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STUART HALL
ESTUDIOS CULTURALES: DOS PARADIGMAS* Revista “Causas y azares”, Nº 1, 1994 En el trabajo intelectual serio no hay “comienzos absolutos”, y se dan pocas continuidades sin fracturas. Ni el interminable desenmadejamiento de la “tradición”, tan querido en la Historia de las Ideas, ni el absolutismo del “corte epistemológico”, que quiebra al Pensamiento en partes “falsas” y “correctas”, y que alguna vez favorecieron los althusserianos, resultan adecuados. Es posible advertir, en cambio, una desaliñada pero característica irregularidad de desarrollo. Lo importante son las rupturas significativas, donde las viejas líneas de pensamiento son desarticuladas, las constelaciones más antiguas son desplazadas y los elementos -viejos y nuevosreagrupados en torno a un esquema distinto de premisas y de temas. Los cambios en una problemática transforman significativamente la naturaleza de los interrogantes que son formuladas, las formas en que ellas son planteadas y la manera en que pueden ser adecuadamente respondidas. Semejantes cambios de perspectiva no reflejan sólo los resultados de una labor intelectual interna, sino también la manera como desarrollos históricos y transformaciones reales son apropiados por el pensamiento, y como proporcionan al pensamiento, no una garantía de “corrección”, sino sus orientaciones fundamentales, sus condiciones de existencia. Es esta compleja articulación entre el pensamiento y la realidad histórica, reflejada en las categorías sociales del pensamiento mismo, y la continua dialéctica entre “conocimiento” y “poder”, la que presta sentido al registro de tales rupturas. Los Estudios Culturales, como problemática diferenciada, emergen en uno de tales momentos, ocurrido a mediados de los años ’50. Por cierto no fue ésa la primera vez que sus interrogantes características habían sido puestas sobre el tapete. Por el contrario. Los dos libros que ayudaron a delimitar el nuevo territorio -Uses of Literacy de Hoggart
y Culture and Society de Williams- fueron ambos a su manera obras (parcialmente) de rescate. El libro de Hoggart tomaba sus referencias del “debate cultural” que durante mucho tiempo se apoyó en los argumentos en torno a la “sociedad de masas” y en la tradición de trabajos identificados con Leavis y Scrutiny. Culture and Society reconstruía una larga tradición que Williams ha definido como compuesta, a la postre, de “el registro de una cantidad de reacciones importantes y continuas a (...) los cambios en nuestra vida social, económica y política” y que ofrecía “un tipo especial de mapa a través del cual puede explorarse la naturaleza de los cambios” (p. 16). En un comienzo estos libros parecían simplemente una puesta al día de esas preocupaciones anteriores, más algunas referencias al mundo de la postguerra. En retrospectiva, sus “rupturas” con las tradiciones de pensamiento en que estaban situados parecen tan importantes como su continuidad respecto de ellas, si no más. Uses of Literacy se propuso -muy en el espíritu de la “crítica práctica”- una “lectura” de la cultura de la clase trabajadora en pos de los valores y significados encarnados en sus esquemas y disposiciones: como si fueran algo así como “textos”. Mas la aplicación de este método a una cultura viva, y el rechazo de los términos del “debate cultural” (polarizado en torno a la diferenciación de alta y baja cultura), fue una novedad cabal. En un mismo movimiento Culture and Society fundó una tradición (la tradición de “cultura y sociedad”), definió su “unidad” (no en términos de una comunidad de posiciones, sino en sus preocupaciones características y en el modismo de sus indagaciones), le aportó una definida contribución moderna, y a la vez escribió su epitafio. El siguiente libro de Williams -The Long Revolution- fue un claro indicio de que la manera de pensar tipo “cultura y sociedad” sólo podía ser completada y desarrollada mudándose a otra parte, a un tipo de análisis sustantivamente diferente. La propia dificultad de algunas partes de The Long Revolution -con sus esfuerzos por “teorizar” a lomo de una tradición resueltamente empírica y particularista en su modismo de pensamiento, el “grosor” experiencial de sus conceptos, y el movimiento generalizador de sus argumentos- procede, en parte, de esta determinación a mudarse. (La obra de Williams, incluido su reciente Politics and Letters, es ejemplar precisamente por este sostenido impulso al desarrollo). Tanto las partes “buenas” como las “malas” en The Long Revolution proceden de esta calidad de obra “de la ruptura”. Lo mismo podría decirse de Making of The English Working Class, de E. P. Thompson, que de hecho pertenece a este “momento”, aunque cronológicamente haya aparecido un poco después. Pero también este libro fue “pensado” dentro del marco de ciertas tradiciones históricas definidas: la historiografía marxista inglesa, la historia económica y “del trabajo”. Pero al relevar los asuntos de la cultura, la conciencia y la experiencia, y en su acento en la cuestión de la agencia, también hizo una ruptura decisiva: respecto de cierto tipo de evolucionismo tecnológico, de un reduccionismo economicista y de un determinismo organizacional. En conjunto estos tres libros constituyen la cesura de la cual emergieron -entre otras cosas- los “Estudios Culturales”. Fueron, ciertamente, textos seminales y formativos. En ningún sentido se trató de “libros de texto” para la fundación de una nueva sub-disciplina académica: nada más lejos de su impulso intrínseco. Históricos o contemporáneos, sus enfoques estuvieron a su vez enfocados por, organizados a través de y constituidos como respuestas a, las presiones inmediatas del tiempo y la sociedad en que fueron escritos. No sólo tomaron la “cultura” en serio -como una dimensión sin la cual las transformaciones históricas, pasadas y presentes-, simplemente no podían ser adecuadamente pensadas. Sino que fueron en sí mismos “culturales”, en el sentido de Culture and Society. Obligaron a sus lectores a prestar atención al hecho de que “concentrados en la palabra cultura hay asuntos directamente planteados por los grandes cambios históricos que las
transformaciones en la industria, la democracia y la clase, cada una a su modo, representan, y frente a las cuales los cambios artísticos resultan respuestas estrechamente relacionadas” (p. 16). Este era el asunto en los años ’60 y ’70, y también en los mismos decenios del siglo pasado. Y acaso este sea el momento para hacer notar que esta línea de pensamiento más o menos coincide con lo que ha sido llamado la “agenda” de la temprana New Left, a la cual en un sentido u otro, estos autores pertenecían, y cuyos textos eran éstos. Esta conexión desde un principio colocó la “política del trabajo intelectual” en el centro de los Estudios Culturales, preocupación de la cual, afortunadamente, jamás ha podido, ni podrá, liberarse. En un sentido profundo, el “ajuste de cuentas” de Culture and Society, de la primera parte de The Long Revolution, del estudio densamente específico y concreto de Hoggart acerca de algunos aspectos de la cultura de la clase trabajadora, y de la reconstrucción histórica que hace Thompson de la formación de la cultura de una clase y de las tradiciones populares en el período 1790-1830, formaron en su conjunto la ruptura y definieron el espacio a partir del cual se abrió una nueva área de estudio y de práctica. En términos de los énfasis y fueros de lo intelectual, este fue -si acaso puede encontrarse tal cosa- el momento de la “re-fundación” de los Estudios Culturales. La institucionalización de los Estudios Culturales -primero en el Centro de Birmingham, y luego en los cursos y publicaciones en diversos lugares y fuentes- con sus características ganancias y pérdidas, pertenece a los años ’60 y posteriores. La “cultura” fue el ámbito de la convergencia. ¿Pero qué definiciones de este medular concepto cambiaron a partir del cúmulo de estos trabajos? Y en vista de que esta línea de pensamiento ha dado forma decisiva a los Estudios Culturales, y representa a la más formativa de sus tradiciones endógenas o “nativas”, ¿en torno a qué espacio fueron unificados sus preocupaciones y sus conceptos? Lo cierto es que aquí no encontramos una sola definición de “cultura” que no sea problemática. El concepto sigue siendo complejo, antes que una idea lógica o conceptualmente clarificada, es el ámbito de una convergencia de intereses. Esta “riqueza” resulta un área de permanente tensión y dificultad en el campo. Es útil, en consecuencia, resumir las inflexiones y los énfasis característicos a través de los cuales el concepto ha llegado a su actual estado de (in)determinación. (Las caracterizaciones que siguen son inevitablemente toscas y esquemáticas, sintéticas antes que cuidadosamente analíticas). Sólo se discute dos problemáticas principales. De las muchas formulaciones sugerentes de The Long Revolution puede extraerse dos formas bastantes distintas de conceptualizar la “cultura”. La primera vincula a la “cultura” con la suma de todas las descripciones disponibles a través de las cuales las sociedades confieren sentido a, y reflexionan sobre, sus experiencias comunes. Esta definición asume el anterior énfasis en las “ideas”, pero lo somete a una exhaustiva reelaboración. La propia concepción de “cultura” es democratizada y socializada. Ya no consiste en la suma de “lo mejor que ha sido pensado y dicho”, considerado como cúspide de una civilización lograda, aquel ideal de perfección al que, en anteriores usos, todos aspiraban. Hasta el “arte” -que en el anterior contexto tenía asignada una posición de privilegio, como piedra de toque de los más altos valores de la civilización- ahora es redefinido sólo como una forma, especial, de un proceso social general: el de conferir y retirar significados, y el lento desarrollo de significados “comunes”, una cultura común: en este particular sentido la “cultura” es “corriente” [ordinary] (para tomar prestado el título de uno de los primeros esfuerzos de Williams por hacer más asequible su posición general). Si hasta las más elevadas, y más refinadas descripciones ofrecidas en las obras
literarias son también ellas “parte del proceso general que crea convenciones e instituciones, a través de las que aquellos significados valorados por la comunidad son compartidos y vueltos activos” (p. 55), entonces no hay forma de que este proceso sea compartimentado o diferenciado de otras prácticas del proceso histórico: “dado que nuestra manera de ver las cosas es literalmente nuestra manera de vivir, el proceso de la comunicación es de hecho el proceso de la comunidad: el compartir significados comunes, y en consecuencia actividades y propósitos comunes; la oferta, la recepción y la comparación de nuevos significados, que conducen a tensiones y logros de crecimiento y cambio” (p. 55). Por tanto, no hay forma de que la comunicación de las descripciones, comprendida de este modo, pueda diferenciarse y compararse externamente con otras cosas. “Si el arte es parte de la sociedad, no existe por fuera un todo sólido, al cual, por la forma de nuestra interrogante, concedamos prioridad. El arte está allí, como actividad, junto con la producción, el intercambio, la política, la crianza de familias. Para estudiar las relaciones adecuadamente debemos estudiarlas activamente, considerando a todas las actividades como formas particulares y contemporáneas de la energía humana”. Si este primer énfasis toma y reelabora la connotación del término “cultura” con el ámbito de las “ideas”, el segundo énfasis es más deliberadamente antropológico, y hace hincapié en ese aspecto de la “cultura” que se refiere a las prácticas sociales. De este segundo énfasis se ha abstraído, demasiado limpiamente, una definición algo simplificada: la “cultura” como toda una forma de vida. Williams relacionó este aspecto del concepto al empleo más “documental” -es decir descriptivo, aun etnográfico- del término. Pero la anterior definición me parece más central, en la cual se integra la “forma de vida”. El punto importante del argumento reposa sobre las interrelaciones activas entre elementos o prácticas sociales normalmente sujetos a separación. Es en este contexto que la “teoría de la cultura” es definida como “el estudio de las relaciones entre elementos en una forma total de vida”. La “cultura” no es una práctica; ni es simplemente la suma descriptiva de los “hábitos y costumbres” de las sociedades, como tiende a volverse en ciertos tipos de antropología. Está imbricada con todas las prácticas sociales, y es la suma de sus interrelaciones. Se resuelve así la cuestión de qué es lo estudiado, y cómo. La “cultura” viene a ser todos aquellos patrones de organización, aquellas formas características de la energía humana que pueden ser detectadas revelándose -”en inesperadas identidades y correspondencias”, así como en “discontinuidades de tipo imprevisto” (p. 63)- en, o bajo, todas las prácticas sociales. El análisis de la cultura es, entonces, “el intento de descubrir la naturaleza de la organización que es el complejo de estas relaciones”. Comienza con “el descubrimiento de patrones característicos”. Que no serán descubiertos en el arte, la producción, el comercio, la política, o la crianza de familias tratados como entidades separadas, sino mediante el estudio de “una organización general en un ejemplo particular” (p. 61). Analíticamente, uno debe estudiar, “las relaciones entre estos patrones”. El propósito del análisis es captar cómo las interacciones entre estos patrones y prácticas son vividos y experimentados como un todo, en cualquier período determinado. Esta es su “estructura de sentimiento”. Resulta más fácil ver a qué apuntaba Williams, y por qué tomó este camino, si comprendemos cuáles fueron los problemas que enfrentó, y qué trampas intentó eludir. Esto es especialmente necesario puesto que The Long Revolution (como mucho de la obra de Williams) sostiene un diálogo subterráneo, casi “silencioso”, con posiciones alternativas, que no siempre son identificadas con la claridad que uno quisiera. Existe
una clara toma de posición frente a las definiciones “idealistas” y “civilizadoras” de la cultura -ambas identificadoras de la “cultura” y las ideas, dentro de la tradición idealista-; y la asimilación de la cultura a un ideal, que prevalece en los términos elitistas del “debate cultural”. Pero también se da una toma de posición más amplia frente a ciertas formas de marxismo, contra las cuales están deliberadamente concebidas las definiciones de Williams. Él está discutiendo contra las operaciones literales de la metáfora base/superestructura, que en el marxismo clásico adscribía al ámbito de las ideas y de los significados a las “superestructuras”, ellas mismas concebidas como meros reflejos y determinaciones simples de la “base”, sin una efectividad social propia. Vale decir que su argumento ha sido construido contra un materialismo vulgar y un determinismo económico. Ofrece, en cambio, un interaccionismo radical: en efecto, la interacción de todas las prácticas con y dentro de las demás, orillando el problema de la determinación. La distinción entre las prácticas es superada considerándolas a todas como variantes de la praxis -de una actividad y energía humana de tipo general-. Los patrones subyacentes que distinguen el complejo de prácticas de cualquier sociedad dada en un determinado momento son las “formas de organización” características que las subyacen a todas, y que por lo tanto pueden ser detectadas en cada una. Ha habido varias revisiones radicales de esta temprana posición: y cada una de ellas ha contribuido mucho a la redefinición de lo que los Estudios Culturales son y deberían ser. Ya hemos reconocido la naturaleza ejemplar del proyecto de Williams, al haber repensado y revisado anteriores argumentos, al haber seguido pensando. Sin embargo, llama la atención una marcada línea de continuidad en estas seminales revisiones. Uno de esos momentos es el de su reconocimiento de la obra de Lucien Goldmann, y a través de él de todo el acervo de pensadores marxistas que prestaron particular atención a las formas superestructurales y cuya obra empezaba, por primera vez, a aparecer en traducciones inglesas hacia mediados de los años ’60. El contraste entre las tradiciones marxistas alternativas que respaldaban a escritores como Goldmann y Lukacs, si se le compara con la aislada posición de Williams y la empobrecida tradición marxista de la que tuvo que alimentarse, aparece claramente delineado. Pero los puntos de convergencia -tanto en lo que enfrentan, como en lo que son- resultan identificados de maneras no del todo discordantes de sus anteriores argumentos. Aquí está el negativo, que él considera como un nexo entre su obra y la de Goldmann: “Llegué a creer que debía abandonar, o por lo menos dejar a un lado, lo que conocía como la tradición marxista: el esfuerzo por desarrollar una teoría de la totalidad socialista, por ver el estudio de la cultura como el estudio de las relaciones entre elementos dentro de toda una forma de vida, por encontrar formas de estudiar la estructura (...) que pudieran mantenerse en contacto con, e iluminar formas y obras de arte particulares, pero también formas y relaciones de una vida social más general, por reemplazar la fórmula de base y superestructura con la idea más activa de un campo de fuerzas mutua y desigualmente determinantes” (NLR 67, mayo-junio 1971). Y aquí está el positivo, el punto en que se marca la convergencia entre la “estructura de sentimiento” de Williams con el “estructuralismo genético” de Goldmann: “En mi propio trabajo descubrí que debía desollar la idea de una estructura de sentimiento (...). Pero entonces encontré a Goldmann que partía (...) de un concepto de estructura que contenía, en sí mismo, una relación entre datos sociales y literarios”. Esta relación, insistía él, no era un asunto de contenido, sino de estructuras mentales: “categorías que simultáneamente organizan la conciencia empírica de un determinado grupo social, y el mundo imaginativo creado por el escritor”. Por definición, estas estructuras no son creadas individual, sino colectivamente. Este énfasis en la interactividad de las prácticas y en las totalidades
subyacentes, y las homologías entre ellas, es característico y significativo. “La correspondencia de contenido entre un escritor y su mundo es menos significativa que esta correspondencia de organización, de estructura”. Un segundo “momento” de éstos es el punto en que Williams realmente asume la crítica que hizo E. P. Thompson de The Long Revolution (véase la reseña en NLR 9 y 10), en el sentido de que ninguna “forma total de vida” está privada de una dimensión de confrontación y lucha entre formas opuestas de vida, e intenta repensar los temas claves de la determinación y de la dominación vía el concepto gramsciano de la “hegemonía”. Este ensayo (“Base and Superestructure”, NLR 82, 1973) es seminal, particularmente por su elaboración de las prácticas culturales dominantes, residuales y emergentes, y su vuelta a la problemática de la determinación como “límites y presiones”. Sin embargo, los anteriores énfasis recurren, y con fuerza: “no podemos separar a la literatura y el arte de otras formas de la práctica social, al extremo de volverlas tema de leyes especiales y diferenciadas”. Y “ningún modo de producción, y por tanto ninguna sociedad o ningún orden social dominante, y por tanto ninguna cultura dominante, realmente llega a agotar la práctica humana, la energía humana, la intención humana”. Y esta tónica es proseguida -de hecho, es radicalmente acentuada- en el más consistente y suscinto de los planteamientos recientes de la posición de Williams: las magistrales condensaciones de Marxism and Literature. Contra el énfasis estructuralista en la especificidad y “autonomía” de las prácticas, y su separación analítica de las sociedades en sus instancias diferenciadas, Williams hace hincapié en la “actividad constitutiva” en general, en “la actividad sensorial humana, como práctica”, a partir de la primera “tesis” de Marx sobre Feuerbach, en diferentes prácticas concebidas como una “indisoluble práctica total”, en la totalidad. “Así, contra lo que afirma uno de los desarrollos del marxismo, no es la “base” y la “superestructura” lo que debemos estudiar, sino procesos reales específicos e indisolubles, dentro de los cuales la relación decisiva, desde un punto de vista marxista, es la que se expresa por la compleja idea de la ‘determinación’” (MSL, pp. 30-31, 82). En un nivel puede afirmarse que los trabajos de Williams y de Thompson convergen en torno a los términos de la misma problemática a través de la operación de una teorización violenta y esquemáticamente dicotómica. El ámbito en que se organiza el trabajo de Thompson -las clases como relaciones, la lucha popular, las formas históricas de la conciencia, las culturas de clase en su particularidad histórica- es ajeno al tono más reflexivo y “generalizador” en el que suele operar Williams. La reseña de The Long Revolution hecha por Thompson le reprochó vivamente a Williams la manera en que había sido conceptualizada la cultura como “una forma total de vida”; su tendencia a absorber los conflictos entre las culturas de clase a los términos de una “conversación” ampliada; su tono impersonal, como si dijéramos, por encima de las clases en pugna; y el vuelo imperial de su concepto de “cultura” (que, heteróclitamente, lo barría todo hacia su órbita en virtud de ser un estudio de las interrelaciones entre las formas de la energía y la organización subyacente a todas las prácticas. ¿Pero no es ése el momento preguntaba Thompson- donde hace su ingreso la Historia?). Podemos ir viendo progresivamente cómo Thompson ha repensado de manera persistente los términos de su paradigma original para poder hacerse cargo de estas críticas, aunque esto es realizado (como es tan frecuente en Williams) oblicuamente: vía una apropiación dada de Gramsci, en lugar de a través de una modificación más directa.
Thompson también opera con una diferenciación más “clásica” que la de Williams, entre “ser social” y “conciencia social” (términos que largamente prefiere, a partir de Marx, a los más en boga de “base y superestructura”). Así, allí donde Williams insiste en la absorción de todas las prácticas por la totalidad de una “práctica real, indisoluble”, Thompson recurre a una diferenciación más antigua entre lo que es “cultura” y lo que es “no cultura”. “Cualquier teoría de la cultura debe comprender el concepto de la interacción dialéctica entre la cultura y algo que no es la cultura”. Sin embargo, su definición de cultura no está, después de todo, demasiado alejada de la de Williams. “Debemos suponer que la materia prima de la experiencia vital se encuentra en un polo, y que toda la infinita complejidad de las disciplinas y los sistemas humanos, articulados y desarticulados, formalizados en instituciones o dispersos de las maneras menos formales, que ‘manejan’, transmiten o distorcionan esta materia prima, se encuentran en el otro”. Similarmente respecto de la comunidad de la “práctica” que subyace a todas las prácticas diferenciadas: “Estoy insistiendo en el proceso activo, que es a la vez el proceso mediante el cual los hombres hacen su historia” (NLR 9, p. 33, 1961). Y ambas posiciones llegan a coincidir -otra vez- en torno a ciertas afirmaciones y negaciones diferenciadoras. Negaciones contra la metáfora de “base/superestructura” y la definición reduccionista o “economista” de la determinación. Acerca de lo primero: “La interacción dialéctica entre el ser social y la conciencia social -o entre “cultura” y no cultura”- se encuentra al centro de cualquier comprensión del proceso histórico dentro de la tradición marxista (...). La tradición hereda una dialéctica correcta, pero la específica metáfora mecánica a través de la que se expresa está mal. Esta metáfora proveniente de la ingeniería constructora (...) siempre será inadecuada para describir el flujo del conflicto, de la dialéctica del cambiante proceso social (...). Todas las metáforas habitualmente ofrecidas comparten una tendencia a conducir a la mente hacia fórmulas esquemáticas y a apartarlas de la interacción entre ser y conciencia”. Y acerca del “reduccionismo”: “El reduccionismo es un traspié de la lógica histórica, en el cual los acontecimientos políticos o culturales son “explicados” en término de la afiliación de clase de los protagonistas (...). Mas la mediación entre “interés” y “creencia” no ha sido a través del “complejo de estructuras” de Nairn, sino a través de la gente misma” (“Pecularities of the English”, Socialist Register, 1965, pp. 351-352). Y, más positivamente, -un planteamiento simple que puede ser tomado como definición de virtualmente todo el trabajo histórico de Thompson, desde The Making hasta Whighs and Hunters, The Poverty of Theory, y más allá- “la sociedad capitalista fue fundada sobre formas de explotación que son simultáneamente económicas, morales y culturales. Si se toma la esencial y definidora relación productiva (...) y se le da la vuelta, ésta se revelará ahora en un aspecto (salario-trabajo), ahora en otro (un ethos adquisitivo), y aun en otro (la alienación de aquellas facultades intelectuales que no son necesarias al trabajador para su papel productivo)” (ibid., p. 356). A pesar de las muchas diferencias significativas, tenemos pues aquí un perfil de una línea importante de pensamiento en los Estudios Culturales -algunos la llamarían el paradigma dominante-. Existe enfrentado al papel residual y meramente reflectivo asignado a “lo cultural”. En sus diversas manifestaciones, conceptualiza a la cultura como imbricada con todas las prácticas sociales; y a esas prácticas, a su vez, como manifestaciones comunes de la actividad humana: práctica sensorial humana, la actividad a través de la cual hombres y mujeres hacen la historia. Se opone a la manera base/superestructura de formular las relaciones entre las fuerzas ideales y las materiales, especialmente allí donde la “base” es definida como la determinación de “lo económico” en un sentido simple. Prefiere la formulación más amplia, la dialéctica
entre ser social y conciencia social: ninguna separable en sus polos diferenciados (en algunas formulaciones alternativas la dialéctica entre “cultura” y “no cultura”). Define a la cultura como los significados y los valores que emergen entre grupos y clases sociales diferenciados, sobre la base de sus condiciones y relaciones históricas dadas, a través de las cuales “manejan” y responden a las condiciones de existencia; y como las tradiciones y prácticas vividas a través de la cuales son expresadas esas “comprensiones”, y en las cuales están encarnadas. Williams reúne estos dos aspectos definiciones y formas de vida- en torno al propio concepto de “cultura”. Thompson reúne los dos elementos -conciencia y condiciones- en torno al concepto de “experiencia”. Ambas posiciones implican ciertas difíciles fluctuaciones en torno a los dos términos clave. Tanto asimila Williams las “definiciones de la experiencia” a nuestras “formas de vivir”, y a ambas en una indisoluble práctica-general-material-real, que llega a obviar cualquier distinción entre “cultura” y “no cultura”. A veces Thompson emplea “experiencia” en el sentido más frecuente de conciencia, como en las formas colectivas en que los hombres “manejan, transmiten o distorcionan” sus condiciones dadas, las materias primas de la vida; a veces como el ámbito de lo “vivido”, el término medio entre “condiciones” y “cultura”; y a veces como las condiciones objetivas mismas, a las cuales son opuestas las formas particulares de la conciencia. Pero no importa cuáles sean los términos, ambas posiciones tienden a leer las estructuras de relación en términos de cómo ellas son “vividas” y “experimentadas”. La “estructura de sentimiento” de Williams -con su deliberada condensación de elementos aparentemente incompatibles- es característica. Pero lo mismo es cierto en el caso de Thompson, a pesar de su comprehensión mucho más plenamente histórica del carácter “dado” o estructural de las relaciones y las condiciones a las cuales hombres y mujeres necesaria e involuntariamente ingresan, y su clara atención al carácter determinante de las relaciones productiva y de explotación bajo el capitalismo. Esto se debe al papel de pivote que ocupan la conciencia cultural y la experiencia en el análisis. La tensión experiencial de este paradigma, y el énfasis en los agentes creativos e históricos, son lo dos elementos clave en el humanismo de la posición descrita. Por consiguiente, cada uno de ellos concede a la “experiencia” un papel autentificador en cualquier análisis cultural. Se trata, en última instancia, de dónde y cómo la gente experimenta sus condiciones de vida, las define y responde a ellas, lo cual para Thompson define por qué cada modo de producción es también una cultura, y por qué todo conflicto de clases es también una lucha entre modalidades culturales: y qué es, para Williams, lo que un “análisis cultural” debería en última instancia entregar. En la “experiencia” hay una intersección de las diferentes prácticas -aun si sobre una base desigual y de mutuas determinaciones-. Este sentido de la totalidad cultural -del proceso histórico entero- avasalla cualquier esfuerzo por mantener las instancias y los elementos diferenciados. Su verdadera interconexión, bajo ciertas condiciones históricas dadas, debe venir de la mano con un movimiento totalizador “en el pensamiento”, en el análisis. Y establece para ambos los más extraños protocolos contra cualquier forma de abstracción analítica que diferencie a las prácticas, o que se disponga a poner a prueba el “efectivo movimiento histórico” en toda su entrelazada complejidad y particularmente por cualquier operación lógica o analítica más sostenida. Estas posiciones, especialmente en sus entregas históricas más concretas (The Making... The Country and the City) son los opuestos mismos de la búsqueda hegeliana de las Escencias subyacentes. Pero en su tendencia a reducir las prácticas a la praxis y a encontrar “formas” comunes y homólogas que subyacen a las áreas más diferenciadas en apariencia, su movimiento es “esencializador”. Tienen una manera particular de comprender la totalidad, aunque con una “t” minúscula, concreta e históricamente
determinada, desigual en sus correspondencias. La conciben “expresivamente”. Y como constantemente sesgan el análisis más tradicional hacia el nivel experiencial, o hacen una lectura de las demás estructuras y relaciones en forma descendente a partir del punto privilegiado de cómo son “vividas”, son pues propiamente (si bien no adecuada ni plenamente) caracterizadas como “culturalistas” en su énfasis: incluso una vez dada cuenta de todas las salvedades y calificaciones contra una “teorización dicotómica” demasiado apresurada. (Cf. el “culturalismo”, en los dos seminales artículos de Richard Johnson sobre el funcionamiento del paradigma: en “Histories of Culture / Theories of Ideology”, Ideology and Cultural Production, M. Barret. e. Corrigan et. al. (eds). Crook Helm 1979; y “Three Problematics”, en Working Class Culture, Clarke, Critcher y Johnson, Hutchinsons y CCCS, 1979. Para los peligros de la “teorización dicotómica”, véase: la introducción de “Representation and Cultural Production”, Barret, Corrigan et. al.). La veta “culturalista” en los estudios culturales fue interrumpida por la llegada a la escena intelectual de los “estructuralismos”. Estos, posiblemente más variados que los “culturalismos”, compartían empero ciertas posiciones y orientaciones que permiten agruparlos bajo una sola denominación sin demasiado problema. Se ha comentado que mientras el paradigma “culturalista” puede ser definido sin necesidad de recurrir a una referencia conceptual al término “ideología” (evidentemente la palabra aparece, mas no se trata de un concepto clave), las intervenciones “estructuralistas” han sido en gran medida articuladas en torno al concepto de “ideología”: consecuentemente con su más impecable linaje marxista, el de “cultura” no figura de manera tan prominente. Pero si esto puede ser cierto para los estructuralistas marxistas, es, por decir lo menos, medio cierto para el esfuerzo estructuralista como tal. Pero ya es un error común condensar a este último exclusivamente en torno al impacto de Althusser y todo lo que ha aparecido en la estela de sus intervenciones, donde “ideología” ha tenido un papel seminal, pero modulado: y así omitir la importancia de Levi-Strauss, y los semióticos del primer momento, que hicieron la primera ruptura. Y aunque los estructuralismos marxistas han superado a los anteriores, mantuvieron y siguen manteniendo una inmensa deuda teórica (a menudo alejada o minimizada en notas a pie de página, en la búsqueda de una ortodoxia retrospectiva) con su trabajo. Fue el estructuralismo de Levi-Strauss el que, en su apropiación del paradigma lingüístico, siguiendo a Saussure, ofreció a las “ciencias humanas de la cultura” la posibilidad de un paradigma capaz de volverlas científicas y rigurosas de una manera totalmente nueva. Y cuando en la obra de Althusser fueron recuperados los temas marxistas más clásicos, siguió siendo un hecho que Marx fue “leído” -y reconstruido- mediante los términos del paradigma lingüístico. Por ejemplo, en Para leer El Capital se argumenta que el modo de producción -para acuñar una frase- puede ser mejor comprendido si lo vemos “estructurado como un lenguaje” (mediante la combinación selectiva de elementos invariantes). El énfasis ahistórico y sincrónico, contra los énfasis históricos del “culturalismo”, proviene de una fuente similar. Igual fue el caso de una preocupación por lo “social sui generis”, usado no adjetiva sino sustantivamente: un empleo que Levi-Strauss no derivó de Marx sino de Durkheim (el Durkheim que analizó las categorías sociales del pensamiento -por ejemplo, en Clasificación Primitiva- más que el Durkheim de La división del trabajo, que se convirtió en fundador y padre del estructural-funcionalismo norteamericano). En ocasiones Levi-Strauss llegó a juguetear con algunas formulaciones marxistas. Así, por ejemplo, “El marxismo, si no el propio Marx, con demasiada frecuencia ha razonado como si las prácticas procedieran directamente de la praxis. Sin cuestionar la
indudable primacía de las infraestructuras, pienso que siempre hay una mediación entre la praxis y las prácticas, concretamente el esquema conceptual por medio de cuyo funcionamiento, forma y materia, ninguno de los dos con existencia independiente, se realizan como estructuras, vale decir como entidades que son a la vez empíricas e inteligibles”. Pero esto -para acuñar otra frase- era mayormente “gestual”. Este estructuralismo compartió con el culturalismo un corte radical con los términos de la metáfora base/superestructura, como ésta se deriva de las partes más simples de La ideología alemana. Y aunque es “A esta teoría de las superestructuras, apenas tocada por Marx”, a la que Levi-Strauss aspiró a contribuir, su contribución tuvo como característica romper de manera radical con el conjunto de sus términos de referencia, tan final e irrevocablemente como lo hicieron los “culturalistas”. Aquí -y en esta caracterización debemos incluir a Althusser -estructuralistas y culturalista por igual adscribieron al dominio hasta entonces llamado de lo “superestructural” una especificidad y efectividad, una primacía constitutiva, que los llevó más allá de los términos de referencia de “base” y “superestructura”. Levi-Strauss, y también Althusser, fueron antirreduccionistas y antieconomistas desde la matriz misma de su pensamiento, y atacaron críticamente esa causalidad transitiva que, por tanto tiempo, se ha hecho pasar por “marxismo clásico”. Levi-Strauss trabajó sistemáticamente con el término “cultura”. Consideraba a las “ideologías” de mucha menor importancia: meras “racionalizaciones secundarias”. Como Williams y Goldmann, no trabajó en el nivel de las correspondencias entre el contenido de una práctica, sino al nivel de sus formas y sus estructuras. Pero la manera como éstas fueron conceptualizadas difieren sustantivamente del “culturalismo” de Williams o el “estructuralismo genético” de Goldmann. Esta divergencia puede identificarse de tres maneras diferenciadas. En primer lugar, él conceptualiza “cultura” como las categorías y los marcos de referencia del pensamiento y el lenguaje a través de los cuales las diversas sociedades hacían la clasificación de sus condiciones de existencia -sobre todo (pues Levi-Strauss era antropólogo) las relaciones entre el mundo humano y el natural-. En segundo lugar pensó acerca de la manera y la práctica mediante las cuales estas categorías y estos marcos de referencia eran producidos y transformados, sobre todo sobre una analogía con las maneras como el propio lenguaje vehículo principal de “cultura”- operaba. Identificó lo que les era específico a ellos y a su funcionamiento, como la “producción del sentido”: eran, antes que nada, prácticas significadoras. Y, en tercer lugar, luego de algunos tempranos flirteos con las categorías sociales de pensamiento de Durkheim y Mauss, en buena medida descartó el asunto de la relación entre las prácticas significadoras y no significadoras -entre “cultura” y “no cultura”, para usar otros términos- para mejor concentrarse en las relaciones internas por medio de las cuales eran producidas las categorías de significado. Esto dejaba bastante en el aire la cuestión de la determinación, de la totalidad. La lógica causal de la determinación fue abandonada a favor de una causalidad estructuralista -una lógica del ordenamiento de relaciones internas, de articulación de partes dentro de una estructura-. Cada uno de estos aspectos también está positivamente presente en la obra de Althusser y en la de los estructuralistas marxistas, aun cuando los términos de referencia han sido reimplantados en la “inmensa revolución teórica” de Marx. En una de las formulaciones seminales de Althusser acerca de la ideología -definida como los temas, conceptos y representaciones a través de los cuales hombres y mujeres “viven”, en una relación imaginaria, las relaciones con sus reales condiciones de existencia- podemos discernir el esqueleto de los “esquemas conceptuales entre las praxis y las prácticas” de LeviStrauss. Aquí las “ideologías” no están siendo conceptualizadas como los contenidos y
las formas superficiales de las ideas, sino como las categorías inconscientes a través de las cuales las condiciones son representadas y vividas. Ya hemos comentado la activa presencia del paradigma lingüístico en el pensamiento de Althusser, es decir, del segundo elemento identificado más arriba. Y si bien en el concepto de “sobredeterminación” -una de sus contribuciones seminales y más fructíferas- Althusser volvió a los problemas de las relaciones entre prácticas y la cuestión de la determinación (proponiendo, incidentalmente, una intensamente novedosa y altamente sugerente reformulación, que a partir de allí ha recibido demasiado poca atención), sí tendió a reforzar la “autonomía relativa” de las diferentes prácticas, así como sus especificidades, condiciones y efectos internos a expensas de una concepción “expresiva” de la totalidad, con sus típicas homologías y correspondencias. Aparte de la total diferenciación de los universos intelectuales y conceptuales en que estos paradigmas alternativos se desarrollaron, hubo ciertos puntos donde, a pesar de sus aparentes traslados, culturalismo y estructuralismo estuvieron tajantemente contrapuestos. Podemos identificar esta contraposición en uno de sus puntos más marcados, precisamente en torno al concepto de “experiencia” y en el papel que el término jugó en cada perspectiva. Mientras que en el “culturalismo” la experiencia fue el terreno -el ámbito de “lo vivido”- donde se intersectan conciencia y condiciones, el estructuralismo insistió en que la “experiencia” no podía ser, por definición, el terreno de nada, ya que uno sólo puede “vivir” y experimentar las propias condiciones en y a través de las categorías, las clasificaciones y los marcos de referencia de la cultura. Estas categorías, empero, no se daban a partir de o en la experiencia: más bien la experiencia era su “efecto”. Los culturalistas habían definido las formas de la conciencia y de la cultura como colectivas. Pero se habían quedado muy de este lado de la propuesta radical de que, en la cultura como en el lenguaje, el sujeto era “hablado por” las categorías de cultura en que él/ella pensaban, y no de que el sujeto “las hablaba”. Sin embargo, estas categorías no eran meramente producciones individuales antes que colectivas: eran estructuras inconscientes. Es por esto que, a pesar de que Levi-Strauss sólo habló de “Cultura”, su concepto dio la base para una fácil transición, hecha por Althusser, hacia el marco de referencia conceptual de la ideología: “La ideología es de hecho un sistema de “representaciones”, pero en la mayoría de los casos estas “representaciones” no tienen nada que ver con la “conciencia”: (...) es sobre todo como estructuras que ellas se imponen a la gran mayoría de los hombres, y no vía su “conciencia” (...) es dentro de esta inconsciencia ideológica que los hombres logran alterar la relación “vivida” entre ellos y el mundo y adquirir esa nueva forma de inconsciencia específica llamada “conciencia” (Pour Marx, p. 233). Fue así como la “experiencia” fue concebida, no como una fuente de autentificación, sino como un efecto: no como un reflejo de lo real sino como una “relación imaginaria”. Tomó un breve paso -el que separa Pour Marx de “Los aparatos ideológicos de Estado”trasladarse al desarrollo de una explicación de cómo esta “relación imaginaria” servía, no sólo al dominio de una clase gobernante sobre una dominada, sino también (a través de la reproducción de las relaciones de producción, y de la constitución de la fuerza de trabajo en una forma idónea para la explotación capitalista) a la reproducción ampliada del modo de producción mismo. Muchas de las otras líneas de divergencias entre los dos paradigmas brotan de este punto: la concepción de los “hombres” como portadores de las estructuras que los hablan y ubican, antes que como agentes activos en la producción de su propia historia: el énfasis en una “lógica” estructural antes que una histórica; la preocupación por la constitución -en “teoría”- de un discurso científico, no ideológico; y de allí que quedara garantizada la preeminencia del trabajo conceptual y
de la Teoría; el rediseño de la historia como una marcha de las estructuras (véase diversos lugares de The Poverty of Theory: la “máquina” estructuralista...). No hay lugar suficiente para rastrear para rastrear las muchas ramificaciones que han seguido de los desarrollos de uno u otro de estos dos “Paradigmas maestros” en los Estudios Culturales. Aunque de ninguna manera dan cuenta de todas, y ni siquiera de casi todas, las numerosas estrategias adoptadas, es justo decir que entre ellas han definido las principales líneas de desarrollo en el campo. Estos seminales debates se han polarizados en torno de sus temáticas; algunos de los mejores trabajos concretos han surgido de los esfuerzos por poner uno u otro de estos paradigmas a la obra sobre problemas y materiales específicos. Resulta característico -por ser lo que es el clima /self righteous / del trabajo intelectual crítico en Inglaterra, y por ser tan marcada su dependencia- que los argumentos y las discusiones se hayan sobre-polarizado hacia sus extremos. En tales extremidades, a menudo aparecen sólo como imágenes especulares o inversiones de la posición rival. Así, las amplias tipologías con que hemos venido trabajando -en aras de una explicación fluida- se han vuelto cárceles del pensamiento. Sin pretender que pueda darse una sencilla síntesis entre los dos, puede sin embargo resultar de utilidad decir a estas alturas que ni el “culturalismo” ni el “estructuralismo” son, en su presente forma de existencia, adecuados para la tarea de construir el estudio de la cultura como un terreno conceptualmente clarificado o teóricamente informado. Pero algo fundamental emerge de una gruesa comparación de sus respectivas fuerzas y limitaciones. La gran fuerza de los estructuralismos reside en su énfasis de las “condiciones determinadas”. Nos recuerdan que, a menos que en cualquier análisis particular pueda realmente sostenerse la dialéctica entre ambas mitades de la proposición “los hombres hacen la historia (...) sobre la base de condiciones que ellos no han contribuido a realizar”, el resultado inevitable será un humanismo ingenuo, con su necesaria consecuencia: una práctica política voluntarista y populista. El hecho de que “los hombres” pueden volverse conscientes de sus condiciones, organizarse para luchar contra ellas y de hecho transformarlas -sin lo cual no es posible concebir siquiera la política activa, no hablemos ya de practicarla- no debe avasallar la conciencia de que, en las relaciones capitalista, hombres y mujeres son colocados y ubicados en relaciones que los constituyen en agentes. “Pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad” es un punto de partida preferible a una simple afirmación heroica. El estructuralismo nos permite empezar a pensar -como insistía Marx- en las relaciones de una estructura sobre la base de otra cosa que su reducción a relaciones entre “gente”. Ese fue el privilegiado nivel de abstracción de Marx: el que le permitió romper con el punto de partida obvio, pero incorrecto, de la “economía política” -individuos desnudos. Mas esto se liga a una segunda fuerza: el reconocimiento por parte del estructuralismo no sólo de la necesidad de la abstracción como el instrumento intelectual mediante el cual son apropiadas las “relaciones reales”, sino además de la presencia en la obra de Marx de un movimiento continuo y complejo entre diferentes niveles de abstracción. De hecho, como alega el “culturalismo”, en la realidad histórica las prácticas no aparecen nítidamente diferenciales en sus respectivas instancias. Mas para pensar o analizar la complejidad de lo real, se precisa el acto de la práctica del pensamiento; y éste precisa del empleo del poder de abstracción y análisis, la formación de conceptos con que calar en la complejidad de lo real, precisamente para poder revelar y traer a luz
relaciones y estructuras que no pueden ser visibles al ingenuo ojo pelado, y que no pueden presentarse ni autentificarse: “En el análisis de las formas económicas no resultan de ayuda ni los microscopios ni los reactivos químicos. El poder de la abstracción debe reemplazarlos a ambos”. Sin duda el estructuralismo a menudo ha llevado esta proposición a extremos. Como el pensamiento es imposible sin “el poder de la abstracción”, esto ha sino confundido con una primacía absoluta para el nivel de la formación de conceptos, y esto sólo en el más alto abstracto nivel de la abstracción: entonces la Teoría con “T” mayúscula se convierte en juez y jurado. Lo cual equivale a perder aquella comprensión ganada a través de la práctica del propio Marx. Pues es claro, por ejemplo, en El Capital, que el método -que, por supuesto, ocurre “en el pensamiento” (como preguntó Marx en su Introducción de 1857, ¿en qué otro lugar?)no descansa sobre el mero ejercicio de la abstracción, sino sobre el movimiento y las relaciones que la argumentación está constantemente estableciendo entre diferentes niveles de abstracción: en cada caso las premisas en juego deben ser diferenciadas de aquellas que -en nombre de la argumentación- deben mantenerse constantes. El desplazamiento a otro nivel de magnificación (para desarrollar la metáfora del microscopio) exige la especificación de nuevas condiciones de existencia no proporcionadas por un nivel previo de mayor abstracción: de este modo las sucesivas abstracciones de diferentes magnitudes, el desplazamiento hacia la constitución, la reproducción de lo “concreto en el pensamiento” como efecto de un cierto tipo de pensamiento. Este método no está adecuadamente representado ni en el absolutismo de la Práctica Teórica, en el estructuralismo, ni en la posición anti-abstractiva del tipo “Pobreza de la Teoría”, donde, como reacción, el culturalismo parece haber recalado. Sin embargo, resulta intrínsecamente teorético y tiene que serlo. Aquí la insistencia estructuralista de que el pensamiento no refleja la realidad o la apropia, es un necesario punto de partida. Una adecuada elaboración (working trough) de las consecuencias de este argumento podría empezar a producir un método que nos aparte de las permanentes oscilaciones entre abstracción/anti-abstracción y las falsas dicotomías de Teoricismo versus Empiricismo que han marcado y desfigurado el encuentro culturalismo/estructuralismo a la fecha. El estructuralismo tiene una fuerza adicional, en su concepción del “todo”. Este es un sentido en el cual, a pesar de que el culturalismo constantemente insiste en la particularidad radical de sus prácticas, su modo de conceptualizar la “totalidad” tiene algo de compleja simplicidad de una totalidad expresiva detrás. Su complejidad está constituida por la fluidez con que las prácticas entran y salen una de otra: pero esta complejidad es reductible, conceptualmente, a la “simplicidad” de la praxis -la actividad humana en cuanto tal- donde aparecen las mismas contradicciones, homológicamente reflejadas en cada una de ellas. El estructuralismo va demasiado lejos en la erección de la máquina de una “Estructura”, con sus proclividades autogeneradoras (una “eternidad Spinoziana”, cuya función es sólo la suma de sus efectos: una desviación verdaderamente estructuralista), equipada con sus instancias características. Sin embargo, representa un avance respecto del culturalismo en la concepción que tiene de la necesaria complejidad de la unidad de una estructura (siendo la sobre-determinación una manera más exitosa de pensar esta complejidad que la invariancia combinatoria de la causalidad estructuralista). Más aun, tiene la capacidad conceptual de pensar en una unidad construida mediante las diferencias entre, más que las homologías de, las prácticas. También aquí ha ganado una compresión crítica (insight) acerca del método de Marx: uno piensa en los complejos pasajes de la Introducción de 1857 a los Grundrisse en que Marx demuestra cómo es posible pensar en la “unidad” de una
formación social como construida, no a partir de la identidad sino de la diferencia. Claro que el énfasis en la diferencia puede haber -y de hecho ha- conducido a los estructuralismos a una fundamental heterogeneidad conceptual, en que son perdidos todo sentido de estructura y de sociedad. Foucault y otros post-althusserianos han tomado este sinuoso sendero hacia la absoluta, y no relativa, autonomía de las prácticas, vía su necesaria heterogeneidad y “necesaria no-correspondencia”. Pero el énfasis en la unidad-en-la-diferencia, en la unidad compleja -el concreto de Marx que era la “unidad de muchas determinaciones”- puede ser elaborado hacia otra, y a la postre más fructífera, dirección: hacia la problemática de la autonomía relativa y la sobredeterminación, y el estudio de la articulación. Una vez más la articulación contiene el peligro de un intenso formalismo. Pero también tiene la considerable ventaja de permitirnos pensar sobre cómo las prácticas específicas (articuladas en torno a contradicciones que no surgen de la misma manera, en el mismo punto, en el mismo momento) pueden, sin embargo, ser pensadas juntas. Es así que el paradigma estructuralista puede -si se lo desarrolla adecuadamente- permitirnos empezar a realmente conceptualizar la especificidad de las diversas prácticas (analíticamente distinguidas, abstraídas unas de otras), sin perder terreno en la captación del conjunto que ellas constituyen. El culturalismo constantemente afirma la especificidad de diversas prácticas, la “cultura” no debe ser absorbida por lo “económico” pero carece de una manera adecuada de establecer esto teoréticamente. La tercera fuerza que muestra el estructuralismo reside en haber descentrado la “experiencia” y en su seminal trabajo de elaboración de la descuidada categoría de “ideología”. Es difícil concebir un pensamiento en los Estudios Culturales con un paradigma marxista inocente de la categoría “ideología”. Claro que el culturalismo hace constante referencia a este concepto: pero de hecho éste no se encuentra en el centro de su universo conceptual. El poder de autentificación y la referencia a la “experiencia” erigen una barrera entre el culturalismo y una concepción adecuada de “ideología”. Y a la vez sin ella la efectividad de la “cultura” en la reproducción de un determinado modo de producción no puede ser aprehendida. Cierto que en las más recientes conceptualizaciones estructuralistas de “ideología” tienen una marcada tendencia a darle una lectura funcionalista -como el necesario cemento de la formación social-. Desde esta posición es obviamente imposible -como correctamente argumentaría el culturalismo- concebir ideologías que no sean, por definición, “dominantes”: o el propio concepto de lucha (la aparición de este último en el famoso artículo de AIE de Althusser resulta -para acuñar otra frase- más que nada “gestural”). Sin embargo, existen trabajos en curso que sugieren maneras en que el terreno de la ideología puede ser adecuadamente conceptualizado como un área de confrontación (a través del trabajo de Gramsci, y más recientemente Laclau), y éstos tienen rasgos estructuralistas más que culturalistas. Las fuerzas del culturalismo casi puede ser derivadas a partir de las debilidades de la posición estructuralista que ya hemos anotado, de sus ausencias y silencios estratégicos. Ha insistido, correctamente, en el momento afirmativo del desarrollo de la lucha y la organización conscientes como un elemento necesario en el análisis de la historia, la ideología y la conciencia: esto en contra de su persistente minimización en el paradigma estructuralista. Aquí, una vez más, es sobre todo Gramsci quien nos ha provisto de un juego más refinado de términos para la vinculación de la categorías principalmente “inconscientes” y dadas del “sentido común” cultural con la formación de ideologías más activas y orgánicas, que tienen la capacidad de intervenir en el terreno del sentido común y las tradiciones populares y, mediante tales intervenciones, organizar masas de
hombres y mujeres. En este sentido el culturalista restaura propiamente la dialéctica entre el carácter inconsciente de las categorías culturales y el momento de la organización consciente: aun si, en su característico movimiento, ha tendido a enfrentar el excesivo énfasis estructuralista en las “condiciones” con otro, demasiado inclusivo, en la “conciencia”. En consecuencia no sólo recobra -como momento necesario de cualquier análisis- el proceso mediante el cual clases-en-sí, definidas principalmente como la manera en que las relaciones económicas ubican a los “hombres” como agentes, devienen fuerzas históricas y políticas activas -para sí: esto contra su propio buen sentido anti-teorético- requiere que, como adecuadamente desarrollado, cada momento sea comprendido en términos del nivel de abstracción en que el análisis está operando. Una vez más, Gramsci ha empezado el señalamiento de un camino de salida de esta falsa polarización, en su discusión sobre “el paso entre la estructura y la esfera de las superestructuras complejas”, y sus distintos momentos y formas. En esta argumentación nos hemos concentrado sobre todo en una caracterización de lo que nos parece los dos paradigmas seminales que operan en los Estudios Culturales. Por supuesto que de ningún modo son los únicos activos. Los nuevos desarrollos y líneas de pensamiento de ningún modo están adecuadamente cubiertos con una simple referencia a ellos. Sin embargo, estos paradigmas pueden, en cierto sentido, ser desplegados para medir lo que nos parecen las debilidades o inadecuaciones radicales de aquellos que se nos ofrecen como puntos de convergencia alternativos. Aquí identificaremos brevemente tres. El primero es aquel que parte de Levi-Strauss, la semiótica temprana, los términos del paradigma lingüístico, y el énfasis en las “prácticas significativas”, desplazándose a través de los conceptos psicoanalíticos y Lacan hacia un cambio de centro radical de virtualmente todo el terreno de los Estudios Culturales, en torno a los términos “discurso” y “el sujeto”. Una manera de comprender esta línea de pensamiento es verla como un intento de llenar ese vacío del temprano estructuralismo (de la variedad marxista y no-marxista) donde, en anteriores discursos, se hubiera esperado la aparición de “el sujeto” y la subjetividad, pero ésta no ocurrió. Este es, precisamente, uno de los puntos claves sobre los que el culturalismo hace valer sus críticas al “proceso sin sujeto” del estructuralismo. La diferencia es que, mientras el culturalismo rectifica el hiper-estructuralismo de anteriores modelos restaurando el sujeto unificado (colectivo o individual) de la conciencia en el centro de “la Estructura”, la teoría del discurso, vía los conceptos freudianos del inconsciente y los conceptos lacanianos acerca de cómo los sujetos son constituidos en lenguaje (a través del ingreso a los Simbólico y a la Ley de la Cultura), restaura al sujeto descentrado, al sujeto contradictorio, como un juego de posiciones en el lenguaje y el conocimiento, desde las cuales la cultura puede aparecer como siendo enunciada. Esta aproximación claramente identifica una brecha, no sólo en el estructuralismo, sino en el propio marxismo. El problema es que la manera en que este “sujeto” de la cultura es conceptualizado es de tipo trans-histórico y “universal”: se dirige al sujeto-en-general, no a sujetos sociales históricamente determinados, o lenguajes particulares socialmente determinados. En consecuencia ha sido incapaz, hasta ahora, de desplazar sus proposiciones genéricas al nivel del análisis histórico concreto. La segunda dificultad es que los procesos de contradicción y lucha -que el estructuralismo temprano ubica totalmente en el nivel de “la estructura”- se encuentran ahora, por una de esas persistentes inversiones especulares, alojados exclusivamente en el nivel de los procesos inconscientes del sujeto. Podría ser, como a menudo alega el estructuralismo, que lo “subjetivo” sea un momento necesario de cualquier análisis así.
Pero esta proposición difiere mucho del desmantelamiento de la totalidad de los procesos sociales de los modos particulares de producción y de las formaciones sociales, para luego reconstruirlos exclusivamente en el nivel de los procesos psicoanalíticos inconscientes. A pesar de que se ha realizado trabajo importante, tanto utilizando este paradigma como definiéndolo y desarrollándolo, sus pretensiones de haber reemplazado todos los términos de los anteriores paradigmas con un juego de conceptos más adecuados parece excesivamente ambicioso, por decir lo menos. Su pretensión de haber integrado al marxismo a un materialismo más adecuado es, en buena medida, una pretensión semántica más que conceptual. Un segundo desarrollo es el intento de volver a una “economía política” de la cultura, de tipo más clásico. Esta posición argumenta que la concentración en los aspectos culturales e ideológicos ha sido exagerada. Quisiera restaurar los viejos términos de “base/superestructura”, encontrando, en la determinación en última instancia de lo cultural-ideológico por parte de lo económico, aquella jerarquía de determinación que ambas alternativas parecen no tener. Esta posición insiste en que los procesos y estructuras económicos de la producción cultural son más significativos que su aspecto cultural-ideológico: que éste está bien captado a través de la terminología más clásica de la ganancia, la explotación, la plusvalía y el análisis de la cultura como mercancía. Conserva una noción de la ideología como “falsa conciencia”. Sin duda el argumento de que tanto el estructuralismo como el culturalismo, en sus diferentes formas, han descuidado el análisis económico de la producción cultural e ideológica, tiene cierta fuerza. Pero con el retorno de este ámbito más “clásico”, vuelven también muchos de los problemas que lo asediaron originalmente. Una vez más la especificidad del efecto de la dimensión cultural e ideológica tiende a desaparecer. Se tiende a concebir el plano económico no sólo como “necesario”, sino como “suficiente” en cuanto explicación de los efectos culturales e ideológicos. Del mismo modo el centrarse en el análisis de la forma mercancía borra todas las dirferenciaciones cuidadosamente establecidas entre distintas prácticas, dado que son los aspectos más genéricos de la forma mercancía los que atraen la atención. Sus deducciones se encuentran, en consecuencia, mayormente confinadas a un nivel epocal de abstracción: las generalizaciones acerca de la forma mercancía se sostienen a través de la época capitalista como conjunto. Pero en términos de análisis concreto y coyuntural es muy poco lo que puede derivarse de esta abstracción de tipo “lógica del capital” de alto nivel. Y todo esto también tiende a su propia vena de funcionalismo, un funcionalismo de la “lógica” en lugar de la “estructura” de la historia. También esta aproximación tiene intuiciones que vale la pena recorrer. Pero sacrifica demasiadas cosas que han sido dolorosamente ganadas, sin entregar en compensación algún avance en términos de capacidad explicativa. La tercera posición está estrechamente vinculada a la pericia estructuralista, pero ahondando un camino de “diferencia” hasta pasar a una radical heterogeneidad. El trabajo de Foucault, que en la actualidad está disfrutando de uno de esos períodos acríticos del discipulazgo mediante el cual los intelectuales británicos reproducen hoy su dependencia de las ideas francesas de ayer, ha tenido un efecto sumamente positivo: sobre todo porque al suspender los casi insolubles problemas de la determinación de Foucault ha posibilitado un bienvenido retorno al análisis concreto de formaciones ideológicas y discursivas particulares, y de los espacios de su elaboración. Entre Foucault y Gramsci dan cuenta de buena parte del trabajo más productivo sobre análisis
concreto emprendido hoy en este campo: de este modo reforzando y -paradójicamentesosteniendo el sentido de la instancia histórica concreta que siempre ha sido una de las principales fuerzas del culturalismo. Pero aquí de nuevo el ejemplo de Foucault es positivo siempre y cuando uno no se trague entera su posición epistemológica general. Pues lo cierto es que Foucault tan decididamente suspende el juicio, y adopta un escepticismo tan meticuloso acerca de cualquier determinación o relaciones entre las prácticas, que no sean aquellas vastamente contingentes, que tenemos derecho a verlo no como un agnóstico en estos asuntos, sino como profundamente comprometido con la necesaria no-correspondencia de todas las prácticas entre sí. Desde semejante posición no pueden ser adecuadamente pensados ni una formación social ni el Estado. Y en efecto Foucault constantemente cae en la zanja que él mismo se ha cavado. Pues cuando -contra sus bien defendidas posiciones epistemológicas- se topa con ciertas “correspondencias” (por ejemplo, el simple hecho de que todos los principales momentos de transición que él ha trazado en cada uno de sus estudios -sobre la prisión, la sexualidad, la medicina, el manicomio, el lenguaje y la economía política- parecen converger exactamente en torno a ese punto en que el capitalismo industrial y la burguesía realizan su histórica cita), entonces cae en un vulgar reduccionismo, que realmente niega las sofisticadas posiciones que él mismo ha adelantado en otras partes de su obra. (1) He dicho lo suficiente como para indicar que, en mi opinión, la línea de los Estudios Culturales que han intentado pensar hacia adelante a partir de los mejores elementos de los esfuerzos culturalistas y estructuralistas, por la vía de algunos conceptos elaborados en el trabajo de Gramsci, es la que más se aproxima a cumplir con los requisitos de este campo de estudio. Y la razón de esto debería ser a estas alturas obvia. Aunque ni el culturalismo ni el estructuralismo bastan como paradigmas autosuficientes de estudio, gozan de una centralidad en el terreno de la que carecen los otros contenedores, y esto debido a que entre ellos (en sus divergencias así como en sus convergencias) se dirigen hacia lo que debe ser el problema medular de los Estudios Culturales. Constantemente nos devuelven a ese ámbito marcado por esos fuertemente emparejados mas no mutuamente exclusivos conceptos de cultura/ideología. En su conjunto plantean los problemas que se derivan de intentar pensar a la vez la especificidad de diferentes prácticas y las formas de la unidad articulada que ellas constituyen. Plantean una constante, si bien fallida, vuelta a la metáfora de base/superestructura. Tienen razón al insistir en que esta cuestión -que resume toda la problemática, lo determinante no reductivo- es el corazón del problema: y que la solución de este problema permitirá a los Estudios Culturales superar sus incesantes oscilaciones entre idealismo y reduccionismo. Confrontan -no importa si de maneras radicalmente opuestas- la dialéctica entre las condiciones y la conciencia. En otro plano, plantean el asunto de la relación entre la lógica del pensamiento y la “lógica” de los procesos históricos. Siguen manteniendo la promesa de una teoría de la cultura cabalmente materialista. En sus sostenidos y mutuamente reforzadores antagonismos, no adelantan promesa alguna de una síntesis sencilla. Pero entre ambos, definen dónde, si en lugar alguno está el ámbito, y cuáles son sus límites, dentro del cual semejante síntesis podrá ser constituida. En Estudios Culturales, los “nombres del juego” les pertenecen. (Traducción de Mirko Lauer) NOTAS
* Publicado originalmente como “Cultural Studies: two paradigms”, en Media, Culture and Society, 2, London, 1980, pp. 57-72. Traducción al castellano en: Hueso húmero, nº 19. Lima, 1984. (1) Es perfectamente capaz de meter por la puerta falsa las clases que acusa de expulsar por la ventana.
Se agradece la donación de la presente obra a la Cátedra de Informática y Relaciones Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos Aires, Argentina.
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19. El espectáculo del “Otro”
¿
Introducción
Cómo representamos gente y lugares que son significativamente diferentes de nosotros? ¿Por qué la “diferencia” es un tema tan apremiante, un área tan discutida de la representación? ¿Cuál es la fascinación secreta de la “otredad” y por qué la representación popular es atraída hacia ella? ¿Cuáles son las formas típicas y las prácticas de representación que se utilizan para representar la “diferencia” en la cultura popular actual y de dónde vinieron estas formas y estereotipos populares? Estas son algunas de las preguntas acerca de la representación que nos proponemos plantear en este capítulo. Pondremos especial atención en las prácticas de representación que llamamos “estereotipantes”. Al final, esperamos que se entienda mejor cómo lo que llamamos “el espectáculo del ‘Otro’” funciona /…/1 ¿Por qué importa la “diferencia”? /…/ Cuestiones de “diferencia” han llegado a la superficie en estudios culturales en décadas recientes y se les ha enfocado de distintas maneras por parte de diferentes disciplinas. En este aparte consideraremos brevemente cuatro de tales explicaciones teóricas /…/ La primera explicación viene de la lingüística —de la especie de enfoque asociado con Saussure y el uso del lenguaje como modelo de cómo funciona la cultura—. El principal argumento propuesto aquí es que la “diferencia” importa porque es esencial para el significado; sin ella, el significado no podría existir. Saussure argumentó que sabemos lo que significa negro no porque haya alguna esencia de “negritud” sino porque podemos contrastarla con su opuesto —blanco—. El significado, afirma Saussure, es relacional. Es la diferencia entre blanco y negro lo que significa, lo que carga significado /…/ Este principio se mantiene para conceptos más amplios también. Sabemos lo que es ser “británico” no solo como resultado de ciertas características nacionales sino también porque podemos marcar su “diferencia” de los “otros”: lo “británico” es no-francés, no-estadounidense, no-alemán, no-pakistaní, no-jamaiquino /…/ Así que el significado depende de la diferencia entre opuestos /…/ Aunque las oposiciones binarias —blanco/negro, día/noche, masculino/femenino, británico/extranjero— tienen el gran valor de capturar la diversidad del mundo dentro de sus extremos de este/aquel, también son una manera cruda 1
Los tres puntos suspensivos entre barras indican los lugares en los que hemos hecho cortes en el texto original (Nota de los editores).
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Stuart Hall
y reduccioncita de establecer significado. Por ejemplo en la foto llamada a blanco y negro, realmente no hay “negro” o “blanco”, sino solo variaciones de sombras de gris. El “negro” sombrea imperceptiblemente hacia “blanco”, así como los hombres tiene lados tanto “masculinos” como “femeninos” en su naturaleza /…/ Así, mientras que parece que no podemos desprendernos de ellas, las oposiciones binarias también están abiertas a la acusación de ser reduccionistas y bastante simplificadas, tragándose todas las distinciones en su estructura más bien rígida de dos partes. Más aún, como el filósofo Jacques Derrida (1972) ha argumentado, hay muy pocas oposiciones binarias neutrales. Un polo es usualmente el dominante, el que incluye al otro dentro de su campo de operaciones. Siempre existe una relación de poder entre los polos de una oposición binaria. Debemos realmente escribir, blanco/negro, hombres/ mujeres, masculino/femenino, clase alta/clase baja, británico/extranjero para capturar esta dimensión de poder en el discurso. La segunda explicación también viene de las teorías del lenguaje, pero de una escuela algo diferente a la que representa Saussure. El argumento aquí es que necesitamos la “diferencia” porque sólo podemos construir significado a través del dialogo con el “Otro”. El gran lingüista y crítico ruso, Mijail Bajtín, quien no se llevaba bien con el régimen estalinista en los años cuarenta, estudió el lenguaje no (como lo hicieron los saussureanos) como un sistema objetivo, sino en términos de cómo se sostiene el significado en el diálogo entre dos o más interlocutores. El significado, Bajtín argumentaba, no pertenece a ningún interlocutor. Se origina en un dar y recibir entre varios interlocutores. La palabra en el lenguaje pertenece a otro por mitades. Se convierte en propiedad de uno sólo cuando [...] el interlocutor se apropia la palabra, adaptándola a su propia intención expresiva semántica. Antes de esto [...] la palabra no existe en un lenguaje impersonal o neutro [...] más bien, existe en las bocas de otras personas, sirviendo las intenciones de otras personas: es a partir de allí que uno debe tomar la palabra y apropiársela (Bajtín [1935] 1981: 293-294). Bajtín y su colaborador Volóshinov creían que esto nos permite entrar en una lucha sobre el significado, rompiendo un conjunto de asociaciones y dando a las palabras una nueva inflexión. El significado, argumentó Bajtín, se establece a través del dialogo, es fundamentalmente dialógico. Todo lo que decimos y queremos decir se modifica por la interacción y el interjuego con otra persona. El significado se origina a través de la “diferencia” entre los participantes en cualquier diálogo. En síntesis, el “Otro” es esencial para el significado. Este es el lado positivo de la teoría de Bajtín. El lado negativo es, naturalmente, que por consiguiente, el significado no puede fijarse y que un grupo
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nunca puede estar completamente a cargo del significado. Lo que quiere decir ser “británico”, “ruso” o “jamaiquino” no puede controlarse en su totalidad por los británicos, rusos o jamaiquinos sino que siempre se encuentra en negociación, en el diálogo entre estas culturas nacionales y sus “otros”. Así, ha sido argumentado que uno no puede saber lo que se quiere decir con “británico” en el siglo XIX hasta que sepa lo que pensaban los británicos acerca de Jamaica, su colonia preciada en el Caribe o acerca de Irlanda, y de forma más desconcertante, lo que los jamaiquinos o los irlandeses pensaban de ellos (cfr. Hall 1994). La tercera clase de explicación es antropológica /…/ El argumento aquí es que la cultura depende de dar significado a las cosas asignándolas a diferentes posiciones dentro de un sistema de clasificación. La marcación de la “diferencia” es así la base de ese orden simbólico que llamamos cultura. Mary Douglas (1966), siguiendo el trabajo clásico sobre los sistemas simbólicos por el sociólogo francés Emile Durkheim, y los estudios posteriores de la mitología por el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss, argumenta que los grupos sociales imponen significado a su mundo ordenando y organizando las cosas en sistemas clasificatorios. Las oposiciones binarias son cruciales para toda clasificación porque uno debe establecer una diferencia clara entre las cosas para clasificarlas. Enfrentados con diferentes clases de comida, Lévi-Strauss (1970) sostenía que una forma de darles significado es empezar dividiéndolos en dos grupos: aquellos que se comen “crudos” y los que se comen “cocidos”. Naturalmente, uno también puede clasificar la comida en “verduras” y “frutas”; o en aquello que se come como “entradas” y lo que se come como “postres”, o lo que se sirve en la cena y lo que se come en las fiestas sagradas o en la mesa de comunión. Aquí, una vez más, la “diferencia” es fundamental para el significado cultural. Sin embargo, también puede dar origen a sentimientos y prácticas negativas. Mary Douglas sostiene que lo que realmente turba el orden cultural es cuando las cosas se manifiestan en las categorías equivocadas o cuando las cosas no encajan en alguna categoría: una sustancia como el mercurio, por ejemplo, que es un metal pero también es un líquido o un grupo social como los mulatos que no son ni “blancos” ni “negros” sino que flotan ambiguamente en alguna zona híbrida inestable no determinada (Stallybrass y White 1986). Culturas estables requieren que las cosas permanezcan en el lugar asignado. Las fronteras simbólicas mantienen las categorías “puras”, dando a las culturas significado e identidad únicas. Lo que desestabiliza la cultura es “la materia fuera de lugar”: la ruptura de nuestras reglas y códigos no escritos. La tierra en el jardín está bien pero en la habitación es “asunto fuera de lugar”, un signo de contaminación, de fronteras simbólicas que están siendo violadas, de tabúes rotos. Lo que hacemos con “los asuntos fuera de su lugar” es barrerlos y tirarlos, restaurar el orden, restablecer los asuntos a su normalidad. La retirada de muchas culturas hacia el “cerramiento” contra los intrusos, extranjeros y “otros” es parte del mismo proceso de purificación (Kristeva 1982). De acuerdo con este argumento, entonces, las fronteras simbólicas son centrales a toda cultura. Marcar la “diferencia” nos conduce, simbólicamente,
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a cerrar rangos, apoyar la cultura y estigmatizar y a expulsar cualquier cosa que se defina como impura, anormal. Sin embargo, paradójicamente, también hace poderosa la “diferencia” y extrañamente atractiva precisamente porque es prohibida, tabú, amenazante para el orden cultural. Así, “lo que es socialmente periférico es a menudo simbólicamente centrado” (Babcock 1978: 32). La cuarta clase de explicación es psicoanalítica y se relaciona con el papel de la “diferencia” en nuestra vida psíquica. El argumento aquí es que el “Otro” es fundamental a la constitución del sí mismo, a nosotros como sujetos y a la identidad sexual. Según Freud, la consolidación de nuestras definiciones del “yo” y de nuestras identidades sexuales depende de la forma en que fuimos formados como sujetos, especialmente en relación con la etapa de desarrollo temprano que llamó el complejo de Edipo (de acuerdo con el mito griego). Un sentido unificado de uno mismo como sujeto y su identidad sexual — argumentaba Freud— no son fijos en el infante. Sin embargo, de acuerdo con la versión de Freud del mito de Edipo, en cierto punto el niño desarrolla una atracción erótica inconsciente hacia la madre pero encuentra el padre impidiendo su camino a la “satisfacción”. Sin embargo, cuando descubre que las mujeres no tienen un pene, asume que su madre fue castigada con la castración y que él podría ser castigado de la misma manera si insiste en su deseo inconsciente. Con miedo, transfiere su identificación a su viejo “rival”, el padre, tomando de esa forma el comienzo de una identificación con una identidad masculina. La niña identifica de manera opuesta —con el padre— pero ella no puede “ser” él puesto que le hace falta el pene. Ella puede solamente “ganárselo” estando dispuesta, inconscientemente, a gestar el niño de un hombre —tomando de esa forma e identificándose con el papel de madre y “convirtiéndose en femenina”—. Este modelo de como la “diferencia” sexual empieza a asumirse en los niños ha sido fuertemente debatido. Mucha gente ha cuestionado su carácter especulativo. En cambio, ha sido muy influyente, así como extensamente modificada por analistas posteriores. El psicoanalista francés Jacques Lacan (1977), por ejemplo, fue más allá que Freud, argumentando que el niño no tiene sentido de sí mismo como sujeto separado de su madre hasta que se ve a sí mismo en un espejo, o como si estuviera reflejado en la forma en que la madre lo mira. A través de la identificación, desea el objeto del deseo de ella, enfocando de esa manera su libido sobre sí mismo (cfr. Segal 1997). Es esta reflexión que viene de fuera de uno mismo, o lo que Lacan llama la “mirada desde el lugar del otro” durante la etapa del espejo, que permite que un niño se reconozca a sí mismo por primera vez como sujeto unificado, que se relacione con el mundo externo, con el “Otro”, que desarrolle el lenguaje y que tome su identidad sexual (Lacan, en verdad dice, “no reconocerse a sí mismo” puesto que cree que el sujeto nunca puede estar totalmente unificado). Melanie Klein (1957), en cambio, sostiene que el niño pequeño maneja su problema de falta de un yo estable separando su imagen inconsciente y la identificación con la madre entre sus partes “buenas” y “malas”, internalizando algunos aspectos y proyectando otros hacia el mundo externo. El elemento común en todas estas diferentes versiones de Freud es el papel que dan estos distintos teóricos al “Otro” en desarrollo subjetivo. La subjetividad sólo puede surgir y un
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sentido de “sí mismo” puede formarse a través de las relaciones simbólicas e inconscientes que el niño pequeño forja con un “Otro” significativo que está afuera —es decir, diferente— de él mismo. A primera vista, estos planteamientos psicoanalíticos parecen ser positivos en sus implicaciones para la “diferencia”. Nuestras subjetividades, sostienen, dependen de nuestras relaciones inconscientes con los otros significantes. Sin embargo, también hay implicaciones negativas. La perspectiva psicoanalítica asume que no hay tal cosa como un núcleo interior estable dado al “sí mismo” o a la identidad. Psíquicamente, nunca estamos completamente unificados como sujetos. Nuestras subjetividades se forman a través de este diálogo inconsciente, nunca completo, traumatizado con —esta internalización— el “Otro”. Se forma, en relación con algo que nos completa pero que —puesto que vive fuera de nosotros—nos falta, de alguna forma. Lo que es más, dicen ellos: esta división preocupante o hendidura dentro de la subjetividad nunca puede ser curada. Algunos ven esto como una de las principales fuentes de neurosis en los adultos. Otros ven la fuente de los problemas psíquicos en la hendidura entre las partes “buenas” y “malas” de sí mismo —siendo internamente perseguidas por los aspectos “malos” que uno ha tomado hacia sí mismo o alternativamente, proyectando hacia los otros los sentimientos “malos” que uno no puede manejar—. Frantz Fanon ([1952] 1986) que utilizó la teoría psicoanalítica en su explicación del racismo, sostenía que mucho de la estereotipación racial y la violencia surgía del rechazo del blanco hacia el “Otro” para dar su reconocimiento “a partir del lugar del otro” hacia la persona negra (cfr. Bhabha 1986b, Hall 1996). Estos debates acerca de la “diferencia” y el “Otro” se han introducido porque el capítulo se nutre selectivamente de todos ellos en el curso del análisis de la representación racial. No es necesario en esta etapa que prefieran una explicación de “diferencia” a otras o que escojan entre ellas. No son mutuamente exclusivas puesto que se refieren a niveles muy diferentes de análisis: el lingüístico, el social, el cultural y el psíquico, respectivamente. Sin embargo, hay dos puntos generales que notar en esta etapa. Primero, desde muchas direcciones, y dentro de muchas disciplinas, esta cuestión de “diferencia” y “otredad” ha llegado a jugar un papel crecientemente significativo. Segundo, la “diferencia” es ambivalente. Puede ser positiva y negativa. Es necesaria tanto para la producción de significado, la formación de lenguaje y cultura, para identidades sociales y un sentido subjetivo del sí mismo como sujeto sexuado; y al mismo tiempo, es amenazante, un sitio de peligro, de sentimientos negativos, de hendidura, hostilidad y agresión hacia el “Otro”. En los párrafos que siguen, debe tenerse en cuenta este carácter ambivalente de la “diferencia”, su legado dividido. Racialización del “Otro” Manteniendo en reserva por un momento estas “herramientas” teóricas de análisis, permitámonos explorar más algunos ejemplos de los repertorios de representación y prácticas representacionales que han sido utilizadas para
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marcar diferencia racial y significar el “Otro” racializado en la cultura popular de Occidente. ¿Cómo se formó este archivo y cuáles fueron sus figuras y prácticas típicas? Hay tres componentes principales en el encuentro de “Occidente” con la gente negra, dando origen a una avalancha de representaciones populares basadas en la marcación de diferencia racial. El primero empezó con el contacto en el siglo XVI entre los comerciantes europeos y los reinos de África occidental que fue una fuente de esclavos negros durante tres siglos. Sus efectos iban a ser encontrados en la esclavitud y en las sociedades post-esclavistas del Nuevo Mundo. El segundo fue la colonización europea de África y la “rapiña” entre las potencias europeas por el control del territorio colonial, los mercados y las materias primas en el período de “alto imperialismo”. El tercero fue la migración, después de la segunda guerra mundial, a partir del “Tercer Mundo” hacia Europa y Norte América. Las ideas occidentales acerca de “raza” y las imágenes de diferencia racial fueron profundamente formadas por aquellos tres fatídicos encuentros. Racismo mercantil: imperio y el mundo doméstico Empezamos con cómo las imágenes de la diferencia racial extraídas del encuentro imperial inundaron la cultura popular británica al final del siglo XIX. En la Edad Media, la imagen europea de África era ambigua: un lugar misterioso, pero a menudo visto positivamente; después de todo, la Iglesia Cóptica era una de las más antiguas comunidades cristianas en el “extranjero”; los santos negros aparecían en la iconografía cristiana medieval; y el legendario “Prester John” de Etiopía tenía la reputación de ser uno de los más leales seguidores de la cristiandad. Gradualmente, sin embargo, esta imagen cambió. Los africanos fueron declarados descendientes de Ham, condenados en la Biblia a ser por la eternidad sirvientes de sirvientes entre sus hermanos. Identificados con la naturaleza, simbolizaban “lo primitivo” en contraste con el “mundo civilizado”. El Siglo de las Luces, que clasificada las sociedades a lo largo de una escala evolutiva partiendo de la “barbarie” hasta la “civilización”, pensaba que África era el padre de todo lo que es monstruoso en la naturaleza (Edward Long 1774, citado en McClintock 1995: 22). Curbier calificó al negro como una “tribu de monos”. El filosofo Hegel declaró que África no era “parte histórica del mundo […] no tiene movimiento o desarrollo que exhibir”. Al final del siglo XIX, cuando la exploración europea y la colonización del interior africano empezó en serio, se consideraba a África como “varada e históricamente abandonada [...] una tierra de fetichismo, poblada por caníbales, demonios y brujos […]” (McClintock 1995: 41). La exploración y colonización de África produjo una explosión de representaciones populares (Mackenzie 1986). Nuestro ejemplo aquí es la propagación de imágenes y temas imperiales en Inglaterra a través de la publicidad de mercancías en las décadas que cerraban el siglo XIX. El progreso del gran explorador-aventurero blanco y los encuentros con la exótica África negra fueron registrados y descritos en mapas y dibujos, grabados y (especialmente) la nueva fotografía, en diarios, ilustraciones y narrativas, periódicos, escritos sobre viajes, tratados, informes oficiales, y novelas de aventuras. La publicidad
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fue un medio por el que se dio forma visual al proyecto imperial en un medio popular, forjando el enlace entre el Imperio y la imaginación doméstica. Anne McClintock dice que, a través de la racialización de la publicidad (racismo de mercancía), “el hogar de clase media victoriana se convirtió en un espacio para la muestra del espectáculo imperial y la reinvención de la raza mientras que las colonias —en particular África—se convertía en un teatro para exhibir el culto Victoriano de la domesticidad y la reinvención del género” (1995: 34). La publicidad para los objetos, chucherías, con los que las clases medias victorianas llenaban sus hogares suministraba una “manera imaginaria de relacionarse con el mundo real de producción de mercancías y, después de 1890, con la aparición de la prensa popular, desde el Illustrated London News hasta el Harmsworth Daily Mail, la imaginería de la producción en masa entró al mundo de las clases trabajadoras por vía del espectáculo de la publicidad” (Richards 1990). Richards lo llama “espectáculo” porque la publicidad tradujo las cosas en un despliegue de una fantasía visual de signos y símbolos. La producción de mercancías se conectó con Europa —la búsqueda de mercados y de materias primas en el extranjero suplantando otros motivos para la expansión imperial—. Este tráfico de dos vías forjó conexiones entre el imperialismo y la esfera doméstica, pública y privada. Las mercancías (y las imágenes de la vida doméstica inglesa) fluyeron hacia fuera, hacia las colonias; las materias primas (y las imágenes de “la misión civilizadora” en progreso) fueron traídas a casa. Henry Stanley, el aventurero imperial, que famosamente siguió a Livingstone en África Central en 1871, y fue fundador del infame estado del Congo Libre, trató de anexar Uganda y abrir el interior para la Compañía de África del Este. El creía que la expansión de las mercancías haría inevitable la “civilización” en África y nombró a sus cargadores nativos según las marcas de las mercancías que cargaban: Bryant & May, Remington y así sucesivamente. Sus proezas fueron asociadas con el jabón Pears, y varias marcas de té. La galería de héroes imperiales y sus proezas masculinas en “África Profunda” fueron inmortalizadas en cajas de fósforos, cajas de agujas, dentífrico, cajas de lápices, paquetes de cigarrillos, juegos, música. “Las imágenes de la conquista colonial fueron estampadas en cajas de jabones [...] latas de galletas, botellas de whisky, latas de té y barras de chocolate. Ninguna forma pre-existente de racismo organizado había anteriormente sido capaz de alcanzar una masa tan grande y tan diferenciada de populacho” (McClintock 1995: 209). El jabón simbolizó esta “racialización” del mundo doméstico y la “domesticación” del mundo colonial. En su capacidad para limpiar y purificar, el jabón adquirió, en el mundo de la fantasía de la publicidad imperial, la calidad de objeto-fetiche. Aparentemente tenía el poder de lavar la piel negra y hacerla blanca así como de remover la mugre, el sucio de los tugurios industriales y de sus habitantes —los pobres no lavados— en casa, mientras que mantenía el organismo imperial limpio y puro en las zonas de contacto racialmente contaminadas. En el proceso, sin embargo, la labor doméstica de las mujeres fue silenciosamente obliterada.
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Mientras tanto, en la plantación... Nuestro segundo ejemplo es del período de la esclavitud en la plantación y de las consecuencias de la misma. Se ha argumentado que en Estados Unidos una ideología totalmente formada no apareció entre las clases que explotaban esclavos (y sus seguidores en Europa) hasta que la esclavitud fuera seriamente desafiada por los abolicionistas en el siglo XIX. Frederickson resume el complejo y a veces contradictorio conjunto de creencias sobre la diferencia racial que ocurrió en ese período: Se hizo gran énfasis sobre el caso histórico en contra del hombre negro basado sobre su supuesto fracaso para desarrollar un modo de vida civilizado en África. Como los escritos pro-esclavitud lo describen, África era y siempre había sido, un escenario de salvajismo sin cuartel, de canibalismo, de adoración al diablo y de libertinaje sexual. También se había afianzado una forma temprana de argumento biológico fundamentado en las diferencias, reales o imaginarias, fisiológicas y anatómicas —especialmente en características craneales y ángulos faciales— que supuestamente explicaban la inferioridad física y mental. Finalmente, existía la atracción hacia los temores de larga tradición por parte del blanco de un entrecruzamiento de razas propagada a medida que los teóricos a favor de la esclavitud buscaban profundizar la ansiedad blanca diseminando que la abolición de la esclavitud conduciría al inter-matrimonio y la degeneración de la raza. Aunque estos argumentos habían aparecido con anterioridad en forma embrionaria y fugaz, hay algo asombroso acerca de la rapidez con la que fueron unidos y organizados en un patrón polémico y rígido una vez que los defensores de la esclavitud se encontraron involucrados en una guerra de propaganda contra los abolicionistas (Frederickson 1987: 49). El discurso racializado está estructurado por medio de un conjunto de oposiciones binarias. Existe la poderosa oposición entre “civilización” (blanca) y “salvajismo” (negro). Existe la oposición entre las características biológicas u orgánicas de las razas “blanca” y “negra”, polarizada hacia sus extremos opuestos: cada una significadora de una diferencia absoluta entre “tipos” o especies humanas. Existen las ricas distinciones que se aglomeran alrededor del enlace supuesto, por un lado, entre las “razas” blancas y el desarrollo intelectual —refinamiento, aprendizaje y conocimiento, la creencia en la razón, la presencia de instituciones desarrolladas, el gobierno y la ley formal, y una “restricción civilizada” en su vida cívica, emocional y sexual, todo lo cual está asociado con “Cultura”— y, por otro lado, la conexión entre las “razas” negras y cualquier cosa que sea instinto —la expresión abierta de la emoción y los sentimientos en lugar del intelecto, una ausencia de “refinamiento civilizado” en la vida sexual y social, una dependencia del rito y la costumbre, y la ausencia de instituciones cívicas desarrolladas, todo lo cual está ligado a la “Naturaleza”—. Finalmente, existe la polarización de la oposición entre la “pureza” racial por un lado y la “contaminación” que surge del intermatrimonio, la hibridez racial y la mezcla de razas.
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El negro, se decía, encontraba la felicidad sólo bajo la tutela de un amo blanco. Sus características esenciales estaban fijas para siempre —“eternamente”— en la naturaleza. Lo que evidencia que las insurrecciones de esclavos y la revuelta de esclavos en Haití (1791) habían persuadido a los blancos sobre la inestabilidad del carácter del negro. Cierto grado de civilización, pensaban, se había pegado al esclavo “domesticado” pero muy por dentro de los esclavos permanecía, por naturaleza, el bruto salvaje: y pasionalmente latentes por mucho tiempo, una vez liberado, resultaría en un “frenesí salvaje” de la venganza y la salvaje búsqueda de sangre” (Frederickson 1987: 54). Esta opinión se justificaba con referencia a la así llamada “evidencia” etnológica y científica, la base de una nueva clase de racismo científico. Contrario a la evidencia bíblica, se aseguraba que los blancos y los negros habían sido creados en eras diferentes, según la teoría de la “poligénesis” (muchas creaciones). La teoría racial aplicaba de manera diferente la distinción cultura/naturaleza a los dos grupos racializados. Entre blancos, “cultura” estaba opuesta a “naturaleza”. Entre los negros, se asumía, la “cultura” coincidía con la “naturaleza”. Mientras los blancos desarrollaban “cultura” para dominar la “naturaleza”, para los negros la “cultura y la naturaleza” eran intercambiables. David Green (1984) debatió esta opinión en relación con la antropología y la etnología, las disciplinas que suministraban mucha de la “evidencia científica” para la misma: Aunque no inmune al enfoque de la ‘obligación civilizadora del blanco’, la antropología fue conducida a través del curso del siglo XIX aún más hacia conexiones causales entre raza y cultura. A medida que la posición y estatus de las ‘razas’ inferiores se hacía cada vez más fija, también las diferencias socio-culturales se percibían como dependientes de características hereditarias. Puesto que éstas eran inaccesibles a observaciones directas, se tenía que inferir a partir de rasgos de conducta y físicos. Las diferencias socio-culturales entre las poblaciones humanas se subsumían dentro de la identidad del cuerpo humano individual. En un intento por trazar la línea de determinación entre lo biológico y lo social, el cuerpo se convirtió en el objeto tótem y su propia visibilidad en la articulación evidente de la naturaleza y la cultura (Green 1984: 31-32). El argumento de Green explica por qué el cuerpo racializado y su significado llegó a tener tanta resonancia en la representación popular de la diferencia y la “otredad”. También resalta la conexión entre discurso visual y la producción de conocimiento (racializado). El cuerpo mismo y su diferencia eran visibles a todo el mundo y así proveían la “evidencia incontrovertible” para una naturalización de la diferencia racial. La representación de “diferencia” a través del cuerpo se convirtió en el sitio discursivo a través del cual gran parte de este “conocimiento racializado” se producía y circulaba. “Diferencia” racial significante Las representaciones populares de la “diferencia” durante la esclavitud tendían a agruparse alrededor de dos temas principales. Primero estaba el estatus subordinado y la “pereza innata” de los negros —“naturalmente” nacidos en y equipados para la servidumbre pero al mismo tiempo, tercamente reacios
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a trabajar de forma apropiada a su naturaleza y rentable para sus dueños—. Segundo estaba su “primitivismo” innato, simplicidad y falta de cultura que los hacía genéticamente incapaces de refinamientos “civilizados”. Los blancos se divertían cuando los esclavos intentaban imitar los modales y costumbres de los así llamados blancos “civilizados”.2 Típico de este régimen racializado de representación era la práctica de reducir la cultura de los pueblos negros a naturaleza o a diferencia naturalizada. La lógica detrás de la naturalización es sencilla. Si las diferencias entre blancos y negros eran “culturales”, entonces están abiertas a la modificación y al cambio. Pero si son “naturales” —como creían los dueños de esclavos— entonces están fuera de la historia, son permanentes y fijas. La “naturalización” es por consiguiente, una estrategia representacional diseñada para fijar la “diferencia” y así asegurarla para siempre. Es un intento de detener el “resbalamiento” inevitable del significado, para garantizar el “cerramiento” discursivo o ideológico. En los siglos XVIII y XIX, las representaciones populares de la vida diaria bajo la esclavitud, la propiedad y la servidumbre se muestran tan “naturales” que no necesitan comentarios. Era parte del orden natural de las cosas que los hombres blancos se sentaran y los esclavos estuvieran de pie, que las mujeres blancas montaran a caballo y que los hombres negros corrieran detrás de ellas para protegerlas del sol con una sombrilla, que los supervisores blancos inspeccionaran a las mujeres negras como animales de presa o que castigaran a los esclavos que trataban de escapar con formas de tortura (como herrarlos u orinárseles en la boca) y que los fugitivos se arrodillaran para recibir su castigo. Estas imágenes son una forma de degradación ritualizada. En cambio, algunas representaciones son idealizadas y sentimentalizadas más que degradadas, aunque siguen siendo estereotípicas. Estos son los “nobles salvajes” del tipo anterior para el caso de los “sirvientes humillados”. Por ejemplo las representaciones infinitas del “buen” esclavo cristiano negro, como el Tío Tom en la novela pro-abolicionista de Harriet Beecher-Stowe, la Cabaña del Tío Tom, o la esclava dedicada y siempre fiel, Mammy. Un tercer grupo ocupa un terreno medio ambiguo, tolerado aunque no admirado. Incluye a los “nativos felices” —negros entretenedores, poetas y los que tocan el banyo, que parecían no tener un cerebro en la cabeza y cantaban, bailaban y decían chistes todo el día para entretener a la gente blanca— o los “embusteros” que eran admirados porque se las arreglaban para no trabajar. Para los negros, el “primitivismo” (Cultura) y la “negritud” (Naturaleza) se hicieron intercambiables. Esa era su “verdadera naturaleza” y no podían escaparse de ella. Como ha sucedido con frecuencia en la representación de las mujeres, su biología era su “destino”. No solamente eran los negros representados en términos de sus características esenciales. Eran reducidos a una esencia. La pereza, fidelidad sencilla, “patanería”, embustes, puerilidad pertenecían a los negros como raza, como especie. No había nada más que 2
De hecho, con frecuencia los esclavos deliberadamente parodiaban el comportamiento de sus amos por medio de imitaciones exageradas, riéndose de los blancos a espaldas de los mismos. Esta práctica significante ahora se reconoce como una parte bien establecida de la tradición vernácula negra.
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su servidumbre para el esclavo arrodillado; nada para el Tío Sam excepto su paciencia cristiana; nada para Mammy sino su fidelidad con el hogar blanco —y lo que Fanon llamó su “buena cocina” —. En síntesis, estos son estereotipos. Volveremos más adelante sobre este concepto de estereotipar. Por el momento, notemos que “estereotipar” quiere decir: reducir a unos pocos rasgos esenciales y fijos en la Naturaleza. Estereotipar a los negros en la representación popular era tan común que los caricaturistas, e ilustradores podían reunir una galería completa de “tipos negros” con unos cuantos golpes de pluma. La gente negra era reducida a los significadores de su diferencia física —labios gruesos, cabello rizado, cara y nariz ancha, y así sucesivamente— /…/ El estereotipo como práctica significante /…/ Hasta el momento, hemos tenido en cuenta los efectos esencializantes, reduccionistas y naturalizantes del estereotipo. El estereotipo reduce la gente a unas cuantas características simples, esenciales que son representadas como fijas por parte de la Naturaleza. Aquí examinamos cuatro aspectos adicionales: a) la construcción de “otredad” y exclusión, b) el estereotipo y poder, c) el papel de la fantasía, y d) el fetichismo. El estereotipo como práctica significante es central a la representación de la diferencia racial. Pero ¿qué es un estereotipo? ¿Cómo funciona en la realidad? En su ensayo sobre “Estereotipo”, Richard Dyer (1977) hace una distinción importante entre tipificar y estereotipar. Dice que, sin el uso de tipos, sería difícil, sino imposible, que el mundo tenga sentido. Nosotros entendemos el mundo por medio de referencias de objetos, gente o eventos individuales en nuestra cabeza hacia los esquemas de clasificación generales en los que, de acuerdo con nuestra cultura, encajan. Así, “decodificamos” un objeto plano sobre patas donde colocamos cosas, como “mesa”. Es probable que nunca hayamos visto esa clase de “mesa” antes, pero tenemos un concepto general o categoría de “mesa” en nuestra cabeza en el que “acomodamos” los objetos particulares que percibimos o encontramos. En otras palabras, entendemos lo “particular” en términos de su “tipo”. Desplegamos lo que Alfred Schultz llamó tipificaciones. En este sentido, “tipificar” es esencial para la producción de significado. Richard Dyer dice que siempre “estamos poniendo sentido” a las cosas en términos de algunas categorías más amplias. Así, por ejemplo, llegamos a “saber” algo acerca de una persona pensando en los papeles que lleva a cabo: ¿es padre, niño, trabajador, amante, jefe o pensionado? Lo asignamos como miembro de diferentes grupos según la clase, género, grupo de edad, nacionalidad, “raza”, grupo lingüístico, preferencia sexual, y así sucesivamente. Lo ordenamos en términos de tipo de personalidad: ¿es feliz, serio, deprimido, demente, hiperactivo? Nuestra imagen de quien “es” esa persona se construye a partir de la información que acumulamos cuando la posicionamos dentro
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de estos órdenes diferentes de tipificación. En términos generales, entonces, “un tipo es cualquier caracterización sencilla, vivida, memorable, fácilmente interpretada y ampliamente reconocida en la que pocos rasgos son traídos al plano frontal y el cambio y el ‘desarrollo’ se mantienen en el mínimo” (Dyer 1977: 28). Entonces, ¿cuál es la diferencia entre un tipo y un estereotipo? Los estereotipos retienen unas cuantas características “sencillas, vividas, memorables, fácilmente percibidas y ampliamente reconocidas” acerca de una persona, reducen todo acerca de una persona a esos rasgos, los exageran y simplifican y los fijan sin cambio o desarrollo hasta la eternidad. Este es el proceso que describimos anteriormente. Por consiguiente, el primer punto es: la estereotipación reduce, esencializa, naturaliza y fija la “diferencia”. Segundo, la estereotipación despliega una estrategia de “hendimiento”. Divide lo normal y lo aceptable de lo anormal y de lo inaceptable. Entonces excluye o expulsa todo lo que no encaja, que es diferente. Dyer argumenta que un sistema de estereotipos sociales se refiere a lo que está por dentro y fuera de los límites de la normalidad [es decir, la conducta que se acepta como ‘normal’ en cualquier cultura]. Los tipos son instancias que indican aquellos que viven de acuerdo con las reglas de la sociedad (tipos sociales) y aquellos designados para que las reglas los excluyan (estereotipos). Por esta razón, los estereotipos son también más rígidos que los tipos sociales [...] Los límites […] deben quedar claramente delineados y también los estereotipos, uno de los mecanismos del mantenimiento de límites, son característicamente fijos, inalterables, bien definidos (Dyer 1977: 29). Así, otro rasgo de la estereotipación es su práctica de “cerradura” y exclusión. Simbólicamente fija límites y excluye todo lo que no pertenece. La estereotipación es, en otras palabras, parte del mantenimiento del orden social y simbólico. Establece una frontera simbólica entre lo “normal” y lo “desviante”, lo “normal” y lo “patológico”, lo “aceptable” y lo “inaceptable”, lo que “pertenece” y lo que no pertenece o lo que es “Otro”, entre “internos” y “externos”, nosotros y ellos. Facilita la “unión” o el enlace de todos nosotros que somos “normales” en una “comunidad imaginada” y envía hacia un exilio simbólico a todos ellos —los “Otros”— que son de alguna forma diferentes, “fuera de límites”. Mary Douglas (1966), por ejemplo, decía que cualquier cosa que está “fuera de lugar” se considera contaminada, peligrosa, tabú. Sentimientos negativos se congregan a su alrededor. Debe ser simbólicamente excluida si se quiere restablecer la “pureza” de la cultura. La teórica feminista Julia Kristeva (1982) denomina tales grupos expulsados o excluidos como abyectos (del significado en latín, literalmente desechado). El tercer punto es que la estereotipación tiende a ocurrir donde existen grandes desigualdades de poder. El poder es usualmente dirigido contra el grupo subordinado o excluido. Un aspecto de este poder, de acuerdo con Dyer, es el etnocentrismo: “la aplicación de las normas de la cultura de uno
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a las de otros” (Brown 1965: 183). De nuevo, recuerden el argumento de Derrida que entre oposiciones binarias como nosotros/ellos, “no estamos tratando con [...] coexistencia pacífica […] sino mas bien con una jerarquía violenta. Uno de los dos términos gobierna [...] el otro y tiene la sartén por el mango” (1972: 41). En suma, el estereotipo es lo que Foucault llamó una especie de juego “saber/poder”. Clasifica a la gente según una norma y construye al excluido como “otro”. Interesantemente, es también lo que Gramsci habría llamado un aspecto de la lucha por la hegemonía. Como observa Dyers, El establecimiento de la normalidad (es decir, lo que se acepta como ‘normal’) a través de los tipos y estereotipos sociales es un aspecto del hábito de gobernar a grupos […] de intentar formar toda la sociedad de acuerdo con su propia visión del mundo, su sistema de valores, su sensibilidad y su ideología. Tan correcta es esta visión del mundo para los grupos dominantes, que la hacen aparecer (como en realidad les parece a ellos) como ‘natural’ e ‘inevitable’ —y para todos— y, en tanto son exitosos, establecen su hegemonía (1977: 30). La hegemonía es una forma de poder basada en el liderazgo por un grupo en muchos campos de actividad al mismo tiempo, por lo que su ascendencia demanda un consentimiento amplio y que parezca natural e inevitable. Representación, diferencia y poder Dentro de la estereotipación, entonces, hemos establecido una conexión entre representación, diferencia y poder. Sin embargo, necesitamos sondear la naturaleza de este poder más profundamente. A menudo pensamos en el poder en términos de coerción o restricción física directa. Sin embargo, también hemos hablado, por ejemplo, del poder en la representación: poder de marcar, asignar y clasificar; del poder simbólico, el de la expulsión ritualizada. El poder, parece, tiene que entenderse aquí no sólo en términos de explotación económica y de coerción física sino también en términos culturales o simbólicos más amplios, incluyendo el poder de representar a alguien o algo de cierta forma dentro de cierto “régimen de representación”. Incluye el ejercicio de poder simbólico a través de las prácticas representacionales. La estereotipación es un elemento clave en este ejercicio de violencia simbólica. En su estudio sobre cómo Europa construyó una imagen estereotipada del “Oriente”, Edward Said (1978) argumenta que, lejos de simplemente reflejar lo que eran realmente los países del Medio Oriente, el “Orientalismo” fue el discurso “por el que la cultura Europea fue capaz de manejar —y aun producir— el Oriente política, sociológica, militar, ideológica, científica e imaginativamente durante el período posterior a la Ilustración”. Dentro del marco de la hegemonía occidental sobre el Oriente, dice, emergió un nuevo objeto de conocimiento: un Oriente complejo adecuado para estudio en la academia, para mostrar en un museo, para la reconstrucción en la oficina colonial, para ilustración teórica en las tesis antropológicas, biológicas, lingüísticas raciales e históricas acerca de la humanidad y el universo, para instancias de teorías
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del desarrollo, económico y sociológico, de revolución, personalidades culturales, carácter nacional o religioso (Said 1978: 7-8). Tal forma de poder está íntimamente conectada con el conocimiento o con las prácticas de lo que Foucault llamó “saber/poder” /…/ El debate de Said sobre el Orientalismo está estrechamente imbricado con el argumento sobre saber/poder de Foucault: un discurso produce, a través de diferentes prácticas de representación (academia, exhibición, literatura, cuadros, etc.) una forma de conocimiento racializado del Otro (Orientalismo) profundamente implicado en las operaciones de poder (imperialismo). Interesantemente, sin embargo, Said define el “poder” de maneras que enfatizan las similitudes entre Foucault y la idea de Gramsci sobre la hegemonía: En cualquier sociedad no totalitaria, entonces, ciertas formas culturales predominan sobre otras; la forma de este liderazgo cultural es lo que Gramsci ha identificado como hegemonía, un concepto indispensable para entender la vida cultural en el Occidente industrial. Es la hegemonía, o más bien, el resultado de la hegemonía cultural en funcionamiento, el que da al Orientalismo su durabilidad y su fuerza [...] El Orientalismo nunca está lejos de […] la idea de Europa, una noción colectiva que ‘nos’ identifica, europeos contra todos ‘aquellos’ no europeos y en verdad, se puede argumentar, que el componente principal en la cultura europea es precisamente lo que hace la cultura hegemónica, tanto dentro como fuera de Europa; la idea de identidad europea como superior en comparación con todos los pueblos y culturas no europeas. Además existe la hegemonía de las ideas europeas acerca del Oriente, reiterándose a sí mismos la superioridad europea sobre el retraso del Oriente, usualmente atropellando la posibilidad de que un pensador más independiente […] pueda haber tenido opiniones diferentes sobre ese asunto (Said 1978: 7). /…/ El poder siempre funciona en condiciones de relaciones desiguales. Gramsci, por supuesto, habría hecho énfasis “entre clases” mientras que Foucault siempre se negaba a identificar cualquier sujeto o sujeto-grupo específico como fuente de poder, el cual, decía, funciona en un nivel local, táctico. Estas son diferencias importantes entre estos dos teóricos del poder. Sin embargo, hay también similitudes importantes. Para Gramsci, así como para Foucault, el poder también involucra conocimiento, representación, ideas, liderazgo cultural y autoridad así como restricción económica y coerción física. Ambos habrían concordado en que el poder no puede capturarse pensando exclusivamente en términos de fuerza o coerción: el poder también seduce, solicita, induce, gana el consentimiento. No se puede pensar en poder en términos de que un grupo tenga un monopolio del poder, simplemente irradiando poder hacia abajo sobre un grupo subordinado por medio de un ejercicio de simple dominación desde arriba. Incluye al dominante y al dominado dentro de sus circuitos. Como Homi Bhabha ha observado, a propósito de Said, “es difícil concebir […] la subjetivación como una colocación dentro del discurso Orientalista o colonial para el sujeto dominado sin que el dominante esté estratégicamente posicionado dentro de él también”
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(1986a: 158). El poder no solamente constriñe y evita; también es productivo. Produce nuevos discursos, nuevas clases de conocimiento (el Orientalismo, por ejemplo), nuevos objetos de conocimiento (el Oriente), configura nuevas prácticas (colonización) e instituciones (gobierno colonial). Funciona a nivel micro —la “micro-física del poder” de Foucault— así como en términos de más amplias estrategias. Y para ambos teóricos, el poder se encuentra en todas partes. Como insiste Foucault, el poder circula. La circularidad del poder es especialmente importante en el contexto de la representación. El argumento es que todo el mundo —el poderoso y el que no tiene poder— es capturado, aunque no en términos iguales, en la circulación del poder. Ninguno, ni sus víctimas aparentes ni sus agentes, puede permanecer por fuera de su campo de operación por completo /…/ Poder y fantasía Un buen ejemplo de esta “circularidad” del poder se relaciona con la manera en que la masculinidad negra es representada dentro de un régimen racializado de representación. Kobena Mercer e Isaac Julien (1994) argumentan que la representación de la masculinidad negra “ha sido forjada en y a través de las historias de la esclavitud, el colonialismo y el imperialismo”: Como han argumentado sociólogos como Robert Staples (1982), un elemento central del poder ‘racial’ ejercido por el amo esclavista blanco era la negación de ciertos atributos masculinos a los esclavos negros, como la autoridad, la responsabilidad por la familia y la posesión de propiedad. A través de tales experiencias colectivas e históricas, los hombres negros han adoptado ciertos valores patriarcales como la fuerza física, la proeza sexual y el control como medios de supervivencia contra el sistema represivo y violento de subordinación al que han estado sometidos. La incorporación de un código de conducta de ‘macho’ es de esa manera inteligible como un medio de recuperar algún nivel de poder sobre la condición de impotencia y dependencia en relación con el sujeto del amo blanco [...] El estereotipo que prevalece (en Gran Bretaña contemporánea) proyecta una imagen de joven macho negro como ‘atracador’ o ‘amotinador’ […] Pero este régimen de representación se reproduce y se mantiene en hegemonía porque los hombres negros han tenido que recurrir a la ‘demostración de fuerza’ como respuesta defensiva a la agresión anterior y a la violencia que caracteriza la forma en que las comunidades negras son sometidas por la policía [...] Este ciclo entre la realidad y la representación hace empíricamente ‘verdaderas’ las ficciones ideológicas del racismo o, más bien, existe una lucha por la definición, entendimiento y construcción de significados alrededor de la masculinidad negra dentro del régimen dominante de la verdad (Mercer y Julien 1994: 137-138). Durante la esclavitud, el amo blanco a menudo ejecutaba su autoridad sobre el esclavo masculino privándolo de todos sus atributos de responsabilidad,
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autoridad paterna y familiar, tratándolo como un niño. Esta “infantilización” de la diferencia es una estrategia de representación común tanto para hombres como para mujeres.3 La infantilización puede también entenderse como una forma de “castrar” simbólicamente al hombre negro (es decir, privarlo de su “masculinidad”) y, como hemos visto, los blancos a menudo fantaseaban acerca del apetito sexual excesivo y la proeza de los hombres negros —así como lo hacían acerca del carácter sexual lascivo, hiper-sexuado de la mujer negra— al que temían y secretamente envidiaban. La violación supuesta era la principal “justificación” argumentada para linchar a los hombres negros en los Estados del Sur hasta el Movimiento por los Derechos Civiles (Jordan 1968). Como observa Mercer, La fantasía primordial del pene negro grande proyecta el miedo de una amenaza no sólo a la hembra blanca sino también a la civilización misma a medida que la ansiedad sobre la mezcla de razas, la contaminación eugénica y la degeneración racial se lleva a cabo a través de rituales de agresión racial de los machos blancos: el linchamiento histórico de hombres negros en Estados Unidos rutinariamente involucraba la castración literal de la ‘fruta extraña’ del Otro (1994: 185). Los resultados eran frecuentemente violentos. Sin embargo, el ejemplo también hace surgir la circularidad del poder y la ambivalencia —la naturaleza doble— de la representación y del estereotipo. Porque, como Mercer y Juliet nos recuerdan, los hombres negros a veces respondían a esta infantilización adoptando una especie de caricatura-en-reverso de la hipermasculinidad y la super sexualidad con la que se les había estereotipado. Tratados como “infantiles”, algunos negros reaccionaban adoptando un estilo masculino agresivo “macho”. Pero esto sólo servía para confirmar la fantasía entre los blancos, de su naturaleza sexual excesiva e ingobernable (cfr. Wallace 1979). Así, las “víctimas” pueden quedar atrapadas en su estereotipo, inconscientemente confirmándolo por medio de los mismos términos por los que trata de oponerse y resistir. Esto puede parecer paradójico. Pero tiene su propia “lógica”. Esta lógica depende de la representación que trabaja en dos niveles diferentes al mismo tiempo: un nivel consciente y abierto y un nivel inconsciente y suprimido. El primero a menudo sirve como “cobertura” desplazada para el segundo. La actitud consciente entre blancos —de que los “negros no son hombres adecuados, que son simplemente niños— puede ser “cobertura” para una fantasía más problemática, más profunda —de que los “negros son realmente super hombres, mejor dotados que los blancos y sexualmente insaciables” —. No sería apropiado y sería “racista” expresar este sentimiento abiertamente; pero la fantasía está presente y es secretamente suscrita por muchos. Así, cuando los hombres negros actúan como “machos”, parece que desafían el estereotipo (de que son sólo niños), pero en el proceso confirman la fantasía que reside detrás de o es la “estructura profunda” del estereotipo (que son 3
Las mujeres atletas todavía son ampliamente referidas como “muchachas”. Y sólo recientemente los hombres blancos del sur de los Estados Unidos han cesado de referirse a los hombres negros como “¡muchacho!”, mientras que esa práctica todavía permanece en Sudáfrica.
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agresivos, hiper-sexuados y super-dotados). El problema es que los negros están atrapados por la estructura binaria del estereotipo, que está dividido entre dos opuestos extremos —y están obligados a conmutar indefinidamente entre ellos, a veces siendo representados por ambos al mismo tiempo—. Así, los negros son a la vez “como niños” e “hiper-sexuados”, así como los jóvenes negros son “zambos bobalicones” y/o “salvajes peligrosos y astutos” y los hombres de más edad son “bárbaros” y/o “nobles salvajes”: Tíos Sam. El punto importante es que los estereotipos se refieren tanto a lo que se imagina en la fantasía como a lo que se percibe como “real”. Y lo que se produce visualmente, por medio de las prácticas de representación, es sólo la mitad de la historia. La otra mitad —el significado más profundo— reside en lo que no se dice, pero está siendo fantaseado, lo que se infiere pero no se puede mostrar. Hasta el momento, hemos estado argumentando que “estereotipar” tiene su propia poética (sus propias formas de funcionamiento) y su política (las formas en que está investida de poder). También hemos sostenido que éste es un tipo particular de poder: una forma de poder hegemónica y discursiva que funciona tanto a través de la cultura, la producción de conocimiento, la imagen y la representación, como a través de otros medios. Sin embargo, es circular, implica a los “sujetos” de poder así como a aquellos que están “sujetos a éste”. Pero la introducción de la dimensión sexual nos lleva a otro aspecto de la “esterotipación”; es decir, su base en la fantasía y la proyección, y sus efectos de división y de ambivalencia. En “Orientalismo”, Said observó que la “idea general acerca de quién o qué era un ‘Oriental’ emergió de acuerdo con una ‘lógica detallada gobernada’ no simplemente por la realidad empírica sino también por un conjunto de deseos, represiones, inversiones y proyecciones” (1978: 8). Pero ¿de dónde viene ese conjunto de deseos, represiones, inversiones y proyecciones? ¿Qué papel juega la fantasía en las prácticas y estrategias de la representación racializada? Si las fantasías que residen detrás de las representaciones racializadas no les permiten que ‘hablen”, ¿cómo encuentran expresión? ¿Cómo están “representadas”? Esto nos lleva a la práctica representacional conocida como fetichismo. Fetichismo y desmentida4 Exploremos estos asuntos de fantasía y fetichismo, resumiendo el argumento acerca de la representación y el estereotipo a través de un ejemplo concreto /…/ En un ensayo posterior, Gilman (1985) se refiere al “caso” de la mujer africana, Saartje (o Sara) Baartman, conocida como la “Venus Hotentote” quien fue traída a Inglaterra en 1810 desde la región del Cabo en África por un granjero 4
El término en inglés que usa Hall es desavowal, que remite a la categoría freudiana Die Verneinung, que ha sido traducida al castellano por Ballesteros como renegación y por Etcheverry como desmentida. Es en este sentido que hemos decidido dejar la segunda acepción, que es mucho más precisa y cercana a la categoría freudiana donde se funda el concepto. A pesar de que muchos traductores han optado por la noción de denegación, nos ha parecido más preciso mantener la de desmentida (Nota de los editores).
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Boer y un doctor que trabajaba en un barco que viajaba a África, y quien fue exhibida con regularidad durante cinco años en Londres y París. En sus “actuaciones” iniciales, se mostraba sobre una escena que la presentaba como una bestia salvaje, iba y venía en su jaula cuando se le ordenaba, “más como un oso en cadenas que como un ser humano” (The Times, nov. 26, 1810; citado en Lindfords s.f.). Ella creo bastante conmoción. Posteriormente fue bautizada en Manchester, se casó con un africano y tuvo dos niños, hablaba holandés y aprendió algo de inglés y, durante un caso en una corte de Chancery, a la que fue llevada para protegerla de la sobre explotación, se declaró “bajo ninguna restricción” y “feliz de estar en Inglaterra”. Luego reapareció en París donde tuvo un gran impacto hasta que se enfermó fatalmente de viruela en 1815. Tanto en París como en Londres, se hizo famosa en dos diferentes círculos: entre el público general como “espectáculo” popular, conmemorada en baladas, caricaturas, ilustraciones y melodramas y en los reportes de prensa; y entre naturalistas y etnólogos que medían, observaban, dibujaban, escribían tratados, modelaban y hacían moldes de cera y de yeso, y escudriñaban cada detalle de su anatomía, muerta y viva. Lo que atraía a la audiencia hacia ella era no solamente su estatura (un metro con cuarenta centímetros) sino su esteatopigia —el tamaño de sus nalgas— y lo que fue descrito como su “delantal Hottentot”, un alargamiento de los labios vaginales “causado por la manipulación de los genitales y considerado bello por los hotentotes y bosquimanos” (Gilman 1985: 85). Como alguien crudamente indicó, “de ella puede decirse que carga su fortuna tras de sí, Londres pudo nunca haber visto una “pagana tan culona” (citado en Lindfors s.f.; 2). Quiero escoger varios puntos de la “Venus Hotentote” en relación con los asuntos de estereotipo, fantasía y fetichismo. Primero, nótese la preocupación —uno podría decir la obsesión— con la marcación de la “diferencia”. Sarah Baartman se convirtió en la encarnación de la “diferencia”. Lo que es más, su diferencia fue “patologizada”: representada como una forma patologizada de “otredad”. Simbólicamente, no encajaba en la norma etnocéntrica que se aplicaba a las mujeres europeas y, quedando por fuera del sistema clasificatorio occidental de lo que las “mujeres” son, se debía interpretarla como un “Otro”. Luego, obsérvese su reducción a la naturaleza, cuyo significante era su cuerpo. Su cuerpo fue “leído” como un texto, como la evidencia viviente —la prueba, la Verdad— que proporcionaba su absoluta “otredad” y por consiguiente de una diferencia irreversible entre las “razas”. Además, se llegó a “conocerla”, representarla y observarla a través de una serie de oposiciones binarias, polarizadas. “Primitiva”, no “civilizada”, fue asimilada al orden natural —y, por consiguiente, comparada con bestias salvajes, como el orangután o el mono— antes que con la cultura humana. Esta naturalización de la diferencia fue significada, por encima de todo, por su sexualidad. Fue reducida a su cuerpo y su cuerpo, a su vez, fue reducido a sus órganos sexuales. Éstos se convirtieron en los significantes esenciales de su lugar en el esquema universal de las cosas. En ella, naturaleza y cultura coincidían y podían, por consiguiente, sustituirse la una a la otra. Lo que se veía como su genitalia sexual “primitiva” significaba su apetito sexual “primitivo” y viceversa.
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Luego, fue sometida a una forma extrema de reduccionismo —una estrategia frecuentemente aplicada a la representación de los cuerpos de las mujeres, de cualquier “raza”, especialmente en la pornografía—. Los “trozos” de ella que fueron preservados sirvieron, en una forma reduccionista y esencializante, como “resumen patológico de todo el individuo” (Gilman 1985: 88). En los modelos que se conservaron en el Museo del Hombre, fue literalmente convertida en un conjunto de objetos separados, en una cosa — “una colección de partes sexuales” —. Fue sometida a una especie de desmantelamiento simbólico o fragmentación —otra conocida técnica de pornografía masculina y femenina—. Aquí nos acordamos de la descripción de Franz Fanon Piel negra, máscaras blancas, de la forma en que él se sintió desintegrado, como hombre negro, por la mirada de los blancos: “las miradas del otro me fijaban allí, en el sentido en que una solución química se fija por medio de una tintura. Estaba indignado; pedí una explicación. Nada sucedió. Me desintegré. Ahora los fragmentos han sido reensamblados de nuevo por otro yo [self]”. ([1952] 1986: 109). Sara Baartman no existió como “persona”. Había sido desensamblada a sus partes relevantes. Fue “fetichizada”: convertida en un objeto. Esta sustitución de una parte por el todo, de una cosa —un objeto, un órgano, una porción del cuerpo— por un sujeto, es el efecto de una práctica de representación muy importante: el fetichismo. El fetichismo nos lleva al reino en el que la fantasía interviene en la representación: al nivel donde lo que se muestra o se ve, en representación, puede entenderse sólo en relación con lo que no puede verse, con lo que no se puede mostrar. El fetichismo involucra la sustitución de un “objeto” por una fuerza prohibida, poderosa y peligrosa. En la antropología, se refiere a la forma en que el espíritu poderoso y peligroso de un dios puede ser desplazado hacia un objeto —una pluma, un pedazo de palo, aun una hostia— que entonces se carga con el poder espiritual de eso por lo que es un sustituto. En la noción de Marx sobre el “fetichismo de la mercancía”, el trabajo vivo del trabajador ha sido desplazado y desaparece en las cosas —las mercancías que los trabajadores han producido pero que tienen que comprar nuevamente como si pertenecieran a alguien diferente—. En psicoanálisis, el fetichismo se describe como el sustituto del falo “ausente” —como cuando el deseo sexual es desplazado a alguna otra parte del cuerpo—. El sustituto entonces se erotiza, investido de la energía sexual, el poder y el deseo que no puede encontrar expresión en el objeto al cual está realmente dirigido. El fetichismo en la representación, toma prestado de todos estos significados. También implica desplazamiento. El falo no puede representarse porque es prohibido, tabú. La energía sexual, el deseo y el peligro, todas son emociones poderosamente asociadas con el falo que se transfieren a otra parte del cuerpo u otro objeto que lo sustituye. /…/ El fetichismo, como hemos dicho, involucra desmentida. La desmentida es la estrategia por la que una fascinación o deseo poderoso se satisface y al mismo tiempo se niega. Es donde lo que ha sido tabú se las arregla para encontrar una forma desplazada de representación. Como Homi Bhabha observa, “es una forma no represiva de conocimiento que permite la posibilidad de simultáneamente abrazar dos creencias contradictorias, una oficial y una secreta, una arcaica y otra progresista, una que permite el mito de los
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orígenes, la otra que articula la diferencia y la división” (1986a: 168). Freud, en su notable ensayo sobre el fetichismo, escribió: […] el fetiche es el sustituto para el pene de la mujer (de la madre) en que el niño pequeño una vez creyó y —por razones que conocemos— no quiere abandonar [...] No es verdad que el niño [varón] […] haya conservado, inalterada, su creencia de que las mujeres tienen un falo. Ha retenido la creencia, pero también la ha abandonado. En el conflicto entre el peso de la percepción no bienvenida y la fuerza de su contradeseo, se ha llegado a un compromiso [...] Sí, en su mente la mujer ha tenido un pene a pesar de todo; pero el pene ya no es el mismo que fue antes. Algo más ha tomado su lugar, ha sido nombrado su sustituto [...] ([1927] 1977: 353).5 /…/ El fetichismo, entonces, es una estrategia doble: para representar y no representar el objeto tabú, peligroso y prohibido de placer y deseo. Nos da lo que Mercer llama una “coartada”, lo que anteriormente llamamos una “cubierta” o “una historia de encubrimiento”. Hemos visto ahora, en el caso de la “Venus Hotentote” no solamente se encuentra la mirada desplazada de los genitales hacia las nalgas sino también esto permite que los observadores continúen mirando mientras que desconocen la naturaleza sexual de su mirada. La etnología, la ciencia, la búsqueda de la evidencia anatómica aquí juega el papel de “cubierta”, de desmentida, que permite que funcione el deseo ilícito. Permite que se mantenga un doble enfoque —mirar y no mirar— un deseo ambivalente de ser satisfecho. Lo que se declara que es diferente, odioso, “primitivo”, deforme, es al mismo tiempo obsesivamente disfrutado porque es extraño, “diferente”, exótico. Los científicos pueden mirar, examinar y observar a Sara Baartman desnuda y en público, clasificar y dividir en pedazos cada detalle de su anatomía, con base en la coartada perfectamente aceptable de que “todo se hace en nombre de la ciencia, del conocimiento objetivo, de la evidencia etiológica, en busca de la Verdad”. Esto es lo que Foucault quería decir cuando se refería a que el conocimiento y el poder creaban un “régimen de verdad”. Así, finalmente, el fetichismo concede licencia al voyerismo no regulado. Pocos podrían argumentar que la “mirada” de los espectadores (en su mayoría hombres) que observaban la Venus Hotentote, era interesada. Como Freud ([1927] 1977) argumentó, a menudo hay un elemento sexual en “mirar”, una erotización de la mirada. La mirada es con frecuencia impulsada por una búsqueda no reconocida del placer ilícito y un deseo que no puede ser satisfecho: “las impresiones visuales continúan siendo el sendero más frecuente a lo largo de los que la excitación libidinal se enciende” (Freud [1927] 1977: 96). Continuamos mirando, aun si no hay nada más que ver. Él llamó a la fuerza obsesiva de este placer de mirar, escopofilia. Se hace perversa, dijo Freud, sólo “si se restringe exclusivamente a los genitales, relacionada con el disgusto [...] 5
Debemos anotar, incidentalmente, que el seguimiento de Freud de los orígenes del fetichismo devolviéndose hasta la ansiedad por la castración del niño varón da a este tropo el sello indeleble de una fantasía centrada en lo masculino. La falla de Freud y, mucho más tarde, del psicoanálisis para teorizar el fetichismo femenino ha sido el tema de críticas recientes extensas (ver, entre otros, McClintock 1995).
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o si, en lugar de ser preparatoria para el objetivo del sexo normal, lo suplanta” ([1927] 1977: 96) /…/ Confrontando un régimen racializado de representación Hasta ahora hemos analizado algunos ejemplos del archivo de la representación racializada en la cultura popular occidental de diferentes períodos y hemos explorado las prácticas representacionales de la diferencia y la “otredad”. Es hora de dirigirnos hacia el conjunto final de preguntas planteadas en nuestras páginas de apertura. ¿Puede ser desafiado, cuestionado o cambiado un régimen de representación dominante? ¿Cuáles son las contra-estrategias que pueden empezar a subvertir el proceso de representación? ¿Pueden las formas “negativas” de representar la diferencia racial, que abundan en nuestros ejemplos, ser revertidas por una estrategia “positiva”? ¿Qué estrategias efectivas hay? ¿Y cuáles son los apuntalamientos teóricos? Déjenme recordarles que, teóricamente, el argumento que nos permite plantear esta pregunta es la propuesta (que hemos discutido en varios lugares y de muchas formas) de que el significado nunca puede ser finalmente fijado. Si el significado pudiera ser fijado por la representación, entonces no habría cambio —y por consiguiente ninguna contra-estrategia de intervención—. Por supuesto, hacemos grandes esfuerzos para fijar el significado —eso es precisamente lo que las estrategias del estereotipo están aspirando hacer, a menudo con considerable éxito, durante un tiempo—. Pero finalmente, el significado empieza a hendirse y a resbalar; empieza a ir a la deriva o a ser tergiversado o inflexionado hacia nuevas direcciones. Se injertan nuevos significados en significados viejos. Las palabras y las imágenes cargan connotaciones sobre las que nadie tiene control completo y estos significados marginales o sumergidos vienen a la superficie permitiendo que se construyan diferentes significados, que diferentes cosas se muestren y se digan. Esto es lo que supone el trabajo de Bajtín y Volóshinov presentado en anteriormente. Ellos han dado un ímpetu poderoso a la práctica de lo que se ha llegado a conocer como trans-codificar: tomar un significado existente y re apropiarlo para nuevos significados (como, por ejemplo, “lo negro es bello”). Cierto número de diferentes estrategias de trans-codificación han sido adoptadas desde los años sesenta, cuando los asuntos de la representación y de poder adquirieron una centralidad en las políticas de los movimientos anti racistas y otros movimientos sociales. Ahora solo tenemos espacio para considerar solo tres de ellas. Reversión de los estereotipos /…/ [Se pude indicar la existencia de] una estrategia integracionista /…/ [con] altos costos. Los negros podían ganar la entrada al cuerpo principal de la sociedad, pero sólo al costo de adaptarse a la imagen que los blancos tenían de ellos y de asimilarse a las normas de estilo y conducta blancas. Después del movimiento por los derechos civiles, en los años sesenta y setenta, hubo una afirmación mucho más agresiva de la identidad cultural negra, una actitud positiva hacia la diferencia y la lucha sobre la representación.
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El primer fruto de la contra-revolución fue una serie de películas comenzando con Sweet Sweetback´s Baadasss Song (Martin Van Pebbles 1971) y el éxito de taquilla de Shaft, de Gordon Parks. En Sweet Sweetback, Van Pebbles valora positivamente todas las características que normalmente habrían sido estereotipos negativos. Hizo de su héroe negro un semental profesional que exitosamente evade la policía con la ayuda de una serie de negros que viven en el bajo mundo de los guetos, incendia un carro de la policía, golpea otro con un taco de billar, huye hacia la frontera mexicana, haciendo uso total de su proeza sexual en cada una de las oportunidades y finalmente se sale con las suyas, aparece un mensaje garabateado en medio de la pantalla: “A baadasss nigger is coming back to collect some dues”. Shaft era una especie de detective negro —cercano a las calles pero luchando con el bajo mundo negro y una banda de militantes así como con la mafia—, que rescata la hija de un mafioso. Lo que marcó a Shaft, sin embargo, fue la absoluta falta de deferencia del detective hacia los blancos. Viviendo en un apartamento elegante, vistiendo lujosamente, fue presentado en la publicidad como un “super hombre negro y solitario: un hombre de gusto que se divertía a costa del establecimiento blanco”. Era un hombre violento que vivía una vida violenta buscando mujeres negras, sexo blanco, dinero fácil, éxito instantáneo, droga barata y otros placeres. ¿Cuando un policía le pregunta a dónde va, Shaft contesta, “Me voy a cogerme una vieja, ¿a dónde vas tú?” El éxito instantáneo de Shaft fue seguido por una sucesión de películas del mismo molde incluyendo Superfly, también de Parks, en la que Priest, un traficante de drogas joven, tiene éxito haciendo un gran negocio antes de retirarse, sobrevive una serie de episodios violentos y encuentros sexuales vívidos y al final se marcha en su Rolls Royce, siendo un hombre rico y feliz. Ha habido muchas películas en el mismo molde (por ejemplo New Jack City) con que giran en torno a (como dirían los cantantes de rap), ‘bad-ass black men”, negros alteneros, con actitud. Podemos ver de una vez la atracción de estas películas, especialmente, aunque no exclusivamente, para las audiencias negras. En la forma en que sus héroes se las arreglan con los blancos, hay una notoria ausencia o, mejor, un reversamiento consciente de la antigua deferencia o la dependencia pueril. De muchas maneras, estas son películas de “venganza”: donde las audiencias disfrutan los “triunfos” de sus héroes sobre los “blanquitos”. Se nivela lo que podemos llamar el campo de juego. Los negros no son ni mejores ni peores que los blancos. Vienen en las mismas formas humanas usuales —buenas, malas y diferentes—. No son diferentes del promedio estadounidense blanco en cuanto a gustos, estilos, conducta, moral, motivaciones. En términos de clase, pueden “estar en la onda, ser chéveres” y bien vestidos como sus contrapartes blancos. Y los lugares donde se “ubican” son los conocidos de la vida real como el gueto, la calle, la estación de policía. A un nivel más complejo, estas películas colocaron a los negros por primera vez en el centro de los géneros cinematográficos populares —películas de acción— y así los hicieron esenciales a lo que podemos llamar la vida y la cultura “míticas” del cine estadounidense — al final tal vez más importante que su “realismo” —. Porque es aquí donde las fantasías colectivas de la vida popular se resuelven y la exclusión de los negros de sus confines los hace
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precisamente peculiares, diferentes, los coloca “fuera de escena”. Los priva de la fama, del carisma heroico, del glamour y del placer de identificación que se otorga a los héroes blancos del cine negro, el detective, el delito, y las películas de policías, los “romances” de la vida del bajo mundo urbano y del gueto. Con estas películas, los negros habían llegado a la corriente principal de la vida en sociedad —¡con venganza!—. Estas películas llevaban una contra-estrategia con un único propósito considerable: revertir la evaluación de estereotipos populares. Y probaron que esta estrategia podía asegurar el éxito de taquilla y la identificación de la audiencia. La audiencia negra las quería porque ponían a los actores negros en papeles “heroicos”, “malos” y “buenos”, la audiencia blanca las aceptó porque contenían todos los elementos de los géneros populares cinematográficos. Sin embargo, entre los críticos, su éxito como contra-estrategia representacional ha sido variado. Muchos las han visto como “explotación de los negros” /…/ Revertir el estereotipo no es necesariamente voltearlo o subvertirlo. Escapando del agarre de un extremo estereotipado (los negros son pobres, pueriles, serviles, siempre se les muestra como sirvientes, por siempre “buenos” en posiciones serviles, arrodillándose ante los blancos, nunca son héroes, están distanciados del placer y de la fama y los beneficios, sexuales y financieros) parecen estar atrapados en su estereotipado “otro” (los negros son motivados por el dinero, perpetran la violencia y el delito, son malos, se roban las cosas, meten droga, tienen sexo promiscuo, y se salen con las suyas). Esto puede ser un adelanto con respecto a lo anterior y seguro es un cambio bienvenido. Pero no ha escapado a las contradicciones de la estructura binaria del estereotipo racial y no ha desencadenado lo que Mercer y Julien llaman “la dialéctica compleja del poder y de la subordinación” a través de la que “las identidades negras han sido histórica y culturalmente construidas” (1994: 137) /…/ Imágenes positivas y negativas La segunda estrategia para cuestionar el régimen racializado de representaciones es el intento de sustituir con un rango de imágenes “positivas” de la gente negra, la vida negra y la cultura negra las imágenes “negativas” que continúan dominando la representación popular. Este enfoque tiene la ventaja de establecer el equilibrio. Es apuntalado por una aceptación —en verdad, una celebración— de la diferencia. Invierte la oposición binaria, privilegiando el término subordinado, a veces leyendo lo negativo positivamente: “lo negro es bello”. Trata de construir una identificación positiva con lo que ha sido despreciado. Expande en gran medida el rango de las representaciones raciales y la complejidad de lo que quiere decir “ser negro”; así desafía el reduccionismo de estereotipos anteriores. Mucho del trabajo de artistas negros contemporáneos y de artistas que practican las artes visuales entra en esta categoría /…/ Subyacente a este enfoque se encuentra un reconocimiento y celebración de la diversidad y la diferencia en el mundo. Otra clase de ejemplo es la serie de publicidad de “United Colors of Benetton” que utiliza modelos étnicos, especialmente niños de muchas culturas y celebra la imagen de hibridez racial
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y étnica. Pero aquí, una vez más, la recepción de la crítica ha sido variada (Bailey 1988). ¿Evaden estas imágenes las preguntas difíciles, disolviendo las duras realidades del racismo en una mezcla liberal de la “diferencia”? ¿Se apropian estas imágenes de la diferencia, en un espectáculo para vender un producto? ¿O son una declaración política auténtica acerca de la necesidad de que todo el mundo acepte y “viva con” la diferencia? Sonali Fernando (1992) sugiere que estas imágenes “son de doble filo: por un lado sugieren una problematización de la identidad racial como un complejo dialéctico de similitudes así como de diferencias pero por el otro lado [...] homogenizan como otro todas las culturas no blancas”. El problema con la estrategia positiva/negativa es que al añadir imágenes positivas al ampliamente negativo repertorio del régimen dominante de la representación incrementa la diversidad de las formas en que ser negro es representado, pero no necesariamente desplaza lo negativo. Puesto que los binarismos permanecen en su lugar, el significado sigue estando enmarcado por ellos. La estrategia desafía los binarismos, pero no los socava. Pacíficos rastafaris cuidando a sus hijos pueden aún aparecer, en el periódico de mañana, como un violento y exótico estereotipo /…/ A través de los ojos de la representación La tercera contra-estrategia se coloca dentro de las complejidades y ambivalencias de la representación misma y trata de confrontarla desde adentro. Está más interesada en las formas de representación racial que en introducir un nuevo contenido. Acepta y trabaja con el carácter cambiante e inestable del significado y entra, por así decirlo, en la lucha sobre la representación mientras reconoce que, puesto que el significado nunca puede fijarse finalmente, nunca puede haber victorias finales. Así, en lugar de evitar el cuerpo negro porque ha estado tan prisionero en las complejidades de poder y subordinación dentro de la representación, esta estrategia positivamente toma el cuerpo como el sitio principal de sus estrategias de representación, tratando de hacer que los estereotipos funcionen contra sí mismos. En lugar de evitar el terreno peligroso abierto por el cruce de raza, género y sexualidad, deliberadamente confronta las definiciones dominantes marcadas por el género y sexualizadas de diferencia racial trabajando sobre la sexualidad negra. Puesto que la gente negra a menudo ha sido fijada, estereotípicamente, por la mirada racializada, puede haber estado tratando de negar las complejas emociones que entraña el “mirar”. Sin embargo, esta estrategia realiza un juego elaborado con “mirar”, esperando que con su propia atención se hagan extrañas —es decir, se desfamiliaricen y hagan explícito lo que está a menudo escondido— sus dimensiones eróticas. No tiene temor de desplegar el humor, como por ejemplo, el comediante Lenny Henry nos obliga por la graciosa exageración de sus caricaturas afrocaribeñas, a reírnos con, antes que de, sus personajes. Finalmente, en lugar de rechazar el poder desplazado y el peligro del “fetichismo”, esta estrategia trata de usar los deseos y ambivalencias que los tropos del fetichismo despiertan inevitablemente /…/
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Conclusión En este capítulo, hemos avanzado en nuestro análisis de la representación como una práctica significante abriendo algunas áreas complejas y difíciles de debate. Lo que hemos dicho acerca de la “raza” puede, en muchas instancias, ser aplicado a otras dimensiones de la “diferencia”. Hemos analizado muchos ejemplos, extraídos de diferentes períodos de la cultura popular, de cómo surgió un régimen racializado de representación y hemos identificado algunas de sus estrategias y tropos característicos /…/ Hemos considerado varios argumentos teóricos sobre por qué la “diferencia” y la otredad son de tan gran importancia en los estudios culturales. Hemos examinado la estereotipificación como práctica representacional mirando la forma como funciona (esencializando, reduciendo, naturalizando, haciendo oposiciones binarias), las formas en que se enreda en el juego del poder (hegemonía, poder, conocimiento) y algunos de sus efectos más profundos, más inconscientes (fantasía, fetichismo, desmentida). Finalmente, hemos considerado algunas de las contra-estrategias que han intentado intervenir en la representación, trans-codificando imágenes negativas con significados nuevos. Esto se abre hacia una política de representación, una lucha sobre el significado que continúa y no está terminada /…/ Referencias citadas Babcock, Barbara 1978 The Reversible World: Symbolic Inversion in Art and Society. Ithaca: Cornell University Press. Bajtín, Michail 1981 The Dialogic Imagination. Austin: University of Texas. Bhabha, Homi 1986a “The Other Question”. En: Literature, Politics and Theory. London: Methuen. 1986b “Foreword: Remembering Fanon: Self, Psyche, and the Colonial Condition” En: Franz Fanon. Black Skin, White Masks. pp. vii-xxvi. London: Pluto. Brown, Rupert 1965 Social Psychology. London-New York: Macmillan. Derrida, Jaques 1972 Positions. Chicago: University of Chicago Press. [Posiciones. Valencia: Pre-Textos, 1977]. Douglas, Mary 1966 Purity and Danger. London: Routledge. Dyer, Richard 1977 Gays and Film. London: British Film Institute. Fanon, Frantz [1952] 1986 Black Skin, White Masks. London: Pluto. [Piel negra, máscaras blancas. La Habana Cuba: Instituto del Libro, 1967].
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Codificar y Decodificar Por Stuart Hall.
Tradicionalmente, la investigación en comunicación de masas ha conceptualizado el proceso de comunicación en términos de circuito de circulación. Este modelo ha sido criticado por su linealidad -Emisor/Mensaje/Rec eptor- por su concentración en el nivel del intercambio de mensaje y por la ausencia de una concepción estructurada de los diferentes momentos como una estructura compleja de relaciones. Pero también es posible (y útil) pensar este proceso en términos de una estructura producida y sostenida a través de la articulación de momentos relacionados pero distintivos -Producción, Circulación, Distribución/Consumo, Reproducción-. Esto llevaría a pensar el proceso como una "estructura compleja dominante", sostenida a través de la articulación de prácticas conectadas, cada una de las cuales, retiene sin embargo, su carácter distintivo y tiene su modalidad específica
propia,
sus
propias
formas
y
condiciones
de
existencia.
Esta segunda aproximación, homóloga a la que forma el esqueleto de la producción material o recida en los Manuscritos y El Capital de Marx, tiene además la ventaja de descubrir más agudamente cómo un circuito continuo producción-distribución-producción- puede sostenerse a través del "pasaje de formas ". También ilumina la especificidad de las formas en que el producto del proceso "aparece" en cada momento, y de ese modo, qué distingue "producción" discursiva de otros tipos de producción en nuestra sociedad y en los sistemas de comunicación modernos. El "objeto" de estas prácticas es el significado y los mensajes en la forma de vehículos de signos de una clase específica organizados, como cualquier forma de comunicación o lenguaje, a través de las operaciones de códigos dentro de la cadena sintagmática de un discurso. Los aparatos, relaciones y prácticas de producción
así
concebidas,
en
un
cierto
momento
(el
momento
de
producción/circulación) en la forma de vehículos simbólicos construidos dentro de
las reglas del "lenguaje". Este proceso requiere, de este modo, en el fin de la producción, sus instrumentos materiales -sus "medios"- así como sus propios equipos de relaciones sociales (de producción)- la organización y combinación de prácticas dentro de los aparatos de los medios masivos de comunicación, pero es en la forma discursiva que la circulación del producto tiene lugar, así como su distribución a las distintas audiencias.
Una vez completado, el discurso debe entonces ser traducido-transformado nuevamente en prácticas sociales si el circuito va a ser a la vez completado. Si no hay "significado" puede no haber "consumo". Si no se articula el significado en la práctica, no tiene efecto. El valor de esta aproximación es que mientras cada uno de los momentos, en articulación, es necesario para el circuito como un todo, ningún momento puede garantizar completamente el momento siguiente con que está articulado.
Desde que cada momento tiene su modalidad específica y sus condiciones de existencia cada una puede construir su propio corte o interrupción del "pasaje de formas" de cuya continuidad depende el fluir de producción efectiva (esto es, reproducción).Así, no queriendo limitar la investigación "a seguir sólo aquellas líneas guías que emergen de los análisis de contenido", debemos reconocer que la forma discursiva del mensaje tiente una posición privilegiada en el intercambio comunicativo (desde el punto de vista de la circulación), y que los momentos de "codificación" y "decodificación" son momentos determinados, a través de una "autonomía relativa" en relación con el proceso de comunicación como un todo. Un hecho histórico no puede, de este modo, ser transmitido "en bruto" en, por ejemplo, un noticiero televisivo. Los hechos pueden ser significados sólo dentro de las formas auditivo -visuales del discurso televisivo.
En el momento en que un hecho histórico pasa bajo el signo del discurso, está sujeto a todas las "reglas" complejas formales a través de las cuales el lenguaje
significa. Para decirlo en forma paradójica, el evento debe convertirse en una "historia/relato" antes de que pueda convertirse en un evento comunicativo .En ese momento las sub-reglas formales del discurso están "en función dominante", sin, por supuesto subordinar la existencia del evento histórico así significado, las relaciones sociales en las cuales las reglas trabajan o las consecuencias sociales o políticas del evento que ha sido significado de este modo. La "forma mensaje" es la "forma de aparición" necesaria del evento en este pasaje entre la fuente y el receptor. De este modo la transposición dentro y fuera de la "forma mensaje" (el modo de intercambio simbólico) no es un momento "azaroso" que podamos olvidar o ignorar de acuerdo con nuestra conveniencia. La "forma mensaje" es un momento determinado, aunque, a otro nivel, comprende los movimientos superficiales del sistema de comunicaciones y requiere, en otro nivel, ser integrado dentro de las relaciones sociales del proceso de comunicación como un todo, del cual el sólo forma parte.
Desde
esta
perspectiva
general,
podemos
caracterizar
el
proceso
de
comunicación televisivo, grosso modo, como sigue. Las estructuras institucionales de broadcasting, con sus prácticas y redes de producción, sus relaciones organizadas o infraestructuras técnicas, se requieren para producir un programa. Usando la analogía de El Capital éste es el "proceso de trabajo" en el modo discursivo. La producción aquí, constituye el mensaje. En un sentido, entonces el circuito comienza aquí. Por supuesto, el proceso de producción no carece de su aspecto "discursivo": éste también está estructurado a través de significados e ideas conocimiento en uso acerca de las rutinas de producción, desempeños técnicos
históricamente
definidos,
ideologías
profesionales,
conocimiento
institucional, definiciones y creencias, creencias acerca de la audiencia, etc., la estructura o marco de constitución del programa a través de su estructura de producción. Más aún, aunque las estructuras de producción de televisión originan el discurso televisivo, ellas no constituyen un sistema cerrado. Ellas reúnen temas, tratamientos, agendas, eventos, personas, imágenes de audiencia, "definiciones de situación" de otras fuentes y otras formaciones discursivas dentro de
estructuras políticas y socio-culturales más amplias, de las cuales son sólo una parte diferenciada. Philip Elliot expresó esto sucintamente, dentro de un marco de trabajo más tradicional, en su discusión sobre el modo en que la audiencia es a la vez "origen" y "receptor" del mensaje televisivo. Así, tomando prestados términos de Marx circulación y recepción son, en efecto, "momentos" del proceso de producción en televisión y son incorporados mediante un número de retroalimentaciones estructuradas e indirectas, en el proceso mismo de producción.
El consumo y recepción del mensaje televisivo es también él mismo un "momento" del proceso de producción en un sentido más amplio, a pesar de ser el último en "predominante" porque es el "punto de partida de la efectivización" del mensaje. La producción y recepción del mensaje televisivo no son, por lo tanto, idénticas pero están relacionadas: son momentos diferenciados dentro de la totalidad formada por las relaciones sociales del proceso comunicativo como un todo. En cierto punto, sin embargo, las estructuras de radiofonía deben ofrecer mensajes codificados en la forma de discurso significativo. Las relaciones institucionales y sociales de producción deben pasar por las reglas discursivas del lenguaje para que su producto se haga efectivo. Esto inicia un momento diferenciado posterior, en el cual las reglas formales del discurso y de lenguaje están en función dominante. Antes de que este mensaje pueda tener un "efecto", satisfacer una "necesidad" o ser puesto en "uso" debe primero ser apropiado en tanto discurso significativo y estar significativamente codificado. Es este conjunto de significados codificados el que "tiene un efecto", influye, entretiene, instruye o persuade, con consecuencias de comportamiento, porceptuales, cognitivas, emocionales, ideológicas muy complejas.
En un momento "determinando" el "mensaje" a través de su decodificación se emite dentro de la estructura de las prácticas sociales. Estamos completamente
advertidos de que esta re-entrada en las prácticas de recepción de audiencia y "uso" no puede ser entendida en términos simples de conductismo. Los procesos típicos identificados en la investigación positivista como elementos aislados efectos, usos, "gratificación"-, están ellos mismos encuadrados en estructuras de entendimiento, a la vez que son producidos por relaciones sociales y económicas que modelan su "efectivización" en la recepción al final de la cadena y que permitan que los contenidos significados en el discurso sean transpuestos en práctica o conciencia (para adquirir valor de uso social o efectividad política).
Obviamente lo que hemos etiquetado en el diagrama como "estructuras significativas 1" y "estructuras significativas 2" pueden no ser las mismas. No constituyen
una
"inmediata
identidad".
Los
códigos
de
codificación
y
decodificación pueden no ser perfectamente simétricos. Los grados de simetría esto es, los grados de "comprensión" o "incomprensión" en el intercambio comunicativo-depende de los grados de simetría/asimetría (relaciones de equivalencia)
establecidos
entre
las
posiciones
de
"
personificaciones",
codificador-producto y decodificador-receptor. Pero esto a su vez depende de los grados de identidad - no identidad entre los códigos que perfecta o imperfectamente transmiten, interrumpen o sistemáticamente distorsionan lo que tiene que ser transmitido. La ausencia de ajuste entre los códigos tiene mucho que ver con las diferencias estructurales de relación y posición entre los emisores radiales y las audiencias, pero también tiene algo que ver con la asimetría entre los códigos de la "fuente" y el "receptor" en el momento de transformación dentro y fuera de la forma discursiva. Lo que se llama "distorsiones" o "malentendidos" surge precisamente por la falta de equivalencia entre dos lados del intercambio comunicativo. Una vez más, esto define la "autonomía relativa" pero "determinación" de la entrada y salida del mensaje en sus momentos discursivos.
La aplicación de este paradigma rudimentario ha comenzado a transformar ya nuestra
comprensión
del
viejo
término,
"contenido"
televisivo.
Estamos
comenzando a ver cómo puede también transformar nuestra comprensión de la recepción de la audiencia, "lectura" y respuesta. Los comienzos y los finales ya han sido anunciados antes en la investigación de comunicaciones, por lo tanto debemos ser cuidadosos. Pero parece haber base para pensar que se está abriendo una faz nueva y excitante en la llamada investigación de audiencia, pero de un nuevo tipo. En cualquiera de los extremos de la cadena comunicativa el uso del paradigma semiótico promete disipar el behaviorismo que ha entorpecido la investigación en medios masivos por tanto tiempo, especialmente en esta aproximación al contenido. Aunque sepamos que el programa de televisión no es un input de conducta, ha sido casi imposible para los investigadores tradicionales conceptualizar el proceso comunicativo sin patinar en una u otra variante del behaviorismo de corto vuelo. Sabemos como Gerbner ha indicado que las representaciones de violencia en la pantalla de televisión "no son violencia sino mensajes acerca de violencia" pero hemos continuado investigando la cuestión de la violencia, por ejemplo, como si fuéramos incapaces de comprender la distinción epistemológica. El signo televisivo es complejo. Está constituido por la combinación de dos tipos de discurso, visual y auditivo. Más aún, es un signo icónico, en la terminología de Pierce, porque "posee algunas de las propiedades de la cosa representada". Este es un punto que ha conducido a grandes confusiones y ha instalado una intensa controversia en el estudio del lenguaje visual. En la medida en que el discurso visual traspone un mundo tridimensional a planos bidimensionales, no puede, por supuesto ser el referente o concepto que significa. Un perro en una película puede ladrar pero no puede morder. La realidad existe fuera del lenguaje pero está constantemente mediada por y a través del lenguaje en relaciones y condiciones reales. Así no existe un discurso inteligible sin la operación de un código icónico y los signos son por lo tanto signos codificados también -aún si los códigos funcionan en forma muy diferente aquí en los de otros signos. No hay grado cero en el lenguaje.
En el naturalismo y "realismo" la aparente fidelidad de la representación de la cosa o del concepto representado, es el resultado, el efecto de una específica articulación del lenguaje sobre lo "real". Es el resultado de una práctica discursiva. Ciertos códigos pueden, por supuesto, estar tan ampliamente distribuidos en el lenguaje específico de una comunidad o cultura, y haber sido aprendidos a tan temprana edad, que puede parecer que no están construidos -el efecto de una articulación entre signo y referente- sino ser dados "naturalmente". Los signos visuales simples parecen haber adquirido una casi- universalidad" en este sentido: aunque reste evidencia de que son aparentemente códigos visuales "naturales" son específicos de una cultura. Sin embargo, esto no significa que no existan códigos que han sido profundamente "naturalizados". La operación de códigos naturalizados revela no la transparencia y "naturalidad" del lenguaje sino la profundidad del hábito y la "casi-universalidad" de los códigos en uso. Ellos producen reconocimientos aparentemente "naturales". Esto tiene el efecto (ideológico) de ocultar las prácticas de codificación que están presentes. Pero no debemos ser engañados por las apariencias. En realidad lo que el código naturalizado demuestra es el grado de hábito producido cuando hay un vínculo y reciprocidad -una equivalencia- entre los extremos de codificación en un intercambio de significados. El funcionamiento de los códigos en el extremo de la decodificación frecuentemente asumirá el status de percepciones naturalizadas. Esto conduce a pensar que el signo visual de "vaca" en realidad es (más que representa) el animal, vaca. Pero ni pensamos en la representación visual de una vaca en un manual y más aún en el signo lingüístico "vaca" -podemos ver que ambos, en diferentes grados son arbitrarios con respecto al concepto de animal que ellos representan. La articulación de un signo arbitrario -ya sea visual o verbal- con el concepto de un referente es el producto, no de la naturaleza sino de la convención, y la convención de los discursos requiere la intervención, el soporte, de códigos. Así Eco sostiene que los signos ic ónicos "lucen como los objetos en el mundo real porque reproducen las condiciones (esto es, los códigos) de percepción en el
sujeto que los ve". Estas "condiciones de percepción" son, sin embargo, el resultado de una alta codificación, (aún si son virtualm ente inconscientes) de un conjunto de operaciones de decodificación. Esto es tan cierto con respecto a la imagen fotográfica o televisiva como lo es de cualquier otro signo. Los signos icónicos son, sin embargo particularmente vulnerables de ser leídos como naturales porque los códigos de percepción visual están ampliamente distribuidos y porqué este tipo de signo es menos arbitrario que el lingüístico: el signo lingüístico "vaca" no posee ninguna de las propiedades de la cosa representada, mientras que el signo visual parece poseer algunas de estas propiedades. Esto puede ayudarnos a clarificar la confusión en la teoría lingüística y a definir con precisión algunos términos claves que se utilizan en este artículo. La teoría lingüística frecuentemente emplea la distinción entre "denotación" y "connotación".El término "denotación" se equipara con el sentido literal de un signo. "Connotación" en cambio suele ser empleado simplemente para referirse a significados menos fijados y por lo tanto más convencionalizados, asociativos, los cuales varían y dependen de la intervención de códigos. Nosotros no usamos la distinción denotación/connotación en este sentido. Desde nuestro punto de vista se trata de una distinción analítica que no debe ser confundida con distinciones en el mundo real. Hay muy pocas instancias en que los signos organizados en un discurso signifiquen sólo su sentido "literal" (es decir, un consenso casi universal). En el discurso real la mayoría de los signos combinan ambos aspectos, el denotativo y el connotativo. Se puede preguntar entonces si es útil mantener esta distinción. El valor analítico reside en que el signo parece adquirir su valor ideológico pleno -parece estar abierto a la articulación con discursos y significados ideológicos más am plios- en el nivel de los significados "asociativos" (esto es, en el nivel connotativo) -porque los significados no están fijados en una natural percepción (no están naturalizados) y su fluidez de significado y asociación puede ser más ampliamente explotada y transformada. Por lo tanto, es en el nivel
connotativo del signo que las situaciones ideológicas alteran y transforman la significación. En este nivel podemos ver más claramente la intervención de las ideologías en y sobre el discurso: aquí el signo se abre a nuevos acentos, entonaciones y, en términos de Voloshinov, entra plenamente en una lucha acerca de las significaciones, la lucha de clases dentro del enunciado. Esto no significa que el significado denotativo o "literal" está fuertemente fijado porque se ha vuelto tan plenamente universal y "natural". Los términos "denotación" y "connotación" entonces son herramientas analíticas, no para distinguir en contextos particulares, entre la presencia/ausencia de ideología en el lenguaje; sino para distinguir los diferentes niveles en los cuales ideologías y discursos se interceptan. El nivel de la connotación en el signo visual, de su referencia contextual y posición en los diferentes campos discursivos de significación y asociación, es el punto donde los signos ya codificados se intersectan con los códigos semánticos profundos de una cultura y toman una dimensión ideológica adicional, más activa. Podemos tomar un ejemplo del discurso publicitario. Aquí tampoco existe lo puramente denotativo y ciertamente no hay representación "natural". Todo signo visual en publicidad connota una cualidad, situación, valor o inferencia, que está presente como un significado de implicancia o implicación que depende de su posición connotacional. En el ejemplo de Barthes, el sweater siempre significa "abrigo cálido" (denotación) y de allí la actividad/valor de "conservar el calor". Pero en sus niveles más connotativos también puede significar "la llegada del invierno" o "un día frío". Y en sub-códigos de la moda especializados sweater puede significar muy diversas cosas.
En este nivel claramente se contrae relaciones del signo con un universo de ideologías en la sociedad. Estos códigos son los medios por los cuales el poder y la ideología significan en los discursos particulares. Ellos remiten los signos a los "mapas de significados" en los cuales cualquier cultura está clasificada; y estos "mapas de realidad social" tienen un amplio espectro de significados sociales, prácticas, usos, poder e intereses "escritos" en ellos. Los niveles connotativos de
significación como resalta Barthes, "tienen una estrecha comunicación con la cultura, el conocimiento, la historia, y es a través de ellos que el contexto, entorno del mundo invade el sistema lingüístico y semántico. Ellos son, fragmentos de ideología" (Barthes R: Elementos de semiología).
El sí llamado nivel denotativo del signo televisivo está fijado por ciertos códigos muy complejos pero limitados o "cerrados". Su nivel connotativo, aunque también está limitado, es más abierto, sujeto a transformaciones más activas, que explotan sus valores polisémicos. Cualquier signo ya constituido es potencialmente transformable en una configuración connotativa (o varias). La polisemia no debe ser confundida sin embargo con el pluralismo. Los códigos connotativos no son iguales entre ellos. Cualquier sociedad o cultura tiende, con diferentes grados de clausura, a imponer sus clasificaciones del mundo político, social y cultural. Estas constituyen el ORDEN CULTURAL DOMINANTE aunque nunca sea unívolco o no contestado. La cuestión de la "estructura de discursos dominantes" es un punto crucial.
Las diferentes áreas de la vida social están diseñadas a través de dominios discursivos
jerárquicamente
organizados
en
significados
dominantes
o
preferentes. Los eventos nuevos, problemáticos o conflictivos que quiebran nuestras expectativas o nuestras construcciones de sentido común, deben ser asignados a sus dominios discursivos antes de que puedan "tener sentido". El modo más común de ubicar en el "mapa" estos hechos es asignar lo nuevo a algún dominio de los existentes en el "mapa de la realidad social problemática". Decimos "dominantes" y no "determinantes" porque siempre es posible ordenar, clasificar y decodificar un evento dentro de más de uno de los dominios. Pero decimos "dominante" porque existe un patrón de "lecturas preferentes" y ambos llevan el orden institucional/político e ideológico impreso en ellos y se han vuelto ellos mismos institucionalizados.
Los dominios de los significados "preferentes" están embebidos y contienen el sistema social como un conjunto de significados, prácticas y creencias: el conocimiento cotidiano de las estructuras sociales, de "cómo funcionan las cosas para todos los propósitos prácticos en esta cultura", el rango de poder e interés y la
estructura
de
limitaciones
y
sanciones.
Entonces
para
clarificar
un
"malentendido" en el nivel connotativo, debemos hacer referencia, a través de los códigos, a los órdenes de la vida social, del poder económico y político.
Más aún, en tanto estos campos están estructurados en "dominantes" pero no cerrados, el proceso comunicativo, consiste no en una asignación aproblemática de cada item visual a su posición dada dentro de un conjunto de códigos preasignados, sino que consiste en reglas performativas -reglas de competencia y uso, de lógicas -en uso- que buscan activamente reforzar o proferir algún dominio semántico sobre otro del mismo modo que items o normas dentro y fuera de sus conjuntos apropiados de significaciones. La semiología formal ha descuidado a menudo esta práctica de trabajo interpretativo aunque constituya de hecho, las relaciones reales de transmisión de prácticas en televisión. Al hablar de significaciones dominantes, entonces, no estamos hablando de un lado del proceso que gobierna cómo los hechos serán significados. Consiste en el "trabajo" necesario para reforzar, ganar plausibilidad y dirigir como legítima la decodificación de un evento dentro del límite de definiciones dominantes en las cuales ha sido connotativamente significado. Terni ha resaltado: "con la palabra lectura no queremos decir sólo la capacidad de identificar y descodificar un cierto número de signos, sino también la capacidad subjetiva de ponerlos en una relación creativa entre ellos y otros signos: una capacidad que es, por sí misma, la condición para una conciencia completa del entorno total de cada uno" ("Entendiendo la Televisión"). Nuestra discusión aquí es con la noción de "capacidad subjetiva", como si el referente de un discurso televisivo fuera un hecho objetivo pero el nivel interpretativo fuera un asunto individualizado y privado. El caso parece ser el
opuesto. La práctica televisiva toma la responsabilidad "objetiva" (esto es, sistemática) precisamente por las relaciones que vinculan los signos con otros en cualquier instancia discursiva, y así, continuamente reacomoda, delimita y prescribe dentro de qué "conciencia del entorno total de uno" se incluyen estos items. Esto nos lleva al problema de los "malentendidos". Los productores de televisión que encuentran que sus mensajes "fracasan en ser comunicados" están frecuentemente preocupados por ordenarnos, alisar los pliegues en la cadena de comunicación. La mayoría de las investigaciones que reclaman la objetividad de un "análisis de planificación" reproduce el objetivo administrativo tratando de descubrir en qué medida la audiencia reconoce un mensaje y de incrementar el grado de comprensión. Sin duda existen malentendidos de tipo literal. Si un televidente no conoce los términos empleados, no puede seguir la lógica compleja del argumento o la exposición, por no estar familiarizado con el lenguaje. Pero es más frecuente que los productores se preocupen porque la audiencia no ha entendido el significado como ellos intentan transmitirlo. Lo que quieren decir es que los televidentes no están operando dentro del código "dominante". Su ideal es el de una "comunicación perfectamente transparente".En cambio, con lo que tienen
que
confrontarse
es
con
una
"comunicación
simultáneamente
distorsionada".
En los últimos años las discrepancias de este tipo han sido explicadas habitualmente refiriéndose a la "selección perceptiva". Esta es la puerta a través de la cual el pluralismo residual evade las compulsiones de un proceso altamente estructurado, asimétrico y no equivalente. Por supuesto, habrá siempre lecturas privadas, individuales y variables. Pero "percepción selectiva" no es prácticamente nunca tan selectiva, casual o privada como el término parece sugerir. Los patrones, normas, exhiben a través de las variantes personales, confluencias. Y una nueva aproximación a los estudios de audiencia deberían comenzar con una crítica de la teoría de la "percepción selectiva".
Se argumentó antes que no existe correspondencia necesaria entre codificación y decodificación, la primera puede intentar dirigir pero no puede garantizar o prescribir la última que tiene sus propias condiciones de existencia. A no ser que sea dislocada, la codificación tendrá el efecto de construir alguno de los límites y parámetros dentro de los cuales operará la decodificación. Si no hubiera límites la audiencia podría simplemente leer lo que se le ocurriera en un mensaje. Sin duda existen algunos "malentendidos totales" de este tipo. Pero el espectro vasto debe contener algún grado de reciprocidad entre los momentos de codificación y decodificación, pues de lo contrario no podríamos establecer en absoluto un intercambio comunicativo efectivo. De cualquier forma esta "correspondencia" no está dada sino construida. No es "natural" sino producto de una articulación entre dos momentos distintivos. Y el primero no puede garantizar ni determinar, en un sentido simple, qué códigos de decodificación serán empleados. De lo contrario el circuito de la comunicación sería uno perfectamente equivalente, y cada mensaje sería una instancia de una "comunicación perfectamente transparente".
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Lo local y lo global: globalización y etnicidad Stuart Hall*
El debate sobre la globalización como un proceso mundial, y sus consecuencias, se ha estado desarrollando desde hace un tiempo en una amplia variedad de diferentes campos de trabajo intelectual. Lo que trataré de hacer, y lo que aquí haré, consiste en rastrear algunas de las configuraciones cambiantes sobre esta cuestión de lo local y lo global; particularmente en relación con la cultura y la política cultural. Trataré de descubrir qué es lo que está surgiendo y de qué manera las diferentes posiciones sobre el tema están siendo transformadas –o producidas– en el curso del desarrollo y envolvimiento de las nuevas dialécticas de la cultura global. Me propongo realizar un esbozo de este tema hacia el final de la primera exposición; luego lo desarrollaré, en la segunda conferencia, cuando me dedique a abordar el problema de las nuevas identidades y las viejas identidades. El problema de la etnicidad comprende, pues, ambas ponencias.
Voy a considerar la problemática desde lo que podría ser pensada como una perspectiva privilegiada del proceso. O, más bien, una perspectiva no privilegiada, una perspectiva decadente; es decir, desde la perspectiva del Reino Unido y, particularmente, la peculiar perspectiva de Inglaterra.
Desde el punto de vista de
cualquier recuento histórico de la cultura inglesa, la globalización –ciertamente– está lejos de constituir un proceso novedoso. De hecho, resulta prácticamente imposible pensar acerca de la formación de la sociedad inglesa, o de la constitución del Reino Unido y todas las cosas que le otorgaron una suerte de lugar privilegiado en las narrativas históricas del mundo, si obviamos ese proceso que nosotros identificamos como la “globalización”.
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Hall, Suart "The local and the Global: Globalization and Ethnicity", en King, Anthony D. (ed.), Culture Globalization and the World-System. Contemporary Conditions for the Representation of Identity. Macmillan-State University of New York at Binghamton, Binghamton, 1991, pp. 1939. Traducción de Pablo Sendón.
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Por lo tanto, cuando hablemos sobre la globalización en el presente contexto, deberá quedar claro que estaremos hablando sobre algunas de esas nuevas formas, algunos de los nuevos ritmos, algunos de los nuevos ímpetus que se perciben en el proceso de la globalización. Por el momento, no quisiera definir el fenómeno de manera más precisa; pero sí quiero sugerir que el mismo está inevitablemente situado en una historia de larga duración. Sufrimos, cada vez más, un proceso de amnesia histórica en virtud del cual creemos que sólo porque estamos pensando acerca de una idea, ésta ha surgido, o ha comenzado.
El Reino Unido, como entidad discreta y unidad nacional, surgió con –y está declinando con– una de las eras o épocas de la globalización: me refiero a la era en la cual la formación del mercado mundial se hallaba dominada por las economías y culturas de los estados–naciones más poderosos. Es esa relación, entre la formación y transformación del mercado mundial y su dominación por las economías de estados– naciones poderosos, la que constituyó la época en la que la formación de la cultura inglesa adquirió su fisonomía actual. El imperialismo, en efecto, fue el sistema mediante el cual el mundo fue subsumido en y mediante ese marco; así como también fue el contexto privilegiado de la intensificación de las rivalidades mundiales entre las formaciones imperiales. En este período, desde un punto de vista cultural, uno puede observar la construcción de una identidad cultural distintiva, una construcción que yo quiero llamar “la identidad de Lo Inglés” [Englishness]. Si uno pregunta cuáles son las condiciones formativas en virtud de las cuales una cultura nacional como ésta aspiró – y luego adquirió– una identidad histórica mundial, tendría que prestar mucha atención a la posición de la nación como un poder comercial que era líder en términos mundiales; también a su posición de liderazgo en una economía mundial altamente internacional e industrializada; y, finalmente, al hecho de que esta sociedad y sus centros han estado –desde hace largo tiempo– ubicados en el centro de una red de compromisos globales.
Pero no es mi propósito aquí responder estas cuestiones. Lo que estoy tratando de preguntar es lo siguiente: ¿cuál es la naturaleza de la identidad cultural que pertenece a ese momento histórico particular? Y debo decir que, en realidad, esa forma de identidad cultural fue definida como una forma fuertemente centralizada, altamente excluyente y también altamente exclusiva. Cuándo, exactamente, tuvo lugar aquella transformación que originó “Lo Inglés” es una larga historia. Sin embargo, uno puede observar cierto punto a partir del cual las formas particulares de la identidad inglesa sintieron que podían dirigir, dentro de sus propios discursos, los discursos de
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casi todos los demás; o, al menos, a todo el resto de los demás en un cierto momento de la historia.
Ciertamente, sabemos que el Otro colonizado fue constituido dentro de los regímenes de representación de dicho centro metropolitano. Los Otros fueron ubicados en su otredad, en su marginalidad, por la naturaleza del “ojo inglés”, el omnicomprensivo “ojo inglés”. El “ojo inglés” observa todo; pero, no obstante, no es tan bueno a la hora de reconocer que es él mismo quien, en realidad, está mirando algo. Este ojo se transforma, curiosamente, en algo análogo a la visión misma. Es, por supuesto, una representación muy estructurada, y es también una representación cultural que siempre se estructura de forma binaria. Es decir, que es fuertemente centrada: sabiendo dónde se ubica y de qué se trata, se trata de una representación que ubica y categoriza todo lo demás. Y, lo que indudablemente resulta maravilloso acerca de la identidad inglesa es que ella no ubica solamente al Otro colonizado, sino que al mismo tiempo también ubica a todo el resto.
Ser inglés, en definitiva, es conocerse a uno mismo en relación con el francés; pero también con los mediterráneos de sangre caliente, y por qué no con la apasionada –y traumatizada– alma rusa. Cuando, al viajar alrededor del globo, uno conoce cómo son el resto de las personas, uno también comprende en ese instante lo que ellos no son. En este sentido, la identidad es siempre una representación estructurada que sólo alcanza su sentido positivo a través del ojo –estrecho– de la negatividad. Es decir, que tiene que operar mediante el ojo de la aguja del Otro para – sólo luego– poder construirse a sí misma. Esa identidad produce un juego maniqueo de opuestos. Cuando hablo acerca de esta manera de ser-en-el-mundo, o más bien de ser-inglés-en-el-mundo (digamos, mejor, con una “I” mayúscula), eso se funda no sólo en una historia total, o en un conjunto total de historias, o en un conjunto total de relaciones económicas, ni tampoco en un conjunto total de discursos culturales; sino que también se basa –y profundamente– en ciertas formas de identidad sexual.
Uno no puede pensar en qué es el hombre inglés legítimo; quiero decir, ¿podría uno imaginarse avasallando las libertades de una legítima mujer inglesa? Es impensable. No era solamente una frase que estaba por ahí. Una persona inglesa “legítima” era claramente un hombre inglés legítimo. Y la noción de la masculinidad inglesa, completamente abotonada, inexpresiva y acorsetada, es una de las maneras en que esta identidad particular fue firmemente apuntalada. Este tipo de “Lo Inglés” no
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puede comprenderse despegado de un cierto momento histórico del desarrollo del proceso global. Es, en sí mismo, un tipo de etnicidad.
Hasta antes de ayer, no hubiera sido apropiado –en lo absoluto– llamarla de esa manera. Una de las cosas que ocurren con cierta frecuencia en Inglaterra es la interminable discusión, que recién está comenzando en este caso puntual, por tratar de convencer a los ingleses de que ellos son, después de todo, sólo otro grupo étnico más. Quiero decir un grupo étnico muy interesante, flotando al filo de Europa, con su propio lenguaje, sus propias costumbres particulares, sus rituales y sus mitos; como cualquier otro pueblo nativo, ellos –y su larga historia– tienen mucho que puede ser dicho en su favor. Pero la etnicidad, en el sentido de aquello que habla en sí mismo, como abarcando todo dentro de su rango es, después de todo, una forma muy específica y muy particular de la identidad étnica.
La etnicidad se ubica en un lugar, en una historia específica. No podría hablar fuera de un lugar, fuera de esas historias. Es evidente que la etnicidad está ubicada y está inmersa, de manera inevitable, en un conjunto sistemático y total de nociones acerca del “territorio”, acerca de dónde es el “hogar” y de dónde es el “extranjero”, acerca de qué es lo “cercano” a nosotros y qué es, también, lo “lejano”. La etnicidad, en definitiva, está cifrada en todos los términos en los que podemos entender, valga la redundancia, qué es la etnicidad. Desafortunadamente por sólo un lapso de tiempo, la etnicidad es aquello que ubica y sitúa a todas las demás etnicidades y que, sin embargo, ella es una también en sus propios términos.
Si uno pregunta algo acerca de la nación para la que ésta fue la representación más importante –aquella representación que podría representarse a sí misma, no sólo en términos culturales, sino también en términos ideológicos a través de la imagen de una identidad inglesa (o, mejor dicho, de una etnicidad inglesa)– uno vería, por supuesto, lo que uno siempre ve cuando examina –o despliega– una etnicidad. Ella se representa a sí misma como algo perfectamente natural: nacido un inglés, siempre lo seré; condensado, homogéneo, unitario. ¿Cuál es el punto de una identidad si no es una cosa? Tal vez porque el resto del mundo es tan confuso sea una de las razones por las cuales seguimos deseando que las identidades vengan caminando y salgan a nuestro encuentro: todo lo demás está cambiando, pero las identidades deben necesariamente consistir en algunos puntos estables de referencia, puntos estables que también lo fueron en el pasado, puntos estables que lo son ahora y lo serán por siempre; y, aún así, no dejarán de ser puntos en un mundo cambiante.
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Pero, por supuesto, “Lo Inglés” nunca fue –y posiblemente nunca podría ser– solamente eso. Tampoco lo fue en relación con aquellas sociedades con las que estaba profundamente conectado; con aquellas sociedades con las cuales estaba, en términos globales, íntimamente relacionado como un poder de ultramar de índole tanto comercial como política. Y sabemos que uno de los secretos mejor guardados del mundo, precisamente, fue que tampoco fue “solamente eso” en relación con su propio territorio. De hecho, fue sólo mediante la fuerza de excluir, del poder de absorber todas las enormes diferencias que constituían “Lo Inglés” –pienso aquí en la multiplicidad de regiones, de pueblos, de clases y de géneros diferentes que componían el pueblo, reunido en torno de la Ley– que “Lo Inglés” pudo representar, casi aislado en las islas británicas, a todo el mundo. La etnicidad inglesa fue siempre negociada, queda claro, contra la diferencia.
La etnicidad de “Lo Inglés” tuvo que absorber constantemente todas las diferencias de clase, región y género con las que se topaba, para poder presentarse a sí misma como una entidad homogénea. Y eso es algo cuya naturaleza apenas estamos comenzando a vislumbrar; paradójicamente, al mismo tiempo que nos acercamos al final de su desarrollo. Me refiero a que con el proceso de la llamada “globalización”, esa forma canónica de relación entre una identidad cultural nacional y un estado–nación está comenzando –al menos en Gran Bretaña– a decaer, a desaparecer.
Y uno supone que no sólo es allí que ese viejo vínculo está empezando a esfumarse. Debemos reconocer que la noción monolítica de una “formación nacional”, de una “economía nacional”, de una entidad que podría ser representada a través de una “identidad cultural nacional”, se encuentra actualmente bajo una presión considerable. Debo entonces tratar, e identificar muy brevemente, qué es lo que hace que una configuración insostenible se sostenga en su sitio por mucho más tiempo que el esperable.
En primer lugar, en el caso británico, tal vez una de las causas se deba al largo proceso de decadencia económica. De ser el poder económico líder en todo el mundo, de estar en el pináculo del desarrollo comercial e industrial y de ser la primera nación industrializada, Gran Bretaña –simplemente– se convirtió en una nación más entre otras; una nación más entre una numerosa serie de nuevas naciones industrializadas, algunas de las cuales no sólo eran mejores, sino más poderosas. Ciertamente, no
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podemos decir que Gran Bretaña se encuentre más en la punta de lanza del desarrollo económico e industrial del mundo.
La tendencia hacia la mayor internacionalización de la economía, enraizada en la aparición y el auge de las firmas multinacionales, construida sobre los cimientos de los modelos fordistas de producción y de consumo de masas, excedió en mucho algunas de las más importantes y principales causas que permitían explicar el momento de gloria de la economía británica. De la posición de vanguardia, hemos dicho, Gran Bretaña ha retrocedido cada vez más, a medida que los nuevos regímenes de acumulación, las formas novedosas de producción y de consumo van creando nuevas naciones líderes en la economía global.
Más recientemente, sabemos que la crisis capitalista de la década de 1970 ha acelerado la apertura de nuevos mercados globales; me refiero a mercados tanto de mercancías como a mercados financieros, de los cuales Gran Bretaña se hubiese beneficiado indudablemente, de no haber sido dejada atrás en la carrera. Con el horroroso ruido de la desindustrialización, Gran Bretaña está –en la era de Thatcher– tratando de sustentarse en algún lugar más o menos cercano a la punta de lanza de las nuevas tecnologías que, en el plano internacional han vinculado a la producción y a los mercados en un nuevo auge del capital global. La desregulación del sistema financiero es, simplemente, un nuevo signo del movimiento de la economía y la cultura británicas, una transición o un desplazamiento en busca de una nueva época de capital financiero. Además, la nueva producción multinacional –me refiero a la nueva nueva división internacional del trabajo– no sólo relaciona las secciones más atrasadas del llamado “Tercer Mundo” con las presuntas secciones avanzadas del “Primer Mundo” en una formación productiva multinacional, sino que trata –y cada vez más– de reconstituir los sectores menos privilegiados que habitan en el interior mismo de su seno, en la propia sociedad: pienso en aquellas formas de contratos, aquellas formas de franquicias que están comenzando a crear pequeñas economías locales y dependientes, economías que se vinculan a su vez, de distintas maneras, con la producción multinacional. Todas ellas han fragmentado el terreno económico, político y social sobre el cual prosperaron las nociones más antiguas acerca de “Lo Inglés”.
Y esos factores son aquellos acerca de los cuales uno sabe algo. Son los elementos constitutivos de un proceso que hoy se llama “globalización”. Quisiera agregarles, entonces, algunos otros aspectos, porque, me parece, tendemos a pensar sobre ese proceso que denominamos globalización de una forma demasiado
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homogénea. Y ya verán, en un momento de mi exposición, las razones por las cuales –precisamente– voy a insistir en ese punto.
Otro factor que ha estado erosionando esa formación más antigua y homogénea que he estado describiendo, lo constituyen, ciertamente, esas enormes y continuas migraciones de fuerza de trabajo que se volvieron tan habituales en el mundo de posguerra. Nos topamos, aquí, con una tremenda paradoja en la que no puedo dejar de deleitarme; me refiero al hecho de que, en el mismo momento en que Inglaterra se convencía a sí misma de que tenía que descolonizar, ella misma tenía que librarse de aquella gente, y todos “volvimos a casa”. Mientras los británicos de pura cepa arreaban la bandera, nos subimos al barco bananero y navegamos sin pausas con rumbo directo a Londres. Se trata de una paradoja terrible: ellos habían gobernado el mundo por trescientos años y al final, cuando se habían decidido a abandonar ese papel, los otros hubieran debido comportarse con cierto decoro y haberse quedado en la orilla, o haberse ido a otros sitios, o –al menos– haber encontrado otras relaciones clientelísticas que trabar. Pero no; ellos siempre dijeron que éste era –realmente– el “hogar verdadero”, que las calles estaban pavimentadas con oro. Y, maldición, nosotros vinimos para corroborar si aquello, efectivamente, era así. Y yo soy, de hecho, el producto de ese proceso. Yo llegué justo en ese momento. Alguien dijo: “¿por qué no vive en Milton Keynes, donde usted trabaja?. Usted debería vivir en Londres. Si usted viene de los suburbios, o –es más– de los suburbios coloniales, en realidad comprenderá que donde quiere vivir es justo en la estatua de Eros. En Piccadilly Circus. No quiere invadir y vivir en los suburbios metropolitanos de Otro; quiere ir, derecho, sin pausas, al centro del mundo”. Hemos estado escuchando eso desde que teníamos un mes de edad. La primera vez que llegué a Inglaterra en 1951 miré alrededor, y había narcisos de Wordsworth. Pero por supuesto, ¿qué otra cosa esperaba encontrar? Eso era lo que sí sabía. Eso es lo que “significaban” los árboles y las flores. Yo no sabía los nombres de las flores que había dejado atrás en Jamaica.
Uno tiene también que recordar que “Lo Inglés” no sólo ha sido descentrado por la gran dispersión de capitales hacia Washington, Wall Street y Tokio, sino también por el enorme flujo que forma parte de las consecuencias culturales de las migraciones de fuerza de trabajo, las migraciones de pueblos que transcurren a un ritmo verdaderamente acelerado en nuestro mundo moderno.
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Por otra parte, otro aspecto de la globalización se nos presenta en una manera completamente diferente: la creciente interdependencia internacional. Esto se puede observar de dos maneras diferentes. Primero, cuando notamos que existe un crecimiento de los arreglos monetarios y regionales que vinculan a Gran Bretaña con el resto de la OTAN, con el Mercado Común Europeo y con otras organizaciones similares. Hay un crecimiento de aquellas organizaciones y conexiones regionales y supranacionales que nos hacen pensar que siquiera intentar concebir lo que sucede en la sociedad inglesa como si sólo tuviera una dinámica interna resulta imposible –si es que acaso, alguna vez, ello fue posible. Y aclaremos que se trata de un cambio muy profundo, un cambio en las concepciones de la soberanía y el estado-nación; es un cambio en la concepción de lo que el gobierno inglés puede hacer, de lo que puede controlar, de las transformaciones que puede llevar a cabo. Estos fenómenos son – cada vez más– vistos como interdependientes no sólo con las economías, sino también con las culturas y las economías de otras sociedades.
En segundo lugar –y esto no es menos importante– analicemos el enorme impacto de lo que podríamos llamar interdependencia ecológica global. Cuando los vientos insalubres de Chernobyl llegaron hasta aquí, no hicieron una pausa en la frontera, mostrando sus pasaportes y diciendo “disculpe, ¿puedo llover en su territorio ahora?”. Sencillamente fluyeron y regaron Gales y otros lugares, lugares en donde jamás se supo siquera dónde quedaba Chernobyl. Recientemente hemos estado disfrutando algunos de los placeres –y anticipando algunos de los desastres– del calentamiento global. Las fuentes, y las consecuencias, están por supuesto a millas de distancia. Sólo podemos empezar a hacer algo al respecto sobre la base de algún tipo de consciencia ecológica que debe tener, como sujeto, a alguien definitivamente más grande que el legítimo hombre inglés. Este caballero inglés no puede ayudarnos en nada respecto de la destrucción de la selva tropical en Brasil. Y, en realidad, apenas sabe deletrear “ozono”.
En consecuencia, algo se está escapando de aquella vieja unidad que estructuraba la globalización en su primera fase; algo está comenzando a erosionarse. En el futuro, me parece, veremos a esta era en términos de la importancia de la erosión del estado-nación y de las identidades nacionales que se asocian con él.
La erosión del estado-nación, las economías nacionales y las identidades culturales nacionales es, entonces, una cuestión muy compleja y peligrosa. Las entidades de poder son peligrosas cuando se fortalecen y cuando decaen; por ello, es
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un punto crucial saber en cuál de estos dos momentos resultan ser más peligrosas. En el primer momento, devoran a todo el mundo; y, en el segundo, hunden a todo el mundo con ellas. Entonces, cuando hablo acerca de la decadencia o de la erosión del estado-nación, ni por un momento imaginen que éste se está despidiendo del escenario de la historia: “Lo siento, he estado aquí tanto tiempo... Pido perdón por todas las cosas que hice: nacionalismo, guerras feroces, racismo. Pido perdón por todo eso. ¿Puedo irme ahora?”. No, no está retrocediendo de esa manera. Se está atrincherando, aún más profundamente, en un exclusivismo defensivo.
En consecuencia, en el mismísimo momento en que está desapareciendo del horizonte del Oeste y del Este la llamada “base material” de la vieja identidad inglesa, la era de Thatcher lleva a “Lo Inglés” hacia una definición aun más firme; es más, una definición tal vez más estrecha pero, a la vez, más firme: una definición como nunca antes había tenido. Ahora estamos preparados para ir a cualquier lado a defenderla: a los mares del sur, al Atlántico sur. Y si no podemos defenderla en la realidad, la defenderemos al menos en gesto: ¿de qué otra forma podemos comprender el episodio de las islas Falklands? Viviendo el pasado enteramente a través del mito. Reviviendo la era de los dictadores, no ya como una farsa, sino como un mito. Reviviendo la totalidad de ese pasado a través del mito, que –sabemos– es una organización muy defensiva. Jamás nos hemos visto tan cerca de una defensa tan belicosa de una definición de la identidad cultural de “Lo Inglés” que haya sido tan estrecha, tan nacional. Y la era de Thatcher, precisamente, está sustentada en eso. Cuando los defensores de Thatcher hablan, con frecuencia preguntan: “¿Es usted uno de los nuestros?”. ¿Pero quién es uno de los nuestros? Bueno, la cantidad de gente que no es “uno de nosotros” llenaría un libro. Y, difícilmente alguien sea “uno de nosotros” por más tiempo: Irlanda del Norte no es “uno de nosotros” porque está sumergida en una guerra sectaria; los escoceses no son “uno de nosotros” porque no votaron por nosotros; los del noroeste –y los del noreste– no son “uno de nosotros” porque están manufacturando y decayendo, porque no se han adherido a la empresa cultural. Por supuesto que tampoco son los negros, precisamente, “uno de nosotros”. Habrá uno o dos que son “honorarios”, pero no pueden ser realmente “uno de nosotros”. Las mujeres sólo pueden serlo si se limitan a sus roles tradicionales, ya que si los abandonan, claramente, comienzan a orillar hacia las márgenes.
El interrogante todavía se plantea con la esperanza de que puede haber sido respondido con la misma incólume confianza con que los ingleses siempre se han ocupado de sus propias identidades. Pero esto no puede seguir así. Esa identidad se
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produce con un esfuerzo enorme. Un gigantesco trabajo ideológico debe llevarse a cabo, día a día, para producir este ratón que la gente puede reconocer como “el Inglés”. Deben observar todos los detalles para producirlo; deben observar el curriculum, la cualidad de inglés en el arte inglés, en lo que constituye la auténtica poesía inglesa y, sobre todo, deben rescatar todo eso de entre todas aquellas otras cosas que no lo son. En todos lados, la cuestión de “Lo Inglés” radica en la contención.
En definitiva, todo lo que quiero decir sobre eso es que, cuando la era de los estados-nación comienza a decaer con la globalización, uno puede observar una regresión hacia una forma de identidad nacional, muy defensiva y altamente peligrosa, que está motivada por una forma muy agresiva de racismo.
Las nuevas formas de la globalización, por el contrario, son muy diferentes de las que acabo de describir. Una de las cosas que sucede cuando el estado-nación comienza a debilitarse, y a la vez a tornarse menos convincente y menos poderoso, es que la respuesta frente a esa situación se lleva a cabo simultáneamente en dos direcciones. Por así decirlo, va por encima del estado-nación y, a la vez, por debajo de él; o, en otras palabras, se hace global y local en el mismo momento. Lo global y lo local son dos caras del mismo movimiento, un tránsito desde una época de la globalización –aquella que ha sido dominada por el estado-nación, las economías nacionales y las identidades culturales nacionales– hacia algo nuevo.
¿Cuál es, entonces, este “algo nuevo”, esta nueva forma de globalización? Para comenzar, la nueva forma de globalización no es inglesa; es americana. En términos culturales, la nueva forma de globalización tiene que ver con la nueva cultura global de los medios masivos de comunicación, que son muy diferentes de aquellos asociados con la identidad inglesa, y también de las identidades culturales que en la fase temprana se asociaban con el estado-nación. La cultura de los medios globales de comunicación se encuentra dominada por los modernos medios de producción cultural, por la imagen que cruza y recruza las fronteras lingüísticas mucho más rápida y fácilmente que antes, y que habla a través de los lenguajes de una manera mucho más inmediata. También está dominada por todas aquellas maneras en que las artes visuales y gráficas han incidido, directamente, en la reconstitución de la vida popular, el entretenimiento y el ocio. Está dominada, en suma, por la televisión y las películas, por la imagen, por la imaginería y los estilos de la publicidad de masas. Su epítome son aquellas formas de comunicación masiva de las que, como primer ejemplo, uno piensa en la televisión satelital. Pero no sólo porque sea el único ejemplo, sino porque
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no se puede entender la televisión satelital sin comprender su sustento en una combinación particular y avanzada de economía y cultura que es de carácter nacional y, sin embargo, cuya razón de ser consiste precisamente en que no puede ser limitada por las fronteras nacionales.
En Gran Bretaña, recientemente hemos inaugurado la nueva televisión satelital, llamada Sky Channel y propiedad de Rupert Murdoch. Él se sienta justo encima del canal; el canal habla a través de todas las sociedades europeas a la vez; y crece mientras los viejos modelos de comunicación de nuestra sociedad son lentamente desmantelados. La noción misma de la British Broadcasting Corporation, de un servicio de interés público, se vuelve anacrónica en un instante.
Se trata de un espacio muy contradictorio, porque al mismo tiempo que envía el satélite al espacio, el Thatcherismo envía a alguien para que observe el satélite. De esa manera, la señora Thatcher ha puesto en órbita a Rupert Murdoch y al Sky Channel; pero, junto con ellos, debe ir también un comité de estándares de transmisión, que asegure que el satélite no nos transmita pornografía soft después de las once de la noche, cuando los niños están en la cama.
Entonces, vemos que no se trata de un fenómeno excento de contradicciones. Un lado de Thatcher, el lado respetable y tradicional, está mirando el libre mercado. Es el mundo bifurcado en el que, sin embargo, vivimos. No obstante, en términos de lo que la nueva cultura global de medios de comunicación lleva a los viejos estadosnaciones, las culturas nacionales de las sociedades europeas se encuentra en la punta de lanza de los transmisores de imágenes. Y, como consecuencia de la explosión de aquellas formas novedosas de comunicación y representación cultural, un nuevo campo de representación visual se ha abierto a sí mismo.
Es precisamente este campo el que denomino “cultura global de medios masivos”. La cultura global de los medios masivos tiene una variedad de diferentes características, pero por el momento yo preferiría identificar sólo dos de ellas. La primera es que permanece centrada en el Oeste. En otras palabras, la tecnología occidental, la concentración de capital, la concentración de las técnicas, la concentración del trabajo avanzado en las sociedades occidentales, y las historias y el imaginario de las sociedades occidentales son, en su conjunto, la auténtica usina que moviliza a esta cultura de medios masivos y escala global. En este sentido, esta cultura está centrada en el Oeste, y siempre habla inglés.
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Por otro lado, es preciso que quede claro que esta forma cultural tan particular no habla más el inglés de la reina. Habla el inglés como un lenguaje internacional, que es una cosa
totalmente diferente. Es decir, que habla una variedad de formas
quebradas del inglés: el inglés tal como ha sido invadido, tal como ha hegemonizado una variedad de otras lenguas sin haber sido capaz de excluirlas. En otras palabras, habla anglo-japonés, anglo-francés, anglo-alemán o, incluso, puede llegar a hablar anglo-inglés. Se trata en definitiva de una forma nueva de lenguaje internacional, que no es ya, precisamente, la misma vieja forma estándar y tradicional del inglés de alta alcurnia, estratificada y dominada en términos de clase, canónicamente asegurada. Eso es, precisamente, lo que quiero decir al señalar que esta nueva cultura está “centrada en el Oeste”: está centrada en los lenguajes del Oeste, aunque no está centrada de la misma manera.
La segunda característica más importante de esta flamante forma de la cultura global de masas consiste en su peculiar forma de homogeneización. Se trata, en efecto, de una forma homogeneizada de representación cultural; una forma enormemente absorbente que, no obstante, nunca termina de finalizar su labor, ya que no trabaja para completarse a sí misma. Quiero decir que no está tratando de producir en todos lados pequeñas “mini-versiones” de “Lo Inglés”, ni siquiera pequeñas versiones de “Lo Americano”. Quiere reconocer y absorber esas diferencias dentro un marco mayor y más englobante; un marco que es, esencialmente, una concepción americana del mundo. En otras palabras, está poderosamente localizada en la constante –y creciente– concentración de la cultura y de otras formas del capital. Pero ahora se trata de una forma de capital que reconoce que sólo puede reinar –si se me permite la metáfora– a través de otros capitales locales, gobernando junto con otras élites económicas y políticas; no trata de pulverizarlas; sino de operar a través de ellas. Esta novedosa configuración tiene que articular el marco entero de la globalización en su correspondiente lugar y, al mismo tiempo, gerenciar el funcionamiento de ese sistema y –en su interior– las respectivas independencias. Podemos pensar en la relación entre los Estados Unidos y Latinoamérica para identificar con precisión aquello de lo que he hablado: cómo esas formas que son diferentes, que tienen su propia especificidad, pueden sin embargo ser repenetradas, absorbidas, ser reformadas y negociadas sin destruir en lo absoluto lo que resulta específico y particular de cada una de ellas.
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En una etapa anterior, nosotros tendíamos a pensar que si uno simplemente identificaba la lógica del capital, iba a advertir las maneras en que ésta impregnaba progresivamente todo el mundo. Esta lógica traduciría todo lo que hay en el mundo en una especie de réplica de sí misma; toda particularidad desaparecería; y al capital, en su marcha progresiva y racionalizante, no le importaría en última instancia si uno fuera negro, verde o azul. Claro, en tanto y en cuanto que pudiera vender su fuerza de trabajo como una mercancía. A aquella lógica no le importaría, en definitiva, si uno es varón o mujer, o un poco de cada uno, en tanto que pudiera tratar con uno en sus propios términos: los de la mercantilización del trabajo.
Pero mientras más logramos comprender el desarrollo del capital en sí mismo, más advertimos que ésa fue sólo una parte de la historia. Supimos que, junto con ese impulso irrefrenable de mercantilizar todo –que ciertamente es parte de la lógica de desarrollo–, existe otra parte de ella que trabaja en –y a través– de la especificidad. El capital siempre se ha interesado mucho, de hecho, en la cuestión de la naturaleza del género de la fuerza de trabajo. A la hora de cumplir con la mercantilización del trabajo, nunca ha sido capaz de pulverizar la importancia que la naturaleza de género de la fuerza de trabajo adquiere para sí misma. El capital, en otras palabras, ha sido siempre capaz de trabajar con fuerzas de trabajos muy distintas en términos étnicos y raciales. Así, comprendemos las razones por las cuales la noción de un englobamiento progresivo y racionalizante ha sido una manera muy engañosa de persuadirnos a nosotros mismos de las capacidades integradoras y omnicomprensivas del capital.
Como consecuencia, sostendré que hemos perdido de vista de una de las intuiciones más profundas de El Capital de Marx, que es que el capitalismo sólo puede avanzar sobre un terreno plagado de contradicciones. Son estas mismas contradicciones que tiene que superar las que producen sus propias formas de expansión. Y no comprenderemos este proceso a menos que podamos ver la naturaleza de ese terreno contradictorio, que podamos analizar cómo se trata la particularidad, cómo se la apropia y se la incluye, cómo ésta presenta resistencias, y cómo estas resistencias son superadas y cómo estas superaciones aparecen de nuevo. Eso, me parece, es mucho más cercano a la manera en que debiéramos pensar acerca de la llamada “lógica del capital”, la lógica que impulsa el avance de la globalización misma.
A menos que abandonemos la noción del capital singular y homogéneo en la que resulta irrelevante dónde este último opera, no podemos comprenderlo
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cabalmente. ¿Me permiten referirme a una serie de cosas que no hemos sido capaces de entender por no leer El Capital de esa manera?
No hemos sido capaces de comprender por qué, en el final del siglo XX, alguien todavía puede ser religioso. La religión debiera haber desaparecido; de hecho se trata, precisamente, de una de las formas de la particularidad que supuestamente debía diluirse. Tampoco hemos sido capaces de comprender por qué el nacionalismo, esa vieja forma de particularismo, anda todavía por allí. Todos estos viejos particularismos debieran haber sido diluidos por la modernidad. Y, no obstante, lo que encontramos es que las formas más avanzadas del capital, cuando consideramos el nivel global, constantemente operan dividiendo las viejas sociedades en sectores avanzados y en otros que no son tan avanzados. El capital, de manera constante, explota formas diferentes de fuerza de trabajo; y, constantemente, a la hora de intentar mercantilizar la vida social, se mueve entre los intersticios de la división sexual del trabajo.
Pienso que es extremadamente importante asumir esta noción contradictoria del capital, y adoptar en el análisis esa línea de desarrollo completa que conduce a fases diferentes de la expansión global. De otra manera, me parece que perderíamos de vista la riqueza del terreno cultural que está enfrente nuestro.
He tratado, en consecuencia, de describir nuevas formas de economía global y de poder cultural que, aparentemente, resultan ser paradójicas: multinacionales pero, a la vez descentradas. Esto tal vez sea un poco difícil de comprender, pero pienso que es hacia lo que inevitablemente vamos: no ya la unidad de una empresa singular y colectiva, que intenta encapsular el mundo entero dentro de sus confines; sino hacia nuevas formas de organización socioeconómicas cada vez más descentralizadas.
Sólo en algunas partes del proceso de globalización, y no en todos lados, uno encuentra nuevos regímenes de acumulación mucho más flexibles. Estos regímenes se fundan, más que en la lógica de la producción y el consumo de masas, en ciertas estrategias flexibles de acumulación, en mercados segmentados, en estilos de organización postfordistas, en estilos de vida, en formas de marketing específicas, por la producción al instante; en suma, en una serie de dispositivos cuya totalidad impulsa el mercado. Lo que resulta evidente es que estos mecanismos se articulan en torno de cierta habilidad para dirigirse, no ya a una audiencia masiva o al consumidor masivo, sino a pequeños grupos específicos, penetrando y llegando a los individuos mismos.
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Desde un punto de vista, podría decirse entonces que se trata del viejo enemigo en un nuevo disfraz; y, de hecho, es precisamente la cuestión que voy a plantear. ¿Es sólo el viejo enemigo en un nuevo disfraz? ¿Es acaso la marcha inexorable de la vieja forma de mercantilización, la vieja forma de globalización en posesión total del capital, en posesión total del Oeste, la vieja forma que simplemente era capaz de absorber a todo y a todos en su impulso incontenible? ¿O acaso hay algo digno de destacarse en el hecho de que, en cierto punto, la globalización no puede proseguir sin aprender a vivir con –y a trabajar a través de– la misma diferencia?
Si en algún lugar uno mira este proceso como hablando por sí mismo, o como comenzando a representarse a sí mismo, es precisamente en las formas modernas de publicidad. Si las observa, lo que veremos es que ciertas formas de la publicidad moderna todavía están basadas en la vieja imaginería fordista, exclusiva, poderosa, dominante, altamente masculina; en un juego muy exclusivo de identidades. Pero, junto con ellas, están los “nuevos exóticos”, y lo último de lo último es, precisamente, la “nueva exótica”. Estar a la cabeza del capitalismo moderno implica comer quince diferentes cuisines en una misma semana; no significa comer una sola. Ya no es importante comer un bistec con zanahorias y budín de Yorkshire cada domingo. ¿Quién necesita eso? Porque si uno está llegando de Tokio, vía Harare, uno no viene imbuido de “todo es lo mismo”, sino de la maravilla de que todo sea diferente. En un viaje alrededor del mundo, en un solo fin de semana, uno puede observar cada una de las maravillas del mundo antiguo. Uno las incorpora todas de golpe, mientras se desplaza, viviendo con la diferencia, maravillándose del pluralismo. El pluralismo es, de hecho, esa forma de poder económico concentrada, corporativa, hipercorporativa, sobreintegrada, sobreconcentrada y condensada, que vive culturalmente a través de la diferencia y que constantemente está azuzándose a sí misma con los placeres del Otro transgresor.
Se ve entonces la diferencia respecto de la vieja forma de identidad que describí: la Gran Bretaña fortificada, encorsetada, encadenada rígidamente a la ética protestante. En Inglaterra, por mucho tiempo, y ciertamente bajo la égida de la era de Thatcher, aún hoy se puede reunir mucha gente para un proyecto si se le promete tiempos difíciles. No se les puede prometer buenos tiempos; se les prometen los buenos tiempos para más tarde. Los buenos tiempos vendrán. Pero, primero, uno inevitablemente tiene que padecer mil inviernos duros, si quiere gozar luego seis
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meses de placer. De hecho, toda la retórica del thatcherismo ha construido el pasado exactamente de esa manera. Eso es lo que estaba mal en las décadas de 1960 y 1970: todo ese movimiento, todo ese consumo, todas esas cosas placenteras. Sabemos que eso termina, siempre, de mala manera. Siempre, al final, hay que pagar.
Ahora bien, el régimen del cual hablo no lleva en su estructura la economía del placer/dolor. Es un placer que no cesa. Placer para comenzar, placer en el transcurso, placer al final; nada sino placer. Se trata de la proliferación de la diferencia, de las cuestiones de género, de la sexualidad. Todo esto vive con el hombre nuevo. Es más, produjo al hombre nuevo incluso antes de que alguien estuviera convencido de que exista. La publicidad produjo la imagen del hombre postfeminista. Alguno de nosotros no lo podemos encontrar, pero ciertamente está allí, en la publicidad. Yo no sé si alguien está viviendo con él en la actualidad, pero ciertamente está allí afuera, en la publicidad.
En Inglaterra son estas nuevas formas de poder globalizado las más sensibles a las cuestiones planteadas por el feminismo. Se dice, “Por supuesto, habrá mujeres trabajando con nosotros. Nosotros debemos pensar en las cuestiones de niños. Nosotros debemos pensar sobre en las mismas oportunidades para la gente negra. Por supuesto, todo el mundo conoce a alguien de diferente color de piel. Que aburrido sería conocer solamente gente que es igual a nosotros. Nosotros no conocemos gente igual a nosotros. Usted sabe que nosotros podemos ir a cualquier lugar en el mundo y tener amigos que son japoneses. Estuvimos en África del Este la semana pasada y entonces fuimos a un safari, y también siempre vamos al Caribe, etc.”.
Esto es lo que yo llamo “el mundo del postmodernismo global”. Algunas partes del proceso de globalización moderno están produciendo ese postmodernismo global. El postmodernismo global no es un régimen unitario porque todavía continúa estando en tensión, dentro de sí mismo, con una concepción más vieja, más fortificada, más corporativa, más unitaria y también más homogénea de su propia identidad. Esa lucha está siendo llevada a cabo dentro de sí misma y uno no puede, en realidad, observarla. Y, si uno no la ve, lo debería hacer. Porque uno debe ser capaz del escuchar el modo en que, en la sociedad Americana, en la cultura Americana, esas dos voces hablan al unísono: la voz del consumo placentero infinito, de lo que yo llamo la “cuisine exótica”; y, por otro lado, la voz de la mayoría moral, la voz de las ideas conservadoras más tradicionales y fundamentales. Debe quedar claro que esas dos voces no provienen de diferentes lugares, sino que vienen del mismo lugar. Es el
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mismo acto de equilibrista en el que el Thatcherismo trata de liberar al unísono a Ruper Murdoch y a Sir William Rees Mogg, con la esperanza de que –de alguna manera– se sostendrán mutuamente. Una vieja moral de petite burgeois constreñirá al ya desregulado Ruper Murdoch. De alguna manera, estas dos personas vivirán en el mismo universo, juntos.
Así, yo no creo en la noción de la globalización como un espacio no contradictorio e incontestable, en el que todo se inclina al mantenimiento de las instituciones, de manera tal que todos saben perfectamente qué es lo que están haciendo. Pienso que la historia señala otra cosa muy distinta: que, para mantener su posición global, el capital ha tenido que negociar; y por “negociar” entiendo que ha tenido que incorporar –y al menos parcialmente reflejar– las mismas diferencias que trataba de superar. Tenía que tratar de apropiarse –y en algún grado neutralizar– esas diferencias. Está, pues, tratando de constituir un mundo en el que las cosas son diferentes. Y allí está el placer, pero las diferencias no importan.
La cuestión es: ¿es esto simplemente el triunfo final, la clausura que el Oeste hace de la historia? ¿Es la globalización otra cosa que el triunfo del Oeste y su clausura de la historia? ¿Es el nuestro el mundo final de un postmodernismo global, que atrapa a todo y a todos, que no encuentra diferencia que no pueda apresar, ni otredad cuya lengua no pueda hablar, ni marginalidad de la cual no pueda obtener algún placer?
Resulta evidente, por supuesto, que cuando hablo acerca de la cocina exótica no quiero decir que en Calcuta coman cocina exótica, sino que la están comiendo en Manhattan. Por ende, no imaginemos que se halla distribuida por el mundo de modo parejo e igualitario. Estoy hablando de un proceso de profunda inequidad. Pero, sin embargo, estoy diciendo que tampoco debemos resolver la cuestión demasiado rápido; se trata solamente de otro de los rostros del triunfo final de Occidente. Conozco esa posición. Sé que es muy tentadora. Es lo que yo llamo “postmodernismo ideológico”: como no puedo ver más allá de él, la historia entonces debe haber terminado. Yo no compro esa forma de postmodernidad: es lo que le pasa a los intelectuales franceses ex marxistas cuando se encaminan al desierto.
Pero hay otra razón por la cual uno no puede ver esta forma de globalización como carente de problemas y contradicciones; de hecho, he estado hablando acerca de lo que sucede dentro de sus propios regímenes, dentro de sus propios discursos.
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Todavía no he hablado acerca de lo que sucede afuera de ella, lo que sucede en las márgenes. Entonces, en la conclusión de esta exposición, quisiera mirar este proceso desde el punto de vista no ya de la globalización sino más bien de lo local. Quiero hablar sobre dos formas de globalización que luchan entre sí. Primero, una forma vieja, corporativa, cerrada y defensiva, que podemos rastrear hasta el nacionalismo y la identidad cultural nacional, y que trata de construir defensas a su alrededor antes de erosionarse. Segundo, la otra forma de postmodernismo global, que está tratando de vivir y, al mismo tiempo, superar, incorporar y apropiarse de la diferencia.
¿Qué ha estado sucediendo allí afuera, en lo local? ¿Qué sucede con la gente que no se montó en la globalización sino que quedó debajo de ella, en lo local?
El retorno de lo local suele ser una respuesta frente a la globalización. Es lo que la gente “hace” cuando, frente a una forma particular de modernidad que los confronta bajo la forma de la globalización tal como la he descripto, opta por evadir la cuestión y decir: “Yo no sé nada más sobre eso. No puedo controlarlo. No conozco políticas que puedan enfrentarlo. Es demasiado grande. Es demasiado inclusivo. Todo está de su lado. Hay algunos terrenos por allí, pequeños intersticios, pequeños espacios dentro de los cuales tengo que trabajar”. Aunque, por supuesto, uno siempre debe ver esto en términos de una relación entre discursos y regímenes balanceados de manera dispareja.
Pero esto no es todo lo que podemos decir acerca de lo local. Se trataría de una historia del siglo XX extremadamente peculiar y extraña si se olvidara que la revolución cultural más profunda ha sido una consecuencia de las márgenes entrando a la representación: en el arte, en la pintura, en el cine, en la música, en la literatura, en las artes modernas de todos lados, en política y, en términos generales, en la totalidad de la vida social. Y estas márgenes no lo hacen para ser situadas por otro régimen, por el ojo del imperio, sino que lo hacen para reclamar para sí mismas alguna de las formas posibles de representación.
En nuestro mundo, de manera paradójica, la marginalidad se ha convertido en un espacio poderoso. Se trata de un espacio de poder débil, pero es, al fin y al cabo, un espacio de poder. En las artes contemporáneas, me arriesgaría a decir que quien busca lo creativamente emergente encontrará cada vez más que tiene que ver con el lenguaje de las márgenes.
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Surgen así nuevos sujetos, nuevos géneros, nuevas etnicidades, nuevas regiones y nuevas comunidades, todos previamente excluidos de las formas mayoritarias de representación cultural, imposibilitados de situarse a sí mismos excepto como sujetos descentrados o subalternos; todos ellos han adquirido por primera vez, mediante la lucha –y a veces de maneras muy marginales– los medios para hablar por sí mismos. Y los discursos del poder en nuestra sociedad, los discursos de los regímenes dominantes, han sido amenazados ciertamente por este crecimiento del poder cultural descentrado, que viene desde lo marginal y lo local.
Así como he tratado de hablar sobre la homogeneización y la absorción, sobre la pluralidad y la diversidad como características de las nuevas formas del postmodernismo dominantes en la cultura, de la misma manera podemos suponer que al mismo tiempo surgen formas locales de resistencia y oposición.
Cara a cara con una cultura, con una economía, y poseedores de un juego de historias que parecen haber sido escritas o inscriptas en algún otro lado, y que son tan inmensas, y transmitidas de un continente a otro con una celeridad extraordinaria, los sujetos de lo local, del margen, sólo pueden entrar en la representación –por así decirlo– recuperando sus propias historias ocultas. Tienen que procurar narrar, nuevamente, la historia, pero esta vez de atrás para adelante. Y este momento ha sido de una significación tan profunda en el mundo de posguerra que uno no puede describir el mundo olvidándolo. Uno no puede describir los momentos de nacionalismo colonial olvidando el momento en el cual los sin-voz descubrieron que, efectivamente, tenían una historia que contar, que tenían lenguajes que no eran las lenguas del amo, ni las lenguas de la tribu. Se trata, me parece, de un momento enorme. El mundo comienza, en ese mismo momento, a descolonizarse. No podríamos comprender los movimientos del feminismo moderno sin la recuperación de esas historias ocultas.
Me refiero a las historias ocultas que la mayoría jamás ha escuchado, la historia sin la mayoría protagonizándola, la historia como un evento de minorías. No se puede descubrir, siquiera discutir los movimientos de los negros, los movimientos por los derechos civiles, y las políticas culturales de los negros en el mundo moderno dejando de lado la noción del redescubrimiento del origen, del retorno a algún tipo de raíces, la narración de un pasado que, previamente, carecía de un lenguaje propio. El intento de acceder mediante estas historias ocultas a un lugar en función del cual uno pueda
pararse,
y
hablar
desde
una
perspectiva
propia,
es
un
momento
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extremadamente importante. Es un momento que siempre tiende a ser pasado por alto, un momento que es marginalizado por las fuerzas dominantes de la globalización.
Pero no me malentiendan. No estoy hablando sobre algún espacio libre –e ideal– en el que todo el mundo dice: “Por favor, entre. Cuéntenos lo que piensa. Nos agrada escucharlo.”. Ellos no dijeron eso. Pero esos lenguajes, esos discursos, no han sido susceptibles de ser silenciados en los últimos veinte años.
Esos movimientos poseen también una historia extraordinariamente compleja. Ya que en algún momento, en algunas de sus historias durante los últimos veinte años, han sido encerrados en sus propias contra-identidades. Es precisamente un respeto por las raíces locales lo que se trae a colación para enfrentar el mundo anónimo e impersonal de las fuerzas globalizadas que no podemos comprender: “No puedo hablar del mundo, pero puedo hablar de mi aldea. Puedo hablar de mi barrio, puedo hablar de mi comunidad”. Uno puede otorgarles un lugar a las comunidades cara-a-cara, aquellas que son plausibles de ser conocidas, aquellas que son plausibles de ser localizadas. Uno sabe lo que sus voces son. Uno sabe lo que sus rostros son. Se trata de la recreación y la reconstrucción de los lugares imaginarios que son plausibles de ser conocidos en contraposición con el postmodernismo global, que ha sido quien ha destruido las identidades de los lugares específicos absorbiéndolas en su flujo postmoderno de diversidad. Así, uno puede comprender el momento en que la gente busca estos ámbitos; y, precisamente, la búsqueda de los mismos es lo que yo llamo “etnicidad”.
La “etnicidad” es, por ende, el sitio o el espacio necesario desde el cual la gente puede hablar. El nacimiento y el desarrollo de los movimientos locales y marginales que han transformado los últimos veinte años es, en consecuencia, un momento importante: el momento del redescubrimiento de las etnicidades propias.
Sin embargo, así como cuando uno mira el postmodernismo global puede notar que éste puede ser expansivo o bien defensivo, de la misma manera uno puede ver que lo local y lo marginal pueden ir también en dos direcciones muy distintas. En efecto, cuando los movimientos de las márgenes están tan profundamente amenazados por las fuerzas globales de la postmodernidad, pueden retroceder y atrincherarse en sus enclaves defensivos y exclusivistas. Y, en ese punto, debe quedar claro que las etnicidades locales pueden resultar tan peligrosas como las nacionales. Hemos visto cómo sucede esto: la negación de la modernidad que toma la
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forma de un retorno, de un redescubrimiento de la identidad que constituye una forma de fundamentalismo.
Pero no es esta la única manera en que se lleva a cabo el redescubrimiento de la etnicidad. Las modernas teorías de la enunciación siempre nos obligan a reconocer que la enunciación viene dada desde algún lado. No puede venir desde ningún lugar, desde ninguna posición; siempre se posiciona en un discurso específico. Es precisamente cuando un discurso olvida cómo está situado cuando intenta hablar sobre todo y por todos. Esto es lo que sucede, exactamente, cuando “Lo Inglés” constituye la identidad mundial, en relación con la cual todas las demás no son sino pequeñas etnicidades. Es el momento cuando una etnicidad específica, equívoca y equivocadamente, se confunde a sí misma con un lenguaje universal. De hecho, viene de un lugar, de una historia específica, de un juego específico de relaciones de poder. Habla desde una tradición particular. El discurso, en ese sentido, siempre está situado. De esa manera, el momento del redescubrimiento de un lugar, de un pasado, de las raíces, del contexto propio, me parece ser un momento necesario de enunciación. No pienso que las márgenes puedan hablar sin, primero, situarse en algún lado para hacerlo.
El problema consiste, entonces, en una cuestión bien determinada: ¿Tenemos que estar “atrapados” en el lugar desde el cual empezamos a hablar? ¿Se transformará éste en otro juego exclusivo de identidades locales? Mi respuesta es que probablemente lo haga, aunque no necesariamente. Y, para finalizar, les contaré un pequeño ejemplo local que ilustra las razones que fundamentan mi respuesta.
Hace tiempo participé en una exhibición fotográfica que fue organizada en Londres por el Commonwealth Institute. El Commonwealth Institute había tenido una idea. Obtuvo dinero de uno de los grandes bancos ex coloniales, que acaso estuviera ansioso por pagar un poco de dinero culposo a aquellas sociedades que había explotado por tanto tiempo. Dijeron: “Vamos a dar una serie de premios regionales en los que usaremos la fotografía; sabemos que no todos en estas sociedades tienen acceso a la fotografía, pero la fotografía es un medio muy extendido. Mucha gente tiene cámaras; por lo tanto, se llega a una audiencia muy amplia. Y vamos a pedirle a las diferentes sociedades que antes estaban englobadas bajo la definición hegemónica del Commonwealth que comiencen a representar sus propias vidas, que comiencen a hablar de sus propias comunidades, que se animen a contarnos acerca de las diferencias y las diversidades de la vida que reunió en su seno la dominación
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del imperialismo británico. Era, precisamente, la razón de ser del Commonwealth: la recolección de cientos de historias diferentes y su combinación en una historia singular, la historia del Commonwealth”. Esta propuesta de usar el medio cultural de la fotografía procuraba hacer estallar la vieja unidad y que proliferaran y se diversificaran las imágenes de la vida, tal como la gente de las márgenes se las representa a sí misma en la fotografía. La exhibición fue evaluada en las lejanas regiones del mundo en las que existieron países del Commonwealth; y, luego, fue evaluada en el centro. Pero, ¿cómo era la exhibición?
Nos topamos, precisamente, con la constatación de la enorme vía de acceso que llega a estos pueblos cuando las márgenes son potenciadas (aun por poco que lo sean). Observamos historias extraordinarias, pinturas, imágenes de la gente mirando por primera vez sus propias sociedades con los medios de la representación moderna. El mito de la unidad, la identidad unificada del Commonwealth, estalló de repente. Cuarenta pueblos diferentes, con cuarenta historias diferentes, todas situadas en diferentes maneras en relación con la desigual marcha del capital alrededor del globo, cosechadas al mismo tiempo que nacía el hombre británico, todas estas cosas habían sido reunidas en un solo lugar y se les había endilgado una identidad totalizante. “Ustedes serán todos uno y contribuirán a un único sistema”: era la razón por la cual el sistema consistía, precisamente, en la recolección misma de esas diferencias. Y ahora, mientras el centro comienza a debilitarse, las diferencias comienzan a escapar. Fue un momento enorme de fortalecimiento de la diferencia y la diversidad. Es el momento de lo que yo llamo “el redescubrimiento de la etnicidad”: la gente fotografiando sus propios hogares, sus propias familias, sus propios trabajos.
Pero añadiré que también descubrimos dos cosas más. En nuestra ingenuidad, pensamos que el momento del redescubrimiento de la etnicidad sería el redescubrimiento de lo que nosotros llamábamos “el pasado”, de las raíces de los pueblos. Pero lo sugerente aquí es que el pasado no había estado cómodamente sentado, esperando ser descubierto. La gente del Caribe que regresó a su hogar [¿sabe acaso usted dónde está?] a fotografiar el pasado [¿sabe acaso usted dónde está?]: lo que estalla a través del lente de la cámara es el África del siglo XX, no el África del siglo XVII. La patria no está esperando que las nuevas etnicidades la redescubran. Hay un pasado del que apropiarse, pero el pasado es ahora visto y tiene que ser tomado como una historia, como algo que tiene que ser narrado. Y es narrado. Se aprehende mediante la memoria; se aprehende a través del deseo; se aprehende mediante la reconstrucción. No es solamente un hecho que ha estado esperando para
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legitimar nuestras identidades. Lo que surge de esto no es un pasado sin complicaciones, sin dinámicas, sin contradicciones, sin historia; nada de eso constituye la imagen del momento del retorno.
Y no obstante, el segundo y más extraordinario acontecimiento consistió en que la gente quería dar una opinión propia sobre el momento más local. ¿Sobre qué quieren hablar? Sobre todos los lugares. Quieren contar de qué manera llegaron de la aldea más pequeña, de los rincones más recónditos de cualquier parte, y luego se instalaron en Nueva York o Londres. Quieren hablar acerca de su percepción del mundo cosmopolita. No estaban preparados para presentarse como “artistas étnicos” (“Te mostraré mis artesanías, mis habilidades; me vestiré metafóricamente en mis tradiciones; hablaré mi lenguaje para tu regocijo”). Tenían que situarse a sí mismo en algún lado, pero querían enfrentar problemas que ya no pueden estar contenidos en una versión estrecha de la etnicidad. No querían volver atrás y defender algo que les resultaba antiguo, que permaneció incólume, que había negado una apertura a los nuevos procesos. Querían hablar cruzando esos límites, a través de las fronteras.
Cuando antes dejé de hablar acerca de lo global formulé una pregunta: ¿Es ésta la historia más inteligente que Occidente ha narrado, o se trata simplemente de un fenómeno más contradictorio? Ahora preguntaré exactamente lo contrario: ¿Es lo local sólo una pequeña excepción local, un signo esporádico de la historia? Pues no se va a registrar en ningún lado, no hace nada, no es demasiado profundo. Sólo espera ser incorporado, ser devorado por el ojo del capital que todo lo ve, mientras avanza a través del terreno. ¿O está también, considerado en sí mismo, en un estado extremadamente contradictorio? Pues también se está moviendo, está siendo históricamente transformado, y habla a través de lenguajes más viejos y más nuevos.
Piensen sobre los lenguajes de la moderna música contemporánea y traten de preguntarse dónde han quedado las músicas tradicionales que jamás han escuchado una transcripción musical moderna. ¿Queda –acaso– alguna música que no haya escuchado a otra música? Todos y cada uno de los más explosivos músicos modernos son transgresores de límites; la estética de la música popular moderna es la estética de lo híbrido, la estética de la trasgresión, la estética de la diáspora, la estética de la criollización. Es la mezcla de músicas lo que torna a la música excitante para un joven que proviene de lo que Europa gusta pensar como una “civilización antigua”, una civilización que puede controlar. El Occidente puede controlarla sólo si se queda allí, encerrada; sólo si permanece como un simple pueblo tribal. El momento en que las
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nuevas etnicidades procuran no ya apropiarse de la tecnología del siglo XIX, para reiterar en otros cien años todos aquellos errores que cometió Occidente, sino trascender eso y apropiarse de las modernas tecnologías para hablar su propia lengua, para expresar su propia condición, es un momento en el que están fuera de lugar, en el que el Otro no está dónde debería estar. El primitivo, de alguna manera, está fuera de control.
Bueno, no intento ayudarlos a dormir mejor de noche, ni afirmar que todo está bien, ni que la revolución palpita y está viva; que solamente tienen que esperar que lo local entre en erupción y subvierta lo global. No estoy contando ninguna historia de ese tipo. Sólo pretendo que no pensemos simplemente la globalización como un proceso pacífico y pacificado. No se trata de un proceso ubicado en el fin de la historia. Se está desarrollando en el terreno de la cultura postmoderna como una formación global, que es un espacio completamente contradictorio. En su interior advertimos formas absolutamente novedosas que apenas estamos comenzando a comprender, pero también las mismas viejas contradicciones, la misma y vieja contienda. Pero lo principal no son las mismas viejas contradicciones, sino las contradicciones persistentes entre las cosas que buscan apropiarse de otras cosas, y las cosas que tratan de escapar de este intento de apropiación. Esa vieja dialéctica, entonces, no es el final. La globalización no termina con todo.
Con la historia acerca de la exhibición de fotografía en el Commonwealth Institute he tratado de discutir la problemática de las nuevas formas de identidad. Sin embargo, sé que apenas si he señalado la cuestión. ¿Cómo podemos pensar cuál será la naturaleza de estas nuevas identidades? ¿Cómo será una identidad que es construida sobre la base de cosas que son diferentes, en vez de sobre cosas que son similares? Me ocuparé de este problema en mi segunda conferencia.
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1. Introducción: ¿quién necesita «identidad»? Stuart Hall
En los últimos años se registró una verdadera explosión discursiva en torno del concepto de «identidad», al mismo tiempo que se lo sometía a una crítica minuciosa. ¿Cómo se explica este paradójico proceso? ¿Y en qué posición nos deja en cuanto al concepto? La deconstrucción se ha realizado en el interior de varias disciplinas, todas ellas críticas, de una u otra manera, de la noción de una identidad integral, originaria y unificada. La filosofía planteó en forma generalizada la crítica del sujeto autónomo situado en el centro de la metafísica occidental poscartesiana. El discurso de un feminismo y una crítica cultural influidos por el psicoanálisis desarrolló la cuestión de la subjetividad y sus procesos inconscientes de formación. Un yo incesantemente performativo fue postulado por variantes celebratorias del posmodernismo. Dentro de la crítica antiesencialista de las concepciones étnicas, raciales y nacionales de la identidad cultural y la «política de la situación» se esbozaron en sus formas más fundadas algunas aventuradas concepciones teóricas. ¿Qué necesidad hay, entonces, de otro debate más sobre la «identidad»? ¿Quién lo necesita? Hay dos maneras de responder a esta pregunta. La primera consiste en señalar un rasgo distintivo de la crítica deconstructiva a la que fueron sometidos muchos de estos conceptos esencialistas. A diferencia de las formas de crítica que apuntan a reemplazar conceptos inadecuados por otros «más verdaderos» o que aspiran a la producción de conocimiento positivo, el enfoque deconstructivo somete a «borradura» los conceptos clave. Esto indica que ya no son útiles —«buenos para ayudarnos a pensar»— en su forma originaria y no reconstruida. Pero como no fueron superados dialécticamente y no hay otros conceptos ente13
ramente diferentes que puedan reemplazarlos, no hay más remedio que seguir pensando con ellos, aunque ahora sus formas se encuentren destotalizadas o deconstruidas y no funcionen ya dentro del paradigma en que se generaron en un principio (cf. Hall, 1995). La línea que los tacha permite, paradójicamente, que se los siga leyendo. Derrida describió este enfoque como pensar en el límite, pensar en el intervalo, una especie de doble escritura. «Por medio de esta doble escritura desalojada y desalojadora y detalladamente estratificada, debemos señalar también el intervalo entre la inversión, que pone abajo lo que estaba arriba, y el surgimiento invasor de un nuevo "concepto", un concepto que ya no puede y nunca podría ser incluido en el régimen previo» (Derrida, 1981). La identidad es un concepto de este tipo, que funciona «bajo borradura» en el intervalo entre inversión y surgimiento; una idea que no puede pensarse a la vieja usanza, pero sin la cual ciertas cuestiones clave no pueden pensarse en absoluto. Un segundo tipo de respuesta nos exige señalar dónde, y en relación con qué conjunto de problemas, surge la irreductibilidad del concepto de identidad. Creo que en este caso la respuesta radica en su carácter central para la cuestión de la agencia y la política. Cuando hablo de política me refiero a la significación del significante «identidad» en las formas modernas de movilización política, su relación axial con una política de la situación, pero también a las dificultades e inestabilidades notorias que afectaron de manera característica todas las formas contemporáneas de «política identitaria». Al decir «agencia» no expreso deseo alguno de volver a una noción no mediada y transparente del sujeto o de la identidad como autores centrados de la práctica social, o de restaurar un enfoque que «coloca su propio punto de vista en el origen de toda historicidad, el cual, en síntesis, lleva a una conciencia trascendental» (Foucault, 1970, pág. xiv). Coincido con Foucault en que no necesitamos aquí «una teoría del sujeto cognosciente, sino una teoría de la práctica discursiva». Creo, sin embargo, que —como lo muestra con claridad la evolución de la obra de Foucault— este descentramiento no requiere un abandono o una abolición del «sujeto», sino 14
una reconceptualización: pensarlo en su nueva posición desplazada o descentrada dentro del paradigma. Al parecer, la cuestión de la identidad o, mejor, si se prefiere destacar el proceso de sujeción a las prácticas discursivas, y la política de exclusión que todas esas sujeciones parecen entrañar, la cuestión de la identificación, se reitera en el intento de rearticular la relación entre sujetos y prácticas discursivas. La identificación resulta ser uno de los conceptos menos comprendidos: casi tan tramposo como «identidad», aunque preferible a este; y, sin duda, no constituye garantía alguna contra las dificultades conceptuales que han acosado a este último. Su uso implica extraer significados tanto del repertorio discursivo como del psicoanalítico, sin limitarse a ninguno de los dos. Este campo semántico es demasiado complejo para desentrañarlo aquí, pero al menos resulta útil establecer de manera indicativa su pertinencia para la tarea en cuestión. En el lenguaje del sentido común, la identificación se construye sobre la base del reconocimiento de algún origen común o unas características compartidas con otra persona o grupo o con un ideal, y con el vallado natural de la solidaridad y la lealtad establecidas sobre este fundamento. En contraste con el «naturalismo» de esta definición, el enfoque discursivo ve la identificación como una construcción, un proceso nunca terminado: siempre «en proceso». No está determinado, en el sentido de que siempre es posible «ganarlo» o «perderlo», sostenerlo o abandonarlo. Aunque no carece de condiciones determinadas de existencia, que incluyen los recursos materiales y simbólicos necesarios para sostenerla, la identificación es en definitiva condicional y se afinca en la contingencia. Una vez consolidada, no cancela la diferencia. La fusión total que sugiere es, en realidad, una fantasía de incorporación. (Freud siempre habló de ella en relación con «consumir al otro», como veremos dentro de un momento.) La identificación es, entonces, un proceso de articulación, una sutura, una sobredeterminación y no una subsunción. Siempre hay «demasiada» o «demasiado poca»: una sobredeterminación o una falta, pero nunca una proporción adecuada, una totalidad. Co15
mo todas las prácticas significantes, está sujeta al «juego» de la différance. Obedece a la lógica del más de uno. Y puesto que como proceso actúa a través de la diferencia, entraña un trabajo discursivo, la marcación y ratificación de límites simbólicos, la producción de «efectos de frontera». Necesita lo que queda afuera, su exterior constitutivo, para consolidar el proceso. De su uso psicoanalítico, el concepto de identificación hereda un rico legado semántico. Freud lo llama «la primera expresión de un lazo emocional con otra persona» (Freud, 1921/1991). En el contexto del complejo de Edipo, sin embargo, toma las figuras parentales como objetos a la vez amorosos y de rivalidad, con lo cual instala la ambivalencia en el centro mismo del proceso. «La identificación es, de hecho, ambivalente desde el comienzo mismo» (Freud, 1921/1991, pág. 134). En «Duelo y melancolía» no es lo que nos ata a un objeto existente, sino a una elección objetal abandonada. En primera instancia, es un «moldeado a imagen del otro» que compensa la pérdida de los placeres libidinales del narcisismo primario. Se funda en la fantasía, la proyección y la idealización. Su objeto es con igual probabilidad aquel que se odia como aquel que se adora; y es devuelto al yo inconsciente con igual frecuencia con que «nos saca de nosotros mismos». Freud elaboró la distinción crucial entre «ser» y «tener» al otro con referencia a la identificación: «Se comporta como un derivado de la primera fase oral de organización de la libido, en la que el objeto que deseamos se asimila comiéndolo y, de ese modo, se aniquila como tal» (1921/1991, pág. 135). «Vistas en su conjunto, las identificaciones —señalan Laplanche y Pontalis (1985)— no son en modo alguno un sistema relacional coherente. Dentro de una agencia como el superyó, por ejemplo, coexisten demandas que son diversas, conflictivas y desordenadas. De manera similar, el ideal del yo está compuesto de identificaciones con ideales culturales que no son necesariamente armoniosos» (pág. 208). No sugiero con ello que todas estas connotaciones deban importarse al por mayor y sin traducción a nuestras reflexiones en torno de la «identidad», pero las menciono 16
para indicar los novedosos repertorios de significados con los cuales hoy se declina el término. El concepto de identidad aquí desplegado no es, por lo tanto, esencialista, sino estratégico y posicional. Vale decir que, de manera directamente contraria a lo que parece ser su carrera semántica preestablecida, este concepto de identidad no señala ese núcleo estable del yo que, de principio a fin, se desenvuelve sin cambios a través de todas las vicisitudes de la historia; el fragmento del yo que ya es y sigue siendo siempre «el mismo», idéntico a sí mismo a lo largo del tiempo. Tampoco es —si trasladamos esta concepción esencializadora al escenario de la identidad cultural— ese «yo colectivo o verdadero que se oculta dentro de los muchos otros "yos", más superficiales o artificialmente impuestos, que un pueblo con una historia y una ascendencia compartidas tiene en común» (Hall, 1990), y que pueden estabilizar, fijar o garantizar una «unicidad» o pertenencia cultural sin cambios, subyacente a todas las otras diferencias superficiales.\E1 concepto acepta que las identidades nunca se unifican y, en los tiempos de la modernidad tardía, están cada vez más fragmentadas y fracturadas; nunca son singulares, sino construidas de múltiples maneras a través de discursos, prácticas y posiciones diferentes, a menudo cruzados y antagónicos? Están sujetas a una historización radical, y en un constante proceso de cambio y transformación. Es preciso que situemos los debates sobre la identidad dentro de todos esos desarrollos y prácticas históricamente específicos que perturbaron el carácter relativamente «estable» de muchas poblaciones y culturas, sobre todo en relación con los procesos de globalización, que en mi opinión son coextensos con la modernidad (Hall, 1996) y los procesos de migración forzada y «libre» convertidos en un fenómeno global del llamado mundo «poscolonial». Aunque parecen invocar un origen en un pasado histórico con el cual continúan en correspondencia, en realidad las identidades tienen que ver con las cuestiones referidas al uso de los recursos de la historia, la lengua y la cultura en el proceso de devenir y no de ser; no «quiénes somos» o «de dónde venimos» sino en qué podríamos convertirnos, cómo nos han 17
representado y cómo atañe ello al modo como podríamos representarnos. Las identidades, en consecuencia, se constituyen dentro de la representación y no fuera de ella. Se relacionan tanto con la invención de la tradición como con la tradición misma, y nos obligan a leerla no como una reiteración incesante sino como «lo mismo que cambia» (Gilroy, 1994): no el presunto retorno a las raíces sino una aceptación de nuestros «derroteros».* Surgen de la narrativización del yo, pero la naturaleza necesariamente ficcional de este proceso no socava en modo alguno su efectividad discursiva, material o política, aun cuando la pertenencia, la «sutura en el relato» a través de la cual surgen las identidades resida, en parte, en lo imaginario (así como en lo simbólico) y, por lo tanto, siempre se construya en parte en la fantasía o, al menos, dentro de un campo fantasmático. Precisamente porque las identidades se construyen dentro del discurso y no fuera de él, debemos considerarlas producidas en ámbitos históricos e institucionales específicos en el interior de formaciones y prácticas discursivas específicas, mediante estrategias enunciativas específicas. Por otra parte, emergen en el juego de modalidades específicas de poder y, por ello, son más un producto de la marcación de la diferencia y la exclusión que signo de una unidad idéntica y naturalmente constituida: una «identidad» en su significado tradicional (es decir, una mismidad omniabarcativa, inconsútil y sin diferenciación interna). Sobre todo, y en contradicción directa con la forma como se las evoca constantemente, las identidades se construyen a través de la diferencia, no al margen de ella. Esto implica la admisión radicalmente perturbadora de que el significado «positivo» de cualquier término —y con ello su «identidad»— sólo puede construirse a través de la relación con el Otro, la relación con lo que él no es, con lo que justamente le falta, con lo que se ha denominado su afuera constitutivo (Derrida, 1981; Laclau, 1990; Butler, 1993). A lo largo de sus trayectorias, las identidades pue* El autor hace aquí un juego entre las palabras roots, raíces, y routes, rumbos, caminos, derroteros, que son casi homófonas. {N. del T.)
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den funcionar como puntos de identificación y adhesión sólo debido a su capacidad de excluir, de omitir, de dejar «afuera», abyecto. Toda identidad tiene como «margen» un exceso, algo más. La unidad, la homogeneidad interna que el término identidad trata como fundacional, no es una forma natural sino construida de cierre, y toda identidad nombra como su otro necesario, aunque silenciado y tácito, aquello que le «falta». Laclau (1990) sostiene con vigor y persuasión que «la constitución de una identidad social es un acto de poder» dado que, «Si (...) una objetividad logra afirmarse parcialmente, sólo lo hace reprimiendo lo que la amenaza. Derrida demostró que la constitución de una identidad siempre se basa en la exclusión de algo y el establecimiento de una jerarquía violenta entre los dos polos resultantes: hombre / mujer, etc. Lo peculiar del segundo término queda así reducido a la función de un accidente, en oposición al carácter esencial del primero. Sucede lo mismo con la relación negro-blanco, en que el blanco, desde luego, es equivalente a "ser humano". "Mujer" y "negro" son entonces "marcas" (esto es, términos marcados) en contraste con los términos no marcados de "hombre" y "blanco"» (Laclau, 1990, pág. 33).* De modo que las «unidades» proclamadas por las identidades se construyen, en realidad, dentro del juego del poder y la exclusión y son el resultado, no de una totalidad natural e inevitable o primordial, sino del proceso naturalizado y sobredeterminado de «cierre» (Bhabha, 1994; Hall, 1993). Si las «identidades» sólo pueden leerse a contrapelo, vale decir, específicamente no como aquello que fija el juego de la diferencia en un punto de origen y estabilidad, sino como lo que se construye en o través de la différance y es constantemente desestabilizado por lo que excluye, ¿cómo podemos entender su significado y teorizar su surgimiento? En su importante artículo «Diflference, diversity * «Marcados» debe entenderse aquí no sólo como «señalados», sino también con el matiz de «sospechosos» o «condenados». (N. del T.)
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and differentiation», Avtar Brah (1992, pág. 143) formula una significativa serie de preguntas planteadas por estas nuevas maneras de conceptualizar la identidad: «Pese a Fanón, todavía deben emprenderse muchos trabajos sobre el tema de la constitución del "otro" racializado en el dominio psíquico. ¿Cómo debe analizarse la subjetividad poscolonial racializada y de género? El hecho de que el psicoanálisis privilegie la "diferencia sexual" y la primera infancia, ¿limita su valor explicativo en lo concerniente a ayudarnos a comprender las dimensiones psíquicas de fenómenos sociales como el racismo? ¿Cómo se articulan el "orden simbólico" y el orden social en la formación del sujeto? En otras palabras, ¿cómo debe teorizarse el vínculo entre la realidad social y la realidad psíquica?» (1992, pág. 142). Lo que sigue es un intento de empezar a responder esta decisiva pero perturbadora serie de preguntas. En algunos trabajos recientes sobre este tópico, me he apropiado del término identidad de una forma que, sin duda, no es compartida por muchos y tal vez no sea bien entendida. Uso «identidad» para referirme al punto de encuentro, el punto de sutura entre, por un lado, los discursos y prácticas que intentan «interpelarnos», hablarnos o ponernos en nuestro lugar como sujetos sociales de discursos particulares y, por otro, los procesos que producen subjetividades, que nos construyen como sujetos susceptibles de «decirse». De tal modo, las identidades son puntos de adhesión temporaria a las posiciones subjetivas que nos construyen las prácticas discursivas (véase Hall, 1995). Son el resultado de una articulación o «encadenamiento» exitoso del sujeto en el flujo del discurso, lo que Stephen Heath llamó «una intersección» en su artículo pionero «Suture» (1981, pág. 106). «Una teoría de la ideología no debe iniciarse con el sujeto sino como una descripción de los efectos de sutura, la efectuación del enlace del sujeto con estructuras de sentido». Las identidades son, por así decirlo, las posiciones que el sujeto está obligado a tomar, a la vez que siempre «sabe» (en este punto nos traiciona el
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lenguaje de la conciencia) que son representaciones, que la representación siempre se construye a través de una «falta», una división, desde el lugar del Otro, y por eso nunca puede ser adecuada —idéntica— a los procesos subjetivos investidos en ellas. La idea de que una sutura eficaz del sujeto a una posición subjetiva requiere no sólo que aquel sea «convocado», sino que resulte investido en la posición, significa que la sutura debe pensarse como una articulación y no como un proceso unilateral, y esto, a su vez, pone firmemente la identificación, si no las identidades, en la agenda teórica. Las referencias al término que describe la convocatoria hecha al sujeto por el discurso —la interpelación— nos recuerdan que este debate tiene una prehistoria significativa e inconclusa en los argumentos suscitados por el artículo de Althusser «La ideología y los aparatos ideológicos de Estado» (1971). Este artículo introdujo la noción de interpelación y la estructura especular de la ideología en un intento de eludir el economicismo y reduccionismo de la teoría marxista clásica de la ideología, y de reunir en un único marco explicativo tanto la función materialista de esta en la reproducción de las relaciones sociales de producción (marxismo) como (por medio de los elementos tomados de Lacan) su función simbólica en la constitución de los sujetos. En su reciente análisis de este debate, Michele Barrett hizo mucho para demostrar «la naturaleza profundamente dividida y contradictoria del argumento que Althusser empezaba a plantear» (Barrett, 1991, pág. 96; véase también Hall, 1985, pág. 102: «En ese artículo, los dos aspectos del difícil problema de la ideología quedaron fracturados, y desde entonces se asignaron a polos diferentes»). No obstante, el ensayo sobre los aparatos, como ha llegado a conocérselo, resultó ser un momento muy significativo, aunque no exitoso, del debate. Jacqueline Rose, por ejemplo, sostuvo en Sexuality in the Field of Vision (1986) que «la cuestión de la identidad —cómo se constituye y mantiene— es por lo tanto el tópico central por medio del cual el psicoanálisis entra en el campo político».
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«Esta es una razón por la que el psicoanálisis lacaniano llegó a la vida intelectual inglesa, vía el concepto althusseriano de la ideología, a través de los caminos del feminismo y el análisis cinematográfico (un hecho a menudo utilizado para desacreditar a los tres). El feminismo, porque la cuestión de cómo se reconocen los individuos en cuanto varones o mujeres, la exigencia de que así lo hagan, parece mantener una relación fundamental con las formas de desigualdad y subordinación que aquel procura cambiar. El cine, porque su poder como aparato ideológico se apoya en los mecanismos de identificación y fantasía sexual en los cuales, al parecer, todos participamos, pero que —fuera del cine— sólo se admiten en su mayor parte en el diván. Si la ideología es eficaz, es porque funciona en los niveles más rudimentarios de la identidad psíquica y las pulsiones» (Rose, 1986, pág. 5). Sin embargo, si no queremos pasar directamente de un reduccionismo economicista a un reduccionismo psicoanalítico, es necesario agregar que, si la ideología es eficaz, se debe a que actúa a la vez «en los niveles más rudimentarios de la identidad psíquica y las pulsiones» y en el nivel de la formación y las prácticas discursivas constituyentes del campo social; y los verdaderos problemas conceptuales radican en la articulación de estos campos mutuamente constitutivos pero no idénticos. El término identidad —que surge precisamente en el punto de intersección entre ellos— es así el lugar de la dificultad. Vale la peña añadir que es improbable que alguna vez podamos armonizar estos dos constituyentes como equivalentes: el inconsciente actúa entre ellos como la barrera o el corte que lo convierte en «el sitio de una perpetua postergación o aplazamiento de la equivalencia» (Hall, 1995) pero del cual, por ese motivo, no puede desistirse. El artículo de Heath (1981) nos recuerda que Michel Pécheux trató de elaborar un tratamiento del discurso dentro de la perspectiva althusseriana y constató, en sustancia, la brecha insalvable entre la primera y la segunda mitad del ensayo de Althusser en términos de «la pesada ausencia de una articulación conceptual elaborada entre
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la ideología y el inconsciente» (citado en Heath, 1981, pág. 106). Pécheux intentó hacer una «descripción con referencia a los mecanismos de la puesta en posición de sus sujetos» (Heath, 1981, págs. 101-2), utilizando la noción foucaultiana de la formación discursiva como factor «determinante de lo que puede y debe decirse». Heath presenta así el argumento de Pécheux: «Los individuos se constituyen como sujetos por medio de la formación discursiva, un proceso de sujeción en el cual [abrevando en los elementos lacanianos adoptados por Althusser en lo concerniente al carácter especular de la constitución de la subjetividad] el individuo es identificado como sujeto de esa formación en una estructura de desconocimiento (y presentado así como la fuente de los significados de los cuales es un efecto). La interpelación da nombre al mecanismo de esta estructura de desconocimiento, en concreto el término del sujeto en lo discursivo y lo ideológico, el punto de su correspondencia» (1981, págs. 101-2). Dicha «correspondencia», sin embargo, permanecía inquietantemente sin resolución. La interpelación, aunque continúa usándose como un modo general de describir el «emplazamiento» del sujeto, estaba sometida a la famosa crítica de Hirst. Dependía —sostenía este— de un reconocimiento que, en sustancia, el sujeto debía ser capaz de efectuar antes de haberse constituido como sujeto dentro del discurso. «Ese algo que no es un sujeto debe tener ya las facultades necesarias para respaldar el reconocimiento que lo constituirá como sujeto» (Hirst, 1979, pág. 65). Este argumento demostró ser muy persuasivo para muchos de los ulteriores lectores de Althusser, y provocó en concreto una intempestiva interrupción en todo ese campo de investigación. La crítica era sin duda formidable, pero es posible que la interrupción de toda investigación ulterior en ese punto haya resultado prematura. La crítica de Hirst logró mostrar que todos los mecanismos constituyentes del sujeto en el discurso como una interpelación (a través de la es-
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tructura especular del desconocimiento, modelada sobre el estadio del espejo lacaniano) corrían el peligro de presuponer un sujeto ya constituido. Sin embargo, como nadie propuso renunciar a la idea del sujeto constituido en el discurso como un efecto, aún quedaba por demostrar cuál era el mecanismo no susceptible de ser considerado un supuesto previo que podía emprender esa constitución. El problema se postergó, sin haber sido resuelto. Algunas de las dificultades, al menos, parecían deberse a la excesiva aceptación a su valor nominal, y sin restricciones, de la propuesta un tanto sensacionalista de Lacan de que todo lo constitutivo del sujeto no sólo se produce a través de este mecanismo de resolución de la crisis edípica, sino que ocurre en el mismo momento, ¡La «resolución» de la crisis edípica, en el lenguaje extremadamente condensado de los ardorosos evangelistas lacanianos, era idéntica y se producía por medio del mecanismo equivalente a la sumisión a la Ley del Padre, la consolidación de la diferencia sexual y la entrada en el lenguaje, así como —según Althusser— a la afiliación a las ideologías patriarcales de las sociedades occidentales del capitalismo tardío! En estas condensaciones polémicas y equivalencias hipotéticamente alineadas se disuelve la noción más compleja de un sujeto en proceso. (¿El sujeto se racializa, nacionaliza y constituye como sujeto empresarial liberal tardío también en este momento?) También Hirst parece haber asumido lo que Michele Barrett llama «el Lacan de Althusser». Sin embargo, tal como él lo expresa, «el complejo y azaroso proceso de formación de un adulto humano a partir de "un pequeño animal" no corresponde necesariamente al mecanismo althusseriano de la ideología (...) a menos que el Niño (...) permanezca en el estadio del espejo de Lacan o que llenemos su cuna de supuestos antropológicos» (Hirst, 1979). Su respuesta a esto es un tanto superficial. «No tengo quejas contra los Niños ni quiero calificarlos de ciegos, sordos o mudos con el mero objetivo de negar que poseen las capacidades de sujetos filosóficos y tienen los atributos de sujetos "cognoscientes" al margen de su formación y capacitación como seres sociales». Aquí está en discusión la ca24
pacidad de autorreconocimiento. Pero es injustificable suponer que el «reconocimiento» es un atributo puramente cognitivo, y menos aún «filosófico», e improbable que deba aparecer en el niño de una sola vez y establecer con ello un antes y un después. De manera inexplicable, en este punto las apuestas parecen haber sido efectivamente excesivas. No parece necesario dotar al «pequeño animal» de todo el aparato filosófico para explicar por qué puede tener la capacidad de «desconocerse» en la mirada desde el lugar del otro, que es todo lo que necesitamos para poner en movimiento el pasaje entre lo Imaginario y lo Simbólico en términos de Lacan. Después de todo, y de acuerdo con Freud, la investidura básica de las zonas de actividad corporal y el aparato de la sensación, el placer y el dolor ya debe estar «enjuego», aunque sea en forma embrionaria, a fin de que pueda establecerse una relación de cualquier tipo con el mundo externo. Ya existe una relación con una fuente de placer —la relación con la Madre en el Imaginario— y, por lo tanto, también debe haber algo que sea capaz de «reconocer» qué es el placer. En su artículo sobre «El estadio del espejo», el propio Lacan señaló que «el niño, en un momento en que, por breve que sea, es superado por el chimpancé en inteligencia instrumental, ya puede, no obstante, reconocer su propia imagen en el espejo». Más aún, la crítica parece instalarse en una forma lógica más bien binaria, antes/después u o bien/o bien. El estadio del espejo no es el comienzo de algo, sino la interrupción —la pérdida, la falta, la división— que inicia el proceso «fundador» del sujeto sexualmente diferenciado (y el inconsciente), y esto depende no sólo de la formación instantánea de alguna capacidad cognitiva interna, sino de la ruptura dislocadora de la mirada desde el lugar del Otro. Para Lacan, sin embargo, ya hay un fantasma: la imagen misma que sitúa al niño divide su identidad en dos. Por otra parte, ese momento sólo tiene sentido en relación con la presencia y la mirada de apoyo de la madre, que garantiza al niño su realidad. Peter Osborne (1995) señala que en «The field of the Other», Lacan (1977a) describe a uno de los «padres sosteniéndolo frente al espejo», mientras el niño mira a la Madre en busca de 25
confirmación y la ve como un «punto de referencia (. ..) no su ideal del yo sino su yo ideal» (pág. 257). Este argumento, sugiere Osborne, «explota la indeterminación inherente a la discrepancia entre la temporalidad de la descripción lacaniana del encuentro del niño con su imagen corporal en el espejo como un "estadio" y el carácter puntual de su retrato de ese encuentro como una "escena", cuyo momento dramático se limita a las relaciones entre sólo dos "personajes": el niño y su imagen corporal». Sin embargo, como dice Osborne, o bien representa una adición crítica al argumento del «estadio del espejo» —en cuyo caso, ¿por qué no se desarrolla?— o bien introduce una lógica diferente cuyas implicaciones no se abordan en la obra ulterior de Lacan. La idea de que hasta el momento del drama edípico no existe ningún elemento del sujeto es una lectura exagerada de Lacan. La afirmación de que la subjetividad no se constituye plenamente hasta que no «se resuelve» la crisis edípica no exige una pantalla en blanco, una tabula rasa o la concepción de un antes y un después del sujeto, iniciado por una especie de coup de théátre, aun cuando —como lo señaló acertadamente Hirst— deje sin zanjar la relación problemática entre «el individuo» y el sujeto. (¿Qué es el «pequeño animal» individual que todavía no es un sujeto?) Podríamos agregar que la de Lacan es sólo una de las muchas versiones de la formación de la subjetividad que toman en cuenta los procesos psíquicos inconscientes y la relación con el otro, y el debate tal vez parezca diferente ahora que el «diluvio lacaniano» comienza a amainar un tanto y ya no rige el poderoso impulso inicial en esa dirección que suscitó en nosotros el texto de Althusser, En su reciente y meditado análisis de los orígenes hegelianos del concepto de «reconocimiento» antes mencionado, Peter Osborne criticó a Lacan por «su absolutización de la relación del niño con la imagen al abstraería del contexto de sus relaciones con otros (en particular, con la madre)», a la vez que la hace ontológicamente constitutiva de «la matriz simbólica en que el yo [I\ se precipita en una forma primordial», y considera algunas otras variantes (Kristeva, Jessica Benjamín, Laplanche) que no están tan con26
finadas dentro del reconocimiento falso y alienado del guión lacaniano. Estos son indicadores útiles más allá del callejón sin salida en que nos ha dejado esta discusión, como secuela del «Lacan de Althusser», con las hebras del hilado psíquico y discursivo sueltas en nuestras manos. A mi modo de ver, también Foucault aborda el callejón sin salida en que nos deja la crítica de Althusser por Hirst, pero lo hace, por así decirlo, desde la dirección opuesta. Con un ataque despiadado contra «el gran mito de la interioridad», y movido tanto por su crítica del humanismo y la filosofía de la conciencia como por su lectura negativa del psicoanálisis, Foucault también lleva a cabo una historización radical de la categoría del sujeto. Este es producido «como un efecto» a través y dentro del discurso, en el interior de formaciones discursivas específicas, y no tiene existencia y, sin duda, ninguna continuidad o identidad trascendental de una posición subjetiva a otra. En el trabajo «arqueológico» foucaultiano (Historia de la locura, El nacimiento de la clínica, Las palabras y las cosas, La arqueología del saber), los discursos construyen posiciones subjetivas por medio de sus reglas de formación y «modalidades de enunciación». Aunque estas obras son intensamente fascinantes y originales, las críticas planteadas contra ellas, al menos en este aspecto, parecen justificadas. Estos textos proponen una descripción formal de la construcción de las posiciones subjetivas dentro del discurso, pero revelan poco sobre la causa por la cual algunos individuos ocupan ciertas posiciones y no otras. Al omitir analizar cómo interactúan las posiciones sociales de los individuos con la construcción de ciertas posiciones subjetivas discursivas «vacías», Foucault reinscribe una antinomia entre las posiciones subjetivas y los individuos que las ocupan. Así, su arqueología presenta un tratamiento formal crítico pero unidimensional del sujeto del discurso. Las posiciones subjetivas discursivas se convierten en categorías a priori que los individuos parecen ocupar de manera no problemática. McNay (1994, págs. 76-7) cita la observación clave de Brown y Cousins de que Foucault tiende a elidir aquí las «posiciones subjetivas de un enunciado con capacidades individuales de llenarlas» (Brown y Cou27
sins, 1980, pág. 272), por lo cual tropieza contra la misma dificultad que Althusser no logró resolver, pero por un camino diferente. El pasaje crítico en la obra de Foucault de un método arqueológico a un método genealógico contribuye en mucho a hacer más concreto el «formalismo» un tanto vacío de sus primeros trabajos, lo cual se nota en especial en la vigorosa reintroducción del poder, que estaba ausente en el tratamiento más formal del discurso, en un lugar central, y en las estimulantes posibilidades abiertas por la discusión foucaultiana del carácter bilateral de la sujeción/subjetivación (assujetissement). Más aún, la posición central de las cuestiones de poder y la idea de que el discurso mismo es una formación reguladora y regulada, cuya entrada queda «determinada por las relaciones de poder que impregnan el reino social, a la vez que es constitutiva de ellas» (McNay, 1994, pág. 87), acercan la concepción de Foucault de la formación discursiva a algunas de las cuestiones clásicas que Althusser trató de abordar por medio del concepto de «ideología», desprovisto, por supuesto, de su reduccionismo de clase y sus insinuaciones economicistas y con pretensiones de verdad. En el área de la teorización del sujeto y la identidad, empero, persisten algunos problemas. Una de las implicaciones de las nuevas concepciones del poder elaboradas en este Corpus es la «deconstrucción» radical del cuerpo, el último residuo o refugio del «Hombre», y su «reconstrucción» en términos de sus formaciones históricas, genealógicas y discursivas. El cuerpo es construido, modelado y remodelado por la intersección de una serie de prácticas discursivas disciplinarias. La tarea de la genealogía, declara Foucault, «es exponer el cuerpo totalmente marcado por la historia y los procesos de destrucción del cuerpo por la historia» (1984, pág. 63). Si bien podemos aceptar esta afirmación, con sus radicales implicancias «constructivistas» (el cuerpo se vuelve infinitamente maleable y contingente), no estoy seguro de que podamos o debamos acompañar a Foucault en la proposición de que «en el hombre nada —ni siquiera su cuerpo— es suficientemente estable para servir de base al autorreconocimiento o a la posibili28
dad de comprender a otros hombres». Esto no se debe a que el cuerpo es ese referente estable y fiel para la autocomprensión, sino a que —aunque pueda tratarse de un «reconocimiento falso»— así actuó precisamente como significante de la condensación de las subjetividades en el individuo, y esta función no puede dejarse de lado por el mero hecho de que, como lo muestra efectivamente Foucault, no sea cierta. Además, mi impresión es que, a pesar de los desmentidos de Foucault, su invocación del cuerpo como punto de aplicación de una diversidad de prácticas disciplinarias tiende a prestar a esta teoría de la regulación disciplinaria una especie de «concreción desplazada o descolocada» —una materialidad residual—, y de ese modo opera discursivamente para «resolver» o aparentar resolver la relación no especificada entre el sujeto, el individuo y el cuerpo. Para expresarlo con crudeza, vuelve a sujetar o «suturar» las cosas que la teoría de la producción discursiva de los sujetos, si se la llevara a sus extremos, fracturaría y dispersaría de manera irreparable. Creo que «el cuerpo» adquirió un valor totémico en la obra posfoucaultiana justamente a causa de ese status talismánico. Es casi la única huella que hemos dejado en la obra de Foucault de un «significante trascendental». La crítica mejor establecida, sin embargo, se refiere al problema que debe enfrentar Foucault para teorizar la resistencia dentro de la teoría del poder desplegada en Vigilar y castigar y en la Historia de la sexualidad; la concepción integral de autovigilancia del sujeto que surge de las modalidades disciplinarias, confesionales y pastorales del poder analizadas en esos libros, y la ausencia de toda consideración de los factores susceptibles de interrumpir, impedir o perturbar de cualquier forma la fluida inserción de los individuos en las posiciones subjetivas construidas por esos discursos. La sumisión del cuerpo a través del «alma» a los regímenes normalizadores de la verdad constituye una poderosa manera de repensar la llamada «materialidad» del cuerpo (que fue productivamente abordada por Nikolas Rose y la escuela de la «gubernamentalidad», así como, de un modo diferente, por Judith Butler en Bo29
dies That Matter, 1993). Pero es difícil no tomar en serio la formulación de Foucault, con todas las dificultades que acarrea: a saber, que los sujetos así construidos son «cuerpos dóciles». No hay ninguna descripción teórica que explique cómo o por qué los cuerpos no deben aparecer siempre y para siempre en su debido lugar y el momento justo (exactamente el punto a partir del cual comenzó a desentrañarse la teoría marxista clásica de la ideología, y la dificultad misma que Althusser reinscribió al definir normativamente la función de la ideología como la de «reproducir las relaciones sociales de producción»). Por otra parte, no hay un planteamiento teórico del mecanismo psíquico o de los procesos internos mediante los cuales estas «interpelaciones» automáticas podrían producirse o —de manera más significativa— fracasar, ser resistidas o negociarse. Aunque esta obra es sin duda rica y productiva, sigue siendo cierto, entonces, que aquí «Foucault pasa con demasiada ligereza de describir el poder disciplinario como una tendencia dentro de formas modernas de control social a postularlo como una fuerza monolítica firmemente instalada que satura todas las relaciones sociales. Esto lo lleva a sobrestimar la eficacia del poder disciplinario y a plantear una idea empobrecida del individuo, incapaz de explicar las experiencias que están al margen del reino del cuerpo "dócil"» (McNay, 1994, pág. 104). El hecho de que esto resultó obvio para Foucault, aun cuando muchos de sus seguidores todavía lo rechacen como una crítica, es notorio en el nuevo cambio distintivo de su obra que indican los últimos volúmenes (inconclusos) de su llamada Historia de la sexualidad {El uso de los placeres, 1987; La inquietud de sí, 1988, y, en la medida en que podemos colegirlo, el volumen inédito y —desde el punto de vista de la crítica recién mencionada— crítico sobre «Las perversiones»). Puesto que aquí, sin alejarse demasiado de su perspicaz trabajo sobre el carácter productivo de la regulación normativa (no hay sujeto al margen de la Ley, como lo expresa Judith Butler), Foucault admite tácitamente que no basta con que la Ley emplace, discipline, produzca y regule; debe existir también la producción correspondiente de una respuesta (y, con ello, la capa30
cidad y el aparato de la subjetividad) por el lado del sujeto. En la introducción crítica a El uso de los placeres, Foucault enumera lo que para entonces cabía esperar de su obra —«la correlación entre campos de saber, tipos de normatividad y formas de subjetividad en culturas específicas»—, para luego agregar críticamente «las prácticas mediante las cuales los individuos se vieron en la necesidad de concentrar la atención en sí mismos, descifrarse, reconocerse y admitirse como sujetos de deseo, poniendo en juego entre unos y otros cierta relación que les permitía descubrir, en el deseo, la verdad de su ser, fuera natural o caído. En suma, con esta genealogía la idea era investigar cómo fueron inducidos los individuos a practicar, en sí mismos y en otros, una hermenéutica del deseo» (1987, pág. 5). Foucault describe este aspecto —correctamente, a nuestro juicio— como «un tercer cambio, a fin de analizar lo que se denomina "sujeto". Parecía apropiado buscar las formas y modalidades de la relación con el yo mediante las cuales el individuo se constituye y reconoce como sujeto». Foucault, sin duda, no haría nada tan vulgar como desplegar realmente el término «identidad», pero creo que con «la relación con el yo» y la constitución y el reconocimiento de «sí mismo» [«himself»] (sic) como sujeto nos aproximamos a una parte del territorio que, en los términos antes establecidos, pertenece a la problemática «identitaria». No es este el lugar para describir de principio a fin las muchas ideas productivas que fluyen del análisis de Foucault sobre los juegos de verdad, la elaboración del trabajo ético, los regímenes de autorregulación y autoconfiguración y las tecnologías del yo que intervienen en la constitución del sujeto deseante. No hay aquí, sin duda, un único pasaje a la «agencia», la intención y la volición (aunque existan, y en un lugar muy central, las prácticas de la libertad que impiden que este sujeto sea nunca un mero y dócil cuerpo sexualizado). Pero tenemos la producción del yo como un objeto en el mundo, las prácticas de autoconstitución, reconocimiento
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y reflexión, la relación con la regla, junto con la escrupulosa atención a la regulación normativa, y las coacciones de las reglas sin las cuales no se produce ninguna «sujeción/ subjetivación» [«subjectification»]. Este es un avance significativo, dado que aborda por primera vez en las obras fundamentales de Foucault la existencia de algún paisaje interior del sujeto, ciertos mecanismos internos de acatamiento a la regla, así como su fuerza objetivamente disciplinadora, que impide la caída de la descripción en el «behaviorismo» y objetivismo que amenazan algunas partes de Vigilar y castigar. A menudo, Foucault describe muy acabadamente en esta obra la ética y las prácticas del yo como una «estética de la existencia», una estilización deliberada de la vida cotidiana; y sus tecnologías se demuestran con la mayor eficacia en las prácticas de autoproducción, en modos específicos de conducta y en lo que por obras ulteriores hemos llegado a reconocer como una especie de performatiuidad. Creo que podemos ver aquí, entonces, que el rigor escrupuloso de su pensamiento empuja a Foucault, a través de una serie de cambios conceptuales en diferentes etapas de su obra, a admitir que, como el descentramiento del sujeto no es su destrucción y el «centramiento» de la práctica discursiva no puede funcionar sin la constitución de sujetos, el trabajo teórico no puede cumplirse plenamente sin complementar la descripción de la regulación discursiva y disciplinaria con una descripción de las prácticas de la autoconstitución subjetiva. Para Marx, para Althusser, para Foucault, nunca bastó con elaborar una teoría que explicara cómo se convoca a los individuos a su lugar en las estructuras discursivas. Siempre fue preciso exponer, además, cómo se constituyen los sujetos; y en esta obra Foucault se esforzó por mostrarlo, con referencia a prácticas discursivas, a la autorregulación normativa y a tecnologías del yo históricamente específicas. Resta saber si también necesitamos, por decirlo de algún modo, cerrar la brecha entre una y otra cosa: vale decir, una teoría que señale cuáles son los mecanismos mediante los cuales los individuos, como sujetos, se identifican (o no se identifican) con las «posiciones» a las cuales se los convoca; y que indique 32
cómo modelan, estilizan, producen y «actúan» esas posiciones, y por qué nunca lo hacen completamente, de una vez y para siempre, mientras que otros no lo hacen nunca o se embarcan en un proceso agonístico constante de lucha, resistencia, negociación y adaptación a las reglas normativas o reguladoras con las que se enfrentan y a través de las cuales se autorregulan. En resumen, queda pendiente la exigencia de pensar esta relación del sujeto con las formaciones discursivas como una articulación (todas las articulaciones son verdaderamente relaciones de «correspondencia no necesaria», esto es, se fundan en la contingencia que «reactiva lo histórico»; cf. Laclau, 1990, pág. 35). En consecuencia, es tanto más fascinante constatar que, cuando por fin Foucault se movió efectivamente en esa dirección (en una obra después trágicamente interrumpida), se vio impedido, desde luego, de acudir a una de las principales fuentes de reflexión sobre este aspecto olvidado, a saber, el psicoanálisis; impedido de moverse en esa dirección por su propia crítica de este como una mera red más de relaciones disciplinarias de poder. Lo que produjo fue, en cambio, una fenomenología discursiva del sujeto (abrevando tal vez en fuentes e influencias anteriores cuya importancia para él ha sido un tanto subestimada) y una genealogía de las tecnologías del yo. Pero se trataba de una fenomenología que corría el riesgo de caer bajo el peso de un énfasis excesivo en la intencionalidad, precisamente porque no podía enfrentarse con el inconsciente. Para bien o para mal, esa puerta ya estaba cerrada de antemano. Por suerte, no permaneció cerrada por mucho tiempo. En Gender Trouble (1990) y más especialmente en Bodies That Matter (1993), Judith Butler abordó, a partir de su interés en «los límites discursivos del "sexo"» y la política del feminismo, las transacciones complejas entre el sujeto, el cuerpo y la identidad, para lo cual reunió en un marco analítico ideas extraídas de una perspectiva foucaultiana y psicoanalítica. Con la adopción de la postura de que el sujeto se construye discursivamente y que no lo hay an-
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tes o al margen de la Ley, Butler elabora un argumento rigurosamente fundamentado en el cual sostiene que «el sexo es, desde el principio, normativo; es lo que Foucault llamó un "ideal regulatorio". En este sentido, entonces, el sexo no sólo funciona como una norma, sino que es parte de una práctica regulatoria que produce (por medio de la repetición o reiteración de una norma sin origen) los cuerpos que gobierna, es decir, cuya fuerza regulatoria se ilustra como una especie de poder productivo, el poder de producir —deslindar, circular, diferenciar— los cuerpos que controla (...) el "sexo" es un constructo ideal que se materializa forzosamente a través del tiempo» (Butler, 1993, pág. 1). La materialización se replantea aquí como un efecto de poder. La idea de que el sujeto se produce en el curso de su materialización tiene un sólido fundamento en una teoría performativa del lenguaje y el sujeto, pero la performatividad queda despojada de sus asociaciones con la volición, la elección y la intencionalidad y (contra algunas de las lecturas erróneas de Gender Trouble) se relee «no como el acto por medio del cual un sujeto da origen a lo que nombra, sino más bien como el poder reiterativo del discurso de producir los fenómenos que regula y constriñe» (Butler, 1993, pág. 2). Sin embargo, desde el punto de vista del argumento que se desarrolla aquí, el cambio decisivo es «una vinculación de este proceso de "asunción" de un sexo con la cuestión de la identificación y los medios discursivos por los cuales el imperativo heterosexual permite ciertas identificaciones sexuadas e impide o desaprueba otras» (Butler, 1993, pág. 5). Este lugar central asignado a la cuestión de la identificación, junto con la problemática del sujeto que «asume un sexo», da acceso en la obra de Butler a un diálogo crítico y reflexivo entre Foucault y el psicoanálisis, que es enormemente productivo. Es cierto que Butler no propone un metaargumento teórico elaborado para explicar la forma como las dos perspectivas, o la relación entre lo discursivo y lo psíquico, «se piensan» en conjunto en su
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texto, más allá de una sugerente indicación: «Tal vez haya un modo de someter el psicoanálisis a una redescripción foucaultiana, aun cuando el propio Foucault rechazó esa posibilidad». Sea como fuere, «este texto acepta como un punto de partida la idea de Foucault de que el poder regulatorio produce los sujetos que controla, y que el poder no sólo se impone externamente sino que actúa como el medio regulatorio y normativo gracias al cual se forman los sujetos. El retorno al psicoanálisis, entonces, está orientado por la inquietud de saber cómo ciertas normas regulatorias forman un sujeto "sexuado" en términos que establecen el carácter indistinguible de la formación psíquica y corporal» (1993, pág. 23). La significación de la postura de Butler para el argumento es mucho más pertinente, sin embargo, porque se desarrolla en el contexto de la discusión del género y la sexualidad, moldeada por el feminismo, y por lo tanto recurre directamente a las cuestiones de la identidad y la política identitaria y a las antes planteadas por el trabajo de Avtar Brah sobre la función paradigmática de la diferencia sexual con respecto a otros ejes de exclusión. En este punto Butler argumenta con vigor que todas las identidades actúan por medio de la exclusión, a través de la construcción discursiva de un afuera constitutivo y la producción de sujetos abyectos y marginados, aparentemente al margen del campo de lo simbólico, lo representable —«la producción de un "afuera", un dominio de efectos inteligibles» (1993, pág. 22)—, que luego retorna para trastornar y perturbar las exclusiones prematuramente llamadas «identidades». Butler despliega este argumento con eficacia en lo concerniente a la sexualización y la racialización del sujeto: un argumento que exige ser elaborado si se pretende que la constitución de sujetos en y a través de los efectos regúlatenos normalizadores del discurso racial alcance el desarrollo teórico hasta ahora reservado al género y la sexualidad (aunque el ejemplo mejor trabajado por esta autora tiene que ver, desde luego, con la producción de las formas de abyección sexual e
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ininteligibilidad vivida habitualmente «normalizadas» como patológicas o perversas). Según lo señaló James Souter (1995), «la crítica interna que Butler hace de la política identitaria feminista y sus premisas fundacionales cuestiona la adecuación de una política representacional cuya base es la presunta universalidad y unidad de su sujeto, una categoría inconsútil de mujeres». La paradoja es que, como en todas las otras identidades tratadas políticamente de una manera fundacional, esta identidad «se basa en la exclusión de mujeres "diferentes" (...) y en la priorización normativa de las relaciones heterosexuales como fundamento de la política feminista». Esta «unidad», sostiene Souter, es una «unidad ficticia», «producida y restringida por las mismas estructuras de poder mediante las cuales se busca la emancipación». De manera significativa, sin embargo, como también afirma Souter, esto no induce a Butler a sostener que todas las nociones de identidad deberían, por ende, abandonarse debido a sus defectos teóricos. En rigor, esta autora toma la estructura especular de la identificación como una parte crítica de su argumento. Pero admite que tal argumento sugiere, en efecto, «los límites necesarios de la política identitaria». «En este sentido, las identificaciones pertenecen a lo imaginario; son esfuerzos fantasmáticos de alineación, lealtad, cohabitaciones ambiguas y transcorpóreas que perturban al yo [/]; son la sedimentación del "nosotros" en la constitución de cualquier yo [7], el presente estructurante de la alteridad en la formulación misma del yo [7]. Las identificaciones nunca se construyen plena y definitivamente; se reconstituyen de manera incesante y, por eso, están sujetas a la volátil lógica de la reiterabilidad. Son lo que se ordena, consolida, recorta e impugna constantemente y, a veces, se ve forzado a ceder el paso» (1993, pág. 105). El esfuerzo, hoy, de pensar la cuestión de la distintividad de la lógica dentro de la cual el cuerpo racializado y etnicizado se constituye de manera discursiva, por medio
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del ideal normativo regulatorio de un «eurocentrismo compulsivo» (a falta de una palabra diferente), no puede incorporarse meramente a los argumentos antes esbozados con brevedad. Pero estos recibieron un enorme impulso original de esa enredada e inconclusa argumentación, demostrativa, más allá de toda duda, de que el cuestionamiento y la teorización de la identidad son un asunto de considerable significación política que probablemente sólo será promovido cuando tanto la necesidad como la «imposibilidad» de las identidades, y la sutura de lo psíquico y lo discursivo en su constitución, se reconozcan de manera plena e inequívoca.
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