación sentimental equi­ vale a El Capital y El origen de las especies. Paradójica­ mente, el fracaso de la revolución de 1848, escenario dra­ mático de la novela, y el desencanto del protagonista que le obliga a refugiarse en su vida íntima, lleva al autor al descubrimiento de la historicidad del yo a través del amor. Stendhal teoriza el amor-pasión en su obra El amor, pero es en Rojo y negro, donde se expresa con diafanidad el drama del amor burgués. Los protagonistas viven una realidad amorosa plena y auténtica. Aquí el amor ya no es lejanía ni poesía provenzal, es una realidad objetiva, y Madame Renal una mujer de carne y hueso a quien Julián Sorel no idealiza. La ama y la odia secretamente con toda la violencia contradictoria de su pasión. El espíritu revo­ lucionario, jacobino, del protagonista, acentúa todavía más la virulencia de su amor. La pasión ya no es una furia posesiva y enajenante de los sentidos a la que se sacrifica la fortuna y la vida, sino una ambición total de posesión objetiva. Julián Sorel no desea una mercancía valiosa, como veía el conde Muffat en la cortesana; quiere la per­ sona real y concreta de su amante. Si en Rojo y negro el amor y la pasión se conjugan y no se disocian, aparecen sin embargo regidos por una fría voluntad de dominio. Detrás de la pasión existe en Julián Sorel el implacable deseo de poseer no sólo a la criatura amada, sino también a través de ella valores extramorosos como el dinero, el brillo social, el ascenso de clase, el poder. Poseyendo a Madame Renal lograría el protagonista realizar sus pro­ pios fines ya que el espíritu lujurioso, enajenador del 192

amor es todavía muy fuerte y dominante. Sorel analiza, pesa y mide, como un empresario, sus sentimientos amo­ rosos, desvirtuándolos o desnaturalizándolos. La razón del amor ya no es, como en Petrarca, una recreación sub­ jetiva de la figura borrosa e indeterminada del ser amado, sino que es mera estrategia de una lógica instrumental. Frío y calor, nieve y fuego, rojo y negro dividen el corazón del protagonista. Pero la pasión en el burgués racionalis­ ta es, a veces, más fuerte que la razón. Y todos los planes de Sorel, tan minuciosamente calculados, se derrumban por un disparo de la pasión que, contenida y refrenada por la razón, se arrebata furiosa y estalla con violencia criminal. «La razón es la mejor maestra de la vida».88 Estos ejercicios espirituales de la burguesía ambiciosa terminan en una explosión trágica porque no se pueden sacrificar los sentimientos a la ambición de poder, al afán de dominio, sin pagarlo con el hundimiento personal. En esta etapa de florecimiento consciente y revolucio­ nario, el amor burgués, aun pese a estas deformaciones, es una realidad concreta: los hombres aman y las mujeres son amadas. Pero desdichadamente se fue creando un egoísmo secreto, posesivo, entre los amantes. El uno se convierte en instrumento de la realización del otro y la lucha estalla ciega, apasionada. Drama interior que refle­ jarán las obras de Strindberg. Hasta que, finalmente, se llega a descubrir, quizá como idea consoladora, que el amor lo sentimos solos, aislado en nosotros mismos. Amamos subjetiva e interiormente, pero no somos ama­ dos nunca. Este escepticismo que refleja Proust en toda su obra es resultado del egoísmo originario del amor bur­ gués. Al am ar cada uno por su lado, nunca se posee la certidumbre de ser amado por otro. Separados y escindi­ dos, este tipo de am ores la incomunicación completa. Por 88. W ern er Som bart,

El burgués.

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esta causa, el amor se subjetiviza, pierde ímpetu posesi­ vo, deseo violento, sincera objetividad. Nace y se crea dentro del corazón solitario y constituye una vuelta al idealismo lírico del sentimiento. Ya no se ama con pasión ni con profundo deseo de unidad real, como los persona­ jes de Stendhal. En esta forma de amor, el amante, en lugar de perse­ guir, con minuciosa atención objetiva, todos los movi­ mientos intimos de la persona a quien ama, se interna en sí mismo para imaginarla y concebirla. Llega así a lo que Hegel llama el «sujeto como objeto», y descubre la otredad del yo. Como resultado de esta sumersión en la interiori­ dad anhelante, nace el amor subjetivo. Proust, el gran analista de este sentimiento, afirma que el amor es una creación personal y el ser que creemos am ar es solamente el soporte objetivo de los propios sueños, emociones y sentimientos. Al espiritualizarse o subjet ivizarse así el amor, sin duda se profundiza, se realiza totalmente por­ que pierde la razón calculadora y egotista que padecía, pero nos aísla pérfidamente en la soledad más radical y absoluta. El amor se convierte en el Todo del yo, en la racionalidad más pura de los más mínimos movimientos y agitaciones íntimas. De esta forma, se pierde conciencia de la realidad de la persona amada, que llega a convertir­ se en figura inconsútil, sombra sin contornos. Pero la pa­ sión contenida del burgués racional vuelve a estallar, ma­ nifestándose como una dinámica de la angustia. Entoces el amor es, como Dios, «el fantasma infinito»89 que busca­ mos desesperadamente y no podemos alcanzar. Esta des­ asosegada inquietud expresa la ausencia de la persona amada que se nos escapa como presencia, y al hacerse remota la pasión desenfrenada se lanza a su búsqueda. Amor individualista, y solitario, burgués en definitiva. 89.

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G.W.F.

H

eg el.

que podría definir Kierkegaard como un tratado de la desesperación. Sin embargo, la subjetividad puede sumergirse toda­ vía más en sí misma, hasta llegar a las raíces sombrías del subconsciente individual y colectivo. Ulises, de Joyce, es un sueño lúcido porque el monólogo interior, el autoaná­ lisis se desintegran en átomos de conciencia, son como fogonazos de luz en una noche perpetua de ilusiones lógi­ cas y pesadillas terribles. Este amor se vive hundido en una soledad poblada de imágenes aisladas, de palabras sueltas, de salpicados collages del recuerdo, es una verda­ dera desintegración proyectada y calculada. No extraña, pues, el conturbado relato de otra obra suya,90 donde la protagonista Anna Livia Plurabelle va disolviendo su ser en una sucesión inconexa de diferentes personificaciones. «Tú conoces a Anna Livia porque, naturalmente, todo el mundo la conoce», queriendo significar que es el Agua, la Tierra fecunda, Eva, Isis, Istar, la Madre, la Hija, la Se­ ductora, la Historia, la Ciudad. Los otros que amamos se hacen yos propios y quiebran nuestra unidad esencial. Amar sería disociarse intimamente por obra ajena, des­ incorporarse progresiva e inevitablemente, una decaden­ cia. Anna Livia se arroja al m ar desde la ribera juvenil de donde procede el amor que fue, para ella, entregarse al vacío de la mera consumación y la pulverizó en partícu­ las cenicientas. En tragedia metafísica termina el amor tan sesudo, prudente, racional de la burguesía. Sin duda Joyce la desorbita un tanto, pero constituye una exposi­ ción precisa de cómo la interiorización del amor burgués puede llevar a una absoluta racionalidad demoledora que penetra, taladra y destruye la unidad natural del senti­ miento. Al desmenuzar la espiritualidad del amor en vi­ vencias íntimas y monólogos solitarios lo convierte en 90.

Finnegans Wake.

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una ensoñación quimérica. El amor ha muerto como existencia cierta, palpable y es sólo una fuga musical que arrebata unos instantes para desintegrarnos, enlodarnos en la carnalidad de la pasión más ciega y abyecta. Triste final de una burguesía espiritualista dividida entre el amor puro como razón aislada y la pasión sucia, arcana, primitiva. Ángel y bestia, tomismo y sensualismo, don­ juanismo espiritual y burdel animal son formas de reali­ zar el amor en la tradicional sociedad burguesa raciona­ lista y reprimida. Las individualidades exasperadas y competitivas, lu­ chando rabiosas entre sí, crean la irracionalidad conjuga­ da con el racionalismo más lúcido, el inconsciente enlaza­ do y maridado con la conciencia más alerta. Todo esto configura una situación de soledades recias, firmes, abso­ lutas, que dificultan esa unidad de los seres que significa el amor. Un poeta, Antonio Machado, fue consciente de esta realidad al descubrir la esencial heterogeneidad del Otro (en realidad, la otredad del Yo) y se lanzó en su bús­ queda. Pero, él mismo, no pudo escapar a este subjetivis­ mo radical y la sociedad en que vivió le forzó a encerrarse en una interioridad idealista del amor y a contentarse resignado con sus amores, ideales y metafísicos, por Guiomar. La separación de los sexos y su aislamiento re­ cíproco para afirmar la estabilidad social, era uno de los signos de la sociedad burguesa española de su tiempo. «La formación de dos universos opuestos es el propósito de la educación diferencial».91 El resultado de esta sepa­ ración radical de los sexos es «un amor ideal, idolátrico, mágico, sublimado», más propio del idealismo caballe­ resco de la sociedad feudal que del capitalismo. A la sole­ dad recíproca se añadía la represión de la mujer, «in­ ternalizada de tal forma que su propia función como mu­ 91. Vicente Verdú.

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jer es la represión».92 Toda esta vivencia sentimental era resultado de una sociedad basada en la avaricia y la segu­ ridad, capitalismo primitivo de acumulación que trajo la soledad e incomunicación de las individualidades. Los tiempos en que se rendía culto a la virginidad, «alacena histórica»,93 el ahorro, el matrimonio seguro y estable, han desaparecido. El capitalismo monopolista en su expansión productiva crea una nueva sociedad de con­ sumidores, hedonista y goza dora. Y nace un nuevo paga­ nismo, con su panteón de dioses e ídolos. Marcuse señaló, con agudeza, la diferencia entre el amor burgués profun­ do, idealizado, pese a su utilitarismo, y la sexualidad li­ bre del capitalismo tardío. Aquellas soledades y distanciamientos que exigía la sociedad burguesa para su esta­ bilidad y orden, creaban un exaltado idealismo amoroso. Los solitarios, más que nadie, tienen hambre de unidad, pues sufren espantosamente de su propio aislamiento. Por ello el amor era una idea y, a la vez, una solución a sus soledades. Ana Karenina conserva este ideal amoroso, al paso que Santuario, de Faulkner, es pura furia del sexo, desublimación, poesía del desenfreno y canto a la violen­ cia apasionada. El am or absoluto sublimado realiza en su exaltada pureza, a la entrega total de sí mismo a otro. Por el contrario, la pasión pura, erótica y posesiva, nos impulsa al asesinato, a la destrucción del objeto sexual o de la persona que nos enajena y enfurece. Es la versión neocapitalista moderna de los personajes burgueses de Nana y Vida de las cortesanas, pero al revés, pues la pa­ sión llevada al paroxismo, en vez de arruinar al amante asesina a la amada, que es causa de la furia fetichista y sexual de la pasión. La satisfacción inmediata de los de­ seos, la facilidad consumista del sexo, apacigua y tran­ 92. Carlos Castilla del Pino.

93. Vicente Verdú.

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quiliza la protesta critica, racional, del intelecto. Las po­ sibilidades revolucionarias que contenía la moral ascéti­ ca y represiva del capitalismo primitivo quedaron eliminadas por la desenfrenada libertad sexual en su eta­ pa monopolista. La interesante novela marxista La mujer del teniente francés,94 analiza el contraste entre el amor como pasión profunda y teleológica, que permite a los amantes reali­ zar por el am or los fines que persiguen, frente a la intras­ cendente y alienadora libertad amorosa de los felices años sesenta, donde el amor es un entretenimiento frívolo sin esperanzas, una aceptación de sí mismo y de la reali­ dad social. En efecto, si tenemos todos los deseos satisfe­ chos, gozaremos de una conciencia feliz y estaremos dis­ puestos a olvidar y hasta perdonar las injusticias de la sociedad. Esta liberación de la sexualidad y de la agresi­ vidad revela su función realmente conformista y estabili­ za dora. El amor, cuando es sólo placer, engendra sumi­ sión y pérdida de los fines propios, de ideales concretos. No buscaremos, como antes, una mujer a través del amor. Encontramos una, luego otra, las poseemos alegremente como objetos que se consumen rápida y gozosamente, sin darle mayor importancia. El resultado de esta operación neocapitalista sobre el amor es una localización de la pa­ sión a experiencia sexual empírica. Esta fiesta continua erosiona el sentimiento de felicidad, porque el placer que proporciona es parcial y limitado. Mientras el amor con­ lleva todas las posibilidades, el disfrute de estas satisfac­ ciones eróticas sucesivas despierta una angustia infinita. Esta constricción del amor a una pasión limitada y obje­ tivada, trae como consecuencia la desublimación total, es decir, la pérdida de la idealización amorosa. Ya no se busca el amor ni tampoco se piensa. Es una actividad 94. John Fowles.

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puramente local y concreta que engendra una neurosis específica: el descontento en el contentamiento, la in­ satisfacción de la satisfacción generalizada. Sin embargo, es necesario reconocer que la comunica­ ción entre hombre y mujer es más directa y espontánea, que la entrega recíproca es inmediata y que de esta forma se han creado las bases de un futuro amor humano y tras­ cendental. Pero, a la vez, el neurótico vacío que deja esta forma de satisfacción sexual engendra una violencia des­ medida que se traduce en la intrascendencia del amor lúdico, la diversión gozosa. Asi, volvemos al punto de par­ tida: al clasicismo burgués del amor. La pasión sigue des­ pechada e insatisfecha y estalla con un ímpetu desmedi­ do, aniquilando todo lo que posee. Claro está, no se consu­ me a sí misma ni se arruina en un suicidio global, pero tiene el poder de aniquilar todo lo que posee. Esta pasión fungible, dotada de infinitud, no puede saciarse nunca y busca siempre nuevos objetivos eróticos en que agotar su energía pulsiva. Al revés de Hegel, que descubría el objeto dentro del sujeto, en este caso la pasión es ella misma su propio objeto y su finalidad última. El joven amante de la sociedad consumista busca consumir y agotar en aventu­ ras su propia pasión insatisfecha. La pasión se consume, pues, en la violencia concentrada o en la sucesiva diver­ sión frívola, nueva manipulación objetiva de sí mismo. Al no entregamos ni comprendemos, el amor vuelve a ser más necesario que nunca. Pero como se le ha hecho remoto, lejano, parece una estrella de otra galaxia, «Luft von anderen Planeten»,95 una música trascendente. Para­ dójicamente, el amor, que en nuestros días resulta tan asequible, y fácil llegar a él, se ha convertido en una em­ presa que exige esfuerzos inmensos para conquistarlo y sentimos que está tan más allá de nuestras posibilidades 95.

«Aire de otros planetas» (Stefan George).

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como un Dios inasequible. Y esta es la tragedia de nuestra modernidad: al perder el am or su idealidad trascendente o sublimidad, su inmanencia al yo, no lo encontramos. El amor es, así, un absoluto situado al margen de nuestras posibilidades, y la pasión es un delirio posesivo y objeti­ vo, la mercancía suprema, el juguete erótico, la diversión metafísica, ya que solamente puede darnos, en su nove­ dad y renovación permanente, la satisfacción infinita de su consumo. De las atractivas y sexuales mujeres moder­ nas, no se puede afirm ar lo que decía Balzac de la prosti­ tuta Esther: «En ella, la ternura florecía solamente en infinitud». Si la tragedia de Madame Bovary no puede repetirse en la moderna sociedad liberadora, al no existir las limi­ taciones sociales ni «el romanticismo del desengaño»,96 por necesaria adaptación a un mundo de utilitarismo lu­ crativo, tampoco caben ilusiones sobre el amor. Carente de su idealismo o quijotismo, no por ello florece como una realidad total y se ha convertido en una mercancía útil y práctica. Es indudable que ya no se calcula ni mide racio­ nalmente el amor, ni se especula y piensa sobre él; se vive como algo que satisface, pero no nos ayuda a ser ni nos trasciende. Al utilitarismo burgués racional y medido, ahorrativo y prudente, le ha sucedido un hedonismo ilimitado fruidor y consumidor de seres y cosas. Si Madame Bovary se desgarró para adaptar sus sueños a la realidad, sin poder renunciar a su ideal de felicidad, las mujeres u hombres de nuestro tiempo renuncian voluntariamente a la tras­ cendencia del amor, por esa satisfacción inmediata gozo­ sa, pero ilusoria, que proporciona la circulación incesan­ te de las mercancías. No es la producción ni tampoco el consumo, como dice Marx, la finalidad del capital. Y lo 96.

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Georg

L uk Ac s .

que nos hace finalmente dichosos es la posibilidad de po­ sesión sin fin de la pasión amorosa, el viaje a Cyterés. A la vez, este amor sin amor es una quietud sin inquietud ex­ ploradora, una superficial e ilusoria, objetiva y alienadora posesión. Si el am or parece que haya desaparecido de nuestro horizonte inmediato, no deja de ser lo que es: una reali­ dad inmanente al hombre con sus posibilidades infinitas, que permanece a la espera de cumplimiento futuro.

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ÍNDICE

Prefacio

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El amor nuestro de cada día .................................. a) El Ojo y la Mano ............................................. b) El Yo y el Nosotros .......................................... El amor como espíritu .......................................... El amor como naturaleza ...................................... Amor subjetivo y amor objetivo ........................... Amor natural y amor humano ............................... Amor relativo y amor absoluto ............................... Historia natural y humana del amor .................... El amor como ensoñación y deseo ........................ El amor y la ansiedad ............................................. El amor y la pasión como libertad ........................ El amor como pensamiento ................................... Historia de la pasión .............................................. El amor como pasión ............................................. El amor y el tiempo ................................................. El amor y la muerte ................................................. El amor y la historia .............................................

9 15 17 21 38 48 62 83 87 96 106 109 112 123 133 142 156 166

Carlos Gurmcndez prosigue en esta obra su reflexión filosófica sobre la condición humana del amor. Si en otros estudios anteriores analizó la concepción subjetivista del amor, en este libro nos abre a una ontología del amor como realidad cotidiana y social. Por ser el amor una realidad radical que se origina desde nuestro ser, que le pertenece, no es privilegio ni propiedad de unos pocos especialmente aptos para vivirlo, sino que es una realidad social común a todos los hombres, y tan necesario para vivir como la misma vida. Carlos Gurméndez estudió Derecho y Filosofía en la Universidad de Madrid. Colaborador asiduo en revistas como Revista de Occidente, Cuadernos para el Diálogo, Sistema, ínsula, etc., y periódicos como El País, El Sol, La Voz de Galicia, ha publicado diversas obras de ensayo filosófico: Teoría del humanismo, Ser para no ser (ensayo de una dialéctica subjetiva), El secreto de la alienación, El tiempo y la dialéctica, El hombre actor de sí mismo (ensayo de una antropología dialéctica) y Teoría de los sentimientos.