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ENSAYOS ECONÓMICOS Los orígenes del capitalismo moderno
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CLÁSICOS DEL PENSAMIENTO Colección dirigida por Jacobo Muñoz
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David Hume
ENSAYOS ECONÓMICOS Los orígenes del capitalismo moderno
Edición y traducción de
Javier Ugarte Pérez
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ISBN: 978-84-9940-942-9 Edición en formato digital: mayo 2013 Conversión a formato digital: Disegraf Soluciones Gráficas, S. L. Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
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ÍNDICE INTRODUCCIÓN, Javier Ugarte Pérez .................................... 1. Imágenes que materializan épocas ....................... 2. Esbozo de un contexto histórico ........................... 3. La confluencia de dos vidas y obras afines ..........
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PRESENTACIÓN DE LOS ENSAYOS ECONÓMICOS ........................ La obra ........................................................................... Su actualidad ................................................................ Traducciones y problemas ............................................
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BIBLIOGRAFÍA .........................................................................
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CRONOLOGÍA ..........................................................................
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ENSAYOS ECONÓMICOS ENSAYO ENSAYO ENSAYO ENSAYO ENSAYO ENSAYO ENSAYO ENSAYO ENSAYO
I.—Sobre el comercio ............................................ II.—Sobre el refinamiento en las artes ................ III.—Sobre el dinero .............................................. IV.—Sobre el interés .............................................. V.—Sobre la balanza comercial ............................ VI.—Sobre la envidia en el comercio .................. VII.—Sobre el equilibrio de poder ....................... VIII.—Sobre los impuestos ................................... IX.—Sobre el crédito público ...............................
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INTRODUCCIÓN 1. Imágenes que materializan épocas Según Deleuze, toda gran filosofía debe proporcionar tres componentes: conceptos, afectos y perceptos1. La falta de un elemento no le impedirá convertirse en una buena construcción intelectual, pero será difícil que alcance la excelencia. Cuando se habla de perceptos, es probable que el oyente rememore alguna de las conocidas imágenes forjadas por la filosofía y el arte. Es indudable que la Ilustración, periodo cultural que se extiende en el siglo que transcurre entre finales de la Revolución inglesa (1689) y el comienzo de la francesa (1789), es una época que cultiva los tres elementos. Por el momento, detengámonos en las imágenes. La primera que viene a la mente es la de la luz, desarrollada por los filósofos —en el llamado Siglo de las Luces— y recogida por pintores que representan, con esmero, espacios luminosos en un paréntesis entre dos épocas que se ocupan de los ambientes oscuros o tenebrosos: por un lado, se encuentra el Barroco que define las obras de Caravaggio y Rembrandt, por otro las pinturas negras de Goya; en el periodo intermedio trabajaron artistas que reproducían escenas más felices y cotidianas, como los ambientes festivos en campos y plazas de pueblo que Goya pinta antes de que España fuera invadida por las tropas napoleónicas. Como la luz es el centro de una metáfora que se ha expuesto en múltiples ocasiones, poco aporta reflexionar sobre ella. Por esa razón, tiene mayor interés proponer una 1 Gilles Deleuze: Conversaciones, Valencia, Pre-Textos (2004, 222). Véase, en general, el apartado 13 de la obra, que lleva por título «Sobre la filosofía» (págs. 215-246).
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visión nueva para representar la época en que Hume escribe los ensayos; se trata del movimiento de los fluidos, sobre todo del agua. Sin descartar que la vocación económica de la obra haga que la imagen pueda tener como trasfondo la importancia del transporte de mercancías por canales fluviales (entonces en auge) o a través del mar, originalmente se trata de otra cosa. Su importancia radica en la relación que tiene una parte del agua con el resto de líquido que la rodea y del movimiento que naturalmente tiende a realizar, que consiste en ponerse al mismo nivel. En el ensayo «Sobre la balanza comercial», el autor sostiene: Toda agua, en cualquier parte donde circule, permanece siempre a un nivel. Al preguntar a los científicos la razón, ellos contestarán que si fuese a ser levantada en cualquier lugar, la superior gravedad de esa parte desequilibrada debe hacerla descender hasta que encuentre un contrapeso.
Poco después de señalar esa relación física, Hume muestra su correspondencia con el campo que estudia, la actividad económica: ¿Qué otra razón se puede encontrar por la que todas las naciones en la actualidad ganan en su comercio con España y Portugal, sino el hecho de que resulta imposible acumular dinero, al igual que cualquier fluido, más allá de su propio nivel?
El movimiento de los líquidos tiene lugar de manera natural, sin intervención exterior. Es importante detenernos en el adjetivo «natural», que el pensador escocés no utiliza en sus ensayos para referirse a un proceso de crecimiento biológico sino como un tipo de movimiento opuesto al violento del que, por ejemplo, hablaba Aristóteles. Para el filósofo griego, el movimiento violento consistía en la aplicación de una fuerza a un cuerpo; sin embargo, un fluido no necesita ser dirigido porque tiende, sin intervención exterior, a situarse en el nivel que le corresponde. Cuando se produce una intromisión porque los dirigentes se esfuerzan por colocarlo artificialmente en una cota superior, el esfuerzo se dirige contra ellos y les esta—10—
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lla en las manos. En el mismo ensayo que las dos citas anteriores, se encuentra la siguiente afirmación: Un Estado grande podría disipar su riqueza en peligrosos y mal concebidos proyectos y probablemente destruir, con eso, lo que es mucho más valioso, la laboriosidad y la moral, así como el número de sus miembros. El fluido, en este caso, alcanza una gran altura, estalla, destruye el vaso que lo contiene y, mezclándose con el elemento que le rodea, pronto cae a su propio nivel.
Esa imagen, de carácter físico, la encontramos en unos ensayos de tema económico porque lo que ocurre con el flujo físico sucede también con la producción y el dinero: el oro y la plata se nivelan con el trabajo realizado en la nación y reflejan su abundancia. Si, por circunstancias especiales —como las que supone beneficiarse de la producción de ricas minas—, entra una cantidad de metales que excede el nivel que le corresponde, al cabo de un cierto tiempo fluye hacia naciones vecinas. Así, tras un plazo breve, cada territorio posee los metales preciosos que se ajustan al nivel de actividad que tiene lugar dentro de sus fronteras, con independencia del esfuerzo que realicen sus dirigentes por conservarlos: fracasará cualquier medio diferente al incremento de la producción. Frente a la circulación monetaria que acompaña a la producción agrícola y manufacturera, así como al comercio, los monopolios constituyen uno de los actos de fuerza para mantener la cantidad de metales por encima del nivel al que se adecuan. Ese método aleja su objetivo en lugar de alcanzarlo, al dificultar la iniciativa de los particulares. Al acumularse las imágenes, éstas comienzan a adquirir cualidades positivas o negativas: el flujo natural es bueno, pero el mantenido por decisiones políticas resulta nocivo. En el campo de la producción, el movimiento violento lo ocasionan las restricciones que favorecen a unos intereses determinados. Sin embargo, como estamos en un mundo que tiende al orden y la eficiencia, al final los monopolios se vienen abajo a causa de sus rigideces e incoherencias y quienes los sostienen deben cambiar de política. En esa imagen se concentra la esencia del liberalismo que defiende Hume en una época donde se mantienen en vigor gran parte de los valores —11—
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mercantilistas, aunque en Gran Bretaña no se apliquen con la misma intensidad que en otras naciones. Un cuarto de siglo después, en 1776, encontraremos la intuición de la mano invisible que tan famoso hizo a Adam Smith, aunque, como en otros aspectos, la influencia de Hume sería fundamental para su pensamiento. Se trata de otra metáfora que se desarrolla para explicar cómo se mueven los fluidos y las razones por las que éstos se sitúan siempre al nivel de la actividad económica. No obstante, debe esperarse un tiempo para que la imagen muestre su capacidad creativa; por el momento, quedémonos con la idea de que el liberalismo surge de la confianza en las fuerzas naturales que rigen los procesos, a semejanza de las que dirigen el movimiento de los líquidos. Por eso, en el quinto ensayo, que se ocupa del estudio de la balanza comercial, es frecuente encontrar el verbo to drain cuando Hume se refiere al flujo comercial y al trasvase de metales de unos países a otros; el término elegido para traducirlo ha sido «drenar»2. Al igual que el drenaje de las tierras exige un trabajo, el oro y la plata aumentan en un territorio cuando se incrementa la producción. Los metales preciosos, como el agua, se infiltran desde la periferia. La confianza en los beneficios de un fluido que sigue su movimiento natural le lleva a desear que todos los vecinos de Gran Bretaña sean también prósperos porque, de esa forma, pueden exportar más y mejores mercancías. Gracias a esa actividad, mantendrán una alta demanda de importaciones de otros lugares. Una nación rica rodeada de otras que también lo son constituye una fuente de beneficio colectivo. Por otro lado, las mejoras técnicas que unos desarrollan sirven de estímulo para que los demás lleven a cabo las suyas en un régimen de sana competencia. Sería imposible que Gran Bretaña disfrutase de prosperidad si todos sus socios comerciales fuesen pobres y estuvieran atrasados. Ese convencimiento, que constituye una crítica económica —a la vez que política y moral— al mercantilismo, le lleva a realizar la siguiente afirmación 2 Otros significados posibles son: vaciar, extraer (Diccionario Oxford, Oxford University Press, 2001, 1044).
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en el ensayo, gráficamente titulado, «Sobre la envidia en el comercio», que justifica la importancia de este texto en el conjunto de los ensayos: Por eso, debo aventurarme a reconocer que, no sólo como hombre, sino como súbdito británico, ruego por el floreciente comercio de Alemania, España, Italia e, incluso, Francia misma.
Es difícil encontrar, e incluso concebir, un deseo semejante en un autor anterior a Hume o contemporáneo suyo, en Gran Bretaña o en el continente. La referencia especial a Francia se debe a los continuos enfrentamientos entre británicos y franceses a lo largo del periodo moderno; que, pese a ellos, Hume se muestre deseoso del bienestar de los franceses revela el convencimiento que tenía en la validez de sus ideas y la necesidad, tan ilustrada, de superar prejuicios del pasado. Fruto de la confianza en las bondades del liberalismo, tanto Hume como Smith creen que el libre comercio es el camino para superar enfrentamientos entre naciones porque los monopolios, que se sostienen en la fuerza de los ejércitos, dejan paso a una actividad en la que ganan todos sus participantes sin necesidad de imponer al consumidor las mercancías que debe adquirir. En la crítica al monopolio se encuentra también el fundamento para reprobar el imperialismo, por el coste económico que supone y los problemas políticos que origina. Estos pensadores, a los que la posterioridad denominará «economistas clásicos», en lugar de defender el enfrentamiento militar por el control de los mercados proponen la competencia entre productores. La igualdad en la concurrencia de fuerzas es otra imagen que representa la época. En relación con la recaudación de tributos y la búsqueda de un sistema justo, el autor afirma en el ensayo «Sobre los impuestos»: Es seguro que cada hombre está deseoso de quitarse el peso de cualquier tasa que se le imponga y echarla sobre otros, pero como cada persona tiene la misma inclinación y se encuentra a la defensiva, se supone que ningún grupo prevalecerá completamente en esta lucha.
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Es la conclusión, que el autor suponga que «ningún grupo prevalecerá completamente en esta lucha», lo que el siglo siguiente mostró que constituía una creencia problemática. No sólo predominaron las clases dirigentes sobre las trabajadoras —como se vio por la prohibición de las asociaciones sindicales y de los partidos socialistas durante buena parte del siglo XIX— sino que, entre los privilegiados, los terratenientes lograron imponer sus intereses sobre los del resto de la nación mientras se protegió la producción nacional de grano. Al entrar en vigor las leyes que permitían importarlo libremente (las Corn Laws de 1845) cambiaron las tornas porque, con esa medida, bajaba el coste de los alimentos para la clase trabajadora y se incrementaba la capacidad de compra de los salarios sin necesidad de elevarlos; el resultado, previsible, fue que los industriales de Manchester —y, por extensión, la nueva clase capitalista— resultaron beneficiados por la nueva legislación. Los engaños de la libertad y su carácter espectral fueron denunciados por Marx más que por ningún otro autor posterior y supondrá la fuente principal de sus diferencias con Hume, Smith y David Ricardo, autores a los que, por otra parte, estudió con atención e interés. Acumulamos, por lo tanto, tres imágenes: la que separa la época mercantilista (es decir, del capitalismo mercantil) de aquella otra manufacturera e industrial. En este caso nos encontramos con compañías que ostentan monopolios que defienden con la fuerza de las armas, especialmente las que posee una armada que amenaza con atacar los barcos de las naciones que desafían la prohibición de comerciar en un espacio exclusivo. Luego, tenemos la imagen que la nueva época se forja de sí misma, basada en la preservación del flujo natural de las mercancías y los metales preciosos, así como en la concurrencia de todos los grupos de interés en el gobierno de la nación. Se trata de la búsqueda del bienestar general, de la reunión de dignatarios de naciones ricas que discuten pacíficamente sus problemas mientras eliminan los obstáculos que traban la actividad económica. Para lograrlo, es necesario que los pueblos europeos dejen de lado sus pasados resentimientos y colaboren en la consecución de intereses comunes. El acuerdo interior tiene su reflejo en el exterior; los británicos se esforzarán —como muestra el —14—
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ensayo sobre el equilibrio de poderes— en repetir en el conjunto de Europa la balanza de fuerzas que concluye la Gloriosa Revolución inglesa, aunque un trato menos considerado recibirá Irlanda y las naciones extraeuropeas que integrarán las futuras colonias. Finalmente, la que separa la Ilustración y el liberalismo del pensamiento socialista y evolucionista del siglo XIX: unos seres vivos o grupos de presión son más fuertes que otros; por esa razón, acaban imponiendo su voluntad a los demás. Al no haber bienes para todos, los fuertes utilizarán el elemento clave que resuelve las diferencias: el poder de cada uno para hacer prevalecer sus intereses.
2. Esbozo de un contexto histórico Conviene resaltar un hecho de gran importancia que marcó la época y el lugar en que vivieron Hume y Adam Smith: el cambio de un sistema de producción a otro. Ambos asistieron al nacimiento de un capitalismo de base técnica y fabril; su nacimiento tiene una importancia que sólo es comparable con la aparición del Neolítico. Esa afirmación se sostiene en el hecho de que ninguno de los anteriores modos de producción que la humanidad puso en práctica (esclavista, feudal, mercantil y, quizás, el que Marx denominó «asiático»3) ha mostrado semejante capacidad para elevar el número de bienes disponibles a la vez que la población que los produce y consume. A diferencia de ellos, el Neolítico y el capitalismo técnico-tecnológico han transformado radicalmente la vida de los seres humanos al desarrollarse sobre un enorme crecimiento de las técnicas (y tecnologías, en el caso del capitalismo desde finales del siglo XIX), aumentar la producción y favorecer la creación y la expansión de las ciudades. En ambas situaciones cabe hablar de revolución, en cuanto supusieron un giro de ciento ochenta grados en las condiciones de trabajo, relaciones sociales y hábitos cul-
3 Karl Marx (2003): Formaciones económicas precapitalistas. México, Siglo XXI editores. Edición e Introducción a cargo de Eric Hobsbawm.
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turales de la población, así como en las características demográficas. El primer paso hacia el mercantilismo lo dieron los portugueses, al establecer rutas marítimas que conectaban Asia (las Indias Orientales, en terminología de la época) con Europa; el empuje fundamental vino cuando los españoles descubrieron —para los europeos—, colonizaron y comunicaron un nuevo mundo (las Indias Occidentales) con el viejo. El sostén material del capitalismo mercantil se basaba en la adquisición, a bajo coste, de unos pocos productos y su venta en Europa a un precio muy superior. Los gastos que ocasionaba el transporte eran muy altos debido a la enormidad de las distancias, la vulnerabilidad de las embarcaciones ante los elementos (huracanes, tifones) y el ataque de piratas. Por ese conjunto de factores, sólo los bienes de lujo podían compensar la inversión: especias, seda, porcelana y, por el lado americano, oro y plata. Se trata de un modo capitalista de producción porque el objetivo consistía en elevar la cantidad de capital disponible tras el fin de cada aventura; para lograrlo, se aprovechaban de las diferencias que había en el precio entre el lugar de producción y el de consumo. Se califica como «mercantil» porque el intercambio constituía el camino para lograrlo; por eso, manufactureros y mercaderes constituían la clase social en ascenso. La llegada de metales preciosos en ese contexto, su influencia en los precios y en la actividad económica en general, constituyen un tema de reflexión permanente para Hume y Smith, como lo había sido, siglo y medio antes, para los economistas de la Escuela de Salamanca. Se trataba de un comercio que se realizaba según monopolios, porque éstos eran el mejor medio para incrementar las ganancias al imponer precios en los lugares de compra y en los de venta. Al mismo tiempo, los dirigentes de las compañías monopolísticas tenían la capacidad de realizar pedidos por anticipado y sólo encargaban lo que sabían que podían vender. Todo ello reducía la incertidumbre de la inversión en una época que abundaba en inseguridades; a la vez, abarataba los costes. Sin embargo, con el paso del tiempo se observó un problema: las fortunas que se forjaban por ese camino en poco incrementaban la riqueza ge—16—
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neral porque el dinero pasaba de unas manos (las de los consumidores) a otras (las de los comerciantes) sin encontrar caminos de inversión que lo multiplicaran. Como el objetivo consistía en hacer crecer el capital para disminuir los problemas que generaba la escasez, de mercancías más que de dinero (aunque los mercantilistas interpretaran el problema a la inversa), eso generaba tensiones en el sistema económico y rivalidad entre los Estados por apropiarse de los mejores mercados. Los escritos de Hume muestran que las guerras entre las grandes potencias fueron frecuentes en el periodo. En ese contexto de estancamiento cabe señalar dos excepciones, los Países Bajos y, sobre todo, dada su mayor extensión, abundancia de recursos naturales y población, Gran Bretaña. En las islas británicas se investigaron formas de incrementar la producción agrícola y abastecer a buen precio las colonias americanas —al mismo tiempo que los territorios, supuestamente cerrados a sus productos, que formaban los imperios ibéricos— de artículos manufacturados, como tejidos de lana o algodón, herramientas, clavos, etc. El cambio se produjo porque, con el tiempo, los gastos de transporte habían disminuido al construirse mejores —y, gracias a la madera americana, más baratos— barcos; además, éstos transportaban mercancías por las que ningún pirata arriesgaría su vida. Al mismo tiempo, las rutas marítimas del Atlántico norte se encuentran a salvo de los huracanes. El comercio de productos manufacturados y algunas materias primas exigía una menor inversión que el de lujo y resultaba más seguro; aunque los beneficios fuesen pequeños, constituían una fuente de ingresos regulares. En esas circunstancias, el monopolio había perdido gran parte de su sentido. Al mostrar su ineficacia revelaba también la injusticia de su funcionamiento porque todos los ciudadanos pagaban los impuestos que se volcaban en el esfuerzo por mantener un comercio cautivo que sólo beneficiaba a quienes habían invertido capital en las grandes compañías. La crítica a los monopolios tiene su origen en el hecho de que si un gobierno representa los intereses nacionales y corre con los gastos de controlar un territorio para estabilizar y organizar su producción, resulta incoherente que una sola compañía, que goza del beneplácito del Es—17—
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tado, se beneficie de los ingresos. En el cruce de las razones económicas y políticas se explica que las Compañías de las Indias Orientales, creadas en las naciones volcadas al comercio, cedieran paulatinamente a sus respectivos Estados el control de aquellos puertos. Así, de manera gradual, el dominio comercial se convirtió en político y los territorios dependientes comenzaron a formar parte de un imperio. Bajo la nueva situación, en lugar de unos pocos capitalistas debían beneficiarse la mayoría de los habitantes de una nación. Con el paso de los siglos, América estimuló el incremento de la producción manufacturera de Europa, al igual que el aumento del número y nivel de vida de sus habitantes, tanto por las compras que hacían los colonos de mercancías del viejo continente como por las remesas de oro y plata que salían de sus minas. Los metales americanos eran el lubricante que armonizaba el desarrollo de la actividad, como señala Hume al comienzo de su ensayo «Sobre el dinero»; a la vez constituían la mercancía con la que los empleos pagaban sus importaciones de Asia. Gracias a los intercambios comerciales que se desarrollaban dentro y fuera de sus fronteras, en las islas británicas el consumo presionaba al alza la producción, por lo que comenzó a experimentarse con innovaciones sencillas que ahorraban trabajo para liberar mano de obra que pudiera realizar nuevas funciones. La lanzadera volante de John Kay data de 1733; más importante resultó la Spinning jenny, que era una hiladora de varias bobinas inventada en 1764 por Hargreaves. La jenny revolucionó la industria textil porque, gracias a su entrada en funcionamiento, los hilanderos pudieron ponerse a la altura de los tejedores en la producción de su mercancía; hasta ese momento la falta de hilo constituía un obstáculo para la elaboración de tejidos. Dado ese contexto, ambos autores (sobre todo Smith, ya que un cuarto de siglo separa su obra de la de Hume) conocían la importancia de las máquinas para incrementar, a pequeña escala, el número de artículos disponibles; sin embargo, las grandes fábricas tuvieron que esperar a la máquina de vapor, que muestra su capacidad para sustituir trabajo humano en los años que siguen a la publicación de La riqueza de las naciones. Por esa razón, los análisis de Smith giran en torno a la di—18—
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visión del trabajo y la forma de aumentar la producción, a la vez que abaratar el precio de cada mercancía a través del uso de unos artefactos que se conciben como herramientas; hasta que no aparezcan ingenios capaces de sustituir completamente al obrero en una producción organizada, resultan escasas las reflexiones que se encuentran sobre la importancia del maquinismo4. Sin embargo, existe un elemento de gran importancia para comprender tanto la posición de Hume como la de Smith; dejarla de lado ignoraría la razón por la que se sienten tan seguros de sus afirmaciones y el optimismo que manifiestan. Se trata de su convicción de que las actividades económicas no son solo medios para conseguir determinados objetivos (alimentos, vestido, ahorros para la vejez, etc.) sino también fines en sí mismas, por el elemento de placer que conllevan. En las relaciones que mantenemos con los demás, sean sociales o económicas, nos descubrimos a nosotros mismos y desarrollamos nuestras capacidades. En ello confluye tanto la concepción aristotélica de que todo proyecto realizado conlleva felicidad como la concepción burguesa de que el trabajo supone una forma de expresión y contacto con la realidad que nos enriquece, sin dejar de lado el imperativo religioso expuesto por Weber. No se entenderían los principios del liberalismo si se olvidara que, para sus defensores, tan importante es el progreso material como la autorrealización personal a través del trabajo y la relaciones contractuales con otros individuos. De ahí la importancia de la libertad, ya que nadie mejor que uno mismo puede elegir los campos donde desea desarrollar sus talentos y expresar su valía porque la felicidad no responde a modelos generales, comunes. Las críticas que ha recibido el liberalismo lo han debilitado escasamente y la razón se encuentra en que, para ser efectivas, no sólo deben exponer los problemas que conlleva esa visión del ser humano y su búsqueda de la felicidad; también han de pro4 Las primeras máquinas fueron los molinos. Sin embargo, la producción se transformó cuando los manufactureros invirtieron masivamente en la compra de artilugios, los instalaron en un lugar —la fábrica— e hicieron funcionar de manera coordinada. Este hecho sucedió con la máquina de vapor.
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poner una cosmovisión que resulte, al menos, tan coherente o completa como la liberal.
3. La confluencia de dos vidas y obras afines Los ciudadanos de la Antigüedad fueron proclives a ensalzar las amistades modélicas (comenzando por la de Aquiles y Patroclo) y educar en las virtudes de sus integrantes a las futuras generaciones. Todavía se conservó ese espíritu en la Edad Media, como muestra la abundante iconografía que recoge emparejamientos de santos; es el caso de Sergio y Baco, Perpetua y Felícitas, etc. Esas personas permanecían unidas de por vida según ideas, valores y proyectos comunes. El mundo contemporáneo ha dejado de lado estas relaciones para centrarse en el amor de pareja; por ello, cuando el individuo contrae matrimonio sus amigos comienzan a desempeñar un papel secundario. A David (Hume) y Adam (Smith) todavía se les puede comprender bajo la antigua forma de amistad, ya que viven en el ocaso de una época (culturalmente, la ilustrada; materialmente, la mercantil) y el nacimiento de otra (el romanticismo se encuentra a la vuelta de la esquina; a la vez, el capitalismo de base técnica e industrial da sus primeros pasos). Un repaso a las biografías de ambos pensadores muestra enormes coincidencias: Hume nació en Edimburgo en 1711 y Smith en un pueblo de la costa —Kirkcaldy— cercano a la ciudad, en 17235; ambos pertenecen, por lo tanto, a la sociedad ilustrada del este de Escocia y de la
5 Carlos Rodríguez Braun: «Estudio preliminar» a La riqueza de las naciones, Madrid, Alianza Editorial, (1999, 8; otros detalles biográficos sobre Adam Smith se encuentran en este estudio). La traducción de la obra de Smith también es de C. Rodríguez Braun. Por su parte, varios datos sobre la biografía de Hume han sido extraídos de la edición preparada por John P. Wright, Robert Stecker y Gary Fuller de A Treatise of human nature (Londres, Orion Publishing Group, 2003) y, sobre todo, de «My own life», la breve autobiografía que el autor compuso poco antes de morir y que Adam Smith situó como encabezamiento de sus Philosophical Works.
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cultura que emanaba de su capital. Hume vino al mundo en el seno de una familia acomodada, puesto que su padre, que se dedicaba a la abogacía —profesión a la que David pensó dedicarse durante un tiempo— descendía de los condes de Home o Hume. Por lo tanto, su familia disfrutaba de elevada posición social aunque, al haber perdido gran parte de su patrimonio, el futuro filósofo tuvo que vivir frugalmente en su juventud y primera madurez, mientras se esforzaba por ampliar su fortuna; a las dificultades de ese periodo contribuyó que su padre hubiese muerto cuando Hume tenía dos años. Por su parte, Smith fue hijo de un juez e inspector de Aduanas al que nunca conoció, puesto que falleció antes de venir al mundo el futuro economista. Así pues, ambos nacieron en familias acomodadas y fueron huérfanos de padre desde el nacimiento o durante sus primeros años. Como resultado de ese suceso, vivieron muy ligados a sus respectivas madres. También permanecieron solteros de por vida, quizás por esa intensa relación materno-filial, a causa de su vocación intelectual o debido a otras razones que no mencionan sus biografías. Los paralelismos biográficos continúan: hay que señalar una amistad común, otro gran pensador escocés, Francis Hutcheson, que fue profesor de Smith y a quien éste sucede en la cátedra de Filosofía moral en 1751. Hume había intentando conseguir, sin éxito, un puesto de profesor en la Universidad de Edimburgo en 1744 y en la Glasgow en 1752; es probable que de 1751 o 1752 date su amistad con Smith, que se encontraba bien instalado en esa institución académica del oeste de Escocia. La diferencia más destacable entre ellos es que Hume no se benefició del éxito académico de Smith. Por esa razón tuvo que desempeñar otras ocupaciones para poder vivir. Así, en 1763 acepta el cargo de secretario del conde de Hertford, que en ese momento era el embajador de Inglaterra en París. Para ejercer ese puesto, Hume se trasladó a la capital de Francia, donde vivió hasta 1766 frecuentando con buena acogida la sociedad intelectual parisina. Smith, por su parte, en 1763 abandonó la docencia universitaria para ser el preceptor del joven duque de Buccleugh, con quien viaja a Francia y en cuya capital se encuentra con Hume. Así, ambos trabajan a las órdenes de —21—
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aristócratas que pagan generosamente sus servicios mientras, en el ejercicio de su trabajo, pasan largas temporadas en París. Su vuelta a Escocia, con estancias esporádicas en Londres, se produce en la segunda mitad de los años sesenta: 1767, en el caso de Smith y 1769, en el de Hume. Éste fallece en Edimburgo en 1776, mientras Smith, siguiendo la diferencia de edad que los separaba pero respetando la coincidencia que habían seguido sus vidas, lo hace en la misma ciudad en 1790, a una edad aproximada a la de su amigo. A la muerte de Hume, se ocupó de terminar la edición de sus obras, entre las que incluyó su autobiografía y algunas cartas personales escritas durante sus últimos meses de vida. Vayamos ahora a las coincidencias en su pensamiento. El objetivo se limitará a unas pocas ideas porque la exhaustividad, en este punto, requeriría un tratado completo. Se trata de trazar los puntos que Hume señala en sus ensayos y que Smith retoma y amplía en su gran obra en dos volúmenes, publicada en marzo de 17766. Una primera coincidencia salta a la vista: los dos cultivaron la filosofía y la economía, aunque Hume pasó a la posterioridad por lo primero, mientras Smith lo hizo por su dedicación a la segunda disciplina, lo que tiene sentido porque esas fueron, a la larga, sus opciones personales. Dicho esto, puede parecer una paradoja que el economista ocupara una cátedra de Filosofía moral mientras el filósofo no llegara a conseguir una plaza de profesor de ninguna disciplina filosófica. La explicación tiene que ver con que la separación entre filosofía y economía no era tan grande en la época como es en la actualidad. Por otro lado, Hume era rechazado por sus ideas entre algunos círculos, ya que su escepticismo generaba la oposición de los poderes religiosos a que se le contratara como docente; probablemente temían que su magisterio hiciese mella sobre la fe de sus alumnos en las doctrinas reveladas y la autoridad del clero. 6
Ese año resulta muy significativo en sus vidas y en la de Gran Bretaña, puesto que el 4 de julio las colonias norteamericanas reclaman su independencia; mes y medio después, el 25 de agosto, fallecía Hume, así que éste apenas tuvo tiempo de conocer la recepción que tuvo La riqueza de las naciones.
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Las vidas paralelas comienzan a solaparse con las vocaciones profesionales primero y, luego, con las ideas que se transmiten de uno a otro. En el sentido que Ortega da a la vocación, como desarrollo de un proyecto vital a partir de las circunstancias que rodean a una persona, ambos la asientan en la coyuntura tan especial que les rodeaba y en el mantenimiento de su decisión a lo largo de los años. Es obvio que acertaron con la elección que hicieron; esta afirmación no choca con el hecho de que, como pensadores del Siglo de las Luces, traten campos diferentes del saber, puesto que los principios de la Ilustración animaban al cruce de saberes e intereses. En relación con los fundamentos de teoría económica que sostienen —o, como se decía en la época, de economía política— es preciso destacar, en primer lugar, la importancia del trabajo como fuente de riqueza. El dinero (oro, plata, crédito bancario) representa la producción, pero no constituye la base sobre la que ésta se sostiene. Hume deja muy claro que el trabajo es la fuente de la riqueza en párrafos como el siguiente: Cada cosa en el mundo es comprada por medio del trabajo y nuestras pasiones son las únicas causas que nos obligan a trabajar. Cuando una nación abunda en manufacturas y artes mecánicas, los propietarios de la tierra, al igual que los granjeros, estudian la agricultura como ciencia y redoblan su esfuerzo y atenciones. El excedente que produce su trabajo no se pierde, sino que se intercambia con manufacturas que ahora codicia el afán de lujo de los hombres7.
Se trata de una afirmación que Smith sigue sin género de dudas, como vemos en el párrafo que inaugura La riqueza de las naciones: El trabajo anual de cada nación es el fondo del que se deriva todo el suministro de cosas necesarias y con7 «Sobre el comercio». Véase también, en el ensayo «Sobre el dinero», la anécdota a propósito del asombro de Anacarsis el Escita; en el segundo caso, se trata de una de las citas —la primera— a las que aludió Robert E. Lucas en la conferencia que se comenta en la «Presentación».
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venientes para la vida que la nación consume anualmente, y que consisten siempre en el producto inmediato de ese trabajo, o en lo que se compra con dicho producto a otras naciones8.
Ya se ha comentado que estas afirmaciones constituyen una crítica al mercantilismo y su obsesión por la acumulación de oro y plata. Tanto Hume como Smith, al comienzo de sus obras, impugnan esa presunción y ofrecen una hipótesis alternativa; como sabemos, ésta se correspondía mejor con las realidades económicas de su tiempo —que es, en buena medida, el nuestro— que la mercantilista. También existe una coincidencia en la matización de su punto de partida; ambos insisten en que no se trata de cuánto trabajo se realiza, sino de la proporción entre quienes trabajan y el grupo de población que consume los productos; es el caso de los rentistas y de los sirvientes y burócratas, ya que en la época se consideraba que el trabajo de los dos últimos grupos no enriquecía la sociedad. En términos actuales, recalcan la importancia entre el porcentaje de población activa (y ocupada) y la que se encuentra en situación inactiva, aunque sus criterios sobre lo que consideran actividad, que limitan a la producción de bienes, no coincidan plenamente con los nuestros, que incluyen los servicios y la investigación. Afirma Hume en «Sobre el comercio»: Es cierto que cuantos menos deseos y necesidades tengan los propietarios y labriegos del campo menos manos emplean; consecuentemente, quienes resultan superfluos en el campo, en lugar de mantener a comerciantes y manufactureros, pueden soportar flotas y ejércitos en mucha mayor extensión que cuando son necesarios un gran número de artesanos para satisfacer el lujo de personas particulares.
Sobre este asunto, Smith sostiene: Sea cual fuere el estado de la habilidad, la destreza y el juicio con el que el trabajo es aplicado en cualquier
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nación, la abundancia o escasez de su producto anual debe depender, mientras perdure ese estado, de la proporción entre el número de los que están anualmente ocupados en un trabajo útil y los que no lo están9.
Hume no se expresa en este punto con tanta claridad como Smith, pero la razón se debe a que el primero dedicaba el grueso de su argumentación a mostrar la superioridad del comercio sobre la autarquía, del consumo sobre la frugalidad y de la evolución de artes y técnicas sobre el mantenimiento de modelos del pasado. Su objetivo era convencer a los gobernantes de que los Estados de su época podían ser tan ricos y poderosos como los de la Antigüedad basándose en principios económicos opuestos a los que se aplicaban en aquellos tiempos; en lugar de un modelo de vida austera, como el espartano, proponen otro basado en el desarrollo manufacturero y comercial (por ejemplo, el que seguían Holanda y Gran Bretaña de la época). Smith desarrolla su argumentación gracias a la de Hume porque, una vez que el Estado y la sociedad británica se convencen de las bondades del comercio y, en último término, de las ventajas del lujo sobre la austeridad, el autor de La riqueza de las naciones se esfuerza por orientar sobre la forma de producir mercancías a un coste menor para incrementar la oferta interior y exportar a otras naciones con mayor facilidad. En ese contexto se produce otra coincidencia, la relación que exponen entre la riqueza que realmente se disfruta en un lugar y el ascenso o descenso de la actividad económica. No importa tanto el dinero en circulación como el ciclo de la producción; por eso, Hume sostiene en el ensayo «Sobre el dinero»: La buena política del magistrado consiste sólo en hacer que, si fuera posible, [el dinero] se incrementara porque por ese medio se mantiene vivo el espíritu de la industria de la nación y aumenta el almacenamiento de trabajo en el que consiste todo el poder y riquezas reales. Una nación cuyo dinero disminuye se encuentra realmente, en ese momento, en situación más débil y mi9
Smith (1999, 28-29). —25—
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serable que otra que no posea más numerario pero que se encuentra del lado del crecimiento.
En relación con la remuneración del trabajo, que es uno de los síntomas principales de prosperidad o decadencia, Smith afirma lo siguiente: Lo que ocasiona una subida en los salarios no es el tamaño efectivo de la riqueza nacional, sino su permanente crecimiento. Los salarios, por lo tanto, no son más altos en los países más ricos sino en los que prosperan más, o en los que se hacen más ricos rápidamente. Los salarios son así mucho más altos en América del Norte que en ninguna parte de Inglaterra10.
Concluyamos la tarea con la coincidencia en la imagen, que también es metáfora, que la posterioridad ha identificado como característica del pensamiento de la época, la mano invisible. Habíamos visto el precedente de la idea en la descripción que Hume realiza sobre el flujo de dinero en función del nivel de actividad que existía en cada Estado; se trata del drenaje al que se aludió entonces. Smith describe así el hecho: Al preferir dedicarse a la actividad nacional más que a la extranjera él [el agente económico] sólo persigue su propia seguridad; y al orientar esa actividad de manera de producir un valor máximo él busca solo su propio beneficio, pero en este caso como en otros una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos11.
Se pueden encontrar más coincidencias, pero dejemos aquí la tarea porque los ejemplos señalados parecen suficientes para demostrar esa relación entre ambos o, para
10 Smith (1999, 114). Por si hubiera duda, Smith señala, poco después de realizar esta afirmación, que en los lugares donde no crece la actividad los salarios no pueden ser elevados, por muy rica que sea la nación (1999, 116). 11 Smith (1999, 554). Hay que destacar que el autor expone esta metáfora pero no la desarrolla; es claro que no le otorgó la importancia que le dieron sus sucesores.
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ser más exactos, las herencias que Adam Smith recoge de Hume12. Una vez probada la hipótesis, surge una pregunta: ¿ha sido la historia injusta con Hume al olvidar que fue uno de los primeros pensadores en defender ideas que fueron aplaudidas por la posterioridad? Quizá; depende de cuán lejos queramos reasignar la autoría de las cosas. Establezcamos una nueva hipótesis: Hume intuyó los principios que regían el capitalismo de nuevo cuño que nacía en su época, pero no estudió los fundamentos que lo regulaban; esa tarea fue realizada por Smith. Por lo tanto, se comete una injusticia con Hume si se olvida su precocidad y el hecho de que, a través de la estrecha amistad que mantuvo con Smith, fue el inspirador de muchas de las ideas del famoso economista. Pero se trataría injustamente a Smith si se negara que los casi diez años que pasó en la elaboración de su gran obra —de 1767 a 1776— le sirvieron para desentrañar los mecanismos que organizaban el nuevo capitalismo y la base sobre la que se asentaba. La riqueza de las naciones muestra en detalle cómo se puede incrementar la producción y las razones por las que un Estado que defiende el liberalismo coadyuva en la tarea. Esta obra desentraña el trasfondo sobre el que destacaban las intuiciones de los Ensayos económicos; al hacerlo, los vuelve más valiosos. Por lo tanto, se pueden dejar así las cosas, mientras se señala que Hume fertilizó el pensamiento de Smith y que, gracias a esa ayuda, éste llevó a cabo un análisis de envergadura. Sin embargo, se puede plantear de otra forma la relación e indicar que es su labor conjunta (la obra Hume-Smith) la que muestra el funcionamiento de un capitalismo de nuevo cuño. Dada su amistad y coincidencias es probable que a ninguno de los dos les pareciera injusto ni les desagradara que su quehacer sea considerado desde 12 Si no fuese así, se pueden añadir los siguientes: la importancia de tener vecinos ricos, que ya hemos visto en el caso de Hume; Smith reproduce las ideas de su amigo casi con las mismas palabras (1999, 562-567). Lo mismo sucede con la fuerte crítica a la existencia de una masa importante de deuda pública. A ese tema se enfrenta Hume en su último ensayo, que lleva precisamente por título «Sobre el crédito público», mientras Smith arremete contra esa práctica también en las páginas finales de su obra, quizás desesperanzado de poder eliminarla en las circunstancias que le rodeaban (1999, 787-804).
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esa óptica. Hablar de su obra como la de Hume-Smith supone recuperar una antigua tradición de la filosofía, la que une el pensamiento de dos autores cuyas teorías se presentan conjuntamente porque no se pueden individualizar o porque contribuyeron hasta tal punto a una tarea común, uno como inspirador y otro como teorizador que eclipsa al fundador —y al que se atribuyen teorías que pertenecen a aquél— que resulta superfluo hacerlo: en relación con la filosofía eleática, es el caso de Leucipo-Demócrito13. Es probable que ésta sea también la situación de unos filósofos y economistas que se encuentran entre los últimos pensadores de la Ilustración y que asumen las ventajas del capitalismo, pero cuestionan la utilidad y los beneficios que derivan de su expresión mercantil.
13 Véase la «Introducción» a Leucipo y Demócrito en Los filósofos presocráticos, III (Madrid, Gredos, 1997, 141-145).
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La obra David Hume, en sus últimos años de vida, se dedicó a preparar la edición conjunta de sus obras más importantes. Se publicaron en 1777, poco después de morir su autor, con el título de Philosophical Works, en dos volúmenes de octavo, en parte gracias al trabajo de Adam Smith. Hume encargó a éste, en su testamento, la publicación de los Diálogos sobre la religión natural a la vez que le concedió la capacidad para decidir qué escritos se podían publicar y cuáles destruir tras su muerte; como su autor falleció en 1776, no llegó a conocer la repercusión que tuvieron. Sin embargo, hubo que esperar medio siglo para que viese la luz la primera edición de sus obras completas: se trata de los cuatro volúmenes de sus Obras filosóficas, publicadas en Edimburgo en 1826. Los «Ensayos económicos», que datan de 1752 y se incluían dentro de los «Ensayos morales, políticos y literarios», se encuentran en la segunda parte del volumen III. La edición de 1826 incluye párrafos, notas, etc., que Hume había dejado de lado cuando preparaba sus Philosophical Works y que se han incorporado a la edición que ahora se presenta. El texto que se ha utilizado para la traducción sigue el camino marcado por esa publicación. El lector encontrará cuatro ediciones mencionadas en alguna de las notas a pie de página, cada una seleccionada por una letra (F, G, H, N). Se trata de las siguientes: – Political Discourses. Edimburgo, A. Kincaid, 1752. Un volumen de octavo (F). Algunas veces, esta edición contiene una lista de «escoticismos», es decir, de términos en dialecto escocés. – Political Discourses. Edimburgo, A. Kincaid, 1752, segunda edición (simple reimpresión de la precedente) (G). – Essays and Treatises on several Subjects (contiene los —31—
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«Political Discourses» con adiciones y correcciones). Londres, A. Millar, 1754. (H). – Essays and Treatises on several Subjects. Londres, A. Millar, dos volúmenes de cuarto, 1768 (N).
Su actualidad Los Ensayos económicos son un clásico del pensamiento; la base para afirmarlo se encuentra en que siguen constituyendo una fuente de inspiración en la actualidad. Entre otros, la prueba la ofrece Robert E. Lucas, quien, al recibir el Premio Nobel de Economía en 1995, basó su conferencia, titulada «Monetary neutrality» («Neutralidad monetaria») en el análisis de dos tesis que Hume defiende en los ensayos que llevan por título «Sobre el dinero» y «Sobre el interés»1. El punto de partida del autor escocés se encuentra en la importancia del trabajo como factor sobre el que descansa la riqueza de una nación, algo que se destaca de forma reiterada. Hume deja claro que el trabajo es la medida real de todas las cosas; allí donde abunda también lo hace el dinero y donde escasea su penuria afecta a la cantidad de oro y plata en circulación. Sentado este principio, en «Sobre el dinero» el autor defendió que el numerario es una representación del trabajo y los bienes que éste lleva al mercado, por lo que sólo constituye el medio por el que aquellos se precian. A medio plazo, la alteración de la cantidad de dinero no produciría un cambio mayor, en términos de actividad económica, que si los contables sustituyeran la numeración arábiga por la romana2. En el ensayo «Sobre el interés» retoma la idea de que la cantidad de dinero es sólo una representación de la unidad de cambio; lo hace al indicar que si todo el oro desapareciese de Inglaterra y, como consecuencia, la plata tuviera que ocupar su lugar —y, siguiendo la lógica de valoración de los metales, el cobre se apropiara del espa1 El texto de la conferencia, en inglés, se puede encontrar en la página web de la Fundación Nobel: http://nobelprize.org/nobel_prizes/economics/laureates/1995/lucas-lecture.pdf 2 Robert E. Lucas (1995, 246) y D. Hume (2007, 17-18).
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cio y la función que cumplía la plata— los precios se mantendrían iguales y lo mismo sucedería con el tipo de interés3. Hume lo expuso como una de esas hipótesis a las que recurren con tanta frecuencia los economistas para desarrollar su pensamiento; resulta obvio que las cosas no suceden así en la realidad, ya que debe pasar un tiempo antes de que se perciba el aumento o disminución del numerario a consecuencia, según señala, de la alteración de la actividad económica. En todo caso, estas afirmaciones constituyen una crítica al mercantilismo porque muestran que el aumento de metales preciosos, si no va acompañada a medio plazo del incremento en el trabajo de la nación, provocan una subida general de los precios. El hecho dificulta la competencia con los productos de otras naciones, en el mercado nacional y en el extranjero. En la actualidad, a estos supuestos se los denomina Teoría cuantitativa del dinero4. La ecuación de cambio PT = MV es una forma de representarla; para comprenderla basta con interpretar la primera letra de los términos en su equivalente en inglés: P = precios; T = número de transacciones; M = cantidad de dinero (Money); V = velocidad de circulación. La ecuación señala que el valor conjunto de las transacciones iguala la cantidad de dinero que existe en una economía, una vez que el numerario se multiplica por el número de veces que cambia de manos. Una parte de la atracción que la obra económica de Hume ejerce en la actualidad radica en la reflexión sobre esos supuestos. Robert E. Lucas, tras revisar los estudios más completos sobre el tema, concluye que Hume tiene razón en sus tesis siempre que el aumento de la masa monetaria no sea anticipado por los agentes económicos. De hacerlo, subirían los precios de los bienes que producen o intercambian y se generará inflación. En cambio, las variaciones imprevistas hacia una mayor cantidad de dinero estimulan temporalmente la producción. El descenso del numerario genera una contracción que también es temporal; a medio plazo, recupera el nivel que le corresponde.
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Robert E. Lucas (1995, 247) y D. Hume (2007, 23). Un precedente de esta teoría se encuentra en las reflexiones de Martín de Azpilicueta, miembro de la Escuela de Salamanca. 4
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Si los productores y comerciantes anticipan oscilaciones bruscas, conllevan consecuencias negativas en su mayor parte Los Ensayos económicos inciden en uno de los aspectos menos conocidos del pensador escocés; desconocidos para el lector hispano pero no por ello, como se comprueba, de escasa importancia. El mismo Premio Nobel que reivindica su actualidad sostiene que sin estos escritos no se podría entender el Treatise on Money, de John M. Keynes, publicado en 1930, cuyo título ya recuerda el de uno de los ensayos de Hume («On Money»), ni Monetary Theory and Trade Circle, escrito por Friedrich Hayek y publicado en 19335.
Traducciones y problemas Existen dos traducciones de este conjunto de ensayos. La primera fue realizada por Antonio Zozaya, en 1928, para la colección «Biblioteca económica filosófica» de la Sociedad Española de Librería de Madrid; es el volumen LXXXIX de esa serie. Aunque se trata de una buena traducción, es un texto publicado con una mínima presentación y carente de aparato crítico; además, por su antigüedad, resulta difícil de encontrar. Una segunda traducción fue realizada, en 1955, por Enrique Tierno Galván para el Instituto de Estudios Políticos y reeditada sin modificaciones, en 1982, por el Centro de Estudios Constitucionales. Sin embargo, en esta versión se juntan varios problemas. Para comenzar su título —Ensayos políticos— desorienta al lector, ya que la mayoría de sus textos son de contenido económico, a los que se suman cinco ensayos de temática heterogénea que va de lo político a lo consuetudinario. Por otro lado, ni la versión de Antonio Zozaya, ni la de Tierno Galván, incluyen el ensayo que aparece en sexto lugar en la edición de 1826, que lleva por título «Sobre la envidia en el comercio»; tampoco incor-
5 Robert E. Lucas (1995, 253). Existe traducción castellana de la obra de Hayek con el título de La teoría monetaria y el ciclo económico (Madrid, Espasa Calpe, 1936).
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pora aparato crítico. Aunque la última contiene un Prólogo, su autor se extiende sobre la obra general de Hume sin prestar apenas atención ni valorar de manera positiva, el contenido de los textos que la acompañan. La presente versión intenta suplir esas carencias y volver asequible un conjunto de textos que, pese a ser importantes para filósofos a la vez que para economistas, resultan difíciles de encontrar. Los problemas que conlleva traducir varias decenas de páginas escritas por un autor británico a mediados del siglo XVIII no radican tanto en la gramática o los arcaísmos que contienen cuanto en la polisemia de algunos términos que entonces se usaban en sentido general, pero en la actualidad tienen significados precisos. Es comprensible que Hume no se esforzara por afinar en el uso de conceptos que venían de un mundo mercantil pero se aplicaban a otro que transformaba radicalmente las condiciones de la actividad económica. Los vocablos polisémicos, fundamentalmente, son tres: arts, industry y paper-credit. El primero se refiere tanto a las artes decorativas como a las técnicas (artes mecánicas), pero también a las habilidades personales (el «arte» que tiene un artesano para realizar una obra); el segundo alude a las manufacturas que se realizan en talleres a la vez que a la industria en sentido fabril pero, con frecuencia, también a la laboriosidad, es decir, al trabajo. Finalmente, paper-credit debe ser entendido como papel moneda (billetes) o bajo la forma de crédito, en el sentido bancario. Lógicamente, el contexto ha sido el determinante para optar por uno u otro de los términos empleados en la traducción. JAVIER UGARTE PÉREZ
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CRONOLOGÍA1
1 Esta cronología toma como base la preparada por Antonio Sánchez en su excelente edición de la Investigación sobre el conocimiento humano, publicada en esta misma colección, Madrid, Clásicos de pensamiento, Biblioteca Nueva, 2002.
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Y OBRAS DE
DAVID HUME
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1713 — Anne Finch, Miscellany Poems. — Clemente XI condena el jansenismo en la bula Unigenitus.
1714 — H. Mill inventa una máquina de escribir.
1714 — Leibniz escribe la Monadología.
HISTÓRICOS
1714 — Muere la reina Ana Tudor y le sucede Jorge I de Hannover.
1713 — La Paz de Utrecht pone fin a la Guerra de Sucesión en España. Felipe V es reconocido como el nuevo rey. — Federico Guillermo I, rey de Prusia. — Pramágtica sanción de Carlos VI.
1711 — Carlos VI, emperador germánico. — Paz ruso-turca de Prut.
ACONTECIMIENTOS
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1713 — Berkeley, Tres diálogos entre Hylas y Philonus. — Muere Lord Shaftesbury. — Nace Diderot.
1712 — Pope, The Rape of the Lock.
1712 — Nace Rousseau. — Wolf, Pensamientos racionales sobre las fuerzas del entendimiento humano.
CULTURAL
1711 — Addison y Steele fundan el periódico The Spectator.
CONTEXTO
1711 — Shaftesbury, Características de hombres, maneras opiniones, tiempos.
ACONTECIMIENTOS FILOSÓFICOS
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1713 — Muere su padre, Joseph Hume, su hijo mayor, John, se hace cargo del patrimonio familiar. David recibe una escasa herencia.
1711 — David Hume nace en Edimburgo el 26 de Abril de 1711, tercer hijo de una familia acomodada. Su padre, abogado, era pariente del conde de Home, o Hume, y su madre, hija del Presidente del Colegio de Justicia.
VIDA
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VIDA
Y OBRAS DE
DAVID HUME
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1717 — Felipe V declara la guerra a Austria y ocupa Cerdeña y Sicilia. — Se constituye la Triple Alianza, con Holanda, Inglaterra y Francia.
1718 — Con el Tratado de Passarowitz, Austria incorpora
1717 — Pope, Works. — Watteau pinta el Embarque para Citera.
1718 — Halley estudia el movimiento de las estrellas fijas.
1716 — Felipe V suprime los fueros de Cataluña.
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1717 — Nace D’Alambert.
HISTÓRICOS
1715 — Estalla en Escocia la «rebelión jacobita», en favor de Jacobo Eduardo. — Luis XV, rey de Francia. — Tratado de Amberes.
ACONTECIMIENTOS
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1716 — Muere Leibniz.
1715 — Farenheit da la forma definitiva al termómetro de mercurio. — Muere Fenelon. — Couperin compone sus Conciertos Reales.
1715 — Muere Malebranche. — Nacen Crusius, Helvetius y Condillac. — Comienza la correspondencia entre Leibniz y Clarke sobre Dios, espacio y tiempo.
CULTURAL
— Felipe V funda la Biblioteca Nacional. — Se crea la Real Academia de la Lengua Española.
CONTEXTO
— Mandeville publica una edición ampliada de la Fábula de las abejas. — Nace Baumgarten. — Nace Condillac.
ACONTECIMIENTOS FILOSÓFICOS
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1723 — Ingresa con su hermano en la Universidad de Edimburgo. Tras tres años
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1719 — Suecia firma tratados de paz con Hannover, Prusia, Dinamarca y Rusia. 1720 — Paz de La Haya. — Francia declara la guerra a España. 1721 — Walpole es nombrado Primer Ministro en Inglaterra. — Inocencio XIII, Papa. — Pedro I, zar de Rusia.
1719 — Defoe, Robinson Crusoe. — Primera utilización industrial de la energía hidráulica. 1720 — Miles de británicos pierden sus inversiones tras la bancarrota de la Compañía de los Mares del Sur. 1721 — Se instaura un servicio de correos regular entre Londres y Nueva Inglaterra.
1719 — Clarke, Un discurso concerniente al ser y los atributos de Dios. 1720 — Mandeville, Una carta a Dion ocasionada por su libro llamado Alcifrón. 1721 — Montesquieu, Cartas persas. — Berkeley, Sobre el movimiento.
1723 — En Inglaterra, por medio del Acta Waltham Black se condenan a la pena capi-
1723 — Luis XV de Francia es declarado mayor de edad.
Valaquia y parte de Serbia. — Cuádruple Alianza, pues se suma a ella el Imperio Germánico. Inglaterra y Francia declaran la guerra a España.
1723 — Nace Adam Smith. — Mandeville publica una nueva edición ampliada
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1722 — Defoe, Moll Flanders y Journal of the Plague Year.
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— Se usa en Inglaterra los primeros billetes de papel.
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Y OBRAS DE
DAVID HUME
1725 — Catalina I, emperatriz de Rusia. — Felipe V de España y Carlos VI de Austria firman el Tratado de Viena contra Inglaterra. 1726 — Se construyen carreteras militares en Escocia para dominar las revueltas jacobitas.
1727 — Muere Jorge I, le sucede
1725 — Pope publica las ediciones: The Works of Shakespeare, y The Odyssey.
1726 — Swift, Los viajes de Gulliver. — Thomson, Invierno.
1727 — Feijóo, Teatro crítico uni-
1725 — Hutcheson, Investigación sobre el origen de nuestras ideas de belleza y virtud. — Vico, Ciencia Nueva. — Nace D’Holbach. 1726 — Butler, Quince sermones sobre la naturaleza humana.
1727 — Muere Newton.
de su Fábula de las abejas en la que incluye un Ensayo sobre las escuelas de caridad y una Investigación sobre la naturaleza de la sociedad.
1724 — Benedicto XIII, Papa. — Se funda la Bolsa de París.
HISTÓRICOS
1724 — Nace Klopstock. — Bach compone la Pasión según San Juan.
ACONTECIMIENTOS
1724 — Nace Kant.
CULTURAL
— Tratado de Paz y alianza entre Francia y España.
CONTEXTO tal muchos delitos contra la propiedad. El Acta Workhouse fuerza a los pobres a entrar en casas de trabajo.
ACONTECIMIENTOS FILOSÓFICOS
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1726 — Termina sus estudios universitarios. Conoce con profundidad a los autores clásicos, especialmente a Cicerón y a los poetas latinos. También tiene una buena formación en filosofía, ciencias y matemáticas.
de estudios elementales, renuncia a emprender la carrera de Derecho. — Inicia sus estudios filosóficos fuera de la Universidad.
VIDA
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—44—
1730 — Anna Ivánovna, emperatriz de Rusia. — Clemente XII, Papa. — Walpole preside el gobierno británico. 1731 — Tratado de Viena entre Inglaterra, Austria y España.
1730 — Reamur inventa el termómetro. — Se funda la secta metodista en Oxford.
1731 — Bach, Cantata 141, «Wachet Auf».
1730 — Wolf, Philosophia prima sive Ontologia.
1731 — Woff, Cosmologia generalis. Voltaire, Historia de Carlos XII.
09:20
1729 — Bach, Pasión según San Mateo. — Conté inventa el lápiz con mina de grafito.
1728 — Gay, Beggars Opera. — Pope, The Dunciad, (1ª versión). — Bering atraviesa el estrecho que lleva su nombre. Prueba así que Asia no está unida a América. — Bradley estudia la aberración de la luz.
1728 — Wolf, Philosophia rationalis sive Logica. — Voltaire, Cartas sobre los ingleses. — Hutcheson, Ensayo sobre la naturaleza y la dirección de las pasiones; Cartas sobre el verdadero fundamento de la virtud y de la bondad moral; Aclaraciones sobre el sentido moral.
Jorge II; Walpole conserva el poder. — Tratado de París entre Francia y España.
20/2/08
1729 — Nacen Lessing, Burke y Mendelssohn. — Muere Clarke.
versal (8 vols. De 1727 a 1739).
— Fontenelle, Elogio de Newton.
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Y OBRAS DE
DAVID HUME CULTURAL
HISTÓRICOS
1733 — La elección de Augusto III como rey de Polonia supone el inicio de la guerra de Sucesión.
1734 — El primer pacto de familia lleva a España a intervenir en la guerra de Sucesión polaca. — El futuro Carlos III conquista Nápoles y Sicilia.
1734 — Bach, Oratorio de Navidad. — George Sale traduce El Corán al inglés.
— Los británicos intentan impedir que los obreros emigren a América.
ACONTECIMIENTOS
1733 — Kay inventa el telar de lanzadera. — Hales mide la presión sanguínea. — Poppe, Ensayo sobre el hombre.
1732 — Nace Haydn. — Franklin edita el Almanaque del pobre Ricardo, periódico que difunde ideas liberales.
— El abate Prévost publica Manon Lescaut. — Muere Defoe.
CONTEXTO
09:20
1734 — Wolff, Psycologia rationalis. — Berkeley, Analista: Discurso dirigido a un matemático incrédulo. — Voltaire escribe las Cartas inglesas, contra el despotismo y la intolerancia existentes en Francia.
1732 — Wolff, Psycologia empirica. — Berkeley, Alciphron.
ACONTECIMIENTOS FILOSÓFICOS
20/2/08
1734 — Se instala en Bristol para probar suerte en los negocios, empeño que abandona pronto. — Viaja a Francia y se instala dos años en La Flèche, colegio en el que había estudiado Descartes. Allí comienza a escribir su Tratado.
VIDA
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—46—
1737 — Nueva guerra entre Austria y el Imperio otomano.
1738 — Concluye la guerra de Sucesión polaca con el Tratado de Viena, que reconoce como rey a Estanislao Leszczynski. 1739 — Guerra anglo-española. — Por el Tratado de Belgrado, Austria pierde el norte de Serbia y Rusia obtiene el acceso al mar Negro.
1737 — Linneo, Genera Plantarum. — Rameau compone la ópera Castor y Pollux. 1738 — Johnson, Londres. — Clemente XIII publica una bula contra la fracmasonería. 1739 — Charles Wesley, primera colección de Himnos. — Se publica Las mujeres no son inferiores a los hombres, atribuida a Lady Mary Wortley Montagu.
1737 — Nacen Paine y Gibbon.
1738 — Wolf, Philosophia practica. — Voltaire, Elementos de la filosofía de Newton.
1739 — Baumgarten, Metaphysica.
09:20
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1739 — Se publican en Londres los dos primeros libros del Tratado de la naturaleza humana: «Del entendimiento» y «De las pasiones».
1736 — En nuevo emperador de China, Qianlong, prohíbe las misiones cristianas. — Nuevos desórdenes jacobitas en Escocia.
1736 — Euler, Tratado completo de mecánica, donde estudia el análisis matemático del movimiento. — Inglaterra revoca sus leyes contra la brujería.
1736 — Woff, Theologia naturalis. — Butler, La analogía de la religión.
20/2/08
1737 — Hume regresa a Londres.
1735 — Rusia inicia una guerra contra los turcos.
1735 — Linneo, Systema naturae. — La Condamine mide el meridiano.
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Y OBRAS DE
DAVID HUME CULTURAL
HISTÓRICOS
1742 — Elección de Carlos VII como Emperador. — Tratado de Breslau. — Caída de Walpole. 1743 — Tratado de Fontainebleau entre España, Francia, Dos Sicilias y Prusia (segundo pacto de familia).
1743 — D’Alambert, Ensayo de Dinámica. — Nace Lavoisier.
1743 — Crusius, De usu et limitibus principii rationis determinantis, vulgo sufficientis.
1742 — Segundo volumen de los Ensayos.
1742 — Fielding, Joseph Andrews. — Se establecen las primeras fábricas de algodón en Birmingham y Northampton.
1741 — Maupertuis publica su Ensayo de Cosmología, en que sugiere la noción de «supervivencia del más apto». 1742 — Hutcheson, Philosophia morales institutio compendiaria.
1740 — Sube al trono de Prusia Federico II, rey ilustrado que continúa la reforma del Estado. — Guerra de sucesión en Austria. — Comienzan las Guerras de Silesia entre Austria y Prusia. — Comienza la guerra entre España e Inglaterra.
ACONTECIMIENTOS
1741 — Isabel I, zarina de Rusia. — Guerra entre Suecia y Rusia.
1740 — Richardson, Pamela o la virtud recompensada, exitosa novela de un sentimentalismo moralizador. — Se emplea el crisol para fundir acero. — Bonnet descubre la partenogénesis.
CONTEXTO
09:20
1741 — Händel, El Mesías. — Muere Vivaldi.
1740 — Voltaire, La metafísica de Newton. — Baumgarten, Ethica Philosophica.
ACONTECIMIENTOS FILOSÓFICOS
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1741 — Vive en la casa de campo que su hermano tiene en Ninewells, Berwickshire. — Primer volumen de los Ensayos morales y políticos.
1740 — Tercer libro del Tratado: «De la moral». — Para facilitar la comprensión de su obra y animado por sus amigos, escribe el Compendio del Tratado de la naturaleza humana.
VIDA
05_Cronologia_ Página 48
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1744 — Nace Herder. — Muere Vico.
1745 — Crusius, Bosquejo de las verdades necesarias en cuanto se oponen a las contingentes. — La Mettrie, Historia natural del alma, que es condenada a la hoguera por materialismo. 1746 — Condillac, Ensayo sobre el origen de los conocimientos humanos. — Diderot, Pensamientos filosóficos. 1747 — Crusius, Camino para alcanzar la certeza y la seguridad del conocimiento humano.
1744 — Hume opta a una cátedra de Ética y Filosofía Pneumática en la Universidad de Edimburgo, pero es excluido debido a su fama de ateo.
1745 — Publica la Carta de un Gentilhombre a su amigo de Edimburgo, dirigida a calmar los ánimos de sus detractores. — Recibe la invitación del Marqués de Annandale para ser su tutor, un trabajo muy bien remunerado.
1746 — Marcha como secretario en la expedición del general St. Clair contra las costas de Francia.
1747 — Vuelve a trabajar de secretario con St. Clair en las cortes de Viena y Turín. — 1746 y 1747 fueron años en los que interrumpió sus
— Nacen Condorcet y Jacobi.
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1747 — Franklin descubre el principio del pararrayos. — Richardson, Clarissa. — Cándido publica el cuento Zadig.
1746 — Muere Felipe V de España y le sucede Fernando VI. — Alianza austro-rusa. — Fin de las rebeliones jacobitas.
09:20
1746 — Nace Goya. — Euler formula su teoría ondulatoria de la luz.
1745 — Segunda rebelión de los jacobitas en Inglaterra. — Francisco José I es elegido emperador. — Fin de la Guerra de Silesia.
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1745 — Jurgen descubre la botella de Leyden. — Bonnet demuestra que los gusanos anélidos son capaces de regenerarse por sí solos. — Muere Swift.
1744 — Bach, El clave bien temperado. — Sarah Fielding, David Simple. — Muere Pope. — Nace Lamarck.
— Pope, The Dunciad (versión definitiva).
05_Cronologia_ Página 49
CONTEXTO CULTURAL
1749 — Fielding, Tom Jones. — Nace Goethe. — Se comienza a publicar la Historia natural, dirigida por Buffon.
1750 — J. S. Bach publica el Arte de la fuga. — Johnson, The Rambler. — Lessing, Pensamientos sobre los Herrnhüter.
1750 — Wolf, Primeros libros de Philosophia morales sive Ethica. — Rousseau, Discurso sobre las ciencias y las artes. — Baumgarten, Aesthetica (tomo I).
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1750 — José I, rey de Portugal. — Gran Bretaña y Francia negocian las fronteras entre Nueva Escocia y Canadá.
1749 — Gran Bretaña expande sus colonias en Norteamérica y reorganiza su flota.
09:20
1749 — Maupertuis, Ensayo de filosofía moral. — Condillac, Tratado de los sistemas.
HISTÓRICOS
1748 — Paz de Aquisgrán que pone fin a la guerra de Sucesión de Austria.
ACONTECIMIENTOS
20/2/08
1749 — Hume regresa a la casa campo familiar en la que vivirá dos años con su hermano, pues su madre ya había muerto. — Allí escribe sus Discursos políticos y la Investigación sobre los principios de la moral.
1748 — Montesquieu, El espíritu de las leyes. — La Mettrie, El hombre máquina. — Euler, Reflexiones sobre el espacio y el tiempo. — Nace Bentham.
1748 — Smolet, Roderick Random. — Bradley descubre la oscilación de la Tierra sobre su eje. — Klopstock empieza a escribir la Messiade, epopeya de la redención del hombre por el Mesías.
ACONTECIMIENTOS FILOSÓFICOS
1748 — Publica Tres ensayos morales y políticos y la Investigación sobre el conocimiento humano. — Comienza su correspondencia con Montesquieu.
DAVID HUME — Warton, Los placeres de la melancolía.
Y OBRAS DE
estudios y consolidó una pequeña fortuna.
VIDA
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1751 — Primer volumen de La Enciclopedia. — Smollet, Peregrine Pickle. — En Gran Bretaña se publican actas para prevenir el alcoholismo.
1752 — Haydn, El diablo cojuelo. — Lennox, The Female Quixote. — Experimentos de Benjamin Franklin sobre la electricidad. — Introducción del sistema binómico de catalogación en botánica por Linneo.
1751 — Voltaire, El siglo de Luis XIV. — Mueren La Mettrie y M. Knutzen. — Maupertuis publica el Sistema de la naturaleza y reta la demostración de Needham de la generación espontánea. 1752 — Maier, Doctrina de la razón. — Muere Butler.
1751 — Regresa a la ciudad, Edimburgo, pues la considera el lugar adecuado para un hombre de letras. — Publica la Investigación sobre los principios de la moral.
1752 — Publica los Discursos políticos, segunda parte de los Ensayos. — Es nombrado responsable de la Biblioteca de los Abogados, en Edimburgo, cargo apenas pagado, pero que pone a su disposición una enorme cantidad de libros. — Proyecta su Historia de Inglaterra. — Fracasa de nuevo en su intento de lograr una plaza universitaria. Esta vez, la cátedra de Lógica que Adam Smith deja vacante en Glasgow.
— Maupertuis, Ensayo de Cosmología.
20/2/08 09:20
1752 — Inglaterra acepta el calendario gregoriano.
1751 — Adolfo Federico, rey de Suecia. — El papa Benedicto XIV condena la masonería.
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Y OBRAS DE
DAVID HUME
1755 — Euler, Instituciones del cálculo diferencial. — Winckelmann, Ideas sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y en la escultura. — Klopstock, Sobre la poesía sacra. — Fundación de la Universidad de Moscú. — Johnson, Dictionary of the English Language.
1755 — Hutcheson, Sistema de filosofía moral (póstuma). — Mendelssohn, Diálogos filosóficos. — Lessing, ¿Pope, un metafísico? — Condillac, Tratado de los animales. — Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. — Muere Montesquieu.
09:20
1755 — Terremoto de Lisboa.
1754 — Guerra colonial francobritánica.
1754 — Maupertuis, Ensayo sobre la formación de los cuerpos organizados. — En la Universidad de Halle se gradúa en medicina la primera mujer.
HISTÓRICOS
1754 — Diderot, Pensamientos sobre la interpretación de la naturaleza. — Condillac, Tratado de las sensaciones. — Muere Wolff.
ACONTECIMIENTOS
1753 — Concordato de España con la Santa Sede.
CULTURAL
1753 — Linneo, Species plantarum. — Un Acta del Parlamento Británico intenta naturalizar a los judíos, pero tienen que retirarla debido a las protestas suscitadas.
CONTEXTO
1753 — Lessing, El Cristianismo de la razón. — Muere Berkeley.
ACONTECIMIENTOS FILOSÓFICOS
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1754 — Publica el Primer volumen de la monumental Historia de Inglaterra: los Estuardo; reinados de Jaime I y Carlos I. Libro que fue atacado por todos los sectores.
VIDA
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—52—
1756 — Nace Mozart. — Wrüger, Ensayo de la psicología experimental. — García de Quiñones termina la Plaza Mayor de Salamanca.
1757 — Lacaille cataloga cuatrocientas estrellas en su obra Fundamentos de Astronomía. — Clairaut estudia la masa de Venus y de la Luna. — Tiépolo pinta el Banquete de Cleopatra. 1758 — Soufflot construye el Panteón de París. — Quesnay publica la Tabla económica, obra clave en la historia de la economía como ciencia. — Greuze pinta La hilandera.
1756 — Voltaire, Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones y El desastre de Lisboa. — Hutcheson, Logicae compendium. — Reimarus, Doctrina de la razón. 1757 — Burke, Un ensayo filosófico sobre el origen de nuestras ideas de los sublime y lo bello.
1758 — Baumgarten, Aesthetica (tomo II). — Helvetius, Del espíritu. — Rousseau, Discurso sobre los orígenes y fundamento de la desigualdad entre los hombres. — Swedenborg, De caelo eteius mirabilibus et de Inferno, ex Auditis et Visis.
1756 — Segundo volumen de la Historia: de Carlos I a Jaime II. Fue mejor recibido que el anterior, y consiguió el beneplácito de los Whigs. Hume presume de no dejarse llevar por los halagos.
1757 — Deja su puesto de bibliotecario — Publica Cuatro disertaciones: «Historia natural de la religión», «De las pasiones», «De la tragedia y «La norma del gusto».
09:20
1758 — Clemente XIII, Papa. — Ocupación de Prusia oriental por el ejército ruso.
20/2/08
1757 — Los ingleses inician la conquista de la India.
1756 — Prusia invade Sajonia y se inicia así la Guerra de los Siete Años.
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—53—
Y OBRAS DE
DAVID HUME CULTURAL
1762 — Gluck, Orfeo y Eurídice. — Primero de los tres viajes del capitán James Cook al Pacífico.
1763 — Voltaire, Historia de Rusia bajo Pedro el Grande. — Salzillo, La Cena, El beso de Judas.
1762 — Rousseau, El contrato social. — Rousseau, Emilio. — Nace Fichte. — Lord Kames, Elementos de la crítica. 1763 — Lessing, Sobre la realidad de las cosas fuera de Dios. — Voltaire, Tratado de la tolerancia.
1762 — Publica los últimos dos volúmenes de la Historia: de Julio César a Enrique VII.
1763 — Viaja a París como secretario personal del embajador Lord Hertford. — Hume es muy bien recibi-
1759 — Fundación del Museo Británico. — Nace Schiller. — Muere Händel. — Johnson, Rasselas. — Sterne, Tristam Shandy (primeros libros).
CONTEXTO HISTÓRICOS
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1763 — Paz de París entre Francia, Gran Bretaña y España. — Prusia, Austria y Sajonia
1762 — Catalina II, zarina de Rusia. — Expulsión de los jesuitas de Francia.
1760 — Jorge III, rey de Inglaterra.
1759 — Carlos III, rey de España. — Expulsión de los jesuitas de Portugal. — Wolfe toma Québec.
ACONTECIMIENTOS
09:20
1761 — Rousseau, La nueva Eloísa. — Adam Smith, Considerations Concerning the First Formation of Language. — Diderot, El sobrino de Rameau.
1759 — D’Alambert, Elementos de filosofía. — Voltaire, Cándido. — Muere Maupertuis. — Adam Smith, Teoría de los sentimientos morales.
ACONTECIMIENTOS FILOSÓFICOS
20/2/08
1761 — Las obras de Hume pasan a formar parte del Índice de obras prohibidas de la Iglesia Católica.
1759 — Tercer y cuarto volumen de la Historia: los Tudor. De nuevo, surgen numerosos críticos.
VIDA
05_Cronologia_ Página 54
1765 — José II, emperador. — La promulgación del Stamp Act provoca el rechazo de las colonias británicas. 1766 — Motín de Esquilache. — Disturbios en Inglaterra por la subida de los precios del pan.
1764 — Winckelmann, Historia del arte de la Antigüedad. — Vignon, Frontón de la Iglesia de la Magdalena de París. — Walpole, El Castillo de Otranto. — Beccaria, De los delitos y las penas. — Hargreaves construye una máquina de hilar mecánica. 1765 — Watt inventa la máquina de vapor. — Percy, Reliques.
1766 — Nace Malthus. — Wieland, Agathon. — Goldsmith, El vicario de Wakefield.
1764 — Lamberg, Nuevo Órgano. — Voltaire, Diccionario Filosófico. — Mendelssohn, Sobre la evidencia de las ciencias metafísicas. — Kant, Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime.
1765 — Se publican de forma póstuma los Nuevos Ensayos sobre el entendimiento humano, de Leibniz. 1766 — Lessing, Laocoonte. — Nace Maine de Biran. — Kant, Sueños de un visionario, explicados mediante los sueños de la metafísica.
suscriben la paz de Hubertsburg, que pone fin a la guerra de los Siete Años. — Los británicos vencen en la India y en Norteamérica.
— Nace Lagrange. — Watt inventa la máquina de vapor.
— Kant, El único argumento posible para demostrar la existencia de Dios.
20/2/08 09:20
1766 — Abandona París llevándose consigo a Rousseau, para el que consigue una renta del rey Jorge III.
do en París, donde se conocen sus escritos. — Entra en contacto con los enciclopedistas y con la intelectualidad francesa.
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—55—
CULTURAL
—56— 1769 — Diderot, La paradoja del comediante.
1769 — Arkwright inventa el torno hidráulico. — Nace Napoleón Bonaparte.
1769 — Clemente XIV, Papa.
1768 — Guerra civil en Polonia. El imperio otomano apoya a los nacionalistas polacos y desencadena la primera guerra ruso-turca.
09:20
1768 — Euler, Instituciones del cálculo integral. — Sterne, Viaje sentimental. — Quesnay, Fisiocracia, o gobierno de la naturaleza.
HISTÓRICOS
1767 — Expulsión de los jesuitas de España. — Catalina II establece el «Nuevo Código».
ACONTECIMIENTOS
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1769 — Regresa a Edimburgo, esta vez como acomodado rentista. — Inicia la revisión de los Diá-
1768 — Euler, Cartas a una princesa alemana.
CONTEXTO
1767 — Gluck, Alceste. — Priestley, Historia y estado actual de la electricidad. — Hargreaves inventa el torno de hilar. — Muere Telemann. — Nacen Humboldt y Schlegel.
ACONTECIMIENTOS FILOSÓFICOS
1767 — El comportamiento paranoico de Rousseau provoca una serie de conflictos y malentendidos que acaban con la amistad de ambos filósofos. Rousseau abandona Inglaterra. — Hume acepta una invitación para servir en Londres como subsecretario del Departamento del Norte.
DAVID HUME — Cavendish descubre el hidrógeno.
Y OBRAS DE
Permanece en Londres y al final de año regresa a Escocia.
VIDA
05_Cronologia_ Página 56
logos sobre la religión natural, obra que se publicará póstumamente en 1779.
1770 — Lord North, Primer Ministro en Inglaterra.
1771 — Gustavo III, rey de Suecia. — Disolución del Parlamento de París.
1772 — Por medio del tratado de San Petersburgo, Austria y Rusia dividen Polonia por primera vez.
1773 — Clemente XIV disuelve la
1770 — Nacen Beethoven y Hölderlin. — Goldsmith, The Deserted Village. — Cugnot construye el primer vehículo automóvil de vapor. — Goethe completa la primera parte del Fausto. 1771 — Se descubren las fuentes del Nilo. — Scheele aísla el oxígeno. — Fragonard comienza la serie de cuadros Los progresos del amor. 1772 — Priestley descrubre el nitrógeno. — Herder, Sobre el origen del lenguaje. — Segundo viaje de Cook. — Nacen Novalis, Federico Schlegel, Coleridge y Ricardo. 1773 — Klopstock concluye El Mesías.
1770 — D’Holbach, El sistema de la naturaleza. — Beattie, Ensayo sobre la naturaleza. — Nace Hegel. — Kant, De mundis sensibilis atque intelligibilis forma et principiis dissertatio. 1771 — Lambert, Proyecto para la Arquitectónica o teoría de lo simple y lo primero en el conocimiento filosófico y matemático. — Muere Helvetius. 1772 — Herder, Tratado sobre el origen del lenguaje. — Helvetius, Del Hombre, de sus facultades y de su educación. — Nace David Ricardo. — Aparece el último tomo de la Enciclopedia. 1773 — D’Holbach, El sistema social.
— Comienzan los viajes de Cook por el Pacífico. — Nace Cuvier.
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—57—
1775 — Guerra de la Independencia de EEUU. — Pío VI, Papa.
1776 — Declaración de Independencia de los EEUU. — Primera formulación de los Derechos del Hombre.
1776 — Adam Smith, La riqueza de las naciones. — Tercer viaje de Cook. — Gibbon inicia la publicación de Decadencia y caída del Imperio Romano. — Nace Jane Austen.
1776 — Eberhard, Teoría general del pensamiento y de la sensibilidad. — D’Holbach, La moral universal. — Nace Herbart. — Bentham publica su primera obra, Un fragmento sobre el gobierno.
1776 — Escribe una breve autobiografía, Mi vida, cuatro meses antes de morir. — David Hume muere el 25 de agosto. — Está enterrado en el «Old Calton Burial Ground, Waterloo Palace, Edimburgo.
1774 — Luis XVI, rey de Francia. — Nueva convocatoria del Parlamento de París. — En el Congreso de Filadelfia se redacta una Declaración de Derechos.
1774 — Goethe, Werther. — Klopstock, La república alemana de las letras. — Gluck, Ifigenia en Áulide. — Lavoisier, Opúsculos físicos y químicos.
HISTÓRICOS
1774 — Herder, También una filosofía de la Historia. — Helvetius, El verdadero sentido del sistema de la naturaleza.
ACONTECIMIENTOS
Compañía de Jesús. — Estalla en Bostón el «motín del té» contra el gobierno británico
CULTURAL
— Wieland, Historia de los Abderitas. — Goldsmith, She Stoops the Conquer.
CONTEXTO
— Diderot, Jacques, el fatalista.
ACONTECIMIENTOS FILOSÓFICOS
1775 — Lavoisier, Nuevas investigaciones sobre la existencia de un fluido elástico. — Sheridan, Los rivales.
DAVID HUME
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1775 — Bonnet, Ensayo analítico de las facultades del alma. — Helvetius, El progreso de la razón en la búsqueda de la verdad. — Nace Schelling.
Y OBRAS DE
20/2/08
1775 — Comienza a sufrir una grave dolencia intestinal.
VIDA
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—58—
1777 — Se publican los Philosophical Works, compendio de sus obras en cuya edición trabajó hasta la fecha de su fallecimiento.
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05_Cronologia_
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ENSAYOS ECONÓMICOS por David Hume
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Ensayo I Sobre el comercio
La mayor parte de la humanidad puede ser dividida en dos clases, la formada por pensadores superficiales, que no alcanzan la verdad, y la de los pensadores abstrusos, que van más allá de ella. El último tipo es, con mucho, el más raro y —debo añadir— también el más útil y valioso. Al menos, éstos sugieren pistas y se enfrentan a dificultades para cuyo abordaje quizás carecen de habilidades, pero pueden conllevar excelentes descubrimientos cuando son manejadas por hombres que tienen mejores hábitos de pensamiento. En el peor de los casos, lo que dicen es inusual y, si cuesta algún trabajo comprenderlo, uno tiene, al menos, el placer de oír algo nuevo. Un autor es digno de escasa consideración cuando no nos dice nada más que aquello que podemos escuchar en cada conversación de café. La gente de pensamiento superficial es propicia a desprestigiar incluso a aquellos de sólido entendimiento, como los pensadores abstrusos, los metafísicos y los refinados; nunca aceptarán que una cosa sea adecuada si se encuentra más allá de sus débiles concepciones. Se dan algunos casos —lo admito— en los que un extraordinario refinamiento conlleva una fuerte suposición de falsedad y donde no se puede confiar en ningún razonamiento excepto en el natural y sencillo. Cuando un hombre delibera acerca de su conducta en un asunto particular y da forma a proyectos en política, comercio, economía, o en cualquier asunto de la vida, nunca debería perfilar con finura sus argumentos o llevar demasiado lejos una cadena de consecuencias. De hacerlo, es seguro que algo sucederá —63—
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que desconcierte su razonamiento y lleve a un resultado diferente del que esperaba. Pero cuando razonamos sobre temas generales uno puede afirmar cosas con seguridad porque nuestras especulaciones apenas pueden ser tan finas, puesto que son justas; la diferencia entre un hombre común y un hombre de genio se encuentra principalmente en la superficialidad o profundidad de los principios sobre los que avanza. Los razonamientos generales parecen intrincados, solamente porque son generales; no es fácil, para la mayoría de la humanidad, distinguir, en un gran número de asuntos particulares, la circunstancia común en la que concuerdan o extraerla, pura y sin mezcla, de otras circunstancias superfluas. Con ellos, cada juicio o conclusión es particular. No pueden extender su visión a aquellas proposiciones generales que comprenden bajo ellas un número infinito de casos e incluyen una ciencia entera en un simple teorema. Su ojo es confundido por una perspectiva tan extensa que las conclusiones derivadas de ello, aunque claramente expresadas, parecen intrincadas y oscuras. Pero por enmarañados que parezcan, es cierto que los principios generales, si son justos y sensatos, deben prevalecer siempre en la marcha general de las cosas, aunque puedan fracasar en casos particulares y la ocupación principal de los filósofos es considerar la marcha general de las cosas. Debo añadir que esa es también la principal tarea de los políticos, especialmente en el gobierno del Estado de los asuntos internos, donde el bienestar público, que es o debe ser su objeto, depende de la concurrencia de una multitud de causas; en política exterior sucede al contrario porque se basa en accidentes, azares y caprichos de unas pocas personas. Esto, por lo tanto, crea diferencias entre deliberaciones particulares y razonamientos generales y vuelve la sutileza y el refinamiento mucho más conveniente para el último que para el primero. Pensé que esta introducción era necesaria antes de los discursos que siguen sobre Comercio, Dinero, Interés, Balanza comercial, etc., donde quizás ocurra que algunos principios resulten inusuales y puedan parecer demasiado refinados y sutiles para temas tan vulgares. Si son falsos, rechácense; pero nadie debería mantener un prejuicio contra ellos simplemente porque se encuentran fuera del —64—
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camino trillado. Aunque se suponga que, en algunos sentidos, la grandeza de un Estado y la felicidad de sus súbditos son dos cosas independientes la una de la otra, en relación con el comercio se consideran, por lo común, inseparables. Así como los particulares reciben mayor seguridad en la posesión de su comercio y riquezas del poder de las instituciones públicas, de igual forma el Estado se hace más poderoso en proporción a la opulencia y extensión del comercio de los particulares. Esta máxima es verdadera en general, aunque no puedo abstenerme de pensar que es posible admitir excepciones y que, a menudo, la afirmamos con escasa reserva y limitación. Pueden existir algunas circunstancias donde el comercio, las riquezas y el lujo de los individuos, en lugar de añadir fortaleza a lo público, sirven sólo para menguar sus ejércitos y disminuir su autoridad entre las naciones vecinas. El humano es un ser variable y susceptible de diferentes opiniones, principios y reglas de conducta. Lo que puede ser cierto mientras se adhiere a una vía de pensamiento, lo encontrará falso cuando abraza un tipo opuesto de costumbres y opiniones. El conjunto de cada Estado puede ser dividido entre agricultores y manufactureros. Los primeros están empleados en el cultivo de la tierra; los últimos transforman los materiales proporcionados por los campesinos en todos los artículos que son necesarios u ornamentales para la vida humana. Tan pronto como los hombres abandonan su estado de salvajismo, donde vivían principalmente de la caza y la pesca, deben dividirse en estas dos clases aunque las artes de la agricultura emplean, al principio, la parte más numerosa de la sociedad1. El tiempo y la experiencia mejoran tanto estas técnicas que el campo puede fácilmente mantener a un número muy superior de
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Mons. Melon, en su político Ensayo sobre el comercio, afirma que, incluso en el presente, si se divide Francia en veinte partes, dieciséis son labriegos o campesinos; sólo dos artesanos; uno pertenece al comercio, finanzas o burguesía. Ciertamente, este cálculo es muy erróneo. En Francia, Inglaterra, e incluso en la mayor parte de Europa, la mitad de los habitantes viven en ciudades; incluso entre aquellos que viven en el campo, un gran número son artesanos, quizás una tercera parte. —65—
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hombres a los que se dedican inmediatamente en su cultivo, o en abastecer de las necesarias manufacturas a quienes trabajan en la agricultura. Si estas manos superfluas se aplican ellas mismas a las finas artes, que son comúnmente denominadas las artes del lujo, añaden felicidad del Estado, ya que proporcionan a muchos la oportunidad de recibir placeres que, de otra manera, desconocerían. ¿Pero no se puede proponer otro plan para estas manos superfluas? ¿No puede el soberano reclamarlas y emplearlas en flotas y ejércitos para incrementar los dominios exteriores del Estado y extender su fama sobre naciones distantes? Es cierto que cuantos menos deseos y necesidades tengan los propietarios y labriegos del campo, menos manos emplean; consecuentemente, quienes resultan superfluos en el campo, en lugar de mantener a comerciantes y manufactureros, pueden soportar flotas y ejércitos en mucha mayor extensión que cuando son necesarios un gran número de artesanos para satisfacer el lujo de personas particulares. Aquí, por otro lado, parece existir un tipo de oposición entre la grandeza del Estado y la felicidad del individuo. El bienestar y la conveniencia de sujetos particulares demandan que estas manos sean empleadas a su servicio. Uno nunca puede ser satisfecho sino a expensas de otro. Al igual que la ambición del soberano debe afianzar el lujo de los individuos, así la opulencia de éstos debe disminuir la fuerza del soberano y frenar su ambición. Tampoco es este razonamiento meramente quimérico, sino que se funda en la historia y la experiencia. La república de Esparta era ciertamente más poderosa que ningún Estado actual en el mundo, de considerar un número igual de personas, y esto era debido enteramente a su falta de comercio y lujo. Los hilotas eran labriegos; los espartanos, soldados o caballeros. Es evidente que la labor de los hilotas no podría haber mantenido tan gran número de espartanos si éstos vivieran con bienestar y delicadezas y hubieran dado empleo a gran variedad de comercios y manufacturas. La misma política debe ser destacada en Roma. E, incluso, es observable a través de toda la historia antigua que las más pequeñas repúblicas levantaban y mantenían ejércitos más grandes que los Estados son capaces de soportar en el presente, aunque tengan triple nú—66—
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mero de habitantes. Se ha contabilizado que, en todas las naciones europeas, la proporción entre soldados y población no excede de uno a cien. Pero leemos que la ciudad de Roma sola, con su pequeño territorio, reunía y mantenía, en tiempos remotos, diez legiones contra los latinos. Atenas, formada por dominios que, en conjunto, no eran mayores que el condado de York, envió a la expedición contra Sicilia cerca de cuarenta mil hombres2. Se dice que Dionisio el Viejo mantenía un ejército permanente de cien mil soldados a pie y diez mil a caballo, además de una larga flota de cuatrocientas velas3, aunque sus territorios no se extendían más allá de la ciudad de Siracusa, junto a un tercio de la isla de Sicilia y algunas ciudades portuarias y guarniciones en la costa de Italia e Iliria. Cierto es que los antiguos ejércitos, en tiempo de guerra, subsistían con frecuencia del saqueo: ¿pero no saqueaba el enemigo cuando le llegaba el turno? Esta era una forma más ruinosa de recaudar un impuesto que cualquier otra que pueda ser concebida. En resumen, no existe otra razón probable que pueda ser atribuida al gran poder de los antiguos Estados sobre los modernos que su falta de comercio y lujos. Pocos artesanos eran mantenidos por el trabajo de los granjeros y, por eso, más soldados podían vivir a su costa. Livio decía que Roma, en su tiempo, encontraba dificultoso reunir un ejército tan grande como aquel que, en sus primeros tiempos, envió contra galos y latinos4. En lugar de los soldados que pelearon por la libertad y el imperio en tiempos de Camilo*, en los días de Augusto había músicos, pintores, cocineros, jugadores y sastres; si la tierra era igualmente cultivada en ambos periodos, ciertamente podía mantener igual número de personas en una profesión que en otra. Sin embargo, las co2
Tucídides, Libro vii. Dión de Siracusa, libro vii. Este cálculo me parece algo sospechoso —por no decir algo peor— principalmente porque este ejército no estaba compuesto de ciudadanos, sino de fuerzas mercenarias. 4 Tito Livio, libro vii, cap. 24. «Adeo in quae laboramus», dijo, «sola crevimus, divitias luxuriemque» [«Hasta tal punto hemos impulsado únicamente la dedicación a las riquezas y al exceso» (N. del T.)]. * L. Furius Camilus fue el cónsul que, en el 335 a.C. derrotó a la última liga latina que se formó contra Roma. A partir de su victoria, el Latium —la Italia central— quedó definitivamente sometido [N. del T.]. 3
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sas necesidades para la vida en la última etapa no eran mayores que en la primera. ¿No resulta natural en esta ocasión preguntar si los soberanos deberían volver a las máximas de la antigua política y consultar sobre su propio interés a este respecto, más que en la felicidad de sus súbditos? Respondo que me parece algo casi imposible, porque la antigua política era violenta y contraria al curso natural y usual de las cosas. Es bien conocido con qué peculiares leyes era gobernada Esparta y la clase de prodigio que suponía esa república es justamente estimado por quienes han considerado la naturaleza humana, tal como se despliega en otras naciones y épocas. Si los testimonios de la historia fueran menos positivos y circunstanciales, semejante gobierno aparecería como mera extravagancia filosófica o ficción, e imposible de ser llevado a la práctica. Y aunque Roma y otras antiguas repúblicas se sostenían sobre principios algo más naturales, se dio allí una extraordinaria concurrencia de circunstancias que las hicieron someterse a semejantes cargas penosas. Eran Estados libres, pequeños, en una época belicosa y cuyos vecinos estaban continuamente en armas. La libertad naturalmente engendra un espíritu público, especialmente en Estados pequeños, y este espíritu público, este amor patriae, debe crecer cuando el Estado se encuentra casi en perpetua alarma y los hombres son obligados en cada momento a exponerse a los más grandes peligros por su defensa. Una continua sucesión de guerras convierte a cada ciudadano en un soldado, que cuando llega el momento sale de campaña y se mantiene a sus expensas durante el servicio. Esta ocupación es incluso equivalente a una fuerte imposición, aunque sea menos sentida por la gente adicta a las armas que pelea por su honor y venganza más que por la paga; gente que no está acostumbrada a la ganancia, a la industria ni al placer5. Por no mencionar la gran igualdad de fortunas 5 Los primitivos romanos vivían en guerra perpetua con todos sus vecinos; en latín antiguo el término hostis se refiere a la vez a un extraño y a un enemigo. Esto es señalado por Cicerón, pero en su caso se atribuye a la humanidad de sus ancestros, que suavizaron tanto como pudieron la denominación de un enemigo llamándolo con la misma denominación que significaba extraño: Sobre los deberes. Libro ii.
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entre los habitantes de las antiguas repúblicas, donde cada parcela, perteneciendo a un propietario diferente, era capaz de mantener a una familia y hacía que el número de ciudadanos fuese considerable, incluso sin comercio ni manufacturas. Sin embargo, aunque la escasa actividad económica, entre un pueblo libre y marcial, algunas veces puede no tener otro efecto que volver al Estado más poderoso, es cierto que, en el curso común de los asuntos humanos, a menudo acarreará la consecuencia contraria. Los soberanos deben tomar a la humanidad tal como la encuentran y no pueden pretender introducir ningún cambio violento en sus principios o formas de pensamiento. Un largo periodo de tiempo, con su variedad de accidentes y circunstancias, es el requisito para producir esas grandes revoluciones que tanto diversifican el aspecto de los asuntos humanos. Y cuanto menos natural sea el conjunto de principios que sostiene una sociedad particular, mayor dificultad encontrará el legislador en levantarlos y cultivarlos. Es mejor política cumplir con la tendencia común de la humanidad y llevar a cabo todas las mejoras de que es susceptible. Ahora, de acuerdo con el natural curso de las cosas, la industria, las técnicas y el comercio, incrementan el poder del soberano a la vez que la felicidad de los súbditos; en cambio, es violenta la política que engrandece el Estado a través de la pobreza de los individuos. Esto se mostrará fácilmente a partir de unas pocas consi-
Sin embargo, es mucho más probable, por las costumbres de la época, que la ferocidad de aquellos pueblos fuera tan grande como para hacerles mirar a todos los extranjeros como enemigos y llamarlos por el mismo nombre. Además, no es consecuente con las más corrientes máximas de la política o de la naturaleza que un Estado contemple a sus enemigos públicos con un ojo amistoso o preserve semejantes sentimientos por ellos, como el orador romano adscribe a sus ancestros. Por no mencionar que los antiguos romanos practicaban la piratería, como vemos de su primer tratado con Cartago, trasmitido por Polibio (libro iii) y, consecuentemente, como los corsarios de Salé* y Argel, estaban realmente en guerra con la mayor parte de las naciones, así que un extranjero y un enemigo eran sinónimos para ellos. * Salé es una ciudad de la costa atlántica de Marruecos (provincia de Rabat) cuyos habitantes se dedicaron a la piratería en los siglos XVII y XVIII [N. del T.]. —69—
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deraciones que nos presentarán las consecuencias de la pereza y la barbarie. Donde las manufacturas y las artes mecánicas no se cultivan, la mayoría de la población debe dedicarse a la agricultura. Si sus habilidades y diligencia se incrementan, su trabajo debe generar una gran cantidad de excedentes [superfluity], más allá de los necesarios para mantenerlos. Por eso, carecen de estímulos para mejorar en destreza y diligencia, ya que no pueden cambiar lo que producen de más por artículos que les puedan servir para su placer o vanidad. En ese caso, la indolencia prevalece con naturalidad, la mayor parte de la tierra permanece sin cultivar y, la que es cultivada, no produce todo lo que puede dar por falta de destreza y constancia de los granjeros. Si en algún momento las exigencias públicas requieren que un gran número de personas sea empleado en el servicio público, el trabajo de los demás no proporcionará los excedentes con que mantenerlas. Los labradores no pueden incrementar sus habilidades de repente ni los campos incultos comenzar a producir hasta pasados algunos años. Los ejércitos, mientras tanto, deben llevar a cabo repentinas y violentas conquistas o disolverse por falta de subsistencias. Por consiguiente, no es esperable que organicen un ataque o defensa semejantes personas y sus soldados deben ser tan ignorantes y torpes como sus granjeros y manufactureros. Cada cosa en el mundo es comprada por medio del trabajo y nuestras pasiones son las únicas causas que nos obligan a trabajar. Cuando una nación abunda en manufacturas y artes mecánicas, los propietarios de la tierra, al igual que los granjeros, estudian la agricultura como si fuera una ciencia y redoblan en ella su esfuerzo y atenciones. El excedente que produce su trabajo no se pierde, sino que se intercambia por manufacturas que ahora codicia el afán de lujo de los hombres. Por este camino, la tierra proporciona bastante más para cubrir las necesidades de la vida de lo que necesitan quienes la cultivan. En periodos de paz y tranquilidad, este exceso se dedica a la manutención de los fabricantes y a quienes mejoran las artes liberales*. Es fácil para el Estado convertir a muchos * En Gran Bretaña, las «Liberal Arts» son las humanidades [N. del T.].
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de estos manufactureros en soldados y mantenerlos a costa del excedente productivo que genera el trabajo de los granjeros. Por consiguiente, encontramos que ese es el caso de todos los gobiernos civilizados. Cuando el soberano reúne un ejército, ¿cuál es la consecuencia? Aplica un impuesto. El impuesto obliga a todo el mundo a reducir el consumo de lo que resulta superfluo para su subsistencia. Aquellos cuyo trabajo consiste en producir semejantes artículos deben alistarse a las tropas o dedicarse a la agricultura; de ese modo, se obliga a algunos labradores a enrolarse por falta de demanda. Considerando el asunto de forma abstracta, los manufactureros incrementan el poder del Estado sólo si acumulan trabajo excedente, sobre todo del tipo que se puede reclamar sin privar a nadie de lo necesario para la vida. Por lo tanto, cuanto más trabajo es empleado más allá de las simples necesidades, más poderoso es cualquier Estado; como las personas se dedican a esa tarea pueden fácilmente ser destinadas al servicio público. En un Estado sin manufacturas quizás exista el mismo número de manos, pero no la misma cantidad de trabajo, ni del mismo tipo. Todo el trabajo se realiza allí sobre cosas necesarias, por lo que admite poca o ninguna reducción. Así, la grandeza del soberano y la felicidad del Estado se encuentran en gran medida unidas con relación a la industria y el comercio. Es un método violento, e impracticable en la mayoría de los casos, obligar al labrador a un trabajo duro con el objetivo de conseguir de la tierra más subsistencias de las que proporciona a él y a su familia. Suminístresele manufacturas y mercancías y lo hará por sí mismo; después, resultará fácil aprovechar algunas partes de su trabajo excedente y destinarlo al servicio público, sin proporcionarle su beneficio habitual. Estando acostumbrado a la laboriosidad, encontrará menos penoso verse obligado a un aumento de su esfuerzo sin recompensa. La situación es la misma con relación a otros miembros del Estado. Cuanto mayor es la reserva de trabajo de todos los tipos, más cantidad puede ser tomada del total sin provocar una sensible alteración. Un granero público, un almacén de ropa o un arsenal, deben contemplarse como parte de la riqueza y fortaleza real en cualquier Estado. Comercio e industria no son en —71—
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realidad nada más que una reserva de trabajo que, en tiempos de paz y tranquilidad, es empleada para la comodidad y satisfacción de los individuos. Sin embargo, ante las exigencias del Estado puede, en parte, ser transformada en ventajas públicas. Si pudiéramos convertir cada ciudad en una especie de campo fortificado, e infundir dentro de cada pecho tan marcial un brío y una pasión por el bienestar público como para hacer que cada uno desee sufrir las mayores privaciones por el bien de lo público, semejantes afectos podrían ahora, como en tiempos antiguos, resultar por sí solos un estímulo suficiente para el trabajo y sostén de la comunidad. Sería ventajoso, como sucede en los campamentos, desterrar todas las artes y lujos y, a través de restricciones en equipaje y comidas, hacer que las provisiones de víveres y forraje duraran más que si el ejército fuera cargado con un número de superfluos criados. Pero como estos principios son demasiado desinteresados y difíciles de sostener, se requiere gobernar a los hombres por otras pasiones y animarlos con un espíritu de avaricia y laboriosidad, arte y lujo. El campamento está, en este caso, cargado con un séquito superfluo, pero las provisiones fluyen en una proporción mayor. La armonía del conjunto todavía se sostiene y la natural inclinación de la mente, encontrándose más satisfecha por este medio con los individuos a la vez que con el Estado, sacará provecho de la observancia de estas máximas. El mismo método de razonamiento nos permitirá ver la ventaja del comercio exterior al aumentar el poder del Estado, a la vez que la riqueza y felicidad del súbdito. Incrementa las existencias de trabajo en la nación, a la vez que el soberano puede destinar la parte que considera necesaria al servicio público. El comercio exterior, a través de sus importaciones, abastece de materiales para nuevas manufacturas; mediante las exportaciones, produce trabajo en artículos concretos que no pueden ser consumidos en la nación. En resumen, un reino que tiene abundantes importaciones y exportaciones debe poseer más industria, dedicada a delicadezas y lujos, que un reino que se contenta con sus artículos nativos. Por eso, el primero es más poderoso, a la vez que más rico y feliz. Los individuos se benefician de estas mercancías en la medida en —72—
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que gratifican los sentidos y apetitos, a la vez que el Estado también gana cuando una gran reserva de trabajo es, por este camino, acumulada para responder a cualquier pública exigencia; se mantiene a un gran número de hombres trabajadores, que pueden ser desviados al servicio público sin sustraer ninguna de las necesarias o, incluso, de las principales comodidades de la vida. Si consultamos la historia, encontraremos que en la mayor parte de las naciones el comercio exterior ha precedido a cualquier refinamiento en las manufacturas nacionales y alumbrado el lujo doméstico. Es más fuerte la tentación de hacer uso de artículos extranjeros que están listos para ser usados, y que son enteramente nuevos para nosotros, que realizar mejoras en cualesquiera mercancías domésticas, que siempre avanzan por pequeños grados y nunca nos afectan por su novedad. El beneficio de exportar lo que es superfluo y no puede venderse en la nación también resulta muy grande, ya que se envía a regiones extranjeras cuyo suelo o clima no es favorable a esa mercancía. Así, los hombres llegan a conocer los placeres del lujo y los beneficios del comercio; su delicadeza e industria, una vez despertadas, les llevan a ulteriores mejoras en cada rama del comercio doméstico a la vez que del exterior; ésta quizá sea la principal ventaja que surge de las transacciones con extranjeros. Despierta a los hombres de su indolencia y, presentando a la parte más feliz y opulenta de la nación objetos de lujo con los cuales nunca antes habían soñado, despierta en ellos el deseo de una vida más espléndida de la que disfrutaron sus antecesores. Al mismo tiempo, los pocos comerciantes que poseen el secreto de la importación y exportación obtienen grandes beneficios; llegando a ser rivales en riqueza con la antigua nobleza, tientan a otros aventureros a convertirse en sus competidores comerciales. La imitación pronto se difunde por todas las profesiones, mientras los manufactureros nacionales imitan a los extranjeros en sus mejoras y llevan a cada artículo a alcanzar la mayor perfección de la que es susceptible. Su propio acero y hierro, en manos tan laboriosas, llega a igualar el oro y los rubíes de las Indias. Una vez que los asuntos de la sociedad se encuentran en esta situación, una nación puede perder la mayor parte de su comercio exterior y continuar siendo un pueblo grande —73—
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y poderoso. Si los extranjeros no toman ninguna mercancía de las nuestras, debemos cesar de fabricarlas. Las mismas manos se volverán hacia los refinamientos en otros artículos de las que tenemos falta en el mercado nacional. Éstos se convertirán en materiales sobre los que trabajar, hasta que cada persona rica en el Estado disfrute de una cantidad tan grande y perfecta de mercancías como desee, lo que posiblemente nunca suceda. Se representa a China como uno de los más florecientes imperios en el mundo, aunque tiene poco comercio más allá de sus fronteras. No será considerada una digresión superflua si aquí hago la observación de que, así como es ventajosa una multitud de artes mecánicas, lo mismo sucede si un gran número de personas comparte la producción de estas artes. Una desigualdad demasiado grande entre los ciudadanos debilita cualquier Estado. Cada persona, si fuera posible, debería beneficiarse del fruto de su trabajo y poseer todas las cosas necesarias para la vida, junto a muchas de las comodidades. Nadie puede dudar de que semejante igualdad sea lo más conveniente para la naturaleza humana y disminuye mucho menos la felicidad del rico de lo que añade a la del pobre. Esa medida aumenta el poder del Estado y consigue que ningún tributo o imposición sea pagada con mayor alegría. Donde las riquezas son absorbidas por unos pocos, éstos deben contribuir con largueza a la satisfacción de las necesidades públicas. En cambio, si la abundancia se encuentra repartida entre multitudes el peso que cada espalda soporta es más ligero y los impuestos no crean una sensible diferencia en la forma de vivir de cada uno. A ello debe añadirse que donde las riquezas se encuentran en unas pocas manos éstas tienen que disfrutar de todo el poder, así que rápidamente conspirarán para hacer recaer la carga sobre los pobres y oprimirlos aún más, para desincentivo de toda laboriosidad. En esta circunstancia consiste la gran ventaja de Inglaterra, en el presente, sobre cualquier otra nación del mundo o que aparece en los documentos de cualquier historia. Es cierto que los ingleses sufren algunas desventajas en el comercio exterior por el alto precio del trabajo, lo que en parte es consecuencia de las riquezas de sus artesanos a la vez que de la cantidad de dinero. Pero, así —74—
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como el comercio exterior no es el factor material más importante, tampoco debe ser puesto en competición con la felicidad de tantos millones; si no hubiera otra forma de hacerse querer que el gobierno libre bajo el que viven, sólo con esto sería suficiente. La pobreza de la gente corriente es el natural, sino el efecto infalible, de la monarquía absoluta; aunque, por otro lado, dudo si resulta siempre cierto que sus riquezas son un resultado indudable de la libertad, ya que ésta debe ser asistida de particulares circunstancias y un cierto giro del pensamiento en orden a producir ese efecto. Lord Bacon, relatando las grandes ventajas logradas por los ingleses en sus guerras con Francia, las atribuye principalmente al superior bienestar y abundancia de la gente corriente entre los primeros, aunque el gobierno de los dos reinos era, en esa época, más parecido que en la actualidad. Donde los labriegos y artesanos están acostumbrados a trabajar por salarios bajos y retienen sólo una pequeña parte de los frutos de su esfuerzo, les resulta difícil, incluso con un gobierno libre, mejorar su condición o conspirar entre ellos para subir sus sueldos; sin embargo, incluso donde están habituados a una vida de mayor abundancia es fácil para el rico, en un gobierno despótico [arbitrary goverment] maniobrar para arrojar el peso completo de los impuestos sobre espaldas ajenas. Puede parecer una extraña opinión sostener que la pobreza del pueblo llano en Francia, Italia y España es, en alguna medida, debida a la superior riqueza de la tierra y la bondad del clima, aunque no faltan razones para justificar la paradoja. Con tan adecuado mantillo o suelo como el de esas regiones sureñas, la agricultura es un arte fácil, así que un hombre, con una pareja de tristes caballos puede ser capaz, en una estación, de cultivar tanta tierra como para pagar una considerable renta a su propietario. Toda la técnica que el agricultor conoce es dejar el suelo en barbecho un año, tan pronto como se agote; es suficiente la tibieza del sol y la temperatura del clima para enriquecerla y restaurar su fertilidad. Estos pobres campesinos, sin embargo, solicitan el simple sustento por su trabajo. No tienen reservas o riquezas que les autoricen a exigir más, al tiempo que dependen siempre del terrateniente, quien no les proporciona contratos de arrenda—75—
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miento ni teme que su tierra sea echada a perder por malos métodos de cultivo. En Inglaterra, la tierra es rica pero tosca; debe ser cultivada con grandes desembolsos y produce pobres cosechas cuando no es dirigida cuidadosamente y con un método que no proporciona todo el rendimiento hasta pasados algunos años. Por eso, un granjero en Inglaterra debe poseer unas reservas considerables y un contrato de arrendamiento a largo plazo, lo que engendra beneficios proporcionales. Los viñedos de Champagne y Borgoña, que a menudo rinden al propietario cinco Libras por acre, son cultivados por campesinos que apenas tienen pan: la razón se encuentra en que esos labriegos no necesitan más recursos que sus propios miembros, junto a instrumentos de labranza que pueden comprar por veinte chelines. Los granjeros, por lo común, están en mejores circunstancias en esos países. Pero los ganaderos son quienes se encuentran más a gusto entre todos los que viven de la tierra. La razón es la misma, los hombres tienen beneficios proporcionalmente a su inversión y riesgo. Donde un número tan considerable de pobres trabajadores, como los campesinos y granjeros, se encuentran en tan precarias circunstancias, todo el resto debe compartir su pobreza, con independencia de que el gobierno de la nación sea monárquico o republicano. Debemos hacer un comentario similar sobre la historia general de la humanidad. ¿Cuál es la razón por la que ninguno de los pueblos que viven entre los trópicos haya podido conseguir ninguna clase de arte o civilidad, alcanzado orden en el gobierno o disciplina militar, mientras pocas naciones de los climas templados se han visto desprovistas a la vez de estas ventajas? Es probable que una causa de este fenómeno sea la tibieza y constancia del clima en la zona tórrida, que vuelve las ropas y las casas menos indispensables para sus habitantes y, de ese modo, elimina una necesidad que es la gran espuela para la industria y la invención. Curis acuens mortalia corda6. Por no mencionar que, cuantos menos artículos o posesiones de este tipo disfruta la gente, menos probabilidades hay 6 Virgilio, Geórgicas, Libro I, verso 123. «Agudizando los corazones mortales con preocupaciones» [N. del T.].
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de que surjan menos disputas entre ellos y menor sea la necesidad de establecer una policía o autoridad regular, para protegerlos y defenderlos de enemigos externos o de los demás.
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Ensayo II Sobre el refinamiento en las artes7
«Lujo» es una palabra de significado incierto que puede ser tomado tanto en el buen sentido como en el malo. En general, supone un gran refinamiento en la gratificación de los sentidos y cada uno de sus grados puede ser inocente o culpable, según la edad, el país o la condición de la persona. Las fronteras entre la virtud y el vicio no pueden ser fijadas aquí con mayor exactitud que en otros asuntos morales. Imaginar que la satisfacción de cualquier sentido o de alguna delicadeza en comida, bebida o ropa, es por sí misma un vicio, nunca puede entrar en una cabeza a no ser que se encuentre desordenada por el frenesí del entusiasmo. He oído, incluso, hablar de un monje de otro país que, a causa de que las ventanas de su celda mostraban una noble perspectiva, hizo la promesa de que sus ojos nunca volverían a mirarla o a recibir una gratificación sensual. Y semejante es el crimen de beber champán o vino de Borgoña antes que cerveza, rubia o negra. Estas satisfacciones sólo son vicios cuando se buscan al precio de alguna virtud, como la generosidad o la caridad; del mismo modo son locuras cuando un hombre arruina su fortuna o se reduce a sí mismo a la penuria y mendicidad. Cuando no se afianzan a costa de virtudes sino que dejan amplio margen de donde proveer a amigos y familiares, así como a cada adecuado objeto de generosidad o compasión, resultan completamente inocentes y 7 En las ediciones F, G, H, este Ensayo llevó por título «Of Luxury»: «Sobre el lujo».
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de esa forma han sido reconocidas en cada época por casi todos los moralistas. Encontrarse enteramente ocupado con el lujo de la mesa, por ejemplo, sin ningún deleite por los placeres de la ambición, el estudio o la conversación, es una señal de estupidez y resulta incompatible con ninguna viveza de temperamento o genio. Confinar el gasto enteramente a semejante gratificación, sin consideración a los amigos o a la familia, señala un corazón carente de humanidad o benevolencia. Pero si un hombre reserva tiempo suficiente para todas las loables búsquedas y dinero para todos los propósitos generosos, se encuentra libre de cualquier sombra de culpa o reproche. Como el lujo puede ser considerado tanto inocente como culpable, uno puede sorprenderse de las opiniones ridículas que se han concebido en relación con él, mientras hombres de principios libertinos conceden alabanzas incluso a los lujos viciosos y los representan como altamente ventajosos para la sociedad*. Por otro lado, encontramos hombres de moral severa que culpan incluso al más inocente de los lujos y lo representan como la fuente de todas las corrupciones, desórdenes y motines que inciden en el gobierno civil. Deberíamos esforzarnos aquí por corregir ambas tesis extremas probando, primero, que los tiempos de refinamiento son los más felices a la vez que virtuosos; segundo, que dondequiera que un lujo cesa de ser inocente también deja de ser beneficioso y que, cuando se lleva a un grado demasiado extremo, se convierte en una cualidad perniciosa, aunque quizás no sea la más perniciosa para la sociedad. Para probar el primer punto no necesitamos más que considerar los efectos del refinamiento tanto en privado como en la vida pública. La felicidad humana, de acuerdo con las nociones heredadas, parece consistir en tres ingredientes: acción, placer e indolencia. Aunque estos componentes deben ser mezclados en diferentes proporciones, de acuerdo con la particular disposición de la persona, no debe faltar ninguno de ellos si no se quiere destruir, en al-
* Se trata de una alusión indirecta a Bernard de Mandeville y su obra La fábula de las abejas, publicada en 1714. A esa obra se referirá Hume al final de este ensayo [N. del T.].
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guna medida, el deleite de la entera composición. Aunque la indolencia o el reposo no parecen contribuir mucho por sí mismos a nuestro disfrute, al igual que el sueño constituyen un requisito que se debe satisfacer por la debilidad de la naturaleza humana, que no puede soportar un curso ininterrumpido de ocupaciones o placer. La rápida marcha de los espíritus, que saca al hombre fuera de sí y le proporciona una gran satisfacción, al final acaba agotando a la mente, que requiere algunos intervalos de reposo que, si resultan agradables por un momento, de prolongarse engendran una languidez y letargo que destruyen todo disfrute. Educación, costumbre y ejemplo, tienen una poderosa influencia en dirigir la mente hacia algunas de estas búsquedas y se debe añadir que, donde promueven un gusto por la acción y el placer, resultan muy favorables a la felicidad humana. En tiempos en los que la industria y las artes florecen, los hombres se encuentran en permanente ocupación y disfrutan, como su recompensa, la tarea por sí misma, al igual que de los placeres que son el fruto de su esfuerzo. La mente adquiere nuevo vigor, incrementa sus poderes y facultades y, con la asiduidad en trabajos honestos, ambos satisfacen sus apetitos naturales y previenen el crecimiento de los antinaturales, que comúnmente surgen cuando son alimentados el bienestar y la inactividad. Al erradicar estas artes de la sociedad, se priva a los hombres tanto de acción como de placer; al no dejar nada en su lugar, excepto la indolencia, se destruye incluso el alivio que ésta supone, que nunca resulta agradable excepto cuando sigue al trabajo y renueva los espíritus, exhaustos a causa de demasiada aplicación y fatiga. Otra ventaja de la industria y el refinamiento de las artes mecánicas es que, por lo general, conllevan algún progreso en las liberales; unas no pueden ser llevadas a la perfección sin encontrarse acompañadas, en alguna medida, por las otras. La misma época que produce grandes filósofos y políticos, renombrados generales y poetas, usualmente abunda en tejedores habilidosos y carpinteros navales. Razonablemente, no podemos esperar que una pieza de paño de lana sea llevada a la perfección en una nación que ignora la astronomía o donde la ética se encuentra desatendida. El espíritu del tiempo afecta a la totalidad de las cosas y las mentes de los hombres. Una vez —81—
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que se han despertado de su letargo y comenzado a fermentar, se vuelven por sí mismas hacia todos lados y consiguen mejoras en cada arte y ciencia. La profunda ignorancia se encuentra totalmente desterrada y los hombres disfrutan el privilegio de las criaturas racionales, pensar a la vez que actuar, cultivar los placeres de la mente al tiempo que los del cuerpo. Cuanto más avanzan las artes refinadas más sociables se vuelven los hombres: no es posible que, cuando se encuentran enriquecidos con la ciencia y poseen un fondo de conversación, se contenten con permanecer en soledad o mantengan relaciones tan distantes con sus conciudadanos como las que son peculiares de naciones ignorantes y bárbaras. Acuden en gran número a las ciudades, aman recibir conocimientos y comunicarlos para mostrar su sabiduría o su educación, así como su gusto en la conversación, el modo de vida, el atuendo o la decoración. La curiosidad encanta al sabio, la vanidad al tonto y el placer a ambos. Se han formado clubes particulares y sociedades por todas partes: ambos sexos se encuentran de una manera relajada y sociable; el resultado es que los temperamentos de los hombres, así como sus conductas, se refinan rápidamente. Aparte de las mejoras que reciben del conocimiento y las artes liberales, es imposible que no sientan un incremento de humanidad del simple hecho de conversar juntos y contribuir al placer y entretenimiento de los demás. De esta forma, industria, conocimiento y humanidad se encuentran unidos por una cadena indisoluble que se encuentra fundada en la experiencia a la vez que en la razón, lo que es peculiar de la más brillante y —como es comúnmente denominada— lujosa de las épocas. Estas ventajas tampoco se consiguen sino es a costa de los correspondientes inconvenientes. Cuantos más hombres se encuentren refinados por los placeres, menos se darán el gusto de excesos de cualquier tipo porque nada es más destructivo para el verdadero placer que semejantes abusos. Uno puede afirmar con seguridad que los tártaros son más culpables de glotonería bestial, cuando hacen un festín con sus caballos muertos, que los cortesanos europeos con todo el refinamiento de su cocina. Y si el libertinaje amoroso, o incluso la infidelidad matrimonial, es más fre—82—
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cuente en épocas civilizadas, donde se contempla a menudo como muestra de galantería, la embriaguez, por otro lado, es mucho menos frecuente y se trata de un vicio más odioso y pernicioso, tanto para la mente como para el cuerpo. En esta cuestión apelaré no sólo a Ovidio o a Petronio, sino también a Séneca o a Catón. Sabemos que César, durante la conspiración de Catilina, necesitando poner en las manos de Catón una carta de amor [billet-doux] que descubría las relaciones que mantenía con Servilia, la propia hermana de Catón, el severo filósofo se lo devolvió con indignación y, en la amargura de su cólera, le calificó de «borracho», al parecerle un término más oprobioso que aquel con el que justificadamente podría haberle llamado. Pero industria, conocimiento y humanidad, no son sólo ventajas en la vida privada; difunden su benéfica influencia en la pública y vuelven el gobierno tan grande y floreciente como hace a los individuos felices y prósperos. El aumento y consumo de todas las mercancías, que sirven de ornamento y placer en la vida, son ventajosos para la sociedad, porque al mismo tiempo que multiplican esas inocentes gratificaciones a los individuos suponen un almacén de trabajo que, ante las exigencias del Estado, puede volverse hacia el servicio público. En una nación donde no existe demanda para esas superfluidades los hombres se hunden en la indolencia, pierden toda la alegría de vivir y son inútiles para el Estado, que no puede mantener o sostener sus flotas y ejércitos sobre el trabajo de sujetos perezosos. Las fronteras de todos los reinos europeos son, en la actualidad, casi las mismas que hace doscientos años. ¿Pero en qué se funda la diferencia en el poder y la grandeza de los reinos entre aquel periodo y el actual? No consiste en otra cosa que el incremento de las técnicas y la industria. Cuando Carlos VIII de Francia invadió Italia, llevó consigo unos 20.000 hombres; ese ejército agotó tanto la nación —como sabemos por Guicciardarini*— que durante varios años no fue posible realizar
* Francesco Guicciardini fue el autor de Historia de Italia: donde se describen todas las cosas sucedidas desde el año 1494 hasta el año 1532 [N. del T.]. —83—
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un esfuerzo tan grande. El último rey de Francia, en tiempo de guerra, tomó a sueldo unos 400.000 hombres8 aunque, desde la muerte de Mazarino hasta la suya propia, se encontró comprometido en una serie de guerras que duraron casi treinta años. La laboriosidad es promovida en épocas donde el conocimiento de las artes resulta inseparable del lujo; por otro lado, ese dominio permite que el Estado obtenga las mayores ventajas del trabajo de sus sujetos. Leyes, orden y disciplina, nunca pueden ser llevados a algún grado de perfección antes de que la razón humana se haya refinado a sí misma a través del ejercicio y por una aplicación de las más vulgares técnicas, al menos en el comercio y la manufactura. ¿Podemos confiar en que un gobierno sea modelado de manera adecuada por gente que no sabe cómo hacer una rueca o emplear un telar de forma satisfactoria? Por no mencionar que todas esas épocas ignorantes se encontraban infestadas de superstición, algo que aparta al gobierno de sus objetivos y perturba a los hombres en la búsqueda de su interés y felicidad. El conocimiento de las técnicas del gobierno engendra bondad y moderación, al instruir a los hombres en las ventajas de los consejos sobre el abandono del uso del rigor y la severidad, medidas éstas que dirigen a los súbditos hacia la rebelión y vuelven impracticable el retorno a la sumisión, al eliminar todas las esperanzas de perdón. Cuando se suaviza el temperamento de los hombres a la vez que se mejora su conocimiento, la humanidad se hace aún más visible y resulta la característica principal que distingue las épocas civilizadas de los tiempos de barbarie e ignorancia. Las facciones se hacen entonces menos extremas, las revoluciones menos trágicas, la autoridad menos severa y las sediciones más infrecuentes. Incluso las guerras exteriores apaciguan su crueldad y, tras volver del campo de batalla, donde el honor y el interés endurecen a los hombres contra la compasión al mismo tiempo que contra el miedo, los combatientes se despojan a sí mismos de la animalidad y continúan siendo hombres. 8 La inscripción que se encuentra en la Plaza de Vendôme dice 440.000.
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Tampoco tenemos que temer que esos seres humanos, al perder su ferocidad, vayan a abandonar también su espíritu marcial o convertirse en menos impasibles y vigorosos en la defensa de su país o su libertad. Las artes no producen ese efecto irritando la mente ni el cuerpo. Por el contrario, el trabajo, su inseparable auxiliar, añade nueva fuerza a ambos. Y si la rabia, a la que se considera la piedra que afila el coraje, pierde algo de su aspereza por la educación y el refinamiento, un sentido del honor, que es un principio más fuerte, constante y gobernable, adquiere nuevo vigor por esa elevación del genio que surge del conocimiento y la buena educación. A esto se debe añadir que el coraje no puede durar ni ser de ninguna utilidad cuando no va acompañado de disciplina y destrezas militares, que raramente se encuentran entre pueblos incivilizados. Los antiguos subrayaban que Datames era el único bárbaro que había conocido el arte de la guerra*. Y Pirro, viendo a los romanos organizar su ejército con algún arte y destreza, afirmó con sorpresa «¡Estos bárbaros no tienen nada bárbaro en su disciplina!»**. Es destacable que los antiguos romanos, dedicándose únicamente al arte de la guerra, fueron casi el único pueblo incivilizado que ha poseído disciplina militar, así como los actuales italianos son la única nación, entre los europeos, que ha mostrado falta de coraje y espíritu marcial. Quienes atribuyen el afeminamiento de los italianos a su lujo, cortesía o aplicación a las artes, no tienen más que considerar el caso francés y el inglés, cuya valentía es tan incontestable como su amor por las artes y diligencia en el comercio. Los historiadores italianos nos ofrecen una razón más satisfactoria para la degeneración de sus compatriotas. Nos muestran cómo la espada cayó al mismo tiempo * Datames fue un sátrapa de Capadocia que murió en el año 361 a.C. Fue sucedido por su hijo Ariamnes, que se declaró leal a Persia [N. del T.]. ** Pirro fue rey de Epiro del año 307 al año 302 y del año 279 al año 272 a.C., además de ser uno de los mejores generales de su época. Entabló dos batallas contra los romanos, en Heraclea y en Ausculum, a quienes venció en ambas ocasiones. Sin embargo, el coste fue tan grande para su ejército que la expresión «victoria pírrica» ha pasado a designar aquella en la que las pérdidas casi igualan a las ganancias [N. del T.]. —85—
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de las manos de todos los soberanos italianos: mientras la aristocracia veneciana temía a sus súbditos, la democracia florentina se dedicaba enteramente al comercio, Roma era gobernada por sacerdotes y Nápoles por mujeres. La guerra se convirtió entonces en el negocio de los soldados de fortuna, que se evitaban el uno al otro y, para asombro del mundo, conseguían comprometerse el día entero en lo que llamaban una batalla y volver por la noche a su campamento sin el menor derramamiento de sangre. Lo que ha alentado principalmente a los moralistas severos contra el refinamiento de las artes es el ejemplo de la antigua Roma, que sumando a su pobreza y rústica virtud el espíritu público alcanzó tan sorprendente altura de grandeza y libertad; sin embargo, habiendo adquirido el lujo asiático de sus provincias conquistadas cayó en cada una de las clases de corrupción. De ahí surgió la sedición y las guerras civiles, asistidas al final con la pérdida total de libertad. Todos los clásicos latinos que estudiamos concienzudamente en nuestra infancia rebosan estos sentimientos y unánimemente atribuyen la ruina de su Estado a las artes y riquezas importadas del este; hasta tal punto que Salustio* presenta el gusto por la pintura como un vicio no menor que la lascivia y la embriaguez. Estos sentimientos eran tan populares durante las últimas fases de la república que este autor abunda en alabanzas hacia las viejas e inflexibles virtudes romanas, aunque él mismo es el mayor ejemplo de lujo y corrupción de su época; habla despectivamente de la elocuencia griega, mientras es el más elegante escritor del mundo; niega, emplea ridículas digresiones y declamaciones para su propósito, aunque es un modelo de gusto y corrección. Pero sería fácil probar que estos escritores confunden la causa de los desórdenes en el Estado romano y atribuyen al lujo y las artes lo que realmente procede de un gobierno mal configurado y de la ilimitada extensión de sus conquistas. El refinamiento de los placeres y comodidades de la vida no muestra una
* Cayo Salustio Crispo (86-34 a.C.) fue un historiador y político romano. Firme partidario de Julio César, gracias al apoyo de éste fue nombrado gobernador de la provincia de Africa Nova, cargo en los que dio ejemplo de opresión y arbitrariedad [N. del T.].
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tendencia natural a engendrar inmoralidad y corrupción. El valor que todos los hombres ponen en aprovechar un placer particular depende de la comparación y la experiencia; tampoco está menos ávido de dinero un ganapán que lo gasta en panceta o aguardiente que el cortesano que compra champán y escribanos*. Las riquezas son apreciadas en todos los tiempos y por la mayoría de personas porque siempre compran placeres, tal como los hombres están acostumbrados a desear: nada puede restringir el amor al dinero excepto un sentido del honor y la virtud que, si no es igual en todas las épocas, abundará naturalmente en las de ilustración y refinamiento. De todos los reinos europeos, Polonia parece el peor dotado en las artes de la guerra y en las de la paz, en las mecánicas a la vez que en las liberales; es ahí donde más prevalecen la venalidad y corrupción. Es como si los nobles hubieran preservado su capacidad para elegir al monarca sólo con el propósito de vendérsela al mayor postor, así que ésta es casi la única especie de comercio al cual la gente está acostumbrada. Las libertades de Inglaterra, lejos de decaer desde que se mejoraron las artes, nunca han florecido tanto como en ese periodo. Y aunque la corrupción parece haberse incrementado en los últimos años, la razón hay que buscarla en nuestra asentada libertad, cuando nuestros príncipes han encontrado imposible gobernar sin parlamentos o aterrorizándolos a través del fantasma de la prerrogativa. Por no mencionar que esta corrupción o inmoralidad prevalece mucho más entre los electores que entre los elegidos, lo que no puede ser atribuido de manera justificada a ningún refinamiento en el lujo. Si consideramos el asunto bajo una luz adecuada, encontraremos que el progreso en las artes resulta más bien favorable a la libertad y muestra una tendencia natural a preservar, si no a producir, un gobierno libre. En naciones rudas y poco refinadas, donde las técnicas se encuentran desatendidas y se emplea todo el esfuerzo en el cultivo de
* El escribano (Embericia hortulana) es una pequeña ave granívora que se ve con frecuencia en los campos y jardines de la Europa atlántica [N. del T.]. —87—
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la tierra, la sociedad en su conjunto se encuentra dividida en dos clases, los propietarios del suelo y sus vasallos o arrendatarios. Los últimos, necesariamente, son dependientes y se ajustan bien a la esclavitud y a la servidumbre, especialmente donde no poseen riquezas y tampoco son valorados por su conocimiento en agricultura, como siempre será el caso donde se descuidan las técnicas. Los primeros, naturalmente, se erigen a sí mismos en pequeños tiranos y cualquiera debe someterse a un dominio absoluto por el bien de la paz y el orden; si quieren preservar su independencia, como los antiguos barones, deben dividirse en feudos y luchar entre ellos, con lo que someten al conjunto de la sociedad a una confusión aún peor que el más despótico de los gobiernos. Pero donde el lujo impulsa el comercio y la industria, los campesinos llegan a ser ricos e independientes a través de un cultivo adecuado de la tierra. Al mismo tiempo, los comerciantes y mercaderes adquieren una parte de la propiedad y consiguen autoridad y consideración del hombre medio, que constituye la mejor y más firme base para la libertad pública. Quienes no están sometidos a esclavitud por pobreza y estrechez de espíritu, como los campesinos, a la vez que carecen de esperanzas de tiranizar a otros, como los barones, no se encuentran tentados, por la ventaja de semejante gratificación, a supeditarse a la tiranía del soberano. Desean leyes iguales que aseguren su propiedad y les preserve de la tiranía, monárquica a la vez que aristocrática. La Cámara Baja es el soporte de nuestro popular gobierno y todo el mundo reconoce que debe su gran influencia y consideración al incremento del comercio, que puso semejante equilibrio en la propiedad en manos de los Comunes. ¡Qué inconsistente, entonces, culpar tan violentamente al refinamiento en las artes y presentarlo como la ruina de la libertad y del espíritu público! Declamar contra los tiempos actuales y magnificar la virtud de nuestros antepasados es una propensión casi inherente a la naturaleza humana; como sólo los sentimientos y opiniones de las épocas civilizadas son transmitidas a la posterioridad, ésa es la razón de que encontremos tantos juicios severos pronunciados contra el lujo e incluso contra la ciencia, así como que los aprobemos con tanta rapidez —88—
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en el presente. Pero la falacia es fácilmente percibida comparando diferentes naciones que son contemporáneas; de esa forma juzgaremos con mayor imparcialidad y podemos comparar mejor esas costumbres, con las que estamos suficientemente acostumbrados. Traición y crueldad, los más perniciosos y odiosos de todos los vicios, parecen característicos de épocas incivilizadas; los refinados griegos y romanos los atribuyeron a todas las naciones bárbaras que los rodeaban. Por lo tanto, podrían justamente haber supuesto que sus mismos antepasados, tan altamente celebrados, no poseían una gran virtud y eran tan inferiores a su posterioridad en honor y humanidad como en gusto y ciencia. Un antiguo franco o sajón puede ser grandemente ensalzado, pero creo que cada hombre pensará que su vida o fortuna se encuentra mucho menos segura en las manos de un moro o un tártaro que en las de un caballero francés o inglés, el rango de hombres más civilizado en las más instruidas naciones. Vamos ahora a la segunda posición que propusimos para ilustrar, con ingenio, que un lujo inocente o el refinamiento en las artes y conveniencias de la vida constituye una ventaja para el público; en la misma medida que, allí donde el lujo cesa de ser inocente también deja de ser benéfico y cuando se lleva a un grado extremo comienza a ser una cualidad perniciosa, aunque quizás no la más perniciosa para la sociedad política. Déjennos considerar a qué llamamos lujo. Cualquier satisfacción, aunque sensual, no puede por sí misma ser juzgada viciosa. Una gratificación sólo es perniciosa cuando absorbe todos los gastos de una persona y le deja incapaz de satisfacer los actos de deber y generosidad que son requeridos por su situación y fortuna. Supongamos que corrige el vicio y emplea parte de sus desembolsos en la educación de sus hijos, en el apoyo a sus amigos y en el alivio del pobre: ¿resultaría algún perjuicio para la sociedad? Al contrario, el mismo consumo tendría lugar y ese trabajo, que en el presente se emplea sólo en producir una pobre gratificación en un hombre, puede aliviar las necesidades y conceder satisfacción a cientos. El mismo cuidado y trabajo duro que proporciona un plato de guisantes en Navidad, puede dar pan a una familia entera durante seis meses. Afirmar que sin un lujo vicioso el trabajo no tendría empleo, es decir —89—
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solo que existen otros defectos en la naturaleza humana, como la indolencia, el egoísmo, el descuido de los otros, para los cuales el lujo, en alguna medida, provee un remedio; así como un veneno puede ser un antídoto para otro. Pero la virtud, como la comida sana, es mejor que los venenos, aunque corregidos. Supongamos el mismo número de hombres que existen actualmente en Gran Bretaña, con idéntico suelo y clima; me pregunto: ¿no les resultará posible ser más felices, a través de la más perfecta forma de vida que pueda ser imaginada y gracias a una gran reforma que la Omnipotencia pueda labrar en su temperamento y disposición? Afirmar que no pueden parece, evidentemente, ridículo. Como la tierra es capaz de mantener más personas que todos sus habitantes presentes, nunca podrían, en semejante Estado utópico, sentir ningún otro malestar que aquel que surge de la enfermedad del cuerpo: y éstas no son ni la mitad de las miserias humanas. Otros males surgen de algún vicio, sea en nosotros o en otros; incluso, algunos de nuestras enfermedades proceden del mismo origen. Al eliminar el vicio, la enfermedad le sigue. Solo hay que tener cuidado de erradicar todos los vicios, porque si se elimina una parte se puede empeorar el problema. Al desterrar el lujo vicioso sin curar la pereza y mostrando indiferencia a otros daños, se disminuye la industria en el Estado sin añadir nada a la caridad de los hombres o a su generosidad. Por lo tanto, vamos a defender la afirmación de que dos vicios opuestos en un Estado pueden ser más ventajosos que cada uno de ellos aislado; pero que nunca se nos deje sostener que el vicio en sí mismo es provechoso. ¿No es muy inconsistente para un autor afirmar en una página que las distinciones morales son invenciones de los políticos en interés público y mantener, en la siguiente, que el vicio es ventajoso para el Estado?9 Y parece, en relación con cualquier sistema de moralidad, poco menos que una contradicción en los términos afirmar que un vicio es, en general, beneficioso para la sociedad10.
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Fábula de las abejas. En la edición N se incluye el siguiente párrafo: «La prodigalidad no debe ser confundida con un refinamiento en las artes. Parece in10
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Pensaba que este razonamiento era necesario en orden a proporcionar alguna luz a una cuestión filosófica que ha sido muy disputada en Inglaterra. La denomino una cuestión filosófica, no política. Cualquiera que pueda ser la consecuencia de semejante transformación milagrosa de la humanidad, que podría dotarla de toda especie de virtudes y liberarla de cada tipo de vicio, esto no concierne al magistrado, que se ocupa sólo de lo posible. No puede curar cada vicio sustituyéndolo por una virtud en su lugar. A menudo, sólo puede curar una lacra con otra y eso en el caso de que pueda elegir cual es menos perniciosa para la sociedad. El lujo, cuando es excesivo, es la fuente de numerosos males, pero en general es preferible a la pereza y la holgazanería que, frecuentemente, se imponen en su lugar; ambas resultan más dañinas para las personas privadas y para el Estado. Cuando la pereza reina, una vida pobre e inculta prevalece entre los individuos, sin sociedad ni alegría. Y si el soberano, en semejante situación, demanda el servicio de sus súbditos, el trabajo del Estado basta sólo para satisfacer las necesidades de la vida de los trabajadores sin poder ofrecer nada más a quienes están empleados a su servicio.
cluso que ese vicio es mucho menos frecuente en las épocas cultivadas. El trabajo y la ganancia engendran esa frugalidad entre los rangos bajos y medios de hombre, así como en todas las profesiones activas. Los hombres de alto estatus, incluso, se cree que se encuentran más encantados con los placeres que llegan a ser más frecuentes, pero la holgazanería es la mayor fuente de prodigalidad en todos los tiempos. Existen placeres y vanidades en cada época que, cuando son nuevos, atraen a los hombres con la mayor alegría; por no mencionar que el mayor interés pagado en tiempos rudos rápidamente consume las fortunas de la pequeña nobleza y multiplica sus necesidades». —91—
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Ensayo III Sobre el dinero
El dinero no es, propiamente hablando, una mercancía, sino el instrumento con el que los hombres acuerdan facilitar el cambio de una mercancía por otra. Tampoco es una de las ruedas del intercambio: es el lubricante que vuelve más suave y fácil su movimiento. Si consideramos cualquier reino por sí mismo, es evidente que la mayor o menor abundancia de numerario carece de repercusiones, ya que los precios de las mercancías se encuentran siempre relacionados con el raudal de dinero y una corona en los tiempos de Enrique VII sirve para el mismo propósito que una Libra en el presente. El Estado es el único que saca ventaja de una mayor cantidad de dinero, lo que sucede solamente en sus guerras y negociaciones con Estados extranjeros. Esta es la razón por la que todas las naciones ricas y comerciales, de Cartago a Gran Bretaña y Holanda, hayan empleado tropas mercenarias que contrababan a sus vecinos más pobres. De haber utilizado a sus súbditos, hubieran extraído menos ventajas de sus superiores riquezas y gran cantidad de oro y plata, ya que el pago de todos sus servidores debe crecer en proporción a la opulencia pública. Nuestro pequeño ejército de 20.000 hombres es mantenido con un gasto tan grande como el ejército francés, dos veces más numeroso. La flota inglesa, durante la última guerra, requería tanto dinero para ser sostenida como todas las legiones romanas, que sometían al mundo entero en el tiempo de los emperadores11. 11 Un soldado privado en la infantería romana ganaba un denario al día, lo que es algo menos de dieciocho peniques. Los emperadores
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Un gran número de personas y su mayor industria es útil en todos los casos, dentro y fuera de la nación, en privado y en público. Pero una cantidad abundante de dinero es de uso muy limitado y algunas veces puede ser una pérdida para un territorio en su comercio con extranjeros. Parece existir una feliz concurrencia de causas en los asuntos humanos que asegura el crecimiento del comercio y las riquezas, a la vez que entorpece que se confinen enteramente a un pueblo, como puede ser naturalmente temido, al principio, a partir de las ventajas del intercambio establecido. Donde una nación ha adelantado a otra en el comercio, es muy difícil para la última recuperar el terreno perdido, a causa de la superior industria y habilidad de la primera y las mayores existencias que poseen sus mercaderes, que les permiten intercambiar productos con menores beneficios. Pero estas ventajas son compensadas, en alguna medida, por los bajos precios del trabajo donde se carece de extenso comercio y escasea el oro y la plata. Las manufacturas, por lo tanto, gradualmente cambian su ubicación, abandonando aquellos países y provincias que han enriquecido y volando a otras, adonde son atraídas por la baratura de las provisiones y el trabajo, hasta que las enriquezcan también y sean desterradas por
romanos tenían generalmente veinticinco legiones a sueldo; contando 5.000 hombres por legión, arroja un resultado de 125.000 (Tácito, Anales, libro iv). Es verdad que también había tropas auxiliares de las legiones, pero sus números son tan inciertos como su paga. De considerar solo los legionarios, el sueldo de los particulares no podía exceder de 1.600.000 Libras. Ahora bien, el Parlamento aprobó, en la última guerra, 2.500.000 para la flota. Tenemos por lo tanto 900.000 [Libras] más para oficiales y otros gastos que las legiones romanas. Parece ser que no había sino unos pocos oficiales en los ejércitos romanos en comparación con los que son empleados en todas nuestras modernas tropas, excepto en los cuerpos suizos. Y aquellos oficiales tenían una pequeña paga: la del un centurión, por ejemplo, sólo doblaba la de un soldado y, como los soldados con su ingreso (Tácito, Anales, lib. i) compraban sus propias ropas, armas, tienda de campaña y equipaje, esto también debía disminuir considerablemente las otras cargas del ejército. ¡Cuanto más barato resultaba el poderoso gobierno, más fácil extendía su yugo sobre el mundo! E, incluso, esta es la conclusión más natural de los cálculos precedentes. Tras la conquista de Egipto, el dinero parecer haber sido tan abundante en Roma como es en la actualidad en los más ricos reinos de Europa.
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las mismas causas. En general, podemos observar que la carestía de cada cosa, debido a la abundancia de dinero, es una desventaja que se presenta al comercio asentado y le pone límites en cada país, permitiendo a los Estados más pobres vender más barato que los ricos en mercados exteriores. Esto me ha hecho considerar una duda concerniente al beneficio de los bancos y el papel moneda, que son generalmente estimados como ventajosos para cada nación. Esas provisiones y trabajo deben llegar a encarecerse por el incremento del intercambio y la moneda, lo que es, en algunos aspectos, un inconveniente inevitable y el efecto de esa riqueza pública y prosperidad que constituye el fin de todos nuestros deseos. No se piensa en ello por los beneficios que obtenemos de la posesión de esos metales preciosos y el peso que proporcionan a la nación en todas las guerras exteriores y negociaciones. Pero eso no parece una razón para incrementar ese inconveniente por la falsificación de dinero, que los extranjeros no aceptarán para ningún pago y que cualquier gran desorden en el Estado reducirá a nada. Es cierto que existe alguna gente en cada Estado que, poseyendo una gran cantidad de recursos, prefiere el papel con total seguridad, debido a que es más fácil de transportar y más seguro de custodiar. Si no existe un banco público, los banqueros privados se aprovecharán de esta circunstancia, como los orfebres antiguamente hicieron en Londres o los banqueros hacen en la actualidad en Dublín: por eso, debe pensarse que es mejor que una entidad pública disfrute los beneficios del crédito, que siempre encontrará un lugar en cada reino opulento. Pero intentar el aumento artificialmente del crédito nunca puede ser el interés de una nación comercial porque le acarrearía desventajas, al incrementar el dinero más allá de su natural proporción a la cantidad de trabajo y mercancías y, de ese modo, acrecentar el coste de los comerciantes y manufactureros. Desde este punto de vista, debe considerarse que ningún banco resulta más ventajoso que aquel que guarda en lugar seguro todo el dinero que recibe12 y nunca aumenta la moneda en circulación, como 12
Es el caso del Banco de Ámsterdam. —95—
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es usual al hacer volver parte de su tesoro al comercio. Un banco público, con este recurso, puede cortar muchas de las transacciones de los banqueros privados y corredores de Bolsa; aunque el Estado soporte la carga de los salarios de sus directores y cajeros (porque, de acuerdo con la suposición precedente, no habría beneficios de las transacciones), el provecho nacional resultante de un bajo precio del trabajo y la destrucción del papel moneda, serían suficiente compensación. Por no mencionar que una suma importante, permaneciendo lista para la situación, es una gran ventaja en tiempos de peligro público y angustia; la parte que se use puede ser reemplazada en el momento que venga bien, cuando la nación recupere la paz y la tranquilidad. Sobre el tema del papel moneda debemos tratar con más atención en el futuro. Y terminaré este «Ensayo sobre el dinero» proponiendo y explicando dos observaciones que quizás sirvan para ocupar los pensamientos de nuestros especulativos políticos13. Fue una observación sagaz de Anacarsis14 el Escita, quien nunca había visto dinero en su país, que el oro y la plata le parecía que no tenían otro uso entre los griegos que ayudarles en la numeración y la aritmética. Es evidente, incluso, que el dinero no es nada más que la representación del trabajo y las mercancías y sólo sirve como método de evaluarlas o estimarlas. Donde se encuentra gran cantidad de moneda se debe a que se requiere un gran montante para representar la misma suma de bienes; para la nación, en sí misma, no acarrea más consecuencias, sean buenas o malas, de las que conllevaría que los libros de los mercaderes alteraran sus sistemas de notación y, en lugar del método árabe de numeración, que requiere pocos caracteres, hiciera uso del romano, que demanda una gran cantidad. No, la gran cantidad de dinero, como los caracteres romanos, es más bien inconveniente y produce grandes pro13 Las ediciones F, G, H, N, incluyen: «A quienes me dirijo sólo personalmente. Es suficiente que me someta al ridículo algunas veces en esta época que valora el carácter de un filósofo, sin añadirle lo que pertenece a su proyectista». 14 Plutarco, Quomodo quis suos profectus in virtute sentire possit [«De qué manera alguien puede percibir avances en la virtud»] [N. del T.].
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blemas, tanto para mantenerlo como para transportarlo. Pero, a pesar de esta conclusión, que debe ser considerada correcta, es cierto que desde el descubrimiento de las minas de América la industria se ha incrementado en todas las naciones de Europa, excepto en los poseedores de esas minas; esto puede atribuirse, entre otras razones, al incremento del oro y la plata. De acuerdo con esto, encontramos que en cada reino donde el dinero comienza a afluir en mayor abundancia que anteriormente, cada cosa toma un nuevo aspecto: el trabajo y la industria reviven, el comerciante se vuelve más emprendedor, el manufacturero más diligente y habilidoso e, incluso, el granjero sigue a su arado con mayor celeridad y atención. No es fácil explicar esto, si se considera sólo la influencia que una gran cantidad de moneda tiene en el mismo reino, elevando el precio de las mercancías y obligando a cada uno a desembolsar un mayor número de estas pequeñas piezas amarillas o blancas por cada compra. En relación con el comercio exterior, parece que una gran cantidad de moneda constituye más bien una desventaja, al elevar el precio de cada tipo de trabajo. Para dar cuenta de este fenómeno debemos considerar que, aunque el alto precio de las mercancías es una consecuencia necesaria del aumento de la circulación de oro y plata, no se sigue inmediatamente de este incremento, ya que se requiere algún tiempo antes de que el dinero se expanda por todo el Estado y haga sentir su efecto sobre todos los rangos de población. Al principio no se percibe ninguna alteración porque los precios suben por grados, primero en una mercancía, luego en otra, hasta que el conjunto al menos alcance la justa proporción con la nueva cantidad de numerario que hay en el reino. En mi opinión, sólo en el intervalo o situación intermedia entre la adquisición de dinero y el aumento de los precios, el incremento de la cantidad de oro y plata resulta favorable a la industria. Cuando cierta suma de dinero es importada dentro de una nación, al principio no se dispersa entre varias manos sino que es confinada en los cofres de algunas personas, que inmediatamente intentan emplearla en su provecho. Aquí tenemos a un grupo de manufactureros y mercaderes que, supongamos, han recibido pagos de oro y plata por bienes que han enviado a Cádiz. Se encuen—97—
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tran en disposición de emplear más trabajadores que anteriormente, quienes nunca soñarán con exigir salarios más altos sino que se contentarán con ser empleados por tales empresarios. Si los trabajadores llegan a escasear, el manufacturero aumenta los salarios aunque al principio requiera un incremento del trabajo que se produce, lo que es aceptado por el artesano, que ahora puede comer y beber mejor para compensar su trabajo y fatiga adicionales. Él lleva su dinero al mercado, donde encuentra cada cosa al mismo precio que antes pero regresa con una cantidad mayor, y de mejor calidad, para disfrute de su familia. El granjero y horticultor, que ve que todos los productos tienen salida, se aplican con entusiasmo a conseguir mayor número y, al mismo tiempo, puede obtener más y mejores ropas del comerciante, al mismo precio que anteriormente; de esa forma su dedicación es avivada sólo por esa nueva ganancia. Es fácil seguir el rastro del dinero en el recorrido que hace a través de la entera riqueza colectiva; lo que encontraremos es que primero estimula la diligencia de cada individuo antes de incrementar el precio del trabajo. Se muestra que la circulación debe ascender a considerable altura antes de que haga sentir sus efectos, entre otros ejemplos, en los frecuentes manejos del rey francés con la moneda. Siempre se ha observado que el aumento del valor numerario no produce un incremento proporcional de los precios, al menos durante algún tiempo. En el último año de Luis XIV, el dinero se incrementó en tres séptimos, pero los precios aumentaron sólo en uno. En Francia, el grano se vende ahora al mismo precio, o por el mismo número de Libras, que en 1683, aunque entonces la plata alcanzaba las 30 Libras y ahora está a 5015.
15 Para estos datos me baso en la autoridad de M. de Tot, en sus Reflections Politiques, un autor reputado, aunque debo confesar que los hechos que en otras ocasiones avanza resultan a menudo tan sospechosos, que disminuyen su autoridad en esta materia. Sin embargo, la observación general de que el aumento del dinero en Francia no conlleva al principio, de manera proporcional, un aumento de los precios, es ciertamente correcta. Poco a poco, parece ser una de las mejores razones que pueden ser aducidas para un incremento gradual y universal del valor del dinero,
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Por no mencionar la gran cantidad de oro y plata que debe haber llegado a ese reino durante tal periodo. Del conjunto del razonamiento podemos concluir que no es una cuestión de importancia, con relación a la felicidad doméstica del Estado, si el dinero se encuentra en mayor o menor cantidad. La buena política del magistrado consiste sólo en hacer que, si fuera posible, se incrementara, porque por ese medio se mantiene vivo el espíritu de la industria de la nación y aumenta el almacenamiento de trabajo en el que consiste todo el poder y riquezas reales. Una nación cuyo dinero disminuye se halla realmente, en ese momento, en situación más débil y miserable que otra que no posea más numerario pero que se encuentra del lado del crecimiento. Esto puede ser fácilmente demostrado si consideramos que las alteraciones en la cantidad de dinero, de un lado o de otro, no son inmediatamente seguidas de alteraciones proporcionales en el precio de las mercancías. Siempre transcurre un plazo de tiempo antes de que los asuntos se ajusten a la nueva situación y este intervalo es tan pernicioso para la industria, cuando el oro y la plata se encuentran en disminución, como resulta ventajoso cuando los metales abundan. El manufacturero y el comerciante no ofrecen análogo empleo a los trabajadores, aunque paguen el mismo precio para cada artículo en el mercado. El granjero no despacha su grano y ganado, aunque tenga que desembolsar la misma renta a aunque ha sido enteramente pasado por alto en todos aquellos volúmenes que han sido escritos sobre la cuestión por Melon de Tot y Paris de Verney. Si todo nuestra riqueza, por ejemplo, fuese acuñada y se sacase un penique de plata de cada chelín, el nuevo chelín podría comprar probablemente cada uno de los bienes que habría comprado el viejo; los precios de cada cosa habrían sido sensiblemente disminuidos, el comercio exterior avivado y la actividad doméstica, a través de la circulación de un gran número de de Libras y chelines, recibiría algún estímulo y crecimiento. Llevando a cabo tal proyecto, sería mejor hacer que el nuevo chelín pasase por 24 medio peniques con el objetivo de preservar la ilusión y hacer que se tomara por el mismo de antes. Y como la reacuñación de nuestra plata comienza a ser una necesidad, por el continuo desgaste de nuestros chelines y monedas de seis peniques, resulta dudoso que tengamos que imitar el ejemplo del reinado de Guillermo, cuando la moneda cortada fue elevada hasta su antiguo estándar. [Una Libra esterlina equivale a 20 chelines y un chelín a 12 peniques (N. del T.).]. —99—
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su propietario. La pobreza y mendicidad, así como la pereza que le debe seguir, son fácilmente previsibles. La segunda observación que propongo hacer en relación con el dinero puede ser explicada del siguiente modo: existen algunos reinos, así como varias provincias de Europa —y todas estuvieron una vez en la misma condición— donde el dinero es tan escaso que el terrateniente no puede conseguirlo de sus arrendatarios, lo que le obliga a cobrar su alquiler en especie, que consume él mismo o lo transporta a lugares donde encuentra un mercado. En esos países, el príncipe puede imponer pocos o ningún tributo; así como recibe pequeños beneficios de los impuestos pagados, es evidente que semejante reino tiene escasa fuerza, incluso dentro de sus fronteras, y no puede mantener flotas y ejércitos de la misma extensión que si cada una de sus partes abundara en oro y plata. Seguramente existe una mayor desproporción entre la fuerza de Alemania en el presente, en relación a la que tenía tres siglos atrás16, que la que existe entre su industria, población y manufacturas. Los dominios austriacos en el imperio se encontraban en general bien poblados y cultivados y eran de gran extensión, pero carecían de un peso proporcional en el equilibrio de Europa, lo que se debía a su escasez de dinero. ¿Cómo concuerdan estos hechos con el principio de razón de que la cantidad de oro y plata es, en sí misma, indiferente? De acuerdo con tal principio, allí donde un soberano tiene numerosos súbditos que disfrutan de abundantes comodidades, él debería ser grande y poderoso y ellos ricos y felices, independientemente de la mayor o menor abundancia de metales preciosos. Estos admiten una gran cantidad de divisiones y subdivisiones, así que allí donde las monedas pueden llegar a ser tan pequeñas como para correr el peligro de ser extraviadas, resulta fácil mezclar el oro o la plata con un metal base —como se realiza en algunos países de Europa— y por esos medios aumentar las piezas hasta una cantidad más adecuada y conveniente. Continúan sirviendo para el
16 Los italianos dan el emperador Maximiliano el apodo de «Pochi danari» [Escaso de fondos]. Ninguna de las empresas de ese príncipe tuvo nunca éxito por falta de dinero.
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mismo propósito de comercio, cualquiera que sea su número o pretendido color. A estas dificultades respondo que el resultado aquí supuesto para el flujo de la escasez de dinero realmente surge de los hábitos y costumbres de la gente y que confundimos, como es frecuente, un efecto colateral con una causa. La contradicción sólo es aparente, pero requiere algún razonamiento y reflexión para descubrir los principios con los que podamos reconciliar la razón con la experiencia. Parece una máxima casi autoevidente que los precios de cada cosa dependen de la proporción que existe entre las mercancías y el dinero, y que cualquier alteración considerable de una conlleva el mismo efecto, sea incrementar o reducir el precio. El aumento de las mercancías hace que se abaraten, mientras el incremento del dinero acrecienta su valor. De la misma forma, una disminución de las primeras, o de las segundas, conlleva tendencias contrarias. También es evidente que los precios no dependen tanto de la cantidad absoluta de mercancías cuanto del dinero que se encuentra en una nación, de los artículos que van o pueden ir al mercado, al igual que del numerario en circulación. Si la moneda es encerrada en un cofre, con relación a los precios produce el mismo efecto que si fuese destruida. Si las mercancías se acumulan en almacenes y graneros, la consecuencia es similar. Como el dinero y los bienes en estos casos nunca se encuentran, no pueden influirse mutuamente. Si en cualquier momento hiciésemos conjeturas sobre el precio de las provisiones, en ese caso el grano que el granjero debe reservar para semilla y para mantenerse a sí mismo y a su familia, nunca deberían entrar en el cálculo. Sólo es el exceso comparado con la demanda lo que determina el valor. Para aplicar estos principios, debemos considerar que en las primeras y más incultas edades de cualquier Estado, antes de que la fantasía confundiera su búsqueda con las de la naturaleza, los hombres se contentaban con el producto de sus propios campos o con las torpes mejoras que ellos mismos podían realizar. Esto generaba escasas oportunidades para el intercambio, al menos por dinero, lo que, de común acuerdo, es la medida corriente del comercio. La lana del rebaño del propio granjero, hi—101—
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lada en su hogar y llevada a un tejedor de la vecindad que recibía su pago en grano o lana, era suficiente para proveerse de enseres y ropa. El carpintero, el herrero, el albañil, el sastre, recibían sus honorarios a través de salarios de la misma especie y el terrateniente mismo, viviendo en la vecindad, se contenta con percibir su renta en artículos producidos por el granjero. La mayor parte de éstos los consume en el hogar, en rústica hospitalidad: el resto, quizás, los despacha por dinero en la ciudad vecina, donde compra los pocos artículos que constituyen su gasto y lujo. Pero una vez que los hombres comienzan a refinarse en todos esos disfrutes y a no permanecer siempre en casa, tampoco se encuentran satisfechos con lo que puede conseguirse en los alrededores, ya que se produce un mayor intercambio y comercio de todos los tipos y entra más dinero en el mercado. Los comerciantes no pagarán en grano porque desean algo más que simple comida. El campesino va más allá de su propia parroquia en busca de los artículos que compra y no siempre puede llevar sus productos al comerciante que le abastece. El terrateniente vive en la capital o en un país extranjero y solicita su renta en oro y plata, que puede transportar fácilmente consigo mismo. Surgen para cada artículo grandes emprendedores, así como manufactureros y comerciantes que pueden, por razones prácticas, negarse a comerciar con nada que no sea dinero. Consecuentemente, en esta situación de la sociedad la moneda entra en numerosos contratos y, por este medio, se emplea con más frecuencia que anteriormente. La consecuencia necesaria es que, puesto que el dinero no incrementa su presencia en la nación, cada cosa debe llegar a ser mucho más barata en tiempos de industria y refinamiento que en épocas de ruda incultura. Es la proporción entre la circulación monetaria y los artículos en el mercado lo que determina los precios. Los bienes que son consumidos en el hogar, o intercambiados por otros bienes en los alrededores, nunca van al mercado. No afectan en lo más mínimo a la circulación monetaria, con relación a la cual es como si hubiesen sido destruidos; la consecuencia es que este método de usarlos desequilibra la proporción del lado de las mercancías e incrementa los precios. Pero una vez que el dinero entra en todos los con—102—
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tratos y ventas, y en todas partes constituye la medida del canje, la misma cantidad de dinero que existe en la nación tiene que realizar una función mucho mayor. Todos los artículos se encuentran entonces en el mercado y la esfera de la circulación se extiende. Se trata del mismo caso que si una cantidad individual fuera a servir a un reino agrandado y, por eso, la proporción se encuentra disminuida aquí por el lado del dinero, por lo que cada cosa debe resultar más barata y los precios caer gradualmente. A partir de los cálculos más exactos que se han llevado a cabo sobre toda Europa, tras tener en cuenta la alteración en el valor numerario o en la denominación, se encuentra que los precios de todas las cosas sólo han aumentado tres o, a lo sumo, cuatro veces desde el descubrimiento de América. ¿Pero afirmará alguien que no hay más que cuatro veces más moneda en Europa de la que había en el siglo XV y las centurias que los precedieron? Los españoles y portugueses de sus minas; los ingleses, franceses y holandeses del comercio africano y de sus contrabandistas en América, en conjunto llevaron a sus naciones sobre seis millones al año, de los que una suma inferior a la tercera parte iba a Asia. Esta cuantía sola, en diez años, probablemente doblaría la antigua cantidad de dinero en Europa. No se puede dar otra razón satisfactoria por la cual todos los precios no hayan subido a una altura aún más exorbitante, excepto las que derivan de un cambio en los hábitos y costumbres. Además de que son producidas más mercancías por una industria adicional, los mismos bienes van más frecuentemente al mercado una vez que los hombres han dejado atrás su antigua simplicidad de costumbres. Y aunque este incremento no ha sido idéntico al del numerario, ha resultado considerable y ha preservado las proporciones entre moneda y bienes más cerca del antiguo estándar. Una vez que la cuestión ha sido planteada, ¿cuál de los métodos de vida de la gente, el simple o el refinado, resulta más ventajoso para el Estado o el público? Sin demasiado escrúpulo debo preferir el último, al menos en vista a la política, y esto debería proporcionar una razón adicional para el estímulo del comercio y las manufacturas. Mientras los hombres mantienen los viejas y simples costumbres y satisfacen todas sus necesidades con el tra—103—
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bajo doméstico o el de la vecindad, el soberano no puede imponer tasas en dinero a una parte considerable de sus súbditos y, si les impone alguna carga, debe solicitar los pagos en mercancías, de las que tienen en abundancia; es un método que va acompañado de tan grandes y obvios inconvenientes que no es preciso insistir en él. Todo el dinero que pueda recaudar debe proceder de sus principales ciudades, únicos lugares donde circula. Es evidente que esta suma no puede permitirle pagar tanto como podría hacerlo el Estado entero, si el oro y la plata circularan por todas partes. Pero, además de esta obvia disminución de los ingresos, existe otra causa para la pobreza del público en semejante situación. No sólo el soberano recibe menos dinero, sino que el numerario no llega tan lejos como en los tiempos de industria y comercio general. Todo es más caro donde el oro y la plata se suponen iguales porque menos mercancías van al mercado y el dinero carece de proporción con lo que se puede comprar. Sólo la proporción fija y determina los precios de cada cosa. Por eso, aquí debemos enterarnos de la falacia del comentario, que se encuentra a menudo entre los historiadores, e incluso en la conversación común, de que un determinado Estado es débil, aunque fértil, populoso y bien cultivado, sólo porque carece de dinero. Parece que la falta de metales preciosos nunca puede herir a un Estado dentro de sus fronteras porque los hombres y las mercancías son la fuerza real de cualquier comunidad. Es la manera simple de vivir lo que lastima al público, confinando el oro y la plata en pocas manos y dificultando su universal difusión y circulación. Por el contrario, el trabajo y los refinamientos de todas clases lo incorporan en el conjunto del Estado, por más pequeña que pueda ser su cantidad: ellos lo asimilan en cada vena —por así decir— y lo incorporan a cada transacción y contrato. Ninguna mano carece completamente de él y así como los precios de cada cosa descienden por estos medios, el soberano se encuentra con una ventaja doble, la de poder sacar dinero de los impuestos de cada parte del Estado y el hecho de que lo recaudado llega más lejos en cada compra y pago. Podemos inferir, de una comparación en precios, que el dinero no es tan abundante en China como en Europa hace tres siglos. ¡Pero qué inmenso poder posee ese im—104—
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perio si lo juzgamos por la organización civil y militar que mantiene! Por otro lado, Polibio17 nos cuenta que las provisiones en su tiempo eran tan baratas en Italia que en algunos lugares el precio establecido por una comida en las tabernas era un semis por cabeza, ¡poco más que un cuarto de penique! Ya en esa época el poder romano había sometido a todo el mundo conocido. Aproximadamente un siglo antes de ese periodo, el embajador cartaginés afirmó, a modo de chanza, que ninguna nación vivía más a su aire en sus relaciones como los romanos, porque en cada festín que se les daba, como ministros extranjeros, se les servía, como podían observar, con la misma vajilla en cada mesa18. La cantidad absoluta de metales preciosos es un asunto de gran indiferencia. Sólo existen dos circunstancias de alguna importancia, nominalmente, para su incremento gradual y su completa conexión y circulación a través del Estado, y la influencia de ambas circunstancias ha sido aquí explicado. En el siguiente ensayo veremos un ejemplo de algo parecido a la falacia que se mencionó anteriormente, cuando un efecto colateral es tomado por una causa y donde una consecuencia es atribuida a la plenitud de dinero, aunque realmente se debe a un cambio en las maneras y costumbres de las personas.
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Libro ii, cap. 15. Plinio, libro xxxiii, cap. 11. —105—
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Ensayo IV Sobre el interés
Nada es más estimado como signo certero de la floreciente condición de una nación que el abaratamiento del interés. Y esto con razón, aunque creo que la causa es un poco diferente de lo que comúnmente se aprende. El interés bajo se atribuye generalmente a la abundancia de dinero, pero éste, aunque abundante, una vez fijado no produce otro efecto que el de incrementar el precio del trabajo. La plata es más común que el oro y por eso se recibe una mayor cantidad de ella por la misma mercancía. ¿Pero se paga un interés más bajo por eso? El interés en Batavia* y Jamaica está al 10 por ciento y en Portugal al 6, aunque estos lugares, como podemos deducir de los precios de cada artículo, abundan más en oro y plata que Londres o Ámsterdam. Si todo el oro de Inglaterra fuera destruido de una vez y veintiún chelines reemplazasen a cada guinea, ¿sería el dinero más abundante o el interés más bajo?** No, seguramente: deberíamos tan solo usar plata en lugar de oro. Si el oro se hciera tan común como
* Existen varios lugares que en el siglo XVIII llevaban el nombre de Batavia. Es probable que el autor se refiera a Yakarta (Java), que en la época era un importante enclave holandés [N. del T.]. ** Una guinea, antigua moneda inglesa de oro acuñada entre 1662 y 1816, equivalía a 21 chelines. La guinea era una moneda rara, que tuvo su origen en el tráfico negrero en el golfo que lleva ese nombre (Eric Williams, Capitalismo y esclavitud. Buenos Aires, Siglo Veinte, 1973, 59) [N. del T.]. —107—
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la plata y la plata tan corriente como el cobre, ¿se volvería el dinero más abundante o el interés inferior? Probablemente debamos dar la misma respuesta. Nuestros chelines serían entonces amarillos, nuestros medio peniques blancos y no tendríamos guineas. No se observaría otra diferencia ni se alterarían el comercio, las manufacturas, la navegación o el interés, a menos que imaginemos que el color del metal tenga alguna trascendencia. Lo que resulta tan visible en estas grandes variaciones de escasez o abundancia en los metales preciosos debe mantenerse en todos los cambios inferiores. Si multiplicar quince veces el oro y plata no ocasiona una gran diferencia, mucho menos puede hacerlo el doblarlas o triplicarlas. El aumento no produce otro efecto que el de elevar el precio del trabajo y las mercancías, e incluso esta variación es poco más que nominal. En el progreso hacia esos cambios el incremento puede tener alguna influencia al animar la laboriosidad, pero carecen de consecuencias una vez que los precios han sido fijados en proporción a la nueva abundancia de oro y plata. Un efecto siempre guarda relación con su causa. Los precios han aumentado cerca de cuatro veces desde el descubrimiento de América y es probable que el oro y la plata se hayan multiplicado por encima de ese número, pero el interés no ha caído mucho más de la mitad. Por eso, la tasa de interés no se deriva de la cantidad de metales preciosos. Como el dinero tiene, principalmente, un valor ficticio, su mayor o menor plenitud no conlleva consecuencias si consideramos a la nación en sí misma. La cantidad de numerario, una vez fijada, por más abundante que sea no produce otro efecto que el de obligar a cada uno a contar un mayor número de estos brillantes trozos de metal a cambio de ropa, enseres o equipaje, sin incrementar ninguna de las comodidades de la vida. Si un hombre toma prestado para construir una casa, lleva a su hogar una carga mayor porque la piedra, madera, plomo, vidrio, etc., junto al trabajo de los albañiles y carpinteros, son representados mediante una cifra superior de oro y plata. Pero como estos metales se estiman principalmente por su valor simbólico, ninguna alteración puede surgir de su masa o cantidad, peso o color, cualquiera que sea su valor real o interés. El mismo interés, en todos los casos, aporta —108—
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idéntica proporción a la cuenta. Y si me dejas tanto trabajo y tantas mercancías a cambio del cinco por ciento, siempre recibirás proporcionales trabajo y mercancías, aunque representadas por moneda amarilla o blanca, por una libra o una onza*. Resulta vano, por eso, buscar la causa de la caída o el incremento del interés en la mayor o menor cantidad de oro y plata que se encuentra en cada nación. El interés alto crece por tres circunstancias: una gran solicitud de préstamos, escasas riquezas que satisfagan la demanda y grandes beneficios procedentes del comercio. Estos hechos son una clara prueba del pequeño avance del intercambio de bienes y de la industria, no de la escasez de oro y plata. El bajo interés, por otro lado, procede de tres circunstancias opuestas: una escasa demanda de dinero en préstamo, grandes riquezas que satisfacen la demanda y pequeños beneficios proporcionados por el comercio. Estos sucesos se encuentran conectados entre sí y proceden del crecimiento de la industria y el comercio, no del oro y la plata. Tenemos que intentar probar estos puntos; para lograrlo debemos comenzar con las causas y los efectos de una demanda grande o pequeña para préstamos. Cuando un pueblo se ha alejado muy poco del estado salvaje y su número se ha incrementado más allá de la multitud original, inmediatamente surge la desigualdad de la propiedad; unos poseen grandes extensiones de terreno, otros permanecen confinados dentro de límites estrechos y algunos se encuentran enteramente desprovistos de propiedad. Quienes disfrutan de más tierra de la que pueden trabajar, emplean a los que carecen de ella y acuerdan recibir una determinada parte del producto. Así, el interés terrateniente es inmediatamente establecido y no existe ningún gobierno asentado, por rudo que sea, en el cual los asuntos no tomen esta dirección. De estos propietarios de terreno, algunos deben descubrirse en el momento con diferente temperamento que otros; mientras * En este caso, la libra no es la moneda sino la medida de peso, equivalente a 16 onzas o, lo que es lo mismo, 453,5 gramos; por lo tanto, la onza pesa 28,34 gramos. Para diferenciarlas, se emplea «Libra» al referirse a la moneda y «libra» cuando se trata de la medida de peso [N. del T.]. —109—
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uno almacenaría voluntariamente el producto de sus tierras para el futuro, otro desea consumir en el presente lo que debería bastar para varios años. Pero como el gasto de una renta constante es un tipo de vida sin ocupación, y los hombres tienen tanta necesidad de algo que los sujete y comprometa, entonces los placeres, tal como son, serán el objetivo de gran parte de los terratenientes y los pródigos siempre abundarán más entre ellos que los avaros. Sin embargo, en un Estado donde no existe otro interés que el de la tierra, así como la frugalidad es pequeña los prestatarios deben ser numerosos y la tasa de interés encontrarse en proporción a ello. La diferencia no depende de la cantidad de moneda, sino de los hábitos y maneras que prevalecen. Por esto solo, la demanda de préstamo se incrementa o disminuye. Si el dinero fuera tan abundante como para hacer que un huevo fuera vendido por seis peniques, en la medida en que el Estado se encuentre formado sólo por una pequeña nobleza propietaria y campesinos, los prestatarios deben ser numerosos y el interés alto. La renta por la misma granja sería más alta y voluminosa, pero la misma holgazanería del propietario, con el alto precio de las mercancías, la disiparía en breve tiempo y produciría idéntica necesidad y demanda de préstamos19. Tampoco es diferente el caso en relación con la segunda circunstancia que propusimos considerar; a saber, las muchas o pocas riquezas que satisfacen la demanda. Este efecto también depende de los hábitos y forma de vivir de la población, no de la cantidad de oro y plata. Para 19
Las ediciones F, G, H, incluyen la siguiente aclaración: «He sido informado por un abogado muy eminente, hombre de gran conocimiento y observación, que, de antiguos documentos y registros, se concluye que hace aproximadamente cuatro siglos el dinero en Escocia, y probablemente en otras partes de Europa, estaba sólo al cinco por ciento y luego subió al diez, antes del descubrimiento de América. El hecho es curioso, pero puede relacionarse fácilmente con el razonamiento precedente. La mayoría de los hombres en esa época vivían en su hogar, de forma tan simple y frugal, que no tenían oportunidades de hacer uso del dinero. Por eso, si los prestamistas eran entonces pocos, los prestatarios eran aún menos. La alta tasa de interés entre los primeros romanos es narrada por los historiadores como producto de las frecuentes pérdidas ocasionadas por las incursiones del enemigo».
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que los prestamistas abunden en cada Estado no es suficiente requisito que haya una gran abundancia de metales preciosos. La única condición es que la propiedad o dirección de la cantidad que se encuentra en el Estado, sea grande o pequeña, debe concentrarse en manos particulares para formar montos importantes o reunir un gran interés amonedado. Esto engendra un gran número de prestamistas y hunde el interés de la usura lo que —me aventuro a afirmar— no depende de la cantidad de moneda sino de los particulares hábitos y costumbres, que reúne las monedas en sumas separadas o en masas de considerable valor. Porque supongamos que, por milagro, cada hombre en Gran Bretaña pudiera encontrar cinco Libras metidas en su bolsillo en una noche; esto sería mucho más que el doble del dinero total que se encuentran en el presente en el reino. Imaginemos que no hubiera al día siguiente, ni por algún tiempo, más prestamistas ni una variación en el interés. Si tampoco hubiese más que terratenientes y campesinos en el Estado, este dinero, aunque abundante, nunca se reuniría en grandes sumas y sólo serviría para incrementar los precios de cada artículo, sin mayores consecuencias. El propietario pródigo lo disiparía tan rápido como lo recibiera y el campesino arruinado no tiene medios, visión ni ambición, de obtener otra cosa que un escueto sustento. El exceso de prestatarios sobre los prestamistas continuaría siendo el mismo, así que no se seguiría una reducción del interés. Eso depende de otro principio: debe proceder de un incremento en el trabajo y la frugalidad de las técnicas y el comercio. Cada cosa útil en la vida del hombre procede del suelo, pero pocas se consiguen en la condición que se requiere para hacer uso de ellas. Por eso, además de los campesinos y propietarios de la tierra debe haber otro tipo de hombres que, recibiendo de los primeros los materiales toscos, los trabajen de la manera adecuada y se queden una parte para su propio uso y subsistencia. En la infancia de la sociedad, estos contratos entre artesanos y campesinos, así como entre unas especies de artesanos y otras, son inmediatamente realizados por las personas mismas que, siendo vecinos, se encuentran familiarizados con las necesidades de los demás y se prestan asistencia mutua —111—
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para satisfacerlas. Pero cuando la industria de los hombres crece y su perspectiva se amplía, se encuentra que las más remotas partes del Estado pueden asistirse mutuamente, así como a las contiguas, y esta relación de buenos oficios es llevada a una gran extensión y complejidad. Aquí se encuentra el origen de los mercaderes, una de las más útiles razas de hombres que sirven de agentes entre aquellas regiones del Estado que desconocen e ignoran completamente las necesidades de las demás. Existen en una ciudad cincuenta trabajadores de la seda y el lino, junto a mil clientes, y estas dos categorías de hombres, tan necesarias la una para la otra, nunca se encuentran de la manera adecuada hasta que alguien abre una tienda en la que todos los trabajadores y los clientes se juntan y llegan a acuerdos. En esta provincia la hierba crece en abundancia y sus habitantes poseen mucho queso, mantequilla y ganado; sin embargo, les falta pan y grano, que abundan mucho, para uso de sus habitantes, en una provincia vecina. Un hombre descubre esto, lleva grano de una provincia y regresa con ganado; supliendo las carencias de ambas se convierte, en ese momento, en un benefactor común. Cuando la población aumenta en número y laboriosidad, la dificultad de sus encuentros se incrementa, el negocio de la agencia de mercancías se convierte en más intrincado y se divide, subdivide, complejiza y mezcla hasta la mayor variedad. En todas estas transacciones es necesario y razonable que una considerable parte de las mercancías y trabajo pasen a pertenecer al comerciante a quien, en gran medida, se deben. Preservará estos bienes tal cuales son en algunos casos, pero por lo general los convertirá en dinero, que es su común representación. Si el oro y la plata se incrementan en el Estado, junto con la laboriosidad, esto requerirá una gran cantidad de estos metales para simbolizar la proliferación de mercancías y trabajo. Si sólo el trabajo ha aumentado, los precios de cada cosa deben descender y una pequeña cantidad de monedas servirles como representación. No existe ansia o demanda para la mente humana más constante e insaciable que la de su ejercicio y empleo, deseo que parecer ser el fundamento de la mayor parte de nuestras pasiones y búsquedas. Si se priva a un hombre de todos los negocios y ocupaciones serias, corre sin des—112—
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canso de una diversión a otra, y el peso y la opresión que siente por la inactividad es tan grande que olvida la ruina que ha de seguir a sus gastos inmoderados. De proporcionarle una forma menos dañina de emplear su mente o su cuerpo, se encontrará satisfecho y dejará de sentir esa insaciable sed después del placer. Pero si la ocupación que se le da es lucrativa, especialmente si el beneficio está asociado a algún particular esfuerzo de aplicación y obtiene beneficios frecuentes a la vista, entonces adquiere, por grados, una pasión por ella y no conoce otro placer que el de continuar el incremento diario de su fortuna. Y esta es la razón por la cual el comercio incrementa la frugalidad y por la que, entre mercaderes, se encuentra el mismo exceso de avaros sobre pródigos como entre propietarios del suelo sucede al revés. El comercio incrementa la laboriosidad, transmitiéndola rápidamente de un miembro del Estado al otro y no dejando que ninguno perezca o llegue a ser inútil. Incrementa la frugalidad, dando ocupación a los hombres y empleándolos en las artes de la ganancia, que pronto comprometen sus afectos y eliminan los deleites del placer y el gasto. Una consecuencia infalible de todas las profesiones laboriosas es engendrar moderación y hacer que el amor por la ganancia prevalezca sobre el gusto por el placer. Entre abogados y médicos que tienen alguna práctica, abundan más los que viven por debajo de sus ingresos que quienes los exceden o se encuentran en el límite. Pero abogados y médicos no realizan ninguna actividad productiva y es, incluso, a expensas de otros que adquieren sus riquezas, así que están seguros de disminuir las posesiones de algunos de sus conciudadanos tan rápido como incrementan las suyas. Los mercaderes, por el contrario, generan producción al servir de canales que la transportan a cada esquina del Estado; al mismo tiempo, por su templanza, adquieren gran poder sobre esa actividad y reúnen una abundante propiedad de trabajo y mercancías, de cuya producción constituyen el principal instrumento. Por eso, no existe otra profesión, excepto el comercio, que pueda hacer el interés monetario considerable o, en otras palabras, incremente la laboriosidad y, por ese camino, haga crecer también la frugalidad, al dar gran capacidad de dirección de esa industria a miembros particulares de —113—
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la sociedad. Sin comercio, el Estado debe estar constituido, principalmente, por la pequeña nobleza rural, cuya prodigalidad y gasto genera una continua demanda de préstamos, y por campesinos, que carecen de dinero para satisfacer esa demanda. El dinero nunca se reunirá en grandes cantidades o sumas que puedan ser prestadas a interés. Se encuentra disperso en innumerables manos que lo malgastan en una vana apariencia y magnificencia o lo emplean en la compra de las cosas necesarias para la vida. El comercio, por sí solo, reúne el dinero en sumas considerables y este efecto se produce tan solo de la actividad que promueve y de la moderación que inspira, independientemente de esa particular cantidad de metales preciosos que pueden circular por el Estado. Un incremento del comercio conlleva, como consecuencia necesaria, el crecimiento del número de prestamistas y, por ese camino, una bajada del interés. Ahora debemos considerar hasta qué punto esta expansión comercial disminuye los beneficios que genera esa profesión y da lugar a la tercera circunstancia que se requiere para hacer descender el interés. Sobre este asunto, debe ser correctamente observado que el bajo interés y los pequeños beneficios del comercio, que son dos circunstancias que se remiten la una a la otra, originalmente derivan ambas de ese comercio extenso que produce mercaderes opulentos y vuelve considerable el interés monetario. Donde los comerciantes poseen grandes reservas, tanto si se encuentran representadas por pocas o muchas piezas de metal, sucede con frecuencia que, cuando se cansan de los negocios o les suceden herederos poco dispuestos o incapaces para continuar en la profesión, una gran proporción de estas riquezas busca, de manera natural, una renta anual y segura. La abundancia disminuye el precio y hace que los prestamistas acepten un bajo interés. Esta consideración obliga a algunos a mantener sus reservas empleadas en el comercio y a contentarse con pequeños beneficios en lugar de colocar su dinero por debajo de su valor. Por otro lado, cuando el intercambio llega a ser extenso y emplea grandes reservas debe surgir la rivalidad entre los comerciantes, lo que disminuye sus beneficios al tiempo que se incrementan las transacciones. Las menores ganancias inducen a —114—
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los mercaderes a mostrarse más dispuestos a aceptar un reducido interés cuando abandonan los negocios y comienzan a permitirse a sí mismos una vida tranquila e indolente. Por eso, ¿no resulta innecesario investigar cual de estas circunstancias, a saber un bajo interés o escasos beneficios, es la causa y cuál el efecto? Ambos surgen de un extenso intercambio de mercancías y mutuamente se alimentan uno al otro. Ninguna persona aceptará pequeños beneficios donde puede conseguir un elevado interés y ninguno se conformará con un pequeño rendimiento si puede obtener altos beneficios. Un vasto comercio, al generar grandes reservas, disminuye ambos, interés y beneficios, así que el descenso de uno siempre va acompañado de la caída proporcional del otro. Debo añadir que, así como las escasas ganancias surgen del incremento del comercio y la industria, también sirven para su posterior crecimiento volviendo las mercancías más baratas, animando el consumo y estimulando la actividad. De esta forma, si consideramos la conexión completa de causas y efectos, el interés es el barómetro del Estado y su depreciación un signo, casi infalible, de la condición floreciente de la nación. Aunque sea una prueba inferior a una demostración, muestra el incremento de la actividad y su rápida circulación a través del conjunto de la nación. Quizás no sería imposible que un freno repentino y extenso sobre el comercio pueda tener el mismo efecto, al arrojar numerosas reservas fuera de la circulación, pero iría acompañado de tanta miseria y falta de empleo de los pobres que, además de su corta duración, sería imposible confundir un caso con el otro. Aquellos que afirmaban que la abundancia de dinero era la causa del bajo interés parecen haber tomado un efecto colateral por una causa, ya que la misma actividad que aminora el interés comúnmente compra una gran cantidad de metales preciosos. Una variedad de finas manufacturas, con avispados comerciantes emprendedores, pronto atraerá dinero al Estado si existe algún lugar en el mundo donde pueda encontrarse. El mismo factor, multiplicando las comodidades de la vida e incrementando la laboriosidad, reúne grandes riquezas en las manos de quienes no son terratenientes y ocasiona, por ese medio, un descenso del interés. Aunque ambos efectos, la —115—
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abundancia de dinero y un reducido interés, naturalmente proceden del comercio y la industria, son completamente independientes de ningún otro. Supongamos una nación colocada en el océano Pacífico, sin comercio exterior ni conocimiento de navegación; supongamos que esta nación posee siempre la misma cantidad de moneda, pero continuamente se incrementan sus habitantes y el trabajo que realizan: es evidente que el precio de cada artículo debe disminuir gradualmente en ese reino, ya que es la proporción entre el dinero y las varias clases de bienes lo que fija su valor mutuo y, según el supuesto, las comodidades de la vida se convierten día a día en más abundantes, sin ninguna alteración en las monedas actuales. Por eso, una cantidad menor de dinero entre esta gente hará a un hombre rico, en los tiempos de actividad, lo que bastará para satisfacer su objetivo en épocas ignorantes e indolentes. Con menos dinero se construirá una casa, dotará a una hija, comprará una finca, sostendrá una manufactura o mantendrá una familia con sus enseres. Estos son los objetivos por los cuales los hombres piden dinero y, por eso, su mayor o menor cantidad en un Estado no tiene influencia en el interés. Pero es evidente que la cantidad de trabajo y mercancías en reserva debe tener una gran influencia, ya que pedimos éstos en préstamo cuando tomamos dinero a interés. Es verdad que cuando el comercio se extiende por todo el globo, las naciones más industriosas siempre poseen más metales preciosos, así que el bajo interés y la abundancia de dinero son, de hecho, inseparables. Pero aún resulta de importancia conocer los principios de donde surge un fenómeno y distinguir entre una causa y su efecto concomitante. Además de que la elucubración es interesante, puede frecuentemente ser útil en la conducción de los asuntos públicos. Al menos debe ser reconocido que nada puede ser más beneficioso que mejorar, a través de la práctica, el método de razonamiento sobre unos temas que son los más importantes entre todos los demás, aunque sean tratados, por lo general, de la forma más descuidada y superficial. Otra razón para cometer este frecuente error respecto a la causa del bajo interés parece ser el ejemplo —116—
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de algunas naciones. Tras una repentina adquisición de dinero o metales preciosos a través de conquistas exteriores, cae el interés entre ellos, a la vez que lo hace también en los Estados vecinos tan pronto como el dinero es dispersado y se insinúa a sí mismo en cada esquina. Así, en España el interés cayó casi a la mitad justo después del descubrimiento de América, como nos cuenta Garcilaso de la Vega, y ha ido disminuyendo gradualmente en cada reino de Europa. El interés en Roma, tras la conquista de Egipto, cayó del 6 al 4 por ciento, como sabemos por Dión20. Las causas de su descenso, a partir de este acontecimiento, parecen diferentes en los Estados conquistadores y en los vecinos, pero en ninguno de ellos podemos atribuirlo justamente al simple efecto de un incremento en el oro y la plata. En el caso de los conquistadores, es natural imaginar que su reciente adquisición de moneda caerá en unas pocas manos y será reunido en grandes sumas que buscan una rentabilidad segura, bien por la compra de tierra o a través de intereses. En consecuencia, durante un tiempo se produce el mismo efecto que si hubiera habido un gran ascenso de la industria y el comercio. El crecimiento de los prestamistas sobre los prestatarios aminora el interés, tanto más rápidamente si quienes han reunido un gran numerario no encuentran industria o comercio en el Estado ni métodos de emplear su dinero, excepto el préstamo a interés. Pero una vez que esta nueva masa de oro y plata ha sido asimilada y circula a través de todo el Estado, los negocios retornan pronto a su antigua situación mientras los terratenientes y los nuevos poseedores de dinero, viviendo ociosamente, gastan por encima de sus ingresos; al día siguiente contraen deudas y después acuden a sus reservas, hasta su extinción final. El dinero total debe aún permanecer en el Estado y hacerse sentir en el incremento de los precios, pero no siendo ahora reunido en grandes masas de reservas la desproporción entre prestatarios y prestamistas es la misma que anteriormente y, consecuentemente, el interés vuelve a ser elevado. 20
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De acuerdo con esto, encontramos que en Roma, en un período tan temprano como el tiempo de Tiberio, el interés creció al 6 por ciento21, aunque no había sucedido ningún accidente que drenara el numerario del imperio. En los tiempos de Trajano, el dinero prestado en hipotecas en Italia devengaba al 6 por ciento22, mientras en Bitinia, con los requisitos comunes, lo hacía al 12; si el interés en España no ha crecido a su antiguo nivel esto sólo puede atribuirse a la continuación de la misma causa que lo aminora; a saber, las grandes fortunas que se hacen continuamente en América, que llegan a España de tiempo en tiempo y abastecen la demanda de los prestatarios. Debido a esta causa accidental y externa, más dinero es enviado a España, que se reúne en mayores sumas de las que en otro caso se encontrarían en un Estado donde existe tan poco comercio e industria. En relación con la reducción del interés que ha ocurrido en Inglaterra, Francia y otros reinos de Europa que carecen de minas, éste ha sido gradual y no se ha debido al incremento del numerario, considerado en sí mismo, sino al de la industria. Es el efecto natural del anterior aumento que se ha producido en ese intervalo, antes de que el dinero hiciera crecer los precios del trabajo y las provisiones; para volver a la suposición anterior, si la industria de Inglaterra ha crecido debido a otras causas (y ese crecimiento puede haber sucedido fácilmente, aunque las reservas de dinero hayan permanecido constantes), ¿no deben haberse seguido idénticas consecuencias, como observamos en el presente? La misma población podría encontrarse en el reino, iguales mercancías, industria, manufacturas y comercio y, consecuentemente, los mismos mercaderes, con idénticas reservas, es decir, con igual control sobre el trabajo y los bienes, sólo que representados por un número menor de monedas blancas o amarillas; esto, de ser una circunstancia duradera, sólo afectaría al carretero, portero y fabricante de baúles. Con el lujo y, por consiguiente, las manufacturas, artes, industria y frugalidad floreciendo como lo hacen en el 21 22
Columela, libro iii., cap. 3. Plinio, Cartas, libro vii, epístola 18.
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presente, es evidente que el interés debe haberse conservado bajo, ya que es el resultado necesario de todas estas circunstancias, en la medida en que ellas determinan los beneficios del comercio y la proporción entre los prestamistas y los prestatarios en cualquier Estado.
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Ensayo V Sobre la balanza comercial
Es muy frecuente, en naciones ignorantes de la naturaleza del comercio, prohibir la exportación de mercancías y conservar para sí mismas lo que creen valioso y útil. No consideran que con esa interdicción actúen de manera contraria a su intención y que, cuanto más se exporta de una mercancía, más se reúne en la nación de lo que ellos mismos quieren siempre tener la primera oferta. Es bien conocido, como para ser mencionado, que las antiguas leyes de Atenas hacían criminal la exportación de higos, ya que, habiendo supuesto que era una especie de fruto tan excelente en el Ática, los atenienses lo juzgaban demasiado delicioso para el paladar de los extranjeros; se tomaron tan en serio esta ridícula prohibición que los delatores fueron llamados sicofantes entre ellos, a partir de dos palabras griegas, que significan «higos» y «descubridor»23. Existen pruebas, en varias antiguas decisiones del Parlamento [inglés], de la misma ignorancia de la naturaleza del comercio, especialmente en el reinado de Eduardo III. En la actualidad, en Francia la exportación de grano está casi siempre prohibida, se dice que en orden a prevenir hambrunas, aunque es evidente que nada contribuye más que esa medida a las frecuentes penurias de comida que tanto atormentan a ese fértil país. El mismo celoso temor, en relación con el dinero, ha prevalecido también entre varias naciones, y eso requiere tanto razón como experiencia para convencer a algunas 23
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personas de que esas prohibiciones no sirven a otro propósito que el de volver el intercambio contra ellos y estimular una exportación aún mayor. Se puede decir que estos errores son burdos y palpables; sin embargo, incluso en naciones bien acostumbradas al comercio prevalece un fuerte celo en relación con la balanza comercial y el miedo a que todo su oro y plata pueda abandonarles. Esto me parece, en casi todos los casos, una aprensión sin base; debo temer que todos nuestros manantiales y ríos se sequen antes de que el dinero abandone un reino donde existe población y trabajo. Déjennos cuidadosamente preservar estas últimas ventajas y nunca tendremos que temer la pérdida de los primeros. Es fácil observar que todos los cálculos concernientes a la balanza comercial están fundados en hechos inciertos y suposiciones. Los registros de aduana son considerados como insuficiente base para el razonamiento; el tipo de cambio tampoco es mucho mejor, a menos que consideremos en relación con todas las naciones y conozcamos las proporciones de las diferentes cantidades remitidas, lo que uno debe reconocer como imposible de afirmar con certeza. Cada persona que alguna vez ha razonado sobre este tema ha probado siempre su teoría, cualquiera que fuese, a partir de hechos y cálculos, junto a una enumeración de todas las mercancías enviadas a los reinos extranjeros. Los escritos del señor Gee infundieron en la nación un pánico universal cuando vio en ellos una demostración palmaria, a partir de detalles concretos, de que la balanza se inclinaba contra ellos por una cantidad considerable, por lo que nos quedaríamos sin un simple chelín en cinco o seis años. Pero, afortunadamente, han transcurrido veinte años desde entonces, con una costosa guerra exterior, y es generalmente aceptado que el dinero es aún más abundante entre nosotros que en ningún periodo previo. Nadie puede ser más entretenido en este asunto que el Dr. Swift, un autor tan rápido en discernir los errores y absurdos de los demás. Afirmó, en su Short View of the State of Ireland [Breve visión del Estado de Irlanda] que todo el dinero en efectivo de ese reino no ascendía sino a 500.000 Libras, dado que los irlandeses remitían cada año a Inglaterra cerca de un millón y escasamente tenían ninguna otra fuente de la cual pudieran sacar compensa—122—
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ción ni otro comercio exterior que la importación de vinos franceses, por los que pagaban en dinero contante. La consecuencia de esa situación, que debe ser considerada como desventajosa, fue que, en el curso de tres años, la moneda corriente de Irlanda, de 500.000 Libras fue mermada a menos de 200.000. Y supongo que en la actualidad, en el curso de treinta años, ha quedado reducida a la nada. No entiendo cómo esta opinión sobre el avance de las riquezas en Irlanda, que tanta indignación causaba al Doctor, parece continuar todavía y gana terreno en cada individuo. En resumen, este temor sobre el equivocado balance del comercio es de tal naturaleza que sirve para descubrir a quien está de mal humor con el ministro o se encuentra con el ánimo bajo. Como este miedo nunca puede ser refutado por el particular detalle de que todas las exportaciones equilibran las importaciones, puede ser adecuado esbozar aquí un argumento general que pruebe la imposibilidad de este hecho, en la medida en que preservamos nuestra población y trabajo. Supóngase que cuatro quintos de todo el dinero en Gran Bretaña sean destruidos en una noche y la nación reducida a la misma condición, en relación con el numerario, que bajo el reinado de los Enriques y Eduardos, ¿cuál sería la consecuencia?* ¿No debería descender proporcionalmente el precio de todo el trabajo, y los artículos y cada cosa ser vendida tan barata como en aquellas épocas? ¿Qué nación podría entonces disputar con nosotros en algún mercado exterior, pretender navegar o vender manufacturas al precio que a nosotros nos proporciona suficiente beneficio? ¿En qué breve plazo de tiempo, por consiguiente, debería esto devolver el dinero que hemos perdido y llevarnos al nivel de todas las naciones vecinas? Una vez que hayamos llegado a esa situación, inmediatamente perderemos la ventaja de la baratura del trabajo y las mercan*Hume se refiere a los dos siglos y medio comprendidos entre el reinado de Enrique III Plantagenet (1216-1272) y el de Enrique VII Tudor (1485-1509). Tras el último monarca se produjo tanto la llegada de tesoros americanos como la desamortización de bienes (tierras y riqueza en forma de orfebrería) de la Iglesia Católica, lo que aumentó considerablemente el numerario de la nación [N. del T.]. —123—
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cías, y el posterior trasvase detenido por nuestra plenitud y saciedad. De nuevo, supóngase que todo el dinero de Gran Bretaña fuese multiplicado cinco veces en una noche, ¿no se seguiría el efecto contrario? ¿no debería todo el trabajo y las mercancías ascender a tan exorbitante altura que ninguna nación vecina podría comprarnos? Mientras, por otro lado, sus artículos se harían comparativamente tan baratos que, a pesar de todas las leyes que pudiéramos concebir, correrían hacia nosotros y el dinero sería trasvasado fuera, hasta que descendiésemos al nivel de los extranjeros y perdiéramos la gran superioridad de riquezas que nos había colocado bajo semejante desventaja. Es evidente que las mismas causas que han corregido estas exorbitantes desigualdades, aunque hubiesen sucedido milagrosamente, tienen que prevenir su acaecimiento en el curso corriente de la naturaleza y preservar siempre, en todas las naciones vecinas, el dinero en cantidades proporcionales a la técnica y la laboriosidad de cada nación. Toda agua, en cualquier parte donde circule, permanece siempre a un nivel. Al preguntar a los científicos la razón, ellos contestarán que si fuese a ser levantada en cualquier lugar, la superior gravedad de esa parte desequilibrada debe hacerla descender hasta que encuentre un contrapeso; la misma causa que corrige la desigualdad cuando se produce debe prevenirla siempre, sin ninguna operación violenta externa24. ¿Puede uno imaginar que hubiese sido posible, por una ley, o por alguna técnica o industria, conservar en España todo el dinero que los galeones trajeron de América? ¿O que todas las mercancías pudieran ser vendidas en Francia por una décima parte del precio que pueden dar al otro lado de los Pirineos, sin encontrar su camino hacia allí y drenar ese inmenso tesoro? ¿Qué otra razón se puede encontrar por la que todas las nacio24 Existe otra causa, aunque más limitada en su funcionamiento, que contiene el balance deficitario del comercio hacia cada nación particular con la que comerciamos. Cuando importamos más bienes de los que exportamos, el intercambio se vuelve contra nosotros y esto se convierte en un nuevo estímulo para la exportación, hasta igualar las cargas del transporte y del seguro que es necesario utilizar. Porque el intercambio nunca puede ascender sino a poco más que esta suma.
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nes en la actualidad ganan en su comercio con España y Portugal, sino el hecho de que resulta imposible acumular dinero, al igual que cualquier fluido, más allá de su propio nivel? Los soberanos de estos territorios han mostrado que, pese a no carecer de inclinación para mantener su oro y plata consigo, se trataba de un esfuerzo impracticable. Pero una cantidad de agua puede ser elevada sobre el nivel del elemento que la rodea si la anterior no tiene comunicación con la posterior. Lo mismo sucede con el dinero si la conexión ha sido cortada por alguna clase de impedimento material o físico (ya que las leyes solas son ineficaces); en ese caso debería haber una gran desigualdad monetaria. Así, la inmensa distancia a la que se encuentra China, junto con los monopolios de nuestras compañías de Indias, al obstruir la comunicación mantienen en Europa el oro y la plata —especialmente, la última— en mucha mayor plenitud de la que se encuentra en ese reino. Pero, a pesar del gran obstáculo, la fuerza de las causas anteriores es aún evidente. La habilidad y preparación de Europa, en general, quizás sobrepase a la de China en relación a la artesanía y las manufacturas, aunque nunca hemos sido capaces de comerciar allí sin gran desventaja. Y si no fuera por los continuos recursos que recibimos de América, el dinero pronto disminuiría en Europa y aumentaría en China, hasta que llegara al mismo nivel en ambos sitios. Tampoco puede ningún hombre dudar de que si esa trabajadora nación estuviera tan cerca de nosotros como Polonia o Berbería*, drenaría nuestro excedente de moneda y arrastraría hacia sí una mayor proporción de los tesoros americanos. No necesitamos recurrir a una atracción física en orden a explicar la necesidad de esta operación. Se trata de una fuerza moral crecida del interés y las pasiones de los hombres, tan completa como potente e infalible. ¿Cómo se mantiene el equilibrio entre las provincias de un reino sino por la fuerza de este principio, que hace im* Berbería fue un término utilizado en Europa, entre los siglos XVI y el XIX, para referirse a las regiones costeras de Marruecos, Túnez, Argelia y Libia. El nombre deriva de los bereberes, entonces llamados berberiscos [N. del T.]. —125—
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posible que el dinero pierda su nivel y crezca o disminuya más allá de la proporción del trabajo y las mercancías que existen en cada provincia? Si una larga experiencia no hubiera tranquilizado a la población sobre este asunto ¡qué caudal de sombrías reflexiones podría ofrecerse a un melancólico habitante del condado de York, cuando contabiliza y magnifica las cantidades remitidas a Londres por impuestos, absentistas y mercancías, mientras encuentra, en comparación, tan inferiores los artículos que reciben a cambio! Sin duda, si la Heptarquía* subsistiera en Inglaterra, la legislatura de cada Estado estaría continuamente alarmada por el miedo a un déficit comercial, y así como es probable que el odio mutuo de estos Estados se hubiera hecho extremadamente violento a causa de sus vecinos, se hubiera cargado y oprimido todo el comercio a causa de una prudencia envidiosa y fuera de lugar. Desde que la Unión** ha removido las barreras entre Escocia e Inglaterra, ¿cuál de estas naciones se beneficia de la otra del comercio libre? Si el primer reino ha recibido algún incremento de riquezas, ¿puede ser razonablemente atribuido a alguna otra cosa que al crecimiento de su técnica e industria? Era un temor corriente en Inglaterra antes de la Unión —como sabemos por el abad Du Bos25— que Escocia pronto les iba a drenar sus tesoros si permitiera un comercio libre; en el otro lado del Tweed*** prevalecía la aprensión contraria: el tiempo ha mostrado con qué justicia en ambos casos. Lo que sucede en las pequeñas porciones de la humanidad debe ocurrir en las grandes. Sin duda, las provin-
* La Heptarquía es el nombre dado a un periodo de la historia británica (475-827) caracterizado por la existencia de siete reinos establecidos por los pueblos anglos, sajones y jutos que, desde el siglo V, invadieron la parte meridional de Gran Bretaña. Al sufrir, a su vez, las invasiones de los vikingos, esos territorios, en el año 827, se integraron en el reino de Inglaterra a partir de las conquistas de Egberto de Wessex [N. del T.]. ** El Acta de Unión de los Parlamentos de Escocia e Inglaterra —a la que estaba unida Gales— se produjo en 1707 [N. del T.]. 25 Les Intérêts d´Anglaterre mal-entendus. *** El río Tweed es la frontera natural entre Inglaterra y Escocia en el este; en el oeste la forma el glaciar de Solway Firth [N. del T.].
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cias del imperio romano mantenían su equilibrio con las demás y con Italia, independientemente de la legislatura, al igual que sucede en los varios condados de Gran Bretaña y las diferentes parroquias de cada condado. Y cualquier hombre que viaje a través de Europa en este momento puede ver, por los precios de las mercancías, que el dinero, a pesar del absurdo celo de príncipes y Estados, se ha nivelado él mismo y que la diferencia entre un reino y otro no es mayor a este respecto de la que se encuentra a menudo entre dos provincias del mismo reino. Los seres humanos, de manera natural, acuden en gran número a las capitales, puertos y ríos navegables. En esos lugares encontramos mayor número de personas, ocupaciones y mercancías y, consecuentemente, más dinero, sin embargo, la última diferencia aún guarda proporción con la primera y el nivel se mantiene26. Nuestros celos y odio a Francia carecen de límites y el primer sentimiento, al menos, debe ser reconocido como razonable y bien fundado. Estas pasiones han ocasionado innumerables barreras y obstrucciones sobre el comercio, de las que nos hemos acusado mutuamente de haber sido los causantes. ¿Pero quién ha ganado con la operación? Perdimos el mercado francés para nuestras manufacturas de lana y transferido el comercio de vino a España y Portugal, donde compramos peores bebidas a más alto precio. Existen poco ingleses que no piensen que su país se vería completamente arruinado si los vinos franceses se vendieran en Inglaterra tan baratos y en semejante abundancia como para su-
26 Debo señalar con cuidado que, a lo largo de este discurso, dondequiera que hablo del nivel monetario, me refiero siempre a su nivel proporcional a las mercancías, el trabajo, la industria y la habilidad que se encuentran en diferentes Estados. Y sostengo que, allí donde estas ventajas son dobles, triples o cuádruples de lo que son en Estados vecinos, la moneda infaliblemente será también doble, triple y cuádruple. La única circunstancia que puede obstruir la exactitud de estas proporciones es el gasto de transportar estos bienes de un lugar a otro y este coste, algunas veces, es diferente. Así, el grano, ganado, queso y mantequilla del condado de Derby, no pueden drenar el dinero de Londres en la medida en que las manufacturas de Londres drenan el condado de Derby. Pero esta objeción es sólo aparente porque, en la medida en que el transporte de mercancías es caro, así de obstruida e imperfecta resulta la comunicación entre los territorios.
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plantar toda la cerveza ale y los licores de destilación casera: pero si dejáramos de lado el prejuicio, no sería difícil probar que nada puede ser tan inocente e, incluso, ventajoso. Cada nuevo acre de viñedo plantado en Francia, en orden a abastecer a Inglaterra de vino, conllevaría el requisito de que los franceses consumieran el producto de un acre inglés, sembrado de trigo o cebada, con el objetivo de subsistir ellos mismos; es evidente que ambos conseguiríamos de ese modo mejores mercancías. Existen muchos decretos del rey francés prohibiendo el cultivo de nuevos viñedos y ordenando que todos los que se plantaron últimamente sean desenterrados, lo que prueba lo sensibles que son, en ese país, al superior valor del grano sobre cualquier otro producto. El mariscal Vauban se queja a menudo —y con razón— de los absurdos impuestos que gravan la entrada de los vinos del Languedoc, Aquitania y otras provincias sureñas, importados en Bretaña y Normandía. No albergaba dudas de que las últimas podrían preservar su equilibrio, a pesar del comercio libre que recomendaba. Y es evidente que, con unas pocas leguas más de navegación a Inglaterra, no habría diferencia o, si la hubiera, que ésta operaría de forma parecida en las mercancías de ambos reinos. Existe, de hecho, un recurso por el que es posible disminuir el dinero en ambos reinos, más allá de su nivel natural, y otro por el que se puede aumentar; pero estos casos, cuando se examinen, se verá que se mueven dentro de nuestra teoría general y le brindan un apoyo adicional. Apenas conozco otro método de disminuir el dinero por debajo de su nivel que esas instituciones de bancos, fondos públicos y crédito, que tanto se practican en este reino. Éstas hacen que el papel sea equivalente al dinero, circule a través del conjunto del Estado, suplante el lugar del oro y la plata, crezca proporcionalmente al precio del trabajo y las mercancías y, por ese camino, tanto destierra gran parte de los metales preciosos como previene su posterior incremento. ¿Qué puede ser más corto de vista que nuestro razonamiento en este asunto? Imaginamos que, puesto que un individuo puede ser más rico si las reservas de dinero se doblan, el mismo efecto se seguirá si el dinero de cada uno se multiplicara por dos, no considerando que esto solo haría crecer el precio de los artícu—128—
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los y reduce a la persona, con el tiempo, a la misma condición que antes. Sólo en nuestras negociaciones públicas y transacciones con extranjeros es ventajosa una gran cantidad de dinero y, como nuestro papel ahí es absolutamente insignificante, sentimos, por ese camino, todos los efectos negativos de esa gran abundancia de numerario, sin reparar en ninguna de las ventajas27. Supóngase que circulan como dinero por el reino doce millones en papel (porque no vamos a imaginar que todos nuestros enormes fondos son empleados en esa forma), y supóngase que el dinero en efectivo real del reino sean dieciocho millones: aquí tenemos un Estado que se encuentra por experiencia manteniendo unas reservas de 30 millones. Sostengo que, si es capaz de mantenerlas, necesariamente debe de haberlas adquirido en oro y plata, de no haber obstruido esta nueva invención del papel la entrada de esos metales. ¿De dónde podría haber llegado esta suma? De todos los reinos del mundo. ¿Pero, por qué? Porque si se retiran estos doce millones el dinero en este Estado se encuentra por debajo de su nivel, comparado con sus vecinos, así que debemos inmediatamente atraerlo de todos ellos hasta que nos encontremos rebosantes y saturados y, por así decir, no podamos abrazar más. Gracias a nuestros actuales políticos, tenemos tanto cuidado en atiborrar la nación con estos finos artículos de letras bancarias y cheques como si tuviéramos miedo de sobrecargarnos con metales preciosos. No puede dudarse de que la gran cantidad de lingotes en Francia es debido, en gran medida, a la falta de billetes. Los franceses no tienen bancos y las facturas mercantiles no circulan como entre nosotros; la usura, o el préstamo con intereses, no está directamente permitido, así que muchos guardan importantes sumas en sus cofres. Grandes cantidades de plata son utilizadas en casas pri27 Observamos en el Ensayo III que el dinero, cuando se incrementa, anima la actividad durante el intervalo entre el crecimiento de la moneda y la elevación de los precios. Un buen efecto de esta naturaleza puede seguirse también del papel moneda, pero es peligroso precipitar las cosas por el riesgo de perderlo todo a causa de la caída de ese crédito, como debe de suceder en cada conmoción de los asuntos públicos.
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vadas y las iglesias están llenas de ella. Por estos medios, los víveres y el trabajo permanecen más baratos que en naciones que no son ni la mitad de ricas en oro y plata. Las ventajas de esta situación, en relación con el comercio, a la vez que en el caso de grandes emergencias públicas, son demasiado evidentes para ser discutidas. La misma costumbre prevaleció hace algunos años en Génova, que aún se conserva en Inglaterra y Holanda, de usar vajillas de cerámica china en lugar de plata. El Senado, previendo la consecuencia, prohibió el uso de esa quebradiza mercancía más allá de un cierto límite, mientras se dejó el libre uso de la vajilla de plata. Y supongo que, en su posterior angustia, sintieron el buen efecto de esta ordenanza. Nuestro impuesto sobre la plata es, quizás, desde este punto de vista, algo inadecuado. Antes de la introducción del papel moneda, en nuestras colonias había oro y plata suficiente para su circulación. Desde la aparición de ese artículo, la inconveniencia menos grave que ha ocasionado es la total desaparición de los metales preciosos. ¿Y tras la abolición del papel puede alguien dudar de que el dinero retornará mientras las colonias posean manufacturas y mercancías, lo único valioso en el comercio y por cuyo disfrute todas las personas desean el dinero? ¡Que compasión no sentiría Licurgo del papel moneda cuando él buscaba desterrar el oro y la plata de Esparta! Eso serviría a su propósito mejor que los trozos de hierro que creó como moneda y habría evitado con mayor eficacia todo comercio con extranjeros, al poseer un valor tan auténtico e intrínseco. Sin embargo, debe confesarse que así como todas estas cuestiones del comercio y el dinero son extremadamente complicadas, existen ciertas luces bajo las que se debe considerar el tema con el objetivo de representar la superioridad de las ventajas del crédito y los bancos sobre sus inconvenientes. Que destierran las monedas y los lingotes de un Estado es indudablemente cierto; si sólo se los contemplara bajo esta circunstancia se haría bien en condenarlos. Pero esa influencia sobre la circulación de monedas y los lingotes no causa tantos perjuicios como para no admitir una compensación e, incluso, hacer perder el equilibrio a partir del incremento de la actividad y el crédito, que pueden ser promovidos por el correcto uso del papel. —130—
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Es bien sabido de qué ventaja disfruta un comerciante que es capaz de rebajar sus facturas en el momento apropiado; cada cosa que facilita estos tipos de tráfico es favorable a la actividad general del Estado. Pero los banqueros privados son capaces de proporcionar ese crédito a través del que reciben de los depósitos de dinero en sus establecimientos y el Banco de Inglaterra, de la misma forma, de la libertad que tiene de expedir sus billetes en todos los pagos. Fue una invención de este tipo la que hace algunos años pusieron en práctica los bancos de Edimburgo y que, como es una de las más ingeniosas ideas puesta en práctica en el comercio, ha sido también considerada ventajosa para Escocia. Ahí se denomina crédito bancario y ésa es su naturaleza. Una persona va al banco y encuentra garantía para una cantidad, supongamos, de mil Libras. Tiene la libertad de retirar este dinero, o una parte de él, siempre que lo desee y sólo debe pagar el interés ordinario mientras lo tiene en sus manos. Puede, cuando quiera, devolver una suma tan pequeña como veinte Libras y el interés es descontado desde el mismo día de la devolución. Las ventajas que resultan de su invención son múltiples. Como un hombre puede encontrar fianza por casi la cantidad de su caudal, y su crédito bancario es equivalente a dinero rápido, un comerciante puede, de esa forma, convertir en dinero contante sus casas, enseres, artículos en el almacén, las deudas que otros han contraído con él y su barco. De necesitarlo, tiene la posibilidad de emplearlos en todos los pagos como si fuesen la moneda vigente en el país. Si un particular toma prestadas mil Libras de manos privadas, además de que no siempre encontrará quien se las confíe cuando lo necesita, ha de pagar intereses por el dinero tanto si lo usa como si no. En cambio, su crédito bancario no le cuesta nada, excepto durante el tiempo en que le presta servicio; esta circunstancia supone la misma ventaja que si hubiera tomado dinero a un interés mucho menor. Asimismo, los comerciantes, desde esta invención, adquieren una gran facilidad en apoyar el crédito de los demás, lo que constituye una considerable seguridad contra bancarrotas. Una persona, cuando ha agotado su crédito bancario, se dirige a cualquiera de sus vecinos que no se encuentra en la misma condición y toma su dinero, que repone a su conveniencia. —131—
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Después de que esta práctica se hubiera sentado hace unos años en Edimburgo, algunas compañías de comerciantes de Glasgow llevaron el asunto más lejos. Se asociaron a sí mismos en diferentes bancos y emitieron billetes tan pequeños como de diez chelines, que usaban en los pagos de bienes, manufacturas y actividad mercantil de todos los tipos. Estos billetes, gracias al crédito establecido de las compañías, pasaban por dinero en todos los pagos que se realizaban en el país. Por este medio, unas reservas de cinco mil Libras eran capaces de realizar las mismas operaciones que si fueran seis o siete mil y los comerciantes, de ese modo, se encontraron en situación de intercambiar sus productos a mayor extensión y a conformarse con un beneficio menor en todas sus transacciones. Pero, cualesquiera otras ventajas que resulten de estas invenciones, debe ser admitido que, además de conceder demasiadas facilidades al crédito, lo que es peligroso, destierran los metales preciosos. Nada puede ser una prueba más evidente de ello que la comparación del pasado con la presente condición de Escocia en ese particular. Se descubrió que, en la reacuñación hecha tras la Unión, había casi un millón en monedas en ese país; pero, a pesar del gran incremento de las riquezas, comercio y manufacturas de todos los tipos, se cree que, aunque Inglaterra no haya realizado un drenaje extraordinario, los metales actuales no llegan al montante de un tercio de esa suma. Del mismo modo que nuestros proyectos de papel moneda son casi el único expediente por el que disminuir el dinero por debajo de su nivel, de igual modo —en mi opinión— el exclusivo camino por el que podemos hacer crecer el dinero es una práctica que deberíamos considerar como destructiva, a pesar de que la concentración de grandes sumas en tesoros públicos los encierra en lugar seguro e impide por completo su circulación. El fluido, no comunicándose con el elemento vecino, debe, por semejante artificio, crecer tanto como queramos. Para probarlo, sólo tenemos que retornar a nuestra primera suposición de destruir la mitad o alguna parte de nuestro numerario; encontraremos que la inmediata consecuencia de ese suceso sería la atracción de una suma igual desde todos los reinos vecinos. Tampoco parece necesario poner límites, por la naturaleza de las cosas, a esta práctica de —132—
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acumulación. Una pequeña ciudad como Ginebra, continuando esta política por mucho tiempo, podría absorber nueve décimas partes del dinero de Europa. Pero existe en la naturaleza del ser humano un invencible obstáculo para tan inmenso crecimiento de las riquezas. Un Estado débil, con un enorme tesoro, pronto llegaría a ser una presa para sus empobrecidos —pero más poderosos— vecinos. Un Estado grande podría disipar su riqueza en peligrosos y mal concebidos proyectos y probablemente destruir, con eso, lo que es mucho más valioso, la laboriosidad y la moral, así como el número de sus miembros. El fluido, en este caso, alcanza una gran altura, estalla, destruye el vaso que lo contiene y, mezclándose con el elemento que le rodea, pronto cae a su propio nivel. Estamos tan poco habituados a este principio que, aunque todos los historiadores se muestran de acuerdo en relatar de manera semejante un acontecimiento tan reciente como el inmenso tesoro amasado por Enrique VII (que ellos hacen ascender a 1.700.000 Libras), rechazamos su coincidente testimonio antes que admitir un hecho que concuerda tan mal con nuestros inveterados prejuicios. Es, incluso, probable que esa suma pudiera ser tres cuartas partes del dinero que había en Inglaterra. Pero ¿dónde se encuentra la dificultad para concebir que semejante cantidad pudiera ser amasada en veinte años por un astuto, rapaz, frugal y casi absoluto monarca? Tampoco es probable que la disminución de la moneda circulante fuera sensiblemente sentida por la nación o les ocasionara algún perjuicio. El descenso en los preciso de todas las mercancías inmediatamente lo reemplazaría, dando a Inglaterra la ventaja en el comercio con todos los reinos vecinos. ¿No tenemos un ejemplo en la pequeña república de Atenas junto con sus aliados, que, en aproximadamente los quince años que separan la guerras médicas de las del Peloponeso, amasó una suma no inferior a la de Enrique VII?28 Todos los historiadores92 y oradores30
28 Había sobre ocho onzas de plata en una libra esterlina en tiempos de Enrique VII. 29 Tucídides, libro ii y Diodoro Sículo, libro xii. 30 Esquines y Demóstenes, Epístolas.
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griegos concuerdan que los atenienses reunieron en la ciudadela más de 10.000 talentos que después disiparon, para su propia ruina, en iniciativas precipitadas e imprudentes. Pero cuando este dinero fue puesto en movimiento y comenzó a comunicarse con el fluido que le rodeaba, ¿cuál fue la consecuencia? ¿permaneció en el Estado? No. Encontramos en el memorable censo mencionado por Demóstenes31 y Polibio32 que, aproximadamente quince años después, el completo valor de la república, comprendiendo tierras, casas, mercancías, esclavo y dinero, era inferior a 6000 talentos. ¡Qué pueblo tan ambicioso y de altas miras era éste como para reunir y guardar en su tesoro, con el objetivo de realizar conquistas, una suma que estaba cada día en el poder de sus ciudadanos distribuir entre ellos por un simple voto y que podría haber aumentado cerca del triple las riquezas de cada individuo! Porque debemos observar que la cantidad y riquezas privadas de los atenienses al comienzo de la guerra del Peloponeso no era mayor que al comienzo de la macedónica. El dinero era poco más abundante en Grecia durante la época de Filipo y Perseo* que en Inglaterra durante la de Enrique VII; incluso esos dos monarcas recaudaron en treinta años33, del pequeño reino de Macedonia, un tesoro superior al del monarca inglés. Lucio Emilio Paulo llevó a Roma sobre 1.700.000 Libras esterlinas 34; Plinio dice que fueron 2.400.00035. Y esto no era sino una parte del tesoro macedónico. El resto se disipó por la resistencia y fuga de Perseo36. Podemos saber por Stanyan que el cantón de Berna tiene 300.000 Libras prestadas a interés y sobre seis veces esa cantidad en su tesoro**. Aquí, de nuevo, nos en31
Sobre las sinmorias. Libro ii, cap. 62. * Filipo II reinó entre el año 356 y el año 336 a.C. y Perseo, que fue el último rey de Macedonia, de 179 a 168 a.C. [N. del T.]. 33 Tito Livio, libro xlv. Cap. 40. 34 Vel. Paterc. Libro i, cap. 9. 35 Libro xxxiii. Cap. 3. 36 Tito Livio, ibíd. ** Temple Stanyan fue el autor de An account of Switzerland, descripción histórica y política de Suiza, publicada en Londres, en 1714 [N. del T.]. 32
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contramos con una suma acumulada de 1.800.000 Libras esterlinas, que es al menos el cuádruple de lo que debería circular en un Estado tan pequeño; sin embargo, nadie que viaje por el cantón de Vaux, o por alguna parte de él, observa una falta de dinero superior a la que puede esperarse de un país de esa extensión, suelo y situación. Por el contrario, había pocas provincias interiores de Francia o Alemania cuyos habitantes fueran en ese tiempo tan ricos, a pesar de que ese cantón había incrementado ampliamente su tesoro desde 1714, la época en que Stanyan escribió su juiciosa descripción de Suiza37. La narración proporcionada por Apiano38 del tesoro de los Ptolomeos es tan prodigiosa que uno no puede admitirla; aún menos cuando el historiador sostiene que los otros sucesores de Alejandro fueron tan comedidos en sus gastos que muchos de ellos tenían tesoros no muy inferiores. El talante ahorrador de los príncipes vecinos necesariamente debe haber asegurado la frugalidad de los monarcas egipcios, de acuerdo con la teoría anterior. La suma que menciona es de 740.000 talentos o, lo que es lo mismo, 191.166.666 Libras, 13 chelines y 4 peniques, de acuerdo con el cálculo del Dr. Arbuthonot. Apiano sostiene que extrae sus datos de archivos públicos y que él mismo era un nativo de Alejandría. De estos principios podemos aprender qué juicio debemos formar sobre estas innumerables barreras, obstrucciones e impuestos, que todas las naciones de Europa, y ninguna más que Inglaterra, han puesto sobre el comercio a causa de un exorbitante deseo de amasar un dinero que nunca se amontonará más allá de su nivel mientras circula, o por una aprensión mal fundada de perder sus monedas, que nunca descenderán por debajo de él. Si una cosa pudiera dispersar nuestras riquezas serían las artimañas impopulares, pero la mala consecuencia que resulta de ellas es que privan a las naciones vecinas de ese intercambio y comunicación libre en las que el Autor del mundo había pen37 La pobreza de la que Stanyan habla sólo se puede encontrar en los cantones más montañosos, donde no existen mercancías que aporten dinero. E incluso allí las personas no son tan pobres como en la diócesis de Salzburgo, en un lado, o Saboya, en el otro. 38 Proemio a la Historia romana.
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sado al dar a unas suelos, climas y genios, tan diferentes de las demás. Nuestros políticos adoptan el único método de desterrar el dinero, que es usar el papel moneda, y rechazan el camino que conduce a amasarlo, la práctica del atesoramiento. Adoptan cien estratagemas que no sirven a otro propósito que al de frenar la actividad y privarnos a nosotros y a nuestros vecinos de los beneficios comunes del arte y la naturaleza. Sin embargo, no todos los impuestos sobre mercancías extranjeras deben ser considerados como perjudiciales o inútiles, sino sólo aquellos que se basan en la envidia mencionada anteriormente. Un impuesto sobre el lino alemán anima las manufacturas nacionales y multiplica nuestra población e industria. Una tasa sobre el aguardiente incrementa las ventas de ron y sostiene nuestras colonias del sur. Y así como es necesario que los impuestos deban ser aprobados para el sostén del gobierno, podría pensarse que resulta más conveniente hacerlos recaer sobre mercancías extranjeras, que pueden ser fácilmente localizadas en el puerto y sometidas al impuesto. Sin embargo, debemos recordar siempre la máxima del Dr. Swift de que, en la aritmética de las costumbres, dos y dos no siempre hacen cuatro sino que, a veces, suman uno. Apenas puede dudarse de que, si los aranceles sobre el vino fueran rebajados en un tercio, darían al gobierno mucho más dinero que en el presente: así nuestra gente podría consumir de manera habitual una bebida más sana y mejor, y ningún perjuicio se derivaría para la balanza comercial, de la que estamos tan celosos. La elaboración de cerveza ale, si se deja de lado la agricultura, es insignificante y proporciona empleo a pocas manos. El transporte de vino y grano no ocuparía a menos. ¿Pero no existen abundantes ejemplos, se dirá, de Estados y reinos que en el pasado fueron ricos y opulentos y ahora son pobres y se encuentran arruinados? ¿No les ha abandonado un dinero del que anteriormente disponían en abundancia? Respondo que si perdieron su comercio, industria y población, no pueden esperar conservar su oro y plata, ya que estos metales preciosos se mantienen en proporción a las ventajas anteriores. Cuando Lisboa y Ámsterdam arrebataron a Venecia y Génova el comercio del este de Asia, también se quedaron —136—
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con los beneficios y dinero que proporcionaba. Allí donde es transferida la sede del gobierno, a la vez que se mantienen costosos ejércitos en la distancia y los extranjeros poseen grandes fondos, se deriva naturalmente una disminución del dinero en efectivo. Pero estos, podemos observar, resultan métodos violentos y forzados de dejarse llevar el dinero y son, a su tiempo, generalmente acompañados del desplazamiento de la población y la actividad. Pero donde estas permanecen y el drenaje no continúa, el dinero siempre encuentra su camino de vuelta a través de cientos de canales, de los que no tenemos nociones ni sospechas. ¿Qué inmensos tesoros han sido gastados en Flandes por tantas naciones, desde la revolución, en el curso de tres largas guerras? Quizás más de la mitad del dinero que existe en la actualidad en Europa. ¿Pero qué ha sucedido con él? ¿Se encuentra dentro de los estrechos límites de las provincias austriacas? Seguramente que no: en su mayor parte ha vuelto a las diferentes naciones de dónde vino y ha seguido ese arte e industria por los cuales al principio fue adquirido. Durante un periodo de mil años, el oro y la plata de Europa han ido fluyendo a Roma, a través de una corriente abierta y perceptible, pero ha sido vaciado por varios canales secretos e imperceptibles. Y la falta de industria y comercio hace que, en el presente, los dominios papales sean los más pobres de toda Italia. En resumen, un gobierno tiene grandes motivos para preservar con cuidado su población y manufacturas. Su dinero puede ser confiado con seguridad al curso de los asuntos humanos sin miedo ni envidia. O, si se presta alguna vez atención a esta última circunstancia, debe hacerse sólo en la medida en que afecta a la primera.
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Ensayo VI Sobre la envidia en el comercio
Tras realizar el esfuerzo de eliminar un tipo de mal fundada envidia, que es preponderante entre naciones comerciales, no debe faltar la mención de otra, que parece carecer igualmente de base. Nada es más usual, entre Estados que han realizado algunos avances en comercio, que contemplar el progreso de sus vecinos con mirada de sospecha y considerar que es imposible que ninguno de ellos florezca sino a su costa. En oposición a esta estrecha y maligna opinión, me aventuro a afirmar que el incremento de riquezas y comercio en una nación, en lugar de dañar, por lo general promueve las riquezas y actividad mercantil de todos sus vecinos. Un Estado difícilmente puede llevar muy lejos su comercio e industria si todos los Estados que le rodean se encuentran sepultados en la ignorancia, la pereza y la barbarie. Es obvio que la industria doméstica de una población no puede ser dañada por la mayor prosperidad de sus vecinos y, como esta rama del comercio es indudablemente la más importante en cualquier extenso reino, debemos reconocer que carecemos de razones para la envidia. Pero voy aún más lejos y observo que donde una abierta comunicación se mantiene entre las naciones, es imposible que la industria de cada una no reciba un estímulo de las mejoras ajenas. Compárese la situación de Gran Bretaña en el presente con la que existía hace doscientos años. Entonces las técnicas, tanto de la agricultura como de las manufacturas, eran extremadamente rudas e imperfectas. Cada mejora que hemos hecho desde entonces ha surgido de nuestra imitación de los extranjeros, y por eso tenemos —139—
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que juzgar como feliz que previamente hayan progresado en técnicas e ingenio. Pero esta relación es aún mantenida para nuestra gran ventaja: a pesar del avanzado estado de nuestras manufacturas, diariamente adoptamos en cada arte las invenciones y mejoras de nuestros vecinos. La mercancía es primero importada del extranjero, para nuestro gran descontento porque imaginamos que eso drena nuestro dinero; después, la técnica misma es gradualmente importada, para nuestra visible ventaja. Olvidamos que si primero no nos hubiesen instruido, en el presente deberíamos seguir siendo bárbaros y que, si no continuaran aún con su enseñanza, las artes deberían caer en un estado de languidez y perderían esa emulación y novedad que contribuye tanto a su avance. El incremento de la industria doméstica prepara la fundación del comercio exterior. Donde un gran número de mercancías son reunidas y perfeccionadas para el mercado nacional, siempre se encontrarán algunas que pueden reexportarse con beneficio. Pero si nuestros vecinos carecen de artes o refinamiento, no las pueden tomar porque no tienen nada que dar a cambio. A este respecto, los Estados se encuentran en la misma condición que los individuos. Una persona difícilmente puede ser laboriosa donde todos sus conciudadanos son holgazanes. Las riquezas de los diferentes miembros de una comunidad contribuyen a incrementar mis riquezas, con independencia de la profesión que siga. Consumen los productos de mi trabajo y me proporcionan, a cambio, el del suyo. Tampoco tiene ningún Estado que temer que sus vecinos mejoren hasta tal punto en cada arte y manufactura como para no demandar sus mercancías. La naturaleza, proporcionando una diversidad de genios, climas y suelos a diferentes naciones, ha asegurado su mutua relación y comercio en la medida en que todas permanezcan industriosas y civilizadas. No; cuanto más se incrementen las artes en cada Estado, más serán solicitadas de sus laboriosos vecinos. Los ciudadanos, habiéndose convertido en opulentos y habilidosos, desearán tener mercancías lo más perfectas que sea posible; como poseen numerosos artículos para ofrecer a cambio, realizarán mayores importaciones de cada país extranjero. La industria de la nación en la que comprar recibe un estímulo y la suya tam—140—
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bién se incrementa por la venta de los bienes que ofrecen a cambio. Pero, ¿qué sucede si una nación tiene un producto de primera necesidad, como es la lana manufacturada para Inglaterra? ¿La interferencia de nuestros vecinos en esa producción no será para nosotros una pérdida? Respondo que cuando una mercancía es denominada de primera necesidad en un reino, es porque se supone que el territorio tiene alguna ventaja peculiar y natural para obtener ese artículo y si, pese a esos recursos, pierde semejante manufactura, deben culpar a su propia holgazanería o mal gobierno en lugar de la laboriosidad de sus vecinos. También debe considerarse que, si debido al incremento de la industria entre las naciones vecinas crece el consumo de cada especie particular de mercancía, aunque las manufacturas extranjeras interfieran con ellas en el mercado, la demanda de su producto puede continuar aún o, incluso, aumentar. Y, aunque disminuyera, ¿tienen que ser las consecuencias tan fatales? Si se preserva el espíritu industrial, debe desviarse fácilmente de una rama a otra y los trabajadores de la lana, por ejemplo, ser empleados en el lino, seda, hierro o cualquier otra mercancía para la cual parezca haber demanda. No debemos temer que se agoten todos los objetos de la industria o que todos nuestros manufactureros, mientras permanezcan en igualdad de condiciones con los de nuestros vecinos, se encuentren en la tesitura de carecer de empleo. La emulación entre naciones rivales sirve más bien para mantener la industria viva en todas ellas y cualquier población es más feliz si posee una variedad de manufacturas que si disfrutan de una sola, en la que todos se encuentran empleados. Su situación no es tan precaria y sentirán menos sensiblemente aquellas revoluciones e incertidumbres a las que cada particular rama del comercio siempre se encontrará expuesta. El único Estado comercial que debe temer las mejoras y la industria de sus vecinos es uno como el holandés, que al no disfrutar de un territorio extenso ni poseer materias primas nativas, florece solo por la existencia de agentes de Bolsa, factores y transportistas de otros. Semejante nación puede naturalmente tener la aprensión de que, tan pronto como los Estados vecinos lleguen a conocer y per—141—
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seguir su interés, tomarán en sus manos la dirección de sus asuntos y privarán a sus agentes de Bolsa del beneficio que ellos se llevaron primero. Sin embargo, aunque esta consecuencia debe ser naturalmente temida, tiene que pasar mucho tiempo antes de que tenga lugar y, en base a ingenio y trabajo, conjurada durante varias generaciones, si no completamente eludida. La ventaja de poseer grandes reservas de productos y relaciones de confianza asentadas es tan grande que no puede ser fácilmente superada. Como todas las transacciones crecen a causa del incremento de la industria en los Estados vecinos, incluso una nación cuyo comercio se levanta sobre esta precaria base puede, al principio, cosechar un considerable beneficio de la floreciente condición de sus vecinos. Los holandeses, habiendo hipotecado todos sus ingresos, no mantienen un papel tan importante en las transacciones como el que tenían anteriormente, pero su comercio es seguramente igual al que era a mediados de la última centuria, cuando fueron reconocidos entre los grandes poderes de Europa. Si nuestros limitados y malignos políticos tuvieran éxito, reduciríamos todas las naciones vecinas al mismo estado de pereza e ignorancia que prevalece en Marruecos y en la costa de Berbería. ¿Cuál podría ser la consecuencia? No nos enviarían mercancías porque no podrían tomar ninguna de las nuestras. El comercio nacional languidecería por falta de emulación, ejemplo e instrucción, así que nosotros mismos pronto caeríamos en la misma condición a la que los hemos reducido a ellos. Por eso, debo aventurarme a reconocer que, no sólo como hombre, sino como súbdito británico, ruego por el floreciente comercio de Alemania, España, Italia e, incluso, Francia misma. Estoy por lo menos seguro de que Gran Bretaña, y todas estas naciones, florecerán más si sus soberanos y ministros adoptan estos amplios y benevolentes sentimientos hacia los demás.
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Ensayo VII Sobre el equilibrio de poder
Es un problema si la idea de la balanza de poder es debida enteramente a la política moderna o es la frase la que ha sido inventada en estas últimas épocas. Es cierto que Jenofonte39, en su Ciropedia, presenta la combinación de poderes asiáticos como si hubiera surgido de la creciente fuerza de los medos y los persas; aunque pueda suponerse esta elegante composición como una fantasía, el sentimiento, atribuido por el autor a los príncipes orientales, es al menos una prueba de la noción preponderante en tiempos antiguos. En todos los políticos griegos, la preocupación en relación con el equilibrio de poder es evidente y nos es expresamente mostrada, incluso por historiadores antiguos. Tucídides40 representa la liga que se formó contra Atenas, y que desencadenó la guerra del Peloponeso, como enteramente debida a este principio. Y tras el declive de Atenas, cuando los tebanos y lacedemonios disputaban por la hegemonía, encontramos que los atenienses (así como algunas otras repúblicas) siempre se sumaban al plato más ligero de la balanza y procuraban preservar el equilibrio. Ayudaron a Tebas contra Esparta hasta la gran victoria de Epaminondas en Leuctra, tras la cual inmediatamente apoyaron a los conquistados, pretendidamente por generosidad, pero en realidad por su envidia de los vencedores41. Quienquiera que lea el dis39 40 41
Libro i. Libro i. Jenofonte, Helénicas, libro vi y vii. —143—
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curso de Demóstenes por los megalopolitanos puede descubrir un refinamiento superior en este principio al que alguna vez entró en la cabeza de los especuladores venecianos o ingleses. Y con el primer aumento del poder macedonio este orador inmediatamente descubrió el peligro, hizo sonar la alarma por toda Grecia y, al final, reunió la confederación bajo las banderas de Atenas que peleó en la gran y decisiva batalla de Queronea. Es cierto que las guerras griegas son vistas por los historiadores como conflictos de emulación más que políticos. Cada Estado parecía preocuparse más del honor de destacar sobre los demás que de ninguna bien fundada esperanza de autoridad y dominación. Si consideramos, incluso, el pequeño número de habitantes de cada república, comparado con el total, la gran dificultad de realizar asedios en aquellos tiempos y la extraordinaria valentía y disciplina de cada ciudadano libre entre esa noble población, deberemos concluir que el equilibrio de poder estaba, por sí mismo, suficientemente asegurado en Grecia y no necesitaba haber sido preservado con el cuidado que podía requerirse en otras épocas. Pero, aunque atribuyamos el cambio de alianzas en todas las repúblicas griegas a una envidiosa emulación o a la precaución política, los efectos fueron parecidos y cada poder predominante podía estar seguro de encontrar una confederación formada en su contra que, a menudo, integraba a sus anteriores amigos y aliados. Ese principio, llámesele envidia o prudencia, producía el ostracismo de Atenas y el petalismo de Siracusa, que expulsaba a cada ciudadano cuya fama o poder sobrepasaba al resto; sostengo que el mismo principio, naturalmente descubierto en política exterior, pronto reunía enemigos contra el Estado que destacaba, aunque ejerciese su autoridad con moderación. El monarca persa era realmente, en base a su fuerza, un insignificante príncipe comparado con el conjunto de repúblicas griegas y eso fue lo que le obligó, en vista de su seguridad más que por emulación, a interesarse en sus disputas y apoyar a la parte más débil en cada conflicto. Este fue el consejo dado por Alcibíades a Tisafernes42, que 42
Tucídides, libro viii.
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prolongó la duración del imperio persa cerca de un siglo, hasta que su abandono por un instante, tras la primera aparición del ambicioso genio de Filipo, derribó este sublime y frágil edificio con una rapidez de la que hay pocos ejemplos en la historia de la humanidad. Los sucesores de Alejandro tuvieron gran cuidado por preservar el equilibrio de la balanza de poder, un celo fundado en verdadera política y prudencia que preservó claramente, por diferentes épocas, la partición realizada tras la muerte del famoso conquistador. La fortuna y ambición de Antígono43 los amenazaba de nuevo con una monarquía universal, pero la combinación de sus fuerzas y la victoria en Pisos los salvó. Y en periodos posteriores encontramos que los príncipes orientales, como consideraban a los griegos y macedonios como la única fuerza real con la que tenían alguna relación, siempre mantenían un ojo vigilante sobre esa parte del mundo. Los Ptolomeos, en particular, sostuvieron primero a Aratus* y los aqueos y, luego, a Cleomenes, rey de Esparta, con el objetivo de contrarrestar la monarquía macedonia. Esa es la razón del relato que hace Polibio de la política egipcia44. La razón por la que se cree que los antiguos ignoraban completamente la balanza de poder parece haberse sacado de la historia de Roma, más que de la de Grecia; como las operaciones de los últimos son generalmente más familiares para nosotros, de aquí hemos extraído nuestras conclusiones. Debe señalarse que los romanos nunca se encontraron con ninguna clase de confederación contra ellos, como podría haberse esperado de su rápida conquista y declarada ambición, sino que se les permitió someter tranquilamente a sus vecinos, uno tras otro, hasta que extendieron su dominio sobre todo el mundo conocido. Por no mencionar la fabulosa historia de las guerras itálicas45 que fue, en el caso de la invasión por Aníbal del 43
Diodoro Sículo, libro xx. * De Aratus (o Arato) de Sición se conservan pocas noticias, entre ellas que capturó Corinto el año 343 a.C. Por su parte, el Cleomenes al que se refiere Hume es Cleomenes III, rey agíada de Esparta entre el año 235 y el año 222 a.C. [N. del T.]. 44 Libro ii, cap. 51. 45 En las ediciones F, G, se incluía la siguiente nota: «Existe la fuerte sospecha que últimamente crece entre los críticos —y, en mi opi—145—
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Estado romano, una crisis remarcable que tenía que haber llamado la atención de todas las naciones civilizadas. Posteriormente parecía (sin que tampoco resultara difícil observarlo en ese tiempo)46 que era la respuesta a un imperio universal, aunque ningún príncipe o Estado se sentía en lo más mínimo alarmado en relación con el acontecimiento o el resultado de la disputa. Filipo de Macedonia* permanecía neutral, hasta que vio las victorias de Aníbal; entonces, imprudentemente, formó una alianza con el conquistador en términos aún más imprudentes. Ésta estipulaba que tenía que ayudar al Estado cartaginés en su conquista de Italia, tras lo cual Cartago nión, no sin razón— sobre los primeros tiempos de la historia romana, como si esta fuera casi enteramente fabulosa, hasta después del saqueo de la ciudad por los galos e, incluso, sobre algún tiempo posterior, hasta que los griegos comenzaron a prestar atención a los asuntos romanos y consignarlos en sus escritos. Este escepticismo me parece, sin embargo, escasamente defendible en su plena extensión con relación a la historia doméstica de Roma, que tiene aires de verdad y probabilidad y escasamente puede ser la invención de un historiador que tiene tan poca moral o juicio como para darse el gusto de la ficción y la fantasía. Las revoluciones parecen tan bien proporcionadas a sus causas, el progreso de sus facciones se conforma tan bien a la experiencia política, las costumbres y máximas de las épocas son tan uniformes y naturales, que escasamente puede ninguna historia real abordar más justa reflexión y perfeccionamiento. ¿No está el comentario de Maquiavelo sobre Livio (un trabajo, seguramente, de gran juicio y genio) fundado enteramente en este periodo, al que se representa tan fabuloso? Por eso, de buena gana dividiría, en mi interior, la materia con estos críticos y consideraría que las batallas, victorias y triunfos de estas épocas, han sido extremadamente falsificadas por memorias familiares, como Cicerón sostiene. Pero, como en el relato de las facciones domésticas existen dos relaciones opuestas transmitidas a la posterioridad, ambas sirven como comprobación sobre la ficción y permiten a los historiadores posteriores reunir alguna verdad de la comparación y el razonamiento. La mitad de las matanzas que Livio comenta en el caso de los ecuos y los volscos despoblarían Francia y Alemania, así que ese historiador, aunque pueda ser justamente tildado de superficial, al final se sorprende él mismo con la incredulidad de la narración. El mismo amor por la exageración parece haber magnificado los números de los romanos sobre sus ejércitos y censo». 46 Fue observado por algunos, como se puede deducir del discurso de Agesilao de Naupactum en el congreso general de Grecia. Ver Polibio, libro v. cap. 104. * Se trata de Filipo V, que reinó en Macedonia de 221 a 179 a.C. [N. del T.].
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se comprometía a enviar a Grecia más fuerzas para ayudarle a someter la mancomunidad griega47. La república de Rodas y la de Acaya eran muy celebradas por los historiadores antiguos por su sabiduría y sólida política; ambas asistieron a los romanos en sus guerras contra Filipo y Antíoco. Y lo que puede ser estimado como una prueba aún mayor de que esta máxima era generalmente desconocida en aquellas épocas, es que ningún autor señaló la imprudencia de esas medidas ni denunció el absurdo tratado mencionado anteriormente, firmado por Filipo con los cartagineses. Príncipes y hombres de Estado pueden, en todas las épocas, cegarse por anticipación en su razonamiento con relación a los acontecimientos, pero resulta extraordinario que después los historiadores no formen un sólido juicio sobre ellos. Masinisa, Atalo y Prusias*, para gratificar sus privadas pasiones, fueron instrumentos de la grandeza romana y parece que nunca sospecharon que estaban forjando sus propias cadenas mientras avanzaban las conquistas de sus aliados. Un simple tratado y acuerdo entre Masinisa y los cartagineses, basado en su mutuo interés, bloquearía toda entrada de los romanos en África y preservaría la libertad de la humanidad. El único príncipe que encontramos en la historia romana que parece haber comprendido el equilibrio de poderes es Hierón, rey de Siracusa. Aunque aliado de Roma, envió ayuda a los cartagineses durante la guerra de las tropas auxiliares: «Juzgaba necesario —dice Polibio48— tanto en orden a mantener sus dominios en Sicilia como para preservar la amistad romana, que Cartago debía permanecer a salvo; temía que la caída de uno de los poderes hiciera que el otro fuese capaz de ejecutar cada propósito y empresa sin contraste u oposición. Y aquí actuó con gran sabiduría y prudencia porque nunca se debe, en ninguna cuestión, ser descuidado, ni aunque tanta fuerza sea lanzada en una mano como para incapa47
Tito Livio, lib. xxiii. Cap. 33. * Masinisa (h. 238-h.148 a.C.) fue el primer rey de Numidia. Atalo I (llamado Soter, Salvador) reinó sobre la ciudad-Estado de Pérgamo de 241 a 197 a.C. y Prusias II fue rey de Bitinia entre 182 y 149 a.C. [N. del T.]. 48 Libro i, cap. 83. —147—
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citar a los Estados vecinos de defender sus derechos contra ella». Aquí se encuentra el objetivo de la moderna política señalado en explícitos términos. En resumen, la máxima de conservar el equilibrio de poder está tan fundada en el sentido común y razones obvias, que resulta imposible que hubiera podido escapar completamente de la visión de la antigüedad, donde encontramos, con respecto a otros asuntos, tantas señales de profunda penetración y discernimiento. Si el equilibrio no es tan generalmente conocido y reconocido en el presente, al menos ha ejercido una influencia sobre todos los sabios y más experimentados príncipes y políticos. Incluso en el presente, aunque generalmente conocido y reconocido entre pensadores especulativos, carece en la práctica de un lugar de mayor privilegio entre quienes gobiernan el mundo. Tras la caída del imperio romano, la forma de gobierno establecida por los conquistadores del norte los incapacitaba, en gran medida, para ulteriores conquistas y mantuvo durante largo tiempo a cada Estado en sus propios límites. Pero cuando el vasallaje y la milicia feudal fueron abolidos, la humanidad se encontró de nuevo alarmada por el riesgo de una monarquía universal a partir de la unión de varios reinos y principados en la persona del emperador Carlos V. Pero el poder de la casa de Austria, fundado sobre dominios extensos pero separados, junto a unas riquezas que derivaban principalmente de las minas de oro y plata, era más proclive a decaer a causa de defectos internos que a derrocar todos los baluartes levantados contra ellos. En menos de un siglo, la fuerza de esa violenta y altiva raza fue echa añicos, su opulencia disipada y su esplendor eclipsado. Un nuevo poder triunfó, más temible para las libertades de Europa porque poseía todas las ventajas del primero, pero desarrollándose sin ninguno de sus defectos, excepto una parte de ese espíritu de intolerancia y persecución en el que la casa de Austria estuvo tanto tiempo, y aún lo está, tan empeñada49. 49
En las ediciones F, G, H, N, el texto continuaba con este párrafo: «Europa, desde hace un siglo, se encuentra a la defensiva contra la mayor fuerza que quizás la unión civil o política nunca haya formado en la humanidad. Y tan grande es la influencia de la máxima aquí tratada que, aunque esa ambiciosa nación haya salido victoriosa de cuatro de
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En las guerras generales mantenidas contra este ambicioso poder, Gran Bretaña ha resistido de manera destacada y aún mantiene su posición. Además de las ventajas de sus riquezas y situación, su población está tan animada de espíritu nacional y es tan consciente de las ventajas de su gobierno, que podemos tener esperanzas de que su vigor nunca languidezca en una causa tan necesaria y justa. Por el contrario, si juzgamos por el pasado su ardor apasionado parece más bien requerir alguna moderación porque, con frecuencia, erraron más de un exceso saludable que de una culpable deficiencia. En primer lugar, parece que hemos estado más poseídos del antiguo espíritu griego de celosa emulación que actuado con la prudente visión de la política moderna. Nuestras guerras con Francia fueron iniciadas con justicia e incluso surgidas de la necesidad, pero siempre fueron llevadas demasiado lejos, por obstinación y pasión. La misma paz que se firmó en Ryswick, en 1697, se ofreció en una fecha tan temprana como en el año noventa y dos; la que concluyó en Utrecht en 1712 podría haber terminado en condiciones igualmente buenas en Gertruytenberg en el año ocho [1708] y podríamos haber dado en Frankfurt, en 1743, los mismos términos que estuvimos de acuerdo en aceptar en Aix-laChapelle [Aquisgrán] en el año cuarenta y ocho. Por lo tanto, aquí vemos que aproximadamente la mitad de nuestras guerras con Francia, junto a todas nuestras deudas públicas, se deben más a nuestra propia y vehemente imprudencia que a la ambición de nuestros vecinos. En segundo lugar, somos tan claros en nuestra oposición al poder francés y estamos tan alerta en la defensa de nuestros aliados, que ellos siempre cuentan con nuestra fuerza más que con la suya, así que esperan continuar las últimas cinco guerras generales (las que concluyeron en la paz de los Pirineos, Nimega, Ryswick y Aix-la-Chapelle [Aquisgrán]) y fracasado en una (la que finalizó en la Paz de Utrecht), no han aumentado tanto sus dominios ni adquirido una influencia total sobre Europa. Por el contrario, permanece aún cierta esperanza de mantener la resistencia tanto tiempo que las naturales revoluciones de los asuntos humanos, junto con acontecimientos y accidentes imprevistos, puede resguardarnos de esa monarquía universal y preservar al mundo de un mal tan grande». [En la cita anterior, Hume se refiere a Francia y a su afán expansionista (N. del T.)]. —149—
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en guerra a nuestra costa, rehusando todo razonable principio de acuerdo. Habent subjectos, tanquam suos; viles, ut alienos*. Todo el mundo sabe que el contradictorio voto de la Cámara de los Comunes, al inicio del último periodo parlamentario, junto al manifiesto talante de la nación, volvió a la reina de Hungría inflexible en sus términos e impidió el acuerdo con Prusia, que inmediatamente podría haber restaurado la tranquilidad general de Europa. En tercer lugar, somos tan buenos combatientes que, una vez comprometidos, perdemos toda preocupación por nosotros mismos y nuestra posterioridad y solo tenemos en cuenta cómo causar mayor irritación al enemigo. Hipotecar nuestros ingresos a un interés tan alto en guerras donde sólo éramos cómplices fue seguramente la mayor ilusión que una nación, que tiene alguna pretensión en política y prudencia, ha sido alguna vez culpable de cometer. El remedio de financiarlas —si es un remedio y no más bien un veneno— tiene que reservarse, con toda razón, para el caso más extremo y ningún mal, sino el mayor y más urgente, debería nunca inducirnos a abrazar un recurso tan peligroso. Estos excesos, a los que nos hemos visto llevados, son perjudiciales y quizá pueden, a su tiempo, llegar a ser aún más perjudiciales por otro camino provocando, como es frecuente, el extremo opuesto y volviéndonos totalmente descuidados e indiferentes con respecto al destino de Europa. Los atenienses, que se encontraban entre los pueblos más bulliciosos, intrigantes y amantes de la guerra de Grecia, curados del error de entrometerse en cada disputa, abandonaron toda atención a los asuntos extranjeros y no tomaron partido por ningún lado ni se esforzaron en destacar, excepto por sus halagos y complacencia con el vencedor. Las grandes monarquías50 probablemente resultan destructivas para el progreso de la naturaleza humana, en su continuación51 al igual que en un declive que nunca * «Los [apoyos que les brindamos] consideran subordinados como si fueran suyos; sin valor, como suyos y ajenos». Tácito, Historias, 1, 37. [N. del T.] 50 Las ediciones F, G, H, intercalaban estas palabras: «como las que amenazan a Europa en el presente». 51 Si el Imperio Romano fue una ventaja, ésta sólo podía proceder
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puede encontrarse lejos de su comienzo. El genio militar que engrandece la monarquía pronto abandona la Corte, la capital y el centro de semejante gobierno, mientras las guerras son continuadas a gran distancia e interesan tan poco a una parte del Estado. La antigua nobleza, cuyos afectos le ligan al soberano, se ha convertido en cortesana y nunca aceptará empleos militares que le llevarían a fronteras tan remotas y bárbaras, donde se encontraría alejada tanto de los placeres como de sus fortunas. Por eso, los ejércitos estatales deben ser encomendados a mercenarios extranjeros sin celo, afecto ni honor, listos en cada ocasión para volverse contra el príncipe y unirse al primer insatisfecho que les ofrece mejor paga y botín. Este es el necesario progreso de los asuntos. De esta forma, la naturaleza humana se frena ella misma en su despreocupada elevación; así, la ambición trabaja ciegamente por la destrucción del conquistador, su familia y de cada cosa cercana y querida por él. Los Borbones, confiando en el sostén de su valiente, fiel y afectuosa nobleza, empujarían su ventaja sin reserva ni limitación. Éstos, mientras se entusiasman con la gloria y la emulación pueden soportar las fatigas y peligros de la guerra, pero nunca aceptarán languidecer en las guarniciones de Hungría o Lituania, olvidados de la Corte y sacrificados a las intrigas de cada favorito o amante que se aproxima al príncipe. Las tropas se llenan de croatas y tártaros, húsares y cosacos, entremezclados, quizás, con unos pocos soldados de fortuna de las mejores provincias. El melancólico destino de los emperadores romanos, por la misma causa, es renovado una vez tras otra hasta la final disolución de la monarquía.
de que la humanidad se encontraba generalmente en una condición muy desordenada e incivilizada antes de su establecimiento. —151—
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Ensayo VIII Sobre los impuestos
Existe una máxima predominante entre algunos pensadores, la de que cada nuevo impuesto crea una habilidad añadida en el sujeto sobre el que recae, y que cada incremento de la carga pública aumenta proporcionalmente la laboriosidad de la población. Este principio es, de tal naturaleza, que resulta tanto más probable y peligroso que se abuse de él cuanto que su verdad no puede ser completamente negada; si se mantiene dentro de ciertos límites, debe reconocerse que tiene algún fundamento en la razón y la experiencia. Cuando la tasa recae sobre mercancías que son consumidas por la gente corriente, la consecuencia necesaria parece ser que los pobres deben reducir algo su nivel de vida o incrementar sus salarios, así como hacer que el peso del tributo recaiga enteramente sobre el rico. Pero se produce una tercera consecuencia que, a menudo, sigue a los impuestos; a saber, que los pobres incrementan su laboriosidad, trabajan más y viven tan bien como antes, sin exigir aumentos por su dedicación. Donde los tributos son moderados, se aplican gradualmente y no afectan a las cosas necesarias para la vida, esta consecuencia es la que naturalmente sigue y es cierto que semejantes dificultades, a menudo, animan la laboriosidad de unos sujetos y les vuelve más ricos y trabajadores que otros que disfrutan de mayores ventajas. Podemos observar, como ejemplo paralelo, que las naciones comerciales no siempre han poseído la mayor extensión de tierra fértil; por el contrario, han trabajado bajo varias desventajas naturales. Tiro, Atenas, Cartago, Rodas, Gé—153—
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nova, Venecia y Holanda son sólidos ejemplos de esta intención; en toda la historia sólo encontramos tres ejemplos de grandes y fértiles países que han poseído abundante comercio: los Países Bajos, Inglaterra y Francia. Los dos primeros parecen haber sido animados al comercio por las ventajas de su situación marítima y la necesidad que tenían de frecuentar puertos extranjeros con el objetivo de procurarse lo que su propio clima les negaba; en relación con Francia, el comercio ha llegado tarde a ese reino y parece haber sido el efecto de la reflexión y observación en un pueblo ingenioso y emprendedor, que percibía las riquezas adquiridas por algunas de las naciones vecinas a consecuencia de su dedicación a la navegación y el comercio. Los lugares mencionados por Cicerón52 como poseedores del mayor comercio en su tiempo eran Alejandría, Colchos, Tiro, Sidón, Andros, Chipre, Panfilia, Licia, Rodas, Quíos, Bizancio, Lesbos, Esmirna, Mileto y Cos. Todos, excepto Alejandría, eran pequeñas islas o limitados territorios y esa ciudad debía su comercio enteramente a la felicidad de su situación. Por eso, ya que algunas necesidades naturales o desventajas se consideran favorables al trabajo, ¿por qué no habrían de tener el mismo efecto las cargas artificiales? Podemos comprobar cómo Sir William Temple53 atribuye la industria de los holandeses enteramente a la necesidad, que procede de sus desventajas naturales. Ilustra su doctrina con una llamativa comparación con Irlanda, «donde —afirma— debido a la amplitud y plenitud del suelo y la escasez de población, todas las cosas necesarias para la vida son tan baratas que un hombre industrioso, en dos días de trabajo, puede ganar lo suficiente como para alimentarse el resto de la semana, lo que considero que es un claro motivo para la pereza atribuida a la población, ya que los hombres prefieren naturalmente andar a su aire antes que trabajar y no tomarán cargas si pueden vivir holgazanamente aunque si, por necesidad, han sido acostumbrados a él, son incapaces de vivir sin llevarlo a cabo, habiéndose desarrollado como una 52 53
Epístola a At., libro ix, ep. 11. Account of the Netherlands [Informe sobre Holanda], cap. 6.
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costumbre necesaria para su salud y verdadero entretenimiento. Quizás no resulte más duro el cambio de la continua tranquilidad al trabajo que del constante trabajo a la tranquilidad». Tras lo cual, el autor procede a confirmar su doctrina enumerando, como anteriormente, los lugares donde el comercio ha florecido más en los antiguos y en los modernos tiempos, mientras observa que son territorios limitados y reducidos que volvían necesaria la manufactura y el trabajo54. Los mejores impuestos son los que recaen sobre el consumo, especialmente el de lujo, porque esas tasas son menos sentidas por la población. En alguna medida parecen voluntarios, ya que un hombre elige cuán lejos usará el artículo que es gravado. Son pagados gradual e insensiblemente y, si se imponen juiciosamente, producen sobriedad y frugalidad de manera natural; siendo confundidos con el precio natural del bien, resultan escasamente percibidos por los consumidores. Su única desventaja es que son costosos de recaudar. Los tributos sobre patrimonio se ponen en práctica sin gasto, pero tienen alguna desventaja. La mayoría de los Estados, sin embargo, se ven obligados a recurrir a ellos en orden a suplir las deficiencias del otro. 54 Las ediciones F, G, H, N, continuaban con el siguiente párrafo: «Se ha observado siempre en años de escasez, si no es extrema, que los pobres trabajan más y realmente viven mejor que en años de gran plenitud, cuando se dan el gusto de la holgazanería y los disturbios. Me han dicho numerosos manufactureros que, en el año 1740, cuando el pan y las provisiones de todos los tipos eran muy caros, sus trabajadores no sólo hicieron un cambio de vida sino que pagaron las deudas que habían contraído en años anteriores, que fueron más favorables y abundantes (Véase, con este fin el final del Ensayo I). Esta doctrina, sin embargo, con relación a los impuestos, puede ser admitida en algún grado pero hay que tener cuidado con los abusos. Las tasas, aunque necesarias, cuando se llevan demasiado lejos destruyen la industria al engendrar desesperación e, incluso, antes de que lleguen a este punto incrementan los salarios de los trabajadores y manufactureros y hacen subir el precio de todas las mercancías. Una asamblea legislativa atenta y desinteresada observará el punto en que los emolumentos cesan y los perjuicios comienzan, pero como el carácter opuesto es mucho más común es de temer que los impuestos en toda Europa se multipliquen hasta un grado tal como para aplastar todo arte e industria, aunque quizás su incremento pasado, junto con otras circunstancias, puedan contribuir al crecimiento de estas ventajas».
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Pero los impuestos más perniciosos son los arbitrarios. Por lo general se convierten, por la gestión que se hace de ellos, en castigos a la actividad y también, por su inevitable desigualdad, resultan más gravosos que la carga que realmente imponen. Por eso, es sorprendente encontrarlos entre cualquier pueblo civilizado. En general, todos los tributos per cápita, incluso cuando no son arbitrarios —como generalmente sucede— pueden ser estimados peligrosos, porque es tan fácil para el soberano añadir cada vez un poco más a la suma demandada que estas tasas son apropiadas para convertirse, a la vez, en opresivas e intolerables. Por otro lado, un impuesto sobre mercancías se contiene a sí mismo porque un príncipe pronto percibirá que su incremento no aumenta los ingresos. Por eso no es fácil que una población se vea completamente arruinada por semejantes tasas. Los historiadores nos informan de que una de las principales causas de la destrucción del Estado romano fue la alteración que introdujo Constantino en las finanzas, al hacer que un tributo per capita sustituyera en casi todos los lugares a los diezmos, aranceles aduaneros e impuestos sobre consumo que primeramente componían los ingresos del imperio. La población, en todas las provincias, estaba tan irritada y oprimida por los publicanos, que fueron felices a refugiarse bajo las armas conquistadoras de los bárbaros, cuyo dominio encontraban preferible a la refinada tiranía de los romanos, porque tenían menos necesidades y ostentación. Constituye una opinión cuidadosamente promovida por algunos escritores políticos que una vez que todos los impuestos caen en último término sobre la tierra, sería mejor dejarlos originalmente ahí y abolir cada gravamen sobre bienes de consumo. Pero se niega que todos los tributos descansen sobre la tierra en último término. Si un impuesto grava cada mercancía consumida por un artesano, tiene dos medios obvios para pagarlo: puede reducir algo su gasto o aumentar su trabajo. Ambos caminos son más fáciles y naturales que el de incrementar su salario. Vemos que, en años de escasez, el tejedor tanto consume menos como trabaja más, o emplea ambos expedientes de frugalidad e industria; de esta forma, es capaz de llegar a fin de año. Es justo que se someta a las mis—156—
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mas privaciones —si merecen ese nombre— por el bien del público que le brinda protección. ¿Mediante qué artimaña puede elevar el precio de su trabajo? El manufacturero que le emplea no le pagará más ni tampoco podría hacerlo, porque el mercader que exporta la ropa no puede elevar su precio al estar limitado por el que tiene en los mercados extranjeros. Es seguro que cada hombre está deseoso de quitarse el peso de cualquier tasa que se le imponga y echarla sobre otros, pero como cada persona tiene la misma inclinación y se encuentra a la defensiva, se supone que ningún grupo prevalecerá completamente en esta lucha. No puedo, fácilmente, imaginar porqué el terrateniente debería ser víctima del resto y no podría defenderse a sí mismo, al igual que otros lo hacen. A todos los comerciantes, si pudieran, les gustaría saquearlos y dividir sus propiedades entre ellos. Pero esta inclinación siempre la tienen aunque no se impusieran tasas, así que los mismos métodos por los que se protege contra el abuso de los comerciantes antes de los impuestos, le servirán después y les hará compartir la carga con él. Tendrían que ser los tributos muy pesados e imprudentemente impuestos para que el artesano no pudiera, por sí mismo, ser capaz de pagarlos a través de una superior laboriosidad y frugalidad, sin incrementar el precio de su trabajo. Debo concluir el tema observando que tenemos, con relación a las tasas, un ejemplo de lo que frecuentemente sucede en las instituciones políticas, a saber, que las consecuencias de las cosas son diametralmente opuestas a lo que esperaríamos en un primer momento. El gobierno turco contempla como una máxima suprema que el Grand Seigneur*, aunque es el dueño absoluto de las vidas y fortunas de cada individuo, no tiene autoridad para imponer una nueva tasa, ya que cada príncipe otomano que ha hecho semejante intento ha sido obligado a retractarse o a asumir los efectos desastrosos de su empeño. Uno podría imaginar que este prejuicio u opinión asentada sería la más firme barrera en el mundo contra la opresión, pero
* En francés, en el original. Se trata de una referencia indirecta al Sultán [N. del T.]. —157—
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nada es más cierto que su efecto es el contrario. El emperador, careciendo de métodos regulares para incrementar sus ingresos, debe permitir que todos los bajás y gobernadores opriman y abusen de los súbditos y, a éstos, él los exprime una vez que abandonan el cargo. Mientras que si pudiera imponer un nuevo tributo, como los príncipes europeos, su interés podría unirse hasta tal punto al de su pueblo que inmediatamente sentiría los malos efectos de estas desordenadas recaudaciones de dinero y encontraría que una Libra, conseguida a través de una imposición general, podría generar menos efectos perniciosos que un chelín tomado de una forma tan desigual y arbitraria.
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Ensayo IX Sobre el crédito público
Parece que ha sido una práctica común de la antigüedad reunir provisiones durante la paz para las necesidades de la guerra, y acumular tesoros con antelación como instrumentos tanto de conquista como de defensa, sin confiar en impuestos extraordinarios; mucho menos, en pedir prestado en tiempos de desorden y confusión. Además de las inmensas sumas mencionadas anteriormente55, que fueron amasadas por Atenas, así como por los Ptolomeos y otros sucesores de Alejandro, sabemos por Platón56 que los frugales lacedemonios también reunieron un gran tesoro. [Lucio Flavio] Arriano57 y Plutarco58 dan cuenta de las riquezas de las que Alejandro tomó posesión con la conquista de Susa y Ecbatana, algunas de ellas procedentes de los tiempos de Ciro. Si no me falla la memoria, la Escritura también menciona el tesoro de Ezequías y los príncipes judíos*, como la historia profana lo hace de Filipo y Perseo, reyes de Macedonia59.
55
Ensayo V. Alcibíades, 1. 57 Anábasis de Alejandro Magno, Libro iii. 58 Vida de Alejandro. El autor eleva estos tesoros a 80.000 talentos, es decir, a una cifra cercana a 15 millones de Libras esterlinas. Quinto Curcio (Historia de Alejandro Magno, libro v, cap. 2) dice que Alejandro encontró en Susa sobre 50.000 talentos. * Efectivamente, II Crónicas 32, 27-30, menciona las grandes riquezas de Ezequías en forma de «plata, oro, piedras preciosas, aromas, escudos y toda clase de objetos valiosos», entre otros bienes [N. del T.]. 59 Sobre Filipo y Perseo, véase la nota 28. 56
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Las antiguas repúblicas de los galos tenían grandes sumas en reserva60. Todo el mundo conoce los tesoros incautados en Roma por Julio César durante las guerras civiles y encontramos, posteriormente, que los más sabios emperadores, como Augusto, Tiberio, Vespasiano, Severo y otros, siempre tuvieron la prudente previsión de ahorrar grandes cantidades de dinero para hacer frente a cualquier exigencia pública. En cambio, nuestro moderno recurso, que ha llegado a convertirse en algo muy frecuente, es hipotecar los ingresos públicos y confiar en que la posterioridad saldará las deudas contraídas por sus antecesores; ellos, teniendo ante sus ojos un ejemplo tan bueno de sus sabios padres, muestran la misma prudente confianza con su posterioridad. Al final, ésta, por necesidad más que por elección, se encuentra obligada a poner la misma confianza en una nueva posterioridad. Pero no merece la pena gastar el tiempo declamando contra una práctica que se muestra ruinosa más allá de toda controversia; parece bastante evidente que las máximas antiguas eran, en este respecto, más prudentes que las modernas. Incluso, aunque las últimas hubieran sido confinadas dentro de algunos límites razonables y atendidas con frugalidad, en tiempos de paz, como para liquidar las deudas contraídas en una costosa guerra. ¿Por qué debería ser el caso tan diferente entre lo público y lo privado como para hacernos establecer principios diferentes de conducta para cada uno? Si las sumas del primero son mayores, sus gastos necesarios son proporcionalmente superiores; los recursos son más numerosos, pero no resultan infinitos y, si la estructura debe ser calculada para una duración mucho más larga que las fechas de una vida individual, o incluso que las de una familia, debe adoptar principios amplios, durables y generosos, de acuerdo con la supuesta prolongación de su existencia. Confiar en medios azarosos y temporales es lo que frecuentemente vuelve inevitable la forma en que transcurren los asuntos humanos, pero quienquiera que voluntariamente haga uso de semejante recurso no puede culpar sino a su propia insensatez de las desgracias que caigan sobre él. 60
Estrabón, Memorias históricas, libro iv.
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Si los abusos que conlleva acumular tesoros son peligrosos, al comprometer al Estado en empresas imprudentes o volverlo negligente en la disciplina militar al confiar en sus riquezas, las consecuencias de hipotecarse resultan más ciertas e inevitables: pobreza, impotencia y sumisión a poderes extranjeros. De acuerdo con la política moderna, la guerra va acompañada de todos los factores destructivos: pérdida de hombres, incremento de los impuestos, decaimiento del comercio, derroche de dinero, devastación por mar y tierra. Según las antiguas máximas, la apertura de un tesoro público, al generar una inusual afluencia de oro y plata, servía como estímulo temporal a la actividad y compensaba, en alguna medida, las inevitables calamidades de la guerra. Resulta muy tentador para un ministro emplear semejante recurso, ya que le permite aparecer como un gran personaje durante su administración, sin sobrecargar a la nación con impuestos o excitando inmediatas quejas contra él. Sin embargo, cada gobierno inevitablemente abusará de la práctica de contraer deudas. Apenas sería más imprudente que cada establecimiento bancario de Londres otorgara crédito a los hijos pródigos, que otorgar poderes a un hombre de Estado para librar facturas, de esta forma, sobre la posterioridad. Entonces, ¿qué podemos decir de la nueva paradoja que afirma que las deudas públicas son ventajosas por sí mismas, independientemente de la necesidad de contraerlas, y que cualquier Estado, aunque no se viera presionado por un enemigo exterior no podría haber abrazado un expediente más sabio para promover el comercio y las riquezas que crear fondos, deudas y tasas sin límites? Razonamientos como éste podrían, naturalmente, haber pasado por pruebas de sabiduría entre retóricos, aunque, desde los panegíricos sobre la insensatez y la fiebre, de Busiris y Nerón, no habíamos visto tan absurdas máximas defendidas por grandes ministros y un partido entero entre nosotros61. Examinemos las consecuencias de las deu-
61 Inmediatamente tras esto, en las ediciones F, G, H, N, seguía la siguiente frase: «Y estos extraños argumentos (porque no merecen el nombre de engañosos), aunque no pueden haber sido el fundamento
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das públicas, tanto en nuestra gestión de los asuntos domésticos, por su influencia en el comercio y la industria, como en las transacciones exteriores, por su efecto en las guerras y negociaciones62. El aval del Estado [public securities] es para nosotros una especie de moneda y se aprueba tan rápidamente como la cotización actual del oro y la plata. Dondequiera que se ofrece alguna empresa beneficiosa, aunque sea cara, nunca faltan manos que la abracen; tampoco necesita un mercader, que tiene sumas
de la conducta de Lord Orfod, porque él tiene más sentido, sirvieron al menos para mantener a sus partidarios de acuerdo a la vez que perplejo el entendimiento de la nación». 62 En las ediciones F, G, H, N, el texto continuaba así: «Existe una palabra que aquí está en boca de todo el mundo, que encuentro también en el extranjero y es muy empleada por escritores foráneos (Melon, du Tut, Law, en los panfletos publicados en Francia) en imitación de los ingleses; es la de circulación. Esta palabra sirve para dar cuenta de cada cosa y, aunque confieso que he buscado su significado para el tema presente, incluso desde que era un colegial, nunca he sido capaz de descubrirlo. ¿Qué posible ventaja hay aquí de la que la nación pueda beneficiarse por la fácil transferencia de las reservas de mano en mano? ¿Se encuentra aquí algún paralelismo que pueda ser trazado entre la circulación de otras mercancías y la de los cheques y bonos de India? Donde un manufacturero hace una rápida venta de sus bienes al comerciante, el comerciante al tendero y el tendero al cliente, esto vivifica la industria y proporciona nuevo estímulo al primer comerciante, o al manufacturero y a todos los mercaderes, y les hace producir más y mejores mercancías por el mismo dinero. Un estancamiento es aquí pernicioso, dondequiera que pueda darse, porque opera hacia atrás y detiene o entumece las laboriosas manos en su producción de lo que es útil para la vida humana. Pero qué producción debemos al Change-Alley, o incluso qué consumo, excepto el de café y pluma, tinta y papel, aún no lo he comprendido, ni puede nadie prever la pérdida o decadencia de ningún beneficio comercial o de las mercancías, aunque ese lugar, y todos sus habitantes, fuesen enterrados para siempre en el océano*. Pero aunque este término, circulación, nunca ha sido explicado por quienes insisten tanto en las ventajas que acarrea, parece, sin embargo, conllevar algún beneficio del mismo tipo surgiendo de nuestros déficits; es más, ¿qué daño humano existe que no pueda acarrear alguna ventaja? Esto es lo que intentaremos explicar, lo que podemos estimar el peso del argumento que conlleva la idea». * Change-Alley era un callejón de Londres donde existían cafeterías en las que agentes y corredores de Bolsa realizaban negocios en el siglo XVIII. El lugar sigue existiendo, pero sin ninguna de las funciones a las que se refiere Hume [N. del T.].
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en títulos públicos, temer lanzarse al más amplio comercio una vez que posee fondos que responderán a la súbita demanda que pueda hacérsele. Ningún comerciante cree que sea necesario mantener junto a sí una considerable cantidad de dinero líquido. Las reservas bancarias o los bonos de India —especialmente, los últimos— sirven todos a los mismos propósitos, porque puede disponer de ellos o entregarlos a un banquero en un cuarto de hora. Al mismo tiempo, no se encuentran parados, incluso cuando están en su escritorio, sino que le proporcionan un ingreso constante. En resumen, nuestras deudas nacionales proveen a los comerciantes con un tipo de dinero que se multiplica continuamente en sus manos y produce ganancia segura, además de los beneficios de su actividad. Esto debería permitirles comerciar con una menor rentabilidad, lo que vuelve las mercancías más baratas, genera mayor consumo, acelera la laboriosidad de la gente corriente y ayuda a extender las técnicas e industria a través de toda la sociedad. También existe, como podemos observar en Inglaterra y en todos los Estados que tienen a la vez comercio y deudas públicas, un conjunto de hombres que son medio mercaderes y medio accionistas, y a quienes se supone dispuestos a comerciar a cambio de pequeños beneficios, porque el intercambio de productos no es su principal o único sostén y los ingresos que reciben de los fondos constituyen un recurso seguro para ellos y sus familias. Donde no existen fondos públicos, los grandes mercaderes no tienen otro camino para realizar o asegurar alguna parte de su beneficio que comprar tierra, lo que acarrea algunas desventajas en comparación con los fondos. Requiere más cuidado e inspección, lo que divide el tiempo y la atención del comerciante; por otro lado, no resulta tan fácil convertirla en dinero ante alguna tentadora oferta o accidente extraordinario en el comercio. Como además atrae demasiado, tanto por los varios placeres naturales que proporciona como por la autoridad que otorga, pronto convierte al ciudadano en un caballero rural. Por eso, puede suponerse que muchos hombres con grandes reservas e ingresos continuarán comerciando donde existan deudas públicas y debe reconocerse que esto acarrea alguna ventaja al disminuir los precios que se demandan por los bienes, —163—
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promover la circulación y animar la industria63. Pero en oposición a estas dos favorables circunstancias, quizás de escasa importancia, pesan las muchas desventajas que acompañan a nuestras deudas públicas en el conjunto de la economía interna del Estado: no se encontrará comparación entre el mal y el bien que resulta de ellas. Primero, es cierto que las deudas nacionales generan una poderosa afluencia de personas y riquezas a la capital, por las grandes sumas recaudadas en las provincias para pagar los intereses y, quizás, debido también a las ventajas en el comercio anteriormente mencionadas, que benefician a los mercaderes de la capital sobre los del resto del reino. La cuestión es: ¿en nuestro caso, es por interés público que tantos privilegios son otorgados a Londres, que ha alcanzado ya un tamaño tan enorme y parece seguir creciendo? Algunas personas temen las consecuencias. Por mi parte, no puedo olvidar que, aunque la cabeza es indudablemente demasiado grande para el cuerpo, como la gran ciudad se encuentra tan felizmente situada, su excesivo volumen causa menos inconvenientes que una ciudad más pequeña en un reino más grande. Existe una diferencia mayor entre los precios de todas las provisiones entre París y el Languedoc que entre Londres y el condado de York. El inmenso tamaño de Londres, bajo un gobierno que no admite un poder absoluto, vuelve a la gente facciosa, amotinada, e incluso, puede que rebelde. Pero para este mal las deudas nacionales solas tienden a proveer un remedio. La primera erupción visible o el inmediato peligro de desórdenes públicos debe alarmar a todos los accionistas, cuya propiedad es la más precaria de todas, y les hará correr a sostener al gobierno, tanto si se encuentra amenazado por la violencia jacobina como por un frenesí democrático. En segundo lugar, siendo los fondos públicos un tipo 63 En las ediciones F, G, H, se incluye la siguiente nota: «Sobre este asunto observo, sin interrumpir el hilo del argumento, que la multiplicación de nuestras deudas públicas sirve más bien para reducir el interés. Cuanto más dinero pide el gobierno prestado, más barato puede esperar que sea el préstamo, a diferencia de la pasada experiencia y contrariamente a la opinión común. Los beneficios del comercio tienen una influencia en el interés». Véase discurso IV.
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de crédito, tienen todas las desventajas que asisten a esa especie de dinero. Destierran el oro y la plata del comercio más importante del Estado, los reduce a la circulación corriente y, por ese camino, vuelve todas las provisiones y trabajo más caros de lo que serían de otra forma64. En tercer lugar, las tasas que son recaudadas para pagar los intereses de estas deudas son capaces tanto de elevar el precio del trabajo como de constituir una opresión para la suerte de los pobres. En cuarto lugar, como los extranjeros poseen una gran parte de nuestros fondos nacionales el Estado se vuelve, de alguna forma, tributario de ellos y puede, con el tiempo, ocasionar el traslado de nuestra población e industria. En quinto lugar, la mayor parte de las reservas públicas se encuentran siempre en manos de gente holgazana que vive de sus ingresos, que son nuestros fondos; bajo este punto de vista, proporciona un gran estímulo para una vida inactiva e inútil. Pero aunque el daño que nuestros fondos públicos ocasionan al comercio y la industria —en una estimación conjunta— no parecerá insignificante, es trivial en comparación con el perjuicio que ocasiona a un Estado considerado como cuerpo político, que debe sostenerse a sí mismo en una sociedad de naciones y realiza varias transacciones con otros Estados en guerras y negociaciones. Aquí el daño es puro y sin mezcla, carente de ninguna favorable circunstancia que lo compense, y se trata también de un mal de la naturaleza más elevada e importante. Se nos ha dicho que el Estado no es más débil a causa de sus deudas, ya que se deben a nosotros mismos y lleva a uno tanta propiedad como toma de otro. Es como transferir dinero de la mano derecha a la izquierda, lo que deja a la persona igual de rica o pobre que antes. Un razonamiento tan inexacto y com-
64 La edición N incluye la siguiente aclaración: «También debemos señalar que este incremento de precios derivado del crédito tiene una influencia más durable y peligrosa que cuando procede de un gran incremento del oro y la plata: donde un accidental exceso de dinero hace subir el precio del trabajo y las mercancías, el mal se remedia a sí mismo en poco tiempo. El dinero pronto fluye a todas las naciones vecinas, los precios caen a su nivel y la actividad puede continuar como antes; un alivio que no puede esperarse donde el tipo de circulación consiste principalmente en papel y carece de valor intrínseco».
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paraciones tan especiosas siempre será aceptado donde no juzguemos sobre principios. Pregunto: ¿se encuentra en la naturaleza de las cosas sobrecargar a una nación con tasas, incluso donde el soberano reside entre ellos? La simple duda parece extravagante porque es un requisito que, en cada comunidad, se observe una cierta proporción entre la parte laboriosa y la holgazana. Pero, si todos nuestros impuestos se hipotecan ¿no inventaremos otros nuevos? ¿Y no puede ser este asunto llevado a tal extensión que sea ruinoso y destructivo? En cada nación existen siempre algunos métodos de recaudar dinero que son más fáciles que otros, en conformidad con la forma de vivir de la gente y las mercancías que utilizan. En Gran Bretaña, los impuestos sobre la malta y la cerveza proporcionan grandes ingresos, porque las operaciones de maltear y elaborar cerveza son tediosas y resultan imposibles de ocultar; al mismo tiempo, estas mercancías no son tan absolutamente necesarias para la vida como para que la elevación de su precio afecte mucho a la suerte de los más pobres. Si estas tasas fueran todas hipotecadas, ¡qué dificultad para encontrar otras nuevas! ¡Qué vejación y ruina para los pobres! Las cargas sobre el consumo son más igualitarias y sencillas que aquellas sobre las posesiones. ¡Qué pérdida para el público que lo primero se encuentre del todo agotado y tengamos que recurrir a un método más gravoso de recaudar impuestos! Si todos los propietarios del suelo fueran sólo administradores, ¿no debería la necesidad forzarlos a practicar todas las artes de la opresión usada por éstos allí donde la ausencia o negligencia del propietario les asegura que no habrá una investigación? No creo que nadie se atreva a afirmar que no se deben limitar las deudas nacionales y que el Estado no sería más débil aunque percibiera doce o quince chelines por cada Libra, además de la tasa sobre la tierra y todos los actuales impuestos sobre el consumo y derechos de aduana. Por eso, existe algo en la situación que va más allá de una simple transferencia de propiedad de una mano a otra. Dentro de quinientos años, los descendientes de quienes ahora viajan dentro de las carrozas y de los que van en el pescante probablemente habrán intercambiado sus lugares, sin que el Estado se vea afectado —166—
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por esas revoluciones. Supóngase a la nación justamente llevada a esa condición a la que se apresura con tan asombrosa rapidez e imagínese que la tierra sea gravada con dieciocho o diecinueve chelines por Libra —puesto que no puede llegar a la cifra de veinte— y que todos los impuestos sobre el consumo y derechos de aduana aprieten hasta el máximo nivel que la nación pueda soportar sin perder completamente su comercio e industria; supóngase que todos esos fondos son hipotecados a perpetuidad y que la invención y el ingenio de todos nuestros proyectores no encuentra otra imposición que pueda servir como base para un nuevo préstamo; permítasenos considerar las consecuencias necesarias de esa situación. Aunque el imperfecto estado de nuestro conocimiento político y de las limitadas capacidades de los hombres vuelve difícil predecir los efectos que resultarán de alguna medida novedosa, las semillas de ruina son aquí esparcidas con tanta profusión como para no escapar al ojo del más descuidado observador. En este antinatural estado de la sociedad, las únicas personas que poseen algún ingreso, más allá de los inmediatos efectos de su laboriosidad, son los accionistas, que cobran casi toda la renta de la tierra y los inmuebles, además de las recaudaciones de todos los impuestos de aduanas y consumo. Se trata de personas que carecen de conexiones con el Estado y pueden disfrutar de sus ganancias en cualquier parte del globo en la que elijan residir, aunque naturalmente se asentarán en la capital o en grandes ciudades y se hundirán en el letargo de un lujo estúpido y mimado, sin espíritu, ambición ni disfrute. Adiós a las ideas de nobleza, posición y familia. Las reservas pueden ser transferidas en un instante y, encontrándose en semejante estado de fluctuación, raramente serán transmitidas durante tres generaciones de padre a hijo. O si permanecieran durante tanto tiempo en una familia, no comunicarían la autoridad hereditaria u honor al poseedor. Por este camino los diferentes rangos de personas, que forman a un tipo de jueces independientes en un Estado instituidos por la mano de la naturaleza, se encuentran enteramente perdidos. Cada hombre con autoridad deriva su influencia sólo del mandato recibido del soberano. No existen más recursos para prevenir o suprimir —167—
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insurrecciones que los ejércitos mercenarios, ni tampoco permanecen los medios para resistir a la tiranía; las elecciones dependen sólo del soborno y la corrupción y, al haber sido desplazado el poder intermedio entre el rey y el pueblo, un penoso despotismo debe infaliblemente prevalecer. Los terratenientes, despreciados por su pobreza y odiados por sus posesiones, serán completamente incapaces de enfrentarse a él. Aunque la asamblea legislativa pudiera tomar la resolución de no imponer nunca una tasa que dañe al comercio y desanime a la industria, resultará imposible que las personas, en temas de tan extrema delicadeza, razonen tan justamente como para no cometer nunca un error o, entre dificultades tan urgentes, ser persuadidas de su resolución. Las continuas fluctuaciones en el comercio requieren cambios constantes en la naturaleza de los impuestos, lo que expone a la asamblea en cada momento al peligro de equivocarse, tanto de forma intencionada como involuntaria. Y un gran golpe dado al comercio, a causa de tasas imprudentes o debido a otras eventualidades, arroja en la confusión a todo el sistema de gobierno. ¿Pero qué expediente puede ahora emplear el Estado, incluso suponiendo que el comercio continúe en su más floreciente condición, con el objetivo de sostener sus guerras y empresas exteriores y defender su propio honor e interés o el de sus aliados? No pregunto cómo la nación puede ejercer un poder tan prodigioso como el que ha mantenido durante las últimas guerras, donde nos hemos excedido tanto, no sólo en relación con nuestra fuerza natural sino incluso con la de los mayores imperios. Esta extravagancia es el abuso del que nos quejamos como causa de todos los peligros a los cuales nos encontramos expuestos en el presente. Pero, aunque supongamos que continúe el gran comercio y opulencia pese a hipotecar cada fondo, estas riquezas deben ser defendidas por un poder proporcional, y ¿de dónde va a sacar el Estado los ingresos que lo sostengan? Debe ser, sencillamente, a través de una tasación continua de las anualidades o, lo que es lo mismo, de hipotecar de nuevo, ante cada exigencia, una cierta parte de sus ingresos anuales y hacerlas contribuir a su propia defensa y la de la nación. Pero las dificultades que acarrea este sistema de política pronto aparecerán, tanto —168—
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si suponemos que el rey llegue a convertirse en un señor absoluto o continúe siendo controlado por consejos nacionales, en los que los perceptores de las anualidades deben ser, necesariamente, quienes más influyan. Si el príncipe ha llegado a ser absoluto, como puede naturalmente esperarse de esta situación de los asuntos, es fácil para él incrementar sus exacciones sobre los contribuyentes. Como éstas afectan sólo al dinero que conservan en sus propias manos, esta forma de propiedad pronto perderá todo su crédito porque el ingreso total de cada individuo se encuentra enteramente a merced del soberano; un grado de despotismo que ninguna monarquía oriental ha alcanzado. Si, por el contrario, el consentimiento de los contribuyentes constituye el requisito para cada recaudación, nunca serán persuadidos a sufragar de manera suficiente incluso el sostén del gobierno; como la disminución de sus ingresos debe en ese caso ser muy perceptible, no puede ser disfrazado bajo la apariencia de un tipo de impuesto sobre el consumo o las aduanas y no podrá ser compartido por ningún otro grupo en el Estado, que ya se supone que ha sido gravado al máximo. En algunas repúblicas existen ejemplos de un centenar de peniques, y algunas veces de cincuenta, ofrecidos para el sostén del Estado. Pero éste es siempre un extraordinario esfuerzo del poder y nunca debe convertirse en la base de una continuada defensa nacional. Siempre hemos encontrado, donde un gobierno ha hipotecado todos sus ingresos, que éste necesariamente se hunde en un estado de languidez, inactividad e impotencia. Tales son los trastornos que pueden ser razonablemente previstos en una situación a la que Gran Bretaña tiende visiblemente. Por no mencionar los innumerables inconvenientes, que no pueden ser previstos, y que deben resultar de una situación tan monstruosa como la de hacer al Estado el principal o único propietario del territorio, además de dejar en sus manos cada rama de los impuestos de aduanas y consumo que la fértil imaginación que los ministros y proyectores han sido capaces de inventar. Debo confesar que existe una extraña apatía, que tiene larga tradición, asentada en todos los rangos de personas en relación con las deudas públicas, que no difiere de la frialdad que los teólogos tan vehementemente denuncian —169—
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en relación con sus doctrinas religiosas. Todos sabemos que la más optimista imaginación no puede esperar que el actual ministro, ni que uno futuro, vayan a estar poseídos de tan rígida y constante frugalidad como para hacer un considerable progreso en el pago de nuestras deudas o que la situación de los asuntos extranjeros le deje, por mucho tiempo, descanso y tranquilidad como para semejante empresa65. ¿Qué nos sucederá entonces? ¿Fuimos alguna vez tan buenos cristianos y tan resignados a la Providencia? Ésta —a mi parecer— sería una pregunta curiosa, incluso considerada desde un punto de vista especulativo, para la que no resulta imposible encontrar alguna solución coyuntural. Los acontecimientos aquí dependerán poco de las contingencias de las batallas, negociaciones, intrigas y facciones. Parece existir un progreso natural de las cosas que guía nuestro razonamiento. Así como requería sólo una moderada dosis de prudencia haber previsto, cuando comenzamos primero esta práctica de hipotecar —a partir de la naturaleza de las personas y de los ministros— que las cosas necesariamente llegarían a la extensión que vemos, así, ahora que han llegado felizmente a ese alcance, no puede ser difícil adivinar las consecuencias. Debería ser uno de estos dos eventos: o la nación acaba con el crédito público o el crédito público destruirá la nación. Es imposible que ambos puedan subsistir después de la forma en que, hasta ahora, los han manejado, en éste país al igual que en otros. Existe, incluso, un plan para el pago de nuestras deu-
65 Las ediciones F, G, H, N incluyen la siguiente aclaración: «En tiempos de paz y seguridad, los únicos en los que es posible pagar la deuda, a los acreedores no les gusta recibir amortizaciones anticipadas porque no saben cómo disponer de ese dinero para que les dé un beneficio, mientras a los terratenientes no les agrada seguir pagando los impuestos con los que el Estado amortiza sus empréstitos. Entonces, ¿por qué un ministro debería perseverar en una medida tan desagradable para todas las partes? Por nuestro bien, supondré una posteridad que él nunca verá o alguna gente razonable y reflexiva, cuyo interés unido no permitirá que el ministro obtenga el más pequeño municipio en Inglaterra. Aunque no es probable que nunca encontremos a un ministro tan malo como político. Con relación a estas limitadamente destructivas máximas de la política, todos los ministros son suficientemente expertos».
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das que fue propuesto por un excelente ciudadano, el señor Hutchinson, hace aproximadamente treinta años. Fue muy aplaudido por algunas personas con juicio, aunque probablemente nunca llegará a ponerse en práctica. El Sr. Hutchinson afirmó que existía una falacia en imaginar que el Estado debía esta suma porque, en realidad, cada individuo debía una proporción de ella y pagaba, en sus impuestos, una parte alícuota del interés, además del gasto de recaudar estas tasas. ¿Entonces, no sería mejor —afirmó— hacer una distribución de la deuda entre nosotros y que cada uno aporte una suma apropiada a su propiedad y, por ese camino, liquide de una vez todos nuestros fondos e hipotecas públicas? No parecía tener en cuenta que los trabajadores pobres pagaban una parte considerable de los impuestos a través de sus consumos anuales pero no podían avanzar, de una vez, la parte proporcional de la suma requerida. Por no mencionar que la propiedad en dinero y reservas, en el comercio, puede ser fácilmente ocultada o disfrazada, así que la que se manifiesta de manera visible en tierras y casas, al final, respondería por el conjunto. Por eso, se trata de una desigualdad y opresión que nunca podría ser defendida. Pero aunque este proyecto probablemente jamás se ponga en práctica, tampoco resulta improbable que cuando una nación llegue a sentirse sinceramente apesadumbrada por sus deudas y resulte cruelmente oprimida por ellas, surja algún osado proyectista con planes visionarios para su liquidación. Y como el crédito público comenzará, en ese momento, a ser un poco más frágil, el más leve toque lo destruirá, como sucedió en Francia durante la Regencia; de esa forma, morirá a causa del doctor66. 66 Las ediciones F, G, H, N incluyen el siguiente párrafo: «Algunos Estados vecinos ponen en práctica un fácil recurso por el que aligeran sus deudas públicas. Los franceses tienen la costumbre (como hicieron primero los romanos) de aumentar el valor de su dinero. La nación se ha acostumbrado hasta tal punto a esta alteración que el crédito público no sale perjudicado, aunque realmente supone un recorte de muchas de sus empréstitos a través de un edicto. Los holandeses disminuyen el interés sin el consentimiento de sus acreedores o, lo que es lo mismo, arbitrariamente gravan los fondos a la vez que otras propiedades. Podríamos poner en práctica cualquiera de estos métodos sin necesidad de estar oprimidos por la deuda nacional y no resulta im-
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Pero es más probable que la ruptura de la fe nacional sea el efecto necesario de guerras, derrotas, desgracias y calamidades públicas o, incluso, de victorias y conquistas. Debo confesar que cuando veo a príncipes y Estados peleando y disputando entre sus deudas, fondos y rentas hipotecadas, siempre me viene a la mente un combate de porras realizado en una tienda china*. ¿Cómo se puede esperar que los soberanos prescindan de tipos de propiedad perniciosos, para sí mismos y para el Estado, cuando tienen tan poca compasión de las vidas y propiedades que son útiles para ambos? Dejemos que llegue el momento (y seguramente éste llegará) en el que nuevos fondos, creados por las exigencias del año, no sean suscritos y no se reúna el dinero previsto. Supóngase que se ha agotado el dinero líquido de la nación o que nuestra fe, que hasta ahora ha sido tan amplia, comience a decaer. Imagínese que, en esta angustia, la nación es amenazada con una invasión o se espera una rebelión que estalle en el país; un escuadrón no puede ser equipado por falta de paga, vituallas o reparaciones o, incluso, un subsidio extranjero no puede ser avanzado. ¿Qué debe hacer un príncipe o ministro en semejante emergencia? El derecho a la supervivencia es inalienable en cada individuo y mucho más en la comunidad. La necedad de nuestros hombres de Estado debe ser entonces más grande que la insensatez de quienes primero contrajeron deudas o, lo que es más, que la de quienes confiaron, o continúan confiando su seguridad en semejantes garantías, si estos gobernantes tienen en sus manos los medios para superar estas dificultades y no los emplean. Los fondos, creados e hipotecados, brindarán en ese momento un gran ingreso que será suficiente para la defensa y seguridad de la nación. El dinero quizás permanezca en la hacienda, listo para liquidar el interés trimestral; pero si la necesidad lo exige, posible que uno de estos, o algún otro método, para nuestro embarazo, pueda intentarse ante el aumento de nuestros gravámenes y dificultades. Pero la población en este país razona tan bien con todo lo que guarda relación con sus intereses, que semejante práctica no engañará a nadie y el crédito público se estremecerá enseguida ante un intento tan peligroso». * Es decir, entre objetos delicados como la porcelana [N. del T.].
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el miedo lo urge, la razón lo exhorta, la compasión sola exclama, entonces el dinero inmediatamente debe ser embargado para el presente servicio, quizás bajo las más solemnes declaraciones de que será inmediatamente reemplazado. No se requiere más. El edificio entero, ya tambaleante, cae al suelo y entierra a miles entre sus ruinas. Creo que esto puede ser denominado la muerte natural del crédito público, porque en este periodo él mismo tiende tan naturalmente como un cuerpo animal a su disolución y destrucción. La mayoría de la humanidad es tan ingenua que, a pesar de una conmoción tan violenta para la credibilidad de un Estado, como ocasionaría una bancarrota voluntaria en Inglaterra, probablemente no trascurra mucho tiempo antes de que el crédito vuelva otra vez a revivir en una condición tan floreciente como la anterior. El actual rey de Francia, durante la última guerra, tomó prestado dinero a más bajo interés de lo que nunca hizo su padre; tan bajo como el Parlamento británico, comparando la tasa natural de interés en ambos reinos. Y aunque los hombres son, por lo general, más gobernados por lo que han visto que por lo que prevén con alguna certeza, pocos son capaces de resistir la poderosa influencia que tienen todavía las promesas, protestas y buenas apariencias, junto al encantamiento del presente interés. La humanidad es, en todas las épocas, atrapada por los mismos cebos: idénticos trucos, realizados una y otra vez, aún los engañan. Las cumbres de la estimación y el patriotismo son aún el camino trillado que lleva al poder y a la tiranía, la adulación a la traición, la reunión de ejércitos al gobierno despótico y la gloria de Dios al interés temporal del clero. El miedo a una destrucción eterna del crédito, considerando que se trata de un mal, es una pesadilla innecesaria. En realidad, un hombre prudente preferiría prestar al Estado inmediatamente después de que hayamos tomado una esponja para limpiar nuestras deudas en lugar de hacerlo en el presente. Debe reconocerse que un opulento truhán, aunque uno no pueda obligarle a pagar, es un deudor preferible a un honesto insolvente, puesto que el primero, en orden a dirigir sus negocios, puede encontrar que es de su interés liquidar sus deudas, si no son exorbitantes, mientras que el segundo no puede hacerlo. El razonamiento de —173—
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Tácito67, que es eternamente cierto, es muy aplicable al presente caso: Sed vulgus ad magnitudinem beneficiorum aderat: Stultissimus quisque pecunias mercabatur. Apud sapientes cassa habebantur, quae neque dari neque accipi, salva republica, poterant68. El Estado es un deudor a quien ningún hombre puede obligar a pagar. El único freno que los acreedores tienen sobre él es el interés de preservar el crédito, un interés que puede ser fácilmente desequilibrado por una gran deuda y una difícil y extraordinaria emergencia, incluso suponiendo el empréstito incobrable. Por no mencionar que la necesidad presente a menudo fuerza a los Estados a tomar medidas que van, estrictamente hablando, contra su provecho. Los dos acontecimientos que se ha expuesto anteriormente son calamitosos, pero no los más infortunados. Miles son sacrificados a millones, pero no estamos a salvo de que se produzca el suceso contrario y que millones puedan ser sacrificados para siempre por la seguridad temporal de miles69. Quizás nuestro popular gobierno pueda hacer difícil o peligroso para un ministro aventurarse con un recurso tan desesperado como el de la bancarrota voluntaria. La Cámara de los Lores está completamente formada por propietarios del suelo, así como gran parte de
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Historias, libro iii. «Pero el vulgo tomaba parte en la abundancia de beneficios: los más necios manejaban el dinero. Entre los sabios se tenían por vanas la cosas que no podían darse ni recibirse, si se lograba mantener a salvo la república» [N. del T.]. 69 He oído decir que ha sido contabilizado que todos los acreedores del Estado, nativos y foráneos, alcanzan sólo la cifra de 17.000. En la actualidad estos reciben una cantidad de sus ingresos, pero en caso de pública bancarrota se convertirían, en un instante, en la más baja —así como la más desdichada— población. La dignidad y autoridad de la nobleza rural y la aristocracia están muy arraigadas y volverían la contención muy desigual, si llegáramos alguna vez a ese extremo. Uno se inclinaría a asignar a este evento un periodo muy cercano, como de medio siglo, si las profecías de este tipo elaboradas por nuestros padres no se hubieran encontrado ya falaces, puesto que nuestro crédito público dura más allá de toda razonable esperanza. Cuando los astrólogos en Francia predecían cada año la muerte de Enrique IV, éste señaló: «Estos hombres al final tendrán razón». Por eso, debemos ser más cautos como para asignar una fecha precisa y contentarnos con señalar el acontecimiento en general. 68
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la Cámara de los Comunes. Consecuentemente, no debe suponerse que ninguno de ellos tenga un gran capital en los fondos, aunque las conexiones de sus miembros con los propietarios de éstos deben ser tan grandes como para volverlos más tenaces en la confianza pública de lo que requieren, estrictamente hablando, la prudencia, la política o, incluso, la justicia. Y, quizás, nuestros enemigos externos puedan ser también tan diplomáticos como para descubrir que nuestra seguridad descansa en la desesperación y, por eso, no aparecerá el peligro, abierta y descaradamente, hasta que éste resulte inevitable. Nuestros abuelos y padres, al igual que nosotros, hemos juzgado que el equilibrio de poder en Europa era demasiado desigual como para ser preservado sin nuestra atención y asistencia. Pero nuestros hijos, cansados de tanta disputa y encadenados por los gravámenes, pueden sentarse seguros y ver a sus vecinos oprimidos y conquistados hasta que, al final, ellos mismos y sus acreedores permanezcan ambos a merced del conquistador. Y esto puede propiamente ser denominado la muerte violenta de nuestro crédito público. Estos parecen ser los acontecimientos, que no son muy remotos y que la razón predice casi tan claramente como puede hacerlo con cada cosa que permanece en la matriz del tiempo. Y aunque los antiguos mantenían que, en orden a alcanzar el don de la profecía, era necesario poseer una cierta furia o locura divina, uno puede certeramente afirmar que, en orden a pronunciar profecías como ésta, no se necesita más que hallarse en plenas facultades, libre de la influencia de la locura y las ilusiones comunes.
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