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ENSAYOS IGNACIO

RAMIREZ

ENSAYOS

IGNACIO

RAMIREZ

ENSAYOS Prólogo

y

selección

de

Manuel González Ramírez

X

A la Biblioteca Nacional de Méxi­ co. Al Instituto Literario de Toluca.

Sesenta años duró su tránsito por esta vida. Su existencia fue turbu­ lenta y acongojada; plena de conflictos, rica en sufrimientos e incertidum­ bres. Luchó contra todos los poderes, sobrenaturales y humanos, que durante su época habían hecho de México un feudo. Jamás conoció el reposo. Vida agitada la suya, como la del país mismo: sin paz, sin equilibrio. Pugnando por encontrar el cauce íntimo, luchó también por hallar el auténtico, propio camino de su patria. Y esto en los días en que los lazos ancestrales de Mé­ xico, las raíces de sus hombres, estaban dolorosamente rotos, ya que brus­ camente fueron arrancados del seno materno para iniciar una vida distinta. Sus metas de ataque fueron instituciones prestigiosamente seculares, hombres omnipotentes, costumbres legendarias. Por eso los beneficios de su actitud tuvo que recogerlos en las cárceles, en las persecuciones y en los destierros, ya que no en vano la ira de los dioses se descarga sobre los rebeldes. El mito de Prometeo se reproduce constante e incansablemente, puesto que es propio de la humana naturaleza. Sin embargo, hay hombres y hay etapas en los que ese mito adquiere proporciones que van de la gesta a la epopeya y toman el rango de lo heroico y de lo santo. El caso de Ignacio Ramírez es un hecho señalado, que tiene el valor de haber sido compartido por México. Porque en verdad fue México el que luchó contra su pasado y el que combatió a los poderes que lo habían asfixiado y le habían llenado el alma de martirios. Ramírez se confundió en esa cruzada. Pero recíprocamente, surgió como uno de los guías y auto­ ridades de la cruzada misma. La mutua dependencia que existió entonces

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Prólogo

entre México e Ignacio Ramírez hace posible que hoy identifiquemos a la Reforma con El Nigromante, a las ideas liberales con las ideas de Ra­ mírez, a sesenta años de turbulenta historia mexicana, con la existencia atormentada del vigoroso mestizo.

Antecedente de nuevas inquietudes y trascendente movimiento liberal de la centuria pasada, en nuestro siglo se ha emprendido el proceso de su valorización. Como fenómeno histórico y en varios aspectos superado, pa­ rece fácil la tarea. Sin embargo, presto surgen las dificultades porque entre nosotros el liberalismo es doctrina de combate, de réplica; representa una lucha y una acción que en nuestros días todavía provoca pasiones encon­ tradas. De todos modos, sin incidir en el elogio hiperbólico o en esa sub­ terránea, tímida corriente que se manifiesta como juicio que responde a la esencia de la catolicidad mexicana, es necesario admitir que el liberalismo cumplió entre nosotros una misión de primer orden. Desde los comienzos del siglo XIX surgió el problema de la autono­ mía. Desde luego emprendimos y realizamos la emancipación política, coin­ cidiendo la acción con la decadencia en que había caído nuestra gran metrópoli. Pero al optar por la vida independiente nos convertimos en he­ rederos de ciertas instituciones sociales que eran valladar para el desarrollo de México o lastre para la nueva vida. El camino de la autonomía se hizo sinuoso y se nos presentó más duro, por razón de la inexperiencia para tratar las cosas inherentes al gobierno de nosotros mismos. Y es que en realidad bajo la sombra española se nos había constituido en menores de edad y sólo habíamos nacido para callar y obedecer. Además, habíamos vivido prácticamente aislados del resto del mundo, pues fuera de las rela­ ciones comerciales, políticas y eclesiásticas sostenidas con España, el rumor del exterior llegaba a nosotros por la puerta falsa del contrabando. Rotos los vínculos que nos unían con la Corona española, tuvimos necesidad de crear el gobierno civil, como resultado de la angustiosa exi­ gencia de gobernarnos a nosotros mismos y de organizar la vida interna. A este respecto seguimos el rumbo de la imitación, porque fue el de menor resistencia y porque la influencia extranjera se desbordó como alud sobre el país. Transplantamos la monarquía. Después nos pronunciamos por la organización republicana, la federal o la centralista indistintamente, sin faltar el poder ilimitado con el tratamiento anexo de Alteza Serenísima. En el fondo, necesitábamos improvisar la mayor parte de nuestras insti­ tuciones.

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Por lo demás, en medio de esos múltiples ensayos se hizo patente no sólo la inexperiencia general mexicana, sino ante todo la ineptitud de las clases dirigentes “para la gestión de sus propios negocios y más aún para la gestión de los negocios públicos". El resultado se tradujo en una serie interminable de revoluciones, que —iniciadas en su mayoría por el ejér­ cito— mantenían al pueblo ajeno a ellas, aunque se hicieran en su nombre. Era ostensible que la transmisión del poder se convertía en causa de las desgracias. La costumbre se erigió en sistema y éste era simple: pues el voto partía del gobierno, al voto ojicial se contraponía el de una revolu­ ción; pero ambos eran ficticios, porque a ninguno concurría la voluntad del pueblo. Simple, ciertamente. Pero también trágico, porque desde en­ tonces ha implicado excepcional importancia para México el problema del sujeto del poder. El poder civil tropezó en sus comienzos con el obstáculo de que otro poder le disputaba la supremacía de la autoridad. La institución eclesiás­ tica halló en la independencia política una coyuntura para reafirmar su propia hegemonía y para absorber al legatario de la Corona española. A su favor tenía el prestigio secular y la innegable raigambre de los principios religiosos que, como depositaría de ellos, había sembrado en la antigua Nueva España. Pero el coloso se vio precisado a sostener una lucha cruenta con el poder civil advenedizo, raquítico y sin ningún antecedente de respe­ to por parte de los gobernados. En la aventura, la Iglesia tuvo un error grave de perspectiva, pues creyó que la autonomía política lograda impli­ caba una mutación intrascendente. Y si alguna vez intuyó o percibió que la transformación era más honda, no quiso o no pudo canalizar la tenden­ cia renovadora hacia los estudios superiores de evolución sociológica. De todos modos, la dramática lucha entre la Iglesia y el Estado puso de ma­ nifiesto la necesidad de que la emancipación política se complementara coñ una emancipación de carácter espiritual.

Por una parte, los múltiples movimientos armados trajeron la banca­ rrota del respeto al hombre. Y por otra, surgió para el mexicano un con­ flicto que hasta entonces le era desconocido: tener que someterse a dos poderes que entre sí luchaban por la preeminencia. La Iglesia contaba con Dios y con la fuerza económica que le proporcionaban los bienes que cons­ tituían su patrimonio; además, el mexicano se sentía unido a ella por tra­ dición y porque dentro de la Iglesia había sido educado. El poder civil nada tenía a su favor, antes por el contrario, muchos de los actos habi­ tuales de gobierno lo constituyeron coacciones innecesarias. Pero la ten­ dencia liberal empezó por imponer una Constitución y por organizar a

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México bajo la forma de gobierno federal. Es verdad que para tal efecto importó instituciones políticas extrañas y siguió considerando a la cató­ lica, como religión oficial. No podían proceder de otra manera quienes no tenían hábitos de gobierno, eran creyentes y años antes formaban la legión de súbditos a la que el poder virreinal había condenado a callar y a obe­ decer. Empero la Constitución, imitada y de aplicación teórica, resultó más eficaz que las declaraciones del Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, únicos documentos políticos que tenía el país originados en la acción del partido tradicionalista. Tan eficaz así, que a partir de 1824 no hubo facción o salvador de la patria que no prometieran alguna constitución que viniera a poner fin a las calamidades de México. Ahora bien, ¿hasta qué punto la importación del régimen federal sig­ nificó entre nosotros transplantar un sistema exótico? Desde la implanta­ ción del federalismo, durante el siglo pasado, en nuestros días, siempre y generalmente, se ha considerado a la organización federal como una copia inadecuada para la realidad mexicana. Se la tiene como obra de los polí­ ticos liberales, ajena a la experiencia y conocimiento de los grandes núcleos de población. Difícil es encontrar palabras que mejor y bizarramente ca­ ractericen el ataque al federalismo, como las pronunciadas por el Padre Mier durante el Congreso Constituyente de 1824: “Háganse bajar cien hom­ bres de las galerías, dijo, pregúnteseles qué casta de animal es la república federada, y doy mi pescuezo si no responden treinta mil desatinos”. Y, sin embargo, el federalismo fue una bandera política y social en las luchas intestinas de México y un factor decisivo que socavó el poder formidable de la Iglesia. Ello tuvo que implicar cierto condicionamiento social y una mentalidad propicia para admitir el sistema, con un valor que no ha sido debidamente estimado, porque el calificativo de artificial y el ejemplo y desarrollo del federalismo yanqui, a manera de cortina de humo, han impedido la investigación del régimen mexicano. De un origen distinto al del estadounidense, sin las nítidas caracterís­ ticas con que éste nació y sin responder a iguales intereses, el federalismo mexicano tiene un contenido especial que obliga a considerarlo como fac­ tor de la organización nacional y como realizador de la unidad política de México. El ilustre publicista Gaxiola encuentra en la organización política y eclesiástica de la Colonia el germen y el antecedente de nuestro federa­ lismo. 1 La conquista de Occidente realizada por Ñuño de Guzmán, alzán­ dose con los territorios por él sojuzgados, es la primera y más remota 1 Francisco Javier Gaxiola, Las Primeras Instituciones Políticas de México. México, 1936.

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manifestación del fenómeno. Más aún: las necesidades de la conquista exi­ gieron la fundación de nuevos pueblos que, con el tiempo, adquirieron cierta independencia y se rigieron militar y judicialmente sin estricta sujeción a la metrópoli virreinal. No de otra manera se explica la creación de la Audiencia de Guadalajara, de las Comandancias de las Provincias Internas y de las Capitanías Generales.

Durante el siglo XVIII las Ordenanzas de Intendentes y de Ejército dividieron a la Colonia en Intendencias con vida y organización propias, otorgándoles cierta autonomía y fundando su independencia económica: estas Ordenanzas arrancaron de las manos de los virreyes el poder absoluto de que llegaron a suponerse investidos; organizaron las jurisdicciones de los tribunales de justicia y de las autoridades militares, en forma tal, que el sistema constituye el embrión de la posterior federación mexicana. Si tal era la organización política, la que la Iglesia adoptó para los fines de la evangelización y del cuidado espiritual de su obra, es todavía más expresiva. La extensión de la Colonia y el celo catequista de los pre­ dicadores, obligó a la Iglesia a dividir a aquélla en una serie de provin­ cias, con determinada jurisdicción cada una de ellas, independientes unas de otras, y que, para la organización eclesiástica, constituyeron los obis­ pados. Estrictamente fueron estos obispados los que fijaron la división territorial de la Colonia, a grado tal, que de ahí tomaron las provincias mexicanas sus nombres y sus jurisdicciones.

En nuestra historia las grandes crisis han tenido la virtud de obligar al sistema federal a manifestarse, tan aguda y plenamente, que sólo enton­ ces toma la categoría de realidad tangible. Aun bajo la tutela de España, dos hechos demuestran el arraigo de la división territorial y el valor que de ella se deriva. Es el primero, el que se desprende de la Constitución de Cádiz de 1812, que al robustecer los ayuntamientos, crear las juntas pro­ vinciales y fundar el gobierno político de las provincias, descentralizó el poder de los virreyes (ya disminuido por las Ordenanzas de Intenden­ tes) y fortaleció la autonomía de dichas provincias. El segundo, tuvo lugar durante la guerra de independencia, cuya atención obligó a crear los supre­ mos mandos militares, relajando, todavía más, los lazos que unían a las provincias con el virrey y fomentando en ellas nuevos hábitos de libertad. Más tarde, en 1824, ante el real e inminente peligro de disolución, el fede­ ralismo, adoptado por la Constitución de la época, conjuró el riesgo del desmoronamiento. Durante las pugnas de la Reforma, la Intervención y el Segundo Imperio, fueron las provincias dislocadas las que sostuvieron y

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realizaron la supervivencia del estado federal, y lo que es más importante, de la unidad mexicana. Aun con motivo de la revolución social emprendida a partir de la segunda década del siglo actual, han sido las provincias, apa­ rentemente absorbidas por el férreo sistema central de la dictadura, los veneros de un federalismo sui generis que se manifiesta vigoroso cuando peligra la unidad nacional, o se hace indispensable ajustar ciertos desequi­ librios sociales, y que se esfuma y se convierte en raquítico cuando la vida normal vuelve al país.

Pero entonces, ¿cuál es el factor que sostiene la tendencia federal? Es preciso convenir en que la sagacidad liberal no sólo aprovechó el modelo norteamericano, ni únicamente tuvo en cuenta los gérmenes del sistema federal provenientes de la Colonia, para implantar la federación en Méxi­ co: en el fondo el secreto del éxito se encuentra en haber incorporado a la cosa pública a la clase social activa, pensante, agresiva y sensible, de la pequeña burguesía. El agente de nuestro federalismo (y en general del liberalismo mexi­ cano), es distinto al de su vecino estadounidense. No es, como en Norte­ américa, el representante de la clase industrial y capitalista del norte, que para implantar el federalismo tuvo que luchar contra el conservadurismo agrario suriano. No se interesó por la prosperidad del comercio y de la navegación, poniendo en ella la aspiración fundamental del gobierno; no fue, por consiguiente, proteccionista. El factor del federalismo mexicano (y aun de nuestro liberalismo), fue el intelectual de las llamadas profesio­ nes liberales, o el pequeño propietario agrario, que tenían ansia ilimitada de poder y que para hacerse de él, adquirieron la cultura con independen­ cia de las jerarquías antiguas, y aun contra la voluntad de éstas, y después se procuraron la riqueza a costa, principalmente, de la Iglesia. Esa ansia de poder los llevó instintivamente a robustecer el poder civil, anémico y débil, porque era ahí, y no en las potestades eclesiásticas, donde podían satisfacer su ambición. Y los hizo federalistas porque pronto percibieron que un gobierno civil central era fácil presa de la influencia de la Iglesia. Aun a riesgo de cometer acto de herejía, destruyeron la fuerza económica del clero, ya que era el punto de apoyo de la resistencia eclesiástica y por­ que aspiraban a substituirse en el goce de tan excepcional patrimonio. De este modo, la generalidad de las grandes fortunas que florecieron a la som­ bra de la dictadura porfirista tuvieron su origen en el ataque a la propie­ dad de la Iglesia. Dos principales formas de procedimiento han sido útiles a la pequeña

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burguesía para adquirir el poder: las fórmulas abstractas y la flexibilidad para admitir nuevos elementos y nuevas tendencias. Resulta paradójico que una clase, teniendo tan fuerte inclinación al poder, haya podido inscri­ bir en sus constituciones o en sus leyes el sistema de frenos y contrafrenos, tales como la división de poderes, la prohibición de depositar esos poderes en una sola corporación o persona, la circunscripción de las jurisdicciones federal y locales, las garantías que se otorgan al individuo frente al Estado y el procedimiento para hacer valer esas garantías. Pero desde que la pe­ queña burguesía conquistó el poder político (contrariamente a lo que ha realizado el liberalismo en otras partes del mundo), no lo ha debilitado ni lo ha vaciado de contenido, pues, en verdad, lo ha consolidado y robuste­ cido. Siempre que ha surgido la antinomia entre la consolidación del po­ der y su limitación, invariablemente se ha optado por robustecerlo. El sis­ tema es universal y, por universal, ha dado condición de fórmulas abstrac­ tas a las normas que tienden a limitar el poder político conquistado por la pequeña burguesía. Sin embargo, los frenos al poder son principios de la más auténtica procedencia liberal, que, a pesar de su precaria aplicación, tienen la fuerza de un símbolo. De un símbolo que, como en el caso de los derechos del hombre, to­ ma, no obstante los contratiempos y las adversidades, el valor de un ideal de la más alta estirpe humana. Quizá la acción del liberalismo no hubiera sido tan fecunda en nuestro medio, de no haberse sucedido la serie de persecuciones, destierros, asesinatos y, en suma, de atropellos a la dignidad del hombre que caracterizó al despotismo de Santa Anna. Como es natural, las víctimas propicias y más numerosas se encontraban en las filas de la pequeña burquesía. Fueron intelectuales los perseguidos, y desterrados; fueron sacrificados los contumaces pequeños propietarios agrarios. Sin defensa ideológica contra los abusos del poder, puesto que la doctrina de la Iglesia los entregaba inermes y aun les imponía resignación como medio para lograr la salvación eterna, la ilustración pequeño-burguesa tuvo que volver sus ojos a los principios que por entonces, en el mundo, exaltaban los derechos del hombre como base de toda organización social.

Resulta sangriento que Santa Anna haya sido el primero en incluir en la primera de sus Siete Leyes Constitucionales el respeto a la propiedad y a la libertad individuales, así como la inviolabilidad de los domicilios particulares: de tal manera pesaban en la época estos principios que, hasta quien los pisoteó sistemáticamente, no vaciló en otorgarlos en un docu­ mento político, que constituye la reacción más típica contra la actividad

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liberal de 1833. Por lo demás, la intolerancia religiosa tuvo que agudizarse en la ley, en el pensamiento y en la acción, ya que la tendencia liberal había demostrado a través de Gómez Farías su decisión para luchar.

Por virtud de la política santanista se confundían los atropellos del dictador con sus propósitos de defender los fueros de la religión; y además, sin apoyo ideológico que la Iglesia le pudiera proporcionar para oponerse a aquellos abusos, la pequeña burquesía tuvo que iniciar la aventura de la disidencia espiritual. La libertad de conciencia fue un móvil. Y constituyó una revolución. La presintieron unos cuantos. La predicaron los menos. Pero fue extendiéndose cada vez más a mayores capas de población, en grado tal, que en la actualidad es patrimonio esencial e imprescindible de un pueblo católico por excelencia.

En México, la nueva clase social que conquistó el poder formó a su imagen y semejanza, un hombre, un ciudadano, un gobierno, una sociedad, y hasta un mundo. Al hombre le fueron reconocidos todos aquellos dere­ chos que el liberalismo exigía para cada ser humano: la propiedad privada, la libertad individual en sus manifestaciones de libertad de conciencia, de asociación y de expresión de ideas. Poco importaba que en rigor la clase dominante estuvieron en minoría y fuera la única beneficiaría de todos esos derechos. Generosamente los liberales consideraban que tales garantías no eran patrimonio exclusivo de ellos y que, si para algunas clases sociales resultaban virtuales, éstas tenían abierto el camino de la educación para llegar a tomar parte en el festín de la libertad. De ahí el fanatismo liberal por la educación.

Es verdad que ahora estamos en condiciones de apreciar los perifollos con que se cubrió a la educación durante el régimen liberal. No es el mo­ mento de enjuiciar al liberalismo por este capítulo. Pero lo cierto es que la educación era como el centro de gravedad del libre examen; y sabido es que el libre examen fue la llave para discutir la autoridad de la Iglesia, el valor de los Sagrados Textos y la autoridad divina de los reyes. El libre examen, hijo legítimo de la razón, convirtió al mundo, al hombre y a la sociedad en objetos de experimentación. La fe fue cambiada por la ciencia. Y fuera de la ciencia nada podía darse. De esta manera, cuando el libe­ ralismo tropezaba con limitaciones, obstáculos o insuficiencias las impu­ taba a la ignorancia, pero a renglón seguido se aplicaba a vencerlos, por­ que había adquirido la confianza de que nada podría resistir a la razón, a la ciencia y a la educación. Por eso cuando concedió el voto universal al pueblo mexicano, compuesto de un alto porcentaje de analfabetos, esperó

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que la educación haría el milagro de transformar al país en el paraíso de la democracia. Cuando descubría los muchos parias, verdaderos infrahombres y auténticas víctimas conturbadas por los excesos de los poderosos, esperaban juera sujiciente el juicio de amparo para remediar su situación. Esta esperanza en la educación que resolvía al liberalismo cualquier problema de técnica gubernamental, no fue óbice para dar fisonomía al gobierno que constituyó desde que se consolidó en el poder político. Queda dicho que nuestra pequeña burguesía no ha debilitado ni vaciado el con­ tenido de su poder. Entre nosotros el gobierno, el Estado, nunca ha cons­ tituido un imparcial observador de la libre concurrencia o de las pugnas sociales. Por el contrario, siempre ha intervenido con vigorosa decisión, favoreciendo o tutelando a determinada clase social. De aquí ha resultado, por una parte, que hayamos vivido divorciados en muchos aspectos del modelo liberal de nuestras constituciones; y por la otra, que se haya ro­ bustecido y consolidado definitivamente el gobierno civil, que surgió a la vida pública del país, anémico y pobre.

A pesar de todas las imperfecciones, la obra fue emprendida y reali­ zada con propósitos de innegable desprendimiento. Actitudes corrientes de nuestra vida actual, que por el hábito con que las cumplimos, forman parte de nuestra condición de hombres y de ciudadanos o de nuestras costum­ bres sociales, fueron posiciones vedadas a aquellos que, como Ignacio Ra­ mírez, no estuvieron oprimidos por la tradición ni consintieron ser vasallos de un régimen caduco. Cierto es que la rebeldía sólo se limitaba a alcanzar lo que ahora, por razón natural e indiscutible, consideramos inherente a la condición humana. Sí. Mas también esa resistencia costó a Ignacio Ra­ mírez, y a aquellos que por idéntico ideal pugnaron, el calvario de sus vidas. Una noticia sobre El Nigromante tiene que ser obra de combate. Así lo presintió Altamirano, cuando sobre la tumba recién cerrada del emi­ nente liberal, escribió su biografía y oyó los rumores tumultuosos que levantaban el odio y el despecho. A muchos años de distancia, esa actitud se ha convertido en estrépito persistente, devastador e implacable. De aquí que, hasta en la actualidad, sea imprescindible el tono de la polémica para hablar de aquel que probó mil veces la amargura.

Y es que Ramírez siempre llevó consigo el sino demoníaco de preten­ der naturalizar al México anquilosado y de ejecutar cosas extrañas, cual corresponde a los que practican el arte abominable de la nigromancia. Ma-

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g¿a negra la suya, que trocó un mundo por otro. Y sacudió las aguas muer­

tas y formó nuevo# cauces. En su prodigiosa actividad un cambio sucedía a otro. Por eso substituyó a Dios por la naturaleza; a la teología por la ciencia y la filosofía; al dogma por la razón; al cura por el sabio y el filósofo; a la fe por el escepticismo; al rey por el pueblo; a la sumisión por la libertad; al rico por el pobre; al español por el mexicano; al al­ tar por la biblioteca; el cristianismo por el paganismo; a la Colonia por la República; y al derecho divino de los reyes por el pacto social. Pero esas transformaciones nunca constituyeron la traición del que acecha una oportunidad para poner a subasta la conciencia o el pensa­ miento. Fue haciendo su cultura con el rigor con que se hace una obra que sólo tiene las perspectivas del cadalso. Y nunca la realizó para aprove­ char las congruas de los parasitismos de su época, como suelen hacerlo en nuestros días algunos intelectuales. Hay equivocados en la política mexicana que no toleran el triunfo ajeno. A Ignacio Ramírez se le ha hecho víctima de esa hostilidad. Esa es la causa por la que un coetáneo nuestro le haya negado a El Nigromante la condición de filósofo, la de pensador y la de hombre honrado consigo mismo. Es verdad que Ramírez no fue un filósofo. No lo fue en el sentido que lo consideraron sus contemporáneos. Tampoco lo fue porque haya legado un sistema de filosofía. Ni podía serlo, porque Ignacio Ramírez perteneció a la generación de la ilustración que no tenía ideas nuevas, sino atractivas. Que no era creadora, sino propagandista. Que no era la primera en traer una verdad, sino en proclamarla. Pensador fue en el grado que la ilustración podía dar a la cultura pensadores. Hombre honrado consigo mismo, lo fue porque vivió y murió dentro de sus ideas. Cuando en la Academia de Letrán Ignacio Ramírez negó la existencia de Dios, provocó una conmoción, sólo explicable porque México estaba petrificado. Sus oyen­ tes fueron los peripatéticos, los aficionados al enciclopedismo del siglo XVIII y los escolásticos. Al cundir por la ciudad y por el país el rumor de la blasfemia proferida, entonces sus comentaristas fueron reclutados en el vulgo ignorante y fanático. En rigor la causante del escándalo fue esa aduana de la conciencia que se llamó el índex, ya que la existencia de su valladar impidió dar contrapeso científico o filosófico a la negación de Ramírez, y dio valor de atrevimiento y novedad a una cuestión que en el mundo se había debatido durante varios siglos.

Estrictamente no nos es dable el juicio sobre ese discurso de Ramírez, porque su texto está perdido. Unicamente tenemos noticias fraccionarias

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de las que se desprende asombro, porque “desenvolvía en su disertación una teoría enteramente nueva, fundada en los principios más severos de las ciencias exactas, y deduciendo de una serie inflexible de verdades experi­ mentales la conclusión, inaudita hasta entonces, de que la materia es in­ destructible, y por consiguiente eterna: en este sistema, podía suprimirse, por tanto, un Dios creador y conservador”.

Pero, ¿cuál era ese sistema? Altamirano se limita a decirnos que El Nigromante reprodujo las doctrinas de Lucrecio. Esto es, los principios que el poeta romano prohijó en su poema Sobre la Naturaleza del Mundo, en el sentido de adoptar las tesis materialistas de Epicuro y Demócrito, que negaban el gobierno divino del universo. Fue Lucrecio el que planteó “la dificultad teológica en cuanto al origen del mal en esta forma: Dios o desea abolir el mal y no puede, o puede y no quiere, o ni puede ni quie­ re, o a la vez puede y quiere. Los tres primeros supuestos son inconcebi­ bles, si se trata de un Dios digno de su nombre; por consiguiente, la última alternativa tiene que ser verdadera. ¿Por qué existe entonces el mal? La deducción es que Dios no existe, en el sentido de un regulador del mun­ do”. Como se ve, la afirmación es herejía si la oye un ortodoxo; exposición de una doctrina cualquiera si es un estudiante de la clase de historia de la filosofía de nuestros días el que la escucha; y una preposición ingeniosa para el optimista de todos los tiempos. Pero durante la tercera década del siglo pasado, tuvo que provocar alarma entre nosotros, porque no consti­ tuía otra cosa que la contraposición del principio agustino “obligadlos a entrar”, fórmula de la intolerancia religiosa y fundamento para la supre­ sión de las heterodoxias. Frente a tal estado de cosas, el cambio que en­ tonces propuso la nueva clase social que advenía al poder, era sencillo: “dejadnos salir”. Y salieron. Uno de los primeros en abrir la brecha fue Ramírez. De sus ideas pos­ teriores, podemos inferir que negó a Dios porque para él la naturaleza hizo la ley de la vida; porque los hombres ignoran la esencia de Dios; porque la materia no es muerte sino vida en perpetua transformación; y porque pa­ ra creer en Dios necesitaba verlo “como la luz que de un farol se escapa”. ¿Ateo? ¿Panteísta? ¿Escéptico? No. Antes que todo era un hombre que, como muchos de su época, creyó en la razón y aprendió que las leyes del universo y las de la sociedad humana eran comprensibles, y habían sido expuestas por Neivton y Loche, por Copérnico y Rousseau. Por lo demás, es pecado imputable a la tendencia de la ilustración, al mismo tiempo que representa su legítimo orgullo. No ser tradicionalista fue entonces un ho-

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ñor. Y lo seguirá siendo cada vez que la humanidad corra el riesgo de endurecer su pensamiento, sus costumbres y sus creencias. Subordinar la je a la razón es propio de las épocas iconoclastas, precursoras de tiempos nuevos, en los que la je resurgirá remozada y fecunda. Pero entre tanto es necesario destruir, transformar. Que no otra cosa hizo Ramírez cuando en la Academia de Letrán disertó ante un auditorio estremecido. Para enjuiciar a hombres del tipo de Ignacio Ramírez precisa descubrir la pureza de su vida. Y El Nigromante fue honesto en grado superlativo; de tal modo, que sobre su obra podrán caer todos los anatemas, menos el de haber sido un simulador. Jamás cometió el fraude de la hipocresía. Por eso, su prístina conducta es garantía de la limpidez de su pensamiento. Fueron las únicas armas con que contó para luchar contra la Iglesia. Y fueron las mismas que esgrimió en el disentimiento sobre la tradición española. Pero en nuestro siglo ha aparecido un astigmatismo histórico, que pre­ tende haber descubierto el complot fabuloso en contra de la raza hispanoame­ ricana como entidad, como poderío orgánico y como cultura: la cultura de la mística. La negación de lo español es pecado atribuido a la tendencia liberal, así como su resultado, esto es, la entrega de México a “las influen­ cias empeñadas en apoderarse de los territorios españoles del nuevo mun­ do". Como es natural, a Ignacio Ramírez se le señala como uno de los pa­ ladines de la disolución. Lo cierto es que la gravedad del cargo exige una obra de mayor aliento y quizá con vida propia; esta es la razón por la que en este prólogo limitaremos nuestras observaciones, dichas en forma esque­ mática, al caso particular de El Nigromante.

Fiel a su historia, Europa fue el campo de una lucha continua. Pugnas entre las casas reinantes y rivalidades religiosas; las dificultades de todo género y por cualquier pretexto, eran fáciles de desencadenar en el viejo continente. Cuando España adquirió la importancia de primerísimo orden que tuvo dentro de la política mundial, surgió allá la necesidad de interve­ nir en esas cuestiones. Pero si asombrosa fue su ascensión hasta la catego­ ría de potencia imperial, sorprende también su rápido descenso. En su seno llevaba los gérmenes de la decadencia y éstos operaron tan virulenta­ mente que, cuando perdió sus posesiones de ultramar, todas las antiguas colonias quedaron gravemente contagiadas.

Quizá el más grande de sus fracasos está en que no pudo superar, a su debido tiempo (como tampoco Roma lo hizo en su época), la escisión que en la construcción ecuménica, única y católica, produjo el ansia de

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libertad y la intervención de la razón humana, según fueron éstas entendi­ das por el espíritu del Renacimiento. En un escenario con perspectivas mundiales, la autoridad y la tradición fueron cediendo el paso a la liber­ tad y a la razón humanas. Y el imperio mundial de la fe se rompió en sectas y vino a concluir en nacionalidades que, en Europa, aún luchan por encontrar un equilibrio, y en los otros continentes, se sojuzgan unas a las otras. O lo que es igual: el mundo quedó dividido. Desde luego que el nuevo aspecto de la lucha tuvo objetivos enanos. Pero la Corona española optó por perderse en ese laberinto, en lugar de volver sus ojos a América; tuvo para ella mayor importancia desangrarse en Flandes y desgastarse en Italia que robustecerse en el Nuevo Continente. El error se tradujo en un descenso cada vez más acentuado. Desde Felipe II hasta la imposición francesa de los reyes Borbones, hay una serie de hechos cuyas consecuencias las ha llorado España con lágrimas de sangre, ya que fueron extravíos que mucho mal le hicieron: iniciaron su decaden­ cia interna. Por otro lado, su prestigio internacional se fue minando, lo mismo en Recroy que en Westfalia; en Portugal que con la designación de Felipe V y la paz de Utrecht; en los “pactos de familia" que con las luchas estériles sostenidas con Inglaterra y con Austria, y que se prolongaron du­ rante toda la décimooctava centuria.

No obstante la estupenda floración del Siglo de Oro, la ciclópea obra arquitectónica y cultural realizada en América y las características del “despostismo ilustrado" de Carlos III, el resultado práctico de los desaciertos españoles fue el hecho de que al iniciarse el siglo XIX la Corona española había perdido definitivamente casi todas las posesiones extrapeninsulares de Europa, parte de las africanas y algunos territorios de América. El grado de su influencia en los negocios internacionales pudo apreciarse por la manera despectiva con que el Directorio francés la trató, no obstante su fidelidad al Pacto de San Ildefonso. Y en el orden interno, su agricultura e industria estaban periclitadas, y su comercio prácticamente destruido. Para España no podía ser más desconsolador el panorama de sus situa­ ciones interna y externa. Y fue precisamente en esos instantes cuando tomó la dirección de sus negocios el monumento de imbecilidad y ambición que fue Fernando “el Deseado", síntesis y superación de la estulticia. No supo conservar el decoro de su madre. Ni el prestigio de su Corona. Al adular a Napoleón renegó de los súbditos propios, que en España vertían su sangre por mantener la independencia del territorio y de la monarquía. Para él, su Corona valía menos que la categoría de príncipe dignatario del Imperio

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francés, Y con ser dueño de un mundo, sólo se conformaba con la porción territorial que le quisiera dar el Emperador corso. No respetó la Constitu­ ción que había jurado. Tampoco acató los altos designios que su rango le imponía, ya que perdió la dignidad, el honor y hasta las riquezas territo­ riales que pertenecían a la Corona. Contra esta España, y contra lo que infortunadamente representaba Fernando Vil, se levantaron las colonias de América, y se sublevó México. Estos movimientos constituyeron la protesta contra un régimen gangrenado y herido de muerte en la península. En la Nueva España misma no podía ser peor la situación interna. “Se meditaron leyes, pronto realizadas, para que la naturaleza en México no produjera vinos, ni filamentos, ni sedas, ni lozas, ni tabacos, y solamente tributase a los conquistadores metales pre­ ciosos. Los talleres y los mares se cerraron, los colegios se entreabrieron en los conventos con un inquisidor a la puerta. Los jesuítas, en fin, conspiraron contra los franciscanos, los dominicos y los agustinos, únicos protectores de los indios. La protección impartida a éstos se redujo a declararlos eter­ namente menores”.

Esa era la situación y por ello el reflujo estuvo justificado. Pero los causahabientes del tradicionalismo colonial, en nuestros días, dicen que la independencia fue prematuramente alcanzada; sin embargo, cuidan de ca­ llar el momento en el que a su juicio debió ser oportuno realizarla. Y de demostrar que no obstante que la carga imperial ya resultaba gravosa para España, ésta tenía derecho a conservarla. Por lo demás, la trayectoria de la vida española durante el siglo XIX sólo pone a descubierto que era inapla­ zable la disolución. Fueron el mestizaje y la pequeña burguesía los que precipitaron el rompimiento: necesario, porque la nueva concepción de la vida y el ansia de poder de esa clase social, se encontraban rudamente con­ trapuestos a las ideas de los grupos dominantes de la metrópoli; doloroso, porque la decadencia se infiltró en nosotros a tal grado, que nuestras nacio­ nalidades sólo han sido raquíticas y han estado expuestas a la voracidad de los nuevos imperialismos.

Pero no comete traición a sus raíces el tallo que surge a la superficie, toma dirección contraria a ellas y adquiere otro color. Fue eso precisamen­ te lo que realizó México, y eso fue lo que hicieron los hombres que, como Ignacio Ramírez, prohijaron la aventura. Aun en los arrebatos más anti­ españoles de El Nigromante, puede descubrirse la herencia hispánica: ruda, apasionada y respondiendo a aquel espíritu que en España naufragó durante los albores de la reforma europea. Cierto q^e fue un renegado de España,

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pero cuando se escruta el pensamiento de Ramírez pronto se percibe que la España de la cual diverge, es distinta a aquella otra España que recóndi­ tamente ama y a la cual tiende a identificarse. Rechaza, sí, la España, torpe, prostituida, decadente, inquisitora, poseída y dirigida por una aris­ tocracia miope y administrada espiritualmente por un clero codicioso. Re­ sulta interesante encontrar ciertos profundos puntos de contacto entre este santo laico de nuestro liberalismo y uno de los reformadores eclesiásticos. No se parece a Lutero, ni tampoco a Savonarola, menos aún a Calvino. Condena, anatematiza y propone la reforma en términos que recuerdan a los reformistas españoles, con las naturales diferencias que suponen épocas distintas y la prosecución de fines diferentes. Pero la veta es idéntica y la corriente proviene de la misma fuente ética y de afirmación de la dig­ nidad humana.

Ama a España en Cervantes, Fray Luis de León, Quevedo o en el Padre Las Casas; y en Fray Margil de Jesús simboliza lapidariamente la obra de España en América: “Fue santo —dice del tierno predicador— cuando el despotismo y la superstición de la casa austríaca, encadenando los ejércitos y oscureciendo las universidades, no dejan a los ingenios otro camino de la gloria. Hizo un pueblo de devotos de un pueblo conquistado: vivió más de cuarenta años entre nosotros; grande influjo debió tener sobre nuestras costumbres; caminando al cielo sobre las alas de la santidad, dejó profunda huella sobre la tierra7. Claras rutas que cuando las sigue España, le es dable amarla a El Nigromante; como le es factible perdonar la sevicia de Cortés, porque nos trajo las uvas, los bueyes y los asnos.

El mestizo Ramírez, que no tenía experiencia para los asuntos del Cobierno, cuando intervino en la cosa pública no olvidó el precedente es­ pañol, y sólo realizó actos que se encuentran cumplidos en la historia de la metrópoli, que no en la de los Estados Unidos. No fue de Norteamérica de donde recibió la influencia de su liberalismo, antes bien de Francia, que fue “la nodriza de México77. Pero la difusión le llegó a través de España. Y si cooperó en la desamortización de los bienes eclesiásticos, no hizo otra cosa que seguir el ejemplo de la desamortización de los mayorazgos y el de la venta de las propiedades eclesiásticas realizadas por Carlos IV en 1805. Expulsó a los curas y clausuró la Universidad Pontificia de México, porque España había ya expulsado jesuítas y cerrado universidades como medio para consolidar el Gobierno real. Amó al indio y pugnó por su in­ corporación a la cultura occidental con un sentido español. Existe una innovación con la que se identificó Ramírez y que, desde luego, no pudo

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ser imitada de los yanquis porque éstos no tenían ante si esa cuestión, ni tampoco traída de España porque allí no se había intentado plantear el problema: la separación de la Iglesia y el Estado por virtud de las Leyes de Reforma. Empero, aun en dicha reforma se descubre la influencia es­ pañola en esa preocupación de fortalecer a la familia, núcleo social y célula espiritual que tiene un arraigo tan castizamente hispánico.

Ramírez fue un mestizo. Si físicamente tenía características pronun­ ciadamente indígenas, en su pensamiento era primordialmente español. Mas no en vano el factor indígena formaba parte de su ser, porque por virtud de este elemento, es fácil incurrir en confusiones y aun en fracasos si se intenta hacer una clasificación nítida. Por eso es indispensable proce­ der con cautela y fijar las distintas inclinaciones de El Nigromante, para obtener un juicio aproximado de su compleja personalidad. De esta manera su censura tiene un íntimo contenido español, porque no hay pueblo de la tierra que se enjuicie con mayor severidad que el pueblo de España. Habló, pensó y escribió en español; a pesar de su alma de mestizo, amó y odió con un sentido preponderantemente español. Negó al Dios de las tradiciones coloniales y abandonó el rebaño de la Iglesia católica, pero nunca se afilió a las sectas protestantes, ni convirtió a los suyos en apóstatas. Sintió la libertad como español, porque solamente así podía ser comprendido por su pueblo. Y cuando la influencia del factor indio lo llevaba y hasta lo obligaba al cambio, substituía cada átomo de su personalidad hispánica por dos nuevos elementos: uno, que tomaba de las entrañas de México y el otro que extraía del pensamiento de Francia. Por lo demás, no podía proceder de otra manera el que intuyó que los desti­ nos de su patria habían tomado ya sus propios e ineludibles senderos, y que formaba parte de un pueblo que, desde entonces, tiene la tarea de en­ contrarse a sí mismo. Manuel González Ramírez

INTRODUCCION Todas las leyes de la naturaleza para el uso de cada individuo, se some­ ten a las leyes intelectuales; y éstas se formulan inevitablemente por medio de la palabra. El estudio de un instrumento tan poderoso como es el len­ guaje, constituye el objeto de la literatura.

El lenguaje presenta dos aspectos diferentes: su peculiar organización, y el placer que derrama a su paso: revestido de todas sus galas, ya se llama elocuencia, y ya poesía. Poesía y elocuencia forman la bella literatura. Pero ¿cómo comprender ésta, sin un conocimiento profundo sobre la or­ ganización de la habla humana? Las plantas no se estudian sólo en sus flores.

Nos proponemos en que consideramos como hemos llamado la bella maticales que históricas rencia.

esta obra dar a la juventud algunos conocimientos, previos e indispensables para el estudio de lo que literatura: nuestras lecciones serán más bien gra­ y críticas: he aquí las razones de nuestra prefe­

Por muchos siglos se ha estudiado, en Europa, exclusivamente la lite­ ratura griega y latina; todavía el orador se reviste de la pompa que exige una tribuna; y el poeta mueve sus manos como si pulsase una lira y habla de la corona que, en realidad, no ciñe su frente. La Edad Media en vano ha escuchado las profecías que entre los rayos de la aurora boreal le llegaban del norte, en vano se vio invadida por los sublimes y armoniosos visiona­ rios de la Palestina; y en vano no recibió leyes, artes y ciencias de los

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árabes que acababan de enriquecerse con los despojos de todas las nacio­ nes: ha sido necesario que las literaturas modernas se emancipasen resuel­ tamente de las antiguas para que al fin se sospechase que ningún pueblo ha conseguido ser poderoso sin la apoteosis simultánea de sus oradores y poetas. La historia de los grandes, medianos y pequeños escritores, es la historia del universo. Las huellas más durables del mundo social se conservan en las figu­ ras que se llaman letras; los símbolos y jeroglíficos que contienen los fan­ tasmas del mundo mitológico, balbucean los infantiles deseos y caprichos de los dioses protectores y de los genios maléficos; los discursos, las poesías, reproducen sus épocas en miniatura: por lo mismo, un compendio de his­ toria literaria no sería sino una enciclopedia en compendio. Para evitar este inconveniente se contentan algunos tratadistas con dar una biografía y un pequeño juicio, y trozos selectos de los escritores reco­ nocidos generalmente como clásicos: ese mosaico de estilos, por vistoso que aparezca, sirve tanto para estudiar la literatura, como un mosaico de pie­ dras para estudiar la mineralogía. Algunos autores reducen el compendio hasta no contener en su obra sino una nomenclatura. Rivalizan con mejores apariencias los críticos: unas veces someten a un examen minucioso las producciones de un autor afamado; otras veces forman disertaciones especiales sobre los principios en que, a su juicio, se funda cada uno de los ramos de la literatura, y aplican sus reglas a los trabajos de un escritor, de una nación o de un siglo. A la luz de ese método es fácil caminar por senderos floridos; es el favorito de todas las notabi­ lidades literarias; se presta a la erudición, al estilo sentencioso y a todas las galas de la elocuencia. Un crítico, en prosa o en verso, siempre se impone como el oráculo del buen gusto.

Tan bueno es este sistema como el anterior, pero ambos, aun cuando caminen unidos, jamás pasarán las regiones del empirismo para escalar las alturas dominantes de la ciencia. Tratadistas históricos y tratadistas críticos piden sus dogmas a un caprichoso eclecticismo y deben sus aciertos al acaso; y prescriben lo que no comprenden; y sacrifican a una teoría la variedad y el esplendor de la naturaleza.

Creemos nosotros que la literatura, para ser una ciencia, no debe limi­ tar sus estudios a los fenómenos locales; botánica del lenguaje, su flora se compondrá de las flores estudiadas en todos los Parnasos del mundo. Pero, la literatura ¿puede ser una ciencia? Sí; porque el lenguaje no es más que una manifestación fisiológica de la organización humana;

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y porque en el mismo lenguaje se distinguen fácilmente los elementos indi­ viduales y las funciones sociales; y porque los objetos significados y las diversas clases de signos obedecen a las leyes constantes, que una vez encontradas, no será difícil distribuirlas en luminosas teorías.

Los elementos fisiológicos de la literatura han sido igualmente distri­ buidos por la naturaleza en toda la humanidad; cinco especies de sensa­ ciones: placer, dolor; lenguaje de acción, productor de los jeroglíficos y de la pantomima; música; tendencias de cada palabra; y determinados intereses sociales. Cada pueblo desarrolla a su modo esos elementos; y, por lo común, lo que se llama invención no es más que la adopción de los usos extranjeros: por eso vemos, con frecuencia, que chinos y griegos señalan una revolución artística o social, citando los bárbaros a quienes la deben. La literatura forma una cadena no interrumpida; pero algunos de sus eslabones se extienden y decoran por el genio. El genio es el sol de las épo­ cas tempestuosas; derrama su brillo sobre los cuerpos inanimados, y con su brillo, aguas cristalinas y fragantes flores. El estudio que vamos a em­ prender sobre la palabra humana no desperdiciará ningún elemento por pequeño que sea; los pasos de un gigante pueden medirse por los pasos de un pigmeo; y nuestro propósito se reduce a sujetar pigmeos y gigantes a un cálculo riguroso que comprenda aquellas leyes sencillas de que se vale la naturaleza para acabar sus obras más sublimes, amasándolas en el polvo que acaso nos sacudimos con desprecio.

El lenguaje de acción El lenguaje de acción parcialmente estudiado por actores, pintores, es­ cultores, oradores y poetas, hasta hoy comienza a descubrir sus leyes na­ turales ante la mirada científica de algunos tímidos fisiologistas. Abundantes son ya las observaciones; debemos por lo mismo, entresacar y ordenar las que conducen al objeto que nos proponemos, y consiste en demostrar que hay una escala en el lenguaje de acción de todos los animales; que la socia­ bilidad es proporcionada a cada grado de ese lenguaje, y que la inteligencia individual necesariamente se retrata en ciertos cambios de forma que pre­ senta la organización humana, bajo el soplo más ligero de los agentes sensorios en que abunda la madre naturaleza.

Una expresión exterior, sea cual fuere el nervio que sacuda, produce generalmente todos estos, movimientos orgánicos: lo. Una reacción en el

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mismo nervio; 2o. Un movimiento muscular más o menos mecánico; 3o. Diversos movimientos y sensaciones en las entrañas; y 4o. La resurrec­ ción de sensaciones y movimientos que por cualquier causa le son conexos. Estas leyes fisiológicas son muy conocidas; sólo para recordarlas, menos que para comprobarlas, presentaremos algunos ejemplos.

La existencia de una luz en la retina, de un olor en el olfato, de un sabor en la lengua, de una presión en cualquier parte del cuerpo, no pue­ den explicarse sino por la reflexión de las sensaciones, esto es, por su procedencia anterior siguiendo un camino inverso como sucede en los fenómenos de la alucinación, cuando las imágenes fantásticas suelen eclip­ sar las que brillan actualmente sobre nuestros sentidos.

Los movimientos nutritivos provienen inmediatamente de sensacio­ nes determinadas; en este y en otros casos análogos cada centro nervioso ofrece dos ramales, uno que se dirige a un sentido y otro a un músculo: lo que un nervio entonces recibe como sensación, el otro nervio deja es­ capar como movimiento.

Las sensaciones que se elaboran en varios centros se derraman tam­ bién por los canales musculares, pero obedeciendo a combinaciones más complicadas. La influencia de toda sensación sobre nuestro sistema visceral no es fácilmente demostrable, sino en las grandes y profundas impresiones; sin embargo, bástenos observar que, despiertos y muchas veces dormidos, no hacemos más que pasar del amor al odio, del temor a la esperanza, del contento al fastidio, del dolor a la alegría, y esto nos persuadirá que en ese mar de pasiones no pueden permanecer en calma nuestros órganos respiratorios, nuestro corazón, nuestros aparatos alimenticios ni menos nuestros órganos reproductivos. El olor de la hembra enloquece algunas veces a los machos. El animal, acaso se confundiría con la planta si no fuera por los re­ cuerdos. No se trata de esa reflexión inmediata sujeta a las leyes comunes de la física; la especialidad de la memoria está en sus creaciones. ¿Guarda simplemente las sensaciones anteriores? o, en vez de almacenarlas, ¿se fe­ cundiza con ellas y las aborta o las pare, según le son favorables o adversas las circunstancias que le presenta el acaso? Todo esto es disputable; pero lo que consta, como una suprema evidencia, es la facultad que un sabor tiene de reproducir un olvidado color, un sonido de recordar una caricia, una forma de provocar deliquios o terrores que parecían sepultados bajo una montaña de nuevas impresiones.

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Aprovechemos dos observaciones capitales que nos ofrecen los fenó­ menos indicados: la. Las ondulaciones rapidísimas de la luz se reproducen por las ondulaciones más toscas de los sonidos; las ondulaciones eléctricas del tacto pueden provocar por medio de la memoria los armoniosos ele­ mentos del sonido; y hay centros nerviosos donde toda sensación es trans­ formable hasta permutarse; y 2a. Los movimientos que dependen de las sensaciones, directa o indirectamente, provocando sus sensaciones conexas, extienden su fuerza hasta reproducir las ondulaciones sensorias de otros nervios. Siendo esto así, bien podemos aventurar una ley sobre el meca­ nismo del lenguaje de acción: algunos agentes sensorios pueden conside­

rarse como equivalentes para producir, en la memoria, cierta clase de sen­ saciones. Veamos si los hechos confirman esta teoría, o si ella, por lo menos, contribuye, como una simple hipótesis, para comprender los secretos de ese lenguaje que la naturaleza ha concedido a todos los animales. No hay un músculo que no posea movimientos automáticos. Los ani­ males en los primeros días de la vida, se caracterizan por la agitación cre­ ciente y mecánica de su organismo. Ese fenómeno involuntario se verifica principalmente por grupos; observaremos algunos de éstos en los anima­ les más conocidos. Bastará, para nuestro propósito, distribuir la forma animal en sus elementos empíricos: cabeza, cuerpo, miembros superiores, miembros inferiores, órganos de reproducción y algunos apéndices espe­ ciales, como los palpos y la cola. En cuanto a los órganos internos, es in­ dispensable referirse con frecuencia a las funciones del pulmón, del cora­ zón y de los intestinos, pues esas funciones suelen comunicar su desorden a los órganos visibles. Otros pormenores, aunque interesantes, no lo son tanto para la literatura como para la fisiología. Así como cada sensación se irradia en movimientos por todo el cuer­ po animado, fijándose de preferencia en ciertos grupos musculares, las fuerzas que se manifiestan en estos aparatos obran sobre los objetos ex­ traños y producen siempre una obra que necesariamente es útil o perju­ dicial para el animal que la trabaja. El producto de los órganos internos comprende la nutrición en todas sus fases, y lo calificamos de provechoso si conserva la vida, y si es desorganizador le llamamos perjudicial y aun mortífero. El placer y el dolor ocupan los platillos de la balanza en que hacemos tales observaciones.

Más variado es el producto de los órganos externos; muchas veces aparece de pronto como indiferente; pero todo animal que posee un órga-

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no apto para ciertas obras, se dedicará fatalmente a realizarlas, y tarde o temprano sacará de ellas un admirable provecho. Así el ave trabaja su nido, y su panal la abeja. Todo movimiento animal es productivo: ningún pro-

dudo animal es indijerente para su obrero. Puesto que producir es una necesidad orgánica en todo animal, éstos rigurosamente pueden clasificarse por sus obras. Una misma sensación ¿qué efectos produce inmediatamente en diferentes organismos? Al apa­ recer la aurora, el buho y el murciélago se esconden, el venado salta por las praderas, las aves cantan y los hombres hablan. Un estruendo repentino sacude el hogar doméstico: las palomas vuelan, los caballos retroceden, los perros corren, los niños chillan. La sangre humeante atestigua los des­ trozos de la muerte, y la silenciosa hormiga comunica a sus semejantes, por medio de los palpos, los horrores que las esperan en el camino, y las obliga a retroceder o a desviarse; el perro aúlla, el toro observa, el hom­ bre se horroriza. El amor sonríe, y el gallo viola, el palomo seduce, y la mujer languidece y coquetea. Las pasiones son comunes a los animales, pero no todos tienen los mismos instrumentos para satisfacerlas y expre­ sarlas. La locomoción que se fija en los pies del hombre, mueve pies y manos en la rata; los miembros superiores en el ave, y en ésta y los peces y en otros animales, se ayuda con la cola. La propensión artística se apro­ vecha también de los instrumentos que tiene a su alcance; así la trompa del elefante es una mano; el ave forma su nido con el pico; el castor tra­ baja con los dientes y la cola; y paseando sus conductos sedíferos la araña y el gusano, forman sus redes y sus capullos.

El animal que obra en todos estos casos obedece a su propio meca­ nismo; pero el lenguaje de acción comienza cuando alguno de estos actos es observado por los demás animales: en el lenguaje de acción no habla el animal que se mueve, sino el animal que interpreta. El gallo, viendo con un ojo hacia el cielo, descubre un gavilán y arroja un áspero chillido y corre: nada han visto la gallina y los polluelos, y se precipitan a un lugar seguro, porque los movimientos ajenos les han provocado la sensación del peligro y todas las manifestaciones musculares del miedo. Aproxímanse diez, veinte hormigas al cadáver de una araña colosal; cada una de ellas quiere llevarse su presa y no puede: llegan otras por centenares, y de repente, combinándose por acaso los encontrados esfuer­ zos, el cadáver gira, y dirigiéndose al fin cada cargadora por su sendero conocido, entra el botín del triunfo en los almacenes comunes.

El hombre que observa supone entonces un acuerdo donde no ha ha­

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bido, sino la resultante física de muchas fuerzas que la necesidad puso en acción, y que la posición del hormiguero dirigió en un mismo sentido. Diversas clases de animales suelen agruparse del mismo modo por los movimientos armónicos de un solo deseo. Amigos de dar y recibir cari­ cias los niños, los perros y los gatos, retozan tal vez sobre el seno de una dama, y ésta, obedeciendo al mismo instinto, acaba por tomar parte ma­ quinalmente en esas diversiones. ¿Cómo se comprenden el caballo y el jinete? ¿Cómo, en dos palabras, se domestican los animales inferiores? Esa capacidad de la memoria, por cuyo medio una sensación se transfor­ ma en otras muchas, nos hace sentir aún las impresiones de muchos miem­ bros que no poseemos, pero que tal vez en rudimentos nerviosos existen en nuestro organismo. Imitamos a los peces, y nadamos; el niño aletea con sus bracitos cuando una avecilla se le escapa; da de topes como un carnero; el hombre llega a mover sus orejas, y adivinamos el lenguaje ya tímido, ya amenazador, ya amoroso de una cola. Algo extraña una mujer cuando al andar no puede reprimir ciertos meneos. Parece en nuestros adornos que no buscamos sino un complemento. La escala, pues, que el lenguaje de acción traza sobre el reino animal, menos depende de las sensaciones que de los grupos musculares. Todos los ojos, todos los oídos, todos los olfatos, todas las lenguas, gustan, huelen, oyen, y ven del mismo modo, si no es en los casos de atrofia que caracte­ riza a un individuo o a una especie; todos los pulmones, todos los cora­ zones, todos los intestinos funcionan con arreglo a las leyes generales bajo el imperio de determinadas sensaciones; pero cambiando un grupo mus­ cular cambian las manifestaciones, y así se concibe cómo cada especie tiene sus signos propios para descubrir las mismas sensaciones. La raza humana ofrece de un modo especial ese fenómeno de gradación en el lenguaje co­ mún a todos los animales. El sordo de nacimiento es mudo: el sordomudo vive en la estupidez, si el arte no suple los órganos que le faltan. El ciegí perfecciona su oído. El impotente ignora las pasiones amorosas, y el gim­ nástico y el ambidestro nos obligan a admirar una superioridad adquirida. El hombre más sabio, aun sin salir de la especie, es siempre un animal im* perfecto. Dos clases muy marcadas podemos ya descifrar en el lenguaje de ac­ ción: corresponden a la primera los movimientos involuntarios, y es ne­ cesario colocar en la segunda los movimientos imitatorios que, repetidos^

con frecuencia se transforman en convencionales. Estos movimientos imi-

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taíorios son los que clasifican la animalidad bajo el punto de vista de aque­ llo que se llaman la inteligencia.

El oso, el perro y el mono bailan, enseñados por el hombre. Las aves cantan no sólo por su instinto, sino también remedando a otras aves o al hombre; el perico remeda la voz articulada; el perro y el halcón toman con su dueño una parte activa en la caza; el caballo, el asno y el buey desempeñan ciertos trabajos humanos con inteligencia; el elefante obede­ ce a un niño; y en el lenguaje de acción, el mono, hasta donde lo permiten sus órganos, rivaliza con el hombre. Monos, osos, perros, caballos, asnos, elefantes, canarios, hombres y otros animales, por medio de sus movimien­ tos cuando están juntos se entienden, supuesto que se imitan. Las raíces onomatopéyicas de todos los idiomas, como hemos visto de los adornos y podemos asegurar de algunos procedimientos artísticos, nos han sido su­ ministradas por los animales inferiores.

Los movimientos orgánicos que proceden de las sensaciones, no cons­ tituyen por sí solos un lenguaje. Para que merezcan este nombre es nece­ sario que el movimiento de un animal, obrando sobre los sentidos de otro animal, provoquen en éste ciertas sensaciones y movimientos constantes. El lenguaje de acción en el individuo aislado es un fenómeno tan mudo como la vegetación, la cristalización o cualquiera cambio de la materia; pero, obrando sobre un observador, se cambia en causa sensoria, da lugar a la reciprocidad, convierte cada movimiento en signo y provoca la unión o la separación entre los animales parlantes. Por eso es inconcebible el lenguaje de acción sin la concurrencia de dos o más animales; por eso es eJ instrumento necesario de la sociabilidad, y por eso toda asociación libre se reduce en lo exterior a un concierto de movimientos orgánicos, y en lo interior a una comunidad de placeres y de colores. En las asociaciones forzadas todas las ventajas resultan del lado de la fuerza. Pero la fuerza orgánica rara vez se mide por su energía: su superio­ ridad depende del tino y variedad con que son dirigidas sus aplicaciones. El caballo corre más que el hombre: no importa, puesto que el hombre, esclavizando al caballo, se aprovecha de su ligereza. El hombre se viste con el capullo que el gusano trabaja. La mujer, con sus gracias, convierte en lujo y en diversiones el sudor y aun la sangre de sus amantes. La des­ treza, por medio de instrumentos adecuados, se sobrepone siempre a la fuerza bruta. Pues bien, el lenguaje de acción no es más que un instru­ mento para aprovechar una fuerza dada. Los animales armonizan sus movimientos cuando buscan en común

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poéticos y oratorios, nos pueden proporcionar el espectáculo de una pare­ ja o de una multitud, donde todas las miradas tienen el mismo esplendor, la satisfacción de un deseo; el amor, la amistad, la guerra, los triunfos donde los brazos se entrelazan, los corazones palpitan, y una misma pala­ bra resuena en todos los labios. Basta la sospecha de cualquiera concordia posible para que nazca la simpatía. No son éstas las relaciones normales entre los seres animales; por lo común el lenguaje de acción representa la lucha, y es, en tal caso, necesa­ riamente ofensiva o defensiva: admira entonces con la riqueza de sus va­ riedades.

Los movimientos defensivos se producen mecánicamente por cualquie­ ra impresión desagradable. Los más sencillos de ellos no han escapado a la observación de los fisiólogos. ‘‘Una rana, dicen éstos, despojada de su ce­ rebro, se agita como para defenderse, cuando se le pica una de las patas. Si la piel de una de éstas se siente cauterizada por una gota de ácido, al punto se ve enjugada por la otra pata. Si la irritación continúa, el animal salta. El hombre dormido retira bruscamente el pie, si en su planta sien­ te cosquillas’’.

Dos animales que terminan por armonizar en sus movimientos y en sus deseos, pueden comenzar por una lucha; esto es frecuente en las es­ cenas amorosas: a los ataques del macho la gallina huye, la yegua tira coces, y la mujer se complace en la resistencia.

La fuga es el más común de los movimientos defensivos; por eso ca­ racteriza el miedo: unas veces se verifica retrocediendo sin perder de vista el objeto peligroso, y otras, cegándose, se entrega la cobardía a la deses­ peración, y tal vez se estrella en el muro donde buscaba un amparo. La defensa por medio de las manos se perfecciona ofendiendo.

Los ojos se cierran para evitar una impresión desagradable. Las manos protegen el oído y el olfato. Y lasmismas palabras sirven para la defensa, y constituyen con ese empleo un ramo de la oratoria.

Más enérgicos son los movimientos ofensivos. La mirada de la ira, del amor y de la burla, es capaz de hacer pedazos las entrañas de su víc­ tima. Para despreciar, la nariz se frunce, la boca escupe, la piel se encoge, y sólo el oído ocurre a otro cuerpo si llega a serle insoportable un sonido. Ya acometa el animal, ya se defienda, ya mezcle con otro sus place­ res, ya, en fin, solitario y silencioso se entregue a las variadas combina­

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ciones de sus recuerdos y a todos los impulsos de sus necesidades, no hace otra cosa que ver, oir, oler, gustar y tocar; y los movimientos todos del lenguaje de acción, por lo mismo, corresponden siempre al tacto, al gusto, al olfato, al oído y a la vista. Por ese motivo el termómetro más seguro de la inteligencia individual se encuentra en el lenguaje de los hechos. Los pueblos, individuos colectivos, aún escondidos en el sepulcro, se estiman por sus huellas y por sus despojos. Ved, por otra parte, al pintor Lente a un lienzo monocromo amagándolo con el pincel y la paleta; si el artista es un servil imitador, copia ajenas obras; si estudia la naturaleza, clava sus ojos en un modelo viviente; y si quiere reproducir sus alucina­ ciones, sonríe consigo mismo al bosquejar a una mujer, y demuestra un aspecto bélico al inmortalizar los esfuerzos de un combatiente. Los músi­ cos y cantores de estrado son, por lo general, lánguidos y coquetos. El sacerdote asume un aire suplicante, que le sirve al mismo tiempo para con­ cillarse los favores de los dioses, de los ricos y de las damas. El militar, como el gallo, hasta en sus triunfos domésticos se esponja, se sacude y canta. La mujer ante su sola imagen que la sorprende en el espejo, se sus­ pende y se ruboriza. Así te he visto a ti, ¡oh mi única pasión! conservar tu pudor, tu ternura y tu dignidad, entre los brazos del amor, bajo las garras de los pesares y al entrar en la caverna de la muerte. La imaginación tiene su asiento en todos los sentidos. Alucinados por el misticismo vemos seres caprichosos que descienden en una nube y nos prodigan sus caricias. El recuerdo de un ácido provoca la salivación. Nos estremecemos cuando la noche silenciosa nos habla con el acento de una voz querida. A veces nos llegan hasta el Valle de México los perfumes de la costa. Y Eloísa soñaba con Abelardo, y Santa Teresa en sus éxtasis di­ vinizaba sus instintos mujeriles.

Presentaríase el hombre en continuo movimiento, bajo el soplo de sus ideas, si desde muy temprano la sociedad no le enseñara a reprimirse. A pesar de esa circunspección que una dolorosa experiencia perfecciona, y que es una arma terrible en manos de la hipocresía, ¡cuántas veces por un ligero movimiento de los ojos, por una leve inflexión de la voz, traicio­ namos nuestras pasiones! Las mujeres son diestrísimas para descubrir las esperanzas y temores que se ocultan bajo el velo de la forma humana. Y, aun en el caso de que nuestro cuerpo aparezca impasible, cada uno de nosotros sabe muy bien por cuáles órganos se va paseando furtivamen­ te el pensamiento. La memoria, desde los centros nerviosos, agita cada sentido, como si un objeto exterior lo afectara, y sacude del mismo modo

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los músculos correspondientes, aun cuando lo haga a la sordina. Tan po­ derosa es esa reacción, a la vez motriz y sensitiva, que ofendiendo un ner­ vio en su mitad, sentimos el dolor en la extremidad periférica; que senti­ mos un pie que se nos ha cortado. La infancia, la embriaguez, la pasión, el sueño, la locura, no conocen retentiva. Y, en un momento de entusias­ mo y distracción, hacemos perceptible a los curiosos el discurso que a nosotros mismos nos pronunciábamos con la boca cerrada. En un estado más o menos morboso, las imágenes de nuestra fantasía pueden ser más vivas que las impresiones directas, hasta ser eclipsadas és­ tas por las primeras. Los movimientos del cuerpo denuncian entonces que en medio del mundo real nuestros sentidos están ocupados por fantasmas. Sobre un altar descubrimos a nuestra amada; en un baile escuchamos los ayes de un moribundo; un manjar nos sabe a veneno; y preocupados por nuestras cavilaciones, no vemos a nuestros amigos, no oímos el coche que nos atropella, no paladeamos la miel que corre por nuestros labios, ni sen­ timos el fuego que se acerca. Dominados por la ilusión, nos le aproxima­ mos, inclinamos nuestro cuerpo para verla, le tendemos los brazos y la requebramos o la maldecimos, según nos recibe, o como amigo o como

contrario. La frecuencia de ciertas sensaciones produce la frecuencia de ciertos movimientos; y éstos, modificando la forma de los órganos correspondien­ tes, dan a la mayor parte de los individuos cierto aspecto que caracteriza las ocupaciones habituales y los vicios dominantes. El pintor, el escultor

y el cómico aprecian la importancia de semejantes tipos. Estos suelen jus­ tificar los extravíos de los fisonomistas. Hemos examinado rápidamente los elementos del lenguaje de acción. Veamos ahora cómo se combinan para merecer ese nombre de lenguaje. Todo lenguaje se compone de signos: todo signo es una cosa que representa otra. Signo es un toque, un impresión; sin el carácter de signo, de llama­ miento, es una sensación como otra cualquiera. Cada sensación se con­ vierte en signo desde el momento en que obrando sobre la memoria, causa la aparición de una sensación diferente.

Por lo que hemos visto, todas las sensaciones se sirven mutuamente de signos; y esta reciprocidad también es constante entre los movimientos musculares y las impresiones de que proceden. La idea fundamental de signo es la de causa; siempre ocasiona un efecto. Entre los inumerables signos naturales, el hombre ha escogido algu-

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nos que, prestándose a combinaciones fáciles y sencillas, le sirven para entenderse con sus semejantes. En esa elección consiste precisamente la ar­ bitrariedad de ciertos signos y lo artificial de ciertos sistemas lingüísticos. Todos los signos son originariamente naturales.

Cada sentido, como es de presumirse, tiene su sistema exclusivo de signos. La pintura y la escultura primero, que como bellas artes sirvieron de lenguaje permanente para los ojos; de aquí los jeroglíficos; de aquí la escritura moderna; de aquí las notas musicales y las cartas geográficas; y de aquí la aritmética y el álgebra y la geometría. El habla es el más ad­ mirable de los lenguajes para el oído; pero también a éste el canto y la música le han recordado inefables alegrías y profundos pesares. Los sa­ bores y los olores pocas veces se emplean como signos: no sucede así con el tacto, que, fuera de sus sistemas propios, sirve de un órgano supletorio para los ciegos y los sordos. Todos los movimientos musculares, aislados o en grupos, son signo de deseo y de muchas impresiones. El signo artifical, además de ser escogido entre los naturales se ca­ racteriza por la necesidad convencional con que debe representar cons­ tantemente una sola sensación más o menos bien definida: cuando obra de ese modo, decimos que le usamos en sentido propio. Pero así como la im­ presión directa del signo causa también otra impresión diversa en el mis­ mo o en otro sentido, sucede a veces que esta segunda impresión causa por su parte una tercera, y para las dos últimas nos servimos del mismo signo. Dos fases presenta este fenómeno: una directa y otra inversa. Directa: veo a una joven, me parece rosa, y la llamo rosa. Inversa: la joven oye la voz rosa, recuerda la rosa, y se complace en parecer rosa. Ella y yo entonces entendemos por rosa una mujer, y no una flor. Cuan­ do nos servimos así de un signo lo usamos en sentido trópico: sería más claro en sentido secundario.

El lenguaje de acción tiene la especialidad de que rara vez se presta al sentido propio; examinémoslo en el que lo habla y en lo que lo inter­ preta. Pregunto a una persona si quiere un cigarro; extiende la mano para recibirlo: este movimiento primitivamente representa un esfuerzo pa­ ra coger, y elevándose hasta su causa significa deseo. La persona en quien he provocado ese deseo, para manifestarlo a su vez posee varios instru­ mentos: la palabra, un movimiento de la cabeza, y adelantar su brazo: puede usarlos todos, puede preferir uno sólo. En nuestro caso, su deseo le causa primeramente un esfuerzo, y con el movimiento resultante ocasio­ na en nosotros la idea de su asentimiento: ese brazo extendido nos habla

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por medio de un tropo; si no fuera así, podía representar cualquiera otra cosa. Supongamos, en efecto, que la misma mano al adelantarse se agita levantando un dedo; entonces significa: no quiero. Ve un celoso a una dama junto a un rival: la dama se ruboriza; no será extraño que cada uno de esos tres personajes dé a ese mismo rubor interpretación diversa. El recién llegado: “lo quiere”. El rival: “¡qué impresión le causa el otro!” Y la j oven: “¿qué haré ahora con dos fastidiosos?” Así, pues, el lengua­ je de acción, aunque vivo en sus imágenes, se presta a la variedad en las interpretaciones, precisamente porque éstas no son inmediatas, porque son trópicas.

Tal inconveniente se salva en parte por lo convencional, por lo arti­ ficial de ciertos movimientos. Lo convencional no quiere decir un con­ trato celebrado en forma; lo artificial no supone reglas enseñadas en una escuela; para la naturaleza el arte y el convenio consiste sencillamente en la imitación.

Vemos a una persona lastimarse de un ojo, cubrirlo con su mano, inclinar el cuerpo, gesticular y quejarse: la acción de esos movimientos sobre nuestros ojos y nuestro oído nos provoca vagamente sobre ambos ojos la memoria de un dolor; no acertamos a cuál atender para ocultarlo con nuestra mano, iniciamos algunas gesticulaciones y soltamos débiles ayes. Esa reflexión en cuerpo ajeno se convierte en mutua cuando dos o más seres vivientes sienten las mismas impresiones, se ven agitados por los mismos deseos. Si dos niños escuchan un estruendo, armonizan sus ma­ nifestaciones de espanto y ponen al unísono sus exclamaciones. La influen­ cia mutua obrando sobre las abejas, produce los panales; obrando sobre el ganado y ejércitos produce el terror pánico; sobre los que oran, la de­ voción; sobre los espectadores de un discurso o de un drama, el entusias­ mo y los aplausos; y sobre todos los hombres, las instituciones sociales.

No siendo posible remedarnos mutuamente en todos nuestros movi­ mientos, escogemos los más fáciles y marcados, y de este modo el lengua­ je de acción se hace convencional y artificioso, y lo que es más, propende a fijar debajo de cada movimiento un sentido propio. Batir las manos en el teatro significa contento, y disgusto el silbido. Levantar el tono sobre una sílaba o sobre una palabra, es llamar la atención sobre ellas. La se­ riedad exige respeto; el mismo silencio es elocuente, y el baile convierte en cadenciosos los movimientos de la común alegría. Los poetas, los oradores y los artistas se aprovechan de esa moneda que ha fijado su valor por el frecuente cambio. Sin embargo, el hombre

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de genio descubre en la naturaleza nuevos tesoros, y se convierte él mismo en un tipo por su peculiar estilo figurado. A pesar de todas estas varia­ ciones. el signo de acción, como la moneda, no puede traspasar ciertos límites en las oscilaciones de su valor sobre el trabajo que lo ha producido. El sentido propio es una excepción en los signos: esfuérzanse éstos por romper esa prisión y volar por los campos del estilo figurado. Las fi­ guras en el lenguaje son de dos clases: o consisten en la aplicación simul­ tánea de un signo a una idea primaria y a otra idea secundaria, o bien se reducen al uso simultáneo de dos lenguajes, el de acción y el fonético. Considerar una cosa como causa o como efecto, no es más que ver en la misma cosa una de sus propiedades, es distinguir en un mismo acto dos cosas y representarlas por un solo signo. Esto nos sucede cuando compa­ ramos dos objetos, cuando los clasificamos, cuando designamos o adivi­ namos su procedencia, cuando uno se contiene en el otro, cuando uno, en fin, es parte de un todo. En todos estos casos tiene lugar el tropo; sinéc­ doque si la asociación de las ideas es simultánea; metonimia si esa aso­ ciación es sucesiva, y metáfora cuando la comparación descubre y la pa­ labra designa cualidades comunes. En cuanto al uso simultáneo del lenguaje de acción y del fonético, es de tal manera inevitable, como que la palabra sola carecería del colo­ rido y del movimiento de las pasiones; por eso la misma escritura le ha consagrado algunos signos entre los ortográficos: los admirativos, los in­ terrogativos y los suspensivos, y de un modo especial los acentos, y también la misma colocación de las palabras. Lo que llamamos interjección perte­ nece unas veces al lenguaje de acción y otras al fonético.

El lenguaje de acción se convierte en arte desde los primeros días de cada sociedad; su primera expresión es la pintura; su segunda mani­ festación la escritura, y por último, la pantomima. La forma verdadera­ mente artística de la pantomima, es el baile; por eso los bailes simbólicos entre los chinos, entre los griegos, entre los aztecas, en todas partes, son los necesarios precursores del teatro.

La belleza literaria Las sensaciones humanas, fuera de cada persona, están representadas por fuerzas que obran sobre los sentidos. Parece que toda fuerza se mani­ fiesta por impulsos rápidos más o menos repetidos, de donde proviene la

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forma constante del movimiento: forma que consiste en ondas sonoras para el oído, luminosas para los ojos, probablemente gustativas, olfativas y táctiles para el tacto, el olfato y el gusto. En este sistema las cualidades de cualquiera sensación dependen del número, posición y duración de cier­ tas ondulaciones de la materia. La intensidad las aviva.

Las sensaciones humanas dentro del individuo no son más que las ondulaciones exteriores propagadas al través de una sustancia organizada: conservan sus propiedades primitivas y adquieren otras que les comunica el nuevo medio o instrumento por donde pasan. Así la luz, distribuyéndose en la retina, fija su extensión y adquiere formas variadas y se dibuja con sus diversos colores; y así también cada impresión se caracteriza como agra­ dable o como desagradable; y del mismo modo no hay impresión que no pueda asociarse con otras y ser reproducida por la memoria y provocar movimientos musculares. Estos preliminares son necesarios para convencerse de que el placer y el dolor entran como componentes en cada sensación determinada, como su figura, su color, su intensidad, su armonía, su duración y todos sus caracteres, ya sean eventuales, ya constantes. Lo agradable o desagradable de una sensación no es más que uno de los elementos actuales de la sen­ sación misma. Ni es contestable esta verdad porque no todos los hombres tengan el mismo gusto, ni porque cambie con el tiempo el efecto de cualquiera im­ presión sensoria. Semejantes irregularidades lo único que acreditan es que el instrumento sensorio sufre pequeños y grandes cambios fisiológicos: la ciencia lo comprueba. . .

La sensación agradable, que se llama belleza, es una impresión direc­ ta del objeto sobre los sentidos correspondientes, siempre que el placer proviene de una causa externa; pero a todas horas tenemos sensaciones agradables, cuyo placer debe buscarse en la reacción que ejerce el órgano sensorio sobre las impresiones directas, ya sea asociándolas, ya recordán­ dolas ya analizándolas y componiéndolas de un modo caprichoso. Los soni­ dos, los colores, las figuras, los acordes, todo esto tiene una belleza compo­ nente de su inmediata impresión. La belleza de una estatua no sólo proviene inmediatamente de sus formas, sino de su materia, del instrumento con que fue formada y de sus aplicaciones. Las figuras geométricas de una cristaliza­ ción son por sí solas agradables a la vista, pero su belleza se aumenta cuan­ do se recuerda por medio de ellas mismas el modo con que las ha producido la naturaleza valiéndose de elementos muy sencillos. La belleza litera-

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ria, por lo mismo, debe considerarse en los objetos representados por las ideas, en el instrumento literario que es el lenguaje, y por último, en la utilidad de las mismas producciones literarias. . . Cada centro nervioso es susceptible de placeres y dolores peculiares. Nos serviremos, pues, de tales recuerdos para resolver esta cuestión: los animales, en general, ¿conocen la belleza natural y la artística? Cono­ cen la belleza natural por el placer ineludible de sus primeras impresiones; la conocen por sus recuerdos; la conocen por las pasiones que le deben; y la conocen por los actos con que la aprovechan. En cuanto al placer ar­ tificial, puesto que no se puede negar donde hay conocimiento de las artes, es de afirmarse como existente en las abejas, por lo que toca a su panal; en las aves por lo que corresponde a su canto y a su nido; en el castor, cuan­ do contempla sus construcciones; y en el mono cuando se complace en remedar a los animales humanos. El placer artístico es un hecho en los animales sociables. Y sin duda por esto, la belleza literaria escoge de preferencia entre los fenómenos de la naturaleza aquellos a quienes puede dar un carácter social: lenguaje y sociedad son dos encarnaciones de una misma propen­ sión en el hombre: quien dice orador y poeta dice público. Llevada la cues­

tión a este punto, bien puede proponerse en los términos siguientes: ¿De cuántas maneras puede esa colección de signos, que se llama lenguaje, causar placer en los oyentes y lectores?

Esos modos son tres: primero, expresando el que habla el placer que siente, y sobre todo, cuando se puede presentar el objeto placentero a los circunstantes: ese objeto puede ser exterior y puede consistir en el uso de los mismos signos que forman el lenguaje; el placer consiste en hacer actor a cada uno de los circunstantes. Segundo, presentándose en escena varias personas de un modo a propósito para interesar a los extraños: esas personas interesarán con sus hechos y con sus palabras. Y tercero, refirien­ do hechos interesantes, que adquirirán un nuevo realce si se expresan en un lenguaje escogido. Placer individual, placer social en acción, placer histórico. En estos casos compiten el placer que proviene del asunto y el que nace del signo, el artístico. ¿De cuántos modos, a su vez, pueden los signos causar impresiones agradables? Esto lo alcanzan directamente, considerándose entonces como objetos: bellezas del lenguaje, la elocuencia, la poesía.

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Veamos ya cómo puede expresarse y comunicarse un placer perso­ nal a uno o a varios circunstantes. Tres estados tiene toda sensación des­ agradable o agradable: el perceptivo, el afectivo y el discursivo. Lo que place o molesta en cualquiera percepción, no depende ni de su análisis, ni de sus ideas accesorias; todos los sentidos pueden suministrar directa­ mente sensaciones desagradables o placenteras. En este caso el orador y el poeta señalan o recuerdan el objeto causativo: ¡hermosos ojos! ¡meji­

nes; en el perceptivo. En el grado afectivo se presentan las sensaciones actuales con las pasadas, que suministra la memoria; entonces se forman imágenes reales y fantásticas; las pasiones se encienden, el cuerpo se es­ tremece, la razón se alarma, y las emociones de placer y de molestia, de ese modo complicadas, se llaman amor y odio. En el tercer grado el apa­ rato del lenguaje se apodera de los elementos anteriores y los clasifica; discurre sobre ellos, y ese estado de la sensación se llama racional, artístico, científico, ideal, puro. La razón procede por clasificaciones y demostracio­ nes, y formula sus objetos en definiciones, en sentencias y en silogismos o razonamientos. En el estado intermedio, apasionado, patético, calentu­ riento, el orador, el poeta, lo mismo que el vulgo, mezclan las frases de­ mostrativas con los argumentos, provocan el placer sensual o perceptivo y procuran hacerse cómplices en las severas leyes de la inteligencia, y con el fuego del odio y del amor convierten la belleza artística y la científica, de estatuas insensibles, en patria, en naturaleza, en mujeres y en diosas. Los placeres perceptivos entonces aparecen viles si se presentan aislados, y entonces los placeres racionales se califican de vanos y pedantescos, mientras se resisten a girar en el torbellino de la emoción: la belleza, sean cuales fueren sus caracteres, sensuales, o ideales, no se levanta viva, no se mueve poderosa, sino cuando respira odio o amor, sino cuando palpita y clama oprimida por las pasiones. Sin duda por eso se inventó la palabra estética, sentimiento. Los escritores en quienes domina el sensualismo son imperfectos y empalagosos; no pueden competir con los placeres reales. Los escritores filosóficos son sabiamente ridículos, cuando aspiran a la elocuencia y a la poesía, como viejas modistas que ostentan galas juveni­ les. La verdadera poesía lírica es un ditirambo, una embriaguez, una lo­ cura; alcanza su objeto cuando se hace contagiosa. De aquí proviene que hay odas para los jóvenes y para los ancianos, para las mujeres y para los hombres, para los místicos y para los guerreros, porque no en todos los pechos pueden hervir las mismas pasiones...

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llas de rosa! ¡la reina de las montañas! ¡el mar inmenso! ¡mortífera ser­ piente! tal es, en resumen, el lenguaje en el primer grado de las sensacio­

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La belleza natural y artística, según lo hemos indicado, se encuentran repartidas en todos los animales; las podemos graduar, así por el placer que les sirve de base, como por la pasión que encienden y por la obra va­ riada que producen. Los alimentos, la reproducción, la lucha, la natación, la carrera, el vuelo, los cantos, las cariacias amorosas, la atención a la música, el remedo de las voces y movimientos humanos, mil circunstancias nos revelan un verdadero sentimiento estético, ascendiendo con saltos ca­ prichosos por toda la escala zoológica; pero el lenguaje oral es un arte exclusivamente humano.

Es un hecho que el hombre está organizado para hablar, y no es me­ nos notorio que habla y escucha con agrado. Además de sazonar todos los placeres con el de la palabra, diríase a veces que no ama sino para con­ versar sobre su pasión, y en la embriaguez siente con delicia desatarse su lengua; y no la contiene en la admiración y en el entusiasmo, y llega hasta declararse feliz cuando desahoga su enojo con interjecciones e im­ properios. Enmudeced al género humano, y le quitáis civilización, asocia­ ciones, artes, ciencias y hasta la familia. Hablar de nuestros mismos dolo­ res es una delicia. La satisfacción de esa necesidad se acompaña naturalmente con acier­ tos y errores artísticos. El mecanismo de la palabra, tal como lo hemos observado, es muy sencillo: se reduce a que cada sensación provoque un elemento fonético y a que cada elemento fonético represente su sensación motriz. Las sensaciones, ora forman un todo, ora son partes distinguibles en un todo; los conjuntos se presentan inertes o activos, y como activos comprenden un tiempo; las partes son separables o son incorporables, o sirven para unir y separar; por fin, los grupos y las partes pueden tener su número y su sexo: todas estas formas, representadas por el lenguaje, se llaman partes de la oración. Su alianza produce proposiciones, frases, períodos, discursos.

Así, pues, el lenguaje directamente jio representa sino sensaciones: bien pudiera no existir el mundo exterior, y hablaría la persona, el ente que sintiese algo y que sintiese que se movía de un modo determinado en cada sensación. Pero las mismas sensaciones nos dan la seguridad de que las unas son exteriores para las otras, y de que, sin embargo, pueden mo­ dificarse por su mutua influencia. Una vez formada la idea de lo exterior, la aplicamos a todas nuestras operaciones intelectuales, y suponemos que cada sensación tiene una causa exterior, y que cada acción nuestra se co­ munica a las cosas exteriores, y acabamos por considerar el lenguaje como

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un cambio de movimientos entre dos mecanismos sensorios. De aquí pro­ viene que indirectamente cada palabra contenga la hipótesis de una causa exterior a la sensación que representa. La experiencia confirma muchas de estas hipótesis, pone en duda otras y destruye algunas, que no encon­ trarían serios defensores si para esa lucha no les suministrase armas el mismo lenguaje en sus extravíos... No hay un solo grupo en nuestras sensaciones que no pueda resol­ verse en estos tres elementos: lo., la impresión sobre uno o más de nues­ tros cinco sentidos; 2o., la reminiscencia de impresiones recibidas sobre alguno de los sentidos expresados; y 3o., nuestras acciones musculares a consecuencia de todas esas impresiones. La existencia, por lo mismo, de cualquier cosa externa, no se conoce sino por medio de los sentidos, no se conserva sino por medio de la memoria, y no se clasifica sin el auxilio de cualquier lenguaje. A la luz de estas verdades se descubre lo absur­ do de esos sistemas que pretenden demostrar, abusando de las palabras, que existen y nos son conocidos ciertos tipos de bondad, de verdad y de hermosura, que jamás han obrado sobre nuestros sentidos; no aparece menos insensata la opinión que convierte en substancias inmateriales nues­ tras generalizaciones y nuestras abstracciones, que no se reducen sino a sinécdoques, metáforas y metonimias; y no se puede contemplar más osa­ da mentira que aquella tan fecunda en ciertos entes que se suponen reales, precisamente porque se les ha ido despojando uno por uno de todos los caracteres de la realidad. Y en esas extravagancias fundan sus doctrinas la mayor parte de los autores de estética.

Pasemos a examinar la utilidad en las obras literarias. Bello viene de benus, bueno: ¡tan antiguo así es confundir lo provechoso con lo agrada­ ble! Para evitar en esta discusión argumentos sofísticos, comencemos por reconocer que lo bello se refiere al placer inherente a nuestras impresio­ nes directas, a nuestros recuerdos, a nuestros actos musculares y a las combinaciones de esas tres clases de fenómenos; el placer, en cada uno de estos casos, existe como una propiedad del conjunto, como el color, como la extensión, como el movimiento, y sólo se separa por el procedimiento oral llamado la abstracción; lo bello es el placer no considerado en nos­ otros, sino en su causa; lo personificamos o por lo menos lo atribuimos a un objeto externo, porque además de ser el resultado de los agentes sen­ sibles, propendemos, para conservarlo, a revestirle de alguna forma. Lo agradable provoca el deseo: lo útil es el placer como deseable: esto nos explica por qué dos cosas tan diversas como lo son un placer objetivo

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y un placer deseable, se confunden tan fácilmente en la práctica y engen­ dran híbridas concepciones en la teoría. Todo placer, en efecto, es bello y bueno; pero muchas veces sus re­ sultados son diversos, considerándolo como bueno y como bello. El placer, como sensación, no existe sino de dos modos: por la presencia del objeto, real o imaginario, que lo causa, o bien por la imitación artística de ese objeto. La presencia del objeto fatiga el sentido y suele afectar dolorosa­ mente el organismo humano. La imitación artística no alcanza a reproducir todos los placeres, y no es dado disfrutarla sino a muy pocos individuos.

En cuanto al placer, como deseable, recorre una escala inmensa. No solamente sacrifica uno los placeres efímeros a los durables y los menores a los mayores, y no sólo cada persona es su propio juez en esta elección^ sino que entonces el placer y principalmente la belleza artística, tiene que someterse, para fijar su estimación, a todas las leyes mercantiles de la pro­ ducción y del consumo. Una Venus perfecta tendrá siempre más admiradores y codiciosos que un inimitable anacoreta; no sólo porque una mujer hermosa agrada más que un anciano macilento, sino porque la estatua y la pintura son mejores cuando no necesitan para brillar del fugitivo prestigio de las explicaciones históricas o de las creencias locales. Y esa Venus será más estimada si es de mármol o de bronce, que si es de cera o de barro.

Aun en las obras de la naturaleza, las cristalizaciones, por ejemplo, se verán siempre más admiradas mientras menos comunes sean en el mercado. Debemos convenir, por todo lo expuesto, en que aunque lo bello y lo útil no sean una misma cosa, no deben caminar separados en las obras literarias, so pena de que el autor empalague por dulce o por pedante fas­ tidie. La materia en las obras literarias está en el asunto: ¡ay de los que trabajen en metales preciosos o en piedras tan durables como el granito!

Para clasificar con esperanza de acierto las obras literarias, son indis­ pensables estos dos datos: utilidad, belleza; servirá de metro fundamental el placer de la mayoría. Veremos con sorpresa, haciendo uso de esa medi­ da, cómo la utilidad cambia con los tiempos y con las naciones, y cuánto influyen esos cambios en las apreciaciones de la belleza literaria. Repetidas veces hemos observado que el placer se presenta en nuestras sensaciones bajo tres formas sucesivas: perceptivo en su primera impre­ sión, afectivo cuando despierta las pasiones, y expresivo cuando se empeña en manifestarse por medio del lenguaje; en todos estos grados del placer

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tiene su utilidad y su belleza. De aquí han provenido tres escuelas literarias: la sensual, la patética y la estoica espiritualista. Los primeros proscriben las pasiones como una costosa tiranía, y el ascetismo de los místicos como una extravagancia que nos conduce a un lento suicidio; proclaman por bello ideal el goce positivo. Tales son los poetas anacreónticos y los epicúreos. Los escritores idealistas ven las primeras impresiones del placer como un grosero sensualismo, y en las pasiones una tempestad donde la razón naufraga; obligan al alma a sacrificar su cuerpo por impuro y le prometen alas que la remontarán al cielo entre luces inefables. Sistema de los bonzos, de los estoicos, de los ascetas y de los místicos vergonzantes de nuestros días.

La mayoría de los escritores sólo busca la inspiración en las pasiones; el placer directo de los sentidos es para tal escuela vulgar y aun asquero­ so; el idealismo, loco. Los dramáticos. Si nos fijamos en que todo placer es bello y útil cuando deja una necesidad satisfecha, convendremos en que la fusión de las tres escuelas es un hecho en la práctica, aunque no se halle reconocido en la teoría; el elemento dominante son las pasiones. Los más hermosos poemas del mundo recorren todas las octavas del placer en ese instrumento tan maravilloso de la sensibilidad humana.

Obra maestra de oratoria y de poesía será aquella que se parezca a una joven ruborizada: brillan sobre ésta los atractivos de su física hermo­ sura; reálzanse esos atractivos con ricas joyas y con un voluptuoso ropaje; y los prodigios del lujo y las formas, que los amores codician, sólo sirven de celajes al sol interno que la anima y que resplandece en deseos, en pa­ siones y en delirios. Hoy los aparatos de algunos sentidos se perfeccionan con el auxilio de la física; la ciencia despoja de sus maravillas a la fábula para derra­ marlas sobre la naturaleza; y las pasiones se sirven de fuerzas que el hom­ bre antiguo no sospechaba, para satisfacer las necesidades de una sociedad compuesta de reyes. Ya no hay esclavos ni extranjeros, y la misma mujer se ha emancipado. Los héroes de Homero son bandidos; los dioses, ficcio­ nes; los bonzos, dementes; los amores pastoriles, una diversión de niños; las desgracias de los reyes forman el placer de los pueblos; y ya en escasos hogares se consagra al sacerdocio doméstico la inocente y severa matrona: tales mujeres, tales hombres, y las tempestades revolucionarias, y los fe­ rrocarriles, y el telégrafo, y la fotografía, y los antiguos monstruos estre­

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meciéndose en sus lechos geológicos, y los soles adornados con las diversas cintas del iris, y los nuevos universos que más allá de la vía láctea se asoman; todo esto tiene que reproducir hoy la elocuencia y la poesía. Su voz de gigante se llama la imprenta. Más humilde fue la misión de la literatura antigua; pero sea cual fuere la perfección a que se considere llegado el hombre, sus placeres na­ cerán siempre de la hermosura física del objeto, de las relaciones sociales con sus semejantes y de las relaciones imaginarias con seres fantásticos dotados con una belleza indefinible. . .

Debemos al insuperable servicio de don Fran­ cisco Zarco el conocer el pensamiento expresado por los representantes liberales, con motivo del Congreso Constituyente de 1856. De la obra de Zarco he seleccionado las ideas de Ignacio Rami­ res, que inserto en este* capítulo. He moderniza­ do la ortografía, incluyendo entre los párrafos textuales las palabras que he creído necesarias para poner en primera persona el texto que en las actas de Zarco aparece redactado en tercera persona. Se las puede reconocer porque van entre paréntesis.

Las facultades del Congreso ... el país entero se pregunta por qué los principios liberales son tan poco fecundos en grandes adelantos. La respuesta es sencillísima: porque los proclamamos, y al propio tiempo los violamos. Así, pues, se reconoce que todo impuesto debe ser decretado por los representantes del pueblo^ y se pretende que los aranceles sean obra del gobierno; se proclama la liber­ tad del comercio, y se quieren restricciones. Tantas inconsecuencias rayan en el ridículo.

Sobre la Constitución de 1857 El proyecto de constitución que hoy se encuentra sometido a las luces de vuestra soberanía, revela en sus autores un estudio, no despreciable, de

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los sistemas políticos de nuestro siglo; pero al mismo tiempo, un olvido inconcebible de las necesidades positivas de nuestra patria. Político novel y orador desconocido, hago a la Comisión tan graves cargos, no porque neciamente pretenda ilustrarla, sino porque deseo escuchar sus luminosas contestaciones; acaso en ellas encontraré que mis argumentos se reducen, para mi confusión, a unas solemnes confesiones de mi ignorancia.

El pacto social que se nos ha propuesto, se funda en una ficción; he aquí cómo comienza: “En el nombre de Dios... los representantes de los diferentes Estados que componen la República de México. . . cumplen con su alto encargo...” La Comisión, por medio de estas palabras, nos eleva hasta el sacer­ docio; y colocándonos en el santuario, ya fijemos los derechos del ciuda­ dano, ya organicemos el ejercicio de los Poderes Públicos, nos obliga a caminar de inspiración en inspiración, hasta convertir una ley orgánica en un verdadero dogma. Muy lisonjero me sería anunciar, como profeta, la buena nueva a los pueblos que nos han confiado sus destinos, o bien el hacer el papel de agorero, que el día 4 de julio desempeñaron algunos se­ ñores de la Comisión, con admirable destreza; pero en el siglo de los des­ engaños, nuestra humilde misión es descubrir la verdad y aplicar a nuestros males los más mundanos remedios. Yo bien sé lo que hay de ficticio, de simbólico y de poético en las legislaciones conocidas; nada ha faltado a algunas para alejarse de la realidad, ni aun el metro; pero juzgo que es más peligroso que ridículo, suponernos intérpretes de la Divinidad y pa­ rodiar, sin careta, a Acamapich, a Mahoma, a Moisés, a las Sibilas. El nombre de Dios ha producido en todas partes el derecho divino; y la his­ toria del derecho divino está escrita por la mano de los opresores con el sudor y la sangre de los pueblos; y nosotros, que presumimos de libres e ilustrados, ¿no estamos luchando todavía contra el derecho divino? ¿No temblamos como unos niños cuando se nos dice que una falange de mujerzuelas nos asaltará al discutirse la tolerancia de cultos, armadas todas con el derecho divino? Si una revolución nos lanza de la tribuna, será el derecho divino el que nos arrastrará a las prisiones, a los destierros y a los cadalsos. Apoyándose en el derecho divino, el hombre se ha dividido el cielo y la tierra, y ha dicho “yo soy dueño absoluto de este terreno”; y ha dicho “yo tengo una estrella”; y si no ha monopolizado la luz de las esferas superiores, es porque ningún agiotista ha inventado la vindicta pública y el verdugo. Escudándose en el derecho divino, el hombre ha considerado a su hermano como un efecto mercantil, y lo ha vendido. Seño­

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res, yo por mi parte, lo declaro, yo no he venido a este lugar, preparado por éxtasis ni por revelaciones; la única misión que desempeño no como místico, sino como profano, está en mi credencial, vosotros la habéis visto, ella no ha sido escrita como las tablas de la ley, sobre las cumbres del Sinaí entre relámpagos y truenos. Es muy respetable el encargo de formar una constitución, para que yo la comience mintiendo. . . Entre las muchas ilusiones con que nos alimentamos, una de las más funestas es la que nace de suponer en nuestra patria una población homo­ génea. Levantemos ese ligero velo de la raza mixta, que se extiende por todas partes, y encontraremos cien naciones que en vano nos esforzaremos hoy por confundir en una sola, porque esa empresa está destinada al tra­ bajo constante y enérgico de peculiares y bien combinadas instituciones. Muchos- de esos pueblos conservan todavía las tradiciones de un origen diverso y de una nacionalidad independiente y gloriosa.

El tlaxcalteca señala con orgullo los campos que oprimía la muralla que lo separaba de México. El yucateco puede preguntar al otomí si sus antepasados dejaron monumentos tan admirables como los que se conser­ van en Uxmal. Y cerca de nosotros, señores, esa sublime catedral que nos envanece, descubre menos saber y menos talento que la humilde piedra que en ella busca un apoyo, conservando el calendario de los aztecas. Esas razas conservan aún su nacionalidad, protegida por el hogar doméstico y por el idioma. Los matrimonios entre ellos son muy raros, entre ellas y las razas mixtas se hacen cada día menos frecuentes; no se ha descubierto el modo de facilitar sus enlaces con los extranjeros. En fin, el amor con­ serva la división territorial anterior a la conquista.

También la diversidad de idiomas hará por mucho tiempo ficticia e irrealizable toda fusión. Los idiomas americanos se componen de radicales significativas, no ante los ojos de la ciencia, sino en el trato común; estas radicales, verdaderas partes de la oración, nunca, o rara vez, se presentan solas y con una forma constante, como en los idiomas del viejo mundo; así es que el americano, en vez de palabras sueltas tiene frases. Resulta de aquí el notable fenómeno de que al componer un término, el nuevo elemento se coloca de preferencia en el centro por una intersucesión propia de los cuerpos orgánicos; mientras en los idiomas del otro hemisferio, el nuevo elemento se coloca por justa posición, carácter peculiar a las combinaciones inorgánicas. En estos idiomas, donde el menor miembro de la palabra pal­ pita con una vida propia, el corazón afectuoso y la imaginación ardiente

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no pueden manifestarse sino bajo las formas, animadas y seductoras de la poesía. Pero estos tesoros cada nación los disfruta en familia, ocultos por el temor, carcomidos por la ignorancia, últimos jeroglíficos que no pudo quemar el obispo Zumárraga ni destrozar la espada de los conquistadores. Encerrado en su choza y en su idioma, el indígena no comunica con los de otras tribus ni con la raza mixta sino por medio de la lengua castellana. V en ésta ¿a qué se reducen sus conocimientos? A las fórmulas estériles para el pensamiento de un mezquino trato mercantil, y a las odiosas expre­ siones que se cruzan entre los magnates y su servidumbre. ¿Queréis formar una división territorial estable con los elementos que posee la Nación? Elevad a los indígenas a la esfera de los ciudadanos, dadles una intervención directa en los negocios públicos, pero comenzad dividiéndolos por idiomas: de otro modo, no distribuirá vuestra soberanía sino dos millones de hombres libres y seis de esclavos. . . El más grave de los cargos que hago a la Comisión, es de haber con­ servado la servidumbre de los jornaleros. El jornalero es un hombre que a fuerza de penosos y continuos trabajos arranca de la tierra, ya la espiga que alimenta, ya la seda y el oro que engalanan a los pueblos; en su mano crea­ dora, el rudo instrumento se convierte en máquina, y la informe piedra en magníficos palacios; las invenciones prodigiosas de la industria se deben a un reducido número de sabios y a millones de jornaleros: dondequiera que existe un valor allí se encuentra la efigie soberana del trabajo. Pues bien, el jornalero es esclavo; primitivamente lo fue del hombre; a esta condición lo redujo el derecho de la guerra, terrible sanción del derecho divino; como esclavo, nada le pertenece, ni su familia ni su exis­ tencia; y el alimento no es para el hombre-máquina un derecho, sino una obligación de conservarse para el servicio de los propietarios. En diversas épocas, el hombre productor, emancipándose del hombre rentista, siguió sometido a la servidumbre de la tierra; el feudalismo de la Edad Media, y el de Rusia y el de la tierra caliente, son bastante conocidos para que sea necesario pintar sus horrores. Logró también quebrantar el trabajador, las cadenas que lo unían al suelo como un producto de la Naturaleza; y hoy se encuentra esclavo del capital, que no necesitando sino breves horas de su vida, especula hasta con sus mismos alimentos: antes el siervo era el árbol que se cultivaba para que produjera abundantes frutos; hoy el traba­ jador es la caña que se exprime y se abandona. Así es que, el grande, el verdadero problema social, es emancipar a los jornaleros de los capitalistas: la resolución es muy sencilla, y se reduce a convertir en capital el trabajo. Es

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ta operación exigida imperiosamente por la justicia, asegurará al jornalero no sólo el salario que conviene a su subsistencia, sino un derecho a dividir proporcionalmente las ganancias con todo empresario. La escuela económica tiene razón al proclamar que el capital en numerario debe producir un rédito, como el capital en efectos mercantiles y en bienes raíces; los econo­ mistas completarán su obra adelantándose a las aspiraciones del socialismo, el día que concedan los derechos incuestionables a un rédito al capital trabajo. ¡Sabios economistas de la Comisión!, en vano proclamaréis la sobe­ ranía del pueblo, mientras privéis a cada jornalero de todo el fruto de su trabajo, y lo obliguéis a comerse su capital, y le pongáis, en cambio, una ridicula corona sobre la frente. Mientras el trabajador consuma sus fondos bajo la forma de salario, y ceda sus rentas con todas las utilidades de la empresa al socio capitalista, la caja de ahorros es una ilusión, el banco del pueblo es una metáfora, el inmediato productor de todas las riquezas no disfrutará de ningún crédito mercantil en el mercado, no podrá ejercer los derechos de ciudadanos, no podrá instruirse, no podrá educar a su familia, perecerá de miseria en su vejez y en sus enfermedades. En esta falta de elementos sociales, encontraréis el verdadero secreto de por qué vuestro sistema municipal es una quimera.

He desvanecido las ilusiones a que la Comisión se ha entregado; nin­ gún escrúpulo me atormenta. Yo sé bien, que a pesar del engaño y de la opresión, muchas naciones han levantado su fama hasta una esfera deslum­ bradora; pero hoy los pueblos no desean, ni el trono diamantino de Napo­ león nadando en sangre, ni el rico botín que cada año se dividen los Estados Unidos, conquistado por piratas y conservado por esclavos; no quieren, no, el esplendor de sus señores, sino un modesto bienestar derramado entre todos los individuos.

El instinto de la conservación personal, que mueve los labios del niño buscando el alimento, y es el último despojo que entrega a la muerte, he aquí la base del edificio social. La nación mexicana no puede organizarse con los elementos de la antigua ciencia política, porque ellos son la expresión de la esclavitud y de las preocupaciones; necesita una Constitución que le organice el progre­ so, que ponga el orden en el movimiento. ¿A qué se reduce esta Constitu­ ción que establece el orden en la inmovilidad absoluta? Es una tumba preparada para un cuerpo que vive. Señores, nosotros acordamos con entu­ siasmo un privilegio al que introduce una raza de caballos o inventa un

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arma mortífera; formemos una Constitución que se funde en el privilegio de los menesterosos, de los ignorantes, de los débiles, para que de este modo mejoremos nuestra raza. . .

Reconocimiento de los derechos del hombre (Creo) que antes de decir que los derechos del hombre son la base de las instituciones sociales, se debe averiguar y definir cuáles son esos dere­ chos: ¿son acaso los que concede la misma constitución? ¿o los que se derivan del Evangelio y del derecho canónico? ¿o los que reconocieron el derecho romano y la ley de Partida? (Creo) que el derecho nace de la ley y por lo mismo importa mucho fijar cuál es el derecho, (ya que) los más importantes, como el de la vida, se confunden en el proyecto con garantías secundarias, como la de que a nadie se le saquen sus cartas del correo, resultando de esta confusión una verdadera redundancia. (Observo) que el proyecto se olvida de los derechos más importantes; olvida los derechos sociales de la mujer, (ya) que no piensa en su emancipación ni en darle funciones políticas, y tiene que explicar sus intenciones en este punto para evitar que la ignorancia abuse de sus palabras dándoles un sentido exage­ rado. (Afirmo) que en el matrimonio la mujer es igual al varón y tiene derechos que reclamar que la ley debe asegurarle. Atendida su debilidad, es menester que la legislación le conceda ciertos privilegios y prerrogati­ vas, porque antes que pensar en la organización de los Poderes Públicos, se debe atender al buen orden de la familia, base verdadera de toda socie­ dad. (Deploro) que por una corruptela, en nuestros tribunales pasen como una cosa insignificante los casos de sevicia, cuando no se prueba una gran crueldad, y el caso es, que muchas desgraciadas son golpeadas por sus maridos. Esto es tan vergonzoso en un pueblo civilizado, que en pueblos casi bárbaros como en el Indostán, por ejemplo, hay una ley que dice: A o pegues a la mujer ni con una rosa. Nada se dice de los derechos de los niños, de los huérfanos, de los hijos naturales que faltando a los deberes de la naturaleza, abandonan los autores de sus días para cubrir o disimular una debilidad. Algunos códigos antiguos duraron por siglos, porque protegían a la mujer, al niño, al ancia­ no, a todo ser débil y menesteroso, y es menester que hoy tengan el mismo objeto las constituciones, para que dejen de ser simplemente el arte de ser diputado o el de conservar una cartera.

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Libertad del trabajo La ley es justa estableciendo la indemnización cuando es posible; y es también justa no confundiendo los servicios personales con los servicios a la patria, con los servicios a la sociedad, que la ley puede y debe exigir. Se habla de contratos entre propietarios y jornaleros, y tales contratos no son más que un medio de apoyar la esclavitud. Se pretenden prisiones o que el deudor quede vendido al acreedor, cosa que sucede en las hacien­ das que están lejos de la capital, y también en las que están demasiado cerca.

Si la libertad no ha de ser una abstracción, si no ha de ser una entidad metafísica, es menester que el código fundamental proteja los derechos todos del ciudadano, y que en vez de un amo, no críe millares de amos, que trafiquen con la vida y con el trabajo de los proletarios. El jornalero hoy, no sólo sacrifica el trabajo de toda su vida, sino que empeña a su mujer, a sus hijos, y los degrada esclavizándolos, para saciar la avaricia de los propietarios.

Libre manifestación de las ideas No (es de admitirse) la vaguedad de los derechos de un tercero (que

deben limitarse) sólo al caso de injuria porque de otro modo, todos los adelantos de la ciencia y de la industria, todas las reformas, todos los pro­ gresos atacan el derecho de un tercero, de los que viven de la rutina, de los que pierden algo con que se simplifiquen los procedimientos del trabajo, y así hasta las matemáticas, que son la ciencia a que más inocentemente

puede consagrarse la inteligencia humana, ofrecerán casos de perjuicios y de denuncias cuando resuelvan un nuevo problema.

(No es de aceptarse) la restricción en los casos en que se provoca a algún crimen o delito, pues la responsabilidad debe ser sólo del que lo comete. Si la mitad de esta asamblea se levantara aconsejando el crimen y el asesinato, ¿se armaría de puñales la otra mitad? No, señores; lo que

haría sería considerar como dementes a los provocadores, reírse de ellos, y cuando más, averiguar el origen de su extravío.

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Si algún hombre mata, suya es toda la responsabilidad, entonces se persigue el delito, y no la manifestación de una idea. La misma observación (es posible hacer) con respecto a la perturba­ ción del orden público, viendo al criminal no en el provocador, sino en el perturbador.

Toda restricción a la manifestación de las ideas, (es) inadmisible y contraria a la soberanía del pueblo. Acusar a un funcionario público de que descuida su deber, no debe ser caso de responsabilidad. Prohibir al pueblo que diga que las leyes son malas, cuando sufre su influencia, no sólo es atacar la libertad, sino arrebatar al hombre hasta el derecho de quejarse. . . El señor Arriaga ha asentado que todas las constituciones establecen la inviolabilidad de los diputados. ¡Conque nosotros hemos de ser invio­ lables, para emitir nuestras opiniones, y el pueblo no! ¿Qué le dejamos entonces de soberanía, no de la soberanía que le conceden las constitucio­ nes, sino la que le dio la naturaleza? ¿Hemos de declarar que un diputado vale más que el pueblo? Si un diputado necesita inviolabilidad para ser libre, la necesita también el pueblo, la necesitan los individuos todos, para poder dar a conocer sus opiniones, y toda restricción que pongamos en este punto, es un ataque a la libertad. Los 300 años de esclavitud por que pasó este país nos han acostumbra­ do a que la emisión de las ideas se haga precisamente en humildes repre­ sentaciones, llenas de fórmulas vacías y escritas en papel sellado. Conquis­ tada la independencia, hemos declarado que el soberano es el pueblo; y sin embargo, para hablar al pueblo, no le escribimos en papel sellado; y si para que él nos hable le hemos de imponer mil restricciones, lo único que haremos será usurparle su soberanía.

Libertad de imprenta La Comisión, como los planetas que giran alrededor del sol, deja siem­ pre la mitad de las cosas sumergidas en las tinieblas y no puede hablar de un derecho sin nulificarlo a fuerza de restricciones. La Comisión quiere limitar el vuelo del espíritu humano. Un filósofo cristiano, Agustín, obispo de Africa, decía que la inteli­ gencia del hombre es tan limitada que no se basta a sí misma. En efecto, el espíritu del hombre, por decirlo así, depende de lo demás: el padre vive

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en sus hij os, el comerciante en sus socios, el hombre público en sus con­ ciudadanos.

Las restricciones que se decreten a la prensa tienden al aislamiento del espíritu, o a que las opiniones más contrarias procuren unirse y con­ fundirse. Gracias a tantas trabas, hay en México pocos periódicos; pocas opi­ niones están representadas en la prensa, de aquí resulta que el que quiere escribir, tiene que buscar el órgano que más analogía tiene con sus opinio­ nes y que cargar con responsabilidades que no le pertenecen. De aquí resulta también que ciertas reformas sociales, y aun ciertos negocios de particulares, que no tienen carácter de partido, parecen tomarlo, y para convencerse de esto basta recordar la distinta impresión que puede produ­ cir una idea, si la emite el Siglo, o si la emite el Omnibus.

(No es debido) que los jueces intervengan en los jurados, no por temor a la chicana, sino porque se quieren unir dos instituciones que son ente­ ramente distintas. Para el juez no hay más que la ley y la interpretación legal; para el juez la ley es todo, la conciencia nada. Para el jurado, la ley vale poco, la conciencia es todo. Es, pues, im­ posible unir a los jueces con los jurados, porque la conciencia estará mu­ chas veces en contra de la ley, y porque la conciencia casi se improvisa en el momento del juicio. La Comisión debía recordar que la imprenta salió armada de manos de Gutenberg, que la imprenta triunfa siempre que combate, que la impren­ ta es superior a todas las restricciones y no necesita de la protección del Congreso, y que así los impugnadores del artículo lo que se proponen es librar a la asamblea de la mancha de poner trabas al pensamiento.

¡Poner restricciones a la inteligencia humana, en la imprenta, en su trono, es lo mismo que profanar a una deidad en su santuario!

Libertad de cultos En 1824, cuando aún estaban humeantes las hogueras de la inquisi­ ción, con uno de sus tizones mal apagados, se escribía en la Constitución de la República el artículo que estableció la intolerancia religiosa, y este artículo es el que venimos a borrar en nombre de la humanidad, en nombre del Evangelio, y si es posible, a costa de nuestra sangre. Yo hablo aquí en nombre de los principios del Evangelio, en nombre de su principio social

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que quiere amparo y protección para los desvalidos y los pobres, y si he podido equivocarme al estudiar el Evangelio, encuentro que mi opinión es conforme a la de Bossuet, y que este insigne escritor, respetado por el mundo católico, enseña también la protección de los pobres y la purifica­ ción de los ricos por medio de la caridad. El mismo Jesús, señores, hacía bien a cuantos encontraba en su camino, y para sanar a los enfermos y para volver la vista a los ciegos, y para iluminar la inteligencia de los igno­ rantes, a nadie preguntaba: ¿cuál es tu religión? ¿Por qué se quiere que nosotros hagamos esta pregunta, cuando llamemos a los hombres a partici­ par de las delicias de nuestro suelo y de los beneficios de nuestras insti­ tuciones? . . .

“Vosotros los que queréis la intolerancia, los que queréis corregir los preceptos de Dios, sed consecuentes con vuestro principio, proscribid la libertad de la prensa, sepultad o quemad a los que no profesan vuestro culto, cerrad las puertas al extranjero, esclavizad a vuestros hermanos, hollad todo derecho, llevad la guerra a todas partes, dejad el exterminio y la muerte en vuestro camino, y cuando estéis empapados de sangre, y volváis los ojos al cielo para buscar una sonrisa de la divinidad. . . ¡estre­ meceos, porque la bóveda celeste será para vosotros de bronce, y debajo de vuestros pies brotarán las llamas del infierno!”

Libertad de enseñanza Si todo hombre tiene derecho de hablar para emitir su pensamiento, todo hombre tiene derecho de enseñar y de escuchar a los que enseñan. De esta libertad es de la que trata el artículo, y como ya está reconocido el derecho de emitir libremente el pensamiento, el artículo está aprobado de antemano. Nada hay que temer de la libertad de enseñanza; a las cátedras con­ curren u hombres ya formados, que son libres para ir o no ir, o niños que van por la voluntad de sus padres.

La segunda parte del artículo no es excepción de la regla sino su aplicación, y para comprender esto, es menester examinar lo que es un plan de estudios. En el estado actual de la civilización no puede reglamen­ tarse, tiene que ser una vasta enciclopedia, a riesgo de ser incompleto

pocos años después.

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Los gobiernos quieren la vigilancia porque tienen interés en que sus agentes sepan ciertas materias, y las sepan de cierta manera que está en los intereses del poder; y así crían una ciencia puramente artificial.

La teología ya no sería considerada en nuestros días como ciencia, si no fuera a veces un medio de gobierno en sus aplicaciones y si no tuviera el aliciente de las ventajas sociales que sacan los teólogos. La jurisprudencia filosóficamente considerada, no es la misma que se enseña de orden de los gobiernos que tienen interés en monopolizar el conocimiento de los códigos y de las leyes. El derecho canónico y la historia eclesiástica, se enseñan no como son, sino como conviene a ciertas clases que sean, y así en esta clase de cuestiones, no ha muchos días que han des­ barrado completamente los abogados más sabios de la asamblea. Los médicos que estudian botánica aprenden lo puramente necesario para sus recetas, pero están muy lejos de ser verdaderos botánicos.

Los literatos, en vez de leer los buenos modelos y de estudiar los auto­ res clásicos, aprenden unas cuantas reglas de retórica que los vuelven pedantes. Los gobiernos forman, pues, profesores artificiales que son la primera barrera de la ciencia, y el profesor pagado por el gobierno, amigo de la rutina, está generalmente muy atrás de los conocimientos de la época.

Sobre la pena de muerte La Comisión se ha negado al análisis, y sólo así puede establecer las excepciones que por mucho tiempo van a nulificar la abolición de la pena de muerte. En ellas no hay ningún principio filosófico, sino una simple condescendencia con las preocupaciones del vulgo, una especie de capitu­ lación con las alarmas y los escándalos que en muchos casos aconsejan la crueldad.

(Decidiéndome) a afrontar cualquier género de ataques, (entro) en el análisis de los crímenes que la Comisión cree dignos de la pena capital. El traidor a la patria es un hombre que falta al contrato expreso o tácito que tiene con la sociedad a que pertenece. Allí el delito puede consis­ tir en las circunstancias agravantes ó en los males que cause. Pero si la Comisión quiere ser rigurosamente lógica, tiene que imponer la misma pena a cuantos faltan a un contrato. El simple hecho de separarse de la

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patria para ir a ser ciudadano de otro país, no es un delito, y así la res­ ponsabilidad nace de los males que pueden originarse.

Lo mismo sucede con otros muchos delitos, cuya gravedad depende de circunstancias independientes de la voluntad del que los comete. Una he­ rida, por ejemplo, es delito leve si se da en una mano, y será grave si se da en el corazón, y esta diferencia las más veces depende de la casualidad. Circunstancias accidentales pueden hacer también que acciones inocentes aparezcan como delitos. El salteador no es más que un ladrón con circunstancias agravantes. El delito de robo es siempre el mismo, y las circunstancias no pueden agra­ varlo si por sí solas no constituyen un nuevo delito.

La calificación que generalmente se hace de la gravedad de los críme­ nes, es arbitraria y variable según las preocupaciones de cada época. En los países antiguos, dominados por el espíritu de conquista, los delitos más graves eran los que se referían a la disciplina militar; en los países en que existen gobiernos teocráticos, el delito que más se persigue es el que ataca a la religión, y en los países modernos en que prevalece el interés mercan­ til, no hay crimen más horrendo que el que ataca la propiedad. El rigor del legislador en todos estos casos, cede a las preocupaciones vulgares, y de la represión resulta el menor bien, pues por el contrario, cuando se relaja el sistema penal, es cuando hay más moralidad en la sociedad.

El delito del incendiario, que por fortuna es demasiado raro, lo exa­ gera la imaginación, figurándose ciudades enteras arrasadas por las llamas, mujeres medio desnudas procurando en vano salvar a sus hijos. Pero viendo la cosa con calma, se encuentra que este delito debe tener el mismo móvil que los demás: la ganancia o la pasión. Muy difícil es que el incendiario gane algo, y la pasión que inspira este crimen no puede ser más que de­ mencia. Aquí no cabe la idea de que la impunidad y la falta de un ejem­ plar sean estímulo para el crimen, pues en verdad nadie puede suponer que si un incendiario no es ahorcado, los demás ciudadanos se armen de teas y quemen ciudades enteras.

El homicida, sean cuales fueren las circunstancias, no deja de ser ho­ micida; puede haber muchos pormenores que disminuyan el delito, y otros que aunque lo agraven obren de una manera favorable en la imaginación. En un desafío, por ejemplo, el más diestro va a cometer un asesinato con premeditación y con ventaja, y sin embargo, todos creen que merece consi­

deración el que mata a su enemigo luchando cuerpo a cuerpo,

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En cuanto al parricida, que es el crimen más detestable que puede cometer la humanidad, uno de los pueblos más célebres de la antigüedad, ni siquiera le señaló pena, porque lo consideró como imposible, y en efecto tal crimen no existe, pues los que lo cometen ceden siempre a un ataque de locura. Y si realmente existiera este crimen, el legislador debiera echarle un velo, y no añadir un crimen a otro crimen.

Elección de diputados Fúndase este sistema en que el pueblo es soberano, y habiendo elec­ ciones indirectas, ¿cómo ejerce esta soberanía? De ningún modo, esta es la verdad. Nunca sabe quién será diputado; de aquí viene que vea con indi­ ferencia las elecciones, pues sabe que su voluntad ha de estrellarse ante un mecanismo embrollado y artificial que huye de la influencia del pueblo porque le tiene miedo y lo mira con desconfianza. Que los ciudadanos son electores, no ha sido hasta ahora más que una vana ilusión, que es ya tiempo de realizar; pero para esto no hay que asus­ tarse ante el pueblo. Si se quiere que los congresos representen la opinión del país, no hay más medio que la elección directa. Con ella vendrá el sistema de candi­ daturas que tiene la ventaja de que haya programas claros y explícitos que hagan saber al país lo que tiene que esperar de cada hombre, en todo lo que afecta sus intereses. Los mítines, los periódicos, cuantos modos hay de dar a conocer la opinión, serán otros tantos recursos de que pueden ser­ virse los candidatos. De otro modo no hay más que aspirantes que intrigan sin comprometerse a nada, hombres que vacilan, que retroceden, que enga­ ñan al país, que cuidan más en sus votos y en sus discursos de su bienestar privado, que de los intereses de la nación.

Con la elección directa, el pueblo errará o acertará; pero el resultado será la expresión de su voluntad. Con la indirecta ni siquiera tomará interés por un orden de cosas que proclamándolo soberano, lo declara imbécil e insensato quitándole hasta la más remota intervención en los negocios. Los intereses del pueblo no influirán en las elecciones, serán dirigidas por los cabecillas de partido, por los intrigantes, por los que piden y prometen empleos. La autoridad, el gobierno ha de querer siempre el sufragio indi­ recto, porque todo intermedio entre el pueblo le es favorable para falsear la opinión. La elección indirecta se debe rechazar por los liberales, como

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un absurdo, como un contra-principio en el sistema democrático, y tam­ bién como un escándalo de inconsecuencia. Todas las ventajas están del la3o de la elección directa. Y al votar, los ciudadanos no van a discutir los negocios públicos, ni resolver las cuestio­ nes políticas, sino simplemente a buscar personas aptas para estas funcio­ nes. Si para esto necesita de apoderados, bueno será darle otros para que busque médicos y no los confunda con los abogados, para que no confunda el alcalde con el cura cuando quiera confesarse. El absurdo salta a los ojos y en la práctica se verá que en las elecciones, el pueblo sabrá quién puede ser diputado, y no elegirá a un niño ni a una vieja. En la elección indirecta hay equivocaciones, pero de mala fe, porque no se busca aptitud, sino com­ promisos.

Con el artículo, nada le queda al pueblo de soberanía, y sin embargo, el pueblo es el que la ejerce con acierto, derribando a los tiranos y conquis­ tando la libertad. Si los primeros ensayos son desgraciados, esto no importa, porque lo son también los de la mecánica, y sin embargo, progresan la ciencia y la civilización. . .

Si se niega al ciudadano el ejercicio de la soberanía para nombrar a sus mandatarios, si de él se desconfía, si se le tiene miedo, si se le quieren imponer tutores, viene a tierra toda la soberanía popular, y no queda más que una especie de oligarquía electoral y un artificio para engañar a las masas apartándose de ellas.

De todos los atributos de la soberanía, el sistema representativo no deja otro al pueblo que el de elegir a sus legisladores, que es muy distinto del de legislar, y es inconcebible tanta desconfianza en el pueblo, cuando la historia del mundo y los sucesos de nuestro país enseñan que el pueblo es capaz de gobernarse por sí solo. En las repúblicas antiguas el pueblo go­ bernaba con acierto, sin escuelas, porque la escuela de los pueblos es la experiencia que da la práctica de los negocios. El pueblo romano debió a sí mismo el dominio del mundo, y el haber transmitido a la posteridad su sabiduría en sus códigos portentosos. El pueblo griego era como nuestro pueblo: entre los hombres que en Atenas asistían a las deliberaciones pú­ blicas había hombres como nuestros léperos, si se quiere, que tenían el instinto del bien.

Pero se dice que el pueblo mexicano no está preparado. ¿Dónde hay

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escuelas para preparar a los pueblos? ¿Dónde puede estudiar sino en la dirección práctica de sus negocios?

Se afecta que legislar es una gran cosa, superior a las luces del pue­ blo; pero legislar o es imitar servilmente, o es atender a las verdaderas necesidades de las naciones. En cuanto a imitación, no puede hacerlo el pueblo, porque no puede plagiar lo que no conoce, ni le conviene, porque carece de esa erudición, de ese tecnicismo, de ese grande aparato científico que sacan de sus gabinetes los diputados actuales; pero en cuanto a conocer sus necesidades legislará mejor que los sabios de oficio, pues sólo son sabias

y fecundas las leyes que emanan del pueblo. ¿Por qué desconfiar de las masas de nuestra sociedad, cuando ellas son las que derriban a los tiranos y recobran la libertad? Aun entre los indios de Yucatán, agitados por la discordia y entregados a la guerra, se notan instintos muy perspicaces, porque el infortunio es la mejor escuela de los pueblos.

Pero si se quiere al menos pagar un homenaje a la verdad, no se diga que la ciudadanía es de todos los mexicanos; declárese que sólo son ciu­ dadanos los que. la Comisión se figura capaces de ser electores, y defínanse bien estos seres privilegiados para que no haya ciudadanos a medias, para que el artículo y las elecciones que de él resulten no sean una burla para el pueblo. . .

Las facultades del Congreso (Quiero) los principios generales de la federación y no los que se encuentran por causas especiales y por la forma de gobierno en los Estados Unidos, cuya servil imitación es en lo que consiste el federalismo de algu­ nas personas que están ya en vía de proponer en México en nombre del principio federativo, que se adopte la esclavitud y se hable en mal inglés.

La federación bien entendida exige que el poder general no se mezcle en las cuestiones puramente locales, y el artículo está en contra de esta regla, porque da a las legislaturas la facultad de pedir la disolución de sus respectivos Estados, facultad que no pueden concederles sus constituciones particulares, y que por tanto se deriva de la Constitución Federal, y al ejercerse será una violación de las leyes de los Estados, que jamás podrán consentir en que sus legisladores tengan la atribución de destruir su resis­ tencia. Si un artículo semejante apareciera en la constitución de un Estado,

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se vería por primera vez que un pueblo arreglaba el modo legal de suici­ darse y esto es imposible, y lo será siempre.

En México, donde son unos mismos los elementos sociales, donde los Estados, por más que se diga, no son preexistentes a la Constitución, donde la federación es una forma que se adopta por razón de conveniencia pública, no hay para qué poner tantas trabas como en los Estados Unidos, a las innovaciones en la división territorial. Tal vez será muy conveniente que Estados vecinos puedan unirse en uno solo, y en esto los interesados deben juzgar. Tal vez será útil a la República que las entidades políticas, aunque reducidas en número, sean más fuertes y vigorosas. . . Pero es más conforme con el principio federal que los pueblos sean los que hagan nuevas combinaciones, y ese fallo de las legislaturas a que se quiere apelar, no será más que el interés de las capitales de los Estados, empeñadas en no perder sus ínfulas de cortes pequeñas. Conviene tanto más dejar expedito el camino para la reforma de la división territorial, cuanto que no puede preverse cuáles serán los Estados en que se fije la colonización. Donde haya más pobladores y en gran nú­ mero convendrá erigir nuevos Estados; donde siga la situación actual, convendrá, por el contrario, que dos o más Estados formen uno solo. Y a estas reformas cerrará la puerta el artículo, dejando inmutable el pode­ roso influjo de las capitales de Estado y de los caciques de provincia, con daño positivo de los pueblos.

Elección de Presidente Se teme la exaltación de los partidos, es decir, se teme siempre la acción del pueblo, y este miedo ha de hacer al fin que sucumba toda idea republicana, y se acepte la monarquía absoluta, para que el pueblo no tenga más que hacer, que obedecer en calma. No se quiere la elección di­ recta, porque el pueblo puede exaltarse; se rechaza el juicio por jurados, porque el pueblo puede excederse; se tiene horror al derecho de asocia­ ción porque el pueblo puede extraviarse; inspira miedo el derecho de petición, porque el pueblo puede desmandarse. . . Pero a este paso, si no se ha de dejar al pueblo ningún derecho, si todos han de quitársele por precaución, debe suprimirse la república, ya que los tímidos no ven, ni comprenden, lo que es el pueblo.

La elección indirecta se funda en el absurdo de suponer, que los menos

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son más difíciles de extraviar que los más, y que pueden corromperse. Mientras menos sean los electores, más fácil es corromperlos. Cohechar a todo el pueblo, es imposible, porque no hay que darle, y es sabido que na­ die se corrompe gratis. A los electores se les puede dar dinero, empleos, esperanzas. Un elector pretende el correo, otro el estanquillo, otro la sacris­ tía de la parroquia, otro la exención de la alcabala, y todos votan a aquel de quienes esperan el logro de sus miserables aspiraciones. Cuando la elección la haga el pueblo, las esperanzas serán legítimas, las aspiraciones se dirigirán al bienestar y al engrandecimiento del país.

Pero los hombres prácticos dicen a los que reclaman el sufragio di­ recto: "‘Descended de las nubes de vuestras teorías, y ved los hechos”. ¡Estos hechos son el temor de que cada alcalde de pueblo, sea candidato a la presidencia! Y precisamente con la elección directa ha de disminuir el número de candidatos. Si en el primer ensayo hay errores y equivoca­ ciones, después el pueblo acertará, comprendiendo que se trata de sus in­ tereses. Si el pueblo se exalta, esto es mejor que la indolencia y el abandono que algunos se afanan en conservar; Pero a cada paso incurrimos en contradicciones, y jactándonos de demócratas y de amigos del pueblo, sin cesar quitamos su cetro a este soberano, para que no tenga armas peligrosas.

La Suprema Corte de Justicia La cuestión que hay que dilucidar es ésta: ¿quién puede reprimir los desmanes del Poder Legislativo? ¿Ha de haber una soberanía sobre otra soberanía? La cuestión no es nueva, en todas partes se ha tratado de restringir el poder de los cuerpos legislativos, y cuantos ensayos se han hecho han sido ineficaces, aunque más francos y no solapados como el que consulta la Comisión. Estos ensayos han consistido en crear lo que se ha llamado poder conservador. Si este poder, sea cual fuere su organiza­ ción, cuenta con la fuerza, se sobrepondrá al Congreso, y si no, habrá lu­ chas interminables entre los poderes públicos, y conflictos y pronuncia­ mientos y todo lo que ha querido evitar la Comisión.

La derogación parcial de las leyes es un absurdo, y conviene mucho más que la derogación sea franca y terminante. En las naciones antiguas el poder senatorial modificaba las resoluciones de las asambleas populares,

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que a su vez moderaban las del senado, y así se establecía un equilibrio y un medio terminante y enérgico de reprimir los excesos. A veces se recu­ rrió a la dictadura, armada del veto, pero este recurso produjo siempre la más horrenda tiranía. En las naciones modernas se encuentran las mismas dificultades, pero el mundo está convencido de que es imposible hallar ese poder conserva­ dor, y la teoría del sistema representativo; esto porque las asambleas legis­ lativas, derivándose del pueblo, no tengan más responsabilidad que la de opinión. Por esto es por lo que para conocer esa opinión, en los países libres no tienen trabas la imprenta y el derecho de reunión.

Un legislador justo, íntegro, sobre otro legislador para contenerlo y evitar desmanes, no es más que una ilusión. Si un congreso puede abusar ¿quién asegura que no abusa también el poder encargado de corregirlo? ¡Entonces es preciso inventar otro vigilante para el vigilante del congreso, y emplear el mismo arbitrio hasta el infinito! Si en lo de adelante los jueces no sólo han de aplicar la ley, sino que también han de derogarla, será imposible exigirles responsabilidad alguna y reclamarles cuando se aparten del texto expreso de los códigos.

Se ha hablado de la conciencia de los jueces, pero mientras éstos sean jueces profesionales, mientras subsista nuestro actual sistema, la perfección consistirá en que casi sean máquinas para la aplicación de la ley. Si algo debe quedar a su conciencia, es porque la ley no puede prever todos los casos.

formación de las leyes Hoy no se puede hacer creer, como en los tiempos primitivos, que la ley ha de ser eterna, porque para esto se necesita el apoyo de la teología y fingir que la divinidad revela la ley a los que se dicen profetas. Pero si el congreso quiere dar leyes eternas, debe discutir en secreto para que el público no conozca las objeciones, y decir que la ley es traída por alguna paloma, o comunicada por un genio sobrenatural. Pero si el congreso, comprendiendo su misión, busca el bien para la generación actual, debe discutir como ha discutido hasta ahora y dejar en libertad a sus sucesores para que ellos busquen el mejor medio de descubrir la verdad. Legarles el artículo que se discute es darles una lógica ya for­ mada, que sólo probará que sus autores no tenían ninguna.

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Es menester tener en cuenta los cambios que se operan en los espíritus, las revoluciones morales que se operan en las sociedades para abandonar la pretensión de las leyes inmutables. Si a nuestros padres, los que tuvieron el heroísmo de consumar la independencia, se les hubieran anunciado al­ gunos de los principios proclamados por el congreso actual, no los hubieran comprendido, o los habrían visto con horror. Si los hombres de la reforma conocen que el obstáculo que se les opone es la preocupación de la rutina, el resto de lo pasado, ¿por qué empeñarnos en legar a nuestros hijos las rémoras de nuestras propias preocupaciones y rutinas? No nos conforma­ mos con darles como inmortales el Código de Justiniano y el Derecho Ca­ nónico, sino que pretendemos que también sea inmortal el método que les fijamos para que puedan darse las leyes que les convengan.

EL

ORADOR

Discurso pronunciado en el puerto de Mazatlán el 16 de septiembre de 1863 Conciudadanos: La nación que presume ser la más civilizada del mundo, nos está enseñando, desde la capital de la República que la justicia y el progreso y la fraternidad entre todos los pueblos, no pasan de una miserable quimera; aprovechemos sus lecciones, consagremos nuestra fe al dios utilidad y nuestros brazos al dios fuerza; pero conservando, como Hidalgo, nuestro amor a la patria, busquemos en los combates, y sólo en los combates, nues­ tra salvación, nuestro engrandecimiento o nuestra gloria: México solem­ niza su santa Independencia bajo una tienda de campaña. ¡Se oye el paso de carga; fuego, soldados de la libertad! ¡Pedid a la venganza el acierto de vuestras punterías; guerra y exterminio! Imposible, se ha dicho, es vencer a una nación tan poderosa. ¿Quién ha pronunciado esa palabra imposible? Debe ser un traidor o un cobarde. ¿No estamos acostumbrados en medio siglo a vencer tantos imposibles? El fantasma imposible, envuelto con la bandera francesa, fue hollado por Zaragoza ante los muros de Puebla; el ídolo imposible se enseñoreaba en cien y cien conventos, y lo hemos derribado, y sobre sus altares han vertido torrentes de espuma nuestras copas de champaña. También la España nos gritaba: ¡ imposible!

El año de 1810 recorre el firmamento del Anáhuac: ¿quién, quién en-

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tonces creía posible la emancipación de la colonia? Los hijos de Guatimotzín se encontraban en el lecho de rosas donde expiró su caudillo, o comían el pan de la esclavitud, comprado con la traición y cercenado por la ajena codicia; nada veían entre las sombras de la ignorancia, sino los relámpagos del miedo. Los españoles, ebrios de orgullo y de riqueza, no podían pensar en suicidarse. El clero respetaba como divina la donación que el Papa hizo de la mitad del orbe en favor de un monarca extranjero. Los soldados no existían. Los abogados explotaban la ley, no midiendo la justicia sino por el personal provecho. A la imaginación y a la vanidad de las mujeres, la superstición y la pompa pintaban en su rey y en el Pontífice dos retratos de la Divinidad. Así, el aventurero peninsular encontraba su patria por donde quiera que dirigía sus pasos sobre el suelo de Moctezuma; México era la nueva España; las danzas del andaluz, las fiestas idolátricas de las aldeas de Castilla, los ridículos trajes de la corte, la literatura de Góngora, dominando el pùlpito y el foro, las leyes de los godos, acomoda­ das al derecho de Justiniano por jurisconsultos árabes, y los santos, apode­ rados de nuestros placeres, de nuestras penas, de nuestras calles, de nues­ tros campos, de la mesa y del lecho, todo era español: para ir al cielo se pasaba por España. En medio de esas costumbres, de esas preocupaciones, de esas leyes, de esa religión, de esa atmósfera, un cura, un anciano, sobre­ poniéndose a su profesión, a su edad, a sus recuerdos, a sus esperanzas, a sus parientes, a sus amigos, a su rey, a su Dios, a sí mismo, se propone trastornar la mitad del mundo, pronuncia una palabra mágica y deshace el encanto de tres siglos; tuvo valor para quemar todo lo que había ado­ rado; conocía el precio de todo lo que sacrificaba, y no vaciló: cuando en las altas horas de la noche encomienda a las campanas de su parroquia el anuncio de la buena nueva, sabe muy bien que mina los cimientos del tem­ plo desde cuyo santuario reina sobre sus feligreses. Cuando pone la tea en las manos del indígena, no ignora que van a desaparecer entre las alas y bajo los pasos del humo, del fuego, la casa de sus padres y las cosechas de sus amigos; y antes que acudieran los conjurados, mal despiertos, ve entre sombras a las mujeres que lo maldicen, a los obispos que lo excomul­ gan, a los jueces que lo condenan, a la España que lo persigue y a la mu­ chedumbre que no lo comprende; y en vez de temblar, elevándose a la altura de su situación, prorrumpe: —¡Viva la Independencia! Hace sonar la campana de arrebato y desafía la revolución; es Franklin, que con una cuerda desafía los rayos. ¿Y qué podía esperar al borde de la tumba? La hermosura no derra­ ma sus flores sobre una frente encanecida; el poder no sonríe sino a los

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intrigantes; la riqueza se deslizaría como agua en unas manos siempre entre­ abiertas: tú, amor de la patria, tú alcanzaste a rejuvenecer a un anciano, tú entregaste la espada al sacerdote, y tú coronaste de gloria a quien se regocijaba en silencio con las rústicas tareas. No falaces discursos, no pérfidos convenios, guerra, esto es, lágrimas, incendio, sangre, destrucción, éste fue el evangelio del pastor anciano. Los pueblos no se salvan en una arenga; los pueblos no se engrandecen por una intriga; ¿quieren nacer? desgarran el vientre de la madre; ¿se encuentran desheredados? roban a las Sabinas, lanzan a sus vecinos, y buscan sus placeres entre las ruinas de Jerusalén y de Cartago. ¡El hijo de Hidalgo no ha heredado sino la espada de su padre; no las creencias, no las cos­ tumbres, no las preocupaciones, la espada! la espada del Monte de las Cruces y la tea de Granaditas: la espada que empuñó Zaragoza y que duerme en espera de un valiente. ¡Pueblo mexicano, guerra!

Estremécete hoy al recuerdo de tus primeros triunfos, de tus primeras glorias. Ceñido de altos muros y vomitando fuego y plomo, injurias y amenazas, el español se burla en Guanajuato de la muchedumbre desar­ mada; los asaltantes mueren, sus cadáveres invaden las puertas de las for­ talezas, manos desfallecidas se rompen en un postrer impulso, y al fin, un hacha fatigada penetra en el mortífero recinto, y los hijos del conquistador pagan la culpa de su padre y sus propios delitos. Y después Trujillo pre­ sume contener el torrente, y se salva en la primera tabla que el miedo le presenta. Y después, Matamoros y Guerrero y Morelos, tan conocido por sus hazañas como por la traición de su hijo, que por fortuna no lleva su nombre, sino otro que recuerda la vergüenza de su origen, después con esos héroes, otros nobles caudillos derraman su sangre por encontrar una patria entre los horrores del combate; ellos nos conquistaron el suelo, sepulcro tras sepulcro. ¡Atrás, invasores, toda esta tierra es sagrada!

¡Cuán admirable transformación en once años de fatigas! El des­ varío, el crimen del anciano es el pensamiento de ocho millones de colonos. Dios bendice a los vencedores, el clero los inciensa, la justicia habla en nombre de la nación, los aztecas ciñen la banda del general, los nobles se enlazan con el pueblo, las jóvenes sonríen, y el aplauso cándido, tímido como una paloma, se escapa de las manos de los niños. ¡Entusiasmo uni­ versal! ¡Conquistas de civilización alcanzadas entre las tempestades de la guerra!

La esclavitud desaparece, y este triunfo de la igualdad no pueden dispu­ tárnoslo nuestros enemigos ni nuestros ilustrados invasores los aliados del

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sur en la tierra de Washington y Franklin. ¿Sabéis qué cosa es la igualdad? Preguntadlo al Hombre-Dios, que vino a revelarla al mundo para que los sacerdotes la vendieran a Constantino; preguntadlo a esa nación degenera­ da, que ha hecho tres revoluciones por conseguirla, y en un día de crápula la ha sacrificado a Napoleón III; preguntadlo al africano que llora a su hija perdiendo sus flores de juventud bajo el látigo europeo; preguntadlo al proletario, que desea la comunidad de la tierra para tener dónde colocar el lecho de su fecunda esposa; preguntadlo al viento cuando el fisco lo detiene a nuestra puerta; preguntadlo al sol cuando lo oculta una nube, y preguntadlo a vuestras esperanzas y a vuestros deseos: la igualdad es el agiotista privado de la usura, es el campo convidando con sus frutos a todos los trabajadores, es la libertad desposándose con el hijo del pueblo, es la fraternidad rompiendo la vara del juez y la careta del esbirro, es el puñal de Bruto descendiendo sobre César, es Jesucristo anatematizando a los fariseos, es Washington lanzando de la América a los ingleses, es Hidal­ go castigando la conquista, es Zaragoza humillando a los franceses; la igualdad es siempre el bien, pero cuando no puede ser la paz es la guerra, ¡delicia de los oprimidos y terror de los tiranos!... Los pueblos acudieron a nuestra voz, y la hospitalidad mexicana se prodigó a sí misma para recibir a los franceses. Bienvenidos sean los pri­ meros republicanos del mundo, los huérfanos de la victoria, los intérpretes de la ciencia, los tipos de la caballerosidad, los paladines de todas las li­ bertades, los que acaban de llorar una doble intervención y maldicen la guerra, y predican una santa alianza entre las naciones para proteger a los débiles. Ellos cantan a Beranger. ¡Cómo no creer en su civilización, en su desinterés, en sus promesas! La Francia fue la nodriza de México. Lo pri­ mero que ensayamos fue el imperio, porque en Francia acababa de reinar un emperador. Salió en seguida del Chois de Rapports la Constitución de 24, y si tuvo una forma americana, fue por acomodarla a compromisos masónicos desconocidos para los profanos. Después, cuántos extravíos de­ bemos a Chateaubriand, a Bonald y a las dos escuelas, la ecléctica y la legitimista. Y por parte de los liberales, ¡cuántas aplicaciones infelices de Pelletan y de Lamartine! No conocemos del Parnaso sino la cumbre que ocupa Víctor Hugo; no conocemos la economía política sino por los escri­ tores que piden su inspiración a la bourgoisie y sus honorarios al gobierno; la Alemania, la Inglaterra, los mismos Estados Unidos, la misma España, esperan un intérprete francés para darnos a conocer sus descubrimientos; en fin, volvemos a ser devotos como en tiempo de la Inquisición, porque

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una dama francesa se prepara entre los jesuítas un partido para asegurar la herencia de su esposo. El juguete del niño, el atavío del joven, nuestro mismo alimento y nuestros templos, todo es francés; ¿y qué falta para que la obra quede completa? Que el mexicano hospitalario se convierta en esclavo de la Francia, y cultive con su sudor los campos que acaba de ceder a una mano ingrata y codiciosa.

¡Guerra! Al morir Catón, dudaba de la virtud, pero fue después de una completa derrota; si hubiera podido vencer, no se habría suicidado. También nosotros neguemos, si es preciso, la virtud, ya vendrán a probár­ nosla nuestros bienhechores; pero no olvidemos que el suicidio nos es imposible; que tenemos hombres para cien campañas, y que aun en el caso de que desaparecieran, como una ilusión desacreditada, todos los pensa­ mientos generosos, queda todavía una ilusión embriagadora. Los romanos esperan una nación que los reemplace. Por todas partes la amistad nos traiciona y la codicia nos pone precio; ¡bien! busquemos nuestra salva­ ción y nuestro engrandecimiento sobre amigos y enemigos. ¡Dichoso aquel que en medio de su desesperación encuentra un arma y una víctima! ¿Creéis que Hidalgo se aterraría ante un puñado de franceses que la inca­ pacidad y la perfidia han dejado penetrar hasta la capital de la República? ¿Por ventura Morelos les propondría un arreglo vergonzoso para no verlos frente a frente en el combate? Y si los últimos esperadores aztecas resuci­ taran cuando nuestras autoridades huían, ¿no hubieran enrojecido las lagu­ nas de Chalco y de Texcoco con la sangre de los nuevos conquistadores? Número, armas, agravios, nada nos falta; tengamos nada más orgullo y patriotismo.

Habitantes de Mazatlán, vosotros no tenéis de qué avergonzaros en la presente lucha; la patria os contempla y se complace en vuestro valor, en vuestros votos y en vuestros sacrificios. ¡Oh nobles damas! este cielo, estos mares son testigos de los aplausos y bendiciones con que habéis envia­ do a vuestros esposos, a vuestros hijos, a vuestros amantes, para concurrir armados a la campaña de Puebla. Los valientes se desprenden de vuestro amor y de vuestro entusiasmo, y amparados por el pabellón nacional se entregan a las olas, desafían la tempestad, burlan los buques enemigos, arriban al puerto, traspasan la dilatada y fragosa sierra, saludan la capital de la República, y llegan a tiempo para salvar los restos de nuestro ejército de un desastre inesperado. Ellos volverán con los laureles que su patriotis­ mo codicia, para depositarlos a vuestras plantas. Y a vosotros, valientes defensores del pueblo, respirando indignación, a vosotros os contarán vues­ tros hermanos cómo no fue suya la culpa, si una de nuestras derrotas se lia-

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ma San Lorenzo; ellos os probarán que el francés no es invencible; y entre tanto, ellos os comprometen para castigar al enemigo si se atreve a profa­ nar estos mares, esta costa donde la libertad florece robustecida por las tormentas. ¡Un recuerdo y un aplauso a los que combaten todavía, un recuerdo y un aplauso a los que han sucumbido!

¿Sabéis quiénes vienen a conquistarnos, y qué clase de beneficios nos prometen? Existen en la culta Francia ocho millones de proletarios; dos de ellos no saben quién los lanzó a la vida; cinco millones tienen la miseria por herencia; el resto se ha formado en las prisiones: el Emperador cristia­ nísimo por la gracia de su mujer, no ha podido cumplir a esa turba de gita­ nos las promesas del Evangelio, no aliviará tantas penas declarando los bienes comunes; el emperador, que debe su origen a la revolución de 89 y que pretende representarla, no ha podido realizar, para esa turba de ham­ brientos, las promesas de la convención francesa, ni los ensueños de Rous­ seau y de Robespierre, y sí las proscripciones de Marat; el emperador, en fin, aborto clandestino del socialismo de nuestros días, no sabe cómo reali­ zar las teorías de Proudhon, ni sus compromisos con los capitalistas le permitirán cumplir su palabra a las turbas crapulosas, que fueron sus cóm­ plices el 2 de diciembre. El clero, los moderados, los capitalistas y el empe­ rador, ven como una calamidad a esos infelices proletarios; los temen como nosotros tememos a los indios bárbaros, y para salvarse de ellos los destierran a Cayena, los mandan a galeras, los ahorcan, y nos los envían en falanges de peluqueros, de viajeros y de héroes. Esos son los que fusilan a nuestros hermanos en la Ciudadela y los azotan antes en el Palacio. ¡Guerra a los apaches de la Francia!

Era costumbre en este día solemne, que el orador se presentase enga­ lanado con las más brillantes flores de la elocuencia, para complacerse en el recuerdo de recientes glorias, y haciéndolas reflejar sobre el porvenir, diese la señal del entusiasmo común y del público regocijo; sólo un náufiago puede tener valor para presentarse de luto pronunciando palabras de duelo y de venganza, y buscando una inspiración de muerte en las obras más admirables de la naturaleza. ¿Esas olas que son nuestra delicia, con­ ducirán salvos a los invasores hasta el puerto? ¿Esas palmas con que la ciudad se ostenta empavesada, les darán sombra y refrigerio? Y vosotras, orgullo del amor y de la hermosura, ¿les guardáis una mirada y una son­ risa? Y vosotros, conciudadanos, ¿olvidaréis que los valientes que pelean en el Bajío os confiaron al partir, entre mil tesoros, la reputación y la libertad de Sinaloa? No, aquí no hay cobardes ni traidores; el enemigo ven­ drá, y el anciano, el niño y la joven engalanada para la boda, y la madre

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defendiendo una preciosa cuna, y el eco de las rocas clamará: ¡Guerra, Libertad, Independencia!

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y

de los mares, todo

Discurso pronunciado en México, el 15 de septiembre de 1867 Conciudadanos:

La indignación de la patria, pasando sobre el imperio de los franceses y traidores, los ha visto insultar las glorias de nuestros padres cuando esa raza de Almonte consagraba estos santos días a ensalzar los placeres y ventajas de una tranquila servidumbre; pero yacen fulminados los viles esclavos que sobre las aras de la libertad se atrevieron a levantar su propia ignominia. Ahora, el más puro entusiasmo agrupa en este recinto a los hijos de Hidalgo, engalanados con recientes laureles, para solemnizar el grito de Dolores, repitiendo las mismas palabras del héroe, como si las acabase de pronunciar en nuestra presencia, y como si vibrase todavía la campana de alarma que anunció a los invasores su exterminio. Cayó el imperio de los aztecas, que abrigado por las tormentas de los mares y escondido por las sombras del destino, escapó durante muchos si­ glos a la codicia de la Europa; y pudo levantarse a una altura de civilización a donde no han logrado acercarse sus orgullosos conquistadores, sino imi­ tando de los pueblos extraños, leyes, literatura, artes y ciencias. ¡Cayó! y de sus pirámides arruinadas, y de sus templos abandonados en las selvas, y de sus ídolos mutilados, y de sus admirables recuerdos, y de cien idiomas que no se callan todavía, y de los montes inflamados y de las playas mor­ tíferas, se escapan millares de clamores en una sola voz, tormento de Cortés y de Calleja, el ¡ay! de los vencidos que de día y de noche, no demandan piedad, sino venganza. ¿Qué otra herencia pudieron dejar a sus descen­ dientes aquellos guerreros, que desde este lugar, cercado entonces por los lagos, caminaron de victoria en victoria hasta saludar con su macana al sorprendido imperio de los Incas? Por eso cuando se aproximaba la repa­ ración, los sepulcros y las ruinas, presentaron a los españoles dos monu­ mentos intactos: el calendario que encierra la época misteriosa y, ostentan­ do jeroglíficos tremendos, la piedra de los sacrificios.

Nadie vio en ese descubrimiento ni una sentencia ni un suplicio. La superstición y la codicia transformaron en colonia a las naciones aztecas; el sol de la realidad no alumbraba a nuestros padres sino entre las som­

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bras del engaño, como si se hubiera desplomado sobre ellos un mundo sobrenatural con todas sus quimeras. Un teólogo representa la sabiduría, y el conquistador es la viva encarnación del derecho. Las excitaciones se apresuran o se retardan, según el capricho o los compromisos de algunas imágenes fanáticamente reverenciadas; el curso de una enfermedad depen­ de de una reliquia; el sonido de una campana pone en fuga las tempes­ tades; cada rincón tiene su vestiglo, cada ruina su alma en pena; y pasa en cada ráfaga del viento algún gemido misterioso. Los españoles, después de una larga vacilación, no nos concedieron el alma sino para exigir de ella credulidad y respeto; el cuerpo en el hombre servía de alimento para un voraz trabajo, y en la mujer estaba consagrado a los caprichos de la des­ honra. Se prohibió a los campos que produjesen vides, moreras y tabaco, se previno a los talleres que cerrasen sus puertas a los prodigios de la in­ dustria europea; en las cátedras la Inquisición apagó la antorcha de la ciencia para colocar su tea, la corona y los atavíos de la hermosura caían desgarrados a los pies del misionero, y aun en la misma cuna no contem­ plaba el español a sus hijos, sino a sus colonos. El lecho de rosas donde expiró Guatimotzín, prometía el último descanso a la impaciencia y al des­ contento; pero en ese lecho dormía la venganza. Ella se estremeció cuando los Estados Unidos en los eslabones de su rota cadena cincelaron los derechos del hombre y del ciudadano; ella abrió los ojos cuando un iris apareció en nuestras puertas, flotando en la ban­ dera de la República Francesa, paseada por la victoria; ella se incorporó cuando escuchó los gemidos de los reyes que huían dentro de los escombros del trono que Napoleón ha derribado, y ella se lanzó armada cuando pre­ senció que hasta el vapor y el rayo se postraban sumisos ante el imperio de los audaces. Siempre que el mundo se trastorna, una deidad se encarna en un mortal; ¿dónde tomará un cuerpo la venganza de las razas oprimidas?

Existía un anciano que dividía con nuestros padres las duras penas del horroroso cautiverio. Joven, entregó su corazón a la hermosura y su enten­ dimiento a la ciencia, y no encubrió, ni la llama de sus afectos, ni la nove­ dad de sus convicciones, bajo la severa corona del sacerdocio. En la edad viril quiso ser labrador y artesano, y así en los campos como en los talle­ res, vio sus obras incendiadas por el efecto del fisco. Entre los brazos de la vejez soñó en los laureles del guerrero, y entonces comprendió que había nacido para ser ciudadano. Al descubrirlo sintió aquella sorpresa que debe embargar a las mariposas, cuando aladas se desprenden del capullo donde se sepultaron como reptiles. Existía, pues, un ciudadano, un legisla­ dor, un caudillo; pero ¿dónde estaba el pueblo? Su palabra creadora iba

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a formarlo; ocho millones de almas debían inflamarse en un solo aliento. ¿Quién le enseñó esa fórmula misteriosa cuyo mágico poder engendró en el seno de una noche una nación armada? ¡La indignación! Cuando vemos que a sus esperanzas sólo sonreía una revolución espantosa, porque en cada hogar, en cada calle, en cada templo existía un español confesor, espía, tirano, sorprendiendo no sólo las acciones, sino hasta el fugitivo pensa­ miento, dando así a los trabajos de la complicidad más peligros que a una lucha abierta, nosotros, los que hemos respirado en agonía bajo el puñal de las cortes marciales, que hemos presenciado los atentados del zuavo y del argelino, y hemos sentido en nuestros labios agitarse una involuntaria exclamación de muerte contra la muchedumbre de verdugos, hijos también de la indignación y del infortunio, comprendemos muy bien que la noche en que así lo quiso el destino, hubiéramos gritado como Hidalgo, hubiéra­ mos repetido como nuestros padres: ¡Mueran los españoles!...

Y la nación se levantó. Desarmada, inexperta, envuelta en peligros, pide instrumentos destructores a los bosques, a los peñascos, al clima, a los aires, al cielo; para su ansiedad, la naturaleza, siempre fecunda en calami­ dades, se presentaba como inocente: era un tesoro cuando tenía el carácter de mortífera. ¡El soldado de los primeros combates, con cuánto placer levan­ taba la mutilada bayoneta y el fatigado fusil del enemigo fugitivo o muerto! ¡Cuánto agradece a su hermano moribundo el último cartucho que le en­ trega como una herencia de lucha y de venganza! Por la primera vez las esposas encendieron la antorcha nupcial en la hoguera del patriotismo, y acaso desciñeron su guirnalda y su velo para vendar una herida en la frente del desposado. Niños, mujeres, ancianos, sacerdotes, ¿quién no se impro­ visó en guerrero? No los guiaba el fanatismo, como a los europeos, para la conquista de un sepulcro falsificado; no los guiaba la codicia, como a los recientes pobladores de la aurífera California; no los acosaba el látigo de un Atila; ni como los israelitas, abandonaban las tumbas de sus padres para entregarse a la barbarie y a la idolatría en el desierto: seguían a un anciano, pero ese caudillo, ante los muros de Granaditas y en el Monte de las Cruces, no aparecía como un varón cargado de años y preocupaciones, no temblaba ante los cañones enemigos, ni se dejaba agobiar por las exi­ gencias y peligros que le salían al encuentro. Rejuvenecido bajo el sol de la Independencia y rebosando en sus palabras entusiasmo y confianza, ex­ ponía tranquilo sus breves años que le quedaban de existencia, en cambio de una inmortalidad envidiable. Descubrió a las chusmas inermes cómo la osadía fascina a las huestes disciplinadas y les arranca la victoria. Desde la loma de Santa Fe lanzó sobre el palacio de los virreyes el grito de Dolo­

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res, y la sentencia que meses antes había sido anunciada por una sola cam­ pana, ya entonces se proclamaba por cien cañones y por millares de combatientes, y se prolongaba repetidas por los Morelos, los Guerrero, los Matamoros y los Rayón.

No pudiendo el español conservar su presa, se dedicó a destrozarla; tenía los tormentos de la Inquisición y la espada de Cortés y de Alvarado; y era preciso que viniendo como conquistador se ausentase como verdugo. Taló las campiñas, convirtió en cenizas las poblaciones, sembró lágrimas en los hogares, y levantó tantos suplicios cuantos eran los árboles de los bos­ ques y los colonos que llevaban sobre su frente la más leve sombra de descontento. Y sucumbió Hidalgo, pero en sus labios, la mano del sepulcro no pudo contener el grito de Dolores. El héroe alcanzó la primera victoria, y la primera victoria en la cam­ paña encadena el porvenir, sin dejar a los contrarios sino triunfos efímeros, que aumentan su tormento y dilatan su ignominia. Hidalgo se vio vencido y muerto, y llevado en brazos de la venganza hasta el Castillo de Granaditas donde quedó enclavada su cabeza; ¿pudo la sombra de la víctima contem­ plar como una picota el primer teatro de su gloria? Aquella cabeza donde anidaron el valor, el talento, la bondad y el patriotismo, siguió desde esa altura envolviéndose en el velo de oro que arrastra el sol de la patria, refle­ jando los relámpagos de las tempestades, lanzando de sus órbitas dilatados rayos de indignación, y dejando escapar al silbido del viento por sus man­ díbulas entreabiertas, el anatema de Dolores. . .

Admiramos al pueblo español en Cervantes, y le tenemos simpatías en Mina; sus odios, y sus pretensiones, y sus proyectos, no han sido poderosos para cerrarles las puertas de nuestros hogares; conservamos de sus creencias y de sus leyes lo bastante para compadecerlos como víctimas de una común desgracia; su idioma nos enlaza sobre el Atlántico, y no permite cerrar nuestros oídos a las injurias que desde el otro continente se nos prodigan, y aún tenemos la debilidad de llamarlos de nuestra raza, nosotros que no tenemos raza conocida, y cuyo territorio se ha formado con las cenizas de nuestros padres. Pues bien, llenos de las inspiraciones que la fraternidad derrama sobre el mundo, elevamos nuestras preces al cielo porque tantos rencores se extingan. Pero ¿cómo olvidar todavía que ellos nos han traído a los franceses? La República, sobre las cicatrices mal cerradas que le dejaron los Calleja, se estremece con las heridas por donde corrió el arma envenenada, esgrimida por Forey, Dupin, Bazaine y las cortes marciales; gime y no encuentra consuelo sino en la exclamación que le enseñaron los

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Hidalgo y los Allende, y que acaban de recordarle los Romero, Ghilardi, Arteaga, Zaragoza. ¡Un desafío a los verdugos!

¡Retrocedan las almas tímidas ante ese compromiso de lucha eterna contra pueblos tan poderosos! Nosotros no hemos provocado las iras aje­ nas. ¿Envolveremos en la bandera tricolor como en un sudario, hijos, esposa, honor, engrandecimiento de la patria, para entregarlos a la codicia del enemigo? Nuestra salvación está en la fuerza. ¿Somos débiles? Alián­ dose con sus vecinos se extendieron por el mundo los romanos; sujetándose desde la escuela a la disciplina militar y al manejo de las armas, en menos de un siglo los compatriotas de Federico II se han apoderado del patrimo­ nio de los Césares: saludando con el cañón a las naciones contrarias, tarde o temprano nos haremos abrir las puertas del universo. Jamás una nación se ha engrandecido si sus iras no han atravesado los mares, alejando de sus campos de guerra y pagando las visitas de los pueblos ambiciosos. No nos alucinemos con esa pesadilla pasajera, en que, sin salir de su lecho, se está agitando el Viejo Mundo, ¿a dónde lo guiarán sus instintos y sus necesidades cuando despierte? Lo que Napoleón III ha llamado el primer pensamiento del imperio, es un buitre que se ha retirado a su nido, oculto entre las rocas y las nubes, para desde allí acechar a los corderos descui­ dados. También nosotros tenemos un pacto con la muerte, para alimentarla con sangre, ya sea la nuestra, ya la de los contrarios. En las saturnales de la invasión, en medio de las danzas lúbricas, han sido por el extranjero admirados y aplaudidos los pies de nuestra deshonra; la miseria recorre los campos; la ciencia nos convida con armas tan destructoras como una epi­ demia; el mar nos ofrece sus filibusteros; los altares y los tronos de los antiguos opresores se derriban; lo pasado y el porvenir hacen temblar al europeo que naufraga en lo presente; y entre tanto nosotros vivimos y nos regocijamos en medio de las tempestades que envuelven la empavesada nave de nuestra Independencia. La guerra de 1810 no ha concluido. Conciudadanos: sea que esperéis el progreso de la patria bajo la som­ bra de vuestros laureles; sea que os anticipéis a su venida, arrancándolo con vuestras armas de suelos extranjeros; jamás, ni en la paz, ni en la guerra, confiéis a otras manos sino a las vuestras ese cetro de la soberanía que sólo vosotros habéis conquistado, y que sólo vosotros podéis levantar con gloria. Los héroes, llámense Hidalgo o Zaragoza; los gobernantes, aun cuando en su número se contase otro Washington; las autoridades, no son sino estre­ llas que desaparecen de un horizonte donde sólo brilla constantemente un sol, el pueblo. Hidalgo, abandonado por esta deidad, no sería sino un obscuro sedicioso. Iturbide la desconoció y murió como Maximiliano. La

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lucha de la primera independencia, la organización democrática, las leyes de la Reforma, la resistencia a la Francia y las empresas que el porvenir nos guarda, todo pertenece al pueblo: siempre en sus peligros se ha bastado a sí mismo. . .

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LECTURAS DE HISTORIA POLITICA DE MEXICO A Emilio Castelar.

LAS NACIONES PRIMITIVAS

Mas conquerid la su voz e el su temor que los golpes de las sus espadas.

El Libro de los Doce Sabios.

La historia política refiere, señores, cómo nace, funciona y degenera el fenómeno llamado gubernativo, en cada una de las sociedades humanas; se reduce, por lo mismo, a clasificar los grupos que mandan y los grupos que obedecen: en todo sistema político la importancia de los individuos se mide por la clase que con ellos se levanta, o por la clase que con ellos sucumbe. Bajo este punto de vista observaré, pues, las diversas instituciones fundamentales que se presentan en México, antes de la conquista española, bajo el régimen colonial y después de nuestra independencia. Hoy me ocupo de los gobiernos indígenas. Escasos datos para tan interesante estudio puedo presentar a los ojos de esta ilustrada concurrencia; pero me lisonjeo de que los hechos en que me fundo son sin duda los más seguros, entre tantas conjeturas y fábulas de que se componen nuestros anales primitivos. Para inspirar entera con­ fianza, comenzaré discutiendo el valor de los testimonios que colocarán muy cerca de la verdad las humildes conclusiones que en seguida aventuro. Cuatro son las fuentes de nuestra historia: los documentos y monumentos puramente americanos; su interpretación trasmitida por los españoles; las costumbres y lenguas de los indígenas actuales, y la fisiografía de los luga­ res que sirvieron de teatro a esas naciones, para quienes la civilización europea no ha tenido sino variados tormentos y un ignominioso sepulcro. Difícil es mi empresa, porque se trata de reconstruir un inmensa Babilonia con sus propias ruinas.

Las pirámides, que tanto cautivan la atención, ya por su altura, ya por sus adornos, sepulcros, aras o fortalezas, no fueron ciertamente cons­ truidas para el servicio de los particulares, sino para satisfacer la pública

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magnificencia. Del mismo modo las murallas militares, los diques de las lagunas, ídolos colosales y las grandes piedras con inscripciones misterio­ sas, todo anuncia que, en aquellos pueblos, el lujo era un privilegio de la autoridad, mientras que los particulares sólo recibían de manos de la arqui­ tectura, chozas de tal suerte deleznables, que la tierra ha desdeñado conser­ var sus cimientos; cuantos escombros existen están marcados con el sello del poder; la multitud no nos ha dejado sino algunos utensilios domésticos, las mutiladas armas del guerrero y los modestos y caprichosos adornos de la hermosura.

¡Pero algunas de esas piedras hablan todavía! Es una cosa singular; el sistema jeroglífico del Continente Americano sólo floreció en el hemis­ ferio boreal, revelando por todas partes un tipo primitivo, y alternando en ciertas localidades, con los caracteres que el naufragio o el espíritu de aventuras arrojó a nuestras costas en la mano poco diestra de algunos des­ conocidos europeos. Así, pues, desde los bosques de los Estados Unidos hasta las trémulas escabrosidades de Guatemala, abundan los peñascos pulimen­ tados, donde las naciones autóctonas depositaron sus más preciosos pen­ samientos. Y la erudición, para comprometer nuestra curiosidad, ha conservado en pieles, en lienzos y en papel numerosas leyendas que, medio descifradas, desde el tiempo de la conquista, nos prometen con una clave completa la historia de un mundo que hace tres siglos quedó sumergido en profundas tinieblas por sus mismos descubridores. Los sabios se im­ pacientan; quiénes piensan encontrar la huella del chino, y quiénes empie­ zan a percibir, entre esfinges, la imagen de los faraones.

¡Vana esperanza! La escritura jeroglífica pura, esto es, mientras no ha sufrido la influencia de los caracteres actuales, ofrece dos bases sucesivas que provienen del modo con que ella alcanza a reproducir, por medio de ideas comunes al género humano, las palabras de un lenguaje determinado. Su base indestructible se encuentra en el arte sencillo de reducir todas las sensaciones a imágenes visibles; así es que el sonido, el movimiento y los afectos del ánimo, para ser figurados, requieren inevitablemente la adopción de algunos signos más o menos convencionales. Para inventar éstos, bastan los recursos más vulgares de la pintura; una línea a los pies de los objetos dibujados, representa la tierra; una serie de huellas nos muestra el camino que ha recorrido el animal a quien pertenecen; una flecha en pos de una ave que vuela, es un semillero de pensamientos y en los pormenores de una cara se pueden describir las más variadas pasiones. El colorido completa lo que la línea sóTo ha bosquejado. Un paso más y el jeroglífico se emancipa

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del retrato. Esa mejora es invención del verdadero signo, es sugerida por el mismo mecanismo del lenguaje humano. La mayor parte de las palabras, sobre la cuna de los idiomas, tienen dos significaciones, que dirigiéndose a diversos objetos, los reúne por el lado que representan alguna semejanza; así, la misma voz con que se desig­ na el órgano conocido como lengua, se aplica al habla del hombre; y así un león despierta en nuestro ánimo la imagen de un guerrero. ¿De qué artificio se vale, pues, el pintor para expresar el lenguaje figurado? Ha­ ciendo alianzas que artísticamente se calificarían de monstruosas; colocando la lengua fuera de la boca se significa la palabra; dando algunos miembros de león al hombre, transforma éste en valiente; y una boca entre alas, arrojando líneas, llega a representar el viento.

Pero el sistema jeroglífico no ha salvado, a pesar de esos mecanismos ingeniosos, la mayor de sus dificultades representativas. Existen en todos los idiomas multitud de elementos que sirven para ligar las palabras funda­ mentales y a veces para modificarlas; esos elementos, en las gramáticas vulgares, ya se llaman partes de la oración, ya también desinencias o prefijos. La pluralidad en la idea se ha salvado con la pluralidad en la figura; el mismo mecanismo ha servido para la reiteración, se designan algunas preposiciones positivas, colocando encima o debajo los objetos; algunos verbos, reproduciendo su acción en bosquejos, y ciertas frases negativas, mutilando de un modo correspondiente las figuras. Pero llega un momento en que tienen que aparecer los signos arbitrarios y convencionales, resul­ tando con la invención de éstos, la perfección del sistema.

La escritura que hemos explicado, es esencialmente ideográfica; su primer procedimiento comienza por la adopción de figuras simbólicas, para reflejar vivamente el estilo figurado; su complemento, aunque siempre fun­ dado en la analogía, depende de una clave tan accidental, que puede y debe variar según los siglos y naciones. Si en los sistemas egipcio y chino, encon­ tramos la novedad de los caracteres fonéticos, es porque esas naciones no pudieron resistir a la influencia de la civilización sánscrita, madre fecunda de las más provechosas invenciones, y principalmente de las letras. El imperfecto sistema de los americanos como lo llevo descrito, se resiste a ocuparse de pormenores, de vulgaridades y de abstracciones; enun­ cia lo positivo y lo pintoresco, suprime los datos negativos que son tan importantes, no sólo para los matemáticos, sino para todas las ciencias, porque las combinaciones de ellos son el alimento y el triunfo de la inte­

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ligencia; en fin, ese sistema no conserva la historia de los acontecimientos, sino su poesía. Los cantos que guardaban las antiguas tradiciones del pue­ blo, se depositan por el sacerdote sobre el papel y sobre la piedra. Y bien; ¿qué son las leyendas populares, sino hechos convertidos en fábulas, y fábulas supliendo la ausencia de los hechos, sosteniéndose por la música, embelleciéndose por la imaginación, santificándose por la cre­ dulidad y no reflejando en la corriente de versos, sino las costumbres y aspiraciones de la época postrera en que se cantan? Esto es tan cierto, que muchas de esas historias aztecas aparecieron a los ojos de nuestros ilusos misioneros, como hojas extraídas de la Biblia. Los españoles que presenciaron la civilización azteca, y a quienes debe­ mos la única interpretación fehaciente de los monumentos históricos, murie­ ron en la persuasión de que en éstos se ocultaban remotísimas edades; su error provino de las ilusiones bíblicas, que no les permitían reflexionar en que toda tradición, hablando o cantando, difícilmente se remonta a tres­ cientos años, en que los jeroglíficos de piedra no son más que breves ins­ cripciones, donde racionalmente no pueden tener lugar sino hechos contem­ poráneos a la erección del monumento; en que todas las inscripciones de esta clase, suponiéndolas históricas, no pueden, por pertenecer a diversas naciones, componer una página seguida; en que los libros aztecas, por la extensión que exigen las figuras y los asuntos que representan, no han alcanzado a suministrar sino datos tan escasos como inseguros; y por últi­ mo, en que la civilización que ellos estudiaron era a todas luces reciente.

De ese espejismo en que los conquistadores vieron la antigüedad azteca, resultaron dos clases de funesto extravío: el español sugería la traducción al indio, y el indio complacía al español improvisado hechos y aun acaso jeroglíficos. Así desfigurada en parte la escritura antigua, y viciada su interpretación, ella todavía nos atestigua que los misioneros poseyeron co­ nocimientos bastantes para leer los títulos de la propiedad territorial que aún conservan los pueblos, las genealogías de los personajes, el sistema numérico, la distribución de las festividades religiosas, los atributos de los dioses, el método para fiscalizar las contribuciones, las bases cronológicas, las hazañas de algunos reyes, el libro de los castigos, los desvarios cosmo­ gónicos, los tratados internacionales y las variadas inpiraciones de la poe­ sía: con tales elementos, esos hombres estudiosos no han podido descubrir sino lo que en realidad había: poca y no antigua historia, y algunas tradi­ ciones poéticas, que se vieron fácilmente fecundizadas por el empeño in­ sensato de emparentar con las doce tribus de Israel a los semibárbaros aborígenes de nuestras lagunas.

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Es de un precio inestimable para la filosofía, la conservación, aunque en reliquias, de las antiguas tribus, y el calor latente que circula por sus idiomas, de los cuales, como de una raíz vivaz, pudiera aparecer, como de la superficie de la tierra, una nueva y floreciente literatura. Todas las gentes indígenas ofrecen una organización de tal suerte típica, que da origen a una especie particular en la clasificación del género huma­ no; sus caracteres anatómicos son más constantes que los fisiológicos; pero entre éstos existe una tendencia tan marcada a la sociabilidad, que un indi­ viduo americano, sea en los campos de batalla, sea en los tribunales, sea en los viajes más aventurados, no puede desprenderse de su familia, de sus amigos, ni de las demás personas a quienes por cualquier título considera como suyas: se transporta por bandadas como las aves, y trabaja en enjam­ bres como las abejas. No puede mejorarse ni perecer sino por clases; he aquí por qué les es favorable cierto mecanismo administrativo, que fácil­ mente se confunde con el de nuestros municipios. Más allá de su hormiguero, no descubre sino enemigos. En cuanto a sus idiomas, de un polo al otro polo se sujetan a una ley uniforme y constante; no contienen una sílaba que no sea aisladamente significativa, y confían a las leyes de su agrupamiento el resultado de las modificaciones sintáxicas. No de otro modo se han formado los idiomas cono­ cidos en el mundo; y si en el continente antiguo descubrimos extensas pala­ bras que no figuran como frases, esto se debe a que la mezcla reiterada de di­ versas lenguas, ha ocasionado cierta vaguedad abstracta en los elementos primitivos. En cualquiera lengua americana, toda palabra de más de dos sílabas es una oración, cuyos componentes la escritura jeroglífica nos ma­ nifiesta en relieve. Así, pues, de un idioma a otro idioma, la diferencia proviene de la diversidad de las raíces.

Estas serían uniformes o insensiblemente variables, si los pueblos americanos no hubiesen tendido con tenacidad a conservarse en pequeñas naciones: sin embargo, ese aislamiento de las tribus no nos explica por qué hay tanta diferencia de pronunciación y de radicales entre los aztecas y los otomíes, entre los tarascos y los zapotecas. Ese fenómeno prodigio­ so, reduciéndose a un acontecimiento sencillo, es la prueba más robusta que nos asiste para afirmar que no todas las naciones se formaron en el mismo suelo donde el conquistador logró contemplarlas; han existido, por lo mismo, transmigraciones cuyos vestigios nos guarda el idioma en sus diversas raíces y aun en marcadas irregularidades, que no vacilaremos en calificar de barbarismos. Cualquier plano etnográfico, si algo dice, nos

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persuade de que repetidas veces unas naciones han invadido a las otras, olvidando su cuna en no remoto suelo. Los planos que pretenden explicarnos tan maravillosas expediciones, o se refieren a los últimos y limitados movimientos de las hordas o fue­ ron candorosamente desfigurados para satisfacer las cuestiones frailescas; a pesar de estos documentos, grandes excursiones se han verificado en la mitad de nuestro continente; y no apareciendo la causa ni en la guerra ni en la codicia, para resolver el problema, no se descubre otra ciencia ni otro oráculo sino la misma naturaleza.

En otro tiempo sería una audacia preguntar a las revoluciones del globo, el escreto de las transmigraciones de algunos pueblos, cuando ellos mismos han olvidado la causa de su expatriación, y la atribuyen a capri­ chos de los hechiceros y a miras provinciales de los dioses. Hoy la ciencia, y aun mis modestos observadores, de acuerdo con la distribución de la lengua náhuatl, con los regueros de las ciudades arruinadas, y con la uni­ formidad de la tradición, me permiten colocar entre la Alta California y Nuevo México la oficina gentium, el asiento primitivo de los pueblos que en el espacio de veinte siglos amontonaron su poder y su gloria en torno del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl. También descubrióse otro foco de ci­ vilización en las Mixtecas, Guatemala y Yucatán, alimentado por los aventureros que desde la Florida extendieron sus dominios por los golfos de México y Honduras.

Una línea de modestas alturas se extiende desde el Oregon hasta la Baja California; entre ella y una parte de la cadena occidental de los Andes boreales, se agita el Golfo de Cortés y se adormece entre arenas un vasto desierto: éste, no hace muchos siglos, era una prolongación del golfo; poseyó en seguida lagos, bosques y ciudades y acabó por abandonar sus aguas y sus flores y sus más variados habitantes al levantamiento pro­ gresivo de los médanos, que hoy no ofrecen un asilo sino a la sierpe de cascabel, al venado fugitivo y al aventurero salvaje; en su desgarrado manto vegetal no se descubren sino raquíticos mezcales y órganos gigan­ tescos. Las playas de este mar enjuto se componen de los aluviones de un prodigioso deshielo, que arrastró desde Nuevo México, entre los puli­ mentados fragmentos de las peñas, masas de oro puro adheridas al cuar­ zo, que mal pudo resguardarlas en las elevadas minas. Esa región inmensa apenas se eleva veinte varas sobre el nivel del mar, y en algunos puntos su superficie es inferior a la de las aguas del Pacífico.

Repetidas observaciones demuestran un levantamiento constante en

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las riberas del golfo califórnico, a razón de una vara por siglo; los espa­ cios que resultan sobre las aguas, duplican en igual tiempo su altura, por los aluviones que caminan en los torrentes y por las nubes de polvo que el viento acarrea en remolinos desde las montañas. Hace dos mil años las costas de Sonora y de Sinaloa aparecían más estrechas; y el desierto de la California encasquillaba dilatados esteros de agua salada y no peque­ ñas lagunas de agua dulce. Los afluentes del Gila y del Colorado convidan a una vasta colonización, y las ruinas que junto a ellos se conservan, pro­ testan contra la incredulidad que se atreve a desconocer el asiento de naciones que dejaron profundamente grabada su memoria, en pueblos florecientes, después a las orillas de los lagos de Texcoco, de Chapala y de Pátzcuaro.

Todo azolvamiento, una vez que comienza, rápidamente se precipita. Los moradores de aquellas misteriosas comarcas se vieron de repente in­ vadidos por las arenas y abandonados por las aguas. Donde la esterilidad se presentaba, el hombre huía. Con el reinado de tan inesperada calami­ dad, comenzó, tal vez desde hace tres mil años, una serie no interrumpida de peregrinaciones hacia otras tierras más afortunadas. Al norte se en­ contraban nuevos desiertos y nieves eternas; al occidente, una faja estre­ cha donde el Golfo de San Francisco también se deprimía; al oriente, llanuras estériles; y sólo al sur sonreían la vegetación, la abundancia y la vida. Los fugitivos invadieron poco a poco las costas del Pacífico, hasta perderse en los istmos; pero algunas tribus se aventuraron por las mesas superiores, y los últimos restos de aquella civilización desgraciada, se descubren involuntariamente en las razas aztecas. Los perseguidos por la naturaleza traen entre sus dioses el hambre y la guerra; los aborígenes espantados se refugian en las montañas. Y cuando las irrupciones terminan, el antiguo mar de la California descubre su fondo, y las lagunas y los ríos que temblaron ante Huitzilopoxtli, se pueblan y civilizan. También los lagos del Anáhuac van desapa­ reciendo ; pero la ciencia y la industria precipitan ese fenómeno, y lo aprovechan como una fuente de prosperidad y de grandeza: los antiguos mexicanos hoy comenzarían a recoger sus penates.

Otro centro igualmente notable de civilización ofrece el territorio na­ cional a nuestro estudio. La península yucateca y las sierras y costas de donde se desprende, abrigaron pueblos industriosos que compitieron en número y riqueza con el imperio mexicano; dejaron admirables monu­ mentos, y el tipo de su civilización se recomienda como nacido en su

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suelo. A esos países privilegiados se dirigía la nación comerciante de los tlaltelolcos, para traer al mercado de Tenoxtitlán el cacao, bebida, alimen­ to y moneda; plantas exquisitas para los jardines de los reyes, plumajes vistosos y raros para los guerreros, perfumes delicados para los sacerdo­ tes, y los ídolos y adornos costosísimos para las mujeres. Ni sería difícil que esa raza diese a la mexicana el círculo eterno donde se mueven los días, los meses, los años y los siglos. Por lo menos, su sistema jeroglífico procedía por rasgos característicos, formando grupos pequeños, acercán­ dose a la escritura primitiva de los chinos, y no faltándole sino un paso para llegar al método silábico de las naciones semíticas. Las letras prime­ ro designan sílabas; y después vocales y consonantes... Detenerse en tantos y tan variados preliminares ha sido necesario para descubrir entre ellos la organización política de las antiguas nacio­ nes mexicanas. Observándolas en sus peregrinaciones, desde que abando­ naban al silencio y al olvido su adoratorio piramidal, como las golondrinas la torre en que anidan, hasta que bulliciosas y ligeras levantaban nuevos muros religiosos, civiles y domésticos en torno de un ídolo fatigado, las encontramos inevitablemente sometidas a la disciplina militar más severa. Tribus errantes cercadas de enemigos, custodiando niños, ancianos y mu­ jeres, y cargando sus bastimentos de muchos días, adoptan para el cami­ no las evoluciones del soldado, y no descansan jamás sino en verdaderos campamentos. Establecidas después en ciudades, no pueden emanciparse de sus belicosos caudillos; no conciben la vida sino en la ciega sumisión a su jefe y en las peripecias de los combates. Nuevas necesidades, sin embargo, provocan en la ciudad la formación de clases privilegiadas. El sacerdote, amparado por sus dioses, proclama la independencia del santuario, y entre las tempestades revolucionarias se convierte en árbitro del trono. Dos legislaciones aparecen entonces: una de profana policía, y otra de ritualidades sagradas.

Las altas clases militares, conservando sus prerrogativas y sus hono­ res, se reparten el terreno conquistado y se transforman en hacendados y en caciques; comienza de este modo el feudalismo. Algunos pueblos se someten bajo condiciones protectoras, poniendo así la doble base del sistema municipal y del federativo. Entonces los litigios se multiplican y, verdadero templo, el tribunal santifica costumbres, leyes y jueces.

Todas estas clases, empero, no forman sino una jerarquía, el pueblo

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se compone de súbditos y de esclavos. Una clase, una sola clase osa en­ tregarse a sus inspiraciones democráticas: ¡los comerciantes!

Aventurándose éstos por entre las naciones enemigas y recorriendo países remotos, se acostumbran a no contar sino con sus recursos perso­ nales, a las dulzuras de la independencia, a la diversidad de opiniones y de usos, y a no contemplar en su patria sino un extenso y seguro mercado. Ellos fecundizan la industria, crían el lujo e improvisan la riqueza que proviene del cambio; desde el trono de sus mercancías suelen dar leyes a sus señores. Pero esta clase a su vez, facilita el comercio de esclavos.

La esclavitud presenta entre los mexicanos un aspecto que difícilmen­ te se reproduce entre otras naciones. Animal carnívoro el azteca, encerrado en su ciudad flotante, ni podía satisfacer su apetito con los productos de la caza, ni con los acopios de la pesca; las aves y los venados escaseaban en los campos, y se agotaban en las lagunas hasta los huevecillos de los insectos: se inventaron las carnicerías humanas. El sacerdote consagró el banquete, reservándose las piezas más delicadas y forzando a los dioses a saborear la sangre de las víctimas. Los animales de redil y de corral, más todavía que los de caza y tiro, eran necesarios para cambiar los instintos antropófagos del azteca. Las naves que de Europa condujeron a las playas de Zempoala frailes y soldados, traían en sus establos y gallineros, para los pueblos americanos, una colección de redentores.

Aparecerán, no lo dudo, desalentadoras e infundadas las doctrinas que se han desprendido de mis labios, pero ellas son la verdad. Yo tam­ bién, inclinado sobre las hojas de maguey, los lienzos de algodón, las pieles pintadas y las piedras parlantes, he buscado entre Quetzalcóhuatl y Nezahualcóyotl, a Noé con su arca y a los faraones con sus pirámides; sólo he visto las aventuras de pueblos pescadores y la necesidad de encerrar en un monumento, parodia de los cerros, la fuente deificada que apagará la sed de los trabajadores. La humanidad necesita mil siglos para inventar un jeroglífico dudoso que, en una superficie empañada, apenas puede re­ flejar las imágenes de la poesía.

El primer emperador mexicano se comió a su esposa en la noche de sus bodas, y ante el sol del siguiente día la convirtió en diosa; todos los actos de la vida se sujetaban a ceremonias político-religiosas; el terror estremecía todo el cuerpo social; se inventaron hechiceros, y los bufones fueron los consejeros de los reyes. Todo, en ese sistema, nos descubre el tipo a que desean acercarse los modernos admiradores de la teocracia

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y del cesarismo. Por fortuna, a los déspotas de entonces sólo los estudia­ mos como a sus antecesores los gigantes o mastodontes, en esqueleto.

La época colonial El antiguo continente, atravesando el Atlántico y el Pacífico, visitó repetidas veces el Nuevo Mundo, y se resolvió, hace cuatro siglos, a ocu­ par con solemnidad esa barrera interoceánica, donde la tierra, no pudiendo ocultar su figura, su tamaño, ni su posición en el sistema solar, abdicó para siempre el usurpado cetro del universo; desde entonces la tierra es un planeta, y la América un satélite de la Europa: nuestra historia será, por mucho tiempo, un episodio de la europea. ¿Por qué causa poderosa los españoles emprendieron tan extraordi­ naria conquista? ¿Cómo con sus elementos sociales y políticos, modificaron los que espontáneamente se habían desarrollado en las naciones aztecas? ¿Cómo, en fin, los títulos del conquistador fueron falsificados por las exigencias teocráticas, y éstas y aquéllos tuvieron que sucumbir ante la ley que rige eternamente los intereses mercantiles del mundo?

La historia colonial resuelve fácilmente esos problemas; mas se ne­ cesita para ello tener a la vista las principales revoluciones físicas e in­ ternacionales del antiguo continente; las primeras son tan obscuras como antiguas, no así los fenómenos internacionales: los presentaré, por lo mis­ mo, en un ligero bosquejo. La superficie terrestre se levanta sobre las'aguas, ocupando cerca de doscientos grados de oriente a poniente, en el hemisferio boreal, y se estrecha, de modo que aparece dividida en dos porciones desiguales: la parte mayor se llama Asia, la menor Europa. Despréndese del Asia al frente de la Europa, y prolongándose del norte al mediodía, el Continente Africano. Entre éste y las dos porciones descritas, se introducen las aguas del Atlántico, formando el famoso Mar Mediterráneo; las cuestas euro­ peas, asiáticas y africanas encasquillan el Mar Rojo. Grupos innumerables de islas atestiguan la prolongación submarina de esos continentes. •

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En la región oriental del Asia, y sobre el trópico de Cáncer, existe un pueblo cuya extensión territorial ha variado, según las circunstancias políticas, pero cuyo centro es prehistórico, y se llama la China. Sobre un plano de seiscientas leguas de diámetro, limitado al oeste por las más

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altas montañas conocidas, al norte por los hielos de la Siberia, y al sur y al oriente por un mar sembrado de islas, en ese pequeño mundo se agrupan trescientos millones de habitantes, que fácilmente, a veces, se duplican por la anexión, ya forzosa, ya convencional, de las naciones cir­ cunvecinas. Esa asociación inmensa que pudiera en la guerra abrumar con su número al resto del género humano, y ha podido en la paz civilizarlo con antiguas y deslumbradoras luces, propende fatalmente al aislamiento, desdeñando las relaciones que santifica el derecho de gentes, hasta ence­ rrarse entre murallas prodigiosas y prohibiciones severas; tiene la pre­ sunción de que se basta a sí misma. Ella ignora que el solo impulso de su industria desequilibra perpetuamente las empresas mercantiles y las com­ binaciones políticas que se agitan sobre la tierra. Desde que, retirándose los hielos al polo y a las principales alturas, algunos mares se secaron y algunos terrenos se sumergieron, y el antiguo continente se revistió de la forma que ahora presenta, calmáronse los ca­ taclismos geológicos y han comenzado las revoluciones sociales provocadas por los intereses del comercio. Trescientos millones de hombres, formando un solo pueblo, han amoldado el suelo que hollaban a las exigencias de la vida humana; los ríos han sido canalizados, los desiertos regados, las montañas abatidas o perforadas, las plantas han soltado sus jugos bien­ hechores y sus perfumes, los minerales han descubierto toda clase de ele­ mentos artísticos, y hasta los animales han contribuido al adorno y al regalo de sus señores. Pronto los chinos agotaron algunas de sus riquezas territoriales, y las buscaron en las regiones cercanas creándose nuevas ne­ cesidades y despertando así la curiosidad y la codicia de otros pueblos menos civilizados. La India, el Tibet, el Japón, se pusieron a la altura de su modelo; los tártaros y algunos insulares del Océano, se acostumbraron a las sobras del progreso, obteniéndolas, cuando no por un honesto tra­ bajo, por medio de una descarada rapiña.

Las maravillas de la industria china, las preciosas producciones de su suelo, y las invenciones de sus poetas, y las doctrinas de sus filósofos, y los descubrimientos de sus sabios, y el misterio de sus jeroglíficos, se fueron propagando por tres caminos diversos hasta las últimas costas del Asia Occidental, y desde éstas se comunicaron fácilmente al Africa y a la Europa. Fue la primera de esas tres zonas mercantiles, que de la China se dirigieron hacia el occidente, lo que ahora llamamos el Indostán; desde