Escucho con mis ojos a los muertos : la odisea de la interpretación literaria: La odisea de la interpretación literaria 8400087569, 9788400087562

¿De dónde viene la forma de leer característica de la filología? No es, desde luego, algo natural, sino el precipitado d

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Spanish Pages 280 [282] Year 2008

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ÍNDICE
PREFACIO
EN EL ORIGEN FUE LA INTERPRETACIÓN
LA LETRA Y EL ESPÍRITU
HACIA UNA HERMENÉUTICA LITERARIA
HERMENÉUTICA FILOSÓFICAY HERMENÉUTICA LITERARIA
REFERENCIAS
ÍNDICE DE AUTORES
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Escucho con mis ojos a los muertos : la odisea de la interpretación literaria: La odisea de la interpretación literaria
 8400087569, 9788400087562

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fernando romo feito

ANEJOS DE LA REVISTA DE LITERATURA Últimos títulos publicados

ISBN 978-84-00-08756-2

anejos de revista de literatura

la odisea de la interpretación literaria

«escucho com mis ojos a los muertos»

55. Espacios de la comunicación literaria, por Joaquín Álvarez Barrientos (ed.), 228 págs. 56. Imágenes de la Edad Media. La mirada del realismo, por Rebeca Sanmartín Bastida, 638 págs. 57. Espacios del drama romántico español, por Ana Isabel Ballesteros Dorado, 288 págs. 58. El humor verbal y visual de La Codorniz, por José Antonio Llera, 448 págs. 59. Pedro Estala, vida y obra. Una aportación a la teoría literaria del siglo xviii español, por María Elena Arenas Cruz, 528 págs. 60. Álvaro Cunqueiro. El juego de la ficción dramática, por Ninfa Criado Martínez, 216 págs. 61. El renacimiento espiritual. Introducción literaria a los tratados de oración españoles (1520-1566), por Armando Pego Puigbó, 224 págs. 62. El concepto de materia en la teoría literaria del Medievo. Creación, interpretación y transtextualidad, por César Domínguez, 232 págs. 63. Pensamiento literario del siglo xviii español. Antología comentada, por José Checa Beltrán, 342 págs. 64. Para una historia del pensamiento literario en España, por Antonio Chicharro Chamorro, 356 págs. 65. Vidas de sabios. El nacimiento de la autobiografía moderna en España (1733-1849), por Fernando Durán López, 516 págs. 66. De grado o de gracias. Vejámenes universitarios de los Siglos de Oro, por Abraham Madroñal Durán, 532 págs. 67. Del simbolismo a la hermenéutica. Recorrido intelectual de Paul Ricoeur (1950-1985), por Daniel Vela Valloecabres, 192 págs. 68. De amor y política: la tragedia neoclásica española, por Josep Maria Sala Valldaura, 552 págs. 69. Diez estudios sobre literatura de viajes, por Manuel Lucena Giraldo y Juan Pimentel Igea (eds.), 260 págs. 70. Doscientos críticos literarios en la España del siglo xix, por Frank Baasner y Francisco Acero Yus (dirs.), 904 págs. 71. Teoría/crítica. Homenaje a la profesora Carmen Bobes Naves, por Miguel Ángel Garrido y Emilio Frechilla (eds.), 464 págs. 72. Modernidad bajo sospecha: Salas Barbadillo y la cultura material del siglo xvii, por Enrique García Santo-Tomás, 208 págs. 73. «Escucho con mis ojos a los muertos». La odisea de la interpretación literaria, por Fernando Romo Feito, 280 págs.

73 9 788400 087562

Csic

fernando romo feito

«escucho con mis ojos a los muertos» la odisea de la interpretación literaria

¿De dónde viene la forma de leer característica de la filología? No es, desde luego, algo natural, sino el precipitado de una larga tradición, hoy en crisis, si no rota por completo. La conciencia, ante la poesía, se interroga por su sentido, y pretende proveerse de reglas para asegurar su interpretación. Y ello se entrelaza con las principales fracturas de la evolución de nuestra cultura: entre el mundo antiguo y el cristianismo, entre Humanismo y Reforma, entre razón humanística y naciente razón matemática, entre racionalismo y conciencia de la temporalidad. Este libro pretende explorar esa historia, desde los orígenes hasta el advenimiento de la hermenéutica filosófica. Y para ello intenta dibujar la dialéctica entre las diferentes formas y reglas de la interpretación que se han sucedido, desde el mundo antiguo hasta hoy, deteniéndose en particular en éstas. Así repasa los principales sistemas hermenéuticos: la filología antigua, el quadruplex sensus medieval, la hermenéutica humanista y su radicalización luterana, el nacimiento de la crítica histórica, la alianza romántica entre filología y filosofía, la hermenéutica filosófica… El mundo de después no puede ser el mismo, pero en plena ruptura con la tradición anterior, ¿no convendrá reexaminar ésta para saber mejor quiénes somos, dónde estamos, y hacia dónde orientarnos? Este libro pretende contribuir modestamente a esa tarea. Fernando Romo Feito (Madrid, 1950) estudió en la Universidad de Zaragoza, por la que es doctor (1987). Ha ejercido cinco años en colegios universitarios, luego como catedrático de instituto durante otros veinte y, desde 1998, en la Universidad de Vigo en la que es titular de Teoría de la Literatura. Es autor de varios libros y ediciones de obras, sobre todo de retórica (Miguel Labordeta: una lectura global, 1988; Retórica de la paradoja, 1995; Elementos de oratoria de Giambattista Vico, 2005; La retórica, un paseo por la retórica clásica, 2005; Hermenéutica, interpretación, literatura, 2007), y de numerosos artículos en revistas científicas sobre historia del pensa­ miento literario —en particular, retórica y hermenéutica— y sobre cervantismo.

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS

Ilustración de cubierta: Anciana leyendo, probablemente la profetista Ana, óleo sobre tabla (60 x 48 cm). Rembrand van Rïju. Rijksmuseum.

«escucho con mis ojos a los muertos» la odisea de la interpretación literaria

ANEJOS DE LA REVISTA DE LITERATURA, 73

Director Miguel Ángel Garrido Gallardo, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC Secretario José Checa Beltrán, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC Comité Editorial Luis Alburquerque García, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC Joaquín Álvarez Barrientos, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC Paloma Díaz Mas, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC Pura Fernández Rodríguez, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC Carmen Menéndez Onrubia, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC María del Carmen Simón Palmer, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología. CSIC Consejo Asesor Alberto Blecua, Universidad Autónoma de Barcelona Jean-François Botrel, Universidad de Rennes (Francia) Dietrich Briesemeister, Universidad de Jena (Alemania) Manuel Criado de Val, CSIC Alan D. Deyermond, Universidad de Londres Aurora Egido, Universidad de Zaragoza Mauricio Fabbri, Universidad de Bolonia Víctor García de la Concha, Universidad de Salamanca Alfredo Hermenegildo, Universidad de Montreal Jo Lavanyi, Universidad de New York José Carlos Mainer, Universidad de Zaragoza Emilio Miró González, Universidad Complutense de Madrid Francisco Rico Manrique, Universidad Autónoma de Barcelona Elías S. Rivers, Universidad de Suny at Stone Brook (New York) Leonardo Romero Tobar, Universidad de Zaragoza

fernando romo feito

«escucho con mis ojos a los muertos» la odisea de la interpretación literaria

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS INSTITUTO DE LENGUA, literatura y antropología MADRID, 2008

Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, asertos y opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, sólo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.

Catálogo general de publicaciones oficiales http://www.060.es

© CSIC © Fernando Romo Feito NIPO: 472-08-094-5 ISBN: 978-84-00-08756-2 Depósito Legal: M-58993-2008 Compuesto y maquetado en el Departamento de Publicaciones del CSIC Impreso en Gráficas/85, S.A. 28031 Madrid Impreso en España. Printed in Spain

«Pigliate, adunque, questo in quello modo que si pigliano tutte le cose degli amici; dove si considera più sempre la intenzione di chi manda, che le qualità della cosa mandata. E crediate che in questo io ho una sola satisfazione, quando io penso che, […] ho eletti non quelli che sono principi, ma quelli che, per le infinite buoni parti loro, meriterebbono di essere […] Perché gli uomini, volendo giudicare dirittamente, hanno a stimare quelli que sono, non quelli che possono essere liberali; e così quelli che sanno, non quelli che, sanza sapere, possono governare uno regno. E gli scrittori laudano più Ierone Siracusano quando egli era privato, che Perse Macedone quando egli era re: perché a Ierone ad essere principe non mancava altro che il principato; quell’altro non aveva parte alcuna di re, altro che il regno.» Maquiavelo, «Dedica», Discorsi sopra la Prima Deca di Tito Livio

Para Maruzzella, fiorentina

ÍNDICE

PREFACIO..........................................................................................................................

13

I.  EN EL ORIGEN FUE LA INTERPRETACIÓN....................................................

17



1.  La aurora homérica.................................................................................. 2.  Terminología de la interpretación.................................................

17 20

II.  LA LETRA Y EL ESPÍRITU...................................................................................

35

1.  Escritura y diferencia............................................................................. 2.  La formación cultural...........................................................................

35 40

Filología y autenticidad......................................................................................... El gramático y el rétor........................................................................................... El caso de la traducción......................................................................................... La moral de la lectura: literalismo y alegorismo...................................................

41 43 49 50

3.  La conciencia desventurada...............................................................

53

De doctrina christiana........................................................................................... Scriptura, no scriptum........................................................................................... Quadruplex sensus................................................................................................. El lugar de la poesía..............................................................................................

59 70 71 83

4.  Literalismo humanista............................................................................

90

Despuntar de la filología........................................................................................ Res y verba: filología y Biblia............................................................................... El círculo hermenéutico......................................................................................... Interpretatio y hermeneia...................................................................................... Hermenéutica y modos de lectura.........................................................................

92 98 116 122 128







11

III.  HACIA UNA HERMENÉUTICA LITERARIA....................................................

133



1.  Triunfo de la razón..................................................................................

133

La nueva ciencia.................................................................................................... Racionalismo......................................................................................................... E Ilustración........................................................................................................... Despuntar del sentido histórico.............................................................................

134 138 145 154

2.  Mutación de la hermenéutica: la ley del corazón................

159

Una hermenéutica general..................................................................................... Una hermenéutica antropológica........................................................................... Una hermenéutica estética.....................................................................................

162 177 180

3.  Los modos de la interpretación.........................................................

187

Filología................................................................................................................. E historia................................................................................................................

188 194



4.  Hermenéutica y epistemología........................................................... 5.  El sujeto sospechoso................................................................................

201 205

IV.  HERMENÉUTICA FILOSÓFICA Y HERMENÉUTICA LITERARIA............

217

1.  El giro copernicano: hermenéutica y ontología..................... 2.  La hermenéutica filosófica.................................................................

218 229

La experiencia del arte........................................................................................... Hermenéutica como experiencia........................................................................... Hermenéutica y lenguaje.......................................................................................

231 239 244

3.  Una odisea sin Ítaca...................................................................................

253

REFERENCIAS..................................................................................................................

259

Fuentes hermenéuticas.................................................................................................. Estudios........................................................................................................................

259 264

ÍNDICE DE AUTORES......................................................................................................

275









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PREFACIO «Escucho con mis ojos a los muertos»: el hermoso verso de Quevedo vale por toda una teoría de la lectura. ¿La escritura como suplemento de la voz viva? Puede, pero también la posibilidad de devolver a la letra muerta la idealidad de la voz interior. Presento aquí un aspecto de la historia del pensamiento, constituido por la evolución inconclusa que conduce hacia la hermenéutica literaria. El concepto de literatura propiamente no es anterior a la mirada estética que se define a finales del siglo xviii, no porque antes no hubiera gusto, sino porque hay que esperar a Kant para que se articule en forma conceptual. Interpretar es una actividad muy anterior aunque de forma consciente y reflexiva, que eso es la hermenéutica, haya que esperar también durante siglos aunque menos. Hace unos años Szondi (1975: 18) reclamaba para poder constituir la hermenéutica literaria «una enseñanza material (es decir, que incluya la práctica) de la explicación de textos literarios», y añadía que «no es posible colmar sin revisión crítica la falta de una hermenéutica literaria en nuestra época sirviéndose de la hermenéutica filológica que los siglos precedentes nos han transmitido; primero porque aquella tiene, pese a que tenga, premisas históricas». Justamente este libro responde a la convicción de que conocer tales premisas no está de más, si se trata de saber dónde estamos y si vamos a alguna parte. Con la diferencia de que nosotros no partiremos de la Ilustración, porque ésta es ya un resultado: hablaremos de interpretación bíblica, que es donde se forma la literaria, tanto o más que de ésta; espero que el lector acabe por encontrarlo justificado. Parte de nuestro recorrido será común con las historias de la hermenéutica existentes; pero también en este caso confío en que se acepte, porque espero que la dirección última que apunta a la interpretación de literatura resulta clara. En rigor, interpretación y lectura vienen a ser lo mismo —con razón afirma Gadamer que las ciencias del espíritu no tienen método—, pero no todo el mundo es capaz de dar forma a lo que ha entendido o se toma la molestia de hacerlo y mucho menos de explicar los supuestos de cómo lo ha he-

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cho. De ahí que, si de enseñanza material se trata, haya prestado particular atención a la exposición detallada de las reglas y técnicas de lectura que una tradición de más de dos milenios ha ido configurando. Lo que hoy parece natural, lejos de serlo, ha habido que ganarlo. Cuanto aquí se dice complementa mi Hermenéutica, interpretación, literatura. Entre uno y otro libro expongo un intento de llegar a una visión de conjunto de los problemas de la hermenéutica literaria. Aquél se ocupa de la contemporánea, éste pretende rastrear en el pasado los problemas que iluminan su constitución. Si se nos permite acordarnos informalmente de la Fenomenología del espíritu hegeliana, lo que vamos a recorrer es el camino de la conciencia que escucha la poesía y que se examina críticamente en dirección al reencuentro consigo misma. De la fundacional unidad homérica entre cantor y auditorio, a la crítica platónica y el nacimiento de la filología; de ésta a la conciencia desgarrada medieval y el humanismo en el Renacimiento; de la razón de la nueva ciencia a la moderna eclosión del pensamiento de la diferencia… Claro que nosotros sabemos que no se trata del espíritu ni de la cultura, sino de una tradición cultural: la nuestra. Será un relato que muestre puntos de fractura —el fin del mundo antiguo, la Reforma, el racionalismo, el método contra la ontología—, pero también una continuidad que se ha mantenido, al menos hasta ayer mismo, hasta Gadamer. ¿Y por qué hasta Gadamer y no hasta Ricoeur, por ejemplo? Es que realmente corresponde a Heidegger y Gadamer, creo, la primacía, en cronología y pensamiento, de la hermenéutica filosófica, después de la cual nada puede ser lo que era. No se vea, pues, como un cierre, sino como una —nueva— cesura en el devenir de los estudios literarios, dondequiera que vayan éstos y supuesto que vayan a alguna parte. He querido proseguir, así, el camino iniciado entre nosotros por José Domínguez Caparrós (1993), no hace tantos años. Hay algunas advertencias que el lector debe tener en cuenta. He acudido siempre que me ha sido posible a las fuentes en sus originales, y, desde luego, recordando el ad fontes de los humanistas, las he preferido a la bibliografía muchas veces abrumadora sobre ellas. Me arriesgo en consecuencia a repetir lo ya dicho por otros; este libro tiene en buena parte carácter de síntesis. La frecuente cita extensa de esas fuentes puede hacer algo pesada la lectura, a cambio permitirá oír otras voces. Un esquematismo abstracto sin substancia histórica hubiera dado la impresión de que siempre se haya leído como leemos hoy, lo que dista de ser cierto. Prescindo de la interpretación en el mundo judío y musulmán, aun a sabiendas de que tienen que ver y mucho con nosotros, porque no creo que sean cuestiones que se puedan resolver ignorando las lenguas respectivas. La conciencia de que nuestra cultura no es, sin más, la cul   Para agilizar, salvo en los casos recogidos en la bibliografía, traduzco las citas, a excepción de las expresiones o términos que me parecen relevantes y que incluyo entre paréntesis, transliterados en el caso del griego. Por tanto, las traducciones, salvo que la bibliografía final indique lo contrario, son siempre mías. Se cita en general por la edición que aparece en la bibliografía, el año remite a la primera edición, pero la paginación es la de la edición empleada; los subrayados de las citas son los del original. Los números entre paréntesis que no siguen a un nombre de autor, siempre envían a páginas.

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tura, debe llevarnos al respeto de las demás, y una forma de respeto es no despachar a la ligera problemas complejos. Ha hecho posible, al menos en un principio, este libro el proyecto Hermenéutica literaria e interpretación textual (64102H011) de la Universidad de Vigo, así como la ayuda del Vicerrectorado de Investigación, que agradezco muy sinceramente, para sucesivas estancias en la Universidad de Florencia, donde la generosa y reiterada invitación de Maria Grazia Profeti así como la cordial acogida de los colegas del Dipartimento di Lingue e Letterature Neolatine, me han permitido el acceso a unos fondos bibliográficos, antiguos y modernos, prácticamente ilimitados (aprovecho para agradecer al personal de la Biblioteca Nazionale su paciencia con mi italiano); además hablar en la Scuola di Dottorato de Florencia ha sido para mí una experiencia muy útil. No sabría encontrar lugar más apropiado que la hermosa ciudad del Arno para reflexionar sobre algo que tiene que ver con la belleza. Florencia e Italia han transformado mi idea, desde luego, pero recuerdo haber leído en Poliziano que las ovejas no le agradecen al pastor los pastos, le dan leche: confío en que mi trabajo haya mejorado. Carlos Gallo escuchó una versión primeriza, en aquella época en que se ventilaba mi permanencia en la Universidad de Vigo; José Romo llamó mi atención sobre la Carta a Cristina de Lorena de Galileo y sobre bastantes cosas más; la invitación de Luis Beltrán y José Luis Rodríguez a los encuentros de estética y hermenéutica de Zaragoza me ha servido para definir parte de este libro; debo textos, reflexiones y noticias diversos a Helena Cortés, Enrique Prado (un auténtico tesoro de textos griegos), Mario J. Valdés y Giuliano Crifò; tengo una deuda especial con Arturo Leyte por sus clases de filosofía improvisadas en la cafetería de la Facultad usando servilletas de papel como pizarra; y he de agradecer sus muestras de aliento a colegas varios. Pero como en el caso de mi otro libro sobre hermenéutica, me he abstenido de darlo a leer para no retrasar más una aparición ya muy retrasada por avatares diversos, que me han llevado a prácticamente reescribirlo entero en varias ocasiones. En Vigo, diciembre de 2006

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I EN EL ORIGEN FUE LA INTERPRETACIÓN

1. La aurora homérica En el canto VIII de la Odisea, Odiseo ha llegado al fin al país de los feacios, y el rey Alcinoo le agasaja con una cena. Homero no ha resistido la tentación de presentar a un aedo cantando, en la que tal vez sea la primera muestra de reflexividad —eso a que se aplica hoy el tecnicismo ‘metaficción’— de la poesía europea. Odiseo le alaba porque le han enseñado Apolo o Musa, «pues cantas tan bien lo ocurrido a los dánaos,/ sus trabajos, sus penas, su largo afanar, cual si hubieras/ encontrádote allí o escuchado a un testigo» (VIII 489-491). Ya al comienzo del canto IX, revelará su nombre y sus aventuras a los feacios, pero no sin antes rubricar: «Yo pienso de cierto/ que el extremo de toda ventura se da sólo cuando/ la alegría se extiende en las gentes y están los que comen/ uno al lado del otro sentados en fila, a lo largo/ de la sala, escuchando al aedo» (IX 4-8). El ideal de ese mundo es, pues, el banquete y el canto. Pero volvamos un momento sobre la escena. Odiseo sabe perfectamente lo que ocurrió en Troya —fue protagonista, mientras que Demódoco de seguro no ha estado allí—, así que no se va a enterar de nada nuevo. Y le pide que cante las aventuras que él mismo ha vivido. Pero hay una diferencia esencial entre lo que él sería capaz de narrar al hilo de su recuerdo, y el decir excelente que es el épos, privativo del aedo. En efecto, al oír lo que él ha vivido convertido en el canto que asegura la gloria —Musa es hija de Memoria y Zeus— Odiseo se deshace en llanto. Los hechos de Troya se hubieran olvidado en unas pocas generaciones; transformados en las hazañas del héroe, cantadas éstas como si Demódoco las hubiera visto, el héroe se reco-

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noce en ellas. Lo que no le hubiera sucedido mientras actuaba: llorar, ocurre ahora que son poema y canto. Con ese llanto memorable parece apuntar Odiseo a que la conciencia engendra conciencia de sí. ¿De dónde proviene el poema? Su material es lo vivido, filtrado a través del recuerdo, la imaginación, decires diversos… pero ha de ser sometido a forma, cuyo secreto enseñan los dioses. Luego, sólo hay poema cuando se canta y la vida del poema no es más que el hecho de que se siga cantando. Si se prefiere recordar a Kant, a primera vista no es más que fenómeno, aunque sin cosa en sí que lo soporte; si acaso, el evanescente material del canto y el hecho físico de las aladas palabras del cantor, aunque éstas son eso, aladas, y no se las percibe al margen de su sentido o previamente a éste, a la historia que cuentan (al igual que el soporte físico que es el libro lo que hace es soportar). Sin embargo, al escuchar a Demódoco, el elogio de Odiseo y sus lágrimas atestiguan que nada menos que la belleza y la verdad residen en el canto. Dice Hannah Arendt que resulta harto improbable que nosotros, capaces de determinar la esencia de las cosas naturales que nos rodean podamos hacer lo propio con nosotros mismos, porque ello supondría saltar de nuestra sombra. Y sin embargo, la productividad humana, siempre condicionada pero no hasta el extremo de anular por completo su libertad, es capaz de producir imágenes que nos muestran como desde fuera de nuestra sombra. No determinan nuestra esencia pero la representan. Esas son las obras de arte, y a ellas corresponde la misión de testimoniar nuestra capacidad de crear cosas perdurables, cosas destinadas a convertir en mundo lo que nos rodea permaneciendo más allá de los estrechos límites de nuestra finitud. Se explica que haya habido desde siempre un cuidado especial de esas cosas a las que hoy llamamos obras de arte. Así, en los mismos orígenes, el poema, que aísla y da forma a un momento de vida, suscita el comentario. Han aparecido ya varias dualidades, constitutivas e ineludibles. Para el propio Demódoco, entre un material previo y su capacidad de darle forma; para el poema que, como la partitura, no vive sino en su interpretación; para ésta el auditorio que responde de una u otra forma: las palabras y el llanto de Odiseo, la escucha atenta de los feacios. Claro que hay una diferencia entre la interpretación de Demódoco y su auditorio, totalmente comprometidos con el momento de la ejecución y su correlativa apreciación del canto, y la nuestra, distanciada y a cambio reflexiva. Una diferencia que suscitó la conocida de Emilio Betti (1955: §21) entre interpretación reproductiva —la del cantor, en nuestro ejemplo—; ricognitiva (no sé cómo podría traducirse) del comentario; y normativa, por ejemplo, la del jurista o el teólogo. Si bien es verdad que, como argumenta Gadamer (1960: 381 ss) toda interpretación presupone comprensión y ejecución, al menos para el oído interno; y que siempre hay un momento normativo, pues siempre pretendemos el verdadero sentido, la distinción no deja de ser ilustrativa. En cualquier caso, la reflexión sobre el negocio de la interpretación, que es a lo que llamamos hermenéutica, ha de moverse en el espacio que delimitan esas dualidades. Lo que justifica la definición de hermenéutica como «una fenomenología del entre» (Bruns, 1992: 11).

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Hoy leemos la Odisea —si la leemos—, no seríamos capaces de cantarla; ni siquiera la situación que revela el Ion platónico, muy posterior, se parece a la homérica; no escasean en cambio las versiones cinematográficas. Sin embargo, si se puede ra­zonablemente afirmar que seguimos con la Odisea —si todavía es posible hoy tal cosa—, es porque de algún modo misterioso la Odisea es a la vez una y varias, y la nuestra es y no es la de Homero. Hemos perdido su mundo, pero en cierto modo incluso éste sigue estando ahí para nosotros, siquiera sea como implicación de la obra. Decía Walter Benjamin (1996) que la crítica busca el contenido de verdad de una obra de arte mientras que el comentario su contenido material u objetivo, y que cuanto más significativa sea una obra, tanto más discreta e íntimamente estará ligado el contenido de verdad al objetivo. Así que a lo largo de la vida de la obra «los realia se presentan tanto más claramente ante los ojos del observador de la obra cuanto más se van extinguiendo en el mundo» (13), de modo que «la historia de las obras prepara su crítica, y por eso la distancia histórica aumenta su fuerza». Claro que la vida de las obras no es otra cosa que un acoger y afanarse en comprender generación tras generación. Nuestra tarea se reduce en realidad a intentar explicar cómo se fue elaborando el comentario de que habla Benjamin, de qué manera se relacionó con la búsqueda de la verdad, qué diferencia hay, constituyente, entre uno y otra. No hay, pues, no puede haber, historia y sistema por separado. Si acaso una historia en la que se aprecian elementos sistemáticos, una historia que atraviesa discontinuidades pero también rasgos de continuidad, unos elementos sistemáticos que revelan o implican una historia. Seguramente, si se puede hablar de estos últimos es porque, como ya había visto Schleiermacher, interpretar no es otra cosa que poner en palabras lo comprendido, y estamos en el mundo comprendiendo/interpretando, porque tal actividad es inseparable del tener lógos que nos distingue de los demás animales. De modo que la actividad de interpretar descansa sobre un fundamento existencial, y con derecho se puede afirmar que para nuestra disciplina no hay hechos, sólo interpretaciones, o mejor que no hay más hechos que los constituidos por nuestras interpretaciones, o si se quiere, lo que es un hecho es la actividad incesante de interpretar. Y sin dramatismo alguno porque: ¿de qué hechos podemos hablar al margen de la variable figura que dibujan las relaciones entre poeta, canto y auditorio, figura que sólo se constituye y revela cuando empezamos a tener eso que se llama sentido histórico, fruto él mismo de la actividad interpretativa? Lo que no quita, claro está, para que se pueda hablar de un conjunto de hechos a los que designamos ‘mundo homérico’, u otros constituidos por la transmisión de los textos de entonces a nosotros, susceptibles de investigación. Una dualidad más. Si aceptamos que la hermenéutica, es decir, el reflexionar acerca de la actividad y preceptiva de la interpretación, puede definirse en relación con el «entre» —Demódoco consigo mismo, Demódoco y Odiseo, Homero y su auditorio primero, Homero y nosotros—, ¿cuál sería su lugar justo respecto de lo que hoy llamamos estudios literarios? Pues ni debe tratarse de una teoría más, ni mucho menos de una teoría de la lectura. Las teorías, por definición, se proponen explicar los objetos que ellas mis-

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mas construyen y aspiran a la validez, la hermenéutica a la verdad. El ejemplo de Mignolo (1989) es expresivo: la de Jakobson, por ejemplo, no pretende explicar ninguna obra ni conjunto de obras, sino la ‘literariedad’, la propiedad que supuestamente debía diferenciar las obras literarias de las que no lo son. Preguntas del tipo ¿cómo es posible la obra literaria, cómo nos llega en la lectura?, han dado lugar a respuestas como la de Ingarden. No, el nuestro será un theoreîn en sentido etimológico, ‘distanciarse para ver qué ocurre’, porque nuestro problema no es el de explicar la constitución fenomenológica de la obra, sino algo más modesto, explorar la posibilidad de decir algo significativo en respuesta a las obras de arte literarias, en el bien entendido de que aceptarlas como «de arte» y «literarias» es ya un acto de interpretación. Pues perfectamente podríamos haber tomado los poemas homéricos como testimonio de un mundo desparecido —se ha hecho—, y emprender excavaciones en busca de restos que lo confirmen (Schlienmann lo hizo con buen éxito). Posibilidad, decíamos, que se sigue de nuestra finitud, es decir, de que somos un punto en el tiempo destinado a perderse rodeados de signos en los que reconocemos a predecesores nuestros a los que hemos perdido. Así la hermenéutica no se propone explicar nada, se sitúa en un lugar diferente al de cualquier teoría, y es en todo caso un saber —si lo llega a constituir, recuérdese el dictum kantiano de que no es posible aprender filosofía, sólo aprender a filosofar— o mejor, una reflexión sobre la odisea de la interpretación, una odisea sin Ítaca, que pretende mostrar lo que hay, lo que se ha jugado y lo que se juega en ella, por si aprendemos así algo acerca de nuestro interpretar, que es lo mismo que decir de nosotros mismos. Su correlato kantiano, si es lícito acordarse aquí del monumento de la inteligencia que representa la obra kantiana, tendría algo de la doctrina de la crítica y algo de la del método. Aunque no se situaría en lugar trascendental alguno, sino en el espacio entre autores y receptores. Pero crítica tanto más necesaria cuanto que circula hoy como moneda corriente la de que habrá tantas interpretaciones como lectores todas igualmente válidas, o que cada teoría podrá decir algo válido desde su punto de vista. 2. Terminología de la interpretación Entendemos por términos palabras que delimitan un espacio discursivo. Interpretar es inseparable de lógos y hablar del lógos implicaba un vocabulario, es decir, convertir algunas palabras del griego corriente en tecnicismos. Lo primero es pues reconocer que hay toda una familia de palabras, griegas y latinas, que se usan como sinónimas o que están emparentadas entre sí: hermenéutica, exégesis, y luego, ya en latín, interpretación; y otras en una relación con ellas algo más laxa: comentario, glosa, tractatus, expositio… Algunas manifiestan su origen y un ámbito retórico especializado, otras son de alcance más general. De todas, la palabra más antigua es hermeneús: ‘intérprete de una lengua extranjera’, término técnico sin etimología conocida tal vez originario de Asia Menor. De

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ahí deriva el verbo denominativo hermeneúein, que tiene que ver con ‘interpretar’ pero también con ‘explicar, expresar’; así como el sustantivo hermeneía: ‘explicación’ de donde ‘expresión, estilo’; otros derivados son menos frecuentes (Chan­traine, 1968: 373). En las iglesias cristianas hermeneía equivaldrá con frecuencia a ‘hacer accesible lo que se halla en una lengua extraña’, y por tanto ‘traducir’ y ‘comentar’, de donde surgirá la equiparación con exégesis, que al operar sobre la Escritura, se acerca más al sentido actual. Desde luego, ni Chantraine ni el Diccionario de Liddell Scott mencionan ejemplos anteriores a principios del siglo v. Píndaro dedica en 476 la III Olímpica a Terón de Agrigento y dice: «Dispongo de numerosas flechas raudas bajo el codo,/ dentro de mi aljaba,/ dotadas de voz para los inteligentes; pero para el vulgo,/ de intérpretes (hermaéon) se necesita» (82-86). Heródoto, que escribe muy poco después de las Guerras Médicas, cuando habla de que hay siete clases de egipcios, una de ellas es la de los hermenées (Historias II, 164.3). En la Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides, Pericles se dirige a los atenienses: «En mi persona os encolerizáis con un hombre no inferior a nadie, creo, para juzgar lo que hay que hacer y proclamarlo (hermeneûsai), amante de la ciudad y que no cede al dinero» (Historias II, lx, 5-6). Ya en el s. IV, en la Anábasis de Jenofonte, cuando Ciro quiere pasar revista a su ejército, él, que es persa, envía a Pigres, el hermeneús, para que transmita sus órdenes a los generales griegos (Anábasis I, ii. 17). Desde luego en los valores de hermeneúein se aprecia la dualidad entre a) ‘hacer exégesis’, sentido que se ve en Ion (530c), los poetas como intérpretes de los dioses, los rapsodas como intérpretes de intérpretes (534e, 535a), ejemplos a los que se puede sumar otros de Porfirio, Eusebio de Cesárea, Ireneo, o Focio; pero por otra parte b) ‘expresión’, lo que explica títulos como los Perì hermeneías de Aristóteles o Demetrio, para quien significa ‘estilo’, y en general ‘acción de decir o hablar’ (Pépin, 1975, 1987). El otro vocablo griego todavía empleado hoy es exégesis: ‘movimiento de entrada en la intención de un texto o un mensaje’ (Pépin, 1975: 291), derivado del verbo exegéomai: ‘dirigir, mostrar un camino a; dictar una expresión verbal, por ejemplo, una ley a un heraldo, explicar’; de donde exégesis como derivado: ‘juicio, narrativa, explicación, interpretación’. Más en concreto, para exegeisthai aduce Pépin (1987): a) ‘interpretar’ en Ion (531a); Crátilo (407b); Leyes VII (802c), donde se aplica a las leyes, incluso se habla de un cuerpo de exégetas, ‘intérpretes’ (Leyes VI 759c-de); b) pero en cambio en República IV (427c, 469a) reviste el valor de ‘dar instrucciones’, a lo que se puede añadir ejemplos no platónicos en Euménides (595), Fenicias (1011), Bacantes (185-186). Así que, en los orígenes, aunque el valor no exegético de ambos términos no coincida exactamente, en ambos se registra una dualidad semejante. Sobre todo en el    De hecho en Grecia se llama exégetas, oficiales o extraoficiales, al personal de los templos encargado de exponer oráculos, sueños, que forma en Atenas un colegio oficial para las patria, leyes sagradas de los antepasados no escritas, así como para lo referente a materia secular o doméstica pero de posibles implicaciones religiosas (Oxford Classical Dictionnary, 426).

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caso de ‘hermenéutica’, el sentido originario ad extra tendría un valor casi inverso al de la actual ‘exégesis’, es decir, ‘expresar’ o ‘proclamar’ en lugar de ‘penetrar en el sentido’. Como si en ese momento fluido en que la rigidez de toda terminología no se ha apoderado aún de las palabras, éstas quisieran expresar el doble movimiento, de ida hacia el otro, de la comprensión; y de cara al auditorio, de la expresión de lo entendido. En otras palabras, sólo posteriormente se habría dado la especialización del término hermenéutica en uno de sus sentidos —y ello por influencia del latín interpretatio—, el que va «hacia el interior» del texto, ni el más antiguo ni el más importante (Pépin, 1975: 300). Muchos de los ejemplos registrados son platónicos, y, como siempre, merece detenerse en Platón, entre otras cosas por lo que tiene de definitorio. En varios casos coincide con lo que es el uso idiomático del griego de su tiempo, y los términos valen por ‘explicación’, ‘explicar’, con la diferencia de que parecen apuntar mucho más claramente a lo que pudiéramos llamar figuras institucionales, que regentan un arte determinada; además agotan todas las formas posibles de intermediación, hasta desembocar en la teología. Un ejemplo muy significativo es el de la Carta VIII (355a 4): «Yo expresaré (hermeneúso) lo que aquél [Dión de Siracusa], viviendo todavía y pudiendo hablar ahora, os diría». El sujeto va a transmitir los consejos del desaparecido Dión, lo que presupone que está seguro de comprenderlos perfectamente. En Leyes (X, 907d 6) nos encontraremos con la necesidad de anteponer a las leyes unas palabras, que, como intérpretes suyos (tôn nómon hermeneús), amonestasen a los impíos; y en XII, 966b 7, con que es preciso que los guardianes de las leyes sean capaces de interpretarlas con su discurso (kaì lógoi te hikanoùs hermeneúein eînai). En ambos casos está claro igualmente que se trata de un proclamar que presupone el perfecto conocimiento. Las traducciones actuales harán equivalentes siempre her­ menéutica e interpretación, pero nótese que podría decirse siempre ‘proclamar’ o ‘expresar’ sin traicionar el sentido y tal vez siendo más fieles al originario que dis­ cutimos. Tal labor de mediación verbal, que si bien se piensa, es tan delicada como susceptible de manipulación, debe tener algo de divino, pero en relación con una divinidad ambigua, con Hermes, señor del lógos aunque también de la palabra engañosa, como muestra el himno homérico correspondiente. En el Crátilo se hace eco Platón de la etimología que la Antigüedad creía correcta: «En realidad, parece que Hermês tiene algo que ver con la palabra (lógos) al menos en esto, en que al ser intérprete (hermenéa) y mensajero, así como ladrón, mentiroso y mercader, toda esta actividad gira en torno a la fuerza de la palabra (perì lógou dúnamin)» (Crátilo 407e-408b). Donde por dúnamis hay que entender ‘potencialidad’.

   Luca Bianchi (1993: 35 n. 3) nota con razón que la tesis de Pépin de que ‘hermenéutica’ haya especializado su significado en el sentido moderno por contaminación de su habitual traducción latina es polémicamente eficaz pero infundada. Según afirma, carecemos de estudios de la evolución semántica de interpretatio.

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Pero lo más característico de Platón son las menciones de la hermenéutica como una téchne de la que hay que desconfiar. En realidad, el tratamiento que se le aplica es el mismo de muchos diálogos, cuyo movimiento es bien conocido. Sócrates se topa con alguien que realiza alguna afirmación que presupone un conocimiento de que algo es. Se precisa que sea siempre el interlocutor de Sócrates el que afirme. Mediante preguntas y sin aportar nada que no esté contenido en la afirmación primera, poco a poco, Sócrates lleva al otro al silencio o a la contradicción, lo que revela que su conocimiento no era sino un pseudoconocimiento. En ningún momento se duda de que exista o se pueda definir exactamente aquello de que se habla, pero «sólo en ese continuado fracasar comparece y tiene lugar» (Martínez Marzoa, 1995: 88). Efectivamente, el lector de Platón tiene la sensación de que lo problemático es el verdadero ser de las cosas, la posibilidad misma de que se pueda afirmar es, pero que este problematismo sólo llega a hacerse consciente en un movimiento que bien podemos calificar de dialógico. Y no son pocos los diálogos que no llegan a término o conclusión alguna, como si el movimiento apuntado fuera lo valioso. Los casos en que parece hablarse de téchnai determinadas, además de en relación con las leyes, ocurren al tratar con el mundo de lo religioso, y de modo derivado, con el de la poesía. Se trata, pues, de formas de mediación en relación con lo divino bajo sus diversas formas. La más directa es la mencionada en El político (290c 4-6): «Están los que, a propósito de la mántica, tienen parte en una ciencia de servicio; pues se cree que hacen de intérpretes (hermeneútai) de los dioses para los hombres». Como se recordará, el diálogo desecha estos saberes «de servicio» en busca de la verdadera definición del arte política. Pero más clara todavía aparece la crítica platónica en Epínomis (975c-975e): «Ni se puede decir tampoco de la caza en general, pese a la variedad de sus formas y sus perfeccionamientos, que produzca a la vez la grandeza del alma y la sabiduría. Ni tampoco la mántica ni en general el arte de interpretar (hermeneutiké) oráculos; porque no sabe más que lo que dice, pero ¿es verdad?: no lo ha aprendido». A pesar de su proximidad con lo divino, estos intérpretes se limitan a transmitir un mensaje que incluso podría ser verdadero, pero ellos no son capaces de dar razón de él, carecen de un verdadero saber. No se diferencian mucho de los demás interlocutores del Sócrates platónico. Nada lejos de ellos están los poetas y sus recitadores, cuyo caso se discute en el Ion. Los poetas no hablan en virtud de un arte, sino que la divinidad les quita la razón «y los toma por servidores, profetas y adivinos inspirados» (Ion 534c 9-535d 1). Recuerda su estatuto el de las figuras que componían el ritual de Delfos: el mántis, vidente que en un estado especial de mente recibe la inspiración divina; el prophétes, encargado de dar forma en hexámetros dactílicos a la comunicación del dios; y el theóros, delegado de la ciudad que consulta el oráculo, que ha de transmitir fielmente lo que ha visto y oído. Tal diferencia se apoya, además, en Timeo (71e-72b 5), que coloca a los prophétai como jueces por encima de las adivinas inspiradas, que, estando en trance, no pueden juzgar. Nagy (1989: 29) hace notar que, en ocasiones, la

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diferencia entre unos y otros queda en suspenso y el poeta habla como prophétes entre la Musa y la comunidad, mientras que otras adoptan la posición del theóros. En el caso del Ion, como ya sabemos, «los poetas no son otra cosa que intérpretes de los dioses» (oudèn all’é hermenês eîsin tôn theôn, 534e 4-5) —frase de la que se hará eco Horacio—, que componen en estado de manía; y los rapsodos, es decir, los recitadores, son intérpretes de los poetas: hermenéon hermenês (535a 9). A los rapsodos se extiende mediante la teoría del magnetismo, a la que nos referiremos, el estar fuera de sí propio de los poetas, que es lo que significa manía. Pero conviene recordar que un poco antes, Sócrates había dicho: «No se sabría, en efecto, ser rapsodo, si no se comprendiera lo que dice el poeta. Pues el rapsodo debe ser el intérprete (hermenéa) del pensamiento del poeta (toû poietoû tês dianoías) ante los que le escuchan. Y no se puede hacer esto bellamente no sabiendo lo que dice el poeta» (530b 8-530c 6). El caso es que ni poetas ni rapsodos, ya sea como intérpretes o en tanto que comentaristas, pueden explicar en virtud de qué componen, recitan o incluso comprenden, lo que les hace caer por igual bajo la crítica platónica: lo suyo no es téchne sino enthousiasmós o manía. Todavía queda otro orden de menciones de las palabras que nos ocupan, y es en relación con la demonología platónica. El Epínomis (984b 2-985d) nos presenta un orden divino, el de los inmortales, y otro terrestre, el de los mortales, entre los cuales se despliegan hasta cinco clases de seres, que se relacionan con el fuego, el éter, el aire y el agua. Los primeros de esos seres son los astros, luego vienen los demones etéreos y aéreos, finalmente los semidioses de las aguas. Los demones aéreos son intermediarios que se enseñan entre sí (hermeneúesthai) y a los dioses acerca de cuanto sucede. Pero el pasaje clave al respecto es el diálogo entre Diotima y Sócrates en el Banquete: —¿Qué puede ser, entonces, Eros? ¿un mortal? […] —Algo intermedio entre lo mortal y lo inmortal. —¿Y qué es ello entonces, Diotima? —Un gran demón, Sócrates. Pues también todo lo demónico (tò daimónion metaxú) está entre la divinidad y lo mortal. —¿Y qué poder tiene? […] —Interpreta (hermeneûon) y comunica a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioses […] Al estar en medio de unos y otros llena el espacio entre ambos, de suerte que el todo queda unido consigo mismo como un continuo» (Banquete 202d 6-202e 8).

Ya vimos cómo es propio de los diálogos que una y otra vez se pretenda mostrar qué es tal o cual cosa; y que esa pretensión fracasa siempre poniendo en evidencia que el verdadero ser es otro. Pues bien lo demónico es precisamente «lo entre», esa diferencia o distancia en la que se muestra que el eîdos —la idea, para entendernos: el verdadero ser— es otra cosa (Martínez Marzoa, 1995: 98-102). Y ese «entre» es

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eros y sin eros, sin deseo, el mundo se disgregaría. En un libro clásico, ya Friedländer (1964: 56) había subrayado ese papel mediador de lo demónico en tanto que elemento de cohesión entre lo divino y lo humano, que permite que el Todo sea uno consigo mismo; ámbito de la mántica, el ritual, la brujería, de todas las ceremonias que «Platón permite colocar como alusiones a una recóndita Alteza, también en calidad de intermediarias, mediadoras, así en tan poca medida desearía usarlas». Ante la seriedad de lo divino Platón desconfía de las formas de mediación que suponen téchnai que no saben dar razón de sí, crítica en la que se encuentran los poetas con los adivinos. Hay otro camino, el verdadero, el de la dialéctica, que encontrará su potente desarrollo en los diálogos finales como el Sofista, el Teeteto, el Parménides y el Político, pero esa es ya otra historia. En el caso de Aristóteles, Jean Pépin (1975: 292) llama nuestra atención sobre varias apariciones de la palabra que nos ocupa, conformes también aquí con el uso idiomático griego. Dado que se habla de hermeneía respecto de los pájaros (Partes de los animales II, xvii 35-36; Parva naturalia, De la respiración 476a 18-19), habrá que entender el término como ‘expresión’, común a animales y humanos (la específica de estos será la léxis). En el ámbito de lo humano «la naturaleza (phúsis) utiliza el aire inspirado con dos fines, como emplea la lengua para el gusto y el lenguaje (dialektón), de los que el gusto es una función necesaria (por esto se da a muchos [animales]), mientras que la expresión (hermeneía) a causa de la perfección [del individuo] (héneken toû eû)» (Del alma II, 420b 17-20). Así que diálektos es sinónimo de hermeneías. Todavía en Refutaciones sofísticas (166b 10-16) es sinónimo para hermeneúein ‘significar con las palabras’ (têi lexei sémainein). Pero nos interesa sobre todo el tratadito que la tradición bautizó Perì hermeneías, en latín De interpretatione, que forma parte del Órganon o instrumento, el conjunto de obras que supuestamente permiten el acceso a la filosofía. Desde luego su título no es aristotélico, su editor contemporáneo tal vez más autorizado, refiriéndose al que nos ocupa y al de Categorías, afirma: «Los títulos con los que uno y otro libro suelen intitularse parece haberlos añadido un editor cualquiera anterior a Andrónico, ya que nunca se encuentran en Aristóteles, pero es lícito creer que fueran conocidos por el de Rodas; y quien los leyere íntegros no encontrará fácilmente esos adecuados, ni otros más adecuados que aquellos con los que desde la Antigüedad quisieron que se intitulase Categorías» (Minio-Paluello, 1949: vi). Si Andrónico de Rodas editó a Aristóteles según unos entre 40 y 20 a.C., y según otros a partir de 60 a.C., estaremos ante un título que ha suscitado valoraciones contrapuestas, pero que acompaña a la obra desde los inicios de la tradición que la conduce hasta nosotros. De modo que, podemos concluir, quien lo impusiera tomó nota de que lo que allí se hacía era analizar, es decir, descomponer, los componentes de la expresión en tanto que manifes   Debo la noticia de este Praefatio al profesor Granada Martínez, de la Universidad de Barcelona. Para M. Candel, editor para Gredos del Órganon aristotélico, el título aparece por primera vez en Ammonio y en la traducción armenia de la obra aristotélica, pero no especifica de dónde toma estas noticias.

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tación del pensamiento. Es verdad que al lector actual de Aristóteles, lo que se dice en Perì hermeneías «no le suena» a hermenéutica, sino más bien a lo que llamamos semántica, pero no cabe duda de que el lector primitivo —y próximo al autor— se movía en otro mundo lingüístico y conceptual. El principio del tratado aristotélico viene a decir: Hay, pues, en la fonación vocal [phoné] símbolos [súmbola] de las afecciones [pathemáton] del alma, y en lo escrito de lo que se da en la phoné. Y así como las letras [grámmata] no son las mismas para todos, así tampoco los sonidos vocales son los mismos. Sin embargo, las primeras de las que éstos (sonidos y escritura) son signos [semeîa], son para todos las mismas afecciones del alma; y estas cosas [prágmata] de las cuales las afecciones constituyen imágenes semejantes, son también las mismas» (Perì hermeneías 1, 16a 3-9).

Hay que entender pathemáton en el sentido de ‘alteraciones del alma’ afectada por las cosas y manifestadas a su vez en la hermeneía. Por consiguiente, se trata de un análisis del lógos apophantikós, es decir, del que afirma, en tres términos: los signos externos —phoné o grámmata— que constituyen la herméneia, las afecciones del alma que ellos significan en tanto que súmbola o sémeia, y las cosas —prágmata— que suscitan esas afecciones. No escasean los pasajes similares: «Es el lógos no un significar (semaínein) con la voz (phonê), sino con las inflexiones de ella, y no porque duele o se está contento» (Problemas 39, 895a 11-13), donde se especifica la necesidad de articulación en vocales y consonantes para que haya lenguaje humano, de otra forma éste no sobrepasaría el mero grito. Consecuentemente, Waitz, editor del Órganon en 1844 para la Teubner, definía: «Propiamente hè hermeneía abraza los signos externos por los que se expresan cualesquiera cosas y se comunican con los demás las que afectan al espíritu [animum]» (apud Pépin, 1975: 292). Lo que importa es que el análisis aristotélico tendrá consecuencias incalculables, pues traducido a los términos latinos res para las cosas, sensus para los sentidos o afecciones del alma, y verba para las palabras dichas o escritas, será crucial en el Renacimiento y todavía lo veremos aparecer en el De camino al habla heideggeriano (220-221), y en el Verdad y método de Gadamer. El texto del Perì hermeneías, en latín De interpretatione, ha servido de base para afirmar el convencionalismo aristotélico, precursor de la concepción hoy imperante del signo lingüístisco: cosas o afecciones del alma son las mismas para todos, la phoné o las grámmata no. Y es una tentación irresistible por tanto afirmar que hay en Aristóteles una semiología o semiótica, y, más en general, que toda hermenéutica presupone una semiología, aunque no toda semiología implique una hermenéutica. Sin embargo, conviene introducir un par de puntualizaciones, no sea que convirtamos nuestra relación con los griegos en un camino demasiado lineal y directo. En primer lugar, nuestra concepción del signo es mucho más abstracta que la de los griegos. Pensemos en el fragmento 93 de Heráclito: «El señor cuyo oráculo está en Delfos/ ni revela ni esconde [oúte légei oúte kryptei] sino que indica [semaínei:

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‘señala’]». Pero, recordando las montañas de Delfos y que el señor que en ellas habita es Apolo, es decir, el sol, la luz, ese señalar o indicar que ni manifiesta del todo ni del todo encubre debe sonarnos mucho más plástico que nuestras actuales teorías del signo, desde luego se trata de otra cosa: ¿más heideggeriana? Ya es significativo que el propio Heráclito eluda nombrar a Apolo mediante una perífrasis, es decir, lo descubra encubriéndolo. Y es que, probablemente, sólo a partir de los estoicos se pueda decir con propiedad que el signo es algo que se pone en lugar de algo. Por consiguiente, hay una diferencia tajante entre ‘expresión’ (léxis) y ‘cosas significadas’ (semainómena o lékta), con lo que la articulación predicativa o apofántica, para decirlo con términos aristotélicos: ‘algo (1) de algo (2)’, ‘de algo (2) afirmamos algo (1)’, se convierte en un auténtico enunciado predicativo cuya verdad o falsedad se da según corresponda o no con un estado de cosas. ¿Y es que esto no era así antes de los estoicos? Recordemos un momento a Martínez Marzoa (1995: 125). Aristóteles emplea para los dos términos de la predicación hypokeímenon y kategoroûmenon, que no son en él tecnicismos sino los nombres para el hecho de que, cuando empezamos a hablar, ya hay siempre algo (2), y a ese algo (2) lo vemos como algo (1) o le sucede algo (1). De hecho, los lógicos que se acercan a Aristóteles hacen notar que no llega a la lógica moderna porque vincula de modo indisoluble «la aserción a la asignación de referencia y, en definitiva, de una cierta forma de existencia» (así M. Candel, editor para Gredos del Órganon I, 1988: 9). Lo que hay en el trasfondo de esta concepción del significado es mucho más físico de lo que podemos suponer. Dioses y hombres comparten la percepción de brillos y colores, que permiten apreciar la morphé y el eîdos, la forma y la idea de los seres. Para la concepción hipocrática, que alcanza hasta Aristóteles, el cerebro es el hermeneús que interpreta la conexión entre las cosas, pero es el aire el que permite su función, al transmitir los brillos de ellas. No hay visión de la forma sin la materia. En segundo lugar, hemos de recordar que lógos no es ‘lenguaje’ y que no hay palabra griega para esa abstracción a la que nosotros denominamos así, tanto si se entiende a la manera saussureana de ‘facultad de hablar’, como si se entiende en el sentido del inglés language. Y mucho menos para el más saussureano aún ‘sistema de la lengua’, en tanto que opuesto a la parole. Lo que sí hay es una conciencia aguda de la esencialidad del hecho de hablar para que podamos hablar —valga la redundancia— de ‘ser humano’, y en Platón y Aristóteles una reflexión profunda sobre ese hecho. Dice Platón: «Hablar es una acción acerca de las cosas» (to légein prâxis tis ên perì tà prágmata, Crátilo 387c 10), y «el nombre un instrumento para enseñar y discernir la realidad» (ónoma ára didaskalikón t´estin órganon kaì diakritikòn tês    La traducción habitual vierte légei por ‘dice’, pero, como Heidegger (1976: 231) hace notar, la coordinación con krúptei impone, por antítesis, la versión ‘desencubre, hace evidente, manifiesta’.    Sigo al profesor Manuel Enrique Prado que me ha permitido el acceso a su interesante trabajo inédito sobre los colores y los brillos en Aristóteles.    Los traductores medievales de Aristóteles, que son literales, vierten lógos por: ratio, oratio, definitio, ratiocinatio, sermo, disputatio, argumentatio, verbum, proportio (Dod, 1982: 67), y ninguno de estos términos hace traición a lógos.

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ousías, Crátilo 388b 9-10), donde se notará que no hay más realidad que el habla viva, y que en ella, como vimos, comparecen las cosas, recordando que por ousía se suele entender la esencia de las cosas. Como definición de ‘pensar’: «Lógon que el alma discurre consigo misma acerca de los objetos que contempla (skopêi)» (Teeteto 189e 7-8); y en el mismo diálogo, va a definir lógos: «Hacer conocer su propio pensamiento (diánoia) mediante fonación vocal en nombres y verbos, como en un espejo o en el agua haciendo resonar su opinión (dóxa) en la corriente [que fluye] de la boca» (Teeteto 206d 1-4). Si se repasan las citas del Estagirita arriba allegadas, se comprobará que no hay a este respecto un foso insalvable ni mucho menos entre su pensamiento y el platónico. Lo que añade Aristóteles es la designación de apóphansis para ese mostrarse de las cosas en el decir, y en Perì hermeneías —y en otros lugares— un análisis de la hermeneía en sus partes constitutivas. Parece haberse reservado la semántica —si somos anacrónicos— para este tratado, y lo referente a las palabras para la Retórica y la Poética (Pfeiffer, 1968 I: 146, aunque Pfeiffer prefiere hablar de ‘lógica’ en vez de ‘semántica’). En lo dicho hemos operado como si entre Heráclito y Aristóteles hubiera una continuidad sin rupturas, y probablemente es así en lo referente a la lengua griega, por más que ambos escriban en dialectos distintos: por ejemplo, Heráclito elude el nombre de Apolo mediante ánax, palabra con la que Homero designa a los reyes y que probablemente en el s. IV se sentiría como un arcaísmo. Sin embargo, la sensación que se tiene cuando se los lee es que se mueven en un mundo emparentado, en distintos grados de desarrollo. Son, si se quiere, diferentes etapas en la evolución «del mito al logos», y hay que hacer un esfuerzo por no pensar el significado de las palabras que nos ocupan al margen de su relación con los diferentes momentos y modos de comprensión de ese lógos. Una de las diferencias más llamativas en ese transcurrir, más que corresponder al pensamiento, probablemente tiene que ver con el estado fragmentario, casi oracular, de lo que conservamos de Heráclito, frente a la amplitud de lo conservado de Platón y Aristóteles, que atestigua que, aunque siga sin poderse hablar en su tiempo de literatura o filosofía en sentido actual, en su mundo la escritura es una realidad regular. Y es que, a lo largo de todo este período, asistimos al tránsito entre las dos formas de la palabra que ha estudiado Detienne (1967). De un lado la «palabra eficaz», del adivino y el poeta, obradora de verdad, pero como algo religioso que se opone al olvido y conecta con la memoria como acceso a lo pasado, presente y futuro. Eso hace de los poetas parientes de personajes religiosos como los adivinos, y de unos y otros maestros de verdad. La evolución de la guerra homérica de los caballeros a la de los hoplitas, con la aparición de la asamblea en que todos pueden hablar (germen de la pólis), hace surgir una nueva palabra, la «palabra instrumento», ligada a la acción, objeto de persuasión y susceptible de análisis racio   A. Diès, editor para la Col. G. Budé, traduce ektypoúmenon por ‘llevar su opinión a reflejarse’, pero creo que se puede conservar literalmente la metáfora platónica, porque el pasaje muestra con especial claridad esa concepción del lógos como un dinamismo, algo en que se manifiesta la ambivalencia, por un lado, de naturaleza, por otro, de humanidad.

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nal —sofístico y retórico—, pero susceptible también de engaño. Del ambiguo mundo religioso en el que son los dioses los que engañan, se pasa al racional de lo contradictorio. Aunque en éste pervivirán de variadas formas las sectas que perpetúan la verdad religiosa, cuyos ecos alcanzan al mismo Platón, la presencia en el cual del orfismo es indiscutible. En De camino al habla nota Heidegger cómo después de Aristóteles, en el helenismo, en concreto con los estoicos, el signo se cosifica, designa en vez de mostrar. Desde luego, muerto Aristóteles, el mundo es otro: la pólis, con la idea de libertad que le es conexa, se ve sustituida por la monarquía helenística, que encontrará su continuidad en el Imperio Romano. La vida ha cambiado, y la lengua griega va a ser ahora «objeto de un cuidado cultural» (Martínez Marzoa, 1995: 154-155), lo que quiere decir que la lengua misma se convierte en objeto, es decir, se constituye la gramática, y ello —hay que puntualizar— en dos aspectos, como disciplina y como institución inscrita en la enkyklios paideía o educación. Se trata de una nueva civilización que no puede competir con el pasado y se propone conservarlo: va a nacer la filología propiamente dicha (Pfeiffer, 1968 I: 165). Un segundo aspecto de los señalados por Marzoa, a saber, que la idea de infinito empieza a tomar un valor positivo —el mundo griego anterior rechazaba lo ilimitado— ahora, cuando Alejandro ha roto para siempre los límites de la pólis, resultará ineludible cuando haga su aparición el cristianismo. Y todavía podríamos añadir que, de ese dialogismo intrínseco al mundo platónico, y que, a su manera, parece presuponer Aristóteles, en el futuro no vamos a encontrar rastro. Pues bien, a los estoicos se debe una formalización de la gramática que se prolongará a lo largo del helenismo y del mundo romano hasta Agustín de Hipona, y, por consiguiente, alcanzará hasta el mundo medieval; a ellos se debe el lugar definitivo de la lingüística en relación con la filosofía (Robins, 1979: 27; Irvine, 1994: 34). Ya Aristóteles había considerado a las palabras symbola, término que designaba los objetos usados como contraseña entre militares, o como medio de reconocimiento entre huéspedes, de cara a negocios… metáfora que expresa con energía el aspecto corpóreo de la palabra, tan subrayado por los estoicos. Lo que vale la pena estudiar se divide, para éstos, en dialéctica, física, y ética, en la primera de las cuales encontraremos aquella articulación en semainómena o lektá, ‘lo que se puede o debe decir’, o también phonè semantiké apò dianoías ekpempoméne, literalmente: ‘fonación significativa llamada o hecha salir desde el pensamiento’ (Diógenes de Babilonia, Von Arnim, frag. 20), de un lado; y de otro: léxis (‘dicción, elocución’) o phoné engrámmatos (‘fonación vocálica articulada’), donde se reparará en que tanto en lektá como en léxis aparecen dos nombres relacionados con el verbo légo, pariente a su    Para los estoicos es imprescindible asomarse a los Stoicorum Veterum Fragmenta, editados por Von Arnim entre 1905 y 1924 en la Teubner (Leipzig), en tres vols. con un cuarto de índice, y a las Vidas de filósofos ilustres, de Diógenes Laercio. La Téchne perì phonés de Diógenes de Babilonia, que sigue sobre todo Irvine (1994), se encuentra en el III vol. de Arnim, además de en Diógenes Laercio (7.55-59).

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vez de lógos. Dado que lo lektón ni es una cosa (también las percibe quien no oye el decir), ni es el captar, percibir, asentir o decidir algo de quien habla, que no percibe el que escucha, lo lektón «se constituye en una reducción en la que queda fuera todo lo que es cosa, todo lo que es ente; lo lektón es, por ejemplo, premisa o conclusión en una argumentación, y eso no lo es ningún ente, ninguna cosa» (Martínez Marzoa, 1995: 158). Ya no habrá, pues, ningún heideggeriano comparecer de lo ente en el hablar, pero la acentuación del aspecto físico, corpóreo, de la phoné de un lado, y de los lazos argumentativos de otro posibilita ahora propiamente la semiótica, es decir, el acceso por medio de signos al contenido de las proposiciones. Y si la phoné engrámmatos implica además grámmata, letras escritas, la gramática quedará así vinculada a la escritura, a la interpretación de lo escrito. El estoicismo contribuye a institucionalizar la reflexión lingüística en la época helenística a partir de focos de irradiación como Alejandría o Pérgamo, donde si no un pensamiento nuevo, sí nace la filología, para la que la forma más elevada de gramática correspondía a la hermeneía de poetas y escritores, y cuyos fines eran la fijación de un canon, la edición de textos, la preservación del lenguaje literario, y la exégesis y crítica de la poesía (Irvine, 1994: 42-43). Se supone que el término philologós, usado por Platón peyorativamente —primero, ‘charlatán’ y ‘amante de la discusión’ (Fedro 236e 1)—, lo emplea por primera vez Eratóstenes, bibliotecario de Alejandría, para referir a su propia actividad de investigador y erudito (Pfeiffer, 1966 I: 284). Desde Alejandría, y ya para siempre, la interpretación que va de las grámmata, letras, a la léxis, dicción, y al lógos, sentido, se convierte en uno de los tres pilares —los otros son la retórica y la dialéctica— de la cultura, del clásico trivium (Irvine, 1994: 46). La gramática entendida al modo antiguo como interpretación de textos, actividad del filólogo, hablará siempre el idioma de la retórica, cuya armazón le sirve como guía; esto casi no se nota, porque, como dice Gadamer (1986: 267) «lo impregnaba todo». Pero, mientras que la retórica apunta a la persuasión y presupone un auditorio colectivo destinatario del discurso, ora de oyentes ora de lectores, la exégesis busca la comprensión del significado de los textos y su posición es la mediación, la de servir de puente entre aquéllos y el auditorio. La enseñanza gramatical estructurada en el mundo alejandrino sobre bases aristotélicas y estoicas inspirará la romana, que conserva sus categorías sin más que traducir o adaptar sus nombres, y sólo en ocasiones —la Rhetorica ad Herennium y Cicerón— pretende crear tecnicismos latinos, Quintiliano se contenta con los griegos (Marrou, 1971: 367). Estas categorías se ven bien en Suetonio (De grammaticis, IV), donde el gramático o litteratus es tanto el que conoce las letras como el poetarum interpres; o en Varrón, que traduce la definición de gramática de Dionisio Tracio y especifica como officia del gramático los de la lectura (lectio), interpretación (enarratio), corrección de textos (emendatio), y crítica (iudicium), traducciones respectivas de anagnósis, exégesis, diorthósis, y krísis. Finalmente, también en Quintiliano se aprecia la división de procedencia helenística, coincidente tanto con Varrón como

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con Dionisio Tracio. Para Quintiliano (Inst. Or. I, iv, 2) todo el arte del gramático se divide en sólo dos partes: la ciencia del hablar correctamente y la explicación de los poetas (recte loquendi scientiam et poetarum enarrationem), calificadas respectivamente de «metódica» e «histórica» o exegetice (Inst. or. I, ix, 1). Y la exegética se compone, también para él, de lectio, enarratio, emendatio, iudicium; en cuanto a la enarratio poetarum o ‘explicación de los poetas’ se constituye en componente indispensable de la formación del futuro orador en la escuela del grammaticus, preparatoria para la del rhetor. Acercarnos al mundo y la retórica romanos nos obliga a introducir un nuevo término puramente latino, interpretatio, cuyo prefijo subraya el carácter de intermediación, que se conserva hasta hoy. Se empleaba en relación con la aclaración de mensajes cuyo sentido no fuera inmediatamente evidente: oráculos, leyes, pero también textos literarios y más raramente filosóficos (Bianchi, 1993: 39). Por ejemplo, Quintiliano: «Interpretamos las expresiones oscuras» (obscure dicta interpretamur, Inst. Or. III, 4, 3), como una de las funciones del orador. La palabra ‘intérprete’, que parece implicar con preferencia contextos jurídicos, se define en el Thesaurus Lingua Latinae, según nos recuerda Brink (1971, I: 211), como: «El que, en una situación determinada, inspira confianza, por ejemplo, al narrar algo». Aporta también ejemplos de Cicerón (De leg. I, 30): «El discurso es intérprete de la mente» (interpres mentis oratio), o de Lucrecio (De rerum natura VI, 1149): «La lengua es intérprete del alma» (animi interpretes… lingua) (Brink, 1971, I: 190). Y desde luego, aunque la filología nos haya enseñado que la raíz de hermeneús está emparentada con la del latín sermo, lo que viene reforzado por que ambos términos significan primariamente ‘expresión’, la latinidad ha entendido desde siempre interpretatio como equivalente latino de exégesis. También en el caso de interpretari se extenderá el significado hasta el de ‘traducir’, cosa que veremos en Cicerón, Jerónimo y Agustín, así como a las diferentes formas de entender la traducción y a su evolución medieval y humanística posterior. Y todavía hay que notar que, siempre siguiendo a Bianchi (1993: 43-47), comparecen nuevos valores. Boecio usaría interpretatio indistintamente para referirse a la hermeneía aristotélica y para la traducción latina de expresiones griegas; frente a expositio para la explicación de doctrinas anteriores, platónicas o aristotélicas. No faltan casos de sinonimia a la altura de los siglos xi y xii. Para Hugo de San Víctor la expositio es el término general, y consiste en explicar primero la construcción y la significación más abierta, que vendrían a constituir el sentido literal, y luego y sobre    De hecho, Agustín de Hipona (La ciudad de Dios VII, 14) puede afirmar: «Mercurio quiere decir casi “el que corre en medio” (medius currens), porque la expresión (sermo) corre entre los hombres; por eso es en griego Hermes, porque la expresión (sermo) o la interpretación (interpretatio) —que tiene que ver con seguridad con la expresión— se dice en griego hermeneía». Siglos más tarde, Boeckh (1886: 120), el gran filólogo, asociará la esencia de la hermeneía «con lo que los Romanos llamaron elocutio ‘expresión del pensamiento’, así pues no ‘comprensión’ sino facultad de ‘hacer comprender’» y sinónimo de ‘exégesis’.

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todo, la sententia —lo que nosotros llamaríamos: el sentido—, que es inseparable de la propia expositio: La exposición consta de tres: letra, sentido, pensamiento (sententia). La letra es la ordenación adecuada de las expresiones, que también llamamos construcción. El sentido es una significación abierta y fácil que presenta la letra a primera vista. El pensamiento es la comprensión más profunda, que no se encuentra si no es en la exposición o interpretación (Sententia est profundior intelligentia, quae nisi expositione vel interpretatione non invenitur). El orden de éstas es que primero se investigue la letra, luego el sentido, luego el pensamiento, hecho lo cual la exposición está completa (Didascalicon 772 A-B).

Sin embargo, sobre todo en el ámbito de la Escolástica del siglo xiii, lo que se consolida es la distinción entre la interpretatio o actividad del interpres, el que traduce, y la expositio o el commentarium, actividades ambas del expositor o commentator. Hay además todo un vocabulario, de procedencia griega o latina, para los géneros discursivos que produce la tarea del intérprete o comentarista. Este léxico se expande en el Renacimiento hasta producir los términos de explanatio, explicatio, dilucidatio, epitome, paraphrasis, compendium, introductio, praelectio, adnotationes, notae, observationes, scholia, collectanea, glosae, glossemata, a las que aún se pueden añadir las postillae, especies todas del comentario. Bianchi (1993: 54-55) llama la atención sobre la notable explicación del De ratione dicendi de Juan Luis Vives acerca de varios de estos géneros. Paráfrasis, epítomes, comentarios, y versiones o interpretaciones son divisiones dentro de los discursos que explican palabras, pero las ‘paráfrasis’ dilatan el de partida mientras que los ‘epítomes’ suprimen cuanto no sea necesario para la inteligencia de una materia; la interpretación aclaratoria de una palabra se llama ‘glosa’ o ‘glosema’ y cuando se extiende ‘escolio’; el ‘comentario’, que se llama así por comentar, esto es, disertar, es simple o relativo a otra cosa, cuando explica el sentido de un autor. Puede extenderse si el comentarista puede aportar algo, dice Vives, que da como reglas del género el volver a la fuente para aclarar oscuridades, apuntar lo dicho por otros comentaristas, y el no extenderse aportando materias innecesarias o mezclando disciplinas (III, ix-xii). Las ‘versiones’ o ‘interpretaciones’ son lo que nosotros llamamos traducciones. El tractatus, añadamos, será el nombre genérico para cuando se procede a tractare una materia determinada con ambición sistemática, y por tanto, el que se aplicará en el ámbito latino, a partir del De doctrina christiana, a las obras consagradas a exponer la preceptiva de la interpretación. Estamos, pues, en conjunto, ante un léxico que enlaza u obliga a relacionar diversas tradiciones o, si se prefiere, diversos hilos dentro de la tradición de una cultura: a) el vínculo con lo sagrado, como manifestación o como intermediación, en Grecia y en Roma, y no restringido a lo verbal: en Grecia, la mántica o adivinación; en Roma los augures y harúspices; b) la recitación y comentario de poemas, que se

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institucionaliza en la educación gramatical y retórica bajo la forma de exégesis o enarratio poetarum; c) el ámbito retórico que, en la medida en que para defender nuestra causa necesitamos enfrentar varias leyes, resaltar su ambigüedad, o enfrentar la intención del legislador con la letra, conoce usos específicos de interpretatio; d) la tradición filosófica, aristotélica y platónica y más tardíamente el plotinismo, las dos últimas con marcada propensión teológica, lo que las haría fácilmente asimilables por el cristianismo y por la gnosis. Pues, si bien se piensa, y hasta los umbrales de la Modernidad, la mayor parte de la filosofía parte de interpretaciones y comentarios y la enseñanza se basa en la lectura de autores y autoridades. De modo que no es exageración afirmar que la base de la educación culta en Europa hasta 1800 serán la retórica y la interpretación de textos. Lo frondoso de la historia anterior debe llevarnos a rectificar la idea de que la generalización de la palabra «hermenéutica» no sea anterior al siglo xvii, cuando según Heidegger (1982: 31) «hermenéutica ya no es la interpretación misma, sino la doctrina de las condiciones, el objeto, los medios, la comunicación y la aplicación práctica de la interpretación». Dicho de otro modo, antes del xviii se interpreta y se dan preceptos para la interpretación que implican una teoría; a partir del xviii, sobre todo desde Schleiermacher, la teoría o el intento de teoría es explícita, es lo que se trata de definir. Lo que motiva el surgimiento de una hermenéutica general y acaba por asentar la dualidad entre la primera como doctrina teórica y la exégesis o trabajo práctico crítico e interpretativo. Es verdad que los títulos de obras consagradas a la materia antes de esas fechas parecen confirmarlo: De doctrina christiana, Clavis Scripturae Sacrae, Isagoge ad sacras litteras, Tractatus de sensibus, Tractatus theologico-politicus, Philologia Sacra. Y en el ámbito humanístico: De auctoribus interpretandis. Según Heidegger (1982: 12-13), la Hermeneutica Sacra de Johannes Jakob Rambach (1723) sería la primera ocurrencia en este sentido. Sin embargo, ya Gadamer (1986: 283), haciéndose eco de una investigación de Hasso Jaeger, dató la primera mención de la palabra «hermenéutica» en la obra de Johannes Conrad Dannhauer, en un artículo de 1629, y más tarde en su Hermeneutica sacra sive methodus exponendarum sacrarum litterarum de 1654. Dannhauer se sitúa en la tradición humanística e intenta proseguir el tratado homónimo de Aristóteles y completar con su hermenéutica la lógica del Estagirita: la lógica garantiza la corrección formal del enunciado, y la hermenéutica busca establecer el sentido correcto. Sin embargo, si no se olvida la tradición de los comentarios medievales de obras aristotélicas, que se prolonga en el Renacimiento, se encuentra un Hermeneus, dialogus facilium physicalium introductorius de Lefèvre d’Étaples (1492). Y sobre todo un uso medieval de hermene, hermenia, hermeneuma, hermeneumatizare, hermeneuticus, que remite siempre a la idea más bien retórica de ‘expresión’, discutidos entre los siglos xi y xiii en los glosarios de Papias, Uguccione de Pisa y Giovanni Balbi. Los tres alcanzan amplia difusión y se imprimen a partir de 1460, lo que hace sospechar a Bianchi (1993: 51) si no será la difusión renacentista de estos términos, más que signo de clasicismo, pervivencia del

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gusto medieval por los calcos del griego. Lefèvre d’Étaples habría sido el primero en hacer pasar el par hermeneía/ interpretatio de la retórica a la explicación de doctrinas filosóficas. Pero siempre ya nos estaremos moviendo en el ámbito de la formalización retórico-filológica al que subyace el deseo de saltar el «entre» primero señalado por Platón, así como por aquel primer análisis aristotélico que indicaba una dirección de las palabras y sus sentidos a las cosas.

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II LA LETRA Y EL ESPÍRITU

1.  Escritura y diferencia El mundo auroral evocado por los versos de la Odisea muestra una escena de maravillosa inmediatez. En presencia, ante los versos que fluyen de boca del aedo, no hay necesidad de interrogarse por el sentido, porque la emoción, la aprobación son inmediatas. No es de extrañar que Steiner pretendiera en Presencias reales una utopía en cierto modo comparable, la del contacto directo, sin mediación crítica, entre obra de arte y contemplador. Ya en época clásica, las lajas de piedra que forman la tumba de Il tuffatore, conservada en el museo de Paestum, muy cerca de Nápoles, muestran una escena de simposio (muy semejante a la homérica), uno de los grandes contextos de la poesía griega: los jóvenes reclinados rodean la mesa, charlan, uno de ellos hace señas a otro al que medio abraza un tercero, piden vino… no faltan las flautas ni la lira destinadas a acompañar el canto, o lo que es lo mismo, los versos. Parecen ellos también, como Odiseo y Alcínoo, compartir un mundo. Y sin embargo, la escritura ha hecho su acto de presencia. Ligada a la conversión de los caballeros combatientes homéricos en démos, en conjunto de ciudadanos, inseparable de la formalización de la retórica, se ha impuesto progresivamente a la altura del s. V. Ya Pfeiffer (1968 I: 60 ss.) tomaba nota de la actitud ambivalente hacia la escritura, que si se extiende, no se ve con menos desconfianza: que algo esté escrito no es criterio de verdad en un mundo en que la escritura no es posesión reservada de casta sacerdotal alguna. Si a una época de transmisión oral sucedió la introducción de la escritura, aquella debió empezar a retroceder alrededor del s. V. Esquilo lo dice muy bien, y expresa así una conciencia general que contrasta con la platónica. Habla Prometeo:

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«Yo les enseñé [a los mortales] la unión de las letras en la escritura, donde se encierra la memoria de todo, artesana que es madre de las Musas» (Prometeo encadenado 457-462). Pronto, el triunfo de la escritura y el libro serán absolutos: para Sexto Empírico, en clara alusión a Platón, la escritura cura del olvido y no podemos argumentar contra ella porque sólo por escrito podríamos transmitir a la posteridad nuestras razones (Contra los profesores I, 52-54). Del mundo en que coexisten el simposio y el recitador con una naciente prosa escrita que difunde las nuevas ideas en la democracia nos ha dejado una viva dialéctica Platón. Desde luego, Platón, que no era precisamente un demócrata, para alzar la voz contra la escritura hubo de convivir con una notable extensión de ésta. Así lo atestigua la proclamación del Prometeo de Esquilo, que se jacta de haber vuelto a los hombres inteligentes por haber descubierto «la unión de las letras, memoria de todo, artesana madre de las Musas» (460 ss.). Únanse a este pasaje las citas de trágicos donde las tablillas, las letras, son metáfora de la memoria. Pero no sólo eso. De creer a Havelock (1986: 149 ss.) la preferencia por un verbo como theoreín: ‘mirar’; la proliferación del verbo copulativo ‘es’; la posibilidad tanto de sujetos abstractos como de poner abstracciones en el lugar del predicado, es decir, como objetos del pensamiento; todos ellos serían rasgos lingüísticos ligados a la extensión de la escritura que, a su vez, posibilitan la filosofía. En el Ion Sócrates se encuentra con el rapsodo de ese nombre, que viene de Epidauro, donde gracias a su téchne ha vencido en un concurso en honor de Asclepios. Ya nos hemos referido a la concepción del rapsodo como intérprete del pensamiento del poeta, cosa imposible de lograr sin comprender lo que dice éste (Ion 530b 8-530c 6). No se habla expresamente allí de oscuridad o dificultad alguna, pero sí de especialización y necesidad de excelencia: el rapsodo no es un hablante cualquiera, recitar poesía no es hablar, no se puede recitar sin comprender, lo que presupone esfuerzo y es tanto más necesario si se piensa en la sucesión de letras sin puntuación alguna que constituye la escritura antigua. Si la escritura se presupone, ni se menciona ni se discute, pero con ella han aparecido la diferencia histórica y la necesidad de interpretación. El resto del diálogo nos confronta con uno de los grandes debates de la Antigüedad: ¿el poeta, y por implicación, Ion, el rapsodo, hace lo que hace por naturaleza (phúsei) o por convención (thései), es decir, en virtud de téchne? Donde conviene tener en cuenta que la naturaleza (phúsis) nos preexiste, mientras que téchne es un saber hacer que permite conseguir, a partir de la naturaleza, productos útiles o necesarios para los seres humanos. Ya sabemos que la respuesta platónica probablemente reconoce la existencia de una téchne del poeta, y del rapsodo, pero afirma que lo bello de la poesía no se explica en virtud de téchne alguna, sino por alguna causa externa, llamémosla inspiración o posesión divina. Pero nos interesa retener un as   Téchne contrasta con empeiría, que se pierde en observaciones sueltas, y con epistéme, saber por causas que se remonta hasta las primeras y establece relaciones necesarias: Aristóteles, Metafísica A1, 981a 1-982a 3; Ética a Nicómaco VI, 1139b 14-1139b 32; Analíticos posteriores 100a 9.   De acuerdo con la conclusión de Janaway (1994: 14-35), que me parece la más razonable; otros prefieren pensar que cuando Sócrates habla de técnica ironiza, y por consiguiente niega la técnica artística en absoluto.

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pecto de la explicación platónica en particular, cuando compara con el magnetismo el efecto de esa fuerza divina que pone al poeta en estado de enthousiasmós (Ion 533d-535a). Esta fuerza puede transmitirse, como se atraen unos a otros los anillos de una cadena, en virtud de la fuerza primera, y así pasar del poeta al que habla sobre él, como es el caso de Ion. Podemos entender, sin abusar del texto, que el intérprete experimenta un entusiasmo reflejo del que sintió el poeta al componer, y que le empuja a él a su vez a recitar y a penetrar en el pensamiento del poeta y a transmitirlo a otros. El magnetismo se constituye en metáfora para ese espíritu que comparten Homero e Ion y sus auditorios respectivos, sin el cual no habría recitación ni comentario posible. Pero nótese que justamente en el Simposio ocurría el diálogo en que se definía a Eros como mediador y cohesionador del mundo. Y ¿no es el magnetismo que enlaza a Ion con Homero y su auditorio una especie de erotismo, una fuerza que los cohesiona en torno a lo que creen bello? Perfila mejor el sentido del Ion que lo comparemos con el pasaje del Protágoras (347a) donde Sócrates censura a quienes amenizan los banquetes con versos y flautistas, como si ellos mismos no fueran capaces de dialogar sacando razones de sus propias almas; en lugar de ello se abandonan a unos versos que siempre dicen lo mismo. Pero es justo la misma conocida crítica platónica de la escritura que encontramos en el Fedro. Pues, en efecto, la contrapartida del entusiasmo es la servidumbre de la escritura. El Ion silencia el hecho de que su protagonista debe haber entrado en contacto con la poesía de Homero por medio de alguna copia escrita. Tal vez Musa y el entusiasmo le hayan salvado de los peligros de la escritura, o sencillamente Platón no ha querido hacernos conscientes de ellos hasta más tarde (suponemos que el Fedro es bastante posterior al Ion). Sócrates, a la búsqueda de la verdad, guía a Fedro a través de la crítica de la escritura y de la retórica. Ambos hilos se entrelazan, y entre ellos se insertan hasta tres ejemplos de discurso: el de Lisias, leído por Fedro; el segundo, improvisado por Sócrates a petición de su joven interlocutor para hacer patentes los defectos del primero; y un tercero, también de Sócrates, en desagravio a Eros. ¿Será coincidencia que de nuevo comparezca Eros en materia de verdad y escritura, cuando un verdadero magnetismo liga a Fedro con el discurso de Lisias, que le entusiasma tanto que lo lleva escrito bajo el manto? Sin embargo, Lisias es incapaz de recitarlo, y Sócrates, con delicada ironía: «estando presente Lisias» (228e), le invita a leerlo. Así que Lisias, incapaz de hablar, lee un discurso que será sometido a crítica demoledora; en cambio Sócrates siempre repentiza, y de qué manera: su segundo discurso constituye una de las más bellas muestras de toda la oratoria griega. Y es que hay una buena y una mala y vergonzosa escritura (258d 4-5), y es cuestión de investigar las condiciones de la buena, lo que implica hacer la crítica de la retórica, que sólo se admitirá si se subordina a la dialéctica. Lo contrario sería proceder como el mal carnicero (265e 3), metáfora que enlaza de manera natural con aquella otra del discurso como «animal, con cuerpo propio, de tal forma que no carezca de cabeza ni de pies, y tenga una parte central y extremidades, escritas de manera que se correspondan unas con otras

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y con el todo» (264c). Y es que la Antigüedad piensa el lógos, el discurso, según la analogía con el cuerpo. La misma imagen aparece en la Poética aristotélica: «En cuanto a la imitación narrativa y en verso, es evidente que se debe estructurar las fábulas, como en las tragedias, de manera dramática y en torno a una sola acción entera y completa, que tenga principio, partes intermedias y fin, para que, como un ser vivo único y entero, produzca el placer que le es propio…» (Poética 1459a 1724). De nuevo, al hablar de la estructuración de los hechos de la tragedia: «Así como los cuerpos y los animales es preciso que tengan magnitud, pero ésta debe ser fácilmente visible en conjunto, así también las fábulas han de tener extensión, pero que pueda recordarse fácilmente» (Poética 1451a 3-6). Parece, incluso, que al tocar esa imagen hemos dado con algo muy griego, la idea de la belleza como algo abarcable, pues lo indeterminado repugna al alma helénica. En fin, se trata de un auténtico tópico —seguimos hablando del corpus de un autor— aunque su aparición más antigua sea la del Fedro (Cole, 1991: 31), por lo que puede decirse, en conjunto, que el cuerpo del ser vivo constituye el canon del lógos. Ya hemos aludido a la conexión entre el principio expuesto y la dialéctica. Podemos ilustrarla además de con Platón con Aristóteles. En el Fedro (265d 4- 266c) había ponderado Sócrates la conveniencia de que la retórica se sirva del método que consiste en ver en conjunto, mediante una definición, lo que está diseminado, y, a la inversa, en dividir el conjunto en especies, «según las articulaciones naturales, y no tratar de quebrantar parte alguna, a la manera de un mal carnicero» (265e 1-3); método de las divisiones y sinopsis (diairéseon kaì synagogón, 266b 4) al que se bautiza como dialéctico (266c 1). Y el lector de la Poética recuerda, sin duda, que el Estagirita define la tragedia mediante la enumeración de sus partes (mére) cuantitativas y cualitativas, como dicen los editores modernos, al igual que las partes del discurso podían ser el proemio, narración, prueba y epílogo. Se trata, sencillamente, de que Aristóteles define los objetos que estudia de acuerdo con el método dialéctico, que él mismo ha llevado a la perfección en sus Tópicos. Todavía podemos añadir el Protágoras (339a—347a), donde Sócrates y Protágoras discuten una oda de Simónides en la que parece que se afirmen cosas contradictorias en partes diferentes del poema: la discusión se resuelve analizando mejor el significado de un término. La propia Poética (1461b 15-21) recoge modos de solucionar las aparentes contradicciones de los   Con toda probabilidad el principio no es platónico, sino que se hace eco de la tradición retórica griega anterior.    El viajero que ha estado en Segesta, en Selinunte, en Agrigento, en Paestum, en la Acrópolis, sabe que por imponente que sea el templo griego, lo es de una forma muy distinta a, por ejemplo, la catedral gótica; en ésta, no podemos ver a la vez las esculturas de las fachadas, que piden cercanía, y las propias fachadas, que exigen alejamiento, mientras que el templo griego es, por decirlo así, rotundamente abarcable de una vez.   No sería difícil multiplicar el número de lugares platónicos y aristotélicos en que se encuentra la idea, que se mantiene como uno de los ejes de la tradición. M.ª José Vega Ramos (1998) recoge abundantes muestras de esta metáfora en la retórica del Renacimiento, que confirman la continuidad y ubicuidad de la imagen.

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textos. La conclusión es que no se trata de mera teoría, sino que hay una práctica perfectamente vigente de analizar textos con criterio dialéctico y retórico. No deberíamos despreciar la influencia de la realidad material de la escritura. Ésta, como hemos repetido, se difunde a lo largo del s. V y convierte a Atenas en una sociedad letrada: se vota con óstraka, trozos de cerámica en los que se escribe, y sabemos cuántos se han encontrado en las excavaciones del Ágora ateniense, sin ir más lejos. La posibilidad de conservar y almacenar discursos, y también de analizarlos, supone una verdadera revolución, sin la cual sería difícil explicarse la obra de Platón, el primer filósofo de la escritura, y Aristóteles. Pues bien, la imagen del todo y las partes podría venir reforzada por la realidad física del objeto, papiro, rollo o tablillas, capaz de contener los discursos, y que habría que desplegar para encontrar las diferentes partes. El propio término retórico tópico pudo aludir en un principio al tópos, el lugar del rollo en que se encuentra tal o cual argumento. Así que nos da Platón un canon para el discurso: el ser vivo cuyas partes están ligadas de forma orgánica; y un método: el dialéctico, que permite «poseer un conocimiento científico, y poder transmitírselo a otro» (270d 2-4). Ambos principios —porque el tratamiento aristotélico de la dialéctica extiende pero no contradice el platónico— van a regir los destinos de la interpretación durante siglos. Es más, el primero opera todavía hoy y subyace sin duda los conceptos de cohesión y coherencia de la moderna lingüística del texto. Intentos varios de fragmentarismo, sin olvidar el rizoma de Deleuze y Guattari, presuponen la unidad orgánica contra la que atentan, por lo que es dudoso que vayan a comprometerla, al menos por ahora. Pero falta la crítica de la escritura, afirma Sócrates, para la cual recurre a lo que oyó de los antiguos —porque ni ‘tradición’ ni ‘mito’ aparecen en el texto griego—, a la historia de Thamus y Theuth. Y al hilo de esa historia hará notar Sócrates a Fedro que cuando interrogamos a los textos escritos, callan, apuntan siempre a la misma cosa, no son capaces de defenderse a sí mismos, a diferencia de lo que haría el buen dialéctico que estuviera presente. Y todavía la escritura garantiza la diseminación de unas palabras incapaces de distinguir si alcanzan a quien sea capaz de entenderlas o a otros (275d-276a). No hay que olvidar que Fedro ha sido incapaz de defender a Lisias, cuyo discurso acaba de leer, mientras que Sócrates, hablando como inspirado por el dios, ha sabido escribir en su alma con caracteres indelebles, destinados a no borrarse, a diferencia de lo que ocurre con las letras de tinta. Tal parece que Platón, que escribe, tiene siempre a la vista a Sócrates, que no escribió, para precaverse contra la escritura y no darle más valor que el de un juego (Friedländer, 1964: 115 ss.). Platón ha delimitado perfectamente el espacio, el «entre» (metaxú, palabra que aparece en el contexto de Eros en el Banquete) que rige para la hermenéutica. Una fuerza previa, un magnetismo erótico, diríamos, enlaza al intérprete con sus textos y le mueve a transmitirlos a otros, pero el silencio de la escritura le amenaza con el error; el escrito que llega a sus manos puede exceder sus fuerzas y no ser él quien lo entienda; su propio comentario puede llegar a manos inadecuadas. La escritura abre otra figura del tiempo, ha dicho E. Lledó, que, a diferencia de lo que ocurre al orador,

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promete pervivencia al que solo, silencioso, escribe. Suponemos que Platón no está contra la escritura, sino que se está disputando con sofistas y retóricos la escena ateniense para su propia filosofía; como no está contra la poesía, toda vez que Sócrates acaba de pronunciar en el Fedro un espléndido poema en prosa dedicado a Eros y dedicará no poco espacio en Leyes a reglamentar la poesía en la ciudad. Pero su reflexión ha trazado los límites de la actividad hermenéutica. La escritura parece oponerse al olvido puesto que constituye un phármakon que es a la vez remedio y veneno: parece salvarnos del olvido pero, fiados en ella, podemos descuidar nuestra memoria interior —como le ha ocurrido a Fedro— y llegar a parecer sabios siendo en realidad perfectamente ignorantes. Y es que las letras, simples marcas de tinta, abren un mundo de significado que no está en ellas sino en el lector, pero sólo al hilo de la lectura: actividad metafísica como pocas, puesto que pretende justamente que lo real no se identifica con lo único palpable, letras sobre papel o pantalla de ordenador, sino que está más allá —¿dónde?— en el alma del que sabe, dice Fedro y Sócrates se muestra de acuerdo. Más aún, pretende que eso real permanece inmóvil al margen del tiempo. Y claro, en el momento en que la crítica disuelve la inmediatez del mundo homérico, se abre el espacio de la interpretación. Sin embargo, contra lo que parecen entender los textualistas radicales, la condena no es absoluta. Sócrates acaba por conceder que se practique la escritura, pero como juego y distracción, para «cuando llegue la edad del olvido» recordar «historias sobre la justicia», sobre lo verdadero, lo bello, lo bueno. No se trata, pues, de un alegato destructor sino de un intenso subrayado, el más profundo que se recuerda, de la inestabilidad del medio escrito en cuanto tal medio, es decir, de la diferencia ineludible, temporal y ontológica que supone, y que el medio mismo amenaza con hacer olvidar a aquel que, aceptándolo de forma acrítica, lo tome/se tome demasiado en serio. Primero será el examen dialéctico en busca de la verdad y en relación con el alma en que se va a sembrar; y luego la consideración de la escritura como mero recordatorio para los que entienden y aspiran a lo justo, lo bello y lo bueno (277e278b). Pero nunca estará de más recordar que Platón es impensable sin la escritura. 2.  La formación cultural Tomamos prestado este epígrafe hegeliano (Fenomenología B IV.A.3g) que corresponde al momento del espíritu que representan el estoicismo, con su libertad abstracta al margen del mundo real, y el escepticismo. Ya no estamos en el mundo agonístico de las polis helénicas, que por obra de Filipo y sobre todo de Alejandro, con su dislocación de todo límite, había experimentado ya para siempre un radical descentramiento. Y cuanto se diga al respecto vale también, en sentido amplio, para Roma, puesto que —afirma un historiador como Duby— su cultura era griega; los romanos, tal vez el pueblo más político que haya habido en opinión de Hannah Arendt,

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lo que aportaron fue la voluntad de poder. Es significativo que Eratóstenes, bibliotecario de Alejandría, ya no distinga griegos de bárbaros sino virtud y vicio, donde la primera supone el civismo ligado a la educación y la retórica (Too, 1998: 125). La cultura del helenismo tiene ambición de totalidad, de englobamiento, y el MouseionBiblioteca de Alejandría o la Septuaginta, la mítica versión del Antiguo Testamento al griego, son una buena muestra de ello. Se pretende nada menos que recopilar la totalidad de lo escrito, y organizarlo, sin olvidar que la enkúklion paideía —tanto si acentuamos con Marrou su valor civilizador como el disciplinario— revela la misma ambición de globalidad. Es natural que un mundo así tuviera unos héroes nuevos, que ya no serán los rapsodos descendientes de Ion, sino los filólogos, protegidos por el patronazgo real y desde luego al margen de la plaza pública; los gramáticos en su doble vertiente, técnica y pedagógica; y los rétores. Y su actividad configura unos conceptos que caracterizarán a la actividad interpretativa durante siglos. Filología y autenticidad El filólogo profesional, que ama los bellos discursos, lee y relee hasta asimilarse el mundo y el estilo de los grandes autores, pero su finalidad es nueva: separar lo auténtico de lo espúreo que hay que enmendar, justificar sus decisiones mediante comentarios, editar para conservar, seleccionar el canon de lo que se debe leer en verso y prosa, que, por principio, excluye los autores del presente. De ahí afirmaciones como la de Pfeiffer (1968 I: 166), de que la filología nace en Alejandría, o de Gusdorf (1988: 22) de que tiene allí su origen la hermenéutica. Autenticidad, conservación y, por consiguiente, fijación, selección, son las claves de la filología. La filología alejandrina es inseparable de la poesía del mismo nombre. Ésta se presenta como un discurso refinado, que puede demostrar su genealogía helénica, pero también su personal y peculiar identidad (Too, 1998: 129). La autenticidad resultará así un valor central, y conduce de forma natural al establecimiento de biografías y catálogos de los autores. Pero, además, el criterio que guía las enmiendas del filólogo —y enmendar (diorthósis) es una de las cuatro partes inexcusables de la gramática antigua— es intentar separar lo propio de Homero de lo que podrá ser obra de discípulos, seguidores, de los poetas «cíclicos», pero desde luego no es suyo. Autenticidad que es inseparable de la correspondiente fijación textual y de la canonización. La concepción de la obra como totalidad, que funda la comparación entre pasajes como método para autorizar lecturas, no se propone otra cosa que garantizar lo auténtico. A su servicio, los alejandrinos, empezando por Zenódoto, acuñaron un sistema de signos: obelos, asterisco, sigma y antisigma, que permitía    Es también significativa la inversión valorativa del término, en Platón no muy positivo: ‘charlatán’, ‘amante de discursos’, véanse Fedro 236e, Teeteto (146a), República (582e)… Sigue siendo autoridad Pfeiffer (1968 I), pero tenemos en cuenta además sobre todo a Marrou (1948), Kennedy (1989), Too (1998) y Ford (2002)

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marcar los pasajes sospechosos, atetizar, llamar la atención sobre duplicaciones gratuitas… Too (1998: 135) subraya que athetismos, el proceso de marcar un pasaje por espúreo, deriva de athetéo: ‘traicionar’, y también ‘borrar de los documentos públicos’, lo que sugiere que atetizar era lo mismo que expulsar un pasaje de la categoría del discurso públicamente aceptable. De modo que si la normalización del sistema hace posible la discusión racional y pública de las ediciones, al igual que posibilita valorar su grado de corrección, dado que lo orthós es lo ‘derecho’, lo ‘recto’, y por consiguiente, lo ‘justo’, revestía además un carácter discriminatorio. Too subraya así el carácter político y legitimador subyacente a la actividad filológica, especialmente visible en lo que al establecimiento de los textos homéricos se refiere, pues Homero había sido el educador de Grecia. Si, en realidad, el autor es el nombre que se da a la excelencia poética, es natural que Aristarco, el mayor de los bibliotecarios alejandrinos, quinto director de la Biblioteca de Alejandría alrededor de 153 a.C. y primero que además de crítica textual escribió comentarios, llegase a la idea de que la Ilíada y la Odisea son obra de un sólo y único poeta. La regularización del dialecto jonio no sería ajena a estas motivaciones. Y no hay que olvidar que posiblemente haya formulado ya el mismo Aristarco el principio de Hómeron ex Homérou saphenízein, de salvar a Homero a partir del propio Homero, y por extensión, de que cada autor debe interpretarse a sí mismo. Nótese que este canon, de larguísima trascendencia histórica, presupone tanto la concepción autorial que estamos examinando como la orgánica del texto, de origen retórico, que conocemos por Platón; implica, además, una actitud de lectura de enorme asiduidad, hasta «llevar al autor entero en la cabeza» a fin de, a fuerza de familiaridad, estar en condiciones de rechazar lo falso. Según Pfeiffer (1968 I: 400 ss.) es lugar común no demostrado la atribución a Aristarco del principio mencionado. Lo que se repite en no pocas obras posteriores al propio Pfeiffer y que lo resumen, por lo que es mejor fiarse de él. Pfeiffer registra la frase: Hómeron ex Homérou saphenízein, en Porfirio (232-309 d. J. C.); sin embargo, el espíritu que ella indica concuerda con lo que conservamos de la propia labor exegética de Aristarco. Su finalidad era «descubrir el uso homérico» a base de tener en cuenta el conjunto y de confrontar pasajes paralelos, método que tiene aquí su origen. Cuando algo no tenía paralelo alguno, lo consideraba un hápax legómenon, pero cuando parecía no encajar en «el esquema del lenguaje homérico o de la vida homérica» (nótese la atención a palabras y cosas, las verba y res retóricas), lo consideraba fuera de lo homerikóteron, lo más genuinamente homérico. Realmente se puede decir que con esta práctica ya se tiene lo que conocemos como círculo hermenéutico, que presupone el magnetismo que enlaza al intérprete con el texto, y que se traduce en una

   Ello no quita para que en la práctica, como hace notar Kennedy (1989: 132), predominase en la crítica de la Antigüedad la apreciación de pasajes aislados, con escaso sentimiento del conjunto.    Lo encuentro en Quaestionum Homericarum liber I (recensio V), sección 56, 4; y en Zetemata codicis Vaticani, p. 297, 16.    Literalmente: ‘dicho o registrado una sola vez’.

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lectura tan frecuente como para hacer suyo al autor entero, y a la inversa, dejarse impregnar por él. Sea como fuere, la concepción del discurso como un todo integrado orgánicamente por partes, lo cual es un hecho tanto a la hora de componerlo como a la de descifrarlo, dista de ser algo «natural»: es inseparable de la historia de la cultura en la Antigüedad, y en particular, como hemos visto, de la retórica y la dialéctica, de la difusión de la escritura, y del nacimiento de la filología. El cristianismo no alterará esto, si acaso, lo radicalizará. Cuando Agustín de Hipona (cfr. II.3) formule en De doctrina christiana su «principio o regla de la caridad», esto es, que nada en la Escritura debe contradecir la caridad, de hecho estará definiendo el todo al que deben remitir las partes (y presuponiendo dogmáticamente que la Escritura constituye una unidad). El gramático y el rétor En este mundo que se siente incapaz de emular a Homero o los grandes trágicos, de los que, no obstante, se quiere heredero, el filólogo es pariente de otro personaje obligado a leer y explicar palabra por palabra, el gramático. Este término engloba por igual a Dionisio el Tracio y sus semejantes, filólogos, como, en general, a cuantos se encargaban de las primeras letras, enseñanza preparatoria para la escuela del rétor, a los que conocemos gracias a Quintiliano. Pero la culminación de la educación era retórica, cosa lógica si se tiene en cuenta que, en el mundo antiguo, para el que no hay más vida digna que la pública, la acción y el discurso definen lo propio del hombre libre. Roma preservará una esfera de lo privado, pero la continuidad con el mundo griego es superior a la diferencia (Arendt, 1958: 37 ss.). Gramático y rétor contribuyen también a moldear la actividad interpretativa. Todo el arte del gramático se divide en sólo dos partes: la ciencia del hablar correctamente, y la explicación de los poetas (enarratio poetarum). Y ello porque: «No basta haber leído a los poetas, hay que someter a criba todo género de escritores, no sólo a causa de sus contenidos, sino por las palabras, que con frecuencia toman su autoridad de los autores» (non propter historias modo, sed verba, quae frequenter ius ab auctoribus sumunt) (Inst. Or. I, iv, 4-5). El principio del comentario de Servio a la Eneida virgiliana, que proporciona una plantilla que reencontraremos en la filología del Quatrocentto florentina es bien elocuente: «Al exponer los autores hay que considerar la vida del poeta, el título de la obra, la cualidad del poema, la intención del que escribe, el número de libros, su orden, la explicación (In exponendis auctoribus haec consideranda sunt: poetae vita, titulus operis, qualitas carminis, scribentis intentio, numerus librorum, ordo librorum, explanatio)». Es, pues, tras la atención a las circunstancias del autor y el género de la obra, un explicar palabra por palabra (explanatio) el que se espera del comentarista, que vale por razones filológicas cuanto docentes, para autorizar las palabras nuevas que los alumnos no conozcan. Se

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conoce como praelectio esa lectura explicada porque, como hace notar Marrou (1971: 360; VV. AA., 1985), si se tiene en cuenta lo que era la escritura en la Antigüedad, resultaba imposible leer un texto que no se comprendiera bien; el proceso, por otra parte, favorecía la memorización. El propio Quintiliano, tras exhortar a cuidar la entonación, las pausas, el tono de voz, concluye: «Una sola cosa preceptúo en esta parte: para que pueda hacer todas estas cosas [el estudiante], que comprenda» (Inst. Or. I, viii, 2). El riesgo de esta actividad detallista es que el sentido global del texto se disuelva en una infinidad de minucias, es decir, la incapacidad para apreciar el conjunto. Como sea, el objeto último de la lectura dirigida por el gramático se encamina a que «principalmente fije en los espíritus en qué consiste la virtud de la disposición proporcionada (oeconomia), en qué lo adecuado de los contenidos (decore rerum), qué conviene a cada personaje, qué hay que alabar en los pensamientos, qué en las palabras, dónde conviene la abundancia (copia), dónde la sobriedad (modus)» (Inst. or. I, viii, 8). Si bien se mira, lo que se pide al gramático es que enseñe a apreciar las tres primeras partes de la retórica: disposición, sinónima de oeconomia10; invención, que se relaciona con las res, los contenidos; elocución, que viste de palabras los pensamientos. De este instrumental, el término res merece que puntualicemos que vale para cualquier contenido susceptible de tratamiento retórico y destinado a precisarse justamente por medio del enfrentamiento dialéctico de las partes. Convendrá no olvidarlo porque lo veremos reaparecer en el Renacimiento, y aun después probablemente subyace el die Sache central en Gadamer. Podemos conjeturar que si la formación retórica era la base de la educación de los cultos, cualquier discusión anterior al Romanticismo acerca de la ética del intérprete se haría en términos retóricos. En su Retórica Aristóteles ya había sido bastante claro: «Del ser creíbles los que hablan tres son las causas, éstas, en efecto, son aquellas por las que somos convencidos aparte de las demostraciones (apodeíxeon). Y son la prudencia [o sensatez], la virtud y la benevolencia (phrónesis, areté, eûnoia, 1378a 6-8). Y es conocida la definición que da Quintiliano (Inst. Or. XII, 1.1) del orador como vir bonus dicendi peritus, varón honesto y experto en hablar, en público, se entiende. Lausberg (§§ 1152-1154) sintetiza de modo útil las cualidades exigibles al orador: ingenium, iudicium, consilium. Ingenio, hoy diríamos creatividad; discernimiento; prudencia. Si pensamos en el intérprete, a éste han de ocurrírsele soluciones a los dificultades que ofrezca el texto, ha de ser capaz de juzgar para decidir entre ellas, ha de saber orientarse en los problemas, tanto del texto como de su auditorio. Todo aquel que haya editado una obra cualquiera sabe que sobre todo del judicium el uso es constante. 10   Kathy Eden (1997) persigue detalladamente el origen griego del término, de oîkos, ‘casa’ y oikeîos, ‘familiar’, incluso en textos más dialécticos que retóricos, para hacer ver que en la hermenéutica antigua (y no sólo) es central la acomodación, es decir, el hacer familiar lo extraño. El origen último de este vocabulario griego está en la Odisea, cuyo viaje de peregrinación pero con vuelta al mundo familiar se convierte así en metáfora central de lo que supone la lectura, la exploración de mundos a través de los textos. Sin embargo, la oeconomia me parece un concepto de menor rango que el decorum, al menos en retórica.

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Pero además de estas virtudes generales del orador aplicables al intérprete, hay una entre retórica y ética, que se prestaba mucho a la situación particular del último, según nos ha recordado Kathy Eden (1997): la aequitas, en griego, epieikeía. El concepto de equidad, lo equitativo, sobrepasa lo jurídico para entrar en el ámbito de la ética, en el cual se origina. Pues su definición memorable es de la Ética a Nicómaco: Lo equitativo, si bien es justo, no lo es de acuerdo con la ley, sino como una corrección de la justicia legal. La causa de ello es que toda ley es universal y que hay casos en los que no es posible tratar las cosas rectamente de un modo universal. En aquellos casos, pues, en los que es necesario hablar de un modo universal, sin ser posible hacerlo rectamente, la ley acepta lo más corriente, sin ignorar que hay algún error. Y no es por eso menos correcta, porque el yerro no radica en la ley, ni en el legislador, sino en la naturaleza de la cosa, pues tal es la índole de las cosas prácticas. Por tanto, cuando la ley presenta un caso universal y sobrevienen circunstancias que quedan fuera de la fórmula universal, entonces está bien, en la medida en que el legislador omite y yerra al simplificar, el que se corrija esta omisión, pues el mismo legislador habría hecho esta corrección si hubiera estado presente y habría legislado así si lo hubiera conocido. Por eso, lo equitativo es justo y mejor que cierta clase de justicia, no que la justicia absoluta, pero sí mejor que el error que surge de su carácter absoluto. […] Con esto queda también de manifiesto quién es el hombre equitativo: aquél que, apartándose de la estricta justicia y de sus peores rigores, sabe ceder, aunque tiene la ley de su lado (Ética a Nicómaco, 1137b 15-1138a).

Toda la situación es aquí hermenéutica, además de retórica. Se trata de controversia y de defensa, pero para ello hay que interpretar el texto legal. Y entonces interviene una doble distancia: entre lo universal —la ley sólo se puede pensar como universal— y lo particular; y además la distancia temporal, entre el momento histórico del legislador y un mundo cambiante. Así que, dice Aristóteles, la ley es del mismo género que la justicia, y aunque no sea superior a la «justicia absoluta», sí lo es al absolutismo que emanaría de la aplicación estricta de la letra de la ley. En una palabra, el que es equitativo sabe ceder. Así que, ya en el ámbito retórico, hablando de las pruebas extratécnicas en el género judicial, es decir, preexistentes al orador: Si la ley escrita es desfavorable a nuestra causa, hay que recurrir a la ley común, a las más equitativas y más justas. Y a que «en el mejor espíritu» es no aplicar con rigor las leyes escritas. Y a que lo equitativo siempre permanece y nunca cambia, ni la ley común (es, en efecto, según la naturaleza, katà phúsin), pero las escritas muchas veces, de donde aquello que se dice en la Antígona de Sófocles (Retórica, 1375a 27-34)

No es casual que recuerde el Estagirita la Antígona: es que ésta es la tragedia del enfrentamiento entre las leyes de la ciudad y las que existen desde siempre, las de los lazos de sangre.

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El tratamiento de la retórica latina desarrolla el anterior, aunque con superior casuismo. En el De inventione, tratado de juventud de Cicerón: «Pues se está de acuerdo en que el fin del género judicial es la equidad (aequitatem), esto es, una parte de la honestidad. En el deliberativo estima Aristóteles que la utilidad, y nosotros que la utilidad y la honestidad; en el demostrativo la honestidad» (De Inventione II, li 156). Tenemos aquí los tres géneros de causas, es decir, las tres situaciones posibles del discurso: el foro, ante los tribunales de justicia; la asamblea, que decide el futuro de la ciudad; la que conmemora a sus muertos, alaba a sus héroes o bien censura, y al hacerlo así actualiza sus valores y cohesiona a los ciudadanos. En cuanto a la honestidad, de la que es parte la equidad, remite a las cosas que nos atraen «por su propia dignidad, sin que nos atraigan por recompensa alguna, como la virtud, la ciencia, la verdad» (De inventione II, lii 157). Lo que importa señalar es que los valores citados sirven para todos los casos. Por ello es de particular interés que, a la hora de la verdad, se diera una tensión clara entre los principios y la práctica, bien apreciable en la retórica aristotélica. Resulta especialmente claro en el caso de la retórica jurídica, y precisamente en materia de interpretación textual. En el género judicial es claro el nexo indisoluble entre causa y controversia, dado que en la causa es posible negar el hecho en sí (status coniecturae), negar que hayamos hecho aquello de que se nos acusa (status finitionis), defender que se ha actuado rectamente (status qualitatis), o buscar una escapatoria legal (status legales) (Inst. Or. III, 6, 83). Las partes se enfrentan a propósito de estas quaestiones, status, o, si se prefiere el término griego: stáseis.11 Quintiliano dice muy bien que todas las quaestiones o son de hecho o de derecho, es decir, tienen que ver o no con escritos (Inst. Or. III, 5, 4).12 Pues bien, el ámbito por excelencia de la aequitas es el de los status legales, y, en particular, el que opone la intención a la letra del texto (scriptum et voluntas). De las subdivisiones que contiene, cito sólo aquella en que mencionan Cicerón y Quintiliano la aequitas. En De inventione, Cicerón aconseja que ataquemos la letra de la ley mostrando que «las leyes nos son queridas no a causa de las letras, que son frágiles y oscuras notas de la voluntad, sino por la utilidad de las cosas acerca de las cuales se han escrito y de la sabiduría y diligencia de quienes las escribieron» (De inv. II, 141). Diríase que se está oyendo al Platón del Fedro. O también: «Cuán indigno es que se vea presionada por las letras la equidad que se defiende por la voluntad de quien ha escrito» (De inv. II, 143). Un ejemplo ahora de Quintiliano: la ley castiga con la muerte al extranjero que escale la muralla. Ahora bien, un extranjero lo hace, pero para rechazar a los enemigos que asaltan la ciudad; cabe preguntarse si también a él le es de aplicación la ley. Quinti11   Por cierto que el término griego es bien expresivo, porque en su origen remitía a la postura de los púgiles que se enfrentan; luego refirió a la lucha entre partidos políticos; y, como curiosidad, en griego moderno se lo encuentra uno en la parada del autobús, donde se permanece en la tensión de la espera. 12   Le seguimos en esta clasificación general con preferencia a Cicerón por su carácter enciclopédico: recoge numerosas divisiones de sus predecesores antes de dar la suya propia, particularmente clara. Pueden verse además los esquemas de la ed. de Jean Cousin (1976: VII, 122-125).

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liano hace notar que a la ley, que es perfectamente clara, no se le puede oponer más que el hecho en sí, es decir, la equidad y la voluntad del legislador (Inst. or. VII, 6, 7): ¿puede éste haber querido el castigo del salvador de la ciudad? Naturalmente, rétores y oradores enseñan también a razonar del modo contrario: si no se respeta el tenor literal de las leyes se arruinará la posibilidad misma de justicia; si el redactor hubiese querido hacer una excepción la hubiese hecho, etc. Lo importante es el juego que se establece entre dos modos de la ley, la que se escribe y la «natural» (katá phúsin) que invita a ajustarse a lo concreto y cambiante de la vida social (aunque en el caso de Antígona sea precisamente ésta la que la empuja al sacrificio de su vida). Lo que se traduce en atención a las circunstancias, circum stantiae, en otras palabras, a tener en cuenta el famoso quién, qué, cuándo, dónde, cómo, por qué, con qué ayuda (quis, quid, quando, ubi, cur, quibus auxiliis, Lausberg §328), lugares que regían la narración de los hechos en la retórica forense, es decir: la persona del autor, sus móviles, su capacidad de actuación, el lugar y el tiempo de los hechos, etc. No es difícil ver la relación entre este modo de razonar y la actividad filológica de ligar la obra con la biografía del autor. No está tan lejos de lo que hoy llamamos ‘contextualizar’. Se notará que, siguiendo el hilo de la relación entre el intérprete y el principio de la equidad, hemos acabado en el autor: algunos rasgos del tratamiento retórico recuerdan al filológico. La retórica se encuentra con la figura autorial a propósito del conflicto aludido entre la intención y la letra del texto, como consecuencia de que los textos legales pueden ser ambiguos, esto es, dar lugar a dos interpretaciones (ambiguitas); contradecirse unos a otros (leges contrariae); poderse oponer la letra al sentido y a la inversa (scriptum et sententia); o que es posible apoyarse en el texto para sobrepasarlo a fin de cubrir un caso no previsto (ratiocinatio). ¿Qué hacer en estos casos, que agotan los posibles status legales en la versión de Quintiliano (Inst. Or. VII, 6-9), representativa de las demás? Todos tienen algo en común, que es precisamente la diferencia entre la capacidad que se supone al individuo vivo de poner de manifiesto cuál es su voluntad y la dificultad para expresar por escrito sin residuos esa misma voluntad, sobre todo cuando lo escrito debe mantener su validez a lo largo del tiempo y sus consecuencias afectar a la vida de otros individuos. Es el caso, claro está, de las leyes y de los testamentos. A la hora de resolver estos problemas, entraba en juego una gran variedad de cuestiones —la dialéctica entrenaba para moverse entre ellas—, desde la amplitud significativa de las palabras13 y su polisemia hasta la intención del legislador o los intereses superiores de la ciudad. Desde luego, un principio privilegiado es la apelación a la intención del autor del texto, que está en la base de un género de casos central para los oradores y jurisconsultos romanos, cual es el de los testamentos 13   El profesor Giuliano Crifò tiene la amabilidad de llamar mi atención sobre el enorme esfuerzo de fijación normativa del significado de las palabras que el genio romano llevó a cabo en Digesto 50.16.0., De significatione verborum. Bien puede localizarse allí uno de los orígenes de la hermenéutica.

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que, por razones obvias, les encantaba discutir. Cousin (1967: 378-379) recoge un par de ejemplos expresivos. Ya Plinio había dicho en sus Epístolas: «Para mí la voluntad del difunto es más antigua que el derecho» (IV, 10), y el Digesto había de decir: «En las condiciones de los testamentos es preciso considerar la voluntad antes que las palabras (voluntatem potius quam verba)» (XXXV, I, 101). El criterio es, pues, intentar hacer presente al testador, hacer como si se actuase al dictado suyo. Y recordemos lo de Cicerón, referido a las leyes: «Las leyes nos son queridas no a causa de las letras, que son frágiles y oscuras notas de la voluntad, sino por la utilidad de las cosas acerca de las cuales se han escrito y de la sabiduría y diligencia de quienes las escribieron» (De inv. II, 141). O: «Cuán indigno es que se vea presionada por las letras la equidad que se defiende por la voluntad de quien ha escrito» (De inv. II, 143). Se trata siempre de la primacía de lo vivo sobre lo escrito, que se ve como fijado y frágil, mero apoyo para la memoria. Como es natural, habrá que apoyarse en lo escrito para intentar revivir esa voluntad o intención congelada, pero tal tarea sólo puede hacerla otro ser vivo, el intérprete, cuyo atributo es también ahora la aequitas, esa virtud elástica que, precisamente, media entre lo escrito y la vida cambiante. Los ejemplos de Quintiliano son similares. La intención autorial es, pues, lo que hay que reconstruir y, a la vez, el criterio regulador que permite discernir las interpretaciones más justas, por más próximas a la intención originaria, frente a las erróneas, por más alejadas. Pero conviene tener en cuenta que no hay nada fijado de antemano, nada tiene un valor absoluto: la determinación de la intención del que escribió será resultado de controversia. Se puede decir que no hay más significado que el que resulta del enfrentamiento entre las partes. Pues también se podría discutir apoyando la letra del texto como plena plasmación de la voluntad del que escribió. En Cicerón y en Quintiliano, por limitarnos a ellos, es posible encontrar los lugares de que se servirá el que defienda la letra, desde el recordatorio a los jueces de que han jurado guardar la ley, y si ésta es clara, hay que obedecerla, no interpretarla; hasta que el que se aparta de la ley una vez se apartará cien veces y no podrá por menos de hundir el edificio entero del derecho; pasando por la valorización del que escribió, que disponía de la inteligencia y los medios para plasmar su voluntad, por lo que hay que suponer que lo ha hecho. El fundamento es en este caso aquello del scriptum voluntatis quasi imaginem (De inv. II, 128), el escrito como imagen de la voluntad (nunca nos admiraremos bastante del grado de abstracción que presupone la escritura). En fin, lo que hemos de retener del ámbito retórico es que aquí el autor es su intención, que ésta es un principio regulador de la interpretación, y que no hay más a priori que la controversia como marco general cuyo resultado es lo que se acepta como verdadero. Compárese con el proceder del filólogo en materia autorial y se verá la semejanza. Y naturalmente, y aunque no sin tensiones, todo presidido por el concepto retórico del decorum (en griego to prépon). El decorum, que se puede entender como lo adecuado del discurso en cuanto hecho social y también como adecuación interna

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del todo y las partes (Lausberg §§ 1055-1062), tal vez sea la categoría central de toda la retórica. Pues bien, como señalan Pfeiffer y Too (1998: 146-147), algunas correcciones de los alejandrinos en escenas homéricas de implicaciones sexuales están hechas justamente en atención al decoro. El caso de la traducción Por si se piensa todavía que lo dicho tiene poco que ver con la interpretación de textos, hay un escenario específico inseparable de la filología que demuestra lo contrario. La alternativa entre epieikeía y akríbeia, entre equidad que lleva a ser flexible y rigor, reaparece cuando Cicerón, buscando definir el orador ideal, se pone a traducir: En efecto, he traducido, de dos oradores áticos elocuentísimos, de Esquines y Demóstenes, los dos más espléndidos discursos, contrarios entre sí; y no he traducido como intérprete, sino como orador (nec […] ut interpres, sed ut orator), con los mismos pensamientos (sententiis) y con las formas tanto como con las figuras suyas, con las palabras adaptadas a nuestro uso (ad nostram consuetudinem). En las cuales no he creído necesario verter palabra por palabra, sino que he conservado el estilo de todas las palabras y su intención (genus omnium verborum vimque) (De optimo genere oratorum, IV 14).

Además de atestiguarnos una vez más la continuidad entre cultura griega y latina —el bilingüismo era un hecho creciente, al menos entre las clases cultas—, así como que la traducción es hermana de la hermenéutica —como la filología— el texto de Cicerón nos ilustra acerca de dos modos de acercarse a los textos. El intérprete en sentido jurídico ha de explicar el sentido palabra por palabra (ad verbum), porque su enemigo no sólo es la oscuridad sino además la ambigüedad o la inexactitud. Quedaba la otra actitud, la del que se siente libre de la servidumbre de las palabras (ad sensum). Puede tomarse libertades con éstas siempre que respete su estilo y sobre todo el pensamiento del autor (sententia) —padre platónico del escrito—, no añadir ni quitar nada del tal pensamiento. Pero Cicerón ha traducido como orador, con las palabras suyas propias y de sus contemporáneos latinos, con ánimo de competir con los griegos. En síntesis, la Antigüedad dispone de una teoría de la traducción perfectamente clara, de la que Cicerón es ejemplo diáfano pero que se encuentra también en Quintiliano o Aulo Gelio, y que Paolo Chiesa (1987: 7-9) ha formulado con especial penetración: Cicerón distingue la interpretatio ad verbum (puramente técnica) de la ad sensum, y frente a ellas la aemulatio retórica, cuyo centro es el texto de llegada. Que todo el mundo capaz de leer sea bilingüe libera de la necesidad de ser fieles al texto de partida. Lo que se refleja en la terminología: convertere, vertere, transferre son los verbos generales; aemulari, imitari, sequi: los de valor retórico; interpretari sirve para la versión literal. Y no hay más tecnicismo que interpres, porque los que emulan son scriptores. Una opo-

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sición semejante encontraremos en el ámbito de la poética. Supongamos que el poeta quiere inspirarse en una materia ya tratada por la tradición —actitud esta habitual en el mundo antiguo, a la inversa del nuestro—, pues conseguirá hacerla suya si no pretende dar palabra por palabra, como fiel intérprete (nec verbo verbum curabis reddere fidus/ interpres) que no se atreve a apartarse de la operis lex (Ars poetica, vv. 131-135). Es un caso algo diferente, en tanto que el poeta debe hacer suya la materia común (publica materies privati iuris erit, v. 131), y debe producir algo nuevo a partir de ella, mientras que Cicerón, aun modificando el tenor literal, lo que quiere dar en su traducción, suponemos, es justamente esa lex operis a que se refiere Horacio. Pero es un caso que confirma la existencia del primer polo de la antinomia: el que se ve obligado a dar palabra por palabra. Cuatro siglos después de Cicerón, el padre de la Iglesia y patrono de los traductores, Jerónimo, cuando se siente atacado en su trabajo, se defiende con que, trasladando textos griegos, no pretende verter palabra por palabra, sino idea por idea (non verbum e verbo sed sensum exprimere de senso, Ad Panmachium, 57, 5); se acuerda de Horacio y de otros clásicos que tradujeron pretendiendo conservar «el decoro y la elegancia»; y afirma taxativamente que si traduce al pie de la letra, «sonará absurdo», porque lo que hay que buscar es el pensamiento (Ad Panmachium, 57, 5-7). Con todo derecho podría quejarse Jerónimo de que sus acusadores no eran equitativos.14 La moral de la lectura: literalismo y alegorismo Leer es, además, una actividad que acarrea consecuencias morales. En realidad, si se entiende de forma amplia el análisis de Platón en República y Leyes, o si se extiende al lector lo que allí refiere al espectador del teatro o al oyente de Homero, se seguía de su pensamiento con necesidad. Si se trata de fundar la ciudad justa, y para ello hay que fundarla primero en las almas de sus ciudadanos, habrá que abordar la validez de cuanto contribuye a moldear el alma. Y discurriendo así era inevitable encontrarse, primero con los recitadores como Ion y los sofistas como Protágoras; luego, si poesía es mímesis y arriesga con entrenarnos en la mentira, con la idea de Homero como educador de Grecia, y —en Leyes— con la teatrocracia (701a 2) que según Platón es la Atenas de su tiempo; y, finalmente, con el problema de qué poesía propondremos para sustituir a Homero y a los trágicos. Todos recordamos la respuesta platónica: «Nosotros mismos […] somos autores de la más bella y la mejor tragedia, pues toda la ciudad consiste para nosotros en mímesis de la más bella y la mejor vida, que es lo que en verdad decimos nosotros que es la más verdadera tragedia» 14   Es que entre los siglos II y IV se ha acuñado un nuevo dualismo ex verbis/ ex sensu, y con él un nuevo término: translatio, tal vez porque crece la ignorancia del griego y las primeras traducciones cristianas quieren conservar el texto y dirigirse a un público más amplio. El foco está en el texto de partida. Se pierden aemulari, imitari; se generalizan interpretari, transferre; se oscurecen los genéricos vertere, convertere. Nace la traducción ad sensum y el traducir verbum de verbo pierde la connotación negativa (Chiesa:1987).

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(817b 2-7); con su consecuencia de expulsión de poetas, reglamentación cuidadosa de la poesía, etc. Como recordamos la defensa —si es que lo es— aristotélica: poesía es mímesis, en efecto, pero ser miméticos pertenece a nuestra naturaleza, porque en virtud de mímesis se llega a ser hombres (y mujeres). Todo ello es conocido y se explica bien en cuanto se tiene en cuenta que lo bello es inseparable de lo verdadero y de lo bueno; para los griegos de la pólis sería inconcebible, en consecuencia, algo para nosotros tan natural como el museo o el conservacionismo. La cuestión es que lo que Platón y Aristóteles están diciendo respecto de una poesía que se escucha —Homero— o de un espectáculo, verdaderamente total, en el que se participa: la tragedia, ha inspirado otras muchas reflexiones. Así la de Plutarco: Cómo debe el joven escuchar la poesía (De audiendis poetis), donde junto a propiamente ‘escuchar’ podemos entender también ‘leer’ (la Antigüedad acostumbra lee en voz alta). La tesis básica es que los poetas mienten (la ficción es una forma de falsedad) pero dado que en la poesía hay algo bueno y algo malo, a los jóvenes no habrá que taparles los oídos con cera, sino atarles al mástil —como a Odiseo— para disponerles al razonamiento correcto y salvarles de ir por el placer hacia el mal (De aud. poet. 15D): «Necesita el joven un buen guía en la lectura, para que […] sea conducido con un ánimo bien dispuesto, amistoso y familiar por la poesía hacia la filosofía» (De aud. poet. 37B). La poesía se salvará de la crítica platónica si sirve de propedéutica para la filosofía, claro que para ello hay que leer de un cierto modo cuya clave es la acomodación moral, para conseguir la cual se echa mano del contexto, de la comparación entre pasajes, de la consideración de lo adecuado al personaje y la situación, de la crítica de la polisemia, la ambigüedad, las figuras, etc., así como del apoyo y comparación con la doctrina de los filósofos. Dicho de otro modo, tenemos aquí un análisis de la dificultad de los poetas que sigue aproximadamente el molde gramatical y retórico que ya conocemos pero al servicio de la filosofía. Y el fin es siempre moral: «Como la abeja saca la mejor miel del espino, se debe sacar lo bueno aun de lo malo y dudoso » (De aud. poet. 34D). La alegoría revela con particular nitidez las tensiones morales de la interpretación. Como es sabido, alegoría, según la definición etimológica, proviene de állos, ‘otro’ y agoreúein, ‘hablar en el ágora, en público’, y es término —tardío, no anterior al siglo I,15 los primitivos son súmbolon o el platónico huponoía— tanto retórico 15   La Rhetorica ad Herennium (XXXIV) fiel a su intento de latinizar la terminología griega, emplea permutatio, pero es claro que su definición: «Discurso que significa una cosa en las palabras y otra en el pensamiento (permutatio est oratio aliud verbis aliud sententia demonstrans)» corresponde a la griega alegoría. Y distingue tres tipos: per similitudinem, per argumentum, per contrarium. El Orator (XXVII, 94) ciceroniano trae ya el término griego: «Cuando varias metáforas fluyen de forma continuada se produce un discurso por completo diferente, y es por lo que los griegos llamaron a este género alegoría (Iam cum fluxerunt continuae plures tralationes, alia plane fit oratio; itaque genus hoc Graeci appellant allegorían)». De modo semejante en De oratore (III, 166). La Institutio Oratoria (VIII, 6.4459), de Quintiliano, se hace eco de la doctrina de la Ad Herennium, la llama en latín inversio, y ejemplifica con la conocida nave del estado horaciana de Odas I, xiv, y con otros pasajes, pero advirtiendo que pocos la desarrollan consecuentemente; sirve para ejemplificar y puede dar en enigma; la que se hace per contrarium coincide con la ironía. Quintiliano no es original, pero sí tiene voluntad de exhaus-

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como interpretativo. Desde el punto de vista retórico, se define como metáfora continuada lo que implica la exigencia de dimensión narrativa, único criterio que permite diferenciarla de metáfora y etimología, aunque se relacionen. Pero es claro que la definición retórica no basta para explicar el uso interpretativo que se hace de ella, y que de hecho hicieron los filósofos. Pues si se entiende con Dawson (1992: 7-8) por significado la categoría retórica que refiere a cómo los lectores comprenden los textos para lograr sus fines; y si se acepta que el significado literal es simplemente el habitual en una sociedad dada, el alegórico sólo se podrá definir por contraste. Pero justamente por eso la alegoría pudo servir a fines muy variados; como el propio Dawson señala, la de los cristianos será subversiva, la de un ecléctico con ribetes estoicos, Heráclito, defensora de Homero. Y es que la alegoría no será sólo un modo de leer, sino de reinterpretar la sociedad y la cultura, si se prefiere, de hacer aceptable lo ajeno, un modo de disciplina, dice Too (1998: 142). Y en efecto, si la categoría central de la lectura es la de acomodación, la de traer a nuestro mundo lo que le es ajeno, en la Antigüedad se esboza ya la controversia entre literalistas: quienes pretenden que el texto significa lo que dice y no otra cosa, y si choca con lo decoroso, lo prudente es rechazar el texto; y frente a ellos los alegoristas, para quienes una cosa es lo dicho y otra lo significado, lo que permite ajustar los textos con mayor o menor elasticidad a nuestras necesidades. Por más que se sirva de alegorías —tal la conocida de la caverna— cuando le conviene, Platón es el más ilustre de los literalistas: ¿si Homero presenta a los dioses en posturas o actitudes indecentes o inmorales, es justo que la juventud se eduque en semejantes ejemplos? Es conocida su consecuente respuesta negativa, a la que se puede unir la de Plutarco, lo que viene a demostrar que en el mundo antiguo el alegorismo era una simple posibilidad, que sólo el cristianismo convierte en dominante (Dawson, 1992). Ni siquiera Platón o Plutarco son los primeros en polemizar, ni mucho menos. De hecho, Pfeiffer (1968 I: 419-420) encuentra pasajes alegóricos en la propia Ilíada (I, 502 ss.) e interpretaciones de ese tenor a partir del siglo VI a.C.; en Kennedy (1989: 85) encontraremos igualmente citados a Teágenes de Regio, Ferécides de Siro y Metrodoro de Lámpsaco, ya en el siglo V., en todos los casos en tanto que defensores de Homero contra quienes en nombre de la racionalidad filosófica lo critican. Pero los más influyentes practicantes del alegorismo en la Antigüedad son los estoicos. No menos consecuentes que Platón, estaban convencidos de que los poetas antiguos, y entre ellos Homero, claro está, queriéndolo o sin quererlo, habían encerrado en sus mitos y fábulas enseñanzas que sólo era posible recuperar por medio de la alegoría; convencidos de que la poesía manifiesta el lógos universal, recurren a la alegoría para extraer un núcleo racional del mito. El método complementario era la etimología, que permitía atribuir un sentido a los nombres mismos de los dioses basándose en una teoría de la formación de de las palabras a partir de sonidos miméticos originales. tividad. Conviene acercarse a la exégesis de Cousin (1935/1967 II: 32-34), con abundante ejemplificación griega y latina, que hace remontar el término a principios del s. I a. J. C.

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Un ejemplo bien conocido y que utiliza el término expresamente es las Alegorías de Homero, de Heráclito, quizá más ecléctico que estoico, tratado que conservamos íntegro: Por lo cual, creo que es claro y evidente para todos que ningún relato inmoral puebla ni contamina los versos de Homero; al contrario: ambas obras, la Ilíada primero y la Odisea después, dejan escuchar unánimemente una voz que habla de piedad, una voz limpia de cualquier impureza […] 5. Ahora quizá sea necesario disertar breve y concisamente sobre el arte de la alegoría: su mismo nombre, elegido con enorme precisión, expresa casi lo que es la esencia de esta palabra. Se llama alegoría a una figura que consiste en hablar de una cosa, pero que en realidad se refiere a otra distinta de la que menciona (Heráclito, Alegorías de Homero, pp. 31-38).

Heráclito apela a la definición retórica de alegoría como tropo continuado, recurso al que hay que acudir a la hora de escuchar a Homero para apreciar su verdadera voz. Pero en Heráclito se nota especialmente que la posición del retórico y la del filósofo difieren a propósito del recurso. El primero apunta a la persuasión, por lo que privilegia el significado primero sobre el alegórico y concede a éste un alcance restringido, mientras que para el segundo no hay duda de que es el significado segundo, alegórico, el predominante, puesto que es el que le permite acomodar el texto a su gusto y revelarlo a los iniciados. Más allá de un —relativo— enfrentamiento entre retórica y filosofía, el alegorismo se extenderá también a la actividad filológica. Pfeiffer (1968 I: 419) recuerda que Crates de Malos fue atraído por Eumenes II a Pérgamo (197-158 a.C.), y que en su calidad de filósofo y de estoico enfocó la actividad crítica en la ciudad rival de Alejandría, cuya filología era más bien literalista. Quizá el ejemplo de su exégesis en Pérgamo contribuyó a la difusión del alegorismo, y desde luego ésta se liga habitualmente al estoicismo. Es quizá la primera contraposición entre el sensus litteralis (grammaticus) frente al sensus allegoricus: el primero quiere acomodar el texto sustituyendo lo no claro o añadiendo glosas y así rescatar la intentio auctoris; en el segundo, cuenta sobre todo la intentio lectoris que acomoda a su mundo el querido por el autor. Y si éste busca en el fondo disciplinar lo ajeno, no menos demuestra la filología alejandrina su temor por la posible desnaturalización de lo helénico. 3.  La conciencia desventurada La conciencia estoica preservaba su imaginaria libertad retrotrayéndose a sí misma frente al mundo; la escéptica niega el mundo, pero eso ya es un proclamar, y, por consiguiente, se contradice. Frente a ellas, la conciencia desventurada es auténtica conciencia de sí y del mundo, pero finita y contingente quisiera poner su centro en lo esencial e inmutable, y, no lográndolo, sufre de un íntimo desgarro y contradicción. Así poco más o menos viene a presentar Hegel en escena al cristianismo (Fenomeno-

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logía del espíritu B.IV.B.39). Y en efecto, la Antigüedad había discurrido sobre el discurso, sobre cómo componerlo, cómo entenderlo, sobre la actividad poética, sus efectos y su valor… ahí están los imponentes edificios de la gramática, la dialéctica y la retórica, y la poética antiguas para comprobarlo; sin embargo, el cristianismo va a introducir un dramatismo en la reflexión, llamémoslo así, antes desconocido. Scriptura no es scriptum, puesto que atestigua que «el lógos se hizo carne» (Kaì ho lógos sàrx egéneto, Juan 1, 14), es decir, un absoluto trascendente, lo único en verdad consistente e inteligible, ha entrado en un momento concreto en el tiempo histórico, lo que garantiza una respuesta a la angustia ante la muerte. Y la persistencia individual después de la muerte acucia a la población del Imperio en todo el Mediterráneo, lo que explica el surgimiento y extensión de creencias mistéricas o de origen oriental. Porque después de Marco Aurelio, el mundo antiguo fue entrando verdaderamente en una época de angustia, de miseria y crecimiento demográfico, en la que se produce el encuentro y a la vez fractura entre paganismo y cristianismo.16 El escándalo del cristianismo, para poderse afirmar, ha de decirse, lo cual lo aboca «de todos modos al compromiso con el saber y el poder “mundanos”» (Martínez Marzoa, 1995: 175). Dicho de otro modo, se ve obligado por su propia esencia a la proclamación de su mensaje y a la comprensión de las Escrituras, es decir, a la hermenéutica. No sólo que el cristianismo que se difunde estuviera ya mediado por la cultura helenística, al menos de Pablo de Tarso, es que sus textos fundacionales, los Evangelios, atestiguan la actividad interpretativa —Jesús entre los doctores— y contienen abundantes elementos doctrinales que hablan a la inteligencia. Ya los griegos habían intentado salvar o defender interpretándolas sus obras capitales de la crítica de los filósofos; sin embargo, la difusión del cristianismo nos sitúa ante una crisis que subyace nuestra historia porque informa la totalidad de nuestra cultura, y que Auerbach (1942: 20-21) supo caracterizar de forma expresiva: Los poemas homéricos no ocultan nada, no albergan ninguna doctrina ni ningún sentido oculto. Se puede analizar a Homero […], pero no se le puede interpretar. Corrientes posteriores, orientadas hacia lo alegórico, han intentado ejercer sobre él sus artes interpretativas, pero no han llegado a ningún resultado. […] En los relatos bíblicos todo esto es completamente diferente […] La pretensión de verdad de la Biblia no sólo es mucho más perentoria que la de Homero, sino que es tiránica: excluye toda otra pretensión. El mundo de los relatos bíblicos no se contenta con ser una realidad histórica, sino que pretende ser el único mundo verdadero, destinado al dominio exclusivo.

Auerbach apunta a la diferencia esencial entre un mundo esencialmente plástico, el griego, y una cultura, la judeocristiana, ajena a él y muy diferente. Es verdad que, como Jaeger (1961) hizo ver, el mundo griego supo transmitir al cristianismo primi  Así lo ve Dodd (1975) en un libro ya clásico; sin embargo, Marrou (1977) en otro no menos clásico de expresivo título: ¿Decadencia romana o Antigúedad tardía?, subraya el carácter autónomo del momento, que no debería verse como decadencia romana, sin más. 16

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tivo su idea de paideía, que permitió a su vez a éste asimilarse el mundo griego, al menos en parte; de hecho seguimos nombrando muchos conceptos cristianos con términos griegos. Pero no menos cierto es que todo ello no ocurrió sin tensiones, primero, y sin abandonar o enterrar, después, a veces físicamente, los que habían sido los centros de la vida religiosa en la época clásica, como Delfos o Epidauro, que no puede ahora visitar uno sin admiración, pero también sin desolación. Para no hablar de la propia Roma donde las iglesias aprovechan paramentos y templos y las columnas conmemorativas de las victorias imperiales se ven coronadas por santos. Uno de los problemas del cristianismo es, pues, la actitud ante las letras griegas y latinas, que sabe superiores. Aunque algunos como Tertuliano, siendo ellos mismos buenos retóricos, rechazaron de forma tajante las letras antiguas, hubo actitudes como la de Basilio (¿329?-378 d. J. C.) en A los jóvenes, sobre cómo aprovechar las letras griegas, que, enlazando tal vez con las reflexiones de Plutarco,17 invita a los jóvenes a, nuevos Odiseos, saber aprovechar las letras profanas —filósofos, prosistas y poetas— viendo en ellos «como en sombras y espejos, con el ojo del alma…» (II, 30) una preparación para la verdad que sólo se encuentra en la Escritura, cuyo valor absoluto se ha afirmado desde el principio. Pues ésta será una de las tensiones inherentes al cristianismo: dado el carácter absoluto, «tiránico», de su pretendida verdad, justificar la atención a cualquier otra cosa que no sea esa verdad. De nuevo la lectura como hecho moral, pero desde una óptica cristiana. La Patrística y la posterior tradicional medieval, apoyándose en la gramática y la retórica antiguas, dan forma articulada al nuevo dramatismo cristiano ante la Escritura de un modo que será determinante a lo largo de la Edad Media y después. La alegoría, desplegada en forma de tipología, es sin duda el concepto central de su concepción. Ese despliegue se origina por la mencionada tensión inherente al cristianismo. Parecerá por ello que abandonamos la literatura, pero es que la Escritura es el lugar justo en el que se configura una de las más ricas, sutiles, y complejas concepciones de la interpretación y el sentido que ha conocido Occidente. Y la reflexión sobre sus tareas bien puede servir de ejemplo y norma para los estudios literarios. De un lado, había que demostrar que, contra la tradición judía, las Escrituras se cumplían en el hijo de un carpintero, que era simplemente el hijo de Dios; de otro, había que valerse de la dialéctica y la filosofía —la ciencia— para sistematizar y apoyar racionalmente lo afirmado en el conjunto más bien heterogéneo de libros (ta bíblia) revelados, además, claro está, de separar éstos de los apócrifos. En pocas palabras, cerrar el canon y constituir una dogmática. Como cuando la historia o la teoría (algunas teorías) de la literatura pretenden asegurar que ellas constituyen el conocimiento científico de la literatura. De modo que, para lo que nos importa, hay que acudir a la formación de esa teología frente a la cual la poesía habrá de ganarse su 17   Kathy Eden da por sentada la relación directa entre Basilio y el opúsculo de Plutarco al que ya nos hemos referido, aunque menciona en nota que el acuerdo no es universal. De hecho, F. Boulenger, editor del discurso de Basilio para la Col. Guillaume Budé, argumenta de forma convincente que el padre de la Iglesia se ha servido ampliamente de Plutarco, pero no del De audiendis poetis.

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independencia, aunque sea reivindicando para sí los mismos modos de lectura de los teólogos. La exégesis cristiana no surge al margen del mundo; la Patrística se enmarca en los últimos años de la Antigüedad: Agustín de Hipona ha sido maestro de retórica, otros han tenido formación retórica, las primeras iglesias —por más que con Diocleciano hubiera comenzado la ruralización del mundo antiguo— se mueven en un mundo básicamente urbano… Mientras que la exégesis medieval está íntimamente ligada a dos instituciones nuevas —o que experimentan un desarrollo nunca visto antes— y específicas: el monasterio y, posteriormente, la universidad. Sin embargo, como señaló hace ya años Martin Grabmann (1911), auctoritas y ratio, si constituyen los puntos cardinales de la Escolástica, no menos enlazan con la tradición patrística y con Boecio, el último romano y primer escolástico en tanto vistió con vestidura latina la lógica aristotélica. Pues ya para los padres constituía la Escritura el fundamento estable, dotado de autoridad, sobre el cual la lógica y la dialéctica podían ejercer su labor de aproximación de la intelección racional a la fe. Y a partir de ese esfuerzo se ha creado la técnica «exterior», dice Grabmann, distintiva (y fácilmente caricaturizable) propia del método escolástico. Caracterizó a la exégesis cristiana la oposición entre la lectio monástica, orientada a la meditación y la oración, y la escolástica, centrada en la quaestio (cuyo origen remoto sitúa Lubac en el Banquete platónico) y la disputatio bajo todas sus formas: collatio, collocutio, altercatio, conflictus, certamen, causa, duellum… (Lubac, 1959). La monástica es una forma de lectura meditativa,18 que ve en el texto un icono religioso, una ventana a lo divino. Es la lectura lenta que refuerza la fe y el sentido comunitario, desprecia el contexto, fragmenta en pensamientos y no admite la crítica (la regla 48 de la Orden de San Benito proscribe las interrupciones en la lectura que se hace en el refectorio). Otros momentos de la vida monacal, así como las escuelas catedralicias, conocen una forma diferente de lectura, la doctrinal, para la que el texto es un tesoro de sabiduría y doctrina en gran número de campos, y la intención de su autor enseñar (su fuente es la lectura historice de los gramáticos antiguos tal como practicó y transmitió la Patrística). Igualmente lenta, recurre a glosas explicativas y cree que los artificios embellecen la doctrina y las oscuridades estimulan el esfuerzo. Busca en el texto exempla y sententiae, y espera del lector memoria e imitación, Tampoco aquí cuentan la voz personal, el contexto ni la crítica. La lectura escolástica, tan fisonómica, merece atención particular. Tiene su origen en el siglo xii y, según Hankins, es de origen jurídico. Trata los textos como instrumentos de trabajo, convirtiéndolos en proposiciones lógicas que somete a pia interpretatio. Evolucionará en su concepción de los auctores (lecturas vinculadas a 18   Seguimos aquí la clasificación de formas de lectura de Hankins (1990: 18-26) que sirve de pórtico a su importante libro sobre Platón en el Renacimiento, en la convicción de que cuanto allí se dice reviste un alcance más general que el circunscrito al Quattrocento italiano. No es casual que coincida, al menos parcialmente, con caracterizaciones avanzadas por Lubac, Chenu o Smalley. Es una clasificación que procede por causae finales sin pretender que los intérpretes actuaran con plena conciencia de lo que hacían.

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la tradición gramatical) a las auctoritates (teológicas, dialécticas y lógicas). Tampoco aquí cuenta el contexto. Su ideal es memorizar los textos. Y no hay por qué circunscribirla a la Edad Media, porque en pleno siglo xvi encontraría su refugio en las universidades. Con la crisis del feudalismo y el auge de las ciudades cristaliza en una comunidad medieval muy característica, cual es la universidad. Ésta, institución de la comunidad cristiana y creación original del nuevo orden, es el ámbito ideal de la escolástica, como el mundo de las órdenes religiosas lo había sido de la lectio monástica. Predicadores y frailes menores, ya no sedentarios, estarán al servicio de la institución universitaria, corporación intelectual de la ciudad y cuerpo de la Iglesia, cuya alma es la facultad de teología, con Aristóteles y la asimilación de la razón griega como vértice, dice Chenu (1950: 17-23).19 Y la escolástica engendra un modo de considerar los textos que si bien remonta en algunos aspectos a la lectura de los gramáticos antiguos, no deja de configurarse en unos géneros nuevos.20 La lectura, cimiento de toda la cultura medieval, evoluciona de la expositio (comentario que trocea el texto en proposiciones discutibles) a la disputatio (género discursivo característico, con la quaestio disputata como posibilidad escrita específica), o lo que es lo mismo, de la exégesis a la teología. Cada día, en la ordinatio el maestro empezaba por leer y aclarar littera y sensus de los auctores —únicos que enuncian afirmaciones originales, dotados de auctoritas— todo ello para alcanzar las sententiae, los pensamientos. La glosa interlineal y las marginales recargan el texto con sus aclaraciones. Luego, se resolvían dudas y conflictos que servían de base para la disputatio (cuando en vez de teología se trata de las artes se habla de sophismata, problemas para entrenar en el método dialéctico). Prima el pensamiento de los autores sobre su modo de expresarse (modus loquendi o usus loquendi), que se tenía en cuenta por encima de la propria significatio, sin despreciar el contexto (circumstantia) pero todo ello subordinado a la determinación de la sententia, lo que llevaba a fragmentar los textos en proposiciones y limitaba la apreciación contextual. En el caso de que las autoridades no concordasen, se recurría a leer in diversis significationibus, y a mostrarlos non adversi sed diversi, aunque en último extremo el intérprete escolástico reconoce honestamente los desacuerdos irresolubles. En general se dispone de una técnica que consiste en exponere reverenter —la pia interpretatio—, es decir, leer atribuyendo al autor lo que el intérprete considera más racional y verdadero (Chenu, 1950: 123). 19   El libro de Chenu parece seguir siendo la mejor visión de conjunto del tipo de lectura y enseñanza propio de la escolástica. De hecho, no sólo Garin (1957: 58 ss) la recuerda sino el mucho más reciente Hankins (1990). Es conveniente complementarla con Kenny y Pinborg (1982) y con Lohr (1982), y con el muy reciente Périgot (2005). 20   Smalley (1969 2: 197 ss) aporta una síntesis útil: a los cursos que se imparten se los llama en el siglo xiii lectiones y lecturae; son glosas las aclaraciones y explicaciones en márgenes o entre líneas, propias del período preescolástico; postilla, también término del siglo xiii, es el comentario surgido en clase; expositio el término general; en cambio el de ‘comentario’ resulta en un principio inusual si no es para los originales patrísticos, distintos de selecciones o resúmenes, y sólo se generalizan los continuos a finales de los siglos xi y xii. Hasta la segunda mitad del siglo xii la Biblia es la única lectura; luego, aunque las órdenes mendicantes seguirán con ella, los libros de sententiae de los maestros se enseñorean de las universidades.

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Caracteriza, pues, a la escolástica el desarrollo del tratamiento dialéctico. En la exégesis dialéctica se insertaba una especulación en el tejido de un texto, y a partir de un enunciado tradicional se argumentaba definiendo lógicamente por el género y la diferencia específica, aunque de haber conflicto entre historia (sensus litteralis) y dialéctica, prevalece la historia, que responde a la intentio auctoris. En época algo posterior a Pedro Abelardo21 se tiende a emplear el método tripartito de las objeciones, solución de la quaestio, y réplica a las objeciones. Sin embargo, no estará de más recordar a Grabmann (1911: 45) cuando califica la definición de escolática que atiende sólo al método como «estrecha» y «exterior». Pues, según eso, las obras de autores como Anselmo, Hugo de San Víctor, Buenaventura, o el Compendium theologiae de Tomás de Aquino, quedarían fuera de la escolástica. Por lo que es preferible fijarse en el ya mencionado intento de armonizar y sistematizar racionalmente, poniéndolo al alcance de la inteligencia, el dato obtenido de la interpretación de la Escritura. En conjunto, la valoración de la escolástica no resulta sencilla. Pretende hacer ciencia y busca la objetividad, para lo cual descompone el texto en miembros; el intérprete se ata al enunciado y renuncia a la fluida libertad de la paráfrasis; a causa de su consideración de la poesía como ancilla theologiae, le está vedada además la enarratio poetarum de los antiguos gramáticos. Sin embargo, frente a la forma posterior del tractatus, «expresión de una práctica intelectual solitaria», dice Périgot (2005: 20-23), la disputa, al basarse en la debilidad del espíritu humano, capaz sólo de acercarse a la verdad, excluye el dogmatismo. Aunque, desde un punto de vista enunciativo, lo refuerza, dado que al parecer nadie ordena la discusión sino que ésta avanza por sí misma. Desde luego, si bien el Humanismo la caricaturiza, se mantiene en la práctica y no deja de influir los más diversos géneros literarios. En fin, es conocida y representativa la valoración de conjunto de Garin (1957: 62): la escolástica 21   Para lo que nos ocupa, el prólogo al Sic et non de Abelardo es el documento más relevante. Comienza haciéndose cargo de que haya en los Padres expresiones contradictorias —como Maimónides en su Guía de perplejos—, para llamar a que culpemos antes a nuestra escasa capacidad de comprensión que a los propios Padres. Y siguen unos criterios de método: si está el texto corrupto; si las afirmaciones contradictorias corresponden a distintos momentos de un mismo autor; si hay cánones de diferente grado de autoridad; si las palabras han sido usadas en diferentes sentidos; en todo caso, si la contradicción no se resuelve, habrá que prestar crédito a la autoridad mejor motivada y remitirse a la regla de la caridad. Abelardo diferencia con cuidado entre la Escritura, que hay que creer, y los Padres, a los que se puede juzgar. Sigue al prólogo el Decreto de Gelasio como garantía de que sólo va a citar textos no apócrifos y, por fin, la colección de unas ciento cincuenta quaestiones, constituidas cada una por unas cuantas proposiciones contradictorias. El propósito de la obra, según Grabman (1911/1980: 257), más que escéptico, invita a discurrir, esto es, a aplicar la dialéctica a la búsqueda de la verdad: «Dudando, llegamos a investigar; investigando alcanzamos la verdad (dubitando ad inquisitionem venimus, inquirendo veritatem percipimus)». De las reglas del prólogo conocemos varias por el De doctrina christiana agustiniano, con mucho el autor más citado; la más significativa sería precisamente la dialéctica, la que invita a examinar los distintos sentidos de las palabras. Pero, recuerda Grabman, aún no dispone Abelardo del conocimiento de la logica nova, de los Analíticos y Tópicos aristotélicos, por lo que, si bien no se puede negar el influjo del Sic et non, no es él quien ha introducido la disputatio en la escuela de teología y sólo constituye un paso hacia la configuración de la Escolástica madura que habría de cristalizar en famosas Quaestiones quodlibetales como las de Tomás de Aquino (cfr. II.3.c).

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elabora un sistema del saber de valor universal, cuya validez cree absoluta porque confunde las res de los textos con las cosas del mundo real, sustitución que además pretende natural (nomina sunt consequentia rerum). Ahora bien, la filosofía medieval dista de ser monolítica, y conviene tener en cuenta que, si bien la teología representa la transmisión corporativa de un saber cuya interpretación presupone la concordancia entre autoridades, el modelo aristotélico aportaría otra noción de ciencia que no da por supuesto que se posee la verdad —yacente en la Escritura— sino que cree que hay que buscarla, lo que acabaría por resquebrajar el edificio (Lohr, 1982: 90). Y, además y sobre todo, aunque en un cierto sentido las cosas fueran así, los desarrollos de la especulación medieval como mínimo en el ámbito lógico, gramatical y exegético, aún hoy sólo en parte conocidos, constituyen un monumento duradero de la inteligencia humana.

De doctrina christiana Del De doctrina christiana de Agustín de Hipona no en vano afirmó Heidegger (1982) que es la primera hermenéutica latina «de gran estilo»; y, sin duda un gran clásico de nuestra cultura (English, 1995: vii). Es verdad que, como quiere Lubac, la doctrina medieval del sentido probablemente tomó forma en Orígenes, o que la obra interpretativa de Jerónimo resulta, acaso, más extensa, y la trascendencia histórica de la Vulgata indiscutible. Sin embargo, afirma Gribomont (1987), gran conocedor suyo, resulta imposible encontrar en él un método sistemático más allá de la seducción por el salto del Antiguo al Nuevo Testamento. De enciclopedismo más que de discusión crítica se puede hablar; de intuición más que de método alguno. Jerónimo no es un talento sistemático; otros autores de la iglesia griega no lo son más o no han tenido su importancia. Frente a ellos el De doctrina christiana expone un sistema articulado y completo, lo que justifica que lo tomemos como modelo de lo que es un tratado de hermenéutica especialmente representativo de la Patrística. Por otra parte, el hecho de pertener Agustín a la iglesia latina facilitó su pervivencia: siguió siendo autoridad para Tomás de Aquino, Fray Luis, o, incluso en el campo de la Reforma, para Lutero, Melanchthon y Flacius. El De doctrina christiana, escrito a lo largo de muchos años de vida de su autor (396-427?), se compone de cuatro libros, tres de ellos dedicados a la interpretación, y el último a la retórica cristiana. Agustín va a dar preceptos para ocuparse de las Escrituras, de modo que quienes las lean saquen provecho. El proemio nos sitúa en un contexto polémico, pues Agustín se defiende de los que le censuran porque juzgan innecesario tal trabajo: el hombre no tiene nada de por sí, necesita ser enseñado. No va a enseñar lo que ha entendido, sino lo que hay que tener en cuenta para entender. Se habla así de un oficio específico de lector cuya misión es enseñar y su primer requerimiento la humildad. Estamos, pues, en un horizonte muy distinto al de las letras paganas.

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El libro primero comienza enunciando las dos tareas en que consiste la tractatio scripturarum: el modo de encontrar lo que hay que comprender, y el modo de hacer público lo que se ha comprendido (modus inveniendi y modus proferendi, I, i, 1). Al modus inveniendi —nótese el léxico retórico— corresponden los tres primeros libros, a la retórica expositiva el cuarto. Y ¿qué es lo que el intérprete ha de encontrar? Para responder a ello comienza por la teoría del signo: toda doctrina o es de cosas o de signos, pero las cosas se aprenden por medio de signos. Las cosas (res) no se ponen en lugar de algo, los signos, en cambio, son a su vez cosas que se ponen para significar algo (I, ii, 2, 11-12). Las demás, que son cosas en sí, se dividen en las que se pueden usar, las que se pueden disfrutar, y las que se pueden usar y disfrutar juntamente (I, iii, 3, 1-5). Sigue un desarrollo, hasta I, xxii, 20, en el que expone Agustín que las cosas que se usan, se usan para alcanzar las gozables; y reaparece la imagen del viaje: sería abuso más que uso detenerse en las cosas usables, como si un viajero se perdiera en las amenidades del camino, olvidado de su término. Hemos de viajar de modo que captemos lo eterno y espiritual por medio de lo corporal y temporal (I, iv, 4), y dado que la cosa más gozable es Dios y la Trinidad, se demora Agustín en una larga discusión acerca de cómo conocemos a Dios o incluso de cómo podemos decir algo digno de Él. Será preciso purgar el espíritu para poder ver la luz, y esta purgación hay que pensarla como un viaje a través del buen estudio y las buenas costumbres (I, x, 10). Recupera el autor la discusión sobre lo que se puede usar y gozar: se debe amar todo y a todos, pero a cada uno según su modalidad (I, xxv, 26); y reexamina la cuestión desde el ángulo de Dios hasta redefinir el gozar como un modo de usar con amor (I, xxiii, 36). La conclusión general (summa) es «que hay que comprender que la plenitud y fin de la ley y de todas las divinas Escrituras es el amor (dilectio) de lo que hay que gozar», y en ello, «de lo que puede gozarse con nosotros» (I, xxxv, 39), es decir, Dios, de modo que quien creyendo haber entendido las Escrituras no edifica en sí la caridad de Dios y del prójimo, no ha entendido nada (I, xxxvi, 40), de donde se infiere ya una norma de lectura en esbozo: si alguien no alcanza la intención autorial pero edifica la caridad, se engaña, pero como se engañaría quien, habiendo perdido el camino, errase por el campo de modo que alcanzase el mismo lugar al que el camino dirigía (I, xxxvii, 41). No hay caridad sin fe y sin esperanza, y con ellas hay que relacionar la totalidad de la comprensión de la Escri­ tura. El libro I asciende, pues, de los signos a la teología, y ya en ella ofrece la primera teoría completa del intérprete: éste es necesario porque sólo conocemos mediante signos; ha de ser humilde, por consciente de que su saber es aprendido; no detenerse en las cosas que le desvíen del fin principal; entender que todo en la Escritura refiere a la caridad, lo que convierte la lectura en dimensión existencial… Y, naturalmente, todo ello vale, única y exclusivamente, para el intérprete de la Escritura, cuyo valor absoluto desvaloriza, como en Basilio cualquier otra forma de escrito. Esta teoría tiene una segunda parte, que, a lo largo de los libros II y III, remite a los saberes técnicos necesarios al intérprete, que están en correlación con las causas

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de oscuridad del texto, la cual debe tener alguna justificación. No es que el cristianismo conciba la oscuridad como universal, pero la trascendencia de lo que está en juego radicaliza su gravedad, y el hecho mismo de que la haya cuando es Dios el que habla requiere justificación: Dios sólo hubiera podido hablar directamente a seres espirituales, como los ángeles; a nosotros, corpóreos, mediante signos; pero, además, la oscuridad disuadirá a los soberbios y sacudirá nuestra pereza. De donde se sigue que, si se quiere pensar de verdad la exégesis, habrá que volver sobre la teoría del signo. Bernardelli (1990: 97) nota, por otra parte, cómo lo religioso ama la oscuridad, los velos, el secreto. Así se puede afirmar que, por más que sobre bases estoicas, el nexo entre hermenéutica y semiótica, que consiste en que aquélla presupone a ésta, sólo se hace explícito con Agustín de Hipona:22 Signo es una cosa que además de su apariencia que entra por los sentidos, hace que por causa suya alguna otra cosa venga al pensamiento […] De los signos, unos son naturales, otros dados. Son naturales los que sin voluntad ni intención de significar hacen que por su causa alguna otra cosa se conozca, como el humo que significa fuego […] Son signos dados los que se dan entre sí alternativamente cualesquiera seres vivos a fin de mostrar cuanto pueden movimientos de su ánimo cualesquiera, bien sentidos o bien comprendidos […] Pero la innumerable multitud de los signos mediante los cuales los hombres exteriorizaron sus pensamientos está fundada en las palabras. Pues todos aquellos signos de cuyo género brevemente me he ocupado, he podido enunciarlos con palabras, mientras que de ninguna manera podría las palabras mediante aquellos signos (II, i, 2-III, iv, 4).

Ya que, pulsado el aire, al punto marchan y no permanecen las palabras más de lo que suenan, se instituyeron las letras como signo de las palabras.23 Y así las voces se muestran a los ojos no por sí mismas sino por unos signos suyos (De doctrina christiana II, iv, 1-5). Ahora bien, de hecho quienes leen topan con oscuridades o ambigüedades con las que se engañan, o bien no encuentran aquello que sospechan ser falso, «lo que no dudo que está previsto por voluntad divina para domar la soberbia con el esfuerzo y sacar el intelecto del desdén» en que caerían las cosas que se dejasen investigar fácilmente (II, vi, 7). La justificación es, pues, doble, y a ella se añade la dificultad del estilo figurado, que encuentra su justificación en la belleza. Pero, en un apunte del método filológico de los pasajes paralelos, basado en la presuposición de la coherencia del texto como unidad, «casi nada se extraerá de aquellas oscuridades que no se encuentre clarísimamente dicho en otro lugar» (II, vi, 8).  No me propongo añadir nada nuevo a lo ya dicho sobre todo por Henry de Lubac (1959) en su admirable obra, sino mostrar la lógica interna de la exégesis en su forma digamos clásica. Lo que me interesa subrayar es que había una especie de necesidad de que alguien, más tarde o más temprano, tematizase la cuestión del signo. La primacía de Agustín en la semiótica la subraya enérgicamente Eco (1985, 1987). 23   Aquí en concreto Agustín calca a los estoicos, y en particular a Diógenes de Babilonia. Toda la Antigüedad considera lo distintivo de la fonación humana su carácter articulado, y la articulación consiste en el hecho de poderse descomponer en elementos mínimos, que para ellos son las letras. 22

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Como sea, el intérprete está ante un trabajo (opus), pues no otra cosa es convertirse al temor de Dios que nos enseña lo que hemos de apetecer, y ese trabajo precisa una actitud, que Agustín estructura en siete grados (gradus): temor por nuestra mortalidad; piedad para no contradecir la Escritura aunque choque con nosotros; conocimiento de la Escritura; fortaleza para sentir hambre y sed de justicia; misericordia que purifique el alma tumultuosa; purgación que limpie la mirada; y sabiduría. Así se justifica aquello de que el temor de Dios es el inicio de la sabiduría, y así encuentra su lugar la hermenéutica, que refiere todo al tercer grado, o conocimiento de la Escritura. Hay que entender que los cuatro siguientes dependen de éste, o dicho de otro modo, quien asciende la escala entera, llega a un estado en el que goza en paz y tranquilo de su propia visión divina (talis filius ascendit ad sapientiam, quae ultima et septima est, qua pacatus tranquillusque perfruitur (II, vii, 9-viii, 12). Lo que completa la teoría del intérprete con su propia conversión.24 El conocimiento de la Escritura empezará por la lectura asidua, aun cuando en un principio no se comprenda (si nondum intellectu, iam tamen lectione II, viii, 12); y como la Escritura es, en realidad, las Escrituras, habrá que centrarse en las canónicas: las aceptadas por los más y los más graves. Lo cual sugiere ya unas tareas precisas: enumerar los libros en cuestión; leerlos hasta memorizarlos; investigar primero lo que se pueda aceptar como reglas de vida expuestas abiertamente y referir a la fe, la esperanza y la caridad. Y además de tareas, necesidades y métodos: conocimiento de la lengua originaria de cara a aclarar los lugares más oscuros, e ilustrar éstos con los más claros, lo que precisa recordar los textos completos. Se desarrolla a continuación de forma exhaustiva el problema de la oscuridad y ambigüedad, lo cual viene exigido por que son el obstáculo para la comprensión. En el marco de su teoría del signo, distingue entre los signos intencionales el signum proprium, que sólo sirve como tal, y el signum translatum, aquellas cosas que, además de serlo y en virtud de la economía de la salvación prevista por Dios, funcionan como signos (II, x, 15). El ejemplo es la palabra «buey», por la que podemos entender ‘ganado’, pero también al evangelista nombrado por la Escritura con la frase: «No enfrenarás al buey que trabaja». La diferencia es clara, ya que en el primer caso tenemos la figura retórica que se conoce por metonimia o sinécdoque, según terminologías, mientras que en el segundo se presupone la trama teológica por la cual la frase del Antiguo Testamento prefiguraba al evangelista, vínculo éste que sólo podía ser claro para alguien que tuviera presente la historia entera, es decir Dios. De hecho, Agustín no menciona aquí la allegoria in verbis frente a la allegoria in factis, pero el 24   Bruns (1992: 142) remite a este pasaje pero habla de seis grados y no de siete, con lo que la limpieza de visión es el último. El texto es claro y dice: cum pervenerit usque ad inimici dilectionem, ascendit in sextum gradum, ubi iam ipsum oculum purgat (II, vii, 11, 43-45). Es decir, cuando llega a amar a los enemigos alcanza la limpieza de mirada que le permite ver a Dios en la medida en que éste es visible con ojos mortales, in aenigmate y per speculum. Pero no menos claramente se entiende que cuando sólo se tienen ojos para Dios se está en un grado todavía superior, el séptimo, lo que refuerza una tradición que llega a Teresa de Jesús y sus siete moradas.

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contraste entre un recurso retórico y el teológico al que se llamó tipología y sobre el que volveremos es equivalente.25 El problema del sentido en pugna con la oscuridad o la ambigüedad continúa con la idea de que el desconocimiento de los signos o su ambigüedad son las dos causas de la no comprensión de lo escrito. La primera debe vencerse con el conocimiento de las lenguas hebrea y griega, del canon, de las instituciones, de la retórica y con la colación de códices, en una palabra, con los recursos ya conocidos por la filología. Pero sin dejar de llamar la atención sobre las cosas (res) más que sobre las palabras, pues, por ejemplo, decir ignoscere con la tercera sílaba breve poco importa a quien pide a Dios que perdone (ignoscere) sus pecados; y ¿qué es la pureza de la elocución sino la conservación de una costumbre ajena confirmada con la autoridad de los hablantes anteriores? (II, xiii, 19). En otras palabras, Agustín subraya el convencionalismo lingüístico para desvalorizar la atención a la palabra que la filología implicaba, al par que no renuncia a servirse de ésta como instrumento, subordinada a sus fines. La suya es, pues, una forma de lectura doctrinal, y su corolario: más débiles son los hombres cuanto más sabios pretenden parecer. Dejando a un lado el problema de los signos desconocidos, que conduce a la preferencia en latín por la Ítala, y en griego por la Septuaginta, en el caso de los signa translata (II, xvi 23) hay que combinar el conocimiento lingüístico y el de las cosas y las instituciones humanas, de las que ofrece Agustín una valoración pormenorizada. Es un análisis minucioso y sistemático que distingue entre instituciones humanas supersticiosas y no supersticiosas, y de estas últimas, las superfluas y lujuriosas frente a las necesarias, que a su vez se relacionan con el cuerpo o con el espíritu. En cada caso, Agustín precisa si estamos ante algo transmitido a través de los tiempos o incluso creado por Dios, ante una institución humana como el vestido y la vivienda o las lenguas, o bien ante una invención, como la elocuencia, o ante algo, en fin, descubierto más que indagado, como los números. Su posición es clara: lo que tiene que ver con la religión pagana se rechaza en bloque; lo que hoy llamaríamos bellas artes, cuyo carácter convencional y no natural acentúa (II, xxv, 38), lo juzga superfluo o lujurioso; lo necesario para la vida, el cuerpo, y la vida social, por ejemplo, las lenguas, invita a respetarlo; igualmente la historia, transmitida por el tiempo y útil para comprender los libros santos. Los parágrafos II, xxxi, 48 a II, xxxv, 53 contienen una síntesis de la lógica y la dialéctica, scientia definiendi, dividendi atque 25   Más adelante añadirá (III, xxii 32) que casi todos los hechos del Antiguo Testamento hay que entenderlos a la vez propia y figuradamente. Con lo que, como dice Strubel (1975: 347), la figuración alegórica «estalla» —me parece más propio decir que se despliega— en dos mecanismos muy distintos. El primero es, sencillamente, la continuación de la alegoría de los estoicos, y su paradigma son las parábolas de Jesús, auténticos ejemplos retóricos: una vez notada su retórica, queda claro que su verdadero sentido es el alegórico, que resulta así formar parte del sentido literal. Mientras que en el caso del sentido tipológico en cierto modo no hay retórica, puesto que sólo Dios puede saber cuándo ocurre un hecho que va a prefigurar otro posterior que representa su cumplimiento; así que el primer hecho queda abierto hasta la llegada del segundo. Con lo que el término ‘alegoría’ resulta en Agustín ambiguo, pues se aplica a la vez con un valor puramente retórico y con un valor teológico.

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partiendi (II, xxxv, 53),26 que no es institución humana sino descubierta por la razón, aunque aplicada a cosas falsas (por los paganos) no falsa en sí misma, y se salva por aquello de que es utilísima a la hora de analizar y discutir cuantas cuestiones suscitan las Escrituras. La elocuencia, en cambio (II, xxxvi, 54), más bien inventada, es útil sobre todo a la hora de exponer lo que hemos entendido, no a la de entender; aunque se adquiere de forma natural más que por reglas, ¡justo al revés de lo que predicaba la retórica, de la que el propio Agustín había sido profesor! En conjunto, el criterio es el del oráculo de Delfos y con desconfianza: de quid nimis, de nada demasiado, y sólo lo que sirva para entender la Escritura. Cuando les llega el turno a los filósofos, si algo han dicho de verdad —sobre todo los platónicos (únicos mencionados por su nombre)— se trata de reivindicarlo como propio de los cristianos e injustamente arrebatado: ya antes había dicho que Platón en realidad aprendió de Jeremías. La conclusión es que scientia inflat, caritas aedificat (II, xli 62). De modo que Agustín no puede negar que haya algo y aun algos en la cultura que está juzgando, y de la que él mismo es producto, que pueda ser verdadero y útil, pero, si lo es, se subordina a la Escritura, y en muchos casos se trata de descubrimiento o necesidad y nunca o casi nunca institución, invención o creación pagana. Hay, pues, una enérgica refutación militante de esa cultura que, sin embargo, reconoce imprescindible. Más adelante, en el libro III, se aborda el problema de la ambigüedad de los signos propios, que siempre se podrá resolver mediante la atención cuidadosa a pronunciación y grafía, y en todo caso a la «regla de la fe», por este orden: pasajes paralelos; el contexto (noción retórica), es decir, los antecedentes y consecuentes del pasaje en cuestión (noción dialéctica); y en último término la autoridad de la Iglesia (III, ii, 1-2). Pero donde no basta con lo dicho y no se atenta contra la fe, queda la distinción de sentido en potestad del lector (III, ii, 5). Es, pues, un principio elástico. Con una conclusión primera: en lo que toca a signos propios en la Escritura, rarísima es la ambigüedad que no se resuelve atendiendo a las circunstancias del discurso por las que se conoce la intención autorial, la comparación (conlatio) con otros intérpretes, o el conocimiento de la lengua (III, iv, 8). Más complejo es para Agustín el caso de la ambigüedad en palabras translata, donde el problema principal es no tomar lo figurado por literal, de acuerdo con el principio: littera occidit, spiritus autem vivificat (II Cor. 3, 6). Así les ocurre a los judíos, que subordinan lo espiritual a lo carnal y permanecen en la servidumbre de la Ley, incapaces de comprender que el Antiguo Testamento es figura del Nuevo, destinado a cancelar la Ley. Mientras que los gentiles toman lo literal, lo carnal, por figurado y espiritual, y adoran una estatua o el mar con el nombre de Neptuno, y ni una ni otro son dios; más aún, la poesía en que tratan de sus dioses podrá sonar dulce entre los labios, pero no es alimento humano sino comida de puercos (III, vii, 11). Agustín tiene, pues, una aguda conciencia de la materialidad de los signos, por tanto corruptibles, y defiende la libertad cristiana, esto es, metafísica, con respecto a ellos, 26   En un estupendo ejemplo de continuidad histórica, encontramos la misma definción sintética en grandes dialécticos del Renacimiento: Rudolf Agrícola, Melanchthon, etc.

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pero sin olvidar que sólo podemos alcanzar lo espiritual a través de signos. Principio de largas consecuencias, como veremos. Por otra parte, reaparece la ambigüedad notada respecto del término allegoria, pues translatio, metáfora, se usa para lo que se llamará tipología (cfr. n. 25). Debe haber una regla, y ésta consiste en que se lea como figurado cuanto no pueda referirse a la honestidad de las costumbres para amar a Dios y al prójimo, a la verdad de la fe, y a la esperanza que cada uno pone en el amor a Dios y al prójimo (III, x 14). Pues la Escritura no enseña sino la caridad y no afirma sino la fe católica, cuyos modos son la narración de las cosas pretéritas, el anuncio de las futuras, y la demostración de las presentes (III, x, 15). Complementariamente, hay que atender siempre a «lo que conviene a lugares, momento y personas» (quid igitur locis et tempori et personis conveniat, III, xii, 19), —dicho en términos retóricos, a las circunstancias del discurso, que son, para nosotros, enunciación e historia— a fin de que no censuremos lo que se podría explicar históricamente (así, por ejemplo, nadie tomará el ungüento derramado sobre los pies de Jesús por signo de lujuria). Lo que conduce a la formulación de lo que podemos llamar principio de caridad interpretativa: si la frase preceptiva prohíbe el vicio y ordena hacer el bien, no es figurada; en caso contrario lo es (III, xvi, 24). Un ejemplo gráfico de su alcance: cuando la Escritura ordena dar de beber al enemigo, porque al proceder así acumulas carbones encendidos sobre su cabeza, hay que entender por carbones encendidos el fuego del arrepentimiento que experimentará por haber sido enemigo tuyo. Siempre, además, reconociendo lo que se debe al momento histórico del texto en cuestión. La regla de lectura enlaza con los modos de lectura, que pueden ser diversos, advierte Agustín. Lo primero que hay que notar es que la figuración, ornatus que se añade al discurso para embellecerlo y mejor persuadir, se invierte aquí en modo de lectura. Una vez sabido que se trata de expresión figurada, habrá que advertir si se trata de cosas contrarias o simplemente diversas, y en el primer caso, si se toman en buena o mala parte: el león de Judá es una metáfora positiva por Jesús, pero también se usa como símil del diablo. Pero además, puede haber varios significados en un lugar, lo que nos confronta con el problema de cuál es el querido por el autor. Pues si hay algún terreno en el que el cristianismo introduce una nueva dimensión es precisamente en la concepción del autor. Enfrentarse a la oscuridad es aquí inexcusable, y no sólo por la diferencia lingüística y la cultural, ni por tratarse de momentos diferentes de una cultura, como era el caso de los alejandrinos ante los poemas homéricos, sino porque el mundo judío era otro, y la exigencia de deslinde respecto de la religión judía había de sentirse con radicalidad.27 Por otra parte, la necesidad de fijar el canon de libros inspirados, resultado de las tensiones entre las primeras comuni27   Lo que no impide que los judíos fueran en muchos aspectos tan permeables al mundo helenístico como cualquier otro pueblo: también ellos formaban parte de ese mundo. No sólo no era para todos los judíos anatema lo griego, sino que incluso prácticas como la oración en común, centrales a la sinagoga después de la destrucción del segundo Templo, pueden proceder de un origen helenístico; a cambio, el estudio de las Escrituras en común de la primitiva Iglesia cristiana debe ser de origen judío (Levine, 1998: 101, 165).

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dades, debía traer a primer plano los problemas de la autenticidad28 y de la autoría dual, en qué libros había de apreciarse además de la autoría humana la divina. En De doctrina christiana hemos visto ya que el punto de partida es la escritura, cuyas letras son signos de las palabras; después de Babel, también la Escritura divina se ha diseminado por medio de las lenguas de los intérpretes: «Quienes la leen no otra cosa desean que encontrar los pensamientos y la voluntad de aquéllos que la han escrito, y por medio de ellas la voluntad de Dios, según la cual creemos que tales hombres han hablado» (De doctr. christ. II, iv 1-v 8). Desde el momento en que se reconoce la necesidad de encontrar una voluntad que trasciende la humana, se instituye una tensión y la correspondiente exigencia de articulación entre instancias de diferente entidad que el paganismo no podía imaginar. Ello multiplica la posibilidad de oscuridad, por lo que se requieren nuevos criterios para la definición del sentido. A ello responde lo que hemos dado en llamar la «regla de la caridad». Podemos introducir ahora, además, el término griego skopós,29 el scopus o skopos de los humanistas, el blanco que se tiene a la vista, de probable origen platónico o neoplatónico, tomado del propio Platón o tal vez de Jámblico. Hay una articulación clara entre la intención autorial y el skopós: aquella tiende a éste tanto como éste orienta a aquella. De modo que cualquier cosa que no contradiga ese principio que orienta la Biblia entera, por ello mismo estará en el ámbito de la voluntad divina que hay que buscar a través de la autoría humana. Pero escuchemos al propio Agustín: Cuando de las palabras mismas de la Escritura se aprecien no uno cualquiera sino dos o más sentidos, aunque permanezca escondido el que pensó aquél que ha escrito, no hay peligro alguno si se puede enseñar a partir de los demás lugares de las santas Escrituras que cualquiera de ellos es coherente con la verdad; intentando quien examina la palabra divina llegar a la voluntad del autor por medio de la cual el Espíritu Santo ha obrado la Escritura, bien obtenga de las palabras éste, bien otro pensamiento que no se oponga a la recta fe, esto le disculpa […] Puesto que el autor, en las mismas palabras que queremos comprender, tal vez vio ese mismo pensamiento, y sin duda el Espíritu de Dios, que por medio del autor ha obrado estas cosas, sin duda ha previsto que también se le ocurriría al lector u oyente; más aún, 28  Foucault (1979) ha recordado en su conocido ensayo sobre el autor los cuatro criterios de Jerónimo para establecer la autoría de los textos. Esta es sospechosa: a) cuando unos textos son inferiores a otros; b) cuando hay contradicciones de ideas; c) cuando hay disparidad de estilo; d) cuando hay referencias a hechos posteriores a la muerte del autor. De modo que la autoría se prueba por criterios textuales, los tres primeros, y extra-textuales, el último, y constituye un principio de clasificación y autenticidad: la garantía del origen. 29   Esta palabra griega, derivada del verbo skopeín, tiene como significado activo: ‘el que ve, el vigilante, el guardián’, y pasivo: ‘fin que se tiene a la vista, propósito, blanco’, tanto en sentido físico como en abstracto, que es como hemos de entenderlo aquí. Agustín no emplea el término pero su concepción se ajusta perfectamente a él. R. Fernández Garrido (1996: 313) se hace eco de una opinión de Dalsgaard-Larsen por la que Jámblico sería el introductor del tecnicismo. Sin embargo, de dos apariciones de la palabra en Jámblico, una al menos, la del Protréptico (89, 27) es cita del Gorgias 507d 6, y justo la que cuadra perfectamente con el valor que consideramos: «Éste es el objetivo (skopós) al que a mi juicio es preciso mirar».

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ha provisto30 para que se le ocurriera porque se apoya en la verdad. Pues ¿qué más amplia o abundantemente ha podido proveer la voluntad divina en sus palabras, más que el que las mismas palabras puedan entenderse de muchos modos, los cuales hagan aprobar como testigos otras palabras no menos divinas? (De Doctr. Christ., III, xxvii, 1-15).

Que estamos ante el núcleo del pensamiento agustiniano sobre la materia lo corrobora este otro pasaje de las Confesiones: La ley es útil para la edificación, si se usa de ella como es debido, puesto que su fin es la caridad que nace de un corazón puro, de una buena conciencia, de una fe no fingida; y nuestro Maestro sabe en qué dos preceptos ha sustentado toda la ley y los profetas […] Puesto que cada uno de nosotros se aplica a discernir en las Escrituras santas aquello que en ellas pensó el que escribía, ¿qué hay de malo, luz de todas las mentes amantes de la verdad, si interpretamos lo que Tú muestras que es verdadero, aunque no lo viera el que escribió, cuando él no ha pensado tampoco más que la verdad?» (Confesiones XII, 18, 27).

Agustín acude al problema con la panoplia retórica y filológica que conocemos. La Biblia se concibe como un todo que, en tanto responde a una intención unitaria, se confirma a sí mismo. La intención sigue siendo el criterio para discernir entre lecturas, pero hay un salto de la divina, inspiradora de la esencia doctrinal, a las palabras concretas dispuestas por los autores humanos. Es lo que venimos llamando autoría dual. Aquí conviene tener en cuenta tres aspectos. Primero, el cristianismo introduce una orientación en el tiempo de que el paganismo, que concebía el tiempo de forma más bien cíclica, carecía: antes y después de Jesús, antes del Juicio Final. Ahora bien, la voluntad divina trasciende el tiempo, y ya que su enseñanza es la fe a través de pasado, presente y futuro, el providencialismo agustiniano explica que Dios puede prever qué sentidos se le ocurrirán al lector e incluso puede velar por que se le ocurran. En segundo lugar, la posibilidad de que las palabras se entiendan de varias formas, una verdadera amenaza para el abogado romano que se ocupaba de testamentos, es aquí valor y riqueza: cualquier sentido será válido siempre que otros pasajes, paralelos, lo confirmen, y que no contradiga la verdad que expresa la voluntad divina. Finalmente, la controversia filológica o retórica de la que debía surgir la definición de la verdadera intención del escrito, se carga de la tensión que provoca el carácter absoluto de la voluntad trascendente que hay que alcanzar, por lo que el mero error se convierte en culpa. Cabe preguntarse cómo se logra la comprensión primera de la «regla de caridad» o skopós a que supuestamente apunta la Escritura entera, y que sirve como piedra de toque contra la cual se prueba la corrección de cualquier lectura. A lo que sólo se puede responder con el «creer para entender» agustiniano, y con que o hay una lec30   Juego de palabras en el original entre praevideo y provideo, que a duras penas se puede verter con ‘prever: ver por adelantado’ y ‘proveer: tomar medidas para que ocurra algo’.

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tura general previa —y una fe— a partir de las cuales se forme el concepto, o bien se hereda éste de la tradición interpretativa. En cualquier caso, salta a la vista la circularidad del procedimiento: aquel primer principio informa el texto entero, y las sucesivas partes de éste lo confirman. Pero circularidad que, si está implicada, aún no está tematizada. Como sea, la notable concepción del autor que comentamos, que se ha calificado de «liberal», y que con razón ha gustado a Eric Donald Hirsch (1994), prefigura la contemporánea: la obra literaria que desborda de significado, más que el que un lector particular puede alcanzar, y por consiguiente, la aceptación de una pluralidad de interpretaciones, dentro, eso sí, de ciertos límites fuera de los cuales se considera a las lecturas aberrantes. De la teoría autorial deriva, en consecuencia, la posibilidad de varios sentidos literales, y tal vez por eso recuerda en este punto Agustín los tropos retóricos, de los que afirma haber tanta frecuencia en las Escrituras como en cualquier otro texto (porque no escasean ni en el habla del vulgo, III, xxxix, 40). Aunque el significado tropológico se resuelve en última instancia en el literal. Y el libro III remata con la referencia a las reglas de Ticonio (III, xxx 42 y ss.), que Agustín discute y desarrolla. Son siete dualidades de concisa formulación: de domino et eius corpore, de domini corpore bipertito, de promissis et lege, de specie et genere, de temporibus, de recapitulatione, de diabolo et eius corpore. Por ejemplo, la primera, no confundir lo referente a Cristo con lo referente a su cuerpo, la Iglesia, etc. Se trata en todos los casos de dualidades que Agustín desarrolla, aunque criticando que Ticonio pretendiera encerrar en ellas la totalidad de los problemas exegéticos de las Escrituras. Y desde luego la que más le importa es la tercera, de promissis et lege, dado que viene a coincidir con su propia contraposición entre littera et spiritus. Según se infiere de su comienzo, años después Agustín añadió a los tres anteriores un cuarto libro, en el que trató la retórica cristiana. En él defiende que las Escrituras no son inferiores a las letras paganas, y que hay en ellas cumplidos ejemplos de los tres estilos clásicos. El ideal es el ciceroniano del docere, delectare, flectere en función del cual delinea una figura del orador que subordina el ornatus a la enseñanza de la verdad, puesto que en la oratoria eclesiástica, a diferencia de la forense, no hay cosas pequeñas; subraya, además, la necesidad de la virtud en el orador sagrado. Culmina así la labor de apropiación del mundo antiguo. El tratado de Agustín se ha valorado como un puente entre la Antigüedad y la Edad Media. Va mucho más allá, puesto que sus ecos alcanzan al Renacimiento e incluso a la actualidad, con la polémica Hirsch/Gadamer, y más aún. No es casual que el editor del Quincuplex Psalterium de Lefèvre d’Étaples haya esbozado una doble familia en la historia de la exégesis: la que proviene de Orígenes, que se ciñe a la comprensión del texto; y la agustiniana, que encuentra en el contraste entre espíritu y letra el lugar de la diferencia entre la gracia y la Ley (Bedouelle, 1979: 229). En el que lo que se juega es la metafísica de la escritura: sólo el espíritu vivifica, la letra por sí sola mata, por cuanto es imposible cumplir la ley que contiene: «No sé por qué lo que se apetece se hace más tentador cuando se prohíbe» (nescio quo enim

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modo hoc ipsum, quod concupiscitur, fit iocundius, dum vetatur, De spiritu et littera 4, 6).31 Como quiera que sea, los problemas que delimita Agustín quedarán como los centrales para cuantos tratados y reflexiones seguirán: la diferencia entre intérprete y autor; la necesidad de conocimientos, lingüísticos e históricos, que constituirán más adelante la ciencia escrituraria, y más en general, la filología; frente a la oscuridad o ambigüedad, la exigencia de reglas y métodos, basados en una dialéctica heredada. Y junto a los problemas, las presuposiciones de origen retórico: las de unidad y coherencia entre la totalidad y las partes del texto. Pero detengámonos un momento en la primera de las cuestiones apuntadas. Cuando el autor es Dios, la antigua diferencia entre intérprete y autor se frasea en términos de letra y espíritu,32 la letra como mediación carnal, corruptible, necesaria para alcanzar el espíritu, pero que sólo se comprende correctamente desde él. Y así surge la tensión entre la regla de caridad, principio sintético extraído de la Escritura pero que informa la totalidad de ésta, y la posibilidad de varias lecturas de un mismo lugar del texto. ¿Podría decirse entonces con Stanley Fish (1976) que Agustín en los de la Biblia siempre lee en realidad el mismo y único libro, el que determina su regla de lectura? Basta acercarse al De Genesi ad litteram para comprobar que no es así, puesto que se ciñe a la letra del texto, cuyo sentido se va preguntando frase por frase, buscando siempre, eso sí, el acuerdo entre la letra y la fe que profesa. De hecho nadie lee sin presuposiciones, que, en el caso del buen intérprete, condicionan, no determinan. Tanto la regla de caridad como la lectura literal proceden del texto, pero la primera es susceptible de un desarrollo de acuerdo con su lógica interna, hasta constituir lo que se llama dogmática, que busca la armonía y la coherencia internas y es fuente de criterios hermenéuticos. Ahora bien, la relación entre ésta y la interpretación de una escritura nunca clausurada porque siempre son posibles nuevos textos, prefigura la gran dualidad que caracteriza a la hermenéutica y se ha modulado de formas históricamente diversas: interpretación frente a historia de la literatura, frente a teoría de la literatura, frente a hermenéutica filosófica… Una vez más, el problema no está tematizado en Agustín, al menos no con estas palabras, pero sus consecuencias se extenderán en el tiempo. Es imposible saber qué rumbo hubiera tomado la filología alejandrina sin el cristianismo, pero desde luego el desarrollo de la hermenéutica actual no se explica sin la radicalización provocada al enfrentarla con la nueva concepción del lógos. Y a esos efectos, poco importa si, como quiere Too (1998: 252), Agustín, en su actitud ante el mundo antiguo, estaba resucitando prácticas discriminatorias y restrictivas del discurso ya ejercidas de hecho por el mundo ahora en crisis, o si, al contrario, se hacía acreedor al título de «patriarca de los perseguidores». 31   Bedouelle cita el tratadito De spiritu et littera (PL 44), cuyo capítulos 4.6 a 5.8, que desarrollan la Epístola a los Romanos paulina, desarrollo a su vez de la sentencia de A los Corintios que le sirve de título, estaba destinada a alcanzar amplio eco en Lutero. 32   K. Eden (1997: 57) hace notar cómo la contraposición retórica entre scriptum et voluntas, en griego gramma frente a dianoia, las reformula hábilmente Pablo de Tarso en forma de gramma frente a pneuma, que Agustín traduce como littera frente a spiritus.

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Scriptura, no scriptum Afirma K. Eden (1997: 56) que en el agustiniano De doctrina christiana el término scriptum se ve estrechado hasta verse sustituido por el más «especializado» de scriptura. Pero ¿es realmente la especialización léxica la clave del contraste? Scriptum remite al ‘texto escrito’ en general, y en particular sirve para la ‘letra de la ley’ en oposición a la ‘intención’ o la ‘equidad’: scripta manent, por ejemplo, lo escrito permanece, se supone que invariable. Mientras que scriptura tiene que ver con esos participios en —urus de valor intencional, abiertos al futuro, tan característicos del latín. Y así el sustantivo significa primariamente ‘acción de trazar caracteres’, ‘redacción’, y por fin ‘texto’, pero sin duda conservando un valor activo. Y ¿cómo es posible que una palabra que sugiere cierre, final, revista el valor citado? Dado que no estamos haciendo historia de la interpretación, sino siguiendo la odisea del concepto, podemos dar un salto a finales del siglo VI para buscar la respuesta en Gregorio Magno, gran reformador de la Iglesia latina y pieza clave para la fijación de la tradición exegética de ésta. Con la advertencia de que su concepción vale para Occidente —la Iglesia oriental seguiría su propio rumbo— pero desde luego resulta trascendental. Se aprecia de forma plástica por qué el cristianismo prefiere scriptura a scriptum en un famoso pasaje de los Moralia in Job, uno de sus comentarios más importantes, que recordará el propio Tomás de Aquino. Gregorio es un gran escritor, y dice así: 635. Así pues, para callar acerca de la importancia de los contenidos, [la Sagrada Escritura] trasciende todas las ciencias y doctrinas con el modo mismo de su locución, porque con un solo y el mismo discurso mientras narra el texto, progresa el misterio (quia uno eodemque sermone dum narrat textum prodit mysterium), e igual sabe decir las cosas pretéritas, que en eso mismo sabrá predicar las futuras, y sin variar la sucesión del decir, con los mismos discursos sabe describir las hechas antes y anunciar las que hay que hacer, como las palabras mismas que sintió Job, que mientras dice las suyas predice las nuestras, y mientras expresa por su discurso lamentos propios, hace entender por medio de la comprensión las causas de la Santa Iglesia (Moralia in Job XX).

Gregorio entona un auténtico himno en loor de la Escritura en el que se muestra el absolutismo de la valoración cristiana de ésta: trasciende, va más allá de todo saber. Pero ni siquiera se va a ocupar de los contenidos (res), en un giro y una contraposición retóricos, y perfectamente clásicos, él se va a centrar en su modo de expresarse característico y distintivo (mos locutionis), y éste ya no tiene nada de clásico. Es verdad que la Eneida virgiliana se había servido de la profecía ex post facto para demostrar, de un lado, que Octavio era de estirpe divina, de Venus, y de otro, que su linaje estaba destinado, tras derrotar a Cartago, a dominar el mundo (conocido). Pero la estructura del poema remitía a la celebración del presente, en el que el ciclo se daba por cumplido y la plenitud alcanzada. Mientras que las palabras de Job dicen sus lamentos y anuncian

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el peregrinar de la Iglesia, que es eso, un peregrinar con destino a un más allá trascendente y no alcanzado. Pero ese peculiar modo de figuración, que sólo se da en la Biblia, hace que, como dice él mismo, «de algún modo [el texto] crece con los que leen (aliquo modo cum legentibus crescit)», o, como dice más adelante: dum narrat textum prodit mysterium, troquelación de la que se acordarán Buenaventura y Tomás de Aquino. Dum es partícula fuertemente temporal que expresa simultaneidad; narrat es término retórico que conocemos ya por enarratio poetarum y vale tanto para ‘contar algo’ como para ‘expresar’ o ‘decir’; prodit marca un movimiento hacia delante, una progresión. La letra del texto en su materialidad será siempre la misma, amenazada de corrupción, pero el el misterio paulino de la salvación de los que creen, en tanto haya quienes se acerquen a la Escritura imbuidos del espíritu, no puede sino crecer, y ese crecimiento no sólo es el subjetivo del lector, sino también de la Escritura misma, o, como diríamos hoy, del sentido de la Escritura. Bori (1987: 24-72), al que seguiremos aquí, ha llamado la atención sobre el paralelismo entre esa concepción y la que tomará cuerpo en el romanticismo de Jena, y a través de Bajtin, entre otros, en el presente. Gregorio ha representado ese dinamismo de la Escritura mediante la imagen de una rueda, el Nuevo Testamento, inscrita en otra rueda mayor, el Antiguo Testamento: la metáfora implica que la palabra divina no se puede detener; su eficacia depende de la correcta predicación; mira tanto a lo alto como en bajo; en suma, la imagen es fruto y expresión de la concepción misma de la relación dinámica entre el texto y el lector. Y con la rueda, con el texto, se mueve el lector: «Porque las palabras divinas crecen con quien lee, pues tanto más profundamente las comprende cuanto con más profundidad se fija en ellas» (In Hiez. I, iii, 18). Ya sabemos que ese crecimiento y progreso interior tiene antecedentes helenísticos (lo hemos visto en Plutarco, añádase Epícteto y Séneca). Pero con el cristianismo, el texto mide el progreso, puesto que el cumplimiento de los tiempos con la venida de Cristo depende de la expansión de la predicación, en sentido espacial, y de la asimilación comunitaria, en sentido espiritual. Así que lo específico de Gregorio, ya lo advertimos, es que la Escritura crece objetivamente, no sólo el intérprete. Y ello en la lectura, que es a la vez energía (dúnamis, virtus) y resultado o producto: hay en el texto una potencia objetiva que espera para liberarse al reconocimiento del lector; la inspiración de éste se traduce en las demandas que formula al texto. En síntesis: la Biblia excede todo escrito, por lo que también el lector debe estar inspirado (además de servirse de procedimientos retóricos como la doctrina del cuádruple sentido); el sentido crece en el presente del lector y deviene normativo para él y para la comunidad. Quadruplex sensus En la Edad Media la exégesis se subordina a la teología, lo que explica que las reflexiones hermenéuticas se encuentren dispersas al hilo de comentarios y obras generales y hace en extremo difícil abarcarlas. Todavía hoy yacen muchas de ellas en

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manuscritos o en ediciones que no es sencillo encontrar. Por otra parte, hay que reiterar que lejos de constituir un esquema simple y monolítico, como parecen sugerir las exposiciones simplistas del quadruplex sensus, no carece de fisuras. Aquí sólo podemos ocuparnos de los aspectos que permitan avanzar nuestra exposición. La exégesis medieval representa la continuidad y desarrollo de la Patrística, movidos por la necesidad de una teología íntegramente derivada de la Escritura, primero en los monasterios y luego en las Universidades, de la lectio monástica hasta la quaestio escolástica a partir de los siglos xii y xiii, que encontrará su esplendor en el aristotelismo medieval y en su figura culminante, Tomás de Aquino. Evolución lógica, porque si para el cristianismo la verdad es la fe, y el conocimiento supremo es la interpretación de la Revelación plasmada en las Escrituras, conocer será comprender correctamente la palabra autorizada, por lo que el argumentum ex verbo será decisivo, y la derivación a la escolástica ineludible (Heidegger, 1984: 81). Ya hemos presentado el De doctrina christiana como gran tratado fundacional de esta hermenéutica. Pero para explicarse los primeros pasos, anteriores incluso a la obra agustiniana, hay que volver la mirada a las iglesias orientales, las que hablaban griego, y conviene detenerse en su léxico. Según nos hace notar Pépin (1987), en el paganismo y en particular en el judaísmo helenístico, sólo ha lugar para dos formas de exégesis, literal y alegórica, lo que ejemplifica con el De Abrahamo, de Filón (15, 68; 25, 131; 18, 88); no hay subdivisiones dentro del alegorismo. El vocabulario para la literal: rhetón, kúrios, léxis, y los verbos: apodidónai (apódosis), philosopheîn, diégesis, huphégesis. En cambio, las palabras de la exégesis figurada son hupónoia, la más antigua, que remonta a Platón (República II 378d); y allegoría, al De rhetorica de Filodemo de Gádara, alrededor del 60 a.C. Pero el término platónico no desaparece sino que parece designar el sentido oculto, mientras que ‘alegoría’ el tipo de exégesis, y desde luego no hay distinción entre símbolo y alegoría. En todo caso, afirma Pépin, alegoría es alteridad, unas veces entre sentido aparente y sentido querido, otras entre discurso y sentido, en fin, entre dos sentidos recíprocos, expresivo e interpretativo.33 Como es sabido, en el mundo cristiano Pablo ha introducido en su forma verbal el término allegoroúmena para contrastar a Agar, la esclava, que representa el Antiguo Testamento, con Sara, la libre, el Nuevo (Gal 4, 24). En 1 Co 10, 1-11, ha preferido servirse de túpos para la comida y bebida espirituales de los israelitas en el desierto en tanto que anticipaciones de Cristo. Tal vez evitara el sustantivo ‘alegoría’, aventura Simonetti (1987), por huir del término pagano; además mientras que el uso pagano destruye la letra para llegar al sentido, ya Filón atribuye valor histórico al sentido literal, lo que resulta nuevo. De momento Pablo no tuvo éxito con ‘alegoría’, 33   Siempre siguiendo a Pépin, ‘tropología’ es también término antiguo, y además aparece en Orígenes phusiologia, que se identifica con la naturae ratio, es decir, con Dios inmanente. Así, fisiología se identifica con alegoría porque es característico del lugar en que se unifican Dios y la naturaleza escapar a las miradas. Intentaba Orígenes demostrar que la filosofía que emana de la Escritura es superior a la griega (Le Boulluec, 2005: 127)

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se prefirió parabolé o túpos. En conjunto habría tres grupos de palabras, alegoría y en el extremo opuesto túpos y anagogé; en posición central, tropología, metaphorá, theoría, diánoia, aínigma. Alegoría sufre de su origen pagano, y luego de la polémica y la desconfianza ante los intérpretes alejandrinos, en general alegoristas. En cuanto a túpos y anagogé, se ven como radicalmente cristianos, y la discriminación entre ambos viene del platonismo de anagogé frente a lo corpóreo de túpos. De acuerdo con lo visto, simplemente un recorrido sumario muestra ya la complejidad del camino que condujo a una formación histórica rica en tensiones, como es la del quadruplex sensus. El padre Lubac (1959: III.1-3) ha examinado con abrumadora minuciosidad sus orígenes. Merece la pena retener su argumentación. Rechaza a Clemente de Alejandría, sin duda el primero que se abre a la cultura griega, por razones de crítica textual y por dividir la «filosofía mosaica» en cuatro partes sucesivas, no simultáneas, aunque retiene la correspondencia entre esos sentidos —histórico, legal, litúrgico y teológico— con la filosofía platónica que se enseñaba en su tiempo: doctrina moral, teoría física y dialéctica, metafísica o teología. En la iglesia latina, Agustín habla de cuatro sentidos en De utilitate credendi (C.III, 5-6), y en De Genesi ad litteram imperfectus liber II, 5), aunque en realidad más que de sentidos se trata de partes o géneros de libros bíblicos; sin duda, explota una tradición anterior. En Gregorio, Casiano, Eucher se multiplican las fórmulas tripartitas, que inician la clásica: historia, alegoría, moral; pero todo ello no sin vacilaciones. Pues se trata siempre de la Escritura como mira profunditas: infinita profundidad de sentido que descansa en la fe tradicional en que Dios inspiró a los autores, pero que permanece además en los libros mismos. De ahí que sea preciso acoger toda interpretación, lo que origina una variedad delirante o ingeniosa de listas, dice Lubac: cuatro, cinco, seis, o preferentemente siete sentidos, número que tiene que ver con los siete sellos del libro en el Apocalipsis, los siete dones del Espíritu Santo, los siete grandes patriarcas, las siete etapas de la historia de la salvación, las siete reglas de Tyconio, el número siete no engendrado ni engendrador… Toda una red inacabable de correspondencias que haría las delicias del textualismo radical, y a las que la doctrina del triple o cuádruple sentido dota de una estructura (Barthes preferiría decir que de una limitación o represión, pero ¿qué estructura no limita?). Como sea, el caso es que para Lubac (1959: III. 4), en la base de todos se encuentra Orígenes,34 discípulo de Clemente de Alejandría, del cual pudo decir Quasten (1950-1953/1991) que era verdaderamente el fundador de la ciencia escriturística por sus Exaplas o sextuple edición de la Biblia, y el primer exégeta científico por sus escolios, homilías y comentarios. Su Perì Arkhôn (De los primeros principios, algo 34   Seguimos aquí sobre todo a Quasten y Lubac en su obra mayor (1959), y en su introducción a la edición Butterworth (1966) de Orígenes, además de a Simonetti (1987), a Irvine (1987), y a Domínguez Caparrós (1993). Irvine ha subrayado sobre todo que la trama de la filología alejandrina subyace al alegorismo y al método general de Orígenes. Por ejemplo, su prólogo al Comentario al Cantar de los Cantares sigue una plantilla similar a la del comentario de Servio a la Eneida (cfr. II.2.b).

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así como Principios fundamentales de teología) pasa por ser el primer sistema de teología cristiana y primer manual de dogma. El contenido de sus cuatro libros se deja sintetizar en la serie: Dios-Mundo-Libertad-Revelación, con una introducción que establece ya claramente la necesidad de elaboración especulativa que complete la Revelación (Quasten, 1950-1953/1991: 372-373). Y es natural que en el libro cuarto, consagrado a ésta, se ocupe de la Escritura, de su inspiración y sus sentidos. La terminología origeniana para la historia o sentido literal se compone de istoría, rhetón, léxis, grámma (de connotación negativa), frente a la platonizante para el mundo ideal: theoría, nóesis, énnoia, diánoia (Simonetti, 1987). La novedad técnica es la introducción de anagogé (Princ. 4, 3, 6-7) para el significado superior, espiritual; alegoría y tropología, equivalentes, indican además de la expresión no abierta los modos de interpretarla. Desde luego, si alegoría y tropología se usan también para lo pagano, anagogé sólo es cristiano. Y si nos fijamos en su concepción, el lógos se expresa mediante la hupónoia, sentido escondido que es el recurso característico de poetas y profecías, cuya contrapartida es la necesidad de interpretación o huposemeiosis. Así que el exégeta no debe quedarse en la léxis, sino alcanzar los semainómena. ¿En qué consiste concretamente el lógos? Se trata de un lógos nuevo, el Cristo, en la complejidad teológica de cuya relación con el Padre no necesitamos entrar. Sólo en que para Orígenes la clave de la relación entre Antiguo y Nuevo Testamento radica en que el primero prefigura el segundo, que es cumplimiento de aquél. De ahí que, al igual que Jesús rasgó el velo del Templo para revelar la Nueva Ley, haya que leer alegóricamente aquel lógos del cual la Ley judaica era una sombra, a fin de alcanzar el sentido interior (Princ. I, 6). Ahora bien, la oscuridad dificulta a veces la comprensión, hasta el extremo de producir absurdos si no se busca el sentido espiritual, y dado que los seres humanos estamos constituidos de cuerpo, alma y espíritu, parece natural que la Escritura hable teniendo en cuenta esa realidad: El camino adecuado, por tanto, de acercarnos a las Escrituras y alcanzar su significado, tal como nos parece a nosotros, es el siguiente, que está extraído de las Escrituras mismas. Encontramos una regla tal como ésta en los Proverbios de Salomón, referente a las doctrinas allí contenidas: «Represéntatelas tres veces en consejo y conocimiento, que puedas responder palabras de verdad a quienes te pregunten» (Prov. XXII, 20, 21).Cada uno debe por esto representarse el significado de las Divinas Escrituras de un modo triple en su alma; esto es, que el simple pueda ser edificado por lo que llamamos la carne de la Escritura, nombre que se da a la interpretación obvia; mientras que quien ha hecho algún progreso pueda ser edificado por su alma, como si dijéramos; y quien es perfecto […] pueda ser edificado por la ley espiritual, que tiene «una sombra de la felicidad venidera». Porque así como el hombre consiste en cuerpo, alma y espíritu, así la Escritura, que ha sido preparada por Dios para la salvación del hombre (Princ. IV, 2, 4).

Por cierto que, conforme a la enseñanza filológica, el principio explicativo se extrae del texto mismo. Se distingue la psile léxis, dicción desnuda o corpórea —el

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sentido literal o histórico— que aprovechará a los más simples, mientras que los avanzados alcanzarán el significado alegórico, y los más perfectos, si ven esa «sombra de la felicidad venidera», el anagógico. Orígenes distingue entonces no dos sino tres sentidos, en textos sólo conservados en latín: historicus, moralis, mysticus (donde moralis a medio camino entre los otros), y en griego en el arriba citado (Princ. 4, 2, 4; 4, 2, 9). Pero al equiparar Escritura (historia-moral-alegoría), estructura de la realidad (física-ética-enóptica, esto es, teología), e itinerario del creyente (principiantes-avanzados-perfectos), se puede decir que por primera vez en la historia aparecen enlazadas hermenéutica y ontología, y que se da en él la primera reflexión hermenéutica. Como es natural, se precisará una marca que avise de si hay que leer según el sentido literal o buscar el espiritual. Para Orígenes, cuando encontremos hechos que katà to rhetón —literalmente— son alógon y adunáton (Princ. IV, 3, 4), es decir, absurdos e imposibles, hay que ver en ellos un significado espiritual. Incluso puede haber pasajes en los que sólo se dé el sentido espiritual (Princ. IV, 2, 5). Tratamos más que con niveles semióticos, dice Irvine, con modos de abordar el sentido. Ello conduce a reconocer en el entrelazamiento bíblico de historia y ficción el medio para establecer la conexión entre hechos y personajes que se conoce como tipología, es decir, la forma de narración superior que se descubre en la conexión entre Testamentos. Y lleva a establecer además la necesidad de una norma de lectura que discrimine entre las aceptables y las inaceptables, y que él hace radicar en la comunidad eclesial. Puede decirse que la distinción tripartita del sentido no se extiende en el mundo latino de influencia alejandrina antes de Orígenes, por lo que resulta perfectamente aceptable su primacía. Desde luego, como ha hecho notar recientemente Le Boulluec (2005: 122), la alegorización no es para Orígenes una posibilidad sino un deber motivado por constituir la alegoría un rasgo definitorio del lenguaje bíblico: la razón por la que se hacen afirmaciones ignorantes o impías a propósito de la Escritura radica en que ésta «no es comprendida en su sentido espiritual sino de acuerdo a la letra desnuda» (Princ. IV, 2, 2). Y al extenderse y convertirse el alegorismo en sistema —lo que haría blanco al alejandrino de no pocos ataques— no sólo sobrepasa con mucho los límites que tenía en el mundo antiguo sino en el propio Pablo. La Iglesia occidental, es decir, la que habla latín, desarrollará su exégesis sobre todo a partir del De doctrina christiana de Agustín de Hipona, y de la labor de Jerónimo como traductor, que teoriza su trabajo en las dos epístolas A Hedibía y A Panmachio. Es un hecho que Agustín ha distinguido historia, etiología, analogía y alegoría en De utilitate credendi (III, 5); y sentidos histórico, anagógico, tropológico y alegórico en Super Genesim ad litteram (I.1). El término ‘alegoría’ no está en él exento de ambigüedad, puesto que sirve tanto para el antiguo tropo retórico como para un nuevo modo de figuración35 (Strubel, 1975: 346). En cuanto a Jerónimo, que   En un conocido artículo, Strubel (1975) llamó la atención sobre esta ambigüedad, que Rábano Mauro intentaría resolver mediante la distinción de allegoria in verbis y allegoria in factis, y sólo Tomás de Aquino sistematizaría satisfactoriamente. 35

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recoge unas veces sentido literal, alegórico y anagógico, y otras (Ad Hedybiam), histórico, tropológico y espiritual, la ambigüedad se mantiene.36 En Gregorio Magno, decisivo para la tradición medieval, que igualmente sigue el orden tripartito, no cabe duda de que la alegoría es más que un tropo: Hay que saber que tratamos rápidamente algunas cosas mediante la exposición histórica, y que examinamos algunas por medio de la alegoría con investigación típica (typica); algunas las discutimos por el único instrumento de la moralidad alegórica; y algunas otras, buscando con más solicitud, las indagamos triplemente por las tres a la vez. Pues primero ponemos el fundamento de la historia; luego, por medio de la significación típica, establecemos en la ciudadela de la mente la fábrica de la fe; finalmente, por la gracia de la moral, vestimos el edificio como con un color sobreimpuesto (Epistola III 4-5)

Lo que remata con la estupenda metáfora de que la Escritura es como un río ancho y profundo en el que tanto puede caminar el cordero como nadar el elefante. La historia es, como se ve, el fundamento, puesto que hay que creer que los hechos relatados por la Escritura han sucedido realmente; sin que haya que atribuir a los medievales un sentido histórico del que carecían: ellos buscan en los hechos lo universal. Historia y littera son sinónimos, e historia en concreto vale por ‘lo que hemos visto’ en oposición a crónicas o anales (Lubac, 1959: 425). En cambio, la alegoría se asocia siempre con ‘lo que hay que creer’, es decir, con la fe; y la moral o tropología aparece en segunda o tercera posición según se prefiera la utilidad pedagógica: la moral como vía para el misterio, o bien, más lógicamente, se anteponga la conversión a la aplicación personal. Siglos más tarde, en el xii, Hugo de San Víctor basaría su Didascalicon, otro monumento de la civilización medieval, en el orden tripartito (historia, alegoría y tropología), lo que tiene la importancia de que la obra está consagrada nada menos que «a instruir en la ciencia», cosa que se consigue mediante lectio y meditatio, y, dado que la lectio es la primera, a dar preceptos de lectura (741A). Así que a partir de las Escrituras se organiza también la paideia cristiana recogida en el Didascalicon, que se divide consecuentemente en erudición histórica, alegórica y tropológica. Y se demuestra que la doctrina de los múltiples sentidos regía la vida entera de los letrados, desde su misma educación. Pero no sólo hay una estructuración tripartita, está también la cuatripartita, de la que encontramos una expresión concisa en el Breviloquium, bello tratado de Buenaventura que, como haciéndose eco de la metáfora gregoriana del río, nos invita a conocer la Escritura según su anchura, longitud, sublimidad y profundidad. Profundidad (20-23) que consiste in multiplicitate mysticarum intelligentiarum, pues además del sentido literal, está el alegórico: cuando por un hecho se indica otro, según   Y la fluidez. Cualquiera que se haya asomado a los comentarios de Jerónimo sabe que éste está dispuesto a reconocer varios sentidos posibles del mismo pasaje, separados por un aliter, que, en tanto que no contradicen la regla de la fe o de la caridad, resultarían igualmente aceptables. 36

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lo que hay que creer (quando per unum factum indicatur alium factum, secundum quod credendum est); el tropológico (lo que hay que hacer), y el anagógico (lo que hay que desear). Así se troquelaría el famoso dístico, tan difundido: Littera gesta docet, quid credas allegoria/ Moralis quid agas, quo tendas anagogia: historia (literal) y proyección tipológica (alegoría), en primer lugar; aplicación al alma (tropología) y proyección al Cuerpo místico y las últimas verdades (anagogia), en segundo lugar, cuya lógica interna surge de la contraposición entre letra: el Antiguo Testamento, y espíritu: el Nuevo. La forma perfecta de este modo de leer la encontraremos en la séptima de las Quaestiones quodlibetales de Tomás de Aquino, quaestio sexta dividida en tres artículos, que resumió luego en el prólogo de la Suma de teología (art. 10). El Aquinate ha heredado la tradición extensa y ramificada que conocemos, y se ha propuesto resolver sus ambigüedades mediante la aplicación de su madura dialéctica. El punto de partida es una semiótica de corte agustiniano combinada con la conciencia del poder absoluto de Dios, que no sólo puede ajustar las palabras a que signifiquen algo sino también hacer que la cosa significada signifique a su vez figuradamente otra cosa (nótese la diferencia entre significado de las voces o palabras querido por el autor, y res, cosas o hechos significativos previstos por Dios). Así que la verdad se manifiesta en la Escritura doblemente: «Un modo según el cual las cosas son significadas por medio de las palabras, y en esto consiste el sentido literal; otro según el cual las cosas son figura de otras cosas (uno modo secundum quod res significantur per verba: et in hoc consistit sensus litteralis. Alio modo secundum quod res sunt figurae aliarum rerum: et in hoc consistit sensus spiritualis, q. 6 a. 1)». La duplicidad fundamental es, pues, de nuevo, la que se da entre letra y espíritu, con las cautelas de que el segundo se funda sobre el primero, único que tiene fuerza argumentativa, y que las posibles oscuridades se pueden resolver mediante los pasajes paralelos. En todo caso, cabe aceptar la pluralidad significativa, ya que una cosa puede ser figura de otra. Notemos además que acaban de comparecer dos tecnicismos nuevos: figura y modus. El segundo artículo del Quodlibet se plantea la articulación de la pluralidad significativa transmitida hasta entonces con el problematismo que ya conocemos. Y la resuelve afirmando que la verdad espiritual «se ordena a dos fines, a saber: a creer rectamente y a obrar rectamente». En el segundo caso, tenemos el sentido tropológico o moral; en el primero, es preciso distinguir según el orden de las cosas que hay que creer, pues el Antiguo Testamento es figura del Nuevo, y uno y otro son figura del cielo: El sentido espiritual, ordenado a creer rectamente, puede fundarse en aquel modo de figuración por el que el Antiguo Testamento figura el Nuevo: y así es el sentido alegórico o típico, según el cual las cosas que sucedieron en el Antiguo Testamento, se exponen acerca de Cristo y la Iglesia; o bien puede fundarse en el modo de figuración por el que a la vez el nuevo y el antiguo significan la Iglesia triunfante, y así es el sentido anagógico (q. 6 a. 2 co.).

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En cuanto a los sentidos agustinianos (por ejemplo, etiológico, analógico) y el parabólico son subdivisiones del literal. Las similitudines imaginariae, esto es, metáforas o comparaciones referidas a Cristo no exceden el sentido literal, sólo serán alegóricas personas o hechos, realmente sucedidos, que lo prefiguren (q. 6 a. 2 ad 1). Llamar ‘león’ a Cristo no pasará de ser una metáfora, mientras que Adán, padre de la Humanidad, sin saberlo él mismo ha anticipado realmente a Cristo. Y lo mismo vale para el tropológico, no sirve cualquier instrucción moral, sólo la que derive de la semejanza con algunas res gestae.37 Así se resuelve el problema, lo que se complementa con la observación de que no hay por qué encontrar los cuatro sentidos en todos los pasajes. Por ejemplo, las cosas que hablen de la gloria eterna deben entenderse literalmente, pues no son figura sino figuradas (q. 6 a. 2 ad 5). Naturalmente, resta un problema, que no podía escapar a la penetración del Aquinate, al que reserva el artículo 3º: si pueden encontrarse estos sentidos en cualquier clase de escrito. Pues las demás ciencias, como la Escritura, proceden mediante semejanzas, y en particular es propio del arte poética designar la verdad de las cosas mediante semejanzas fingidas (poeticae artis est veritatem rerum aliquibus similitudinibus fictis designare, q. 6 a. 3 arg. 2). Pero sólo Dios puede hacer que un hecho prefigure otro, sólo Él puede significar mediante la ordenación de las cosas, sólo Él escribir con la historia, digámoslo así, por lo que «en ninguna ciencia fruto del ingenio humano, propiamente hablando, puede encontrarse más que el sentido literal, sino sólo en esa Escritura cuyo autor es el espíritu Santo y el hombre simple instrumento (in nulla scientia, humana industria inventa, proprie loquendo, potest inveniri nisi litteralis sensus; sed solum in ista Scriptura, cuius spiritus sanctus est auctor, homo vero instrumentum, q. 6 a. 3 co.). Lo que todavía se subraya con aquello de que las ficciones poéticas no están ordenadas sino a significar, por lo que no sobrepasan el modo del sentido literal (fictiones poeticae non sunt ad aliud ordinatae nisi ad significandum; unde talis significatio non supergreditur modum litteralis sensus, q. 6 a. 3 ad 2). De lo visto se infiere que, de acuerdo con lo visto por Dahan (2005: 209), hay que tener la precaución de reconocer que ‘alegoría’ vale triplemente: a) por el tropo definido por las retóricas antiguas, y entonces, añadamos nosotros, toda vez que lo que cuenta no es la parábola sino su significado, se reduce a sentido literal; b) como sinónimo de sensus spiritualis o mysticus, opuesto al litteralis; c) como una de las posibilidades dentro del spiritualis, el sensus typicus, que se opone a tropologia y anagoge. Pluralidad que se explica porque estamos ante el resultado de varias tradiciones:38 la que procede de la retórica y la gramática antiguas, que se continúa en las   Se notará que ello permite comprender «ejemplares» en las de Cervantes, pues con independencia de las reflexiones del narrador o personajes, basta con que se pueda tomar por modelos, positivos o negativos, a personajes, comportamientos y resultados. 38  Dahan menciona que el alegorismo no es patrimonio exclusivo de la exégesis cristiana. A despecho de la acusación sistemática a los judíos, por parte cristiana, de quedarse en la corteza de la Escritura, el alegorismo es practicado de forma sistemática por la exégesis medieval judaica, desde su mismo monumento, la Guía de perplejos, de Maimónides, hasta sus seguidores del siglo xiv. Maimónides, como es sabido, ha diferenciado hasta siete formas de oscuridad en la Escritura que inducen a perpleji37

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Artes poeticae medievales;39 la del alegorismo alejandrino, tal como la cristianizó Orígenes; la de la exégesis de Antioquía, partidaria de la restricción del alegorismo; y se pregunta Dahan (2005: 217) si no estará también presente la del símbolo del pseudo Dionisio. Para lo que nos importa, basta con tomar conciencia de que es una historia antigua y compleja la que Tomás de Aquino sistematiza en el siglo xiii. Pero conviene reflexionar además en la concepción temporal que implica el procedimiento. Cuando el Aquinate responde a si en cualquier pasaje de la Escritura se deben buscar cuatro sentidos, precisa que «principalmente, de lo previo se significa lo posterior; y por eso a veces en la Escritura se dice algo literalmente de lo previo que puede exponerse espiritualmente de lo posterior, pero no a la inversa (quandoque in sacra Scriptura secundum sensum litteralem dicitur aliquid de priori quod potest spiritualiter de posterioribus exponi, sed non convertitur, q. 6 a. 2 ad 5). Es decir que todo suceso es irreversible, no hay ciclo, eterno retorno o vuelta atrás posible; como sabía bien Dante, que adopta la perspectiva de la verdad figural consumada (Auerbach, 1938: 118): Judas hizo lo que hizo y lo pagará en el último círculo del infierno por toda la eternidad. Non convertitur: cada hecho figura, alegoriza, o es tipo de otro posterior con el cual se relaciona en términos de promesa o profecía/ cumplimiento. La noción retórica de alegoría se ve, pues, forzada a acoger un sentido cristiano que la desborda, el tipológico, que promueve un conflicto entre dos temporalidades, muchas veces señalado por la crítica, y en el ámbito de la teoría de la literatura sobre todo a partir del Figura de Auerbach (1938). Un título de Bernardelli La línea y el círculo (1990) es bien expresivo. En efecto, la alegoría retórica, como noción principalmente utilizada por los estoicos, implica una concepción del tiempo cíclica o circular, que es la propia del mundo antiguo: la ekpírosis o deflagración universal consume un ciclo del lógos y marca el comienzo de uno nuevo. Ella es incompatible con la visión cristiana que concibe la historia como historia de la salvación, e implica una división del tiempo en antes y después de Cristo, cualitativamente diferentes: el primero anuncia el segundo, que lo completa y a su vez instaura por medio de la Iglesia un cuerpo místico que avanza colectivamente hacia el Juicio final. La crítica es unánime al respecto: la exégesis intenta mediar entre ambos tiempos, el corriente y el propiamente tipológico, con varia fortuna. Auerbach vio de forma penetrante el carácter plástico del término figura, tan adecuado para una relación entre hechos, no para abstracciones o palabras: «Uno [un hecho] no se reduce a ser él mismo, sino que además equivale al otro, mientras que el otro incluye al uno y lo consuma» (Auerbach, 1938: 99). Los hechos son reales, comprender la dad, la cual ha enseñado a vencer. En conjunto, la exégesis judía acostumbra a diferenciar cuatro sentidos, aunque éstos no coinciden exactamente con los cristianos, puesto que el cristocentrismo que justifica el quadruplex sensus está ausente de ella. Por otra parte, para esta exégesis la oscuridad es una protección que evita que la verdad quede al alcance de los malintencionados. Véase ahora el minucioso libro de Gatti (2003) y en particular la n. 35 (p. 49). 39   En Sanmartín y Vidal, eds (2005) puede verse un amplísimo recorrido por las presencias de la alegoría en la literatura española, con un esbozo de distinción de edades que llega hasta el presente.

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relación entre ellos es un acto espiritual. La orientación del tiempo histórico hacia la consumación de los tiempos, que proporciona el esquema general, es materia de fe, que la garantiza; sin embargo, no exime de reconocer la concreción de los hechos puesto que es imposible saber de antemano cuál será figura de cuál, ni siquiera hay necesidad alguna, fuera de la voluntad divina —pero ésta es inescrutable— en el cumplimiento. No se ven los hechos en su encadenamiento, unos como resultado de otros, sino desde un modelo vertical, un orden que remite a un cumplimiento, seguro pero aún no acaecido. Esta concepción grandiosa, susceptible de aplicaciones y desarrollos posteriores, sugirió a Auerbach (1938: 112) aquello de que «no tengo muy claro hasta qué punto se pueden determinar figuralmente las ideas estéticas y, por consiguiente, si es posible comprender la obra de arte como figura de una realidad todavía no alcanzada y consumada». Aunque sacó abundante rendimiento de su duda en Mímesis (1942), como Hayden White (1999) ha visto muy bien. Sobre ello volveremos. Pero un esquema de los principios de la interpretación medieval, aunque haya de ser tan simple como el que estamos trazando, no puede agotarse aquí. Pues se habrá notado que hay otro término, muy característico, que ha hecho ya su aparición en varias ocasiones, el de modus. Un término que se relaciona con las modalidades lógicas; con la gramática especulativa de los modistas, centrada en los modos de significar; con los modos ontológicos, determinaciones o afecciones de la esencia de los entes;40 y que subsiste aún hoy en el par gramatical modus frente a dictum. Y es que la doctrina medieval no se contentaba con el cuádruple sentido, sino que era consciente de que la Escritura, sin dejar de ser una, recurre a diversas maneras discursivas, por ejemplo, unas veces narra, otras explica las causas de lo narrado (etiología), otras proporciona analogías, y eso sin necesidad de salirnos del sentido literal. Volvamos sobre el Breviloquium, de Buenaventura. En su quinto parágrafo afirma que la Escritura no procede de «modo definitivo, divisivo, colectivo […] como las otras ciencias sino narrativus, praeceptorius, prohibitivus, exhortativus, praedicativus, comminatorius, promissivus, deprecatorius, laudativus, para que seamos buenos y nos salvemos, lo que no es de razón sino de inclinación de la voluntad» (24-26). Minnis (2000: 231) habla gráficamente de «quadruplex sensus pero multiplex modus» para referirse a las variadas tácticas retóricas y estilísticas por las que el texto puede edificar al que lee. Estamos, pues, ante un contraste entre conceptos hermenéuticos y retóricos. Desde luego, en el pasaje de Buenaventura, los modos definitivo, divisivo, colectivo nos recuerdan la tradición dialéctica (arte de la definición, análisis y síntesis) propia de la ciencia desde el Fedro platónico, mientras que los restantes, más bien retóricos, nos llevan ante las dos vías posibles de alcanzar la verdad: la racional frente a la que mueve (el térmi40   El Diccionario de filosofía de Ferrater Mora aporta un ejemplo cómodo, procedente de Duns Escoto, que adapto un poco: en «sonido audible», ‘audible’ pertenece a la esencia de ‘sonido’, no es por tanto un ‘modo’; en cambio, en «sonido fuerte», ‘fuerte’ sí lo es, puesto que constituye una determinación intrínseca a ‘sonido’ pero que no siempre se da, por lo que sirve para diferenciar modos del sonido.

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no es retórico) los afectos de quien se acerca con una disposición piadosa (affectus pietatis). Es otra ciencia que trasciende las humanas (recordemos a Gregorio), destinada a derribar la soberbia de la razón humana, con la que no se intenta ganar conocimiento y poder, sino conversión al camino que conduce a la salvación. Teniendo en cuenta el entramado foucaultiano en que se asienta, Minnis se complace en subrayar lo que llama las «fisuras» del sistema,41 y en perseguirlas a través de diversos autores de los siglos xiv, como Nicolás de Lyra, y xv, como Alfonso de Madrigal, el Tostado. El sistema de los modos conlleva una racionalización de los efectos de la Escritura que subraya sobre todo el peso del sentido literal; al fin y al cabo es éste el fiable argumentativamente, ya que lo extraemos del texto (elicitus), mientras que el espiritual lo aportamos o añadimos nosotros (applicitus). Tal es el agudo análisis que Minnis (2000: 245) encuentra en el Tostado, y que parece prefigurar en parte el canon de Betti de que no hay que añadir el sentido al texto, sino sacarlo de él (sensus non est inferendus sed efferendus). También Guillermo de Auvernia en su De legibus afirmó que la analogía entre personajes o hechos históricos que, al permitir afirmar el sentido tipológico, constituye su fundamento, lejos de pertenecer en esencia a aquéllos por voluntad divina, es establecida por los exégetas (Chydenius, 1975: 331).42 Sin embargo, que un literalista convencido como Nicolás de Lyra practicase además liberalmente el alegorismo, lleva a Minnis a relativizar la idea de que el literalismo acabase por prevalecer en la Edad Media. Lo correcto sería más bien, dado que la teoría de los sentidos no se reduce simplemente a la de los modos, reconocer que los mismos pasajes podían ser leídos de forma variada en función de los diversos auditorios y circunstancias. ¿Qué ha sido en toda esta trama de las posiciones entre las que se juega el negocio de la interpretación, para decirlo con expresión heideggeriana, es decir, del intérprete y el autor? La concepción de uno y otro se mueve entre las disciplinas del trivium, gramática, retórica y dialéctica, y la teología, tal como se inscriben unas y otra en las instituciones medievales. Es deber del intérprete exponer claramente y sacar a la luz los sentidos escondidos, distinguiendo cuándo ha de leer a la letra, cuándo según el espíritu, cuándo combinar ambos modos, para lo cual están las reglas, los pasajes paralelos, la distinción entre Antiguo y Nuevo Testamento (así, por ejemplo, en el Breviloquium). La concepción autorial de Agustín de Hipona ya la conocemos y el Aquinate la recuerda de forma sintética: «El autor principal de la sagrada Escritura es el espíritu Santo, el cual puede haber entendido en 41  No es la menor que al tiempo que subrayaban la diferencia entre los modos de la dialéctica y los de la Escritura, aplicasen aquéllos al análisis de ésta. Sin embargo, es posible retrotraer esta observación de Minnis (2000: 248) a la más general —auctoritas frente a ratio— en que Grabmann basó su definición del método escolástico. 42   Para Chydenius, semejante aserto, que por su nominalismo hubiera minado el edificio entero, quedó al margen de la corriente predominante, destinada a asentarse hasta que en efecto el nominalismo acabó por derrumbarla. Sin embargo, parece pasar por alto que para cuando Guillermo de Auvernia, un contemporáneo del Tostado, escribe, la evolución que él describe ya está en proceso de cumplirse. Por otra parte el alegorismo seguirá siendo práctica general a lo largo del Renacimiento.

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una sola palabra de la sagrada Escritura mucho más de cuanto los expositores puedan exponer o discernir» (q. 6 a. 1 ad 5). Pero él representa un punto medio entre dos extremos. El primero lo ejemplifica muy bien Gregorio Magno, que en su praefatio a los Moralia in Job, preguntándose si el autor fue Moisés o algún profeta, se contesta: Pero quién escribiera esto es pregunta muy vana si se cree fielmente que el Espíritu Santo es el autor del libro. Pues escribió estas cosas el mismo que las dictó para escribirlas. Escribió el mismo que se muestra inspirador de la obra de Job, y que trasmitió a través de la voz del escritor los hechos suyos que nosotros hemos de imitar (Praefatio, 17).

Porque, añade, si leemos cosas estupendas, sería ridículo preguntarse por la pluma con que se han escrito en vez de hacerlo por el sentido. Así que en ese momento fundacional, el autor humano cuenta poco y no deja de tener su gracia que a este respecto la actual teoría de la literatura se identifique con los primeros pasos de la teología medieval (naturalmente también se puede argumentar que Gregorio es muy penetrante y anticipa nuestros científicos puntos de vista). A la altura de la Segunda Escolástica, en cambio, es decir, en los siglos xiv y xv, la creciente atención al sentido literal conlleva la pregunta por la intención autorial. Entre 1100 y 1350 ya se había intentado volver a los originales y establecer textos limpios, recuerda Smalley (1969: 2). Así que ya los medievales se preocupan por la veritas judaica y la veritas graeca, ya ellos comparan manuscritos, ya con ellos despierta la crítica aplicada a los textos que se manejan, en otras palabras, no haría falta esperar al Quattrocento florentino para asistir a los primeros pasos de la filología. Con la doctrina del quadruplex sensus no estamos ante una simple norma interpretativa o una técnica de lectura que culminase en el Aquinate, sino ante el eje de una cultura que se extiende a lo largo de mil años: el universo es el libro de Dios, que sólo el creyente puede leer, y todo conocimiento se ordena al de la Escritura, con lo que llega a instaurarse ese simbolismo universal, tan genialmente plasmado por Dante, en el que cualquier secuencia se proyecta verticalmente en dirección paradigmática. Y en función de las Escrituras se asienta la delimitación de los textos canónicos y la centralidad de la Iglesia que discrimina las interpretaciones correctas y es legitimada por ellas; e incluso el estudio de la naturaleza. Tal teoría, sobre todo a partir de Hugo de San Víctor, impregna la totalidad de la civilización medieval a la que se ha podido caracterizar por la idea del «simbolismo universal». La semiótica agustiniana que distingue entre cosas puras, como Dios; cosas que son signos, como las de la creación material; y signos puros, como las palabras, la poesía o los sacramentos (Chydenius, 1975: 339-340), sustenta así la extensión de una doctrina cuya proliferación racionaliza y limita Tomás de Aquino.

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El lugar de la poesía La alegoría parece ser el recurso por excelencia para adaptar textos normativos reinterpretando la sociedad y la cultura que los vieron nacer. Con todo, no deberíamos ver en ella una constante: lo que era una posibilidad para el mundo antiguo, se universaliza con el cristianismo a lo largo de la Edad Media. Eco (1970, 1985) la pone en relación con lo que llama el simbolismo universal, que ejemplifica con bestiarios y bibliotecas. Es la sentencia, tan recordada, del De divisione naturae de Escoto Erígena, de que «nada hay de las cosas visibles y corpóreas que no signifique algo inteligible e incorpóreo (nihil enim visibilium rerum corporaliumque est, ut arbitror, quod non incorporale quid et intelligibile significet)» (apud Domínguez Caparrós, 1993: 180). ¿Qué posición ocupa en relación con el alegorismo medieval la poesía? En primer lugar, es significativo que al abordar el prólogo de Los milagros de Nuestra Señora y acordarse de Hans Robert Jauss, un estudio reciente sintetice así la conclusión de éste: «Después de un tortuoso camino por el frondoso paisaje de Francia, hallaba [Jauss] una solución de continuidad: la alegoría románica […] se había desarrollado […] a partir de la exégesis bíblica, cuyos procedimientos de interpretación pasaron a ser recursos de composición en la poesía religiosa y después en la profana» (Bayo, 2005: 51-52). Lo que confirma que estamos en el camino justo al perseguir la estructura de la exégesis bíblica medieval. Pero, en segundo lugar, dado que no estamos historiando la poética,43 podemos dejar a un lado cuanto tiene que ver con la idea que los medievales se hacen del poeta y la poesía, para centrarnos en lo referente a la interpretación. Y para ello bastará con que nos ocupemos de algunos hitos representativos hasta llegar a la sistematización escolástica del Aquinate y a la aparición de la grandiosa figura de Dante Alighieri y las subsiguientes de Petrarca y Bocaccio. A este respecto lo significativo es que las referencias vengan a ser todavía hoy las ya identificadas por Curtius hace más de cincuenta años, o que el reciente libro de Gatti (2003, cfr. n. 33), cuando quiere caracterizar la hermenéutica medieval, siga apelando a Auerbach. La historia que ha contado Curtius (1948: 305 ss.; 634 ss.) a lo largo de sus excursos, en esencia, se compone de cuatro momentos. Persiguió primero lo que llama «la ciencia literaria» de la patrística, con su intento de justificar la Biblia por que nos es dado encontrar en ella una retórica de la misma dignidad que la pagana. Es el caso, que ya conocemos, de Agustín, al que se puede sumar Jerónimo; en cambio Casiodoro, más radical, defiende que toda retórica se origina en la Biblia (Curtius, 1948: 634). Se detiene luego en Isidoro, al que caracteriza como conciliador: «El hecho mismo de que juzgara la ciencia pagana digna de conocerse y de que la reuniera enciclopédicamente con la 43  Curtius (1948) fue de los primeros en ocuparse de la concepción medieval de la poesía, y en particular del vínculo entre ésta y la filosofía y la teología; así como, en los excursos VII a XII, de los no pocos motivos clásicos que, cristianizados, configuran la imagen del poeta: su locura divina, la poesía como inmortalización y como entretenimiento, elorgullo del poeta…

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ciencia eclesiástica es ya un programa (Curtius, 1948: 645). En un segundo paso, presta superior atención al conflicto entre poesía y escolástica, que empieza significativamente recordando a Hugo de San Víctor y su intento de sistematizar ciencias y artes en el libro III del Didascalicon, considerado la más importante metodología científica de la primera Escolástica: la filosofía se divide para él en theorica, practica, mechanica, logica (765B), y a su vez la lógica en gramática y dissertiva o ars disserendi, algo así como un intermedio entre la dialéctica y la retórica. Curtius recuerda de modo pertinente que la gramática no halla fácil encaje, incluso «algunos dicen que no es parte de la filosofía, sino como un apéndice e instrumento para ella» (763B). Hugo, no por casualidad, pasa por alto la enarratio poetarum y en el cap. IV del libro III, distingue dos tipos de obras: las que propiamente se llaman artes y las appendentia artis, apéndices de las artes (768D). Las primeras tienen por materia una parte «cierta y determinada de la filosofía, como son la gramática, la dialéctica y similares»; las otras sólo miran a la filosofía, esto es, versan sobre alguna materia fuera de la filosofía; a veces, sin embargo, algunas cosas dispersas aquí y allá tocan de forma confusa, o bien, si es narración simple, preparan el camino a la filosofía. De este tipo son todas las obras de los poetas […], también los escritos de aquellos a los que ahora solemos llamar filósofos, que acostumbraron a extender breve materia con largos rodeos de palabras (769 A-769B).

Así que, añade, quien quiera alcanzar la verdad, más vale que no se ocupe de cosas que dan con mucho trabajo poco fruto, porque, «en fin, las artes sin sus apéndices pueden hacer un lector perfecto (denique artes sine appendiciis suis perfectum facere lectorem possunt, 770A)». Mientras que lo que hay de verdad en los apéndices es lo aportado desde las artes, por lo que su lectura, aunque no se rechaza, se justifica para descanso, en los ratos libres, y de cuando en cuando. Aunque Curtius aduce otros testimonios de medievales, no todos concordantes, la conclusión, válida aún hoy, parece ser que coincidiendo con el auge de la escolástica, las artes se reúnen en una facultad con la lógica como centro, y la lectura de los auctores (entre los cuales, los poetas) queda proscrita o al menos disminuida. De modo que también aquí se muestra el nexo entre la institución universitaria y la historia de la interpretación medieval. Naturalmente, la cima del conflicto entre teología y poética puede verse en Tomás de Aquino, a cuyas Quaestiones quodlibetales ya nos hemos referido. El basamento en último término agustiniano de su posición es bien perceptible, pero Strubel (1975) hizo ver cómo las tensiones entre las formas de alegoría apreciables en Agustín de Hipona o en Beda el Venerable desaparecen en Tomás de Aquino,44 que afirma resueltamente la pertenencia de la alegoría in verbis al sentido literal, y subordina la 44   Para Eco (1970: 94) no se trata de negar su dignidad a la poesía, sino de situarla como arte por debajo del verdadero conocimiento, que es el filosófico y teológico.

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totalidad del espiritual a la tipología, es decir, a la teología que estructura de forma sistemática en la Suma teológica. Ésta prevalece, pues, de modo consecuente, sobre filosofía y poesía, que devienen, como es sabido, ancillae, esclavas de aquella. Lo nuevo no es, creo, contra lo que se suele afirmar, la aceptación de varios sentidos literales (que ya estaba en Agustín), sino la tensión —ya no exegética sino teórica, dice Bori (1987: 102)— del sistematismo, que al restringir a la teología la posibilidad de hechos significativos de modo múltiple, cerraba de hecho la posibilidad del simbolismo universal de los bestiarios y enciclopedias (Eco, 1970, 1985). En cualquier caso, como viera Curtius, la idea de que la poesía sea la más baja entre las ciencias es patrimonio común de la escolástica. Pero decíamos arriba que el recorrido de Curtius contemplaba cuatro momentos. Y es que, para él y justificadamente, creo, Dante Alighieri constituye la cima de la ciencia literaria medieval, puesto que sobre componer la Comedia —que, como en el caso del Quijote, amenaza oscurecer un conjunto de obras en prosa y en verso realmente señero— acompañó el Paraíso de la Epístola XIII a Can Grande della Scala, donde al par que explica el prólogo al Paraíso teoriza el modo de leer su propia obra. Allí vamos a encontrar de nuevo una secuencia que remonta a la filología del mundo antiguo: «Seis son las cosas que hay que investigar al principio de cualquier obra doctrinal, a saber: tema, autor, forma, intención, título y género de filosofía (subiectum, agens, forma, finis, libri titulus, et genus philosophie, 18)». Para a continuación defender que el sentido de su obra no es simple, sino polisémico, pues el primero es el literal, pero aún hay otro, significado a través de las cosas significadas literalmente, y este segundo puede llamarse alegórico, moral o anagógico (non est simplex sensus, ymo dici potest polysemos, hoc est plurium sensuum; nam primus sensus est qui habetur per litteram, alius est qui habetur per significata per litteram. Et primus dicitur litteralis, secundus vero allegoricus, sive moralis, sive anagogicus, 20). En otras palabras, que reivindica para su obra el tipo de exégesis que Tomás de Aquino había puntualizado era exclusivo de la Biblia. Pero todavía diferencia entre forma del tratado y forma de tratar la materia, y pronto vemos que forma es sinónimo de modus: «Forma sive modus tractandi est poeticus, fictivus, descriptivus, digressivus, transumptivus; et cum hoc diffinitivus, divisivus, probativus, improbativus, et exemplorum positivus, 28».45 Ya Curtius (1948: 314 ss.) rastreó las fuentes de ese prolijo sistema de modi en la escolástica; curiosamente algunas de estas, como la Summa theologica de Alejandro de Hales, son las que siguen inspirando trabajos actuales como el de Minnis citado. Pero basta con atender a su conclusión: «Dante reivindica para su poema la función científica que la escolástica negaba a la poesía en general» (Curtius, 1948: 320). Donde, claro está, hay que conferir a ‘ciencia’ el sentido medieval de consideraciones como, por ejemplo, si la teología es arte o ciencia. Y vol  Para comodidad del lector, lo que Dante dice es que su obra es poética, de ficción, que contiene descripciones, digresiones y metáforas; y además, que define, analiza, demuestra y refuta, y se sirve de ejemplos. Dicho de otro modo, conjuga los modos de la poesía y de la ciencia. 45

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viendo a la conclusión, contribuye a la grandeza de Curtius que Eco (1985),46 en sus trabajos no haya llegado más lejos que él, al menos en lo que a interpretación de la posición dantesca se refiere: Dante, poeta teólogo, lejos de ser un tomista ortodoxo, «considera que la poesía tiene dignidad filosófica […] el poeta continúa a su modo la Sagrada Escritura» (Eco, 1985: 251). De ahí la reflexión final de que Dante, que sigue siendo un medieval porque considera cuatro sentidos y no más, anticipa el simbolismo moderno, ilimitado. Tomás de Aquino habría intentado limitarlo a la teología, los poetas lo desbordan y preparan «una mística del texto que continuará hasta nuestros días, aunque laicizada y en forma de jouissance, deconstrucción o interpretación jeroglífico-metafísica» (Eco, 1985: 252). Lo que supone dar sin más por buena la diferencia romántica entre alegoría y símbolo, pero al menos está de actualidad. Petrarca y Bocaccio representan la radicalización de la posición dantesca, pues si bien su concepción del sentido se mantiene en la órbita del quadruplex sensus, sobre todo en el caso de Bocaccio se da una auténtica sacralización de la poesía que desestabiliza el sistema entero. De Petrarca se ha podido decir que «sólo raras veces encuentra un equilibrio armonioso entre las dos tensiones antitéticas —teológica y poética— de su imaginación» (Mazzotta, 2000: 350). Y ello se aprecia en el famoso pasaje de la X, 447 de sus Familiares: «Sin duda la poética es mínimamente contraria a la teología. ¿Te extrañas? Poco falta para que diga que la teología es la poética acerca de Dios: llamar a Cristo unas veces león, otras cordero o gusano, ¿qué es sino poético?» Y continúa afirmando que las parábolas de Jesús son alegorías, lenguaje del que «está recubierta toda la poética». Sólo cambia la materia: «Allí se trata de Dios y de las cosas divinas, aquí de los dioses y de los hombres, de donde también leemos en Aristóteles que los primeros teólogos fueron los poetas». Hay que notar que el problema de los nombres de Cristo, y justo con el ejemplo del león, lo ha tratado Tomás de Aquino (Quodlibet VII, q. 6 a. 1 ad 4), aunque la conclusión es muy diferente. De hecho, en la continuación de la carta, Petrarca después de persuadir a su hermano, cartujo, de que no desprecie la poesía, explica alegóricamente la égloga suya que le envía: «Pero puesto que es éste un género que no se puede comprender si no se oye del mismo que lo ha compuesto, para que no te canses inútilmente, te   En su ensayo de 1985 hay una síntesis general de la historia del alegorismo, en cuanto contrapuesto al simbolismo. Al ocuparse de Dante, parte de que el florentino se acuerda también del quadruplex sensus en el Convivio, a la hora de interpretar sus propias canciones. Pero allí: «Veramente li teologi questo senso prendono altrimenti che li poeti; ma però che mia intenzione è qui lo modo de li poeti seguitare, prendo lo senso allegorico secondo che per li poeti è usato» (II, 1, 4), es decir, diferencia con lucidez entre allegoria in verbis, resuelta en sentido literal, e in factis, que es el alegorismo de los teólogos. De ahí la polémica acerca de si la Carta XIII es auténtica o no, etc., que Eco resuelve con la conclusión de que Dante no es un tomista ortodoxo. 47  Fechada a 2 de diciembre de 1349 y enviada a su hermano Gerardo, cartujo, acompañando la primera égloga de su Bucólicum carmen, en la que contrasta su propia existencia volcada a la gloria terrena con la ascética de su hermano (ed. Pierre Laurens: 534). De ahí que dedique buena parte de la carta, primero a rogarle que no desdeñe el poema, y luego a defender la poesía en general con el argumento de su origen religioso y su equiparación con la teología. 46

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explicaré brevemente primero qué he dicho, luego lo que he querido decir (primo quid dicam, deinde quid intendam, X 4, 12)». Donde, de un lado, la intención autorial cuenta, aunque no hay respuesta para qué sucedería en ausencia del autor; de otro, se reformula en términos intencionales la diferencia entre los sentidos literal y alegórico: la verdad oculta bajo el lenguaje poético. Dante, como sabemos, diferenciaba en el Convivio entre la alegoría de los teólogos y la de los poetas (cfr. n. 38); no así en la Carta XIII, según la cual la tipología era de aplicación a la Comedia. Probablemente para Petrarca la distinción entre ambas formas de alegoría se mantiene, pero practica una aproximación entre teología y poesía que, si defiende ésta con la autoridad cristiana de Isidoro tanto como con Varrón y Suetonio, no menos demuestra que para él la escolástica ha dejado de ser autoridad indiscutible; y es que, como dice Curtius, en la Italia del Quattrocento la lucha contra la poesía no será cosa de filósofos, sino de frailes rigoristas. El caso de Bocaccio es más radical. Sus reflexiones se encuentran en su Vita di Dante, con una primera redacción datada entre 1351 y 1355, hoy conocida como Trattatello in laude di Dante porque, como dice su editor, Paolo Baldan,48 se pretende que tiene menos dignidad el perfil biográfico: pero para Bocaccio la poesía era lo más alto, de ahí que su Vita fuera inseparable de la defensa de la poesía. Estamos en la sociedad mercantil del Duecento y el Trecento, cuando los seglares quieren acceder a una cultura hasta entonces reservada a los clérigos, lo que aumenta una demanda que el latín ya no puede satisfacer, y él, Bocaccio, se inventa una sacralidad laicizada que se concreta en la figura del poeta. Y, en efecto, en el marco de una explicación genética de la poesía encaminada a justificar el título de ‘poeta-teólogo’ para Dante, y argumentando contra los que la tienen por vanas fantasías, demostrará que «la poesía coincide con la teología» (71/138). Como el Espíritu Santo por medio de un velo, los poetas mediante ficciones intentaron revelar verdades en espera de que llegase el momento de que pudiesen hacerse claras. Uno y otros merecen el elogio de Gregorio Magno de que el mismo discurso, al tiempo que narra, abre el misterio (72/140). Las historias, visiones, lamentos de la Escritura pretenden hacernos evidente el sentido de la vida de Cristo; los poetas por medio de dioses, metamorfosis de humanos y motivos seductores, la virtud en que para ellos consistía la salvación. Así teología y poesía coinciden en el modo formal, aunque disienten en la verdad de la primera y algunas falsedades de la segunda. Todo lo anterior hasta llegar al pasaje que casi reproduce en toscano, como hubieran dicho nuestros antepasados, el latino de las Familiares de Petrarca que ya conocemos: Digo que la teología y la poesía se puede decir que son una misma cosa, puesto que tratan de una misma cosa (sugetto); antes bien, digo más: que la teología no es otra cosa que una poesía de Dios. Y ¿qué otra cosa es más que ficción poética decir 48   Advierto que Paolo Baldan edita sucesivamente las dos redacciones y los añadidos a la Vita di Dante, lo que explica la doble numeración de los paréntesis de referencia que acompañarán a las citas.

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en la Escritura que Cristo es ora león, ora cordero […]? ¿qué significan las palabras del Salvador en el Evangelio sino un discurso ajeno al sentido? Modo de hablar que nosotros con vocablo más habitual llamamos allegoria (80/154).

Lo que se apoya, como en el caso de Petrarca, en las Etimologías (VIII, 7, 1-3), y en la Metafísica (I, iii, 938b 27) aristotélica. Pero ciertamente la reflexión capital de Bocaccio en materia exegética se encuentra en los Genealogie deorum gentilium libri. Hasta ahora hemos visto que, de acuerdo con la tradición filológica, la intentio auctoris determinaba el sentido literal. En el proemio de su obra, Bocaccio propone, en cambio, «declarar los sentidos escondidos bajo dura corteza, no tan menudamente que sea según la intención de quienes fingieron (non iuxta intentionem fingentium, 8), porque es imposible después de tanto tiempo extraer el sentido (sensus elicere, 8) de aquellos que lo dejaron al juicio de los que habían de nacer después, de los cuales, cuantas son las cabezas casi tantos juicios se encuentran (sensusque ex eis iuxta iudicium post se liquere nascentium, quorum quot sunt capita, fere tot invenientur iudicia, 8). Y cita el ejemplo de la Escritura, que ha producido múltiples interpretaciones, tantas como lectores. Se advierte aquí una nueva sensibilidad para el tiempo, o mejor, un despuntar de la distancia histórica. No hay Providencia alguna que vele por qué sentidos alcancen los intérpretes; incluso cuando Bocaccio establece el parangón con la Escritura lo que destaca es la multiplicidad y diferencia entre éstos. Para la patrística, para los medievales, la verdad era el centro y se sabía dónde y cómo alcanzarla: lectio y meditatio. Lo que Bocaccio lee no es ciertamente la Escritura, sino los testimonios del mundo antiguo, pero además, si bien puede despertar sentidos valiosos, no hay garantía alguna de que sean los originales: «De acuerdo con lo prometido, en la medida que se nos ha concedido, hemos reunido los fragmentos de antaño y los hemos reducido a un solo cuerpo, cualquiera que sea, según las fuerzas de nuestro ingenio» (XIV-I). Del mito a la literatura, dice Mazzotta (2000: 356), porque Bocaccio escribe con una conciencia post-mítica, y desde luego con una conciencia que se está tentado de calificar en sentido muy amplio de moderna, o, al menos, de más moderna. Tras desarrollar la genealogía mítica de los dioses a lo largo de trece libros de una forma que serviría como enciclopedia de la mitología clásica durante siglos, Bocaccio dedica el catorce y quince a una defensa apasionada de la poesía, mucho más extensa que en la Vita di Dante. Su definición habla el lenguaje de la retórica: «Es un fervor de encontrar (inveniendi) exquisitamente, y de decir o escribir lo que se haya encontrado» (XIV-VII). Definición que casi conduce por necesidad al problema de la interpretación, si se trata de «esconder la verdad bajo un velo fabuloso y adecuado (velamento fabuloso atque decenti veritatem contegere, 699)». O también: «Es pura poesía cualquier cosa que se componga bajo un velo y se exponga de modo exquisito (mera poiesis est, quicquid sub velamento componitur et exponitur exquisite, 702). En cuanto a la fábula (de velamento fabuloso), es expresión ejemplar o

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demostrativa49 bajo ficción, quitada la corteza de la cual se hace patente la intención del que narra. Y de éstas distingue Bocaccio cuatro especies. Ejemplo de la primera son las fábulas de Esopo; la segunda mezcla a veces la verdad a la superficie fabulosa, y defiende su existencia con los mitos y con el Antiguo Testamento, «al que los teólogos llaman ‘figura’»; la tercera es más similar a la historia que a la fábula (la Eneida, las parábolas evangélicas); la cuarta nada tiene de verdad ni en la superficie ni bajo ella: delirios de viejas. Lo que hay que destacar aquí es que, a pesar del eco de la distinción entre la alegoría de los teólogos y la de los poetas, en lo que respecta a la ficción fabulosa que es parte constitutiva de la poesía, la bíblica y la pagana se equiparan, o mejor, se consideran como dos especies de una misma entidad. Y desde luego, niega que las ficciones sean sólo por demostración de elocuencia y sin contenido, olvidando la opinión de Quintiliano de que lo falso no se salva por elocuencia posible alguna (XIV-XI). Antes bien, «a veces el sol, el verdadero sentido, [está] oculto por las nubes de las ficciones, que se envilecerían por una demasiada familiaridad» (715). La defensa de la poesía se complementa con la de los poetas, a los que intenta salvar de la clásica acusación de ser mentirosos: sus ficciones no se asemejan a la verdad para engañar sino que el hecho mismo de recurrir a ellas es constitutivo (721). Los poetas llevan al bien a quien los lee: es el caso de David y Job, tanto como de los poetas gentiles (xiv-xvi); no son —dice gráficamente— los simios de los filósofos: esconden en ficciones en verso y cantan en la soledad donde los otros disputan en prosa en la Academia mediante silogismos. Y entre los ejemplos aducidos uno particularmente revelador, el de Virgilio, que procede como lo hace porque: a) imita a Homero; b) muestra la fragilidad humana, como en el caso de Dido; c) exalta a los Julios; d) exalta el nombre romano, que habría de triunfar sobre los cartagineses. Nótese que el alegorismo varía así respecto del proceder de Petrarca. Éste, en la Familiar X, 4, había empezado por exponer el argumento —la fabula— de su poema, antes de explicar su sentido, y digamos que el tal argumento era pura invención. En cambio, Bocaccio ve en la Eneida una referencia a la historia romana; pero es que en los mitos de la Genealogía que ha desarrollado por lo menudo a lo largo de trece libros él ha procedido del mismo modo. De ahí las afirmaciones de de que en Bocaccio se desvanece la diferencia entre historia y ficción, o de la naturaleza indeterminada del sentido literal. Y es que, si se puede ver en el evemerismo —los mitos como narraciones que explican hechos históricos reales— la clave interpretativa de la Genealogía, tal vez no sea exagerado aceptar al Bocaccio que expresa así los orígenes de la cultura como un precursor de Vico (Mazzotta, 2000: 351). Como quiera que sea, no cabe duda de que con su sentido del tiempo, su primacía de la poesía, y su variación sobre el quadruplex sensus nos asomamos a otro momento. 49   Recuérdese que los tres géneros retóricos son el judicial, el deliberativo y el demostrativo o epidíctico, es decir, el consagrado a celebrar o denostar a los héroes de la ciudad. En otras palabras, el tipo de discursos que refuerza los lazos cívicos mediante valores, lo que tendía a identificarse con el espacio de la poesía.

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4.  Literalismo humanista Es indudable que los términos ‘renacimiento’ y ‘edad media’ distan de ser neutrales; sin duda su acuñación fue un éxito, si lo que se pretendía era enterrar la Edad Media bajo el peso de la incomprensión y realzar el Renacimiento como antecedente del mundo moderno. Mas los rasgos de continuidad entre uno y otro período no escasean. Así, por ejemplo, contra el tópico que quiere que el platonismo predomine hasta mediados del siglo xvi y aunque fuera la época de más estudio de Platón desde el cierre de la Academia, hoy sabemos que la presencia de Aristóteles fue una constante en todo momento: el Estagirita ofrecía una sistematización de la ciencia, un desarrollo de la dialéctica, y una ética que no se podían encontrar en Platón.50 O, por citar un ejemplo dispar, se ha podido ver en el IV Concilio de Letrán (1215) una reafirmación de la autoridad de la Iglesia —mater et magistra— que acabaría por justificar la queja de los reformadores del xvi de que ella se situaba por encima de la Escritura misma. A la inversa, una pensadora tan penetrante como Hannah Arendt (1958: 286), a pesar de contrastar con el racionalismo medieval la «gran sed de experiencia directa del Renacimiento, caracteriza la época moderna con el concepto de ‘alienación del mundo’ y pone en el descubrimiento del telescopio por Galileo, es decir, en la nueva ciencia del siglo xvii, su hito fundacional. Y tal vez en el trasfondo, Hegel. Hegel, puesto que significativamente en la Fenomenología del espíritu (C. AA. V) la autoconciencia, cuya cima era la conciencia desventurada, se ve superada por la «certeza y verdad de la razón». Que ya no pone su centro en un infinito e inalcanzable absoluto; sino que, por decirlo de una forma simple, retorna a sí misma y adopta o empieza a adoptar una actitud positiva ante el mundo, de observación y búsqueda. Estamos, puede decirse, en una verdadera encrucijada, y si se ha bautizado al Renacimiento como la edad de la crítica, no menos se puede denominar la era de la interpretación (Grafton, 1985; Magnard, 1993). Las circunstancias materiales: la imprenta, la subsiguiente transformación del mercado del libro, los nuevos protagonismos sociales, fueron factores decisivos. Cambiará la concepción del lenguaje, de ver en el latín y el griego lenguas intemporales con una relación realista con aquello que denotaban, a una superior sensibilidad para la historicidad de las lenguas. Es algo parecido a lo que se afirma cuando se dice que, probable efecto de la extensión del nominalismo bajomedieval, en el Renacimiento se rompe el lazo entre verba y res; se instaura así una desconfianza en la transparencia del signo que conducirá a consecuencias diversas, entre ellas la separación de inventio y dispositio de un lado (que van a parar a la dialéctica por obra del ramismo), y de la elocutio de otro, a la que 50   Baste recordar que la traducción de Bruni que sirve de base a su De interpretatione recta (cfr. II.4.c) es de la Ética a Nicómaco, de la que esperaba una regla para intervenir en la vida pública florentina. O el Panepistemon de Poliziano, su praelectio al curso de 1490-1491 sobre esa misma Ética, donde busca un compromiso entre trivium y quadrivium medievales y división de la filosofía, que conducirá a los Studia Humanitatis (Maïer, 1986).

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empieza a reducirse la retórica. Asistiremos, pues, a una importancia de la dialéctica que, si no llega aún a la centralidad cartesiana del método, parece preludiarla. Y ya no se va a esperar de los textos una ontología sino un arte de vivir y de pensar (que no proporciona el quadruplex sensus), lo que induce a Magnard a afirmar que el gran canon interpretativo de la época sería el de la coincidentia oppositorum: hay una sola verdad y es la filosofía la que debe juzgar, aunque también puede hacerlo la teología cristiana. Lo aprecia en Marsilio Ficino, Pico della Mirándola, Gemistio Pletón, Nicolás de Cusa…, y en Montaigne (III, xiii) la inversión que erige en único juez su propio criterio. El Humanismo, precisamente por oposición a la escolástica, va a introducir una nueva sensibilidad para la palabra que será determinante para un sesgo de la hermenéutica sin el cual no se explica la configuración clásica de ésta. Y ello desde las mismas palabras de Aulo Gelio: Los que han hablado latín sirviéndose correctamente de las palabras no han querido que humanitas fuese lo que pretende el vulgo y que los griegos llaman philanthropia […], sino que han llamado humanitas más o menos a lo que los griegos nombran paideia y nosotros “erudición y formación en las buenas letras” […] El cuidado y enseñanza de este saber y disciplina sólo al hombre es dado, de todos los seres vivos, que es por lo que se la ha llamado humanitas (Noctes Atticae, XIII, xvii, 1-2).51

Ya en la Antigüedad Aulo Gelio prevenía contra una interpretación del término que escamotease el aspecto filológico, verdaderamente definitorio. En efecto, el Humanismo provocó un auge de la filología porque se proponía comprender a los clásicos como hecho histórico, lo que le enfrentaba a los medievales, cuyo latín —que, por cierto, había llegado a ser eso que hoy llamamos un metalenguaje científico, una lengua técnica eficaz— valoraban como bárbaro. El deseo de recuperar a los clásicos se expresa, por ejemplo, en el impulso de Petrarca de escribir una carta al mismísimo Marco Tulio Cicerón (XXIV, iii) en la que le habla como a alguien a quien conoce muy a fondo, pero del que se despide diciendo: «Adiós para siempre, Cicerón. Desde el mundo de los vivos, a la orilla derecha del Adigio, en Verona, ciudad de la Italia Transpadana, a dieciséis de junio del año mil trescientos cuarenta y cinco del nacimiento del Dios que tú no conociste». A propósito de textos como éste, Bruns (1992: 147-148) hace notar que revivir el espíritu ciceroniano supone saltar el tiempo, no rasgar un velo; revivir la Antigüedad, no alegorizarla; alcanzar ese clima de intimidad en que se puede realmente comprender al otro, más que imitar servilmente sus palabras. Con lo que estamos entonces ante lo que denomina un texto «pneumático» 51   Es significativo que cuando el año 1600 el catedrático de gramática de la Universidad de Salamanca Baltasar de Céspedes compuso su Discurso de las letras humanas llamado el humanista, al definir qué cosa era «Humanidad o Letras Humanas», se acordase perfectamente del término paideia y redujera el Humanismo a conocimiento del latín y griego y de cuantas cosas están escritas en las lenguas clásicas (1-20). Estupendo ejemplo de continuidad histórica.

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—que vale por su espíritu, más allá de la letra— que entra y habita o se encarna en quien lo lee. En el Humanismo despunta una valoración estética del pasado que penetra hasta la hermenéutica bíblica, como se aprecia muy bien en el caso de Fray Luis de León. Y se producirá una rehabilitación de la retórica contra la filosofía, que se condena como inseparable de la escolástica y de ese latín bárbaro cuya pureza hay que restaurar. Porque hablar bien es algo más que meramente hablar: «En realidad, el discurso es fiel trasunto del espíritu, y el espíritu, guía eficaz del discurso» (Petrarca, Familiares, I, ix: 242). Apreciaciones de este tipo no es difícil encontrarlas en las obras de los humanistas. Lorenzo Valla comienza sus Elegantiae linguae latinae hablando en términos de «nosotros, romanos» (59); alegrándose de, aun habiendo perdido el poder, reinar por medio de la lengua latina en gran parte de la tierra: «Entre nosotros […] nadie habla sino ‘romano’, lengua en la que están contenidas todas las disciplinas dignas de un hombre libre» (61); y, lamentándose del abandono del ‘romano’, por lo que emprende la tarea de revitalizarlo. El móvil filológico, de particular significado en Italia, es inseparable del político y del ético. La evaluación del Humanismo es controvertida, pues se puede afirmar que ha caído bajo el prejuicio de la filosofía alemana contra la latina. La más ilustre de las condenas es la de Heidegger (1976: 23) por la que «todo humanismo se basa en una metafísica: concibe una determinada naturaleza y libertad del hombre». Porque si se concibe el entendimiento como lugar de identificación de las cosas y las ideas, «a esto último es a lo que se puede llamar ‘humanismo’: la figura humana como unificación y centro» (Leyte, 2005: 237). En efecto, el estudio de las letras de humanidad conlleva la valoración de ser el único digno del hombre libre, es decir convierte a éste en substancia, en centro, incluso cuando habla Descartes de res cogitans en cosa, sí, pero privilegiada por lo de cogitare (Leyte, 2005: 239). De modo que la crítica al humanismo se seguía por necesidad del contexto del pensar heideggeriano. Hay, no obstante, también una defensa ilustre, la de Ernesto Grassi: los humanistas precisamente se fijan en la desocultación del ser por la palabra poética, una palabra concitada por la interpelación del momento histórico, existencial, por lo que escapan a la condena heideggeriana de la tradición filosófica occidental como metafísica; en el lenguaje poético «lo originario habla revelándose» (Grassi, 1993: 37). Otras críticas contra el Humanismo tienen que ver con su volverse al pasado —crítica esta que desconoce la clara inspiración política de los humanistas, subrayada por Garin, en favor de una Italia unida y libre. Despuntar de la filología La filología del Humanismo tiene muy presente el espíritu de la gramática de la Antigüedad, que conoce, por ejemplo, por Quintiliano y Servio, y que tiene por fin la enarratio poetarum postergada por la escolástica. Edición de textos y exégesis en

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forma de glosas, de comentarios propiamente dichos, o de paráfrasis, se reparten la actividad de los humanistas, uno de cuyos primeros logros brillantes consistió en el desenmascaramiento por parte de Lorenzo Valla de la superchería medieval que era la Donación de Constantino. En carta a Cándido Decembrio (en Opera omnia I: 633 ss.), Valla nos descubre algo muy fisiognómico de la actividad humanística. Narrando a Decembrio su discusión con un jurista, hace decir a éste, que aducía a Bartolo contra Cicerón: «No son de nuestra incumbencia las palabras sino los pensamientos, no las hojas de los árboles sino las pomas y los frutos, a diferencia de lo que hacéis vosotros los oradores, que os ocupáis de ellas» (634). Los humanistas son los oradores, claro está, lo que ya resulta significativo. Valla le pide un libro del tal Bartolo para leerlo y es contundente: «Asinum loqui, non hominem putes (pensarías que habla un asno, no un hombre)». Y concluye que tal separación entre sententia y verba no se sostiene, ¿qué sería del SPQR si se variase el orden? ¿cómo va a interpretar las leyes el que ignora la lengua latina, cómo va a conjeturar en los lugares dudosos? (642). Tal defensa de la relevancia de la palabra52 para alcanzar los contenidos (res) caracteriza la actitud humanística y explica su vigoroso desarrollo de la filología, cuyo contenido podremos apreciar si nos volvemos al que tal vez fuera el mayor de ellos, Angelo Poliziano (además de notabilísimo poeta). En primer lugar, contribuye a orientar el significado de interpretatio hacia su valor moderno cuando afirma, en el conocido prólogo a su Lamia, que él va a comentar a Aristóteles como intérprete,53 no como filósofo (sed certe interpretem profiteor, philosophum non profiteor 16, 18-19); pone como ejemplo al intérprete de poetas, que no por eso es poeta, y se acuerda de Simplicio comentarista de Aristóteles: «Pero nadie le llama filósofo, todos le llaman gramático (At eum nemo philosophum vocat, omnes grammaticum 24-25)». Así que intérprete y gramático (sin duda en el sentido que conocemos por Quintiliano) son equivalentes, incluso sinónimos. Ahora bien, ¿cuál es la tarea de éstos?: «Son sus partes que examinen y expliquen (excutiant atque enarrent)54 todo géneros de escritores, poetas, historiadores, oradores, filósofos, 52   Pero guardémonos de pensar que se trata de una actividad aséptica. La De falso credita & emendita Constantini donatione Declamatio de Lorenzo Valla tenía un significado proaragonés y antipapal que no escapó a la Inquisición en ningún momento, y que hubiera costado un disgusto a su autor de no ser por la protección de Alfonso V, rey de Nápoles, cuyo elegante elogio latino puede leerse aún hoy en la fachada triunfal que impuso al Castel Nuovo de los Anjou. Pues no sólo emplea Valla argumentos referentes a que los personajes y el latín de la Donación no corresponden a la supuesta época de ésta, sino directamente políticos: de ser cierta la donación toda Europa debería pertenecer al papa, pero es más fácil que sus soberanos desposean a éste que no que renuncien a sus reinos en beneficio del Pontífice. 53   Su editor, Ary Wesseling (1986: XIII), llama la atención sobre la novedad de esta Praelectio al curso sobre los Primeros analíticos de Aristóteles en el curso de 1492 de la Universidad de Florencia. Desde 1480 Poliziano era profesor de retórica, pero el curso 1490-1491 se salta las barreras y se pasa a la Ética a Nicómaco, y posteriormente al Órganon entero. Según Wesseling es probablemente en este texto cuando por primera vez en la historia europea se proclama la tarea de la filología. 54  Nótese que excutio significa literalmente sacudir algo hasta hacerlo caer: el gramático examina su texto tan minuciosamente como para establecer su autenticidad, como Valla había hecho con la Donación de Constantino.

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médicos, jurisconsultos»; y recuerda su autoridad entre los antiguos, que los llamaban jueces o críticos de los escritos ajenos, porque no sólo tachaban los versos espúreos con la virgula censoria, sino que juzgaban de la autenticidad de libros enteros: «Y no otra cosa es el gramático sino el literato en letras griegas y latinas (nec enim aliud grammaticus Graece quam Latine litteratus, 16,33-17,10)», por lo que pueden indignarse de que se llame gramáticos a los que sólo enseñan las primeras letras. En pocas palabras, en Poliziano se pueden rastrear los primeros pasos de lo que será el programa de la gran filología: crítica textual e interpretación; así como una clara apreciación de que el arte del intérprete es formal, esto es, se extiende a toda clase de textos. En cuanto a su práctica, Antonio Garzya (1991) la sintetizó de forma cómoda cuando llamó la atención sonre el praefatio a los comentarios a las Silvas de Estacio: Pero para que procedamos con más claridad y para que percibáis cada cosa más fácilmente, seguiremos tal método, que primero expliquemos el pensamiento mismo, luego aclaremos el orden de lectura, luego expongamos con toda diligencia cada una de las palabras, después persigamos lo perteneciente al artificio, y si se puede entre tanto hacer salir por algún lado pensamiento digno de anotación, extraído de lo escondido lo pongamos en medio (Commento inedito alle Selve di Stazio, 60, 10-16).

Así que, para seguir con el ejemplo, empieza su comentario con una Vita Statii (3-11) donde no se limita a la biografía, sino que caracteriza sus escritos mediante notas críticas apoyadas en citas de los clásicos. Aborda luego (Liber primus, praefatio, 15) la primera de las Silvas con una exposición de lo que llama argumentum epistolae (que corresponde al pensamiento: sententia), y procede después a una discusión del género: no estamos realmente ante una silva sino ante una epístola. Lo que justifica la aportación de autoridades, etimología de ‘epístola’, y vicisitudes del género en latín y en griego. Por fin, avanza palabra por palabra, aclarando realia, usos gramaticales, y figuras. Se trata de un método que se ciñe a la letra del texto, que va glosando minuciosamente aportando pasajes de todos los autores de la Antigüedad, a veces brevemente, a veces durante páginas; que busca siempre mejorar la comprensión de cada lugar; y que pretende, con espíritu anticuario, no dejar aspecto alguno por tratar: morfología y sintaxis, léxico, etiología, retórica, mitología, arte, ciencias… Los supuestos del gran Erasmo, que quiere unir eruditio y pietas, no parecen diferir mucho y difundirán el método por el Norte de Europa. En su tratadito didáctico De ratione studii, deque pueris instituendis Comentariolus es particularmente claro: el conocimiento es doble, de las cosas y de las palabras, pero primero de las palabras, aunque sea más importante el de las cosas (verborum prior, rerum potior, 101); puesto que las cosas no se conocen sino por las palabras, quien desprecie el sermo, por fuerza delirará. De ahí la primacía de la gramática griega y latina en la educación.

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En su prefacio a Séneca, Erasmo (Chomarat, 1980-1981 I: 495) había censurado a los medievales que se acercaban a los textos paganos llevados por el amor a la religión, por lo que no podían entender nada de lo relacionado con la retórica y la cultura —ignoraban ambas— características de aquellos autores. Frente a ellos, su método para la praelectio o explicación de autores, tal como aparece en el ya citado De ratione studii, se compone de breve elogio del autor escogido; atractivo y utilidad del género al que pertenece; explicación del nombre del género; tipo de verso y sintaxis; explicación detallada de cuanto llame la atención en léxico, composición, retórica e incluso crítica; comparación con pasajes de otros autores; lectura moral en busca de enseñanza. Lo que se complementa con la necesidad de tener en cuenta la intención autorial (consilii ratio), así como, a la hora de leer, esforzarse por captar el sentido completo: universam sententiam. Todo ello encaminado a la elocuencia, que es para lo que se supone que prepara o debe preparar la lectura de los textos clásicos. No es muy diferente a Poliziano. Tampoco es difícil encontrarle paralelos con el De auctoribus interpretandi sive de exercitatione (1581), opúsculo del Brocense que viene a ser la contrapartida de Erasmo, aunque el profesor de Salamanca no apunte a la enseñanza primaria. La diferencia es doble: de una parte, para el Brocense, retexere, es decir, interpretar, es operación previa a componer y de mayor mérito donde para Erasmo lo era para hablar; de otra, Erasmo seguía paso por paso a Quintiliano (Inst. Or. I, viii) mientras que el Brocense es tan dialéctico como retórico. Para el Brocense el método necesario se llama «análisis», cuya función es descifrar la obra desde el principio: lo primero es encontrar la quaestio, es decir, qué es de lo que se trata (quid sit id de quo agatur). Luego, examinar los argumentos en que se apoya y referir a los lugares (argumentativos, se entiende) de donde se toman; finalmente, considerar la disposición y su método, que se subdivide en doctrinae an prudentiae, es decir, de la doctrina o práctico (parece probado que el Brocense se dejó influir por las ideas de la Rhetorica de Talon de 1548, aunque no llegó a conocer las de Ramus,55 perseguido por motivos religiosos). Toda la teoría del Brocense cabe en las pp. 3-4 de la edición empleada; tal vez por eso la acompaña con el ejemplo de la definición temática de cinco odas de Horacio, y, sobre todo, con una aplicación de su modo de leer al Arte poética, en la que, según él, muchos, creyendo encontrar el vellocino de oro, volvieron sólo con lana, y ésa de cabra (así las gastaba con sus colegas el extre55   Así lo afirma Martín Jiménez (1997: 99). Desde luego, la diferencia entre methodus doctrinae y methodus prudentiae la encuentro en los Dialecticae libri duo de Ramus acompañados por praelectiones de su colaborador, Omer Talon. En la edición manejada, de 1560 (pero hay al menos otra, de 1555, sobre la que se hizo la edición crítica de M. Dassonville en 1964), vienen las dos definiciones: «Methodus doctrinae est, qua evidentius omnino & absolute notius preponitur (aquél por el que se antepone lo completamente evidente y absolutamente conocido, 209; esto es, por el que se avanza de lo más a lo menos conocido)». En cuanto al de prudencia: «Sequitur methodus prudentiae, in qua res praecedunt, non omnino & absolute notiores, sed certe ei, qui docendus sit, convenientiores, & probabiliores ad inducendum, quo volumus (sigue el de prudencia, en el que no preceden las cosas completa y absolutamente más conocidas, sino las más convenientes y adecuadas para llevar donde queremos a aquél a quien hay que enseñar», 225; a lo que añade que descansa más en la prudencia de los hombres que en el arte y preceptos de la doctrina).

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meño). Para él está claro que Horacio nos ha querido describir al poeta perfecto en pocos preceptos bien ordenados, lo que se apoya en que los Pisones, según él, debieron ser guardianes de templos encargados de distribuir premios a los autores de comedias, así que es creíble que le pidieran a Horacio una norma por la cual pudieran sobresalir. El resto consiste en la exposición de los seis preceptos y cuestiones conexas que el Brocense encuentra en Horacio; dado el carácter de estos preceptos —que la obra sea una, etc.— esta parte es, sencillamente, una retórica, lo que demuestra lo fluido de la relación entre ella y la interpretación: cuestión de mera perspectiva, en la que cada una tiene a la vista a la otra, según se trate de leer para escribir, o de escribir para leer. Sería un error, no obstante, restringir el ámbito de este arte formal de los humanistas a lo que hoy consideramos literatura y ellos llamaban poesía; o a la exégesis bíblica, a la que nos referiremos pronto; o al mundo jurídico. Luca Bianchi (2003: 185) ha criticado la versión de la «prehistoria de la hermenéutica» que han dado los autores de la filosófica, esa por la cual, siguiendo a Dilthey, tras el mundo antiguo todo reempezó por la exégesis luterana para alcanzar la madurez con Schleiermacher, primer defensor de una hermenéutica general; con el propio Dilthey; y después con Heidegger y Gadamer. Bianchi (1993, 2003: 188) ha argumentado de forma convincente que la mayor parte de la producción filosófica occidental entre el Helenismo y el umbral de la Edad Moderna consistió en «interpretación crítica de obras a las que se juzgaba dotadas de autoridad»; y que en el Renacimiento «el movimiento de apropiación del pensamiento antiguo ha desempeñado un papel decisivo en la toma de conciencia de los problemas, prácticos y teóricos, de la interpretación». Y no se ha quedado en la discusión, sino que ha aportado abundantes testimonios que prueban sus asertos y obligan a rectificar lo que pensábamos. Son sobre todo tres tesis: a) que el peso de la exégesis escolástica traspasa las fronteras de lo que llamamos Renacimiento y alcanza incluso a muchos humanistas proclives a la invectiva «antibárbara»; b) que el principio según el cual cada autor es el mejor intérprete de sí mismo (sui ipsius interpres) no es privativo del luteranismo sino que rige íntegramente el acercamiento humanístico al corpus aristotelicum; c) que tal principio se ha discutido en el seno de los tratados sobre métodos de interpretación del pensamiento aristotélico desarrollados entre los siglos xv y xvi. De la primera tesis nos ocuparemos en II.4.c. En cuanto a la segunda, las limitaciones técnicas de esta incipiente filología hacen que, a falta de ediciones críticas como las actuales, los intérpretes recurran al conocimiento global del autor como único medio de discriminar lecturas. Con lo que superaba la filología lo que sería puramente ecdótica para abarcar también la interpretación. A partir de este complejo, siempre según Bianchi, surgirá la necesidad de acercarse a los originales griegos y, entre los comentadores, en todo caso a los griegos por supuestamente más próximos al original; así como la exigencia de tener en cuenta el corpus entero, aunque el orden de éste no llegasen a verlo con criterio genético sino lógico, o según la jerarquía entre las disciplinas. Bianchi ha recordado el De causis obscuritatis Aristotelis earumque remediis, del valenciano

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Pedro Núñez (1553), como ejemplo práctico del «interpretemos a Aristóteles por sí mismo (ut Aristotelem per ipsum illum interpretemur)», también seguido por su discípulo Bartolomeo Pascual en su lección de 1565 De recte conficiendo curriculo Peripateticae Philosophiae: «No saquemos de nuestro cerebro el sentido de un escritor, sino pidámoselo a él, no afirmemos nada al exponerlo que no reconociese como suyo, si reviviese, el que escribe» (apud Bianchi, 2003: 205). De ahí la necesidad de recurrir al corpus entero, de acuerdo con la concepción de la relación orgánica entre el conjunto y sus miembros, y a partir de ella a los lugares paralelos distinguiendo verba y res; al análisis dialéctico; a la necesidad de confrontar todas las lecciones divergentes de un pasaje; a la conveniencia de confeccionar un léxico aristotélico… Se puede ilustrar este movimiento con la recuperación de la Poética aristotélica, como muestra de práctica filológica que permite enlazar filosofía y poética.56 Citaremos algunos ejemplos, tanto de los comentarios a la Poética del Estagirita, como al Arte Poética de Horacio, que, leída doctrinalmente, se empeñaron algunos preceptistas en convertir en prolongación o consecuencia de la aristotélica. Comentarios al Arte Poética tempranos, como el de Pomponio Gáurico (1510), intermedios como el de Luisini (1554), o tardíos el de Aldo Manucio (1576), entienden el poema horaciano como una verdadera arte poética, y como tal, procuran separar los diferentes preceptos que la componen, incluso numerándolos. Aunque Aldo Manucio se queja de que los comentarios fragmenten el texto sin llegar a aclararlo. El punto de partida de Robortello, que, por cierto, llegó a componer un De arte critica sive ratione corrigendi antiquorum libros disputatio (1557),57 es bien distinto. La suya es una Paraphrasis in librum Horatii, qui vulgo de arte poetica ad Pisones inscribitur (1548), que sirve de apéndice a su comentario de la poética aristotélica, primero o segundo de los publicados en el Renacimiento, según como se considere el de Lombardi y Maggi. Pues bien, la opinión de Robortello es clara: la obra de Horacio no es un arte poética sino una epístola en la que el poeta se dirige a los Pisones para aconsejarles y censurar algunos vicios de los poetas de su tiempo; por eso, «temerariamente muchos han troceado este opúsculo en múltiples y diminutos preceptos» (1). La determinación del género del escrito es aquí el principio hermenéutico aplicado, lo que tiene consecuencias hasta en el terreno de la retórica: él, Robor56   Historiada en la clásica obra de Weinberg (1961); hay además ediciones facsímiles de los comentarios que constituyen sus principales episodios Me serviré aquí de algunas noticias ya expuestas en Romo (2004). 57  Ferraris (1986: 25) cita a Robortello como inicio de una hermenéutica caracterizada como ars critica en la que incluye a Humphrey y el Brocense. Sin embargo, sus tratados, aun compartiendo una común base filológica y retórica, muestran sustanciales diferencias. Una cosa es la notable teoría de la traducción de Humphrey, otra el método interpretativo de El Brocense, y otra finalmente el tratado de Robortello, que vale más bien como compendio o epítome de la crítica textual desarrollada por la filología humanística. En efecto se extiende en la exposición de la emendatio, cuyo método es la conjetura basada en el iudicium, que se despliega en hasta ocho posibilidades: additio, ablatio, transpositio, extensio, contractio, distinctio, copulatio, mutatio. Es verdad que exhorta a comprender ta kathólou del arte (1.15), su globalidad, como forma de poder luego resolver cualquier problema, pero su progenie estaría en la crítica textual más que en la hermenéutica propiamente dicha. Para todo lo referente a crítica textual, sigue valiendo Timpanaro, recién reeditado.

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tello, no escribirá un comentario, que le obligaría a proceder verso por verso, sino una paráfrasis. Que el procedimiento es general viene atestiguado por que Fray Luis de León, a la hora de iniciar el comentario al Cantar de los Cantares que tantos sinsabores le traería, lo identifica como una égloga. Tal vez ese modo de leer le mueve a comentar sólo el sentido literal, prescindiendo del alegórico que autorizaba la inclusión del Cantar en el canon bíblico. Pero, volviendo a Robortello, al comienzo de su comentario a Aristóteles: «Antes de comenzar a explicar la trabazón (contextus) de este opúsculo, es necesario que investiguemos cuál es la facultad poética, qué fin se propone, cuál es la materia de la que configura su obra…» (1).58 Es decir, se pregunta por lo que vendría a ser el scopos de la obra (escrito esta vez skopos), término este, por cierto, que Pietro Vettori (1560) afirma constituir el contenido de la primera frase de la Poética. De modo semejante, al comienzo de su comentario horaciano, Giovanni Battista Pigna (1561) da una idea global del Arte Poética: primero considera Horacio el poema en conjunto, en tanto que aún no explicado; luego en sus géneros; luego de nuevo en conjunto pero en tanto que ya conocido, como resultado de sus partes explicadas.59 Con lo que, aunque sin emplear el término, nos da el scopos y materia de la obra, que luego procede a comentar pasaje por pasaje. Y si atendemos a los modos retóricos del comentario, encontramos paráfrasis como la de Robortello, comentarios propiamente dichos (verso por verso o pasaje por pasaje), ecphrasis breves seguidas por anotaciones más extensas… Fijémonos en que, si bien no hay en los ejemplos citados pronunciamientos explícitos del sui ipsius interpres, no escasean las manifestaciones de la dialéctica del todo y las partes, que es su contrapartida lógica. En conjunto, pues, toda una panoplia de recursos que, en último análisis, pretendían enlazar con la enarratio poetarum,60 y que, sin duda, confirman la existencia de una comunidad de técnicas y principios interpretativos extendida por toda Europa, católica o reformada, que deberíamos enlazar con la gramática de Quintiliano y Servio, y su continuidad a través de Orígenes y de los medievales. Res y verba: filología y Biblia Que Luca Bianchi nos haya precavido contra la supuesta centralidad originaria de la exégesis bíblica no debe llevarnos a desatender la radicalización que la filología 58   Es un buen ejemplo de aplicación dialéctica de la doctrina aristotélica de las cuatro causas, a la determinacióon del sentido de un pasaje. 59  Curiosamente, este espíritu no le impide ver en el monstruo horaciano del principio del Arte poética una alegoría de los distintos géneros poéticos: la cabeza, como más importante, es la épica, y la cerviz, próxima a ésta, la tragedia, las plumas la ditirámbica y la lírica… (Romo, 2004: 122). 60   «Y todo el arte del gramático se divide en sólo dos partes: la ciencia del hablar correctamente, y la explicación de los poetas»: Haec igitur professio, cum brevissime in duas partes dividitur, recte loquendi scientiam et poetarum enarrationem… (Inst. Or. I, iv, 2). Acerca de la tradición de la idea, Jean Cousin (1935: 26-78).

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que nos ocupa experimenta cuando se acerca a la Biblia. Además de que, el hecho mismo de que la actual hermenéutica filosófica reconozca su origen en la luterana con preferencia a cualquier otra, resulta si no históricamente exacto significativo de la fisonomía del presente. Desde luego, si algún ámbito se ofrecía propicio al tratamiento dialéctico, se inspirase o no en Aristóteles, era la exégesis de la Biblia. Sobre todo después de la Reforma las controversias interpretativas nunca están al margen de las relaciones de poder, y del poder eclesiástico. Y a la inversa, la lucha política, incluso cuando deja de serlo porque recurre a las armas, se expresa en términos religiosos o se justifica con ellos. De modo que, en conjunto, parece justa la apreciación de Carl Schmitt (1932/1991: 109) de que el centro de gravedad del siglo xvi, el núcleo respecto del cual se determinan las fuerzas en presencia en la escena europea, es la teología. De entrada, se notará que si el término central de la exégesis medieval es sensus, ahora serán res y verba, lo que significa que la importancia de la retórica —hablar bien es algo más que hablar— resulta crucial. No en vano es convicción compartida la agustiniana de que, siendo la humanidad carne y espíritu, Dios no podía hablar directamente a los humanos, sino, a diferencia de los ángeles, por medio del lenguaje. El problema será cómo alcanzar rectamente las res, aquello de que habla la Escritura. Un primer paso de importancia trascendental fueron las In Nouum Testamentum annotationes de Lorenzo Valla, que aplicó la filología humanística a los Evangelios, cuyo texto explica casi palabra por palabra de acuerdo con el estilo de trabajo que ya conocemos. Hay allí práctica crítica, aunque no propiamente una reflexión hermenéutica, que llega con el Novum instrumentum (1516) de Erasmo, reeditado en 1519 y aumentado hasta convertirse en obra exenta con el título de Ratio seu methodus compendio perveniendi ad veram theologiam. Según Pfeiffer (1968 II: 128-129) sólo Valla antes de Erasmo había demostrado verdadero espíritu crítico (según todos los indicios Erasmo olvida o ignora los principios de crítica medieval);61 él mismo debía mucho a John Colet, del Magdalene College de Oxford, quien, apartándose tanto del alegorismo medieval como del platonismo florentino, pretendía entender a Pablo de Tarso como «una persona real, que escribía cartas reales» (el mismo espíritu con que Petrarca había entendido al Cicerón de las Epístolas); y deseaba restituir la verdadera piedad en la vida práctica. Desde luego, lo que lo caracteriza es que concibe una renovación de la iglesia desde dentro, que recupere la centralidad de Cristo a partir del Nuevo Testamento rectamente interpretado. Dios sería inaccesible de no ser por   Aunque he podido ver la edición de 1522, remito a la paginación de la de 1724 en Jena, de lectura mucho más cómoda, que divide el texto en capítulos y parágrafos, y que anoto tras la paginación de la edición moderna, de Darmstadt (1967), con texto latino y alemán enfrentados. Desde luego, que a los doscientos años siguiera siendo autoridad en la Alemania reformada debe significar algo. En la n. 250 de su libro, Chomarat (1980-1981 II: 570) polemiza con la tesis de De Lubac, que presentaba la exégesis erasmiana como continuación de la medieval. Para Smalley (1969) no había duda de que las preocupaciones medievales por un texto fiable se hubieran olvidado por competo en tiempos de Erasmo. No es difícil encontrar rasgos medievales pero la sensibilidad resulta nueva. 61

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que ha hablado. Desde el momento en que la realidad de Jesús, lógos de Dios, se encuentra en los Evangelios, resultan inseparables la filología que busca establecer el texto, la exégesis que pretende comprenderlo, y la piedad que busca actualizarlo (Chomarat, 1980-1981 I: 50-51). La filología ha de dar acceso a las res contenidas en la Escritura, que Erasmo denomina Philosophia Christi, una filosofía platonizante (Rohls, 2002: 244) que tiene su sede más en los corazones que en silogismos. Erasmo antepuso a su edición del Nuevo Testamento tres obras introductorias: una Paraclesis o exhortación, la Ratio seu Methodus y una Apologia. De ellas nos interesa la segunda.62 Hemos de empezar por fijarnos en el título, porque además de exponer la teología de Erasmo, es índice de la preocupación del Quinientos por el método, por lo que se puede decir de la obra lo mismo que del De doctrina christiana agustiniano: que de nuevo estamos ante una hermenéutica latina de gran estilo. Dos aspectos se pueden distinguir en ella, pues cuando ilustra la necesidad de respetar siempre la coherencia del conjunto de la doctrina, Erasmo expone una auténtica síntesis de la enseñanza cristiana, que amplía a propósito de la discusión de la doble naturaleza, divina y humana, de Cristo; y con los ejemplos de lugares teológicos. Todo ello al hilo de la interpretación de la Escritura. Pero es que además, hay toda una serie de preceptos que constituyen una hermenéutica, y que nos dan un índice de problemas que llegará hasta Schleiermacher, empezando por la actitud propia del teólogo. Igual que Agustín había definido unos grados en el ascenso del intérprete a la Escritura, el primer precepto erasmiano consiste en el llamamiento a acercarse con reverencia a esta filosofía celeste, es decir a literalmente cubrir de besos (exosculare) cuanto se nos conceda ver y adorar y venerar de lejos cuanto no (126, §V 26-27). Y cuando algo no case con la naturaleza divina o la doctrina de Cristo, pensar que no hemos comprendido bien; atribuirlo a tropo; o creer que el códice está corrupto, lo cual mantiene la tradición agustiniana. Complementariamente, la determinación del scopos: que el lector se transforme en la doctrina misma que está aprendiendo, pero no memorizándola sino viviéndola —diríamos hoy— con los afectos y en las entrañas mismas de la mente (ut transformeris in ea quae discis, animi cibus est, ita demum utilis, non si in memoria ceu stomachos subsidat, sed si in ipsos affectus, et in ipsa mentis viscera traiiciatur, 128, §VI 27). En otras palabras: conversión, clave para las verdaderas res de la Escritura. De donde deduce que no habrá provecho alguno si se deja arrastrar el intérprete a feroces disputas (hemos de entender: teológicas). He aquí el ideal de la devotio moderna, de sesgo moral y psicológico. Como siempre, el problema es vencer la oscuridad del texto, lo que justifica la necesidad de las tres lenguas, hebreo, griego y latín, para comprender y restituir los sacros códices (130). Es más, no basta con lo que hizo Jerónimo, no basta con la Vulgata: hay gracias en el original que se resisten a la traducción, muchas cosas se  Chomarat ha sintetizado (1980-1981 I: 542-586) la exégesis de Erasmo de forma accesible subrayando sus diferencias con los medievales que, según dice gráficamente, fragmentaban el sentido al tomar frases o palabras desgajadas como una auténtica sucesión de oráculos (1980-1981 II: 579). 62

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han deteriorado, pudieron equivocarse, los tiempos han corrido después (134). Y siempre en línea con el De doctrina christiana, reclamará Erasmo conocimientos en general de dialéctica, retórica, aritmética, música, física, cosmografía, historia, sin excluir ni siquiera las malas artes (144). Contra los que sólo manejan la dialéctica y son incapaces de saborear las sagradas letras, no estará de más conocer a los poetas: al fin y al cabo, lo que ha hecho Orígenes —al que alaba sin reservas— al comentar el sacrificio de Isaac no es diferente de lo que hizo Donato al comentar las comedias de Terencio (156, §VII 38). Hay, pues, una humanística defensa de las buenas letras cultivadas por los primeros teólogos y no ausentes de la Escritura misma; lo que sí falta en ésta es la lógica silogística de Aristóteles y Averroes, sus divisiones: «Principal scopus de los teólogos es enarrare sabiamente las divinas letras, dar razón de la fe, no de cuestiones rídiculas, discurrir grave y eficazmente acerca de la piedad, excitar las lágrimas e inflamar los espíritus a las cosas del cielo» (170/ §XI 43)». Tras la necesidad de conocimiento de lenguas y disciplinas, la Ratio aborda un problema que ya había ocupado a los medievales: cómo erigir a partir del texto de la Escritura, en el que no escasean diferencias y discontinuidades, un edificio sistemático y sin contradicciones, es decir, una dogmática. Pero la respuesta de Erasmo es diferente: en vez de una construcción dialéctica al modo de las sumas escolásticas, recurrirá al método de los ‘lugares’ (loci), de tradición retórica, que seguramente toma del De inventione dialectica, de Rodolfo Agrícola, una de las obras mayores de difusión de la nueva dialéctica del Humanismo en el norte de Europa. El aprendiz de teólogo debería disponer de una relación de dogmas redactados sumariamente, pero no extraídos de tratados, sumas, o libros de sentencias, sino de las fuentes mismas: de los evangelios y todo lo más de las cartas de los apóstoles (170). Creo que es la misma doctrina que reaparece al final de la obra, ya con mención expresa de los loci, cuando recomienda preparar, por sí o tomados de otro, lugares teológicos a los que remitir cuanto se lea (ut locos aliquot theologicos aut tibi pares ipse, aut de alio quopiam tradictos accipias, ad quos omnia quae legeris, 452, §LXIV 146). Organizados por acuerdo u oposición, como en su De duplici copia verborum ac rerum, con los lugares en que aparecen. Creo que pueden equipararse estos lugares a los dogmas sumariamente redactados de los que se habla arriba. Serán así dogmas cuyo autor es Cristo mismo y no filósofo alguno. Este método, resultado de la aplicación de las letras humanas a la letra del Nuevo Testamento, producirá varios ejemplos memorables a lo largo del siglo. El problema de cómo leer aporta una verdadera novedad, polarmente enfrentada a la fragmentación en sentencias sometidas a discusión propia de la escolástica (o mejor: de las versiones peores de ella). Es la cuestión de la atención al contexto. Erasmo invita a considerar no sólo qué dice el texto, sino quién y con qué palabras y en qué circunstancias, con qué antecedentes y consecuentes… En pocas palabras, hay una nueva sensibilidad para la enunciación de acuerdo con el principio retórico del decoro: un sermo conviene a Cristo, otro a Juan el Bautista, otro al pueblo rudo (178, §IV 47). Pero al igual que a la diversidad de personas, habrá que prestar atención a la de tiempos,

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antes y después de Cristo, en época de Cristo, etc., lo que permite introducir el problema de la tipología: muchas cosas que son tipo de las futuras resultan perniciosas si no se entienden alegóricamente; por ejemplo, la circuncisión; puede ser ridículo abstenerse hoy de ciertas carnes…, etc. Parece apuntarse, pues, un comienzo de conciencia histórica, aunque sea con justificación teológica (184, §VII 49). Y tal vez para equilibrar el anterior, el siguiente precepto será la necesidad de contemplar el consensum de toda la historia de Cristo (216), de ambos testamentos, puesto que el AT anuncia lo que el NT cumple, para lo que hay además una justificación ontológica y existencial: el círculo entero63 de la doctrina es coherente al igual que la propia vida de Cristo, concorde ésta con su propia naturaleza (218, §XV 60). Lo que conduce a la conveniencia de establecer un orden de autoridad en el canon y demás textos cristianos (222, §XVII 61): serán los primeros después de los bíblicos los apostólicos por más próximos en el tiempo. Y un orden de estudio: primero el NT, con preferencia por los comentarios de la Patrística, de los griegos sobre los latinos, de los antiguos sobre los modernos… Pero la cuestión de la oscuridad, si ha aparecido en relación con las res, requiere tratamiento en cuanto a las verba. Parte no pequeña de la dificultad del texto radica en el sermonis habitu, algo así como el hábito de hablar, el estilo, de ahí la atención imprescindible a tropos, alegorías, símiles, parábolas, que a veces llegan al enigma para que consigamos el fruto con esfuerzo, según el clásico argumento agustiniano (ibidem, §L 118); incluso a expresiones idiomáticas que no pertenecen a gramáticos y rétores, y que frecuentes en hebreo, y conservadas por los Setenta, en ocasiones ha mudado Jerónimo (376, §LIIII 125). El repaso general por tropos y figuras, con profusión de ejemplos, acaba remitiendo expresamente al libro IX de la Institutio oratoria de Quintiliano (394, §LVIII 133). A lo que se suman algunas reflexiones sobre la anfibología, que se cura con el contexto; la ambigüedad, más bien característica de cada escritor; y el énfasis, más bien específico de cada lengua. Este último, por lo mucho que ha de ocupar a otros tratadistas, merece atención especial. Cita Erasmo a modo de ejemplo que Pablo se llame esclavo de Cristo (servus) más bien que cultivador (cultor), dado que «el esclavo, ajeno de derecho alguno, pende por completo de la voluntad de su amo y lo que hace, para él lo hace, no para sí mismo» (398). Es, pues, ‘esclavo’ una metáfora enfática, que Erasmo afirma se nota ex archetypo lingua en la que escribió el autor, es decir, cuando se lee en el original y no en traducciones, y que está ligado por consiguiente al problema de cómo traducir. Pues, nótese qué diferente es verter aun hoy servus por ‘esclavo’, en vez de por ‘siervo’. Mucha más atención merece el tradicional problema del alegorismo, central para la exégesis de los medievales. Erasmo reconoce que la Escritura se compone casi toda de alegorías (quoniam his omnis fere constat divina scriptura, 401, §LVIII 134), por medio de las cuales la eterna sabiduría es como si balbucease con nosotros: habrá 63  Nótese que el precepto de que cualquier interpretación haya de ser concordante con el orbe entero de la doctrina de Cristo —de Cristo, no eclesiástica— representa una función parecida a la de la regla de la caridad agustiniana, e implica la lectura constante y conocimiento exhaustivo de la Escritura.

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que aplicarla siempre que el sentido resulte falso, absurdo o ridículo pero no indiscriminadamente. Advierte que este modo alegórico, abundante en el AT, es más raro en el NT o en los preceptos morales de uno y otro, muchos susceptibles de ser tomados a la letra (aunque incluso entre éstos no escasean los alegóricos); pero con cuidado: simple es el discurso de la verdad, y nada más simple y verdadero que Cristo (416). Parece, pues, censurar tanto a quienes niegan las alegorías en cualquier caso (Cristo y Pablo las usan), cuanto a los escolásticos que las ven por todas partes (por ejemplo, los escotistas, que pretenden que no hay nada material sin correlato espiritual): quien quiera tratar seriamente las letras sagradas, conserve la moderación en las cosas de este tipo (qui volet litteras sacras tractare serio, mediocritatem servabit in huiusmodi, 418). En todo caso el criterio es gráfico: acéptense si el asunto lo reclama (si res ita postulet, 422, §LX 136), sin olvidar que se trata de un recurso expresivo para hacer plástica la doctrina. Por ejemplo, es conocido el caso del sacrificio de Abraham en el que, antes de ver alegoría o tipo alguno, se recrea Erasmo en el relato mismo, en el patetismo del momento, en la tensión de la escena… una actitud que recuerda el dramatismo de los relieves inspirados en este paso bíblico con que Brunelleschi y Ghiberti habían competido por el encargo de las puertas del Baptisterio, en Florencia. En cuanto a las alegorías teológicas (428), esto es: tipológicas, que claramente distingue, promete que se ocupará de ellas en un libro que empezó hace tiempo (y que no se sabe terminase nunca). Su doctrina es sumaria: no basta con limitarse a los cuatro sentidos medievales que pretenden darnos cómo reluce la verdad eterna en cosas diversas; hay que considerar qué diferencias, qué método en cada una de estas cosas que constituyen pasos o grados (considerandum erit, in singulis horum qui gradus sint, quae differentiae, quae tractandi ratio, 430). Desde luego, para Erasmo el tipo adopta una figura diferente a causa de la variedad de cosas a que se acomoda y de la diversidad de épocas (ut ne dicam interim, quod typus pro varietate rerum, ad quas accommodatur, pro diversitate temporum velut aliam accipit figuram (§LX 139), de donde tal vez pueda inferirse la conciencia de que se trata de una relación que establece el intérprete. En suma, será mejor intérprete quien —de acuerdo con la regla de Hilario— no imponga el sentido al texto sino lo espere de él; quien lo extraiga en vez de aportarlo y encajar a la fuerza lo que presuponía había de entender (optimus lector divinorum voluminum est, qui dictorum intelligentiam exspectet ex dictis potius, quam imponat, et retulerit magis, quam attulerit; neque cogat id videri dictis continerit, quod ante lectionem praesumpserit intelligendum, 432, §LXI 140). Y para ello atender al contexto y las circunstancias, y «que el sentido que extraemos de palabras oscuras responda al conjunto de la doctrina cristiana, a la vida de aquél [Cristo], y finalmente a la equidad natural (in his haec quoque servanda regula, ut sensus, quem ex obscuris verbis elicimus, respondeat ad orbem illum doctrinae christianae, respondeat al illius vitam, denique respondeat ad aequitatem naturalem, 434, §LXI 141). Un método hay por excelencia: el de los lugares paralelos, que autorizan Orígenes y Agus-

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tín: «Óptimo método de interpretar las letras divinas es si aclaramos el lugar oscuro comparándolo con otros (optima ratio interpretandi divinas litteras si locum obscurum ex aliorum locorum collatione reddamus illustrem, 454, §LXV 147). Puesto que si concuerdan confirman en la fe, si no excitan a buscar más. Con la interesante distinción de que la pugna entre pasajes, que nos advierte de que hay otro sentido del que parecía a primera vista, puede ser de palabras, de hechos, o bien mixta de unas y otros (haec pugna nonnunquam est in verbis tantum, nonnunquam est in factis, nonnunquam mixtim ex utriusque, §LXI 148). La impresión que deja la lectura de la Ratio es que Erasmo ha tenido muy presente la práctica de Orígenes y la teoría agustiniana, es decir, el De doctrina christiana que cita en repetidas ocasiones. Su bestia negra son los dialécticos y los teólogos medievales; se aprecia en él un movimiento general, muy de época, que empleando una expresión bajtiniana podríamos denominar hipérbaton histórico, y que consiste en, saltando por encima de la teología escolástica, recuperar la patrística, con preferencia por la griega, sin duda porque la supone más próxima al original evangélico. Lo que es coherente con el lema general ad fontes que aparece aquí y allá en su tratado, que resulta de aplicar el programa humanístico a la Escritura como medio de entender la enseñanza de Cristo: por el estudio de las verba a las res, mas no en tanto que contenido intelectual sino afectivo y vivido. Así que, si bien se mira, Erasmo ha reescrito la diferencia entre letra y espíritu en los términos retóricos de verba y res. Quizá eso explique el espacio concedido a la allegoria in verbis (muy superior al de la tipología), a valorarla y casi diríamos a saborearla en sí misma —porque hay en él un auténtico sentido estético de la palabra bíblica. Y si a propósito de la tradición retórica se ha podido hablar de la rethorica recepta para referirse a ese conjunto doctrinal al que hoy accedemos cómodamente gracias a Lausberg, bien se puede decir que la Ratio erasmiana recoge la herencia de Agustín y configura un índice de problemas destinado a perdurar. El planteamiento de Erasmo, con su final conciliador —quien guste de la escolástica sígala, con tal que no conozca mejor a Escoto que a Cristo—, no fue el único. Su principal contradictor es Lutero, cuya figura gigantesca constituye el contrapunto de la de Erasmo. A Lutero, a quien Frederic Farrar (1886/1961: 323) llama el «intensified self» de Alemania, le debe ésta entre otras cosas su Biblia, la perfección de su idioma, el sentido de su unidad… No es fácil sintetizar su hermenéutica, dado que, a diferencia de su gran antagonista, él no ha dedicado ningún tratado sistemático al problema de la exégesis; sin embargo, es posible hacerse una idea de su doctrina a partir del De servo arbitrio (1526). Escrito como réplica al De libero arbitro64 erasmiano (1525), las secciones 1 a 27, después de lo que pudiera llamarse «introducción», exponen de forma sucinta algunos de los principios interpretativos de Lutero65   Editado por Werner Welzig en el IV volumen de la edición Darmstadt (1969), a la que refiero.  Desgraciadamente no he tenido acceso al texto latino y he tenido que contentarme con la traducción inglesa de Henry Cole (1823) en http://www.truecovenanter.com/truelutheran/luther_bow.html. intro. La complemento con la sintética exposición, todavía utilizable, de Frederic Farrar (1885/1961), 64 65

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(de acuerdo con la tradición medieval de reflexionar sobre estas cuestiones en prólogos o prefacios). Al colérico Lutero, la elegante y contenida prosa erasmiana le saca de quicio. Erasmo es palabras (verba), él res; él se confiesa rudo de lenguaje, aunque no de comprensión. Esta preferencia por las res constituye un motivo fundamental del pensamiento luterano, que reencontraremos en Gadamer, y que se expresa en una de las Tischreden (charlas de sobremesa): Son las cosas las que mandan. El que no entiende las cosas, no puede extraer el sentido de las palabras […] Yo he explicado más lugares [de la Escritura] por el conocimiento de las cosas que por el resto del conocimiento de la gramática. Si los jurisconsultos no comprendieran las cosas, nadie entendería las palabras (Res sunt praeceptores. Qui non intelligit res, non potest ex verbis sensum elicere […] Ego plures locos explicavi per cognitionem rerum quam reliqua cognitione grammatices. Si iureconsulti non intelligerent res, verba nemo intelligeret, Tischreden 5246, WA XIV).

Lo que nos introduce en plena discusión. Tenemos una concepción en tres términos, res, sensus y verba a la que subyace probablemente la del Perì hermeneías aristotélico que ya conocemos (cfr. 1.2.): las palabras, símbolo de las afecciones del alma. Como sea, una cosa son las palabras y otra lo que representan. Y si recordamos que res era cualquier cuestión susceptible de discusión retórica, comprenderemos la amplitud significativa del término, siempre con una connotación de realidad por contraposición a las verba necesarias para tratarlas. Añádase, además, que res no es algo estático, puesto que se constituye en el enfrentamiento entre las partes al que se llama quaestio; y justamente estamos en la réplica luterana a una obra de Erasmo a la que su propio autor denomina ‘diatriba’. Entonces, ¿qué son res para Lutero? Para la solución habrá que esperar un poco. De momento, su respuesta a Erasmo es tajante. Acusa a Erasmo —quien había afirmado en De libero arbitrio «no recrearse en aserciones» (Ia 4)— de buscar una libertad más propia de escépticos que de cristianos: lo propio de éstos es comprometerse con aserciones; y, lo que es peor, de restringir esa libertad a lo que permitan la autoridad de la Escritura y los decretos eclesiásticos. Y para Lutero no hay, no puede haber otra autoridad que la de la Escritura, por la que se ha hecho la Iglesia y no al revés (Ecclesia non facit Verbum sed fit Verbo es el primero de los principios enumerados por Farrar, 1886: 326). Naturalmente éste será uno de los puntos en litigio en Trento, donde se afirmará en sesión de 8 de abril de 1546 que hay que reverenciar la tradición, de la que es custodia la Iglequien parece seguir al menos en parte el De servo arbitrio. Llama la atención sobre Farrar Richard Waswo (1987: 236 n 44; 241 n 52). Un panorama específico del problema de res y verba en Rohls (2002), también fiel al De servo arbitrio, y más en general en los estudios del volumen editado por Kessler y MacLean (2002). Citaremos otros textos luteranos por la útil antología de Teófanes Egido (1977). Procuramos conjuntar la exposición del De servo arbitrio con la de Farrar, pero nos apartaremos en ocasiones de éste y reformularemos algunos problemas.

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sia, con igual sentimiento de piedad (pari pietatis affectu) que a la Biblia misma. De modo que ya desde el principio se pone junto a la cuestión de qué hay que comprender la de quién ha de comprender. Contrapartida al principio de la autoridad de la Escritura es el de la suficiencia de ésta: sola Scriptura (para Farrar segundo, aunque no es sino la otra cara del primero), consecuencia del cual es la famosa edición del Psalterio de 1513, de páginas limpias de las notas y comentarios que constituían la Glossa Ordinaria y recargaban los códices medievales (Bruns, 1992: 139). La cuestión no es exponer la Escritura sino exponerse a ella: ¿por qué someterse a los decretos eclesiásticos, a la autoridad del papa y de los concilios, a la tradición patrística incluso, a los comentaristas, si como humanos que son pueden errar? Y no sólo pueden sino que resultan patentes las contradicciones entre unos y otros —tantos hombres, tantas doctrinas: quot viri, tot sententiae: Así que hay que trabajar no para que, pospuestas las sagradas letras, sólo los escritos humanos de los padres entendamos, antes al contrario, primero, que pospuestos los escritos de todos los hombres, tanto más y con más esfuerzo hay que sudar en las sagradas solas… O di, si puedes, qué juez podrá fallar la cuestión, si las opiniones de los padres se enfrentan entre sí. Pues es preciso llevar el pensamiento a la Escritura como juez, lo que no puede hacerse si no diéremos el principal lugar a la Escritura en todas las cosas que le atribuyen los padres, esto es, que sea ella misma por sí certísima, facilísima, abiertísima, intérprete de sí misma, probando, iluminando y juzgando todas las cosas… (WA 7, 97-98, apud Bruns, 1992: 290, n 21).

Las consecuencias exegéticas (tercer y cuarto principios de Farrar, en realidad el mismo) son claras: rechazo del quadruplex sensus y del alegorismo, a no ser este último como adorno (porque Pablo se sirvió de alegorías). Puesto que si la Escritura es la única y suficiente autoridad, habrá que aceptarla sin cambiar ni una iota, lo que se opone a cualquier forma de adaptación o reajuste del sentido, que es para lo que sirven las alegorías. Todo pensamiento o doctrina ha de probarse contra la piedra de toque de la Escritura, sin pretender sustituirla por lo que no pasan de ser cuestiones humanas. Él mismo lo había dicho ya claramente en La cautividad babilónica de la Iglesia (1520), a propósito de la frase de Jesús en la última cena: «Las palabras divinas jamás podrán forzarse por hombres ni ángeles, sino que, dentro de lo posible, tienen que aceptarse y conservarse en su significación más sencilla; si una circunstancia evidente no lo requiere, no se tiene que interpretar violentando las exigencias de la gramática y de su propiedad» (apud Egido, 1977: 95). Así que ante la controvertida expresión «esto es mi cuerpo» (Mt 26, 26), hay que entender sencillamente que el pan es el cuerpo de Cristo, y eludir recursos papistas como la ‘transubstanciación’, consecuencia de aplicar al texto bíblico la distinción aristotélica, ajena a él, entre substancia y accidentes: «¿Por qué no prescindir de esa curiosidad, para atenernos sin más a las palabras de Cristo, dispuestos a ignorar lo que ahí suceda, y satis-

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fechos con saber que en virtud de sus palabras está presente el cuerpo verdadero de Cristo?» (apud Egido, 1977: 96). Ya se ve que tal estilo de razonar cancela la diferencia entre sentido literal y espiritual: para el que tiene fe y acepta la Escritura tal como es, el sentido más natural, que se entiende según la gramática de la lengua ordinaria, y el espiritual son una misma y única cosa.66 Pero es fácil volver desde La cautividad babilónica de la Iglesia al De servo arbitrio, puesto que la discusión anterior nos confronta con el problema de la claridad de la Escritura (quinto principio de Farrar). En efecto, ya hemos visto que hay que estar dispuestos a ignorar lo que suceda en el pan de la eucaristía y cómo sucede, y a creer que es el cuerpo de Cristo, renunciando a más especulaciones sofísticas (así califican ambos contendientes, Erasmo y Lutero, a los escolásticos). Y en De servo arbitrio, tras la crítica a Erasmo de las dos primeras secciones, la III y la IV exponen el problema de la claridad o perspicuitas finalis. Contra el argumento erasmiano (Ia 7-Ia 8) de que hay cosas en la Escritura en las que Dios no ha querido que penetrásemos más profundamente —entre las cuales el libre albedrío—, Lutero arguye como sigue: Dios y la Escritura no son lo mismo, como no lo son Dios y sus criaturas, y en Dios, claro está, hay cosas escondidas para el ser humano; mientras que en la Escritura hay lugares, no cosas, oscuras o abstrusas. Ahora bien, la oscuridad se relaciona con nuestra ignorancia de la gramatica, el léxico o las circunstancias, o incluso con nuestra depravación y malicia. Porque el estudio de las lenguas y el método de los pasajes paralelos —no habrá palabras oscuras en un lugar que no se puedan aclarar con las de otro— nos permiten alcanzar una claridad suficiente respecto de las cosas que importan, a saber: que Cristo se ha hecho hombre, que Dios es uno y trino, que Cristo sufrió por nosotros, y que reina por toda la eternidad. Tales son las res de que trata la Escritura. Y si Erasmo (Ia 9) aduce como misterios la distinción de personas en Dios o la doble naturaleza de Cristo, origen de controversias interminables, la respuesta de Lutero es que la Escritura confiesa la Trinidad, pero no pretende explicarla racionalmente, pretensión esta última propia de la escolástica, también bestia negra para Lutero por más que en él sin espíritu conciliador alguno. Dado que la Escritura no explica cómo son las cosas, no hay por qué preguntárselo. No es, pues, que haya cosas que Dios no quiere que sepamos, sino que especular acerca de ellas es una actividad superflua nacida de nuestra soberbia, por lo que la tesis de la claridad final puede mantenerse. Y remata la sección con un gráfico símil: ¿quién diría que la fuente de la plaza del mercado está oscura por que no se la vea claramente desde el callejón? Pero todavía reforzará más su posición con la tesis de la doble claridad (sección IV): ésta, como la oscuridad, es doble, y si atendemos a la interior, 66   Hay un interesante precedente para la posición luterana en el Quincuplex Psalterium (1509) de Lefèvre d’Étaples, notable representante del aristotelismo renacentista, que llama literal al sentido «querido por el profeta y por el Espíritu Santo que habla en él». Aunque, según hace notar su editor (Bedouelle, 1979), al introducir en la segunda edición, de 1513, la clásusula de que no pretende negar los sentidos alegórico, tropológico y anagógico, introduce una «débil contradicción» con lo anterior: yo diría que se encuentra en la difícil posición de tener que aceptar dos sentidos literales o dos espirituales, según se mire.

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la que radica en la comprensión del corazón, sólo ve algo quien tiene el Espíritu de Dios; pero por la exterior, que se relaciona con el ministerio de la palabra, la palabra trae las cosas a la luz y las proclama al mundo entero. Como no podía ser de otra manera, si la Escritura es tan clara, debería estar al alcance de cualquiera, y desde luego, para Lutero lo está. Es el principio del libre examen, el sexto y último de Farrar. Puede sintetizarse en que la palabra de la Escritura es un don para todos los seres humanos, y que ningún orden sacerdotal puede secuestrarla. Constituye éste un auténtico tópico ubicuo en la obra luterana, y no podía faltar aquí. Erasmo (Ia11) había argüido que hay cuestiones quizá lícitas para eruditos y teólogos pero que sería inútil y aun pernicioso exponer a la multitud. Para Lutero, consecuente con su posición, cuanto hay en la Escritura es simple y sano, por lo que debe extenderse, aprenderse y conocerse (sección XIV). Ahora bien, si la Palabra debe proclamarse y cualquiera puede y debe acercarse a ella, ¿con qué requisitos? Donde Erasmo ha deplorado las controversias teológicas y sus consecuencias políticas y aun bélicas, Lutero arremete contra su irenismo, al que moteja de simple sumisión al papa. El arranque de su teología, de inspiración agustiniana (en concreto se puede situar en el De spiritu et littera), se encuentra en la sección XXIV, y permite redondear el perfil de su pensamiento. Que Dios haya querido la proclamación debería bastar porque, de nuevo, se trata de creer y adorar, no de preguntarse por qué, aunque se puede justificar además en dos motivos: a) Dios ha prometido su gracia al humilde pero sólo es humilde quien desespera —palabra muy luterana— por completo de sus fuerzas y deja que Dios opere en él (de ahí lo superfluo de las obras si, en vez de proceder del Espíritu, brotan de la confianza humana en alcanzarlo); b) además la fe es en res no vistas, que para justificar la necesidad de creer han de estar escondidas, «aunque no más profundamente que bajo lo contrario a visión, sentido y experiencia». Por ejemplo, Dios hace vivir muriendo Él mismo: estamos ante un pensamiento que sólo puede expresar su propia tensión mediante paradojas. Es memorable al respecto el comienzo de La libertad del cristiano (1520): «El cristiano es un hombre libre, señor de todo y no sometido a nadie; el cristiano es un siervo, al servicio de todo y a todos sometido» (apud Egido, 1977: 157). Lo segundo porque la Ley (el AT) le manifiesta lo que ha de hacer y por sí mismo es incapaz de hacerlo, es más, cuanto más clara es la Ley, más claras resultan la impotencia y la culpa humanas; lo primero porque, una vez que desespera de sí y se confía a Cristo, la fe le justifica y hace libre. Consecuencia directa de los principios luteranos —y conforme con la tradición exegética— es no sólo la cuestión de qué hay que comprender sino también la de quién ha de comprenderlo. En otras palabras, lo que hoy llamaríamos la comunidad interpretativa. Surgió antes, a propósito de la autoridad de la Escritura, y reaparece ahora, a propósito de la universalidad del destinatario del mensaje en ella contenido. Al referir la Escritura a Cristo y a la experiencia personal del creyente (la Ley nos

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juzga, no la juzgamos nosotros),67 y al negar que pueda haber más diferencia entre religiosos y laicos que la de función, Lutero daba pie a que se proclamasen tantas verdaderas Biblias como lectores —un panorama no disímil al defendido por la actual teoría literaria—. De ello se han hecho eco cuantos se han acercado a Lutero y no escapó en su tiempo a Erasmo en su Hyperaspistes: «Todos tienen la misma Escritura; sin embargo, Karlstadt difiere radicalmente de ti, disiente Zwinglio, disienten Ecolampadio y Capitón» (Chomarat, 1980-1981 II: 544; Egido, 1977: 48). Si todo depende del Espíritu Santo, ¿no sería más consecuente, argüirá Erasmo, abandonar incluso el sentido común y la gramática? Naturalmente el argumento del lado católico era fuerte y claro. Farrar (1886/1961: 326 n 1) recuerda con razón a Vicente de Lerins y su Adversus profanas omnium novitates haereticorum commonitorium cum notis, esto es: Recordatorio contra las novedades profanas de los herejes; lo nuevo y profano contra lo antiguo y consagrado. Para Vicente de Lerins, debe haber tres criterios: universalidad, antigüedad y consenso (I.ii): Y más claro aún (y tenía su lógica): «Siempre ha sido y es hoy hábito de los católicos que la verdadera fe se pruebe de estos dos modos: por la autoridad del divino canon, y luego por la tradición de la Iglesia Católica», y añadía: y esto no porque el canon solo no baste para todo, sino porque interpretando muchos las palabras divinas según su criterio, conciben opiniones varias y errores, por lo que es necesario que la comprensión de la Escritura celestial sea dirigida según una sola regla de sentido eclesiástico, sobre todo en estas cuestiones en que se apoyan los fundamentos de todo el dogma católico (ut ad unam ecclesiastici sensus regulam Scripturae coelestis intelligentia dirigatur, in his duntaxat praecipue quaestionibus quibus totius Catholici dogmatis fundamenta nituntur) (Vicente de Lerins, Commonitorium, II, xxix)

Se notará que junto al terror a lo nuevo, hay una clara conciencia política: la necesidad de mantener la unidad institucional, digámoslo así, exigencia que siempre cobra más fuerza en tiempos de división. Pues no sólo era el lado católico, del otro se registran controversias con los anabaptistas, con Zwinglio, con Calvino, con el espiritualismo… Farrar ayer y Rohls hoy entre otros muchos se han referido a ellas; baste decir que el consenso de los píos, defendido por Melanchthon al principio de sus Loci theologici, o el sínodo de auténticos obispos, de Calvino, se nos muestran como intentos de emular la política de la Iglesia católica que los propios reformados habían rechazado. Todo lo cual justifica la conclusión de Hannah Arendt (1958: 280): la Reforma representa una auténtica ruptura con la tradición anterior, basada en el 67   En Lutero asistimos a la manifestación más radical de lo que Bruns (1992) ha llamado «texto pneumático», que vive a través de aquellos en quienes se encarna. Y con radicalismo muy superior al del Petrarca que deseaba revivir a Cicerón, pues aquí el punto de partida es siempre la desesperación de las propias fuerzas, no sólo para actuar sino incluso para comprender la Escritura. Baste recordar la carta a Spalatino de 18 de enero de 1518: «Te conviene sobremanera que desesperes de tu fuerza y de tu ingenio y confíes únicamente en la acción del Espíritu» (apud Egido, 1977. 375).

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respeto a la autoridad eclesiástica, y supone un intento de restaurar la «inflexible ultramundanidad de la fe cristiana», un intento, añadamos, de intensidad inigualada desde los mismos orígenes del cristianismo. Pero aunque, desde este punto de vista, Lutero suponga una radicalización de lo que Hegel llamó conciencia desventurada, no menos se puede afirmar con Gadamer (1986: 57-58) que «el desmoronamiento de la sociedad cristiana occidental —continuando el proceso de individualización que comenzó con la Reforma— ha hecho del individuo un enigma, en última instancia irresoluble, para el individuo». Y ello porque a la vez que se rebaja al individuo, que debe anonadarse ante el texto sagrado, a la vez se le eleva hasta convertirlo en árbitro del conflicto entre texto interpretado y tradición interpretativa. Es que, en efecto, la contraposición del absoluto y el individuo, sin atenuación ni mediación alguna, no podía sino problematizar a éste. Volvamos ahora a la exposición de la hermenéutica luterana, que hemos rastreado en el De servo arbitrio. Sobre la base de los principios esbozados, Lutero ha expuesto en diversos lugares unas reglas auténticas de interpretación, de las cuales las tres primeras remontan sin problema a la tradición del De doctrina christiana: necesidad de conocimiento gramatical; tener en cuenta tiempos, circunstancias y condiciones; considerar el contexto. Nada que no pudiera compartir Erasmo, puesto que, como hace notar Michaelis de Pintacuda (1993), ambos están de acuerdo en la necesidad de filología: fue importante para Lutero descubrir que poenitentia es en el original griego metánoia y que tiene mucho más que ver con ‘cambio de pensamiento y vida’, es decir, ‘conversión’, que con pena y dolor. Las últimas tres reglas, en cambio: necesidad de iluminación espiritual; analogía de la fe; remitir la Escritura entera a Cristo, resultan problemáticas, mejor dicho, el contraste entre unas y otras expresa claramente la fractura entre fe y filología, o, si se prefiere, entre razón y fe. Respecto del problema de la iluminación, comparemos un momento el proceder medieval y el luterano. La Edad Media había visto en el texto entendido a la letra una historia que había que respetar, pero el sentido de esa historia, es decir, la voluntad divina manifestándose en ella, era otra cosa, que se explicaba tipológicamente, y que podía aplicarse, de forma derivada, a la salvación colectiva final o al presente de la vida personal. En estas condiciones, como Waswo (1987: 235) no dejó de subrayar, el Antiguo Testamento no podía valer por sí mismo, sino en tanto permitiera ver un anuncio de la venida de Cristo. En otras palabras, sólo leído tipológicamente. El método luterano, al contrario, se puede ejemplificar muy bien con la discusión de las palabras de Jesús en la cena, arriba mencionada. El «es» de «esto es mi cuerpo» significa ‘es’ y no ‘representa’, ‘simboliza’ ni ninguna otra cosa fuera de su valor más habitual y sencillo. Por consiguiente, el pan no es símbolo, signo, especie, ni nada semejante: por la palabra de Jesús es a la vez pan y el cuerpo de Jesús. Lo mismo vale para el Antiguo Testamento: «Dejemos que Aarón sea sólo Aarón en el sentido más sencillo, a no ser que el Espíritu lo interprete en un nuevo sentido literal, como cuando San Pablo hace a Cristo el Aarón de los hebreos (Heb 9, 10)» (apud Bruns, 1992: 143). Aceptar el Antiguo Testamento a la letra lleva a la doctrina según la cual se

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subordina al Nuevo: la Ley es justa y santa pero incumplible antes de la venida de Cristo. De ahí la necesidad de gramática, de conocimiento de las lenguas originales, etc., en una palabra, de filología; sin embargo, en último término, las palabras se subordinan a las res y no a la inversa, en una interesante dialéctica circular: contra los espiritualistas como Schwenckfeld, que defendían algo así como la directa efusión del Espíritu (Rohls, 2002: 250), sólo se pueden conocer las res por medio de las palabras de la Escritura, aunque éstas dependen de aquellas y no al revés («la gramática no debe regir las cosas sino servirlas, grammatica non debet regere res sed servire rebus»; «conviene que la gramática se someta a la teología, grammaticam decet theologiae cedere»). El Espíritu puede iluminarnos mediante las palabras, no obstante, y el valor agente de éstas se subraya con energía.68 Desde luego, partiendo de la posición luterana, como ha señalado Rohls (2002: 271-272), había que hacer frente a tres posibilidades: la tridentina, a la que ya nos hemos referido, para la cual la tradición, es decir, la Iglesia, regula la exégesis en función de garantizar su propia unidad institucional; la espiritualista, también aludida, que en cierto modo salta por encima de la letra y pretende una comunicación directa del espíritu; y la del racionalismo de Sozzini, que rechaza la coincidencia entre Escritura y artículos de fe confesados por la Iglesia luterana: dado que sólo éstos son infalibles, queda amplio espacio para la crítica. Como diría mucho después Farrar (1886/1961: 332), con la Biblia estamos ante la literatura nacional de un pueblo desarrollada durante siglos, y decidir qué quieren decir los autores es menos cuestión de piedad que de filología. Pero para asistir al desarrollo de esta posibilidad habrá que esperar al triunfo del racionalismo. ¿Qué revela en cuanto al método el lema «Dejemos que Aarón sea simplemente Aarón»? Se habrá notado la restricción del segundo miembro de la frase: «a no ser que». Que Pablo en Hebreos parta del hermano de Moisés, instituido sacerdote por éste, para presentar a Cristo como sacerdote que se consagra a sí mismo, justifica en este caso la asociación entre ambos, que Lutero se cuida, sin embargo, de diferenciar de la tipología del quadruplex sensus. Se trata de un ejemplo práctico de pasaje bíblico que ilumina otro pasaje diferente. Es lo que se expresa en el principio: «No puede tenerse interpretación segura e infalible más que a partir de la propia sagrada Escritura. Pues la Escritura, o más bien el Espíritu Santo hablando en lo que está 68   ¿Debemos entonces aceptar la tesis de Waswo, que ve en Lutero una semántica contextualista, atenta a los efectos de la palabra y dispuesta a no creer en más realidad que la verbal, frente a la referencialista, que ve en las palabras meros signos de los objetos? Demonet (2002) ha demostrado de forma concluyente en mi opinión lo contrario: la semántica que subyace al pensamiento luterano puede remontarse al Perì hermeneías aristotélico, omnipresente sustrato del pensamiento lingüístico hasta la Ilustración. Resulta más aceptable, creo, la tesis de que Lutero concibe el lenguaje de una forma pero lo usa de otra (Waswo, 1987: 247); o mejor, que la intensidad de su pensamiento religioso desborda lo racional. De donde no se infiere que el pensamiento religioso sea irracional. No hace falta ser creyente para reconocer que la experiencia religiosa, sea lo que sea, acompaña al ser humano desde siempre (al menos hasta la fecha), para bien o para mal; otra cosa son, en consecuencia, los efectos de las religiones positivas, de los que sólo se puede decir aquello de «humano, demasiado humano». La incapacidad para pensar lo religioso procede de un dogmatismo de la razón no menor que el que dice criticar.

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escrito, es legítima intérprete de sí misma (Non aliunde quam ex ipsa sacra Scriptura certa et infalibilis potest haberi interpretatio. Scriptura enim, vel potius Spiritus Sanctus in scriptura loquens, est sui ipsius legitimus interpres)».69 A este principio, general entre los reformados, del Scriptura sui ipsius interpres, en el que se percibe el eco lejano del «salvar a Homero a partir del propio Homero» de la filología alejandrina, se le conoce con el nombre de ‘analogía de la fe’.70 En principio, parece razonable no interpretar ningún pasaje de forma que contradiga de forma palmaria el tenor general de una obra. Sin embargo, si se piensa un poco más, implica dar por supuesta la unidad de todos los libros que integran la Biblia, es decir, pasar por encima de las evidentes diferencias de época compositiva y género literario entre unos y otros. Y tal unidad sólo puede aceptarse si se presupone un principio dogmático como lo era, por ejemplo, la regla de la caridad agustiniana. En términos de Lutero, si Cristo es el centro de la Escritura entera y todo pasaje ha de conducir a Él, una de dos, o se violenta el sentido para lograrlo, o, si se renuncia al alegorismo —cosa que Lutero no siempre hizo—, se preferirá unos libros de la Bibia y se acabará postergando otros, lo que en efecto sucedió. Es lo que se quiere decir con la frase ‘crear un canon dentro del canon’. En otras palabras, reaparece el problema de la articulación entre exégesis y dogmática, de modo que la posición luterana, que de un lado, mediante el libre examen correlato de la claridad de la Escritura constituye el más intenso subrayado del individuo anterior a Descartes, de otro, desemboca ella también en el dogmatismo. Hay un interesante corolario final de lo dicho. Y es el principio de que «no hay que equiparar en extensión la palabra de Dios con las Escrituras» (Farrar, 1886/1961: 339). O lo que es lo mismo, no todos los libros revisten el mismo valor ni en forma ni en contenido; la inspiración divina no necesariamente alcanza hasta todas y cada una de las palabras, porque escribir es una acción humana, no sobrenatural, por lo que una cosa es inspiración y otra infalibilidad. Lo que permite concebir la palabra divina como algo vivo y orgánico, no un hecho del pasado, sino algo que sigue actuando. La suma de lo cual dejaba espacio para la progresión de la filología, y con ella, para mantener la tensión entre crítica y dogma. Aunque no todos en el ámbito de la teología reformada se mantendrían en esa posición: otros defenderían la inspiración verbal, que implica la equiparación de res y verba, y la concepción de los autores humanos como meros secretarios o notarios del Espíritu Santo (Rohls, 2002: 267 ss.). Pero es claro que la posición más productiva, desde un punto de vista hermenéutico, es la luterana, puesto que se comprende que inspiración verbal y filología son, sencillamente, incompatibles. 69  Cita ésta no de Lutero, sino de la Theologia didactico-polemica sive systema theologicum de Johannes Quenstedt (1617-1688). Se puede consultar el facsímil de la edición de 1715 (Lipsiae apud Thomam Fritsch, 1715) en http://www.lutheranlegacy.org/viewbook.asp. 70  Farrar (1886/1961: 333) aclara que se trata de una interpretación abusiva puesto que el significado etimológico de katà tèn analogían tês písteos, tal como aparece en Pablo de Tarso, es que quien tenga el don de profetizar, debe ejercerlo en proporción a la intensidad de su fe.

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La obra de Lutero, como la de Erasmo, es gigantesca, pero su programa podía extender todavía más sus consecuencias, y Melanchthon y Flacius las extrajeron. Entre uno y otro completaron la definición de la hermenéutica implicada en la teología luterana. Melanchthon, el «educador de Germania», pone en práctica aquella idea de base retórica de los loci que ya Erasmo había defendido en su Methodus. Son los Loci communes theologici recens collecti et recogniti a Philippo Melanthone, editados en 1519 en Wittenberg que, con su contrapartida contrarreformista en los Loci theologici de Melchor Cano, constituye el esfuerzo mayor de aplicación a la teología del programa humanista ad fontes. Todos los retóricos, y entre ellos Cicerón, habían subrayado la utilidad para el orador de los lugares (topoi o loci), ese repertorio de esquemas lógicos que permite encontrar los argumentos para defender la propia causa. Y a manos de la retórica epidíctica, los lugares habían cambiado su naturaleza de la lógica a la semántica. Como Erasmo, Melanchthon está convencido de la conveniencia de disponer de una síntesis doctrinal de contenidos teológicos estructurada racionalmente, conforme a método (summas rerum ordine et ratione distributas, et in methodum contractas), que es lo que representan los lugares. De esta forma se podrá aplicar a la Escritura disciplinas como la gramática y la retórica, que ocupan un espacio determinado en el sistema aristotélico de los saberes; es decir, se podrá construir una teología metódica, pero que no se despegue del texto sagrado; habrá una racionalidad, pero siempre a partir de la revelación divina. En cambio, la teología escolástica edificaba un sistema de acuerdo con las leyes de una lógica derivada de Aristóteles, o de un cierto Aristóteles. La preferencia por la gramática y la retórica resulta coherente con la defensa luterana del significado más natural y conforme con la lengua ordinaria, y en último término se explica porque para Melanchthon, como para Flacius, «la controversia teológica sobre la comprensibilidad de la sagrada Escritura constituye el fundamento motivante» (Gadamer, 1986: 272). Y como el mismo Gadamer señaló la implicación hermenéutica es evidente: estamos ante la posibilidad de fundamentar una dogmática que no sustituya la supuesta intención del texto mismo por la de los estructuradores del dogma (que es la acusación que se hacía a los medievales). Para lo cual hace notar Melanchthon que dispone sus loci, al fin y al cabo una antología doctrinal basada en pasajes bíblicos, siguiendo el orden mismo de la Biblia, porque resulta significativo, y no a otro que pudiera responder a una lógica o una filosofía humanas. Así que el índice viene a coincidir con el Símbolo de la fe, es decir, con el credo: si la Biblia empieza por el Génesis, el primer lugar será el De Deo (acerca de Dios), etc. Los Loci nos interesan además y en particular porque uno de los lugares, el De spiritu et litera contiene la formulación más clara de este problema nuclear, al menos desde la óptica luterana. Inspirándose en la paulina Ep. a los Corintios (II. 3), ‘espíritu’ significa Espíritu Santo y movimientos espirituales que éste excita en los corazones. ‘Letra’, en cambio, significa todos los pensamientos, observaciones, y, según las llaman, buenas intenciones o intentos de la razón sin el Espíritu Santo… (litera vero significat omnes cogitationes & observationes, &, ut vocant, bonas intentiones,

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seu conatus rationis, sine spiritu sancto)». De ahí que pueda afirmar Melanchthon que el mismo Evangelio es letra cuando no se aprehende según el espíritu (praeterea & Evangelium est litera, cum non apprehenditur spiritu), y que rechace, citándola, la oposición origeniana entre sentido literal, gramatical o histórico, frente a espiritual o alegórico. Porque la letra no se identifica con la ley mosaica, dice Melanchthon, sino que corresponde a cualquiera edad y a cualesquiera destinatarios que se rijan por disciplina y no por la fe. Claro que no se debe pensar que la fe libere de toda disciplina: hay que observar la legislación política así como la eclesiástica, no porque salven por sí mismas, sino la primera porque el orden natural merece respeto, y la segunda para evitar escándalos y divisiones en la Iglesia.71 Ya se ve que, a efectos exegéticos prácticos, la consecuencia última es la condena del quadruplex sensus, y más particularmente, de la alegoría. Ello se ve en los propios Rhetorices Elementa (1541) de Melanchton, que acompañaron a sus Dialecticae Philippi Melanchthonis libri IIII (1537). Ambas obras son manuales destinados a formar a la infancia, entendido lo de ‘infancia’ en sentido amplio. La Dialéctica, que sigue a Aristóteles y remite como inspiración próxima a la de Rodolfo Agrícola, enseña, como era de rigor, a definir, a dividir y a argumentar. Él pretende recuperar a los estudiosos para la dialéctica, pero además está seguro de que se les ha escapado que se precisase un arte para juzgar los escritos ajenos (aut in iudicandis aliorum scriptis usus artis esset, 4). Y, en efecto, su manual combina ejemplos de procedencia clásica con otros, religiosos, propios de las controversias de su tiempo. Pero esta orientación hacia la lectura, que supone una reorientación de la retórica, arte del discurso, hacia la interpretación, resulta mucho más acusada en los Elementos de retórica, citados. Gadamer (1986: 271 ss.) la centró en tres aspectos, con lo que podemos estar de acuerdo. En primer lugar, afirma expresamente que la retórica es «necesaria para el que quiera leer y juzgar de causas importantes, religiosas o jurídicas» (9); y especifica que su función consiste en «juzgar acerca del discurso extenso, cuáles sean sus partes, cuáles sus miembros principales, cuáles sus ornamentos (iudicare de longa oratione, qualis sit partium series, quae sint praecipua membra, quae sint ornamenta, 10)». No puede estar más clara la deriva hermenéutica, aun cuando se siga manejando la distinción retórica entre el cuerpo del discurso y el ornatus. Pero es que, además, Melanchthon añade a los tres clásicos tipos de causas retóricas (judiciales, políticas, epidícticas: genera causarum) una cuarta, el genus didascalicon (didáctico) del que, afirma, en el presente se hace máximo uso en las iglesias, donde, más que de persuadir, se trata de discurrir dialécticamente acerca de los dogmas para que se puedan conocer a la perfección. Y en tercer lugar, añade que «conocido el género, se aprecia el fin del discurso, esto es, la intención principal y síntesis de su plan, o, como llaman, el scopus del discurso (quia genere cognito, prospicitur finis orationis, hoc est, praecipua intentio, & summa consilii, seu, ut vocant, scopus orationis, 15). 71  Como curiosidad, doctrinas incumplibles y que se cree justifican ante Dios, como el celibato, son para Melanchthon demoníacas.

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Y precisa que el fin propio del género es el conocimiento (Ita generis didascalici finis est proprius cognitio, 16). Con lo cual, y como veremos, estaba sentando las bases para el desarrollo que Flacius imprimió a la hermenéutica luterana. Pero hemos afirmado arriba que está presente en todo el movimiento la polémica contra el quadruplex sensus y contra la centralidad del alegorismo. Y en efecto, al ocuparse de la elocución, en el apartado de tropos y figuras, dedicó Melanchthon diez páginas del mayor interés a la cuestión de los cuatro sentidos de la Escritura. Su argumentación es clara: si se interpreta indiscriminadamente de esta forma, el discurso se hace impreciso desgarrado en tantos significados (fit enim incerta oratio, discerpta in tot sententias, 76), por lo que nada seguro enseña (nihil certi docet). Se entiende que el sentido seguro es el que se obtiene mediante el concurso de gramática, retórica y dialéctica (ya sabemos que acababa de componer una Dialéctica que no en vano se editaba junto con su Retórica); sólo iletrados, sin método alguno del bien hablar, viendo la Escritura plena de figuras, no supieron juzgar adecuadamente de éstas y se vieron obligados a imaginar una nueva retórica: así pudieron hacer de Jerusalén a la vez la ciudad, la república bien ordenada, la iglesia, la vida eterna (76). Para Melanchton la presencia de figuras no debe engendrar una pluralidad de sentidos sino uno solo que esté de acuerdo con el habitual estilo del lenguaje y que cuadre con el resto, es decir, con el contexto. Más adelante, Melanchton admite la tipología pero con los pasajes paralelos como cautela. De modo que habrá que remitirse al Evangelio, en el que aparecerán los mismos hechos citados en el AT aunque simplemente y sin figura (sed ipsa facta & mores conferuntur cum alijs rebus similibus, quae alibi simpliciter & sine figuris propositae sunt); así la alegoría (la tipología) se seguirá del sentido literal. Su conclusión es tajante: hay que buscar en cada lugar un solo sentido simple y cierto, que sea coherente con el contexto continuo del discurso y con las circunstancias del asunto, y hay que ver qué conviene en cada lugar (unam aliquam, ac simplicem, & certam sententiam in singulis locis quaerendam esse, quae cum perpetuo contextu orationis, & cum circunstantijs negotij consentit […] Sed uidendum est, quid in quoquo loco deceat, 83). Tan rotunda afirmación del conflicto entre la nueva filología y la doctrina de raíz medieval permite reducir la alegoría a retórica, lo que se aprecia en la distinción de diversas clases de alegoría: enigma, ironía, sarcasmo, mímesis, proverbio, apólogos. Muy luterana y agustinianamente, la conclusión es que no hay que valorar la figura como dificultad: «Con razón se alaba la imagen y se pinta en todos los templos, no para fomento de la superstición, sino para que nos avise de nuestros peligros (Merito igitur laudata est imago, & in omnibus picta templis, non ut per superstitionem coleretur, sed ut nos admoneret periculorum nostrorum, 85)». Desde luego, en Erasmo, como en Lutero, como en Melanchton, frente al verticalismo o la preferencia por lo paradigmático —que diría Lotman— propios de la exégesis medieval, se impone la aplicación de la retórica que conduce a la lectura horizontal que «busca el sentido en el contexto, en el encadenamiento de las ideas, en la intención del autor; sigue el desarrollo temporal: cada momento del discurso

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está ligado a un pasado ya dicho y prepara un porvenir que va a ser dicho»; y que aunque considere a los autores como inspirados, aprecia su realidad de seres humanos y la busca en el texto. Del autor medieval, que posee autoridad, al moderno: una subjetividad que se expresa, afirma Chomarat (1980-1981 II: 585). Y claro está, contexto y literalismo van unidos, como que ambos son expresión de un incipiente racionalismo aplicado a la hermenéutica. El círculo hermenéutico Nos hemos referido ya a Flacius, aunque sin ocuparnos aún del desarrollo que representa. Después del advenimiento de la hermenéutica filosófica, el círculo hermenéutico se considera la clave de la conciencia hermenéutica, de modo que quien entiende en qué consiste la circularidad de la comprensión, ha captado lo esencial. Tradicionalmente se formula diciendo que consiste en ir del todo a las partes, de las partes al todo. Es un principio circular que deriva del canon del texto como unidad orgánica, y que empezó valiendo en sentido espacial, como sugiere la imagen del todo y las partes, pero que acabaría extendiéndose también al temporal, y más ampliamente, existencial e histórico: el concepto de barroco, pongamos por caso, no se encuentra sino como hipótesis explicativa abstraída de ciertas obras y textos, pero una vez formulado servirá para comprender y caracterizar nuevas obras y textos. Pues bien, esta ley, este concepto, como todo concepto, es histórico, y no ha surgido de la nada. El Humanismo del Quattrocento recibe unas imágenes que tanto proliferan por las retóricas y poéticas antiguas, y se sirve de ellas, a su vez, con profusión: no es difícil encontrarlas en los autores de retóricas y en los tratadistas de poética del Renacimiento. Precisamente entonces, con la difusión de la imprenta, se dan las condiciones para una diseminación del sentido, por emplear una expresión de moda, que los antiguos no pudieron ni imaginar. Desde luego es difícil imaginar sin imprenta la Reforma luterana, su vertiginosa difusión, su propio punto programático del libre examen. Por ejemplo, Vittore Branca (1978: 47 ss.), editor de la Miscellaneorum Centuria Secunda de Poliziano, para justificar su aserto que ve en ella el manifiesto de la nueva filología, formula así sus principios: canto a la divinatio y la coniectura, pero además necesidad de examinar todo problema circularmente, de verba a res y de res a verba (o del ambiente cultural al texto y viceversa). De hecho, cuando a Poliziano le preguntan el significado de la palabra synderesis (§2.7) y conjetura que no es sino sineidesis (latín conscientia), razona diciendo que se trata de un término frecuente entre los teólogos más jóvenes (los que han interpretado los que llaman libros de las sentencias), que se esfuerzan mucho en mostrar que sinderesis es muy diferente de conscientia. De modo que la oscuridad del término le envía a las res, a partir de las cuales justifica su conjetura. Sin embargo, se podría argüir que Poliziano no llega a formular expresamente el principio implícito en su prácti-

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ca filológica, lo que sí hace la hermenéutica luterana. Lo mismo cabría decir respecto de otros autores: que el principio opera en su modo de proceder cuando se refieren a la necesidad de definir el scopos, la quaestio, o el género literario, pero que no lo formulan expressis verbis. Precisamente, si defendió Dilthey (1900: 237-239) que el De ratione cognoscendi sacras litteras (1567) de Matías Flacius Illyricus es el fundamento de la hermenéutica moderna sin duda es porque, a su juicio, por primera vez en el Renacimiento se formula allí de manera expresa el círculo hermenéutico. Conviene que le dediquemos alguna atención para poder valorar la justeza de la «prehistoria hermenéutica» gadameriana. La obra de Flacius, que descansa en la retórica previa de Melanchthon, se estructura en cuatro partes, divididas en parágrafos numerados: causas de la dificultad de la Escritura; remedios; reglas para conocerla extraídas de la propia Escritura; y preceptos reunidos por el autor o pensados por él mismo. Flacius comienza por la oscuridad, lo que le sitúa desde el principio, y una vez más, en un contexto polémico. En efecto, ya no basta con acordarse de Agustín, ahora debe deslindar su posición de los papistas: las dificultades no son tantas como para obligar a recurrir a Pontífices y Concilios, sino que «por nuestra culpa, no parece el lenguaje ni el sentido tan claro en todas partes como en otros muchos escritores» (4). Y el §1, en consecuencia, afirma que «casi todo depende del que escucha o del que enseña», pero que la naturaleza humana, por sí misma, inclina al error, incluso a juzgar necia e impía la Escritura. En §2 aduce como causas de oscuridad a los antiguos intérpretes, pero sobre todo, que las significaciones propias de la Escritura de vocablos como ‘pecado, justicia, fe…’, se hayan visto sustituidas por otras «filosóficas y aristotélicas», donde se aprecia, a la vez que el criterio filológico, la denuncia del quebrantamiento papista de aquel principio luterano de que no hay mejor maestro de las Escrituras que su propio autor. Los restantes artículos de esta primera parte enumeran las causas de la oscuridad de acuerdo con un patrón filológico y retórico, para concluir en el §50 en la necesidad de celo ardiente, meditación y oración. Los remedia (24-28) vienen a articular la posición que veíamos en Lutero: el primero es que Dios uno y trino nos haga doctos en Él inspirándonos pensamientos saludables (también para Flacius el saber es un don). A continuación, el elemento activo: catequesis, es decir, instrucción; conocimiento sólido del lenguaje (cognitio sermonis) y texto de la Escritura, fuente primaria de la dificultad de la que nunca se han ocupado los teólogos; estudio; oración ardiente; experiencia; pasajes paralelos; y los instrumentos: versiones buenas y claras e intérpretes fiables. De estos ocho remedios, descontando la técnica de los pasajes paralelos, ya conocida por Agustín de Hipona, así como la oración y el estudio, lados místico e intelectual de la misma actitud, conviene fijarse en el lenguaje y la experiencia. El humanismo resuena tal vez en la sensibilidad para el sermo y el entrelazamiento verbal (textus) como fuentes de dificultad. Justamente los teólogos habían atendido a las res, los contenidos, lo que, de hecho, dice Flacius, es más fácil (contenti, de rebus potius, quod factu faci-

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lius est, disserere, 24). En cuanto al sexto remedio, exhorta el autor como en todas las demás ciencias y artes a la vera et viva experientia; quae omnino Theorices mirifice illustrat, ac declarat (26). Contrapone así experiencia y teoría, y da la primacía a la primera en la aclaración de la segunda. Ahora bien, ¿cómo se podría experimentar, es decir, poner a prueba la Escritura, sino viviendo según su espíritu? Con lo que reaparece la concepción del texto pneumático que conocemos. La tercera parte de la Clavis se compone de las reglas para conocer las letras sacras tomadas de ellas mismas. Consecuentemente, las doce primeras dan forma normativa a lo que ha quedado dicho en los remedios. Así aparece el conocimiento de la palabra como un don; frente a los papistas, el rechazo de que haya algo más o distinto que Cristo; en §6, la necesidad de respetar la integridad de la Escritura (jota unum, & apex unus, non cadet de Scriptura); la necesidad de la Escritura misma, que se explica por ser el hombre criatura corpórea; y rasgos de la actitud del intérprete, como temor de Dios, conversión, humildad, alegría, estudio asiduo y ardiente… De nuevo interesa detenernos en la conversión, que desarrolla lo de Lutero: «Cuando nos convertimos a Cristo, se quita el velo de nuestro corazón y aun de la Escritura misma; no sólo porque somos iluminados por luz espiritual, sino también porque tenemos el scopum y argumento de la Escritura entera, esto es, el Señor Jesús» (§9, 34). Conversión es luz, y visión es comprensión. A primera vista, hacerse con el «argumento e intención» de una obra sería negocio de la inteligencia, pero el hecho de que la conversión nos lo proporcione equivale a decir que ésta no es un proceso meramente intelectual, sino que afecta a la persona entera. Pero la concreción de ese argumento se encuentra en la regla 13 (36), donde afirma Flacius que el argumento entero (argumentum aut summam) y el scopos de la Escritura descansan en dos silogismos: a) lo que dice el Señor es ciertísimo; y b) es cierto lo predicho en el Antiguo Testamento y se cumple en Jesús, que, por consiguiente, es el Mesías. A lo que añade que la mente humana ve más fácilmente cada parte si tiene siempre a la vista el conjunto (38). La regla 14 (40-44) insiste en lo provechoso de estar advertidos en cuanto al scopos y materia de que se trate, y a continuación precisa que aquí la doctrina es doble: quien obedezca la Ley vivirá (Antiguo Testamento), y quien crea se salvará (Nuevo Testamento), que se relacionan porque la primera se subordina a la segunda (40). Y esa es la llave (clavis) de la Escritura, y lo que separa de los «papistas», quienes se empeñan en concordar ambas doctrinas. Pero a nosotros no nos importa la controversia teológica, sino que de hecho expone aquí Flacius el mismo principio del círculo hermenéutico que veremos en la cuarta parte, pero como extraído de la propia Biblia, lo que garantiza su fiabilidad y certeza. Significativamente, las reglas 15 y 16 exponen de forma sintética los contenidos de la Biblia en orden sucesivo, como muestra de la catequesis necesaria que la propia Biblia nos ofrece. El resto de la tercera parte dedica numerosas reglas a la actitud de los intérpretes y la retórica que deben emplear en su predicación, así como al espíritu que se requiere en los discípulos. Aquí nos interesan los principios de interpretación textual. Podemos distinguir, aparte del problema del sentido figurado, que merece apartado

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propio, tres técnicas de lectura, la tercera de las cuales va ligada a un principio general, y unos auxilios. La primera técnica (§18, 48) nos recuerda que Jesús acusa a los discípulos de no comprender sus palabras: es preciso entender la metáfora como metáfora, la parábola como parábola, no convertir la frase condicional o interrogativa en afirmativa, de modo que comprendamos honradamente (ut probe intelligamus). Lo que supone una conciencia, aunque sea implícita, del enunciado como entidad comunicativa distinta del contenido proposicional, éste más bien de naturaleza lógica.72 Y complementariamente —§19 (48-50)— hay que atenerse a la naturaleza de las proposiciones, es decir, a qué se afirma de qué, a distinguir sujeto y predicado, y no sólo de la proposición aislada, sino de cada parte de un escrito o del escrito entero. De modo que es preciso considerar lo que hoy llamamos el modo enunciativo y el contenido lógico-semántico de cada enunciado. La segunda técnica —§20 (50)— consiste sencillamente en la aplicación expresa del método dialéctico al texto. Se trata de la capacidad de ver lo mismo en muchas cosas, muchas cosas en una sola (unum in multis, & multa in uno, 52), con referencia expresa a Platón, para lo cual se precisa saber trocear (secare) el texto, separar correctamente palabras, frases, miembros, pero también aspectos temáticos como lo referente a lo celestial y lo terreno, lo justo y lo injusto, el Criador y la criatura, etc. Pues se exige en cuanto a palabras y a contenidos (tum sermonem tum & res, 52). La tercera técnica es la versión de Flacius «de los pasajes paralelos». Dice así: En la exposición de la Escritura, y en desentrañar su verdadero sentido, tiene la máxima eficacia, después del Espíritu de Dios, la comparación (collatio) de lugares de la Escritura que sean semejantes, bien en palabras o frases, bien incluso en contenidos. Así también la comparación de las partes de un solo lugar, el examen cuidadoso de antecedentes y consecuentes, de modo que el mismo contexto nos ilumine la sentencia oscura (regla 29, 58).

Recurso circular, como que procede del mismo principio del círculo hermenéutico, y presupone la unidad dogmática de los libros de la Biblia. Si observamos en qué contexto aparece este principio, descubriremos el principio del todo y las partes bajo una nueva luz. Las reglas 24 a 29 (54-58) insisten en que, a la hora de interpretar, no se recurra a nada externo a la propia Escritura, que es la contrapartida de la afirmación de que hay que tomarla totalmente en serio, porque «de la Escritura no caerá ni una sola letra ni una coma tan siquiera» (32). De ahí que la oscuridad de un lugar haya de suplirse con la mayor claridad de otro. De modo que el principio del todo y las partes no es sino la consecuencia dialéctica de aquel otro, verdadero emblema de Lutero: Scriptura Sacrae sui ipsius interpres: en la Escritura está cuanto se precisa para entenderla.   Si Jesús dice a Pedro acerca de Juan: «Quiero que éste permanezca así», está afirmando que Juan no morirá; pero si le dice: «¿Si quiero que éste permanezca así, a ti qué te importa?», no afirma tal cosa. 72

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Ello no obsta, sin embargo, y vamos con los auxilios, para que el que enseña las Escrituras precise de una capacidad que se logra no sólo con destreza natural, sino con el estudio de la lógica, gramática, dialéctica, y retórica (§22, 52), eso sí, subordinadas siempre a la teología (§54, 78-80). Se entiende que el conocimiento de esas disciplinas, y sobre todo de la dialéctica, permitirá entender el orden de los escritos, y también de los sagrados, bien sea sintético o compositivo, el más frecuente en la Escritura; analítico o resolutivo; y horístico o definitivo (§23, 54).73 Más adelante, celo y diligencia vuelven a ser materia del §30, y un eco de la necesidad de experiencia parece oírse en los §§ 32-39, donde se compara la doctrina con la ética de Aristóteles para afirmar que su fin no es el conocimiento sino la praxis, o que la fe es anterior a la convicción intelectual. También nos previene en §§ 46-53 contra la insinceridad o el deseo de saber más de lo que está escrito, que conduce a las nocivas sutilezas de los teólogos de la Sorbona y de los papistas en general: de nuevo no introducir en la Biblia más de lo que hay en ésta, principio que inspira el final de esta sección. La cuarta y última parte de la obra, de los preceptos reunidos o pensados por el propio Flacius, ha alcanzado la mayor notoriedad porque es la que expone el principio del círculo hermenéutico. Pues bien, incluso en ésta, los ocho primeros preceptos vuelven sobre la concepción del texto pneumático, porque, además de las habituales advertencias de implorar la ayuda divina y acudir con mente pura, insiste en que no es el libro de un autor muerto, sino del mismo Dios vivo que, por medio del libro, quiere hablar con los hombres (cum hominibus, per istum librum colloqui, 88). Y el pasaje clave, auténtico locus classicus, merece citarse con extensión:   9. Cuando acometas la lectura de un libro, esfuérzate en la medida de lo posible desde el principio en tener bien claro y conocido en primer lugar el scopos, el fin o intención [finem aut intentionem] del escrito completo, lo cual es como la cabeza o el rostro suyos, que pueden ser indicados con pocas palabras y que no raramente están ya expresos en el título […]. 10.  Trabaja en segundo lugar en tener bien presente la totalidad del argumento, suma, epítome o compendio. Llamo argumento a aquel más rico concepto tanto del scopos, como del esbozo del entero corpus, en el cual a menudo viene indicada necesariamente la ocasión del escrito, aunque ésta no esté claramente contenida en el escrito mismo. 11.  En tercer lugar, debes tener a la vista la articulación o disposición [dispositio] del libro u obra en su conjunto, de modo que observes con suma diligencia dónde están —por decirlo así— la cabeza, el pecho, las manos, los pies, etc. Allí, así pues, has de sopesar cuál sea ese cuerpo; cómo abarca todos los miembros, o con qué relación [ratio] tantos miembros o partes contribuyen a formar un solo cuerpo; cuál sea la conveniencia, armonía y proporción de cada uno de los miem-

73   Se notará que recuerdan mucho a los distintos modi con que la Escolástica madura —y el propio Dante— definían el carácter de los escritos.

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bros bien entre sí, bien incluso con todo el cuerpo, y especialmente con la cabeza misma. 12.  Será útil, en fin, hacer una tabla de toda esta anatomía o disección de un cuerpo solo en tan varios miembros, de modo que puedas más fácilmente captar con el espíritu y comprender la obra [intelligere opus], y fijarla mejor en la memoria, ya que tendrás todo a la vista en sinopsis, como en una sola ojeada. 13. Ciertamente estas cuatro: scopos, argumento, disposición y sinopsis tabular deben ser honestas, verdaderas y auténticas. En efecto, si son verdaderas, sirven de mucha ayuda; al contrario, si son falsas, hacen errar al lector por el cielo entero. Conque hay que aportar la mayor vigilancia y el más cuidadoso examen en estas cuestiones. 14.  Estas cuatro cosas implican aún las siguientes ventajas. En primer lugar, el scopos mismo y el conjunto [summa] en su totalidad arrojan una gran luz sobre cada parte, y con esto, también sobre los enunciados, frases y palabras, de modo que podrás ver más claramente cuál es y cuál no es su sentido auténtico. En efecto, lo que parezca oponerse del todo al punto de vista y al argumento, o al conjunto, es ciertamente extraño y falso (Flacius, 91-92).

Como se puede notar, en estos preceptos expone Flacius una formulación teórica perfectamente explícita del círculo hermenéutico, que con finalidad didáctica descompone en pasos sucesivos. Didactismo que se revela además en el aprecio por las sinopsis, como procedimiento para abarcar cómodamente el contenido de la obra. Es claro que este análisis habla, al menos en parte, con un vocabulario retórico —términos como dispositio—, y procede de la aplicación de la dialéctica. Y tiene además la repercusión filológica del precepto 14: servirá para eliminar, por espúreas, las frases que contradigan el argumento general, pues la coherencia es una presuposición de cualquier texto: es imposible, en efecto, —viene a decir Flacius— que haya un escrito razonable que no muestre un scopos determinado, un género determinado, y un orden y proporción de partes y todo (96). El género (discursivo, diríamos) es, así, otro de los principios importantes de la interpretación, y de él se ocupan varios preceptos. El §20 (96) nos invita a sopesar si estamos ante narración, historia, doctrina, descripción, consolación, censura… y el §21 a intentar distinguir sus partes; el §22 apela para ello a las artes del discurso ya citadas arriba, ya que éstas se acomodan por voluntad divina a la naturaleza y orden de las cosas; el §23 (97-98) pide que relacionemos el escrito con los grandes géneros retóricos: judicial, deliberativo, demostrativo, didáctico, u «otra forma de escrito».74 Los §§24-27 (98-100) explican los pasos que debe dar a continuación el intérprete. Primero, y de acuerdo con los preceptos de cada género, se deben examinar los status causae, partes orationis, & argumenta, es decir, preguntarse si se está hablando de algún hecho, si se busca definirlo, o si se pretende que es justo; cuáles son, por ejemplo, en un discurso, el exordio, la narración, la argumentación y la peroración, 74  Nótese que los géneros retóricos se agotaban en los tres primeros. El didáctico es un añadido de Flacius (siguiendo a Melanchthon), que habla de genus orationum en conjunto.

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o sus equivalentes en otros géneros discursivos; de qué argumentos se sirve el autor para probar lo que dice. A continuación —§26 (100)— se debe destejer (retexere) o diseccionar el texto, de modo que quede como en los huesos (sola quasi ossa), es decir, que se descubran las frases esenciales (sententias, vale también por ‘pensamientos’) que sostienen las demás frases que él autor hizo venir, casi como secundarias (accersita & quasi accidentaria), pero a la vez tan necesarias como los nervios fijados a los huesos. Y ello para que se distinga qué es lo esencial del escrito y con qué intención (quo consilio) ha aportado el autor las secundarias (a las que se supone abundantes y capaces, por su esplendor, de enmascarar las esenciales, y con ello, el scopos del texto).75 Finalmente —§27 (100)— será útil ofrecer una «breve ecphrasis» o una más rica paráfrasis en la que el intérprete expondrá con sus propias palabras el sentido del texto —única forma, diríamos, de demostrar que se ha entendido—; pero cuidando de no invertir el sentido, de no añadir ni quitar ni exagerar nada, de no hacer de menos o decir de forma menos significativa. La piedra de toque es siempre el sentido original, así como la propia honestidad del intérprete, y en todo caso, la posibilidad de contraste con otros. Los preceptos de Flacius exponen, así pues, un método de interpretar completo, que, a primera vista, podría extenderse a cualquier escrito. Su programa es el del Humanismo: hay que conocer las lenguas del texto originario de la Escritura —el hebreo, además del griego y el latín— para comprender el sentido; desde luego, la mediación lingüística es ineludible, y con ella, la necesidad de gramática, retórica y dialéctica. En conjunto, su obra no resulta muy ordenada, y su originalidad teológica resulta escasa. Como hemos visto, los principios que para él constituyen la clavis, derivan íntegramente de Lutero, y se sirve de ellos para delimitar su posición tanto del tradicionalismo tridentino como del espiritualismo de Schwenckfeldt. Se aprecia, sin embargo, una interesante diferencia respecto de Lutero, y es que, mientras que para éste la palabra de Dios «era todavía la predicación de profetas y apóstoles, para Flacius es la enseñanza que con letras, sílabas, y palabras está escrita en el papel de la Biblia» (Rohls, 2002: 262). Tal vez ese subrayado le impulsase a componer su obra que, en cualquier caso, queda como el mayor y más explícito desarrollo sistemático de la hermenéutica luterana en el siglo xvi. Interpretatio y hermeneia Pero aún hemos de perseguir el contenido de la interpretatio en otro ámbito. La Edad Media había distinguido interpretes de expositores, de los cuales los primeros más bien traducían, los segundos comentaban (Cfr. I.2). En el Quattrocento progresivamente interpretatio extiende su valor para abarcar también el de la expositio, al tiempo que se afianzan versio, conversio, translatio, y, por fin, traductio; lo que no 75  Nótese que este análisis está en la base de la distinción entre ideas principales y concomitantes, que llegará hasta Schleiermacher.

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quita para que interpretatio se use muchas veces tanto para la comprensión lingüística como doctrinal (Bianchi, 2003: 193). Desde luego, la actividad interpretativa es inseparable por lo general, se habrá notado, de la necesidad de trasladar un legado cultural del griego al latín, o bien de moverse entre el griego y el latín y las lenguas vernáculas. De modo que lo que hoy llamamos traducción y filología son inseparables, o dicho de otro modo, el filólogo es, por serlo, el traductor por antonomasia, como el traductor que no sea filólogo es un tristísimo traductor. Y hace notar Hankins (2003), si comparamos desde un punto de vista cuantitativo esta actividad con su equivalente medieval, la ventaja resulta aplastante para el Renacimiento, al menos en lo que respecta al griego: la competición entre estudiosos e impresores multiplicaban las revisiones de textos; y se aprecia un superior refinamiento en el estudio de las lenguas y la comprensión del contenido. El caso es que a finales del xvii gran parte del corpus griego ha sido traducida al francés, italiano, español, alemán e inglés. Las causas para Hankins están claras: hay ahora un público aristocrático sin tiempo para el estudio medieval de glosas y quaestiones. De hecho las nuevas traducciones triunfan también en la universidad, cuyos patronos eran los mismos de los humanistas (si hay enfrentamiento es entre método escolástico y humanismo, no entre éste y la institución). En síntesis: más letrados, nuevos patronazgos, un nuevo público, imprenta, nacionalismos emergentes que quieren ennoblecer las lenguas vernáculas, deseo de los humanistas de ampliar el público de las buenas letras… Monumento de esta actividad y ejemplo de lo dicho es entre otros la versión íntegra de los diálogos platónicos al latín realizada por Marsilio Ficino y la Academia florentina en la villa que la liberalidad de Cósme de Médici dedicó a tal fin, hecho que en sí ya es significativo. Esta actividad, que proseguía la larga tradición medieval con un espíritu nuevo, produce una serie de interesantes reflexiones teóricas sobre la tarea de traducir. Consideremos algunos ejemplos expresivos. La primera de estas obras es De interpretatione recta de Leonardo Bruni (1420), canciller de la república de Florencia, nada menos, y su móvil enfrentar su propia traducción de la Ética a Nicómaco de Aristóteles (1416-1417) —la elección ya es significativa— a la de Roberto Grosseteste (1243), en quien personificaría la barbarie del latín medieval. Las críticas son típicas: Grosseteste había deturpado la elegancia, agrado y decoro del original (151-152). Y el objetivo de Bruni, claro: «Que lo que se ha escrito en una lengua, se traduzca rectamente (recte) a la otra (153)». Lo interesante es cómo desarrolla recte. El peligro del traductor es doble: si entiende mal lo que hay que verter o si lo transmite mal (si aut male capit, quod transferendum est, aut male reddit, 158), punto éste de la mayor importancia porque prefigura en cierto modo la diferencia entre comprender e interpretar que encontraremos más adelante. En efecto, no es imposible que, comprendiendo bien, falte pericia para expresar de forma adecuada esa comprensión, de ahí la doble exigencia de competencia en ambas lenguas y de amplias lecturas que moldeen la capacidad expresiva del traductor. Naturalmente, Bruni descansa sobre la concepción de Cicerón y Jerónimo —la supone coincidente— a los que invoca como maestros.

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La regla de oro de Bruni resulta sorprendente. Dado que cada escritor tiene su figura (su carácter o estilo), «el mejor intérprete, sin duda, se convertirá en el primer autor con toda su mente, alma y voluntad (tota mente et animo et voluntate) y se transformará de algún modo y meditará en expresar la forma, naturaleza, andadura, colorido y todo el estilo de su discurso (eiusque orationis figuram, statum,76 ingressum coloremque et liniamenta cuncta exprimere meditabitur, 160)». A primera vista, parecería una anticipación de motivos caros a la hermenéutica romántica. Pero Bianchi (2003: 206-207) ha hecho notar que lo que pretende Bruni es, más bien, dar en latín un equivalente perfecto de la obra del Estagirita. El resto de la exposición de Bruni, que incluye varios ejemplos de textos griegos traducidos por él, aborda peligros definidos: impropiedad de los términos, barbarismos, ignorancia del mundo antiguo, palabras que Grosseteste dejó en griego por incompetencia (¿por qué verter politeía por politia y no por res publica?; pero nótese que hoy una traducción con rigor filológico preferiría respetar el término griego o lo añadiría en forma de glosa aclaratoria)… Y es que el programa de Bruni consiste en abandonar —en parte— la traducción medieval ad verbum y sustituirlo por el ad sensum. Su rechazo del primero no es absoluto, pero Bruni está convencido de que se puede decir en latín ciceroniano lo mismo que en griego, lo que le lleva a proscribir términos que hoy usamos corrientemente, a sustituir tecnicismos por perífrasis y «a romper toda correspondencia precisa entre lemas griegos y latinos» (Bianchi, 2003: 150). Hay que guardarse de pensar que el ideal de los traductores del Renacimiento se identifica, sin más con el nuestro. Años más tarde, en 1540, Joachim Périon vuelve sobre el asunto, lamentándose de que contando con buenas versiones de otros autores griegos se traduzca tan mal a Aristóteles, siendo la filosofía la base de todo y «Aristóteles tan próximo a nuestra religión». Dejemos los habituales reconocimientos de la dificultad de la empresa y vamos con lo que para Périon es la clave: «Que el pensamiento del libro que pretenden traducir (convertendum) primero lo hagan suyo en su espíritu a través de cada una de sus cláusulas, luego lo piensen consigo mismos, como si la cosa que tienen en su espíritu, por sí, no encontrada por otro, quisieran expresarla con sus palabras e hicieran esto copiosa y espléndidamente (primum per singulas clausulas animo concipere, deinde secum ipsi cogitare, quemadmodum si rem quam animo tenent, a se, non ab alio inuentam, exprimere dicendo uellent, copiose id splendideque facerent (4)». El enemigo, también para Périon, es la traducción palabra por palabra, como si todas las lenguas usasen de las mismas fórmulas (quasi uero linguae omnes formulis ijsdem dicendi prorsus utatur, 4). Es un ideal que radicaliza el de Bruni (si entiendo bien el texto), por cuanto éste pretendía una fidelidad elocuente tanto al sentido como —relativamente— a la forma del discurso ajeno, mientras que Périon pide que primero el traductor haga suyo ese sentido, y luego lo exprese con tanta elocuencia como pueda, sin reclamar fidelidad verbal alguna. Con razón pone a Cicerón como 76   Recuérdese que status [causae] traduce el griego stásis, que designa la posición relativa de las partes que se enfrentan en la retórica judicial, por ejemplo, acusador y defensor.

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modelo, de hecho da dos preceptos, uno, que no pensemos en verter palabra por palabra; en segundo lugar, que casi emparejemos las palabras griegas con las latinas, sobre todo con las que haya usado Ciceron del mismo género (unum, ut uerbum ex uerbo exprimendum non putemus: alterum, ut graeca cum latinis maxime Ciceronis eiusdem generis fere coniugamus). Es una libertad respecto de la forma que se explica porque parece que Périon considere las palabras en abstracto, al margen del enunciado. El resto de sus reflexiones y preceptos lo ocupa la cuestión de cuándo es lícito verter una palabra griega por varias latinas: es expresivo que en la equivalencia singular (in verbis singulis) recomiende la propiedad, mientras que en conjuntos de palabras (in verbis coniunctis) la adecuación (apte); incluso invita a que si una palabra griega se puede traducir por varias latinas (por ejemplo, el caso de lógos), se introduzca la variación. Son índices todos ellos de la flexibilidad que en el aspecto formal admite, siempre que se respete el modelo ciceroniano, cuyos giros y expresiones invita a memorizar y usar. Y la razón es clara: el discurso, además de ser fiel, debe ser discurso y como tal, elocuente. Por algo se dijo de Périon que había intentado enseñar a Aristóteles a hablar ciceronianamente (apud Bianchi, 2003: 152). Que la conciencia de las dos posibilidades estaba en el ambiente ya lo demuestra el De ratione dicendi de Vives (1532, algo anterior a Périon), que en su cap. XII (291-295), referente a las versiones sive interpretationes diferencia entre las fieles sólo al sentido, las fieles sólo a la frase o dicción (sola phrasis, aut dictio), y las que intentan considerar ambos aspectos. Lo que se ha llamado principio de incomensurabilidad lingüística le lleva a objetar a la segunda posibilidad, y a admitir en cambio la traducción ad verbum en los lugares de oscuridad, trascendencia pública o privada, y en los misterios de la Escritura (pero así procedían ya los medievales: Dod, 1982: 45-80). Para Vives las causas de error en las versiones radican en ignorancia de las lenguas o de la materia tratada. Desde luego, por mucho que se quieran conservar las figuras y tropos del original, nunca la fidelidad debe inducir a admitir el solecismo o el barbarismo (pobre Vives, si leyera nuestras traducciones al español). El suyo es, pues, un criterio flexible, más equilibrado que el de Périon. De todas formas, el tratado más completo en esta materia, digno sin duda de edición moderna,77 es, sin discusión, el Interpretatio lingvarum: seu de ratione convertendi et explicandi autores tam sacros quam prophanos, Libri tres de Lawrence Humphrey (1559) o Laurentio Humfredo, como firma, latinizando su nombre. Humphrey, para quien, antes de Danhauer, interpretatio y hermeneia son sinónimos (2), no osa considerar un arte el de interpretar, pero se propone establecer unos preceptos válidos tanto para la teología (nombre de la religión) como para la filología o filosofía (nombres de la literatura), que son las dos grandes clases de textos que 77  No disponemos de espacio aquí ni es nuestro objetivo ahora el análisis minucioso de la extensa obra de Humphrey, dividida en tres libros que contienen, el primero una teoría completa de la interpretación y el intérprete sobre bases retóricas; el segundo la teoría de la imitación, con Cicerón como ideal; y el tercero unos progymnasmata con ejercicios y ejemplos diversos. Se ha acordado de Humphrey Steiner (1975: 272).

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establece. Precisamente los antecedentes que reconoce, Cicerón, Jerónimo y Périon, no han dado preceptos. Su posición pretende superar las anteriores, la ad verbum que responde a superstición de las palabras (14), y la otra, que confunde escritor con intérprete olvidando que frente a la libertad del primero, el segundo está sujeto a los sentidos ajenos. Así que la solución está en el camino medio, partícipe de ambos, simple pero erudito, elegante pero fiel (quae utriusque particeps est, simplicitatis sed eruditae, elegantiae sed fidelis, 30) Mas la aportación principal de Humphrey consiste en que, en efecto, se ha esforzado en dar preceptos, lo que le obliga a analizar la materia minuciosamente, y en concreto los modos de determinar el sentido del texto. Así, al tratar de las virtudes de la interpretación, ésta debe ser plena, lo que consiste en que el pensamiento responda al pensamiento y alcance así la mente del autor, sin defecto ni exceso (31-32). Por consiguiente, el peligro es errar el scopos, el designio general de la obra. Y ¿cómo se consigue evitarlo? Su respuesta es muy interesante: «Primero hay que considerar atentamente las cosas (res) y los pensamientos, luego la forma y la figura, después el ritmo, esto es, como dice Cicerón, la colocación y conformación misma de las palabras (intuendae sunt enim primum res atque sententiae: tum forma & figura: post numerus, id est, ut ait Cicero, ipsa collocatio conformatioque verborum)». Hay, pues, un primer paso en el que las res se revelarán a la consideración del intérprete, y luego se aplicará la inventio (dialéctica): los lugares de los argumentos, el género, las causas o efectos;78 finalmente se abordará la forma de la proposición (si es narración continua o dialogada, esto es, mimética). Las demás virtudes siguen, sin más, el molde retórico: propiedad, pureza, decoro (en el que incluye la consuetudo linguae a la cual se traduce), y claridad (perspicuitas). Significativamente los preceptos son conssensio & dissensio (97), en otras palabras, que se retenga todo lo posible el idiotismo (99) de la lengua de la que traducimos, esto es, lo que la hace diferente a todas; pero que cuidemos a la vez de no traicionar lo adecuado a la consuetudo linguae de llegada. De ahí que recomiende que sea como Proteo el intérprete: siempre verdadero pero mude su dicción según la del autor (416). A la hora de la imitación, la Biblia es el modelo para lo sagrado, Cicerón para las letras humanas; aquí comparecen la atención prioritaria al pensamiento, y en el caso de la Biblia el método de los pasajes paralelos, la necesidad de respetar las figuras y metáforas enfáticas, la admisión de una cierta oscuridad (no se deben mezclar letras sacras y profanas). En fin, el objetivo expreso es que la versión lleve a las fuentes, no que aparte o separe, ni que dificulte o retarde (ut adducat ad fontes, non ab his abducat seducatue, nec impediat aut retardet, 403).   Muy gráficamente, cuando se ocupa de la imitación, invita a atender primero ad rem y añade que hay que descender a las entrañas mismas de la causa (in ipsa causae viscera, 267); o más adelante que el lenguaje se adapte a la cosa, y no al revés (non sermoni res, sed rei est sermo subiectus, 420). 78

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El problema de la Misiva sobre el arte de traducir, del doctor Martín Lutero (1530), es algo diferente, aunque su posición entrelace con la cuestión teológica la sensibilidad humanística. No sólo es cronológicamente anterior, sino que también en este aspecto Lutero parece marcar una cierta ruptura que justifica lo enfrentemos a los anteriores, y cuya evaluación justa precisaría un mayor espacio. La controversia arranca de que al Arbitramur hominem iustificari ex fide sine operibus de Pablo (Rom. 3, 28) le añade ‘sólo’: «Sostenemos que el hombre es justificado sin obras de la ley, sólo por la fe», que no está en el original, y que es crucial porque sobre ella gira lo esencial de la controversia entre luteranos y papistas (309). La explicación de Lutero es clara: «He intentado hablar en alemán, no en griego o en latín, ya que mi empresa es la de alemanizar» (310). De ahí que haya suplido esas cuatro letras de ‘sólo’, porque «la intención del texto las contiene, y […] es preciso ponerlas si se quiere traducir claramente y de forma que resulte eficaz» (ibidem). El criterio es no preguntar al latín cómo hay que hablar en alemán: «A quienes hay que interrogar es a la madre en la casa, a los niños en las calles, al hombre corriente en el mercado, y deducir su forma de hablar fijándose en su boca» (311). De modo coherente con lo que hemos visto en su teología, sobre la imitatio prevalece el habla viva, y el peligro de que haya un salto entre niveles estilísticos de la lengua de partida a la de llegada se suple con la atención a las res. En el caso de la salutación del ángel hubiera sido todavía más correcto —dice Lutero— por más expresivo y natural en alemán, y fiel al sentido original, traducir por «Dios te saluda, querida María», ya que el sentido es inseparable de la enunciación, y diga lo que diga la letra del latín, hay que considerar que se trata de un saludo cariñoso. Lo que no obsta para que se hayan preocupado Lutero y sus colaboradores de «atenernos al sentido literal de los pasajes y de no proceder con excesiva libertad» (313). Mejor atentar contra el alemán que desviarse de la Palabra. En cualquier caso, hay dos guías para la buena traducción (téngase en cuenta que es sólo la traducción bíblica lo que está en juego): un corazón piadoso pero también avezado (principio éste que comparte Humphrey); y tener en cuenta el «pensamiento y el contexto paulinos», donde se pueden reconocer el Scriptura sui ipsius interpres: el conjunto del texto como norma de resolución de las dificultades, y el Qui non intelligit res, non potest ex verbis sensum elicere res: quien no entiende el asunto, no puede captar el sentido de las palabras. Sea como fuere, la Misiva luterana parece formular algo así como el principio de equivalencia caro a los traductores actuales. Además, en su «alemanizar» está en germen el valor de la traducción como extensión del idioma que habría de señalar Schleiermacher siglos más tarde. En conjunto, interpretatio y hermeneia van en camino de ser, pues, sinónimos parciales e incluyen entre otros el campo de la actual traducción (y confirman la continuidad del uso del término griego). La consecuencia es que la base retórica y la terminología filológica de ella heredera son comunes tanto para la actividad interpretativa como para la traducción propiamente dicha; por otra parte, la conciencia de la diferencia lingüística entre griego y latín (o con el alemán) es también común. No se puede decir que, respecto de los medievales, se haya variado de forma absoluta de

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traducir ad verbum a hacerlo ad sententiam o ad sensum, sino más bien a una variedad de posibilidades, siempre, eso sí, en relación con el género discursivo (Hankins, 2003).79 Sin embargo, la traducción desarrolla específicamente algunos aspectos que tendrán trascendencia. Desde luego, la obra de Humphrey es la respuesta más articulada y significativa al problema de la traducción tal como lo entiende el Renacimiento; así como probablemente la de Lutero, consciente de que hay que «alemanizar», la más profunda y precursora de la actualidad. Hermenéutica y modos de lectura Cualquiera que se haya acercado a los comentaristas del Renacimiento, que son legión, tanto en letras sacras como profanas, encuentra el mismo vocabulario de términos dialécticos y retóricos y los mismos o parecidos procedimientos expositivos. Y es que, si bien se ha afirmado que en los luteranos hay un antihumanismo, porque su enérgico subrayado de la bajeza del hombre pecador es incompatible con el antropocentrismo de los humanistas, no menos cierto es que su hermenéutica no se explica sin el Humanismo y su filología, si bien éstos, en Alemania, al servicio de la exégesis bíblica. Lo que pretendemos decir es que el Renacimiento ha dado una forma articulada a la exégesis, la cual constituye un jalón decisivo en la evolución que, en algunos aspectos, aunque no siempre o no del todo seamos conscientes, conduce hasta hoy. Y esta hermenéutica es, en esencia, la del Humanismo, que pretende recuperar la tradición gramatical y filológica antigua, y a la que la Reforma va a someter una tensión que radicaliza los principios de aquél. Esta conciencia se extiende por toda Europa, eso sí con grados de elaboración teórica muy diversos. El de Flacius es muy alto, pero el de los comentaristas aristotélicos o los preceptistas italianos, que no es menor, atestigua que se trata de una conciencia filológica común a todos. Hay que considerar, por tanto, junto a la exégesis bíblica y jurídica y la edición de los clásicos, la trayectoria del aristotelismo. Común a unos y otros es el entramado conceptual retórico, la articulación en res y verba, que presuponen y en que se mueven. Los componentes de esta hermenéutica, como hemos intentado mostrar, se pueden sintetizar así: a) La obra debe interpretarse desde sí misma, lo que se traduce en la exigencia de determinar su scopos, el plan que el autor concibió al escribirla: cada parte del texto deberá ser coherente con él y todas entre sí. Se precisa también identificar la materia sobre la que versa la obra (las res), que, por consiguiente, no se confunde con el scopos. Este primer paso ha de justificarse sobre bases dialécticas. 79   Según Hankins, Trapezuntius, a quien aduce como ejemplo, pide traducción: a) literal para textos sagrados, b) libre para retóricos y poéticos, c) intermedia para filosóficos e históricos.

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b) Es preciso identificar el género discursivo a que pertenece el texto.80 Tener en cuenta el concepto de género es crucial para cualquier forma de interpretación. c) Es preciso separar las partes del discurso correctamente, y poner en claro los argumentos esenciales que le sirven de armazón lógica, es decir, dejar al descubierto la disposición de la obra distinguiendo ideas principales y secundarias. d) Hay que atender tanto a la peculiaridad de cada enunciado (en particular, al sentido figurado y al énfasis), como a la estructura lógico-semántica de su contenido. e) Los lugares oscuros se aclaran mediante el contexto o los pasajes paralelos. El primer paso: la obra desde sí misma, es inexcusable, porque se supone que sólo así, siempre que el intérprete adopte una actitud adecuada, se le irá revelando ese scopos que es el punto de partida de la interpretación. Pero una vez dado ese primer paso, son de aplicación: A) La dialéctica (ars bene disserendi: arte de discurrir bien), que se ocupa de enseñar lo que es un una definición, una división, una deducción, el juicio, etc.; que enseña a ver lo uno en lo disperso, y, a la inversa, a sacar de lo uno muchas cosas. Hay que identificar si el texto procede por definiciones, análisis, o síntesis, y aplicar este método para aclarar el sentido. B) La retórica, cuyo orden en invención, disposición y elocución, y cuya terminología son en líneas generales las de la hermenéutica, aunque invertidas, aplicadas ahora a desmontar (detexere) el discurso en vez de a componerlo. En particular la atención no sólo a res sino también a verba, las circunstancias del contexto, y el principio de la aequitas son de aplicación general. Añadamos que, como todo saber técnico, además de necesitar de una terminología, la hermenéutica del Renacimiento se sirve o da por supuestas unas metáforas, que expresan muy bien la tensión en la que se mueve, o los distintos ámbitos, profano y sacro, a que se aplica. Por una parte está la del textum, entrelazamiento del estilo, o textus, en sentido actual, figuras ambas que aparecen en Quintiliano (Inst. Or. IX, 4, 17; Inst. Or. IX, 4, 17), y que dan lugar al detexere, muy expresivo del trabajo del intérprete. Pero títulos como clavis nos hablan de que, al menos la Escritura, es, además de textus, o más que textus, lugar al que no entra cualquiera, templo suponemos, o también fuente, depósito, reservorio de doctrina (no sólo en el mundo luterano, también en Fray Luis). Por otra parte, está la noción de corpus, algo así como la noción de coherencia de la actual lingüística del texto, que implica la de scopos, algo   En MacLean (1992: 103-104) puede verse cómo la interpretación jurídica de la época sigue un patrón general parecido, que remonta en buena parte a la medieval glossa ordinaria. Pero con una excepción: justamente el concepto de género, que parece privativo de la retórica y la poética. 80

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así como una intención de conjunto, articulada, del texto de que se trate. Una y otra están en la base de lo que se llama circularidad hermenéutica. Volvamos ahora sobre una duda, ya planteada en estas páginas. Si las técnicas o modos de interpretar son comunes a la Europa católica y a la reformada, al intérprete bíblico, al humanista, al traductor, al filósofo… ¿qué sentido tiene la afirmación de Dilthey de que hay que ver en la hermenéutica de Flacius el fundamento de la actual (actual de tiempos de Dilthey, claro está, pero el mismo aserto se encuentra en Ga­ damer)? En cuanto a técnicas, poco o ninguno: lo nuevo y específico de los reformados sería la radicalidad de la teología luterana, según la cual es la Palabra la que juzga al intérprete, y no al revés. Así que probablemente hay que ver en la tesis de Dilthey una consecuencia de su teleologismo, que desde la perspectiva de los cultivadores de la hermenéutica filosófica se prolonga hasta ellos mismos. Y aunque de toda hermenéutica se pueda inferir una dimensión filosófica, la filosófica es una dirección y no la totalidad de la hermenéutica, aunque toda hermenéutica, se puede argumentar, tiene un trasfondo filosófico. Digámoslo de nuevo: si bien se puede retener de la «prehistoria hermenéutica» gadameriana81 la importancia de la aportación de los reformadores, no menos hay que reconocer, de acuerdo con Bianchi, que ésta constituye un aspecto, esencial, sí, pero no exclusivo, de la actividad general de apropiación del pensamiento antiguo tal como la ha desarrollado el Renacimiento. Si recordamos ahora nuestro epígrafe «La letra y el espíritu», podremos entenderlo mejor desde la perspectiva ganada. La evolución del mito al lógos debía traducirse en la elaboración de un pensamiento aplicado al hecho mismo de interpretar. Subyace siempre a la hermenéutica el intento de recuperar la voz ajena, y la conversión de lo sagrado en absoluto operada por el cristianismo lo formula en términos de el espíritu frente a la letra. La racionalización del pretendido desbordamiento de sentido que representa el espíritu conduce al despliegue en modos y materias propio de la exégesis medieval. Ésta supone el primer gran esfuerzo por configurar una dogmática que parta de la lectura de los textos. El Renacimiento agudiza la sensibilidad filológica, que, en vez de buscar en los autores una verdad intemporal, aspira a reconstruir el sentido originario; e interpone la articulación retórica de res frente a verba que reescribe la contraposición entre espíritu y letra, pero cuidándose de identificar sin más espíritu y res. Por consiguiente, acusará a la dogmática de las escuelas de apartarse de la letra por interposición de una dialéctica artificial, y le contrapone una nueva que, al fundarse en los loci retóricos, pretende, ahora sí y verdaderamente, no despegarse de la Escritura. Sabemos además que no había —no hay— una sola forma de leer. Varias hermenéuticas, en tanto que prácticas de comunidades interpretativas diferentes, pueden convivir en una sociedad determinada, y aplicar distintos tratamientos a los textos, a veces, incluso, a un mismo texto (¿no leía Fray Luis el Cantar de los cantares con   En la medida en que Gadamer subraya el papel del Humanismo en Flacius, y que ha dedicado en Verdad y método II (1986) estudios al nexo entre retórica y hermenéutica, la crítica de Bianchi vale mucho menos para él que para Dilthey. 81

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una incipiente conciencia estética mientras que comentaba el Libro de Job según el quadruplex sensus?). Y nos hemos referido a la tipología de la lectura en el siglo xv que James Hankins (1990: 18-26) ha esbozado al frente de su gran estudio sobre Platón en el Renacimiento (cfr. II.3, n. 18). Se recordará que han comparecido ya la lectura meditativa, la doctrinal, la alegórica, y la escolástica. Añadamos ahora que, además de mantener éstas en los ámbitos que ya conocemos —el monasterio, la universidad…—, surgen en el Quattrocento algunas formas nuevas, que se deducen de la hermosa carta de Maquiavelo a Francisco Vettori. Maquiavelo cuenta a Vettori el deslizarse de su vida cotidiana fuera de Florencia en 1513, expulsado de la cancillería por los Médici. Merece la cita, aunque sea extensa: Abandonado el bosque, me voy de allí a una fuente […]. Tengo un libro debajo, o Dante o Petrarca, o uno de estos poetas menores, como Tibulo, Ovidio y similares; leo aquellas amorosas pasiones suyas y sus amores me recuerdan los míos: me recreo un rato en este pensamiento […] Caída la tarde, me vuelvo a casa y entro en mi escritorio, y a la puerta me despojo de aquel vestido de diario, lleno de fango y lodo, y me pongo paños reales y curiales; y decentemente revestido, entro en las antiguas cortes de los hombres antiguos, donde, recibido de ellos amorosamente, me apaciento de aquel alimento sólo mío y para el cual nací; donde no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles la razón de sus acciones; y ellos por su humanidad me responden; y no siento durante cuatro horas aburrimiento alguno, me olvido de todo afán, no temo la pobreza, no me asusta la muerte: todo me transfiero a ellos.

Dos formas bien diversas de lectura comparecen aquí. Por la mañana Maquiavelo se recrea en los poetas del amor, menores, con los que se identifica y en los que se recrea: es un hombre maduro (ha nacido en 1469), mayor para la época, que ama. Estamos ante la lectura estética. Hankins la caracteriza por la concepción de la obra y el autor que implica: aquella constituye un objeto cuyas partes se relacionan con el efecto del conjunto; el autor —tiene nombre— se concibe como personalidad literaria. Se lee buscando el placer que produce la belleza, que ennoblece el carácter (si se representa alguna inmoralidad ésta no afecta al lector que busca la estética; los humanistas creían, de acuerdo con Horacio, que el placer facilitaba la asimilación de la lección moral). Se trata de un lector que, como Maquiavelo, prescinde de notas porque confía en su educación clásica. Comienza a mostrarse a través de fisuras en el siglo xv, aparece plenamente en el xvi, y es evidente que le esperaba un creciente futuro. Al atardecer, tras comer en la posada del pueblo, Maquiavelo se reviste para entrar en el palacio de los clásicos, a los que interroga, y en esa conversación se suspende el tiempo. Creo que se puede hablar de lo que Hankins llama lectura imitativa, híbrida de doctrinal y propiamente imitativa. Pues no sólo está en juego la búsqueda de doctrina, sino la imitación del discurso mismo, que se piensa inseparable de unos valores susceptibles de educar a las clases cultas. Frente a las auctoritates de la Es-

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colástica, reaparecen los auctores. Junto a la lectura historice, comenzará una nueva lectura methodice que se fija en el léxico, sentencias y lugares discursivos útiles para poder imitar a los antiguos (son los notabilia de los márgenes de los libros para facilitar la retentiva). Y desarrollada a partir de la imitativa (sobre todo desde fines del siglo xv, aunque no faltan los rastros previos), vendrá la lectura crítica del Humanismo, que es justamente la filológica, para la cual los autores son fontes más que auctoritates. Quiere evitar el anacronismo (del que son expresión los barbarismos léxicos), y reconstruir, no sólo intuir, la intención autorial a partir de contextos y paralelos. Se trata de una técnica comparativa que pretende alcanzar el verdadero pasado, cuyo género es el estudio breve o la monografía (al modo de las Misceláneas de Poliziano), y su fin distinguir la verdad histórica a partir de las fuentes y desechar las supercherías. En su desarrollo máximo, produjo el historicismo del siglo xix; en el xv el peso de la tradición y el carácter difuso y privado de la actividad intelectual permiten como máximo una tensión entre los fines educativos y clasicistas de la cultura humanística. Resulta haber, así pues, siempre según Hankins, en el siglo xv (período que nosotros creemos poder extender al menos a la siguiente centuria) cinco formas desarrolladas y dos emergentes (la crítica y la estética) de lectura. Podían combinar —sobre todo los cultos— varios de estos métodos, a pesar de que cada uno estuviese ligado a una comunidad, en relación con el género que asignasen al escrito.

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III HACIA UNA HERMENÉUTICA LITERARIA

1.  Triunfo de la razón No se podrá hablar de hermenéutica literaria sin que el término ‘literatura’ cobre su sentido actual, es decir, nunca antes de que se configure una conciencia estética; no antes de que haya un sentido histórico maduro; pero sobre todo, sólo se definirá como posibilidad específica por relación a la constitución de una hermenéutica general, y esa hay que ganarla, y se ganó al hilo de la progresión del racionalismo y sus dos expresiones: la nueva ciencia y la metafísica (Schmitt, 1932: 110). Es el triunfo de la razón (Fenomenología V), que se reconoce como verdad de una conciencia que ha superado su desgarro y se ha reconciliado consigo misma; puede entonces, superando la teología, volverse hacia el mundo con una actitud positiva y observarlo, formular sus leyes, elaborar grandes sistemas metafísicos… pero va a ser, inevitablemente, una razón que tenderá a ocupar el espacio del que va a desplazar a Dios, esto es, dogmática. Así en la versión hegeliana. La dialéctica y la retórica del siglo xvi habían conocido ya una preocupación por la methodus (en latín es femenino) que no es nueva. Los lamentos por el tot viri quot sententiae tampoco: ya el señor de Montaigne había decidido dejar a un lado la selva de los comentarios para orientarse por sí mismo. Sin embargo, la radicalidad con que aparece la preocupación metodológica ahora sí resulta novedosa. En 1637 se publica el Discurso del método, de Descartes, que en cierto modo recuerda el esquema de la ratio interpretativa humanística (el Novum organon de Bacon buscaba la verdadera interpretatio del libro de la naturaleza). En efecto, al igual que aquellas empezaban por las causas de la oscuridad, él repasa al principio su experiencia anterior en busca

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de un fundamento sólido sobre el que apoyar su nueva vida, y dice: «No dejaba por eso [tiene la sensación de ser más consciente de su ignorancia cuanto más estudia] de estimar en mucho los ejercicios que se hacen en las escuelas…». A continuación examina las lenguas latina y griega y la lectura de los clásicos, las bellezas de la poesía y la elocuencia, las sutilezas de la matemática, la filosofía y la teología, sin olvidar la jurisprudencia y la medicina; en una palabra, el programa completo de los studia humanitatis de su tiempo, para concluir, de forma lapidaria: «Por último, que es bien haberlas recorrido todas, aun las más supersticiosas y las más falsas, para conocer su justo valor y no dejarse engañar por ellas» (5-6). El mundo al revés. Una nueva forma de razón, que desconfiando de las autoridades y del incesante tejer y destejer de los comentarios y las polémicas que suscitaban, pretende aprender directamente del mundo, sin intermediarios: «Y resolviéndome a no buscar ya otra ciencia que la que pudiera encontrar en mí mismo, o bien en el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar» (9). El je pense, je suis es aquí la regla de caridad y a ella siguen unos criterios interpretativos bien conocidos: no atenerse más que a ideas claras y distintas; regirse por las costumbres de su país; ser constante en las propias resoluciones una vez adoptadas; vencerse más que a la fortuna y cambiar los propios deseos más que el orden del mundo; cultivar la razón y buscar la verdad… sólo que ya no es cuestión de la Escritura o de los poetas clásicos o del derecho, sino de la propia vida frente a la naturaleza (no se olvide que el discurso antecede a un tratado de óptica, al que sirve de introducción). Un yo que se erige en centro, en sujeto —subjectum: substancia que lo subyace todo—, y, por consiguiente en piedra de toque del modo de ser y verdad de todo ente. Un yo que pone ante sí a los entes como representación: sólo entonces puede, en consecuencia, hacerse y tener una imagen del mundo, lo que explica que localice Heidegger (1984: 72) en Descartes el comienzo de la Edad Moderna. De modo que, en la visión heideggeriana, fenómenos como la nueva ciencia y la técnica con ella relacionada, la introducción del arte en el horizonte de la estética, la interpretación del obrar humano como cultura, la pérdida de los dioses, todos ellos resultan ser derivados de esta nueva posición que con justicia se puede calificar de metafísica, de la cual acabaría por brotar la caracterización hegeliana arriba evocada. La nueva ciencia No debe ser casual que, a su vez, Hannah Arendt (1958: 286) se sirva del descubrimiento galileano del telescopio para situar los umbrales de lo que llama el «Mundo Moderno», ni que recuerde la frase de Whitehead: «Desde que un niño nació en un pesebre, cabe dudar de si ha acontecido una cosa tan grande con tan pequeño revuelo». Lo que es significativo de la valoración que de la ciencia hace ese mundo, nuestro mundo. Y es que, y la Iglesia Católica supo verlo correctamente, el problema no era que se situase al sol en el centro en el terreno de las hipótesis, sino que el

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instrumento en cuestión lo confirmase a los sentidos, y sobre todo y después, que una misma ley unificaba Tierra y cielo, como si, sin abandonar la Tierra, se hubiese alcanzado el punto ambicionado por Arquímedes. Desde el cual, añade Arendt (1958: 291), actuamos como si dispusiéramos de la Tierra «desde el exterior […] e incluso al riesgo de poner en peligro el proceso de la vida natural». Claro que éste es el final del proceso. La teología, en particular la tesis de la inspiración verbal, es decir, que no sólo res sino verba cuentan como inspiradas por Dios, se va a enfrentar con dos oponentes que la irán erosionando, uno de ellos es la nueva ciencia, el otro la filología humanística (Rohls, 2002: 269). Un episodio de la historia de Galileo Galilei, tan querida por filósofos e historiadores de la ciencia, nos permite asistir de forma plástica a esa pugna. Entre 1612 y 1616 tiene lugar la polémica de Galileo contra los que le acusan de que su defensa del sistema de Copérnico, cuya esencia radica en afirmar la inmovilidad del Sol y el movimiento de la Tierra en torno, al contradecir numerosos pasajes de la sagrada Escritura, constituye herejía. Galileo, que era un polemista formidable y que sabía que desde el púlpito diversos dominicos clamaban contra él, se movía en Roma en defensa de sus posiciones, bien mediante entrevistas, bien mediante cartas destinadas a difundirse más allá de las manos de sus destinatarios estrictos. Galileo sabe por carta de su discípulo Benedetto Castelli, fechada el 14 de diciembre de 1613, de la discusión habida en la corte del Gran Duque de Toscana, en la que la Gran Duquesa Madre Cristina de Lorena había querido oír cómo Castelli, en su calidad de teólogo, conciliaba el sistema copernicano con la Escritura. Galileo respondió a Castelli el 21 de diciembre, pero, visto el revuelo provocado por la difusión y temiendo que circulasen copias incorrectas, escribió más ampliamente a la Duquesa, a mediados de 1615, una carta que constituye un precioso índice que nos permitirá ver los términos de la discusión entre hermenéutica y razón, tal como se planteaba a principios del siglo xvii. Galileo entiende que la Escritura no puede mentir si se la entiende correctamente, lo que obliga a apartarse del sentido literal, pues muchas veces adapta aquélla su modo de hablar al entendimiento de los rudos, sobre todo cuando trata de conclusiones «naturales», que nada tienen que ver con la salvación de las almas: En las discusiones de los problemas naturales no se debería comenzar por la autoridad de textos de la Escritura, sino por las experiencias sensibles y por las demostraciones necesarias, porque procediendo de igual modo del Verbo divino la Sagrada Escritura y la naturaleza, aquélla en cuanto inspirada por el Espíritu Santo, y ésta como ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios; y habiendo convenido además que las Escrituras, para acomodarse a las posibilidades de comprensión de la mayoría, dicen, aparentemente y si nos atenemos al significado literal de las palabras, muchas cosas distintas de la verdad absoluta; y, por el contrario, siendo la naturaleza inexora   Tomo de la introducción de Moisés González a su edición de Galileo (1987: 11-35; cfr. Referencias: fuentes) los datos necesarios para situar los textos de Galileo.

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ble e inmutable, y sin que sobrepase jamás los límites de las leyes que le han sido impuestos, al no preocuparse para nada de que sus ocultas razones y modos de obrar estén o no estén al alcance de la capacidad de los hombres, parece, pues, que aquello de los efectos naturales que o la experiencia sensible nos pone delante de los ojos, o en que concluyen las demostraciones necesarias, no puede de ninguna forma ser puesto en duda, y tampoco condenado, por citas de las Escrituras que dijesen aparentemente cosas distintas, ya que no todo dicho de la Escritura está ligado a obligaciones tan severas como lo está todo efecto de la naturaleza, ni se nos manifiesta Dios menos excelentemente en tales efectos que en las sagradas palabras de las Escrituras (Carta a la señora Cristina de Lorena, Gran Duquesa de Toscana, 70).

Galileo no cree que haya una doble verdad o dos verdades, antes bien, en carta a Castelli ha afirmado que es manifiesto que «dos verdades no pueden jamás contradecirse» (41). Y si la Escritura está inspirada por Dios, hay otro libro, el de la naturaleza, que es tan obra suya como aquélla, sólo que está escrito con caracteres matemáticos y no es accesible a todos, para decirlo con el propio Galileo (nótese que comparece aquí, como en Descartes, la antiquísima metáfora del libro). Por consiguiente, y dado que Dios nos ha dotado de sentidos y razón para llegar a conclusiones en este ámbito, habrá que atender a experiencias sensibles y demostraciones necesarias, esto es, matemáticas. En las materias de Fide, es decir, las que los hombres no pueden alcanzar por medios naturales y que encaminan a la salvación del alma, la Escritura es autoridad indiscutible; en materia no de Fide, «la autoridad de las mismas Sagradas Escrituras debe ser antepuesta a la autoridad de las escrituras humanas, escritas no con método demostrativo, sino como simple narración o también con razones probables» (71); pero la ciencia que opera mediante experimento y matemáticas debe tener autonomía y libertad para investigar su propio ámbito. Para Galileo no es que haya dos razones, una filológica y otra natural, pero no cabe duda de que el saber del teólogo se detiene ante la astronomía: «La intención del Espíritu Santo era enseñarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo» (73). De donde se infiere que la idea tomista de la teología como reina indiscutible de la filosofía y de toda la ciencia, podrá mantenerse en razón de la sublimidad de sus doctrinas, pero de ninguna manera se podrá afirmar que el cálculo está mejor expresado en ella que en Euclides (78). Por otra parte, muchos son los intérpretes de la Biblia, como para poder afirmar con certeza que todos sean inspirados. Así que será función de los teólogos demostrar la concordancia de la Biblia con aquellas conclusiones naturales de los escritos humanos que realmente hayan sido demostradas. De hecho, la tesis de Galileo sería compatible incluso con la doctrina medieval del cuádruple sentido; con lo que choca resueltamente es con la pretensión de subordinación absoluta de cualquier saber a la Biblia. Al final de su carta, y dado que el milagro de que Josué hubiera ordenado detenerse al sol se había aducido como prueba de que el sistema copernicano contradecía a la Biblia, Galileo «se mete» a exégeta para demostrar que se puede interpretar el texto bíblico de forma contraria, es decir, que pruebe precisamente su incompatibilidad con el geocentrismo (94-99). El

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argumento es que Josué habló para gentes incultas, pero que realmente el sol no se paró —lo que era impensable en el sistema tolemaico— sino el sistema entero de las esferas celestes, con lo que no está leyendo de forma alegórica, sino todo lo más metafórica o metonímica; es decir, se mantiene en el marco de la hermenéutica agustiniana —cita al de Hipona— que aceptaba la posibilidad de varios sentidos literales (95). Al editor actual le escandaliza (33) que Galileo no sea consecuente y mezcle la Biblia con las discusiones científicas, pero precisamente esta mezcla nos da el pulso justo de la época y de la cuestión (¿era más consecuente Descartes al pedir la iluminación de la Virgen de Loreto de cara a establecer su primer principio, el famoso cogito que se pretende absolutamente racional?). Pues ni la investigación de la naturaleza se erige en un absoluto que pretenda destronar a Dios ni convertirlo —todavía— en el «Gran Relojero» de Newton, ni la exégesis ni la filología dejan de pretender ser racionales y aun racionalistas. Como sea, no cabe duda de que la atención prestada al libro de la Naturaleza acabaría por producir el hundimiento del aristotelismo a lo largo del siglo xvii. No es casual que en el Dialogo sui massimi sistemi de Galileo el oponente de éste sea aristotélico y se llame Simplicio. Bianchi (2003: 137 ss.) ha esbozado una sugerente respuesta a la pregunta por las causas reales de la mencionada crisis en los ámbitos físico, cosmológico y psicológico. No se trataría tanto de los efectos de fuerzas externas, sino de un excesivo desarrollo interno, de una «hipertrofia hermenéutica» que él cifra en el impresionante desarrollo de comentarios a la obra del Estagirita; la realización de nuevas traducciones; y la crítica histórica y filológica del corpus aristotelicum y su forma de transmisión. El caso es que, afirma Bianchi, la proliferación de polémicas suscitadas por la obra aristotélica no impide que se mantenga en pleno Renacimiento la difusión de los comentarios y la exégesis escolástica, hasta el extremo de llegar a una inflación crítica capaz de alarmar a los propios aristotélicos del xvi. Se multiplicó y diversificó el léxico filosófico, griego y latino, como efecto de la proliferación de traducciones, hasta el punto de volver «incierta la comunicación en el seno de la comunidad de filósofos aristotélicos» (157). Aumentaron, igualmente, el trabajo filológico —la ecdótica, diríamos hoy— y la conciencia crítica hasta el extremo de no saberse cuál era el verdadero Aristóteles. Pero lo más interesante y significativo es la conclusión de Bianchi (168-172), que es inexcusable copiar aquí: «Dos siglos de inteligentes y apasionadas búsquedas condujeron a un absoluto impasse […] porque acreditaron la idea de que ella [la filosofía del Estagirita], de por    Al menos el primer aspecto sonará a los lectores de la bibliografía teórico literaria, en la que no es difícil encontrar la tesis de la crisis de superproducción de ésta. Por ejemplo, la ha desarrollado Pozuelo Yvancos (1999) aunque no es difícil encontrarla en diversos lugares de García Berrio (1994: 511). Tal crisis no es ajena al polemismo interno y al enfrentamiento con la filología y la historia de la literatura que se encuentran en la base de buena parte de la actual teoría literaria. Y también para éste hay un paralelismo posible en la crisis del aristotelismo: los exégetas medievales y humanistas, a falta de ediciones críticas, habían desarrollado una impresionante sutileza interpretativa a partir de lo que se sabía de los autores, del conjunto de sus obras… algo así como cuando el historiador actual acusa al teórico de prescindir de los datos y especular en el vacío.

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sí inalcanzable, era sólo el postulado de un sistema hermenéutico monumental pero precario, crecido sobre sí mismo de modo autorreferencial». Lo que condujo —añade— a la denuncia de un modo de filosofar que había sustituido «el libro del mundo por un mundo de libros». Frente al cual el de la Naturaleza era único y justamente por ir en caracteres matemáticos, por resultar objeto de los sentidos, podía aspirar a una «metahistórica universalidad». Racionalismo… Pero la nueva ciencia no es el único oponente de la teología, la propia filología humanista que, según acabamos de ver, al refinarse contribuyó a la erosión del aristotelismo, se pone al servicio de la racionalidad cartesiana. Y al aplicarse a la Escritura funda una ciencia bíblica que acabará por ser verdaderamente disolvente. El monumento es, ahora, el Tractatus theologico-politicus de Spinoza (1670), que también merece el calificativo de hermenéutica de gran estilo, además de ser una verdadera obra maestra de la inteligencia humana. Intentar un análisis de la filosofía spinoziana escapa, naturalmente, a nuestra competencia, ni siquiera es materia sencilla para el filósofo; la fascinación que ejerce su pensamiento, en cambio, sí está al alcance de cualquiera que realice el esfuerzo necesario para acercarse a él. Daremos una idea del contenido e implicaciones de la obra que nos interesa. Al igual que Descartes, Spinoza busca también un método de vida, y no pudiendo ésta darse sino en la ciudad (en sentido clásico), inevitablemente la ética ha de conducirle a la política. Procede así una tradición que proviene, como mínimo, del Estagirita, y Spinoza, que estudia latín con veinticuatro años, es lector del mundo antiguo. Ello basta para explicar el vínculo entre su obra mayor, la Ethica more geometrico demonstrata (1662) y el Tractatus sin necesidad de acudir a justificaciones más recónditas: desde luego, puede muy bien decirse que la política del Tractatus culmina la trayectoria que parte de la ontología delineada en la Ética. Ciertamente, el Tractatus se liga tanto con la dinámica interna del pensamiento spinoziano como con la situación que ha tocado vivir a su autor, entre el calvinismo que defiende la subordinación absoluta de la razón a la fe y la lucha del partido de los Orange, absolutista, y el de Jan de Witt, representante de la burguesía holandesa más liberal y amigo personal de Spinoza. Así, el prefacio expone con claridad el motivo inmediato de la composición del tratado: el desgarramiento de la vida civil a causa de los enfrentamientos religiosos instigados por los teólogos, incoherentes con los mandatos de la fe que dicen profesar. Y que en vez de atender a esos mandatos, han adaptado la Escritura a las «especulaciones de los aristotélicos y los platónicos»    A pesar de que contamos con la excelente traducción anotada, con introducción e índices, de Atilano Domínguez en Madrid: Alianza Editorial, 1986, seguimos la italiana de Alessandro Dini por la simple razón de que imprime también el texto latino de la canónica edición Gebhardt. Introduce además unos utilísimos epígrafes que ayudan mucho a seguir el hilo del discurso spinoziano.

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(49). En consecuencia, le mueve que la defensa de la libertad de pensamiento y de expresión —va a demostrarlo— no sólo no atenta sino, al contrario, garantiza de la mejor manera la paz del Estado. Pero ello obliga a abordar el método justo para interpretar la Biblia y a analizar la naturaleza del mensaje que transmite, esto es, a definir una hermenéutica, la cual ocupa el cap. VII, justo en la sección central de un libro que se compone de veinte capítulos (el VII y los cuatro que le siguen dejarán esbozado el programa de lo que va a ser la filología durante siglos, y al menos en parte, todavía hoy). Estamos, pues, por más que el Tractatus prescinda del aparato geométrico de la Ética, ante una estructura férreamente trabada. Spinoza comienza definiendo ‘profecía’ y ‘profeta’: «Profecía o revelación es conocimiento seguro de cualquier cosa, revelado a los hombres por Dios. Y profeta es el que interpreta las revelaciones de Dios para aquellos que no pueden tener conocimiento seguro y que, por ello, sólo pueden abrazar las cosas reveladas por la pura fe» (I, 1.: 67). Para Spinoza, dado que la mente humana contiene la naturaleza de Dios y participa de ella, puede conocer de modo claro y distinto, por lo que las cosas que conocemos nos vienen dictadas por la naturaleza divina. Así, se puede decir que la naturaleza de la mente «es la causa primera de la revelación divina» (69). Pero él va a tratar de la profecía o revelación que sobrepasa los límites del conocimiento natural, y que sólo es accesible en la Escritura que nos dejaron los profetas. Palabras e imágenes son los medios de la revelación; los profetas sólo pudieron alcanzarla con su imaginación. Y procede Spinoza a examinar de forma exhaustiva las palabras hebreas que se traducen por ‘espíritu de Dios’, de modo que la filología —conocimiento de la lengua originaria, reconstrucción del sentido— actúa como dijimos en forma de un auténtico disolvente, puesto que autoriza la conclusión de que la expresión citada significa tan solo que los profetas poseían una virtud por encima de lo común y que su imaginación podía llamarse ‘mente de Dios’. Ésta no es, pues, disímil a la de cualquiera, salvo que el conocimiento natural no admiraba a los seres humanos y el profético sí. No hay que olvidar que en la Ética (II, xl, escolio II) ha defendido Spinoza que hay tres géneros de conocimiento: por imaginación, por razón, y por ciencia intuitiva, de los cuales cuentan sobre todo los dos primeros. Será pues vano buscar certeza matemática o conocimientos naturales en la obra de los profetas, que afirmaban lo que afirmaban por la sola viveza de su imaginación, comparable a la nitidez con que vemos las cosas estando despiertos; sirviéndose de signos; y por tener un ánimo inclinado a la equidad y al bien (II.1.: 105). Habrá, pues, en todo caso certeza moral de la revelación. Por ejemplo, Spinoza recurre como Ga  Hay en todo ello auténtica necesidad, que se sigue de la concepción spinoziana de Dios: en Dios existencia y esencia coinciden, y negarlas es absurdo (Ética I, xi); y «todo cuanto es, es en Dios, y sin Dios nada puede ser ni concebirse» (I, xv). De ahí la coincidencia entre ley natural y ley divina.    Es notable la forma de presentar a Cristo: Dios le ha revelado su voluntad directamente, sin intermediación de signo alguno, por lo que «podemos decir», la sabiduría de Dios, superior a la humana, «ha asumido en Cristo la naturaleza humana» (I.4.: 81). Así traduce Spinoza el principio del Evangelio de Juan. ¿Implica eso la fe en el dogma católico de la Encarnación? A la vista del conjunto del Tractatus es imposible pronunciarse aunque dudoso. 

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lileo (cfr. III.1.a) al milagro de Josué, sólo que él no gasta tiempo en adaptar la Biblia a la nueva astronomía, le basta con pensar en la posibilidad de que helase y se produjera el fenómeno por refracción o algo semejante que no vale la pena investigar. La conclusión es, ya desde un principio, que hay que creer en los profetas en lo que respecta al contenido de la revelación, esto es, a la virtud y la verdadera vida, y en el resto cada uno es libre de creer lo que le parezca (133). Con tales premisas, la felicidad no puede ser patrimonio exclusivo de los judíos, cuya llamada exclusiva por Dios no es más que una expresión bíblica adaptada a su capacidad de comprensión. Y se emplea a fondo en desmantelar a fuerza de argumentos cualquier superioridad judía: fueron elegidos en lo que toca a la salvación de su estado (en sentido político), pero también los restantes pueblos, que también han tenido sus profetas, puesto que «en cuanto al intelecto y la verdadera virtud ninguna nación se distingue de otra» (III. 6: 171). Además, de acuerdo con la doctrina paulina de que la nueva ley cancela la antigua, tal elección nunca hubiera sido ni absoluta ni eterna. ¿Respondería así Spinoza a su ascendencia o trato con marranos, a su expulsión de la sinagoga…? El siguiente paso consistirá en definir la ley divina (IV). En primer lugar, la humana mira a la conservación de la vida individual y comunal, es decir, del estado (IV. 2.: 177), mientras que la ley divina tiene como fin el sumo bien, esto es, el verdadero conocimiento y el amor de Dios. Ahora bien, esta ley divina es universal y común a todos los seres humanos (puesto que el intelecto es lo mejor de nosotros, y por tanto el conocer, y las cosas naturales expresan el concepto de Dios). Y si es universal, no requiere fe en historias bíblicas ni ceremonia alguna. Parece defender Spinoza que si la verdadera comprensión, la racional, es con la mente pura, sin palabras ni imágenes, con sólo la luz natural se puede comprender la ley divina, y es sólo la deficiencia de esa luz la que hace necesaria historias y ceremonias; en cualquier caso luz natural y ley divina coinciden. Desde luego las ceremonias se justifican como medios de cohesión política o social, y en el caso de las cristianas, como signos eclesiásticos externos, sin valor de santificación alguno. Y las historias sirven únicamente para quienes no conocen racionalmente, sino por experiencia. En realidad, el contenido de fe de la Escritura se reduce para Spinoza a la existencia de Dios creador y conservador de todo, que ama y se cuida de los seres humanos y castiga a los malos. Pero instruir al vulgo en esas verdades ha exigido historias con las cuales enseñar por experiencia lo que no se define de manera clara y distinta. Lo mismo o parecido vale para los milagros: en vez de reconocer la grandeza divina en el orden de la naturaleza, los prejuicios llevan a la multitud a admirarse de lo que creen contradictorio con aquél. Pero es sólo su propia ignorancia lo que así se manifiesta; en todo caso —muy filológicamente— muchas afirmaciones de milagros son sólo modos de hablar y expresiones de los judíos (VI. 4.: 269). En el marco así esbozado se inserta la hermenéutica de Spinoza, que propiamente expone en el capítulo VII, y que reviste una forma casi axiomática. En primer lugar, dado que cuanto se concibe con el intelecto y sin pasiones se defiende sin dar lugar a supersticiones ni enfrentamientos, precisamos un método puramente racio-

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nal, que concuerde del todo con la interpretación de la naturaleza, es decir, con la «historia de la naturaleza —de acuerdo con el Novum organum de Bacon— de la cual, en cuanto base de datos ciertos, concluimos las definiciones de las cosas naturales» (VII.1.: 281). Lo que en el caso de la Biblia obliga a extraer de la sola historia genuina de ésta el pensamiento de sus autores. Así se discurrirá con seguridad acerca de cosas que superan nuestra capacidad. Y dado que se trata de historias y revelaciones no deducibles de principios conocidos con la luz natural, y que, como la naturaleza, la Biblia no define sus propias nociones, la regla universal será «no atribuir a la Escritura como enseñanza suya nada que no resulte de la manera más clara de su propia historia» (VII.2.: 283). No hace falta decir que estamos en la estela del sola Scriptura así como del Scriptura sui ipsius interpres, sólo que a Lutero le hubiera escandalizado el consecuente racionalismo spinoziano. De esta regla universal se sigue la necesidad de precisar cuál es la historia y qué narra, lo que conlleva dos «momentos», por emplear la expresión de A. Dini, y una conclusión, a la que siguen una exposición de dificultades y la crítica a Maimó­ nides. El primer momento contiene tres reglas: a) «la historia debe contener la naturaleza y propiedades de la lengua en la que se escribieron los libros y solían hablar los autores (continere debet naturam et propietates linguae, 285)»; b) «debe recoger los pensamientos (sententiae) de cada libro y reducirlos a unos temas capitales, de modo que tengamos a mano cuantas cosas se encuentran sobre el mismo asunto, y luego debe anotar todas las ambiguas u obscuras, o las que parezcan contradecirse» (VII. 3.: 285). Donde recordamos algunas reglas de Flacius, pero también de Erasmo, y en general, del humanismo. Todo ello, porque «sólo nos ocupamos [ahora] del sentido de las oraciones, no de su verdad» (ibidem), es decir, hay que cuidar de no sustituir el modo de razonar de los autores con el nuestro propio, y no deslizar subrepticiamente éste bajo aquél; c) «debe narrar las vicisitudes de todos los libros de los profetas de los que hay memoria: a saber la vida, costumbres y estudios (studia) del autor de cada libro, quién fue, con qué ocasión, en qué tiempo, para quién y en qué lengua escribió. Finalmente, la fortuna de cada libro: cómo fue acogido, en manos de quién cayó, luego a cuántas lecturas ha dado lugar, qué comunidad lo aceptó entre los libros sagrados, y, en fin, cómo se reunieron cuantos se llaman sagrados en un solo corpus» (289). Se notará que el comienzo de esta última regla sigue el esquema de las circumstantiae retóricas, y que la suma de las tres contiene el programa completo de la filología: interpretación más ecdótica más —en esbozo— historia literaria. En un segundo momento ya se puede buscar establecer el pensamiento de los profetas, empezando por lo que sea más universal: que hay un Dios único; ahora bien, qué cosa sea Dios, afirma Spinoza, la Escritura no lo enseña, aunque podrá precisarse con ayuda de la luz natural. De las afirmaciones universales se podrán   En Atilano Domínguez «opiniones», en Alessandro Dini «affermazioni».



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derivar otras menos universales que miran a la vida práctica; de ahí las particulares de cada profeta. Con la interesante advertencia de que se puede precisar sólo lo que cada profeta haya visto u oído, y no lo que haya querido significar o representar con sus figuras, «esto podremos adivinarlo (hariolari), pero no deducirlo de forma segura» (297). En conclusión que si no hay —y no puede haberla— garantía absoluta de la tradición judía ni de la autoridad del pontífice romano, el método racional que remite a la lengua originaria es el único fiable. Pues podrá haberse corrompido un libro pero nunca la lengua entera. Lo que no lleva a Spinoza a engañarse acerca de las dificultades, en las cuales de nuevo vamos a reconocer algunos motivos filológicos: en primer lugar la ambigüedad y dificultad de la lengua hebrea, que no se puede resolver plenamente ni siquiera con ayuda de los pasajes paralelos, dado que ningún profeta ha escrito con intención de aclarar las palabras de otro o las propias (y es la primera vez que se hacen ver los límites de este método y que se critica de forma explícita la presuposición dogmática de la unidad de la Biblia). Una segunda dificultad proviene de lo poco o nada que sabemos de la historia de los libros, que además no siempre son originales. Y ahí la definición de ‘prejuicios’, concepto frecuente en Spinoza: «Conociendo bien estas cosas [al autor y su tiempo], por el contrario, determinamos nuestros pensamientos de modo que no los pre-ocupemos con ningún prejuicio, para no atribuir al autor […] más o menos de lo justo, y para no pensar cosas diversas de las que el autor pudiera tener en mente o reclamasen el tiempo y la ocasión» (VII.4.: 309). Claro que, si bien es cierto que a pesar del método ignoramos el sentido de no pocos pasos de la Escritura, al igual que para entender a Euclides no es imprescindible saber griego… como la salvación y felicidad verdadera consiste en la verdadera tranquilidad de ánimo, y nosotros sólo descansamos de veras con aquello que entendemos clarísimamente, se sigue con toda evidencia que nosotros podemos llegar a conocer con certeza la mente de la Escritura sobre las cosas relativas a la salvación y necesarias para la beatitud. No tenemos que preocuparnos, pues, por el resto, ya que, como no lo podemos comprender por la razón y el entendimiento, es más curioso que útil. Pienso haber mostrado así el verdadero método de interpretar la Escritura y haber explicado suficientemente mi opinión sobre el mismo (VII, 4.: 313).

Naturalmente, desde su posición, Spinoza ha de rechazar la de cuantos reclaman una luz sobrenatural para interpretar: a ellos corresponde explicar si pueden en qué consistiría la tal iluminación. El caso de Maimónides le interesa en particular, porque, a la inversa, pretende hacer concordar el contenido entero de la Escritura con la    En el Apéndice a la parte primera de la Ética (95 ss) se encuentra la explicación más clara de este concepto: los hombres prestan crédito a las causas finales porque ellos actúan siempre en orden a fines y, desconociendo las causas que los impulsan, imaginan ser libres. Así, parece que los prejuicios nacen de una experiencia o una práctica vital no examinada por la razón, y su concepto presupone la separación tajante entre conocimiento racional y por experiencia.

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razón natural, aunque ello le obligue a retorcer el sentido literal y a anteponerle el sentido de los filósofos. Pero supuesto que las razones de los fariseos y del papa de Roma son igualmente rechazables, que no hay más regla para la religión que la sinceridad y simplicidad de espíritu, y que no hay más juez de la propia felicidad que uno mismo, lo cual es accesible a cualquiera, se sigue que no debe haber más norma interpretativa que la razón natural. Tal es la hermenéutica de Spinoza. No hace falta que le sigamos a lo largo de su estudio de la autoría e historia de los libros de la Biblia (caps. VIII-XI), brillante ejemplo de análisis que, basándose en pruebas tanto externas como internas —el estilo de las cartas apostólicas, tan diferente a los profetas—, alcanza resultados que la moderna ciencia bíblica ha confirmado. Desde luego, al final de su análisis, la concepción dogmática de la Biblia como texto unitario se ha venido abajo definitivamente, y otro tanto puede decirse de la idea de que sus variantes encierren profundísimos misterios: se trata, sin más, de las insidias del tiempo. Los capítulos XII a xv recuperan el hilo de la exposición teórica. Pues hay que demostrar ahora que el pacto de Dios con la humanidad no se ve afectado por las lagunas y la historicidad de la Biblia. En efecto, la Escritura es sagrada en tanto que está dedicada al ejercicio de la religión (luego el carácter de ‘sacro’ es relativo a quien valora); enseña la ley divina o natural, escrita en el corazón de todos los hombres, que es por lo que se puede considerar a Dios autor suyo; y sus lagunas no afectan al sentido, que en lo esencial nos ha llegado intacto. Y es que ese sentido es en realidad muy simple (cap. XIII), como que se reduce a la obediencia a Dios, ése y no otro es el objeto o intención de la Biblia. Así la «fe no requiere tanto dogmas piadosos cuanto verdaderos» (481), que, en efecto, se reducen a la existencia del Dios único y todopoderoso, obedecer al cual es amar al prójimo, y que salva a los buenos y perdona a quienes pecan. Un credo notablemente aligerado respecto a los de las religiones positivas, sean éstas las que sean; lo dogmático aquí es en realidad la concepción de la razón que mueve todo entre bastidores. Cuya consecuencia es la independencia entre teología y filosofía, ineludible si el objeto de la primera es la obediencia junto con la piedad y el de la segunda la verdad. Spinoza llega a exclamar: «Sin duda, no puedo maravillarme bastante del hecho de que quieran someter la razón, máximo don y luz divina, a las letras muertas, las cuales han podido corromperse por la malicia humana, y que nadie considere un crimen decir indignidades de la mente, verdadero texto de la palabra divina» (XV. 1.: 496). Los últimos capítulos, del xvi al XX, constituyen la conclusión a la que Spinoza quiere llegar, que justifica la parte política del título. En ella se va a ocupar por fin de hasta qué punto debe extenderse la libertad que viene autorizada por la indepen   Si se defiende como doctrina universal lo que de hecho no responde sino a la necesidad de adaptar la doctrina a las opiniones del vulgo, se confundirán éstas con aquélla, lo que explica la gráfica frase holandesa: «Cada hereje tiene su texto» (XIV.1.: 473). Nótese que es el fanatismo de la letra el que justifica el dicho, mientras que si no se hace coincidir la doctrina con la letra es posible llegar a acuerdos y evitar disputas.

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dencia de la filosofía, mas no en abstracto sino en el marco político del estado. Allí aparece la versión spinoziana de la teoría del pacto (cap. XVI) de Hobbes, según la cual los humanos ceden una parte de su derecho natural, que en principio no tendría más límites que los del poder de cada uno de conseguir su deseo, en aras de la necesidad de vivir seguros y sin miedo. La forma política ideal de ese pacto es, para Spinoza, la democracia, «la cual, por esto, se define como el conjunto de la asociación de cuantos tienen colegiadamente el supremo derecho a cuanto pueden (quae proinde definitur coetus universus hominum, qui collegiater summum jus ad omnia, quae potest, habet)» (XVI.3.: 529). Y en la que los súbditos, a diferencia de los esclavos, hacen lo que es útil a la comunidad porque se les ordena, pero porque también les es útil a ellos mismos. Aunque en la práctica nadie renuncia por completo a su derecho natural en favor de la suprema autoridad civil, pues sería lo mismo que «dejar de ser hombre» (cap. XVII.1.: 549). El estado hebreo, que, por razones obvias, en el contexto de la interpretación bíblica interesa especialmente, sirve de piedra de toque para la teoría política: vino a la ruina en cuanto poder religioso y poder político se concentraron en la persona de sus sacerdotes. Pero tampoco aquí es preciso seguir a Spinoza en su agudo análisis; basta con que nos detengamos un momento en las conclusiones: que tan peligroso es conceder a los ministros del culto competencias de gobierno como legislar sobre opiniones, derecho este último al cual nadie puede renunciar; que es oportuno conceder a la autoridad civil el derecho a decidir sobre las acciones lícitas e ilícitas; y que es muy dañoso al pueblo no acostumbrado a la monarquía elegir un monarca (XVIII.2: 613-617). De donde se sigue que la autoridad civil debe legislar y regir también lo referente a la religión (se entiende que en el culto externo), que debe siempre subordinarse a la paz del estado. En efecto, si la finalidad del estado es la libertad, y para establecerlo era preciso renunciar cada uno al derecho a actuar por su cuenta, en nada atentará contra el estado el razonar, juzgar y hablar contra sus decretos, siempre que se haga sola ratione, non autem dolo, ira, odio (XX.1.: 655); en otras palabras, siempre que no se vaya contra el pacto. Así considera Spinoza al final del Tractatus haber demostrado las siguientes tesis (y por ‘demostrar’ entiende justamente lo que dice la palabra): que es imposible quitar a los hombres la libertad de decir lo que piensan; que son inútiles las leyes acerca de cuestiones especulativas; y que la libertad no sólo puede sino que debe ser concedida, puesto que en caso contrario se fomenta el odio, la corrupción, y el deseo de venganza (XX.3.: 671). Nos hemos demorado en el conjunto de la trama del Tractatus y no sólo en lo que es estrictamente hermenéutica, porque la obra marca un sesgo importante. Como si esa razón que reivindicaba en Galileo el derecho a juzgar el libro de la naturaleza mediante la experiencia sensible y las relaciones necesarias (matemáticas) en su propio ámbito, en vez de restringir su dominio a él, lo extendiera hasta abarcar el de la salvación religiosa. Pero con ese paso, que radicaliza la posición galileana, se sitúa Spinoza en ruptura tanto con la Contrarreforma como con la propia Reforma. Sólo la revelación no se alcanza por razón natural, pero una vez lograda, ésta es la única

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herramienta para su examen; por consiguiente, la cuestión religiosa no debe contradecir la libertad política. Hemos reconocido varios principios luteranos, con la diferencia de que aquí es el intérprete el que juzga y no el juzgado. Consecuencia de ello es la profundización de la filología cuyo método, más aún que el modelo de la ciencia natural, sería la clave (Pastine, 1993: 719), pues desde un punto de vista racional la Biblia es un hecho histórico, lo que obliga a examinar su lengua, contexto, e historia textual. Lo que no se comprende racionalmente, se explica históricamente; cuanto no se entienda mediante el método puede despreciarse como «más curioso que útil»; y no hay más legislador que la propia conciencia. Bruns (1992: 149) califica de forma gráfica a esta hermenéutica como «cartesiana»: el texto es aquí objeto de análisis, y la distancia entre él y nosotros nos libera de cualquier constricción que no sea la de atender a la racionalidad de lo que dice, con la consecuencia de que, si se lleva al extremo el ver en el pensamiento ajeno algo extraño a nosotros, es el fin de la hermenéutica. Pero hay sobre todo dos aspectos que permiten afirmar que, verdaderamente, con el Tractatus spinoziano se ha introducido una diferencia nueva respecto de lo anterior. En primer lugar, la noción de prejuicio, cuyo rendimiento en Spinoza es muy relevante; no cabe duda de que distingue al vulgo del sabio, cuyo conocimiento intelectual, único que permite acercarse a la verdad, ha de empezar por removerlos. En segundo lugar, y ello se refleja en la propia disposición de la obra, la palabra divina ha dejado de orientar el examen de la exégesis bíblica, es decir, la hermenéutica. Como acabamos de ver, el fin último es político, y el punto de partida la filosofía, no la teología, aunque aquella, en su pretensión de respetar el orden geométrico, haya de partir de la idea de Dios. Pero con ello se acaban de sentar las bases para la futura hermenéutica general; dicho de otro modo, se puede afirmar con legitimidad que en hermenéutica la Ilustración comienza en Spinoza. E Ilustración Afirmaba Carl Schmitt (1932: 110) que «el siglo xviii desplazó luego la metafísica con ayuda de las construcciones de una filosofía deísta, y fue una vulgarización de gran estilo, ilustración, apropiación literaria de los grandes acontecimientos del xvii, humanización y racionalización». Excede nuestro propósito la historia del período, pero si atendemos a varios tratados sobre interpretación representativos del siglo y medio comprendido entre Spinoza y Schleiermacher, encontraremos desarrollos o subrayados de aspectos ya formulados por aquél: en primer lugar, lo que hemos llamado estrechamiento del dogma religioso, y a cambio, un auténtico dogmatismo de la razón. Y en segundo lugar, que esta hermenéutica, a diferencia de la del Humanismo, en vez de hablar el lenguaje de la retórica, depende más bien de las filosofías características de los siglos xvii y xviii, y de ellas recibe inspiración para análisis lingüísticos o filosofías del signo que ocupan el hueco dejado por la mencionada retórica. En todo caso, Schmitt parece hacerse eco de aquella íntima contradic-

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ción ilustrada ya señalada por Hegel: la Ilustración condena a la fe como extraña a la razón, mientras por otra parte afirma que nada puede ser extraño a la razón. Porque la Ilustración parece debatirse entre razón y fe —ya lo hemos visto en Spinoza—, lo que en el ámbito de la hermenéutica, tanto sacra como profana, se traduce, en efecto, en una oscilación entre obras que nos parecen expresión del racionalismo más exacerbado frente a las de inspiración religiosa y en particular pietista. Empezando por la hermenéutica bíblica, si yuxtaponemos la Institutio interpretis Novi Testamenti (1761) de Johann August Ernesti y las Institutiones hermeneuticae sacrae (1723) de Johann Jakob Rambach, obtenemos la primera definición explícita de las tres subtilitates (intelligendi, explicandi, adplicandi) que van a llegar hasta hoy, por más que MacLean (1992: 62) rastrea antecedentes en la hermenéutica jurídica del Renacimiento, que distingue entre intelligere y explicare, de un lado, y la práctica legal de magistrados y jueces, de otra (y aún podríamos recordar el remoto origen agustiniano de las dos primeras). Ernesti parte de una definición que apunta ya a la generalidad: «Es la interpretación la facultad de enseñar qué pensamiento subyace al discurso de cualquiera, o bien de hacer que uno piense las mismas cosas que el escritor (est autem interpretatio facultas docendi, quae cuiusque orationi subiecta sit, seu, efficiendi, ut alter cogitet eadem cum scriptore quoque, §3: 7)». Lo que veremos repetirse en toda la hermenéutica de la Ilustración: que apunta al pensamiento, no a las palabras; y la convicción de que es posible trasladarse al pensamiento del autor. Y viene enseguida la sutileza del comprender (subtilitas intelligendi), «que consta a su vez de dos partes: una, ver qué se comprende o no y advertir de acuerdo con el arte las causas de la dificultad de comprender; la otra, encontrar el sentido de las cosas que son difíciles indagando según las reglas» (§5). En cuanto a la sutileza del explicar (subtilitas explicandi), «es la facultad de expresar el sentido de las palabras y del escritor bien convirtiéndolas en otras más sencillas de su misma lengua o de otra cualquiera, o bien de hacerlo ver e ilustrarlo explicándolo en detalle (vel enarrando demonstrandi et illustrandi), y de ella se llaman propiamente intérpretes» (§8). La Ilustración, naturalmente, descansa en el conocimiento del usus loquendi del escritor —existe ya el escritor como entidad objeto de análisis— y del contexto, y en aclarar el sentido parte por ejemplos, parte por pasajes paralelos, parte disolviendo la trabazón del discurso completo (resolvenda tota orationis compage), parte aclarando las cosas mismas (supongo que los realia). Así que, no sin hacer notar que sería del todo posible interpretar sin ciencia, sólo que ésta más el ejercicio ayuda a los mediocres (§6), concluye que la hermenéutica es «la ciencia que conduce a la sutileza tanto del comprender cuanto del explicar los pensamientos (sententiae) de cualquier autor, o bien la que aporta el método (ratio) para encontrar y explicar sutilmente los pensamientos y sus palabras» (§10). Definición esta última que descansa, por consiguiente, sobre las anteriores, pero que diferencia ya interpretación de hermenéutica.    Ramón Valls (1971: 275) sintetiza así lo que la Fenomenología del espíritu desarrolla en su tratamiento de la Ilustración (sobre todo en 317 ss).

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Por su parte, Johann Jakob Rambach (1693-1735), había distinguido claramente años antes tres tareas hermenéuticas del cristiano, y sobre todo, del teólogo: investigar el sentido (investigatio), explicarlo a los demás (explicatio), y aplicarlo sabiamente (adplicatio). Es fácil ver que las dos primeras coinciden con las de Ernesti; la tercera, nueva, a causa de su aprovechamiento por parte de la hermenéutica filosófica de Gadamer, es responsable de que recordemos hoy a Rambach.10 Debería quedar claro que es la diferente perspectiva de Ernesti y Rambach la que permite que aflore esta tercera tarea. Ernesti es un filólogo que aborda las dificultades del texto sacro; Rambach une a la filología la comprensión teológica de la Escritura en sentido moral y afectivo de cara a inspirar un renacimiento en la vida espiritual del creyente. La aplicación (adplicatio) puede ser de dos tipos. La primera traduce a la práctica mediante corolarios (porísmata) el sentido descubierto. Los corolarios derivan de fuentes internas y externas. Las primeras provienen «del sentimiento (adfectus) de quien habla y del significado, del énfasis, del orden y estructura de las palabras, sin orden» (apud Ravera, 1986: 35). Las segundas «de la confrontación del texto con la situación y la perspectiva de quien habla, con lo que precede y lo que sigue, con los lugares paralelos y otras circunstancias» (ibidem). Nótese que se distinguen sin confusión dos componentes del sentido, uno afectivo que enlaza con el énfasis, y otro lógico-situacional, que enlaza con el scopos o perspectiva general. Los corolarios pueden ser de diversos tipos y apuntar a la fe, la esperanza o la caridad, a la piedad, la sabiduría, la elocuencia sagrada; pueden tener función didascálica, pueden servir a la refutación, a la doctrina, pueden tener que ver con el Espíritu Santo… En fin, a esta aplicación porismática se une un segundo tipo, la práctica, que prescribe «transferir con prudencia y con afecto sincero la Escritura a los propios hábitos» (36-37). Ya se ve que, según la doctrina de Rambach y de acuerdo con el principio de que el sentimiento es el alma del discurso (affectus enim est anima sermonis), aquél resulta inseparable de la interpretación a la hora de comprender lo que quiso decir el autor, pero también a la hora de aplicar el sentido a la vida del intérprete, si es que se entiende el sentido como palabra viva. Rambach lo demuestra: 2) Basándonos en el hecho de que no se pueden comprender e interpretar perfectamente las palabras de un autor si no se sabe de qué afecto han brotado. Esto es fácil de demostrar. En efecto, nuestro discurso es expresión de nuestro pensamiento. Sin embargo, nuestros pensamientos están casi siempre conectados con ciertos afectos secretos, por los cuales a través del discurso damos a entender a los demás no sólo nuestros pensamientos sino también nuestros afectos enlazados a ellos […]. § II. Dificultad de esta tarea. Las más de las veces deriva de la ausencia de la viva voz. En efecto, los hombres buscan mostrar sus afectos mediante los sonidos y gestos oportunos. Así pues, si oyésemos hablar a los escritores sagrados mismos y 10   Por más que sus Institutiones sacrae resulten hoy prácticamente inaccesibles, por lo que hemos de contentarnos esta vez con los textos seleccionados por Ravera (1986: 32 ss).

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viésemos sus gestos corporales, comprenderíamos bastante mejor sus palabras (Rambach, Institutiones Hermeneuticae Sacrae apud Ravera, 1986: 34).

Es sin duda una concepción del sentido más compleja, que profundiza desde la sensibilidad retórica para los afectos el esbozo de teoría del enunciado que apuntaba ya en Erasmo o Lutero. Por lo demás, el contraste entre Ernesti y Rambach se manifiesta también en la concepción del sentido. Ernesti es un literalista que defiende que el procedimiento para comprender el sentido de los libros sacros es idéntico al de los libros humanos, y se basa en la gramática; no hay más sentido que el literal o gramatical11 (las figuras se resuelven en éste) y la «analogía de la fe» se reduce al caso de las ambigüedades u oscuridades, a intentar evitar contradicciones. Como buen ilustrado —y recordando a Spinoza— se queja Ernesti de que se atribuyan a las palabras de la Escritura misterios o complicaciones doctrinales gratuitas, cosa que nadie se permite en los libros profanos. En todo caso, la intención autorial, el contexto, y el conocimiento del uso lingüístico de la lengua en general y del autor en particular, son los criterios para determinar el sentido. Mientras que, frente a Ernesti, Rambach, al acentuar en vez de la objetividad del sentido la vivencia del intérprete, permitámonos el anacronismo, lleva a cabo una verdadera rehabilitación del sentido místico o alegórico. Los títulos de hermenéutica se multiplican antes de Schleiermacher, y ya no se consagran en exclusiva a teorizar la exégesis bíblica. Se mueven, desde luego, entre los límites que representan Ernesti y Rambach, y en general tienden a homogeneizar los procedimientos para la exégesis bíblica y profana. Rasgo común es, ya lo dijimos, que dependen de alguna de las filosofías racionalistas propias del momento y en función de éstas formulan o esbozan las concepciones del lenguaje en que se apoyan. Así el Ars critica de Johannes Clericus (Jean Leclerc)12 llama en su prólogo a conjugar filología y filosofía, que debe enseñar a situar y asimilar los autores. La crítica es «arte de comprender a los escritores antiguos, bien en verso bien en prosa, y de discriminar cuáles son auténticos y cuáles espúreos […] KRITIKH, por la cual juzgamos del sentido de los escritos y de la época de sus autores»; enseña «el sentido auténtico de lo que se ha dicho, no la verdad de lo que se ha dicho (Quaeritur vera dictorum sententia, non veritas eorum quae dicuntur)», interesante puntualización que ratifica el carácter formal de la disciplina. Para Clericus el objetivo es que «pen11   Contra Lutero y con Melanchthon, no se entienden las palabras desde las cosas, sino que quien no ha comprendido gramaticalmente, no ha comprendido (§18, apud Ravera, 1986: 49). 12   Publicada en 1697 en Amsterdam y aumentada en 1712 hasta alcanzar los tres tomos, de los que el primero contiene la hermenéutica y los otros dos lo que hoy llamamos ecdótica. Ferraris la sitúa en la tradición del De de arte critica de Robortello (1557). Sin embargo, éste es más bien un precedente de los actuales manuales de edición textual. El De arte critica de Schoppe (Scioppius, 1597) sí que responde al de Robortello. En otras palabras, se pueden distinguir bastante bien dos líneas, la que apunta a lo que, andando el tiempo sería la ecdótica, y la que prepara la hermenéutica. Sobre Clericus puede verse Timpanaro (1963/2003: 31 ss.) y Romo (2005), aunque sólo menciono el primer volumen que es, de todos modos, el único de interés hermenéutico. La obra de Leclerc me parece ahora, además, más dependiente de Spinoza de lo que veía en el citado artículo.

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semos lo mismo que él [el autor] pensaba mientras escribía, en la medida en que pueda conjeturarse a partir de sus palabras» (14-15), ejercicio que educa a oír el intérprete razones contra las suyas y le hace consciente de lo necesario para ser él, a su vez, entendido. Con lo que la crítica se convierte en fundamento de la retórica (al revés que para la hermenéutica del Humanismo). El eje de la hermenéutica de Clericus es la idea de que la oscuridad del discurso radica en «las palabras, signos de las nociones establecidas según convenio (verba signa notionum instituta pro arbitrio)». Hay tantas clases de palabras como de «nociones (notiones)»,13 término que vale para lo que viene al espíritu tanto de quien piensa en cualquier cosa, como de quien comprende. Así, la oscuridad radica en la posibilidad de que no coincidan las nociones del escritor y del intérprete, y el remedio consiste en el análisis cuidadoso de clases de nociones y de clases de palabras.14 El primero recuerda en parte las categorías aristotélicas y el Perì hermeneías, y en parte la distinción spinoziana en substancia y atributos y su exigencia de claridad: hay nociones simples y compuestas, de sustancias y cualidades, claras y oscuras, etc. Las nociones pueden ser comunes a todos, las palabras, no; en muchos casos, hemos de contentarnos con una comprensión moderada. El índice de problemas es el clásico: la no coincidencia de palabras, el énfasis, la ambigüedad, la figuración, la oscuridad, el ornato retórico; los remedios los mismos: el conocimiento de la lengua originaria; el contexto; los pasajes paralelos; el conocimiento de la consuetudo sermonis, del usus loquendi y de la doctrina general del escritor de que se trate; el análisis de las clases de palabras para evitar que veamos más o menos de lo que puso en ellas el escritor; exigencia de equidad y de cohibir el juicio en lo que no podamos dar por seguro… Una advertencia muy antidogmática y bastante spinoziana. El Ars critica de Clericus constituye un interesante ejemplo de tratado ligado a una teoría explícita del signo, de corte aristotélico y tal vez spinoziano; otros están ligados a la filosofía de Leibniz. Por ejemplo, las Cogitationes rationales de viribus intellectus humani earumque usu legitimo in veritatis cognitione cum iis, qui veritate amant, communicatae, editadas en alemán y traducidas al latín por su propio autor, Christian Wolff, en 1735. El título: Pensamientos racionales sobre las fuerzas del intelecto humano y de su uso legítimo en el conocimiento de la verdad comunicados con los que aman la verdad, ya indica algo acerca de su racionalismo y su fe en la posibilidad de alcanzar una mathesis universalis, una especie de cálculo general que permita probar formalmente las verdades fundamentales de las ciencias. 13   Según Demonet (2002: 184-185) «la chose dans l’esprit est souvent appelée notio», término este propio del xvii. Demonet aporta argumentos aplastantes a favor de la preeminencia del fundamento aristotélico en las ideas lingüísticas de los siglos xvi-xvii; no obstante, la distinción spinoziana entre substancias, que se conciben por sí, y atributos, que se conciben en la substancia (Ética I, iii-iv), posiblemente no sea ajena a las clasificaciones de nociones y palabras de Clericus. 14   Es interesante que concibe el discurso como «reunión de signos colocados en el mismo orden en que las nociones de que son signos se muestran a la mente; y no pueden significar otra cosa más que lo que piensa quien habla, si sólo se atiene al uso habitual de hablar» (158-159), por lo que no ve en él fuente alguna de oscuridad.

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Merece la pena recordar su punto de partida para ver cómo procede: «La filosofía es la ciencia de los posibles en tanto pueden ser (§1 philosophia est scientia possibilium, quatenus esse possunt)». Y se entiende por posible «lo que no implica contradicción, o lo que puede existir, exista en acto o no» (§3). Por lo que la ciencia habrá de aspirar a demostrar «según principios seguros y estables por legítima consecuencia» (§2). Así pues, la obra de Wolff viene a ser una lógica con encabezamiento filosófico dependiente de Leibniz, en la que no faltan un par de capítulos interpretativos, el X (§§195 ss.) acerca de cómo juzgar los libros (de dijudicandis Libris, 142), y el XI acerca de la lectura con aprovechamiento de libros (de libris, cum fructu legendis), que distingue en históricos (los que tratan de hechos humanos o naturales), y dogmáticos. La aspiración a la generalidad es, también aquí, expresa, y el «juzgar» la obsesión. Wolff parte como Clericus del concepto de noción, que es la representación mental de la cosa (§1 notionem appello repraesentationem rei in mente, 9) e implica la posibilidad de existencia de ésta. También como en Clericus, dado que significamos nuestras nociones a los otros por medio de las palabras, los problemas surgen por el ajuste de nociones y voces: pueden darse sonidos sin sentido, nociones más o menos oscuras, voces a las que no responde ninguna noción (la inversa es imposible). Aunque frente a Clericus, centrado en las palabras, Wolff añade una teoría de la proposición: para entender éstas es preciso entender sus términos, lo que es imposible sin sus nociones. En cuanto a los libros, en los históricos, sólo se pide las circunstancias y orden en que se narra cada cosa; se juzga la verdad de lo narrado (hay que presumirla); la suficiencia (los fines del autor, si es completa o no); y el orden. En general la historia natural de seres vivos se juzga por si da nociones claras y distintas, esto es, adecuadas; de seres no vivos por si se anota cualesquiera circunstancias mínimas de la observación o del experimento (§199). De la historia humana se espera que muestre las virtudes y vicios humanos como ejemplo por donde se aprecie la Providencia; de la eclesiástica que exprese los medios del florecimiento, de la crisis y del remedio de la Iglesia; de la literaria, que permita apreciar el grado de florecimiento de las ciencias, etc. De los libros dogmáticos (§205) se juzgan las res, de nuevo su carácter de certeza y claridad o duda, o bien la racionalidad del método. En conjunto, Wolff establece unos límites, el libro óptimo y el pésimo, entre los cuáles se juzgará en función de si el libro es completo, si todo está suficientemente definido y probado, si resulta claro y perfectamente enlazado (§217). El capítulo XI (§§218 ss.) continúa la hermenéutica de Wolff, según la cual el conocimiento de las nociones requiere que alcancemos la mente del autor. Remite Wolff, si se quiere valorar el orden y perfección de los libros históricos y «transferir la historia a su utilidad», a la necesidad de una mente bien preparada y a la meditación; y en el caso de los dogmáticos a la tabla de contenido, al título y prefacio en los cuales el autor habrá aclarado su propósito y método (§§220, 221). En conjunto, hay que discernir si lo que el autor enseña corresponde al número de las

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definiciones, experiencias, proposiciones y demostraciones, pruebas o escolios, y juzgarlo según la clase a que pertenezca. El objetivo principal será no atribuir al autor ni más ni menos de lo que ha pensado, sin culparle de contradicción por haber recogido diversos significados en diversos lugares, toda vez que la inconstancia en el hablar produce la variación significativa de las palabras. Finalmente, Wolff dedica un capítulo, el XII (§§ 226 ss.), al caso particular de la Biblia. También aquí rige el significado autorial, con la cautela de que Dios debe enseñar nociones que quiere que entendamos y no presuponer otras que las que tenemos, aunque puede servirse para las cosas sobrenaturales de términos que no alcancemos con nuestras propias fuerzas (§229-231). Tal vez lo más significativo sea el llamamiento a descansar en lo que Dios quiere que entendamos. Que puede llevarse a las clases de lo conocido por la razón, lo que permite afirmar, también aquí, la validez de los métodos naturales. De modo que, una vez aceptada la fe, la interpretación de la Escritura se resuelve, como en el caso de cualquier otro libro, en que «se muestre el auténtico significado de las palabras, y lo mismo para el nexo de sus contenidos o verdades (1 ut ostendatur genuinus vocabulorum significatus & 2 nexus rerum seu veritatum, §§229-233). Vale la pena, además, para confirmar lo avanzado, asomarse a los autores representativos de la Ilustración estudiados por Szondi (1975) en su intento de fundamentar históricamente una nueva hermenéutica literaria. Chladenius escribe su Introducción a la interpretación justa de los discursos y de las obras escritas en 1742, y la Historiografía general, donde expone su teoría del punto de vista, diez años después. Chladenius se centra en la interpretación justa y de los escritos «racionales», es decir, con exclusión de la Biblia. Su generalidad proviene de buscar la justeza de la interpretación en cualquier caso; lo de los discursos «racionales» limita la universalidad en función de la naturaleza y género del texto. Para Chladenius, «se suplirá en efecto cada vez todo lo que las palabras de un pasaje no pueda por sí sólo producir como efecto en el lector, que no llega al libro con otro conocimiento que el de la lengua, y será preciso llevarlo hasta el punto en que vea el sentido del pasaje» (Chladenius, 1742: b2, apud Szondi, 1975: 23). Si es posible distinguir entre los contenidos de cualquier texto y las palabras en que se expresan, ya hemos visto que la hermenéutica de la Ilustración apunta a los primeros. Su objeto es, pues, la materia de la que trata el texto y los conceptos que supone. En cuanto a las causas de oscuridad relacionadas con la crítica textual o la gramática, Szondi le reprocha no ver que el propio establecimiento de un texto es fruto de interpretación. Pero Chladenius reconoce además la existencia de ambigüedades, tan propias del lenguaje poético, aunque sólo pretenda resolverlas apelando al concepto de verosimilitud. En segundo lugar, está el problema de la actitud ante la intención autorial: ¿sería ésta el criterio para resolver la oscuridad, y, por consiguiente, la norma para la interpretación justa? Dado que comprender es representarse en el espíritu cuantos pensamientos puedan suscitar las palabras de acuerdo con la razón, la respuesta es negati-

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va.15 En todo caso, se distingue entre una comprensión inmediata, que descansa sobre el acuerdo entre autor y lectores, de la mediata, que consiste en las consecuencias que los lectores sacan de la anterior, y de las digresiones producidas por la imaginación. Distinción que tiene que ver con el hecho de que el siglo xviii, de un lado reconoce un componente subjetivo en la interpretación, de otro quiere salvaguardar su valor universal. El sentido mediato enlaza, de forma natural, con el concepto de aplicación, puesto que depende del efecto sobre el espíritu del lector. Con lo que nos encontramos con una nueva tensión: de un lado la intención autorial, de otro el efecto. En cuanto a las digresiones, en tanto se relacionan con la imaginación y ésta es personal e intransferible, son incluidas y excluidas, alternativamente, de la comprensión, en lo que Szondi ve el conflicto entre un método basado en la experiencia y el normativismo racionalista. En un nuevo paso, se precisa que la concepción de Chladenius presupone un objeto intencional, que es lo que se ha de comprender, exterior al propio texto; es decir, en materia de poesía presupone la poética de la imitación. Así que para Chladenius la comprensión tiene que ver con una penetración equivalente por parte de autor y lector en la materia de que se trate, cuya relación con el texto variará según géneros. El estudio de la metáfora cierra el análisis de Chladenius. Fiel a su concepción, aquí también se trata del objeto, al que se atribuye una cualidad que no le conviene más que en parte, con lo que la metáfora supone un nuevo modo de pensar la realidad además de una modificación del dato lingüístico. De modo que no sólo remonta la expresión metafórica a la carencia de una palabra propia, como enseñaba la retórica antigua, sino que a través del empleo metafórico se constituyen nuevos conceptos, lo que justifica el uso de metáforas en toda clase de escritos, no sólo en poesía. La interpretación debe entender las metáforas en los textos filosóficos a partir del sistema entero del autor; y en los históricos precisar la insistencia que representa toda palabra que explique la cosa de forma más circunstanciada. Otra de las hermenéuticas generales del siglo xviii es la de Meier, también de mediados de siglo, de 1750. Su aspiración a la universalidad descansa sobre su carácter de hermenéutica del signo. Todas las cosas por el hecho de ser partes del mundo establecen relaciones significativas con otras cosas; este mundo, el mejor de los posibles —de nuevo Leibniz— es el más rico en relaciones significativas. Están en la misma relación que el signo y el significado la causa y el efecto, el fin y el medio, incluso el modelo y la copia. Los signos naturales, en su perfección, atestiguan la creación divina. Los artificiales siguen el modelo de los naturales, y, como ellos, son 15  De hecho, en la Crítica de la razón pura (310, 370B) afirma Kant no ser raro que «comparando los pensamientos expresados por un autor acerca de su tema, tanto en el lenguaje ordinario como en los libros, lleguemos a entenderle mejor de lo que él se ha entendido a sí mismo. En efecto, al no precisar suficientemente su concepto, ese autor hablaba, o pensaba incluso, de forma contraria a su propio objetivo». Estamos, pues, ante un canon ilustrado, que presupone la convicción de la perfectibilidad y acuerdo interpersonal en una materia, lo cual es impensable, a su vez, sin creer en una racionalidad compartida.

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signo de su autor, de modo que la interpretación de aquellos no es sino un caso específico de la interpretación general de la naturaleza. Por consiguiente, se debe al autor la misma reverencia que se debe a Dios, lo que hace aparecer el principio de la aequitas, según el cual deberíamos «tener por verdaderos los sentidos más de acuerdo con las perfecciones de su autor, hasta que lo contrario aparezca» (Meier §95, apud Szondi, 1975: 77). El postulado de la equidad hermenéutica tiene como consecuencias el recurso al autor en la interpretación y la jerarquización de los diferentes signos: propio y figurado, directo e indirecto. El recurso al autor, dado que todo signo es intencional por definición, tiene más peso aquí que en Chladenius, atento sobre todo a la psicología del efecto. En Meier la interpretación autorial es la auténtica, y el que va contra ella carece de equidad. Distingue, en relación, entre principios y medios hermenéuticos, que fundan el acierto de la interpretación. Medios son los diccionarios, la gramática, y la filología, ninguno de los cuales asegura contra el error, puesto que todos ellos pueden equivocarse. El principio es el uso lingüístico, basándose en el cual y sin referencia al autor es posible determinar el sentido literal, se supone que apoyándose en los pasajes paralelos, cuya diferenciación entre paralelismo de palabra (verbalis), de la cosa (realis), y mixto (mixtus), discute Szondi en común para Chladenius y Meier, aunque sin mencionar que remonta al menos hasta Erasmo. En fin, las consecuencias últimas del principio de la equidad conducen a jerarquizar los sentidos, y a preferir el propio al figurado y el directo al indirecto, lo cual, si bien es discutible, se pregunta Szondi (1975: 92) si no sigue guiando de hecho inconscientemente el modo de interpretar al que hoy nos atenemos. Chladenius y Meier comparten con Clericus o Wolff —o con otros testimonios posibles— la aspiración a la generalidad o universalidad, contrapesada tal vez porque para ellos «el escritor» existe ya, así como una herencia filológica muy refinada, cuyo inventario técnico es el del Humanismo. Desde ella acentúan el literalismo, esto es, el sentido asegurado objetivamente por la gramática y el conocimiento de la lengua del autor. Todos se rigen por un estricto racionalismo —la razón sin presuposiciones, esto es, sin autoridades— que les lleva a homogeneizar cuanto pueden la Biblia con los demás libros; desde ese racionalismo creen poder penetrar en la materia tanto como sus interpretados, incluso entendiéndolos mejor de lo que ellos mismos se entendieron, y todos apuntan a elucidar aquélla: las cosas, las res de los textos, para las que las palabras son mero cauce. Y desde luego son representativos de la Ilustración, en tanto concibe ésta la relación entre signo y designado como unívoca y ve en la lengua un conjunto de signos intercambiable por cualquier otro, como si la comunicación fuera un comercio, dice gráficamente Clericus (aunque puntualiza él, el menos dogmático de todos, que un comercio en que se intercambiasen monedas cuyo metal y peso ignoramos). Claro que la distinción estricta entre conocimiento y mediación lingüística, acompañada de la centralidad cartesiana del yo, y la insistencia en la razón sin presuposiciones, conduce llevada al extremo a posiciones antihermenéuticas. No es en absoluto casual que Weinsheimer (1993: 26) haya ca-

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racterizado así la filosofía de John Locke, como pensamiento anti-dialógico y antihermenéutico. La semeiotiké planteada en el libro III de su Ensayo sobre el entendimiento humano reformula algo ya implícito en la hermenéutica desde Agustín de Hipona, pero Locke le imprime un sesgo que Weinsheimer ha definido gráficamente como «de la hermenéutica a la epistemología». En efecto, Locke desconfía de las palabras y, por consiguiente, de las interpretaciones; busca una forma de comprensión autosuficiente, directa, e intuitiva, por completo independiente de aquéllas;16 lo que, en último término, conduciría al ideal de un lenguaje absolutamente transparente, incluso a evitar malentendidos mostrando los objetos de los que deseamos hablar mejor que hablando de ellos (Ensayo III, 11, §14). Pero es justamente este límite el que no escapó a la demoledora crítica de Swift en Los viajes de Gulliver, cuando nos presenta a los sabios de Laputa atareados bajo el peso de los sacos de objetos sobre los que pretendían entenderse, esto es, de la referencia: a fuerza de desear la exactitud, no pueden decir nada. Locke no es, claro, la Ilustración, pero expresa muy bien una dialéctica de ésta, el dogmatismo de su antidogmatismo, así como la risa de Swift contiene ya la crítica a las búsquedas del lenguaje perfecto. Despuntar del sentido histórico Weinsheimer (1993: 226) ha comenzado el epílogo a su estudio de la hermenéutica inglesa del siglo xviii afirmando que el tema fundamental de ésta es pensar juntamente la razón y la historia, o lo que es lo mismo, comprender la razón histórica. Si Newton había demostrado la racionalidad del cosmos —aunque, añadamos, poco espacio deja el racionalismo cartesiano para la historia—, debe haber un espacio para mostrar que ésta es algo más que un amasijo confuso e incomprensible de hechos y datos, tal como habían compilado los anticuarios (¿del Humanismo?). Justamente el espacio de lo que tiene sentido, de lo comprensible; de ahí la centralidad de la hermenéutica para las luces, concluye Weinsheimer. Ahora bien, la historia no es anárquica, y en materia de comprensión puede haber tanto juicios verdaderos como falsos, aunque establecer criterios de verdad no es precisamente fácil, por lo que los autores examinados por Weinsheimer apelan a nociones como el sentido común, la simpatía, el gusto, la prudencia, y al gran principio de la equidad. Pero, como sabemos, la equidad va más allá de las reglas, como que depende de ese sentido, aprendido de la experiencia, que permite comprender y adaptar la letra de la ley a las circunstancias que consituyen la experiencia misma. La —gadameriana— conclusión es que toda interpretación verdadera implica la reconciliación de la razón, estable, 16   La posición de Locke ante la Biblia es expresiva. Hay pasajes en ella irrelevantes para el comportamiento, por lo que no es preciso interpretarlos; otros esconden misterios más allá de la interpretación; la tercera clase, en fin, por su claridad y ausencia de ambigüedades, tampoco requiere de interpretación alguna (Weinsheimer, 1993: 33). Partidarios de la directa inspiración espiritual y papistas defensores de la tradición desbarran por igual: basta acercarse por sí mismos a los textos, huyendo de sus comentaristas.

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siempre una y la misma, con la historia, siempre múltiple y variable (Weinsheimer, 1993: 231). Si volvemos ahora a los autores a que nos hemos referido, podremos comprobar que en todos apunta una conciencia de que el momento de la escritura no es el de la interpretación, fractura a la que intentan hacer frente. Por ejemplo, Clericus, en la primera parte del Ars critica, remite entre otros auxiliares de la interpretación al conocimiento de la cronología (cada siglo tuvo sus eventos, ingenios, y opiniones y modos de hablar), lo que puede resolverse mediante un compendio de historia universal. Claro que eso demuestra que para él ni es problemático el concepto de historia ni la posición del que interpreta. De modo parecido, para Wolf saber si el libro es completo presupone el conocimiento de la historia literaria (§206); pero si incompleto, no habrá que censurarlo sino pensar en los conocimiento propios de su época (§207). Para Chladenius no hay problema en hablar del cambio de la condición de los valets (en francés) de Roma —por servus, esclavo—; no se da cuenta de que valet pertenece a otra lengua y otro mundo radicalmente diferentes a los del servus, y que no hay equivalencia posible entre ambos. La propia historicidad está implicada en la teoría del «punto de vista» leibniziana, una de las aportaciones más características de Chladenius: la posición determina el conocimiento que se tiene de lo que sea, y una cosa es la historia, y otra la idea que nos hacemos de ella. Por consiguiente, para comprender será preciso, en primer lugar, tener en cuenta el punto de vista del autor, y, en segundo lugar, la reflexión sobre el propio. Pero, en conjunto, en todos los casos, se puede coincidir con Ferraris cuando habla de ‘historicidad débil’. Acercarse a la Historia de la hermenéutica del mencionado Ferraris (1988: 52-63) permite repasar cómodamente las diversas respuestas que la apreciación de la historicidad recibe en el ámbito bíblico, tal vez el que más agudamente empujaba a ello: secularización de la Biblia, que, como hemos visto, tiende a equipararse con cualquier obra literaria, con progresiva independencia de la exégesis respecto del dogma; teoría de la acomodación, una vez más principio retórico: el escritor sagrado tenía que adaptarse a sus receptores; de ahí los variados intentos de desmitologización, y a la vez la valoración del mito como literatura, correspondiente, eso sí, a pueblos primitivos. Algunas de estas tendencias apuntaban ya en Spinoza. Pero no deja de ser significativo que el progreso de la conciencia histórica alcance incluso al campo católico. Richard Simon, de la orden oratoriana, tal vez más relevante para la historia de la ecdótica, defiende en su Histoire critique du Vieux Testament (1685) que se entenderá mejor la Biblia si se conoce la historia del texto: la crítica textual aplicada a fondo no debe preocupar a los católicos (8) porque incluso en Trento se ha reconocido que en la Vulgata había errores, lo cual es compatible con el respeto escrupuloso a lo referente a fe y costumbres; puesto que la fe es tradición y no sólo letra. En su Histoire critique du texte du Nouveau Testament, où l’on établit la veritè des Actes sur lesquels la religion Chrêtienne est fondée, de gráfico título, advierte que se ha propuesto no seguir más partido que el de la verdad, y se emplea a fondo en la crítica a los Reformados en sus diversas versiones: los de las Iglesias de Francia defienden «son esprit particulier»

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como único criterio de discernimiento del canon. Para los remonstratenses, en cambio, basta el testimonio de la Iglesia primitiva, que ha sabido de seguro la autoría apostólica, y la transmisión por tradición constante; el espíritu esparcido por la Iglesia debe ser preferido al espíritu particular (12). Los socinianos pretenden que entre la Escritura y la tradición hay un «certain milieu»: historias escritas, otros testimonios y razonamientos. «Pero ese milieu […] es una verdadera tradición, que no difiere en nada de la que han establecido San Ireneo, Tertuliano, San Epifanio, San Agustín, y varios otros padres» (13). Se trata, pues, de una defensa inteligente de la tradición que aliada a la crítica textual puede fundamentar una respuesta precisa a la historicidad del texto bíblico. Gusdorf ha hablado a propósito de Simon de «giro copernicano de la hermenéutica» (aunque hay que reconocer que el hecho de que Simon fuera francés tal vez no resulte ajeno al entusiasmo del historiador); más sobriamente, Gadamer (1986: 107, 275) se ha hecho eco de las críticas a Flacius del oratoriano, que hace ver agudamente que el seguidor de Lutero no podía proceder libre por completo de presuposiciones. Como sea, y aunque Simon atacase a Spinoza y reivindicase la tradición como signo de su ortodoxia, la ironía histórica y la filología han querido que, siendo él católico, editase y fuera leído en tierra de herejes, y que Reynolds y Wilson (1968: 181) lo hayan emparejado con el gran Richard Bentley (1662-1742), figura mayor para la historia de la crítica textual. Mas si hay un autor significativo para nuestro problema, es Giambattista Vico, que le imprime un giro radical. Probablemente es verdad que no dejó influencia —por más que sus lectores hayan sido todos excepcionales—, pero su crítica a Descartes no sólo representa el grado máximo de lucidez humanista, sino que permite comprender lo que realmente significa el racionalismo instaurado por Descartes. Son relevantes a este respecto sobre todo el De nostri temporis studiorum ratione, discurso de apertura del curso académico de 1708 pronunciado por Vico en su calidad de catedrático de retórica de la Universidad de Nápoles; el De antiquissima italorum sapientia, de 1710; y la Ciencia nueva, obra cumbre del autor aparecida en tres versiones, entre 1725 y 1744. El punto de partida de Vico es metafísico, pues lo único claro es la limitación del saber humano, que sólo puede llegar a conocer lo que él mismo hace: a esto llama León Pompa (1996: 33) con razón «ontología constructivista». Y así, si Dios puede conocer de verdad la naturaleza, que ha creado, el hombre sólo puede conocer o bien las ficciones teóricas que él mismo fabrica en su mente, como por ejemplo la geometría, o bien la sociedad civil, que él forma, y la historia, de la que es actor. Es el principio de que lo verdadero es intercambiable por lo que se ha hecho, o equivalente a lo que se hace: verum et factum convertuntur (De antiquísima italorum sapientia, VII.5), en el que podemos ver una prefiguración del lema filológico de «conocer lo ya conocido», que será formulado por Augustus Boeckh. En De ratione… se repite en I la idea de que el saber que se concede al hombre es finito e imperfecto, como el hombre mismo (enimvero omne, quod homini scire datur, ut et ipse homo, finitum et imperfectum), y en IV la de que demostramos la geometría porque la hacemos, si

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pudiésemos demostrar el mundo físico, lo haríamos (geométrica demonstramus, quia facimus; si physica demonstrare possemus, faceremus). Con Vico a la vista, conviene volver a Descartes. Nada tan elocuente, ya lo vimos, como la propia estructuración del Discurso del método: sus tres primeras partes se dedican a eliminar cuanto se ha aprendido, para sólo después edificar esa nueva morada cuyo fundamento consiste en la convicción de que cualquier objeto conocido presupone siempre un sujeto cognoscente, lo que constituye así el único cimiento estable. Nada más opuesto a una cultura basada en el Humanismo que la posición cartesiana. Tampoco es que se trate de oponer ciencias de la naturaleza a ciencias del espíritu, dado que el programa de Vico incluye varias de aquéllas con la filosofía como unificación central, sino de que el cartesianismo no reconoce límites al método, mientras que Vico parte siempre de la esencial limitación del saber humano.17 Pero es que, sobre todo, la crítica de Descartes, al admitir sólo como punto de partida la verdad primera, es decir, el je pense, je suis —que para Vico no es ciencia sino mera conciencia de sí— y al exigir verdades claras y distintas, imposibilita cualquier conocimiento de lo verosímil, con lo que elimina de un plumazo la retórica, basada en el sentido común, así como la fantasía y la memoria, una y otras inseparables de la cultura civil, necesariamente de base retórica. El racionalismo extremo, en una palabra, origina el divorcio radical entre un lenguaje científico, cuyo ideal será la transparencia, y un lenguaje retórico, que admite el ornato y el patetismo. Tenemos, pues, de un lado, retórica, fantasía, el ingenio, lo verosímil, el derecho, y de otro, la crítica cartesiana, el iudicium, la lógica, la racionalidad, la verdad, la matemática, serie de antinomias que vertebra entero el De ratione… Leído éste en conjunto parece que lo que Vico pretende es erigir, sobre los cimientos de los studia humanitatis, y en expresión de Battistini, una epistemología completa, que incluiría también a las ciencias de la naturaleza, para las que prefiere la inducción. Ahora bien, en la práctica, el centro de su sistema de estudios gravita sobre la idea de que también hay ciencia, o si se prefiere, saber, de lo verosímil, lo que convierte a la retórica en el órganon de su alternativa. Y hay un segundo aspecto que enlaza los capítulos del De ratione…, cual es la reivindicación de la filosofía como enlace entre saberes. Contra lo que pudiera parecer, el programa de Vico no es el de un reaccionario, pues, si bien es cierto que mira al pasado, esa mirada revela una naciente conciencia histórica, que se acrecentará cada vez más hasta llegar a la Ciencia Nueva. Ésta es ciencia, y desde luego nueva, como tantos monumentos de la época barroca, «metafisica que medita la naturaleza común de las naciones a la luz de la providencia divina (al lume della provvedenza divina meditando la comune natura delle nazioni)» (§31), que se propone nada más y nada menos que desentrañar los orígenes de la vida histórica, que sabe 17   Por eso me parece que exagera un poco Hausheer (1996) al ver en Vico a un precursor de tal antinomia, olvidando que éste se extiende sobre la física y la medicina. Más adecuado es recordar la tradición de las praelectiones humanísticas que exponían el sistema de los saberes de su tiempo. Ejemplo excelente es el Panepistemon de Poliziano, así como el inédito, también de Poliziano, publicado por Ida Maïer. En lo que sigue me serviré de algunos pasos de mi estudio previo a la edición conjunta del De ratione y las Institutiones oratoriae (Rodríguez, Romo, 2005).

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ver que mitos y epopeyas expresan una verdad, por ejemplo, la de los primitivos pobladores de Grecia. No es ese esquema al que ya había llegado el Humanismo de principio, apogeo y fin, sino el curso ideal de tres edades, poética, heroica y humana, que atraviesan providencialmente las naciones (§916). León Pompa (1996) se ha referido a la Ciencia nueva, especialmente a su versión primera, de 1725, para mostrar que, aunque Vico no emplee ni una vez semejante término, de hecho contiene una «hermenéutica metafísica». Tal hermenéutica18 no se entiende como teoría de la exégesis, sino como método que permite comprender el significado histórico de cualquier episodio, sea hecho o propiamente texto, en relación con un esquema ideal previo. Así se descompone en un «arte crítica, que servirá de antorcha para distinguir la verdad en la historia oscura y fabulosa», y un «arte diagnóstica», que nos dará «los grados de la necesidad o utilidad de las cosas humanas, y, como última consecuencia, nos da el fin principal de esta Ciencia de conocer los signos indudables del estado de las naciones» (§ 391). La posibilidad de diagnóstico depende de la aplicación del esquema previo arriba mencionado —tres naturalezas: poética, heroica, humana— que nos es dado reconocer en todas las historias y culturas, por el mero hecho de ser humanas (recuérdese lo dicho arriba acerca de la polémica con Descartes, y piénsese en el espacio para la historia que deja el racionalismo cartesiano, si es que deja alguno). Pero parece que repugna a nuestra época la aceptación de una hermenéutica que descansa en la aceptación de un esquema a priori confesadamente metafísico, donde metafísico significa no hipotético, porque «la metafísica reniega de las hipótesis» (Pompa, 1996: 35). Claro que esta dependencia metafísica proviene de la centralidad que se reconoce a la filosofía ya desde el De ratione…, en tanto que unificadora y organizadora de todas las ciencias. En la Ciencia nueva de 1744, Pompa hace notar que la relación entre filosofía y filología parece haber cambiado, puesto que ahora implica un proceso de «pensar y ver». Por ejemplo, la idea de que los poemas homéricos son historias civiles de antiguas costumbres griegas e inseparables de un momento histórico primitivo, es ahora una hipótesis que, de confirmarse mediante pruebas filológicas más amplias, puede servir como base para comprender la historia de otras culturas.19 Así que ahora la historia ideal eterna funciona más bien como una de esas ideas kantianas que regulan la dirección de la investigación, con la diferencia de que en el caso de Vico esos principios reguladores aspiran a convertirse en principios universales de 18   Su formulación se encuentra, según Pompa (1996: 31) en los §§ 91-93 de la Ciencia nueva de 1725, el «arte crítica», y en §§ 90 y 391, el «arte diagnóstica», que la acompaña porque es la que permite situarse en el esquema universal. Pero hay que observar, añadimos, que «crítica» aparece en las Institutiones oratoriae como el arte que permite reconocer los argumentos falsos o engañosos en cualquier texto (cfr. cap. 23: De la selección de lugares o del arte crítica). 19   Modifico el análisis de Pompa, que se ciñe a la Ley de las XII Tablas, para aplicarlo a Homero. De hecho, en el §915 de la Ciencia nueva de 1744, el propio Vico menciona una y otro al mismo nivel, en tanto que casos que le permiten iniciar la exposición de sus famosos ricorsi. Prescindo igualmente de otros aspectos de su discusión, como que Vico no es determinista, o que hay que aceptar la posibilidad —no la necesidad— de un desarrollo esencialmente común a diversas sociedades, o, finalmente, que no se sigue de su concepción que debamos creer en una ‘historia universal’, basta con que procedamos como si hubiera tal cosa.

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interpretación sustantivos (Pompa, 1996: 44). En otras palabras, y si no lo entiendo mal, no es que el esquema ya citado sea una mera orientación de la interpretación, sino que, mediante ésta, se aspira a establecer —circularmente— que la historia universal realmente y de hecho es así. Pero no hay platonismo alguno en tanto que se trata de hipótesis que buscan confirmación en análisis que deberán ser siempre más amplios, es decir, extender su base empírica: de hecho, cualquier lector de la Ciencia nueva sabe que la dificultad del libro procede, entre otras cosas, de que pretende a la vez exponer el orden ideal del mundo y justificar que la totalidad de la historia de hecho confirma ese orden, hasta el punto de que es posible reconocer un léxico y una tropología universales. En cualquier caso, si se objeta a la pretensión de establecer unos principios universales del desarrollo humano, la respuesta de Pompa (1996: 44) es que también las ciencias naturales proceden estableciendo o pretendiendo establecer principios universales y nadie las discute por ello. Ya sabemos que Vico contó con pocos lectores, pero todos de excepción y que consiguió seducirlos a todos. Pero aparte del interés intrínseco del pensamiento del profesor napolitano, al que se entiende mucho mejor cuando se le imagina trabajando, entre el estrépito de sus siete hijos, como dice él mismo en su Autobiografía, hay que notar dos cosas. En primer lugar, que la interpretación siempre parte de unos supuestos previos que la orientan, siempre hay unos principios a priori de los que no es posible prescindir; en segundo lugar, en Vico ya no está de por medio la presuposición de que los textos expresen nada sobrenatural, en vez de ello es ‘la historia’ lo que aparece en primer plano como guía de la búsqueda y objeto, a la vez, de ésta. Vico ha partido para la Ciencia nueva del comentario de los vv. 391-440 del Arte poética horaciana, aquellos según los cuales Orfeo, Anfión, poetas tanto como intérpretes de los dioses, han enseñado con su poesía a los humanos una primera sabiduría que ha empezado a separarlos de su originaria bestialidad. Pero es evidente que lo que hace ya no es filología, sino como él dice, filosofía a la par que filología, toda vez que la ‘historia’ es una entidad de orden muy distinto a la ‘palabra de Dios’ o a ‘los clásicos’. De modo que, si bien la circularidad de la interpretación sigue estando ahí, ineludible, apoyada en una concepción metafísica de la naturaleza humana —podemos comprender el pasado porque Dios nos ha hecho temporales—, estamos a un paso de poder formular algo nuevo y distinto, una filosofía de la historia que será ya y para siempre, solapada o abiertamente, presupuesto inseparable de la acción de interpretar. 2.  Mutación de la hermenéutica: la ley del corazón La actual expansión de la hermenéutica filosófica de Heidegger y Gadamer ha impreso un sesgo teleológico en la historia de la disciplina, según el cual de las hermenéuticas especiales se habría evolucionado a la general de Schleiermacher; de ésta a la hermenéutica-epistemología de Dilthey (quien se habría apoyado para dar este

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paso en el anterior); y por fin, a la radicalización ontológica de Heidegger, creador de la filosofía desarrollada luego por Gadamer y Ricoeur. No se podría hablar de hermenéutica literaria antes de ganar la generalidad mencionada, y en tanto que diferencia respecto de ella. Schleiermacher, que es en esta óptica el fundador de la hermenéutica en sentido actual, constituiría lo que se puede llamar la cesura epistemológica. Este modelo ha suscitado objeciones diversas, por parte de Szondi (1974, 1975), y, más en general, por cuantos pretenden mantener la conexión con una historia no tan monolíticamente centrada en la tradición alemana (Bianchi, Bori, Laks, Neschke…). Desde luego, hemos visto que la hermenéutica de la Ilustración avanza ya, antes de Schleiermacher, en dirección a la generalidad o universalidad. El mérito de este último, lo específico de su universalidad, estriba más bien en haberse centrado en la comprensión y no en la interpretación. Sin embargo, incluso este título sería discutido por J. Quillien (1990), que defiende con buenas razones la primacía de W. Von Humboldt. Para Quillien, la hermenéutica como «ciencia general de la comprensión» resulta de un triple suceso, que convendrá retener. En primer lugar, la transformación de la filología en enciclopédica Ciencia de la Antigüedad (Altertumswissenschaft) en manos de Heyne y sobre todo de su discípulo, Friedrich August Wolf (1759-1824), cuyo programa era entender la Antigüedad como una época global cuyo espíritu hay que captar:20 «Nuestra ciencia se aplicará al complejo de conocimientos y noticias de la Antigüedad de modo que estemos en condiciones de entender a fondo sus obras que han llegado y a gozarlas, comprendiendo contenido y espíritu, reactualizando la vida antigua y confrontándola con la moderna» (115). Repárese en que habla de un «complejo» que hay que comprender, lo cual es un revivir. Es de justicia recordar que la obra de Wolf se explica en el marco del Neohelenismo —la expresión es de Pfeiffer (1976 II: 282): «Winckelman lo inició, Goethe lo consumó, Wilhelm von Humboldt […] lo teorizó sistemáticamente». Neohelenismo que llegaría a dar lugar a la «grecomanía» romántica, que Alemania opondría a la ahistórica confusión francesa entre Roma y Grecia (Martínez Montalbán, 1992). Desde luego, quien haya subido los escalones que conducen al templo de Segesta o haya paseado por Selinunte o Agrigento, quien haya recorrido Paestum al atardecer, quien haya visto el ocaso al pie del thólos de Delfos, entenderá muy bien la grecomanía de las gentes del Norte (aunque, volviendo siempre sobre lo mismo, quepa dudar si sentiría lo mismo sin previa grecomanía). En segundo lugar, hay que referirse a la emergencia de la conciencia histórica, con nombres como Herder, Dilthey, Heidegger. También aquí es de justicia recordar que ya Vico había sabido valorar a Homero y apreciar sus diferencias respecto de Virgilio; o que la filología de Wolf había insistido en que toda la cuestión homérica 20   La Historia de la filología clásica de Ulrich Von Wilamowitz-Moellendorf (1927) es aún más explícita, puesto que habla de la «civilización greco-romana en su esencia y en todas las expresiones de su vida», de que «es una unidad», y de «hacer revivir con la fuerza de la ciencia aquella vida desaparecida».

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—si es uno solo el autor de la Ilíada y la Odisea— era histórica y crítica. Pero, en efecto, hay que esperar a Herder para que vaya tomando cuerpo la convicción de que el ser del hombre es devenir, de que no hay una naturaleza humana, universal e inmutable, de la que se pueden advertir variaciones externas. Conciencia que cristaliza en aquellos contrastes entre lo clásico y lo romántico o enfermizo, de Goethe; entre poesía ingenua y poesía sentimental, de Schiller; o entre lo clásico y lo interesante, de F. Schlegel. Parece que historia y filología, para avanzar enlazadas, hubieran de rebasar el marco general del pensamiento de la Ilustración. Y es que el más profundo acontecimiento en la historia del espíritu —y es el tercer aspecto— es la filosofía de Kant, que desplaza al pensamiento de la pregunta por los objetos del mundo a la que se interroga por «el propio modo de conocer objetos en cuanto que éste es posible a priori» (Leyte, 2004: 34).21 Y ello con una formidable «ansia de totalidad» que la impulsa hacia lo sistemático en esa diferencia entre los objetos y el modo de conocerlos. Diferencia, dualidad, que parece recorrer la obra kantiana, pues no sólo estructura la Crítica de la razón pura —lo empírico frente a lo trascendental, sensibilidad frente a entendimiento— sino que, según es sabido, el conjunto de su pensamiento se despliega en la mencionada crítica de la razón pura (que funda la moderna filosofía de la ciencia); de la razón práctica (que postula el sentido de la vida social); y del juicio, que no puede constituir una síntesis, no puede cerrar el sistema, porque el juicio enlaza pero —«sin concepto»— también difiere (y funda la moderna estética). Pero justamente, diferencia es distancia que permite el «entre» que es el lugar de la interpretación, y así la hermenéutica va a pasar a primer plano. Y es que las tres mutaciones mencionadas, filológica, histórica, y filosófica, se dejan sintetizar en que ya no es cuestión de sustancia, sino de sentido, de comprender qué significan el mundo y la historia en tanto que ámbito de la existencia humana (Quillien, 1990: 95-96). Después del racionalismo ilustrado, dirá Schmitt (1932: 111), el Romanticismo «no significa sino la etapa intermedia de lo estético entre el moralismo del siglo xviii y el economicismo del xix, una mera transición que se logró introduciendo la estética en todos los dominios del espíritu, y por cierto que con gran facilidad y éxito». Pero la reflexión algo cínica de Schmitt según la cual «la vía del consumo y disfrute estéticos, todo lo sublime que se quiera, es la más cómoda y segura para llegar a una […] constelación del espíritu que halle las categorías centrales de la existencia humana en la producción y el consumo», esa conciencia no aparece de modo lúcido al romántico, que intenta realizar lo que Hegel llama ley del corazón (Fenomenología C.AA. V, B.b). La suya es una conciencia desdichada que se enfrenta al orden del mundo, busca fines excelentes y no consigue comprender porqué el mundo se opone a ella, porqué los demás corazones no coinciden con el suyo. Aunque ese conflicto resulta de una enorme productividad espiritual y artística. Ahora es cuando de verdad empiezan a existir les belles lettres —Vico aún habla de buenas letras—, esto es, la   Sigo a A. Leyte (2004), porque ilumina muy bien el posible nexo entre Kant y la interpreta-

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ción.

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literatura, y a partir de ahora la hermenéutica literaria va a resultar una posibilidad real. Y no hará falta decir que el salto de las buenas a las bellas letras presupone el desarrollo y la extensión de lo que hemos llamado ‘lectura estética’ (cfr. II.4.e), así como es inseparable del pleno desarrollo de la sociedad burguesa. Una hermenéutica general La hermenéutica de la Ilustración pretendía interpretar pasajes o escritos oscuros porque el mundo es comprensible de suyo: se trataba, entonces, de comprender la cosa como la comprendió el autor. El giro romántico consiste en comprender al autor mismo, lo que es posible si se apela a una congenialidad que implica la unidad del espíritu. Con ello el trabajo de la interpretación se ve sustituido por la comprensión, que es lo que caracteriza a Schleiermacher. Desde luego, cuando pensamos en éste hemos de tener en cuenta que los cincuenta años que le separan de Ernesti, Chladenius o Meier asisten al clasicismo goethiano y al romanticismo de Jena: una de las más claras revoluciones en la historia de las ideas literarias. Él mismo en sus dos discursos de 1829 polemizó con un kantiano que se asoma al espíritu romántico, como Wolf, y con Friedrich Ast, plenamente romántico, buscando sin duda definir su posición frente a ambos. Pero mientras que estos últimos se mantuvieron en la filología clásica, Schleiermacher despega decididamente hacia los problemas generales. Quizá por ello Dilthey lo escogió como precursor y partió de él para configurar una historia y una problemática que, si en la actualidad se discute, no deja por ello de mantenerse como referencia. Desde luego, hoy la valoración de la posición de Schleiermacher no es sencilla. Para Dilthey, no cabía duda de que la historia de la hermenéutica empezaba en él; Gadamer lo saludaba subrayando igualmente la diferencia entre él y sus predecesores: sólo a partir de él habría auténtica universalidad. Para Vattimo (1967: 40) él es quien por primera vez revela el alcance filosófico del negocio de la interpretación, porque es el primero que piensa a fondo el problema del individuo. Para Szondi ni se puede ignorar la diferencia ni olvidar lo tardío de la hermenéutica romántica, posterior a los años de Jena, lo que demuestra algún modo de continuidad con lo anterior. Vattimo fue de los primeros en esforzarse en situar la hermenéutica de Schleiermacher en el conjunto de su obra filosófica; por ese camino siguió M. Frank, y presentaciones recientes en español como las de Izuzquiza o Flamarique proceden del mismo modo. Común a todos es advertir de la dificultad para acceder a la obra del autor, cuya edición crítica está en curso. La propia hermenéutica no ha quedado sino en forma de esbozos y notas fragmentarios, a veces de discípulos, aparte de los dos discursos pronunciados en 1829 en la Academia de Berlín. En concreto disponemos de los aforismos de 1805 y del primer esbozo, también de 1805; los aforismos de 1809-1810 y la hermenéutica general de 1809-1810 (en transcripción de August Twesten, un discípulo, de 1811); el resumen de 1819 con notas de 1828; los dos dis-

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cursos citados, de 1829; y las notas marginales de 1832-1833. De acuerdo con Ada Neschke (1990), cabría distinguir una «hermenéutica de Halle», que encontraría su exposición sistemática en el resumen de 1819 —porque frente a los románticos, amantes del fragmento, el ideal de ciencia de nuestro autor es el sistema—, de la de Berlín, que apunta a una «ciencia por venir» y que se expresa en los citados discursos ante la Academia, de 1829.22 Lo primero que llama la atención en una lectura de los esbozos de Schleiermacher es que su pensamiento procede por medio de una serie de polaridades que se mantienen abiertas, sin buscar resolución o síntesis. Así que no estamos en la estela de Schelling, sino, puestos a buscar antecedentes, en la de Platón. De ahí la crítica generalizada a la exposición de Gadamer, que al dejar de lado deliberadamente la interpretación gramatical, una de las dos que distingue Schleiermacher, le acerca a la visión que dio de él Dilthey para reaccionar contra el positivismo, más unilateral de lo necesario si se trata de hacer justicia a su pensamiento (Gadamer: 1960: 240; Szondi, 1974, 1975; Frank, 1979). Este aspecto se ilumina vigorosamente con Vattimo (1967) a partir de los Discursos sobre la religión, mediante comparación de nuestro autor con Hegel. La religión le interesa porque, lejos de reducirse a metafísica, moral, o dogmática —abstracciones resultado de la reflexión sobre una experiencia viva— descansa en la intuición y el sentimiento del Universo, dependencia ésta que no admite racionalización (35); además cada religión considerada globalmente es también un individuo, una realización de lo finito y lo infinito. La experiencia religiosa revela entonces la verdadera estructura de la personalidad que consiste en la relación inmediata con el infinito. De modo que, frente a Hegel, para quien sólo se puede conocer lo individual en la totalidad, al pensar radicalmente esa misma individualidad surge el problema hermenéutico: encontrar lo diverso en cuanto diverso. Apunta, pues, Vattimo a ver en Schleiermacher un antecesor del actual pensamiento de la diferencia, para el que no hay síntesis posible. Este contraste con Hegel es perseguido extensamente. Así en el arte, en el que, como en la religión, el individuo se pone en contacto de forma no racionalizable con un infinito, pero que no se puede encontrar al margen del individuo (46), concebido como organismo autotélico y síntesis del infinito y lo finito, histórico y no deducible   Sigo la traducción francesa de Christian Berner para Le Cerf/ PUL (1987), que se basa en la edición de Kimmerle (1968/1974), preparada por consejo de Gadamer; así como en los criterios de W. Virmond (1984) de cara a la edición crítica: el cuadernillo de Twesten, de hecho, lo publicó Virmond. Todas las referencias a páginas remiten a esta edición (aunque es preciso hacerse eco de la opinión de Ada Neschke, para quien ninguna de las ediciones disponibles refleja fielmente la hermenéutica del autor y su evolución interna). Tengo en cuenta la lectura de Szondi (1975). Los dos capítulos que le dedica en 1975 los publicó además, refundidos en un artículo y con escasas variantes, con el título Sur Schleiermacher, en la antología que preparó en 1969 para el público francés Poésie et poétique de l’idealisme allemand, publicada en 1974 en alemán y en 1975 en francés. Advierto, sin embargo, que Szondi reordena los problemas de Schleiermacher, mientras que yo seguiré el orden de éste, tomando como plantilla básica el resumen de hermenéutica de 1819, pero con mención de otras versiones cuando parezca interesante. Tengo a la vista además a Vattimo (1967), aunque sólo considera el período de 1805 a 1809; Neschke (1990); Izuzquiza (1998); y Flamarique (1999). 22

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a partir de abstracción alguna (65). Lo religioso, como el arte, como lo hermenéutico, no son intercambiables con el conocimiento explicativo de la Aufhebung hegeliana (71). Pero vamos con el texto. Schleiermacher empezó por identificar hermenéutica con subtilitas intelligendi, es decir, con la comprensión, dejando a un lado la subtilitas explicandi, que forma parte del «arte de exponer», es decir, de la retórica (1805: 12). Esa es su primera novedad. La segunda es que postula, frente a Ast y Wolf,23 filólogos clásicos, una hermenéutica general. Así empieza su resumen de 1819 (114), pero desarrolla la idea más extensamente en el primer discurso de 1829, donde la hermenéutica no se restringe a lo escrito, sino que puede extenderse incluso a la conversación «significativa». Es más, Schleiermacher recomienda al intérprete habitual de escritos ejercitarse en la interpretación de ésta, buscando, frente al aislamiento en que se está ante la escritura, «comprender una serie de pensamientos a un tiempo como surgiendo de un instante de vida» (1829: 163). Incluso se refiere en varias ocasiones como modelo al caso del niño que quiere aprender a hablar (lo que implica que la escritura se convierte en problema específico). Estamos, pues, ante una formulación más clara, en pugna con autores como Ernesti, Wolf, Meier o Ast, de una hermenéutica teórica, no confinada a una clase especial de textos, y que ni siquiera se confina en la escritura o la presupone. ¿Qué relación guardan interpretación y comprensión? «El arte de la interpretación es, pues, el arte de entrar en posesión de todas las condiciones necesarias para la comprensión» (1811, §3: 73). Para Schleiermacher, «discurrir es la mediación en vista de la comunidad del pensar… también una mediación del pensamiento para el individuo. Pero allí donde el sujeto que piensa encuentra necesario fijar el pensamiento para sí nace el arte del discurso […]; por consiguiente, la interpretación se 23   Contra los que desacreditan la hermenéutica de Wolf por no superar la concepción ilustrada del signo del xviii, su editor italiano recuerda que no se restringe a las obras bellas; que se plantea el canon del comprender mejor que los propios autores así como el aspecto adivinatorio; que llega a un esbozo del círculo hermenéutico; que establece un nexo entre disciplinas introductorias e históricas; que formula una síntesis de ética y estética que supera la Ilustración (se hace eco y participa del neohumanismo de Humboldt)… (117). Wolf, en efecto, tiene claro que la genialidad del intérprete no se estimula con los análisis gramaticales, concibe el comprender como penetrar y pensar al unísono, reflexionar de modo crítico, permanecer con el alma entera en la otra época y con la argumentación de sus juicios exponer a los escritores, sean o no geniales (118-119). Todo ello, si no alcanza el desarrollo de Schleiermacher, dista de reducir a Wolf a un rezagado de la Ilustración. En cuanto al programa de Ast reclama que el filólogo sea a la vez filósofo o teórico de la estética, no sólo descomponer la letra sino también «buscar el espíritu que la ha formado para establecer su sentido superior y estar en condiciones de considerar la forma bajo la cual aquélla se ha presentado como revelación del espíritu» (apud Szondi, 1975: 99). Su idea de la historicidad descansa sobre una dialéctica según la cual el espíritu fue uno en el mundo oriental, y luego conoció la oposición entre mundo clásico y mundo cristiano, de modo que aspira ahora, mediante la comprensión, a la libre unidad recuperada. La apriorística unidad del espíritu diluye así la distancia histórica. Lo mismo respecto del círculo hermenéutico. El espíritu de la época constituye un todo que está pleno en cada obra particular a través de la cual se busca. Pero como el espíritu es uno, y las diferencias accidentales meras apariencias, ese todo no se transforma con el estudio de cada parte, sino que se mantiene invariable. Lo que anula de hecho el círculo hermenéutico como tal, y la dialéctica entre los métodos analítico y sintético se reduce a unidad de hecho.

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vuelve ella también necesaria» (1819, § 4: 114). Si el discurso es mediación del pensamiento ante los demás y del sujeto consigo mismo, y si surge de la necesidad de fijar uno mismo sus pensamientos, se entiende para sí o para los otros, podrá decir que ha comprendido quien sea capaz de concretar o definir su comprensión en forma de discurso, y ese discurso será la interpretación que él propone: «El discurso no es otra cosa que la cara externa del pensamiento» (1819, §3: 114); «la interpretación no se distingue de la comprensión más que como el discurso en voz alta se distingue del discurso interior (II discurso de 1829, 185). ¿Cómo sabríamos si no que ha comprendido, y lo que ha comprendido? Así la hermenéutica, en tanto tiene que ver con el enlace entre pensamiento y discurso, se relaciona con la dialéctica, pero también con la retórica, pues precisamente ésta enseña a convertir el pensamiento en discurso. En concreto, hermenéutica y retórica dependen de la dialéctica, porque «todo devenir del saber depende de [discurrir y comprender]» (ídem). Bien entendido, que, como ya se advirtió, el talento de explicar lo que uno ha entendido es retórico; la hermenéutica se reserva el de llegar a comprender, es decir, el de ponerse en condiciones de dar una interpretación. A su vez, la relación entre ambas es de inversión: la hermenéutica va del discurso al pensamiento, y la retórica al revés. Justificadamente, pues, se esfuerza la bibliografía de corte más filosófico en exponer la hermenéutica en relación con la dialéctica y la ética. Además, hermenéutica y crítica (textual, supongo) se presuponen mutuamente —la selección de una variante textual es fruto de un acto de interpretación, como recuerda Szondi—, con la diferencia de que debe haber hermenéutica incluso donde no hay crítica. Llegamos así a una de las oposiciones más citadas de Schleiermacher, que parece bastante clara en el resumen de 1819. Todo discurso presupone una lengua, que es el medio en que el discurso ha podido tomar forma, aunque, advierte Schleiermacher, y bastante antes que Saussure,24 por cierto, también se podría partir de los discursos «porque la lengua no deviene [lengua] más que por el hecho de discurrir; sin embargo, la comunicación presupone en todo caso la comunidad de la lengua, y por consiguiente, un cierto conocimiento de esta lengua» (1819, §5: 115). Así que por la interpretación «gramatical» comprendemos lo dicho como particularización del conjunto de la lengua, «el hablante es pensado como órgano del lenguaje» (Flamarique, 1999: 252); en otras palabras, la hermenéutica busca interpretar el discurso, y no su objeto o materia, a diferencia de lo que hacía la ilustrada. Mientras que, por la inter24   Es interesante la advertencia de Szondi (1974: 308) contra la tentación de hacer de Schleiermacher un estructuralista avant l’heure. En efecto, sus premisas lingüísticas son las del idealismo alemán, y le falta una concepción comparable a las antinomias saussureanas de lengua y habla, sincronía y diacronía. Sin embargo, Szondi paga aquí tributo a su tiempo, porque hoy estamos menos seguros de que el carácter irreductible de las citadas antinomias hiciera un gran favor a la lingüística. Justamente, la fuerza dialéctica del pensamiento de Schleiermacher subraya el carácter dinámico del hablar de una forma que no deja de recordarnos la lingüística de Humboldt y presagiar a Bajtin. Y es que la lengua para él no se identifica con la langue, sino que la concibe como productividad que se manifiesta en el corpus de todos los discursos, y como expresión individual históricamente condicionada (Neschke, 1990: 37). Además la lengua no es universal —sólo la razón lo es— sino que constituye una individualidad amplia que permite la intersubjetividad y la ética (Vattimo, 1967: 88).

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pretación «técnica», lo entendemos como «realidad producida en el sujeto que piensa» (ídem). De nuevo la dialéctica: cualquier persona es lugar en el que la lengua se particulariza; a la vez es un espíritu en desarrollo y el discurso no es más que una de sus producciones, en relación con las demás. Conviene añadir, porque suele malentenderse, que ambos modos de interpretar, gramatical y técnico, tienen el mismo estatuto y que ninguno se subordina al otro. Entre los §§6 y 14 de 1819 se multiplican las advertencias en este sentido, que en lo esencial se condensan en que «el acto de comprender no existe más que en la imbricación de los dos momentos» (§6: 115), y en que uno y otro plantean la necesidad de construir algo finito a partir de un infinito (§9: 116). En efecto, es imposible tener un conocimiento perfecto y exhaustivo de la lengua y de los hombres, lo que obliga a pasar de una forma de interpretación a la otra, sin que se puedan dar para ello reglas definidas. Nunca se podrá tener la seguridad de acertar completamente, por lo que la tarea es infinita y procede por aproximación; en último término «interpretar es un arte» (§9), que reposa sobre «el talento lingüístico y el del conocimiento de los hombres tomados individualmente» (§10: 117). Hay una doble norma en esta materia, una vez más dialéctica: cada modo de interpretación debe desarrollarse hasta el extremo de hacer superfluo al otro. Naturalmente, el interés de los discursos para la interpretación es variable, desde la charla sobre el tiempo (atmosférico) hasta la producción más significativa. Textos de escaso interés desde el punto de vista gramatical pueden tenerlo y muy grande para el técnico o psicológico; a la inversa, cuando predomine la objetividad del tema, la técnica estará de más o se reducira al mínimo. Esta consideración (1819, §§11, 12: 117-118) sirve a Schleiermacher para introducir los conceptos de ‘clásico’, lo más productivo dentro de lo gramatical, y ‘original’, lo más productivo en lo psicológico (lo ‘genial’ sería la síntesis de ambos momentos); así como la diferencia entre géneros literarios, de capital importancia para una hermenéutica literaria. La consideración de esta dialéctica entre interpretación gramatical y técnica conduce al problema de los modos de interpretación y a la polémica con la doctrina patrística y medieval del cuádruple sentido. Schleiermacher niega expresamente que haya varios tipos de interpretación en vez de dos aspectos de la misma (1819, §13: 118-119). En cuanto al sentido histórico, es aceptable cuando, por ejemplo, afirma los lazos entre los autores del Nuevo Testamento y su época, pero falso cuando pretende negar la capacidad del cristianismo para forjar conceptos nuevos; en otras palabras, es falso cuando se pretende universal, es decir, cuando se pretende que todo texto tenga un sentido espiritual o alegórico diferente del histórico. Entonces, el problema se reformula como un nuevo caso de la dialéctica entre interpretación gramatical, que —recordemos— ve el texto en función del conjunto de la lengua, y técnica, que lo ve en función de un sujeto, y por consiguiente, destaca lo original. Y en cuanto a la interpretación alegórica,25 tampoco se la puede rechazar en general —como hacía Ernesti (cfr.   Entiendo que se refiere a la alegoría in verbis, como la que se da en las parábolas, porque la alegoría in factis o tipología supongo que debería quedar excluida de su sistema por ser materia de teología, no de hermenéutica. 25

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III.1.c)—, pues habrá que ver el sentido propio en relación con el contexto, pero, además, las alusiones figuradas que haya puesto el autor, ya que, en caso contrario, no se habrá interpretado correctamente. De acuerdo con la irónica expresión de Szondi (1974: 306), parece intervenir aquí el principio de la división del trabajo: la interpretación gramatical nos dará el sentido propio de los términos empleados, y la técnica lo que el autor ha querido decir. Con lo que se vuelve a la dialéctica que ya conocemos. En el resumen de 1819 aparece a continuación el famoso problema de la universalidad del malentendido, que tiene antecedentes desde los primeros esbozos. En cuanto a comprensión: «Dos máximas opuestas. 1) Comprendo todo hasta que me estrello con una contradicción o un sinsentido; 2) No comprendo nada cuya necesidad no capte y que no pueda construir. Comprender según esta última máxima es una tarea infinita» (1805: 12). De hecho está aquí ya, en los aforismos de 1805, los más antiguos que se conocen, esta alternativa, que de una parte rompe con la tradición ilustrada, de otra introduce la dimensión infinita. La hermenéutica de las Luces, dando por supuesto que entenderse es lo natural —lo que es corolario de la creencia en una naturaleza humana y una razón universales— comprendía pasaje por pasaje, o sólo veía la necesidad cuando el discípulo se enfrentaba a la oscuridad. Para Schleiermacher, la alternativa citada encontrará su versión definitiva en 1819, en la distinción entre la práctica «laxa», que sólo se mueve por un interés determinado, por lo que no logra sobrepasar el ámbito de las hermenéuticas especiales, y la rigurosa, que parte del hecho de que la comprensión errónea se presenta de forma espontánea por todas partes: sólo de esta última se puede decir que procede con arte, y, a la vez, sólo ésta se centra en la comprensión y la toma con absoluta generalidad (1819, §§15 y 16: 122-123). Por fin, en el primer discurso de 1829, Schleiermacher recoge el problema distinguiendo tres grados: el mecánico y casi espontáneo del uso lingüístico de todos los días; el que reposa sobre la experiencia de una clase de textos (las exégesis particulares); y el propiamente artístico (hermenéutica general), sólo respecto del cual se puede hablar propiamente de interpretación (1829: 156). De modo que esta cuestión acaba por relacionarse con el postulado de generalidad de la hermenéutica. Conviene detenerse un poco más en el problema del malentendido, pues es uno de los que más directamente ligan la hermenéutica con el resto del pensamiento de nuestro autor (Vattimo 1989: 116-124; Izuzquiza, 1998; Flamarique, 1999). En sus años de juventud, en Monólogos, Schleiermacher había considerado el lenguaje un bien común a los hijos del espíritu y a los del mundo, por el que hay que entender la sociedad unida por el trabajo y el dominio de la naturaleza. El malentendido universal se produce porque la sociedad comparte con la comunidad —los hijos del espíritu— el lenguaje, del cual se apropia, y hay que llevarlo a su transparencia ideal en función del amor que une entre sí a los miembros de ésta. Establecer la comunidad de pensamiento propia de los hombres libres sólo es posible por medio del lenguaje, «en el que se reconocen los principios del acuerdo entre el saber y la realidad, por un lado, y del pensar entre los individuos, por otro» (Flamarique, 1999: 247). Herme-

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néutica, dialéctica y ética resultan así inseparables. El sumo bien superará la oposición entre lo individual y lo universal mediante una comunidad universal creada por la ciencia, el arte y la religión (Izuzquiza, 1998: 136). Hay varios tipos de errores (1819, §17: 123) cualitativos y cuantitativos, que se analizan en relación con la diferencia subjetivo/objetivo, en la cual podemos ver una reformulación, una más, de la que se da entre interpretación técnica y gramatical.26 Sin embargo, dado que la tal diferencia reaparecerá en el curso de la exposición de la interpretación gramatical, fijémonos por ahora sólo en la conclusión de esta parte. La doctrina de los tipos de errores desemboca en la necesidad de una regla positiva: «Reconstruir el discurso dado de manera a la vez histórica y adivinatoria, objetiva y subjetiva» (1819, §18: 123-124), que remite a la necesidad de comprender el discurso en función de la lengua, pero también como fuente de desarrollo de ésta; y en función del pensamiento del sujeto, en su surgimiento y en su previsible influencia sobre el desarrollo subsiguiente. Por lo que «es preciso, primero, comprender el discurso tan bien como su autor, y luego, mejor que él mismo» (ídem), famoso canon heredado del Siglo de las Luces. Pero ya no se trata de que, como había notado Chladenius y celebrado Gadamer (1960: 237), los hombres no puedan abarcarlo todo, y, por consiguiente, puedan significar con sus escritos algo que no tuvieron intención de decir, o los lectores pensar algo que no se les ocurrió a los autores —lo que, dicho sea de paso, ya previó Agustín de Hipona y ratifica de otro modo Kant—, sino de una exigencia más fuerte: la de «tomar conciencia de cosas de las que ha podido [el autor] no ser consciente, salvo en la medida en que, volviendo sobre sí mismo en un movimiento reflexivo, se convierte en su propio lector» (ibidem).27 Creo que estamos ante la esencia misma de la interpretación subjetiva, que abre paso incluso a una posible reconciliación con la psicoanalítica, puesto que el paciente del psicoanálisis gana un saber acerca de sí mismo del que no era consciente, pero que llega a reconocer como suyo. Pero dejemos aquí el apunte. Para lograr tal penetración, es preciso ponerse a la altura del autor (1819, §19-23: 124-127) en lo referente a conocimiento lingüístico y subjetivo suyo; sin embargo, como este conocimiento sólo se logra a partir de la obra misma que se intenta comprender, resulta de allí el círculo hermenéutico, respecto del cual afirma Schleiermacher, bastante antes que Heidegger, que sólo es científico, a pesar de la circularidad, el saber así constituido. El círculo se extiende al uso de auxiliares como diccionarios o prolegómenos, que dependen, ellos también, de una interpretación, de modo que si el intérprete fía completamente en ellos, jamás podrá llegar a la suya propia. La única forma de romper este círculo es   «En verdad la interpretación gramatical es la [interpretación] objetiva y la interpretación técnica la subjetiva» (1805: 12). 27   Izuzquiza (1998: 212) hace notar que la posición de Schleiermacher implica una distancia por parte del intérprete, que es la que permite elaborar nuevas perspectivas, desapercibidas para el autor mismo. Creo, no obstante, que Izuzquiza pasa por alto la referencia de Schleiermacher a que han de ser cosas que el propio autor, convertido en lector de sí mismo, hubiera visto. Siempre en Schleiermacher se trata de ganar la perspectiva del pensamiento del autor, no, como defenderán Gadamer y Ricoeur, de hacer decir al texto todo lo posible. 26

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la «lectura cursiva», que permite llegar a una idea de conjunto previa; sucesivas lecturas permitirán afinar los detalles en función del todo, o contentarse con la primera impresión para lo insignificante (tanto la advertencia respecto de los auxiliares como la distinción de formas de lectura están ya en Ernesti). Hay que subrayar que Schleiermacher remata esta parte introductoria con la repetición de que, aunque debamos tratar de la interpretación gramatical y de la técnica en orden sucesivo, ambas forman dos aspectos de la misma cosa, y además, la gramatical va primero, lo que debería bastar para precavernos contra las imágenes demasiado psicologistas. La parte consagrada específicamente a la interpretación gramatical en el resumen de 1819 resulta bastante completa. Se articula en dos cánones y dos oposiciones: formal/material; cuantitativo/cualitativo, al hilo de las cuales se precisa la doctrina de los errores, ya apuntada al final de la parte introductoria. El primer canon dice: «Todo lo que, en un discurso dado, pide ser determinado de manera más precisa, no puede serlo más que a partir del dominio28 lingüístico común al autor y a su público original» (1819, §XII.1: 127). Y un poco más abajo: «Toda parte del discurso, sea material o formal, es en sí indeterminada. En presencia de cada palabra tomada aisladamente no pensamos más que en un cierto ciclo formado por sus empleos» (ibidem). La cuestión es, pues, de nuevo, la de la determinación de lo indeterminado, que es una «tarea infinita». Con el problema —de nuevo circular— de que aquello a partir de lo cual podemos determinar la palabra, es a su vez indeterminado: nosotros no podemos poseer por completo el «dominio lingüístico» común al autor y los lectores originales (jamás poseemos por completo ni el presente de nuestra propia lengua); todavía más, la principal fuente para saber en qué público pensaba el autor es el propio texto que hay que comprender. De ahí el problema de los arcaísmos, extraños a ese dominio lingüístico común; o los tecnicismos, que muestran que «el autor no siempre tiene en cuenta a la totalidad de su público». La consecuencia, muy interesante para la hermenéutica literaria, es doble: de un lado que hay que tener en cuenta el género y la época29 a que pertenece el texto, cosa que decía expresamente Schleiermacher en 1811; la segunda, que la regla que deriva de este primer canon es una regla de arte «cuya buena aplicación reposa sobre un sentimiento justo». Lo que no engaña en cuanto al carácter infinito —ya no somos románticos, digamos ilimitado— de la tarea, ni en cuanto a la imposibilidad de la exactitud querida por la «razón natural». Para Szondi (1974: 303) estamos en este canon ante el contexto global que proporciona el sistema de la lengua a cualquier elemento lingüístico. Ya nos hemos referido al peligro de hacer de Schleiermacher un adelantado del estructuralismo. Porque lo que parece tener Schleiermacher en su mente es, más que la langue saussurea28   La traducción francesa dice «área», pero ya padecemos suficientes áreas por anglicismo o galicismo; «dominio», más próximo al alemán, expresa bastante mejor la idea de un terreno compartido en propiedad. 29   Entendiendo por tales las grandes divisiones del tipo: época precientífica, apogeo, artificio y deformación, pensada sobre el modelo: Grecia hasta Sócrates, clasicismo, alejandrinismo.

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na, un conjunto de usos lingüísticos de probable trasfondo retórico, algo así como lo que hoy representa el concepto de norma de Coseriu; así lo prueba precisamente la mención de los tecnicismos y arcaísmos, o de las etimologías. Szondi (1974: 303304) recuerda uno de los aforismos de 1805: «Hay dos suertes de determinación: la exclusión fuera del contexto global y la [determinación] tética [a partir] del contexto inmediato» (26), que asocia con las relaciones paradigmáticas y sintagmáticas de Saussure. Se supone que en el segundo caso, el contexto inmediato —sintagma— ayudará a «poner» (tética) el sentido de la palabra; en el primero, la exclusión de las palabras que hicieran variar el sentido del conjunto, ayudaría a definir el paradigma o conjunto de las formas que se reparten una parcela de significado. Pero, como el propio Szondi hace notar, la concepción lingüística de Schleiermacher no es, naturalmente, la del estructuralismo, sino la del idealismo alemán. Para comprender, hay que captar la «unidad completa de la palabra» (1819, XIV.8: 130): «En todo elemento hay que distinguir la multiplicidad del uso y la unidad de la significación», había dicho en 1811 (79). Igual que, frente a la tradición patrística, el sentido del discurso es uno, el sentido de la palabra es una unidad ideal. El problema es, de nuevo, circular: comprender sin error presupone disponer de esa unidad, y alcanzarla sólo se consigue mediante interpretación. Schleiermacher dice: «La ocurrencia singular de una palabra en un pasaje dado es sin ninguna duda del orden de la diversidad infinitamente indeterminada, y de esta unidad a esta diversidad no hay otro paso que una multiplicidad determinada en la cual está comprendida; y ésta, a su vez, debe necesariamente resolverse en oposiciones» (1819, XIV. 8: 130). Recuerda, en efecto, el estructuralismo, el recurso al método de las oposiciones; pero frente al concepto saussureano de «valor» de cualquier unidad lingüística, aquí se concibe el significado como unidad ideal, sólo que hay que perseguirla —sin alcanzarla nunca del todo— a través de esas «multiplicidades determinadas» de oposiciones que constituyen en el diccionario cada lema con sus acepciones. Y sin olvidar que diccionario y gramática son obra a su vez de un autor, y por lo tanto fruto de interpretación, por lo que el uso que se haga de ellos debe contribuir a rectificarlos y enriquecerlos (1819, XVI.11): siempre la tarea es infinita. En cuanto a las oposiciones de Schleiermacher, son las de sentido propio y figurado, espacial y temporal, primitivo y derivado, general y particular (1819, XIV.7xv). En todos los casos, la oposición se disuelve, según Schleiermacher. Interesa sobre todo la primera, puesto que, como señaló el autor, tiene que ver con la teoría de la metáfora, clave para la literatura. El ejemplo es coma arborum por ‘follaje’. Del concepto coma hacía notar (1811: 95) que «los cabellos deben representarse tan realmente, que el follaje debe ser realmente pensado bajo un esquema extraño y que todas las características de éste le deben ser aplicadas». ¿Qué pasaría si entendiéramos por coma arborum ‘cabellera de los árboles’ o ‘arbórea’? Podríamos decir, con Schleiermacher, que cada palabra conserva su significado propio sin que eso anule la metáfora, que se aprecia en la yuxtaposición sintagmática de los dos; con lo que se anula la diferencia entre sentidos propio y figurado, puesto que no hace falta pensar

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que el significado de cada palabra se desdoble en dos, sino que la secuencia de éstas basta para que entendamos rectamente la intención autorial. En 1811 quedaba claro que el peligro es entender demasiado o demasiado poco; la única manera de asegurarse de no poner más de lo que quiso el autor es tener a la vista su carácter entero, así como los valores de la expresión completa en la época (95-96). De hecho, la visión de Schleiermacher parece prefigurar el conocido modelo interactivo de I. A. Richards y Max Black, por el cual la metáfora es producto de la interacción de algunos rasgos significativos de dos significados, sin anular el resto de éstos, que quedan en segundo plano. A continuación, des-construye Schleiermacher, valga la expresión, de modo parecido todas las demás oposiciones citadas. Tras unos parágrafos que aplican lo dicho al Nuevo Testamento, presenta nuestro autor su segundo canon fundamental: «En un pasaje dado, el sentido de cada palabra debe ser determinado a partir de su inserción en su contexto» (1819, §XX.3: 134), al que añade un comentario sobre la dialéctica entre éste y el primero —el de la restricción al dominio lingüístico común a autor y público original—; uno y otro son calificados de determinativo y restrictivo respectivamente. Cada palabra implica un dominio lingüístico que restringe su significado dice Schleiermacher, aunque en la práctica el texto entero es contexto para la palabra. Según el segundo canon, el sentido de un término se determina por la relación entre sujeto, predicado y adjetivos, vale decir: por la frase en que se inserta. Pero también en este caso hay un deslizamiento hacia el primer canon, puesto que cuando el contexto de la frase no basta, apelamos a pasajes paralelos, incluso externos a la obra y al autor entero; dentro, empero, del mismo dominio lingüístico. El clásico método de los pasajes paralelos30 hace así su aparición, lo que permite al autor afirmar que el conjunto de la interpretación gramatical se encierra en la suma del primero y el segundo canon. A partir de aquí despliega Schleiermacher dos nuevas oposiciones, entre el elemento material y el formal, y entre interpretación cuantitativa y cualitativa. La primera parece traducirse a la que se da entre palabras con significado léxico —sustantivos, adjetivos, verbos y adverbios—, y palabras con significado gramatical, como son: las que ligan períodos o frases en el período, es decir, las conjunciones, y las que ligan entre sí los miembros de una frase o preposiciones. Si nuestra comprensión del pormenor depende de la provisional del todo, advierte Schleiermacher, es conveniente empezar por determinar el elemento formal, que condiciona a su vez la comprensión del conjunto de la frase y del período. A lo que se puede añadir algo que se 30   En 1811 (85-87) se planteaba de forma expresa el problema de la búsqueda de explicaciones más allá del pasaje concreto para lo que no se comprende, que se extiende a todos los discursos que tratan un mismo tema y a la consideración de todos los autores como un solo escritor; el límite está en que «todo en cada nación forma una sola cultura, aunque vivificada por una multitud de individualidades y de oposiciones relativas» (87). Como hace notar Vattimo (1967: 91), el lenguaje no es universal, sino una individualidad más vasta en la que los particulares se integran. Se aplican aquí como contrapartida unas restricciones como la exigencia de mismo tratamiento, mismo género, y misma época, para que se pueda pensar como unidad de dominio el conjunto. Se respeta el principio de que cada escritor es su propio intérprete, y a partir de allí se extiende la búsqueda.

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afirmaba en 1811 (86), y es que, al igual que todo período debe poderse reducir a una frase simple, todo discurso en su totalidad debe reducirse a un período.31 En cuanto a la comprensión cualitativa y cuantitativa, por la primera ponemos atención a «hacer corresponder correctamente la palabra y la cosa, el discurso y el pensamiento» (1811: 76). Sugiere la reflexión de que ningún escrito se entiende a partir de sí mismo, sino más bien en un contexto ampliado, puesto que conocimiento del autor y del tema son previos y exteriores al propio texto. Además, la comprensión del detalle y la del todo se condicionan mutuamente: la totalidad se entiende por relación a un género —por ejemplo, literario—, mientras que la conciencia de éste precede a la comprensión del detalle. La comprensión cuantitativa consiste en «encontrar correctamente el valor y el contenido, no tomar una cosa concomitante por una cosa principal» (idem). Esta última, que en la redacción de 1811 se especifica en atender a no comprender demasiado o demasiado poco, en otras palabras, no entender ni más ni menos que lo que puso el autor, en el resumen de 1819 se formula como proporción entre la redundancia, que es el mínimo de la comprensión cuantitativa, y énfasis, que es el máximo. Un buen ejemplo es el del Nuevo Testamento. El espíritu crítico, que ve en el texto evangélico paralelismo por todas partes, tiende a subrayar la redundancia; el dogmático, que ve al Espíritu Santo como autor directo todo lo encuentra enfático. Sin embargo, nota Schleiermacher sabiamente, el primitivo auditorio del Nuevo Testamento sólo podía juzgar de su discurso de acuerdo con sus presupuestos habituales, y la cristiandad sólo ha podido constituirse a partir de aquella primera comprensión. Así, el creciente sentido histórico permite alejarse a la vez de los prejuicios de ciertas lecturas ilustradas y del dogmatismo de otras, y lleva a la conclusión de que no hay más regla que intentar guardarse de ambas desviaciones (1819, §XXXVII.2-3: 145), y de que hay que tener en cuenta el género del discurso y el grado de elaboración de su objeto: ante un objeto o, si se prefiere, un tema muy poco elaborado, el escritor caerá en la tentación de multiplicar acumulaciones que se podrán tomar indistintamente por redundantes o por enfáticas (146). El fin último de la comprensión cuantitativa se orienta, en cuanto a los elementos del discurso, a distinguir pensamientos principales (los que se ponen por sí mismos), y concomitantes (que se añaden a título de aclaración), lo que es otra forma de oponer énfasis a redundancia; y en cuanto a enlaces formales, a distinguir subordinación y coordinación, lo que se deduce de los elementos y sus relaciones, pero también de las partículas: cuanto más precisas y claras son éstas, menos necesario es el recurso al contenido.32 El espíritu dialéctico de Schleiermacher conduce así a un punto en que es fácil relacionar la oposición

31   En lo que se puede ver una prefiguración de los intentos de la lingüística del texto para precisar el tema de un texto mediante conceptos como el de macroestructura. 32   Recuérdese el estilo veni, vidi, vici: el fácil recurso al contenido hace redundantes las partículas; a la inversa, conjunciones semánticamente precisas permitirían ligar contenidos complejos en relaciones difíciles de captar sin ellas.

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material/formal con la redundancia/énfasis. Pero para ver claro en esto hay que volver a las explicaciones del segundo canon (1819: 135). Allí diferenciaba entre dos modos, y sólo dos, de enlace entre contenidos, el orgánico o fusión, y el mecánico o coordinación externa (1819, §XXI.4.1: 135). El ejemplo que pone se deja trasladar fácilmente al español. Todos sabemos que hay casos de la conjunción ‘y’ cuyo valor es meramente de suma, es decir, mecánico, o, en otros términos, redundante, mientras que en otros se perciben fácilmente valores causales o temporales. En éstos se ha producido una intensificación o énfasis que ha convertido en orgánico (con valor material) lo que era mecánico (formal). Añadamos un ejemplo retórico: el polisíndeton enfatiza un elemento mecánico (formal), la conjunción, hasta volverlo significativo y enfático (material). De ahí la conclusión que invita, para determinar estos valores, a tener en cuenta primero, en el contenido general, la conexión entre las ideas principales, y en la frase, la conexión entre sujeto y predicado; y en el contexto inmediato, a atender al elemento formal (las partículas). Pero en uno y otro caso, el sentido justo es el único medio para evitar los prejuicios, porque la interpretación es un arte (1819, §XXIV.6: 137).33 En la hermenéutica de Schleiermacher, como acabamos de ver, el desarrollo de la gramatical se lleva la parte del león. De hecho, en el resumen de 1819 se extiende a lo largo de treinta páginas, mientras que la técnica se reduce a tres. La redacción de 1811, que hemos venido usando como complemento, nos da veintiséis páginas para la primera frente a trece para la segunda (97-110), que es una proporción algo más equilibrada. En realidad, la versión de 1819 condensa lo que en 1811 se extiende en varios principios. Aquí seguiremos la versión posterior, como hemos hecho hasta ahora, completándola cuando convenga con la redacción primera. Comienza la interpretación técnica repitiendo su unidad con la gramatical: ambas pretenden captar la unidad de la obra y las características de su composición, pero para la técnica, «la unidad de la obra, el tema, se considera […] como el principio que mueve al que escribe, y las características fundamentales de la composición como su naturaleza particular, que se revela en este movimiento» (1819: 148). Si se sustituye ‘tema’ por ‘idea’ el sabor romántico es indudable; si se retiene el término ‘tema’ y se reflexiona, se tiene un antecedente de la teoría bajtiniana del enunciado, para la cual el tema orienta la forma verbal de éste. La unidad —dice más abajo— reside en la construcción gramatical, pero el tema es lo que impulsa al autor a comunicar, tema que el autor organiza de una forma que le es propia, lo que se aprecia por la exclusión de representaciones concomitantes familiares, y por la asimilación, a cambio, de otras extrañas. Y de nuevo el dinamismo: «Reconociendo así al autor, le reconozco tal como colabora al trabajo de la lengua […] Conociendo el dominio lingüístico, reconozco la lengua […] a cuya potencia está sometido el autor» (ibi33   Nótese que la aplicación mecánica de criterios gramaticales o lingüísticos caería de lleno dentro de los prejuicios: ¿serviría de mucho saber, por ejemplo, cuantas subordinadas hay en el Quijote? No hay regla que garantice la cientificidad de la interpretación, que será tanto menos científica cuanto más desconozca lo específico de la tarea.

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dem). En efecto, señala Schleiermacher, cada nuevo ensamblaje de sujeto y predicado es a la vez innovación y conservación lingüísticas, conservación y repetición de discurso ajeno, de esquemas gramaticales preexistentes, pero también respuesta a ellos que hace vivir la lengua. Esta parte justifica la denominación de la hermenéutica de Schleiermacher como reconstructiva, puesto que se propone reconstruir de forma desarrollada la «totalidad del acto en sus partes», lo que debemos entender como despliegue del tema por el autor en la construcción gramatical y genérica, y lo que nos reconduce al círculo hermenéutico: «En cada una de sus partes el contenido como lo que mueve, y la forma como la naturaleza movida por el contenido» (ibidem). La aparición de ‘naturaleza’ equiparada a forma, forma verbal, sugiere que el contenido es el ‘espíritu’. Así que no sólo va más allá Schleiermacher en conciencia histórica que los diversos formalismos que se reparten la teoría de la literatura en la primera mitad del siglo xx, como quiere Szondi (1974: 311), sino también en visión dinámica de la relación forma/contenido: éste la determina y no al revés, pero sólo a través de la forma es posible alcanzarlo. «El fin entero [de la interpretación técnica] debe ser definido como la comprensión perfecta del estilo» (1819: 149). Pero no hay que entender éste de forma puramente verbal, como «manera de tratar la lengua», sino que —corolario de lo anterior— «por todas partes pensamiento y lengua pasan el uno a la otra» (ibidem), lo cual también suena bastante bajtiniano. Cuando tal elaboración no procede de la particularidad individual [del autor] sino que es aprendida, estamos ante una maniera, cuyo «estilo […] es siempre malo» (ibidem). Es consecuencia natural de lo dicho hasta ahora que la interpretación técnica requiera disponer de informaciones previas acerca de cómo tema, lengua y género se ofrecían al autor en el momento en que escribía, es decir, de la literatura que le era contemporánea, así como de lo que se pueda saber acerca de su estilo, con la advertencia de que esto último procederá de la interpretación de un tercero, por lo que, siempre según Schleiermacher, debería poderse prescindir. Ya sabemos que nuestro autor es aficionado a las dualidades que, en vez de resolverse en una síntesis superior, se «desconstruyen», pasan insensiblemente de un polo a otro. Pues bien, los métodos de la interpretación técnica son asimismo dos, adivinatorio y comparativo, que, como siempre, reenvían el uno al otro y no se deben separar. El primero es aquél por el que «transformándose, por así decir, uno mismo en el otro [el intérprete en el autor al que estudia], se busca captar inmediatamente lo individual» (1819: 150).34 El método comparativo consiste en considerar como un universal a aquél a quien hay que comprender, y descubre lo particular comparándo34  De larga tradición en filología. Es simplemente cuestión de conjeturar, y sobre el valor de la conjetura para el filólogo recuérdese la famosa cita (parcial) de Bentley, quizá el mayor filólogo del siglo xvii: «Para nosotros, la razón y la cosa misma son más poderosas que cien códices» (Pfeiffer, 1976 II: 258-259). Pero, además, hemos visto fórmulas parecidas en autores de la interpretatio del xvi como Périon o Humphrey (cfr. II.4).

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lo con otros incluidos en ese mismo universal. Es interesante, respecto del método adivinatorio, la observación de que descansa en la receptividad35 del hombre frente a los demás hombres: todos llevamos en nosotros un mínimo de cualquier otro individuo, y, por consiguiente, la adivinación se suscita por comparación consigo mismo. Y, dado que el método comparativo define lo particular mediante comparación, ésta y la adivinación acaban por encontrarse: sólo la comparación puede confirmar la adivinación, que de otra manera, sería caprichosa; pero la mutua penetración de lo universal y lo particular no se hace más que por adivinación (1819: 150). La conclusión en el resumen de 1819 es que sólo se puede comprender la idea de la obra «a partir de dos momentos, el del contenido y el del campo de su eficacia, tomados juntos» (ídem), lo que en 1811 se formulaba como una ‘tensión’ entre contenido y forma, pero nótese que ésta no es algo estático sino movida por aquél: «El contenido por sí sólo no condiciona una forma de realización», es decir, no se trata de una relación mecánica. Por otra parte, está el fin de la obra, «del otro lado del contenido»: con frecuencia algo exterior que tiene una influencia limitada sobre los pasajes singulares del texto, y que puede explicarse en función de los destinatarios. Baste pensar en la finalidad expresamente moralizante de tantas obras clásicas, que no responden en nada a su contenido o cuya relación es discutible; es el caso de la discusión acerca del significado de «ejemplares», en el título de las Novelas cervantinas. Deberíamos advertir que en los dos discursos de 1829, así como en las notas marginales de 1832-1833 se introducen algunas variaciones respecto del esquema presentado, que invitan a ratificarse en que la hermenéutica de Schleiermacher fue obra de una vida y, como ligada a la docencia, sometida a los vaivenes que la reiterada exposición oral de ideas conlleva. Según Ada Neschke (1990: 53-54) lo que hay aquí es un esbozo de sistema nuevo, que pretende constituir una nueva filología de carácter filosófico, toda vez que busca comprender el discurso como exteriorización de la vida espiritual del individuo (frente a la referencia a la lengua en general de 1819). Ya nos referimos a la escala entre comprensión mecánica, basada en la simple percepción; de las hermenéuticas especiales; y general o teórica, única comprensión digna de tal nombre y base de la nueva ciencia, cuyo campo de aplicación es «la génesis de la comprensión en la percepción de la expresión de los pensamientos de otro» (apud Neschke, 1990: 59). Los dos métodos, comparativo y adivinatorio, aparecen en torno a 1830 como no privativos de la interpretación técnica, sino comunes también a la gramatical. Así se afirma repetidas veces discutiendo a Wolf (1829: 170-171): habrá que comparar en 35   Concepto este central pues en relación con él estudia Schleiermacher —según Izuzquiza (1998: 140)— la formación de la conciencia por medio del lenguaje: «El yo es la actividad originaria, que acompaña a todas las demás y que precede a todas ellas», dice Schleiermacher. Por el lenguaje se reconoce al otro, el tú, lo que dará paso al nosotros, en el que la autoconciencia se pone a prueba. El lenguaje tiene así «el nivel de un presupuesto trascendental para la formación de la propia conciencia y de la propia subjetividad, que podrán constituirse en tanto se presuponga la presencia de una radical intersubjetividad» (Izuzquiza, 1998: 141).

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el aspecto gramatical para definir la novedad de un escritor respecto de sus contemporáneos, pero también que adivinar, cuando un autor genial haga uso por primera vez de un nuevo giro. En ambos casos, mientras se trate de usos lingüísticos de autores diversos, o de valorar la novedad de un uso determinado respecto de otros de la época, estaremos dentro de la interpretación gramatical, más aún si se recuerda que ésta y la técnica no son sino dos aspectos diferentes de una misma actividad. El ideal será que «todos los elementos comparativos sean, tanto del lado psicológico como del lado gramatical, reunidos de forma tan completa que no tengamos ya necesidad de tener en cuenta los resultados de nuestro procedimiento adivinatorio, y, a la inversa, que la exactitud realizada del procedimiento adivinatorio vuelva superfluo el comparativo» (1829: 171),36 lo que traslada la relación que ya conocemos entre técnica y gramatical. De hecho, se habla en el discurso que nos ocupa de «lado psicológico», y no técnico. En efecto, se introduce ahora una diferencia entre interpretación técnica y psicológica difícil de evaluar, que debe responder a una variación conceptual que se mantiene en las notas marginales de 1832-1833. Hay una aclaración, relativa, en una nota de 1833 (196): «La [interpretación psicológica concierne] más bien al nacimiento de los pensamientos a partir del elemento de la vida tomado en su conjunto; la [técnica consiste] más bien en relacionar con un pensamiento determinado o una voluntad de exponer a partir de la cual se desarrolla una serie […] [La] técnica consiste en comprender la meditación y la composición. [La] psicológica consiste en comprender las ideas súbitas […] Es tanto más fácil y fiable cuanto mayor es la analogía entre mi forma de combinar y la suya…». Parece, pues, que la técnica sitúa la obra respecto del conjunto de la producción del autor —la «serie»— y se centra, como nota Szondi (1974: 311) en la téchne, en el modo de composición; mientras que la psicológica apuntaría más bien a la relación obra-vida, ya que precisa: «Es preciso distinguir la cuestión de saber en qué circunstancias ha llegado el autor a su decisión [de escribir] de la de saber lo que significa para él» (1833: 198). Desde luego, las consideraciones anteriores justifican la cautela de Szondi (1974: 310; 1975: 130) respecto de la interpretación técnica y la imagen de Schleiermacher que nos han legado Dilthey37 y la tradición posterior, puesto que, como hemos visto, la subjetividad no se entiende aquí sino objetivada en forma de texto, cuyo carácter individual hay que captar y valorar en contraste con la literatura de su tiempo. Según Neschke (1990: 64), a la altura de 1829, dejados a un lado los aspectos estéticos, el centro al que Schleiermacher se orienta es sólo la comprensión del sentido, la reconstrucción del discurso como movimiento del pensamiento, los conceptos, lo que privilegia como objeto el texto filosófico. Siempre según Neschke, se trata de describir la concatenación del pensamiento ajeno; la reconstrucción del desarrollo intelec36   Hay que subrayarlo porque las exposiciones de Schleiermacher suelen silenciar este paso. Así en Szondi, y en Izuzquiza (1998: 226), frente a Flamarique (1999: 265) que ve correctamente la cuestión. 37   Según Flamarique (1999: 261), Dilthey «subordina plenamente lo expresado al dinamismo vital, lo cual no se compadece con lo expuesto en la dialéctica».

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tual de la nación o el individuo no serían más que medios para la comparación y adivinación al servicio de la comprensión propiamente dicha. Lo que tiene relación con la traducción y exégesis de Platón que Schleiermacher lleva a cabo, y que apunta a la «gran construcción histórica». La de Schleiermacher es, como hemos visto, una respuesta de conjunto al problema de la falta de una hermenéutica general. Los problemas que él discute pueden encontrarse sin excepción en la tradición filológica interpretativa anterior. Sin embargo, de una parte, la profundización y estructuración a que los somete culmina y a la vez supera la historia previa; de otra, la filosofía que enmarca su hermenéutica, una filosofía que se esfuerza en pensar el individuo, intensifica con una penetración no vista antes el problema de la posibilidad ontológica de la comprensión, que constituye el núcleo de la hermenéutica. El último desarrollo de la hermenéutica de Schleiermacher desborda el ámbito de la literaria; sin embargo, así lo pretende Szondi, por su atención al discurso y al género literario puede servir muy bien de base para ésta. Incluso, en la visión de Frank (1979), Schleiermacher ofrece una primera réplica al incesante deslizarse de signos característico de Derrida: es inevitable, pues ni el sujeto tiene su fundamento en sí ni hay verdad absoluta alguna, todo lo más se puede tender a ella mediante la intersubjetividad; la hermenéutica, sin embargo, justamente por eso, puede constituirse en contrapartida para lo individual de la dialéctica. Lo que nos lleva a otro punto. Se recordará que al comienzo de esta sección nos referíamos al problema histórico de la imagen de Schleiermacher —unilateralmente centrada en la técnica y adivinatoria— que nos han legado Dilthey y, en general, la línea de reflexión que acabaría en la actual hermenéutica filosófica. Y es verdad que peca de unilateralismo la presentación gadameriana que se ocupa sólo de la interpretación técnica, aunque hay que reconocer que es ésta le confiere la fisonomía más novedosa. Jean Quillien caracterizaba esta línea como ontológica, y frente a ella postulaba una historia alternativa, antropológica, lo que justifica por el «giro copernicano» que opera Kant: si el problema de la filosofía pasa a ser el de la validez del conocimiento, era natural que la comprensión apareciera en primer término. El inicio de esta línea antropológica se situaría en la obra de Wilhelm Von Humboldt, quizá el mayor filósofo del lenguaje romántico. Ayudará a perfilar el problema del camino a la hermenéutica literaria que nos refiramos, siquiera sea brevemente, al retrato que Quillien (1990) nos ofrece de Von Humboldt. Una hermenéutica antropológica Podría decirse que el fin tanto de Schleiermacher como de Von Humboldt, es el de reconstruir un mundo pasado. Pero mientras que el primero pretende comprender los textos para adquirir un saber, para el segundo se trata de una transposición: «No tanto de saber, por amor al saber, lo que fueron los griegos, sino de hacerse griego transponiéndose al tiempo presente, a fin de tener éxito, mutatis mutandis, en lo que han cum-

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plido a la perfección en su propio tiempo» (Quillien, 1990: 99). Pues en historia, comprender es familiarizarse con lo extraño hasta asimilárselo, lo que requiere especulación, investigación e imaginación creadora. El retrato que Von Humboldt nos ha dejado de los griegos en Ueber den Charakter der Griechen, die idealische und historische Ansicht desselben responde fielmente a ese principio. Se compone de una serie de rasgos, por el primero de los cuales «los griegos representan un ideal, porque se sitúan en la libertad que hemos perdido (aunque no la hayamos tenido, estamos llamados a ella). Son para nosotros como los dioses para ellos». Frente a ellos (segundo rasgo): «Lo moderno, en cambio, es lo real apenas tocado por la espiritualidad. El sentimiento de la Antigüedad es la piedra de toque de las naciones modernas: los Romanos sólo son clásicos en cuanto están junto a ellos». Los griegos «han llevado la vida a su nivel más alto, en esa sutil línea de demarcación por debajo de la cual el éxito es inferior, mientras que por encima es menor la posibilidad de éxito. Lo que les distingue está en la representación y ella se acuerda con el ideal en cuanto el concepto de ideal comporta que la idea se someta a la posibilidad de hacerse fenómeno». Más claro aún: «IX Por sus rasgos, el carácter de los griegos se ha convertido en el ideal de toda existencia humana»; todavía: «XIII Es imposible un tercer género de síntesis entre antiguo y moderno: la totalidad sólo podrá venir parcialmente y a veces». Con que lo que está en cuestión no es un mero acercamiento arqueológico o un saber desinteresado o especulativo, sino verdaderamente la piedra de toque del presente, en la convicción de que, aunque sea «parcialmente y a veces», la idea «podrá hacerse fenómeno» y encarnar así la síntesis superior entre clásico y romántico. La tarea general de Von Humboldt sería la de situar el problema del conocer en el marco más amplio del comprender. Sólo se puede comprender lo que es humano; lo humano sólo se puede captar mediante la comprensión (y conocer a los griegos implica profundizar nuestra comprensión de lo humano). Ahora bien, para responder a la pregunta de qué es el hombre y satisfacer el programa kantiano, hay que tener en cuenta que ‘el hombre’ no es más que una abstracción por ‘los individuos’, lo que exige el paso de la interpretación para elevarse desde los discursos individuales hasta ‘lo humano’. Por lo mismo, no basta con los conocimientos especializados que dan las diferentes disciplinas, y se precisa la cooperación entre la especulación y la investigación: «La verdadera comprensión, salida de la cooperación entre el tratamiento filosófico y la experiencia, será la síntesis de lo individual y lo universal, de la individualidad en lo que tiene de única y del espíritu humano en general» (Quillien, 1990: 103). Donde se entiende por individualidad tanto una persona como una época, Grecia, por ejemplo. La filología y la historia devienen, así, medios para la antropología filosófica. La pregunta ya definida es entonces: ¿cómo son posibles las ciencias humanas? La respuesta de Quillien (1990: 108)38 es clara: la aportación de Humboldt no con  El autor, deseoso de mostrar la primacía de Von Humboldt sobre Schleiermacher, se ha centrado en escritos de Von Humboldt anteriores a la época de los trabajos sobre el lenguaje, es decir, anteriores a 1820. Se trata sobre todo de los estudios sobre la Antigüedad de 1793, La tarea del historiador (1821), 38

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siste tanto en pretender constituir una antropología filosófica más, junto a otras que toman al ser humano como objeto, sino en constituir el discurso del hombre como sujeto, «que sabe que está en el fondo de todo lo que hay». A partir de ahí la hermenéutica de Von Humboldt se sintetiza en dos principios. Comprender es el movimiento por el que uno se dirige hacia otro. Disponemos de un interesante desarrollo en el opúsculo de 1793, Ueber das Studium des Alterthums, und des griechischen insbesondere. El estudio, afirma allí, produce (gran palabra romántica) la biografía —el crecimiento— de la nación en su relación con lo externo; ha de atender a las leyes de la necesidad de las transformaciones producidas desde dentro y a la posibilidad de las que motiva lo externo. Y este conocimiento es necesario a los hombres en su unidad, esto es, para su educación, porque tal trabajo no deja de tener repercusiones sobre el sujeto que comprende, el intérprete; se trata de un proceso formativo, de crecimiento interior, es una Bildung. Además del aspecto material, actúa el modo de adquirirlo, pues hay que hacerse uno con aquello que se comprende (14), dejarse vivificar (20). Y para comprender el carácter de una nación, hay que movilizar en sí todas las fuerzas: el más profundo estudio del hombre realiza la humanidad más elevada. Frente al distanciamiento propio de las ciencias naturales, no bastará con la razón, sino que habrá de ponerse en tensión, además, la imaginación creadora, porque sólo así es posible trasponerse al psiquismo ajeno. Que el intérprete deba siempre volverse en cierto manera semejante a lo que quiere interpretar, «es el principio fundamental de la hermenéutica de Humboldt» (Quillien, 1990: 109-111). En cuanto al segundo principio, que pudiéramos llamar simpatético, versa sobre la naturaleza del objeto que hay que comprender: «Toda comprensión de una cosa presupone como condición de su posibilidad que el que comprende posee un análogon con lo que será de hecho comprendido, un acuerdo originario previo entre el sujeto y el objeto» (Werke I, 596, apud Quillien, 1990: 112). Y también: «Cuando un foso infranqueable separa a dos seres, ninguna entente sabría echar un puente entre ellos y, para comprenderse, es preciso haberse ya comprendido en otro sentido» (ibidem)— lo que arroja luz, además, sobre el método comparativo de Schleiermacher. A ello añade Quillien una condición de la interpretación. El objeto individual que hay que comprender forma parte de un entramado de relaciones que, si se pueden separar a efectos de estudio, no son menos inextricables en la realidad; por otra parte, lo individual es, en último término, irreductible. De ahí que se pueda decir que la realidad jamás podrá ser comprendida íntegramente. Según Quillien en un escrito inacabado de 1797 Humboldt ha llegado a caracterizar el círculo hermenéutico: el estudio debe proceder de las observaciones particulares a la esencia del carácter —suponemos que individual—, y del concepto de éste de vuelta a aquéllas, a fin de alcanzar la mutua corrección entre lo particular y el concepDel espíritu de la humanidad (1797), así como los estudios sobre Herman y Dorotea de Goethe (1798).

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to. Dado que aquí no hay un absoluto que cerrase el círculo, el movimiento progresaría en espiral hasta llegar al salto de la adivinación del carácter que al principio sólo se había intuido. Este momento adivinatorio desemboca en un resultado que es la visión, forma superior de la comprensión, que requiere genio e imaginación creadora tanto como observación y entendimiento. Más claramente, y tal vez con ecos de la teoría de la visión de Goethe: «Concepto y estudio no pueden ser más que investigaciones preliminares, medios auxiliares, dar la medida y poner límites; la forma es siempre una unidad y una totalidad, siempre más y otra cosa. Allí interviene lo que es incomprensible, que el estudio no puede alcanzar, lo que no puede ser fabricado, sino solamente sentido y creado» (Werke II, 408, apud Quillien, 1990: 117). Humboldt descubriría más tarde que «el lenguaje es un a priori histórico de la comprensión» (Ferraris, 1988: 78). Su hermenéutica es más amplia que la de Schleiermacher, ya que Humboldt alarga la noción de texto a todo lo que es humano, a la historia, y al ser el primero en unir historia y hermenéutica abrió el espacio de las ciencias del espíritu. De hecho, no estará de más recordar que Emilio Betti no escasea en referencias a Humboldt, cuya concepción lingüística está en la base de la Teoria generale dell’interpretazione (1955); o que Gadamer se hace eco de él como primer pensador de la «lingüisticidad»: «Su verdadero significado para el problema de la hermenéutica se encuentra en otro lugar: en su descubrimiento de la acepción del lenguaje como acepción del mundo […] El lenguaje no es sólo una de las dotaciones de que está pertrechado el hombre tal como está en el mundo, sino que en él se basa y se representa el que los hombres simplemente tengan mundo» (Gadamer, 1960: 531). No hay primero mundo humano y después lenguaje, sino que es imposible pensar el lenguaje sin humanidad y la humanidad sin lenguaje; y es inseparable de éste la posición del ser humano en el mundo: «No sólo el mundo es mundo en cuanto que accede al lenguaje: el lenguaje sólo tiene su verdadera existencia en el hecho de que en él se representa el mundo» (ibidem). Lo que tampoco tiene un significado unilateralmente idealista, que afirmase una existencia previa o independiente del lenguaje. Lo que hay en Humboldt es una vigorosa afirmación del hablar como actividad, como enérgeia. Se notará que sus ideas recuerdan en algunos aspectos a las de Schleiermacher, con la diferencia de que él ha desarrollado cuestiones generales, de alcance antropológico más que puramente exegético, así como la filosofía específica del lenguaje. En una palabra, Von Humboldt ocupa un lugar no sabemos si previo o posterior a Schleiermacher, pero que ilumina desde otro ángulo el campo de fuerzas que proporciona un fundamento posible para la hermenéutica literaria. Una hermenéutica estética Pues bien, las contradicciones esbozadas constituyen el punto de partida del pensamiento romántico, en su primera manifestación, en el Romanticismo de Jena. La

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dificultad para tratar de ellos es evidente, y va desde el carácter fragmentario de sus obras, constitutivo y no debido, en este caso, a las insidias del tiempo, hasta lo esotérico de muchas de sus formulaciones. Pero nuestro objetivo es limitado, puesto que se reduce a intentar dar una idea del modo como puede afectar a la hermenéutica la noción de literatura que ellos edifican sobre el terreno despejado por la tercera crítica kantiana, y de cómo se relaciona esta hermenéutica, a su vez, con su idea de lo que deben ser la filología y la crítica literaria. En su Critica del juicio (1790) —Critik der Urtheils-Kraft: de la capacidad de discernimiento— Kant había definido el juicio de gusto, estético, como sin contenido cognitivo (como no sea del gusto de quien juzga), desinteresado, pero con una proyección universalizante. Había delimitado, en consecuencia, un espacio que es, en contraste con la racionalidad de la tecnociencia y la economía, el ámbito en el que puede darse de forma gratuita el encuentro entre subjetividades.39 La contrapartida para el gusto, lado del que juzga, es el genio, que no se somete a reglas, él las crea. Y frente a la belleza libre del arabesco, que sólo habla a la imaginación, la belleza adherente o dependiente, que se dirige a la imaginación y el entendimiento, proporciona un espacio a la poesía. Parece, pues, fuera de duda que Kant posibilita que hablemos de ‘literatura’ en sentido actual; aunque su Crítica del juicio se propone en realidad comprender la naturaleza pensada de forma finalista, y sólo con Hegel el arte ocupará por sí mismo el centro de la atención, sólo con Hegel habrá propiamente filosofía del arte: «En el arte se encuentra el hombre a sí mismo, encuentra el espíritu al espíritu» (Gadamer, 1960: 94). Así, el punto de partida romántico nace de la crisis instaurada por la filosofía de Kant, que prohibía todo discurso sobre lo Absoluto; en vez de intentar resolver el problema en el interior del discurso filosófico, los románticos cambian de terreno: «En lugar [del discurso filosófico], los románticos postulan el discurso literario, que identifican con el discurso poético. Así nace la poética romántica, en tanto que lugar de refugio del discurso ontológico, al que la filosofía (a través de Kant) se confiesa incapaz de dar albergue» (Schaeffer, 1983: 21; 1992: 87 y ss.). En palabras de Schaeffer, la poesía es, a la vez, esencia del arte y voz de lo Absoluto, ontología estético-poética desde la cual se critica el mundo contingente. Es preciso que nos acerquemos brevemente a la concepción romántica en sus propias palabras, porque así podremos situar mejor el lugar de crítica y hermenéutica. En los escritos de F. Schlegel, se enlazan constantemente poesía y filosofía. Así ocurre en los fragmentos de Athenäum (1798) o en el Diálogo sobre la poesía (1800). En este último, cuando Andrés cita como poeta a Platón y Lotario afirma que hubiera esperado además a Tácito, ello motiva la intervención de Amalia:

39   No deja de resultar interesante que, siendo la Crítica de 1790, la Revolución Francesa hubiera definido el año antes un modelo de ciudadano que se distingue del súbdito ante todo por la libertad, que presupone la capacidad de discernimiento. Por algo ha asociado Terry Eagleton (1990: 3) el dominio de la estética con la lucha de la clase media por la hegemonía política.

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Amalia. Entonces, ¿todo arte es poesía? Lotario. Todo arte y toda ciencia que se efectúan por el discurso, cuando se ejercen como arte por sí mismos y cuando alcanzan la perfección más elevada, aparecen como poesía. Ludovico. Y todo arte que no tiene su esencia en las palabras del lenguaje tiene un espíritu invisible, y éste es la poesía (Diálogo sobre la poesía: 113).40

Es decir, hay que guardarse de confundir poesía y Poesía, digámoslo así. Del mismo modo, al postular una nueva mitología, afirma Ludovico que habrá de ser «el infinito poema mismo que guarda los gérmenes de todos los demás poemas» (118). O Lotario, sobre la obra: «Debe ser una nueva revelación de la naturaleza. Sólo en la medida que es uno y todo, una obra será una obra. Sólo por esto se distingue del estudio» (129). La Poesía es el uno y todo, el hén kai pán caro a los románticos, y no es extraño que se pida del poeta que no se limite a legar su obra: «Ha de esforzarse por ampliar eternamente su poesía […] esforzándose por incorporar de la manera más precisa su parte a la gran totalidad; pues la mortal generalización produce justamente el efecto contrario» (97). Imaginamos que ‘generalizar’ es actividad por abstracta muy distinta de la ‘mágica’ o ‘mística’, términos a que son proclives tanto F. Schlegel como su amigo Novalis y que se justifican en tanto el poeta convierte el espíritu en palabras. Sólo una concepción como la que se apunta en el Diálogo sobre la poesía puede justificar definiciones como la del famoso fragmento 116 de Athenäum, o explicar que se diga que la idea de la poesía es la prosa, o que se vea en la Novela, que, de nuevo, es algo distinto de las novelas, el ideal de la poesía romántica. Bien se puede afirmar que Platón, pasión de F. Schlegel, que llegó a proyectar una traducción conjunta con su amigo Schleiermacher, está al fondo de su pensamiento. Ya dijimos que poesía y filosofía muestran un enlace inextricable: «La filosofía llega, en unos pocos escritos audaces, a comprenderse a sí misma y al espíritu humano, en cuya profundidad descubre la fuente original de la fantasía y el ideal de la belleza, y así reconoce claramente la poesía cuya esencia y existencia ella hasta entonces ni siquiera había presentido» (112). Naturalmente, semejante idea hace pensar de forma inmediata en la conocida definición de Walter Benjamin (1920/1974: 97): «El arte es una determinación del medium de la reflexión», que se justifica entre otras cosas por apelación a aquellas palabras del fragmento 116, ya aludido, según las cuales la poesía romántica potencia la reflexión y la multiplica «como en una infinita serie de espejos». No es de extrañar su fascinación por el Quijote. En fin, parece que, según el credo de los románticos —metafísico, puntualiza Benjamin— todo lo real vive y piensa, y en la medida en que es capaz de reflexión, de conciencia de sí, se encuentra con la poesía, que es tendencialmente la esencia del arte. Y «el   Aunque hay una traducción anterior al español, de Hans Juretchske, para Fundación Universitaria Española, aquí remitiremos a la paginación de la preparada por Diego Sánchez Meca en la antología Poesía y Filosofía, Madrid, Alianza Universidad, 1994. 40

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conocimiento en el medium de reflexión del arte es la tarea de la crítica», que, añade, puesto que es conocimiento de la obra de arte, «constituye su autoconocimiento; en la medida en que la juzga, su autoevaluación» (Benjamin, 1920/1974: 100-101). Con la definición de Benjamin en mente, volvamos al Diálogo. Se divide en cuatro partes: «Épocas del arte poético», «Discurso sobre la mitología», «Carta sobre la novela», «Ensayo sobre el diferente estilo de las obras de juventud y de madurez de Goethe». Parece como si con esas cuatro partes, Schlegel quisiera darnos el esbozo de la crítica, tal como él la concibe. Según Ravera (1986: 88), hay una conexión entre la crítica entendida en sentido kantiano como autorreflexión de la filosofía, que ha de examinarse a sí misma para juzgar de su propia validez, y el intento de F. Schlegel, aunque fragmentario, de fundar una filología igualmente reflexiva. Su programa podría venir sugerido por esas palabras en las que Andrés, al referirse a la Alemania del momento, anima a que filosofía y poesía se reaviven y se formen «en un constante intercambio»; a que traducción de poetas e imitación de sus ritmos se conviertan en un arte; la crítica en ciencia que destruya errores y facilite el conocimiento de la Antigüedad, «en cuyo trasfondo se hace visible una completa historia de la poesía» (112). Tenemos, pues, filosofía y filología, de un lado, crítica e historia, para completar el programa; mirada al pasado, en busca del ideal originario —la antinomia entre clásico y moderno o romántico es constitutiva—, pero también proyección utópica: mitología y novela, pues los románticos, que se mueven en un presente fragmentario, añoran tanto como auguran la totalidad. Posición paralela a la planteada en los fragmentos: «La filología no puede venir aplicada a la filología. Primera paradoja. Segunda: el filólogo debe ser filósofo. Tercera paradoja: La filología es necesaria (Deducción de la filología) (XVI, 11).41 Tal parece que la reflexión propia de la filología la vuelva filosófica (tampoco ésta sabría vivir sin la primera), de donde la necesidad dialéctica de la filología. A lo que se añade que: «El sentido clásico es una parte del espíritu histórico. La js [filosofía] de la ϕl [filología] no es otra cosa que la js de la historia» (XVI, 25). Donde no hay que entender por el concepto de ‘clásico’ las obras de la Antigüedad, sino que se determina por la reflexión filosófica; de ahí que pueda añadir que: «Todos los escritos clásicos nunca son comprendidos, por ello deben ser eternamente interpretados y criticados» (XVI, 671). De modo que clásica sería, suponemos, cualquier obra que realice el «uno y todo». Otros fragmentos exponen la conexión entre hermenéutica y crítica en relación con la historia: Hermenéutica y crítica son, por naturaleza, absolutamente inseparables, aunque, en la práctica, en la exposición puedan venir separadas y la tendencia de toda escuela filológica es preponderar de un lado (XVI, 178).

41   Tomo los fragmentos de Ravera (1986: 87-92); el número en romanos remite al volumen de la edición de Schlegel, y el número en arábigos es el del fragmento.

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En cuanto arte, la ϕl no tiene componentes específicos distintos. La división en crítica y hermenéutica deriva del fin histórico. Los documentos deben ser enmendados y explicados. Antinomia. Deben primero ser enmendados y después explicados y al revés. Hacer ambas cosas al mismo tiempo es asunto del GENIO ϕl XVI, 39). Crítica y hermenéutica presuponen ya un alcance histórico que tanto menos, así pues, es posible desconocer (XVI, 49).

De hecho, es sabido que la edición de textos progresó hasta constituirse en dominio autónomo. La filología que concibe F. Schlegel es muy distinta, puesto que se agota en la dialéctica entre ambas disciplinas, crítica y hermenéutica —que anticipa a Szondi; precisamente resolver la antinomia que surge entre ambas tareas cuando se ponen en práctica es «asunto del genio» (pues también lo hay filológico, y como tal genio, señor de las reglas y no siervo de ellas). Probablemente podemos ver en ello una manifestación de esa circularidad —el «método cíclico»— que Schlegel definía como la forma fundamental del trabajo filológico (Walther, 1990: 197). Si avanzamos un poco más, vemos que, cuando se trata de definir la crítica en un sentido más amplio, que supere la edición de textos, viene a confundirse con la hermenéutica: La crítica no es otra cosa en realidad que la confrontación del espíritu y de la letra de una obra, que viene considerada como un infinito, un absoluto y un individuo. Criticar significa comprender a un autor mejor de cuanto él se hubiese comprendido a sí mismo (XVI, 992) La palabra es finita y quiere devenir infinita; el espíritu es infinito y quiere devenir finito (XVIII, 1397). Todo libro debe ser en un cierto grado la Biblia (XVIII, 393). Deben poderse dar infinitamente muchas Biblias (XVIII, 516). La letra es espíritu fijado. Leer significa liberar el espíritu encadenado, así pues, una acción mágica (XVIII, 1229).

La crítica no es juicio, sino comprensión, y presupone una concepción de la obra como totalidad orgánica dotada de vida propia. El conocido canon del comprender al autor mejor que él mismo adopta aquí un sesgo diferente al de Schleiermacher (Ravera, 1986: 88). Más que de unirse mediante la interpretación técnica o psicológica, adivinatoria, con el autor, se trata de revivir y liberar el espíritu infinito, que, en tanto que infinito, excede al autor, y que éste hubo de fijar en letras. De ahí la magia.42 Pero por eso mismo todo libro debe ser una Biblia, porque en todo libro debe darse el espíritu infinito. Parece, incluso, que Schlegel concibió el proyecto de escribir una nueva Biblia entre 1798 y 1799, a medias con su amigo Novalis (Walther, 1990:   Cfr. Novalis: «La magia es el arte de usar libremente del mundo sensible», «el poeta es un mago y el profeta es al mago lo que el hombre de gusto al poeta» (Poesía y filosofía, 1994: 147). Es magia transformar lo sensible en espiritual, que es el trabajo del poeta; el crítico anuncia su palabra. 42

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210). La consecuencia de esta concepción es la conocida doctrina de que la crítica es imprescindible para la vida de la obra, que Bori (1987) hace remontar a Gregorio Magno y la patrística (cfr. II.2.b.). En primer lugar, como se desprende del primer fragmento, aquí crítica no es juicio (de otra manera no se explicaría la exigencia de que la crítica de la lírica sea ella misma lírica): «La crítica de la obra es más bien su reflexión, que obviamente no puede sino proceder a desarrollar el germen crítico que le es inmanente a la obra misma» (Benjamin, 1920/1974: 117). La obra para existir ha de limitarse en una forma —el espíritu fijarse en la letra—; la crítica vendrá a desarrollar la tendencia de la obra. Recordemos también la frase de Novalis: «Toda obra de arte lleva un ideal a priori en su seno, una necesidad de existir» (apud Benjamin, 1920/1974: 115). Comprender y explicar ese ideal es la tarea de la crítica, indiscernible por lo mismo de la hermenéutica. Y las obras viven y crece su sentido en la medida en que dan pie a la crítica, crítica que cuando consigue relacionar la obra finita con la infinitud del arte, hace lo que se llama ‘romantizar’. Así se explican los principios de esta crítica, tal como los define Benjamin (1920/1974: 118-119): a) la evaluación de la obra debe venir implicada en su crítica romántica, es decir, en la reflexión que suscita; b) la crítica no depende de escala de valores alguna: si la obra es criticable, es decir, el mero hecho de que se pueda hablar de ella, garantiza que estamos ante arte, en caso contrario no lo es; c) lo malo no debe ser criticado, sino «aniquilado» mediante el silencio. Pero es posible penetrar todavía un poco más en el proceder crítico de F. Schlegel para precisar nuestra imagen. La expresión de la crítica es lo que llama «característica», y criticar es caracterizar. Él mismo la ha definido en Sobre la naturaleza de la crítica, incluida en Pensamientos y opiniones de Lessing: No hay nada más difícil que reconstruir el pensamiento de otro hasta en las peculiaridades más finas de su interior, poder percibirlo y caracterizarlo […] Se puede decir que se comprende una obra, un espíritu, sólo cuando se puede reconstruir la andadura, la articulación. Este entender profundo se llama caracterizar, constituye la verdadera competencia y la naturaleza íntima de la crítica. Se pueden reunir los resultados fundados de una materia histórica en un concepto, o más bien definir un concepto no sólo con distinciones, sino en su devenir desde sus primeros orígenes hasta su cumplimiento último, dando con el concepto, al mismo tiempo, su historia íntima; hacer ambas cosas es una caracterización, el más alto deber de la crítica y el más íntimo matrimonio de la historia y de la filosofía (apud Ravera, 1986: 92).

De nuevo aparece aquí la crítica como «un anillo de conjunción de la historia y la filosofía». Se habrá comprendido la obra cuando se pueda reconstruir su estructuración: se trata de un análisis intratextual; pero hay que notar que el ideal de la interpretación no es ni unilateralmente conceptual ni histórico, sino que debe conjugar ambos aspectos. En la práctica, la última de las cuatro partes del Diálogo sobre la poesía es, como ya hemos dicho, una «característica», y en efecto, lo que pretende

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es «profundizar la historia de su espíritu [el de Goethe] cuanto le sea posible» (140). Así que recorre en orden cronológico la obra de Goethe agrupando los títulos en función de lo que encuentra de más significativo. Fácil es al lector apreciar una teleología que desemboca en el Wilhelm Meister, que, al armonizar lo clásico y lo romántico, abre una perspectiva de futuro, la tarea de una nueva poesía. De esa manera hay concepto, pero que se desprende de la íntima evolución histórica del conjunto de la obra. De nuevo define su procedimiento en el Ueber Goethes Meister donde del «Es hermoso y necesario entregarse del todo a la impresión de un poema» se pasa al «pero no menos necesario es el poder abstraerse de todo detalle, comprehender en suspensión lo general […] y sostener el conjunto», y finalmente al «hemos de alzarnos sobre nuestro propio amor y saber destruir en pensamientos aquello que veneramos»; que culmina en que «el impulso innato de la obra totalmente organizada y organizadora, de formarse hacia un conjunto, se expresa tanto en las masas más grandes como en las más pequeñas» (Fragmentos…, 1987: 124). Aquí se puede ver bastante bien cómo se pasa de la impresión al pensamiento, y cómo el análisis a que éste procede es intratextual, pero no inmanente, si por tal se entiende el que nos ha enseñado a practicar la narratología. Vemos reaparecer el principio hermenéutico de las partes y el todo, pero de una forma dinámica, a partir de lo que se concibe como «impulso innato de la obra», que constituye su concepto; así se explican las otras tres características del análisis romántico aisladas por Schaeffer (1992: 145-147): teleología interna, unidad orgánica que se mantiene a través de las diferentes partes, autonomía como si se tratase de un ser vivo. Y es que la caracterización apunta a examinar hasta qué punto la obra realiza la íntima tendencia que se aprecia en ella, y, por ello mismo, hasta qué punto alcanza a ser uno y todo. Como consecuencia, el juicio estético —por el mero hecho de acercarnos a una obra ya la juzgamos como arte— «no puede tener otra pretensión que la de invitar a cada uno a concebir con mayor claridad y a determinar con igual rigor su propia impresión, y, por tanto, a darse el trabajo de reflexionar si él puede compartir aquella impresión que ha sido expresada» (Diálogo sobre la poesía: 148). Naturalmente, a primera vista la ciencia sería así imposible, puesto que se agotaría en tantas impresiones como obras se caracterizasen. «Sin embargo, queda como muy posible un saber del arte», dice Lotario (ibidem) «si aquella visión histórica estuviera más completamente precisada, y se lograsen establecer los principios de la poesía por la vía que nuestro filosófico amigo ha ensayado». Es decir, que si no interpreto mal, se trata de una proyección del principio que ya conocemos: concepto e historia, historia del espíritu, cualquier fórmula que enlace el espíritu filosófico y la visión histórica. Ravera (1986: 88) ha llamado la atención sobre la diferencia entre F. Schlegel y Schleiermacher a propósito de la orientación de este último hacia la reconstrucción del horizonte inicial común a autor y primeros lectores, o hacia la interpretación técnica o psicológica. F. Schlegel, supuesto el carácter infinito del espíritu fijado en la letra y el arranque de su crítica partir de la tendencia de la obra, se libera de cual-

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quier dependencia respecto de la intención autorial, lo cual lo convertiría en precursor del criterio actual predominante en esta materia. Pero la lección de F. Schlegel, la síntesis de espíritu filosófico y atención histórica, es dudoso que sea hoy mayoritariamente escuchada. De hecho, cuando Schaeffer (1983: 81-93) quiere demostrar la pervivencia de la teoría de la novela romántica, apela a Lukács y Bajtin, de los que, al menos el primero no está precisamente de rigurosa actualidad, y, en cuanto al segundo, se tiende a asimilarlo al máximo a la narratología, de la que no puede estar más distante. O se le reduce a un menudear de «polifonías» y «dialogismos» que prescinde por completo de las implicaciones de esos términos en el autor ruso. Sí que encontramos en Schlegel, en cambio, concepciones hoy generalizadas, tal la de lo clásico como riqueza inagotable, o la de un estatuto peculiar para las obras literarias que atiende de preferencia a las «obras maestras», o el deslizamiento del lenguaje crítico a las implicaciones ontológicas. Realmente, como dijimos, si bien es verdad que a partir de la dialéctica entre Kant y F. Schlegel y el Círculo de Jena, podemos hablar en sentido actual de literatura, no está tan claro que nuestra época de prefijos negativos —post, des— mantenga el espíritu juvenil y el entusiasmo de éstos. 3.  Los modos de la interpretación Schleiermacher ha quedado mayoritariamente consagrado como fundador de una hermenéutica general, en el sentido contemporáneo. Sin embargo, su reflexión está pensada sobre la práctica exegética del Nuevo Testamento, de Platón, de lo que ya podemos llamar con propiedad literatura. Al ocuparnos de Schleiermacher nos hemos encontrado una antinomia central, la que se da entre interpretación gramatical y técnica, la cual se distinguía en algunos textos tardíos de la psicológica. Y no se trata de nada comparable a la doctrina patrística del cuádruple sentido; lo que reviste varios aspectos es la interpretación: el mismo sentido puede verse, a la vez, como manifestación del hablar que se apoya en la repetición de estructuras y léxico, y como expresión individual que aporta algo nuevo a ese dinamismo lingüístico. Pero, para determinar la novedad, para levantar acta de lo que hay de discurso repetido en cada texto, advertía el propio Schleiermacher que hay que tener en cuenta la tradición del género literario, que sólo vive como historia. En otras palabras, en Schleiermacher hay una conciencia aguda de la complejidad de lo que hay que comprender, que parece imponer el acercamiento múltiple. Aunque no hay nada aquí de ese «pluralismo de métodos, que sacrifica con una complacencia inaudita toda dialéctica a las leyes del libre mercado (académico)» (Frank, 1979: 16); no es la idea de que, como la obra literaria es compleja, cualquier método tiene algo válido que decir. Schleiermacher había discutido a Ast en el II Discurso de 1829 (185) por distinguir comprensión histórica, gramatical, y espiritual, desdoblada en dos por relación al espíritu individual del escritor y al de la Antigüedad, con lo que resulta ser cuádruple, lo que recordaba peligrosamente la doctrina medieval y católica del sentido.

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Dado que la gramatical y la espiritual penetran en la histórica, se podría pensar —dice— que Ast pretende sólo diferenciar un nivel superior, el espiritual, y uno inferior, el histórico-gramatical, de acuerdo con la fórmula de la parte y el todo. Pero luego diferencia tres hermenéuticas, de la letra, del sentido, y del espíritu, lo que a su vez descansa en que, para Ast, la interpretación es algo diferente de la comprensión, cuando la verdad es que la interpretación es simplemente la exposición del modo como uno ha llegado a comprender. Parece claro que la crítica va en el sentido del mecanicismo de Ast, que atentaba contra la dialéctica del círculo hermenéutico al pretender derivar la comprensión de cada obra del «espíritu de la Antigüedad», estático y no construido a partir de cada obra,43 como si fuera algo a priori y cada obra una individualización de ese espíritu. Pero también critica Schleiermacher la equiparación entre tipos de interpretación y tipos de sentido, como si diferentes clases de discurso interpretativo se apoyasen en diferencias del sentido, y no se redujeran a modos diversos de comprenderlo. La complejidad del objeto de la comprensión se proyecta, pues, en forma de complejidad de los modos de interpretación, lo que se diversifica en las dos disciplinas, filología e historia, que se consolidan desde la enciclopedia romántica a las ciencias del espíritu marcadas por el positivismo. Alcanza así cumplimiento y plenitud aquella forma de ‘lectura crítica’ que apuntaba con el Humanismo (cfr. II.4.e). El siglo XIX conoce no pocos nombres relevantes a este respecto, y entre ellos los de filólogos como Boeckh (1785-1867), o el historiador Droysen (1808-1884), para todos los cuales la hermenéutica se convierte, de una forma u otra, en el órganon de la ciencia. Precisamente la valoración romántica del individuo impulsaba contra la filosofía de la historia apriorística, la de Hegel, y más bien había de empujar en el sentido de que los textos, como la historia, han de entenderse desde sí mismos: «En consecuencia el fundamento de la historiografía es la hermenéutica» (Gadamer, 1960: 255). Filología… Augustus Boeckh fue discípulo directo de Wolf en filología y de Schleiermacher en filosofía. De él afirma Pfeiffer (1976 II: 299) que «su actitud mental era verdaderamente filosófica y eso le distinguía de los otros filólogos clásicos». Sin duda, aparte de que cita a Schelling en varias ocasiones, y ya se sabe que Schelling representa la voluntad de sistema, polemizó con otro gran filólogo contemporáneo, Hermann, que seguía aferrado al esquema de estudiar las lenguas —clásicas, se entiende— ante 43   Hay otra crítica, la de que el espíritu de la Antigüedad no estará sólo en los textos, sino además en otras obras, como las de las artes plásticas, lo que parece «sobrepasar los límites determinados de la hermenéutica, [nota manuscrita] que no puede tratar más que lo producido en el lenguaje» (1829: 184). Es claro que tal crítica no se mantendría hoy, cuando se usa y abusa de términos como texto o discurso aplicados a cualquier acción humana.

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todo y luego aspecto por aspecto de la Antigüedad. Frente a él, Boeckh compaginaba el idealismo filosófico romántico con el sentido histórico, y desde luego es el primero que definió de forma sistemática una filología, hasta entonces práctica no sin reflexión metódica pero sin teoría propiamente dicha, en relación con la filosofía y con la hermenéutica en su centro. La «Introducción» (I §1.) a la Enciclopedia parte de la necesidad de un concepto que abarque lo común a todas sus partes, de modo que en cada una se refleje el concepto: «La ciencia, en general, es una e indivisa, y en oposición al arte —que junto con la ciencia constituye el aspecto ideal de la vida y de la actividad humana— es el conocimiento conceptual del universo» (43). La filosofía equivale a ciencia de las ideas en su totalidad, subdividida en física y ética, las cuales abarca igualmente la filología aunque sin identificarse con ninguna; es, pues, inevitable el encuentro entre ambas, que se determina así: Si se considera la esencia de la actividad filológica misma, quitando todas las barreras puestas arbitraria y empíricamente, y si se da la más alta generalidad a las consideraciones, entonces la filología, lo que es lo mismo, la historia, es conocimiento de lo conocido. […] la filosofía conoce primitivamente, gignóskei, la filología reconoce, anagignóskei, palabra que con razón ha mantenido en griego el sentido de leer, ya que es la lectura una actividad eminentemente filológica, el impulso a la lectura la primera expresión del impulso filológico. Este reconocer es […] el aprender en contraposición al descubrir y lo que se aprende es el lógos, el conocimiento dado; por lo tanto filólogos y filósofos no se contraponen en lo que concierne a la materia, sino en lo que concierne al modo de ver y de comprender (§2: 50-52).

Ni la filosofía puede llegar al lógos haciendo abstracción del conocimiento filológico de los textos anteriores en que aquél se manifiesta, ni la filología, si aspira a ser algo más que una suma de procedimientos, puede pasarse sin conceptos. Como Horstmann (1990: 342) nota, en este método que rechaza tanto la especulación pura como el empirismo que no esté mediado por ideas, se puede ver la huella de la meditación platónica (que ya había inspirado a Schleiermacher), pero también los problemas prácticos planteados por la exégesis de Píndaro. La reflexión sobre el método aspira a salvar de la indeterminación lo que de otro modo sería una práctica ciega. Pues si para un problema del texto varios intérpretes encuentran soluciones distintas que parecen válidas, «no siempre será posible reconocer quién ha descubierto la verdad a partir del contenido mismo del descubrimiento, porque una y otra soluciones son, de manera general, posibles. La convicción que se puede compartir reposa entonces sobre todo en la seguridad del método». Conclusión ésta muy anti-Gadamer, que corrobora la observación de Todorov (1979) de que la filología no pretende someter el sentido a un a priori dogmático, pero, a cambio, somete al método a una serie de constricciones que garanticen el sentido verdadero, y único verdadero, lo que implica la falsedad de los otros.

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Pero volvamos a Boeckh. La definición de filología resulta: §2 «Construcción histórica de todo el saber y de sus partes y conocimiento de las ideas impresas en el saber mismo» (48). Su objeto es, pues, todo lo que pueda ser comprendido, toda la producción del espíritu —que va más allá de la escritura, con tal que haya dejado algún resto— que se hace así sinónima de historia del espíritu, la «ciencia englobante del espíritu» (más adelante dirá, en términos leibnizianos, que la filología se ocupa de lo que es de hecho, quod est facti, frente a la filosofía: quod est ratione sive iuris, §5: 58-59). Con la única diferencia de que las ideas del arte no se expresan en conceptos, claro está, sino en forma sensible. Así que no es Boeckh precisamente quien ha reducido el ámbito de la hermenéutica, antes, al contrario, lo amplía más allá de las obras estrictamente lingüísticas lo que, como vimos, rechazaba Schleiermacher44 (Horstmann, 1990: 335). Su finalidad se identifica con los humaniora, en otras palabras, con la educación: hacer del hombre verdaderamente un hombre, a diferencia de las bestias, que se mueven por interés. Al ocuparse de lo que se ha producido de más noble en milenios, permite penetrar en la esencia de lo divino y lo humano (§6: 59). Pero no se queda ahí sino que «en cuanto ciencia debe reconducir el todo a la unidad; que ciencia es revelación del ser, no sólo en sus objetivaciones aisladas, sino en su unidad, en las conexiones sistemáticas de cada elemento singular» (60). Formulación abstracta que se aclara en cuanto se recuerda que la filología de la Antigüedad «tiene como objeto de conocimiento la total fenomenología histórica de la Antigüedad» (95), lo que supone que el arte, la familia, etc. expresan ideas, esencia interior, las ideas prácticas del pueblo. Con un corolario, y es que la filología es beneficiosa para el patriotismo europeo, mientras que, respecto del cristianismo, no debe haber conflicto, pues siendo ésta religión positiva, está en un plano distinto al de la filología (63). Es natural que una concepción como ésta adopte forma de enciclopedia, que define Boeckh como representación abarcante de una ciencia en contraste con sus partes especializadas (§7: 71). Si se pretende científica ella misma deberá ser sistemática: «Hacer emerger la conciencia de la organicidad científica de la filología es el fin principal de nuestra elaboración». Aunque también reconoce que, si bien tiende a ser ciencia, es hoy un arte porque la reconstrucción histórica de la Antigüedad tiene algo de artístico (§6). Ahora bien, toda ciencia y arte se sirven de un método, cuya circularidad se reconoce expresamente: «El único método justo es el cíclico» (§9: 84). Más en particular, la metodología constituye la parte formal de la enciclopedia romántica, que se despliega en dos aspectos: hermenéutica y crítica, dado que ambas estructuran la totalidad material de los conocimientos de la enciclopedia filológica. La hermenéutica pretende interpretar correctamente el discurso ajeno, luego presupone el juicio sobre su autenticidad que da la crítica, que, por su parte, sólo puede 44   Aunque, si se trata de alcanzar el espíritu como producción, la universalidad en teoría produce la consecuencia práctica de que sólo se pueda conocer realmente el mundo antiguo, pues el contemporáneo está in fieri y constituye una especie de «objeto en movimiento» ante el cual no podría el intérprete situarse en actitud reconstructiva (Ravera, 1986: 142).

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juzgar mediante la interpretación de los testimonios de que dispone. Comprensión absoluta y relativa se relacionan en una espiral que caracteriza el modo de conocimiento peculiar de la filología, en el que Horstmann (1990: 332) ve una forma del método hipotético deductivo basada en una inducción imperfecta. Es así la comprensión, en la medida en que abarca también el juicio, la que constituye el órganon de la filología, que respeta las exigencias científicas del idealismo en tanto que no se propone simplemente reconstruir, sino que contiene también un momento productivo, de construcción crítica. Ésta no se limita a enmendar textos sino que abarca también la valoración en relación con la idea del género de que se trate. El programa de Boeckh responde fielmente a su concepción: VI §13 (93-102) Esquema de nuestro sistema: —Parte formal: —Comprender absoluto, en sí: hermenéutica —Comprender relativo, en relación: crítica —Parte material: —Doctrina general de la Antigüedad (característica de las dos naciones) —Doctrina particular de la Antigüedad: —Subsecciones: vida pública —vida familiar o privada —el arte y la religión exterior —la ciencia y la doctrina de la religión

Probablemente se pueda relacionar la voluntad de rigor metódico de Boeckh con el tratamiento que ofrece de los modos de la interpretación. Pretende Boekh «derivar» del concepto de filosofía una distinción sistemática sin dejar resto, que es por lo que encuentra primero una parte formal («puesto que la forma de la filología es la exposición del acto que le es peculiar»), de la que forma parte la hermenéutica. Ésta se define, recordando la falsa etimología que la vincula con el nombre de Hermes, por que «traduce lo infinito en finito»; menos abstracto: «Por medio de éstas [lengua y escritura] en efecto los pensamientos de los hombres logran una estructura, lo divino y lo infinito que en ellos hay asume una forma finita, lo interno se hace comprensible desde lo exterior. En esto consiste la esencia de la hermeneía: ella es lo que los Romanos llamaron elocutio, ‘expresión del pensamiento’, así pues, no ‘comprensión’ sino facultad de ‘hacer comprender’» (§16: 120). Hermenéutica es sinónimo de ‘exégesis’, si es que comprensión e interpretación se identifican: «Pero en la hermenéutica no interesa tanto la interpretación cuanto la comprensión en sí, la cual sólo se hace explícita mediante la interpretación. Este comprender es la reconstrucción de la hermeneía, si es entendida como elocución» (ibidem). Viene luego, de acuerdo con Schleiermacher, el rechazo de la distinción de dos hermenéuticas diferentes, sacra y profana, y la admisión, en cambio, de la posibilidad de aplicar la hermenéutica general a objetos particulares. Y por fin, su interesan-

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te modo de acercarse al contraste de su maestro entre interpretación gramatical y técnica: La hermenéutica es: I )  Comprender a partir de las condiciones objetivas de la comunicación: a)  a partir del sentido literal en sí —interpretación gramatical. b) a partir del sentido literal en relación con las relaciones reales —interpretación histórica. II)  Comprender a partir de las condiciones subjetivas de la comunicación: a)  a partir del sujeto en sí —interpretación individual. b) a partir del sujeto en relación con las relaciones subjetivas intrínsecas a la finalidad y la dirección —interpretación genérica (§17, p. 123).

No es difícil reconocer en «I» la interpretación gramatical de Schleiermacher, puesto que las condiciones objetivas de la comunicación consisten en el medio lingüístico (§21), pero como para comprender cualquier mensaje hay que situarlo en ciertas relaciones, se despliega en «gramatical» propiamente dicha, e «histórica», ya que es inseparable de las ideas corrientes en su tiempo (§22). Es decir, que, de hecho, tenemos aquí el análisis del primer canon de Schleiermacher, aquél que prescribía interpretar a partir del dominio lingüístico común al autor y los primeros destinatarios de su obra. La interpretación gramatical debe preceder,45 y la histórica intervenir dondequiera que la gramatical no baste para establecer el significado objetivo de las palabras. Ambas requieren un aparato doctrinal: para la primera los lugares paralelos que permiten definir el uso lingüístico general y particular, para la segunda serán necesarias noticias históricas (§23: 161). Pero las palabras son además espejo del carácter individual del hablante (§24: 165). Y de nuevo la circularidad: sólo podemos seleccionar lo individual a partir de lo que nos parece individual. Boeckh evitar hablar de psicología porque considera el estilo individual un modo de ver las cosas hecho sensible intuitivamente en relación con el estilo nacional, genérico… Entre la unidad de la obra y el uso lingüístico individual existe la idea, la forma estilística del escritor. La lengua expresa sólo ideas bajo la forma de intuiciones, pero cuanto más personal es un autor, menos lo dice y más lo muestra en la composición, etc (173). Así que no menos clara es en «II» la interpretación técnica de Schleiermacher, que comprende teniendo en cuenta al sujeto individual. Ahora bien éste puede compartir su finalidad y orientación con otros sujetos, y como «la finalidad es la más alta unidad ideal del mensaje, que —puesta como norma— es una regla artística y en cuanto tal aparece siempre impresa en una 45   En el §20 Boeckh se ha acordado de la alegoría y sus variedades tropológica y anagógica, frente al sentido literal. Aporta la definición retórica (128), y un criterio ya clásico: recurrir a la alegoría cuando el significado literal no baste. Pero con un control: debe ser coherente con el conjunto de la obra y con la interpretación histórica, individual (si es querida o no por el autor) y genérica. Aunque es difícil mantenerse en los límites, reconoce Boeckh.

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forma particular, en un género» (ibidem), la interpretación técnica se despliega en individual y genérica (se entiende que se trata de géneros literarios).46 Los términos de su maestro le parecen demasiado estrechos (§25: 182) porque el fin que persigue el hablante es siempre un pensamiento y tiene el carácter de la generalidad, de ahí que prefiera decir ‘genérica’. Y dado este paso, a partir del individuo, la nación, y el género, como individual y genérico sólo se dan a la vez, se construye la historia entera de la literatura, resultado de la interpretación por géneros de todas las obras (184). En un nuevo avance hacia lo general filosófico el análisis acerca del género puede llamarse ‘estético’: «El carácter del género de toda obra contiene lo Bello individualizado y la interpretación por géneros es por tanto de naturaleza estética, buscando lo Bello en todas las partes de las obras de la lengua» (197). La historia literaria en cuanto fuente de una estética histórica que considera las formas en su desarrollo: al fondo, Bajtin.47 Considerado el cuadro en su totalidad, Todorov (1979: 168) dijo bien que se trata de una matriz de dos oposiciones: objetivo/ subjetivo, y aislado/ en contexto. Como hemos advertido, las dos están en Schleiermacher y Boeckh advierte además que se interpenetran de forma constante: «Así los diversos tipos de interpretación presuponen conocimientos positivos y estos sólo pueden adquirirse a través de la interpretación de todas las fuentes materiales» (§18). De modo que se puede concluir 46   El análisis de Boeckh es aún más explícito en Steinthal (1823-1899), aunque se recargue con una complicación casi barroca y con un sesgo psicológico. Para éste, la filología empieza cuando «devolvemos su lógos a los testimonios mudos de la vida desaparecida de un pueblo». A la interpretación, la primera función filológica, añade la crítica y la «construcción [que] mira a la totalidad de las obras o a un complejo de obras homogéneas como un cierto grupo cerrado en sí mismo». Así que las funciones filológicas son tres: interpretación, crítica y construcción, la suma de las cuales basta para edificar el edificio de la filología entendida como «historia del espíritu humano». La voluntad analítica de Steinthal le lleva a distinguir hasta seis tipos o formas de interpretación: a) Interpretación gramatical, que «descifra el sentido del discurso en cuanto que está en las palabras en sí, en los elementos lingüísticos» (apud Ravera, 1986: 165); b) Interpretación de las circunstancias: la gramática puede decir muchas cosas sobre «buenos días», pero si no sabemos que se trata de una fórmula de saludo no entendermos nada. La interpretatio rerum debe acompañar a la interpretatio verborum; c) Interpretación estilística: es preciso exponer el pensamiento fundamental y su desarrollo, la tendencia del conjunto, la unidad y composición de la obra literaria. d) Interpretación individual: duo cum dicunt idem, non est idem. Invita Steinthal a observar el «modo particular de pensar y representar del escritor», lo que —puntualiza— debe acompañar a los tres precedentes, que se volverán así individual-gramatical, individual-estilístico, etc.; e) Interpretación histórica: Steinthal alude a la historia de las lenguas, a las diferentes fases de la vida de los individuos y de los pueblos, pero además, «al modo entero de presentarse de la individualidad», que, según su ejemplo, no disponía del mismo espacio en Atenas, en Esparta, y en Roma; f) Interpretación psicológica: comprender cada obra y cada pensamiento como surgiendo de un momento vital, «una ojeada al laboratorio espiritual», en otras palabras, remontarse al supuesto acto mismo de creación de la obra para, a partir de él, explicar ésta. Para Steinthal ella es la que asegura el carácter científico —tal vez por la mención de la causalidad— del entero proceder interpretativo. 47   No pretendo apuntar un vínculo directo. Para Boeckh, que aconseja el comentario perpetuo para las obras de carácter estético en las que hay que ver el todo en las partes, el comentario es el principal asunto de la filología (208). Para él, así mismo, que critica la actitud «anticuaria», tan apreciable en los preceptistas del Renacimiento, no hay que explicar más allá de lo que exige el autor. Difícilmente se podría calificar la actividad bajtiniana de ‘comentario’; sin embargo, en cuanto a la voluntad de ver históricamente y la orientación estética y filosófica, el vínculo me parece claro.

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que Boekh descompone en sus pasos la posición de su maestro, cuyo sentido dialéctico se cuida de conservar cuando advierte que las formas de interpretación individual y genérica son las más difíciles, o que hay que tener en cuenta todos los tipos (206, 208). O incluso cuando, en §37, insiste en la necesidad del animus suspicax que desconfía en primer lugar de la propia interpretación, y cuando aconseja al principiante que sólo haga crítica al servicio de la hermenéutica (296-297). Esta alusión a la crítica nos invita a una ojeada al capítulo II de la Enciclopedia, porque permite apreciar muy bien la orientación de la filología, que se puede sintetizar en dos normas: primacía del sentido originario, y verdad. Ello se aprecia en un repaso a los criterios generales que aplica en forma interrogativa para cada tipo de crítica. Por ejemplo, para la gramatical: si todo elemento del texto es adecuado, de no serlo cuál sería el adecuado; en otras palabras, cuál es la verdad originaria (§33). Lo mismo, en la histórica, respecto de la autenticidad de los documentos (§34). En la individual: si el carácter de una obra es conforme al del autor, cómo se podría eliminar un eventual contraste; cuál sería el texto originario (§35). Por fin la genérica (§36) contiene la pregunta más interesante: si la obra es concorde con las reglas del género, cuyo carácter es el de una norma ideal al que tenderán las obras individuales (nueva circularidad del estudio). Porque la norma sólo se puede captar en su viva aplicación (285) distinguiendo lo que es efecto, del genio, que, kantianamente, él mismo es norma. Además, la crítica debe juzgar también del contenido: si éste es conforme a la norma artística, a su scopos. Y por encima de las cuestiones particulares, la idea común a los géneros es la verdad del contenido: en la poesía la verdad poética, es decir, la correspondencia de la representación con la idea artística; en la prosa la verdad real, el acuerdo con la verdad concreta (293). En síntesis, que Boeckh resulta así una interesante inspiración para una filología ligada a la hermenéutica y a la estética, y concebida de forma sistemática. E historia Droysen es historiador, no filólogo, pero de su Histórica. Lecciones sobre la Enciclopedia y metodología de la historia,48 podemos aprender varias lecciones de lucidez metodológica. Droysen se acoge a la tradición humanística de los cursos de Historik, vigente en muchas universidades alemanas sobre todo desde la Ilustración, a pesar de lo cual puede reivindicar con justicia la novedad de su proyecto en tanto que presta una atención central al método, y gana para la historia el estatuto de ciencia independiente, que deja de ser magistra vitae al servicio de la ética, la política, la 48   Para lo que sigue tenemos a la vista la traducción al castellano de 1983, basada en la alemana de 1977. El origen de la obra parece ser una especie de guión básico sobre el cual modelaba Droysen sus lecciones, que se vio aumentado con la publicación en 1937 de sus cuadernos inéditos. Los traductores de la versión castellana afirman haber tenido en cuenta las lecciones del semestre de verano de 1857, pero la extensión del texto que presentan —sin notas ni más aclaraciones— hace pensar en la versión ampliada.

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retórica o la jurisprudencia (Muhlack, 1990: 364). Y consecuentemente, la hermenéutica ya no se determina aquí como órganon de la filología, sino como centro mismo del trabajo histórico. Para situarla correctamente en el conjunto es preciso primero dar una idea de la estructura general de la obra. Ésta se divide en una introducción general, y tres partes que son metódica, subdividida en heurística, crítica e interpretación; sistemática, que considera el trabajo histórico según sus materias, formas, trabajadores y fines; y tópica, que enseña los distintos modos de exposición histórica: investigante, narrativa, didáctica, y discursiva. En primer lugar, Droysen busca la definición de su materia de forma empírica, en la propia práctica a la que llamamos historia; lo que exige que partamos de nuestro conocer, que es mediante percepciones y signos y de naturaleza doble: sensitiva y espiritual. El contraste con las ciencias naturales se introduce desde el principio, pues Droysen, que es antipositivista, busca un espacio específico para su disciplina. Lo propio del ser humano es encontrarse entre naturaleza e historia y el crecimiento hacia sí mismo (no la mera determinación como género humano): «Aquí lo que mueve y opera no es la mecánica de los átomos, sino la voluntad que emerge del Yo y que es determinada por él, y la voluntad cooperante de muchos, que tienen en cierto modo en esta comunidad […] un Yo común, que se comporta de manera análoga» (17). La totalidad del devenir en aumento hacia sí mismo es la historia, y ahí interviene —contra cualquier determinismo— la voluntad, es decir, lo moral. «El contenido de la historia es la humanitas en incansable devenir, la cultura progresiva» (21): he ahí la tarea específica de la historia, pues el mundo humano es para Droysen el espíritu finito, cuyo ser histórico lo diferencia del natural. El segundo paso consistirá en determinar el método específico de la historia. Los métodos son como los órganos de la percepción sensible, que cada uno se define por una energía y un ámbito determinados (24); lo que cuenta del histórico es el material, el procedimiento para obtener resultados, los resultados y su relación con los hechos que estudiamos. A la hora de definir estos aspectos, nota Droysen que el pasado no se puede buscar en ninguna parte sino en aquéllo que ha dejado el mundo moral como testimonio y que aún tenemos o podemos tener a la vista. Cuanto nos rodea tiene su ser devenido, gráfica expresión, por lo que nuestro método consistirá en comprender, es decir, en referir las expresiones a lo que se quería expresar en ellas. Ahora bien, el ser interior no es totalmente igual que los restos que ha dejado, nuestra ciencia es la investigación, y alcanzar la totalidad es imposible; de ahí la definición: «Nuestro método consiste en comprender investigando» (30),49 lo que pone a la hermenéutica en la esencia misma del método histórico. Dando un paso más, comprender se apoya en la congenialidad, y se comprende lo singular en la totalidad, de 49   Gadamer (1960: 274-275) señala que aunque el ascenso del concepto de investigación frente al de doctrina, en conexión con la ciencia, se debe probablemente a los grandes viajes de descubrimiento y exploración del siglo xviii, en Droysen debe añadirse a esto la idea de que el pasado y el mundo moral nunca se pueden contemplar por sí mismos, sino que debe explorarse una y otra vez la tradición que nos separa de ellos. Todo ello, naturalmente, va en el mismo sentido del pensamiento de Gadamer, quien no es casual que valore a Droysen como el más importante historiador antes de Dilthey.

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donde emerge, y ésta en la singularidad, donde se expresa (34); lo que conocemos es el presente en su ser devenido, y lo general que buscamos en él (en otro caso no podríamos hablar de ciencia) es el pensamiento de la continuidad progresiva que da el pulso de la vida moral. La metódica es la primera de las grandes partes de la historia, y abarca la heurística, la crítica y la interpretación. Ella señala que el punto de partida de la historia es la pregunta histórica, que surge cuando la reflexión destaca algo del conjunto que creemos poseer y ve allí desacuerdos o desajustes: «La pregunta y la búsqueda desde la pregunta: éste es el primer paso de la investigación histórica» (49), pues sólo cuando se sabe qué buscar se puede encontrar algo. Justamente la heurística consiste en interrogarse por qué materiales y de qué especie nos permitirán perseguir los hilos que se entrelazan en la pregunta que nos formulamos. A propósito de los materiales introduce Droysen (§§22-24) una interesante clasificación: restos, como objetos, formaciones o instituciones, restos lingüísticos o mitológicos, o escritos; monumentos, como documentos, inscripciones, obras artísticas, monedas, heráldica, que dan testimonio de hechos en un contexto y desean fijarlos en una concepción determinada; y fuentes: tradiciones orales o escritas que traducen a lenguaje y pensamiento los hechos. El arte de la heurística —dice Droysen— no puede inventar materiales que no existen, pero enseña a buscar más allá de lo que aparece a primera vista. La crítica es la segunda parte de la metódica, y somete a examen los materiales encontrados para ver si se ajustan a lo que necesitamos para la investigación. Aquí hace notar Droysen cómo la filología ha enseñado a la historia a distinguir lo auténtico de lo inauténtico; pero se opone a la escuela crítica, que, creyendo que basta con la crítica de fuentes para establecer los hechos, radica en ésta todo el trabajo histórico, cuando tal procedimiento se revelaría inútil para, por ejemplo, la historia literaria. La posición de Droyen es otra y muy reveladora: no hay tales hechos objetivos, son suma en nuestra representación de múltiples actos de la voluntad. Preceden a las fuentes en tanto no surgen de éstas sino de las preguntas históricas; las siguen porque las fuentes sirven de piedra de toque empírica para investigarlos (Muhlack, 1990: 373). Así que, aunque crítica e interpretación —para el historiador como para el filólogo— vayan juntas, la interpretación es central. Por ejemplo, lo real no fue tal o cual batalla, sino «los miles que se movieron y combatieron» (p. 120). No hace falta decir que si nuestra representación es ineludible, casi podríamos decir con Nietzsche que todo es interpretación. La interpretación constituye la tercera parte de la metódica. Si se recuerda la concepción anterior de hecho histórico, inseparable de nuestra representación, se entenderá que ahora prevenga Droysen contra la tentación de buscar esencia alguna en los orígenes del proceso histórico. Pues no hay más comienzo que el que nosotros fijemos, comienzos siempre relativos y ad hoc puesto que nos movemos en círculo, aunque una circularidad que nos lleva adelante —de nuevo la espiral— no a cosa en sí alguna, sino a nuestra comprensión de la cosa. Así que se puede decir que entendemos lo que es cuando buscamos cómo ha llegado a ser, pero que eso sólo lo acla-

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ramos cuando investigamos lo que es; dicho de otro modo, partimos de lo que tenemos a la vista, pero luego lo investigamos como devenido (181). Las consecuencias son claras. La historia es empírica «en cuanto que lo que es y lo dado es el material de su investigación; es exacta en cuanto que en silogismos adecuados adquiere de este material sus resultados y no los deduce de comienzos hipotéticos; y en cuanto que lo que tiene empíricamente a la vista no trata de aclararlo a partir de primeros gérmenes u orígenes que no tiene a la vista empíricamente» (182). Pues si se admitiera que en lo anterior se dan las condiciones de lo posterior —y parece pensar aquí en condiciones necesarias, puesto que emplea el verbo ‘deducir’— «indiferentemente de si se las ha reconocido o no por medio de la investigación, excluiría el ser propio del mundo histórico, es decir, moral» (182); se entiende que, de proceder así la historia sería como la biología. Donde cabe apreciar claramente lo específico de la posición de Droysen, contraria tanto a las deducciones absolutas y los sistemas del tipo de Hegel como al positivismo. El §38 está consagrado a las formas de la interpretación, que parten de un símil lingüístico. No es lo mismo entender al que habla; al que escribe, cuyo gesto y entonación he de reconstruir; el escrito de un extraño; a alguien que me cuenta algo acerca del escrito de un amigo (mi conocimiento del amigo me servirá para corregir la narración del primero); algo de tercera o cuarta mano sobre el escrito de un amigo, o aun de un extraño… Parece claro que Droysen piensa la comprensión sobre el modelo lingüístico, como proceso de llevar lo que se tiene a la vista, entendido como expresión, a lo que se ha querido expresar allí; y que con la gradación citada pretende dar cuenta de la complejidad de las mediaciones entre el sentido y nosotros. Pero corrige conscientemente el ‘se ha querido expresar allí’, puesto que no se trata de la intención autorial sino de ‘hechos’, es decir, de la resultante de muchos actos con frecuencia imprevisible para los individuos. El ejemplo es elocuente: ¿cómo comportarnos ante testimonios o restos en los que «nos habla solamente apenas algo general, el genio de un pueblo, la opinión de una época, el mismo rasgo de incontables creyentes» (185). A partir de ahí la distinción de modos de la interpretación: 1.º  Pragmática (§39), por la que completamos los contextos de los cuales hay huellas en los materiales aportados por la crítica, continuamos los motivos sugeridos por las huellas y los traducimos de lo abstracto a lo concreto. Una vez más los ejemplos son expresivos: la mera mención de una batalla, gracias a la experiencia del intérprete, ya sugiere unos movimientos previos, elecciones de espacio y tiempo, etc., que pertenecen al hecho, y que hay que suplir o conjeturar. Mas cuando se trata de comprender hechos singulares —advierte— no queda más remedio que conjeturar un contexto que permita explicar el hecho en cuestión; en otras palabras, el método hipotético. 2.º De las condiciones (§40). Se trata de tener en cuenta el espacio y el tiempo en que se sitúen los hechos reconstruidos por la pragmática, así como los medios materiales y morales. No es que unas condiciones tengan que producir necesariamente un hecho, sino que «lo nuevo devenido muestra al contemplador que allí esta-

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ban dadas [las condiciones para ello]» (201); se trata de iluminar posibilidades que enriquezcan nuestra comprensión de los hechos. Por cierto que, se pregunta Droysen, «¿no está […] proyectada cada obra de arte […] a las condiciones intelectuales y morales que ellas esperan y a la vez quieren determinar en el talante, el gusto, la inteligencia de los muchos?» (207). Además Droysen siempre es dialéctico. Como dice, a partir de la forma ideal de las óperas de Gluck no se debe imaginar un público discreto y educado: el suyo era «la corte depravada de […] Luis XV», que silbó su Ifigenia en Áulide, pero es que precisamente él quería reformar «el arte pervertido». De donde se infiere que lo cierto es que todo hecho surge en un horizonte de contradicciones que la interpretación ha de saber elaborar. 3.º  Psicológica (§41). Aquí encuentra Droysen la que es, tal vez, su tesis central: todo el mundo histórico lleva el cuño del espíritu y la voluntad humanos, de modo que si los materiales no frenasen esta forma de interpretación, el mejor historiador sería el poeta. Pero, de hecho los materiales no autorizan tal proceder, sino que el historiador habrá de atender a unos límites: es verdad que lo interpretable expresa una voluntad, pero ¿la expresa por completo? ¿se agotó la totalidad del ser humano que se expresó en lo que tenemos a la vista? Lo que interpretamos «no es la expresión entera ni pura del Yo» (212), antes bien, cualquier persona es un ser móvil y cambiante en tanto que ser vivo, y aunque podamos valorar la fuerza o la debilidad de una acción, la energía de la voluntad con independencia de lo bueno o lo malo de sus fines, los medios intelectuales de que se ha servido, sin embargo, hasta el «sancta sanctorum del corazón humano», donde yace el fundamento más íntimo de su determinación, hasta ahí no llega la interpretación histórica. Parece, pues, que estamos ante un esbozo de filosofía de la vida, que veremos con superior desarrollo en Dilthey. Pero advierte también que aunque las personalidades individuales están con las relaciones morales como la familia o el Estado en la relación de medios frente a fines, éstos tienen su propia dinámica y «siguen su camino pese a la buena o mala voluntad de aquéllos por los que se realizan» (216). De ahí que la certeza de la interpretación psicológica sea relativa, pues la marcha de la historia sobrepasa al individuo, cuya verdad íntima escapa a la historia, que sólo puede ocuparse del individuo en su relación con el contexto histórico. Esta consideración sirve de transición natural a la interpretación según los poderes morales. 4.º  Según los poderes morales o ideas (§§42, 43.44): el hecho individual se inspira o rige por ideas morales, que son comunes a todos. Con lo que reaparece el concepto de expresión; por ejemplo, dice Droysen, cada matrimonio es la realización más o menos feliz de la idea de matrimonio. Tales ideas morales establecen la comunidad en la que coinciden los individuos, según el modelo del lenguaje, y nuestra interpretación busca justamente determinar las ideas motrices del decurso histórico en cada momento. A la objeción de que estos poderes morales no están tal como los buscamos en la conciencia de los hombres, responde Droysen con razón que nadie pretende estar haciendo historia en su vida, sino que el comportamiento individual sólo es historia en virtud del modo como lo concebimos. La forma de interpretación

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que consideramos colma la laguna que deja la psicológica, aquel secreto en el que ella no podía entrar. A diferencia del poeta, no podemos entrar en la intimidad de Richelieu, pero sí reconocerlo como portador de la idea del estado y del papel de Francia que luchó por imponer. Así que, si se repara ahora en la interpretación en ciencias naturales, se apreciará que mientras que éstas se rigen por lo mensurable (224), el espacio de lo moral individual queda para la interpretación histórica. Vemos así en Droysen justo la antítesis de la posición de Marx: mientras que para éste las relaciones económicas subyacen las sociales y se expresan en forma de ideología, para aquél es ésta en su evolución, es decir, sus «ideas morales», lo que debe ser buscado como clave última del decurso histórico. Con razón habla White (1987: 103) al respecto de «la escritura histórica como ciencia burguesa». Advirtamos que, si bien las dos primeras formas de interpretación podrían recordar —lejanamente— la gramatical de Schleiermacher frente a la técnica o psicológica —aquí tercera y cuarta—, Droysen no se limita a los textos, y si para él la filología es una ciencia, probablemente la que tiene ambición totalizadora es la historia, que contrapone una y otra vez en bloque a la investigación de la naturaleza. Por otra parte, mejor en este caso que intentar reconocer a Schleiermacher en las ideas de Droysen, es reconocer con Ulrich Muhlack (1990: 377) que los tres primeros modos tienen que ver con el restablecimiento del contexto, mientras que el cuarto se enfoca a determinar lo hecho «a partir de la autodeterminación humana». Es posible trazar una analogía entre los tres primeros modos —sobre todo en la medida en que producen conocimientos relativamente exactos— con el modelo de la explicación; supongo que también en cuanto que hacen surgir el marco que pone en claro el porqué del tal hecho. De modo que, aunque no se pueda equiparar, sin más, explicación y comprensión histórica, tampoco hay una antinomia entre ambas. La comprensión histórica, más bien, incluye momentos explicativos. Se puede hablar, entonces, de acuerdo entre Droysen y Humboldt cuando este último habla de «relación de causalidad interna» entre ideas, o de que éstas estén «ligadas por una necesidad interna» (Muhlack, 1990: 380). Aunque la hermenéutica de Droysen propiamente dicha remata aquí, conviene que esbocemos el resto de su pensamiento. La sistemática de lo explorable históricamente es la segunda de las grandes divisiones generales de la historia —después de la metódica— y comienza puntualizando: «Que todo el amplio campo del mundo humano pertenece a nuestra ciencia y que el campo del método histórico es el cosmos del mundo moral» (230). Es decir que la posición de Droysen sobrepasa con mucho anteriores intentos de sistematizar las disciplinas históricas o de centrarse en la historia política. Por otra parte, que la metódica constituya la parte formal no debe engañarnos acerca de que la división de formal y material no es más que una división «doctrinaria» del espíritu, porque en la realidad del trabajo la relación es constante. Pero, en fin, la materia de la historia se define como «el trabajo de la humanidad que ha construido el mundo moral» (235). Y la sistematización de ese contenido la monta Droysen sobre el esquema de las cuatro causas aristotélicas, material, formal, efi-

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ciente y final. Por ejemplo, según las formas distingue poderes morales; comunidades naturales, de la familia al pueblo; comunidades ideales50 como el hablar, expresión del pensamiento; lo bello y las artes; lo verdadero y las ciencias; lo santo y las religiones (de los primitivos a la Reforma, que libera al estado de la sujeción religiosa y por eso mismo representa el progreso: ve allí una especie de evolución hegeliana); comunidades prácticas como la sociedad, el bienestar, el derecho, el poder… Incluso, como resultado de la inducción incompleta que podemos elaborar con nuestros materiales y métodos sitúa en la ética (en el sentido de dominio y conformación de las potencias éticas) el fin de la historia. La última parte es la tópica o presentación de lo obtenido en la investigación, que Schleiermacher excluía de su hermenéutica, pero que Droysen, en su afán totalizador y didáctico, sí considera. Digamos sumariamente que Droysen diferencia la exposición investigante, mímesis del buscar y el encontrar; de la narrativa, que da lo necesario para presentar en el devenir de lo narrado el pensamiento que ha resultado de la investigación;51 de la didáctica, según potencias éticas y modelos individuales, que busca la educación del género humano; y de la discusiva (sic: de ‘discusión’), que pretende a partir del pleno conocimiento de lo devenido dar un juicio acerca de su evolución ulterior. El final de la exposición de Droysen es elocuente: «A diferencia de las ciencias naturales, no tenemos los medios del experimento; tan sólo podemos investigar» (390). Y subraya la diferencia entre lo que realmente fue y lo que llegamos a saber. Pero: «Aun cuando no se posea material completo, podemos seguir el desarrollo de los pensamientos en la historia. Así obtenemos, no una imagen de lo acontecido, sino nuestra concepción y la elaboración espiritual de él. Ésta es nuestra compensación» (ibidem). Donde se aprecia la circularidad que permite a Gadamer (1960: 276) afirmar que a Droysen la historia le aparece tan comprensible y plena de sentido como 50   No me detengo en las páginas de Droysen sobre el hablar: en ellas se reconoce, de un lado, una cierta versión de la concepción de Humboldt: «La comunidad del lenguaje es la comunidad del pensar; el lenguaje es el espíritu del pueblo» (270) —aunque su explicación del origen del lenguaje como mímesis sonora de sensaciones hace pensar en Nietzsche—; de otro lado, el influjo de la lingüística histórica y comparatista (Schleicher) de su tiempo. La misma noción de mímesis reaparece a propósito del arte, aquí como configuración plástica —y técnica— de un contenido ideal (donde nos parece oír a Hegel), pero pensada sobre el modelo lingüístico: «El arte es un hablar de los hombres, pero un hablar no de pensamientos sino de sensaciones, un traducir las excitaciones recibidas no para el yo pensante sino para el yo sentiente del otro y de los otros; un expresar lo que mueve al alma en el que adquiere su derecho lo que no puede captarse en las formas racionales de representaciones intelectuales y categorías. El pensamiento artístico no tiene lógica; es totalmente sensación, perteneciente a la fantasía» (276). Nótese que también puede recordar a Hegel la gradación que va del hablar a lo santo, pasando por el arte y la ciencia, y en ese orden. 51   Será bueno recordar la posición de Droysen respecto de la objetividad. Frente al ideal de una exposición sin prejuicios ni afectos, afirma: «Agradezco este tipo de objetividad de eunuco. No quiero tener para brillar nada más y nada menos que la verdad relativa a mi punto de vista, como me lo ha permitido alcanzar mi patria, mi convicción política, religiosa, mi estudio serio. Esto dista mucho de ser una obra para la eternidad, sino que está limitada y es unilateral en todo sentido. Pero hay que tener el coraje de confesar esta limitación y consolarse con el hecho de que lo limitado y lo especial es algo más rico y algo más que lo general y lo sumamente general» (355).

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un texto. Y notamos también algo que más tarde diría Hannah Arendt: que la historia se hace desde el presente y para iluminarlo, porque es imposible revivir el pasado. Hasta aquí nuestra ojeada a lo que bien podemos considerar como la potencia máxima de la filología y la historia decimonónicas. El problema de los modos de la interpretación, a la vista de los planteamientos examinados, se puede formular como de la complejidad de la comprensión de objetos a su vez complejos. ¿Es verdad que, como quiere Todorov (1979: 170), la evolución de la filología va en el sentido del «derrocamiento jerárquico de la exégesis […] La gran víctima de esa evolución es el análisis intratextual»? Pues al poner la filología como tarea principal la reconstrucción del contexto histórico, subordinará de modo creciente el sentido del texto en cuanto objeto de la investigación al conocimiento de la época, la cultura o el «espíritu nacional». En consecuencia la búsqueda del sentido queda relegada a la «explicación de textos», y sus técnicas dejan de investigarse, paradigma de lo cual sería Gustave Lanson. Todorov, y con él muchos otros, vio en Schleiermacher una alternativa a la evolución de la filología que de hecho se produjo, pero que no era de ninguna manera el único camino posible. Sin embargo, autores como Boeckh y Steinthal intentan desplegar todas las articulaciones contenidas en Schleiermacher, y lo hacen advirtiendo de que las relaciones entre modos interpretativos son dialécticas y no excluyentes. La crítica mencionada se explica, creo, por la propia posición histórica de Todorov, que podemos ver hoy con algo de distancia; es que para él lo que hoy llamamos «acceso intrínseco», ese modo de leer que supuestamente no pone nada en el texto que no esté en él, debe ser el centro, por lo que una posición como la de un Droysen —al que no cita— representaría un retroceso. Pero ya sabemos que si la historia se concibe como texto, los literarios quedarán incluidos en ella junto a muchos otros; y si atendemos a su naturaleza histórica — como el propio Schleiermacher ya advertía— la comprensión implica situarlos en su contexto genérico, es decir, sobrepasar el texto individual para alcanzar las generalizaciones de la historia literaria, de la poética histórica, etc. De modo que, más que de una antinomia entre «sentido de los textos en sí» y «subordinación a la historia», se trata de reconocer la relación que se da entre estética —y qué clase de estética— e historia: ésta, en efecto, impone la conciencia de que todo texto está ligado a un momento irrevocablemente pasado e irrecuperable, del que y para el que habla; y, sin embargo, si se trata de una obra de arte, vive una especie de presente que comparte con nosotros. 4.  Hermenéutica y epistemología ¿Es posible una ciencia de lo individual? La obra de arte es siempre una existencia singular, que como tal ha de ser entendida y saltar de esa comprensión de lo individual a la generalidad que supuestamente necesaria para que haya ciencia no es pequeño problema: la posibilidad misma de la poética depende de ella, y si bien

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Bajtin (1979: 299) defendió resueltamente que la ciencia puede ocuparse de lo individual, no me atrevo a decir que muchos le hayan seguido. Lo que está en juego es la diferencia entre lo vivo y el concepto, de donde deriva la relación entre hermenéutica y ciencia, que, en realidad, es anterior a Dilthey. Como Szondi (1975: 119) subraya, el propio Schleiermacher afirma, frente a Ast y antes que Heidegger, que sólo es científico el conocimiento que parte del círculo hermenéutico; y los filólogos e historiadores que le siguieron han trabajado en la Ciencia de la Antigüedad, y en elevar la categoría científica de la historia. Para Boeckh, que casi identificaba comprensión, filología e historia del espíritu, «si debe realizarse una construcción científica de la filología, sus partes y con ellas toda la marcha de su desarrollo deben derivarse del concepto» (Apud Ravera, 1986: 145). Es más, al lector actual le puede resultar chocante que el prólogo de la Fenomenología del espíritu de Hegel empiece por fijar «Las tareas científicas del presente» y que identifique, sin más, filosofía y ciencia; o que Schelling en su Filosofía del arte sienta que está haciendo ciencia. Es claro que el canon científico de la enciclopedia romántica de inspiración idealista, que pone en su centro el concepto, no concuerda con el nuestro. Ese canon evolucionará por efecto de la presión del positivismo, hasta que el sin duda mayor representante de la hermenéutica en la segunda mitad del xix, Wilhelm Dilthey, fije la relación entre ésta y las «ciencias del espíritu» —que también él contribuye a definir— de una forma determinante. Su obra se extiende en la traducción española de Eugenio Ímaz a lo largo de once volúmenes, que abarcan entre otros no pocos trabajos de poética y crítica de arte, además de historia y hermenéutica propiamente dicha. Y es él quien eleva ésta al rango de método de las ciencias humanas. Se enmarca su obra en la rebelión empirista contra los grandes sistemas del idealismo alemán, y en particular contra Hegel, de quien acepta el concepto de «espíritu objetivo» aunque variando su función. Dilthey surge en un momento en que se busca en la filosofía, pero ya no en la metafísica, la conciencia de las conexiones de la actuación humana, es decir, la «conciencia histórica» (López Moreno, 1990). Se trata de liberar a la historia de cualquier a priori y de garantizar su cientificidad explicándola iuxta propria principia (Ferraris, 1988: 96). Con lo que las «ciencias del espíritu», más tarde «humanas» o «sociales» (términos estos sólo en parte equivalentes), surgen modelando su nombre sobre la antítesis con las naturales, y defienden su legitimidad frente al positivismo, aunque trasladando un concepto de ciencia típicamente positivista (la contraposición entre unas y otras pasa a través de un antipositivista como Heidegger y llega hasta hoy mismo). La Introducción a las ciencias del espíritu es de 1883. Gadamer (1960: 280) ha descrito la tarea de Dilthey como crítica de la razón histórica —en claro paralelismo con la labor kantiana—, que se impone una vez asentada la crítica empirista al idealismo. A partir de la aportación de la Escuela histórica, del neokantismo, el neoidealismo, y el empiriocriticismo, intenta mostrar Dilthey que las ciencias del espíritu son positivas ellas también, pero que es preciso un dualismo epistemológico que

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surge de la peculiaridad misma de la historia. Y en este primer volumen de su obra intenta asegurarles un espacio propio. El paso es el siguiente: la oposición entre materia y espíritu se transformó en la que se da entre mundo exterior e interior, «que se nos ofrece primariamente por la captación interna de los acaeceres y actividades psíquicos». Con lo que surge un campo de experiencia «que tiene su origen propio y su material en la vivencia interna y que, por lo tanto, es objeto de una ciencia empírica especial» (Dilthey, 1883: 17-18). Tales vivencias, que constituyen el centro unificador y común a todas las ciencias del espíritu, son irreductibles a cualquier intento de reduccionismo a procesos naturales. El material de las ciencias se definirá como «la realidad histórico-social en la medida que se ha observado en la conciencia de los hombres como noticia histórica» (Dilthey, 1883: 33). Y los enunciados que en ellas se registren acusarán una dualidad propia y peculiar de ellas: unos expresan hechos y generalizaciones a propósito de los hechos —‘teoremas’ llama Dilthey a tales afirmaciones teóricas—, otros valores y reglas que permitirán plasmar el futuro (Dilthey, 1883: 35). Y por fin, valga la redundancia, surgen los fines de estas ciencias: «Captar lo singular, lo individual de la realidad histórico-social, conocer las uniformidades que operan en su formación, establecer los fines y reglas para su futura plasmación», que preludian el famoso epígrafe del capítulo VIII: «Ciencias acerca del individuo que es el elemento de esta realidad»; pues Dilthey no elude que uniformidades, fines y reglas —términos que por sí mismos implican libertad, intencionalidad y valores— son en último análisis creación de individuos: «Y esa singularidad de cada uno de estos individuos, que actúa en algún punto del inmensurable cosmos espiritual, puede ser perseguida, conforme al principio individuum est ineffabile, en sus partes constitutivas singulares y entonces es conocida en toda su significación» (Dilthey, 1883: 38). Así que lo que Dilthey quiere es entender la vida misma, concebida como interacción entre individuos. Ésta designa una vivencia, la suma de las cuales constituye el espíritu objetivo hegeliano, podríamos decir, cuyas manifestaciones —derecho, arte, religión, etc.— tratan de comprender como fin fundamental las ciencias del espíritu, que descansan así en la relación entre vivencia, expresión y comprensión. Se comprende la expresión: de la manifestación sensible de la vida a la interioridad de la que procede. Es un proceso de ida y vuelta, se trata de revivir el espíritu del otro, lo que constituye el punto de partida de las ciencias del espíritu: «La comprensión e interpretación es el método que llena el ámbito de las ciencias del espíritu» dirá el autor en años posteriores (Dilthey, 1923: 229). Y en cuanto a la definición del significado, éste es el «modo de relación que, dentro de la vida, guardan sus partes con el todo» (Dilthey, 1923: 234), lo que nos sitúa de lleno en el círculo hermenéutico. Pero en un primer momento, en la Introducción a las ciencias del espíritu citada, Dilthey buscó en la antropología y en la psicología la ciencia primera y fundamentadora del edificio entero de las del espíritu. Claro que éstas se despliegan primero en ciencias «acerca de los sistemas culturales» y «de la organiza-

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ción externa de la sociedad» pero para concluir en la necesidad de una «fundación gnoseológica de las ciencias particulares del espíritu» (cap. XIX). Justamente esta labor exige la crítica de la razón histórica, que Dilthey entiende como crítica de la metafísica previa a la conciencia científica moderna. Y aquí es donde hacen su aparición la nueva psicología o antropología, pero frente a la de corte científico-natural basada en la totalidad del individuo y en su percepción interior. El ejemplo de Dilthey (1883: 362) es ilustrativo, y se basa en la obra de Schleiermacher. En la Dialéctica de éste encuentra la tesis de la presencia de Dios en todos los actos psíquicos y de allí pasa a los Discursos sobre la religión: «Así marcho de obra en obra, y si no puedo “conocer” el centro a que me refieren todas estas manifestaciones periféricas, sí lo puedo “comprender”». Pero pasa luego al grupo constituido por F. Schlegel, Schelling, Novalis, etc.: «Un grupo semejante se comporta en forma análoga a una clase de organismos […] Avanzo de grupo en grupo, a círculos cada vez más amplios. La vida anímica se ha diferenciado en arte, religión, etc., y surge ahora la tarea de encontrar la base psicológica de este proceso y de captar el curso, tanto en el alma como en la sociedad, en que ha tenido lugar esta diferenciación». Es claro, pues, que la psicología de Dilthey rechazaba las explicaciones causales, y buscaba la comprensión de la vida psíquica desarrollada; en otros términos, buscaba al hombre en lo comprendido aun a sabiendas de la imposibilidad de alcanzar al individuo mismo, y a partir de esa búsqueda pretendía elevarse hasta la historia. Pero esta psicología general a su vez, en tanto que persigue comprender, pone al descubierto la necesidad de una hermenéutica general —casi se identifica con ella— como fundamentadora de las ciencias del espíritu (López Moreno, 1990: 150), que garantice además la conexión entre las distintas ciencias en contra del aislamiento positivista. Y así pasa la hermenéutica a ser central, en ese sentido más genérico, y luego en otro más restringido, como ciencia de la interpretación. La obra expresamente hermenéutica de Dilthey se compone de su Vida de Schleiermacher, sintetizada en su estudio sobre Hegel (Obras completas, t. V); partes de su trabajo sobre «El hombre en los siglos xvi y xvii» (Obras completas, t. II); y los estudios sobre «Vivencia, expresión, y comprensión», «Orígenes de la hermenéutica» y «Comprensión y hermenéutica» (Obras completas, t. VII). El punto de partida arranca de donde se quedó Schleiermacher —un Schleiermacher reducido sobre todo a la interpretación técnico-psicológica, y entendida ésta de forma muy subjetivista—, es decir, de la posibilidad de conocimiento científico de lo individual, lo que se determina así: ¿cómo es posible vivir otra conciencia por medio de una reconstrucción? ¿qué objetividad, qué validez hay para el conocimiento propio de las ciencias del espíritu, cuyo objeto es una experiencia interior, no un objeto sino vida expresada? Con lo que las ciencias del espíritu ganan un tema propio que las distingue de las naturales: éstas pueden aplicar una rígida distinción entre sujeto y objeto, imposible en las históricas por la simple razón de que nosotros también somos historia. Y esa es la dificultad.

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El nombre del proceso requerido es el ya conocido de «comprensión», contrapuesto al de «explicación» de hechos como casos de una ley que caracteriza a las ciencias naturales: «Llamamos comprender al proceso en el cual se llega a conocer la vida psíquica partiendo de sus manifestaciones sensiblemente dadas» (Dilthey, 1923: 337). Y exégesis o interpretación a «la comprensión técnica de manifestaciones de vida fijadas por escrito» (ibidem). La exégesis literaria es clave porque la vida interior sólo en el lenguaje encuentra expresión plena, y constituye el punto de partida de la filología, y de paso, la referencia para la interpretación de las artes plásticas y musicales. Dilthey examina de forma sumaria la historia de la hermenéutica, que define como la teoría correspondiente a la práctica de la exégesis y augura que del conflicto entre unas y otras formas de ésta llegará a surgir una ciencia de la hermenéutica, cuya validez universal habrá de derivar del análisis de la comprensión misma, que se desarrollará a la vez que el análisis de la experiencia interior. Ambos análisis —hermenéutico y psicológico, pero de la nueva psicología— demostrarán la posibilidad y límites de las ciencias humanas en general: Ya que la hermenéutica deriva la posibilidad de interpretación universalmente válida del análisis de la comprensión en general, apunta, en último término, a la solución del más general problema con que empezó este ensayo [el problema del conocimiento científico de lo individual]. El análisis de la comprensión tiene su lugar junto al análisis de la experiencia interior, y demuestra la posibilidad y los límites de la validez de los estudios humanos en general, en tanto que tales disciplinas están regidas por el modo en que los hechos psíquicos originalmente se manifiestan ante nosotros (Dilthey, El origen de la hermenéutica).

No hace falta decir que de este artículo de Dilthey, el más conocido de los de tema hermenéutico, procede el peculiar retrato de Schleiermacher —con la imponente Vida en el trasfondo— a que nos hemos referido, así como el esbozo de historia de la hermenéutica que algunos sectores de la crítica contemporánea se han esforzado en desmontar. Es interesante recordar aquí, además, la crítica de Gadamer, que lleva por significativo título: «La fijación de Dilthey a las aporías del historicismo» (II.I.7 de Verdad y método). En primer lugar, y es crítica que comparto, no queda del todo claro en Dilthey el paso de la psicología a la hermenéutica. Ya se vio en el ejemplo que elige a Schleiermacher como tema y en la diferencia entre conocer y comprender. De un lado se afirma enégicamente que el individuo vivo y su vivencia es la unidad básica de la historia, de modo que el espíritu objetivo de Hegel, como principio especulativo que se manifiesta en forma de derecho, tradiciones, etc., se ve sustituido por la conciencia histórica. De otro se busca por todos los medios afirmar la legitimidad y objetividad del conocimiento de las ciencias del espíritu, y al basar su método en la hermenéutica se ve la historia como texto. Pero al concebir la hermenéutica sobre el patrón de la filológica de Schleiermacher —tal y como lo ve Dilthey, es decir, en forma de interpretación técnica—, al proceder así, «acaba pensando la investigación del pasado histórico como desci-

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framiento y no como experiencia histórica» (Gadamer, 1960: 303), lo que no basta para la fundamentación de la historia. Puesto que implica un individuo estable, supuestamente capaz de superar sus limitaciones para revivir el sentido originario. Haría falta modular de otro modo la conciencia de la finitud del sujeto que investiga, que viene dada por el hecho de pertenecer él también a la historia, y de la cual se seguiría una limitación esencial de su conocimiento. Esto, según Gadamer, sólo lo logrará Heidegger. En el caso de Dilthey, la atracción de la conciencia cientifista cuyo origen remoto se sitúa en Descartes y cuya forma próxima es el positivismo le impiden resolver adecuadamente la contradicción. Y respecto del problema que nos ocupa, puede decirse algo semejante. Que la hermenéutica se ponga en el centro de las ciencias del espíritu es un progreso, pues impide eludir el carácter de los ‘hechos’ que éstas conocen así como cualquier pretensión de independizarlos de la interpretación. Que se afirme el carácter individual e irrepetible de los monumentos a que se acerca la interpretación y su inseparabilidad de la vida histórica de la que surgen, parece, así mismo, positivo. Sin embargo, no acaba de quedar claro que esta «vida» de Dilthey sea la vida real con sus contradicciones y sus miserias, ni que su investigador ni su ciencia histórica tengan verdadera conciencia de las dimensiones auténticas de éstas. 5.  El sujeto sospechoso Hay otra crítica, ésta de Ricoeur (1969: 9), que nos ayudará a avanzar. Al acordarse de Dilthey sitúa su planteamiento en la relación entre la vida portadora de significación y el espíritu capaz de captar los momentos significativos de la vida en una secuencia coherente. Mas ¿qué y cómo es ese espíritu? Dilthey ha pretendido hacer ciencia tomando como punto de partida un sujeto cartesiano, pero el cogito es un principio tan vano como evidente —ya Vico lo había críticado como simple conciencia de sí, sobre la que no se puede edificar nada—. Dice Ricoeur: «Pero el Cogito no sólo es una verdad tan vana como invencible; es preciso añadir todavía que es como un lugar que ha sido llenado, desde siempre, por un falso Cogito; en efecto, hemos aprendido, gracias a todas las disciplinas exegéticas y en particular al psicoanálisis, que la conciencia pretendidamente inmediata es primero “conciencia falsa”; Marx, Nietzsche y Freud nos han enseñado a desenmascarar las astucias» (Ricoeur, 1969: 21-22). Y es que la misma atracción por pensar la vida de un modo antimetafísico que animaba a Dilthey había movido a los tres nombres que, después de Ricoeur, nos hemos acostumbrado a llamar «de la sospecha»; con la diferencia de que sus resultados eran bastante diferentes. Hasta el extremo de constituir una verdadera subversión del sujeto que pretendía interpretar y fundar la historia como ciencia. Pues no cabe duda de que al menos Nietzsche no pretendía hacer ciencia; a Marx se ha referido J. L. Rodríguez (1996: 55) como «el acontecimiento Marx», en el que confluyen varias miradas de las cuales una es tributaria del modelo de la ciencia po-

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sitiva; Freud se tiene ante todo por médico pero no es precisamente optimista ante los resultados de su empresa. A primera vista, Marx coincidiría con Droysen o Dilthey: «Reconocemos sólo una ciencia, la ciencia de la historia. La historia, considerada desde dos puntos de vista, puede dividirse en la historia de la naturaleza y la historia de los hombres. La propia ideología es tan sólo uno de los aspectos de los hombres» (La ideología alemana: 676). La diferencia entre naturaleza e historia se disuelve, toda vez que para Marx y Engels «la producción de la vida material misma» es el primer hecho histórico. Pero la historia ni está regida por ideas morales ni es del espíritu, sino historia de los individuos que, como manifiestan su vida, así son: «Lo que son los individuos depende de las condiciones de su producción» (La ideología alemana: 19). El propio espíritu, según la gráfica expresión marxiana, nace «con la maldición de estar “preñado” de materia» (31), pues sólo es alcanzable bajo la forma de lenguaje, su «conciencia práctica […], real» (ibidem). El aumento de la producción, que hace la sociedad más compleja, origina la división del trabajo, que cuando llega a separarse en manual e intelectual, «desde este instante puede ya la conciencia imaginarse realmente que es algo más y algo distinto que la conciencia de la práctica existente» (32-33). Así, estructura social, relaciones de producción y conciencia, entran en contradicción, y puede definirse la ideología, que es el término clave, como conciencia falsa: «La ideología es un proceso que realiza el llamado pensador conscientemente, en efecto, pero con una conciencia falsa. Las verdaderas fuerzas propulsoras que lo mueven permanecen ignoradas para él; de otro modo no sería tal proceso ideológico» (Carta a Franz Mehring, 14 de julio de 1893, en Bozal, 1972: 67). La ideología se llega a definir en otros pasajes como conciencia invertida, en tanto que cree el pensador que las ideas determinan la marcha de la realidad, cuando es ésta la que determina aquélla. Claro que se añade siempre que «en última instancia», se hace notar que las manifestaciones ideológicas adoptan formas que tienen su propia dinámica, e incluso que pueden reaccionar en parte sobre la realidad. Es decir, que hay un esfuerzo por no ser lineales y por evitar un determinismo mecánico o grosero, lo que se corrobora con el famoso pasaje de la Contribución a la crítica de la economía política donde se subraya la diferencia entre desarrollo artístico y desarrollo social y económico, y se vuelve sobre la pregunta romántica de por qué nos sigue gustando el arte griego. Por ‘ideológico’ hay que entender el ámbito de lo político, jurídico, filosófico, teológico, artístico… en una palabra, el conjunto de las formas que adopta la producción de la conciencia, lo que para Hegel era ‘espíritu objetivo’. Se ha dicho a veces que la hermenéutica no es compatible con el pensamiento de Marx. No creo que sea así. Refiriéndose al arte griego, afirma Engels que la filosofía de la historia —Hegel— «reconoce que los móviles ostensibles y aun los móviles reales y efectivos de los hombres que actúan en la historia no son, ni mucho menos, las últimas causas de los acontecimientos históricos, sino que detrás de ellos están otras fuerzas determinantes, que hay que investigar» (Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, en Bozal, 1972: 112). Y, añade Engels, Hegel dice mu-

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chas bellas cosas de los griegos, pero buscando las citadas fuerzas en la ideología filosófica, no en la historia. Así que hay todo un programa interpretativo en ciernes, que consistiría en desvelar las auténticas fuerzas de la historia, las que actúan disfrazadas por la ideología. Como si ante el anuncio televisivo que decía «Henry Ford quiso que la tecnología llegue a todos», en vez de pensar o de sólo pensar que la empresa continúa al cabo de muchos años la democratización de los avances técnicos propia de su fundador, recordásemos que Henry Ford cayó en la cuenta de que si ponía a sus trabajadores en condiciones de comprarle coches, su producción crecería de forma exponencial, y con ella sus beneficios. Como sea, Marx y Engels son bien conscientes de que la producción ideológica adopta unas formas que es preciso estudiar —Engels, en la famosa carta a Mehring mencionada, confiesa que las han descuidado en los comienzos— de modo que nada se opone a que una estética derivada de sus ideas pueda decir cosas acerca de formas y significados intencionales. Y eso incluso antes de relacionar unas y otros con esos significados más o menos latentes que cabe ver en cualquier obra y que la ligan al entramado social en el que tiene su origen. Dicho sea a modo de ejemplo y de forma totalmente provisional. De hecho, el Frederic Jameson de Documentos de cultura, documentos de barbarie (1977) ha esbozado lo que se puede considerar claramente una hermenéutica marxista. El problema puede venir más bien de lo ambiguo del término ‘ideología’, que parece revestir valores diferentes a lo largo de la obra de Marx y Engels. Pero los dieciséis que ha distinguido Terry Eagleton se pueden llevar, simplificando mucho, a los dos que diferencia Leonard Jackson (1994: 159): ideología como sistema parcial de ideas explícitas, que, cierto o falso, sirve para fines políticos expresos u ocultos; o ideología como sistema completo de ideas que se dan por asentadas y experiencias normales en una sociedad dada. En este segundo sentido vendría a identificarse con el «mundo de la vida» husserliano… a no ser por que a Husserl no se le hubiera ocurrido explicarlo como la conciencia falsa en cuya falsedad leemos, en último análisis, las contradicciones sociales. Y por su carácter general se ha argüido que sería poco manejable, entre otras cosas porque, para que tuviera algún valor discriminatorio, debería haber algo que no fuera ideológico. Pero, de momento y como sea, lo que es indudable es que la sospecha de que nuestro modo de ver el mundo está mediado por la ideología, puede inducir y llevar a una conciencia diferente. Semejante voluntad de desenmascaramiento de una falsedad que, de tan próxima, nos pasa inadvertida, se aprecia en Nietzsche. En cierto sentido, su pensamiento es o implica también una hermenéutica. Para empezar, no es infrecuente que se defina a sí mismo como filólogo o que se refiera a la lectura. Por ejemplo, en forma humorística, al final del prólogo a Genealogía de la moral (1887):52 «Para practicar de este modo la lectura como arte se necesita ante todo una cosa que es precisamente 52   No estará de más recordar que la Introducción a las ciencias del espíritu de Dilthey es de 1883, y la Carta a Mehring del 1893. Son, pues, contemporáneos, y bajo la diferencia de estilo de pensamiento, de tono, y de prosa, no es difícil ver una común atracción por hacer justicia a la vida frente a la metafísica y las opiniones recibidas.

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hoy en día la más olvidada […], una cosa para la cual se ha de ser vaca y, en todo caso, no “hombre moderno”: el rumiar» (31). Lo mismo se podría decir hoy, cuando ir despacio se supone que es incapacidad para ir deprisa. El ideal de la lectura lenta se repite en diversos lugares, pero el caso de la Genealogía de la moral nos interesa en particular porque en el citado prólogo afirma que: «En el tratado tercero de este libro he ofrecido una muestra de lo que yo denomino “interpretación” en un caso semejante: —ese tratado va precedido de un aforismo, y el tratado mismo es un comentario de él» (30-31). Y en efecto, el tratado tercero comienza preguntándose ¿qué significan los ideales ascéticos entre los artistas, entre los filósofos y entre los sacerdotes? para esbozar luego tres respuestas sucesivas. De la multiplicidad de respuestas infiere Nietzsche que la realidad fundamental de la voluntad humana es el horror vacui: «Esa voluntad necesita una meta —y prefiere querer la nada a no querer» (128). Con un final, también aquí, irónico: «¿Se me entiende?… ¿Se me ha entendido?… “¡De ninguna manera, señor!” —Comencemos, pues, desde el principio» (128). Y sigue un extenso desarrollo que profundiza en las tres respuestas y la conclusión apuntadas al principio de forma aforismática. Ese final consiste precisamente, dicho de forma coloquial, en desmontar la historia entera de la interpretación preexistente, en la medida en que, marcada por el cristianismo, conducía a una búsqueda del sentido de la vida que desembocaba en el ascetismo: En él el sufrimiento aparecía interpretado […] No podemos ocultarnos a fin de cuentas qué es lo que expresa propiamente todo aquel querer que recibió su orientación del ideal ascético: ese odio contra lo humano, más aún, contra lo animal, más aún, contra lo material, esa repugnancia ante los sentidos, ante la razón misma, el miedo a la felicidad y a la belleza, ese anhelo de apartarse de toda apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo, anhelo mismo… (La genealogía de la moral: 204-205)

Pero, ¿no nos encontramos aquí con una posición semejante a la del Marx que afirmaba aquello de que los filósofos han interpretado el mundo, de lo que se trata es de transformarlo? Pues parece que la interpretación trabaja para excavar el subsuelo de valores en apariencia indiscutibles, pero una vez establecida su genealogía, el mero hecho de alcanzarla implica un salto de límite al otro lado del cual ya no hay interpretación sino vida, o, si se prefiere: apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo, anhelo, en una palabra, voluntad de poder… o transformación del mundo. Así se puede decir que interpretar es en Nietzsche una operación energética (Ferraris, 1986: 130). Lo que enlaza con la conocida tesis antipositivista de que no hay hechos, sólo interpretaciones, interpretaciones «ficcionalizantes» de la voluntad de poder, para decirlo con Schaeffer (1992: 278), tesis central en el Nietzsche de la década de 1880. Aparece en varios lugares de la obra del autor, por ejemplo en Más allá del bien y del mal, que se relaciona estrechamente con la Genealogía, donde se hace de la ciencia expresión del ideal ascético negador de la vida, no antagonista de éste. Y es que la ciencia necesita primero «un ideal del valor, un poder creador de valores, al servicio

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del cual le es lícito a ella creer en sí misma, —ella como tal no es nunca creadora de valores» (194). Nietzsche contrapone como determinación de la voluntad de poder arte y conocimiento: «Al arte es inherente el papel de “transfiguración” mientras que al de conocimiento el de “fijación”» (Leyte, 2005: 212). De ahí el protagonismo del arte, que deviene, que está vivo, para la voluntad de poder, mientras que el conocimiento, la idea, representan lo fijo: «metafísica del arte» sería para Heidegger la mejor denominación para la filosofía de Nietzsche (Leyte, 2005: 214). Así se entenderá mejor el extenso pasaje de Más allá del bien y del mal: Perdóneseme que yo, como viejo filólogo que no puede dejar su malicia, señale con el dedo las malas artes de la interpretación: pero es que esa «regularidad de la naturaleza» de que vosotros, los físicos, habláis con tanto orgullo, […] no existe más que gracias a vuestra interpretación y a vuestra mala «filología», ¡ella no es un hecho, no es un «texto», antes bien es tan sólo un amaño […]! «En todas partes, igualdad ante la ley, la naturaleza no se encuentra en este punto en condiciones distintas ni mejores que nosotros»: graciosa reticencia con la cual se enmascara una vez más la hostilidad de los hombres de la plebe contra todo lo que es privilegiado y soberano […] Pero […] podría venir alguien que con una intención y un arte interpretativo antitéticos supiese sacar de la lectura de esa misma naturaleza, y en relación a los mismos fenómenos, cabalmente el triunfo tiránico, despiadado e inexorable de pretensiones de poder, —un intérprete que […] afirmase acerca de este mundo […] lo mismo que vosotros afirmáis, a saber, que tiene un curso «necesario» y «calculable», pero no porque en él dominen leyes, sino porque faltan absolutamente las leyes, y todo poder saca en cada instante su última consecuencia. Suponiendo que también esto sea nada más que interpretación —¿y no os apresuraréis vosotros a hacer esa objeción?—, bien, tanto mejor» (Más allá del bien y del mal: 47-48).

La ciencia positivista cae de lleno bajo la crítica nietzscheana, por atrincherarse tras supuestos hechos sin atreverse a afirmar la vida. Sus hechos son, pues, resultado de ese mismo ideal ascético que arriba se mencionaba, contra el cual cabría otra interpretación, la energética, a la que corresponde la pars destruens. Porque, si no entiendo mal a Nietzsche, y como ya se apuntó, la afirmación consiste aquí en vivir de un modo nuevo y ya liberado de ascetismo alguno. Pero, si nos remontamos a los escritos iniciales, de 1872 a 1873, editados póstumos, todavía podemos dar un paso más. En esta época Nietzsche se preocupa por la verdad, y ésta, la verdad de la ciencia positivista que él conoce —y aquí tal vez no deberíamos olvidar la polémica con el adalid de la filología clásica, Wilamowitz-Möllendorf, que tanta huella dejó en los implicados en ella— descansa a su vez sobre una crítica de la concepción del lenguaje como instrumento: Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esta capacidad de hacer desaparecer las metáforas intuitivas en un esquema, dicho de otro modo, de disolver una imagen en un concepto […] Costará creer a quien esté impregnado

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de esta frialdad [la de los conceptos] que incluso el concepto —duro como el hueso y cúbico como un dado, como él intercambiable— acabe por no ser, sin embargo, más que el residuo de una metáfora, y que la ilusión propia de una transposición estética de una excitación nerviosa en imágenes, si no es la madre, es al menos la abuela de un concepto. Pero en este juego de dados de los conceptos se llama ‘verdad’ al hecho de utilizar cada dado según su designación (Verdad y mentira en sentido extramoral: 283).

En este interesante opúsculo, que recuerda a veces al Vico de la Ciencia nueva, se hace de las palabras «transposición estética» de la excitación producida por los terrores del primitivo, y de los conceptos el residuo de tales imágenes olvidado de su origen. De modo que el edificio entero de la verdad está cimentado en las arenas movedizas del lenguaje. Sólo el olvido de éste explica y puede justificar la reivindicación de la ciencia positivista de que ella, como diría un jurista —otro encargado de domesticar la vida— se atiene a los hechos. Pues las palabras, si surgen como imagen de una excitación nerviosa, resultarán doblemente ligadas, de un lado al objeto cuya presencia las suscitó —pues la cosa en sí, en buena lógica kantiana, es inalcanzable—, de otro al sistema nervioso individual que impresionó ese objeto. Sólo la necesidad de entenderse unos con otros presiona a los humanos para que hagan como si la impresión motivada en uno por una hoja de árbol, pongamos por caso, fuera equivalente a la impresión de otro, de modo que de tal hoja y tal hoja se saltase a ‘la hoja’, cosa que ocurre mediante un abusivo salto desde una inicial relación estética sujeto/ objeto a un pretendido vínculo lógico. O como si hubiera en la naturaleza una ‘hoja’ esencial al lado de aquélla y aquélla; o como cuando decimos de un comportamiento que es así a causa de la ‘honestidad’ de ese hombre (los ejemplos son de Nietzsche). Al olvido de la plástica concreción de la referencia y su sustitución por un descolorido sentido general se le llama ‘verdad’, y sólo entonces surge la correlativa noción de ‘mentira’. Sultana Wahnón (1995: 44) ha defendido en un libro notable que no se sigue de sus tesis en absoluto abolición del lenguaje alguna, sino «que el hablante se libere del concepto y, por lo tanto, que explore más minuciosa y detenidamente la realidad referencial, saliéndose fuera del lenguaje establecido», para dar cabida a las diferencias de las cosas. Cosa que hace la poesía, que sería así complementaria de la ciencia. Desde luego, Nietzsche termina su escrito comparando al hombre intuitivo y al hombre racional, sin renegar del segundo. Aunque tampoco habría que olvidar que en su fundacional El nacimiento de la tragedia (de 1870), la música es el arte pleno, por delante de la poesía lírica, justamente porque brota sin concepto directamente de lo dionisíaco. Lo que interesa retener aquí es que, en Nietsche, hay una subversión absoluta y hasta los cimientos de la hermenéutica entendida como diálogo con los textos a través del tiempo en busca de la verdad, toda vez que no hay más verdad que el desenmascaramiento de los falsos valores que constituyen la cultura. También es un modelo energético el freudiano, también apunta a un desenmascarar, y también arranca de la ciencia positivista para acabar por trascenderla. Cual-

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quiera que haya leído a Freud, sabe que él se tiene por médico, habla como médico y pretende estar haciendo ciencia. Se trata de conocer la mente humana y curar sus enfermedades, o mejor de conocer para curar. Comencemos diciendo, sin embargo, que la formación literaria de Freud; el disponer de un archivo viviente de la psique en la literatura; el interés de estudiar casos excepcionales; y el intento de dar una explicación basada en el placer tanto a la creación como al fin de la literatura, como muy bien señala Eagleton (1983), justifican la temprana atracción hacia el análisis de obras literarios y autores por parte del padre del psicoanálisis. Freud se interesó por la Literatura hasta el extremo de bautizar con nombres literarios conceptos centrales suyos como el complejo de Edipo (ya en la Investigación de los sueños, de 1900). En El poeta y los sueños diurnos (1908), esboza una teoría completa: la literatura, como el juego y la fantasía del adulto, constituyen un mundo propio (ficción: ilusión) del poeta, que le compensa de los sufrimientos de la vida; «un poderoso suceso actual despierta en el poeta el recuerdo de un suceso anterior, perteneciente casi siempre a su infancia, y de éste parte entonces el deseo, que se crea satisfacción en la obra poética, la cual del mismo modo deja ver elementos de la ocasión reciente y del antiguo recuerdo» (Freud, 1908: 1347); pero el poeta mitiga «el carácter egoísta» de sus sueños dándoles una forma que explica el placer estético, preliminar al más hondo del despertar de nuestra propia psique. De modo que hay también para Freud una diferencia entre la forma en tanto que —suponemos— susceptible de exégesis, y el despertar hondo, esto es el modo como la obra que sea nos alcanza; una diferencia que con variable signo atraviesa la hermenéutica al menos desde Schleiermacher. Viene a ser lo mismo que en otros lugares explicará mediante tecnicismos: la fantasía exterioriza el material inconsciente que la censura reprime; la energía sexual puede sublimarse en actividad socialmente aceptable, pero esa sublimación requiere la retracción de la libido sobre el yo. Es habitual acordarse de los no pocos estudios que consagró a obras literarias o de arte —el Moisés de Miguel Ángel—, o citar El chiste en relación con lo inconsciente. Pero esas reflexiones, digámoslo así, son derivadas; lo que nos interesa es perseguir el corazón de la hermenéutica de Freud para contrastarla con la filológica legada por la tradición y renovada por el Romanticismo. Parece lógico ir a buscarlo a La interpretación de los sueños,53 redactada en 1899 y fechada en 1900, cuyo comienzo es inequívoco: «Debo, pues, afirmar que los sueños poseen realmente un significado, y que existe un procedimiento científico de interpretación onírica» (Freud, 1900: 408); lo que se complementa con: «Interpretar un sueño quiere decir indicar su “sentido”, o sea, sustituirlo por algo que pueda incluirse en la concatenación de nuestros actos psíquicos como un factor de importancia y valor equivalentes a los demás que la integran» (Freud, 1900: 406). El sueño significa algo y ese significado se puede alcanzar si se está en posesión del método adecuado; habremos alcanzado su sentido cuando seamos capaces de formularlo de forma que se integre explícitamente en el 53   El Proyecto de una psicología científica (1895) intenta una explicación fisiológica del psiquismo y, como dice Ricoeur, se mantiene por tanto en una fase prehermenéutica.

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contexto de nuestro análisis del psiquismo. Claro que el sueño es directamente inalcanzable si no es en forma de texto: el relato que el analista solicita del paciente. Freud pide de él «una intensificación de su atención sobre sus percepciones psíquicas y una exclusión de la crítica» (Freud, 1900: 409). En otras palabras, ahorrar la energía necesaria para la reflexión a fin de concentrarla en la percepción, tal actitud es condición inexcusable para el análisis. Aquí aparece el carácter energético de la concepción freudiana: «Sabemos así —dice Derrida (apud Ferraris, 1986: 136)— que la vida psíquica no es ni la transparencia del significado ni la opacidad de la fuerza sino la diferencia dentro del ejercicio de fuerzas». La charla «curativa» es, pues, una situación especial, e igualmente el texto que se trata de interpretar, ya que lejos de proceder de la puesta en tensión de la totalidad de las capacidades del autor —el paciente— surge de la represión de la crítica, pues, en caso contrario, ésta bloquearía la expresión del sueño. Y tiene también una técnica propia: no concentrarse en la globalidad del sueño sino proceder de forma fragmentaria; además, es el médico el que presenta el sueño, pero es el paciente el que indica las ocurrencias en relación con el sueño, de modo que en cierto sentido puede decirse que el analista prepara y despeja el camino, pero es el paciente el que se autointerpreta. Todo lo cual configura una situación bastante diferente a la que ya conocemos y de la que es lícito extraer algunas enseñanzas que se pueden sintetizar en que la verdad requiere su tiempo y necesita del otro. En efecto, en vano se escrutará el paciente a sí mismo; es preciso que hable, que deje aflorar sus palabras, que las oiga como ajenas a través del analista… A continuación de este pórtico, la obra progresa de una forma que recuerda algunos tratados de la interpretación. Se establece una clave interpretativa, a saber, que el sueño es la realización de deseos (cap. III), por lo que procede mediante deformación (cap. IV); sigue a ésta la exposición del material y fuentes de los sueños (cap. V), y el análisis de los recursos de deformación (cap. VI), para concluir con un capítulo que saca consecuencias: «Psicología de los procesos oníricos» (cap. VII). Los estudios literarios se han detenido con superior frecuencia en el capítulo VI, puesto que los mecanismos aislados por Freud se dejan comparar con sorprendente exactitud con los retóricos. Se trata de un inventario como el siguiente: a) condensación (comparable al eje paradigmático de la metáfora), que abarca la sobredeterminación (polisemia) y la dramatización; b) desplazamiento (el eje de contigüidad de la metonimia); c) figurabilidad y fragmentación, que se precisan como analogía, inversión, inexistencia de alternativa, y anteposición del efecto a la causa; d) elaboración secundaria de lo que llama Freud «fachada del sueño». Hay algo que debe llamarnos la atención y es la nueva estructura cuatripartita, que recuerda tanto la quadripartita ratio de la elocución en la retórica antigua como la teoría medieval del sentido. Dicho sea con independencia de las discusiones posibles acerca de la equiparación entre elaboración de los sueños y retórica (Domínguez Caparrós, 1988/ 1989). Pero la clave estriba en comprender que todos estos recursos sólo encuentran su sentido en el proceso de construir la interpretación del sueño, es decir, de formular su conte-

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nido latente. Y para comprobar la adecuación de la interpretación no hay aquí más canon que la sensación del paciente y el hecho de que su vida y su conciencia se vean transformadas (lo que tampoco se logrará con uno o incluso varios sueños, sino en el decurso del análisis que puede extenderse durante años). Como es sabido, Freud culminó su obra (cap. VII) estableciendo que el sueño es un proceso psíquico regresivo y diferenciando entre un proceso psíquico primario, único posible en el sistema primario o inconsciente54 y otro secundario «que se desarrolla bajo la coerción del primero» (Freud, 1900: 710), por efecto de la transformación que impone la represión que ejerce la censura. Freud se cuida de advertir que la existencia de un aparato psíquico primario es una «ficción teórica» (ídem). Es decir, una hipótesis, porque estamos ante una auténtica teoría con pretensiones de científica, pero que, sin embargo, en la medida en que supone unos significados distintos de lo que aparece en la conciencia y que se pueden alcanzar mediante un método, implica una hermenéu­ tica. Nos hemos referido a que no hay más canon para la corrección de las interpretaciones que la propia conciencia y la propia vida que se extienden en el tiempo. Porque esta teoría científica tiene la curiosa propiedad, nada positivista, de desconfiar de sí misma. Es esa afirmación freudiana de «Análisis terminable e interminable» (Obras completas vol. 9, 1937/ 1975: 3339-3364) —que ha repetido en «Malestar en la cultura»— de que hay tres profesiones imposibles: psicoanalizar, educar y gobernar. ¿Cuándo, en efecto, se puede dar el psicoanálisis por concluido? Freud ha partido de la comparación entre el psicoanálista y el médico (nadie exigiría al médico que estuviera a salvo de la enfermedad) para hacer notar que el psicoanalista es una «persona normal que practica un arte» (nótese: un arte), y concluir que se precisaría un psicoanálisis didáctico inicial, breve e incompleto, como prueba de que el individuo está en condiciones de ejercer responsablemente ese arte, un psicoanálisis que debería renovarse cada cinco años. En cuanto a los pacientes, se intenta «lograr las condiciones mejores posibles para las funciones del yo; con esto ha cumplido su tarea» (Obras completas vol. 9, 1937/ 1975: 3362). En otras palabras, el final siempre será provisional, y además, como todo proceso prolongado, puede venir marcado por toda clase de circunstancias de orden puramente pragmático que aconsejen o hasta fuercen el abandono… o la reanudación posterior. En suma, se trata de un proceso perfectamente circular y a la vez ilimitado. Lo que nos lleva a la conclusión de esta parte. Hemos asistido en ella a la configuración de la hermenéutica como órganon de la filología y de la historia, marcada por el ascenso de lo que hemos llamado razón natural, que impulsa el avance de la nueva ciencia. Proceso éste que caracteriza y distingue a la Modernidad y que culmi54  Derrida (1967: 327 y ss) llama la atención sobre un breve escrito de Freud de 1924 [1925], «El “block” maravilloso» (Obras completas vol. 7, 1974: 2808-2810), que proporciona un modelo completo de los dos sistemas del aparato psíquico humano; y de paso hace notar cómo ese modelo conduce a la «escena de la escritura».

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na en la Ilustración. Poner el sujeto ante sí su objeto de estudio, establecer una distancia respecto de él, observarlo y cuantificarlo en busca de conocimientos estables y exactos son rasgos típicos de ese modelo de ciencia. Pero la evolución condicionada por esa misma ciencia conduce a un cuestionamiento radical del sujeto que debe observar e interpretar la realidad. Cuanto más ocupa el centro, más dependiente de él parece esa realidad que pone ante sí, y, en consecuencia, más resquebrajada e inestable se muestra. Es como si aquél principio de Schleiermacher de la universalidad del malentendido, en su despliegue, estuviera destinado a producir unas consecuencias que desbordasen con mucho las previsiones de su creador. Lejos del solitario cogito cartesiano, que funda y preexiste toda certeza, estamos ahora ante el intérprete interpretado. Las hermenéuticas recogidas bajo el marbete «de la sospecha» comparten el carácter del desvelar, desocultar o descubrir. Se trata de desenmascarar la falsedad de la ideología dominante; de desvelar el engaño que encubren los valores que disfrazan la voluntad de poder; de ver en las manifestaciones del sujeto lo que le ha impulsado a proferirlas pero que él mismo desconoce. ¿De buena o mala fe? Edipo ha faltado sin saberlo, pero algo debe presentir para no contentarse con las respuestas que encuentra y seguir investigando. El gobernante o el sacerdote son lúcidos y reprimen la fuerza de la vida para conservar su poder. En unos y otros casos, cabe sospechar de su pretendida inocencia. Y el caso es que la sospecha propende a volverse universal: también el intérprete es un ser social que pertenece a una clase, también participa e incluso ayuda a mantener y consolidar unos valores, también a él se le ocultan los resortes últimos de su psiquismo; el intérprete, en definitiva, es tan vida social, personal, e histórica como lo que quiere comprender. Ha de empezar, pues, por sospechar de sí mismo como intérprete y de sus pretensiones o exigencias de objetividad. Pero además, ha de sospechar del autor, sometido a las mismas constricciones que él mismo, y del propio texto porque si ya no significa lo que dice, ¿de qué sería signo en realidad? Naturalmente, no es lo mismo Marx que Nietzsche que Freud. En la orientación misma de sus pensamientos, empero, está apuntando un conflicto muy fisionómico, el que se da entre lo personal —exacerbado hoy en lo que se llama anglicistamente privacidad— y lo social. No sin deslizamientos, pues, como sabemos, el sujeto de Freud se define en relación con el padre y la madre, y él mismo, en Malestar en la cultura se ha elevado hasta una grandiosa teoría general de la sociedad y la cultura; Marx y Engels han abordado problemas de estética; Nietzsche ha querido hablar para lo personal y lo colectivo. Pero hay otros rasgos —¿antitéticos?— que comparten y que habremos de retener para avanzar. Uno es que, frente al viejo principio filológico de que el autor o la obra son los mejores intérpretes de sí mismos, los tres implican una hermenéutica que es posibilitada, en el caso de Marx y Freud, por teorías que quieren ajustarse al modelo de ciencia vigente en su momento histórico, y en el de Nietzsche, por una filosofía que, aunque sea la de un filólogo, no se reduce a filología. El segundo rasgo es que, paradójicamente, estas pretendidas ciencias o pensamientos energéticos, tal vez por traer a primer plano la circularidad menciona-

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da, posibilitarán la des-construcción, o como se ha impuesto, la deconstrucción. Aún se podría añadir que ese carácter energético desemboca en algo nuevo: ya no se trata de interpretar textos, ni aunque sea el texto general de la cultura o de la historia el interpretado, sino de transformar al sujeto y el mundo. Como quiera que sea, esta hermenéutica de la sospecha habrá de proporcionar interpretaciones que entren en conflicto con las que sugieran los modos de leer herederos de la tradición.

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IV HERMENÉUTICA FILOSÓFICA Y HERMENÉUTICA LITERARIA La hermenéutica, en tanto que conciencia reflexiva de la exégesis, había traído a primer plano, si se quiere había tematizado, la posibilidad de comunicación lingüística entre seres que se saben temporales, conscientes de compartir la capacidad de discurso sin dejar por ello de vivir en mundos diferentes. La familiarización de lo extraño tiene lugar por medio de la interpretación, y ésta es susceptible de elaboración filosófica, si es que la filosofía ha de tratar con cuestiones como el ser, el tiempo, la condición humana… Así, como elaboración filosófica del problema de la interpretación característico de algunos o todos los aspectos de la experiencia humana en su totalidad, definió Vattimo (1967: 3) la hermenéutica filosófica. Lo que había sido una técnica, un método, el óganon de la filología y de la historia, había de manifestar su alcance filosófico en la obra, primero, de Martin Heidegger, y luego, de Hans Georg Gadamer. Claro que no son los únicos nombres, pero de la dialéctica entre ambos ha partido la universalización de la koiné hermenéutica (Vattimo, 1994: 37-39), difusa y débil tal vez, pero general y característica del presente. Como Vattimo observa muy bien, si caracteriza al eje Heidegger-Gadamer la insistencia en ontología y lingüisticidad, por referencia a ellos se puede determinar el lugar de todos los problemas. Pero el salto de límite de método u órganon filológico a filosofía no dejará de tener repercusiones en los estudios literarios; sobre todo cuando la ontología se encuentre con la estética, y los autores de la hermenéutica filosófica con la poesía.

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1.  El giro copernicano: hermenéutica y ontología No hace falta decir que éste no es lugar para una exposición del pensamiento de Heidegger, aunque hay algo que sí podemos hacer, y es perseguir el significado de ‘hermenéutica’ en su obra, advirtiendo al lector de lo arduo de la peculiar prosa heideggeriana y de su lucha por no traicionar con expresiones desgastadas lo que tenía que decir. Lucha que ha pasado a sus traductores, y entre ellos al primero, José Gaos, y que ha provocado versiones como la de ‘ser ahí’ para Dasein, que, aunque discutida, conservo por habitual. Gerald Bruns (1992) ha calificado de giro copernicano lo que Heidegger representa para la hermenéutica. Heidegger (1923/ 1982: 25) la define en un principio como hermenéutica de la facticidad, el «carácter de ser de nuestro existir propio», en otras palabras: el encontrarse en el mundo; la hermenéutica tiene como labor hacer accesible a sí mismo el existir, nos permite llegar a entender el modo como estamos en el mundo, porque comprender es un modo característico de ese existir. Por eso se habla de giro copernicano —mejor hubiera sido decir einsteniano— porque lo que tenía que ver con textos trata ahora con la existencia misma, y no parece haber más fundamento para ésta que el hecho de estar en el mundo, es decir, la pura contingencia. A diferencia de lo que ocurría en Dilthey, ya no es cuestión de epistemología, de método de las ciencias humanas en contraste con las naturales, sino de comprender el ser, es decir, de ontología; si acaso se podría afirmar una cierta continuidad con el propósito diltheyano de comprender la vida desde la vida misma, desde luego en otro ámbito y con otras implicaciones. Esto que el autor ha formulado por primera vez en las lecciones de Hermenéutica de la facticidad (1923), alcanza su definición redonda y programática en El Ser y el Tiempo (1927), y está presente en el Heidegger posterior a la Kehre (cambio de perspectiva), más preocupado cada vez por el lenguaje, pero que en esos estudios que parten por lo general de textos de filósofos y poetas prosigue el programa de la destrucción de la historia de la ontología anunciado en El Ser y el tiempo (§6). Puede verse en ellos, pues, la ‘aplicación’ de ese programa, o mejor aún, ver la filosofía entera de Heidegger como trayecto, lo que se relaciona estrechamente con su carácter hermenéutico, interrogativo, no reducible a conjunto de tesis alguno (Leyte, 2005: 9-10). Precisamente, la primera mención de ‘hermenéutica’ surge al tratar de la mencionada necesidad de destrucción de la ontología. Al hablar de la griega, afirma que ha de buscar su hilo conductor en el ‘ser ahí’, en el hombre, al que define como el que tiene la facultad de hablar (lógos), y puesto que el légein —el decir— es el «hilo conductor para llegar a la estructura del ser de los entes» (§6: 36), la hermenéutica del lógos pasa a constituirse en camino para apresar    Creo que no estará de más testimoniar mi admiración por el esfuerzo de aquellos exiliados como Wenceslao Roces o José Gaos, a los que tanto debe el hispanohablante y a los que, como de costumbre, dudo que hayamos hecho justicia. Esto no quita para que, dado que el propio Gaos califica de «fórmula de abracadabra» alguna expresión resultado de su traducción, haya consultado además la reciente de Jorge Eduardo Rivera Cruchaga (Ser y Tiempo, Madrid: Trotta, 2003), que a cambio de hablar en un castellano menos esotérico se toma libertades con el idioma a las que Gaos no se atrevió.

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el ser. De modo que ya en estos primeros pasos se define la investigación que se va a llevar a cabo como una hermenéutica que no actúa sobre un texto, sino sobre el hablar mismo entendido como acceso a la ontología. En El Ser y el Tiempo se intenta responder a la pregunta por el sentido del término ‘ser’ en un horizonte temporal, que se plantea como preeminente, mediante una fenomenología —método de la filosofía— que se define como «la ciencia del ser de los entes —ontología» (§7: 48), que es el objeto de la filosofía. Se trata de combatir el olvido metafísico de esa cuestión fundamental, olvido que viene de la filosofía griega y encubre la pregunta por el ser presentando los entes. Tal pregunta tiene el carácter de una hermenéutica, porque busca comprender el sentido del ser del «ser ahí» y sus estructuras peculiares. Así que: «Fenomenología del “ser ahí” es hermenéutica en la significación primitiva de la palabra, en la que designa el negocio de la interpretación» (ibidem). A partir de este punto, Heidegger puntualiza un segundo y tercer valores de ‘hermenéutica’. Dado que la investigación abre posibilidades para los entes que no tienen las formas del ‘ser ahí’, por ejemplo, cosas o animales, ‘hermenéutica’ será también, en un segundo sentido, «desarrollo de las condiciones de posibilidad de toda investigación ontológica» (ibidem). Pero dado que el ‘ser ahí’ es preeminente sobre todo ente, la hermenéutica es, en un tercer sentido —filosóficamente primario, dice Heidegger, porque ese ‘ser ahí’ somos todos— «analítica de la “existenciariedad” de la existencia» (ibidem), y como en este tercer sentido se ocupa de la historicidad del ‘ser ahí’, tiene su base en ella aunque de forma derivada la hermenéutica vista como método de las ciencias del espíritu. En conclusión, se trata de interpretación por partida triple: del ser del ‘ser ahí’; del ser en general; y del modo de existir y estructura de la existencia del ‘ser ahí’. Si Kant había hecho una analítica trascendental para basar el conocimiento, Heidegger hará una analítica existenciaria, a cuyas categorías llama existenciarios, uno de los cuales es precisamente el comprender (el ‘encontrarse’ y el ‘habla’ son los otros). Con Heidegger ya no hay un sujeto que someta a duda lo que le rodea, ni se puede hablar de sujeto por una parte y de mundo por otra, porque no es posible no poner a la vez mundo y ser en el mundo, a aquél como lo que circunda a éste, a éste sobre el fondo de aquél: de pertenencia mutua hablará en Identidad y diferencia (1957).   C. Lafont (1993: 67) hace notar que Heidegger conserva radicalizándola la concepción humboldtiana de la dimensión cognitivo-semántica del lenguaje.    La mención de la fenomenología considerada como método remite, en efecto, a Husserl a quien está dedicado El Ser y el Tiempo, pero de cuya filosofía no se puede decir que sea hermenéutica. Es bastante clara la definición de fenomenología de Palmer (1969: 163): «Dejar que las cosas se manifiesten como lo que son, sin forzar nuestras propias categorías sobre ellas». Pero el mismo Palmer subraya con razón las aludidas diferencias esenciales entre Heidegger y Husserl debidas a la tendencia cientifista y ahistórica de éste, al menos durante la mayor parte de su carrera. Es verdad que conceptos de Husserl como el de ‘mundo de la vida’ o el de ‘horizonte’ aparecen y reaparecen en el ámbito de la hermenéutica contemporánea, y que su concepción de la conciencia, la intención, y el significado lingüístico son todavía mucho más ampliamente determinantes, puesto que extienden su influencia hasta la lingüística general. Sin embargo, la tematización de la hermenéutica sólo es central en Heidegger, cosa que no se puede decir de Husserl, quien defendió siempre la preeminencia de la intuición sobre la interpretación. 

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Con lo que estamos en una estructura previa y distinta a aquella distinción de sujeto y objeto, tan querida para la epistemología de las ciencias naturales (cfr. el escandaloso «la ciencia no piensa» heideggeriano posterior) como envidiada por las del espíritu; una estructura definida por la significatividad y por su relación directa con la comprensión: «El mundo y la comprensión son partes inseparables de la constitución ontológica del existir del Dasein» (Palmer, 1969: 168). Existenciarios, es decir, categorías de la existencia, son el encontrarse (el estado de ánimo), el comprender, y el hablar. Y a lo largo de los §§31-35 se definen precisamente el comprender y el sentido. Se entiende que este comprender es afectivo, dice Heidegger, y una forma fundamental del ser del ser ahí; por consiguiente el comprender del conocimiento tiene un valor derivado. Heidegger ve en la interpretación un desarrollo del comprender y dice: «El “ver en torno” descubre, significa: el “mundo”, ya comprendido, resulta interpretado» (§32: 166). Lo que quiere decir que vemos el mundo que nos rodea desde un principio de forma significativa, que vivimos en un mundo ya interpretado. De ahí la afirmación de que «lo comprendido expresamente tiene la estructura del algo como algo» (§32: 167). Yo no veo un trozo de madera sobre un soporte metálico, no experimento unos colores, forma, tacto, utilidad, etc., sino que veo aquel complejo directamente como la mesa sobre la que estoy escribiendo, olvidada de puro vista. Por eso, el ‘algo como algo’ es previo, añade el autor, a cualquier tematización de él; de hecho ésta sólo es posible porque el ‘como’ está delante como enunciable. Así pues, hay dos formas de ‘como’, el que corresponde a lo que está ‘a la mano’, es decir, lo que constituye nuestro mundo y sólo se hace notar, por ejemplo, cuando falla, como la tiza que uso y sólo impone su presencia si chirría en la pizarra (el ejemplo es de Martínez Marzoa). Y frente a él, el ‘como’ de lo que está presente, que indica ya un fijarse y, por consiguiente, una abstracción. Lo que implica una nueva concepción de la verdad, no lógica sino hermenéutica, en la que algo se revela en cuanto tal, más amplia que la concepción clásica que vincula verdad y proposición, y válida también para las modalidades oracionales del deseo, el mandato, la pregunta… (Leyte, 1995: 35). La verdad que restringe Aristóteles a la proposición apofántica, es decir, afirmativa o negativa, es ya derivada y corresponde a un modo particular de interpretación, el teórico o lógico, de enorme peso en nuestra tradición pero de ninguna manera el único. En concreto, en el §32 se define el sentido: Cuando los seres intramundanos son descubiertos a una con el ser del ser ahí, es decir, han venido a ser comprendidos, decimos que tienen «sentido». Pero lo comprendido no es, tomadas las cosas con rigor, el sentido, sino los entes o el ser. Sentido es aquello en que se apoya el «estado de comprensible» de algo. Lo articulable en el abrir comprensor es lo que llamamos sentido. El concepto de sentido abarca la armazón formal de aquello que es necesariamente inherente a lo que arti   Nótese además cómo el cuerpo se hace repentinamente presente, y de qué forma, en la enfer­ medad.

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cula la interpretación comprensora. Sentido es el «sobre el fondo de qué», estructurado por el «tener», el «ver» y el «concebir» «previos», de la proyección por la que algo resulta comprensible como algo (§32: 169-170).

Nótese que para poder decir que algo tiene sentido, se precisa una estructura previa, que es a la que podemos llamar ‘sentido’. De la misma manera que la interpretación se caracteriza por el ‘como’, la comprensión se caracteriza por el ‘previos’, y ambos remiten, por medio del fenómeno de la proyección, a la estructura del ‘ser ahí’. Así se puede decir que más original que cómo interpreto las cosas es cómo me interpretan ellas a mí (Leyte, 2005: 105). Comprender es proyectarse, no se hace sobre una cosa aislada sino en el entramado del mundo, y se guía por una pre-comprensión: el tener, ver y concebir previos. Sólo es posible el comprender que logra interpretaciones porque ya se ha precomprendido. El ejemplo de El Ser y el Tiempo es significativo. Cuando la exégesis de textos, dice Heidegger, apela al ‘está ahí’ (en el texto), eso no es sino «la no discutida opinión previa del intérprete, que interviene necesariamente en todo conato de interpretación como ‘lo puesto’ ya con la interpretación en cuanto tal» (§32: 169). Y desde luego, sólo el ‘ser ahí’ puede tener sentido «en tanto el “estado de abierto” del “ser en el mundo” puede “llenarse” con los entes que cabe descubrir en ese estado» (§32: 170). Apertura al mundo y comprensión se relacionan, por tanto, por lo que los seres de estructura distinta a la del ‘ser ahí’ carecerán de sentido. Con lo que se reformula también el problema del círculo hermenéutico, que al impedir supuestamente la fundamentación de la historiografía, degradaba a ésta a un nivel científico inferior al de las ciencias naturales, lo que se pretendía compensar apelando al carácter “espiritual” de sus objetos. La posición de Heidegger es bien conocida, de modo que me limito a parafrasearla. Ver el círculo como vicioso es no comprender, dice, de raíz, el comprender. Las ciencias naturales han acometido la tarea de «apoderarse de lo “ante los ojos” en su esencial incomprensibilidad» (§32: 171), y no se trata de ajustar el comprender al ideal de conocimiento que deriva de esa tarea, sino de empezar por no desconocer las condiciones del comprender: «Lo decisivo no es salir del círculo, sino entrar en él del modo justo» (§32: 171). En realidad, la historiografía supone un rigor superior al del conocimiento matemático, continúa Heidegger, que simplemente se mueve en un círculo de fundamentos «existenciarios» más restringido. Pero ese rigor sólo se logra cuando se evita que «las ocurrencias y los conceptos populares le impongan en ningún caso [a la interpretación] el “tener”, el “ver” y el “concebir” previos, para desenvolver éstos partiendo de las cosas mismas, de suerte que quede asegurado el tema científico» (§32: 170). Hay que discriminar, pues, entre prejuicios no válidos (vulgares) y adecuados a la cosa misma, lo que implica una precomprensión de ésta y una circularidad que Heidegger no ha descubierto —la hemos   En la traducción de J. E. Rivera: «el horizonte» (175).   No hay, pues, percepción previa a la comprensión, ni se trata de una capacidad de la conciencia, sino de una estructura propia de nuestro ser en el mundo, que posibilita las interpretaciones. C. Lafont (1993: 75) reformula esto en términos de primacía del significado sobre la referencia, habla de ‘holismo’ del significado, y critica las aporías a que según ella conduce esta concepción.  

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visto, por ejemplo, a propósito de Freud— pero que eleva a ontológica al convertirla en estructura del “ser en el mundo”. De aquí arrancará Gadamer para su consideración de los prejuicios, punto de partida, a su vez, de su consideración de la hermenéutica. Hay una relación inextricable entre la comprensión y el hablar; de hecho, el hablar es, como aquélla, un existenciario (§34), que permite definir ahora el sentido como «lo articulable en la interpretación, o más originariamente ya en el habla» (§34: 179). El hombre es un ente que habla, dice Heidegger, y el hablar es el fundamento existencial del lenguaje. C. Lafont (1993: 69) hace notar que los momentos constitutivos del habla: el ‘sobre qué’ (aquello de lo que se habla), lo que se dice, la comunicación y la expresión, vienen a corresponder a las funciones ‘expositiva’, ‘apelativa’ y ‘expresiva’ de Bühler. La diferencia es que Heidegger distingue, dentro de la primera, entre el ‘sobre qué’ y ‘lo que se dice’, que ella formula como diferencia entre ‘develar’ (Offenbarmachen), que concierne al sujeto de la oración, y predicado. Ello es coherente con esa aptitud del lenguaje para traer a la luz el ser de las cosas. Heidegger subraya que no se trata de manifestar interioridad alguna, sino de estructura constitutiva, inseparable de la apertura propia del ser ahí. Así puede decir que el oír forma parte del hablar, y que oír es inseparable de comprender. De hecho, «nunca jamás oímos ruidos ni complejos de sonidos, sino la carreta que chirría o la motocicleta» (§34: 182). También en este ámbito es previa la comprensión, y la percepción sólo resultado secundario de una abstracción muy complicada. La conclusión es clara: «El hombre se manifiesta como un ente que habla. Esto no significa que le sea peculiar la posibilidad de la fonación, sino que este ente [el lenguaje] es en el modo del descubrir el mundo y del “ser ahí” mismo» (§34: 184). Lo que es coherente con cuanto se viene exponiendo. El desarrollo del pensamiento de El Ser y el Tiempo lleva, como no podía ser menos, hasta un problema inseparable de la hermenéutica, cual es el de la historia. Ya en §6 (30) se afirma que el ser del ‘ser ahí’ encuentra su sentido en la temporalidad, que es «condición de posibilidad de la “historicidad”», que pertenece a la estructura del ‘ser ahí’, y, por consiguiente, es previa a lo que llamamos historia y no al revés. Esta historicidad se analiza a fondo en el capítulo V. La temporalidad —el ser para la muerte, en otros términos: nuestra finitud— aparece como fundamento de la historicidad, que se traduce en el ser histórico no del sujeto, cosa que contradiría   Hay que remitir en general a su libro de 1993 para una crítica a esta concepción que antepone la dimensión semántica a la pragmática comunicativa con tal radicalidad que el lenguaje se convierte, según Lafont (1993: 84) en un «demiurgo, ajeno a toda actividad intramundana». El lenguaje —la variedad de las lenguas históricas— es responsable de la apertura del mundo y de la verdad, y llega a tener un carácter determinante, incapaz de ser corregido por cualquier experiencia intramundana. Pero no hay que olvidar que, a su vez, Lafont quiere llevar la concepción lingüística a la filosofía del lenguaje anglosajona centrada en la referencia.    Modo de ser histórico del Dasein. J. E. Rivera (2003: 496) glosa: «Historicidad es el carácter aconteciente que tiene el extenderse del Dasein». El término alemán es Geschichtlichkeit, derivado de geschechen: acontecer, y no se puede confundir con Historie: historia como saber. En este capítulo hace notar Heidegger que hasta ahora ha considerado el ‘ser para la muerte’, pero que hay otro término, el nacimiento, por lo que, para entender la historicidad, es preciso desvelar la estructura del acontecer, el ‘entre’ que constituye la existencia. 

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los desarrollos anteriores, sino del ser en el mundo, en el cual salen al encuentro los otros, las cosas, por lo que su gestarse histórico es un «“gestarse con” y constituido como “destino colectivo”» (§74: 415); y añade: de la comunidad, del pueblo, en y con su generación. Por consiguiente no hay nada como un tránsito gradual entre el “ser ahí” y la ciencia de la historia, que pudiera entenderse con el pasado de forma natural y sin más contradicciones que las causadas por las insidias del tiempo en los monumentos de ese pasado. Al contrario, hay conexión entre la temporalidad del ‘ser ahí’, la historicidad, la historia y la historiografía (o ciencia de la historia), relación que, dejando aparte la historiografía, se establece de la siguiente manera: «Historia es aquel específico gestarse del “ser ahí” existente que acontece en el tiempo, pero de tal suerte que como historia vale en sentido preferente el gestarse “pasado” y al par “tradicional” y aun actuante, todo en el “ser uno con otro” [Rivera: “el convivir”]» (§73: 409). El Dasein es lo primariamente histórico, historicidad que se funda en la temporalidad propia, en aquel modo de existir y situarse en el mundo que se puede calificar de auténtico porque, frente al perderse en el “uno” o el “se” (el existir impersonal, impropio: se comenta…, uno cree que…), asume resueltamente su propia contingencia, es decir, su ser para la muerte. Se funda así una historicidad propia, que se caracteriza por elevarse hasta su destino, esto es, que el ser ahí «se hace “tradición” de sí mismo, libre para la muerte, a sí mismo, en una posibilidad heredada pero, sin embargo, elegida» (§74: 414). Y en el modo del convivir se constituye —ya lo vimos— el destino colectivo, que no es una mera suma de destinos individuales, porque es un gestarse colectivo que se revela en el compartir y en la lucha. Pero nos interesa especialmente la tradición, ese que habrá de ser gran motivo gadameriano. Puede ocurrir que el ‘ser ahí’ busque la procedencia de las posibilidades sobre las que proyecta su existencia. El retroceso a posibilidades ya sidas, que abre la posibilidad de reiteración, es lo que se llama tradición: «La “reiteración” [re-iteración de una posibilidad de existencia transmitida] es la “tradición” expresa, es decir, el retroceso a posibilidades del “ser ahí” “sido ahí”» (§74: 416). Reiteración que, aclara Heidegger, no supone una repetición o vinculación con el pasado sino una réplica al pasado; en la cual se dan tanto el destino individual como el colectivo: «La historicidad propia comprende la historia como el “retorno” de lo posible» (§74: 422). La propia, por ello, des-presentiza el hoy, valga la expresión, y se des-habitúa de la mirada cotidiana vulgar, mientras que la impropia comprende el pasado por el presente y sólo busca lo moderno. Con lo que tocamos un punto clave para la hermenéutica. En las palabras algo más transparentes de Hitos: «Es falso que la auténtica tradición consista en dejarse arrastrar por el lastre del pasado; por el contrario, es la tradición la que nos libera en lo que nos aguarda en nuestra actualidad presente y de ese modo    «Sólo cuando en el ser de un ente moran juntas la muerte, la deuda, la conciencia moral, la libertad y la finitud […] puede ese ente […] ser histórico en la raíz de su existencia» (§74: 415). Así se explica igualmente el carácter de los monumentos o los testimonios del pasado conservados en los museos, porque formaban parte del mundo del Dasein: su mundo ha desaparecido, aunque son presentes como material para el saber histórico.

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lleva el peso en el asunto del pensar» (Heidegger, 1976: 346). La tradición abre un mundo de comprensión, y nos permite situarnos ante nuestras propias posibilidades. ¿Cuál es, entonces, el objeto de la historiografía? Ni los hechos ni las posibilidades: «Ni lo gestado simplemente una sola vez, ni un universal flotante por encima de ello, es su tema, sino la posibilidad sida fácticamente existente» (§76: 426), luego le es ajena cualquier idea de progreso. Ya que lo que sucedió se había proyectado sobre una posibilidad que contribuyó a precisar el destino individual y el colectivo. Así la historiografía no tiene su fundamento en el presente que retrocede al pasado sino que selecciona sus objetos desde la «elección existencial fáctica de la historicidad del “ser ahí”» (§76: 426). Y esa es su única posibilidad de ser objetiva, dado que en el ámbito histórico las aspiraciones a la universalidad carecen de valor de verdad. Y, dando un paso más, y al recordar a Dilthey y su correspondencia con el conde Yorck, viene a las mientes aquella idea de que el filólogo tiene de la historia un concepto como de caja de antigüedades: en toda esa bagatela, por ejemplo, de cuántas veces estuvo Platón en la Magna Grecia no hay nada vivo. Y surge la frase de Yorck: «No hay […] ningún efectivo filosofar que no sea histórico» (§77: 433), desde la cual se puede volver al §6 y su famoso epígrafe: «El problema de una destrucción de la historia de la ontología». Allí es donde primero se planteó la cuestión de la tradición, aunque faltaba el análisis de la historicidad que ha permitido ver su fundamento y sus implicaciones. El ‘ser ahí’ se mueve en una cierta comprensión de las posibilidades de su ser (de ahí lo de que su pasado y el de su generación no le sigue sino que le precede, §6: 30); y puede también descubrir la tradición, es decir, «abrir “lo que transmite”», dicho de otro modo, formularse problemas y preguntas historiográficos, cuya forma misma de formularse ya es histórica. Y esa historia descubre un endurecimiento de la tradición que ha olvidado la pregunta por el ser a causa de la metafísica y justifica así el famoso programa de la «destrucción del contenido tradicional de la ontología antigua, llevada a cabo siguiendo el hilo conductor de la pregunta que interroga por el ser, en busca de las experiencias originales en que se ganaron las primeras determinaciones del ser, directivas en adelante» (§6: 33). Pues, aunque la dificultad de El Ser y el Tiempo pudiera sugerir otra cosa, da la impresión de que para Heidegger no se trata de abstracciones sino, en último análisis, de explicarse el terrible presente que le había tocado vivir. Con lo dicho hasta ahora nos hemos asomado a lo que podríamos considerar el fundamento ontológico de la hermenéutica heideggeriana. Él mismo define años más tarde, en De camino al habla, su empresa inicial como más radical que una doctrina del arte de la interpretación, no sólo eso sino «la tentativa de determinar, ante todo, lo que es la interpretación a partir de lo que es hermenéutico» (Heidegger, 1959: 90), aunque, cuando su interlocutor le pide una definición del término, le hace notar que después de El Ser y el Tiempo lo abandonó en sus escritos, y se contenta con definir el círculo hermenéutico como que «el portador del mensaje debe ya provenir del mensaje. Pero a la vez debe haber ido hasta él» (Heidegger, 1959: 136). Seguramente con «lo que es hermenéutico» está aludiendo a esa conversión a lo ontológico que ya conocemos. A lo largo de la obra de Heidegger, no obstante, se da un despliegue

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que permite caracterizar el lado práctico de esa hermenéutica con más precisión. Naturalmente, se podría pensar que se la ve actuar en los estudios consagrados a motivos de distintos filósofos, así como en los no pocos dedicados a los poetas: Trakl, Stefan George y sobre todo Hölderlin son sus protagonistas. Para C. Lafont (1993: 73), hay una dificultad intrínseca al planteamiento de El Ser y el Tiempo que explica la Kehre. La consideración del Dasein como arrojado a un mundo ya constituido, imposibilita el retrotraer la constitución de ese mundo a la estructura existencial del Dasein. Supongo que Heidegger hubiera podido contestar que es justamente esa circularidad la que es estructural y constitutiva. Por eso, conviene recordar con A. Leyte (2005: 248) que con la Kehre no estamos ante otro Heidegger, sino ante el «intento por reinterpretar de nuevo el sentido». Y hay dos momentos en esa obra posterior que atañen directamente a la hermenéutica: la idea del lenguaje como la casa del ser de Carta sobre el humanismo; y que sólo donde hay lenguaje hay mundo (en varios lugares y entre ellos en De camino al habla). Es una concepción del lenguaje que, por más que la posición de éste parezca ocupar ahora el centro, continúa la ya perfilada en El Ser y el Tiempo: crítica a la concepción instrumental del lenguaje; en lugar de ello el decir —que constituye un acontecer y es, como tal, histórico— trae a la luz los entes del mundo. Lo que es inseparable de la consideración de la verdad como acontecimiento, acontecer que consiste en una desocultación, y que no depende de ninguna experiencia intramundana, sino que es anterior y posibilita ésta. Ahora, «el ser pasa a comprenderse como la cosa» (Leyte, 2005: 292 ss.).10 Pero la cosa no es el objeto correlativo del sujeto de la Modernidad: la jarra —el ejemplo es de A. Leyte— «se sostiene entre la tierra y el cielo, al lado de los mortales y los inmortales» (297). Parece que se apunte a otra forma de apreciar las cosas, una que las arranque de la alienación en que las vemos habitualmente, simples objetos para el mercado. Seguramente enlaza con aquella reflexión de El Ser y el Tiempo de que no percibimos primero para decir después que es el ruido del coche, sino que todo está, desde un principio, interpretado. Y parece tratarse de desandar el dar por supuesto que la cosa es el soporte de sus propiedades, o la articulación de materia y forma, o lo que percibimos mediante sensaciones: ese sería el pensar metafísico. Quizá reencontrar la finitud, que no puede ser nada en sí, puesto que sólo puede ser «la diferencia entre la insistencia de las cosas por aparecer y prevalecer y la constitución temporal de las mismas» (Leyte, 2006: 78). Naturalmente, decirlo no está al alcance de un decir cualquiera: la poesía es, de modo consecuente, ese decir creador y primero al que Heidegger acude una y otra vez, cuando no lo hace a los pensadores cuyo decir es también acontecimiento, supuesto que —como dice en De camino al habla (1959: 168-169)— poesía y pensamiento se mueven en el elemento del decir, un decir eminente en una relación oscura pero esencial a la que se opone el pensamiento técnico que amenaza con arruinar el mundo. El pensar carece de método o tema, «sólo hay región, llamada así porque obsequia   Para cuanto sigue me guío por los análisis de A. Leyte (2005; 2006).

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con un en-frente […]; libera lo que el pensamiento tiene por pensar» (Heidegger, 1959: 160). O también: «Dejarse decir lo que es digno de pensar se llama —pensar» (213); y por fin: «La palabra más antigua para el reino de la palabra pensado así, para decir, se llama lógos: die Sage, que, mostrando, deja aparecer lo existente en su es» (ibidem). En estas citas se condensa la relación entre pensamiento, lenguaje y ser; en ellas se cimenta la hermenéutica que Heidegger practica después de la Kehre. Si se trata de un dejarse decir, resulta claro que la actitud del intérprete será la apertura y la receptividad, en otros términos, la escucha. E igualmente claro es que lo que ocurra será en diálogo con otro: siempre Heidegger parte ahora de un poema o de un pensamiento anterior: «Ésta y otras interpretaciones estaban determinadas por la idea de que cuando pensamos filosóficamente entramos en un diálogo con los pensadores de otros tiempos. Este diálogo significa algo muy distinto que limitarse a completar una filosofía sistemática por medio de la presentación histórica de su historia» dice en Hitos (1976: 75). Y más adelante (173) precisa que la doctrina de un pensador es lo no dicho en su decir, y que, para poder saber qué es ello, habrá que volver a pensar lo dicho por él. En eso consistiría el diálogo; y, en efecto, repensar lo dicho por otro —nótese que se presupone que lo dicho no alcanza lo pensado, y que es esa diferencia la que hay que ganar— es, ya lo vimos a propósito del conde Yorck, bastante distinto a la típica explicación histórica. Hermenéutica es, pues, diálogo, que podemos intentar precisar un poco más mediante la segunda conferencia de las dos que integran Identidad y diferencia (1957), «La constitución onto-teo-lógica de la metafísica», donde se dan unas «normas» del pensar, que casi recuerdan la preceptiva de la hermenéutica filológica tradicional, y que coinciden en lo esencial con lo ya expuesto. Complementariamente, «El habla en el poema» (De camino al habla) lleva por subtítulo: «Una dilucidación de la poesía de Georg Trakl», y precisamente comienza por explicar el término ‘dilucidación’. En el primero de los textos aducidos, para el diálogo con Hegel habrá que hablar con él del mismo asunto que él habló y de la misma manera: «Sólo que lo mismo no es lo igual. En lo igual desaparece la disparidad. En lo mismo aparece la disparidad» (Heidegger, 1957: 104). Al principio de Identidad y diferencia ya se ha puesto en claro que la identidad no es que A sea igual a sí mismo, fórmula trivial, sino que postula que dos términos distintos son lo mismo: la lógica de identidad y diferencia es la lógica esencial de la interpretación, es decir la pretensión de que lo que se está pensando es lo mismo que pensaba el autor comentado, y eso sabiendo de su diferencia, sabiendo que el momento histórico de su decir está perdido irremisiblemente. A. Leyte (1988: 10-11) lo ha glosado con absoluta claridad: Parménides no es nuestro contemporáneo en el mapa de la escritura, pero precisamente por eso podemos, con Heidegger y no con la semiótica deconstructiva que pretende fundarse en él, interpretarlos, a saber, hacerlos nuestros contemporáneos y, de este modo, escucharlos. Y esa escucha es la que puede revelar, en parte, lo que fue allí en el pasado, en parte, lo que aquí, en nuestro presente, ocurre, y que a fuerza de tanto ruido semántico somos igualmente incapaces de escuchar, pues estamos tan lejos de Parménides como de nuestro mundo.

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Es preciso primero afirmar la diferencia histórica y no confundir texto y comentario: éste sólo se justifica entendiendo el pasado como pasado. Como ejemplo del radicalismo de la historicidad en Heidegger, baste recordar su crítica a la idea de Dilthey de que cada época tiene una imagen del mundo: sólo la época actual puede tenerla, porque sólo en la Modernidad el sujeto se erige en centro que pone a los entes ante sí como representaciones. No hay espacio, pues, para nada semejante a la idea del progreso. Por ejemplo, no se pueden medir la física o la ciencia antiguas con las modernas porque sus esencias y fines son diferentes (lo que no significa desconocer que la técnica que derivamos de nuestra ciencia transforma el mundo más eficazmente que la griega, aunque también de forma mucho más destructiva y en respuesta a otras necesidades): Tampoco se puede decir que la teoría de Galileo sobre la libre caída de los cuerpos sea verdadera y que la de Aristóteles, que dice que los cuerpos ligeros aspiran a elevarse sea falsa, porque la concepción griega de la esencia de los cuerpos, del lugar, así como de la relación entre ambos, se basa en una interpretación diferente de lo ente, y, en consecuencia, determina otro modo distinto de ver y cuestionar los fenómenos naturales […] debemos librarnos de la costumbre de distinguir la ciencia moderna frente a la antigua únicamente por una cuestión de grado desde la perspectiva del progreso (Heidegger, 1984: 64-65).

Mas volvamos a la normativa heideggeriana,11 tal como se puede entresacar de su conferencia. Primero, el pensar ha de mantenerse dedicado a su asunto —llegar hasta el final exigido por el tema, lo que no es posible si no se saca primero a la luz nuestra disparidad con Hegel (ya que es, en este caso, Hegel). Y nótese que aquí no es cuestión de intención autorial, puesto que lo que manda es la cosa, aquello que ocupó al autor —él ya supo escuchar— y que nos ocupa ahora: debemos buscar el acuerdo con el autor en eso que comparece o debe comparecer en nuestro diálogo con él. En segundo lugar: «Para Hegel, la norma que hay que adoptar para el diálogo con la historia de la filosofía reza así: introducirse en la fuerza y el horizonte de lo pensado por los pensadores anteriores […] Para nosotros […] es la misma […] Sólo que nosotros no buscamos la fuerza en lo ya pensado, sino en un impensado del que lo pensado recibe su espacio esencial» (Heidegger, 1957: 109-111). Ahora bien ¿qué es lo impensado? «Lo ya pensado sólo es la preparación de lo todavía impensado, que en su sobreabundancia, retorna siempre de nuevo» (ídem). También se puede decir: lo pensado «constituyente [pero] que desapareció en la exposición de la doctrina» (Leyte, 2005: 58). Si nadie y ninguna tradición tampoco es capaz de tematizar totalmente su propio contenido, o mejor, en la tematización misma están quedando en la penumbra armónicos, resonancias, implicaciones, que sólo el tiempo: el comentario poste11   Puede verse una crítica de la práctica interpretativa de poemas heideggeriana en Schaeffer (1992: 334), que la define por seis rasgos: Heidegger de ordinario parafrasea, traduce, desmantela la sintaxis del poema, lo autonomiza de las circunstancias de su producción, pasa por alto su forma poética, practica una hermenéutica autoritaria que opone lo que el texto dice a lo que quiere decir en realidad… Schaeffer es duro; otra cosa es si lo que dice Heidegger compensa o no sus métodos.

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rior, logrará sacar a la luz, ésa es precisamente nuestra misión, «la puesta en libertad de lo que rige en la tradición desde el principio», aquello que vemos se desprende de lo ya dicho por los otros pero que ellos no dijeron. Y que no hay que entender de forma psicológica, ni como recuperación del principio de ‘entender al autor mejor que él mismo se entendía’,12 sino específicamente, como olvido de la pregunta por el ser que provoca el nacimiento de la metafísica occidental, y, por ello mismo, marca su historia. Respecto de esta cuestión, la conferencia sobre Trakl permite una nueva iluminación, válida toda vez que pensamiento y poesía ‘pertenecen al decir’. Recordemos que la cuestión era aclarar qué es dilucidar poesía, que, como todo «caminar pensante», desemboca en una pregunta, y consiste en indicar y estar atento al lugar de la obra poética. Y ¿qué es el lugar? Supuesto que todo poeta poetiza según Heidegger (1959: 35) desde un único Poema (con mayúscula), el lugar del Poema es desde donde brotan los poemas particulares, que jamás agotan el manantial originario (imagen romántica que resurgirá en Gadamer). El Poema es aquí lo no dicho, y «todo diálogo pensante con el Poema de un poeta reside en esta reciprocidad entre clarificación y dilucidación» (1959: 36). Pues dilucidar el Poema exige clarificar poemas particulares, lo que presupone cierta dilucidación: en definitiva, que estamos ante una reformulación del círculo hermenéutico, que prescribe que cada obra es el mejor intérprete de sí misma (incluso la selección de versos y estrofas del propio estudio está orientada por el lugar del Poema). Tal dilucidación representa un diálogo entre el pensamiento y la poesía —aunque el verdadero diálogo sería poético y entre poetas— que pretende cuestionar y hacer más reflexiva la audición, dice Heidegger, nunca sustituirla o guiarla; y que se justifica porque evoca la «esencia del habla» (ya sabemos la misión desocultadora de la verdad que se reconoce a ésta). Tanto en el caso del diálogo con Hegel como en el de Trakl hay que situarse en ese lugar de lo no dicho que constituye un centro energético al que tiende lo dicho por el pensador, o del que irradian los poemas del poeta. Pues el signo del movimiento es inverso en uno y otro caso, como si la misión del poeta fuera la escucha y la del pensador la interrogación. Tal es el carácter del diálogo entre ambos que ilustra la comparación entre los textos que hemos allegado. Lo que tiene una consecuencia, que Heidegger hace explícita a propósito de una oda de la Antígona de Sófocles: «El exegeta debe distorsionar» (apud Palmer, 1969: 198), es decir, no contentarse con lo que el poema dice expressis verbis, sino, como sabemos, ir más allá, propiamente interpretar. Parece, pues, que dejar hablar al poema sea buscar la relación justa entre lo dicho y lo por decir.13 12   Palmer (1969: 187) lo puntualiza muy bien recordando De camino al habla (1959: 122), donde se refiere a la relación de Heidegger con los griegos: «Entrar a pensar lo no pensado quiere decir: emprender de modo más originario lo que ha sido pensado por los griegos». Y glosa: entrar en el telón de fondo de lo pensado de hecho, en busca de pistas para un pensar alternativo. 13   Palmer (1969: 199-200) introduce aquí una comparación con el proceder del New Criticism y su subrayado de la autonomía del poema, se entiende —aunque no lo mencione— que respecto de intención autorial, afectividad, en fin, las famosas falacias de Winsatt y Beardslay (1954). Heidegger proporcionaría la base filosófica de la que el movimiento anglosajón carecía. Pero él mismo reconoce que Heidegger está muy lejos de las «restricciones de la objetividad científica». Desde luego, Heidegger, al principio de su estudio de Trakl (1959: 35) contrasta su interés exclusivo en el lugar de la obra poética

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Pero todavía hay un tercer principio: mientras que para Hegel, el diálogo con la filosofía anterior a él tiene el carácter de superación —la famosa Aufhebung—, para nosotros, dice Heidegger, lo tiene de paso atrás. Donde resuena tal vez aquella destrucción de la ontología anterior que la pregunta por el ser de El Ser y el Tiempo exigía, y que se proponía no una exposición histórica que cree saber cuáles son los problemas —si no las respuestas— sino más bien recuperar las preguntas mismas de donde salieron las respuestas que conocemos: «El paso atrás dirige hacia ese ámbito que se había pasado por alto hasta ahora y que es el primero desde el que merece ser pensada la esencia de la verdad» (Heidegger, 1957: 113). En otras palabras, preguntarse por el ser de las cosas y no dejarse llevar por cómo se comprenden a sí mismas. ¿Es todo esto trasladable al ámbito de los textos rotulados como tradición literaria? Desde luego, la primacía de la poesía es clara, basta con acercarse al trabajo de Heidegger sobre la obra de arte; de hecho, a diferencia de Ricoeur, él sólo se ha acercado a los poetas. Pues bien, ¿qué significa el paso atrás? «En el poema se dice algo muy distinto de manera diferente —y sin embargo se dice lo Mismo que en lo pensado a propósito de la relación entre el “es” y la palabra que no tiene naturaleza de cosa» (Heidegger, 1959: 174). Las citas podrían multiplicarse. Hay una diferencia entre cantar y meditar, pero lo que se juega en ambas actividades es la posibilidad de hacer una experiencia con el habla, una experiencia en la que se revela o hay un acercamiento al vínculo entre la palabra y el ser. Y fuera de ese ámbito, hay otra palabra, cosificada, que tiene relación con el mundo de la técnica, la reducción del mundo a objeto y su consiguiente cuantificación (y amenaza de destrucción). La relación entre el ‘es’ y la palabra esencial nos retrotrae de forma natural al programa inicial de El Ser y el Tiempo; con ese valor leemos ‘paso atrás’. Así, si la hermenéutica, se puede decir, es el carácter inicial de la entera reflexión heideggeriana, ésta produce una hermenéutica nueva después y hasta el final de su trayecto, pues acaba por avanzar sólo en diálogo con el decir de algunos pensadores y poetas. Pero además, al hilo de su progresión, esta hermenéutica misma nos da sus propias reglas. Y en el núcleo de ellas, la necesidad de aclarar qué es lo que nos convoca al encuentro con la tradición, que ya no es aquello que expresamente dicen los textos, sino lo impensado hacia lo que sólo podemos abrirnos camino remontando por medio, a través, contra la palabra de esa misma tradición. 2. La hermenéutica filosófica En Gadamer14 conviene distinguir la hermenéutica (filosófica u ontológica, dirá él) desarrollada en su monumental Verdad y método (1960), de la poética y hermenéutica con el «histórico, biográfico, psicoanalítico y sociológico» propio de la época. En este sentido, en tanto que aspiración a entender la poesía como poesía, tomándola como valor en sí y no como síntoma o documento, se podría aceptar la comparación; sin embargo la comprensión de Heidegger está mediada por su propia filosofía que habría que aceptar en conjunto porque es inseparable de su lectura. 14   Lo dedicado a Gadamer ha visto la luz, con algunas variantes, en Romo (2007).

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literarias, igualmente desarrolladas en los estudios que acompañan a Verdad y método (y publicados con el título de Verdad y método II) y en otros muchos. Los once volúmenes de sus Gesammelte Werke no están traducidos al español15 —Verdad y método ocupa el primero—, aunque sí contamos con una muestra bastante amplia de su obra. Nos centraremos de momento en la hermenéutica filosófica del texto de la primera edición, con la única excepción de una referencia a la «Introducción» a la segunda. Conviene proceder así porque Gadamer ha sido tenazmente malentendido, en primer lugar por sus discípulos, Hans Robert Jauss y los críticos de la estética de la recepción, y en segundo lugar trivializado por otros muchos en el ámbito de la teoría de la literatura. Por eso debemos empezar por señalar lo que la hermenéutica filosófica no es: «No era mi intención componer una “preceptiva” del comprender como intentaba la vieja hermenéutica […] mi intención era y sigue siendo filosófica; no está en cuestión lo que hacemos ni lo que debiéramos hacer, sino lo que ocurre con nosotros por encima de nuestro querer y saber» (Gadamer, 1960: 10). Luego las síntesis que le llaman ‘teórico’ y que ven en Verdad y método una teoría literaria más, de las muchas que produjo la pasada centuria (o incluso una simple teoría de la lectura), parten de una posición muy poco o nada comprensiva. Aunque la obra no escasee en referencias filosóficas y literarias, unas y otras son necesarias para alcanzar el verdadero problema, que no es otro que el de la verdad, pero éste es universal y se localiza en un lugar previo al de la teoría de la literatura —y de cualquier otra teoría— y su pretensión de constituirse en ciencia. Lo que no quita para que se pueda reconocer a la obra un valor normativo en tanto que «intenta sustituir una mala filosofía por otra mejor». Ni incluso para que de varios de sus pasos se puedan derivar cánones, en sentido clásico, productivos de cara a interpretar mejor las obras literarias. Aunque el título originario iba a ser más «académico», Verdad y método expresa muy bien lo que el lector se encuentra. La cuestión de la verdad, la famosa pregunta de Pilatos, ¿qué es la verdad? (Juan 18, 38), que, por cierto, sirve de título a otro trabajo de Gadamer de 1957 (1986: 51-62), parece ser el hilo conductor de la obra. La verdad que desborda al método, pero que si no se tiene constantemente ante la vista en su forma interrogativa, hace imposible comprender nada en particular. Y sólo por estar en forma interrogativa, pero no de pregunta retórica, sino como algo que no se sabe a priori y por lo que vale la pena preguntarse, sólo entonces se puede hablar de hermenéutica. Por eso tiene un valor irónico acordarse de Pilatos; él tiene supuestamente la verdad delante y o es incapaz de reconocerla o le resulta indiferente: «La frase […] en la situación política de Palestina significa que lo afirmado como verdad por un hombre como Jesús no afecta al estado para nada» (Gadamer, 1986: 51). La verdad excede al método como Dios a las palabras de la Escritura en Lutero; sin embargo, sólo se da en el diálogo hermenéutico, igual que el Dios luterano, que es más que las palabras, sólo se revela en el acceso del intérprete a éstas.   Hay que advertir que la versión española se hizo en 1977 sobre la tercera edición alemana, que apareció ampliada con un nuevo estudio, «Hermenéutica e historicismo», y con un «Epílogo» en el que el autor contestaba a muchas de las críticas y polémicas suscitadas por su libro. 15

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Complementariamente con lo dicho, hay que advertir que la hermenéutica en Gadamer tiene el carácter de una experiencia, por lo que se sitúa en un lugar distinto al de la concepción habitual de la ciencia, a no ser que recordemos el «Ciencia de la experiencia de la conciencia», título que puso Hegel a su Fenomenología del espíritu, en el que precisamente se reúnen los términos referidos. Y es imprescindible recordar la encrucijada entre verdad y experiencia para entender a Gadamer. La estructura general de Verdad y método es de particular relevancia para una hermenéutica literaria, porque avanza en unos a modo de círculos concéntricos de amplitud creciente, pero justamente desde el problema de la experiencia del arte. A partir de ésta y pasando por la comprensión en las ciencias del espíritu, hasta el lenguaje como medio de la experiencia hermenéutica. Que son las tres partes que componen la obra. El primero de esos círculos lleva por título general: «Elucidación de la cuestión de la verdad desde la experiencia del arte» (31) y se articula en dos momentos: «La superación de la dimensión estética» (31), y «La ontología de la obra de arte y su significado hermenéutico» (143). La experiencia del arte ¿Por qué empezar por el arte? Parece lógico que si encontramos un ámbito de verdad diferente al de las ciencias naturales,16 anterior y previo, habremos logrado desbordar el método característico de éstas y demostrado que la verdad no se reduce a sus resultados. ¿Y por qué la dimensión estética sería algo que hay que superar? Realmente hay algo común a la comprensión en materia histórica y en materia artística, y es que una y otra escapan a la conformidad a leyes que Kant prescribía al modo en que el entendimiento se aplica a la naturaleza. Tanto la historia como el arte tienen que ver con lo singular e irrepetible. Y si por experiencia del arte se entiende la conciencia estética, subjetiva y sin conocimiento cognitivo alguno, de la definición kantiana, no cabe duda de que poco habrá allí que comprender, con lo que el único conocimiento digno de tal nombre será el de las ciencias de la naturaleza. Ahora bien, a la estética llegaremos dando un rodeo por las ciencias del espíritu, puesto que éstas se ocuparon entre otras cosas de las obras de arte, y la idea que tenemos del arte es inseparable de su elaboración. Sin embargo, las ciencias del espíritu, las que por buscar comprender lo singular en su concreción histórica —«¿qué clase de conocimiento es éste que comprende que algo sea como es porque así ha llegado a ser?» (Gadamer, 1960: 33)— y no como caso de una ley debieran ser más independientes de las naturales, son incapaces de comprenderse a sí mismas justamente porque pretenden modelar su proceder sobre el método de éstas. De hecho las del espíritu, más que de un método propio que taxati16   Conviene aclarar que Gadamer no se opone a la ciencia en sí, sino más bien a la ideología tecnocientifista característica de la sociedad actual que pretende reducir la verdad a cálculo y progreso. Probablemente Gadamer es entre otras cosas heredero de la reflexión heideggeriana de «La época de la imagen del mundo» (1938).

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vamente y contra Dilthey, afirma Gadamer (1960: 36), no existe para ellas, de lo que son depositarias es de la gran tradición del humanismo, inseparable del ideal de formación (Bildung). Y al examinar los conceptos básicos del humanismo, lo que hace Gadamer es contraponer los que implicaban lo colectivo, digámoslo así —la formación, el sentido común, que implicaba una sabiduría práctica y colectiva (a la romana)— con la subjetivación que Alemania imprimió a otros conceptos como la capacidad de juicio y el gusto, subjetivación que valora como una pérdida. Precisamente aquí aparece la estética, que se puede definir como ontológica en tanto que vincula arte y comprensión, arte y verdad: sólo si el arte revela el ser puede proporcionar conocimiento y ser objeto de comprensión y no sólo de goce. Pues de hecho, el punto crucial en la constitución de la moderna epistemología es el que delimitó un ámbito específico para el arte, el estético, distinto de la ciencia y apartado, dice Gadamer (1960: 73), del centro de la filosofía. Así que, como decía el epígrafe, será preciso superar la dimensión estética para avanzar hacia la verdad del arte. Así pues, para progresar en dirección al vínculo entre arte y verdad, habrá que abrirse paso a través de la estética kantiana, dado que, tal como concibe el juicio de gusto, subjetivo y apriorístico aunque con una dimensión generalizante, le es indiferente el modo de existencia de los objetos que gustan: lo mismo ejemplifica con jardines que con arabescos. El avance del pensamiento de Gadamer parece apuntar a enfrentar a Kant consigo mismo, al centrar su crítica en «la teoría de la belleza libre y dependiente» (2.1.b), que califica de «verdaderamente fatal para la comprensión del arte». En efecto, parece como si, de un lado, fuera más puramente estética la obra por completo carente de contenido, como el arabesco, y de otro, diera pie a que valoremos sobre todo esas formas de arte en las que se une el contenido moral y cognitivo a la perfección puramente formal.17 No hay que olvidar que Kant no se ha propuesto hacer una filosofía del arte, dice Gadamer, y así la primacía de la belleza natural se explica porque el análisis del juicio de gusto es sólo la primera parte de la Crítica del juicio, que en la segunda trata de la naturaleza juzgada desde conceptos teleológicos. De ahí el relieve del genio, que representa la irrupción de la naturaleza en el arte, y de las obras de arte geniales, que se aprecian como si fueran producciones naturales en las que no se percibe esfuerzo o artificio alguno. Sólo con Hegel el arte ocupará por sí mismo el centro de la atención, sólo con Hegel habrá propiamente filosofía del arte: «En el arte se encuentra el hombre a sí mismo, encuentra el espíritu al espíritu» (Gadamer, 1960: 94). La evolución posterior —en versión Gadamer— es conocida: desarrolla unilateralmente motivos del pensamiento kantiano. El arte pasa a primer plano libre ya de conexión alguna con la naturaleza, y con él el concepto de genio, que llega a revestir un alcance más amplio que el puramente ar17   Sultana Wahnón (2000) ha criticado a Gadamer por subrayar unilateralmente la primacía que ostenta en la estética kantiana el arabesco, lo que lo convertiría en un antecedente del formalismo. Tal análisis no haría justicia a Kant. Pero véase en Gadamer (1976-1986: 170): «Se trata de retener el entrecruzamiento interno de lo formal y del contenido en la experiencia del arte»; y también: «Me encuentro muy cerca de Kant mismo, cuando éste habla del libre juego de las facultades cognoscitivas».

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tístico; y si el arte no tiene que ver con la verdad, de la que sólo la ciencia entiende, el centro de la experiencia del arte será la vivencia, lo ya vivido cuya validez se retiene. La estética es la vivencia por antonomasia, ya que: «En la vivencia del arte se actualiza una plenitud de significado que no tiene que ver tan sólo con este o aquel contenido u objeto particular, sino que más bien representa el conjunto del sentido de la vida» (Gadamer, 1960: 107). Sin embargo, el vínculo entre arte y vivencia, arguye Gadamer, deja de ser natural en cuanto se repara en que es un episodio más, el romántico, de la historia del arte. Será preciso, pues, someter a crítica lo que Gadamer llama la ‘distinción estética’, que caracteriza a este tipo de conciencia, para poder recuperar la pregunta por la verdad del arte. Y hay que advertir que es éste un concepto central y muy característico suyo. Lo propio de la conciencia estética es que, frente a la tradición, que hacía del arte (téchne) continuación y perfeccionamiento de la naturaleza, contrasta arte y realidad, y entiende aquél como «arte de la apariencia bella». Así el ser estético se convierte en algo limitado y carente de contenido cognitivo (que se venga hoy en forma de estetización de la vida y publicidad), y su consecuencia es la mencionada ‘distinción estética’, que abstrae de la obra todos los momentos «no estéticos», como su objetivo, función, significación del contenido, para quedarse sólo con lo que constituye la obra de arte pura, al margen del mundo al que perteneció, es decir, al margen de la historia. La obra de arte vive así en un presente intemporal que es el museo. El artista fuera del mundo, esto es, bohemio, y, a cambio, pretendido vidente o redentor de la sociedad burguesa, filistea, es otra consecuencia. Pues bien, lo que critica Gadamer de esta conciencia estética es, justamente, su abstracción. Primero, porque no hay percepción pura al margen de la significación. En la obra de arte no hay una forma perceptible que se oponga al contenido o significado, sino que forma y significado, en mutua e interna tensión, se oponen al material, que no es lo mismo, como muy bien sabía el Bajtín de 1924.18 En segundo lugar, si se pensase que lo que cuenta es la vivencia de la impresión presente, la obra de arte se descompondría en momentos puntuales, lo que viene desmentido por «la continuidad de la autocomprensión que es la única capaz de sustentar la existencia humana» (Gadamer, 1960: 137). Luego es preciso no limitarse a la vivencia, a la impresión del momento, a la percepción abstracta, sino entender el arte de forma que haga justicia a la complejidad de la existencia histórica. Hay que reconocer, pues, una experiencia de la verdad en el arte, y la tarea de la estética consistirá en fundamentar que el arte es una forma de conocimiento, «mediación de verdad» en palabras de Gadamer, quien se apresura a advertir que con el reconocimiento de la historia no pretende, a diferencia de Hegel, trazar una evolución de concepciones del mundo que llegue a cancelarse en el saber absoluto de la filosofía. Ni tampoco sumarse a espíritu infinito alguno, como hacía el idealismo. Su punto de vista es el de la finitud: «Todo encuentro con el lenguaje del arte es encuentro con un acontecer inconcluso y es a su vez parte de este acontecer» (Gada18   También en el de 1928, en la crítica a la estética de la desautomatización de los formalistas rusos.

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mer, 1960: 141), donde se reconoce, al menos en esbozo, toda la hermenéutica gadameriana. La ontología de la obra de arte y su significado hermenéutico es el segundo momento de esta primera parte de Verdad y método (I.I.2.). Pues si el encuentro con el arte es una auténtica experiencia, habrá que preguntarle a ella en qué consiste en realidad, sin dejarse despistar por la presentación que haga de sí misma. Lo que significa interrogarse por el modo de ser de la obra de arte. Si el enemigo es la subjetivación de la experiencia estética, habrá que pensar ésta desde un modelo que supere cualquier subjetivismo. De ahí que se sirva del concepto de juego19 como hilo conductor. El juego no se reduce a la experiencia subjetiva del jugador, tiene una entidad propia que justifica el uso medial se juega y accede a su ser por medio de los jugadores: como el arte, no es ningún objeto ante los sujetos en sí de los jugadores. Y si es cierto que se contrapone a la seriedad de la existencia, no menos cierto es que reviste su propia seriedad. Es determinante para el juego, para cualquier juego, el movimiento de vaivén que dibuja como una figura en sí mismo. Al mismo tiempo el juego atrae al jugador y le fascina sin impedir que elija: siempre se juega a algo. Cada juego tiene su propio espíritu y delimita su espacio y de una forma peculiar. Pero el paso clave, creo, se anuncia al final del §1 de esta parte, cuando Gadamer (1960: 151) vincula juego y representación, «jugar es siempre ya un representar» afirma. La representación es siempre para alguien, pero esto sólo implica que el pleno cumplimiento del juego incluye a los espectadores. Y el paso clave anunciado se cumple con la noción de ‘transformación del juego en construcción’, que inicia el §2. No sólo el juego es un jugar o un representar, enérgeia, también hay un érgon repetible y permanente, es decir, también hay obra. Y por eso construcción. Y mundo, porque jugadores y mundo del juego, de la obra, son otros respecto a los exteriores al juego y no se miden por nada exterior a sí mismos. No reciben su sentido de comparación alguna con la realidad, antes bien es en el juego escénico donde parece que asistimos a cómo son las cosas realmente. Así dice Gadamer que la transformación antes mentada es hacia lo verdadero. Y así puede introducir el clásico concepto de mímesis como reconocimiento: «En el reconocimiento emerge lo que ya conocíamos bajo una luz que lo extrae de todo azar […] y que permite aprehender su esencia. Se lo reconoce como algo» (Gadamer, 1960: 158). La representación es, pues, el modo de ser de la obra de arte, y dado que el comportamiento estético forma parte del proceso mismo de la representación, del hacer presente la obra (porque autor, actores y espectadores son todos imprescindibles para ello),20 la abstracción de la distinción estética no se mantiene. En otros términos, no hay una obra en sí como una especie de forma platónica que pudiera 19   Los traductores de Verdad y método hacen bien en advertir que las resonancias de das Spiel son muy distintas a las de ‘juego’ en castellano. Igual que con el inglés play, la palabra vale tanto para el juego como para la obra de teatro. 20   Nótese que se trata de algo equiparable a la noción bajtiniana de la obra como acontecimiento, desarrollada en «Autor y personaje en la actividad estética» (Bajtin, 1979).

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diferenciarse de sus representaciones: «Sólo en la mediación alcanza su verdadero ser» (Gadamer, 1960: 162). A esto lo llama el autor la no-distinción estética, según la cual no hay obra objetiva representada subjetivamente por diversos intérpretes, sino que las diversas versiones son posibilidades de ser de la obra misma. Como el juego, que, sin dejar de ser el mismo, se actualiza diversamente cada vez. De hecho, el baremo crítico de cualquier interpretación o representación es el intento de ser correcta, es decir, de acercarse lo más posible a la verdad de la obra. Así se introduce la idea de la ‘mediación total’: la interpretación perfecta nos daría la idea de que asistimos a la obra misma en su verdad; las interpretaciones llaman la atención sobre sí cuando fracasan. Naturalmente, todo esto conduce al problema de la temporalidad propia de lo estético (§3). Puesto que es muy peculiar este modo de ser que consiste en ser plenamente en cada representación, y, al mismo tiempo, mantener una unidad, no perder la propia identidad. Conque, para pensar esta peculiar temporalidad, recurre Gadamer al modelo de la fiesta, que tiene su ser en su devenir: no es más auténtica la primera celebración; cada una es diferente y sin embargo siempre es la misma fiesta: «Sólo tiene su ser en su devenir y en su retornar. Sólo hay fiesta en cuanto se celebra» (Gadamer, 1960: 168-169). Y tampoco se puede decir que la fiesta exista sólo en la subjetividad de quienes asisten y participan. No es difícil enlazar el caso de la fiesta con la anterior noción de representación. Si la obra de arte tiene su ser en la representación, será vinculante la noción de construcción, actualizada cada vez que se representa. Pero además, la fiesta permite perfilar la figura de los asistentes como participantes,21 de forma equiparable al theóros, que, como recuerda Gadamer, obtiene su inmunidad por el hecho de asistir a la fiesta o al acto de culto. Y de nuevo con la advertencia de que no hay que pensar este asistir, este mirar, como una acción de la subjetividad: es un sentirse arrastrado por la contemplación, que va más allá del instante. Tiene una pretensión de permanencia, concepto al que apela Gadamer para mediar la ‘simultaneidad’, que es el término que caracteriza finalmente el ser de la obra de arte: «La simultaneidad no es, pues, el modo como algo está dado en la conciencia, sino que es una tarea para ésta y un rendimiento que se le exige. Consiste en atenerse a la cosa de manera que ésta se haga “simultánea”, lo que significa que toda mediación quede cancelada en una actualidad total» (Gadamer, 1960: 173). La ontología de la obra de arte debe tener consecuencias, estéticas y hermenéuticas, y a extraerlas dedica Gadamer la última sección de la primera parte (I.I.II.5.). Cuanto se ha dicho ha tomado como punto de partida y como centro artes como el drama o la música para las que parece indiscutible el concepto de representación. Al drama pertenece, por su propia naturaleza, dice Gadamer, la primacía metodológica22; se tratará ahora, por consiguiente, de averiguar si ese concepto vale igualmente 21   Gadamer recurre en el §4 al ejemplo de lo trágico —no es casual que comentaristas agudos como Weinsheimer (1991: 33-35) se hayan hecho eco—, que en la definición aristotélica de tragedia implica necesariamente al espectador, cuya actitud no debe ser la del disfrutar distanciado de la distancia estética, sino «al modo de la comunión del asistir». Más en general, el comprender gadameriano es algo así como el padecer de la tragedia, no algo que hacemos, sino algo que nos ocurre. 22   Bajtin ejemplifica abundantemente con el teatro en «Autor y personaje en la actividad estética».

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para las artes plásticas, para la arquitectura, y las peculiaridades de su aplicación a la literatura. Ya se sabe que estamos buscando un horizonte común a arte e historia que sirva de fundamento a la hermenéutica, y que para ello es preciso delimitar de la abstracción propia de la distinción estética una concepción del arte que lo vincule con el ser y la verdad. A ello opone un límite el cuadro, que parece concebido con libertad absoluta frente al mundo, aislado de éste mediante un marco, y destinado desde un principio a la pinacoteca. El problema será, entonces, el de cómo refiere el cuadro a su mundo. Desde luego, el cuadro no es una copia, destinada a cancelarse frente a su original, sino que en él, dado que lo representado es indiscernible de la representación, se produce un auténtico incremento de ser. El ejemplo luminoso es el del retrato. No necesitamos conocer al original —la mayoría de las veces es imposible—, pero el cuadro exige que se lo comprenda como retrato: «Porque el gobernante, el hombre de estado, el héroe tienen que mostrarse y representarse ante los suyos, porque tienen que representar, es por lo que el cuadro adquiere su propia realidad» (Gadamer, 1960: 191, subrayados míos). Así que, como ocurría en el caso del drama, no es que haya un original en sí del que los cuadros sean copias, sino que por el cuadro accede a ser algo que antes no conocíamos o conocíamos imperfectamente, algo cuyo original es el cuadro. Estas reflexiones permiten rehabilitar la ocasionalidad, un atentado contra el arte desde el punto de vista de la distinción estética, pero inseparable de tantas obras clásicas, desde los epinicios de Píndaro hasta las sátiras de Horacio. Y es que: «Una obra de arte está tan estrechamente ligada a aquello a lo que se refiere23 que esto enriquece su ser como a través de un nuevo proceso óntico» (Gadamer, 1960: 197). Así la ocasionalidad se convierte en momento constitutivo de la obra de arte: no sólo porque la ligazón con la ocasión originaria es inseparable de ella —aunque la distancia temporal la vuelva irresoluble—, sino porque con los cambios de condiciones de esa misma distancia histórica, se ofrecerá siempre de un modo distinto y se apreciarán en ella aspectos distintos. La conclusión es clara: el concepto de ‘representación’ (hacer presente) vale para todas las formas de arte, lo que no quiere decir que cualquier representación sea artística, claro está. Ni se debe confundir la representación con el signo, que no vale por sí más que en tanto que remite a otra cosa, ni con el símbolo, que sí está pero por otra cosa y no necesariamente implica imagen. Como quiera que sea, el análisis vale hasta para la arquitectura; es más, ésta representa la más clara refutación de la abstracción estética. Pues el edificio siempre está ligado a un mundo, puesto que ha de solucionar una tarea arquitectónica así como ordenar el espacio e integrarse en él; el edificio retiene siempre el vínculo a ese mundo original, de ahí la dificultad de la restauración, y desde luego, la imposibilidad de recuperar la vida originaria. También en este caso la reflexión permite rescatar un concepto, en este caso el de decoración, puesto que la arquitectura, además de crear sus propias obras, configura el espacio en el que se   Nótese que aquello a lo que refiere un retrato no es a la persona de carne y hueso a la que remite el cuadro, sino a la persona vista por el artista en tanto que héroe, como personaje público o privado, etc. ¿No hace pensar esto en el concepto bajtiniano de ‘heroificación’? 23

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situarán o ejecutarán las producciones de las demás artes. De hecho lo decorativo llama la atención sobre sí, pero no menos ha de enviar al conjunto. Se cancela así nuevamente la oposición propia de la distinción estética entre decoración y ‘obra de arte auténtica’, lo que permite reafirmarse en que «la presencia específica de la obra de arte es un acceso-a-la-representación del ser» (Gadamer, 1960: 211), y no el objeto de una vivencia estética fuera de todo tiempo y lugar. Pues bien, la literatura, a primera vista, parecería, por desligada de toda contingencia, refutar lo visto hasta ahora. La táctica de Gadamer consiste ahora en subrayar el nexo entre escritura y lectura en alta voz (otra forma de ejecución, pues), y entre ésta y la silenciosa: sería imposible una distinción tajante entre ambas. Y si bien no hay correlato exacto entre lectura y contemplación (es imposible por lo general leer un libro de una vez), la lectura se corresponde con la unidad del texto, de donde parte Gadamer para afirmar que mejor que considerar la literatura a partir de las vivencias estéticas que surjan a lo largo de la lectura, es concebirla desde la ontología de la obra de arte ya esbozada. Y así, sin despreciar la peculiaridad de la lectura frente a otras formas de reproducción, se puede recuperar la idea de la literatura como esa función de la conservación espiritual que ha producido desde el canon de los ‘clásicos’ hasta el concepto de ‘literatura universal’ de Goethe, cuyo carácter normativo rescata Gada­ mer frente al historicista de la historia literaria: no son mera historia, sino que, aunque su mundo originario se haya perdido, siguen teniendo algo que decir. La consideración normativa, por otra parte, amplia la noción de literatura para, sobrepasando la noción exclusiva de arte literario, hacer ver que su modo de ser se extiende a toda la tradición transmitida por escrito, y, con ella, a las ciencias del espíritu (lo que prepara el enlace con la hermenéutica). La tesis de Gadamer (1960: 215) es que no hay un límite estricto entre obras de arte literario y obras literarias en general, puesto que mientras que la conciencia estética se centraría sólo en la forma, «nuestra comprensión no se vuelve específicamente al rendimiento configurador que le conviene como obra de arte, sino a lo que nos dice» (ibidem). ¿En qué consiste entonces la diferencia entre obras de arte y obras, en general?: «En la diversidad de pretensión de verdad que plantea cada una de ellas», responde Gadamer (1960: 216) de modo consecuente. Para añadir que, en cualquier caso, la escritura, y su correlato, la lectura, enlaza unas y otras, y ambas son como una especie de «milagro», un «hechizo» que permite liberar el «espíritu puro» que es la tradición escrita como si fuera actual. Lo que conduce a un nuevo interrogante, y es el de si «pertenece la comprensión al acontecer de sentido de un texto […] igual que pertenece a la música el que se la vuelva audible» (Gadamer, 1960: 217). Pregunta que nos sitúa ante una disyunción bien conocida — «La reconstrucción y la integración como tareas hermenéuticas», mejor hubiera sido decir «o» (ibidem)— y que es fácil encontrar en autores alejados de la hermenéutica filosófica, pero que sólo respecto de ésta alcanza su sentido. Pues aquí es donde se determina el rumbo que seguirá Gadamer en el resto de Verdad y método. Recuérdese el planteamiento de si la comprensión pertenece al acontecer de sentido de un texto y añádase la crítica de la conciencia estética. La conclusión es que si

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el arte se entiende no sólo como forma y al margen del tiempo, sino por lo que dice y sin olvidarse de su referencia a un mundo, «la estética debe subsumirse en la hermenéutica» (ibidem).24 La hermenéutica se entiende con ello referida a la totalidad de las producciones del espíritu. Gadamer reconoce que ya con Dilthey y con el desarrollo de la conciencia histórica en el siglo xix, la hermenéutica evolucionó de ser una disciplina auxiliar de la teología y la filosofía —y formar parte de la filología— hasta elevarse a método general de las ciencias del espíritu. Sin embargo, Gadamer pretende someter a crítica la conciencia histórica para sobrepasarla, para lo cual el caso del arte le sirve muy bien como piedra de toque, puesto que además de contener una referencia a su mundo es verdad que «logra superar la distancia del tiempo en virtud de su propio sentido». Así que no es sólo historia pero implica siempre mediación histórica. Pues bien, es aquí donde surge la disyunción entre las dos respuestas o actitudes posibles, ‘reconstrucción’ o ‘integración’, personificadas en Schleiermacher y Hegel, respectivamente. Según el primer canon de Schleiermacher —en versión Gadamer—, si una obra de arte implica un mundo, la tarea hermenéutica consistirá en recuperar ese mundo original compartido por autor y destinatarios, como único medio de determinar el verdadero sentido de la obra. Y la crítica es fácil. Si las obras del pasado han nacido referidas a un espíritu que las comprenda, su sentido no puede consistir en esa especie de segunda reacción, reproducción de la originaria. Y ello por la simple razón de que es imposible revivir la vida que se fue. Las obras lograrían así, todo lo más, una «existencia secundaria» en la cultura. De ahí que Gada­ mer apueste decididamente por la posición hegeliana, tal como se expresa en un bello pasaje de la Fenomenología del espíritu:25 las obras de la musa son bellos frutos caídos del árbol ofrecidos por el destino, pero no existe ya el árbol y el mundo que los produjo, y el estudio histórico puede llevarnos todo lo más a imaginarnos esas obras, pero no a resucitar su mundo. De nada serviría, añade gráficamente Hegel en la Estética, hacerse católico para comprender el arte medieval. No es que la investigación histórica esté de más, sino que resulta externa: «Hegel expresa así una verdad decisiva en cuanto que la esencia del espíritu histórico no consiste en la restitución del pasado, sino en la mediación del pensamiento con la vida actual» (Gadamer, 1960: 222). Mediación que se equipara entonces a la verdad del arte, que es el hilo que se ha perseguido en la crítica a la conciencia estética e histórica, en cuanto que éstas con su obsesión metodológica quedan por debajo de la exigencia de esa verdad.26 Tal es la respuesta a la grandiosa pregunta a la que pretendía responder la 24   Cfr. con: «No estamos haciendo una metáfora para la obra de arte, sino que tiene un sentido bueno y mostrable decir que la obra de arte nos dice algo y que así, como algo que dice algo, pertenece al contexto de todo aquello que tenemos que comprender. Pero con ello resulta ser objeto de la hermenéutica» (Gadamer, 1976-1986: 57). Esta es una auténtica declaración de principios muy propia de Gadamer. 25   La edición castellana de Verdad y método remite a la página de la edición Hoffmeister de Hegel. Para comodidad del lector, se trata del §1. Las premisas del concepto de la religión revelada, sección C. LA RELIGIÓN REVELADA, pp. 434-437 de la trad. de W. Roces para el FCE. 26   Nótese que no hay aquí enemiga alguna contra la ciencia, o contra la pretensión de ser ciencia de la estética o la historia, sino más bien contra que, tal como se comprenden a sí mismas, estén a la

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primera parte de Verdad y método y así queda justificado su título: Elucidación de la cuestión de la verdad desde la experiencia del arte, primero de los círculos concéntricos que la componen. A partir de aquí examinará Gadamer la cuestión de la historia y luego la del lenguaje, según una relación entre el arte y ellas que podríamos sintetizar ahora en los siguientes pasos: el arte no es independiente de la idea que nos hacemos de él; ésta está condicionada por la influencia del positivismo en las ciencias del espíritu y por la subjetivación operada desde Kant; hay que buscar nuevos modos de pensar el arte que rescaten su conexión con la verdad, es decir, hay que hacer una ontología del arte; y establecido que el arte sigue diciendo algo que hay que comprender, podremos ver si sirve de modelo esta peculiar comprensión para la comprensión en general; ahora bien, tal es el caso, por lo que los rendimientos extraídos se pueden generalizar a la comprensión de la historia y del lenguaje. Hermenéutica como experiencia La segunda parte de Verdad y método se titula: Expansión de la cuestión de la verdad a la comprensión en las ciencias del espíritu. Si, como acabamos de ver, el arte es algo que hemos de comprender, y además vive en la historia, será preciso, siempre persiguiendo el objetivo de comprender la comprensión, examinar la historia de la hermenéutica, cosa que hará Gadamer a partir de la hermenéutica romántica de Schleiermacher, aunque no sin una ojeada a su «prehistoria». Hay dos momentos especialmente significativos en este recorrido: uno es el retrato de Schleiermacher, abocado por necesidad según Gadamer al salto congenial para captar el espíritu del autor interpretado —lo que, al pasar por alto la ‘interpretación gramatical’ no le hace mucha justicia—; otro, la fascinación del historicismo, cumbre de la hermenéutica romántica, por el método a fin de conseguir la objetividad histórica. Gadamer llega así hasta Dilthey, pero sobre todo hasta Heidegger, que es con quien se habría descubierto una base firme para la hermenéutica. En efecto, en la anterior a Heidegger se esboza o se apunta algo que nunca acaba de orientarse adecuadamente antes de éste, pero que, cuando por fin se consigue, provoca de forma necesaria el salto de la filología y la historia a la ontología: «La autorreflexión metodológica de la filología obliga a un planteamiento sistemático de la filosofía» (Gadamer, 1960: 567). A partir del cap. II de la segunda parte es cuando por fin aborda Gadamer el análisis de la experiencia hermenéutica propiamente dicha. Ésta comparte el lema fenomenológico de «a las cosas mismas»: «La tarea hermenéutica se convierte por sí misma en un planteamiento objetivo» (335), una objetividad diferente de todas formas a la que emana de la articulación sujeto/objeto. Ahora bien, precisamente para prestar atención a la cosa no debe uno atrincherarse en sí mismo, sino más bien toaltura científica requerida para hacer frente a sus tareas. Y recuérdese además a Heidegger ante la matemática y la historia: ésta tiene una tarea más compleja que la primera, por lo que cualquier intento de matematización de sus métodos sólo puede llevarla al desastre (§32 de El Ser y el Tiempo: 172).

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mar conciencia de los propios pre-juicios,27 que no necesariamente son obstáculos a la comprensión, sino más bien fuente de verdad. La enemiga contra los prejuicios propia de la Ilustración, su absoluta fe en la razón, constituye sus prejuicios, crítica que lleva al acuerdo con Horkheimer y Adorno (en Dialéctica de la Ilustración, n. 14: 341). Cuenta como prejuicio, por ejemplo, el hecho de que nos acerquemos a tal obra en vez de a tal otra, actitud de cuyos porqués deberíamos hacernos conscientes en la medida de lo posible. Ello desemboca en la famosa y controvertida reivindicación de la autoridad de la tradición; pero la línea de defensa es clara: primero, que conservar es una actitud humana tan racional como la de modificar, aunque menos llamativa (la tradición nos es tan próxima que ni la vemos); y segundo, que: «La verdadera autoridad no necesita mostrarse autoritaria», o, lo que es lo mismo, no se protege de antemano contra las críticas (348, n. 22). Lo que quiere decir todo esto se pretende explicar mediante el ejemplo de lo clásico. Lo clásico no se limita a un concepto estilístico ni a un momento histórico en particular: vale como designación de una plenitud histórica, pero no constituye ninguna esencia intemporal porque sólo se aprecia desde el presente. Así se justifica la conclusión povisional de que: «El comprender debe pensarse menos como una acción de la subjetividad que como un desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la tradición» (360). Donde queda claro el núcleo mismo de la crítica al método con su intento de fijar un objeto de estudio y dejar en suspenso cualquier implicación personal del sujeto en él; se aclara igualmente, en consecuencia, el porqué de la crítica al historicismo. No hay conocimiento objetivo28 posible si la idea de éste presupone una posición extrahistórica, que es tan imposible para el acontecer como para quien lo estudia. Llegados a este punto, precisa Gadamer recordar que además del historicismo hay que superar otra posibilidad de extravío. Aquí no se tratará ya de unirse al autor o de conocerle a él, sino, recordémoslo, de establecer un acuerdo en cuanto al contenido, de dejar que la cosa aparezca, para lo cual es preferible recordar el viejo canon del todo y las partes reinterpretado en sentido temporal a la luz de Heidegger. Operará así la lógica de identidad y diferencia, o, en formulación gadameriana, entre familiaridad y extrañeza —«este punto medio es el verdadero topos de la hermenéutica» (365)—, si es que hay que orientarse hacia un algo que nos es extraño pero que nos interpela desde el ser histórico que comparte con nosotros, en diálogo con el cual comparece ese algo. Pero, ¿cómo se define el ser histórico? No es un objeto, dirá Gadamer, sino una relación en la que valen tanto y a la vez la historia como el com27   El «tener, el ver y el concebir previos» heideggerianos eran principios formales que aquí se llenan de sustancia histórica. Pero como en el caso de Heidegger, los pre-juicios nunca pueden hacerse conscientes por completo, sino que constituyen el suelo previo a la posible verdad. Ello presupone la primacía del significado sobre la referencia y el holismo del significado propios de la concepción del lenguaje que Gadamer comparte con Heidegger. 28   Como dice Palmer (1969: 223), sobre base heideggeriana otra objetividad es posible: la que consiste en permitir que la cosa que aparece sea como realmente es para nosotros. Esto es también lo que se entiende por objetividad en Gadamer, es decir, un resultado del diálogo entre sujetos, del cual el modelo sujeto/objeto de la ciencia resultaría un derivado.

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prender histórico. Y aquí surge el que me parece principio clave: «Una hermenéutica adecuada debe mostrar en la comprensión misma la realidad de la historia. Al contenido de este requisito yo le llamaría “historia efectual”» (370). Gadamer no está diciendo que sea preciso investigar la historia de la recepción de las obras literarias, tarea, por otra parte, ni nueva ni ilegítima; a lo que él se dirige es a la «conciencia metódica de la investigación» (ibidem). Que consiste en que el intérprete debe saber que, puesto en términos coloquiales, para cuando se acerca a un problema o a una obra, éstos en cierto modo ya estaban en él. El modo de estar —prejuicios, preferencias, influjo de la formación que se ha recibido, etc.— es justamente historia efectual, contrapartida de la tradición. De ahí la también famosa productividad de la distancia histórica, y la dificultad reconocida para orientarnos en las producciones del presente, entre las cuales resulta sobremanera difícil discernir lo vivo de lo que nace muerto. En fin, la conciencia de la historia efectual es un momento de la comprensión y se traduce en conciencia de la situación hermenéutica. Y como «ser histórico quiere decir no agotarse nunca en el saberse» (372), como somos finitos, esa conciencia es un conocer el propio horizonte, el propio «ámbito de visión», con lo que comprender la situación quiere decir obtener «el horizonte correcto para las cuestiones que se nos plantean cara a la tradición» (373).29 Y, más en general, comprender consistirá en la fusión de horizontes en el gran horizonte —¿el gran tiempo bajtiniano?— que se desplaza con la historia, rebasar lo particular propio y lo ajeno en aras a una generalidad superior: tal es la tarea de la conciencia de la historia efectual. Naturalmente, no escasean las versiones de Gadamer que se quedan aquí, por aquello de que parece que lo dicho sea susceptible de aplicación práctica. No es exactamente eso, creo, pero no está mal que aparezca el término ‘aplicación’, porque el siguiente paso consiste en recuperar el viejo término de Rambach, la applicatio como clave de la hermenéutica, y justamente como subtilitas, una especie de finura que es como la buena educación: no admite más método que escuchar e imitar al ya educado, en la confianza de que así se afinarán las disposiciones propias (§10.1). Ya antes se ha combatido la tendencia a separar comprensión e interpretación; ahora se añade que comprender es interpretar, pero que no hay comprender que no sea eo ipso aplicar. Y ya se dijo o se implicó que el comprender —si está en una tradición y se mueve con la historia— es un acontecer, lo que no tiene sino una vinculación muy directa con la tesis de que la comprensión incluya como momento suyo la aplicación. La aclaración obliga ahora a un recorrido doble, por Aristóteles primero, y por la hermenéutica jurídica después. A Aristóteles (§10.2) ha consagrado Gadamer no pocas páginas. Le interesa en este punto porque la hermenéutica se ilumina muy bien mediante la comparación entre el concepto de téchne y el saber moral que ha ocupado al Estagirita en su Ética 29   Palmer (1969: 225-227) ilustra esto mediante el ejemplo del Paraíso perdido de Milton. Ni es legítimo hacer abstracción del contenido teológico de la obra para juzgarla sólo como ‘obra de arte’, ni adoptar una actitud meramente anticuaria haciendo abstracción de que Milton quiso escribir un poema, no una homilía.

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a Nicómaco. El moral, en efecto, al igual que la téchne y la hermenéutica, es un saber, pero, ya sólo como la hermenéutica, es también un saberse, y, a la vez, no es nada al margen de la práctica y de una cierta comunidad con el otro. Además, de la reflexión aristotélica acerca de la equidad se desprende que hay o puede haber una verdad natural que no por natural sea dogmática e inmune al cambio histórico, pero que tal verdad no se determina como abstracción independiente de las aplicaciones que se hagan de ella. A lo que se puede unir el ejemplo del jurista, tanto del juez como del historiador del derecho. Pues, tanto si se trata de juzgar como de escribir la historia del derecho, ¿es posible imaginar siquiera el sentido de una ley al margen de su concreción, vale decir, de su aplicación? A partir de aquí no es difícil tampoco recuperar la necesidad del vínculo vital con la Biblia presupuesto por la hermenéutica teológica, ni de aquel magnetismo platónico del Ion, ni a fortiori recuperar la generalidad de la hermenéutica postulada por Schleiermacher. Digamos, pues, para concluir, que el sentido sólo se concreta en la interpretación-aplicación, pero que ésta no es nada al margen del sentido, ni mucho menos algo caprichoso: «Ni el jurista ni el teólogo ven en la tarea de la aplicación una libertad frente al texto» (Gadamer, 1960: 405), ellos sirven al derecho o a la Biblia. Frente a esta recuperación de la unidad fundamental, pareciera un obstáculo la palmaria diferencia que ofrecen el modo de comprender del historiador y el del filólogo. Ya que para el segundo los textos tienen valor por sí mismos, mientras que para el historiador con frecuencia una cosa es el sentido de los hechos y otra lo que los documentos dicen expresamente. De momento el conflicto se salva mediante la historia efectual: ni para el historiador ni para el filólogo pueden estar presentes cuando interpretan ni la totalidad de la historia, única que situaría al texto en su justo término, ni para el filólogo sólo el sentido textual al margen del efecto histórico que ya ha producido y opera en el propio filólogo. Circularidad ésta que no hay que entender como limitación de las ciencias del espíritu, sino como dignidad suya. Pero si la conciencia de la historia efectual se ha formulado no se ha analizado. Para ello primero hay que despejar un posible equívoco, y es el de que se tomase la tal conciencia por una especie de saber absoluto hegeliano en el que acabasen por reconciliarse devenir histórico y verdad. Para evitarlo, Gadamer precisa que la conciencia efectual tiene la estructura de una experiencia, «que experimenta realidad y es ella misma real» (421). De nuevo no hay que entender el término ‘experiencia’ a la manera de la ciencia moderna, sino tomando como punto de partida a Aristóteles y a Hegel: la experiencia es una generalidad que aún no es ciencia; es negativa en cuanto que refuta falsedades; transforma al sujeto convirtiéndolo en experimentado; y no conduce a saber absoluto alguno, al contrario, el experimentado es el más consciente de su propia finitud. Ahora bien, es lícito hablar de experiencia hermenéutica en tanto que ha de experimentar la tradición, que es lenguaje, como un tú que habla; ello permite introducir ese término verdaderamente central —de nuevo común con Bajtin— el de ‘diálogo’, y hacer notar que como en toda relación con un tú, hay una dimensión moral en la hermenéutica. Pues no faltan las

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formas de pseudo-diálogo: desde la conversación terapéutica, en la que se trata de explicar al otro, no de escucharle (373); hasta el ‘don de gentes’ que observa a los demás para manejarse entre ellos; o el ‘anticiparse a sus deseos’, que, en realidad, busca ponerse a cubierto de sus pretensiones (435-437). No cabe más actitud que la apertura al otro, el ponerse en su lugar, o lo que podemos considerar el canon de Gadamer: «La apertura hacia el otro implica, pues, el reconocimiento de que debo estar dispuesto a dejar valer en mí algo contra mí» (438); en otros términos: hablar con el otro como si pudiera tener razón. No es sólo reconocer la alteridad del pasado, puntualiza, sino que éste tiene algo que decir, algo incluso contra nosotros mismos. Lo que, añadamos, en nada se asemeja a un pensamiento débil; antes bien, permite fundar la refutación del «conflicto de civilizaciones» y similares coberturas pseudointelectuales del neoimperialismo a la vista. La consideración del comprender30 como experiencia autoriza el siguiente paso. Pues la experiencia supone el preguntarse si algo es así o de otra manera: la lógica de la hermenéutica es la de pregunta y respuesta, que cuenta con la dialéctica platónica como posible modelo. Una caracterización de las preguntas, en general, nos dice que éstas siempre tienen un sentido, están orientadas; implican saber que no se sabe algo; suponen plantearse la posibilidad tanto de un sí como de un no; y que no hay método que enseñe a hacer buenas preguntas… Realmente, con lo que choca la actitud interrogativa es con las opiniones asentadas que dan por sabido cómo son las cosas, y más que reprimir, bloquean el preguntar (parece resonar aquí un eco del contraste heideggeriano entre existencia propia e impropia o inauténtica). El resultado de este análisis es: «El arte de preguntar es el arte de seguir preguntando y esto significa que es el arte de pensar. Se llama dialéctica porque es el arte de llevar una auténtica conversación» (444). Nótese que tal definición, que permite situar mutuamente dialéctica y diálogo —entendido como sinónimo de conversación— hace aflorar también aquí formas pseudodialécticas como el argumentar en paralelo, sin llegar a escucharse mutuamente; o el pretender aplastar al otro con argumentos (445). Realmente no hay más arte directivo de la conversación que el acuerdo tácito con el otro para orientarse hacia un poner en claro aquello de que se trata. Cuando se habla de objetividad en hermenéutica, nos estamos refiriendo a este ponerse al servicio de la cuestión, no a un pretender imponerse en ella o por medio de ella: diálogo no es debate de tesis prefijadas, sino conversación que nos puede llevar a lugares no previstos. Lo que conduce a dos nuevas definiciones: la dialéctica es «el arte de formar conceptos como elaboración de lo que se opinaba comúnmente» (446). Y por fin, «la tarea hermenéutica es el arte de entrar en diálogo con el texto» (ibidem), proposición en cada uno de cuyos términos se recoge el precipitado de una larguísima tradición pasada a través de Heidegger. 30   Es significativo que tanto Weinsheimer (1991: 33 ss.) como Bruns (1992: 179 ss.) recurran a la tragedia para explicar la comprensión. En la tragedia, el espectador siente que las consecuencias del error cometido que el héroe experimenta sobrepasan con mucho lo que éste ha merecido; comprender tiene una parte de actividad del sujeto, pero es mucho más un exponerse a la tradición.

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Pero, si es como se ha dicho, en buena lógica comprender un texto será comprender la pregunta a la que responde, tarea de complejidad que exige reflexión. Pues el sentido nos plantea una pregunta para responder a la cual nosotros, a nuestra vez, tenemos que preguntar hasta ganar el horizonte que autorice una respuesta. Y lo que está en cuestión no es —como quería Schleiermacher y quiere la filología— la reconstrucción del horizonte histórico original del texto (no se puede restaurar la vida), sino la búsqueda de la respuesta a la pregunta más amplia que nos formula la tradición, y que probablemente irá más allá de la conciencia autorial y del auditorio originario. De ahí que diga Gadamer (1960: 453) aquello de que «forma parte de la verdadera comprensión el recuperar los conceptos de un pasado histórico de manera que contengan al mismo tiempo nuestro propio concebir». Baste como ilustración la broma, aunque significativa, de que los griegos no sabían que lo eran. A Gadamer no se le escapa, claro está, que un texto no es un ser vivo, y que somos nosotros quienes lo hacemos hablar. Pero presenta una defensa a mi juicio convincente contra la posible crítica de arbitrariedad —o imposibilidad, que de todo hay— de la interpretación: «Sin embargo, […] este hacer hablar propio de la comprensión no supone un entronque arbitrario nacido de uno mismo, sino que se refiere, en calidad de pregunta, a la respuesta latente en el texto. La latencia de una respuesta implica a su vez que el que pregunta es alcanzado e interpelado por la misma tradición. Ésta es la verdad de la conciencia de la historia efectual» (456). Creo que este paso es decisivo a la hora de aclarar que no tratamos en ningún momento con objetos, sino con relaciones.31 Ni el sentido ni el texto son cosas que estén ahí, puesto que no tienen otra existencia que el hecho de que hablemos de ellos; ni la conciencia del intérprete que hace hablar a los textos es algo diferente al encuentro entre sentidos y textos anteriores con el que ahora se pretende interpretar. Por eso es lícito afirmar que la comprensión, como las obras mismas, constituye un acontecer: el decir hace historia. Pero esta dialéctica, que justifica lo de «el diálogo que nosotros mismos somos» (457), y que se ha denominado también ‘fusión de horizontes’,32 sólo es posible en un medio lingüístico; de hecho, es el rendimiento genuino del lenguaje, dice Gadamer. Con lo cual remata lo que podemos considerar con propiedad la exposición de la hermenéutica. Hermenéutica y lenguaje El lector siente, no obstante, que, hablando coloquialmente, la cosa no puede quedar así. La determinación de qué visión del lenguaje es ésta exigirá igualmente 31   Precisemos de nuevo, porque todas serán pocas, que la objetividad que aquí se postula es la del que para entender bien a otra persona, se esfuerza en hacer valer las razones de ella, incluso contra el criterio propio del que quiere entender. El juicio, si procede que lo haya, vendrá después. 32   Weinsheimer (1991: 65 ss.) recurre a la metáfora, que funciona por interacción de tenor y vehícu­ lo —en la terminología de I. A. Richards adaptada por M. Black— pero sin anular a ninguno de los dos, como medio de explicar el significado de la fusión de horizontes.

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un desarrollo, al cual está consagrada la tercera y última parte de Verdad y método: El lenguaje como hilo conductor del giro ontológico de la hermenéutica. De entrada, hay que decir que la concepción del lenguaje que aquí se expone tiene poco o nada que ver con la que nos es habitual por la lingüística contemporánea. En todo caso podríamos allegar aquí al segundo Wittgenstein y sus juegos de lenguaje, puesto que trascienden lo lingüístico en sentido saussureano para referirse a la experiencia del mundo. De hecho, toda esta tercera parte puede entenderse como la justificación de una tesis a primera vista chocante o de un idealismo desaforado: «El ser que puede ser comprendido es lenguaje» (Gadamer, 1960: 567), que, precisamente, sintetiza el vínculo entre lenguaje y mundo. Pero empecemos por el principio, pues esa tesis no comparece antes de que estemos a veinte páginas del final. El primer capítulo (III.12) es, digamos, de transición, ya que enlaza con la equiparación establecida entre conversación y hermenéutica: en ésta como en aquélla hay que dejarse llevar por el sentido, que el intérprete —como el traductor— debe lograr que resuene a través de sus propias palabras. Es el acuerdo entre el sentido del texto y mi comprensión a lo que hay que dar la palabra: a eso llamamos interpretar, que es, así, la realización de la comprensión y, en otros términos, la «concreción de la conciencia de la historia efectual» (468). Más en general, «el fenómeno hermenéutico se muestra como un caso especial de la relación entre pensar y hablar» (467). Pues la lingüisticidad, la condición de ser lenguaje, podemos glosar, determina tanto el objeto hermenéutico como la propia comprensión. Lo primero porque la tradición se nos transmite en forma lingüística, y más en concreto, escrita —y aquí, contra la tendencia mayoritaria en filosofía, introduce Gadamer un verdadero canto a la escritura, que al liberar al sentido de las contingencias que acompañaron su formulación, lo eleva a la idealidad de una posible verdad—. Y lo segundo, porque no hay comprender que no sea interpretativo, lo que, si de una parte impide que haya ninguna interpretación «correcta» en sí, de otra se explica porque los propios conceptos lingüísticos del intérprete entran inevitablemente, aunque no se tematicen, en la versión que él da del sentido del texto. Llegados a este punto, Gadamer levanta un obstáculo contra su propia posición, que justifica la continuación de su discurso: ¿no parece un hecho de experiencia habitual que el lenguaje parezca quedarse corto ante lo que hay que decir? El mismo impedimento contra la unidad de palabra y cosa que desde siempre se viene postulando parece seguirse de la diversidad de lenguas que hacen frente a un mundo único. Pero la universalidad del esfuerzo por comprender atestigua la generalidad superior a la que la razón se eleva por encima de las barreras lingüísticas: «La experiencia hermenéutica es el correctivo por el que la razón pensante se sustrae al conjuro de lo lingüístico, y ella misma tiene carácter lingüístico» (483). De donde se sigue una defensa de la posibilidad de la traducción, y más aún, del entendimiento entre culturas. Claro que ello obliga a la búsqueda de un concepto de lenguaje que sobrepase las concepciones que ven en la palabra un mero instrumento de comunicación; es decir que, contra Cassirer y contra parte de la lingüística y la filosofía del lenguaje contem-

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poráneas, no se debe pensar el lenguaje sólo como expresión ni como forma separable del contenido. El extenso recorrido por la filosofía tradicional del lenguaje en busca del surgimiento de esa concepción se hace en tres tiempos, que se detienen en la reflexión griega sobre el lógos, en la cristiana escolástica sobre el verbum, y finalmente, en el problema de la formación de conceptos. Retengamos sólo algunos momentos. La desconfianza en la palabra empieza en Grecia y acaba en la búsqueda de una mathesis universalis, que está en la génesis de la búsqueda del lenguaje perfecto propia de tantos lógicos del siglo anterior. Contra ellos, afirma Gadamer, si la palabra no es copia de la cosa, tampoco es mero signo, y desde luego, no se puede pensar en que primero sean las cosas y después, en una especie de bautizo, se les asignen las palabras; antes bien la lingüisticidad es inherente al pensar las cosas, al igual que nosotros pertenecemos al lenguaje y a la historia más que éstos a nosotros. Y aquí podríamos recordar, frente a la arbitrariedad del signo saussureana, la visión mucho más matizada de Benveniste (1966 I: 53), para el cual tal arbitrariedad sólo se mantiene si se comparan designaciones en distintas lenguas, porque para el hablante el vínculo entre significante y concepto es necesario y bien necesario (otra cosa es el que se da entre palabra y cosa). El punto de vista gadameriano es sin duda el del hablante, no el del lingüista. Gracias a la reflexión cristiana descubrimos que la palabra como acontecer está concebida sobre el modelo de la relación entre el Padre y el Hijo en la Trinidad (a su vez ésta apoyada en la humana entre pensamiento y palabra): se supone que el Hijo es la Palabra divina y que su encarnación es un hecho histórico, un acontecimiento. En cuanto a la relación entre espíritu y palabra se piensa, a su vez, sobre la emanación neoplatónica: como el fluir de un manantial, que sin cesar de correr deja la fuente siempre intacta. Mientras que el lógos griego era conversación del alma consigo misma, el verbum cristiano es palabra vuelta hacia otra instancia (da igual su entidad teológica), lo que cuenta es que así se logra un modelo para la palabra que sin dejar de ser lingüística, permite alcanzar la cosa misma. Y no como un acto reflexivo por el que primero sea el pensamiento y luego la palabra, sino de forma inseparable, para lo que acude Gadamer (1960: 511) a la gráfica comparación de Tomás de Aquino: «En el conocimiento la palabra es como la luz en la que se hace visible el color». Vínculo que justifica que se pueda hablar de dialéctica entre la palabra y la multiplicidad de las palabras para referirse al proceso de formación de los conceptos. No es cuestión de una reflexión que produzca la palabra, ésta no es expresión del espíritu sino de la cosa misma: «La constelación objetiva pensada (la species) y la palabra son lo que está tan íntimamente unido» (ibidem). Y se comprende que esa palabra, la palabra justa de cada momento, está posibilitada por la multiplicidad que potencialmente constituye el hablar. La conceptuación obliga a una nueva distinción: si se pensase aquélla como diversificación a partir de los géneros o esencias, el lenguaje quedaría reducido a algo imperfecto (línea esta que explica empresas como la del ya aludido positivismo lógico, por ejemplo); por eso es preferible recordar la idea aristótelica de que «metaforizar bien» (eû metaphérein) es saber percibir relaciones

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de semejanza, y es algo, además, que no se aprende (Poética 1459a 8). Así el lenguaje resulta inseparable de la experiencia y de la formación de conceptos —generalizaciones basadas en relaciones y semejanzas— que ocurre en aquélla, pero de acuerdo con una lógica que no es la epistémica, sino, «borrosa», si se nos permite tomar prestado el nombre de cierta corriente actual (aunque el término ‘borrosa’ connota una vez más una valoración negativa de lo lingüístico de la que al parecer los lógicos son incapaces de liberarse). Con la consecuencia general, muy importante cara a la consideración del lenguaje literario o al menos retórico, de que, ya que en toda palabra yace una de esas semejanzas, «sólo una gramática orientada hacia la lógica podrá distinguir el significado propio de la palabra de su sentido figurado» (518); sin semejante orientación, la distinción no es relevante. Alcanzamos así, finalmente, el problema del lenguaje «como horizonte de una ontología hermenéutica». El primer paso (§III.14.1) es el ya ganado del lenguaje como experiencia del mundo. Pues no sólo permite que podamos hablar de ‘humanidad’, sino sencillamente que tengamos ‘mundo’, que se diferencia del entorno por el superior grado de libertad que concede. Ya sabemos que el lenguaje tiene su ser en la conversación, es decir, en el ejercicio del entenderse mutuo, que consiste en dejar que acceda a los enunciados lo que se piensa en cada momento como ente (que no es lo mismo que tomar algo como objeto de debate; recordemos: la conversación nos lleva). Pero entonces, si somos finitos y nuestra experiencia está en constante movimiento, resulta problemático que podamos hablar de un mundo «en sí»: «La perfectibilidad infinita de la experiencia humana del mundo significa que, nos movamos en el lenguaje que nos movamos, nunca llegamos a otra cosa que a un aspecto cada vez más amplio, a una “acepción” del mundo» (536). Y aquí no queda más remedio que intentar hacerse eco de la defensa gadameriana contra posibles acusaciones de perspectivismo o de idealismo. «La relación fundamental de lenguaje y mundo no significa por lo tanto que el mundo se haga objeto del lenguaje» (538), porque el lingüístico ya abarcaba el mundo desde antes, circularidad que sigue sin ser viciosa sino que pertenece a nuestro modo de ser. Por consiguiente, no hay un mundo ‘objetivo’, extralingüístico, del que las diversas ‘acepciones’ representen diversas perspectivas, relativas cada una a un punto de vista e indecidibles en cuanto a validez. Para que podamos hablar de ‘mundo’ ya se necesita que podamos hablar, y la continuidad de la «cosa en sí» viene inducida por las diversas matizaciones que nuestra percepción y nuestra experiencia nos llevan a introducir constantemente. Ni hay tampoco solipsismo alguno, ya que la experiencia siempre será intersubjetiva. Así que, en buena lógica, el discurso de la moderna ciencia representa una acepción más, diferente de la acepción de la experiencia lingüística en la que, por cierto, se reconoce el modo de comprensión propio de las ciencias del espíritu. El ejemplo de Gadamer es bien expresivo: el heliocentrismo copernicano no invalida que en nuestra vida cotidiana sigamos hablando de amanecer y puesta de sol. De nuevo no hay que ver en ello relativismo alguno: simplemente la ciencia pone ante sí lo ente de una cierta manera y produce unos ciertos efectos, que vía desarrollo técnico, acaban por modificar o con-

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dicionar nuestra experiencia (y, por cierto, acaban por modificar igualmente nuestro lenguaje).33 Volviendo a lo que nos ocupa, la conclusión de este primer paso es que, al igual que en la acepción lingüística de nuestra experiencia del mundo debe dejarse hablar a lo que es tal como se nos muestra, de la misma manera la tradición debe poder tomar la palabra en nuestro comprender que es interpretar, cuyo carácter lingüístico es el mismo de aquella experiencia general. Por eso se ha empezado hablando de ontología. Un segundo paso (§III.14.2) añade la elucidación del carácter especulativo del lenguaje que es directamente pertinente para la hermenéutica. El fundamento de ésta es la finitud de nuestra experiencia (¿qué interpretación podría haber para el Dios que tiene todo presente en la eternidad?). Con esa finitud se corresponde la centralidad del lenguaje, matriz de nuestra experiencia mundana en general, y de la hermenéutica en particular: «Sólo el centro del lenguaje, por su referencia al todo de cuanto es, puede mediar la esencia histórico-finita del hombre consigo misma y con el mundo» (548). Por otra parte, ya quedó establecido que la palabra es una y múltiple, a lo que se añade ahora que todo hablar es finito porque «en él yace la infinitud de un sentido por desplegar e interpretar» (reaparece, así pues, el problema de la relación entre lo dicho y lo no dicho). Pues bien, si también se afirmó arriba que el intérprete pertenece a su texto porque pertenece, más ampliamente, a la tradición, se justifica ahora el análisis del concepto de ‘pertenencia’ sobre la base de la concepción del lenguaje alcanzada. Dejando a un lado el recorrido platónico-hegeliano de Gadamer, la clave estriba en que en la experiencia hermenéutica acontece algo, y en que estamos ya en condiciones de definir ‘acontecer’. Quiere decir que no es el intérprete el que toma algo como objeto cuyo sentido extrae mediante un método, sino que es la palabra que llega en la tradición la que ha de alcanzarle como si le hablase a él y a él se refiriese. Nótese aquí la reaparición del principio de la necesidad de apertura del intérprete, una especie de receptividad o incluso pasividad atenta: en una palabra, saber escuchar,34 cosa supongo que desconcertante sobre todo en un país de gritos iracundos como el nuestro. Y desde el lado del ‘objeto’, no es que un sentido en sí —una especie de forma platónica— se despliegue progresivamente (hegelianamente), sino que, como en una conversación, puede surgir algo que ni es lo previsto, ni sería abarcable por ninguno de los interlocutores por separado (aquello de Bajtin de que la verdad no cabe en una sola conciencia). Hay, pues, una primacía del oír (si es que la tradición habla), que se justifica porque el interpelado no puede no oír —sí podría no escuchar35—, a diferencia de lo que ocu  Y vale la pena recordar aquí a Feyerabend, que, al defender el derecho a someter a decisión democrática los efectos sociales de la ciencia, simplemente pretende devolver a ésta su medida humana y desplazarla de su actual entronización social por los medios de comunicación, no menor que la del Pantocrátor medieval. 34   Viene a la memoria la copla de Machado: «Para dialogar,/ escuchar primero,/ después preguntar. 35   Notemos de paso, como indicio, tal vez, de la sordera en que vivimos, la pérdida de la diferencia en la lengua hablada entre ‘oír’ y ‘escuchar’, correlativa de la menos avanzada entre ‘ver’ y ‘mirar’. 33

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rre con la mirada, que se puede desviar a otra cosa. Lo que se presta a una fácil crítica de metafísica por conceder semejante primacía a lo ‘espiritual’ tratándose de escritura. Como sea, resultado de todo lo anterior es que no haya más método para la hermenéutica que el pensar «en su propia consecuencia» la cosa que sea, que es a lo que se ha llamado dialéctica.36 No cabe duda de que la tarea de la hermenéutica es dialéctica, porque ya sabemos que el intérprete habrá de saber negarse a sí mismo cuando sea preciso para que hable el sentido. Pues bien, a lo que tienen en común dialéctica y hermenéutica lo nombra Gadamer (1960: 557) con el término de ‘especulativo’, no en vano vinculado con ‘espejo’. Al igual que la imagen reflejada se corresponde con la cosa original pero por medio del observador, así la comprensión del sentido y el sentido mismo (pensamiento) por medio de la interpretación del intérprete (lenguaje). Y precisamente del lenguaje se puede decir que es especulativo en la medida que el que habla, como el intérprete, al intentar entenderse con el otro —el intérprete con lo que le sale al encuentro en la tradición— «mantiene […] lo dicho en una unidad de sentido con una infinitud de cosas no dichas, y es de este modo como lo da a entender» (561). O también: expresa y da la palabra a una relación con el conjunto del ser (ibidem). La experiencia hermenéutica sólo tiene de particular que la productividad lingüística del intérprete se aplica a contenidos lingüísticamente ya formados. Y, como la imagen de un espejo, por fiel que el intérprete quiera mantenerse a la verdad de la cosa, su interpretación introduce un sesgo personal y permanece inasible. La dialéctica común a la actividad lingüística y la experiencia hermenéutica es la que ya conocemos de pregunta y respuesta, con la peculiaridad de que el comienzo de la interpretación que pone el intérprete es en realidad respuesta, puesto que le precede una situación hermenéutica constituida por la previa dialéctica de preguntas y respuestas que proviene de la tradición. Estamos, así, ante un acontecer abierto, en el que cada interpretación es experiencia de un aspecto de la cosa misma, que por esa nueva interpretación se actualiza pero sin agotarse en ella: «Ser una y la misma cosa y ser a la vez distinta, esta paradoja que se aplica a todo contenido de la tradición, pone al descubierto que toda tradición es en realidad especulativa» (566). Con lo que se justifica la conclusión de este segundo paso, que nos hace pensar en F. Schlegel: cuando la filología reflexiona a fondo en su propia posición y método, obliga a un planteamiento «sistemático» de la filosofía. Y llegamos al tercer y último paso de esta tercera parte de Verdad y método, El aspecto universal de la hermenéutica (§III.14.3): «Ahora estamos en condiciones de comprender que [este] acceso del sentido al lenguaje apunta a una estructura universal-ontológica, a la constitución de todo aquello hacia lo que puede volverse la comprensión. El ser que puede ser comprendido es lenguaje» (567). Lo que no es lo mismo que afirmar la identificación, sin más, de ser y lenguaje, o que negar la materialidad del ser: éste es lenguaje —en el sentido de ‘lenguaje’ que hemos visto— en   Es preciso tener en cuenta que la relación entre dialéctica y hermenéutica está no sólo en Platón, sino en toda la teoría de la interpretación en el Renacimiento en sus distintas versiones (cfr. II.4), por lo que en este punto como en otros lo que hace Gadamer es repensar la tradición. 36

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tanto que accesible a la comprensión. Lo que puede comprenderse es lenguaje porque, como cualquier palabra, se presenta por sí a la comprensión, y, por otra parte, al tiempo que distinguimos ser y representación como si fueran cosas distintas, no se puede entender el ser como algo distinto de su modo de presentarse. Desde luego, esta parte merece atención particular porque se sientan en ella varias tesis fundamentales que, a la vez que recuperan momentos anteriores, preparan la formulación del problema de la verdad. De momento la universalidad de la hermenéutica procede, a la vez, de la determinación de lo comprendido como lenguaje, y de la orientación de éste al ser como interpretación. Hace notar Gadamer que hablamos del lenguaje de la naturaleza, del arte, incluso de las cosas… Pero entonces, arte e historia son acepciones distintas de la experiencia universal del ser que es apertura a la comprensión, de la misma manera que la hermenéutica es un aspecto universal de la filosofía, más allá de su ocupación concreta con los textos. Creo que la apelación que hace a continuación Gadamer (1960: 570 ss.) a la elucidación de los clásicos conceptos de ‘lo bello’ y ‘lo bueno’ pretende proporcionar un modelo de pensamiento para poder concebir la posición de arte e historia como acepciones del ser hermenéutico; además, como vamos a ver, el concepto de lo bello prefigura el de verdad. Claro que no se trata de lo bello en el sentido de la estética, sino, metafísicamente, en tanto que determinaciones universales del ser. Lo bello y lo bueno aparecen hermanados en el platonismo, pero hay algo característico de lo bello: que está en su esencia el manifestarse. Lo bello es visible por sí, visibilidad inseparable de la luz, que más allá de la física es también la del entendimiento. Y esto permite un nuevo avance. Pues igual que la belleza tiene el modo de ser de la luz, de igual modo la luz de la palabra ilumina las cosas en la comprensión. De lo que saca Gadamer dos consecuencias que ya entran directamente en el problema de la verdad. La primera es que lo bello, como el ser de la comprensión, cuando se manifiesta, se hace valer de un modo que nos obliga a reajustar nuestro horizonte mental, lo que permite reafirmarse en que constituye un acontecer que se relaciona con nuestra propia finitud. Y lo segundo, que desde el enfoque ontológico que es el de Gadamer, lo que ocurre con la belleza y la comprensión prefigura lo que ocurre con la verdad. La verdad pertenece al ser, de acuerdo con la metafísica tradicional. Y si corresponde a lo bello el manifestarse, la analogía permite la afirmación de que «la comprensión no se satisface entonces en el virtuosismo técnico de un “comprender” todo lo escrito. Es por el contrario una experiencia auténtica, un encuentro con algo que vale como verdad» (583). Y que se manifiesta de modo inmediato, como lo bello, lo que conduce a la concepción de la verdad como desocultación del ser: «El que comprende está siempre incluido en un acontecimiento en virtud del cual se hace valer lo que tiene sentido»37 (584). Pero en este momento, y una vez más, lo 37   Conviene recordar aquí la crítica de C. Lafont (1993: 122) a la concepción de la verdad de Gadamer, ligada, de una parte, a su visión del lenguaje, de otra, a su vínculo con Heidegger, en particular con el último. Desde luego, es incompatible con la primacía del significado como apertura del mundo que pueda uno pretender ser objetivo a la hora de conocer los entes intramundanos. Pero, además, el modelo de la conversación impone unas exigencias morales —tomar la palabra del otro como pretensión de verdad—, que es discutible que se puedan dar por supuestas cuando es la tradición el tú que

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que hace Gadamer, siendo heideggeriano, reviste su propia personalidad. Puesto que si en Verdad y método están presentes Platón, Aristóteles, Kant y Hegel tanto como el propio Heidegger; si para aterrizar en la ontología hermenéutica —que era el punto de partida de éste— ha sido preciso tan largo recorrido por la historia de la filosofía occidental —que Heidegger también había hecho, pero después y como destrucción—; si todo eso es así, también ahora habrá que añadir un nuevo paso más allá de Heidegger cara a la historia de la cultura que ha estado presente en todo momento. Y así termina Verdad y método refiriéndose a las ciencias del espíritu. Para ellas, «lo que no logra la herramienta del método tiene que conseguirlo, y puede realmente hacerlo, una disciplina del preguntar y el investigar que garantiza la verdad» (585). Ahora, puesto que la experiencia del arte a la que Heidegger llegó después de la Kehre, es para Gadamer punto de partida, deberíamos preguntarnos en qué medida la perspectiva ganada en su filosofía es de aplicación a una hermenéutica literaria. Si como hemos pretendido mostrar asimilar a Gadamer a una teoría literaria más es indicio de ignorancia puro y simple o de trivialidad interpretativa, ello no quita para que se pueda reconocer a su obra un valor normativo en tanto que, ya lo dijimos, «intenta sustituir una mala filosofía por otra mejor». Y ello en concreto se apreciará en que de varios pasos de Verdad y método I y II se pueden derivar principios y cánones, en sentido clásico, productivos de cara a interpretar mejor las obras literarias. Los cuales integrarían lo que llamaremos la teoría —ahora sí— de la interpretación de Gadamer, esto es, su hermenéutica ya no filosófica sino general o textual. Sinteticemos, pues, la hermenéutica (no filosófica) de Gadamer, que, anticipémoslo, se articula en la determinación progresiva de lo que se ha traducido como «conciencia de la historia efectual», desde un punto de vista definido y mediante tres cánones fundamentales. El punto de vista es el de la finitud, y aunque de apariencia abstracta, sus consecuencias son bien precisas. En efecto, desde él Gadamer discute el principio ilustrado de «comprender al autor mejor que él se entendía», y concluye que la obra sobrepasa al autor no en ocasiones, sino siempre. De donde no se infiere que quienes vienen después ostenten ninguna superioridad de principio. Simplemente comprendemos de manera diferente, puesto que en la obra lograda, cuando se da el acontecimiento, algo surge que supera a lo proyectado y a lo recibido, el ser desvelado, esto es, la verdad. En caso contrario, siempre entendería mejor quien viniera después, de modo que de forma solapada estaríamos en la idea positivista del progreso. No hay superioridad alguna en ver en el Quijote el principio de la novela moderna en vez de un libro de entretenimiento, sin más, porque nada garantiza que dentro de un siglo se siga leyendo o que no se vaya a ver en él otra cosa. Por lo mismo, desde la posición de Gadamer nada habría contra la idea bajtiniana del «gran tiempo» entendida como «larga duración» histórica. Sería rechazable, al contrario, la aporía de algo así como habla. Se apela al asentimiento expreso de los participantes en la conversación, pero no se quiere que el lazo indisoluble entre significado y validez, en el caso de la tradición, ponga de relieve la asimetría producida por la autoridad de ésta, que fue precisamente la causa de la crítica ilustrada.

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una trascendencia o epifanía a la que se accediera desde nuestra dimensión temporal. Convendrá recordar siempre que la finitud no es ningún lugar positivo sino la negación de cualquier persistencia, cualquier estabilidad defintiva. En cuanto a los cánones, se entienden mejor a partir de la valoración que Gadamer hace de Schleiermacher (cfr. III.2.a). Naturalmente, Gadamer rechaza su interpretación técnica, que valora como la novedad aportada por Schleiermacher;38 frente a ella se pueden extraer de Verdad y método I y II —aunque él no los presente así— unos cánones que rezan: a) ver en la obra la verdad y toda la verdad (anticipo de compleción); b) entender al autor como si hablase para nosotros; c) dejar valer en nosotros algo contra nosotros mismos. El primero prescribe que «sólo es comprensible lo que constituye realmente una unidad de sentido acabada» (Gadamer, 1986: 68). Es difícil estar de acuerdo con la extremosa formulación que lo acompaña: que el prejuicio implica que lo que dice el texto es la verdad completa (ibidem). Sin embargo, se trata de un anticipo, es decir de orientarse hacia la cosa en sí y no hacia la «opinión» autorial. Y se puede entender que tal anticipo no impide que en la tarea interpretativa puede aparecer la crítica de lo que aparece de hecho. El segundo canon («no […] lo que el hablante o el escribiente dijo originariamente, sino lo que habría querido decir si yo hubiera sido su interlocutor originario», 1986: 333) claramente refuta a Schleiermacher y proscribe cualquier tipo de arqueologismo o creencia en la posibilidad de reconstruir la intención autorial; frente a ello lo que se pide del intérprete es intentar llegar a acuerdos con el autor en cuanto a la cosa. Y tercer canon: incluso cuando ésta contradiga las propias expectativas (dejar valer en mí algo contra mí). En otras palabras, es un llamamiento a tomar conciencia y hacer la crítica de los propios prejuicios, tanto de aquellos de que se es consciente como de los no tan conscientes que sólo pueden aflorar en la práctica interpretativa. Tal sería la hermenéutica aplicada de Gadamer. ¿Deja espacio para el método? Si bien, en cierto sentido no hay más método que leer y releer con una actitud de apertura, las normas de Gadamer, dado que precisamente se sitúan en el ámbito de las actitudes, digamos que se proponen disciplinar la conciencia del intérprete y hacerla reflexiva, por lo que en principio no impiden el trabajo metódico de la filología o la crítica de arte. Por otra parte, dada su orientación hacia la verdad y «la cosa», es decir, hacia la objetividad que supera al autor y a los participantes, difícilmente se le puede hacer responsable de la babel de las interpretaciones.

38   Véase en Laks y Neschke-Hentschke (1990) una crítica a Gadamer por el unilateralismo de esta valoración suya. Es cierto que Gadamer salta el cuidadoso desarrollo que hace Schleiermacher de la interpretación gramatical; pero no es menos cierto que el doble principio de interpretar teniendo en cuenta el estado originario de la lengua y complementariamente el contexto se encuentra ya, aunque menos definidos, en el Tractatus theologico-politicus de Spinoza y en el Ars critica de Leclerc, y de forma difusa en la hermenéutica del Humanismo incluso antes de Erasmo, pero ya claramente en éste. De modo que no es tan erróneo, si se trata de atender sobre todo a lo nuevo, fijarse en la interpretación técnica. Aunque, contra Gadamer, lo que ésta se propone es simplemente conjeturar, que es lo que siempre ha hecho la filología, desde mucho antes del Romanticismo.

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3. Una odisea sin Ítaca Estamos al final de nuestro viaje, el de quienes se afanaron en el comentario a ciertos textos clave y se esforzaron en asegurarse de su sentido transformando la lectura en técnica. Seguro que, como quiere Bajtin (1929: 109), la palabra de la filología no reviste la cálida cercanía de la lengua materna; seguro que sólo ella hace verdadero el lema incipit philosophia, incipit philologia, pero su valor en cuanto formante cultural es sencillamente incalculable. Hemos asistido a cómo las formas de la interpretación se han configurado al hilo de diferentes modos de lectura, ellos mismos inseparables de distintas estructuraciones sociales. Tales formas no explican por sí solas la vida de la literatura, qué duda cabe, pero tampoco cabe duda de que, en la medida en que ha vivido ésta en el seno de instituciones —o en lucha con ellas—, ha marcado a su vez la interpretación los modos de leer que aseguran la pervivencia de las obras. Vimos que en la aurora homérica la poesía vive en la inmediatez del auditorio; ha de introducirse la desconfianza platónica y el cuidado cultural alejandrino para que se pueda hablar de interpretación institucionalizada. Su más antigua presuposición es la de la coherencia del texto, en la que estaba latente ya el círculo hermenéutico que se iba a tematizar siglos después; su pretensión, que el intérprete no ponga nada suyo para que el texto hable por sí; su principio de análisis, la distinción retórica en res y verba. Pero con el cristianismo, para el intérprete la verdad radica en un más allá infinito, al que habrá de acomodar la letra del texto. Y por primera vez, a la interpretación que busca el sentido al hilo de la lectura y en el orden en que aparece, se contrapone la pretensión de, estructurando racionalmente la Revelación, fundar una teología dogmática. Contra el alegorismo se alzará lentamente la revancha de la letra: para los humanistas las verba valen por sí mismas y un sentido de la enunciación se esboza; la poesía ya no es sierva de la teología y la filosofía; contra la teología escolástica, una tópica teológica quiere fundamentar el dogma sin desligarlo de la Escritura. En un paso más, la filología formada en el Humanismo, aliada a la razón de la nueva ciencia, demolerá poco a poco el dogma de la unidad de la Biblia e iniciará una primera desmitologización. Es una razón ilustrada, dogmática ella también, que desde su metafísica somete a una crítica implacable al alegorismo del infinito medieval; sólo revivirá éste de otra forma, como absoluto romántico, conviviendo, sin embargo, con la madurez de la filología y con una intuición del individuo nueva por completo. El Romanticismo, sobre una cierta lectura de la tercera Crítica kantiana, ve estéticamente y funda la literatura en sentido moderno. Al hacerlo así piensa la obra desde unas categorías de forma y contenido, o materia y forma, estéticas (hemos asistido a primeros pasos en Schleiermacher y F. Schlegel), que desde luego no son las res y verba, de sello retórico, de la hermenéutica anterior. Y aquella razón epistemológica que había nacido con la nueva ciencia, frente a la mirada estética busca una solución que erige la hermenéutica en método general de las ciencias del espíritu. De aquí arranca, como sabemos, la hermenéutica filosófica, que nos enseña

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que no hay sujeto que, fuera de la historia, observe el objeto-obra, porque tan temporal es el uno como la otra, la tradición a la que escucha, que vive en el propio intérprete. Tal es la grandiosa dialéctica en la que parece cumplirse la afirmación de F. Schlegel de que cuando la filología piensa a fondo sus tareas, ha de saltar el límite hacia la filosofía. A diferencia de lo que ocurre en la Fenomenología del espíritu hegeliana, no hay aquí saber absoluto en que se cancelen todas las diferencias. Pues si hace unos años podía afirmar Peter Szondi (1975) que en la lucha entre literalismo y alegorismo el primero había ganado claramente la partida, hoy, sobre todo en los estudios teóricos pero sin que falten ejemplos en los históricos, podría afirmarse que vivimos un auténtico regreso del alegorismo. La nuestra ha sido y es una odisea sin Ítaca. Aunque cabe preguntarse si no habrá algún sentido, alguna dirección que se mantenga a lo largo de los avatares de la interpretación y la reflexión hermenéutica que la acompaña. Tal vez la respuesta sea como sigue. ¿No es la nuestra la historia del doloroso y lento descubrimiento de la alteridad, hasta que se hace consciente y se eleva a concepto en la hermenéutica filosófica, donde por fin, frente al solitario yo cartesiano, se dice expresamente: «la conversación que somos»? Descubrimiento que no puede ser sino histórico, vale decir, ganado a través de las tensiones entre los diferentes sistemas interpretativos, y quizá como reverso de los horrores del siglo xx —Auschwitz, Hiroshima—. Lo que no debería extrañarnos, pues justo cuando parecía resolverse, al menos para parte de Occidente, el problema de la miseria, asola ésta continentes enteros; cuando la expectativa de vida se alarga hasta límites nunca vistos, se multiplica y disemina la posibilidad de destruir la vida entera sobre la Tierra; el recurso a la guerra mundial se sustituye por la proliferación de matanzas que han acabado por alcanzar a la metrópolis. Así parece ser la ley de lo humano: la inestabilidad contingente de las hojas pero la vida que pugna por mantenerse y afirmarse, documentos de cultura que son documentos de barbarie. Ahora bien, ¿no desborda esta respuesta el ámbito de los estudios literarios? Pues hoy, de un lado, la hermenéutica filosófica ha enriquecido nuestra comprensión del problema al forzarnos a pensar según una dimensión nueva; de otro, aunque es innegable la ubicuidad de una difusa conciencia hermenéutica, no menos innegable es su indefinición, lo que conlleva una falta de lugar preciso en los estudios literarios. Desde luego, el programa de Boeckh (cfr. III.3.a), su diálogo entre filosofía y filología, aquella articulación general de la enciclopedia romántica en parte formal y material y de la formal en crítica y hermenéutica, es claro que lo dejamos atrás; y por más que quisiéramos recuperarlo hemos de ser conscientes de que sólo será posible de otra forma. Puesto que la obra de Heidegger nos ha abocado a una fractura radical. Ricoeur (1969: 14) lo definió con precisión: Con la manera radical de interrogar de Heidegger, los problemas que han puesto en marcha nuestra investigación, no sólo no quedan resueltos, sino que se han perdido de vista. ¿Cómo, preguntábamos, dar un óganon a la exégesis, es decir, a la comprensión de los textos? ¿Cómo fundar las ciencias históricas frente a las cien-

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cias de la naturaleza? ¿Cómo arbitrar el conflicto de las interpretaciones rivales? Estos problemas son propiamente no considerados en una hermenéutica fundamental; y esto, a propósito: esta hermenéutica no está destinada a resolverlos sino a disolverlos. Heidegger no ha querido considerar ningún problema particular concerniente a la comprensión de tal o cual existente: ha querido reeducar nuestro ojo y reorientar nuestra mirada; ha querido que subordinemos el conocimiento histórico a la comprensión ontológica, como una forma derivada de una forma originaria. Pero no nos da ningún medio de mostrar en qué sentido la comprensión propiamente histórica deriva de esta comprensión originaria. ¿No es mejor entonces partir de las formas derivadas de la comprensión y mostrar en ellas los signos de su derivación? Lo que implica que se parta del plano mismo en el que la comprensión se ejerce, es decir, del plano del lenguaje.

Son significativas las críticas39 que ha suscitado la obra de Gadamer, que vistas con la perspectiva actual nos ayudan a ver ciertas claves de la dificultad, unas de ámbito extraliterario, otras literario. Retengamos algunas de ellas muy sintomáticas, las dos primeras de Habermas (1982), para quien, primero, la universalidad de la hermenéutica viene desmentida por el mero hecho de que hay ciencias de carácter no hermenéutico; y en segundo lugar, la rehabilitación de la autoridad de la tradición, previa a cualquier crítica, representaría un paso atrás respecto del carácter emancipatorio de la liberación de prejuicios ilustrada. En parecido ámbito, el encuentro imposible entre la hermenéutica filosófica y la deconstrucción de Derrida radica en que, según éste, el diálogo postulado por Gadamer en el centro de su pensamiento no escapa a la metafísica. Ya en los estudios literarios, Jauss (1967, 1972) ha reprochado a Gadamer el supuesto platonismo de la unidad de las obras literarias a través del tiempo: una postura crítica debería estudiar la recepción de éstas; eso además de rechazar la crítica de la distinción estética en tanto que incapacidad para aceptar lo valioso en sí de la fruición estética. Finalmente, Iser (2000) ha hecho ver que la ontología de Gadamer, al generalizar el diálogo —el diálogo que somos— elimina la distancia imprescindible para la productividad de la interpretación (es significativo que Iser prefiera hablar de la universalidad de ésta antes que de la hermenéutica).40 En realidad, se trata de dos cuestiones: la primera, bajo las diversas apariencias y modulaciones del racionalismo de Habermas y el escepticismo de Derrida, coincide en el rechazo de la visión del ser según la cual vivimos en un mundo ya interpretado. De aceptarla no hay problema para reconocer que las ciencias aborden lo ente desde los principios que les parezcan, pues a lo que apuntan Heidegger y Gadamer es a algo anterior, al estar en el mundo que no se articula en forma de sujeto frente a objeto, porque no puede ponerse el tal sujeto sin poner a la vez el mundo en que aparece. En otras palabras, el sujeto que pone ante sí el objeto no tiene nada de natural, es una configuración histórica que define la Modernidad. Discusión, que por su propio   Remito a mi Hermenéutica, interpretación, literatura, donde discuto extensamente estas cuestiones, con bibliografía. Para los efectos de esta conclusión basta con una referencia sintética. 40   Respecto de Jauss e Iser véanse mis discusiones en La Tabla Redonda (Romo 2004, 2005). 39

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carácter, sólo afectará a los estudios literarios según lo que estén dispuestos a ver en la literatura: en el momento en que profundizando su posición se enfrenten al problema de la verdad encontrarán la ontología. La segunda cuestión, o si se prefiere, el orden de críticas planteado por Jauss e Iser, tiene que ver más directamente con nuestro problema, puesto que la peculiar temporalidad de las obras de arte define tanto la estabilidad de lo estudiado como la posibilidad, naturaleza y posición del método de estudio. Llegados a este punto, y aunque compartamos la posición de Szondi de que no podemos pretender sin más continuar o resucitar la hermenéutica que nos ha legado la tradición, no hay motivo para que no volvamos a ella por si nos proporciona alguna clave que nos permita avanzar. Pues ¿no apunta en la diferencia entre comentario que corre a lo largo del texto y construcción —teológica, filosófica, o historiográfica— que pretende apoyarse en él una dualidad que recorre la historia entera de la hermenéutica hasta el presente? ¿y no parece haber cierto parentesco entre esa dualidad y la contemporánea de hermenéutica filológica frente a filosófica? Para Betti se trataba de distinguir la interpretación, que sirve al texto, de la especulación, que se sirve de él. Hirsch llamará a no confundir significado del texto y sentido que el intérprete ve en él. Derrida (1967: 202) respeta una lectura ceñida al texto, necesaria para saber de qué estamos hablando aunque no abra lecturas, previa a la que las abre (la suya). En definitiva, la diferencia hoy palmaria entre la concepción epistemológica de la hermenéutica de algunos frente a la ontológica de otros, aunque de otro orden, parece hundir sus raíces en el suelo más profundo de la historia. En el mismo Bajtin se da una oscilación entre epistemología y ontología, entre preocupación por el método y concepción del ser, entre ver en el diálogo una categoría analítica de las obras, y un modo del existir histórico. Pero realmente, ¿se opone algo a mantener las exigencias de rigor de la hermenéutica filológica, fijada en cierta medida ya por Schleiermacher y actualizada por Betti, sin negarnos a oír la voz que nos habla de ontología en las obras literarias? En efecto, en el propio Schleiermacher hay una diferencia entre comprensión gramatical y técnica, y si él orienta la segunda a los autores, podría hacerse igualmente en el sentido iniciado por F. Schlegel (cfr. III.2.c). De modo semejante, reconoce Gadamer que el método mantiene sus exigencias, pero no sin hacerse eco del lema luterano «quien no comprende la cosa no puede captar el sentido de las palabras (qui non intelligit res non potest ex verbis sensum elicere),41 pues hasta aquí llega el eco de la fundacional articulación en res y verba, por cierto, en conflicto con la materia y forma o forma y contenido de la estética. Y bien, ¿qué nos dice la literatura?, ¿cuáles 41   La edición española de Verdad y método prescinde de la referencia luterana: «Res sunt praeceptores. Qui non intelligit res, non potest ex verbis sensum elicere […] Ego plures locos explicavi per cognitionem rerum quam reliqua cognitione grammatices. Si iureconsulti non intelligerent res, verba nemo intelligeret (Son las cosas las que mandan. El que no entiende las cosas, no puede extraer el sentido de las palabras […] Yo he explicado más lugares [de la Escritura] por el conocimiento de las cosas que por el resto del conocimiento de la gramática. Si los jurisconsultos no comprendieran las cosas, nadie entendería las palabras» (Tischreden 5246, WA XIV).

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son las res en ella? El aspa de Heidegger, el entrecruzamiento y oposición de cielo y tierra, mortalidad e inmortalidad; el horizonte de tierra, trabajo, y mundo, todo eso que él veía en el par de botas campesinas de Van Gogh no sé si es la respuesta completa pero es significativo. ¿No habla el arte de la verdad y de un modo que sólo el arte nos permite apreciar tan verdaderamente, «tan siendo», como diría después Gadamer? ¿No es la belleza un modo de presentarse de la verdad? No podemos saltar de nuestra sombra, pero sí vernos a nosotros mismos en la obra artística: «La fuente inmediata de la obra de arte es la capacidad humana para pensar», pero el pensamiento ha de transfigurarse en la poesía, que no vivirá sin soporte físico y sin letra. Letra destinada a ser revivida de nuevo, cuando alguien se acerque a resucitarla, «como si la estabilidad mundana se hubiera hecho transparente en la permanencia del arte, de manera que una premonición de inmortalidad, no la inmortalidad del alma o de la vida, sino de algo inmortal realizado por manos mortales, ha pasado a ser tangiblemente presente para brillar y ser visto, para resonar y ser oído, para hablar y ser leído» (Arendt, 1958: 185 ss.). Así el arte, la poesía, la literatura, al hablar de esperanzas y sufrimientos, de trabajo y de viajes, de lucha y aventuras, felicidad y sentimientos, de mortalidad, dicen la verdad de lo que es y somos. Pero no sólo por aquello de lo que hablan las obras, sino por su dialogismo interno constitutivo y por el hecho mismo de su existir, por el modo frágil y sin embargo tenaz de tenderse hacia el futuro, a quien sepa y quiera entender. Que puede ser cualquiera, pues todo filólogo que se respete está al servicio de la comprensión general. Y es importante, a este respecto, la diferencia que Arendt (1958: 187) establece entre pensamiento y cognición. La segunda persigue un objetivo definido, se expresa en las ciencias, y alcanzado su objetivo, se detiene; el pensamiento «carece de fin u objetivo al margen de sí, y ni siquiera produce resultados»; ha de interrumpirse para materializarse en obra, pero «si el pensamiento tiene algún significado constituye un enigma tan irresoluble como el de la vida» (188). Así que perfectamente podemos aplicar a las obras literarias disciplinas que se propongan el mejor conocimiento de su composición y de la trama mundana de la que surgen; eso es lo que se proponen, en el mejor de los casos, la historia y la teoría literarias. Sin embargo, ¿se agota ahí la cuestión? En el propio Bajtin se habla de categorías compositivas pero también de la arquitectura del objeto estético, y al final, en los apuntes y notas del final de su carrera, de la verdad. La enciclopedia romántica instauró la dimensión estética; la ontología heideggeriana, aunque frente y contra la estética digamos oficial acabará preguntando a la obra de arte; Gadamer se abría paso hacia la experiencia hermenéutica interrogando a la experiencia del arte. Lo que estamos postulando es justamente la recuperación del diálogo de la enciclopedia romántica entre filología y filosofía, o lo que es lo mismo, con la pregunta por la verdad; y para ello el encuentro entre estética y hermenéutica. Porque hacia allí es hacia donde apunta, parece, la línea más productiva que atraviesa la odisea de la interpretación. ¿Acaso no es cierto que Ricoeur, después de postular el diálogo con las disciplinas procedentes de una epistemología no hermenéutica, ha desembocado en los tres volúmenes de esa obra mayor que es Temps et récit

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(1983-1985), en la que la literatura comparece para ayudar a comprender la vivencia del tiempo? Seguramente mantiene su validez el programa de Szondi (1975: 18) de «una filología que […] reconcilie la estética y el aprendizaje de la interpretación», que se apoye en nuestra comprensión actual del arte, pero que al estar determinada históricamente, no se pretenda válida para todos los tiempos. Aunque esbozar su posible desarrollo es ya otra historia: sit finis libri, non finis quaerendi. Queda con todo un interrogante en este final, final que no puede ser sino un nuevo principio: ¿y si ya no hubiera nada que hacer porque a la cultura de que hablamos no le esperara ya más que una vida residual?, ¿estamos ya incluso más allá del anuncio hegeliano, «después del fin del arte»? Recientemente reflexionaba A. Leyte (2005) en que un monumento a las víctimas del 11 de septiembre sería imposible, a no ser que se limitase a una relación de los nombres. Podemos estar de acuerdo en que la representación pictórica al modo de Los fusilamientos del 2 de mayo ha quedado imposibilitada por la obsesiva, ubicua e infatigable repetición de las imágenes. Repetición que tiene algo de pesadillesco. La serie cancela la posibilidad de la obra de una forma que ni el mismo Walter Benjamin hubiera podido soñar. Antes de la mirada estética, sin duda lo que hoy llamamos arte estaba ligado a la religión, la magia y el rito. El arte ha sobrevivido de manera gloriosa a la separación de tales orígenes, y Gadamer (1989) ha discurrido sobre la posibilidad de ir más allá de «su muerte», acaso en el juego, lo simbólico y la fiesta. Pero el ejemplo propuesto representa una auténtica frontera para las artes plásticas, un «no más allá» (¿franqueable para el cine?). Volviendo a la anterior reflexión, si es verdad que Apocalypse now consigue ir más lejos en la plasmación del horror tal vez por su original inspiración literaria, cabe pensar que la literatura, la más abstracta de las artes, resista a la síntesis de globalización, apoteosis individualista de lo privado, y horror que es el mundo después de Auschwitz, y sí consiga ir más allá. Es posible, sin excluir que tal vez haya de morir en la forma que hoy conocemos para revivir de otra manera. Porque mientras los seres humanos conserven la imaginación, si es que no se agota antes estragada a fuerza de estímulos, hay esperanza. Y si la literatura nos habla y la interpretación, el medio en que vive, ha de acompañarla, ¿habrá de ser confinándose en lo limitadamente cognoscible, en otras palabras: de espaldas al pensamiento?

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REFERENCIAS Se relacionan aquí las obras a que se ha referido en el texto, distribuidas en dos apartados, uno primero de fuentes hermenéuticas, y el segundo, de estudios sobre ellas. En el primero, la fecha de la edición utilizada aparece al final; cuando se trata de traducciones y la fecha de la primera edición es identificable o relevante —se ha remitido a ella en el texto—, aparece después del título, y la edición utilizada al final de la referencia. En el apartado de estudios la estructura de las entradas es la habitual en el sistema Harvard de cita.

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ÍNDICE DE AUTORES Adorno, Theodor, 240 Agrícola, Rudolf, 64, 101, 114 Agustín (véase Agustín de Hipona), Agustín de Hipona, 29, 31, 43, 56, 59-61, 63-67, 69, 73, 75, 81, 83-85, 100, 103, 104, 117, 137, 154, 156, 168 Alejandro de Hales, 85 Alfonso de Madrigal, El Tostado, 81 Ammonio Sacas, 25 Andrónico de Rodas, 25 Anselmo de Canterbury, 58 Aquinate, (véase Tomás de Aquino) Arendt, Hannah, 18, 40, 43, 90, 109, 134, 135, 201, 257 Aristarco de Samos, 42 Aristóteles de Estagira, 21, 25-29, 33, 36, 38, 4446, 51, 57, 90, 93, 97, 98, 101, 113, 114, 123125, 138, 227, 241, 242, 251 Ast, Friedrich, 162, 164, 187, 188, 202 Auerbach, Erich, 54, 79, 80, 83 Aulo Gelio, 49, 91 Averroes, 101 Bacon, Francis, 133, 141 Bajtin, Mijail, 71, 165, 187, 193, 202, 233-235, 242, 248, 253, 256, 257 Balbi, Giovanni, 33 Baldan, Paolo, 87 Baltasar de Céspedes, 91 Bartolo, 93 Basilio, 55, 60

Battistini, Andrea, 157 Bayo, Juan Carlos, 83 Beardslay, Monroe, 228 Beda el venerable, 84 Bedouelle, Guy, 68, 69, 107 Beltrán,Luis, 15 Benjamin, Walter, 19, 182, 183, 185, 258 Bentley, Richard, 156, 174 Bernardelli, Andrea, 61, 79 Berner, Christian, 163 Betti, Emilio, 18, 81, 180, 256 Bianchi, Luca, 22, 31-33, 97, 98, 123-125, 130, 137, 160 Black, Max, 171, 244 Bocaccio, Giovanni, 83, 86-89 Boecio, 31, 56 Boeckh, August, 31, 156, 188-190, 192-194, 201, 202, 254 Bori, Pier Cesare, 71, 85, 160, 185 Boulenger, F., 55 Bozal, Valeriano, 207 Branca, Vittore, 116 Brink, C. O., 31 Brocense, Juan Sánchez, 95-97 Bruni, Leonardo, 90, 123, 124 Bruns, Gerald, 18, 62, 91, 106, 109, 110, 145, 218, 243 Buenaventura, 58, 71, 76, 80 Bühler, Karl, 222 Butterworth, 73

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Calvino, Juan, 109 Candel, M., 25, 27 Cano, Melchor, 113 Capitón, Wolfgang Fabricio, 109 Casiano, 73 Casiodoro, 83 Cassirer, Ernest, 245 Cervantes, Miguel de, 78 Chantraine, Pierre, 21 Chenu, M. D., 56, 57 Chiesa, Paolo, 49, 50 Chladenius, Johann Martin, 151-153, 155, 162, 168 Chomarat, Jacques, 95, 99, 100, 109, 116 Chydenius, Jean, 81, 82 Cicerón, Marco Tulio, 30, 31, 46, 48-50, 91, 93, 99, 109, 113, 123-126 Clemente de Alejandría, 73 Clericus (véase Leclerc), Jean Cole, Henry, 104 Cole, Thomas, 38 Colet, John, 99 Coseriu, Eugenio, 170 Cousin, Jean, 46, 48, 42, 98 Crates de Malos, 53 Crifò, Giuliano, 15, 47 Curtius, Ernst Robert, 83-87 Dahan, Gilbert, 78, 79 Dalsgaard-Larsen, 66 Dannhauer, Johannes Conrad, 33, 125 Dante (véase Dante Alighieri), Dante Alighieri, 79, 82, 83, 85-87, 120, 131 Dassonville, M., 95 Dawson, David, 52 Deleuze, Gilles, 39 Demetrio, 21 Demonet, Marie Luce, 111, 149 Derrida, Jacques, 177, 213, 214, 255, 256 Descartes, René, 92, 133, 134, 136-138, 156, 157, 206 Detienne, Marcel, 28 Diès, A., 28 Dilthey, Wilhelm, 96, 117, 130, 159, 160, 162, 163, 176, 177, 198, 202-208, 218, 224, 227, 232, 238, 239 Dini, Alessandro, 138, 141 Diógenes de Babilonia, 29, 61 Diógenes Laercio, 29 Dionisio Tracio, 30, 43 Dod, Bernard, 27, 125

Dodd, E. R., 54 Domínguez, Atilano, 138, 141 Domínguez Caparrós, José, 14, 73, 83, 213 Donato, 101 Droysen, Gustav, 188, 194-200, 207 Duby, Georges, 40 Eagleton, Terry, 208, 212 Eco, Umberto, 61, 83-86 Ecolampadio, Johannes, 109 Eden, Kathy, 44, 45, 55, 69, 70 Egido, Teófanes, 105, 106, 107, 109 Engels, Friedrich, 207, 215 English, Edward, 59 Epícteto, 71 Epifanio, 156 Erasmo de Rotterdam, 94, 95, 99-105, 107-110, 113, 115, 141, 148, 153, 252 Eratóstenes, 30, 41 Ernesti, Johann August, 146-148, 162, 164, 166, 169 Escoto, Duns, 80 Escoto Erígena, Juan, 83 Esopo, 89 Esquilo, 35 Estacio, 94 Estagirita (véase Aristóteles) Eucher, 73 Eusebio de Cesarea, 21 Farrar, Frederic, 104-109, 111, 112 Ferécides de Siro, 52 Fernández Garrido, Regla, 66 Ferraris, Maurizio, 97, 155, 180, 202, 209, 213 Ferrater Mora, Manuel, 80 Feyerabend, Paul, 248 Ficino, Marsilio, 91, 123 Filodemo de Gádara, 72 Filón de Alejandría, 72 Fish, Stanley, 69 Flacius, Matías, 59, 113, 115-122, 128, 130, 141, 156 Flamarique, Rocío, 162, 163, 165, 167, 176 Focio, 21 Foucault, Michel, 66 Frank, Manfred, 162, 163, 177, 187 Fray Luis de León, 59, 92, 98, 129, 130 Freud, Sigmund, 206, 212-215, 222 Friedländer, Paul, 25, 39

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Gadamer, Hans Georg, 13, 14, 18, 26, 30, 33, 44, 68, 96, 105, 110, 113, 114, 130, 147, 156, 159, 160, 162, 163, 168, 180, 181, 188, 189, 195, 200, 202, 205, 206, 217, 222, 228-237, 239252, 255-258 Galileo, Galilei, 135-137, 144, 227 Gaos, José, 218 García Berrio, Antonio, 137 Garin, Eugenio, 57, 58, 92 Garzya, Antonio, 94 Gatti, Roberto, 79, 83 Gemistio Pletón, 91 Goethe, Johann Wolgang Von, 160, 161, 179, 180, 183, 186, 237 González, Moisés, 135 Grabmann, Martin, 56, 58, 81 Grafton, Anthony, 90 Granada Martínez, Miguel Ángel, 25 Grassi, Ernesto, 92 Gregorio Magno, 70, 71, 73, 76, 81, 82, 87, 185 Gribomont, Jean, 59 Grosseteste, Robert, 123, 124 Guattari, Félix, 39 Guillermo de Auvernia, 81 Gusdorf, Gustave, 41, 156 Habermas, Jürgens, 255 Hankins, James, 56, 57, 123, 128, 131, 132 Hausheer, Roger, 157 Havelock, Eric, 36 Hegel, G. W. F., 53, 90, 110, 146, 161, 163, 181, 188, 197, 200, 202, 204, 207, 208, 226-229, 231, 233, 238, 242, 251 Heidegger, Martin, 14, 27, 29, 33, 59, 72, 92, 96, 134, 159, 160, 202, 206, 210, 217-229, 239, 240, 243, 251, 254, 255, 257 Heráclito, 53 Heráclito de Éfeso, 26, 27, 28, 52 Herder, Johann Gottfried, 160, 161 Hermann, 188 Heródoto, 21 Heyne, Christian Gottlieb, 160 Hilario, 103 Hirsch, Eric Donald Jr., 68, 256 Hobbes, Thomas, 144 Hoffmeister, Johannes, 238 Hölderlin, Friedrich, 225 Homero, 17, 19, 28, 37, 41-43, 50-54, 89, 112, 160 Horacio Flaco, Quinto, 24, 50, 95, 97, 98, 131, 236

Horkheimer, Max, 240 Horstmann, Axel, 189, 190, 191 Hugo de San Víctor, 31, 58, 76, 82, 84 Humboldt, Wilhelm Von, 160, 164, 165, 177180, 199, 200 Humphrey, Lawrence, 97, 125-128, 174 Husserl, Edmund, 208, 219 Ímaz, Eugenio, 202 Ingarden, Roman, 20 Ireneo, 21, 156 Irvine, Martin, 29, 30, 73, 75 Iser, Wolgang, 255 Isidoro de Sevilla, 83 Izuzquiza, Ignacio, 162, 163, 167, 168, 175, 176 Jackson, Leonard, 208 Jaeger, Hasso, 33 Jaeger, Werner, 54 Jakobson, Roman, 20 Jámblico, 66 Jameson, Frederic, 208 Janaway, Chistopher, 36 Jauss, Hans Robert, 83, 230, 255 Jenofonte, 21 Jerónimo, 31, 50, 59, 66, 75, 76, 83, 102, 123, 126 Juan Evangelista, 54, 230 Juretchske, Hans, 182 Kant, Immanuel, 13, 152, 161, 168, 177, 181, 187, 219, 231, 232, 239, 251 Karlstadt, Andreas, 109 Kennedy, George, 41, 42, 52 Kenny, Anthony, 57 Kessler, Eckhard, 105 Kimmerle, Hans, 163 Lafont, Cristina, 219, 221, 222, 225, 250 Laks, André, 160, 252 Lanson, Gustave, 201 Laurens, Pierre, 86 Lausberg, Heinrich, 44, 47, 49, 104 Le Boulluec, Alain, 72, 75 Leclerc, Jean, 148-150, 153, 155, 252 Lefèvre d’Étaples, Jacques, 33, 34, 68, 107 Leibniz, Gottfried, 149, 150, 152 Levine, Lee I., 65 Leyte, Arturo, 15, 92, 161, 210, 218, 220, 221, 225, 226, 227, 258 Lisias, 37, 39

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Lledó, Emilio, 39 Locke, John, 154 Lohr, C. H., 57, 59 Lombardi, Bartolomeo, 97 López Moreno, Ángeles, 202 Lotman, Iuri, 115 Lubac, Henry, 56, 59, 61, 73, 76, 99 Lucrecio, 31 Luisini, Francesco, 97 Lukács, George, 187 Lutero, Martin, 59, 69, 104, 105, 107-113, 115, 117-119, 122, 127, 128, 141, 148, 156, 230 Machado, Antonio, 248 MacLean, Ian, 105, 129, 146 Maggi, Vincenzo, 97 Magnard, Pierre, 90, 91 Maïer, Ida, 90, 157 Maimónides, 58, 78, 141, 142 Manucio, Aldo, 97 Maquiavelo, Nicoló, 131 Marco Aurelio, 54 Marrou, Henry Irenée, 30, 41, 44, 54 Martín Jiménez, Alfonso, 95 Martínez Marzoa, Félix, 23, 24, 27, 29, 30, 54, 220 Martínez Montalbán, Miguel Ángel, 160 Marx, Karl, 199, 206-209, 215 Mazzotta, Giuseppe, 86, 88, 89 Meier, Georg Friedrich, 152, 153, 162, 164 Melanchthon, Felipe, 59, 64, 109, 113-115, 117, 121, 148 Metrodoro de Lámpsaco, 52 Michaelis de Pintacuda, 110 Mignolo, Walter, 20 Milton, John, 241 Minio-Paluello, L, 25. Minnis, 80, 81, 85 Montaigne, Michel, 91, 133 Muhlack, Ulrich, 195, 196, 199 Nagy, Gregory, 23 Neschke-Hentschke, 160, 163, 165, 175, 176, 252 Nicolás de Cusa, 91 Nicolás de Lyra, 81 Nietzsche, Friedrich, 196, 200, 206, 208-211, 215 Novalis, Friedrich Leopold von Hardenberg, 182, 184, 185, 204 Núñez, Pedro, 97

Orígenes, 59, 68, 72-75, 79, 101, 103, 104 Ovidio Nasón, Publio, 131 Pablo de Tarso, 54, 69, 72, 75, 99, 102-103, 110112 Palmer, Richard, 219, 220, 228, 240, 241 Papias, 33 Parménides, 226 Pascual, Bartolomeo, 97 Pastine, Dino, 145 Pedro Abelardo, 58 Pépin, Jean, 21, 22, 25, 26, 72 Périgot, Beatrice, 57, 58 Périon, Joachim, 124, 125, 126, 174 Petrarca, Francesco, 83, 86-89, 91, 92, 99, 109, 131 Pfeiffer, Rudolf, 28, 29, 30, 35, 41, 42, 49, 52, 53, 99, 160, 174, 188 Pico della Mirándola, 91 Pigna, Giovanni Battista, 98 Pinborg, I., 57 Píndaro, 21, 189, 236 Platón, 22, 23, 25, 27, 28, 30, 34, 36-40, 42, 46, 50-52, 64, 66, 72, 90, 119, 163, 177, 181, 182, 187, 251 Plinio, 48 Plutarco, 51, 52, 55, 71 Poliziano, Agnolo, 90, 93-95, 116, 132, 157 Pompa, Leon, 156, 158, 159 Pomponio Gáurico, 97 Porfirio, 21, 42 Pozuelo Yvancos, José María, 137 Prado, Manuel Enrique, 15, 27 Protágoras de Abdera, 38, 50 Quasten, Johannes, 73, 74, 112 Quillien, Jean, 160, 161, 177-180 Quintiliano, 30, 31, 43, 44, 46-49, 51, 89, 92, 95, 98, 102, 129 Rábano Mauro, 75 Rambach, Johannes Jakob, 33, 146-148, 241 Ramus, Petrus, 95 Ravera, Maurizio, 147, 148, 183, 184, 186, 190, 193, 202 Reynolds, Leighton, 156 Richards, Ivor A., 171, 244 Ricoeur, Paul, 14, 160, 168, 206, 212, 254, 257 Rivera, Jorge Eduardo, 218, 221, 222, 223 Robortello, Francisco, 97, 98, 148 Roces, Wenceslao, 218, 238

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Rodríguez, Celso, 157 Rodríguez, José Luis, 206 Rohls, Jan, 100, 105, 109, 111, 112, 122, 135 Romo, Fernando, 97, 98, 148, 157, 229, 255 Sánchez Meca, David, 182 Sanmartín, Rebeca, 79 Saussure, Ferdinand, 165, 170 Schaeffer, Jean Marie, 181, 186, 187, 209, 227 Schelling, Friedrich, 163, 188, 202, 204 Schiller, Friedrich, 161 Schlegel, Friedrich, 161, 181, 183-187, 204, 249, 253-256 Schleicher, August, 200 Schleiermacher, Friedrich D. E., 19, 33, 96, 100, 122, 127, 145, 148, 159, 160, 162-167, 169-180, 182, 184, 186-193, 199, 201, 202, 204, 205, 212, 215, 238, 239, 242, 252, 253, 256 Schmitt, Carl, 99, 133, 145, 161 Schwenckfeldt, Kaspar, 111, 122 Scioppius, Gaspar, 148 Séneca, 71, 95 Servio, 43, 92, 98 Sexto Empírico, 36 Simon, Richard, 155, 156 Simonetti, Manlio, 72, 73, 74 Simónides, 38 Smalley, Beryl, 56, 57, 82, 99 Sófocles, 228 Sozzini, Fausto, 111 Spinoza, Baruch, 138-140, 142-145, 148, 155, 156, 252 Stefan George, 225 Steiner, George, 35, 125 Steinthal, Heymann, 193, 201 Strubel, Armand, 63, 75, 84 Suetonio, 30, 87 Swift, Jonathan, 154 Szondi, Peter, 13, 151, 153, 160, 163-167, 169, 170, 174, 176, 202, 254, 256, 258 Tácito, 181 Talon, Omer, 95 Teágenes de Regio, 52 Terencio, 101 Teresa de Jesús, 62 Tertuliano, 55, 156 Tibulo, 131

Timpanaro, Sebastiano, 97, 148 Todorov, Tzvetan, 189, 193, 201 Tomás de Aquino, 58, 59, 70-72, 75, 77, 79, 81, 82, 84-86, 246 Too, Yun Lee, 41, 42, 49, 52, 69 Trakl, George, 225, 226, 228 Trapezuntius, Jorge, 128 Tucídides, 21 Twesten, August, 162, 163 Uguccione de Pisa, 33 Valdés, Mario de, 15 Valla, Lorenzo, 92, 93, 99 Valls, Ramón, 146 Varrón, 30, 87 Vattimo, Gianni, 162, 163, 165, 167, 171, 217 Vega Ramos, Mª José, 38 Vettori, Pietro, 98 Vicente de Lerins, 109 Vico, Giambattista, 89, 156-161, 205, 211 Vidal, Rosa, 79 Virgilio Marón, Publio, 89, 160 Virmond, W., 163 Vives, Luis, 32, 125 Von Arnim, Johannes, 29 Wahnón, Sultana, 211, 232 Waitz, Theodor, 26 Walther, Gerrit, 184 Waswo, Richard, 105, 110, 111 Weinberg, Bernard, 97 Weinsheimer, Joel, 153, 154, 235, 243, 244 Welzig, Werner, 104 Wesseling, Ary, 93 White, Hayden, 80, 199 Whitehead, Alfred North, 134 Wilamowitz-Moellendorf, Ulrich, 160, 210 Wilson, Nigel, 156 Winckelman, J. J., 160 Winsatt, W. K., 228 Wittgenstein, Ludwig, 245 Wolf, Friedrich August, 160, 162, 164, 175, 188 Wolff, Christian, 149, 150, 151, 153, 155 Yorck, Conde, 224, 226 Zenódoto, 41 Zwinglio, Ulrich, 109

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fernando romo feito

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la odisea de la interpretación literaria

«escucho com mis ojos a los muertos»

55. Espacios de la comunicación literaria, por Joaquín Álvarez Barrientos (ed.), 228 págs. 56. Imágenes de la Edad Media. La mirada del realismo, por Rebeca Sanmartín Bastida, 638 págs. 57. Espacios del drama romántico español, por Ana Isabel Ballesteros Dorado, 288 págs. 58. El humor verbal y visual de La Codorniz, por José Antonio Llera, 448 págs. 59. Pedro Estala, vida y obra. Una aportación a la teoría literaria del siglo xviii español, por María Elena Arenas Cruz, 528 págs. 60. Álvaro Cunqueiro. El juego de la ficción dramática, por Ninfa Criado Martínez, 216 págs. 61. El renacimiento espiritual. Introducción literaria a los tratados de oración españoles (1520-1566), por Armando Pego Puigbó, 224 págs. 62. El concepto de materia en la teoría literaria del Medievo. Creación, interpretación y transtextualidad, por César Domínguez, 232 págs. 63. Pensamiento literario del siglo xviii español. Antología comentada, por José Checa Beltrán, 342 págs. 64. Para una historia del pensamiento literario en España, por Antonio Chicharro Chamorro, 356 págs. 65. Vidas de sabios. El nacimiento de la autobiografía moderna en España (1733-1849), por Fernando Durán López, 516 págs. 66. De grado o de gracias. Vejámenes universitarios de los Siglos de Oro, por Abraham Madroñal Durán, 532 págs. 67. Del simbolismo a la hermenéutica. Recorrido intelectual de Paul Ricoeur (1950-1985), por Daniel Vela Valloecabres, 192 págs. 68. De amor y política: la tragedia neoclásica española, por Josep Maria Sala Valldaura, 552 págs. 69. Diez estudios sobre literatura de viajes, por Manuel Lucena Giraldo y Juan Pimentel Igea (eds.), 260 págs. 70. Doscientos críticos literarios en la España del siglo xix, por Frank Baasner y Francisco Acero Yus (dirs.), 904 págs. 71. Teoría/crítica. Homenaje a la profesora Carmen Bobes Naves, por Miguel Ángel Garrido y Emilio Frechilla (eds.), 464 págs. 72. Modernidad bajo sospecha: Salas Barbadillo y la cultura material del siglo xvii, por Enrique García Santo-Tomás, 208 págs. 73. «Escucho con mis ojos a los muertos». La odisea de la interpretación literaria, por Fernando Romo Feito, 280 págs.

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Csic

fernando romo feito

«escucho con mis ojos a los muertos» la odisea de la interpretación literaria

¿De dónde viene la forma de leer característica de la filología? No es, desde luego, algo natural, sino el precipitado de una larga tradición, hoy en crisis, si no rota por completo. La conciencia, ante la poesía, se interroga por su sentido, y pretende proveerse de reglas para asegurar su interpretación. Y ello se entrelaza con las principales fracturas de la evolución de nuestra cultura: entre el mundo antiguo y el cristianismo, entre Humanismo y Reforma, entre razón humanística y naciente razón matemática, entre racionalismo y conciencia de la temporalidad. Este libro pretende explorar esa historia, desde los orígenes hasta el advenimiento de la hermenéutica filosófica. Y para ello intenta dibujar la dialéctica entre las diferentes formas y reglas de la interpretación que se han sucedido, desde el mundo antiguo hasta hoy, deteniéndose en particular en éstas. Así repasa los principales sistemas hermenéuticos: la filología antigua, el quadruplex sensus medieval, la hermenéutica humanista y su radicalización luterana, el nacimiento de la crítica histórica, la alianza romántica entre filología y filosofía, la hermenéutica filosófica… El mundo de después no puede ser el mismo, pero en plena ruptura con la tradición anterior, ¿no convendrá reexaminar ésta para saber mejor quiénes somos, dónde estamos, y hacia dónde orientarnos? Este libro pretende contribuir modestamente a esa tarea. Fernando Romo Feito (Madrid, 1950) estudió en la Universidad de Zaragoza, por la que es doctor (1987). Ha ejercido cinco años en colegios universitarios, luego como catedrático de instituto durante otros veinte y, desde 1998, en la Universidad de Vigo en la que es titular de Teoría de la Literatura. Es autor de varios libros y ediciones de obras, sobre todo de retórica (Miguel Labordeta: una lectura global, 1988; Retórica de la paradoja, 1995; Elementos de oratoria de Giambattista Vico, 2005; La retórica, un paseo por la retórica clásica, 2005; Hermenéutica, interpretación, literatura, 2007), y de numerosos artículos en revistas científicas sobre historia del pensa­ miento literario —en particular, retórica y hermenéutica— y sobre cervantismo.

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS

Ilustración de cubierta: Anciana leyendo, probablemente la profetista Ana, óleo sobre tabla (60 x 48 cm). Rembrand van Rïju. Rijksmuseum.