Estudios sobre cultura, guerra y política en la Corona de Castilla (siglos XIV-XVII) 8400085779, 9788400085773

El libro se estructura en dos grandes bloques: el primero, denominado "Cultura, guerra y sociedad en la Baja Edad M

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Table of contents :
ÍNDICE
Elogio al estudioso de la historia militar
INTRODUCCIÓN
I
Cultura, Guerra y Sociedaden la Edad Media
ANÁLISIS DE UNA BATALLA: NÁJERA 1367
LA CABALLERÍA Y LA IDEA DE LA GUERRA EN EL SIGLO XV: EL MARQUÉS DE SANTILLANA Y LA BATALLA DE TOROTE
INNOVACIÓN Y TRADICIÓN EN DON ÁLVARO DE LUNA
EL TRONO DE JUAN II EN EL «LABERINTO DE FORTUNA»
La CORTE como ESCENARIO DE PODER: EL CASTILLO-PALACIO DE ESCALONA y ÁLVARO DE LUNA
TRES PERSONAJES DEL OTOÑO MEDIEVAL CASTELLANO: FERRÁN MARTÍNEZ, JUAN CARRILLO DE TOLEDO Y MARCOS GARCÍA DE MORA
Los símbolos del poder real en las monedas de Pedro I de Castilla
el tesoro de don Álvaro de Luna en el castillo de Escalona
Las monedas del príncipe Alfonso 1465-1467
II
La guerra y la paz en la literatura del Siglo de Oro
EL ARTE DE LA GUERRA EN «EL PRÍNCIPE CRISTIANO» DE PEDRO DE RIVADENEYRA
LA IDEA DE LA GUERRA EN LA OBRA DE FRANCISCO DE QUEVEDO
LA CONCEPCIÓN DE LA GUERRA Y LA PAZ EN LAS «EMPRESAS POLÍTICAS» DE SAAVEDRA FAJARDO*
FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA
ÍNDICE DE NOMBRES Y LUGARES
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Estudios sobre cultura, guerra y política en la Corona de Castilla (siglos XIV-XVII)
 8400085779, 9788400085773

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ISBN 978-84-00-08577-3

FERNANDO CASTILLO CÁCERES

ESTUDIOS SOBRE CULTURA, GUERRA Y POLÍTICA EN LA CORONA DE CASTILLA (SIGLOS XIV-XVII)

MONOGRAFÍAS 27

MONOGRAFÍAS 27

5. Los afrancesados. Luis Barbastro Gil. 6. El matemático. Arturo Azuela (ed.). 7. El África bantú en la colonización de México (15951640). Nicolás Ngou-Mve. 8. A las órdenes de las estrellas. M.ª Dolores González Ripoll. 9. Trillar los mares. Salvador Bernabéu Albert. 10. El Quijote vivido por los rusos. Vsevolod Bagno. 11. Estructuras gramaticales de hindi y español. Vasant Ganesh Gadre. 12. Insula Val del Oman: Gonzalo Sáenz de Buruaga (coordinador). 13. Entre, antes, sobre, después del Anti- cine.Varios autores. 14. Mujer mujeres, género. Susana Narotzky. 15. Del «marco geográfico» a la arqueología del paisaje. Almudena Orejas Saco del Valle. 16. La República de las Letras en la España del siglo XVIII. Joaquín Álvarez Barrientos, François López e Inmaculada Urzainqui. 17. Franco, Israel y los judíos. Raanan Rein. 18. Confesión y trayectoria femenina. María Helena Sánchez Ortega. 19. La serpiente de Egipto. Amelina Correa Ramón (ed.). 20. Base molecular de la expresión del mensaje genético. Severo Ochoa. 21. La nueva diócesis Barbastro-Monzón. Historia de un proceso. Juan Antonio Gracia. 22. La Fundación Nacional para Investigaciones Científicas (1931-1939). Actas del Consejo de Administración y Estudio Preliminar. Justo Formentín Ibáñez y Esther Rodríguez Fraile. 23. Envejecer en casa: la satisfacción residencial de los mayores en Madrid como indicadores de su calidad de vida. Fermina Rojo Pérez y Gloria Fernández Mayoralas (coord.). 24. Necesidad de un marco jurídico para el desarrollo rural en España. José Sancho Comíns, Javier Martínez Vega y María Asunción Martín Lou (eds.). 25. Homenaje a D. José María Albareda, en el centenario de su nacimiento. María Rosario de Felipe. 26. Características demográficas y socioeconómicas del envejecimiento de la población en España y Cuba. Vicente Rodríguez Rodríguez, Raúl Hernández Castellón y Dolores Puga González. 27. Estudios sobre cultura, guerra y política en la Corona de Castilla. Fernando Castillo Cáceres.

ESTUDIOS SOBRE CULTURA, GUERRA Y POLÍTICA EN LA CORONA DE CASTILLA (SIGLOS XIV-XVII)

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CSIC

Consejo Superior de Investigaciones Científicas

El presente volumen, titulado Estudios sobre cultura, guerra y política en la Corona de Castilla (siglos XIV-XVII), se estructura en dos grandes bloques dedicados a diferentes cuestiones referidas al periodo que se extiende entre los últimos siglos de la Edad Media, cuando ya aparecen nítidamente rasgos propios de la modernidad, y el final del Siglo de Oro. La selección agrupa trece trabajos en dos apartados. En primer lugar se encuentra el bloque denominado «Cultura, guerra y sociedad en la Baja Edad Media», el más numeroso de todos, que incluye las aportaciones dedicadas a diferentes asuntos de los siglos XIV y XV, en las que se entrecruzan la política, la cultura, la historia de las mentalidades y la historia militar, tanto en lo referido a las fuentes como al ámbito del trabajo. El segundo de los apartados, titulado «La guerra y la paz en la literatura del Siglo de Oro», reúne tres trabajos dedicados al pensamiento acerca del fenómeno bélico en los textos de otros tantos escritores de la época como Francisco de Quevedo, Diego Saavedra Fajardo y Pedro de Rivadeneyra. La obra que ahora se edita es una recopilación de estudios dedicados a diferentes aspectos vinculados con la cultura, la sociedad y la guerra, algunos de ellos editados hace ya tiempo, en algunos casos en publicaciones de difícil acceso, que han tenido en su mayor parte una difusión restringida.

FERNANDO CASTILLO CÁCERES

ESTUDIOS SOBRE CULTURA, GUERRA Y POLÍTICA EN LA CORONA DE CASTILLA (SIGLOS XIV-XVII)

Consejo Superior de Investigaciones Científicas MADRID, 2007

Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por ningún medio ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, asertos y opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, sólo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.

Catálogo general de publicaciones oficiales http://www.060.es

© CSIC © Fernando Castillo Cáceres NIPO: 653-07-113-9 ISBN: 978-84-00-08577-3 Depósito Legal: M-47395-2007 Compuesto y maquetado en el Departamento de Publicaciones del CSIC Impreso en: Estilo Estugraf Impresores, S. L. Pol. Ind. Los Huertecillos - nave 13 - 28350 CIEMPOZUELOS (Madrid) Impreso en España. Printed in Spain

Para Maria Dolores López y Alonso de Nora Para Fernando Castillo López, Diego Castillo López, Amparo y Fernando

ÍNDICE Prólogo ................................................................................................................ Introducción ........................................................................................................

9 17

I CULTURA, GUERRA Y SOCIEDAD EN LA EDAD MEDIA Análisis de una batalla: Nájera 1367 ................................................................... La caballería y la idea de la guerra en el siglo xv: el Marqués de Santillana y la batalla de Torote .............................................................................................. Innovación y tradición en don Álvaro de Luna ................................................. El trono de Juan II en el Laberinto de Fortuna .................................................. La Corte como escenario de poder: el castillo-palacio de Escalona y Álvaro de Luna ............................................................................................................ Tres personajes del otoño medieval castellano: Ferrán Martínez, Juan Carrillo de Toledo y Marcos García de Mora .............................................................. Los símbolos del poder real en las monedas de Pedro I de Castilla ................. El tesoro de don Álvaro de Luna en el castillo de Escalona .............................. Las monedas del Príncipe Alfonso (1465-1467) ................................................

31 79 113 183 219 243 255 269 289

II LA GUERRA Y LA PAZ EN LA LITERATURA DEL SIGLO DE ORO El arte de la guerra en El Príncipe Cristiano de Pedro Rivadeneyra.................. La idea de la guerra en la obra de Francisco de Quevedo ................................ La concepción de la guerra y la paz en las Empresas Políticas de Saavedra Fajardo .............................................................................................................

307 327

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA .........................................................................

397

ÍNDICE DE NOMBRES Y LUGARES ............................................................

443

359

7

Elogio al estudioso de la historia militar De acuerdo con el parecer de los clásicos, recordado por los intelectuales europeos del Cuatrocientos, la historia tiene y debe procurar su principal filón en la materia militar. Al ocuparse de los res gesta, el De oratore ciceroniano se mueve en torno a esta idea, que se valida cada vez que uno lee a los historiadores griegos y romanos; además, y sobre todo, el maestro de la prosa latina destaca, a través de Marco Antonio (abuelo del célebre triunviro), el placer inigualable que deriva de leer historia, frente a la, por lo común, difícil digestión del áspero tratado filosófico. No puede extrañar, por lo tanto, que, al referirse a las lecturas más apropiadas para el noble, Alfonso de Cartagena (pues seguramente es él quien está tras la Epistula directa ad inclitum et magnificum virum dominum Petrum Fernandi de Velasco, Comitem de Haro) deje caer tan rotunda afirmación: Cronice quoque militaribus viris perutiles sunt. Aquí, el Obispo de Burgos se ampara tácitamente en una larga tradición retórica que había cantado las excelencias de la historia; por el contrario, su defensa de este género literario por abundar en referencias militares es manifiesta, con lo que coincide con otros tantos testimonios contemporáneos. A lo lejos, aunque con nitidez, se divisan varias auctoritates clásicas, particularmente Cicerón, cuya máxima historia magistra vitae resuena con fuerza desde el recién citado De oratore. Tamaña reivindicación del ejercicio del historiador es una de las aportaciones del temprano Humanismo, que prestó especial atención a la apología que 

Salustio hace de su propio oficio en los introitos al De coniuratione Catilinae y el De bello Ihugurtino. En breve, a la Historia (ahora en mayúscula) se le abriría la puerta grande en el orden de las ciencias, para completar el panorama de las Siete Artes Liberales, también acompañadas por la Poesía y la Filosofía Moral. El camino era éste, por utilidad y por placer, considerada además la fascinación que las hazañas bélicas ejercían en el lector de todos los tiempos, como se pone de relieve en numerosos prólogos y dedicatorias del Medievo tardío y temprano Renacimiento, según acabo de señalar. Básicamente, esta idea permaneció activa hasta la primera mitad del siglo pasado, en que la historiografía comenzó a seguir otros derroteros, marcados en gran medida por Annales (revista nacida en 1929) y por los estudios sociales. Merece la pena recordar que, dejadas aparte algunas prospecciones de nuevo cuño (que han afectado mucho más si cabe a los estudios literarios), el final de esta época se ha producido gracias a una inteligente y beneficiosa revisión de la historia social como herramienta de análisis, a una resurrección de la materia militar como ingrediente básico y, en paralelo, al recuerdo de que la escritura histórica supone, antes de nada, una voluntad de estilo por parte de quienes la cultivan (a este respecto, la escuela británica viene mostrando su proverbial magisterio). Acerca del primero de esos tres cambios nada he de decir, pues se trata de una aportación absolutamente novedosa de la historiografía moderna; respecto de los otros, hay que convenir en que, en el pasado, el aprendiz de historiador partía de las dos premisas indicadas: por lo que a la materia respecta, el discurso histórico había de articularse en referencia a guerras y batallas, si es que no hacía de ellas su verdadero epicentro; en lo que atañe a su forma, la escritura histórica poseía el prestigio que le daba el hecho de que, desde la Antigüedad clásica, su valoración literaria fuese la de opus oratorium maxime. ¿Cómo se traducen ambos hechos en el presente? Comprobemos, sin ir más lejos, cómo, en quioscos y mostradores de librerías, la historia militar retorna vigorosa para alcanzar, más que al lector iniciado, al gran público. Éste siente especial —y lógico, cabe decir— interés por lo más inmediato, en atención a los conflictos bélicos del siglo xx, ya sean de carácter nacional (tras la derrota ultramarina del 98, vienen el Barranco del Lobo y la Semana Trágica, 10

Annual y el desembarco de Alhucemas, la Revolución de Asturias en 1934 y nuestra Guerra Civil, con Guadarrama, Guadalajara, Madrid, Teruel o el Ebro) o internacional (con la Segunda Guerra Mundial y todos los sucesos a ella ligados, entre los que Stalingrado y Berlín han merecido especial atención en fecha reciente). Despierto el apetito del lector medio, el consumo de literatura militar no hace sino crecer y crecer a pasos agigantados para luego alcanzar al cine y la televisión, nunca refractarios de entrada a los temas militares, ni siquiera en las épocas menos favorables. Como en el pasado, al historiador moderno tampoco se le escapan las posibilidades que la materia militar le ofrece desde el punto de vista narrativo, al permitir un relato trabado, dinámico y ciertamente goloso para el lector; por ello, son cada vez más frecuentes las incursiones del novelista en un terreno reservado en principio para los historiadores, superado con creces el ámbito de la novela histórica, y hasta el del ensayo ligero, para dar en la que, sin ambages, debe etiquetarse como alta investigación. Además, el placer que proporcionan las hazañas bélicas es tal que, por mucho que al relatárnoslas se abunde en datos ricos y precisos, resulta verdaderamente difícil desembocar en el puro tedio, ya se desgranen las gestas de los contendientes en su día a día, y hasta de hora en hora, o se llegue al puntillismo extremo en datos y cifras (a la manera, pienso yo, del general Ramón Salas Larrazábal en sus estudios en torno a la Guerra Civil, ejemplares por muchas razones). En cualquier caso, gracias a los correctivos de algunos historiadores de fama, el paisaje que contemplamos hoy resulta radicalmente distinto al de hace unos años, en que imperaba el plúmbeo trabajo de historia social en atención al campesinado de una región concreta, y siempre dentro de un estrecha franja cronológica. Las investigaciones de esa naturaleza nacían inevitablemente lastradas por su tono monocorde; sin embargo, la innegable tiranía ejercida por la actualidad académica de una época ya del todo superada (¡cuán efímeras resultan las novedades cuando lo que se pretende es conmover los cimientos de toda una tradición!) potenció los análisis de esa índole y estimuló a una legión de epígonos de Annales (que, por cierto, carecían en su mayoría de las virtudes de Lucien Febvre, Marc Bloch y otros conspicuos representantes de dicha corriente de análisis), mientras a los estudiosos del 11

hecho militar los estigmatizó o, como poco, los dejó en los márgenes. En circunstancias tan adversas, hubo historiadores que resistieron embates y más embates, haciendo así gala de su resistencia y esfuerzo. La historia, no obstante, ha vuelto inevitablemente a sus raíces, sin necesidad de expulsar o estigmatizar a nadie, con independencia de su método, toda vez que la Antropología Cultural y la Historia de las Ideas, que a todos hermanan, se muestran especialmente acogedoras. Éste es el presente, que ha cerrado no pocas heridas y ha deshecho un sinfín de entuernos; ahora bien, si tendemos la vista y alcanzamos a un pasado no tan lejanos, aún percibimos los prejuicios que había de soportar el estudioso de la milicia, de las armas y de los uniformes militares, como también el amante de la táctica militar o las fortificaciones. Acaso sólo pasaban mayores fatigas los apasionados de la vexilología o los especialistas en heráldica (y nadie piense, ni por un instante, en cuantos se ganan la vida dibujando escudos de los apellidos en papel pergamino o tallándolos en falsa piedra), a pesar de que una y otra fueron materias sistemáticamente abordadas por los grandes tratadistas desde el Medievo en adelante, tanto nacionales (pienso en Diego de Valera o Fernán Mejía en el siglo xv) como internacionales (con el trecentista De insigniis et armis de Bartulo de Sassoferrato al frente de los muchos que vendrían luego); sin embargo, al igual que aquellas otras, ambas especialidades fueron relegadas, por lo común, a publicaciones rancias y a algún rincón perdido en las tiendas de efectos o miniaturas militares. ¿Acaso obrábamos de manera distinta los historiadores de la literatura? No, por cierto; de hecho, la literatura militar de la Castilla de la Baja Edad Media, constituida por una larga lista de títulos y sustentada sobre nombres del mayor prestigio (desde Alfonso X en adelante, con la importantísima aportación que supone la legislación caballeresca de la Segunda partida), sólo se ha ido recuperando —y, en algunos de sus capítulos, con innegable lentitud— en los últimos veinticinco o treinta años. Para ello, se ha contado con el soporte que ofrecían unos cuantos maestros, entre ellos ese formidable romanista que es Martín de Riquer, a quien desde estas líneas rindo nuevo y merecido tributo. Su magna aportación en todos los terrenos citados (a través de rebuscas en la épica, la ficción literaria, las crónicas, los tratados, los documentos o las actas en que se recogen los pasos de 12

armas) sirve para liberar de cualquier complejo al estudioso de la milicia entre el tardío Medievo y los años del Quijote, cronología en la que se mueve, precisamente, este libro de Fernando Castillo. Tras la senda abierta por el certero maestro catalán, unos cuantos nos hemos ocupado de los tratados de re militari, con el propósito de colmar una llamativa laguna en nuestros estudios literarios. Dejados aparte varios trabajos propios (me conformo con citar no el primero sino acaso el más cuajado de todos los por mí escritos, «La militia clásica y la caballería medieval: las lecturas de re militari entre Medievo y Renacimiento», Evphrosyne. Revista de Filologia Clássica, 23 [1995], pp. 83-97), es obligado aludir a tres hitos que lo son de veras; en orden de publicación, me refiero a una antología, la de José María Viña Liste, Textos medievales de caballerías, Madrid: Cátedra, 1993; a un libro de conjunto sobre el fenómeno, el de Jesús Demetrio Rodríguez Velasco, El debate sobre la caballería en la Castilla del siglo xv. La tratadística caballeresca en su marco europeo, Salamanca: Junta de Castilla y León, 1996; y a un manual que se ocupa de esta literatura en decenas y decenas de páginas, el de Fernando Gómez Redondo, Historia de la prosa medieval castellano, Madrid: Cátedra, 1998-2007. Con un panorama como el que describo, queda claro que, hasta hace bien poco, ni los historiadores podían abrir los ojos a los filólogos ni al contrario. Téngase en cuenta, además, que los estudiosos de ambos grupos se hallaban ilógicamente incomunicados, marcados, de hecho, por un mutuo desconocimiento que, a menudo, costaba carísimo. Este estado de cosas es difícil de entender, sobre todo tras comprobar que, en los orígenes de ambas escuelas, encontramos a un historiador como Manuel Gómez Moreno, especialmente sensible a lo literario y lo filológico, y a un filólogo como Ramón Menéndez Pidal, que cimentó su labor a través de unos estudios históricos que constituyen la otra vertiente de su obra. Con todo, durante un periodo demasiado largo, los derroteros seguidos por historiadores y filólogos (a pesar de la marca indeleble que dejó la férula pidaliana en los estudios históricos y filológicos) fueron distintos por completo; de hecho, podría decirse que sus caminos eran paralelos, por lo que parecía imposible cualquier encuentro futuro. Así las cosas, los escasos trabajos que se apoyaban en ambos universos referenciales eran especialmente bienvenidos. 13

Tan benéfica suma de fuerzas e intereses había de despertarse nuevamente desde un ámbito distinto a los indicados, como de hecho ocurrió. Por una parte, el cambio fue inducido por un hispanismo internacional que, casi por principio, no hacía distingos entre lengua, literatura y cultura españolas. Al respecto, Marcel Bataillon ofrece, sin lugar a duda, el primero de todos los ejemplos, dada la inconmensurable magnitud de su labor; a su lado, otros estudiosos, aunque en menor medida, han hecho gala de idénticas inquietudes, a la manera de, pongo por caso, Peter E. Russell, investigador vinculado inicialmente a los estudios literarios, o de Jocelyn N. Hillgarth, experto en la historia de la España medieval. El manual de ese último investigador, The Spanish Kingdoms 1250-1516, Oxford: University Press, 1976 y 1978, fue saludado por la novedad (nada más que aparente, si se consideran obras previas como la magna Historia de España de Menéndez Pidal) que suponía el hecho de apelar de continuo al auxilio de la literatura para adobar un discurso que, por lo demás, busca el firme apelando a las herramientas historiográficas tradicionales. Aires igualmente frescos, que llamaban a recuperar una tradición investigadora, venían de dentro gracias a José Antonio Maravall, discípulo preclaro de José Ortega y Gasset y padre de los estudios de Historia del Pensamiento Español. La labor que desarrolló en su cátedra de la Universidad Complutense de Madrid (al igual que las de Eugenio Asensio, Julio Caro Baroja o Miquel Batllori, ajenos estos tres, y hasta refractarios en algún caso, al mundo universitario español) fue decisiva en el sentido que aquí me importa; junto a él, precisamente, se formó un estudiante llamado Fernando Castillo, que pronto cayó en la cuenta de que segregar la ficción literaria del documento histórico, para ponerlos en compartimentos estancos, constituye, a más de una operación reduccionista innecesaria, una práctica científicamente perniciosa. Así se explica, por ejemplo, la sensibilidad de este lúcido investigador con respecto a la poesía castellana cuatrocentista en sus principales representantes: Juan de Mena, el Marqués de Santillana y Jorge Manrique. Dado que yo mismo he editado a esa tríada de poetas, a nadie le extrañará que me sienta especialmente a gusto cuando ambos hablamos sobre nuestras respectivas calicatas en los cancioneros medievales; si, además, se tiene en cuenta que otra de nuestras pasiones compartidas es la historia de los judíos en España, apenas si queda algo que añadir. 14

Resta, eso sí, lo más importante: nuestra comunión primera en el empeño por resucitar los estudios de la milicia medieval en sus más diversas vertientes. Yo, parco de ciencia, me he limitado, más o menos someramente, a los siglos de que aquí se ocupa mi admirado amigo; él, más ducho y puesto en la materia, ha llevado sus prospecciones a otros momentos históricos, particularmente al siglo xx y su Guerra Civil, tema este sobre el que ejerce un magisterio tan absoluto que no deja de sorprenderme. Ajeno a modas y tendencias, y movido por su curiosidad insaciable, la aportación de Fernando Castillo a la historia militar es de primer orden, en su doble labor como estudioso y como experto del Ministerio de Defensa. Debe de haber una explicación fisiológica (pienso, sobre todo, en los biorritmos o en unas causas metabólicas que, según se dice, imprimen carácter) para su caso, movido como lo veo de continuo por su deseo de traspasar la corteza del simple aficionado para profundizar en las más diversas materias (numismática, «cartelismo», fotografía, historia parlamentaria, etc.). Así entiendo una tendencia a la poligrafía cada vez más acentuada y sorprendente por su profundidad. Y eso que aún esconde —espero que no por mucho tiempo— unos vastos conocimientos sobre artes plásticas que resultan de especial solidez cuando se trata de la inabarcable nómina de artistas que poblaron España entre la inauguración de la Academia de España en Roma (1881) y el ocaso de las Vanguardias, ya en las medianías del siglo xx. Su formación en esta materia es en parte, y sólo en parte, libraria; de hecho, más que nada deriva de sus continuas visitas a los anticuarios madrileños y, muy en especial, de su estrecha amistad con Vicente García, dueño de la almoneda Verona, primera entre todas las referencias para cualquier amante de las antigüedades. ¡Vaya escuela, Fernando! Ya no queda sino esperar a que escribas algún libro sobre tan fascinante materia. Por mi parte, te confieso que me encantaría que contases de nuevo conmigo para prologarlo. Vaya, con estas líneas, un fuerte abrazo. Ángel Gómez Moreno Universidad Complutense de Madrid Primavera de 2007 15

INTRODUCCIÓN Desde comienzos de los años ochenta, el interés por los asuntos relacionados con la guerra y en general con la historia militar, ha sido un fenómeno creciente en nuestro país que ha tenido su oportuno reflejo científico, académico y editorial. Hasta entonces, todos los estudios que estaban relacionados con la guerra, tanto los centrados en las instituciones como en los acontecimientos, se encontraban bajo la sospecha de complacencia cuando no de cierta complicidad con el objeto de estudio, por no aludir a la subestimación del fenómeno bélico y de su influencia en la realidad social. A ello contribuía decisivamente tanto la politización de las fuerzas armadas españolas desde el siglo xix y su protagonismo en la vida pública del país hasta hace unas décadas, como el abandono de esta especialidad por parte del mundo académico, dejándola en manos de los profesionales de la milicia. El resultado no pudo ser otro que la desaparición de la historia militar del mundo universitario y su marginación de la crítica historiográfica desarrollada desde la segunda mitad del siglo xx. Todo con la consecuencia inevitable del práctico abandono del estudio de los asuntos relacionados con la guerra en la historia de España desde un punto de vista científico, distanciado de la épica de circunstancias o de los asuntos formales —botones, uniformes, condecoraciones, etcétera— que caracterizan a la mayoría de los trabajos realizados durante gran parte de los últimos decenios. A lo largo de los años sesenta se produjo la aparición en el mundo anglosajón de la nueva historia militar, la cual supuso la amplia17

ción de la perspectiva de análisis de la guerra así como la socialización del estudio del fenómeno bélico. A partir de ahora, el conflicto está considerado como un fenómeno social de carácter global que afecta a todas las estructuras de la sociedad; un acontecimiento que exige un análisis también general y multidisciplinar que supere la perspectiva predominantemente bélica y fáctica, cuando no ideologizada, hasta entonces dominante. Esta nueva visión de la historia de la guerra —en parte cercana a la escuela de los Annales al compartir idéntico interés por las estructuras y semejante prevención hacia los acontecimientos, en este caso las batallas— tiene en historiadores como Peter Paret, Michael Howard, John Keegan, y Jeremy Black, a los especialistas más destacados, los cuales han elaborado un nuevo tipo de análisis, de método, pero sobre todo han encontrado unas nuevas fuentes que han transformado la manera de contemplar la historia militar. Todo ello ha dado lugar a una forma diferente de acercarse al conflicto bélico que ha renovado la historiografía y el análisis de la guerra en el pasado, especialmente en nuestro país. Si en la historiografía española reciente ha habido un periodo en el cual la transformación de los estudios de los asuntos militares ha sido más intensa y temprana, hay que señalar a la Edad Moderna, concretamente al Siglo de Oro y al siglo xviii, la centuria en la cual nace el Ejército moderno y nacional en España. Desde mediados de los años setenta y ochenta, el magisterio de historiadores extranjeros más cercanos al estudio de la guerra como Geoffrey Parker, I. A. Thompson o René Quatrefages, unido al trabajo llevado a cabo por especialistas españoles en este periodo, receptivos a las aportaciones de la nueva historia militar, tal que José Alcalá-Zamora, Enrique Martínez Ruiz y Luis Ribot, han alumbrado una nueva visión de esta disciplina para la Edad Moderna, al tiempo que han permitido su recuperación por parte de la Universidad.

  Para una aproximación bastante exacta acerca de los estudios sobre historia militar en la Edad Moderna, se puede consultar el trabajo de Enrique Martínez Ruiz y Magdalena de Pazzis Pi Corrales, «La investigación en la historia militar moderna: realidades y perspectivas», en Historia Militar: métodos y recursos de investigación, Revista de Historia Militar, nº extraordinario, 2002 

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En relación con lo anteriormente señalado, es inevitable hacer una especial referencia a la figura de José Antonio Maravall, profesor y maestro de quien esto escribe. Su dedicación al estudio de los asuntos relacionados con la guerra en el periodo que se extiende entre el siglo xv y el xviii, desde la teoría bélica y su relación con la política a las fortificaciones, pasando por el Ejército como institución del Estado, destaca con especial importancia desde los años sesenta en el panorama de la historia militar, en su sentido mas amplio. Maravall ha sido sin duda uno de los primeros estudiosos que, desde la universidad y en un contexto en el cual toda referencia a los términos y al asunto propio de la historia militar era cuando menos una audacia, se acercó al fenómeno bélico y a su reflejo en la sociedad, en las instituciones, en la cultura y en el pensamiento en la España de los siglos xv a xviii. Son numerosas las obras de este autor en las que la guerra y el Ejército son los protagonistas de sus investigaciones, realizadas sin tener en cuenta las limitaciones cronológicas convencionalmente establecidas, con el encorsetamiento que a veces suponen, sino atendiendo a periodos en los cuales los acontecimientos están vinculados mas allá de los ámbitos temporales y dan lugar a ciclos que tienen una unidad histórica. Todos sus escritos han sido un modelo de método y de búsqueda de fuentes que están en el origen de muchos trabajos que se acercan a fenómenos y acontecimientos desde la historia social, entre los que se encuentra la guerra. No obstante, en este proceso de revisión y recuperación de la historia militar en España algunos periodos no han suscitado seme  Ha sido una satisfacción indudable contribuir a que la obra de José Antonio Maravall referida a los asuntos propios de la historia militar, contemplada desde una perspectiva plural en la que las mentalidades, las instituciones, la economía y la cultura o el pensamiento político ocupan un lugar esencial, haya sido recopilada por Alejandro Diz y Carmen Iglesias, discípulos del autor, y que está próxima a ser publicada. Se trata de un antiguo proyecto iniciado por quien esto escribe a principios de los años noventa, que entonces no encontró con el apoyo necesario y que ahora ha podido ser encomendado a los citados profesores. Ambos, Iglesias y Diz, han llevado a cabo un arduo trabajo de recopilación y sistematización que ha sido de enorme mérito, pues las referencias a la historia militar era un asunto muy disperso en una obra de por sí muy extensa. El resultado es un conjunto que permite acercarse a la idea que tenia Maravall tanto de los asuntos analizados como del tratamiento que debían recibir los temas objeto de estudio. 

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jante interés al despertado entre los especialistas en la Edad Moderna. Precisamente, esto es lo que ha sucedido con los dos últimos siglos de la Edad Media, una época en la cual la Reconquista, que ya no tiene la brillantez militar de épocas anteriores, deja su lugar en Castilla a un interminable conflicto civil de baja intensidad entre una parte de la nobleza y la monarquía, que se extiende a lo largo de casi todo el siglo xv. Hay que señalar que la guerra en los siglos centrales de la Edad Media castellana ha sido brillantemente analizada en los últimos años por Francisco García Fitz, máximo especialista en la historia de la guerra entre castellanos y musulmanes en los siglos xi a xiii, y verdadero creador de la especialidad entre los medievalistas de este periodo. Aunque los principales historiadores que han dedicado sus trabajos a la Baja Edad Media en los últimos años, desde Luis Suárez a Miguel Ángel Ladero Quesada, pasando por Julio Valdeón o Emilio Mitre, siempre se han detenido con atención en las cuestiones relacionadas con los acontecimientos bélicos, hay que decir que, en su conjunto, se trata de un periodo de escasa fortuna historiográfica en lo referido a la especialidad militar. Es indudable que en las últimas décadas, todo lo relativo a las guerras civiles y peninsulares desarrolladas a lo largo del siglo xiv y xv, contempladas desde una perspectiva de la historia militar, no ha recibido una consideración equivalente al enfrentamiento con los musulmanes en periodos anteriores. Entre todos los medievalistas quizás ha sido el profesor Miguel Ángel Ladero Quesada quien ha mostrado desde los comienzos de su carrera un mayor interés hacia los asuntos propios de la guerra, en este caso centrado en la guerra de Granada y en diferentes aspectos de las fuerzas contendientes como su financiación. Más allá de estas esenciales aportaciones, han sido escasas las referencias a la historia militar durante el periodo bajomedieval. Por esta razón se ha considerado oportuno incluir en este volumen dos trabajos relativos a la historia militar que responden tanto a una recuperación de la historia de las batallas, cercana a la ahora muy admirada obra de Duby dedicada al choque de Bouvines, como muy especialmente a lo que se denomina cultura de la guerra, de acuerdo con la trayectoria de los estudios realizados por José Antonio Maravall. El presente volumen, titulado «Estudios sobre cultura, guerra y política en la Corona de Castilla (siglos xiv-xvii)», se estructura en dos 20

grandes bloques dedicados a diferentes cuestiones referidas al periodo que se extiende entre los últimos siglos de la Edad Media, cuando ya aparecen nítidamente rasgos propios de la modernidad, y el final del Siglo de Oro. Es esta una época que tiene para toda Europa unas características comunes y en la que se produce la aparición, consolidación y transformación de estructuras, mentalidades e instituciones que ponen las bases de la sociedad contemporánea. Ya Fernand Braudel aludía hace décadas a la unidad histórica que ofrecían los siglos xv a xviii a la hora de tratar los orígenes del capitalismo y su reflejo en las sociedades europeas. En este sentido, la recopilación que trabajos que ahora se presenta coincide prácticamente con el periodo en el que se centra la obra del historiador italiano Alberto Tenenti, «La formación del mundo moderno. Siglos xiv-xvii», cuyo título ya señala la consideración que le merecen estos cuatro siglos a caballo entre dos edades históricas diferentes pero de características comunes. Esta obra del profesor italiano, originariamente medievalista, es un trabajo que se ocupa de los acontecimientos políticos, de las transformaciones sociales y económicas así como de las cuestiones culturales, artísticas y militares no solo en las sociedades europeas, sino en todo el mundo a lo largo de un periodo que considera que comparten estructuras y factores culturales, y en el que se establecen las bases de lo que será la sociedad industrial en Europa. La obra que ahora se edita es una recopilación de estudios dedicados a diferentes aspectos vinculados con la cultura, la sociedad y la guerra, algunos de ellos editados hace ya tiempo, en algunos casos en publicaciones de difícil acceso, que han tenido en su mayor parte una difusión restringida por razón de las limitaciones del medio en el que aparecieron. Es lo que sucede con «Cuadernos de Historia de España», la prestigiosa y veterana revista fundada por Claudio Sánchez Albornoz en la Universidad de Buenos Aires, con «Numisma», la revista editada por la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre y, muy especialmente, con el Boletín de Información del Centro Superior de Estudios de la Defensa, un medio destinado esencialmente a la difusión interna en el seno del Ministerio de Defensa. Otros trabajos proceden de comunicaciones y ponencias presentadas en congresos y seminarios, cuyas actas a veces han tenido una difusión limitada a   Barcelona, 1985.



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tan solo una parte de los participantes. Es precisamente lo que sucede con las dos ponencias leídas en sendos congresos de numismática, dedicadas a la moneda como instrumento de propaganda política en la Edad Media. Son estos unos acontecimientos de por sí minoritarios en los que las contribuciones no suelen sobrepasar el contexto en el que aparecen, pues las actas solo se distribuyen entre los ponentes. A todos ellos hay que añadir otros textos que, por diferentes razones, han permanecido inéditos y que han sido realizados unos hace ya algún tiempo —como es el caso del dedicado a Álvaro de Luna—, mientras que otros son más recientes, como sucede con los referidos a Saavedra Fajardo y el pequeño trabajo dedicado a varios personajes del final de la Edad Media castellana. Esta selección agrupa trece trabajos en dos apartados. En primer lugar, se encuentra el bloque denominado «Cultura, guerra y sociedad en la Baja Edad Media», el más numeroso, que incluye las aportaciones dedicadas a diferentes asuntos de los siglos xiv y xv en los que se entrecruzan la política, la cultura, la historia de las mentalidades y la historia militar, tanto en lo referido a las fuentes como al ámbito del trabajo. En ellos se tratan diversos asuntos relacionados con el pensamiento político en la literatura, concretamente en la obra de Juan de Mena, con las mentalidades y la simbología política en la numismática, al tiempo que se estudian algunos de los conflictos que se desarrollaron en Castilla durante el último siglo y medio de la Edad Media a la luz de la cultura y la historia militar. En este caso, el fenómeno bélico está contemplado desde el punto de vista del pensamiento político y de las mentalidades, al tiempo que desde una perspectiva interna, cercana a la historia de las batallas, en la que se parte del enfrentamiento armado para intentar proceder a una aproximación global al conflicto y su contexto. Uno de los capítulos incluidos en este primer apartado de los dos que están dedicados a la guerra durante la última Edad Media, se centra en una de las principales batallas, sino la más importante desde un punto de vista exclusivamente militar, de las ocurridas en la Península en esta época. Se trata de la batalla de Nájera, celebrada en 1367 entre las fuerzas del pretendiente Enrique de Trastámara, mixtas de castellanos y compañías    «Análisis de una batalla: Nájera 1367», Cuadernos de Historia de España, LXxiii, 1994.

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de mercenarios franceses, y las de una amplia coalición anglo castellana, encabezada por el rey Pedro I y su aliado inglés, el Príncipe Negro. Se trata de un importante choque que, como ya es tradicional, se incluye en el contexto de la Guerra de los Cien Años, que a la sazón atravesaba una de sus treguas. En las afueras de la ciudad riojana el choque entre ambas fuerzas es un episodio complejo que implica tanto a los contendientes directos como a otros reinos —Navarra y Aragón— que participan de forma indirecta en el conflicto. Hay que señalar que en Nájera estuvieron presentes las mejores fuerzas, como los arqueros ingleses, y los mas diestros y famosos capitanes de la época, como los legendarios Du Guesclin, Chandos, Felton, Calveley, D’Audrehen, Villaines y, sobre todo, el Príncipe Negro, a los que se podría añadir —¿por qué no?— el propio Enrique de Trastamara, quien unía a su condición de monarca —en esta ocasión solo pretendiente— la de routier. Todo ello convierte al choque ocurrido en las afueras de la ciudad riojana en una de las más importantes batallas del siglo xiv. Por su parte, un episodio de la guerra civil castellana entre la nobleza y la monarquía ocurrido en 1441, sirve para analizar a través de la actuación del marqués de Santillana, a la sazón alineado en el bando nobiliario, y de Juan Carrillo de Toledo, fiel servidor de Juan II, al frente de sus muy diferentes fuerzas, el contraste entre la distinta idea acerca del conflicto que tenían la nobleza, seguidora de los principios de la Caballería, y la de aquellos que estaban acostumbrados a la guerra casi irregular que se desarrollaba en la frontera granadina. El choque acaecido en los alrededores de Alcalá, junto al arroyo de Torote, aparentemente no parece más que una escaramuza de cierta magnitud, aunque en realidad tiene una discreta importancia dado que la guerra civil castellana extendida a lo largo del Cuatrocientos es un conflicto de baja intensidad. En este tipo de guerra, característica de la Edad Media y de la existencia de ejércitos privados, los contendientes tienen como objetivo esencial preservar a sus huestes por encima de todo al estar consideradas una parte esencial de su patrimonio y la mayor de sus inversiones, así como el medio fundamental para garantizar su situación política. Las mesnadas me   «La Caballería y la idea de la guerra en el siglo xv: el Marqués de Santillana y la batalla de Torote», Medievalismo, 8, 1998.

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dievales, tanto nobiliarias como reales, son primordialmente elementos de disuasión, y solo subsidiariamente están consideradas un instrumento bélico, de ahí que se evite el choque y se procure por encima de todo su preservación. El desarrollo de la batalla de Torote, en el que casi perece el marqués de Santillana, no solo revela una diferente concepción táctica, sino también una idea del mundo y de la sociedad que tiene notables diferencias. Fundamentalmente, lo que revela este combate es el peso determinante de los principios de la Caballería en relación con la guerra, como sucede en el caso de Iñigo López de Mendoza, quien a pesar de tener una formación cultural propia del humanismo, se guía casi exclusivamente por criterios más propios de las justas y los torneos. Por el contrario, Juan Carrillo de Toledo aplica al combate un pragmatismo esencial que, sin estar reñidos con las ideas caballerescas, atiende por encima de todo a las exigencias tácticas y estratégicas, otorgando a la guerra una consideración independiente de las normas morales. En este enfrentamiento se ponen de manifiesto las contradicciones existentes entre los valores caballerescos y las exigencias de la guerra, cada vez necesitada de una mayor independencia de la moral y de aquellos principios que tengan que someterse a factores y criterios ajenos a los estrictamente bélicos. La propaganda y el pensamiento político en los últimos siglos de la Edad Media son otros de los aspectos a los cuales se dedican varios de los trabajos de esta primera parte. Uno de ellos, que recurre a la literatura como fuente esencial, intenta precisar cual es la idea del poder real que se desprende de la principal obra de un poeta cortesano como Juan de Mena. A través de unas muy reveladoras coplas del «Laberinto de Fortuna» dedicadas al trono de Juan II, se puede desmenuzar un verdadero programa ideológico acerca de la concepción de la monarquía y el poder en el entorno de la Corte castellana del siglo xv. Como se desprende tanto de la actuación de Álvaro de Luna como de los versos de la obra de Mena, la apuesta por el autoritarismo regio y el recurso a argumentos históricos para sustentarlo era una realidad cuyos antecedentes se pueden rastrear ya en el siglo    «El trono de Juan II en el Laberinto de Fortuna», Cuadernos de Historia de España, LXXIV, 1997

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en la simbología que incluyen las monedas acuñadas por Pedro I. Precisamente, a estos asuntos se dedican dos de los trabajos incluidos en este volumen. Se trata de aquellos que se centran en las monedas acuñadas por este monarca castellano y por el Príncipe Alfonso, efímero pretendiente al trono de Enrique IV respaldado por la nobleza, las cuales sirven como fuente para el estudio del pensamiento político y de la forma de transmisión de mensajes ideológicos, en este caso de contenido muy diferente, por parte de la autoridad emisora. xiv

La numismática continúa siendo el ámbito en el cual se desarrolla otro de los textos recogidos, concretamente el dedicado al tesoro monetario reunido en el castillo palacio de Escalona por el Condestable de Castilla a lo largo de sus años de gobierno. Este conjunto de metal acuñado se estudia desde una perspectiva numismática, económica, política y social que permite acercarse a los criterios que impulsaron la acumulación y a los intereses de su propietario, así como a los gastos a los que podían ser destinados, teniendo en cuenta el tipo de moneda y la posición social del personaje. Por último, se encuentran las páginas centradas en el análisis de la función social y política de uno de los primeros castillos que muestran características palaciegas, como sucede con la fortaleza de Escalona10, capital de los dominios toledanos de Álvaro de Luna. Se trata de un conjunto cuyo interés supera la mera arquitectura, pues era el centro de una Corte que tenía unas acusadas características culturales, sociales y políticas. Las funciones de la fortaleza de Escalona no son tanto las militares, con ser importantes, como la de ser el escenario del poder de su propietario, en el cual este se manifestaba en toda su amplitud y complejidad. Junto a estos trabajos publicados con anterioridad, se incluyen otros textos inéditos que creemos todavía tienen vigencia, como el    «Los símbolos del poder real en las monedas de Pedro I de Castilla», Actas del VII Congreso Nacional de Numismática, Madrid, 1989.    «Las monedas del Príncipe Alfonso 1465-1467», Actas del VIII Congreso Nacional de Numismática. Avilés, 1992.    «El tesoro de don Álvaro de Luna en el castillo de Escalona», Numisma, 235, 1994. 10   «La Corte como escenario de poder: el castillo-palacio de Escalona y Álvaro de Luna», Fortaleza medieval: realidad y símbolo, Alicante, 1997.

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dedicado al estudio de distintos aspectos políticos y culturales que plantea el gobierno y la actividad pública de Álvaro de Luna11, un personaje en general poco estudiado cuando se escribió el trabajo a mediados de los años noventa. En estas páginas se lleva a cabo una aproximación global a una serie de cuestiones que plantea su vida —como el pragmatismo de su actuación política—, su idea de la cultura, de la diplomacia, de la propaganda y la guerra, de la monarquía, su relación con los otros poderes del reino, su supuesto filojudaísmo y su particular nacionalismo. Todo ello permite un acercamiento al gobierno y la vida del Condestable que esperamos pueda contribuir a su mejor conocimiento. Este primer apartado concluye con el trabajo centrado en tres personajes del final de la Edad Media castellana, no excesivamente conocidos pero de indudable importancia histórica12. Este pequeño texto, realizado a instancias de la Real Academia de la Historia, incluye una introducción a la vida del arcediano Ferrán Martínez, azote de judíos a finales del siglo xiv, cuyas predicas incendiarias tuvieron incalculables consecuencias en toda la sociedad hispana; a Juan Carrillo de Toledo, protagonista de mil combates en el Cuatrocientos castellano, y al enigmático bachiller Marquillos de Mazarambroz, ideólogo de la limpieza de sangre en el agitado Toledo de mediados del siglo xv. Se trata de tres personajes de los cuales uno de ellos constituye una particular versión castellana de capitán de compañía, de routier hispano al servicio de la monarquía. Es esta una circunstancia que convierte al adelantado de Cazorla, Juan Carrillo, en una suerte de profesional de las armas que combina características de los mercenarios que protagonizan los conflictos bajomedievales, y aquellas otras propias de los futuros profesionales que servirán en el ejército de la monarquía de los Austrias. Por su parte, los otros dos biografiados están estrechamente relacionados con la ruptura de la convivencia entre judíos y cristianos y con la aparición del denominado por Eloy Benito Ruano «problema converso», un asunto que, no hace falta decirlo, iba a condicionar a la sociedad española hasta el siglo xviii.

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  «Innovación y tradición en Álvaro de Luna».   «Tres personajes del otoño medieval castellano».

El segundo de los apartados de este volumen, titulado «La guerra y la paz en la literatura del Siglo de Oro», reúne tres trabajos dedicados al pensamiento acerca del fenómeno bélico en los textos de otros tantos escritores de la época como Francisco de Quevedo, Diego Saavedra Fajardo y el Padre Rivadeneyra. Si los estudios acerca del conjunto de la obra de estos autores, al igual que los dedicados diferentes aspectos de la misma, son relativamente numerosos —especialmente en los casos de Quevedo y Saavedra, aunque menos en el del jesuita Rivadeneyra—, sus ideas sobre la guerra no han despertado un interés siquiera comparable. Por esta razón y por el creciente interés hacia los estudios de la guerra desde el ámbito de la cultura, se ha decidido incluir estos trabajos —uno de ellos publicado hace ya unos años13, otro inédito14 y un tercero prácticamente desconocido15— debido al carácter interno del medio en que aparecieron. En ellos se intenta mostrar cual era la idea que tenían estos tres escritores, autores de obras de asuntos tan diferentes, acerca de todo lo que suponía el fenómeno bélico en unos momentos en los que la guerra era un fenómeno tan cotidiano como determinante en la Monarquía de los Austrias. A la hora de acercarse a los acontecimientos, en todos ellos late un providencialismo, criterio habitual de análisis en la España del Siglo de Oro, que es más o menos acentuado según los casos, y que hay que relacionar con el catolicismo de estos escritores. Ambos aspectos, inseparables de un belicismo de carácter religioso que se encuentra más matizado en Saavedra, inspiran las referencias acerca de la guerra que se encuentran a lo largo de las obras de estos autores en las que se han centrado los trabajos. Por último, hay que señalar que se ha procurado compensar el tiempo transcurrido desde la realización de algunos de los trabajos incluidos en este volumen, con una pequeña bibliografía actualizada,   «La idea de la guerra en la obra de Francisco de Quevedo», Revista de Historia Militar, 80, 1996. 14   «La concepción de la guerra y la paz en las Empresas Políticas de Saavedra Fajardo». Este trabajo fue leído como ponencia en el congreso «Guerra y Sociedad en la Monarquía Hispánica», celebrado en Madrid en marzo de 2005, aunque se decidió no incluirlo en las actas publicadas en febrero de 2007 para que pudiera ser editado en este volumen. 15   «El arte de la guerra en El Príncipe Cristiano del Padre Rivadeneyra», Boletín de Información del Centro Superior de Estudios de la Defensa, 218, 1989. 13

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relativa a los asuntos tratados en los mismos. Entre todas las obras es necesario destacar por su importancia una serie de fuentes impresas de la historia militar que cuentan con una edición crítica y con unos estudios introductorios a cargo de especialistas que resultan de gran interés16. También es necesario aludir a las nuevas obras dedicadas al Condestable Álvaro de Luna, al pensamiento y la propaganda política, así como a todo lo referido a la guerra en estos cuatro siglos. Con toda seguridad, los interesados podrán encontrar y ampliar gracias a estas referencias cualquier necesidad de información y de ampliación que les haya podido suscitar la lectura de alguno de estos trabajos. Sería inconcebible finalizar esta pequeña introducción sin dar las gracias, más allá de la cortesía y la formalidad, a Enrique García Hernán por su apoyo, atención y colaboración durante los últimos años. Así mismo, quiero expresar mi gratitud a Ángel Gómez Moreno, de quien solo cabe decir que además de ejercer un destacable y reconocido magisterio intelectual en el periodo en el cual se centra esta obra, es pródigo en regalar afectos y esfuerzos como demuestra este prólogo, cuyo tiempo sin duda lo ha robado a cualquiera de sus muchas ocupaciones. Es una ingratitud no referirme a quienes desde la amistad han acompañado, y no pocas veces soportado, la realización de algunos de estos trabajos: Carlos Eymar Alonso, Hilda Grassotti y Antonio Gómez Rodríguez-Monge. A ellos hay que añadir también a José Antonio Rodríguez, Alejandro Diz, Vicente García, Joaquín Puig de la Bellacasa, Jesús Marchamalo y Damián Flores. Por diferentes motivos que cada uno de ellos sabe, como siempre están presentes Rafael Pastor, Rosario Hernández de Tejada, Rosa Escribano, Juan Manuel Pastor, Paco Gallego, Jesús Villarejo, Araceli Villalba, María Eugenia de la Fuente, Luis Miguel López Mojares y, en el recuerdo, María Rosa Villarejo. Todos ellos, junto con otros que harían interminable esta relación, han contribuido de manera diferente a que muchos de estos trabajos hayan podido ser realizados. Quiero finalizar expresando mi reconocimiento al Consejo Superior de Investigaciones Científicas por su generosidad al editar esta 16   Se trata de las obras incluidas en la «Colección Clásicos», editada por el Ministerio de Defensa desde 1988, dedicada a la publicación de obras de la literatura militar, tanto española como extranjera.

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obra, y dar las gracias muy especialmente a José Manuel Prieto, director del Departamento de Publicaciones, con quien toda la relación editorial se ha convertido en un placer gracias a su cortesía y bienhacer profesional.

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I Cultura, Guerra y Sociedad en la Edad Media

ANÁLISIS DE UNA BATALLA: NÁJERA 1367 Publicado en Cuadernos de Historia de España, LXXIII, 1994

La batalla de Nájera, celebrada en las cercanías de la ciudad riojana, ha sido considerada tradicionalmente como una de las más importantes de la Edad Media hispana tanto por sus efectos como por la entidad y magnitud de los contendientes. En general, la campaña y el desarrollo del enfrentamiento son bien conocidos, especialmente todo lo referente al Príncipe Negro y al ejército anglopetrista, pero otras circunstancias permanecían veladas y un tanto ocultas entre datos y referencias de ilustres cronistas y especialistas actuales. Nájera no sólo supuso el choque directo entre los ejércitos de Enrique de Trastámara y la coalición dirigida por Eduardo de Gales, financia  Sobre el reinado de Pedro I y la revolución trastámara se pueden destacar, entre una bibliografía no demasiado abundante, los siguientes trabajos esenciales: SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis, España cristiana. Crisis de la Reconquista. Luchas civiles,en Historia de España dir. Ramón MENÉNDEZ PIDAL, t. XIV, Madrid, 1976. VALDEÓN BARUQUE, Julio, Enrique II de Castilla, la guerra civi y la consolidadción del régimen (1366-1371), Valladolid, 1966; Los judios de Castilla y la Revolución Trastramara, Valladolid, 1967; «La victoria de Enrique II: los Trastámaras en el poder», en Genesis medieval del Estado Moderno: Castilla y Navarra (1250-1370), Valladolid, 1987, y DÍAZ MARTÍN, Luis Vicente, Itinerario de Pedro I de Castilla. Estudio y regesta,Valladolid,1975 y Los oficiales de Pedro I de Castilla, Valladolid, 1987. 

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da por Pedro I, ni la prolongación de la Guerra de los Cien Años en la Península Ibérica, sino también resultó la culminación de una expedición confusa en la que el heredero inglés, considerado el caballero más brillante de su tiempo, cometió errores incomprensibles tanto políticos corno militares. Nájera fue igualmente expresión de la vehemencia, de la intensa voluntad de poder que poseía el hijo de Alfonso XI y Leonor de Guzmán, decidido a mantenerse en el trono contra viento y marea. Don Enrique desplegó durante la empresa tal energía que le permitió frenar el avance del ejército invasor y obtener una momentánea victoria sobre unas fuerzas de enorme prestigio consideradas invencibles disponiendo de unos medios muy inferiores. Por fin, toda la campaña y la propia batalla son una muestra muy adecuada de la enorme importancia militar, económica y política de las Compañías, de aquellas unidades de soldados profesionales, muy expertos y entrenados, que contaban con equipo propio, que se alquilaban al mejor postor en los periodos de tregua que conoció la Guerra de los Cien Años durante el siglo xiv. El peso específico de estas unidades y su influencia en los asuntos peninsulares de la época tienen en el enfrentamiento de Nájera y en los acontecimientos que rodean al choque un botón de muestra idóneo. Tradicionalmente se ha aludido a los personajes que dirigían las Compañías, pero quizás no se había resaltado lo suficiente su papel y relieve en las fuerzas contendientes y en el desarrollo de los acontecimientos que nos ocupan. Cuando alrededor del 20 de febrero de 1367 el ejército anglogascón dirigido por Eduardo, Príncipe de Gales, conocido como el Príncipe Negro por la armadura pavonada que lucía en el combate, inició el ascenso del paso de Roncesvalles, en el reino de Navarra, en dirección a Castilla para restaurar en el trono a Pedro I, se estaba consumando la internacionalización de la guerra civil castellana que enfrentaba abiertamente a Enrique de Trastámara y al legítimo monarca desde el año anterior. El choque dinástico entre el bastardo Enrique y el reconocido descendiente de Alfonso XI, Pedro I, no solo reflejaba el conflicto de intereses y la situación de crisis generalizada que atravesaba Castilla, sino también expresaba la rivalidad entre los reinos peninsulares, al tiempo que continuaba el enfrentamiento que mantenían Francia e 32

Inglaterra desde el primer tercio de la centuria y del que la guerra civil castellana era un episodio más. En 1366, Enrique de Trastámara, incansable en su constante batallar por imponerse a su hermanastro desde prácticamente los primeros años de su reinado, consiguió aquello que había perseguido durante largo tiempo y por lo que había sufrido derrotas y sinsabores que le habían llevado al exilio, a mendigar ayuda en las cortes francesa y aragonesa y a emplearse como jefe de Compañía al servicio de Carlos V. En este año Enrique de Trastámara por fin logró el apoyo de Francia y de Aragón, no sin reticencias ni de concesiones por parte del futuro rey, debido a la especial situación que atravesaba el Occidente cristiano, afectado por la que sería la Guerra de los Cien Años. Firmada la Paz de Bretigny entre Francia e Inglaterra a causa de las dificultades de todo tipo surgidas en la segunda mitad del siglo xiv y al agotamiento de los contendientes, el conflicto entre ambos reinos permanecía en una pausa desfavorable para los galos, claramente derrotados en la primera fase de la guerra, en la cual precisamente el Príncipe de Gales había tenido un lucido papel al frente de sus caballeros. Carlos V, el nuevo rey francés ansiaba desquitarse y recuperar el terreno perdido al tiempo que cambiar el balance de alianzas existentes hasta la fecha. En la Península Ibérica, Aragón giraba en la órbita francesa por temor a Castilla, con quien había mantenido varias guerras a lo largo del reinado del hijo legítimo de Alfonso XI. El rosario de enfrentamientos entre Pedro I y Pedro IV expresaba tanto el poderío castellano como sus aspiraciones hegemónicas sobre el conjunto de los reinos peninsulares. Castilla, por su parte, se mantenía fiel a la alianza acordada con Inglaterra desde 1362, beneficiosa para ambos. Gracias a ella, Eduardo III veía como quedaba conjurado el peligro de que la poderosa flota castellana del Cantábrico combatiera del lado francés, desequilibrando el control inglés del Canal, mientras que Castilla veía confirmada la protección y el libre comercio que mercaderes y marinos del reino mantenían con Flandes, lo que implicaba fortalecer económicamente la fachada cantábrica y la exportación de lana y hierro. Francia deseaba alterar esta situación desfavorable y nada mejor para ello que apoyar la candidatura del bastardo Enrique de Trastámara, de clara inclinación francófila. Este pretendiente estaba respal33

dado por la mayoría de los grandes linajes del reino, los cuales, además de estar muy afectados por la crisis económica de la centuria, se encontraban enfrentados con el Rey Cruel a causa de su política autoritaria. Los nobles veían en el hermanastro de don Pedro a un monarca que concedería mercedes señoriales y gobernaría de acuerdo con los intereses del estamento. Para el reino galo, la entronización de Enrique significaba alterar el equilibrio internacional y asestar un duro golpe a los intereses ingleses ya que toda la Península Ibérica, excepto Portugal, pasaría a girar en la órbita francesa. Para Aragón el destronamiento de Pedro I suponía eliminar a un peligroso enemigo, a un monarca que representaba una permanente amenaza, y sustituirlo por un rey que llegaba al trono cargado de obligaciones, encontrándose con un reino debilitado e incluso dividido, lo que aseguraba su neutralización durante largo tiempo. Sin embargo, a pesar de todo, Pedro IV veía con recelo un apoyo sin contrapeso a Enrique de Trastámara, ya que desconfiaba de las futuras intenciones del pretendiente, una vez confirmado en el trono. Por el contrario, para Inglaterra el mantenimiento de la situación existente era de un interés estratégico prioritario dada la relevancia del reino castellano; de ahí que Eduardo III y el Príncipe de Gales conservaran, desde Londres y Burdeos, respectivamente, sus lazos con Pedro I conscientes de la importancia que tenía el reino de Castilla en el complicado juego de fuerzas que movía la guerra con Francia. En 1365, Pedro IV el Ceremonioso se vio obligado a reconocer la candidatura de Enrique de Trastámara para obtener el apoyo de Francia en la guerra que mantenía con Castilla. A cambio de ello acudirían a su reino una serie de mercenarios encuadrados en unas Compañías de bretones, gascones e ingleses que vagaban asolando las campiñas de Francia desde el fin de las hostilidades con Inglaterra. Carlos V estaba deseoso de librarse de tan incómodos huéspedes así que encontró en el apoyo a Enrique de Trastámara y Pedro IV de  Jean Delumeau en su obra El miedo en Occidente, Madrid, 1989, alude al ancestral temor existente en Europa, especialmente en Francia y Alemania, al paso de los soldados a causa del pillaje y las tropelías que cometían (p. 248). Sobre los efectos del paso de las Compañías en Navarra se puede ver: AZCÁRATE AGUILAR-AMAT, Pilar, «El azote de las Compañías y sus estragos en Navarra (1366‑1367)», Hispania, 177, 1991, pp. 73‑101.

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Aragón la ocasión para enviar fuera del reino a los soldados que carecían de ocupación, al tiempo que intentaba sustituir en el trono castellano al anglófilo Pedro por el francófilo Enrique, obteniendo de esta forma un seguro aliado en la lucha contra Inglaterra. Las Compañías eran unos grupos de caballeros, aventureros y fugitivos, todos ellos formidables luchadores, que se agrupaban alrededor de un noble que les dirigía, alquilándose a quien pagase sus servicios. Expresión de un período de lucha generalizada en el ámbito atlántico europeo, constituían un medio de hacer carrera y riqueza para aquellos segundones o miembros de la baja nobleza muy afectados por la crisis del siglo xiv. Refugio de exiliados y perseguidos, entre los jefes de Compañía se pueden encontrar algunos de los primeros nombres de la centuria, desde Beltrán Du Guesclin al propio Enrique de Trastámara y sus hermanos don Tello y don Sancho. La actuación del bastardo como jefe de una Compañía durante los años 1361 y 1362 al servicio de Arnauld D’Audrehen, mariscal de Francia, lleva a Kenneth Fowler a afirmar que el empleo de mercenarios extranjeros en España en la segunda mitad del siglo xiv se hizo a iniciativa hispana, ya que sería el propio Enrique quien impulsó el reclutamiento de los mercenarios, iniciativa a la que era del todo ajena la voluntad del soberano francés. Las Compañías reclutadas para la guerra con Castilla fueron concentrándose en Aviñón y Montpellier, financiadas por Carlos V, Pedro IV y el Papa Urbano V, ansioso también por ver desaparecer a los mercenarios de su territorio y fuera del trono a Pedro I, un monarca que se había enfrentado con la alta jerarquía eclesiástica del reino. La reunión de un ejército no muy numeroso pero altamente efectivo y profesional junto con el apoyo político y financiero de los reyes de Francia y Aragón, permitió a Enrique de Trastámara penetrar en Castilla en 1366 y llevar a cabo una campaña relámpago aprovechando los recursos y el respaldo obtenido en los primeros momentos. La fulminante ofensiva dirigida por el Trastámara tuvo gran éxito a pesar  FOWLER, Kenneth, «L’emploi des mercenaires par les pouvoirs iberiques et l’intervention militaire anglaise en Espagne (vers 1361 ‑ vers 1379)», en Realidad e imágenes del poder real. España a fines de la Edad Media, Coord. Adeline RUCQUOI, Salamanca, 1988, p. 26.

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de las reticencias del rey aragonés acerca de la dirección de las fuerzas expedicionarias, aunque acabó por ceder el mando al castellano a causa de la presión del monarca galo, y al deseo de ver partir del reino a los mercenarios reclutados por el pretendiente. El ejército de Enrique tenía como punta de lanza a las Compañías dirigidas por Beltrán Du Guesclin, formadas por bretones, y por Hugo de Calveley, integrada por ingleses y gascones. También tenían gran importancia las Compañías dirigidas por Eustache de Auberichourt, caballero de Hainault, y Gourderon de Raymont, Señor de Aubeterre, pero su influencia no es comparable a la de los primeros. Las tropas aportadas por Aragón y los caballeros castellanos favorables al Trastámara completaban los efectivos de las fuerzas invasoras que dirigía Enrique. Pedro I, a pesar de contar con un ejército experimentado y fogueado en combates contra aragoneses y granadinos, no pudo hacer frente a las tropas de las Compañías, los mejores combatientes de una época pródiga en figuras bélicas. Se retiró de Burgos hacia el sur mientras su hermanastro era proclamado rey y daba comienzo el llamado «primer reinado». Más tarde, en junio, tras abandonar Toledo y Sevilla, se dirigió hacia Portugal desde donde consiguió llegar a Galicia, lugar en el que Fernando de Castro se mantenía en su favor. Podía parecer que la situación era claramente desfavorable al rey legítimo tras la proclamación de Enrique en Burgos, pero la realidad era otra. No sólo el pretendiente no había ocupado todo el reino, sino que muchas plazas sostenían el pabellón petrista. Tampoco se había producido el esperado apoyo popular; por el contrario, Pedro I cada vez conciliaba más voluntades. Para colmo, el gravoso mantenimiento de las Compañías se veía comprometido a causa del agotamiento de los fondos por lo que su licenciamiento parecía próximo a pesar de las mercedes y recompensas concedidas por Enrique a sus capitanes. En esta situación tanto el obispo de Santiago como Fernando de Castro aconsejaron a Pedro hacer frente al cada vez más debilitado invasor resistiendo en Galicia y marchar desde allí sobre Zamora. Sin embargo, el rey hizo caso omiso de estas recomendaciones y, deseoso 

y ss). 36

  Remito a la obra de SUÁREZ FERNÁNDEZ citada en la nota 1 (pp. 107

de acabar con su hermanastro, se dispuso a lograr su objetivo mediante el concurso de la victoriosa Inglaterra, lo que suponía la definitiva internacionalización del enfrentamiento civil que afectaba a Castilla. Siguiendo los consejos de Mateo Fernández, Pedro I partió en una carraca de La Coruña en dirección a los dominios gascones de Eduardo, Príncipe de Gales, en busca de la ayuda inglesa para recuperar su reino. La opción tomada por el rey castellano se apoyaba en el estado de tregua existente entre Francia e Inglaterra, el cual permitía suponer que los contendientes aprovecharían cualquier oportunidad mediante terceros para debilitar al adversario. Tras un accidentado viaje, el rey de Castilla y el Príncipe de Gales se entrevistaron en Cap Breton, un lugar situado en la costa al norte de Bayona, donde el inglés, presionado por su padre Eduardo III, aceptó apoyar a Pedro I frente a Enrique de Trastámara y la coalición franco‑aragonesa que le respaldaba. A pesar de los planteamientos estratégicos que aconsejaban amparar a todo aquello que perjudicase los intereses franceses, el Príncipe Negro estaba poco inclinado a establecer una alianza con el monarca castellano. Para alguien como Eduardo, que encarnaba todos los valores de la Caballería, unirse al rey Pedro, de tan escasas virtudes caballerescas, famoso por su crueldad y sus deseos de venganza, era una    Acerca de la imagen de Pedro I como antiespejo de príncipes y para su consideración historiográfica, ver: MITRE FERNÁNDEZ, Emilio, «La historiografía bajomedieval ante la revolución Trastámara: propaganda política y moralismo», en Estudios de Historia Medieval en homenaje a Luis Suárez Femández, Valladolid, 1991, pp. 333-347. Este autor muestra su creciente interés por el tema dado que registra una serie de trabajos en prensa (p. 334, nota 4): «Crisis y legitimaciones dinásticas en la Península a fines del siglo xiv. Entre la justificación doctrinal y la memoria histórica», en Bandos et querelles dynastiques en Espagne a la fin du Moyen Age, Coloquio de la Sorbonne, Paris, 1987; «El Canciller Ayala y la memoria histórica de un cambio dinástico», conferencia pronunciada en Montiel el 30 de abril de 1988 y «Nobleza y poder real en la Castilla de los primeros Trastámaras», ponencia presentada en el Congreso sobre VI Centenario del Principado de Asturias, Oviedo, 6 de diciembre de 1988. Sobre propaganda y aspectos políticos de la realeza en el período se puede consultar el ya clásico trabajo de Joaquín GIMENO CASALDUERO, La imagen del monarca en la Castilla del siglo xiv, Madrid, 1972, así como VALDEÓN BARUQUE, Julio, «La propaganda ideológica como arma de combate de Enrique de Trastámara», en Historia. Instituciones. Documentos, 19, 1992, pp. 459‑467;

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iniciativa difícil de aceptar. Sin embargo, la influencia de su padre, la importancia estratégica que tenía el conflicto castellano para Inglaterra, junto al rechazo de cualquier acto que significase apoyar a un usurpador en perjuicio del legítimo soberano y el temor a la presencia de un monarca francófilo en el trono de Castilla, acabaron por decidir al Príncipe de Gales de tal manera que Pedro I fue aceptado como huésped, al tiempo que se preparaba la invasión del reino castellano. Según Russell, las medidas tomadas en Gascuña para llevar a cabo las operaciones contra Enrique II son poco conocidas en sus detalles, pero se sabe que ya en agosto de 1366 se establecieron los primeros contactos con los señores gascones mientras Sir John Chandos comenzaba a negociar con los jefes de las Compañías que permanecían en el Languedoc. De nuevo, como ocurrió con ocasión de la invasión de Castilla efectuada por Enrique de Trastámara, las Compañías van a jugar un papel primordial entre los efectivos del ejército dirigido por el Príncipe de Gales y en el conjunto de la campaña. En septiembre de 1366 se celebró en Bayona una reunión entre Pedro I, Carlos II de Navarra, el Príncipe de Gales y los señores gascones, con el Conde de Armagnac a la cabeza, para acordar los aspectos generales de la invasión del reino castellano y la restauración de Pedro. Se acordó que la entrada en Castilla se habría de producir a principios del año siguiente y que la empresa sería sufragada por el monarca destronado. Este había hecho un largo viaje desde su huida de Sevilla llevando consigo un rico tesoro en monedas y, sobre todo, en joyas y piedras preciosas. Resalta Hilda Grassotti en un sugestivo

NIETO SORIA José Manuel, Los fundamentos ideológicos del poder real en Castilla. Siglos xiii‑xvi, Madrid, 1988.; «Les clercs du roi et les origines de l’etat moderne en Castille: propagande et legitimation (xiii éme‑xv éme siecles)», en Journal of Medieval History, 18 (1992), pp. 297‑318, y la recientemente publicada, Las ceremonias del poder en la España Medieval. Propaganda y legitimación de la realeza Trastámara en Castilla, que sin duda es en extremo útil y clarificadora. Por último CASTILLO CÁCERES, Fernando, « Los símbolos del poder real en las monedas de Pedro I de Castilla», en Actas del VII Congreso Nacional de Numismática. 1989, Madrid, 1992.    RUSSELL, Peter E., The English Intervention in Spain and Portugal in the time of Edward III and Richard II, Oxford, 1955, p. 61 y ss. 38

trabajo la importancia de estos bienes en el exilio gascón de Pedro, ya que sirvieron para financiar el enrolamiento de los mercenarios —a pesar de no ser muy apreciadas las gemas y las joyas por los routiers, necesitados de metal amonedado—, y para ganar voluntades entre las damas y caballeros influyentes de la corte de Burdeos. Mientras tanto, Sir John Chandos y Thomas Felton fueron encargados por el Príncipe de reclutar las Compañías disponibles para formar la base del ejército que había de invadir Castilla. La reunión de Bayona fue continuada con la celebrada en Libourne, cerca de Burdeos, el 23 del mismo mes entre los reyes de Navarra y Castilla con Eduardo de Gales. Este encuentro fue la auténtica base en la que se apoyó la ayuda prestada por Inglaterra y la colaboración de Navarra a la empresa. El resultado fueron los llamados Acuerdos de Libourne que implicaban enormes concesiones territoriales y monetarias por parte de] rey castellano. Navarra, por permitir el paso de las tropas por su territorio y mantener una postura de tibia beligerancia frente al Trastámara, obtenía importantes ganancias territoriales entre las que destaca el acceso al mar a través de Guipúzcoa. A ello había que añadir 220.000 florines en concepto de indemnización por los daños que pudiera producir el paso del ejército y las tropas que prestaría a la empresa. Por su parte, Inglaterra recibiría Vizcaya y Castro Urdiales así como ventajas y exenciones concedidas a peregrinos y mercaderes ingleses, amén de medio millar de florines en concepto de pago por los gastos sufridos por el Príncipe Negro. Los acuerdos de Libourne suponían hacer a Inglaterra poco menos que invulnerable, al tiempo que permitían la aparición de una nueva potencia atlántica, capaz de rivalizar con Francia y Castilla pero dependiente de Inglaterra: Aquitania. Con las concesiones obtenidas de Pedro I, Eduardo conseguía ampliar sus dominios de Guyena y Gascuña por el norte de Castilla, una zona   GRASSOTTI, Hilda, «El tesoro de Pedro el Cruel», Archivo Español de Arte, 242, Madrid, 1988, pp. 144‑152. En lo que se refiere al tesoro del monarca castellano existen referencias en FERRANDIS, J., Datos documentales para la historia del arte español. III. Inventarios reales (Juan II a Juana la Loca), Madrid, 1943, pp. III-IX. También se puede consultar LADERO QUESADA, Miguel Ángel, Fiscalidad y poder real en Castilla (1252‑1369), Madrid, 1993, pp. 339‑340, así como el siempre sugerente libro de Manuel MORÁN y Fernando CHECA., El coleccionismo en España, Madrid, 1985, pp. 15-40.    RUSSELL, ob. cit., p. 67. 

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de vocación marinera y mercantil, lo que permitía convertirse en el señor de un dominio estratégico con importantes proyecciones económicas. Por el contrario, para Pedro I el acuerdo firmado era una enorme carga que limitaba su capacidad de acción en el futuro. En realidad, la magnitud de las concesiones hechas por el rey castellano hace dudar de su intención de cumplirlas. Da la impresión, de que Pedro aceptó las condiciones impuestas por Eduardo y Carlos de Navarra con el fin inmediato de expulsar del trono a su hermanastro, dejando el problema del cumplimiento de sus obligaciones para más adelante. Mientras tanto, Enrique de Trastámara continuaba en Castilla con su empresa de pacificar el reino, en el que numerosas zonas, especialmente de Galicia y León, permanecían fieles al rey legítimo. Esta actividad bélica coincidía paradójicamente con la progresiva desarticulación del ejército que había invadido Castilla al mando del pretendiente, al producirse la retirada de las Compañías gasconas e inglesas a su servicio, las cuales constituían, junto a aquéllas de origen francés, la parte esencial de las tropas que habían expulsado a Pedro I del reino. Enrique era consciente de los daños que sufría el territorio castellano a causa del deambular de las tropas mercenarias y de los excesos cometidos, al tiempo que sus recursos financieros disminuían alarmantemente, siendo cada vez más difícil pagar sus servicios. Esta situación llevó al Trastámara a licenciar a la mayoría de las Compañías y a quedarse sólo con las más fiables y eficaces, concretamente las francesas, consciente de su debilidad si prescindía de aquellas tropas que tan bien conocía y tan extraordinarios servicios le habían prestado. Esta circunstancia revelaba las carencias de Enrique, quien tenía que contemplar impotente cómo se retiraban la mayoría de sus mejores tropas en un momento crítico en el que la amenaza de una intervención extranjera era cada vez más evidente, y en el reino amplias zonas continuaban bajo control petrista. Por otra parte, el hecho de conservar a su lado a las Compañías de Beltrán Du Guesclin y Hugo de Calveley ponía de manifiesto la debilidad y dependencia de Enrique, así como la enorme importancia de las Compañías de mercenarios en las filas trastamaristas. No obstante, a pesar de la difícil situación que atravesaba, agravada por el distanciamiento de Aragón y Francia, sus aliados tradicionales, el futuro Enrique II logró rechazar en octubre de 1366 una precipitada 40

penetración de tropas castellanas enviadas por Pedro I desde Gascuña para reforzar algunas plazas del valle del Ebro que permanecían bajo su obediencia, mientras continuaba en la lucha contra los gallegos favorables a Pedro, quienes, bajo el mando de Fernando de Castro, resistían con éxito en ciudades como Lugo. Al finalizar 1366 se incrementaron los preparativos en Gascuña para constituir el ejército que bajo el mando del Príncipe de Gales debía entrar en Castilla y restituir en el trono al derrocado Pedro I. Era evidente que Eduardo III de Inglaterra tenía la intención de utilizar a su hijo para la empresa peninsular y de tal forma guardar las apariencias en su conflicto con Francia, momentáneamente detenido a causa de la Paz de Bretigny. Si Carlos V utilizaba a Aragón y a Enrique de Trastámara como peones en su enfrentamiento con Inglaterra, Eduardo III recurría a la ficción que suponía considerar la intervención del Príncipe Negro en Castilla como un asunto interno de Aquitania. Ante la evolución de los acontecimientos y la inminencia de una invasión inglesa de Castilla, Pedro IV de Aragón comenzó a inclinarse por una política de neutralidad, temeroso de convertirse en un ciego instrumento de Francia y en declarado enemigo de Inglaterra. El terror que inspiraban las fuerzas dirigidas por el Príncipe de Gales, brillante vencedor en Poitiers, y el retraso de Enrique de Trastámara en cumplir las promesas realizadas antes de la invasión, decidieron la neutralidad de Aragón en el inminente conflicto. Ante la presencia de un formidable ejército a escasa distancia de sus fronteras, Pedro IV, lleno de temor por un posible ataque de las temibles fuerzas de Eduardo de Gales, procuró con todas sus fuerzas permanecer al margen de la guerra que se avecinaba. Portugal, el otro reino peninsular, fue sensible a la diplomacia inglesa y aseguró su neutralidad en los acontecimientos que se avecinaban, mientras que Francia, aún no repuesta de los terribles años sufridos con anterioridad a la Paz de Bretigny, consciente de su inferioridad y deseosa de evitar el choque directo con Inglaterra, aunque fuera por medio de Aquitania, se apartó de los asuntos peninsulares. El resultado fue la soledad y la extrema debilidad de la posición en que se encontraba Enrique de Trastámara al comenzar 1367. Sin embargo, el pretendiente no era un hombre que se amedrentase fácilmente así que, con una presencia de ánimo admirable, se dispuso a jugar las escasas bazas que quedaban en su mano. Cons41

ciente de su debilidad, acentuada por una creciente impopularidad en el interior del reino y una intensa falta de dinero, don Enrique se apresuró a acercarse a Navarra, conocedor de la volubilidad de Carlos II y de la importancia estratégica de su reino. Gracias a los buenos oficios de Beltrán Du Guesclin, un personaje cuya importancia rebasa el ámbito militar, y del arzobispo de Zaragoza, quien seguía instrucciones del rey de Aragón interesado en que las fuerzas inglesas no entrasen en la Península, se acordó una entrevista entre el rey de Navarra y el pretendiente en un pueblo castellano fronterizo con el reino pirenaico. La entrevista de Santa Cruz de Campezo, celebrada a principios de enero de 1367, se zanjó con el acuerdo del navarro de impedir el paso del Príncipe de Gales a cambio de la cesión de Logroño y del pago de 60.000 doblas, además del compromiso de Enrique de acudir en ayuda de Carlos II en caso de que fuera atacado por el Príncipe Negro. De todos esos acuerdos quedaba claro que el verdadero beneficiado del conflicto peninsular era el rey de Navarra, ya que de ambos contendientes obtuvo pingües ganancias a cambio de un escaso compromiso. Afirma Russell que, a pesar de la conocida inclinación de Carlos II al incumplimiento de las promesas, en Burgos y Barcelona reinó el optimismo durante un breve periodo a comienzos de 1367 ya que se pensaba que, cerrado Roncesvalles y adentrado el invierno, era casi imposible que el Príncipe de Gales pudiese penetrar en la Península Ibérica. En Aquitania, el Príncipe Negro, acompañado de Pedro I, ultimaba los preparativos de la expedición. Las últimas Compañías se iban reuniendo con el resto del ejército anglogascón al tiempo que Juan de Lancaster, hermano del Príncipe, se incorporaba con los cuatrocientos arqueros ingleses reclutados a iniciativa de Eduardo IIII. Las noticias recibidas en el sur de Francia acerca de la reunión de Santa Cruz de Campezo impulsaron al Príncipe a ordenar al jefe de Compañía Hugo de Calveley, hasta entonces al servicio de Enrique de Trastámara y ahora bajo las banderas de Gascuña, que penetrase en Navarra desde el norte de Castilla donde aún permanecía, probablemente intentando conciliar a sus dos señores. La acción de Calveley, quien casi se plantó en Pamplona con sus tropas sin apenas esfuerzos, impulsó a Carlos II a correr junto al Príncipe Negro y Pedro I   lbidem, pp. 77 y 78.



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en una reunión celebrada en Peyrehorade, lugar cercano a Bayona, en cuya abadía el rey de Navarra reiteró su respeto por los acuerdos de Libourne y excusó su acercamiento a Enrique de Trastámara. Garantizado el concurso del navarro y, por consiguiente, la disponibilidad de Roncesvalles, la señal para el comienzo de la expedición estaba dada. Aunque existe un común acuerdo en considerar la dificultad de precisar detalladamente la totalidad de las fuerzas del ejército del Príncipe de Gales y su composición, se puede dar una idea bastante aproximada de cuántas y cuáles serían las que invadieron el reino de Castilla en 1367. De acuerdo con las informaciones proporcionadas por Froissart, López de Ayala y el anónimo autor del Heraldo Chandos se ha fijado entre 6.000 y 10.000 el número de hombres que dirigía Eduardo de Gales. Los más conocidos investigadores han situado entre estas cifras el total del ejército anglogascón. Russell afirma que el Príncipe disponía habitualmente de alrededor de 4.000 caballeros, repartidos entre arqueros y hombres de armas, por lo que resulta difícil pensar que el resto de los guerreros que formaban su ejército pudieran rebasar los 6.000. Ello le lleva a no descartar que la realidad del conjunto fuera inferior a 10.000, cifra dada por López de Ayala y prácticamente aceptada hasta ahora. Uno de los últimos historiadores que se ha ocupado de la expedición, Kenneth Fowler, ha rebajado las cifras de partida a 8.000 hombres, inclinándose preferentemente por los 6.000, cantidad que se abre paso como la más cercana a la realidad. El conjunto del ejército que se dirigía contra Enrique de Trastámara era un heterogéneo mosaico de fuerzas constituido por las Compañías de mercenarios ingleses y gascones; los caballeros y jinetes castellanos parti­darios de Pedro I que se habían concentrado en Aquitania; las fuerzas de los señores gascones, encabezados por el Conde de Armagnac; los aragoneses seguidores de Jaime de Mallorca y contrarios a Pedro IV el Ceremonioso; las tropas procedentes de las guarniciones inglesas de Gascuña y por los efectivos enviados desde Inglaterra por Eduardo III al mando de Juan de Lancaster. Según Russell, casi la mitad del ejército reunido en el sur de Francia procedía de las guarniciones inglesas del área gascona, mientras que Fowler afirma que los contingentes de las Compañías constituían entre la 43

tercera parte y la mitad del total del ejército del Príncipe de Gales. Es decir, que los mercenarios y las tropas inglesas eran la mayoría de los hombres de las fuerzas invasoras en un porcentaje abrumador. Las Compañías eran tropas que destacaban por su preparación y eficacia, lo que se unía a la cuantía numérica con que contaban en el seno del ejército anglogascón para confirmar su importancia. Bearneses, gascones, ingleses que servían en las distintas Compañías fueron incorporados a las fuerzas del Príncipe Negro, quien estaba especialmente interesado por aquellos grupos de mercenarios que habían regresado de Castilla tras combatir a sueldo de Enrique de Trastámara. La buena labor llevada a cabo por Sir John Chandos se tradujo en la incorporación al ejército de una serie de Compañías —14, según Fowler­— identificadas por este autor a partir de una obra atribuida al caballero inglés conocido como Heraldo Chandos y que, gracias a Jean Froissart, pueden ser situadas en el conjunto del ejército del Príncipe Eduardo10. La mayor parte de las mismas fueron colocadas en la vanguardia bajo el mando de Lancaster y Chandos, siendo su contribución decisiva para el triunfo de Nájera. Otra parte nada desdeñable de las Compañías las situó el Príncipe Negro en la retaguardia bajo su mando para prevenir los efectos de una eventual derrota de la vanguardia. De acuerdo con Fowler, las Compañías desempeñaron un papel fundamental en el dispositivo del ejército aliado y en el desarrollo de los acontecimientos*. Una vez reunido un ejército formado por la flor y nata de la caballería de la época —como decían Froissart y el propio Canciller Ayala quien, pese a su condición de combatir en Nájera bajo los estandartes de la Banda y ser fiel a Enrique de Trastámara no deja de reconocer la importancia del contingente agavillado junto a los Pirineos—, el momento de la marcha era cuestión de dias. A pesar de que pueda parecer extraño iniciar una campaña en un mes de invierno, máxime teniendo en cuenta los parajes que había de atravesar el ejército anglogascón, había una serie de razones que aconsejaban al 10   FOWLER, ob. cit., pp. 36 y ss. Este autor se basa en La vie du Prince Noir, ed. D. B. Tyson, Tubingen, 1975, atribuida al Heraldo Chandos, para todo lo relativo a las Compañías y a la expedición del Príncipe de Gales a Castilla. * Ver apéndice 1.

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Príncipe Negro comenzar la marcha. En primer lugar, hay que tener en cuenta que, según Pierre Contamine, las campañas invernales fueron relativamente numerosas durante la Edad Media, aunque sin duda inferiores en número a las llevadas a cabo a lo largo del verano. En un análisis de 120 batallas libradas a lo largo de los siglos xiv y xv, efectuado por W. Erben, aparecen dieciocho de ellas celebradas entre diciembre y marzo, lo que confirma lo anteriormente afirmado por Contamine11. Otras razones para iniciar la expedición en los meses invernales fueron las dificultades financieras para mantener durante largo tiempo a un ejército de grandes dimensiones, el cual generaba unos elevados gastos que corrían de momento a cargo del hijo de Eduardo III, así como el deseo de evitar la consolidación de Enrique de Trastámara en el trono castellano. Si estos motivos eran de por sí suficientes para recomendar el comienzo del ataque, a ellos hay que añadir la casi segura presión de Pedro I para iniciar cuanto antes las operaciones encaminadas a recuperar el trono de Castilla. Todos estos factores, junto a la neutralidad que con toda seguridad mantendrían Portugal, Aragón, Francia y el Bearn, aconsejaban emprender la campaña. A mediados de febrero del año 1367, el ejército dirigido por el Príncipe de Gales inició su marcha hacia Roncesvalles desde sus dominios gascones. En él marchaban Pedro I, Jaime de Mallorca, el Duque de Lancaster, los Condes de Foix y Armagnac, el Captal de Buch, Sir John Chandos, Condestable de Guyena, el señor de Albret y otros tantos caballeros y jefes de Compañías que combatían al lado del Príncipe Negro. Junto a los hombres de armas estaban los arqueros ingleses, probablemente los combatientes más efectivos de la época, aureolados con los triunfos de Crecy y Poitiers, quienes marchaban montados portando su long bow de madera de tejo capaz de atravesar con sus flechas una armadura, así como combatientes auxiliares de infantería y ballesteros hasta completar los alrededor de 8.000 hombres de que constaba el total de los efectivos a las órdenes del heredero de la Corona inglesa. Este ejército iniciaba la expedición bajo la dirección de un experto combatiente como el Príncipe de 11   CONTAMINE, Philippe, La guerra en la Edad Media, Barcelona, 1984, p. 285, y ERBEN, W., Kriegsgechichte des Mittelalters, Berin, 1929, citado por Philippe Contamine (p. 285, nota 67)

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Gales, quien entre octubre y noviembre de 1355 había cruzado el sur de Francia, desde sus dominios gascones hasta el Mediterráneo, regresando a sus bases tras haber recorrido casi mil kilómetros saqueando campos y ciudades y reunir un inmenso botín. Ahora, doce años después, a los caballeros que acompañaban a Eduardo de Gales les animaba idéntico entusiasmo, convencidos de poder repetir la fructífera aventura francesa por tierras castellanas mientras restauraban en su trono a un rey legítimo desposeído por un bastardo. Prácticamente todo lo que un noble del siglo xiv necesitaba para partir a una campaña era la causa justa que el Príncipe de Gales decía defender y las perspectivas de botín y dinero que ofrecía la expedición. El 19 de febrero, Pedro I escribió al Concejo de Murcia una carta en la que anunciaba su paso a Castilla al día siguiente e instaba a la rebelión del reino contra Enrique de Trastámara. Esta misiva, escrita probablemente en San Jean Pied de Port, preludia el inicio del paso de Roncesvalles del ejército del Príncipe de Gales, cuya vanguardia debió comenzar el ascenso ese mismo día. La composición del ejército del Príncipe Negro y su organización en el momento de abandonar el territorio propio y entrar en los dominios navarros peninsulares, nos la revela Jean Froissart al describir el orden de paso por Roncesvalles de las fuerzas aliadas12. De acuerdo con su relato, el primer grupo en pasar el desfiladero fue la vanguardia —la primera batalla— dirigida por el Duque de Lancaster, apoyado por el Condestable de Guyena, Sir John Chandos. Formada por alrededor de 3.000 hombres, agrupaba a la mayoría de las Compañías dirigidas por capitanes gascones, ingleses e incluso bearneses, así como a arqueros ingleses. Era probablemente la parte más importante del ejército invasor junto con el cuerpo principal del mismo, mandado por el Príncipe de Gales. Precisamente esta parte, la segunda batalla, fue la que cruzó Roncesvalles tras las huestes de Lancaster. Al mando de Eduardo, los capitanes de Compañía y la mayoría de los señores gascones vasallos del Príncipe, se adentraron en la parte peninsular del reino de Navarra en dirección a Castilla. Junto a las tropas anglogasconas marchaban los escasos efectivos castellanos y navarros que participaban en la expedición acompañados por Pedro I 12   FROISSART, Jean, Les Chroniques, 1º, París, 1890, pp. 523-524. Libro I, Parte II, Cap. CCXIV-CCXVI.

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de Castilla y Carlos II de Navarra, quien tras haber hecho acto de presencia junto a sus aliados procuró quitarse de en medio utilizando una estratagema mediante la cual el capitán Oliver de Mauny tendría que simular tener retenido al navarro en el castillo de Borja. Cerraba la marcha a través de los Pirineos la tercera batalla, dirigida por el Conde de Armagnac acompañado por Jaime de Mallorca y el Captal de Buch, formada por señores gascones y varias Compañías de mercenarios*. El paso del ejército de Eduardo de Gales por Roncesvalles se alargó durante varios días, aunque las únicas dificultades que encontró fueran las derivadas de la orografía y la estación. Una vez que la hueste descendió hacia Pamplona estaba en el ánimo de todos los participantes la satisfacción de haber superado quizá el mayor obstáculo de toda la campaña. La rapidez con que avanzaban las fuerzas antitrastamaristas tras pasar el desfiladero debía ser grande, ya que el día 23 de febrero el conjunto del ejército de Eduardo estaba acampado alrededor de la capital navarra. Las noticias de la llegada a Navarra del Príncipe de Gales causaron consternación en Aragón, donde el rey Pedro IV movilizó a sus fuerzas con la seguridad de verse implicado por la temida cabalgada del inglés dado su alineamiento francófilo y enriqueño. Sin embargo, afortunadamente para el aragonés, el Príncipe Negro no desvió su marcha del objetivo perseguido: Burgos y el destronamiento y captura del usurpador, como paso previo para obtener lo estipulado en los acuerdos de Libourne. Cabe suponer que cuando Enrique de Trastámara supo en Burgos, donde había convocado a las Cortes, de la invasión anglogascona y que ésta habla sido facilitada por Carlos II de Navarra, con quien poco antes había establecido un acuerdo en Santa Cruz de Campezo, debió comprender, tras la inicial sorpresa, que el tiempo de angustiosa espera y especulación ante los movimientos de sus enemigos había finalizado, dejando paso a la acción. Hombre de carácter que no se arredraba ante las dificultades, Enrique no estaba dispuesto a renunciar a la corona que ceñía sus sienes y que tantos esfuerzos le había costado y tantos años había tardado en conseguir. De la lectura de López de Ayala, trastamarista como la mayoría de la nobleza castellana y combatiente junto al pretendiente frente a Pedro I, se desprende la enérgica actitud adoptada por Enrique quien, consciente de que su *

Ver apéndice 2.

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acuerdo con el navarro era papel mojado, se dispuso a hacer lo único que estaba en su mano. Rápidamente reunió a sus fuerzas y mandó llamar a las Compañías a su servicio, dirigidas por Du Guesclin, D’Audrehen y otros caballeros13, para que se concentraran en el encinar de Bañares, cerca de Santo Domingo de la Calzada, con la intención de cerrar el paso del Príncipe hacia Burgos, ciudad clave en aquellos momentos. Con una tropa más reducida y de inferior calidad, Enrique de Trastámara estaba dispuesto a enfrentarse con el considerado mejor ejército de la época, al tiempo que se extendían por el reino las rebeliones petristas coincidiendo con la vuelta del rey. Al mismo tiempo, el Príncipe de Gales daba las oportunas instrucciones a los caballeros bajo su mando para iniciar la marcha hacia Castilla. Desplegado según hemos visto, atravesó Roncesvalles y dispuso que abriera la marcha la vanguardia del Duque de Lancaster, quien iba a llevar el peso del avance por tierras alavesas y riojanas. De este frente partió una fuerza de reconocimiento al mando de William Felton formada por unos doscientos hombres que desempeñó un activo e importante papel en el transcurso de las operaciones hasta su aniquilamiento. Nada más acampar el ejército en Pamplona, William Felton aprovechó la confusión reinante en los primeros momentos de la invasión así como su carácter de avanzadilla para llevar a cabo una cabalgada que le condujo, sin encontrar oposición alguna, a Logroño, ciudad que permanecía fiel a Pedro I, siguiendo la ruta que, de Pamplona a Estella, conducía a Burgos. La audacia de William Felton le llevó a sobrepasar Logroño y continuar en dirección a Santo Domingo de la Calzada, en cuyas inmediaciones chocó a finales de febrero con tropas castellanas, sin duda pertenecientes a las mesnadas enriqueñas, entonces desplegadas en el cercano encinar de Bañares. La importancia de la pequeña expedición de William Felton no sólo se limitó a los aspectos tácticos, entre los que hay que destacar la brillantez y celeridad de los movimientos del capitán inglés, sino también los estratégicos, ya que sus informes influyeron decisivamente en   Junto a los citados hay que señalar a otros jefes de Compañía que estaban al servicio de Enrique de Trastámara como Pierre de Villaines, Bégue de Villaines; Barón de Hainaut; Señor de Antoing; Jean de Berguette; Gauvin de Bailleul; Alland, Señor de Brifeuil; Vizconde de Rokebertin, todos ellos francobretones (Ibídem, p. 533). 13

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la elección del itinerario escogido por el Príncipe de Gales para dirigirse al corazón de Castilla. Eduardo probablemente tenía decidido dirigirse a Burgos por el camino más corto, cómodo y, aparentemente, seguro como era la citada ruta Estella, Logroño, Santo Domingo de la Calzada, con la intención de tomar la que consideraba capital de Castilla y restaurar en el trono a Pedro I. El rey castellano no seria ajeno a esta decisión inicial, ya que estaba deseoso de tomar una ciudad importante para mostrar a sus partidarios la firmeza de su posición. Sin embargo, afirma Russell que los informes aportados por Wílliam Felton, según los cuales Enrique de Trastámara había situado sus fuerzas en Santo Domingo para cortar el paso a los invasores, hicieron variar la decisión inicial del Príncipe de Gales. Aunque el especialista británico afirma que a este cambio contribuyó la desconfianza de Eduardo hacia Carlos II de Navarra y el posible cierre de sus vías de comunicación con Gascuña, es incomprensible la decisión tomada por Eduardo de Gales, quien renunció a la seguridad que representaba Logroño, una ciudad en manos petristas, para cruzar el río Ebro, último obstáculo antes de Burgos. Es difícil creer que al Príncipe Negro pudiera sorprenderle el despliegue de las escasas fuerzas de Enrique pues, conociendo su personalidad, lo esperado era que el castellano hiciera frente a la invasión con todos los medios a su alcance. Tampoco cabe pensar que ignorase la escasa magnitud de las fuerzas enriqueñas, a lo que se puede añadir que, en caso de haber continuado el avance, habría conseguido un choque frontal con las fuerzas trastamaristas el cual, como se vio en Nájera, se hubiera resuelto a favor de los anglogascones acortando la campaña. Por el contrario, Eduardo de Gales, excesivamente prudente en este caso, actuó como si desconociera los reducidos medios de su ene­migo y temiese las consecuencias de un enfrentamiento directo entre am­bas formaciones. Cabe pensar que Pedro I intentase convencer al Príncipe Negro para continuar hacia Burgos por el camino ya emprendido, pero éste hizo caso omiso a las presuntas presiones castellanas al optar por un nuevo itinerario que le condujo desde Pamplona a tierras de Álava con la intención de ocupar Vitoria, cruzar el Ebro por Miranda y caer sobre Burgos. La deci­sión de internar a un nutrido ejército con gran cantidad de caballos en tierras alavesas en pleno invierno y siguiendo una ruta que suponía un nota­ble rodeo para alcanzar el objetivo final, 49

era un error estratégico que tuvo menores consecuencias de las que probablemente hubiese traído con­sigo de contar Enrique de Trastámara con fuerzas más numerosas y efec­tivas y una retaguardia segura. El ejército invasor tuvo problemas de aprovisionamiento, de forrajes y de alojamiento, al tiempo que veía su avance cerrado por montañas, desde donde los efectivos trastamaristas aguardaban en posiciones favorables la llegada de los ingleses. Como vere­mos más adelante, el precio pagado por el heredero del trono de San Jorge fue la derrota de Ariñez, un revés que pudo haber tenido importantes consecuencias para el conjunto de la empresa. Alrededor del 5 de marzo, el ejército dirigido por Eduardo abandonó Pamplona en dirección noroeste con el propósito de alcanzar Vitoria, vía Alsásua y Salvatierra. La marcha de las fuerzas anglogasconas se dispone de acuerdo con el orden establecido en tierras navarras, Abriendo paso marchaban el Duque de Lancaster y John Chandos con una selecta y poderosa parte del ejército, mientras que en posición avanzada, desempe­ñando brillantemente su papel de fuerza de reconocimiento, se encontraba William Felton con sus doscientos hombres. A continuación de la vanguar­dia se situaba el centro, que agrupaba la parte más numerosa del ejército, dirigida por el Príncipe Negro con Pedro I a su lado. Cerrando la marcha se situaban las fuerzas de retaguardia del Conde de Armagnac. En los días que cerraban febrero y abrían el mes de marzo, el bastardo concentró sus fuerzas en Bañares, donde acudieron las Compañías francesas de Du Guesclin y D’Audrehen procedentes de Aragón. En este lugar cercano a Santo Domingo de la Calzada, el pretendiente tuvo cono­ cimiento a primeros de marzo, poco antes de penetrar en Álava, de la deserción de 600 hombres, enviados sobre Agreda, una ciudad castellana situada en tierras de Soria que tenía una gran importancia por su emplazamiento junto a una de las rutas que conducían a Aragón, por lo que en esos momentos su obediencia legitimista revestía especial peligro para el Trastámara. Lo sucedido supuso un rudo golpe para el pretendiente en una ocasión muy delicada. Las noticias de la defección de los caballeros castellanos ante los muros de la petrista ciudad de Agreda debieron llegar a Bañares casi al mismo tiempo que las nuevas anunciando la partida del Príncipe de Gales en dirección a Vitoria. La situación era realmente difícil para Enrique ya que a la amenaza inminente del ejército de Eduardo y Pedro I, se unía una 50

creciente inestabilidad interna a causa de la actividad de los agentes petristas, quienes fomentaban todo tipo de acciones respaldadas por la presencia en Castilla del legitimo monarca. Durante su estancia en el encinar de Bañares, resguardado su ejército de los vientos y fríos invernales riojanos y al acecho de los movimientos realizados por el Príncipe de Gales, el futuro Enrique II recibió cartas de Carlos V de Francia en las que, con conocimiento de causa, aconsejaba llevar a cabo una guerra de desgaste y evitar el choque directo con las tropas anglogasconas. Los capitanes de routiers Du Guesclin y D’Ahudrehen que estaban al servicio del Trastámara también recomendaban idéntica táctica, fruto de su experiencia en la lucha contra los ingleses. Los dos caballeros, desde que supieron de la entrada del Príncipe Negro en Álava, aconsejaron con vehemencia llevar a cabo una guerra de pequeñas escaramuzas y hostigamientos constantes, aprovechar las dificultades que la logística y el invierno iban a traer al ejército invasor y procurar mantenerlo en tierras alavesas cerrando los pasos montañosos que conducían a las comarcas burgalesas y riojanas. Esta táctica, propia de las compañías bretonas que tan buenos resultados iba a dar en futuros enfrentamientos entre ingleses y franceses, contaba con la oposición de la nobleza castellana partidaria del futuro Enrique II que, como el canciller López de Ayala14, preconizaba el choque directo con las fuerzas anglogasconas. Para los grandes de Castilla rehusar la batalla supondría un rasgo de cobardía y un reconocimiento de la propia inferioridad, extremos compartidos por Enrique de Trastámara, quien además debía contemplar una retirada ante las fuerzas del Príncipe de Gales, por muy estratégica que fuera, como la señal para la desbandada de sus partidarios. Estas razones, junto a la tentación de correr el albur de resolver el conflicto en un solo choque afortunado, pesaban poderosamente en el ánimo del bastardo a la hora de tomar una decisión definitiva. La farsa montada por Carlos II de Navarra con el concurso de Oliver de Mauny para distanciarse de los aliados anglocastellanos fue una medida de prudencia y cálculo político que ponía de manifiesto 14   LÓPEZ DE AYALA, Pedro, Crónica del Rey Don Pedro I, Ed. BAE, LXVI, madrid, 1953, año 1367, Cap. VI, P. 553

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lo aleatorio del resultado final de la expedición. No es casualidad que el rey navarro decidiera convertirse en «prisionero» del mercenario en los mismos días en que Eduardo de Gales cabalgaba por tierras alavesas, renunciando así a la ruta riojana en su marcha hacia Burgos. La decisión del inglés provocó la desconfianza del astuto rey navarro. Poco después, las fuerzas invasoras se detuvieron en la segunda semana de marzo en Salvatierra debido a la falta de víveres y al mal tiempo, lo que supuso no sólo la pérdida de un hipotético factor sorpresa, sino también unos días preciosos que no fueron desaprovechados por Enrique de Trastámara. Este, una vez que supo de la presencia del inglés en Salvatierra, abandonó Bañares con la intención de cerrar el paso hacia Burgos desde tierras de Álava, llevando consigo el pesar de la deserción de los jinetes enviados contra Agreda y la evidencia del nulo respaldo internacional obtenido tras la neutralidad de Francia y Aragón, pero con la esperanza de aprovechar los márgenes de maniobra que le concedía el de Gales con sus inesperadas decisiones estratégicas. Rápidamente Enrique ocupó los altos de Zaldiarán, blo­queando el camino que llevaba de Vitoria a Miranda y al río Ebro, al tiempo que esperó el avance de su enemigo en posiciones muy favorables. A mediados de marzo el Príncipe Negro reanudó su marcha sobre Vitoria, con los característicos problemas de alojamiento y víveres que acompañan a un gran ejército, siempre precedido por la activa e inquieta avanzadilla de William Felton. Este, en su cabalgada de exploración por delante de la vanguardia, llegó a sobrepasar Vitoria para acampar en Ariñez, un lugar situado a siete kilómetros al sur de la capital alavesa, desde donde comunicó al Príncipe Negro las posiciones de los trastamaristas en Zal­diarán al tiempo que comenzaba a explorar el terreno con la intención de encontrar víveres y forraje. En la tercera semana de marzo de 1367 las fuerzas de Eduardo y Pedro I acamparon alrededor de Vitoria en difíciles condi­ciones climatológicas y con el camino de Burgos cerrado15. Mientras la mayoría del   Para hacerse una idea completa de la difícil situación en que se hallaba el ejército anglo‑petrista conviene señalar que en esos momentos Vitoria era una ciudad de obediencia trastamarista. Probablemente había enviado representantes a las Cortes de Burgos, convocadas por el pretendiente en febrero, donde debió recibir la confirmación de sus privilegios. Esta práctica, poco habitual en don 15

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ejército combatía el frío y la lluvia, las partidas inglesas que recorrían los alrededores en busca de provisiones eran continuamente hostigadas por fuerzas de Enrique de Trastámara. La táctica seguida por el pretendiente, atrincherado en los altos de Zaldiarán, acosando sin cesar a los anglogascones y dejando que su moral se quebrantase a causa de la inmovilidad y las dificultades de todo tipo, parecía responder a los consejos de Carlos V de Francia y a las recomendaciones de Du Guesclin, ya que el desgaste y no el choque era el fin perseguido. La eficacia de esta estrategia y lo acertado de los consejos de los franceses se puso de manifiesto en toda su intensidad con ocasión de la pequeña batalla de Ariñez. Dada la pasividad de Eduardo de Gales y la seguridad de las posiciones ocupadas por sus fuerzas, don Enrique decidió enviar una fuerza de cierta envergadura al mando de su hermano don Tello para atacar con superioridad a las partidas inglesas que pululaban por los alrededores de Vitoria. Este contingente estaba integrado por fuerzas castellanas dirigidas por el Marqués de Villena, Pedro González de Mendoza, Juan Ramírez de Arellano, y otros, así como por compañías francobretonas al mando de Arnould D’Audrehen y Pierre de Villaines, el Bégue de Villaines, en condiciones de superioridad con las pequeñas fuerzas inglesas que recorrían la tierra próxima a la capital alavesa. A poco de partir de Zaldiarán y de abandonar las posiciones trastamaristas, las fuerzas de don Tello toparon con una partida de ingleses y gascones de la Compañía de Hugo de Calveley, aunque no hay datos que permitan afirmar la presencia de este capitán entre sus filas dado que Froissart afirma que no estaba frente a sus tropas. Estos, en inferioridad de condiciones, sufrieron algunas bajas tras lo que huyeron rápidamente al tiempo que alertaban al Duque de Lancaster, jefe de la vanguardia del ejército del Enrique ya que habitualmente escatimó estas concesiones, contribuyó a alejar a la ciudad alavesa del petrismo. Parece que el Trastámara optó en febrero de 1367 por esta política favorable a los concejos no solo para intentar conservar la fidelidad del mayor número posible y contrarrestar iniciativas equivalentes de Pedro I, sino también, en el caso de Vitoria, debido a la amenaza de invasión y a la necesidad de mantener la ciudad bajo su obediencia. Esta era una circunstancia que se revelaba especialmente importante a causa de su situación fronteriza y a la cercanía de la previsibles ruta invasora. Ver GONZÁLEZ MÍNGUEZ, C., «Las ciudades durante la guerra civil entre Pedro I de Castilla y Enrique II de Trastámara: el ejemplo de Vitoria», en Estudios de Historia Medieval en homenaje a Luis Suárez Fernández, Valladolid, 1991, pp. 230-235.

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Príncipe de Gales de donde procedían. En esos momentos, don Tello ya había localizado el campamento de William Felton en Ariñez, donde se había instalado siguiendo su táctica de avanzada. La caballería castellana, probablemente integrada en su mayoría por fuerzas de tipo ligero, conocidas en la época como jinetes16, caracterizada por su presteza y lo liviano de su armadura y armamento, era idónea para encuentros rápidos, para la incursión y la escaramuza, al contrario de lo que sucedía con los hombres de armas, caballeros con equipo y armas pesadas capaces de combatir a caballo o a pie, de gran capacidad de choque pero de escasa movilidad. Dada la superioridad de los atacantes, Felton se atrincheró en una colina desde donde rechazó las embestidas de don Tello gracias al empleo de los eficaces arqueros ingleses, portadores del long bow de tejo, un arco de una gran potencia y alta cadencia de fuego. Uno y otro ataque de los jinetes castellanos fueron detenidos por los hombres de William Felton hasta que Arnould D’Audrehen y Pierre de Villaines, cono­ cedores de las tácticas vigentes, decidieron junto con algunos caballeros castellano dotados de sólidas armaduras, desmontar y atacar a pie las posi­ciones de los ingleses. La acción combinada de los jinetes ligeros con los hombres de armas desmontados tuvo éxito así que, apoyados en su superioridad numérica, los trastamaristas arrollaron a los anglo‑gascones. La utilización de la caballería pesada sin sus cabalgaduras, comba­ tiendo a pie, no era una novedad del siglo xiv, a pesar de ser la centuria la época dorada de esta táctica, pero sí fue un acontecimiento militar en Castilla, aunque sus protagonistas fueron mayoritariamente ingleses, gascones y franceses. Ariñez también tiene el honor de ser el primer lugar de Castilla en el que los arqueros ingleses, un auténtico cuerpo de élite de la época, entraron en acción demostrando su eficacia al rechazar los ataques de una fuerza muy superior en número. Felton hizo lo que hasta entonces solían hacer las mesnadas inglesas: atrincherarse lo mejor posible en un lugar elevado, desplegar los arqueros y desmontar a la caballería pesada hacién­dola combatir a pie. A pequeña escala y con muchísima modestia, Felton casi reprodujo lo que hizo Eduardo III en Crecy, quien aprovechó el gran al  MACKAY, Angus, La España de la Edad Media, Madrid, 1980, p.163

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cance y potencia del arco largo (1,95 m de altura), apoyado por una sólida muralla de caballeros desmontados y atrincherados para derrotar a las fuerzas francesas basadas en la caballería. Aunque los castellanos eran inexpertos acerca de la táctica militar vigente en Europa, a su lado estaban los caballeros franco‑bretones D’Audrehen y Villaines para tomar la iniciativa en el combate gracias a su experiencia en la guerra con los ingleses, especialmente intensa la del primero de ellos, Mariscal de Francia y veterano de Crecy y Poitiers, todo sin olvidar el pasado de Enrique de Trastámara y sus hermanos como rou­tiers al servicio del rey de Francia durante uno de sus exilios en este país. Las fuerzas de William Felton fueron masacradas en los altos cerca­nos a Ariñez, en una colina que todavía en 1520 recibía el nombre de In­glesmendi, monte de los ingleses, tras una heroica resistencia17. El jefe de Compañía inglés y la mayoría de sus hombres murieron en el ataque combinado de don Tello, D’Audrehen, Pierre de Villaines y Juan Ramírez de Arellano, mientras que otros caían prisioneros de los castellanos. La expedición de don Tello no pudo ser ni más fructífera ni más reve­ladora para los trastamaristas. En primer lugar, supuso una importante inyección de moral pues se había infligido una derrota al que se consideraba el mejor ejército de la Cristiandad, dirigido por el prototipo del caballero triunfador. En segundo lugar, Enrique de Trastámara consiguió desconcertar, bien que por poco tiempo, a los invasores gracias a la acción de Aríñez; al mismo tiempo se ponía de manifiesto la eficacia de la táctica de desgaste recomendada por Du Guesclín, D’Audrehen y el propio rey de Francia ante la invasión aliada. El triunfo de don Tello puso de relieve lo adecuado de las fuerzas castellanas para la táctica de ataques rápidos, de incursiones relámpago capaces de golpear con fuerza y retirarse fugazmente, como reveló lo sucedido en Ariñez. El encuentro demostró también la importancia casi decisiva que tenían las Compañías en el ejército de don Enrique ya que fue la intervención de Villaines y del Mariscal D’Audrehen la que consiguió vencer la resistencia de Willíam Felton. Para las fuerzas anglo‑gasconas lo ocurrido en Ariñez fue fruto del 17   SANTOYO, Julio César, El Príncipe Negro en Álava, Vitoria, 1973, nota 18. Es una recopilación de las Crónicas de Jean Froissart relativa a la expedición de Eduardo de gales por tierras alavesas, anotadas por el autor

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exceso de confianza y del relajo con que se acometió la campaña por tierras de Álava y representó una merma en el prestigio del Príncipe de Gales, hasta entonces considerado invencible18. Podemos concluir afirmando que Ariñez fue el precio pagado por Eduardo a causa del error que supuso variar su itinerario al salir de Pamplona, cuando renunció al camino que llevaba directamente a Logroño para dirigirse al norte en dirección a Vitoria. Don Tello, tras la derrota de los anglogascones y el saqueo de los campamentos abandonados en su precipitada retirada19, retornó a la seguridad que proporcionaban los altos de Zaldíarán, mientras que el Príncipe Negro, alertado por Lancaster y Hugo de Calveley, desplegó a su cansado ejército en orden de combate al sur de Vitoria, en la colina San Román, a la espera de lo que consideraba iba a ser el choque definitivo con el grueso de las fuerzas de Enrique de Trastámara. Entre tanto esperaba la deseada embestida castellana, Eduardo de Gales se dispuso a cumplir con el ritual caballeresco previo al combate procediendo a armar caballero a Pedro I y a otros miembros del ejército anglogascón20.Sin embargo, el esperado enfrentamiento entre el grueso de los contendientes no iba a producirse. Al tener noticia de la retirada de don Tello a los altos de Zaldiarán y percatarse de que esta fuerza no era de la vanguardia trastamarista sino una expedición de hostigamiento, el Príncipe de Gales se encontró en la necesidad de tomar una decisión ya que el camino estaba cerrado por los castellanos mientras que permanecer más tiempo en Vitoria suponía incrementar las dificultades de abastecimiento y alargar peligrosamente la campaña. El balance de la expedición para Eduardo de Gales era hasta esos momentos desalentador ya que, tras casi un mes   RUSSELL, ob. cit., p. 91.   Russell da por buena la noticia de Jean Froissart según la cual las fuerzas de don Tello saquearon el campamento del Duque de Lancaster; sin embargo, López de Ayala no alude a esta acción. Es difícil creer que las fuerzas del hermano de Enrique, que no debían ser muy numerosas ‑1.000 hombres si no menos‑ pudieran hacerse con los reales de Juan de Gante y, en caso de haber sido así, Ayala lo hubiera relatado con todo lujo de detalles (Ibídem, p. 91). 20   El rito en cuestión ha sido estudiado dtenidamente por Nelly R. Porro en su tesis doctoral –inédita- titulada La investidura de armas en León y Castilla del Rey Sabio a los Católicos. (Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 1986, 661 fols.). 18 19

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de penosa marcha, nada se había hecho; por el contrario, se había sufrido una derrota que aunque había tenido escasos efectos en lo que a la pérdida de hombres y material se refiere, la magnitud del daño moral y las repercusiones estratégicas de la misma eran más importantes. En un entorno invernal carente de víveres, forraje y alojamiento, con el riesgo de sufrir continuos hostigamientos y ser víctimas de la temida táctica de desgaste que esquiva el choque directo, al Príncipe Negro sólo le quedaba una salida y ésta no era otra que abandonar Álava. Eduardo de Gales enmendó su error de principios de marzo y decidió marchar sobre Burgos por el itinerario de Logroño, por lo que levantó su campamento para dirigirse hacia el sudeste con la intención de alcanzar Los Arcos, ya en la ruta Pamplona‑Estella‑Burgos. El 27, según Russell, inició su marcha, teniendo como etapas del recorrido Maestu, Santa Cruz de Campezo, escenario de la entrevista de Enrique de Trastámara y Carlos II de Navarra a principios de este año de 1367, hasta llegar a Los Arcos, en la calzada que lleva a Logroño. La marcha debió ser difícil y en condiciones climatológicas adversas, pero en poco tiempo el gran ejército anglopetrista recorrió el itinerario previsto para situarse ante Viana el día 31 de marzo. La amenaza para las posiciones de Enrique era evidente y superior a la de una semana antes. La maniobra llevada a cabo por el de Gales había transformado radicalmente la situación de la campaña. El pretendiente castellano había recibido en los últimos días una alta dosis de moral, necesaria tras las deserciones producidas a raíz de los acontecimientos de Agreda, gracias a la victoria de Aríñez pero la alegría duró poco en el campamento trastamarista. La noticia del abandono de Vitoria por las fuerzas anglogasconas en una dirección opuesta a Miranda de Ebro sólo podía preludiar la maniobra que realmente estaba efectuando el Príncipe de Gales y que no tardaron en confirmar los exploradores castellanos. De nuevo Enrique de Trastámara tuvo ocasión de demostrar su moral de hierro en los momentos difíciles al reaccionar con decisión y dirigirse rápidamente hacia el sur para cortar el paso a las fuerzas que se disponían a caer sobre Burgos. Su intención era tomar posiciones en el camino que llevaba de Logroño a Burgos lo antes posible. No sabemos si él pretendiente pensaba repetir la táctica que con tan buenos resultados había em57

pleado en Álava, el hostigamiento y el desgaste, aprovechando los accidentes geográficos, aquí menos favorables, aunque el principal obstáculo, el río Ebro, no constituyó ningún impedimento para Eduardo, ya que pudo cruzarlo en Logroño con toda tranquilidad al ser esta ciudad de obediencia petrista. El 31 de marzo, cuando el Príncipe Negro ya se habla situado en Viana, don Enrique estaba esperando informes en San Vicente de la Sonsierra, a medio camino entre Zaldiarán y Nájera, para confirmar el camino seguido por el ejército anglopetrista. Cuando quedó claro cuáles eran las intenciones del inglés —¿esperaría quizás Enrique que el inglés tomara la dirección de Pamplona y abandonase la camparla?— el Trastámara se dirigió a Nájera, lugar de infausto recuerdo para su memoria, donde acampó el 1 de abril situando su campamento, según Ayala, detrás del río Najerilla, de tal manera que servía de obstáculo para el avance aliado. Una vez más el pretendiente castellano había efectuado una brillante y rápida maniobra que le permitía bloquear el paso de las fuerzas invasoras. Ese mismo día Pedro I envió desde Logroño cartas a varias villas y ciudades del reino con la intención de elevar la moral de sus partidarios tras las infructuosas semanas de campaña21. Este hecho anunciaba la inminencia de un choque directo entre las fuerzas contendientes lo que suponía una súbita ruptura de la situación de expectación del mes de marzo. La aproximación y la prudencia dejaban su lugar a la decisión. Fue en estos momentos cuando se produjo el curioso episodio del intercambio de notas entre el Príncipe de Gales y Enrique de Trastámara. El inglés inició la correspondencia desde Navarrete con una misiva en la que, sin tratar a Enrique como monarca, le instaba a dejar el trono a su legítimo dueño y evitar el derramamiento de sangre. La contestación del pretendiente fue una relación de las atrocidades cometidas por Pedro I y una justificación de su proclamación como rey de Castilla, apoyada en la voluntad del reino de acuerdo con la tradición electiva visigoda. También apelaba a la condición de caballero que adornaba al Príncipe para instarle a dejar de apoyar a alguien que como Pedro I, según su hermanastro, era totalmente   RUSSELL, ob. cit., p.92

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ajeno a las reglas de caballería. El intercambio epistolar como era de suponer no tuvo ninguna consecuencia, así que las cartas dejaron su lugar a las armas. El viernes 2 de abril, mientras el Príncipe llegaba a Navarrete, los jefes de las Grandes Compañías al servicio del pretendiente —los franceses Beltran Du Guesclin, Arnould D’Audrehen y Pierre Villaines— mostraron su enorme prevención ante un choque directo con el ejército anglo‑gascón y señalaron las escasas posibilidades de salir con éxito del mismo. Por su parte, Enrique de Trastámara era consciente de que no podía retrasar por más tiempo la batalla ya que la presencia en Castilla de Pedro I junto con un gran ejército a su lado era un factor de inestabilidad para todo el reino. La condición de usurpador que tenía el bastardo, su aislamiento internacional y lo reducido de sus recursos, aconsejaban optar por el enfrentamiento, jugándose todo a una carta. Si el encuentro no era decisivo y resultaba en el peor de los casos indeciso, el prestigio del Príncipe Negro sufriría otra merma que se añadiría a la experimentada a raíz de la derroto de Ariñez, y muy probablemente se precipitase su retirada al alargarse en exceso la campaña. Tras estas reflexiones, Enrique de Trastárnara decidió mover su ejército, cruzar el río Najerilla y desplegarse en el caserío de Alesón, a unos 3 km al este de Nájera, cortando la calzada por donde se esperaba llegaría el Príncipe de Gales procedente de Navarrete. Esta decisión, que suponía abandonar una posición ventajosa e idónea para resistir un ataque gracias al río que tenían delante los trastamaristas, fue un gran error de Enrique, quizás la única equivocación cometida durante la campaña, comparable a la nefasta elección realizada por el Príncipe Negro al escoger el itinerario alavés en su marcha hacia Burgos. Las ventajas que concedía una favorable posición defensiva en los últimos siglos medievales tiene su mejor exponente en los ejemplos de Crecy (1346) y Poitiers‑Maupertuis (1356), dos batallas en las que el ejército inglés, en el segundo caso dirigido por el Príncipe de Gales, había resultado victorioso al esperar la embestida francesa atrincherado en posiciones favorables. Hay que añadir que el error cometido por Enrique se vio agravado por el hecho de haber renunciado a controlar el único puente que atravesaba el Ebro en la propia Nájera. 59

Este viernes 2 de abril fue la fecha en la que ambos ejércitos adoptaron la disposición de batalla ante la inminencia del combate*. El ejército anglogascón siguió el esquema acordado antes de la campaña y que se adivina en el orden de paso observado en la travesía de Roncesvalles, según la información que nos proporciona Jean Froissart. De acuerdo con las tácticas vigentes, el ejército se dividió en cuatro grupos (vanguardia, cuerpo principal y las dos alas) cada una de ellas con personalidad propia. La vanguardia dirigida por el Duque de Lancaster, Juan de Gante, y John Chandos, estaba formada por la mayoría de las Compañías anglogasconas reclutadas y por ingleses, en especial, arqueros, aportados por el propio Duque. Esta fracción del ejército del Príncipe de Gales era las más efectiva y temible ya que combinaba a las combativas compañías y a los arqueros ingleses, una leyenda viviente tras lo ocurrido en Crecy. Según Fowler22, la importancia de los mercenarios encuadrados en las Compañías durante la batalla de Nájera fue tan grande que sin ellos no se concibe el triunfo inglés. Este grupo fue el que llevó no sólo una gran parte del peso de la batalla, sino también de toda la campaña ya que esta vanguardia dirigida por Lancaster y Chandos venía actuando como tal desde los inicios de la expedición sufriendo el consiguiente desgaste. Esta parte debía reunir aproximadamente unos 3.000 hombres, todos ellos, incluso los arqueros, montados. A continuación se encontraba el cuerpo principal, dirigido por el propio Príncipe de Gales a quien acompañaban Pedro I, Jaime de Mallorca y otros caballeros. Estaba compuesto fundamentalmente por ingleses, gascones y el resto de las Compañías que Eduardo había decidido reservarse bajo su mando para recurrir a ellas en caso de derrota de las otras secciones de su ejército. El cuerpo, que dirigía en persona Eduardo de Gales, debía reunir alrededor de 3.000 hombres selectos y aguerridos capaces de resolver, en conexión con la vanguardia, cualquier choque en campo abierto. A estos contingentes se unían los efectivos castellanos, unos 800 si hemos de creer a Ayala, fieles a Pedro I, incrementados con las deserciones y los partidarios que, como los de Logroño, acudieron a agruparse bajo las banderas legitimistas. La heterogeneidad del cuerpo principal se completaba con las tropas navarras, una presencia casi testimonial de alrededor de trescientas   FOWLER,ob. cit.,p. 38. Ver apéndice 3.

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lanzas dirigidas por Martín Enríquez, alférez de Navarra, y las huestes al servicio de Jaime de Mallorca. Estos núcleos centrales estaban escoltados por las respectivas alas. El ala izquierda, formada básicamente por los hombres del Conde de Foix y alguna Compañía, estaba dirigida por el propio Conde y Juan de Grailly, Captal de Buch, y agruparía a unos 2.000 hombres. El ala derecha estaba integrada por los caballeros gascones al mando del Conde de Armagnac y su número rondaría también los 2.000 hombres. Estas dos secciones no tenían la importancia de aquellas otras que constituían el eje neurálgico del dispositivo de batalla aliado. El conjunto formado por el ejército del Príncipe Negro era una fuerza de tremenda efectividad y de gran calidad en hombres y armamento y representaba lo mejor de Occidente en términos bélicos. Era difícil para los trastamaristas resistir en campo abierto el avance de semejante hueste, experta en las más modernas tácticas de combate, que unía calidad, cantidad y organización. Era muy otra la realidad del campo trastamarista. Su reducido y heterogéneo ejército no estaba ni coordinado ni unido; no tenía un armamento, como los arcos o armaduras, comparable al de los anglogascones y no sólo desconocían en su mayoría las tácticas al uso sino que las desprecíaban, como era el caso de la nobleza castellana. Las diferencias entre los jefes de las grandes Compañías, especialmente Beltrán Du Guesclin, y los magnates de Castilla eran intensas. Los francobretones, expertos combatientes en el contexto europeo de la Guerra de los Cien Años, estaban integrados en lo que podemos denominar panorama bélico de la época. Estos mercenarios conocían las tácticas vigentes y cuáles eran los métodos más exitosos en el combate, muchas veces aprendidos en propia carne, por lo que sus recomendaciones debían haber sido seguidas al pie de la letra por los castellanos. La nobleza castellana, sumida en los particularismos de una guerra de frontera con los musulmanes, despreciaba los consejos de los mercenarios, especialmente aquéllos que recomendaban la táctica de combatir a pie, algo inconcebible para los caballeros castellanos que nunca, a pesar suyo, llegaron a asimilar23. Estos eran partida23   Russell afirma que en Aljubarrota la nobleza castellana repitió idénticos errores que costaron la derrota a Juan I (ob.cit.,p. 104).

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rios del empleo de jinetes ligeros, con escasa protección y sin armamento pesado, muy adecuados para la escaramuza pero muy vulnerables frente a los arqueros y los caballeros anglogascones. Por el contrario, Du Guesclin y D’Audrehen recomendaban incrementar la protección de los jinetes y combatir a pie esperando la carga enemiga, de acuerdo con la creencia existente entonces según la cual el ejército de caballeros desmontados que fuera capaz de resistir la embestida enemiga saldría triunfador del choque24. Las reticencias entre routiers y castellanos se extendían también a otros aspectos, ya que la desconfianza mutua se veía incrementada por el odio que los peones de infantería reclutados en la zona por Enrique sentían hacia los mercenarios que saqueaban campos y granjas. A esto había que añadir la envidia que muchos grandes sentían hacia los jefes de Compañía a causa de las recompensas recibidas del nuevo monarca25. En esta situación no es de extrañar la prevención existente entre Du Guesclin y D’Audrehen a entrar en combate, incrementada por la dudosa lealtad de muchos de los hombres del ejército trastamarista a quien en realidad no era más que un usurpador. A pesar de todas estas dificultades, el ejército de Enrique de Trastámara consiguió adoptar en Alesón una disposición de batalla que seguía prácticamente el mismo esquema que los anglogascones. De

  CONTAMINE, ob. cit., p. 286.   Los mercenarios que sirvieron bajo las banderas del Trastámara fueron generosamente retribuidos por éste cuando se convirtió en Enrique II. Beltrán du Guesclin recibió 120.000 doblas, el título de Duque de Molina y el señorío de Soria, Almazán, Deza, Atienza, Serón y Monteagudo. Pierre de Villaines fue nombrado Conde de Ribadeo mientras que otros capitanes que más tarde ayudaron al pretendiente a acceder al trona, como Oliver de Mauny, Arnaut Solier y Joffre Rechon, obtuvieron el señorío de villas como Agreda, Villalpando y Aguilar de Campos, respectivamente (SUÁREZ FERNÁNDEZ, ob. cit., p. 144). De estas donaciones conviene destacar el trato privilegiado que reciben Villaines y, sobre todo, Du Guesclin ya que no sólo obtuvieron un título sino también dinero en efectivo, al contrario que el resto de los mercenarios. Hay que destacar la importancia de las 120.000 monedas de oro, especialmente apreciadas y difíciles de reunir en una época donde la escasez de metales era tradicional y en la que la economía monetaria se estaba confirmando. La posesión de ese numerario concedía al bretón unos márgenes de maniobra realmente grandes a la hora de adquirir servicios militares y cualquier material para sus caballeros. 24 25

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acuerdo con información aportada por López de Ayala26, existía una vanguardia, un cuerpo principal y las preceptivas alas *. La vanguardia era la flor y nata del ejército trastamarista y la única fuerza capaz de medirse, como luego veremos, con sus enemigos. Estaba formada por las grandes Compañías francobretonas y los caballeros castellanos pertenecientes a la Orden de la Banda, los únicos que siguieron las recomendaciones de combatir desmontados, y la dirigía Beltrán Du Guesclin. Junto a los hombres de armas se alineaba un heterogéneo grupo de anticuados combatientes castellanos como los honderos así como los peones reclutados en los últimos momentos y de cuya lealtad no se podía tener total seguridad. El conjunto, según afirma Ayala y la práctica totalidad de los autores aceptan, tenía unos 1.000 hombres, cifra realmente baja en comparación con la parte equivalente en el ejército del Príncipe de Gales. La vanguardia, la unidad más selecta y efectiva de Enrique, reunía prácticamente a todos los combatientes efectivos del bando trastamarista. Su papel en la batalla sería aprovechar su fortaleza para soportar el peso del ataque y asestar un rápido y poderoso golpe respaldado por el cuerpo principal mientras las alas envolvían y hostigaban al enemigo. Era evidente que la debilidad numérica de la vanguardia castellana no le permitía sostener un combate durante largo tiempo, lo que explica la dependencia que tenía del comportamiento en combate de las otras partes del ejército, especialmente de las alas. A continuación de la vanguardia, y en estrecho contacto con ella, se situaba el cuerpo principal, dirigido por el propio Enrique de Trastámara, constituido por hombres de armas castellanos y los peones de infantería reclutados en las últimas semanas. Agruparía esta parte a unos 1.500 hombres de variada capacidad aunque inferior en su conjunto a la capacidad de la vanguardia. El ala izquierda estaba integrada en su totalidad por caballería ligera, los jinetes y peones auxiliares al mando de don Tello, el hermano de Enrique, que había obtenido la victoria de Ariñez. Los combatientes montados castellanos eran poco adecuados para el tipo de choque que se iba a producir en Ná26   La información proporcionada por‑el Canciller acerca de la batalla de Nájera es la fuente comúnmente aceptada y seguida por casi todos los especialistas (Crónica de Pedro I, año1367 caps, XII‑XIV, pp. 556‑559). * Ver ápéndice 4.

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jera. Su ligera protección individual, en la que el cuero primaba sobre el metal, les hacia en extremo vulnerables ante el fuego de los arqueros ingleses, de ahí la recomendación de Du Guesclin para que reforzasen sus armaduras. Su entrada en combate se hizo a caballo, lo que hacía aún más vulnerable a estos jinetes. Su número debía ser muy reducido, probablemente menos de los 1.000 hombres señalados por López de Ayala, y es probable que alguno de ellos hubiera intervenido en los combates de Ariñez por lo que su idea del futuro choque con las tronas del Príncipe de Gales debía de aproximarse más a la escaramuza del cerro Inglesmendi que al enfrentamiento de dos ejércitos en campo abierto que llevan a cabo maniobras, fruto de una concepción táctica elaborada previamente. Por último, el ala derecha del ejército trastamarista estaba dirigida por Alfonso de Villena, Conde de Denia, y la formaban aragoneses y miembros de las órdenes militares, especialmente de Santiago y Calatrava, arrojando un total aproximado de 1.000 hombres. Los datos y el papel desempeñado por esta parte del ejército en la batalla apenas reciben atención por parte de los cronistas por lo que cabe pensar que su actuación debió ser muy gris en el conjunto del choque. En la madrugada del 3 de abril de 1367 el Príncipe de Gales levantó el campo en Navarrete y, con todo el ejército montado en sus caballerías, giró hacia el noroeste abandonando la carretera principal que conducía a Nájera en dirección a Huércanos, un caserío situado al noreste de aquélla ciudad27. Eduardo, conocedor del despliegue trastamarista en Alesón y del error cometido por Enrique al renunciar a la protección que le proporcionaba el río Najerilla, decidió extremar la situación y evitar enfrentarse en el terreno escogido por su rival, donde su capacidad de movimiento era muy limitada y el rio Yalde marchaba caudaloso y ancho. Para ello condujo a su ejército campo a través aprovechando las primeras luces del amanecer, siguiendo un recorrido que cruzaba la dehesa de Navarrete y dejaba a su izquierda el montículo de Cuento. A continuación fue descendien  Para la descripción de la batalla hemos seguido a López de Ayala y a Russell, quien ha estudiado con detenimiento el enfrentamiento en tierras riojanas. También resulta de interés la consulta del trabajo de GUTIÉRREZ DE VELASCO, Antonio, «Los ingleses en España. Siglo xiv», publicado en Estudios de Edad Media de la Corona de Aragón, IV, Zaragoza, 1951. 27

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do en dirección al río Yalde, al sur de Huércanos, hasta que se situó en un lugar favorable para el despliegue y la maniobra de su ejército donde el río apenas era obstáculo y el terreno llano. Al amanecer, Enrique de Trastámara, que esperaba el ataque directamente del este a través de la carretera, se encontró con las fuerzas del Príncipe de Gales en orden de combate desmontadas y desplegadas a la izquierda de su ejército entre Huércanos y la calzada de Logroño. El factor sorpresa era la primera ventaja que caía del lado anglogascón, lo que venía a unirse a la desfavorable situación en la que quedaban los trastamaristas al verse obligados a variar sus posiciones y combatir con el sol de frente y ligeramente en cuesta. El primero en reaccionar fue Beltrán Du Guesclin, quien al percatarse del movimiento llevado a cabo por Eduardo de Gales giró su vanguardia desde Alesón hacia Huércanos. La inminencia del choque coincidió con un tremendo acontecimiento para la moral trastamarista, ya que un grupo de jinetes encargados de hostigar a la vanguardia enemiga junto a algunos peones auxiliares de San Esteban del Puerto, probablemente todos pertenecientes al ala dirigida por don Tello dado el despliegue trastamarista en Alesón, desertaron dirigiéndose hacia las filas anglopetristas. Era un rudo golpe para el espíritu de un ejército que ya había recibido el sobresalto de encontrarse con las fuerzas de Eduardo de Gales desplegadas sorpresivamente en un lugar favorable, diferente del escogido por don Enrique. Realmente desde el punto de vista del Trastamara no eran éstas las condiciones idóneas para entrar en combate. Una vez producido el movimiento de la facción dirigida por Du Guesclin, las dos vanguardias quedaron frente a frente no tardando en enzarzarse en combate. El choque fue pura embestida entre caballeros desmontados, quienes fueron unos contra otros lanza en ristre y usando luego todo tipo de armas. Las fuerzas de Du Guesclin, Villaines, D’Audrehen y la Orden de la Banda estaban más frescas que las tropas inglesas, las cuales habían recorrido el camino desde Navarrete unas horas antes, así que Lancaster y Chandos cedieron al principio ante el envite conjunto de las Compañías y los castellanos. En esos momentos era vital el concurso de las alas trastamaristas para desbordar a la vanguardia enemiga y marchar, con el respaldo de las fuerzas de Enrique, en dirección al cuerpo principal enemigo. Sin embargo, el papel de las fuerzas dirigidas por don Tello dejó mucho 65

que desear ya que sus movimientos fueron tan lentos que permitieron que el ala derecha del Conde de Armagnac llegara a las proximidades del combate en auxilio de la vanguardia de Lancaster y Chandos. Cuando por fin don Tello se lanzó al ataque lo hizo contra los gascones de Armagnac, no contra las fuerzas que combatían a Du Guesclin. Los arqueros del ala derecha inglesa hicieron retroceder sin apenas problemas a los jinetes castellanos, quienes se replegaron en una precipitada retirada que dejó el campo libre a los caballeros de Gascuña. Estos barrieron sin esfuerzo a las tropas castellanas amenazando el flanco izquierdo de la vanguardia de Du Guesclin, quien se enfrentaba a unos enemigos cada vez más recuperados tras el desconcierto del choque inicial que casi cuesta la vida al propio Chandos. La precipitada retirada de don Tello y sus jinetes fue uno de los momentos claves de la batalla ya que descompuso el esquema de combate castellano y dejó desprotegido el flanco izquierdo de Du Guesclin. Al contrario de lo sucedido en Ariñez, donde probablemente el artífice de la victoria castellana fue Arnould D’Audrehen, don Tello tuvo en Nájera un papel muy deslucido, patente incluso en el relato de López de Ayala. A medida que transcurría el tiempo, las dificultades de la vanguardia trastamarista aumentaban ya que al ataque gascón por su izquierda se sumó el envite del ala izquierda anglogascona, al mando de Juan Grailly, Captal de Buch, y el Conde de Foix, formada por bearneses y varias Compañías. Estas fuerzas debieron borrar sin apenas problemas a los efectivos dirigidos por Alfonso de Villena, de cuyo papel en la batalla apenas hay noticias. El fracaso de las alas castellanas dejó en apurada situación a la vanguardia de Du Guesclin, la cual se vio rodeada por los dos flancos ingleses. Enrique de Trastámara intentó acudir con sus fuerzas en su ayu­da aunque fracasó en sus intentos. Por tres veces cargó contra los anglo­gascones pero los arqueros rechazaron una y otra vez los ataques del pretendiente, quien en todo momento derrochó valor y ánimo. Enrique, al comprender que no podía vencer al conjunto formado por las alas, intentó frenar al cuerpo principal inglés con su desesperado ataque. A pesar de algún éxito inicial de los honderos y arqueros castellanos, éstos fueron rápidamente arrollados por los caballeros montados y los arqueros enemigos. Mientras tanto, el Duque de Lancaster se había impuesto a Du Guesclin y, tras romper sus líneas, se lanzó contra 66

lo que quedaba del cuerpo principal trastamarista, el cual estaba sin apoyos y con casi todos sus efectivos en desbandada. Pese a los esfuerzos de Enrique la embestida de Lancaster y Chandos era el fin. La huida pasó de ser desordenada a generalizada y prácticamente todo lo que restaba del ejército castellano se dirigió en una loca carrera hacia Nájera. Muchos se ahogaron en el río Najerilla y otros cayeron víctimas de las fuerzas de Jaime de Mallorca quien, siguiendo las instrucciones del Príncipe de Gales, dirigía una reserva móvil de caballeros para rematar y perseguir a los castellanos. Aunque muchos cayeron prisioneros otros tantos fueron acuchillados por las tropas anglogasconas o se ahogaron en su huida. Pocos consiguieron escapar, pero entre ellos lo hizo el propio Enrique quien, una vez convencido de lo irreparable del resultado de la batalla, cambió su caballo por el de su escudero y huyó en dirección a Soria para continuar hasta Aragón y refugiarse en Francia. Hay que tener en cuenta que la retirada del ejército trastamarista se vio enormemente dificultada por el río Najerilla y por la estrechez que suponía el puente y el caserío de Nájera. El error de abandonar la protección del río costó caro a muchos hombres de Enrique, ahogados e imposibilitados para retirarse con rapidez del campo de batalla. Pedro I, quien había combatido en el cuerpo principal del ejército del Príncipe de Gales, tuvo la satisfacción de contemplar la absoluta derrota de sus enemigos en la que seria la última batalla del heredero inglés, pero ambos sabían que la huida de Enrique de Trastámara impedía considerar la victoria obtenida como un triunfo definitivo. El sentimiento reinante al descubrirse que el pretendiente no se encontraba ni entre los prisioneros ni entre los muertos lo resumió el Príncipe Negro al decir en gascón: «Non ay res feit» (»Nada hay hecho»). Al igual que Enrique también había escapado su hermano don Tello, pero eran excepciones ya que en realidad el grueso de los trastamaristas yacía en los campos cercanos o en manos de los anglogascones. Eduardo de Gales había obtenido una espectacular victoria a costa de un reducido número de bajas en la que se considera la batalla más importante de la Edad Media castellana, definida en su desarrollo por la confusión y la pobreza táctica a pesar de la calidad militar de los contendientes. La disciplina y preparación de las Compañías 67

gasconas e inglesas se impuso sin muchas dificultades a un ejército formado en su mayoría por hombres de armas de la nobleza castellana y aragonesa que practicaban unas anticuadas e inapropiadas tácticas de combate, tras haberse negado a seguir las directrices señaladas por los jefes de las Compañías. La batalla destaca por el elevado número de prisioneros que realizaron los ingleses, especialmente entre los principales miembros de la nobleza de Castilla, circunstancia ésta que resultó muy rentable al bando vencedor ya que proporcionaba pingües ingresos gracias al elevado rescate solicitado. Las ganancias de los anglogascones se vieron incrementadas con el saqueo del campo trastamarista y de la ciudad de Nájera28. Como era de esperar a la vista de la composición del ejército, el papel desempeñado por las alas del ejército de Enrique de Trastámara en la batalla fue oscuro y desalentador, siendo incapaces de cumplir con la misión acordada y cediendo al empuje enemigo. Sólo la vanguardia y el cuerpo principal fueron capaces de responder a las necesidades del combate, lo que explica que registrasen el número de bajas más elevado. Realmente, de acuerdo con Russell, durante la batalla de Nájera el ejército trastamarista se caracterizó por su incapacidad táctica y su escasa moral. Al finalizar la batalla, el número de bajas según la carta escrita por el Príncipe de Gales a su mujer en Gascuña, fue de 5.000 muertos y 2.000 prisioneros. Pedro I, de acuerdo con lo estipulado en los acuerdos de Libourne, no tenía ningún derecho sobre los prisioneros a menos que pertenecieran a la familia Trastámara. Esta circunstancia lleva a poner en tela de juicio la afirmación de López de Ayala, según la cual Pedro ejecutó a tres caballeros castellanos al finalizar la batalla ya que es difícil pensar que se arriesgase a un enfrentamiento con Eduardo de Gales por unos personajes de segunda fila sobre los que carecía de derechos, mientras que don Sancho, hermano de Enrique de Trastámara, podía haber sido ejecutado sin mayores complicaciones. La realidad fue que meses más tarde la mayor parte de los nobles   El elevado numero de prisioneros tomados por los anglogascones se pone de manifiesto siguiendo a López de Ayala ya que de los 58 caballeros castellanos que cita como participantes en la batalla, 6 murieron, 15 lograron escapar y 37 cayeron en manos del Príncipe de Gales, porcentaje éste abrumadoramente superior a los demás (Crónica, cap. XII, p. 557). 28

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castellanos había pagado el rescate exigido y, tras haber roto la promesa hecha, de nuevo se colocaron frente a Pedro I, mientras los routiers con Beltrán Du Guesclin a la cabeza retornaban a Francia. La huida de Enrique permitió la vuelta al trono del Rey Cruel, quien se vio en la tesitura de cumplir con las enormes obligaciones que le imponían los Acuerdos de Libourne. Sin embargo, su habilidad y el hastío del Príncipe de Gales ante los sucesos peninsulares permitieron que no se efectuase el pago del medio millar de doblas que se suponía servirían para costear la campaña. Eduardo, tras haber llevado a cabo una incómoda y poco rentable campaña, retiró su apoyo al castellano y, ya probablemente enfermo, se retiró hacia sus dominios de Aquitania. La marcha del ejército del Príncipe de Gales dejó sin valedor a Pedro I, quien se encontraba en una difícil situación económica, al tiempo que comenzó de nuevo el juego de alianzas peninsulares inscrito en el seno de la revitalizada Guerra de los Cien Años, de la que Nájera había sido un episodio más29. El monarca castellano se ahorraba el cumplimiento de sus obligaciones, pero la realidad también dejaba entrever su aislamiento, revelado en toda su intensidad cuando al año siguiente el infatigable Enrique de Trastámara retornase a Castilla con sus Compañías, de nuevo financiadas por Francia, para coronarse rey, esta vez definitivamente.

29   Acerca de las cuestiones relativas a la intervención militar extranjera en Castilla durante el siglo xiv y sobre los conflictos de esta centuria, se pueden añadir a las obras citadas en las notas las siguientes: LADERO QUESADA, Miguel Ángel, «La organización militar de la Corona de Castilla en la Baja Edad Media», en Castillos Medievales del Reino de León (s.a., s.l.), pp. 11‑34; VALDEÓN BARUQUE, Julio, «La guerra civil castellana. Intervenciones extranjeras en el marco de la Guerra de los Cien Años», en Pedro I el Cruel, Cuadernos de Historia, 150, Madrid, 1985, pp. 15‑22; FOWLER, Kenneth, «The wages of War. The Mercenaries of the Great Companies», en xviii Semana de Estudios Medievales, Estella, 1991, y BENITO RODRÍGUEZ, Miguel Ángel, «Las tropas extranjeras y su participación en Ios ejércitos castellanos durante la Baja Edad Media», en Revista de Historia Militar, 75, 1993, pp. 47-76.

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APÉNDICE 1 COMPAÑÍAS RECLUTADAS POR SIR JOHN CHANDOS PARA SERVIR EN EL EJÉRCITO DEL PRÍNCIPE NEGRO EN LA EXPEDICIÓN CONTRA ENRIQUE DE TRASTÁMARA EN 1367 1. COMPAÑÍAS QUE HABÍAN PERMANECIDO EN FRANCIA DURANTE LA EXPEDICIÓN A CASTILLA DE ENRIQUE DE TRASTÁMARA EN 1366 Compañías de

Bertucat de Albret Lamit Le Bourg Camus Naudon de Bageran Gaillard de la Motte Garciot du Castel Richard Taunton

2. COMPAÑÍAS QUE HABÍAN REGRESADO DE CASTILLA TRAS HABER SERVIDO DURANTE 1366 A LAS ÓRDENES DE ENRIQUE DE TRASTÁMARA Compañías de

Eustache de Auberchicourt John Devereux John CressweIl Robert Birkhead William Butler Bernard de la Salle Señor de Aubeterre Yuan de Galles

3.  OTRAS COMPAÑÍAS Compañías de

John Sands John Alan John ShakeIl Robert Hawley Señor de Retz 71



Aimery de Rochechouart Robert Cheyney William Felton ? Peverell

Fuente: La vie du Prince Noir. HERALDO CHANDOS, citada por KENNETH FOWLER (Ob. cit., pp. 36-38)

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APÉNDICE 2 ORDEN DE PASO DEL EJÉRCITO DEL PRÍNCIPE DE GALES POR RONCESVALLES, SEGUN JEAN FROISSART (Les Chroniques, 19, pp. 523‑524) 1.ª BATALLA: Juan de Gante, Duque de Lancaster John Chandos, Condestable de Aquitania Hugues de Hastingues *Señor de Retz Esteban de Cousenton *Gaillard de la Motte (g) *Robert Cheyney (i) Guillaume Clayton Guicharl D’Angle *Richard Tauton (i)

*John Cresswell (i) *Robert Brikhead (i) *Garciot du Castel (b) Señor de Neuville *Señor de Aubeterre Guillaume de Beauchamp *William Butler (i) *Aimery de Rochechouart

2.ª BATALLA: Príncipe de Gales Carlos II de Navarra Señor de Pars Vizconde de Rochechouart *Eustache de Auberchicourt (g) Senescal de Rochelle Senescal de Bigorre Noel Lornich Louis de Merval Señor de Argentan Pedro I de Castilla Señor de Partenay Señor de Tonnay‑Bouton Thomas Felton, Senescal de Aquitania Senescal de Quersin Senescal de Agenois Señor de Angui Señor de Pierre-Buffiere Luis de Harecourt, Vizconde de Chateau Lerault Señor de Payane Señor de Argentan 73

Senescal de Saintonge Senescal de Limousin *William Felton (i) Raymond de Morevil Thomas Balastre 3ª BATALLA: Conde de Armagnac Jaime de Mallorca Petiton de Courton Vizconde de Carmaing Bertrand de Tande Helye de Pommiers Aynemon de Pommiers Robert Canolle (¿Robert Hawley?) Señor de Rosen * Bourg de Breteuil * Bernard de la Salle Señor de Picornet Señor de Albret Conde de Perigord Aymery de Tarse Conde de Comminges

Juan de Pommiers Señor de Chaumont Thomas de Wetterfales Señor de Cendon * Bourg Camus (g) * Lamit (g) Juan de Grailly, Captal de Buch Señor de Gironda Señor de Labarde Señor de Clisson Señor de Mucident Señor de I’Espagne * Bertucat de Albret (g) * Naudon de Bageran (g)

(Los nombres señalados con asterisco son Jefes de Compañías. La procedencia es: (g) gascones, (i) ingleses, (b) bearneses.)

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APÉNDICE 3 ORDEN DE BATALLA DEL EJÉRCITO DEL PRÍNCIPE DE GALES30 VANGUARDIA (Duque de Lancaster)

ALA IZQUIERDA (Conde de Foix)

ALA DERECHA (Conde de Armagnac) CUERPO PRINCIPAL (Príncipe de Gales) COMPOSICION:

VANGUARDIA: Juan de Gante, Duque de Lancaster John Chandos * Hugo de Calveley * Aymery de Rochechouart Guillaume de Clayton Hugues de Hastings * Señor de Retz Esteban de Cousentonne * John Devereux Enrique Huet * Eustache de Auberchicourt * John Cresswell * Robert Cheyney

* Garciot du Castel Señor de Neuville Thomas Aberton Oliver de Clisson Gautier Huet * Gaillard de la Motte * William Butler * Robert Birkhead * Richard Tauton Guillaume de Beauchamp Tomas Daldonne Raul Camois

  De acuerdo con la información proporcionada por LÓPEZ DE AYALA, Pedro, Cronica del Rey Don Pedro I, Ed. BAE, LXVI, Madrid, 1953, Año 1367, Cap. IV‑V, pp. FROISSART, JEAN, Les Chroniques,19, París, 1890, pp. 532‑533. CHANDOS, John Herald, La vie du Prince Noir, Ed. D. B. Tyson, Tubingen, 1975. cit por FOWLER,Kenneth (ob. cit., pp. 23‑55). ESTOUTEVILLE, Juan de, Historia de Beltrán Du Guesclin, Madrid, 1882, Cap. XXIV‑XXVII, pp. 163‑180. (*) Jefes de Compañía según FÓWLER (ob. cit.). 30

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CUERPO PRINCIPAL: Príncipe de Gales Jaime de Mallorca *Bertucat de Albret *Bourg Camus Pedro I de Castilla *Bourg Breteuil

* Naudon de Bageran Martin Enriquez * Lamit Conde de Rembrook

ALA IZQUIERDA: Conde de Foix Juan de Grailly Gautier de Aubrecote Señor de Pons Señor de Pommiers

Conde de Monflesson Senescal de Burdeos Conde de la Isla Foucaut de Archiae

ALA DERECHA: Conde de Amagnac Señor de Albret Señor de Partínay

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Señor de Mucident Señor de Rosen

APÉNDICE 4 ORDEN DE BATALLA DEL EJÉRCITO DE ENRIQUE DE TRASTÁMARA VANGUARDIA (Beltrán Du Guesclin)

ALA IZQUIERDA (Don Tello)

ALA DERECHA (Alonso de Víllena) CUERPO PRINCIPAL (Enrique de Trastámara) COMPOSICIÓN: VANGUARDIA:

Arnould D’Audrehem Don Sancho (hermano de Enrique de Trastámara) Pero Fernández de Velasco Pero Ruiz Sarmiento Juan Rodríguez Sarmiento Sancho Fernández de Tovar Garcí Laso de la Vega García Álvarez de Toledo Juan González de Avellaneda Garcí González de Ferrera

Besgue de Villaines Pero Manrique Gómez González de Castañeda Rui Díaz de Rojas Rui González de Cisneros Suero Pérez de Quiñones Juan Ramírez de Arellano Pero López de Ayala Men Suárez Gonzalo Bernal de Quirós

CUERPO PRINCIPAL: D. Alonso, hijo de Enrique Iñigo López de Orozco Alvar García de Albornoz Pero González de Agüero Alfonso Pérez de Guzmán Gonzalo Gómez de Cisneros

D. Pedro, Conde Trastámara Pero González de Mendoza Fernando Pérez de Ayala Ambrosio Bocanegra Juan Alfonso de Haro

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LA CABALLERÍA Y LA IDEA DE LA GUERRA EN EL SIGLO XV: EL MARQUÉS DE SANTILLANA Y LA BATALLA DE TOROTE Publicado en Medievalismo, 8, 1998

Los acontecimientos bélicos y la concepción de la guerra en la Castilla bajomedieval son cuestiones que tradicionalmente no han gozado de una excesiva fortuna historiográfica, en contraste con lo sucedido con los enfrentamientos entre cristianos y musulmanes, los cuales han recibido una mayor atención de los historiadores debido, entre otras causas, a los ecos épicos que habitualmente les han caracterizado. Aunque en los últimos años se puede detectar un creciente interés hacia el fenómeno bélico en la Edad Media, este se circunscribe primordialmente a los siglos xii y xiii y a las batallas de nombradía, escasas en número e importancia. No ocurre lo mismo con el siglo xv castellano, una centuria en la que, sin embargo, la guerra es omnipre  Este interés se concreta en el caso de Francisco García Fitz, cuyos trabajos han enriquecido notablemente la visión del fenómeno bélico en la Edad Media, especialmente en lo que se refiere a los siglos xii y xiii, sobre todo en sus aspectos teóricos y en el análisis de la literatura de la época. Desdichadamente es una obra de publicación dispersa y a veces de difícil consulta, por lo que su reunión en un corpus unitario facilitaría su acceso. No se puede concluir esta nota, que no pretende ser una introducción bibliográfica, sin referirse a Miguel Ángel Ladero 

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sente desde las primeras décadas hasta los albores del Quinientos, tanto en el debate teórico que tiene planteado la Caballería como en el desarrollo de la contienda civil que enfrenta los intereses monárquicos y señoriales en Castilla. En este ultimo caso, los acontecimientos militares desarrollados durante el reinado de Juan II apenas han suscitado interés entre los especialistas, quizás debido a que su importancia militar no es excesiva. No obstante, este conflicto pone de manifiesto tanto las peculiaridades de la sociedad castellana como sus rasgos comunes con el resto de Europa a la hora de practicar la guerra; así, durante este periodo la cabalgada continúa siendo la táctica usual de combate, incluso fuera de la frontera nazarí, en detrimento de otras practicas usuales allende los Pirineos. Un episodio destacable en el enfrentamiento que mantenían Álvaro de Luna y Juan II con la Liga nobiliaria que agrupaba a los principales linajes castellanos, lo constituye el combate acaecido junto al río Torote, en las cercanías de Alcalá de Henares, en abril de 1441. Esta batalla, recogida por casi todas las crónicas con cierto detalle, opuso a las huestes de Iñigo López de Mendoza, a la sazón alineado en el bando nobiliario junto a los Manrique, Enríquez y Benavente, con las de Juan Carrillo de Toledo, adelantado de Cazorla y jefe de las fuerzas del arzobispo de Toledo, Juan de Cerezuela, hermano del Condestable. Esta acción, en realidad una verdadera batalla por su desarrollo y repercusiones, constituye uno de los escasos ejemplos de enfrentamiento directo en el seno de un conflicto caracterizado antes por la amenaza y la disuasión que por el choque. Por otra parte, la batalla de Torote representa un acabado ejemplo de la aplicación del ardid conocido como torna fuy, una estratagema habitual en el contexto táctico de la cabalgada. Esta forma de combate, practicada por Juan Carrillo de Toledo en los acontecimientos Quesada, en cuya extensa obra hay desde antiguo numerosas referencias a la guerra así como un constante interés por todo lo que la rodea.    Aunque Iñigo López de Mendoza, señor de la Vega, de Hita y de Buitrago, no fue nombrado marqués de Santillana hasta después de Torote, empleamos este titulo para denominarle por permitir su rápido reconocimiento y por razones de estilo.    A juicio de Francisco GARCÍA FITZ, esta forma de combate a pesar de su generalización, ha sido muy poco estudiada en nuestro país.(«La batalla en su contexto estratégico. A propósito de Alarcos», en Actas del Congreso Internacional Conmemorativo del VIII Centenario de la batalla de Alarcos, Cuenca, 1996).

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que nos ocupan, revela la influencia que tienen en Castilla los métodos de guerrear de los musulmanes. Así mismo, ofrece el contraste existente entre la caballería pesada, con todos los matices con que este tipo de tropas deben de contemplarse en los reinos peninsulares, y los jinetes, una caballería ligera también de origen islámico, de extraordinario éxito y arraigo en los estados cristianos hispanos. Por ultimo, lo ocurrido en la batalla de Torote muestra con toda su crudeza el dilema que afectaba a la hora de combatir a aquellos que participaban del espíritu de la Caballería, el cual enfrentaba valor y prudencia o, lo que es lo mismo, a la tradición caballeresca con los principios del arte de la guerra. Iñigo López de Mendoza estaba en 1441 inmerso en esta contradicción ya que sí la teoría, la doctrina sobre la guerra, estaba presente tanto en su obra escrita como en los títulos existentes en su biblioteca, su actuación en todos los conflictos en los que participó se desarrolló de manera inequívoca de acuerdo con los dictados de la Caballería. Esta conducta, que tiene en Torote uno de sus ejemplos mas acabados, despreciaba todas las recomendaciones que ofrecían la tradición, la experiencia y los textos de quienes se consideraban autoridades en la materia. Santillana logró escapar en dos ocasiones —en Araviana en 1429 y en Huelma en 1438— a las consecuencias de la imprudencia que latía en el comportamiento caballeresco gracias a la fortuna, por utilizar un término muy del siglo xv; sin embargo, no salió indemne de Torote. Parece que la lectura de aquellas obras especializadas que consta se encontraban en su riquísima biblioteca antes de 1441 no debieron de ejercer gran influencia sobre el pues —si realmente las llegó a leer, de lo cual en algún caso se duda— supeditó sus principios a los imperantes en la Caballería. La batalla de Torote ofrece el contraste entre los métodos empleados por López de Mendoza, que no se atienen a las exigencias bélicas sino a factores externos al fenómeno, y los del ade   LADERO QUESADA, Miguel Ángel, «La organización militar de la Corona de Castilla en la Baja Edad Media», en Castillos medievales del reino de León, s. a., s. l., p. 24.    Como veremos mas adelante, Jesús D. RODRÍGUEZ VELASCO manifiesta sus reparos a la posible lectura por Santillana de varias obras de su biblioteca (El debate sobre la caballería en el siglo xv, Salamanca, 1996). A partir de ahora, esta obra, a la que hemos acudido con frecuencia, será citada por las iniciales de los apellidos de su autor, RV.

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lantado de Cazorla, adecuados a las circunstancias y al contexto de la guerra como un fenómeno con leyes propias. Para finalizar esta introducción, hay que señalar los interesantes y acertados juicios que lleva a cabo el autor de la Crónica de Juan II acerca de lo sucedido en Torote, realizados desde una perspectiva alejada de los valores tradicionales. En estas líneas, la actuación de López de Mendoza es censurada abiertamente en contraste con la de Juan Carrillo, a pesar o, mejor, a causa de ceñirse estrictamente a lo dispuesto por la Caballería. Si Santillana era criticado por quienes estaban más cerca de de los letrados y de los profesionales de la administración por afrontar una batalla como si fuera un torneo, también sus iguales le zaherían, en este caso por su inclinación a las letras, una actividad que suponían impropia del estamento señorial y capaz de reducir las habilidades guerreras. Todo ello, junto al comportamiento del propio marqués, revela la yuxtaposición de valores existente en la mitad del Cuatrocientos entre los elementos tradicionales y los renacentistas que se alumbraban. En los primeros meses de 1441 se asiste en Castilla a un nuevo capitulo de la contienda que desde hacía dos décadas enfrentaba periódicamente a los Infantes de Aragón y a la oligarquía nobiliaria, agrupada desde 1438 en una Liga, con Juan II y Álvaro de Luna. El complicado y sutil juego de alianzas —manifestado a través de interminables treguas y negociaciones que permitían repentinos cambios de bando e invalidaba las iniciativas militares— había cedido dejando su lugar a uno de los escasos episodios bélicos que tuvo el conflicto civil castellano durante el reinado de Juan II. A finales de 1440, el   LADERO QUESADA, Miguel Ángel, «La consolidación de la nobleza en la Baja Edad Media», en Nobleza y sociedad en la España Moderna, ed. de Carmen Iglesias, Oviedo, 1996, p. 36.    Una aproximación a los acontecimientos y a la situación política del periodo, se puede encontrar en las obras de Luis SUÁREZ FERNÁNDEZ, Los Trastamara de Castilla y Aragón en el siglo xv, Historia de España dir. Ramón Menéndez Pidal, xv, Madrid, 1970. Nobleza y Monarquía, Valladolid, 1975, y Pedro A. PORRAS ARBOLEDAS, Juan II (1406-1454), Palencia, 1995    CASTILLO CÁCERES, Fernando, «La presencia de mercenarios extranjeros en Castilla durante la primera mitad del siglo xv.», Espacio, Tiempo y Forma, III, 9, 1996, pp. 11-40 . 

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condestable, desterrado y acosado por los Infantes y los principales linajes castellanos opuestos a su gobierno personal, había conseguido explotar hábilmente las disensiones entre los grandes y logrado el apoyo de todos aquellos que se habían visto afectados por la devolución del patrimonio confiscado a los Infantes en la década de los treinta. Esta circunstancia, junto al respaldo de otros miembros de la nobleza y a una favorable coyuntura exterior, en concreto el apoyo de Portugal y del papa Eugenio IV, decidió a Álvaro de Luna a enfrentarse con los Infantes y la Liga e intentar recuperar el control del rey. En enero de 1441 se iniciaron las hostilidades, las cuales alcanzaron su punto culminante en marzo. Durante este mes la situación no se desarrollo de manera muy favorable para los intereses del condestable, quien no obstante resistía refugiado en Maqueda el acoso de las fuerzas del almirante Enríquez y el conde de Benavente. Mas difícil era la situación de su hermano Juan de Cerezuela, arzobispo de Toledo, quien primero tuvo que abandonar la ciudad del Tajo y posteriormente se vio obligado a refugiarse en Madrid, tras una penosa retirada desde Illescas rayana en la desbandada, perseguido de cerca por las fuerzas de la Liga hasta el mismo puente de Toledo, viéndose forzado a abandonar la impedimenta. El responsable de la maniobra frustrada y jefe de la hueste del arzobispo era el adelantado de Cazorla, Juan Carrillo de Toledo, hombre experimentado en lances bélicos y fiel al monarca y a don Álvaro. Entre tanto, y de acuerdo con lo dispuesto en la reunión celebrada en la ciudad del Tajo entre el infante don Enrique, el almirante Enríquez y el conde de Benavente, Iñigo López de Mendoza había tomado Alcalá, una villa perteneciente al arzobispado de Toledo y colindante con sus señoríos. En esta ocasión el señor de Hita militaba en el bando antilunista debido a las diferencias que mantenía con Juan II desde 1438 a causa del pleito sostenido con los Manrique y por la pretensión del monarca de despojarle del señorío de Guadalajara para cedérselo al príncipe Enrique, parece ser que a instancias del condestable10.   PORRAS ARBOLEDAS, ob. cit., pp. 221 y 222.. Crónica de Juan II, ed. Cayetano Rossell, Madrid, 1953, pp. 577 y 578. Crónica del Halconero, ed. Juan de Mata Carriazo Arroquia, Madrid, 1946, pp. 387 y ss.. A partir de ahora estas obras serán citadas como CJ y CH, respectivamente. 10   LAYNA SERRANO, Francisco. Historia de Guadalajara y sus Mendoza en los siglos xv y xvi, Madrid, 1942, tomo I, p. 207. Para todo lo relativo a la vida de Iñigo López de Mendoza, son imprescindibles las obras de Rogelio PÉREZ BUS

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El despliegue de las fuerzas nobiliarias a finales de marzo —cuyo dispositivo se centraba en Alcalá y, sobre todo, en la zona de Getafe y Leganés, cerrando el paso entre Madrid y los dominios del condestable en las estribaciones de Gredos— se vio al poco tiempo alterado cuando el almirante y el conde de Benavente regresaron a Arévalo y el infante don Enrique volvió a Toledo. La división de las fuerzas de la Liga supuso una sensible reducción de efectivos y potencialidad del bando nobiliario en el teatro de operaciones, lo cual fue inmediatamente aprovechado por Álvaro de Luna, quien ya el 5 de abril había derrotado a las fuerzas del infante en Quismondo. Por su parte, el arzobispo Cerezuela, hasta ahora refugiado en Madrid a la espera de acontecimientos y seguro tras la cerca de la villa11, decidió tomar la iniciativa. El objetivo no podía ser otro que Alcalá, ocupado por las fuerzas de Iñigo López de Mendoza, las cuales se habían mantenido hasta entonces al margen del conflicto. Juan Carrillo de Toledo, aprovechando su experiencia en la guerra de frontera y de disponer de tropas experimentadas, llevó a cabo una operación el 6 de abril, que recoge con todo detalle la Crónica de Juan II12. La maniobra comienza con la salida de Madrid del adelantado de Cazorla al frente de casi toda la hueste del arzobispo —unos quinientos jinetes y mil doscientos peones— en dirección a Illescas, con la intención de que el marqués de Santillana no sospechase sus verdaderos propósitos. Al anochecer, Carrillo abandonó el camino toledano para dirigirse hacia Alcalá en una audaz marcha nocturna que le TAMANTE, El Marqués de Santillana. Biografía y documentación, Santillana del Mar, 1983, y la de José AMADOR DE LOS RÍOS, Vida del Marqués de Santillana, Buenos Aires, 1947, todavía útil. 11   Hay que tener en cuenta que los sitiadores carecían de elementos para llevar a cabo un asedio en condiciones. Conviene recordar que durante la guerra civil castellana no tuvo lugar ningún ejemplo de guerra de sitio, como revela la lenta difusión de las nuevas exigencias de fortificación derivadas de la introducción de las armas de fuego o de la artillería. Señala Edward COOPER como en Castilla la sustitución de saeteras por troneras se realiza de forma muy lenta hasta los años sesenta del siglo xv (Castillos señoriales en la Corona de Castilla, Salamanca, 1991, vol. I. 1. pp. 65-66), a lo que cabe añadir la persistencia de elementos tradicionales de la arquitectura militar medieval, como las altas torres y los altos muros, que ponen de manifiesto el escaso empleo de la artillería y lo infrecuente de los asedios en esta centuria. 12   C J, pp. 578-579. También CH, pp. 390-391.

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situó al amanecer junto al arroyo Torote, frente a la villa alcalaina. Poco después envió unos jinetes para que saquearan de forma ostentosa la vega del Henares cercana a la ciudad, mientras aguardaba oculto en unos cerros con la mayor parte de sus efectivos. López de Mendoza, al recibir la noticia de la presencia de fuerzas del arzobispo a tan corta distancia y sin duda ansioso por entrar en combate tras verse ausente de los acontecimientos bélicos de las ultimas semanas, reunió apresuradamente su hueste —reforzada con las tropas de Gabriel Manrique, Comendador Mayor de Castilla, que sumaba unos doscientos hombres de armas y jinetes—, saliendo en persecución de quienes llevaban a cabo la cabalgada. Los jinetes de Carrillo, habituados en los combates de la frontera granadina a jugar el papel de cebos para una celada, al ver salir de Alcalá a las fuerzas de Santillana fueron retrocediendo con la intención de atraerlas hacia donde se encontraba oculto el adelantado de Cazorla con el grueso de las tropas. La maniobra fue un completo éxito. Iñigo López de Mendoza, aunque se vio sorprendido por la aparición de un enemigo inesperado que además poseía una enorme superioridad numérica, decidió no retirarse a pesar de que la desventaja permitía aventurar cual iba a ser el resultado del choque y de que así lo aconsejaba la prudencia. Por el contrario, y de acuerdo con los principios de la Caballería que prohibían abandonar el campo y dar la espalda al adversario, aceptó el combate. La hueste del señor de Hita también estaba curtida en los combates contra los granadinos desarrollados en el último quinquenio de los treinta, así que ofreció una dura resistencia que se tradujo en una batalla de casi tres horas. En el combate destacaron por su valor el propio Iñigo López de Mendoza y, sobre todo, su hijo Pero Lasso de la Vega, fiel compañero de lucha de su padre a lo largo de su corta vida. No puede decirse lo mismo del comendador Gabriel Manrique, quien flaqueó en el ánimo al intercambiarse los primeros golpes, abandonando inmediatamente el campo con algunos de los suyos, lo que acentuó aun más la inferioridad del señor de Hita. Así las cosas, la situación no podía prolongarse mucho tiempo sin inclinarse del lado de Juan Carrillo; primero fue Pero Lasso quien se vio obligado a dejar la batalla, seguido poco después por el propio Santillana, herido de un virotazo en el brazo derecho. La llegada de la hueste derrotada a Alcalá y más tarde a Guadalajara, debió ofrecer un espectáculo lastimoso, quebradas las lanzas, rotos los penachos y 85

abolladas las armaduras, acompañada la comitiva por el coro de las quejas de los heridos. Otros habían corrido peor suerte, pues veinte caballeros yacían muertos en el campo de batalla y otros ochenta habían caído prisioneros de las fuerzas del adelantado. El triunfo de Juan Carrillo de Toledo, gracias a su estratagema, había sido completo y remataba la serie de victorias obtenidas en los últimos días por los lunistas frente a la Liga; así mismo, consiguió aliviar la presión que sufrían las fuerzas de Cerezuela, la recuperación de Alcalá y la retirada de la guerra del marqués de Santillana, al tiempo que consolidaba la posición del condestable. Una vez conocidos los principales extremos del choque de Torote, una verdadera batalla de acuerdo con las magnitudes con que se desarrolla la guerra civil castellana, es necesario desmenuzar los datos para intentar comprender el comportamiento de los contendientes, su concepción de la guerra y los métodos empleados en el combate. En primer lugar, hay que señalar que esta batalla representa uno de los escasos enfrentamientos de entidad que registra la guerra civil castellana, parca en acciones aunque generosa en despliegues y maniobras. También es una de las pocas ocasiones en que los ejércitos en presencia —una institución que constituye el patrimonio personal más importante de los protagonistas al ser la principal de sus inversiones— dejan de ser elementos de presión y negociación para protagonizar un hecho de armas de cierta envergadura13. Ahora, junto al arroyo del Torote, se van a encontrar frente a frente dos ejércitos y dos formas de hacer la guerra diferentes, a pesar de las aparentes semejanzas, lo que supone una distinta concepción del fenómeno bélico. Se van a enfrentar, por un lado, quienes participan plenamente de los valores encarnados por la Caballería y quienes, sin renunciar al marco ético y cultural que significa esta institución en su siglo de apogeo y generalización, conciben la guerra desde un punto de vista practico y aceptan todas las exigencias propias de esta actividad sin supeditarlas a ningún criterio previo y ajeno a la misma. Ambos extremos están representados, huelga decirlo, por el marqués de Santillana y Juan Carrillo de Toledo.

  CASTILLO CÁCERES, ob. cit., p. 29.

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En primer lugar, hay que señalar que ambos están al frente de unos contingentes que ofrecen apreciables diferencias. Iñigo López de Mendoza conduce las mesnadas características de los ejércitos señoriales; su base son los hombres de armas, la caballería pesada formada por los caballeros de origen alcarreño que mantenía en acostamiento, y por los escuderos y donceles de su casa, quienes solían proceder de lugares del señorío o cercanos a los dominios de quien servían14. Una idea bastante aproximada de cual sería la composición del ejército de Santillana en 1441 nos la proporciona la hueste con la que acudió a la guerra de Granada en 1432, la cual no pudo encabezar al caer enfermo en Córdoba. Estaba formada por las mesnadas de Hita y Buitrago así como por las milicias de Guadalajara y su tierra15, lo que coincide con la composición habitual de las fuerzas nobiliarias16, las cuales, a la hora del combate, responden a las exigencias de la lucha heroica e individual, los criterios que según Max Weber definen a un ejército de caballeros17. Idénticas características tenían las fuerzas que el marqués había reunido en abril de 1441 en Alcalá, que como hemos visto sumaban doscientos hombres de armas y sesenta jinetes, de quienes conocemos el nombre de alguno de los que cayeron prisioneros en la batalla de Torote. En lo que se refiere a las tropas dirigidas por Juan Carrillo, lo primero que cabe resaltar es su experiencia bélica, pues estaban integradas en su mayor parte por contingentes del adelantamiento de Cazorla18, a las que era habitual 14   MONTERO TEJADA, Rosa María, Nobleza y sociedad en Castilla. El linaje de los Manrique. siglos xiv- xvi, Madrid, 1996, pp.132 y 133. Así parece confirmarlo el hecho de que en la hueste de López de Mendoza que participó en la batalla de la Higueruela se encuentren personajes como Juan de la Peña, alcaide de Buitrago, y Juan Carrillo, homónimo del adelantado de Cazorla, señor de Mondejar. (C. J. p. 499). 15   LAYNA, ob. cit, p. 183 16   GARCÍA VERA, María José, y CASTRILLO LAMAS, Mª Concepción, «Nobleza y poder militar en Castilla a fines de la Edad Media», Medievalismo, 3, 1993, p.30. BECEIRO, Isabel, «Los estados señoriales como estructuras de poder en la Castilla del siglo xv», en Realidad e imágenes del poder. España a fines de la Edad Media, ed. de Adeline Rucquoi, Valladolid, 1988, p. 299. 17   WEBER, Max, Economía y sociedad, México, 1977, tomo II, p. 843 18   En Torote, Juan Carrillo conduce un contingente cuantitativamente muy semejante a los que en otras ocasiones dirigieron otros adelantados. Entre 1431 y 1439 las fuerzas procedentes de Cazorla que participaron en campañas contra los musulmanes al mando del adelantado Rodrigo Perea rondaban los mil peones y

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que recurriera Juan II debido a su fidelidad y , sobre todo, a su pericia en el combate19. Juan de Cerezuela tampoco dudó en acudir a estas fuerzas ya que a sus conocidas ventajas se añadía la reconocida pericia de quien las dirigía, garantizada por las exigencias derivadas de la función militar que esencialmente tenía el cargo de adelantado20. Estaríamos, pues, ante unas verdaderas tropas de choque, ante un autentico, si se nos permite el exceso terminológico, cuerpo de elite en el contexto de la Castilla del Cuatrocientos, que combate de una forma singular y que posee unas fuerzas en las que apenas participan los hombres de armas, la caballería pesada característica de los ejércitos señoriales, dotada de armaduras metálicas de diferente complicación. Las unidades esenciales en las mesnadas de Cazorla son los jinetes —la caballería ligera con protección de cuero y cotas de malla, que cuenta con un armamento liviano y arrojadizo— y las fuerzas de infantería, entre las que abundan los ballesteros, unos combatientes denostados por los caballeros pero capaces de atravesar limpiamente con sus saetas las protecciones de los nobles y sus monturas a una apreciable distancia. Las huestes procedentes del adelantamiento de Cazorla tenían unas características que mostraban con mayor intensidad que otros contingentes la influencia militar musulmana, patente por otra parte en toda la sociedad castellana. Es probable que el continuo contacto con el reino nazarí y la existencia de un largo periodo de aculturación entre ambas sociedades, junto con las continuas escaramuzas de frontera —conviene recordar que la guerra es una de las formas de relación que tienen históricamente las sociedades— favorecieran la adopción por parte de los castellanos de los métodos tácticos empleados por sus enemigos, considerados mas adecuados y funcionales. Una vez que se contempla el desarrollo de la guerra civil castellana del siglo xv y las fuerzas participantes en la misma, parece evidente que los trescientos jinetes, una cifra no muy alejada de los mil doscientos peones y quinientos jinetes desplegados en 1441. (GARCÍA GUZMÁN, Mª del Mar, El Adelantamiento de Cazorla en la Baja Edad Media, Cádiz, 1985, p. 67) 19   Ya en 1429 el adelantado Rodrigo Perea fue llamado por Juan II con ocasión de abrirse las hostilidades con Aragón y los Infantes para que acudiera con hombres de a caballo y ballesteros. (RIVERA RECIO, Juan Francisco, El adelantamiento de Cazorla, Toledo, 1948, p. 62) 20   Ibídem, p. 47

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la influencia musulmana en el reino cristiano no se limitó a los aspectos artísticos y culturales, sino también al ámbito militar, y de forma tan intensa que, por sus características y forma de combatir, cabría hablar de un tipo de «ejercito mudéjar» para referirnos a las huestes de los contendientes21. García Fitz ha precisado cuales son los rasgos de estas tropas de influencia árabe y sus procedimientos bélicos22, entre las que destaca especialmente la movilidad, favorecida por la ligereza del equipo y de las armas así como por la primacía de la caballería ligera sobre otras unidades. Estas características las hacían especialmente idóneas para tácticas como la cabalgada y la guerra de desgaste, conocida como guerra guerriada, y para la práctica de la celada, de la huida fingida o torna fuy, una peligrosa maniobra para los perseguidores imprudentes contra la que ya advertía don Juan Manuel23, un autor por otra parte casi desconocido en el Cuatrocientos. Teniendo en cuenta todo lo referido hasta ahora, son patentes las diferencias existentes de estas mesnadas con las fuerzas de Santillana presentes en Torote, basadas exclusivamente en la caballería pesada y prácticamente sin peones. No son difíciles de distinguir los elementos citados en la batalla de Torote y en la táctica adoptada por Juan Carrillo de Toledo en el conjunto de la maniobra y del combate, como tampoco es difícil comprobar el imprudente arrojo de Iñigo López de Mendoza. La operación llevada a cabo por el adelantado de Cazorla es un ejemplo de aplicación practica de la cabalgada y del ardid del torna fuy. El objetivo estratégico perseguido era aprovechar la reciente división de las fuerzas nobiliarias para reducir la presión que sufría el condestable y explotar el factor sorpresa para desgastar a las huestes del marqués de Santillana, alejadas hasta entonces del teatro principal de operaciones. De acuerdo con estas intenciones y aprovechando la disminu  Un ejemplo de la elevada consideración que tenían en Castilla los métodos bélicos y los combatientes musulmanes lo constituye la presencia de tropas de esta procedencia al servicio de Juan II y de Álvaro de Luna. (Refundición de la Crónica del Halconero, ed. de Juan de Mata Carriazo Arroquia, Madrid, 1946, p.206. COOPER, ob. cit., t. 1, p. 117). 22   GARCÍA FITZ, Francisco, «La guerra en la obra de don Juan Manuel», en Estudios sobre Málaga y el Reino de Granada en el V centenario de la conquista, ed. de José Enrique de Cola Castañer, Málaga, 1987, pp. 62 y 63. 23   Ibídem, p. 63 21

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ción del ejército nobiliario en la zona de Illescas y Casarrubios, Carrillo inició la operación con una maniobra de diversión consistente en partir de Madrid hacia el sur a medio día con la intención de hacer creer que su objetivo serían las fuerzas situadas en esta zona. Poco después, con las últimas luces de la tarde, abandonaba el camino de Toledo y, probablemente aprovechando la calzada romana, se plantaba ante Alcalá al amanecer tras una audaz marcha nocturna que ponía de manifiesto la movilidad de sus fuerzas, su capacidad para este tipo de acciones así como su habilidad militar24. En lo que se refiere a Iñigo López de Mendoza, ya hemos visto como no dejó pasar la ocasión de exhibir su valor y decisión al enterarse de la noticia de la presencia de las fuerzas del arzobispo. En su actuación sorprende sobre todo su escasa prudencia al salir en persecución de los jinetes sin adoptar precaución alguna, así como su empecinamiento en continuar el combate una vez caído en la celada, teniendo en cuenta la enorme desventaja numérica y la imposibilidad de recibir refuerzos ya que en Alcalá no quedaban tropas de refresco. Los hombres de armas de la hueste del señor de Hita fueron presa fácil de los ballesteros y de la caballería ligera del adelantamiento de Cazorla. Rodeados y sometidos al fuego de las saetas y a los rápidos golpes de los jinetes, quienes una y otra vez cargaban, arrojaban sus jabalinas y se alejaban, se vieron pronto superados. En el combate de Torote decididamente el acierto no estuvo del lado de las fuerzas de la Liga nobiliaria, pues si el comendador Gabriel Man24   La maniobra llevada a cabo por Juan Carrillo está definida por la movilidad, un elemento esencial en este tipo de operaciones. Un ejemplo de la importancia de este factor lo encontramos en la batalla de Ajofrín, en 1470, donde Jorge Manrique, al frente de las fuerzas contrarias a Enrique IV, tiene una brillante actuación en la que la sorpresa y la rapidez son decisivas. Así, al advertir el poeta en Alcázar que el prior de la Orden de San Juan avanzaba desde Ajofrín a Consuegra, decidió salir a su encuentro. Al contar con muy poca caballería y exigir la operación la mayor rapidez, montó a los peones, sus principales combatientes, en carros junto a los víveres, lo que permitió su rápido traslado al lugar del choque, al que llegaron frescos. Como puede verse, en esta ocasión los peones constituyen un primitiva versión de los granaderos que tanto éxito tendrán en el siglo XX. Hay un relato de este episodio en la obra de Antonio SERRANO DE HARO (Personalidad y destino de Jorge Manrique, Madrid, 1975, pp. 179-180), quien sintetiza lo narrado por Diego de Valera, Alonso de Palencia y Galíndez de Carvajal.

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rique tuvo una actuación muy deslucida, tampoco estuvo muy atinado el marqués de Santillana, quien no supo aprovechar su experiencia bélica en la frontera y en la guerra con Aragón. Su hijo Pero Lasso de la Vega, quien tuvo una valerosa actuación en la jornada, tampoco supo advertir a su padre de la estratagema urdida por Carrillo a pesar de que debía conocer bien sus tácticas, pues en 1438 participó junto al adelantado en varias cabalgadas contra los granadinos 25. También resulta sorprendente que nadie de la hueste de López de Mendoza pudiera prever la celada tendida por los lunistas— por otra parte no muy sofisticada—, sobre todo si tenemos en cuenta que muchos de quienes la constituían conocían al enemigo y estaban familiarizados con los métodos empleados habitualmente en la frontera. Desde otro punto de vista, el desarrollo y el resultado de la batalla de Torote pone de manifiesto la eficacia del armamento y del equipo de combate, especialmente de las armaduras, de las fuerzas de Santillana, pues el numero de bajas que sufrieron es manifiestamente pequeño en comparación con el desequilibrio numérico existente entre los contendientes. Nos consta que lo ocurrido no fue un enfrentamiento teatral sino real, en el que el intercambio de golpes y el empleo de armas tan eficaces como la ballesta perseguía la eliminación del adversario, al menos como combatiente, y en el que se vieron implicados todos los participantes, según se deduce de la personalidad de los heridos26. Muy probablemente los avances en la protección de los caballeros en los últimos siglos medievales, paralelo al incremento en el coste 25   En 1438, Pero Lasso y Juan Carrillo entraron en la comarca de Guadíx saqueando y obteniendo un rico botín. (GARCÍA GUZMÁN, ob. cit., p.73). Hay que recordar que para el marqués de Santillana, Pero Lasso, su único hijo ilegitimo, fue el más querido de todos sus vástagos y quien le acompañó en los principales acontecimientos bélicos en los que participó. 26   Aunque desconocemos el numero de heridos, sabemos que ni Santillana ni su hijo Pero Lasso salieron indemnes; al igual que Carrillo y su hijo, muerto en el enfrentamiento. En lo que se refiere a los caídos, fueron veinte los caballeros de López de Mendoza los que murieron frente a los siete del adelantado. Si además tenemos en cuenta los 150 caballos de ambas partes muertos, nos podemos hacer una idea aproximada de cual pudo ser el número de heridos y de la violencia del combate. En lo que se refiere al marqués, su herida nos recuerda a la sufrida en la batalla de Olmedo por el infante don Enrique, de resultas de la cual murió posteriormente, lo que nos da una idea de su gravedad inicial. (Eloy BENITO RUANO, Los Infantes de Aragón, Pamplona, 1952, p. 39).

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del equipo, explica que el numero de bajas sufridas en Torote por las fuerzas López de Mendoza no fueran ni mayores ni mas graves27. En la forma en que se desarrolló la acción tuvo también una gran influencia la personalidad de ambos jefes. Siempre quien conduce las tropas al combate las condiciona con sus características singulares de mando28 pero, en este caso, se puede aventurar que los rasgos personales y culturales de Santillana y la experiencia bélica del adelantado de Cazorla determinaron en gran parte los acontecimientos. No obstante, se puede señalar que probablemente todo se hubiera desarrollado de manera idéntica si en vez de López de Mendoza hubiera estado otro miembro de la nobleza que participase de manera idéntica de los valores caballerescos que guiaban al señor de Hita en los asuntos de la guerra, y si frente a el se hubiera mantenido un experto jefe curtido en la practica de mil combates como Juan Carrillo de Toledo29. Desconocemos la formación teórica en cuestiones bélicas que pudo tener el adelantado de Cazorla, un miembro de la nobleza de segunda fila, pero podemos aventurar que debió conocer las generalidades que constituían la base de la doctrina militar en la época. Este conjunto esencial de conocimientos bélicos, común en la educación de los nobles, era una parte importante del repertorio doctrinal de la Caballería y era considerado un saber mas, una ciencia apoyada sobre todo en la experiencia y en el conocimiento de unos principios concretos30. No es imposible, por tanto, que Carrillo conociera o, 27   KEEN, Maurice, La caballería, Barcelona, 1986, p. 86. ALLMAND, Christopher, La Guerra de los Cien Años, Barcelona, 1990, p. 99. DUBY, Georges, El domingo de Bouvines, Madrid, 1988, p. 31. 28   Aunque no se detiene en exceso en la época medieval, la obra de John KEEGAN, La mascara del mando, Madrid, 1991, es interesante para todo lo referido a la dirección de las tropas y los diferentes tipos de liderazgo. 29   Es conveniente señalar la existencia de varios homónimos del adelantado de Cazorla, todos ellos coetáneos, para evitar confusiones. En primer lugar, podemos aludir a Juan Carrillo, señor de Mondejar, caballero al servicio de Santillana quien estuvo presente en la Higueruela en su hueste (PÉREZ BUSTAMANTE, ob. cit. p. 52. CJ. p. 499). Hay también un Juan Carrillo de Ormaza, caballero que en 1431, durante la guerra de Granada, tomó la plaza de Ximena. (CJ. p. 493). Por ultimo, está Juan Carrillo, arcediano de Cuenca, quien como veremos tuvo un importante papel en los acontecimientos desarrollados en 1438 y 1439 (vid. infra. nota 31). 30   RV. pp. 30 y 317

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incluso, que hubiera leído a alguno de los textos o algunas de las autoridades de la época como las Partidas, Vegecio o Tito Livio, cuyas obras estaban traducidas, lo que les hacía mas accesibles, y constituían la esencia de la literatura militar castellana. Pero si son especulaciones lo relativo a la formación teórica de Juan Carrillo, no ocurre lo mismo con lo referido a su actividad bélica ya que su experiencia adquirida en el combate, sin duda un elemento decisivo de aprendizaje, nos es bien conocida. Hombre de confianza de Juan II y Álvaro de Luna, el adelantado de Cazorla está presente junto a ellos en los momentos difíciles y en aquellas ocasiones en que su concurso es necesario. Siempre fiel al bando del monarca, lo que no deja de ser una rareza en el contexto del siglo xv castellano, su presencia es habitual en los principales acontecimientos desde fechas tempranas31. Así, le encontramos en la campaña de Extremadura contra los infantes de Aragón, acompañando al condestable32; en la batalla de la Higueruela contra los granadinos33 o desempeñando un importante papel en la solución del conflicto surgido a raíz de la rebelión del maestre de la Orden de Alcántara en 1436 en favor de los Infantes34. Desde 1438, en que Juan Carrillo tras ser alcalde mayor de Toledo es nombrado adelantado de Cazorla, su actividad en la frontera granadina es continua, lo que explica que para ese puesto —que además de representante de la mitra toledana implicaba ser el máximo responsable de las muy considerables fuerzas del arzobispo de Toledo— se exigiese sobre todo una formación mi-

  Según Luis Suárez, Juan Carrillo fue enviado a París en 1435 tras la celebre y espectacular recepción de los embajadores franceses en Madrid por Juan II el año anterior, para solicitar que Francia declarase la guerra a Aragón, como se había acordado con anterioridad. (SUÁREZ FERNÁNDEZ, Los Trastamara..., p. 129). No obstante, creemos que probablemente no se trata del futuro adelantado Carrillo de Toledo, sino del arcediano de Cuenca, Juan Carrillo, quien también acudió a finales de 1438 al sur de Francia enviado por Juan II para contratar los servicios de Rodrigo de Villandrando y sus compañías de mercenarios. (CASTILLO CÁCERES, ob. cit. p. 25). 32   Crónica de Álvaro de Luna, ed. de Juan de Mata Carriazo Arroquia, Madrid, 1940, p. 102. 33   Ibídem, p. 129. 34   PORRAS ARBOLEDAS, ob. cit., p. 116. 31

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litar35. El nombramiento lo realizó el propio Juan II, siendo titular Juan de Cerezuela, lo cual era una irregularidad36 que revelaba el interés del monarca por situar en ese cargo, en el que la disponibilidad de tropas abundantes y expertas estaba garantizada, a un hombre de su confianza. Durante casi tres años, el nuevo adelantado llevo a cabo varias campañas contra los nazaríes, una tarea en las que participó precisamente Iñigo López de Mendoza. Cuando en 1441 estalla la guerra civil, Carrillo acude en auxilio de Álvaro de Luna junto a su señor el arzobispo Cerezuela y desempeña en la contienda un brillante papel que comienza con el triunfo de Torote y culmina en la batalla de Olmedo, en 1445, donde tiene una importante y lucida actuación. El aprecio que a lo largo de estos años le dispensa el monarca se pone de manifiesto con lo sucedido a la muerte del arzobispo en 1442, pues en vez de cesar en su cargo como era preceptivo, fue confirmado por el propio Juan II antes de la llegada del nuevo arzobispo, Gutierre Álvarez de Toledo37. De los cargos desempeñados y de la actividad política y militar que tuvo Juan Carrillo se puede deducir que poseía amplios conocimientos prácticos del arte de la guerra, especialmente de aquella manifestación conocida como guerra guerriada, caracterizada por el desgaste, por el continuo hostigamiento del enemigo en pequeñas acciones y por la movilidad, en la que la astucia, la cautela y los ardides eran elementos habituales38. En este tipo de guerra —aunque fuera practicada por quienes como el propio Carrillo compartían la mayor parte de los valores de la Caballería— el arrojo y su ostentación39, siendo importantes, ocupaban un lugar secundario, limitado a los duelos y retos entre paladines40. En este sentido hay que tener en   RIVERA RECIO, ob. cit., p. 47   GARCÍA GUZMÁN, ob. cit., p. 152 37   Ibídem, pp. 70-76 38   GARCÍA FITZ, «La guerra...» pp. 57-59. 39   La cercanía de Carrillo al mundo de la Caballería se pone de relieve con su nombramiento para desempeñar el papel de juez en la justa celebrada por el infante don Enrique en Valladolid en el contexto de las famosas fiestas celebradas en esa ciudad en 1428. (CH, p. 22). 40   A pesar de todo, los ritos caballerescos encontraban en la guerra contra los granadinos la oportunidad de manifestarse. Así sucede con el marqués de Santillana, quien estando de frontero en Jaén, nombró caballero al humanista 35 36

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cuenta que el golpe de mano, la celada o la maniobra rápida, eran unas manifestaciones tácticas poco proclives a la exhibición. Esta forma de llevar la guerra, que supone una matización en la aplicación de los criterios propios de la Caballería cuando no una ignorancia de los mismos, era característica de los musulmanes y, cuando se aplicaba contra un adversario que la ignoraba o que cometía el error de acudir al combate desde unos presupuestos tácticos diferentes, tenía unos efectos importantes. Es lo que sucedió en Torote, donde el adelantado de Cazorla —experto en este tipo de lances tan alejados de lo que era habitual mas allá de los Pirineos41, y disponiendo de tropas habituadas a estas estratagemas— desplegó sus mejores habilidades contra un adversario que, a pesar de conocer y probablemente practicar las mismas maniobras, no supo imponerse a sus principios éticos, al ethos caballeresco, y adaptarse a las exigencias propias de la guerra. En lo que se refiere a Iñigo López de Mendoza, de quien conocemos su opinión acerca de algunos aspectos bélicos gracias a su obra y cuales podían ser sus fuentes de conocimiento de la doctrina militar debido a que sabemos cuales eran los títulos de su rica biblioteca, participaba de una contradicción en las cuestiones relativas a la guerra. Por un lado, su vocación intelectual y sus conocimientos que tanto le distinguían del resto de la nobleza castellana, le permitieron acceder a los principales autores del arte de la guerra, quienes unánimemente recomendaban en los trances bélicos actitudes prudentes y el empleo de la astucia antes que el derroche de valor ciego. Todo ello contrastaba con los principios de la Caballería y los valores del estamento nobiliario, que compartía Iñigo López de Mendoza, los cuales obligaban a combatir con arrojo en cualquier circunstancia, sin recurrir a estratagemas ni ardides, en la certeza de que la lid solo era leal y adecuada a las reglas que la regían cuando el choque era frontal. Esta actitud confirma la afirmación de Huizinga acerca de la incomitaliano Tommaso Morroni da Rieti, el cual había acudido desde Aviñón a visitarle, dándole a continuación mando de tropa, lo que le llenó de orgullo. (GÓMEZ MORENO, Ángel, España y la Italia de los humanistas, Madrid, 1994, p. 303). 41   Señala Russell el retraso táctico y técnico de la nobleza castellana en cuestiones bélicas a pesar de estar muy familiarizada con la guerra y con el tipo de combates de la frontera. (RUSSELL, Peter E., The English intervention in Spain and Portugal in the time of Edward III and Richard II, Oxford, 1955, p. 104).

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patibilidad de las ideas caballerescas con la estrategia y la táctica42, pues la mayoría de las acciones protagonizadas por quienes participaban de las mismas evidenciaban una caballerosidad anacrónica43, no exenta de riesgos. Así puede deducirse del historial de Santillana, quien en dos ocasiones anteriores a la batalla de Torote estuvo a punto de sufrir en propia carne la inconveniencia de contemplar la guerra como una prolongación de los torneos. La primera de ellas ocurrió en 1429, cuando un todavía joven señor de Hita y Buitrago fue nombrado por Juan II adelantado en Agreda, cerca de la frontera de Aragón con quien Castilla se encontraba en guerra44. Al poco tiempo de su llegada recibió la noticia de que había penetrado en la zona Ruy Díaz de Mendoza, un caballero castellano al servicio de Juan de Navarra, al frente de doscientos caballeros y quinientos peones. Sin dudar un momento, reunió las fuerzas que tenía disponibles —ciento cincuenta hombres de armas, cincuenta jinetes y unos pocos peones—, unos escasos efectivos ya que «no pudo mas haber por la priesa de la salida». Al llegar a un lugar llamado Araviana donde se encontraba Díaz de Mendoza, a la sazón bajo pendón aragonés, se percató de la desventaja numérica que tenía, pero en vez de excusar la batalla dado que la situación lo permitía, «como era caballero mucho esforzado quiso pelear». Al comienzo del combate la mayor parte de la gente de Santillana huyó, quedándose el marqués solo con cuarenta caballeros. Al ver lo difícil de su situación, aprovechó que los navarros perseguían a los que huían para situarse en un cerro, dispuesto a resistir el ataque de Ruy Díaz. Sin embargo, este, considerando que ya había obtenido la victoria, prefirió no atacar y se retiró hacia Aragón. A pesar de la evidente derrota sufrida, los castellanos argumentaron que esta no fue tal basándose en que Iñigo López de Mendoza no había abandonado el campo en ningún momento, habiendo sido los navarros quienes se retiraron. Muy distinta opinión mantenían los aragoneses, quienes en buena lógica consideraban que Araviana había sido una victoria pro-

  HUIZINGA, Johann, El otoño de la Edad Media, Madrid, 1978, p. 144.   NADER, Helen, Los Mendoza y el Renacimiento español, Madrid, 1986, p. 118. 44   CJ. p. 475. 42 43

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pia45. Aunque el valor demostrado por Santillana fue muy alabado incluso por Juan II, la realidad era otra, ya que si las fuerzas al servicio de Aragón hubieran aceptado el imprudente desafío de los castellanos, con toda probabilidad la jornada hubiera sido mas sangrienta y adversa para el marqués. Quizás el hecho de que la guerra civil, de la que el conflicto con Aragón era una consecuencia, todavía no se hubiera enconado y de que aun se desarrollara en el ámbito de lo que puede considerarse una guerra caballeresca, opuesta a la guerra cruel practicada contra los musulmanes, fuera lo que le salvó de caer bajo la embestida de un enemigo desproporcionadamente superior. De cualquier forma, quedaba patente que en el compromiso, López de Mendoza se había guiado por criterios ajenos a la doctrina militar, atendiendo exclusivamente a los dictados de la Caballería, en este caso totalmente opuestos a la lógica bélica. A pesar de la experiencia de Araviana, el señor de Hita no perdió su entusiasmo guerrero ya que nueve años mas tarde, siendo ya conocedor del tipo de contienda que se mantenía con los musulmanes, se dejó ganar por el enardecimiento del momento, un estado de animo al que era proclive cuando se encontraba en lides bélicas pero que estaba reñido con los principios del arte de la guerra. En 1438, aunque no fueran tan graves los riesgos como en Araviana, también tuvo que emplearse a fondo la fortuna —término este tan del otoño medieval como la actitud de Santillana— para evitar que sufriera las consecuencias de su precipitación. Con ocasión del asedio de Huelma durante la campaña contra los granadinos, las huestes castellanas que dirigía el futuro marqués y en las que participaban de forma sobresaliente sus dos hijos, Íñigo López y Pero Lasso de la Vega, se vieron amenazadas por la llegada de refuerzos nazaríes en auxilio de los sitiados. A su encuentro salieron los sitiadores para evitar que tomasen contacto con las fuerzas de Huelma, produciéndose un violento choque en el que participó López de Mendoza, como siempre deseoso de gloria. Este puso tanto ardor en la lucha que en un mo  ZURITA, Jerónimo, Anales de la Corona de Aragón, 5, Zaragoza, 1980, p. 713. Existe una carta de Alfonso V fechada el 20 de noviembre de 1429 en Tortosa, dirigida a su hermano Juan, rey de Navarra, en la que le expresa su alegría por la derrota de Santillana, lo cual da una idea de la importancia del lance (PÉREZ BUSTAMANTE, ob. cit., p. 186.). 45

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mento del combate se encontró en un serio aprieto al quedar, sin caballo y junto a otro caballero, rodeado por el enemigo después de haber desoído las recomendaciones de quienes le rodeaban. La oportuna intervención de su hijo Iñigo López, héroe de la jornada, le salvó del trance46 pudiendo asistir a la victoria y a la toma de Huelma. Lo sucedido en 1438 parece un antecedente de lo que iba a ocurrir junto al arroyo de Torote, donde la suerte tras serle fiel en Araviana y la frontera granadina, le dio la espalda. El historial bélico de Iñigo López de Mendoza hasta 1441 es un fiel reflejo de la importancia que poseían durante el siglo xv la Caballería y sus valores en la concepción de la sociedad y la guerra. El Cuatrocientos es un periodo de fortalecimiento y expansión de esta institución que encuentra en Castilla un campo fecundo para su desarrollo47, no sin particularidades. En este reino, al contrario de lo que sostiene Keen48 para el resto de Europa, pudo mas el oropel que los horrores de la guerra, una circunstancia a la que sin duda contribuyó tanto el que esta fuera una actividad casi cotidiana a lo largo de la centuria, como la baja intensidad de su desarrollo bélico, dos factores que permitieron que pudiera ser considerada por la nobleza algo cotidiano y parte de la vida misma49. El contexto castellano era favorable a las demostraciones de heroísmo individual y al despliegue del resto de las características que configuran el comportamiento de los caballeros, como la exaltación entusiasta, el culto al honor y la hazaña como arte50, cuya naturaleza la resume Godofredo de Charny al afirmar que «quien mas hace, mas vale». Las proezas militares son, por tanto, una más de las manifestaciones externas de la pompa mundana y una muestra de desafío a la fortuna, de recuperación del Fortuna audaces iuvat, por lo que la esencia de la actitud heroica será el desafío a las circunstancias51. En este contexto es lógico que se considerase a la guerra, al igual que a las justas y torneos, una ocasión idónea para el lucimiento social y para alcanzar la gloria personal52   LAYNA, ob. cit., tomo I, pp. 199 y 200. CJ, p. 547.   RV, p.377. LADERO QUESADA, «La consolidación...», p. 37. 48   KEEN, ob. cit., p. 305. 49   DUBY, ob. cit., p. 29. 50   WEBER, ob. cit., tomo 2, p. 883. 51   SERRANO DE HARO, ob. cit., p. 23. 52   ALLMAND, ob. cit., p. 71. 46 47

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que únicamente exigía un requisito esencial, el valor ilimitado. En la guerra era necesario que el caballero fuera tan valiente como prodigo en la vida social para mostrar de que estamento procedía53; pero esto no bastaba ya que debía combatir con honor, es decir, de acuerdo con las reglas de la Caballería expresadas en los tratados y practicadas en los torneos. Ello suponía luchar sin doblez ni traición y no recurrir a las maniobras ni a los ardides54. Estas fintas eran escasamente valoradas incluso por autores latinos como Valerio Máximo, cuyos Hechos y dichos memorables se encontraba en la biblioteca del marqués de Santillana55, quien consideraba que a pesar de proceder la astucia de la prudencia, hay estratagemas aceptables e inaceptables. Era evidente, por tanto, que el único combate en el que debía participar un caballero debía ser un combate frontal. Por otra parte, la prudencia se consideraba la virtud principal de la Caballería desde Alfonso X y las Partidas, siendo la característica que distingue al caballero y lo convierte en un ser pensante, distinto de una maquina de combatir que se lanza a la lucha ciegamente56. Así, en 1453 Gianozzo Manetti consagra la imagen del caballero prudente apoyándose en la clásica figura del caballero que posee una reconocida capacidad intelectual, compatible con su estado y sin merma de su capacidad militar57, capaz de valorar las condiciones del combate gracias sus conocimientos y de acudir al mismo con la reserva y discreción propia de quien combina la reflexión y las armas. Ya con anterioridad, don Juan Manuel, quien era prácticamente un desconocido en el siglo xv, afirmaba que la cautela era un principio al que era necesario atenerse en la guerra, llegando a sostener que la inferiori  DUBY, ob. cit., pp. 128 y 129.   Froissart recoge cual es el sentimiento de un caballero ante los ardides cuando hace decir a uno de ellos: se nous querons autres chemins que le droit... nous ne monstrerons que nous soions droites gens d,armes. (HUIZINGA, ob. cit., p. 143). 55   GÓMEZ MORENO, Ángel y KERKHOF, Maximiliam P.A.M., «Introducción» a Obras completas del marqués de Santillana, Barcelona, 1987, p. XXIV. RV. pp. 263 y 418. 56   RV. p. 112. 57   GÓMEZ MORENO - KERKHOF, ob. cit., p. XXIX y RV. p. 403. Se trata de la Orazione a Sismondo Pandolfo Malatesta, una obra cuya traducción la encargó Santillana al humanista cordobés Nuño de Guzmán entre 1453 y 1458. 53 54

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dad de condiciones obligaba a evitar el enfrentamiento58. También en el Cuatrocientos son numerosos los testimonios que valoran antes la reflexión que el arrojo ciego, alcanzando este comportamiento la categoría de modelo en obras como la Crónica de Álvaro de Luna, una biografía de quien era considerado ejemplo de caballeros y en la que se afirma que el arte de la guerra consiste mas en la discreción que en la fuerza59. Parece que también el propio Santillana compartía esta idea, según se desprende de la opinión vertida en algunas de sus obras. En los Proverbios o Centiloquio, escritos en 1437 para la educación del príncipe Enrique, muestra la alta consideración que le merece la prudencia cuando afirma que «ciertamente bien meresce preminencia quien de doctrina e prudencia se guarnece» 60. Sin embargo, no puede evitar que su consideración del valor como virtud esencial aflore poco después al hacer un vibrante elogio del heroísmo que implica la despreocupación personal: «ca fijo, si mucho amares tu persona non esperes la corona que de Mares obtenías», reiterado mas adelante al señalar que «Codro quiso mas vencer que non bevir e non recuso morir e padecer por ganar e non perder noble compaña i buen morir» 61. Esta apología del arrojo en la obra de Iñigo López de Mendoza va cediendo en intensidad paulatinamente como se comprueba en textos de 1448, posteriores por tanto a la derrota de Torote. Así, en Bias contra Fortuna, escrito ese mismo año, recomienda una forma de combatir totalmente diferente a la defendida hasta ese momento, sugiriendo incluso el empleo de ardides y la aplicación de la cautela: «En la guerra diligente / fuy quanto se convenía; /çibo e sueño perdía / por facerla sabiamente. / Bien usé maneras fictas / por vencer / que loando mi proveer, / se leen e son escriptos» 62 . No deja de sorprender este cambio experimentado por Santillana, sobre todo si tenemos en cuenta que su forma de combatir y concebir la guerra apenas se reconoce en estos nuevos consejos. En esta obra identifica el arte de   GARCÍA FITZ, «La guerra...», p. 56.   CAL p. 237. 60   MARQUÉS DE SANTILLANA, Obras completas, ed. de Ángel Gómez Moreno y Maximiliam P. A. M. Kerkhof, Barcelona, 1987, p. 228. 61   Ibídem, pp. 248 y 249. 62   Ibídem, p. 320 58 59

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la guerra con la cautela —«Bias con tal cautela o arte de la guerra assayó encobrir la su deffetuosa neçesidad»— dejando entrever a través del ardid empleado por Bias, según Gómez Moreno procedente de Frontino63, que esta cualidad es su expresión mas acabada. En este caso, arte de la guerra, un término que emplea López de Mendoza en oposición al de guerreria, no sugiere un conjunto de conocimientos independientes, sino una habilidad para emplear estratagemas, un medio para compensar la inferioridad64. Cabe pensar que el cambio producido en el marqués de Santillana a la hora de contemplar la manera de acercarse a la guerra obedece tanto a su negativa experiencia en la batalla de Torote, como a la influencia de una serie de lecturas que hasta esos momentos o no había realizado o no había compartido. 63   La estratagema urdida por Bias que recoge Santillana en el proemio a Bias contra Fortuna (Ibídem, p. 275), consistía en engordar unos cuantos caballos empleando las escasas provisiones de que disponían los sitiados, para sacrificarlos posteriormente a la vista del enemigo con la intención de confundirles y hacerles creer que el asedio no suponía ninguna privación a la ciudad. Esta maniobra, según ha señalado Gómez Moreno, procede de Frontino, concretamente del capitulo xvi de su Stratagemata, llegando a López de Mendoza probablemente a través del texto de Walter Burley, De vita e moribus philosophorum, muy difundido en el siglo xiv, de acuerdo con la tesis de Maximiliam P. A. M. Kerkhof, recogida por Gómez Moreno. Este autor alude también a la anécdota narrada por Valerio Máximo, tan semejante a la de Frontino que lleva a pensar que mas que influjo de este, existe un tema común y conocido. (GÓMEZ MORENO, Ángel, «Frontino medieval, una vez mas», Revista de Filología Española, 70, 1990, pp. 170 y 171. El texto de Valerio Máximo se puede consultar en Los nueve libros de los hechos y dichos memorables, Barcelona, 1988, ed. de Fernando Martín Acera, libro VII, cap. 4º, p. 411). Sea a través de Frontino, sea por medio de Valerio Máximo, a quien con toda probabilidad conocía Santillana cuando escribió Bias contra Fortuna, este recogió la famosa estratagema, otorgándole cierta consideración practica mas allá de la mera erudición. 64   En este contexto, el termino arte sugiere un conjunto de procedimientos para conseguir ciertos resultados o bien era sinónimo de astucia, de cautela o engaño. Se oponía a ciencia, un cuerpo de doctrina metódicamente formado y ordenado con leyes propias. En este sentido el arte de la guerra todavía no era una ciencia de rigurosa aplicación técnica que para su conocimiento exigía el estudio y la comprensión de sus normas, siendo insuficientes la experiencia y las virtudes. Habrá que esperar al siglo xvi para asistir al comienzo de la sustitución del guerrero por el militar. (MARAVALL CASESNOVES, José Antonio, «Ejercito y Estado en el Renacimiento», en Revista de Estudios Políticos, 117-118. ALONSO, Martín, Diccionario medieval español, Salamanca, 1986).

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La unanimidad que aparentemente existe entre quienes escriben sobre la Caballería a la hora de juzgar la prudencia, culmina en una concepción de la misma que, de acuerdo con la idea aristotélica, la considera sinónimo de sabiduría, lo que obliga al caballero al conocimiento de las estrategias y tácticas bélicas65. Según estos principios, compartidos por el marqués de Santillana66, parece necesario que el caballero dispusiera de una formación intelectual mínima, una exigencia a la que contribuye la consideración de la Caballería como un saber más, como una suerte de conocimientos militares apoyados en la experiencia y en el estudio. Por lo tanto, cualquier caballero tenia que saber que para salir victorioso en un combate era necesario razonar y aplicar una serie de principios previamente adquiridos. Respondiendo a su consideración de máximo representante en Castilla del humanismo caballeresco, un termino de Ruggiero Ruggieri, Iñigo López de Mendoza se muestra desde fechas tempranas a favor del estudio, incluida la doctrina militar, convencido de la necesidad de combinar la reflexión con la practica, de aunar las armas y las letras 67. A este respecto son muy conocidas sus afirmaciones en las que señala que «para cualquier practica mucho es necesario la theorica, e para

  RV pp. 323 y 324.   Según Rodríguez Velasco, la idea de prudencia de López de Mendoza se basa en el moralismo fruto de la fusión de ideas estoicas, aristotélicas y cristianas, cuyo reflejo en la actividad pública se precisa en la necesidad de cultura, sin cuyo concurso nadie puede regirse sabiamente. (RV p. 139). 67   Acerca de la cuestión de la compatibilidad de las armas y las letras, de si los caballeros debían o no tener un compromiso y una actividad intelectual o limitarse solo al ejercicio y a la practica de la guerra, se pueden consultar, entre las numerosas aportaciones, las obras de Peter E. RUSSELL, «Las armas contra las letras: para una definición del humanismo español del siglo xv», en Temas de La Celestina y otros estudios, Barcelona, 1978. Nicholas ROUND, «Rennaissance culture and its opponents in Fifteenth Century Castile», Modern Language Review, 57, 1962, pp. 204- 215. Ottavio di CAMILLO, El humanismo castellano del siglo xv, Valencia, 1976, y «Las teorías de la nobleza en el pensamiento ético de Diego de Valera», en Mosen Diego de Valera y su tiempo, ed. de Julio Rodríguez Puertolas, Cuenca, 1996 . Juan MARICHAL, La voluntad de estilo. Teoría e historia del ensayismo hispánico, Madrid, 1971. Ángel GÓMEZ MORENO, España y la Italia..., y «La militia clásica y la caballería medieval: las lecturas de re militari entre Medievo y Renacimiento», Evphrosyne. Revista de Filología Clásica, XXIII, 1995,pp. 83-97, así como la repetidamente citada obra de Jesús D. RODRÍGUEZ VELASCO. 65 66

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la theorica la practica» 68 o bien que «la sciencia non embota el fierro de la lança, ni faze floxa la espada en la mano del cavallero» 69. Esta opinión parece que era compartida en Castilla ya que desde el siglo xiii existía una didáctica militar dirigida a la formación de caballeros y gobernantes que debía poco a los autores tradicionales como Vegecio70. Había también en el reino un enorme interés por el arte militar que, además de las aportaciones de los tratados, buscaba las enseñanzas que proporcionaban las crónicas y la historiografía71; sin embargo, a partir del siglo xv los textos clásicos se convirtieron en una de las fuentes principales en las cuestiones bélicas. Precisamente la búsqueda de modelos para la guerra es una de las razones que aduce López de Mendoza para encargar la traducción de la Iliada, una obra muy considerada por la instrucción militar que aporta al relatar la que se consideraba la guerra mas importante de la historia72. De acuerdo con los datos proporcionados por autores como Gómez Moreno, Kerkhof y Rodríguez Velasco73, se puede intentar señalar alguno de los títulos relativos al arte de la guerra y su práctica que se encontraban en la biblioteca de Santillana en los días inmediatos a la batalla de Torote. En primer lugar hay que indicar que el señor de Hita no dominaba el latín74, lo que le obligaba a solicitar la   «Proverbios o Centiloquio», Obras completas, p. 218   Ibídem 70   GARCÍA FITZ, Francisco, «La didáctica militar en la literatura castellana (segunda mitad del siglo xiii y primera del xiv)», Anuario de Estudios Medievales, 19, 1989, p. 283. 71   GÓMEZ MORENO, «La militia clásica...», p. 87. 72   LAWRANCE, Jeremy N. H., «On Fifteenth-Century Spanish Vernacular Humanism «, Medieval Studies Tate, 1986, p. 74. GÓMEZ MORENO, Ángel, «La caballería como tema en la literatura medieval española: tratados teóricos «, Homenaje a Pedro Sainz Rodríguez, Tomo II, Estudios de lengua y literatura, Madrid, 1986, p. 318. 73   Estos autores a su vez se basan en los trabajos de Mario SCHIFF, La biblioteca del Marqués de Santillana, París, 1905, reproducción en Ámsterdam, 1970; Mario PENNA, Exposición de la biblioteca de los Mendoza del Infantado en el siglo xv, Madrid, 1958, y Charles B. FAULHABER, Libros y bibliotecas en la España Medieval. Una bibliografía de fuentes impresas, Londres, 1987. 74   RUSSELL, Peter E., «El humanismo laico del siglo xv», en Introducción a la cultura hispánica. II. Literatura, Barcelona, 1982, p. 66. GÓMEZ MORENOKERKHOF, ob. cit. 68 69

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traducción de aquellas obras que deseaba conocer, una cuestión que permite suponer que aquellos manuscritos de su biblioteca no escritos en castellano no los habría leído. Con relativa certeza es posible afirmar que en 1439 disponía del Libro de las historias de Roma, de Paulo Orosio75, cuya traducción finalizó ese mismo año, y, casi con seguridad, de la segunda Década de Tito Livio, según la versión realizada por Pero López de Ayala 76. En 1441 estaría también concluida la traducción del Arbre des batailles de Honoré Bouvet, encargada por López de Mendoza e incluida desde esa fecha en su biblioteca77 . Por otra parte, desconocemos la fecha en que el manuscrito del trabajo de Valerio Máximo Hechos y dichos memorables pasó a manos del marqués, pero de las dos traducciones de la época que se conocen, una parece seguro que le pertenecía78. En lo que se refiere a la obra de Egidio Romano, De regimine principum, muy popular en la época y basada en Vegecio, a quien transcribe literalmente, sabemos que estaba entre los manuscritos de su propiedad 75   GÓMEZ MORENO y KERKHOF recogen la referencia de Schiff y afirman que Iñigo López de Mendoza encargó una traducción de Orosio a Alfonso Gómez de Zamora, quien la finalizó en 1439 y que hoy dia se considera perdida. No obstante, se conoce un manuscrito de 1443 con una copia ordenada probablemente por el conde de Alba. (ob. cit., pp. XXVI- XXVIII). 76   Así lo sostienen tanto GÓMEZ MORENO y KERKHOF (ob. cit., p. XXV) como RODRÍGUEZ VELASCO (p. 47), quien alude a la gran difusión que tuvo la obra de Livio, convirtiéndose en una de las fuentes de la Caballería y en la autoridad indiscutible cuando había que ejemplificar el valor o establecer paradigmas de dignidad (p. 192). El éxito de la traducción de Ayala, realizada del francés, lo confirma el hecho de conocerse hasta dieciséis manuscritos del siglo xv con esta versión (p.144). 77   Escrita entre 1386 y 1390, la obra de Bouvet, de notable difusión, fue traducida al castellano en 1441. Muy basada en Frontino, Vegecio y, sobre todo, en Juan de Legnano, se centra en las convenciones de la guerra y en los tipos de batallas que pueden producirse, concediendo gran importancia a la dignidad y al espíritu caballeresco. (RV pp. 118 y 392). Según GÓMEZ MORENO y KERKHOF, el Árbol de batallas se encontraría entre los manuscritos que poseía Santillana. (ob. cit., p. XXVIII) 78   Obra de gran consideración en la Edad Media, los capítulos dedicados a las instituciones militares y a su disciplina así como los ejemplos bélicos que aportaba, eran considerados fuente doctrinal. Se conocen tres traductores de los Hechos y dichos... y se incluye a Valerio Máximo entre los autores existentes en la biblioteca de López de Mendoza. (GÓMEZ MORENO -KERKHOF, ob. cit. p. XXIV. RV pp. 263 y 418).

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pero en su versión latina, lo que lleva a Rodríguez Velasco a dudar de su lectura por su dueño79. Algo semejante sucede con De preconiis hispaniae, de Fray Juan Gil de Zamora, una obra también traducida por encargo suyo en fecha desconocida, pero que dado el estado impoluto del manuscrito cabe pensar que ni siquiera fue consultado por su propietario80. En lo que se refiere a Vegecio, la autoridad indiscutible durante la Edad Media en la materia y cuya obra Epitome re militari se encontraba en casi todas las bibliotecas, existían en Castilla al menos dos traducciones desde principios del siglo xv81, por lo que es de suponer que podía estar en la biblioteca de López de Mendoza. Sin embargo, a pesar de la popularidad y autoridad de Vegecio, no hay constancia de su lectura por el señor de Hita, quien ni siquiera lo cita en sus obras82. Difundido en parte por Alfonso X y Gil de Zamora, la presencia de Vegecio se puede constatar en casi todas las obras que tratan en Castilla del arte de la guerra, aunque de forma mas testimonial que doctrinal83; su autoridad era tal que se le atribuía incluso lo que no dijo y se le citaba para respaldar cualquier innovación84.

79   RV p. 326. Este tratado político dedicado por su autor a Felipe IV de Francia tuvo inmediata y fecunda repercusión en Castilla, pues fue traducido y glosado en 1345 por Juan García de Castrojeriz por encargo de Alfonso XI con la intención de que sirviera para la formación del futuro Pedro I, quien probablemente reforzó su idea de la autoridad regia gracias a los preceptos que contenía. (Fernando CASTILLO CÁCERES, «Los símbolos del poder real en las monedas de Pedro I de Castilla», Actas del VII Congreso Nacional de Numismática, Madrid, 1991, pp. 505-516.). 80   RV p. 400 y GÓMEZ MORENO-KERKHOF, ob. cit., p. XXIX. 81   Acerca de Vegecio en la Península Ibérica durante la Edad Media, se pueden consultar los trabajos de Francisco GARCÍA FITZ, «La didáctica militar...»; Jesús D. RODRÍGUEZ VELASCO, ob. cit.; Lola BADIA, «Frontí i Vegeci, mestres de cavallería en catalá als segles xiv i xv», Boletín de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, 39, (1983-1984), pp. 191- 215; Antonio BLANCO FREIJEIRO, «Introducción» a Instituciones militares de Flavio Vegecio, Madrid, 1988. 82   RV p. 83. 83   GARCÍA FITZ, «La didáctica militar...» pp 273-274. Hay que señalar en relación con la difusión de Vegecio que en la biblioteca de Santillana había un ejemplar de las Partidas. (RV p. 132) 84   RV p. 82

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Una vez señaladas las obras de la literatura militar de la época que pudo leer o poseer el marqués de Santillana antes de la batalla de Torote, y que por tanto determinan su formación y su actuación hasta el combate citado, solo cabe señalar aquellos textos a los que tuvo acceso después de esa fecha para precisar en la medida de lo posible sus conocimientos teóricos al respecto. Se suele aceptar que, un poco antes de su participación en la batalla de Olmedo, había mandado traducir y posteriormente leído De militia, de Francisco Bruni85, y que años después hizo lo propio con la obra de Gianozzo Manetti, Orazione a Sismondo Pandolfo Malatesta86 , a la que ya nos hemos referido anteriormente. Más confuso es lo que se refiere a Frontino, ya que se acepta que los dos manuscritos de su Stratagemata existentes en Castilla pertenecieron a López de Mendoza, aunque hay autores como Rodríguez Velasco que afirman que no leyó la obra y que, al menos en 1441, ni siquiera conocía al escritor latino87. En la biblioteca de Santillana había también otros autores que proporcionaban 85   En 1443, De militia fue traducida al castellano pero de manera tan deficiente que era casi incomprensible. Se centra en los orígenes de la Caballería, en sus funciones y dignidad social, mantiene que la cultura no es una ocupación propia de un caballero y sitúa los orígenes de la institución en la antigua Roma. La lectura de esta obra suscitó una carta de Santillana a Alonso de Cartagena en la que le planteaba sus dudas acerca de las tesis de Bruni. (RV pp. 393-395). 86   La traducción de esta obra, escrita en 1453, fue encargada por Santillana entre este año y 1458 a su amigo el humanista cordobés Nuño de Guzmán, siendo la única que existe en castellano (RV p. 403). El tema de la obra es el caballero prudente, respaldado por una capacidad intelectual adquirida. (GÓMEZ MORENO- KERKHOF, ob. cit., p. XXIX). 87   Según Rodríguez Velasco, Santillana tenía en su biblioteca dos manuscritos de Stratagemata, uno en castellano y otro en aragonés, confirmando lo señalado por Schiff, quien pensaba que al menos uno de los dos textos traducidos del latín que existían en Castilla pertenecía al marqués, el cual en 1444 no conocía ni al autor ni a la obra. (RV pp. 85-86). No obstante, a pesar de que hemos visto con anterioridad que un tema utilizado por Frontino pudo pasar a López de Mendoza por medio de las obras de Walter Burley o Valerio Máximo, es difícil pensar que Santillana ignorase quien era Frontino. Aunque la valoración de la influencia de este autor sea diferente según se trate de Gómez Moreno - quien la considera importante - o de Rodríguez Velasco -quien, coincidiendo con Contamine, piensa que es escasa - la realidad es que Iñigo López de Mendoza había citado a Frontino ya en 1437 en sus Proverbios o Centiloquio (Obras completas, p. 231), aunque quizás solo fuera un alarde de presunta erudición clásica, tan cara a los huma­ nistas.

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enseñanzas militares88, aunque ignoramos si fueron consultados o, en caso afirmativo, si esta lectura ocurrió antes o después de los sucesos de Torote. A pesar de no conocerse en su totalidad cual fue la formación teórica del señor de Hita acerca de cuestiones bélicas, de su actuación se deduce que los principios adquiridos en sus lecturas tuvieron un escaso reflejo en la práctica. Esta característica era común a la sociedad de la época, en la que se consideraba a la experiencia la fuente primordial de conocimiento de la guerra89 y en la que se supeditaban todas las recomendaciones de la literatura sobre la materia a los principios de la Caballería. Aunque los tratadistas militares, incluidos los castellanos, recogen la necesidad de combinar los saberes derivados de la practica con una instrucción teórica —consistente en un conjunto de ejemplos y normas sobre el modo de hacer la guerra para poder afrontar cualquier eventualidad bélica90— la realidad es que la influencia de los textos que se detecta en el desarrollo de los acontecimientos es escasa. En su actividad guerrera el marqués de Santillana apenas aplicó alguno de los preceptos recomendados por los distintos autores considerados autoridades en la materia, relativos a la cautela y a la reflexión en el combate o a la necesidad de emplear maniobras para imponerse al enemigo, sino que, muy al contrario, siguió a pies juntillas todas las indicaciones que se referían al valor y a la Caballería. Quizás debido a su mejor información y conocimiento de las obras que regulaban y debatían sobre la institución, llevó mas allá de lo habitual en Castilla su devoción por los principios caballerescos y su identificación con todo lo relativo a la Caballería procedente de otros reinos, algo que resultaba un tanto extraño a sus contemporáneos91 . 88   Se pueden destacar entre otros a Tucidides, Polibio o Bartolo de Sassoferrato, autor de De insigniis et armis. (GÓMEZ MORENO-KERKHOF, ob. cit., pp. XXVIII y XIX). 89   CONTAMINE, ob. cit., p. 270. 90   GARCÍA FITZ, «La didáctica militar...», pp. 276 y 277. 91   A este respecto son muy expresivos los versos que el autor de las Coplas de Panadera dedica a Santillana con ocasión de la batalla de Olmedo: Con fabla casi estranjera, / armado como francés, / el noble nuevo marqués / su valiente voto diera, / y tan recio acometiera / los contrarios, sin mas ruego / que vivas llamas de fuego / pareció que les pusiera. (Poesía de protesta en la Edad Media castellana,. Historia y antología, ed. de Julio Rodríguez Puertolas, Madrid, 1968, p. 203). Véase también la nota 102, donde se recoge un testimonio de Diego de Burgos en

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La actuación de López de Mendoza en los diferentes combates en que participó siempre fue considerada valerosa por sus contemporáneos, aunque a veces no se juzgara apropiada a las reglas de la guerra. A este respecto, es necesario referirse a los comentarios realizados por el autor de la Crónica de Juan II relativos a su actuación en la batalla de Torote y al enfrentamiento en su conjunto92 . En estas páginas se pone de manifiesto la importancia que el cronista concede al encuentro en el contexto del conflicto entre la Liga y el binomio formado por Juan II y Álvaro de Luna, así como el modo en que se desarrolló la acción. En primer lugar, afirma que lo ocurrido debe servir de ejemplo a todo capitán, para valorar acto seguido la habilidad, la astucia y el conocimiento de las cuestiones bélicas por encima del comportamiento heroico cuando afirma que «en las cosas de la guerra no es solo menester esfuerzo e osadía, más discreción y destreza». Esta idea de como ha de realizarse la guerra lleva al autor de la Crónica a contraponer la actuación y el comportamiento mantenido en Torote por Santillana, valeroso y esforzado pero impetuoso y poco reflexivo, con el del adelantado Juan Carrillo de Toledo quien, sin merma del coraje, recurre a estratagemas y lleva a cabo maniobras de diversión para confundir al enemigo. La superior estima que recibe este último en la Crónica se acentúa cuando el autor advierte de los errores en que incurre López de Mendoza93 y señala que las equivocaciones cometidas en combate pocas veces tienen enmienda. A lo largo del texto, que se limita a unas pocas líneas, se percibe una cierta critica al comportamiento caballeresco y a su idoneidad para la guerra, señalándolo como responsable de la derrota sufrida por Santillana, el cual al haber aceptado el combate en notable inferioridad numérica, como mandaban los cánones de la Caballería, y haber dejado que el arrojo y el ímpeel que se pone de manifiesto el papel de introductor en Castilla que jugó López de Mendoza en lo referido a los usos y símbolos de la caballería empleados en otros reinos. 92   CJ. p. 578 93   Aunque el cronista reprocha a Santillana, entre otras cosas, haber salido de Alcalá sin todas sus fuerzas, la realidad es que no debía contar con mas fuerzas disponibles que las empleadas, pues cabe pensar que en caso contrario habrían acudido prestamente en su auxilio a la vista de como se desarrollaban los acontecimientos.

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tu se impusieran sobre la reflexión, cometió los dos errores que causaron el revés94. El resultado de la batalla de Torote, cuya impresión en la época debió ser grande según se deduce de la atención que le prestan las crónicas, supuso la recuperación de Alcalá por el arzobispo Cerezuela y la confirmación de la capacidad militar de Juan Carrillo, quien continuó disfrutando de la confianza de Juan II y Álvaro de Luna95 y participando en los principales acontecimientos bélicos, una carrera que culmina en la batalla de Olmedo en 1445, donde tuvo una destacada responsabilidad y jugó un importante papel96. Por su parte, Iñigo López de Mendoza se retiró a Guadalajara después de la derrota para recuperarse de sus heridas, lo que significó su abandono de la contienda, privando a la Liga nobiliaria de su concurso. Lo sucedido le supuso una gran contrariedad ya que su situación política y personal había resultado afectada por la derrota y los gastos económicos derivados de la campaña emprendida, que tan negativamente había finalizado, debieron significar una importante merma para su patrimonio. A este respecto hay que tener en cuenta que la elevada inversión que supone la formación y el mantenimiento de un ejercito corrió exclusivamente a su cargo al no 94   El tono de la critica empleado en la Crónica de Juan II y las desfavorables referencias a los principios de la Caballería, a los que el autor responsabiliza de la derrota, parece confirmar la exclusión de Fernán Pérez de Guzmán del elenco de redactores de la misma, una cuestión hoy día generalmente aceptada. De acuerdo con el espíritu y los términos empleados para juzgar los hechos, es difícil pensar en la pluma de quien como Pérez de Guzmán, señor de Batres y primo de López de Mendoza, pertenecía y participaba de los principios de la Caballería, tan desfavorablemente aludidos en el texto. Por el contrario, cabe referirse a la autoría de un letrado, de un hombre de ciencia y de estudio, capaz de contemplar la guerra de forma diferente a la criticada y de aceptar métodos poco ortodoxos a los ojos de un caballero con el fin de obtener la victoria. 95   Un ejemplo de la confianza que tenían depositada Juan II y Álvaro de Luna en Juan Carrillo es su continuación como adelantado de Cazorla tras la muerte del arzobispo Cerezuela en 1442, lo cual constituye una anomalía ya que lo estipulado era que este cargo cesara con la desaparición de quien lo había nombrado. Esta decisión también revela el interés del monarca y del condestable por mantener controladas unas tropas tan valiosas y experimentadas como las del adelantamiento. (GARCÍA GUZMÁN, ob. cit., pp. 75 y 76). 96   CAL cap. V, p. 169

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existir lógicamente ningún acostamiento con el rey97, a lo que habría que añadir el coste de la renovación y reparación del equipo y material, así como su contribución al rescate de los caballeros de su casa apresados por el adelantado Carrillo98. La magnitud de la derrota sufrida por el señor de Hita y el impacto que tuvo en Guadalajara, de donde procedían la mayor parte de sus fuerzas, alcanzó a los dichos populares99, aunque cabe considerar que los acontecimientos podían haber tenido un desarrollo aun mas negativo. Al fin y al cabo, la herida recibida por Santillana sanó sin complicaciones, evitando el destino que seguiría pocos años después el infante don Enrique, quien murió a los pocos días de recibir en la batalla de Olmedo un puntazo de lanza en la mano izquierda, convirtiéndose en la víctima mas destacada del choque. Por lo demás, hay que considerar que incluso fue una herida afortunada pues le permitió evitar verse implicado en los acontecimientos de Medina y en los posteriores sucesos que significaron la practica prisión del rey y el destierro del condestable; esta circunstancia con toda probabilidad contribuyó a que su vuelta al bando realista se produjera sin problemas al poco tiempo. Durante los meses siguientes a Torote, López de Mendoza, mientras se recuperaba de las heridas y probablemente reflexionaba acerca de lo sucedido, se dedicó a sus asuntos personales, especialmente a aquellos que le resultaban mas gratos, es decir, los relacionados con las letras y las artes como encargar traducciones de autores extranjeros, leer e incrementar los fondos de su biblioteca, trabajar en sus obras o supervisar las tareas de construcción del nuevo castillo del Real de Manzanares100.

  GARCÍA VERA-CASTRILLO LAMAS, ob. cit., p. 30.   De los ochenta hombres de armas que según las crónicas fueron apresados por las fuerzas de Carrillo, la Crónica del Halconero nos proporciona una escueta relación de los escuderos de Santillana capturados: Lope de Alarcón, licenciado Heredia, Juan de la Peña, Juan Lorenzo, Pedro de Vera, Pedro de Camargo, Rodrigo Quesada y Pedro de Castellana. (CH pp. 391 y 392). 99   Recoge LAYNA una antigua sentencia popular de Guadalajara, empleada para referirse a una calamidad, que decía ¡Tan mala como la del Torote!, lo cual da una idea del impacto que produjo el encuentro entre los habitantes del señorío de López de Mendoza. (ob. cit. p. 209). 100   Ibídem, p. 210. 97

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Para concluir, hay que señalar que la fama y el prestigio de Santillana en cuestiones de guerra no se vio empañada por los reveses sufridos y los errores cometidos en su actuación, al menos entre que como el participaban de los valores de la Caballería. Así se desprende del testimonio de Gómez Manrique en una carta dirigida a Pero González de Mendoza con ocasión de la muerte de su padre en la que procede a todo tipo de elogios, incluidas unas referencias a su acertada practica de las armas y las letras101. Algo semejante sucede con Diego de Burgos, quien en el Tratado que fizo sobre la muerte del Marqués, no duda en equiparar a Iñigo López de Mendoza con un experto ingeniero militar, innovador de las maquinas de guerra102. Con una menor vocación laudatoria se encuentra la semblanza realizada por Fernando del Pulgar, en la que señala que a pesar de haber sido vencido, el hecho de haber peleado «con vigor y esfuerzo» y resultar herido en los combates, le proporcionó honra y reputación de valiente capitán103. Resalta también Pulgar el acierto del marqués a la hora de combinar las artes y las letras, el estudio de la ciencia y la disciplina militar, y alude a las recomendaciones que dirigió a los suyos sobre asuntos guerreros citando ejercicios y consejos, pero en ningún caso refiere lecturas o principios teóricos a los que pudiera haberse referido104.

101   «...congregó la ciencia con la caballería e la loriga con la toga; que yo me recuerdo aver pocos,e aun verdad fablando ninguno de los tales que a la letra se diese;...como si el oficio de militar solo en saber bien encontrar con la lança e ferir con la espada consistiese» (cit. Amador de los Ríos, p. 146). 102   «Fue el primero que traxo a este reyno muchos ornamentos e ynsinnias de cavallería, muchos nuevos aparatos de guerra; e non se contentó con traerlos de fuera, mas añadió e emendo en ellos e inventó por sí otras muchas cosas...Así que en los fechos de armas ninguno en nuestros tiempos es visto que tanto alcanzase nin que en las cosas que a ellas son convinientes, toviese en estas partes deseos tan grandes de gloria» (cit. AMADOR DE LOS RÍOS, p. 98, nota 13). 103   PULGAR, Fernando del, Claros varones de Castilla, Madrid, 1942, ed. de J. Domínguez Bordona, p. 39. 104   Pulgar, quien valora el entrenamiento y las directrices que dirige Santillana a sus hombres, cree que es necesario matizar la aplicación mecánica de los principios de la caballería y resalta como un dato favorable el respeto a la disciplina que demuestran las huestes del marqués al no combatir por cuenta propia. (Ibídem, pp. 41 y 43).

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INNOVACIÓN Y TRADICIÓN EN DON ÁLVARO DE LUNA «¿Cómo, indiscreto, y tu no conoces al Condestable Álvaro de Luna?» (Juan de Mena, Laberinto de Fortuna, CCXXXV)

En las últimas décadas, la atención dedicada por los historiadores españoles a la Edad Media ha sido una feliz constante, aunque no sin altibajos, como lo demuestran los trabajos sucedidos de Luis Suárez Fernández, Julio Valdeón, Emilio Mitre, Eloy Benito, José Luis Martín, Miguel Ángel Ladero, Juan Manuel Nieto Soria, Carlos de Ayala y otros muchos que representan las últimas aportaciones de la historiografía hispana. Sin embargo, no todo el período medieval ha recibido idéntico trato ya que junto a épocas y aspectos que han sido profundamente investigados, existen otros que parecen suscitar el rechazo. Entre estos últimos podemos señalar la figura y el período de vida pública de don Álvaro de Luna, extensible al reinado de Juan II, como buenos ejemplos de la citada desatención por parte de los historiadores ya que, salvo contadas y puntuales excepciones, apenas se han publicado trabajos en los últimos años que hayan tenido como centro de su investigación alguna cuestión relacionada con el asunto citado. Al contrario    Para la época que nos ocupa siguen siendo de imprescindible consulta los trabajos, ya clásicos, de Luis SUÁREZ FERNÁNDEZ, Nobleza y Monarquía,

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de lo sucedido en el siglo xix, cuando la figura del Condestable experimentó una valorización a la luz del liberalismo, que veía en su persona una víctima de la ambición de la nobleza sacrificada en la defensa del reino, durante la mayor parte del siglo xx tanto la figura y hechos de don Álvaro como, en menor medida, el reinado de Juan II, han permanecido al margen de la revisión crítica llevada a cabo incluso en las últimas décadas, aunque haya notabilísimas excepciones protagonizadas por Suárez Fernández y Ladero Quesada. Puede que el carácter personal y autoritario del gobierno y actuación pública de Álvaro de Luna no fueran los atributos adecuados para atraer a los historiadores, especialmente en las últimas décadas del siglo xx, o que al compás de los imprevisibles ciclos que parecen regir a veces la investigación histórica, el siglo xv cayera en desgracia entre los estudiosos, quienes dedicaron Valladolid, 1975 y Los Trastamara de Castilla y Aragón en el siglo xv, en Historia de España, dirigida por Ramón Menéndez Pidal, tomo xv, Madrid, 1986. A los que se pueden unir obras más recientes como las de Isabel PASTOR BODMER, Grandeza y tragedia de un valido. La muerte de don Álvaro de Luna, Madrid, 1992, 2 tomos, uno de ellos dedicado a la reproducción de documentos, centrado en la época siguiente a 1445 y en las circunstancias relativas a su caída y ejecución, al igual que el trabajo de Nicholas ROUND, The greatest man uncrowned. A study of the fall of don Álvaro de Luna, London, 1986, el cual resulta también muy útil y sugerente para todo lo referente a don Álvaro en sus últimos años. Sobre cuestiones más concretas referidas al valido están los muy importantes trabajos de Alfonso FRANCO SILVA, El Señorío de Montalbán. De don Álvaro de Luna a los Pacheco, Cádiz, 1992, «El destino del patrimonio de don Álvaro de Luna. Problemas y conflictos en la Castilla del siglo xv», en Anuarios de Estudios Medievales, XII, Barcelona, 1982, pp. 549-583 y Javier PÉREZ-EMBID, «Don Álvaro, los monjes y los campesinos: un conflicto en la Castilla bajomedieval», en La España Medieval, Sevilla, 1982, pp. 231-245. A lo anterior se pueden añadir las crónicas del período, editadas por Juan de Mata CARRIAZO ARROQUIA, en concreto la Crónica de don Álvaro de Luna, Madrid, 1940, Crónica del Halconero de Juan II, Madrid, 1946, la Refundición del Halconero, Madrid, 1946, así como la Crónica de Juan II de Castilla. También es conveniente recordar algunos títulos tradicionales como los trabajos de Manuel J. QUINTANA, Don Álvaro de Luna, Madrid, 1807, J. RIZZO, Juicio crítico y significación política de Álvaro de Luna, Madrid, 1865, y de José AMADOR DE LOS RÍOS en la Revista de España, 1871, sobre la ideología política del privado. Para finalizar hay que incluir las ya tradicionales obras de León CORRAL, Don Álvaro de Luna según testimonios inéditos de la época, Valladolid, 1915, y Don Álvaro de Luna y su tiempo, Madrid, 1935, de César SILIO. Todas ellas contribuyen, junto a las referencias existentes en trabajos dedicados a cuestiones generales de la época en la bibliografía habitual sobre este tema, al conocimiento de la figura y actuación del Condestable.

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sus esfuerzos a otras épocas consideradas más atractivas, o también puede ser que los rasgos legendarios y populares de esta figura histórica produjeran un rechazo instintivo que impedía considerar su estudio científico. Sea cual sea la razón, la realidad es que tanto el reinado de Juan II como la personalidad del privado destacan por la escasa magnitud, cuantitativa que no cualitativa, de la bibliografía que se les ha dedicado; un contraste especialmente relevante si lo comparamos con otros períodos historiográficamente más afortunados. Hasta ahora las principales aportaciones para el conocimiento de la época y lo relativo al Condestable están representadas por la tarea emprendida por Juan de Mata Carriazo Arroquia, editor de varias crónicas del período, y por los trabajos de Luis Suárez Fernández, en quien recae la responsabilidad, superada con brillante largueza, de haber revisado los últimos siglos de la Edad Media, renovando los conocimientos al respecto. Podemos añadir las aportaciones de Julio Valdeón, Miguel Ángel Ladero Quesada, José Luis Martín, Emilio Mitre, Eloy Benito Ruano o Juan Torres Fontes, sin olvidar los trabajos de José Antonio Maravall, junto a otros más recientes (los de Moreto, Nieto Soria, etc.), algunos de ellos de autores extranjeros (Mackay, Rucquoi, Round, etc.) para completar el elenco de especialistas del período. Todos ellos han establecido las líneas generales y los criterios esenciales que permiten conocer mejor el siglo xv castellano, favoreciendo un posible estudio de la figura histórica del Condestable don Álvaro de Luna, necesariamente rica y diversa por la responsabilidad ostentada, su larga vida pública y su propia biografía, todo sin aludir al carácter plural, de confluencia de épocas y de arranque de la modernidad que posee el Cuatrocientos en todo Occidente. No ha sido así pues apenas han aparecido obras que superen las alusiones generales respecto del privado, que se repiten continuamente desde las aportaciones de Menéndez Pelayo o César Silió, por no remontarnos a los realizados el pasado siglo. Sólo ha espoleado la atención de los investigadores, y aun muy recientemente, las circunstancias relativas a su caída y posterior ejecución así como, ya en menor medida, el último período de gobierno de Álvaro de Luna que abarca los años 1445 a 1453, aunque existen importantes referencias al conjunto del período que, como en el caso del trabajo de Round, 115

suponen una importante novedad. En suma, se trata de una situación que en absoluto este trabajo pretende enmendar; por el contrario, tan solo pretende servir de acercamiento global, desde una perspectiva necesariamente muy amplia, a los diferentes aspectos que revela la actividad pública de Álvaro de Luna, tanto como gobernante, escritor y hombre del Cuatrocientos, una centuria de la que el Condestable de Castilla fue una representativa encarnación. Pragmatismo y autoritarismo como pautas de gobierno Durante el período en que ejerció el poder como privado del rey Juan II de Castilla, una época que según Menéndez Pelayo merece el calificativo de «reinado de don Álvaro de Luna», y que se extiende prácticamente por toda la primera mitad del siglo xv, el Condestable dejó traslucir en su comportamiento público unos elementos racionalistas y pragmáticos así como una moral de circunstancias que se apartaba no poco de los principios cristianos que en teoría debían inspirar la acción de gobierno. Aunque esta actitud no era una novedad absoluta pues el pragmatismo ha sido siempre un criterio de actuación publica, todo ello revelaba la independencia que iba alcanzando en el último siglo medieval la política respecto de la ética y la religión, convirtiéndose cada vez más en una técnica de adquisición, conservación o incremento del poder. La moral cristiana iba quedando poco a poco relegada a la esfera de lo teórico cuando no de lo personal, mientras que la política afirmaba su autonomía respecto de cualquier regla que no respondiese a su lógica interna. Era la división entre moral pública y privada que había de caracterizar a la acción de gobierno desde entonces y que, en el caso de don Álvaro, como señaló Amador de los Ríos, se revelaba en la autonomía de todo lo referido a los actos de gobierno respecto de un sistema político y    MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino, Poetas de la Corte de don Juan II, Madrid, 1959, p. 11.    CAMILLO, Ottavio di, El humanismo castellano del siglo xv, Valencia, 1976, pp. 181 y 182. Este autor afirma que en Alonso de Cartagena se dan los primeros síntomas de independencia entre ética y religión por un lado y política por otro (p. 179).    TRUYOL SERRA, Antonio, Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, Madrid, 1976. Volumen 2º, p. 13.

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moral al cual se sometía en todo lo demás. Este proceso de racionalización y desacralización de la política se puede relacionar, como señaló José Antonio Maravall, con el desarrollo por la península durante el siglo xv de un difuso ockamismo. La separación existente en el pensamiento de Guillermo Ockam entre el mundo de la razón y el mundo de la fe, permitía prescindir de los principios religiosos al tratar cuestiones relacionadas con los asuntos públicos, un ámbito que estaba experimentando una intensa secularización en la época. El lento aunque progresivo fortalecimiento que experimentaba el poder regio a lo largo de las dos últimas centurias y la paulatina supresión de limitaciones en su ejercicio, se unen a los anteriores presupuestos para alumbrar, especialmente desde 1445, un gobierno autoritario y personal ejercido por el Condestable y un grupo de letrados, a quienes se pueden considerar los técnicos de la época en cuestiones administrativas, dirigido a convertir al monarca en el único poder del reino. El gobierno del privado estuvo caracterizado por el estrecho control de la cada vez mas compleja administración y del más eficaz sistema fiscal, por una decidida e independiente política de reclutamiento de funcionarios y por una firme vocación autoritaria que, junto a las anteriores medidas, colaboraba para dar lugar a una progresiva concentración de poder en las personas del rey y del Condestable. La aparición de una monarquía autoritaria tal y como surge en el reinado de los Reyes Católicos probablemente era una meta que el propio Álvaro de Luna no perseguía en su totalidad —hay que recordar que su condición y mentalidad nobiliaria le hacia participe de las contradicciones de la centuria— pero a la que dedicó todas sus fuerzas y su actividad pública, aunque fuera forzado por las circunstancias y espoleado por una indudable ambición personal. La endémica debilidad de la posición publica del valido, siempre sometido a la presión de los grandes y dependiente de la voluntad del monarca,    AMADOR DE LOS RÍOS, José, «El Condestable don Álvaro de Luna y sus doctrinas políticas y morales», Revista de España, Abril 1871, tomo XIX, p. 476.    MARAVALL, José Antonio, «El pensamiento político de Fernando el Católico», en Estudios de Historia del Pensamiento Español. La época del Renacimiento, Madrid, 1984, p. 356.    ROUND, Nicholas, The Greatest Man Uncrowned. A study of the Fall of Don Alvaro de Luna, London, 1986, p. 24.

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le llevó a buscar alianzas a menudo contradictorias y a efectuar continuas concesiones que, a pesar de impedirle ejercer libremente el gobierno, demuestran su habilidad política. No se puede negar que es difícil saber cual fue el pensamiento político del Condestable, sin duda fruto y consecuencia de su pragmatismo y de la contradictoria posición, origen y entorno de que disfrutaba, pero su política de gobierno muestra, aunque actuase en ocasiones como un miembro más de la oligarquía nobiliaria, lo que puede considerarse una decidida voluntad de respaldar el poder y la figura regia, independientemente del motivo que la impulsase. En el siglo xv se desarrolla en Castilla un sentimiento crítico y una anticipación del espíritu renacentista que configura un período calificable de humanista, en el que no solo surgió la literatura que fustigaba los vicios de la época, sino también una toma de conciencia de la posición que ocupaba cada uno en el contexto social. Esta circunstancia y la preferencia por lo moderno, es decir, por lo presente, lo cercano, frente a lo antiguo, que adopta una imagen paradigmática conservando su contenido positivo, supone la aceptación del criterio personal frente a lo aprendido y la posibilidad de acudir a métodos y técnicas de conducta innovadoras. Precisamente, tanto lo que podemos considerar el programa político de don Álvaro como su práctica de gobierno surgen en un momento en el que se desarrollan técnicas que refuerzan la autoridad real y preconizan la separación entre política y moral. No es impensable, por tanto, que el pensamiento de personalidades de fuertes sentimientos monárquicos como Alonso de Cartagena10 o Alonso de Palencia, quienes, a pesar de no ser partidarios del Condestable, tenían    SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis, Los Trastamaras de Castilla y Aragón, Historia de España dirigida por Ramón Menéndez Pidal, tomo XV, Madrid, 1970, p. 89.    MARAVALL, José Antonio, Antiguos y Modernos, Madrid, 1966, pp. 233239. 10   Para todo lo referente a Alonso de Cartagena y a la familia Santa María en general, ver Luciano SERRANO, Los conversos D. Pablo de Santa María y D. Alfonso de Cartagena, Madrid, 1942, Francisco CANTERA BURGOS, Alvar García de Santa María. Historia de la judería de Burgos y de sus conversos más ilustres, Madrid, 1952, Ottavio di CAMILLO, ob. cit. y Luis FERNÁNDEZ GALLARDO, «Cultura jurídica, renacer de la Antigüedad e ideología política. A propósito de un fragmento inédito de Alonso de Cartagena», En la España Medieval,

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gran ascendiente y consideración en la Corte, influyeran en el valido, un hombre de acción pero también de gran cultura que, como señala Lida de Malkiel11, llega a concebir la fama desde el punto de vista de los hombres de letras y no de los hombres de armas, fruto por tanto de la creación literaria antes que del gobierno o la guerra. Sin embargo, quien destaca como figura más influyente junto al obispo de Burgos en el entorno de Juan II y Álvaro de Luna es Juan de Mena, humanista, erudito y hombre de letras de reconocido prestigio, quien se mostró firme partidario del poder real, permaneciendo en un plano algo menos que discreto. El poeta ofrece en su obra unas ideas políticas12 que, a pesar de no ser ni muy elaboradas ni sistemáticas, permiten conocer su concepción del reino y de la política. Lo más destacable de este heterogéneo corpus es su monarquismo, su alta valoración de la realeza, que le lleva a identificar plenamente a Juan II con todas las imágenes positivas propias del buen rey, concediéndole gran parte de los títulos que se atribuirán al Príncipe durante el absolutismo13. Por otra parte, el escritor contempla el tiempo que le ha tocado vivir desde una perspectiva esperanzadora, casi mesiánica, al atribuir al rey castellano la posibilidad de remediar los males que afligen al reino, a los que considera fruto de la actitud de la nobleza y de la falta de virtudes de la época14. Mena, al contrario que Cartagena, fue un fiel seguidor del valido a quien se refiere en términos laudatorios en su Laberinto de Fortuna, un tratamiento idéntico al recibido por la figura regia y el propio reino. El poeta cordobés refleja en su obra el ideal de una entidad política constituida por los reinos peninsulares y una intensa admiración por su

nº 16, 1993. Ángel GÓMEZ MORENO, España y la Italia de los humanistas, Madrid, 1994. 11   LIDA DE MALKIEL, Maria Rosa, La idea de la Fama en la Edad Media Castellana, Madrid, 1983, p. 252. 12   BERMEJO CABRERO, José Luis, «Ideales políticos de Juan de Mena», Revista de Estudios Políticos, 188, Madrid, 1973, pp. 153-157. 13   MARAVALL, José Antonio, Estado Moderno y mentalidad social, Madrid, 1972, tomo I, pp. 273-274. 14   BERMEJO CABRERO, ob. cit., pp. 167-168. Por su parte, el Cancionero de Baena revela una concepción mesiánica de la realidad política que tendrá un gran desarrollo en la época de Enrique IV y los Reyes Católicos. Ver BOASE, Roger, El resurgimiento de los trovadores. Un estudio del cambio social y el tradicionalismo en el final de la Edad Media en España, Madrid, 1981, p. 153.

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patria15, sentimientos que se pueden vincular un cierto sentimiento nacionalista del valido. En relación con este primitivo patriotismo, por otra parte un tanto común en la época, hay que señalar el discurso pronunciado por Alonso de Cartagena en el Concilio de Basilea en 1434, con ocasión del litigio de precedencia que enfrentaba a Castilla e Inglaterra. En su alocución, el obispo de Burgos llevó a cabo una apasionada exposición de las cualidades e importancia del reino castellano, al que consideraba representante de toda España y heredero de la monarquía visigoda16. Juan de Mena pudo ejercer su imperio intelectual sobre el círculo del Condestable al que se refiere Lida de Malkiel17 gracias a la gran consideración de que gozaba debido a su erudición y a su carácter de defensor de la autoridad del monarca. Un ejemplo del prestigio del que disfrutaba Mena en la Corte de Juan II es el hecho de prologar el Libro de las claras e virtuosas mujeres, la principal de las obras escritas por don Álvaro, lo que demuestra también la cercanía que tenía el poeta cordobés al privado. Por su parte, Alonso de Cartagena, en lo que a su concepción política se refiere, era un firme defensor de las aspiraciones autoritarias del poder real, finalidad a la que responde en parte su interés por Séneca18 preconizando la restitutio de la monarquía visigoda. En lo que se refiere a Alonso de Palencia, éste defendía la distinción entre ética y política, que recuerda a la separación que hace Ockam entre razón y fe, poniendo aquella al servicio de ésta y limitándola al ámbito privado y al mundo religioso y moral19. Todo ello permite aventurar que, en ciertos momentos, la práctica política de Álvaro de Luna se encontraba con un incipiente entorno teórico favorable para responder a lo que en el siglo xvi se denominó razón de Estado, un término acuñado por Guicciardini y desarrollado por Maquiavelo llamado a tener gran fortuna. En la Edad Media hubo reyes enérgicos que practicaron la violencia política como medio para conseguir fines, pero en Castilla sólo un monarca, Pedro I, persiguió con la practica de una política de repre  BERMEJO CABRERO, ob. cit., pp. 169-170.   SERRANO, ob. cit., pp. 140 y ss. 17   LIDA DE MALKIEL, ob. cit., p. 251. 18   FERNÁNDEZ GALLARDO, ob. cit., pp. 128 y ss. 19   ABELLAN, José Luis, Historia crítica del pensamiento español, Madrid, 1988, volumen 1º, pp. 341 y 350. 15 16

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sión, que a pesar de las crónicas dista de ser sistemática como las efectuadas en épocas modernas, el fortalecimiento a ultranza del poder real y, por lo tanto, de su poder personal. El hijo de Alfonso XI no escatimó los métodos ni el concurso de cualquier individuo útil, independientemente de su origen o religión, para conseguir el objetivo de robustecer la autoridad regia e imponerse a los poderes rivales en el interior del reino. En este caso las tradicionales limitaciones que se supone tiene el ejercicio del poder real y que responden fundamentalmente a razones religiosas, jurídicas y políticas20, no tuvieron apenas efectos en la conducta del monarca. Por su parte, Álvaro de Luna, quien obviamente carecía del carácter sagrado que tenía la figura regía, la cual permitía al rey sortear con mayor o menor dificultad las exigencias de la moral o la religión y justificar cualquier trasgresión en el ejercicio del gobierno, no practicó la crueldad y la represión por sistema, aunque no fuese ajeno a ella, pero si antepuso a cualquier consideración moral las necesidades de gobierno y los intereses de la monarquía. Estos criterios envolvían una intensa ambición personal21, tanto en lo político como en lo económico y social, lo que ocasionó la rotunda acusación de tirano, especialmente desde 1441. Sin duda, su posición y origen —no era ni de sangre real ni pertenecía a uno de los grandes linajes— le obligaban cada vez a más a practicar una constante huida hacia adelante si quería mantenerse en el alto puesto que había alcanzado, pues era consciente, como el shakesperiano Ricardo III, de que aquel que se encuentra en la cima está sometido a todos los vientos. Sin embargo, es precisamente de esta situación de donde deriva en parte su modernidad, de esa coincidencia entre intereses privados y voluntad política que impulsa su actividad publica. Su ambición y sus características personales, el recurso a cualquier método para conseguir los objetivos de su política, entre los que tiene un lugar especial el robustecimiento del poder regio, así como el carácter de su figura —un ministro, un valido con características escasamente medievales por los medios usados y los fines perseguidos— le hacían necesariamente moderno en el siglo xv, un momento en que ya se habían anunciado muchos de los rasgos de una nueva época, convirtiendo al reinado de Juan II en un anticipado ensayo de vida moderna y en una suerte de pórtico de nuestro Renacimiento22.   PASTOR BODMER, ob. cit., p. 61.   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis, Nobleza y Monarquía, p. 144. 22   MENÉNDEZ PELAYO, ob. cit., p. 11. 20 21

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Al valido de Juan II sin duda no le encorsetaron la moral y la ética cristiana ni en su vida pública ni intelectual, por lo que pudo prescindir de estos principios cuando lo consideró oportuno, como por otra parte hicieron tantos gobernantes, pero lo más destacable es que estas normas no inspiraron su política de forma determinante. Si la modernidad supone entre otras cosas ejercer la crítica de la doctrina y de los usos tradicionales, los fines perseguidos por Álvaro de Luna y los medios empleados para alcanzarlos pueden considerarse insertos en la misma al distanciarse de la tradición medieval y alumbrar una serie de elementos de carácter laico, propios del Renacimiento. Una muestra de las escasas limitaciones efectivas que ejercía la religión sobre el valido son las figuras literarias que se permite al llevar a sus máximos extremos el amor cortés, en especial en aquellas rimas que a José Amador de los Ríos, Pedro Salinas y Menéndez Pelayo les resultaron más que irreverentes, sacrílegas, al decir que «si Dios, nuestro Salvador, / ovier de tomar amiga, / fuese mi competidor», culpándole de su pasión y afirmando que si el Creador viniese al mundo justaría y quebraría varas con el por su dama23. Un último ejemplo de las preferencias seculares del Condestable y de la progresiva marginación de los elementos religiosos en su pensamiento, lo pone de manifiesto Lida de Malkiel al señalar la decidida predilección que muestra por la fama en la tierra frente a la gloria de la otra vida. Esta última, aludida pocas veces por don Álvaro, aparece, a juicio de la citada autora, completando más que superando la fama terrenal, la cual está elevada a la categoría más absoluta pues está convertida en el móvil de toda acción noble24. En general, casi todos los autores, contemporáneos o no, aluden a la habilidad y conocimientos del Condestable como una de sus virtudes principales en la práctica política. El autor de la Crónica de don Álvaro de Luna afirma que el privado tenía todo lo necesario para estar cerca de los reyes: «sabiduría para aconsejarles bien y corazón para no dejar de hacer por temor aquello que se entendía más cumple al servicio de ellos». Continúa el autor de la Crónica, resaltando como se aúnan en el valido la decisión y reflexión, que con ocasión del enfrentamiento que se avecinaba con la nobleza, se lanzaba a él con «ánimo, corazón y 23   SALINAS, Pedro, Jorge Manrique o tradición y originalidad, Barcelona, 1974, p. 37. AMADOR DE LOS RÍOS, ob. cit., p. 475, nota 3. 24   LIDA DE MALKIEL, ob. cit., p. 253.

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mucho seso y en las cosas que hizo no mostró menos corazón que sabiduría» 25. Por último, es Suárez Fernández quien afirma que en la labor llevada a cabo por el de Luna para establecer la autoridad del monarca en el reino, que a su vez confundía con un dominio personal sobre el mismo, la habilidad fue más importante que la energía26. Esta capacidad de maniobra, una característica considerada muy renacentista, se une a la astucia y la aptitud para el disimulo del Condestable. Se trata de unas cualidades empleadas con brillantez en varias ocasiones como demuestra su habilidad y el despliegue de una actitud conciliatoria en 1420 ante el Infante don Enrique27 y en el intento por eliminar en 1437 a la oposición nobiliaria y encarcelar al almirante don Fadrique, Pedro Manrique y a Pedro de Stuñiga. También es una buena muestra de esta destreza política y del gusto por la maniobra la llamada efectuada por don Álvaro en 1439 a los Infantes de Aragón, sus tradicionales enemigos, para que le apoyaran frente a la rebelión de un sector nobiliario, en un signo de debilidad y desesperación personal pero también en una demostración de volubilidad política cuyo objetivo era afirmar su posición en momentos muy críticos, sin tener en cuenta otras considera­ ciones. En algunas iniciativas adoptadas durante la vida pública de don Álvaro —que distan de ser originales y que responden a las exigencias atemporales de la lucha política— podemos intuir una vocación práctica que supedita a un fin determinado cualquier consideración moral, lo que permite adivinar cierto maquiavelismo incipiente y modernidad, si se nos permite la audacia en el uso de los términos28. La eficacia como objetivo supremo y el personalismo como procedimiento fueron elementos básicos en la actividad del privado a los que se supeditaban formas tradicionales de gobierno29. En 1421, en un capítulo del enfrentamiento entre nobleza y monarquía, encarceló al Infante don Enrique utilizando como pruebas unas cartas en las que le implicaban en oscuras negociaciones con el rey de Granada. Dadas las características de   Crónica de don Álvaro de Luna, Madrid, 1940, p. 34.   Nobleza y..., p. 148. 27   SUÁREZ FERNÁNDEZ. Los Trastamara de Castilla..., p. 79. 28   «Prototipo temprano de gobernante maquiavélico» lo llama Ottavio Di CAMILLO, ob. cit., p. 179. 29   ROUND, ob. cit., p. 13. 25 26

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los argumentos inculpatorios, no ha faltado quien ha sugerido que estas misivas fueron convenientemente falsificadas por don Álvaro para desprestigiar al Infante. Aunque este tipo de procedimientos no fuese un hecho desconocido, no deja de ser digno de tener en cuenta que en 1443 emplease los cien mil florines concedidos por el Papa Eugenio IV para la cruzada contra el Reino de Granada en la lucha que sostenía con la nobleza desde 1437, en un claro ejemplo de supeditación de razones religiosas a fines políticos30. Por último, en 1452, el Condestable ordenó asesinar en Burgos a un antiguo colaborador, el Contador Mayor Alonso Pérez de Vivero, una decisión que demostró el escaso sometimiento de las decisiones políticas del valido a otras razones que no fuera su conveniencia y que, a la postre, sería el detonante de su caída. Estos hechos, observados de manera aislada, pueden no ser originales ya que la arbitrariedad y la crueldad han sido prácticas habituales de los poderes carentes de control institucional y jurídico, pero si se ponen en relación con la política global del valido y con el carácter de la época, pueden adquirir el significado aludido. Sin embargo, que nadie piense en un amoral, en un espíritu voluntariamente situado al margen de la ética cristiana. Nada más lejos. Don Álvaro nada sabía de las contradicciones renacentistas entre espíritu laico y religioso que experimentaban tanto la época como el mismo, y que se reflejaban en la aparición de una moral distinta de la imperante en siglos anteriores y que ahora, entre otras cosas, apenas distinguía entre hijos bastardos y legítimos, como demostró Enrique II, fines políticos y evangélicos o entre paganismo y cristianismo, como le sucedían a los hombres del siglo xv. Eran los momentos en que triunfaba lo que Werner Sombart denominó el principio de ilegitimidad31. Las contradicciones de don Álvaro, que en parte son expresión de las propias de la época32, se ponen de manifiesto en varias ocasiones, en especial al contemplar la coexistencia de su vocación de paladín de la monarquía y la autoridad regia con el fervoroso y activo culto que   MACKAY, Angus, La España de la Edad Media, Madrid, 1980, p. 161.   SOMBART, Werner, Lujo y capitalismo, Madrid, 1965, pp. 62 y ss. 32   Ver: BENITO RUANO, Eloy, Los Infantes de Aragón, Pamplona, 1952, pp. 31 y 32. MENÉNDEZ PELAYO, ob. cit., cap. I. FERNÁNDEZ GALLARDO, ob. cit., p. 124. 30 31

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muestra hacia el mundo de la Caballería, lo que representa una combinación de tradición medieval y postulados políticos modernos, característica del siglo xv33. Álvaro de Luna —quien se enfrentó a la nobleza y a su papel de elemento determinante en la política del reino, mostrándose feroz crítico del linaje heredado frente al adquirido por méritos propios34—, participaba plenamente de aquellos valores que definían el tono de vida y la concepción del mundo de los grandes. No obstante, si relacionamos esta inclinación hacia el mundo de la Caballería del Condestable con la vocación literaria demostrada tanto con su obra como con la consideración que le merecía todo lo relacionado con la cultura, podemos contemplar esta vinculación como la expresión de una síntesis de las armas y las letras, que es un reflejo del cambio cultural que se estaba produciendo y que afecta a diferentes personalidades de la nobleza35. Se puede aventurar que en don Álvaro la hostilidad existente entre valores caballerescos y las nuevas formas culturales surgidas, ajenas a este mundo36, está aparentemente amortiguada ya que, de acuerdo con lo expuesto por Fernández Gallardo para el siglo xv, se da en él una confluencia entre actividad pública y labor intelectual, todo en estrecho contacto con una ambición personal que resulta, a fuer de emprendedora, propia de la modernidad. En lo referido a la creciente importancia del dinero y de las actividades económicas en un mundo definido cada vez más claramente por la economía monetaria, en el que las iniciativas comerciales eran muchas veces una cuestión de estado recubierta bajo la clámide de empresas 33   LIDA DE MALKIEL, ob. cit., p. 251. Ver también AMADOR DE LOS RÍOS, ob. cit., I, p. 256 y el Libro de las claras..., p. 9. 34   Crónica de don Álvaro..., pp. 8 y 19. 35   FERNÁNDEZ GALLARDO, ob. cit., p. 125. Por su parte, Alonso de Cartagena insiste en su obra Doctrinal de Caballeros en suprimir la generalizada creencia de que armas y letras son incompatibles (CAMILLO, ob. cit., p. 142). GÓMEZ MORENO, ob. cit., p. 239 sobre el mecenazgo nobiliario y eclesiástico. 36   Ibidem. Ver también ROUND, Nicholas, «Renaissanse culture and its opponents in Fifteenth-Century Castile», en Modern Language Review, LVII, 1962, pp. 208-215 y RUSSELL, Peter, E., «Las armas contra las letras: para una definición del humanismo español del siglo xv», en Temas de la Celestina y otros estudios, Barcelona, 1978, ambos citados por Fernández Gallardo (nota 28, ob. cit.). CAMILLO alude a la oposición a los clásico y a los estudios entre la nobleza castellana (ob. cit., p. 114 y 137).

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caballerescas, como ocurría en Portugal, el de Luna se mostraba en sus juicios plenamente medieval, de acuerdo con una tradicional retórica estoica y cristiana. Para él, la riqueza no suponía virtud, al contrario de lo que sucedía con la pobreza, a la que consideraba un estado pleno de valores37. Sin embargo, este postulado resultaba especialmente sorprendente en alguien que, independientemente de los fines perseguidos, consiguió amasar una enorme fortuna y un inmenso patrimonio, en muchos casos respondiendo a modernos criterios económicos, como revela la cantidad y calidad de las monedas atesoradas en Escalona38, mas que un tesoro, un fondo financiero idóneo para respaldar los gastos inmediatos de sus empresas políticas y militares, como el pago de mesnadas. La idea que poseía el privado de la fama también ofrece ciertas contradicciones. Don Álvaro no solo tiene en mayor consideración la fama terrenal, inmediata y tangible, que la gloria eterna, sino que, al contrario de lo que se le supone a un hombre de acción, la concibe desde la perspectiva de un hombre de letras, no desde la óptica de un estadista39. Vemos como Álvaro de Luna, dedicado durante toda su vida en cuerpo y alma a la actividad política, al «regimiento de la cosa pública», prefiere la gloria literaria y la fama que puede proporcionar la creación artística antes que la resultante de los logros públicos. Todos estos elementos contribuyen a definir algunos aspectos equívocos y diversos de la personalidad del Condestable. El Condestable y la cultura Don Álvaro de Luna, junto a los elementos definitorios de su ideal y comportamiento político, tiene un primordial y esencial as  AMADOR DE LOS RÍOS, ob. cit., II, p. 477.   Las reservas monetarias acumuladas por Álvaro de Luna expresan tanto la importancia del dinero en la vida política y económica de Castilla en el s. xv como la de las principales divisas que circulaban por el reino. Florines de Aragón y Florencia, ducados genoveses, diferentes tipos de doblas castellanas, nobles, etc., eran las principales monedas guardadas por el Condestable, mostrando sus preferencias. 39   LIDA DE MALKIEL, ob. cit., p. 251. En el mismo sentido se manifiesta Alonso de Cartagena, según Ottavio di Camillo, al preferir la fama adquirida por medio de la actividad intelectual, que únicamente descansa en la excelencia de los escritos que uno deja tras de sí (CAMILLO, ob. cit., p. 184). 37 38

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pecto moderno en el que hay que reparar: es el primer valido de la historia de España, el primer favorito cuya actividad de gobierno se lleva a cabo desde una posición de autoridad y poder reconocida en el esquema institucional del reino. En relación con su acceso a las responsabilidades publicas, hay que tener presente la particularidad de su origen social ya que el Condestable no procedía de las primeras casas de la nobleza, sino que era un bastardo que, gracias a su entrada como paje del rey, había logrado escalar hasta el más alto puesto social y político del reino por debajo del monarca y convertirse en la cabeza de la oligarquía40. Esta procedencia, que le distanciaba de los grandes, debió influir en su persona, en su programa y en muchos actos de su gobierno. No obstante, no hay que olvidar que la decisión de apoyar a la monarquía era una opción política que favorecía también su notable ambición personal. Esta apetencia generalizada tanto de poder y riqueza como de honra y honores, común a tantos favoritos, no equipara en absoluto a don Álvaro con su sucesor en el puesto, Juan Pacheco, Marqués de Villena. Este, más que el valido de Enrique IV, fue un miembro de la oligarquía nobiliaria que se impuso al monarca y a una facción de los grandes sin otro programa ni objetivo de gobierno que el de su propio lucro y encumbramiento, sin apenas preocupación de Estado alguna fuera de un difuso pactismo. Por el contrario, don Álvaro, junto a su rasgo esencial de defensor del poder del monarca y de la Corona, que no se puede identificar con una actitud antinobiliaria esencial, desarrolló otros aspectos de carácter moderno como el recurso a la propaganda, el empleo de técnicos, de letrados, en el gobierno atendiendo básicamente a la capacidad, y al uso de cualquier medio a su alcance para alcanzar sus objetivos. Su propia actitud personal en los asuntos públicos, su autoritarismo, su marcada inclinación al lujo y su política de prestigio, creemos que no se deben ver exclusivamente desde la óptica de la ambición. Estaba también el intento de prestigiar el reino, el poder del monarca que el encarnaba y defendía, y a su propia persona. En cierto sentido, era una aplica40   La Crónica de don Álvaro de Luna alude continuamente en términos laudatorios a la nobleza adquirida, en contraposición con la heredada, resaltando la grandeza del valido que ha sido capaz gracias a sus éxitos y a la fortuna acrecentar el linaje recibido. (Ob. cit., pp. 8, 19, 33 y 34.)

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ción a la monarquía de los criterios de actuación políticos y sociales de los grandes linajes. Esta imagen se correspondía con el ambiente cortesano de la Corte de Juan II y, en general, de toda la Península en el siglo xv, donde imperaba entre la nobleza la ostentación y el lujo, al tiempo que un renovado interés hacia la cultura reflejado en el mecenazgo y en el incipiente coleccionismo, todo bajo el denominador común de continuas luchas políticas por controlar el poder e imponer un sistema de gobierno que orientase la monarquía hacia la nobleza o hacia poder real. En los distintos reinos peninsulares, las letras y las artes eran cultivadas por los reyes y los grandes, mientras que las cortes reales y nobiliarias en muchos casos eran un centro de mecenazgo y producción artística y literaria. El humanismo, el Renacimiento, se abría paso tímidamente gracias a la favorable acogida que tenían las ideas procedentes de Italia. Don Álvaro, como el propio Juan II o el Infante don Juan, también hizo sus incursiones literarias ya que en 1446, en pleno asedio de Atienza, escribió el Libro de las claras e virtuosas mujeres, que pone de manifiesto la activa participación del Condestable en las justas poéticas y literarias que tenían lugar en la Corte. Era una muestra de la progresiva y fecunda síntesis entre las armas y las letras que se estaba produciendo en algunos representantes de la nobleza castellana cuyo representante más acabado, el Marqués de Santillana, era uno de los principales modelos de humanistas41. Esta obra del Condestable42 pertenece a la moda de los numerosos libros compuestos en alabanza y vituperio del sexo femenino inspirados por dos obras de Bocaccio, El Corbaccio y el tratado De claris mulieribus, que tuvieron numerosos imitadores en Castilla entre los que destacan el Arcipreste de Talavera y Juan Rodríguez del Padrón. El libro del de Luna, bien escrito y con un lenguaje menos recargado y latinizado que otros autores de la época, no es una mera traducción de la obra de Bocaccio, sino el fruto de otras lecturas que, como señala Menéndez Pelayo, demuestran la cultura del autor, muy preocupado siem  CAMILLO afirma que Iñigo López de Mendoza y Alonso de Cartagena fueron los únicos y verdaderos humanistas castellanos, especialmente por su consideración de los clásicos (ob. cit., pp. 121 y ss.). 42   MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino, «Advertencia preliminar» al Libro de las claras e virtuosas mujeres, Madrid, 1891, pp. V-XII. 41

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pre por dejar clara su erudición. Continuamente alude el polígrafo santanderino al hecho de que don Álvaro no cediera a la tentación de latinizar e hinchar su estilo literario, buscando por el contrario decires familiares y procurando cierta soltura, aunque no pudiera prescindir de la retórica al uso. Todo ello demuestra su personalidad literaria al alejarle, al menos en esto, un tanto de Juan de Mena, modelo de escritor en Castilla en la época en que el Condestable redactó el Libro de las claras e virtuosas..., y acercarle al grupo de humanistas encabezado por Alonso de Cartagena, quien también escribió un tratado en favor del sexo femenino hoy día perdido, caracterizados según Marichal por una voluntad de divulgación y llaneza literaria43. La obra de don Álvaro combinaba diversión con filosofía así como galantería y caballerosidad con moral y, aunque plena de contenido erudito, no llega al recargamiento de las obras de los escritores que podemos considerar profesionales. De su aprecio en la época nos da una idea el hecho de que Isabel la Católica tuviera un ejemplar en su biblioteca junto a otras obras del mismo género44. El privado, por lo tanto, brillaba con luz propia en el mundo literario que exaltaba el amor cortés y a la mujer en el ambiente cercano a Juan II. El Condestable también fue autor de unas coplas galantes que, como hemos visto, poseían un tono irreverente fruto del entusiasmo literario del poeta por su dama y del ambiente de progresiva secularización que tenía la época, así como de una obra titulada 43   MARICHAL, Juan, La voluntad de estilo. Teoría e historia del ensayismo hispánico, Madrid, 1971, p. 37.CAMILLO, ob. cit., p. 219, afirma que Cartagena escribió con el objeto de poder ser leído por el mayor número posible. 44   SÁNCHEZ CANTON, Francisco Javier, Libros, tapices y cuadros que coleccionó Isabel la Católica, Madrid, 1950, pp. 30, 50 y 51. El ejemplar del libro que se encuentra en la biblioteca de la reina Isabel era, según señala José FERRANDIS en Datos documentales para la historia del Arte Español. Inventarios Reales (Juan II a Juana la Loca), Madrid, 1943, p. XXVII, uno de los pocos que contaba con una encuadernación lujosa, lo que llevó a Sánchez Cantón a afirmar que debió ser el volumen perteneciente a Juan II, regalo del propio Condestable. Este autor coincide con Menéndez Pelayo (Advertencia preliminar..., p. XI) en señalar que el libro de la Reina Católica ricamente encuadernado portando las armas de la Casa de Luna procedía de la Universidad de Salamanca, aunque ninguno maneja la posibilidad de que perteneciera al privado, pasando a la biblioteca del rey tras la confiscación de sus bienes. Este podía ser el origen del otro ejemplar existente en la Biblioteca del Palacio Real.

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Corona Dominarum, hoy día perdida, de la que sólo se sabe que perteneció a la biblioteca de la Reina Isabel45. Era un manuscrito latino, recogido en el inventario efectuado en 1591 por orden de Felipe II con ocasión del traslado de los volúmenes existentes en la Capilla Real de Granada al Monasterio de El Escorial, que no mencionan ni Menéndez Pelayo ni el P. Guillermo Antolinez, quien en su relación lo da por perdido46. Todas estas actividades representan la paulatina afirmación del modelo renacentista de cortesano que definió Baltasar de Castiglione, en el que debían confluir una pluralidad de virtudes y habilidades procedentes del mundo de la Caballería y del saber. A fines de la Edad Media, junto a las capacidades señoriales relacionadas con la guerra y la caza que se expresaban por medio de justas y torneos, adecuándose a unas ceremonias que ritualizaban la actividad pública, cada vez se apreciaban más las letras y los conocimientos culturales de todo tipo. La poesía era una actividad que disfrutaba de una consideración especial, pero también la filosofía, la música47, estrechamente vinculada a la danza, muy estimada en una sociedad   Ibidem, p. 51. Libro nº 87-D.   ANTOLINEZ, Guillermo, Catálogo de los códices latinos de la Biblioteca de El Escorial, Madrid, 1910-23, p. 386. Citado por SÁNCHEZ CANTON, ob. cit., p. 51. 47   Sobre la música y la danza en Castilla durante el reinado de Juan II se pueden consultar de Ramón MENÉNDEZ PIDAL, Poesía juglaresca y juglares, Madrid, 1969, pp. 154-161, y el trabajo de Higinio ANGLES «La música en la Corte de Alfonso el Magnánimo», Cuadernos de trabajos de la Escuela Española de Historia y Arqueología en Roma. Historia Medieval y Moderna, Roma, 1961, XI, pp. 83 a 141, y en especial las pp. 106 y ss., que, a pesar de centrarse en Alfonso V de Aragón, sus datos son útiles con referencias a Castilla. Por último, resulta imprescindible la consulta de las Crónicas del período, llenas de información sobre estas cuestiones. Los músicos estuvieron presentes de forma continua desde el comienzo del reinado de Juan II en toda actividad cortesana de los reinos peninsulares. El interés del rey por la música, que se revela desde el momento de su coronación donde tocaron muchos ministriles, fue grande como lo demuestra entre otras cosas la protección que dispensaba a sus intérpretes, todo lo cual permitió un primer florecimiento de la guitarra castellana, muy apreciada en Aragón. Precisamente, los contactos con la Corte de Alfonso V, también muy inclinado a la música, fueron muy estrechos, tanto que los músicos iban de uno a otro centro recomendados por los monarcas. Ese fue el caso de dos ministriles, Juan de Sevilla y Juan de Escobar, quienes fueron recomendados por el rey aragonés a Juan II y a don Álvaro de Luna (PIDAL, p. 158). Esta circunstancia nos permite suponer que el valido no solo tenía 45 46

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donde lo teatral y lo lúdico eran elementos omnipresentes, o el arte, en especial la pintura y la arquitectura, eran algunos de los saberes que debían adornar a quien quisiera brillar en la Corte. En este contexto, en el que el aprecio de las cuestiones relacionadas con las letras reciben una valoración creciente, no es extraño que fuera Álvaro de Luna quien introdujera la moda de los vestidos negros en Castilla, que tan habituales iban a ser en la Corte de los Austrias y en toda la península en los siglos xvi y xvii, cuando el concepto de melancolía sufrió un cambio de significado pasando de reflejar tristeza a simbolizar introspección y profundidad de pensamiento48. La inclinación por el color negro supone reclamar públicamente para sí unos valores que, a pesar de no ser propios del mundo de la Caballería, eran necesarios para aquel que desarrollaba su actividad en un medio áulico ya que en este entorno eran cada vez más apreciadas todas las expresiones y cualidades propias del mundo de las letras y del saber, especialmente por el propio Juan II, quien parece que poseía una intensa vocación intelectual. El senequismo que emana de las numerosas sentencias que posee el Libro de las claras e virtuosas...49, puesto de relieve por Amador de los Ríos50 y Menéndez Pelayo51, que tan en boga estaba en el siglo xv, hay que relacionarlo con Alonso de Cartagena, quien consideraba al filósofo estoico un autor idóneo para formar y entretener a un mismo tiempo52, una finalidad presente en la obra del Condestable, debido músicos a su servicio, sino también nos da idea de su importancia en el ambiente cortesano del Castillo de Escalona. 48   BOASE, ob. cit., p. 43. 49   En varias ocasiones Álvaro de Luna hace una alabanza expresa de la filosofía estoica en el Libro de las claras..., (pp. 15 y 40) 50   AMADOR DE LOS RÍOS, ob. cit., II, p. 481. 51   MENÉNDEZ PELAYO, «Advertencia preliminar...», ob. cit., p. IX. 52   MARICHAL, ob. cit., p. 35. J. N. HILLGART llega a afirmar que Séneca se convirtió en el clásico favorito de Castilla gracias a Alonso de Cartagena (La hegemonía castellana. 1410-1474, Barcelona, 1983, p. 197). Marcel BATAILLON (Erasmo y España, México, 1966, p. 50) afirma que Séneca era muy leído en España durante el siglo xv a causa de la ingeniosa concisión de sus sentencias y de una doctrina que educa al individuo, subordinándolo a la Providencia. A su conocimiento colaboraron las traducciones tanto del Obispo de Burgos como Pedro Díaz de Toledo, traductor del reinado de Juan II.

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al carácter cuasi cristiano que tenía Séneca. Al interés existente en Castilla por el filósofo romano colaboraron muy activamente tanto el citado obispo de Burgos como el propio Juan II. Este monarca, que había recibido una escogida educación de su preceptor Pablo de Santa María, poseía una formación cultural que le permitía el acceso a ámbitos poco habituales entre los laicos y que contribuyó a que encargara a Alonso de Cartagena la traducción y preparación de la obra de Séneca De Providentia, en fechas tan tempranas como son los años 1430 a 1434. En el prólogo y en las glosas al texto clásico se revela un esfuerzo por parte de Cartagena por racionalizar las nuevas realidades surgidas en el ejercicio del poder y expresar claramente la desvinculación del poder real de las leyes preexistentes gracias al «soberano poderío», todo bajo un planteamiento moral53. Esta circunstancia así como el encargo de la traducción de la obra del filósofo romano, revela la posible voluntad de Juan II de encontrar referentes doctrinales en donde apoyar las pretensiones autoritarias de la monarquía. Esto explicaría que las glosas redactadas por Alonso de Cartagena orienten el texto senequiano en una dirección política de rotundo carácter monárquico54. Es difícil que de haber existido esta intención por parte del rey, Álvaro de Luna permaneciese al margen de la iniciativa ya que no desaprovechaba ninguna oportunidad de justificar y de incrementar la autoridad real. De todas formas parece evidente que el Condestable se encontraba, participando de todas las corrientes culturales y de pensamiento, en el centro de este ambiente prerrenacentista que se acercaba a la Antigüedad con la intención, entre otros fines, de recuperar opiniones incontestables que permitieran respaldar las pretensiones autoritarias del rey y de su entorno político. En relación con esta inclinación hacia el estoicismo en la Corte castellana, hay que recordar la enorme valoración de Sócrates y el intenso proceso de cristianización a que fue sometida su vida y obra. La fama de los filósofos griegos y romanos inspiró a un escritor italiano, Giannozzo Manetti, la realización de una obra que narraba, siguiendo el esquema de Plutarco, las vidas paralelas de Séneca y Sócrates. Esta obra fue traducida al castellano y, como muestra de su 53 54

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  FERNÁNDEZ GALLARDO, ob. cit., pp. 128 a 134.   Ibidem, p. 134.

aprecio, se puede señalar que el Marqués de Santillana poseía un ejemplar de la misma, lo que contribuye a explicar que en su círculo cortesano se considerase a Sócrates el creador de la filosofía55. Por su parte, el interés del Condestable por Séneca y el filósofo griego se manifiesta en repetidas ocasiones en el Libro de las claras..., ya que se refiere en sus páginas a Sócrates en términos elogiosos, llegando a afirmar que era «vaso de la sabiduría de los hombres», al tiempo que hacía pública alabanza de la filosofía estoica56. Las referencia a los autores de la Antigüedad combinadas con las alusiones dedicadas a escritores cristianos, constituyen un corpus de autoridades presentado como tal por el privado para respaldar las opiniones expresadas, aunando erudición y religiosidad, a los que hay que añadir algún autor contemporáneo como Dante o Petrarca, que revela el peso moral y la consideración que tenían algunas figuras de la época57. Así, la recuperación de la Antigüedad grecorromana, una manifestación propia del humanismo, junto a la consideración de autores coetáneos como autoridades, son expresión del carácter moderno del privado, de su conexión con las corrientes culturales de la época y de los condicionamientos de orden político. Conviene recordar que en el siglo xv el acceso al saber de la Antigüedad obedece, de acuerdo con Fernández Gallardo, en cierta medida a necesidades de orden práctico como podía ser la justificación de las aspiraciones autoritarias del poder real, aunque no deja de ser digno de resaltar el que un noble como el Condestable recurriese con tanta asiduidad a los ejemplos grecolatinos58. En lo que se refiere a don Álvaro, su cercanía a los autores clásicos se completa con su admiración por Virgilio, un autor   MARAVALL, «La estimación de Sócrates...», ob. cit., pp. 315 y ss.   Libro de las claras..., pp. 36 y 40. 57   Ibidem, p. 24. 58   FERNÁNDEZ GALLARDO, ob. cit., pp. 128 y 133. De lo extendidas que estaban las cuestiones y asuntos de la Antigüedad da idea la intervención en las fiestas organizadas por el Condestable en 1434 en Valladolid, de unos personajes que representaban al Dios Amor, a Vulcano y a Júpiter, en los que no se puede evitar ver una inspiración mitológica y una inclinación hacia los elementos paganos de la Antigüedad. Este último carácter se pone de manifiesto en las fiestas celebradas en 1428, también en Valladolid, donde Juan II apareció representado como Dios Padre, acompañado de un cortejo de diosecillos que, a modo de ninfas, estaba integrado por damas de la Corte (Halconero, pp. 20 y ss., 154, 155 y 160). 55 56

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que nunca fue olvidado en la Edad Media y cuya obra fue de las primeras en estar sometida a la interpretación alegórica y cristianizadora, lo que confirma tanto su vocación humanista como las selectas influencias a las que estuvo gustosamente expuesto, demostrando participar plenamente de las corrientes culturales de su tiempo. En relación con los rasgos modernos que caracterizan a don Álvaro, conviene señalar la existencia en el castillo de Escalona de una incipiente Wunderkammer, de una cámara de maravillas compuesta por diversos objetos, naturales y artificiales, de carácter raro o curioso, que había reunido el privado59. Esta colección, a pesar de los elementos medievales que la caracterizan e inspiran y de no tener pretensiones expositivas, supera en parte el concepto de tesoro, lo que convierte a don Álvaro en un discreto precursor en el ámbito castellano del coleccionismo renacentista, al tiempo que demuestra su interés por una serie de piezas que son apreciadas por cuestiones ajenas al valor material y por el prestigio que otorgaba su posesión. En los criterios del valido a la hora de reunir estos objetos se revelaba la creciente importancia que tenía lo maravilloso, curioso y extraordinario, unas características cada vez más apreciadas que se unen al gusto por los naturalia, los objetos singulares de la naturaleza, y por los animales extraños. El aprecio de las obras de arte por sus contenidos de exotismo, rareza y preciosidad aparecen en Castilla en el entorno regio en fechas tan tempranas como 1428, cuando Juan II ordena confiscar unas copas que tienen las características propias de las cámaras de maravillas manieristas. En un documento de 1443 se encuentra claramente expresado el gusto por los objetos naturales60, del que no estaban ausentes los elementos mágicos tan habituales en la época61, y por los animales   MORAN, Miguel y CHECA, Fernando, El coleccionismo en España, Madrid, 1985, pp. 24 y 27. Alusiones a los tesoros de Álvaro de Luna se encuentran también en la Crónica de Álvaro de Luna, y en la obra del Marqués de SANTILLANA, Doctrinal de Privados. 60   MORAN y CHECA, p. 32. 61   La preocupación por la Fortuna junto a las prácticas de carácter mágico y contenido adivinatorio debieron ser habituales en el siglo xv. De la extensión de estas actividades dan fe tanto las medidas legales tomadas por Fernando de Antequera y Juan II condenando la magia, como los testimonios y la literatura del 59

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vivos, imprescindibles en los suntuosos palacios de una sociedad aristocrática en donde la espectacularidad y la estética se aplicaba a todos los aspectos de la vida62. El Condestable reunió cabezas de oso, jabalí y de otros animales salvajes; pieles de león, e incluso animales exóticos vivos que vagaban por las ricas estancias de su castillo-palacio como expresión del lujo más refinado y de curiosidad por la naturaleza, pero todo sin desdeñar los objetos de oro y plata y las monedas de diferentes reinos, que acumuló en grandes cantidades. De acuerdo con lo enumerado por José Ferrandis63, podemos distinguir claramente entre dos tesoros a la hora de contemplar los bienes que poseía Álvaro de Luna, los cuales pasaron en su mayor parte a manos de Juan II al ser confiscados tras la prisión del valido. En primer lugar, período. Alonso de Cartagena y el Arcipreste de Talavera aluden a lo extendidas que estaban las profecías, sueños y agüeros, al tiempo que se producía una verdadera eclosión de obras dedicadas a la Fortuna como las de Alfonso de la Torre, Fray Lope de Barrientos, encargado por Juan II de expurgar la biblioteca de Enrique de Villena, y Fray Martín de Córdoba, a los que habría que añadir la personalidad del citado Villena, quien junto a su actividad humanística mostraba una gran inclinación hacia las prácticas ocultistas. También hay que recordar a Juan de Mena y su Laberinto de Fortuna, concretamente el orden de Saturno y el episodio de la maga y el fraile. Aunque la descripción del acontecimiento procede de la Farsalia de Lucano, ya en el siglo xvi el Comendador Fernán Núñez y luego Menéndez Pelayo lo dan por cierto. Según el poeta cordobés, tanto los enemigos del Condestable como el propio don Álvaro consultaron a sendos personajes para conocer por medio de agüeros el futuro de los respectivos adversarios. Los Infantes y la nobleza acudieron a una hechicera de Valladolid mientras que Álvaro de Luna, más convencional, consulta a un fraile del Monasterio de la Mejorada cerca de Olmedo, y al propio Enrique de Villena. Por muy discutible que sea el episodio, da idea del clima existente en Castilla respecto de las prácticas mágicas en esta época. Ver: Felipe DIAZ JIMENO, Hado y Fortuna en la España del siglo xvi, Madrid, 1987, pp. 23 a 38. Marcelino MENÉNDEZ PELAYO, Historia de los heterodoxos españoles, Madrid, 1978, tomo I, Libro III, cap. 7, pp. 625 y 626. J. MENDOZA NEGRILLO, «Fortuna y Providencia en la literatura castellana del siglo xv», en Anejos del Boletín de la Real Academia Española, XXVII, Madrid, 1973. 62   MORAN y CHECA, p. 27. 63   FERRANDIS, ob. cit., pp. IX-XIII. Este autor, para lo referente a los tesoros regios en el reinado de Juan II, se basa en la «Continuación de la Crónica de España del Arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada, por el Obispo don Gonzalo de la Hinojosa». Colección de documentos inéditos para la Historia de España, tomo 106, pp. 136-141, que recoge oportunamente en las notas de las citadas páginas.

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se encuentra el legendario tesoro del castillo de Escalona, reunido en la residencia principal del de Luna. Estaba compuesto por ricas telas y paños, alfombras, vajillas de oro y plata, así como joyas de formas curiosas y complicadas y otras piezas preciosas como saleros y copas ricamente decoradas. A todo ello se añadirían una cierta cantidad, no excesiva, de monedas de oro de los cuños más apreciados en la época tal que florines aragoneses y florentinos, ducados genoveses y diferentes doblas castellanas y musulmanas, que cabe pensar constituían las reservas monetarias del favorito con las cuales podía afrontar sus gastos sociales y políticos mas inmediatos64. Este tesoro, a pesar de poseer evidentes reminiscencias medievales, no estaba determinado por las piedras preciosas y los objetos suntuarios65, como ocurría con tesoros medievales tal que el de Pedro I, definido esencialmente por las joyas y las gemas66, sino por el dinero. Esta característica convierte al conjunto en un fondo dotado de inmediata utilidad y de un enorme valor añadido que revela la monetarización que tenía la economía castellana y la combinación de rentabilidad, lujo, prestigio y riqueza que poseía el conjunto. El otro tesoro que estaba en poder del Condestable era el llamado Tesoro de los Reyes Viejos de Castilla, ocultado en el Alcázar de Madrid por don Álvaro y descubierto su paradero después de su muerte merced a la noticia que envía desde su exilio navarro Ferrand López de Salazar, un noble partidario del Condestable que quería reconciliarse con Juan II. Estaba formado por gran variedad de piezas, entre las que destacaba un conjunto que había pertenecido tradicionalmente al rey de Castilla. Entre otros objetos de diferente riqueza y significación, sobresalen las supuestas espadas del Cid, Tizona y Colada, la espada Guyosa, la corona del rey don Pedro, una cinta de oro y perlas que perteneció al Cid, una estatua del Apóstol Santiago de oro macizo y veinticuatro figuras de oro y plata representando a los doce apóstoles67. El Tesoro de los Reyes Viejos era en   Ibidem pp. 18-24.   SOMBART, Werner, El burgués, Madrid, 1972, p. 35, alude a la composición de los tesoros regios en la Edad Media a partir del reunido por Leovigildo. 66   GRASSOTTI, Hilda, «El tesoro de Pedro el Cruel», Archivo Español de Arte, 242, Madrid, 1988, pp. 144-152. 67   «Continuación de la Crónica de España...», citada por FERRANDIS, ob. cit., pp. 136-141. 64 65

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realidad el museo histórico de la monarquía, semejante al que luego crearían en Granada los Reyes Católicos, y que el Condestable tenía en tan alta estima que superaba el simple valor material de las piezas. El gran contenido simbólico y político de estos objetos, especialmente destacables en una época en que los elementos físicos representativos de la realeza tenían un valor que superaba el material, nos lleva a pensar que quizás fuera ocultado por don Álvaro por razones que procedían no solo de la codicia sino también de la política. No es inverosímil pensar que el tesoro fuera escondido para evitar que unas piezas representativas de la Corona cayeran en manos de la oposición nobiliaria, quedando privada la monarquía de unos símbolos que resumían su historia y expresaban parte de sus funciones y atributos. No podemos concluir este apartado sin detenernos en el aludido castillo de Escalona, residencia principal del Condestable desde que Juan II le cedió la villa, ya que fue aquí donde reunió sus colecciones y donde agasajaba a sus invitados, entre los que se contaba el propio rey, como ocurrió en la famosa fiesta celebrada en 1448 en honor de la nueva reina Isabel de Portugal, en la que todos los asistentes se asombraron de tanta magnificencia68. Álvaro de Luna transformó un abigarrado conjunto de edificios de carácter exclusivamente militar en un fastuoso palacio-fortaleza. En los años comprendidos entre 1435 y 1437 se llevaron a cabo importantes trabajos en el conjunto bajo la indudable inspiración del privado, en los que participaron maestros flamencos pertenecientes al taller existente en Toledo, reclamados por don Álvaro. Esta circunstancia, que significó la incorporación de elementos propios del estilo gótico flamígero a la arquitectura del castillo, muestra la inquietud artística del Condestable y su conocimiento de las corrientes culturales y artísticas en boga en la época. La presencia de estos artistas flamencos en las obras de Escalona hay que relacionarla con el paso de don Juan de Cerezuela, hermano uterino de Álvaro de Luna, como arzobispo de la diócesis de Sevilla a la de Toledo en 143469. Hay que tener en cuenta la importancia que tuvo la Catedral de Sevilla en la introducción y difusión de las formas flamencas por Castilla y, en especial, en la creación del   Crónica de don Álvaro de Luna, cap. LXXIV, pp. 216-222.   AZCÁRATE, José María, El arte gótico en España, Madrid, 1990, p. 115.

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taller toledano. A esta ciudad fueron llamados muchos arquitectos y maestros de Flandes y Alemania por el arzobispo Juan de Cerezuela, conocedor de sus trabajos tras su estancia hispalense, para colaborar en la construcción de la capilla bautismal de la Catedral de Toledo, una de las primeras obras de estilo flamígero en la ciudad castellana. Poco después, don Álvaro de Luna solicitaría la presencia de estos maestros flamencos para trabajar en las obras del Castillo de Escalona y en su capilla funeraria, en la propia catedral toledana70. En los trabajos llevados a cabo en Escalona, junto a estos artífices extranjeros representantes de las últimas tendencias del gótico, participaron maestros andaluces que aportaron los rasgos propios del estilo mudéjar característico del castillo. Esta conjunción de artistas dio como resultado una espectacular combinación de elementos góticos e islámicos, tanto en el exterior como en unas estancias de más que rica, copiosa decoración71. Su riqueza y fama llegó a ser tal que el edificio fue considerado «la mejor labrada e mejor casa que había en España»72. Probablemente, la principal consecuencia de los trabajos realizados en Escalona fue la aparición del palacio-fortaleza más importante de la Península y la primera edificación castellana que combinaba la residencia señorial con el carácter militar, reflejando la doble condición, propia de una época de intensas confluencias, de guerrera y cortesana que poseía la nobleza en el siglo xv. La vocación por el lujo, la exuberancia decorativa y la masiva inclusión de elementos arquitectónicos civiles, demuestran la inclinación cortesana del valido, quien se encontraba más cerca de la moderna aristocracia   Ibidem. Se pueden consultar otros trabajos del propio Azcarate para lo relativo al desarrollo del gótico flamígero en tierras toledanas como: «El maestro Hanequin de Bruselas», en Archivo Español de Arte, 173, 1948. Arquitectura gótica toledana del siglo xv, Madrid, 1958 y Castilla en el tránsito al Renacimiento, Madrid, 1968. 71   ESPINOSA DE LOS MONTEROS, J. y MARTÍN ARTAJO, L. (ed.), Corpus de Castillos medievales de Castilla, Bilbao, 1974, pp. 214-218. SÁINZ DE ROBLES, F. C., Castillos en España, Madrid, 1962, pp. 132 y 133. CERVINO, Mateo, «El Castillo de Escalona», en Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, Madrid, 1918. AZCÁRATE, José María, «Castillos toledanos del siglo xv», en Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, p. 242, 1948. COOPER, Edward, Castillos señoriales en la Corona de Castilla, Salamanca, 1991. 72   Refundición del Halconero, Madrid, 1946, p. 221. 70

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urbana y áulica que de la nobleza feudal y medieval. Tras las obras realizadas, el castillo de Escalona se convirtió en la primera de las residencias de don Álvaro, manteniendo su carácter militar y su función defensiva y estratégica, como demuestra el papel que desempeñó como cuartel general del Condestable en los días de la guerra civil de 1441 a 1445, semejante al jugado en 1429, antes de las reformas del edificio, con ocasión de la campaña de Extremadura emprendida contra el Infante don Enrique. No obstante, el castillo sirvió de adecuado marco para el desarrollo del lujo desplegado por el valido y su vocación estética, artística y literaria, así como centro de las colecciones de objetos y animales que había reunido73. Era, por tanto, el lugar donde se ejercía el mecenazgo por parte de don Álvaro y donde creó una Corte literaria y culta en la que participaban, de acuerdo con la moda del siglo, las principales figuras del entorno del Condestable. En el castillo-palacio se discutía de cuestiones relacionadas con la Caballería, el amor cortés o los clásicos de la Antigüedad, al tiempo que se leían las últimas poesías y composiciones literarias o se danzaba al son de las notas de los ministriles. Todo sin olvidar que era el espacio en el que se llevaba a cabo la practica política, es decir, donde se realizaba una actividad encaminada al establecimiento de relaciones de poder, a la creación o a la ruptura de alianzas con otros grandes. El ejemplo que representaba el castillo de Escalona, que contaba con el precedente tempranero del castillo de Olite, transmutado en palacio gracias a la iniciativa de Carlos III de Navarra, fue seguido por otros grandes que, a pesar de su oposición al de Luna, no dejaban de ver en él favorito al prototipo del caballero culto y cortés, dedicado, como afirmaba el propio don Álvaro, al oficio de la Caballería, el regimiento de la cosa pública y la gobernación de la casa74. Entre todos aquellos que de alguna forma le imitaron destacan los Mendoza, una familia que por su inclinación hacia la política y su práctica social y cultural posee   Vid supra, CHECA y MORAN ob. cit.   Libro de las claras..., p. 9. El trabajo de la hacienda familiar estaba considerada una de las más importantes obligaciones del hombre y, según Alonso de Cartagena, era expresión de una vida moral. En el siglo xv esta cuestión es un tópico obligado y en todos los escritos hay continuas referencias a la administración de la casa. Ver Ottavio de CAMILLO, ob. cit., p. 178, nota 78. 73 74

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rasgos renacentistas, quienes transformaron a finales del siglo xv la fortaleza del Real de Manzanares en una mezcla de palacio y fortaleza, así como Juan Pacheco, Marqués de Villena, quien enriqueció enormemente su castillo de Belmonte. Instrumentos de la política del Condestable: diplomacia, propaganda y nacionalismo Un instrumento político de primer orden para don Álvaro de Luna, que estaba en estrecho contacto con la habilidad política, capacidad de maniobra y dotes de disimulo que se le reconocía75, fue la diplomacia. El Condestable utilizó como nadie las negociaciones y los pactos; supo crear lazos y obligaciones así como establecer todo tipo de alianzas para obtener el objetivo deseado, tanto en la política exterior como frente a los diferentes grupos de la nobleza, las Cortes o las ciudades del reino castellano. En esta práctica, en su habilidad diplomática y en su vocación por la política internacional, don Álvaro recuerda no poco a Fernando el Católico, quien sería uno de los modelos de príncipe para Maquiavelo. El Condestable y maestre de Santiago durante su gobierno se acercó a Portugal y Francia, declaró la guerra a Inglaterra e intrigó en Granada, todo con el objetivo de romper el cerco impuesto a Castilla por Aragón, el reino controlado por sus tradicionales enemigos, los Infantes. En el interior del reino pacta, promete y adula a un mismo tiempo a las Cortes y a las diferentes facciones de la nobleza e incluso a los Infantes con la intención de fortalecer el poder real y debilitar a sus rivales76. En suma, el privado llevó a cabo un notable despliegue de distintas capacidades de maniobra y disimulo político, que constituirán más adelante un conjunto de prácticas políticas tan apreciadas por Maquiavelo como rechazadas por la Iglesia a causa de su independencia de la moral.   PÉREZ DE GUZMÁN, Fernán, Generaciones y semblanzas, Madrid, 1947, pp. 84-85. 76   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Nobleza..., p. 123, afirma que en 1420 don Álvaro hace «prodigios de habilidad» para evitar que el Infante don Enrique se consolide como cabeza del bando aragonés. El Condestable firmó un pacto secreto con el Conde de Benavente para poder usar sus tropas y se comprometió al restablecimiento del régimen de la oligarquía nobiliaria. 75

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Don Álvaro de Luna, en una demostración más de la concepción moderna que tenía de la política, recurrió a un primitivo y difuso sentimiento nacional castellano para unir al reino ante la amenaza de invasión por parte de Aragón77. Esta fue una práctica continua en sus años de gobierno así como demostración de la habilidad para desviar su conflicto personal con los Infantes de Aragón y convertirlo en un atentado contra el reino. De esta manera, según proclamaba el Condestable, toda Castilla y su rey corrían peligro ante la ambición aragonesa, un argumento que permitía obtener la concesión de subsidios por las Cortes y lograr el concurso de las milicias ciudadanas en su lucha contra los Infantes de Aragón y sus partidarios entre la oligarquía nobiliaria. A pesar de recurrir a estos argumentos de carácter nacional, no puede afirmarse que don Álvaro contemplase la posible aparición inmediata de un Estado resultante de la unión de alguno de los grandes reinos peninsulares alrededor de Castilla78, aunque era una cuestión que probablemente estaba en el ambiente cercano al Condestable. Sin embargo, no se puede negar la existencia de unos sentimientos de carácter patriótico, relacionados con la idea de servicio público, de dedicación al bien común, ya que el privado se expresa de manera rotunda al considerar que la lucha por defender el reino

77   MARAVALL, José Antonio, Estado Moderno..., pp. 462 y 503. Este autor, basándose en las referencias a la tierra y nación que existen en el Libro de las virtuosas e claras mujeres, de Álvaro de Luna, afirma que el Condestable tenía un concepto de comunidad política cercano a la idea moderna de patria o nación. Conviene recordar que al mismo tiempo el poeta Juan de Mena, cercano a planteamientos neogoticistas, expresaba sentimientos semejantes al considerar a Castilla la única heredera del reino y de la legitimidad visigoda. Así mismo, se pueden citar las muy conocidas tesis de Pablo de Santa María y su hijo Alfonso de Cartagena, quienes presentaron a Castilla como heredera de la Hispania Antigua apoyándose en testimonios del pasado histórico. (Ver Luciano SERRANO, ob. cit., pp. 115 y 140-143). Por último y por representar la tradición de la historiografía liberal, se encuentra la opinión de José AMADOR DE LOS RÍOS, quien exagera la importancia del patriotismo en don Álvaro hasta elevarlo a característica esencial de su actuación pública. (ob. cit., p. 254.) 78   La política desplegada hacia Portugal revela una voluntad de acercamiento hacia este reino por parte del Condestable que supera la simple maniobra política, fruto de la rivalidad con Aragón y la obtención del contrapeso peninsular. Por el contrario, muestra la decisión de poner las bases de una mayor vinculación entre ambos reinos y quizás en su futura unión.

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es la mayor de las acciones que se pueden emprender79. En refuerzo de todo ello se puede añadir la influencia que probablemente tuvo en don Álvaro el desarrollo político del goticismo, de aquellas tesis que presentaban a los reyes de Castilla como los únicos herederos legítimos de la monarquía visigoda, la cual extendía su soberanía a toda la nación española. Estas ideas, ya existentes en el siglo xiii, encuentran en el Cuatrocientos un momento favorable para su desarrollo así como selectos partidarios que hacen pública apología de las mismas80. Entre los principales personajes de la centuria en sumarse al renovado neogoticismo destaca Alonso de Cartagena, quien defendió brillantemente en el Concilio de Basilea de 1435 la idea de la herencia castellana de la monarquía visigoda junto a la importancia y antigüedad de la nación española81, unas teorías que fueron recogidas en 1455 en su obra Anacephalosis. En los argumentos empleados, el obispo de Burgos dejaba ver de forma inequívoca que Castilla ejercía un papel director y hegemónico en la península, como correspondía a la capacidad demográfica, territorial y económica alcanzada por el reino. Estas ideas —que identificaban a España con el reino castellano, al que asignaba un puesto destacado entre las monarquías de Occidente— debían ser comunes en el entorno de la Corte, donde la influencia de Cartagena era grande, y probablemente calaron en el Condestable, favoreciendo su recurso a unos sentimientos con la seguridad de que eran compartidos por gran parte de la población. Esta llamada a unos incipientes sentimientos nacionales se relaciona con otra faceta de la actividad política del privado que también podemos considerar innovadora, como es su interés por la propagan79   «...el que pelea por la salud de la cosa pública, e non por sus provechos, non diremos que non face la virtud de justicia, porque ninguna justicia non es mayor que cada uno ponerse a muerte por la salud de su tierra», Libro de las claras e..., p. 48. 80   MARAVALL, José Antonio, «El concepto de Monarquía en la Edad Media española», en Estudios de Historia del Pensamiento Español. I, Madrid 1983, pp. 77 y ss. LADERO QUESADA, Miguel Ángel, «¿Qué es España? Imágenes medievales en torno al concepto de España», Historia 16, nº 215, 1994, p. 44. Ver también TATE, R. B., Ensayo sobre historiografía peninsular del siglo xv, Madrid, 1970 y MARAVALL, J. A., El concepto de España en la Edad Media, Madrid, 1964. 81   SERRANO, ob. cit., pp. 140 a 148.

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da, es decir, por el uso habitual y deliberado de cualquier medio y acontecimiento para incrementar su prestigio personal y fortalecer la figura regia. La propaganda, tal y como hoy día se concibe, es un fenómeno exclusivamente contemporáneo, definido por los medios a su alcance; pero si se entiende en una acepción global como un conjunto de métodos utilizados por el poder para obtener determinados efectos ideológicos o psicológicos82, es posible reconocer su existencia a lo largo de la historia con cierta frecuencia. La propaganda política, entendida como fórmula de definición de creencias políticas a través de medios diversos constituyó un elemento incuestionable de la vida cotidiana de la Castilla del siglo xv83. En esta centuria la actividad propagandística, en especial la apología, cumplió unas funciones políticas precisas en los reinos occidentales peninsulares, pudiendo rastrearse sus antecedentes en fenómenos concretos de la centuria anterior84. Los objetivos de estas medidas, con todas las limitaciones derivadas de su carácter asistemático y esporádico así como de la singularidad de los medios materiales de acción, eran muy generales. Estos fines eran fundamentalmente la justificación de una determinada política, respaldar un sistema y exaltar el sentimiento de pertenencia al mismo, lo que permite reconocerlos en la actividad tanto de la monarquía como de la Iglesia a lo largo de la Edad Media85. Conviene subrayar por tanto que don Álvaro se encontró en un ambiente en el que la propaganda, aunque no como concepto sí como realidad, era un hecho y un recurso al que acudían quienes podían acceder a los medios adecuados para lograr cualquiera de los fines citados.   ELLUL, Jacques, Historia de la Propaganda, Caracas, 1969, p.8.   NIETO SORIA, José Manuel, «Apología y propaganda de la realeza en los cancioneros castellanos del siglo xv. Diseño literario de un modelo político». En la España Medieval, 11, Madrid, 1988, p. 196. De este autor ver también las siguientes obras en las que la propaganda tiene un lugar destacado: «Les clercs du roi et les origines de l’etat moderne en Castille: propagande et legitimation (xiiieme-xveme siecles)», Journal of Medieval History, 18, 1992, PP. 297-318. Los fundamentos ideológicos del poder real en Castilla. Siglos xiii-xvi, Madrid, 1988. Ceremonias de la realeza. Propaganda y legitimación en la Castilla Trastámara, Madrid, 1993. 84   NIETO SORIA, «Apología y propaganda...», p. 196. CASTILLO CACERES, Fernando, «Los símbolos del poder real en las monedas de Pedro I de Castilla», VII Congreso Nacional de Numismática. Madrid 1989, Madrid, 1991, pp. 505-516. 85   NIETO SORIA, Los fundamentos..., p. 41. 82 83

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Un claro ejemplo de esta actividad propagandística fue la campaña iniciada por don Álvaro de Luna contra el Reino nazarí de Granada, cuyo último objetivo probablemente no era tanto su conquista como la posibilidad de salir del conflicto con un gran prestigio de vencedor y de defensor de la Cristiandad. Además, una guerra con los granadinos le permitiría disponer de los servicios extraordinarios votados por las Cortes para la guerra contra el infiel, convenientemente utilizados por el Condestable para cualquier otro fin, como hizo con los subsidios papales. La guerra contra los musulmanes de Granada ya había sido utilizada a principios del siglo xv por el In­ fante Fernando de la Cerda, luego de Antequera, como medio para prestigiarse ante su opción a la Corona aragonesa, y volvería a ser utilizada por Enrique IV con la intención de distraer y calmar el desasosiego nobiliario. Si Fernando de Antequera, un personaje que en muchas ocasiones fue un modelo de comportamiento para el Condestable86, explotó hábilmente la conquista de la ciudad andaluza que le dio fama y apellido, don Álvaro no le anduvo a la zaga con ocasión de la batalla de Higueruela. Hay que tener en cuenta que las campañas contra los musulmanes también eran un medio de aplacar a la nobleza gracias a las perspectivas de nuevas tierras y a la práctica de una actividad guerrera, que se suponía consustancial a este grupo social genuino representante de la concepción caballeresca del mundo. Estas campañas permitían a los reyes castellanos, en un recurso tan viejo como la propia historia, distraer los problemas internos con prestigiosas empresas externas, aunque tenían en contra lo costoso de las mismas y el fortalecimiento patrimonial y político nobiliario resultante de una guerra victoriosa, plena de botín y mercedes. Este aspecto del conflicto contra el infiel lo comparten personalidades tan cercanas al de Luna como Alonso de Cartagena, quien consideraba a la guerra de Granada un medio para conseguir la paz interior87, o Juan de Mena. Este autor pensaba que esta debía ser la tarea común, la 86   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Nobleza y..., p. 143 y Los Trastámara de Castilla..., p. 124. afirma que Álvaro de Luna imitó al pie de la letra los pasos dados por Fernando de Antequera. El Condestable no solo emprendió la campaña contra los nazaríes, sino que persiguió con el mismo ahínco que su modelo aislar a los rebeldes del reino de cualquier apoyo externo y conseguir el maestrazgo de Santiago, la más poderosa reserva económica del reino y la mas importante plataforma de actuación política institucional. 87   HILLGARTH, ob. cit., p. 227.

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empresa que uniera a los castellanos tras su rey y encauzar la discordia, exclamando de forma bastante expresiva; «¡Oh virtuosa, magnífica guerra!/En ti las querellas volverse debían»88. La inclinación al uso de cualquier medio como elemento de propaganda rebasaba los límites del conflicto granadino para convertirse en una característica de la persona y de la conducta del Condestable, muy proclive al lujo y a la práctica de una política de prestigio. Una de las expresiones más acabadas de la actividad propagandística llevada a cabo por don Álvaro fueron las fiestas y los actos públicos organizados con cualquier motivo89, las cuales servían para resaltar ante la Corte y el pueblo la riqueza, prestigio y autoridad tanto del rey como de su persona90. Como un adecuado modelo de cortesano que combinaba habilidades palaciegas con otras de tipo caballeresco, el Condestable aprovechó que en el entorno de la Corte de Juan II, la Caballería constituía la norma a seguir para utilizar en favor de su persona y de sus propósitos las justas, los torneos y desfiles que se celebraban. La organización y participación tanto de don Álvaro como de los Infantes de Aragón91 en todo tipo de actos propios de la vida cortesana y caballeresca, que rivalizaban en lujo y magnificencia, fueron habituales en los años centrales del siglo xv al ser conscientes sus organizadores de que, además de su contenido festivo, suponían una importante fuente de prestigio y de afirmación política para sus creadores y sus participantes. Prueba de lo elaboradas que eran estas 88   MENA, Juan de, Laberinto de Fortuna, Madrid, 1976. CLII. Ver también CABRERO BERMEJO, ob. cit., pp. 163-165. 89   BENITO RUANO, ob. cit., p. 45, nota 56, sugiere, de acuerdo con la información que proporciona la Crónica del Halconero que los torneos y espectáculos se celebraban respondiendo a una cierta periodicidad; en concreto la primavera y la llegada del buen tiempo parecen ser el motivo de estos actos en abril y mayo de 1428, 1433, 1434, etc. 90   Sobre las ceremonias y festejos se puede consultar ANDRES DIAZ, Rosana de, «Las fiestas de caballería en la Castilla Trastamara», En la España Medieval, V, Estudios en memoria para el profesor don Claudio Sánchez Albornoz, I, Madrid, 1986, pp. 81-107. 91   Ibidem, p. 42 a 49. Entre las fiestas organizadas por los Infantes se pueden destacar las muy espectaculares de 1428, celebradas en Valladolid en el mes de mayo, en las que tanto don Enrique como don Juan derrocharon lujo y habilidad para la puesta en escena. Ver Halconero, cap. III y Crónica de Juan II, p. 447 y 448.

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ceremonias y de la importancia que le otorgaban sus protagonistas, la tenemos en la minuciosa y costosa preparación que hace Álvaro de Luna de la que sería su vuelta del destierro de Ayllón, en 1428. En su retorno a la vida pública, el Condestable llevó a cabo una entrada en Turegano, donde a la sazón se encontraba la Corte, en medio de una deslumbrante comitiva en la que se integraba parte de la nobleza castellana, a la que había vestido a su costa para la ocasión92. Fue una espectacular ceremonia que revelaba la inclinación del gusto de la época hacia lo exuberante y exótico, que tan típico será del Renacimiento93, y por el despliegue del lujo como elementos de prestigio social. Así se entiende mejor el séquito del valido, todo él ricamente vestido, pleno de seda y oro, que entró en la ciudad segoviana encabezado por dos criados negros que conducían sendos lebreles también negros, portando un venablo y una lanza94. Otro buen ejemplo del uso de las ceremonias públicas como instrumento de propaganda lo constituye la teatral recepción de los embajadores de Francia por Juan II en Madrid el seis de diciembre de 143495. En este acto, sin duda organizado expresamente por don Álvaro de Luna para impresionar a la legación ultrapirenaica, el rey recibió a los caballeros galos acompañado de toda la Corte sentado junto a un león domesticado, procedente probablemente de los regalos enviados por el rey de Túnez en 143296, todo a la luz de las antorchas. Por último, y en relación con estas ceremonias hay que referirse a la fiesta dada en Escalona por el Condestable en 1448 con ocasión 92   Ver: Crónica del Halconero, cap. I, p. 18 y Crónica de Álvaro de Luna, cap. xvii, pp. 67 y 68. 93   Vid. supra CHECA Y MORAN, ob. cit. 94   Aunque las Partidas (II, XXI, 18) establecía que los jóvenes nobles vistiesen con ropas de colores alegres para animar su espíritu y alejar la melancolía, en el siglo xv la moda de los vestidos negros se estaba afirmando progresivamente. Un buen ejemplo lo constituye la noticia que proporciona Pedro Carrillo de Huete (Halconero, p. 156) al referir que don Álvaro, quien según Boase puso de moda esta indumentaria, se vio acompañado en un torneo de dos caballeros vestidos de negro. Ver BOASE, ob. cit., pp. 42 y 43. 95   Crónica de Juan II, p. 518. Crónica del Halconero, cap. CLXXV, pp. 179 y 180, y Crónica de Álvaro de Luna, cap. XLII, pp. 144 y 145. 96   La Refundición del Halconero, p. 132, recoge los presentes ofrecidos por los embajadores de Túnez entre los que se encontraban «dos leones mansos».

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de la visita de Juan II y su nueva mujer, Isabel de Portugal, a la residencia principal del valido. El fasto y el espectáculo derrochado en esta ocasión alcanzaron unos extremos inauditos, resaltando en el conjunto que formaba el castillo y su contenido97. Tanto la ceremonia como el entorno muestran como la ocasión sirvió de medio de propaganda en el que la exhibición llevada a cabo estaba destinada a afianzar y mejorar la imagen de don Álvaro tanto en el círculo real más próximo al monarca como en el conjunto de la Corte. Resulta obvio recordar que para mantener una política semejante, capaz de amenazar el prestigio de los linajes tradicionales, era necesario poseer un gran respaldo, enormes medios y mucha fortuna para evitar que se conciliasen en contra tantas voluntades que pudieran acabar con su persona. Dentro de lo que podemos considerar la política propagandística del Condestable, se encuentra el uso de la historia y la literatura para prestigiar su figura. Hasta esos momentos había sido una práctica habitual entre monarcas e instituciones utilizar las crónicas y anales como medio de propaganda con la intención de justificar una determinada política y estimular las adhesiones de pertenencia al sistema, pero fue el de Luna quien consiguió llevar hasta el panegírico este tipo de medios. Es precisamente en el siglo xv cuando la historia fue utilizada como un arma de propaganda con la intención de elaborar una mitología que respondiera a un fin ideológico, contándose entre los primeros historiadores propagandísticos la familia Santa María98, tan cercana a la Corte de Juan II. La Crónica de don Álvaro de Luna, parece que escrita por Gonzalo Chacón, un cercano colaborador del Condestable en su última época de gobierno, es un auténtico trabajo de culto a la personalidad en el cual la figura del biografiado aparece dotada de las más elevadas virtudes e intenciones, acompañado de los más claros juicios y actos. El valido no dudó en recurrir al medio que le ofrecía la literatura y la historia para dotar a su persona de los rasgos que consideraba convenientes a sus intereses e imagen publica. El hecho de que un personaje carente de linaje fuera el protagonista de una crónica, como si se tratara de un monarca, solo podía irritar a   Crónica de Álvaro de Luna, cap. LXXIV, pp. 216 a 222.   HILLGARTH, ob. cit., p. 223. SERRANO, ob. cit., pp. 115-117 y 140-

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aquellos que veían en el favorito de Juan II un tirano de la peor especie; este sentimientos era tan intenso que probablemente estos efectos disfuncionales superaban los efectos positivos perseguidos con la redacción de la citada obra de Gonzalo Chacón. Este recurso a la literatura como instrumento propagandístico para imponer determinadas actitudes ideológicas fue algo habitual en el entorno regio castellano del siglo xv. Un buen ejemplo de esta literatura lo representa la poesía cancioneril, capaz de difundir tanto por ambientes cortesanos como fuera de ellos, gracias a estar dirigida a la lectura y recitación, un modelo de realeza que es objeto de apología y propaganda99. Estos cancioneros, como el de Baena, recurren al sentimiento religioso y a la tradición para llevar a cabo una función estabilizadora y legitimadora del monarca, al tiempo que provocan un sentimiento de confianza en el poder regio100. Por lo tanto, la presencia de poetas cortesanos al servicio del rey o del valido no debe contemplarse tan solo como un fenómeno de carácter cultural, fruto de la vocación literaria de los mecenas, sino también político gracias a la capacidad que poseían estos escritores para desencadenar procesos de adhesión y prestigio101. Estas aptitudes ideologizadoras de los poetas cortesanos no debieron pasar desapercibidas a don Álvaro, quien aprovechó las posibilidades que ofrecía la literatura histórica y cancioneril para afianzar el modelo de monarquía que representaba Juan II y, a un mismo tiempo, a su persona. En este aspecto también hay que ver la protección dispensada a poetas y literatos por parte del valido tanto en la Corte real como en la suya de Escalona. En relación con todo ello, y como más adelante veremos, el Condestable tampoco fue ajeno al desarrollo y complicación de los ritos y ceremonias que rodeaban a la figura regia, unas practicas que contribuyen a incrementar su prestigio. Don Álvaro y la guerra En los conflictos bélicos mantenidos en sus años de gobierno, don Álvaro colaboró a romper con la tradición militar medieval al   NIETO SORIA, «Apología y propaganda...», pp. 187 y 189.   Ibidem, p. 199. 101   Ibidem. 99

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adelantarse, probablemente de forma involuntaria, a la composición que tendrían los ejércitos en el siglo xvi, dado que en sus fuerzas la importancia de la infantería y caballería de origen concejil superaba a los efectivos de los hombres de armas, la caballería pesada constituida por los nobles. La campaña llevada a cabo por el Condestable en 1429 contra el Infante don Enrique y su hermano el Infante don Pedro por tierras de Extremadura, nos aproxima a la concepción de la guerra que tenía el privado y a la forma en que creía se debía conducir un conflicto102. Encargado por Juan II de las operaciones a petición propia, Álvaro de Luna transformó Escalona, su villa insignia, en el cuartel general de las tropas que, en gran parte a su costa, había levantado con ocasión de la citada campaña. Este ejército estaba formado esencialmente por peones y ballesteros de la Hermandad Vieja de Toledo, Talavera y Villa Real, es decir, por combatientes de infantería aportados por las ciudades, a los que había que añadir los efectivos de caballería al servicio del rey, las lanzas de la guardia, más reducidas en número y a las fuerzas señoriales levantadas por el valido entre sus vasallos. Esta hueste, en la que la participación concejil en que tradicionalmente se apoyaba a la monarquía tiene gran importancia, dispuso de abundantes recursos económicos merced a los servicios votados por las Cortes, puestos en manos del valido para la ocasión, quien los empleó generosa pero también hábilmente. El uso del dinero que hacía don Álvaro en relación con el ejército, sin reparar en gastos y concediéndole una importancia enorme en todo lo referido al conflicto, demuestra además de habilidad política, una conciencia de que en la guerra y en relación con los instrumentos vinculados con ella, los recursos económicos tenían un papel vital, como sucede con el ejército característico del Estado que surge con las Monarquías Autoritarias. En la batalla de Olmedo103, el grueso de las fuerzas reales dirigidas por el Condestable estaba compuesto por milicias ciudadanas de   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Los Trastamaras de Castilla..., p. 113.   Sobre la batalla de Olmedo, además de las crónicas citadas y de los trabajos de Luis Suárez señalados (ver nota 1), se pueden consultar las Coplas de Panadera y el artículo de Francisco TORRES GARCIA, «La guerra en Castilla durante la primera mitad del siglo xv: las campañas de don Álvaro de Luna a través de las Crónicas», en Revista de Historia Militar, 63, 1987, pp. 9-35, a pesar 102 103

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los concejos de realengo, en su mayor parte de infantería104, junto a la inevitable hueste de caballeros de diferente procedencia. A pesar de la escasa entidad que tuvo el enfrentamiento, fueron estas tropas al servicio de Juan II y del partido monárquico las que contribuyeron más activamente a derrotar a la vistosa caballería de la Liga nobiliaria, aunque sea escaso el papel que le adjudican las crónicas. En Castilla, la estima de las tropas populares por parte de la monarquía tiene, según José Antonio Maravall105, lejanos precedentes históricos. La vinculación entre las milicias concejiles y la figura real queda claramente establecida en las Partidas (II, tít. XIX, ley 3), cuando Alfonso X establece el deber militar de ayudar al rey en la defensa de la tierra ante un ataque desde fuera del reino o a causa de una rebelión interna106. Este deber se establece en virtud del carácter genérico de súbditos que poseían los ciudadanos y labradores requeridos y no debido a vínculos personales o señoriales, propios del vasallo. En el siglo xv, la asociación entre la Corona y las tropas concejiles se pone de manifiesto cuando los fueros de una serie de ciudades afirman que las tropas del concejo no acudirían a más hueste que a la del rey107. Estas tropas tenían tal entidad que las Cortes de Zamora de 1432 reconocen su derecho a tener capitán propio y las conceden bienes y preeminencias108. Estas fuerzas, en las que tenia gran importancia la infantería, precisamente el arma cuyo predominio es una de las características del sistema político militar moderno, constituyen un inapreciable recurso militar a disposición de Juan II que supo aprovechar el Condestable para fortalecer el poder real y su propia posición política. Con ocasión de la batalla de Olmedo, dado que se concebía como el choque decisivo, Álvaro de Luna y el rey reunieron a de que no responde a las expectativas sugeridas en el título por su excesivo contenido descriptivo. 104   El ejército real llegó a Arévalo con solo mil peones que fueron incrementados hasta los 4.000 tras un llamamiento de Juan II en la zona. Estas fuerzas, junto a 1.500 hombres de armas constituyeron la hueste que se enfrentó en Olmedo a los Infantes de Aragón. Crónica del Halconero, cap. 333 y 334, pp. 458 y 459. 105   MARAVALL, Estado Moderno... Ver paginas. 511-584 dedicadas al ejército y el arte de la guerra. 106   Ibidem, p. 543. 107   Ibidem, nota 170. Se trata de los fueros de Béjar, Plasencia y Guadalajara. 108   Ibidem, p. 543.

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tropas de las ciudades, sin duda ejerciendo lo previsto en las Partidas ya que se había producido la rebelión de un sector de la nobleza contra la autoridad real, apoyados por Juan, rey de Navarra, quien constituye el elemento foráneo que permite cubrir todos los supuestos previstos por el Rey Sabio para reunir a las tropas concejiles. Esta llamada para cumplir con el deber militar para con el rey, se produce en el momento en que las Cortes convocadas en el Real de la ciudad vallisoletana aprueban lo dispuesto en la Partida LXXV y lo convierten en ley, dotando al monarca de una mayor libertad a la hora de ejercer la autoridad, sin sujetarse a lo previsto en normas anteriores. A pesar de la diferente consideración que tuvieron las milicias concejiles y las reticencias con que se contemplaban por parte de la nobleza, se abría paso una alta valoración de estos contingentes, incluso desde una perspectiva caballeresca como la representada por Diego de Valera109. Don Álvaro acudió a los peones ciudadanos sin duda acuciado por la necesidad de contar con tropas e incrementar los efectivos regios, pero también debió contribuir a esta decisión su fidelidad a la Corona, su carácter de instrumento, de medio de acción del poder real, y su creciente efectividad en el campo de batalla, como lo demuestra la actuación de la infantería desde el siglo xiv en todo el Occidente europeo. Ejercer la prerrogativa regia de llamar a tropas reclutadas por las ciudades cuando se daban los requisitos señalados en la ley, muy susceptibles de ser interpretados a conveniencia, fomentaba la obligatoriedad del servicio militar en el reino por razones ajenas a los vínculos de vasallaje o a las retribuciones características de las Compañías de los siglos xiv y xv o de los mercenarios del Quinientos. Era un acto de soberanía regia y el recurso a un instrumento de acción al alcance del poder real, inapreciable en unos momentos en los que se estaba constituyendo un Estado de carácter autoritario. El Condestable favorecía la aparición de un ejército permanente a través de la creación del núcleo que constituía la guardia del rey, pero también mediante la llamada a estas fuerzas ciudadanas, requeridas en función de las prerrogativas regias, que incrementaban los exiguos contingentes reales. La importancia de las milicias concejiles en las fuerzas reales durante el reinado de Juan II fue grande debido a los numerosos llamamientos efectuados a las ciudades para que contri109

  Ibidem, p. 544.

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buyeran con tropas, como lo demuestran las peticiones de las Cortes de Burgos (1430), Palencia (1431) y Zamora (1432), que solicitan, en la época de la guerra de Granada y las campañas contra el Infante don Enrique, que los labradores no abandonen los campos para que, entre otras razones, no se reduzcan los cultivos necesarios para mantener el abastecimiento del ejército real, cada vez más numeroso110. En suma, favoreciendo la presencia en las filas de las huestes reales y en el campo de batalla de los peones de infantería de los concejos se reforzaba un instrumento del poder real, al tiempo que se ampliaba socialmente la función militar con la ruptura del monopolio nobiliario de la guerra, sin olvidar que se abría la posibilidad de aplicar los principios de orden, disciplina y uniformidad que definen al ejército en el Estado111. Esta presencia de la infantería concejil no debe hacernos olvidar que el ejército de Juan II era muy parecido a las fuerzas de los Infantes de Aragón, estando ambos dirigidos por individuos inmersos en la concepción caballeresca de la guerra, muy cercana a la fiesta, a la justa y al rito, y con unas tropas basadas esencialmente en la caballería pesada en la que los hombres de armas, no así los jinetes de la caballería ligera, estaban equipados más para un torneo que para una batalla. Aunque, como crudamente relatan las anónimas Coplas de Panadera, Olmedo fue casi un choque de opereta, esta batalla sirve para poder detectar algunos de los rasgos que tendría posteriormente el ejército de la Monarquía moderna, así como la decadencia militar de las mesnadas feudales. Dinero y técnica, es decir artillería, junto a las nuevas tácticas aplicadas por los peones de infantería, estaban acabando con siglos de primacía de la caballería pesada y con los ejércitos nobiliarios o, lo que es lo mismo, con la base del poder político de los grandes linajes. En la actuación publica de don Álvaro, se tiene la sensación de que la guerra era considerada una oportunidad para alzar y sostener un ejército con cargo a los impuestos de las ciudades. Ya en 1420, con ocasión del golpe de Tordesillas, apareció Álvaro de Luna junto al Infante don Juan al frente de las mil lanzas que constituían los don  Ibidem, p. 547 y nota 177.   Ididem, p.537, nota 137.

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celes del rey y las guardas de Castilla. Este contingente no podía compararse con las mesnadas de los Infantes, pero si representaban un embrión de ejército que tenía la particularidad de poder retenerse de forma indefinida. La amenaza de guerra en Aragón en 1429 permitió al Condestable levantar un ejército de dos mil hombres perfectamente equipados, que fueron utilizados en la campaña de Extremadura contra el Infante don Enrique. Esta sucesión de enfrentamientos permitían la creación del núcleo de un ejército permanente como instrumento de la monarquía, señalando con su continuidad las diferencias existentes con las huestes levantadas por los nobles cuando se requerían. El Condestable vio desde fechas tempranas la importancia que tenía para la monarquía poder disponer de un instrumento, como era el ejército, que independizase al rey de las fuerzas nobiliarias y ciudadanas. Sin embargo, las guerras que permitían mantener operativas estas tropas también suponían una enorme fuente de gastos ante los cuales se acabaron alzando las protestas de las ciudades en las Cortes, siempre requeridas para votar subsidios extraordinarios. En los años comprendidos entre 1443 y 1448 los conflictos entre don Álvaro, una parte de la nobleza y los Infantes fueron continuos. En ellos se emplearon las fuerzas que habían sufragado las Cortes para la guerra de Granada y la defensa de Atienza ante la amenaza aragonesa, conflictos estos que permitieron al Condestable mantener activo un ejército que además de defender los intereses de la monarquía podía emplearse para sus fines exclusivamente personales. No es de extrañar que las Cortes de 1446, en Tordesillas y Valladolid, protestaran por los enormes gastos que exigían las tropas reales, algo por otra parte inevitable cuando se pretende crear unas fuerzas permanentes en un estado de guerra civil larvada. La política militar del valido era, como toda su actuación pública, de un alto coste económico pero en este caso respondía a la tendencia general de la época. En los últimos siglos medievales se había producido un enorme encarecimiento de la guerra, una característica de la época moderna que llevó a Diego de Valera a reconocer con evidente acierto que «no se puede hacer bien la guerra sin gran gasto»112. La creación y conservación de un contingente permanente en el que se pudieran aplicar la disciplina, el orden, la uniformidad y homogeneidad 112

  Ibidem, p. 518.

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está en parte en el espíritu de la época. Estas tropas, que estarían vinculadas al rey por razón de su pertenencia al Estado y su condición de súbditos, tenían que ser mantenidas no con el botín feudal sino con una soldada que además mostrase su profesionalidad y dependencia del rey. Así, las Cortes de Burgos de 1430 y las de Palencia del año siguiente, solicitan que las tropas del rey fueran bien pagadas113. Junto a esta cuestión aparece en el reinado de Juan II un antecedente temprano de la tendencia a la uniformidad y homogeneidad de las tropas, ya que se dispone una especie de revista de armas, cabalgaduras y vestimenta. Esta costumbre debió ser muy usual ya que en 1462 las Cortes de Toledo la convirtieron en ley114. A todas estas iniciativas no debió ser ajeno el Condestable ya que no sólo sus largos años de gobierno permiten aventurarlo, sino también el interés demostrado por la creación de unas fuerzas reales independientes de las nobiliarias. La capacidad militar del Condestable parece que está fuera de toda duda, demostrando en su actuación ser muy superior a la de sus enemigos, como lo confirman sus victorias sobre fuerzas muy superiores tanto granadinas como castellanas y aragonesas. Álvaro de Luna no sólo obtuvo los triunfos de la Higueruela y Olmedo, sino otros como los de Cardeñosa y Escalona en 1440, o la espectacular campaña de Extremadura contra el Infante don Enrique en 1429, que aunque de menor magnitud que los anteriores no fue inferior en importancia115. Por otra parte, las alusiones a la preparación y los estudios que había realizado sobre los asuntos relacionados con la guerra y la milicia116, y la importancia concedida de forma expresa al orden y la disciplina, unos rasgos propios de las fuerzas modernas, como elementos inspiradores del ejército real117, nos muestran a un   Ibidem, p. 536.   Ibidem, p. 537 y nota 137. 115   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Nobleza y..., p. 154. 116   Crónica de don Álvaro..., pp. 23-28. Cuando el autor de la crónica alude a que el mayor estudio del Condestable fue entender de los hechos de armas, nos refiere la habilidad y conocimientos del de Luna para estas cuestiones, aunque no puede ocultar un cierto desprecio por el estudio ante la práctica. Esta actitud es el fruto de la idea medieval que consideraba la guerra no como una ciencia, sino como una habilidad o destreza. 117   AMADOR DE LOS RÍOS, ob. cit., II, p. 256. 113 114

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personaje interesado en las cuestiones bélicas y en el arte de la guerra, probable conocedor de los títulos habituales de la literatura militar de la época. Es difícil no conjeturar acerca de la posible lectura por el valido de la obra de Flavio Vegecio, Instituciones Militares, un autor que alcanzó cierta difusión entre nobles y príncipes al ser el único autor clásico conocido durante la Edad Media que se ocupaba de los asuntos militares, de cuya obra se sabía en Castilla desde el siglo xiii118. A esta hipótesis colabora el hecho de que Juan de Mena, quien como hemos visto era el verdadero mentor intelectual de la Corte de Juan II y a quien don Álvaro tenía en gran consideración, conocía al autor latino119, por lo que cabe imaginar que quizá ejerciera su magisterio sobre el valido. En todo caso Vegecio era ampliamente conocido en el siglo xv castellano ya que incluso en la biblioteca de Isabel la Católica consta la existencia de dos ejemplares de las Instituciones Militares120, sin duda procedentes de los fondos de Enrique IV y Juan II, quien confiscó gran parte de los bienes del de Luna a su muerte y de cuya biblioteca bien pudo proceder alguno de ellos. El monarquismo de Álvaro de Luna La originalidad y el carácter innovador de don Álvaro vienen dadas esencialmente por el autoritarismo y la voluntad de fortalecer el poder real que inspiran su actividad política, lo que significa una decidida inclinación hacia la institución monárquica, a la que no es ajena su ambición pues su carrera pública solo se entendía al calor del apoyo regio. Esto no sólo le distingue de su sucesor, el Marqués de Villena, sino que le distancia de aquellos que, como el Infante don Enrique o la oligarquía nobiliaria, pretendían consolidar su influencia sobre el monarca y dotar al reino de un carácter pactista en el que la   Sobre Vegecio en la Edad Media se puede consultar: CONTAMINE, Phillippe, La guerra en la Edad Media, Barcelona, 1984, pp. 266 y ss.; MARAVALL, José Antonio, «Ejército y Estado en el Renacimiento», en Revista de Estudios Políticos, 117-118; Flavio VEGECIO, Instituciones Militares, editada por el Ministerio de Defensa en 1988 y prologada por Antonio BLANCO FREIJEIRO 119   »Vi la fauna gloriosa/del arte caballerosa/que recompuso Vegecio...» (XXXVIII), «La coronación del Marqués de Santillana», en Laberinto de Fortuna y poemas menores, Madrid, 1976, p.234. 120   SÁNCHEZ CANTON, ob. cit., p. 71, números 229 y 230 C. 118

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nobleza supervisase los actos de gobierno, una vez alcanzado el acuerdo plasmado en un contrato político y fijada su presencia en el Consejo Real. Por el contrario, Don Álvaro, sin descuidar su ambición personal, aspiraba a potenciar la figura regia y su autoridad frente a los otros poderes rivales, es decir, ante aquella parte de la nobleza que no reconocía el predominio político del monarca así como frente a las ciudades, y suprimir cualquier limitación a la actividad regia121. Los métodos utilizados para alcanzar este objetivo fueron, según Nicholas Round, el control de la concesión de mercedes así como la mejoría del sistema fiscal, que supuso un notable incremento en los ingresos reales y un ataque al poder económico de la nobleza a través de las devaluaciones monetarias. A todo ello habría que añadir la mejoría de la administración de justicia y de la seguridad del reino, así como la creación de una administración de gobierno mediante la provisión objetiva de los cargos públicos122. Estas características se dirigían, lo persiguiera o no don Álvaro, a la creación de un Estado monárquico donde la soberanía residiera indiscutiblemente en el monarca, sin estar sujeto en el ejercicio del poder a restricción alguna y, aún menos, a las impuestas por otros grupos sociales. Es indudable que el Condestable era el principal beneficiado de esta política de fortalecimiento regio. El rey, en su intento de fortalecer su poder e independizarlo de trabas, tradicionalmente había buscado consejeros y apoyos de gobierno en su entorno, aprovechando las divisiones existentes entre los nobles y los parientes reales. Sin embargo, Juan II, en vez de obtenerlos de la oligarquía nobiliaria, contaba con la persona de Álvaro de Luna y de todos aquellos, especialmente los letrados y contadores procedentes en su mayor parte de la pequeña nobleza, que por sus capacidades eran idóneos para ejercer tareas administrativas y para descargar sobre ellos las responsabilidades de gobierno. Estos eran los integrantes e ideólogos del que podía denominarse partido monárquico, quienes no siempre respaldaron al de Luna, los cuales constituían un peque  En este sentido, Gonzalo Chacón se manifiesta de manera explícita cuando afirma que el Condestable «antes en quanto pudo siempre defendió todas las cosas que pertenecían a la corona real». Crónica de don Álvaro de Luna. Ob. cit., p. 58. 122   ROUND, ob. cit., pp. 13 y ss. 121

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ño grupo de juristas y expertos en finanzas que actuaban como consejeros de Juan II123. La tendencia del Condestable a favorecer y elevar a individuos según su valía y conocimientos sin tener en cuenta su origen y linaje —por cierto, una capacidad integradora de carácter moderno—, suscitó desde los primeros momentos de su vida pública una general animadversión, como lo demuestran las coplas que compuso el poeta Juan de Dueñas antes de 1429, criticando los favores dispensados por don Álvaro a conversos e individuos de bajo linaje a expensas de hidalgos y nobles124. El Condestable al no utilizar los cargos públicos como recompensa esencial para sus partidarios y al optar por la aptitud y los conocimientos como criterios de selección para su provisión, lo cual no excluye cierto favoritismo, perseguía crear una administración homogénea. Esta debía ser la expresión de una coherente línea política controlada por medio de lazos de fidelidad con sus miembros, algo que no siempre consiguió. El resultado de esta decisión fue una mejoría de la administración así como la aparición de un grupo de funcionarios elevados a los más altos cargos públicos que, manteniendo sus intereses, colaboraron con don Álvaro en el fortalecimiento del poder real y en el enfrentamiento con la nobleza, profundamente irritada por las medidas tomadas por el de Luna al ver amenazado su control del gobierno125. Juan II no tuvo nada que objetar a la política de fortalecimiento del poder real practicada por su amigo y privado, consciente del peligro que sufrían las atribuciones regias a causa del poder ejercido por los parientes del rey y los grandes linajes. Estos últimos, por el contrario, vieron en la figura del Condestable un peligroso enemigo que amenazaba la capacidad de mediatización que poseían sobre el trono debido a la afirmación del poder absoluto del rey. Hasta 1430 en que tras las treguas de Majano se reconoce la derrota del partido aragonés y el fin de las pretensiones de los Infantes, que chocaban con gran parte de la oligarquía nobiliaria, no comienza verdaderamente el gobierno personal de don Álvaro. Sin embargo, no cabe pensar que el

  HILLGARTH, ob. cit., p. 344.   SCHOLBERG, Kenneth R., Sátira e invectiva en la España medieval, Madrid, 1971, p. 347. 125   ROUND, ob. cit., p. 18. 123 124

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Condestable gobernase a su antojo126 ya que su política de pactos para lograr algún apoyo le obligaba a numerosas concesiones y acuerdos con las diferentes facciones de la nobleza, con los Infantes de Aragón —a quienes recurrió en 1437 en petición de ayuda tras su fallido intento de eliminar a los grandes con quienes compartía el gobierno— e, incluso, con parte de los técnicos de la administración, los letrados, quienes distaban de ser unánimemente fieles a su persona. Tras la batalla de Olmedo, se produce una progresiva afirmación nominal del poder sin limitaciones del rey y una formulación de las teorías del absolutismo regio que alcanza su mayor rotundidad en las Cortes reunidas en la ciudad vallisoletana antes de la batalla, una circunstancia que no debe pasar desapercibida y que MacKay señala127, aunque existan precedentes. La fórmula «poderío real absoluto», al igual que el término soberanía, comienza a usarse con frecuencia durante el reinado de Juan II, pasando de poseer un sentido derogatorio a afirmar la desvinculación de toda atadura legal128. El aparato administrativo de la monarquía encabezado por el Condestable sin duda fue el responsable del desarrollo del concepto y del fortalecimiento de la figura regia, una etapa indispensable para la creación de un Estado monárquico. En este aspecto, el reinado de Juan II destaca por ser una época en la que se registra un constante crecimiento del poder real en el que don Álvaro encarna la tendencia a la formación de un poder monárquico supremo e ilimitado encarnado en el rey129. No es casual que haya sido con este monarca con quien la ceremonialización de la vida política y el recurso a la solemnidad alcanzan su máxima expresión. Estos rasgos, característicos de la Monarquía Trastamara, deseosa de legitimidad por mor de su peculiar entronización, obedecían en el siglo xv a las mayores pretensiones de autoridad y al deseo de fortalecimiento del poder regio, a la dificultad de que tales pretensiones fueran aceptadas por el reino en general y la oligarquía nobiliaria en particular, así como a exigencias propagandísticas. Este incremento del rito y la ceremonia política se produce   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Los Trastamaras de Castilla..., pp. 111 y 123.   MACKAY, ob. cit., p. 153. 128   NIETO SORIA, Los fundamentos..., pp. 124-129. 129   MARAVALL, Estado Moderno..., p. 279. 126

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en la época en que don Álvaro desarrolló su actividad pública, de quien sabemos su habilidad para toda política de prestigio y su recurso a cualquier medio de propaganda. Por estas razones, resulta difícil desvincular a este personaje de la citada ritualización de la vida política castellana, ya que debería saber que las ceremonias que rodeaban a la actividad de la realeza, como dice Nieto Soria, contribuyen a consolidar el poder regio rodeándolo de un contenido carismático que favorecía su incontestabilidad130. Las iniciativas políticas y de gobierno emprendidas por el favorito estaban encaminadas a alcanzar el objetivo de consolidar e incrementar la autoridad regia, un fin que, a su juicio, implicaba necesariamente el aumento de la suya propia. Este propósito se encontraba con dos obstáculos esenciales: los Infantes de Aragón y los grandes linajes del reino. El método principal seguido por don Álvaro para imponerse a estos rivales, unas veces unidos y otras separados, fue la concesión, el pacto, al tiempo que intentar fomentar la división entre ellos131. Entre otras iniciativas adoptadas, el Condestable repartió entre aquellos nobles que le respaldaban títulos, dádivas y propiedades de los vencidos para asegurar su apoyo, llegando en su largueza a permitir que la grandeza fuera fruto del éxito político y no del parentesco del rey. Pero esta política se reveló peligrosa a largo plazo ya que con las donaciones y mercedes consiguió fortalecer a la nobleza, la cual acabó por temer más el poder del valido que la ambición de los Infantes de Aragón, por lo que al final prácticamente todos los grandes apoyados por el futuro Enrique IV se unieron frente al privado, cada vez más aislado en la política del reino. Esta alianza an­ tilunista de los grandes se puede considerar un ejemplo de la aplicación del axioma según el cual la nobleza no permitía el excesivo engrandecimiento de ningunos de sus miembros. Este principio como criterio de actuación política era manifiestamente insuficiente pues no estaba acompañado de otros criterios, ni de un programa político ni de unas directrices capaces de construir un gobierno estable132,   NIETO SORIA, Ceremonias de la realeza..., pp. 160-168.   Crónica de don Álvaro de Luna, pp. 34 y 35. El autor alude a la capacidad del valido para darse cuenta de la división existente entre los grandes y de la posibilidad de imponerse a las distintas facciones. 132   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Nobleza y ..., p. 126. 130 131

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como lo demuestran los fracasos de los Infantes de Aragón y de la oligarquía nobiliaria al hacerse con el poder con ocasión de los destierros de Álvaro de Luna. Don Álvaro y los poderes del reino: nobleza, ciudades e Iglesia El Condestable intentó que la nobleza en su conjunto, y en especial la desafecta, se sometiera a la obediencia del monarca y acatara las directrices de su gobierno, para lo cual utilizó primero las mercedes y luego la fuerza, pero sin dar nunca un paso decisivo contra su poder, bien por indecisión bien por impotencia. Álvaro de Luna ni fue ni pudo ser un Pedro I, un ángel exterminador de la oposición nobiliaria, tanto por su posición, en el fondo siempre endeble e inestable, como por el rechazo del rey Juan II, vinculado personalmente con los Infantes y con las grandes casas de la nobleza, a iniciar una política de represión de la oposición. Lo más parecido a ella fue la persecución de aquellos nobles vinculados a conjuras contra su persona, reales o supuestas, desarrolladas en los primeros años de la década de los treinta, que supuso el encarcelamiento y la confiscación de los bienes de parte de los represaliados133. Aunque parezca contradictoria con las recompensas y favores repartidos entre los linajes y las casas afectas a su persona, la política de don Álvaro representó uno más de los intentos realizados para someter políticamente a la alta nobleza desde el reinado de Pedro I, llegando incluso a amenazar con las medidas adoptadas el patrimonio y el poder económico de este grupo social. A pesar de las mercedes concedidas a la nobleza afecta, tan intensas que significaron la aparición de una gran nobleza que carecía de lazos de sangre con los Trastamara134, el Condestable intentó limitar las fuentes de riqueza de los grandes como grupo social a través de una serie de alteraciones y devaluaciones monetarias que dieron lugar a una crónica inestabilidad de precios y salarios en el reino castellano. Esta situación perjudicaba enormemente a la nobleza al basarse sus ingresos en unas contribuciones fijas que se veían muy afectadas por   Ibidem, p. 144.   Ibidem, p. 142.

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los continuos cambios en el valor de la moneda, lo que llevó a los grandes a acusar al valido, como más tarde harían con Enrique IV, de efectuar una tiránica manipulación monetaria. Las quejas de las casas nobiliarias no ocultaban el odio que experimentaban hacia don Álvaro a causa de ser quien dominaba los resortes de la administración y el responsable de las medidas tomadas en contra de sus intereses, en especial la neutralización del Consejo Real y la realización de las citadas devaluaciones que atentaban contra sus deseos de estabilidad monetaria. La utilización de medidas fiscales y monetarias por parte del valido para debilitar el poder económico de la nobleza parece confirmarse si, como señala MacKay, nos fijamos en que fueron tomadas en unos momentos que cabe considerar de apogeo monárquico135. Las decisiones financieras adoptadas por el de Luna, que permitían a un mismo tiempo financiar los gastos militares de la Corona y mermar los ingresos de la nobleza, son una muestra de la amplitud de los recursos utilizados por el Condestable en su actividad y un ejemplo de imaginación a la hora de buscar armas en la lucha por el predominio político. El privado, dentro de la línea que tenía como objetivo la limitación del poder de la nobleza y el robustecimiento de la autoridad personal del rey como método de incrementar la propia, amplió enormemente el número de miembros del Consejo Real, lo que significó el falseamiento de su carácter ya que pasó a ser una institución más disfuncional que efectiva, que experimentó una progresiva pérdida de prestigio. Así, el Consejo Real, un cuerpo consultivo creado por Juan I para aconsejar al rey en asuntos públicos y colaborar en el gobierno y la administración del Estado, llegó a tener 65 miembros en 1426 frente a los 12 consejeros fijados en la ordenanza de las Cortes de Valladolid de 1385, con ocasión de su creación y ratificada en 1406. A pesar de las peticiones realizadas a Juan II en 1440 en las Cortes de Valladolid para que aplicase la ordenanza de 1406, y de la promulgación de una nueva reglamentación en 1442, que reproducía la organización del Consejo Real prevista a principios del siglo xv, la realidad es que la institución no tenía plantilla fija ni funcionaba como un cuerpo consultivo permanente, habiéndose convertido su 135   MACKAY, Angus, Money, Prices and Politics in Fifteenth-Century Castile, London, 1981, pp. 89 y ss.

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designación en una mera distinción honorífica136. De esta forma, la que había sido natural plataforma de influencia nobiliaria sobre la Corona quedaba diluida en las divisiones y enfrentamientos existentes entre intereses tan distintos como los representados por sus miembros. Por otra parte, lo numeroso de sus componentes permitía a don Álvaro realizar unos nombramientos encaminados a dotarse de un amplio panel de asesores, especialmente legistas, que constituían un verdadero Consejo137 y un efectivo instrumento administrativo y político. Este era el llamado «Consejo Secreto», compuesto por técnicos y partidarios del valido, cuyo funcionamiento se desarrollaba al margen del Consejo Real y de sus miembros138. El que las tácticas e instrumentos de gobierno utilizados por don Álvaro favorecían la aparición y el afianzamiento de la autoridad regia, se pone de manifiesto durante el reinado de los Reyes Católicos. Estos monarcas utilizaron con mayor intensidad métodos empleados anteriormente por el Condestable para afirmar el poder real, como la decidida incorporación de juristas y miembros de la pequeña nobleza a las tareas de gobierno. No es una casualidad que muchos de los colaboradores de Isabel y Fernando comenzaran su vida pública al lado de don Álvaro, como sucede con Gonzalo Chacón, probable autor de la Crónica que narra la vida del privado. El empleo de corregidores, el intento de incorporar las Ordenes Militares a la Corona, el control de los nombramientos de altos cargos de la Iglesia, fueron también algunas de las iniciativas que los Reyes Católicos tomaron del de Luna a la hora de gobernar139. La importancia de las ideas y de la herencia política del privado han llegado a ser consideradas, quizás algo exageradamente, unos elementos clave para el reinado de Isabel y Fernando140, aunque, ciertamente, resulta difícil admitir que los largos años de vida pública del Condestable, caracterizada por una marcada inclinación política, pudieran pasar sin nin-

136   GARCIA DE VALDEAVELLANO, Luis, Curso de Historia de las Instituciones españolas, Madrid, 19.., pp. 458-459. 137   ROUND, ob. cit., p. 25. 138   Crónica del Halconero, pp. 240 y 241. 139   HILLGARTH, ob. cit., p. 374. 140   Ibidem, p. 375.

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guna trascendencia para sus contemporáneos, especialmente para quienes estaban más cerca de sus propósitos. Durante los años de gobierno que se extienden entre 1430 y 1452, don Álvaro no se inclinó claramente hacia ningún grupo político, sino que llevó a cabo todo tipo de pactos y alianzas y aprovechó las divisiones de sus adversarios para afianzar su posición, sin dejar de practicar un poder personal de carácter autoritario, especialmente desde 1445. No se apoyó en las ciudades frente a la nobleza, sino que confió en que su poder político y económico, unido a la legitimidad regia que le respaldaba, bastaría para imponerse a todos los bandos, utilizando a una y otra facción según los intereses del momento y en virtud de las necesidades de la monarquía. En este sentido se puede intentar comprender la ambición del Condestable. Aunque es innegable su afán de medro, poder, prestigio y riquezas, especialmente irritante para los grandes al darse en alguien de bajo linaje, Álvaro de Luna pretendió crearse una posición fuerte y estable, tanto social como económicamente, en el seno del reino que sirviera para desequilibrar la balanza en favor del monarca. Su persona sería el poder en el que se sustentaría la monarquía frente al acoso de la nobleza y de las ciudades. Así se explicaría políticamente la creación de un importante patrimonio personal y el control por parte de don Álvaro de un grupo de fortalezas vitales, al igual que la posesión de enormes rentas y cargos como la Orden de Santiago que, en palabras de Suárez Fernández, suponían un Estado dentro del Estado al servicio del partido monárquico141. Por otra parte, como hemos señalado, la enorme acumulación de dinero y de metal precioso llevada a cabo por el privado no obedecía exclusivamente a la avaricia sino también a la necesidad de contar con abundantes medios de pago que, en una época donde la economía dineraria era ya una realidad, constituían un elemento de poder y de práctica política, trascendiendo la esfera de lo personal. Con estas medidas destinadas a la creación de un patrimonio propio que independizara su posición, el Condestable aspiraba llegar a ser la réplica al poder de la oligarquía nobiliaria. Desde este punto de vista aparece una vez más la congruencia entre el interés personal del favorito y el interés regio, lo que supuso   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Nobleza y..., p. 143.

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un contrasentido que colaboró a la caída y al fracaso personal del de Luna ya que la confusión entre poder real y poder personal se vio agravada con la enorme contradicción que supone defender la autoridad real y suplantar al monarca en su ejercicio142. Las pretensiones de Álvaro de Luna fracasaron entre otras razones al ser incapaz de crear un sistema político estable y no conseguir convertirse en la autoridad indiscutible del reino como defensor del trono. Aunque no consiguió imponerse a las pretensiones del bloque nobiliario, sí logró que el poder absoluto del rey fuera una concepción con mayor proyección y futuro en la realidad política castellana. En relación con los resultados de la política del valido, habría que preguntarse también hasta que punto el propio Juan II estaba interesado en alcanzar la totalidad de los objetivos perseguidos teniendo en cuenta el enorme poder que podía obtener su valido. Al final, la nobleza resultó vencedora en la lucha ya que pudo contar con el apoyo de la reina, con la energía y capacidad de Juan Pacheco, Marqués de Villena, y, muy especialmente, con el concurso decisivo del Príncipe don Enrique, reciente enemigo del Condestable en parte por el temor de que su poder acabase en el posible destronamiento de Juan II y en el fin de la dinastía. Hay que señalar que, paradójicamente, los objetivos perseguidos por don Álvaro no dejaron de ser un rodeo en el camino hacia el fortalecimiento de la Monarquía, ya que el crecimiento de su poder personal, aunque se destinase a reforzar el del rey, venía a fragmentar la soberanía de la Corona desde un flanco distinto al que representaban los tradicionales enemigos señoriales. Esta circunstancia favoreció el desarrollo de la acusación de tiranía y de secuestro de la persona del rey, dos cuestiones que mermaban la autoridad regia y que aprovechó la nobleza en su lucha contra el Condestable. La actitud de don Álvaro ante las ciudades y las Cortes fue más enérgica, como corresponde ante un adversario de menor entidad, que la mantenida frente a la poderosa y agresiva oligarquía señorial. El Condestable en esto, al igual que en otros muchos aspectos, reaccionó como un miembro más de la nobleza ya que, según Suárez Fernández143, tanto él como el Infante don Juan coincidían en la necesidad de limitar el desarrollo del tercer estado que, desde los suce142 143

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  Ibidem, p. 142.   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Los Trastamara de Castilla..., p. 89.

sos de Tordesillas en 1420, había visto crecer su influjo. Don Álvaro, sin excesivo esfuerzo, consiguió neutralizar y convertir a las Cortes en un instrumento de la monarquía y de su política a partir de las Cortes de Ocaña de 1422, cuando transforma el sistema de retribución de los procuradores144. Desde entonces las ciudades dejaron de pagar a sus representantes, pasando a ser el rey quien corría con los gastos de los procuradores con todo lo que esto supone de dependencia y de pérdida de influencia de las ciudades145. De esta forma, quedaron las Cortes sometidas a la voluntad regia y, por ende, a la del valido. Aunque no se consiguieron suprimir todas las protestas, si se lograron durante cierto tiempo los subsidios necesarios para llevar a cabo la política del Condestable, a pesar de que los servicios votados lo fueron para objetivos bien distintos de aquellos a los que se aplicaron. La intervención del poder real en el gobierno de las ciudades para mantener sometidos y controlados los concejos se completó a través del nombramiento de regidores y corregidores, los cuales eran decididos por don Álvaro en nombre del rey. Esta intervención del monarca en los asuntos de las ciudades, que provocó las continuas protestas de las Cortes, expresa el afán de centralización que define la política del Condestable. Estas medidas afectan incluso a Toledo, quien perdió su tradicional privilegio de mantener el sistema de Concejo al ser asimilada al resto de las urbes castellanas, cuyos regidores eran nombrados por el monarca. La autonomía de las ciudades quedaba sacrificada para satisfacer las aspiraciones nobiliarias de limitar su poder, antes que por la necesidad de afirmar el poder regio frente a un rival de entidad. De esta forma se abría una puerta para la absorción de los municipios por los señores, al tiempo que disminuía el influjo del estado llano en la política del reino146. Nunca fueron las ciudades de Castilla semejantes a las señorías italianas, pero a partir de ahora su poder e independencia quedaron limitados aun más que antes. 144   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Nobleza y..., p. 126, Los Trastamaras de Castilla..., p. 89. 145   Según Julio VALDEON BARUQUE, las Cortes no representaban más que a una oligarquía de caballeros ciudadanos vinculadas al rey, por lo que se puede considerarla una institución sumisa. «Las Cortes de Castilla y las luchas políticas del siglo xv (1419-1430)», Anuario de Estudios Medievales, III, Barcelona, 1966, p. 299. 146   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Los Trastamaras de Castilla..., p. 89.

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Las frecuentes convocatorias de Cortes realizadas durante el reinado de Juan II, no significaba que esta institución tuviera una gran importancia en la actividad política de la época —por el contrario, en realidad se encontraba en la etapa final de su vida—, sino que obedecían a una doble motivación, fruto exclusivo de los intereses del Condestable. En primer lugar, las reuniones de las Cortes respondían a la necesidad de Álvaro de Luna de obtener algún respaldo específico a su gobierno personalista, al tiempo que conseguir los recursos necesarios para mantener una política muy costosa, especialmente en su vertiente militar147. Para don Álvaro, las Cortes cobraban un valor circunstancial muy elevado ya que, gracias a su respaldo, sus actos de gobierno aparecían justificados por un órgano de representación del reino tras ser presentados como encaminadas a obtener el bien común. En su actuación en relación con las Cortes, el valido aprovechó que la monarquía tenía su apoyo principal en las ciudades, preocupadas ante la creciente señorialización del reino148, y en el estrecho control que, aparentemente, podía ejercer sobre la institución tras los cambios introducidos en las Cortes de Ocaña de 1422 a la hora de retribuir y escoger a los procuradores. Las Cortes, a pesar de mantener un tono genérico de acatamiento a las directrices del gobierno real, distaron de presentar una actitud uniforme ya que el valido en ocasiones concilió en su contra la voluntad de algunos procuradores, como sucedió en 1425 y, sobre todo, después de 1445149. Hasta 1430 aproximadamente, las Cortes conservaron un cierto espíritu crítico, en especial ante el crecimiento del poder señorial, que choca con las medidas adoptadas por el binomio formado por Juan II y Álvaro de Luna para someter a la institución. Después de lo acordado en Ocaña en la reunión de 1422, con todo lo que supone de desvirtuamiento de la asamblea, las Cortes comienzan un declive que se hará patente en la década siguiente. En ese año, el carácter institucional de la Cámara se vio notablemente dañado cuando en el acto de proclamación de heredera de la primogénita de Juan II, Catalina, se prescinde de la representación ciudadana, por lo que se sugiere la idea de que para   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Nobleza y..., p. 146, nota 8.   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Los Trastamaras de Castilla..., p. 96. 149   Ibidem, p. 95. 147 148

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ser rey ya no era necesario contar con el voto de las Cortes150. La progresiva afirmación del poder regio y su tendencia hacia una monarquía de carácter absoluto chocaba con una institución representativa de origen medieval que tenía pretensiones de influir en el gobierno. Durante los años que van de 1420 a 1430, las Cortes experimentaron una doble presión: la procedente del inexorable incremento del poder nobiliario y aquella que ejercía el Condestable en nombre del poder regio para imponer la autoridad del monarca de manera exclusiva en el reino. La asamblea no cejó en sus quejas ante lo que eran problemas habituales: desorden de la justicia, mala gestión económica y, sobre todo, expansión de la jurisdicción nobiliaria y de los dominios señoriales151. Este último aspecto resulta especialmente útil para los propósitos de la monarquía ya que las Cortes se inclinaban ante las demandas del Condestable por temor al crecimiento del poder señorial y a la amenaza de las libertades ciudadanas. A finales de la década de los veinte, las Cortes muestran su debilidad ante las peticiones del valido al votar en las Cortes de Illescas un generoso subsidio para armar un ejército contra los Infantes y el reino de Aragón, que se repite en 1430 con ocasión de las Cortes de Burgos del mismo año, lo que proporcionó a don Álvaro abundantes recursos152. Sin embargo, esta docilidad, incrementada durante el período de gobierno del Condestable y algunos linajes nobiliarios como los Enríquez y los Stuñiga entre 1431 y 1438, no impide que los procuradores reiteren sus continuas quejas en las frecuentes convocatorias de la asamblea. Junto a las tradicionales reclamaciones desatadas por los grandes gastos que generaba la política del de Luna y por el desorden económico y judicial unido a la creciente presión nobiliaria sobre las ciudades, lleva a que la institución solicite que sean los concejos y no el rey quien nombre a los procuradores153. Esta reiteración en idénticas reclamaciones demuestra que las Cortes mantenían una cierta   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Nobleza y..., p. 126.   Así se manifiestan las Cortes de Tordesillas de 1420, las de Palenzuela en octubre de 1425 y las de Burgos de 1430 (SUÁREZ FERNÁNDEZ, Los Trastamaras..., pp. 89, 96 y 117). 152   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Ibidem, p. 117 y Nobleza y..., p. 136. 153   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Los Trastamaras..., p. 117. 150 151

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capacidad de contestación, pero sobre todo revelan que eran sistemáticamente desoídas. El respaldo que obtuvo Álvaro de Luna de los procuradores, siempre reticentes, se mantuvo durante este período a pesar de que nada hizo por satisfacer alguna de las peticiones, a las que había contribuido directamente en provocar. Conviene recordar que el crecimiento del poder señorial respondió en parte a la política de recompensas ejercida por el Condestable para conseguir el apoyo nobiliario, mientras que el control de los procuradores por el rey era consecuencia de la voluntad del favorito de extender su política autoritaria a todas las instituciones. El malestar existente en las Cortes por la insatisfacción de sus demandas se incrementó en 1440 al reanudarse el conflicto entre don Álvaro y la oligarquía nobiliaria, al que se sumarían los Infantes de Aragón. Sin embargo, el descontento ciudadano no se dirigió en estos momentos de forma exclusiva contra el Condestable y su política, pues las Cortes de Burgos de 1445 —reunidas por Juan II y el nuevo equipo de gobierno tras haber huido del rey de Navarra y en las que estuvo ausente el de Luna— no proporcionaron el respaldo esperado, aunque aprovecharon la ocasión para solicitar que los bienes del Infante don Juan se integrasen en los dominios del realengo154. Tras el paréntesis de Olmedo, donde las Cortes reunidas en el Real de Juan II frente a las tropas de los Infantes concedieron rango de ley a la disposición de las Partidas que define el poder real, consagrando la orientación autoritaria de la monarquía, se inicia la nueva etapa de gobierno de Álvaro de Luna. Este periodo, abierto después del triunfo sobre la Liga nobiliaria, es una época personalista, autoritaria y de creciente debilidad política del Condestable, que desata las quejas de la institución hasta extremos desconocidos. Las protestas de los procuradores y sus enfrentamientos con el privado son intensos y repetidos, revelando el hastío de las ciudades por los gastos y despilfarros de las rentas reales, especialmente grandes en unos años de guerra civil continua. En esta época, las Cortes dejan de ser un apoyo para don Álvaro ya que, a pesar de conceder un escaso subsidio en las Cortes de Tordesillas y Valladolid de 1446 y 1447, ponen tales condiciones para su empleo   Ibidem, p. 181.

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que su disposición suponía atar al Condestable a la asamblea155. El descontento ciudadano que expresaban los procuradores se reveló con rotundidad con ocasión del levantamiento de Toledo de 1449 en contra del empréstito forzoso reclamado por el valido y frente a su política autoritaria. Este sentimiento debía ser muy palpable en esta época ya que tanto Juan II como don Álvaro temieron que el ejemplo de Toledo se extendiese a otras ciudades como Sevilla156. La actitud de las Cortes en los últimos años de gobierno del privado es la propia de la etapa final de una institución que todavía conserva la capacidad de protestar ante el avance nobiliario, aunque sea de forma poco menos que testimonial. En 1451 las Cortes de Valladolid, reunidas el mes de marzo una vez que el Condestable había superado los años críticos de 1448 y 1449, repiten las quejas por el despilfarro de las rentas de la Corona. Los procuradores criticaban que estos recursos se emplearan en mercedes para los nobles mientras se incrementaban los impuestos, al tiempo que denunciaban la desaparición de las libertades ciudadanas a causa de la expansión señorial157. A pesar de la oposición mantenida por las Cortes y de sus protestas, éstas quejas no iban dirigidas específicamente contra el valido y su política, sino que fueron más bien expresión del malestar general, que en muchas ocasiones fue aprovechado por las facciones opuestas al de Luna. Esta actitud, que revela la coincidencia entre ciudades y la monarquía frente a la oligarquía nobiliaria, favoreció el sometimiento de la institución a la política regia encarnada por el Condestable158. Don Álvaro no dio señales de favorecer especialmente o de inclinarse hacia las clases urbanas para obtener su apoyo frente al partido nobiliario. Por tanto, nunca pudo sentir la nobleza temor por el crecimiento del poder ciudadano, por el afianzamiento de los intereses de las clases medias y, aún menos, por una hipotética influencia de este grupo social en el gobierno del reino. El favorito apenas dio entrada en su círculo a miembros de las clases medias urbanas, apoyándose preferentemente en los letrados y en la pequeña nobleza que constituía la oligarquía ciudadana, cuyos intereses y aspiraciones no   Ibidem, p. 193.   Ibidem, p. 199. 157   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Nobleza y..., p. 401. 158   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Los Trastamaras..., p. 193. 155 156

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coincidían plenamente con la burguesía. Con Álvaro de Luna, las ciudades no sólo no acrecentaron su poder, sino que incluso vieron como mermó a causa de la política autoritaria del Condestable y del crecimiento de los dominios nobiliarios. En resumen, durante el gobierno del favorito no solo las Cortes y las clases medias urbanas siguieron fuera de los ámbitos esenciales de decisión, sino que incluso la institución representativa de los tres estados se vio alterada en su esencia por la política autoritaria del privado, quien convirtió a la asamblea ciudadana en eficaz instrumento de su política, en la medida de las posibilidades que ofrecía la institución. Por su parte, el estado ciudadano en principio fue dócil a las indicaciones de Juan II y Álvaro de Luna, aliándose inequívocamente frente al partido nobiliario y los Infantes de Aragón en defensa del poder real, aunque apenas existen datos que revelen un excesivo entusiasmo de las ciudades hacia el favorito. A don Álvaro se le contempla como un grande, aunque no de linaje sino hecho a sí mismo gracias al favor regio, con un comportamiento equiparable al del resto de la nobleza de la que sólo le distinguía su política favorable al monarca, y que en muchas ocasiones revelaba un inequívoco autoritarismo e interés personal que causaba general disgusto. No obstante, como revelan las Cortes de Olmedo de 1445, los representantes ciudadanos confirmaron el poder absoluto del rey y, por ende, la política del valido demostrando preferir una reducción del propio poder a cambio de una monarquía fuerte antes que un sistema controlado por los grandes linajes159 La política autoritaria y personalista del Condestable se manifestó también en el control que intentaba ejercer sobre la Iglesia, consciente de la importancia política y económica de la institución. Esta pretensión, además de fortalecer el poder y las atribuciones regias, también suponía limitar la capacidad de parte de la alta nobleza dadas las vinculaciones de los grandes linajes con el alto clero y la riqueza del patrimonio eclesiástico y sus rentas. De acuerdo con su intención de controlar los puestos clave del reino, el valido procedió a situar en las principales sedes eclesiásticas a personas de su confianza, eliminando sin contemplaciones a sus titulares. Un buen ejemplo de esta política de dirección de la Iglesia lo constituye la destitución del Arzobispo de   MACKAY, La España ..., p. 154.

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Sevilla, Diego de Anaya, para nombrar en su lugar a Juan de Cerezuela, sin otros méritos que ser hermano uterino del Condestable160. Poco después, en 1434, al quedar vacante la sede por la muerte de su titular, fue nombrado Arzobispo de Toledo, puesto clave de la Iglesia peninsular. Estos nombramientos contaban con el beneplácito papal dado que don Álvaro estaba considerado un activo defensor de la Cristiandad gracias a sus campañas contra los nazaríes granadinos —algo especialmente apreciable a los ojos de la Iglesia en un momento en que el avance turco por el Mediterráneo y los Balcanes estaba ahogando a Bizancio y amenazando a los reinos cristianos de la zona— y a mostrarse fiel partidario de Roma en relación con el cisma. El ascenso de Juan de Cerezuela a la mitra toledana junto a otros nombramientos afines, permitió a Álvaro de Luna controlar prácticamente a la Iglesia castellana desde 1434161. Es obvio que la autoridad del Condestable y del propio rey se reforzaba con el control de los puestos clave de la Iglesia en el reino, por lo que procuró que estos cargos fueran cubiertos con personas afectas a su persona y a la Monarquía. Por último, la intervención de Álvaro de Luna en los asuntos de la Corona se extendió hasta la persona del Príncipe de Asturias al dirigir personalmente la educación que recibía y la política matrimonial a seguir por el heredero. Este sería uno de los errores y uno de los fracasos del valido ya que el futuro Enrique IV siempre le contempló como un enemigo, convirtiéndose en uno de los artífices de su caída junto con la reina Isabel de Portugal. Las acusaciones de filojudaísmo En los años de gobierno de Álvaro de Luna y en el seno del conflicto que enfrentaba a la nobleza y a la monarquía, se utilizó una vez más la bandera del antisemitismo como arma de combate entre las facciones. La acusación de filojudaísmo, que en muchos casos recogía un sentimiento existente162, comenzó a ser utilizada políticamente durante la guerra civil que enfrentó a mediados del siglo xiv a Pedro I   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Los Trastamaras de Castilla..., p. 144.   Ibidem. 162   MONSALVO ANTON, José María, Teoría y evolución de un conflicto social. El antisemitismo en la Corona de Castilla en la Baja Edad Media, Madrid, 1985, p. 287. 160 161

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y Enrique de Trastamara, aunque alcanzaría su desarrollo pleno en el reinado de Enrique IV, un monarca que sufrió las más fuertes imprecaciones de filosemitismo de mano de sus adversarios nobiliarios como método de desautorización política. Como ocurría siempre que se utilizaba el recurso a los judíos, la finalidad de la invectiva no era otra que excitar el odio popular contra el favorito, enajenándole el discutible apoyo que hubieran podido prestarle las clases populares urbanas. Todo ello se producía en un momento muy diferente de lo sucedido con Pedro I, cuando el problema del antisemitismo no había alcanzado aun su cenit y, sobre todo, cuando aun no había aparecido el llamado problema converso, el cual desde 1391 y los bautizos masivos de judíos, dividió a la sociedad castellana en cristianos nuevos, considerados de dudosa fe, y cristianos viejos, complicando e incrementando unos conflictos religiosos que recogían también aspectos económicos, sociales y políticos. Don Álvaro, especialmente en los años siguientes a 1445, fue acusado por sus adversarios de favorecer a los judíos, en concreto a unas amistades burgalesas pertenecientes a esta religión, y de ser su valedor pero nunca fue inculpado de hereje, ni de judío oculto, ni tampoco llegaron las imputaciones de sus enemigos a los extremos alcanzados con Pedro I o Enrique IV, quizás debido a su indudable condición caballeresca Por otra parte, se puede afirmar que el Condestable no favoreció por sistema a las comunidades hebreas, aunque sí se apoyó circunstancialmente en conversos y judíos para llevar a cabo su política. Igualmente protegió a personajes de esta procedencia que utilizó como médicos y administradores, profesiones todas ellas con cierta tradición entre la comunidad judía y ampliamente requeridas por los monarcas, incluso por aquellos aparentemente tan antisemitas como Enrique II, o los propios grandes. En don Álvaro las relaciones con la comunidad judeoconversa se supeditaban, como cualquier otra cuestión publica, a las exigencias políticas y a los fines perseguidos, de ahí que junto a la afinidad reseñada existieran también circunstanciales puntos de conflicto. Un buen ejemplo lo tenemos en Burgos, donde el enfrentamiento entre los partidarios del privado y los poderosos conversos burgaleses por el control de la ciudad alcanzó cierta intensidad en los últimos años de su gobierno, siendo una de las causas de las diferencias existentes entre Álvaro de Luna y el obispo de Burgos, Alonso de Cartagena, perteneciente a la 172

ilustre familia conversa de los Santa María163. En este aspecto, la modernidad del Condestable reside en su desprecio por aquellas cuestiones, como las religiosas, que son ajenas a las exigencias de la idoneidad y de los conocimientos propios de la actividad política y administrativa que hacen idóneo para el desempeño de cargos pú­ blicos. Desde comienzos del reinado de Juan II y hasta 1449 en que se produce la revuelta de Toledo y el consiguiente pogrom que revela con toda su magnitud la cuestión conversa164, las relaciones entre judíos, conversos y cristianos conocen una época de relativa tranquilidad gracias tanto a la protección del rey y del favorito como a las favorables condiciones económicas del período. El empeoramiento de la situación económica y el incremento del conflicto entre la nobleza y Álvaro de Luna desatan el antisemitismo y el furor anticonverso por el reino165, encubriendo razones políticas y sociales como revelan la Sentencia-Estatuto de Pero Sarmiento y el Memorial del bachiller Marquillos de Mazarambroz166, documentos esenciales de los sucesos toledanos. Es innegable que entre 1419 y 1422 se abolieron diversas órdenes dictadas contra las aljamas con anterioridad, siéndoles devueltas las sinagogas y los libros del Talmud anteriormente requisados, y que algunos judíos recuperaron sus puestos administrativos y su importancia en el comercio, lo que supuso para las comunidades hebreas un corto renacimiento. La política de tolerancia hacia la población judía llevada a cabo por el Condestable, suponía un nuevo   SERRANO, ob. cit., pp. 180 y 181.   Sobre la revuelta de Toledo de 1449 y el problema converso son imprescindibles las dos obras de Eloy BENITO RUANO, Toledo en el siglo xv. Vida política, Madrid, 1961 y Los orígenes del problema converso, Barcelona, 1976. 165   La coincidencia acerca de la prosperidad de la comunidad judía y la tolerancia hacia los conversos en la primera mitad del siglo xv no es total ya que MONSALVO ANTON y SUÁREZ FERNÁNDEZ, (Judíos españoles en la Edad Media, Madrid, 1980), difieren acerca de la relativa tranquilidad que presidieron las relaciones entre judeoconversos y cristianos. Por el contrario, el acuerdo es total entre ambos al señalar las profundas diferencias existentes en la segunda mitad del siglo xv donde el panorama cambia radicalmente, un contraste recogido por BAER, (Historia de los judíos en la España cristiana, Madrid, 1981, p. 529), y en situar en la revuelta toledana de 1449 el punto de inflexión (vid supra). 166   Vid. BENITO RUANO, Los orígenes..., donde se incluyen sendos trabajos acerca de la Sentencia-Estatuto y el Memorial de Marquillos. 163 164

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motivo de enfrentamiento con el patriciado urbano y la oligarquía nobiliaria. Este grupo social, aunque utilizaba los servicios de judíos y conversos, tradicionalmente esgrimía la demagogia del antisemitismo para ganarse al estado llano y desviar la atención en los momentos de crisis o lograr su apoyo frente a un adversario susceptible de ser impopular, una manipulación que fue una constante en la historia de la última Edad Media castellana. Álvaro de Luna no podía dejar pasar la oportunidad de utilizar a los judíos y los conversos en su política, no sólo por su valía y capacidad en determinadas profesiones, sino también porque algunos de ellos aun detentaban un notable poder e influencia, en especial en el mundo de las finanzas y en los ambientes urbanos. Los hebreos fueron un instrumento más en la práctica de gobierno mantenida por don Álvaro en su lucha contra la nobleza, en la que el pragmatismo era una característica dominante. Con las medidas favorables a los judíos, que en realidad no suponían gran cosa para esta comunidad, se ganaba para su política a un grupo social de importancia e influencia en alguno sectores, aunque esto significaba ignorar la opinión popular y sus sentimientos antihebreos, los cuales serían rápidamente instrumentados por el partido nobiliario al calor del descontento que provocaba la figura del valido y del malestar producido por las crecientes dificultades económicas. Por otra parte, según afirma Monsalvo Antón167, es posible que tanto Juan II como el valido confiaran en la capacidad de administración de los conversos y los consideraran aliados naturales en el intento de establecer el poder real absoluto. Un ejemplo de la política hacia estos grupos lo tenemos en lo sucedido en 1442, cuando la Liga nobiliaria impone el destierro de don Álvaro y restablece las duras leyes hacia los judíos dictadas por Benedicto xiii; unas medidas que al recuperar el Condestable el poder las revoca mediante el Ordenamiento de Arévalo, el 6 de abril de 1443168. Sin embargo, también cabe señalar la subestimación que demostró el privado hacia las acusaciones de filojudaísmo, un rasgo que demuestra la superación de prejuicios antisemitas de origen medieval y la inclusión de estas relaciones en unas pautas políticas que respondían a otros principios así como el distanciamiento de elementos re  MONSALVO ANTON, ob. cit., p. 291.   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Judíos españoles ..., p. 246.

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ligiosos excluyentes, sometiéndolos únicamente a criterios de eficacia. Por su parte, judíos y conversos no podían por menos que ver con complacencia a don Álvaro de Luna y su política autoritaria tendente a reducir el poder de la nobleza, destacada desde el siglo xiv por su feroz antisemitismo programático, que no práctico, pero que tan amenazador resultaba para la seguridad de estos grupos religiosos. Puede que las acusaciones de filojudaísmo lanzadas contra el Condestable sean exactas en parte, pero más acertado sería calificar de lunistas a los hebreos y conversos, siendo difícil de admitir la pasividad de estos grupos que proclaman algunos autores al afirmar que se vieron comprometidos en la lucha entre nobleza y monarquía pesar suyo. Por ahí, por el camino inverso, iría la realidad, pero resultaba más útil para los intereses de la nobleza afirmar que el privado se inclinaba abiertamente hacia los hebreos, sin dejar de aludir al respaldo que estos grupos de población prestaban al favorito como elemento de desprestigio para el valido. Triunfo y caída La capacidad de maniobra y la innegable habilidad política de Álvaro de Luna le permitieron mantenerse en el poder durante un amplísimo periodo de tiempo, aunque atravesando inevitable altibajos traducidos en otros tanto destierros y temporales alejamientos de la Corte. Sin embargo, el Condestable supo aprovechar las divisiones existentes entre los Infantes de Aragón —concretamente las que separaban a Juan y Enrique— y entre las personalidades que formaban la oposición nobiliaria. Así mismo, ahondó en las diferencias para atraerse a unos y marginar a otros y explotó la indecisión de Juan de Navarra, quien ni supo ni quiso dar los pasos decisivos para su entronización en Castilla cuando pudo hacerlo, quizás temeroso de las consecuencias de un acto que rompía con la legalidad y atentaba directamente contra la Monarquía. El rey de Navarra siempre reconoció el liderazgo de su hermano Alfonso en todos los asuntos castellanos así como su condición de caudillo de una parte de la nobleza por lo que jamás pretendió sustituirle, sometiendo a su parecer todos los actos llevados a cabo. 175

En este sentido resultó fundamental para don Álvaro la vocación mediterránea de Alfonso V, el mayor de los Infantes de Aragón, quien tenía como objetivo básico de su política exterior el reino de Nápoles, aunque no desechase del todo la política iniciada por su padre Fernando de Antequera para controlar los reinos peninsulares. Las energías y los recursos del rey de Aragón estuvieron primordialmente ocupados en Italia, optando en lo que se refiere a Castilla por una política de moderación, prudencia y respeto por la institución monárquica, y por contener a sus hermanos, especialmente al inquieto don Enrique, y evitar la intervención directa en favor de la diplomacia. Esta política beneficiaba a don Álvaro, quien probablemente pudo ser eliminado de la escena en varias ocasiones si Alfonso V hubiera intervenido personalmente en favor de los Infantes, aunque este respaldo probablemente nunca hubiera ido más allá de una pequeña incursión para acabar con el gobierno del Condestable, sin permitir el destronamiento de su primo, el rey de Castilla. En el terreno de la hipótesis, es indudable que si Alfonso V de Aragón hubiera destronado a Juan II y se hubiera coronado rey de Castilla, una maniobra que probablemente hubiera encontrado más de un apoyo, habría adelantado la unificación de ambos reinos, aunque es difícil predecir cuanto tiempo hubiera durado tan frágil unión169. Probablemente, al monarca aragonés le resultaba más tranquilizador un reino dividido y en estado de permanente guerra civil, que un vecino poderoso con energías para emprender aventuras exteriores y con intenciones de imponer su hegemonía en la Península. Para Alfonso, si no era posible controlar estrechamente a Castilla y aprovechar sus recursos, era mejor que estuviera sumida en conflictos internos, en los que la presencia y defensa de los intereses aragoneses estaban presentes, permitiéndole dedicarse a su vocación mediterránea sin temer una alteración de la situación peninsular.   En 1446, Alfonso V recibió ofertas expresas por parte de los nobles castellanos para proclamarle rey de Castilla. La más concreta de todas se produjo en diciembre de ese mismo año cuando Diego Gómez de Manrique, en nombre de la facción nobiliaria opuesta a Juan II y su valido, ofreció en las Cortes de Zaragoza el reconocimiento de Alfonso V como rey de Castilla si aparecía personalmente en el reino. ZURITA, Jerónimo, Anales de la Corona de Aragón, Zaragoza, 1610, III, fol. 309, citado por SUÁREZ FERNÁNDEZ, Nobleza y..., p. 169, nota 7. Ver también de este autor Los Trastamaras de Castilla..., pp. 194 y 406, notas 2 y 3. 169

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En 1445, tras el efímero triunfo de Olmedo, don Álvaro de Luna parecía haberse desembarazado de todos sus enemigos, quedando el camino libre de la amenaza que representaban desde 1420 los Infantes de Aragón ya que don Enrique murió a consecuencia de la repentina complicación de las heridas sufridas en la batalla, Juan de Navarra se retiró a su reino mientras que Alfonso V, tras la derrota de sus hermanos, reiteraba su inclinación italiana. También el partido nobiliario parecía dominado después de la derrota militar sufrida, pero este panorama tan solo era aparentemente favorable al privado ya que en poco tiempo todo lo constituido se tambalearía haciendo más inestable su posición hasta culminar en su caída definitiva. En realidad, como señala Suárez, la nobleza conservó su poder y riqueza a pesar del triunfo realista en Olmedo170, manteniendo su oposición al favorito, especialmente intensa por parte del Príncipe Enrique y de Juan Pacheco, quienes se convirtieron en sus principales adversarios171, siempre animados por la reina Isabel de Portugal, acérrima enemiga de don Álvaro a pesar de que este había patrocinado su matrimonio con Juan II. Fundamental en la caída del privado resultó la actitud mantenida por el futuro Enrique IV, quien, a raíz del triunfo del Condestable, iba a acercarse cada vez más a su padre Juan II y a tomar el relevo de Juan de Navarra en la oposición al de Luna, al estar el aragonés ocupado desde 1450 en la guerra civil con el Príncipe de Viana. El partido antilunista, tras años de infructuosa oposición, cambiaba sus figuras dirigentes y llegaba a un acuerdo, todo con el objetivo de desembarazarse definitivamente de don Álvaro. La realidad era que, después de Olmedo, la oligarquía nobiliaria temía más el poder del Condestable que las ambiciones de los ya más que sosegados y disminuidos Infantes de Aragón, cuyo tiempo había pasado. Ahora, a la altura de 1450, la oposición esencial al Condestable ya no la formaba 170   La reconciliación preconizada vigorosamente por Pacheco y el Príncipe don Enrique, contra la voluntad de Álvaro de Luna, invalida el éxito de Olmedo. El perdón a los rebeldes y la recompensa a los afectos hizo que, en el fondo, la nobleza como estamento saliese victoriosa del episodio. La política de concesión de mercedes supuso un importante incremento en el número de los linajes de la alta nobleza al tiempo que un gran aumento de la riqueza de todos ellos. Nobleza y..., p. 166 y 167. 171   Ibidem.

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el partido aragonés, sino el conjunto de los grandes castellanos encabezados por una nueva y ambiciosa figura, capaz de rivalizar con don Álvaro en determinación y avidez de poder, como era Juan Pacheco, Marqués de Villena. En 1452 se produjo la definitiva caída del favorito tras la aproximación de Juan II a su hijo Enrique y la reconciliación de este con su futuro privado, el Marqués de Villena, a lo que contribuyeron las maniobras de la reina Isabel de Portugal para unir a padre e hijo frente al valido. La caída del Condestable, aunque resulta oscura en muchos de sus extremos, parece que fue fruto de varias coincidencias172. Cabe hablar en primer lugar del desgaste sufrido por don Álvaro tras muchos años de permanecer al frente de las tareas de gobierno y en la lucha política. A ello hay que añadir la sorda labor realizada por sus numerosos enemigos, entre ellos la propia reina, y de su alejamiento de la persona del rey, quien acabó optando por su hijo en el enfrentamiento entre el Príncipe y el Condestable. Este distanciamiento le resultó fatal al favorito ya que se vio privado del elemento que le legitimaba y sostenía en la vida política del reino. Hay que tener presente que sin el apoyo real nada permitía al privado mantenerse en el poder, estando su suerte echada desde el momento en que se produce la falta de este respaldo. Esta circunstancia es fundamental para comprender la desgracia del valido ya que, si hubiera mantenido sus lazos personales con Juan II como en los años comprendidos entre 1420 y 1430, probablemente todo hubiera sido distinto. Sin embargo, el rey, presionado por su mujer y su hijo Enrique, acabó enfrentándose con don Álvaro, cuyo poder se pensaba que amenazaba a la propia figura regia e incluso a la institución monárquica. A pesar de su marginación de los asuntos públicos, también colaboró al desgaste del Condestable la oposición popular, cansada de un continuo estado de guerra que hacía del pueblo la víctima propiciatoria del choque entre ambos partidos173. Después de años de estar al frente de los asuntos   Sobre las circunstancias relativas a la caída de don Álvaro y su posterior ejecución se pueden consultar los trabajos de Nicholas Round e Isabel Pastor Bodmer, dedicados en gran parte a este acontecimiento y a los últimos años de gobierno del privado. 173   Las diversas convocatorias de las Cortes desde la vuelta del segundo destierro de don Álvaro en 1443 y, sobre todo, tras la batalla de Olmedo, muestran cada vez más intensamente el malestar y el reducido respaldo que prestaban las 172

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públicos, las medidas propagandísticas y de diversión de don Álvaro ya no causaban los efectos deseados ni tenían la eficacia de años atrás. Hay que tener en cuenta que ya circulaba por el reino la acusación de filojudaísmo en relación con el Condestable, y que la situación económica de Castilla había empeorado, al tiempo que las empresas exteriores en las que se había embarcado el privado no habían arrojado sus frutos; al contrario, la guerra con Granada tuvo resultados muy negativos para las armas castellanas. Tampoco hay que olvidar que las iniciativas políticas de Álvaro de Luna eran unas empresas costosas que exigían continuos servicios extraordinarios votados por las ciudades, lo que provocaba la consiguiente subida de impuestos. Este conjunto de resultados negativos en la política del Condestable, junto a la presión fiscal y las dificultades económicas, acabaron por enajenarle a los sectores populares, quienes dirigieron sus iras por medio de motines hacia los recaudadores de origen judío que desembocaron en auténticos pogromos, como sucedió en el caso de Toledo en 1449. Cabría añadir que el autoritarismo personalista del Condestable y su política de prestigio y ostentación se volvieron contra él, siendo acusado desde todos los sectores de tirano e incluso de procurar el destronamiento del rey para alzarse con el cetro. La llamada acción de Záfraga, que supuso la prisión de parte de la oposición nobiliaria a don Álvaro en mayo de 1448, fue un error mayúsculo que propició la aparición de la acusación de tiranía, extendida rápidamente gracias a encontrar un terreno favorable en el autoritarismo del privado, y el enfrentamiento con el resto de la nobleza y las ciudades, al tiempo que se abría paso la idea de que el poder del Condestable era ilegal174. El asunto de Záfraga no solo significó que Álvaro de Luna se quedase sin el respaldo de ningún sector de este grupo social, sino que revelaba su falta de recursos, su errónea visión del panorama político, la incapacidad para medir los riesgos y el autoritarismo gratuito de su gobierno. Desde 1448, el de Luna por vez primera estaba solo y también por vez primera iba a depender exclusivamente del apoyo regio para enfrentarse a una oposición amplia y unida, en la medida en que esto era posible, que había acordado ciudades al valido. La institución no puede considerarse sometida ya que las protestas son muy intensas, como sucede en los años 1446 y 1447. 174   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Nobleza y ..., pp. 170 y 171.

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como punto esencial su caída. Como señala Suárez Fernández, es sorprendente que el Condestable remontase la situación de estos años, pero en realidad desde que se encontró aislado en el poder sus días de gobierno estaban contados. La concentración de cargos y riquezas en su persona fue un mito que le persiguió después de la muerte. Durante largo tiempo estuvo viva la leyenda del tesoro que don Álvaro había escondido en su castillo de Escalona y que en realidad fue en parte confiscado por Juan II tras la ejecución de su antiguo amigo. A la animadversión popular hay que achacar también la aureola de brujo que rodeó al Condestable, extendida por sus enemigos, según la cual tendría dominado al monarca con sus artes mágicas. Una acusación que procede del oscuro inconsciente colectivo propicio a buscar explicaciones en lo fantástico y que se repetiría en el futuro contribuyendo a forjar una leyenda alrededor del valido, cuya personalidad aparece con diferentes tintes valorativos que demuestran las diferentes actitudes de la época en que se ejercen los juicios175. Don Álvaro de Luna había llegado al final de su carrera sin apenas ningún respaldo fuera de la amistad personal del monarca, que le permitió continuar en el poder, que después perdió. No buscó ni encontró apoyo en las ciudades, ni consiguió ganarse a importantes sectores de la nobleza ya que incluso fracasó en su política de concesión de mercedes. En lo que se refiere a la política exterior, tampoco obtuvo amplios respaldos internacionales en su última maniobra de acercamiento a Portugal. Tras luchar por el nuevo matrimonio de Isabel de Portugal con Juan II y obtener de esta manera un aliado cerca del rey para contrarrestar la influencia del Príncipe Enrique, vio como la reina se enfrentaba directamente con él, inclinándose hacia el heredero y colaborando a que Juan II alejase de la Corte a su antiguo favorito176. La acusación de haber ordenado la muerte de Alfon  Ver AMADOR DE LOS RÍOS, José, «La poesía política en el siglo xv, la privanza y el suplicio del Condestable don Álvaro de Luna», Revista de España, Madrid, 1871, 92, tomo XXIII, pp. 550 a 569. 176   El relevante papel jugado por Isabel de Portugal en la caída política de don Álvaro es unánimemente reconocido; entre las aportaciones más recientes podemos señalar la de María Isabel PÉREZ DE TUDELA y María Pilar RABADE, «Dos princesas portuguesas en la Corte castellana: Isabel y Juana de Portu175

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so Pérez de Vivero fue la excusa que permitió acabar con don Álvaro de Luna, pero dejó sin resolver el dilema de cual era el poder que se iba a imponer en Castilla y sí el proceso de creación de una monarquía autoritaria y un aparato de Estado moderno que se había iniciado, continuaría o no. A lo largo de casi toda la primera mitad del siglo xv se había producido un crecimiento constante del poder absoluto del rey, tanto en sus aspectos teóricos como prácticos, algo que allanó el camino al futuro partido monárquico y de lo que el de Luna fue directamente responsable y víctima. La caída de don Álvaro y su ejecución fue un ejemplo de ira regia, de la función justiciera que se atribuía al monarca177, y de ejercicio absoluto del poder que demuestra la ausencia de limitaciones legales de la voluntad real llevada a sus últimos extremos178. Todo ello sorprendió especialmente en el reino179 por lo que sus efectos, combinados con las circunstancias de la defenestración y la alta consideración social de su protagonista, duraron largo tiempo en el sentimiento popular como muestra de las mudanzas de la Fortuna que, según proclamaba halagador el muy cortesano Juan de Mena, llegó a dominar el Condestable.

gal», en Actas das II Jornadas Luso-Españolas de Historia Medieval, Oporto, 1987, vol. 1º, pp. 362 y 363. 177   NIETO SORIA, Los fundamentos ..., p. 152. 178   FERNÁNDEZ GALLARDO, ob. cit., p. 130. No deja de ser una paradoja que sea precisamente la sentencia contra el Condestable una de las primeras manifestaciones prácticas de la desvinculación del rey respecto de la ley. 179   MACKAY, La España ..., p. 156.

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EL TRONO DE JUAN II EN EL «LABERINTO DE FORTUNA» Publicado en Cuadernos de Historia de España. LXXIV, 1997

Las coplas 142 a146 de la obra de Juan de Mena, Laberinto de Fortuna, dedicadas a describir la silla real en la que el poeta sitúa al rey Juan II de Castilla, de acuerdo con la imagen mayestática con que    MENA, Juan de, Laberinto de Fortuna. Poemas menores, edición de Miguel Pérez Priego, Madrid, 1976, pp. 115‑116. Reproduzco las citadas coplas para facilitar su consulta: [CXLII] Allí sobre todos Fortuna pusiera (1129) / Al muy prepotente don Juan el segundo, / de España no sola, más de todo el mundo,/ rey se mostrava, según su manera:/ de armas flagrantes la de su delantera,/guarnida la diestra de fúlmina es‑ pada,/ y él de una silla tan rica labrada/ como si Dédalo bien la fiziera. [CXLIII] El cual reguardava con ojos de amores, (1137)/ como faría en espejo notorio,/ los títu‑ los todos del gran abolorio/ de los ínclitos progenitores,/ los cuales tenían en ricas lavores/ ceñida la silla de imaginería,/ tal que semblava su maçoneria/ iris con todas sus vivas colores. [ CXLIV] Nunca el escudo que fizo Vulcano (1145)/ en los etneos ardientes fornaces,/con que fazía temor a las hazes/ Archiles delante del campo troyano,/ se falla tuviese pintadas de mano/ ni menos escultas entretaladuras/ de obras mayores en tales figuras/ como en la silla yo vi que desplano. [CXLV] Allí vi pintadas por orden los fechos (1153) / de los Alfonsos, con todos sus mandos,/ y lo que ganaron los reyes Fernandos,/ faziendo mas largos sus regnos estrechos./Allí la justicia, los rectos derechos,/ la mucha prudencia de nues‑

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presenta a este monarca, son muy conocidas y, como todo el poema del poeta cordobés, repetidamente citadas. Sin embargo, las habitua‑ les referencias a estos versos, incluidas las efectuadas por María Rosa Lida, han pasado por alto el contenido de la descripción y los moti‑ vos de la misma, de manera que parece como si fuera la silla en su conjunto y no su decoración —precisamente, a nuestro juicio, el ele‑ mento definitorio de la misma— lo único que haya interesado a la mayoría de los autores. Las alusiones de Mena a «los fechos de los Alfonsos; lo que ganaron los reyes Fernandos; la justicia, los rectos derechos, la mucha prudencia de nuestros Enriques», las menciones expresas a las Navas de Tolosa, la conquista de Algeciras y la batalla del Salado, así como el recurso literario a unas imágenes que respon‑ den en el contexto a una intención propagandística y que se encuen‑ tran en el relato descritas artísticamente —pintadas y esculpidas—, no han suscitado el suficiente interés para atraer la atención de los especialistas. Juan de Mena, demostrando una destacable inclinación hacia las artes plásticas y la influencia de una tradición literaria y ar‑ tística rica y diversa, al tiempo que respondiendo a unos evidentes tros Enriques,/ porque los tales tú, Fama, publiques,/ y fagas en otros semblantes provechos. [CXLVI] Escultas las Navas están de Tolosa, (1161)/ triumpho de grande mis‑ terio divino,/ con la morisma que de África vino / pidiendo por armas la muerte sañosa;/ están por memoria también gloriosa/ pintadas en uno de las dos Algeciras;/ están por espada domadas las iras/ de Almofacén, que no fue mayor cosa.    LIDA DE MALKIEL, Maria Rosa, Juan de Mena, poeta del prerrenacimien‑ to español, México, 1950, p. 404. La idea de fama en la Edad Media castellana, Madrid, 1983, p. 283.    El pasar por alto la decoración de la silla real ha llevado a algunos autores a transformar el asiento regio imaginado por Mena en una silla de montar: ver José Luis BERMEJO CABRERO «Ideales políticos de Juan de Mena», Revista de Estudios Políticos, nº 188, Madrid, 1973, p. 166. Hay que señalar la excepción que representa Joaquín GIMENO CASALDUERO, quien se ocupa del contenido de la silla real mostrando algunos antecedentes e influencias («Notas sobre el “La‑ berinto de Fortuna”, en Estructura y diseño en la literatura castellana medieval, Madrid, 1975, p. 203).    Según José Manuel NIETO SORIA, la propaganda política fue un elemen‑ to incuestionable de la vida cotidiana de Castilla y la apología una de sus formas habituales. «Apología y propaganda de la realeza en los cancioneros castellanos del siglo xv. Diseño literario de un modelo políticos», En la España Medieval, 11, Madrid, 1988, p. 196. Ver también del mismo autor Fundamentos ideológicos del poder real en Castilla (siglos xiii‑xvi), Madrid, 1988, pp. 41 y ss.

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criterios políticos reiteradamente manifestados en su obra, elaboró una imagen que expresaba su pensamiento acerca de la historia, la monarquía y el reino . Mena tenía en alta consideración los símbolos de la monarquía y la función que cumplían así como la imagen pública que podía ofre‑ cer el monarca, siendo consciente de que las insignias y la figura regia representaban el poder real así como de la importancia que tenía la expresión —la comunicación diríamos hoy— de esas imágenes. En su obra no son infrecuentes las alusiones a los objetos que simbolizan las atribuciones y los poderes del soberano como el cetro, la espada, el trono, y la silla real, citada en repetidas ocasiones y con distintos términos . Este interés de Mena por el elemento que servía de asien‑ to al rey en las ceremonias más solemnes, contrasta con la escasa    A todos los efectos, Mena fue un agente de la propaganda política monár‑ quica junto a los poetas cortesanos y los artistas (NIETO SORIA, José Manuel, «Propaganda política y poder real en la Castilla Trastámara: una perspectiva de análisis», Anuario de Estudios Medievales, 25, 1995, p. 513 y ss.).    NIETO SORIA, Fundamentos…, p. 36.    «Regio cetro» (c. 114); «eburneo ceptro»; «justicia es un ceptro» (c. 231) (Laberinto). También aparece el termino sin vinculación con la persona regia: «sendos cetros» (c. 39),Coronación del Marqués de Santillana, MENA, ob. cit. p. 234. El poeta cordobés parece que relaciona el cetro con el símbolo de la justicia regia, anticipando la sustitución que se iba a producir de la espada por este atri‑ buto a mediados del siglo xv (NIETO SORIA, Fundamentos... pp, 162 y 226). Las repetidas referencias a este tradicional símbolo ‑alguna como el «ebúrneo bastón» de influencia ovidiana— chocan con la afirmación de Percy E. SCHRAMM, se‑ gún la cual el cetro tuvo en Castilla un papel poco relevante (Las insignias de la realeza en la Edad Media española, Madrid, 1960, p. 82). Ver también NIETO SORIA, José Manuel, Ceremonias de la realeza. Propaganda y legitimación en la Castilla Trastámara, Madrid, 1993, p. 187.    «Fulmina espada» (c. 142 Laberinto). Sobre la espada como insignia real se puede consultar de Bonifacio PALACIOS MARTIN, «Los símbolos de la so‑ beranía en La Edad Media española. El simbolismo de la espada», VII Centenario del Infante don Fernando de la Cerda, Ciudad Real, 1976, pp. 273‑296. NIETO SORIA, Ceremonias…, pp. 188‑190 y «Propaganda política...», p. 507.    Aparece citada como signo de preeminencia («la que silla más alta tenía». c. 75), como asiento real (c. 194) y como atributo regio (c. 142 y 221). Mena uti‑ liza también el término «cathedra», sinónimo de silla o trono, para señalar un asiento, un lugar destacado propio de una autoridad especifica (Coronación del Marqués de Santillana; 45).

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importancia que poseía este elemento en el conjunto de los símbolos reales castellanos desde que en el siglo xii desaparecen las ceremonias de coronación10. El que la unción y la coronación no fueran en Cas‑ tilla requisitos indispensables para acceder a la dignidad real, llevó a que ni los soberanos ni el pueblo concedieran a las insignias regias excesiva importancia. Así parecen confirmarlo los escasos y poco sig‑ nificativos testimonios materiales existentes, en su mayoría proceden‑ tes de la Alta Edad Media11, aunque no dejaran de ser otorgados a estos objetos un valor simbólico y un carácter de atributo regio. El trono estuvo presente de forma ininterrumpida en el entorno del monarca, cumpliendo la función de servir de asiento durante las ce‑ remonias de relieve institucional12 y, en general, como sede del poder ya que el rey siempre aparecía y actuaba sentado, aunque variase la consideración de este objeto13. Sin embargo, no será hasta el reinado de los Reyes Católicos cuando se conforme definitivamente la imagen del monarca entronizado como una de las expresiones más caracte‑ rísticas de la realeza al recoger los modelos establecidos por Enrique IV en monedas y en sellos y continuar una tradición puesta de mani‑ fiesto en la iluminación del Libro de los Castigos e Documentos del Rey Don Sancho, ilustrado hacia 142014. La revalorización que experimentaron los símbolos reales debido al incremento de rituales y ceremonias producido desde la llegada de los Trastámara a causa de las necesidades de legitimación de la dinas‑ 10   SCRHAMM, ob. cit., p. 33. Ver también Teófilo F. Ruiz, «Une royauté sans sacre: La monarchie castillane du Bas Moyen Age», Annales E.S.C., 3 (1984), pp. 429‑453 y «L’image du pouvoir à travers les sceaux de la monarchie castilla‑ ne», Génesis medieval del Estado Moderno: Castilla y Navarra (1250‑1370), Valla‑ dolid, 1987, pp. 217‑227, Luis DIEZ DEL CORRAL, La Monarquía hispánica en el pensamiento político europeo. De Maquiavelo a Humboldt, Madrid, 1976, p. 80. 11   SCHRAMM, ob. cit., p. 34. DIEZ DEL CORRAL, ob. cit., p. 81. 12   NIETO SORIA, Ceremonías..., p. 191. 13   Acerca del trono como insignia de la realeza en Castilla y León, se puede consultar el citado trabajo de Percy E. SCHRAMM y el de Claudio SÁNCHEZ ALBORNOZ, «Sede regia y solio real en el reino asturleonés», Asturiensia Me‑ dievalia, Oviedo, 1979, vol. 3, pp. 75‑86, así como el de NIETO SORIA, Ceremo‑ nías... 14   NIETO SORIA, «Propaganda política...» p. 511.

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tía y a las más amplias pretensiones de poder de la monarquía15, cul‑ minan en el siglo xv y se reflejan en la obra de Juan de Mena. Este, un hombre de letras que aspiraba a entrar al servicio de Juan II, ela‑ boró un poema, pleno de la erudición propia de la época aunque no de contenido renacentista16, en el que el monarca y el reino son el motivo central y en el que las insignias regias están, como hemos visto, una continuamente presentes. El poeta cordobés, fiel a sus principios políticos y a sus pretensiones anteriormente señaladas, ela‑ boró una imagen de Juan II, del poder real, del privado Álvaro de Luna y del reino que respondía a los intereses de quienes intentaban convertir al poder regio en un poder único y sin trabas en su ejerci‑ cio17. Este grupo de letrados, nobles y eclesiásticos eran los defensores de la autoridad regia frente a las pretensiones de los Infantes de Ara‑ gón, cabezas visibles de la oligarquía nobiliaria castellana, partidaria de establecer en Castilla un régimen pactista que consolidase e insti‑ tucionalizase su influencia y su función política. Así mismo, fueron activos propagandistas del poder y de la figura del monarca, quien tenia cada vez mayores pretensiones soberanas, expresadas a través de cualquier medio que estuviera a su alcance: fiestas, poesía, tor‑

  Ibidem, pp. 160 y 161.   LIDA, Juan de Mena..., pp. 529 y ss.; CAMILLO, Ottavio di, El humanis‑ mo castellano del siglo xv, Valencia, 1976, p. 117 y RUSSELL, Peter E., «’El hu‑ manismo laico del siglo xv», en Introducción a la cultura hispánica. II. Literatura. Peter E. RUSSELL (ed.), Barcelona, 1982, p., 65. 17   Acerca del conflicto entre el rey y los grandes así como sobre la situación del reino castellano, se pueden consultar los trabajos todavía indispensables de Luis SUÁREZ FERNÁNDEZ, Nobleza y Monarquía, Valladolid, 1975, y Los Tras‑ támaras de Castilla y Aragón, Tomo xv, Historia de España dirigida por Ramón MENÉNDEZ PIDAL, Madrid, 1970. También son de interés las obras de Nicho‑ las ROUND, The Greatest Man Uncrowned. A study of Don Alvaro de Luna, London, 1934; Isabel PASTOR BODMER, Grandeza y tragedia de un valido. La muerte de don Alvaro de Luna, Madrid, 1991‑2, 2 volúmenes, el segundo dedica‑ do a documentación; Pedro A. PORRAS ARBOLEDAS, Juan II (1406‑1454), Palencia, 1995, y Carlos de AYALA MARTÍNEZ, «La Castilla de Juan II y Enri‑ que IV», en Los reinos hispánicos ante la Edad Moderna, Madrid, 1992, pp. 105‑247. 15 16

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neos, arte, monedas, sellos, etc.18. De acuerdo con las líneas maestras del Laberinto, los elementos básicos del pensamiento político de Juan de Mena serían la consolidación y fortalecimiento del poder real19, la concepción de la Reconquista como empresa nacional y prototipo de guerra justa que debía de aunar los esfuerzos de los castellanos, espe‑ cialmente de los grandes, malgastados en estériles contiendas civiles que asolaban el reino20 y, por último, un acusado nacionalismo caste‑ llano, reflejado entre otros ejemplos en la gran importancia que con‑ cede al pasado, a la historia del reino21. Hay otros elementos más debatidos, como la cuestión de la unificación peninsular, cuestión que no aparece formulada de manera explícita, aunque si existe en su obra un abundante uso del término España y su identificación con Castilla22. En lo que nos interesa destacar en relación con la silla real, es necesario referirse al monarquismo manifestado por Mena, al que ya hemos aludido; esta inclinación se pone de manifiesto en la imagen del rey que ofrece en el Laberinto, cuyo poder afirma es de origen divino23, y en los diversos títulos, algunos verdaderamente originales, 18   NIETO SORIA, Ceremonias..., p, 161, y «Propaganda política...», pp. 512‑515, dedicados a los agentes de la propaganda. 19   BERMEJO CABRERO, ob. cit., pp. 158‑163. 20   Ibidem, p.164. GIMENO CASALDUERO, ob. cit., p. 211. LIDA, Juan de Mena..., p. 543. 21   GIMENO CASALDUERO, ob. cit p. 214; BERMEJO CABRERO, ob. cit., pp. 167 y 170. DI CAMILLO afirma que el Laberinto «es la obra que sin duda alguna exhibe una inspiración más nacionalista de todas las del siglo xv (ob. cit., p. 118), recogiendo una opinión tradicional, formulada por MENÉNDEZ PELAYO (Poetas de la Corte de don Juan II, Madrid, 1959, pp. 213 y 214). Ver también de Joaquín GIMENO CASALDUERO, «Sobre las numeraciones de los Reyes de Castilla», Estructura…, pp. 84 y ss. Acerca del contenido nacionalista del humanismo hispano en el siglo xv, ver Ángel GÓMEZ MORENO, España y la Italia de los humanistas, Madrid, 1991, pp. 133-148 y 278‑279. 22   Al contrario de lo sostenido por LIDA (Juan de Mena..., p. 543), BERME‑ JO CABRERO (ob. cit., p., 169) y GIMENO CASALDUERO («Notas sobre...», p. 211) afirman que, a pesar de la identificación de Castilla con España, Mena no piensa en ningún tipo de unión dinástica de los reinos peninsulares. 23   «Rey de la tierra vos fizo el del cielo» (c. 2W [Laberinto1). Sobre el origen divino del poder real ver José Antonio MARAVALL, Estado Moderno y Mentali‑ dad social, Madrid, 1972, 1, pp. 160 y ss., y NIETO SORIA, Fundamentos…; pp. 51 a 60, así como la obra de Ernst KANTOROWICZ, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval, Madrid, 1965.

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que le concede24. Esta elevada consideración de la persona del rey se extiende a otros miembros de la familia real como la hermana de Juan II, doña María, esposa de Alfonso V de Aragón25, su mujer María de Aragón26, y sus hermanos, los Infantes, hijos de Fernando de Ante‑ quera, rey de Aragón desde 141227. De esta forma, la apología de la realeza adquiere en Mena un carácter dinástico ya que rebasa la figu‑ ra regia y se extiende a la familia real, aunque sin confundir nunca atribuciones o funciones que pudieran ensombrecer al monarca, su‑ prema e indiscutida autoridad del reino. Para reforzar la imagen del soberano, no duda Mena en acudir a la historia y a los gloriosos hechos de los antepasados de Juan II, mostrándoles el pasado como modelo a seguir, coincidiendo con el carácter ejemplar que posee la fama en el siglo xv28, y como elemento de prestigio de la institución y del reino. Ya María Rosa Lida señaló el deseo implícito en el Laberinto de Fortuna de rescatar del olvido las glorias españolas y cómo, respondiendo a esta pretensión, la silla real descrita por Mena aparece labrada y pintada con las proezas del pa‑ sado29. El poeta, de acuerdo con una idea de la fama alejada de la anterior vinculación con la gloria caballeresca, acentúa la importancia 24   Juan II aparece citado en el Laberinto como «muy prepotente», «Cesar novelo» (C. 1) «Señor valeroso» (c. 114) «monarca» (c. 114) «poderoso gran rey» (c. 134), «Magnífico príncipe» (c. 135), «rey magno bienaventurado» (c. 221); «principe bueno», «novel Augusto», «lumbre de España», «Rey mucho justo» (c. 230) «rey de reyes y rey de señores» (c.271) «lindo» (legítimo) (c. 272). En otras obras de Juan de Mena el rey de Castilla recibe los títulos de «Rey virtud, Rey vencedor», «Cesárea celsitud», «superaugusta columna» (I), «Rey plus quam per‑ fecto» (II) («Poemas menores», en Laberinto..., pp. 209 y 210). Ha señalado José Antonio MARAVALL que Mena, demostrando su voluntad de exaltar a la mo‑ narquía, concede al rey castellano todos los títulos que más adelante le otorgará el pleno absolutismo (ob. cit., 1, pp. 273 y 274). Para los títulos del rey, ver tam‑ bién NIETO SORIA (Fundamentos ..., pp. 84, 85, 253 y 254). 25   «Reina maestra» la llama (c. 77. Laberinto). 26   «Ínclita reina de España, muy virtuosa doña María» (c. 75. Laberinto). 27   Ibidem. 28   LIDA, La idea de. .., p. 282. Sobre la historia y el nacionalismo castellana en el siglo xv, ver GÓMEZ MORENO (ob. cit., pp. 279 y ss.), quien señala la recuperación del pasado que efectúan los escritores de la época y la proclamación de sus glorias. 29   LIDA, La idea de..., p. 283.

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de la opinión de terceros30, al tiempo que, con una intención propa‑ gandística y de comunicación expresas, elabora un verdadero progra‑ ma ideológico y político que debía servir a un mismo tiempo de mo‑ delo al propio monarca —confirmando la función ejemplarizante que poseían los hechos históricos31— y de elemento de prestigio para la monarquía. Consciente de la importancia que poseía el escritor en la creación de la fama32, Juan de Mena acude a la hora de describir la silla real a las imágenes plásticas, a lo visual y pictórico, mostrando una gran vocación de comunicación, de exhibición, que pone de re‑ lieve su interés por el fenómeno que supone la transmisión de ideas y mensajes por medio de la imagen como complemento de la escritura, es decir, por la propaganda. El autor del Laberinto se sirve de la pin‑ tura y, en menor medida, de la escultura para representar en el ima‑ ginario trono de Juan II los hechos y títulos de sus antepasados, po‑ niendo de manifiesto la importancia que concedía a las imágenes como recurso literario, coincidiendo, como veremos más tarde, con Dante y con el horaciano ut pictura, poesis, que consideraba análogos a la pintura y la poesía33. Mediante la ficción pictórica se describen pintados «por orden los fechos de los Alfonsos, con todos sus man‑ dos, y lo que ganaron los reyes Fernandos; las dos Algeciras y las iras de Almofacén», todo ello, por si quedase duda al lector, para que «tú, Fama, publiques, y fagas en otros semblantes provechos y quede me‑ moria, también gloriosa». La escultura, más escueta, reduce su pre‑ sencia en el imaginario asiento regio a la batalla de las Navas de To‑ losa, «triumpho de grande misterio divino», también con idéntica intención apologética. Como puede verse, es todo un programa de propaganda de la monarquía castellana que, de forma resumida, combina los acontecimientos gloriosos del pasado y el carácter ejem‑ plar de la historia del reino con los conceptos abstractos que redun‑ dan en favor de la virtud y la legalidad de los reyes de la Casa de   Ibidem, pp. 120 y 211.   TATE, Robert B., «La historiografía en la España del siglo xv», en Ensayos sobre la historiografía peninsular del siglo xv, Madrid, 1970, p. 295. 32   LIDA, La idea de..., p. 287. 33   Según Joaquín YARZA, una de las formas artísticas en la que lo imagina‑ tivo juega un papel determinante es la arquitectura imaginada en textos y en pinturas («Reflexiones sobre lo fantástico en el arte medieval español», en Formas artísticas de lo imaginario, Barcelona, 1987, pp. 14‑46). 30 31

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Trastámara, tan sensibles a estos aspectos desde su violenta entroni‑ zación. De acuerdo con los criterios esenciales del pensamiento de Mena, la decoración de la silla real en que sitúa en su poema al rey, resume los principales hechos de la historia de Castilla sin referencia alguna al reino de Asturias y León. No obstante, según la pauta seguida por el cordobés a la hora de seleccionar los monarcas antecesores de Juan II enumerados en la orden de Saturno34, cabe pensar que los reyes asturianos y sus hazañas están implícitamente incluidos en las pinturas y esculturas del trono. En las coplas del Laberinto dedicadas a exponer las glorias de los soberanos de Castilla, estudiadas por Gimeno Casalduero35, Mena, yendo más allá del tiempo histórico, remonta la antigüedad del reino al mitológico Gerión y continúa, citando aquellos que juzga conveniente, con los reyes visigodos, los de Asturias y los de Castilla, siendo éste el único reino que aparece en la obra con todos sus monarcas. En esta particular enumeración36 están presentes reyes que tienen una valoración desigual, mientras que la selección de aquellos que incluye de forma implícita en la de‑ coración de la silla real, está limitada, dada la función de modelo y de espejo que le otorga, a aquéllos más virtuosos y, sobre todo, a los que llevaron a cabo mayores proezas frente al infiel. Si, de acuerdo con lo observado por Gimeno Casalduero, la incorporación de monarcas de diversa consideración histórica a la lista enumerada en el Laberinto obedecía a la necesidad expresamente proclamada37 de que los he‑ chos de Juan II superaran las hazañas de sus antecesores y que ante ellos sus gestas quedaran postergadas38, la representación de la silla real responde a una intención propagandística y al propósito de res‑ catar del olvido las glorias pasadas. Estas son las razones que llevan a   C. 272‑291   GIMENO CASALDUERO, «Sobre las numeraciones...», pp. 84 y ss. 36   La relación de monarcas y hechos presentada por MENA en el Laberinto de Fortuna se basa en el Liber Regnum, obra de fines del siglo xii o principios del xiii, sin apenas modificaciones, según L. Felipe LINDLEY CINTRA («O Liber Regnum, fonte comun do Poema de Fernao Gonçalves e do Laberinto de Juan de Mena», Boletín de Filología, Lisboa, 1952, pp. 289‑315). Cit. por Miguel Ángel Pérez Priego. 37   C. 271 38   GIMENO CASALDUERO, «Sobre las numeraciones...», p. 84 34 35

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Mena a incluir en la decoración del trono imaginado las proezas de aquellos que se consideraban modelo de reyes, de acuerdo con una tradición de la historiografía medieval que la poesía cancioneril cor‑ tesana del siglo xv, en su labor de apología del poder real, había re‑ cuperado39. En la imagen mayestática de Juan II ofrecida por el poeta cordobés, la silla sobre la que se asienta el monarca con los atributos de la realeza contiene la representación de una selección de hazañas y virtudes con la doble intención de servir de enseñanza y recordato‑ rio al rey y —para todos aquellos que la contemplaran en Ia ficción, es decir, que leyeran su descripción—, de propaganda encaminada a fortalecer la autoridad y la figura regia. Precisamente, el propio Mena, cuando relata lo que vio en la imaginaria silla situada en el círculo de Marte del Laberinto, describe los efectos que supone producirían la visión de la decoración en los hipotéticos espectadores. Comienza la copla aludiendo a «los fechos de los Alfonsos», los cuales están «pintados por orden», lo que nos lleva a suponer que la representación imaginada estaría formada por las hazañas de los prin‑ cipales reyes que respondían a este nombre, ordenadas probablemen‑ te con criterios cronológicos. De acuerdo con la consideración y el tratamiento que reciben en la obra, los monarcas con el nombre de Alfonso susceptibles de ser incluidos en las privilegiadas imágenes del trono de Juan II, serían Alfonso primero, segundo, sexto, octavo, undécimo y, quizás también, el décimo de este nombre40, todos ellos pintados «con todos sus mandos», en probable alusión a los que Juan de Mena estimaba eran los principales atributos del poder real. En lo que se refiere a la naturaleza de los hechos protagonizados por estos monarcas que revisten la importancia suficiente para que el poeta los incluya en la representación del trono, quedan pocas dudas, de acuer‑ do con los datos que proporciona el Laberinto, que se trata de las victorias que alcanzaron sobre los musulmanes41. La Reconquista, y especialmente su finalización, se manifiestan como uno de los ideales indiscutidos del pensamiento de Mena42 por medio de la selección de   NIETO SORIA, «Apología y propaganda...», p. 199.   C. 275, 278 a 280, 285, 286, 288 y 289 41   LIDA, Juan de Mena..., p. 545. 42   Ibidem, pp. 546-547 o GIMENO CASALDUERO, «Notas sobre...», pp. 211 y ss. Lida afirma que la gran valoración que realiza Mena de la Reconquista 39 40

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ciertos monarcas y acontecimientos que ofrece el Laberinto y la deco‑ ración de la silla real, todos ellos vinculados con la empresa contra el Islam. Este interés coincide con el tema histórico y literario común a toda la Península durante la Edad Media que supone, según señala José Antonio Maravall43, el elogio de reyes y príncipes por su activi‑ dad guerrera contra los sarracenos. El poeta, al referirse a «lo que ganaron los reyes Fernandos», estaba pensando probablemente en la actividad de Fernando I y, sobre todo, de Fernando III, a quien de‑ dica además las coplas 271 a 274, convirtiéndose después de Juan II en el rey que mayor atención recibe en el Laberinto. Por su parte, Alfonso XI está presente en la decoración de la silla al socaire de dos acontecimientos de idéntico carácter: la conquista de Algeciras en 1344 y la batalla del Salado, donde «están por espadas domadas las iras de Almofacén». Sin embargo, es la victoria de las Navas de Tolo‑ sa lograda por Alfonso VIII —uno de los prototipos de rey guerrero y modelo de monarca junto a Fernando III44—, el hecho que mayor atención recibe de Mena en este pasaje, siendo presentado con un carácter rotundamente providencial, «triunfo de grande misterio di‑ vino45», en la única representación escultórica que se incluye en la descripción de la silla. La consideración de la guerra contra los enemigos de la Cristian‑ dad como el tipo de guerra justa por antonomasia, y de la Reconquis‑ ta como la empresa que debía reunir y aunar los esfuerzos del reino, es fruto de su máxima aspiración representada en la unidad de España, un obje‑ tivo que se alcanzaría tras la expulsión de los musulmanes. Como hemos visto (vid, nota 20) otros autores rechazan este aspecto del pensamiento de Mena, tra‑ dicionalmente sostenido, aunque es indudable el carácter nacional y patriótico de muchos pasajes del Laberinto. 43   MARAVALL, José Antonio, «La idea de Reconquista en España durante la Edad Media», Estudios sobre Historia de España, edición de Manuel FERNÁN‑ DEZ ÁLVAREZ, Madrid, 1965, p. 187. 44   NIETO SORIA, «Apología...», p. 199. BERMEJO CABRERO incluye también a Alfonso X entre los reyes favorecidos por la literatura (Máximas, prin‑ cipios y símbolos políticos [una aproximación histórica]), Madrid, 1988, p.169). 45   El desarrollo del providencialismo a lo largo del siglo xv culmina a finales de la centuria con el reinado de los Reyes Católicos, cuando estos monarcas se ven afectados por una concepción divina de la historia, como ha puesto de manifiesto José CEPEDA ADAN en un trabajo ya clásico («El providencialismo en los cro‑ nistas de los Reyes Católicos», Arbor, 59, 1950).

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superando de esta manera los conflictos internos que le azotaban, es una constante en Mena46que se manifiesta claramente en el orden de Marte del Laberinto, en el cual sitúa la descripción de la silla real. Así se desprende también de la decoración de este imaginario asiento regio, en la cual las hazañas bélicas contra la morisma constituyen el motivo central de inspiración y de gloria para los monarcas y el reino. Aunque Mena, ante el estado de discordia civil en que se encontraba Castilla se muestra pacifista47, en varias ocasiones alude a la guerra de manera positiva. La empresa contra el infiel recibe las calificaciones de «santa»48 y de «virtuosa, magnifica guerra»49, tanto por el objetivo perseguido de extender la fe como por unir al reino, al tiempo que recibe también la más alta consideración, al contrario de lo que suce‑ de con los conflictos que juzga que no responden a justos motivos50. 46   LIDA, Juan de Mena..., pp. 546 y 547. La autora señala la influencia de Lucano en la gran importancia que concede el Laberinto a la guerra externa como medio idóneo para emplear la energía de una nación; sin embargo, sugiere que obedece a motivos diferentes de los literarios. Conviene destacar que la concep‑ ción agustiniana de la guerra justa relaciona el conflicto con su ejercicio frente a un enemigo externo (TRUYOL, Antonio, Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, 1. De los orígenes a la Baja Edad Media, Madrid 1976, p. 281). Por su parte, San Gregorio sitúa las armas al servicio de la fe, por lo que el fin último de la guerra justa no sólo es la sumisión de los paganos y herejes sino su conversión, de ahí su consideración como una actividad misionera (Manuel GARCÍA PELA‑ YO, El Reino de Dios, arquetipo político, Madrid, 1959, pp. 43 y 167 y ss.). Hay, por tanto, una clara distinción entre la guerra interna que llevan a cabo los cris‑ tianos y la guerra contra los paganos. Esas ideas, que constituyen el armazón de la teoría de la guerra justa, tuvieron amplio eco en la Castilla del siglo xv como se desprende de la preocupación al respecto demostrada por Rodrigo SÁNCHEZ DE ARÉVALO en sus obras De pace et bello, Suma de la Política, Madrid, 1944, y Vergel de Príncipes (Juan BENEYTO, Los orígenes de la Ciencia Política en Es‑ paña, Madrid, 1977, pp. 269 y ss.); Robert B. TATE, «Arévalo y su Compendiosa Historia Hispánica» ob. cit., pp. 77 y 78) y Alfonso de Madrigal (Nuria BELLO‑ SO MARTIN, Política y humanismo en el siglo xv. El maestro Alfonso de Madri‑ gal, el Tostado, Valladolid, 1989, pp. 156‑169). 47   C. 147. Laberinto. BERMEJO CABRERO, «Ideales políticos. . .», pp. 164 y 165. Sobre la «tranquillitas», la paz, como cualidad esencial del sistema político en la Edad Media, ver BENEYTO, ob. cit., p 83 y ss. 48   C. 197 49   C. 152 50   Señala PORRAS ARBOLEDAS un párrafo de la Crónica de Álvaro de Luna para distinguir entre «guerra caballeresca», la celebrada entre los naturales del reino, y «guerra cruel», la desarrollada entre los musulmanes (ob. cit., p. 22).

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Estas «causas indignas» no sólo no proporcionan la gloria de «morir por su tierra»51 —una evidente manifestación de patriotismo que concibe la máxima obligación de servicio en el tópico pro patria mori52—, sino que, por el contrario, lleva a la máxima indignidad, crudamente puesta de manifiesto en la copla 245 al negar la sepultu‑ ra a aquel que no hubiera muerto en justa batalla. Sólo la rectitud y la justicia de un conflicto proporcionan una muerte heroica y la gloria o, en caso contrario, la indignidad y condenación. Esta cuestión de la cruzada contra los musulmanes como única manifestación loable de actividad bélica, le permite no tanto exhortar a su realización como censurar, de forma algo menos que velada, a la nobleza que esquiva su misión. Los grandes escandalizan al poeta al malgastar recursos y ener‑ gías en causas injustas como son las discordias internas por el poder53 —el mayor de los males que puede afectar al reino— y por obligar a conceder treguas a los infieles54. No obstante, el rey, al guerrear con‑ tra aquellos que con su ambición se oponen a su autoridad, no recibe ninguna crítica del poeta; por el contrario, le dedica al monarca los mayores elogios y títulos cuando alcanza el triunfo de Olmedo sobre la Liga nobiliaria55. De esta forma, la guerra justa amplía sus horizon‑ Esta distinción existente en la época, que diferenciaba los dos tipos de conflicto, contribuye a reforzar la doble consideración de Mena, quien contemplaba nega‑ tivamente la guerra civil castellana, la cual desde 1439 era más cruel, es decir, menos limitada. Sobre las características de los enfrentamientos bélicos durante el siglo xv, ver Fernando CASTILLO CÁCERES, «La presencia de mercenarios extranjeros en Castilla durante la primera mitad del siglo xv: la intervención de Rodrigo de Villandrando, conde de Ribadeo, en 1439», Espacio, Tiempo y Forma. Historia Medieval, 9, 1996. 51   C. 138. Sobre los términos «tierra» y «patria» y su equivalencia política en los dos últimos siglos de la Edad Media, ver José Antonio MARAVALL, Estado Moderno, I, pp. 482 y ss. 52   MARAVALL, Ibidem, I, pp. 492‑497. 53   C. 207, 219, 228, 255. Laberinto. La preocupación por los conflictos inter‑ nos y la aspiración de seguridad —precisamente un término surgido en el siglo xv— lleva a que en esta época sea un deseo generalizado acallar las disensiones intestinas, de ahí la decidida condena de las guerras de carácter civil (Ibidem, II, pp. 215‑219). 54   C. 253 55   «Rey virtud, Rey vencedor», MENA, ob. cit., pp. 209 y ss.

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tes más allá de los límites impuestos por el conflicto con los sarrace‑ nos al vincularse con el ejercicio de la legítima potestad regia y con la recomendación, acudiendo al concepto de rey justiciero56, de «fazed que deprendan temer a su rey, porque justicia no ande por suelo57» . Para finalizar, es necesario señalar que Juan de Mena debía conceder una cierta importancia a la guerra como fenómeno digno de estudio, según se desprende de su alusión a Vegecio58, el autor clásico sobre el arte militar más conocido en la Edad Media, muy popular en el en‑ torno intelectual de la Castilla del siglo xv, pues su obra, Instituciones Militares, estaba presente en las bibliotecas de Juan II, Álvaro de Luna, Iñigo López de Mendoza y otros grandes de la época59. En la decoración de la silla real de Juan II que imagina Mena con evidente intención propagandística, aunque sea desde la perspectiva de la forma ficticia, revisten especial importancia las pinturas dedica‑ das a los que denomina «nuestros Enriques». Estos monarcas —En‑ rique II y Enrique III— están incluidos en el programa iconográfico elaborado por Mena a través de lo que, según creemos, serían las personificaciones o alegorías de virtudes consideradas tradicionales   Acerca del rigor que debe poseer el rey justiciero, manifestado por medio de la «ira regia», ver GRASSOTTI, Hilda («La ira regia en León y Castilla», Mis‑ celánea de Estudios sobre instituciones castellano-leonesas, Bilbao, 1978, pp. 3‑106) y NIETO SORIA (Fundamentos...), pp. 152, 233 y 235. 57   C. 230. 58   «Coronación del Marqués de Santillana», XXXVIII. MENA, ob. cit., p. 234. 59   Acerca de Vegecio en España se puede consultar José Antonio MARAVA‑ LL, «Ejército y Estado en el Renacimiento», Revista de Estudios Políticos, nº 117‑118, Madrid, 1961; Antonio CAMPILLO, La fuerza de la razón. Guerra, Es‑ tado y Ciencia en los tratados militares del Renacimiento. De Maquiavelo, a Gali‑ leo, Murcia, 1986;­ Francisco GARCÍA FITZ, «La didáctica militar en la literatu‑ ra castellana», Anuario de Estudios Medievales, 19, 1989, pp. 271‑283; Jesús D. RODRÍGUEZ VELASCO, El debate sobre la caballería en el siglo xv, Salamanca, 1996, pp. 81‑85; Lola BADÍA, «Frontí i Vegeci, mestres de cavallería en catalá als segles xiv i xv», Boletín de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona, 39, 1983‑84, pp. 191‑215; Ángel GÓMEZ MORENO, «La “militia” clásica y la ca‑ ballería medieval: las lecturas “de re militari” entre Medievo y Renacimiento», Evphrosyne. Revista de Filología Clásica, XXI~II, 1995,pp. 83‑97 y Antonio AN‑ TELO IGLESIAS, «Las bibliotecas del otoño medieval. Con especial referencia a las de Castilla en el siglo xv», Espacio, Tiempo y Forma. Historia Medie­val, 4, 1991, pp. 285‑350. 56

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entre los gobernantes, como la justicia y la prudencia60, de inequívoco origen clásico, y de los derechos de ambos reyes. Estas referencias suponen la inclusión de conceptos abstractos entre los motivos de la decoración de la silla, al tiempo que son el camino para la incorpora‑ ción en la decoración en cuestión de los únicos monarcas menciona‑ dos de la casa de Trastámara. Enrique II y Enrique III61 aparecen representados sin vinculación alguna con hechos gloriosos de carácter bélico relacionados con la Reconquista, y están tratados antes como un depósito de virtudes características del buen gobernante que como monarcas victoriosos, lo que significa una novedad en el conjunto. La imagen que nos ofre‑ ce Mena puede responder a su interés por acentuar las características éticas y políticas más positivas de estos reyes —«rey justiciero», «rey legislador»62— y de desvincular a la dinastía Trastámara de sus con‑ flictivos orígenes. Esta cuestión se pone de manifiesto en las referen‑ cias a los «rectos derechos» de ambos Enriques, donde parece reso‑ nar el pecado original de la monarquía trastamarista, y en el deseo del poeta de reafirmar la legitimidad histórica de Juan II, el cual, como hemos visto, recibe en un momento dado el titulo de «lindo», es de‑ cir, legítimo63. La lealtad dinástica que se desprende del panorama histórico ofrecido en el Laberinto de Fortuna, uno de los rasgos carac‑ terísticos de la historiografía del siglo xv junto al contenido pragmá‑ tico y moralizante que se otorga a la historia64, contrasta con el trata‑ miento que recibe Pedro I en el poema. Este monarca no sólo 60   Ver los conceptos de «Rey virtuoso» y «Rey justiciero» en NIETO SO‑ RIA, Fundamentos..., pp. 84‑85, 235, 245, 253‑254. Sobre las imágenes del Rey ver BENEYTO, ob. cit., pp. 129 y ss. y BERMEJO CABRERO, Máximas..., p. 169. 61   Cabe pensar que Mena pensaba sólo en estos dos reyes al referirse a las virtudes y derechos debido al efímero reinado de Enrique I, aunque este monar‑ ca se encuentre entre los enumerados por el poeta en su lista de antepasados de Juan II (C. 280. Laberinto). 62   Sobre el concepto de «Rey Legislador», ver NIETO SORIA, Fundamen‑ tos, p. 156, así como BENEYTO, ob. cit., 129 y ss. y BERMEJO CABRERO, Máximas..., pp, 169 y ss. 63   C. 27.2. 64   MITRE FERNÁNDEZ, Emilio, Historiografía y mentalidades históricas en la Europa Medieval, Madrid, 1982, pp. 125 y 137.

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aparece en las coplas dedicadas a los reyes castellanos con netos ras‑ gos positivos al aludir a su fama —lejos de la propaganda antipetrista de la anterior centuria, a la que tanto contribuyó López de Ayala y que aún continuaba no sin ciertas fisuras65—, sino que incluso recibe el explícito elogio de «bravo»66, demostrando la voluntad de Mena de reivindicar y asumir el pasado del reino como una continuidad hasta el presente y de superar la imagen de antiespejo de príncipes que te‑ nia el rey Pedro. Una vez contemplada la imaginería de la silla real ofrecida por Juan de Mena, se puede observar que no están incluidos en ella los reyes de Castilla que responden al nombre de Sancho —aunque el cuarto de ellos está positivamente tratado en la lista panorámica de antepasados de Juan II 67—, ni tampoco aparece, y esto es más sor‑ prendente, el rey Juan I, el único Trastámara excluido de la silla real, quien solo está aludido en el poema en una ocasión y además muy superficialmente68, acaso por el recuerdo de Aljubarrota. Todo ello supone una selección de las personalidades posterior a la ya realizada por el poeta al enumerar los reyes que conforman la historia de la monarquía castellana, la cual incluye a la realeza asturiana e incluso visigoda, dotada de una particular numeración. La decoración de la silla real descrita en el Laberinto resume aquellos hechos que el poeta considera que son los principales de la historia de Castilla, así como los más adecuados para incrementar la fama y prestigio del reino y para servir de ejemplo y superación. En este caso, dentro del contexto cortesano que caracteriza a la obra, estos y otros acontecimientos están expuestos para que sean supera‑ dos por Juan II y sus hazañas, las cuales, debido a su importancia,   MITRE FERNÁNDEZ, Emilio, «La historiografía bajomedieval ante la revolución Trastámara. Propaganda política y moralismo»; Estudios de Historia Medieval. Homenaje a Luis Suárez, Valladolid, 1991, pp. 333‑347. Este autor cita algún ejemplo de actitudes un tanto pudorosas ante lo ocurrido en 1369 (pp. 343 y 344). MARTIN, José Luis, «Defensa y justificación de la dinastía Trastámara. Las Crónicas de Pedro López de Ayala», Espacio, Tiempo y Forma, 3, 1990. 66   C. 290 67   C. 287. 68   C. 290. 65

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harían olvidar la fama de sus antecesores69. En toda la obra alienta una conciencia nacional sustentada en la idea de Reconquista, en su proyección pasada y futura y en el modelo de la monarquía visigótica, de quien Mena estima es Castilla la legítima heredera, de ahí la iden‑ tificación de este reino con España70. Este ideal goticista existía desde el siglo xiii pero encuentra en el Cuatrocientos un momento favora‑ ble para su desarrollo, al tiempo que unos selectos partidarios llevan a cabo una pública apología del mismo71, como Alonso de Cartagena o Rodrigo Sánchez de Arévalo72. Esta exaltación de la individualidad de cada reino, de acuerdo con la terminología de Emilio Mítre73, por medio de la tradición visigótica es una constante del siglo xv que caracteriza a todo tipo de literatura, la cual no deja pasar la ocasión sin aludir a la supremacía castellana y a la herencia germánica, o sin manifestar un acentuado monarquismo que culminará en un verda‑ dero mesianismo regio en el reinado de los Reyes Católicos74. Mena, a la hora de escoger unos hechos gloriosos que sirvieran para robustecer la fama de la monarquía y de ejemplo para el futuro y que además fueran dignos de ser incluidos mediante el trabajo ar‑   LIDA, La idea de..., pp, 280 y 281   GÓMEZ MORENO, Ángel, España y la Italia..., p. 278. 71   MARAVALL, José Antonio, «El concepto de Monarquía en la Edad Me‑ día Española», Estudios de Historia del Pensamiento Español, I, Madrid, 1983, pp. 77 y ss 72   Sobre estas personalidades se pueden consultar algunos trabajos como los de Robert B. TATE dedicados a Cartagena y Sánchez de Arévalo: «La “Anace‑ phaleosis” de Alfonso García de Santa María, obispo de Burgos» y «Rodrigo Sánchez de Arévalo. . .», ob. cit.; GOMÉZ MORENO, España y la Italia…; Luis FERNÁNDEZ GALLARDO, «Cultura jurídica, renacer de la Antigüedad e ideología política. A propósito de un fragmento inédito de Alonso de Cartagena», En la España Medieval, nº 16, 1993, pp, 120 y ss. y CAMILLO, ob. cit. 73   MITRE, Historiografía…, pp. 143 y 144; de este autor ver también «¿Un sentimiento de comunidad hispánica? La historiografía peninsular» La época del gótico en la cultura española (c. 1220 ‑ e. 1480), Historia de España Menéndez Pi‑ dal, Tomo XVI, Madrid, 1994, pp. 429‑432. Se puede ver igualmente la obra de Helen NADER, Los Mendoza y el Renacimiento español, Guadalajara, 1986, pp. 40 y ss., y la citada de Robert B. TATE, Ensayos... 74   NADER, ob. cit., p. 43; ver también CÉPEDA ADÁN, ob. cit., pp. 177‑190, y BOASE, Roger, El resurgimiento de los trovadores, Madrid, 1981, pp. 161‑163. 69 70

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tístico en un rico trono, acude exclusivamente a la tradición y a la historia castellanas. No hay en la imaginaria silla real de Juan II nin‑ gún espacio dedicado al pasado visigodo ni asturiano; tampoco están labrados o pintados personajes y acontecimientos de la antigüedad romana, tan aludida en el Laberinto, o de la mitología hispana, pre‑ sente en el poema por medio de Gerión, considerado el origen de la monarquía castellana75. Lo que le interesa incluir al poeta en la deco‑ ración de la silla, lo que pretende destacar entre hechos, héroes y dioses, es lo propio, lo específicamente castellano, un rasgo caracte‑ rístico de la literatura de la época76. Esta inclinación destaca incluso por encima del loado pasado germano77 y romano78, que en España —al contrario que en Italia y el resto de Occidente— están hermana‑ dos e identificados79; incluso llega a estar postergada la Antigüedad latina a pesar de la admiración profesada por Juan de Mena hacia Virgilio, Lucano y Ovidio, la cual se reducía a los aspectos estilísticos y no a los culturales e ideológicos80. Hay en el poema un acentuado castellanismo que, al aflorar en la descripción de la decoración del trono, se manifiesta sin ocultarse en artificios literarios que recurren al pasado y a la cultura clásica, y cuyo fin es, junto al fortalecimiento de la figura real, una activa defensa de la personalidad y de la singu‑ laridad del reino, un deseo de distinción en el contexto peninsular derivado de la consideración de Castilla como reino hegemónico a causa del papel primordial desempeñado en la Reconquista81. Como ya hemos referido anteriormente, las insignias de la realeza en Castilla tuvieron menor importancia y significación que en otros reinos de Occidente probablemente a causa de que ceremonias como la coronación o la unción regia no eran requisitos indispensables para acceder el trono, y a que la monarquía castellana carecía de un carác‑   C. 272   MARAVALL, José Antonio, Antiguos y Modernos, Madrid, 1966, p. 261. 77   C. 43. 78   Durante el siglo xiv, la historiografía de los letrados al servicio de la Mo‑ narquía, en su afán de orden y continuidad, contemplaban la época romana como parte de la historia de España (NADER, ob. cit., p. 40). 79   GÓMEZ MORENO, España y la Italia..., pp. 279 y 280. 80   LIDA, Juan de Mena, p. 532; CAMILLO, ob. cit., p. 120 y RUSSELL, ob, cit., p. 65, señalan el enraizamiento de Mena en el mundo medieval. 81   TATE, ob. cit., p. 72. 75 76

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ter sagrado y taumatúrgico82. Con el advenimiento de la dinastía Tras‑ támara y la creciente ceremonialización de la vida institucional que se produce desde fines del siglo xiv83, se registra un incremento en la presencia de estos símbolos de la realeza y una mayor consideración de los mismos, a la que no es ajena una intención propagandística destinada al fortalecimiento del poder real84. En lo que se refiere al trono, a la silla real, su uso fue habitual en Castilla en los actos solem‑ nes de relieve institucional al servir de asiento regio, según revelan numerosos testimonios, gozando de una ubicación especial que con‑ tribuía a resaltar su valor simbólico en el contexto del acto85; sin em‑ bargo, el uso habitual del trono como insignia de la realeza no supu‑ so la existencia de un ejemplar fijo86. Aunque la renuncia a la unción y a la investidura por parte de los reyes supuso la desaparición de un acto especialmente relevante para la imagen regia en el que se mos‑ traban las insignias reales87, también existieron en el siglo xv otros actos de enorme importancia como la recepción de embajadores, las sesiones de Cortes y, sobre todo, las entradas reales, las fiestas y los torneos, en los que el monarca aparecía revestido con muchos de los símbolos de la monarquía, tal como nos muestran testimonios litera‑ rios y artísticos a los que más adelante aludiremos88. En tales ceremo‑ nias, la imagen entronizada del rey, es decir, la imagen mayestática, será la habitual y en ella el trono adquiere un papel fundamental89. La sigilografía castellana90 ofrece algunos ejemplos de representaciones   Vid supra nota 10.   NIETO SORIA, Ceremonias..., p. 160; «Propaganda política...» pp. 489‑495.. 84   Ibidem, pp.161 y 168 85   Ibidem, p. 191 86   SCHRAMM, ob. cit., p. 61. 87   Ibidem. p. 68. 88   Acerca de ia representación del trono en sellos y monedas se puede ver la obra de Françoise DUMAS, «Le Trône des Rois de France et son rayonnement», La Monnaie, miroir des Rois, París, 1978, pp. 231‑250, útil, a pesar de centrarse exclusivamente en el país vecino, por las referencias que aporta. 89   NIETO SORIA, Ceremonias..., p. 191 y «Propaganda política…», p. 511. 90   Sobre sigilografía y la imagen regla se puede consultar: Juan MENÉN‑ DEZ PIDAL, Sellos españoles de la Edad Media; Madrid, 1929; Faustino ME‑ NÉNDEZ PIDAL, Apuntes de Sigilografía española, Guadalajara, 1980, y Teófilo F. RUIZ, «L’image du pouvoir...». 82

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entronizadas de los monarcas, más cercanos a la tradición de la rea‑ leza aunque estas imágenes fueran menos usuales que el tipo ecues‑ tre, de evidente carácter caballeresco determinado por la Reconquis‑ ta, la tradición germánica y el resurgir de la Caballería91. Tanto por medio de los sellos como de las monedas92, los reyes manifestaban de qué forma deseaban ser considerados93 inclinándose hacia los aspectos más políticos o caballerescos de la realeza, según lo requiriesen las circunstancias o la voluntad del soberano. En lo que a los Trastámara se refiere, la preferencia de los distintos reyes varía a la hora de inclinarse por una u otra representación en las monedas o los sellos. Juan I y Enrique IV fueron los que mostraron mayor inte‑ rés por la imagen entronizada, siendo este último monarca el primero en incluir la imagen mayestática en las monedas castellanas, en con‑ creto en la gran dobla de cincuenta enriques, una pieza que está más próxima a las medallas y cuya circulación es difícil de admitir, siendo lo más probable que se reservase como moneda de prestigio y de re‑ galo escogido94. Por el contrario, los dos Enriques y Juan Il optaron   Ruiz, «L’image...», p. 218.   Acerca de la imagen de los reyes en las monedas se puede ver: Antonio BELTRÁN MARTÍNEZ, «Le portrait sur les monnaies espagnoles» «La Monna‑ je ... ; Fernando CASTILLO CÁCERES, «Los símbolos del poder real en las monedas de Pedro I de Castilla», VII Congreso Nacional de Numismática (Madrid 1989), Madrid, 1991, y «Aproximación a las monedas del príncipe Alfonso de Castilla, 1465‑1468», en VIII Congreso Nacional de Numismática (Avilés 1992), Madrid, 1994. 93   Un documento de Juan I, en concreto una carta de confirmación existen‑ te en el Archivo de la Catedral de Toledo correspondiente al 26de junio de 1387, describe detalladamente cómo ha de ser el sello real y cómo ha de ser representa‑ do el monarca. Este está descrito sentado en su silla con una espada en la mano derecha y una pella en la izquierda (cit. por Juan MENÉNDEZ PIDAL, ob, cit., p. 2,88). Por su parte, el príncipe Alfonso de Ávila establece cómo ha de ser pre‑ sentado en las doblas que se procedían a acuñar al ordenar al tesorero de la casa de la moneda... mi figura encima de un caballo armado a la guisa e una corona en la cabeza e una espada desnuda en la mano (Cristóbal ESPEJO y Julián PAZ, Las antiguas ferias de Medina del Campo, Valladolid, 1912, p. 86). Ver también RUIZ, «L’image...» p. 227. 94   Este tipo de piezas, excepcionales por su valor intrínseco y artístico, fue‑ ron desde los primeros ejemplos acuñados por Pedro I, vehículos idóneos para transmitir una determinada imagen de la realeza. Es lo que sucede con las mone‑ das de este monarca y con las labradas por Juan II y Enrique IV (BELTRÁN 91 92

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en los aspectos numismáticos por representaciones más tradicionales, mientras que en los sellos escogieron la representación ecuestre o el simple busto, aunque haya algún ejemplar con el tipo sedente. Hasta el siglo xv el modelo de trono habitualmente representado en los sellos reales y en distintas miniaturas es una sencilla silla curul, en forma de equis, capaz de incorporar sólo una decoración somera95. El otro modelo de trono, la silla arquitectónica decorada con pináculos y ricamente labrada de acuerdo con los rasgos estilísticos del gótico surgida en Francia a comienzos del siglo xiv bajo el reinado de Feli‑ pe IV96, no aparece en Castilla hasta el siglo siguiente, precisamente cuando, según distintos testimonios literarios y artísticos, comienza a ser habitual la presencia del monarca en público entronizado y por‑ tando unos signos que lo aproximan a la imagen mayestática que es usual en Occidente97. A estos modelos de trono, presentes en diferen‑ tes representaciones, podemos añadir el trono‑banco el cual, de acuerdo con la tradición germánica, servía para que el monarca sen‑ tara junto a él, en actos de especial relevancia, a los huéspedes más distinguidos98. Este ejemplo de asiento regio era utilizado en la Penín‑ sula al menos desde el siglo xii99 y, por sus características, era proclive a llevar algún tipo de decoración. Los ejemplares de trono o asien‑ to‑banco conocidos, aunque son de carácter eclesiástico y muy seme‑ jantes a la cathedra, nos proporcionan una idea de lo usual que era MARTÍNEZ, ob. cit., p. 187, CASTILLO CÁCERES, «Los símbolos...» pp. 512, 513 y 515). 95   En su reconstrucción de la vida del reino leonés, precoz ejemplo de histo‑ ria de las mentalidades y de la vida cotidiana, Sánchez‑Albornoz describe un solio basándose en noticias documentales y gráficas del siglo X, que no nos resistimos a reproducir: «ancho sillón, cuyo asiento cuadrado sujetan, cortándose en ángulo recto, tres tableros corridos de admirable valor. Tallados en recuadros y ornados con incrustaciones de hueso y con clavos argénteos, rematan en sus ángulos bolas de plata (Claudio SÁNCHEZ ALBORNOZ, Una ciudad de la España cristiana hace mil años, Madrid, 1976, p. 80 y nota 111). 96   DUMAS, ob. cit., La Monnaie..., pp. 233 y 234. 97   NIETO SORIA, Ceremonias..., p. 213. 98   SCHRAMM, ob. cit., pp. 30 y ss. 99   Schramm alude a un sello de Alfonso VII en el que este monarca aparece representado en actitud sedente en un trono‑banco, y a una miniatura del Libro de los Testamentos, escrito hacia 1127, en la que Alfonso III está sentado en un asiento de semejantes características entre la reina y el obispo de Oviedo. Ibidem, p. 32.

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decorar este tipo de mueble. En concreto, el banco de la catedral de Cuenca del siglo xiv que se encuentra en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid, recuerda a las sillerías de coro ya que está decorado con una escena de vendimia tallada en el respaldo y con diferentes moti‑ vos vegetales100, aunque los temas usuales en la ornamentación mobi‑ liaria eran los arquitectónicos, como arquerías, columnillas, etc101. A lo largo del siglo xv, mientras se produce un incremento del ceremonial y de los actos que cuentan con la presencia regia, se regis‑ tra una complicación en la representación del asiento real, como re‑ velan distintas miniaturas que reproducen la imagen del rey. Este fe‑ nómeno quizás no es ajeno al citado acrecentamiento del ritual relacionado con el monarca ni a la pretensión de fortalecer su autori‑ dad ante las demandas señoriales, cuestiones ambas que pudieron influir en el ánimo de los artistas. A todo ello podríamos añadir la hipotética presencia de algún trono concreto usado por el rey en determinados actos públicos que pudiera inspirar a los artistas, así como la progresiva presencia de elementos artísticos ultrapirenaicos, en concreto flamencos, que se suman a la tradición mudéjar para re‑ cargar el gótico castellano. La referida transformación en la represen‑ tación de la silla real, su creciente complicación que lleva del sencillo sillón al trono‑banco adoselado, se puede apreciar al comparar el asiento que utiliza el monarca en el Libro de los Castigos e Documen‑ tos del rey don Sancho102, un manuscrito iluminado entre 1420 y 1430, con los representados en miniaturas posteriores. En la Genealogía de los Reyes, de Alonso de Cartagena, ilustrado hacia 1460, Enrique III aparece representado en un trono adoselado103, y en el Devocionario de la Reina Juana, de Pedro Marcuello, entregado a los Reyes Católi‑   AGUILÓ María Paz., «Mobiliario», Historia de las artes aplicadas e indus‑ triales en España, edición de Antonio BONET CORREA, Madrid, 1982, p. 302; CAMON AZNAR, José, Guía del Museo Lázaro Galdiano, Madrid, 1973, p. 64. 101   ALCOLEA, Santiago, «Artes decorativas en la España Cristiana», Ars Hispaniae, XX, Madrid, 1975, p. 294. 102   NIETO SORIA, Ceremonias..., p. ‑214. Ver folios 15 y 214, reproducidos por Nieto. 103   YARZA LUACES, Joaquín, «La imagen del rey y la imagen del noble en el siglo xv castellano», en Realidad e imagenes del poder. España a fines de la Edad Media, coordinado por Adeline RUCQUOI, Salamanca, 1988, p. 277; Ibidem, p. 212. 100

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cos en 1482104, una miniatura recoge la recepción del autor en la que los monarcas están sentados en un trono‑banco sobre un podio ado‑ selado y decorado con tapices que muestran motivos vegetales, unos angelito tipo putti105 jugando una suerte de torneo y las armas reales por medio de un bello escudo. Este trono recuerda el referido en la Crónica de Juan II106 al des‑ cribir el asiento utilizado por el rey en 1423 con ocasión de la cele‑ bración de las Cortes de Toledo. Según la crónica, era «un asenta‑ miento muy alto cubierto de rico brocado» en el que el monarca estaba «asentado en su silla muy ricamente guarnida», el cual parece era empleado por el rey en las sesiones de Cortes. Este conjunto, que dista de parecerse al sencillo sillón del rey Sancho IV del Libro de los Castigos, es casi una verdadera estancia que incluye un complejo ar‑ tístico, constituido por elementos arquitectónicos, pictóricos y escul‑ tóricos destinados a reforzar el ornato y el prestigio regio mediante el mensaje que transmiten el lujo y la magnificencia, manifestados en el trono como insignia real y en las imágenes que en él se encuentran. El uso de asientos de este tipo en ceremonias y actos solemnes nos lo confirman las crónicas con motivo de la célebre recepción de la em‑ bajada francesa en el alcázar madrileño en diciembre de 1434107. No obstante, este majestuoso trono‑banco, casi un salón portátil, debió compartir su condición de asiento regio con la, repetidamente aludi‑ da por las fuentes, silla real, sin duda de mayor sencillez decorativa y menores pretensiones de solemnidad. En la conocida como Biblia de   NIETO SORIA, Ceremonias..., pp. 210‑213. Ver folio 4.   Sobre los «putti», ver PANOFSKY,Erwin, Renacimiento y renacimientos en el arte occidental, Madrid, 1991, pp. 216‑221. Acerca de los «putti» en la de‑ coración de manuscritos en la Península, ver la nota 67 de esta obra y las referen‑ cias al «Breviario de Martín de Aragón» de principios del siglo xv. 106   Crónica de Juan II, Madrid, 1953, p. 422. 107   Ibidem, p. 518. Refundición del Halconero, edición Juan de Mata CA‑ RRIAZO ARROQUÍA, Madrid, 1946, p. 168. El empleo de paños y tapices para decorar el asiento del monarca era una costumbre muy extendida en Castilla du‑ rante el siglo xv, utilizándose para realzar el entorno del rey incluso en actos pri‑ vados, como pone de manifiesto la Crónica de Álvaro de Luna con ocasión del banquete celebrado en el castillo palacio de Escalona durante las fiestas de 1448 (Crónica de Álvaro de Luna, ed. de Juan de Mata CARRIAZO ARROQUÍA, Ma‑ drid, Madrid, 1940, cap. LXXIV, p. 219). 104 105

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los Alba, una traducción encargada en 1422 por Luis de Guzmán, Maestre de la Orden de Calatrava e ilustrada por miniaturistas tole‑ danos hacia 1431, este miembro de la nobleza castellana aparece, en lo que Joaquín Yarza ha llamado «insolente visión mayestática», so‑ bre un elevado y complejo trono con animales, como un nuevo Salo‑ món108, mientras Juan II, a su lado, está representado a menor tama‑ ño, coronado y con manto, sentado en un sencillísimo asiento difícil de identificar con un trono109. Esta imagen del Maestre de Calatrava ha sido considerada por Yarza como la de más acusadas característi‑ cas mayestáticas de todas las existentes en las artes figurativas y en la literatura, incluida la silla que Mena destina a Juan II en el Laberinto de Fortuna, la cual es, a su juicio, la más cercana a la representada en la Biblia de los Alba110. En el caso en cuestión, la importancia y sim‑ bología del trono trasciende el ámbito regio ya que Luis de Guzmán ha sido representado por el anónimo autor de las miniaturas, con la obvia aquiescencia del destinatario, vinculado a una insignia real, lo que da idea de la concepción que existía en Castilla acerca de los maestres de las Ordenes Militares y de las pretensiones señoriales, poco respetuosas con la figura y atributos del monarca111. La decoración del entorno regio en ceremonias institucionales, como la administración de justicia, sesiones de Cortes y recepción de embajadores, por medio de colgaduras y tapices con la intención de incrementar el ornato real, debía ser usual desde fines del siglo xiii, según se desprende de la descripción realizada en el citado Libro de los Castigos e Documentos del rey don Sancho. Con el objetivo de re‑ forzar la institución y la imagen del monarca, el texto describe minu‑ ciosamente el entorno de Sancho IV, quien está sentado en una silla cubierta de oro, plata y piedras preciosas112; las cortinas de su casa,   DUMAS, ob. cit., p. 233.   YARZA, «La imagen del rey. . . «, pp. 281 y ss. 110   Ibidem, p. 281. 111   NIETO SORIA ha aludido a la similitud entre la representación regia y la nobiliaria («Propaganda política...», p. 511). 112   GIMENO CASALDUERO, Joaquín, La imagen del monarca en la Casti‑ lla del siglo xv, Madrid, 1972. pp. 45 y ss. El trono de Sancho IV es un anteceden‑ te de la silla preciosa que describe Santillana en la Coronación de Mossen Jordi y de la adjudicada por Juan de Mena a Juan II en el Laberinto, lo que permite ade‑ lantar al siglo xiii la prioridad en la descripción de sillas preciosas que Lida con‑ 108 109

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que podemos considerar tapices, ofrecen el relato de las proezas y glorias de sus antepasados, pero también sus errores y miserias para que sirvan con su ejemplo de modelo de comportamiento113. En esta imaginaria decoración, que quizás pudo responder a la realidad ya que parece que Sancho IV participó en la obra, está presente el ca‑ rácter didáctico y ejemplar atribuido a la historia que culminará en el siglo xv, cuando los historiadores comiencen a considerar esta disci‑ plina superior a la filosofía moral para la instrucción de los prínci‑ pes114. El texto citado no sólo recurre a la historia, sino también a las imágenes como medio de recuperar el pasado al elaborar unas artís‑ ticas colgaduras cargadas de significado. Los párrafos dedicados a describir el trono de Sancho IV son una discreta muestra de la tradi‑ ción descriptiva de obras de arte ficticias existente en la literatura, según Julius Schlosser, las cuales obedecen en su forma a la voluntad e intencionalidad del escritor115, que perdura durante la Edad Media continuando la tradición originada en la Antigüedad con la literatura de ekphrasis, caracterizada por las descripciones artísticas imagina‑ rias116. Hemos visto que Juan de Mena, aunque de forma más modes‑ ta que los autores europeos continuadores de la citada costumbre, concede gran importancia a esta cuestión, tanto que ha llevado a ser considerado un ejemplo de la historia castellana con pretensiones de descripción artística gracias a las coplas dedicadas a la silla real en el Laberinto de Fortuna117. A la hora de elaborar la decoración de la silla real, es probable que algún pasaje de la Divina Comedia, de tan debatida influencia sobre el Laberinto118, insuflase en Mena una mayor inclinación e inte‑ cede al Marqués de Santillana (LIDA, Juan de Mena..., p. 404, nota 2). Así relata la silla real el Libro de los Castigos: «La silla en la que el rey estaba asentado era cubierta de oro e de plata con muchas piedras preciosas, por la cual silla se de‑ muestran los [regnos] e los poderes que el rey a so si.» (Cit. GIMENO, La ima‑ gen..., p. 48). 113   Ibidem, pp. 49 y 50 114   TATE, Ensayos.. ., p. 295. 115   SCHLOSSER, Julius, La literatura artística, Madrid, 1993, pp. 56 y ss. Vid infra nota. 116   Ibidem, pp. 33 y 56. 117   YARZA, «La imagen del rey...» pp. 284 y 285. 118   PÉREZ PRIEGO, «Introducción» a MENA, ob. cit., p. 33.

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rés hacia la pintura y escultura como recurso plástico y literario. Pre‑ cisamente, el canto X del poema dantesco, correspondiente al Purga‑ torio, ofrece varios ejemplos del uso de imaginarias obras de arte con intenciones literarias, en concreto de esculturas que, con arte divina, están destinadas a narrar ejemplos de historias o a representar perso‑ najes. Interesa destacar en relación con el episodio del Laberinto que nos ocupa, la alusión que realiza Dante referente a la Columna de Trajano (Canto X, 73) y a las historias que están grabadas en su fuste. Es éste un monumento romano que quizás conoció Juan de Mena en alguno de sus dos viajes a Italia y cuyo acentuado sentido apologético y narrativo, un rasgo característico de la pintura y escultura de los siglos xiv y xv, pudo influir en el poeta119. Quien probablemente tuvo gran ascendiente sobre Mena en diferentes aspectos fue Francisco Imperial, genovés autor del Decir al Nacimiento de Juan II, en 1405120, una obra plena de monarquismo dantesco que presenta al rey caste‑ llano como un glorioso soberano lleno de virtudes, titular de una monarquía universal121. En su obra, tras enumerar todos los méritos y cualidades del recién nacido, Imperial recomienda por boca de la Fortuna «escrivanse libros e pintense estorias de sus altos fechos», con el objetivo de que se extienda la fama del nuevo rey y se refuerce 119   La columna de Trajano, el monumento que ilustra minuciosamente las hazañas del emperador en la campaña contra los dacios, permaneció intacta des‑ de la Antigüedad, al igual que la columna de Marco Aurelio, siendo protegida en honor de la Iglesia y el pueblo romano (PANOFSKY, ob. cit., p. 122 y GREGO‑ ROVIUS, Ferdinand, Roma y Atenas en la Edad Media, Madrid, 1982, p. 83). La mención que lleva a cabo Dante en su obra junto a la posible contemplación por Juan de Mena durante su breve estancia romana en 1442 y, quizás, en 1434, de la historia narrada en el fuste de la columna para mayor gloria de Trajano, pudieran haber ejercido su influjo sobre el cordobés, quien finalizó el Laberinto en sus úl‑ timos momentos italianos o en los primeros meses de su vuelta a Castilla, cuando aún estaban frescos los recuerdos del viaje. Hay que recordar que el ejemplo que proporcionaba la columna de Trajano acerca de la combinación de elementos narrativos y escultura tuvo tempranas repercusiones pues ya entre 1015 y 1022, el obispo Bernwaerd de Hildesheim, encargó una columna triunfal o candelabro con escenas de la vida publica de Cristo que por la técnica, disposición de las escenas y detalles iconográficos está basada en el monumento romano (GREEN‑ HALGH, Michael, La tradición clásica en el arte, Madrid, 1987, p. 29). 120   IMPERIAL, Francisco, El Dezir de las syete virtudes y otros poemas, edi‑ ción de Colbert I. NEPÁULSINGH, Madrid, 1977. 121   GIMENO CASALDUERO, «Notas sobre…», p. 198.

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la monarquía122. La importancia e influencia de la pintura y la escul‑ tura en la obra de Francisco Imperial ha sido resaltada por Colbert I. Nepaulsingh123, quien destaca el influjo ejercido por miniaturas y pin‑ turas en la misma. En concreto, este investigador señala el importan‑ te papel desempeñado por libros miniados y manuscritos que, sin duda, utilizó Imperial en diferentes aspectos de su obra, en la que también debió influir la representación que se hizo de los vicios y las virtudes en varios manuscritos desde la Psycomachia de Pruden‑ cio124. Juan de Mena probablemente también consultó y poseyó obras miniadas y, al igual que Imperial, conoció pinturas y esculturas en cantidad suficiente para inspirarle pasajes del Laberinto y, sobre todo, para hacerle valorar las artes visuales como recurso literario que per‑ mite reforzar la figura regia. De esta forma, la idea expresada por Dante, aunque de origen horaciano, quedaría asumida por el poeta cordobés, quien acudió a la obra de Francisco Imperial, como obser‑ va Gimeno Casalduero125, al tener parecidos propósitos y semejantes sentimientos monárquicos y para mostrar como, al no haberse cum‑ plido los designios de la Fortuna previstos en el Decir, habían de realizarse los que la Providencia anuncia en el Laberinto126. La Anti‑ güedad, con su tradicional prestigio reforzado por la erudición del Cuatrocientos, ofrece también una sede de ejemplos que han podido servir de modelo a Mena para diseñar la silla de Juan II; en concreto hay que señalar a Virgilio quien, junto a Lucano y Ovidio, era uno de los autores que más admiraba el cordobés y que más influjo ejerció sobre su obra. Se ha apuntado al libro VI de la Eneida127, y en concre‑ to a las puertas del templo que Dédalo consagró a Febo, cinceladas en oro por medio de «admirable labor», como la fuente que inspiró a Mena para describir el trono, al tiempo que le proporcionaba una autoridad indiscutible a la que remitirse. La silla que el poeta destina 122

p. 92.

  IMPERIAL, «Decir al Nacimiento de Juan II»,

xv

(379‑380), ob. cit.,

123   NEPAULSINGH, Colbert, «Introducción» a Francisco Imperial, ob. cit.,pp. C y ss. 124   Ibidem, p. C 125   GIMENO CASALDUERO, «Notas sobre...». p. 198 126   Ibidem, p. 199. 127   Ibidem, p. 203.

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como asiento a Juan II aparece en el texto superior en riqueza y per‑ fección artística a sus modelos clásicos, como son los trabajos de Dé‑ dalo y el escudo que Vulcano hizo para Aquiles que se encuentran en el citado canto de la Eneida, considerados ejemplares de acuerdo con la tradición medieval que contemplaba a la Antigüedad como fuente de conocimiento y época digna de imitación. Mena, aunque acude constantemente a la comparación y a la referencia, a personajes clási‑ cos, históricos y mitológicos en una actitud habitual durante la Edad Media128, propia de la condición paradigmática que poseía el pasado griego y romano, también participa de la atención preferente que se dispensaba en el siglo xv a sus contemporáneos, a los modernos129. Esta actitud se manifiesta cuando el poeta elogia y valora la silla real de Juan II, de obvia factura contemporánea, como si la hubiera rea‑ lizado el propio Dédalo y la compara de forma muy favorable al es‑ cudo de Aquiles, el prototipo de héroe, que había forjado el herrero de los dioses e hijo de Júpiter y Juno. Los personajes de su época, los acontecimientos de la historia de Castilla y los valores del tiempo presente, tienen para Mena al menos tanto valor ejemplarizante como las tradicionales referencias medievales a los antiguos. No podía ser de otro modo en un poema que destaca sobre manera gracias a la exaltación de los valores nacionales130. La formación de la imagen mayestática de Juan II que aparece en el Laberinto de Fortuna y en la que el trono tiene un papel rele‑ vante131, responde entre otras influencias literarias a las de Ovidio132

  LIDA, Juan de Mena… p. 529. En la España del siglo xv el interés por el mundo clásico estaba antes aplicado a enriquecer el panorama del mundo medie‑ val que a abrir nuevas perspectivas (RUSSELL, ob. cit., p. 65) mientras que el acercamiento a las obras de los autores latinos obedecía a la búsqueda de modelos y ejemplos (LAWRANCE, Jeremy N. H., «On Fifteenth‑Century Spanish Verna‑ cular Humanism», Medieval Studies Tate, 1986, p. 66). 129   MARAVALL, Antiguos..., p. 261. 130   Esta acentuada valoración de Castilla ha servido para explicar la insensi‑ bilidad demostrada por Juan de Mena hacia el humanismo italiano, especialmen‑ te durante sus viajes a Florencia y Roma (CAMILLO, ob cit., p, 118). 131   C. 142 y 221. Laberinto. 132   «...el rey se sienta en medio de la multitud vestido de púrpura y recono‑ cible por su cetro de marfil» (OVIDIO, Las Metamorfosis, VII, 102‑103). 128

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y Francisco Imperial133, según hemos visto y ha observado Gimeno Casalduero134, pero también debe a la realidad la procedencia de muchos elementos que la definen. Esta influencia, bien presente en el poema, ha sido apreciada por Lida135y por el citado Casalduero136, en especial al referirse a la copla 221 en la que el poeta glorifica a Juan II presentándolo en plena majestad. Ambos autores aluden, muy acertadamente, como fuente de inspiración de Mena a la em‑ bajada francesa que recibió el rey castellano en un acto muy teatral destinado a impresionar a los enviados galos en el alcázar madrileño en diciembre de 1434137. Este acto solemne, a cuya organización probablemente no fue ajena la voluntad de Álvaro de Luna, cons‑ ciente de la importancia que tenía para la corona el ceremonial y sabedor del prestigio que aportaba al rey el despliegue de lujo y magnificencia138, debió dejar honda huella en Castilla. Juan de Mena, a la sazón estudiante en Salamanca o quizás realizando su   IMPERIAL, ob. cit., xv, 394-404, pp. 92 y 93.   GIMENO CASALDUERO, «Notas...», pp. 207 y 208. 135   LIDA, Juan de Mena..., p. 53. 136   GIMENO CASALDUERO, «Notas...», p. 207. 137   Sobre este acontecimiento se pueden consultar: Crónica de Juan II, p. 518; Crónica del Halconero, edición de Juan de Mata CARRIAZO ARROQUIA, Ma‑ drid, 1946, cap. CLXXV, pp. 179 y 180; Refundición del Halconero, p. 168; Cró‑ nica de Álvaro de Luna, cap. XLIII, pp. 144 y 145. 138   La espectacular entrada que realiza el Condestable en Turégano ante la Corte en 1428, a la vuelta de su destierro (Halconero, cap.I p. 18; Crónica de Ál‑ varo de Luna, cap. xvii, pp. 67 y 68) o su participación en las fiestas de Valladolid del mismo año, son un ejemplo de esta vocación por la ceremonia y el espectácu‑ lo que eran comunes a toda Castilla. Sobre esta cuestión se puede acudir a los trabajos de Rosana de ANDRES DÍAZ, «Las fiestas de caballería en la Castilla Trastámara», En la España Medieval, Madrid, 1986, pp. 81‑107; Teofilo F. Ruiz, «Fiestas, torneos y símbolos de la realeza en la Castilla del siglo xv. Las Fiestas de Valladolid de 1428», en Realidad e imágenes del poder, pp. 249‑265; Fernando CASTILLO CÁCERES, «El castillo‑palacio de Escalona, Corte y escenario de poder de Álvaro de Luna», Fortaleza medieval: realidad y símbolo, Alicante, 1997, así como a la obra repetidamente citada de José Manuel NIETO SORIA, Cere‑ monias..., y las diferentes crónicas de la época, pródigas en noticias al respecto. Aunque no he podido consultarlo, parece sugerente el trabajo de José Enrique RUIZ DOMENEC «El torneo como espectáculo en la España de los siglos xv‑xvi», en La civilitá del torneo (sec. XII‑XVII). Atti del VII Convegno di Studio, Narni 14‑15‑16 Ottobre 1988, Narni 1990. Así mismo, resulta muy útil el ya clási‑ co libro de Maurice KEEN, La caballería, Barcelona, 1986, pp. 115‑139. 133 134

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primer viaje a Italia, no pudo estar presente, pero sin duda conoció muchos extremos del acontecimiento por los relatos de asistentes o de terceros. La fama de la recepción de los embajadores franceses, de acuerdo con los testimonios de la época, entre los que podemos incluir al propio Laberinto, fue grande y perduró el tiempo suficien‑ te para que el cordobés pudiera recoger los detalles antes de realizar su obra principal. Este hecho tuvo una resonancia comparable a las fiestas de Valla‑ dolid de 1428139, las cuales perduraron largo tiempo en la memoria colectiva, llegando a adquirir categoría literaria al inspirar a Jorge Manrique en alguna de sus coplas, como ha demostrado Francisco Rico140. El citado acontecimiento celebrado en Madrid en 1434, que recoge Juan de Mena y al que alude de forma explícita es, por tanto, una manifestación más de la influencia que ejerce la realidad en la literatura. En la copla 221, Juan II aparece descrito en actitud mayes‑ tática portando los tradicionales atributos de su dignidad, sin duda respondiendo a la imagen que debía ofrecer el monarca en la recep‑ ción a la embajada francesa, en la que la puesta en escena debió ser tan acabada que probablemente sirvió de modelo para el futuro141. Conviene señalar a este respecto el paralelismo existente entre la des‑ cripción realizada por la Crónica de Juan II y la del Laberinto de For‑ tuna, en la que destacan elementos comunes como la cuestión del león —manso según la Crónica, velloso para el cordobés— que esta‑ ba a los pies del rey. Este detalle, sólo aparentemente menor ya que   Vid. supra. Crónica de Juan II, pp. 447 y 448, Halconero, cap. III.   En las coplas 16 y 17 realizadas con ocasión de la muerte de su padre, Jorge Manrique se refiere a las fiestas celebradas en la capital vallisoletana de acuerdo con los criterios del ubí sunt? Aunque el poeta nació doce años más tar‑ de, la fama y el recuerdo de estos acontecimientos le llegaron por medio de los comentarios de sus mayores, testigos directos de los actos aludidos. Esta teoría y la influencia de la realidad a la hora de inspirar a la literatura, la expone Francis‑ co Rico, «Unas coplas de Jorge Manrique y las fiestas de Valladolid de 1428», Anuarío de Estudios Medievales, II, 1965, pp. 515-524. 141   No es extraño que Enrique IV se pudiera inspirar en la ceremonia que presidió su padre en 1434 así como en los modelos numismáticos franceses, para labrar la primera moneda que presenta en el reverso al monarca entronizado y en apogeo mayestático. Tampoco es difícil relacionar la efigie que representaba a este rey en la Farsa de Ávila y los atributos que portaba con la imagen ofrecida por Juan II en alguna ceremonia. 139 140

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ha llevado a ciertos autores a interpretar la presencia de la fiera como una critica a la debilidad del monarca142, nos permite rastrear los elementos procedentes de la realidad de que se apropia la literatura. Aunque el león ha sido tradicionalmente considerado el rey de los animales y un símbolo de fuerza vinculado con la dignidad real, en este caso la alusión literaria es posible que no sea una figura retórica, pues es probable que estuviera presente en el acto del alcázar madri‑ leño un león de carne y hueso procedente de los regalos ofrecidos a Juan II por los embajadores tunecinos en 1432143. En el entorno del rey la presencia de animales no era algo extraño; lo demuestra la aparición de un león «muy grande atado con dos cadenas e un oso»144 en la comitiva real con motivo la fiesta organizada por el monarca castellano en Valladolid en 1428. Esta afición tampoco hubo de ser anómala en las Cortes señoriales como la que el Condestable mante‑ nía en su fastuoso castillo palacio de Escalona, donde se desarrollaba el gusto por lo curioso y exótico, una inclinación que se reflejaba en el aprecio por los animales raros145. La importancia simbólica que tenía el león para Álvaro de Luna se evidencia en el hecho de conser‑ var clavada, en la puerta del citado castillo la piel de un enorme león de legendaria fiereza, enviada como obsequio «por un rey moro de allende del mar»146, sin duda conocedor del aprecio que suscitaba el animal en cuestión. Mena, quien probablemente compartía estos puntos de vista y conocía, aunque mediante testigos directos, la pre‑ sencia de los leones en actos y fiestas, incluyó a este animal en la presentación del monarca, mostrando la influencia que ejercía la rea‑ lidad sobre la literatura, aunque ciertas descripciones, como las de Francisco Imperial, a quien tanto consideraba, también contribuye‑ ron crear las citadas imágenes147.

142   GIMENO CASALDUERO, «Notas...», pp. 205 y 207; BERMEJO CA‑ BRERO, «Ideas políticas...», p. 168, nota 25. Ambos autores están en desacuerdo acerca del significado del león situado a los pies de Juan II y en la intencionalidad crítica de Mena hacia el monarca, a nuestro juicio escasa por no decir nula. 143   Refundición, p. 132. 144   Crónica de Juan II, p. 446; Halconero, p. 24, Refundición, p. 69. 145   MORÁN, Miguel y CHECA, Fernando, El coleccionismo en España, Madrid, 1985; pp. 24 y ss; CASTILLO CÁCERES, «El castillo‑palacio de Escalona...». 146   Crónica de Álvaro de Luna, p. 219; CASTILLO CÁCERES, Ibidem. 147   IMPERIAL, ob. cit., xv, 390-404, pp. 92 y 93.

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La creciente importancia que experimentan en Castilla los sím‑ bolos de autoridad a lo largo del siglo xv, afecta plenamente al trono, a la silla real, un atributo que registra numerosas alusiones literarias148 y que incluso, al menos en los aspectos artísticos, rebasa el ámbito regio149. Por otra parte, lo ocurrido en un acontecimiento tan solemne y de tan gran repercusión política y social como la Farsa de Ávila, el acto del destronamiento en efigie de Enrique IV cuyo antecedente se puede situar en la deposición del infante don Enrique como Maestre de Santiago ante Juan II150, pone de relieve la importancia que po‑ seían las insignias de la realeza y su enorme contenido simbólico, entre las cuales el trono destaca con entidad propia151. En la segunda mitad del siglo xv, el término silla real sirvió en ocasiones como con‑ cepto objetivador del poder real, como ocurre al ser empleado por Diego de Valera152, aunque no tuvo a este respecto la importancia de la corona, una voz que sirvió de forma idónea para llevar a cabo la transpersonalización y objetivación del orden político, según García Pelayo153. La corona era a un mismo tiempo un objeto, en general de gran riqueza, que simbolizaba el poder regio, y un complejo concep‑ to político, jurídico e institucional que tuvo una proyección extraor‑ 148   Entre los autores que mencionan la silla real destacamos, por la persona‑ lidad del mismo, a Álvaro de Luna en su Libro de Ias claras e virtuosas mujeres (Madrid, 1891, p. 140), prologado precisamente por Juan de Mena. 149   En la pintura podemos recordar la miniatura de la Biblia de los Alba, en la que el Maestre de Cálatrava, Luis de Guzmán, esta representado en pleno apo‑ geo mayestático. Por otra parte, el propio Juan de Mena describe unas sillas de‑ coradas que sirven de asiento a nobles: sillas de ricas labores, / vacantes de sus señores,/ vi de fieras esculpidas. «Coronación del Marqués de Santillana (Calami‑ cleos)»’, en Laberinto, XXXV, p. 232. Ver nota 111. 150   Sobre este ejemplo de consideración del trono como símbolo de autori‑ dad diferente de la regia, ver: MACKAY, Angus, «Ritual and Propaganda in Fif‑ teenth Century Castile», Past and Present, nº 107, 1985, p. 16; Halconero, pp. 86‑87, y Refundición, p. 112. 151   En relación con el tema que nos ocupa, se puede consultar sobre la Farsa de Ávila: MARTÍN, José Luis, «El Rey ha muerto. ¡Viva el Rey!», Hispania, LI, n 9 177, 1991, pp. 5‑39; MACKAY, ob. cit., pp. 3‑43, y ZAPALC, K. S., «Ritual and propaganda in Fifteenth Century Castile», Past and Present, 113, 1986, pp. 185‑196 /208, así como las crónicas del reinado de Enrique IV. 152   Cit. MARAVALL, Estado Moderno, I, p. 334 153   GARCÍA PELAYO, Manuel, «La Corona. Estudio sobre un simbolo y un concepto politico», Cuadernos Hispanoamericanos, LXX, 1967.

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dinaria a la hora de definir una determinada forma de relación entre la monarquía y el reino154. No llegó la silla real, es decir, el trono, a cumplir tan importante papel en la Edad Media castellana, pues no fue considerada ni sím‑ bolo privilegiado de la realeza ni tampoco tuvo significado como con‑ cepto despersonalizador que permitiera la continuidad y superiori‑ dad del poder, situado sobre la persona del rey155. No obstante, la silla fue usada ocasionalmente para hacer referencia a la realeza, al poder o al rey de forma alegórica156. En lo que se refiere a Juan de Mena, éste utiliza el término silla real157 y también el de trono158como un concepto político equivalente a potestas, a poder, a la titularidad de la autoridad, aunque en este último caso no lo emplee en relación con la realeza sino para aludir a la posición pública de Álvaro de Luna. En el episodio del Laberinto correspondiente a la maga de Valladolid consultada por los enemigos del valido, inspirado en un pasaje análogo de la Farsalía de Lucano, ésta responde a los requeri‑ mientos de los grandes afirmando que el Condestable será «detraído, del sublime trono/ y aún a la fin del todo desfecho», aludiendo a la posición y a la autoridad de que disfrutaba Álvaro de Luna en el reino. Este uso fuera del ámbito regio del término trono, un objeto específico de la monarquía y propio de su manifestación más acabada como es la representación mayestática, plantea la cuestión de si res‑ pondía a una conveniencia literaria, si era una lisonja palaciega un tanto irrespetuosa con la persona real o, bien, si era un medio de presentar la figura del valido reforzada politicamente. Parece que en momentos de extrema apología, frecuentes en el entorno cortesano, la silla, como símbolo de preeminencia y distinción, era un atributo que se concedía en el arte y la literatura a personajes distintos de la figura regia, según hemos visto en el caso del Maestre de Calatrava, Luis de Guzmán, representado en actitud mayestática en la Biblia de los Alba por el artista contratado.

  NIETO SORIA, Fundamentos..., p. 141.   MARAVALL, Estado Moderno, I, p. 333 156   NIETO SORIA, Ceremonias..., p. 191. 157   C. 194. Laberinto 158   C. 256. Ibidem 154 155

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En Castilla, el asiento regio fue denominado usualmente silla o silla real, siendo el término trono una voz de carácter literario que penetra en las crónicas y se generaliza a partir de la segunda mitad del siglo xv. Si exceptuamos el ejemplo singular y aislado que brinda la Crónica latina de los Reyes de Castilla, del siglo xiii, cuyo autor em‑ plea el vocablo trono159 junto a otras expresiones —barones, por ejemplo— que revelan, según ha observado Hilda Grassotti160, su origen ultrapirenaico, hay que esperar al reinado de Enrique IV para encontrar esta expresión como designación del asiento regio. Al des‑ cribir la ceremonia del destronamiento del monarca en Ávila, unos autores como Diego de Valera161 se refieren a la silla o silla real, otros cronistas emplean el término trono162 y, por último, hay quien, como Diego Enríquez del Castillo, utiliza ambos de manera indistinta163. Cualquiera que sea la denominación empleada, parece consolidada la relevancia de esta insignia regia, recogida por los textos cuando su mención como silla o trono y su consideración de atributo de la au‑ toridad y de la monarquía debía estar extendida. A esta situación y a la gran valoración que se concedía a la imagen en la época, responde la silla real descrita por Mena en el Laberinto, inspirada en su ultima ratio, como toda la obra, por un intenso senti‑ miento apologético y por una concepción del reino y de la vida polí‑ tica en la que el monarca ocupa un indiscutible lugar preeminente, semejante al que ostentaba Castilla en el contexto peninsular. Este monarquismo que manifiesta el poeta cordobés, supone una toma de partido en el conflicto que enfrentó a lo largo de casi toda la centuria a dos concepciones opuestas acerca de la naturaleza del reino164. Por 159   Crónica latina de los Reyes de Castilla, edición de Luis CHARLO BREA, Cádiz, 1984, p. 101. 160   GRASSOTTI, Hilda, «Barones en la terminología jurídica de León y Cas‑ tilla (siglos xi‑xiii)» Anales de la Universidad de Chile, 5ª serie, nº 20,1989, pp. 141‑187. 161   VALERA, Diego de, Memorial de diversas hazañas. Crónica de los Reyes de Castilla, III, Ed. BAE. Madrid, 1953, p. 33. 162   PALENCIA, Alonso de, Crónica de Enrique IV, Valladolid, 1973, p. 168. 163   ENRIQUEZ DEL CASTILLO, Diego, Crónica de Enrique IV. Crónicas de los Reyes de Castilla, III, Ed. BAE, Madrid, 1953, p. 144. 164   AYALA MARTÍNEZ, ob. cit., pp. 127‑129.

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un lado, la idea de un sistema de gobierno colectivo, oligárquico, ejercido por los principales linajes señoriales, en el cual el rey era un mero poder intermedio cuya finalidad principal era ejercer su capa‑ cidad de arbitraje; por otra parte, estaba la concepción de una mo‑ narquía fuerte, en la que los grandes se sometían a la autoridad regía aunque conservaban todas sus prerrogativas económicas, sociales e incluso políticas. En el choque entre estas aspiraciones nobiliarias y regias, Juan de Mena, como todos aquéllos cuya actividad intelectual y profesional se desarrollaba en ambientes cortesanos y, como todos aquellos que aspiraban a estar en la nomina real, se inclina hacia la opción monárquica haciendo de su defensa el leit-motiv de su obra. En sus composiciones, prácticamente todas por su origen y destino de carácter áulico, el poeta no ahorra elogios a sus protectores, algo usual en la poesía cancioneril de tipo cortesano, apareciendo Juan II y Álvaro de Luna como modelos del buen rey y del buen gobernante, respectivamente. Esta postura contrasta con una actitud crítica hacia el estamento nobiliario, acusado de codicioso165 —un vicio que, junto al dinero, concilia especialmente las iras de Mena—, ambicioso y responsable de la interrupción de la Reconquista, una de las grandes preocupaciones del poeta, semejante en intensidad al castellanismo que manifiesta en toda su obra. La silla real, el trono que Juan de Mena adjudica al monarca en su obra fundamental, está destinado a proclamar la superioridad real en el interior del reino mediante la representación de las pasadas hazañas de la monarquía castellana, en la cual la forma y el color tienen gran importancia, sin duda reflejo de la consideración otorgada en la época a las obras de pintura y escul‑   Juan de Mena proclama en diferentes ocasiones su aversión hacia el dine‑ ro y la codicia (Coplas 87, 99, 227, 229, 262), unos vicios generalizados en el siglo xv de los que se hizo eco la literatura de la época que revelan la importancia cre‑ ciente de la economía monetaria. Esta aversión de Mena por el lucri rabies, por la pasión por el dinero, no le impide manifestar su consideración por los mercaderes y el comercio (C. 85), la profesión y la actividad responsables de la generalización del uso del dinero que a su vez impulsa la codicia. A este respecto se puede ver. MARAVALL, Estado Moderno…, II, pp. 90‑122; SOMBART, Werner, El Bur‑ gués. Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno, Madrid, 1972, p. 38; BRAUDEL, Fernand, Civilización material, economía y capitalismo. Siglos xv‑xviii. Vol. 1º, Estructuras de lo cotidiano, Madrid, 1984, p. 402 y CASTI‑ LLO CÁCERES, Fernando, «Notas acerca del Tesoro monetario de don Álvaro de Luna en el Castillo de Escalona», Numisma, 235, 1994, pp. 61‑75. 165

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tura que conectaban con sentimientos religiosos, políticos y sociales. Es la silla real fin, por su condición de obra de arte imaginaria, de lujosa y rica pieza propia de reyes, y medio para proclamar la gloria de un reino forjado por las hazañas de sus monarcas, las cuales de‑ bían ser —¿deseo del poeta u obligación del soberano?— superadas por Juan II. Este expresivo episodio de la silla real y la creación lite‑ raria de tan singular elemento simbólico, tuvo gran repercusión entre los autores contemporáneos de Juan de Mena, como señala Maria Rosa Lida, y sirvió de inspiración entre otros a Juan del Encina para representar a Fernando e Isabel, lo que prueba el éxito de este sím‑ bolo como insignia de la realeza y como recurso literario.

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La CORTE como ESCENARIO DE PODER: EL CASTILLO-PALACIO DE ESCALONA y ÁLVARO DE LUNA Publicado en Fortaleza medieval: realidad y símbolo, Alicante, 1997.

Desde las primeras referencias existentes entre los autores contemporáneos sobre Álvaro de Luna, hasta los primeros trabajos que, historiográficamente hablando, pueden ser considerados el comienzo de la bibliografía sobre el edificio, el castillo palacio de Escalona    Sobre el castillo de Escalona y las actividades desarrolladas en su seno, las crónicas de Álvaro de Luna, del Halconero, la Refundición del Halconero y, en menor medida, la Crónica de Juan II, son una inestimable fuente de información. El elenco de trabajos clásicos, todavía útiles, sobre el edificio son los de Aureliano FERNÁNDEZ GUERRA, «Antiguallas de Cadalso de los Vidrios, Guisando y Escalona», Semanario Pintoresco Español, Madrid, 1853, p.313 y ss. F. B. NAVARRO, Fortalezas medievales: Maqueda y Escalona. Madrid, 1895. y José Mª AZCÁRATE RISTORI, «Castillos toledanos del siglo xv», Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, 242, 1948. Aunque la mayoría de los trabajos posteriores se basan en los de Fernández Guerra y Azcárate, es útil consultar la obra de J. ESPINOSA DE LOS MONTEROS y L. MARTÍN ARTAJO, Corpus de Castillos medievales de Castilla, Bilbao, 1974. Acerca del patrimonio de Álvaro de Luna y sus dominios toledanos, están los trabajos de Alfonso FRANCO SILVA, en concreto «La villa toledana de Escalona. De don Álvaro de Luna a los Pacheco», Estudios de Historia y Arqueología Medievales, X, 1994, quien es un reputado especialista en este asunto.

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surgido de las reformas realizadas durante el período en que perteneció al Condestable, ha sido considerado el arquetipo de residencia nobiliaria y la expresión más acabada del lujo arquitectónico de la época. Dos son los aspectos que resaltan todas las referencias sobre Escalona; primero, el propio edifico y su riqueza ornamental y, segundo, las fiestas celebradas en el recinto y el entorno del castillo, especialmente la dedicada en 1448 en honor de Juan II y la nueva reina, Isabel de Portugal. Este acontecimiento tenían el carácter de inauguración del edificio —pues era la primera vez que acudía el monarca al lugar desde la reconstrucción efectuada tras el incendio—, y sobre todo tenía la cualidad de manifestación pública del poder del Condestable. El alcázar de Escalona cumple a la perfección con las funciones residencial y militar que esencialmente definen al castillo palacio, una construcción singular que refleja la transición entre el edifico rural y militar —imperante de forma prácticamente absoluta hasta el Cuatrocientos— y la construcción urbana y residencial, que surge de la mano de esa entidad política de tan discutida denominación que es el Estado Moderno y de uno de sus rasgos esenciales como es la capitalidad de la monarquía. En un trabajo relativamente reciente, Betsabé Caunedo del Potro ha estudiado los elementos singulares del castillo palacio, señalando sus funciones, todas ellas patentes en el caso de Escalona. No obstante, si nos centramos en el papel desempeñado por esta fortaleza, creemos que a las actividades económica, militar, administrativa y palaciega que tan acertadamente enumera la autora, pueda añadirse otra función, quizá corolario de los anteriores, que desempeña el edificio. Nos referimos a la que puede denominarse función cortesana, la de ser escenario de poder en sentido amplio; una función que desempeñó el edificio por la voluntad de quien lo convierte en castillo-palacio y que es sumamente representativa de la    LAMPEREZ Y ROMEA, Víctor, Arquitectura civil española, Madrid, 1922, Tomo I, p. 274.    Entre la bibliografía dedicada a este tipo de construcción podemos destacar la obra citada de LAMPEREZ, y las de Jorge JIMÉNEZ ESTEBAN, El castillo medieval español y su evolución, Madrid 1995 y Edward Cooper, Castillos señoriales de Castilla, Salamanca, 1991.    CAUNEDO DEL POTRO, Betsabé, «La función palaciega de los castillos leoneses (siglos xiv y xv)», en Castillos y fortalezas del Reino de León, 1989. s.l.

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vida política y social del siglo xv. Esta nueva perspectiva con que se puede contemplar al castillo de Escalona significa detenerse en los elementos arquitectónicos relacionados con estas exigencias y con su calidad de marco de una corte señorial, que según todos los indicios se adivina rica y activa, y servir de escenario para una serie de fiestas cuyo objetivo, como todos los actos del siglo, trasciende la mera diversión. Así mismo, al ser la residencia principal del Condestable es necesario considerar que es el lugar en el que se custodiaba gran parte de sus bienes, al tiempo que reparar en el papel desempeñado por el edifico en la vida cortesana que se desarrollaba en el mismo. Esta consideración del edificio como centro del tesoro del privado permite adivinar como junto a los rasgos propios del tesoro medieval, aparecen de forma incipiente una serie de elementos, por ejemplo la intención expositiva de sus piezas, que conducen conceptualmente las colecciones modernas. En cualquier caso, hay que señalar que el alcázar de Escalona durante los años que perteneció a Álvaro de Luna no se conviertió en castillo palacio por su ubicación urbana, ni por la paulatina pérdida de su carácter militar; por el contrario, su importancia estratégica en los conflictos civiles de la primera mitad del siglo xv fue de primer orden. Tampoco adquiere esta fortaleza su condición palaciega por el   Acerca de las fiestas en Castilla en los siglos xiv y xv, son imprescindibles los recientes trabajos de Rosana DE ANDRÉS DÍAZ, «Las entradas reales castellanas en los siglos xiv y xv según las crónicas de la época», En la España Medieval. IV-I., 1984, p.47-62, y «Las fiestas de caballería en la Castilla de los Trastamara», En la España Medieval, V. 1986 pp. 81-107, así como los de Roger BOASE, El resurgimiento de los trovadores, Un estudio del cambio social y el tradicionalísimo en el final de la Edad Media en España, Madrid, 1981, y Teófilo F. RUIZ, «Fiestas, torneos y símbolos de la realeza en la Castilla del siglo xv. Las fiestas de Valladolid de 1428», en Realidad e imágenes del poder. España a fines de la Edad Media, Adeline Rucquoi (ed), Salamanca, 1988, pp. 249-265, que complementa el ya clásico de Francisco RICO, «Unas coplas de Jorge Manrique y las fiestas de Valladolid en 1428», Anuario de Estudios Medievales, II, 1965. pp. 515-524 y el de Angus MACKAY, «Ritual and Propaganda in Fifteenth Century Castile», Past and Present, nº 107, 1985, pp. 3-43. También dentro de la bibliografía dedicada a los orígenes del teatro, hay interesantes referencias a las fiestas en Fernando LÁZARO CARRETER, Teatro Medieval, Valencia, 1976, y Ángel GÓMEZ MORENO, El teatro medieval castellano en su marco románico, Madrid, 1991, (cap. 12, pp. 89 y ss).

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progresivo añadido de elementos arquitectónicos de carácter decorativo o por reformas que alteran su esencia de fortificación. Nada de esto, con ser importante, determina en este caso la transformación. El elemento decisivo del cambio será la voluntad de su dueño, deseoso de conseguir un marco que sirviera de escenario a una política de prestigio, más necesario cuanto más controvertido era su poder, que se manifestaba de forma diversa. El alcázar de Escalona cumple con la función cortesana porque es concebido como escenario y representación del poder y porque experimenta las reformas adecuadas para serlo. De estos aspectos nos ocuparemos someramente a continuación. La villa de Escalona, situada en el estratégico camino que une Toledo con Ávila, fue donada por Juan II a don Álvaro en 1424, convirtiéndose desde 1429 en el centro de un importante dominio territorial. Su alcázar, construido entre los siglos x y xi, fue adquiriendo paulatinamente la condición de residencia principal del Condestable en la década de los treinta, en que desplaza a otras villas de su propiedad como Ayllon, elegida en 1427 para pasar su primer destierro de la Corte. Desde los días de la guerra civil contra los Infantes de Aragón en 1430-1431, que tiene en Extremadura uno de los teatros de operaciones, Escalona, que juega un discreto papel en el conflicto como base de partida, se transforma en un elemento clave en la vida del Condestable hasta llegar a ser la capital, el centro de los señoríos del de Luna. En esta capital señorial el castillo va a responder a las exigencias defensivas para las que fue construido, todavía vigentes en el agitado siglo xv castellano, y a los criterios de ostentación que acompaña al prestigio social. En relación con la condición de Escalona como capital señorial, hay que recordar que a lo largo del Cuatrocientos se produce en Castilla un fenómeno contradictorio, como es la acusada itinerancia de la Corte real y la aparición en los señoríos de los principales linajes de auténticos centros administrativos, económicos y culturales, es decir, de capitales. Frente al rey, que carecía de residencia estable, aunque contaba con importantes edificios en determinadas villas y ciudades que le servían de residencia periódica, los nobles castellanos, a pesar de seguir en muchas ocasiones a la Corte real en sus desplazamientos, mantenían un único centro per  FRANCO SILVA, ob. cit., p. 48

  

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manente de referencia situado en un lugar privilegiado de sus señoríos. La Corte de Juan II y de Enrique IV se limitaba por razón de su itinerancia, junto a otros motivos derivados de su actividad administrativa y de gobierno, a una estructura básica, permitiendo incluso que algunos servidores regios residieran habitualmente lejos de la misma. En el siglo xv castellano la ausencia de un referente local permanente, la falta de un entorno espacial específico que vinculase al monarca, probablemente impidió que se desarrollase aún más el aparato administrativo de la monarquía y que la brillantez que ocasionalmente tuvo la Corte de Juan II solo se aproximara a la de las señorías italianas, las cuales, gracias a su reducida extensión, podían contar con una sede regia permanente. Por el contrario, la existencia de unas cuantas sedes señoriales estables, convertidas en centros permanentes de sus dominios por parte de unos señores que participaban de la inclinación al lujo propia del siglo y contaban con la riqueza que les proporcionaban unas abundantes rentas, permitió que se desarrollasen en la misma una serie de actividades y funciones que, entre otras consecuencias, convierten al castillo en un palacio, sin perder sus características funciones militares, especialmente importantes en una centuria violenta. El castillo de Escalona desempeñó una importante función estratégica en la campaña de Extremadura emprendida por el Condestable debido a la voluntad de don Álvaro de convertir a la villa en el centro de sus dominios en la zona de Gredos, como señala Franco Silva. Así mismo a este protagonismo contribuyó la presencia en Alburquerque del rebelde infante don Enrique, refugiado en la ciudad

   Ramón MENÉNDEZ PIDAL refiere como ciertos individuos incluidos en la nómina real no seguían a la Corte, sino que podían residir en otros puntos. En concreto, Juan de Salinas, juglar de Juan II, se hace vecino de Palencia en 1423. (Poesía, juglaresca y juglares, Madrid, 1969, p. 155).    CASTRO ALFIN, Demetrio, «La cultura nobiliaria. Corte y civilización» en Nobleza y sociedad en la España Moderna, ed. Carmen IGLESIAS, Oviedo, 1996. MARAVALL, José Antonio, Estado Moderno y mentalidad social, Madrid 1972, 2 tomos. Hay que señalar que, entre otras cosas, coleccionismo y mecenazgo son actividades que necesitan para su aparición y desarrollo una sede permanente.

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desde 1430, junto con su hermano, el infante don Sancho. Escalona era la base de partida donde se concentraban recursos, pertrechos y hombres procedentes de los dominios de Álvaro de Luna, demostrando el alcázar sus cualidades estratégicas y militares a lo largo de la campaña. Hasta 1432, momento en que finaliza la rebelión de los Infantes de Aragón, el edifico aún no había experimentado ninguna transformación encaminada a dotarlo de las características propias de un palacio que pudiera hacerlo más atractivo, pero esto no impidió que Juan II demostrase ya su afición a la villa. En fechas tan tempranas como 1431 hay noticias de la presencia del monarca en Escalona en diferentes ocasiones, unas probablemente vinculadas a la cercana rebelión en Extremadura y otra en vísperas de la guerra de Granada. En 1433, Juan II acude por vez primera a la residencia toledana para pasar las fiestas de Navidad con el Condestable, celebrándose fiestas en su honor, un hecho que se repetirá en 143510. En estos años el edifico no debía ser tan atractivo como recogen las crónicas, ni del completo gusto de Juan II, pues en 1437 manda a don Álvaro que realice obras en el castillo para edificar «una casa e palacios muy notables», concediéndole para ello el privilegio de la moneda forera11. Señala Cooper que hasta 1438, una fecha clave por el incendio y la reconstrucción que se emprenden, los trabajos llevados a cabo por Álvaro de Luna en el edificio estuvieron faltos de unidad arquitectónica, siendo las técnicas y el material poco duraderos, como puso de    Sobre los acontecimientos del reinado de Juan II, ver los clásicos trabajos de Eloy BENITO RUANO, Los Infantes de Aragón, Madrid, 1952, Luis SUÁREZ FERNÁNDEZ Nobleza y Monarquía, Valladolid, 1975, y España cristiana. Crisis de la Reconquista. Luchas civiles, Historia de España, dirigida por Ramón MENÉNDEZ PIDAL, Madrid, 1976, t. XIV, la reciente obra de Pedro A. PORRAS ARBOLEDAS, Juan II. 1406-1454, Palencia, 1995 y la interesante síntesis de Carlos de AYALA MARTÍNEZ «La Castilla de Juan II y Enrique IV», en Los Reinos hispánicos ante la Edad Moderna, Madrid, 1992. 10   Crónica de don Álvaro de Luna, ed. de Juan de Mata CARRIAZO ARROQUIA, Madrid, 1940 p. 143. En lo sucesivo nos referiremos a esta obra como CAL. CARRILLO DE HUETE, Pedro, Crónica del Halconero de Juan II, ed. de Juan de Mata CARRIAZO ARROQUIA, Madrid, 1946, pp. 90, 112,147, 171 y 197. En lo sucesivo, CH. BARRIENTOS, Lope de, Refundición de la Crónica del Halconero, ed. de Juan de Mata CARRIAZO ARROQUIA, Madrid, 1946, p. 11, 125, 144, 1687, en lo sucesivo, RH. 11  AZCÁRATE, ob. cit., p. 257 y COOPER, ob. cit., III, p. 927.

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manifiesto la voracidad del fuego12. Parece que el Condestable no tuvo en estos años un excesivo interés por el castillo de Escalona y sorprende que el período relativamente tranquilo que se extiende entre 1431 y 1438 no fuera aprovechado para realizar algún cambio en profundidad, lo que contrasta con la riquísima reconstrucción efectuada en los difíciles años siguientes. El incendio que se produjo en agosto de 1438 a raíz de la caída de un rayo debió ser notable, y fue considerado un acontecimiento por los contemporáneos, pues todas las crónicas recogen la noticia13. Sus efectos dieron lugar a unos trabajos de reconstrucción que significaron el dominio de los elementos civiles, palaciegos, sin perjuicio de los aspectos defensivos. El resultado de las obras, que sitúan al palacio en el interior del recinto, amparado por elementos defensivos exteriores14, será un edificio que puede considerarse una proyección de la personalidad de Álvaro de Luna15, reflejo de las exigencias de lujo y ostentación características del siglo, así como el marco en el cual se desarrollaron actividades encaminadas a reforzar el prestigio y poder de su propietario, especialmente en aquellos momentos en que más insegura era su posición y menor el respaldo regio. La magnificencia del edificio surgido del siniestro de 1438 fue tal que ha llevado a Joaquín Yarza a incluir al castillo palacio de Escalona, junto con el Palacio del Infantado, entre los ejemplos de arquitectura fantástica, prototipo de ostentación y expresión de las necesidades sociales a que dio lugar el lujo tardomedieval16. Fernández Guerra alcanzó a mediados del siglo xix a contemplar lo poco que quedaba del edificio tras los irreparables daños sufridos durante la Guerra de Independencia; por lo que su descripción nos permite, junto con el estudio de Azcárate, aproximarnos a la arquitectura del alcázar. Entre los elementos que destaca este autor, todos ellos característicos de los palacios, se encuentran el palacio de armas, la fachada que da a este espacio y la llamada Sala Rica, verdadero centro del complejo.   COOPER, ob. cit., p. 927.   CAL, p. 152, CH, p. 254, RH, p. 221. 14   LAMPEREZ, ob. cit., I p. 221. 15   COOPER, ob. cit., III, p. 925. 16  YARZA LUACES, Joaquín, «Reflexiones sobre lo fantástico en el arte medieval español», en Formas artísticas de lo imaginario, Barcelona, 1987, p. 30. 12 13

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No creemos necesario repetir, por ser empresa difícilmente superable, las páginas de los citados autores, pero sí es conveniente para los propósitos de este trabajo subrayar la importancia y el protagonismo que tuvo la Sala Rica en el conjunto del edificio. Era esta habitación una espectacular estancia que acogía todas las celebraciones y acontecimientos que tuvieron lugar en el castillo y que, por su rica decoración, completaba la impresión deslumbrante que se perseguía obtener desde la entrada, como experimentaron los caballeros portugueses que en 1448 iban en el séquito de la reina Isabel. La Sala Rica era un acabado ejemplo de la importancia que tienen las grandes habitaciones en los castillos palacios del siglo xv debido a la voluntad que tienen sus dueños de desplegar un lujo creciente, y al desarrollo de unas actividades determinadas por la teatralidad. Esta vocación por el espectáculo y la ficción es una característica de la nobleza de la época que convierte a la Corte, tanto real como señorial, en un decorado, en un entorno para sus actividades17. La Sala Rica, que acogía las danzas, músicas, banquetes y entremeses a que tan aficionado era Álvaro de Luna18 y que tanto valoraba como actividad social, era el marco en el que se desarrollaban una serie de actividades tanto privadas, reservadas a unos invitados privilegiados, como de gobierno de la casa del Condestable. Incluso, como veremos, servía de incipiente sala de exposiciones pues tenía unos aparadores en los que se mostraba la rica vajilla y otros objetos preciosos del tesoro de su propietario. Esta estancia, sin duda la principal del castillo, estaba determinada por un acentuado carácter decorativo, fruto de la combinación de alarifes mudéjares y maestros góticos a la hora de su realización, cuyos resultados fueron espectaculares. El artesonado de madera de alerce decorado con púrpura, oro e incrustaciones de marfil; la polícroma decoración geométrica y los tapices, junto con el brillo de las piezas de orfebrería, caprichosamente trabajadas, de la vajilla expuesta en repisas, deslumbraban a los visitantes tanto como proclamaban las excelencias de su dueño. La Sala Rica, a la cual aludiremos más adelante al referirnos a las fiestas celebradas en Escalo-

17   GÓMEZ MORENO, Ángel «La militia clásica y la caballería medieval. Las lecturas de “re militari” entre Medievo y Renacimiento», Evphrosyre. Revista de Filología Clásica, XXIII. 1995. pp. 83-97. 18   CAL, p. 246.

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na, representa el triunfo de lo decorativo y de los elementos fantásticos, propios de los ámbitos palaciegos de finales de la Edad Media. Hay en el castillo palacio de Escalona otro elemento que, a pesar de la importancia y originalidad que tiene y de lo que significa para el conjunto, apenas ha sido considerado. Nos referimos al jardín situado en el lado suroeste que da al río Alberche, y del que existen referencias concretas en la Crónica de Álvaro de Luna con ocasión de la visita de Juan II en 145019. El autor de la citada crónica aprovecha la presencia del rey en el castillo para referir los medios de que disponía el edifico para luchar contra el calor, pues la villa toledana era «por cierto asaz e mucho calurosa en el tal tiempo», aludiendo en concreto a «los palacios de frescor, los altos olorosos olores e perfumes de suabe olor, los jardines, los naranjales e los otros esquisitos e ingeniosamente ynvencionados modos de humanos deleytaciones...». Esta somera descripción sugiere la existencia de un ambiente confortable para afrontar el caluroso verano de Escalona, logrado gracias a la combinación de plantas y, muy probablemente, albercas y estanques. Todo ello revela la influencia de modelos de jardines de origen hispanomusulmán, algo habitual en los jardines señoriales de la península20, caracterizados por la fragmentación del espacio por medio de estanques y fuentes, y por su capacidad de adaptación a porciones de terrenos reducidos e irregulares21. La aparición de un jardín en el entorno del castillo-palacio hay que vincularla con las obras de reconstrucción efectuadas en los años siguientes a 1438, en los que trabajaron alarifes mudéjares, algunos probablemente procedentes de Sevilla, donde el arzobispo de Toledo, Juan de Cerezuela, hermano de Álvaro de Luna, había ocupado la mitra hispalense. Precisamente, hay que relacionar con Toledo y la persona del arzobispo Cerezuela la llegada a esta ciudad no sólo de artistas andaluces, sino también de maestros flamencos y alemanes para trabajar en la catedral, los cuales cabe suponer, dada la cercanía de Escalona y la estre  Ibidem, p. 254   RABANAL YUS, Aurora, «Jardines del Renacimiento y el Barroco en España», en Jardines del Renacimiento y el Barroco, Wilfried HANSMANN, Madrid, 1989, p. 327. Ver también M. de CASA VALDES, Jardines de España, Madrid, 1987, pp. 75-83. 21   RABANAL, ob. cit. p. 346. 19

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cha relación existente entre el Condestable y su hermano, que también participarían en los trabajos de reconstrucción del castillo junto con los maestros y albañiles andaluces22. Aunque los enfrentamientos civiles del siglo xv tuvieron un carácter limitado y una baja intensidad bélica y no hubo en la centuria ningún ejemplo de guerra de asedio23, las obras de reconstrucción llevadas a cabo en el castillo no descuidaron los aspectos militares, especialmente importantes si tenemos en cuenta el destacado papel desempeñado por Escalona y, sobre todo, Maqueda en los episodios de la guerra civil de 1441, frente a las fuerzas del Infante don Enrique. A raíz de las obras realizadas, el edificio probablemente incorporó las troneras que sustituían a las antiguas saeteras, mostrando la creciente importancia de las armas de fuego, su presencia en las fuerzas del Condestable24 y la capacidad de adaptación del edificio y de sus constructores a las innovaciones de la técnica bélicas. En este aspecto, el castillo de Escalona sería de las primeras fortalezas del reino en incorporar troneras, de acuerdo con los datos que proporciona Edward Cooper25. Precisamente a reforzar este carácter defensivo del castillo contribuyen las numerosas torres albarranas con que contaba, tantas que no hay otro conjunto en toda Castilla con mayor número de estos elementos26.

22   José María de AZCÁRATE recoge con reservas la tesis lanzada en su día por Fernández Guerra, (ob. cit., p. 262, y El arte gótico en España, Madrid, 1990, p. 115), que COOPER (ob. cit., III, p. 927) y Leopoldo TORRES BALBAS (Arquitectura gótica. Ars Hispaniae, VII, Madrid, 1952, p. 264) aceptan. 23   CASTILLO CACERES, Fernando, «La presencia de mercenarios extranjeros en Castilla durante la primera mitad del siglo xv: La intervención de Rodrigo de Villandrando, Conde de Ribadeo, en 1439», Espacio, tiempo y forma, 9, 1996. pp. 11-40. 24   Pedro Carrillo de Huete nos relata como, en 1441, Álvaro de Luna estaba en Maqueda con 200 hombres de armas «e mucha gente de a pie ... e muchos pertrechos de lombardas e truenos e culebrinas, e muchos vallesteros» (C.H. p. 378), revelando la composición y la importancia de las armas de fuego que tenían sus fuerzas. Sin embargo, hay que señalar que en estos días probablemente las obras de reconstrucción del castillo de Escalona todavía estarían muy atrasadas. 25   COOPER, ob. cit., I. 1 p. 65 y III. p. 925 26     JIMÉNEZ ESTEBAN, ob. cit., p. 105.

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Las obras efectuadas en la fortaleza de Escalona, emprendidas en unos momentos de inestabilidad interna en los que la autoridad del Condestable, aunque contestada, todavía era firme, se extendieron casi durante una década27. La magnitud y el coste de estos trabajos fue tal que es posible afirmar que el objetivo de don Álvaro era convertir al castillo en una suntuosa residencia capaz de atraer al monarca y de proclamar, especialmente ante sus crecientes enemigos, el poder, rango y riqueza del privado. Esto significaba mantener y mejorar los aspectos militares del edificio, pero también adecuarlo a las nuevas exigencias cortesanas, propias de un palacio. La ostentación de riqueza y la voluntad de asombrar son elementos esenciales en esta actitud pues, como señala Max Weber, el carácter público que acompaña el despliegue del lujo demuestra que este es un medio idóneo para la elevación del prestigio social28. El lujo cortesano y nobiliario es, por tanto, un fenómeno de intenso contenido social, el cual aparece vinculado básicamente con la vivienda, como ha puesto de manifiesto Norbert Elías, pionero y autoridad en todo lo que atañe a los estudios sobre la Corte29. En sus estudios, este autor demuestra que el esplendor de la casa entre la nobleza francesa de los siglos xvi y xvii no es una simple expresión primaria de la riqueza, sino del rango y la posición, por lo que se convierte en una exigencia de clase. La vivienda es la manifestación primaria y esencial, junto con el vestido, de lo que Elías denomina consumo de prestigio, una actitud económica propia de sociedades definidas por la necesidad de las clases privilegiadas de adecuar los gastos al rango social que se posee o al que se aspira, y no a los ingresos, como impondrá la burguesía desde finales del Antiguo Régimen30. El lujo medieval, que posee una característica pública dominante, tiene en los castillos palacios del siglo xv un adecuado reflejo pues en ellos aparecen cada vez con mayor protagonismo, unos elementos de carácter superfluo que responden solo a la necesidad de ostentación  AZCÁRATE, (1948), p.257.   WEBER, Max, Economía y Sociedad, México, 1977, II. p. 844. 29   ELIAS, Norbert, La sociedad cortesana, Madrid, 1993, p. 75. Ver también el interesante trabajo de Demetrio CASTRO ALFIN anteriormente citado, que constituye una puesta al día sobre los estudios y el fenómeno de la Corte . 30   ELIAS, ob. cit., pp. 90-92. 27 28

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vinculada al estamento; estos elementos arquitectónicos, inútiles dentro de la lógica defensiva del castillo, otorgan al conjunto un carácter fantástico31. Escalona muestra estos aspectos desde prácticamente su entrada, pues la fachada que da al patio de armas tiene un arco cuya decoración combina ángeles, salvajes desnudos defendiéndose del ataque de unos posibles perros, así como figuras y motivos animales y vegetales, tanto reales como fantásticos32; una complicación que recuerda a los elementos decorativos, ya renacentistas, del cercano San Juan de los Reyes toledano. Este despliegue de exotismo, tan del gusto de la época, servía de anticipo a lo que posteriormente la escalera y la Sala Rica ofrecían a los visitantes, tan ilustres que entre los habituales se encontraba el propio monarca, de quien el Condestable conocía su inclinación por la casa y la comarca, traducida en frecuentes visitas que este, sin duda, pretendía incrementar para reforzar su posición. En la década de 1440 a 1450, Escalona aparece como la residencia principal de Álvaro de Luna en el centro de sus dominios y de la vida cortesana que se desarrolla a su alrededor. El castillo palacio desempeñaba las funciones administrativa, social y cultural propias del lugar que acoge a los bienes del señor y a su séquito, es decir, al conjunto de quienes viven con él, le auxilian y le acompañan en las tareas propias de su rango y cargo, así como en las actividades de su vida personal. Esta definición de Corte, inspirada en la elaborada por Demetrio Castro33 basándose en el modelo que proporcionan las Cortes Reales del Antiguo Régimen, creemos que sirve para describir las Cortes señoriales tardomedievales y puede completarse con la consideración de estas como una configuración, es decir, como un entramado de relaciones múltiples que necesita para existir una sede permanente34. Desde este punto de vista, Escalona reunía las condiciones para la aparición de una Corte, un fenómeno social específico de la nobleza y de la realeza desarrollado en los últimos siglos medievales y que alcanza su apogeo con la Monarquía absoluta. El castillo de Escalona fue el centro económico, administrativo y social de las actividades desarrolladas por Álvaro de Luna en su cali YARZA, ob. cit., pp. 29 y 30.  AZCÁRATE (1948) p. 259. 33   CASTRO ALFIN, ob. cit., p. 225. 34   Ibidem, p. 228. 31 32

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dad de titular de los señoríos que tenían como centro a esta villa, y en virtud de la actividad política desplegada durante su vida pública. Al mismo tiempo, era el lugar dónde se concentraba la clientela política aglutinada alrededor del Condestable, formada por los miembros de su familia y aquellos criados y vasallos que mantenían con su persona lazos de carácter doméstico o militar, aunque en la mayoría de los casos la clientela del señor coincidía con aquellos que constituían su casa35. Algo semejante ocurría en el caso de otras casas nobiliarias, las cuales contaban con un variado y numeroso grupo de servidores establecidos en la sede del señorío que desempeñaban tareas específicas. Así lo ha puesto de manifiesto Rosa María Montero en relación con los Manrique al tratar de la organización de su casa36. Aunque de menor abolengo que los tradicionales linajes, las posesiones señoriales, las rentas que percibía y los títulos que ostentaba, convertían a don Álvaro en un reputado miembro de la alta nobleza castellana, lo que permite asegurar la existencia de una serie de cargos vinculados a su persona y casa de Escalona. Entre aquellos que desempeñaban funciones administrativas, sabemos que estaban presentes al servicio del Condestable los siguientes cargos: mayordomo —Juan de Merlo es el más citado—; contador y secretario, desempeñados estos dos últimos en 1453 por Alfonso González de Tordesillas37. Todos ellos se encargaban de la gestión económica y administrativa de la casa de Luna así como, en el caso del secretario, de los aspectos jurídicos de estas actividades, de creciente importancia en la época38. Las crónicas sólo aluden a dos cargos domésticos en la casa de Álvaro de Luna entre los citados por Montero Tejada en relación con los Manrique, aunque en este caso son los más representativos. Se trata del camarero, encargado del mantenimiento de la Cámara del señor, es decir de la plata, joyas, objetos preciosos y dinero, así como de la realización de compras escogidas para su servicio personal39. Conocemos a dos camareros al 35  MONTERO TEJADA, Rosa Mª, Nobleza y sociedad en Castilla. El linaje de los Manrique. XIV- xvi, Madrid, 1996, p. 152. 36   Ibidem, p. 123 y ss. 37   CAL, p. 209. 38  MONTERO, ob. cit., pp.129 y 130 39   Ibidem. p. 131.

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servicio de Álvaro de Luna: el primero, Fernando de Ribadeneira40 y, desde 1446, Gonzalo Chacón, también paje del Condestable hombre de letras y probable autor de la Crónica de Álvaro de Luna41. En lo que se refiere a los pajes42, uno de los cargos más numerosos de las casas nobiliarias junto con los escuderos, también nos ofrecen las crónicas referencias concretas a la casa del Condestable. Entre todos destaca Alfonso de la Adrada43, quien confirma las observaciones de Montero acerca de la procedencia social y geográfica de estos servidores, quien la sitúa en el área del señorío, como revelan muchos de sus apellidos coincidentes con topónimos44. Hay también variadas alusiones a los escuderos, muchos de los cuales aparecen con la condición de continos, es decir, de andar continuamente junto a su señor, con la obligación de acudir a su llamada y quizás incluso de residir en su casa. La presencia junto a Álvaro de Luna de estos caballeros se deduce de las noticias que aporta su biografía con ocasión de las fiestas de 1448 al aludir a unos «cavalleros mancebos.. que con el andaban continuos», diferenciando acto seguido entre los caballeros «continos de su casa como los otros»45. Aunque también conocemos el nombre del alcaide de Escalona en el momento de la caída del Condestable46, poca o ninguna información nos proporcionan las crónicas sobre otros cargos de su casa, los cuales, teniendo en cuenta la magnitud y actividades de la misma, debían ser numerosos. Es difícil no imaginar, a pesar de no tener evidencias, la presencia en Escalona de cargos domésticos como cocineros, trinchantes, despenseros, aposentadores o halconeros y monteros, sobre todo si tenemos en cuenta la importancia que tuvieron las visitas, la casa y la gastro  C.H., pp. 158, 281-283 y 512.   Desde 1446 aparece citado en numerosas ocasiones en la Crónica de su hipotética realización 42   Para hacernos una idea de la endogamia que caracteriza a estos cargos de las casas señoriales, un fenómeno especialmente intenso en el caso de los pajes, es conveniente recordar que Juan Chacón, padre de Gonzalo Chacón, camarero y paje del Condestable, aparece como alguacil al servicio de este. 43   CAL p. 407 y 412. 44  MONTERO, ob. cit., p. 125. 45   CAL. p. 217. Hay que señalar que las noticias que proporciona la Crónica parecen confirmar la hipótesis de Montero Tejada acerca del significado del término «contino». 46   Se trata de Diego de Avellaneda (CAL, p. 410). 40 41

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nomía, ya en ciernes de ser arte culinario47, en el contexto del castillo palacio. Junto a esta retahíla de servidores, el alcázar de Escalona albergaría a la clientela política del Condestable y a todos aquellos que participaban y contribuían, de forma ocasional o no, al desarrollo de las actividades culturales de la Corte de la que formaban parte. Desde Menéndez Pelayo y la obra de Puymagre se reconoce al reinado de Juan II como un período en el que el interés por el arte y, sobre todo, la literatura fue muy intenso, en el que la Corte del monarca era un centro intelectual y artístico en el cual, entre otras cosas, surgió la cuestión del mecenazgo. Por su parte, Escalona, merced al poder, actividad y medios desplegados por Álvaro de Luna, se había convertido en un centro artístico48. Era una capital señorial que no sólo empleó en los trabajos arquitectónicos realizados en el castillo a los más avanzados maestros del gótico final, sino que también acogía a músicos procedentes de Nápoles49 y probablemente, dadas las inclinaciones literarias de don Álvaro, a hombres de letras. El resultado fue la aparición de un discreto centro cultural en el que brillaba con luz propia el Condestable y algunos caballeros cortesanos como Gonzalo Chacón, también gustoso de las letras. No es imposible pensar 47   CAUNEDO (ob. cit., pp. 45 y ss) pone de relieve la importancia de la cocina en la zona de servicio de los castillos palacios. La teatralidad también alcanza a la cocina pues la presentación de los platos se complica y se hacen tan importante como el propio contenido; las viandas y su aspecto tenían que expresar también el lujo. 48   CHECA, Fernando, Pintura y escultura del Renacimiento en España, Madrid, 1980, p. 37. 49   Señala Ramón MENÉNDEZ PIDAL la importancia que tuvieron los músicos, juglares o ministriles en la Corte de Juan II y las estrechas relaciones que, musicalmente hablando, mantenían Castilla y Nápoles en los años centrales del siglo. Fueron varios los músicos que estuvieron en las cortes de ambos reinos y que viajaron a tierras castellanas con cartas de recomendación de Alfonso V dirigidas a Juan II, a don Álvaro y a su hermano, el Infante don Enrique. Entre estos ministriles podemos citar a Juan de Sevilla y Juan de Escobar, ambos castellanos, y al napolitano Calavetxa (ob. cit. pp. 155 y ss.). Sobre la música en el reino de Nápoles durante el reinado de Alfonso V, es útil la obra de Higinio ANGLES, «La música en la Corte de Alfonso el Magnánimo», Cuadernos de trabajos de la Escuela Española de Historia y Arqueología en Roma, Historia Medieval y Moderna, Roma, 1961, XI, pp. 83-141.

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que en algún momento autores celebres como Juan de Mena, prologuista de la obra de Álvaro de Luna, Libro de las claras e virtuosas mugeres, escrito en Atienza durante 1447 mientras guerreaba contra Aragón, pudieran estar presentes en la Corte de Escalona, atraído por la figura del Condestable, el esplendor del edificio y las actividades que en el se realizaban. Aunque no hay testimonios documentales de la existencia de una actividad cultural concreta en el castillo-palacio, la teatralidad y el lujo que caracterizan a la Caballería en este siglo, así como la vocación literaria de la nobleza, permiten imaginarla. No obstante, a pesar de la conocida e indiscutible inquietud cultural de don Álvaro, la Corte literaria de Escalona no debió alcanzar una brillantez semejante a la lograda en otras actividades y manifestaciones celebradas en el marco del alcázar. En relación con este aspecto, hay que considerar el hecho de que apenas existan noticias sobre la biblioteca de Álvaro de Luna, la cual cabe pensar se encontraría en esta residencia toledana. Parece fuera de duda que el Condestable disponía de algunos volúmenes de temas caballerescos y autores muy conocidos como Vegecio50, pero la realidad es que los inventarios de los bienes que existían en el edificio tras su ejecución no recogen ningún ejemplar51. Todo ello no deja de ser sorprendente, sobre todo si tenemos en cuenta que esta relación se efectuó para proceder a cumplir con los términos del acuerdo entre Juan II52, cuya afición literaria permite pensar que apreciaría con singular interés los costosos y ricos manuscritos que pudieran existir en el biblioteca de Escalo50  Afirma Jesús D. RODRÍGUEZ VELASCO en su importante trabajo sobre la Caballería, que no existe inventario alguno de la biblioteca de Álvaro de Luna pero, de acuerdo con Charles B. Faulhaber, si hay pruebas fehacientes de que poseyó un número importante de crónicas, un Vegecio, un Bouvet y, seguramente varios títulos más de esta índole (El debate sobre la Caballería en el siglo xv, Salamanca, 1996, p. 50, nota 60 y p. 392). 51   FERRANDIS, José, Datos documentales para la historia del arte español III Inventarios Reales (Juan II a Juana la Loca), Madrid, 1943. Aquí se recogen las dos relaciones de bienes de Álvaro de Luna firmadas por Alfonso de Illescas, así como las referencias que aporta el obispo Gonzalo de la Hinojosa en su confirmación de la Crónica de Jiménez de Rada. 52  Antonio ANTELO IGLESIAS se ocupa de los manuscritos de Juan II, aunque entre la relación de bibliotecas nobiliarias que aporta, no alude a la de don Álvaro. («Las bibliotecas del otoño medieval. Con especial referencia a las de Castilla en el siglo xv» Espacio, tiempo y forma, 4, Madrid, 1991, pp. 297-299.

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na53, y Juana Pimentel, viuda de don Álvaro, quien debía entregar al monarca los dos tercios de los bienes existentes en el castillo. En cualquier caso, aunque no hay noticias fehacientes acerca de la biblioteca de Escalona, los datos anteriores respecto de la literatura y el libro, la personalidad del Condestable junto con el prestigio social que aportaba la posesión de ricos manuscritos, permiten imaginar la presencia de algunos volúmenes entre los muros del castillo palacio. Lo que si sabemos que albergaba el alcázar de don Álvaro era un tesoro, de legendarios ecos desde antes de su muerte. La importancia que concedían sus coetáneos a los bienes de este personaje lo resaltan recientemente Franco Silva54 y Nicholas Round55, quien incluso llega a afirmar que su elevada valoración y el deseo de Juan II de apoderarse de ellos contribuyen a explicar la caída y ejecución del Condestable56. Las posesiones y rentas del valido permitieron que, de acuerdo con la codicia generalizada en la época, en la que el lucri rabies, el afán de lucro cifrado en la posesión de metal amonedado había sustituido a la mera acumulación de oro y plata57, reuniera un tesoro cuya magnitud, de acuerdo con el testimonio que proporcionan los inventarios de 1453, distaba de ser digno de leyenda. Del contenido de estas relaciones se deduce que combinaba rasgos propios del teso53   En el inventario de los libros que poseyó Isabel la Católica, recogido por Sánchez Cantón, aparece citado con la referencia 86-C un manuscrito de Libro de las claras e virtuosas mujeres, del que era autor Álvaro de Luna, riquísimamente encuadernado y decorado con las armas del Condestable y Maestre de Santiago. A juicio de Sánchez Cantón, este era el manuscrito regalado a Juan II, aunque cabe pensar que este ejemplar podía haber sido propiedad de don Álvaro y pasar a manos regias por confiscación. Para la referencia del volumen 86-C, ver Francisco Javier SÁNCHEZ CANTÓN, Libros, tapices y cuadros que coleccionó Isabel la Católica, Madrid, 1950. 54   FRANCO SILVA. ob.cit., p. 53. 55   ROUND, Nicholas, The greatest man uncrowned, London, 1986, p. 233. 56   De la avidez de Juan II por los bienes de Álvaro de Luna y por los objetos preciosos acumulados por otros personajes de la época, como Fernán Alonso de Robles, Contador Mayor, da buena nota José FERRANDIS (ob. cit, pp. IX y X). 57   SOMBART, Werner, El burgués.Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno, Madrid, 1972, pp. 35-38. BRAUDEL, Fernand, Civilización material, economía y capitalismo. Siglos xv-xviii, Vol.1º Estructuras de lo cotidiano, Madrid, 1984, p. 402. Sobre la valoración del dinero y la codicia como vicio generalizado, ver José Antonio MARAVALL, ob. cit., tomo 2, pp. 90-112.

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ro medieval —el acopio de metales y piedras preciosas— con características premodernas propias de las colecciones principescas del siglo xv, patentes en el contenido profano de los objetos, en la valoración de su contenido formal o artístico, así como en el aprecio por lo exótico y lo raro58. En relación con el contenido más tradicional de los bienes que albergaba el castillo palacio de Escalona, hay que señalar en primer lugar el tesoro monetario, definido por la variedad de piezas que ponen de manifiesto el carácter atlántico y mediterráneo de la economía castellana, y el absoluto dominio del oro59, precisamente en un momento en el que Occidente experimentaba una escasez de este metal, que era menos acusada en Castilla60. El conjunto monetario del Condestable tenía por su liquidez la condición de reserva de valor y de medio de pago, acentuado por el carácter selecto de las piezas reunidas, lo que incrementaba su aprecio, aunque su magnitud no fuera excesiva61. Los objetos reunidos en el castillo palacio de Escalona por Álvaro de Luna confirman la existencia durante la primera mitad del siglo xv de un recuperado afán coleccionista, protagonizado por Juan II y extendido a la nobleza62, y ofrecen los incipientes rasgos de lo que será el coleccionismo moderno, los cuales se suman a las características propias del tesoro medieval que lógicamente persisten63. La presencia de 58   CHECA, Fernando y MORAN, Miguel, El coleccionismo en España, Madrid, 1985, pp. 27-32 59   CASTILLO CACERES, Fernando, «Notas acerca del tesoro monetario de don Álvaro de Luna en el castillo de escalona», Numisma, 235, 1994, pp. 61-75 60   LADERO QUESADA, Miguel Ángel, «Economía y poder en la Castilla del siglo xv», en Adeline RUCQUOI (ed), ob. cit., pp. 383 y 384. MACKAY, Angus, Money, Prices and Politics in Fifteenth-Century Castile, London, 1981, p. 25. 61   CASTILLO CACERES, (1994), pp. 65-67. Realmente es destacable el contraste existente entre el lujo desplegado por Álvaro de Luna, su poder económico y político, con el número de monedas atesoradas en su residencia, 584 piezas, que sin ser despreciable, no guarda parangón con otros bienes. 62   FERRANDIS, ob. cit., p. IX. Hay que recordar aquí a Fernán Alonso de Robles. 63   Conviene señalar que el tesoro de don Álvaro no solo se formó por medio de compras y regalos, sino también de donaciones, como es el caso de los bienes de María Albornoz, biznieta y heredera del Cardenal Gil Álvarez de Albornoz, que pasaron a manos del Condestable a la muerte de su titular, en 1440. (COOPER, ob. cit., I, 1, p. 87)

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trofeos cinegéticos en la puerta de la fachada que da al patio de armas del castillo de Escalona64, como cabezas de osos, jabalíes «e de otras bestias», que tanto maravillaron en 1448 a los caballeros portugueses del séquito de la reina Isabel, revela una voluntad de exhibición indudable por parte de su propietario. Esta intención respondía tanto al carácter decorativo de los trofeos como a su capacidad para demostrar la riqueza cinegética del señorío y la habilidad cazadora de su titular. Dado que el tipo de animales de los que procedían los trofeos eran habituales en toda la Península, puede pensarse que el asombro de los portugueses obedecía al número de muestras y a la presencia de una piel de león clavada en la puerta, así como a lo exótico del conjunto. Es interesante reparar en las razones que, según el cronista, llevaron a colocar la piel de león en un lugar tan principal: por honrar a quien envió el presente y por mantener la memoria de un animal singular por su tamaño y ferocidad; sin olvidar que el león simbolizaba la autoridad y fortaleza, especialmente de la regia. Todos estos motivos suponen una valoración de las características específicas de ese animal, como el tamaño y su excepcional fiereza, que se añaden a otros elementos genéricos como la autoridad o la rareza. El espectáculo que se ofrecía a los visitantes en la puerta de acceso al castillo palacio de Escalona debía ser sorprendente, pero no era más que el preludio de lo que aguardaba en su interior, donde los objetos preciosos del Condestable estaban dispuestos para continuar provocando idénticos sentimientos de admiración. El asombro del visitante por la riqueza y el poder del dueño del castillo era el objetivo perseguido, lo cual otorgaba a los bienes una función pública intensa y un carácter instrumental básico. Toda la casa, nos cuenta la Crónica de Álvaro de Luna, estaba llena de tapices franceses y de otros —los «paños de seda e oro»— de diferente procedencia, quizás castellana o granadina. De nuevo aparece, junto con la vocación por la magnificencia, la teatralidad de la vida social del siglo xv y la condición de escenario que debía reunir la casa señorial. Continúa la crónica señalando los objetos preciosos que se hallaban probablemente en la Sala Rica, colocados en aparadores a la vista de todos con evidente intención expositiva. En las repisas estaba presente la vajilla, de plata y oro, y una serie de objetos de ambos metales «cobiertos de   CAL, p. 219

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sotiles esmaltes e labores»65, entre los que destaca una copa de oro, regalo de la ciudad de Barcelona al Condestable y en la que fue servido el rey en los banquetes de 144866. Es imposible no resaltar el propósito de exhibir que existe en lo dispuesto en Escalona, que matiza el carácter privado y doméstico de estos objetos, y en la específica ordenación del conjunto que permite pensar en principios expositivos cercanos a los gabinetes y cámaras de maravillas del siglo xvi. Es también posible aventurar que la valoración de las piezas por el Condestable supera el mero valor material, al añadirse al interés por los metales preciosos, que dista de ser pequeño, el gusto por la factura y el arte den estos objetos. La disposición pública de los principales bienes de Álvaro de Luna hay que vincularla con una determinada concepción de la casa, con una idea del palacio como escenario completo capaz de reclamar la atención de todos los sentidos. No podría faltar, colmados la vista, el gusto y el oído gracias a los tapices, la decoración, los exquisitos manjares y la música, la atención al olfato. La alusión que hace la crónica a los suaves olores que había en las estancias del castillo palacio, logrados gracias a los ambientadores con perfumes, demuestra la enorme atención que se concedía a todos los detalles, el propósito de impresionar a los huéspedes, así como la importancia que tenía la perfumería en la época67. 65   FERRANDIS, ob. cit., pp. XIX y XX. Sobre las vajillas en los castillos palacios de la nobleza ver CAUNEDO, ob. cit., p. 46. 66   Esta copa de oro con sobrecopa y piedras preciosas, «de esmerada perfiçion», era una de las piezas preferidas de don Álvaro, como pone de manifiesto la deferencia de dejarla para uso de Juan II. El origen de la copa la hacía doblemente valiosa, pues no solo era de factura ajena al reino, sino que procedía de Barcelona, una ciudad que poseía una importante tradición orfebre destacable por su exquisitez, patente ya en el siglo xiv en piezas como la exótica joya de Pedro IV conocida como el castillo de amor (YARZA, ob. cit., p. 14) y por la importancia de orfebres como Marcos Canyes, Marcos Olzina o Bernardo Llopart, todos ellos de la primera mitad del siglo xv. Estos y otros anónimos orfebres realizaron numerosas piezas entre las que destacan las vajillas con el escudo de la ciudad que servían de regalo para personalidades. (Santiago ALCOLEA, Artes decorativas en la España Cristiana (siglos xi-xix). Ars Hispaniae, vol. XX, Madrid, 1975, pp. 144-145 y 159). 67  Al final de la Edad media, la nobleza tiene gran inclinación por los aromas, cuanto más exóticos más apreciados, como lo demuestra el gusto por las especias. Los perfumes de uso personal, que enumera el Arcipreste de Talavera, se unen a los ambientadores domésticos, de plata o de vidrio, conocidos como

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El castillo de Escalona alcanza su máxima expresión cortesana y cumple más fielmente con su función palaciega gracias a las fiestas a las que sirvió de escenario. Los festejos celebrados durante el reinado de Juan II han recibido, de forma creciente en los últimos años, la atención de los investigadores, entre los que destacan las aportaciones de Rosana de Andrés y Teófilo F. Ruiz68, quienes resaltan esencialmente el carácter múltiple —social, político y cultural— de estos actos, algunos de la importancia de las fiestas de Valladolid de 1428, y su relevancia en la vida de la época. Sin embargo, el tipo de celebraciones de las que se ocupan estos autores tienen la condición esencial de ser actos públicos, de no estar reservados a determinados invitados ni estar organizados en un marco concreto; incluso su desarrollo y composición responden a su carácter público, a la asistencia de espectadores. Por el contrario, las fiestas celebradas en el castillo palacio de Escalona por el Condestable en honor de Juan II y la Corte para fortalecer el prestigio y poder personal y de su partido, tienen como elemento esencial el escenario en el que se desarrollan. Se trata de festejos privados, de neto carácter cortesano y selectivo, pues se limita la participación en los mismos y se restringen a un reducido y escogido grupo los efectos propagandísticos causados por la combinación de actos y entorno, lo que significa llevar a la práctica la idea de fiesta como fuente de prestigio para quien la ofrece y para quien participa en ella.69 Las fiestas dadas por Álvaro de Luna en el castillo de Escalona revelan la doble condición de diversión y despliegue de poder que poseían70, así como la tendencia existente en la época a aplicar los ideales caballerescos, a adaptar la vida a la literatura71 y a desarrollar el gusto por lo fantástico y extravagante72. Por otra parte, lo referido por Teófilo F. Ruiz acerca de la fiesta como medio de transmitir una imagen pública del monaralmorrajas - almorratxa en catalán -, de evidente orígen árabe. Estos objetos, cuya difusión se generaliza al final de la centuria, se caracterizaban por las distintas bocas que permitían la difusión del perfume situado en su interior, y revelan el interés y la preocupación por perfumar la vivienda. El lujo y la influencia musulmana contribuyen a este auge de la perfumería. (J. PABLO, «Olor y cultura popular», en Sugerencias olfativas, Madrid, 1979, pp. 88 y 89). 68   Vid. supra nota 5. 69  ANDRÉS DÍAZ (1986), p. 82. 70   CASTRO ALFIN, ob. cit., p. 237. 71  ANDRÉS DÍAZ (1986), p.91. 72  YARZA, ob. cit., pp. 14 y 22.

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ca73, es válido para las celebraciones protagonizadas por los nobles y en especial para las organizadas por Álvaro de Luna con objeto de reforzar su posición social, su condición de caballero y su situación en la política del reino. Al Condestable le adornaban las cualidades propias del cortesano, luego resumidas por Baltasar de Castiglione, y reunía las condiciones necesarias, según el cronista, para dar fiestas con éxito, que no son otras que querer y poder, se supone que social y económicamente74. Así mismo, resalta que era «grand festejador, e grand inventor de nuevos e esquisitos modos de deportosos entremeses»75. Esta vocación, unida a la utilidad que tenían las fiestas para su política y condición de hombre público, contribuyeron a que en Escalona se dieran repetidas fiestas, especialmente tras las reformas realizadas a causa del incendio de 1438, que finalizaron en la década de los cuarenta cuando el poder del Condestable y su cercanía al monarca eran cada vez más discutidos, por lo que cualquier medida adoptada para reforzarlo era bienvenida. No es posible, por razones de espacio, analizar aquí cada uno de los festejos desarrollados en Escalona en honor del rey entre 1431 y 1452, pero es imprescindible referirse, al menos someramente, a la fiestas dada en 144876. Esta es la celebración más famosa y citada por los contemporáneos, la que mayor variedad de actos registra y la que más días retiene a Juan II; es, al mismo tiempo la que revela más claramente, en las actividades desarrolladas, las intenciones propagandísticas que la impulsan y en la que el lujo y el esplendor tienen una mayor presencia77. Desde el momento mismo de la llegada de los monarcas y de su recepción, pletórica de solemnidad y teatralidad, se pone de manifiesto la magnificencia desplegada, a mayor gloria de don Álvaro. Este organiza una montería, en la que están presentes elementos de arquitectura efímera, tras recibir a Juan II con músicas   RUIZ, ob. cit., p. 250.   CAL, p. 246. 75   Ibidem. 76   Para la descripción de los acontecimientos sigue siendo útil la versión que proporciona la CAL, cuyo autor, en caso de ser Gonzalo Chacón, sin duda fue testigo de los festejos. 77   La crónica alude al hecho de que la reina Isabel no conocía Escalona como uno de los motivos que impulsan a Álvaro de Luna a organizar los festejos que tienen como objetivo dejar claro cual es la posición y rango del anfitrión (CAL, p. 127). 73 74

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de variado y escogido instrumental. A partir de este momento se suceden unos espectáculos que parecen estar regulados y estructurados minuciosamente con el objeto de impresionar a los ilustres huéspedes y a su séquito. Tras las celebraciones efectuadas fuera del castillo de Escalona, el resto de los festejos tendrá como marco el propio edificio. Primero será un banquete, servido en la lujosa vajilla del Condestable, en el que destaca la riqueza, abundancia y diversidad de los manjares, pero también la presentación de los mismos y la ceremonia de su servicio, pues los comensales «se maravillaban, no menos de la ordenança que en todo avia»78. El arte y la teatralidad habían alcanzado a la comida en este siglo xv, uniéndose a la aparición, todavía tímida en Castilla, del arte culinario79. Con toda probabilidad, esta comida en la que el matrimonio real ocupaba una mesa situada en un estrado ricamente decorado, junto con otros ilustres comensales, y en la que los músicos tuvieron un importante papel, se celebró en la Sala Rica, la principal estancia de Escalona. Allí se celebraron, a continuación del banquete, bailes y otros festejos, lo que parece sugerir que no existían otras estancias de semejante categoría para diversificar el escenario de estas actividades sociales. Así mismo, fue también en la Sala Rica donde se celebró el espectacular torneo nocturno, probablemente una variedad de entremés80, a la luz de las antorchas que colgaban del techo, dando al acto un contenido fantástico. Por su parte, el patio de armas sirvió de marco para el desarrollo de un torneo más convencional, en el que se llevaba a la práctica el ideal caballeresco. Estas fiestas constituyen en cierto sentido la verdadera inauguración del castillo tras las obras realizadas después del incendio, siendo la primera vez que acudía el rey a Escalona desde que sucedieron los hechos una década antes, lo que contribuye a explicar la brillantez de los actos. A este despliegue, que se produce en unos momentos de extraordinaria dificultad política para el Condestable, se une su intención de enviar un mensaje al Príncipe Enrique y a su fa  CAL, p. 220.   Recuérdese que Enrique de Villena fue el autor de la obra Arte Cisoria, un tratado acerca de la cocina y las formas en la mesa que recoge el interés creciente que existía hacia estos asuntos por parte de los nobles castellanos de la primera mitad del siglo xv. 80   Alfonso de Cartagena, en su Doctrinal de caballeros, identifica a los entremeses con ciertos ejercicios de armas cortesanos. (LÁZARO CARRETER, ob. cit., pp. 52 y 53). 78 79

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vorito, Juan Pacheco, transmitiendo el poder que todavía conserva. Creemos que basta esta alusión a los fastos de 1448 para comprobar la especial importancia del edificio en el contexto político y social del reino, ya que es el verdadero protagonista de gran parte del relato de la Crónica de Álvaro de Luna, en la que aparece como elemento detonante de la impresión sentida por los visitantes. Desde la entrada al castillo palacio hasta la Sala Rica, hemos visto como todo se dispone para maravillar y acoger festejos que, por su diversidad y fasto, contribuyen a cantar las glorias del propietario. El castillo palacio de Escalona, cuya influencia en edificios como los castillos de Belmonte, Manzanares el Real y, sobre todo, sobre el Palacio del Infantado no se puede medir con criterios arquitectónicos, fue el marco de una Corte señorial característica del ideal caballeresco, del gusto y el lujo por lo extravagante que define, en el inevitable término de Huizinga, al otoño medieval.

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TRES PERSONAJES DEL OTOÑO MEDIEVAL CASTELLANO: FERRÁN MARTÍNEZ, JUAN CARRILLO DE TOLEDO Y MARCOS GARCÍA DE MORA El Arcediano de Écija, Ferrán Martínez, Provisor del Arzobispado de Sevilla, predicador antijudío

A lo largo de la segunda mitad del siglo xiv y muy especialmente a partir de la coyuntura crítica de 1348, se produce prácticamente en todos los reinos europeos una explosión de antisemitismo casi tan intensa como la epidemia de peste que afecta al continente desde ese año. Castilla no estará al margen de estos acontecimientos pues la primera manifestación violenta de ese sentimiento antijudío se registra con ocasión de la guerra entre Pedro I y Enrique de Trastamara. En este conflicto civil, como señaló Julio Valdeón, el antisemitismo fue un arma esgrimida por los partidarios del pretendiente paralela a la acusación de filojudaísmo lanzada contra el monarca. Desde entonces, la cuestión judía, es decir, la cuestión de la conversión de los hebreos, fue una constante hasta que el rigor cristiano cambió de objetivo dirigiéndose contra los conversos. Este punto de inflexión, esta sustitución del problema judío por el problema converso, en palabras de Eloy Benito Ruano, se produce a raíz de los sucesos de 1391, del conjunto de motines antisemitas originados en Sevilla que 243

se extendieron con gran violencia por toda la Península en los que jugó un papel destacado el arcediano de Écija, Ferrán Martínez, activo y violento predicador antijudío. Este controvertido personaje comienza su actividad contra los hebreos en 1377, cuando desde su condición de arcediano de Ecija y provisor del arzobispado de Sevilla, un cargo este ultimo que le permitía juzgar a judíos y cristianos, se atrevió a desobedecer una orden de Enrique II de veinticinco de julio de 1377, afirmando que contaba con la protección del Papa, pese a lo cual no fue castigado mas allá de un albalá dictado el veinticinco de agosto de 1378 en el cual se condenaba su actitud. Como veremos, esta impunidad real de la que disfrutó el arcediano le acompañó durante toda su vida, lo cual dice mucho acerca de la complacencia con que se contemplaba su actividad por parte de las autoridades. Tras la muerte del primer Trastamara, Ferrán Martínez saludó con alegría a Juan I, un rey que, al contrario que su padre, contemplaba la conversión de los judíos como un elemento mas dentro de una reforma general de la moral y de la Iglesia. Esta nueva actitud permitió que el arcediano redoblara sus violentas predicas antijudías dirigidas a los sectores populares de la población de Sevilla. En sus alocuciones, Martínez acudía a los aspectos más elementales y legendarios del antisemitismo, al tiempo que instaba a la destrucción de las sinagogas y a la segregación de los hebreos garantizando la salvación eterna a quienes se aplicasen a la tarea. La intensidad y la reiteración de estas proclamas alarmaron a la comunidad judía y a las autoridades civiles y eclesiásticas hispalenses, las cuales debieron de informar al monarca del clima que se estaba creando en la ciudad. De esta forma, el tres de marzo de 1382 un nuevo albalá, en este caso de Juan I, reconvenía al arcediano por sus predicaciones. La suavidad del tono de este documento no se le escapó al arcediano, el cual se apresuró a comentar a todo aquel que quisiera oírle que en el fondo el rey vería con complacencia la desaparición de los judíos, mientras continuaba con sus diatribas antisemitas y sus sentencias parciales y desfavorables para los hebreos sevillanos. A este le siguió otra disposición condenatoria de Juan I con fecha de veinticinco de agosto, cuyos efectos fueron idénticos a las medidas adoptadas con anterioridad pues el predicador continuó con su labor como había hecho hasta entonces, es decir, sin obstáculo alguno. 244

En 1388 se produce de nuevo una queja contra Ferrán Martínez, en este caso a manos del procurador de la aljama de Sevilla, el cual acudió a entregarle dos cartas de Juan I acompañado de dos alcaldes cristianos en las que condenaba su actuación. El arcediano, quien estaba rodeado de un grupo de incondicionales cuando escuchó las quejas, reaccionó violentamente abalanzándose sobre los visitantes. Lo sucedido impulsó al cabildo sevillano a quejarse ante Juan I, quien una vez más respondió de forma tibia pues, aunque desautorizaba la violencia de Martínez, calificaba su celo de santo y bueno. Sin embargo, la reacción del arzobispo de Sevilla Gómez Barroso fue mas allá pues le declara contumaz, rebelde y sospechoso de herejía, prohibiéndole predicar y entender de los pleitos contra los judíos bajo pena de excomunión. Incluso, se llego a suspenderle a divinis y a someterle a proceso, acusándole de desobediencia al Papa y al obispo. Parecía que esta vez iba a finalizar la carrera de Ferrán Martínez como azote de los judíos sevillanos, sin embargo en 1390 dos sucesos transformaron la situación a su favor. En julio de este año muere el arzobispo de Sevilla, Gómez Barroso, la única personalidad que había condenado la actividad del arcediano, una desaparición que convierte a Ferrán Martínez en administrador de la diócesis. En este nuevo cargo le sorprende en octubre de este año la muerte del rey Juan I, un suceso inesperado que al decir de Luis Suárez se unió a lo sucedido anteriormente para convencer al arcediano de que existían designios providenciales que le convertían en el caudillo de una cruzada contra los judíos. Todo ello explica que a principios de 1391, una vez que había reanudado sus predicaciones e impulsado la destrucción de sinagogas, comenzaran los primeros tumultos en Sevilla. Aunque en marzo parecía que se había apagado el furor de los antisemitas, en realidad solo fue una tregua ya que en junio el arcediano tras dirigir a las masas sus sermones incendiarios, lanzó a sus seguidores contra los hebreos. Aunque se carecen de datos —según López de Ayala fueron cuatro mil los muertos— se sabe que fueron mas numerosas las conversiones que los asesinados. El ejemplo de lo ocurrido se extendió primero a localidades vecinas y luego al resto de Castilla y de los reinos peninsulares dando lugar a la proliferación de pogromos en casi toda la península. A pesar de que parece evidente la existencia de un contagio del furor antisemita, hay autores como el citado Luis Suárez que, apoyándose en el calendario de los disturbios, aluden a un probable desplazamiento de los secuaces de Ferrán 245

Martínez por todos los reinos peninsulares incitando a la violencia contra los hebreos y a su bautismo forzado. El resultado de estos sucesos fue la conversión generalizada de la mayoría de los judíos, la muerte de muchos y la huida de no pocos de ellos, quedando arruinadas las aljamas hispanas. A pesar de la responsabilidad que tuvo Ferrán Martínez en lo acontecimientos y que desde un primer momento vio el propio Ayala, apenas sufrió reconvención alguna por parte de las autoridades pues incluso, según señala José Amador de los Ríos, se le consideraba casi un santo, aunque era reconocido su excesivo celo. Parece que poco después de los sucesos se le prohibió predicar y que en 1395 fue preso aunque tan solo durante unos meses, cabe suponer que por su responsabilidad en lo sucedido a pesar del tiempo transcurrido. Unos años después de esta fecha y parece que definitivamente abandonada su carrera de predicador antisemita, fundaba el Hospital de Santa Marta poniéndolo bajo el patronazgo del cabildo sevillano, acabando sus días pacíficamente «con opinión de sólida virtud» entre los ciudadanos. La actividad de Ferrán Martínez como predicador que recurre a métodos violentos para lograr la conversión de los hebreos, es una faceta del antisemitismo hispano del siglo xiv que coexiste con la que opta por la controversia doctrinal como medio para conseguir el bautismo generalizado de los judíos. Esta actitud dista de ser exclusiva pues tiene precedentes como el clérigo navarro Fray Pedro Olligoyen y émulos ilustres como el valenciano Vicente Ferrer, quienes también impulsaron la conversión forzada de los hebreos, apelando incluso a la fuerza, por medio de sus sermones. Sin embargo, hay en la vida del arcediano una serie de aspectos especialmente destacables como la duración de su vida pública, pues su actividad como predicador antisemita se extiende a lo largo de los reinados de Enrique II, Juan I y Enrique III. Por otra parte, hay que destacar sus continuos roces con las autoridades, especialmente con el rey, lo cual contrasta con la impunidad con que ejerció su actividad desde el pulpito durante casi quince años. Tanto este aspecto como los no pocos elogios dedicados a Martínez por su vehemencia apuntan a la complacencia de las autoridades y al hecho de compartir sus fines. Sea como fuere, los sucesos desencadenados a raíz de las predicaciones del arcediano repre246

sentaron un punto de inflexión en la convivencia entre judíos y cristianos, pues desde los pogromos de 1391 quedo definitivamente rota la vida en común entre las dos religiones. Desde este momento los hebreos ceden a los conversos su lugar central como objetivo de la intolerancia cristiana. El Adelantado de Cazorla, Juan Carrillo de Toledo A lo largo del prolongado y agitado reinado de Juan II son numerosos los personajes de primera fila que aparecen desempeñando un papel esencial en el desarrollo de los acontecimientos; no obstante, junto a ellos se encuentran otras figuras mas discretas pero que tienen una presencia constante y no en pocas ocasiones de gran importancia en los principales sucesos acaecidos en los años 1402 a 1454. Este es el caso de Juan Carrillo de Toledo, un miembro de la nobleza de segunda fila, vasallo y hombre de confianza de Álvaro de Luna, siempre fiel al rey Juan II. Este caballero, cuyo cargo quizás mas relevante fue el de adelantado de Cazorla, guerreó al servicio del Condestable y del bando realista durante mas veinte años, interviniendo en los princi   Obras de Ferran Martínez-: «Respuesta del Arcediano a la querella de los judíos». (1388), en J. AMADOR DE LOS RIOS, Historia social, política y religiosa de los judíos de España y Portugal, Madrid, Ed. Aguilar,1973; «Albalá del arcediano para derribar las sinagogas [de Santa Olalla de la Sierra}» (1390), en Ibidem. Documentos sobre. Ferrán Martínez: «Querella de la Aljama de Sevilla contra el Arcediano de Écija, Ferrán Martínez, sobre las predicaciones y sentencias de este contra los judíos» (1388), en Ibidem; «Albalá de Enrique II, de 25 de agosto de 1378, condenando a Ferrán Martínez», Ibidem; «Albalá de Juan I de 3 de marzo de 1382 contra Ferrán Martínez», Ibidem; «Albalá de Juan I de 25 de agosto de 1383 contra Ferrán Martínez», en Ibidem. Bibliografía: J. AMADOR DE LOS RIOS, Historia social, política y religiosa de los judíos de España y Portugal, Madrid, ed. Aguilar,1973; M. A. LADERO QUESADA, Historia de Sevilla. La ciudad medieval. Vol. III, Valladolid, Universidad de Sevilla, 1980; P. LOPEZ DE AYALA, Crónica de Enrique III, Madrid, BAE, 1953. J. M. MONSALVO ANTON, Teoría y evolución de un conflicto social. El antisemitismo en la Corona de Castilla en la Baja Edad Media, Madrid, ed. Siglo XXI, 1985; L. SUAREZ FERNANDEZ, Judíos españoles en la Edad Media, Madrid, ed. Rialp, 1980; J. VALDEON BARUQUE, Los judíos de Castilla y la Revolución Trastamara, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1968; Los conflictos sociales en el reino de Castilla en los siglos xiv y xv, Madrid, ed. Siglo XXI, 1975.

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pales acontecimientos bélicos de la época, en los que jugará un papel en algunas ocasiones discreto y en otras destacado, pero siempre en puestos de responsabilidad. En 1429 lo encontramos participando en la campaña emprendida por Álvaro de Luna contra los Infantes de Aragón por tierras de Extremadura, concretamente en Trujillo y Alburquerque. Desde un primer momento las crónicas destacan su cercanía al Condestable, situándole entre los caballeros de su consejo en el momento de tomar decisiones acerca de las operaciones, lo cual da idea de la consideración que tenía este personaje entre don Álvaro y su corte. Ya el año anterior, en la que constituye su primera referencia conocida, Juan Carrillo de Toledo aparece como uno de los jueces de la famosa justa celebrada en Valladolid en el conjunto de las fiestas dadas por el Infante don Enrique, un prestigioso nombramiento en el contexto del mundo cortesano y caballeresco del siglo xv. En 1431 Carrillo aparece en la campaña de Granada desempeñando un papel que confirma la que será su dedicación esencial a lo largo de toda su vida, que no es otra que la propia de un caballero dedicado al oficio de las armas al servicio del rey Juan II y del Condestable. En este año combate con la hueste de don Álvaro de Luna contra los nazaríes como un verdadero capitán de lo que se pueden denominar tropas de choque, como demuestra que se le encarguen importantes tareas, arriesgadas aunque poco lucidas, como es la de arrebatar a los granadinos una torre en Puente Pinos. Pero además de un profesional de las armas que participa en la batalla de la Higueruela y en las correrías que asolaron la vega de Granada, es un respetado representante del mundo caballeresco pues su señor, el Condestable, solicita su opinión en relación con unas diferencias surgidas con el Conde de Haro en plena batalla con los nazaríes. Al finalizar la expedición contra el Reino Nazarí, Carrillo de Toledo permanece junto a don Álvaro participando en la solución de conflictos como el producido por la rebelión del Maestre de Alcántara en 1438. Desde esta fecha, tras ser Alcalde Mayor de Toledo, aparece nombrado como Adelantado de Cazorla por lo que su actividad militar en la frontera granadina es continua, siempre al frente de las milicias concejiles de la zona. Esta circunstancia explica que para ocupar este puesto —que además de representante de la mitra toledana implica248

ba ser el máximo responsable de las muy considerables fuerzas del arzobispo de Toledo— se exigiese sobre todo una formación militar. El nombramiento lo realizó el propio Juan II, siendo titular Juan de Cerezuela, lo cual era una irregularidad que revelaba el interés del monarca por situar en ese cargo, en el que la disponibilidad de unas tropas selectas y abundantes estaba garantizada, a un hombre de su confianza. Durante casi tres años, el nuevo Adelantado llevó a cabo varias campañas contra los nazaríes mediante una inacabable serie de escaramuzas y cabalgadas, típicas de la guerra de frontera, en las que sus tropas adquirieron una experiencia inestimable que poco después aplicará en el que será uno de los momentos más brillantes de su vida como caballero dedicado a la profesión de las armas. El choque entre la Liga Nobiliaria y los Infantes de Aragón con el bando formado por Álvaro de Luna y el rey Juan II alcanzó en 1441 uno de sus raros episodios de guerra abierta, que tuvo en la batalla de Torote uno de sus enfrentamientos mas destacados. En esta batalla, celebrada en abril de ese año y recogida con cierto detalle por las crónicas, se enfrentaron en las cercanías de Alcalá de Henares las fuerzas de Iñigo López de Mendoza, a la sazón alineado en el bando nobiliario, con las de Juan Carrillo, Adelantado de Cazorla y jefe de las fuerzas del arzobispo de Toledo. Esta acción, en realidad una pequeña batalla por su desarrollo y repercusiones, constituye uno de los escasos ejemplos de enfrentamiento directo y un acabado ejemplo de la aplicación del ardid conocido como torna fuy o retirada fingida, una estratagema practicada usualmente por los musulmanes en las cabalgadas de frontera. Este choque enfrentó también a la caballería ligera, los jinetes, de Juan Carrillo con la caballería pesada, los hombres de armas de Iñigo López de Mendoza. El resultado no pudo ser mas favorable para el Adelantado de Cazorla quien, además de llevar a cabo una brillante maniobra que le llevó a las puertas de Alcalá de Henares engañando al enemigo, aplicó la estratagema del torna fuy con tal habilidad que asestó una humillante derrota a las fuerzas del Marqués de Santillana, quien además de abandonar Alcalá resultó herido en el encuentro. Desconocemos la formación teórica que pudo tener Carrillo de Toledo, un miembro de la nobleza de segunda fila, acerca de las cuestiones bélicas, pero podemos aventurar que probablemente debió conocer las generalidades que constituían la base de la doctrina mili249

tar de la época, un conjunto de conocimientos común en la educación de los nobles. No es imposible, por tanto, que Carrillo conociera algunos textos o, incluso, hubiese leído a algunas de las autoridades de la literatura militar de la época como las Partidas, Vegecio o Tito Livio. Si lo ocurrido en la batalla de Torote nos lleva a especular acerca de la formación teórica del Adelantado, lo que es indiscutible es la importancia de su experiencia bélica, adquirida en la frontera granadina y en la guerra civil castellana. El triunfo de Torote confirmó las dotes y prestigio de Juan Carrillo, cuya capacidad para estar presente en los momentos esenciales se pondría de manifiesto meses después cuando aparece junto a Juan II y don Álvaro de Luna en Medina del Campo en los difíciles momentos en los que Juan de Navarra, tras un audaz golpe de mano, estuvo a punto de capturar al rey de Castilla. No es de extrañar que el monarca le dispensase una evidente deferencia , como se pone de manifiesto con lo sucedido a la muerte del arzobispo Cerezuela en 1442 pues, en vez de cesar en su cargo como era preceptivo, fue confirmado como Adelantado de Cazorla por el propio Juan II antes de la llegada del nuevo arzobispo, Gutierre Álvarez de Toledo, una anomalía que solo se explica desde la perspectiva de la eficacia y fidelidad de Juan Carrillo. Teniendo en cuenta su actuación en los acontecimientos de 1441 no es de extrañar que en la batalla de Olmedo celebrada en 1445, Juan Carrillo de Toledo aparezca entre las fuerzas del Condestable al mando de los jinetes, sin duda unas fuerzas que conocía a la perfección, al frente de las cuales se enfrentó a los Infantes de Aragón con evidente éxito. Una vez mas, como sucediera en la campaña de Granada, Carrillo aparece en Olmedo como un hombre de toda confianza de Álvaro de Luna, como imprescindible elemento de choque y jefe de una autentica tropa de élite, pues le encomienda la toma de un cerro que dominaba el campo de batalla el cual tenía una importancia decisiva para el desarrollo del combate. Tras la victoriosa jornada de Olmedo podemos aventurar que Carrillo continuó fiel a Álvaro de Luna y a Juan II participando en los enfrentamientos con la Liga Nobiliaria y el Príncipe Enrique que se desarrollaron hasta la caída y ejecución del valído.    Bibliografía: L. DE BARRIENTOS, Refundición de la Crónica del Halconero,edición de J. de M. CARRIAZO, Madrid, 1946; P. CARRILLO DE

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El Bachiller Marcos García de Mora, llamado «Marquillos de Mazarambroz», ideólogo anticonverso de la rebelión toledana de 1449 Según el testimonio contenido en el Memorial publicado en 1449 del cual es autor, el bachiller Marcos García de Mora no nació ni en Toledo ni en la ciudad de esta provincia de la cual toma su apellido. Tampoco era natural de Mazarambroz, de donde le hacen originario sus enemigos, sino de Alcalá de Henares donde, según nos informa, nació en el seno de una familia de hidalgos y de cristianos viejos . Sin embargo, tanto esta procedencia privilegiada como su lugar de nacimiento la pone en duda el Obispo de Cuenca, Lope de Barrientos, en su llamado Tratado pro conversos, el cual alude a su «villano linaje de la aldea de Maçarambroç» al tiempo que le recomienda que se volviera a «cabar, arar, e sarmentar, e trabajar en los semejantes trabajos, así como sus padres y abuelos y linajes ficieron». En el momento en que se producen los sucesos ocurridos en Toledo en 1449, en los que tendrá un protagonismo destacado, el bachiller nos advierte también de que es vecino de la ciudad complutense, al igual que su padre, donde parece que este todavía residía: «…que soy veçino e natural de la dicha ciudad [Alcalá de Henares] e hijo de un hombre honrrado e hidalgo ciudadano e veçino della». Por otra parte, el hecho de que el bachiller aluda a este familiar como si estuviera vivo cuando escribía estas paginas permite aventurar que quizás García de Mora era un hombre todavía relativamente joven cuando se produjo el levantamiento de los toledanos. A principios de 1449, Álvaro de Luna solicitó un empréstito extraordinario de un millón de maravedíes a la ciudad de Toledo para hacer frente a la rebelión de la oligarquía nobiliaria, una exigencia determinada por los gastos derivados de una guerra civil que, con cortos periodos de tregua, asolaba al reino de Castilla desde hacia HUETE, Crónica del Halconero de Juan II, edición de J. de M. CARRIAZO ARROQUIA, Madrid, 1946; F. CASTILLO CÁCERES, «La Caballería y la idea de la guerra en el siglo xv: el Marqués de Santillana y la batalla de Torote», en Medievalismo, Boletín de la Sociedad Española de Estudios Medievales, 8, 1988; Crónica de Álvaro de Luna, J. de M. CARRIAZO ARROQUIA (ed), Madrid, 1940; Crónica de Juan II, C. ROSELL (ed), Madrid, 1953; Mª. del M. GARCIA GUZMÁN, El Adelantamiento de Cazorla en la Baja Edad Media, Cádiz, 1985; J. F. RIVERA RECIO, El Adelantamiento de Cazorla, Toledo, 1948.

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casi treinta años. Como señala Eloy Benito Ruano, sin duda el máximo especialista en estos acontecimientos, la eficacia y el celo de los recaudadores, en su mayor parte cristianos nuevos, dio lugar a que el 26 de enero de 1449 se produjera una explosión popular de violencia contra los conversos. Este motín, en el cual como señala Round también debieron influir elementos de carácter milenarista, derivó en una protesta contra el gobierno de Álvaro de Luna e, incluso más adelante, contra el propio Juan II al ponerse al frente de la misma Pero Sarmiento, Repostero mayor y alcalde del alcázar toledano. Probablemente, cuando comenzaron los acontecimientos Marcos García de Mora no se encontraba en Toledo, pues él mismo nos dice en su Memorial que no vivía en la ciudad del Tajo, aunque poco después acudió al servicio de Pero Sarmiento como consejero jurídico tras ser llamado en el mes de junio de 1449, una vez rechazado el asedio de las tropas reales dirigidas por Álvaro de Luna, y poco antes de llamar al Príncipe don Enrique. Así nos lo refiere el propio bachiller cuando nos dice que «…estando ausente fui llamado y traído por la voluntad de Dios a la muy noble y muy leal ciudad de Toledo». Dada su condición de bachiller y su cercanía al dirigente de la rebelión, se le reconoce como el inspirador, si no también como el autor, de la llamada Sentencia-Estatuto de Pero Sarmiento, un documento que recoge a la perfección el sentimiento antijudío existente en el reino y que constituye uno de los primeros ejemplos de lo que serán los posteriores estatutos de limpieza de sangre. Promulgada el cinco de junio de 1449, la Sentencia acusaba a los conversos de judaizar y de aprovechar sus cargos para agraviar a los cristianos viejos, al tiempo que prohibía a los cristianos nuevos desempeñar ningún cargo en la ciudad. La reacción en contra de la Sentencia fue generalizada, siendo condenado con vehemencia su carácter segregacionista por el rey Juan II y el Papa Nicolás V, este último en una bula de veinticuatro de septiembre de 1449 que excomulgaba a los rebeldes. A este rechazo se sumaron inmediatamente los escritos de Alonso de Cartagena, Lope de Barrientos y, sobre todo, de Fernán Díez de Toledo, Relator del Consejo Real contra cuya Instrucción dirigida al Obispo de Cuenca escribió Marcos García de Mora su Memorial. Toda esta contestación doctrinal a la Sentencia-Estatuto se produjo en el verano de 1449, cuando Sarmiento, acompañado entre otros personajes por el bachiller García de Mora, había instaurado en Toledo un régimen de terror 252

tras haber entregado la ciudad al bando del futuro Enrique IV, a la sazón enfrentado a su padre y al Condestable. La respuesta a esta literatura contraria a las disposiciones anticonversas de los rebeldes como no podía ser menos corrió a cargo de del bachiller Marcos García de Mora, a quien se refiere despectivamente el Relator como «bachiller Marquillos de Mazarambroz». El Memorial de García de Mora tiene como objetivo responder a la condena papal, justificar la Sentencia-Estatuto y la actuación de los rebeldes, al tiempo que reiterar su animadversión hacía los conversos. Podemos resumir la opinión de Eloy Benito sobre el Memorial diciendo que es un texto apresurado, de escasa enjundia jurídica y doctrinal, enorme vehemencia y no poca pedantería, en el cual su autor se enfrenta contra el Papa y el Rey, aunque sin dejar de proclamar su fidelidad a ambos. Esta actitud revela la indefensión y la extrema situación en la que se encontraba el bachiller tras su implicación en los hechos ocurridos. A lo largo de las páginas del Memorial, García de Mora se refiere con cierta frecuencia a si mismo y a su actuación en los sucesos acaecidos en Toledo, aunque rechaza las acusaciones del Relator, a quien denomina despectivamente «Mose Hamomo», según las cuales sería el quien inspiró la rebelión y la toma de la ciudad. También rechaza ser consejero y patricio de la ciudad, aunque no niega que escribió a favor de las medidas adoptadas, probablemente refiriéndose a la Sentencia-Estatuto, lo cual supone asumir la autoría de este documento. El resto de las referencias a su persona son, mas que convencionales, propagandísticas pues reitera una y otra vez su condición de cristiano viejo, su calidad de defensor de la fe y la justicia así como su vehemencia anticonversa, en este caso verdaderamente feroz. Mas previsible es el retrato que hace de si mismo y su consideración de «legista e canonista famoso» a pesar de ser solamente bachiller y por la cual, según proclama, es conocido en muchas partes. Sin embargo, más cercana a la realidad es su declaración de ser «apasionado de ira por celo de justiçia», algo que coincide con el tono encendido de sus escritos y con su actuación durante su reducido periodo de vida publica. En noviembre de 1449 el Príncipe don Enrique regresó a Toledo con la intención de tomar posesión efectiva de la ciudad y restaurar el orden, acabando con los rebeldes. Según las crónicas, al poco tiem253

po de llegar fue informado de la existencia de una conspiración encaminada a entregar la ciudad a Juan II, en la cual estaría implicado el bachiller Marcos García de Mora, entre otros líderes de la revuelta, deseosos de congraciarse con el rey y temerosos del sesgo que tomaban los acontecimientos. La reacción del Príncipe y de Pero Sarmiento fue rápida y rigurosa, pues sin más dilación el primero mandó convocar el Ayuntamiento y prender a aquellos que no asistieron en la certeza de que formaban parte de la conjura. Entre ellos se encontraba el ya conocido como «bachiller Marquillos», quien conocedor de la ferocidad que caracterizaba a Sarmiento, decidió entregarse al Príncipe en la confianza de poder salvar la vida. No solo no fue así, sino que su fin, como el de Fernando de Ávila, uno de sus compañeros de cautiverio, debió ser terrible como se desprende de la Crónica de Juan II, la cual dice que «fueron arrastrados e justiciados muy cruelmente», sin duda el mismo día de su captura.

   Bibliografía: Sentencia-Estatuto de Pero Sarmiento, en E. BENITO RUANO, Los orígenes del problema converso, Barcelona, El Albir, 1976, pags 85-92; Memorial, en Ibidem, pags 103-132. E. BENITO RUANO, Toledo en el siglo xv, Madrid, CSIC, 1961; Los orígenes del problema converso, Barcelona, El Albir, 1976; «Del problema judío al problema converso», en Ibidem, págs. 13-38; «La “Sentencia-Estatuto” de Pero Sarmiento», en Ibidem, pags. 39-85; «El Memorial del Bachiller «Marquillos de Mazarambroz», en Ibidem, págs. 93-133. N. ROUND, «La rebelión toledana de 1449» en Archivum, Revista de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Oviedo, XVI, 1966, pags.385-446. J. M. MONSALVO ANTÓN, Teoría y evolución de un conflicto social. El antisemitismo en la Corona de Castilla en la Baja Edad Media, Madrid, Siglo XXI,1985; Crónica de Juan II, Madrid, BAE tomo 68, 1953; Crónica del Halconero de Juan II, J. de M. CARRIAZO (ed), Madrid, 1946; Refundición del Halconero, J. de M. CARRIAZO (ed), Madrid, 1946.L. SUÁREZ FERNÁNDEZ, Judíos españoles en la Edad Media, Madrid, Rialp, 1980.

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Los símbolos del poder real en las monedas de Pedro I de Castilla Publicado en Actas del VII Congreso Nacional de Numismática, Madrid, 1989

La propaganda, tal y como hoy día se concibe, es un fenómeno exclusivamente actual que ha alcanzado en esta centuria su plenitud a través del empleo de una pluralidad de medios; sin embargo si se entiende de manera genérica como un conjunto de métodos utiliza‑ dos por un poder para obtener determinados efectos ideológicos o psicológicos, es posible reconocer su existencia a lo largo de la his‑ toria. Desde su aparición, toda actividad propagandística está enca‑ minada a tres fines como son justificar una practica y unos principios políticos, respal­dar un sistema y exaltar el sentimiento de pertenen­cia al mismo, objetivos todos ellos tan generales que se pueden encontrar como determinantes de muchas de las actuaciones de la Iglesia o la monarquía en la Edad Media. Ya en las ciudades griegas y, muy es‑ pecialmente, en Roma el poder establecido persiguió obtener con una serie de iniciativas un sentimiento de adhesión, así como una aureola de prestigio que aumentase su atractivo y res­petabilidad. En‑ tre los medios utilizados por esta pri­mitiva propaganda estaban las  ELLUL, Jacques, Historia de la propaganda, Caracas 1969, p. 8.  NIETO SORIA, José Manuel, Los fundamentos ideológicos del poder real en Castilla. Siglos xiii‑xvi, Madrid, 1988, p. 41.  

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monedas, unos elementos que, además de circular, tienen la posibili‑ dad de incluir un mensaje en una imagen que llega a todos los indivi‑ duos. Jacques Ellul, refirién­dose al Imperio Romano, afirma que la moneda era un instrumento de propaganda popular a través del cual el individuo trababa conocimiento con el Emperador y su aspecto gracias al retrato al tiempo que, mediante el reverso, recibía una suer‑ te de programa político comprimido. Aunque la propaganda desapareció en Occidente durante largo tiempo, en los siglos xii‑xiii rebrotó con fuerza al compás del fortale‑ cimiento del poder real y de su pugna con la nobleza y las ciudades por el control político del reino. A este reforzamiento de la monar‑ quía contribuyó la recepción del derecho romano y el cada vez más importante papel de los legistas quienes, al igual que los propios mo‑ narcas, comprendieron la importancia de la adhesión de los súbditos, re­curriendo a prácticas destinadas a robustecer la fi­gura y la institu‑ ción real. Esta incipiente propaganda, con todas las limitaciones de‑ rivadas de su carácter asistemático y esporádico así como de las res‑ tricciones de los medios materiales de acción, aparece siempre en este período cuando hay, en algún grupo social o institución, una tenden‑ cia hacia la formación de un poder estructurado y centralizado. La propaganda ha sido la expresión, a través de los medios disponibles, de un poder que intentaba imponerse y agrupar a todas las fuerzas de la sociedad, estando vinculada estrechamente a la acción política y basada en muchos casos en sentimientos religiosos. Utilizada tan sólo accidentalmente, la propaganda tiene en la Edad Media un alcance social reducido, siendo incapaz de crear una verdadera opinión, aun‑ que sin duda contribuyo a la elaboración y consolidación de criterios elementales de carácter ideológico. No obstante, a pesar de sus limi‑ taciones, el fuerte carácter simbólico de la sociedad medieval estimu‑ ló a los monarcas y técnicos que les apoyaban a recurrir a ciertas prácticas que pueden ser calificables de actividades propagandísticas, encontrándose entre los medios empleados las monedas, un instru‑ mento tradicional en este tipo de prácticas. Como afirma Patrice de la Perriére, la numismática medieval ofrece un profundo mensaje espiritual, es decir, ideológico, destacando cómo en la Edad Media  ELLUL, ob. cit., p. 45.   Ibidem, p. 70

 

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resultaba difícil separar espíritu y materia. Incluso, para este autor, contemplar el fenómeno monetario sin tener en cuenta su prolonga‑ ción ideológica es aproximarse a este asunto de forma incompleta. Hasta ahora lo habitual ha sido que la numismática como ciencia haya prestado una atención mayoritaria al estudio material de las monedas, a su descripción o a su papel económico, descuidando un tanto otros aspec­tos relacionados con las mentalidades. En este tra‑ bajo pretendemos relacionar las monedas aparecidas en el reinado de Pedro I de Castilla, durante el cual se produjeron notables cambios en el sistema monetario y en los tipos de las piezas, con la política de fortaleci­miento e individualización del poder real llevada a cabo por este soberano, intentando mostrar la in­fluencia ejercida por la monar‑ quía francesa, especialmente por el rey Felipe IV, en estos aspectos. En Castilla, durante los diecinueve agitados años del reinado de Pedro I que se extienden entre 1350 y 1369, se produjo una fuerte personalización del poder político concentrado en tomo al monar­ca, paralelamente a una intensificación del choque entre la nobleza y la monarquía. El rey castellano desarrolló durante su reinado lo que se puede considerar un programa de concentración del poder y ejerció un gobierno personal e independiente, en la medida que lo permitían las circunstancias, respecto de otras fuerzas políticas del reino. Para ello se apoyó en personajes de segunda fila y en grupos sociales de dudosa integración pero que eran expertos en cuestiones técnicas relacionadas con las tareas de gobierno o las finanzas, como los juris‑ tas o los judíos, así como en el grupo de nobles que reconocían la superioridad re­gia. A lo largo de su reinado, Pedro I se enfrentó con la alta nobleza en la medida en que se opuso a su política personal, ya que era consciente de la imposibilidad de prescindir totalmente de este grupo social, precisamente en el mo­mento en que experimentaba lo que se ha llamado el «desasosiego nobiliario» a causa de la crisis agraria que había disminuido sus rentas a lo largo del siglo. Esta dio lugar a una presión de los grandes linajes sobre la monarquía y las ciudades por orientar la organización del reino y consolidar su pos‑ tura económi­ca y política que iba a extenderse a lo largo de más de   PERRIÉRE, Patrice de la: «Les ornements royaux dans la numismatique medievale et leurs differents rapports avec le rituel du sacre des Rois de France », en La Monnaie, miroir des Rois, Paris 1978, p. 273.

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un siglo. Este fenómeno, que en parte fue común a Occidente al co‑ incidir con el fortalecimiento monárquico ocasionó un violento cho‑ que entre ambos poderes, que resultó especialmente virulento en Castilla al no existir unas clases medias urbanas con la suficiente en‑ tidad para amortiguar el enfrentamiento, y al considerable poderío económico e influencia social con que contaba la oligarquía nobilia‑ ria. Todo ello en un contexto de conflicto dinástico interno y en una coyuntura internacional critica como es la que conforman la crisis de los años centrales del siglo xiv y el comienzo del conflicto entre Fran‑ cia e Inglaterra que daría lugar a la Guerra de los Cien Años. Al co‑ mienzo de su reinado, Pedro I culminó la política de su padre Alfon‑ so XI, pues triunfó donde ha­bían fracasado otros soberanos que buscaban el po­der personal. Tras superar unos primeros años difíci‑ les, logró inicialmente imponerse a las aspiraciones nobiliarias de dar al reino una estructura más contractual y de encerrar al monarca en un círculo estrecho de deberes y derechos en relación con aquellos linajes que unían riquezas y poder, los que iban a ser llamados los grandes o los magnates. Así, durante los siglos xiv y xv se desarrolló en Castilla, dentro de una tendencia que afectaba a casi todo Occiden­ te, una tenden­cia, hija tal vez del ghibelínismo e influida por el de­ sarrollo del derecho, encaminada a buscar un fortalecimiento de los poderes del soberano como encarnación del Estado, de la cual par‑ ticipó Pedro I. Aunque cierta historia ha pretendido presentar al hijo de Alfon‑ so XI como un rey popular y defensor del estado llano, en realidad prescindió de las ciudades en el ejercicio de su poder ya que a lo largo de su reinado apenas convocó Cortes —de hecho tan sólo lo hizo en 1351— y llevó el desempeño del poder real a los límites del personalismo. Yendo más lejos de lo proyectado en el recién pro‑ mulgado por su padre Ordenamiento de Alcalá, Pedro intentó cen‑ tralizar la estructura política de Castilla en torno a la figura del príncipe, haciendo imposible la coordinación entre el rey y las Cor‑ tes, como debía suceder en una monarquía contrac­tual. Pedro I,  SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis, Nobleza y Monarquía, Madrid,1975, p. 10  SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis, La España Cristiana. Crisis de la Reconquista. Luchas civiles, tomo xiv, Historia de España de Ramón Menéndez Pidal, Ma‑ drid, 1976, p. 5.  

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ante la oposición que desató su política, desencadenó una durísima represión sobre la nobleza que rechazaba sus criterios de gobierno, al tiempo que tomó una serie de medidas destinadas a robustecer los medios del poder, muchas de ellas de carácter económico como el refuerzo del sistema tributario, con­trol de precios y salarios, el desarrollo del comercio ex­terior, fomento de la marina, etc.. Igual‑ mente creó una sólida moneda de plata y llevó a cabo un reajuste en el sistema monetario con la intención de poner orden en el mismo, aprovechando la abundancia de metal pre­cioso existente en Castilla durante los primeros años del reinado gracias al desarrollo del co‑ mercio y al bo­tín recogido por Alfonso XI tras su triunfo en el Sa­ lado sobre los benimerines. A lo largo de su reinado Pedro I acuñó las mejores y más bellas monedas conocidas hasta entonces en Cas‑ tilla, con una gran elegancia de factura y de proporciones, utilizan‑ do tanto modelos tradicionales castellanos como otros nuevos de influencia europea. En ellas se manifiestan numerosas innovaciones respecto de los tipos, facturas e imágenes precedentes, adivinándo‑ se a través de las piezas el carácter personalista del gobierno y la política de fortalecimiento monárquico seguida por el soberano en los símbolos, que coincide con la ejercida en otros campos como más adelante veremos. El monarca castellano acuñó doblas de 40, 35, 20 y 15 maravedíes, una dobla de diez doblas, reales y medios reales de plata así como piezas de vellón, emitiendo tanto los tradi‑ cionales dineros como nuevas monedas, tal que la blanca y una gran pieza de valor dudoso por su magnitud10. Aunque muchas de estas monedas se incluyen dentro de los tipos y modelos labrados por Alfonso X y sus sucesores, manteniendo los símbolos propios del Reino de Castilla consagrados con el tiempo, otras piezas presentan rasgos hasta entonces desconocidos en la numismática castellana. Lo más destacable dentro de esta actividad fue la introducción de la inicial coronada como emblema de la realeza, precisamente en una nueva y fuerte moneda de plata, labrada a imagen de los tipos   GIMENO CASALDUERO, Joaquín, La imagen del monarca en la Castilla del siglo xiv, Madrid, 1972, pp. 81 y ss.   MILLÁN, Clarisa, «Les monnaies de Pierre I de Castille et de Pierre IV d’Aragon», en La Monnaie...., p. 360. 10  BELTRÁN MARTÍNEZ, Antonio, Introducción a la Numismática Universal, Madrid, 1987, p. 409; GIL FARRÉS, Octavio, Historia de la moneda española, Madrid, 1959, pp. 210 y ss. 

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europeos, como era el real. La acuñación de esta pieza, al contrario de lo sucedido con el oro, suponía introducirse en la órbita del sistema monetario del Occidente cristiano, ya que el real represen‑ taba la versión castellana del croat catalán y del gros francés11. Algo semejante sucedía en lo referido a sus símbolos pues, según Antonio Beltrán, el real, con su inicial coronada y la leyenda circular en dos orlas, muestra la influencia europea en la numismática del Reino de Castilla12. A lo largo del siglo xiii, en Francia las monedas conocieron una complicación y variación en los tipos y leyendas que recogen el pro‑ gresivo fortalecimiento que experimentaba el poder real. La cruz flordelisada, la representación del mo­narca sentado en el trono con los atributos de la realeza, la corona aislada, la flor de lis, la inicial del nombre real, etc., suponen una clara utilización de las monedas por los reyes para prestigiar e identificar su poder respecto a los otros existentes en el reino. Entre todos los so­beranos galos que acuñan piezas con estos elementos, se puede destacar a Felipe IV (1285‑1314), cu­yas monedas representan un incremento en la com‑ plicación de la decoración, así como en la per­fección de su factura. Este monarca, que ejemplifi­ca al modelo príncipe medieval empe‑ ñado en una política de prestigio y robustecimiento de la rea­leza, estudió la obra de Egido Colonna De Regime Principum, escrita en 1280 para su formación y guía en el ejercicio del gobierno. Este autor italiano era un acérrimo partidario del sistema monárquico, para quien el rey tenía to­das las virtudes y responsabilidades, de‑ biendo po­seer un poder ilimitado en el reino para que la función de gobierno alcanzase la eficacia deseada13. Para Egido Colonna la su‑ perioridad del rey en el conjunto del reino era algo indiscutible, lo que le diferenciaba de los súbditos y le convertía en guía y modelo de la sociedad. Cabe pensar que estos principios enumerados por 11  SOBREQUES VIDAL, Santiago, y CÉSPEDES DEL CASTILLO, Gui‑ llermo, «La Baja Edad Media», en Historia social y económica de España y América, vol. 2º, Barcelona, 1974, pág. 77. 12  BELTRÁN MARTÍNEZ: ob. cit., pág. 409. 13   GIMENO CASALDUERO, ob. cit., p. 82. Sobre Egido Colonna en Es‑ paña ver Glosa castellana al «Regimiento de PríncÍpes» de Egido Romano, ed. de Juan Beneyto, Ma­drid, 1947, y Los orígenes de la Ciencia Política en España, Juan BENEY­TO, Madrid, 1949 (2.ª edición, 1976).

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Colonna que inspiraron al rey galo también influyeron en el sobera‑ no castellano. Hay que tener en cuenta que Pedro I, al igual que Felipe IV, debió estudiar a Egido Colonna cuando era joven ya que su obra fue traducida y comentada en 1345 por Fray Juan de Cas‑ trogeriz por encargo de Alfonso XI para que sir­viese de guía y mo‑ delo al futuro monarca. En esta circunstancia coinciden diferentes especialistas como Luis Suárez, Angus MacKay y Joaquín Gimeno Casalduero. Si como parece es muy probable que en la política personal y autori­taria de Pedro I estuvieron presentes las enseñanzas de Egido Colonna, también debió influir el ejemplo de la monarquía francesa. Esta institución sin duda era el modelo a seguir para el fortalecimien‑ to del poder real así como una guía para aquellos príncipes deseosos de imponerse a sus rivales en el reino y dotar a su persona de una autoridad sin los límites marcados por los otros poderes. La proximi‑ dad geográfica y cultural con el reino galo así como la política fran‑ cófila de Alfonso XI, a pesar de su neutralidad en los primeros años de la Guerra de los Cien Años, ayudan a comprender la indudable influencia francesa ejercida sobre Pedro I. Los soberanos franceses eran conscientes de la importancia que representaba la adhesión de los súbditos al trono, por lo que se llevó a cabo una actividad política y administrativa que puede considerarse de propaganda en favor de la realeza. Como no podía ser menos teniendo en cuenta la tradición y la disponibilidad del medio, entre los procedimientos utilizados se encontraban las monedas, unos elementos capaces de transmitir el mensaje destinado a fortalecer la monarquía por medio de la imagen y la leyenda, coincidente esta última con la fórmula, auténtico eslogan utilizado como medio de propaganda. En las monedas labradas por la monarquía francesa a lo largo de los siglos xiii y xiv, coincidiendo con la consolidación del poder regio, aparecieron una serie de repre‑ sentaciones y de símbolos cuyo objetivo era proclamar el apogeo y la autoridad de la figura real así como su soberanía en el reino. Se pue‑ den destacar entre ellos el escudo flordelisado, la imagen del monar‑ ca sentado en un trono cada vez más complicado, portando el cetro y la espada, pero sobre todo surge la corona como símbolo monár‑ quico, tanto asociada a la figura del rey como aislada. Las monedas, por lo tanto, sé convierten en este contexto francés, en un instrumen‑ to para transmitir una idea específica del poder ya que, como señala 261

Nieto Soria, la imagen del rey durante la Edad Media siempre impli‑ ca la imagen de la potestad real. Estos símbolos que portan las nuevas piezas se caracterizan por ser unos mensajes que buscan el sobreco‑ gimiento del lector, espectador u oyente ante la grandeza de la figura regia14 . Hay que tener en cuenta, como indica Luis Vázquez de Par‑ ga, que el soberano medieval puede ser conocido mediante una serie de signos que le distinguen de los demás mortales, es decir, por me‑ dio de todos aquellos elementos que a lo largo de la historia han sido utilizados como símbolos de soberanía, tal que la corona, la espada, el trono, el pomo, las vestiduras, etc.15 Durante su reinado, Pedro I no desperdició el medio que re‑ presentaban las monedas para prestigiar la institución monárquica a través de la reproducción de la imagen regia y de los símbolos que recuerdan su autoridad. Conviene tener presente que la mo‑ neda era valorada altamente como emblema de la soberanía real; así, el Canciller López de Ayala, en su Rimado de Palacio, afirma que los nueve elementos que definen a un gran rey se dividen en tres grupos, inmediatos, próximos y lejanos, incluyendo entre es‑ tos últimos a las monedas. Los tipos labrados bajo el reinado de Pedro I revelan una gran perfección y realismo, especialmente los retratos de las doblas de cabeza, los más veraces hasta ese momen‑ to en la numismática castellana. La precisa representación del so‑ berano, con ricas vestiduras y una corona cuyos detalles hasta entonces se desconocían, están reproducidos con especial detalle en la dobla de diez doblas, cuya belleza y cuidado sitúan a la pieza más cerca de las medallas, que en el siglo siguiente conocerán un gran desarrollo, que de las monedas, lo cual pone de relieve un deseo de afirmación de la imagen regia y de la persona del monar‑ ca. En relación con esta gran dobla, cuyo único ejemplar se en‑ cuentra en el Museo Arqueológico de Madrid, es difícil sustraerse al recuerdo de las monedas y medallas romanas, unas piezas que sin duda eran relativamente conocidas en la Europa del sur donde los hallazgos eran frecuentes16, y que muy probablemente inspira‑  NIETO SORIA, ob. cit., p. 36.   VÁZQUEZ DE PARGA, Luis, Prólogo a Las insignias de la realeza en la Edad Media española, de Percy E. SCHRAMM, Madrid, 1960, pp. 8 y 9. 16   JONES, Mark, El arte de la medalla, Madrid, 1988, p. 13. 14 15

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ron a quienes elaboraron la moneda que nos ocupa. Tampoco es difícil recordar algún antecedente medieval castellano, notable‑ mente más discreto, como la dobla de diez doblas de Fernando IV, o europeo como el augustal de Federico II, que pudieron influir en la pieza petrina. En muchos aspectos, la gran dobla es un ante‑ cedente de la medallística moderna que surge en la Italia del Cua‑ trocientos, aunque esté lejos de algunas de sus características, pero lo esencial para lo que nos ocupa es que responde a la inten‑ ción de ser un instrumento de prestigio político17. Con la representación detallada del rostro del monarca —por cierto, uno de los rasgos característicos de las medallas— se produce una individualización de la función real al unirse la figura del rey a unos rasgos físicos concretos que permiten la identificación personal del soberano. En las doblas de 35 y 20 maravedíes está circunstancia se manifiesta claramente, ya que el retrato adquiere una precisión y un realismo desconocidos hasta entonces, superando incluso a las representaciones regias existentes en las piezas francesas. Todo esto da una idea de la atención prestada a la moneda y de la firmeza de los principios que sostenían la política de Pedro en lo referente a la au‑ toridad del soberano. Hay que señalar también la dobla de 40 mara‑ vedíes dentro de las monedas con representaciones del monarca, la cual muestra en el anverso al rey de pie, con armadura y espada, or‑ lado con ocho lóbulos, y el reverso cuartelado de castillos y leones. Esta imagen supone una originalidad en el campo de la numismática castellana ya que, hasta ese momento, en ninguna pieza había apare‑ cido el monarca en pie y armado, obedeciendo esta representación posiblemente al desarrollo durante el siglo xiv del espíritu propio de la Caballería, con el cual el monarca propende a identificarse para señalar su pertenencia al mismo grupo social que la nobleza. En esta pieza la figura regia se muestra dotada de todas las características guerreras necesarias para equipararse a la nobleza señorial, dejando constancia de las capacidades bélicas y caballerescas del soberano así como de su poder ejecutivo. Con esta dobla se proporciona una ima‑ gen destinada a potenciar la autoridad aunque, en este caso, en lugar de recurrir al boato y a la magnificencia o a objetos simbólicos como 17   GIMENO, Javier,, «El arte de la medalla en España», en El arte de la medalla, de Mark JONES, Madrid, 1988, p. 314.

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la corona, para conseguir esta finalidad se acude a la espada y la ar‑ madura, resaltando lo que podríamos considerar el carácter feudal y guerrero de la monarquía. Gracias a la acuñación de las doblas por Pedro I se produjo la incorporación de Castilla al arte monetario del gótico18, al tiempo que la manifestación de nuevos signos de la soberanía real ya que, con estas monedas, aparece por primera vez en la numismática castellana el manto asociado a la figura del monarca. Este símbolo de la realeza, que en el ritual de consagración francés representaba la bóveda celes‑ te y servía para concentrar en la persona del rey todas las potencias creadoras, se muestra en la dobla de diez doblas o petrina sujetado por un rico broche de pedrerías. Todo el conjunto de manto y coro‑ na, ésta última colocada sobre la larga cabellera de Pedro, así como el detallado retrato del rey, incorpora una serie de imágenes de la autoridad real desconocidas hasta entonces en las monedas de Casti‑ lla, cuya finalidad podía ser el robustecimiento de la misma, al tiempo que la individualización de la institución monárquica en la persona de Pedro I. Probablemente, ni este monarca ni otros reyes castellanos utilizaron nunca esta prenda, por lo que la representación obedece a una intención propagandística y no al reflejo de la realidad. La personalización de Pedro aparece en las monedas tanto por medio de la detallada representación de la imagen regia como a través del empleo de la inicial del nombre coronada. La «P», con una coro‑ na sobre ella, campea en el anverso de los reales y medios reales como signo evidente de la autoridad y de la persona del rey a imitación de las monedas francesas, pero también surge en el vellón, ya que existe un dinero que muestra en su anverso la inicial regia coronada e ins‑ crita en un rombo. Por lo tanto, este símbolo de la soberanía real no se reservaba exclusivamente para las principales monedas, las de me‑ tal precioso, como sucede con los detallados retratos del rey, sino que se extiende a los vellones, muy utilizados junto con las piezas peque‑ ñas de plata en las transacciones diarias. La inicial del nombre del monarca, sin corona y junto con otros elementos, pero claramente visible, se manifiesta también en el reverso de las doblas castellanas 18  BELTRÁN MARTÍNEZ, «Le portrait sur les monnaies espagnoles», en La Monnaie… p. 187.

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de 35 y 15 maravedíes, bajo el león que domina el campo. Por su parte, la corona es un símbolo que aparece clara y abundantemente en los tipos labrados por el monarca castellano. Se nos ofrece repro‑ ducida de forma minuciosa sobre la testa regia en las doblas así como en un dinero y, de manera aislada, en otro vellón y en los reales y medios reales. La corona era la más importante de las insignias pre‑ destinadas por Dios al monarca y mediante ella se convertía en «rey por la gracia de Dios». Era signo de santidad, justicia, fortaleza, vic‑ toria y gloria, sintetizando el significado de las demás insignias de la realeza19. Al ser coronado por Dios, el rey no debía su dignidad a la casualidad sino a la predestinación y a la voluntad divina. Este sím‑ bolo fue un elemento inseparable del concepto de monarquía en la Edad Media así como el atributo característico de la misma. Es indu‑ dable que Pedro I valoró su carácter simbólico y mítico, a pesar de que no se hizo coronar, ya que la utilización de este elemento en las monedas y la mención en su testamento de una corona y dos guirnal‑ das o diademas así permiten aventurarlo20. Sin embargo, autores como los citados Nieto Soria y Schramm sostienen que hay indicios para pensar que en Castilla la corona, como símbolo de la realeza, tuvo escaso aprecio entre los monarcas, ya que ni hubo interés en transmitirla, como sucedería con un objeto simbólico, ni se generali‑ zó la ceremonia de la coronación. Paralelamente, a lo largo del siglo xiii, en Castilla la corona per‑ dió importancia como elemento representativo del poder real, siendo paulatinamente sustituida por la espada en esa función simbólica al compás de la creciente importancia de la Caballería entre la nobleza. Al mismo tiempo, la corona como concepto sufrirá un proceso de transformación en la Baja Edad Media, pasando de ser un objeto de significación mítica y sagrada, a convertirse en la entidad jurídi‑ co‑constitucional en la que se fundamentaba la realeza21. No obstan‑ te, y a pesar de lo expuesto con anterioridad, creemos que la corona fue apreciada a lo largo del siglo xiv por los monarcas castellanos, al menos como atributo regio digno de ser representado. Es lo que su‑ 19   GARCÍA PELAYO, Manuel, El Reino de Dios, arquetipo político, Madrid, 1959, p. 111. 20  SCHRAMM, ob. cit, pp. 64 y ss. 21  NIETO SORIA, ob. cit., pp. 139 y ss.

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cede con Pedro I quien, debido a la influencia francesa y a su deseo de robustecer la autoridad real encarnada en su persona, acudió a un símbolo inequívoco de la realeza, vinculándolo a su no menos indis‑ cutible inicial para mostrar el poder y la fortaleza de la institución que representaba a todos aquellos que contemplasen las excelentes piezas de oro y plata labradas en el reino. Tanto Felipe IV, Carlos IV y Felipe VI en Francia como Pedro I en Castilla, recurrieron a la co‑ rona como medio de recordar la efigie real en las monedas, poten‑ ciando este símbolo como atributo regio y reproduciéndola con todo detalle. Esta circunstancia, resaltada por Michel Dhénin22, supone una novedad respecto al pasado en el que tanto el rostro como los símbolos reales eran representados de forma imprecisa y sin la inten‑ ción de prestigiar aquello a que se aludía. La práctica tuvo éxito como demuestra que los Trastámara continuaran asociando la corona a sus monedas como medio de aludir a la realeza. Otro método utilizado por Pedro I para incrementar el prestigio de la monarquía fue emitir piezas de grandes módulos, desconocidos hasta entonces, tanto en oro como en vellón. Ya se ha aludido a la famosa dobla de diez doblas, cuya belleza y riqueza debió ser una magnífica tarjeta de visita para el soberano. Otra moneda de gran tamaño, aunque de menor proporción, fue la pieza de vellón de 3,50 grs. y gran módulo de 30 mm, cuyo valor es dudoso23. Esta moneda, que sigue el tipo denominado castellano, con castillo en anverso y león en reverso, fue la mayor pieza de vellón labrada hasta ese mo‑ mento así como el exponente de un saneado sistema monetario. Sir‑ vió, además de abundante y fiable instrumento de cambio, para dar prestigio a la monarquía y para ofrecer una imagen próspera del reino ya que la moneda históricamente ha sido el sismógrafo y la imagen de la vida económica. La política de prestigio emprendida por Pedro I no se vio coro‑ nada por el éxito, ya que su enfrentamiento con los grandes linajes nobiliarios se internacionalizó a causa del conflicto que enfrentaba a Francia e Inglaterra y a las pretensiones hegemónicas castellanas en 22  DHÉNIN, Michel, «La couronne de France d’aprés les monnaies», en La Monnaie..., ob. cit., París, 1978, pp. 206 y ss. 23   GIL FARRÉS, ob. cit., p. 210.

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la Península. Enrique de Trastamara supo conciliar los intereses con‑ trarios al monarca —la nobleza, Francia y Aragón—, muy numerosos dada la política seguida por Pedro I, para imponerse en Montiel tras la guerra civil. Sin embargo, la nueva monarquía Trastámara, a pesar de las concesiones realizadas a la nobleza, continuó la política em‑ prendida por Alfonso XI y Pedro I, intentando fortalecer los poderes del monarca ante las cada vez más elevadas exigencias de los grandes linajes surgidos a finales del siglo xiv, un grupo social que determina‑ rá la siguiente centuria. Para finalizar, hay que señalar que los tipos y piezas creados por Pedro I así como sus intenciones de emplear la moneda como medio de propaganda tuvieron un gran éxito entre sus sucesores, pues este monarca consolidó y generalizó el uso de la orla y consagró monedas como la blanca, el real y el medio real, así como el empleo de la inicial coronada, demostrando que, como dice Patri‑ ce de la Perriére, la moneda puede ser considerada una prolongación de la persona real.

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el tesoro de don Álvaro de Luna en el castillo de Escalona Publicado en Numisma 235, 1994.

En 1454, tras la caída y ejecución del valido de Juan II, don Ál­ varo de Luna, fruto de la hostilidad conjunta de la mayoría de los grandes linajes nobiliarios castellanos y del príncipe don Enrique a su gobierno autoritario, se consumaba, entre otras cosas, una etapa más del enfrentamiento existente entre la nobleza y la monarquía desde el siglo xiv por definir políticamente el reino en un sentido pactista o autoritario. El hundimiento político y personal del Condestable de Castilla, carente del apoyo de Juan II, única legitimidad de su gobier­ no, supuso tanto su muerte como la confiscación de todos sus bienes. Don Álvaro había formado un enorme patrimonio durante sus años de privanza que obedecía tanto a razones procedentes de la ambición económica como a exigencias políticas de su gobierno personal. En este sentido se puede entender la acumulación tanto de cargos y ren­   Aunque la bibliografía reciente acerca de Álvaro de Luna no es numerosa, lo relativo a su caída y última época de gobierno ha tenido mayor fortuna entre los especialistas. A este respecto se puede consultar la obra de Nicholas ROUND, The Greatest Man Uncrowned. A Study of the fall of don Álvaro de Luna, London, 1986, e Isabel PASTOR BODMER, Grandeza y tragedia de un valido. La muerte de don Álvaro de Luna,, Madrid, 1992.

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tas —como el maestrazgo de Santiago, que permitía contar con tales recursos que se podía considerar un Estado dentro del Estado— así como de dinero, ya que mediante esta riqueza no sólo se podía forta­ lecer el poder de la monarquía frente a la nobleza, sino también llevar a cabo una política de prestigio que redundaba en favor del valido y el propio rey. El patrimonio del Condestable sirvió para sufragar parte de una política que resultaba especialmente costosa y en la que la guerra o, mejor, la costosa movilización de las huestes, fue un instrumento re­ petidamente empleado para reducir el poder nobiliario. La constitu­ ción de un ejército permanente —una institución característica y definitoria del Estado propio de las monarquías autoritarias a punto de consolidarse—, la realización de campañas encaminadas a reducir a una nobleza que perseguía orientar en provecho propio la constitu­ ción política del reino, mantener una administración con cierto grado de complejidad, la necesidad de aunar voluntades y respaldos entre la nobleza así como una política de prestigio de carácter propagan­ dístico, fueron los objetivos a los que se destinaron los recursos de Álvaro de Luna, sin olvidar la satisfacción de aquellos otros frutos de la ambición personal y la codicia. La imagen de un Condestable co­ dicioso y continuamente ávido de riquezas, consecuencia de la pro­ paganda de los grandes y de la continua exigencia de recursos al rei­ no, se tradujo en la extensión de una leyenda: la del tesoro escondido en su castillo de Escalona. El propio Juan II sucumbió al mito y, tras la ejecución de su antiguo ministro y amigo, se apresuró a confiscar la mayoría de sus bienes esperando encontrar las fabulosas riquezas que existían antes en la imaginación de sus enemigos que en la rea­ lidad. Conocemos dos referencias acerca del tesoro monetario que ha­ bía reunido don Álvaro; una procedente de la Continuación de la Crónica de España y, otra, del acta levantada por Alfonso de Illescas dando fe de lo hallado en el alcázar de Escalona en el inventario efec­   SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis, Nobleza y Monarquía. Valladolid, 1975. pág. 143.    FERRANDIS, José, Datos documentales para la Historia del Arte español. Inventarios Reales (Juan II a Juana la Loca), Madrid, 1943.

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tuado durante el proceso de incautación llevado a cabo tras la ejecu­ ción del valido. En primer lugar, tenemos la relación proporcionada por el obispo González de la Hinojosa acerca de las monedas exis­ tentes en la fortaleza de la villa toledana: doblas de la banda, blancas viejas y florines de Florencia, florines de Aragón, doblas alfonsís o nobles y ducados. A continuación, se encuentra la noticia de las pie­ zas inventariadas el 26 de junio de 1453 por Alfonso de Illescas, fun­ cionario real: trescientas doblas alfonsís, sesenta y seis nobles, una dobla alfonsí, tres francos de pie, ciento treinta y seis nobles y cuaren­ ta y dos monedas de oro («ducados e florines de Florencia, y Génova y otras monedas»).También alude Illescas a las tres doblas, «dos cas­ tellanas y una morisca», que Juana Pimentel, mujer de Álvaro de Luna, dio al rey Juan II. De las dos relaciones citadas —sin duda, es más exhaustivo y fiable el inventario efectuado por la administración real— se pueden deducir cuáles eran las divisas preferidas por aquellos que regían los destinos del reino y qué monedas de oro podían ser usuales en Casti­ lla e incluso en otros reinos de la Península durante el reinado de Juan II, a la hora de su atesoramiento y valoración. Esta referencia se puede unir, con todas las reservas derivadas de la ausencia de las piezas, a las fuentes documentales y a la serie de hallazgos correspon­ dientes a este período para ampliar el conocimiento numismático y económico de la época. Los tesoros reunidos por Álvaro de Luna,    «Continuación de la Crónica de España del Arzobispo don Rodrigo Jimé­ nez de Rada por el Obispo don Gonzalo de la Hinojosa», en Colección de Docu‑ mentos Inéditos para la Historia de España, tomo 106, p. 136 (citado por FE­ RRANDIS, ibídem, p. XII).    FERRANDIS, ob. cit., pags. 23 y 24.   El estudio de un tesoro y de los hallazgos correspondientes a un período concreto contribuye de forma importante al conocimiento económico y numis­ mático del conjunto de la época en cuestión, especialmente cuando no existen estudios globales de la misma, como sugiere Anna M.BALAGUER en sus dife­ rentes trabajos sobre el reinado de Juan II («Las emisiones monetarias de Juan II de Castilla (1406‑1454)», Numisma nº 228, 1991, págs. 31 a 57) y la numismática medieval, específicamente de los siglos xiv y xv, entre los que podemos destacar en relación con el tema que nos ocupa «Hallazgos de moneda medieval de oro en los reinos de Castilla‑León y Navarra», Gaceta Numismática nº 104, marzo 1992, páginas 43 a 59. Conviene recordar también que, como señala Pierre VILAR, citando a Marc Bloch, el hecho mo­netario es un sismógrafo, un indicador del

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aunque no representan un hallazgo propiamente dicho, sí constitu­ yen un testimonio de importancia acerca de la composición de una acumulación monetaria de la primera mitad del siglo xv gracias a la información proporcionada a través de los citados documentos. Es por esto por lo que podemos adjudicar a los tesoros que nos refieren sus contemporáneos algunas de las características propias de los ha­ llazgos, en concreto las citadas por Anna M. Balaguer. En primer lugar, hay que señalar que todo tesoro es una muestra selectiva de las especies circulantes en un momento dado ya que se suelen reunir las monedas de más valor, así como un conjunto cerrado cronológica­ mente, en este caso no por la fecha de las piezas sino del aconteci­ miento que permite su conocimiento, es decir, la ejecución del valido y la confiscación de sus bienes que hace público el tesoro. En Europa la pasión por la acumulación de metal precioso, en concreto de oro, era un sentimiento muy tradicional que experimen­ tó entre los pueblos germanos un extraordinario desarrollo que se extendió durante siglos. El tesoro, patrimonio genuino, que no ex­ clusivo, de nobles y eclesiásticos, estaba caracterizado durante los primeros siglos de la Edad Media por adornos y objetos de oro y plata, ocupando el metal acuñado un lugar secundario en el conjun­ to de las piezas. Su posesión proporcionaba prestigio y autoridad en tal medida que se consideraba una de las bases de la monarquía y del poder, llevando a que se contemplase con recelo el crecimiento de estos bienes acumulados entre nobles y funcionarios. Prueba de la funcionalidad e importancia de estas reservas lo proporciona el rey lombardo Agilulfo quien, al confiscar el tesoro de un duque rebelde, le perdona la vida ya que «le habían sido quitadas las fuerzas para hacer daño». Hacia el siglo xii según Sombart finaliza el período de tesaurización de metales bajo cualquier forma, dando lugar a una nueva época en la que se incrementa el deseo de posesión de oro y plata pero ahora acumulado en forma de dinero, es decir, en un estado económico, social y político de una sociedad gracias a la información que transmite. (Oro y moneda en la historia, Barcelona. 1978, págs. 20 y 21.)    BALAGUER, A. M., «Estudio de los hallazgos como fuente de datos para la historia monetaria», Gaceta Numismática 74‑75, septiembre‑diciembre 1984   SOMBART, Werner, El burgués. Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno, Madrid, 1972, p. 35.    Ibídem, pág. 36.

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medio de pago y de cambio. Es la sustitución de la codicia por el afán de lucro, el lucri rabies, por la pasión por el dinero10, codicia al fin y al cabo que, sin embargo, adopta una forma más moderna, más capitalista, que la anterior inclinación sin disminuir en intensidad11. Muy al contrario, ésta afición desmedida por los bienes de carácter financiero se incrementó hasta tal extremo que una de las caracterís­ ticas de Occidente en los siglos xii‑xv fue el desarrollo de la codicia como fenómeno social generalizado que afectó a nobles, eclesiásti­ cos y burgueses, algo de lo que se hizo eco la literatura de la época12, sin que quepa afirmar rotundamente que este desarrollo del lucro, de la afición al dinero, sea un síntoma de capitalismo. No obstante, las críticas generalizadas al poder del dinero revelan su creciente importancia tanto en la sociedad como en la economía de estos rei­ nos así como la progresiva monetarización de la misma, unos rasgos propios de la modernidad que se reflejarán en los tesoros acumula­ dos en la época. En la Edad Medía la propensión a atesorar fue muy intensa debi­ do a varias razones. En primer lugar, por inseguridad, por el temor al saqueo y por la facilidad que tenía el metal amonedado para escon­ derse. En este sentido hay que destacar la creciente importancia que tienen las monedas en los tesoros medievales, llegando en el siglo xv en Italia a representar el 80 por 100 de las mismas13, algo que confir­ ma la función que, según Max Weber, posee la moneda de servir de medio de atesoramiento14. En segundo lugar, está la carencia de ade­ cuadas instituciones que recogieran el ahorro, lo protegieran y orien­ taran15, a lo que cabría añadir la tradicional inclinación germana por   Ibídem, p. 37.   BRAUDEL, Fernand, Civilización material, economía y capitalismo. Siglos xv‑xviii, vol. 1º, Estructuras de lo cotidiano, Madrid, 1984, p. 402. 12  SOMBART, ob. cit., p. 38. En lo que a la valoración del poder del dinero y de la codicia como vicio generalizado se refiere en Castilla durante el siglo xv y en la Edad Media en general, se puede consultar a José Antonio MARAVALL, Estado Moderno y Mentalidad Social, Madrid, 1972, tomo 2, pags. 90‑122. 13  CIPOLLA, Carlo, Historia económica de la Europa preindustrial. Ma­ drid,1981, p. 51 14   WEBER, Max, Historia económica general, Madrid, 1974. págs. 207 y 208 15  CIPOLLA, ob. cit., p. 51. 10 11

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el metal precioso, una influencia que pervivió durante largo tiempo. La importancia y habitualidad de esta práctica fue de tal magnitud que sustrajo de la circulación gran cantidad de dinero, contribuyendo al agravamiento de una escasez crónica de medios de pago extendida hasta la Edad Moderna. Esta inmovilización de metales preciosos por ahorro y atesoramiento fue, junto a la fuga de oro y plata hacia el exterior, una de las lacras del sistema monetario europeo16. Don Álvaro de Luna no se sustrajo a la codicia generalizada de su tiempo, un vicio continuamente fustigado por predicadores y escri­ tores, ni a la creciente valoración del poder del dinero a pesar de ser un declarado seguidor de Séneca quien, como todos los estoicos, ci­ fraba la virtud en la pobreza17. Sin embargo, el valido parece que consiguió resolver la cuestión de la honestidad de la riqueza al distin­ guir entre la hacienda bien ganada y provechosamente gastada de aquellas riquezas que no gozan de esta consideración. En el primer caso, al estimar que las tareas del gobierno son el más alto fin a que puede dedicarse el hombre, el dinero acumulado a través de la ges­ tión pública y empleado en fines políticos podía considerarse un ins­ trumento para ganar la virtud18. Quedaba conciliada de esta forma la riqueza y el senequismo, sin duda más intelectual que moral, del va­ lido. El tesoro reunido por don Álvaro responde en su composición al carácter que posee la moneda de ser reserva de valor (moneda mercancía) y medio de pago (moneda fiduciaria)19, ya que todas las piezas acumuladas tenían una utilidad inmediata, una aceptación general y un valor indiscutido no sólo en el reino de Castilla, sino también fuera de él. No hay en el tesoro ninguna concesión a la cu­ riosidad o al coleccionismo, ni tampoco rasgos de interés por la An­ tigüedad como revelan las colecciones posteriores de Fernando el   BRAUDEL. ob. cit., p. 402  AMADOR DE LOS RÍOS, José, «El Condestable don Álvaro de Luna y sus doctrinas políticas», II Revista de España, abril, 1871, tomo XIX, p. 477; MA­ RICHAL, Juan, La voluntad de estilo. Teoría e historia del ensayismo hispánico, Madrid, 1971, p. 35; 18  LUNA, Álvaro de, Libro de las claras e virtuosas mujeres, Madrid, 1891, págs. 9 y 176. MARAVALL. ob. cit., tomo 2. pág. 109; CAMILLO, Ottavio de, El humanismo castellano del siglo xv, Valencia, 1976, p. 178, nota 78. 19  VILAR, ob. cit., págs. 25 y 26. 16 17

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Católico20, el Príncipe de Viana21 y, la ya plenamente renacentista y fruto de motivaciones eruditas, del Cardenal Mendoza22; y tampoco supone la curiosa amalgama y el difuso interés por la moneda como pieza que muestra el tesoro‑colección de Carlos III de Navarra de principios del siglo xv23. Esta ausencia de interés por las cuestiones numismáticas propio de un coleccionista resulta un tanto destacable en Álvaro de Luna si consideramos su inclinación por los objetos raros y curiosos24, pero también muestra el carácter de exclusiva uti­ lidad económica que poseía el tesoro de Escalona. A pesar de la parcial escasez de datos acerca de su volumen, las monedas reunidas por el Condestable destacan más por su calidad que por su magnitud. En el tesoro, especialmente en la relación de Illescas, aparecen algunas de las monedas más apreciadas en la época por su peso y calidad, siendo muchas de ellas cuños de cotización internacional, como las batidas por Florencia y Venecia, calificadas por Robert S. López, de «dólares de la época». El inventario de Al­ fonso de Illescas muestra un tesoro que podemos calificar de selecto ya que agrupa sólo piezas de gran calidad y peso así como de valora­ ción reconocida, razón que lleva probablemente a marginar a las do­ blas de la banda, de menos quilates y a los florines de Aragón, de menos peso y fineza, y a reunir otras más extrañas pero de gran valor como los nobles ingleses. Este tesoro monetario, convenientemente incrementado, debía servir al Condestable para hacer frente a los gastos derivados de su política autoritaria y personalista así como 20  SAEZ, Liciniano, Demostración histórica del verdadero valor de todas las monedas que corrían en Castilla durante el reinado de Enrique III, Madrid,1796. págs. 475 y ss. 21  VILLARONGA, L., «El Princep Carles de Viana collecionista de mone­ des», Gaceta Numismática nº 39, diciembre 1975, págs. 39‑46. 22  AZCARATE, José Maria de, «El Cardenal Mendoza y la introducción del Renacimiento», Revista Santa Cruz, XVII, 22, Valladolid, 1962, págs. 7‑16. 23   HEISS, Aloiss, Descripción general de las monedas hispanocristianas desde la invasión de los árabes, Madrid, 1865. tomo 1.». págs. 281‑283; SAEZ, ob. cit., págs. 474 y 475. 24  Sobre los aspectos coleccionistas de Álvaro de Luna ver la imprescindible obra de Miguel MORAN y Fernando CHECA, El coleccionismo en España, Ma­ drid, 1985, págs. 24 y 27, plena de sugerencias, así como FERRANDIS, ob. cccit. cit., págs. 18‑24 y IX‑xiii.

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para financiar el lujo desarrollado en fiestas y construcciones artísti­ cas, verdaderos instrumentos propagandísticos en favor de su perso­ na y de la Corona. La riqueza reunida en forma de dinero y más concretamente en monedas de oro de valor reconocido e inmediato, sirvió al Condestable para sufragar la decoración y mejora del castillo de Escalona a manos de maestros flamencos pero también para pagar a las tropas con que emprendió la campaña de Extremadura contra el infante don Enrique en 1430, supliendo la falta de recursos de la monarquía, o para aunar voluntades de titubeantes tras su gobierno personal. Todos ellos son objetivos tan antiguos como el propio con­ cepto de tesoro que, como hemos visto, señalaba Sombart; pero si consideramos no ya los fines de su propietario sino los medios que se reúnen —es decir, dinero en forma de monedas que pueden cumplir las funciones que las caracterizan—, vemos que este tesoro tiene un carácter ciertamente moderno, coincidiendo con los rasgos definito­ rios de otros acumulados por individuos de vida pública en áreas de gran desarrollo económico y consolidación de rasgos específicamente capitalistas25. En lo que se refiere al análisis de las piezas que componen el te­ soro de Escalona, comenzaremos por el inventario relacionado en el acta levantada por Alfonso de Illescas en el curso de la confiscación de los bienes de Álvaro de Luna por Juan II26. Este tesoro estaba compuesto por cuatro grupos de piezas: 301 doblas alfonsís, 202 no­ bles, tres francos de pie y 42 piezas de diferentes cuños entre los que destacan los florines, ducados y genovinos, dando un total de 548 monedas de oro, una cantidad que no resulta excesivamente grande si tenemos en cuenta la fama de las riquezas del Condestable, que revela lo elevados que debieron ser los gastos en el último período de su gobierno personal. Realmente es destacable el contraste existente entre el lujo y el poder económico y político de don Álvaro y la rela­ tiva escasez de dinero acumulado en su residencia principal ya que, aun sin ser despreciable, el tesoro no guarda parangón con los otros bienes que poseía. Al referirnos a sus aspectos cualitativos hemos 25  En 1445, el tesoro de un funcionario de la administración del Duque de Milán y al mismo tiempo rico mercader, estaba compuesto en un 78 por ciento por monedas de oro, en concreto de ducados. CIPOLLA, ob. cit., p. 51. 26   FERRANDIS, ob. cit., págs. 23 y 24.

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aludido al carácter selecto, escogido, que poseía esta acumulación dada la calidad y peso de las piezas recogidas por Illescas. Se trata de una circunstancia que contribuye a explicar por qué no se contaban entre las divisas otras monedas de menor clase pero de circulación habitual en Castilla durante la primera mitad del siglo xv, como las doblas de la banda y los florines de Aragón. Entre las divisas reunidas por don Álvaro, ni los nobles, francos y doblas alfonsis se encuentran entre las monedas que corrían comúnmente por Castilla según la re­ lación de piezas aportada por Angus Mackay27, basada en los datos del Libro de Cuentas de la catedral de Burgos durante el siglo xv. Sin embargo, no debió ser tan extraña su presencia ya que algunas de ellas, como veremos, aparecen mencionadas en las Cortes y en ciertos ordenamientos como el de Madrigal de 1438. El noble era una moneda de oro de escasa circulación fuera del ámbito inglés pero muy apreciada en la mitad del siglo xv por su firme ley y su peso, 6,9 grs., casi el doble que el resto de las monedas de oro habituales excepto la dobla, lo que hizo de ella una de las mayores y más valiosas piezas de la Edad Media, ideal para ser ate­ sorada por su valor intrínseco, como lo demuestra su imitación en Flandes. Esta circunstancia, junto al tradicional tráfico comercial existente entre Castilla y el Atlántico norte desde el siglo xiv, puede contribuir a explicar la presencia de estas piezas entre el numerario castellano y en concreto en el tesoro de Álvaro de Luna. El noble, junto a los tres francos de la relación citada por Illescas, representa en el conjunto numismático reunido en Escalona la aportación de la fachada atlántica, una de las vertientes, junto a la mediterránea y suratlántica, sobre las que gravitaba la economía castellana en los siglos finales de la Edad Media. El noble, a pesar de su escasa pre­ sencia en los documentos, concretamente en las crónicas del perío­ do no aparece citado, se encuentra entre las piezas que el Ordena­ miento de Madrigal de 1438 se ocupa de dar una valoración en maravedíes, lo que significa reconocer la evidencia de su circulación y apreciación, por cierto muy alta28. Esta circunstancia parece re­ 27   MACKAY, Angus, Money, Prices and Politics in Fifteenth‑Century Castile, London, 1981, p. 145. 28   GIL FARRÉS, Octavio, Historia de la Moneda Española, Madrid, 1959, págs. 216 y 217

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frendarse si tenemos en cuenta que en las Cortes de Burgos de 1453, los procuradores, al quejarse de la invasión del reino por cuños de todos los tipos y procedencias y de la postergación de las doblas de la banda frente a piezas extranjeras, aluden entre otras muchas otras al noble29. Para finalizar, hay que señalar, al menos como curiosidad ya que el dato por sí solo no constituye ninguna evidencia de la presencia del noble en la economía castellana, la existencia de dos nobles de la nao (1360 a 1369) de Eduardo III de Inglaterra en un hallazgo de Castrogeriz, vinculado al Camino de Santiago, junto a otras monedas también extranjeras30. Las doblas alfonsis recogidas en el inventario del tesoro de Álvaro de Luna representan uno más entre los numerosos tipos de doblas que circulaban por Castilla en el reinado de Juan II junto a las doblas valadíes, blanquillas, de la banda31, cepti y zamorí32. Esta proliferación de adjetivos para referirse a una sola moneda revela, según Mackay, la existencia de distintos tipos de doblas circulando, lo que hace casi imposible precisar su equivalencia, valor e incluso su identificación33. El autor británico resume la situación de manera drástica al agrupar las doblas en dos tipos básicos: las de la banda, de menor ley y peso, y las doblas, sin más adjetivos, que incluiría todas aquellas piezas que carecieran del reverso específico de las nuevas doblas, el escudo con la banda, y que se atuvieran en principio al cuño tradicional de 4,6 grs. y 23,3/4 de ley34. La dobla alfonsí, que se engloba en este aparta­ do, debía tener una menor circulación que la dobla valadí, de origen musulmán, y las blanquillas, alteradas en ley y peso y de menor valor, ya que Mackay no las incluye entre las señaladas por el libro de la catedral de Burgos. Por el contrario, la dobla alfonsí sí aparece men­ cionada por Licíniano Sáez aunque de forma imprecisa ya que este autor afirma que no ha leído su nombre en los documentos del rey

 Citado por BALAGUER, «Las emisiones monetarias...», p. 41.   BALAGUER, «Hallazgos de moneda medieval ...», p. 48. 31   MACKAY, ob. cit., p. 46. 32   GIL FARRÉS, ob. cit. p. 216. Aparecen en el Ordenamiento de Madrigal de 1438. 33   MACKAY, ob. cit., págs. 46 y 145 34   Ibidem, p. 50. 29 30

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Juan II, aunque le consta que tuvieron uso en su tiempo35. La presen­ cia de estas piezas en las dos referencias del tesoro de Álvaro de Luna, aunque en uno de los casos sea de manera confusa, parece confirmar la afirmación de Sáez respecto de la circulación y uso de las mismas, lo que no impide que la dobla alfonsí presente un problema de iden­ tificación en el reinado de Juan II. Con el término alfonsí, tal y como aparece en la cita de Sáez, se conoce en Castilla al maravedí de oro acuñado por Alfonso VIII en 1172 imitando el dinar almorávide, denominado también morabetí o mitcal, que todavía circulaba a fina­ les del siglo xiii según consta en las equivalencias promulgadas en las Cortes de Jerez de 1268, aunque pronto desapareció del mercado. No es por tanto, por obvias razones derivadas entre otras cosas de la antigüedad de la pieza, este alfonsí el que se encontraba en el tesoro del Condestable, sino las doblas acuñadas por Alfonso X o quizás Alfonso XI, de las que se conocen escasos ejemplares, semejantes a las doblas almohades, todas de gran y reconocida calidad y estabili­ dad. Las doblas alfonsis, de muy escasa circulación, debían servir casi de forma exclusiva para ser atesoradas por su reconocido valor y la antigüedad de las mismas. Con sus 4,6 grs. y su ley de 23,3/4 quilates, estas monedas tenían una general aceptación en Castilla y en general en todo Occidente ya que su pureza y estabilidad estaban tan garan­ tizadas como en las mejores piezas musulmanas. Esta moneda cons­ tituía la expresión más genuina de las influencias mediterránea y mu­ sulmana que experimentaba la economía castellana junto a la atlántico‑europea, tan intensa que condicionó durante la Edad Media su sistema monetario. Entre las monedas inventariadas por Alfonso de Illescas aparece también un grupo de 44 piezas, formado por ducados y florines de Florencia y Génova y otras monedas, que resulta demasiado escaso para tantos tipos. Dejando las divisas que están sin precisar, podemos destacar aquéllas de origen itálico que fueron de amplio uso y general aprecio en el Mediterráneo occidental por su estabilidad y valor. En concreto nos referimos a los florines de Florencia, al genovino de Génova y al ducado veneciano, todas ellas de 3,55 grs. y 22 quilates, que desde el siglo xiii están presentes en todos los intercambios eu­ 35  SÁEZ, Licíniano, Apéndice a la Crónica nuevamente impresa del Señor don Juan el II, Madrid, 1786, p. 89.

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ropeos e influyen intensamente en los sistemas monetarios de Occi­ dente, imitadores de las piezas itálicas no sólo en características sino también en rasgos físicos, como sucede en la Península con el florín aragonés. Teniendo en cuenta estas circunstancias, no es de extrañar que tanto Álvaro de Luna como todo aquel que aspirase a contar en la última Edad Media con una reserva de valor constante e indiscuti­ da, reuniese este tipo de piezas. Sin embargo, sorprende el reducido número de ellas que poseía el valido de Juan II de quien se suponía, teniendo en cuenta las constantes referencias a su riqueza, que había reunido gran número de monedas de esta procedencia. De todas las piezas citadas, tan sólo el ducado aparece enumerado entre las mone­ das de las que Mackay da equivalencias y considera habituales en el tráfico económico del reino de Castilla36. De esta divisa, Sáez afirma de forma semejante a la aludida para las doblas alfonsis, que no ha leído sus valores aunque muchos documentos aluden a ella y la ex­ presan como moneda efectiva37, mientras que en el Ordenamiento de Madrigal de 1438, citado por Gil Farrés, el ducado aparece con un valor de 105 maravedíes38. Para concluir, sólo queda señalar que entre los hallazgos analizados por Anna M. Balaguer39, la única moneda itálica presente en los mismos es el ducado veneciano, si exceptua­ mos la influencia del florín, patente a través de sus imitaciones arago­ nesas pero sin piezas efectivas de procedencia toscana. Hay que se­ ñalar como dato destacable que la colonia itálica más numerosa de las establecidas en la Península, la genovesa, apenas está representada en el panorama numismático castellano de la época, lo que quizás se explique por la actividad comercial realizada, encaminada esencial­ mente a conseguir oro y no a dejar los genovinos de la república en Castilla. A esta práctica se dedicaron desde el siglo xiii los genoveses establecidos en el sur, en concreto en Sevilla, aprovechando la relati­ va abundancia de oro existente en el reino y en especial en esta facha­ da meridional, receptora del metal musulmán y africano.   MACKAY, ob. cit., págs. 46 y ss. y 145.  SÁEZ, Apéndice de la Crónica ... p. 88. 38   GIL FARRÉS, ob. cit., p. 216. 39   BALAGUER. «Hallazgos de moneda medieval ...» p. 50. Esta autora in­ cluye en el tesoro del camino de Burgos‑Vilafranca‑Santo Domingo dos ducados, uno del dux Tomas Mocenigo (1414‑1423) y otro del dux Tomas Campofregoso (1471‑1442), de quienes bien podían ser las mismas piezas del tesoro de don Ál­ varo. 36 37

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Para finalizar esta relación monetaria, solo queda aludir a los tres francos de pie señalados por Illescas como parte integrante del tesoro de Álvaro de Luna. El franco, moneda francesa de oro de 3,85 grs. surgida en 1360, fue una pieza muy popular en los siglos xiv y xv que, de acuerdo con los datos aportados por Mackay y el citado Ordena­ miento de Madrigal, circuló con cierta habitualidad por Castilla, ya que aparece incluida en la relación de las diferentes equivalencias. Sin embargo, Sáez afirma que es muy poco mencionada en la documen­ tación de Juan II, la cual apenas alude a esta moneda si exceptuamos dos documentos que se refieren al valor del franco en relación con el florín, la dobla y la corona40. En cualquier caso, las referencias citadas se hacen al franco común, el llamado cavalier por el reverso en el que el rey aparece montado, y no al franco de pie, identificable con el acuñado por Carlos V (1364‑1380). Esta moneda, del mismo peso que las piezas con el reverso a caballo, más habituales, es la única de su tipo en que el monarca no aparece montado y, dada su antigüedad, lleva a suponer que fuera guardada por Álvaro de Luna por las razo­ nes generales derivadas de su valor intrínseco junto a una cierta cu­ riosidad por la rareza de la pieza, como sugiere el hecho de estar re­ presentada sólo por tres ejemplares, una cantidad más propia de una colección que de un tesoro. Si a continuación consideramos las monedas enumeradas por el obispo González de la Hinojosa como pertenecientes al tesoro de Álvaro de Luna existente en Escalona41, nos encontramos con coin­ cidencias pero también con importantes diferencias en relación en el inventario de Alonso de Illescas. Entre las primeras están los ducados, florines florentinos y doblas alfonsís que también denomi­ naba nobles, lo que nos lleva a pensar que pudiera tratarse de un error de trascripción ya que la expresión «fallaron enterradas siete tinajas de nobles o de doblas alfonsis ..» bien pudiera ser «de nobles e de doblas alfonsis», añadiéndose la moneda inglesa a la lista como tal divisa y no como presunto sinónimo de la dobla alfonsí, desco­ nocido por otra parte. Otra cuestión que plantea la lista de Gonzá­ lez de la Hinojosa es la referida a las blancas viejas, piezas de vellón 40   MACKAY, ob. cit., págs. 46 y 145; GIL FARRÉS. ob. cit., p. 216, y SÁEZ, Apéndice a la Crónica… págs. 72 y ss. 41   FERRANDIS, ob. cit.,. p. XIL. Vid. supra nota 5.

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que no concuerdan en el contexto de un tesoro áureo acumulado por una personalidad de gran relieve en el panorama social y polí­ tico de la época. Hay que recordar que durante los últimos siglos de la Edad Media, a pesar de la progresiva y general monetarización de la economía de todo Occidente, el oro seguía siendo el metal reser­ vado para los príncipes y la Iglesia, el metal para las grandes tran­ sacciones y los negocios de estado, mientras que la plata, a pesar de su escasez, era el adecuado para las transacciones corrientes y el vellón, la moneda menuda, quedaba para el uso cotidiano42. Es cier­ to que, como señalaba John M. Keynes, la liquidez es una cualidad que hay que pagar pero esta disponibilidad de medios de pago in­ mediatos no parece razón suficiente para explicar la reunión de estas piezas por Álvaro de Luna y agruparlas en el contexto en que aparecen. Sin duda, el oro ha sido el material por excelencia, la moneda‑mercancía más manejable43, lo que hace inexplicable, junto a las razones anteriores, la reunión de estas piezas por alguien como el Condestable de Castilla, quien no pertenecía al mundo en el que estas monedas tenían curso habitual por lo que bien poco podía hacer con sus blancas viejas. Si nos atenemos al resto de las piezas del tesoro, ya todas ellas de oro, nos encontramos con las doblas de la banda, de las que se añade una cifra de 1,5 millones que deja lugar a dudas si se refiere al núme­ ro de monedas, realmente desmesurado ya que supondría aproxima­ damente la reunión de unos 69.000 kilogramos de oro, o al valor en maravedíes del total de las doblas acumuladas. Las doblas de la banda son piezas acuñadas por Juan II con el reverso en el que campea el escudo de la banda, que tenían ligeramente menos peso y ley (18 quilates) que las doblas tradicionales. Su acuñación supuso la apari­ ción de un nuevo tipo de moneda de oro de menor valor al tiempo que una apreciación de este metal, una característica propia de la política monetaria monárquica llevada a cabo durante el reinado de Juan II y Enrique IV que chocaba frontalmente con las pretensiones estabilizadoras de la oligarquía nobiliaria y sus intereses económicos. Hay una coincidencia, señalada por Mackay y Ladero Quesada, entre los períodos de apogeo de la política personal y autoritaria de Álvaro   BRAUDEL ob. cit., p. 399.  VILAR, ob. cit., p. 25 y 28

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de Luna, de evidentes tintes monarquistas, y las reformas de las orde­ nanzas devaluando la moneda, efectuadas con la intención de debili­ tar el poder económico nobiliario, dependiente de rentas fijas y de una concepción monetaria estática, muy preocupada por evitar la fuga de oro y plata del reino. Por el contrario, el equipo de gobierno dirigido por el Condestable, de acuerdo con una política más imagi­ nativa y cercana al período de expansión que atravesaba la economía, eran partidarios de la movilidad monetaria44. Las nuevas doblas de la banda también contribuyeron a la alteración del sistema monetario y a su confusión al añadirse un nuevo tipo de pieza a los numerosos cuños circulantes. Estas monedas, de menor valor que otras divisas de oro como expresan los ordenamientos y equivalencias, fueron muy habituales durante la década 1440‑1450, en especial tras el Ordena­ miento de 1442 que pretendió fijar su valor en cien maravedíes en un intento de política estabilizadora que finalizó en 1445 con el retorno al poder de don Álvaro de Luna. La reunión de estas piezas por el Condestable debió ser consecuencia de la abundancia de este tipo de monedas, no de su reconocido valor, ya que eran postergadas ante otras divisas de mayor constancia y seguridad en sus características y cotización. Esto es lo que sucede con el florín de Aragón, una moneda apre­ ciada por su estabilidad en peso y pureza a lo largo de más de un si­ glo, 3,42 grs. y 18 quilates, aunque tenía menos valor que otras piezas. El «florín del cuño de Aragón», como a menudo se le denominaba, era probablemente una de las monedas de oro más habituales en Castilla, casi tanto como las doblas, en la primera mitad del siglo xv, siendo reconocido su uso y recibiendo su circulación respaldo oficial en diferentes documentos de forma repetida, como sucede en el Or­ denamiento de 1442 al fijar esta disposición su valor y equivalencias en el reino. La importancia de esta moneda aragonesa se pone de manifiesto a través de distintas vías. En primer lugar, podemos seña­ lar su papel preponderante en los hallazgos de la época45 así como la   MACKAY, ob. cit., pp. 87‑91. LADERO QUESADA, Miguel Ángel «Eco­ nomía y poder en la Castilla del siglo xv», en Realidad e imágenes del poder. Espa‑ ña a fines de la Edad Media, edición de Adeline RUCQUOI, Salamanca, 1988, pp. 385 a 387. 45   BALAGUER, «Hallazgos de moneda medieval...», pp. 51 y 52. 44

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continua mención que se hace de estas piezas en los documentos más diversos, expresión de las más diferentes situaciones y negocios46. En segundo lugar, podemos señalar las continuas alusiones al florín ara­ gonés en documentos oficiales y en las crónicas del reinado, donde el florín es la divisa en la que se valoran los más variados bienes y rentas, demostrando que era una moneda de referencia común en Castilla, incluso en el entorno de la Corte47, donde se utilizaba como expre­ sión de valor de manera tan habitual como las doblas, y mucho más que otras piezas extranjeras. En suma, se puede considerar al florín aragonés una moneda más castellana que foránea debido a lo habitual de su uso y a las continuas alusiones a la misma en todo tipo de valo­ raciones y transacciones, algo que revela su importancia en la circu­ lación monetaria del reino y la estabilidad de su valor, cuestiones to­ das ellas que contribuyen a explicar su presencia en el tesoro reunido en Escalona por Álvaro de Luna. Para finalizar las cuestiones relacionadas con el tesoro enumera­ do por el obispo Hinojosa, sólo queda resaltar una circunstancia como es la presencia entre las monedas acumuladas por Álvaro de Luna de piezas de oro de inferior peso y ley a las presentadas en el inventarío de Alfonso de Illescas. Al tesoro relacionado por este fun­ cionario, de más probable existencia y datos más fiables dado el ca­ rácter administrativo del documento que lo menciona, que el citado en la Continuación de la Crónica de España, lo hemos calificado de selecto por la calidad de las piezas contenidas en el mismo, tanto por su peso como por su ley. Por el contrario, el tesoro referido por el obispo Hinojosa contiene monedas de menor valor intrínseco, en  SÁEZ, Apéndice a la Crónica .... pp. 57 a 71.  Entre las habituales valoraciones y referencias en florines que se realizan en las crónicas por los distintos autores, podemos destacar como más representa­ tivas la dote que Juan II concede a su hermana, la infanta Catalina (Crónica del Halconero de Juan II, Pedro Carrillo de Huete, Madrid, 1946. p. 15. Refundición del Halconero, Madrid, 1946), los tesoros de San Benito de Valladolid que confis­ có Juan II (Halconero, p. 33. Refundición, p. 70), la tasa en florines de Aragón de las villas de Villalón y Arjona, así como de un obispado (Refundición, pp. 132 y 150), los juros de heredad concedidos por Juan II en 1436 a los reyes de Aragón, Navarra, la infanta doña Catalina, etc. (Refundición, p. 205) o las joyas regaladas a su hermana María de Aragón, a la mujer de don Álvaro de Luna y al infante don Pedro de Portugal (Refundición, p. 31). 46 47

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peso y fineza, entre las que podemos señalar las doblas de la banda y los florines aragoneses, por no citar el vellón representado por las blancas viejas. Por el contrario, podemos suponer que la diferencia de calidad fuera compensada mediante una mayor cantidad en el número de piezas, algo que parece deducirse de la cifra de doblas de la banda existente. Antes de concluir las referencias numismáticas específicas del tesoro de Álvaro de Luna, hay que aludir a las tres doblas que según Alfonso de Illescas, Juana Pimentel dio a Juan II de Castilla, un acto que revela la intensidad de la confiscación efectuada de los bienes del Condestable y la codicia del rey, puesta de manifiesto en anteriores ocasiones. La mujer del Condestable, en los momentos en que se es­ tán inventariando los bienes de don Álvaro, se ve obligada a entregar dos doblas castellanas y una morisca, dos de los numerosos tipos de doblas que circulaban por Castilla en la época. La primera denomi­ nación se refiere a este tipo de moneda de oro batida por primera vez por Alfonso XI, que también recibe el calificativo de castellano. Su nombre deriva de contar con un castillo en el anverso, mientras que el reverso está ocupado por el león. La dobla castellana posee el peso y la fineza tradicionalmente reconocidos a este tipo de moneda. Por el contrario, las doblas moriscas, denominación referida a las piezas acuñadas por los nazaríes granadinos, al igual que las denominadas valadies según Mackay48, eran monedas usuales en la circulación mo­ netaria durante los siglos xiv y xv, cuya ley se fue rebajando progresi­ vamente en esta última centuria. Con estas referencias finalizan las alusiones a cuños concretos en el contexto del alcázar de Escalona y los bienes de don Álvaro. Las referencias existentes acerca de los dos tesoros monetarios reunidos por Álvaro de Luna parecen confirmar algunos de los ras­ gos característicos del sistema monetario castellano, en especial la gran variedad y cantidad de divisas extranjeras existentes en el rei­ no y el desorden en todo lo referente a equivalencias y valores mo­ netarios. Las divisas foráneas circulaban de hecho, siendo algunas de ellas oficialmente admitidas como se deduce de su inclusión en ordenamientos y en ámbitos extraadministrativos o en documentos   MACKAY, ob. cit., p. 46.

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que expresaban las equivalencias entre las mismas y su valor en maravedíes. El tipo de moneda existente en el tesoro del Condesta­ ble revela la doble vía de abastecimiento de metal de Castilla, pero sobre todo el carácter atlántico y mediterráneo de su economía que explica la presencia en el reino de piezas cuyo origen pertenece a uno y otro ámbito. En lo que a la coyuntura económica se refiere, Castilla participó de los rasgos comunes a todo Occidente en el si­ glo xv, en concreto la necesidad creciente de moneda, el aumento de la masa monetaria en vellón o plata baja, la constante inflación y la escasez de metal precioso, en especial entre 1440 y 1460. Todos estos fenómenos eran compatibles con otros matices particulares del sistema económico castellano como la mayor abundancia de oro en el siglo xv en comparación con el resto de Europa, así como su precio más bajo, la mayor escasez de plata y las frecuentes fugas de oro hacia áreas del Mediterráneo occidental49. Respecto a las vías de aprovisionamiento de oro que poseía Castilla, conviene resaltar como fundamentales las del comercio con el Magreb y África, que recogía el oro sudanés, y las parias granadinas, tributos pagados por los nazaríes aprovechando sus buenas relaciones con el mundo eco­ nómico mediterráneo y africano, tanto musulmán como cristiano. A estas vías también cabe añadir otra más como es el comercio con el Atlántico norte, basado en la lana y el hierro vizcaíno, que aporta­ ban piezas europeas, especialmente de plata. La importancia de las remesas de oro musulmanas en el conjunto de la economía castella­ na no se traduce de forma efectiva en las monedas acumuladas por Álvaro de Luna, quien no reunió en Escalona ninguna dobla grana‑ dina, doblas moriscas, ni piezas específicas del norte de África, lo que nos lleva a suponer que en la última década de su gobierno quizás fueran utilizadas para acuñar doblas de la banda por parte de la monarquía. Por otra parte, la escasez de oro que se abatía sobre todo Occidente en el momento en que se lleva a cabo la confisca­ ción del tesoro del Condestable de Castilla, parece reflejarse en el mismo dada la ya aludida escasa magnitud de las piezas reunidas en el inventario efectuado por Alfonso de Illescas, ya que 548 monedas son un montante reducido dada la elevada condición de su posee­ dor. Hasta aquí la aproximación al significado de un tesoro definido por las circunstancias de su reunión y aparición y, en especial, por  LADERO, ob. cit., págs. 383 y 384; MACKAY, ob. cit., p. 25.

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la vía de conocimiento del mismo, que a pesar de no contar con las piezas creemos que permite especular con las referencias aportadas, algunas tan evidentes como la presencia física de la moneda, para conocer mejor la realidad numismática de Castilla en la primera mitad del siglo xv.

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Las monedas del príncipe Alfonso 1465‑1467 Publicado en Actas del VIII Congreso Nacional de Numismática, Avilés, 1992

Durante la Edad Media castellana, el creciente enfrentamiento en‑ tre los grandes linajes y la monarquía se desarrolló siempre dentro de los límites marcados por el carácter sagrado de la institución regia. Aunque durante los últimos siglos medievales, la figura real en ocasio‑ nes fuera poco más que decorativa, la nobleza no dio nunca el paso del destronamiento ni la proclamación de un antirrey, de una figura, como la de los usurpadores romanos que proliferaron desde el siglo III, que adoptase el papel del legítimo monarca, si exceptuamos el especialísi‑ mo caso de la pugna entre Enrique de Trastamara y Pedro I, que fina‑ lizó con la instauración de la nueva dinastía. Hay que esperar a 1465, tras producirse el destronamiento en efigie de Enrique IV en Ávila en el seno del conflicto que enfrentaba a nobleza y monarquía, para que surja la figura del príncipe Alfonso, proclamado rey por los grandes linajes en un esfuerzo por aprovechar la debilidad de Enrique IV y constitucionalizar un sistema pactista que limitase la autoridad real y consolidase la influencia de la oligarquía nobiliaria. Este niño, nacido   Para todo lo relativo a los acontecimientos comprendidos entre 1465 y 1468, así como lo referido a los antecedentes y consecuencias del reinado del príncipe Alfonso, se puede consultar los trabajos de Luis SUÁREZ FERNÁN‑

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en 1453, hermano del rey y de la princesa Isabel, la futura Reina Cató‑ lica, resultaba especialmente útil a los propósitos y a la causa de la Liga Nobiliaria. Se trataba de una figura manejable a causa de su corta edad y su nulo respaldo político que permitía dotar a la ambición de los grandes de un halo de legitimidad dinástica e institucional. La perso‑ nalidad del pretendiente justificaba tanto los actos de la nobleza en la guerra civil abierta a raíz del acto de rebeldía que supuso la llamada Farsa de Ávila, como la ambición personal que animaba a aquellos que respaldaban al nuevo rey. El reinado del príncipe Alfonso, del que fueron auténticos pro‑ tagonistas e inspiradores el marqués de Villena, Juan Pacheco; el arzobispo Carrillo, y Pedro Girón, como cabe esperar de quien as‑ pira a encarnar la legitimidad dinástica, tuvo formalmente todas las características necesarias para dotarle de una apariencia de legali‑ dad, por lo que tanto el pretendiente como su cancillería procura‑ ron hacer uso de todos los signos y elementos propios de soberanía, entre ellos la acuñación de moneda. Hay que recordar que la acu‑ ñación de moneda es uno de los actos de soberanía por excelencia, cuyo significado simbólico superó el valor y contenido económico de la pieza durante largos períodos de la historia. Así, en el siglo xiv, el canciller López de Ayala, en su Rimado de Palacio, incluía a la moneda entre los elementos que definen a un rey, valorando enor‑ memente el significado de la emisión de numerario. Ciertamente, emitir moneda es un asunto de Estado, un acto, como dice Duby, que requiere un mínimo de organización política sin la cual no es posible la fabricación regular de unas piezas bajo la garantía de una autoridad reconocida. En el choque que durante el siglo xv enfrentó a nobleza y monar‑ quía, y cuyas circunstancias permitieron la aparición de la figura del príncipe Alfonso como pretendiente o antirrey y como instrumento de los grandes linajes deseosos de dotar al reino de una constitución DEZ, Nobleza y Monarquía, Valladolid, 1975; Juan TORRES FONTES, El Prín‑ cipe Alfonso, 1465‑68, Murcia, 1971; Maria, Dolores Carmen MORALES MU‑ ÑIZ, Alfonso de Ávila, Rey de Castilla, Ávila, 1988.   DUBY, George, Guerreros y Campesinos. Desarrollo inicial de la economía europea, 500‑1200, Madrid, 1977, p. 81.

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pactista, la acuñación de monedas era un acto inevitable, casi obliga‑ do tras la iniciativa adoptada del destronamiento de Enrique y la proclamación de su hermano. El hecho de batir piezas con la efigie y leyendas alusivas al príncipe Alfonso como rey de Castilla y León era algo imprescindible para que las pretensiones nobiliarias de destro‑ nar a Enrique IV tuvieran visos de realidad. Las monedas batidas con la efigie y la leyenda del príncipe Alfonso no tenían una inspiración esencialmente económica; por el contrario, eran un acto eminente‑ mente político y de propaganda cuyo fin no era otro que afirmar en el reino la legalidad del rey niño mediante el ejercicio de uno de los atributos de la soberanía regia. La moneda, por tanto, tiene una vez más un significado político superior al económico al recoger y reflejar todas las vicisitudes de la vida pública, al mismo tiempo que sus imá‑ genes y leyenda poseen un evidente contenido propagandístico, pues‑ to de manifiesto en anteriores ocasiones. Las monedas acuñadas entre 1465 y 1468 por la administración del efímero Alfonso XII pueden ser valoradas desde diferentes puntos de vista que no hacen más que resaltar su singularidad. En primer lugar, hay que tener en cuenta que las monedas emitidas por Alfonso son las únicas que se acuñaron en Castilla durante la Edad Media al margen de las cecas legales o toleradas por la monarquía. Son, por tanto, el único ejemplo numismático de un pretendiente al trono que ejerció de hecho su soberanía y gobierno sobre gran parte del territorio castellano. Ha‑ brá que esperar al archiduque Carlos y a la Guerra de Sucesión, para encontrar monedas que recojan tipos diferentes de los existentes en las piezas de curso legal. Este hecho por sí solo ya seria suficiente para detenerse en el estudio de las monedas del príncipe Alfonso, las cuales, como su significado político y su persona, apenas han recibido atención por los especialistas, mereciendo mejor suerte historiográfica. Las piezas emitidas bajo la autoridad del príncipe Alfonso son el único testimonio material en el terreno numismático de lo que hubie‑ ran podido ser las monedas acuñadas en una monarquía pactista, en la cual la oligarquía nobiliaria controlaría el gobierno. En este sistema político que perseguía imponer la Liga Nobiliaria y que tan cerca estuvo de conseguirlo entre 1465 y 1468, el rey prácticamente tendría recortados todos sus poderes en beneficio de un reducido grupo de linajes que controlaba realmente el poder. 291

El programa político de la nobleza que destronó a Enrique IV y proclamó rey a Alfonso, y cuyos principios debían inspirar la gober‑ nación del reino está contenido en un documento de gran importan‑ cia política, la Sentencia de Medina del Campo, hecha pública como programa reivindicado por los grandes linajes, en enero de 1465. Este documento, cuya importancia está siendo cada vez más valorada por los historiadores, recoge las premisas básicas de las pretensiones nobiliarias para la reforma del reino. Desde una ferviente y ortodoxa postura religiosa, la nobleza pretendía limitar el papel del monarca a meras cuestiones de arbitraje y convertirse en el elemento director del reino por encima tanto de la corona como de las ciudades, utilizando para ello los órganos de la administración. En la Sentencia de Medina del Campo también se halla claramente expuesta la concepción no‑ biliaria del fenómeno monetario, especialmente en el punto treinta, cuando los inspiradores del documento aluden a los perjuicios sufri‑ dos por el reino a causa de la apreciación de las monedas efectuada por Enrique IV. El enfrentamiento entre nobleza y monarquía en los últimos siglos de la Edad Media se extendía también a los aspectos monetarios ya que cada uno de los poderes tenía una concepción diferente de la política monetaria a seguir en el reino. De acuerdo con lo señalado al respecto por Ladero Quesada, podemos distinguir una política monetaria monárquica y otra nobi‑ liaria; esta última estaría caracterizada básicamente por una aspira‑ ción de estabilidad y por evitar la fuga del oro y la plata del reino. Este modelo estaba respaldado por las Cortes, es decir, por las ciuda‑ des, perjudicadas al igual que la nobleza por las alteraciones que su‑ frían los precios y del valor del dinero. Se trata de una concepción del sistema económico y de la política monetaria que es estática y autár‑ quica y que, en el entorno de las luchas civiles del siglo xv, se presta a la manipulación. La política monetaria monárquica es, por el con‑ trario, partidaria de las apreciaciones del oro y la plata así como de una movilidad monetaria general. Es una política más imaginativa y   Colección de Documentos inéditos para la Historia de España, Madrid, 1849, tomo xiv, pp. 369‑395.    LADERO QUESADA, Miguel Ángel, «Economía y poder en la Castilla del siglo xv», en Realidad e imágenes del poder real. España a fines de la Edad Media, Coord. Adeline Rucquoi, Salamanca, 1988, p. 385. 

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acorde con una época de crecimiento económico y de expansión mer‑ cantil que, al mismo tiempo, favorece el ejercicio pleno de la sobera‑ nía regia. La inestabilidad monetaria del siglo xv y las contradicciones en la política seguida por Juan II y Enrique IV, según Angus MacKay y el propio Ladero Quesada, tienen como trasfondo y origen las luchas políticas por el reparto y ejercicio del poder, especialmente entre los años 1430 y 1475, en los que las reivindicaciones de los grandes y la debilidad de la monarquía son las mas intensas de la centuria. La Sentencia de Medina expresaba entre otras cosas el descontento de la oligarquía nobiliaria con la política monetaria seguida por Enri‑ que IV, especialmente a causa de la reforma monetaria de 1462, la cual ordenaba un fuerte descenso del valor de curso legal de las mo‑ nedas de metal precioso. El objetivo perseguido por esta medida era evitar la circulación de las piezas de oro y plata, que estarían reserva‑ das para el comercio exterior, y conseguir de esa forma la aceptación e implantación de un régimen monetario basado sólo en piezas de vellón, lo que supondría aumentar la masa monetaria y los medios de pago a pesar de la escasez de oro y plata. El fracaso de la reforma fue el lógico resultado dada la crisis de autoridad que atravesaba la coro‑ na con Enrique IV. En 1465, cuando se produce la proclamación del príncipe Alfon‑ so como rey, Castilla estaba sumida en un caos político ya que de hecho la monarquía encarnada por Enrique IV prácticamente no existía. Todo el reino estaba sometido al arbitrio de los grandes lina‑ jes nobiliarios y en la práctica el territorio estaba dividido en auténti‑ cos estados señoriales. Los aspectos monetarios seguían un desarrollo paralelo a los políticos ya que la moneda es el sismógrafo de la vida política y económica del Estado. No es de extrañar que el desorden monetario, la escasez de piezas, especialmente de oro —prácticamen‑ te desaparecieron las doblas de la circulación— junto con las falsifi‑ caciones fueran las características monetarias del reino.

  Ibidem., p. 386.   Ibidem., p. 387.

 

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Los nobles que se agrupaban tras la figura del pretendiente pro‑ bablemente eran conscientes de la importancia simbólica que reves‑ tía el hecho de que Alfonso acuñase moneda, una iniciativa que, en este caso, es muy superior a las razones meramente económicas. Villena, Carrillo y los Stúñiga concedían un valor de primer orden a las cuestiones públicas del poder, como revela el acto inaugural del reinado del príncipe Alfonso. Esta ceremonia, que recibe el nombre de Farsa de Ávila, fue un meditado episodio de propaganda política destinado a ensalzar la figura del nuevo rey y a despojar de legitimidad al monarca. Durante el acto celebrado, como revelan todas las crónicas, se procedió a un espectacular y meditado despo‑ jo de todos los atributos de la autoridad regia que poseía la efigie de Enrique IV. Cetro, corona, trono, etc., fueron metódicamente y or‑ denadamente arrancados de la efigie por los nobles para, acto segui‑ do, imponérselas a su hermano y proceder a su proclamación como rey entre el asombro y no poco temor de los espectadores allí con‑ gregados. La acuñación de piezas con la leyenda e imagen del nuevo rey era, como hemos dicho, una cuestión casi obligada si la Liga Nobiliaria deseaba dotar al pretendiente de todos los atributos de soberanía característicos de la nobleza. Esta circunstancia, de indudable auda‑ cia y significado político, que a la postre se reveló ineficaz al fracasar en su propósito de imponer al nuevo rey, sin embargo, cooperó a acentuar el estado de anarquía monetaria a lo largo de los años 1465 a 1468. Hay que tener en cuenta que durante el efímero reinado del pretendiente circularon las monedas acuñadas por las cecas regias de Enrique IV así como aquellas otras procedentes de cecas privadas señoriales que batieron piezas con el beneplácito más o menos relati‑ vo del rey; a todas ellas había que añadir las acuñadas por los alfon‑ sinos y las falsificaciones cada vez más numerosas. En este sentido la cancillería del príncipe Alfonso recoge la existencia de unos falsifica‑ dores en Valladolid de carácter indeterminado, lo que proporciona una idea de lo común que resultaba este fenómeno de la alteración de moneda.    BECEIRO, Isabel, «Los estados señoriales como estructura de poder en la Castilla del siglo xv», en Realidad e imágenes del poder real. España a fines de la Edad Media, Coord. Adeline Rucquoi, Salamanca, 1988, p. 302

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La administración alfonsina adoptó desde un primer momento las medidas necesarias para proceder a la acuñación de piezas con la efigie y la leyenda del nuevo monarca. En septiembre de 1465 se concedía a la ciudad de Murcia el establecimiento de una casa de moneda en las mismas condiciones y características que las existentes en Toledo y Sevilla . El 12 de octubre de 1467 se promulgaba una orden para que se labrasen en la casa de moneda de Medina del Cam‑ po monedas de oro, plata y vellón durante las ferias, al tiempo que nombraba a Alfonso de Quintanilla tesorero de la casa de moneda, quien por entonces estaba al servicio del marqués de Villena. Con el tiempo, Quintanilla, como una suerte de anticipo de Talleyrand o Vivant-Denon, se convertiría en contador mayor de Castilla bajo el reinado de Isabel la Católica, demostrando su gran capacidad técnica y su dedicación a las tareas administrativas y al fortalecimiento de los órganos de gobierno de la monarquía autoritaria. El que un persona‑ je de estas características estuviera al servicio de Juan Pacheco da una idea de la confusión reinante en una época en que la volatilidad de las lealtades era extrema. El 5 de febrero de 1468, el príncipe Alfonso se dirigió a Alfonso de Quintanilla dándole instrucciones para que se acuñaran piezas en la ceca de Medina del Campo semejantes a las labradas en Ávila y Segovia. La orden del pretendiente se detiene en los detalles de las monedas ya que indica cómo habían de ser los piezas: «... del un cabo mis armas reales e debaxo del escudo una F en señal de feria e diga derredor de letras en latín Alfonsus Dei gratia rex Castele e Legionis e de otra parte tenga mi figura encima de un caballo armado a la guisa e una corona en la cabeza e una espada desnuda en la mano e en las le‑ tras de enderredor diga Dominus michi adjutor e non timebo»10. No resulta difícil distinguir en esta descripción los tipos correspondien‑ tes a las doblas y medias doblas batidas por el príncipe, aunque no se conoce ninguna de estas piezas acuñadas en Medina del Campo. Existen otros ejemplos de concesiones del príncipe Alfonso para  Citado por Juan TORRES FONTES, El Príncipe Alfonso, p. 146.  Cristóbal ESPEJO y Julián PAZ, Las antiguas ferias de Medina del Campo, Valladolid, 1912, p. 86. Citado por Maria Dolores Carmen MORALES MUÑIZ, Alfonso de Ávila, Rey de Castilla, Ávila, 1988, p.285. 10   Ibidem.  

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fundar casas de moneda como los ejemplos de Palencia y Ciudad Real, ambas de octubre de 1467. En este último caso la orden alude a la instalación de una ceca en las mismas condiciones que tenían Cuenca y Toledo11. Las monedas acuñadas por el pretendiente en los años de su efí‑ mero reinado están estrechamente vinculadas con las batidas por el rey legítimo, Enrique IV, ya que el príncipe no sólo emitió práctica‑ mente los mismos tipos que emitió su hermano, sino que incluso llegó a aprovechar los cuños del monarca reinante con que pudo contar, pues existen piezas de Alfonso que incluyen el nombre de Enrique en la leyenda del reverso. Esta práctica revela los escasos recursos de la administración alfonsina, sus necesidades de medios de pago y la es‑ casa vocación innovadora en los modelos. La utilización de tipos per‑ tenecientes a Enrique IV por la casa de moneda de Alfonso se limitó a piezas de vellón, más exactamente a cuartillos batidos en Ávila12, es decir, a aquel tipo de monedas más común pero también de menor prestigio económico e interés formal. Con el titulo de Alfonso XII, el príncipe Alfonso acuñó doblas de oro —las piezas más innovadoras e interesantes de su reinado—, reales y medios reales de plata así como cuartillos, medios cuartillos, dineros y blancas de la banda, todas ellas en vellón. Las cecas en que se batieron estas piezas suponen un punto y aparte ya que es difícil precisar el lugar en que los alfonsinos labraron monedas. No obstan‑ te, Ávila, Toledo y Burgos parecen lugares comúnmente aceptados como puntos en los que se acuñaron estas piezas, aunque de acuerdo con lo anteriormente dicho respecto a la administración alfonsina y lo dispuesto para la acuñación monetaria, cabe añadir también Sevi‑ lla, Medina del Campo, Murcia, Palencia, Ciudad Real y Cuenca, siempre con las debidas reservas a la espera de posteriores estudios numismáticos que aclaren la cuestión. Aunque estas ciudades reci‑ bieron concesiones de la cancillería del príncipe Alfonso para esta‑ blecer una casa de la moneda, es posible que utilizaran cuños exclu‑ 11  DELGADO MERCHÁN, Luis, Historia documentada de Ciudad Real, Ciudad Real, 1907. Citado por MORALES MUÑIZ, ob. cit., p. 284. 12   GIL FARRÉS, Octavio, Historia de la moneda española, Madrid, 1959, p. 221.

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sivamente de Enrique IV como los que usaban hasta entonces en cecas que existían en esos lugares, por lo que las monedas que salían de sus troqueles no correspondían formalmente en su totalidad a las del pretendiente. En lo que se refiere a los aspectos iconográficos, en las monedas alfonsinas el busto del presunto rey ocupa el anverso y siempre apa‑ rece de frente, coronado y con manto, como sucede con las monedas de Enrique IV, quien introdujo este tipo de retrato en los tipos nu‑ mismáticos tras largo tiempo sin usarse. En las representaciones del rey están presentes los símbolos del poder por lo que a la imagen de don Alfonso no le falta ninguno de los atributos regios considerados esenciales, incluida la corona. Este hecho permite al bando nobiliario que apoya al pretendiente revestirse de un teórico monarquismo, sin duda necesario para la causa que defienden y para poner de manifies‑ to la independencia del joven monarca al tiempo que para ganarse el apoyo de las ciudades, siempre recelosas, del incremento del patri‑ monio de los grandes. Tampoco se puede olvidar que en la Edad Media el soberano era reconocido por una serie de elementos que le distinguían y que han sido utilizados como símbolos de soberanía (corona, cetro, espada, pomo, manto, trono) por lo que el uso si no de todos sí, al menos, de alguno de ellos, era imprescindible por todo aquel que tuviera pretensiones de ser identificado con el monarca al tener la condición de atributos regios. La influencia que tenía el gru‑ po nobiliario que rodeaba al príncipe Alfonso —los Manrique, Carri‑ llo, Enríquez, Stúñiga y, sobre todo, Villena— en todos los asuntos de gobierno, se extendía probablemente también a los asuntos relacio‑ nados con lo monetario y no serían del todo ajenos a las cuestiones relacionadas con la imagen del nuevo rey, unas cuestiones a las que, como revela la Farsa de Ávila, eran especialmente sensibles. El conjunto numismático acuñado entre 1465 y 1468 por los al‑ fonsinos revela, como hemos visto, escasas variaciones en tipos y pie‑ zas, lo que expresa la inclinación nobiliaria a la estabilidad en todo lo referente a las cuestiones monetarias. La Liga Nobiliaria, apoyo esen‑ cial del príncipe Alfonso, no sólo impulsó la continuidad monetaria con respecto del reinado de Enrique IV, probablemente para dis­ poner de medios de pago reconocidos, sino que también inspiró pro‑ bablemente las dos significativas excepciones que existen entre las 297

piezas de uno y otro hermano en lo que a tipos se refiere. Concreta‑ mente, hay que señalar que entre las monedas batidas por Enrique IV no se encuentran representaciones ecuestres mientras que, por el contrario, abundan las representaciones del monarca dentro del de‑ nominado modelo mayestático. Por su parte, en las monedas acuña‑ das por Alfonso encontramos una situación radicalmente opuesta: no existen monedas en las que la figura regia aparezca en el trono en apogeo mayestático, aunque sí se encuentran representaciones ecues‑ tres del pretendiente. La imagen del monarca sentado en el trono portando todos los atributos de la realeza era común en los sellos reales desde los siglos xi y xii, dando lugar a un tipo de matriz muy definida que posterior‑ mente pasó de los documentos a las monedas13. Durante los siglos xiii y xiv esta representación se fue haciendo habitual entre las monedas de la monarquía francesa, por lo que la adopción de esta imagen re‑ flejaba el fortalecimiento progresivo de la autoridad y de la figura regia. El arte monetario del gótico perfeccionó esta representación del monarca y del trono durante los siglos del otoño medieval, la cual no apareció en Castilla hasta el reinado de Enrique IV. Este monarca, de contradictoria trayectoria política y personal, acuñó doblas en las que aparecía la figura real en apogeo mayestático dando lugar a unos tipos numismáticos de gran belleza y calidad artística. Es precisamen‑ te bajo el reinado del monarca en el cual la autoridad del trono prác‑ ticamente desapareció, cuando surgen por vez primera en Castilla unas piezas que recogen todos los símbolos que definen la imagen la monarquía en la cultura política occidental de la Edad Media, llegan‑ do en una de ellas a incluir un león a sus pies como símbolo de Hér‑ cules y en alusión a la fortaleza del rey. Estas imágenes, reservadas habitualmente para las mejores monedas de oro, eran un auténtico ejemplo de propaganda monárquica destinada a fortalecer la autori‑ dad real que, ciertamente, no casaban muy bien con los propósitos pactistas de los grandes linajes castellanos, partidarios de dotar al reino de una estructura en la que el poder y la figura del monarca estuvieran sometidas a una serie de limitaciones. Como cabe suponer, la nobleza alfonsina no podía ver con buenos ojos la acuñación de 13  MENÉNDEZ PIDAL, Juan, Sellos españoles de la Edad Media, I, Madrid, 1929, p. 288.

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unas monedas que incluían un tipo de representación del monarca con una pompa y unos atributos reveladores de toda su autoridad que, no se nos olvide, se construía a costa de la nobleza. Por otra parte, la emisión de este tipo de piezas suponía contar con el concurso de auténticos artistas para fabricar unos cuños com‑ plicados, muchas veces creados por orfebres al servicio del rey, de los que carecía la administración alfonsina. En este aspecto hay que con‑ siderar la escasa calidad de la mayoría de los cuños utilizados por las casas de moneda del pretendiente, ya que los retratos del príncipe Alfonso que aparecen en las distintas piezas emitidas son de mala calidad, por lo que sus rasgos físicos son difíciles de precisar. Esta circunstancia contribuye a acentuar la confusión entre las piezas del rey candidato de la nobleza y las de Enrique IV, especialmente en los cuartillos y medios cuartillos de vellón, unas piezas en las que el ta‑ maño y la calidad del material contribuyen a empeorar el resultado. Por otra parte, se puede apreciar en las monedas acuñadas con la efigie del príncipe Alfonso una preferencia por el retrato heráldico antes que por el fisonómico ya que los rasgos físicos del pretendiente apenas aparecen resaltados. Por el contrario, las armas del reino —el castillo y el león en el reverso—así como la inicial del nombre del rey —la «A» coronada—, fueron símbolos utilizados en lugar del retrato del monarca tanto por su mayor facilidad para reproducir estas imá‑ genes, como por la posibilidad de utilizar los cuños enriqueños exis‑ tentes en las ciudades seguidoras del pretendiente, en especial, Ávila, Toledo y Burgos, en las que se encontraban casas de moneda. La inicial coronada fue introducida en Castilla por Pedro I en el real de plata, creado por este monarca como emblema de la realeza a imitación de las monedas francesas, y representaba una eficaz manera de personalizar a la institución monárquica en la misma forma que el retrato14. La inicial es un tipo de símbolo heráldico que identifica la figura de la realeza con una personalidad concreta sin recurrir a los  CASTILLO CÁCERES, Fernando, «Los símbolos del poder real en las monedas de Pedro 1 de Castilla», en Actas del VII Congreso Nacional de Numis‑ mática, Madrid, 1991, pp. 505 a 516. BELTRÁN MARTÍNEZ, Antonio, Introduc‑ ción a la Numismática universal, Madrid, 1987, p. 409, y La Monnaie, miroir des Rois, Varios autores, París, 1978. 14

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rasgos físicos específicos del rey al contrario que la representación heráldica, la cual acude a los atributos para resaltar los rasgos del personaje. Así, la realeza estaba definida entre otros elementos por la corona, por lo que la inicial del nombre asociada a este símbolo regio supone una forma sencilla y efectiva de relacionar persona e institu‑ ción que resultaba muy útil para los propósitos del pretendiente. El empleo de la inicial coronada por Alfonso en las monedas al labrar piezas en las que esta imagen aparece ocupando el anverso de las mismas, culmina la tendencia iniciada por Pedro I y seguida desde entonces por todos los reyes castellanos. Habitualmente fueron las monedas de plata, concretamente los reales y los medios reales, las piezas escogidas de manera preferente para incorporar este símbolo desde su aparición a mediados del siglo xiv, una tradición que tam‑ bién fue seguida por el candidato de la nobleza al trono entre 1465 y 1467. La innovación más importante en la iconografía de las monedas labradas por el príncipe Alfonso fue la incorporación del tipo ecues‑ tre para representar al monarca en las doblas y medias doblas de oro. La descripción de estas piezas está perfectamente realizada en el do‑ cumento citado por Morales Muñiz, en el cual el príncipe Alfonso se dirige al tesorero de la casa de moneda ordenándole acuñar monedas con «mi figura encima de un caballo armado a la guisa e una corona en la cabeza e una espada desnuda en la mano»15. A pesar de su interés, las doblas y medias doblas alfonsinas no tienen ni la belleza ni la cali‑ dad que poseen las imágenes de otras monedas del siglo xv ya que la figura ecuestre del monarca aparece representada con escasa preci‑ sión. Este extremo es algo que contrasta con el desarrollo alcanzado por la técnica de la época, puesto de manifiesto en muchas piezas de oro labradas desde Pedro I a Enrique IV que, por su perfección, es‑ tán más cerca de las medallas o de las piezas de prestigio que de las monedas. En las doblas alfonsíes el monarca aparece en el anverso cabalgando hacia la derecha, con una espada en la mano y armadura completa, sobre un caballo ricamente enjaezado. No lleva, sin embar‑ go, la corona que ordenaba pusieran en su imagen al describir la moneda en carta dirigida a Alonso de Quintanilla, con lo que nos encontramos con la supresión de un símbolo regio que permite sor‑ 15

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  Vid. supra, nota 10.

tear las alusiones a la autoridad de la monarquía y propiciar la confu‑ sión entre la imagen ecuestre del rey y la de la nobleza, un grupo so‑ cial este habitualmente identificado con la Caballería y la guerra. Este tipo de representación permitía resaltar el contenido caballeresco de la figura del monarca, opuesto al cortesano que es el que sugiere la imagen mayestática del rey, y mostrar su vinculación y cercanía al estamento que encarnaba todos los valores que se supone tenía la Caballería, es decir, la nobleza y, en especial, los grandes linajes. La imagen regia con atributos guerreros demuestra también la vocación bélica que rodeaba al príncipe Alfonso así como el influjo de la esté‑ tica y de las normas de la Caballería que se desplegaban en las fiestas señoriales. Se puede aventurar que esta imagen ecuestre es una repre‑ sentación a través de la cual existe la intención de poner de manifies‑ to la importancia que tienen los grandes linajes en el reino así como su cercanía a la figura regía, la cual está presentada como si fuera un noble más. Los sellos reales con representación ecuestre, que casi siempre muestran al rey en actitud guerrera o, más raramente, de caza, activi‑ dades ambas propias de la nobleza, fueron los usados habitualmente por los reyes de Castilla hasta finales del siglo xiii, momento a partir del cual comienzan a dejar su lugar a los sellos de tipo mayestático, inicialmente sencillos pero cada vez más complicados. Desde esa fe‑ cha se produce un paulatino abandono en el campo de la sigilografía del modelo ecuestre que, según algunos autores, obedece al cambio producido en el modelo de comportamiento social de la nobleza, la cual comienza a rechazar una imagen exclusivamente guerrera16. Creemos que este cambio en el modelo de representación regia que se produce en el ámbito de los sellos desde mediados del siglo xiii hasta la primera mitad del siglo xv, obedece preferentemente al pro‑ gresivo fortalecimiento de la monarquía iniciado en la centuria del doscientos y que culminaría con la aparición del Estado propio de la Monarquía Autoritaria. La paulatina adopción del Derecho Romano, el papel de los legistas y la cada vez más marcada independencia respecto de los otros poderes del reino, fueron factores que colabo‑ 16  Para lo relativo a la sigilografía en la Península Ibérica ver: Juan MENÉN‑ DEZ PIDAL, Sellos españoles de la Edad Media, Madrid, 1929, y Faustino ME‑ NÉNDEZ PIDAL, Apuntes de sigilografía española, Guadalajara, 1980.

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raron al robustecimiento de la autoridad regia y de su imagen, una tarea que supuso la recuperación de la actividad propagandística en‑ caminada, como afirma Nieto Soria, a justificar una política respaldar un sistema y exaltar el sentimiento de pertenencia al mismo17. Teniendo en cuenta estos objetivos, la imagen del rey y su repre‑ sentación cobra una importancia de primer orden para todos aque‑ llos personajes expertos en tareas de gobierno y administración que rodean al rey y estimulan todos los actos destinados a incrementar la autoridad regia. Sellos y monedas fueron unos medios a los que recu‑ rrieron los defensores de la monarquía para ofrecer una imagen del rey que potenciase su figura. El resultado fue, como hemos señalado, la consagración y complicación de la representación mayestática re‑ cogida en los sellos reales, en la cual el monarca aparece con todos los atributos de la realeza en un apogeo mayestático difícil de encontrar en otras representaciones. En los sellos usados por la cancillería regia, el retrato ecuestre, más vinculado a los aspectos guerreros de la mo‑ narquía y, por lo tanto, más cercano a la nobleza, dejó su lugar a la nueva imagen pero sin desaparecer del todo de la sigilografía. Hasta el siglo xiv los sellos ecuestres en Castilla estaban, como los de Ara‑ gón, inscritos en el llamado modelo mediterráneo, caracterizado por mostrar al jinete regio cabalgando hacia la izquierda. Sin embargo, desde esa centuria se impone el tipo anglofrancés, de tal manera que el jinete aparecerá a partir de entonces en los sellos cabalgando hacía la derecha. Esta modalidad pasará al ámbito monetario, ya que las representaciones ecuestres existentes en las piezas acuñadas en los dos últimos siglos de la Edad Media responden en sus rasgos esencia‑ les a la influencia de los sellos. Las monedas castellanas tienen una evolución opuesta a la regis‑ trada por los sellos en lo que al retrato ecuestre del monarca se refie‑ re. Al contrario de lo sucedido en la sigilografía, es desde el siglo xiv cuando aparecen los ejemplos más acabados de este tipo de imagen regia, aunque hay que tener en cuenta su rareza dentro de la icono‑ grafía monetaria del reino de Castilla. Si exceptuamos los prematuros ejemplos de Alfonso VII y Alfonso VIII, hay que esperar a una dobla 17  NIETO SORIA, José Manuel, Los fundamentos ideológicos del Poder Real en Castilla, siglos xiii‑xiv, Madrid, 1988, p. 41.

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de Enrique II para encontrar una representación ecuestre del monar‑ ca, naturalmente cabalgando hacia la derecha y con la espada en la mano. Precisamente, este monarca recibió todo el apoyo de los gran‑ des linajes castellanos en su lucha contra el rey legítimo, Pedro I, a quien se impuso tras largos años de guerra civil. Por su parte, Juan II acuñó una dobla de gran módulo y extraordinaria belleza que está más cerca de la medalla que de la pieza destinada a la circulación, que se incluye dentro de este tipo de iconografía. En su anverso aparece el rey a caballo con armadura, escudo y espada, en un conjunto pro‑ fusamente adornado. Sobre el yelmo se encuentra el castillo de tres cuerpos símbolo del reino castellano, mientras que el escudo lleva las armas de la banda, al tiempo que distintas armerías se extienden por el jaez del caballo. La moneda de Juan II representa junto con otra gran dobla de Enrique IV, en la que muestra al monarca en apogeo mayestático, la cumbre del arte monetario del gótico y del grabado de la época, al tiempo que supone una muestra de revitalización de la imagen del ideal caballeresco. Esta pieza de prestigio, al igual que la acuñada por su sucesor, culmina la vía abierta por Pedro I cuando labró la gran dobla conocida como «petrina» y dio lugar a la apari‑ ción de este tipo de monedas que por su carácter medallístico servían a una intención propagandística y como dádiva para el círculo corte‑ sano del monarca o bien como regalo para príncipes vecinos. Las piezas con representación ecuestre acuñadas por el príncipe Alfonso son unas doblas y medías doblas destinadas a la circulación, por lo que están más cerca del modelo correspondiente a la moneda labrada por Enrique II que a las más artísticas de Juan II. La inclu‑ sión del retrato ecuestre en el anverso de las citadas piezas de oro es una novedad que apenas encuentra otro equivalente en la moneda medieval que la anteriormente citada, labrada por el primer Trasta‑ mara, ya que no se pueden considerar a estas piezas como monedas de prestigio, aunque el hecho de destinar el oro para este tipo de imagen supone una evidente intención propagandística que se añade al símbolo de la representación. Probablemente, la falta de recursos contribuyó también a que la casa de moneda de Alfonso no acuñase grandes piezas en oro, las cuales además no debían entusiasmar a la nobleza proalfonsina por la finalidad perseguida con su emisión. Para los grandes, que habían proclamado en Ávila rey a Alfonso, era sufi‑ ciente con acudir a los más elementales símbolos del poder real para 303

caracterizar al nuevo soberano con los rasgos propios de su imagen, prefiriendo evitar toda alusión que fortaleciese la autoridad monár‑ quica, conscientes de que el prestigio regio iba en detrimento de los intereses representados por la nobleza. Entre las monedas batidas por Alfonso hay que señalar también la existencia de una blanca de la banda. Esta pieza, en cuyo anverso se encuentra un castillo encerrado en círculo y en el reverso el escudo con la banda, incorpora el emblema que había aparecido en las doblas y blancas de la banda de Juan II y que también fue utilizado por En‑ rique IV en piezas de oro y de vellón. La acuñación de monedas con este símbolo por parte del pretendiente supone la inclusión en la tradición numismática, en este caso con la blanca de la banda, al tiem‑ po que el recurso a un símbolo que recuerda la legítima descendencia del príncipe Alfonso y su condición de hijo de Juan II, con quien se vincula este tipo de emblema, algo que reforzaría su carácter de rey legitimo. Hay que tener en cuenta que el hecho de la proclamación de Alfonso exigía, para que su candidatura tuviera viabilidad y posi‑ bilidades de permanencia, recurrir a todo aquello que pudiera reves‑ tir al pretendiente de legitimidad y permitiera fortalecer su posición, pero siempre sin menoscabar el papel de la nobleza. Los símbolos, de los que las monedas servían de vehículo, eran un elemento propagan‑ dístico de primer orden en una sociedad que valoraba las imágenes enormemente, por lo que la oportunidad que ofrecían los cuños para incluir imágenes que pudieran transmitir determinados mensajes no se le pasó por alto a ningún poder a lo largo de la historia. Entre las leyendas utilizadas por el príncipe Alfonso en las mone‑ das acuñadas durante su fugaz reinado, destaca la recuperación para el reverso del lema «Dominus michi adivtor ...», introducido por vez primera por Pedro I y continuado por Enrique II, Juan I y Enri‑ que III, para ser postergado durante el siglo xv. El efímero Alfon‑ so XII recuperó para sus piezas esta leyenda, que ni su padre ni su hermano habían utilizado, con tal entusiasmo que llegó a rebasar el ámbito de los primitivos Trastámara, ya que hasta entonces sólo se había incorporado a las monedas de oro y plata. Con el pretendiente aparece por vez primera en vellón esta leyenda, concretamente en los reversos de cuartillos, medios cuartillos y blancas de la banda, preci‑ samente alguna de las piezas que más circulaban en el reino. 304

Por su parte, el título adoptado por Alfonso en las monedas acu‑ ñadas bajo su soberanía es el tradicionalmente empleado por los mo‑ narcas castellanos, «Alfonsus Dei Gratia Rex Castelle et Legionis», como correspondía a sus pretensiones dinásticas o mejor, a las inten‑ ciones políticas de quienes le respaldaban. Hay que señalar también que Alfonso renunció a incorporar en la leyenda de sus monedas el número correspondiente a su nombre entre los reyes de Castilla, como hicieron Juan II y Enrique IV, los cuales añadieron el corres‑ pondiente «secundus» y «cuartus», una anomalía muy expresiva que añadir a una trayectoria numismática que apenas registra innovacio‑ nes respecto de los tipos y modelos utilizados por Enrique IV. En 1468, tras la repentina muerte del pretendiente en Arévalo, la nobleza prefirió no reincidir por la vía de la proclamación de un an‑ tirrey como camino para imponer su modelo de monarquía en el reino castellano por lo que decidió emprender una política de con‑ cierto, la única posible para acabar con la guerra civil y acercar las posiciones enfrentadas. El resultado fue el acuerdo de los Toros de Guisando, el hecho que materializó la nueva situación y abrió el ca‑ mino hacia el trono a la futura reina Isabel. El reinado del príncipe Alfonso, fruto de los intereses de los grandes que encontraron en el joven hermano de Enrique IV la figura idónea para sus pretensiones, pronto se hundiría en un profundo olvido. Las monedas acuñadas durante el periodo comprendido entre 1465 y 1468 permanecen como testimonio de una época y de un falso reinado, revelando por medio de todos sus elementos los avatares de la vida política y econó‑ mica del reino de Castilla en un momento clave de su historia. Estas piezas dejan un lugar para la especulación histórica, permitiendo en‑ trever tras los modelos utilizados la presencia del grupo de grandes linajes que inspiró el tono del reinado y que a punto estuvo de impo‑ nerse a sus rivales: la monarquía y las ciudades. La singularidad del fenómeno que dio lugar a la aparición de las monedas del príncipe Alfonso —responder a un pretendido acto de soberanía de un usur‑ pador proclamado por la nobleza— es especialmente notable en la historia de España, por lo que cabe esperar que estudiosos y especia‑ listas dediquen su atención al hecho numismático de este reinado aclarando muchos de sus aspectos.

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II La guerra y la paz en la literatura del Siglo de Oro

EL ARTE DE LA GUERRA EN «EL PRÍNCIPE CRISTIANO» DE PEDRO DE RIVADENEYRA Publicado en Boletín de Información del Centro Superior de Estudios de la Defensa, 218, 1989.

Las transformaciones acaecidas tanto en las instituciones como en el pensamiento durante el periodo que se extiende desde media­ dos del siglo xv y principios del siglo xvi, afectaron de forma sobre­ saliente al ejército y a la concepción de la guerra vigente a lo largo de la Edad Media. Hasta los albores del Renacimiento, y de acuerdo con el carácter teocéntrico del pensamiento medieval, se consideraba a al fenómeno bélico como un acontecimiento sometido a reglas divinas, que estaba dirigido y practicado por un estamento cuyo oficio era precisamente la protección del resto de la sociedad. Su conocimiento se entendía que provenía esencialmente de la práctica y de una cierta sabiduría o habilidad, en ningún caso de la reflexión racional y del estudio, mientras que los aspectos técnicos, a causa de su escaso de­ sarrollo y limitado empleo, apenas recibían atención. La práctica y la dirección de la guerra —que estaba encomendada a la aristocracia, el grupo social que integraba la caballería pesada— debía regirse por los principios cristianos y caballerescos, siendo rechazadas las estra­ tagemas, los artificios y simulaciones en beneficio del valor personal y la fe en Dios, unos elementos que se consideraban suficientes para ser un experimentado guerrero y obtener la victoria. La consecuencia 307

no podía ser otra que la repulsa manifestada hacia los avances técni­ cos, especialmente las armas de fuego, y la condena por la Iglesia y nobleza de la ballesta, arma que aproximaba al plebeyo y al caba­ llero. Hasta el siglo xv, el bagaje teórico de lo que se conocía como arte de la guerra estaba compuesto casi de forma exclusiva por la obra del romano Flavio Vegecio, De re militari, y algún otro tratado de autores bizantinos o franceses de la Edad Media, amén de las enseñanzas proporcionadas por el estudio de la historia en las obras de los clási­ cos que se conocían, una fuente esencial durante este periodo. Esto condujo a que se obtuvieran consecuencias muy diferentes de la lec­ tura de una misma obra en el Renacimiento. En el siglo xvi, la guerra es un fenómeno al que se reconocía que estaba sometido a criterios específicos y que, gracias al desarrollo de la mentalidad racional y a su penetración en los diferentes ámbitos sociales, se concibe poco a poco como una ciencia de rigurosa aplicación técnica. El nuevo arte de la guerra era susceptible de ser entendido esencialmente por me­ dio del estudio y la comprensión, resultando la práctica insuficiente para su dominio absoluto. Aunque persistirán largo tiempo los trata­ dos dedicados a las virtudes morales del soldado a causa de la con­ cepción teológica de la guerra, que le supone antes guerrero que mi­ litar, la consideración racionalizada a la que se refiere Maravall al referirse al hecho bélico se impone a la hora de estudiar a los autores romanos, en quienes se encuentran ahora principios en los que inspi­ rarse que aparecen avalados con el aura del clasicismo latino y helé­ nico, autoridad esencial para los humanistas. En el último cuarto de siglo xv se produce una generalización de ediciones de autores clásicos relacionados con el arte de la guerra y conocidos en la Edad Media como Vegecio, Frontino, Tito Livio, etc., al compás del desarrollo tanto de la imprenta como de la apari­ ción del ejercito permanente y de la nueva actitud racional con que   CONTAMINE, Philippe, La guerra en la Edad Media, Madrid, 1984, pp. 266 y ss.    MARAVALL, José Antonio, «Ejército y Estado en el Renacimiento», Revista de Estudios Políticos, nº 117-118, p. 15.    Ibidem, p. 9. 

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se comenzaba a contemplar el fenómeno de la guerra. Como en mu­ chos otros campos, en el ámbito de lo bélico la modernidad se pre­ sentará como una revitalización de la Antigüedad clásica, especial­ mente de la romana, dando lugar a un humanismo militar semejante al desarrollado en otros aspectos. Desde Valturio, que edita en 1472 su De re militari, aparecieron numerosas obras que se ocupan de la guerra, culminando en 1521 con la obra de Nicolás Maquiavelo El arte de la guerra, la cual, junto con los capítulos dedicados por este autor en El príncipe a las cuestiones bélicas, relaciona por vez prime­ ra la política y la guerra de forma directa, distinguiéndose por su pragmatismo e historicismo. Sin embargo, la obra de Maquiavelo, aunque se inscribe plenamente en la modernidad renacentista, con­ serva rasgos medievales y tradicionales, fruto de la influencia clásica, que le llevan a minusvalorar los avances técnicos como la artillería y las fortificaciones. Precisamente, estos dos aspectos adquirieron una gran importancia a lo largo del siglo xvi, en el cual se publicaron numerosas obras dedicadas específicamente a la poliorcética y a la artillería. Es interesante señalar como a pesar del carácter innovador de su obra, tampoco el florentino concedió al dinero la importancia que otros contemporáneos suyos, como Guicciardini o los españoles Pedro de Salazar, o los más modernos Saavedra Fajardo o Gracián, quienes comprendieron la importancia que tenia el aspecto económi­ co de la guerra. Estas peculiaridades, propias del primer tercio del siglo xvi, desaparecieron pronto entre los tratadistas bélicos, quienes valoraron tanto los avances técnicos como los recursos económicos en relación con la guerra y el ejército. La penetración del pensamiento de Maquiavelo en España fue puesta de manifiesto por José Antonio Maravall, quien ha resaltado como la materia de la guerra ha sido la más propicia para aceptar la separación entre política y moral, una actitud de la cual existen en nuestro país rasgos anteriores a la publicación de las obras del italia­ no. En España se puede detectar a lo largo del siglo xvi una influencia de Maquiavelo caracterizada por el realismo y el pragmatismo a la hora de contemplar los fenómenos sociales, aunque sin llegar a ela­ borar unas consecuencias generales. Este empirismo superficial se    MARAVALL. José Antonio, «Maquiavelo y maquiavelismo en España», en Estudios de Historia del Pensamiento Español. Siglo xvii, Madrid, 1975, p. 53.

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redujo a concebir la política como una conveniencia práctica y a aceptar los principios de conducta según vinieran o no avalados por la experiencia, un criterio que señalaba tanto su oportunidad como, incluso, su licitud. Todo ello dio lugar al llamado maquiavelismo de los antimaquiavelistas, por lo que se puede afirmar que la influencia del autor florentino alcanzó incluso a sus críticos. Ciertamente, todo lo referente a la guerra era un campo propicio para la extensión del maquiavelismo ocasional y para asumir princi­ pios que disentían de los específicos del cristianismo, pues se trataba de un fenómeno social de primera importancia cuyas repercusiones afectaban al conjunto de la sociedad. La influencia del conjunto de la obra de Maquiavelo, aunque fuera por medio de su crítica, y la actua­ lidad que tenían en el siglo xvi y primera mitad del xvii las cuestiones referentes a la guerra, dieron lugar a la proliferación de títulos pro­ pios de la literatura militar y a las alusiones, de diversa importancia, acerca del conflicto y del ejército por parte de los tratadistas políticos en unos textos que no se incluyen específicamente en esta especiali­ dad. Dentro de estas obras, entre las cuales no pocas estaban dedica­ das a la crítica de Maquiavelo y la razón de Estado, casi todos los autores incluyeron recomendaciones dirigidas al príncipe sobre los asuntos bélicos así como indicaciones acerca del ejército y la guerra. Es lo que sucede con Fray Juan de Salazar, Pedro Barbosa y muy es­ pecialmente con Pedro de Rivadeneyra, quienes tratan estas cuestio­ nes procurando introducir los principios cristianos, pero siendo in­ capaces de resistir el avance de las técnicas y las ideas así como la influencia del propio Maquiavelo, dando como resultado la asunción de muchos de los principios sustentados por el florentino, inicialmen­ te objeto de sus ataques. La primera obra de Maquiavelo que se conoció en España fue precisamente El arte de la guerra, gracias a la versión que hizo en 1536 Diego de Salazar con el nombre de Tratado de re militari , quien conservó la estructura dialogada original de la obra del florentino, pero distanciándose en parte de su pensamiento al valorar altamente   Ibidem.   CARRERA DÍAZ, Manuel, «Estudio preliminar», en Del arte de la guerra, Nicolás Maquiavelo, Madrid, 1988, p. XXXV.  

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la artillería y las fortificaciones. Precisamente, esta circunstancia lle­ varía durante el siglo xvi a que los autores militares españoles no si­ guieran en demasía a Maquiavelo, aunque su influencia se puede encontrar en todos aquellos que trataron la materia. Paralelamente a la influencia ejercida por la obra militar del pensador florentino, El príncipe también comenzaba a conocerse en el segundo tercio del siglo xvi, un tratado que desató las críticas y los ataques de los autores hispanos, al compás de la Contrarreforma y del fortalecimiento ideo­ lógico y moral de los principios cristianos durante el reinado de Feli­ pe II. No obstante, a pesar de la repulsa que suscitan estos trabajos, todos aquellos que se ocuparon de rebatir los planteamientos ma­ quiavelistas por anticristianos, se vieron influidos en mayor o menor medida por la obra del autor italiano, llegando incluso a sostener tesis idénticas o a reproducir capítulos íntegros de su obra. Prácticamente, todos los autores hispanos del período que se ocuparon de responder a Maquiavelo se centran especialmente en la cuestión de la razón de estado y en la moral cristiana pero sin descuidar otros aspectos, como sucede con todo lo referido al arte de la guerra. Esto ocurre, por citar alguno, con Pedro Barbosa Homen y su libro Discursos de la jurídica y verdadera razón de estado, editado en Coimbra en 1626, donde ade­ más de rebatir la razón de estado de Maquiavelo y de proclamar la necesidad del príncipe de basarse en la religión católica dedica gran parte de la obra al estudio del ejército. Por su parte, Fray Juan de Salazar, el más providencialista de los escritores políticos del Siglo de Oro, tampoco elude tratar de la mili­ cia, a la cual dedica la proposición décima de su Política española (1619). Este autor, representante de la más pura ortodoxia cristiana dentro de la teoría política del Siglo de Oro, ofrece en las páginas de su tratado un intenso mesianismo que incluso ha llevado a ciertos autores a sostener su origen judío . Esencialmente sostiene que la grandeza de España obedece a la providencia, al designio divino, argumentándolo mediante doce proposiciones que así lo demuestran. Entre todas ellas, la décima razón propuesta por Salazar presenta a las armas y a las letras, que la corona alienta y favorece, como los dos   MARAVALL, «Maquiavelo…», p. 46.   TIERNO GALVÁN, Enrique, «Introducción» en Antología de escritores políticos del Siglo de Oro, de Pedro de Vega, Madrid, 1966, p. 111.  

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nervios que sustentan el arco triunfal de la monarquía española. Huelga señalar que el providencialismo de este tratadista que deter­ mina su opinión, se opone frontalmente a la razón de Estado y a los criterios de racionalización de la vida publica elaborados por el flo­ rentino. Mas interesante como veremos es el caso de Pedro de Riva­ deneyra, el jesuita autor de El príncipe cristiano, quizás el más fervien­ te antimaquiavelista entre los autores de literatura política del Siglo de Oro. Este autor, quien inaugura en 1595 los ataques en España contra la obra del florentino con la publicación de su libro, no se sustrae al interés que despierta el fenómeno bélico pues en su tratado existe un apartado dedicado a la milicia y la guerra que, paradójica­ mente, está muy determinado por El príncipe y El arte de la guerra. A pesar de está influencia, entre estos autores hispanos del Siglo de Oro no sólo existe un eco de las obras del italiano o la destacada asun­ ción de una serie de principios que chocan con la moral cristiana, sino también la pervivencia de fundamentos tradicionales que son los que constituyen la base de su pensamiento. El resultado de esta coinciden­ cia es la aparición de un conjunto de planteamientos de estricta orto­ doxia religiosa junto a una sucesión de ciertas máximas anticristianas, aceptadas debido a su confirmación por la práctica, y de conceptos que hunden sus raíces en la Edad Media y en reflexiones propias de una sociedad en la que la religión somete a sus reglas todas las actividades. Esta dualidad moral e ideológica aparece de forma especial en los apar­ tados dedicados a las cuestiones militares en las obras de crítica anti­ maquiavelista anteriormente citadas como la de Rivadeneyra. Pedro de Rivadeneyra, nacido en 1526 y muerto en 1611, fue un sacerdote jesuita que publicó en 1595 Tratado de la Religión y virtudes que debe tener un príncipe cristiano para gobernar y conservar sus Estados contra lo que Nicolás Maquiavelo y los políticos de este tiempo enseñan, conocido como El príncipe cristiano, título resumido que expresa perfectamente el carácter polémico y decididamente antima­ quiavelista del libro de Rivadeneyra. Esta obra, dedicada al futuro Felipe III, inaugura en la literatura política española la refutación impresa del autor florentino, dando lugar a una enorme proliferación    MARTÍNEZ ARANCÓN, Ana, La visión de la sociedad en el pensamiento español del Siglo de Oro, Madrid, 1987, p.73.

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de títulos en los años posteriores10. Siguiendo la tradición intelectual de los jesuitas, rica en autores de pensamiento político como Francis­ co Suárez, Juan de Mariana, Luis de Molina, etc., todos ellos contem­ poráneos de Rivadeneyra, el autor de El príncipe cristiano represen­ tará el más perfecto ejemplo de la mentalidad contrarreformista en el terreno de la política, que no es otra que la basada en el principio de la total subordinación de los principios y la actividad publica a la moral cristiana. Pedro de Rivadeneyra pertenece a una generación que está lejos del pacifismo de Erasmo, Vives o Alfonso de Valdés, y que considera a la guerra, de acuerdo con la doctrina de Francisco Suárez, como un hecho que puede ser justo incluso para los cristianos, siempre que se cumplan determinadas condiciones. La guerra, por lo tanto, no era intrínsecamente mala para los escritores políticos españoles del pe­ ríodo 1550‑1650. La superación del pacifismo humanista de la prime­ ra mitad del siglo xvi, sin duda obedeció al cambio experimentado en Europa a raíz de la Contrarreforma desatada tras el Concilio de Tren­ to, junto con la confirmación del protestantismo en Europa y las características del Imperio hispano, concebido como una República Universal Cristiana11. Las guerras de religión y su resultado dieron lugar en los países católicos a una actitud belicista sustentada en un providencialismo de estricta ortodoxia religiosa, que no impedía la coincidencia con criterios sostenidos por autores alejados de estos presupuestos .Estas circunstancias, unidas a la importancia concedi­ da por Maquiavelo al fenómeno bélico y al ejército, explica por qué en los tratados políticos del Siglo de Oro, dedicados en muchos casos a rebatir al florentino, se otorga una cierta trascendencia al arte de la guerra. En El príncipe cristiano, Pedro de Rivadeneyra consagra al ejérci­ to y al fenómeno bélico el capítulo XLIII del libro II, aunque tam­ bién existen alusiones en otras partes de la obra, en la cual señala la importancia de estos conocimientos al recomendar al príncipe su en­ tendimiento, pero sin encarecerle a su estudio. Todos sus juicios y argumentos acerca de las cuestiones militares se apoyan en la expe­   MARAVALL, «Maquiavelo y…», p., 69.   MARTÍNEZ ARANCÓN, ob. cit., pp. 93 y ss.

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riencia histórica, especialmente la procedente de los clásicos latinos, y en la Historia Sagrada. Este historicismo, que es común a Maquia­ velo y a la práctica totalidad de los autores políticos de los siglos xvi y xvii, revela una inclinación hacia el mundo clásico12 que está pre­ sente en cada página del libro de Rivadeneyra. Sin embargo, los mo­ delos presentados por el jesuita, al contrario de lo que ocurre con Maquiavelo, sí hacen referencia a la Edad Media a la hora de buscar ejemplos que justifiquen sus argumentos. En primer lugar, el autor de El príncipe cristiano pone de manifiesto el belicismo, en este caso un tanto moderado, de estos tratadistas contrarreformistas al afirmar la necesidad de la guerra tanto «como lo es la medicina amarga para la salud del enfermo»13. No obstante, recuerda que el príncipe debe per­ seguir siempre la paz a causa de los daños que se derivan de la guerra, pero sin descuidar la preparación de la misma ni la vigilancia de los enemigos. Dentro de estas recomendaciones generales sobre la guerra, el jesuita también sugiere extremar la prudencia, una de las principales virtudes que debe poseer el príncipe a la hora de medir sus fuerzas y las del enemigo, aconsejando emplear en su práctica la disimulación a pesar de ser este un concepto maquiavelista, como ha señalado José Antonio Maravall14. Esta recomendación no es una sugerencia aislada ya que en el capítulo XLIII de El príncipe cristiano, dedicado al arte de la guerra, Rivadeneyra reitera la necesidad del uso de ardides en la práctica bélica, aproximándose a una concepción del conflicto que supera el ámbito caballeresco medieval y ético, lo que le aleja de algu­ nos autores providencialistas y le acerca a Maquiavelo, quien confirmó la separación entre la moral y el desarrollo de la guerra. A pesar de esta coincidencia con presupuestos compartidos con el autor florentino, el pensamiento tradicional y más estrictamente cristiano surge a cada momento en la obra de Rivadeneyra en relación con el conflicto. Así, cuando se refiere a la necesidad de prevenirse para la guerra, el jesuita no sólo no alude al estudio de los clásicos o contemporáneos, sino que tan sólo enumera una serie de actividades físicas que deben practicar tanto el príncipe, en su caso para dar ejemplo, como los súbditos para estar preparados ante la guerra. En­   CARRERA DÍAZ, ob. cit., p. XIII.   RIVADENEYRA, Pedro de, El príncipe cristiano, cap. XLI, libro II. 14   MARAVALL, «Maquiavelo y …», p. 69. 12 13

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tre las prácticas citadas a modo de entrenamiento se encuentra la esgrima, la natación, las carreras así como la caza. Todos estos ejerci­ cios, de inspiración medieval y habitualmente aconsejados en los tra­ dicionales espejos de príncipes, tienen como fin el fortalecimiento físi­ co y moral del futuro soberano, así como evitar los inconvenientes del lujo y la comodidad. Entre todas las prácticas recomendadas por Ri­ vadeneyra, la más habitual es la de la caza, una actividad que también llega a sugerir Maquiavelo, aunque en este caso con una finalidad diferente como es la del conocimiento de la geografía y la familiari­ dad con el paisaje del reino15 .Como vemos, el escritor jesuita dota a la actividad cinegética de un contenido esencialmente moral y físico, algo que contrasta con el técnico que le otorga el florentino. No obs­ tante, ambos autores coinciden al señalar que el ejercicio como ele­ mento de preparación para la guerra conviene no sólo a las tropas, sino también al príncipe. La sincronía entre ambos autores se repite de nuevo al recomendar el español que el futuro soberano debe dar ejemplo de habilidad y de práctica de las artes militares. Precisamen­ te este aspecto, que también aconsejaba Maquiavelo, acabaría siendo superado por los acontecimientos, ya que fue precisamente durante el siglo xvi cuando los reyes comenzaron a delegar el mando de las tropas, poniéndose de manifiesto la complicación y tecnificación de las actividades bélicas y administrativas. Quedaba de manifiesto que estas sugerencias encaminadas a la preparación del príncipe colisio­ naban con las nuevas características que rodeaban a la monarquía, en la que el rey era cada vez más un técnico que un caballero, al tiempo que se revelaba el evidente envejecimiento de las propuestas milita­ res procedentes de los espejos de príncipes medievales. El padre Rivadeneyra, como otros antimaquiavelistas moralizan­ tes, al responder a la cuestión planteada por Maquiavelo sobre si la religión cristiana había disminuido las facultades del hombre para la guerra, suprime en sus sugerencias todo principio ético y evangélico que supondría la condenación de la guerra, y procede a una decidida exaltación del valor militar del cristianismo desde Constantino el Grande16. A esta materia dedica Rivadeneyra los capítulos XXXIV 15   CAMPILLO, Antonio, La fuerza de la razón. Guerra, Estado y ciencia en los tratados militares del Renacimiento, Murcia, 1986, p. 72. 16   MARAVALL, « Maquiavelo…» . p. 53.

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a XXXIX del libro II de El príncipe cristiano, utilizando argumentos históricos que no desdeñan los ejemplos de la Edad Media, encami­ nados a demostrar que no existe ninguna contradicción entre el cris­ tianismo y la práctica militar, un argumento que había sido reiterada­ mente esgrimido desde principios del siglo xvi, también por quienes defendían un pacifismo cristiano. En relación con este aspecto, es necesario señalar un rasgo de El príncipe cristiano, común a otros autores como Juan de Salazar, como es el providencialismo bélico, un elemento habitual en la obra del jesuita que pone de relieve una vez más el carácter tradicional del pensamiento de Rivadeneyra y, por lo tanto, su distanciamiento de Maquiavelo. Dentro de esta perspectiva, el jesuita afirma en el capítulo XLI del libro II que es especialmente en las guerras y en las batallas donde Dios muestra su divina provi­ dencia, dando los triunfos a quien le sirve y defiende la verdadera religión. Prueba de ello son las victorias milagrosas que ha dado Dios a los príncipes cristianos, precisamente el título del capítulo XLII, y de las cuales existen numerosos ejemplos a lo largo de la historia. Según el jesuita, los príncipes deben saber que sólo Dios concede las victorias y las derrotas, siendo éstas últimas consecuencia del castigo divino que sobreviene tras haberle sido quitado a la república los individuos capacitados para defenderla a causa de los pecados de sus reyes. Finaliza el despliegue de planteamientos providencialistas en el capítulo XLIV, donde Rivadeneyra muestra a Dios como Dios de los Ejércitos y Señor de las Victorias, un evidente trasunto del Marte latino que presenta con una vocación guerrera, aunque este desplie­ gue de títulos no le impide aconsejar al príncipe la necesidad de bus­ car apoyos y adoptar los medios adecuados, siempre de acuerdo con los principios cristianos, para alcanzar los triunfos en la guerra. Este providencialismo bélico, llamado a tener un evidente éxito en la Es­ paña del Siglo de Oro, explica por qué Rivadeneyra concede escasa atención al estudio de la guerra en el contexto de su obra en relación con otros aspectos. Desde su perspectiva de sometimiento de la polí­ tica a la moral cristiana, para el escritor de El príncipe cristiano basta con servir a Dios y defender la Religión para que el soberano alcan­ zase el éxito sobre sus enemigos en la guerra, sin dejar lugar para la posibilidad de la derrota. En nada pueden diferenciarse más el florentino y el sacerdote español que en estos aspectos aunque, en lo que se refiere a otras 316

cuestiones concretas relacionadas con el arte de la guerra como el ejército y su consideración, de nuevo se registre una coincidencia entre ambos autores. En su obra, Rivadeneyra deja clara la importan­ cia de la milicia cuando en el capítulo XLIII afirma que «las armas y los buenos soldados son los tutores, conservadores, defensores y am­ plificadores de la república, los nervios17 de los reinos y estableci­ mientos y seguridad de los reyes. Ellos son los que dan amparo a la religión [...] y [...] puede el príncipe ser señor de sus Estados». Por su parte, la concepción del ejército que tenia Maquiavelo tanto en El príncipe como en El arte de la guerra, estaba más cercana a la realidad de la institución que había surgido a finales de la Edad Media. El escritor florentino afirmaba que el ejército era el fundamento de todo Estado y su razón de ser, sin incluir entre sus funciones la protección de la religión, sino otras cuyo fin era puramente político y ajustado a la razón de Estado. Como puede verse, se trata de unos objetivos funcionales que responden a criterios de modernidad, plenamente políticos y alejados de presupuestos religiosos. La mentalidad contrarreformista aparece en Rivadeneyra en com­ binación con las ideas tradicionales que recomiendan al príncipe guardar la religión y perseguir a los herejes. Conviene recordar que el sacerdote jesuita había vivido la lucha de Carlos I y Felipe II contra el protestantismo y los turcos, impregnándose de la concepción uni­ versal y cristiana que poseía el Imperio de los Austrias, lo que originó una actitud defensiva que se unía perfectamente a los principios reli­ giosos que inspiraban el conjunto de su pensamiento. Para Rivadene­ yra, el mejor ejército es el que se construye gracias a los buenos sol­ dados que logran la educación severa y dura de la juventud, así como la estima y honra de los que han servido en guerras pasadas18. En este planteamiento aparecen dos cuestiones que son una constante en el pensamiento del autor hispano así como en la literatura sobre la guerra y el ejército desde la Antigüedad. Se trata del rechazo del lujo y de la comodidad así como la necesidad de honrar y recompensar a los soldados por sus merecimientos, sin tener en cuenta su origen social. Estas cuestiones, especialmente todo lo relativo a las recom­ 17   Esta figura organicista es muy querida entre los providencialistas como Fray Juan de Salazar, quien en ocasiones recurre a identica metafora . 18   RIVADENEYRA, ob. cit, libro II, capítulo XLIV

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pensas de los soldados fueron algunos de los asuntos esenciales de la literatura militar española del Siglo de Oro y de quienes, desde la política, se detenían en el análisis del fenómeno bélico El desprecio del lujo y del regalo es una constante en los autores clásicos, especialmente los latinos, que tuvo enorme predicamento, tanto que incluso es cuestión que retoma Maquiavelo, quien en su obra expresa su preocupación por los efectos negativos que puede tener la comida variada entre los soldados, recomendando que se les alimente sólo con pan y agua para evitar el debilitamiento de su ca­ rácter. No es extraño que también exista esta prevención entre los autores del siglo xvi, muy influidos por el mundo griego y romano, ya que tiene sus orígenes en la Antigüedad, siendo recogida por Vege­ cio, el autor clásico de cuestiones militares mejor conocido en la Edad Media y el Renacimiento, el cual es citado repetidas veces por el pa­ dre Rivadeneyra. Para el escritor romano, la crisis de Roma en el siglo IV obedecía a la decadencia de las virtudes militares y de las costum­ bres tras un largo período de paz que había debilitado a la sociedad, por lo que recomendaba una vuelta al pasado y al rigor de las costum­ bres entre los soldados19. Rivadeneyra expresa claramente su identi­ dad de criterios con el autor latino, recurriendo a variados ejemplos históricos en el capítulo XXXIX, cuyo expresivo titulo es toda una declaración al respecto: que la regalada educación es causa de que los hombres no sean fuertes y valientes, al mismo tiempo que rechaza las argumentaciones de Maquiavelo que consideraban al cristianismo incompatible con los principios de la milicia. Según Rivadeneyra, cuando guerrean «los regalados y afeminados» la derrota es segura y la república será asolada sin remedio por lo que, para evitar que fal­ ten los caballeros y los soldados valientes, es necesaria la disciplina que elimine el lujo y todo aquello que pueda ablandar a los que han de combatir. En relación con estos planteamientos, señala que se ha de procurar que en tiempo de paz los soldados ensayen para la guerra mediante la realización de ejercicios destinados a su endurecimiento. Por su parte, Maquiavelo, en El arte de la guerra, también concede gran importancia al adiestramiento y los ejercicios físicos, así como al fortalecimiento del cuerpo que proporciona esta practica. No obstan­ 19   VEGECIO, Flavio, Instituciones militares, Madrid, 1989,libro 1º, cap. 28.

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te, este autor añade otros objetivos que debe perseguir el entrena­ miento de los soldados, como son aprender el manejo de las armas y la observación de las órdenes20, algo ajeno a las intenciones de Riva­ deneyra, quien se limita a la preocupación clásica de carácter moral por la sobriedad y el robustecimiento físico, en el convencimiento de que estas virtudes son imprescindibles para la victoria. La disciplina era una cuestión capital entre los clásicos del arte militar en la Antigüedad, cuando el modelo de ejército lo constituían formaciones tan masivas y profesionales como las legiones romanas, que, como otras muchas características de la institución militar latina, fue recuperada por Maquiavelo. Este interés del escritor florentino sin duda hay que relacionarlo con la reconocida importancia que te­ nía en el siglo xvi el recién surgido ejército moderno como institución al servicio de las cada vez más poderosas monarquías. Para Maquia­ velo era fundamental el orden y la disciplina que habían de observar los ejércitos, dado que el soldado era una pieza dentro de un conjun­ to que debía ser armónico para lograr su perfecto funcionamiento en el combate. El ejército aparece en el pensamiento del florentino como un cuerpo, como un organismo vivo del cual el combatiente era una pieza más; esta concepción supone una superación de las virtudes y del valor individual que exaltaban los principios de la Caballería y que inspiraban a las huestes medievales, los cuales, por sí solos, no permiten alcanzar la victoria. La estimación de la disciplina que se generaliza en el siglo xvi se puede contemplar como una muestra de la imposición de la monarquía, es decir del Estado, sobre la aristo­ cracia21. En el pensamiento de Rivadeneyra sobre el ejército, la disciplina ocupa un lugar de importancia al referirse al arte de la guerra, pero no está contemplada desde el punto de vista moderno como el que emplea Maquiavelo, sino desde una perspectiva más tradicional que hace hincapié en el orden antes que en los ejercicios y el adiestra­ miento que permiten convertir al soldado en parte de un todo. Para el sacerdote jesuita el objetivo básico de la disciplina debe ser evitar los excesos y violencias que puede provocar el ejército en caso de   CAMPILLO, ob. cit, p. 73.   Ibidem, pp. 17 y ss.

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amotinarse y, en este sentido, debe aplicarse el príncipe si quiere con­ servar la fuerza de las armas que han de defender la república22. Si existe alguna coincidencia entre Maquiavelo y Rivadeneyra al tratar de la disciplina, esta responde al historicismo del que ambos partici­ pan, un planteamiento que les lleva a la aceptación absoluta de los principios de los autores latinos antes que a una identidad de pensa­ miento. En relación con la disciplina como en otras tantas cuestiones, el autor español no tiene ningún rasgo de modernidad ya que la con­ sidera desde una óptica tradicional, mezcla de la religión cristiana y de las ideas de la antigüedad romana. Como hemos señalado, otro de los elementos que Pedro de Riva­ deneyra considera fundamentales para conseguir un ejército adecua­ do es la honra y recompensa de aquellos que han servido valiente­ mente en defensa de la monarquía. Por lo tanto, el príncipe debe procurar alentar y estimular las virtudes de sus tropas repartiendo hábitos, encomiendas y rentas entre quienes lo mereciesen, teniendo en cuenta sobre todo sus hazañas. Dentro de estas sugerencias el je­ suita también recomienda al príncipe que conceda los ascensos no por gracia y favor discrecional, sino por experiencia y merecimientos. Estos principios de promoción en el ejercito suponen quebrar en cierta medida el monopolio nobiliario en la dirección de las tropas, ya que sugiere conceder los puestos de mando a todos aquellos que demuestren no tanto sus conocimientos como su valor, independien­ temente de su origen, aunque sin aludir a los necesarios saberes téc­ nicos, lo que pone de manifiesto la escasa atención dedicada por Ri­ vadeneyra a la ciencia y el estudio en relación con la guerra y el ejército. En este aspecto, el jesuita coincide con su coetáneo Bernar­ dino de Mendoza, quien publicó su libro Teórica y práctica de la guerra en 1595, es decir, en el mismo año en que fue editado El príncipe cristiano. Mendoza es uno de los primeros tratadistas en ocuparse de la materia bélica en su conjunto, superando los estudios parciales tan abundantes en los años centrales del siglo. En su obra afirma que aquellos que han de ser nombrados generales y maestres de campo sean hombres de larga experiencia y reconocida prudencia, al tiempo que critica la corrupción en los ascensos y mandos militares, afirman­   RIVADENEYRA, ob. cit., capítulo XLIII, libro II

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do que la nobleza de cuna no es suficiente23. En este aspecto se con­ firma lo señalado por diferentes autores, desde José Antonio Maravall a Antonio Campillo, cuando advierten que al volverse los ejércitos permanentes y el oficio de las armas se convierte en una profesión, los criterios para ocupar los mandos superiores no son ya la nobleza ni la riqueza, sino el largo y lento aprendizaje en los puestos inferiores de la escala. A finales del siglo xvi era un hecho que estaba extendida la opinión que abría a los plebeyos el ascenso en la escala militar aprovechando la profesionalización; sin embargo, esto no impide que se continúe considerando a la aristocracia como los mejores vasallos y soldados del príncipe, cuyo destino como grupo social es la direc­ ción de sus ejércitos. En íntima relación con lo anterior se encuentra la cuestión de la dirección del ejército, un asunto que Rivadeneyra valora altamente y que relaciona con la que considera que es mayor virtud del prín­ cipe, la prudencia. El pensamiento del autor de El príncipe cristiano a este respecto es el propio de un miembro de la Iglesia en la socie­ dad moderna, por lo que no es extraño que se declare partidario de escoger a la nobleza para los cargos y honras del ejército24. No obs­ tante, esta inclinación no es demasiado firme pues poco después apunta que, en caso de guerra, el príncipe debe reunir a soldados viejos y experimentados, «aunque fuesen de bajo suelo» antes que a «caballeros delicados, viciosos y regalados»25, lo cual revela una evidente desconfianza en las capacidades militares de la aristocracia y en su esencial función estamental. Esta actitud, surgida a finales del siglo xvi, cuando la Monarquía Hispánica aun no ha comenzado a sufrir los reveses que experimentará en el reinado de Felipe IV, sorprende por lo temprano de unas criticas que se generalizarán poco tiempo después. En lo que se refiere a la elección del capitán general, del encar­ gado de dirigir el ejército de la monarquía, Rívadeneyra se manifies­ ta claramente en el capítulo XXXII, libro II. En primer lugar, reco­ mienda al príncipe que a la hora de buscar al general prefiera la   CAMPILLO, ob. cit., pp. 105 y ss.   RIVADENEYRA, ob. cit., capítulo VI, libro II. 25   Ibidem, capítulo VII, libro II. 23 24

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virtud y el valor de la persona antes que su linaje y grandeza; si esto pudiera llevar a pensar que Rivadeneyra se inclina claramente hacia la separación del binomio milicia y aristocracia, poco después des­ peja la duda al precisar que, cuando la virtud y el valor se «junta con la sangre y estado, campea más, como esmalte sobre oro, y debe ser antepuesta a la virtud sola». Por lo tanto, cuando existan indivi­ duos capaces entre la nobleza deben ser siempre antepuestos a otros de igual o mayor virtud, pero de más bajo estado. En este aspecto concluye recomendando que sea un solo capitán quien dirija el ejér­ cito y, para argumentarlo mejor, se apoya en la singularidad orgáni­ ca y social que encuentra en su universo mas cercano al señalar que hay un solo Dios, un solo Sol, un único Rey, etcétera. En suma, Ri­ vadeneyra aconseja al príncipe elegir para dirigir sus ejércitos a un noble, siempre que cuente con las adecuadas virtudes, aunque para nada alude entre ellas a los conocimientos ni a la sabiduría; no obs­ tante, en caso de no encontrarlo, no debe temer escoger a un indi­ viduo de otro estado siempre que reúna el valor y la virtud necesa­ rios. Como puede verse se trata de un pragmatismo que en ningún caso supone romper el monopolio que detenta la aristocracia en la dirección del ejército. Aunque en esta predilección hacia la nobleza como grupo social dedicado de forma preferente al ejercicio de las armas Rivadeneyra no es un autor precisamente novedoso, si resul­ ta más moderno que Maquiavelo al recomendar al príncipe que nombre a un capitán para dirigir el ejército, mientras que el italiano, influido por la tradición medieval, le aconseja que conduzca en per­ sona a sus tropas, un anacronismo que resalta precisamente en el momento en el que los reyes comienzan a delegar el mando de los ejércitos26. Aunque la práctica demuestra cómo los aspectos financieros de la milicia fueron tenidos en cuenta desde un primer momento por los pensadores políticos y militares, habitualmente se ha considerado que Maquiavelo no supo valorar la importancia del dinero en el con­ junto del fenómeno bélico. Si la cuestión del salario de los soldados suscitó críticas tradicionales en autores como Núñez de Alba, un erasmista para quien lo fundamental era el hombre27, ya Pedro de 26 27

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  Ibidem, p. 71   MARAVALL, Ejército y Estado...

Salazar, cronista de Carlos I, puso de relieve la importancia que tenia todo lo económico al afirmar que Ios dineros son el nervio de la gue­ rra», una idea que se generalizaría con Gracián, Saavedra Fajardo y también, aunque en menor medida, con nuestro Pedro de Rivadene­ yra. En este caso los planteamientos de los antimaquiavelistas al res­ pecto son más modernos que los del autor florentino al considerar la importancia que revisten en la guerra los aspectos económicos. En El príncipe cristiano28, el jesuita pone de relieve la gran importancia del dinero para mantener la disciplina del ejército y evitar los amotina­ mientos, una cuestión que le preocupaba enormemente, al tiempo que denuncia la corrupción de los ministros, responsables de que la soldada llegue tarde y se produzcan los consiguientes desórdenes. Este asunto y esta inquietud por la inseguridad es una constante en autores de la literatura dedicada al arte militar durante el siglo xvi como el ya citado Bernardino de Mendoza29, o como Marcos de lsa­ ba, autor del Cuerpo enfermo de la milicia española, publicado en 1594, quien pone de manifiesto la escasa integridad de veedores y contadores, así como las deficiencias de la organización militar. Aun­ que todos estos autores resaltan la importancia del dinero para man­ tener la disciplina, lo que supone aceptar el salario y no el botín como forma esencial de pago al ejército, no comprenden en su totalidad los aspectos masivos y cuantitativos de la guerra. Si Rivadeneyra alude al dinero en relación con todo lo bélico no es para desarrollar la técnica militar, incrementar la magnitud de las fuerzas disponibles, obtener mejores armas o más hombres, sino para conservar la disciplina y evitar el amotinamiento del ejército, algo que también preocupaba al florentino. A pesar de la consideración que recibe el dinero, todas las indicaciones realizadas suponen una perspectiva tradicional que no aporta ningún rasgo de modernidad en la concepción de las finanzas y su relación con la guerra. Para finalizar, cabe decir que Pedro de Rivadeneyra se encuentra en lo referente al arte de la guerra, como también en relación con la razón de Estado, en una contradictoria situación de aceptación y rechazo de los principios expuestos por Maquiavelo en El arte de la   RIVADENEYRA, ob. cit., cap. XLIII.   ALMIRANTE, José, Bibliografía militar de España, Madrid, 1876, p. 398. 28

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guerra y El príncipe, que revela la dualidad entre tradición y moder­ nidad en que se desenvuelven tanto el jesuita como los autores cató­ licos del Siglo de Oro. Este autor coincide con el italiano en experi­ mentar una poderosa influencia de los clásicos, latinos en especial, que le lleva a un marcado historicismo al tiempo que a preferir las virtudes morales por encima de las intelectuales. Fruto de esta pers­ pectiva predominantemente moral, son las escasas recomendaciones que Rivadeneyra hace al príncipe sobre la práctica del estudio, así como la advertencia de someter la política a la moral por encima de otras consideraciones. En relación con este aspecto, hay que aludir al providencialismo bélico que caracteriza a su pensamiento, el cual le imposibilita para ocuparse del ejército desde una perspectiva mo­ derna, limitándose a resaltar los aspectos tradicionales de la institu­ ción recién surgida, propios de la sociedad estamental, lo que no le impide aceptar algunos de los principios sostenidos por Maquiavelo. En su obra, Rivadeneyra concede una escasa atención a los aspectos técnicos relacionados con la guerra como las armas de fuego, la arti­ llería y las fortificaciones, manteniéndose en muchos aspectos den­ tro de la tradición de origen medieval a la hora de contemplar la milicia. En este sentido, el sacerdote jesuita tiene una mentalidad más tradicional que los escritores hispanos de la época dedicados a estudiar la guerra y el ejército, dado que todos aprecian altamente los adelantos técnicos, al contrario que el propio Maquiavelo, quien no supo valorar los nuevos elementos que condicionaban el conflic­ to en la Edad Moderna. Como hemos visto hasta ahora, en muchos aspectos el pensa­ miento del Padre Rivadeneyra sobre la guerra coincide con algunos de los planteamientos sobre este fenómeno social que mantenía Ma­ quiavelo, un autor que generó una abundante literatura en contra de sus tesis, en la que se incluye la obra del jesuita, El príncipe cristiano. Esta coincidencia entre las ideas de Maquiavelo y las de uno de los autores mas destacados del antimaquiavelismo, confirma por encima de todo la capacidad que tiene la guerra para aproximar posiciones tradicionales y novedosas. A lo largo del siglo xvi, el conflicto y la institución militar son el único fenómeno social en el que posiciones tan apa­rentemente divergentes como las mantenidas por los autores que se incluyen en la ortodoxia católica y las soste­ nidas por el escritor florentino coinciden en muchos aspectos. Y es 324

que la guerra, por su ra­dicalidad como fenómeno social, permite en muchos de sus aspectos la elasticidad, cuando no la quiebra, de la ortodoxia religiosa, permitiendo la aplicación de los criterios mas racionales que morales que impulsa la razón de Estado por parte de quienes rechazan formalmente las tesis del florentino.

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LA IDEA DE LA GUERRA EN LA OBRA DE FRANCISCO DE QUEVEDO Publicado en Revista de Historia Militar, 80, 1996

A lo largo de los siglos xvi y xvii, el fenómeno bélico y todo aque‑ llo que le rodeaba constituía una realidad de la que difícilmente se podía sustraer la sociedad española. De la guerra y del ejército se ocuparon durante esta época una serie de autores vinculados con la profesión de las armas que se pueden considerar especializados en estos asuntos, dando lugar a una importante literatura al respecto. Sin embargo, no solo fueron militares los que se dedicaron a esta cues‑ tión pues también los tratadistas políticos y otros escritores aparen‑ temente ajenos a esta realidad no eludieron referirse a la guerra. To‑ dos ellos opinaron sobre la esencia del combate y las formas y medios de llevarlo a cabo, sin esquivar las cuestiones más técnicas y detalla‑ das, lo que revela su interés y, en algunos casos, sus conocimientos. Francisco de Quevedo, escritor y hombre de acción que intervino reiteradamente en la actividad política, no se sustrajo a esta inclina‑   MARAVALL, José Antonio: Teoría española del Estado en el siglo xvii, Ma‑ drid, 1944. p. 266.    Acerca de la vida de Quevedo continúa siendo útil la monografía de Luis ASTRANA MARÍN, La vida turbulenta de Quevedo. Madrid, 1945. Por razones de espacio, me remito en las cuestiones bibliográficas a la obra dirigida por Gon‑ 

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ción y, al igual que otros autores contemporáneos que al contrario que el no tuvieron una vida y una obra tan determinada por los acon‑ tecimientos, dedicó numerosas páginas, aunque dispersas en sus es‑ critos, a cuestiones relacionadas con el arte de la guerra. Estas alusio‑ nes que, como sucede en Política de Dios, en ocasiones son un tanto extensas, se hallan en obras de contenido político y, al igual que gran parte de su propia vida, son contradictorias, asistemáticas y poco ri‑ gurosas, fruto de su vehemencia y voluntarismo, pero también son expresión de las características de la época que tan activamente co‑ noció. Sin embargo, es posible encontrar en estas obras políticas y filosóficas en prosa referencias y opiniones lo suficientemente impor‑ tantes para intentar establecer, aunque sin pretensiones de exhausti‑ vidad, las líneas generales del pensamiento de Quevedo acerca del arte de la guerra y del fenómeno bélico. La controvertida personalidad, obra y pensamiento de Quevedo han sido objeto de numerosos estudios y análisis que han dado lugar a una importante bibliografía, incrementada con ocasión del cente‑ nario de su nacimiento, que, no obstante, no ha logrado despejar ciertas incógnitas, como la de su encarcelamiento en 1639. Contras‑ ta este rico panorama crítico con la escasa, por no decir nula, aten‑ ción prestada a la concepción quevediana de la guerra y los asuntos militares, algo que se explica antes por el reducido interés que han suscitado estas cuestiones entre los distintos especialistas del Siglo de Oro, un periodo que sin embargo ha recibido un trato privilegiado en comparación con otras épocas, en las que todo lo referente a la guerra ocupa un lugar cuando menos secundario en la bibliografía. El pensamiento de Quevedo en su conjunto está determinado por las dos grandes corrientes que condicionan la idea de la política y de la guerra en la sociedad española del Barroco, en concreto el zalo SOBEJANO: Francisco de Quevedo, el escritor y la crítica, Madrid, 1991, en la que se podrán encontrar las referencias necesarias sobre el escritor.    DÍEZ DEL CORRAL, Luis: La monarquía hispánica en el pensamiento político europeo. De Maquiavelo a Humboldt, Madrid, 1976, p. 16.    SOBEJANO, ob. cit    ECHEVARRÍA BACIGALUPE, M., «La prisión de Quevedo, un enigma histórico», en Historia 16, 226, Madrid, 1995.

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neoestoicísmo y el providencialismo, la idea de la vida pública y la historia sometidas a la religión y los designios de Dios, manifestada en un intenso antimaquiavelismo. Ambas corrientes, una, el neoes‑ toicísmo, más elitista e intelectual que la otra, tuvieron una importan‑ te presencia en todos los sectores de la sociedad hispana, determinan‑ do los análisis de las cuestiones militares realizados por los tratadistas políticos, entre quienes los ejemplos de la visión providencial son muchos, e incluso por los autores especializados vinculados profe‑ sionalmente a la milicia. El resultado fue la aparición desde fines del siglo xvi de un providencialismo bélico, de una idea del ejército y de la guerra sometida a la religión y los designios divinos que tuvo espe‑ cial fortuna y que fue compartida por aquellos que estaban encarga‑ dos de dirigir los asuntos públicos como el rey Felipe IV, firmemente convencido de que su conducta determinaba el curso del conflicto como revelan sus cartas a Sor María de Agreda. El interés por los asuntos bélicos y la importante presencia de este fenómeno en la sociedad hispana dio lugar a la aparición de una doble visión de las cuestiones bélicas que originó una literatura dual en ocasiones coincidente, aunque en esencia y resultado eran muy diferentes. En primer lugar, estarían las obras de los autores especia‑ lizados en el estudio de la guerra y la milicia, en su mayoría soldados    Acerca del senequismo y el neoestoicismo, se puede consultar la bibliogra‑ fía existente en la obra de José Luis ABELLÁN, Historia crítica del pensamiento español. III, Del Barroco a la Ilustración, Madrid, 1981. p. 232. Sobre providen‑ cialismo, ver: Francisco MURILLO FERROL, Saavedra Fajardo y la política del Barroco, Madrid, 1957, p. 120. Enrique TIERNO GALVÁN, «Introducción» a Antología de escritores políticos del Siglo de Oro, de Pedro VEGA, Madrid, 1966, y Ana MARTÍNEZ ARANCÓN, La visión de la sociedad en el pensamiento espa‑ ñol del Siglo de Oro, Madrid, 1987.    MARTÍNEZ ARANCÓN, ob. cit., pp. 63 y ss.; CASTILLO CÁCERES, Fernando, «El Arte de la guerra en el “Príncipe Cristiano”, de Pedro Rivadene‑ yra», en Boletín de Información nº 218, Centro Superior de Estudios de la Defen‑ sa, Madrid, 1990, pp. 61‑70, y «El providencialismo y el arte de la guerra en el Siglo de Oro: la Política Española de Fray Juan de Salazar», en Revista de Historia Militar, nº 75, 1993, pp. 135‑156.    PUDDU, Raffaele, El soldado gentilhombre, Barcelona, 1984, p. 249.    Señala ELLIOTT que el nestoicismo era un punto común entre Quevedo y el Conde Duque de Olivares (»Quevedo and the Count‑Duke of Olivares», en Quevedo in Perspective, ed. de James Iffland, Newark, 1982. pp. 238 y 239).

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o antiguos soldados, que dan lugar a una rica literatura —la estricta‑ mente militar— centrada en el estudio desde una perspectiva técnica de cuestiones especificas, como la artillería, la poliorcética o la disci‑ plina, sin desdeñar tratar de la materia bélica en su conjunto. A estos autores se oponen los distintos escritores y tratadistas que, como una suerte de arbitristas de los asuntos militares, se ocupan de la guerra y del ejército desde una óptica moral y ética con intenciones reformis‑ tas10, ignorando en su mayoría las obras especializadas y sin tener experiencia bélica o administrativa alguna. Con la mejor intención de proporcionar los medios y consejos a la monarquía para triunfar so‑ bre sus enemigos en el desempeño de la misión divina que tienen encomendada, estos autores opinan acerca de asuntos técnicos y pro‑ fesionales que, en el contexto de la guerra y el ejército modernos, requieren una formación específica que no sólo no se ocupan de ad‑ quirir, sino que incluso desprecian. Quevedo, plenamente incluido en este último grupo, es al respec‑ to sumamente ilustrativo debido, entre otras razones, a su estrecha relación y comunión ideológica con Bernardino de Mendoza, brillan‑ te general en Flandes y autor de Teórica y práctica de la guerra (Ma‑ drid, 1595). Este personaje no sólo fue un destacado militar y estudio‑ so, sino también traductor y divulgador de las ideas y las obras de Justo Lipsio, respetado filósofo neoestoico con quien Quevedo man‑ tuvo correspondencia hasta 160611, siendo éste precisamente quien comunicó al maestro flamenco la muerte de Mendoza12. Pues bien, ni siquiera el hecho de que ambos pertenecieran al reducido circulo de los neoestoicos españoles que mantenían contacto con Lipsio, ni la relación que mantuvieron entre sí, que se supone podía impulsar a Quevedo a acercarse a la obra de Mendoza, la cual no es excesiva‑ mente técnica, sirvió para que el escritor adquiriese las nociones y lecturas rigurosas sobre lo que era la guerra y la forma de llevarla a cabo. En lo referente a este fenómeno, Quevedo, quien no sólo no   Quevedo no fue ajeno al reformismo y al auge del fenómeno arbitrista que, por otra parte, tanto criticaba, iniciado con Felipe III. Ibídem, p. 229. 11   ABELLÁN, ob. cit., p. 222. Acerca de Bernardino de Mendoza y la guerra se puede consultar la obra citada de Raffaele PUDDU, donde existen numerosas alusiones dispersas, al igual que la de Antonio CAMPILLO: La fuerza de la razón. Guerra, Estado y Ciencia en los tratados militares del Renacimiento, Murcia, 1986. 12   ASTRANA, ob.cit., p. 103 10

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está influido por Mendoza, sino que, a pesar de su filosofía comparti‑ da, mantiene tesis contrarias a las del ilustre soldado, modelo de no‑ ble y escritor, ofrece una mayor ignorancia que la demostrada hacia la literatura política, que tanto sorprendía a la crítica moderna13. Sin embargo, alguna autoridad acerca de los asuntos de la milicia se debía reconocer en Quevedo pues, en fechas tan tempranas como 1617, el capitán Camilo Catizón14 le envió desde Nápoles un manuscrito en el que le presenta diferentes propuestas sobre cuestiones concretas, como la creación de una milicia para la defensa de las costas italianas, sometiéndolas a su juicio15. Probablemente, la razón de esta iniciativa adoptada por el soldado español residía en la cercanía de que disfru‑ taba Quevedo del virrey de Nápoles, el gran duque de Osuna, y en su prestigio literario, antes que en los conocimientos del escritor sobre el arte de la guerra. Es difícil aceptar, como algunos autores sugieren, que del gesto del capitán Catizón, quien en su carta deja entrever la falta de especialización del escritor, pueda deducirse una reconocida autoridad de Quevedo en las cuestiones bélicas que ni los hechos ni los escritos sugieren16. Esta despreocupación de los autores y tratadis‑ tas políticos hacia la literatura militar probablemente obedecía a la fe mesiánica de muchos de ellos en la bondad de los principios cristia‑ nos aplicados a la guerra, pero también a encontrarse los textos de Maquiavelo en el origen de esta moderna literatura, algo que obligaba a su repudio. El resultado de este desinterés fue la aparición en las obras de los escritores que, aun escribiendo de otras cuestiones, se detenían en los temas del arte de la guerra, de una serie de tópicos orlados con no pocas extravagancias que mostraban su ignorancia ante estos asuntos. La idea que tenía Quevedo de la guerra era la propia del provi‑ dencialismo al uso, manifestado en el despliegue de un intenso beli‑ cismo que se apoyaba en la licitud y santidad de los combates que   DÍEZ DEL CORRAL, ob. cit., p. 16.   ALMIRANTE, José: Bibliografía militar de España, Madrid, 1876, p. 141. 15   ASTRANA MARÍN, Luis (ed.), Epistolario completo de don Francisco de Quevedo y Villegas, Madrid, 1946, Carta XXIV (1617), pp. 41‑45. A partir de ahora se cita como Epistolario. 16   FERNÁNDEZ GUERRA, Aureliano, «Introducción» a Obras de Francis‑ co de Quevedo y Villegas, ed. BAE, Madrid, 1946, vol. XXIII, tomo I, p. LI. 13

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mantenía España y en los triunfos alcanzados frente a turcos y here‑ jes. Para el escritor, la monarquía hispana y su ejército eran un instru‑ mento divino, una circunstancia que daba lugar a numerosas obliga‑ ciones que explican el constante guerrear de los españoles17. En este contexto no resulta extraña la enorme importancia que poseen las fuentes bíblicas en el pensamiento de Quevedo acerca de la guerra, algo muy habitual en la época18, que se revela con especial intensidad en su obra Política de Dios, Gobierno de Cristo. En este libro, Queve‑ do afirma que los únicos preceptos verdaderos del arte militar son los divinos, los cuales se hallan dispersos en las Sagradas Escrituras. Las indicaciones intemporales de Dios sobre las cuestiones militares es‑ tuvieron reunidas en un supuesto Libro de las Batallas del Señor, el cual, según el escritor, fue compilado en tiempos de Moisés por indi‑ cación divina y posteriormente perdido19. Esta fe en la utilidad de los textos bíblicos y en sus enseñanzas se mantiene a lo largo de toda la vida de Quevedo, pues en 1642, a pesar de los desengaños personales y las derrotas nacionales, se refiere al Libro de los Jueces como una inapreciable fuente de tesoros políticos y militares20. No es extraño que ante esta fe en la obra de la divinidad postergue las enseñanzas derivadas de las victorias de Alejandro, César, Escipión o Aníbal y no preste atención alguna a los autores de la literatura militar, excepto al tradicional y popular Vegecio, el único escritor de esta especialidad que cita y el más obsoleto de todos21, unas circunstancias que de nuevo resaltan los escasos conocimientos en la materia que poseía el escritor. Tampoco resulta extraña en el contexto de la época su acti‑ tud, ya anacrónica, que, como veremos, es extremadamente crítica ante las armas de fuego y las fortificaciones cuando afirma que no cuentan ante Dios, a quien, por cierto, adjudica un activo y detallado papel en las tareas bélicas como elegir los oficiales y soldados, escoger sus alojamientos y conceder la victoria22. No obstante, aunque los   QUEVEDO, Francisco de, España Defendida, en Escritos Políticos de D. Francisco de Quevedo, Barcelona, 1941, pp. 12‑13. 18   MARAVALL, ob. cit., p. 370. 19   QUEVEDO, Francisco de, Política de Dios y Gobierno de Cristo, en Obras de Francisco de Quevedo y Villegas, ed. BAE, Madrid, 1946. vol. XXIII, tomo I, pp. 100 y ss. 20   ASTRANA, Epistolario, carta CCXXII (1642), p. 445. 21   QUEVEDO, Política.... p. 101. 22   Ibídem. 17

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éxitos y fracasos dependen de la voluntad divina, señala que es nece‑ sario un esfuerzo por parte de los hombres para obtener la ayuda del Altísimo y alcanzar de esta forma el triunfo23. El providencialismo quevediano —que tiene otra de sus manifes‑ taciones en la idea de España como pueblo escogido24—, es un me‑ sianismo que, a pesar de estar más matizado que en otros autores, se aviene mal con su antisemitismo25 y, aunque está presente en todas sus obras, alcanza sus mayores extremos en Política de Dios, en lo que a cuestiones militares se refiere, lo que confirma su voluntad de su‑ bordinar la política a la religión26. Es necesario resaltar la contradic‑ ción, una más entre las que acostumbra a mostramos, que existe entre el tradicional pesimismo de Quevedo y su senequismo neoestoico, una filosofía del desengaño muy apropiada para un período de difi‑ cultades como es el Barroco27, con el radical optimismo que caracte‑ riza a los providencialistas, cuya confianza en el triunfo de la causa hispana gracias al respaldo divino es ciega28. En suma, se puede con‑ cluir que Quevedo aúna, en lo que a las cuestiones militares se refiere, la opinión de raíz aristocrática y tradición medieval, propia de la pequeña nobleza, con la fe en el carácter misional de la monarquía hispana y en la religión como elemento determinante de la vida polí‑ tica e instrumento de análisis. En consonancia con estas líneas de pensamiento, la concepción quevediana del conflicto descansa en la idea de guerra justa y en lo beneficioso de la misma, al ser todos los combates que mantiene Es‑ paña resultado de los mandatos y designios divinos, lo que les con‑ vierte en una acción lícita y santa29. Para Quevedo, aunque la guerra no es un medio recomendable de actuación política por los riesgos   Ibídem.   Ibídem. 25   TIERNO GALVÁN, ob. cit., p. 14; CASTILLO CÁCERES, «El providen‑ cialismo…», p. 137. 26   LÓPEZ ARANGUREN, José Luis, «Lectura política de Quevedo», en Revista de Estudios Políticos, nº 49,1950, p.160. 27   ABELLÁN, ob. cit., p. 228. 28   MARTÍNEZ ARANCÓN, ob. cit., pp. 63 y ss. 29   QUEVEDO, Política..., p. 106. 23 24

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que trae consigo30, es un fenómeno que dista de ser negativo en sí mismo, siendo ésta una idea que se corresponde perfectamente con una sociedad que experimenta un creciente belicismo desde el final del reinado de Felipe III y en la cual la guerra es una realidad cotidia‑ na y una tarea ejemplar a la que el teatro31 y la pintura32, con lo que de actividad propagandística esto supone, elogiaban sin recato. La vocación guerrera de Quevedo se manifiesta tempranamente en la obra España Defendida (1609), en la cual despliega una serie de argu‑ mentos en favor de la nación española por haberse ejercitado antes que en otra actividad en la profesión de las armas y en la virtud mili‑ tar para limitar la soberbia de los turcos y la insolencia de los here‑ jes33. Así mismo, contrapone la paz, a la que critica y califica de «ma‑ liciosa», con las «santas costumbres de la guerra», señalando que «España nunca goza de paz: sólo descansa [...] del peso de las armas para tornar a ellas con mayor fuerza y nuevo aliento»34. Esta crítica de la paz, que, como veremos no es incompatible con una nefasta valoración de la guerra cuando ésta no es lícita, obedece a considerar este fenómeno como un fruto de la voluntad divina, pues cuando Dios encarga una misión bélica, desear la paz es eludir sus mandatos y evitar la guerra justa. En este contexto advierte Quevedo del malig‑ no efecto que causa en quien ha de combatir el continuo deseo de concordia, cuando afirma que «no hay peor guerra que la que padece el que se muestra codicioso de la paz»35.Esta elevada valoración de la guerra realizada en España Defendida, que se supone es, más que una guerra justa, una «guerra divinal», responde, entre otras considera‑ ciones ya tratadas, a la juventud del escritor y a la todavía hegemóni‑ ca situación de España en el contexto internacional. Continúa expresando Quevedo una elevada beligerancia en obras como El mundo caduco..., donde describe gráficamente desde posi‑   QUEVEDO, Francisco de, El Rómulo, ed. BAE, tomo I. pp. 122 y ss.   DÍEZ BORQUE, José María, Sociología de la comedia española del siglo xvii, Madrid, 1976, pp. 196 y 203. 32   BROWN, Jonathan, y ELLIOTT, John H., Un palacio para el rey. El Buen Retiro y la corte de Felipe IV, Madrid, 1981. 33   QUEVEDO, España..., pp. 12 y 13. 34   Ibídem, p. 13. 35   QUEVEDO, Francisco de, La hora de todos y la fortuna con seso, ed. BAE, tomo I, p. 407. 30 31

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ciones providencialistas el terrible ambiente de los conflictos religio‑ sos del siglo xvii y la idea de la guerra que se había extendido. El discurso que pone Quevedo en boca del duque de Baviera, una aren‑ ga a sus tropas antes de la batalla, compendia de manera tremenda los efectos que tiene en la concepción de la guerra la aplicación de principios misionales y providenciales, los cuales elevan al bando propio a la categoría de ejecutor de los designios de Dios: «... Ea, alemanes: causa es la fe, inquisidores sois, no soldados, tribunal es éste, no ejército», exclama el duque exhortando a sus tropas al rigor y desarrollando una imagen demoníaca del enemigo: «Parte nuestra es la que vamos a cortar, sangre propia derramaremos hoy; mas esta batalla, por guarecer dolencia de todo el imperio semblantes tiene antes de medicina que de batalla: cura es sangrienta, pero provecho‑ sa. La piedad será delincuente contra la salud, el rigor bien intencio‑ nado»36. Esta cita se justifica por la claridad con que refleja el ánimo intolerante e implacable que latía en el conflicto que, con extensa crueldad, azotó a Europa central durante la primera mitad del siglo xvii, y en el que se descubre el aliento característico de las guerras de religión de la anterior centuria. A este respecto es reveladora la ima‑ gen que se transmite de la guerra como medicina necesaria, a pesar del mal que produce, para curar un organismo enfermo, propia de autores providencialistas como Rivadeneyra37, que enlaza con el or‑ ganicismo político habitual en la época que identificaba a la comuni‑ dad con el cuerpo humano. Sin embargo, una vez más el pensamiento de Quevedo al respec‑ to dista de ser homogéneo. Como no podía ser menos en quien par‑ ticipa del neoestoicismo y de una profunda y ortodoxa fe religiosa, posee un verdadero sentimiento nacional y tiene una esencial menta‑ lidad aristocrática, pronto afloran las contradicciones en su idea del conflicto. En Política de Dios afirma que la guerra, «la más perniciosa de las acciones humanas», proviene del infierno y debe servir tan sólo para lograr una paz ininterrumpida, al tiempo que contrapone a Dios, señor de los ejércitos, un Cristo, señor de la paz y rey pacífico, que

36   QUEVEDO, Francisco de, El mundo caduco y los desvaríos de la edad, ed. BAE, tomo I, p 188. 37   CASTILLO, «El arte de la guerra…», p. 65.

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hace la guerra a la muerte, al pecado y al infierno38. Tampoco puede evitar referirse a los horrores de la guerra y a la ferocidad de los sol‑ dados alemanes, aunque los olvide al relatar la victoria de Nordlin‑ gen39, ni dejar entrever un explícito pacifismo en los últimos años de su vida, desengañado por su trayectoria pública y las derrotas de España y cuando apenas hay lugar para el optimismo providencial en la terrible década que se abre en 164040. Por último, sólo queda aña‑ dir a este respecto el carácter de regulador y limitador de la guerra que concede Quevedo a la religión, pues «sin los remedios de la doc‑ trina, será incurable dolencia y contagio rabioso»41. Hay en la obra de Quevedo una intensa preocupación por los efectos negativos que puede acarrear la guerra al reino y por la ame‑ naza que para su seguridad se deriva de lo incierto que es todo con‑ flicto bélico. Esta inquietud se concreta en un temor a los levanta‑ mientos y a los disturbios internos que pudieran desatarse en el contexto de una campaña en la que estuviera empeñada la monarquía y cuyos resultados no fueran la victoria sobre el enemigo. Quevedo parece intuir la quiebra interna de la monarquía de los Austrias, que se desata a raíz de la rebelión de Cataluña y Portugal en 1640, y el rosario de conspiraciones y motines que se suceden en los distintos reinos durante esa década. En el Rómulo (1632), el escritor nos ad‑ vierte con clarividencia, una vez superada la fase optimista de los años 1625 a 163042, que «lo que sucede en las guerras es incierto, y es casi cierto que a las pérdidas suceden los levantamientos», haciendo constar al respecto lo útiles que resultan los ejércitos para «ahogarlos en la cuna» 43. Este temor de Quevedo por las rebeliones está vincu‑ lado a las crecientes actitudes de oposición a la monarquía aparecidas en el siglo xvii y es común a muchos autores de la época, al tiempo que se encuentra en estrecha relación con la opinión mantenida por no pocos tratadistas en favor de las fortificaciones en el interior del

  QUEVEDO, Política ...., pp. 96, 105 y 106.   QUEVEDO, La hora de...., pp. g y 405. 40   ASTRANA, Epistolario..., Carta CCXVI (1642), pp. 437 y ss. 41   QUEVEDO, Política..., p. 106. 42   ELLIOTT, «Quevedo and the Count‑Duke ...», pp. 231 y ss. 43   QUEVEDO, El Rómulo, p 122 38 39

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reino44. Quevedo, quien, como veremos, no otorga mucha importan‑ cia a la poliorcética, se muestra en cambio muy preocupado por las amenazas que sobre la «seguridad del Estado» —un término que no es casual sea empleado por el escritor en el Rómulo45— se derivan de las guerras civiles, pues postran al reino, aunque recuerda que las campañas exteriores ejercitan a los reinos poderosos46. En este senti‑ do, advierte de un requisito esencial para evitar que la guerra sea germen de conflictos y condición indispensable para alcanzar la vic‑ toria, como es el apoyo de los súbditos, sin el cual el príncipe se en‑ frenta al mayor de los enemigos47. En conexión con la valoración que Quevedo lleva a cabo de la guerra, hay que referirse a su actitud hacia la tradicional polémica entre las armas y las letras o, lo que es lo mismo, entre la profesión militar y las actividades jurídico‑administrativas, un debate habitual desde los últimos siglos medievales48. Entre los tratadistas del Siglo de Oro destaca la alta consideración que recibe la carrera de las ar‑ mas prácticamente de manera unánime49, ligada a la elevada estima‑ ción que poseía la noción del ejército, una institución abierta a todos, nobles y plebeyos, depositaria de los valores aristocráticos dominan‑ tes y verdadero sostén de la monarquía y el imperio50, como revelan, entre otras fuentes, las literarias51. La idea de que el ejercicio de las armas ennoblece a quien lo practica es de origen arcaico y estuvo en la base de todo el sistema social en la Edad Media, perdurando du‑ rante los primeros siglos de la modernidad y contribuyendo a la iden‑ tificación entre milicia y nobleza52. En los siglos xvi y xvii son nume‑ rosos los autores, incluidos los tratadistas del arte de la guerra, que, 44   MARAVALL, José Antonio: Estado moderno y nientalidad social, Madrid, 1972, tomo 2. pp. 563‑564. 45   QUEVEDO, El Rómulo, p. 122. 46   ASTRANA, Epistolario.... carta CCIX (164 l), p. 423. 47   QUEVEDO, Francisco de, Marco Bruto, ed. BAE, tomo 1. p. 135. 48   CASTRO, Américo, El pensamiento de Cervantes, Barcelona, 1972, pp. 2 15 y ss.; MARAVALL, José Antonio, Utopía y contrautopía en el Quijote, Santiago de Compostela, 1976, pp. 37‑81. 49   PUDDU, ob. cit., pp. 10 y 185. 50   Ibídem, p. 119. 51   DÍEZ BORQUE, ob. cit., pp. 199 y ss. 52   MARAVALL, Utopía..., pp. 117 y 118.

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como Cervantes, proclaman la superioridad de la carrera militar so‑ bre cualquier otra profesión, así como su carácter aristocrático53. Quevedo no es una excepción, así que, de acuerdo con su genio ro‑ tundo, despliega una intensa y feroz crítica de las letras, paralela a una extraordinaria valoración de las armas, especialmente relevante en La hora de todos. En esta obra, el escritor manifiesta un profundo desprecio por la pasividad, al tiempo que procede a exaltar la acción. Esta preocupación por el dinamismo, por la actividad, antes que por la reflexión54 se traduce en una ferviente defensa de la espada frente a la pluma y en una serie de afirmaciones que no dejan lugar a dudas acerca de sus preferencias. En primer lugar, Quevedo nos advierte que «las batallas dan reinos y coronas, las letras grados y borlas», insistiendo en las diferentes competencias de las dos actividades y sin aparente desdoro para las tareas universitarias, pero poco después despeja todas las reservas que pudieran quedar respecto de la supe‑ rior consideración que posee de la carrera militar. Así, según el escri‑ tor, «las monarquías siempre las han adquirido capitanes y las han corrompido bachilleres. De su espada, no de su libro, dicen los reyes que tienen sus dominios», remachando la idea, por si fuera necesario, con un recurso a la autoridad que proporciona la historia clásica, aunque sólo sea ya una costumbre erudita, al recordar que en la ex‑ pansión de Roma «todo fue ímpetu, nada estudio»55. Aún insiste en su apología de las armas haciéndole exclamar al bey Sinan «yo elijo ser llamado bárbaro vencedor y renuncio que me llamen docto ven‑ cido», pero también deja ver las nefastas consecuencias de la ignoran‑ cia cuando afirma que «pueblo idiota es seguridad del tirano»56. El desprecio por las profesiones y actividades definidas por el saber ju‑ rídico se extiende en Quevedo a otras áreas de conocimiento, una actitud que resulta sorprendente en alguien que realizó estudios uni‑ versitarios —¿o quizás por eso mismo?— y tuvo una intensa activi‑ dad literaria, aunque tal vez en el fondo postergada ante una vocación pública, que siempre se mantuvo, en la práctica, por debajo de su prestigio intelectual.   PUDDU, ob. cit., pp. 149 y 150.   MARICHAL, Juan, La voluntad de estilo. Teoría e historia del ensayismo hispánico, Madrid, 1971, pp. 125 y 126. 55   QUEVEDO, La hora de.... p. 407. 56   Ibídem, p. 409. 53 54

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Para Quevedo, el ejercicio de la profesión militar sería el reflejo de una inclinación personal hacia la praxis y la efectividad, así como la posibilidad de acceder a una noble profesión, definida por las «santas costumbres de la guerra», que tiene además la función de educar a quien no sabe ser buen ciudadano57. El ejército, por tanto, tiene también en el pensamiento del escritor la misión netamente política y de control social de dominar a los indómitos, sujetar las voluntades y acostumbrar a la obediencia58, es decir de crear buenos súbditos. La actitud de Quevedo hacia las armas en la polémica que nos interesa, proviene antes que del rechazo del estudio como activi‑ dad y método de conocimiento, de su identificación con los valores aristocráticos propios de la pequeña nobleza solariega situados fren‑ te a los de la burocracia y los letrados. Así mismo, es la admiración por el duque de Osuna, su héroe y modelo según Marichal, lo que le lleva a preferir la acción a la reflexión y a resaltar en el hombre públi‑ co antes la efectividad y el componente de caballero que el de políti‑ co59. La escasa atención que dedica Quevedo al estudio del arte mili‑ tar procede no tanto de su animadversión hacia las actividades reñidas con la práctica, como de su concepción providencial de la historia, la política y la guerra. A estas razones se puede añadir el aludido espíri‑ tu caballeresco que le caracterizaba y conducía al arcaísmo, también presente en Cervantes60, de valorar por encima de todo la práctica de la milicia como fuente de conocimiento del fenómeno bélico. Este menosprecio de la formación técnica, en una época en la cual la gue‑ rra está plenamente sometida a criterios científicos y de racionaliza‑ ción, y considerar esta actividad antes una habilidad que una ciencia, es una característica común a todos los tratadistas que participan del providencialismo que impregnaba todo en la España del Siglo de Oro61. En Política de Dios hemos visto cómo Quevedo se refiere al imaginario manual divino de estrategia y desarrollo de la guerra que   El término ciudadano lo emplea Quevedo en la acepción más literal, pro‑ pia del Antiguo Régimen, ya que se refiere al habitante de la urbe antes que al sujeto de derechos, opuesto al súbdito, que aparece así denominado de forma general con la Revolución Francesa. 58   QUEVEDO, El Rómulo, p. 118. 59   MARICHAL, ob. cit., pp. 126 y 128. 60   MARAVALL, Utopía...., pp. 67 y 68. 61   LIRA, Oswaldo, Visión política de Quevedo, Madrid, 1948, p. 47; MARA‑ VALL, Estado moderno..., tomo 2, pp. 5 y 11. 57

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titula Libro de las batallas del Señor, al que considera la verdadera fuente de enseñanzas, muy superior a la doctrina de los tratadistas y a las derivadas de las hazañas de los grandes caudillos militares de la historia, mostrando un extremo providencialismo que le permite no ceder a la tentación historicista, habitual en la época, que buscaba argumentos en el pasado clásico. Contrasta este menosprecio quevediano hacia los estudios del arte de la guerra con la opinión dominante en el Barroco, una época en la que la mayoría de los tratadistas militares destacan la importan‑ cia de la teoría para dominar la ciencia militar62. Precisamente, en el siglo xvii se produce un cambio entre aquellos que se aproximan al estudio del fenómeno bélico, especialistas o no, caracterizado por el abandono de perspectivas éticas y jurídicas propias del humanismo, a favor de otras estrictamente técnicas63 que revelan una mayor pro‑ fesionalización y especialización, a la par que una creciente importan‑ cia de la materia bélica y la milicia como objeto de análisis64. Aunque parece evidente la adversa opinión de Quevedo hacia el estudio del arte de la guerra, tampoco nos evita el escritor su aspecto más contra‑ dictorio cuando en Marco Bruto señala que «el arte militar se ha con‑ federado con la lección»65, ofreciendo como modelos dignos de imi‑ tación a ilustres capitanes que, como Julio César, combinan estudio y acción, «hacer y decir». Esta repentina valoración del estudio, que no obstante dista de ser una estimación científica de la guerra, vuelve a poner de manifiesto la preocupación de Quevedo, resaltada por Ma‑ richal, hacia todo lo que en este campo sea pasividad, pues el estudio aparece como una virtud complementaria de otra esencial como es la práctica, el combate, de las que adornan al príncipe. Tampoco es casual que esta positiva referencia a la formación teórica se lleve a cabo desde una óptica más historicista que providencialista, como es precisamente la que ofrece en Marco Bruto. Sin embargo, y a pesar de este párrafo inspirado tal vez por la creciente intensidad y compleji‑ dad que experimentó la guerra durante el primer tercio del siglo xvii,

  PUDDU, ob. cit., p. 266 y nota 89.   MARAVALL, Teoría española..., p. 266. 64   CAMPILLO, ob. cit. 65   QUEVEDO, Marco Bruto, p. 136 62 63

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lo que permanece es el criterio más habitual de Quevedo, próximo a las tesis providenciales como las mantenidas en Política de Dios. Cercana a esta consideración de la guerra y el estudio se halla la actitud de Quevedo ante la técnica y su aplicación bélica. Una vez más, el escritor ofrece su aspecto más tradicional y, en plena revolu‑ ción científica como la que se estaba produciendo desde fines del si‑ glo xvi, desprecia los avances técnicos. Esta actitud ha llevado a algu‑ nos autores a sugerir que el escritor apreciaba antes la magia que la ciencia66, algo que quizás puede ser un tanto exagerado, aunque exis‑ ten testimonios del propio Quevedo67 que refieren su interés por es‑ tos saberes que, no se olvide, representaban una vía alternativa de conocimiento e interpretación del mundo desde finales de la Edad Media, muy apreciada durante el Barroco. Creemos, sin embargo, que el escaso interés, cuando no el desdén, del escritor hacia la técni‑ ca procede de la mentalidad aristocrática y de su providencialismo esencial, de su convencimiento de que todo depende y está determi‑ nado por la voluntad divina antes que por otros presupuestos. No obstante, este parecer está lejos de ser unánime entre los autores pro‑ videncialistas pues Fray Juan de Salazar, considerado el prototipo de todos ellos, manifiesta un vivo interés hacia la aplicación militar de los descubrimientos científicos, en concreto hacia las armas de fue‑ go68. Por el contrario, Quevedo, en la mayoría de sus obras muestra un menosprecio hacia las cuestiones técnicas más generales, que tiene su expresión más acabada en un famoso párrafo de La hora de todos dedicado al anteojo de los holandeses, al que califica de «chisme y espía de vidrio», dejando claro que ese «instrumento revoltoso...no puede ser bienquisto del cielo»69. Semejante talante ofrece el escritor ante la muestra más acabada de la aplicación de la ciencia a la guerra como es la artillería. Esta nueva arma está contemplada en la obra de   FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel, La Sociedad española del Siglo de Oro, Madrid, 1984, p. 798. 67   Quevedo, en una carta al Conde Duque de Olivares, le comunica que posee y tiene en gran estima un manuscrito de Enrique de Villena, en lo que pa‑ rece es un interés que supera el exclusivamente literario. Epistolario..., p. 229. 68   CASTILLO, «El providencialismo…», p. 143. Acerca de la polémica so‑ bre las armas de fuego, ver José Antonio MARAVALL, Antiguos y modernos, Madrid, 1966, pp. 37 y ss. 69   QUEVEDO, La hora de.... p.410. 66

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Quevedo desde la óptica más tradicional, propia de la mentalidad aristocrática, aunque el escritor no puede evitar reconocer su eficacia bélica al afirmar que su empleo concede más victorias al certero que al valeroso70. La visión que poseía Quevedo de las armas de fuego coincide con la opinión, generalizada hasta bien entrado el siglo xvii, que las concebía como una «invención infernal», uno de cuyos máxi‑ mos exponentes es Miguel de Cervantes, prototipo de defensor de la milicia como ejercicio de la vida caballeresca, de la que el Quijote es un buen ejemplo71. En estas cuestiones una vez más se pone de manifiesto la vinculación que existe en Quevedo entre la idea aristocrática de la milicia y la guerra con el providencialismo bélico, que desemboca en una desconsideración hacia arcabuces, mosquetes y artillería. Con anterioridad hemos señalado la escasa importancia que con‑ cedía Quevedo a las fortificaciones dentro del desarrollo del comba‑ te, en contraste con su intensa preocupación por la seguridad interna de la monarquía y los levantamientos a que pudiera dar lugar un ne‑ gativo desarrollo del conflicto. A este respecto, el escritor no deja de reconocer la utilidad de las fortalezas situadas en el interior del reino a modo de advertencia para los revoltosos, una opinión compartida por contemporáneos como el tacitísta Álamos de Barrientos, aunque muestra su desconfianza hacia la seguridad que pueden aportar las plazas fronterizas ante ataques externos. Este recelo hacia las fortifi‑ caciones en su aplicación moderna, es decir, formando parte de un sistema activo de defensa72, que en muchos casos coincide con Ma‑ quiavelo, contrasta con la nueva concepción de la poliorcética y con la cada vez más numerosa y unánimemente favorable opinión espe‑ cializada hacía la misma, como ponen de manifiesto la aparición en el primer tercio del siglo xvii de las primeras obras de tratadistas mili‑ tares dedicadas monográficamente a la cuestión de las fortalezas73 y la fiebre constructora desatada. Los providencialistas no fueron una excepción en esta polémica e influidos por el concepto de Jerusalén defendida, es decir, por el espíritu de defensa de la Cristiandad ante turcos y herejes que inspiraba a la monarquía de los Austrias, algu‑   Ibídem., p. 408.   MARAVALL, Utopía..., pp. 137 y ss. 72   MARAVALL, Estado moderno..., tomo 2, p. 553. 73   CASTILLO, «El providencialismo...», pp. 141 y 142. 70 71

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nos, como Fray Juan de Salazar, mostraron su apoyo entusiasta al empleo de fortalezas, aunque otros, como Pedro de Rivadeneyra, mantuvieran opiniones enfrentadas a esta arquitectura bélica74. Que‑ vedo, como hemos visto, una vez más oscila entre las ventajas de mantener los baluartes interiores, a pesar de considerar que incitan a los levantamientos, y el desprecio hacia las plazas fronterizas, una moda de la época a la que no concede ningún valor militar75. Al final se impone en el escritor la tesis providencialista, que inspira el me‑ nosprecio de la técnica, y su idea aristocrática de la guerra que le lleva a preferir, como veremos, el movimiento y el ataque a la defen‑ siva, Así, cuando afirma que «no hay baluarte ante Dios»76, expone rotundamente su opinión hacia las fortificaciones en coherencia con los presupuestos que acabamos de señalar y coincidiendo con la idea tradicional del castillo, considerado residencia del caballero antes que lugar de combate desde finales de la Edad Media77. Teniendo en cuenta todo lo tratado hasta este momento, no re‑ sulta extraño que el modelo de ejército descrito por Quevedo sea el que podemos denominar «modelo bíblico», inspirado en las Sagradas Escrituras y en concreto en la milicia de David, un prototipo atempo‑ ral al que no le afectan, según afirma expresamente, ni las nuevas máquinas de fuego ni las diferentes fortificaciones, y acerca de cuya indiscutible bondad nos recuerda que, si resulta impracticable, es a causa de la distracción de aquellos que se dedican a la guerra, no a sus defectos78. Una vez precisados los criterios esenciales que han de definir al ejército ideal, Quevedo pasa a ocuparse de algunos aspectos más concretos de la milicia. El escritor expresa su preferencia por un ejército voluntario, reducido y selecto, ya que la «multitud es confu‑ sión y la batalla requiere orden», al cual opone, como ejemplo de hueste numerosa y poco efectiva, las tropas de Jerjes79. La selección de los soldados se hará entre aquellos que se alisten, admitiéndose en filas sólo a los más valerosos para conseguir pocos pero buenos com‑   Ibídem, p. 141 y «El arte de la guerra...», p. 70.   QUEVEDO, El Rómulo, p. 122. 76   QUEVEDO, Política..., p. 101. 77   MARAVALL, Utopía..., p. 64. 78   QUEVEDO, Política..., p. 100. 79   Ibídem, p. 98. 74 75

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batientes que acudan a las armas por las afrentas hechas a su nación o al ejército de Dios80. No obstante, en Quevedo se impone el realis‑ mo y, aunque los soldados de pago no son de su agrado, admite el sueldo de las tropas. Más decidido se muestra al rechazar los solda‑ dos reclutados forzosamente, a los cuales «no manda Dios que se alisten», recalcando que «para disponer las victorias se han de [...] escoger y atraer a si a los valerosos y aptos para la guerra y no traer a ella por fuerza a los viles»81. En suma, el ideal del escritor es un ejér‑ cito reducido y eficaz en el que la movilidad sea característica esen‑ cial, unos rasgos de evidente modernidad que contrastan, una vez más, con otras actitudes quevedianas claramente tradicionales. A este respecto, todo debate acerca de la esencia del ejército en Quevedo parece que puede quedar invalidado con afirmaciones que, a fuerza de radicales, pueden resultar cómicas, como sucede al sentenciar que «Dios, con alistar mosquitos vence», tras lo cual queda la sensación de que es innecesaria la existencia de una milicia como instrumento de la divinidad y como medio para triunfar sobre los enemigos de la cristiandad82. Sin embargo, pronto nos recuerda que los medios hu‑ manos para defender las causas divinas son tan necesarios como el esfuerzo, por lo que el concurso de los soldados resulta insustituible en el desarrollo de la guerra justa. La dirección del ejército es una cuestión a la que Quevedo, al igual que muchos autores de la época, concede bastante importancia, como pone de manifiesto el dedicarle casi en su totalidad el capítu‑ lo XXII de su Política de Dios. A este respecto, el escritor parte de los inevitables presupuestos providencialistas que inspiran su pensa‑ miento al señalar que el Capitán General lo elige Dios83. La relevancia que adquiere la cuestión del mando en la idea quevediana sobre el arte de la guerra también aparece en un contexto distinto del provi‑ dencialismo que inspira Política de Dios84, aunque es en esta obra donde establece las líneas generales obre el asunto. Quevedo reco‑ mienda extremar la precaución en la elección del general y, aunque   Ibídem, pp. 102 y 103.   Ibídem. 82   Ibídem, p. 99. 83   Ibídem, p. 97.. 84   QUEVEDO, El Rómulo, p. 123. 80 81

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no señala con claridad cuáles han de ser los criterios que han de re‑ girla, sugiere como virtudes necesarias del jefe militar la experiencia y la especialización85. En el primer caso, nos encontramos con una virtud unánimemente apreciada a lo largo de los siglos xvi y xvii por todos aquellos —especia­listas o no— que se ocupan de las cuestiones militares. Son, por tanto, nu­merosos los testimonios, incluidos los de autores providencialistas, que sur­gen respaldando la experiencia como requisito necesario del buen oficial y del correcto ejercicio del mando86. Tan generalizada estaba esta opinión que incluso en medios oficiales se consideraba a la práctica condición necesaria para condu‑ cir el ejército, como pone de manifiesto el Consejo de Estado al diri‑ girse a Felipe III el 15 de julio de 1600 comunicándole que no encuen­ tra persona en quien «concurra la grandeza con la práctica y la experiencia que se requiere para gobernar el exército»87. Esta desme‑ surada confianza en todo lo vinculado con la praxis demuestra un evidente menosprecio por el estudio y la teoría, una consideración de la guerra más cercana a la habilidad que a la ciencia, así como un pragmatismo y un realismo que dio lugar en el Siglo de Oro a un empirismo superficial, incapaz de llegar a causas generales88. La esti‑ mación de la experiencia como un valor supremo y de los hechos como una fuente de enseñanzas insustituible se encuentra vinculada con el maquiavelismo que afectó incluso a aquellos que lo combatían. Los princi­pios del florentino que presentaban la actividad política como una conve­niencia práctica alejada de la moral fueron nominal‑ mente repudiados, pero esta consideración se fue abriendo paso a otros campos adyacentes a la ac­tividad pública como es el arte de la guerra. A ello contribuyó el tacitismo, la corriente surgida en España e Italia que teóricamente permitía combinar práctica política y prin‑ cipios morales sin recurrir al autor toscano. Continúa Quevedo refiriéndose al general que ha de conducir al ejército, insistiendo en que éste ha de situarse al frente de sus tropas,   QUEVEDO, Política, p. 104; La hora de…, p. 424.   PUDDU, ob. cit., pp. 160, 266 y ss 87   MARAVALL, José Antonio: Poder, honor y elites en el siglo xvii, Madrid, 1979, p. 209. 88   MARAVALL, José Antonio: «Maquiavelo y maquiavelismo en España», en Estudios de Historia del Pensamiento Español. Siglo xvii, Madrid, 1975. p. 53. 85 86

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ya que su misión no sólo es dirigirlas, sino también encabezarlas89. Esta concepción del mando ejercido personalmente en plena batalla es una muestra de la idea aristocrática de la guerra de la que partici‑ paba el escritor, quien extiende la obligación de situarse al frente del ejército al propio príncipe90, una exigencia ampliamente compartida por la literatura militar y política del siglo xvii, ya que se supone era un medio de fortalecer los lazos de obediencia de los súbditos91. Aun‑ que Quevedo alude a este deber como consecuencia de un precepto bíblico, no se puede olvidar su inclinación hacia aquellos principios aristocráticos todavía vigentes que insistían en que el rey no renun‑ ciase a su condición de caballero, una figura que encarnaba a la per‑ fección Carlos I, un monarca ponderado por el escritor y al que con‑ sideraba modelo de rey y guerrero92. Esta imagen de la realeza, que parecía había desaparecido a fines del siglo xvi tras el reinado de Felipe II, quien sólo estuvo presente en la batalla de San Quintín y que concibió los asuntos de Estado desde una óptica moderna, diri‑ giéndolos desde un despacho situado en un lugar concreto y definiti‑ vo, es decir, la capital, rebrota con fuerza en obras de autores como Bernardino de Mendoza93. Sin embargo, esta resurrección de la figu‑ ra del rey guerrero, del miles christianus, resultó efímera, pues aun‑ que cierta opinión persistía en exigir al príncipe que encabezase sus ejércitos, se hacia teniendo en cuenta cuestiones ajenas a la religión y a las normas de la Caballería como son el fortalecimiento de los vín‑ culos con los súbditos y la finalidad, de claro contenido militar, de mantener la moral de los soldados94. Al mismo tiempo, esta opinión reflejaba una mentalidad absolutista que exigía la continua presencia del monarca en todas las manifestaciones estatales. La singularidad de la guerra y los peligros que se derivan de la misma para la divina   QUEVEDO, Política..., p. 96.   QUEVEDO, La hora de..., p. 413. 91   MARAVALL, Teoría española..., p. 348. 92   QUEVEDO, Política.... p. 89; ELLIOTT, John H., «Poderes y propagan‑ da en la España de Felipe IV», en Homenaje a José Antonio Maravall. Madrid, 1985. tomo II, p. 19; FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel, «Otra lectura de Que‑ vedo», en Homenaje a José Antonio Maravall, Madrid, 1985, tomo II, p. 88. 93   PUDDU, ob. cit., p. 61 y ss. y 146. 94   Baltasar Gracián afirma rotundamente que «el ver sus soldados un Rey es premiarlos y su presencia vale por otro ejército». Cit. MARAVALL, José Antonio, Teoría Española... p. 348. 89 90

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figura regia, junto a la progresiva distancia que se establecía en el Estado moderno entre personas y funciones, fueron las que llevaron al conde duque de Olivares, verdadero paladín del poder absoluto en España, a rechazar la presencia del rey en el campo de batalla, lo que contrasta con la opinión generalizada en la época, coincidente con la de Quevedo95. Prosigue el escritor refiriéndose a otras virtudes que han de ador‑ nar al general, destacando entre todas la fortuna, una cualidad a su juicio esencial para dirigir los asuntos de la guerra y los negocios políticos96, reconocida corno tal por prácticamente todos los escrito‑ res políticos y militares97. Así mismo, señala a la especialización como una de las cualidades necesarias del general98, lo que parece sugerir una concepción moderna del ejército al reconocer la singularidad de cada una de las armas. Sin embargo, este contenido desaparece al indicar más tarde que quien ha combatido en infantería no debe mandar la caballería, dejando ver que es la experiencia adquirida en cada una de las armas la razón de la especialización y no su estudio. En lo relativo a la selección del capitán general, Quevedo no aporta apenas nada fuera de la citada enumeración de las virtudes que ha de poseer, pero sí es importante señalar su actitud manifiestamente an‑ tinobiliaria a la hora de escoger al responsable y considerar su capa‑ cidad militar. Esta postura crítica, que contrasta con su condición de miembro de este grupo social, muy probablemente responde al fra‑ caso de la nobleza como elite militar en la monarquía de los Austrias, expresamente reconocido por el conde duque de Olivares99, y a la tradición existente entre los tratadistas de literatura militar de valorar antes el mérito que el linaje, mostrándose muy rigurosos a la hora de considerar la condición nobiliaria como requisito para dirigir los ejér‑ citos100.

  ELLIOTT, «Poderes...», p. 29.   QUEVEDO, La hora de..., p. 424. El Rómulo..., p.125. 97   CASTILLO, «El providencialismo...», pp. 148‑150. 98   QUEVEDO, Política..., p. 104. 99   PUDDU, ob. cit., pp. 53, 160 y ss. 100   Ibídem, pp. 161 y ss. 95 96

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En sus obras, Quevedo se muestra extremadamente crítico con la escasa capacidad militar de la nobleza, una virtud que debía caracte‑ rizarla y cuya ausencia es buen ejemplo de la pérdida de su espíritu guerrero y de su inclinación por los ambientes palaciegos. Esta insu‑ ficiente preparación, señalada por todos los autores, con especial acritud y rigor por aquellos que son antiguos soldados101, e incluso por personalidades como el propio Olivares, es, a juicio de Quevedo, responsable de las derrotas de la Armada Invencible y de Alcazarqui‑ vir102. El escritor no duda en reiterar los peligros derivados de llevar a la nobleza unida a la batalla, pues «la nobleza es peligrosísima por‑ que ni sabe mandar ni obedecer»103 y además «inducen confusión y ocasionan ruina» porque «no sabiendo mandar, no quieren obedecer y estragan en presunciones desvanecidas la disciplina militar»104. Concluye de forma incontestable cuando señala que «los particulares no han de dar las armas a los locos, ni los reyes a los nobles»105, lo que significa un paso más en el rechazo de las funciones militares de la nobleza, ya que supone antes una desconfianza en su fidelidad que dudas acerca de su capacidad. Esta opinión era ampliamente com‑ partida en los medios políticos cercanos al conde duque en que se movía Quevedo, pues si ya Felipe II procuró dividir a la aristocracia, con Felipe IV se incrementó la desconfianza al nombramiento de los grandes para mandar las milicias provinciales o ser nombrados para cargo alguno en sus señoríos. En este sentido se orientó la política de Olivares, cuyas directrices generales quedaron enunciadas de forma explícita en el memorándum de 1625106. A pesar de todo, el recelo existente hacia la nobleza se debilita ante las exigencias de la seguri‑ dad interna del reino, una de las grandes preocupaciones de la época y del propio Quevedo, como hemos visto con anterioridad. Este te‑ mor es lo que lleva al escritor a pasar por alto sus críticas hacia la nobleza y a recomendar que la parte menos experimentada del esta‑ mento se quede en el reino «para freno de los hervores populares»,   QUEVEDO, Política..., p. 99.   Ibídem. 103   QUEVEDO, La hora de..., p. 413. 104   Ibídem. 105   Ibídem. 106   THOMPSON, I. A. A, Guerra y decadencia. Gobierno y administración en la España de los Austrias, 1560‑1620, Barcelona, 1981, p. 192. 101 102

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es decir, en labores de orden público107. La inquietud por la seguri‑ dad de la monarquía y la fidelidad del ejército de nuevo reaparece cuando, al señalar la utilidad de las tropas para ahogar los levanta‑ mientos, muestra su temor por la posibilidad de que los generales, pertenecientes o no a la nobleza, pudieran hacerse con el poder108, poniendo en evidencia que no son sólo los nobles aquellos de quienes cabe dudar acerca de su fidelidad109. El sentimiento crítico hacia la nobleza existente en el segundo tercio del siglo xvii se entiende mejor si a lo anterior añadimos la mala disposición que tenía el estamento para ir a la guerra alegando la falta de recompensas110, una actitud que choca con la justificación de la posición de este grupo social, precisamente la función guerrera, y que desata la desconfianza de la mayoría de la población castellana hacia su sistema de formación e incluso de reclutamiento y compor‑ tamiento111. Quevedo, quien asiste al paulatino desentendimiento de la nobleza de los asuntos bélicos, sin embargo critica antes su incapa‑ cidad que su absentismo, consecuente en este último caso con su idea de ejército voluntario y selectivo, y de acuerdo con su condición de caballero, comparte la opinión muy extendida de que el linaje no es ningún valor militar. En este sentido, el escritor participa de la idea que durante los siglos xvi y xvii identifica al militar con el caballero hidalgo, modelo dominante de soldado que ha dejado su impronta en la sociedad española hasta bien entrado el siglo xix112. Teniendo en cuenta la opinión de Quevedo hacia la capacidad militar de la noble‑   QUEVEDO, La hora de…, p. 413.   QUEVEDO, El Rómulo, p. 122. 109   La marcha sobre Madrid realizada por Juan José de Austria con su ejér‑ cito desde Cataluña para obligar a Carlos II a destituir al padre Nithard, que Maravall considera el primer pronunciamiento de la historia de España, demues‑ tra lo fundado de estas reservas. 110   Ver las cartas de jesuitas al respecto estudiadas por José Antonio MARA‑ VALL en La cultura del Barroco, Madrid, 1975. p. 119. Se puede consultar tam‑ bién de Antonio DOMÍNGUEZ ORTIZ, La sociedad española en el siglo xvii, Madrid, 1963, pp. 272‑274. 111   MARAVALL, Poder, honor…, p. 211. 112   PUDDU, ob. cit., p.176. La preferencia de Quevedo hacia los soldados hidalgos no le impide criticar a los valentones que presumen de imaginarias ha‑ zañas (Historia de la vida del Buscón, ed. BAE, tomo I, p. 512, cap. 2, l. 29). 107 108

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za y si recordamos su elevada consideración de la experiencia, no resulta extraño que sugiera que no se otorguen recompensas ni se encomiende la dirección del ejército a nadie fuera de la milicia, una opinión que ya debía estar arraigada en su tiempo, pues autores como Mateo López Bravo protestan de la concesión de mandos y ascensos a individuos que no son soldados, en evidente alusión a la nobleza. De acuerdo con lo anteriormente referido, el escritor opinaba que el capitán general debía surgir, tras la elección divina, de entre los ofi‑ ciales que constituían la esencia del ejército y donde, tras servir en sus filas, adquirían la necesaria experiencia que les proporcionaría el ba‑ gaje necesario para ejercer el mando. Nada hay en Quevedo sobre la necesidad del estudio de la guerra por parte de los generales ni acer‑ ca de su linaje, como ocurre en los providencialistas, quienes refieren con idénticas imágenes literarias —«esmalte sobre oro»— las venta‑ jas de la unión de la nobleza y la experiencia, como elementos deter‑ minantes de ascensos y recompensas. El interés de Quevedo hacia las cuestiones relacionadas con el arte de la guerra no se limitaba a los temas más globales, sino que se extendía a asuntos tan concretos como los relativos a la táctica y el combate. En este caso, de nuevo reincide en su visión providencialis‑ ta al recomendar por encima de todo la oración y la santidad como método idóneo para alcanzar la victoria, así como la aplicación de las divinas enseñanzas al respecto que se encuentran contenidas en las Sagradas Escrituras113. La enunciación de estos principios generales no le impiden valorar aspectos particulares como la importancia del conocimiento del terreno114, ni mostrarse firme partidario en cuestio‑ nes tácticas de la maniobra frente al estatismo al declarar que «toda esperanza está en el movimiento»115. Esta preferencia se complemen‑ ta con una coherente inclinación hacia la ofensiva, máxima expresión de la movilidad del ejército, que le lleva a despreciar la prudencia, una de las virtudes tradicionales del general desde la antigüedad y que es paulatinamente apreciada por los tratadistas. Para el escritor, el miedo a la derrota es la perdición del capitán, y señala que «siem‑ pre combate aquel que cree vencer siempre; mas quien duda se de‑   QUEVEDO, Política..., p. 100.   Ibídem, p. 101. 115   Ibídem: El Rómulo, p. 118. 113 114

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fiende, no combate»116. En el origen de este rechazo de la prudencia se encuentra, una vez más, la concepción caballeresca de la guerra, la cual desdeña los avances técnicos y todo enfrentamiento que no sea en campo abierto, compartida por Quevedo, quien, como hemos vis‑ to, apenas valora las fortificaciones, lo que contrasta con la creciente atención que dedican los tratadistas a la poliorcética y el papel que juega en los conflictos. La valoración del riesgo y la critica de la cautela que se encuentra en la obra quevediana se puede relacionar también con la mentalidad señorial que en muchos aspectos le inspira y en la cual apenas tiene cabida una virtud tan tradicional como la prudencia, cuyo origen no es aristocrático, sino específico de la actividad política117, lo que ex‑ plicaría que el escritor no la incluyese entre aquellas características exigibles al general. En este contexto, resulta extraño que el escritor cite a la disciplina como una de las virtudes del soldado118, pues es ésta una virtud que tiene un carácter esencialmente colectivo, propio de la época moderna, que contrasta con otros rasgos, como el valor y la experiencia, de neto contenido individual, que definen la figura del caballero soldado. Quizá fuera la necesidad de mantener el orden en la batalla que exigían los modernos ejércitos y que, como hemos vis‑ to, ensalzó el escritor en Política de Dios, o la desobediente actitud de la nobleza, a la que acusa reiteradamente de rebelde, lo que llevó a Quevedo, en sintonía con la mayoría de los tratadistas de su época119, a considerar la obediencia, una capacidad que se aviene mal con la figura del caballero que tan bien encarnaba Don Quijote120, entre las virtudes del militar. Sin embargo, lo más probable es que el escritor concediera esta importancia a la disciplina a causa de su temor a los motines de las tropas y al paso de los ejércitos, una desconfianza muy común desde la Edad Media121 que a menudo se veía confirmada   Ibídem, p. 122.   PUDDU, ob. cit., p. 55. 118   QUEVEDO, La hora de..., p. 411. 119   PUDDU, ob. cit., p. 242; CASTILLO, «El providencialismo...», p. 142. 120   MARAVALL, Utopía..., pp. 59 y 60 121   DELUMEAU, Jean: El miedo en Occidente, Madrid, 1989, p. 246. El autor señala el ancestral temor que existía en Europa al paso de los ejércitos a causa de los pillajes y tropelías que cometían. Aunque los saqueos siempre fueron habituales, probablemente este temor se exacerbó hasta convertirse en parte del 116 117

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cuando se producían retrasos en el pago a los soldados122. A este respecto muestra enorme preocupación ante el tránsito de las tropas, las cuales pueden ser «peores para sus huéspedes que para sus ene‑ migos», por lo que la disciplina conseguiría evitar los saqueos y la conversión de los soldados de la monarquía en lo que denomina «ejércitos delincuentes»123. En este caso se trata de una concepción tradicional de la misma, ya que hace hincapié antes en las medidas que evitan excesos, robos y agravios, que en el orden y el adiestra‑ miento que permiten convertir al soldado en parte de un todo. Para finalizar este asunto, hay que señalar que la inquietud de Quevedo por el comportamiento del ejército es una manifestación más de las relaciones entre civiles y militares, uno de los temas recurrentes entre los autores que se ocupan de la guerra y el ejército durante el Siglo de Oro. Una vez más, podemos encontrar al Quevedo contradictorio si contrastamos las opiniones propias del hidalgo convencido de que la guerra hay que llevarla a cabo en campo abierto, con arrojo y siempre acometiendo al enemigo, el cual muestra un soterrado desprecio por las armas de fuego, con manifestaciones en las que se muestra tole‑ rante con el uso de ardides y estrategias. En Política de Dios, una obra que por su vocación antimaquiavelista y voluntad de someter la polí‑ tica a la religión no parece ser la más óptima para estas afirmaciones, Quevedo nos recuerda que en la causa de Dios cualquier medio es válido124, reiterando en el Rómulo que «todo es lícito, menos lo que es ilícito»125, equívoco enunciado que deja abierta las puertas a todas las interpretaciones y valoraciones. Estas aseveraciones favorables al empleo de cualquier medio para llevar a cabo la guerra contrasta con la actitud que mantenía el escritor en 1618 cuando, inmerso en plena actividad pública y en una época en la que todavía había lugar para subconsciente colectivo a raíz de la actuación de las compañías de mercenarios durante la Guerra de los Cien Años y, en especial, en el último tercio del siglo xiv. Un ejemplo local e ilustrativo de este asunto se puede ver en el trabajo de Pilar AZCÁRATE AGUILAR‑AMAT, «El azote de las Compañías y sus estragos en Navarra (1366‑1367)», Hispania, 177, 1991, pp. 73‑101. 122   PUDDU, ob. cit., pp. 199 y 203. 123   QUEVEDO, Política, pp. 101 y 102. 124   Ibídem, p. 98. 125   QUEVEDO, El Rómulo, p. 124

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el optimismo y, por tanto, se podían sostener posturas providencia‑ listas sin que los hechos tozudamente los rebatieran, critica los ardi‑ des y estrategias. En esta ocasión, Quevedo contraponía la forma de combatir del duque de Saboya con la del virrey Osuna, de quien de‑ cía «ha hecho la guerra tan noblemente y tan en descubierto con tanto valor que no ha tenido necesidad de estos levantamientos»126. La cuestión de la ocultación, el disimulo y los engaños en la vida política y la guerra fue uno de los principales caballos de batalla de maquiavelistas y antimaquiavelistas y motivo de constantes enfren‑ tamientos. El debate planteaba enormes problemas a estos últimos, quienes se veían obligados a realizar verdaderos equilibrios dialéc‑ ticos para rebatir las tesis del florentino, respetar las exigencias de una ortodoxia religiosa aplicada a las manifestaciones sociales y adaptarse a las servidumbres del fenómeno bélico, el cual mostraba de forma evidente que poseía reglas específicas de funcionamiento ajenas a la moral. No obstante, y en esto Quevedo no es una excep‑ ción, la realidad se impuso de tal manera que los distintos autores fueron paulatinamente adaptándose a los requerimientos de la gue‑ rra y la política, aceptando una serie de iniciativas que confirman la existencia entre los escritores militares de un maquiavelismo ocasio‑ nal, en términos de Maravall, lo que corrobora que la materia bélica es propicia para aceptar las exigencias de la razón de Estado127. Uno de los primeros postulados contrarios a la ética cristiana, cuya asun‑ ción se acaba generalizando incluso entre los providencialistas, es la licitud de fraudes y ardides, cuando no la explícita recomendación de su uso en la guerra, como hace el Padre Rivadeneyra. Quevedo, aunque critica las artes de disimulo tan ponderadas por Maquiave‑ lo y quizás influido por el intento de Justo Lipsio de graduar los casos de engaño dividiéndolos en leves, medios y graves, acaba por admitir en el ejercicio de la guerra el uso de estrategias no muy acordes con los principios evangélicos128. La obra del influyente fi‑ lósofo flamenco, muy interesado en las cuestiones relacionadas con el arte militar y buen conocedor de Maquiavelo, fue probablemente un elemento decisivo a la hora de inclinar a Quevedo a aceptar los   ASTRANA, Epistolario..., carta LIII (1618), p. 2   MARAVALL, Teoría española..., p. 269. 128   Ibídem, p. 256. 126 127

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ardides en la práctica del combate129. También conviene recordar que otro neoestoico como Bernardino de Mendoza, al que ya hemos aludido repetidas veces, defiende el uso de estrategias y astucias en las campañas, lo que demuestra lo extendida que estaba la aproba‑ ción de estos actos130. Todo ello pudo pesar en el ánimo del escritor para impulsarle a aceptar el inevitable recurso a disimulos y fingi‑ mientos en la guerra, aunque esto significara una quiebra en el so‑ metimiento de esta actividad. La victoria, la razón última del combate y la guerra, no está ase‑ gurada a pesar de que los ejércitos de la monarquía defienden a la Cristiandad, así que, según Quevedo, se ha de merecer para que Dios la conceda. La santidad, la oración y la conducta virtuosa de quienes dirigen y constituyen el ejército son según el escritor, medios adecua‑ dos para alcanzar el triunfo el cual, nos vuelve a recordar, es Dios quien lo otorga131. Fiel a la idea providencialista de que la victoria la facilita la verdad, es decir, la defensa de la religión132,Quevedo distin‑ gue entre dos tipos de éxitos militares133. En primer lugar, están los dictados por la furia, locura, ambición y venganza, motivos injustifi‑ cados que no corresponden a la idea de guerra justa y son ajenos a los sagrados deberes que impone la defensa de la religión. Entre los ejemplos de estos triunfos que proporciona la historia, cita las victo‑ rias de Alejandro, Escipión, Aníbal y César. Estas figuras de la anti‑ güedad clásica eran consideradas habitualmente modelos dignos de imitación e inspiración por los tratadistas militares, aunque a fines del 129   Justo Lipsio fue autor de dos obras acerca del arte de la guerra: De Militia Romana, un comentario de Polibio, y Poliorceticon, que muestran su relación con Maquiavelo y los clásicos grecolatinos. Su pensamiento en cuestiones bélicas in‑ fluyó en los holandeses, a quienes familiarizó con las ideas del florentino sobre la guerra. Ver J. R. HALE, Guerra y Sociedad en la Europa del Renacimiento. 1450‑1620, Madrid, 1990, pp. 69, 82 y 279, Antonio TRUYOL Y SERRA, Histo‑ ria de la Filosofía del Derecho y del Estado, Madrid, 1976. vol. 2º, pp. 85 y 86, Gunter E. ROTHENBERG, «Mauricio de Nassau, Gustavo Adolfo, Raimundo Montecuccoli y la Revolución Militar del siglo xvii», en Creadores de la Estrategia Moderna, ed. de Peter Paret, Madrid, 1992, pp. 47 y 48. 130   PUDDU, p. 247, nota 6. 131   QUEVEDO, Política..., pp. 97 y 100. 132   QUEVEDO, El Mundo.... p. 188. 133   QUEVEDO, Política..., p. 100.

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siglo xvi su alusión sea antes un rasgo de erudición y retórica que el convencimiento de su calidad de arquetipos, por lo que prácticamen‑ te habían perdido esa consideración en favor de personajes contem‑ poráneos, paulatinamente apreciados. Ahora Quevedo se distancia aún más del historicismo de origen humanista y presenta a estos per‑ sonajes como una suerte de antimodelos a causa de la aplicación es‑ tricta de los principios evangélicos al estudio de la guerra. Frente a estos triunfos militares, ajenos a la voluntad divina y resultado de una guerra que no es lícita ni justa al no ser su objetivo la defensa de la religión, sitúa Quevedo las victorias que, por el con‑ trario, son fruto de la intervención de Dios, como las logradas por Moisés, Josué, Gedeón y, sobre todo, David, modelo supremo de rey‑guerrero. El escritor no cita, fuera de las fuentes bíblicas, ningún personaje o acontecimiento bélico que pueda incluirse en este segun‑ do tipo de victorias, por lo que cabe suponer que sería España el pueblo elegido por Dios para defender sus intereses, la cual recogería las obligaciones del pueblo judío. Así, a lo largo de la historia, los principios e intereses divinos han sido defendidos de acuerdo con la voluntad divina sólo por los hebreos y españoles, lo que explicaría que, al contrario que otros autores, Quevedo no despliegue un mar‑ cado historicismo, pues en las Sagradas Escrituras y en las figuras bíblicas tiene suficientes ejemplos y autoridades en quien apoyar sus argumentos. Por último, en relación con el éxito en la batalla, reco‑ mienda explotarlo, pues «vencer los pueblos y no saber aprovechar la victoria, el sojuzgarlos y no saber mantenerlos fieles es una pérdida de hombres y tiempo»134 con lo que sugiere que el triunfo militar no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar otros fines, que también están designados por Dios. En lo que se refiere al otro resul‑ tado del combate, la derrota, y de acuerdo con lo expresado anterior‑ mente, ésta no puede ser otra cosa que el resultado de un castigo di‑ vino a causa de los pecados y las rencillas de los capitanes, aunque el fracaso también adquiere una vertiente didáctica al estar permitido por Dios para que los ejércitos sepan que sin su respaldo y sin seguir sus mandatos no tienen fuerzas135.   QUEVEDO, El Rómulo..., p. 122.   QUEVEDO, Política, pp. 97‑98 y 101.

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Como hemos visto, el pensamiento de Francisco de Quevedo acerca de las cuestiones relacionadas con la guerra hunde sus raíces en el providencialismo cristiano que somete la vida política a la re‑ ligión y en la mentalidad caballeresca de origen medieval que alen‑ taba en la pequeña nobleza hispana. Aunque a lo largo de su vida la idea que poseía Quevedo sobre el conflicto varió en algunos aspec‑ tos, en concreto experimentó una cierta matización en el belicismo manifestado en sus años jóvenes quizás a causa de retomar princi‑ pios neoestoicos cercanos al pacifismo, el escritor continuó de es‑ paldas a la literatura militar, sorprendiendo su escasa formación en estos asuntos. En relación con esta cuestión, no deja de extrañar que un personaje de la inquietud intelectual de Quevedo y al que su actividad pública le permitió acercarse a las más altas instancias del poder y la Administración, tras haber servido en puestos de con‑ fianza al duque de Osuna y al conde duque de Olivares, mantenga respecto de la materia bélica opiniones que, en el mejor de los ca‑ sos, son propias de aquellos que desconocen los entresijos de la política y la Administración. El escritor, cuando opina sobre los problemas que plantea la guerra, parte de un voluntarismo caracte‑ rizado por la irrealidad y la falta de conocimientos en prácticamen‑ te todo aquello que define al fenómeno bélico. Por otra parte, Que‑ vedo, en estas cuestiones como en otras muchas de tipo político y filosófico, no tiene voluntad de transmitir un pensamiento ordena‑ do y sistemático rematado por una serie de propuestas más o menos racionales, sino que su objetivo es transformar de forma inmediata una realidad que considera inapropiada, para lo cual aconseja una serie de medidas inmediatas. En sus obras de contenido político y filosófico, el escritor no enuncia unos principios generales sobre la guerra y el ejército que puedan ser aplicables a todas las situaciones. Las recomendaciones que realiza son exclusivamente especificas de los ejércitos españoles al ser éstos, de acuerdo con las ideas provi‑ dencialistas, el instrumento utilizado por Dios, encargados de la sagrada misión de defender la Cristiandad y, por lo tanto, las únicas tropas y conflictos que interesan a Quevedo. En suma, este autor expresa en sus obras más específicamente políticas una concepción del arte de la guerra que combina los principios de la religiosidad más ortodoxa, revelados en un uso continuo de las fuentes bíblicas, y un acentuado antimaquiavelismo. Una personalidad tan inquieta como la de Quevedo, con una pluralidad de intereses culturales y 356

políticos, no podía dejar de prestar atención a un fenómeno que resultó habitual a lo largo del siglo xvii. El arte de la guerra, en una época tan bélica como fue el Barroco, recibió una consideración específica por parte de autores especializados, pero también suscitó un interés generalizado del que pocos se sustrajeron, como creemos demuestra la obra de Francisco de Quevedo.

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LA CONCEPCIÓN DE LA GUERRA Y LA PAZ EN LAS «EMPRESAS POLÍTICAS» DE SAAVEDRA FAJARDO* Comenzaba el año 1640 —quinto del conflicto que mantenían Francia y España prolongando la Guerra de los Treinta Años— con el incendio del Palacio del Buen Retiro, cuando aún estaban frescas las noticias de la derrota de los navíos del almirante Oquendo en Las Dunas a manos de la flota holandesa, y cuando todavía corrían las nuevas de la reciente detención de Francisco de Quevedo por su oposición al Conde Duque. Este accidente, en el que el fuego arrasó parte del edificio erigido en Madrid a instancias de Olivares como símbolo de la grandeza de los Austrias hispanos, parecía preludiar el comienzo de una década critica en la que se concentraron unos acontecimientos, en parte comunes para toda Europa, que iban a traer consecuencias imprevisibles para la Monarquía española. Cuando al finalizar el siglo xvi, Mateo Alemán advierte por boca del pícaro Guzmán de Alfarache «Dios te libre de la enfermedad que *  Este trabajo fue leído como ponencia en el Congreso «Guerra y Sociedad en la Monarquía Hispánica», celebrado en Madrid en marzo de 2005.    BROWN, Jonathan, y ELLIOTT, John H., Un palacio para el rey. El Buen Retiro y la corte de Felipe IV, Madrid, 1981, p. 206. Esta obra, ya clásica, de dos historiadores de distinta especialidades es un modelo de síntesis de historia política e historia del arte que permite acercarse a los años centrales del reinado de Felipe IV tomando como eje al edificio madrileño.

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baja de Castilla y del hambre que sube de Andalucía», estaba adelantando las dificultades económicas y demográficas que iban a atravesar los territorios peninsulares durante el segundo tercio del siglo xvii. A estos problemas, ya crónicos, hubiera podido añadir décadas más tarde la crisis política derivada del fracaso y la contestación al gobierno del Conde Duque de Olivares, las rebeliones y los conflictos internos que amenazaban la unidad de la Monarquía, así como la pugna por imponerse a una Francia cada vez más poderosa, a lo que habría que sumar las dificultades para mantener los ejércitos españoles en Italia y Flandes. Ciertamente, todo ello constituía un panorama adverso que, al comienzo de la cuarta década del siglo xvii, habría de condicionar el futuro de la sociedad española en su conjunto. Aunque la inestabilidad interna y las dificultades económicas no fueron patrimonio exclusivo de España, pues tanto Francia como Inglaterra se vieron afectadas por disturbios internos y problemas semejantes a lo largo del siglo xvii, la combinación de todos ellos y, muy especialmente, la omnipresencia de la guerra en forma de unas cada vez más frecuentes dificultades militares que no tardarían en convertirse en derrotas, son una característica propia de la España de Felipe IV. Es evidente que los desafíos más importantes a la hegemonía española en Europa y a la concepción imperial de los Austrias se producían en unos momentos en los que la coyuntura económica y política imponía una actitud de prudencia que era imposible mantener. Es precisamente en este instante, sin duda crítico, cuando aparece editada en Nüremberg la obra de Diego Saavedra Fajardo, Idea de un Príncipe político-cristiano representada en cien empresas, coincidiendo con la estancia del autor en Viena, donde, al tiempo que desempeña su labor como diplomático al servicio de Felipe IV, redacta la dedicatoria de la obra. Se trata de un texto propio de la literatura emblemática, puesta de moda por Andrés Alciato en el siglo xvi, dirigido a la educación del Príncipe Baltasar Carlos, escrito por el autor y embajador murciano en un contexto histórico en el cual la guerra era con seguridad, y más allá de lo aparente, el elemento determinante de la Monarquía Hispánica y de la mayor parte de los Estados y las sociedades europeas. En la Europa del siglo xvii, la guerra no era    DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio, De Carlos V a la Paz de los Pirineos, Barcelona, 1973, p. 101.

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tanto un acontecimiento excepcional como un fenómeno cotidiano a fuer de habitual e inevitable, pues la diferencia entre el estado de guerra y la paz era muy imprecisa. Sin embargo, a pesar de esta cercanía apenas se contemplaba la guerra fuera de criterios estratégicos globales referidos a su desarrollo y a cuestiones morales en relación con su carácter y procedimiento. No quiere decir esto que no existiera interés por el estudio de la guerra en la España del Siglo de Oro; por el contrario, los trabajos publicados sobre este asunto constituían una parte importante de la actividad editorial y de los fondos de muchas de las bibliotecas privadas de la época. Las obras dedicadas a la esencia y características del conflicto así como acerca del Ejercito, su organización y armamento eran fruto en su mayor parte de autores relacionados con la actividad militar que aprovechaban su experiencia profesional para señalar los problemas que afectaban al Ejercito en su conjunto. Sin embargo, también los tratadistas políticos y no pocos escritores aparentemente ajenos a la realidad bélica no eludieron dar su opinión al respecto, aunque en este caso se ocupan de la guerra y del Ejército desde una perspectiva moral y reformista. Teniendo en cuenta todo lo anterior y que la preocupación esencial del escritor es el poder, no es de extrañar que el fenómeno bélico tenga una importante presencia en el pensamiento y en la obra de Saavedra Fajardo. A través de las páginas de las Empresas se puede descubrir su interés acerca de la guerra así como una idea acerca del conflicto que, en ocasiones, resulta un tanto original en el contexto de la época. En efecto, en sus planteamientos Saavedra se aleja tanto de las habituales concepciones providencialistas bélicas mantenidas    Señala Anderson como entre 1618 1660 no hubo un solo año en que no se produjera algún conflicto grave. (ANDERSON, M. S.; Guerra y sociedad en la Europa del Antiguo Régimen. 1618-1789, Madrid, 1990).    Acerca de la tratadística militar española de los siglos xvi y xvii resulta imprescindible la obra de Antonio ESPINO LÓPEZ Guerra y cultura en la Edad moderna (Madrid, 2000), especialmente destacable en un contexto bibliográfico no muy numeroso, al igual que sus trabajos dispersos en distintas publicaciones periódicas. También se puede acudir a las aportaciones de Antonio CAMPILLO, Esther MERINO, David GARCÍA HERNÁN y Ricardo GONZÁLEZ CASTRILLO.    A este respecto se puede consultar el trabajo de Elena MARTÍNEZ OYARZABAL, «La tratadística militar hispana en las bibliotecas particulares del Siglo de Oro», Revista de Historia Militar, 96, 2004.

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por autores tan diferentes como Fray Juan de Salazar y Francisco de Quevedo, como de las propuestas características del denominado arbitrismo militar, en el cual algún autor le incluye, aunque desposeído del contenido peyorativo que suele acompañar al termino en el siglo xvii. A pesar de ser en no pocos aspectos contradictoria y de contener alguna propuesta singular, la idea de Saavedra acerca de la guerra guarda una indudable coherencia y, sobre todo, una estrecha relación con la actividad profesional del escritor murciano, determinada por la Guerra de los Treinta Años y por la política y diplomacia española en Italia y Flandes. El realismo de Saavedra le convierte con el tiempo en un decidido pacifista cercano a posturas defensivas al uso que, sin embargo, sabe valorar la importancia de la disuasión y de una guerra rápida y eficaz cuando esta responde a criterios de justicia y necesidad. Es sin duda esta realpolitik que caracterizó al autor de las Empresas Políticas y que le distingue de la mayor parte de la opinión de los escritores de la época, incluidos aquellos autores integrantes de la llamada por Jover generación de 1635 a la cual perteneció, el elemento determinante de su concepción de la política y de la guerra. En este sentido señala Murillo Ferrol, con quien coinci   COMELLAS, José Luis, «El pensamiento español en el siglo xvii», en La crisis de la Monarquía española. Siglo xvii, Madrid, 1986, p. 29. Sobre el arbitrismo de carácter político y social se puede acudir a la obra de Juan Ignacio GUTIÉRREZ NIETO, «El pensamiento económico, político y social de los arbitristas», en Historia de España Menéndez Pidal, tomo XXVI, Madrid, 1986, así como a las referencias existentes en el trabajo de Enrique GARCÍA HERNÁN, Milicia General en la Edad Moderna. «El Batallón» de don Rafael de la Barreda y Figueroa, Madrid, 2003, pp. 112 y ss. Este autor lleva a cabo el estudio y edición de lo que constituye un acabado ejemplo de arbitrismo aplicado a los aspectos militares. Por mi parte, con el termino arbitrismo militar aludo a una serie de autores que se ocupan de la guerra en el siglo xvii desde una perspectiva moral y ética con intenciones reformistas no pocas veces disparatadas, muchos de ellos sin conocer las obras especializadas ni tener una experiencia bélica o administrativa. (Fernando CASTILLO CÁCERES, «La idea de la guerra en la obra de Francisco de Quevedo»; Revista de Historia Militar, 80, 1996, p. 157). Sobre el tema de los arbitristas en su conjunto es imprescindible el trabajo de Jean VILAR BERROGAIN, Literatura y economía. La figura satírica del arbitrista en el Siglo de Oro, Madrid, 1973. Una aportación moderna es la de Anne DUBET, «Los arbitristas entre discurso y acción política»,Tiempos Modernos,9.    JOVER ZAMORA, José Maria, 1635. Historia de una polémica y semblanza de una generación,. Madrid, 1949.

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de el citado Jover, como las Empresas están muy influidas por la experiencia personal del autor, así como por Tácito y las Sagradas Escrituras, mientras que otros resaltan la razón natural, la experiencia y el pragmatismo como los elementos determinantes del pensamiento de Saavedra. Prácticamente todos los autores coinciden en señalar que las Empresas Políticas es la obra que mejor resume el quehacer de Diego Saavedra pues «como tratadista político, como autor que ha vivido la experiencia de los negocios de Estado fuera de la patria, ninguna obra recogerá mejor que sus Empresas la lección doctrinal y literaria». En este sentido y en su cualidad de ser una obra que recoge la época en la que surge, cabe considerar que la idea sobre la guerra que contiene es representativa del conjunto del pensamiento de Saavedra Fajardo al respecto. Aunque las alusiones sobre el fenómeno bélico se encuentran en parte dispersas a lo largo del texto, la mayor densidad de referencias está concentrada en las Empresas 73 a 99, que integran los apartados sexto y séptimo, dedicados a los conflictos externos e internos así como a las victorias y tratados de paz. En estas Empresas citadas, algo menos que una tercera parte de las cien que forman el conjunto de la obra, se halla la mayor parte de las recomendaciones sobre la guerra que Saavedra dirige al Príncipe Baltasar Carlos, al malogrado heredero de Felipe IV, al cual no sobreviviría mucho tiempo. Comienza el escritor y diplomático murciano señalando que el arte de gobernar se compone tanto del arte de la guerra como del arte de la paz, dos aspectos que debe dominar el futuro soberano10, un planteamiento que recoge la importancia que concede a los asuntos   MURILLO FERROL, Francisco, Saavedra Fajardo y la política del Barroco, Madrid, 1989, pp. 22 y 23 JOVER ZAMORA, José Maria y LÓPEZ CORDÓN, Mª Victoria, «La imagen de Europa y el pensamiento político-internacional», en El siglo del Quijote 1580-1680, Historia de España Menéndez Pidal, Tomo XXVII, Madrid, 1986, p. 601. ALDEA VAQUERO, Quintín, España y Europa en el siglo xvii. Correspondencia de Saavedra Fajardo, Madrid, 1987.    DÍEZ DE REVENGA, Francisco Javier, en «Introducción» a Empresas Políticas, de Diego Saavedra Fajardo, Barcelona, 1988, p. XXVI. 10   Emp. 32. Hemos utilizado la edición de las Empresas Políticas realizada por Francisco Javier DÍEZ DE REVENGA arriba citada y a la cual remiten todas las referencias de la obra de Saavedra Fajardo que se realizan en el texto. 

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vinculados al conflicto y a su relación con la política. En este sentido, podemos considerar que el saber acerca de la guerra se puede incluir dentro de la ciencia política, es decir, dentro el conjunto de saberes prácticos que tiene o debe tener el gobernante para desempeñar su oficio11. Esta consideración del quehacer bélico como ciencia que debe de dominar el Príncipe, no impide que Saavedra, como veremos mas adelante, muestre un rotundo rechazo del conflicto y exprese claramente su negativa consideración del acontecimiento. En su obra arremete contra todos los pretextos que se utilizan en la época para emprender las guerras, incluidos los encaminados a la defensa de la Religión e insiste en que las contiendas suelen empeorar lo que se pretende remediar12. Sin embargo, hay una serie de situaciones que justifican la implicación del gobernante en una guerra que tenga el carácter de guerra justa. La consideración de un conflicto como legítimo y justo la realiza Saavedra atendiendo antes a criterios exclusivamente políticos que religiosos, en la estela de lo apuntado por Francisco Suárez. Esta actitud supone una novedad ya que se, aleja de planteamientos de tipo providencialista que sitúan a los motivos de carácter dogmático en el centro de la legitimidad y justicia de unas guerras que Quevedo llegaba a considerar «divinales»13. Por su parte Saavedra señala que la guerra se justifica cuando obedece a una «defensa natural», término del que no explicita demasiado su significado, pero que cabe equiparar a la idea de guerra defensiva defendida por Suárez y considerarlo como aquella que no solo siempre es lícita, sino incluso obligatoria14. Continúa el escritor murciano precisando que hay una guerra justa cuando interviene una causa justa y además es justa y legítima la autoridad del Príncipe15. A su vez, hay dos razones que permiten considerar que una guerra responde a criterios de justicia; una de ellas es la de mantener el propio Estado, es decir, los conflictos de carácter defensivo, mientras que la otra sería la que tiene como objetivo la reparación de ofensas. El ca  MURILLO FERROL, ob. cit., p. 55.   Emp 78. 13   CASTILLO CÁCERES, ob. cit., p. 162. 14   MARTÍNEZ ARANCON, Ana, La visión de la sociedad en el pensamiento español del Siglo de Oro, Madrid, 1987, p. 102. 15   Emp. 74. 11 12

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rácter contradictorio que en no pocas ocasiones caracteriza a Saavedra Fajardo aparece en esta ocasión discretamente en forma de un matizado providencialismo cuando afirma que hacer la guerra con razón y derecho aporta una serie de ventajas entre las que sitúa en primer lugar la ayuda de Dios. A este apoyo celestial, quizás antes fruto de la devoción que de la confianza en la capacidad militar de la divinidad, se une la fortaleza que aporta al combatiente el que le asista el derecho, algo que hace que los aliados tengan mejor voluntad y los enemigos más temor16. Como veremos, no será esta la primera vez en la que el diplomático acuda a criterios religiosos para interpretar la guerra. Conviene detenerse en la cuestión del término «defensa natural» a causa de la importancia que Saavedra le concede en relación con la guerra, pues como hemos visto lo eleva a causa de legitimidad del conflicto y de razón que lo justifica. Íntimamente unido a este concepto se encuentra también el de «guerra abierta», a la cual define como aquella en la que «la razón de la defensa natural pesa mas que otras consideraciones»17. Por lo que Saavedra sugiere, parece que esta «guerra abierta» sería como un equivalente de la moderna guerra total en la cual estaría justificado el empleo de los métodos y medios más extremos, como sembrar la discordia entre sus enemigos18, al contrario que en aquellas contiendas menos comprometidas, que podríamos denominar guerras de baja intensidad o limitadas, de acuerdo con una terminología actual. Sin embargo, a pesar de lo que cabe suponer que implica la defensa natural, a juicio de Saavedra Fajardo esta situación no es una razón suficiente para justificar la confederación con los herejes «porque raras veces concurren las condiciones y calidades que hacen licitas semejantes confederaciones». En apoyo de sus tesis, Saavedra alude al ejemplo de Francia, una monarquía aliada con los protestantes en contra de la casa de Austria, sin que pueda «alegar la razón de la defensa natural en extrema necesidad, pues fue el primero que sin ser provocado o tener justa causa, se coaligó con todos sus enemigos»19. A pesar de lo que pueda parecer   Emp. 74.   Emp. 90. 18   Emp. 90. 19   Emp. 93. 16 17

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en un primer momento, el peso de la religión en el pensamiento de Saavedra en relación con este asunto no es determinante pues, como sugiere Murillo Ferrol20, su condena de las alianzas establecidas con herejes se refiere especialmente a las realizadas para hacer la guerra a los católicos. En realidad, parece que esta actitud puede ser antes un sentimiento antifrancés que una manifestación de ortodoxia religiosa. El que Francia se apoye en países protestantes para combatir a la Casa de Austria es el elemento decisivo de la condena de Saavedra Fajardo, quien se aproxima a posturas providencialistas al afirmar que es una nación belicosa que, al igual que el Egipto bíblico, sufrirá el castigo divino a causa de las guerras que ha provocado21. Una vez señaladas estas reticencias, se puede considerar a la «defensa natural» como el factor esencial de la guerra y aquello que determina su naturaleza y sus medios. Aunque Saavedra realiza todas estas consideraciones, no deja de enumerar las inconveniencias de la guerra a pesar del carácter justo y legitimo que puedan tener las causas que llevan al Príncipe a declararla. Insiste en este aspecto al arremeter contra todos los pretextos que se utilizan para emprender las hostilidades, incluidos aquellos encaminados a la defensa de la religión, al tiempo que recalca que los conflictos suelen empeorar lo que se pretende remediar22. Para el escritor murciano, la guerra, odiosa a Dios y al Príncipe prudente, es una de las principales causas de la despoblación de los reinos hispanos pues «es un monstruo que se alimenta de sangre humana […] y se hace a costa de las vidas y de las haciendas de los súbditos»23. Se trata de un acontecimiento que, además de propender al descontrol y a la propagación24, altera radicalmente la vida social ya que confunde los derechos, ofrece ocasiones a los ingenios inconstantes y malcontentos y «quita el arbitrio al que domina», siendo sus consecuencias la descomposición del orden y de la armonía de la republica25. En suma, la guerra es opuesta a la razón, a la naturaleza y al fin del hombre.   MURILLO FERROL, ob. cit., 1989, p. 212.   Emp. 73. 22   Emp. 78. 23   Emp. 66. 24   Emp. 75. 25   Emp. 59. 20 21

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Hay en Saavedra Fajardo una suerte de pacifismo, más razonado que ético, basado en elementos de carácter político, social y económico, no religioso ni moral, como se deduce de un párrafo de su muy citada Empresa 74, en el cual enumera las consecuencias de la guerra, a la que contempla como un fenómeno de carácter total al afectar al conjunto de estructuras de la sociedad. Así, señala que con la guerra «se descompone el orden y armonía de la republica, la religión se muda, la justicia se perturba, las leyes no se obedecen, la amistad y parentesco se confunden, las artes se olvidan, la cultura se pierde, el comercio se retira, las ciudades se destruyen y los dominios se alteran.» Por el contrario, en la Empresa 99, precisamente la penúltima de todas las que dirige al Príncipe, lleva a cabo una exhaustiva relación de las ventajas de la paz, con la cual florece el comercio, la justicia, la agricultura, las artes, etc. Concluye este rechazo de la guerra señalando que ninguna victoria es bastante recompensa por el esfuerzo y que incluso el triunfo es dañoso para el que lo alcanza, pues poco dura el imperio que tiene su conservación en la guerra26. En suma, el Príncipe que posee Estados competentes y grandes debe excusar la guerra, siempre y cuando no padezca ni el crédito ni la reputación27. Probablemente, como señala Abellán, Saavedra Fajardo veía en los conflictos que mantenía España una de las causas de los problemas que lastraban a la Monarquía de los Austrias, junto con el descubrimiento de América28. También advierte al futuro soberano, en lo que puede parecer una alusión a la política belicista del Conde Duque de Olivares, acerca de los ministros marciales, de aquellos responsables políticos que empujan al Príncipe antes a la guerra que a la paz, pues en la intención de muchos ministros está el que la Monarquía se incline hacia un lado o hacia otro29. Según José Maria Jover, una de las características del pensamiento de Saavedra Fajardo derivada de su arraigado pacifismo, el cual, insiste, se basa no tanto en argumentos de carácter ético o religioso como políticos, es el de no contemplar que la violencia pueda ser un   Emp. 99.   Emp. 74. 28   ABELLÁN, José Luis, Historia crítica del pensamiento español 3. Del Barroco a la Ilustración (siglos xvii y xviii), Madrid, 1986, p. 79. 29   Emp. 76. 26 27

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medio de relación entre los Estados. El diplomático y escritor murciano, al no creer en la supuesta misión divina que tenía encomendada la Monarquía española, algo que estaba en la base del optimismo belicista de los providencialistas, no se dejó engañar por planes de carácter defensivista que buscaban una paz segura y duradera aunque vinculada a la ordenación internacional de los Austrias y al mantenimiento de elementos rectores religiosos. Estos planteamientos, que se originaron a finales del Quinientos a partir de la transformación de presupuestos neoestoicistas y tacitistas debido al cansancio derivado del esfuerzo bélico, triunfan plenamente en el reinado de Felipe IV. Saavedra no se plantea siquiera esta Pax Austriaca, sino una paz que al menos garantizase la presencia de España entre las potencias, renunciando a la Monarquía Universal. El diplomático español fue el único de su generación que propugna la renuncia a la hegemonía austracista como elemento organizador del sistema internacional debido a la imposibilidad de llevarla a cabo, algo que no le impide ser crítico ante la idea de equilibrio e igualdad de los Estados. Esta muestra de realismo, unida al pragmatismo derivado de su experiencia profesional como diplomático, le lleva a no contemplar a la Cristiandad como elemento organizador de la comunidad internacional y a aceptar la idea de la Europa que surgía de la Guerra de los Treinta Años, dividida y desgarrada pero definida según criterios exclusivamente políticos, no religiosos30. Al mismo tiempo, esta condición de espectador de los conflictos europeos fue la que le condujo a mantener actitudes de rechazo de la guerra y a propugnar su abandono como medio de relación entre los Estados. Probablemente acierta Antonio Espino31 cuando señala que el escritor murciano es un pacifista no tanto porque abominase de la guerra, como por considerarla el único remedio para la decadente monarquía hispana en unos momentos en los que las dificultades eran ya evidentes. En efecto, ya desde 1637 Saavedra se muestra partidario de cancelar compromisos bélicos y de abrir negociaciones, especialmente en el ámbito del Imperio alemán, consciente de que era aquí   JOVER ZAMORA y LÓPEZ CORDÓN, ob. cit. p. 604.   ESPINO LÓPEZ, Antonio, «El pensamiento hispano sobre la guerra defensiva y el declinar de la Monarquía hispánica en el siglo xvii», en Revista de Historia Militar, 95, 2004, p. 17. 30 31

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donde se consumían los esfuerzos de la Monarquía, al tiempo que comprendió la imposibilidad de organizar el sistema europeo alrededor del Cristianismo y teniendo como centro a los Austrias. En efecto, como recuerdan Jover y Palacio Atard, Saavedra señala la caducidad del proyecto español y el advenimiento del principio de equilibrio entre las potencias que confirmaría Westfalia32, lo cual no quiere decir que contemplara con agrado los nuevos rumbos de las relaciones entre los Estados. Este planteamiento, no pocas veces contradictorio, acerca de la nueva organización internacional tiene su reflejo en su idea sobre el fenómeno bélico, basada en unos principios semejantes, lo que le convierte en un autor original en el contexto del pensamiento y la literatura política del Barroco. Sin embargo, esta clara propensión de Saavedra Fajardo hacia el pacifismo no es una inclinación ciega, pues en determinados momentos a lo largo de su obra insiste en que no toda paz es deseable y ventajosa pues, a su juicio, existen unos indudables perjuicios derivados de la misma o de su carácter, pues no todos los acuerdos son iguales. En primer lugar comienza señalando que no hay paz segura si es desigual, al tiempo que recuerda que es más segura una guerra que una paz sospechosa porque esta es paz sin paz, en una clara alusión a las relaciones entre Francia y España con anterioridad a 1635, momento en el cual estallan abiertamente las hostilidades. En sus reticencias incluso va más allá al advertir al futuro soberano acerca de las negociaciones de paz, las cuales muchas veces sirven para ganar tiempo, llevar a cabo preparativos bélicos y practicar el espionaje33. La paz sirve para mantener los reinos siempre que sea «cuidadosa y armada», dos condiciones que revelan el evidente pragmatismo del embajador murciano, un buen profesional que supo ver la nueva realidad política europea durante su carrera como funcionario al servicio de Felipe IV. En el momento en que las relaciones y el sistema internacional se están incorporando a la modernidad, alejándose de presupuestos religiosos y políticos de raíz medieval, Saavedra sabe ver las dificultades que pueden derivarse de un tratado en el cual una de las partes quede en una situación de patente desventaja. Esta des32   PALACIO ATARD, Vicente, «España en la crisis europea del Seiscientos», en Reflexiones sobre el ser de España, Madrid, 1997, p. 216. 33   Emp. 98.

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igualdad, lejos de propiciar una paz segura, será un perpetuo motivo de enfrentamiento y de futuros conflictos, es decir un factor de inestabilidad, algo que se sitúa en el reverso de lo que significa la concordia. Hasta ahora los argumentos esgrimidos por Saavedra para señalar las dificultades que puede traer consigo la paz proceden de la experiencia del autor y de factores de carácter político. Sin embargo, hay una parte de las desventajas achacadas al estado de concordia que remite a la tradición clásica, concretamente de origen romano, que numerosos tratadistas políticos y autores de literatura del arte de la guerra de los siglos xvi y xvii convierten en un lugar común y que recoge el escritor murciano. Se trata de los efectos negativos del ocio sobre el espíritu y las capacidades militares, de la incompatibilidad entre la milicia y las delicias, las riquezas y las galas, propias de los cortesanos34. El desprecio por el lujo y el ocio, junto con la alabanza de la frugalidad y la sobriedad en relación con la guerra son una constante en los clásicos latinos que se transmite gracias a autores como Flavio Vegecio, considerado como autoridad indiscutible durante la Edad Media, y a la recuperación de los autores clásicos que lleva a cabo el humanismo militar del siglo xv, la cual coincide con la visión de los providencialistas al respecto durante la Edad Mo­ derna35. La paz, continúa Saavedra, apaga el espíritu y el arrojo pues si no se ejercitan las fuerzas y se instruye el ánimo no hay valor36. El peligro de la paz, pues, lo sitúa preferentemente en la ausencia de la práctica de la guerra, en la perdida de la experiencia bélica por parte de las monarquías que viven en un estado de paz prolongado37, especialmente si esta se desarrolla en un contexto de riquezas. Así lo expresa cuando señala que la paz es perjudicial para los reinos pues estos   Emp. 82. CASTILLO CÁCERES, Fernando, «El providencialismo y el arte de la guerra en el Siglo de Oro: la “Política Española” de fray Juan de Salazar», Revista de Historia Militar, 75, 1993, p. 147. 36   Emp. 99. 37   Hay que señalar que Saavedra concede una gran importancia a la práctica, situando a la experiencia por encima de la especulación teórica. (Emp. 30). 34 35

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decaen cuando las hostilidades no les afectan38, al tiempo que insiste en que las potencias mayores no se pueden conservar sin la guerra39. Es indudable que Saavedra contempla el conflicto bélico con indisimulado horror, pero también no es menos evidente que se refiere a la paz como un fenómeno equivoco desde un punto de vista político en lo que a sus beneficios para el Estado se refiere. Aunque a su juicio es evidente que la sociedad en su conjunto se ve favorecida por la ausencia de hostilidades, concluye el autor murciano señalando que la paz no siempre aporta ventajas para la Monarquía. Hay otro aspecto en el cual el pacifismo de Saavedra parece que también se matiza, concretamente cuando señala en diferentes momentos de sus Empresas la necesidad de preparar la guerra en tiempos de paz. Ya en alguna ocasión indicaba que, a pesar de ser más seguras las artes de la paz que las de la guerra, era conveniente tener prevenidas y ejercitadas las armas40. Como cabe esperar de alguien con su experiencia en el agitado contexto europeo de la primera mitad del Seiscientos, el diplomático murciano distaba de ser un ingenuo que propugnase una especie de desarme unilateral en un contexto de conflictividad manifiesta, especialmente teniendo en cuenta la existencia de un poder emergente como era el representado por Francia, el cual constituía una seria amenaza para la hegemonía española en el continente. Comienza recordando, de acuerdo con la tradición, una serie de actividades que sirven al monarca de preparación para la guerra al aproximarle al arte militar, en concreto las corridas de toros y los juegos de cañas41. Estas recomendaciones son comunes en muchos autores de la época, quienes, de acuerdo con la tradición de los espejos de príncipes, sugerían la práctica de las cañas, las justas y los torneos como medio adecuado para conocer la guerra42. Sin embargo, poco después Saavedra indica al Príncipe que para alcanzar la paz es necesario emplear las armas, y que es preciso hacer-

  Emp. 61.   Emp. 83. 40   Emp. 83. 41   Emp. 42. 42   CASTILLO CÁCERES, Fernando, «La idea de la guerra...». 38 39

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la estando prevenido para la guerra43. Así mismo, insiste en reiteradas ocasiones en que las armas sustentan la paz y que, aun después de firmada, es inevitable su cuidado porque entre vencido y vencedor no hay fe segura44, una conclusión que no deja muchas dudas acerca de lo que pensaba el diplomático sobre los acuerdos de paz y su capacidad para aportar estabilidad. Esta actitud, sumamente escéptica, muy probablemente es el resultado de los años de experiencia del autor murciano por Europa como embajador curtido en complicadas negociaciones, acerca de las cuales como hemos visto no deja de tener desconfianza. Su recelo hacia la paz le lleva a aconsejar al futuro soberano en la penúltima de sus Empresas que conserve las armas aunque se haya firmado el acuerdo para que este no se rompa. La fuerza, expresada por medio del ejército es para Saavedra la verdadera garantía de la paz, incluso por encima de la voluntad de los protagonistas, lo cual le lleva a insistir en que ha de prevenir la guerra quien desee la concordia. A este respecto es claro cuando afirma que un Estado desprevenido despierta al enemigo, concluyendo que si en la paz no se ejercitan las fuerzas y se instruye el ánimo con las artes de la guerra, mal se podrá ejercer la defensa45. En relación con esta actitud de prevención de los conflictos durante los periodos de paz hay que situar la idea de disuasión que late en la Empresa 74, donde afirma rotundamente: «dichoso aquel reino donde la reputación de las armas conserva la abundancia, donde las lanzas sustentan los olivos». En estas palabras late una idea de la fuerza en la cual la prevención de la guerra mediante la preparación militar es una parte esencial de la misma, lo cual es un factor de modernidad destacable pues dota de forma explicita a los ejércitos de una capacidad política que supera de esta forma el mero elemento militar aplicado a la resolución de la contienda. En estrecha relación con esta actitud preventiva hacia la paz hay que situar su idea acerca de la neutralidad, una forma de afrontar los conflictos que le parece reprobable al menos cuando se contemplan los males ajenos46, es decir, cuando cabe pensar que se refiere a una   Emp. 98.   Emp. 98. 45   Emp. 99. 46   Emp. 94. 43 44

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guerra que tiene una causa justa. Tampoco contempla la neutralidad como una maniobra política que resulte útil al soberano de manera sistemática, pues a su juicio su práctica siempre es dañosa para quien la lleva a cabo47. Tanto el pacifismo razonado de Saavedra como los inconvenientes que se derivan de las hostilidades parecen palidecer cuando es obligado emprender la guerra debido a lo legítimo de su causa y como paso necesario para asegurar la paz, lo cual no le impide propugnar la práctica de lo que se puede denominar una guerra limitada. De acuerdo con su rechazo global de los conflictos entre los Estados y de su pacifismo más o menos equivoco, Saavedra parece sugerir una especie de limitación de los daños de la guerra ya que pide que los efectos de la misma se reduzcan al mínimo, al tiempo que solicita que se respete a los prisioneros y los compromisos establecidos con anterioridad, criticando por el contrario las destrucciones innecesarias que llevan a cabo los ejércitos, tanto amigos como enemigos48. Hay que recordar que Francisco Suárez señala que el desarrollo del conflicto de forma limitada es una de las condiciones para que la guerra tenga una causa justa49. En este caso no trata de limitar la acción sobre el enemigo, al cual esta permitido causar todo el daño necesario para alcanzar la victoria, sino sobre los inocentes, es decir, sobre la población civil, victima de los combates y de uno y otro Ejercito. Llegados a este punto no es difícil encontrar de nuevo en este rechazo de la violencia innecesaria y en la voluntad de limitar los combates, la experiencia de Saavedra Fajardo como diplomático, espectador y viajero por una Europa asolada por la Guerra de los Treinta Años, una conflagración que fue especialmente sangrienta y destructora en tierras germanas. Una vez precisado el carácter del conflicto y su necesaria adecuación a las condiciones de justicia y legalidad, continúa Saavedra señalando cuales son las condiciones que debe de tener en cuenta el Príncipe antes de iniciar la guerra50, a pesar de haber insistido en lo   Emp. 95.   JOVER ZAMORA y LÓPEZ CORDÓN, M.ª Victoria, ob. cit, p. 612. 49   MARTÍNEZ ARANCÓN, ob. cit., p. 102. 50   Emp. 81.

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negativo de este acontecimiento. Antes de emprender una campaña es necesario que sepa cuales son sus fuerzas ofensivas y defensivas, una interesante distinción que, a pesar de no llegar a concretarla, podemos aventurar que quizás se refiere, por un lado, a las fortificaciones que protegen y dan seguridad al reino y, por otro, a las fuerzas que pueden ser enviadas a defender los intereses de la Monarquía allí donde fuera necesario. A continuación debe saber quienes han de mandarlas así como los recursos con los que cuenta y aquellos que puede obtener de sus vasallos. Es necesario que el Príncipe sepa que fidelidades puede mantener en caso de derrota, al tiempo que debe estudiar y conocer el territorio, las costumbres del enemigo, sus riquezas, sus apoyos y, sobre todo, aquellos de los que disponen sus propias fuerzas. El pragmatismo de Saavedra Fajardo aparece con rotundidad en la Empresa 69 a la hora de referirse a la relación existente entre el dinero y la guerra, un tema clásico de la literatura militar que dista de tener una consideración unánime. Aunque ya Maquiavelo valora altamente los recursos financieros como uno de los factores de la guerra, la mayor parte de los autores españoles de los siglos xvi y xvii no concede una excesiva importancia a los recursos económicos en relación con el conflicto bélico, debido a la preponderancia de un espíritu providencialista que antepone las cualidades y medios espirituales y morales a los materiales. Solo algunas excepciones, como la representada por el neoestoico Bernardino de Mendoza, defienden la importancia del dinero como esencia del esfuerzo bélico51. Por su parte, el autor murciano observa a partir del aforismo de Tácito, según el cual «el dinero es el nervio de la guerra», que si el acero defiende la monarquía, el oro la conserva, insistiendo acto seguido en que con el dinero se ganan amigos y confederados y los tesoros atemorizan no menos que las armas, las municiones y los pertrechos. Para finalizar, concluye recordando al Príncipe que «no hiere la espada que no tiene los filos de oro, ni basta el valor sin la prudencia económica, ni las armerías sin los erarios. Y, así, no debe el Príncipe resolverse a la guerra sin haber reconocido si puede sustentalla».

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  PUDDU, Raffaele, El soldado gentilhombre, Barcelona, 1985, p. 248.

Esta decidida defensa de la importancia de los recursos económicos en el desarrollo de la contienda, que no se le escapa a quienes verdaderamente conocen la esencia del fenómeno bélico y la realidad de los ejércitos, responde en parte una vez más a su experiencia profesional como diplomático en una Europa en la que la guerra es un acontecimiento cotidiano. Tampoco debieron ser ajenas a esta valoración de los recursos económicos las dificultades de este tipo con que se encontró el conde duque de Olivares a medida que se multiplicaban en la década de los treinta los compromisos bélicos y el contexto de crisis monetaria en el que estaba sumida la Monarquía de los Austrias. En efecto, lo sucedido a partir de 1640 no hizo sino apoyar las razones del autor de las Empresas Políticas a la hora de valorar los medios económicos en relación con la guerra. Saavedra entendió perfectamente que es el dinero y no el carácter justo o divinal de los conflictos que afrontaba España lo que determina la creación de ejércitos numerosos, bien pagados, mejor armados y pertrechados, o, lo que es lo mismo, que la riqueza y su disponibilidad es aquello que permite alcanzar la victoria en los compromisos militares. Tras establecer las bases esenciales para emprender la guerra, Saavedra Fajardo continúa aconsejando al futuro soberano acerca de la forma de llevarla a cabo. Comienza por insistir en la necesidad inexcusable de mantener las hostilidades fuera del propio Estado, consciente de los negativos efectos que tiene este acontecimiento sobre la sociedad y la estabilidad política del reino52. Esta preocupación por mantener alejadas las hostilidades le lleva a aconsejar al Príncipe que este propósito guíe siempre sus iniciativas, condicionando incluso las relaciones con los Estados vecinos, consciente de que su seguridad está ligada a la propia y que es preferible mantener las hostilidades en estos lugares antes que dejar que se extiendan a su propio reino53. Saavedra, a la hora de dar estos consejos al Príncipe, no solo   Emp. 66 y 67.   «…porque la razón de Estado dicta, que de una u otra suerte, defendamos al príncipe confinante que corre con nuestra fortuna, dependiente de la suya; siendo mas prudencia sustentar en su Estado la guerra que tenella en los propios, como fue estilo de la republica romana [...] Y deberíamos aprendido della, con que no lloráramos tantas calamidades [...] Los confines del Estado vecino son muros del propio, y se deben guardar como tales» (Emp. 91). 52 53

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está influido por el ejemplo de Roma, al que se refiere en varias ocasiones54, sino que también parece que se encuentra muy condicionado por los acontecimientos desarrollados en los años siguientes a 1635, en los que las fuerzas francesas penetraron en el Rosellón y en los que se produjeron una serie de disturbios en Portugal que an­ ticipaban los conflictos internos de la Monarquía tras los sucesos de 1640. Hay un aspecto de la política en relación con la guerra que preocupa especialmente al diplomático español a la hora de redactar sus consejos al Príncipe, y que, una vez más, está determinado por su conocimiento directo de la realidad europea del primer tercio del siglo xvii. Se trata de los riesgos que suponen las coaliciones y el peligro que traen consigo los ejércitos aliados — amigos diría Saavedra—, a los que denomina «armas auxiliares», una cuestión a la que dedica su atención en una de las últimas Empresas de su Idea de un Príncipe político-cristiano de expresivo lema: «protegen pero destruyen»55. Saavedra advierte acerca del peligro que representan los aliados para un soberano ya que la protección puede convertirse en tiranía y, a veces, los socorros extranjeros no sirven para asegurar los Estados, resultando mortal la confianza depositada en ellos. Para recordar el peligro que significan los aliados no era necesario que acudiese a la historia, le bastaba con tener presente el estado en que se encontraba Alemania tras el apoyo de Suecia: dividida y deshecha, lo cual confirma su idea según la cual «piensan los príncipes inferiores asegurar sus Estados con los socorros extranjeros, y los pierden. Antes son despojo del amigo que del enemigo». Por su parte, los ejércitos amigos obedecen a quien les envía y les paga, mientras que tratan como ajenos a los países donde acuden y, una vez acabada la guerra contra el enemigo, la mueven contra el amigo. Señala Saavedra que el consejo más sano y de menor peligro para el Príncipe no es otro que el de intentar arreglar sus diferencias   «La guerra es un monstruo que se alimenta con la sangre humana; y como para conservar el Estado es conveniente mantenella fuera, a imitación de los romanos, se hace a costa de las vidas y de las haciendas de los súbditos» (Emp. 66). 55   Emp. 92. 54

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con el rival más poderoso antes que vencerle con armas auxiliares, pues lo que sin su ayuda no se puede lograr, difícilmente se podrá mantener una vez retiradas las fuerzas amigas, todo ello sin olvidar el riesgo que representa la presencia de los ejércitos aliados en el reino. El peligro de la llamada a las fuerzas amigas se incrementa cuando el Príncipe que los envía es de diferente religión, tiene algún derecho sobre el Estado o interés en el mismo, o bien existen antiguas diferencias entre los nuevos coaligados. Por todo ello, Saavedra elabora una serie de condiciones esenciales que deben concurrir para que un soberano pueda llamar a los ejércitos aliados sin temor. A su juicio, en primer lugar es necesario que la potencia y la capacidad de estas fuerzas no sea superior a las del propio país; a continuación afirma que es imprescindible que no ocupen las plazas fuertes, siendo conveniente que se mezclen y dividan con las propias, insistiendo por último en que se empleen contra el enemigo y no contra otros objetivos. Estas conclusiones las obtiene Saavedra a partir de su conocimiento directo de la política italiana e imperial a lo largo de unas décadas del Seiscientos especialmente agitadas. La suerte corrida por los príncipes alemanes tras la intervención sueca junto a la política española tanto en Italia como en Alemania, son los dos elementos que probablemente determinan esta actitud del escritor hacia la cuestión de las alianzas, una actitud reticente que remite al escepticismo y a la contradicción que caracteriza a sus planteamientos sobre la política en general y la guerra en particular. Después de referirse a las premisas previas a las hostilidades a las que debe someterse el Príncipe, Saavedra pasa a ocuparse de los aspectos propios del conflicto bélico, de su desarrollo y de los medios empleados en el mismo. En primer lugar, y fiel a su decisión de mantener a toda costa alejada la guerra del reino, recomienda al futuro soberano que considere la posibilidad de llevar a cabo lo que puede considerarse un ataque preventivo en un Estado ajeno para evitar que las hostilidades se acerquen al propio56. Esta decisión, que califica de prudente y que puede equipararse a razones propias de lo que denomina defensa natural, se apoya en la necesidad de mantener la seguridad del reino, es decir en argumentos de tipo político y militar antes que morales. Todo ello significa dotar de autonomía a las cuestiones   Emp. 47.

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vinculadas con la guerra, lo cual supone a su vez prescindir de razones ajenas a la misma, al tiempo que le concede un funcionamiento propio relacionado con unos fines específicos. En estrecho contacto con esta sugerencia podemos situar su defensa de una guerra rápida, tanto en la decisión como en su ejecución. Una vez acordada con celeridad la necesidad de iniciar la guerra, algo imprescindible pues el retraso es peligroso ya que el enemigo se previene y cobra bríos, la rapidez en su ejecución se alcanza mediante el empleo de toda la fuerza disponible para acabarla pronto57. Saavedra es un firme partidario de restringir al mínimo el periodo de hostilidades, consciente de que esta limitación supone a su vez una limitación de los daños propios y ajenos. La insistencia a favor de la resolución y de la celeridad en su realización, es un intento de limitar los daños del conflicto, de alcanzar una guerra de baja intensidad en sus efectos mediante el uso, sin ninguna restricción, de todos los efectivos y de todas las capacidades que se encuentran a disposición del Príncipe. Recuerda, apoyándose una vez más en Tácito, que el ímpetu obra grandes efectos en la guerra, aunque no ha de ser un ímpetu ciego e inconsulto que empieza furioso y con el tiempo se deshace58. La rápida derrota del enemigo es, por lo tanto, la mejor receta para alcanzar la victoria mediante una guerra poco destructiva gracias a lo reducido de su duración. Además, en relación con esta cuestión de la prolongación de la contienda, señala la inconveniencia de mantener dos guerras al mismo tiempo ya que esta coincidencia impide finalizarlas con rapidez, un requisito esencial para que el conflicto sea corto, y ya sabemos que el diplomático considera que los de este tipo son los mejores que pueden darse59. No puede dejar de relacionarse con la recomendación anterior de aplicar toda la fuerza de que disponga el Príncipe con el objeto realcanzar la victoria cuanto antes, el asunto de la firmeza en su empleo. Saavedra Fajardo aconseja no usar las armas templadamente pues, a su juicio, esta moderación se puede interpretar como flaqueza antes

  Emp. 74.   Emp. 80. 59   Emp. 74. 57 58

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que como benignidad60. A este respecto ya señaló en relación con el empleo de la fuerza que el poder que no obra con brío queda desacreditado. Esta insistencia en la necesidad del uso adecuado de los medios para hacer la guerra, hay que vincularla con su idea de que el Estado verdaderamente poderoso no es aquel que dispone de mayores recursos y vasallos, sino aquel que más y mejor sabe utilizar sus capacidades, un planteamiento que refuerza su convencimiento acerca de la necesidad que existe en todo lo referido a los asuntos públicos de emplear adecuadamente los medios disponibles61. Entre las reflexiones dedicadas a la guerra por Saavedra Fajardo no podía faltar un aspecto de la misma que preocupó sobremanera a todos aquellos que se acercaron al fenómeno bélico desde la política o la milicia. Nos referimos a la cuestión de la prudencia y su valoración a la hora de llevar a cabo la guerra, una virtud tradicional cuyo origen no es aristocrático sino específico de la actividad política, que a partir del siglo xvi se convierte en una cualidad cada vez más apreciada62. La prudencia está unida a la reflexión y a la racionalidad, y se opone al valor ciego y al individualismo de la Caballería en la misma medida en que valora la disciplina que caracteriza a los ejércitos modernos. En este contexto, en el que todavía perviven estos planteamientos antagónicos y en el que se mantienen opiniones en contra de la cautela por autores como Quevedo63, escribe Saavedra Fajardo acerca de la prudencia desde la óptica contradictoria con que no pocas veces se manifiesta. En un primer momento, el diplomático hace gala de una determinación aparentemente firme en favor del empleo de la prudencia por parte del Príncipe en las cuestiones referidas a la guerra, la cual responde a una interpretación racional y empírica de la guerra y de las relaciones internacionales. Comienza por señalar su necesidad en relación con los asuntos bélicos subrayando que no se debe empezar una contienda que no se pueda vencer64, al tiempo que insiste en que la guerra tiene que nacer de la prudencia, no de la bizarría de ánimo, acudiendo al ejemplo del rey   Emp. 97.   Emp. 81. 62   PUDDU, ob. cit., p. 55. 63   CASTILLO CÁCERES, «La idea de la guerra...», p. 177. 64   Emp. 31. 60 61

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don Sebastián de Portugal para apoyar su afirmación65. Esta inclinación la reitera poco después cuando afirma que la prudencia tiene una mayor importancia y efectividad que el valor, acudiendo a Tácito al repetir que se alcanzan más cosas con la fortuna y los consejos que con las armas y el brazo66. Poco después vuelve a recurrir al historiador romano, autoridad indiscutible para los tacitistas, esa suerte de maquiavelistas a la española que florece en el Siglo de Oro, para insistir en la necesidad de la prudencia por encima del valor: «más estimó Tiberio haber sosegado el imperio con la prudencia que con la espada». A lo que añadió el autor español que los capitanes prudentes excusan las batallas y los asaltos pues la mayor gloria es conseguir que se rinda el enemigo sin emplear la fuerza67. No obstante, en un momento dado, Saavedra decide matizar sus recomendaciones en favor de la prudencia, pues en alguna ocasión sugiere que a veces el miedo quiere parecer prudente y aconseja resoluciones medias que animan al enemigo y le permiten prevenirse. Acto seguido señala los inconvenientes de la prudencia, en concreto lo que denomina «consejos flojos», esas recomendaciones excesivamente prudentes que paralizan a los ejércitos y que causan más daños que las batallas perdidas68. En este caso las reticencias de Saavedra hacia la prudencia no responden, como en el caso de Quevedo, a la persistencia de un espíritu aristocrático y caballeresco de origen medieval, sino a razones de utilidad política y militar, a razones de Estado que están encaminadas a alcanzar un objetivo atendiendo a las exigencias especificas de cada una de las actividades al margen de la moral. En estrecha relación con este aspecto se encuentra la cuestión de la cautela, el disimulo y las estratagemas, tanto en la vida política como en la guerra, que enfrentaba a antimaquiavelistas y providencialistas, usualmente los mismos, con quienes intentaban conciliar la razón de Estado y las exigencias bélicas con los principios cristianos, como los tacitistas69. El debate planteaba problemas a quienes pretendían, a un mismo tiempo, alejarse del pragmatismo que rige la   Emp. 74.   Emp. 84. 67   Emp. 96. 68   Emp. 85. 69   CASTILLO CÁCERES, «La idea de la guerra...»; pp. 178 y ss. 65 66

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razón de Estado, respetar los principios del cristianismo a la hora de tratar de los asuntos públicos, conservar el espíritu aristocrático y adaptarse a las exigencias de la política y la guerra, unas actividades que poseían reglas especificas ajenas a la moral. Poco a poco los requerimientos de estas actividades, especialmente las de carácter bélico, se fueron imponiendo de tal manera que surgió entre los autores que se ocupan de la guerra lo que Maravall denominó «maquiavelismo ocasional»70, lo cual confirma que la gestión de los asuntos bélicos es un asunto propicio para aceptar planteamientos ajenos a la moral cristiana. Esto es lo que sucede con lo relativo a los ardides y el disimulo en la guerra, unos medios que los tratadistas españoles en general aceptan y admiten su práctica por parte del Príncipe, aunque en su mayoría no consienten el engaño71, lo cual no quiere decir que no haya ilustres excepciones como la de Jiménez Urrea, quien afirmaba en su Dialogo de la verdadera honra militar (1566) que en la guerra la deslealtad y toda astucia vale, pues no se trata de un torneo. Esta aceptación de las artimañas e, incluso, la recomendación de su uso en la guerra es tan frecuente que se generaliza entre providencialistas como Rivadeneyra o Quevedo, y neoestoicos como Bernardino de Mendoza. En lo que se refiere a Saavedra Fajardo, hay que señalar que la atención que dedica al asunto del disimulo y los ardides no es excesiva, confundiéndose en no pocas ocasiones con la prudencia. En la Empresa 44 señala que en la guerra, más que en las demás cosas de gobierno, conviene que el Príncipe calle sus designios, añadiendo poco después que si el objetivo de la guerra tiene como fin la conservación y aumento de la republica, se alcanzará mejor con el ardid y la negociación que con las armas72. No obstante, señala que este disimulo no debe emplearse contra los enemigos cristianos, pues se les debe conceder la posibilidad de evitar la guerra; es esta una puntualización que deja caer cierta sombra sobre la consideración de esta práctica y sobre la moralidad de su uso, pues parece que Saavedra contempla a   MARAVALL CASESNOVES, José Antonio, Teoría española del Estado en el siglo xvii, Madrid, 1944, p. 269. 71   PUDDU, Raffaele, ob. cit., p. 247. MARTÍNEZ ARANCÓN, ob. cit., p. 58. 72   Emp. 96. 70

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estos métodos como inapropiados para emplearlos entre príncipes cristianos. Diferente es su consideración del ingenio, del cual afirma que nos aproxima a Dios mientras que la fuerza nos acerca a los animales. Al contrario de lo que sucede con las estratagemas, el diplomático aparentemente valora sin restricciones esta característica pues afirma que, si no se lucha con ingenio, no se puede vencer ya que únicamente con la fuerza no basta para alcanzar la victoria73. Sin embargo, el carácter contradictorio de las Empresas Políticas aparecerá cuando insista en que en la guerra el valor es lo que más se estima.74 En relación con la dirección de la guerra, Saavedra recomienda dejar cierta libertad de acción a los generales, especialmente si el Príncipe no se encuentra en el campo de batalla75. Precisamente este aspecto de la presencia del soberano al frente de sus tropas y su conocimiento de las artes de la guerra, es una de las cuestiones relacionadas con la actividad bélica a las que dedica mayor atención a lo largo de sus Empresas. La idea del mando ejercido personalmente por el Príncipe situado al frente de los ejércitos, que constituye un ejemplo de la pervivencia de la concepción aristocrática de la guerra, estaba ampliamente compartida por los tratadistas militares y políticos de los siglos xvi y xvii, pues no solo era una forma de manifestarse la vertiente guerrera y caballeresca del monarca, sino también, como afirma Maravall, de fortalecer los lazos de obediencia de los súbditos76. Si Carlos I había sido el modelo de rey-guerrero, a partir de Felipe II, un monarca que concibió las tareas de Estado desde una óptica moderna al dirigir los asuntos desde un despacho instalado en un lugar permanente, quiebra la figura del miles christianus y del monarca heroico y caballero. La imagen del rey soldado que existe en el siglo xvii se basaba en gran parte en elementos ajenos a la religión y la Caballería pues, a la hora de recomendar que el monarca se sitúe al frente de sus tropas, los autores aluden a factores de carácter político y bélico como son el fortalecimiento de los vínculos con los súbditos y la finalidad, de claro contenido militar, de mantener la moral de los soldados. La cada vez más acentuada especialización que exi  Emp. 84.   Emp.17. 75   Emp. 80. 76   MARAVALL CASESNOVES, ob. cit., p. 348. 73 74

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gía la guerra, los crecientes peligros que se derivan para el rey de su presencia en la misma, junto a la progresiva distancia que se establecía en el Estado moderno entre personas y funciones, fueron las cuestiones que alejaron a los soberanos de los campos de batalla en la Edad Moderna. Estas razones fueron las que impulsaron al Conde Duque de Olivares a rechazar la presencia del rey en el campo de batalla77, una decisión que no compartían providencialistas como Quevedo o el propio monarca, quien se puso al frente de sus ejércitos en Cataluña a pesar de la opinión del valido, cuando era evidente lo crítico de la situación por la que atravesaba el reino. Saavedra mostrará en los asuntos relacionados con el Príncipe y la guerra una actitud más matizada y alejada de aquellos que reclamaban a toda costa la presencia del monarca al frente de sus ejércitos, lo cual no significa que no compartiera esta posibilidad en determinados momentos, manteniendo incluso a su favor argumentos de tipo caballeresco o providencialista. El diplomático comienza por señalar la necesidad de que el soberano asista a todas las consultas celebradas en relación con los asuntos de la guerra, tanto para dotarlas de autoridad como para que las resoluciones se ejecuten oportunamente78. Saavedra ve con claridad la estrecha relación que existe y que debe existir entre el Príncipe y la milicia, una vinculación que tiene su oportuno reflejo en los aspectos formales al señalar que es conveniente que los soberanos se adornen con elementos militares, pues estas son las mejores galas con que puede dotarse el soberano79. Estos estrechos lazos entre armas y trono revelan como la idea de un Príncipe-guerrero, de un rey caballero que representa la culminación de la hueste de contenido aristocrático, pervive a mediados del siglo xvii incluso en mentes tan críticas como la de Saavedra Fajardo. La visión tradicional de la relación que une a la figura regia con los asuntos militares se revela con especial intensidad en la Empresa 86, en la que señala la conveniencia de que el Príncipe encabece los ejércitos, apoyándose en argumentos procedentes de las Sagradas Escrituras y en elementos de tipo aristocrático. Según el escritor murciano, durante 77   ELLIOTT, John H., «Poderes y propaganda en la España de Felipe IV», en Homenaje a José Antonio Maravall, Madrid, 1985, tomo II, p. 19. 78   Emp. 57. 79   Emp. 82.

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la guerra es conveniente que el futuro soberano guíe a sus ejércitos ya que los textos sagrados le llaman «pastor y capitán», siendo este último su oficio principal y el que tradicionalmente caracteriza a los monarcas. Reconoce que es el deseo de todos los súbditos que el Príncipe encabece los ejércitos y que su presencia da ánimos y constituye un ejemplo para los soldados, al tiempo que ayuda a tomar decisiones a quienes tienen responsabilidades. Sin embargo, a pesar de los argumentos expuestos en favor de la presencia del soberano en la guerra, Saavedra matizará en la misma Empresa sus opiniones en este sentido, mostrando su lado más contradictorio. En efecto, cuando parece que no hay duda acerca de lo que debe hacer el Príncipe, señala que no siempre debe de dejar el reino y ponerse al frente de sus tropas. Así mismo, sugiere que debe evitar peligros innecesarios y delegar sus funciones en un general, insistiendo en que solo debe salir al frente de sus ejércitos cuando la guerra está dentro de su mismo Estado o cuando le amenace el peligro. En suma, el Príncipe siempre ha de considerar la calidad de la guerra antes de ponerse al frente de sus tropas. Parece como si Felipe IV hubiera leído estas recomendaciones en las Empresas Políticas, editadas en 1640, ya que dos años más tarde creyó que su presencia encabezando un ejército podría levantar el ánimo de sus reinos y lograr que Cataluña volviera a la Corona. Fuera como fuese, ciertamente en 1642 se daban las circunstancias que, según Saavedra, aconsejaban que el soberano recuperase el papel de rey-soldado, a pesar de los peligros que se derivaban de esta decisión. Como hemos visto, el Conde Duque tenía reticencias acerca de la incorporación del rey a la campaña, quizás porque intuía que carecía de dotes militares o porque sabía que el ejército que había de dirigir no estaba preparado para la campaña, como se demostró tras el fracaso de Lérida80. En el pensamiento de Saavedra Fajardo sobre la guerra que se encuentra en las Empresas, la seguridad del reino y la importancia de las fortalezas aparecen estrechamente relacionadas en diferentes ocasiones. Saavedra primero aconseja que se mantengan las fortalezas y 80   ELLIOTT, John H., El Conde Duque de Olivares, Barcelona, 1998. El último apartado del capítulo xv esta dedicado a la campaña de Felipe IV en Cataluña.

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presidios como si estuvieran situadas en territorio enemigo81, para señalar acto seguido la necesidad de mantener y fortificar las plazas del reino debido a que este desembolso excusa otros gastos de la guerra. Por el contrario, insiste en que la debilidad de las plazas llama a la guerra pues el enemigo no acomete a quien se le resiste, por lo que este gasto proporciona seguridad a los príncipes y paz al mundo, al tiempo que excusa otros dispendios mayores82. La utilidad de los baluartes situados en el interior de reino a modo de advertencia para los revoltosos era una opinión compartida por numerosos autores de diferentes tendencias, desde los providencialistas como Quevedo al tacitista Álamos de Barrientos. A esta valoración de las fortalezas por parte del diplomático como factores esenciales de la seguridad del Estado contribuyen elementos tan diferentes como el concepto de Jerusalén defendida, es decir, la idea de defensa de la Cristiandad ante turcos y protestantes por parte de la Monarquía de los Austrias que inspiraba a numerosos autores de la época y que probablemente en más de un aspecto, compartía Saavedra. A todo ello hay que añadir una tendencia de inspiración defensivista encaminada a lograr la finalización de los conflictos exteriores y alcanzar la seguridad en el interior tras años de guerras inacabables. Hay en Saavedra, como en la mayoría de los autores de la época, una idea acerca de las funciones disuasorias de las fortalezas que se desarrolla en un doble plano: hacia el interior, como instrumentos del poder real para prevenir las rebeliones de unos súbditos descontentos, y hacia el exterior como parte de un sistema activo de defensa del reino, de acuerdo con la idea moderna de las defensas83. Esta pluralidad funcional de las fortificaciones la compartían aquellos autores más críticos y realistas como Saavedra, en oposición al optimismo belicista de algunos providencialistas basado en la confianza en el auxilio divino antes que en los muros de las fortalezas, como le sucedía al Padre Rivadeneyra84 o como señalaba gráficamente Quevedo cuando afirmaba que «no hay   Emp. 51.   Emp. 82. 83   MARAVALL, José Antonio, Estado Moderno y mentalidad social, Madrid, 1972, tomo 2, p. 553. 84   CASTILLO CÁCERES, Fernando, «El arte de la guerra en «El Príncipe Cristiano» de Pedro de Rivadeneyra», en Boletín de Información del Centro Superior de Estudios de la Defensa (CESEDEN), nº 218, 1990. 81 82

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baluarte ante Dios»85. Sin embargo, la creciente importancia que había adquirido la poliorcética desde principios del siglo xvii alcanzaba también a providencialistas tan conspicuos como Fray Juan de Salazar, quien a pesar de su ciega confianza en la contribución divina, no deja de manifestar su entusiasmo por el empleo de las fortalezas en la guerra86. La modernidad que caracteriza a algunos de los conceptos de Saavedra Fajardo sobre la guerra se pone de manifiesto a la hora de tratar acerca del papel jugado por el armamento y la técnica en el desarrollo de los conflictos. En la Empresa 81 señala como la superioridad en el armamento, la novedad y adecuación del mismo a las que considera son las características del país, es lo que «quita o da los imperios». Comienza por establecer una distinción entre armamento ofensivo y defensivo y por afirmar que cada nación cuenta con un tipo de armas especifico, acomodado a sus características y recursos. A su juicio, cuando una nación alcanza grandes triunfos es debido al empleo de un nuevo tipo de armas así como a su disposición natural y acomodo hacia las mismas. Para respaldar su tesis acerca de las diferencias entre las naciones a la hora de considerar su disposición hacia las diferentes armas y el éxito derivado de esta adecuación, Saavedra acude a los ejemplos que proporciona la historia. De esta manera, los partos habrían alcanzado sus éxitos gracias al uso de las saetas, mientras que los romanos lograron su imperio debido a su destreza en el uso de la espada, una cuestión a la que no era ajena el ejercicio de los gladiadores. Por su parte, los españoles aunaron los dos factores que permiten alcanzar el éxito pues, por un lado, inventaron las armas de fuego y fundaron la Monarquía en Europa, mientras que, por otro, contaban con las virtudes exigidas para el empleo de estas armas, concretamente la fortaleza de ánimo y la constancia. El resultado de esta conjunción fue la conquista de un imperio en Europa y América. Esta opinión, que confirma la modernidad de Saavedra, revela una idea de las armas de fuego que está lejos de   QUEVEDO, Francisco de, Política de Dios y Gobierno de Cristo, en Obras de Francisco de Quevedo y Villegas, Madrid, BAE, 1946, vol. XXIII, tomo I, p. 101. sobre la idea de Quevedo acerca de las fortificaciones ver: CASTILLO CÁCERES, «La idea de la guerra…», p. 169 y ss. 86   CASTILLO CÁCERES, Fernando, «El providencialismo…», p. 141. 85

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considerarlas una invención infernal pues, muy al contrario, las contempla como un instrumento de la Providencia para que España pudiera llevar a cabo la conquista de América87. A pesar de lo avanzado del siglo xvii, esta visión positiva de las armas de fuego no deja de ser una novedad pues todavía pervivía la idea de que eran un invento maléfico que daba la victoria antes al certero que al valeroso, y que era incompatible con la idea de una milicia inspirada en ideales caballerescos. Es interesante resaltar como Saavedra concede una gran importancia a la creación del Estado moderno en relación con los asuntos vinculados con la guerra, pues no a otra cosa se refiere cuando alude a que los españoles fundan la Monarquía en Europa. Hay por parte del escritor murciano una evidente valoración de la nueva institución política surgida a finales del siglo xv debido a su capacidad para desarrollar los elementos militares, tanto desde un punto de vista técnico como organizativo, pues, como hemos visto, no duda en vincular las armas de fuego con la aparición de un ejercito permanente al servicio del poder del Estado, dotado de unas características técnicas y tácticas hasta entonces desconocidas. Esta intuición de Saavedra a la hora de relacionar los éxitos militares obtenidos por los españoles desde comienzos del siglo xvi con elementos de carácter político supone a su vez una valoración implícita de la institución creada por la Monarquía, a la cual considera responsable de los triunfos alcanzados por los Austrias. Todo ello, no hace falta decirlo, supone un ejemplo de la modernidad del autor y de su capacidad para analizar el poder desde una perspectiva en la que priman su experiencia profesional y las lecturas de carácter político por encima de otras consideraciones tradicionales que, sin embargo, no dejan de estar presentes88. No es de extrañar que Saavedra tenga en alta estima al ejército como instrumento de poder al servicio del Príncipe, aunque en ocasiones, y este es otro rasgo de modernidad, no deje de mostrar cierta desconfianza hacia una institución cuyo poder intuye tiene cierta inclinación hacia la autonomía. En este sentido nos dice que «los príncipes están suje-

87   MARAVALL, José Antonio, Utopía y contrautopia en el Quijote, Santiago, 1976, p. 136. 88 ABELLÁN, ob. cit., p. 88.

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tos a los que gobiernan las armas y sus Estados a la milicia»89, una afirmación que revela a un mismo tiempo la importancia de la institución y la capacidad de someter al poder político que posee. Sin duda es por esta razón por la que plantea la conveniencia de dividir al Ejército, pues aunque insiste en que uno de los objetivos perseguidos es conservar la virtud militar al no mezclarse las fuerzas entre sí, a lo que en realidad concede importancia es a la posibilidad de mantener la fidelidad de la milicia90. No obstante, estas reticencias desaparecerán poco después cuando afirme que «son las armas los espíritus vitales que mantienen el cuerpo de la Republica, los fiadores de su sosiego»91, una declaración que nos devuelve, no sin contradicciones, a la valoración inicial del ejército como instrumento de poder. La preocupación de Saavedra por el ejército como elemento esencial del fenómeno bélico y como institución de la Monarquía se pone de manifiesto en el interés que muestra hacia diferentes aspectos del mismo, como es la cuestión de su dirección, algo que preocupó a la mayor parte de los autores que se acercaron a los asuntos militares. Hemos visto con anterioridad como señaló la conveniencia de que el Príncipe, en determinados tipos de guerra, se ponga al frente de sus tropas, lo cual no significa que sea partidario de que el soberano se ocupe en exclusiva del gobierno y formación del ejército. Aunque no son muy abundantes las referencias a los mandos y a las cualidades que deben reunir, la figura del general tiene cierta presencia en el ideario de Saavedra referido a la guerra, a pesar de que siempre esté relacionada con la formación de los soldados. En este sentido se manifiesta cuando afirma, basándose en Vegecio, que es labor de los generales hacer soldados fuertes mediante el adiestramiento y el ejemplo, pues la naturaleza no los proporciona por si sola. Esta tarea es la que explica porqué las Sagradas Escrituras llaman a los generales «maestros de soldados»92. Como vemos no es precisamente en este aspecto donde aparece el Saavedra más original, pues se refiere a los mandos militares desde una perspectiva cercana ora al providencialismo ora a criterios tradicionales como los representados   Emp. 73.   Emp. 73. 91   Emp. 82. 92   Emp. 82. 89 90

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por el autor romano. Además, sorprende un tanto que una personalidad como la de Saavedra, atenta a todo aquello que supone poder, no se ocupe de la formación del general y no mencione la necesidad del estudio de la guerra, ni recurra al tópico de la experiencia como fuente de conocimiento. Es un lugar común entre los tacitistas la valoración de los hechos como fuente de aprendizaje, al tiempo que la mayoría de los autores consideran a la experiencia como el requisito esencial para conocer la guerra y el mando93. Hay, no obstante, una referencia explicita por parte de Saavedra a la forma de cubrir los principales grados del ejército cuando recomienda al soberano que es conveniente ascender a las mas altas responsabilidades militares a quien se lo merezca por sus hazañas, aunque le falte el lustre de la nobleza94. Esta preferencia por el valor y la capacidad sobre el linaje es un verdadero lugar común entre los escritores del Siglo de Oro, manifestado no pocas veces en forma de queja. Sin embargo, rápidamente tercia en favor del papel de la nobleza en los asuntos públicos cuando advierte que suele ser peligroso entregar en tiempos de paz el gobierno a personas bajas y humildes, pues provocaría la ira de los grandes95. La nobleza y su papel militar es otro de los asuntos de los que se ocupa Saavedra al ser uno de los temas esenciales entre los tratadistas de la época. Aunque es testigo directo de su fracaso como élite militar y del abandono de sus responsabilidades en este terreno96, especialmente después de 164097, en las Empresas apenas existen críticas a este estamento; es mas, ni siquiera hay velados reproches en relación con el asunto. Como es usual, reconoce la importancia de la nobleza en la guerra, donde «puede mucho la autoridad de la sangre», pero también deja ver la insuficiencia del linaje para alcanzar el triunfo en la misma. Por otra parte, deja claro que las recompensas y los ascensos deben estar determinados por el mérito, no por la condición so  PUDDU, ob. cit., p. 266.   Emp. 17. 95   Emp. 17. 96   MARAVALL, José Antonio, Poder, honor y élites en el siglo xvii, Madrid, 1979, pp. 201 y ss. 97   DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio, «La movilización de la nobleza castellana en 1640», Anuario de Historia del Derecho Español, XXV, 1955, pp. 799-823. 93 94

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cial del protagonista. Para el diplomático, la nobleza, cuando reúne virtud y valor, tiene las cualidades necesarias para ocupar los puestos principales y de esta forma dar comienzo a un linaje o incrementar la grandeza adquirida. Precisamente, en la frustración de estas expectativas encuentra Saavedra la causa de su retraimiento de la milicia, una idea que no deja de ser una justificación de la denominada por Maravall «desmilitarización de la nobleza», pero que estaba ampliamente extendida durante la época98. Sin duda, el escritor tiene presente que es la falta de estimulo y honores lo que aleja a este grupo social del ejercicio de las armas, al insistir en que ciertas recompensas como el habito de la Orden de Santiago se otorguen en tiempos de guerra, no de paz. Esta medida, unida a la fundación de los linajes en las armas99, haría que se aplicasen más al ejercicio militar y que, por lo tanto, floreciesen más las artes de la guerra100, una opinión esta que revela el papel central que concede Saavedra a la nobleza en relación con el ejército. Una buena prueba de esta actitud es la crítica que lleva a cabo del absentismo nobiliario antes que de su incapacidad, al contrario de Quevedo, mucho más crítico hacia las cualidades militares nobiliarias. A pesar de esta indudable consideración de la función militar del estamento nobiliario, en las Empresas se puede encontrar también una muestra de la desconfianza que existía en el siglo xvii acerca de la fidelidad de este grupo social y del peligro que suponía para el soberano y para el reino esta actitud. Esta opinión era ampliamente compartida en los medios políticos cercanos al conde duque de Olivares, al cual no era del todo ajeno Saavedra, al fin diplomático y publicista al servicio del valido, con ocasión de la respuesta al manifiesto de guerra francés de 1635. La conclusión a la que llega el diplomático para evitar el peligro que suponía para el Príncipe una nobleza indómita, no podía ser otra que la necesidad de mantener a este grupo social sometido al poder real y distraído en aquellas activida-

  DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio, La sociedad española en el siglo xvii, Madrid, 1963, pp. 272-274. MARAVALL, José Antonio, La cultura del Barroco, Madrid, 1975, p. 119. 99   Emp. 66. 100   Emp. 23. 98

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des que, como la guerra, caracterizan al estamento y a la función militar y social que tiene tradicionalmente encomendada101. No abundan tampoco en las Empresas Políticas las referencias a los soldados y, cuando aparecen, están relacionadas con su formación, con las recompensas recibidas y con la disciplina que deben mantener, unos asuntos todos ellos de importancia central en los escritos sobre la guerra de los siglos xvi y xvii. En su obra principal Saavedra solo insiste en que los soldados deben de ser disciplinados, por lo que los príncipes deben esforzarse por favorecerles y honrarles, premiándolos con los despojos del enemigo, especialmente a los más destacados en el combate102. Los buenos soldados, continúa, se hallan con los honores y recompensas, aunque posteriormente es el ejercicio y el adiestramiento el que los hace, porque la naturaleza por si sola crea pocos varones fuertes. Estas indicaciones coexisten con otras sugerencias, de carácter mas arbitrista que reformista, como aquella que recomienda recoger a los niños huérfanos y abandonados e instruirles en los ejercicios militares para lograr su formación como futuros soldados, al igual que hicieron los turcos con los jenízaros. De esta forma se encontraría siempre quien sirviese a la república y se solucionaría el problema de los vagabundos, dos cuestiones estas, las del reclutamiento y la mendicidad, que también preocuparían a los reformistas ilustrados en el siglo xviii103. Este interés por la disciplina como una de las virtudes del soldado creemos que obedece, al igual que en Quevedo, a razones distintas de las derivadas de la necesidad de mantener el orden en la batalla que exigían los ejércitos modernos y a sus necesidades de racionalización y uniformización. Por el contrario, la preocupación de Saavedra por la disciplina responde antes al temor a los motines y a la conversión de los soldados del Rey en lo que gráficamente Quevedo denomina «ejércitos delincuentes»104, que a motivos de carácter táctico; es, por tanto, una concepción tradicio-

  Emp. 89.   Emp. 82 y 97. 103   Emp. 82. 104   QUEVEDO, Francisco de, Política de Dios y Gobierno de Cristo, en Obras de Francisco de Quevedo y Villegas, ed. BAE, Madrid, 1946, vol. XXIII, tomo I, pp. 101 y 102. 101 102

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nal de esta virtud militar la que parece reclamar el diplomático mur­ ciano. En todo conflicto bélico, el triunfo, la victoria sobre el enemigo, es el elemento esencial y director de las iniciativas adoptadas por el soberano y sus ministros, tanto en el ámbito político como en el militar. Al ser la última ratio del combate no es de extrañar que sea un asunto del que se ocupe Saavedra Fajardo en sus Empresas, deteniéndose, como hemos visto, con más detalle en la forma de alcanzarla mediante las estratagemas y las negociaciones. En las dos últimas Empresas expresa al futuro monarca su preocupación por las consecuencias negativas que se pueden derivar del logro de la victoria. En concreto recuerda una máxima tradicional en el arte de la guerra como es la de evitar que el triunfo militar sea percibido por el derrotado como una amenaza de exterminio, una circunstancia que le convertiría en un peligroso enemigo. Así lo advierte cuando refiere el peligro que se deriva del acoso al adversario más allá de lo que aconsejan las exigencias militares, pues cuando el más débil se siente asediado y sin salida, hace frente de forma desesperada. Es necesario, por lo tanto, usar de las victorias con moderación y tratar adecuadamente a los vencidos, conservándoles incluso su nobleza y privilegios105, una recomendación que está claramente encaminada a mantener las prerrogativas y privilegios de la élite dirigente vencida, al igual hacían los romanos. Otros riesgos que traen consigo los triunfos son los derivados de la distracción que supone el saqueo de los ejército derrotados, un tiempo perdido que puede ser precioso al permitir que el enemigo se recupere haciendo que en unos instantes la que parecía inicial victoria se pueda trocar en derrota106. Un problema de difícil solución si recordamos que, en otro lugar de su obra, el diplomático insiste en que el botín tomado al adversario fortalece al vencedor y con el cual se debe recompensar a los soldados107. Menos equívoco se muestra al referirse a las ventajas que aportan las victorias ya que señala con claridad que los despojos de la misma unen y fortalecen al vencedor, al tiempo que aconseja ejercer la prerrogativas del derecho de conquista. No debe mostrar timidez el Príncipe a la   Emp. 96.   Emp. 96. 107   Emp. 97. 105 106

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hora de tratar aquello que ha logrado mediante el triunfo de las armas, pues es aconsejable que aumente sus fuerzas con las rendidas e incremente la grandeza de sus Estados con los territorios ocupados. Incluso Saavedra va más allá al afirmar que no se debe devolver lo conquistado sino retenerlo, ya que la restitución de lo arrebatado se interpreta siempre como flaqueza108. En este sentido considera a la guerra como una actividad política con importantes efectos sobre la Monarquía ya que constituye un método de engrandecimiento y de fortalecimiento interno de los Estados, al tiempo que un riesgo para su estabilidad. La relación entre religión y asuntos políticos, especialmente los relativos a la guerra, es tan habitual en el siglo xvii que adquiere perfiles propios dando lugar al providencialismo como corriente de pensamiento. Esta importancia de la religión en los análisis de las cuestiones bélicas tiene en la obra de Saavedra una presencia más matizada que en otros muchos autores de la época. En ningún caso se puede afirmar que Saavedra prescinda de los criterios religiosos a la hora de contemplar la realidad del poder y de la guerra, pero aún menos se puede mantener que sea un providencialista. En la obra de Saavedra Fajardo —testigo del paso de una sociedad internacional basada en criterios trascendentes a otra plenamente secularizada o, si se quiere, del transito de la idea de Imperio Universal Cristiano a la del sistema del equilibrio de poderes— el concepto de Cristiandad, entendido como la comunidad en la que viven y se relacionan los príncipes cristianos, prácticamente desaparece. Si la religión, que no su utilidad, queda relativizada como elemento rector del Estado y de las relaciones internacionales, no es de extrañar que los análisis del fenómeno bélico y de la política en su conjunto que lleva a cabo el diplomático murciano se realicen a distancia de la religión, aunque no de la tradición y los valores cristianos. Si nos atenemos a sus juicios sobre el conflicto bélico, extraña que algunos autores consideren que el providencialismo y el mesianismo son elementos característicos del pensamiento de Saavedra Fajardo, una opinión que no parece reflejarse en sus escritos sobre la guerra, al contrario de lo que sucede con otros muchos autores, como los reiteradamente citados Quevedo, Salazar o Rivadeneyra, quienes sin embargo también se acercan   Emp. 97.

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al estudio de la guerra con mayores dosis de realismo que a otros asuntos públicos. En comparación con ellos sorprende la escasa presencia que tiene la religión en la obra de Saavedra a la hora de analizar el fenómeno bélico, lo que no impide que, como señalan Jover y López Cordón109, exista en el diplomático cierto determinismo de raíz providencialista, aunque con una intensidad menor que en muchos de sus contemporáneos. Otra cosa distinta es que entre sus fuentes principales se encuentren textos como la Biblia y los escritos de los Santos Padres, un acervo común para los autores políticos del siglo xvii. La primera reflexión que realiza Saavedra relacionando la guerra y la religión es para señalar la compatibilidad entre las virtudes cristianas y las virtudes militares, resaltando como el Cristianismo ha dado capitanes equivalentes en su valor y habilidad a los que han surgido entre los paganos110. Este argumento es habitual entre todos aquellos que, como los antimaquiavelistas, rechazan la crítica a la religión cristiana por ser a su juicio incompatibles los valores que patrocina con las exigencias bélicas. Dentro del terreno de la moral, continúa Saavedra recomendando al Príncipe que en la guerra con naciones cristianas no disimule sus intenciones para dar al enemigo la posibilidad de justificarse y evitar de esa forma el conflicto111. No será hasta que se detenga al tratar de las victorias cuando aparezcan las actitudes más próximas al providencialismo, pues sugiere claramente que los triunfos tienen un origen divino a causa de la defensa que hacen los ejércitos vencedores de la verdadera religión, calificando Dios de «arbitro de las victorias»112. No obstante, parece que esta intervención celestial se produce cuando el enemigo es de una religión distinta de la verdadera; en este caso afirma rotundamente que las batallas se ganan no tanto por el valor como por adorar al verdadero culto, pues Dios, en los asuntos de la guerra, solo atiende los ruegos de los cristianos113. Esta postura se basa en la licitud, justicia y santidad de los conflictos mantenidos por España en defensa de la   JOVER ZAMORA y LÓPEZ CORDÓN, ob. cit., pp. 597-603.   Emp. 26. 111   Emp. 44. 112   Emp. 97. 113   Emp. 26. 109 110

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religión, un aspecto que parece que no rechazaba del todo Saavedra a pesar de su realismo y su experiencia política. Estos dos factores tampoco le impidieron señalar a Francia como una nación belicosa que, al igual que el Egipto bíblico, sufrirá el castigo divino por las guerras provocadas114. En suma, una contradicción más tanto de la corriente de pensamiento que intentaba conciliar los principios cristianos con la razón de Estado como del propio diplomático, quien escribió su obra de emblemas dirigida al Príncipe en un momento poco proclive al optimismo providencialista. Hemos visto como Saavedra Fajardo se refiere a la práctica y experiencia bélica en términos de gran consideración como instrumentos de conocimiento de la guerra, hasta el extremo de considerar que la paz tiene el peligro de privar a las naciones y, por tanto, al Príncipe, de estos medios de acceder a la realidad del conflicto. La valoración de la práctica y la experiencia implica un menosprecio del estudio y una concepción del arte de la guerra antes como una habilidad que como una ciencia dotada de presupuestos teóricos susceptibles de ser conocidos. Esta idea acerca de la forma de comprender los principios rectores del conflicto bélico no deja de ser una contradicción en alguien que, como Saavedra, contempla la actividad política con realismo. Todo ello en una época en la que precisamente los tratadistas militares inciden cada vez más en el estudio como método y en los aspectos teóricos de la guerra115. Por el contrario, una vez más serán los providencialistas quienes muestren una actitud más tradicional acerca de las formas de conocimiento de la guerra, centrándose en la experiencia y la práctica antes que en el estudio. Dado que Saavedra es antes que nada un escritor que se ocupa del poder y que en su obra principal se dirige a las más altas instancias del mismo, como es el futuro soberano, parece coherente que no se detenga apenas, o lo haga muy superficialmente, en cuestiones muy concretas referidas al ejército. Entre todas ellas hay que incluir el reclutamiento, el armamento, la disciplina, la táctica, los ascensos, etc., unos asuntos que, por el contrario, tanto interesaron a otros autores, especialmente a los dedicados a la profesión militar. Por su   Emp. 75.   ESPINO LÓPEZ, Guerra y..., p . 535.

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parte, Saavedra, al igual que muchos otros escritores políticos, se dedica a aconsejar al Príncipe acerca de las grandes cuestiones referidas a la guerra, sin descender a detalles que sin duda le parecen un tanto prolijos para incluirlos en sus Empresas, aunque tampoco hay que desechar que sus conocimientos al respecto no fueran muy profundos. El resultado es que el autor de las Empresas Políticas prefiere interesarse por los asuntos primordiales de la guerra como la naturaleza del conflicto, la paz, las relaciones entre las naciones o la realidad del ejército como instrumento bélico y de poder al servicio de la Monarquía. En este sentido, y en el de cierto empirismo crítico no exento de racionalismo, se entienden los apartados dedicados al análisis de la guerra, de sus causas y tipos. Son estas unas opiniones a veces muy alejadas de las ideas al uso mantenidas por la mayoría de los escritores políticos del siglo xvii, los cuales sostenían planteamientos de carácter tradicional, especialmente de tipo providencialista, a la hora de contemplar el fenómeno bélico y las instituciones relacionadas con el mismo. En las Empresas Políticas late a veces un eclecticismo, a veces una contradicción, muy característica tanto del Barroco como de alguien que está acostumbrado a mantener posturas afrontadas con idéntica decisión. Al final creemos que en las Empresas domina el diplomático sobre el teórico, prima el profesional al que Jover llega a considerar más que cauto, poco sincero. Sea fruto de la discreción, sea de la elasticidad de criterios, la opinión de Saavedra acerca de la guerra, el acontecimiento dominante en la España y en la Europa del siglo xvii, constituye un elemento de gran interés al respecto, aunque solo fuera por el destinatario de su obra.

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FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA En los últimos años, la bibliografía acerca de la mayor parte de los asuntos tratados en esta obra ha experimentado un importante incremento y un cambio sustancial en el enfoque de los acontecimientos y en el método de estudio empleado. Por esta razón resulta muy aconsejable la inclusión de una bibliografía que, sin tener ninguna pretensión de exhaustividad, incluyera alguna de las aportaciones surgidas desde la realizacion de los trabajos o, en su caso, desde su aparición, con la intención de que el interesado pueda completar la información relativa a los temas estudiados en esta obra. No se han incluido apenas referencias a la Corona de Aragón y a Portugal dado el ámbito al que se ciñen la mayor parte de los trabajos; tan solo existe alguna cita aislada a causa de su interés general para todos los reinos peninsulares. Así mismo, hay que destacar que la inclusion de diversas ediciones actuales de las fuentes responde al interés de los estudios introductorios. Para una mejor aproximación, se ha procedido a distribuir las referencias bibliográficas en una serie de apartados que coinciden en gran parte con los asuntos tratados en los distintos capitulos en los que se divide este volumen. I.  FUENTES ALAMOS DE BARRIENTOS, Baltasar, Aforismos al Tácito español (Madrid, 1614), ed. de José Antonio Fernández Santamaria, Madrid, 1987. ALAVA Y VIAMONT, Diego de, El perfecto capitán, instruido en la disciplina militar y nueva ciencia de la artilleria (Madrid, 1590), Madrid, 1994. ALMIRANTE, José, Bibliografía militar de España, Madrid, 1876. ALONSO, Martín, Diccionario medieval español, Salamanca, 1986. 397

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trabajos de José Manuel Nieto Soria, un autor que ha renovado la visión de todo lo referido al poder, a sus contenidos y sus diferentes formas de manifestarse en la Castilla de los siglos xiv y xv. ÁLVAREZ PALENZUELA, Vicente Ángel, «La Corona de Castilla en el siglo xv. La Administarción Central», en Espacio, Tiempo y Forma, 4, 1991. AMADOR DE LOS RÍOS, José, Historia social, política y religiosa de los judíos de España y Portugal, Madrid, 1973. AYALA MARTÍNEZ, Carlos de, «La Castilla de Juan II y Enrique IV», en Los reinos hispánicos ante la Edad Moderna, Madrid, 1992. BAER, Yizhak, Historia de los judíos en la España cristiana, Madrid,1981. BARBERO, Miguel Ángel, «Castilla en el siglo xv», en Estudios de Historia de España, 2, 1989. BECEIRO PITA, Isabel, El condado de Benavente en el siglo xv, Benavente, 1998. BENITO RUANO, Eloy, Los Infantes de Aragón, Pamplona, 1952. —  Toledo en el siglo xv. Vida política, Madrid, 1961. —  Los orígenes del problema converso, Barcelona, 1976. CALDERÓN ORTEGA, José Manuel, [y Rogelio Pérez Bustamante], Enrique IV (1454-1474), Palencia, 1998. —  El Almirantazgo de Castilla. Historia de una institución conflictiva (12501560), Alcalá de Henares, 2003. CÉSPEDES DEL CASTILLO, Guillermo, [y Santiago Sobrequés Vidal], «La Baja Edad Media», en Historia social y económica de España y América, Barcelona, 1974. DÍAZ MARTÍN, Luis Vicente, Itinerario de Pedro I de Castilla. Estudio y regesta, Valladolid, 1975. —  Los oficiales de Pedro I de Castilla, Valladolid, 1987. —  «El preludio de la guerra civil: la traición nobiliaria en Castilla», en Genése Mediévale de l’Espagne Moderne. Du refus a la revolte: resistences, Paris, 1991. —  Pedro I 1350-1369, Palencia, 1995. DIAGO HERNANDO, Máximo, «Política y guerra en la frontera castellanonavarro durante la época Trastamara», en Príncipe de Viana , 203, 1994. ECHAGÜE, BURGOS, Jorge Javier, La Corona y Segovia en tiempos de Enrique IV (1440-1474), Segovia, 1993. FERRER i MALLOL, Maria Teresa, Entre la paz y la guerra: la Corona catalanoaragonesa y Castilla en la Baja Edad Media, Madrid, 2006. GARCÍA TORAÑO, Paulino, El rey don Pedro el Cruel y su mundo, Madrid, 1996. GONZÁLEZ HERRERO, Manuel, Castilla: negro sobre rojo. De Enrique IV a Isabel la Católica, Segovia, 1993. GONZÁLEZ MÍNGUEZ, C., «Las ciudades durante la guerra civil entre 404

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6)  La numismática castellana tardomedieval La bibliografia acerca de la numismatica española de la Edad Media suele estar determinada por una perspectiva esencialmente arqueológica, caracterizada por una consideración aislada de la pieza y del fenomeo monetario respecto del contexto histórico y social en el cual se produce. Ciertamente, son escasos los trabajos que se acercan a las monedas de este periodo combinando la historia économica, política y cultural, y que puedan servir como un nuevo de tipo de fuentes para una más amplia visión de la historia. Junto a los trabajos que constituyen un repertorio o catálogos de monedas y aquellos otros dedicados al estudio formal de alguna pieza concreta, se encuentran una serie de excepciones que estudian las monedas en su contexto histórico. Entre todas ellas hay que señalar el conjunto de aportaciones que incluye el volumen colectivo editado en Paris y consagrado al estudido de la moneda bajomedieval como un espejo simbolico de la realeza. A estos trabajos hay que añadir los dedicados a las monedas acuñadas durante el efimero reinado del Príncipe Alfonso por Dolores Carmen Morales Muñiz, al día de hoy la maxima autoridad en este personaje junto al clásico Torres Fontes, y Hernadez Canut. Es este un periodo que dada la atención suscitada a pesar de su escasa duración, cabe considerar privilegiado dentro de la historia de la numismática hispana, no solo medieval. Para concluir, hay que destacar las obras referidas a la especialidad que, dentro de la historia económica, se centran en el estudio de la moneda como un objeto de valor económico e instrumento de pago, un asunto inseparable de su simbología y forma. ÁLVAREZ BURGOS, Fernando, [y Vicente Ramón Benedito y Vicente Ramón Pérez], Catalogo general de la moneda medieval hispanocristiana. Desde el siglo ix al xvi, Madrid, 1980. —  Prontuario de la moneda hispánica, Madrid, 1984. —  Catalogo de la moneda medieval castellano-leonesa.siglos xi al xv, Madrid, 1988. ÁLVAREZ OSSORIO, Antonio, Catálogo de las medallas de los siglos xv y xvi conservados en el Museo Arqueológico Nacional, Madrid, 1934. BALAGUER PRUNÉS, Ana Maria, «La Disgregación del monedaje en la crisis castellana del siglo xv. Enrique IV y la ceca de Ávila según los documentos del Archivo de Simancas», en Acta Numismática, IX, 1978. —  [y Luis Domingo Figuerola], «Ordenación cronologica de las emisiones monetarias de Pedro I y de Enrique II», en Numisma, 150-155, 1978. —  «En torno a los reinados de Juan II y Enrique IV de Castilla. Tipos monetarios ineditos y comentario documental», en Acta Numismática, nº 11, 1981. —  «Estudio de los hallazgos como fuente de datos para la historia monetaria», en Gaceta Numismática 74‑75, septiembre‑diciembre 1984. 422

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necesariamente reducidas. Todo ello contrasa con la importancia de los estudios acerca del conjunto de la obra de Quevedo y Saavedra, como pone de manifiesto los proyectos de investigación emprendidos por la Universidad de Murcia dedicados a este último autor. ARREDONDO SIRODEY, Soledad, «La espada y la pluma contra Francia en el siglo xvii: cartas de Quevedo y Saavedra Fajardo», en Criticón, 56, 1992. —  «Quevedo y sus contemporaneos ante la guerra de Cataluña», en La Perinola. Revista de investigación quevediana, 2, 1998. ASTRANA MARÍN, Luis, La vida turbulenta de Quevedo. Madrid, 1945. BLEZNICK, D. W., «La Política de Dios de Quevedo y el pensamiento político del Siglo de Oro», en Nueva Revista de Filología Hispánica, IX/2, 1955. ELLIOTT, John H., «Quevedo and the Count‑Duke of Olivares», en Quevedo in Perspective, ed. de James Iffland, Newark, 1982. ECHEVARRÍA BACIGALUPE, Miguel, «La prisión de Quevedo, un enigma histórico», en Historia 16, 226, Madrid, 1995. ETTINGHAUSEN, H., Francisco de Quevedo and the neoestoic movement, Oxford, 1972. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel, «Otra lectura de Quevedo», en Homenaje a José Antonio Maravall, Madrid, 1985. FERNÁNDEZ GUERRA, Aureliano, «Introducción» a Obras de Francisco de Quevedo y Villegas, Madrid, 1946. GONZÁLEZ PALENCIA, Ángel, Del «Lazarillo» a Quevedo, Madrid, 1946. IÑURRITEGUI RODRÍGUEZ, José Maria, La Gracia y la Republica. El lenguaje político de la teología católica y el «Principe Cristiano» de Pedro de Rivadeneyra, Madrid, 1998. JAURALDE POU, Pablo, Francisco de Quevedo (1580-1645), Madrid, 1998. LIRA, Oswaldo, Visión política de Quevedo, Madrid, 1948. LÓPEZ ARANGUREN, José Luis, «Lectura política de Quevedo», en Revista de Estudios Políticos, 49,1950. MARAVALL CASESNOVES, José Antonio, «Ensayo de revisión del pensamiento social y político de Quevedo», en Estudios de Historia del Pensamiento Español. III. Siglo xvii, Madrid, 1975. SOBEJANO, Gonzalo, Francisco de Quevedo, el escritor y la crítica, Madrid, 1991.

441

12)  Diego de Saavedra Fajardo y la guerra ALDEA VAQUERO, Quintín, «Introducción» a las Empresas Políticas, Madrid, 1976. —  España y Europa en el siglo xvii. Correspondencia de Saavedra Fajardo (1631-1633), Madrid, 1987. ARREDONDO SIRODEY, Soledad, «Diálogo y política internacional en “Locuras de Europa”, de Saavedra Fajardo», en Criticón, 58, 1993. CREMADES GRIÑÁN, Carmen Maria, Saavedra Fajardo, un murciano en Europa, Murcia, 1984. —  «Diego Saavedra Fajardo: su relato contemporáneo de la Guerra de los Treinta Años», en España y Suecia en la época del Barroco (1600-1660), Enrique Martínez Ruiz, Magdalena de Pazzis Pi Corrales, Madrid, 1998. DÍEZ DE REVENGA, Francisco Javier, «Introducción» a Empresas Políticas, de Diego Saavedra Fajardo, Barcelona, 1988. —  Saavedra Fajardo escritor actual y otros estudios, Murcia, 1988. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, Manuel, «Otra lectura de Quevedo», en Homenaje a José Antonio Maravall, Madrid, 1985. FERNÁNDEZ SANTAMARÍA, José Antonio, «Diego Saavedra Fajardo: Reason of State in the Spanish Baroque», Il Pensiero Político, XII, 1979. FRAGA IRIBARNE, Manuel, Don Diego Saavedra Fajardo y la diplomacia de su época, Madrid, 1998. GONZÁLEZ DE ZÁRATE, José Maria, Saavedra Fajardo y la literatura emblematica, Valencia, 1985. JOUCLAU-RUAU, André, «El tacitismo de Saavedra Fajardo», en Empresas politicas, 2, 2003. MARAVALL CASESNOVES, José Antonio, «Saavedra Fajardo: moral de acomodación y caracter conflictivo de la libertad», en Estudios de Historia del Pensamiento Español. III. Siglo xvii, Madrid, 1975. MARTÍNEZ-AGULLÓ, Luis, «Saavedra Fajardo y Europa», en Revista de Estudios Políticos, 161, 1968. MURILLO FERROL, Francisco, Saavedra Fajardo y la política del Barroco, Madrid, 1989. SEGURA ORTEGA, Manuel, La filosofía juridica y política en las empresas de Saavedra Fajardo, Murcia, 1984. VILLANUEVA LÓPEZ, Jesús, «La influencia de Maquiavelo en las Empresas Políticas de Saavedra Fajardo», en Studia Storica, 19, 1998.

442

ÍNDICE DE NOMBRES Y LUGARES Abellán, José Luis, 367. Aberton, Thomas, 75. Adrada, Alfonso de la, 232. África, 184n, 286. Agenois, Senescal de, 73. Agilulfo, 272. Agreda, 50, 52, 57, 62n, 96. Agreda, Sor Maria de, 329. Aguilar de Campos, 62n. Ajofrín, 90n. Álamos de Barrientos, Baltasar, 342, 385. Alan, John, 71. Álava, 49-52, 56, 57, 58. Alberche, rio, 227. Albornoz, María, 236n. Alburquerque, 223, 248. Albret, Bertucat de, 71, 74. Albret, Señor de, 45, 73, 74, 76. Alcalá de Henares, 23, , 80, 83- 87, 90, 108n, 109, 249, 251. Alcalá-Zamora, José, 18, 431. Alcalde Mayor de Toledo, 93, 248. Alcazarquivir, 348. Alciato, Andrés, 360. Alejandro Magno, 332, 354. Alemán, Mateo, 359. Alemania, 34n, 138, 376, 377.

Alesón, 59, 62, 64, 65. Alfarache, Guzmán de, 359. Alfonso V, rey de Aragón, 97, 130, 175, 176, 177, 189, 233n. Alfonso VII, rey de Castilla, 203n, 302. Alfonso VIII, rey de Castilla, 193, 279, 302. Alfonso X, rey de Castilla, 12, 99, 105, 150, 151, 259, 279. Alfonso XI, rey de Castilla, 32, 33, 105n, 121n, 193, 258, 259, 261, 267, 279, 285, 291. Alfonso XII, ver Alfonso, príncipe. Alfonso de Haro, Juan, 77. Alfonso, príncipe, 25, 202, 289-304, 422. Algeciras, 184, 190, 193. Aljubarrota, 61n, 198. Alland, Señor de Brifeuil, 48n. Almofacén, 184n, 190, 193. Alonso de Robles, Fernán, 235n, 236n. Alsásua, 50. Álvarez de Albornoz, Gil, Cardenal, 236n. Álvarez de Toledo, García, 77. Álvarez de Toledo, Gutierre, Arzobispo de Toledo, 94, 250.

443

Amador de los Ríos, José, 116, 122, 131, 141n, 246. América, 367, 386, 387. Anacephalosis, 142. Anaya, Diego de, Arzobispo de Sevilla, 171. Andalucía, 360. Andrés, Rosana de, 239. Angui, Señor de, 73. Aníbal, 332, 354. Antequera, Fernando de, 134, 144, 176, 189. Antimaquiavelismo, 324, 329, 356. Antoing, Señor de, 48n. Antolinez, P. Guillermo, 130. Aquiles, 210. Aquitania, 39, 41, 42, 43, 69. Aragón, 23, 33, 34, 35, 36, 40, 41, 42, 45, 47, 50, 52, 67, 88n, 91, 93, 96, 97, 123, 130, 140, 141, 153, 167, 176, 234, 267, 271, 277, 286, 302, 397. Aragón, María, de mujer de Alfonso V, 189. Araviana, , 81, 96, 97, 98. Arbitrismo militar, 362. Arbre de Batailles, 104. Archiae, Foucaut de, 76. Arcipreste de Talavera, 128, 135n, 238n. Argentan, Señor de, 73. Ariñez, 50, 52-57, 59, 63, 64, 66. Arjona, 284n. Armada Invencible, 348. Armagnac, Conde de, 38, 43, 45, 47, 50, 61, 66, 74, 75. Arte Cisoria, 241n. Arte de la guerra, El, 309, 310, 312, 317, 318, 323. Asturias, reino de, 191. Atienza, 62, 128, 153, 234. Atlántico, 35, 236, 277, 279, 286. Auberichourt, Eustache de, caballero

444

de Hainault, 36, 71, 73, 75. Aubeterre, Señor de, ver Gourderon de Raymont. Aubrecote, Gautier de, 76. Austria, Archiduque Carlos de, 291. Ávila, 216, 222, 289, 295, 296, 299, 303. Ávila, Fernando de, 254. Aviñón, 35, 95n. Ayala, Carlos de, 113, 409. Ayllón, 146, 222. Azcarate Ristori, José Maria de, 225. B Baena, Cancionero, 119n, 148. Bageran, Naudon de, 71, 76. Bailleul, Gauvin de, 48n. Balaguer, Anna M., 272, 280. Balastre, Thomas, 73, 74. Balcanes, 171. Baltasar Carlos, Príncipe, 360, 363. Banda, Orden de la, 44, 63, 65. Bañares, 48, 50-52. Barbosa Homen, Pedro, 310-311. Barcelona, 42, 238. Barrientos, Fray Lope de, 135, 251, 252. Batres, Señor de, ver Pérez de Guzmán, Fernando. Baviera, duque de, 335. Bayona, 37, 38, 39, 43. Beauchamp, Guillaume de, 73, 75. Bearn, 45. Belmonte, 140, 242. Beltrán, Antonio, 260. Benavente, Conde de, 83, 84, 140. Benavente, linaje de los, 80. Benedicto XIII, Papa, 174. Benito Ruano, Eloy, 26, 115, 243, 252. Berguette, Jean de, 48n. Bermejo Cabrero, José Luis, 416.

Bernal de Quirós, Gonzalo, 77. Bernwaerd de Hildesheim, obispo, 208n. Bias contra Fortuna, 100, 101. Biblia, 394. Biblia de los Alba, 206, 215. Bigorre Senescal de, 73. Birkhead, Robert, 71, 75. Bizancio, 171. Black, Jeremy, 18. Bocaccio, Giovanni, 128. Bocanegra, Ambrosio, 77. Borja, 47. Bouvet, Honoré, 104. Braudel, Fernand, 21. Breteuil, Bourg de, 74, 76. Brikhead, Robert, 73. Bruni, Francisco, 106. Buitrago, 80, 87, 96. Buitrago, Señor de, ver López de Mendoza, Íñigo. Burdeos, 34, 39. Burdeos, Senescal de, 76. Burgos, 36, 42, 47, 48, 49, 52, 57, 59, 124, 172, 277, 278, 280n, 296, 299. Burgos, Cortes de, 52n, 152, 154, 167, 168, 278. Burgos, Diego de, 107, 111, 118-120, 124, 131, 132. Burley, Walter, 101n, 106n. Butler, William, 71, 73, 75. C Cabalgada, 47, 48, 52, 80, 85, 89, 91, 249. Calatrava, Maestre de, 206, 215. Calatrava, Orden de, 64, 206. Calavetxa, 233n. Calderón Ortega, José Manuel, 407. Calveley, Hugo de, 23, 36, 40, 42, 53, 56, 75.

Camargo, Pedro de, 110n. Camino de Santiago, 278. Camois, Raul, 75. Campillo, Antonio, 321. Campofregoso, Tomas, dux de Venecia, 280n. Camus, Le Bourg, 71, 74, 76. Canciller Ayala, ver López de Ayala, Pero. Canolle, Robert, 74. Cantábrico, 33. Canyes, Marcos, 238n. Cap Breton, 37. Captal de Buch, ver Grailly, Juan de. Cardeñosa, 154. Carlos I, emperador, 317, 323, 346, 382. Carlos II, rey de España, 349n. Carlos II, rey de Navarra, 38, 40, 42, 43, 47, 49, 51, 57, 77, 73. Carlos III, rey de Navarra, 139, 275. Carlos IV, rey de Francia, 266. Carlos V, rey de Francia, 33, 34, 35, 51, 53, 281. Carmaing, Vizconde de, 74. Carrillo de Acuña, Alonso, Arzobispo de Toledo, 290, 294, 297. Carrillo de Huete, Pedro, Halconero de Juan II, 146n, 228n. Carrillo de Toledo, Juan, Adelantado de Cazorla, 23, 24, 26, 80, 82-87, 89-94, 108-110, 247-250. Carrillo, Juan, Arcediano de Cuenca, 92, 93. Carrillo de Ormaza, Juan, 92n. Carrillo, Juan, señor de Mondejar, 87, 92. Cartagena, Alonso de, 9, 106, 116, 118120, 125, 126, 128, 129, 131n, 132, 135, 139, 142, 144, 172, 199n, 204, 251. Casarrubios, 90. Castel, Garciot du, 71, 73, 75.

445

Castellana, Pedro de, 110n. Castiglione, Baltasar de, 130, 240. Castilla, reino de, 12, 20, 22, 25, 32-35, 37-49, 51, 54, 58, 59, 61, 68, 69, 71, 79, 80, 81, 82, 88, 89n, 96, 98, 102, 103, 105-108n, 118, 120, 126n, 128-132, 134-137, 140-143, 150, 153, 155, 165, 175, 176, 179, 181, 185-188, 191, 194, 196, 198, 199, 200, 201, 203, 205 n, 206, 208, 210, 211, 214, 216, 221, 222, 228, 233, 236, 241, 243, 245, 250, 251, 257260, 264, 265, 266, 271, 273n, 274, 277-287, 291, 293, 298, 299, 301, 302, 305, 360, 404. Castro Alfin, Demetrio, 230. Castro Urdiales, 39. Castro, Fernando de, 36, 41. Castrogeriz, 105, 278. Castrogeriz, Fray Juan de, 261. Catalina, Infanta de Castilla doña, 166, 284n. Cataluña, 336, 349n, 383, 384. Catizón, capitán Camilo, 331. Caunedo del Potro, Betsabé, 220. Cazorla, Adelantado de, ver Carrillo de Toledo, Juan. Cendon, Señor de, 74. Cerda, Infante don Fernando de la, ver Antequera, Fernando de. Cerezuela, Juan de, Arzobispo de Toledo, 80, 83, 84, 86, 88, 94, 109, 137, 138, 171, 227, 249. Cervantes, Miguel de, 338, 339, 342. César, Julio, 332, 340, 354. Chacón, Gonzalo, 147, 148, 162, 232, 233. Chacón, Juan, 232. Chandos, Sir John, 23, 38, 39, 44, 45, 46, 50, 60, 65-67, 71-73, 75. Charny, Godofredo de, 98. Chaumont, Señor de, 74. Cheyney, Robert, 72, 73, 75.

446

Ciudad Real, 296. Clayton, Guillaume de, 73, 74. Clisson, Oliver de, 74, 75. Coimbra, 311. Colada, espada, 136. Columna de Marco Aurelio, 208n. Columna de Trajano, 208. Comendador Fernán Núñez, 135. Comendador Mayor de Castilla, ver Manrique, Gabriel. Comminges, Conde de, 74. Compañías, 32-36, 38-40, 42-44, 4648, 50 55, 59-61, 63, 65-69, 71, 74, 151. Concilio de Basilea, 120, 142. Concilio de Trento, 313. Condestable de Castilla, ver Luna, Álvaro de. Condestable de Guyena, ver Chandos, Sir John. Consejo Real, 156, 161, 162. Consejo Secreto, 161. Constantino el Grande, 315. Consuegra, 90. Contamine, Pierre, 45, 62, 106, 107. Continuación de la Crónica de España, 135, 136, 270, 284. Contrarreforma, 311, 313. Cooper, Edward, 84, 89, 138, 224, 228. Coplas de Panadera, 107n, 152. Córdoba, 87. Córdoba, Fray Martín de, 135n. Corona Dominarum, 130. Corte, 24, 25, 33, 39, 119, 120, 128, 130n, 131, 132, 133n, 139. 142, 145-148, 155, 175, 180, 211n, 213, 219, 221, 222, 223, 226, 230, 233, 234, 239, 242, 248, 284. Cortes, 47, 52n, 140, 141, 144, 149, 151, 152, 153, 154, 158, 161, 164170, 176n, 178n, 205, 206, 258, 277, 278, 279, 292. Coruña, La, 37.

Courton, Petiton, 74. Cousentonne, Esteban de, 73, 75. Crecy, batalla de, 45, 54, 55, 59, 60. Cresswell, John, 71, 73, 75. Crónica de don Álvaro de Luna, 114, 122, 127, 147, 242. Crónica de Juan II, 82-84, 108, 109n, 114n, 205, 212, 219n, 254. Crónica latina de los Reyes de España, 216. Cuenca, 204, 296. Cuenca, Arcediano de, ver Carrillo, Juan. Cuento, 64. Cuerpo enfermo de la milicia española, 323. D Daldonne, Tomás, 75. Dante, 133, 190, 208, 209. D’Audrehem, Arnauld, 23, 35, 48, 50, 53, 54, 55, 59, 62, 65, 66, 77. D’Angle, Guicharl, 73. David, rey, 343, 355. De claris mulieribus, 128. De militia, 106. De preconiis hispaniae, 105. De providentia, 132. De re militari, 308-309. De regimine principum, 104, 260. Decir al Nacimiento de Juan II, 208. Dédalo, 209, 210. Devereux, John, 71, 75. Devocionario de la Reina Juana, 204. Dhénin, Michel, 266. Diálogo de la verdadera honra militar, 381. Díaz de Mendoza, Ruy, 96. Díaz de Rojas, Ruy, 77. Díaz de Toledo, Pedro, 131n. Díaz Martín, Luís V., 403.

Discursos de la jurídica y verdadera razón de Estado, 311. Divina Comedia, 207. Diz Gómez, Alejandro, 19. Domínguez Ortiz, Antonio, 431. Du Guesclin, Beltrán, 23, 35, 36, 48, 50, 51, 53, 55, 59, 61-66, 69, 75, 77. Duby, George, 20, 92, 98, 99, 290. Dueñas, Juan de, 157. Dunas, batalla de Las, 359. E Ebro, 41, 49, 52, 58, 59. Écija, 244. Écija, Arcediano de, ver Ferrán Martínez. Eduardo de Gales, Príncipe de Gales, 23, 31, 32, 33, 34, 37-39, 41, 4261, 65, 67, 68, 71. Eduardo III, rey de Inglaterra, 33, 37, 41, 42, 43, 45, 54, 278. Egidio Romano, 104, 260, 261. Egido Colonna, ver Egidio Romano. Egipto, 366, 395. Ejército mudéjar, 89. Elias, Norbert, 229. Ellul, Jacques, 256. Empresas Políticas, 126, 361-363, 375, 382-384, 389-392, 396. Encina, Juan del, 218. Eneida, 209, 210. Enrique de Aragón, Infante don, 83, 84, 91, 94, 110, 123, 139, 140, 149, 152-155, 159, 214, 223, 228, 248, 276. Enrique II, rey de Castilla, 22, 31-69, 71, 77, 124, 172, 196, 197, 243, 244, 246, 267, 289, 303, 304, 403. Enrique III, rey de Castilla, 196, 197, 246, 304.

447

Enrique IV, rey de Castilla, 25, 83, 90, 100, 119, 127, 144, 155, 159, 164, 171, 172, 177, 178, 180, 186, 202, 214, 216, 223, 241, 250, 252, 253, 254, 269, 282, 289-305. Enríquez del Castillo, Diego, 216. Enríquez, linaje de los, 80, 87, 167, 297. Enríquez, Almirante don Fadrique, 83, 123. Enríquez, Martín, alférez de Navarra, 20, 76. Epitome re militari, 102, 105. Erasmo, 131, 313. Erben, W., 45. Escalona, 25, 126, 137, 138, 148, 149, 154, 222, 224, 226, 228-2230, 235, 268, 240, 241, 281, 284-285. Escalona, castillo, 131, 134, 136-139, 180, 213, 219, 220, 223, 225, 226, 228, 230, 235, 237, 239, 242, 270, 276. Escalona, fiestas en el castillo de, 137, 146, 205n, 220, 221, 224, 226, 232, 241. Escipión, 332, 354. Escobar, Juan de, 130n. España Defendida, 334. Espejos de príncipes, 315, 371. Espino López, Antonio, 368. Estella, 48, 49, 57, 69. Eugenio IV, Papa, 83, 124. Europa, 55, 272, 360, 368, 373, 386. Extremadura, 149, 222, 224. Extremadura, campaña de, 93, 139, 153, 154, 223, 248, 276. F Farsa de Ávila, 214, 212n, 216, 290, 294, 297. Farsalia, 215.

448

Febo, 209. Federico II, emperador, 263. Felipe II, rey de España, 130, 311, 317, 346, 348, 382. Felipe III, rey de España, 312, 330n, 334, 345. Felipe IV, rey de España, 321, 329, 348, 359n, 360, 363, 368, 369, 384. Felipe IV, rey de Francia, 105n, 203, 257, 260, 261, 266. Felipe VI, rey de Francia, 266. Felton, Thomas, Senescal de Aquitania, 23, 39, 73. Felton, William, 48, 49, 50, 54, 55, 72, 74. Fernán Diez de Toledo, Relator del Consejo Real, 252. Fernández, Mateo, 37. Fernández Albaladejo, Pablo, 431. Fernández Álvarez, Manuel, 431. Fernández Gallardo, Luis, 125, 132, 133. Fernández Guerra, Aureliano, 225. Fernández de Velasco, Pero, 77. Fernández de Tovar, Sancho, 77. Fernando III, rey de Castilla, 193. Fernando IV, rey de Castilla, 263. Fernando el Católico, rey de Castilla y Aragón, 140, 162, 218, 274. Ferrán Martínez, Arcediano de Écija, 26, 244-246. Ferrandis, José, 135. Ferrer, Vicente, 246. Fiestas, 94n, 133n, 145n, 187, 201, 205n, 211n, 212, 213, 220, 221, 224, 226, 232, 239, 240, 241, 248, 276, 301. Flandes, 33, 138, 277, 330, 360, 362. Florencia, 126n, 210n, 270, 271, 275, 279. Foix, Conde de, 45, 61, 66, 75, 76. Fortuna, 208, 209, 347, 375, 380.

Fowler, Kenneth, 35, 43, 44, 60, 69, 72, 75. Francia, 32, 34, 33, 37, 39, 40-43, 45, 46, 52, 67, 69, 71, 93n, 140, 146, 203, 258, 260, 266, 267, 359, 360, 365-366, 369, 371, 395. Franco Silva, Alfonso, 114, 223, 235, 407. Froissart, Jean, 43, 44, 46, 53, 55n, 56, 60, 73, 99. Frontera nazarí, 80. Frontino, 101, 104n, 106, 308. G Galicia, 36, 40. Gante, Juan de, Duque de Lancaster, 44, 45, 46, 48, 50, 53, 56, 60, 62, 66, 73, 75. García de Albornoz, Alvar, 77. García de Castrogeriz, Juan, 105, 261. García Fitz, Francisco, 20, 79n, 80n, 89, 409. García Hernán, Enrique, 28, 431. García de Mora, Marcos, Bachiller, 251, 252-254. García Pelayo, Manuel, 214, 416. Gascuña, 38, 39, 41, 42, 43, 66, 68. Gedeón, 355. Genealogía de los Reyes, 204. Génova, 271, 279. Gerión, 191, 200. Getafe, 84. Gil de Zamora, Fray Juan, 105. Gil Farrés, Octavio, 280. Gimeno Casalduero, Joaquín, 37, 184, 191, 209, 211, 26, 416. Girón, Pedro, 290. Gironda, Señor de, 74. Gómez Barroso, Arzobispo de Sevilla, 245. Gómez de Cisneros, Gonzalo, 77.

Gómez de Manrique, Diego, 176n. Gómez de Zamora, Alfonso, 104n. Gómez Moreno, Ángel, 95, 99, 100107, 119, 125, 409. González de Agüero, Pero, 77. González de Avellaneda, Juan, 77. González de Castañeda, Gómez, 77. González de Cisneros, Rui, 77. González de Ferrera, Garcí, 77. González de Mendoza, Pedro, 53, 77, 111. González de Tordesillas, Alfonso, 231. Gracián, Baltasar, 309, 323, 346n. Grailly, Juan de, Captal de Buch, 45, 47, 61, 66, 74, 76. Granada, 87, 89, 92, 123, 124, 130, 137, 140, 144, 153, 179, 224, 248, 250. Grassotti, Hilda, 38, 136, 216. Gredos, 84, 223. Guadalajara, 83, 85, 87, 109, 110, 150. Guerra guerriada, 89, 94. Guerra caballeresca, 97, 194n. Guerra cruel, 97, 194n. Guerra de los Cien Años, 23, 32, 33, 61, 69, 92, 258, 261, 352n. Guerra de Granada, 20, 87, 92n, 124, 144, 152, 153, 179, 224, 248, 250, 409. Guerra de Independencia, 225. Guerra de los Treinta Años, 359, 362, 368, 373. Guerra de Sucesión española, 291. Guicciardini, 120, 309. Guipúzcoa, 39. Guyena, 39, 45. Guyosa, espada, 136. Guzmán, Luis de, Maestre de la Orden de Calatrava, 206, 214n, 215. Guzmán, Nuño de, 99n, 106n.

449

H Hainault, caballero de, ver Auberichourt, Eustache. Hainaut, Barón de, 48n. Harecourt, Luis de, Vizconde de 73. Halconero de Juan II, ver Carrillo de Huete, Pedro. Haro, Conde de, 248. Hastingues, Hugues de, 75. Hawley, Robert, 71. Hechos y dichos memorables, 99, 101, 104. Heraldo Chandos, 43, 44, 72. Hércules, 298. Heredia, Licenciado, 110n. Hermandad Vieja de Talavera, 149. Hermandad Vieja de Toledo, 149. Hermandad Vieja de Villa Real, 149. Higueruela, batalla de la, 87, 92n, 93, 154, 144, 248. Hinojosa, Obispo González de la, 135n, 234n, 271, 281, 284. Historia Sagrada, 314. Hita, 87. Hita, Señor de, ver López de Mendoza, Íñigo. Hora de todos, La, 338, 341. Hospital de Santa Marta, 246. Howard, Michael, 18. Huelma, 81, 97, 98. Huercanos, 64, 65. Huet, Enrique, 75. Huet, Gautier, 75. Huizinga, Johann, 95, 242. I Iglesias Cano, Carmen, 19. Iliada, 103. Illescas, 83, 84, 90, 275, 281. Illescas, Alfonso de, 270, 271, 275-277, 279-281, 284-286.

450

Illescas, Cortes de, 167. Imperial, Francisco, 208, 209, 211, 213. Imperio Universal Cristiano, 393. Infantes de Aragón, 82, 91, 93, 123, 124, 141, 145, 152, 153, 158, 160, 167, 168, 170, 175-177, 187, 189, 222, 224, 248, 249. Inglaterra, 32, 33, 37, 38, 39, 41, 43, 120, 140, 258, 360. Inglesmendi, 55, 64. Instituciones Militares, 155, 196. Isaba, Marcos de, 323. Isabel de Portugal, 137, 147, 171, 177, 178, 180, 220. Isabel la Católica, 129, 162, 218, 290, 305. Isla, Conde de la, 76. Italia, 128, 176, 200, 212, 263, 273, 345, 360-362, 377. J Jaime de Mallorca, 43, 45, 47, 60, 61, 67, 76. Jerez, Cortes de, 279. Jerjes, 343. Jerusalén defendida, 385. Jiménez de Rada, don Rodrigo, Arzobispo de Toledo, 135. Josué, 355. Jover Zamora, José Maria, 362, 363, 367, 369, 394, 396, 431. Juan I, rey de Castilla, 61, 198. Juan I, rey de Navarra, ver Juan de Aragón, Infante don. Juan II, rey de Aragón, ver Juan de Aragón, Infante don. Juan II, rey de Castilla, 23, 24, 80, 8284, 88, 89, 93, 94, 96, 97, 108, 109, 113-116, 119-122, 128-137, 145152, 154-158, 160, 161, 164, 166,

168, 169, 170, 173, 174, 176, 177, 178, 180, 183, 187, 189-193, 196198, 200, 202, 206, 209-214, 217, 218, 220, 222, 223, 224, 227, 233236, 238n, 239, 240, 245, 247-250, 252, 254, 269-271, 276, 278-282, 284n, 293, 303, 304, 305, 403, 407. Juan de Aragón, Infante don, 96, 97n, 128, 151, 152, 164, 168, 177, 175, 250. Juan Lorenzo, 110n. Juan Manuel, don, 89, 99. Juana Pimentel, 235, 271, 285. Juno, 210. Júpiter, 133, 210. K Keegan, John, 18, 92. Keen, Maurice, 98. Kerkhof, Maximiliam P. A. M., 99-104. Keynes, John Maynard, 282. L Labarde, Señor de, 74. Laberinto de Fortuna, 24, 113, 119, 135, 183, 188, 197, 198, 206, 207, 210. Ladero Quesada, Miguel Ángel, 20, 69, 114, 115, 282, 292, 293, 403, 409, 416. Lamit, 71, 74, 76. Lancaster, Duque de, ver Gante, Juan de. Lancaster, Juan de, ver Gante, Juan de. Languedoc, 38. Laso de la Vega, Garcí, 77. Lasso de la Vega, Pero, 85, 91, 97. Lawrence, Jeremy, 103.

Leganés, 84. Legnano, Juan de, 104n. León, 40. León, reino de, 191, 203n, 271n, 291. Leonor de Guzmán, 32. Lerault, Château, 73. Lérida, 284. Libourne, 39, 47, 68, 69. Libro de las Batallas del Señor, 332, 340. Libro de las claras e virtuosas mugeres, 120, 128, 234, 235n. Libro de las historias de Roma, 104. Libro de los Castigos e Documentos del Rey Don Sancho, 186, 204-206. Libro de los Jueces , 332. Lida de Malkiel, María Rosa, 119, 120, 122, 189. Liga Nobiliaria, 80, 90, 109, 150, 168, 174, 195, 249, 250, 290, 291, 294, 297. Limousin, Senescal de, 74. Lipsio, Justo, 330, 353, 354n. Llopart, Bernardo, 238n. Logroño, 48, 42, 49, 56-58, 60, 65. Londres, 34. Lope de Alarcón, 110n. Lope de Barrientos, Obispo de Cuenca, 135, 251, 252. López Bravo, Mateo, 350. López Cordón, María Victoria, 394. López de Ayala, Pero, 43, 47, 51, 56n, 63, 64, 66, 68, 77, 104, 198, 245, 262, 290. López de Mendoza, Iñigo, Marqués de Santillana, 23, 24, 80-111, 79, 128, 133, 134, 196, 249. López de Orozco, Iñigo, 77. López de Salazar, Ferrand, 136. López, Robert S., 275. Lornich, Noel, 73. Lucano, 135, 200, 209. Lugo, 41.

451

Luna, Álvaro de, 22-28, 80-84, 86, 89, 93, 94, 100, 108, 109, 110, 113181, 187, 196, 211, 213, 214n, 215, 217, 219-241, 246-253, 269271, 274-286, 407. M MacKay, Angus, 115, 158, 161, 261, 278, 280, 281, 282, 285. Madrid, 83, 84, 90, 136, 212. Madrid, recepción de embajadores en el Alcázar por Juan II, 93. Madrigal, Ordenamiento de, 277, 278n, 280, 261. Maestre de Alcántara, 93, 248. Maestre de Santiago, 140, 214, 235n. Magreb, 286. Majano, Treguas de, 157. Manetti, Gianozzo, 99, 106, 132. Manrique, Gabriel, Comendador Mayor de Castilla, 85, 90. Manrique, Jorge, 90, 122, 212. Manrique, linaje de los, 80, 83, 87, 231, 297. Manrique, Pedro, 123. Manrique, Pero, 77. Manzanares el Real, 110, 140, 242. Maqueda, 83, 228. Maquiavelo, Nicolás, 120, 140, 309324, 331, 342, 353, 374. Maravall Casesnoves, José Antonio, 19, 20, 101, 115, 117-119, 133, 150, 193, 308-309, 314, 321, 353, 381, 390, 416, 431. Marco Bruto, 340. Marcuello, Pedro, 204. Mariana, Juan de, 313. Marichal, Juan, 129, 339, 340. Marquillos de Mazarambroz, ver García de Mora, Marcos 26. Marte, 192, 193, 316.

452

Martín Enríquez, alférez de Navarra, 61, 76. Martín, José Luis, 113, 115. Martínez Ruiz, Enrique, 18, 431. Martinez Millán, José, 431. Mauny, Oliver de, 47, 51, 62n. Maupertuis, 59. Mazarambroz, 251. Medina del Campo, 250, 295. Mediterráneo, 46, 171, 279, 286. Memorial del bachiller Marquillos de Mazarambroz, 252. Mena, Juan de, 22, 24, 113, 119, 120, 129, 135, 144, 155, 181, 183-185, 187-193, 196, 198-200, 206-213, 215-218, 234. Mendoza, Cardenal Pedro González de, 275. Mendoza, Bernardino de, 320-323, 330-331, 346, 354, 374, 381. Menéndez Pelayo, Marcelino, 115, 116, 121-124, 128-131, 135, 233. Merlo, Juan de, 231. Merval, Louis de, 73. Milán, Duque de, 276n. Miranda, 49, 52, 57. Mitre, Emilio, 20, 113, 115, 199. Mocenigo, Tomas, dux de Venecia, 280n. Moisés, 355. Molina, Duque de, ver Du Guesclin, Beltrán. Molina, Luis de, 313. Monarquía Universal, 208, 368. Monasterio de la Mejorada, 135n. Mondejar, señor de, ver Carrillo, Juan. Monflesson, Conde de, 76. Monsalvo Antón, José María, 174. Montero Tejada, Rosa María, 87, 231, 232. Montiel, 37n, 267. Montpellier, 35. Morales Muñiz, Dolores Carmen, 300, 422.

Morevil, Raymond de, 74. Morroni da Rieti, Tommaso, 95n. Mose Hamomo, 253. Motte, Gaillard de la, 71, 73, 75. Mucident, Señor de, 74, 76. Murcia, 46, 295, 296. Murcia, Concejo de, 46. Mundo caduco, El, 334. Murillo Ferrol, Francisco, 362, 366. Museo Arqueológico Nacional de Madrid, 262. Museo Lázaro Galdiano, 204. N Nájera, 22, 23, 31, 32, 44, 49, 58-60, 63-69. Najerilla, río, 58, 59, 64, 67. Nápoles, 176, 233, 331. Navarra, Juan de, ver Juan de Aragón, Infante don. Navarra, reino de, 23, 32, 34n, 39, 41, 42, 46, 47, 271n, 284n, 352. Navarrete, 58, 59, 64, 65. Navas de Tolosa, 184, 190, 193. Neoestoicísmo, 329, 335. Nepaulsingh, Colbert I., 209. Neuville, Señor de, 73, 75. Nicolas V, Papa, 252. Nieto Soria, José Manuel, 113, 115, 159, 184n, 206n, 211n, 262, 265, 302, 404, 416. Nordlingen, batalla de, 336. Núñez de Alba, Diego, 104, 322. Nüremberg, 360. O Obispo de Burgos, ver Cartagena, Alonso de. Obispo de Santiago, 36.

Obispo don Gonzalo de la Hinojosa, 234n. Ocaña, 166. Ocaña, Cortes de, 165, 166. Ockam, Guillermo, 117, 120. Olite, 139. Olivares, Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde duque de, 329n, 341n, 347, 348, 356, 360, 367, 375, 383, 390. Olligoyen, Fray Pedro, 246. Olmedo, 135, 154, 168, 177, 195. Olmedo, batalla de, 91, 94, 106, 107n, 109, 110, 149, 150, 152, 154, 158, 168, 177, 178n, 250. Olmedo, Cortes de, 168, 170. Olzina, Marcos, 238n. Oquendo, Almirante, 359. Orazione a Sismondo Pandolfo Malatesta, 99, 106. Orden de San Juan, 90. Orden de Santiago, 64, 163, 390. Ordenamiento de Alcalá, 258. Ordenamiento de Arévalo, 174. Ordenamiento de Madrigal, 277, 278, 280, 281. Osuna, duque de, 331, 339, 353 356. Ovidio, 200, 209, 210. P Pacheco, Juan, Marqués de Villena, 127, 140, 155, 164, 177, 178, 242, 290, 295. Palacio Atard, Vicente, 369, 431. Palacio del Buen Retiro, 359. Palacio del Infantado, 225, 242. Palencia, 223, 296. Palencia, Alonso de, 90, 118, 120. Palencia, Cortes de, 152, 154. Palenzuela, Cortes de, 167n. Pamplona, 42, 47, 48, 49, 50, 56, 57, 58.

453

Paret, Peter, 18. París, 93n, 422. Parker, Geoffrey, 18, 431. Pars, Señor de, 73. Partenay, Señor de, 73. Partidas, 93, 99, 105n, 146n, 150, 151, 168, 250. Partinay, Señor de, 76. Pastor Bodmer, Isabel, 407. Paulo Orosio, 104. Pax Austriaca, 368. Payane Señor de, 73. Paz de Bretigny, 33, 41. Pedro I, rey de Castilla, 23, 25, 31n43, 45- 50, 52, 53n, 56, 58, 60, 67, 68, 69, 105n, 120, 136, 160, 171, 172, 197, 202n, 238, 243, 255, 261-267, 289, 290, 303, 304, 403. Pedro IV, rey de Aragón, 33-35, 41, 43, 47, 238n. Pedro de Aragón, Infante don 149. Pedro de Portugal, Infante don, 284n. Peña, Juan de la, 87n, 110n. Perea, Rodrigo, Adelantado, 87n, 88n. Pérez de Ayala, Fernando, 77. Pérez de Guzmán, Alfonso, 77. Pérez de Guzmán, Fernán, 109n. Pérez de Quiñones, Suero, 77. Pérez de Vivero, Alonso, Contador Mayor, 124, 181. Perigord, Conde de, 74. Pero Sarmiento, 77, 252, 254. Perriére, Patrice de la, 256, 267. Petrarca, 133. Peverell, 72. Peyrehorade, 43. Pierre-Buffiere, Señor de, 73. Pirineos, 44, 47, 80, 95. Poitiers, 41, 45, 55, 59. Polibio, 107n, 354n. Política española, 311. Política de Dios, Gobierno de Cristo,

454

328, 332, 333, 335, 339, 341, 344, 351, 352. Pommiers, Aynemon de, 74. Pommiers, Helye de, 74. Pommiers, Juan de, 74. Pommiers, Señor de, 76. Pons, Señor de, 76. Portugal, 34, 36, 41, 45, 83, 126, 137, 140, 141n, 180, 336, 376, 397. Portugal, rey don Sebastián de, 380. Príncipe, El, 309-312, 317, 324. Príncipe cristiano, El, 312-316, 320-324. Príncipe de Asturias, ver Enrique IV, rey de Castilla. Príncipe don Enrique, ver Enrique IV, rey de Castilla. Príncipe Negro, ver Eduardo de Gales. Proverbios, 100, 103, 106. Prudencio, 209. Psycomachia, 209. Puente Pinos, 248. Pulgar, Fernando del, 111. Puymagre, Théodore Boudet, Conde de, 233. Q Quatrefages, René, 18. Quersin, Senescal de, 73. Quesada, Rodrigo, 110. Quevedo, Francisco de, 27, 327, 329357, 359, 362, 364, 380, 381, 383, 385, 391, 393, 440, 441. Quijote, Don, 342, 351. Quintanilla, Alfonso de, 295, 300. Quismondo, 84. R Ramírez de Arellano, Juan, 53, 55, 77. Raymont, Gourderon de, Señor de Aubeterre , 36, 71, 73, 74.

Real de Manzanares, 110, 140. Reconquista, 20, 188, 192 , 193, 197, 199, 200, 202, 217, 409. Rembrook, Conde de, 76. República Universal Cristiana, 313. Retz, Señor de, 71, 73, 75. Rey Sabio, ver Alfonso X, rey de Castilla. Reyes Católicos, 117, 119n, 137, 162, 186, 193n, 199, 409. Ribadeneira, Fernando de, 232. Ribot, Luis, 18, 431. Ricardo III, rey de Inglaterra, 121. Rico, Francisco, 212, 221n. Rimado de Palacio, 262, 290. Rivadeneyra, Pedro de, 27, 310, 313324, 335, 343, 353, 381, 385, 393, 440. Rochechouart, Aimery, 72, 73, 75. Rochechouart, Vizconde de, 73. Rochelle, Senescal de, 73. Rodríguez del Padrón, Juan, 128. Rodríguez Sarmiento, Juan, 77. Rodríguez Velasco, Jesús, 81n, 102n, 103, 104n, 105, 106, 234, 409. Rokebertin, Vizconde de, 48n. Roma, 106, 171, 255, 318, 338, 376. Rómulo, 336-337, 352. Roncesvalles, 32, 45, 46, 47, 48, 60, 73. Rosellón, 376. Rosen, Señor de, 74, 76. Round, Nicholas, 114n, 115, 117, 178n, 187n, 235, 252, 269, 416. Ruggieri, Ruggiero, 102. Ruiz, Teófilo F., 239. Ruiz Sarmiento, Pero, 77. Russell, Peter E., 38, 42, 43, 49, 56n, 57, 61n, 64, 95n, 102n, 103. S Saavedra Fajardo, Diego, 22, 27, 309, 323, 360, 361, 363, 365, 366, 367,

369, 373-375, 378, 379, 381, 383, 384, 386, 392, 393, 395, 440, 441. Saboya, duque de, 353. Sáez, Licíniano, 278-281. Sagradas Escrituras, 332, 343, 350, 355, 363, 383, 388. Saintonge, Senescal de, 74. Sa­lado, batalla del, 184, 193, 259. Salamanca, 211. Salazar, Diego de, 310. Salazar, Fray Juan de, 310-311, 316, 341-343, 362, 386. Salazar, Pedro de, 309, 323. Salinas, Pedro, 122. Salomón, rey, 206. Salvatierra, 50, 52. Salle, Bernard de, Señor de Picornet, 71, 74. San Jean Pied de Port, 46. San Juan de los Reyes, 230. San Quintín, batalla de, 346. San Vicente de la Sonsierra, 58. Sánchez Albornoz, Claudio, 21, 203n. Sánchez de Arévalo, Rodrigo, 199. Sancho de Aragón, Infante don, 224. Sancho IV, rey de Castilla, 198, 205-207. Sands, John, 71. Santa Cruz de Campezo, 42, 47, 57. Santa María, familia, 118n, 147, 173. Santa María, Pablo de, 132, 141n. Santillana, Marqués de, ver López de Mendoza, Íñigo. Santo Domingo, 49. Santo Domingo de la Calzada, 48, 49, 50. Sassoferrato, Bartolo de, 107. Saturno, 135, 191. Schlosser, Julius, 207. Schramm, Percy E., 265. Sebastián de Portugal, rey don, 380. Séneca, 120, 131-133. Sentencia de Medina del Campo, 292293.

455

Sentencia-Estatuto de Pero Sarmiento, 77, 252, 253. Sevilla, 36, 38, 137, 169, 227, 243-245, 280, 295, 296. Sevilla, Juan de, 130n, 233n. Shakell, John, 71. Silió, César, 114, 115. Sócrates, 132, 133. Sombart, Werner, 124, 136, 272, 276. Soria, 50, 62, 67. Stuñiga, linaje de los, 167, 294, 297. Stuñiga, Pedro de, 123. Suárez, Men, 77. Suárez Fernández, Luis, 20, 36, 93, 113-115, 123, 163, 164, 177, 180, 245, 261, 289n, 313, 364, 403. Suárez, Francisco, 313, 364, 373. Suecia, 376. T Talleyrand, Charles-Maurice de, 295. Talmud, 173. Tácito, 363, 374, 378, 380. Tande, Bertrand de, 74. Tarse, Aymery de, 74. Tauton, Richard, 71, 73, 75. Teórica y práctica de la guerra, 320, 330. Tesoro de los Reyes Viejos de Castilla, 136. Thompson, I. A. A., 18, 431. Tiberio, 380. Tito Livio, 93, 104, 250, 308. Tizona, espada, 136. Toledo, 26, 36, 84, 90, 93, 137, 138, 165, 169, 173, 179, 222, 227, 251253, 295, 296, 299. Toledo, Cortes de, 154, 168, 205. Tonnay‑Bouton, Señor de, 73. Tordesillas, 152, 153, 165, 251, 252. Tordesillas, Cortes de, 167n, 168. Torna fuy, 80, 89, 249.

456

Toros de Guisando, 305. Torote, río y batalla de, 23, 24, 79, 80, 81, 82, 85, 86, 87, 89, 90, 91, 92, 94, 95, 96, 98, 100, 101, 103, 106110, 249, 250. Torre, Alfonso de la, 135. Torres Fontes, Juan, 115, 422. Tortosa, 97. Trajano, emperador, 208n. Trastamara, casa de, 68, 160, 190, 197, 198, 201. Trastamara, Alonso de, 77. Trastamara, Enrique de, ver Enrique II, rey de Castilla. Trastamara, Monarquía, 158, 186, 191, 197, 201, 202, 266, 267. Trastamara, don Sancho de, 35, 68, 77. Trastamara, don Tello de, 35, 50, 53, 55, 56, 63, 65-67, 77. Tratado de re militari, 310. Tratado pro conversos, 251. Tratado que fizo sobre la muerte del Marqués, 111. Trujillo, 248. Tucidides, 107. Túnez, 146. Turegano, 146, 211. U Urrea, Jerónimo de, 381. V Valdeón Baruque, Julio, 20, 113, 115, 243, 403. Valdés, Alfonso, 313. Valera, Diego de, 90, 102, 151, 153, 214, 216. Valerio Máximo, 99, 101, 104, 106.

Valladolid, 133, 135, 153, 213, 215, 294. Valladolid, Cortes de, 151, 153, 161, 168, 169. Valladolid, fiestas de, 94n, 133n, 135n, 145n, 211n, 212, 213, 215, 239, 241, 248. Valturio, 309. Vázquez de Parga, Luis, 262. Vega, Señor de la, ver López de Mendoza, Íñigo. Vegecio, Flavio, 93, 103-105, 155, 196, 234, 250, 308, 318, 332, 370, 388. Venecia, 275. Vera, Pedro de, 110. Viana, Príncipe de, 177, 275. Viena, 360. Vilafranca, 280n. Villaines, Bégue de, 23, 53, 77. Villaines, Pierre de, Conde de Ribadeo, 53, 54, 59, 62. Villalón, 284n. Villalpando, 62. Villandrando, Rodrigo de, Conde de Ribadeo, 93. Villena, Alfonso de, Conde de Denia, 64, 66, 77. Villena, Enrique de, 135, 241n, 294, 297. Villena, Marqués de, ver Pacheco, Juan. Virgilio, 133, 200, 209. Vitoria, 49, 50, 52, 53, 56, 57.

Vivant-Denon, Dominique, 295. Vives, Luis, 313. Vizcaya, 39. Vulcano, 133n, 183n, 210. W Weber, Max, 87, 98, 229, 273. Westfalia, 369. Wetterfales, Thomas de, 74. Wunderkammer, 134. X Ximena, 92n. Y Yalde, río, 64, 65. Yarza Luaces, Joaquín, 206, 225. Z Záfraga, 179. Zaldiarán, 52, 53, 56, 58. Zamora, 36. Zamora, Cortes de, 150, 152. Zaragoza, Cortes de, 176n.

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ISBN 978-84-00-08577-3

FERNANDO CASTILLO CÁCERES

ESTUDIOS SOBRE CULTURA, GUERRA Y POLÍTICA EN LA CORONA DE CASTILLA (SIGLOS XIV-XVII)

MONOGRAFÍAS 27

MONOGRAFÍAS 27

5. Los afrancesados. Luis Barbastro Gil. 6. El matemático. Arturo Azuela (ed.). 7. El África bantú en la colonización de México (15951640). Nicolás Ngou-Mve. 8. A las órdenes de las estrellas. M.ª Dolores González Ripoll. 9. Trillar los mares. Salvador Bernabéu Albert. 10. El Quijote vivido por los rusos. Vsevolod Bagno. 11. Estructuras gramaticales de hindi y español. Vasant Ganesh Gadre. 12. Insula Val del Oman: Gonzalo Sáenz de Buruaga (coordinador). 13. Entre, antes, sobre, después del Anti- cine.Varios autores. 14. Mujer mujeres, género. Susana Narotzky. 15. Del «marco geográfico» a la arqueología del paisaje. Almudena Orejas Saco del Valle. 16. La República de las Letras en la España del siglo XVIII. Joaquín Álvarez Barrientos, François López e Inmaculada Urzainqui. 17. Franco, Israel y los judíos. Raanan Rein. 18. Confesión y trayectoria femenina. María Helena Sánchez Ortega. 19. La serpiente de Egipto. Amelina Correa Ramón (ed.). 20. Base molecular de la expresión del mensaje genético. Severo Ochoa. 21. La nueva diócesis Barbastro-Monzón. Historia de un proceso. Juan Antonio Gracia. 22. La Fundación Nacional para Investigaciones Científicas (1931-1939). Actas del Consejo de Administración y Estudio Preliminar. Justo Formentín Ibáñez y Esther Rodríguez Fraile. 23. Envejecer en casa: la satisfacción residencial de los mayores en Madrid como indicadores de su calidad de vida. Fermina Rojo Pérez y Gloria Fernández Mayoralas (coord.). 24. Necesidad de un marco jurídico para el desarrollo rural en España. José Sancho Comíns, Javier Martínez Vega y María Asunción Martín Lou (eds.). 25. Homenaje a D. José María Albareda, en el centenario de su nacimiento. María Rosario de Felipe. 26. Características demográficas y socioeconómicas del envejecimiento de la población en España y Cuba. Vicente Rodríguez Rodríguez, Raúl Hernández Castellón y Dolores Puga González. 27. Estudios sobre cultura, guerra y política en la Corona de Castilla. Fernando Castillo Cáceres.

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El presente volumen, titulado Estudios sobre cultura, guerra y política en la Corona de Castilla (siglos XIV-XVII), se estructura en dos grandes bloques dedicados a diferentes cuestiones referidas al periodo que se extiende entre los últimos siglos de la Edad Media, cuando ya aparecen nítidamente rasgos propios de la modernidad, y el final del Siglo de Oro. La selección agrupa trece trabajos en dos apartados. En primer lugar se encuentra el bloque denominado «Cultura, guerra y sociedad en la Baja Edad Media», el más numeroso de todos, que incluye las aportaciones dedicadas a diferentes asuntos de los siglos XIV y XV, en las que se entrecruzan la política, la cultura, la historia de las mentalidades y la historia militar, tanto en lo referido a las fuentes como al ámbito del trabajo. El segundo de los apartados, titulado «La guerra y la paz en la literatura del Siglo de Oro», reúne tres trabajos dedicados al pensamiento acerca del fenómeno bélico en los textos de otros tantos escritores de la época como Francisco de Quevedo, Diego Saavedra Fajardo y Pedro de Rivadeneyra. La obra que ahora se edita es una recopilación de estudios dedicados a diferentes aspectos vinculados con la cultura, la sociedad y la guerra, algunos de ellos editados hace ya tiempo, en algunos casos en publicaciones de difícil acceso, que han tenido en su mayor parte una difusión restringida.