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Spanish Pages [579] Year 2020
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Este libro fue sometido a un proceso de dictaminación por académicos externos al Instituto y de acuerdo con las normas establecidas por el Consejo Editorial de las Colecciones del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana. Queda prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio, sin el consentimiento por escrito de su legítimo titular de derechos. Proyecto PAPIIT IN401817: “Hacia una historia del presente mexicano: régimen político y movimientos sociales, 1960-2010”. Primera edición en papel: septiembre 2020 Edición ePub: noviembre 2020 D.R. © 2020, Universidad Nacional Autónoma de México Instituto de Investigaciones Sociales Ciudad Universitaria, 04510. Ciudad de México
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D.R. © 2020, Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V. Hermenegildo Galeana 111, Barrio del Niño Jesús Tlalpan, 14080, Ciudad de México Coordinación editorial: Virginia Careaga Covarrubias Cuidado de la edición: Mauro Chávez Rodríguez Formación: D.C.G. Óscar Quintana Ángeles Diseño de portada: D.C.G. Jocelyn G. Medina Realización ePub: javierelo Hecho en México ISBN: 978-607-30-3288-9 (UNAM) ISBN: 978-607-8636-73-0 (Bonilla Artigas Editores) ISBN ePub: 978-607-8781-10-2 ISBN ePub UNAM: 978-607-30-3954-3 Nota de la edición ePub: A lo largo del libro hay hipervínculos que nos llevan directamente a páginas web. Aquellos que al cierre de esta edición seguían en funcionamiento están resaltadas y con el hipervínculo funcionando. Cuando no se puede acceder a ellas desde el hipervínculo, por no estar ya en línea, se deja con su dirección completa: .
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Contenido Agradecimientos Introducción. Arañar el tiempo estando sobre la cresta de la ola Camilo Vicente Ovalle, César Iván Vilchis Ortega y Eugenia Allier Montaño
D T , Historia y tiempo presente. La zona de la experiencia desnuda Ilán Semo
El tiempo presente en la historia: generaciones, memoria y controversia Eugenia Allier Montaño
El tiempo social: una visión transdisciplinaria Guadalupe Valencia García
Dos temas paralelos al auge de la historia del tiempo presente: el tiempo histórico y las relaciones entre historia y memoria Rogelio E. Ruiz Ríos
Emociones e historia reciente: hacia una refiguración de la distancia histórica Cecilia Macón
Memoria y emociones de un tiempo presente latinoamericano Frédérique Langue
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Historia conceptual e historia del presente: ¿por qué los conceptos importan cuando se narra la historia coetánea? Gabriela Rodríguez Rial
Ética y política en el historiador del tiempo presente Eugenia Allier Montaño
F Historia reciente de América Latina como outsider: investigar el pasado cercano de una tierra extranjera Benedetta Calandra
Maneras de testimoniar en situaciones de abuso sexual Fernando M. González
Las víctimas en la historia del presente: un peligroso (en)canto de sirenas Juan Sebastián Granada-Cardona
Entrevistar perpetradores de violencia en el siglo XXI. Problemas e intersecciones entre historia oral e historia del presente Alicia de los Ríos Merino
Archivo y las huellas del presente Camilo Vicente Ovalle
Televisión e internet: fuentes para una historia del tiempo presente César Iván Vilchis Ortega
El Sol de Sinaloa: una fuente para reconstruir la historia del tiempo presente sobre la violencia política en México a finales del siglo XX Sergio Arturo Sánchez Parra
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C
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La historia vivida y el estudio de la violencia en México: conflictos historiográficos y dilemas metodológicos Rodolfo Gamiño Muñoz
Consideraciones sobre política e historiografía: el campo de la Historia Reciente en la Argentina Marina Franco
Reflexiones sobre el campo de estudios de los exilios en Argentina (1996-2016) Silvina Jensen y Soledad Lastra
El campo de investigaciones sobre la historia reciente en Brasil, de su formación al estado actual Rodrigo Patto Sá Motta
Conclusiones. El presente como historia Eugenia Allier Montaño; Camilo Vicente Ovalle y César Iván Vilchis Ortega
Bibliografía Sobre los coordinadores
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Agradecimientos Este libro es resultado del proyecto de investigación “Hacia una historia del presente mexicano: régimen político y movimientos sociales, 1960-2010” (PAPIIT IN401817), financiado por la Dirección General de Asuntos del Personal Académico (DGAPA) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Queremos agradecer al Instituto de Investigaciones Sociales (IIS-UNAM), sobre todo a su personal académico y administrativo, por habernos apoyado con la logística y el préstamo de las instalaciones para la realización del taller “El Presente, tiempo histórico”, en particular a Miriam Aguilar, coordinadora del Departamento de Difusión. Extendemos el agradecimiento a Virginia Careaga, coordinadora del Departamento de Publicaciones, y a Adriana Olvera, asistente del Comité Editorial, así como a Mauro Chávez Rodríguez por la edición y a Óscar Quintana Ángeles por la formación del libro: gracias por su compromiso con el trabajo. Sin duda, estamos en deuda con Laura Andrea Ferro Higuera, Manuel Antonio García Durán y Tamy Imai Cenamo por su valiosa colaboración en una primera edición de los textos aquí reunidos. No puede faltar nuestro agradecimiento a las y los colegas que participaron en este libro, quienes siempre estuvieron al pendiente del largo proceso de la publicación. Finalmente, queremos agradecer a las y los dictaminadores anónimos de la Universidad Nacional Autónoma de México por los comentarios y sugerencias que realizaron a la versión preliminar de la obra.
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Introducción. Arañar el tiempo estando sobre la cresta de la ola Camilo Vicente Ovalle César Iván Vilchis Ortega Eugenia Allier Montaño ¿Cómo estudiar el presente cuando aún lo estamos viviendo, cuando somos sus actores y partícipes? Ésta es una de las dudas que en las últimas cuatro décadas ha marcado la historia del tiempo presente, desde sus primeros esfuerzos de institucionalización en Alemania y Francia en la década de 1970 hasta los últimos años en que el campo se ha ido conformando en México y otros países de América Latina, principalmente en Argentina, Uruguay, Chile, Brasil y Colombia. El estudio del presente no es nuevo para la historia. Entre los griegos, Heródoto y Tucídides fueron no sólo precursores de la historia a secas, sino de este gusto por historiar lo que ocurría mientras se vivía. De acuerdo con Marc Bloch, es precisamente esta actitud frente a lo vivo, frente al presente, “la principal cualidad del historiador […], porque el estremecimiento de la vida humana, que requiere de un gran esfuerzo para ser restituido a los textos antiguos, es aquí directamente perceptible a nuestros sentidos” (Bloch, 2001: 71). Después de ellos, y hasta la década de 1970, hubo otras tentativas por estudiar y comprender el presente.1 Sin embargo, en casi todos los casos se trató de emprendimientos aislados que no llegaron a conformar un campo de conocimiento historiográfico propiamente dicho. No fue sino hasta los años setenta del siglo XX cuando la definición del presente como parte del tiempo histórico, y consecuentemente susceptible de ser transformado en conocimiento historiográfico, surgió con un postulado central para la comprensión de las sociedades y su devenir.
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Este libro busca continuar con los debates teórico-metodológicos de esta historiografía. En específico, discutir en torno a algunos temas y preguntas. En primer lugar, el concepto que debe utilizarse para referirse a este tipo de historiografía: ¿historia del tiempo presente, historia reciente, historia muy contemporánea?, y en este sentido ¿cómo debe ser comprendido el presente como historia? En segundo lugar, nos interesa discutir la cuestión de quién es el historiador en la historia del tiempo presente, así como sus implicaciones ético-políticas. En tercer lugar, es fundamental la discusión sobre las fuentes para una historia de este tipo, su especificidad y la novedad de algunas, así como los métodos para su tratamiento e interpretación. I En sus comienzos, la historia del tiempo presente estuvo asociada al análisis de procesos como los regímenes totalitarios, en particular el surgimiento y la consolidación del nazismo en Alemania y el fascismo en otros países de Europa, y con especial énfasis se asoció al estudio del holocausto y sus derivaciones. Sin embargo, tiene una genealogía compleja, que a finales de la década de los setenta la revela no sólo como un análisis de la catástrofe más reciente, sino como una crítica a los principios ordenadores del presente y un régimen de historicidad, el presentismo, ante el cual tanto el pasado como el futuro colapsan: el pasado se resquebraja ante la incapacidad de ser transformado críticamente en espacio de experiencia, siendo únicamente posible su consumo como una experiencia degradada en lo vintage, y el futuro pierde su cualidad de expectativa utópica, siendo anunciado exclusivamente como un riesgo continuo de catástrofe inminente (Hartog, 2007: 19-41 y 127158; Traverso, 2016: 7-8). En el presentismo, la historia y la política son hechas fracasar, dejando sólo la técnica y la tecnología como únicos mediadores para hacer inteligible y gobernable lo social. La historia del tiempo presente emerge como crítica a ese régimen de historicidad, y quizá por esto en su praxis sea la historia política la
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que aparezca como preponderante, pero sin dejar de lado la historia de lo cultural y lo social. Esta configuración crítica podemos rastrearla también en sus comienzos en Alemania. En el contexto de las negociaciones para la devolución del archivo del Ministerio Alemán de Relaciones Exteriores, capturado por las tropas aliadas en 1945 y enviado a Estados Unidos, fue creado en 1947 el Instituto Alemán para la Historia del Periodo Nacionalsocialista, renombrado en 1952 como Instituto de Historia Contemporánea. Uno de sus primeros directores apuntó el objetivo central de este instituto: “Not the writing of history but its documentation is our prime concern” (Eckert, 2012: 336). Sin embargo, la disputa no estaba sólo en la devolución de los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores, como una fuente para construir la historia del régimen totalitario nazi; también implicó el reconocimiento de un nuevo campo de la disciplina y profesión históricas: el estudio de los procesos actuales y de los vivos. Con la recuperación de los archivos y su disposición para la investigación, tanto el instituto alemán como historiadores en Estados Unidos, involucrados en los trabajos de microfilmación de los documentos, consideraron que se refutaba la crítica que decía que “historians had neither the sources nor the distance necessary to treat the present as history” (Eckert, 2012: 349). Sin embargo, no es sino hasta finales de los años setenta que la crítica comenzó a institucionalizarse en Francia, con la creación de Institut d’Histoire du Temps Présent. Su fundador, François Bédarida, señaló que con la creación del instituto: Se trataba, a la vez, de incitar a la investigación histórica francesa a enfrentarse a lo muy contemporáneo y de afirmar la legitimidad científica de este fragmento o rama del pasado, demostrando a ciertos miembros de la profesión, más o menos escépticos, que el reto era hacer realmente historia y no periodismo (Bédarida, 1998: 20.)
Es claro que la historia del tiempo presente no sólo emergió como una crítica política, ni como la mera necesidad por explicar la catástrofe más reciente; se configuró como campo disciplinario en un
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contexto de crisis epistémica, así como política y social, durante la década de los años setenta. Caracterizada como un periodo de convulsión global (Ferguson, Manela, Sargent y Maier, 2011), no sólo por la internacionalización e interdependencia de las crisis, sino también por su alcance en diversos ámbitos de la vida social, en la década de los setenta del siglo XX se decantaron descontentos acumulados de variada índole, y no siempre con las mismas fuentes, que afectaron la concepción de la historia y las formas de su escritura. Mientras en Europa se vivía la emergencia de procesos sociales que rompían con el dogmatismo marxista, los movimientos de liberación nacional o las protestas estudiantiles, dirigidas principalmente contra la comodidad y el conformismo político de la democracia liberal de posguerra, del otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, el descontento fue generado por las largas décadas de silenciamiento y represión contra los sectores de izquierda, social o intelectual; la cacería de brujas de los años cincuenta, la lucha por los derechos civiles, la guerra de Vietnam, el desacuerdo juvenil con el american way of life y otras tantas manifestaciones de rechazo al estado de cosas. En América Latina convergieron la emergencia de los movimientos de liberación nacional, con la Revolución cubana como punta de lanza, y el descontento social, expresado muchas veces por los nuevos sujetos, junto con el surgimiento de nuevos autoritarismos, procesos que abarcaron las décadas de 1960 hasta 1980. Cabe señalar que, en América Latina, en uno de los primeros esfuerzos colectivos por afrontar el estudio histórico del presente, se dibujaron con mucha claridad las características político-epistémicas de la historia del tiempo presente. Pablo González Casanova, coordinador de la obra colectiva América Latina: historia de medio siglo, así lo apuntó: La obra que hoy publicamos parte de la necesidad de conocer la historia de cada país para actuar en cada país. Y une a todos los países en un esfuerzo conjunto con la certeza de que en medio de las diferencias más significativas nuestros pueblos encontrarán los rasgos comunes que les permitan actuar en forma cada vez más unitaria. Como trabajo pionero sobre la historia actual, la obra contribuirá a alentar nuevos estudios históricos contemporáneos, nuevas monografías y síntesis acerca de las luchas
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de liberación. […] Los colaboradores de la obra tienen formaciones y posiciones ideológicas distintas. Algunos de ellos son historiadores, otros son politólogos y sociólogos. Todos han logrado escribir la primera historia de la América Latina actual que realiza un grupo de estudiosos. Por lo común los historiadores no se ocupan de la historia inmediata. Los sociólogos y politólogos tampoco. Unos se quedan en el pasado más lejano. Otros consideran que su tarea no es la del historiador. El vacío ha quedado en parte cubierto. Y será cubierto cada vez más en los próximos años (González Casanova, 1977: vii).
En ese contexto convulso, la historiografía cobró otros impulsos, descubrió nuevos caminos y elaboró propuestas metodológicas: se consolidó la historia desde abajo, como cuestionamiento a la vieja historia política centrada en las élites, abriendo espacio al estudio de los márgenes, lo subalterno y lo común. Por su parte, los giros lingüísticos abrieron la compresión histórica del mundo desde los conceptos. De manera relevante, estos movimientos historiográficos abrieron también nuevas temporalidades y espacialidades, el estudio de lo breve o lo micro, y cambiaron la práctica de la historia. En Francia se levantaron críticas hacia la escuela inaugurada por Bloch y Fevbre, heredada y acrecentada por Braudel. Estas críticas se sintetizaron en la obra coordinada por Jacques Le Goff y Pierre Nora, Faire de l’histoire (1974), de tres volúmenes, en donde se dedicó espacio a reflexionar sobre las nuevas formas de hacer la historia: nuevos problemas, nuevas aproximaciones y nuevos objetos. En el primer volumen destaca el ensayo de Pierre Nora, “El retorno del acontecimiento” (publicado dos años antes con el sugerente título “L’événement monstre”), en donde se distancia de ese cierto repudio de los fundadores de Annales por lo evénémentiel. El acontecimiento no será más lo opuesto a la estructura y la larga duración, se concebirá como su desvelamiento. Esta rehabilitación y deconstrucción del acontecimiento será la punta de lanza de la historia del tiempo presente. En esos mismos años, otra obra importante fue la compilación de ensayos filosóficos, teóricos y metodológicos del alemán Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, publicado en 1979, en donde propuso una historia de los conceptos, de su semántica y de sus transfor13
maciones en el tiempo. Propuso, sobre todo, una nueva categorización del tiempo histórico, que no se reduce a la secuencia pasadopresente-futuro, sino que busca las densidades y complejidades de la relación entre esos tres modos de tiempo, de manera especial en la tensión producida entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa. La historia del tiempo presente también será deudora de esta nueva perspectiva teórica. En ese mismo proceso de crisis, crítica y renovación historiográfica, la propuesta de una historia del tiempo presente tiene su lugar. Esta historia integra el presente al tiempo histórico, no pospone su análisis y valoración para generaciones futuras, ni desplaza su responsabilidad a otras áreas de las ciencias sociales. Asumirá como suyo el acontecimiento, pero no se ocupa del acontecimiento actual, como epifenómeno, sino del despliegue de realidad en donde tuvo las condiciones para aparecer. No sólo es una narrativa del acontecimiento, sino una analítica y arqueología de su estructura, del presente. Una característica central de la genealogía de la historia del tiempo presente es la demanda social a la que está sometida, que se presenta en forma de cuestionamientos sobre ciertos acontecimientos que han afectado las formas de convivencia y el tejido social, estructuras o instituciones sociales como el Estado, o han puesto en riesgo la existencia misma de grupos sociales amplios dentro de una sociedad concreta en un momento dado. Es indudable que en Alemania la emergencia de la historia del tiempo presente estuvo vinculada a la exigencia de saber y explicar el fenómeno del nacionalsocialismo y el genocidio llevado contra grupos étnicos o políticos. En Francia jugó un papel similar el interés por dilucidar las vicisitudes del gobierno colaboracionista de Vichy. En España fue el caso tanto de la guerra civil y la resistencia como del largo periodo del franquismo y la transición política. En América Latina, los gobiernos autoritarios y dictatoriales, así como las graves violaciones a los derechos humanos, fueron los detonantes de los estudios de la historia reciente. Estas temáticas han sido abordadas por investigadores e investigadoras no sólo por una decisión exclusivamente
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personal, sino porque han sido impelidos a hacerlo: por la gravedad de lo sucedido y sus consecuencias o porque son procesos y eventos que siguen aconteciendo, ya sea por la demanda de grupos específicos, como las víctimas o familiares de víctimas, o por la demanda del Estado, que busca aclarar, explicar a la sociedad, y llevar a cabo algún tipo de justicia. La rehabilitación del acontecimiento, la introducción del presente como parte del tiempo histórico y el quiebre de la secuencia lógica de la temporalidad entre pasado y futuro, no sólo por cierta crítica posmoderna que cuestionaba la historia como advenimiento de sentido, sino por la presencia de pasados que irrumpían en el presente, haciéndose presentes, ya sea por la demanda social de justicia o las prácticas memoriales, provocaron que aquello que se había considerado como historia contemporánea, definida en gran medida por la sincronía de la experiencia de lo temporal, dentro de la secuencia lógica pasado-presente-futuro, resultara inadecuado, pues en la historia contemporánea el presente aún se consideraba fuera del alcance del análisis histórico. Por esto, la historia del tiempo presente no es otro nombre para la historia contemporánea. Surgida como práctica en un contexto de crisis, la historia del tiempo presente no pretende superarla por la vía del desplazamiento, sino integrarla como método. De ahí que una de las características centrales de este campo historiográfico sea el cuestionamiento permanente a las condiciones de posibilidad en la producción de su conocimiento historiográfico. La historia del presente emerge, entonces, con una marca, con una disposición a la crítica: porque implícitamente hay un cuestionamiento y un esfuerzo de rectificación de los principios ordenadores del presente (vinculada a la demanda social que la cruza). Hay una ruptura historiográfica al introducir una temporalidad. Y trata de hacer inteligibles sus propias condiciones de posibilidad. Por esta razón, la articulación de este libro trata de presentar los aspectos centrales de la crítica, atender las preguntas sobre las condiciones de posibilidad del conocimiento sobre el tiempo presente, sus categorías, métodos y fuentes, y el propio
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proceso histórico de su configuración como campo historiográfico en distintas geografías. II Éste no es el primer libro dedicado a la historia del presente. Conviene hacer un rápido recuento de los principales ya existentes. En 1993 se publicó en Francia Écrire l’histoire du temps présent, un trabajo colectivo en el que los autores reflexionan y discuten, desde diversas disciplinas, sobre la práctica de este campo de estudio. Vale subrayar que, siguiendo la tradición del Institute d’Histoire du Temps Présent, de París, en esta obra el “tiempo presente” se entiende como una especie de periodo histórico que abarca de la segunda guerra mundial a la actualidad. Ese mismo año, pero en España, Josefina Cuesta Bustillo publicó Historia del tiempo presente. En este caso, el “tiempo presente” no hace referencia a un periodo específico, sino a una categoría dinámica y móvil. En palabras de la autora, se trata de “la posibilidad de análisis histórico de la realidad social vigente, que comporta una relación de coetaneidad entre la historia vivida y la escritura de esa misma historia, entre los actores y testigos de la historia y los propios historiadores” (Cuesta Bustillo, 1993: 11). En un texto muy didáctico, aborda las distintas formas de denominar a esta parcela historiográfica, la variedad de fuentes con las que trabaja y las relaciones que establece con otras disciplinas, como la sociología, la antropología o el periodismo. Por su parte, Timothy Garton Ash publicó History of the Present en 1999, en donde convergen historia, periodismo y literatura para dar cuenta de los acontecimientos ocurridos en Europa en los años noventa. El autor critica algunas de las objeciones comunes para hacer historia del presente, particularmente la carencia de fuentes y la incapacidad para conocer las consecuencias de los hechos actuales. Y, por el contrario, señala que el historiador dispone de una gran cantidad y variedad de fuentes y que el desconocimiento de las consecuencias de los hechos estudiados podría convertirse en una ventaja, ya que cuando alguien escribe “al calor” de los aconte16
cimientos deja constancia de muchas cosas que seguramente se habrían perdido de no haberse escrito. Así, la historia del presente resulta ser una práctica radicalmente diferente de la historia de periodos más antiguos. En 2004 se publicó uno de los libros que se volverían referencia obligada sobre el tema: La historia vivida, de Julio Aróstegui. Su importancia radica en que ofrece probablemente una de las definiciones más certeras y completas de este campo. La Historia del Tiempo Presente, como prefiere denominarla el autor, es una historia de lo inacabado, de lo que carece de perspectiva temporal, una historia que se liga con la coetaneidad del propio historiador. En este sentido, cuando el historiador estudia un periodo del que existe al menos una de las tres generaciones que vivieron el acontecimiento está haciendo una historia de la coetaneidad, de un tiempo que aún es vigente; es decir, el historiador está investigando un presente histórico. Hasta aquí algunos de los libros que abordan el campo en tanto historia del presente. Sin embargo, la historización de acontecimientos cercanos ha sido denominada de diversas maneras: presente, inmediata, reciente, vivida, actual, coetánea. De éstas, historia reciente y la historia inmediata son las que han contado con más aceptación. Por esto, vale la pena mencionarlas. En algunos países de América del sur, historia reciente es el concepto que se ha utilizado con mayor frecuencia para designar el estudio del pasado próximo, en muchas ocasiones con un acento particular en el periodo de violencia política y autoritarismo estatal de la segunda mitad del siglo XX. En torno a este término se ha conformado un importante campo de estudio en la región, y el libro de Marina Franco y Florencia Levín, Historia reciente. Perspectivas y desafíos para un campo en construcción (2007) ha sido considerado un clásico para quienes se interesan en el tema en Argentina, Uruguay y Chile. En una tónica similar también se encuentra Historizar el pasado vivo en América Latina, editado por Anne PérotinDumon, que reúne 34 trabajos de carácter multidisciplinario con el objetivo de “alentar en el continente el estudio histórico de las rup-
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turas catastróficas del pasado nacional cuya memoria sigue viva” (Pérotin-Dumon, 2007). El otro término con el que se ha designado a esta parcela historiográfica es historia inmediata, como en el libro de Jean-François Soulet, L’histoire immédiate. Historiographie, sources et méthodes (2009). Para este autor, la historia inmediata se caracteriza por “la existencia de testigos de los acontecimientos descritos, las condiciones de acceso a ciertas fuentes, la particularidad de algunas de ellas, la necesaria colaboración con las otras ciencias sociales […]. Muchos elementos que contribuyen a orientar a la historia inmediata hacia determinados objetos, ciertas problemáticas y ciertas metodologías” (Soulet, 2009: 39).2 Sin duda, menciona muchos de los aspectos que hemos estado abarcando como historia del presente. Sin embargo, esta idea de inmediato no añade nada a la cuestión de historizar el presente, pues al hacer referencia al pasado más cercano no da cuenta del proyecto de “historiar la vida coetánea”, de abordar las generaciones vivas del presente, como lo sugería Aróstegui. Respecto a esta cuestión, Frédérique Langue subraya: la historia del tiempo presente no se centra de forma exclusiva en unos acontecimientos en particular, aunque puedan éstos desempeñar un papel de catalizadores tanto en el ámbito académico como en la sociedad civil. Abarca más bien procesos considerados en el tiempo largo, así como sus respectivos ecos en el presente, a diferencia de otras opciones historiográficas centradas en lo ‘inmediato’, la historia inmediata (Langue, 2015: 14).
Desde la tradición anglosajona poco se ha debatido sobre la pertinencia de historizar el presente y la validez que una historia de ese tipo; esto no significa que este campo historiográfico no sea amplio, al contrario, se ha trabajado mucho y desde hace décadas, pero no se debate. En 2012 fue publicado el libro Doing Recent History: On Privacy, Copyright, Video Games, Institutional Review Boards, Activist Scholarship, and History that Talks Back, editado por Claire Bond Potter y Renee C. Romano, que justamente señala que a pesar de que se trata de un campo cada vez más nutrido, no cuenta con libros de reflexión. Para estas dos historiadoras, el pasado re-
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ciente sería aquel que tiene, como máximo, cuarenta años. De hecho, la serie que dirigen se llama “Since 1970. Histories of Contemporary America”. Llama la atención que en ningún momento explican por qué tendrían que ser específicamente cuarenta años. En la última década se han publicado dos libros muy interesantes. En primer lugar, el texto de Hugo Fazio, quien desde Colombia realizó un valioso aporte a la discusión con La historia del tiempo presente: historiografía, problemas y método (2010). Para el autor, esta subdisciplina no puede estar exclusivamente identificada con las generaciones vivas, sino que debe ser entendida desde los tres conceptos que la delimitan: Se debe considerar como historia en cuanto es un enfoque que pone énfasis en el desarrollo de los acontecimientos, situaciones y procesos sobre los que trabaja. Es tiempo en la medida en que se interesa por comprender la cadencia y la extensión diacrónica y sincrónica de esos fenómenos analizados. Es presente, entendido como duración, como un registro de tiempo abierto en los extremos, es decir, que retrotrae a la inmediatez ciertos elementos del pasado (el espacio de experiencia) e incluye el devenir en cuanto expectativas o futuros presentes (el horizonte de expectativa) (Fazio, 2010: 140).
Considera, asimismo, que debe ser una historia que tome en cuenta las transformaciones que ha vivido la sociedad contemporánea. Afirma que la perspectiva diacrónica que la caracteriza es la que la diferencia de otras miradas provenientes de las ciencias sociales. En este sentido, también destaca su carácter global transdisciplinario. Es decir, recobra la vieja propuesta de Marc Bloch acerca de realizar trabajos que incluyan a historiadores de distintas latitudes y con perspectivas disciplinarias variadas. En síntesis, Fazio considera que “la historia del tiempo presente representa la ruta cartográfica de la historia global” (Fazio, 2010: 148). Por su parte, Henry Rousso, uno de los primeros historiadores en hacer historia del tiempo presente, publicó La dernière catastrophe. L’histoire, le présent, le contemporain en 2013, en donde hace un importante esfuerzo por definir y trabajar teóricamente el concepto. Rousso afirma que la particularidad de esta parcela historiográfica
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es que se interesa en un presente que es el suyo mismo, en un contexto donde el pasado no está ni acabado, y donde el sujeto de la narración es un “todavía-ahí”, mientras que su final, por definición, es móvil. Entre las principales características de la historia del presente señala: a) la centralidad del testigo (y por consecuencia de la memoria); b) la existencia de relaciones conflictivas con el poder, religioso o político, y c) el lugar central del acontecimiento, la existencia de una demanda social, donde el historiador se ha convertido en un experto, porque la historia del presente se ha transformado en un campo de “experticia”. Además, y ésta es su principal hipótesis de trabajo, el interés por el pasado cercano parece ligado a un momento de violencia paroxístico, y sobre todo a su “después”, al tiempo que sigue al acontecimiento “deflagrador”, necesario para la comprensión, la toma de conciencia, la toma de distancia, pero también marcado por el traumatismo, y por fuertes tensiones entre la necesidad del recuerdo y el señuelo del olvido. Menciona, entonces, que un rasgo característico de esta historia es afrontar las fases de amnesia, al mismo tiempo que busca sus propias bases epistemológicas. Desde esta perspectiva, señala que el historiador del presente ha tenido por tarea hacerse cargo de un doble movimiento: hacer pasado el presente y hacer presente el pasado. Para nosotros, hay que insistir en la conveniencia de utilizar historia del presente como definición que permite especificar que el estudio de la subdisciplina es el presente (en cuanto coetaneidad) y no un periodo de la historia de cada país, vinculado con una catástrofe, el dolor, el trauma o la violencia. Historia reciente apunta a este último aspecto, que no es aplicable a todos los países y no permite que en el campo se incluyan aspectos culturales y sociales que no sean estrictamente políticos. Respecto al concepto historia inmediata, sería difícil utilizarlo porque define lo mismo que historia del presente, pero sin haber logrado hegemonía, y porque, consideramos, estuvo ligado en sus orígenes con la inmediatez (el instante) y no con un espacio de tiempo referido a la coetaneidad. III
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Los diversos ensayos que componen este libro abarcan las complejidades tanto prácticas como epistemológicas de la historia del tiempo presente; el conjunto pone de relieve lo que quizá sea una de las características de este campo historiográfico: el debate y la explicitación de sus condiciones de posibilidad, epistémicas y políticas. Los textos están organizados en tres grandes secciones, que dan cuenta de las principales temáticas del debate en torno a la historia del tiempo presente: epistemología, heurística y construcción de un campo interdisciplinario. En la primera sección, “Debates y definiciones”, los trabajos hacen un recuento sobre los principales debates en torno a la definición del campo historiográfico, que acá nombramos historia del tiempo presente, y avanzan en la identificación de los conflictos epistémicos, así como en nuevos usos, categorías y entronques interdisciplinarios que fortalecerán su reflexión y práctica. Ilán Semo vuelve a la reflexión sobre la experiencia de tiempo, y teje el debate sobre el concepto de historia del tiempo presente, no sólo de las condiciones teórico-políticas que hicieron posible la emergencia de un concepto que reintegra el presente en el tiempo histórico, sino de las condiciones epistemológicas que permiten la aprehensión de una experiencia del tiempo particular, marcada tanto por la representación de esa experiencia como por lo que el autor denomina “experiencia desnuda”. En el análisis de sus condiciones epistemológicas, Semo va estableciendo los lindes de la historia del tiempo presente frente a otros conceptos con los que podría sugerirse una cierta duplicidad, como el concepto de lo contemporáneo y aquella región de la historiografía que se encargó de su explicación, la “historia contemporánea”. Semo expone las diferencias y la fractura de lo contemporáneo como experiencia fundamentalmente de la subjetividad moderna, que no puede superar el quiebre de los relatos universales, y por eso la necesidad de un concepto y práctica como la historia del tiempo presente que asume que “el estudio de los horizontes de expectativas encuentra el límite de lo que podemos saber o no; es decir, dónde se origina un fenómeno, pero no cómo ni cuándo acabará por tomar su cuerpo distintivo”.
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Eugenia Allier Montaño hace un análisis de la emergencia del concepto de historia del presente dentro de las ciencias sociales en Europa y su implantación en el campo historiográfico. No sólo recupera los itinerarios de este concepto, sino que presenta la discusión epistemológica de sus principales componentes: la idea de generación como elemento de identificación del presente histórico, la coetaneidad como experiencia de lo pasado-presente, la interdisciplina como abordaje que genera reflexiones más orgánicas respecto al objeto de estudio y las demandas sociales y políticas, que no sólo se presentan ante una historiografía de este tipo, sino que la moldean como campo. Asimismo, pone en diálogo el concepto de historia del tiempo presente con otras definiciones cercanas que también tratan sobre la historización de acontecimientos cercanos: historia reciente, historia inmediata, historia vivida, entre otros. A través del análisis de los componentes, de su diferenciación conceptual y contextual, así como de los debates sobre la posible historización del presente, logra establecer los marcos epistemológicos para sostener la legitimidad de un campo historiográfico particular. Guadalupe Valencia en su contribución para este libro sostiene que el tiempo no es un objeto más para la investigación; más bien, es una de las dimensiones de la vida. Partiendo de esa premisa, se interroga sobre las condiciones de posibilidad para la compresión del tiempo y los fenómenos que suceden temporalmente, sin reducir la mirada a un enfoque disciplinario. Lo relevante, sostiene, es discernir sobre las peculiaridades, escalas y preguntas pertinentes “a las diversas temporalidades de los mundos que hemos vuelto inteligibles”. A través del análisis de los principios epistémicos y las metáforas producidas en distintos campos disciplinarios, avanza en la construcción de una propuesta integral y compleja para el análisis de lo temporal. Rogelio Ruiz se pregunta de qué manera puede abordarse desde la historia aquello que se inscribe en “un no-tiempo u otro-tiempo, y otras formaciones particulares que operan con sus propias temporalidades, sin quedar supeditado al rasero eurocéntrico que trazó en términos lineales y evolutivos el tiempo histórico”. En su contri-
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bución despliega los distintos análisis que sobre el tiempo histórico han acompañado a la propia formación de la historia como disciplina, y a las ciencias en general, por los desafíos epistémicos y metodológicos que representa esta dimensión constituyente de la experiencia humana. Plantea esta discusión a partir de la manera en que los historiadores se han posicionado o se han excusado de brindar explicaciones sobre el tiempo como concepto y experiencia. En primer lugar, sobre el tiempo histórico, en contraposición al tiempo natural, cuya existencia como el tiempo propio de la historia obliga a definiciones conceptuales y a los criterios que lo definen. En segundo lugar, presenta las particularidades de distintas posibles temporalidades, expresadas en las tensiones entre historia y memoria, que pueden encontrar un arreglo fructífero en la historia del tiempo presente, donde esta relación tiene la oportunidad de disipar teórica y metodológicamente las confusiones entre ambas. Cecilia Macón, por su parte, también vuelve sobre la distancia temporal como problema epistémico de la historia del tiempo presente y propone su análisis desde el “giro afectivo”. Para Macón, “esa superposición de distancia y cercanía con el pasado en términos afectivos constituye un punto de vista privilegiado a la hora de dar cuenta de la historia del presente exhibiendo las tensiones, pero también la apertura a una respuesta”. Destaca el papel central de emociones y afectos no sólo en la forma en que entendemos el pasado, sino también en la forma que se constituyen las temporalidades, de ahí su importancia para el análisis histórico del presente, pues es un elemento que fustiga la concepción lineal del tiempo y, con esto, el precepto de “distancia histórica” en las operaciones historiográficas. Frédérique Langue sostiene, en “Memoria y emociones de un tiempo presente latinoamericano”, que los usos políticos del pasado se han convertido a lo largo de esta última década en un tema clave para el historiador del tiempo presente. Insertándose en debates historiográficos recientes, incluyendo el de la historia pública, este breve ensayo busca historiar y resaltar la labor del historiador de oficio, contraponiéndola a determinadas formas de instrumentaliza-
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ción de los pasados nacionales. Se trata aquí de tomar en cuenta las historias oficiales, así como el régimen emocional que en adelante conlleva el “régimen de historicidad” característico de algunos países del cono sur. Gabriela Rodríguez Rial propone en su contribución revisar los itinerarios de la historia conceptual y la historia del tiempo presente, destacando sus intersecciones, particularmente las temporalidades, en tanto que concepto y campo de análisis. En estas imbricaciones, destaca algunos elementos que podrían fortalecerla, desde la historia conceptual: la definición de las condiciones de posibilidad del tiempo presente, en que uno de los problemas fundamentales es “encontrar un concepto-problema para narrar nuestra experiencia histórica coetánea que nos permita comparar los procesos políticos que el mundo en general y América Latina en particular vienen experimentado desde los años setenta”. Otro elemento es el uso de herramientas conceptuales para el trabajo heurístico como “espacio de experiencia” y “horizonte de expectativas”. El instrumental de la historia conceptual, plantea, puede contribuir a la historia del tiempo presente “para comprender mejor los pasados y los futuros pasados que persisten en los procesos políticos y sociales que nos son coetáneos”. Eugenia Allier Montaño, en “Ética y política en el historiador del tiempo presente”, señala que el historiador del tiempo presente, al abordar pasados recientes, “calientes” y vivos, enfrenta el problema de la “demanda social” de “peritaje” sobre el pasado, por lo que se ve en la necesidad de asumir posicionamientos éticos y políticos no conocidos antes, que se expresan en dos ámbitos diferentes: “el de la justicia (al ser llamado a declarar como ‘testigo experto’) y el de su intervención en comunidad sin una demanda social expresa (enfrentándose a memorias sociales y vivas)”. De esta manera, afirma que el historiador en todo momento debe reflexionar sobre la labor que está realizando, lo que significará su intervención en una comunidad determinada y las posibles implicaciones éticas y políticas de los resultados de sus investigaciones.
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La segunda sección del libro, “Fuentes y metodologías”, agrupa a un conjunto de ensayos cuyo eje central es la heurística, es decir, las estrategias metodológicas para lograr la comprensión y explicación de nuestra historia presente. La heurística de la historia del tiempo presente está situada en contextos políticos en disputa por los sentidos y significaciones del pasado reciente y por los despliegues del presente, por lo que la reflexión metodológica, en el caso de este campo interdisciplinario, esta permeada por las reflexiones sobre las diversas implicaciones políticas y sociales de los métodos y procesos de análisis, así como por las implicaciones epistemológicas derivadas de las tensiones políticas. La situación y posición del propio historiador o historiadora, el papel del testimonio, el uso de los archivos o las nuevas tecnologías, no son pasados como meras herramientas. Dentro de la discusión teórica e historiográfica de la historia del tiempo presente se ha asumido que uno de los elementos constituyentes de este campo interdisciplinario es la coetaneidad del sujeto y el objeto de análisis; sin embargo, metodológicamente esto tiene implicaciones en el mismo proceso historiográfico. Benedetta Calandra explora desde su propia condición de outsider la relevancia que la dimensión espacial tiene en la generación de conocimiento sobre el presente; es decir, la posición del investigador, entendida como el “espacio en donde se produce la historia”. Para esto, Calandra echa mano de las categorías de location y positionality que denominan al conjunto de “factores que rodean al individuo, caracterizados por el tipo de academia, de sociedad, de cultura y de instituciones, junto a los lugares en donde se produce y se escribe historia”. Tomando en cuenta que, si bien la coetaneidad es relevante en la historia del tiempo presente, no todos somos coetáneos de la misma manera, o como lo plantea Candra, se trata de reflexionar sobre el proceso de escribir “sobre un pasado cercano de una tierra lejana”. El proceso en el que surge la historia del tiempo presente ha sido acompañado por otros fenómenos políticos y sociales que han tenido un efecto central en el desarrollo epistemológico de las ciencias
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sociales, entre los que destaca la figura de la “víctima”. Transformada de alguien que ha padecido un daño al depositario incuestionable de una verdad, la “víctima” ejerce no sólo influencia en el ámbito de las políticas de justicia y memoria, sino en la misma comprensión y explicación de los procesos históricos, en tanto que se coloca como fons unicus et supremus de los pasados recientes. En este sentido, Fernando González realiza una serie de cuestionamientos sobre el uso del testimonio y describe los procesos específicos en los cuales se testimonia, así como las experiencias de lo que se relata. A partir de analizar el uso del testimonio de situaciones “en las cuales lo violento se manifiesta de forma mortífera de diferentes maneras”, el autor propone una crítica a lo que denomina “el imperio del traumatismo” y la era de las víctimas. Al trabajar con testimonios de víctimas de violencia sexual, Fernando González explora y nos expone sus complejidades, las formas en que el testimonio se construye (no sólo por el historiador o analista, sino por quien testimonia) y los retos metodológicos y éticos que esto plantea. Por su parte, Juan Sebastián Granada-Cardona repasa el giro subjetivo desde el análisis del binomio víctima-victimario, mostrando las principales discusiones en el ámbito teórico y decantándolas en el análisis del proceso de justicia transicional del caso colombiano, urgiendo su análisis en tanto que víctimas y victimarios han devenido en “los testigos expertos, en las voces habilitadas para escarbar e interpretar el pasado, en los intérpretes clave para revelar los secretos de los sucesos estudiados”. El aporte de Alicia de los Ríos, “Entrevistar perpetradores de violencia en el siglo XXI. Problemas e intersecciones entre historia oral e historia del presente”, se sitúa en la reflexión de la relación víctima-victimario para cuestionar el peso dado a la víctima en la historiografía de los movimientos sociales y la insurgencia en los años sesenta y setenta. Así, analiza algunos de los problemas metodológicos y éticos al trabajar con el testimonio de perpetradores y señala, en primer lugar, que metodológicamente es posible generar testimonios de perpetradores no desde la empatía, sino del establecimiento de confianzas. Siendo ella misma hija de militantes guerrille-
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ros, su padre fue asesinado y su madre detenida-desaparecida en los años setenta, narra su experiencia entrevistando a un exagente de la Dirección Federal de Seguridad, una de las dependencias que operó la contrainsurgencia en México. A partir de esto, y la reflexión metodológica, concluye que las entrevistas con perpetradores, sin convertirlas en escenario de juicio, desmitifican “el elemento de empatía invocado la mayoría de las veces, atendiendo urgencias del presente con el pragmatismo requerido por la situación de emergencia, registrando voces de quienes no pertenecen a comunidades habituales de entrevistados, que incluso son considerados antagónicos políticos e ideológicos”. El desarrollo reciente del campo historiográfico de la historia del tiempo presente en América Latina ha estado vinculado con las disputas por los archivos de la represión de los distintos regímenes autoritarios. Como es una constante, las cuestiones de método tienen un fuerte componente político, en este caso no sólo porque los archivos toman relevancia en los juicios a perpetradores o en los procesos de justicia transicional, sino porque el archivo se convierte en una barrea política que justifica un desplazamiento epistemológico. En su ensayo, Camilo Vicente aborda esta compleja relación, particularmente desde la experiencia mexicana, así como los desafíos metodológicos y políticos que el archivo plantea para la historia del tiempo presente, “porque en tanto concepto y dispositivo no sólo articula un sistema documental, sino las relaciones de poder que establecen el campo de lo posible para el conocimiento histórico”. En el desarrollo de un campo historiográfico, un papel central es la inclusión de nuevas fuentes para el análisis histórico y muchas veces la emergencia de una subdisciplina histórica ha estado vinculada al trabajo con fuentes novedosas; la historia de las mentalidades o la historia oral pueden mencionarse entre ellas. César Vilchis presenta el uso de la televisión y el internet como fuentes para la historia del tiempo presente. En su contribución no sólo destaca las posibilidades y sus diversas formas de uso, sino que desplaza uno de los cuestionamientos recurrentes: la supuesta falta de fuentes. Vilchis muestra justo lo contrario. Así, concluye, la televisión y el in-
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ternet “indudablemente han transformado los hábitos informativos y de entretenimiento de la sociedad contemporánea. De esta manera, se presentan como ventanas que permiten observar múltiples aspectos de la realidad política, económica, social y cultural del pasado reciente”. El ensayo de Sergio Arturo Sánchez, que cierra esta sección, muestra los usos de la prensa para el estudio de las violencias, en particular la formación de un público lector de la violencia desplegada por grupos guerrilleros a través de la interpretación del Estado. Con este análisis, expone el proceso de formación de espacios de lo público, es decir, la esfera pública y sus actores, y cómo su estudio alimenta la formación del campo de la historia del tiempo presente en México. La tercera sección del libro, “Construcción de los campos”, presenta la historia de la formación, las condiciones y el desarrollo del campo interdisciplinario en el cono sur y México. Traer a cuenta estas experiencias resulta relevante para contextos nacionales en los que una perspectiva como la historia del tiempo presente aún está en ciernes. Por esto, las contribuciones de Rodolfo Gamiño, Marina Franco, Silvina Jensen, Soledad Lastra y Rodrigo Patto Sá Motta constituyen un cierre adecuado para las distintas discusiones y análisis presentados en el libro, pues muestran cómo a la par de debatir teóricamente hubo que impulsar procesos de institucionalización que brindarán espacios y condiciones para el desarrollo de la investigación historiográfica del presente. Rodolfo Gamiño presenta las condiciones de posibilidad, y los debates con las historiografías más tradicionales, de una historia del tiempo presente en México. El punto de quiebre fue el proceso de alternancia del año 2000 que abrió al debate público el pasado reciente de México: “el presente nos estalló en la cara como un acontecimiento novedoso que involucraba el pasado, particularmente la violencia social y política del Estado mexicano contra la oposición y la disidencia”. El discurso de la alternancia alimentó, como elemento de legitimidad, la idea de ruptura con el pasado inmediato, cargado de violencia estatal. Con la apertura de los archivos de la repre-
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sión se abrió la posibilidad de historiar ese pasado reciente, en el que se volcó un grupo de historiadores e historiadoras. Sin embargo, el camino por andar aún es largo. Marina Franco inicia su contribución con dos reconocimientos importantes en el desarrollo de la historia reciente en Argentina: la presencia de la dimensión política en la configuración el campo historiográfico y el carácter interdisciplinario, que lleva a un cambio en la idea del historiador o historiadora como aquellos formados en la disciplina, para considerar como historiador a cualquier investigador del pasado reciente. El crecimiento del campo de la historia reciente, especialmente en la primera mitad de la década del 2000, fue detonado por acontecimientos políticos como la crisis del 2001, el nuevo ciclo político marcado por los gobiernos kirchneristas y la reapertura de procesos judiciales contra los perpetradores. En este nuevo impulso, se asistió a una diversificación de los objetos de estudios, temática y temporalmente: la complejización del estudio de la víctima, el abordaje de otras formas de violencia y la atención a otros actores fuera del eje víctima-perpetrador. En este contexto, Silvina Jensen y Soledad Lastra presentan un análisis acerca del campo de estudios sobre el exilio: sus inicios y los cambios en la agenda de estos estudios, así como el complejo diálogo con las diversas memorias que lo configuran. La figura del exilio, como la del sobreviviente, aunque sea reconocido como víctima, se puede interpelar y en no pocas ocasiones cubrir con un manto de duda o desconfianza. La posición del exiliado se vuelve también un campo en disputa que lo marca, o, como las autoras concluyen, este campo está marcado por “los ritmos y sentidos de las disputas de las memorias en el espacio público argentino”. Finalmente, Rodrigo Patto Sá Motta realiza un balance general de la historia reciente en Brasil, que en los últimos años ha estado marcada por la politización del debate en torno a las herencias de la dictadura; el aumento de la producción académica tuvo su impulso en la demanda pública de saber lo que había sucedido en el pasado reciente.
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IV Este libro es resultado de un trabajo colectivo que comenzó en 2012 con la creación del Seminario Institucional de Historia del Tiempo Presente, que tiene como sede al Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. En este espacio, conformado por personas de distintas disciplinas de las humanidades y las ciencias sociales, mensualmente hemos discutido y reflexionado en torno a distintos aspectos teóricos y metodológicos de la historia del tiempo presente, como su definición, sus fuentes, metodologías y balances historiográficos. En un intento por dar continuidad y consolidar los esfuerzos institucionales realizados alrededor del seminario, emprendimos el proyecto “Hacia una historia del presente mexicano: régimen político y movimientos sociales, 1960-2010” (PAPIIT IN401817), cuyos objetivos principales fueron el análisis teórico y metodológico sobre la historia del tiempo presente, y la reflexión en torno a la historia del presente en México desde una perspectiva política y social entre 1960 y 2010. En el marco de este proyecto de investigación, en agosto del 2017 organizamos el taller internacional El Presente, Tiempo Histórico, que congregó a especialistas (nacionales y extranjeros) en historia del presente, donde se presentaron los primeros avances de los trabajos de corte teórico y metodológico que conforman esta obra. A lo largo de un año, los participantes nutrieron sus escritos con los comentarios, las observaciones y las discusiones suscitadas en ese evento, mientras que los coordinadores realizamos un acompañamiento y un seguimiento analítico con la finalidad de presentar un libro con trabajos rigurosos, sustentados metodológicamente y con análisis novedosos y sistemáticos. En México, la historia del tiempo presente es un campo en construcción. Por lo regular, es una parcela historiográfica que aún no es del todo aceptada y practicada (y quizá entendida) entre los historiadores. Si bien es cierto que es posible encontrar investigadores que trabajan sobre la historia reciente de México, son pocas las universidades y los institutos que cuentan con departamentos y líneas de investigación dedicados a este campo. Sin embargo, cada 30
vez son más quienes realizan tesis de posgrado sobre nuestro pasado reciente. También de algunos años a la fecha son cada vez más los seminarios y coloquios que se llevan a cabo en el país, lo que demuestra el creciente interés por este tema en distintos círculos académicos. Además, con los esfuerzos y trabajos realizados desde 2012 por el Seminario Institucional de Historia del Tiempo Presente, epicentro de una red nacional de investigación del tiempo presente que articula a investigadoras e investigadores de Baja California, Chihuahua, Ciudad de México, Michoacán y Sinaloa, han ido formándose recientemente otros espacios, como el Seminario Permanente de Historia Contemporánea y del Tiempo Presente, en el Instituto Mora; el Seminario Institucional Historia del Presente Mexicano, en el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México, y el Seminario de Movimientos Sociales, Memoria e Historia del Tiempo Presente, en la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Este libro se inserta en este contexto, al brindar propuestas para la reflexión y discusión teórico-metodológica en torno a la práctica de la historia del tiempo presente y, sin duda, contribuirá al fortalecimiento de este campo historiográfico tanto en México como en América.
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Notas de la Introducción 1. Véanse Lacouture (1988), García (2003), Bédarida (2001) y Rousso (2013). 2. Traducción de los autores.
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Debates y definiciones Temporalidad, temáticas y aspectos sociopolíticos
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Historia y tiempo presente. La zona de la experiencia desnuda Ilán Semo El propósito de estas páginas es delinear la relación entre los planos de subjetividad en los que los agentes sociales fincan la percepción de sus acciones y los límites que impone el espacio de experiencia en el que se desenvuelven –la experiencia desnuda. De ahí se derivan ciertas operaciones historiográficas que emanan de este entrecruzamiento en la esfera de la historia del tiempo presente. Para esto propone una reflexión sobre el concepto mismo de historia del tiempo presente a partir de textos de Reinhart Koselleck, Francois Hartog, Julio Aróstegui y Hans Ulrich Gumbrecht. También sugiere algunos indicios sobre cuatro rupturas que se han vuelto visibles en la historiografía mexicana reciente. ¿Cómo se hace sensible el tiempo? Las primeras reflexiones que intentaron definir los paradigmas peculiares que acotan en la actualidad la especificidad del campo de estudios de la historia del tiempo presente se centran en un pregunta elemental y compleja a la vez: ¿Cómo se hace sensible el tiempo? Entre todas las respuestas que se han intentado ofrecer a esta interrogante hay una que se refiere a los órdenes de la experiencia. En los planos de la experiencia, tal y como lo advierte DidiHuberman, el tiempo deviene sensible en la psique, en los cuerpos que entrecruza y en las miradas codificadas del otro (Didi-Huberman, 2012). En otras palabras: el tiempo deviene sensible en el espacio, es decir, en el clivaje de los contornos del presente. El presente es el tiempo que entrecruza al espacio, entendido como la relación que territorializa los planos y las miradas en torno a las cuales se establece todo lazo social. El espacio del cuerpo del otro, el del cuerpo que espera, el que nunca volverá, el que está por llegar.
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El del súbdito, el del loco, el que trabaja, el que hace la guerra, el del soberano, el de la bestia… El tiempo atraviesa los cuerpos. Todo lazo social contiene una memoria y produce una versión de su historia, o, mejor dicho, contiene una multitud de memorias y discursos sobre su historia. La memoria se presenta siempre como multiplicidad. Un dominio, un lazo social, una institución, una sociedad están entrecruzadas por memorias. La frase la “memoria de una sociedad” refiere la vaga abstracción de una autoridad. No existe la memoria, sólo las memorias. La memoria del uno y la del otro, parafraseando a Néstor Braunstein (2001); las batallas por la memoria, como sugiere Eugenia Allier (2015): la del guerrero y la del vencido, la del persecutor y la del perseguido, la del que sólo le queda el sinsabor de la traición, la del abandono, la de la víctima y la del victimario. Lo que unos demandan recordar entredice lo que otros quisieran olvidar o suprimir. La memoria es un campo de disyuntivas, un dispositivo, un mecanismo de legitimación. En cada una de sus marcas se advierte la comisura de la disputa por un futuro. No es casual que en la relación actual que rige a la violencia inscrita en toda relación de poder el derecho la sancione con actos de memoria… o de deliberado silencio. Y que un acto justo retome a la memoria como su umbral de evocación es el principio elemental que liga a la escritura de la historia con el tiempo presente. El silencio es tan sólo la puerta de salida a un marco de evocación, a una supresión. Incluso el silencio que encierran las últimas palabras. El silencio como adiós. Algo que apenas se esconde. Historia, memoria y finitud En la esfera de la memoria es preciso establecer cuatro distinciones: a) los discursos sobre la memoria, b) las narrativas de la memoria, c) los actos, rituales y lugares de la memoria, d) la esfera subimaginaria de las latencias, de las memorias desplazadas, del cuerpo como archivo, de las zonas de opacidad eficiente. Las primeras refieren a las teorías de la memoria, que impregnan el punto de partida de la labor del historiador. Las segundas reúnen las ins35
cripciones orales y escritas de lo que se ha inscrito/escrito en un relato de sí. No hay memoria sin esta primera historia, que contiene los pasadizos de lo que hace visible y lo que niega, lo que resalta y lo que mantiene oculto, lo que dirime y lo que suprime. Los actos y los lugares de la memoria, como explica Pierre Nora, contienen la materialidad de las imágenes del tiempo que constituyen los modos del ser de una comunidad. Las llaves simbólicas del lazo social. Las latencias, por el contrario, pertenecen, según Hans Ulrich Gumbrecht (2001), no al imaginario de una cultura, sino a todo lo que ha suprimido, desplazado, reprimido. La relación entre cada uno de estos niveles es compleja. Las tres primeras se despliegan ahí donde una sociedad produce los discursos sobre sí misma; las representaciones, los relatos y las ficciones que la vuelven distinguible, reconocible. Las teorías con las que pretende explicarse. En cambio, las latencias, las miradas codificadas ensamblan sus zonas de opacidad, las retículas de sus relaciones de poder, el origen de los discursos sobre el otro. El subimaginario es siempre el discurso contenido del otro, aquello que ha extraviado su visibilidad, los gestos automáticos, todo lo que hace volver al orden en sí. Entre ambos niveles existe una zona gris, un plano de inmanencia en el cual los códigos son las reglas, y las reglas son los límites de la intervención, aquello que ata a los cuerpos. El acceso a esta zona gris sólo es factible a través del habla, de los actos de habla, y de los cuerpos vivientes, en las narrativas que los sujetos se dan de sí. La verdad más íntima e insondable. De ahí la peculiaridad de la historia del tiempo presente, una de cuyas trazas centrales es el habla, fuente de la historia oral, principio de toda arqueología del signo, de toda morfología del cuerpo. En gran medida, como dice Michel de Certeau, una etnografía de la infinita invención de lo cotidiano (Certeau, 2002). Los orígenes del concepto La noción de historia del tiempo presente surge hacia mediados de los años setenta en dos formas muy singulares: la revisión que emprende una franja de la historiografía francesa en torno a la colabo36
ración del gobierno de Vichy con la ocupación nazi hasta los años cuarenta y el debate entre los historiadores alemanes sobre el surgimiento del nacionalsocialismo, su despliegue y su derrota en 1945 (Rousso, 2005). En ambas discusiones se trata de una y la misma pregunta: el trauma histórico provocado por el fascismo y la incapacidad de ambas sociedades para lidiar con él. Una y otra vez la memoria de Vichy en Francia y la catástrofe provocada por el nazismo en Alemania regresan para erigirse en una crisis de identidad del presente. Una crisis definida por un pasado sin espejo que provoca el incesante sentimiento de un pasado que nunca pasa, aun cuando es un pasado-pasado. Un pasado que anula la posibilidad misma de elaborar una visión de la historia que contenga los señuelos de la elaboración del trauma inscrito en ella. El problema radical del sentido y el sinsentido de la historia (Koselleck, 2014). Se trata de una suerte de presente extendido, expandido, que inhabilita cualquier ruptura con un pasado cuyo horizonte de expectativas ha colapsado de manera evidente. No hay nada más ostensible que un antes y un después de Vichy o del régimen nazi en Alemania, y sin embargo ese “antes” cierne sus sombras como un intruso en el “después”, en el tiempo presente que es el tiempoahora, según la definición de Benjamin. Cuando se cree que todo ha pasado, apenas está por comenzar. Toda huida de la experiencia de Vichy parece huir invariablemente hacia la pregunta por Vichy. Lo mismo sucede en las tramas de la memoria alemana. Una paradoja, entonces. En ambas tradiciones hubo historiadores que sugirieron crear una nueva notación para describir esta peculiar temporalidad en la cual el pasado parece aguardar siempre al presente, como una anticipación premeditada. El concepto de lo contemporáneo –que caracterizó durante décadas el campo de estudios de la “historia contemporánea”– devino, en cierta manera, inadecuado. Lo contemporáneo define a lo presente por su sincronía, pero no hay nada más acrónico que un pasado que coloniza el presente. Se requería de un concepto que incluyera la posible resiliencia del pasado mismo, no obstante su evidente carácter diacrónico, es decir, fugaz.
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De ahí que los estudios sobre la memoria, sobre el retorno de lo reprimido y la fijación del futuro como una escena del no retorno, hayan constituido inicialmente este campo de estudios que hoy define a la historia del tiempo presente. Hay otro fenómeno aún más tenaz que ha puesto en crisis la noción de lo contemporáneo. Los grandes relatos de la historia moderna, fincados en gran medida en las tramas dispuestas por las filosofías de la historia, tuvieron el efecto de ofrecer una salida a dos dilemas característicos de la escritura de la historia en los inicios de la experiencia moderna hacia (desde) principios del siglo XIX: a) el problema de fijar narrativas que situaran el paradigma del acontecimiento histórico en el plano de la simultaneidad de lo no simultáneo (Koselleck, 2002), y b) la aporía que implicaba establecer relatos históricos que contuvieran los dispositivos para incluir el obligado perspectivismo de toda narrativa moderna sin perder su capacidad asertiva en las aguas centrípetas del relativismo. La salida consistió en hacer de la narrativa histórica un relato de universales en potencia que fijaran a cada acontecimiento histórico en un campo de sentido que admitiera situar cada evento en la perspectiva de una cronotopía general. Así, la historia podía trazarse a lo largo de la pregunta de por qué no había acontecido lo que la constelación de conceptos que definían a la cronotopía marcaba que podía suceder. Cierto, la historia como condición de posibilidad, pero como posibilidad ya prevista. Durante más de un siglo y medio, la historiografía mexicana fue presa de preguntas como: ¿Por qué no emergió un capitalismo genuino en México? ¿Por qué no surgió una élite auténticamente liberal en el siglo XIX? ¿Por qué no se constituyó un Estado de derecho aun cuando la tradición liberal mostraría tanta fuerza y permanencia? ¿Qué inhibió el desarrollo de la democracia? Etcétera. Los relatos que hacían posible datar a la simultaneidad de lo no simultaneo como una historia en potencia. Lo contemporáneo significaba, precisamente, trazar los dispositivos que desinhibieran ese anudamiento. Desde los años noventa, con la implosión de las grandes narrativas de la guerra fría, esta peculiar operación historiográfica entró en crisis, una crisis probablemente irrever-
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sible. La razón es muy evidente: la esfera de lo político se reveló como un multiverso. La historia perdió su centro espacial y temporal. Queda, por supuesto, la noción que Nietzsche adscribió a lo contemporáneo como el campo de lo intempestivo en “Ventajas y desventajas de la historia para la vida”. Pero la historia intempestiva sólo puede ser imaginada como una historia de la experiencia desnuda, es decir, una historia inevitablemente multiversal. En un breve lapso, el campo historiográfico de la historia del tiempo presente adquirió su complejidad propia, más allá de los móviles que le dieron origen. El recuerdo del recuerdo Aquí es oportuno destacar el giro que han adoptado los procesos de fijación de las impresiones de la memoria en la actualidad. Se recuerdan imágenes y tramas que entrecruzan la vida, pero en su mayoría esas imágenes son trazas que provienen del mundo de las representaciones. Hay un recuerdo peculiar dado por la representación del recuerdo. Lo que aparece como “memoria” es ese recuerdo de segundo orden, el recuerdo del recuerdo. Cuando a John Gotti, el gángster neoyorkino que aparecía en los juicios con trajes Hugo Boss, le preguntaron dónde había aprendido a vestir de esa manera respondió que ya no lo recordaba. En su casa siempre había sido así. Era “la tradición”, dijo. “Siempre hemos sido personas que saben vestir”. Lo que no podía recordar Gotti era que esa nueva modalidad ostentosa e histriónica del gángster no provenía de la “tradición” de la mafia, sino de las películas de Francis Ford Coppola (Capecci y Mustain, 2001). Los orígenes del recuerdo de segundo orden son tan insondables como los del recuerdo mismo. El “sujeto” es entreverado por sus recuerdos propios, pero una parte de ellos ya no provienen de su experiencia inmediata, sino que han quedado fijados en la relación que lo conecta con el mundo a través de la circulación de imágenes (en particular las que producen los medios de comunicación). La realidad de la memoria proviene de las constelaciones de este segundo orden de impresiones. 39
Fue Freud quien sugirió por primera vez, acaso, hacer notar la eficacia conceptual de la distinción entre historia y memoria. El argumento se explica en el texto Moisés y la religión monoteísta. Se trata, dice Freud, de dos verdades distintas. La que sugiere la “novela histórica de la Biblia” y la que se encuentra en las narrativas de los historiadores de su época. La primera es la que instituye “la postulación de un trauma”, la segunda la que obedece a las querellas de los historiadores. La de la Biblia cifra “la verdad” de los códigos a través de los cuales una religión gestiona su pasado. No tiene nada que ver con ninguna “verdad en general”, sino con las epifanías que revelan lo sagrado al creyente. La de los historiadores es una “conversación entre contemporáneos a través de los temas del pasado”, una conversación de consecuencias muy prácticas: el desencantamiento de la religión misma. En las maquinarias del recuerdo del recuerdo se encuentra acaso uno de los móviles que han inducido la creciente separa-ción entre las narrativas de la memoria y las de la historia. Éste es uno de los principales rasgos de la escritura de la historia del tiempo presente: la transformación de la memoria en un dispositivo de la historia. Yerushalmi, Nora, Hartog y tantos otros historiadores han ponderado y codificado los paradigmas y los cuantiosos problemas historiográficos provocados por esta distinción (Aróstegui, 2004). Sin embargo, habría que reflexionar en la pertinencia de los límites de esta diferenciación: ¿No acaso las narrativas de la historia del tiempo presente están en su mayor parte dedicadas a codificar la relación entre el pasado inmanente y las impresiones de la memoria? En otras palabras, ¿no acaso funcionan ciertas narrativas históricas como la trama de un recuerdo del recuerdo? ¿Y en qué medida el historiador contribuye a la subjetivación de lo que está analizando? ¿El historiador como grammata de las mitologías del tiempo presente? He ahí un problema sobre el que valdría la pena reflexionar. La inestabilidad del pasado inmanente Toda historia se concibe desde el presente de quien la narra, pero no toda historia trata de los fenómenos que definen la contempora40
neidad de quien la escribe. Para el historiador del tiempo presente, la relación entre el presente y el pasado aparece como un horizonte que escapa a cualquier intento de determinación. La historia reciente de los procesos de democratización en México ha encontrado en 1968 una fecha nodal; el dilema es que aún nos hallamos inscritos en el proceso desatado por ese acontecimiento. Podemos fijar el inicio –o al menos especular sobre el inicio– de un fenómeno, sobre las características de su nacimiento, pero no sabemos cómo ni cuándo habrá de concluir. La escritura de la historia del tiempo presente forma parte de la subjetivación de los procesos mismos que se abren frente a ella de manera incierta. Las periodizaciones mismas cambian constantemente. Durante décadas, la historia posrevolucionaria se escribió desde la perspectiva de los cambios sexenales. Es obvio que se trataba de la perspectiva del Estado mismo. Hoy esta periodización sería absurda. Fechas como 1948, cuando se inicia la guerra fría –y no 1946, cuando asciende Miguel Alemán a la presidencia– parecen ser más definitorias de la historia de las tensiones y los imaginarios de lo político. Ni hablar de acontecimientos como el 68 o el temblor del 85, ninguno de ellos inscrito en la lógica sexenal. A primera vista podría afirmarse que el historiador del tiempo presente encontraría prácticamente los mismos límites que el cronista. La crónica es, sin duda, el género por excelencia de los relatos del tiempo presente. Y es notorio que en el siglo XX su labor recayó sobre los literatos, los periodistas, los testigos y los protagonistas. De manera equívoca, creo yo, el historiador ha abandonado la crónica, un abandono del todo complejo que merece en sí una explicación historiográfica. Pero la analogía es incorrecta. La distancia que separa al historiador del cronista se encuentra, al menos desde el siglo XIX, en el principio de que el pasado está definido por un espacio de experiencia distinto al del presente. Su exploración requiere de una “teoría” sobre la sociedad y sobre la relación entre sus distintas esferas, que puede figurarse de manera implícita o exponerse de forma explícita. Además, supone las operaciones de hurgar y descifrar las evidencias de las condiciones y las tramas de la subje-
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tividad de ese pasado inmanente, todo aquello que llamamos “archivo”: los textos escritos, la arquitectura, las imágenes, los edificios, el vestido… Cada “objeto” del archivo debe ser traducido en un “documento” histórico, tal y como lo señala Foucault en La arqueología del saber (Foucault, 1998), una operación historiográfica que también transcurre de la mano de una “teoría”, en este caso de la arquitectura, las imágenes, la moda. ¿Cómo definir entonces el espacio de temporalidad del presente, si éste supone cierta unidad de su propio plano de inmanencia? La respuesta es: no se puede hacer del todo. Si suponemos que la historia del tiempo presente es la historia que entrecruza a lo vivo, el presente comienza acaso, como sugiere Barthes, “cuando yo nací” (Barthes, 1985: 58). Esto significa que el plano de inmanencia de “mi presente” ha dejado de ser el que significó para la generación anterior, y no abarca tampoco al de la generación que me sucede. Si el tiempo presente está marcado por la heterocronía de la simultaneidad de lo no simultáneo –la heterocronía que distingue a lo vivo–, la escala de su temporalidad debe ampliarse por lo menos a tres generaciones, como lo sugiere Aróstegui. Aquí cabría hacer hincapié en que aquello que define la distancia entre el presente y su pasado inmanente no está dado tan sólo por los vértigos de la zona de la experiencia. Lo que en realidad define a los campos de sentido del presente que acercan o dislocan la contigüidad del espacio del tiempo presente son las transformaciones que puede sufrir el entramado entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativas que separan a una generación de la otra. Para modificar un campo de sentido no basta con que se transforme el espacio de experiencia sobre el que se erige; es preciso también que se modifique su horizonte de expectativas. ¿Qué es un campo de sentido? Es un espacio en el que se puede buscar sentido, como sugiere Markus Gabriel (2016). Los campesinos estadounidenses que en la crisis del 29 fueron arrojados súbitamente a las ciudades se encontraron a sí mismos en un campo sin sentido. Su nuevo mundo de experiencia, la urbe, se volvió inteligible. ¿Por qué cambió el 68 mexicano tan radicalmente la esfera de la
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subjetivación pública –es decir, los discursos sobre el otro– si nada en los órdenes políticos o sociales de la sociedad parece haberse modificado notablemente? Lo que cambió, acaso, fue la certidumbre de que el orden autoritario era invulnerable, es decir, cambió el horizonte de expectativas. Se modificó el campo de sentido en la esfera de la politicidad. La experiencia desnuda Al parecer, algunos de los objetivos centrales de estudio de la historia del tiempo presente son las formas en que los procesos de subjetivación definen a los diversos planos de inmanencia entre las percepciones de los agentes sociales y las zonas de la experiencia donde entablan sus relaciones. Se trata, esencialmente, de estudiar las transformaciones que han sufrido tres espacios de subjetivación en la historia de la segunda mitad del siglo XX: la esfera de las representaciones, los actos de codificación y la experiencia desnuda. El problema consiste acaso en explorar las diversas formas en que los planos de la representación modulan los códigos que sostienen a las percepciones y las acciones, y éstas a su vez encuentran su condensación –o sus abismos– en los umbrales de la experiencia desnuda. Es preciso destacar que en la historia del siglo XX la condición de la experiencia desnuda se separa cada vez más de las formas de representación de la experiencia misma. La zona de la experiencia queda atravesada por formaciones discursivas e imaginarios en los cuales los “sujetos” se encuentran enfrascados en una subjetivación de segundo orden, alejada ya de la “experiencia cara a cara”. Vista desde su perspectiva histórica, las tramas de la experiencia desnuda se revelan en tres niveles distintos: la esfera de las signaturas de la memoria –la construcción de una historia vivida, según el concepto de Aróstegui–, las formas de vida y los discursos sobre el otro y las inscripciones del acontecimiento. Las signaturas de la memoria se destacan por la separación cada vez más acentuada entre las inscripciones de la historia vivida y las que se derivan de la esfera del recuerdo del recuerdo. Los discursos y las imágenes 43
del recuerdo del recuerdo provienen de las formas de subjetivación en que circula la construcción pública de los imaginarios que entrecruzan a los “sujetos”. Hay un entrecruzamiento entre los discursos que codifican a la primera y una zona de socialización que inscribe a la segunda. La memoria está envuelta en signos que pertenecen no a la experiencia, sino a la memoria de las memorias. Las formas de vida adquieren su unidad a partir de sus órdenes internos y de los discursos sobre el otro/los otros. El otro del “adentro”, los otros del “afuera”. Es en estos discursos donde se develan los subimaginarios que codifican la situación de la experiencia desnuda. El acontecimiento registra la zona de cruce entre las rejillas de las miradas codificadas y su desestabilización constante. El estudio de las modificaciones que distinguen a los cambios en los planos de la experiencia encuentra su correlato temporal en las rupturas y discontinuidades que acontecen en los umbrales de expectativas. En la zona de la historia del tiempo presente, el estudio de los horizontes de expectativas encuentra el límite de lo que podemos saber o no; es decir, dónde se origina un fenómeno, pero no cómo ni cuándo acabará por tomar su cuerpo distintivo. Es una zona abierta al tiempo cuya indeterminación codifica las condiciones de su escritura misma. Cabe señalar que si por “presente histórico” distinguimos al espacio temporal que entrecruza a tres generaciones –tal y como lo sugiere Aróstegui–, la distancia que separa a una generación de otra puede acontecer tanto en el espacio de la experiencia como en el horizonte de las expectativas, o bien en cada uno, guardando su autonomía relativa. El problema reside en establecer los correlatos que entrecruzan a ambos. Son correlatos dados por las transformaciones de los soportes de la representación misma, así como de la experiencia desnuda en sí. La era de las discontinuidades En los años ochenta, historiadores franceses vislumbraron que la mayoría de los cambios sociales, económicos y culturales que solían atribuir a la Revolución francesa ya se habían operado en la segunda mitad del siglo XVIII. ¿Cuál fue entonces la novedad que 44
produjo la revolución? La destitución de la monarquía y la instauración de la República trajeron consigo no sólo un nuevo tipo de régimen político, sino una sociedad abierta a la reflexión y la contienda por definir el “mejor” régimen que debía darse a sí misma. Trajeron consigo el centro mismo de lo que Kant llamó “la crítica” (Foucault, 1993: 14). Es decir, la revolución instauró un nuevo umbral de expectativas: el futuro abierto de la sociedad moderna. Un futuro pletórico de utopías y grandes relatos que definirían los campos de sentido que se abrirían paso a lo largo del siglo XIX. Hacia fines del siglo XX ocurrió una transformación prácticamente inversa. Si algo cambió a partir de los años ochenta fueron, sin duda, los tejidos más esenciales de los órdenes de la experiencia: la globalización, la digitalización del mundo, las migraciones masivas, la multiplicación de los géneros, las nuevas sexualidades hicieron de la vida cotidiana de quienes nacieron después de 1990 un mundo inexpugnable para las generaciones anteriores. Y, sin embargo, el horizonte de expectativas de las sociedades occidentales no ha sufrido en los últimos 40 años ninguna modificación central. Es un mundo entrecruzado por relatos distópicos y la permanencia de una misma visión sobre el futuro. Un horizonte dado por la tensión entre los cambios cada vez más acelerados e impredecibles de las formas de vida y la reiteración de la reproducción ampliada de los mismos sistemas sociales generales: las sociedades de mercado. La metáfora que mejor describe a esta tensión es la del individuo que se encuentra en una caminadora de un gimnasio: cada vez va más rápido, movido por fuerzas ajenas a él, para no moverse del mismo lugar (Rosa, 2005). Esta tensión es tan ostensible que ha llevado a una multitud de analistas de la “condición contemporánea” a la idea de definir otra fase u otra forma de la modernidad. Llámese “modernidad tardía”, “modernidad líquida”, “modernidad fragmentaria” o “presentismo”, vivimos una crisis del concepto de modernidad. Una de las características centrales de esta crisis ha sido la transformación de las percepciones y las narrativas que han definido al imaginario histórico desde los años noventa, es decir, un cambio radical del régimen de historicidad, según la definición de F. Hartog
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(2007). Una transformación que puede ser considerada como una discontinuidad (o una ruptura) de la modernidad consigo misma. Por discontinuidad se entiende aquí simplemente la aparición de un horizonte de expectativas que resultaría inimaginable desde la perspectiva del régimen que lo precedió. Señalo tan sólo uno de los rasgos, acaso el más característico, que define a este nuevo régimen de historicidad. Desde la segunda guerra mundial, el pasado ha devenido un horizonte de retorno permanente. Lejos de la antigua relación fincada por los grandes relatos de la Ilustración en que la distinción entre el pasado y el presente estaba mediada por marcas ostensibles –“el pasado es lo que ya no existe”, dice Hegel–, la presencia del pasado se prolonga como una fijación inmanente en los tejidos del tiempo presente. Ya sea por el carácter holocaustico que adoptaron, y siguen adoptando, las maquinarias profundas del poder moderno, o por la labor que ejercen las fábricas industriales y digitales del recuerdo del recuerdo, la dimensión del pasado se ha transformado en una latencia permanente: un pasado que no pasa, una intrusión permanente en los dominios de la actualidad. La memoria ocupa un espacio cada vez más definitivo en la producción de presencias. La línea demarcatoria entre el pasado y el presente se ha vuelto una frontera movediza. Un ejemplo ostensible ha sido recientemente el movimiento #metoo, en el que actrices de Hollywood denunciaron abusos que les habían infringido hace más de 20 años. La otra dirección de los cambios en el régimen de historicidad ha tenido lugar en el espacio de la temporalidad del futuro. A diferencia de los grandes relatos sobre el futuro que emergieron de la Ilustración, en los cuales el futuro aparecía como un orden de la “mejoría” frente al presente, en la modernidad tardía el devenir aparece como una zona de riesgo o de peligro constante. Los mundos posibles aparecen como versiones degradadas del mundo actual (calentamiento global, terrorismo, agotamiento de recursos naturales, etc.), y con esto una suerte de extensión del presente. No hay novedad desde el futuro, se podría decir. El efecto de la elongación del presente trajo consigo consecuencias directas sobre el
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imaginario histórico de la época. Hartog exploró algunas de las repercusiones de estos cambios sobre la escritura contemporánea de la historia. A continuación, se esbozan muy brevemente algunas de estas repercusiones en la historiografía actual en México. La modernidad como objeto historiográfico. El debate sobre las peculiaridades que adoptó la modernidad en México se remonta a los años ochenta. Inicialmente se concentraron en el problema de sus comienzos: ¿deberían buscarse sus primeros síntomas en el siglo XVII o sólo en el siglo XIX? Los textos de Bolívar Echeverría fueron centrales al respecto en dos sentidos (Echeverría, 1994): no es posible hablar de la modernidad en abstracto, a menos que se le dé un sesgo metahistórico al concepto –Koselleck, por ejemplo, habla de tres modernidades europeas distintas (los casos de Alemania, Francia e Inglaterra)–, y la más olvidada de todas las modernidades fue la que emergió en el mundo católico, en particular entre los asentamientos de jesuitas, la modernidad barroca. A partir de 2005, en la historiografía mexicana, el debate sobre las singularidades de la modernidad se extendió al siglo XX (Zabludovski, 2010). La pregunta fue, y sigue siendo, la siguiente: ¿no debería pensarse lo que tradicionalmente se caracterizó como transformaciones del Estado (el corporativo de los años treinta al neoliberal de los noventa), o como “cambio de modelos” (del desarrollo estabilizador a la sociedad de mercado), más bien como transformaciones que llevan de una forma de la modernidad bicéfala o de Estado (en los treinta) a otra forma de modernidad fragmentaria en los noventa? La crisis de la historiografía nacional. Del predominio del Estado a los dominios de los saberes como singularidades de las prácticas sociales. A lo largo del siglo XX, lo que distingue a los relatos de la historiografía dominante es la ubicación del Estado y la nación, y su estrecho matrimonio, en el centro de la figuración de los lazos sociales y sus agentes específicos. La escritura de las “historias nacionales” se prolongó hasta los años noventa, pero incluso cuando se hablaba de ámbitos particulares (la Iglesia, el mundo del trabajo, el campo…) se reproducía su figuración a través de las lógicas del
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propio Estado. En los años noventa hay un viraje. Se dejan de escribir las “historias nacionales”, se desvanece este peculiar estatocentrismo y es desplazado por una historiografía a la que se le llama “fragmentaria” (Dosse, 2009). Se empieza a escribir la historia de la educación a partir de los saberes educativos, la de la medicina a partir de los saberes médicos, la de la Iglesia a partir de los saberes religiosos, etcétera. La idea de la “fragmentación” es equívoca. Una de las características del cambio actual del régimen de historicidad reside precisamente en la implosión de la centralidad del Estado como lugar de significación de las prácticas sociales. La historicidad de estas prácticas y las relaciones de poder en las que se sustentan se busca ahí donde acontecen, en una historia del “adentro” de sus instituciones y lazos sociales, ya no en la esfera de una historia en general. Lo local como lo global. Por lo general, la historiografía del siglo XX concibió las relaciones con los procesos globales como “influencias” o “intervenciones” del afuera en el adentro. Era otra manera de autocentrar los procesos locales sobre sí mismos. Una parte del autismo que caracterizó a la historiografía mexicana. Desde los años noventa, las problemáticas características de los procesos de globalización (migraciones, flujos, expansiones, tráficos) se tratan más bien como procesos de diseminación, interconexión e interacción que producen en el país realidades inéditas. Lo global es buscado cada vez más en la singularidad de lo local (Steger, 2014). El cuerpo como centro de la politicidad. Los antiguos estudios característicos de la historia social –sujetos sociales que encontraban su principio de existencia en la relación entre economía y política– ceden su paso a las historias basadas en los clivajes del cuerpo: el género, la etnicidad, la edad, la animalidad se sitúan en el centro de las cartografías de la subalternidad. Se trata de un viraje historiográfico radical. En su centro se encuentra la eclosión de las categorías de la economía política como formas distintivas de desdibujar la relación entre los individuos y las relaciones de poder y control. El viraje tiene sus orígenes en la neutralización de la politicidad de las relaciones fincadas en las categorías donde lo social emana
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de lo económico para centrarse en las signaturas del cuerpo como resort de la representación. Todo esto nos obliga a preguntarnos por los visibles cambios que ha sufrido la esfera de lo político en las últimas tres décadas.
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El tiempo presente en la historia: generaciones, memoria y controversia 1 Eugenia Allier Montaño Siempre se estudió y se valoró el presente en historia. Desde Herodóto y Tucídides, pasando por la historia medieval y llegando a Ernest Lavisse y Marc Bloch (Lacouture). Sin embargo, en casi todas las ocasiones se trató de emprendimientos aislados y no muy reconocidos por la comunidad histórica. Al surgir la historia del tiempo presente en la década de los años setenta en Europa, varios fueron los puntos debatidos y las críticas que se oponían a su existencia: la falta de objetividad, la carencia de distanciamiento temporal, la inexistencia de fuentes primarias. Y aunque es posible que esos debates hayan sido superados en Europa, en algunos países de América Latina todavía existen dudas sobre su viabilidad y pertinencia: se trata de un campo en construcción y que aún debe ser aceptado entre sus “hermanas mayores”. Por esta razón, en este texto quiero concentrarme en algunos aspectos que determinan la definición teórico-metodológica y conceptual de esta propuesta. Con este objetivo en mente, el texto está dividido en cuatro apartados. En el primero hago un repaso del surgimiento de este campo historiográfico, así como de las principales obras escritas en Europa y América Latina, y de las definiciones teóricas que se adoptan sobre esta forma de hacer historia. En el segundo propongo una definición personal al respecto. En el tercero analizo otros términos cercanos al de historia del presente para definir si se trata del mismo proyecto o de distintos proyectos con diversos términos. Por último, abordo las objeciones ya señaladas en cuanto a historizar el presente: la falta de objetividad, la carencia de distanciamiento temporal y la inexistencia de fuentes primarias y de historiografía alternativa, que no son verdaderos obstáculos que impidan llevar a cabo una historia del tiempo presente. Construir un campo con una denominación: objeto y funciones 50
Los años setenta son determinantes en el surgimiento de este campo historiográfico. En 1978 fue fundado el Institut d’Histoire du Temps Présent (IHTP) en Francia,2 inaugurado en 1980 por François Bédarida. El instituto es heredero del Comité de Historia de la Segunda Guerra Mundial, establecido en 1951, cuyas bases datan de 1944, cuando el gobierno de Charles de Gaulle creó la Comisión sobre la Historia de la Ocupación y de la Liberación de Francia, con la misión de reunir fondos documentales y testimonios. En 1978, el Comité fue integrado al IHTP, que se constituía como un nuevo laboratorio del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), que se haría cargo del dossier de Vichy.3 En el momento de su creación, el primer nombre considerado fue Institut du Monde Contemporain, que fue abandonado rápidamente por prestarse a confusión, porque el término contemporáneo remitía al periodo de estudio (la contemporaneidad entendida como el momento posterior a la Revolución francesa) y porque acababa de fundarse el Institut d’Histoire Moderne et Contemporaine (García, 2003). En 1978, nombrar así al IHTP sonaba como un desafío, pues todavía era muy fuerte el sentido común que afirmaba que los historiadores estudiaban el pasado, pues se necesita una distancia para la serenidad de sus análisis (García, 2003). De manera paralela, en Alemania se creaba el Institut für Zeitgeschichte. De hecho, se trata de las únicas dos instituciones dedicadas por completo a la historia del presente, que desde ese momento conllevarían la institucionalización de esta parcela historiográfica en ambos países.4 Vale la pena decir que en sus inicios ambos institutos respondían al afán de dedicar una atención especial a la historia de la catástrofe europea y mundial de 1939-1945 (Aróstegui, 2004). Así, la primera definición de la historia del tiempo presente se ligó al estudio de la segunda guerra mundial y los periodos posteriores. Sin embargo, muchos historiadores criticaron esta visión, por centrar la periodización en Europa, prefiriendo hablar de “historia de lo muy contemporáneo” (Laborie, 2003). Pese a la importancia creciente de la historia del presente, son pocos los trabajos teóricos dedicados a esta historia. En Francia se 51
localiza el libro Écrire l’histoire du temps présent, de 1993, fruto de las jornadas de estudio llevadas a cabo por el IHTP en 1992. Hay cerca de cincuenta contribuciones de historiadores, sociólogos y filósofos que discuten las temáticas, las dificultades y los retos de la historia del presente, pero siempre con una visión de este campo como periodo histórico y no como forma de historizar. En términos cronológicos, la siguiente obra relevante es la de Josefina Cuesta Bustillo, que en 1993 publicó un libro de apoyo para la docencia en el que definía la historia del presente como una categoría dinámica y móvil, identificada con el periodo cronológico en el que existen actores e historiadores: Por historia del presente –reciente, del tiempo presente o próxima, conceptos todos ellos válidos– entendemos la posibilidad de análisis histórico de la realidad social vigente, que comporta una relación de coetaneidad entre la historia vivida y la escritura de esa misma historia, entre los actores y testigos de la historia y los propios historiadores (Cuesta Bustillo, 1993: 11).
Se trata de un aporte muy valioso que examina los distintos conceptos utilizados para definir esta parcela, que hace su propia definición, que revisa las dificultades propias del campo y que aborda las fuentes para su realización, así como el vínculo que tienen historia del presente e historia de la memoria. No obstante, es un libro raramente recuperado por la bibliografía especializada. En 1999, Timothy Garton Ash publicó History of the Present, un collage sobre acontecimientos ocurridos en Europa desde 1989. Garton Ash defiende la posibilidad de llevar a cabo una “historia en caliente”, realizada a través de entrevistas y de “inmersión total” en los acontecimientos: un ejercicio de intersección entre historia, periodismo y literatura (Lagrou, 2000). En el libro, Garton Ash deja claras dos cuestiones: primero, que la historia muy reciente implica una práctica particular, radicalmente diferente de aquella de periodos más antiguos; segundo, que el presente, entendido como el conjunto de evoluciones y acontecimientos en gestión, comienza en 1989, y que todo lo anterior pertenece definitivamente al pasado.
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Desde España también llegó otro aporte fundamental, el de Julio Aróstegui (2004), que con La historia vivida se convirtió probablemente en uno de los teóricos más importantes de este campo historiográfico, logrando lo que a mi parecer es una de las definiciones más certeras y completas de esta parcela historiográfica. Para Aróstegui se trata de una historia de lo inacabado, de lo que carece de perspectiva temporal (de una historia de los procesos sociales que todavía están en desarrollo), y una historia que se liga con la coetaneidad del propio historiador. Si el presente es siempre una construcción social, “un momento en la serie de todo el pasado”, también debe ser entendido como: el momento de la historia vivida por cada uno de nosotros en el curso de la serie histórica completa. Más bien la concepción del presente histórico tiene las connotaciones absolutas y abstractas de una categoría histórica en sí misma que se aplica a caracterizar los múltiples momentos sucesivos en que las sociedades atraviesan una situación única: el momento de la coetaneidad (Aróstegui, 2004: 101. El énfasis es de la autora).
La coetaneidad no se refiere sólo al hecho de que el historiador haya conocido o no el acontecimiento, que lo haya vivido, sino que define también el presente histórico, en la medida que anuda las formas de relación de las generaciones con el mundo y los acontecimientos que les han tocado vivir. Aróstegui echó mano de Karl Manheim y José Ortega y Gasset (Mannheim, 1993; Ortega y Gasset, 1987), retomando la noción de generación en cuanto a fenómeno biológico y social. En cada momento histórico existen tres generaciones que comparten un momento histórico: la generación en formación (sucesora), aquella que iría más o menos de los 0 a los 30 años, y que justamente se caracteriza por estar formándose; la generación hegemónica (activa), entre 30 y 60 años, que detenta tanto los medios de producción como el poder político, administrativo y social; la generación transmisora (antecesora), más allá de los 60-70 años, que ya no detenta los medios pero que aún tiene poder a su alcance y que, en muchos sentidos, está transmitiendo sus conocimientos y su poder a las otras dos generaciones.5 53
Aróstegui señala que existen dos fenómenos principales que se vinculan en la realidad generacional: la sucesión y la interacción. Las generaciones se suceden unas a otras, pero lo que interesa a la historia del presente es la interacción: “Una misma generación conocerá tres sistemas de coexistencia, pero el recorrido por los tres constituirá la historia de su presente” (Aróstegui, 2004: 125). Cada generación convivirá a lo largo de su propia existencia con otras cuatro generaciones. Al ser la generación en formación conocerá a dos por encima. Al ser la activa conocerá una nueva en formación. Y al llegar a la transmisión conocerá a una nueva generación en formación. Con cada una de esas cuatro generaciones compartirá un presente histórico y una experiencia común. “Un presente histórico es, pues, en último extremo, el resultado del entrecruzamiento de presentes generacionales” (Aróstegui, 2004: 121). Ahí radica la definición de historia del presente. Cuando el historiador estudia un periodo del cual existe al menos una de las tres generaciones que vivieron el acontecimiento se está haciendo una historia de la coetaneidad, de un tiempo que aún es vigente, porque el historiador está investigando un presente histórico: un presente del cual es coetáneo, al ser coetáneo de al menos una de las generaciones que lo vivieron. El presente histórico, entonces, no es el ahora o la inmediatez, sino un lapso más amplio que está vinculado con la existencia de las generaciones que experimentaron un suceso. Y es que, como señala Guadalupe Valencia (1999), “presente, pasado y futuro son transmutables por la experiencia”. La experiencia de aquellos que vivieron un acontecimiento prefigura el presente en el que los coetáneos siguen viviendo. Por eso es que decimos que la historia del tiempo presente tiene márgenes móviles. No es un periodo ni un acontecimiento, es una historia que se liga con la coetaneidad y con las generaciones vivas que experimentan el tiempo histórico. Por eso se va moviendo con los propios límites de lo contemporáneo-coetáneo.
Aróstegui finalmente señala que “ la historia del presente es, en último análisis, la construcción de la historia de sí misma que hace la generación vigente, una autohistoria o egohistoria” (Aróstegui, 54
2004: 138). Por supuesto, su definición ha sido criticada por el carácter egocéntrico que conlleva (Franco y Levín, 2007), y si bien coincido con esta crítica, al mismo tiempo convengo en la contribución de Aróstegui al entendimiento del presente histórico a partir de la definición respecto a la presencia de generaciones vivas, que pocos autores han sido capaces de aportar al campo.6 En los últimos años ha habido un auge de las publicaciones sobre historia del presente. En primer lugar, se localiza el texto de Hugo Fazio, quien desde Colombia realizó un valioso aporte a la discusión con La historia del tiempo presente: historiografía, problemas y método (2010). Para Fazio, esta subdisciplina no puede estar identificada exclusivamente con las generaciones vivas, sino ser entendida desde los tres conceptos que la delimitan: Se debe considerar como historia en cuanto es un enfoque que pone énfasis en el desarrollo de los acontecimientos, situaciones y procesos sobre los que trabaja. Es tiempo en la medida en que se interesa por comprender la cadencia y la extensión diacrónica y sincrónica de esos fenómenos analizados. Es presente, entendido como duración, como un registro de tiempo abierto en los extremos, es decir, que retrotrae a la inmediatez ciertos elementos del pasado (el espacio de experiencia) e incluye el devenir en cuanto expectativas o futuros presentes (el horizonte de expectativa) (Fazio, 2010: 140).7
En segundo término, considera que debe ser una historia que tome en cuenta las transformaciones que ha vivido la sociedad contemporánea. Asegura que la perspectiva diacrónica que la caracteriza en su estudio del presente es la que les imprime una mirada diferente a otras ciencias sociales. En este sentido, un cuarto aspecto que la puntualiza es su carácter global transdisciplinario. Es decir, recobra la vieja propuesta de Marc Bloch de realizar trabajos que incluyan a historiadores de distintas latitudes y con perspectivas disciplinares variadas. En síntesis, Fazio considera que “la historia del tiempo presente representa la ruta cartográfica de la historia global” (Fazio, 2010: 148). El siguiente libro, fundamental en este aspecto, es el de Henry Rousso, quien fue director del IHTP, y uno de los primeros historia55
dores en hacer historia del tiempo presente. En 2013 concentró sus esfuerzos en definir y trabajar teóricamente el concepto en La dernière catastrophe. L’histoire, le présent, le contemporain. Rousso afirma que la particularidad de esta parcela historiográfica es que se interesa en un presente que es el suyo mismo, en un contexto donde el pasado no está ni acabado ni se ha ido y donde el sujeto de la narración es un “todavía-ahí”. Considera que su final, por definición, es móvil. Además, y ésa es su principal hipótesis de trabajo, el interés por el pasado cercano parece ligado a un momento de violencia paroxístico, y sobre todo a su “después”, al tiempo que sigue al acontecimiento “deflagrador”, tiempo necesario para la comprensión, la toma de conciencia, la toma de distancia, pero tiempo también marcado por el traumatismo y por fuertes tensiones entre la necesidad del recuerdo y el señuelo del olvido. Señalará, entonces, que una de las principales características de esta historia es afrontar las fases de amnesia al mismo tiempo que busca sus propias bases epistemológicas. Desde esa perspectiva señala que el historiador del presente ha tenido como tarea hacerse cargo de un doble movimiento contrario: hacer pasado el presente y hacer presente el pasado. Para Rousso, toda historia contemporánea comienza con “la última catástrofe”: si no la más cercana cronológicamente, sí la que aglutina el presente. Este historiador entiende el término catástrofe desde su sentido etimológico, como un “trastorno”, en su acepción griega (el que tiene consecuencias a veces insuperables), pero también como un “desenlace”, en su sentido literario y dramatúrgico. En síntesis, Rousso considera que la historia del presente tiene ciertas características generales. Primera, la centralidad del testigo, y por tanto de la memoria (aunque la cuestión del testimonio y la de la memoria no son específicas de la historia del presente): conservar los recuerdos. Segunda, mantiene relaciones conflictivas con el poder, religioso o político: anticipa el juicio de la posterioridad cuando los principales interesados aún se mueven en el horizonte. Tercera, que el acontecimiento tiene un lugar central. Cuarta, implica la
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existencia de una demanda social. Quinta, el historiador se ha convertido en un experto, porque la historia del presente se ha transformado en un campo de “experticia”, un campo de acción en el seno del cual algunos actores sociales pretenden actuar retroactivamente sobre el pasado. Por último, considera que un punto importante es que esta historia ha estado ligada a la “judicialización” del pasado, es decir, a las demandas que algunos actores hacen para exigir justicia, y al hecho de que los historiadores han sido solicitados como testigos expertos en juicios de lesa humanidad. Una propuesta para pensar la historia del presente A partir de todos estos autores, considero que se trataría de una historia que tiene seis características que la definen. Primera, que su objeto central es el estudio del presente. Segunda, que el presente está determinado por la existencia de las generaciones que vivieron un acontecimiento, es decir, que la existencia de testigos y actores implica que podrían dar su testimonio a los historiadores, por lo que la presencia de una memoria colectiva del pasado es determinante para esta historia. Ligada a esta cuestión aparece la tercera: la coetaneidad entre la experiencia vivida por el historiador y el acontecimiento del que se ocupa, particularmente por su vínculo con las generaciones que experimentaron un momento histórico. Cuarta, la perspectiva multidisciplinaria del campo. Quinta, las demandas sociales por historizar el presente, particularmente temáticas de violencia, trauma y dolor (que aparentemente se han convertido en los ejes de esta parcela historiográfica, aunque esto no implica que los temas no puedan ser otros). Y sexta, las tensiones y complicidades entre historiadores y testigos. Vale la pena desarrollar estos puntos. Empecemos por el carácter multidisciplinario. Hace tiempo que las ciencias sociales y las humanidades se encuentran en zonas grises respecto a su delimitación disciplinar. Para la historia, Peter Burke (2003) ha señalado que en ocasiones es más fácil para un historiador de la economía vincularse con economistas que con historiadores. Y así en cada subdisciplina. Pero todo esto es más evidente en la historia del 57
tiempo presente: una subdisciplina fuertemente multidisciplinaria que se relaciona con (y toma prestadas metodologías y teorías de) la sociología, la antropología, la ciencia política, el psicoanálisis, la filosofía.8 Algunas de las particularidades del campo son, pues, el diálogo y el intercambio intenso y novedoso con otras disciplinas que estudian temas cercanos. Pasemos al segundo punto: las demandas sociales y políticas. Si la historia siempre ha estado en el punto de mira de las demandas sociales (para apaciguar pasiones, para generar identidades nacionales y colectivas),9 la historia del presente conoce esta exigencia de una manera acuciante. Como ya se mencionó, la historia se vería confrontada a nuevas demandas a partir de los años sesenta, cuando diversos grupos sociales comenzaron a exigir ser escuchados por las historias nacionales, que hasta entonces los habían excluido. De alguna manera, la demanda por historizar el presente estuvo ligada a esta petición. Dijimos ya que el historiador del tiempo presente se enfrenta a pasados recientes, “calientes” y vivos, por lo que se ha visto confrontado a posicionamientos éticos y políticos no conocidos antes. La historia reciente ha tenido que enfrentarse a un problema nuevo que toma proporciones considerables: la “demanda social” de “peritaje” sobre el pasado (Noiriel, 1998). En un texto anterior (Allier Montaño, 2010) señalé que la posición ética y política de este nuevo historiador puede ser observada y analizada en dos ámbitos diferentes, aunque de alguna manera ligados: el de la justicia (al ser llamado a declarar como “testigo experto” en juicios y comisiones de verdad) y el de su intervención en comunidad sin una demanda social expresa (enfrentándose a memorias sociales vivas).10 Y es que los temas estudiados por la historia del presente dan cuenta de esa demanda de las memorias sociales, que ruegan que ciertas temáticas y problemáticas sean abordadas tanto para apaciguarlas como para explicarlas. En este sentido, para el IHTP: La implicación sobre la dimensión trágica del siglo XX ha desarrollado entre los investigadores del IHTP y de su entorno cercano una sensibilidad particular al peso del acontecimiento traumático, a la confrontación con el testigo, al análisis de la memoria colectiva y de los usos políticos del pa-
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sado, a la importancia de la imagen como fuente mayor de representación del tiempo contemporáneo, a las relaciones con la demanda social y el espacio público; cuestiones que están en el corazón de la práctica de los historiadores de hoy.11
Estar atentos a las demandas, memorias y representaciones sociales y políticas ha llevado a los historiadores del presente a concentrarse en el estudio de ciertas temáticas. Esto, por supuesto, ha dependido de las circunstancias del país. En Francia se ha estudiado la segunda guerra mundial, particularmente la Shoah; también se ha abordado el proceso de descolonización, centrándose en Argelia y la guerra, aunque en los últimos años se ha ampliado la producción a otras fronteras.12 En Alemania, la segunda guerra mundial también ha dominado este campo, aunque más recientemente se observan trabajos sobre el régimen socialista y la represión política. En los países del Cono Sur, los trabajos se refieren a la última dictadura cívico-militar de cada nación.13 Como hemos visto, no pocos historiadores han hecho notar que la historia del presente nació ligada a la violencia (Rousso, 2013) y a la política (Delacroix, 2007). Para otros, “la historia de la historia reciente es hija del dolor” (Franco y Levín, 2007: 15). Dolor de la primera y la segunda guerras mundiales, del holocausto en Europa, de las dictaduras militares en el Cono Sur. Esta asociación con el dolor ha dejado hondas huellas en las principales preguntas y marcos de estudio de la historia reciente. En efecto, se trata de una historia más preocupada por las rupturas radicales que por las continuidades, más por las excepcionalidades y “desviaciones” que por las lógicas de largo plazo. De una historia cuya escritura está indisolublemente ligada a una dimensión moral y ética (Franco y Levín, 2007: 15-16).
De hecho, para algunos autores, pese a sus éxitos incontestables, la historia del presente podría compararse con un “barco ebrio” que da la impresión de flotar en el mismo río (sus campos de investigación siguen siendo globalmente los mismos), aunque eventualmente se descubren nuevas islas para explorar (como nuevos cortes a partir de los años setenta o nuevas formas de aprehender los objetos históricos clásicos del tiempo presente, co59
mo el nazismo o las violencias de guerra) (Droit y Reichherzer, 2013). Si bien es cierto que la mayor parte de la producción de esta parcela historiográfica sigue ligada a la violencia, al último trauma de la historia nacional, cada vez son más numerosas las investigaciones, al menos en América Latina, que versan sobre la sexualidad y la familia, las expresiones artísticas, el medioambiente y la arquitectura.14 Justamente por el tipo de temáticas que tiene como objetivo, la historia del presente muestra una característica especial y diferente: en muchas ocasiones los testigos refutan la historia escrita por los historiadores. Por esto se ha subrayado que se trata de una historia “bajo vigilancia” (Capdevila y Langue, 2009). Y es que, como hemos afirmado, este campo tiene como una de sus particularidades la existencia de un tejido vivo (González, 2016). Esto significa que se trata de una historia “que responde”:15 una de las pocas en las cuales los testigos pueden estar en desacuerdo con lo que narran los historiadores y, por la misma razón, responder a sus argumentaciones. En cierto sentido, se da un enfrentamiento entre historia y memoria: “yo tengo las fuentes, yo conozco el pasado”, podría decir el historiador, frente al “yo lo viví, yo sí sé porque yo estuve allí” del testigo. En algunos países, las respuestas de los actores son más audibles que en otros. En Francia ha sido muy común ver respuestas, en medios escritos o radiofónicos, a los libros o las conferencias de los especialistas por parte de quienes vivieron los hechos. En México, pese a que esta subdisciplina apenas comienza a tener acogida en muchas instituciones académicas, también se han conocido diferencias entre el historiador y los testigos.16 Fernando González ha relatado las dificultades que a veces ha tenido en diversos grupos y espacios por el libro La Iglesia del silencio: de mártires y pederastas (2009). También refiere que Igor A. Caruso. Nazismo y eutanasia (2015) le supuso serias controversias en el seno del Círculo Psicoanalítico Mexicano.
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El tiempo histórico estudiado por esta parcela historiográfica es presente no sólo porque sus consecuencias siguen sintiéndose (eso ocurre con el pasado más lejano también), sino porque –aunque no lo haya vivido– he convivido y discutido con quienes sí lo vivieron; en mi caso, me criaron (familiares), me formaron (docentes) y me abrieron las puertas a su vida y al pasado (testigos). El historiador del presente se enfrenta, es innegable, a una situación que no conocen otras subdisciplinas históricas: ¿Cómo escribo sobre gente que conozco?17 A lo largo de la investigación uno puede llegar a conocer muy de cerca a los actores de la historia, a formar lazos de amistad y cariño. En mi caso, cuando escribo sobre Uruguay tengo en la mente a Elbio Ferrario, ex militante del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, ex prisionero político de la dictadura y actualmente director del Museo de la Memoria en Montevideo: un hombre generoso, inteligente y crítico que me acercó a muchos actores políticos y a la urbe de Montevideo. Y al narrar las memorias del 68 en México están siempre presentes Raúl Álvarez Garín (ya fallecido) y Ana Ignacia, la Nacha, Rodríguez, quienes además de sus vidas me han ofrecido su amistad: ¿qué van a pensar de lo que escribo? ¿Cómo los van a afectar mis afirmaciones? Frente a esto, una de las opciones es realizar más encuentros entre historiadores y protagonistas que favorezcan el diálogo tanto sobre sus labores y objetivos respectivos como de los acontecimientos en cuestión. Además, no puede dejar de recordarse que hay una evidente dimensión política en el campo de la historia reciente (Franco y Lvovich, 2017). Otros términos, ¿otros proyectos? La historización de acontecimientos cercanos ha sido denominada de diversas maneras: presente, inmediata, reciente, vivida, actual, coetánea. De éstas, historia reciente e historia inmediata son las que han contado con más aceptación. Por esto vale la pena analizarlas.
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Desde la tradición anglosajona poco se ha debatido sobre la pertinencia de historizar el presente y la validez que un tipo de historia de ese tipo tendría; esto no significa que este campo historiográfico no sea amplio; al contrario, se ha trabajado mucho y desde hace décadas, pero no se debate. En 2012 fue publicado el libro Doing Recent History: On Privacy, Copyright, Video Games, Institutional Review Boards, Activist Scholarship, and History that Talks Back, editado por Claire Bond Potter y Renee C. Romano, que justamente señala que pese a que se trata de un campo cada vez más nutrido no cuenta con libros de reflexión. Para estas dos historiadoras el pasado reciente sería aquel que tiene, máximo, cuarenta años. De hecho, la serie que dirigen se llama Since 1970. Histories of Contemporary America. Así, simplemente 40 años. ¿Por qué la arbitrariedad? No se explica. Historia reciente, vale la pena señalarlo, es un concepto que se acuñó en el Cono Sur, donde goza de un gran prestigio, y a partir del cual se ha agrupado el campo histórico académico. En términos generales, hace referencia al pasado más reciente. Así lo mencionan Marina Franco y Florencia Levín en Historia reciente. Perspectivas y desafíos para un campo en construcción (2007), un libro pionero en el campo, particularmente en América Latina, donde no existían debates teórico-metodológicos, que se considera ya un clásico para quienes se interesan en el tema en Argentina, Uruguay y Chile, donde ayudó justamente a ir creando el campo de la historia reciente en los últimos diez años. Respecto al caso argentino y su denominación, Marina Franco y Daniel Lvovich han afirmado: desde que se conformó profesionalmente, el campo de la historia del pasado reciente quedó asociada a los estudios sobre la última dictadura militar y, luego, paulatinamente a los llamados “años setenta”. Desde luego no hay razones epistemológicas para ello, excepto las urgencias políticas y ciudadanas que impulsaron el surgimiento del campo (Franco y Lvovich, 2017: 201).
El otro libro pionero en este sentido fue el editado por Anne Pérotin-Dumon: Historizar el pasado vivo en América Latina. El libro se 62
presenta como: Treinta y cuatro estudios acerca de la reconstitución de los acontecimientos recientes que forman parte de los recuerdos de muchos por historiadores que son sus contemporáneos, cuando el carácter dramático de esos sucesos los convierte en un problema moral duradero para la conciencia nacional. El “pasado vivo” de la violencia política en la Argentina, Chile y Perú interpretado por historiadores y otros especialistas, con una dimensión comparativa sobre Brasil, Guatemala, Alemania, España, Francia, Irlanda del Norte, Polonia, los Estados Unidos y Japón (Pérotin-Dumon, 2007: s/p).
Historia reciente se ha ligado vigorosamente, como decíamos, en particular en el Cono Sur, a la idea de un “pasado reciente”, vinculado con la presencia de temas y objetos considerados “traumáticos”: Si bien no existen razones de orden epistemológico o metodológico para que la historia reciente deba quedar circunscripta a acontecimientos de este tipo, lo cierto es que en la práctica profesional que se desarrolla en países como la Argentina y el resto del Cono Sur, que han atravesado regímenes represivos de una violencia inédita, el carácter traumático de ese pasado suele intervenir en la delimitación del campo de estudios (Franco y Levín, 2007: 34).
La legitimidad del campo, más que disciplinaria, parecería política: En suma, tal vez, la especificidad de esta historia no se define exclusivamente según las reglas o consideraciones temporales, epistemológicas o metodológicas sino, fundamentalmente, a partir de cuestiones siempre subjetivas y siempre cambiantes que interpelan a las sociedades contemporáneas y que transforman los hechos y procesos del pasado cercano en problemas del presente (Franco y Levín, 2007: 35).
No obstante, como las propias autoras lo refieren, se trata de un estatuto epistemológicamente inestable a la hora de las definiciones. En este sentido, en la Latin American Studies Association (LASA) existe la sección Historia Reciente y Memoria, que agrupa a una
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gran cantidad de historiadores del Cono Sur,18 y menciona en su portal web: Los objetivos centrales de la sección de Historia Reciente y Memoria son promover el diálogo interdisciplinario e internacional y la colaboración entre académicos interesados en analizar el pasado reciente de los países de América Latina y el Caribe, así como los usos y abusos de la memoria de ese pasado en el presente.
De hecho, esta sección ha manifestado en los últimos encuentros (particularmente en el de 2016, en Nueva York) las limitaciones del término historia reciente, ya que cada vez hay más jóvenes que quieren estudiar periodos más cercanos (los años noventa y posteriores), que ya no se vinculan con las cuestiones “traumáticas” ni con la última dictadura militar. Además, una demanda constante a esta sección es que se abra a temas que no conlleven forzosamente “dolor y sangre”, pero que temporalmente sí estén vinculados con el presente, como la ecología y la arquitectura. Por eso, en general, consideramos que el término historia del presente permite una definición más clara y centrada en el objeto de estudio de la subdisciplina (el presente), algo que justamente define a la mayoría de los campos históricos: el presente, y no el dolor, el trauma o la violencia. Aunque, por supuesto, estos aún sigan siendo el eje central, la columna vertebral de la historia del tiempo presente. La otra iniciativa ligada a la historia reciente es francesa. Está asociada a Jean-François Soulet, quien en 2009 escribió L’Histoire immédiate. Historiographie, sources et méthodes. Soulet fue profesor en la Universidad de Toulouse-Le Mirail y en el Instituto de Estudios Políticos de Toulouse. Especialista en la historia comparada del mundo comunista, creó en 1989 el Grupo de Investigación en Historia Inmediata (GRHI, por su sigla en francés) y dirigió la revista Les Cahiers d’Histoire Immédiate, que fundó en 1990. Para Soulet, la historia inmediata está definida por muchas de las mismas características que tiene la historia del presente desde el IHTP: […] un determinado número de factores, de diversa naturaleza, confieren a la historia inmediata una especificidad: la existencia de testigos de los acontecimientos descritos, las condiciones de acceso a ciertas fuentes, la
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particularidad de algunas de ellas, la necesaria colaboración con las otras ciencias sociales […]. Muchos elementos que contribuyen a orientar la historia inmediata hacia determinados objetos, ciertas problemáticas y ciertas metodologías (Soulet, 2009: 39; traducción de la autora).
Como se ve, Soulet vincula muchos de los aspectos que hemos estado abarcando con el término historia del presente. Se trata, a diferencia de historia reciente, del mismo objeto de estudio. Sin embargo, el concepto elegido no es afortunado, pues inmediato no añade nada a la cuestión de historizar el presente, pues con el envío de su significado al pasado más cercano no da cuenta del proyecto de “historiar la vida coetánea”, de abordar las generaciones vivas del presente. Respecto a esta cuestión, Frédérique Langue subraya: la historia del tiempo presente no se centra de forma exclusiva en unos acontecimientos en particular, aunque puedan éstos desempeñar un papel de catalizadores tanto en el ámbito académico como en la sociedad civil. Abarca más bien procesos considerados en el tiempo largo, así como sus respectivos ecos en el presente, a diferencia de otras opciones historiográficas centradas en lo “inmediato”, la historia inmediata (Langue, 2015: 14).
En síntesis, hay que insistir en la conveniencia de utilizar historia del presente como definición que permite especificar que el estudio de la subdisciplina es el presente (en cuanto coetaneidad) y no un periodo de la historia de cada país, vinculado con una catástrofe, el dolor, el trauma o la violencia. Historia reciente apunta a este último aspecto, que no es aplicable a todos los países y no permite que en el campo se incluyan aspectos culturales y sociales no estrictamente políticos. Respecto al concepto historia inmediata, las dificultades de su utilización serían: define lo mismo que historia del presente, pero sin haber logrado hegemonía, y esto, considero, debido a que el término estuvo ligado en sus orígenes con la inmediatez (el instante) y no con un espacio de tiempo referido a la coetaneidad. Algunos debates en torno a historizar el presente
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Luego de lo anterior se puede afirmar indiscutiblemente que la historia del presente es una historia particular, con un objeto definido (el tiempo presente), con metodologías propias (que pueden usar el testimonio oral, la televisión y el radio, los videojuegos, el internet y una nueva serie de fuentes inexistentes para periodos anteriores de la historia) y problemáticas particulares (como las dificultades para estudiar con hiperabundancia de fuentes, así como el cuestionamiento y las demandas de los testigos a la historia escrita por los historiadores). Si la historia se ha definido en múltiples ocasiones como la ausencia, la muerte y el pasado, la historia del presente que estudia a los vivos (la ciencia de los hombres en el tiempo diría Marc Bloch acertadamente) cuestiona los cimientos de la historiografía más tradicional. En 1998 solicité una beca al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) para estudiar el doctorado en historia en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales en Francia. Al acudir a la entrevista, que era requisito, los dos historiadores que me entrevistaron me hicieron múltiples preguntas sobre mi tema de investigación (memorias sobre la dictadura cívico-militar en Uruguay); casi al final, una de las historiadoras me inquirió: “¿Y por qué te presentas en historia y no en sociología?”, y antes de que yo pudiera responder, el otro entrevistador, un hombre, le dijo: “Que tú y yo creamos que esto no es historia no significa que otros sí lo crean”. Yo salí llorando, segura de que no podría estudiar en Francia. Por fortuna me dieron la beca, pese a todo, y pasé seis años imbuyéndome de la historia del tiempo presente y la historia de la memoria.19 Veamos, entonces, más detenidamente la cuestión de las críticas, así como las posibles respuestas y argumentaciones a las mismas. En primer lugar, revisemos el asunto de la “subjetividad”. Y es que durante mucho tiempo el principal cuestionamiento a la historia del tiempo presente fue la imposibilidad de alcanzar la objetividad por la falta de distancia temporal. Si bien el historiador del presente se ve enfrentado a una historia que lo toca de cerca, esto no debería implicar –más que con otros objetos más lejanos– la distorsión de
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los hechos de manera que una narración verídica de la historia sea afectada. Lo difícil está en la manera de escribir las historias y en dar todos los elementos del rompecabezas evitando juzgar los hechos, aun teniendo una posición al respecto. Porque si bien el historiador debe tener una distancia crítica frente a su objeto de estudio, jamás será neutro –sea cual sea la distancia que lo separe. En el historiador no debe existir sino una sola conciencia, que es su conciencia de hombre o de mujer (Bédarida, 1993), lo que implica asumir el compromiso que tiene frente a lo narrado. En todo caso, el historiador del presente debe evitar las hemiplejías (González, 2016), la parálisis que, frente a la dificultad para encontrar el equilibrio entre subjetividad y objetividad, compromiso y distanciamiento, no permita hacer la narración histórica. Hace tiempo que diversos historiadores señalaron que todas las historias son “subjetivas”, en el sentido de que el historiador siempre tiene una posición personal frente al objeto de estudio. No obstante, la cuestión de la subjetividad sigue siendo incómoda para algunos historiadores que reclaman el postulado positivista que desea una historia sin compromisos y sin debates teóricos que contaminen las fuentes primarias, única ventana al pasado: escribir la historia “como realmente fue”, decía Leopold von Ranke. Los debates en otros campos (filosofía, ciencias sociales) han influido también las discusiones sobre la historia20 al afirmar que lo importante no es tener una posición sino ser capaz de reconocerla y manejarla adecuadamente. Uno de los aportes más interesantes en este sentido viene de Paul Ricœur, quien complejizó el debate en Historia y verdad, señalando que se puede apreciar una buena y una mala subjetividad. Una buena subjetividad sería aquella en la que el historiador evita caer en una interpretación dominada por el rencor o seducida por el silencio cómplice. Una mala subjetividad sería lo contrario. Así, se acepta que la subjetividad es parte inherente del trabajo del historiador, pero también se le exige una subjetividad “controlada”, por decirlo de alguna manera. ¿Cómo alcanzarla? Una forma de lograr esta buena subjetividad es a través de la reflexión filosófica. Y con Foucault diríamos que se trata de un
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asunto ligado a la reflexión ética: la ética entendida como el ejercicio sobre uno mismo y la pregunta de si uno está viviendo según sus principios (Foucault, 1999). Dado que el historiador del presente puede influir en los debates políticos contemporáneos, tiene la acuciante responsabilidad de ser abierto acerca de cómo se vincula con su propio trabajo (Romano, 2012). El ejemplo más extremo de esta situación se encuentra en quienes son historiadores de su propia experiencia. No obstante, es necesario observar que aun cuando el historiador haya sido actor y testigo de los hechos, al escribir la historia del presente lo hace como historiador y no como testigo (salvo que haga una crónica o un recuento de sus memorias). Los historiadores del presente no escribimos sobre un acontecimiento como quien lo vivió, aunque lo hayamos vivido, sino como historiadores, sometiendo el tema a una investigación crítica, como en cualquier proyecto histórico, buscando patrones, relaciones causales y conexiones en las fuentes desde muy distintas perspectivas (Romano, 2012). En este sentido, vale la pena citar como ejemplo de esta situación el brillante trabajo de Pablo Yankelevich sobre el exilio argentino en México, a donde llegó a residir como exiliado político en los años setenta (Yankelevich, 2010). En Francia destaca la labor de Pierre Vidal-Naquet, quien, marcado por la muerte de sus padres en Auschwitz, publicó un recuento de artículos consagrados al análisis de este fenómeno bajo el título de Les assassins de la mémoire (1987) frente al negacionismo creciente de los años 1970. También en Francia se ubica la notable labor de Ivan Jablonka, que escribe sobre sus abuelos, “acarreados por las tragedias del siglo XX: el estalinismo, la segunda guerra mundial, la destrucción del judaísmo europeo” (Jablonka, 2012); como él mismo lo señala, el libro está marcado por el compromiso: “Concebido a la vez como una biografía familiar, una obra de justicia y una prolongación de mi trabajo de historiador” (Jablonka, 2012). La segunda crítica se refiere a la perspectiva temporal. Y es que la historia del presente se transformó en un reto para la disciplina, puesto que el sentido común señala que los historiadores se abo-
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can a estudiar el pasado: la distancia es indispensable para la serenidad de sus análisis. En 1992, Álvaro Matute afirmaba: “Lo que ocurrió en el golfo Pérsico desde el miércoles 16 de enero del año pasado es una buena muestra de que mejor hay que esperar a que las cosas hayan avanzado, o preferiblemente terminado, para elaborar un discurso congruente acerca de ellas” (Matute, 1992). Sin embargo, también proponía las objeciones a los cuestionamientos de estudiar el presente: “La idea de la perspectiva histórica es útil para valorar los textos historiográficos, pero no debe olvidarse que es una idea, no algo existente de manera fenoménica. ¿Se puede decir cuándo comienza a haber perspectiva histórica? Creo que no, en la medida en que se trata de una operación que es propuesta por el sujeto que escribe la historia. El historiador es quien establece la perspectiva. Él pone los marcos temporales a su materia y puede irse muy lejos o no del presente” (Matute, 1992). Así, la respuesta a la falta de perspectiva temporal viene desde dos lugares. Primero, aduciendo que si bien la distancia facilita algunas interpretaciones también limita el entendimiento de las sociedades. Segundo, desde el hecho de que los avances en la epistemología de la historia permitieron insistir en que la distancia del historiador frente a su objeto no es el fruto del tiempo, sino producto del trabajo que se efectúa durante la construcción del propio objeto de estudio (García, 2003). En particular, respecto a la historia del presente se pueden revisar varias objeciones a la falta de perspectiva temporal. En primer lugar, que la distancia se construye en el entramado de la escritura de la historia que hace el historiador y no con el tiempo. En segundo lugar, porque nuestro tiempo histórico ha establecido una nueva forma de relación con la historia y con los acontecimientos. Por último, porque justamente la historia del presente estudia lo que importa a las sociedades presentes. ¿Por qué es necesario conocer el final para poder contar una historia? La disciplina histórica creció cobijada por la idea de que sí es necesario saber el fin para dar inteligibilidad a la narración. Pero… 69
¿es así? ¿No podría ser al revés? Muchos autores sugieren que la “falta de distancia temporal” podría ser un reto y no una desventaja, en el sentido de que las dificultades para elaborar una narrativa cuando los acontecimientos están ocurriendo pueden servirnos de recordatorio de que todas las narrativas y los finales son de alguna manera construidos, elegidos por el historiador en formas que afectan la interpretación realizada (Romano, 2012). Es decir, esta falta de distancia podría operar para evitar los “destinos” de una historia. En lugar de realizar racionalizaciones a posteriori, el historiador del presente puede “desfatalizar la historia” (Ricouer, 2004). La historia del presente se convierte, entonces, en el laboratorio de una nueva forma de escribir la historia, más atenta a su complejidad y fluidez (García, 2003).21 En más de una ocasión he escuchado la objeción de que en el presente no sabemos qué es importante o cuál es la importancia real de un acontecimiento. Hace algún tiempo, durante una conferencia, se me señalaba que cuando Newton vio caer la manzana no se podía historizar la importancia de su descubrimiento. No pocos biógrafos han mostrado que Newton fue reconocido ya en su tiempo. Pero, además, el presente que vivimos ha modificado nuestra relación con la historia (por ello, Hartog puede decir que vivimos en el presentismo). Ya en los años setenta, Pierre Nora argüía que si hasta ese momento los historiadores eran quienes “construían el acontecimiento”, a partir de este nuevo presente eran los medios de comunicación (Nora, 1985). Para él, hasta los años sesenta –y en este sentido consideraba que 1968 había sido un momento crucial en la transformación del presente con los distintos tiempos históricos y con la memoria (Nora, 2008)–, los historiadores iban marcando desde sus escritorios qué acontecimientos debían formar parte del pasado de la humanidad. Sin embargo, el desarrollo de los medios de comunicación, la inmediatez de la información y la aceleración de la historia hicieron que el historiador perdiera su lugar exclusivo al realizar la cronología del pasado, pues los medios fueron ocupando paulatinamente ese lugar, o al menos compartiéndolo.
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El ejemplo más claro de esta “construcción” del hecho histórico desde los medios lo podemos observar con las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Quienes teníamos cierta edad en esa época, una que nos permitía tener la conciencia histórica de la naturaleza de lo que vivimos, fuimos testigos directos, a través de nuestros propios ojos, de cómo en la televisión se construía este nuevo “11 de septiembre” que ya no hacía referencia a Chile y al golpe contra Salvador Allende. ¿Serán los historiadores del futuro quienes digan que el 11 de septiembre de 2001 el mundo global conoció un giro en la historia? ¿O fueron ya los medios de comunicación quienes lo hicieron? Por ejemplo, ante la pregunta: “¿Cómo sabemos que Ayotzinapa22 será importante en el futuro de nuestro país, que será relevante para la historia que se escriba en el futuro?” La respuesta debe ser categórica: “no, no lo sabemos”. Pero sí sabemos que es importante para nuestro presente que desde 2014 ha trastornado a nuestro país. Y justo eso es lo relevante para la historia del presente: el presente en el que se vive, aquel que marca a nuestras sociedades y nuestras épocas. Se trata, pues, de una historia que se realiza, más que “desde la cresta de la ola”, “en el excitante y peligroso túnel de una ola”,23 una historia escrita desde una zona de imperfecta visibilidad (Romano y Potter, 2012). No obstante, hay que señalar que esta historia que se escribe a la par que ocurre sí conlleva una dificultad no menor: ¿cuándo concluir un texto? Muchas veces la historia del presente que se escribe tiene límites temporales, más por una cuestión editorial o académica que propiamente historiográfica. No son pocos los historiadores que han señalado que la historia que narran no ha concluido y que se ven poniendo los últimos sucesos el día que mandan el texto a la editorial o a los sinodales de una tesis.24 Esto, que puede ser una limitante, también es un reto para los historiadores del presente, dado que no significa que no haya análisis o interpretación, sino que se asume que ninguna historia tiene fijados límites temporales reales y externos, pues éstos son establecidos por el historiador,
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que en ocasiones se va más atrás en el tiempo, o más adelante, según la interpretación que desea hacer. Finalmente, no hay que olvidar que Marc Bloch señaló en Apología para la historia que todo conocimiento histórico está no sólo situado en el tiempo, sino que se elabora desde el presente, que no deja de renovar los cuestionamientos al historiador (García, 2003). Nos queda revisar la última objeción general que se le hace a la historia del presente: la problemática respecto a las fuentes. La historia, definida finalmente en el positivista siglo XIX, se ubicó como la ciencia del pasado que privilegió los documentos escritos (particularmente gubernamentales) para narrar lo que realmente había ocurrido. Más de un siglo de esta labor dificultó la apertura a nuevas fuentes primarias que no fueran escritas. Así, una primera crítica afirma que no existen fuentes documentales suficientes para hacer la historia del presente. Si bien es cierto que algunas fuentes, particularmente las gubernamentales, pueden estar más o menos cerradas si hay menos de 30 años de distancia (y esto en el caso mexicano está empeorando cada día, pues se censuran incluso documentos del siglo XIX alegando la intimidad de los concernidos), lo cierto es que en la historia del presente se trabaja en buena medida con fuentes alternativas (entrevistas con testigos, periódicos, archivos privados, fotografías, televisión, radio e internet). Y cuando uno ha realizado este tipo de historia sabe que la escasez no es precisamente la dificultad a la que se enfrenta; por el contrario, el tiempo y los hombres no han llevado a cabo su labor de borramiento y destrucción de pruebas (Bloch, 1996), por lo que el historiador del presente se enfrenta a una hiperabundancia difícil de manejar que hace que la discriminación sea más compleja y necesaria. En 2008 me propuse el acopio de fuentes sobre el cuadragésimo aniversario de 1968 en México. Me suscribí a varios periódicos impresos y traté de localizar toda la información que hubiera en internet. También concurrí a obras de teatro, exposiciones, eventos musicales, actos conmemorativos, debates en radio y televisión. Atesoré cuanto documento de esas actividades y otras más llegara a 72
mis manos. Al final, reunir todas las fuentes aparecidas en ese año fue imposible. Pese a esto, cuento con cerca de un metro de documentos de todo tipo, recortados, clasificados y alineados uno tras otro. Analizar e interpretar el material me ha llevado tanto tiempo que el artículo aún no ve la luz, pese a que casi han transcurrido diez años.25 Los archivos orales no son sólo una gran oportunidad para estudiar el presente, también son un reto. Si bien estas fuentes pueden presentar dificultades técnicas y metodológicas,26 para lo que aquí nos interesa existe una problemática no sólo técnica, conectada con las tensas relaciones entre historia y memoria, a la que en parte ya se ha hecho referencia: los vínculos entre historiadores y testigos. Por un lado, se encuentran las correlaciones de poder que se establecen entre ambos sujetos (“yo soy el que conoce”, asegura el historiador; “yo soy quien lo vivió”, afirma el actor). Como ya mencioné, no ha sido extraño observar, en algunos países, ríspidos y acalorados debates públicos. En más de un coloquio sobre la segunda guerra mundial, especialistas y partícipes de la historia se han descalificado mutuamente asegurando que la verdad está de su lado: el historiador “no sabe” porque no estuvo ahí, el testigo “no comprende” la situación global, porque no cuenta con todas las fuentes necesarias para poder hacer un análisis general.27 Por supuesto, cada tipo de fuente requiere de una metodología particular.28 No obstante, es importante mencionar que los historiadores parecemos olvidar, en ocasiones, que cada época genera y lega distintos tipos de fuentes. Mientras se siga pensando desde una historia tradicional que las únicas fuentes posibles son las documentales, una infinidad de posibilidades se cierran para los historiadores. El presente en el cual vivimos, y un cierto pasado que ya no es tan cercano, nos ha legado fuentes antes inimaginables para el historiador. Estoy segura de que mi pasión por el 68 mexicano surgió del ímpetu con el que mi madre me narraba desde niña sus vivencias en el movimiento estudiantil, el azoramiento con el que tristemente refería los recuerdos de su amiga que sí había ido el 2 de octubre a 73
la plaza de las Tres Culturas, mitin al que mi madre no asistió porque mi hermano mayor estaba enfermo. Sin embargo, el enamoramiento definitivamente me llegó al observar El Grito, de Leobardo López Aretche (1970). La máquina del tiempo de H. G. Wells, desafortunadamente, no existe, pero ver y escuchar en blanco y negro un momento del pasado conlleva una magia singular. En el caso de El Grito, casi se puede escuchar el silencio de la marcha del 13 de septiembre de 1968: “Yo quiero estar allí”, dice la historiadora. Y entonces no sólo recurre a fuentes audiovisuales, sino al testimonio de los actores que revivirán para ella la exaltación del acontecimiento. Frente a las nuevas fuentes, el historiador del presente tiene retos importantes. Si bien la crítica externa no cambia –siempre se deben comparar las fuentes entre sí, ya que una fuente no hace historia (Bloch, 1996)–, la crítica interna difiere. Para cada tipo de fuente hay que desarrollar e implementar nuevas metodologías que nos permitan cuestionar y utilizarla. Vinculada a esta crítica está la última: la inexistencia de una historiografía en la cual apoyarse. En efecto, puede ser que cuando uno escriba sobre un tema no se encuentren otros trabajos históricos sobre la cuestión. Pero esto no implica que no se puedan localizar textos que hagan alusión a cuestiones relacionadas o similares que permitan desarrollar el trabajo personal.29 Además, ¿no debe haber siempre una primera persona que escriba sobre el tema? Ya sean cinco, diez, veinte o cincuenta años después de ocurrido un acontecimiento, siempre es un historiador pionero quien hace las primeras narraciones sobre un tema. Tras todo lo señalado, hay que decir que una cosa debe quedar clara: la historia del tiempo presente no estudia un periodo; es una forma de hacer historia que tiene como objetivo analizar el presente. Una historia que con el tiempo ha logrado legitimarse frente a las dudas metodológicas y epistemológicas. La historia del tiempo presente no ha sido la única de las nuevas formas de hacer historia (surgidas en los años 1960-1970) en ser cuestionada. También lo fueron la historia de las mujeres, la historia 74
oral, la historia desde abajo. Y esto no es casual, pues este tipo de historias disputan el sujeto de la historia (el varón blanco de clase alta), las fuentes (de los documentos se pasa al archivo oral) y el objeto (el pasado). Pero tal vez la que ha conocido una más lenta aceptación ha sido la historia del presente, porque cuestiona el tiempo y los cimientos epistemológicos en los que se basó la historia durante más de un siglo y medio: su objeto. El reino de la historia, el pasado, ha dejado de ser el único eje de la historización. Concluyendo, aunque no cerrando… Tras todo lo argumentado, vale la pena insistir en algunas cuestiones. Si bien, como ya se vio, la historia del tiempo presente tiene diversas problemáticas y riesgos, también tiene ventajas y zonas de goce. En primer lugar, la posibilidad de realizar entrevistas orales. Trabajar con quienes vivieron el hecho, escuchar los relatos de viva voz, con toda la carga de pasión y subjetividad que tienen, permite una forma de acercamiento a los acontecimientos que no forzosamente se conoce en otras parcelas historiográficas. Se tiene la posibilidad, además, de rescatar de las aguas de Lete una zona de la historia que de otra manera podría perderse.30 En segundo lugar, y ligado con el punto anterior, la infinidad de fuentes diversas que se pueden consultar. A las entrevistas deben agregarse fuentes inexistentes para otros periodos: videojuegos, televisión, videos por internet, blogs, páginas de internet. Un universo de fuentes primarias que no hace sino crecer cada día. El goce está en tener una gran cantidad de materiales para trabajar. El reto: contribuir al desarrollo metodológico para utilizarlas. Además, nuevas fuentes nos pueden permitir cuestionar los dogmas tradicionales que limitan la legitimidad histórica de algunos temas. En tercer lugar, el historiador del presente tiene la oportunidad de echar luz sobre senderos que aún no han sido marcados por la historiografía. Si bien esto ha sido considerado como una limitante para la escritura de la historia del tiempo presente, lo cierto es que también es un reto y un placer: el historiador no se ve determinado 75
por lo ya escrito y puede imaginar sendas completamente novedosas. No sólo los temas son nuevos, también las aproximaciones. En cuarto lugar, podemos señalar un punto central y delicado para la historia: el cuestionamiento de algunos lineamientos historiográficos. En este sentido, algunos autores han subrayado que los retos que han enfrentado al trabajar con pasados recientes han sido en realidad más oportunidades que limitaciones, pues han iluminado puntos oscuros en los largos debates sobre metodología y epistemología en historia (Romano, 2012). Así, si bien se ha dicho que la historia del presente tiene una limitante al no tener una distancia temporal adecuada, esto se puede ver como un reto. Las dificultades para elaborar una narrativa cuando los acontecimientos están ocurriendo pueden servirnos para recordar que todas las narrativas y finales son de alguna manera construidos, elegidos por el historiador en formas que afectan la interpretación realizada (Romano, 2012). La elección de la narrativa determina no sólo la forma de la historia, sino el contenido (White, 1990). Todos elegimos dónde iniciar o concluir una historia, lo aceptemos o no. Como algunos historiadores del presente nos han recordado, no existe la teleología (Rodríguez Kuri, 2003). De hecho, muchos debates historiográficos comienzan justamente por la cuestión de la periodización. Ahí está 1968 para muestra,31 la cuestión de la violencia política en Argentina32 o el inicio de las desapariciones políticas en México,33 por señalar sólo algunos ejemplos. Hay que aceptar que no sabemos cómo va a acabar la historia del presente que escribimos, pero debido a que la historia se reescribe con cada presente, la interpretación que hagamos será una primera interpretación, ni más ni menos. Por último, el trabajo del historiador del presente si bien tiene un riesgo ético y político, al mismo tiempo es una oportunidad. Nuestra labor tiene el potencial de complejizar los discursos políticos y culturales sobre temas contemporáneos urgentes: la violencia, la guerra, el trabajo, las movilizaciones sociales, la conmemoración y la memoralización. En México, el narcotráfico y los feminicidios. Los historiadores del presente son requeridos por los medios de comu76
nicación, a la par que sociólogos y politólogos, para debatir cuestiones candentes y relevantes en el mundo en el que vivimos (Allier, 2011). Hay un último punto que normalmente no se señala: la avidez de un público no especialista por escuchar historia sobre acontecimientos y procesos que lo tocan de cerca. En muchos países se ha comprobado que un porcentaje importante de los jóvenes en formación busca realizar sus tesis de posgrado en historia del presente,34 en temas más cercanos a sus propias experiencias.35 Ellos ya hacen parte del campo. Hay, no obstante, una demanda más plural, que puede observarse en la presión de las editoriales al solicitar a los especialistas colecciones sobre historia del presente (Romano y Potter, 2012). Esto se debe a la existencia de lectores interesados en leer historias que han afectado a su propia generación, que ofrecen una aproximación distinta a la que podrían hacer periodistas, sociólogos o politólogos, aunque no deja de mantenerse una estrecha comunicación entre los diversos campos. En síntesis, un campo en construcción tiene recompensas: la exploración de archivos casi vírgenes, el establecimiento de nuevos campos y tópicos, la posesión de una plataforma desde la cual hablar sobre la historia como está ocurriendo son sólo algunos. Un campo en construcción tiene retos y desventajas, ¿por qué no concentrarnos en sus recompensas?
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El tiempo social: una visión transdisciplinaria 36 Guadalupe Valencia García El problema del tiempo y los enfoques multi, inter y transdisciplinarios Aunque no existe un acuerdo pleno en torno a las diferencias entre pluri, multi, inter y transdisciplina, dado que sus fronteras son porosas, suele concederse que las dos primeras se expresan en la yuxtaposición o sumatoria de disciplinas, enfoques o puntos de vista. La diferencia entre la inter y la transdisciplina, por su parte, remite a una mayor capacidad de síntesis de la primera y a la naturaleza más abierta y provisoria de la segunda, aunque en los dos casos se suponen procesos de interdependencia, intercambio e interpenetración. Frente al problema del tiempo puede defenderse la utilidad de una perspectiva multidisciplinaria. Entendida como una congregación de conocimientos provenientes de diversas ciencias, disciplinas y lenguajes proporciona un espacio para el diálogo entre disciplinas y saberes. Un diálogo que puede enriquecer las miradas, sugerir nuevos enfoques y generar novedosas interrogantes a condición de que haya apertura hacia el saber del otro. Los científicos sociales pueden ampliar sus perspectivas de análisis cuando comprenden la diferencia entre las escalas de tiempo asociadas a las diversas disciplinas que lo estudian. Los profesionales de las ciencias de la materia y de la vida pueden advertir que las formas de organización temporal que comparten con otros son fruto de un largo proceso de construcción histórica; que los calendarios y horarios que siguen han sido socialmente sancionados y que gracias a esto los días no son iguales unos a otros. También pueden advertir que la irreversibilidad del tiempo que se expresa como una flecha que corre en un solo sentido puede ser transgredida por los mecanismos individuales y colectivos de la memoria y la anticipación. Los lenguajes visuales, la literatura, el cine y el arte en general nos
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ofrecen nuevas e insospechadas interrogantes, veredas y sugerencias para pensar y repensar el tiempo. Así, el mero conocimiento de otros puntos de vista, sin pretensiones de integración, cruce o hibridación de conocimientos, nos puede ayudar a ampliar fructíferamente nuestras miradas sin necesidad de volvernos expertos en campos ajenos a nuestra formación.37 Los intentos de integración conceptual, que se corresponden mejor con una perspectiva interdisciplinaria, pueden ser más problemáticos de lo que parece a simple vista. Los tiempos distinguibles en la realidad pueden ser tan inconmensurables como lo son las propias escalas en las que la física moderna se debate hoy en día. Tiempos involuntarios y netamente individuales como los de la cronobiología no pueden ser vinculados fácilmente con aquellos otros, como los de la memoria y el olvido, regidos por la espontaneidad de la rememoración, pero también por la voluntad social de recordar algo colectivamente. Menos interesante sería intentar síntesis conceptuales: en el fondo, formas de subordinación teórica en las cuales suele prevalecer la sumisión de las disciplinas menos formalizadas a las que, aparentemente, han alcanzado altos grados de consistencia teórica interna. En mi caso, y atendiendo al sentido literal de los términos, prefiero el punto de vista transdisciplinario para hacer el análisis del tiempo social, en tanto que permite una mirada no solamente desde las diversas disciplinas, o pretendiendo una integración entre ellas, sino, de manera más abierta, a través de ellas. Se trata de una estrategia más modesta que no busca ni la mera agregación de conocimientos ni su integración en una supuesta “unidad del conocimiento” que se pretenda superior. Busco, en cambio, reconocer las posibilidades del vínculo entre disciplinas, para el caso del tiempo a partir de dos mecanismos: a) El develamiento de postulados generales que, surgidos en una disciplina en particular, pueden funcionar como principios epistemológicos con importantes consecuencias para abrir nuestra comprensión acerca del tiempo y la temporalidad.
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b) La producción de un régimen de imaginación teórica derivado de las metáforas que, utilizadas por los lenguajes científicos, disciplinarios o artísticos, pueden ser de enorme utilidad para enriquecer los diversos saberes en torno al tema. Tiempo y transdisciplina A diferencia de ciertos objetos o fenómenos comunes a las ciencias sociales –el fenómeno urbano, el espacio educativo, la dinámica de la familia, el mundo del trabajo– o tantos otros para los que es casi una necesidad conjuntar visiones provenientes de diversas ciencias y disciplinas, en el caso del tiempo no estamos frente a un objeto de investigación más, sino ante una dimensión fundamental de la vida. En efecto, el tiempo es dimensión constitutiva del cosmos y de todo cuanto sucede en la tierra; todos los procesos aprehensibles por el intelecto son temporales y cognoscibles sólo en cuanto tales. Por esto, la vinculación de lenguajes en torno al tema no obedece tanto a la necesidad de explorar un fenómeno desde diversos ángulos cuanto a la de aclarar las preguntas, escalas y dispositivos analíticos que resulten pertinentes para una dimensión que constituye la forma de ser de todas las cosas en tanto son temporales. La pregunta “¿estamos frente a una sola clase de tiempo al que deben adecuarse las múltiples miradas que sobre él interesan, o bien estamos frente a tiempos cualificados: el de la física, el cósmico, o los tiempos biológicos, psicológicos, histórico-sociales, artísticos?” no es adecuada para avanzar en el debate. Si seguimos insistiendo en la posibilidad de una definición del tiempo aceptable para todos, seguramente ciertos imperialismos disciplinarios triunfarán sobre nuestra capacidad de realizar las preguntas pertinentes frente a las realidades que debatimos. Si postulamos que cada enfoque disciplinario cuenta ya con un tiempo que le pertenece en exclusiva seguimos sin averiguar qué es lo que puede y debe entenderse por tiempo y, por otra parte, perdemos la oportunidad de ampliar nuestras interrogantes, y nuestras miradas, para complejizar y enriquecer nuestros análisis. Ramón Ramos lo expresa así:
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Que una ciencia, para constituirse, haya de contar con un dominio real propio, claramente acotado y diferenciado del resto […] fue el presupuesto básico de la epistemología realista “ingenua” que informó a las distintas variantes del positivismo. La crisis de esta epistemología ha arrastrado consigo la crisis del presupuesto del dominio propio. En consecuencia, no consideramos en la actualidad que para que la ciencia social aborde legítimamente el problema del tiempo haya de contar con un tiempo propio que difiere claramente del resto de los tiempos (físico, biológico, psicológico, etc.) que estudian otras ciencias. Estos tiempos pueden ser sustancialmente idénticos, sin que esto impida que los interrogantes que sobre ellos se construyen difieran y difieran también los resultados alcanzados por las distintas disciplinas científicas (Ramos, 1992: x-xi).
Más que insistir en la defensa un tiempo que pertenezca en exclusiva a cada ciencia o disciplina, lo que interesa aclarar son las peculiaridades, los rasgos distintivos, las escalas adecuadas y las preguntas pertinentes a las diversas temporalidades de los mundos que hemos vuelto inteligibles. Conviene, así, desustantivizar al tiempo para hablar de diversas temporalidades, de procesos temporales, dado que las cosas no transcurren en el tiempo sino temporalmente. Xavier Zubiri lo explica muy bien: si el tiempo es el transcurrir de las cosas, y cada transcurso posee su tiempo propio, los tiempos no pueden ser fragmentos de un tiempo único porque ello supondría que el carácter temporal de todos los transcursos fuera homogéneo. La única homogeneidad, advierte, es el carácter procesual de todos los transcursos del cosmos. Lo que existe, entonces, es coprocesualidad, que no supone la contemporaneidad de dos eventos en un mismo tiempo, sino la contemporaneidad de los tiempos mismos. No se trata, entonces, de transcursos simultáneos cuanto de sincronicidad de los diversos transcursos: de coprocesualidades que son cotemporalidades (Zubiri, 1996: 246-249). Transdisciplina y sociología: principios epistémicos y metáforas fecundas Transdisciplina y sociología
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Como expondremos más adelante, creemos que las contribuciones de la sociología al entendimiento del tiempo pueden poner en relación tanto a las ciencias sociales y a los lenguajes simbólicos en general como a las ciencias de la materia y de la vida. Ya el pensamiento antropológico y la arqueología han indagado sobre las concepciones del tiempo y el espacio como elementos sustantivos de las cosmovisiones de grupos y sociedades diversas. La biología se ha ocupado de los ritmos biológicos que rigen a los organismos vivos, pero incursionado también en la exploración del “sentido temporal” de la conciencia humana. La historiografía coincide en que la materia prima de la historia es la temporalidad y ha aceptado que el pasado se interpreta desde los intereses del presente. La economía ha develado que la lógica del valor, bajo la cual el capitalismo ha ganado hegemonía mundial, no podría entenderse sin incorporar al tiempo y que buena parte de nuestras vidas está regida por los ciclos económicos en los que se han estructurado la producción y el intercambio de bienes y servicios. La ciencia política ha incursionado en el funcionamiento político del tiempo y en la dimensión temporal de la política hasta el grado de concebir a ésta como la lucha por la gestión del tiempo, entendido como recurso escaso (Lechner, 1998). La física no puede prescindir de la variable permanente “t” de sus ecuaciones y con la cosmología ha narrado magistralmente la historia de nuestro universo. La relatividad y la física cuántica nos han permitido incorporar categorías útiles para pensar la temporalidad como un fenómeno siempre relacional, complejo y abierto. Buena parte de los filósofos de todos los tiempos se han dedicado al tema del tiempo para intentar aclarar la naturaleza del mundo y de quienes pensamos a dicho mundo. Muchos han muerto sin lograr desentrañar las paradojas, aporías y contradicciones en las que se debate el tema por la sencilla razón de que se trata de una dimensión que, como bien advierte Zubiri, tiene apenas una mínima realidad (Zubiri, 1996: 211). En nuestro caso, y de acuerdo con muchos autores, desistimos de la construcción de una inalcanzable unidad del saber en torno al tiempo. Exploramos, en cambio, otro camino: el del análisis de al-
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gunos principios epistémicos y metáforas comunes que abran caminos de intelección acerca de la temporalidad. Por principios epistémicos nos referimos a aquellos postulados sobre lo real que originados en alguna disciplina o ciencia en particular han traspasado fronteras para situarse como puntos de vista comunes a varias de ellas, o incluso para fundar un nuevo paradigma. Podemos considerar un principio común el que señala que no existe un tiempo, ni muchos tiempos, sino cotemporalidades que se expresan como sincronías de transcursos. Las metáforas comunes, por su parte, son aquellas maneras de nombrar a lo real que resultan más afortunadas para dar cuenta de la temporalidad social e histórica. Así, por ejemplo, defenderemos que la idea de campo temporal es más útil que la de la consabida metáfora del tiempo como un río. Pero antes de avanzar por este sendero cabe señalar dos apuestas teóricas que pueden abonar a esta vía. La primera es la bidimensionalidad del tiempo y la segunda es la pluralidad temporal. Tradicionalmente, el tratamiento del tiempo ha distinguido dos tiempos que se consideran irreductibles. El tiempo objetivo y el subjetivo, o de la conciencia, aparecen como opuestos. El tiempo métrico-cuantitativo del antes-ahora-después se contrapone al cualitativo en el que cada ahora se distiende hacia sus propios pasados y sus propios futuros. La disyuntiva entre un tiempo y otro es falsa y simplificadora. No existe un tiempo subjetivo al que se oponga un tiempo objetivo; lo que prevalece son temporalidades que no se agotan en la cronología, pero que tampoco pueden escapar de ella. En un sentido, todo proceso es irreversible en tanto que lo acaecido no puede desacontecer porque la flecha temporal impone su curso a la historia humana y a la vida individual. Pero, en otra dimensión, el presente incorpora pasados y futuros posibles; los recuerdos se rebelan en contra de la tiranía de cronos y, entonces, hasta los muertos pueden auxiliar a los vivos e inspirar las luchas sociales de quienes pugnan por hacer realidad las demandas incumplidas de los que se han ido. Por eso Walter Benjamín decía que “cada instante puede convertirse en el juicio final de la historia” y que cada momento puede sentenciar a la historia si el presente “se deja asal-
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tar por esa parte inédita del pasado que pugna por hacer valer sus derechos” (Reyes Mate, 1993: 275). La comprensión profunda de esta dualidad permanente del tiempo que nos sitúa simultáneamente en el plano horizontal de la cronología y en la profundidad vertical de las memorias pasadas y los futuros imaginados obliga al reconocimiento de la multiplicidad temporal. Se trata de una multiplicidad que metafóricamente puede ser mejor entendida como una malla o red de tiempos que transcurren sincrónicamente en un campo temporal. Los transcursos temporales son múltiples y diversos en sus manifestaciones. Nadie puede negar que existen diferentes escalas para tiempos más o menos inconmensurables como el biológico, el psicológico, el histórico, el cósmico, etcétera. Si la multiplicidad temporal existe en las ciencias naturales –hay escalas diferentes para la microfísica y para la macrofísica, para la dinámica y para la termodinámica–, con mayor razón esta multiplicidad ha de reconocerse en el campo histórico social; no solamente porque cada sociedad tiene su propio tiempo y su propia historia –tanto como cada acontecimiento tiene su propio ritmo, origen y duración– cuanto porque en la diversidad de formas de vinculación entre pasados, presentes y futuros las significaciones temporales de los mundos sociales adquieren su mayor riqueza. Por esto, la historia puede concebirse, a la manera de Ernst Bloch, como conjunto polirrítmico o como una historicidad que se expresa en múltiples duraciones, como quería Braudel. Este par de estrategias, la bidimensionalidad y la pluralidad temporal, sitúan a las ciencias sociales, particularmente a la sociología, como disciplinas con vocación de apertura hacia las diversas formas de entendimiento del mundo. En efecto, la sociología ha ofrecido por lo menos dos aportaciones fundamentales a la comprensión de la temporalidad, de las que pueden beneficiarse todas las ciencias y disciplinas. La primera consiste en mostrar, con Norbert Elías (1989), que la noción de tiempo constituye un “símbolo de altísimo nivel de abstracción” que ha sido construido social e históricamente en un larguísimo proceso. La segunda en haber reconocido, antes
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que las ciencias duras, que la incertidumbre, la complejidad y la heterogeneidad de la realidad son atribuibles, justamente, a la naturaleza tempórea, constitutiva y constituyente, de toda realidad. Las expresiones de esta apertura de la sociología para el tema del tiempo son innumerables. Utilizan prolíficamente el lenguaje metafórico para dar cuenta de la insondable riqueza de la temporalidad social. Con Ramos (2005), un tiempo bifronte, ambivalente, que se expresa a la vez como desgarro y como acuerdo, puede ser analizado en los discursos sociales que muestran que el tiempo se vive a partir de sus imágenes como escenario, horizonte y recurso. Con Josetxo Beriain (2005), el ritmo del tiempo social puede ser pensado a partir de “montañas sagradas” en donde se concentra la experiencia temporal y los “valles profanos” en los que esta experiencia se diluye. Arritmias y discontinuidades históricas son analizadas en clave musical para dar cuenta de los ritmos acelerados, abruptos o suaves del tiempo social de la modernidad. Estas y muchas otras formas de nombrar al tiempo, del que nos sabemos a una vez descendientes y progenitores, nos capacitan para comprender la evolución de las métricas temporales que rigen al mundo y el papel central que han tenido el reloj y el calendario como formas ejemplares en la estructuración temporal de nuestras sociedades. También logramos evidenciar la fetichización del tiempo y la manera en que el sentido común se acomoda mejor a la idea newtoniana del tiempo como un flujo que existe con independencia de los procesos y fenómenos. Las múltiples formas en las que sustantivamos el tiempo cuando decimos que se pierde o se gana, pasa, se detiene o vuela, se gasta o se malgasta, son fuente inagotable para el análisis sociológico del tiempo. Para explorar las posibilidades de vinculación transdisciplinaria en torno al tiempo, postulamos la conveniencia de explorar algunos principios epistémicos y metáforas fecundas. Las que a continuación se presentan son apenas algunas de las muchas que pueden explorarse. Entre los principios epistémicos ciertas categorías fundamentales que comparten hoy ciencias y disciplinas como la relatividad, la complejidad, la incertidumbre. Entre las metáforas, innu-
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merables imágenes mediante las cuales el tiempo es representado. Cuando narramos las experiencias sociales del tiempo utilizamos figuras conocidas para hablar del tiempo circular, teleológico, lineal, espiral, bifurcado, denso, abigarrado, congelado, ágil, aletargado, congelado. Por ahora nos centraremos en tres metáforas de mayor nivel de generalidad que pueden resultar de gran riqueza para la sociología: la de los ritmos sociales, la del campo temporal y, ligada a ésta, la de multiplicidad de mundos. Principios epistémicos Propongo concebir los principios epistemológicos como los postulados que se sitúan en un momento inicial de la generación del conocimiento y poseen un nivel de abstracción mayor que los enfoques y las perspectivas teóricas, las teorías generales y las teorías particulares sobre ciertos fenómenos o procesos. Operan como verdaderas lógicas de lectura, apuestas de conocimiento que determinan y justifican al conjunto de elecciones sucesivas que se toman en una investigación. Sin duda, el constante intercambio en la difusión de conocimientos entre las diversas ciencias, disciplinas y culturas ha alimentado un vocabulario compartido. La fascinante historia del universo, el desarrollo de la genómica, las aportaciones de la paleontología y del evolucionismo, la cibernética y, en general, las llamadas “nuevas ciencias” han permitido la incorporación de novedosas visiones sobre nuestros mundos materiales, históricos y simbólicos. Los cientistas sociales y los humanistas no necesitamos comprender a cabalidad el lenguaje matemático en el que se expresa la relatividad para hacer eco de su significado como punto de partida del conocimiento. Tampoco requerimos amplios conocimientos de biología para entender la importancia de la evolución y lo que ha significado para nuestras sociedades al mostrarnos que el mundo no es estático ni eterno, sino que evoluciona en el tiempo y que lo hace de lo más simple a lo más complejo. Es innegable que los científicos de la materia y de la vida han incorporado la dimensión histórica, tan propia de las ciencias sociales, a sus propios objetos. El 86
universo y la evolución pueden ser descritos históricamente y esto ha contribuido a nuestra concepción del mundo como algo complejo. En un mundo como éste, dice Lee Smolin, “todas las propiedades de las cosas son en última instancia relativas. La noción de propiedad absoluta –en referencia a las especies biológicas, por ejemplo– ha quedado tan obsoleta como la concepción newtoniana de un espacio y tiempo absolutos” (Brockman, 2000: 26). La teoría de la relatividad revolucionó a la física y al conocimiento humano, en general. Einstein, cuyo nombre se asocia obligadamente a la comprensión del tiempo, efectuó una revolución epistemológica y teórica al proponer que el tiempo es una forma de relación y no, como lo creyó Newton, un flujo objetivo. La idea más importante de la teoría general de la relatividad, dice Smolin, es que “en el nivel fundamental las cosas no tienen propiedades intrínsecas; todas las propiedades son relaciones entre cosas” (Smolin, 2000: 272). A partir de estos hallazgos, las ciencias sociales, y la sociología entre ellas, pueden derivar algunas consecuencias importantes para su propia epistemología. La principal, indudablemente, es la suposición de la naturaleza local de todo tiempo, la idea de que cada fenómeno tiene su propio tiempo asociado o, mejor aún, que no hay tiempo sino temporalidades múltiples, cotemporalidades. La aportación de Einstein va más allá. Su teoría puede considerarse como “una maravillosa justificación de la multiplicidad armónica de todos los puntos de vista” (Gras, 1985: 148). Las consecuencias de esta idea traspasan el ámbito de la epistemología y de la teoría. Creo que añaden al problema del conocimiento una exigencia de pluralidad a la que no debe ser ajena, el día de hoy, la defensa de una multiplicidad de mundos con legítimo derecho a existir. En la actualidad, las “nuevas ciencias” han demostrado el carácter irreversible de la evolución de los sistemas no lineales –o alejados del equilibrio–, signados por procesos de autoorganización y estructuras disipativas que determinan una flecha del tiempo. Puede decirse que la noción central que comparten dichas ciencias, y que surge del reconocimiento de la naturaleza no lineal de 87
los procesos, es la incertidumbre. El principio de incertidumbre de Heisenberg muestra el carácter inherentemente indeterminista de la naturaleza y su consiguiente apertura hacia el pasado y el futuro. El indeterminismo cuántico implica que para un estado […] existen muchos […] futuros alternativos o realidades potenciales. La mecánica cuántica suministra las probabilidades relativas de cada resultado, aunque no nos dice cuál futuro potencial se convierte en realidad. Pero cuando un observador humano realiza una medición, sólo se obtiene un resultado […]. En la mente del observador, lo posible pasa a ser real, y el futuro abierto pasa al pasado fijo: justamente lo que queremos dar a entender con el concepto de transcurso del tiempo (Davies, 2002: 27).
Todo parece indicar que hemos superado el determinismo, pieza central de la mecánica newtoniana y modelo universal de cualquier esfuerzo científico. El determinismo, dice Wallerstein, “se conjuntaba con la linealidad, el equilibrio y la reversibilidad del tiempo para formar un conjunto de criterios mínimos mediante los cuales se pudieran juzgar como científicas las explicaciones teóricas” (Wallerstein, 1999: 32). Los nuevos desafíos se pueden expresar, con el mismo autor, de la siguiente manera: en lugar de certidumbres, probabilidades; en vez de determinismo, caos determinista; en vez de linealidad, la tendencia a alejarse del equilibrio y a la bifurcación; en lugar de dimensiones enteras, fractales; en vez de reversibilidad del tiempo, la flecha del tiempo. Y […] en vez de la ciencia como fundamentalmente diferente del pensamiento humanista, la ciencia como parte de la cultura (Wallerstein, 1999: 13).
Un buen ejemplo de esta forma de pensamiento puede ser Prigogine, quien en sus propias palabras llegó a las ciencias “exactas” a partir de las ciencias humanas y, como es sabido, no sólo revolucionó a la física posrelativista, sino que también influenció a otras disciplinas, como la sociología. La noción de “estructuras disipativas”, mostrada por este autor en 1967, expresa las propiedades de los sistemas complejos –o alejados del equilibrio. Estas propiedades son: “sensibilidad y por tanto movimientos coherentes de gran alcance; posibilidad de estados
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múltiples y en consecuencia historicidad en las elecciones adoptadas por los sistemas” (Prigogine, 1998: 32). Por esto, el mensaje fundamental de la segunda ley de la termodinámica es que nunca podemos predecir el futuro de un sistema complejo; éste siempre estará abierto. La inestabilidad dinámica – que no radica en la insuficiencia de nuestro conocimiento, sino en la naturaleza dinámica de todo sistema– está en el origen de las nociones de probabilidad y de irreversibilidad. Esto porque “la producción de entropía contiene siempre dos elementos dialécticos: un elemento creador de desorden, pero también un elemento creador de orden” (Prigogine, 1998: 47-48). No podemos prever el porvenir de la vida, o de nuestra sociedad, o del universo. La lección del segundo principio es que este porvenir permanece abierto, ligado como está a procesos siempre nuevos de transformación y de aumento de la complejidad. Los desarrollos recientes de la termodinámica nos proponen por tanto un universo en el que el tiempo no es ni ilusión ni disipación sino creación (Prigogine, 1998: 98).
Así, si admitimos con Prigogine que el tiempo es creación, no hay mejor régimen temporal que el de la historicidad humana –que abarca a una multiplicidad e historias acaecidas y posibles– para dar cuenta de la inestabilidad dinámica. Más que una norma o patrón, el vínculo entre los modelos termodinámicos de la irreversibilidad y los procesos sociales constituye, como bien lo expresa Raymundo Mier (1998), “un régimen de imaginación teórica”, en donde los alcances metafóricos del diálogo entre las ciencias toman un nuevo curso: el de la “imagen de un proceso humano abierto a la creación incesante y que en cada instante se enfrenta a condiciones que lo obligan a decidir en condiciones azarosas un trayecto no pocas veces trágico, pero no pocas veces luminoso” (Prigogine, 1998: 98). Metáforas fecundas En su texto “La metáfora como analizador social”, Emmanuel Lizcano señala: “Todo discurso está poblado de metáforas, aunque la mayoría de ellas –y precisamente las más potentes– pasen des89
apercibidas tanto para quien las dice como para quien las oye” (Lizcano, 1999: 29). Este autor ofrece una visión sobre el lenguaje metafórico, que resulta en todo conveniente a un propósito como el nuestro: articular una visión transdisciplinaria del tiempo a partir de metáforas productivas para entender su complejidad. Lizcano afirma que todo concepto es metafórico y toda metáfora es social. La actividad metafórica, mediante la que nombramos y conceptualizamos el mundo, no es sólo una actividad lingüística, sino una en la que “se trasluce el contexto y la experiencia del sujeto de la enunciación” (Lizcano, 1999: 31). Dada su inevitable fetichización, el tiempo es un “lugar” –y nombrarlo así es también una alegoría– poblado de metáforas. “El tiempo es dinero” es una potente metáfora conceptual que da lugar a otras, como ganar, malgastar, ahorrar, robar o invertir el tiempo (Soriano, 2012: 87). El tiempo o, mejor aún, la temporalidad de cada fenómeno puede ser nombrada desde las características temporales que exhibe. Y se enuncia, siempre, de manera metafórica: procesos de largo y corto aliento, circulares, lineales, paralelos, bifurcados, irreversibles, acotados, abiertos, continuos, discontinuos, repetitivos, inéditos, etcétera. Se trata de metáforas que admiten contenidos diversos que dependerán de la diversidad de los usos y los discursos sociales sobre el tiempo y las muy variables formas de organización y de orientación temporal de las sociedades. También podemos cualificar a los procesos históricos en alusión al tiempo para hablar, con Gurvitch (1964), de tiempos duraderos, engañosos, erráticos, congelados, explosivos, retardados. Más interesantes que las anteriores resultan las metáforas que no nombran al tiempo cuanto a la temporalidad. Una metáfora por demás afortunada es la que concibe a la temporalidad como ritmo, como cadencia y movimiento, en la medida que atiende a la intimidad misma del tiempo, a sus maneras de ser. Destaco una metáfora marítima que debemos a Lefebvre y Regulier, quienes ofrecen una interpretación del ritmo y de las polirritmias a partir de los movimientos de las corrientes marinas como aparecen en una playa. Se
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trata de una metáfora que va más allá de una foto fija al permitir la comprensión del tiempo en tanto movimiento. Permítaseme una larga cita de los autores. Para captar de forma sensible […] el ritmo y las polirritmias, basta con mirar atentamente la superficie del mar. Las olas se suceden; toman forma al acercarse a la playa, el acantilado, la orilla. Esas olas tienen un ritmo que depende de la estación, el agua y los vientos, pero también del mar que las lleva y las trae. Cada mar tiene su ritmo; el del Mediterráneo no es el de los océanos. Miremos bien cada ola. Cambia sin cesar. Al acercarse a la orilla, recibe el choque de la resaca; transporta numerosas olitas y hasta ínfimos estremecimientos que orienta, pero que no siempre van en su dirección. Las ondas y ondulaciones se caracterizan por la frecuencia, la amplitud, la energía desplazada. Observando las olas, se puede comprobar fácilmente lo que los físicos llaman superposición de pequeños movimientos. Las olas fuertes rompen en crestas de espuma, se interfieren ruidosamente. Las ondulaciones pequeñas se atraviesan unas a otras; más que chocar, se amortiguan. Si hay una corriente, o algunos objetos sólidos animados por un movimiento propio, se puede tener la intuición de lo que es un campo polirrítmico e incluso entrever las relaciones entre los procesos complejos y las trayectorias, entre los cuerpos y las ondulaciones, etcétera… (Lefebvre y Regulier, 1992: 268)
Imagine el lector, ahora, las dinámicas de cualquier sociedad, grupo o proceso social, atendiendo a los múltiples ritmos que simultáneamente pueden distinguirse. Los ritmos hegemónicos mayores serán como las olas fuertes, que no impiden, sin embargo, que pequeñas ondulaciones, ritmos de menor ímpetu y fuerza, pero numerosos y visibles, se superpongan y se amortigüen unos a otros, y otorguen densidad y cuerpo al complejo tejido de lo social. Para describir el tiempo, en la literatura, en la filosofía y en la ciencia, las metáforas preferidas han sido las fluviales. Heráclito había defendido la idea del tiempo como flujo interminable con su famosa sentencia: “nunca nos bañamos dos veces en el mismo río”, e Isaac Watts afirmaba que “el tiempo, como un río eterno, se lleva a todos sus hijos” (Priestley, 1969: 61). Las metáforas anteriores, si bien expresiones de nuestro trato cotidiano con el tiempo, traen aparejadas algunas dificultades. Esta imagen de fluidez permanente nos lleva a pensar que el tiempo, como la corriente del agua, nos 91
transporta irremediablemente del pasado al presente y luego al futuro. Pero una mirada incisiva de esta alegoría nos permite vislumbrar algunos de los problemas a los que se enfrenta la conceptualización del tiempo. En la figura del río se privilegia el flujo y parecen tener una mínima importancia los bordes inmóviles desde los cuales un espectador en reposo capta el movimiento. La consideración de éstos representa, sin embargo, todo un acontecimiento epistemológico: la del punto de vista del observador que percibe el sentido del movimiento de acuerdo con la posición que ocupa en la escena. Tal y como podría pensarse desde la teoría de la relatividad. Para el caso de las ciencias sociales, considero que la metáfora del tiempo como un campo es más expresiva de la multiplicidad de tiempos sociales que coexisten en la realidad. La idea de campo proviene de la ciencia física y tiene ahí una importancia fundamental. En general se refiere, ahí, a una magnitud que presenta cierta variación sobre una región del espacio. En ocasiones, campo se refiere a una abstracción matemática que sirve para medir la variación de una cierta magnitud física; es, entonces, un ente no visible pero sí medible. De mayor utilidad a las ciencias sociales puede ser la idea de “campo de presencia” de Maurice Merleau-Ponty (1997), quien plantea la íntima indisolubilidad entre el tiempo y la subjetividad. Con este planteamiento, en el “campo de presencia” del sujeto los pasados y los futuros se conjugan en un presente en el cual, y en un solo movimiento, el pasado es retenido por la memoria y el futuro puede prefigurarse en la imaginación. En términos metafóricos, la trama temporal del campo de presencia supera, en su expresividad y capacidad heurística, a la idea del tiempo como una línea sucesiva de ahoras, como un río, que se anulan unos a otros conforme “pasa el tiempo”. La idea de campo incluye, desde luego, a las tres formas temporalizadoras de la experiencia: la sucesión cronológica en la que todo lo acaecido es irreversible; la simultaneidad, en la cual la reversibilidad del pasado es posible gracias al mecanismo de la memoria, y el futuro es prefigurable por la vía de la expectación; la duración, que atañe al tiem-
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po como subjetividad y permite conocer las percepciones de fugacidad, inmediatez, lentitud, letargo, gozo o aburrimiento, tan comunes a nuestra experiencia temporal. De esta manera, la figura del campo formado por una red de temporalidades, malla tupida de ahoras que convocan a pasados y prefiguran futuros, puede pensarse, más que como una cuadrícula, recurriendo a otras imágenes, como las de constelación o archipiélago, que dan cuenta mejor aún de las temporalidades que se entrecruzan. Temporalidades entrecruzadas como las que se suceden en el cuento “El castillo de los destinos cruzados”, de Italo Calvino (2005), en donde se narra la historia de algunos viajeros que después de atravesar un bosque se hospedan en un castillo y habiendo perdido la voz utilizan una baraja de tarot para narrar el recorrido realizado. Uno tras otro, los personajes reunidos alrededor de una mesa cuentan su propia historia desplegando las cartas que consideran pertinentes para hacerlo. Cada carta cobra significado gracias a la posición que ocupa con respecto a las otras cartas y cada historia adquiere sentido en su entrelazamiento con las otras historias. Las diferentes posibilidades de entrecruzamiento permiten imaginar muchas historias posibles, pero esta posibilidad no conduce al caos ni al sinsentido. Si bien es cierto que cada uno narra su propia travesía por el bosque, y de alguna manera su propia historia personal, todos están obligados a narrar su tránsito por el mismo bosque y sólo pueden hacerlo utilizando los sentidos de las travesías de los otros. Si ese campo temporal está cruzado por múltiples temporalidades, entonces más que de un tiempo y de un mundo conviene hablar de tiempos y de mundos, en plural. La idea de tiempos-mundos diversos puede ser ricamente explorada también por las ciencias sociales a partir de la polisémica imagen de los universos paralelos, o mundos posibles. Esta metáfora está presente desde que Leibniz introdujera la idea del mundo posible para decir que el nuestro es el “mejor de los mundos posibles” porque Dios así lo creó, hasta la reivindicación altermundista de que “otro mundo es posible” o de “un mundo hecho de muchos mundos” de los neozapatistas, hasta
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la postulación, explotada una y otra vez por la ficción, de los universos paralelos y los mundos plurales –convergentes, divergentes, paralelos– que con tanta maestría nos mostrara Borges en su célebre cuento “El jardín de los senderos que se bifurcan”. Haciendo a un lado las consideraciones teológicas que condujeron a Leibniz a una idea de exagerado optimismo y la naturaleza altamente polémica del postulado de los universos paralelos para la física actual podemos reconocer que la idea de los universos paralelos, además de seductora y bella, puede ser altamente productiva si pensamos en que el mundo social está constituido, justamente, por una multiplicidad de mundos diversos. Ciertamente, la noción de los universos paralelos es una idea extravagante para algunos físicos, discutible para otros, aceptada por solamente algunos. Según algunos expertos en teoría cuántica, la idea se parece mucho a la idea de Borges en su célebre cuento ya citado. En la teoría de los universos paralelos, la trayectoria de la memoria de un observador no es una secuencia lineal de memorias, sino un árbol ramificándose con todos los resultados posibles existiendo simultáneamente. El cuento de Borges puede verse como una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo, pero esta palabra no aparece nunca en el texto. La omisión del tema central del libro de Tsui Pen puede darse, justamente, porque el tiempo carece de sustancia. Sólo la adquiere en el incesante devenir de una “serie de tiempos... red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes, paralelos... que se aproximan, [que] se bifurcan... perpetuamente hacia innumerables futuros” (Borges, 1996: 114-115). En el jardín, el personaje Tsiu Pen opta simultáneamente por todas las alternativas que le abren las temporalidades múltiples. Tanto es así que, a decir de Alberto Rojo, las ideas de los físicos Everett y De Witt (quienes publicaron un polémico artículo sobre los mundos paralelos) pueden ser leídas como ciencia ficción, mientras que el cuento de Borges bien puede leerse como ciencia. Cuando se le inquirió a Borges acerca de si cuando escribió el célebre cuento conocía la mecánica cuántica, él preguntó con gran curiosidad sobre el interés de la pregunta. Cuando le explicaron los gran-
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des paralelismos entre una y otra Borges respondió sorprendido: “Qué curioso, porque lo único que yo sé de física viene de mi padre, quien me indicó cómo funcionaba el barómetro”. Y agregó: “¡qué imaginativos son los físicos!” (Rojo, 1999).
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Dos temas paralelos al auge de la historia del tiempo presente: el tiempo histórico y las relaciones entre historia y memoria Rogelio E. Ruiz Ríos Consideraciones iniciales En la actualidad hay interés en diversas comunidades académicas por historiar el presente. Plantearse el estudio del presente desde enfoques históricos requiere pensarlo como una temporalidad histórica, ahí radica la pertinencia de usar el concepto historia del tiempo presente que suscribimos quienes formamos parte de la red aglutinada en este libro. Se percatará el lector de que he establecido desde el inicio un vínculo estrecho entre las nociones de historia, tiempo y temporalidades. Esto se debe a que en la disciplina histórica el tiempo y las temporalidades han sido empleados como conceptos, categorías, contextos y marcos referenciales, y si convenimos con Reinhart Koselleck, el tiempo es también un actor histórico. Sin embargo, hace poco, Lynn Hunt hizo el señalamiento de que los historiadores sólo recientemente han prestado atención al asunto del tiempo (Hunt, 2018: 92), y ella misma publicó un libro al respecto (Hunt, 2008). Diversos y complejos motivos provocaron el renovado interés por el tiempo y las temporalidades entre historiadores e investigadores de otras disciplinas y artes. En síntesis, todo se aglutina en la crisis epistemológica que llevó a plantear el “fin de la historia” en décadas recientes, el “momento memorable” (Dosse, 2012: 3), como suele referirse al auge por las memorias que permea las actuales discusiones en torno al pasado, las identidades, la justicia social, el derecho a la diferencia, los bienes patrimoniales y las perspectivas de futuros catastróficos a causa, sobre todo, del cambio climático. Por lo tanto, podemos afirmar que la transición secular del XX al XXI ha traído consigo un marcado interés por dilucidar la naturaleza del tiempo y de las temporalidades, en particular 96
del tiempo histórico.38 Esta preocupación por el tiempo histórico y sus periodicidades está relacionada con la creciente importancia dada al espacio como dimensión analítica, al grado de que se habla del “giro espacial”, y a la hipervaloración de la memoria. Si bien la preocupación por el tiempo ha sido una constante en la existencia de la humanidad, en décadas recientes se ha incrementado. La difusión alcanzada en años recientes del apotegma de San Agustín nos da un pulso de esta tendencia.39 En suma, los temas del tiempo, el tiempo histórico, las temporalidades y las relaciones, las más de las veces, tensas entre historia y memoria corren paralelas y afectan en las indagaciones y los problemas que dan forma a la historia del tiempo presente. Bajo estos criterios, expongo las consideraciones siguientes. El presentismo La historia del tiempo presente está marcada por la sensación de estar experimentando cambios vertiginosos a diferentes escalas en la vida cotidiana, acompañada de la percepción de que el tiempo marcha a un ritmo acelerado y de la maleabilidad del espacio. Esto ha sido explicado como secuelas del escepticismo ante los grandes relatos emancipadores que provocó el descrédito de la modernidad. La persistencia de conflictos a causa de asuntos que se creían rebasados, como etnia, nación, creencias, territorios, mercados y recursos naturales, ha propiciado un conjunto de reflexiones acerca de la naturaleza del tiempo y de la interacción entre las temporalidades de pasado/presente/pasado y su incidencia en el acontecer humano. La cuestión del tiempo es, por paradójico que parezca, una preocupación del tiempo presente que ha obligado a acuñar nuevas definiciones conceptuales y a replantearse las concepciones tradicionales con que han trabajado los historiadores en los dos últimos siglos. Hay consenso en el campo historiográfico de que asistimos a una época en la que el presente se enseñorea sobre cualquier otra temporalidad. François Hartog ha llamado “presentismo” a este orden temporal. Hartog, en buena medida inspirado en Koselleck, redactó 97
un estudio que hasta el momento pasa por ser el más acucioso, profundo y creativo en la materia. A partir de la noción “regímenes de historicidad”, este autor refirió a la relación que las sociedades guardan con el tiempo, que definió como “una dimensión fundamental de la experiencia del mundo” (Hartog, 2007: 14); advirtió sobre la celeridad con que transcurre el presente con las generaciones actuales imbuidas de nostalgia por el pasado y con presunción y arrogancia respecto al futuro. Las temporalidades pasado y futuro pareciera que dejaron de ser decisivas en la organización de la existencia humana. El “presentismo” es ante todo una “experiencia contemporánea del tiempo” signada por una confusión en la forma en que se articulan pasado, presente y futuro (Hartog, 2007: 15). Varios autores que han reflexionado sobre el actual presente convienen en describirlo en términos apabullantes. Así, para el crítico literario Hans Ulrich Gumbrecht el presente es cada vez más amplio, al grado de que ya no vivimos más en un tiempo histórico, pues el horizonte de futuro y de pasado son experimentados y conectados por el vaivén de la globalización que atravesamos actualmente (Tamm y Olivier, 2019: 1). Por su parte, François Dosse postuló que la “moda conmemorativa” que hoy se manifiesta es sintomática de la crisis del horizonte de expectativas de un presente marcado por la ausencia de un proyecto de nuestra sociedad moderna, por lo que la disciplina histórica está llamada a revivir con los imperativos del presente (Dosse, 2012: 4). A los ojos de Dosse, esta crisis del tiempo histórico sirve también como oportunidad para reformular y renovar la disciplina histórica. A este momento crítico también obedece el talante reflexivo que los historiadores han asumido en nuestra época, marcado por la exigencia de una epistemología de la historia que cuestione de manera constante los conceptos y nociones empleados por los historiadores, además de que voltea a revisar las propuestas de los historiadores del pasado (Dosse, 2012: 2). Un nutrido grupo de autores se empeña en señalar que un factor que debemos tener en cuenta en toda consideración historiográfica es que la globalización se ha convertido en la clave interpretativa
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más significativa de nuestro tiempo (véase, por ejemplo, Iggers, Wang y Mukherjee, 2008: 365). Experimentamos un presente avasallante cuya masa parece incrementarse a un ritmo acelerado y con esto su campo gravitacional, al grado de abducir las temporalidades pasado y futuro. Esta dinámica ha obligado en la disciplina histórica a ejercer una reflexión y un análisis continuo sobre sus presupuestos epistemológicos, los cuales se reformularon tras el desgaste al que la sometió el posmodernismo. Sin embargo, el régimen de historicidad actual denominado “presentismo” por Hartog conlleva un auge de la memoria que ha desplazado a la historia como principal forma social de relacionarse con el pasado. Esta crisis abrió también la oportunidad de reconfigurar la disciplina y una de estas vertientes resultó en la historia del tiempo presente. Pero de no asumir un talante reflexivo sobre sus conceptos, nociones, métodos, objetivos y técnicas, la historia del tiempo presente corre el riesgo de diluirse en el “momento memorable” que atravesamos, de servir únicamente como materia prima para las “metamorfosis de la memoria” (Dosse, 2012: 4) que tienen lugar hoy. La historia, y en particular la del presente, debe historiar estas metamorfosis, momentos y modas de la memoria, antes que ser una plataforma más de ella, como parece suceder con muchas investigaciones y propuestas que se autoadscriben a la etiqueta de historia del tiempo presente. Una tarea fundamental para cumplir esto consiste en hacer comprensibles los conceptos de tiempo y tiempo histórico. Sin duda ha habido cambios sustanciales en la forma de concebir el tiempo y las temporalidades. El asunto es crucial, toda vez que hay consenso en el gremio acerca de que las más significativas aportaciones epistémicas a la teoría social y al conjunto de las ciencias sociales y humanidades son la pertinencia, la pericia y la prudencia para concebir, situar y manejar las acciones humanas en el tiempo y las temporalidades. El tiempo y las temporalidades cumplen funciones y fluyen como estructuras y procesos a la vez y alojan los hechos y acontecimientos que conforman la experiencia humana.40 El tiempo debe ser para los historiadores una fuente de inquietud, además de marco, estructura, sistema o flujo para situar su
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trabajo. Esta demanda resulta incómoda para un buen número de historiadores, pues subsisten criterios de cuño decimonónico acerca del perfil de lo que se supone es un historiador. A la pregunta “¿en qué piensan los historiadores?”, Jean Boutier y Dominique Julia responden: “a diferencia de los filósofos, uno no espera que hagan malabarismos conceptuales, ni que elaboren complejas arquitecturas teóricas” (Boutier y Julia, 2005). Dipesh Chakrabarty ha señalado que cuando hablamos de historiadores continuamos pensando en un grupo de gente preparada para sufrir las consecuencias de una exposición prolongada al polvo usualmente acumulado sobre “viejos” documentos. De ahí que los franceses alguna vez dijeran que “sin documentos no hay historia”.41 La regla moral entre los historiadores parece que sigue siendo “sin estornudos no hay historia” (Chakrabarty, 2015: 17). Sin embargo, Dominick LaCapra deja claro que la comprensión histórica implica investigación de archivo, pero no se restringe a esto: “por un lado, se concentra en la reconstrucción de objetos (acontecimientos, experiencias, estructuras) del pasado y, por otro, tiene una orientación teórica que analiza procesos de indagación histórica” (LaCapra, 2006: 40). Pese a las reticencias generadas entre una cantidad considerable de historiadores por la exigencia de ir más allá del arduo trabajo empírico constitutivo de su identidad disciplinaria (LaCapra, 2006), no dejan de jactarse de su autoridad para determinar los ritmos y las temporalidades que marca la historia en el acontecer humano (aunque en las últimas décadas se ha establecido un criterio que va más allá de la presunción antropocéntrica)42. A guisa de ejemplo, basta citar a Roger Chartier al momento de recordar lo expuesto por Fernand Braudel sobre el manejo del tiempo por parte del historiador: “la especificidad de la historia, dentro de las ciencias humanas y sociales, es su capacidad de distinguir y articular los diferentes tiempos que se hallan superpuestos en cada momento histórico” (Chartier, 2007: 88). Es cierto que los historiadores han sido los principales artífices de la concepción del tiempo como una estructura, un sistema o un actor en la historia que incide en el rumbo de los acontecimientos his100
tóricos. Se debe a los historiadores la noción de tiempo histórico como la dimensión en que se inscribe y cobra sentido la experiencia humana vinculada a ciclos de corto, mediano y largo alcance en intersección con estructuras de amplia cobertura y base. En palabras de Marc Bloch, la historia es “el espectáculo de las actividades humanas” (Bloch, 1982: 12). El tema de estudio de la historia son el hombre y sus actos (Bloch, 1982). Durante la segunda guerra mundial, bajo las circunstancias abismales que Bloch padecía como prisionero de los nazis, se dio a la tarea de reflexionar en torno al pasado, presente y futuro de la historia, la disciplina y forma de conocimiento a la que consagró su vida. Mientras redactaba su apología por la historia, Bloch hizo notar que a diferencia de otras culturas, la “civilización occidental” siempre esperó “demasiado de su memoria”. Bloch atribuía esa inquietud a la herencia historiográfica derivada del cristianismo y del mundo clásico, que era distinta a los “sistemas religiosos” alternos que sí habían fundado sus “creencias y sus ritos en una mitología más o menos exterior al tiempo humano” (Bloch, 1982: 9). Reparemos en el acento puesto por Bloch a la relación entre cultura occidental (o civilización, como le llama, fiel a su tradición nacional) y memoria. Después, atendamos la referencia a un tiempo humano, que en los hechos se traduce en lo histórico, con lo cual condenó a la alteridad al resto de las culturas o civilizaciones, al ubicarlas en un tiempo exterior al “humano” (¿o incluso fuera de la historia?). Para Bloch es clara la existencia de un tiempo propio de la historia, y derivado de esta asunción también de un tiempo o tiempos externos a su influjo. Bloch hizo hincapié en la necesidad de legitimar a la historia; no obstante, advirtió que las civilizaciones pueden cambiar y que nada garantizaba que la “nuestra” no se apartara un día de la historia, debido en parte a que la “historia mal entendida” acabe por desacreditar a “la historia mejor comprendida” (Bloch, 1982: 10). Con esto Bloch bosquejó un panorama en torno a un hipotético fin de la historia. ¿Supondría el fin de la historia también la caducidad del tiempo histórico y que otro tiempo u otros tiempos primaran para dar cuenta del acontecer humano sin aban-
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donar la intersección analítica, crítica y reflexiva entre las temporalidades pasado/presente/pasado? Como ya vimos líneas atrás, Gumbrecht ha indicado que hemos abandonado el tiempo histórico, en lo que coincide el historiador inglés Michael Bentley (véase Tamm y Oliver, 2019: 1). La posibilidad de que un día la historia llegue a su fin porque epistémicamente resulte insuficiente o nula para ayudar a comprender el presente a través de su relación con el pasado o por el surgimiento de nuevos paradigmas que rebasen los criterios científicos en los que se fundamenta o porque el presente es lo único que importa son asuntos que se han venido discutiendo mucho desde finales del decenio de los años ochenta. A raíz de las controversias derivadas del posmodernismo que dominaron los debates académicos en el último tercio del siglo XX, se sentenció el fin de la historia a partir de una serie de propuestas centradas en el origen lingüístico del pensamiento, el ocaso de las ideologías y el rechazo a las categorías binarias, mientras la memoria cobró mayor relevancia a partir de una revalorización de la subjetividad y con esto de la experiencia, y privó el escepticismo ante toda afirmación universal y homogenizante. Los historiadores han sido interpelados sobre el rol y el compromiso social frente a los grupos en el poder; se les cuestiona sobre el carácter de su identidad disciplinaria en términos de si cumplen una labor intelectual o asumen el papel de expertos. De igual modo, se arrojan dudas sobre la pertinencia cognitiva de la historia para auscultar el pasado y sobre su utilidad en el presente, en tanto surgen desafíos metodológicos a causa del señuelo de la interdisciplinaridad.43 Durante los años de apogeo del posmodernismo, el panorama se avizoraba poco halagüeño, y aunque las sospechas y las críticas sobre la historia y sus funciones en la socavada modernidad persisten, la actual crisis de la historia tiene que ver más con la búsqueda de nuevos paradigmas que respondan al presentismo y al ritmo acelerado que se observa en el transcurrir del tiempo, así como con el desplazamiento que está teniendo mientras se fortalecen las me102
morias como forma privilegiada de las sociedades para relacionarse con el pasado. Por ende, es prioritario preguntarse sobre el futuro de la historia como disciplina y la forma pertinente de indagar en torno al pasado, el presente y el futuro. De igual manera, cabe interrogarse sobre la viabilidad de seguir encajando las experiencias y los procesos que inciden en el devenir humano a partir de la noción de tiempo histórico y los ritmos y las temporalidades que dan sentido al tipo de explicaciones e interpretaciones usuales en la historiografía. A estas preocupaciones siguen otras que nos invitan a pensar de qué manera los historiadores podemos trabajar con otras concepciones del tiempo, con formaciones ahistóricas, transhistóricas, con otros tiempos, o incluso a interrogarnos sobre la factibilidad del no-tiempo. Por ejemplo, a propósito del auge de la memoria y la posmemoria, ¿los retornos espectrales de lo reprimido son actos de cruce transhistórico?, o ¿en qué marco temporal se puede ir y venir del presente al pasado y viceversa?, ¿es factible desplazar entre temporalidades la conciencia, las emociones, los sentimientos, los deseos, las utopías? A estas preocupaciones sólo podemos responder de modo tentativo y transitorio en el plano de la experiencia disciplinaria compartida por los propios historiadores, siendo ésta una de las funciones que cumple la historia del tiempo presente: mantener una reflexión constante sobre su propia historicidad y sus presupuestos disciplinarios. Una de las principales críticas resultantes del posmodernismo hacia la historia, en tanto disciplina y forma de conocimiento, apuntó al uso instrumental del tiempo histórico para legitimar las desigualdades del mundo moderno. A partir de los trabajos de Pierre Nora, el antropólogo Marc Augé señaló que el tiempo de la historia brindó inteligibilidad y sentido a la noción de progreso, además de dotar de identidad moderna a los individuos a partir de mostrar lo que somos basados en lo que ya no somos.44 En su opinión, esto explica las preferencias actuales del público por “las formas antiguas” expresadas en memorias (Augé, 2000: 32). Es decir, el “momento memorable”, como lo definió Dosse, es un efecto del manejo instrumental del tiempo de la historia en la modernidad. En palabras del
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historiador del arte Christian Ross, este tiempo histórico conceptualizado como continuidad pura, unido, sucesivo, aunado a la visión de la historia como progreso, aceleración y teleológico, está cambiando hacia una presentificación posmetafísica de estética reorientadora de las convenciones modernas del tiempo histórico (Tamm y Olivier, 2019: 1). La crítica literaria Madhu Dubey señaló que la “modernidad europea” monopolizó el tiempo al subsumir varias historias en una narrativa singular teleológica de la historia. Por este motivo, la política cultural posmoderna prefirió ocupar espacio en vez de tiempo. En opinión de Dubey, el “énfasis de lo posmoderno en el espacio pretende subrayar la naturaleza implicada en todo conocimiento y acción política, y repudiar la visión-desde-ninguna-parte, es decir, las reivindicaciones globales y al mismo tiempo específicas del conocimiento y la política modernas” (Dubey, 2004: 119). Este rechazo al desde-ninguna-parte no implica necesariamente negar el no-lugar (noción acuñada por Augé), constituido como un espacio fuera de la historia, ajeno a su flujo de acontecimientos, de producción de significados desde la óptica modernizadora. La cuestión es si la historia puede aprehender aquello inscrito en un no-tiempo u otro-tiempo, y otras formaciones particulares que operan con sus propias temporalidades, sin quedar supeditado al rasero eurocéntrico que trazó en términos lineales y evolutivos el tiempo histórico. Veamos algunas propuestas en este tenor. En un tono similar al de Dubey, Peter Burke puso a consideración el impacto universal de los procesos estandarizadores enfocados desde la historia: Hay que decir que a los historiadores les convence cada vez menos la idea de que los movimientos de homogeneización tuvieran éxito en el pasado. Tendían a creer que ciertos procesos como la helenización, la romanización, la hispanización, la influencia de la cultura británica, etcétera, habían sido evoluciones concluidas exitosamente. Hoy, sin embargo, prevalece la tendencia a negar ese éxito y a decir, por ejemplo, que los romanos nunca calaron profundamente en las culturas de diversas partes de su imperio. También reciben especial atención las culturas subordinadas o “sumergidas” de América Latina, Nueva Zelanda, China e incluso Japón
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(considerado hasta hace poco un ejemplo de unidad cultural). Seguramente se debe a que atravesamos por un despertar étnico, una especie de “vuelta de lo reprimido”. ¿Acaso tenemos razones para pensar que la globalización será algo diferente? (Burke, 2010: 145).
Las reflexiones de Burke apuntan al problema de cómo aproximarse a los procesos globales sin perder de vista las particularidades, las diferencias, los detalles, siempre en riesgo de quedar sumergidos por el peso de las macrotendencias. Después de esto, lo que viene es voltear a ver lo que escapa al tiempo histórico, o más bien a la forma tradicional en que ha sido concebido. Tal vez en este desencanto con la modernidad, que atañe también a un descontento con la historia y el tiempo histórico, sobre todo desde posturas poscoloniales, se situé el éxito de las memorias al hacer aprehensibles los acontecimientos con temporalidades menos rígidas y al ser más entrañable su relación con lo espacial. Por ejemplo, en el caso enunciado por Burke, al aceptar la existencia de un proceso globalizador, cuáles son las diferencias en las formas de enmarcarlo en el tiempo histórico y en otras formas temporales, como las que encierra la memoria misma. Por otro lado, se tiende a veces a plantear una dicotomía desde el denominado “giro espacial” (spatial turn) en relación con el orden temporal como desafío ante la función y los usos del tiempo histórico en la naturalización de paradigmas eurocéntricos colonialistas, pero en la realidad social tiempo y espacio son indisociables uno del otro. Incluso al momento de buscar definir ambos conceptos sus significados siempre a través de metáforas suelen ser similares.45 Después de todo, en la física, las matemáticas y la geografía actual, por citar los ejemplos más comunes, la dualidad espacio/tiempo es de uso corriente. En este sentido, un número notable de historiadores se ha esforzado en replantear conceptualmente el tiempo, el tiempo histórico y las temporalidades. Marek Tamm y Laurent Olivier han registrado que desde diferentes campos de las humanidades y las ciencias sociales muchos académicos están señalando que algo cambió en nuestra visión de la temporalidad, que ahora se percibe menos monolítica y más variable, afectando así el modo en que pensamos la
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transformación del fenómeno del pasado sobre el tiempo (Tamm y Olivier, 2019: 1). Debido a estos cambios, el presente ha dejado de concebirse como un estado transicional que cubría desde lo que había acontecido hasta lo que aún no sucedía, mientras que el pasado y futuro no existen ya como categorías separadas, sino como proyecciones de presentes específicos. De manera paralela, se tiene claridad sobre el ambiente material de las sociedades humanas que siempre ha estado compuesto de elementos provenientes del pasado y continúan existiendo en el presente. Los trabajos de Augé respecto a las ruinas y los monumentos son una muestra clara de esto. Otro ejemplo lo encontramos en la recuperación de Huizinga hecha por Frank Ankersmit en lo que designó como “experiencia histórica sublime”, sobre la conexión “directa” con el pasado a través de los sentidos, en este caso al situarse el historiador frente a una obra de arte: “Los artefactos del pasado son como viajeros que atraviesan el tiempo, que en su viaje han llegado finalmente a nosotros. Y no hay nada extraño o artificial en la afirmación de que han conservado las señas de su origen y que, por eso, pueden ocasionar una experiencia histórica del pasado en las personas dispuestas a conocer el significado de esas señas” (Ankersmit, 2010: 112). Vemos así que ha quedado abierta la irrupción del “giro material” que está impactando en la última década a la historia y que ya desde antes ejerce sus efectos en disciplinas como la antropología y la filosofía.46 Las nuevas percepciones y sentidos que en el presente brindamos al tiempo han orillado a proponer nuevas formas de comprender aquello que referimos como pasado. Herman Paul convoca a no seguir utilizando la célebre noción que alude al pasado “como un país extraño” (sobre todo popularizada al ser retomada como título de uno de sus libros por David Lowenthal, 1986), pues es preciso distinguir entre el ámbito cronológico y lo que concebimos como un “pasado completo”, ya que no todas las cosas que pertenecen al pasado han dejado de existir. Para ejemplificar esta observación, indica que, aunque el barroco ya quedó atrás, la música de Bach continúa muy viva; del mismo modo, aunque el estilo arqui-
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tectónico gótico ya no está vigente, todavía las iglesias medievales se yerguen con sus enormes torres sobre las aldeas (Paul, 2015: 25). Paul pide especificar qué pasado percibimos como diferente en el presente y si este pasado extraño es siempre un pasado completo o, en su defecto, si aún ronda en el aquí y el ahora como un pasado que “no muere”, en palabras de Ernst Nolte (Paul, 2015: 25). A partir de ideas retomadas de Jörn Rüssen y Mark Day, Paul propone el concepto de “relaciones con el pasado”. Dado que existen diferentes modos de comprometerse con el pasado, hay que preguntarse con qué tipo de pasado se relaciona la gente y qué trata de encontrar en el pasado (Paul, 2015: 31). Por su lado, Helge Jordheim ha indagado sobre nociones de tiempos múltiples y múltiples temporalidades con la propuesta de regímenes de historicidad de Hartog y los reconocidos estudios de Aleida Assman respecto al fin del régimen de temporalidad moderno (Jordheim, 2014: 498499). Todo esto nos asigna la tarea de esclarecer qué ha sido comprendido por tiempo histórico. El tiempo histórico Reinhart Koselleck sostuvo que era una verdad que la historia siempre tenía que ver con el tiempo (Zammito, 2004: 124). Asimismo, que la historicidad es un descubrimiento social y cognitivo exclusivo de la modernidad (White, 2002). Al plantearse la interrogante sobre la existencia de un tiempo histórico específico diferente al tiempo natural sobre el que se basan las cronologías, concluyó que había dos tipos de formaciones temporales (Koselleck, 2002) y que el tiempo también era una fuerza causal en la determinación de la realidad social. Koselleck distinguió entre el tiempo histórico y el tiempo natural. El tiempo histórico lo concibió en multiniveles, sujeto a distintos grados de aceleración y desaceleración. Como tiempo natural señaló el orden en el que se inscriben las cronologías (Koselleck, 2002), al parecer independientemente de los sucesos humanos, es decir, de la generación de experiencias. La noción de variados ritmos contenidos en el tiempo histórico también ha sido compartida por otros historiadores, como el caso más conocido de 107
Braudel y sus concepciones sobre la larga, mediana y corta duración. Para Braudel hay cambios diversos que se dan a velocidades diferentes (Burke, 2010). Koselleck (2002) notó que inscribir “unidades de experiencia” en perspectivas de larga duración era una práctica que se remonta a las etapas de Herodoto, Tucídides, Tácito y Joaquín de Fiore. Lo moderno de esta propuesta radicaría en la articulación de lapsos de experiencia de corta, media y larga duración en una escala adecuada, como la que brinda metodológicamente la historia en tanto disciplina del conocimiento. Para Koselleck, el tiempo se conforma de una pluralidad de lapsos históricos donde se suscitan las experiencias humanas, que a través de métodos son transpuestas en narrativas y en la disciplina académica (Koselleck, 2002). De la relación entre tiempo e historia, Koselleck desentrañó el vínculo inextricable entre el tiempo natural, consustancial al espacio en que vivimos, y el contexto de las acciones humanas, reconociendo la prevalencia de varias formas iniciales de medir el tiempo. Reparó en los trabajos de los etnólogos que han dado cuenta de esto: en Madagascar sigue existiendo la unidad temporal “el tiempo que toma cocer arroz” o el momento en que es necesario “asar una langosta”. Vemos en estos ejemplos que la medida temporal y el curso de la acción son completamente convergentes. Un caso adicional es la expresión “el parpadeo de un ojo”, usual en occidente, que también es una unidad natural de tiempo (Koselleck, 2002). Es pertinente mencionar sobre este punto la crítica de Johannes Fabian hacia la concepción “alocrónica” empleada en la antropología tradicional para reducir a los pueblos no occidentales o en situación de subalternidad a la categoría de “primitivos” o “exóticos” mediante su exclusión del tiempo histórico, entendido como afluente en el que transcurren la modernidad y sus ideas de progreso lineal (Fabian, 2002). Como expusimos en el apartado anterior, las propuestas conceptuales de múltiples temporalidades, múltiples tiempos y relaciones con el pasado están destinadas a subsanar este tipo de prácticas homogeneizadoras, y con esto excluyentes.
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Bruno Latour, en su crítica a las nociones y presunciones que animan la modernidad, planteó la sincronía entre el tiempo moderno y otros tiempos, considerando que el tiempo “no es un marco general sino el resultado provisional de los seres” (Latour, 2007: 112). De este modo: “No son sólo los beduinos o los kung los que mezclan los transistores y los compartimientos tradicionales, los baldes de plástico y los odres de piel de animales. ¿De qué país no puede decirse que es ‘una tierra de contrastes’? Todos hemos llegado a mezclar los tiempos. Todos hemos vuelto a ser premodernos” (Latour, 2007: 112). Para complementar lo anterior señaló: Tal vez utilizo una perforadora eléctrica, pero también un martillo. La primera tiene veinticinco años, el segundo centenares de miles de años. ¿Harán de mí un fabricante “de contrastes” porque mezclo gestos de tiempos diferentes? ¿Sería yo una curiosidad etnográfica? Por el contrario, muéstrenme una actividad que sea homogénea desde el punto de vista del tiempo moderno. Algunos de mis genes tienen 500 millones de años, otros tres millones, otros 100 000, y mis hábitos, se escalonan de algunos días a algunos miles de años. Como lo decía la Clío de Péguy, y como vuelve a decirlo Michel Serres luego de ella, “somos intercambiadores y mezcladores de tiempo” […] Es ese intercambio el que nos define, y No el calendario o el flujo que los modernos habían construido para nosotros (Latour, 2007: 113).
Norbert Elias por su parte, desde una perspectiva sociológica, indicó el desarrollo de formas variadas de determinar el tiempo que cambian conforme a las distintas sociedades y épocas. Con una mirada evolucionista, similar a la que criticó Fabian, postuló que entre más compleja es la organización social de un grupo humano más elaborada será su organización del tiempo. Las “sociedades primitivas”, por ejemplo, se valían de un cierto tipo de “fenómenos naturales” como instrumentos para planear sus actividades (Elias, 1989: 28). Para Elias no hay duda, la conciencia sobre el tiempo es el síntoma de un proceso civilizador, puesto que en sociedades “más simples” las exigencias del tiempo son menores: “Durante miles de años los grupos humanos han sobrevivido sin relojes ni calendarios. Sus miembros tampoco desarrollaron, por consiguiente, una conciencia individual que los impulsara a orientarse constante109
mente según el tiempo que no cesaba de transcurrir” (Elias, 1989: 47). Elias ve el acontecer como algo medular en el tiempo; un acontecer que siempre es un flujo continuo en medio del cual viven los seres humanos y del que son parte (Elias, 1989). Dado a discernir acerca de si el tiempo es un objeto natural, el aspecto de un proceso natural o un objeto cultural, Elias concluyó en que el tiempo es un símbolo social: “En su actual estadio de desarrollo, el tiempo es, como se ve, una síntesis simbólica de alto nivel con cuyo auxilio pueden relacionarse posiciones en la sucesión de fenómenos físicos naturales, del acontecer social y de la vida individual” (Elias, 1989: 40). El tiempo es ante todo relacional; lo mismo vincula el tiempo “físico” que el tiempo “social”, es decir, el contexto de la “naturaleza” y el de la “sociedad”, y su aprehensión es indisoluble si intentamos su comprensión (Elias, 1989: 65-66). Elias estableció la articulación entre historia y memoria como necesaria para “resolver las cuestiones del tiempo y de la determinación del tiempo”, puesto que es una “facultad humana” que posibilita una “vista de conjunto” y relaciona aquello que “en una serie continua de hechos, sucede ‘más temprano’ o ‘más tarde’, ‘antes’ o ‘después’”. Aquí estaría dado el rol de la historia, mientras que a la memoria le asignó un papel fundamental en el “acto de representación en que vemos junto lo que no sucedió al mismo tiempo” (Elias, 1989: 94). Una forma alterna para la diferenciación del tiempo es la propuesta de Dominick LaCapra, quien al discurrir sobre las diferencias entre “ausencia” y “pérdida” como parte de sus estudios sobre el trauma distinguió entre los niveles “transhistórico” e “histórico”. Por transhistórico señaló un “sentido” que “no es un acontecimiento y no implica tiempos verbales (pasado, presente o futuro)”, aunque en una nota al pie aclaró que con esto no remitía a un absoluto o que sea algo invariable; sin detallar qué implica la noción “transhistórico”, pero reconociendo que como concepto posee “una condición problemática”, abre la interrogante sobre si esto tiene o no un valor universal (LaCapra, 2005: 70). Además, cuestiona si cierto tipo de “ausencias” (que en mi opinión calificarían como de tipo espectral más que residual) sólo pueden encontrarse en determina-
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das culturas y sociedades, puesto que no se restringen a un solo periodo y “reaparecen con ropaje diferente a lo largo del tiempo, de suerte que sus diversos matices recurrentes pudieran constituir, incluso, las características de esa cultura” (LaCapra, 2005: 70). Este nivel de evocación espectral que LaCapra categoriza como “ausencia” y que adjudica a la dimensión “transhistórica” guarda visos del “recuerdo” que según Augé inviste de sentido al concepto de “ruinas”: El recuerdo se construye a distancia como una obra de arte, pero como una obra de arte ya lejana que se hace directamente acreedora del título de ruina, porque, a decir verdad, por muy exacto que pueda ser en los detalles, el recuerdo jamás ha constituido la verdad de nadie, ni la de quien escribe, ya que en último término dicha persona necesita la perspectiva temporal para poder verlo, ni la de quienes son descritos por el escritor, ya que, en el mejor de los casos, este escritor no es más que el esbozo inconsciente de sus evoluciones, una arquitectura secreta que sólo a distancia puede descubrirse (Augé, 2003: 13).
Es la “perspectiva temporal” mencionada por Augé la que permite al observador de las “ruinas” no “hacer un viaje en la historia sino vivir la experiencia del tiempo, del tiempo puro” (Augé, 2003: 45). Queda claro que para él también el tiempo de la historia es otro del que se presenta en su “pureza” cronológica. Augé concibe las “ruinas” o el “signo de piedra”, como también le llama, de una forma reificada, el objeto que ha escapado de la historia, descontextualizado de la riqueza, multiciplicidad y profundidad que ésta brinda (Augé, 2003:45). Augé se sirve de un texto de Albert Camus para mostrar la experiencia de huir de la historia y dirigirse a una conciencia del “tiempo puro”, que designa como la “única conciencia del tiempo”. Sin embargo, advierte que en nuestros días hay una “necesidad inversa” a la que experimentó Camus: la de “volver a aprender, a sentir el tiempo para volver a tener conciencia de la historia. En un momento en el que todo conspira para hacernos creer que la historia ha terminado y que el mundo es un espectáculo en el que se escenifica dicho fin, debemos volver a disponer de tiempo para creer en la historia. Ésa sería hoy la vocación pedagógica de
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las ruinas” (Augé, 2003: 53). Vemos aquí una reivindicación de la historia que cubre todas aquellas zonas a las que no llega el recuerdo. En un sentido similar se había pronunciado Koselleck: “Si uno considera los cambios económicos y sociales condicionados por el desarrollo técnico-industrial que reconfiguró nuestra vida en el mundo, entonces el mundo de hace 200 años aparece como un mundo diferente, al que no estamos conectados por ningún recuerdo sino sólo por lo que la investigación histórica nos dice de él” (Koselleck, 2002: 101). Al igual que Fabian, quien tomó de la geología el término “alocrónico”, Augé acudió a esa disciplina para ampliar su definición y significado de “ruinas”, que a su parecer “tienen siempre algo natural”, que además refieren directamente a la dimensión espacial y a la percepción sincronizada de diversas temporalidades (en consonancia con Latour): Tal como sucede con el cielo estrellado, [las ruinas] constituyen una quintaesencia del paisaje: en efecto, lo que ofrecen a la vista es el espectáculo del tiempo en sus diversas profundidades. No es un tiempo que se mida en años luz, pero añade al inmemorial tiempo geológico los tiempos múltiples de la experiencia humana y los enmarañados tiempos de la reproducción vegetal (Augé, 2003: 84).
Es el “nivel histórico”, según LaCapra, el que posibilita un pasado narrable con posibilidades de “reactivación, reconfiguración y transformación en el presente o el futuro concebible” (LaCapra, 2005: 70). Esto se traduce en que el tiempo histórico es flexible, reflexivo, transitorio; se presupone objetivo y permite cobrar sentido de la delimitación y la interacción entre las temporalidades pasado, presente y futuro. Lo moderno radicaría, entonces, en articular experiencias de corta, media y larga duración en una escala adecuada, como la que brinda metodológicamente la historia por tratarse de una disciplina del conocimiento (Koselleck, 2002: 56). El tiempo histórico contiene un sesgo ideológico al proporcionar una visión coherente y total del mundo; es constitutivo de un orden cultural al brindar una concepción particular de ese mundo, y ayudar a orientarse en él, y es filosófico, de tipo hermenéutico, al indagar sobre la exis112
tencia humana, además de pensar en las formas y los medios en que se da esa indagación productora de conocimiento. He ahí la pertinencia e importancia en la historia de desentrañar su relación con el tiempo. Martin Heidegger apuntaría: “La exégesis del tiempo, como el horizonte posible de toda comprensión del ser, es su meta provisional” (Heidegger, 2009: 10). La aceptación consensuada entre historiadores de un tiempo propio de la historia obliga a establecer criterios y condiciones que la definan, algo en lo que Koselleck realizó significativos aportes. Por principio ubicó tres tipos de concepciones del tiempo histórico, considerando que está ligado a unidades de acción social y política, con sufrimientos y acciones particulares del ser humano y con sus instituciones y organizaciones (Koselleck, 2002). En el primer tipo hay un tiempo histórico que permite la prognosis, que traza conclusiones hacia el futuro desde una experiencia previa, considerando que las cosas permanecen en el futuro igual que en el pasado; esta proposición es de tipo estructural y la ubica en Tucídides. Ejemplifica con el caso de Federico el Grande de Alemania, cuyas previsiones se aplicaron para la revolución francesa. El segundo tipo lo retoma de Kant, para quien la prognosis –que en un principio espera lo mismo como siempre ha sido– no es real. En Kant el futuro será diferente del pasado porque se supone que será distinto; es más que nada una demanda moral. Es una predicción guiada por la voluntad de poder en la que pasado y futuro se coordinan de una nueva manera. El tercer modelo se basa en Goethe, quien articula ritmos temporales cortos y límites de tiempo, entre los que se encuentran los periodos cortos de aceleración, factibles por los avances tecnológicos e industriales. En esta perspectiva, el futuro se avizora desconocido y abierto, aunque las inferencias son hechas desde lo convencional (Koselleck, 2002). La historia tiene sus propios tiempos, marcados a distintos ritmos y velocidades. La labor crítica y reflexiva de los historiadores es imperativa frente a los riesgos a los que se enfrenta la disciplina histórica en la actualidad, en buena medida producidos por la necesidad
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del desplazamiento de la historia por parte de la memoria como forma preponderante de auscultar el pasado, en vista de que el poder de la nostalgia se ha convertido en el sentimiento distintivo de la época actual,47 que convenimos en designar como presentismo. Nuestro estado actual “ha terminado dominado por la nostalgia” (Boym, 2015: 14). En virtud de que: “El nostálgico se siente asfixiado por las categorías convencionales del tiempo y el espacio” (Boym, 2015: 14), la memoria irrumpe con fuerza en el presente a costa de la historia, un fenómeno a atender en la historia del tiempo presente. las relaciones entre historia y memoria En los apartados precedentes incorporé planteamientos de historiadores en activo destacables por lo novedoso y oportuno de sus conceptos y enfoques para actualizar la disciplina y el conocimiento histórico ante los desafíos del “presentismo” social y culturalmente latente. Estamos, sin duda, ante giros de paradigmas en el campo historiográfico que deben interpelar sobre todo a los historiadores del tiempo presente, porque es a quienes se cuestiona la pertinencia historiográfica de sus marcos temporales. Para algunos de los historiadores más influyentes del siglo XX, la función que los profesionales de la historia debían cumplir era de índole antropocéntrica. Edward Carr adujo: “La espinosa tarea que incumbe al historiador es la de reflexionar acerca de la naturaleza del hombre”; el tema del historiador es “La relación del hombre con el mundo circundante” (Carr, 1984: 39). Marc Bloch planteó que el objeto particular de la historia era “el espectáculo de las actividades humanas”, con el objetivo de “seducir la imaginación de los hombres” (Bloch, 1982: 12). Lucien Febvre no difería mucho de lo anterior: “La historia es la ciencia del hombre, ciencia del pasado humano. Y no la ciencia de las cosas o de los conceptos” (Febvre, 1993: 29); estaba convencido de que la tarea del historiador era volver a encontrar a los hombres que han vivido los hechos y a los que más tarde se alojaron en ellos para interpretarlos en ca-
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da caso. Otro aspecto que se demandaba a los historiadores era la conciencia histórica sobre la propia historicidad de la historia: Es también indudable que las civilizaciones pueden cambiar; no se concibe, como hecho en sí, que la nuestra no se aparte un día de la historia. Los historiadores deberán reflexionar sobre ello. Porque es posible que si no nos ponemos en guardia la llamada historia mal entendida acabe por desacreditar a la historia mal comprendida. Pero si llegáramos a eso alguna vez, sería a costa de una profunda ruptura con nuestras más constantes tradiciones intelectuales (Bloch, 1982: 10).
En el presente amplio y espeso en que vivimos, la disciplina histórica pasa por un momento crítico como campo de reflexión intelectual, en tanto forma epistémica autorizada para auscultar el pasado, en calidad de puente articulador de las dimensiones temporales de pasado, presente y futuro con las que el ser humano ordena sus experiencias para dar coherencia y sentido a su mundo. Por supuesto, no es que la historia vaya a desaparecer en los próximos años, ni que vaya a acontecer su clausura epistémica o su cierre cognitivo, pero sí se han trastocado las formas en que percibimos el tiempo y sus temporalidades. Esto desde luego acontece como un fenómeno gradual y diacrónico; por eso los historiadores que hemos citado se han ocupado de reflexionar al respecto. En los años noventa, Keith Jenkins planteó la posibilidad de que nos encontráramos en condiciones de vivir nuestras vidas “dentro de nuevas formas de contar el tiempo que no hagan referencia a un tiempo pasado articulado en discursos, que ya se han vuelto históricamente familiares para nosotros” (Jenkins, 2006: 13).48 La encrucijada de la historia puede traer la pérdida de su estatus como campo privilegiado en el necesario diálogo entre el presente y el pasado. En un futuro la historia podría ser relegada a un nicho en los departamentos académicos de costosas universidades europeas y estadounidenses, haciendo de su estudio un lujo, una pieza exótica a la manera de la filología. Es factible que en unas décadas algún renombrado académico se lamente, como lo hizo Edward Said hace unos años, de que para “los jóvenes de la generación actual, la idea misma de la filología sugiere algo extremadamente
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antiguo y superado, cuando la filología es, en verdad, la más básica y creativa de las artes interpretativas” (Corral, 2006). Es claro que lidiar con el pasado no es una actividad exclusiva de la historia, pues es sólo una manera de narrarlo (véase Chakrabarty, 2015). En su momento, Maurice Halbwachs planteó: “La historia no es todo el pasado, pero tampoco es todo lo que queda del pasado” (1995: 209). Roger Chartier, inspirado en Paul Ricoeur, apuntó en la misma dirección: “los historiadores saben que el conocimiento que producen no es más que una de las modalidades de la relación que las sociedades mantienen con el pasado” (Chartier, 2007: 34) y acotó que la ficción y la memoria se llevaban parte de la tajada. En estos días la memoria disputa a la historia la primacía y el privilegio en la materia. Una buena parte del auge de la memoria se da porque es fundamental para instituir y reforzar identidades. Al menos desde Carr hasta LaCapra, los historiadores tienden a caracterizar su trato con el pasado como una especie de diálogo con el presente. Historiadores y no historiadores también encuentran en el pasado un ánimo conservador, un espacio donde se obtiene el valor sobre lo que es digno de ser custodiado, rescatado y reinventado. LaCapra convino en que “una de las funciones del diálogo con el pasado es promover el intento de verificar qué es lo que merece ser preservado, rehabilitado o transformado críticamente en tradición” (LaCapra, 1998: 281). Hay una pluralidad de opciones para apropiarse del pasado, como lo hizo ver Jenkins: “Porque el relativismo sugiere que el pasado puede ser apropiado de modo legítimo en una multiplicidad de formas y para una multiplicidad de propósitos tal que la historia con minúscula se convierte simplemente en otra variante entre muchas, un género ni superior ni diferente” (Jenkins, 2006: 23). La disputa por el control y registro del pasado se ha tornado tensa y donde mejor se percibe esa situación es en las relaciones entre memoria e historia. El debate arreció a partir del célebre trabajo sobre los “lugares de memoria”, de Pierre Nora, que convocó a no oponerse ni a confundir historia y memoria, sino a situarse entre las dos y servirse de ellas, para lo que propuso el campo de una “histo-
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ria de la memoria” (Hartog, 2007: 151). Una de las respuestas más contundentes a Nora provino precisamente de Hartog. Valiéndose del caso francés, hizo un diagnóstico de las sociedades contemporáneas con las consabidas conclusiones sobre el presentismo. Halló que la memoria desplaza a la historia y todo pasa tan rápido que genera una arrogancia de la generación actual que se manifiesta en la necesidad de conservar y patrimonializar legados en nombre de las generaciones futuras. En este escenario, encontró en la memoria un instrumento presentista (Hartog, 2007: 151); hizo hincapié en que el monumento tiende a ser sustituido por el memorial, que ahora es menos monumento que lugar de memoria, el cual es usado para hacer vivir la memoria, para mantenerla viva y transmitirla (Hartog, 2007: 151). En un sentido similar se pronunció Enzo Traverso cuando advirtió que la memoria parece invadir hoy el espacio público en occidente “gracias a una proliferación de museos, conmemoraciones, premios literarios, películas, series televisivas y otras manifestaciones culturales, que desde distintas perspectivas presentan esta temática” (Traverso, 2007: 67). Traverso notó un “proceso de reificación del pasado que hace de la memoria un objeto de consumo, estetizado, neutralizado y rentable”, en donde “la construcción de la memoria conlleva un uso político del pasado”, lo cual se asemeja con la “invención de la tradición” de la que habló Hobsbawm (Traverso, 2007: 68). Fue este último quien precisó por qué la memoria ha sido tan socorrida en las sociedades contemporáneas, adjudicándole un carácter instrumental, ligado al auge de las identidades, en un movimiento que marginó a la historia a un coto de especialistas: “todos los seres humanos, todas las colectividades y todas las instituciones necesitan un pasado, pero sólo de vez en cuando este pasado es el que la investigación histórica deja al descubierto” (Hobsbawm, 2002: 270). Para Hobsbawm, la función social de los miembros del gremio, al contrario de lo que sucede con la memoria, consiste en ejercer una conciencia crítica, no siempre grata entre los congéneres, toda vez que: “La deconstrucción de mitos políticos o sociales disfrazados de historia forma parte desde hace tiempo de
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las obligaciones profesionales del historiador, con independencia de sus simpatías” (Hobsbawm, 2002: 273). La pérdida de conciencia crítica es una de las flaquezas que asoma a través de diversos trabajos amparados en la etiqueta historia del tiempo presente. Conforme ha crecido la cantidad de practicantes se perfilan algunas tendencias problemáticas que pueden llevar a la historia del tiempo presente a convertirse en un ropero que abastece de trajes nuevos al emperador. Por un lado, corre el riesgo de convertirse en refugio de quienes no encuentran acomodo en otra parte, en una alternativa para la gente exilada de las tiranías del rigor metodológico que imponen ciertas corrientes disciplinarias. Se aprecia también un sector con exceso de corrección política que en aras de la empatía tejida con las causas subalternas genera una mimesis de quien investiga con las voces estudiadas. Por otro lado, se da un brote conservador engrosado por un sector proveniente de ciertas vertientes de la historia oral dado a recoger testimonios de “pioneros” y guardianes de tradiciones. Por definición, la historia del tiempo presente es un campo privilegiado para trabajar con memorias y tender puentes con la historia. Hoy en día, la memoria es la forma más difundida y consumida para auscultar y registrar el pasado. Esto ha sido alentado de igual forma en las comunidades académicas al aprovechar contextos epistémicos propicios, como el “giro subjetivo” o el “giro experiencial”, que han revalorado la función testimonial y la figura del testigo, relegadas con anterioridad por influjo del estructuralismo; en especial como parte de las reivindicaciones de justicia social e histórica, de las políticas culturales de la diversidad, en respuesta a los discursos centralizadores y totalitarios, del declive de las explicaciones estructurales y del reposicionamiento de teorías hermenéuticas centradas en la comprensión del mundo social bajo enfoques procesuales. El auge de la memoria y el testimonio se evidencia en la proliferación de proyectos editoriales, arquitectónicos, audiovisuales, virtuales, e incide favorablemente en la generación de políticas públicas, recursos presupuestales destinados a apoyar museos, exhibiciones, programas de fomento, rescate o cuidado de todo lo
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categorizado como patrimonio. Es indudable que en algunos sectores de disciplinas como la sociología, la antropología y la historia, al igual que en los estudios culturales, están más cómodos al trabajar con la memoria que con la historia; así sucede por sus intentos de rebasar las taras poscoloniales, por preferencias morales, por dilemas éticos, por buscar popularidad, por seguir tendencias académicas y mediáticas, por incentivos presupuestales o por la genuina y loable intención de dar “voz” a los “sin voz”, aunque en contados casos también puede obedecer a una actitud ociosa o de pereza intelectual. Durante generaciones, los historiadores han tenido claro que historia y memoria son dos cosas distintas, pero a la vez indisociables, que se necesitan mutuamente y se articulan en la necesidad de aprehender la experiencia propia y ajena. Esto demanda reflexionar en torno a nuestras concepciones sobre el tiempo en general, el tiempo histórico en particular y las temporalidades en sus variantes. La historia del tiempo presente, además de suponer cruces interdisciplinarios, tiene la oportunidad de disipar teórica y metodológicamente las confusiones entre historia y memoria. Aunque tensas, las relaciones entre historia y memoria permean los temas de identidad, patrimonio, valor testimonial, experiencia, homenaje, celebración, recuerdo, nostalgia, melancolía, olvido, perdón, justicia social, responsabilidad histórica y dinámicas intergeneracionales. En la transformación epistémica que acusa la historia actualmente, la historia del tiempo presente está llamada no sólo a atender estas discusiones, sino a contribuir a precisar conceptos, metodologías, técnicas de investigación y categorías pertinentes en sus estudios, los cuales, además, no pueden circunscribirse sólo al ámbito descriptivo, pues requieren involucrarse en el giro reflexivo que el campo historiográfico ha tomado.
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Emociones e historia reciente: hacia una refiguración de la distancia histórica Cecilia Macón Las preguntas El 10 de mayo de 2017, medio millón de personas marcharon en Buenos Aires enarbolando los clásicos pañuelos blancos con los que se identifican las Madres de Plaza de Mayo desde su fundación en 1977. Reclamaban sustancialmente la continuidad de los juicios por crímenes de lesa humanidad y el sostenimiento de la imprescriptibilidad de estos delitos, exhibiendo en esta movilización el impacto del reclamo de justicia sobre la esfera pública argentina49. Sin embargo, lo que me interesa destacar aquí de la imagen de esa multitud no es el reclamo en sí, sino su exposición de la pervivencia del pasado en el presente gracias a la potencia resignificante ejercida a través de las emociones. Las consignas que circularon ese día eran reproducciones de algunas de las más difundidas durante los últimos años de la dictadura y los primeros de la democracia: “el que no salta es militar”, “los desaparecidos, que digan donde están” o “señores jueces, nunca más”. Había, condensado en ese gesto reproductor, un interés colectivo en volver sobre esos días, pero siempre tomando como punto de partida las disputas del presente: el despliegue del pañuelo blanco fue enarbolado en las manos de los manifestantes, no colocado sobre sus cabezas simulando encarnarse como Madres de Plaza de Mayo. Se revivieron esos días, pero haciéndose cargo de la distancia histórica que se imponía con la ejecución de los crímenes. Como en toda manifestación colectiva, la tarde estuvo atravesada por las emociones más diversas: indignación, ironía, inquietud, esperanza, ira, alegría. Las preguntas inevitables son aquí: ¿La dimensión emocional presente en esas horas en que se acercaban momentos del pasado a través de consignas y gestos representa una metáfora de aquello que entendemos por historia del tiempo presente? ¿En
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qué medida la dimensión emocional encarnada en esa plaza de ese 10 de mayo anula el juicio histórico-político condesado en esa movilización? ¿Qué modo de instituir distancia crítica resultó expresado en la presencia del pasado ese día? ¿Puede la dimensión emocional ser pensada como un bloque unificado, o su despliegue diverso obliga a revisar distintos modos de su marca? Para desgranar conceptualmente estas cuestiones es importante recordar que una de las tensiones sustanciales que atraviesan la relación entre el discurso histórico y el orden emocional consiste en la dificultad para generar la distancia histórica con respecto al pasado, una exigencia usual a la hora de otorgar estatuto disciplinario a la reconstrucción de lo que sucedió. Se trata, justamente también, de una de las tensiones contenidas en la noción misma de historia del presente: siendo que es el pasado que pervive el que se intenta representar, ¿de qué modo se articula productivamente esta tensión? Esta cercanía podría llevar a suponer que mis líneas se ocupan de analizar parecidos de familia. Sin embargo, he optado por otro camino. Tras una reconstrucción del modo en que esta y otras tensiones se encarnan en el problema, intentaré argumentar que la historia del tiempo presente constituye un caso encargado de exhibir la productividad de la paradoja: la cercanía entre el presente y el pasado –que, sabemos, no es meramente cuantitativa– obliga a mostrar el abismo entre dos dimensiones emocionales distinguibles y el modo en que ambas se alimentan, la de quien reconstruye y la de los actores históricos involucrados. De algún modo, incluso podemos decir que el debate alrededor de las emociones en la historia permite visibilizar las tensiones inscriptas en el concepto mismo de historia del presente de manera iluminadora. Sin embargo, me interesa aquí no sólo dejar en evidencia estas cuestiones, sino argumentar que el análisis de la dimensión afectiva o emocional50 permite introducir una noción revisada de la distancia histórica, particularmente útil a la hora de hacer foco en las cuestiones de la historia del tiempo presente. Es decir, que esa superposición de distancia y cercanía con el pasado en términos afectivos constituye un punto de vista privilegiado a la ho-
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ra de dar cuenta de la historia del presente exhibiendo las tensiones, pero también la apertura hacia una respuesta en términos de un punto de vista propio para la historia del tiempo presente. En tren de sostener esta hipótesis, haré uso no sólo de un camino estrictamente conceptual, sino también del análisis de un texto publicado en 2013 por una investigadora del pasado reciente que fue también protagonista de esos mismos años. Me refiero a Claudia Hilb y su libro Usos del pasado. Qué hacemos hoy con los setenta. Como veremos a continuación, contrariamente a lo que podría esperarse, las emociones involucradas en la historia del tiempo presente muestran la superposición, pero también el rol de la distinción de la temporalidad: la cercanía obliga a pensar el pasado en términos de los afectos específicos de los actores del pasado y a reflexionar sobre el propio punto de vista emocional de quien narra de manera diferenciada. Pero antes de desarrollar este punto central es necesario establecer una breve reconstrucción alrededor de tres cuestiones centrales: a) Qué es la historia del tiempo presente, b) Qué entender por afectos/emociones y, c) Los distintos modos en que se ha problematizado la relación entre historia y afectos. Presente, pasado y presente Recordemos que el concepto de “historia del tiempo presente” se basa en una suerte de paradoja: el acto mismo de representación historiográfica del pasado vivido como presente contiene el abismo crítico de la historia y el apego de lo vivido como cercano. Según una de las definiciones canónicas en circulación, establecida por Marina Franco y Florencia Levín, “se trata de un pasado abierto, de algún modo inconcluso, cuyos efectos en los procesos individuales y colectivos se extienden hacia nosotros y se nos vuelven presentes” (Franco y Levin, 2007: 31). Esta caracterización implica renegar de la narrativa de la flecha del tiempo acumulativa y teleológica para insistir en la pervivencia de lo sido en el presente (Mudrovcic,
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2009: 18), el cruce tensionado entre memoria e historia y entre la dimensión ética y la epistémica del trabajo del propio historiador. Supone también la admisión de la presencia de las marcas emocionales en el punto de vista del historiador y de la explicitación de la politicidad de lo afectivo (Franco y Levin, 2007: 47). Hay otro rasgo de la historia del presente que resulta clave para el desarrollo de estas páginas. Me refiero a su inserción en un determinado clima de época que enmarca la mera posibilidad de la conceptualización y la ejecución del proyecto disciplinario de la historia reciente en el marco de la constitución del paradigma memorialista en tanto opuesto al de la historia, en particular cuando se constituye en el marco de la larga duración (Allier Montaño, 2008: 180). Esta perspectiva sobre el pasado está sostenida en lo que Hartog ha caracterizado como “presentismo” contemporáneo. Según su análisis –esgrimido por el historiador francés como resultado de sus investigaciones en torno a los distintos regímenes de historicidad–, el régimen histórico contemporáneo establecido a partir de 1989 implica “el sentido de que sólo el presente existe, un presente caracterizado a la vez como tiranía del instante y como una cinta continua de un ahora que nunca se termina” (Hartog, 2015: 144). Es decir, nos enfrentamos a la evidencia de que “la categoría del presente se ha apoderado hasta tal punto que uno sólo puede hablar de un presente omnipresente” (Hartog, 2015: 397). Siendo que la definición de régimen de historicidad esgrimida por Hartog refiere a una categoría formal en tanto “constructo artificial cuyo valor reside en su potencial heurístico” (Hartog, 2015: 183), resulta sustancial destacar que no se trata aquí de discutir el ser del tiempo bajo una modalidad metafísica, sino su rol en la conformación de la relación entre la historia y la política. Podría decirse incluso que este presentismo entendido como clima de época es el resultado de una sucesión importante de futuros frustrados (Fisher, 2009: 15) que combinan la inercia con la aceleración. Como desarrollaré más adelante, es esa frustración la encargada de generar un arco afectivo más que particular a la hora de aproximarse al pasado:
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más cerca de la inquietud y de la ansiedad de lo coetáneo del pasado que del mero apego. Si, en los términos de Hartog, entendemos por “historicidad esta experiencia primaria del extrañamiento, de distancia entre yoes, a las que las categorías de pasado, presente y futuro dan orden y significado” (2015), la centralidad otorgada al presente implica poner en tensión no sólo la distancia generada por la labor del historiador, sino también el orden en que se enmarca una determinada comunidad. Tal como ha reconstruido Eugenia Allier Montaño, el presentismo se produce en el contexto de una transformación del campo historiográfico encarnada en el trabajo de Pierre Nora que conlleva “el interés y la focalización en lo contemporáneo” (2008: 171). Se trata de “una historia enclavada en la problemática de la memoria que, heredera de los Annales, no desprecia la larga duración, aunque su lugar epistemológico es la actualidad, es decir “la evaluación del pasado en el presente” (Allier Montaño, 2008: 180). Esta perspectiva implica por cierto una ruptura con el supuesto de la linealidad del tiempo que se encarna en el modo de funcionamiento de la esfera pública: ya no se cree en un tiempo acumulativo orientado a un fin en el que cada momento reemplaza al anterior.51 Este régimen de historicidad implica preguntarse sobre su impacto tanto en la profesión como en el debate público: ¿Qué utilización hacemos desde el propio presente (Allier Montaño, 2008: 181), donde “utilidad” no implica distorsión, sino otorgamiento de sentido? Esta perspectiva supone, por otra parte, que hay “muertos sin identificar, crímenes impunes, victimarios sin juzgar y otras historias por contar”. Es aquello que no pasa pero también, como desarrollaré más adelante, lo que perturba de un modo distinto que si estuviera sucediendo en el presente. Por lo tanto, la ruptura con la linealidad del tiempo es resultado y causa de la irrupción de ciertos acontecimientos en el debate, así como la aproximación emocional es resultado y causa del modo de narrar la temporalidad. Esa centralidad del presente –encarnada, por ejemplo, en la modalidad de la protesta del 10 de mayo de 2017 que detallé más arriba– exhibe
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el quiebre de las pretensiones condensadas en la flecha del tiempo, pero sobre todo extiende sus consecuencias sobre otras dimensiones encargadas de establecer la lógica de la esfera pública en relación con su pasado. Si durante la modernidad, es decir, cuando el futuro definía las reglas del régimen de historicidad imperante, resultaba fundamental encarar predicciones (Hartog, 2015: 104), a partir del momento en que el presente reemplazó al futuro como eje de esta categoría formal este objetivo se diluyó por completo. En tanto que ni el futuro ni el pasado convocan a las expectativas que guían toda acción, el presente ampliado y hasta indefinido en sus límites refigura el modo de experimentar y narrar la temporalidad. En términos de Hartog, como “el futuro (ya) no es un horizonte radiante que guía nuestros pasos” (Hartog, 2015: 192), la escritura de la historia deja de establecer una relación de fundamentación por disrupción del pasado en relación con el futuro, pasando a estar cargada de sentimientos como la inquietud y la ansiedad. ¿En qué medida la dimensión emocional presente en esta perspectiva –como la resignación ante aquellos futuros frustrados de Fisher– no ayuda a evitar el mero aplanamiento temporal? ¿Es posible rechazar la flecha del tiempo y a la vez evitar un presentismo radical? La clásica exigencia disciplinaria de establecer “distancia con el objeto” (Burucúa y Kiatkowski, 2009: 26) se encuentra aquí en principio jaqueada; pero si encontramos un modo de reconceptualizar esa distancia a la luz del papel ejercido por los afectos en su especificidad y no como mera generalidad, entiendo que podremos iluminar ciertos efectos del problema. Como intentaremos argumentar en las páginas siguientes, el análisis detenido del rol de la dimensión afectiva puede ayudar a desarmar estos supuestos y refigurar algunos conceptos. Esto siempre y cuando recordemos que no todos los afectos operan de la misma manera –incluso el mismo afecto puede impactar de distintas formas– y que la distancia crítica propia de la mirada retrospectiva sobre el pasado –aun el que es presente– puede ser reconfigurada a la luz de estas cuestiones, si es que atendemos a ciertos rasgos puntuales de la noción de “distancia histórica”.
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Entiendo aquí justamente que la idea de “distancia histórica” debe ser sostenida como una metáfora (Hollander, Paul y Peters, 2011: 1) capaz de instituir –más que de recoger– una perspectiva (Ginzburg, 2001: 144) que, tal como requería el propio Johan Huizinga, haga posible la interpretación a través del diseño de ciertos patrones en el pasado (Ginzburg, 2001: 50). Recordemos que aun para el propio Huizinga la distancia histórica es lo que hace posible tanto la interpretación histórica como la artística (Hollander, Paul y Peters, 2011: 2). Es decir, que no se trata de instituir un modo necesariamente objetivo en tanto desapegado del objeto de estudio, sino de evitar que ese objeto tenga contornos imprecisos. El concepto clásico de distancia histórica supone sin duda adherir a la idea de una flecha del tiempo (3) sostenida en el supuesto de que el tiempo se mueve en una única dirección dejando definitivamente atrás lo que ya sucedió. Así, “la comprensión histórica trata de crear distancia, en términos de la distinción entre presente y pasado” (5), pero se trata también de un efecto retórico (8) cuya constitución como tal depende al menos parcialmente de la audiencia (9). Es en esta vía que en un artículo ya clásico Salber Phillips señaló que la idea de distancia histórica ha dejado de ser algo prescriptivo para devenir un instrumento heurístico como “un conjunto de compromisos que median nuestras relaciones con el pasado” en términos formales, afectivos, ideológicos y conceptuales (2011: 11). La actitud retrospectiva es entendida aquí como propia de la historia. Pero consiste en una retrospección que siempre mantiene la tensión entre el extrañamiento (Ginzburg, 2001: 5) y la necesidad de intimidad con el pasado (Salber Phillips, 2011: 12). Se trata de generar distancia en términos de cómo nos posicionamos en relación con el pasado: en palabras de Salber Phillips, “la distancia histórica conlleva una variedad de modos en los que nos acercamos al pasado” –o, para decirlo más claramente, a los futuros que el pasado hace posible– (2011: 13). En términos más generales, esto significa que la distancia histórica pertenece a una familia de sentimientos, juicios y acciones que están ligados a nuestra necesidad de navegar el mundo que nos rodea –sea en relación con las gradaciones
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de tiempo, espacio, afecto o las recompensas o presiones de una comunidad. Este recurso a la dimensión afectiva argumentado por Salber Phillips no debe ser interpretado, entiendo, como el establecimiento de grados de afectividad en tanto gesto destinado a generar distancia histórica, sino como una apelación a distintas modalidades de la afectividad en orden a discutir el concepto. Modalidades que como veremos más adelante están estrechamente vinculadas a modos de la temporalidad donde queda en evidencia el punto de vista propio de la historia del presente. En este sentido, resulta paradigmático el análisis desplegado recientemente por el historiador Anthony Dirk Moses al expresar la ansiedad que le genera abocarse a dar cuenta de los genocidios. Su distinción entre memorias “frías” y “calientes” (Dirk Moses, 2016: 332) se sostiene en la posibilidad de que el historiador se identifique emocionalmente en mayor o menor medida con las víctimas. De todos modos, reconoce, la angustia y el impacto sobre la intimidad experimentados en el momento de enfrenarse a este “pasado que no pasa” tiñe cada palabra de la representación. Es obligarse a admitir la experiencia de ansiedad generada por la incertidumbre de no ser justo con las víctimas (Dirk Moses, 2016: 347) y la necesidad de tener en cuenta el impacto emocional del testimonio sobre el historiador y de la representación sobre la propia subjetividad del testimoniante (Dirk Moses, 2016: 349). Justamente, como analizaré más adelante, este arco afectivo es el encargado de constituir una modalidad especial de la distancia histórica cuando se trata del pasado presente. No el apego asociado al mero aplanamiento temporal, sino la inquietud vinculada a la perturbación. Emociones como historia El análisis a veces transversal del papel de la dimensión emocional dentro de las muchas reflexiones sobre la historia del tiempo presente o en el contexto del ejercicio concreto de la investigación obliga a reconstruir brevemente qué es lo que se entiende por “emoción” a lo largo del argumento central de estas páginas.
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Si bien la filosofía ha estado siempre atenta a la cuestión de los afectos y su rol en la política –baste recordar los escritos de Smith, Hobbes, Ferguson o Spinoza–, es en los últimos años, y muy particularmente en el ámbito de las teorías de género, cuando ha comenzado a desplegarse el llamado “giro afectivo”. Es importante señalar que la gran mayoría de los primeros planteamientos tiende –con algunas salvedades– a utilizar emociones y pasiones como sinónimos. Sólo la idea de pasión –que remite a la mera pasividad de las emociones o a su exacerbación– es consensuadamente considerada como parcial e insuficiente por los miembros del actual giro afectivo, muchos de ellos dedicados a la teoría queer. Se trata de un entorno conceptual que, aunque diverso, coincide –como la teoría queer en términos generales– en corroer una serie de dicotomías: en este caso la distinción entre pasiones y razones es disuelta, cuerpo y mente son pensados como una unidad y, centralmente, los afectos son entendidos tanto como acciones –determinadas por causas internas– como en términos de pasiones –determinadas por causas externas– (Clough, 2007: 48). El giro afectivo puede ser entonces presentado como un proyecto destinado a explorar formas alternativas de aproximarse a la dimensión afectiva, pasional o emocional –y discutir las diferencias que pueda haber entre estas tres denominaciones– a partir de su rol en el ámbito público. De este modo, la reivindicación del papel de la dimensión afectiva en la vida pública y en los modos en que nos aproximamos al pasado implica la introducción en la discusión del análisis de afectos específicos –como vergüenza, odio, amor, rabia, disgusto, enojo, ansiedad, etcétera–, el cuestionamiento de la dicotomía entre afectos positivos y negativos (Flatley, 2008; Cvetkovich, 2012), la reivindicación del papel de los afectos llamados “feos” (Ngai, 2007: 11) o menores y del modo en que este giro obliga a revisar la idea de agencia y el papel de gran parte de los dualismos –interior/exterior; público/privado; acción/pasión (Hardt, 2007: 34). Es decir, el giro afectivo intenta desplegar una perspectiva sobre el papel de los afectos en la vida pública cuestionando ciertos esquemas establecidos, como la distinción tajante entre la
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esfera pública y la privada, la asociación entre sufrimiento y desempoderamiento/victimización o la vinculación exclusiva de afectos clásicamente positivos, como el orgullo a la acción política. De acuerdo con la caracterización propuesta por el giro, los afectos están vinculados a la labilidad, la contingencia y la sutileza (Sedgwick, 2003: 21), constituyéndose también en articuladores de experiencia: “las emociones son aquello que une, lo que sostiene o preserva la conexión entre ideas, valores y objetos” (Ahmed, 2010: 29). Las emociones, en este marco, son entonces sociales (Ahmed, 2004: 8): no se trata de estados psicológicos, sino prácticas sociales y culturales (Ahmed, 2004: 9) capaces de producir la superficie y los límites que permiten que lo individual y lo social sea limitado. Sociales, inestables, dinámicos, paradójicos, los afectos así presentados constituyen una lógica capaz de dar cuenta del lazo social. Se trata también de conceptualizar la capacidad para afectar y ser afectado, o el aumento y disminución de la disposición del cuerpo para actuar, enlazar y conectar (Gregg y Seigworth, 2010: 2). Los afectos son aquí instancias que, como los actos de habla de Austin, resultan profundamente performativos: son en sí mismos actos capaces de, por ejemplo, alterar con su irrupción la esfera pública. En palabras de Gregg y Seigworth: “los afectos refieren generalmente a capacidades corporales de afectar y ser afectados, o el aumento y la disminución de la capacidad del cuerpo para actuar, para comprometerse, o conectar”. De hecho, “los afectos actúan” (2010: 2).52 Teniendo en cuenta estas puntualizaciones, es importante señalar que cuando nos referimos al modo en que la noción de “distancia histórica” puede ser refigurada a la luz del papel de las emociones esto implica insistir sobre su rol performativo –es decir, constitutivo de una determinada lógica–, social, paradójico, público y, muy particularmente, disolvente de dualismos como público/privado, razones/emociones o cuerpo/mente. No se trata de señalar algo que se padece, sino de una dimensión que se visualiza en su performatividad. En qué medida este modo de entender los afectos altera la distancia histórica, depen-de en gran medida de atender a los mo-
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dos específicos en que se puede vincular la historia con los afectos y a estos últimos con la temporalidad y de desgranar la especificidad del impacto de distintos órdenes emocionales. Entendido, entonces, el giro afectivo en el marco de esta caracterización es preciso dar cuenta de su vínculo con los problemas propios de la historia a través de dos cuestiones diferenciadas. Por un lado, el modo en que estas discusiones impactan sobre el papel de los afectos en las estrategias desplegadas por el historiador al aproximarse al pasado –sus voces, sus fuentes, sus acciones, sus cuerpos. Por el otro, los desafíos que representa el intento por aprehender el papel de las emociones encarnadas en las acciones del pasado. En relación con la segunda cuestión, el debate ha implicado abrir un arco importante de interrogantes que derivaron en perspectivas teórico-metodológicas más que diversas (Macón-Solana, 2016: 22). ¿Cómo cambian las emociones a través del tiempo? ¿Es posible dar cuenta de algún tipo de continuidad en relación con aquello que entendemos, por ejemplo, por tristeza? ¿Cómo son causadas históricamente las emociones? ¿Siendo invisibles, cómo aproximarse a ellas, a través de qué huellas? ¿Cuál es la relación entre las normas emocionales y la experiencia emocional de los individuos? Son estas algunas de las preguntas que guían el campo de la historia de las emociones a través de momentos inevitables de intersección con la historia conceptual o la historia del cuerpo.53 En relación con los vínculos afectivos posibles involucrados en el encuentro entre el presente del historiador y el pasado que investiga –central a la hora de discutir la distancia histórica–, podemos recordar que “la disciplina histórica en cualquiera de sus versiones se encuentra atravesada por una tensión fundante: busca comprender un pasado que, en principio, se presenta como extraño o ajeno y, para hacerlo, debe transformar esa extrañeza en algo comprensible en términos familiares o conocidos” (Macón-Solana, 2016: 21). La historia del tiempo presente sólo tensiona esta cuestión al punto de exhibir sus problemas, pero también su dimensión productiva. La alteridad y el deseo de conectarse con las acciones que son objeto de estudio –también atravesadas por la dimensión emocional– no
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implican necesariamente la apelación al apego, sino que abre la posibilidad de un vínculo establecido a través de otros arcos emocionales. Resulta clave aquí recordar que en los últimos años se han comenzado a reivindicar las conexiones y contactos con el pasado (Dinshaw, 1999; Freccero, 2006), intentando establecer un nuevo modo de generar la distancia temporal: lo clave aquí es tener en cuenta el deseo de establecer un vínculo con el pasado de manera tal que tenga en cuenta la relación emocional entre presente y pasado (Macón y Solana, 2016: 24). Así, por ejemplo, Elizabeth Freeman (2010: 109) señala: “las ataduras pasionales a los materiales del archivo, que eran crecientemente negadas por la metodología historicista a medida que el siglo XIX progresaba han comenzado a ser cuestionadas a favor de intentos por sacar a la luz el método que utiliza al cuerpo como herramienta para figurar o performar el encuentro del pasado en el presente, un encuentro que es capaz de producir conocimiento histórico bajo la forma de respuestas somáticas, no sólo traumáticas sino también placenteras” (Macón-Solana, 2016: 16). Este modo de contacto afectivo con el pasado obliga, por cierto, a repensar los modos en que concebimos la temporalidad, haciendo a un lado las grandes narrativas sostenidas en la adhesión a la flecha del tiempo. No se trata de adherirse al pasado, sino de que lo visceral y afectivo del presente formen parte del modo de aproximarse a ese pasado. Si recordamos la dimensión híbrida e inestable que puede adquirir lo afectivo tal como fue desplegado más arriba, esto no implica una adhesión ingenua al pasado. De lo que se trata es de abrir la posibilidad de explorar distintas modalidades de lo afectivo ejercidas al establecer contacto con el pasado –muy particularmente el reciente– en todas sus consecuencias. Paradoja y tiempo en la indagación del pasado presente Teniendo en cuenta estas puntualizaciones que indican el camino por el cual es posible tensionar el concepto mismo de historia del tiempo presente desde las teorías de los afectos involucrando la resignificación de la temporalidad, me gustaría discutir ciertos aspec131
tos puntuales a partir de una suerte de estudio de caso. Me refiero al libro Usos del pasado. Qué hacemos hoy con los setenta de la politóloga argentina Claudia Hilb publicado en 2013. Entiendo que allí se explicitan y problematizan los dos aspectos en los que se vincula la historia reciente con el giro afectivo que ya fueron señalados en la sección anterior: como objeto de estudio de las experiencias de los actores del pasado y como modo heterodoxo de aproximación de quien reconstruye, al tiempo que abre la posibilidad de resignificar la noción de “distancia histórica”. Así, en el caso del breve volumen de Hilb –enmarcado en una característica que sabemos discutible, pero de todos modos central de la historia reciente, como es la supervivencia de los actores y nuestra coetaneidad con ellos– se visibiliza la tensión entre la lógica de la dimensión afectiva de la autora, como investigadora por haber sido partícipe de la época que busca representar con aquellos afectos o emociones que cree identificar en las acciones pasadas. Hay, por cierto, otros casos relevantes en este sentido. En 1998, Pilar Calveiro, sobreviviente de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), publicó Poder y desaparición en Argentina, un libro sobre la experiencia concentradora que, aun cuando en algún punto pueda ser interpretado como testimonio indirecto, evade sistematizar la primera persona en cualquiera de sus formas. En el caso de los tres volúmenes de La voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina, de Eduardo Anguita y Martín Caparrós, donde se reconstruye con extraordinario detalle y por fuera de cualquier maniqueísmo (Altamirano, 2007: 16) la experiencia de la militancia de izquierda en Argentina entre 1966 y 1978, se trata de una presentación testimonial que evita en todo momento las pretensiones de distancia histórica. Recordemos en primer lugar que Claudia Hilb, actualmente profesora de la Universidad de Buenos Aires, sufrió el exilio durante gran parte de la dictadura y fue en los años setenta militante del maoísmo argentino. A su regreso, y tras sus estudios de sociología en Francia, se transformó en una de las teóricas políticas más reconocidas de Latinoamérica con trabajos centrados especialmente en
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los desarrollos de Hannah Arendt y Leo Strauss, siempre desde un punto de vista identificado con la izquierda, pero desafiante de los estereotipos sostenidos por la mayor parte de los movimientos que se autodefinen como partícipes de esa tradición. Usos del pasado es un libro que compila varios trabajos destinados a analizar distintos hechos puntuales de la historia argentina reciente, tanto los sucedidos durante la dictadura como en los años siguientes. Hilb dedica capítulos a cuestiones como el papel de la violencia en las organizaciones armadas de los setenta, el ataque guerrillero a La Tablada en 1989 –cuando la democracia ya había sido instaurada–, una comparación de las estrategias transicionales desplegadas en Sudáfrica y Argentina, la intervención del Poder Judicial español en casos de crímenes de lesa humanidad latinoamericanos y el rechazo de la Universidad de Buenos Aires a tener como alumnos de su programa en las cárceles a presos condenados por crímenes durante la dictadura. No me interesa aquí juzgar la justeza de sus argumentos –sin duda, sofisticados–, sino evaluar el papel que cumple el texto en los términos que atienden a este volumen. En particular, propongo desgranar dos ejes: el modo en que Hilb atiende la dimensión afectiva de cada uno de los procesos y la explicitación de su propia subjetividad –y no por ello parcialidad– a la hora de exponer el modo en que se contacta con el pasado. Por si quedara alguna duda del modo en que se enlazan estas dos cuestiones a lo largo de las páginas, la primera línea del libro señala: “El 24 de marzo de 1976 yo tenía veinte años. Pertenezco a una generación que creyó posible instaurar un orden definitivamente justo. En aras de esa creencia mató y murió. Murió mucho más de lo que mató” (Hilb, 2013: 9). La explicitación de la primera persona es señalada como una suerte de desdoblamiento productivo destinado a encabezar los argumentos desplegados en las páginas siguientes. El “yo” de la investigadora no sólo no es distinto del de la ex militante, sino que al multiplicarse sin ser otro, la manera en que las dos facetas se relacionan deviene central a la hora de seguir los argumentos.
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Así, por ejemplo, su subjetividad como actora implica señalar en un pasaje central: “El bien que quisimos fue la igualdad” (Hilb, 2013: 44). La descripción de su generación en términos de un deseo por la justicia social sostenido en una imaginación voraz volcada sobre un eventual proceso revolucionario latinoamericano forma parte de su descripción de la conformación de la acción y de las subjetividades colectivas en términos afectivos. Es el deseo de igualdad, el modo que imaginaron/imaginamos el futuro –es decir, en términos de Koselleck, el “futuro pasado”, que en este caso también fue propio–, aquello que puso en movimiento la ejecución de la política de izquierda en los años setenta. En los términos de Fisher señalados más arriba, un futuro frustrado más. Uno de los ejes que recorre varios de los artículos reunidos en el volumen consiste en señalar la naturaleza pasional de la violencia, capaz de generar lazos intersubjetivos extremadamente sólidos. En el marco de un argumento preciso y brillante de raíces arendtianas, Hilb señala: “La violencia inmediata es […] la reacción muda y pasional frente a lo inaceptable” (Hilb, 2013: 25). Por cierto que la violencia racionalizada resulta aquí doblemente destructiva –como sustituto de la política y en tanto pretensión de moldear lo común operando de manera instrumental (Hilb, 2013: 25)–, pero su análisis en los términos señalados en estas líneas resulta, además, fundamental para su comprensión. La constitución del lazo de la acción violenta a través de su repetición es señalada claramente en el siguiente párrafo: “quienes han experimentado inesperadamente la emoción de la acción en común buscarán reproducir y sostener esa experiencia en la repetición de la acción colectiva, en la actualización deliberada de esa experiencia originaria de violencia reactiva colectiva” (Hilb, 2013: 29). Más adelante agrega: “la emoción de la acción en común” (Hilb, 2013: 29) asociada al placer hizo que “la adhesión a los grupos más radicales expresara la búsqueda por perpetuar lo imperpetuable, la negativa a aceptar el carácter siempre evanescente” (Hilb, 2013: 34). Los afectos –pasión, emoción, placer– son identificados sin dudas aquí como el motor para la conformación de la subjetividad, sacan-
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do a la luz así su dimensión performativa y colectiva. Y es en ese camino que la violencia resulta paradigmática por su capacidad para reforzar tal lazo. En la enunciación de Hilb, se trata de afectos que definieron ese pasado tanto en términos de un “ellos” como de un “nosotros inclusivo”. Esa tensión, más que constituirse en una barrera para la comprensión, impulsa a Hilb en su investigación de manera harto eficaz. Planteada en estos términos, la dimensión emocional de los hechos que busca representar y de los que también participó no establece una continuidad con su punto de vista como investigadora, sino que, como veremos, éste se engarza con otro arco afectivo. A la hora de establecer su punto de vista para encarar la reconstrucción de ciertos hechos y los argumentos filosóficos que de allí deriva, Hilb refiere a dos rasgos de su propia afectividad en el presente: perplejidad y consternación. Dos modos de buscar contacto con el pasado que funcionan como motor constante de la indagación. Ante un evento como el ataque de La Tablada –absurdo, incomprensible, casi inasible–, la empresa de dar sentido no se encuentra obturada por la perplejidad, sino que, por el contrario, es ese sentimiento el que la motoriza. Es la inquietud en su sentido más elemental –como perturbación e inestabilidad– el arco afectivo que se encuentra en el origen de la investigación sobre, por ejemplo, este acontecimiento tan particular de la historia reciente argentina. El “nosotros” del investigador supone aquí partir de la incomodidad, del golpe desestabilizador que implica expresar la dificultad para hacer sentido. Indudablemente nos enfrentamos aquí, como en el caso de Dirck Moses en relación con el Holocausto, a un arco afectivo que remite a cierta desorientación (Ngai, 2005: 237), a un caos de tensiones no articuladas (Ngai, 2005: 246), pero también a una futuridad que superpone diferimiento y anticipación (Ngai, 2005: 210) para la acción o la necesidad de construir sentido. Es que la ansiedad, en los términos de Ngai, “no es una emoción llena, sino una emoción expectante que apunta menos a un objetivo específico del deseo que a la configuración en general o a las disposiciones futuras del yo”
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(Ngai, 2005: 209). No se trata entonces de resignarse ante la parálisis del sinsentido de lo sucedido, sino de aceptar un modo alterado, dislocado, imprevisible y frecuentemente despreciado de encarar el mundo. La inquietud señalada aquí refiere ciertamente a un arco de experiencias incapaces de ser entramadas en una narrativa apaciguadora, pero que aun así insisten en buscar expresión a través de las palabras. En un punto, la inquietud –que no puede ser reducida a la mera angustia– es la marca de lo que excede a cualquier domesticación discursiva, es decir, que en punto expresa lo esencialmente visceral. Es la imposibilidad de la permanencia, de autonarrarse, de adherir a alguna versión de la teleología (Colebrook, 2008: 88), pero también el impulso a la acción, en este caso una de tipo hermenéutico. La inquietud implica aquí tanto el displacer que atraviesa emociones como el miedo, envidia o la vergüenza como otras asociadas al placer, como la esperanza, o incluso la alegría fugaz (Roinila, 2012: 188). Repele, sin dudas, a la intencionalidad o a cualquier otro patrón orientado a un fin (Ahmed, 2010: 26), pero conlleva de manera particular la constitución de sentido. Al amenazar tan fuertemente la cohesión, la inquietud resulta en una modalidad particular del punto de vista hermenéutico de la historia del tiempo presente. No paraliza (Flatley, 2008: 15), sino que constituye distancia histórica con el pasado, no ya a través de la ausencia de emociones, sino de su expresión en términos particulares. Tal como la concepción de los afectos desplegada por el giro afectivo, este espacio asociado a la acción y no a la mera contemplación o el padecimiento propio de las pasiones puede dar lugar a un tipo de conexión específica con el pasado, que no por ser emocional se afinca en el mero apego. La disolución de ciertos dualismos argumentada por esta corriente permite advertir que arcos afectivos como el de la ansiedad o la inquietud instauran patrones propios de contacto con el pasado. La tensión entre el nosotros militante del pasado y el nosotros del intelectual presente no implica en el caso de Hilb hacer a un lado la dimensión emocional, sino establecer la diferencia entre modalida-
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des distintas de su expresión y acceso. Como en el análisis que dedicó unos años atrás a la figura del sociólogo argentino Juan Carlos Portantiero en tanto científico y político (Hilb, 2009: 13), hay aquí una relación “extraña con la política” donde la pasión resulta central, pero a la vez se diversifica. Es la perplejidad y la incomodidad del intelectual, pero también –podríamos aventurar– la culpa por la responsabilidad en los sucesos de la década de los setenta. De hecho, al referirse puntualmente a “nuestra responsabilidad pasada” (Hilb, 2013: 41), Hilb está sacando a escena la dimensión afectiva de aquello que pone en funcionamiento la compleja operación de dar sentido. Es esa responsabilidad con respecto a las acciones del pasado lo que profundiza su propio estupor desde el presente. Así como en su análisis de la Revolución cubana Hilb refiere al entusiasmo (Hilb, 2010: 21) y al miedo (Hilb, 2010: 96) en tanto marcas del proceso en cuestión, aquí es el arco afectivo marcado por la inestabilidad –estupor, ansiedad, inquietud– el encargado de acercarse a la compresión de una violencia que necesita ser visibilizada en su aspecto emocional. En la exposición de la dimensión afectiva en la conformación de las acciones del pasado –encarnadas en un “ellos” que es también un “nosotros”–, Hilb establece un puente también afectivo que activa su labor hermenéutica desde el presente. En ambas operaciones, la dimensión emocional resulta motor y no obstáculo para la acción. Sin embargo, estas dos cargas emocionales –aun en este caso extremo en que son experimentadas por la misma persona– resultan claramente distinguibles: en un caso para la acción política armada y en el otro para la investigación profesional. En cada uno de estos dos casos además se encarnan formas distintas de expresar el tiempo: la confianza en la flecha del tiempo revolucionariomesiánica de los setenta frente a un estupor que, aun cuando marca a su manera distancia con el pasado, no pretende señalar un futuro. Podríamos aventurar, entonces, que ciertos elementos de la distancia histórica pueden sostenerse, aunque de manera reformulada, aun en los casos de la historia del tiempo presente, donde se
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explicita esta compleja trama emocional. Se trata entonces, más que estrictamente de distancia, de un punto de vista propio de la historia a la hora de dar cuenta del presente. Entiendo así que las reconstrucciones de los problemas propios de la historia del presente y los de la teoría de los afectos esbozados más arriba pueden mostrar cierta especificidad del punto de vista histórico para este tipo de acercamiento al pasado. Al tratarse de dar cuenta de hechos de los que el historiador fue contemporáneo y hasta partícipe, como en el caso de Hilb, la dimensión emocional predominante en el impulso a la investigación para introducir sentido suele estar marcada por afectos asociados a la inestabilidad, como la inquietud aludida más arriba. La aproximación a acontecimientos experimentados como lejanos, por su parte, raramente convoca a esa trama afectiva. ¿Significa esto afirmar la imposibilidad de la distancia histórica en la disciplina? Insisto, creo justamente que no implica negarla, sino darle características específicas que atañen al caso de la historia del tiempo presente. Es más, en este caso los afectos de los que se da cuenta como parte de las acciones de los actores también se sostienen en cierta especificidad; no ya en su carácter, sino en el supuesto de su accesibilidad. Así, sentir cerca un evento –que incluso puede no ser cercano en términos estrictamente mensurables– implica entender innecesario referir a metodologías complejas a la hora de expresar el modo en que se aseguró el acceso a la dimensión emocional del pasado. No estoy objetando esta creencia, sino señalando su presencia como parte de lo que constituye el punto de vista histórico para la historia del tiempo presente desde la teoría de los afectos. La historia que se experimenta como presente es la que intenta referir al pasado que genera inquietud –o cualquier arco afectivo vinculado a la desestabilización– sobre acciones cuya dimensión emocional entendemos accesible o más transparente –no se trata de involucrarse en una búsqueda lejana, como la que implicaría indagar en las emociones del antiguo Egipto que se presuponen opacas.
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Hay, entonces, una clara separación entre las emociones del investigador y las de los actores del pasado, pero ejecutada no ya a través de una distancia histórica que pone entre paréntesis las cuestiones afectivas, sino de cierta especificidad capaz de establecer esa distancia a su manera. El presentismo resulta condensado aquí en aquella inestabilidad sentida por el historiador y por la suposición de transparencia de los afectos pasados. ¿Qué consecuencias tiene esto en términos temporales? ¿Cuáles para la constitución de la comunidad política que preocupaba a Hartog? La dimensión emocional del libro de Hilb es capaz de señalar que la superposición temporal no es persistencia literal. Como en la plaza de los pañuelos, no se trata de una mera superposición temporal, sino de sugerir otras consecuencias del modo en que se vinculan afectividad y temporalidad, no sólo para la labor del historiador, sino también para el orden de lo público en general. Si la historia contemporánea “comienza con la última catástrofe, la que más nos habla” (Rousso, 2012: 19), rompiendo con la lógica de la continuidad propia de los grandes relatos y la inmediatez de esa historia, supone una “puesta en presente del pasado” (Soulet, 2012: 266) que nace de la inestabilidad y la falta de certezas, generando una escritura “en caliente” (Soulet, 2012: 9), su ingreso a la política bajo la lógica de lo coetáneo logra, como argumentamos aquí, deslindarse del mero apego. Algunas conclusiones En un marco que contiene una concepción específica de las emociones como la señalada, así como la advertencia de que los afectos no conforman una dimensión homogénea sino que operan de distintas maneras, hemos señalado que la distancia histórica propia de la historia del tiempo presente –y hasta de la memoria en tanto ésta no necesariamente es traumática– está sostenida en un arco afectivo particular: el de la ansiedad. Esa perturbación no describe necesariamente el modo en que desde el presente nos aproximamos a un presente consensuado como tal –de hecho, el vínculo afectivo con nuestra contemporaneidad radical está abierto a las 139
más variadas descripciones. Resta ahora analizar sintéticamente el modo en que este arco afectivo refleja/instaura un patrón temporal alejado de la flecha del tiempo propia de la distancia histórica clásica. Es esencial aquí reconstruir brevemente el modo en que Dana Luciano ha analizado la relación cercana y compleja entre las emociones y la temporalidad. En su evocación del modo en que la pena refigura el tiempo sugiere que “las distinciones subjetivas en el tiempo son generadas por la experiencia pasional. Las pasiones son la estructura del tiempo al entrar en nuestras vidas; ellas crean […] el paisaje temporal de un tiempo que de otro modo sería homogéneo” (Luciano, 2007: 12). Así, si el tiempo es la estructura necesaria para desplegar o imaginar la acción –como la contenida en los afectos–, desde el momento en que éste resulta atravesado por la dimensión emocional –no solo entendemos el tiempo, sino que también lo sentimos– resulta desplegada una variedad alternativa de lo afectivo. Una variedad que nos puede ayudar a través del desarollo del argumento principal de este trabajo a entender que la contingencia puede refigurar la subjetividad de manera inesperada. Como señala Luciano, se trata del “despliegue del cuerpo que siente cómo el índice de una temporalidad por fuera del paradigma lineal del ‘progreso’ expresa una cronometría afectiva específica” (Luciano, 2007: 117). Esta relación estrecha entre temporalidad y afectos –como la que vincula al pasado-presente con la ansiedad y con las pretensiones de transparencia de las emociones pasadas– forma parte de la figuración de la subjetividad tanto de quien indaga en el pasado como de la comunidad a la que interpela. Es posible, entonces, referir a un tipo de temporalidad capaz de rechazar la flecha del tiempo, así como el mero aplanamiento a partir del modo en que ciertos afectos en su dimensión performativa colaboran en su constitución. Hay, como se ha señalado en los últimos años, modelos de temporalidad que emergen dentro marcos donde la ruptura de la linealidad es capaz de habilitar trastocaciones infinitamente más disruptivas que las clásicas, particularmente por sumar la dislocación de las propias subjetividades.54 Se trata
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de desafiar no sólo la matriz acumulativa y teleológica del tiempo, sino la homogeneidad y estabilidad de las subjetividades involucradas en las acciones. Así, la lógica no normativa del tiempo señala que la temporalidad es construida mientras, al desnaturalizar la noción temporal lineal, introduce una matriz sostenida en lo impredecible. Que el afecto sea definido por el tiempo y el tiempo por el afecto no implica meramente desafiar la insistente flecha del tiempo, sino también habilitar una multiplicidad de temporalidades vinculadas a distinto arcos afectivos. Esta perspectiva es consistente con el análisis ya citado de Luciano cuando señala: “la atención […] a la pena y al luto responde a la ansiedad sobre una nueva forma del tiempo al insistir en que el apego emocional tiene su propio ritmo –una relación no lineal que excluye el ritmo del progreso” (Luciano, 2007: 135): las temporalidades no lineales conllevan aquí un conjunto de diferentes emociones insertadas en formas de comunidad donde se carece de seguridad (Luciano, 2007: 266). Un tiempo plural y dislocado es una oportunidad para expresar la naturaleza no lineal de las identidades, más que un obstáculo insalvable para ellas. Pero esta “transformación del presente en un presente aún más amplio” (Gumbrecht, 2010: 49) está también asociada a una dimensión espacial (Gumbrecht, 2010: 23) con la que conforma marcos para la acción. Si las posibilidades de un arco espacio-temporal conectan eventos (Brown y Reavy, 2015: 3655) es porque la actitud retrospectiva necesita de esa conexión (Brown y Reavy, 2015: 1507) aun en su despliegue diverso. El 11 de mayo de 2017 no se evadió el establecimiento de distancia crítica con el pasado asociado a la última catástrofe. El volumen de Hilb claramente tampoco se sostiene en esa búsqueda. En cada uno de estos casos se apeló a arcos afectivos que, lejos de remitir al mero apego, aceptan la refiguración de la propia subjetividad generada gracias a este tipo de contactos. Se trata de una exhibición del presentismo como descripción de una comunidad –la que se expresa, pero también su audiencia– entendido bajo cierta especificidad de la autonarrativa sobre las emociones. Insisto: no todos los afectos remiten al apego ni resultan incompatibles con la expresión
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de razones. Ahí está como encarnación de esta cuestión la modalidad atípica que, creo, adquiere la distancia histórica en el marco de la historia del tiempo presente.
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Memoria y emociones de un tiempo presente latinoamericano Frédérique Langue Al margen de los temas habitualmente asociados a la historia del continente latinoamericano y sus cuestionamientos historiográficos, hace pocos años se encendió un debate de singular importancia a la hora de valorar los usos del pasado y la escritura de un tiempo presente; en todo caso, de una historia más reciente. Se trató de la publicación de una “historia mundial de Francia” (Histoire mondiale de la France), una obra de gran amplitud temática y renovado contenido epistemológico coordinada por Patrick Boucheron. Sin duda, fue una producción editorial de índole generacional y política a la vez. Buscaba reivindicar una concepción pluralista de la historia, en una suerte de manifiesto en contra del “achicamiento identitario” (“rétrécissement identitaire”) que acecha a un espacio público e intelectual galo avasallado por las proclamas globalizadoras. El interés de esta publicación radicó en la respuesta que suscitó en el NouvelObs por parte de Pierre Nora, quien llegó a identificar en la obra selecciones equívocas (determinadas fechas históricas más que otras, de alcance consuetudinario para el gremio de los historiadores), referencias ligadas a “continuidades identitarias”, y por lo tanto “defensivas”, fundadas en un “multiculturalismo reinterpretado”, sendas características que apuntaban a paliar las incertidumbres de una izquierda en pleno descalabro. El panfleto recibió una respuesta no menos contundente de Patrick Boucheron.55 De esta escaramuza surgieron varios elementos de interés para la escritura de la historia del tiempo presente en el continente latinoamericano. Uno de los mayores argumentos esgrimidos por Nora consiste en subrayar, y deplorar, la influencia de lo político en esta empresa editorial; dicho de otra forma, la instrumentalización de la historia al servicio de una ideología: la historia es un objeto con el cual cada quien debe tener la posibilidad de identificarse, “más allá de sus opiniones políticas y partidarias” (“l’histoire est un objet où 143
chacun doit pouvoir se reconnaître en dehors de ses opinions politiques et partisanes”). En este sentido, Boucheron habría “secuestrado la disciplina histórica para dar a entender que su aporte científico se ubicaba en un campo político bien determinado”. Su propuesta habría sido de un horizonte “inquietante” de “fechas alternativas” y “hechos alternativos”. Asimismo, tendría como consecuencia el fin de una verdad común, compartida, o sea, la razón de ser de la historia y sus enseñanzas. Nora insistió finalmente en el “papel cívico” que le corresponde al historiador (en la perspectiva de Marc Bloch) y asestó: los historiadores no estamos para contrarrestar el relato nacional –por el que abogaba en ese momento un ex primer ministro, aparte de las iniciativas tomadas por un antiguo presidente de la República–, tampoco para escribirlo. Y recordó esta fórmula tajante del autor de Combates por la historia (1953): “una historia que sirve es una historia sierva” (Lucien Febvre). Esta discusión, centrada en las modalidades del “relato” histórico y la “veracidad” que encierra, se deriva sin duda de la idiosincrasia nacional. Varias observaciones pueden desligarse de esta misma de especial interés para el historiador del tiempo presente (latinoamericano). El primer punto, obvio quizás, tiene que ver con la contextualización: no se puede comparar cabalmente el siglo XIX y los inicios del XX con el XXI y sus debates y yerros, demultiplicados además en una escala planetaria por las nuevas tecnologías de la información. No nos corresponde analizarlo aquí, pero, dicho de otra forma, la globalización de hoy en términos de circulación de hombres e ideas dista de ser la del periodo moderno o de las primeras décadas del siglo XX, habida cuenta de las “nuevas tecnologías de la información” y de sus efectos multiplicadores con creces y en varias escalas. Sea cual fuera la ubicación en determinada secuencia histórica de los siglos XX y XXI, este tipo de conclusión no deja pasar por alto el papel que le corresponde al historiador del tiempo presente como científico social y como ciudadano. En el mismo orden de ideas, se obvia la “dimensión política”, posiblemente insoslayable, de esta labor, inconclusa por definición: un historiador no vive recluido en su torre de marfil, sino que vive la
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“última catástrofe” en directo. Finalmente, la práctica de la historia del tiempo presente no puede desligarse de un contexto democrático in fine y a minima, aunque sea de “transición”, en el caso de los países que experimentaron regímenes autoritarios o dictatoriales (el “pasado vivo”), o de marcadas influencias ideológicas, incluyendo los países europeos. No sólo el presente sino también la memoria del pasado terminan falsificados “en directo” en aras de ideologías caídas en desuso, si consideramos la visión que de Venezuela, Cuba o Brasil se quiere presentar desde Europa por unas izquierdas carentes de referencias ideológicas desde la caída del muro de Berlín o de Fidel Castro de su pedestal revolucionario. Así sucedió con la izquierda europea y sus “sueños quebrados” en 2003, luego de las críticas formuladas en torno a los derechos humanos en la isla por un primer ministro galo. La dimensión emocional de los regímenes de historicidad y el papel de las historias oficiales (la “historia sierva”), el papel significativo de las matrices memoriales fundadas en un trauma colectivo (el “pasado vivo”), quedan aquí debidamente comprobados, de ahí que llegamos a hablar de “regímenes emocionales”. Finalmente, en esta tensión permanente entre memoria, historia y olvido (Paul Ricœur), propia de lo que Ricardo García Cárcel denominó “sociedades de memoria”, también se pasa por alto la subjetividad y sensibilidad propia del historiador, de acuerdo con Henry Rousso (Capdevila y Langue, 2009 y 2014; Ricœur, 2000; Rousso, 2012 y 2016; García Carcel, 2012).56 Para delinear estas memorias en el espejo del pasado, este ensayo insistirá en las grandes líneas de la historia del tiempo presente en los mundos ibéricos y, con una perspectiva comparada, en sus grandes paradigmas, en términos de temporalidades y herencias históricas de larga duración (los mitos fundadores de una nación). Asimismo, tomará en cuenta su diferenciación con respecto a la experiencia europea inicial y la superposición de regímenes de historicidad con regímenes emocionales a la luz de investigaciones recientes.
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Paradigmas afines “Sem memória, não ha futuro”, se lee en el Museo do Aljube, de Lisboa, una antigua cárcel para presos políticos transformada en Museo de la Libertad y Resistencia (2015), en recuerdo de la lucha contra la dictadura salazarista y el advenimiento de la democracia. La memoria escenifica aquí las lecciones de un pasado que de igual manera encontramos revivido y reinterpretado en España (la memoria dividida de la guerra civil) o a lo largo y ancho del continente latinoamericano (los “desaparecidos” de Rubén Blades, la masacre estudiantil de México en 1968, las víctimas del genocidio guatemalteco en 1986 y de las dictaduras del Cono Sur). Desde esos escenarios trágicos, América Latina se afirma como una comunidad de significados compartidos que se relacionan con determinados aconteceres históricos: las dictaduras y los regímenes autoritarios de siniestro recuerdo, y antes los enfrentamientos políticos de los años sesenta-ochenta entre la lucha armada y la represión, pero también la violencia económica, que se vino acentuando en los años ochenta y noventa. Antes de los noventa, e incluso de los inicios del siglo XXI, pocos fueron los trabajos de historiadores profesionales que buscaron lidiar con las problemáticas ligadas a un pasado reciente, con este “pasado que no pasa”, dejándoles el terreno de la escritura de la historia a otros “actores”: medios de comunicación, jueces, asociaciones de solidaridad u otros especialistas de ciencias sociales (sociólogos o politólogos), como sigue siendo el caso con ciertos temas, con el de las comisiones de la verdad como el más significativo (Langue, 2015; Costa Pinto y Palomanes Martinho, 2013). A partir de los años 2000, la situación ha ido evolucionando sustancialmente, de forma parecida a la del modelo inicial, el Institut d’Histoire du Temps Présent (IHTP) francés. En los países del Cono Sur, en Chile (a veces con la denominación de “historia del pasado reciente”), en Argentina, en Uruguay, la historia del tiempo presente (la “historia reciente” en el caso argentino, lo que nos lleva a una secuencia cronológica más cerrada) se ha desarrollado en contextos posdictatoriales, promovida muy a menudo por investigadores 146
que realizaron sus estudios doctorales en Francia, algo que también sucedió con historiadores de México.57 La historia del tiempo presente ha ido experimentando un auge a la vez institucional y conceptual, convirtiendo al Cono Sur en uno de sus focos. Ocasionalmente se menciona el presente, el pasado vivo, en formaciones universitarias que se benefician, por lo tanto, de un reconocimiento relativamente reciente. En Brasil, la história do tempo presente se ha configurado como espacio clave dentro de la historia contemporánea, tanto en la universidad como en grupos de investigación a nivel nacional. Entre las primeras iniciativas (e hitos) que han intentado definir esa nueva corriente historiográfica en relación con la problemática de la memoria colectiva, a la par que tendían puentes entre Europa y América Latina, hay que mencionar a la organización Historia a Debate, de España, desde los años noventa, aunque con una propuesta historiográfica más próxima a la “historia inmediata”; el sitio Historizar el Pasado Vivo en América Latina, producto de una discusión a varias manos y coordinado desde Chile por Anne-Pérotin Dumon, junto con investigadores del IHTP (2007), y la obra colectiva Entre historias y memorias. Los desafíos metodológicos del legado reciente de América Latina, publicada por la AHILA en 2007 (Stabili, 2007).58 Se trata ante todo de corresponder a una demanda social en una coyuntura de salida de dictaduras; dicho de otra forma, de “historizar el pasado vivo, lo que conlleva un reto epistemológico que explica en gran medida la dimensión programática de los encuentros sobre el tema, así como las formaciones metodológicas propuestas en el marco de programas de máster o doctorado. Es necesario recordar la movilización de historiadores del Cono Sur al considerar un pasado traumático y contrarrestar una persistente historia oficial sobre el particular. El “Manifiesto de los historiadores”, dado a conocer en 1999 en Chile, se opone al “recrudecimiento notorio de la tendencia de algunos sectores de la sociedad nacional a manipular y acomodar la verdad pública sobre el último medio siglo de la historia de Chile”, tendencia hecha explícita por medio de una carta de Pinochet a los chilenos, encaminada a de147
fender la visión de una epopeya nacional custodiada por los “hombres de armas” con la complicidad de las “élites oligárquicas”.59 Recordemos, al respecto, el texto publicado en el diario Clarín por Luis Alberto Romero, donde se subraya la necesidad de que la disciplina histórica se adueñe de los “años de plomo” y los “asuma” incluso para afianzar el proceso democrático (Romero, 2006).60 En el mismo orden de ideas, la declaración de los historiadores argentinos sobre la historia oficial y la creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego (noviembre de 2011) puso de relieve el dinamismo de la historia del tiempo presente (o reciente, como se le prefiera llamar en Argentina, con la advertencia señalada). Se evidenció claramente la vinculación entre contexto democrático (el marco legal y político que facilita el acceso a los archivos y el espacio de libertad que propicia la difusión de estos temas) y desarrollo institucional de la disciplina (abordar la historia y las representaciones de las dictaduras, sentar las bases epistemológicas de un “pasado vivo”). La Ley de Memoria Histórica de España (2007) y luego el retroceso que supuso la publicación del polémico, por sesgado, Diccionario biográfico español (2011) y el cierre de archivos fundamentales para la historia del franquismo y de la guerra civil a partir de 2012 participan de una suerte de “memoria globalizada”, aunque no siempre compartida y con notables episodios revisionistas que también encontramos en Europa.61 Tanto en Europa como luego en América Latina, la historia del tiempo presente se vino configurando como una corriente historiográfica y un reto epistemológico. Partiendo de un régimen de historicidad centrado en el presente, en relación con el pasado, propuso en primer lugar un reparto histórico distinto al de la historia contemporánea, a la par que ofreció una problematización alternativa en cuanto al conocimiento del pasado, desde equipos de investigación localizados mayoritariamente en el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) y en el SciencesPo. Otras redes de investigadores, si bien contemplaron coyunturas recientes, se centraron en 148
la socio-historia de la memoria colectiva (Pierre Nora). El proceso culminó en el CNRS con la fundación de su propio centro de investigación, heredero del Comité de Historia de la Segunda Guerra Mundial: el Instituto de Historia del Tiempo Presente (IHTP), confortando este campo de la historia partiendo de una mayor cesura en la historia europea. En ese aspecto, se diferencia claramente de la historia inmediata, una historia escrita en el preciso momento en que se da, o también de la “historia de lo muy contemporáneo”, defendida por Pierre Laborie, más focalizada en un pasado estudiado desde el testigo que en el mismo presente (Garcia, 2010; Laborie, 2001).62 Focalizada en la pregnancia del pasado en el presente, en el “pasado presente”, la historia del tiempo presente se desenvuelve alrededor de un eje, el papel del testigo, teniendo en cuenta que el historiador también es coetáneo de los hechos estudiados, o por lo menos de sus ecos en el presente. Fuera de esta secuencia histórica y generacional, o sea, de la contemporaneidad de los hechos, también puede llegar a ser “experto”, y como tal llamado a comparecer en juicios acerca de un “pasado que no pasa”, de un “nunca más”. En este aspecto, el contexto cultural de Francia en las últimas décadas del siglo XX privilegió determinados momentos de la historia nacional: Vichy, la ocupación y la deportación, la Resistencia, consolidándose los estudios sobre la construcción social de una memoria colectiva, del trauma y del “pasado que no pasa”, que surgen reiteradamente en la actualidad política e intelectual e incluso en la opinión pública. La caída del muro de Berlín (1989) significó una ruptura mayor en el régimen de historicidad y sus hitos cronológicos, así como en las temáticas desarrolladas en lo sucesivo por los historiadores del tiempo presente. Se impuso una cierta tendencia a rescatar el tiempo largo ante el sentimiento de aceleración del tiempo, de la incertidumbre del presente y el impacto de la “última catástrofe”, con excepción de la Shoah, que se beneficia hasta nuestros días de un persistente interés. En este lapso, esta forma de escribir la historia, por más debatida que resultó en sus inicios, alcanzó legitimidad
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tanto en el espacio público como en el ámbito universitario. Esta suerte de reconfiguración permanente del tiempo presente, dependiendo de las sociedades y de los momentos históricos, resulta fundamental también para el continente latinoamericano. Prueba de esto es la tensión pasado/presente en que se fundamentan los estudios (pos)coloniales, los análisis conjuntos sobre justicia o violencia (y por lo tanto sobre políticas de reparación), sendos temas que llegaron a profundizar enfoques anteriores sobre inmigración, (neo)imperialismo o el hecho colonial, insertos ahora en políticas memoriales y puntos de partida de reivindicaciones para determinadas comunidades (Bédarida, 2001; Rousso, 1994 y 2012; Garcia, 2003; dossier Bulletin de l’Institut d’Histoire du Temps Présent, 2000). Sobre otros héroes y tumbas, o el tiempo presente latinoamericano y sus escalas de tiempo Si bien son notables las convergencias entre Europa y el continente latinoamericano, en términos de contexto político y de legitimidad científica, varios elementos contribuyen a diferenciar ambos itinerarios epistemológicos y conceptuales, que abarcan tanto la densidad de la relación con la o las historias nacionales, y ocasionalmente continental, las temporalidades y escalas de tiempo alternas y la permanencia en los imaginarios colectivos de las figuras heroicas, fundadoras de la nación; dicho de otra manera, la pregnancia de los mitos históricos en ausencia de rupturas significativas como lo fueron para los países europeos las dos guerras mundiales (Capdevila y Langue, 2009: Introducción). Esta relación simbólica a la historia, el ansia por el pasado, que se beneficia en ciertos países de la llegada tardía de la historia profesional/universitaria, sigue siendo una constante desde el siglo XIX, arraigada además en el momento fundacional de las repúblicas y de las jóvenes naciones, con motivo de las revoluciones de Independencia. Ese mismo siglo de las guerras civiles o de los conflictos entre Estados fue también el momento en que las élites se preocuparon por escribir las historias nacionales desde la cúpula de esos mismos Estados. Los man150
datarios opinaron sobre el pasado, desde Bartolomé Mitre (uno de los fundadores de la historia académica argentina) a Hugo Chávez (el “Bolívar del siglo XX/XXI”, quien llegó a pregonar una “segunda Independencia” frente al “Imperio”, inspirándose en un mito bolivariano de alcance continental), pasando por el general Stroessner, en Paraguay, y Fidel Castro, en Cuba (con referencias sistemáticas a José Martí, la guerra de Independencia y las ideas revolucionarias). Los gobiernos positivistas –Antonio Guzmán Blanco (18291899) en Venezuela; Porfirio Díaz (1830-1915) en México– desempeñaron un papel especial en este proceso de instrumentalización de la historia, en la edificación de “historiografías patrias”, símbolos y “lugares de memoria” (expresión de Nora), y en la forja de un imaginario político reforzado por un sinfín de conmemoraciones (Bertrand y Marin, 2001; Langue, 2011). Esta pasión por la historia nacional, como asoma en la mayoría de los discursos políticos y gubernamentales sobre el pasado, aprovecha dos catalizadores: las dinámicas identitarias y lo político. La relación con la historia caracteriza precisamente a las sociedades asentadas en el conflicto, que tienden a privilegiar la figura de los vencedores, ubicados por encima de los “vencidos”, una historia oficial fuerte y una resistencia en términos de reescritura de la historia, de “visión de los vencidos”, de revisionismo histórico y hasta de “contrahistoria”. De ahí la afirmación de corrientes historiográficas y aspiraciones memoriales divergentes que llegan a expresarse a través de opciones e ideas políticas (centralistas/federalistas, liberales/nacionalistas, o populistas, o en una perspectiva racializante: indígenas/blancos, etcétera). De esta configuración dualista se derivan un sinfín de movilizaciones, tanto a nivel de los intelectuales como de la sociedad civil, y especialmente su componente indígena, fuente de varias polémicas con motivo de las conmemoraciones de 1492 (descubrimiento de América, encuentro de dos o tres mundos, transformado en día de la resistencia en varios países) y de denuncia de alguna que otra forma de neocolonialismo (Capdevila y Langue, 2009: 17; Capdevila y Langue, 2014: 9).
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Junto a la relación simbólica con la historia, hay que mencionar unas temporalidades distintas, propicias a la exaltación de mitos históricos. No en balde se están movilizando desde hace varias décadas las organizaciones indígenas y los especialistas de las ciencias sociales, sobre todo historiadores, con la finalidad de rescatar otra “memoria histórica”, apoyándose en testimonios orales y archivos “olvidados” y sacando a la luz nuevas problemáticas de la historia política (y no de lo político) y de la historia del tiempo presente, en una coyuntura democrática a escala del continente. Se habla en adelante de historia de los campesinos, de los indios, de los obreros, de las mujeres, sendas vías que participan además de una democratización de la historia y dan paso a verdaderas y pujantes corrientes historiográficas. La relación pasado/presente, las temporalidades y, por lo tanto, los regímenes de historicidad difieren sustancialmente, de acuerdo con las comunidades memoriales, en sociedades herederas del antiguo orden colonial. La mayoría de los mitos fundadores de las naciones iberoamericanas se remontan al siglo XIX y las revoluciones de Independencia terminan siendo el crisol de la creación de héroes que encontraremos a continuación en los panteones republicanos. Algunas referencias más tardías no obvian los retos que les corresponden a unas memorias divergentes; en Paraguay, con el recuerdo de la guerra contra la Triple Alianza; en Cuba, con el enfrentamiento con España, o en México, cuyo imaginario nacional está arraigado en la Revolución de 1910, aunque no dejó de confluir con las celebraciones del bicentenario de la Independencia (2010), a la par que exalta un glorioso pasado precolombino. Así, en Venezuela, el mito bolivariano dio origen desde la revolución de Independencia a una verdadera “religión republicana”; del mito heroico propiamente dicho a la revolución “bolivariana” de Hugo Chávez, “taumaturgo del pueblo”, pasando por el culto cívico instaurado a raíz de la repatriación de los restos del Libertador en 1842 (Bolívar murió en Santa Marta en 1830) e institucionalizado durante el gobierno del “ilustre americano” Guzmán Blanco a finales del siglo XIX. En América Central, el caudillo liberal de origen
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hondureño y héroe centroamericano Francisco Morazán es objeto de un culto que se va popularizando hasta hoy y se invoca incluso cuando se derroca al presidente Zelaya en Honduras (2009). Más que en Europa, sin embargo, este tipo de comunidades memoriales se inserta en lo que podemos llamar comunidades de significado en varias escalas, la de los grupos, de los Estados o de escala continental, lo que explica también el éxito granjeado por no pocos discursos antiimperialistas y manipulaciones históricas a lo largo de estas últimas décadas (Langue, 2009; Pino Iturrieta, 2003: 23, 67; Lacaze, 2017). El último elemento característico de la historia del tiempo presente en América Latina es la ausencia de aconteceres traumáticos del alcance de las dos guerras mundiales, de tal forma que no se dan rupturas tan drásticas respecto al pasado y tampoco van cambiando sustancialmente las representaciones propugnadas por los actores de la historia o, mejor dicho, de quienes la escriben: la memoria de Europa convoca a las “víctimas”, cuando la de América Latina ejemplifica con los “vencidos”, por más que se haya relativizado el proceso con el rescate de los pasados dictatoriales a lo largo y ancho del continente. En cambio, son acontecimientos de “escasa intensidad” (Paul Veyne) los que han marcado la historia reciente de América Latina, derivados en gran parte del modelo revolucionario cubano y del mito genésico de la Revolución cubana, con la “lucha armada” de los años sesenta, sus avatares en las siguientes décadas y la difusión de un imaginario político que se trasladó hasta Europa (véanse las declinaciones ideológicas del mes de mayo del 68). En este contexto, mucho más significativo ha resultado ser para América Latina el periodo de la guerra fría en una escala “hemisférica”, por las azarosas relaciones con el vecino del norte y el advenimiento de regímenes autoritarios, si no de dictaduras “de seguridad nacional” en la segunda mitad del siglo XX, con la excepción muy relativa, ya que volvió al cauce continental en el siglo XXI, de Venezuela. La violencia asociada al pasado traumático cobra, por lo tanto, otro sentido, el que las comisiones por la verdad y la reconciliación pusieron de relieve al obrar por rescatar este pasado a
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veces olvidado de los procesos de democratización o, mejor, de transición a la democracia. Más que el “deber de memoria” ejemplificado en Europa, se trata aquí de un derecho, si bien de alcance colectivo, también basado en la memoria individual y familiar, como se plasmó en la Ley de Memoria Histórica de España. Contrarrestar este “pasado que no pasa” implica recurrir a los testimonios de sus actores (que se corresponden muy a menudo con determinadas generaciones) o de sus víctimas, muy a menudo presas del silencio, como se evidenció en el caso de Chile. Esta historia del tiempo presente, ahora muy mediatizada, incluye, por lo tanto, modalidades de escritura distintas al relato mismo, las imágenes (fotografías, cine), dibujos y caricaturas, incluso como pruebas con motivo de los juicios a los torturadores (Capdevila y Langue, 2009: 18-21; dossier Conserveries Mémorielles, 2017). Emociones: ¿una historia compasiva? En este contexto, donde afloran reiteradamente emociones compartidas e incluso colectivas, es obvia la relación que se establece con el ejercicio de la memoria y las movilizaciones políticas. Compaginar tiempo presente y emociones no significa por eso una confusión entre lo émico y lo ético, o cualquier otra forma de compasión o militancia que cegaría, al menos en parte, al historiador. Las emociones no pueden ser sino objeto de la historia en la medida que la encarnan. Abordar el papel del testigo no significa, por otra parte, hacer caso omiso de sus reacciones ante el acontecimiento y el trauma. Los acérrimos debates que encienden el espacio público en España cuando se trata de memoria colectiva, de las fosas comunes de la guerra civil a los persistentes símbolos del franquismo en la democracia (recientemente el Valle de los Caídos, la sepultura de Francisco Franco en un monumento dedicado a las víctimas del conflicto), o en los países andinos a la hora de reescribir la historia de los olvidados por las mismas élites indígenas, o la polémica acerca de los símbolos patrios y el culto a Bolívar en Venezuela, amén de la instrumentalización de las conmemoraciones del bicentenario de las independencias iberoamericanas por los gobiernos 154
en turno, son pruebas de que no se puede obviar el tema. El mundo hispánico resulta ser, incluso, un espacio privilegiado para observar la formación de comunidades emocionales que se originan en una “memoria histórica” común y se cruzan con regímenes de historicidad adversos –muy a menudo gubernamentales/oficialistas, si tenemos en cuenta los usos políticos del pasado–, aunque cada vez más contrarrestados por iniciativas internacionales –en el caso de Pinochet, el papel del juez Garzón y de los tribunales internacionales, etcétera (Capdevila y Langue, 2009: 15-17; Hartog, 2003; Ferro, 2007).63 En el mismo orden de ideas, América Latina y España participan de una globalización de las memorias, en el sentido de prácticas culturales y políticas compartidas, promovidas por una mayor diversidad de actores (asociaciones de víctimas, organizaciones de defensa de los derechos humanos, organizaciones no gubernamentales) y siempre en la larga duración que ya subrayamos. Los símbolos de ese “oscuro pasado”, o su equivalente en el caso de regímenes autoritarios, en el espacio público urbano concentran las expresiones del “Nunca más” y de una “memoria negativa”, que no pone de relieve una gesta patriótica, sino la responsabilidad del Estado y la situación de las víctimas: desapariciones nocturnas de estatuas de Franco en España (2005), derribo de representaciones de Chávez en Venezuela (y bajo su mandato de estatuas de Colón), recorridos memoriales en centros de tortura convertidos en museos-fundaciones ad hoc: como la sede de la Escuela de Mecánica de la Armada en Buenos Aires y el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en Santiago. Aunque hay que recordar que, en este último caso, ya presente en el informe Rettig de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación del año 1991, no fueron pocas las críticas hacia ese lugar de memoria para las víctimas de la represión de la dictadura militar: “Una lucha memorial sigue presente entre quienes se disputan el estatus de víctima”. Siempre en Chile, la renuncia del ministro de Cultura luego de sus declaraciones acerca del “montaje” que habría sido el referido museo, impidiendo reflexionar respecto a los orígenes de la violencia política en Chile, volvió a abrir
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las heridas de un pasado marcado por violaciones a los derechos humanos desde el mismo Estado (Capdevila y Langue, 2009; Rousso, 2016: 265 y ss.; Gárate, 2018).64 Esta memoria compartida mucho más allá de las fronteras nacionales, esta “conciencia internacional”, incluso sobre los capítulos más violentos del siglo XX y de sus avatares en el siglo XXI, desempeña un papel fundamental a la hora de defender la democracia y la libertad de expresión, si consideramos el significado que tuvo desde y para América Latina una de las “últimas catástrofes”, el atentado en contra del periódico satírico Charlie Hebdo en París (enero de 2015). La política apareció en esa oportunidad como el revelador no sólo de un acontecer traumático y de unas emociones comunes, sino también de una cultura política compartida a través de unas prácticas republicanas y democráticas y del rechazo hacia opciones ideológicas autoritarias (Langue, 2016a).65 Los momentos de emociones, tristeza, alegría, miedo, entusiasmo o cólera, si bien se derivan de una interiorización a la vez particular y colectiva del pasado, no dejan de expresar una aspiración a reescribir la historia, sea cual fuera su soporte: escritos, museografía, juicios, artes visuales o escenográficos, sendas vías de historización de este “pasado vivo”. La especificidad y mayor fuerza del tiempo presente latinoamericano a partir de la última década del siglo XX quizá radique en esta capacidad de movilización o en esta sinergia entre movilizaciones políticas propiamente dichas y un compromiso fuerte en defensa de la “memoria histórica”, que a su vez da lugar a un vuelco historiográfico que raramente encontramos en Europa. Las representaciones políticas del pasado se han convertido en un reto, lo que se observa en varios países donde las emociones colectivas catalizan verdaderamente las formas de movilización, incluso en sus expresiones más espontáneas o presentadas como tales, y en todo caso en una opinión pública sensibilizada por estos temas (Venezuela, Chile, España). Otras configuraciones culturales, con otros actores/movimientos sociales, se dan asimismo en los demás países, fundadas en una relación diferenciada al tiempo histórico. Los regí156
menes emocionales contribuyen en este aspecto a explicitar los regímenes de historicidad y los retos políticos y sociales que conllevan.66 Fuera de los efectos de moda historiográfica, las emociones (pasión, odio, miedo, resentimiento) siguen siendo un objeto complejo, en la medida que “nos gobiernan” y desafían la “racionalidad”, aparte de que encierran retos políticos a corto plazo, rompiendo de esta forma con la violencia secular, las desventuras de las revoluciones o los traumas de las dictaduras que también las antecedieron. Lejos de ceñirse a un propósito compasivo por el historiador del tiempo presente, son parte del estudio cuidadoso de un contexto social y cultural, como bien lo subrayaron precursores en la materia (Johan Huizinga, Jean Delumeau o Lucien Febvre). Basta la consideración del odio político y la denuncia del enemigo en la Argentina de los años setenta, con base a una propaganda visual de lo más eficiente, asentada en un imaginario peronista renovado. El ingrediente nacionalista, como fe de sustitución, junto con la creencia en la historia, termina siendo uno de los pilares del discurso sobre el pasado, que encontramos asimismo en Cataluña, de tal forma que las emociones desempeñan un papel de resorte memorial, tanto a nivel individual como colectivo y en el tiempo largo. Como se expresan a lo largo y ancho del continente latinoamericano o en España, acompañan constantemente el retorno a la democracia y la lucha subsecuente por preservarla, en procesos de reparación y justicia que se van afirmando a través de la llamada “justicia transicional”. En el caso de Chile, hasta se ha subrayado un cambio de régimen de historicidad respecto a un 11 de septiembre “emocional”, con motivo del cuadragésimo aniversario del golpe y bajo la mirada de una nueva generación de historiadores (Franco, 2012; Cristiá, 2014; Delumeau, 2012; Camps, 2012, Canal, 2018; Gárate, 2014). El caso de Venezuela: emociones exacerbadas Uno de los ejemplos más significativos del “imperio de las emociones”, así como de su instrumentalización política e ideológica, tanto adentro como afuera de las fronteras nacionales, lo tenemos con el 157
caso de Venezuela. Desde las primeras décadas del siglo XIX y la revolución de Independencia, la figura del Libertador Simón Bolívar ha sentado las bases de un culto cívico convertido en piedra de toque en la nación venezolana. Mito sobradamente consensual, “por y para el pueblo” (Carrera Damas, 1989), verdadera “religión republicana” inscrita en el tiempo largo, el mito bolivariano ha inspirado a los gobernantes criollos, especialmente desde fines del siglo XIX, bajo el gobierno positivista de Antonio Guzmán Blanco, fundamentando tanto las consabidas “historias patrias” como el uso discrecional del pasado y la nueva y muy ofensiva historia oficial que se impuso durante la presidencia de Hugo Chávez (1999-2013), el “Bolívar del siglo XX/XXI”, despertando encontradas pasiones historiadoras hacia el “divino Bolívar” (la “rebelión de los historiadores”) (Pino Iturrieta, 2003; Straka, 2009). El pasado reinterpretado –se trata de lograr una “segunda Independencia” en contra de un “segundo imperio”– en aras de una teleología bolivariana encarnada por un líder mesiánico, salvador del continente, si no del mundo (discurso en la ONU en 2006), se reescribe bajo los auspicios de un Centro Nacional de Historia (2007), presentado en su portal web como “institución rectora de la política del Estado venezolano en todo lo concerniente al conocimiento, investigación, resguardo y difusión de la historia nacional y la memoria colectiva del pueblo venezolano”. Nunca, en la historia de Venezuela, se había instrumentalizado hasta este punto el pasado nacional (Langue, 2011 y 2017; Pino Iturrieta, 2005). No es necesario decir que las emociones están presente a la hora de valorar esta radical reescritura de la historia y del mito fundador de la nación venezolana. Hay que recordar que el liderazgo carismático de Hugo Chávez fue también el de un “mago de las emociones”. Asimismo, el intento de golpe de Estado que protagonizó en 1992 se conoce como la “rebelión de los ángeles” (de acuerdo con la ex guerrillera Ángela Zago), debidamente celebrada en el calendario conmemorativo del chavismo. El credo revolucionario, cada vez más inspirado en el modelo cubano, contribuiría en forjar un régimen emocional movilizador para ambos bandos, en una opinión
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pública tempranamente polarizada (Uzcátegui, 1999; Straka, 2009; Langue, 2002; Zago, 1998). En el registro emocional del periodo (fervor revolucionario, odio hacia el “enemigo”/opositor, resentimiento de larga duración clave del discurso antiimperialista, ira justiciera, etc.), el resentimiento desempeña un papel fundamental. Resorte del discurso revolucionario y antiimperialista, de acuerdo con la caracterización de Marc Ferro, se convierte en una “pasión social” donde afloran imaginario político, creencias e ideologías. Es un discurso de enfrentamiento hecho dogma, experimentado a diario y celebrado como modo de gobernanza, y más desde los “sucesos de abril” (2002, golpe en contra de Hugo Chávez), que propiciaron la radicalización extremada del discurso de la “Revolución” (uno está a favor o está en contra, puntualizó el mismo Chávez) antes de la creación del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). El origen del resentimiento se remontaría a la década de los sesenta, ligado al sentimiento de exclusión de la izquierda después del pacto de Puntofijo (1958), a las divisiones del Partido Comunista de Venezuela y al fracaso de la lucha armada (Ferro, 1997; Grandjean y Guénard, 2012; Langue, 2011 y 2015). A este resentimiento revolucionario, muy difundido entre las izquierdas radicales del continente, se le agrega una retórica mesiánica, así como reiterados llamados al “pueblo”, desde la emisión dominical Aló Presidente hasta la cuenta @chavezcandanga de Twitter. Con la promulgación, a partir del 2004, de leyes encaminadas a censurar a los medios de comunicación, cerrados o autocensurados, la violencia deja poco a poco de ser sólo discursiva. La personalidad “patológica” del presidente, considerado “dueño único de la verdad” (José Luis Uzcátegui), le achaca al “enemigo” los resortes emocionales movilizados por los oficialistas. Ellos son los resentidos, escuálidos, majunches y otros “mediocres” de los anatemas oficiales y de un “populismo revolucionario” y “autoritario”. La valorización de la violencia (verbal, simbólica, física) propia de las revoluciones, tal reviviscencia de un trauma o de una humillación, caracteriza los últimos años de gobierno de Chávez. El “pasado que no pasa” se convierte en arma para el presente. Obsesionados
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con el pasado de la “Cuarta República” (1958-1998), sus partidarios se desenvuelven en un ambiente de ira, venganza, suspicacia y denuncia, con vistas a infundirles miedo a los contrarios (Uzcátegui, 2011). Paralelamente, la nueva historia oficial se caracteriza por la reescritura de los hechos históricos: desde el Bolívar libertador de los esclavos, asesinado por los “oligarcas colombianos”, hasta el retrato retocado en 2013, donde el aristócrata mantuano se convierte en un mestizo de tez oscura. Culmina con la desaparición del “Bolívar del siglo XIX”, o “comandante supremo” (5 de marzo de 2013), y el inicio del culto al “Bolívar del siglo XXI” desde el museo militar del Cuartel de la Montaña. Imaginario de la salvación, fundamentado en la figura heroica de Simón Bolívar y en la gesta de la Independencia, el culto bolivariano incluye una liturgia cívica (calendario conmemorativo, reliquias, estatuas ecuestres, nombre de promociones militares etc.) y una genealogía propia (el “árbol de las tres raíces” de acuerdo con los textos fundacionales del Movimiento Bolivariano: junto al Libertador, Simón Rodríguez, y Ezequiel Zamora, “general del pueblo soberano” de acuerdo con la historiografía marxista) (Pino Iturrieta, 2003: 17 y ss.; Langue, 2009 y 2016; Arenas, 2007). Varias iniciativas oficiales van a reforzar esta nueva versión a la vez ideologizada y emocional de la historia, custodiada por el Centro Nacional de Historia, garante de la “historia nacional y la memoria colectiva del pueblo venezolano” por decreto presidencial de 2007: la mención del ideal bolivariano en la Constitución Bolivariana (1999), la modificación de los símbolos patrios en 2006 o la cronología reactualizada de las conmemoraciones. Así, el 12 de octubre pasa a ser el Día de la Resistencia Indígena y el aniversario de la rebelión popular del 27 de febrero de 1989 se incorpora al calendario conmemorativo. Otro tanto sucede con el intento de golpe de estado protagonizado por Hugo Chávez el 4 de febrero de 1992, celebrado con desfiles militares, dentro de lo que Germán Carrera Damas califica de “bolivarianismo-militarismo”. Si “el populismo siempre busca enemigos, incluso imaginarios, y exacerba la polari-
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zación, así como la glorificación de antivalores” (Raanan Rein acerca del peronismo), el resentimiento se convierte en una política oficial, fenómeno que se acentuó en vísperas de las últimas elecciones presidenciales ganadas por Hugo Chávez sobre sus enemigos “interiores” y “exteriores” en diciembre de 2012 (Arenas, 2006; Carrera Damas, 2005; Langue, 2017). Otra emoción predominaría, sin embargo, en los últimos años de su presidencia: el odio. Con sobrada razón se ha subrayado este “discurso de odio”, que destila desprecio e insultos contra sus adversarios; que insiste en considerarlos como “enemigos”, amenazando continuamente con “aniquilarlos”, “pulverizarlos”, “volverlos polvo cósmico”. El tema del magnicidio y del complot acentúan las emociones negativas en apología de la violencia (alegato del envenenamiento de Bolívar, y hasta del segundo Bolívar), cuando algunos oficiales se apresuraron en responsabilizar al “imperio” de la enfermedad de Chávez, o sea de la conspiración procedente del norte, tema predilecto de Fidel Castro (Ferro, 1997: 100, 117; Langue, 2016b; Peiró, 2013). Esta revisión mítica y maniquea de la historia, en la que hemos tenido la oportunidad de profundizar en otros estudios, desembocó en una guerra de memorias enfrentadas, en lo que Marc Ferro denominó como un “conservatorio de los resentimientos”, en la línea de lo que puntualizó Paul Ricœur (la memoria tiende a dividir cuando la historia reúne). Esta configuración se debe en el caso oficialista a una mayor confusión entre el propósito científico de la historia y los visos ideológicos de la memoria como la entienden los voceros de la historia oficial: “los museos bolivarianos, el Museo Nacional de Historia y la revista Memorias de Venezuela son instrumentos de esta estrategia rememorizadora” (Centro Nacional de Historia, 2008). Varias etapas conforman esta reescritura ofensiva de la historia criolla: la creación de una comisión presidencial (2008) encargada de investigar las circunstancias de la muerte de Bolívar, asesinado por los “oligarcas venezolanos y colombianos reunidos”, y no de tuberculosis, como lo habían dejado asentado hace tiempo la historia y la ciencia (Pino Iturrieta, 2003; Langue, 2011), el traslado en 2010 de los archivos de Bolívar y Miranda al
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Archivo General de la Nación (los custodiaba anteriormente la Academia Nacional de la Historia) y la exhumación de los restos del Libertador en la noche del 15 al 16 de julio de 2010 y en el Panteón Nacional por decreto del presidente Chávez, con la finalidad de comprobar el “magnicidio”, en una cuasi ceremonia litúrgica. En este caso, es obvia la existencia de regímenes de historicidad enfrentados, respaldados por otros tantos regímenes emocionales, en la medida que, a través de la relación simbólica con la historia y el enfrentamiento de los historiadores e ideólogos en torno al héroe nacional, y de la guerra de las memorias originada en esas religiones republicanas fundadas en el “desencanto”, se oponen dos concepciones encontradas de la libertad y la democracia. La influencia de un imaginario religioso propio del “Estado mágico”, ejemplificado por Fernando Coronil en una acepción fetichista y nacionalista, no deja de esclarecer estos peculiares usos del pasado y la conformación del culto al “Bolívar del siglo XX/XXI” (Langue, 2010 y 2011, Ascensio, 2012; Coronil, 2002). Pese a la movilización de sus historiadores desde la universidad o las academias, ante la arremetida de la historia oficial “insurgente” –es el término utilizado por sus promotores– y la propaganda oficialista, todavía no encontramos en Venezuela una reflexión epistemológica acerca de la historia del tiempo presente, de esta historia en movimiento y sus conceptos. A lo más se menciona en un contexto de lo más azaroso para las libertades públicas y poco propicio para el pensamiento crítico. Las emociones, tal como llegan a mediar dentro de la tensión historia-memoria, no se limitan por lo tanto a una colección de afectos arraigados en el pasado que el historiador desentrañaría para resaltar su historicidad. Delinean una experiencia única del tiempo presente para el historiador convertido en testigo de su tiempo. En este último ejemplo, el resentimiento sigue vivo, aunque no sólo en el sentido de un “pasado que no pasa” y de desvirtuados usos políticos del pasado, sino en aras de un proyecto político no sólo excluyente, sino ahora mismo dictatorial.
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En nuestras “sociedades de memoria”, la memoria ha pasado a ser a la vez “una nueva virtud”, “un problema por resolver”, es “un valor fundamental, un derecho humano” (Henry Rousso). Ante los “bolivarianismos de papel” del tiempo presente venezolano, y de forma más general ante la tensión historia/memoria, la persistencia de los imaginarios nacionales y en una coyuntura de globalización de la memoria marcada por una mayor presencia de los crímenes o traumas del pasado, se plantea sin lugar a dudas la cuestión de lo que Ricœur llama la “justa memoria”, ni excesiva ni deficiente, y más en contextos de transición a la democracia o, a la inversa, de su debilitamiento y creciente violencia por parte del Estado. Ante una memoria omnipresente, inserta en el tiempo largo y por esta misma razón punto de partida de las emociones negativas, y más particularmente del resentimiento y por lo tanto de un conflicto por venir, de una memoria que no deja de favorecer competencias identitarias, quizá sea éste el mayor reto de la historia del tiempo presente (Langue, 2013 y 2017; Rousso, 2016: 277, 298).67
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Historia conceptual e historia del presente: ¿por qué los conceptos importan cuando se narra la historia coetánea? Gabriela Rodríguez Rial El presente, entre el tiempo y el concepto “La historia del presente es una bella expresión, pero un concepto difícil”. Reinhart Koselleck, Los estratos del tiempo68
La motivación de escribir este capítulo surgió, además de la generosa insistencia de los compiladores de este libro, de la perplejidad que me provoca el epígrafe que introduce el presente apartado. Según lo que se afirma en esa línea, la historia del presente pertenece más al campo de la estética que al del conocimiento. Podría decirse que la historia del presente tanto para Reinhart Koselleck (2001) como para Julio Aróstegui (2004) es una experiencia que se resiste a ser conceptualizada. Sin embargo, Aróstegui no renuncia a tratar de encontrar los rasgos que distinguen a la historia de un tiempo, que no sólo es nuestro, sino que también se define “desde un nosotros” (Aróstegui, 2004: 57). Koselleck tampoco sostiene que los conceptos y su abordaje sociohistórico no tengan nada que aportar a la comprensión de la historia, que teóricamente hablando “puede ser definida como un presente permanente en el cual están contenidos el pasado y el futuro” (Koselleck, 1972: xxvii).69 Así pues, la historia del presente, sin dejar de ser “una bella expresión” que provoca el goce estético, pasa a ser un desafío a nuestro entendimiento al cuestionar las fronteras disciplinarias entre la historiografía, obligada a circunscribirse a aquellos eventos acabados y concluidos, y las ciencias sociales, condenadas a vivir en una eterna y ahistórica actualidad. La hipótesis que fundamenta la argumentación de este capítulo es que existen elementos comunes entre la historia conceptual y la 164
historia del tiempo presente que justifican una mayor imbricación entre ambas en la investigación histórica y politológica. Primero se presentarán algunos de los rasgos distintivos del proyecto de la historia conceptual de Reinhart Koselleck y después se compararán la historia conceptual y la historia del presente en tres dimensiones: ontológica, metodológica y temática. Finalmente, se plantearán posibles respuestas a la siguiente interrogante: ¿Cómo se produce el cambio conceptual en el tiempo presente que enfrenta a los historiadores, sociólogos o teóricos políticos con eventos y actores que forman parte de un pasado tan coetáneo y traumático que impacta directamente en la acción política cotidiana? Para matizar el nivel de abstracción de un abordaje centrado en aspectos epistemológicos como el que presentamos a continuación, se introducirán ejemplos de investigaciones concluidas y en curso sobre los usos de la república en el discurso de las élites políticas argentinas contemporáneas (2007-2013)70 y de las representaciones de la democracia en políticos que protagonizaron la transición y la postransición democráticas en Argentina.71 A lo largo de este texto se mencionarán algunas de las características que definen la historia del presente o historia del tiempo presente, que también se denomina en algunas latitudes, especialmente en el sur de América, historia reciente.72 Como Eugenia Allier y Julio Aróstegui,73 la autora de este capítulo se siente más interpelada por la denominación de historia coetánea, aunque este adjetivo no tenga un equivalente en otras lenguas distintas al español. Lo coetáneo implica la coexistencia de varias temporalidades en el mismo tiempo, que es más subjetivo y experiencial que cronológico. La historia conceptual, tal y como fue teorizada y practicada por Koselleck, también está orientada por el imperativo de identificar los estratos del tiempo que habitan no solamente la experiencia, sino los conceptos con los que pretendemos nombrar aquello que sucede y nos sucede y cuyos sentidos dependen del contexto (“espacio de experiencia” y “horizonte de expectativas”) en el que son empleados.
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Esta apuesta por relacionar la historia conceptual con la historia del presente tiene su génesis en el “espacio de experiencia” y “el horizonte de expectativas”74 de mis propias investigaciones. Como politóloga, interesada en cómo los conceptos informan tanto las prácticas como las instituciones políticas, he encontrado en la historia conceptual un enfoque que me ha permitido articular dos de mis pasiones: mi vocación teórica y mi deseo por comprender las relaciones entre la historia y la política contemporánea. A su vez, provengo del Cono Sur de América Latina, donde la historia del presente se viene ocupando con mucho éxito del periodo de la última dictadura militar (1976-1983) y el terrorismo de Estado, así como de los años de violencia política que la precedieron. Esta etapa histórica constituye un campo de estudios fructífero para el abordaje propio de la historia del tiempo presente por, al menos, tres motivos: se trata de un hecho traumático que marca, incluso años después, la vida personal y política de muchos ciudadanos y ciudadanas; forma parte de una memoria social, que aún está viva; y es un ámbito donde el límite entre el historiador “académico” y el “comprometido” resulta difuso, porque el saber experto sobre “la verdad histórica” puede ser incluso convocado en procesos judiciales donde se busca condenar a quienes han perpetrado crímenes de lesa humanidad. Sin embargo, pocos estudios de la historia del presente o del pasado reciente se ocupan de lo que sucedió después de 1983. La ciencia política, por su parte, estuvo muy ligada al estudio de las transiciones a la democracia, especialmente mientras estas últimas ocurrían en la década de los ochenta, llegando incluso hasta fundar una subdisciplina conocida como “transistología”,75 pero pocas veces recabó en la importancia de nutrir su “teorización” sobre la política contemporánea con insumos teóricos y metodológicos de la historiografía que se ocupa de lo coetáneo. Por esto, puedo afirmar, parafraseando a Koselleck, que existe, como en el periodo del Sattelzeit (1750-1850)76 que él mismo analizó, un desfasaje entre el “espacio de experiencia” y el “horizonte de expectativas” que invita a indagar acerca de si es posible una mayor compatibilización entre el análisis político conceptual y la historia del pre-
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sente, no sólo como un tiempo que habitamos en común, sino especialmente como un abordaje historiográfico específico que no renuncia a su pertenencia al campo de la historia en general y de la historia política en particular, pero que no puede abordar su objeto si no dialoga con las ciencias sociales.77 Génesis, definiciones, problemas y hallazgos de la historia conceptual “Una palabra se transforma en concepto cuando el contexto de significado en el cual y por el cual la palabra es utilizada accede a la palabra”. Richlinien für das Lexikon das politisch and socialer Begriff de Neuzeit (1972: 86).
Como la historia del tiempo presente, la historia conceptual tiene una historia institucional ligada a quienes la practicaron y las instituciones en donde se desarrolló.78 La historia conceptual, al igual que la mayoría de las repúblicas antiguas y modernas, tiene un padre fundador: el historiador alemán Reinhart Koselleck, quien junto con Otto Brünner, un historiador del liberalismo, y Werner Conze, un historiador del presente cuyos trabajos abordaban la Alemania de la segunda posguerra, publica entre 1972 y 1997 los ocho tomos del Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politischsozialen Sprache in Deutschland (2004).79 Esta ardua tarea editorial formaba parte de un proyecto más amplio; el objetivo era refundar la historiografía alemana haciéndola más teórica (o menos empirista, y en este sentido distante del paradigma de Ranke), sin caer en la filosofía de la historia de raigambre hegeliana. Para instalar a la historia conceptual en las instituciones académicas y en los círculos intelectuales alemanes de las décadas de los sesenta y setenta se buscó el apoyo del teórico de la recepción Robert Hauss, del especialista en pensamiento político antiguo Christian Meier y de los filósofos Joachim Richter y Hans Georg Gadamer. La historia conceptual de Koselleck está emparentada ab initio con la teoría política y la filosofía hermenéutica, que permitió el giro
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comprensivista en las ciencias sociales. Por un lado, Koselleck fue discípulo del jurista y politólogo alemán Carl Schmitt. Esta relación académica, que no estuvo institucionalizada porque Schmitt dejó de ser parte de la universidad alemana tras la caída del nazismo,80 marcó a Koselleck por lo menos en dos planos. Desde el punto de vista temático, su libro Kritik und Krise. Eine Studie zur Patthogenese der bürgerlichen Welt (1973), que es su tesis de habilitación para el ejercicio de la docencia, está inspirado en las hipótesis que Schmitt desarrolla en toda su trayectoria, pero especialmente en El Leviatán y la Teoría del Estado de Thomas Hobbes (1936) y en Hamlet y Hécuba o la irrupción del tiempo en el drama (1954). Para Schmitt, la génesis sociohistórica conceptual del Estado de derecho moderno se inicia con el Estado absoluto, que hace del soberano, en una forma política secularizada, el homólogo de Dios que gobierna el mundo. A su vez, el Estado absoluto consagra la separación entre fe y confesión, que permite dar fin a las guerras civiles religiosas de los siglos XVI y XVII. Y de esta manera se instala la posibilidad de que a futuro los fundamentos políticos y metafísicos de su autoridad sean criticados por la sociedad civil. Con otras fuentes, y centrado en el caso de la burguesía intelectual francesa del siglo XVIII, Koselleck retoma la tesis schmittiana y muestra cómo el Estado liberal burgués nace de las entrañas del absolutismo y que gracias a la separación entre el foro interno y el foro externo la crítica ilustrada pudo surgir. Desde el punto de vista teórico y metodológico, la historia conceptual tiene grandes parecidos de familia con la sociología de los conceptos políticos y jurídicos que Carl Schmitt define en el capítulo tercero de su Teología política (1922). Por el otro lado, la historia conceptual de Koselleck ha sido evaluada, más negativa que positivamente, como una historia filosófica. Este calificativo radica tanto a sus fuentes, que están constituidas no solamente por documentos oficiales, panfletos, imágenes o íconos, manuales de educación de príncipes, sino también por textos representativos de la historia de la filosofía y del pensamiento políticos, como a su orientación teórica. Koselleck postula catego-
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rías formales que permiten comparar la diversidad de contextos históricos y tiene una concepción antropológica de la historia que lo emparenta con Kant y sus discípulos.81 A su vez, la historia conceptual de Koselleck es hermenéutica: interpreta los sentidos de los conceptos poniéndolos en relación con los contextos, donde se ponen en diálogo los espacios de experiencia y los horizontes de expectativas. De hecho, no es casual que en 1987 escribiera, junto a Gadamer, el libro Hermeneutik and Historik, que forma parte del conjunto de trabajos con que el filósofo alemán “tradujo” el heideggerianismo al lenguaje de las ciencias sociales y las humanidades. A continuación, identificaremos tres aspectos de la historia conceptual: su ontología (o, mejor dicho, lo que es y lo que no es), sus hallazgos y sus problemas. En esta presentación se dará prioridad a la producción y las definiciones acuñadas por el propio Koselleck. A pesar de los avances que ha habido en las últimas décadas, en términos de traducciones totales o parciales de sus trabajos, todavía hay textos que sólo se encuentran en alemán. Por esto, los comentaristas en otras lenguas aún constituyen una vía de acceso a su historia conceptual. Así como la historia del presente es “una bella expresión, pero un concepto difícil”, la historia conceptual es una original creación no fácilmente definible. Su propio creador oscila entre conceptualizaciones que si bien no son mutuamente excluyentes tampoco resulta sencillo articular de manera armónica. En “Historia conceptual e historia social”, Koselleck se sostiene: “La historia conceptual es un método especializado para la crítica de fuentes que atiende al uso de los términos relevantes social o políticamente y que analiza las expresiones centrales que tienen un contenido social y político” (Koselleck, 1993: 112). Desde esta perspectiva, la historia conceptual es una herramienta heurística que permite abordar la dimensión conceptual de los procesos históricos a través del análisis semántico –que es el estudio de los significados de un concepto a lo largo del tiempo– y del análisis onomástico –que implica abordar un concepto a partir de sus relacio169
nes con otros en sincronía discursiva (Koselleck, 1993: 119; Cheirif Wolosky, 2014: 88-89). Así, la semántica conceptual de Koselleck combina la diacronía y la sincronía y permite comprender la persistencia y los cambios del léxico político y socialmente relevante. Sin embargo, en el texto previamente citado, compilado en el volumen que lleva el título Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Koselleck no parece conformarse con esta definición de la historia conceptual, que la limita al rol de metodología auxiliar. Entonces, afirma que la historia conceptual es una parte, aunque metódicamente autónoma, de la historia social (Koselleck, 1993: 122). Si bien se reconoce que siempre hay un exceso de sentido no discursivo o lingüístico que impide que la historia conceptual sustituya a la historia social, no termina de quedar claro dónde empieza una y dónde concluye la otra. A su vez, hay algunos autores (Cheirif Wolosky, 2014: 87) que consideran que la historia social de Koselleck excluye, en la línea de la Escuela de Annales, la historia política, que se ocupa de los acontecimientos superficiales y no de las estructuras persistentes. Sin embargo, Melvin Richter (1986: 633) sostiene que el imperativo de la empresa de Koselleck, tal y como queda manifestado en el Lexikon, es político. Quizás podría decir que para Koselleck la historia tiene un ser enraizado en la experiencia vivida que, si bien no se reduce fenomenológicamente a la dimensión conceptual o lingüística, puede ser comprendido hermenéuticamente a través de conceptos que revelan transformaciones políticas y sociales “reales”. Para Koselleck (1993: 125), la historia social no necesita de una teoría sino es una teórica per se. La historia conceptual trabaja bajo la premisa teórica de armonizar y comparar la permanencia y el cambio (Koselleck, 1993: 123). Por esto hace del tiempo y la temporalidad las condiciones de posibilidad del discurso histórico y postula conceptos, relaciones y categorías (véase infra) que permiten ir más allá de los conceptos y sus singulares contextos (Koselleck, 1993: 149-151). Ahora bien, si lo que la historia conceptual es no está desprovisto de toda ambigüedad, es posible ser algo más taxativo respecto de lo que no es. No es una filosofía de la historia porque no se proyec-
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ta en una teleología inmanente. A pesar de esta clara distinción, no se debería olvidar que uno de los objetos de estudio más destacados por Koselleck (1993: 324) al abordar la modernidad son los conceptos en movimiento. Estos últimos internalizan o presentizan aspiraciones futuras, como el republicanismo, el liberalismo, el socialismo o el comunismo, y expresan sin lugar a duda una aspiración teleológica. La historia conceptual no es tampoco una teología política porque no es escatológica y es producto de un tiempo secularizado. Pero, como hemos visto anteriormente, comparte temas y supuestos de la teología política en su conceptualización schmittiana. Tampoco es homologable a la historia intelectual de la Escuela de Cambridge82 porque parten de supuestos epistemológicos diferentes. Mientras la historia conceptual se fundamenta en la filosofía hermenéutica alemana y se inspira en las nociones de sincronía y diacronía acuñadas por la lingüística estructural de Saussure, la historia intelectual participa del horizonte de sentido de la filosofía del lenguaje anglosajona y se preocupa menos por la semántica que por la enunciación. Sin embargo, ambos enfoques han sido muy importantes en la revalorización de los conceptos y su impacto en la vida política. En este sentido, la historia conceptual y la intelectual han tenido un papel central en la renovación que experimentaron tanto la teoría política como la historia del pensamiento político en las últimas décadas (Lesgart, 2005), que permitió, por ejemplo, volver a dar centralidad al concepto de república y las tradiciones republicanas en el estudio de los procesos políticos (Rodríguez Rial, 2016). También impactaron en la historia política, particularmente en el estudio institucional y doctrinal de las repúblicas fundadas en el siglo XIX en el continente americano (Aguilar Rivera y Rojas, 2002). Ahora pasamos a enunciar dos claves de la historia conceptual para comprender no sólo lo que esta última significa para la historiografía, sino por qué la historia de los conceptos está intrínsecamente relacionada con la historia del tiempo presente. Se trata, por una parte, de la definición de “concepto”, a partir de su distinción con otras nociones como “idea” o “palabra”, y, por otra, del lugar
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que Koselleck le otorga al tiempo presente en la historia, muy diferente al de la historia científica fundada en el siglo XIX. Como se señala en el epígrafe de este apartado, los conceptos de los que se ocupa la historiografía de Koselleck no son palabras ni ideas. La diferencia radica en que mientras las palabras pueden tener un solo significado, los conceptos siempre son plurívocos. A su vez, los conceptos se distinguen de las ideas porque su sentido está mucho más arraigado al contexto en el que son enunciados, ya que las alteraciones de estos últimos pasan a formar parte de su definición. Las ideas, por el contrario, tienen una relación mucho más contingente con los contextos en donde aparecen y estos últimos no las modifican más que externamente (Biset, 2010: 129).83 Ciertamente, la historia conceptual de Koselleck no está desprovista de ideas, e incluso hay quienes sostienen que la modernidad, tal como la concibe el historiador social alemán, es más una idea que un concepto (Palti, 2004). Pero volvamos a los conceptos, que se pueden clasificar en tres tipos, según Koselleck (1972: xxvii): los conceptos de la tradición, cuyo sentido teórico persiste, al menos parcialmente; los conceptos que a pesar de la identidad del término han cambiado de significado; y los neologismos. La irrupción de la modernidad pone a los conceptos en movimiento con una vertiginosidad inaudita (Koselleck, 1993: 325). Primero, aparecen los sufijos, como “ismo”, que transforma a la “república” del ideal casi ahistórico del buen gobierno, independiente del número de quienes ejercen la magistratura, en el “republicanismo” hacia el cual debe tender toda forma política que pretende ser buena. También aparecen nuevos conceptos, como “socialismo” y “liberalismo”, que se orientan al futuro. Segundo, los conceptos tradicionales, cambiados y nuevos, se democratizan, ya que son accesibles a un público mayor de usuarios. Tercero, los conceptos se singularizan; por ejemplo, las historias, en plural, pasan a formar una disciplina unificada que recibe el nombre de Historia y se escribe con mayúscula. Cuarto, los conceptos se politizan; su horizonte de expectativa no es ya la escatología, sino la lucha político-ideológica.
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Los conceptos no pretenden reproducir lingüísticamente la historia real, sino que son parte integrante. No cuentan los hechos, los crean (Koselleck, 1993: 328). Pensemos, por ejemplo, en los procesos de transición a la democracia en Sudamérica. Además de la resemantización del concepto de democracia, que necesita ser adjetivado –“burguesa”, “liberal” o “popular” y en los años setenta pasa a ser una “democracia sin adjetivos”, como la caracterizó el historiador mexicano Enrique Krauze–, se produce una innovación conceptual (Lesgart, 2004). El término “transición” pasa de estar asociado al cambio de un modo de acumulación a otro, en la tradición marxista, a significar el pasaje de un régimen político autoritario a otro distinto. Aunque teóricamente nunca pueda saberse cuál será el punto de llegada en una transición, la aspiración es que el régimen político nuevo sea lo más próximo a las poliarquías definidas por Robert Dahl (1971). La pregunta de rigor es la siguiente: ¿La transición a la democracia fue meramente el nombre que se le puso a una experiencia histórica, o la resignificación y el cambio conceptual que protagonizaron amplios sectores de la intelligentzia y las élites políticas latinoamericanas son hechos históricos de la historia reciente? Así, la historia conceptual amplía el horizonte de facticidad de la historia del tiempo presente y nos obliga a vincularlas mucho más de lo que se ha hecho hasta ahora. La historia conceptual (Koselleck, 1993: 297-301) reconoce que con la consolidación de la historia como disciplina científica en el siglo XIX la historia del presente pierde importancia, ya que lo histórico pasa a ser sinónimo de lo acabado, pero esto no significa que comparta este supuesto. Para Koselleck, “desde un punto de vista puramente teórico, toda historia puede ser definida como un presente permanente en el cual están contenidos el pasado y el futuro” (Koselleck, 1972: xxvii). Entonces, el presente que habitamos es clave en el proceso analítico del historiador conceptual y en su experiencia personal subjetiva porque nos hace asumir la conciencia del anacronismo. En los conceptos, a pesar de los cambios, persisten significados pasados que no podemos recuperar del todo pero que están ahí.
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Antes de concluir este apartado es preciso enumerar algunos hallazgos y problemas de la historia conceptual que impactan en el tipo de cooperación investigativa que se puede establecer con la historia del tiempo presente. Primero, la historia conceptual se proyecta en la larga duración (Koselleck, 1993 y 2002), y para hacerlo deja en claro que los conceptos, a pesar de que son históricos, hacen inteligibles contextos más allá de su singularidad (Koselleck, 1993: 151). Por esto resultan tan importantes en su formulación las relaciones conceptuales, que persisten en el tiempo, aunque el sentido y el nombre de los conceptos particulares haya cambiado. Una de las mayores preocupaciones de Koselleck (1992: 205-51) ha sido la semántica histórico-política de los conceptos contrarios asimétricos. Se trata de conceptos que no sólo designan contextos de experiencia diferentes e incluso opuestos, como sería el antagonismo entre amigoenemigo, que expresa, según Carl Schmitt (1991), la esencia de lo político. En el caso de los contrarios asimétricos, la valoración positiva de uno de los pares conceptuales implica la desvalorización del otro. Éste es el motivo por el cual los conceptos contrarios asimétricos son clave no sólo en la comprensión de los procesos políticos, sino también en la lucha político-ideológica. Un ejemplo muy claro es el par autoritarismo-democracia en las transiciones. Sin embargo, a Koselleck le interesan menos los pares compuestos por léxicos específicos en contextos singulares que el impacto de la relación en la semántica conceptual de larga duración. Ésta es la razón por la cual toma tres pares de conceptos para explicar las relaciones contrarias asimétricas: griego-bárbaro, cristiano-pagano, humano-inhumano, que le permiten recorrer un tiempo histórico que va desde la Grecia clásica hasta la segunda posguerra. Segundo, para Koselleck (1993: 336-337) “el espacio de experiencia” y el “horizonte de expectativas” son categorías casi transhistóricas, pero no resultan inmunes al cambio de régimen de historicidad que implica la modernidad. Si antes era factible que lo vivido personalmente o por las generaciones precedentes nos sirviera de mapa experiencial para aquello que deparaba el futuro, el sentido
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clásico de la expresión ciceroniana Historia magistra vitae, en los tiempos modernos el hiato entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativas empieza a ser cada vez mayor. Sin embargo, ante la inminencia de la revolución francesa, Turgot se atreve a afirmar que luego de que Carlos I de Inglaterra fuera decapitado, ninguna cabeza real estaba segura de continuar pegada al cuerpo monárquico (Koselleck, 1993: 337). Así, con las relaciones contrarias asimétricas y con las categorías de “espacio de experiencia” y “horizonte de expectativas” podemos subrayar que la dimensión estructural de la historia persiste en el cambio, incluso cuando la innovación conceptual es tan vertiginosa como en la modernidad. Tercero, la historia conceptual le dio centralidad a la estructuración temporal de la historia. En este sentido, diferencia claramente entre el tiempo histórico y el natural. La importancia del presente radica en que permite la convivencia de varios tiempos y así cuestiona las cronologías que limitan de manera arbitraria las relaciones entre el pasado y el futuro; y a su vez, el modo en que la historia conceptual redefine la modernidad. Por un lado, la modernidad ya no coincide cronológicamente ni con la caída del imperio romano de oriente en 1453 ni con los inicios del pensamiento político moderno, que remiten a figuras emblemáticas del humanismo cívico, como Nicolás Maquiavelo (Koselleck, 2002: 160). Por el otro, con la modernidad irrumpe la Historia en singular que desplaza a las historias plurales, lo contemporáneo y lo irrepetible, y también la idea acerca de que lo que importa no es ya el espacio de experiencia, sino el horizonte de expectativas, es decir, el pasado es desplazado por futuro. Respecto a los problemas de la historia conceptual, se mencionarán los tres más evidentes. Primero, como se trata de una historia teórica, por momentos se confunde el análisis conceptual con la teoría del tiempo y de la historia, que son supuestos subyacentes de este enfoque. Esto es muy notable en el caso de la “modernidad”, que por momentos es tratada como un concepto y en otros como idea, o como una condición de posibilidad de una mutación del horizonte de sentido de la temporalidad. Segundo, analítica-
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mente la historia conceptual tiende a mezclar los niveles de abstracción y sustituir el objeto de estudio (el concepto, sus relaciones, sus cambios) por el problema de investigación (el tiempo y la temporalidad). Tercero, si nos centramos en la definición de la historia conceptual como crítica de fuentes, es decir, como herramienta heurística, no siempre la metodología enunciada es compatible con la práctica de los historiadores conceptuales, incluido el propio Koselleck. Esto puede entrañar una dificultad al trasladar el enfoque a casos de análisis diferentes a los analizados por Koselleck, como, por ejemplo, pasar del Sattelzeit a la formación de repúblicas durante la emancipación política de Iberoamérica. Este defecto también ha llevado a los analistas a desarrollar instrumentos analíticos ad hoc para superarlo, como los momentos conceptuales de Capellán de Miguel (2011: 115) para estudiar la evolución del concepto de opinión pública o las constelaciones conceptuales que propone Emmanuel Biset (2010: 142). Dada la vastedad de la historia conceptual como empresa historiográfica, nos hemos centrado en los elementos (temáticos, teóricos, metodológicos) de la misma, tal y como es teorizada y practicada por Koselleck, que habilitan una comparación con la historia del tiempo presente. Un recorrido más completo por esta empresa exigiría un relevamiento de los trabajos que nutriéndose o criticando las concepciones teóricas o la metodología de análisis de este historiador alemán se han ocupado del sentido de los conceptos tanto en un plano léxico como onomástico. En el último tiempo, la historia conceptual ha abandonado el terreno de lo político y lo social para adentrarse en ámbitos tan diferentes como la historia y la epistemología de la ciencia. Sin embargo, uno de los argumentos nodales de nuestra hipótesis es que es posible una mayor articulación entre la historia del tiempo presente y la historia conceptual porque ambas se ocupan especialmente de los procesos políticos sociales. En este sentido, la historia conceptual que reflejamos en estas páginas es aquella que tiene por objetos de análisis los conceptos políticos y sociales y la relación entre el cambio conceptual
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y la innovación institucional para lograr una mayor comprensión de las doctrinas y prácticas políticas. Historia conceptual e historia del tiempo presente: una propuesta de comparación “La historia del tiempo presente puede definirse como aquella ‘historia actual’. La historia del presente no estudia un periodo, es una forma de hacer historia que tiene por objeto analizar el presente. Se trata de una historia de lo inacabado, de lo que carece de perspectiva temporal y definitivamente ligada a la coetaneidad”. Eugenia Allier, en “Antiguas renovaciones de la historia, o las condiciones de posibilidad de la historia de la memoria y del tiempo presente” (2012).
No se va a definir aquí la historia del tiempo presente porque los debates acerca de cómo conceptualizarla son abordados en otros capítulos de este libro. Existe una vasta bibliografía que se ha ocupado del tema (Allier, 2012; Aróstegui, 2004; Droit y Reichherzer, 2013; Rousso, 2012; Nora, 2011) que se puede consultar. Sin embargo, se mencionarán algunos elementos que caracterizan a la historia del tiempo presente para comprender la comparación que se hace a continuación con la historia conceptual. Como la historia de los conceptos, la historia del tiempo presente participó y sigue haciéndolo en querellas institucionales en la lucha por su reconocimiento en el campo historiográfico. No se trata de un periodo, sino de un abordaje. Si bien es mejor identificarla como historia coetánea porque forma parte del espacio de experiencia de quienes la narran, siempre resulta difícil, incluso entre los especialistas, que no surjan disputas acerca de la prerrogativa que tienen aquellos que vivían cuando sucedieron los acontecimientos frente aquellos que todavía no habían nacido.84 Como muchos campos disciplinarios en formación, la historia del tiempo presente se piensa mientras se practica y tiene límites difusos. La memoria es su
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materia, pero no se subsume a ella (Allier, 2011: 167). Su mayor virtud, que comparte con la historia conceptual, es que permite reconocer anacronías: el presente es un tiempo profundo, con muchas capas de temporalidad (Droit y Reichherzer, 2013: 139, 143). Sin embargo, la historia del tiempo presente tiene también sus problemas. El historiador, frente a los hechos traumáticos que han sido durante décadas los temas preferidos de la historia reciente o del tiempo presente, no sólo es un testigo, sino que tiene una responsabilidad ética (Allier, 2011: 153-157). Como muchas de las historiografías centradas en lo político, está gobernada por la tiranía de lo nacional y faltan los trabajos comparativos (Droit y Reichherzer, 2013: 128-131). Si bien la historia del tiempo presente es un abordaje y no un periodo, todavía está “atada” a ciertas etapas de la historia: Vichy en Francia, la democratización en Alemania o las dictaduras militares de los años setenta en América del Sur. Hay quienes creen que la historia del tiempo presente es sinónimo de historia oral porque suele utilizar los testimonios orales como fuente, pero no de manera exclusiva. Quizás por estas dificultades, Koselleck calificaba a la historia del presente como un concepto difícil, pero se puede afirmar también que se trata de un concepto al fin por su carácter ambiguo y plurívoco. Y si la historia del presente es una bella expresión, qué mejor que emplear una cita metafórica para terminar de definirla: La historia del tiempo presente se asemeja a una estación, donde los trenes llegan de diferentes procedencias después de un tiempo de viaje más largo o más corto. En ningún momento la historia del tiempo presente debe encerrarse entre límites definitorios exclusivos, sino que, por el contrario, debe, en estrecha cooperación con la disciplina histórica en su conjunto, buscar una división de tareas que tenga en cuenta la naturaleza móvil de este tiempo presente (Glasser, 2016: 168).85
La historia conceptual y la historia del tiempo presente pueden ser comparadas en tres dimensiones. El primer plano es, por un lado, ontológico, porque se refiere al “ser” de la historia y, por el otro, epistémico porque da cuenta de las teorías del conocimiento, que presuponen al saber histórico. Onto178
lógicamente hablando, la historia conceptual y la historia del tiempo presente parten del supuesto fenomenológico de que la historia es experiencia con sentido, y remite a lo vivido, a lo coetáneo. A su vez, ninguno de estos abordajes concibe a la historia como una cronología o un periodo que se objetiva. En términos teóricos, uno de los problemas que ocupa a la historia conceptual es el tiempo como concepto y los cambios en las temporalidades, especialmente la emergencia de lo contemporáneo, que distingue a la modernidad (Koselleck, 1993: 301-316). La historia del tiempo presente está teóricamente vinculada con la noción de regímenes de historicidad, y particularmente con uno, el presentismo, que según François Hartog (2014: 193-204)86 se inaugura con la caída del muro de Berlín y da cuenta de la crisis del tiempo moderno. Como Koselleck, Hartog hace una historia filosófica de las maneras de concebir el tiempo que se inicia con los mitos griegos y se proyecta a la actualidad. Sin embargo, el presentismo es lo que viene a destronar a la temporalidad moderna, que Koselleck descubre como característica del tiempo que se inaugura con el Sattelzeit. Ciertamente, cuando se dedicó a temas más próximos a la historia del tiempo presente, como su análisis conceptual, arquitectónico e iconográfico de los memoriales de guerra, particularmente los que homenajean a los soldados caídos en la primera y segunda guerras mundiales (Koselleck. 2002: 285-326), el historiador alemán coquetea con la idea de que hubo alguna mutación en la concepción del tiempo respecto de la modernidad de los siglos XVII, XVIII y XIX. Pero Koselleck no hace ninguna referencia los planteamientos de Hartog que fueron publicados ya en los años ochenta. Tanto en la historia conceptual como en la historia del tiempo presente conviven las estructuras de larga duración, las categorías de “espacio de experiencia” y el “horizonte de expectativas” y la noción de “síntesis de experiencia” que permiten percibir las persistencias en el cambio con conceptos cuyo significado depende casi exclusivamente de contextos singulares y las memorias individuales de hechos traumáticos. El segundo plano es el metodológico. Tanto la historia conceptual como la historia del tiempo presente son concebidas y practicadas
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como interdisciplinarias. Por esto combinan herramientas analíticas provenientes de la antropología o el psicoanálisis, como las historias de vida o la interpretación de sueños o recuerdos reprimidos. Esta proyección por fuera de los límites establecidos de la historia como disciplina académica de la historia conceptual y la historia del presente resulta incómoda tanto para los historiadores como para los científicos sociales que no están familiarizados con estos enfoques, pero también obliga a quienes los utilizan a diversificar sus fuentes (Greenberg, 2012)87 y metodologías de análisis, dando mayor densidad epistemológica a las investigaciones. Si bien las innovaciones heurísticas que las caracterizan son –en el caso de la historia conceptual– los momentos conceptuales y las relaciones contrario-asimétricas y –en el caso de la historia del tiempo presente– los lugares de memoria, ambas se han preocupado por la manera en que la historia oficial presenta en el espacio público experiencias traumáticas del pasado reciente (Allier, 2008; Koselleck, 2002: 325326). El tercer plano es el temático. Uno de los reclamos que recibe la historia del tiempo presente es que es demasiado político-céntrica (Droit y Reichherzer, 2013: 138). La historia conceptual, por su parte, se concibe como parte de una historia social que incluye lo político, a diferencia de la historia social como fue entendida por la segunda generación de la Escuela de Annales. Así, la historia del tiempo presente puede ser cada vez una historia social sin dejar de ser una historia política, tomando el modelo de la historia conceptual. A su vez, aunque la historia conceptual sea identificada con un periodo específico, el Sattelzeit, por más que varios de quienes la practican –incluido su padre fundador– incursionaron en el estudio de otros tiempos y espacios, sus temas siempre han sido la democratización, la politización, la contemporaneidad, las transiciones y la relación entre trauma y memoria, que coinciden con las líneas de investigación que distinguen a la historia del tiempo presente en general y la historia reciente del Cono Sur de América Latina en particular.
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Para concluir este apartado es necesario sintetizar lo que puede aportar la historia conceptual a la historia del tiempo presente. Primero, la historia conceptual puede, reconociendo las dificultades del concepto, definir el tiempo presente y las condiciones de posibilidad de su régimen de historicidad específico, el presentismo. Segundo, la historia conceptual identifica la singularidad del presente como la temporalidad específica en la cual se escribe la historia y los anacronismos que la habitan. Tercero, categorías como “espacio de experiencia” y “horizonte de expectativas” y herramientas heurísticas, como las relaciones y momentos conceptuales, pueden ser apropiadas por la historia del tiempo presente para comprender mejor los pasados y los futuros pasados que persisten en los procesos políticos y sociales que nos son coetáneos. Y finalmente, actuando juntas, la historia conceptual y la historia del tiempo presente pueden liberar a las ciencias sociales de su “presentismo perpetuo” introduciendo sus objetos de estudio en el horizonte de sentido de la larga duración. Una de las historias nacionales del tiempo presente que más puede beneficiarse de los hallazgos teóricos, metodológicos y temáticos de la historia conceptual es la historia reciente argentina. A través de una problematización conceptual del tiempo presente se pasa del pasado reciente a lo coetáneo. Esto permitirá, a su vez, que la perspectiva de larga duración permee con claridad los análisis de caso. Por ejemplo, las políticas sociales de las últimas dictaduras militares (Gomes, 2016) pueden ser mejor comprendidas en un horizonte de sentido que articula experiencias previas con las “futuras pasadas” políticas de Estado de los gobiernos democráticos resultantes de los procesos de transición. Si bien la historia reciente ha ampliado progresivamente sus temas, sin dejar de lado el impacto traumático que tuvieron las experiencias del terrorismo de Estado y el exilio en la cultura política del Cono Sur de América Latina, todavía quedan terrenos por explorar. El significado de la transición a la democracia en la sociabilidad y los regímenes políticos que sucedieron al autoritarismo o el rol de los sindicalistas,88 de las juventudes, de los liderazgos partidarios y extrapartidarios y de los movi-
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mientos de derechos humanos en las diferentes etapas de la democratización son temáticas que ocupan a las ciencias sociales pero que necesitan de un abordaje más afín con la historia del tiempo presente para que podamos comprenderlos mejor. Uno de los problemas que enfrenta la historia del tiempo presente es encontrar un concepto-problema para narrar nuestra experiencia histórica coetánea que nos permita comparar los procesos políticos que el mundo en general y América Latina en particular vienen experimentando desde los años setenta. La crisis del Estado social de derecho dio comienzo a la era del neoliberalismo.89 Según Norberto Bobbio (2012: 1401), el neoliberalismo ataca los fundamentos mismo del Estado de derecho, en sus orígenes liberales, al reivindicar, por un lado, el regreso del Estado mínimo y al socavar, por el otro, el Estado limitado, porque este último se vuelve cada vez más absoluto en su defensa de los intereses del mercado. En las últimas décadas, incluso en regímenes políticos que suelen ser caracterizados como democracias liberales, el Estado de derecho, como garantía ante la arbitrariedad del poder político, parece haber desaparecido. Pero también ha habido, especialmente en el Cono Sur de América Latina, gobiernos que ampliaron derechos y lograron, en términos relativos y en comparación con la situación de deterioro económico y social de los años ochenta y noventa, una redistribución más equitativa del ingreso. Esta corta primavera de una década o década y media no hizo verano, y la mayoría de los países de la región experimentaron en los últimos dos años “un giro hacia la derecha” que permitió –a través de las urnas, como en Argentina, o de los “golpes institucionales”,90 como en Brasil– el acceso al poder de partidos y líderes políticos que están implementando medidas claramente de corte neoliberal. ¿Nos encontramos ante un neoliberalismo de nuevo cuño que sucede al posneoliberalismo? ¿O el proceso sociopolítico que comenzó con la crisis del Estado de bienestar en Europa occidental y Estados Unidos y el fin de los Estados nacionales populares en América Latina no ha acabado? Este último punto nos acerca a la interrogante que se planteó en la introducción y que se abordará en la conclusión: ¿Qué pasa con 182
el cambio conceptual en el tiempo presente? Los conceptos ante la vorágine del presente “La democracia no era un valor político apreciado en los setenta, en los sectores juveniles el socialismo y la liberación, la revolución eran palabras más comunes y corrientes; y había una descalificación hacia los procedimientos democráticos bajo el argumento de la democracia formal y al mismo tiempo la descalificación con la democracia burguesa”. Jesús Rodríguez, político de la Unión Cívica Radical, presidente de la Juventud Radical en la década de los ochenta. Entrevista realizada por la autora a Mariana Prats, 16 de septiembre de 2016.
¿Qué pasa con los conceptos en el tiempo presente? ¿Cómo afecta su dinámica a la narración de la historia del tiempo presente? Desde un punto de vista teórico podría afirmarse que el presente, por ser coetáneo, es siempre contemporáneo. En este sentido, el diagnóstico que Koselleck (1993: 287-322) realiza sobre Sattelzeit, cuando irrumpe la historia contemporánea y el tiempo histórico se vuelve cada vez más vertiginoso por el hiato que se produce entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativas, se aplica mucho mejor a la historia del tiempo presente que a la historia moderna. Esto puede observarse en un ejemplo concreto. En los años setenta, en Argentina, tanto los actores políticos como los intelectuales concebían a la democracia como formal, y este último adjetivo era usado como sinónimo de “burguesa”. La única transición posible, tanto para aquellos que estaban a favor de una salida revolucionaria como para los que estaban en contra, era entre el régimen de acumulación capitalista y la “patria socialista”. En menos de cinco años, el exilio externo e interno y la violencia de Estado experimentada por las políticas genocidas de la dictadura militar (19761983) cambiaron totalmente el espacio de experiencia y el horizonte de expectativas. A finales de los años setenta y principios de los años ochenta, el Estado de derecho, hasta entonces desvalorizado por su carácter liberal, empezó a ser, en palabras del sociólogo po183
lítico argentino Juan Carlos Portantiero,91 “el límite entre la vida y la muerte” (Lesgart, 2004: 68). Y la democracia pasó de ser rechazada por su carácter burgués a ser el horizonte de expectativas para finalizar –en el plano político– con el autoritarismo y –el plano intelectual– renovar la sociología política, pasando del marxismo al posmarxismo. (Delich, 1979: 1-3). Aunque parezca paradójico, este proceso de innovación y cambio conceptual restauró un viejo concepto para denominar un régimen político deseable: la república (Pinto y Rodríguez, 2015: 123-35). Sin embargo, el presentismo es un régimen de historicidad distinto al moderno. Y no lo caracteriza la proyección a un futuro y la irrupción de futuros pasados, que cada vez resultan más complejas de comprender a partir del “espacio de experiencia” por el hiato que se produce entre este último y el “horizonte de expectativas”, sino la sensación de que se vive un presente perpetuo. Entonces, más que la vertiginosidad, lo que distingue a la innovación conceptual en el tiempo presente es que se trata de asociar una experiencia cambiante con un nombre idéntico, y por esto el exceso de la realidad social y política respecto de la semántica conceptual es cada vez mayor. Dos ejemplos ilustran esta situación. Primero, el concepto de “neoliberalismo” parece adecuado para narrar una historia del presente que comienza a finales de los años setenta y se proyecta hasta nuestros días; sin embargo, los cambios que se producen dentro de este régimen económico, político-social y cultural en las últimas cuatro décadas ha generado el uso recurrente de un neologismo como “posneoliberalismo”, que presenta la singularidad de contar con dos prefijos temporales, “neo”, que refiere a la novedad, “post”, que implica una instancia temporal posterior. Segundo, en el campo disciplinario específico de la ciencia política de las últimas dos décadas ha reaparecido el concepto de “autoritarismo” (Lesgart, 2016) para calificar a regímenes democráticos que por ser distintos tanto de las poliarquías como de los autoritarismos o de los Estados nacionales populares que precedieron a los procesos de transición no pueden ser denominados como “democracias” sin adjetivos. Así, de las democracias “delegativas”, o de baja intensi-
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dad (O’Donnell, 1994 y 1998), se pasó a los autoritarismos competitivos (Levitsky y Way, 2004). Esta noción, nacida y criada en la academia, ha comenzado a ser usada por los analistas políticos y la ciudadanía para calificar los gobiernos que les desagradan. En síntesis, frente a la insuficiencia de la democracia, como concepto y como experiencia política, reaparece el autoritarismo, pero con sentidos cada más difusos y calificado de manera contradictoria. En síntesis, podríamos concluir que en la historia del tiempo presente los conceptos operan de dos formas. Por un lado, el tiempo inacabado en el que circulan estos últimos vuelve más rápidamente perennes no sólo a la semántica conceptual, sino a la identidad entre conceptos y las maneras de nombrarlos. Es decir, cambian los significados y también las palabras con que se solía identificar a un concepto determinado. Las consecuencias de este proceso de cambio conceptual son dos: primero, en menos de una década, conceptos como “democracia” y “transición” mutaron su significado y produjeron un proceso de innovación conceptual que afectó tanto al léxico de las ciencias sociales como al habla cotidiana; segundo, en el tiempo presente proliferaron neologismos que se caracterizan precisamente por el uso prolífico del prefijo “neo”: neoliberalismo, neopopulismo, etcétera. Pero estos conceptos políticos presentan también el sufijo “ismo”, que refiere a un movimiento orientado a un fin que va más allá de la experiencia y se proyecta en un futuro, cada vez más incierto, que encarna la expectativa. Por el otro lado, los conceptos se estabilizan, no en términos de significado que se vuelve cada vez más ambiguo, pero sí en nombre. De esta manera, nociones que incluso habían sido técnicamente definidas por los científicos sociales en los años setenta como “autoritarismo” empiezan a perder especificidad. Por eso, estos conceptos con nombre antiguo, pero con sentidos nuevos, requieren ser adjetivados con fruición, lo que exacerba, tanto en el lenguaje ordinario como en el académico científico, la politización que Koselleck había diagnosticado como característica de la política moderna.
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Así, la mutua imbricación entre la historia conceptual y la historia del tiempo presente mejora no sólo la comprensión de los conceptos políticos y sociales que circulan en nuestro tiempo coetáneo, sino también la narración histórica para la cual el presente es tanto el contexto de enunciación como el contenido principal del enunciado.
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Ética y política en el historiador del tiempo presente 92 Eugenia Allier Montaño En el siglo XIX, la historia fue considerada magistra vitae. Se otorgaba a la disciplina naciente una función educativa, mientras el historiador era visto como maestro paradoxal de civismo. La política y la ciencia estaban separadas: el historiador podía comprometerse como hombre, pero no como historiador. La objetividad debía estar por delante de todo. Esta posición casi epistemológica se mantuvo hasta después de la segunda guerra mundial, con la creencia de que el compromiso y la acción militante no podían ser ostentados públicamente, ya que el imperativo para acreditar la verdad científica debía ser la distancia (Dumoulin, 2003). No obstante, luego de la guerra inició el triunfo de la historiografía militante en las universidades, especialmente a través del marxismo. Pese a que el historiador buscaba mantener su asepsia política, la demanda social se hacía presente desde los orígenes de esta disciplina: exigencia de apaciguamiento de versiones partidistas y partidarias de la historia, creación de historias nacionales para coadyuvar en la construcción del imaginario de la nación (Anderson, 1993). A partir de los años sesenta, la historia se vería confrontada con nuevas demandas, cuando diversos grupos sociales (obreros, regionalistas y algunas minorías, como las mujeres, los homosexuales) comenzaron a exigir ser escuchados por las historias nacionales que hasta entonces los habían excluido. Muchos historiadores en diversos países del mundo parecieron hacerse cargo del reclamo social, emprendiendo nuevas formas de hacer historia (oral, “desde abajo”, de las mujeres).93 Casi al mismo tiempo, la memoria de los testigos comenzó a volverse central en los debates públicos de algunos países europeos (especialmente en los años setenta con los sobrevivientes de la Shoah), frente a lo cual los historiadores empezaron a debatir las relaciones entre historia y memoria. Así, la descolonización y la irrupción de nuevos grupos sociales y del testigo como sujetos históricos impulsaron el surgimien187
to de dos nuevas formas de hacer historia que serían centrales en esta coyuntura: la “historia de la memoria” y la “historia del tiempo presente”. Aunque ambas surgieron de la mano, atendiendo al mismo objeto de investigación (la historización de las memorias en el presente), pronto la historia del presente se desmarcó de la memoria. Si bien muchos historiadores consideran que aún hoy los diversos proyectos de historia del tiempo preste no tienen fijadas sus líneas, y que sigue siendo objeto de dudas y reacomodos, es indiscutible que se trata de una historia particular, con un objeto definido (el tiempo presente) y con metodologías propias (como el uso del testimonio oral) (Aróstegui, 2004). Se trata de una historia de lo inacabado, de lo que carece de perspectiva temporal (de una historia de procesos aún en desarrollo), y definitivamente ligada a la coetaneidad. Es decir, es aquella que toma como objeto un acontecimiento histórico del cual todavía está viva al menos una de las tres generaciones que lo experimentaron. No es, pues, como se pensó en un primer momento, la historia de un determinado periodo histórico, sino una historia que va moviendo sus márgenes con el devenir mismo del tiempo histórico.94 El historiador del tiempo presente se enfrenta a pasados recientes, “calientes” y vivos, por lo que se ha visto confrontado con posicionamientos éticos y políticos no conocidos antes. La historia reciente ha sido progresivamente enfrentada a un problema nuevo que toma proporciones considerables: el de la “demanda social” de “peritaje” sobre el pasado (Noiriel, 1998). En este texto deseamos revisar la posición ética y política de este nuevo historiador en dos ámbitos diferentes, aunque de alguna manera ligados: el de la justicia (al ser llamado a declarar como “testigo experto”) y el de la intervención en la comunidad sin una demanda social expresa (enfrentándose a memorias sociales vivas).95 El historiador del tiempo presente y la justicia Con el inicio de la escritura de la historia del tiempo presente, los historiadores comenzaron a ser solicitados como testigos en juicios 188
por crímenes contra la humanidad. Tres momentos de este proceso deben ser retenidos. Primero, el juicio contra Adolf Eichmann (acusado de ser uno de los principales orquestadores de la exterminación de los judíos en Alemania durante la segunda guerra mundial) en 1961 (Arendt, 1997), que constituyó la primera aparición pública de la memoria del Holocausto y hoy se ve como momento fundador: por primera vez un juicio se fijó como objetivo explícito “dar una lección de historia”; por primera vez apareció el tema de la pedagogía y la transmisión; por primera vez un historiador (Salo Baron, profesor de la Universidad de Columbia) fue citado al estrado para fijar el marco histórico del proceso, y sobre todo marcó el advenimiento del testigo (Wieviorka, 1998). El segundo momento se ubica en 1984, cuando por primera vez en Francia se recurrió a los historiadores en una corte para testimoniar sobre su conocimiento; al mismo tiempo, sería en esta década que se conoció el inicio de la progresiva ascensión del testigo.96 El tercero también tuvo como espacio Francia, en los años noventa, y se relacionó con el caso Maurice Papon (prefecto de París durante el gobierno de Vichy), que marcó un doble pasaje del testigo: pasaje a una nueva generación (la de los niños que crecieron durante la guerra) y, para lo que nos interesa, pasaje de los historiadores a testigos del ministerio público, la defensa o la acusación (Wieviorka, 1998). Con el correr de los años, esta demanda social fue en aumento.97 “Los pasados que no pasan”98 se van haciendo presentes en otras partes del mundo: Alemania, Suiza, Italia, Israel, Japón. Si bien América Latina ha conocido en las últimas décadas innumerables juicios por crímenes contra la humanidad,99 los historiadores no han sido solicitados para contextualizar las circunstancias en las cuales tuvieron lugar los hechos o para “educar a los jueces”. Sin embargo, sí han sido llamados en otra de las modalidades contemporáneas relacionadas con crímenes de lesa humanidad: las comisiones de la verdad, organismos públicos de carácter no jurisdiccional, cuya función ha sido investigar un periodo en que ocurrieron graves violaciones a los derechos humanos. Sólo por citar algunos ejemplos, mencionamos la Comisión para la Paz en Uruguay 189
(2000-2003), la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación en Colombia (2005-)100 y la Mesa de Diálogo en Chile (1999-2001). En nuestra región, tanto los juicios como las comisiones de la verdad han sido considerados como mecanismos de la justicia transicional, es decir, como elementos que podrían coadyuvar a restaurar la paz común y completar la transición a la democracia. Por esta razón es importante situar históricamente esta demanda social que se le ha venido haciendo al historiador. Sería difícil entender los procesos en contra de Klaus Barbie, Paul Touvier y Maurice Papon en Francia (Zaoui, Herrenschmidt y Garapon, 2009), el de Erich Priebke en Italia, e incluso las tentativas de juicio en contra de Augusto Pinochet, tanto en Europa como en Chile, sin ponerlos en relación con la emergencia, en el seno de la sociedad civil de esos países y de la opinión pública mundial, de una memoria colectiva del fascismo, de las dictaduras y de la Shoah. Esos juicios se transformaron en momentos de rememoración pública de la historia en donde el pasado ha sido reconstituido y juzgado en un tribunal (Traverso, 2005). De esta manera, en el momento en que la memoria iba imponiéndose en diversos espacios públicos nacionales, el historiador parecía el especialista necesario por dos razones. Primera, porque se le supone el experto en el pasado (lejano o reciente), que puede exponer la verdad histórica ante la sociedad y el sistema judicial. Segunda, porque en un momento en que otras disciplinas no parecían otorgar respuestas válidas para las decisiones estratégicas a tomar, la historia aparentaba poder proveer de un discurso explicativo para encontrar soluciones ante problemas heredados de periodos violentos.101 Ante la emergencia del testigo y la memoria, se exigió de la historia una respuesta sobre la identidad, intrínsicamente unida a la memoria de los sujetos, las colectividades y las naciones (Traverso, 2005). Es decir, los historiadores eran llamados a decir lo que es “verdadero” sobre el ayer, para beneficio del hoy y del mañana. Por todo esto, Henry Rousso considera que estos juicios contemporáneos han significado una mezcla de géneros entre justicia, memoria e historia. Advierte que la justicia (que se cuestiona si un indi190
viduo es culpable o inocente), la memoria nacional (resultado de una tensión existente entre recuerdos memorables y conmemorables y olvidos que permiten la supervivencia de la comunidad y su proyección en el futuro) y la historia (una empresa de conocimiento y elucidación) son tres registros que, aunque claramente diferentes, se han superpuesto en los juicios por crímenes contra la humanidad (Rousso, 1998). En el fondo, la vinculación entre justicia e historia es vieja, pues hay una serie de elementos comunes entre ellas: índices, pruebas, testimonios. Como lo señala Carlo Ginzburg, han existido al menos tres momentos importantes al respecto. El primero se dio en el siglo XIX, cuando se entendía a la historia como juicio: se imponía al historiador enjuiciar a personajes y acontecimientos en función de un principio –los intereses superiores del Estado. La posición de Marc Bloch definió el segundo momento en este vínculo cuando ante el dilema “juzgar o comprender” optó por la segunda alternativa (Bloch, 1996). El tercero sería el contemporáneo, cuando la relación entre derecho e historia fue actualizada al ser convocados los historiadores en calidad de testigos a procesos penales por delitos de lesa humanidad.102 Fue a partir de este tercer momento cuando surgieron acaloradas discusiones, especialmente al interior de la comunidad académica, demarcándose principalmente cuatro problemáticas: las formas de inscripción del historiador en los juicios, las relaciones que establecen la historia y el derecho con la verdad, los campos de discusión del saber histórico y el rol social del historiador. Veamos la primera. Frente a la corte, el historiador presta juramento declarando, como todo testigo, “juro decir la verdad, nada más que la verdad, toda la verdad”. Pero ¿qué tipo de testigo es? No puede ser testigo moral (pues no conoce al acusado), no puede ser testigo material (pues no tuvo un contacto efectivo con la realidad sensible de los hechos y los actos incriminados: no es su memoria visual ni auditiva lo que lo lleva a ser testigo). Es “testigo experto”: alguien cuyo conocimiento del pasado (de hecho, sólo conoce aquello de lo que es testigo por huellas) sobrepasa al de los indi191
viduos ordinarios y que por eso puede ayudar a una corte o un jurado a comprender su tema de investigación (Dumoulin, 2003). En el curso de las audiencias, cuando los historiadores “testimonian” esclarecen gracias a sus competencias profesionales el contexto histórico de los hechos. Así, la actividad de experto aparece como prolongación de la actividad profesional. Surge, entonces, la figura del especialista que busca desacreditar el sentido común y afirmar la verdad de la profesión frente a los “amateurs”.103 Para Thomas, la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad significa, en realidad, que serán prescriptos cuando el último testigo de la época (víctima o victimario) haya muerto. En este sentido, la imprescriptibilidad mantiene el pasado en el presente, es decir, lo vuelve contemporáneo a todos mientras quede un testigo vivo. Por todo esto, el historiador puede ser testigo en este tipo de juicios, porque lo imprescriptible lo convierte en contemporáneo de los hechos, un testigo mejor informado que los otros (Thomas, 1998: 17-36). Este testimonio sui generis ha tenido, obviamente, cuestiones de orden ético, pero también ha renovado las preguntas más viejas de orden epistemológico al poner en cuestión la relación de la justicia con la memoria de un país y también la del juez con el historiador, con sus modalidades respectivas de tratamiento de pruebas y el estatuto diferente de la verdad, según sea producida por la investigación histórica o enunciada por el veredicto de un tribunal (Traverso, 2005). De hecho, muchos han considerado que en estos juicios el historiador es solicitado e instrumentalizado con fines que no tienen gran cosa que ver con los procedimientos de la historia (Rousso, 1998), transformándose de narrador y divulgador de la verdad histórica, en juez de la historia y de los partícipes. Y es ahí donde aparece la segunda problemática, centrada en los lazos que la historia y el derecho establecen con la verdad, y en las tensas relaciones entre el juez y el historiador. Por esto, es imprescindible recordar que el trabajo del historiador se compone de tres fases a través de las cuales busca acercarse a la verdad histórica: la documental, la explicativa/comprensiva y la representativa (Blo192
ch, 1996). Además, se deben articular siempre los tres elementos que conforman esta disciplina (crítica documental, problematización y validación colectiva) (Le Goff, 1991). Sin embargo, los tribunales contemporáneos se ubican como si el veredicto pronunciado fuera a sustituir al tribunal de la historia (ese antiguo aforismo de Hegel). Pero, como ha señalado Ginzburg, el historiador no debe erigirse en juez, no puede emitir sentencias. Su verdad –resultado de su investigación– no tiene un carácter normativo, es relativa y provisoria, jamás definitiva. Sólo los regímenes autoritarios, donde los historiadores son reducidos al rango de ideólogos y propagandistas, poseen una verdad oficial. La historiografía no está jamás fijada, porque en cada época nuestra mirada sobre el pasado –interrogado a partir de nuevos cuestionamientos, sondeado con categorías de análisis diferentes– se modifica. El historiador y el juez, no obstante, comparten un mismo objetivo: la búsqueda de la verdad, y esta búsqueda necesita de pruebas. La verdad y la prueba son las dos nociones que se encuentran en el centro del trabajo tanto del historiador como del juez. La escritura de la historia implica un procedimiento argumentativo –una selección de hechos y una organización de la narración– cuyo paradigma sigue siendo la retórica de cepa judicial. La retórica es “un arte de la persuasión nacida frente a los tribunales”, dice Ginzburg; es ahí donde, delante de un público, se ha codificado la reconstrucción de un hecho por palabras. Y aunque todo esto no es despreciable, ahí se detienen las afinidades. La verdad de la justicia es normativa, definitiva y apremiante. No busca comprender, sino establecer responsabilidades, absolver a los inocentes y castigar a los culpables. Comparada con la verdad judicial, la del historiador no es solamente provisoria y precaria, sino problemática. Como resultado de una operación intelectual, lahistoria es analítica y reflexiva, busca echar luz sobre las estructuras subyacentes a los acontecimientos, las relaciones sociales en las cuales están implicados los hombres y las motivaciones de sus actos. En resumen, se trata de otra verdad, indisociable de la interpretación. No se limita exclusivamente a establecer los hechos, busca ponerlos en contexto, explicarlos formu-
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lando hipótesis y buscando las causas. Si el historiador adopta el “paradigma judicial”, su interpretación no posee la racionalidad implacable, mesurada e incontestable necesaria (Ginzburg, 1998). Aunque sería iluso considerar que los trabajos históricos no vehiculan también, implícitamente, un juicio sobre el pasado (Traverso, 2005). De cualquier manera, los mismos hechos engendran verdades diferentes: ahí donde la justicia cumple su misión designando y condenando al culpable de un crimen, la historia comienza su trabajo de investigación y de interpretación, tratando de explicar cómo se convirtió en criminal, su relación con la víctima, el contexto en el cual actuó, así como la actitud de los testigos que vieron el crimen, que reaccionaron, que no pudieron impedirlo, que lo toleraron o lo aprobaron (Traverso, 2005). Muchos historiadores han señalado acertadamente que en algunos juicios, amén de que no se sigue el método histórico, no se realizan estos procedimientos. En este sentido, Rousso evidencia tres momentos en la relación historia-juicios por crímenes contra la humanidad. El primero, luego de la segunda guerra mundial, cuando por primera vez se instituyeron un gran número de tribunales – nacionales o internacionales– en los cuales se exhumaron documentos y se reflexionó sobre los acontecimientos; en ellos, los historiadores estuvieron asociados a los procesos de instrucción, colaborando para reunir las piezas, y utilizándolas posteriormente para estudios históricos originales. Es decir, los juicios ayudaron a escribir la historia reciente, que aún no había sido abordada por los historiadores. Por esto, las primeras historias del genocidio estuvieron permeadas por la lógica judicial de Nuremberg. En un segundo momento, en los años sesenta-setenta, muchos historiadores trataron de separarse de esta lógica judicial, buscando comprender de otra manera el acontecimiento. El tercer momento se dio con lo que Rousso llama la segunda depuración (los años cincuenta en Alemania y a partir de la década de los ochenta en Francia). En este momento los historiadores ya no participaron en la fase de instrucción (cuando se reúnen, seleccionan y critican las pruebas; es decir, un procedimiento que presenta analogías con la investigación
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histórica), limitándose a narrar una historia ya desarrollada por la historiografía, una historia conocida por amplias capas de la sociedad y en la cual los magistrados utilizaron un conocimiento histórico en parte ya establecido y no ayudaron a generarlo (Rousso, 1998). La tercera problemática tiene que ver con la diferencia de los campos en los cuales se discute el saber histórico. Ya se vio que el de la historia y el de la justicia no es el mismo campo: en la comunidad de historiadores se cree en el saber acumulativo, en la discusión con otros especialistas, en la no existencia de una verdad única e inmutable. Cuando el historiador va al tribunal da una única versión del pasado, no hay discusión con otros historiadores, y el juez se queda con la idea de que sólo existe una verdad del pasado (Dumoulin, 2003). Por ejemplo, en Estados Unidos y Canadá, la confidencialidad del abogado pasa al historiador, y éste no puede discutir su testimonio con otros (se limita una de las características propias de la historia, la discusión en comunidad), ni siquiera en sus cursos. El compromiso con el defendido o el acusado no permite más que ser juez y parte, todo lo que diga tendrá que ser para ayudarlo. Aunque en Francia no es así, e incluso algunos juicios se han convertido en verdaderas discusiones científicas (Dumoulin, 2003), de cualquier manera, la versión del pasado narrada por el historiador es simplificada e instrumentalizada. Y ahí aparece la cuarta problemática, vinculada con el rol social del historiador. Para muchos especialistas, el historiador tiene una función implícita: es difícil contentarse con la investigación de la verdad, porque queda por establecer el por qué la sociedad tiene necesidad de esto (Dumoulin, 2003). La historia tendría por deber desmitificar, y en esto los trabajos históricos aportan su piedra al debate cívico y constituyen una necesidad. Revelar lo que está escondido, develar los rasgos enmascarados y estigmatizar la equivocación sería uno de los ejes del rol social del historiador (Dumoulin, 2003). Ya se dijo que en estos juicios por crímenes contra la humanidad suelen mezclarse justicia, memoria e historia. Y justamente una de las interferencias entre historia y memoria se relaciona con la multi-
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plicación de polémicas que oponen a los especialistas de la historia reciente entre ellos. Mientras que tradicionalmente los historiadores rehusaban toda forma de debate o de controversia científica, los de la historia reciente se han visto en la primera línea de las querellas que tienen como centro la memoria colectiva. Del lado de los partidarios de la “historia-peritaje” se encuentra la mayoría de los historiadores del tiempo presente en Francia (la mayoría son investigadores del Instituto de Historia del Tiempo Presente); siguiendo a François Bédarida, sostienen que la investigación sobre el tiempo presente, el peritaje y la responsabilidad social del historiador van unidos. Otros historiadores piensan que los “historiadores-expertos” garantizan su lugar a los poderes (políticos o mediáticos) y renuncian, por eso mismo, a su misión científica (Noiriel, 1998). En síntesis, son varios los problemas que se presentan cuando el historiador se transforma en “testigo experto”: 1. Queda a merced de defensores y fiscales, lo que impide que en muchas ocasiones pueda presentar sus propias conclusiones. 2. El abandono de los códigos y usos de la profesión y la comunicación con un público de “profanos” transforman los datos expuestos. 3. Una vez que el proceso inició, no se pueden presentar nuevas pruebas, lo que sorprende a los especialistas, acostumbrados a que en las discusiones académicas surjan nuevos elementos de debate. 4. La determinación de la verdad es secundaria en la misión del jurado, que busca establecer soluciones, pacificar los conflictos entre dos o más partes. 5. En historia, ninguna instancia tiene el poder de clausurar un debate; la idea misma parece repugnante y ridícula a los historiadores. 6. En caso de falta de pruebas o de indecisión, el historiador puede suspender el juicio, lo que no puede hacer el juez, que buscará incluso apoyarse en hipótesis o convenciones para llegar a una sentencia. 7. En las demandas, la función del abogado es partidaria, no tiene por qué dar a conocer a la otra parte pruebas que vayan en contra de su defendido, lo que implica una tendencia a la omisión, que no forma parte de la labor del historiador. 8. En los juicios se llega a una reducción caricatural por la reducción del contexto, con el riesgo de reducir un argumento histórico complejo a
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una grosera parodia. 9. La gestión del tiempo del experto sometido al calendario judicial hace caducos los viejos imperativos positivistas de las exhaustividad documental: los puntos de vista del historiador evolucionan, jamás serán estáticos y, sin embargo, en su testimonio tiene que reducir su argumento a una suerte de “sentencia única” (Dumoulin, 2003). Es difícil juzgar a los historiadores que han decidido presentarse en juicios por crímenes contra la humanidad. En muchas ocasiones lo hicieron para no sustraerse, como ciudadanos, de un deber cívico que su oficio volvía a sus ojos aún más imperativo. Por una parte, su “testimonio” ha contribuido a mezclar los géneros y a conferir al veredicto judicial un estatuto de verdad histórica oficial, transformando una corte en “tribunal de la historia”. Por otra parte, pudieron esclarecer un contexto y recordar hechos que corrían el riesgo de estar ausentes tanto en las actas del juicio como en la reflexión que acompañó los procesos en el seno de la opinión pública (Traverso, 2005). Pero también sería difícil juzgar a quienes han decidido no hacerlo, ya sea por cuestiones personales (como, por ejemplo, algunos historiadores franceses que afirman no poder testimoniar “sin odio”) o por cuestiones de índole teórica (como fue el caso de Rousso, que se negó a testificar en el juicio a Papon apoyándose en argumentos rigurosos y esclarecedores, deseando conservar su libertad de palabra y de análisis, rechazando que su investigación se viera obligada a seguir las reglas del cuestionamiento jurídico, que sus conclusiones históricas se deformaran e instrumentalizaran en un contexto diferente del mundo de la investigación y que sus trabajos se aplicaran a un individuo en particular).104 La posición de cada historiador dependerá, en última instancia, de las relaciones que establezca entre función crítica, función cívica y función ética. Finalmente, sería esta última la que dicte la decisión, ya que, como señala Foucault, la ética es una práctica reflexiva de la libertad a través del “ejercicio de uno sobre sí mismo, mediante el cual intenta elaborarse, transformarse y acceder a cierto modo de ser”: “El cuidado de sí es el conocimiento de sí […] pero también es el conocimiento de ciertas reglas de conducta o de principios
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que son, a la par, verdades y prescripciones. Cuidarse de sí es pertrecharse de estas verdades y ahí es donde la ética está ligada al juego de la verdad” (Foucault, 1999: 394, 397-398). La ética sería, entonces, el ejercicio sobre uno mismo, y la pregunta de si uno está viviendo según sus principios. Por esto, el cuestionamiento estará siempre abierto: imposible clausurar la pregunta por uno mismo, por las reglas de conducta que nos guían, por el acercamiento epistemológico que se tiene frente al mundo y los saberes que se están produciendo. La ética es una cuestión personal y, por eso, cada uno reacciona con su conciencia, sus capacidades personales, sus opciones ideológicas y sus límites (Rousso, 1998). En este sentido, no debe despreciarse que en el origen de estos juicios puede localizarse la búsqueda de “moralizar la historia”. Las víctimas y sus descendientes los han vivido como actos simbólicos de reparación. No se trataría de identificar justicia y memoria, pero muchas veces hacer justicia significa hacer justicia a la memoria. La justicia ha sido, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI, un momento importante en la formación de una conciencia histórica colectiva. La imbricación de la historia, la memoria y la justicia está en el centro de la vida colectiva. El historiador puede operar las distinciones necesarias, pero no puede negar esta imbricación; debe asumirla con las contradicciones resultantes (Traverso, 2005). Y a partir de esto tomar una posición ética. El historiador del tiempo presente y la intervención en comunidad Pero el trabajo del historiador del tiempo presente no se ve comprometido ética y políticamente sólo cuando se desarrolla a partir de una demanda social. La simple intervención en el terreno, la propia escritura de la historia, implican ya transformaciones en el colectivo social estudiado. Aparecerse en una comunidad para analizar su historia significa ya una modificación, en ocasiones violenta, de lo que se va a investigar. Veamos un breve pero significativo ejemplo de esto. El 10 de julio de 1941, el ejército de ocupación alemán en Polonia ordenó asesinar a todos los judíos de la población de Je198
dwabne (unas 1 600 personas, la mitad de la comunidad). La orden fue cumplida por una veintena de los propios vecinos polacos. No obstante, durante años nadie parecía recordar la historia de esa manera: la memoria de los pobladores sostenía que habían sido los alemanes quienes habían asesinado a los judíos. A finales del siglo XX, el historiador estadounidense, de origen polaco, Jan Gross, comenzó a estudiar el acontecimiento y “descubrió” la divergencia entre la memoria local y la historia, transformándose en el “develador” de la “verdad histórica” frente a las “manipulaciones de la memoria”. En 2001 publicó el resultado de sus investigaciones (Gross, 2002) y los debates no se hicieron esperar. Efectivamente, tras la publicación de su libro, Gross se volvió el centro de la atención pública: su nueva narración del acontecimiento generó tanto una reevaluación sin precedente de las relaciones entre judíos y polacos durante la segunda guerra mundial como un apasionante debate. En 2004, muchas de las voces polacas de esta discusión fueron publicadas en una traducción al inglés, en donde pueden encontrarse las refutaciones que se le hicieron al historiador.105 Por otra parte, una investigación posterior, conducida por el Polish Institute of National Remebrance, apoyó parcialmente las conclusiones de Gross sobre la masacre, pero difirió en el número de víctimas, la extensión de la participación alemana y el hecho de que oficiales alemanes hubieran o no estado presentes en la masacre. Muchas preguntas debieron pasar por la mente de Gross antes de escribir un libro que cuestionaría las visiones del pasado hegemonizadas públicamente: por un lado, debió sentirse responsable de su descubrimiento; por otro, sabía que la revelación tendría implicaciones políticas y éticas muy importantes en Polonia, especialmente en el pueblo de Jedwabne. Su decisión, podemos pensar, partió justamente de la “responsabilidad” frente a la verdad histórica, frente a los judíos asesinados, frente a las posturas éticas y políticas de los vecinos del pueblo. Asumir los debates que vendrían, el malestar que se generaría entre los pobladores, las transformaciones memoriales y sociales que llegarían con la revelación impli-
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caba asumir una responsabilidad frente a la cuestión, ejemplo claro de cómo la labor del historiador tiene implicaciones éticas y políticas en su propio terreno. Si el historiador puede simplemente realizar su labor y ésta tiene consecuencias políticas y sociales, también asume un compromiso frente a la historia, que es también suya.106 Así, por ejemplo, algunos historiadores han decidido iniciar juicios civiles. Es el caso de Serge Klarsfeld, quien entabló una demanda en Alemania para juzgar a los responsables de la puesta en marcha de la “solución final” en Francia durante la segunda guerra mundial: “Decidimos recurrir a la justicia para dar a conocer la verdad histórica y, deliberadamente, con toda lucidez, desencadenamos una serie de casos judiciales” (Klarsfeld, 1993: 381-383). Partía de la idea de que al interponer los casos y con el efecto mediático correspondiente se podría arrojar luz sobre hechos históricos soterrados. En otras ocasiones, los historiadores han decidido retomar juicios civiles que habían tenido una sentencia “incorrecta” desde el punto de vista histórico.107 Si bien la posición central que han tenido los historiadores desde hace algunas décadas en los debates públicos sobre el pasado reciente en Europa108 no ha sido aún conocida en América Latina, vale la pena retomar un ejemplo de la región.109 A finales de 1998, Augusto Pinochet daba a conocer, desde Londres, la “Carta a los chilenos” (donde aseguraba que la crisis que había conducido al golpe de Estado se constreñía al periodo 1964-1973, adjudicando toda la responsabilidad a la Unidad Popular de Salvador Allende), a la que se sumaron las controversiales interpretaciones de la historia nacional realizadas por sus partidarios políticos e intelectuales. Frente a estas iniciativas, once historiadores hicieron público el “Manifiesto de historiadores”, para contestar a las “afirmaciones históricas” hechas por la derecha chilena. Sergio Grez, uno de los especialistas firmantes, sostendría que el combate por la historia es político, ya que si la memoria de una nación no está constituida en lo fundamental por el saber “histórico científico” producido por los
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historiadores, sin duda influye en la formación de identidades y tradiciones: Era necesario, porque así lo exigía nuestro rol social y nuestro compromiso ético, refutar con todo el peso de nuestro saber y quehacer profesional las manipulaciones y tergiversaciones de la historia de las últimas décadas de la vida de la nación expresadas en esos documentos y por otros medios ligados al poder hegemónico en Chile (Grez Toso, 2001: 213)
Estos ejemplos resaltan algunos puntos relevantes sobre las dimensiones ética y política en la intervención y la labor del historiador del tiempo presente que conviene analizar. En particular, dos problemáticas: la relación con las fuentes (la memoria de los testigos) y las formas de escribir la historia. En la realización de la historia del presente, las fuentes escritas pueden ser poco accesibles por estar dispersas y porque una gran cantidad de archivos aún están cerrados. Pero hay un contrapeso esencial: la existencia de fuentes orales, los testimonios de protagonistas o testigos de la historia. Si bien estas fuentes pueden presentar dificultades técnicas y metodológicas,110 para lo que aquí nos interesa existe una problemática, no sólo técnica, conectada con las tensas relaciones entre historia y memoria: los vínculos entre historiadores y testigos. Por un lado, se encuentran las correlaciones de poder que se establecen entre ambos sujetos (“yo soy el que conoce”, asegura el historiador; “yo soy quien lo vivió”, afirma el actor). No ha sido extraño observar, en algunos países, ríspi-dos y acalorados debates públicos. En más de un coloquio sobre la segunda guerra mundial, los especialistas y los partícipes de la historia se han descalificado mutuamente asegurando que la verdad está de su lado: el historiador “no sabe” porque no estuvo allí, el testigo “no comprende” la situación global porque no cuenta con todas las fuentes necesarias para hacer un análisis general.111 Si, como se mencionó, el historiador siempre es criticado por sus pares, en el caso de los historiadores del tiempo presente a esto se suma la crítica de los protagonistas. Al tratarse de una historia que justamente parte de la existencia de testigos vivos (por algo hay quienes la llaman “historia vivida”), éstos pueden cuestionar los re201
sultados del historiador. De hecho, en ocasiones la historia ha sido considerada como instrumento de la “traición” por los protagonistas. Primero, porque el historiador es incapaz de relatar con exactitud y de reconstituir fenómenos complejos en su plenitud. Segundo, por la dificultad para dar un lugar justo, en una visión de conjunto, a los aspectos multiformes de las experiencias individuales. Tercero, las distintas etapas de la memoria complican la reconstitución del pasado, pues un testigo puede recordar sus vivencias de maneras diferentes según el momento, ya que en buena medida la memoria está determinada por el presente. Finalmente, se encuentran las diferencias entre los saberes y objetivos de los testigos (la confiscación y la sacralización de una herencia portadora de sentido que por lo mismo se juzga indiscutible) y los historiadores (las exigencias debidas a la imperiosa búsqueda de la verdad).112 Entre el historiador y el protagonista de la historia se da, entonces, una relación asimétrica del vínculo: el poder de las fuentes y la fuente del poder, según Laborie.113 Se trata de distancias que en ocasiones son difícilmente salvables: entre la convicción de la experiencia vivida y las interrogaciones críticas realizadas de lejos sobre el desarrollo del pasado; entre las virtudes de la conmemoración y el rigor del método histórico; entre las amnesias puntuales o los arreglos del tiempo remodelado y las duras realidades de la cronología minuciosamente reconstituida; entre una “memoria-identidad” y las memorias fuertemente autopsiadas y recortadas por las necesidades de la verdad.114 Como refiere Traverso, el conjunto de los recuerdos de los testigos forma una parte de la memoria social, una memoria que el historiador no puede ignorar y que debe respetar, que debe explorar y comprender, pero a la cual no debe someterse. No tiene el derecho de transformar la singularidad de esta memoria en un prisma normativo de escritura de la historia. Su tarea consiste más en inscribir la singularidad de la experiencia vivida en un contexto histórico global, buscando esclarecer las causas, las condiciones, las estructuras, la dinámica de conjunto. Esto significa aprender de la memoria pasándola por el tamiz de una verificación objetiva, empírica, docu202
mental y factual, localizando si es necesario sus contradicciones y sus trampas. Si puede existir una singularidad absoluta de la memoria, la de la historia siempre será relativa. Por todo esto, recuerda Traverso, en ocasiones es muy difícil para quienes trabajan con fuentes orales encontrar el equilibrio justo entre empatía y distanciamiento, reconocimiento de las singularidades y puesta en perspectiva general (Traverso, 2005). Y es ahí donde aparece la segunda problemáticas en la labor del historiador del presente: en las formas de escritura de la historia La relación del historiador con el pasado, el presente, los actores de la historia, en síntesis, su intervención en el mundo en el que vive, debe estar basada en una ética de la responsabilidad ante la alteridad y ante la construcción y la transmisión de las verdades posibles.115 Finalmente, las formas que adquiere la escritura de la historia significan un compromiso ético y político. Durante mucho tiempo, la principal crítica a la historia del tiempo presente fue la imposibilidad de alcanzar la objetividad debido a la falta de distancia temporal. Si bien el historiador del presente se ve enfrentado a una historia que lo toca de cerca, esto no debería implicar –más que con otros objetos lejanos– la distorsión de los hechos de manera que una narración verídica de la historia sea afectada. Lo difícil está en la manera de escribir las historias y en dar todos los elementos del rompecabezas evitando juzgar los hechos, aun teniendo una posición al respecto. Porque si el historiador debe practicar una distancia crítica frente a su objeto de estudio jamás será neutro ante él –cualquiera que sea la distancia que lo separe. En el historiador no debe existir sino una sola conciencia, que es su conciencia de hombre, o de mujer (Bédarida, 1993: 391-402), que implica asumir el compromiso que tiene frente a lo narrado. Y es que, finalmente, una de las labores más importantes del historiador es la transmisión del conocimiento. El trabajo histórico no puede ser entendido sin la escritura de la historia: la intervención social, la búsqueda de fuentes y su comparación no hacen ni la mitad de este trabajo. Escribir la historia es generar una memoria histórica en las sociedades, es presentar una posible visión del pasa-
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do basada en un método específico. Por eso el historiador del tiempo presente tiene una gran responsabilidad personal y social, pues se hace cargo de la escritura de periodos que suelen ser convulsos y polémicos, enfrentándose a una verdad más acuciante, peligrosa y necesaria. El papel del historiador implica una visión global frente a la visión subjetiva del protagonista. Como sugiere Voldman, uno de los aspectos éticos de su rol es su capacidad de reenviar a los hombres, cuya historia escribe, una imagen de ellos mismos que no disimule en nada lo trágico de lo humano (incluso con la dificultad de narrar lo indecible), pero mantenga también, pese a todo, la esperanza. En este sentido, se puede decir que historizar es asumir la contradicción entre la necesaria escritura del pasado y el imposible alumbramiento de la prueba histórica, que no pertenece al orden del lenguaje (Voldman, 1993: 123-132). Como afirma acertadamente Traverso, en tanto que “pasador” extraterritorial, el historiador le debe a la memoria, pero al mismo tiempo obra sobre ella, puesto que contribuye a formarla y orientarla. Precisamente porque en lugar de vivir encerrado en una torre participa en la vida de la sociedad civil, coadyuva en la formación de una conciencia histórica, es decir, de una memoria colectiva (plural e inevitablemente conflictiva, que atraviesa el conjunto del cuerpo social). Dicho de otra manera, su trabajo contribuye a forjar lo que se ha llamado “usos públicos de la historia”: los debates superan las fronteras de la investigación histórica, invaden la esfera pública e interpelan a nuestro presente (Traverso, 2005). Sin embargo, la posición de los historiadores no es, y no puede ser igual, en todos los países. Pueden observarse al menos dos posiciones frente a las memorias colectivas, que dependen en buena medida de las formas públicas que han adquirido esas memorias en las distintas sociedades. En primer lugar, en tanto “turbador de memorias” (Laborie, 1993: 133-141), especialmente en los países donde se ha instalado una memoria de las víctimas que no deja escuchar otras memorias (lo que Todorov ha llamado los “abusos de memoria”; Todorov, 2000). Si bien el historiador debe ser respetuoso con la alteridad, con el testimonio de quien vivenció los aconteci-
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mientos, también debe ser capaz de sacudir las memorias (y las historias, por supuesto) que se han hegemonizado en los diversos espacios públicos. Y es que, finalmente, en toda narrativa del pasado, ya sea memorial o histórica, siempre deberían estar presentes el compromiso ético y la pluralidad de interpretaciones (Rabotnikof, 1996: 143-150). Si la historia reciente sólo es narrada por los actores o sus simpatizantes es necesariamente más “caliente” que “fría”. Es imprescindible entonces que la historia sea “enfriada” por los especialistas (Bloch-Lainé, 1993: 365-368). Desde ahí, no pocos investigadores han sugerido que la historia podría ser una especie de psicoanálisis nacional cuando se trata de historias violentas y convulsas (LaCapra, 2005). No obstante, donde las luchas memoriales por el pasado reciente violento son aún muy fuertes y las memorias de los victimarios son poderosas, el historiador se transforma en “guardián de memoria” (Lorenz, 2004: 64-70). “Contra los militantes del olvido, los traficantes de documentos, los asesinos de la memoria, contra los revisores de enciclopedias y los conspiradores del silencio […] el historiador sólo, animado por la austera pasión de los hechos, de las pruebas, de los testimonios, que son los alimentos de su oficio, puede velar y montar guardia” (Yerushalmi, 1989: 25). El cuidado de sí y de los otros: ¿una cuestión personal? Difícil labor la del historiador del tiempo presente cuando se confronta con posturas éticas y políticas por el trabajo realizado. ¿Debe mantenerse al margen de los juicios civiles y políticos de su tiempo? ¿Debe conformarse como el garante de la verdad histórica, incluso frente a los reclamos de los testigos que vivieron los hechos? ¿Tiene el derecho de modificar las versiones de la historia y de la memoria que han sido hegemonizadas en el espacio público de una nación o un grupo? Es evidente que cada historiador responde de manera diferente a estas interrogantes. Quizás por esto es más “sencillo” abstenerse de estudiar historias aún “calientes”, historias que cuentan con testigos vivos que pueden no sólo confrontar lo dicho por el historiador, sino que serán tocados por la in205
tervención y las aseveraciones formuladas. Quizá la única respuesta posible es que el historiador debe estar del lado de la responsabilidad: con la verdad histórica, pero también con el colectivo social, asumiendo las dimensiones ética y política de su labor. Porque, como se ha dicho, al intervenir en una comunidad el historiador se enfrenta con elementos éticos y políticos que aunque de alguna manera le son ajenos también lo tocan, pues es quien los genera a través de su propia intervención en el colectivo social; es decir, lo que la intervención (como inclusión violenta o no, demandada o no) genera en el terreno donde se efectúa. Cabe, entonces, suponer que el historiador, al realizar una intervención, debería cuestionarse la labor que está realizando, lo que significará su intervención, los aspectos éticos y políticos movilizados por el simple hecho de presentarse en una colectividad en donde será alguien ajeno. Lo que todo esto tendrá como consecuencia en el momento de la intervención y posteriormente. ¿Qué implicará la publicación de su trabajo o la entrega de los resultados a la comunidad? ¿Cómo debe realizarse? ¿Cuáles son las “mejores formas” para transmitir el conocimiento? Como ya se ha visto, la labor del historiador del tiempo presente difícilmente puede ser separada de las problemáticas del mundo contemporáneo. Como se ha señalado, la justicia, la memoria, la identidad y la localización de la verdad histórica son cuestiones fundamentales para muchas sociedades contemporáneas, para seres humanos que se ven tocados por una historia social, política y mundial que los ha afectado de diversas maneras. Y el historiador, al escribir la historia, toma una posición ética y política. Como lo hace al intervenir en el colectivo social del que quiere escribir parte de la historia, cuando cuestiona verdades jurídicas o inicia acciones en la justicia civil. Y cuando se ve comprometido con el mundo actual al aparecer la solicitud social de su experiencia científica. Pero el “compromiso” ético y político del historiador no puede ser sino el compromiso de un historiador (Vidal-Naquet, 1993: 383-388). ¿Qué ética puede resaltarse ante estas disyuntivas? Quizá saber que el pasado debe responder a las interrogaciones del hoy: no
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sustraerse a las interrogantes del tiempo presente es quizás el único modo de resistir a la mecánica implacable del olvido (Laborie, 1993), pues son preguntas que no tienen una respuesta unívoca, a las que sólo pueden darse esbozos de la responsabilidad social frente a la alteridad.
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Notas de la Parte I 1. Una parte de este artículo fue publicado en Allier Montaño (2018): "Balance de la historia del tiempo presente. Creación y consolidación de un campo historiográfico" 2. Sobre el porqué de este surgimiento en Francia, véanse Aróstegui (2004) y Soulet (2009). 3. En su portal web se afirma sobre el IHTP: “El IHTP es una unidad propia del CNRS que trabaja sobre la historia de la guerra en el siglo XX, los sistemas de dominación autoritarios, totalitarios o coloniales, la historia cultural de las sociedades actuales y, por último, la epistemología de la historia del tiempo presente, entendida como una aproximación singular de las relaciones entre pasado y presente, sensible a la memoria, al testimonio, al rol de los historiadores en la cité”. Disponible en: www.IHTP.CNRS.fr/ (consulta: septiembre de 2016). La traducción es de la autora. 4. En Holanda, Italia, Austria y Bélgica se crearon entre 1945 y 1970 institutos para estudiar y resguardar documentos de la segunda guerra mundial. Todos fueron creados por fuera de las universidades, pero auspiciados por los gobiernos. Véase Lagrou (2003). 5. La cuestión de la edad en las generaciones no es algo estable ni totalmente definido. Hace 100 años se creía que los rangos eran 0-20, 20-40 y 40-60. Las transformaciones sociales y económicas han aumentado considerablemente el promedio de vida de los seres humanos, con lo cual los rangos se amplían. Por supuesto, la cuestión de la edad también depende del medio social y laboral. Por ejemplo, en la academia, el rango de la generación activa iría desde los 30-35 hasta los 70 o más. 6. Algunos autores han considerado que ésta tampoco es una definición suficiente, “ya que el recorte se fundamenta o bien en cuestiones de orden estrictamente metodológico (la posibilidad de trabajar con historia oral) o bien en un criterio ciertamente egocéntrico: la coetaneidad del historiador con el pasado” (Franco y Levín, 2007: 34). 7. No es ocioso hacer notar que la definición de este campo insiste en la reflexión en torno al “presente”, dejando de lado la cuestión del “tiempo”. En un acertado artículo, Guadalupe Valencia García (2009) permite idear una articulación transdisciplinaria de lo que significa el tiempo y propone diversas estrategias de acercamiento a esta dimensión. Señala que en vez de hablar de un tiempo y un mundo convendría hablar de tiempos y mundos, en plural.
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8. Sobre estos vínculos, véase Écrire l’histoire (1993); y Droit y Reichherzer (2013), Franco y Levín (2007) y González (2011). 9. Sobre estos aspectos, véase Dumoulin (2003). 10. Como lo señala Noiriel (1998), estas “nuevas funciones” del historiador ponen en primera línea las tensas relaciones entre historia y memoria. 11. “Présentation. historique”. Disponible en: (consulta: septiembre de 2016). (La traducción es de la autora). 12. Se puede ver una larga lista de la bibliografía en el portal web del IHTP: www.IHTP.CNRS.fr/. 13. Se puede consultar una amplia bibliografía en Allier Montaño y Crenzel (2015). 14. Vale la pena revisar los trabajos de Cosse (2010), Zolov (1999) y Garay (2004), por citar sólo algunos. 15. Claire Potter (2012) habla de una historia “that talks back” [que contesta]. 16. Vale la pena señalar que en México el término que se está volviendo dominante es justamente historia del tiempo presente. Esto probablemente se deba a la influencia francesa en la disciplina histórica de nuestro país. Sin embargo, existen pocos trabajos teóricos que reflexionen sobre este campo; uno de ellos es el coordinado por Graciela de Garay (2007). 17. Por supuesto, se trata de problemáticas que otras ciencias sociales y humanidades ya conocían: la psicología social, la sociología, la antropología, hace tiempo se enfrentan a esta situación; de ahí la importancia de la transdisciplina para la historia del presente. 18. La sección fue fundada por Peter Winn, Marina Franco, Florencia Levín, Vania Markarian. Hoy agrupa a casi cien historiadores y científicos sociales de América Latina. 19. Podría llenar el artículo de anécdotas de este tipo; sólo una más. En 2008, ya como investigadora del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, participé en un proyecto institucional para conmemorar los doscientos años del inicio de la Independencia y los cien de la Revolución en México. En una reunión con todos los participantes expusimos nuestros proyectos individuales, y aún recuerdo las caras de dos colegas cuando dije que pensaba estudiar el mismo momento que estábamos viviendo: el 2008, como inicio de las celebraciones. Azoro y perplejidad eran las emociones menos cuestionadoras. Por supuesto, también mencionaron que eso no era historia y que sería mejor que tratara de abordar otros temas. Muchos de quienes han deseado estudiar historia del presente en México en los últimos años se han en-
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frentado a las mismas dudas y cuestionamientos. Aunque parece que esto está cambiando. 20. Véanse Paul Ricœur, Historia y verdad; Adam Schafft, Historia y verdad; Paul Veyne, Comment on écrit l’histoire. Essai d’épistémologie; Michel de Certeau, Historia y psicoanálisis; Pierre Bordieu, “El campo científico”; Dominick LaCapra, Escribir la historia, escribir el trauma; Elias, Compromiso y distanciamiento; Laborie, “Histoire et résistance: des historiens trouble-mémoire”. 21. Sin embargo, dentro del campo hay historiadores que continúan ciñéndose a la distancia temporal. Marina Franco y David Lvovich (2017) señalan, retomando a Enzo Traverso, que la distancia no debería ser una cuestión de tiempo, sino una “toma de distancia, una ruptura con el pasado” (tanto con el proceso histórico como con la conciencia de los coetáneos) que permita poner al pasado en perspectiva histórica. Evidentemente se trata de una teorización que funciona para casos de una historia periodo, como las dictaduras en el Cono Sur o la segunda guerra mundial en Europa, pero que no permite la conceptualización de historias vinculadas con conmemoraciones (como el trabajo de Patrick García sobre la conmemoración de 1989 en Francia) o con historias nacionales donde las rupturas no son evidentes o, simplemente, no existen, como el caso de México o Colombia. 22. El 26 de septiembre de 2014, varias decenas de estudiantes de la Escuela Normal Superior de Ayotzinapa decidían secuestrar unos camiones para ir a la Ciudad de México a la conmemoración por el 2 de octubre de 1968. Hasta el día de hoy no es posible saber qué ocurrió, pero lo cierto es que tres de ellos murieron, dos resultaron heridos de gravedad y 43 jóvenes continúan desaparecidos desde ese día. Véase Sergio Aguayo, De Tlatelolco a Ayotzinapa. Las violencias del Estado. 23. “In the exciting and dangerous hollow of a wave” [En el excitante y peligroso túnel de una ola], dijo Arthur M. Schlesinger, The Age of Roosevelt. 24. A mí me ha ocurrido en dos de las investigaciones que he llevado a cabo en los últimos 15 años. Cuando hacía mi tesis de doctorado siempre decía en broma “Si los uruguayos no ponen un punto final a esta historia, yo tendré que hacerlo”; al transformarla en libro debí incluir un epílogo (Eugenia Allier Montaño, Batallas por la memoria). Para el caso mexicano sobre el 68 he ido ampliando los márgenes conforme van ocurriendo cosas y yo voy publicando nuevos textos. En ese sentido, el libro que coordiné con Emilio Crenzel (The Struggles for Memory in Latin America. Recent History and Political Violence) es un ejemplo afortunado de esta situación: cada vez que solicitábamos a los coautores rectificaciones volvían a incluir las actualizaciones de lo que estaba ocurriendo en cada país. Para la edición definitiva nos vimos en la necesi-
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dad de prohibir la inclusión de nueva información. Y si bien esto es evidente cuando se hace una historia de la memoria (Henry Rousso, Le syndrome de Vichy, 1944 à nos jours), no es el único caso. Romano asegura que puso punto final a la historia sobre matrimonios interraciales en Estados Unidos en su texto “Not dead yet: My identity crisis as a historian of the recent past” el día en que envió el libro que coordinaba a la editorial (Romano, 2012). 25. Una parte de ese trabajo puede verse en Eugenia Allier Montaño, “Presentes-pasados del 68 mexicano. Una historización de las memorias públicas del movimiento estudiantil, 1968-2007”. Hice lo mismo en 2010 para las conmemoraciones por los 200 años del inicio de la Independencia y los 100 del inicio de la Revolución en México. Aún no termino de analizar el material, que es más de cuatro veces que el recabado en 2008. 26. Imposible discutir este punto en este texto, pues además de ser amplio no es el tema que nos convoca; sin embargo, el lector puede encontrar un desarrollo de la cuestión en Philippe Joutard, Esas voces que nos llegan del pasado; Pierre Laborie, “Histoire et résistance: des historiens trouble-mémoire”; Robert Perks y Alistair Thompson (eds.), The Oral History Reader; Danièle Voldman, “La place des mots, le poids des témoins”. 27. Algunos ejemplos de esto pueden verse en Simone Veil, “Réflexions d’un témoin”. 28. Sobre las nuevas fuentes para la historia del presente, véanse Claire Potter y Renee Romano, Doing Recent History, y Jean-François Soulet, L´histoire immédiate. Historiographie, sources et méthodes. 29. Al escribir mi tesis de doctorado sobre las memorias del pasado reciente en Uruguay no había casi ningún trabajo sobre el tema. No obstante, los trabajos sobre las memorias de Vichy en Francia fueron fundamentales para mí: los textos de Henry Rousso y los de Benjamín Stora inspiraron mis análisis y reflexiones. Véase Eugenia Allier Montaño, Batallas por la memoria. Los usos políticos del pasado reciente en Uruguay. 30. Al terminar de escribir este texto me enteré de la muerte de Roberto Escudero, uno de los líderes del movimiento estudiantil de 1968, representante de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM ante el Consejo Nacional de Huelga. En marzo de 2016 tuve la oportunidad de entrevistarlo. Ese recuento quizás quede como uno de los últimos que hizo sobre su participación en el 68 mexicano y acerca de su exilio político en Chile. Descanse en paz. Aprovecho este espacio para agradecerle por haberme abierto una puerta al pasado-presente del 68. Fue un placer haberlo escuchado. 31. Hoy se estudian los 68 y no el 68, ampliando el horizonte histórico. Véase, por ejemplo, Philippe Artières, Michelle Zancarini-Fournel (coords.). 68. Une histoire collective (1962-1981). Los años 68 en México debería ser com-
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prendido como el periodo 1958-1973, para incluir no sólo los movimientos estudiantiles previos al 68, sino otros movimientos prodemocracia, así como ciertas evoluciones que desde el gobierno buscaron una democratización política incipiente (como la apertura democrática de Luis Echeverría Álvarez), los procesos políticos de represión (los parteaguas represivos previos al 68, como la muerte de Rubén Jaramillo, la matanza en Atoyac el 18 de mayo de 1967 en contra del Frente de Defensa de los Intereses de la Escuela Juan Álvarez, dirigido por Lucio Cabañas, el 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971) y los de radicalización de los estudiantes en armas. En esos largos 68 mexicanos, 1958 marcaría el inicio de las movilizaciones sindicales con la huelga de los ferrocarrileros y 1973 el final con la fundación definitiva de la Liga Comunista 23 de Septiembre, y la posterior represión gubernamental en contra de los movimientos armados, conocida como la “guerra sucia”. 32. Véase Marina Franco, Un enemigo para la nación. Orden interno, violencia y “subversión”, 1973-1976. 33. Véase Camilo Vicente Ovalle, “Una violencia que no quiere decir su nombre. Enemigo político y desaparición forzada en México, 1970-1980. Elementos para una historia”. 34. Por ejemplo, en el departamento de la Universidad de Rennes-II, entre 2000 y 2010, de 76 tesis de maestría, 64.6% se refería a historia contemporánea. De ese 64.6%, lo referido a historia del presente (desde 1945) alcanza 39%, es decir, 25% del total de las tesis. Véase Emmanuel Droit y Franz Reichherzer, “La fin de l’histoire du temps présent telle que nous l’avons connue”. Sobre Estados Unidos, véase Renee Romano y Claire Potter, “Introduction. Just Over our Shoulder”. 35. En México es claro que el campo de historia del presente se está desarrollando en los posgrados de las universidades, particularmente lo referido a movimientos armados y guerra sucia de los años 1970-1980. He sido testigo de este crecimiento en los últimos diez años a través de la dirección de tesis y la participación en jurados de maestría y doctorado. 36. Este texto recupera ideas expresadas en un artículo previo, Valencia (2009). 37. Sin duda, la brecha entre las dos culturas de la que habló Snow puede disminuirse. Tengo la impresión de que hoy, a diferencia de hace tres o cuatro décadas, los humanistas hemos accedido pausada pero placenteramente a la cultura científica, mientras que los científicos de la materia y de la vida han atendido cada vez más a los lenguajes de las ciencias del hombre incluidos, aquí, los lenguajes de la literatura y las artes. Véase Snow (1987). 38. Comparto aquí una muy breve lista de autores sobresalientes con textos escritos desde la física, la filosofía, la historia, la antropología, la sociología,
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la geografía y la crítica literaria para abordar el tema del tiempo, la memoria y las temporalidades: Hawking (1999), Koselleck (1993 y 2003), Motzkin (1992), Elias (1989), Fabian (2002), Rovelli (2018), Indij (2014), Burdick (2018), Safranski (2017), Augé (1998), Augé (2003), Boym (2015), Hartog (2007), Hunt (2008), Chartier (2007). Los años de edición no necesariamente representan el de la primera publicación en su idioma original. Son también varios los dossiers, foros y conferencias que abordan estos temas. Destaco en especial el coloquio Esculpir el Tiempo. Perspectivas de Tiempo y Espacio desde los Saberes Antiguos hasta las Ciencias Modernas, organizado por el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, los días 16 y 17 de noviembre del 2017, que reunió a expositores de diversas ciencias y artes para dialogar sobre las múltiples concepciones del tiempo en épocas antiguas y contemporáneas. Los videos se pueden ver en línea en: www.youtube.com/watch?v=9lmNxNuuoNs; www.youtube.com/watch?v=cB7b0cMUqhE; www.youtube.com/watch?v=fSDKPAMeC4Y. 39. “¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Quién podrá explicar esto fácil y brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento, para hablar luego de él? Y, sin embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos en nuestras conversaciones que el tiempo? Y cuando hablamos de él, sabemos sin duda qué es, como sabemos o entendemos lo que es cuando lo oímos pronunciar a otro. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente” (San Agustín de Hipona, s.f.: 75). He señalado en cursivas la parte más difundida de este pasaje. 40. Así, la historia, al igual que la antropología, tiene como materia prima las experiencias ajenas vinculadas a cadenas de relaciones causales y contingencias enmarcadas en contextos de flujos y naturaleza constitutiva diversa. Esta premisa ha conducido a establecer que la historia es ante todo una disciplina empírica sustentada en fuentes materiales (archivos) bajo un riguroso análisis metodológico. Un ejemplo de una afirmación en este sentido puede verse en Herren (2012). Por su parte, Dipesh Chakrabarty (2015) observa que todavía para los historiadores el archivo, que define como un repositorio de fuentes escritas, continúa siendo central para lo que ellos consideran constitutivo de la actividad que llaman “investigación”. 41. La fórmula: “La historia se hace con textos” es la consigna de Lucien Febvre (1993: 17).
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42. Es el caso de las propuestas desde la Big History (“historia en grande”) y la Deep History (“historia en grande”) que se proponen abarcar miles de años incorporando la historia de la humanidad en la historia del universo. Véase Chakrabarty (2015) y Armitage (2012). 43. Este listado recoge algunas de las angustias expresadas en Cannadine (2005) y Armitage y Jo Guldi (2014). 44. Más adelante, en una obra complementaria a su propuesta sobre la “sobremodernidad”, Augé aludió a un “tiempo puro”, diferente del tiempo histórico o del tiempo de la historia (Augé, 2003: 45). 45. Véase para breves resúmenes sobre definiciones del tiempo a Hunt (2008) y sobre el espacio a Phil Hubbard (2005). 46. El también conocido como “nuevo materialismo” enfatiza la “agencia” de las cosas y de los objetos al considerarlos parte activa de la esfera humana. Relevantes en este rubro han sido los aportes de Bruno Latour y su “agencia de los objetos”, así como la obra filosófica de Graham Harman, que plantea las cualidades ontológicas de los objetos, o cosas materiales, y los aportes antropológicos de Tim Ingold y Alfred Gell (para una breve reseña, véase Roberts, 2017). 47. La “nostalgia”, escribió Svetlana Boym, “es la añoranza de un hogar que no ha existido nunca o que ha dejado de existir. Es un sentimiento de pérdida y de desplazamiento, pero representa también un idilio con la fantasía individual. El amor nostálgico sólo puede sobrevivir en una relación a larga distancia”. En “el siglo XXI, esta enfermedad pasajera es una afección moderna e incurable” (Boym, 2015: 13-14). 48. Para mayor comprensión de esta postura, sustentada parcialmente en Jacques Derrida, Frank Ankersmit y Hayden White, su rechazo a la ética proviene de que nuestra toma de decisiones se da en el marco de referencia de un sistema “ético” putativo o elaborado previamente; por lo tanto, cuando tomamos una decisión ética lo que hacemos es aplicar una regla o códigos anteriores, lo cual anula el hecho de decidir (Jenkins, 2006). 49 La gran movilización de ese día se sostuvo en el rechazo al fallo de la Corte Suprema argentina que aplicó la ley 24.390, conocida como 2x1, al caso del represor Luis Muiña, culpable de crímenes de lesa humanidad. La ley en cuestión indica que pasados los primeros dos años de prisión preventiva sin condena se deben computar dobles los días de detención. 50 Utilizo aquí indistintamente las nociones de “emoción” y “afecto”. Soy consciente de las diferencias conceptuales de cada una de estas palabras, pero se trata de distinciones que no alteran el eje central de este texto. Es necesario, sin embargo, aclarar que ciertas definiciones ya clásicas (Hardt, Massumi, Gould) entienden que mientras los afectos son supuestamente
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desestructurados, auténticos y prelingüísticos, las emociones son la expresión de esos afectos atravesados por la dimensión cultural y la lingüística (Macón, 2013). Esta distinción terminológica –que implica importantes desafíos metodológicos– no resulta siempre trasladada a la discusión de los debates específicos. De todos modos, a pesar de ciertas dificultades que entiendo insalvables para acceder a esa supuesta esfera de autenticidad, rescato ciertas características de la dimensión entendida como afectiva, como el desafío a ciertos dualismos, su performatividad, su labilidad y el carácter colectivo. 51. Ya he dado cuenta de la crisis de la narrativa del progreso y de algunas de sus consecuencias políticas e históricas (Macón, 2011). 52. Es importante señalar aquí que el llamado “giro afectivo” contiene dos tradiciones diferentes: aquella que busca plantear evaluaciones críticas del papel ejercido por los afectos (Ahmed, Berlant) y la que entiende que en esa zona prelingüística se encuentra per se una potencia transformadora (Massumi) Este trabajo se encuentra enmarcado en la primera perspectiva. Para un desarrollo de esta distinción, véase Macón, 2013. 53. Es necesario evocar tres desarrollos tempranos que marcan hasta el día de hoy el despliegue del campo. Nos referimos a El otoño de la Edad Media (1919), de Johan Huizinga; El proceso de la civilización (1939), de Norbert Elias y a una serie de escritos de Lucien Febvre que se inicia con “Comment reconstituer la vie affective d’autrefois? Sensibilité et Histoire” (1941). Esta suerte de trío fundacional del campo ha sido actualizado recientemente en debates metodológicos definidos a través de tres grandes marcos conceptuales que no pretenden hacer de la historia de las emociones un área aislada, sino promover su transversalidad: el desplegado por el historiador estadounidense Peter Stearns, dedicado a indagar en la transformación histórica de las ideas de infancia, gordura y sexualidad; el de la medievalista Barbara Rosenwein, quien abrió la discusión destacando no sólo la variabilidad histórica de las emociones, sino también su pluralidad dentro de un mismo momento histórico, y el desarrollo de una metodología específica por parte del historiador William Reddy. 54. Esta dislocación del tiempo puede ser caracterizada, como lo han hecho Jack Halberstam y Elizabeth Freeman, en términos de “temporalidad queer”, una noción que he analizado en otros trabajos (Macón, 2017; Macón, 2016). 55. “‘Histoire mondiale de la France’: Pierre Nora répond à Patrick Boucheron”, BiblioObs, 30 de marzo de 2017. Disponible en .bibliobs.nouvelobs.com/idees/20170328.OBS7228/histoire-mondiale-de-la-france-pierre-nora-repond-a-patrick-boucheron.html; “Faire de l’histoire aujourd’hui: la réponse de Boucheron à Nora”, BiblioObs, 5 de abril de 2017. Disponible en bi-
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bliobs.nouvelobs.com/idees/20170404.OBS7541/faire-de-l-histoire-aujourdhui-la-reponse-de-boucheron-a-nora.html. 56. “Un ensayo contra el abuso de la memoria gana el Premio Nacional de Historia”, El País, 27 de noviembre de 2012. Disponible en elpais.com/cultura/2012/11/27/actualidad/1354017632_670374.html (consulta: 25 de septiembre de 2018). 57. Véanse los trabajos de Marina Franco o Eugenia Allier Montaño, por mencionar tan sólo a estas dos historiadoras. 58. Historia a Debate: www.h-debate.com; Historizar el pasado vivo: www.historizarelpasadovivo.cl. 59. Viene subrayado en el texto. “Manifiesto de historiadores”, Santiago de Chile, enero de 1999. Disponible en www.archivochile.com/Ceme/recup_memoria/cemememo0003.pdf (consulta: 10 de septiembre de 2018). 60. “Argentina: historia oficial. La declaración de los historiadores”, de noviembre de 2011, texto completo en: nuevomundoradar.hypotheses.org/89294 (consulta: 10 de septiembre de 2018). 61. “La naturaleza del franquismo”, El País, 8 de junio de 2011. Disponible en elpais.com/diario/2011/06/08/opinion/1307484011_850215.html; “La larga sombra del franquismo historiográfico”, El País, 26 de mayo de 2012. Disponible en elpais.com/elpais/2012/05/11/opinion/1336763053_612230.html (consulta: 10 de septiembre de 2018). 62. Institut d’Histoire du Temps Présent: www.IHTP.CNRS.fr. 63. Entrevista a Henry Rousso, “Le surinvestissement dans la mémoire est une forme d’impuissance”, Libération, 8 de abril de 2016. Disponible en www.liberation.fr/debats/2016/04/08/henry-rousso-le-surinvestissement-dansla-memoire-est-une-forme-d-impuissance_1444888 (consulta: 18 de septiembre de 2018). 64. Seminario IHTP con Manuel Gárate Chateau, “Las polémicas en torno al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en Chile”, 22 de noviembre de 2015. Síntesis publicada en el Carnet de l’IHTP, 21 de noviembre de 2015. Disponible en IHTP.hypotheses.org/1350 (consulta: 18 de septiembre de 2018). 65. La expresión “oscuro pasado” fue utilizada en la declaración pública de la Asociación de Ma-gistrados chilenos: “Jueces chilenos piden perdón por sus ‘omisiones’ en la dictadura de Pinochet”, El País, 5 de septiembre de 2014. Disponible en . 66. Disponible en www.historizarelpasadovivo.cl/.
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67 “La memoria ha pasado a ser un valor fundamental, un derecho humano”, entrevista a Henry Rousso por Pablo Marín, La Tercera, 19 de agosto de 2018, Disponible en culto.latercera.com/2018/08/19/henry-rousso-historiadorfrances-la-memoria-ha-pasado-a-valor-fundamental-derecho-humano/ (consulta: 18 de septiembre de 2018). 68. Este epígrafe es citado en Aróstegui (2004: 19). 69. La traducción del original en alemán es nuestra. 70. Hemos abordado el uso de la república en las élites políticas argentinas en Pinto y Rodríguez Rial (2015). Asimismo, nos hemos ocupado de la “república” como concepto y el republicanismo como tradición política en la teoría e historia políticas en Rodríguez Rial (2016) 71. Actualmente estamos confeccionando un archivo de historia oral con entrevistas a referentes de la Juventud de la Unión Cívica Radical (UCR) en los años setenta y ochenta sobre sus concepciones de la democracia anteriores, contemporáneas y posteriores a la transición democrática argentina (19831989). Se pueden consultar los resultados preliminares de dicha investigación en Rodríguez Rial y Prats (2016). También dentro del proyecto PAPIIT “Hacia una historia del presente mexicano: régimen político y movimientos sociales, 1960-2010”, dirigido por Eugenia Allier Montaño, estamos analizando el impacto del concepto de “neoliberalismo” en las transiciones a la democracia en México y Argentina y en el activismo político de ambos países. 72. Para Aróstegui, (2004: 29), la expresión historia reciente es totalmente inadecuada. Cuando nos refiramos a trabajos de historia del presente producidos en y sobre la región sur de América del Sur (Argentina, Uruguay, Brasil) emplearemos la expresión “historia reciente” como sinónimo de historia del presente, porque, a pesar de las justificadas reservas de Aróstegui, muchos de los referentes de ese campo lo hacen así; véase Lastra en este libro. A su vez, en este capítulo se emplean de modo indistinto los sintagmas “historia del tiempo presente” e “historia del presente”, aunque el primero resulte más preciso teóricamente. 73. Allier (2012: 67-68), Aróstegui (2004: 30). 74. Para Koselleck (1993: 338), “la experiencia es un pasado presente, cuyos acontecimientos han sido incorporados y pueden ser recordados”. La expectativa combina aspectos personales e impersonales y hace presente el futuro. El “espacio de experiencia” y el “horizonte de expectativas” son categorías metahistóricas. Una característica de la modernidad política –que para Koselleck comienza a finales del siglo XVIII con la ilustración alemana– es que el hiato entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativas es cada vez mayor.
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75. Se conoce como “transistología” a una subdisciplina de la ciencia política que se dedica a describir y explicar el pasaje desde los regímenes autoritarios hacia formas políticas de otro tipo, en general, democracias liberales. 76. El Sattelzeit es un periodo o época situado entre 1750 y 1850 en Alemania, cuando se produce la aparición de nuevos conceptos políticos y sociales que dan cuenta del horizonte de sentido inaugurado con la modernidad. Una interesante problematización de esta “idea” koselleckiana se puede ver en Palti (2004). 77. Véase Sánchez González (2012). 78. Para una historia institucional de la historia del tiempo presente, además de Aróstegui (2004), se recomienda el texto de Emmanuel Droit y Franz Reichherzer “Le fin de l’histoire du temps présent telle que nous l’avons connu. Plaidor franco-allemande pour l’abandon d’un singularité historiographique”. Si bien este trabajo está centrado en los casos francés y alemán, incorpora otros, el de Estados Unidos, a modo de comparación. Tanto Chignola (1998) como Duso (1998) se sirven de la historia conceptual de Koselleck y hacen aportes específicos para fortalecer su vinculación con la teoría y la filosofía política, pero en esta presentación nos limitaremos a las aportaciones de su padre fundador. 79. Esta empresa tuvo un paragón (no exactamente equivalente en su magnitud y en el tipo de abordaje) en Iberoamérica con el Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones (1750-1850), dirigido por Javier Fernández Sebastián. 80. Existen muchas biografías intelectuales de Carl Schmitt que abordan su “complicidad” con el nacionalsocialismo en el poder. Recomendamos a quienes quieran tener una primera aproximación al tema el libro de Zarka (2005). 81. Cheirif Wolosky (2014: 96), Biset (2010: 133, 136). 82. Entre los referentes de la Escuela de Cambridge podemos mencionar a Quentin Skinner (2005) y a J. G. A. Pocock (2008), aunque estrictamente este último pertenece a la escuela de Saint-Louis. Para un abordaje comparativo más detallado entre la historia intelectual y la historia conceptual y sus respectivos aportes a la teoría política, véase Lesgart (2005), Rodríguez y Pinto (2015). 83. Biset cita un trabajo inédito de Elías Palti de 2007, “Reinhart Koselleck, su concepto de concepto y su historia” al que no hemos podido acceder. 84. Rousso (2012: 11) relata cómo François Bédarida, padre fundador de la historia del presente en Francia, cuando tiene un desacuerdo con él y con Denis Peschanski respecto a la organización de un coloquio sobre el régimen de Vichy les dice: “Ustedes no vivieron ese periodo, no pueden comprenderlo”.
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85. “L’histoire du temps présente ressemble à une gare, où les trains arrivent en provenances différentes après un temps de trajet plus ou moins long. À aucun moment, l’histoire du temps présent se devrait enfermer entre des bornes frontières définitionnelles exclusives mais au contraire, elle doit en étroite coopérations avec la discipline historique dans son ensemble chercher un partage des tâches qui tient compte la nature mobile de ce temps présent”. 86. François Hartog es una figura representativa de la tercera generación de la Escuela de Annales como Pierre Nora, quien es, junto con François Bédarida y Henri Rousso de la historia del presente, uno de los padres fundadores de la historia del presente en Francia. Sobre la relación entre el presentismo, la memoria y la historia del presente desde una perspectiva histórico-conceptual se puede consultar el trabajo de Pinto (2015: 26-33). 87. Los registros audiovisuales de las cadenas de televisión, la documentación oficial de universidades u hospitales, los archivos privados que se abre al público constituyen fuentes que enriquecen el trabajo del historiador, en general, y del historiador del presente, en particular. 88. Los trabajos de Victoria Basualdo (2006) sobre los sindicalistas y sus redes durante la última dictadura militar argentina son un excelente ejemplo. 89. Un interesante estudio histórico-intelectual sobre los orígenes del neoliberalismo en México es el de Romero Sotelo (2016). 90. Para un abordaje histórico conceptual de este concepto se recomienda Lesgart (2016). 91. Portantiero era un claro representante de la izquierda política y cultural argentina de los años setenta que en los años ochenta abrazó el ideal de la socialdemocracia. Además del texto de Lesgart (2004) ya citado, se recomienda el libro de Claudia Hilb (2009) para quien quiera conocer más de la biografía intelectual de Juan Carlos Portantiero. 92. Este artículo fue publicado anteriormente en Alfonso Mendiola y Luis Vergara Anderon (coords.), Teoría de la historia, vol. 1. Asimismo, fue resultado de los proyectos “Conmemoraciones de pasados recientes violentos; memoria e identidad. Una comparación México-Uruguay” (IISUNAM) y “Memoria y política: de la discusión teórica a una aproximación al estudio de la memoria política en México” (Conacyt CB-2005-01-49295). 93. Véase Philippe Joutard, Esas voces que nos llegan del pasado; Peter Burke, Formas de hacer historia. 94. Véase Ecrire l’histoire du temps présent; Josefina Cuesta Bustillo, Historia del presente; Marina Franco y Florencia Levín (comps.), Historia reciente. Perspectivas y desafíos para un campo en construcción. 95. Como lo señala Noiriel (Qu’est-ce que l’histoire contemporaine?), estas “nuevas funciones” del historiador ponen en primera línea las tensas relacio-
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nes entre historia y memoria, un tema que daría para un artículo. El lector interesado puede ver, entre otros, Maurice Halbwachs, La memoria colectiva; Philippe Joutard, Esas voces que nos llegan del pasado; Jacques Le Goff, El orden de la memoria: el tiempo como imaginario; Pierre Nora, “Entre mémoire et histoire”; Paul Ricœur, La memoria, la historia, el olvido. 96. François Hartog sugiere que si bien el juicio a Eichmann fue el primer reconocimiento del testigo en la escena pública internacional fue en Estado Unidos, a partir de los años noventa, que aquél se impuso. Evidence de l’histoire. Ce que voient les historiens. 97. La participación de historiadores en juicios comenzó antes, en Estados Unidos y Canadá. Pero no se enjuiciaban acontecimientos recientes, ni acusados de crímenes contra la humanidad, sino hechos históricos más lejanos en el tiempo que tenían influencia en el presente. Véase Dumoulin, Le rôle social de l’historien. De la chaire au prétoire. En Francia, el primer antecedente se ubica a finales del siglo XIX, con el caso Dreyfus. Hartog menciona que desde entonces se mantiene una matriz dreyfusiana del rol de los historiadores en ese país: su compromiso en los asuntos de su presente. Evidence de l’histoire. Ce que voient les historiens. Para nosotros, de Dreyfus a Papon hay un largo trecho de historia y de modificaciones en las formas de hacer historia y el compromiso de los historiadores. 98. En alusión a la célebre expresión de Éric Conan, Henry Rousso, Vichy, un passé qui ne passe pas. 99. Sólo por citar algunos de los más importantes, habría que señalar el de las juntas militares en Argentina (1985); los de Pinochet y algunos de sus colaboradores en Chile a partir de los años noventa; el de Juan María Bordaberry (presidente, 1972-1976) y Juan Carlos Blanco (ministro de Relaciones Exteriores durante la dictadura) en 2006 en Uruguay; el de Luis Echeverría Álvarez en México. Véase Kathryn Sikkink y Carrie Booth Walling, “La cascada de justicia y el impacto de los juicios de derechos humanos en América Latina”. 100. Agradezco el dato a Jefferson Jaramillo. 101. Pero si la historia ha estado presente en la justicia, el derecho también ha terminado por influir a la historia. La visión del siglo XX como el siglo de la violencia ha conducido en muchas ocasiones a la historiografía a trabajar con categorías analíticas prestadas del derecho penal. Los actores de la historia son llevados al rol de “ejecutores”, “víctimas” o “testigos”. Traverso, Le passé, modes d’emploi. Histoire, mémoire, politique. 102. Ginzburg entró al debate social sobre el rol del historiador en los juicios contemporáneos no como testigo, sino a través del análisis historiográfico y teórico de los procesos verbales del caso Sofri, a quien considera inocente:
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su preocupación central no es la del juicio histórico, sino la prueba. Adriano Sofri, Ovidio Bompressi y Giorgio Pietrostefani, inculpados del asesinato del comisario Calabresi (sospechoso de la muerte de un anarquista en 1969) cometido en Milán en 1972, fueron condenados en 1988 sin más prueba que las confesiones de un “arrepentido”. Gracias a su trabajo como historiador de procesos de brujería, especialmente de la Inquisición en los siglos XVI y XVII, Ginzburg analiza las relaciones entre prueba, testimonio y verdad, historiador y juez. Se trata de uno de los aportes más lúcidos sobre el tema. Carlo Ginzburg, Le juge et l’historien. 103. Rousso menciona que el experto convocado por la justicia puede encontrarse en dos situaciones: para dar cuenta de fenómenos generales, establecidos formalmente por leyes científicas, o porque tiene conocimiento del dossier o del acusado. Y para Rousso, los historiadores en juicios por crímenes contra la humanidad no han estado ni en la primera ni en la segunda situación. 104. Para Rousso, Papon se vio compelido a asumir en el juicio los actos criminales de todo un régimen, de una época. Según este autor, los juicios contra Barbie, Touvier y Papon tuvieron como objetivo echar luz sobre toda una época y una política. Fueron una forma de reparación tardía, una especia de catarsis a escala nacional, una manera de proclamar que Francia es capaz de afrontar su pasado. Es en este sentido, que rechazaba que el contexto general histórico pudiera incriminar a un individuo en particular. Rousso, La hantise du passé. 105. Polonsky y Michlic introducen el debate concentrándose en la manera en que Vecinos incomoda las viejas y nuevas controversias de la memoria social polaca y la identidad nacional. Los editores presentan una variedad de voces polacas relacionadas con el rol de la masacre y las relaciones entre polacos y judíos en la historia polaca. Incluyen muestras de las distintas estrategias usadas por intelectuales y élites políticas al enfrentarse al oscuro pasado del país, para sobreponerse al legado del Holocausto y para responder al libro de Gross. Antony Polonsky y Joanna B. Michlic (eds.), The Neighbors Respond: The Controversy over the Jedwabne Massacre in Poland. 106. De hecho, la toma de posición del historiador frente al mundo que vive no es novedosa. Ya en 1940, en medio de las atrocidades de la segunda guerra mundial, Bloch redactó unas hojas, que no sabía si verían la luz, acerca de la guerra que estaba viviendo: se trata de un testimonio personal, mezclado con las reflexiones teóricas del historiador como protagonista de un acontecimiento histórico, en el que mostraba no sólo que la historia del tiempo presente era posible, sino que la “frialdad” del historiador no era irreconciliable con ciertos valores. Marc Bloch, La extraña derrota.
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107. Véase, por ejemplo, el trabajo de Pierre Vidal-Naquet sobre el caso Audin (L’Affaire Audin, 1957-1978, París, Editions de Minuit, 1989) y el ya comentado de Ginzburg (Le juge et l´historien. Considerations en marge du procés Sofri, Verdier). Sobre Vidal-Naquet, historiador y memorialista, véase François Hartog, “Memorias e historia. Pierre Vidal-Naquet”, Historia y Grafia, núm. 29, 2007. 108. Ejemplo de esto fue la querella de los historiadores en Alemania en los años noventa. Véase Traverso, Le passé, modes d’emploi. Histoire, mémoire, politique. 109. No está de más señalar que en México el peso de los historiadores en las discusiones sobre el pasado reciente es prácticamente nulo. Por ejemplo, durante los debates sobre la idoneidad del término genocidio, resultantes del proceso judicial que entabló la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado en contra de Luis Echeverría Álvarez y otros presuntos responsables de lo ocurrido el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco, las voces de los historiadores prácticamente fueron inexistentes (véase Eugenia Allier Montaño, “Presentes-pasados del 68 mexicano. Una historización de las memorias públicas del movimiento estudiantil, 1968-2007”, Revista Mexicana de Sociología, vol. 71, núm. 2, 2009). Es muy posible que esto se deba a la débil posición de la historia del tiempo presente en nuestro país. En otros países de la región, donde el peso de esta historia es más evidente, muchos historiadores han comenzado un cuestionamiento importante de su posición ética y política (véase, por ejemplo, Federico Guillermo Lorenz, “La memoria de los historiadores”, Lucha Armada en la Argentina, núm. 1, 2004). 110. Imposible discutir aquí este punto, pues además de ser amplio no es el tema que nos convoca. Sin embargo, el lector puede encontrar un desarrollo de la cuestión en Joutard, Esas voces que nos llegan del pasado; Pierre Laborie, “Histoire et résistance: des historiens trouble-mémoire”; Nathan Wachtel, “Memoria e historia”; Robert Perks, Alistair Thompson (eds.), The Oral History Reader; Danièle Voldman, “La place des mots, le poids des témoins”. 111. Algunos ejemplos de esto pueden verse en Simone Veil, “Réflexions d’un témoin”. 112. Laborie, “Histoire et résistance: des historiens trouble-mémoire”. Sin embargo, en ocasiones se rozan los intereses de ambos. Ejemplo de esto son los cientos de miles de desaparecidos (quizás una de las más graves herencias del siglo XX), consecuencia de guerras y represiones militares. Si bien los objetivos de unos y otros pueden ser diferentes (los familiares de desaparecidos transformados en actores políticos buscan localizar a sus seres queridos; los historiadores tratan de restablecer la verdad histórica), un lazo los une: conocer qué fue de aquellos que aún no tienen una sepultura. Y es que
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para los familiares una de las mejores maneras de rendir homenaje a sus seres queridos es contribuir al establecimiento de la verdad sobre su destino final. Sobre los objetivos e intereses en la reconstrucción del pasado para familiares de desaparecidos e historiadores, véase Eugenia Allier Montaño, “Sara y Simón o la reconstrucción del pasado: el problema de la verdad en la escritura de la historia del tiempo presente”. 113. Por asimetría, no debería pensarse exclusivamente en una posición de “superioridad” del historiador frente al testigo, pues las fuentes son también lugares de poder. Abiertamente reivindicado o discretamente ejercido, este poder permite por diversos medios ejercer un derecho de control sobre el utilizador. No es sólo el historiador quien tiene el poder, también el protagonista de la historia que detenta un testimonio (oral o escrito) sobre el pasado. Laborie, “Histoire”, op. cit. 114. Laborie, “Histoire et résistance: des historiens trouble-mémoire”. Frente a todo esto, una de las opciones es realizar más encuentros entre historiadores y protagonistas que favorezcan el diálogo tanto sobre sus labores y objetivos respectivos como sobre los acontecimientos en cuestión. Ejemplo de este diálogo, no forzosamente bien logrado, fue la mesa redonda organizada por el periódico Libération, en 1997, para aclarar la acusación de traición que pesaba sobre Lucie y Raymond Aubrac, integrantes de la resistencia durante la segunda guerra mundial. Véase Rousso, La hantise du passé. 115. Verdad que en historia no radicaría tanto en revivir el pasado tal como sucedió, sino en explicarlo, en construir verdades parciales, en continuo movimiento y en revisión constante. Paul Ricœur, Histoire et vérité; Marc Bloch, Apología para la historia o el oficio de historiador; Paul Veyne, Comment on écrit l’histoire.
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Fuentes y metodologías
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Historia reciente de América Latina como outsider: investigar el pasado cercano de una tierra extranjera Benedetta Calandra Historia del presente, historia reciente y la supuesta distancia del historiador Que el proceso de estudiar y escribir historia empiece y a la vez no prescinda de interrogantes planteadas a partir del tiempo presente es un hecho evidente, una especie de obviedad. Sin embargo, para los que nos hemos dedicado a investigar temas y problemas del campo de estudio definido variamente como historia muy contemporánea, historia del presente, historia inmediata, historia actual, historia vivida –lo que se puede definir como “todo campo de investigación que se propone hacer del pasado cercano un objeto de estudio legítimo por el historiador” (Franco, Levín, 2007: 32)–, esta cuestión merece especial atención. Se hace a menudo inderogable la necesidad de justificar esos mecanismos con los que solemos analizar un “pasado muy presente” y la actitud que asumimos frente a ese pasado. Entre el año 2000 y el 2010 me dediqué a investigar un conjunto de temas y problemas relacionados con las violaciones a los derechos humanos y con las transiciones a la democracia en el Cono Sur, con especial atención a Chile y Argentina. Entre los temas que más destacaban, analicé la relación entre historia y memoria a través del caso de los hijos de desaparecidos argentinos, las violencias de género durante la dictadura chilena y la memoria del exilio del Cono Sur en Estados Unidos (Calandra, 2004, 2010, 2013). Se trata de eventos y procesos ocurridos entre treinta y cuarenta años atrás que presentan todavía una serie de resacas vivas y tangibles tanto en las sociedades latinoamericanas como en el debate historiográfico. Y dolorosas. Yo misma considero este recorrido de investigación totalmente concluido –mas quizás aún pueda formular algunas reflexiones–, en parte por saturación emocional. Me dedico
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ahora a temas y problemas muy distintos. De éstos me ocuparé durante los próximos años; quizá por esta razón resulte relativamente más fácil imaginar un balance conclusivo, aunque por supuesto nunca definitivo. Esta contribución partiría, entonces, de una serie de preguntas, tanto de teoría como de método, con particular atención en el rol que yo misma he tenido como investigadora y las maneras en que me he planteado preguntas a lo largo de este proceso. Empecemos por decir, en relación con mi recorrido de investigación, que quizá resulte más adecuado no emplear el término historia del presente. La postura de Julio Aróstegui –uno de los intelectuales más distinguidos en el sector– es clara al respecto. Mientras afirma que “el verdadero tiempo presente no puede ser entendido como un periodo más”, señala que tampoco debe limitarse a ser un tema, sino que eso se identifica en un campo o ámbito histórico y, más importante aún, en un “proyecto de historiar la vida coetánea” (Aróstegui, 2004: 20, 22). Más circunscrito, mi ámbito de estudio se ha ceñido a un periodo claramente definido y a distintos temas investigados sobre el Cono Sur durante los años setenta, ochenta y noventa del siglo XX, colocándose de forma más correcta en el ámbito de lo que se ha definido como historia reciente latinoamericana. Una “historia concreta”, siguiendo las reflexiones de Aróstegui, más que una “temporalidad” o “un intento legítimo de alargar y reivindicar la aplicación del método histórico al análisis de los acontecimientos más recientes” (Aróstegui, 2004: 30). Una historia traumática. En un ensayo teórico y metodológico que introduce este ámbito específico, la historiadora argentina Marina Franco, junto a Florencia Levín, remonta al debate europeo, del que el latinoamericano es deudor, aclarándonos: La historia de la historia reciente es hija del dolor. La grieta producida por la devastadora gran guerra en el corazón del mundo occidental constituyó su primer estímulo. Los estragos de la gran depresión y más tarde la experiencia límite de la segunda guerra mundial y de su trágico emblema, el Holocausto, aportaron sobrados motivos, interrogantes y materiales más que potentes para impulsarla. En el Cono Sur latinoamericano, fue la experiencia de las últimas dictaduras mili-
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tares, que asumieron modalidades inéditas en Estados criminales y terroristas, el punto de ruptura que ha promovido los estudios sobre el pasado cercano (Franco y Levín, 2007: 15).
Los temas y problemas que analicé durante los primeros años del 2000 –en este aspecto también me reconozco bastante cercana a las definiciones de historia reciente brindada por este análisis– me han permitido contemplar “[El] fuerte predominio de temas y problemas vinculados a procesos sociales considerados traumáticos: […] situaciones extremas que amenazan el mantenimiento del lazo social y que son vividas por sus contemporáneos como momentos de profundas rupturas y discontinuidades, tanto el plano de la experiencia individual como de la colectiva”. Añaden las autoras: Si bien no existen razones de orden epistemológico o metodológico para que la historia reciente deba quedar circunscripta a acontecimientos de este tipo, lo cierto es que en la práctica profesional que se desarrolla en países como la Argentina y el resto del Cono Sur, que han atravesado regímenes represivos de violencia inédita, el carácter traumático de este pasado suele intervenir en la delimitación de campo de estudios. En otros términos, la dimensión temporal del pasado que llamamos “reciente” o “cercano” se suele entrecruzar con otros elementos que son los que finalmente le otorgan al campo una legitimidad que no es necesaria y únicamente disciplinar, sino que es, sobre todo, política (Franco y Levín, 2007: 34).
Por una multiplicidad de razones, entre las cuales se incluye la elección explícita de un periodo preciso, de procesos traumáticos que han marcado muchas veces fuertes discontinuidades, mi “elección de campo” parecería casi automáticamente excluirse del tiempo presente.1 Siguiendo la aportación analítica de Aróstegui, es cierto que “los términos o [el] adjetivo inmediato, reciente, fluyente, presente, o en definitiva, coetáneo, no tiene un significado análogo ni tampoco unívoco”, por lo que no creo oportuno utilizarlos como si los fueran. Más circunscrita a los temas y problemas que abarca, mi postura se define con toda probabilidad en la tarea menos ambiciosa de “insistir en la historia muy reciente […] sin conceptualizar la idea de
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una forma nueva de entender la coetaneidad histórica” (Aróstegui, 2004: 47). Comparte, sin embargo, varias inquietudes del debate general sobre las denominaciones apenas reportadas, con las cuales, a pesar de sus diferencias y matices significativos, presentan problemas parecidos, todos muy relevantes.2 La coetaneidad, ante todo. De acuerdo con una útil síntesis del debate internacional de Ángel Soto Gamboa, “la historia del presente se identifica aquí con la historia escrita por historiadores que han vivido en el tiempo en que han ocurrido los hechos de que se ocupan, en donde se asoma a los interrogantes de su tiempo, no sin dificultades, ni controversias” (Soto Gamboa, 2004: 106). La misma definición de historia coetánea es propuesta por Aróstegui como “la construcción, y por tanto la explicación, de la Historia de cada época desde la perspectiva de los propios hombres que la viven” o “la historia de una edad cualquiera escrita por los coetáneos” (Aróstegui, 2004: 2). Se resaltan una serie de interrogantes espinosas que se ponen de manera similar para el estudio de la historia reciente. La coetaneidad, además de una fuerte relación entre historia vivida e historia conceptualizada y escrita,3 implica su vez coexistencia de testigos e historiadores, escenario también rico en potencialidades y posibles complicaciones. A esto hay que añadir la escasa distancia cronológica con respecto al objeto de estudio, algo señalado por el debate historiográfico internacional sobre toda historia contemporánea hace décadas. El punto de partida es la sospecha que se produce, como si su colocación en un imaginario eje temporal pudiera quitar eventualmente cierto valor epistemológico a los procedimientos de definición y conocimiento del objeto mismo (De Luna, 2001: 5; Le Goff y Nora, 1981: 156-157). Este tipo de inquietud se ubica, además, en un más amplio conjunto de problemas deontológicos que conciernen al nivel de implicación emocional y al involucramiento del estudioso frente a los temas investigados, a la relación que se establece durante el contacto con los testimonios, y a la participación, en términos más generales, en el debate ético-político de determinados eventos y procesos, problemas que en mi opinión se ponen de ma228
nera muy similar, ya sea que nos reconozcamos en la definición de historia “reciente”, “actual” o “del presente”. En sus consideraciones epistemológicas sobre historia del presente, por ejemplo, Mudrovcic analiza el rol del historiador. Para hacerlo retoma críticamente la concepción habermasiana del observador analítico –llegando a la conclusión de que el historiador del presente no sólo se erige en observador, sino también en sujeto involucrado en el proceso de conocimiento (Mudrovcic, 1998-2000). Cuestionarse sobre las modalidades en que el profesional de la historia se pone frente a su objeto de estudio forma parte de todo proceso historiográfico. El presupuesto epistémico que Mudrovcic sintetiza eficazmente es la separación entre sujeto y objeto para garantizar “una reconstrucción expurgada de intereses prácticos”. Para su análisis señala la doble vertiente de distancia temporal y epojé de los intereses éticos-políticos del historiador (Mudrovcic, 1998-2000: 114) planteados para nuestros campos de estudio y actitud frente al mismo de manera aún más necesaria. A través de un mecanismo no tan claro (que quizás en mi caso tiene que ver con lo conservadora que tiende a ser la academia italiana), parece que para quienes nos dedicamos a la historia reciente la necesidad de explicitar los mecanismos que regulan la relación entre nosotros y el tiempo vivido –quizás por la cercanía y la “amenaza de la excesiva participación”– se hace más necesaria. Sin embargo, el problema de la supuesta distancia entre el investigador y lo que se estudia depende de un conjunto de factores que no solamente tienen que ver con el periodo analizado, la cercanía o la distancia temporal con respecto a temas, problemas y eventuales testimonios. No creo decir nada nuevo si se considera que pueden entrar en juego muchos otros factores relacionados, además de con nuestra sensibilidad individual, con nuestra procedencia geográfico-cultural. Esto tiene que ver todo tipo de investigación histórica, pero en este caso he pensado en referirme al contexto de la historia reciente. Soy italiana (formada en Italia, Inglaterra y Estados Unidos) y pertenezco a un grupo tristemente reducido que se dedica en mi país 229
al estudio de los area studies, a la historia de América Latina. Mi interés con la historia más reciente se cruza, entonces, con la elección de un área que no es la mía, en donde he vivido únicamente en periodos breves o de mediana duración. El objetivo de esta contribución será, por lo tanto, reflexionar sobre mi postura como outsider con respecto al área sociocultural elegida, y todas las posibles implicaciones éticas, metodológicas, sociopolíticas de esto. Puede ser que mi posición de outsider tenga consecuencias en sí y no sea un hecho totalmente neutral con respecto a mi postura frente a todo el proceso de la historia reciente de América Latina. Cuando menos, me propongo cuestionarlo e intentar articular una serie de preguntas alrededor de esto. Place matters, la dimensión espacial Supongo que muchos de quienes como yo han realizado una elección de campo por la historia reciente han tendido a cuestionarse más que otros, en términos generales, sobre la postura del historiador en asuntos como la eventual participación emocional frente al objeto de estudio, las herramientas metodológicas utilizadas durante el trabajo de campo, la relación con los testigos y la decodificación de fuentes, por lo que muchas veces han tenido que pasar por un tribunal más severo, sobre todo en contextos de confrontación o debate con otros estudiosos.4 En todo esto está claro que la dimensión temporal –corazón de todo proceso de legitimación en el estudio de cada proceso histórico– ha tenido atención especial, con reflexiones articuladas y explicaciones ponderadas y extensas. Por otra parte, ¿qué lugar ocupa la dimensión de espacio en todo este proceso de reflexión sobre nosotros mismos? Entendida de manera simbólica o material, es decir, de pertenencia a un ámbito sociocultural, la dimensión espacial podría tener mucha relevancia en nuestro posicionamiento. Me interesaría averiguar de alguna manera qué nivel de importancia podría tener. En esta contribución me propongo plantear y dilucidar una serie de interrogantes que tienen que ver propiamente con el espacio, entendido no sólo en tér-
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minos puramente geográficos, sino en sentido más amplio, de pertenencia, cuando se escribe historia reciente de otros países. Ésta es una interrogante que no me deja desde que participé hace algunos años en un seminario metodológico internacional sobre la obra Historians Across Borders, editada por Nicolas Barreyre y Michael Heale, entre otros autores, todos especialistas en estudios norteamericanos, oriundos y extranjeros de Estados Unidos, adentro y afuera de los mismos.5 El texto no hace referencia específica a la historia del tiempo presente ni a la historia reciente o coetánea; sin embargo, propone una serie de reflexiones muy generales y muy agudas sobre el rol jugado por el espacio en donde se produce historia, conceptualizado en términos de location del historiador. Por location se entienden un conjunto de factores que rodean al individuo, caracterizados por el tipo de academia, de sociedad, de cultura y de instituciones, junto a los lugares en donde se produce y se escribe historia. Raramente, especifican los autores, los historiadores hacen explícitos públicamente estos factores, que en su opinión influyen de manera profunda en el producto final. Place matters, entonces, y de manera significativa. Según el contexto de procedencia y formación, cambiarían los factores culturales, institucionales, las tradiciones académicas heredadas, las expectativas de la comunidad pública/popular y los imperativos políticos contemporáneos. Una categoría analítica que se añade en ese texto a la de location, y la completa por en aspectos, es la positionality del historiador: En el siglo XXI, entonces, la ubicación académica se ha vuelto más compleja de lo que implica la dicotomía de adentro hacia afuera. La ubicación –o, como preferimos, la posicionalidad– nombra el lugar que ocupa un historiador en relación no solo con audiencias particulares y entornos intelectuales, sino también con sus contextos lingüísticos, profesionales e institucionales. Pero si el extraño, aún menos extranjero, ya no caracteriza con precisión a los historiadores europeos de los Estados Unidos, su posición en el campo, si bien el escrutinio analizado de una manera más que informal, sigue siendo distintivo (Barreyre, Berg y Middleton, 2014: 79).6
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En cuanto al posicionamiento, está claro que la pertenencia espacial no debe entenderse sólo en términos de nacionalidad, ya sea por nacimiento o por lugar de formación. Hoy en día es casi imposible que se limite a ser una sola, y más aún en el recorrido de los investigadores que quieren afinar sus instrumentos analíticos y conceptuales. Como afirman algunos autores, “la nacionalidad, perteneciente o no a la nación cuya historia se escribe, no es una explicación en sí misma”7 (Barreyre, Heale, Tuck y Vidal, 2014: x). El historiador podría, por lo tanto, cuestionarse en términos de procedencia, en sentido más amplio, qué es un proceso diferenciado en sí, según los distintos momentos de su recorrido existencial y profesional. Quizá las interrogantes que uno se pone, la historiografía que “respira”, tienen bastante relevancia en la elección de determinados temas y problemas y en la manera de enfrentarlos. Quizás no sea casual que haya decidido dedicarme al tema de la violación de derechos humanos en el Cono Sur estando yo en Londres, en 1999. Pocos meses antes había estallado el caso Pinochet. Mi participación en este seminario produjo nuevas interrogaciones sobre el contexto que me determina, ya sea por procedencia, formación o ambiente sociocultural en el que escribo y produzco historia. Por eso, cuando me relaciono con nuevos o viejos colegas, en mi caso latinoamericanistas, afronto con curiosidad este acercamiento. Lo señalo en la introducción de una sección monográfica que edité para una revista recientemente: Los autores se mueven en un panorama trasnacional que, entre contextos de origen, formación y actividad de investigación, incluye Europa, Estados Unidos y América Latina. También por esta razón han podido aprovechar una pluralidad de escuelas de pensamientos y corrientes historiográficas distintas. Cramer y Bauman son latinoamericanistas europeos que actualmente trabajan en el nuevo continente, la primera en Colombia, el segundo en los Estados Unidos. Calandra y Prutsch son dos latinoamericanistas europeas que trabajan en Europa. Glik y Purcel son, a su vez, dos latinoamericanos que se formaron en el exterior (la primera en Europa, el segundo en Estados Unidos), y hoy residen, respectivamente, en Brasil y Chile (Calandra, 2015a: 5).8
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La obra editada por Barreyre cuenta con la participación de historiadores que se dedican a la historia de Estados Unidos sin ser todos de ese origen, y fue producida adentro y afuera de ese territorio9. Sus reflexiones generales me hacen repensar cuál es mi posición personal, creándome nuevas y múltiples interrogantes. Un potencial conjunto de preguntas se colocarían en la intersección entre esta spatial way of approaching historiography propuesta por Barreyre y los demás autores, así como en la postura asumida frente a la dimensión temporal de la historia reciente. Por ejemplo, como bien es sabido, entre las principales críticas frente a la historia reciente y sus profesionales está la relación emocional entre el historiador y su propia circunstancia (Salinas Araya, 1993: 69). Por eso me pregunto si puede entrar en juego también la dimensión espacial, de cercanía o proximidad, como factor relevante e influyente. Y en caso afirmativo, hasta qué punto esto sucede en nuestros estudios. Me pregunto, entonces, si compartir la hipótesis planteada por Historians Across Borders, es decir, que realizar un estudio desde más allá de las fronteras (que son además culturales y no sólo geográficas) de lo que analizamos, puede tener consecuencias. Éstas pueden ser imaginadas (a modo de intuición) y hasta conceptualizadas, pero no es frecuente que sean explícitas a nivel metodológico al interior de la historia reciente en el ámbito de los estudios de área. Ser un professional stranger, destacan estos autores, implica muchos aspectos, en ocasiones ambivalentes: “This question of perspective and position of those who are elsewhere has engaged scholars over the years, some seeing it as a burden and others as an opportunity” (Barreyre, Berg y Middleton, 2014: 76). Resulta complejo expresar la dualidad entre mi posición y mi sensación al respecto. Sin embargo, en lugar de una disyuntiva tan “árida” y tajante, se me ocurren una serie de preguntas articuladas grosso modo de la siguiente manera: ¿Debe ser vista la distancia como límite o es una oportunidad? Y, por otro lado: ¿Puede indicar una mayor consecución de neutralidad o esta circunstancia resulta irrelevante? Éstas son algunas de las muchas preguntas que intentaré responder aquí, aunque quedarán abiertas para el debate. De-
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bo añadir que las provocaciones intelectuales de este grupo de estudiosos no se han limitado al cuestionamiento sobre el quehacer investigador. A la influencia que tiene la dimensión espacial en el producto final del trabajo del historiador –el volumen se refiere explícitamente a la historiografía– hay que añadir la percepción que se transmite a los colegas de area studies, en este caso de norteamericanistas europeos (Heale, Hilton, Parafianowicz, Schor y Vaudagna, 2014: 5), pero voy más allá. Mis dudas se han multiplicado sobre muchos más aspectos que el “simple” proceso de escritura final. Aquí no está el límite. Conformarse con esto o con compartir preguntas relativas a mis colegas de area studies no es suficiente. Quisiera concentrarme en todos los aspectos de la investigación histórica, desde la identificación de temas y problemas hasta el trabajo de campo; desde el tratamiento de las fuentes hasta el intercambio, la publicación y la exposición de resultados, en contextos donde, parafraseando célebre expresión del novelista L. P. Hartley, el pasado es literalmente “una tierra extranjera”, y de una tierra extranjera.10 Dejaré de lado –por cuestiones que tiene que ver más con el formato y el límite de la contribución misma– el asunto de los archivos personales, sobre lo cual el contexto historiográfico argentino está aportando interesantes novedades.11 Si el acceso a estos archivos es concedido de manera diferenciada entre quienes son outsider y quienes no lo son, éste sería otro tema interesante para investigar. Por lo tanto, el objetivo del presente texto es proponer reflexiones cruzadas entre el razonamiento sobre un pasado cercano de una tierra lejana y el proceso de la investigación, además del producto final. Para esto, propongo las posibles conexiones, en forma de hipótesis extremadamente provisionales, sobre la relación entre el tiempo y, sobre todo, el espacio desde el que escribo. Con esto se entenderá si de alguna manera pude influir, y en qué medida, en la metodología, las conclusiones, las preferencias ético-políticas y, en última instancia, el resultado final de mí trabajo. Sirva de ejemplo una investigación que realicé entre 2000 y 2004 sobre los hijos de los desaparecidos argentinos, sobre la cual vol234
veré con más detalles. Como ya mencioné, después de algunos años de trabajo sobre el tema, en el que se incluyen largas entrevistas, llegué a un punto de saturación debido a tanta carga emocional. El dolor, el sufrimiento y la violencia –vivida personalmente o interiorizada como memoria familiar– que rodeaban los testimonios era tan fuerte que una vez concluida la investigación decidí terminar este recorrido y nunca volver a caminarlo. Los testimonios me acompañaban durante la noche. Algunas de las historias escuchadas me perseguían en los sueños y me causaron muchos dolores de estómago. Evidentemente, algo que había pasado al otro lado del mundo y algunas décadas atrás no estaba tan lejos de mí. ¿Podían estas vivencias y el contexto sociocultural que portaban –una carga de violencia inédita y en muchos casos indiscriminada– resonar aún más en mi interior? Reflexioné, además, sobre qué habría sucedido si los eventos contados hubieran, imaginariamente, involucrado a mis padres, o a mis abuelos, o si hubieran podido afectar a la incolumidad de mi hija. ¿Se podría afirmar entonces que estar afuera, que no ser partícipe, me ha protegido de alguna manera? ¿Me ha otorgado una “impermeabilidad” por lo menos inicial en este acercamiento al escuchar? ¿Me ha dado ventajas o desventajas en la relación con mis testigos? Y en cuanto a la sucesiva transcripción y decodificación de fuentes orales, ¿ha influido en mi eventual participación emocional? Volveré sobre ese asunto cuando hable en términos más generales sobre la relación con los testimonios orales. Otro ejemplo concreto podrían ser las preguntas –que igualmente tienen que ver con la pertenencia espacial, entendida como nacional– que me he hecho varias veces al acercarme al caso de los National Security Archives, de Washington D.C., centro de estudios de crucial importancia en el tratamiento de documentos sobre el involucramiento de Estados Unidos en las guerras sucias latinoamericanas. Aunque nunca reflexioné de manera explícita sobre este aspecto, en el volumen colectivo editado por Eugenia Allier y Emilio Crenzel (Calandra, 2015b y 2015c) me llamó la atención el hecho de que los distintos proyectos de desclasificación, separados por
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países, fueran puestos bajo la responsabilidad de investigadores de otros tantos países que no fueran los de procedencia. Habría que averiguarlo con más certidumbre. Sin embargo, tengo entendido que no fue casualidad, sino una precisa elección, para evitar justamente que se activaran mecanismos de posible identificación con los casos analizados. Por ejemplo, Carlos Osorio, que ha trabajado de manera muy extensa sobre el caso Argentina y Paraguay (Osorio, 2004), aun siendo latinoamericano no nació en el Cono Sur. Al mismo tiempo, podría ser útil averiguar los criterios que llevaron a que los senior analysts estadounidenses fueran los encargados de ocuparse de temas tan delicados como la participación de Estados Unidos en la planificación, entrenamiento militar y financiación otorgada a las fuerzas paramilitares chilenas que realizaron el golpe del 11 de septiembre de 1973. Un ejemplo se observa en el caso de Peter Kornbluh para el Chile Declassification Project (Kornbluh, 2003). ¿Subyace aquí la idea de que es más complicado pretender objetividad analítica por parte de las “víctimas” que de los presuntos “responsables”? Puesta así, la pregunta parece formulada de manera demasiado simplista, pero abriría un abanico de cuestiones muy relevantes. El trabajo de campo y la relación con los testimonios: “The outsider as a privileged observer?” Quienes en Italia pertenecemos a los area studies sabemos bien que nuestras investigaciones casi nunca pueden prescindir de misiones al extranjero, que muchas veces no son breves, pues se necesita una gran cantidad de tiempo, energía y recursos materiales. A veces las consecuencias se pagan, con respecto a otros estudiosos, también en términos de una producción científica menos intensa o regular.12 El trabajo de campo, por lo tanto, es un factor prácticamente consustancial a nuestra profesión. Recordando sobre todo mi estancia en Chile, muy a menudo me sentía en conflicto entre “estar allí y a la vez no estar”, o como diría Donna Merwick: “being there while not” (Merwick, 1986). Segura236
mente esto les ha pasado a muchos europeos, y quizás más a los italianos. El debate interno entre lo que parece para todos los efectos “familiar”, cercano a nuestro contexto natural de procedencia sociocultural (latino) y a la vez que no todo “encaja” tan fácilmente ni se presta a lecturas rápidas o inmediatas, pero, por otro lado, como bien es sabido, presenta potenciales trampas, falsas similitudes y procesos “espejo” que no son nada parecidos a una imagen fiel. Una buena parte de nuestra historiografía, por ejemplo, nos pone en guardia sobre lecturas apresuradas o superficiales acerca de los paralelismos entre el mundo europeo y el latinoamericano. A pesar de que el proceso de occidentalización no tiene parecido, por su lapso temporal, con ninguna otra región del mundo (Carmagnani, 2003; Roquié, 2007). Quizás el significado de la misión en la que nos embarcamos, entendida como percepción del lugar, adquiere un significado añadido en el estudio de la historia reciente, donde se supone que “el pasado no pasa” tan fácilmente y el contexto sociocultural en que estamos inmersos todavía vive, sufre y se beneficia de un debate muy intenso. La historiadora francesa Anne Perotin-Dumon sintetiza eficazmente esta idea. En su ensayo presenta una serie de interrogantes sobre el “pasado cercano” o “presente de la historia” de Chile, un país donde ha residido durante largas temporadas. Íncipit de su contribución a un volumen colectivo, editado por Maria Rosaria Stabili, sobre los desafíos metodológicos del legado reciente de América Latina es “Instalarse en Chile en 1993 era acostumbrarse a vivir con un pasado omnipresente pero que comenzaba a ponerse en sordina” (Perotin-Dumon, 2007: 200). Lo primero que pone en evidencia es el hecho de haber llegado a vivir en este país desde un contexto probablemente muy distinto. Además, pone en evidencia el carácter traumático del pasado reciente chileno con el que como historiadora tiene que enfrentarse, con toda la problemática que esto conlleva: ¿Cómo investigar y enseñar hoy el pasado cercano, siendo así que, por su actualidad misma, se opera una continua redefinición de éste, en un
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momento en que aparece una multitud de testigos, los archivos empiezan a abrirse y el discurso público sobre ese pasado se hace más veraz? Más de una década de estudios sobre la manera de cómo las sociedades manejan un pasado complicado permite decir que esta situación no es en sí misma original sino más bien característica de los países que sufrieron una tragedia nacional, en los decenios siguientes a ella (Perotin-Dumon, 2007: 199).
Varios años después de haber estado de estancia en Chile o Argentina –con cierta distancia temporal frente a mi propia vivencia entonces–, me pregunto si mi condición de outsider con respecto a un contexto de trauma social ha implicado más o menos diferencias significativas. Y no sólo cuando, a la vuelta, se trataba de ponerse a analizar aspectos específicos de eventos y procesos que no hacían parte de mi tragedia nacional, sino también durante todo el proceso de recolección de fuentes primarias. Por esto, sería interesante establecer encuentros de comparación con otros investigadores italianos que se hayan puesto al frente de nuestros traumas sociales, y analizar, por ejemplo, cómo han afrontado Pezzino, Contini o Portelli a nivel personal el análisis del nazi-fascismo (Contini, 1997; Pezzino, 2003; Portelli, 1999). Más enriquecedor sería hacer lo propio con los que se dedican a nuestros “años de plomo”, el terrorismo y las masacres de los años setenta y ochenta en Italia. En su investigación, como nosotros, se han puesto una serie de interrogantes de carácter ético, deontológico y metodológico, sobre todo alrededor del trabajo con testimonios orales. En mi caso, las víctimas vivas de las guerras sucias de Cono Sur. Otras preguntas emergen, entonces, con respecto a mi condición de outsider alrededor de múltiples aspectos de esta compleja relación: desde la individuación de los testigos hasta la actitud frente al testimonio. En términos generales, a la relación de confianza, cercanía o, más bien, distancia con ellos. Así, retomando la disyuntiva antes dicha (burden or opportunity?), no he percibido durante mi trabajo de campo una responsabilidad diferente, en términos de “peso”. En mi caso, ser profesional stranger ha producido algo distinto. En relación con los protagonistas vivientes de determinados eventos y procesos, mi procedencia geo238
gráfica y sociocultural diferente suscitaba curiosidad, interés e incluso simpatía. Un caso curioso, por ejemplo, sucedió cuando me acerqué a determinados sectores populares chilenos. Entre ellos observaba que mi acción les hacía percibir una importancia de su misma vivencia que nunca se habían cuestionado. Algunas personas me preguntaban por las horas de viaje que tuve que hacer para llegar a Santiago de Chile y la reacción habitual era: “¿Y ha venido de tan lejos para escuchar nuestras historias?” Dejando atrás esta cuestión, y volviendo a asuntos de carácter más general, el estudio de fuentes orales de la historiadora argentina Vera Carnovale me resulta destacable. Es la responsable, entre otros, de la gestión de un relevante proyecto de archivos de memoria oral de la última dictadura de su país (Carnovale, Lorenz y Pittaluga 2005). Expone, asimismo, articuladas reflexiones de método frente a la organización del trabajo con testimonios: Es innegable, al mismo tiempo, que toda práctica historiográfica conlleva implícita una politicidad determinada. Este reconocimiento no nos exime, sin embargo, de atender los supuestos epistémicos y los rigores metodológicos que configuran el campo disciplinar. Se trata, en todo caso, de incluir un ejercicio reflexivo y crítico –y en la medida de lo posible, de explicitación– de nuestra propia subjetividad interviniente en la construcción de los testimonios, de sus implicancias éticas, políticas y aun historiográficas. […] En el estado actual del uso de los testimonios en la reconstrucción del pasado reciente, los problemas referidos a las modalidades de intervención del historiador se han tornado particularmente visibles (Carnovale, 2007: 172)
Propone, además, una serie de reflexiones muy atentas sobre el problema de la llamada empatía al interior del vínculo que se establece entre historiador y testigo. Porque es evidente y bastante intuitivo que “lo que una persona está dispuesta a decir o a callar no es independiente de ante quién se encuentre” y que “la naturaleza de este vínculo constituye, una vez más, un terreno no siempre libre de trampas” (Carnovale, 2007: 175). En este equilibrio precario entre sintonía y extrañeza, a veces se obtiene un testimonio fluido, rico, satisfactorio. Otras veces, la mayor o menos carga empática implican mecanismos de simpatías, antipatías, identificación más o 239
menos voluntaria, más o menos conscientes, de parte del entrevistado, con evidentes repercusiones sobre el relato otorgado. A este respecto, vuelvo a pensar en mi rol de outsider preguntándome hasta qué nivel ha podido influir en el encuentro con los testigos y, consecuentemente, en la fuente oral producida con sus historias de vida. ¿Cambia mi postura en el acercamiento a los testigos? ¿Cambiaba el acercamiento de ellos conmigo? ¿Me dieron por eso más confianza? ¿Menos? ¿En qué medida hubiera cambiado todo el proceso de la entrevista/historia de vida, frente a un investigador argentino o chileno? Entran en juego, a mi manera de ver, muchísimas variables, y todas importantes. Quiero mencionar por lo menos dos, es decir, la mayor o menor pertenencia a la cultura política de los entrevistados, por un lado y, el tema de las generaciones, por el otro. Al considerar los procesos analizados, Carnovale afirma que “se trata de la reconstrucción de la etapa más trágica de nuestra historia” (Carnovale, 2007: 177). La autora, cabe subrayarlo, propone a sus lectores esta interrogante desde una perspectiva interna, haciendo referencia a sus propios connacionales y a su contexto sociocultural: En principio, interpelando a la sociedad en su conjunto, una de ellas [direcciones n.d.a.] nos conduce a la dimensión de las responsabilidades colectivas en la instalación y el funcionamiento del aparato terrorista. Se trata de sincerarnos frente a nuestra propia cultura política, frente al lugar y el significado que la violencia, la intolerancia y el mesianismo ocupan en las tradiciones ideológicas que los diversos sectores de la comunidad política argentina abrazaron a lo largo de su historia (Carnovale, 2007: 177).
Lo cierto es que para el caso chileno o para el argentino no se trataba de mi historia y tampoco de mi cultura política. Si ya para el caso chileno son muchos los historiadores que nos ponen en guardia frente a la posibilidad de establecer analogías con el contexto político-partidario italiano de aquel entonces, menos aún se trataba de sentirme parte de fenómenos parecidos o comparables al caso argentino. Cabría preguntarse si en este caso estamos nuevamente
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ante la sensación de que ser outsider implica más una dimensión de oportunidad que de peso. En términos historiográficos –nada referido al trabajo de campo enton-ces–, Barreyre propone la sugerente provocación del outsider como “privileged observer”. Lo considera capaz de brindar, en términos de la historia que se produce, una perspectiva “fresca”, nueva, menos condicionada (Barreyre, Heale, Tuck y Vidal, 2014: ix). Me pregunto, entonces, si desde antes de escribir historia reciente de Cono Sur latinoamericano, por lo tanto, y a partir de la recolección, luego decodificación de fuentes, mi ser outsider ha realmente constituido un privilegio, me ha regalado otra perspectiva. Y creo que quizás haya que definir y distinguir etapas de la investigación. Durante el encuentro con los entrevistados, como ya mencioné, indudablemente mi nacionalidad italiana ha jugado un rol, pero es difícil establecer si más o menos relevante que mi condición de mujer, por ejemplo, de mi manejo del castellano o de mi edad. Es más, quizás el tema de la generación a la que pertenezco ha sido tan relevante como ser extranjera, o más. Mudrovcic nos recuerda puntualmente el “difícil maridaje entre el presente y la reconstrucción historiográfica del pasado reciente en el que el historiador juega el rol de sujeto y objeto en tanto portador, él mismo, de la memoria del fenómeno que pretende reconstruir históricamente” (Mudrovcic, 1998-2000: 110). Se cuestiona así el uso para la historia reciente, aunque se podría plantear perfectamente para otro tipo de investigación histórica. La autora se refiere, entre otros ejemplos, al caso británico, evidenciando la profunda diferencia advertida entre las personas –historiadores algunos de ellos– que recuerdan la acción de Churchill de 1940 y las que lo saben a través del relato de sus abuelos o padres (Mudrovcic, 19982000: 113). En mi caso, frente a las dictaduras de 1973 y 1976, ninguna de las dos opciones se pone. Nací en 1972, y por lo tanto no puedo tener un recuerdo personal de los acontecimientos. Y tampoco, como es previsible, hay algún relato, algún “léxico familiar” sobre los mismos eventos y procesos. 241
Mi posición, en términos de vivencia personal, es totalmente ajena. No soy, en este sentido, portadora de una memoria compartida, y tampoco soy parte de una sociedad o una forma de pensar común. ¿Se puede considerar esto una ventaja? ¿Un privilegio? Y en lo que se refiere a la elaboración final de mis investigaciones –para llegar al punto de Barreyre, más centrado, como dijimos, en la escritura de la historia–, ¿puede ser comparable al que hubiera salido de un historiador argentino o chileno de otra generación? ¿Y a un autor que ha sido a la vez parcial testigo de los hechos? En la literatura acerca de la historia del presente, y de la historia reciente, el tema de las generaciones resulta de crucial importancia como factor explicativo del concepto de coetaneidad. Como señala Soto Gamboa: ha de conciliarse la simultaneidad de generaciones: la que nos antecede [nuestros padres e incluso nuestros abuelos], la “generación activa” y también la de quienes nos suceden. Todas con experiencias distintas, más la coetaneidad ha de recoger tanto la experiencia del que tiene 80 años como del que tiene 17 años, cuestión no exenta de dificultad, pero que implica una idea de presente elástica, que se reelabora, pero en un presente que […] requiere de memoria (Soto Gamboa, 2004: 105).
Si vuelvo a pensar en distintos momentos y contextos en los que me involucré en el trabajo de campo, mi postura (en términos de recorrido biográfico y profesional) siempre partía de una notable distancia espacial y sociocultural con los testigos. Sin embargo, dependiendo de los casos, no necesariamente había una distancia generacional, y no siempre los entrevistados pertenecían, en términos generacionales, a los eventos y procesos narrados. Por ejemplo, en el trabajo llevado a cabo con los exiliados de Cono Sur en Estados Unidos, yo, nacida en 1972, me enfrentaba a individuos que habían nacido en la década del cincuenta. Habían vivido directamente, durante sus veinte años, el doloroso proceso del exilio. Por otro lado, en el caso de los hijos de desaparecidos argentinos, me enfrentaba con poco menos que coetáneos, y que eran testigos indirectos, en muchos casos de la violencia, ya sea vivida en sus primeros años de vida o interiorizada desde las narraciones de los
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abuelos. Desde este punto de vista, ¿se puede considerar que todo lo que escuché durante largas horas de conversación y lo que escribí posteriormente estuvo condicionado por mi condición de outsider? ¿Por mi edad más joven? ¿Por mi coetaneidad? No creo que todos esos factores pudieran ser considerados neutrales, pero permanece la duda sobre cuáles fueron más relevantes, sobre todo tomando en consideración la delicadeza y la carga de violencia implícita o explícita de los eventos y procesos narrados. Sirva de ejemplo lo que la historiadora italiana Chiara Vangelista escribió en el prefacio de mi estudio sobre los hijos de desaparecidos argentinos: Testimonios de joven edad, inusuales en las investigaciones de historia oral, son entrevistados por una joven historiadora. No podía ser de otra forma. Para crear la peculiar relación interactiva capaz de producir fuentes orales significativas, en el espacio de frontera entre distintas sensibilidades disciplinarias, la historiadora que ponía preguntas, que investigaba alrededor de su aún breve vivido no podía ser anagráficamente coetánea a la generación de los desaparecidos. Vuelve entonces el tema de la generación, que tanto recurre en las interpretaciones históricas y sociales de la Argentina, casi una clave interpretativa, que ha encontrado, en la primera mitad del siglo pasado, confirma e inspiración en el pensamiento de José Ortega y Gasset (1883-1955) (Vangelista, 2004: 14-15). 13
En esta relación dialéctica y dialógica entre historiador y testigo, magistralmente analizada por Annette Wieviorka en L’Ère du témoin (Wieviorka, 1998), residen los aspectos más problemáticos y quizás esenciales en el campo de la investigación. En su estudio, centrado en la memoria de los campos de concentración alemanes, destaca de manera ejemplar las tensiones y las contradicciones entre un abordaje científico del trauma y la descripción emocional, partícipe, del horror. Un horror que en el caso de los hijos de desaparecidos argentinos sería además percibido por una segunda generación como “herencia inmaterial” de la violencia. En mi caso fue muy difícil, a pesar de ser outsider, encontrar esta línea gris entre un supuesto nivel de distancia frente al horror por un sistema complejo que pro-
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dujo una muerte masiva y una participación que no impidiera sentir empatía por las víctimas (Calandra, 2007: 314). Comparto el concepto de que el historiador “no es un testigo, ni un notario, y mucho menos un juez. Es un intérprete” (Soto Gamboa, 2004: 110). A la vez, confieso que interpretar eventos y procesos de tal carga emocional, y tan cercanos a nosotros –a pesar de ser outsider, repito–, con supuesta capacidad de poner entre paréntesis emociones, simpatías y antipatías, no fue una tarea fácil, y mantengo mis dudas acerca de si de verdad finalmente lo logré. Como ya admití, a los diez años de trabajar esos temas –y sobre todo culminando con la investigación sobre la violencia sexual en Chile– sentí la necesidad de dejarlos completamente. Mi supuesta lejanía sociocultural me “protegió”, en este caso, durante una temporada, pero limitada en el tiempo. Intervinieron, entonces, otros factores, evidentemente más relacionados a mi sensibilidad individual, al género, a una curiosidad científica que me estaba dirigiendo a otros lados, y quién sabe cuántas variables más entraron en juego en este proceso. Es verdad, además, como hipotetizan Frank, Klimke y Tuck en el volumen de Barreyre, que entre los historiadores puede haber una distinción bastante marcada para todo tema, entre los más detached o dispassionate y otros más involucrados –en su análisis sinónimo de politizados–, y esto no depende tanto, en su visión, de su condición de outsider. Sería, en estos casos (para la historia contemporánea de Estados Unidos), en los que se observa una mayor implicación de la actitud del investigador para crear conexiones más o menos explícitas entre pasado y la actualidad más estricta.14 Haciendo un símil, el proceso de estudiar la historia presente de América Latina desde Italia no se sitúa en una simple/simplista dicotomía entre “los de adentro” –como si necesariamente estuvieran más involucrados en los asuntos recientes de su país– y “los de afuera”, supuestamente más alejados y neutrales. Exposición de resultados en la comunidad científica nacional e internacional: la paradoja del “two mutually excluding tribes”
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Para finalizar, quiero hacer una reflexión breve sobre la última etapa del recorrido de investigación de todo historiador, desde la exposición de los resultados hasta la eventual publicación y las reacciones de la comunidad científica, nacional o internacional. Como bien dice Barreyre, los exponentes de los american studies (parece que no sólo en Italia) estamos tendencialmente bien conectados a nivel internacional con los colegas de la misma área, aunque desde otros contextos nacionales. Creo que para mí y para todos los latinoamericanistas italianos esto es así. En nuestro caso, la comunidad de especialistas es tan pequeña y reducida –sobre todo en el último decenio–, y tan miserablemente financiada a nivel post lauream, que la internacionalización se pone como una dimensión necesaria, natural, debida. La “emigración temporal” (recomendada por mi asesor justo después de la licenciatura) a contextos anglosajones para especializarme y luego a países latinoamericanos para realizar misiones de investigación produjo a lo largo de los años un pequeño tesoro de contactos, permitiéndome crear lazos que terminaron convirtiéndose en una colaboración profesional. Mi participación en este volumen colectivo y en este interesantísimo proyecto es una demonstración indirecta de cómo funcionan eficazmente esos lazos profesionales (a los que luego se añaden la confianza y las buenas relaciones personales) a lo largo de los años y en estas orillas del océano con los colegas latinoamericanos y latinoamericanistas. En este contexto de buenas, regulares y fluidas relaciones, podría decir que casi nunca he encontrado “resistencias” o reacciones inesperadas con la presentación de mis trabajos, ya fueran discutidos en forma de papers en conferencias o publicados. No sé, sin embargo, si puedo decir lo mismo cuando se trata de la relación con investigadores dedicados a la historiografía nacional de mi país. Mi situación encaja en una paradoja, quizás sólo aparente, bien descrita por Barreyre: [En el siglo XXI, la mayoría de los historiadores europeos en el continente americano están mucho más en contacto con sus colegas especialistas en Estados Unidos de lo que están entre sí]. “In the XXI century, most european historians of
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America are much more in touch with their fellow specialists in the U.S. than they are with one another” (Barreyre, 2014: xii). Mis últimas preguntas se refieren, entonces, a la situación de los estudiosos de la historia reciente latinoamericana en relación con el debate público en términos de historiografía nacional. Una situación quizá menos estimulante y fructífera que la mencionada en relación con los colegas latinoamericanos. No me refiero a eventuales polémicas o reacciones “pasionales” o “fogosas” a la hora de exponer los resultados sobre historia reciente, dinámica que tal vez (eso me imagino) podría involucrar a mis equivalentes de Cono Sur en sus respectivos países. Más bien pienso en una falta de regularidad, en ocasiones de encuentro, de diálogo y de comparación de carácter teórico, metodológico y temático en un país, Italia, que presenta, sin embargo, un panorama historiográfico variado, articulado y organizado de historiadores muy activos y presentes en el espacio público nacional, definidos por algunos como engaged historians.15 Sirva como ejemplo la Associazione Italiana di Public History (AIPH),16 que ha organizado ya varios congresos, dedicando una especial atención a la comparación entre la public history italiana e internacional.17 En otras palabras, el riesgo que siento no pasa por una excesiva y crítica participación, sino por un sentido de extrañeza general, la paradoja bien descrita por Barreyre como la de “two mutually exclusive tribes”: dos unidades clánicas (historiografía nacional e internacional) mutuamente excluyentes que nos llevan hacia un problema de carácter más general –y quizás solamente italiano– de las relaciones entre los contemporaneístas y los de area studies. El debate italiano dentro del país presenta para los expertos en historia contemporánea un panorama muy sólido y de largo recorrido en la historia del tiempo presente. Está muy bien conectado, por ejemplo, con el debate francés (Galimi, Valeria, 2003). Aquí no se han involucrado sino de manera esporádica y ocasional, casi rara añadiría, los historiadores internacionalistas que han operado opciones de campos historiográficos parecidas, ya sea en la acepción de historia reciente, actual o del tiempo presente. Es más, tampoco 246
parece que sobre las mismas opciones de posicionamiento historiográfico se hayan creado momentos de confrontación entre los internacionalistas sin perjuicio de algunas ocasiones recientes.18 Por lo tanto, cabe desear que se intensifiquen y regularicen los encuentros sobre temáticas, terminologías y metodologías utilizadas para un futuro diálogo, del que seguramente todos nos podremos beneficiar.
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Maneras de testimoniar en situaciones de abuso sexual Fernando M. González Introducción ¿Qué implica dar cuenta de una experiencia de abuso sexual que invita a mantenerla en silencio porque ocurrió en el contexto de una relación en la cual la confianza por lo general estaba en primer plano, y por lo tanto se resquebrajó,19 si se le contrasta con otra también marcada por la voluntad de mantener bajo siete llaves lo vivido, como es el caso de los miembros de una sociedad que pretende ser secreta o de un grupo clandestino? Al intentar hacerlo rápidamente saltan las diferencias con respecto a la cualidad de los silencios y de lo que está en juego en ambos casos. El primer caso –más allá de considerar el silencio para preservar la intimidad y que no necesariamente implica que esté conformado a partir de una violencia sufrida– convoca al menos a tres categorías que se han extendido notablemente durante la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI. Estas categorías aluden a situaciones en las cuales lo violento se manifiesta de forma mortífera de diferentes maneras y se sintetizan en los siguientes términos: víctima, verdugo –con diferentes estatutos– y trauma, que tienden a entrelazarse y señalan relaciones y efectos diversos. El segundo caso remite a un pacto secreto explícito y compartido, sometido a rituales de iniciación, que se mantiene así por razones muy diferentes a las que sostienen quienes sufrieron abuso sexual. En este texto sólo trabajaré el primer caso. Testimoniar acerca de lo considerado como abuso sexual Para abordar esta enmarañada cuestión existen diferentes entradas posibles, de las cuales elegiré tres: la que prioriza lo que Annette Wieviorka (1998) denomina como “el tiempo del testigo”; la que se califica como “estrés postraumático”, que apunta a lo que Didier Fassin y Richard Rechtmann denominan como la “era de las vícti248
mas”; y el “pacto de pederastia”, que trae aparejadas maneras específicas de manejar lo que debe permanecer silenciado. El tiempo de los testigos Fue a partir del juicio de Eichmann en 1961 que, según la autora citada, se dio la conjunción de los testigos como víctimas. Dicho proceso: marca un verdadero giro en la emergencia de la memoria del genocidio, en Francia, los Estados Unidos, así como en Israel. Con ello se abre una nueva era: aquella en la cual la memoria del genocidio deviene constitutiva de una cierta identidad judía, que al mismo tiempo reivindica con fuerza su presencia en el espacio público. […] por primera vez un proceso se fija como objetivo explícito de ofrecer una lección de historia. Por primera vez aparece el tema de la pedagogía y de la transmisión. […] El proceso Eichmann marca eso que nosotros denominamos el advenimiento del testigo (Wieviorka, 1998: 81-82).
A este respecto, François Hartog añade que la manera en que se dio esta conjunción no fue para testimoniar acerca de Eichmann, a quien no habían visto jamás, sino de lo que habían soportado. Un testigo devenía a la vez en voz y rostro de una víctima, así como un sobreviviente al que se escucha y se hace hablar, se le filma y graba (Hartog, 2013: 80). Hartog señala, en esta línea, que el proyecto más ambicioso es el de la Fundación Spielberg, que busca recolectar el máximo de testimonios de los sobrevivientes de los campos. El autor remata señalando que en esto la mediación del historiador resulta algo menos que inútil, puesto que “nada debe parasitar” el testimonio ofrecido por la víctima al espectador. En estos casos, la pantalla pretende operar como una superficie sin densidad manifiesta y aspirar al máximo de transparencia, ya que cuando menos en esta etapa del testimonio se prescinde del juez. Las cosas se complican cuando los testigos considerados como víctimas buscan justicia. En este caso, el tiempo disponible para hacerles justicia es el presente, ya sea que su drama apenas haya ocurrido o que haya sucedido hace mucho tiempo. De aquí se des249
prende que una “temporalidad propia de la víctima se inscribe fuertemente en la configuración presentista en la cual estamos; mejor aún, ella la trabaja, la estructura y la refuerza” (Hartog, 2013: 8283). Esta situación ha dado lugar, entre otras posibilidades, a las denominadas comisiones de la verdad, como la que se instauró en Sudáfrica (1995) para buscar un tipo de justicia “restauradora”, que debía “construir un puente entre el pasado y el futuro”. Por otra parte, en Francia, con respecto a los juicios a antiguos nazis, el acusado es enmarcado en una “atemporalidad jurídica” que implica la impres-criptibilidad del “crimen contra la humanidad”, atemporalidad que se combina con los testimonios fechados de las víctimas. En estos casos, un grupo de historiadores fue requerido, lo que motivó diversas interferencias entre jueces, historiadores, testigos y periodistas. Incluso se dieron deslizamientos que descolocaron la posición de los historiadores al hacerlos sumir papeles que en un principio no les correspondían. Además, se instituyó una nueva consideración de lo que significaba el crimen de Estado, lo que llevó a los jueces a instituir un nuevo estatuto para esos crímenes. El jurista Yan Thomas afirma que al juez lo que se le pide es distinguir un acto de su contexto y que por lo tanto no se sirva de este último para intentar reconstruir un hecho del cual “no tiene pruebas” (Thomas, 1998: 34). Sin embargo, la cuestión se transforma cuando hace su aparición el “crimen contra la humanidad”, que tiene como característica la inclusión del contexto en el acto y resulta esencial para su definición jurídica: El sujeto desde ahora responde a través de sus propios actos, de la significación que se liga a la totalidad de un aparato de Estado. En esta nueva coyuntura llega a ser difícil distinguir al juez del historiador. […] eso que aporta el crimen contra la humanidad es la experiencia probablemente inédita de una articulación sistemática e implacablemente colectiva del crimen, bajo la forma rigurosamente impersonal del Estado. [A esto se intentará responder a partir de] Un nuevo régimen de responsabilidad (Thomas, 1998: 34).
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Si contrastamos esta concepción “determinista” del contexto en el acto, lo cual reconfigura tanto la noción de responsabilidad jurídica20 como el papel de los historiadores del “tiempo presente”, con la definición que ofrece Carlo Ginzburg podemos ver de manera más clara el cambio operado: El contexto entendido como lugar de posibilidades históricamente determinadas, sirve para llenar aquello que los documentos no nos dicen acerca de la vida de una persona [o grupo]. Pero se trata de eventualidades, no de consecuencias necesarias, de conjeturas no de hechos probados […] llegar a otra conclusión, es negar la dimensión aleatoria e imprevisible que constituye una parte no despreciable (fuese ella importante o no) de la vida de un individuo. […] para los jueces, los contextos se presentan sobre todo bajo forma de elementos o circunstancias atenuantes (Ginzburg, 1997: 116-117).
En última instancia, como remata Ginzburg, se trata de distinguir lo “estadísticamente representativo” de lo “históricamente verdadero”, así como de diferenciar realidades y posibilidades. En resumen, como señala Isabelle Veyrat-Masson: El historiador del tiempo presente cuyo objetivo es reconstruir, explicar y analizar a partir de un material todavía caliente, muchas veces trágico y doloroso [y tratando de] evitar el juicio, la condenación o la aprobación, puede trabajar difícilmente fuera de la influencia e incluso del control de la memoria colectiva (Veyrat-Masson, 2005: 440).
Así, el historiador se convierte fácilmente en un “inmediatista”, como lo describe Jean Lacouture, además de quedar en una posición muy vulnerable al ser colocado en una “frontera indeterminada” entre el pasado y el presente (Rousso, 1998). Por otra parte, como el testigo pretende poseer la última palabra a partir de su memoria, tenderá muchas veces a presionar al historiador para que se adecúe a ella y se convierta en su vocero. El imperio del traumatismo y la era de las víctimas La perspectiva de lo que Didier Fassin y Richard Rechtmann (2007) denominan “el imperio del traumatismo” y su relación con las vícti-
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mas enfoca críticamente la tendencia a amalgamar a diferentes individuos y grupos que se colocan o son colocados en esta categoría. Si se puede participar en una cultura de la denuncia sobre estos casos es porque algo se transformó hace alrededor de 20 años en una parte de las percepciones del mundo occidental, como bien lo explican Fassin y Rechtmann (2007) al tratar de dar cuenta de lo que denominan “las políticas del sufrimiento” y “la administración del “traumatismo”. Estos autores señalan que más allá del renovado interés en el traumatismo tanto por parte de los historiadores como de los literatos, o en la relectura de las teorías freudianas por una parte de los psicólogos o de los neurólogos en relación con las trazas cerebrales que supuestamente quedarían marcas por situaciones vividas como traumáticas y de las diferencias considerables en los paradigmas utilizados, “todas tenían en común considerar el traumatismo como obvio y de aceptar como evidente la experiencia de las víctimas que de ahí resultaba” (Fassin y Rechtmann, 2007: iii). Los autores citados buscan problematizar estas “evidencias” y aprehender el momento en que se dio el encuentro entre la noción de traumatismo y la víctima. Afirman que, desde el punto de vista antropológico, La verdad del traumatismo no reside en la psique, el espíritu o en el cerebro, sino en la economía moral de las sociedades contemporáneas. […] éste es el producto de una nueva relación al tiempo, a la memoria, al duelo y a la deuda, a la desgracia y a los sufrientes, que una noción psicológica ha permitido nominar. […] El traumatismo es para nosotros un “significante flotante” (Lévi-Strauss)21 [utilizando este significante único se intenta] pensar conjuntamente al adulto habiendo sufrido abuso sexual en su infancia, a la persona siniestrada por un temblor de tierra […] al civil cuya familia ha sido masacrada, al descendiente del cautivo que ha redescubierto su historia y al militante político torturado bajo un régimen autoritario (Fassin y Rechtmann, 2007: 406).
De ahí que tienen una mirada crítica con respecto a la propuesta de los psiquiatras estadounidenses que han establecido un tipo de nosografía que denominan “estrés postraumático”, que presenta
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una similitud de síntomas y parte del supuesto de que la violencia deja trazas, lo cual lleva a buscar atención lo más rápido posible para los afectados, para evitar que el futuro se les bloquee. Se pueden añadir a esta crítica a la omniabarcativa noción citada las otras que pretenden englobar situaciones singulares y que terminan por deshistorizarlas y difuminarlas. Fassin y Rechtmann intentan dar cuenta de esa “revolución ideológica del traumatismo” que ha terminado por colocar a quien se considera como “víctima” en una posición que tiende a fomentar un tipo de credibilidad que obvia toda recepción crítica. Políticas de la reparación, del testimonio y de la prueba, dibujan tres modalidades prácticas de inscripción del traumatismo en el campo de la acción. […] Si el traumatismo se inscribe en un ethos compasivo característico de nuestra época, es también un instrumento al servicio de una demanda de justicia. […] De la subjetividad de las víctimas, nosotros no sabemos nada o casi. Los accidentados, los oprimidos o los perseguidos, adoptan la única posición que les permite ser escuchados; aquella de la víctima. Con esto, ellos nos hablan menos de eso que son que de las economías morales de nuestro tiempo donde ellos encuentran su lugar. […] Se trata de analizar las economías morales sin caer uno mismo en la moralización. Pero ¿es posible por lo tanto escapar a toda lectura normativa? ¿Es deseable incluso el situarse a una tal distancia que ningún valor esté en juego? A cada interrogación respondemos por la negativa. Por lo mismo que no creemos que exista un punto de vista fuera de la política, ni que exista una perspectiva más allá de la moral. […] [Entonces se busca hacer un] trabajo crítico acerca de las modalidades de la producción de las víctimas y de sus causas, que se sustituya al juicio acerca de las víctimas mismas. (Fassin y Rechtmann, 2007: 409-412).
No puedo más que estar de acuerdo con este planteamiento sociohistórico que pretende ir a contrapelo de los enfoques dominantes que se manejan. Sin embargo, teniendo entre uno de mis puntos de referencia el psicoanálisis, me apoyaré en algunas de sus aportaciones para tratar lo que describo como “pacto de pederastia”. Veamos de qué manera. El pacto de pederastia
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“Hay que oír el callar en su contexto”. Stanislaw Jersy Lec (González, 2015: 3).
En consonancia con el planteamiento de Fassin y Rechtmann sobre las “economías morales” de nuestras sociedades, se puede decir que la representación de la pederastia se transformó de manera sustancial en los últimos años del siglo XX, como pertinentemente escribe la investigadora Anne-Claude Ambroise-Rendu: Casi dos siglos han pasado, para que la agresión sexual sobre el niño se imponga como un crimen, es decir, como una violencia no importando las condiciones. […] El ascenso […] de las protestas contra las relaciones sexuales impuestas a los niños, el repliegue de la importancia de la violencia física en ese dominio, el borramiento casi total de las cuestiones que portan sobre el consentimiento, todo eso muestra que la toma en cuenta creciente de esta criminalidad se hace en el cuadro de mutaciones profundas de las sensibilidades que transforman los umbrales de las violencias toleradas (Ambroise-Rendu, 2014: 267).
Es así como la figura del delincuente sexual se elabora progresivamente, pasando del “delincuente sexual ordinario, a violador homicida y, finalmente, a pedófilo” (Ambroise-Rendu, 2014: 269), aunque vale resaltar que no en todos los países ocurre de manera homogénea, elaboración que en los actuales tiempos ha implicado “la conjunción entre la herida infligida al cuerpo y aquella hecha a la psique, que es el signo de una verdadera mutación antropológica” (Ambroise-Rendu, 2014: 269). Teniendo presente la crítica descrita, pero sin renunciar en un primer momento a un enfoque psicoanalítico que pone el énfasis en la herida psíquica en la relación pederasta, espero no borrar en un magma traumático las diferentes modalidades de lo que se puede denominar como “pacto de pederastia”. A su vez, procuraré no deslizarme impunemente en uno de los conceptos clave del psicoanálisis freudiano, que denomina como la “desmentida”, que obtuvo su síntesis verbal en la fórmula emitida por Octave Manonni: “Ya lo sé, pero aun así” (Mannoni, 1973: 9).22 Tampoco pretendo evitar la descripción de algunas características que en este pacto se dan y
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pueden aspirar a cierto grado de generalización y atemporalidad. A su vez, procuraré señalar algunas diferencias que surgen cuando se desciende a los casos singulares, aunque se pretenda partir de una experiencia que se supone común en todos los casos. Inspirándome en el psicoanalista Jean Clavreul, aludiré a lo que se podría denominar como “pacto de pederastia”.23 En cuanto al supuesto efecto traumático de este tipo de actos, como si se tratara de un a priori, creo necesario citar la aportación de la psicoanalista Piera Aulagnier, ya que permite atemperar los juicios perentorios y ayuda a matizar las cosas respecto al denominado determinismo psíquico. Esta psicoanalista afirma que para que se produzca un conflicto psíquico es necesario: La intersección e interpenetración entre un fantasma fundamental,24 un acontecimiento, y un enunciado [o de una ausencia de éste, se podría añadir]. Es de la realidad de los acontecimientos que se revelan fuente y causa de afectos de donde la psique toma prestados los materiales que se supone que dan la razón de la historia que ella vive y que el yo escribe […] y está en poder de la psique infantil interpretar ciertos acontecimientos de manera de dotarlos de una acción psicotizante que “en sí” no tenían y religar otros acontecimientos e interpretaciones casuales que le permiten desactivar el poder psicotizante que poseían. Posición que, a mí parecer, no relega el interés que es preciso conceder a la realidad histórica (Aulagnier, 1986: 36, nota 9).
En efecto, en analogía con el manejo del contexto en historia, no todo lo que podría parecer tener vocación traumatizante o psicotizante termina por consolidarse. De ahí la necesidad de tratar de ser muy cuidadosos con las afirmaciones que aspiren a investirse como universales. El pacto de pederastia y algunos efectos en la subjetividad Hablar de esta relación que se configura a partir de una asimetría que no siempre se manifiesta en los testimonios recabados como contundente violencia y a partir de una edad que puede abarcar
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desde épocas muy tempranas hasta lo que se considera la mayoría de edad25 implica trascender en lo posible las categorías dicotómicas que separan limpiamente al abusador del que sufrió el abuso, a la víctima del victimario, o reducirlas a los términos de resistencia y complicidad, conceptos habituales utilizados indistintamente en un buen número de casos tanto por los denunciantes como por muchos periodistas. Sabemos que incluso en los casos en que sólo se dio un acto –y ya no digamos cuando la relación se consolidó– se tienden a producir diversas articulaciones entre los implicados que únicamente pueden enfrentarse y tornarse “visibles” si no se pretende englobar las cosas sólo a partir de las dicotomías descritas. Aclaro que no se trata tampoco de descartar del todo estas categorías, pero creo que resulta necesario introducir otros elementos que ayuden a mostrar la complejidad de la relación aludida y del “pacto de pederastia”, que es una de sus consecuencias. Una de las características de este tipo de actos es que comúnmente ocurren de manera sorpresiva, viniendo de quien menos se podría esperar; es decir, de personas en quienes se tiene depositada la confianza,26 y por lo tanto irrumpen como algo impensado hasta ese momento. Esta situación deja al sorprendido, por lo general, al borde de lo insostenible; lo impensado que con facilidad se transforma en indecible y que si se mantiene como secreto por mucho tiempo se puede tornar “innombrable” para la siguiente generación ligada a quien sufrió el acontecimiento (Tisseron, 2011: 59). Por otra parte, en la mayoría de los casos es la parte sorprendida y violentada la que termina por hacerse cargo de lo ocurrido, ya que el adulto tiende a dejar sin palabras sus acciones; este trabajo de dilucidación le lleva al primero a veces mucho tiempo, ya que implica pensar en el tipo de relaciones en que quedó anudado, que muchas veces están atravesadas por la culpa y la vergüenza. El trabajo de dilucidación del “pacto de pederastia” abarca precisamente lo que quedó instalado como una especie de elemento “crudo” o resto mudo pero activo que ocupó el lugar del elemento tercero que debió operar si la violencia del acto del adulto no lo hu256
biera tornado inexistente. Me refiero a lo que Serge Leclaire describe como la “ausencia sensible de la prohibición”, como en el caso del incesto. Esta “experiencia de la falta de defensa, de una barrera inexistente (que ni siquiera es necesario derribar), implica una ley burlada” (Leclaire, 1975: 15), es lo que lleva a vivir sin filtros que valgan la violencia de una intimidad violada. Elemento crudo “sustitutivo”, anudado por un secreto y que va a generar una complicidad extorsionada.27 Este tipo de complicidad viene, por decirlo así, “inscrito” en el código genético de estos actos. Y cuando efectivamente se instaura tiende a ligar casi de manera inexorable a partir de ese momento las subjetividades de los implicados en ese singular pacto asimétrico. Por eso no basta con referirse sólo a categorías dicotómicas, ya que el elemento tercero, que implicó la ausencia de prohibición, quedó sustituido por este resto que “fusiona” las subjetividades e impide la dilucidación de una diferenciación que permita retomar aquello que le corresponde a cada uno en el acto ocurrido –o serie de actos– que dio lugar a la singular manera de quedar relacionados.28 El citado pacto se liga, a su vez, a los terceros contemporáneos contextuales en el momento en que ocurrieron los actos, así como a los otros terceros ante los cuales se medirá eventualmente el violentado: familiares, amigos, de manera silenciosa o abierta, que van a expandirse aún más en el contexto ofrecido por las aludidas “políticas del sufrimiento” y la “administración del traumatismo”. En este último caso entran periodistas, comisiones de derechos humanos, investigadores, militantes de organizaciones no gubernamentales o de redes sociales ad hoc, etcétera. Precisamente porque la relación pederasta no se reduce a dos individuos, los diversos terceros y la “terceridad” que implica el multicitado pacto se instaura más allá de la voluntad del violentado. Los terceros presentes en el momento contextual en el que ocurrieron los hechos, insertos tanto en las familias29 como en las instituciones, se vuelven significativos de diferentes formas. En ambas situaciones se generan mecanismos que tienden a impedir que se expli-
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cite lo ocurrido, debido a que incluso en muchos casos lo facilitaron. Es el psicoanalista Jean Clavreul quien desde mi punto de vista ha logrado describir con mayor precisión esta presencia de los terceros en el pacto de pederastia. Me refiero a los casos en los cuales éstos formaban parte del momento contextual en que ocurrieron los hechos. Veamos cómo: El hecho de que ellos [los pactos] sean secretos, que sus términos, así como su práctica no sean conocidos sino por los interesados, no significa que el tercero esté ausente. Al contrario: es la puesta aparte [de éste] lo que constituye la pieza mayor de este extraño contrato. Este tercero que está […] presente para firmar o para confirmar la autenticidad de un lazo amoroso normal, deberá aquí ser excluido, o más precisamente, estar presente en una posición en donde sea necesariamente un ciego, un cómplice o un impotente (Aulagnier, Clavreul, Perrier, Rosolato y Valabrega, 1967: 98).
Por esta razón, la singularidad de este tipo de relación, y del pacto que implica, es muy diferente a las otras relaciones porque al mediar un secreto, efecto de la “complicidad extorsionada” y contando con la colaboración explícita o involuntaria de ciegos, cómplices e impotentes, necesita recurrir en un buen número de casos a acciones políticamente incorrectas para iniciar un posible desanudamiento. Para el abusador, en la medida que el secreto frente a los terceros constituye el fundamento mismo del contrato, no será la infidelidad, el sufrimiento o la indiferencia de una de las partes ni la usura del tiempo lo que llevará a la ruptura (como en otros tipos de parejas), sino la denuncia del secreto; la puesta al corriente de los terceros será el escándalo y lo que va a llevar a la ruptura (Aulagnier, Clavreul, Perrier, Rosolato y Valabrega, 1967: 98). Aludí a una complicidad “extorsionada” en la medida que en estos actos la parte que sorprende, como bien lo percibe Clavreul, practica una violencia que arroja fuera de su contexto habitual al violentado.30 A partir de ese momento pierde las coordenadas que lo sostenían y comenzará a vivir: 1. En una experiencia yuxtapuesta, en
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la medida que el contexto anterior aparentemente sigue funcionando como si nada hubiera ocurrido;31 esta disociación (clivage) se articula como parte del pacto y lo refuerza, por si hiciera falta; lo mismo vale para las familias en el tipo de cotidianidad que se instala, o 2. En una realidad bajo el modelo del palimpsesto, ya que en el mismo lugar se inscriben diferentes lógicas que resultan contradictorias. Paradójicamente, la violencia del acto puede traerle en algunos casos una especie de compensación a quien sufrió abuso, sobre todo en ámbitos colectivos. Por ejemplo, sentirse el preferido sobre los demás compañeros, por lo que puede contribuir a perpetuar su nueva situación. Ésta sería una de las maneras en que la complicidad se instaura y consolida. A partir de ese momento ya no se puede hablar tan claramente sólo de víctima y victimario, porque algo nuevo se instaló con “ganancia secundaria”. A la vergüenza que puede resentir el sorprendido por no haber previsto lo que iba a ocurrir y por no impedirlo, como si a él solo le tocara haberlo hecho, se sumará en estos casos su contribución para que continúe esa relación ya sin sorpresa de por medio.32 Esto volverá aún más difícil encarar en un futuro la posible ruptura. De ahí que haya que distinguir, como lo adelanté, entre la complicidad como elemento tercero que se instaura de manera directa entre los implicados desde posiciones sustancialmente asimétricas y otro tipo de complicidades que tienen que ver con la posición que ocupa una parte de los terceros –en el sentido de Clavreul–, como pueden ser la madre o los hermanos o tíos en las familias. También ocurre en los casos de otros contextos institucionales: autoridades educativas, judiciales, eclesiásticas, etcétera. Así, estas circunstancias nos hacen considerar la complicidad como una relación con diversas connotaciones y que puede tener varias posibilidades. Dicho esto, conviene, antes de presentar algunas viñetas respecto al pacto de pederastia, introducir algunas consideraciones de orden jurídico y contextual. El pederasta como monstruo 259
Cuando los actos pederastas se resignificaron como algo violento y reprobable, los testimonios publicitados se multiplicaron y comenzaron a tener como supuesto implícito la figura del pederasta como un monstruo que totalizaría todo su ser. Esta representación habla de un tipo de calificación que responde, a veces brutalmente, a la que se cree que se merecen los individuos que efectivamente han perpetrado actos violentos de abuso sexual. Al mandarlo a la zona de lo infrahumano y volverlo totalmente otro se evita confrontarse con un semejante. Además, se le recortan todas las relaciones que hicieron posible que llevara a cabo sus actos.33 Como ya señalé, la mayor parte de los individuos que han abusado sexualmente de infantes no son capaces de hacerse cargo de su violencia ni de ponerle un límite y, por lo tanto, dejan toda la carga de la violencia ejercida en esa relación asimétrica a quien sufrió el abuso, que por lo general necesita dejar de ser niño para comenzar a hablar y tratar de dilucidar lo ocurrido. Sin embargo, cuando la discusión deriva hacia el poder discrecional que ejercen algunos jueces, psiquiatras, psicoanalistas y pedagogos al enfrentar este tipo de casos,34 en los cuales a veces aceptan los testimonios tal cual, sin el menor espíritu crítico, o, en el otro extremo, postulan la representación del niño lúcido y deseante, las actuaciones dejan la parte violenta en las penumbras o la sobredimensionan en algunos casos.35 La espinosa cuestión del consentimiento En esta discusión sobre la pederastia, la violación y el acoso, etcétera, el consentimiento parece estar en el centro y constituye uno de los puntos más problemáticos de aprehender. Se comprenderá que no es lo mismo cuando se trata de la sexualidad de dos adultos que cuando estamos frente a un adulto y un niño, púber o adolescente; esto incluye todas las ambigüedades historizadas para definir la mayoría de edad. Abordemos las cosas por el ángulo más “fácil”,36 el consentimiento entre adultos; lo haré primeramente por el denominado acoso se-
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xual. Para esto me apoyaré en la jurista y socióloga Marcela Iacub, quien señala que hay dos maneras de encarar esta infracción. La primera es la que castiga los comportamientos de quienes abusan de su posición jerárquica para “obtener favores de naturaleza sexual sirviéndose de órdenes, amenazas, de constreñimientos y presiones”. Lo mismo que con la violación y las otras agresiones sexuales, esta concepción del acoso busca proteger el libre consentimiento de las personas a la sexualidad (Iacub, 2012). Hasta aquí estaríamos en la perspectiva del derecho francés hasta los inicios de los años noventa del siglo pasado. Sin embargo, cuando llega la influencia de Estados Unidos, las cosas se transforman y entonces se introducen otro tipo de comportamientos que ya no pueden ser contenidos en las violencias del tipo descrito, sino en las que se introduce una referencia “psicológica”; según la ley emitida por la parte europea el 23 de septiembre de 2002, esta vez se trata de “un comportamiento no deseado con connotación sexual, que se expresa físicamente, verbalmente o no verbalmente […] teniendo por objeto el afectar la dignidad de una persona, y en particular, de crear un contexto intimidante, hostil, degradante, humillante u ofensivo” (Iacub, 2012). Digamos que al neutralizar y desbordar la cuestión del abuso del poder para obtener favores sexuales se expandieron las posibilidades que contribuyeron a crear la noción de “atmosfera contaminante”, en la cual las palabras, los comentarios vulgares, etc., terminarían por provocar desgastes psíquicos y morales sobre los destinatarios, más allá de no haber sido “víctimas de ningún contacto sexual”. En síntesis, se trataría de castigar el comportamiento, “fuera de toda relación jerárquica”, ya que tendería a proteger a las personas “contra las expresiones con connotación sexual de todo tipo”. Para que no sean consideradas como violencia es necesario que sean “deseadas” o, más bien, consentidas, como si se tratara de relaciones sexuales. “Esta definición de acoso hará que tanto las palabras, los gestos, las representaciones sexuales, sean excluidas de la sociabilidad ordinaria bajo pretexto de que son susceptibles de degradar la atmósfera, y de humillar a las personas que se en-
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cuentran en ésta” (Iacub, 2012). Así, al ampliar la atmosfera contaminante se induce un tipo de moralismo que fácilmente se transformará en persecutorio e intimidante, abriendo un margen muy amplio a la discrecionalidad interpretativa que permite llevar a cabo una serie de denuncias que, en algunos casos, resulta complicado dilucidar con pertinencia. Pero, en el caso de los niños, ¿qué implicaría hablar de consentimiento? Más adelante trataré esto. Lo que comienza a tornarse evidente para una parte de la población, como señala Eliane Brum (2018), es que “el acoso sexual, el abuso y la violación de mujeres deja de ser un hecho natural […]. El “funciona así” empieza a ya no funcionar así gracias a las campañas #MeToo y Time’s Up, en Estados Unidos, Meu Primeiro Assedio, en Brasil, o #MiPrimerAcoso, en Latinoamérica. Además, Brum se interroga sobre las acciones emprendidas por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos, responsable de los Óscar, acerca de las expulsiones de Bill Cosby y Roman Polanski, a principios de mayo de 2018, así como de los argumentos que esta Academia ofrece para hacerlo. En diciembre de 2017, la Academia señaló que no había lugar para aquellos que “abusan de su estatus, poder o influencia de una manera que viola los estándares reconocidos de decencia”; señala, si acaso, que los dos octogenarios serían “sólo carnaza para distraer a los que reivindican un cambio real, o para cambiar sin cambiar nada”. Brum se pregunta por qué se ha tardado tanto tiempo en expulsar a Polanski “si su crimen se conoce desde hace décadas”, y a continuación centra su tesis de la siguiente manera: Cuando la Academia del Óscar utiliza expresiones como “código de conducta” y “estándares de decencia” es inevitable que suene una sirena. […] “Códigos de conducta” y “estándares de decencia” son expresiones peligrosas, que han servido –y todavía sirven– para excluir y castigar a mujeres y miembros de la comunidad LGTB, entre otras minorías. Son expresiones paraguas, que pueden servir para castigar y excluir según los intereses del momento. Son expresiones que derivan del moralismo oportunista y no de la ética. […] Estoy en contra de matar subjetivamente a una persona. […] No porque alguien haya sido [juzgado y] considerado culpable y condenado por un crimen hay que impedirle que sea persona. […]
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Lo que les empieza a suceder a determinando hombres poderosos, es lo que les sucede cotidianamente a los más pobres. […] Ningún silenciamiento es justo. Ni siquiera el de los criminales. […] En nuestra lucha, la de las mujeres y de los hombres que respetan a las mujeres, tenemos que encontrar caminos para ejercer el poder de presión sin contemporizar con un mundo que silencia a personas. Ese mundo que silencia a las personas lo crearon los hombres. Cuando funcionamos con esa lógica, fortalecemos aquello que transformó a las mujeres en víctimas (Brum, 2018).
En efecto, la construcción de un nuevo régimen sexual es un reto lleno de aristas y posibilidades. La efracción traumática en el abusado “Ellos nunca nos perdonarán el mal que nos han hecho”. Marceline Loridan-Ivens (2015: 106).
Para el pederasta activo, afirma el psicoanalista Alberto Eiguer, el otro tiende a ser “ignorado en sus deseos propios. En el fondo, es despreciado” (2001: 19). Pero no sólo se trata de eso, ya que el pederasta busca aplicar la lógica implacable del desafío y la transgresión que lo sostiene y que permite que esta propensión provocadora encuentre siempre su principal vía facilitadora en ponerse al servicio de producciones valorizadas socialmente.37 Evidentemente el lugar del goce perverso viene a situarse en ese “entredos” donde el perverso pretende experimentar la problemática psíquica que constituye su espina dorsal: por una parte, la prevalencia de la ley de su deseo como única ley posible del deseo; por la otra, el reconocimiento del deseo del otro como instancia que viene a mediatizar el deseo de cada uno (Dor, 1988: 128).38
Una vez descrita someramente la estructura psíquica y el tipo de “goce” del perverso,39 veamos algunos ejemplos de las diversas maneras de afectación a quienes sufrieron violencia de los profesionales del “desafío y la transgresión”. Esta mirada nos ayudará a precisar nuevos elementos que se dan en este tipo de relación y, a su vez, aludir a algunos aspectos de la subjetividad de quienes sufrieron abuso. 263
Testimoniantes de abuso sexual “Para que un niño cuente los abusos, debe sentir que nadie lo juzgará”. Phil Saviano.40
Un joven que fue entregado por los padres a un sacerdote para que se hiciera cargo de su educación El joven responde al nombre de Jesús Romero Colín. El sacerdote en cuestión ejercía en la parroquia de Tlalpan (Ciudad de México). Afirma Jesús sobre el abuso sexual: Me dio miedo y sentí culpa porque yo no dije nada en su momento, y no hice nada. No le dije que no, y pensé “ya me amolé”. Miedo a enfrentarlo, miedo a decir que no, miedo a decirle a mis papás. Miedo a que pensaran mal. Miedo a que dijeran que yo lo había provocado. Y [más culpa aún] sabiendo lo que ha pasado con otros niños [bajo el dominio del citado sacerdote] y no he hecho nada.41
“No dije nada en su momento”. Al parecer, al no aprovecharlo, no le quedó más que seguir por varios años en ese tipo de relación. Suena demasiado simple verlo así, y lo es porque luego añade otros elementos que densifican su argumentación: ¿Cómo decirles a sus padres lo que le ocurría, si precisamente ellos lo habían encargado a su futuro abusador? Si lo hicieron fue porque confiaban en el tutor. Además, la madre estaba orgullosa de que su hijo fuera monaguillo. Y era más difícil hacerlo porque al parecer quedó colocado como el posible “provocador” de los actos perpetrados por el “santo” varón y sus padres lo podrían vituperar. Para colmo, una vez que se dio cuenta de que no era el único, sino que había otros niños que habían sufrido el abuso, añade: “no he hecho nada”. Doblemente “culpable”. ¿Cómo se sale de ese lugar tan preponderante y contradictorio que implica sentirse el orgullo de la madre, el responsable total de tantas cosas y al mismo tiempo tan vulnerable?42
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El testimonio de un anciano que conoció en su juventud al fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel Este testimonio abunda en la perspectiva del caso ya expuesto. Es el de un anciano de ochenta años que convivió con el futuro fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, cuando eran unos niños de diez años. El testigo estaba aquejado de un cáncer terminal y era originario del mismo pueblo de Maciel: Cotija, Michoacán. El testimonio se lo dio a un sacerdote que, a su vez, me lo relató con la condición de que lo podía utilizar sin aludir ni al nombre del testigo ni al suyo propio. Según me dijo, el anciano se lo relató para que se pudiera entender parte del contexto en el cual se vio envuelto el fundador de la Legión de Cristo en su niñez. Veamos el relato que me fue transmitido: “Me dijo que él no podía con eso. Me lo contó para descargar su conciencia, pero no en confesión. Que esto ya lo había hablado con otro sacerdote poco antes de casarse, pero que la carga que pesaba sobre su conciencia no terminaba de descargarse” (González, 2009: 280). Respecto a Maciel, señaló que en su infancia era una persona “frágil y fina” con muchos hermanos y un padre muy duro, que estaba inmerso en un mundo de rancheros y era sobreprotegido por su madre. Un día, el padre de Maciel le dijo a su hijo: “En mi casa no va a haber jotos [homosexuales], te voy a mandar seis meses con los arrieros para que aprendas a ser hombre”.43 A continuación, el anciano narró sin más prolegómenos que los rancheros abusaron de Maciel y de él varias veces cuando se los llevaban al cerro: A los dos nos lo hicieron, pero no en el mismo momento. Las veces que me acercaba a platicar con él, se cerraba. O me decía que le rezara a la virgen. Y luego yo fui viendo que fue sacerdote y todo. Y ya me fui enterando de lo que fue saliendo de su vida y pensé: “Yo creo que fue ahí en donde se inició todo”. [Y añadió que cuando Maciel tenía aproximadamente 11 años, digamos en 1931, le dijo:] “Si mi padre se entera, me mata. Porque me mandó aquí para que me hiciera hombre y va a decir que yo los provoqué… Quisiera ahorcarme” (González, 2009).
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Igual que Jesús Romero Colín y Barbara Blainer, Maciel sintió de manera desgarrada que su padre podía pensar que él provocó a los arrieros. No tiene los medios para descentrase –cómo podría tenerlos– del contexto brutalmente homofóbico y machista en el que estaba inmerso, promovido tanto por los rancheros como por su Iglesia. Lo aparentemente llamativo, aunque no lo es tanto, es que el padre queda exonerado –al igual que los rancheros– de toda responsabilidad en los actos violentos perpetrados contra Maciel. En cambio, este último debería hacerse cargo no sólo de lo que le ocurrió, sino de ocultárselo al padre, que lo mandó a ese medio ignorando lo que le podría ocurrir, a menos que su progenitor hubiera estado aquejado por una notable estupidez. Maciel sólo atina a trastocar las responsabilidades para intentar resolver el conflicto en el que quedó atrapado. Por una parte, los arrieros que abusan de los dos jovencitos no quedan en la posición de “maricones” –según las apreciaciones del medio–, sino investidos como “machos paradójicos”, en la medida que son los activos. Por la otra, el padre de Maciel queda en la posición de posible “ofendido” en caso de que se llegara a enterar de que su hijo fracasó en el advenimiento al tipo de “masculinidad” que pretendía inculcarle. Posiblemente, esta violenta experiencia terminó de configurar en el joven Maciel la “salida” que encontró a su situación, a saber: Aprender a jugar en el límite del desafío y la transgresión, induciendo al mismo tiempo una inverosimilitud acerca de su conducta, ya que podía utilizar la investidura sacerdotal como escudo sacralizado y trompe-l’oeil frente a los sustitutos del padre: obispos, cardenales, papas, empresarios, políticos y padres de familia, etcétera. Si se llegaban a enterar de parte de sus correrías, sobre todo los no clérigos, las verían como inverosímiles, al tiempo que quedarían burlados: “Eso no puede ser cierto en el caso de un sacerdote, y menos tan santo”.44 En cambio, en el caso de las autoridades eclesiásticas, dado que la política estructural implementada era ante todo proteger el “honor” de la institución y la sacralidad sacerdotal, Maciel tenía mu266
chas posibilidades de consolidar su desafío y transgresión, como en efecto lo hizo. Y sólo muy al final las autoridades católicas se tuvieron que dar por enteradas de lo que ya sabían desde cincuenta años antes. Maciel jugaría al menos en cinco posiciones: la de sacerdote, la de político, la del actor: “Los tres oficiantes en ceremonias donde la acción se confunde con la representación y ésta se resuelve en liturgia” (Paz, 2008: 117-118), la de seductor profesional y la de empresario. A diferencia del caso anterior y de los que veremos más adelante, Maciel ocupó la posición del violentado y del que violenta. En su momento, tendría a su merced a jovencitos que buscaban obtener con su mediación el objeto escaso que los habría llevado al seminario: la investidura sacerdotal. Para lograr este fin, dependerían enteramente de su voluntad, entre otras cosas: la relación de poder articulada a su específica manera de excitarse sexualmente a cambio del sacerdocio. Esta vez, a diferencia del tumulto de arrieros abusando de dos jovencitos, él solo dirigiría el juego. Así le podría mostrar a su padre la imagen de alguien para nada “delicadito”, sino más bien la de un líder y empresario sacerdotal que se codea con los grandes y al que le rinden boba pleitesía y le confían a sus hijos para que los inserte en la red de reproducción de la alta burguesía con sus colegios y universidades, en el “paraíso de los dóciles” (Carballo, 2004: 55) y de los maestros del “cómo sí”, como fue y sigue siendo –entre otros– el caso de la Legión de Cristo. Marcial Maciel, con el tiempo, se convertiría en un explorador de los placeres sexuales para quien nada de la sexualidad le sería ajeno. Actuaba como heterosexual, homosexual, pederasta, padre incestuoso, esposo prolífico, a partir de asumir múltiples personajes y nombres propios. Probablemente su padre habría logrado su propósito por caminos inéditos, digamos, tortuosos, pero ya se sabe que “los caminos del Señor son inescrutables”. Una mujer mexicana, atravesada por “un dolor a destiempo”45 Esta mujer sintetiza de la siguiente manera el abuso que sufrió más o menos a los cinco años de edad por parte de un hermano de su 267
padre: Creo que sentí rechazo, asco, curiosidad y miedo a ser culpable. Nunca me cupo que el culpable pudiera ser él, hasta el día que se lo conté a la trabajadora doméstica que trabajaba en mi casa años más tarde, pero [todavía] bajo la consigna de “júrame que no se lo vas a decir a nadie”. Me robaron la posibilidad de ser protegida y cuidada en una edad en la que uno más lo necesita, y con eso afectaron mi capacidad de amar y mi vida sexual. Es como si los hombres hubieran quedado en deuda conmigo.46
De nueva cuenta, como tantas niñas y niños, se carga de vergüenza y de culpabilidad por no haber podido decir “no”, por no haber puesto el límite. Pero a su testimonio le agrega el asco y la curiosidad, lo cual le complica las cosas porque amalgama sentimientos heterogéneos y contradictorios. De pronto, a sus propios ojos se mira como extremadamente activa, a la vez que sometida. Y como una vez más toda la carga de la responsabilidad que le corresponde al adulto se desplaza al niño, que aun vislumbrando la violencia ejercida por el otro se sabe participante e incluso a veces se siente provocador de aquello que lo devasta y piensa que no tiene cara para denunciar al que la violentó. En este testimonio, como en otro que citaré más adelante, cuando se decide a decir lo que le ocurrió la madre le prohíbe ir más allá y la conmina a guardar silencio. Aduce como argumento que su padre está enfermo y podría ocurrirle algo grave si lo supiera. Y no sólo cargaría con una posible muerte o daño grave a su progenitor, sino también con la división de la familia, con lo que su confusión aumenta. A cada violentado le correspondería, según este razonamiento, resguardar la honorabilidad de la familia o de las iglesias e instituciones por encima de sus elementales derechos. El siguiente caso nos coloca parcialmente en la espinosa cuestión de la denuncia en los tiempos de la compasión publicitada, cuando estos casos se volvieron una noticia casi cotidiana en los medios de comunicación, lo cual introdujo nuevas variables en las ya de por sí difíciles condiciones para explicar lo sucedido.
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Si hasta ahora en los testimonios citados he señalado tanto al resto que constituye el elemento tercero del pacto de pederastia como a los terceros contextuales que en muchos casos se yuxtaponen a los terceros familiares –como en el caso citado–, ahora señalaré a los terceros externos que están en buena medida condensados en los medios de comunicación, pero no únicamente. Una filósofa francesa y su drama (Annie Leclerc) Veamos ahora las reflexiones hechas por una filósofa francesa, ya fallecida, que sufrió este tipo de actos e intenta pensar la situación de quien sufrió abuso más allá de su propia experiencia. Escribió lo siguiente en uno de sus diarios, recuperados por una amiga: Pero, ¿cómo se puede denunciar a aquel al que no se ha podido decir no? Su vergüenza de haberse plegado para no denunciar a su agresor se agrava ahora por callarse todavía. Porque se le asegura que él debería hablar. El niño no puede decidirse a enviar a la inhumanidad [o] cargar a su padre, su hermano, su tío, su abuelo de una gran abominación. ¿Es el niño el que debería con su queja partir la madre en dos, romper la familia en cuatro [y] publicitar a los verdugos al escarnio público, a la policía, o a la cárcel? (Leclerc, 2010: 66).
Entonces, el afectado ya no sólo estará haciéndose cargo de la “vergüenza”, sino que también será el responsable de la irreversible ruptura de la familia o de la institución porque, según los defensores de éstas, tendría que callarse para salvar la cara de los implicados y permitirles seguir proyectando una imagen políticamente correcta. No importa que para el implicado ya esté irremediablemente rota, porque a partir de lo que vivió y sabe sostendrá un simulacro, lo que le dificultará aún más las cosas. La situación es análoga para la mujer cuyo padre estaba enfermo. En ambos casos, la disyuntiva que se le propone o se autopropone es perder-perder. Por eso los denunciantes producen tanta ambivalencia y malestar en las “almas buenas”, ya no digamos en la del propio implicado. Annie Leclerc añade estas reflexiones a su testimonio: “¿A dónde va el deseo del pedófilo? Él se dirige a eso que 269
obtiene: a la turbación, la confusión […] él goza la ruptura íntima que el niño no osa denunciar como violencia. Él aprovecha la no resistencia del niño, su maleabilidad, su impotencia” (Leclerc, 2010: 111). Ese momento de prepotencia jubilosa que implica saber que el otro está a su merced y que terminará por producir esa “ruptura íntima” le resulta impagable al parecer al pedófilo. Además, apuesta a que los efectos del acto se acompañarán del pacto secreto reforzado por la sensación de confusión, vergüenza y abyección del sorprendido, lo cual, para el agresor no tiene parangón. Es ahí donde se hace presente y manifiesta, como lo adelanté, la “ausencia sensible de la prohibición”. Pola Kinski, la hija mayor del actor Klaus Kinski Esta mujer relata el abuso que sufrió por parte de su padre y el tipo de complicidad en el que se vio sujeta hasta que logró romper la relación, a los 19 años. Cuenta que desde los cinco años su padre insistía en besarla en la boca y que a los nueve la violó por primera vez. Señala que durante mucho tiempo se sintió culpable por haberlo “dejado hacer”: “yo pensaba que era la sola manera de obtener amor”. Y cuando buscaba que la dejara tranquila, su padre le decía que no se hiciera la tonta: “puesto que todos los padres hacen eso”. Incluso la hace prometer que no hará “jamás lo mismo con otro hombre” (Kinski, 2013: 74-76). A los 19 años, estando en Roma, su padre le pide que vaya a comprar preservativos y ella lo hace. A su regreso a Múnich, le cuenta todo a su madre y a su padrastro, pero ésta le contesta que dudaba acerca de lo relatado. Por tal motivo, añade: “Yo no volví a hablarlo más [con ella]. Cuando él murió, ella [me] dijo estas palabras: Yo no le reprocho nada. Era un gran tipo” (Kinski, 2013: 7476). Luego le escribe una carta a su padre en la cual le dice que “nunca más la tocará”, pero no le responde. Seis meses después se vuelven a ver y ella piensa que su padre finalmente ha comprendido que ya no habría más una relación de ese tipo. Sin embargo, 270
después le pide que se quite la blusa. “Yo comencé a quitarme la blusa. Como en un sueño. De pronto me despierto y salgo corriendo”. Lo volverá a ver una sola vez más para una sesión de fotografías en el Jardín de Luxemburgo, en París. En 1991, su madre le llama para avisarle de la muerte de su padre. “No sentí nada en el momento. Después, fue como si una segunda piel, una piel de lodo se hubiese desprendido de mí” (Kinski, 2013: 74-76). En el caso de Pola, se pueden añadir al menos dos cosas a lo que llevamos descrito: 1. La conformación de un contexto que coloca a la niña en una situación en la que no parece existir otra opción para contrastar lo que le ocurre, aunque no necesariamente dejará de resentir que algo no marchaba bien. 2. La complicidad de la madre con su admirado ex marido, porque no escucha a la hija e insonoriza la situación dos veces: cuando se lo comunica y cuando muere el “gran tipo”.47 Un incesto denunciado anónimamente Me parece que para completar la perspectiva de la compleja relación a la que lleva un incesto es conveniente citar el testimonio anónimo de una mujer que escribió un texto titulado The Incest Diary, que acaba de ser publicado en español. La testigo alude a LéviStrauss con respecto a la prohibición del incesto, ya que el antropólogo francés afirmó que “la principal diferencia entre animales y seres humanos radica en la prohibición del incesto. ¿En qué me convierte esta afirmación?” (Hermoso, 2017: 25). Planteadas así las cosas suenan tremebundas, pero la autora no se detiene ahí y avanza sin eufemismos hacia su experiencia: Tengo y he tenido siempre la impresión de que en realidad mi padre quería matarme, y que yo lo seduje para impedir que lo hiciera. Recurrí a la sensualidad para seguir con vida. Salvé mi vida dándole placer sexual. Y él se hizo adicto a nuestras relaciones sexuales, y a mí me ocurrió lo mismo (Hermoso, 2017: 25).
La autora afirma que la relación comenzó a los tres años y terminó a los 21, por lo que es posible que esta “impresión” no se haya
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impuesto al inicio. Llama la atención la manera de relatar las cosas y que ella se coloque como la seductora activa para “salvar su vida”. Primero como niña y luego como jovencita, se representa investida por las circunstancias en una especie de “mujer fatal” que al asumir ese papel de alguna manera se inmuniza contra el peligro de sucumbir ante el padre “asesino”, y el supuesto asesino virtual y la prometida al asesinato terminan, según ella, por volverse adictos a las relaciones sexuales. Un testimonio con estas características no deja fácilmente vislumbrar su compleja y contradictoria densidad, y más aún por la manera como remata su narración: “Mi padre también se había convertido a sí mismo en un objeto sexual para mí. Lo cosificaba como me cosificaba a mí misma para él. Jamás en mis 12 años de casada experimenté un orgasmo semejante. […] Lo deseo y lo mataría, echaría su cuerpo a los perros” (Hermoso, 2017: 25). ¿Quiere esto decir que a pesar de desear la muerte del padre y terminar arrojando sus despojos a los perros reconoce que quedaron en pie de “igualdad” utilizándose mutuamente como objetos sexuales? ¿Cómo compaginar esos deseos con la constatación de que a la vez le ofreció orgasmos incomparables? Esto la lleva a confesar que los hombres que se relaciones con ella sexualmente se medirán con la presencia espectral de ese padre finalmente denunciado y admirado. Se trata, al parecer, de un ejemplo turbador y doloroso48 del denominado “síndrome de Estocolmo”. El ex legionario de Cristo. Víctima, cómplice e impotente Veamos ahora el caso de un cómplice e impotente, según la descripción de Jean Clavreul. Se trata de Francisco González Parga, ex legionario de Cristo, quien logra analizar su propia complicidad en su relación con Maciel y ejemplifica de manera clara el asunto de lo que Clavreul denomina “la posición impotente” que asume muchas veces el tercero en la relación pederasta. Pero Francisco, como cómplice en un momento dado, se ve envuelto en ambas posiciones.
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Comienza su autoanálisis, sin duda excepcional, preguntándose qué fue lo que más le dolió respecto a su relación con Marcial Maciel: si lo que le hizo o su respuesta. Al decidirse por la segunda opción comienza a descentrar la situación y no se coloca sólo como víctima pasiva, aunque no ignora el daño que Maciel le hizo en cuanto a lo que denomina violencia a su masculinidad y dignidad que “destruyó mi capacidad de amar y relacionarme con Dios y con mis semejantes, así como mi capacidad de tomar decisiones libres y responsabilizarme de mis actos”.49 Lo que realmente lo descoloca de la posición sólo de víctima a la que no le quedaba otra cosa por hacer sino someterse es la segunda pregunta que se hace y describe con notable lucidez y honestidad sus reacciones. Leamos algunas de sus consideraciones: I. Aceptar relaciones sexuales bajo pretexto de ayuda para disminuir sus dolores por el temor de perder el privilegio de estar cercano al fundador. II. Valorar más el vano prestigio de ser de los que estaban cerca del fundador que la paz de mi conciencia. III. Esperar y poner mi ilusión en sus vanas e imprecisas, aunque sugestivas y seductoras promesas o insinuaciones en el sentido de futuras distinciones y privilegios de estudio y de apostolado. IV. Intentar lograr obtener resultados positivos de cambio en él, con astucia, y de forma sinuosa, tratando de acorralarlo y cometiendo incluso actos pecaminosos para demostrarle que me subestimaba y me mentía. V. Temer caer en desgracia y perder todos los privilegios y distinciones insinuados, así como ser señalado y tenido por traidor [como fue el caso de otros compañeros]. Estos errores y temores, junto con la vana presunción de lograr cambios en su conducta, me llevaron a actuar fingiendo que seguía creyendo ingenua y neciamente en sus palabras, y esto mismo me impedía romper con el juego, llamando a las cosas por su nombre, incluyéndolo a él, rompiendo el pacto de complicidad y silencio hacia el exterior. Nunca rompí con ese pacto al exterior, aunque al final, en los últimos dos años, sí le mostré que yo sabía que mentía y que no tenía ya ninguna confianza en él. Pienso que en el fondo durante todo el tiempo que yo sospechaba de su falta de integridad, había en mí una secreta esperanza como de ganarme una medalla de que había sido el único que lo habría hecho cambiar, res-
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catándolo a él de sus “enfermedades” y/o vicios, y rescatando a la Legión de su conducta nefasta. […] Por lo tanto, ahora me digo, que soy tan inexcusable de mis propios pecados, como el padre Maciel de los suyos, pues cuando tenía suficientes elementos de juicio para apartarme de aquel pacto perverso, no lo hice, por consideraciones humanas. […] Si no fuera por la misericordia de Dios y su perdón, yo podría estar muerto y no podría aspirar como ahora aspiro a ser mensajero e instrumento de su amor. […] Fui capaz de vivir una doble vida por muchos años, dentro y también fuera de la Legión. Destruí personas siendo irresponsable y malagradecido. […] De hecho, toda esta segunda reflexión que aquí aparece, no fui capaz de hacerla sino hasta muy recientemente a raíz de un taller de sanidad interior que estuve haciendo durante ocho semanas y en el que, en oración, con ayuda palpable del Espíritu, pude ver la luz al leer en Romanos, 2,1, donde San Pablo lanza esta pregunta: “¿Cómo juzgas a los otros si tú haces lo mismo?”50
Si bien este hombre parece que finalmente no puede renunciar a la necesidad que resiente de ser un “instrumento al servicio de alguien” y que se inclina a entender a la letra la frase de San Pablo – con lo cual más valdría dejar las cosas a juicio de Dios–,51 no abandona todo en las manos del Señor de los cielos y discrimina y diferencia las posiciones de Maciel y la suya. Aunque de nueva cuenta está dispuesto a entregarse, esta vez lo hace desde la perspectiva de quien ya ha probado los amargos frutos de la entrega incondicional sin espíritu crítico; como Francisco de Borja, ahora sólo parece está dispuesto a servir fundamentalmente al Señor de los cielos. El testimonio que ofrece dibuja de manera notable lo que algunos psicoanalistas denominan la “ganancia secundaria”, obtenida incluso en situaciones que vistas desde afuera sólo parecen estar constituidas sin cortapisas por la violencia y la incoercible abyección de los que la sufren. Francisco nos describe sus motivaciones para continuar la relación de complicidad una vez superada la sorpresa inicial: tener el privilegio de estar cerca del fundador, sujeto escaso por obvias razones. Incluso en algún momento, según me dijo, creyó que era el elegido, hasta que se dio cuenta de que existía un
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“círculo rojo” y lo tenía que compartir. Entonces buscó, afirma, hacerlo cambiar y con ello “rescatar” a la Legión de los actos del fundador. De esta manera se volvía a colocar en una posición pretendidamente privilegiada y omnipotente a partir de una especie de identificación con su agresor, articulada con un posible desplazamiento de la abyección resentida hacia su antiguo abusador. Además, su mayor temor era pasar al oprobio como traidor y quedar fuera del “calor del establo” (Nietzsche) de manera radical. Suficientes motivos para tratar de permanecer en la relación, cada vez más corroído por un malestar ético. Describo ahora la quintaesencia del pacto de pederastia en donde el mismo individuo es colocado en dos de las posiciones descritas por Clavreul. Francisco González Parga relata un suceso ocurrido con Maciel en pleno periodo del Concilio Vaticano II. Afirma que Marcial Maciel fue a visitar la comunidad de Irlanda y pasaron la noche juntos. Al otro día, después de que el fundador de la Legión de Cristo había dicho misa con su habitual devoción, salen a pasear con otros jóvenes; de pronto, Maciel detiene la marcha y mirando fijamente a los ojos a González Parga dice algo con el siguiente tenor: “Yo no entiendo a los padres conciliares que pretenden que los sacerdotes se puedan casar. Yo no podría estar con una mujer y después decir misa”. Francisco se queda de una pieza, sin poder decir nada. Además, ¿quién le hubiera creído que había pasado la noche con Maciel? En ese momento los jóvenes presentes juegan el papel de “ciegos” que, sin saberlo, son utilizados como soporte de una relación de complicidad y Francisco ocupa el papel de cómplice e impotente, mientras Maciel dirige el ritual de manera segura, posiciones que Maciel termina de consolidar al día siguiente cuando en el desayuno dice aproximadamente lo siguiente: “Hay gentes en la Legión que ya no quieren estar en ella y no son capaces de afrontarlo. En cambio, están dispuestos a decir cosas tremendas de sus superiores”. Esto lo dice nuevamente mirando a los ojos a Francisco González Parga.
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Es más que posible que en el remoto caso de que Francisco hubiera decido romper en ese momento con el pacto nadie le habría creído y habría quedado como un delirante pleno de resentimiento que sólo habría confirmado lo que acababa de decir Maciel. Como bien lo señala Jorge Semprún en alguna parte: “no basta que algo sea verdadero, es necesario que parezca verosímil”. Las condiciones para decir la verdad hay que crearlas y no en todas las circunstancias es posible hacerlo y volverla creíble.52 Éste es un buen ejemplo de cómo un pedófilo “profesional” juega con los límites, sabiendo que ocupa la cuarta posición en el pacto, esto es, la de director. La púber “violada por una celebridad” Se trata del ya mencionado Roman Polanski, que un día del mes de marzo de 1977 abusó de una púber de 13 años, de una manera muy singular: Samantha Geimer se encontraba ese día en la casa del actor Jack Nicholson para una sesión de fotografías, acompañada de su madre. Polanski primero le ofreció champaña y luego le dio un sedante, y después abusó de ella. En otras palabras, ni siquiera enfrentó el posible rechazo o el sometimiento de la púber. En 2013, 36 años después, Samantha escribe sus memorias del caso. En una entrevista afirma: “Si yo tuviera que elegir entre la violación y revivir eso que ha ocurrido después, yo escogería la violación” (Bui, 2013: 40). Lo dice porque los periódicos resaltaban cosas desagradables sobre ella, su madre y su familia. “Yo era presentada como la niña tonta que quería aprovecharse del realizador célebre, y mi madre como una proxeneta no dudando en intercambiar a su hija para hacer carrera” (Bui, 2013: 40). Al señalar que la relación con la prensa y los jueces le resultó una especie de “violación” peor que la perpetrada por el cineasta, Samantha se sitúa en una posición que pretende descolocarse como la víctima “clásica”. Aunque lo que queda después de leer su relato es más bien que se considera una doble víctima. No obstante, señala que ha perdonado al cineasta:
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Ese perdón me lo han reprochado. Yo no sufro del síndrome de Estocolmo. Yo lo perdono por mí, no por él. Todo el mundo me quiere ver traumatizada, destrozada, pero eso sucedió hace treinta y seis años, ahora eso marcha, gracias. Y lamento si yo no soy la víctima ideal, aquella que quieren ver los medios y el procurador. No es la compasión, sino más bien la empatía [lo que la lleva en parte al perdón]. Cuando él fue arrestado en 2009, nosotros también hemos sido asediados por los paparazzis y obligados a descolgar nuestro teléfono. Todo revivió. Yo me volví a ver niña de 13 años aterrorizada por eso que me caía encima (Bui, 2013: 42).
El mismo día de la violación, la madre pone una denuncia. Esto marca una diferencia sustancial con los otros casos aquí relatados. No existe el secreto de quien sufrió el abuso, rápidamente es compartido y publicitado. Polanski es acusado de seis delitos, entre otros “actos obscenos sobre una niña de menos de 14 años”, “violación por uso de drogas”, “perversión y sodomía”. Y decide declararse culpable con la condición de que sea acusado por el delito menos “grave” [!]: “la relación sexual ilícita con una menor”. Polanski pasa solo 42 días en prisión.53 Al parecer, a los padres de Samantha les importa poco eso, pues lo que buscaban es que el cineasta aceptara su culpabilidad, lo que lograron cuando menos desde el punto de vista judicial. Samantha afirma que en 1977 se encontraron con un juez más interesado por los medios de comunicación que por la justicia. Sin embargo, en 1988 acusa de nueva cuenta a Roman Polanski: “yo no era suficientemente rica para perseguir a todos los diarios que me difamaban… Sí, en efecto, yo tenía tres niños a mi cargo y tenía necesidad de ese dinero”, dice Samantha sin escrúpulos. Además, fue una reacción a la versión que dio Polanski del asunto y una manera de advertirle que se mantuviera callado. De hecho, logró una indemnización de 500 000 dólares y que se le prohibiera a Polanski evocar los sucesos de 1977. A cambio, Samantha se comprometía a ayudar al cineasta a resolver sus problemas legales en Estados Unidos y a no explotar comercialmente la historia. Entonces, ¿por qué sacar un libro en 2013 que sí revisa sin tapujos el asunto? No queda del todo claro. 277
Lo interesante es que Polanski y Samantha, a pesar de no haberse vuelto a encontrar desde 1977, se escriben por correo electrónico. En 2009, después de la salida del documental de Marina Zenovich, Wanted and Desired, que exhumaba el asunto de 1977, Polanski le envió una carta excusándose, acto que tanto Samantha como su familia apreciaron. Finalmente, Samantha resume así su violación: En aquella época, yo creía que una violación estaba ligada a una violencia y a la brutalidad. Él no me ha agredido, él no quería hacerme daño. Pero yo he dicho no. Y yo tenía 13 años. Por lo tanto, no existe ninguna duda, fue una violación. Como sucede todos los días. Sólo que yo he sido violada por una celebridad (Bui, 2013: 43).
Samantha supuestamente dijo “no”, pero de qué manera si al parecer estaba dormida. Por otra parte, si no hubo agresión ni violencia, pero sí violación, podemos preguntar: ¿Acaso existen violaciones sin violencia? ¿Cuál sería entonces para ella la especificidad de esa violación tan “singular”? ¿Acaso se trató de una violación con “erotismo lúdico compartido”, como la describió aquel psiquiatra, aunque una de las partes haya dicho “no” post factum? ¿Qué entenderá la ahora señora Geimer por agresión y violencia? ¿O se trató más bien de un erotismo ni tan lúdico ni tampoco tan compartido como parece ser el caso? Si, por una parte, Samantha buscó salirse de la posición de víctima “clásica”, ya que incluso se rehúsa a presentarse como alguien destrozada por la situación, por la otra, al haber sufrido abuso por una “celebridad”, le ha sido muy difícil escapar de la constringente situación de ser un caso que buscan los medios de comunicación. Y cuando éstos aflojan un poco la presión ella vuelve a atraer su atención con la publicación de su libro titulado en francés Ma vie dans l´ombre de Roman Polanski (2013). Por cierto, el citado libro iba a salir primero en editorial Laffont, pero fue bloqueado por una fuga del título provisional, que era Moi, Samantha Geimer, 13 años, violée par Roman Polanski.54 En efecto, la sombra de Polanski sigue campeando. Ser violada por una celebridad añade al hecho al parecer cierta llamativa “de278
lectación” (?) mediática por parte de la violada, que descubrió supuestamente la “violación no violenta”, aunque esta “delectación” traiga aparejada no poca desdicha. Este caso trae a colación de una manera muy diferente lo que Annie Leclerc decía respecto a la irrupción de los medios de comunicación en estos casos, los cuales han sido algunas veces tan útiles para romper la omertá en instituciones como la Iglesia católica que de otra manera hubiera sido casi imposible. O en el caso Weinstein.55 ¿De qué manera vio Polanski las cosas? En 1984, el cineasta escribió su autobiografía y mencionó el asunto diciendo que según su percepción se trataba de “una joven madura que habría podido fácilmente pasar por una mujer de 18 años”. Incluso afirma que Samantha le dijo que había tenido su primera relación a los ocho años. Basta ver la foto que le tomó para darse una idea de todo lo contrario. Samantha responde a esta percepción del cineasta de esta manera: Samantha: Falso… Yo era una jovencita que quería jugar a los grandes, era todo. Cuando él me preguntó si yo había ya hecho el amor, yo le dije que sí, dos veces, cuando yo no lo había hecho sino una vez; era estúpido. Yo incluso [todavía] no usaba brassière, pues no tenía suficiente pecho para eso. Polanski: Yo sentí una cierta tensión erótica instalarse entre nosotros. La experiencia de Samantha, sus ausencias de inhibiciones no me dejaban ninguna duda. Ella se tendió abierta y yo la penetré. Jamás pensé que yo podía terminar en prisión por haber hecho el amor (Bui, 2013: 42).
¿“Por haber hecho el amor”? Esta manera de describir lo ocurrido obvia el contexto de ese “hacer” si nos atenemos a la otra versión arriba expuesta.56 A la pregunta de dos periodistas a propósito de si ya había leído el libro de Samantha, Polanski responde que no, aunque “lo conozco”, y añade que está “casi seguro de que probablemente no será como yo lo recuerdo”. Philipp Oehmke/Martin Wolf: Dadas las circunstancias, habla muy amablemente de usted. Polanski: Ah, ¿sí?
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Philipp Oehmke/Martin Wolf: Hace poco tuvimos un encuentro con Geimer. No le guarda rencor. Pero, por supuesto, usted ya lo debe saber. Polanski: Sí lo sé. Todo lo que puedo decir es que siento de verdad lo que le ha pasado todos estos años y la manera en que ha sido arrastrada por los medios de comunicación. Yo siempre traté de mantener su nombre al margen hasta que todo esto se difundió. Creo que ya no tengo nada más que decirle sobre el tema. Leeré el libro cuando se publique aquí en Francia. Philipp Oehmke/Martin Wolf: Escribió una carta a Geimer en 2009 y por fin le pidió disculpas. Polanski: Porque la había visto en televisión. Para mí fue importante verla por fin. Philipp Oehmke/Martin Wolf: ¿No podría haber pedido disculpas antes y no 32 años después del incidente? Polanski: No había motivo. Todos intentamos simplemente olvidarlo. No voy a hablar de ello. Philipp Oehmke/Martin Wolf: ¿Es posible que ahora que usted tiene una hija de 20 años vea de otra manera el abuso de una chica de 13? Polanski: Mire, yo tuve a mi hija muchos años después del incidente. Ya han pasado más de 35 años. Dígame una cosa, ¿le parece que ya he estado bastante tiempo en libertad condicional? Si usted fuera el supervisor de mi libertad condicional, ¿diría que ya está bien? Philipp Oehmke/Martin Wolf: Puede ser que sí. Pero lo cierto es que no ha podido viajar libremente por décadas… Polanski: Sí y estoy cargando con las consecuencias. Ésta es una razón por la que intento evitar a la prensa. Para mí una entrevista es algo desagradable. ¿Por qué debería someterme a esto? Desde luego sumergirme de nuevo en las tragedias de mi vida con usted, que es la persona dominante en la entrevista, es desagradable para mí. La historia del incidente con Samantha no tiene fin. Y ahora está en su libro. Nunca se acaba (Oehmke y Wolf, 2013: 32).
La entrevista produce malestar por diferentes razones: Polanski, al tiempo que afirma que busca a toda costa evitar a los periodistas, no impide el interrogatorio al que es sometido sin contemplaciones en esta entrevista por unos periodistas con mezcla de jueces y algo de psicólogos de cuarta. Avanzan sin problemas ante las
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débiles protestas del cineasta que dice que no desea hablar ni de sus tragedias ni de lo que denomina el “incidente”. Sin embargo, termina por abrirse y llega a afirmar, respecto a este último, que todos los implicados lo “querían olvidar”, lo cual no parece ser el caso, cuando menos en lo que respecta a Samantha. En cuanto a haberle pedido disculpas, si hacemos caso a lo que escribió en su biografía el propio Polanski, no es del todo entendible, ya que estaba convencido de que la jovencita se le había ofrecido: “ella se tendió abierta y yo la penetré”. Le parecía una mujer con experiencia respecto a su vida sexual y, por lo tanto, le parecía obvio hacer lo que hizo. Y si los padres de la entonces niña no le hubieran interpuesto una demanda, él, al parecer, se habría quedado muy tranquilo. “Nunca pensé en terminar en prisión por hacer el amor”. Llama la atención, como ya señalé, la manera de describir la violación recortada limpiamente del contexto descrito.57 Por otra parte, como ya adelanté en esta versión del cineasta, la violada parece haber estado despierta. Por su parte, los entrevistadores investidos de jueces parecen perros de presa que le dan el mensaje de que el incidente no se olvidada y que estará presente por el resto de su vida sin reposo posible, a pesar del perdón otorgado por Samantha. Ellos u otros más se encargarán de continuar el relevo infatigable. Juegan un papel que Samantha dice querer evitar y, al mismo tiempo, parece fomentar de alguna manera. La pregunta que queda se puede formular así: ¿Cómo transformar esa violencia, supuestamente no violenta, en algo que no quede enmarcado en sólo una deuda impagable y en una serie de desmentidos y por lo tanto condenada a repetirse hasta el fin de sus días? Sí, en efecto, Samantha no es una “víctima como las otras”, ya que pretende singularizarse al máximo, aunque el precio pagado sea tan alto para ambas partes por diferentes razones. Epílogo Al describir estos diferentes casos, en su mayoría desde la perspectiva de quienes sufrieron abuso y en donde uno se convier281
te, a su vez, en abusador insaciable (Maciel) y otro sólo funge como abusador (Polanski), se puede observar que más allá de la experiencia común que comparten no todos la viven de la misma manera ni tienen la misma capacidad para analizar cómo les afectó y cómo le hacen para seguir con su vida. Sólo en el caso de Polanski se vislumbra cómo piensa, obtura, explicita y cambia el que supuestamente “una sola vez abusó”.58 Relatos como este último son los que más faltan cuando se enfrentan estos casos desde el punto de vista de quienes sufrieron abuso, pero ciertamente no escasean cuando todavía en los años setenta, en el contexto de la “liberación” sexual, los militantes propedófilos explicitaban el tipo de escenario sexual que los excitaba.59 Por lo tanto, también escasean las deducciones que pueden hacer quienes sufrieron la violencia sobre los motivos de su agresor. En los ejemplos que cité, sólo la ya fallecida Annie Leclerc plantea algunas hipótesis respecto al tipo de deseo de su agresor que aspira a cierta generalidad. Sin embargo, es posible detectar algunas características que pueden alcanzar cierto grado de generalización en los testimonios descritos de quienes fueron violentados, como sentirse avergonzados, confundidos, humillados, violentados y, sobre todo, principales responsables de lo ocurrido, algo que los lleva a guardar silencio por mucho tiempo, a veces toda la vida, y en la medida que el agresor no da la cara se refuerza el silencio. Algunos buscan enfrentar en privado a su agresor y en ocasiones lo logran; pocos, en general, lo hacen en público; sólo Samantha Geimer y Francisco González Parga, pero de diferentes maneras. Otros más se quedan con la sensación de algo cercenado para siempre que nunca terminará de medioaclararse. En el caso de Jesús Romero Colín, la manera en que enfrentó a su agresor no es tan común, y menos en un contexto como el mexicano. Durante la filmación de una película en la que era el protagonista de la historia, Agnus Dei, decidió enfrentar al sacerdote abusador y logró una entrevista con él. Llevó una cámara oculta y lo confrontó con una pregunta que le soltó a quemarropa: “Padre, 282
¿por qué me hizo eso?” El sacerdote no atinó a contestar nada, y luego le pidió al propio Jesús, estudiante de psicología en ese momento, que él mismo ¡le tratara de explicar las cosas! En la mayoría de estos casos, los enfrentamientos testimoniales ponen en juego la palabra de cada uno y no existen ni documentos ni filmaciones, por lo que una acción como la de Jesús, si bien no tiene valor judicial, resulta a veces la única manera de impedir que el abusador borre las huellas de sus acciones, que descansan sólo en actos pasados y que sólo pueden ser constatados por palabras. Jesús había visto que el sacerdote los filmaba para poder excitarse. Él mismo había posado, pero este acto de Jesús entra en colisión con un tipo de ética que no acepta filmar o grabar a alguien que no lo ha pedido o autorizado. Otra característica no generalizable, pero sí constatable, es que estos actos y las relaciones que instituyen no siempre son producto de un solo hecho, sino que pueden instalarse y consolidarse por meses e incluso años. Los casos de González Parga, Colin, Kinski, etc., son un ejemplo de esto, lo cual hace que las personas implicadas no puedan ser equiparadas. Incluso algunos contribuyeron a que otros sufrieran abusos como ellos por la misma persona que los violentó. En el caso colectivo de los Legionarios de Cristo, esto se tornó evidente en algunos miembros del “círculo rojo”, aunque después algunos aparezcan solo como víctimas sorprendidas. Claro que, en el momento de la ruptura del pacto, todos parecen volverse equivalentes; pero una vez pasada la sorpresa, las historias divergen, así como el tipo de implicaciones que se dieron. A su vez, las razones para romper el pacto no necesariamente coinciden: unos lo harán en parte para ser resarcidos económicamente, otros sólo para hacer que su agresor confiese su acto cara a cara o para llevar a cabo una autocrítica de su implicación, así como para exhibirlo públicamente, para evitar que siga su carrera delictiva y contribuir a que se haga justicia y se instaure un tipo de cultura democrática y jurídica que trate a todos bajo la misma ley. En el caso específico de la Iglesia católica, algunos de los denunciantes buscan evitar que se considere sólo como pecado un delito 283
del fuero común y también que esta institución no pretenda continuar operando con un derecho paralelo al que rige al resto de los ciudadanos, el llamado derecho canónico. No obstante, cabe resaltar que también pueden darse combinaciones entre las diferentes razones apuntadas. En los casos que he descrito, con respecto a quienes sufrieron abusos se podría decir que ahí se juega una erótica del poder, o de un poder erotizado, con diversos destinos de dominación, erotización e incluso fascinación en el caso de algunos de los violentados.60 En la mayoría de los casos descritos, es la institución familiar –ciertamente, no homogénea– la que sirve de contexto principal en donde se vive el conflicto.61 ¿Acaso, a falta de justicia, el perdón, como afirma Marianne Vic, puede ayudar a veces a desarticular la complicidad extorsionada al permitir “borrar la vergüenza”? ¿Y la “vergüenza de haber tenido vergüenza?” (Vic, 2018: 230). Dejo abierta la cuestión.
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Las víctimas en la historia del presente: un peligroso (en)canto de sirenas Juan Sebastián Granada-Cardona Introducción A lo largo de las últimas décadas, las víctimas, y con ellas también los victimarios, han empezado a tener mayor atención en diferentes escenarios sociales, desde los más ordinarios hasta los más célebres. Algunos debates centrales de nuestras sociedades, como los que tratan de la desigualdad, la libertad o el poder político, que antes solían presentarse en términos institucionales, hoy se nos presentan con el rostro de las víctimas. Las víctimas no sólo han adquirido un nuevo estatus en tanto personas que han sufrido un daño, sino que el término mismo ha empezado a alimentar los imaginarios sociales más diversos y a ser parte central de las interpretaciones que proponemos sobre los temas que nos interesan, dentro y fuera de la academia. Basta revisar, por ejemplo, la metamorfosis que se ha ido dando en las discusiones y los análisis sobre el género y la violencia, el desarrollo, los problemas migratorios, la seguridad global y el terrorismo, el consumo y el consumismo, por sólo citar algunos de las más urgentes y consabidos temas de nuestras sociedades. La disciplina histórica no ha sido indiferente a las transformaciones que han puesto a víctimas y victimarios en el centro del escenario. De manera ineludible, su presencia ha reconfigurado muchas de las preguntas que los científicos sociales, entre ellos los historiadores, se formulan. Esto tiene que ver, probablemente, con que cada historiador reflexiona sobre su objeto de estudio no sólo en función de sus fuentes, sino también desde su propio contexto sociohistórico. Revisar las transformaciones de la dupla víctima/victimario en el último siglo también revela, como en una imagen del negativo, la génesis de la historia del presente, pues en las transformaciones se 285
sugieren los hitos que apremiaron a los investigadores de diferentes geografías62 a observar su presente y la consecuente crítica a sus propios modos de abordar estos temas. ¿Cuál ha sido el proceso que ha llevado a la dupla víctima/victimario al lugar central que ocupa hoy en la vida social y en las investigaciones sociales y qué rol desempeña esta dupla en las investigaciones de la historia del presente? ¿Acaso su protagonismo encamina necesariamente a la historia a una escritura en función de las víctimas? Y si esto es así, ¿qué implicaciones puede tener para el oficio del historiador? En este texto me propongo abordar estas preguntas revisando, primero, el surgimiento moderno de la dupla víctima/victimario en occidente63 y, segundo, explorando las implicaciones de su presencia, sobre todo valiéndome del ejemplo colombiano. La dupla víctima/victimario en occidente: una revisión lexicográfica Además de recordarnos que las palabras son seres cambiantes, los diccionarios nos proveen de una información valiosa para explorar, aunque sea sólo de manera provisional, sus transformaciones más significativas. Sin embargo, sería engañoso limitarse a esta exploración, puesto que un mismo fenómeno social puede desplegarse con nombres diferentes, y así se corre el riesgo de recortar de manera injustificada una investigación, confundiendo el significante con el significado. Por ejemplo, mientras que el término de víctima parece lo suficientemente general para recoger en su definición varios elementos que se hacen necesarios para recubrir a la víctima ya no como nombre, sino como fenómeno social, el caso contrario no es cierto y es forzoso revisar varios términos para explorar una definición más general. Por esto, en el caso de los victimarios no basta sólo con este término, sino que es necesario pasar por los de verdugo y culpable.64
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De manera muy breve, presentaré la trasformación de las definiciones re-visadas en los diccionarios de la Real Academia Española65 y seleccionaré algunos elementos que servirán para entender el ámbito en que aparece la dupla víctima/victimario. Según el Diccionario de autoridades, de 1739, la primera acepción de víctima es “la ofrenda viva, que se sacrifica, y mata en el sacrificio. Es voz puramente latina”. Agrega luego que “por translación se llama aquello que se expone, u ofrece a algún grave riesgo en obsequio de otro”. Ésta es la misma definición que consignan las ediciones del diccionario de la Academia de 1780, 1783 y 1791. Las ediciones de 1803, 1817, 1822, 1832 y 1837, conservando las mismas definiciones, precisan que la segunda es una metonimia de la primera. Esta definición, que revela más el interés etimológico de los primeros diccionarios de la Academia, hace énfasis en el sentido clásico de la víctima como un elemento esencial en el ritual sacrificial. En 1843 se amplía la segunda definición de víctima, así: “[por] metonimia. El que se expone u ofrece a un riesgo grave en obsequio de otro o padece algún daño por culpa ajena”. Esta definición, que es conservada hasta finales del siglo XIX,66 se distancia de la acepción latina de la que proviene el término y ya presenta una conceptualización más moderna. Además, el diccionario de 1899 precisa la primera acepción así: “persona o animal sacrificado o destinado al sacrificio”. El diccionario de la Academia de 1914 separa la segunda parte de la definición y la convierte en una tercera acepción independiente. Con esto, las tres acepciones aparecen de la siguiente manera: “1. f. Persona o animal sacrificado o destinado al sacrificio. 2. f. Persona que se expone u ofrece a un riesgo grave en obsequio de otra. 3. f. Persona que padece daño por culpa ajena”. En 1925, el diccionario de la Academia mantiene las primeras dos acepciones y amplía la tercera así “3. f. Persona que padece daño por culpa ajena o por causa fortuita”. El resto de las ediciones del diccionario publicadas durante el siglo XX se mantendrán sin ninguna modificación.67 La edición del 2001 incluye una cuarta acepción, 287
que es una ampliación de la tercera: “4. f. Persona que muere por culpa ajena o por accidente fortuito”. Finalmente, la edición actual, de 2014, incluye una quinta acepción, correspondiente al derecho “5. f. Der. Persona que padece las consecuencias dañosas de un delito”. Sobre las definiciones rescatadas por los diccionarios de la Academia que han evolucionado de un registro más genealógico hacia uno que privilegia más el uso actual cabe resaltar dos aspectos importantes. Primero, sólo las dos primeras acepciones guardan relación con el sentido latino original. Las otras se refieren directamente al sentido moderno y su aparición en el diccionario coincide, como luego se verá, con el interés que la sociedad empieza a manifestar por el sufrimiento de los civiles, particularmente por aquellos que, sin ser parte activa en una confrontación armada, sufren su violencia. Segundo, la quinta acepción sugiere un desplazamiento relevante en la definición de la víctima; aunque sigue siendo posible entenderla desde las otras cuatro acepciones anotadas, la inclusión de una definición jurídica en el diccionario general de la lengua indica la importancia que ha alcanzado el derecho en relación con la definición de la víctima. Con respecto a la contracara de la víctima, los términos victimario, verdugo y culpable parecen ser suficientes para cubrir el espacio de significado –es decir, el campo semántico– que nos interesa. El Diccionario de autoridades, de 1739, define al victimario como “el que vendía a la víctima y la ataba al ara”. Esta definición se mantiene hasta 1803, cuando se modifica así: “el que vendaba a la víctima y la ataba al ara, le daba muerte, y servía a los sacerdotes en cosas mecánicas en los sacrificios”. Casi un siglo después, el diccionario de 1899 será el siguiente en modificar la definición, sin que por eso varíe el sentido del término: “sirviente de los antiguos sacerdotes gentiles que encendía el fuego, ataba a las víctimas al ara y las sujetaba en el acto del sacrificio”. En 1992 el diccionario de la Academia agrega otra acepción, “1. m y f. homicida, persona que comete homicidio”. La acepción antigua, sin modificar, se con288
servará en segundo lugar. Las ediciones de 2001 y 2014 mantienen las mismas dos acepciones establecidas por el diccionario de la Academia de 1992. Casi como en el caso de la víctima, el diccionario mantiene la acepción antigua y más tarde agrega la nueva. En este caso, sin embargo, la aparición de la acepción moderna es mucho más tardía y, además, mucho más restringida: el victimario es acá sinónimo de homicida, con lo que no todos los victimarios, en ese sentido, son responsables de lo que sucede a las víctimas. Si no hay muerte, no hay victimario. La situación es diferente cuando se trata el término verdugo, pues su polisemia (¡hoy tiene más de diez acepciones!) se encuentra registrada desde los primeros diccionarios de la lengua española. El Diccionario de autoridades incluye, en 1739, seis acepciones, de las que importan, para el tema, las tres últimas: 4. Significa también el ministro de justicia, Executór de las penas de muerte, y otras, que se dan corporales: como de azotes, tormento […] Lat. Carnifex. Tortor, oris. 5. Por translación se llama el mui cruel, y que castiga demasiado, y con impiedad. Lat. Carnifex. 6. Se dice también de las cosas inmateriales, que atormentan, ù molestan mucho. Lat. Tortor.
Aunque las diferentes ediciones del diccionario de la Academia han incluido nuevas acepciones para verdugo, en la edición de 2014 seguían conservándose, con muy pequeñas modificaciones, las tres acepciones que hacen parte del tema de nuestro interés “1. m. Persona encargada de ejecutar la pena de muerte u otros castigos corporales impuestos por la justicia. 2. m. Persona cruel, que castiga sin piedad o exige demasiado. 3. m. Cosa que atormenta o molesta mucho”. En este caso, la definición de verdugo cubre un espectro que va desde lo muy delimitado, en el caso de la primera acepción, a lo muy general, en el caso de la segunda. El verdugo podría ser, por lo tanto, el causante del mal a la víctima, en cualquiera de sus acepciones modernas, si sobre ella ejerce crueldad.
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Por último, el culpable. El Diccionario de autoridades anota la siguiente definición: “adj. Lo que es digno de culparse. Es verbal del verbo culpar”. En 1789 se define “Aquel a quien se echa, o puede echar la culpa; dícese también de las acciones y de las cosas inanimadas”. Desde la edición de 1884, y sin modificar la definición, la Academia registra su uso sustantivado. En 1925, la definición de culpable se desagrega en dos acepciones: “1. Aplícase a aquel a quien se puede echar o echa la culpa. U.t.c.s. 2. Dícese también de las acciones y de las cosas inanimadas”. En 1936, la academia agrega una tercera acepción: “3. Delincuente responsable de un delito”. La versión de 1936 se mantiene en las siguientes ediciones hasta 2001, cuando las acepciones se modifican, quedando así: “1. adj. Se dice de la persona a quien se imputa una acción u omisión ilícitas por haberlas cometido de forma deliberada o con negligencia de sus deberes. U.t.c.s. 2. adj. Se dice de las acciones y cosas inanimadas. 3. adj. Der. Dicho de una persona: Declarada responsable civil o penalmente. U.t.c.s.” La edición de 2014 vuelve a las definiciones anteriores, con algunas precisiones: “1. adj. Que tiene la culpa de algo. Apl. a pers., u.t.c.s. 2. adj. Que implica culpa. Miradas culpables. 3. adj. Der. Dicho de una persona: Responsable civil o penalmente de algo. U.t.c.s.” El culpable es en su tercera acepción la contraparte de la última acepción registrada de la víctima. Es también una acepción incluida desde el derecho. Víctimas y victimarios en primer plano Como ya se vio a través de las definiciones lexicográficas, una de las claves para comprender las nociones de víctima y victimario se encuentra en la transformación que han asumido a lo largo de la historia. Los diccionarios, sin embargo, al fijar la definición, sólo señalan los resultados de estas transformaciones. Dicen poco sobre sus causas. En un artículo corto sobre el tema, Michel Wieviorka, además de presentar una cronología en donde señala el que puede considerar290
se como el momento de cambio en la concepción de las víctimas, explica el sentido que empieza a adquirir la víctima moderna en nuestras sociedades. Según Wieviorka: La víctima contemporánea comenzó a aparecer en el siglo XIX, al menos en dos áreas. Por un lado, aparece en el campo de batalla, cuando Henry Dunant, durante la batalla de Solferino, concibe la Cruz Roja, y por lo tanto el proyecto para ayudar a las víctimas de la guerra, desde una perspectiva que iba más allá de la posición de cada Estado […] Y en segundo lugar, la víctima aparece a través de la violencia contra las mujeres y los niños (Wieviorka, 2003: 21).68
Esta víctima que asoma a finales del XIX no sólo ha dejado de ser la ofrenda clásica del sacrificio –que existía para contribuir al orden social y retornar al equilibrio destruido por las guerras o por los desastres que enviaban los dioses–, sino que tampoco es la figura opaca de las sociedades tradicionales, cuyo sufrimiento es pasado por alto, cuando no despreciado; su integridad física y moral, según Wieviorka (2003: 20) es siempre negada y destruida. Sobre el mismo tema, François Hartog sugiere que en este cambio de perspectiva se abre un resquicio “en la vieja asociación entre la víctima y el héroe (incluso bajo los rasgos anónimos del ‘soldado desaparecido’) que hasta entonces habían sido –oficialmente– inseparables, y que había instaurado un culto cívico de los muertos” (Hartog, 2012: 13). La trasformación de Solferino, que resituó a las víctimas, se siguió acentuando durante todo el siglo XX, al punto que hoy “la víctima, destacada gracias a los medios de comunicación, se encuentra en primera plana, al igual que las estrellas de cine. Célebre de repente, emerge de la masa debido a su sufrimiento, brillando por su inocencia” (Eliacheff y Soulez Larivière 2007: 23). Entre la víctima clásica –sacra y oculta– y la víctima actual –expuesta voluntaria o involuntariamente a la primera plana– se abre un abismo temporal que se hace evidente en la atención que merece cada una. Si de la víctima sacra se ocupaba sólo el sacerdote, muchas disciplinas acuden al servicio de la moderna, en un abanico que abarca desde la psiquiatría hasta el derecho. 291
De hecho, podría aventurarse la hipótesis de que la cooperación y la mutua influencia entre las distintas disciplinas han sido decisivas en los importantes desplazamientos que han llevado a víctimas y victimarios a su posición actual. Así como la mirada antropológica ha contribuido, por ejemplo, a reconsiderar la atención que los historiadores daban a los testimonios de los acusados en los tribunales de la Inquisición –como lo sugiere Carlo Ginzburg en “El inquisidor como antropólogo” (2010: 397)–, la psiquiatría y el derecho han marcado su impronta en la reinterpretación de la víctima y el victimario, obligando a disciplinas como la sociología, la historia y la ciencia política a mirar esta dupla desde una nueva perspectiva. Entre las muchas maneras de concebir a la víctima sobresale, por la atención que recibe en el mundo, la víctima de los crímenes contra la humanidad. En este sentido, cuestionable sobre todo por su plasticidad, los judíos fueron los primeros en constituirse como víctimas (Wieviorka, 2003: 26). En el surgimiento de la víctima moderna podemos observar que el cambio más relevante en el campo de lo conceptual tiene que ver con la desconexión entre ésta y el héroe, pues surge de ahí una nueva figura que ha sido acallada, una víctima invisible que sólo había tenido un lugar pasivo hasta las masacres masivas del siglo XX. Oculto tras la imagen de una víctima heroica subyace un sinnúmero de víctimas grises, que no parecen acomodarse a ningún molde, que surgen y se extinguen en el anonimato de la incomprensión, pues escapan a lo que de ellas se espera. Esto fue lo que Todorov (2008) denominó “abuso de la memoria”. Existe una distinción entre memoria literal y memoria ejemplar, pues esta última apunta a construir modelos de justica y a establecer vínculos con el presente, mientras que la memoria literal se enfoca a recodar concretamente el pasado. A partir de esto se distingue a las víctimas ejemplares –que detentan un “privilegio”– del resto de las víctimas. La víctima que impone su presencia hoy no es necesariamente heroica, pero ha aprendido que no tiene por qué ocultarse y puede alzar su voz “común y corriente” para hacer oír y registrar su expe292
riencia en el relato de la historia. Una historia sin esta nueva voz sería una historia incompleta y, sobre todo, una historia injusta. En un sentido similar, parece que se opera un desplazamiento desde una víctima individual y avergonzada hacia una víctima socialmente reconocida. Wieviorka sintetiza este cambio así: Con el juicio de Eichmann, el sobreviviente adquiere su identidad social de sobreviviente, porque la sociedad lo reconoce. Antes del proceso de Eichmann, el sobreviviente –por lo menos el que así lo quiere– mantiene esta identidad por y en la vida asociativa […] El juicio de Eichmann modifica esto. En el centro de la identidad del sobreviviente surge una nueva atribución, una función nueva, la de partícipe de la historia (Wieviorka, 1998: 117-118).
¿Qué sucede con las otras víctimas, con aquellas que no son ejemplares? ¿Qué sucede con su relato y su memoria? ¿Cómo podrían ser representadas y conocidas por las investigaciones de la historia del presente? Podemos preguntarnos, con Elizabeth Jelin (2002: 58), sobre las injusticias que produce esta distinción. La víctima entendida como testigo Cuando se piensa en los desafíos del historiador que aborda temas recientes suele hacerse énfasis en la importancia que tiene el recurso al testimonio vivo como evidencia de la experiencia reconstruida; sin embargo, Alice Yang y Alan Christy (2012: 226) advierten de la importancia de no simplificar tanto, pues también las fotos, las exposiciones conmemorativas, las memorias, las noticias y los documentales, entre otros, son un material indispensable para los historiadores del presente. La figura de la víctima ha asegurado su presencia en el ámbito de las investigaciones sociales justamente al revelarse como un testigo imprescindible de los hechos acaecidos. Esa puerta de entrada ha permitido el ulterior interés en sus objetos, sus registros, sus otros relatos, etcétera. Aunque solemos retomar el hito de la segunda guerra mundial como el momento del surgimiento de la víctima testimonial, “la Prime-
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ra Guerra Mundial supuso el principio del testimonio a gran escala [sin embargo] la memoria de la Shoah se ha convertido, para bien o para mal, en el modelo de construcción de la memoria, en el paradigma” (Wieviorka 1998: 12). En el análisis del surgimiento del testigo en la escena pública, Wieviorka (1998) sostiene que la experiencia de la violencia insólita vivida por los judíos durante la segunda guerra mundial fue el detonante de una reflexión sobre la importancia de la transmisión de la memoria de la víctima, pues en el escenario de la aniquilación del pueblo judío la conservación del relato adquiere un carácter perentorio. Cuando la experiencia de la víctima y su relato cobran importancia, nuevas disciplinas empiezan a acercarse a ella. El historiador, como lo ha analizado Beatriz Sarlo (2006), ha tenido que reflexionar sobre este giro subjetivo en torno al relato del pasado. Pero la víctima-testigo no sólo adquiere relevancia como una nueva fuente para reconstruir un pasado. La víctima es un sujeto moral cuya posición empieza a interesar a los estudiosos de las ciencias sociales. Transmitir una memoria a las generaciones futuras, en la situación límite que analiza Wieviorka, se convierte en algo necesario puesto que con el triunfo de los victimarios la aniquilación podría ser presentada sólo desde la perspectiva de estos últimos. La memoria de la víctima –del holocausto primero, pero luego de otros casos– se convierte en un asunto moral, pues se le considera como un deber. La víctima concebida como un actor fundamentalmente moral adquiere un nuevo estatus que va más allá del hecho de ser portadora de una memoria del pasado, de hacer parte de una historia. Como lo señala Sánchez (2008: 7) en su análisis de Los hundidos y los salvados de Primo Levi, el testimonio puede ser un acto liberador que reconcilia a la víctima con su propio pasado, pero al mismo tiempo es un acto político. Con estas reflexiones coincide François Hartog, al afirmar que a lo largo del siglo XX se seguirá acentuando esta relación, que tuvo 294
como punto de partida “el proceso de Adolf Eichmann en Jerusalén, en 1961, [cuando] testigos y víctimas –el testigo como víctima– ocuparon la escena y salieron a luz [pues] la autoridad del primero se vio reforzada por la condición de la segunda” (2012: 14). Los análisis vinculados al exterminio judío sugieren el punto de partida de la comprensión de la víctima como testigo, pero además se ha convertido en un modelo paradigmático desde donde las ciencias sociales estudian a la víctima y los victimarios. Sin embargo, este procedimiento puede ser infructuoso. No sólo porque la Shoah podría ser entendida como un hecho singular e incomparable, sino sobre todo porque al acentuar en la víctima su condición de testigo privilegiado de la experiencia del mal se acentúan también determinadas características, como la subjetividad, siempre plural, que se revela asimismo en una pluralidad de estrategias narrativas frente a la experiencia del traumatismo (Sánchez 2008: 6; Sarlo, 2006: 51). Así, estudiar a la víctima y su enunciación es ubicarse en un terreno delicado en donde toda comparación supone una cuidadosa atención a las particularidades de cada experiencia. Adicionalmente, cuando se entiende a la víctima en su función testimonial, como sucedió en los juicios de Nuremberg y en el caso de Eichmann, el testimonio no aparece tanto para dar cuenta de su versión singular de la historia, ni tampoco para apelar a la empatía de los oyentes; según Wieviorka (2008), el testimonio aparece como una nueva fuente que discute con los documentos escritos, los confirma o los pone en duda, llena los vacíos que dejan, ofrece una mirada desde la que pueden abrirse nuevas lecturas. La víctimatestigo también empieza a ser reconocida por una experticia: su experiencia vivida.69 La víctima conceptualizada por el marco jurídico internacional La víctima moderna ha precisado sus contornos también a través de la conceptualización que hace la jurisprudencia. Si tenemos en cuenta tanto las definiciones lexicográficas recientes como los campos que han estudiado con mayor atención a las víctimas podría295
mos entrever la importancia que ha tenido la jurisprudencia para la comprensión moderna de la víctima. Una definición que, aunque no logra consenso, vale la pena rescatar por servir de modelo a otras definiciones en el campo jurídico es la propuesta por la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en la Resolución 40/34 de 1985, donde la víctima se define de la siguiente manera: Se entenderá por “víctimas”, a las personas que, individual o colectivamente, hayan sufrido daños, inclusive lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdida financiera o menoscabo sustancial de sus derechos fundamentales, como consecuencia de acciones u omisiones que violen la legislación penal vigente en los Estados miembros, incluida la que proscribe el abuso de poder (United Nations Office on Drugs and Crime).
Entre esta definición y la quinta acepción de la Real Academia Española (RAE) de 2014, que es también jurídica, hay una distinción importante: el grado de detalle y extensión de la definición de la ONU apenas aparece sugerido en la funcional definición que consigna la RAE. El propósito y el destinatario diferentes, en principio, podrían servirnos para entender la distancia que se crea entre la una y la otra. Además, la definición de la ONU revela dos aspectos llamativos de la concepción moderna de la víctima: por una parte, se trata de un concepto expansivo, ávido de capturar bajo su mirada muchos tipos de fenómenos concretos que pasan de lo individual a lo colectivo y de lo físico a lo financiero; por otra parte, es un concepto altamente difuso que por apuntar en varias direcciones al mismo tiempo parece no tener límites claros. La víctima conceptualizada por la psiquiatría En el campo de la psiquiatría, el centro de atención se sitúa en el traumatismo, para reconocer a la persona afectada por un daño. Sin embargo, Eliacheff y Soulez Larivière (2007: 27-33) señalan que, a partir de los años ochenta del siglo XX, en la psiquiatría se presentó un desplazamiento hacia el término de víctima para desig296
nar a una persona traumatizada. Sobre este desplazamiento, Hartog precisa: Designar un acontecimiento como traumático instaura una relación de empatía con aquellos y aquellas que son víctimas de éste. Esta designación establece también los “derechos y deberes” que se derivan de ella: hay que asumir el rol de “víctima”. El despliegue instantáneo de redes de apoyo psicológico, y la organización de rituales, en algunos casos en nombre de la nación entera, deben permitir a las víctimas enfrentar, lo más rápido posible, la “tragedia” acontecida e iniciar de inmediato un “trabajo de duelo” (Hartog, 2012: 14).
Como se ve, el traumatizado y la víctima confluyen mediante este tránsito; o, más bien, la víctima absorbe lo propio del traumatizado psiquiátrico, es decir, la afectación emocional. Como se podrá observar más adelante, esta concepción no es sólo otra entre muchas; la psiquiatría, junto con la jurisprudencia, ha sido una de las disciplinas que más directamente han participado en la comprensión de la víctima moderna. La idea del trauma, como lo ejemplifica ya la definición jurisprudencial de la ONU, ha traspasado las propias fronteras disciplinarias de la psiquiatría; de esta manera, el sufrimiento emocional se ha convertido en piedra angular de la comprensión de la victimización, y en este sentido ha servido también a otras disciplinas para identificar a la víctima. De hecho, más allá de los desplazamientos y de las superposiciones entre traumatizado y víctima, la víctima ha acrecentado su visibilidad debido al uso (¿y abuso?) de la categoría de trauma (Hartog, 2012: 14). ¿Acaso la prevalencia de la definición psiquiátrica no nos lleva a una distorsión en la comprensión de la víctima, a una situación en la que su imagen y su legitimidad sólo se logran en la medida que alza su voz desde el traumatismo?70 La víctima y la literatura En el contexto que analizamos, en donde la víctima pasa de ser un tema oculto a uno muy visible (Eliacheff y Soulez Larivière, 2007: 23), no sólo la han querido estudiar las ciencias sociales; también 297
la literatura la ha tomado como tema y actor de sus relatos. No se trata acá del relato en donde un personaje, como resultado de la trama, es víctima de los eventos narrados. Si nos fijamos en la tradición de la novela moderna, desde el inaugural Quijote, tanto el hidalgo como Sancho sufren muchos accidentes y pueden ser calificados como “víctimas” de sus aventuras. Y esto sigue sucediendo y puede ser identificado en toda la ficción moderna. Entre la víctima y la literatura hay una relación mucho más reciente, que sólo parece consolidarse durante el siglo y tener su primer antecedente en una pequeña novela de principios del siglo XIX: Michael Kohlhaas, de Heinrich von Kleist. Desde esta perspectiva, se trata más de presentar al sujeto como víctima, de resaltar esta condición sobre cualquier otra. Si recordamos que la víctima es reconocida en la modernidad sobre todo como un testigo de ese pasado padecido, podemos suponer que en el contexto moderno se entrecruzan víctima, testimonio y literatura. Sobre esto, Elizabeth Jelin (2002) sostiene en Los trabajos de la memoria que precisamente el rol de la literatura es central para entender las luchas memoriales, pues en la tensión entre el olvido y la memoria existen varios factores, entre otros los culturales. Sugiere, por ejemplo, que el olvido político que se da con respecto a los eventos de la dictadura en España fue posible también porque el tema de la Guerra Civil española ha sido materia de reflexión permanente entre escritores, músicos y cineastas. De la idea de Jelin podemos deducir que la presencia de la víctima en la literatura no se trata de una entrada caprichosa en un registro novedoso o exótico, sino de una estrategia para permitir que un suceso pueda ser olvidado en un campo (político, por ejemplo) mientras se le recuerda en otro (el de la ficción). Pero si se trata de buscar el contacto más directo entre víctima y literatura, éste se revela en la víctima que escribe y se escribe. El caso de los campos de concentración vuelve a ser paradigmático. Por ejemplo, Jorge Semprún, quien sobrevivió a la experiencia de Buchenwald, reflexionó en sus libros sobre el carácter incomunica298
ble de la experiencia concentracionaria, sobre la imposibilidad de narrar esa experiencia. En su caso, el paso a la ficción no era tanto una vía de escape sino una vía de acceso a la memoria. En La escritura o la vida, Semprún justifica su elección así: Me imagino que habrá testimonios en abundancia…Valdrán lo que valga la mirada del testigo, su agudeza, su perspicacia… y luego habrá documentos… Más tarde, los historiadores recogerán, recopilarán, analizarán unos y otros: harán con todo ello obras muy eruditas… Todo se dirá, contará en ellas… Todo será verdad… salvo que faltará la verdad esencial, aquella que jamás ninguna reconstrucción histórica podrá alcanzar, por perfecta y omnicomprensiva que sea… El otro tipo de comprensión, la verdad esencial de la experiencia, no es transmisible… O mejor dicho sólo lo es mediante la escritura literaria… Mediante el artificio de la obra de arte (1995: 141).
Sobre esta justificación, que parece inspirada en las reflexiones sobre la historia de Walter Benjamin, Gonzalo Sánchez (2008) anota que la mediación artística parece el modo de simbolizar y evocar los eventos; un modo a través del cual se sortea la aparente obligatoriedad de la descripción. ¿Qué verdad esencial de y sobre la víctima, sin embargo, es la que moviliza concretamente la escritura literaria y cómo se puede acceder a ella? La transformación del victimario Si desde un abordaje lexicográfico la contraparte de la víctima se escapa entre varios significantes, no es menos elusiva cuando intentamos ver su tratamiento en las ciencias sociales. Los estudios de Michel Foucault ofrecen una pista sobre esta aparente ausencia. En el apartado “El cuerpo de los condenados”, de Vigilar y castigar, Foucault (1993) registra los cambios en el discurso del castigo e intenta demostrar cómo en la época clásica la razón central de la exposición del condenado es servir de ejemplo, primero para disuadir y segundo para indicar la presencia del poder que castiga. El cuerpo expuesto de los condenados constituye en la época clásica una parte esencial de la justicia, pues “el castigo correlaciona el tipo de lesión corporal, la calidad, la intensidad, la duración del 299
sufrimiento con el delito, la persona del delincuente, el rango de sus víctimas” (Foucault, 1993: 38). Esta concepción clásica del castigo y de la imagen del victimario se relaciona con la ausente imagen de la víctima premoderna, pues como dice Michel Wieviorka: antes de la modernidad, “si la criminalidad es insoportable, si el delito debe ser combatido, es porque estos ponen en riesgo a la sociedad, porque ponen en duda los lazos sociales, porque afectan al orden, mucho más que por el daño que causan a sus víctimas” (Wieviorka, 2003: 20). Según Foucault, se opera luego una transformación radical en la exposición del condenado, pues “el castigo tenderá a ser la parte más oculta del proceso penal. Esto supone varias consecuencias: desaparece del área de la percepción diaria para entrar en la de la conciencia abstracta” (Foucault, 1993: 15). A partir de ese momento se sabe poco sobre el victimario, pues interesa la eficacia del castigo. La figura del victimario expuesto ya no es relevante para la justicia: “es la condena en sí la que se supone debe marcar al delincuente con un signo negativo e inequívoco; se hacen públicos el juicio y la sentencia; en cuanto a la ejecución, es una vergüenza suplementaria que la justicia se avergüenza de imponer al condenado” (Foucault, 1993: 15). El victimario que surge y luego se oculta en los análisis de Foucault puede ser cronológicamente ubicado en la transformación que se opera desde el siglo XVIII al XIX. Otro surge en el contexto del siglo XX. El victimario que va apareciendo bajo el trazo de la historia reciente tiene como escenario la barbarie de las guerras mundiales, la denuncia que sobrevino y el marco jurídico e institucional que se instauró para evitar que volviera a ocurrir. Es, por lo tanto, un victimario que reaparece en compañía de la víctima. En este contexto, si volvemos la vista al paradigmático caso de la Shoah, podemos identificar al victimario banalizado, como lo denominó Hannah Arendt: en la figura de Eichmann, “cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un ‘monstruo’, pero en
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realidad se hizo difícil no sospechar que fuera un payaso” (Arendt, 2003: 92). Pero más que constatar la banalización del mal, la figura del victimario moderno plantea un desplazamiento similar al que ocurrió con la víctima. Él también se encuentra bajo los focos, ya no puede ocultarse ni reducirse a la condena proferida por la justicia. Wieviorka (1998: 92) señala que el secuestro de Eichmann, con todas las peripecias que supuso el drogarlo y llevarlo clandestinamente a Israel para ser juzgado allí, tenía como objetivo central dar a los israelíes y al mundo una lección de historia. Eichmann es uno entre muchos, desde luego, pero su exhibición pública nos revela un coincidente retorno a aquello que Foucault había identificado como propio del condenado de la época clásica: el victimario como un (anti)ejemplo, el victimario que aparece para advertir la presencia real de la maldad. El mal no puede diluirse entre metáforas ni pasar oculto. El trabajo de Foucault confrontado con la experiencia del siglo XX se nos ofrece con un nuevo matiz: El castigo es de hecho parte de un ritual. Se trata de un elemento de la liturgia punitiva y cumple con dos requisitos. En relación con la víctima del suplicio, debe ser memorable: está destinado, ya sea por la cicatriz que deja en el cuerpo o por el impacto que lo acompaña, para convertir en un infame al quien lo sufre; el castigo, incluso si sirve para “purgar” el crimen, no reconcilia; traza alrededor o, mejor, en el cuerpo del condenado unos signos que no deberían desaparecer; la memoria de los hombres, en cualquier caso, mantendrá el recuerdo de la exposición, la picota, la tortura y el sufrimiento debidamente registrado. Y en relación con la justicia, el castigo debe ser impactante, debe ser respetado por todos, debe verse como un triunfo (Foucault, 1993: 38).
La lectura del suplicio clásico como el lugar donde el cuerpo del victimario se hace útil a la política cobra un sentido nuevo en el juicio de Eichmann. El mal no debe olvidarse, pues apremia el deber de la memoria. Este victimario moderno que vemos aparecer no es, sin embargo, menos esquivo que el de la lexicografía. También el victimario pue-
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de entrecruzarse con la víctima. Durante su juicio, por ejemplo, Eichmann dijo: “‘No soy el monstruo en que pretendéis transformarme… soy la víctima de un engaño’. Eichmann […] albergaba la ‘profunda convicción de que tenía que pagar las culpas de otros’” (Arendt, 2003: 365).71 La historia del presente frente a las “víctimas” y los “victimarios”: el caso del conflicto armado colombiano El caso colombiano ilustra muy bien la inserción de la víctima en el debate público y académico. De entrada, podría decirse que sólo con seguir la pista de las víctimas y los victimarios sería posible reconstruir la historia de Colombia a partir de la segunda mitad del siglo XX. La violencia interpartidista, usualmente denominada como la Violencia, así, en mayúscula, que se desencadenó hacia mediados de los años cuarenta, que tiene como hito el asesinato del político colombiano Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948, el conflicto armado que inició luego con el nacimiento de las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Ejército Popular de Liberación (EPL), a partir de 1965, y la trasformación de este mismo con la participación de los grupos narcotraficantes y con el nacimiento del paramilitarismo, al inicio de la década de los ochenta, son las diferentes expresiones de la violencia que permitirían entender la historia política de Colombia a partir de la pregunta sobre sus víctimas y victimarios. Sin embargo, las víctimas y los victimarios no han sido sino hasta muy tarde los actores desde los que se interpreta la experiencia de la violencia colombiana. Su presencia se ha impuesto exitosa, aunque no rápidamente. Como lo recuerda Jaramillo Marín (2015: 251-253), la primera comisión de investigación sobre la violencia en Colombia, que hizo su trabajo en 1958, puso atención no tanto en los culpables de la violencia –los miembros de los partidos políticos, que a nivel nacional, regional y local incitaron las matanzas–, ni en las víctimas directas,
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como en la promoción de proyectos de asistencia social y económica dirigidos a las regiones más afectadas. Tampoco la comisión de expertos de 1987 concentró los esfuerzos de su corta investigación en la identificación de los responsables y afectados por el conflicto. Su trabajo, según Jaramillo Marín (2015: 258), fue más un diagnóstico analítico realizado a partir de investigaciones previas, entrevistas con algunos informantes clave y datos estadísticos. En el contexto colombiano contemporáneo, por el contrario, las víctimas y los victimarios ocupan un lugar central tanto en la reflexión académica de las ciencias sociales como en las discusiones políticas. Los procesos de justicia transicional con los grupos paramilitares (2002-2006) y con los grupos guerrilleros (desde 2012 hasta la actualidad) han sido uno de los factores que más han incidido en esto,72 pues no sólo han advertido la importancia de la voz de las víctimas, sino que han abierto un debate para establecer quiénes han sido los victimarios. Por ejemplo, uno de los esfuerzos para definir a las víctimas fue el que realizó la Comisión Nacional de la Reparación y la Reconciliación, que dice: todas aquellas personas o grupos de personas que, en razón o con ocasión del conflicto armado interno que vive el país desde 1964, hayan sufrido daños individuales o colectivos ocasionados por actos u omisiones que violan los derechos consagrados en normas de la Constitución Política de Colombia, del derecho internacional de los derechos humanos, del derecho internacional humanitario y del derecho penal internacional, y que constituyan una infracción a la ley penal nacional (CNRR, 2006: 2; Chavarría, 2010: 637).
Estas definiciones participan de un dilema central de la justicia transicional que tiene que ver con la imposibilidad de satisfacer todas las expectativas de los diferentes actores involucrados en el conflicto, debido a que el objetivo final es la construcción de la paz y la reconstrucción (Chavarría, 2010: 630-631). Esta posición, claramente relacionada con el pragmatismo político, reduce la impor-
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tancia del rol de los actores del conflicto, pues se trata de alcanzar un equilibrio para lograr la transición política deseada. Como se observa, el proceso de inserción de la dupla víctima/victimario ha sido gradual, pero, al mismo tiempo, ha sido una inserción que se ha operado gracias a diferentes instituciones y diversas perspectivas teóricas. El Estado colombiano, las instituciones educativas públicas y privadas y las organizaciones civiles nacionales e internacionales han participado en este proceso desde mediados del siglo XX. La densidad conceptual de la dupla víctima/victimario ha sido por esto mucho mayor. Son varios los vocabularios y los intereses disciplinarios que se integran en la comprensión de estos términos. No debe sorprender, por eso, que el interés que recae sobre el tema sea tan intenso y, al mismo tiempo, que las discusiones que surgen en torno suyo sean tan confusas. Por la multiplicidad de declinaciones en que se han entendido estos términos en las últimas décadas en Colombia, no sólo han empezado a presentarse con mayor frecuencia en diferentes escenarios, sino que su presencia ha comenzado a tener mayor repercusión y relevancia, no exentas de controversia. Varios ejemplos sirven para ilustrar esto. Como ya se mencionó, el asesinato del político colombiano Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948, ha servido como referencia para señalar el inicio de la Violencia y usualmente se le ha incluido entre una de las causas del largo conflicto armado en Colombia. Sin embargo, a partir de 2011, por medio de la Ley 1448, se estableció el 9 de abril como el Día de la Memoria y Solidaridad con las víctimas del conflicto armado. Este hecho es una muestra del desplazamiento conceptual que se ha operado en torno a la víctima y su relevancia pública en el país. Por otra parte, una de las controversias más importantes tiene que ver directamente con la lucha de la memoria contra la historia “oficial”, lo que demuestra que las figuras de la víctima y el victimario al frente de la escena han tenido un efecto directo en la vida social colombiana actual. 304
Recientemente han surgido nuevas organizaciones sociales y de víctimas cuyas reivindicaciones apuntan a la ampliación de los derechos de las víctimas, lo que incluye una revisión de los acontecimientos violentos y el reconocimiento de versiones alternativas sobre la guerra que por muchos años han permanecido ocultas (Arenas Grisales, 2012: 175). Aunque se ha avanzado en la resolución del conflicto, en Colombia persisten las condiciones que impiden su conclusión y no existen garantías para que se debatan las versiones alternativas en un escenario verdaderamente democrático. Muchas versiones de los sucesos del conflicto armado, según Arenas Grisales (2012: 176), sólo pueden circular en redes familiares o comunitarias. Las luchas contemporáneas de la memoria, como lo recuerda Elizabeth Jelin (2002: 42-43), son en principio las que pretenden legitimar una enunciación de un pasado, son luchas por el reconocimiento de una versión, en particular las versiones de los oprimidos y los marginados. El surgimiento de la víctima en el relato del pasado se puede entender como la pretensión de un reconocimiento, pues ha sido ocultada. Es, específicamente, una demanda de justicia a través de la inclusión de su voz en el relato del pasado. Vale la pena resaltar que acá la víctima aparece de manera activa. No quiere ser retratada de manera pasiva, lo que coincide con la idea planteada por Annette Wieviorka (1998) sobre el surgimiento moderno de la víctima. Esta víctima activa ocupa concretamente un lugar moral desde el cual se le habilita no sólo para relatar una versión oculta, sino reivindicar la posibilidad de emprender una modificación sobre la historia oficial enunciada desde la academia y bajo la iniciativa del Estado que ha sido injusta con ella. Por otra parte, las víctimas colombianas contemporáneas comparecen en la escena pública a través de un grupo privilegiado –la víctima ejemplar, que testimonia y reivindica en nombre de una multiplicidad difícil de estandarizar–, tras el cual se ocultan a su vez muchas otras versiones. Un caso paradigmático que ilustra este problema se puede observar en el informe “¡Basta Ya!”, publicado 305
por el Centro Nacional de Memoria Histórica, en donde la riqueza y complejidad de las experiencias concretas de los testigos se encubren tras la referencia genérica a la “víctima” (Pedraza y Álvarez 2017: 175). En el caso colombiano, la institución que se encarga de promover y asegurar la participación efectiva de las víctimas del conflicto es la Unidad Administrativa Especial de Atención y Reparación Integral a las Víctimas, instituida a partir de la Ley 1448, de 2011 (Vargas 2014: 180). Junto a ésta, el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) es el otro espacio institucional para la participación nacional de las víctimas del conflicto armado colombiano. Estas instituciones, al mismo tiempo que ponen en circulación las voces de las víctimas y los victimarios, filtran sus discursos, condicionan el acceso que se puede tener a ellos y participan de la construcción de una mitología de la víctima heroica, como se ve en el ejemplo de la conmemoración del 9 de abril. Su prevalencia y su influencia puede explorarse en los más de sesenta informes publicados durante la última década por el CNMH, en la difusión que se hace de estos documentos nacional e internacionalmente en el ámbito académico y en los escenarios de participación de los grupos de víctimas que son parte de los comités nacionales, regionales y municipales de la Unidad de Víctimas. La importancia de la dupla víctima/victimario es innegable hoy en día en Colombia. Hay, sin embargo, un nuevo abanico de preguntas que se abre ante cualquier persona interesada en la historia del presente. Al constatar el rol del Estado a través de las instituciones mencionadas, cabe preguntarse, por ejemplo, ¿cómo se han abordado las investigaciones realizadas en la última década sobre los desaparecidos, desplazados, secuestrados, masacrados, etc., del conflicto? ¿De dónde proviene la información, cómo se ha obtenido y quién la puede consultar? ¿Cuál ha sido la participación de los historiadores en estas investigaciones? ¿Cómo se plantean, y eventualmente resuelven, los dilemas deontológicos de los profesionales que participan de estos esfuerzos por esclarecer lo sucedido, si en parte su misión es enriquecer el conocimiento de la histo-
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ria política y social de Colombia y en parte también contribuir a la reparación de las víctimas? Estas preguntas concretas, formuladas a partir del caso colombiano, forman parte de un espacio de reflexión mucho mayor. Se trata de una reflexión que tiene implicaciones tanto epistemológicas como metodológicas, pues interroga principalmente el lugar que debe ocupar el historiador cuando se enfrenta a temas no sólo polémicos, sino hasta hace poco eludidos por la disciplina. Actualmente, el lugar social que ocupa el investigador en ciencias sociales y humanas no se reduce al de un especialista adjunto a un instituto o una organización de investigación. Desde luego, esa labor académica subsiste y es esencial, pero, como lo ha debatido particularmente la sociología contemporánea (Burawoy, 2014), el ámbito académico no es (¿ni debería ser?) autónomo ni tampoco hermético.73 En la medida que su labor no es hermética y su conocimiento tiene una relevancia fuera de la universidad, el investigador en ciencias sociales puede ser requerido, por ejemplo, por su experticia como consultor para la toma de decisiones que importan a la sociedad como conjunto. El Estado colombiano podría apelar a un historiador para decidir a partir de cuándo se puede hablar de víctimas del conflicto para poder establecer una política pública de reparación. Esto, desde luego, no sólo afecta al historiador como individuo, sino también a la historia como disciplina y como actividad social (Dumoulin, 2003). Además, sus investigaciones lo llevan a menudo a enfrentar dilemas morales importantes sobre cuál debería ser el ámbito más adecuado de su conocimiento. ¿Su compromiso social es exclusivamente profesional? (Burawoy, 2014: 5-6). En el contexto colombiano actual, donde las víctimas y los victimarios son actores decisivos de las discusiones y negociaciones para la finalización del conflicto armado, la voz del historiador puede ser un apoyo imponderable para robustecer un argumento o para aclarar los aspectos centrales de una polémica sobre algunos de los sucesos ocurridos durante el conflicto.
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Las respuestas a estas preguntas no tienen que ser necesariamente inflexibles. No se trata de elegir una posición, como si cada una de ellas fuera irreconciliable con las otras. Como en el caso de los sociólogos contemporáneos, podría haber historiadores “anfibios” (Burawoy, 2014: 8) que logren conciliar estos diferentes dominios en aparente pugna. Todas estas preguntas deben ser resituadas, además, en el contexto en que se el historiador del presente, cuyos métodos y fuentes –en general, aunque no exclusivamente, entendidos bajo la denominación de la historia oral, dada la característica particular de ser un período del que los testigos vivos todavía pueden dar cuenta– entran en diálogo constante con las figuras de las víctimas y los victimarios de sus respectivas investigaciones.74 En este sentido, es importante tomar en serio los cuestionamientos sobre la distancia histórica, que de manera evidente se diluye cuando se trata de temas tan actuales y que necesariamente ponen al investigador frente al falso dilema del historiador/juez. Es importante pensar, por ejemplo, en los criterios75 para estudiar la evidencia que ofrece la fuente, pues sin importar cuál sea el caso estudiado, el historiador –como el juez– debe evaluar con una mirada crítica lo que se le proporciona. De igual forma, es necesario abordar las implicaciones que supone abordar el tema del trauma, junto con sus consecuencias emocionales. No basta simplemente con enunciar la implicación en el fenómeno estudiado y suponer que esa asunción explícita de la subjetivad en juego resuelve las objeciones que se le plantean.76 Para comprender bien la dupla víctima/victimario, el historiador del presente debe hacer suyas las reflexiones que sobre el tema han avanzado otros investigadores que trabajan desde la antropología, la sociología y la psicología. No se trata tanto de recorrer un camino hacia la promesa de la multidisciplinariedad como de identificar los espacios comunes de trabajo que se abren con respecto a ciertos problemas.77 En este caso, la ubicación de la historia del presente al interior de la historia, su condición “marginal” (que no debe entenderse como un desprecio, sino desde una perspectiva 308
cartográfica, “en la margen”), hace más fácil pensar en los problemas comunes con otros investigadores sociales. También es necesario reconocer en este ejercicio de reflexión epistemológica y metodológica que las herramientas tradicionales del historiador pueden servir para afrontar tanto la victimización del presente como el presentismo de la víctima/victimario. Tal vez la respuesta exija un mayor esfuerzo imaginativo por parte del investigador, pues no se trata ya de acercarse al pasado para evitar el juicio anacrónico, sino de escapar de la influencia de su propio presente. No hay que olvidar que la historia, como oficio, está inscrita en el marco de una institución social, como disciplina, que la determina subrepticiamente (De Certeau, 2010: 73). La urgencia de este examen atento tiene que ver, por último, con que a lo largo de los últimos cincuenta años las víctimas y los victimarios se convirtieron en los testigos expertos, en las voces habilitadas para escarbar e interpretar el pasado, en los intérpretes clave para revelar los secretos de los sucesos estudiados. No se trata sólo de informantes, pues su testimonio, como se vio, tiene una carga moral y política importante. Hoy parece imposible e incorrecto arreglárselas sin ellos. Conclusiones En Life and Words, un estudio sobre la cotidianidad de la violencia en la India, Veena Das sostiene que “el proceso de nombrar la violencia supone un reto, porque en el nombrarla hay intereses políticos importantes, y no sólo porque el lenguaje vacila frente a la violencia” (2007: 205). Esta conclusión, que mantiene su validez más allá del contexto en que Das hace su estudio, se sustenta en que nombrar un fenómeno no sólo implica comprender las luchas por otorgar a ese fenómeno un sentido entre otros muchos –una lucha semántica–, sino desafiar una unidad inexistente pero muchas veces dada por cierta entre la cosa nombrada y su nombre. Estas luchas semánticas son en esencia luchas de poder que no se resuelven fácilmente y que evidencian la existencia de una política que rige los lenguajes. Cuando el sentido de una palabra ha ga309
nado una lucha semántica, retomando a Das (2007: 206), lo que suele suceder es que el sentido que contiene se naturaliza y se entiende como una realidad incuestionada. El caso de la dupla víctima/victimario es evidentemente un ejemplo de esta naturalización, en donde se suele ocultar el espacio gris de aquellos que habiendo participado en los sucesos no pueden circunscribirse ni a uno ni a otro término, o, mejor aún, han transitado entre uno y otro y por eso se revelan como un ser contrahecho, al mismo tiempo víctima y victimario. Un ser que puede parecer difícil de atrapar a través de nuestras investigaciones, pues se le disfraza con un discurso homogeneizador que presupone la existencia de intérpretes o voceros exclusivos que privatizan de cierta manera las relaciones que mantienen con la sociedad y con las instituciones públicas (Sánchez, 2008: 4). La discusión anterior sobre las “víctimas” y los “victimarios” en el contexto moderno pretendía justamente resaltar estos problemas. Cuando intentamos ir más allá de ciertas certezas que consideramos elementales, el sentido de estos términos se vuelve difuso y su rol puede ser problemático en el marco de las investigaciones que realizamos, pues depende de qué elementos se quieren destacar y qué elementos se dejan finalmente de lado. Como las sirenas de La odisea, que seducían a los marineros con su canto y los perdían en su ruta, la dupla víctima/victimario puede convertirse eventualmente en una amenaza para las investigaciones de la historia del tiempo presente. Las voces de las víctimas y de los victimarios han adquirido una resonancia atronadora, que puede encubrir otras voces, opacar otras miradas. Como las sirenas, que hacían parte de la ruta de vuelta a Ítaca, la dupla víctima/victimario es un paso necesario, pues sus relatos son reveladores de verdades esenciales para entender muchos fenómenos críticos de la historia reciente. Como Odiseo a las sirenas, los historiadores deben escuchar las voces de víctimas y de victimarios. No deben olvidar, eso sí, amarrarse al mástil y no perder su rumbo.
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Entrevistar perpetradores de violencia en el siglo XXI. Problemas e intersecciones entre historia oral e historia del presente Alicia de los Ríos Merino Hace pocos meses, durante un encuentro de la Red de Historia del Tiempo Presente, celebrado en el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, un compañero del norte de México provocó a las personas convocadas cuestionando nuestra autoadscripción: “¿Cómo definimos la perspectiva del tiempo presente? ¿No será acaso que nos reunimos quienes no cabemos en otras comunidades académicas, como atenuante a soledades teóricas, metodológicas o temáticas en nuestros centros de docencia e investigación?” Apenas superado el desconcierto, cuestionó de nuevo: “¿Será nuestro destino ser los violentólogos de la academia social?” Después del momento un tanto incómodo, reconocimos la importancia de responder a esas y otras interpelaciones, con el propósito de visibilizar lo que nos articula como historiadores, remitirnos a nuestras herencias y proyectar propuestas desde lo que consideramos es la historia del presente. Quienes nos asumimos como historiadores del tiempo presente nos ocupamos de una serie de temáticas históricas sucedidas entre las últimas décadas del siglo pasado y las primeras del XXI que se prorrogan hasta procesos actuales en curso. Investigamos tanto movimientos campesinos, obreros y revolucionarios de finales del siglo pasado como nuevos movimientos indígenas, feministas y decoloniales que irrumpieron al término de la centuria pasada y los inicios de la presente. La mayoría de estas movilizaciones tienen un común denominador: emanaron de las izquierdas. Quienes trabajamos desde la perspectiva social intentamos comprender las tensiones al interior de procesos electorales, sindicales, de masas, urbano-populares, de liberación nacional o políticos armados, entre otros, que invariablemente se tornaron violentos y entraron en conflicto con agentes del Estado u otras instituciones antagónicas. 311
Siendo, entonces, la violencia un fenómeno transversal en la vida social, cultural, económica y política de las colectividades, no es inaudito que muchos de quienes estudiamos la historia del presente nos dediquemos a su descripción y explicación. No es ocioso preguntarnos por los motivos que impulsan el estudio de los calendarios trastocados por las diversas violencias (revolucionarias, contrainsurgentes, criminales, estructurales, de género, etcétera). Sin duda, una primera motivación son las trayectorias militantes de las personas investigadoras. La pretendida distancia entre la actividad académica con los sujetos de estudio para garantizar la objetividad de la investigación se diluye en la historia del presente. Fueron las generaciones precursoras quienes libraron los combates ante academias que condenaban la implicación en los procesos estudiados, así como la construcción de fuentes a través de la recuperación “subjetiva” de memorias y experiencias (Dutrénit, 2007: 234). Una segunda razón para recaer en lo presente es perfilada por el sentido de la urgencia pragmática en una carrera contra de la muerte de posibles testigos únicos. Es así como de una u otra forma aparecieron los ejercicios de preservación de la memoria a través de la historia oral, como el proyecto liderado por Alicia Olivera y Eugenia Meyer, primeras historiadoras latinoamericanas que, con tal de ganarle a la muerte inminente de viejos combatientes revolucionarios, iniciaron en los años setenta dos proyectos del registro de testimonios de villistas y zapatistas anónimos (Mazzei y Pozzi, 2018).78 “Se trataba de un propósito bastante arriesgado”, narró Meyer, “porque nos encontrábamos trabajando en una institución del Estado mexicano, y lo que queríamos precisamente era esbozar la posibilidad de una historia diferente y hasta antagónica de la oficial” (2013: 43). Contradecir el sentido oficial de acontecimientos o procesos sucedidos en el pasado reciente, a través de versiones narradas por protagonistas situados en la subalternidad, ha sido una característica de la historia oral. En tanto se recuperaban otras memorias de la revolución que inauguró el siglo XX mexicano, gran parte del continente latinoamericano fue escenario de confrontación entre movi-
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mientos populares o políticos armados y proyectos nacionalistas o dictatoriales que generaron graves delitos de lesa humanidad. Desapariciones forzadas, torturas, ejecuciones extrajudiciales, exilios y prisiones políticas ocurridas hace cuatro décadas forman parte de la actual agenda de investigación de la historia del presente. De manera regular, estas memorias heridas son registradas por la historia oral con el propósito de construir fuentes históricas que preserven la experiencia y colaboren en procesos de verdad y justicia. Las nuevas generaciones dedicadas de manera indistinta a la historia oral y a la historia del presente hemos retomado el andamiaje teórico metodológico propuesto por la generación pionera y las primeras subsecuentes, dedicadas a investigar desde los márgenes de las historias oficiales y preocupadas por generar prácticas democratizadoras alrededor de la producción historiográfica (Necoechea, 2011: 2-3). Con base en estas herencias, los últimos años del siglo pasado y los primeros del XXI, diversas generaciones dedicadas a la historia del presente a través de la historia oral experimentamos procesos de justicia transicional desde el paradigma de los derechos humanos, desde el cual las personas opositoras se perciben como víctimas y no como combatientes. El sentido de la urgencia se fortaleció al considerar los testimonios de los sobrevivientes de la violencia estatal como instrumentos jurídicos probatorios de la consumación de delitos de lesa humanidad pendientes de esclarecimiento y castigo desde hacía más de treinta años. Militancias, sentido de urgencia y producción de conocimiento histórico coadyuvante en las búsquedas del presente acercaron las perspectivas del tiempo presente a la historia oral en el convulsionado escenario actual. Hoy en día, avalanchas de acontecimientos que conviven con las fracturas del pasado inmediato demandan la incorporación de nuevos narradores que hagan posible encontrar los rastros de las ausencias: las personas perpetradoras de violencias, ya sean estatales, criminales o mixtas.
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Los fantasmas perpetradores de la contrainsurgencia mexicana en la década de los setenta del siglo XX En el verano del año 2000, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), emanado de las fuerzas victoriosas de la posrevolución mexicana y con un poco más de setenta años en el poder político, perdió las elecciones presidenciales ante el Partido de Acción Nacional (PAN) y su candidato, Vicente Fox Quesada, quien, pese a su ideología de derecha, se comprometió a resolver los crímenes del pasado inmediato. En ese contexto de transición política, se desclasificaron millones de fojas que registraron la historia de la contrainsurgencia en el pasado reciente de México, a cargo de instituciones estatales como el propio ejército mexicano, emanado de la revolución mexicana, y otros organismos creados a partir de la idea de seguridad nacional, como la Dirección Federal de Seguridad (DFS), conformada en 1947.79 Los archivos desclasificados fueron depositados en las galerías 1 y 2, antiguos conjuntos de crujías al interior del Palacio Negro de Lecumberri, convertido en el Archivo General de la Nación (AGN). Camilo Vicente Ovalle denomina a este acervo documental como archivos de la represión, “provenientes de aquellas dependencias del Estado mexicano cuyos objetivos estaban vinculados a garantizar la seguridad nacional, cuyas tareas sustanciales fueron: la vigilancia, el análisis de potenciales peligros, el control y contención o, incluso, la eliminación de aquello considerado un riesgo o un peligro para la seguridad y estabilidad nacionales” (2018: 79-80). Fox Quesada, después de un debate sobre la efectividad de una comisión de la verdad o una fiscalía especial, creó la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp), en respuesta a la recomendación 26/2001 de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) que, por primera vez, reconoció doscientos setenta y cinco desapariciones forzadas perpetradas durante el periodo conocido como guerra sucia, así como noventa y siete casos con indicios de este crimen. A partir del 2002, tanto en las oficinas de la Femospp como en las galerías del Archivo General de la Nación, así como en múltiples foros y manifestaciones, 314
coincidimos un grupo de personas, familiares de detenidas desaparecidas, sobrevivientes, activistas, defensores humanistas, académicos y periodistas. Entre 2002 y 2006 fungí como abogada coadyuvante en la Femospp para esclarecer cinco casos de desaparición forzada y dos de ejecución extrajudicial de militantes de la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23S), todos originarios de Chihuahua y Ciudad Juárez. El caso de mi madre, chihuahuense homónima, integrante de la misma organización y detenida desaparecida desde el 5 de enero de 1978 en la Ciudad de México, es representado desde entonces por el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez. En tanto coadyuvaba con la Femospp, consulté los archivos de la Dirección Federal de Seguridad, bajo normas de consulta establecidas por Vicente Capello de la Rocha, integrante de la DFS desde 1961, quien sobrevivió a su desintegración y fue empleado por el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) hasta que fue trasladado como jefe del archivo a las instalaciones del oriente de la Ciudad de México. Capello era quien decidía qué fojas prestar y cuáles negar para su consulta en ese mundo interminable de información obtenida por espionaje y represión política. Este archivo, espulgado apenas por manos civiles, expulsaba de vez en cuando nombres de perpetradores que firmaban oficios desde sitios de detención, tortura y posible desaparición, sin un orden claro ni sentido de la organización contrainsurgente. En tanto, en la Femospp los nombres más conocidos de los directores de la DFS seguían repitiéndose de manera insistente en testimoniales ofrecidas por las personas denunciantes: Miguel Nazar Haro, Fernando Gutiérrez Barrios, Luis de la Barreda, Javier García Paniagua, entre otros. El 30 de octubre del 2003, cerca de cincuenta personas familiares junto con integrantes de organizaciones no gubernamentales y agrupaciones políticas solidarias nos manifestábamos afuera del edificio de la Fiscalía, ubicada en el cruce de la avenida Paseo de la Reforma y Bucareli, debido a que adentro comparecía Miguel Nazar Haro. Un adolescente de aproximadamente quince años se acercó a las personas que gritábamos con-
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signas y portábamos carteles de repudio contra el mítico policía político. Nos entregó copias fotostáticas de un texto de media carta “en apoyo al comandante”. Lo signaba la asociación de ex agentes de la Dirección Federal de Seguridad. El muchacho apenas contestó que los panfletos fueron entregados en las inmediaciones del lugar por una persona mayor, quien le ofreció una cantidad modesta por repartirlos entre los manifestantes. El joven huyó después de responder. Junto a los fantasmas de las personas desaparecidas y ejecutadas, se asomaban los agentes sobrevivientes de la contrainsurgencia. La historia oral, el tiempo reciente y los otros testigos Como abogada, utilicé los testimonios para demostrar las detenciones y desapariciones de militantes políticos. La mayoría de los sobrevivientes y familiares insistía en torno a las víctimas, intentando demostrar que existieron y fueron desaparecidas o ejecutadas. De los perpetradores poco podían decir. La ausencia de legislación nacional acorde a los estándares internacionales fue una de las razones por la que un mínimo de casos arribó a los juzgados. La falta de voluntad política fue suficiente para que sólo un caso del periodo de contrainsurgencia recibiera una sentencia en el estado de Sinaloa. El entonces procurador general de la República, Daniel Francisco Cabeza de Vaca, terminó con el mandato de la Femospp en noviembre de 2006. Dos años después ingresé al posgrado en historia y etnohistoria a la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH-INAH) con un proyecto de investigación sobre insurgencias en el norte de México en la década de los setenta a través de entrevistas. Me asignaron a la línea de investigación de historia social de la segunda mitad del siglo XX, bajo la dirección de Gerardo Necoechea Gracia, impulsor de asociaciones internacionales y nacionales de historia oral desde la década de los ochenta. Entonces entendí que las comunidades académicas son determinadas tanto por la disciplina como por la posición política que identifica a sus integrantes. De manera un tanto natural me integré a una comunidad de profesores y colegas 316
contemporáneos latinos e iberoamericanos. Me asumo parte de una generación de historiadores de principios del siglo actual en México que continuamos con el estudio de movimientos sociales, izquierdas e insurgencias político-armadas de la segunda mitad del siglo XX, acrecentando la recolección testimonial de actores sobrevivientes de la oposición política. Pienso que son dos los aspectos relevantes que diferencian a esta generación de la anterior de mis profesores: el primero es que no ser coetánea a los sujetos de estudio permite una perspectiva crítica e inhibe revanchismos propios de las militancias del pasado, pese a los lazos consanguíneos entre investigadores e investigados; el segundo es la posibilidad de contrastar testimonios de sobrevivientes con los documentos originados por las instituciones protagonistas de la violencia política del pasado reciente, crítica histórica necesaria para analizar los archivos creados por agencias policiacas con métodos particulares en contextos extraordinarios. Si bien existen investigaciones previas sobre el complejo contrainsurgente –como la de Jorge Luis Sierra y la realizada por la Comisión de la Verdad en el estado de Guerrero en el 2014–, son pocos los investigadores que se han dedicado a conocer la metodología estatal de la contrainsurgencia. Camilo Vicente Ovalle, en su tesis doctoral “El tiempo suspendido. Una historia de la desaparición forzada en México, 1940-1980”,80 señala a manera de balance teórico como un pendiente de investigar la reconstrucción de las estructuras de la represión (2018: 50-51), con exiguos rastros administrativos disponibles y una ausencia biográfica de los agentes estatales que intervinieron en el combate a la oposición política.81 En la última sesión de la Red Iberoamericana de Estudios sobre de Resistencia y Memoria (Riarm), realizada en la Universidad de Valparaíso en mayo del 2017, expuse una serie de argumentos sobre la necesidad de entrevistar a agentes estatales en México, por la escasez de rastros documentales.82 Pablo Pozzi advirtió sobre los riesgos de historiar a las organizaciones políticas armadas a través de los testimonios de agentes estatales contrainsurgentes, recordando experiencias sudamericanas, en las que agentes estata317
les “arrepentidos” por los excesos contrainsurgentes proporcionaron información obtenida supuestamente por filtraciones y delaciones entre la militancia, enfrentando así a las personas militantes sobrevivientes. Atendiendo la moción, me parece importante delimitar el uso de las voces perpetradoras. En el caso de los procesos de violaciones graves a quienes militaron en la oposición política, diferenciamos las experiencias posdictaduras de Argentina y Chile, en donde los procesos de justicia transicional lograron evidenciar los modelos de la violencia estatal del pasado y juzgar a responsables. En México, pese a la transición partidista y la creación de la Femospp, los poderes estatales convinieron en ocultar la contrainsurgencia de las décadas pasadas: se legislaron reformas que protegieron a presuntos perpetradores de más de ochenta años, las instancias de investigación ministerial no tenían como mandato esclarecer el paradero de opositores desaparecidos y los poderes judiciales sentenciaron a una sola persona. Ante la ausencia de información sobre los agentes que conocen el destino de las y los detenidos desaparecidos, la búsqueda con los agentes dispuestos al encuentro debiera centrarse en la actividad contrainsurgente y los patrones del exterminio. Con esa lógica, quienes investigamos crímenes de lesa humanidad del pasado reciente desde la oralidad y el presente, como apunta Alessandro Portelli (2004), no sólo registramos sino “intervenimos” intelectualmente el ámbito de la búsqueda de rastros y de justicia.83 En el contexto en que investigamos, la ausencia de voces perpetradoras del pasado contrasta con las múltiples declaraciones de sujetos que intervienen en la violencia desbordada a partir del 2006.84 La declaración de una guerra entre el Estado y la delincuencia organizada y narcotraficante resultó en una guerra en la cual las ejecuciones y desapariciones se producen de manera indiscriminada e impensable, dejando un saldo increíble de cientos de miles de ausencias. Ante la elaboración de hipótesis explicativas, la comprensión del pasado y del presente nos obliga a reflexionar sobre la impunidad y su herencia de no investigar ni castigar. Es interesante y necesario fijar la atención en un fenómeno del pre-
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sente: la praxis de un sector de víctimas de la violencia con criterios de urgencia y pragmatismo. Ante el vacío de respuestas gubernamentales, las comunidades de familiares de víctimas actuales se han convertido en operadores de las pesquisas, rastreando en cementerios clandestinos y buscando datos concretos de los propios perpetradores que les permitan esclarecer el destino de sus seres queridos.85 Estas prácticas, aparentemente desesperadas, han demostrado que el registro de testimonios, formal o informal, han logrado esclarecer paraderos y evidenciar relaciones entre grupos criminales y agentes pertenecientes a instituciones estatales. Pese a la distancia del periodo que investigamos y las diferencias con el fenómeno violento del presente, la historia oral y la historia del pasado reciente son espacios pertinentes para abordar y discutir problemas metodológicos y éticos sobre los perpetradores, personajes ocultos de la vida pública, en comparación con una mayoría de las personas militantes sobrevivientes. Etnografía en las sombras Mis investigaciones, de insurgencia y contrainsurgencia son escudriñadas desde una posición singular. Soy hija de una pareja de militantes de la Liga Comunista 23 de Septiembre. Mi padre fue ejecutado en 1976 en la ciudad de Culiacán, Sinaloa, durante un combate con agentes de la DFS. Mi madre fue detenida desaparecida en la Ciudad de México en enero de 1978 por agentes de la Brigada Especial. Desde entonces no hay noticia alguna sobre su paradero. Estudio las insurgencias del lugar en que vivo porque considero que no han sido investigadas con suficiencia. Sin embargo, los saldos de la contrainsurgencia los experimenté desde mi primera infancia, lo que me convirtió en una testigo de la organización de familiares que buscaban a personas desaparecidas. Transcurrido el tiempo entendí que de manera empírica construía una etnografía sobre ese tipo de colectivos. Observé que la mayoría de los familiares conocíamos de memoria los nombres de quienes habían participado en la detención de sus seres queridos, obviando la estructura de la cual provenían. Hasta ahí llegaban nuestras pesquisas. Nun319
ca imaginamos que podríamos coincidir con alguien que intervino en la contrainsurgencia. Una tarde del verano de 1994 arribó a la casa de mis abuelos maternos el entonces responsable de la 5ta. Zona Militar, general Luis Montiel López, convocado por las integrantes del Comité de Madres de Desaparecidos Políticos de Chihuahua. Eran los últimos días que estaría al frente de su cargo. Las madres deseaban agradecer su intervención que concretó un encuentro previo con el general Antonio Riviello Bazán, secretario de la Defensa Nacional. Sentado en el comedor familiar, Montiel López contó una serie de anécdotas de su niñez y juventud. Después de esa ocasión nunca volvimos a verlo. Fue hasta principios del 2002 con la desclasificación de los archivos de la represión que nos enteramos de las denuncias públicas de la población guerrerense que acusaban a Montiel López de participar en múltiples desapariciones, primero como comisionado militar en el estado de Guerrero (después de concluir su entrenamiento en las Escuelas de las Américas), adscripción otorgada por pertenecer al círculo cercano de los generales Francisco Quirós Hermosillo y Arturo Acosta Chaparro (Wood, 2002), artífices de la contrainsurgencia en esa entidad, y después como parte de la estructura de la Brigada Especial (Sierra, 2003: 110).86 Cuando conocí las acusaciones las comenté incrédula ante nuestro comité, disminuido por el paso del tiempo. Coincidimos en una misma frase: “No sabíamos”. Esta anécdota ilustra una experiencia común en los diferentes colectivos que buscan personas desaparecidas: no hay rastros que nos indiquen las trayectorias de los perpetradores. En la lógica de una desaparición forzada, sin sentido obvio, los perpetradores fueron espectros que se diluyeron junto a las propias personas militantes desaparecidas. Esta narración también intenta representar tres problemas sobre agentes perpetradores y fuentes históricas que enfrentamos hoy día. Primero. La historiografía sobre los movimientos sociales y la insurgencia de los años sesenta y setenta se concentra en la descripción y experiencia de los actores opositores. La contrainsurgencia, entonces, se aborda generalmente desde acontecimientos co-
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yunturales como enfrentamientos, ejecuciones o detenciones, sesiones de tortura y “visitas” en reclusión. En el terreno de las fuentes orales, durante las entrevistas a sobrevivientes la mayoría no hace referencia a los agentes estatales que los investigaron, detuvieron, torturaron y encarcelaron. Si bien mencionaron algunos personajes de la contrainsurgencia, sus recuerdos refieren espacios (calles, comisarías, centro de reclusión, etc.) e instantes de tensión o peligro sin detenerse en rostros y nombres, dando la impresión de que experimentaron combates contra uniformes portados por anónimos e ignorando las cadenas de mandos institucionales. Lo mismo sucede con la mayoría de las familias de las víctimas, quienes desconocen nombres y adscripciones de quienes violentaron a sus seres queridos o compañeros de organización.87 Segundo, la consulta de los archivos de la represión, de por sí censurados al momento de su apertura, en los primeros meses del 2002, se ha visto modificada debido a lo previsto en la recién aprobada Ley Nacional de Archivos. Actualmente la consulta es a través de versiones públicas, pese a constituir archivos de carácter histórico y obviando su calidad de pruebas jurídicas que fundamentan delitos de lesa humanidad. Tercero, desde la historia, el periodismo y otras disciplinas, seguimos centrándonos en trayectorias biográficas de un grupo minúsculo de personajes de dirección, como Miguel Nazar Haro, Luis de la Barreda Moreno y Fernando Gutiérrez Barrios, cuyas defensas públicas se apoyaron en la premisa de “actuar por el bien de la patria”, construyendo una representación “necesaria” del enemigo interno (Castillo, 2012). Pese al señalamiento público de estos altos mandos, la Femospp no ubicó subalternos que declararan frente a sus ministerios públicos. Han sido los menos quienes se atreven a narrar las actividades en las que participaron. El semanario Proceso registró el caso de Zacarías Osorio, soldado solicitante de asilo en Canadá a finales de los años ochenta, quien brindó ante un juez un testimonio pormenorizado sobre los fusilamientos militares en el estado de México en contra de civiles (Maza, Puig, Leñero y Rebollar, 1993), que entonces, como hoy, no repercutió en la opinión pú-
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blica. Después del boom de los archivos desclasificados, en el 2008 el periódico El Universal publicó en su canal de YouTube un video realizado en la década de los ochenta sobre la DFS, donde los agentes participaron como realizadores. En chats como perfiles de redes sociales, supuesto agentes publican fragmentos de su pasado.88 Pero estos personajes, que redactaban boletines por sector y estado de la República desde el edificio del centro de la capital y viajaban en avión privado con la encomienda de trasladar a alguien del interior de país, pareciera que no existieron nunca. Entrevistar a los perpetradores La ausencia de testimonios de los perpetradores estatales del pasado, la censura y la complejidad en el análisis de documentos oficiales de la represión, acrecentada por el transcurso del tiempo, nos obligan a construir nuevas fuentes que permitan comprender las mecánicas del horror del pasado reciente. Desde la infancia he sido testigo de las diversas formas en que los familiares han imaginado “los lugares” en donde hipotéticamente sus familiares permanecen por décadas. Un gran parte de esas comunidades los imaginó ocultos y presos, mal alimentados y sin higiene, pero vivos y resguardados por carceleros sin corporalidad. Quienes buscaron a sus familiares y compañeros pensaron la desaparición desde la legalidad y el respeto a la vida, pese a conocer las generalidades de la prisión clandestina y las prácticas de tortura. Pocos imaginaron el exterminio como propósito de la seguridad nacional. No fue sino hasta la apertura de los archivos de la contrainsurgencia que conocieron los rostros horrorizados e hinchados de quienes habían sido desaparecidos, captados horas después a su detención y tortura. Al analizar los informes de la DFS sobre las detenciones, una mayoría concluye de manera más o menos similar: “se está investigando”. Las trayectorias de las personas detenidas desaparecidas se suspendieron entre esa frase y las miradas asustadas, cansadas y desconcertadas, eternizadas en papeles fotográficos grises. Lo no descrito por los documentos: los lugares, los destinos, ¿quiénes po-
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drían narrarlo? ¿Dónde encontrar a quienes ejecutaron las órdenes? En medio de esta reflexión pregunté a un amigo sobre el paradero de los archivos de Gobernación en Chihuahua. Me sorprendió cuando planteó: “¿Quieres entrevistar a una persona que fue agente de la Dirección Federal de Seguridad?” Contesté afirmativamente sin titubear. Mi amigo me llamó un par de semanas después, comunicándome en ese momento con el ex agente al que en adelante llamaré Roberto. “A sus órdenes”, fue la primera frase que le escuché. Quedamos de reunirnos esa misma tarde. En el lugar de nuestra cita escogí la mesa más lejana de los pocos comensales. Roberto se asomó un par de veces antes de acercarse. Era un tipo alto, corpulento y con cabello entrecano. Lo saludé de mano con un apretón fuerte y mirándolo a los ojos, en un intento por controlar mis nervios ante su mirada penetrante. Comentamos del clima frío y pedimos dos tazas de café. Me presenté como una historiadora estudiosa de los movimientos estudiantiles e insurgentes de la década de los setenta. Externó un gesto de sorpresa y me mostró un dije de plástico grueso y rígido con la imagen de un tigre y una calavera, símbolo de la DFS. Continué hablando, como justificándome ante mí misma: “Hace tiempo creí necesario escuchar la versión de un agente estatal que participó de la contrainsurgencia”. Fui sincera y parece que lo entendió, porque expresó su disposición a seguir conversando. Le comuniqué mi propósito principal: conocer su experiencia dentro de la DFS. Antes de la reunión pensé en preparar un breve cuestionario que guiara la conversación, pero no lo concreté por el estrés del encuentro, ni sugerí grabar. Hasta hoy me parece una buena decisión que generó confianza en mi interlocutor. Desde su teléfono celular me enseñó un par de imágenes. La primera era un logotipo hexagonal de la Dirección Federal de Seguridad, con las siglas de cada corporación integrante. Alcancé a ver las del Departamento General de Policía y Tránsito, de la Brigada Especial y de la Policía Militar. La segunda fotografía era el mismo logotipo personalizado con la inscripción de la palabra “comandante”, seguida por el nombre completo de Roberto. Comenté que eran
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contadas las personas que asumían su pasado en la DFS. Respondió que son muy pocos los sobrevivientes. Desde que accedió a la entrevista me pregunté por sus razones. Después de ser agente de la DFS ingresó, a finales de la década de los ochenta, a la DGISN y posteriormente al Cisen, y al iniciar el siglo XXI se integró a corporaciones policiacas federales. Narra que en el calderonato participó en el conflicto como responsable de investigación de homicidios, hasta que en un cambio de administración fue rebajado de su quehacer policiaco, para registrar diariamente las entradas y salidas en las puertas de un edificio de seguridad pública. Cuando escuché la narración de Roberto recordé un consejo de Marcela Turati para realizar periodismo de investigación: “Cuando entrevisten personas enojadas, divorciadas, expulsadas, traicionadas, sus grietas o conflictos ocasionarán que narren eventos impensables tiempo atrás”.89 Comprendí que Roberto fue traicionado por las autoridades de las instituciones a las que sirvió por aproximadamente 30 años. Mi interlocutor inició su narración con cierto orden cronológico, intentando un relato coherente que inició con su incorporación al cuerpo de espionaje. Originario de Guadalajara, Jalisco, de adolescente, a principios de la década de los setenta, se acercó a la Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG). En alguna ocasión fue aprehendido por agentes de la DFS. Permaneció un largo periodo (dijo no recordar cuánto tiempo) en una casa con la función de prisión clandestina, donde lo interrogaron una y otra vez sobre su participación en el movimiento estudiantil, hasta que le anunciaron que podía irse. Entonces suplicó que le permitieran quedarse, pues no tenía lugar a dónde ir. En la casa familiar, cercana al mercado de San Juan de Dios, nadie lo esperaba. En un primer momento lavó coches de la corporación, iba por refrescos, comida, cigarros y otros mandados para el personal de la corporación, hasta que demostró la fidelidad a su nueva comunidad. “Yo sólo quería tener una familia”, me dijo por primera vez. La ausencia de hogar no era el único motivo para incorporarse a la DFS: “Me percaté que las gentes que andaban de revoltosas, como los Zuno, jalaban agua
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para su molino, nomás por eso alborotaban a otros chavos que se fueron de guerrilleros”.90 Roberto relató que después de su estadía en la casa de seguridad de la DFS ingresó al curso como agente de la corporación. Al graduarse, lo trasladaron a la Ciudad de México porque algunos estudiantes lo señalaron como infiltrado. “¿Actuaba de provocador en las manifestaciones?”, le pregunté. “No –me respondió– de por sí me comportaba como era, un desmadre”. De acuerdo con el orden cronológico de su relato, su quehacer como agente de la DFS inició al final de la década de los setenta, cuando la contrainsurgencia que buscaba acabar con las organizaciones políticas armadas sucedió de manera simultánea a la reforma política electoral que permitió la competencia a los partidos de izquierdas y la incipiente formación de un movimiento de familiares de personas presas, desaparecidas y exiliadas por motivos políticos, así como de otros movimientos magisteriales y populares urbanos. Pese a la sugerencia historiográfica de un fin de la insurgencia, Roberto aclaró en su relato: “La contrainsurgencia no acabó en la década de los ochenta”, por lo menos en estados como Guerrero y Oaxaca. Recuerda que, estando concentrados en la Ciudad de México, eran trasladados al aeropuerto para volar en la nave de la corporación. Durante el viaje les mostraban fotografías de las personas que sustraerían tras su arribo: “No sabíamos quién era ni qué había hecho, sólo íbamos por él y lo entregábamos”. Roberto habló sobre las rutinas de los agentes al interior del edificio de la DFS, a escasos metros del monumento a la Revolución en la Ciudad de México. Mientras lo escuchaba intenté relacionar su relato con datos conocidos, para saber si mentía. Desconfiaba de su palabra, contra lo sucedido en mis entrevistas con militantes de izquierda. Cuestioné mi práctica de historiadora oral, pues los prejuicios estorbaban a lo que estaba escuchando. Experimenté malestar físico, por lo que no me concentré lo suficiente y, además, me percaté de que en ese momento no construía fuente oral alguna. Intenté memorizarlo todo, correr a casa y escribir inmediatamente, cuidando no olvidar nada. La tensión bajó cuando Roberto narró su
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experiencia vigilando los campamentos de refugiados guatemaltecos en territorio chiapaneco, en los ochenta. Recordó que quienes huían del conflicto bélico por las noches eran blanco de los “contra”, quienes cruzaban con el propósito de matarlos. “Sabíamos que cuidábamos guerrilleros, pero ésa era nuestra misión”, enunció de manera disciplinada, aunque minutos antes se había referido a los insurgentes mexicanos como delincuentes. En otro momento, de nuevo su memoria se centró en la espacialidad del edificio en ruinas de la DFS. Utilizó una hoja para dibujarlo y señalar distintas secciones. Cuando agotó el tema, tomó la hoja y después de doblarla la guardó en la bolsa de su chamarra. Regresé a un estado de alerta: ¿Cómo podría, entonces, construir fuentes y analizarlas sin grabarlo? ¿Cómo registrar la información relatada sin tener confianza en el otro? En esa primera reunión platicamos un poco más de dos horas. Acordamos volver a vernos. Me pidió que le hiciera preguntas ordenadas, cronológicas, e incluso que le enviara con anticipación un cuestionario sobre mis dudas. No contestó sobre mi petición de grabarlo. Al despedirnos recibió una llamada, y al colgar parecía justificar su tono de voz diferente. Era su hija. “Soy viudo. No me fui con los malosos cuando hubo que elegir porque yo quería una familia; casarme, tener hijos”, comentó brevemente en el estacionamiento. Después del primer encuentro le confié a un colega mis sensaciones. Me sigue frustrando no haber podido registrar lo relatado y la posibilidad de concretar fácilmente otra entrevista.91 Mi amigo me recomendó leer a Nitzan Shoshan (2015) y su ensayo sobre la etnografía, la empatía y la escritura de lo desagradable, en donde advierte los sentimientos diversos que de una u otra manera impactan en las investigaciones de los científicos sociales al realizar trabajo de campo con una comunidad determinada en contextos violentos, en donde el miedo se revela como un sentimiento natural porque comúnmente quienes investigamos lo hacemos solos, al interior del mundo de nuestros sujetos de investigación. La empatía, entonces, nos salva de esa soledad estableciendo relaciones cordiales y hasta afectivas con ellos. Pero ¿qué salvedad poseemos
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frente a la ausencia de empatía, específicamente con los protagonistas de procesos violentos? En su texto, Shoshan retoma a Neil Whitehead, antropólogo inglés, quien relaciona las pocas investigaciones sobre violencia con la complejidad metodológica de “representar positivamente a los informantes”. Shoshan se pregunta si es posible consolidar una relación de confianza con las personas entrevistadas sin que medie una relación afectiva. Sin duda, la respuesta es afirmativa. Podemos hacerlo, aunque contravengamos las lecciones de nuestros profesores, quienes nos insistieron en construir relaciones respetuosas, armónicas y empáticas con nuestros entrevistados (Camarena y Necoechea, 1994). Evidentemente, a una mayoría de estas personas entrevistadas la imaginamos como parte de comunidades subalternas, no de cuerpos represivos de élite. Ronald Grele (1991) nos recuerda que, pese a las relaciones empáticas, cordiales y afines con la mayoría de nuestros narradores, la entrevista es un espacio de conflicto donde una parte espera y exige determinada información y otra condiciona y administra el acceso a tenerla. Pareciera, entonces, que al realizar entrevistas con personas que no son “agradables”, siguiendo a Shoshan, desmitificamos el elemento de empatía invocado la mayoría de las veces, atendiendo urgencias del presente con el pragmatismo requerido por la situación de emergencia, registrando voces de quienes no pertenecen a comunidades habituales de entrevistados, que incluso son considerados antagónicos políticos e ideológicos. Como parte de una generación histórica en tiempo convulso, los problemas éticos, teóricos y metodológicos son enormes. ¿Los contenemos o los enfrentamos? Comentarios a manera de conclusiones Este texto forma parte de una investigación que pretende abonar a la comprensión de las estructuras contrainsurgentes en la década de los setenta a través de fuentes orales. Aquí he intentado exponer situaciones específicas de la historia del tiempo presente y proponer un abordaje a través de la historia oral. Somos parte de una 327
generación y comunidades académicas interpeladas por el presente y el pasado reciente. Pese a trabajar a partir del giro subjetivo con sobrevivientes de diferentes izquierdas y la comprensión de sus expectativas de futuro en su tiempo, el criterio de urgencia para conocer sobre el exterminio en el periodo nos obliga a buscar sujetos que participaron en el combate a la insurgencia. Su ubicación y la interlocución no es fácil. A partir de los encuentros sostenidos con Roberto (hoy ya puedo tomar notas en su presencia), estoy convencida de que por nuestra seguridad y desempeño académico es necesario comunicar clara y honestamente los propósitos de la entrevista, precisando, si fuera el caso, la posibilidad de usarla jurídicamente. Es importante recordar, atendiendo a la moción de Ginzburg (1991), que somos historiadores y no juzgadores. Si devenimos en entrevistas de café a perpetradores de la violencia estatal reciente es justamente porque el complejo contrainsurgente se blindó efectiva e impunemente para evadir instancias judiciales, las cuales, por cierto, no se han pronunciado por analizar y juzgar las denuncias de delitos de lesa humanidad cometidos al amparo de la seguridad nacional del Estado mexicano en décadas anteriores. Personalmente, he comprobado que no es posible ganar un combate ideológico y moral en torno al mal y el bien por los bandos que participaron del conflicto en el pasado reciente. Como profesionales identificados con la radicalidad nos corresponde indagar, escuchar, analizar, contextualizar y exponer nuestras conclusiones a través de los “niveles más exigentes de la disciplina histórica”, parafraseando a E.P. Thompson (2000: 14). La relación entre el presente y la oralidad nos demuestra que trabajamos en un campo dinámico e incómodo que no debe ser transitado de manera ingenua. En una analogía con quienes buscan a sus familiares en territorios azotados por la violencia, aún podemos descubrir personajes con trayectorias ocultas en el pasado reciente con la precaución, lsa serenidad, la discreción, el autocuidado, la ética y, si es posible, en redes colectivas de investigación. Nuestra propia metodología mostrará las reformulaciones necesarias que
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permitan develar las explicaciones de la barbarie. Sólo hay que ganarle la carrera a la muerte, como hicieron nuestras pioneras hace un poco más de 50 años.
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Archivo y las huellas del presente Camilo Vicente Ovalle Las reflexiones y debates sobre categorías y conceptos, sobre sujetos y temporalidades, sobre uso y construcción de fuentes para el análisis del presente, es decir, la reflexión crítica sobre las propias condiciones de posibilidad de la historia del tiempo presente como campo interdisciplinar se ha convertido en una de sus características. Otro de sus elementos constituyentes es la dimensión política, que cruza todo el espectro de este campo historiográfico y propone el desafío metodológico, no la exclusión de esta dimensión, en una pretendida búsqueda de la asepsia, sino su integración como parte del método. El archivo, en tanto concepto e institución, presenta justamente a la historia del tiempo presente las dos dimensiones críticas de su quehacer: la epistemológica y la dimensión política. La propia formación del campo de estudios sobre el presente o el pasado reciente en Latinoamérica ha estado acompañada por las disputas y luchas por las memorias y la justicia, en las que los archivos han tenido un espacio central.92 En este ensayo propongo, a partir de la experiencia mexicana, algunos elementos para la reflexión sobre la relación y las tensiones entre el archivo y la historia del tiempo presente. El presente y la puesta en archivo Las relaciones entre el archivo y la historiografía no están mediadas, en principio, por problemas epistemológicos; antes existen la mediación y determinación del poder político sobre el conocimiento, como lo muestra la normatividad sobre archivos y sus restricciones, en la que definiciones de carácter político y jurídico establecen un marco paradigmático para la historiografía, en la medida que ponen límites a lo que se puede conocer. Ni la distancia temporal ni, mucho menos, una pretendida condición, casi una tara, asociada a la
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supuesta imposibilidad de la historiografía de aprehender lo actual son limitantes del conocimiento histórico. Pero las lógicas de poder y saber que cruzan el archivo sí son limitantes efectivas, convertidas luego en silencios y complicidades de la tradición historiográfica. Para decirlo con Jaques Le Goff: “muestra que el problema epistemológico de la historia […] no es solamente un problema intelectual y científico, sino también un problema cívico y hasta moral. El historiador tiene sus responsabilidades, de las que debe ‘rendir cuentas’” (Le Goff, 2001: 11-12). La relación con el archivo y la escritura de la historia, en especial de quienes pretendemos indagar en el presente, está mediada por esta condición: estar colocado epistémica e intelectualmente frente al poder del Estado. La discusión reciente sobre la cualidad y posición del archivo en la investigación histórica del tiempo presente no ha venido de una reflexión dentro de los espacios “tradicionales” de investigación histórica, propiamente académicos, sino de la confrontación pública con el Estado, personificado en una de sus instituciones capitales: el archivo; una confrontación en la que han tenido un papel central investigadoras e investigadores interesados en el acceso a la información contemporánea, no así la academia historiográfica, muy temerosa del debate público; los historiadores no hemos rendido cuentas. Como toda historia que honre su nombre, la historia del tiempo presente no es dependiente sólo del documento, como tampoco lo es sólo del testimonio como la única vía para indagar sobre procesos históricos. En este sentido, documentos y archivo son una de las posibles fuentes para analizar el presente. Si bien es cierto que el archivo y los documentos forman parte de un grupo mucho más amplio de fuentes, la importancia del archivo no es relativa para la historia del tiempo presente, porque en tanto concepto y dispositivo no sólo articula un sistema documental, sino las relaciones de poder que establecen el campo de lo posible para el conocimiento histórico. Y también porque el archivo, como dispositivo que produce un sistema de huellas
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documentales, es también en sí mismo una huella de la arquitectura del poder del Estado a la que perteneció y pertenece. Las reflexiones sobre el archivo, particularmente el clasificado como histórico, están plagadas de metáforas inservibles para el historiador, en especial para el que pretenda analizar las tramas que tejen el presente, pues lo definen como un lugar para los muertos o un lugar fundado por la muerte.93 Son inservibles para las operaciones historiográficas, para el taller del historiador, porque son una metaforización de la definición jurídico-política que se esconde detrás de una pretendida imposibilidad epistémica: el conocimiento histórico sólo es posible sobre el pasado, sobre lo inactual, sobre lo ya muerto, nunca sobre el presente, lo actual y lo vivo. El archivo, en tanto dispositivo de orden jurídico-político, se presenta como la frontera epistémica. La práctica de la historia del tiempo presente ejerce una crítica a esa ficción tanto por su falso condicionamiento epistémico como por la estructura jurídico-política que la articula. La historia del tiempo presente vuelve a integrar el presente al tiempo histórico, no pospone su análisis y valoración para generaciones futuras ni desplaza su responsabilidad a otras áreas de las ciencias sociales. La historia del presente emerge, entonces, con una disposición crítica, porque implícitamente hay un cuestionamiento y un esfuerzo de rectificación de los principios ordenadores del presente. Hay una ruptura historiográfica al reintroducir una temporalidad, y es crítica, en tanto historiografía, porque trata de hacer inteligibles sus propias condiciones de posibilidad. Reintegrar el presente al tiempo histórico es una posición epistémica que cuestiona su supresión como parte del conocimiento histórico, pero no se ocupa del acontecimiento actual como epifenómeno, sino del despliegue de la realidad en que el acontecimiento tuvo condiciones para aparecer; no es sólo una narrativa del acontecimiento, sino una analítica y una arqueología de su estructura. En este sentido, es también una posición política frente a la ideología del presente: el presentismo, que anula la posibilidad de la experiencia, es decir, de asumir críticamente el pasado en el presente, y la utopía sólo es presentada como el límite de la catástrofe.
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Arrancar el presente del tiempo histórico no sólo compromete el conocimiento sobre el propio presente, sino “en el presente, la acción misma”, según Marc Bloch. La metaforización del archivo como un lugar que reúne los restos o las huellas de los muertos o lo inactual oculta su función como productor de un sistema de huellas. Está muy establecida la idea de que el historiador trabaja en la reconstrucción y la interpretación del pasado a partir de sus restos, es decir, con las huellas que la actividad de los seres humanos, como individuos, colectividades o instituciones, fueron dejando a su paso de una manera más o menos natural, y de que lo que nos llega al presente son las sobrevivencias de ese pasado que escapó a su natural desintegración, aunque de alguna manera siempre está en camino o en posibilidades de desaparecer. Esto supone una ficción: que el presente no deja huellas y que aparecen cuando el fenómeno desaparece, que las huellas son la impronta de una ausencia, por eso la separación artificial entre el archivo y el presente. El archivo, bajo esta concepción, sólo es un repositorio que conserva las huellas, en este caso documentales, un mediador que retrasa o interrumpe el camino natural de la desaparición de las huellas, un mecanismo para conservar la memoria. El archivo no es un lugar y mucho menos un cementerio de papel o un repositorio de huellas que el historiador llegará a descubrir y usar para reconstruir un pasado, para hacer un espacio a los muertos en el mundo de los vivos. El archivo es una entidad en tanto que forma parte de un Estado, determinada y definida por procesos específicos que la hacen particular, proceso y procedimiento, discurso y práctica, para producir un sistema de huellas con dos objetivos centrales: ser el soporte del funcionamiento cotidiano del Estado y construir la memoria institucional. Entre el soporte de la operación cotidiana y la instauración de una memoria se implementan un conjunto de procedimientos de desactivación o, quizá, mejor dicho, de despotenciación de las huellas documentales, de tal manera que se produzca una narrativa estabilizada en una memoria homogénea: memoria y patrimonio de la na-
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ción. Así, la expresión “archivo histórico” no hace referencia a la condición ontológica de un conjunto documental, sino que designa su clasificación jurídico-política y el resultado del dispositivo. Por lo tanto, los historiadores estamos obligados a separarnos críticamente de sus límites y sus marcos o, en todo caso, señalar el conflicto existente. El archivo no es una situación y tampoco necesariamente un lugar; es ante todo un proceso, un procedimiento lógicamente establecido. Los límites de la transición y los archivos: el caso mexicano En distintos países de Latinoamérica, los procesos de transición, aun con sus muchas limitantes, impulsaron procesos de verdad y justicia en distintos niveles, dando como resultado no sólo juicios o procesos de justicia transicional, como las comisiones de la verdad, sino generando una normativa respecto a la memoria institucional de los regímenes autoritarios, sus archivos. En el caso mexicano, la alternancia del 2000 no desató procesos similares, quedando sólo en decisiones del Ejecutivo que en muy poco tiempo fueron sepultadas. No hubo políticas públicas respecto a la investigación, la búsqueda de la verdad, la justicia, ni mucho menos la memoria o la construcción de procesos pedagógicos contra la impunidad y la no repetición de crímenes de Estado. Uno de los pocos destellos de la transición mexicana (que se opacó muy pronto) fue la transferencia al Archivo General de la Nación (AGN) en el año 2002 de un vasto conjunto documental que denominamos los “archivos de la represión”. Un dato interesante es que esos documentos fueron transferidos junto con el archivista: una parte sustancial del conjunto documental siguió y sigue siendo custodiado por los servicios de inteligencia gubernamentales, por lo que la transferencia no significó una apertura en sentido amplio. Esta decisión, eminentemente política, más allá de ser un acto transicional fallido, otorgó estatus de históricos a los documentos de la represión y con eso abrió la posibilidad archivística para el estudio de un periodo muy reciente de la historia política de México. En sentido estricto, al menos para la tradición que señala que la histo334
ria se hace con documentos, esta decisión política puso al presente como campo de acción historiográfica. No pasó mucho tiempo para que la pequeña mirilla abierta comenzara a ser considerada una intromisión en la intimidad del Estado, al ejercicio concreto de su poder. No hay que pasar por alto que una de las definiciones dadas por la archivística a la documentación producto de la acción estatal es justamente ser su memoria, la memoria institucional. Una década después, en enero de 2012, el Congreso mexicano expidió la Ley Federal de Archivos. Entre las caracterizaciones y especificaciones del sistema archivístico, esta ley puso en acto una nueva categoría: el “documento histórico confidencial” (Diario Oficial de la Federación, 23 de enero de 2012),94 que articuló dos aspectos contradictorios en la archivística, incluso para la tradición historiográfica, a saber: la actualidad de la información contenida en el documento y su clasificación como inactual, histórica. Esta contradictio in terminis fue la manera de anular la decisión política sin poner en riesgo la pretensión de legitimidad democrática y transparencia del Estado mexicano. La información clasificada como histórico-confidencial es la que aún tiene una potencia actual, una capacidad de “afectar”, en alguna medida, a personas, incluso a instituciones o los procesos en que se refiera información personal, “tratándose de datos personales que afecten a la esfera más íntima de su titular o cuya utilización indebida pueda dar origen a discriminación o conlleve un riesgo grave para éste. Estos documentos se identificarán como históricos confidenciales”.95 Por este motivo, esta información debe ser mantenida lejos de la mirada y el juicio público. Por otra parte, la información considerada como histórica está determinada por su absoluta impotencia sobre lo actual, y por eso se considera que su publicidad también puede ser absoluta. Entonces, la categoría “documento histórico-confidencial” estableció formalmente la existencia de un nuevo campo objetual para la historiografía: lo actual, pero al mismo tiempo canceló la posibilidad de su conocimiento histórico, dada su propia actualidad, por lo que 335
le fue negada su publicidad: “Los documentos históricos confidenciales transferidos al Archivo General de la Nación o a los archivos históricos en calidad de custodia no formarán parte del archivo histórico de acceso público, hasta que concluya el plazo establecido en el artículo 27 de la presente ley”.96 Para estos documentos, la ley estableció plazos de treinta y setenta años, si es información vinculada a temas de seguridad nacional, por ejemplo, o información personal, como la pertenencia ideológica de un individuo. En términos del acceso documental, la nueva categoría arrancó al presente del conocimiento histórico cuando apenas lo había acariciado. La puesta en acto de la categoría “documento histórico-confidencial”, al articular elementos contradictorios: lo inactual y lo actual, la ausencia y la presencia, la huella y lo que la dejó, devela al archivo en cuanto dispositivo productor de un sistema de huellas, dejando de lado su metaforización como espacio de lo muerto, que le resulta a él mismo inservible bajo esta categoría. En marzo de 2015, a raíz de los cuestionamientos de los investigadores a las limitaciones en el acceso y prácticamente el cierre de los fondos documentales de los archivos de la represión, la directora general del AGN confirmó ante la prensa las limitaciones y sugirió “a investigadores y demás interesados en el tema buscar fuentes y vías alternas de información” (La Jornada, 23 de marzo de 2015).97 Esta respuesta irritó. Los investigadores debemos abrevar en otras fuentes, nunca limitarnos a una, y en este sentido la funcionaria no dijo algo que un investigador bien entrenado no supiera. Entonces, ¿por qué causó tanta irritación en los investigadores del presente? Sin duda alguna, por el conflicto público que ya se había abierto en torno a los archivos de la represión y por el tono autoritario de la funcionaria. Sin embargo, este acontecimiento, esta disputa abierta, no se presentó como meramente coyuntural; en realidad, dejó ver el carácter de la relación entre el archivo y la historia del tiempo presente, y en esa relación está la incomodidad profunda del investigador del presente.
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Por su parte, en una entrevista, el comisionado presidente del Instituto Nacional de Transparencia, Francisco Javier Acuña Llamas, expuso sin pretenderlo esta tensión entre archivo y presente y por qué el dispositivo tradicional del archivo no funcionó sobre los documentos de la represión y cómo se salvó ese escollo en la memoria estatal a través de la introducción de la categoría “histórico confidencial”: Ese tema se volvió un problema, pero además de otros más; la parte de los archivos confidenciales históricos que se vuelven un problema porque la galería uno se volvió un problema, recuerda que cuando llegó Vicente Fox a la Presidencia sin ningún tipo de orientación y por sus polendas en un presidente tan fuera de serie, ordenó que todos los bancos de información, registros y documentos que había en Gobernación en los sótanos de Bucareli se mandaran al Archivo General de la Nación. Esa información llegó como un meteorito y el archivo no le podía decir a su jefe, el presidente de la República, que no le recibía ese montón de papeles porque no hubo el expurgo previo que tenía que haber habido. […] Quienes habían ido antes los consultaron sin restricciones y posteriormente enfrentaron una serie de restricciones que para algunas personas resultaron insoportables y generaron una corriente de opinión crítica que pareciera que se está censurando o se quiere rasurar la historia, pero en la realidad se dispuso guardar y crear una flotilla de seguridad cuidando esos materiales informativos, por eso se contaminó mucho la discusión del tema. […] para la Ley General [de Archivos, que estaba en discusión] se tendrían que evitar los márgenes de archivos confidenciales históricos. Sí hay en el derecho comparado esa figura, y qué quiere decir esto, pues que por más que uno diga esa información ya es histórica, se dice a quién le va a afectar que se sepa lo que ahí está. […] Dices “aquellos verdugos ya murieron”, pero el problema no es ellos necesariamente sino quienes suceden de ellos; ellos, la gran mayoría tuvieron que actuar seguramente por obediencia jerárquica y no por voluntad propia. Es un tema apasionante que no vamos a resolver, pero lo que importa es que la Ley General sí dé certidumbre de qué va a pasar con la archivística98 (Congresistas, 16 al 31 de julio 2017).
Aunque los directivos del AGN se han empeñado desde principios de 2015 en reducir el debate a cuestiones meramente técnicas, lo que se abre a la discusión no son asuntos técnico-normativos ni procedimientos de consulta, sino la calidad de la democracia que 337
se quiere construir para México. Conservar la impunidad a través de leyes y normas que restringen el acceso efectivo y de calidad a la información pública gubernamental es simple y sencillamente prolongar los mecanismos de un régimen autoritario que se supone ya había sido superado, además de minar las posibilidades de acción democrática de los ciudadanos. Archivos de la represión en México Todo archivo institucional es, en primera instancia, un respaldo documental de las actividades cotidianas de la administración pública. Su principal objetivo es organizar y sistematizar la información para que alimente, día a día, los procesos sustantivos de la institución a la que pertenece. Un segundo objetivo es ser la memoria institucional, su registro, y sólo eventualmente servir de “fuente para la historia”. El historiador que trabaje con archivos institucionales –quizá habría que decir “archivos de Estado”– no debe perder de vista los objetivos centrales para los que estos archivos fueron constituidos, pues a pesar de que al ser consultados por el historiador pueden encontrarse fuera de su marco histórico-institucional, siguen operado las lógicas de “poder y saber” que los construyeron. Esto opera con mayor claridad en los archivos de las dependencias del Estado mexicano que tenían como objetivo garantizar la seguridad nacional, cuyas tareas sustanciales fueron la vigilancia, el análisis de potenciales peligros, el control y la contención o la eliminación de aquello considerado un riesgo o un peligro para la seguridad y la estabilidad nacionales.99 En gran medida, las actividades de estas dependencias fueron disuasivas o coercitivas, por eso denominar a los archivos de estas dependencias como archivos de la represión no sólo es una posición política y una interpretación histórica, sino una caracterización sintética de la información que contienen.100 Los archivos de la represión de la administración pública federal que conforman el grupo más relevante de fuentes para esta investigación son los que pertenecieron a la Dirección Federal de Seguridad (DFS), a la Dirección General de Investigaciones Políticas y So338
ciales (IPS) y a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena). Los documentos pertenecientes a este grupo se encuentran resguardados en el Archivo General de la Nación. Como fue público, durante el gobierno de Vicente Fox Quesada (2000-2006) varias secretarías de Estado y otras dependencias federales fueron instruidas para entregar la documentación que obrara en sus archivos institucionales y estuviera vinculada a movimientos sociales o políticos y con actos represivos del pasado.101 En enero de 2002, la Secretaría de Gobernación entregó el fondo documental perteneciente a la DFS, correspondiente al periodo 1947-1985. Es un conjunto documental vasto que consta de 4 223 cajas con más de 58 000 expedientes y siete millones de tarjetas que sintetizan la información y hacen posible la búsqueda y localización de los documentos con información de individuos o personas de todos los estados de la república.102 A diferencia de otros fondos documentales, el de la DFS sigue estando bajo control directo de personal del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), quienes no se rigen por las normas del AGN. A pesar de que el acceso a la información está regulado por la Ley de Acceso a la Información Pública Gubernamental y la Ley Federal de Archivos, el hecho de que siga controlado por el Cisen hace que sea muy discrecional la forma en que es proporcionada esta información: no hay un instrumento de consulta que sea público, ellos dicen si existe o no esa información; por ejemplo, no se tiene acceso a los expedientes de los agentes y los informantes que trabajaron para la DFS. En lo que toca a la IPS, que ya se encontraba en el AGN desde 1998 como parte del “Fondo Gobernación”, consta de 3 052 cajas, correspondientes al periodo 1922-1982. Este conjunto documental, a diferencia del primero, no está bien ordenado ni clasificado, lo que complica su consulta. Sólo por mencionar un aspecto: el instrumento de consulta que sirve como “guía” consta de 3 921 páginas. Por su parte, la Sedena entregó 486 cajas con 1 653 legajos, producidos en las 36 zonas militares entre los años 1965 y 1985.103 Éste es, sin duda, el grupo documental más “rasurado” de todos; 339
por ejemplo, un expediente puede contener los radiogramas transmitidos de una zona militar al secretario de la Defensa afirmando que se cumplió con el plan de operaciones, pero no contiene información sobre dicho plan: objetivos, mandos, periodo, tareas, etcétera. Sin embargo, en algunos casos la información es más completa, como en algunas operaciones contrainsurgentes en los estados de Guerrero y Chiapas.104 A diferencia del acervo de la DFS, el de Sedena es gestionado por personal del AGN. Los archivos de estas dependencias contienen su propia historia y desarrollo, así como sus dinámicas y las lógicas de la violencia, por lo que son fundamentales. Aunque los orígenes de los servicios de inteligencia civil en México se encuentran, de acuerdo con el estudio de Sergio Aguayo (2001), en el mismo proceso revolucionario y en el gobierno de Venustiano Carranza en 1918, su institucionalización comenzó a mediados de los años veinte.105 En 1924, la dependencia encargada del espionaje político y la seguridad nacional dejó de llamarse Servicios Confidenciales para denominarse Departamento Confidencial, nombre que conservó hasta 1938. Este cambio no fue meramente nominal, pues durante ese periodo se hicieron modificaciones técnicas y administrativas, así como características políticas, que sentaron los esquemas generales con que los servicios de inteligencia civiles funcionaron hasta principios de los años sesenta. En cuanto a las técnicas de recopilación y administración de la información, fue normada la elaboración de expedientes y la homogenización de los informes, para que la información recabada por los agentes fuera consistente y pudieran derivarse conclusiones políticas y judiciales. Todos los agentes que realizaban investigaciones en alguno de los estados debían completar un cuestionario respecto a la situación política y de actores clave en las regiones, particularmente si existían partidos políticos y cuál era su filiación y la de sus adherentes, así como su condición económica.106 Esta información se plasmó en informes con una estructura homogénea y con ciertos requisitos de forma que quedó reglamentada en 1934: sencillez y claridad, evitar ambigüedades, no omitir nin340
gún dato o documento que pueda servir para el asunto investigado, verificación de las fuentes de información e imparcialidad en su uso. El primer informe, derivado de una comisión, debía enviarse en las primeras 24 horas (IPS, 1934).107 Además, capturaban información en la “ficha personal”: “todos los datos respecto a generales, preparación cultural, situación económica, actividades sociales y políticas; domicilio, fotografías, etc., de todas las personas de algún relieve político, social o económico en la República, con expresión de los cargos oficiales o particulares que tengan o hayan desempeñado” (IPS).108 Estas técnicas de recopilación y administración de la información explican la gran cantidad de material en los archivos históricos de estas dependencias y la variedad de temas y personas referidas. El archivo del Departamento Confidencial se convirtió en algo fundamental, pues era allí donde se organizaba y mantenía al día y disponible la información que los agentes entregaban. Desde 1925 se comenzó a organizar el archivo, sus expedientes y su hemeroteca, y entre julio de 1931 y febrero 1932 se realizó el primer inventario completo. Llegó a ser tan importante el archivo que en el reglamento de 1934 se estipuló que ningún agente podía salir a cumplir una orden si no se encontraba ya registrada en el archivo. Los archivos de la represión, como todo archivo de Estado, no sólo tuvieron como objetivo servir de soporte documental, sino alimentar y hacer posibles los procedimientos cotidianos de la dependencia a la que pertenecieron. En el caso del archivo de la Dirección Federal de Seguridad (DFS),109 contar con la información suficiente y en tiempo sobre los “enemigos” en turno que permitiera documentar su culpabilidad, capturarlos y ejecutar la condena. El archivo de la DFS era consultado de manera cotidiana y se puede decir que inmediatamente después de la detención de una persona o grupo de personas, así como también en los primeros interrogatorios, pues la información extraída con la tortura era inmediatamente verificada y cruzada con otros datos del archivo. Valgan tres ejemplos.
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En los primeros días de mayo de 1971, en el marco del Plan Telaraña para el combate de las organizaciones guerrilleras en el estado de Guerrero, se realizaron decenas de aprehensiones de personas cercanas a la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR) que fueron trasladadas al Campo Militar número 1, donde permanecieron varios meses como detenidas-desaparecidas. En un informe del 5 de mayo se dice: “Con relación a las detenciones practicadas por el ejército en el estado de Guerrero, en las personas de Alfonso Vázquez Rojas, Hilda Flores Solís, Onésimo Barrientos, Raymundo Barrientos Rey, Leonardo Guerrero Adame y Domingo Barrientos Rey, en los archivos de esta Dirección únicamente se encuentran los antecedentes de las dos primeras, como sigue…” (DFS, 100-10-16-2 L-3 H25).110 Después de un enfrentamiento entre policías y militantes de la LC23S en la colonia Clavería de la Ciudad de México, en el que resultaron gravemente heridos dos militantes que fueron trasladados al hospital militar, en el reporte del día se asentó: “Hasta el momento no se ha podido interrogar a los heridos debido a su estado de gravedad, los cuales únicamente han mencionado llamarse Arturo Jiménez Terán y Martha Romero, respectivamente, sin haber antecedentes de estos nombres en los archivos de esta DFS” (DFS, 11235 L-40 H-32). El registro correcto de los nombres era fundamental para construir las redes de las organizaciones disidentes. El 19 de julio de 1978, ocho días después de la detención-desaparición por el ejército del líder de la Coalición Obrera, Campesina, Estudiantil del Istmo (COCEI), Víctor Pineda Henestrosa, en la ciudad de Juchitán, Oaxaca, el jefe del departamento del archivo, Vicente Capello Rocha, envió al mayor de infantería Raúl Orduña Cruz, jefe de control, un formato para la aclaración del nombre correcto: “Mereceré a usted, ordenar al C. agente en Juchitán, Oaxaca, se sirva hacer la siguiente aclaración: Cuáles son los apellidos correctos del profesor Víctor Pineda Henestrosa o Víctor Henestrosa Pineda”. En ese mismo formato, con su propio puño y letra, el agente de la DFS escribió la
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respuesta: “Lo correcto es Pineda Henestrosa, Víctor.- Wilfrido Castro Contreras” (DFS, 100-18-1-78 L-67 H-5). En este sentido, un archivo de la represión no puede ser tratado tan sólo como un repositorio de información al cual podemos acceder para reconstruir o construir una narrativa explicativa del pasado. No se puede perder de vista que el archivo mismo formó parte de la estructura represiva y así tiene que ser leído. Por lo tanto, los archivos no fueron un apéndice o un repositorio inocuo de información: formaban parte de la estrategia represiva. La magnitud de estos archivos y su gestión administrativa representan un primer reto para el investigador; sin embargo, el problema central sigue siendo la lógica de la violencia y la estrategia represiva en la que se encontraban articuladas y sigue reproduciendo, pero ahora en una administración de la impunidad mediante el control del acceso a la información de los documentos. Las argucias de la transparencia Por alguna razón que no ha quedado clara, el fondo documental de la DFS fue el primero que se sujetó a los criterios perversos del artículo 27 de la Ley Federal de Archivos, impidiendo el acceso directo y efectivo a la información.111 Hasta 2014, el procedimiento general de consulta de su fondo documental, administrado por personal del Cisen, permitía revisar de manera directa los documentos, incluso se podía hacer un registro fotográfico.112 Así fue como periodistas, investigadores, familiares y víctimas de la represión, o ciudadanos que querían saber y ejerciendo su derecho a la información y la verdad, pudimos conocer la forma en que el Estado mexicano actuó frente a la disidencia hasta los años ochenta. ¿Qué resguarda el archivo de la DFS que resultó imperioso para el gobierno federal imponer el criterio de los treinta o setenta años para consultar de manera libre la documentación? De acuerdo con las autoridades del AGN, en ese archivo existe información personal cuya difusión pública puede afectar la esfera íntima de los individuos a los que se refiere. Efectivamente, en esos
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documentos existe una gran cantidad de información personal de miles de ciudadanos mexicanos y extranjeros a quienes, sin conocimiento o por coerción, les fue arrancada información que ahora dicen proteger. En los documentos de la DFS se encuentra, entre otros tipos, información sobre personas que fueron detenidas, torturadas y desaparecidas por agentes el Estado mexicano durante los años setenta, que por largos años los familiares de los detenidos-desaparecidos han buscado y han exigido que se haga del conocimiento público. Entonces es inevitable preguntarse: ¿La “esfera íntima” de quién se protege? ¿El nombre de un desaparecido es un dato sensible? ¿El nombre de un desaparecedor es un dato sensible? ¿La situación en que una persona fue desaparecida es un dato sensible? ¿Para quién y de qué manera es un riesgo conocer estos datos? Al parecer, que lo que no pudieron hacer los cuerpos operativos ahora quieren concluirlo en los archivos. No hay que perder de vista que la DFS formaba parte de una estructura político-militar cuyos objetivos estaban vinculados a la vigilancia, el control y la eliminación de aquellos considerados como enemigos políticos. Además, esa estructura represiva también contribuyó a la manipulación de la sociedad con la mentira y la distorsión de los hechos, con el objetivo de mantener a salvo el régimen autoritario y los privilegios de su élite política y económica. Lo que se resguarda en el archivo de la DFS no son simplemente datos personales. En esencia, allí se encuentra una parte importante de la memoria institucional y los arcana imperii, los secretos de Estado del régimen autoritario. Las batallas por el acceso a la información pública gubernamental vienen de tiempo atrás y han acompañado a las luchas contra el régimen autoritario. La última de estas batallas comenzó en 2015, cuando se pusieron en marcha restricciones para la consulta de los archivos de la DFS. A partir enero del 2015, el procedimiento de consulta directa fue eliminado y toda solicitud ahora se debe hacer a través del sistema Infomex, y es allí donde comienzan las argu344
cias de la transparencia, pues ahora resulta más cómodo negar la existencia de información u ocultarla hasta alcanzar grados absurdos. El 21 de abril de 2015 solicité información sobre Alfonso G. Calderón, ex gobernador de Sinaloa (1974-1981). Como respuesta, el AGN me entregó una versión pública en la que se testaron (tacharon en negro) nombres y cargos de funcionarios públicos, nombres de municipios, de ranchos, de empresarios, de representantes de elección popular… hasta el absurdo: se testó el nombre del presidente de la República. Por esto, interpuse otro recurso de revisión. De acuerdo con el artículo 30 de la regresiva Ley Federal de Archivos, hay algunas excepciones por las cuales se podría conceder el acceso a documentos “histórico-confidenciales” (habría que insistir en el absurdo de esta clasificación), entre otras que la investigación o estudio para la cual se solicite información “se considere relevante para el país”. El comisionado Francisco Acuña, quien fue el encargado de dar respuesta a mi recurso, usó este criterio para justificar la negativa: “Lo anterior, debido a que el particular no acreditó que requería tener acceso a dicha información para realizar una investigación o estudio que se considere relevante para el país”.113 En efecto, no presenté ningún elemento para demostrar la “relevancia” de mi investigación ante el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI). Pero ¿por qué habría de hacerlo ante ese instituto? Ante tal argumento, solicité al INAI que me informara sobre los criterios y procedimientos con los que determina la “relevancia” para el país de un estudio o una investigación,114 y la respuesta fue que el INAI “no cuenta con un documento específico que establezca los criterios y procedimientos por los que este Instituto determina si una investigación o estudio es relevante o no para el país”.115 Al no contar con criterios claros, predeterminados y públicos, todo se reduce a la discrecionalidad del funcionario que en ese momento tenga que responder a un recurso de revisión. Esta discrecionalidad se confirmó en una resolución del 25 de mayo de 2016 a un recurso de revisión interpuesto por un estudian345
te de posgrado, por la negativa del AGN a permitirle el acceso a las fotografías de detenidos-desaparecidos. En su recurso de revisión apeló al artículo 30 de la Ley Federal de Archivos, enviando documentos de su institución para mostrar la relevancia de su investigación. La respuesta fue que el acceso a las fotografías “quedaría sujeto” a que no se “muestren detalles específicos de su ámbito privado”. Cabe aclarar que muchas de las fotografías muestran a los detenidos después de haber sido torturados, y eso lo considera el INAI como del “ámbito privado”. Lo más absurdo de esta resolución es que el encargado de hacer dicha revisión es el AGN, es decir, la misma institución que negó en primera instancia el acceso.116 Hay que señalar, además, que en todas estas resoluciones el INAI se ha cuidado de invocar la Ley General de Transparencia, que en sus artículos 4º, 5º y 148 claramente señala que no se puede reservar ni clasificar como confidencial la información vinculada a violaciones graves a los derechos humanos, como lo son las desapariciones forzadas y la tortura. La investigación académica tiene un marco institucional muy definido y mecanismos de evaluación determinados por criterios académicos: la consistencia de una investigación está determinada y juzgada por sus planteamientos teóricos y metodológicos y por su contribución específica al campo del conocimiento en el que se sitúa, y la evaluación de esto se lleva a cabo por pares en órganos colegiados. El INAI no sólo no tiene atribuciones para la evaluación académica; como lo reconoció, no cuenta siquiera con criterios mínimos para una valoración de este tipo. El ocultamiento de información garantiza la hegemonía en el espacio público de la memoria autoritaria. Restringir el derecho a la información y la verdad es negar la posibilidad de cuestionar la narrativa autoritaria y construir otras narrativas, democráticas. La batalla por los archivos no es sólo una batalla por el acceso a documentación, es por la memoria, que no es estática, es una disputa que se da en el ámbito público, en la que se sigue imponiendo la memoria autoritaria.
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A los funcionarios de los archivos y la transparencia podemos responderles con las palabras de Marc Bloch sobre el acceso a la información: Nuestras leyes al respecto huelen a viejo. Rara vez se merecen respeto los motivos por los cuales las grandes empresas se niegan a hacer públicas las estadísticas más indispensables para una conducta sana de la economía nacional. Nuestra civilización habrá hecho un inmenso progreso el día en que el disimulo, erigido en método de acción y casi en virtud burguesa, deje el lugar al gusto por la información, es decir, necesariamente, por el intercambio de información (Bloch, 2001: 95).
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Televisión e internet: fuentes para una historia del tiempo presente César Iván Vilchis Ortega Introducción La historia del tiempo presente surge en los años setenta como propuesta historiográfica preocupada por comprender sucesos cercanos en el tiempo, un aspecto que desde el siglo había sido relegado del interés de las corrientes dominantes de la disciplina histórica. Haciendo frente a objeciones, como falta de objetividad, carencia de distancia temporal o escasez de fuentes primarias, esta emergente parcela historiográfica poco a poco se abrió espacio y fue reconocida entre historiadores de Francia, Alemania, España y Argentina. En México, la historia del tiempo presente es aún un campo en construcción y son diversas las interrogantes teóricas y metodológicas que suscita esta forma de hacer historia. ¿Cómo se le puede definir? ¿Cuál es el concepto más apropiado para designarla? ¿Qué podemos entender por “presente histórico”? ¿Con qué tipo de fuentes trabaja y qué retos metodológicos particulares enfrenta? Este texto tiene como objetivo abordar esta última cuestión: las fuentes con las que trabaja la historia del tiempo presente. Particularmente, se hace referencia al uso de la televisión y el internet, dos fuentes enteramente típicas de nuestro presente histórico.117 El texto está dividido en tres grandes apartados. En primer lugar, se mencionan algunos de los principales cambios que ha experimentado la historiografía occidental en cuanto a la concepción y la forma de trabajar las fuentes históricas. En segundo lugar, se comparten algunas consideraciones al utilizar la televisión como fuente. En tercer lugar, se hace lo propio con el internet. Finalmente, se realiza una breve reflexión sobre la televisión y el internet como fuentes y su situación y posibilidades para una historia del tiempo presente.
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Las fuentes y el conocimiento histórico Como bien señala Marc Bloch, “la primera característica del conocimiento de los hechos humanos del pasado y de la mayor parte de los del presente consiste en ser un conocimiento por huellas” (Bloch, 2000: 58). En cada época, la humanidad ha dejado rastros que los historiadores han utilizado como fuentes para reconstruir y tratar de explicar lo acontecido en el transcurso del tiempo. Pero vale la pena subrayar que la noción de lo que es considerado como una fuente válida para obtener dicho conocimiento y la forma de trabajarla ha experimentado algunos cambios a través del tiempo. Por mencionar sólo algunos de estos momentos, recordemos que en la historiografía clásica Herodoto partía de la idea de que “el historiador no es un compilador de viejos documentos, sino un entrevistador que viaja para hacerse de opiniones y para recabar testimonios sobre el pasado reciente” (Soulet, 2009: 9). Por su parte, Tucídides, en su búsqueda de la verdad, no daba tanto crédito a los testimonios como a la observación directa de los hechos que se relataba (Dosse, 2000). Con base en estos dos elementos (la existencia de testigos y la observación directa del historiador), “la historia era entendida como un saber destinado a comprender fenómenos ocurridos en el respectivo presente” (Fazio, 2010: 129). Demos un salto en el tiempo al siglo XVI, cuando la difusión de la imprenta favoreció la proliferación de falsificaciones y errores en las transcripciones de textos antiguos. Ante esta situación, Jean Mabillon y un selecto grupo de monjes desarrollaron una serie de técnicas filológicas para analizar y verificar la autenticidad de los textos, sentando así las bases del estudio crítico de las fuentes documentales (Moradiellos, 1998). Posteriormente, en el siglo XIX, los documentos escritos se volvieron irremplazables; sin ellos no había historia (Langlois y Seignobos: 2003). Durante esta centuria, el interés de los historiadores estaba centrado en las historias político-militar, diplomática y de la iglesia. En efecto, las fuentes privilegiadas eran los documentos de archivos eclesiásticos y de instituciones del Estado. El apego a los documentos era de tal grado que, a decir de Edward Carr, entre los 349
historiadores decimonónicos imperaba un fetichismo (Carr, 1985). Se tenía la convicción de que este tipo de documentación era el único medio que podía proporcionar información objetiva y apegada a lo que realmente había sucedido en el pasado. Así, entonces, estas fuentes eran consideradas una especie de ventana que ofrecía una imagen fiel y verdadera del pasado (Moradiellos, 1998). De tal suerte que para mostrar lo que realmente sucedió los historiadores hicieron uso de técnicas de verificación y autentificación documental, mediante las cuales se consideraba que se lograría eliminar y neutralizar la subjetividad del historiador, es decir, la explicación histórica surgiría naturalmente de los documentos sin la necesidad de que el historiador asumiera una posición personal. Vale resaltar que precisamente esta lógica de solidificar el pasado en el documento, aunada a la implementación de una legislación de archivo restrictiva en cuanto a la consulta de fuentes contemporáneas, trajo como consecuencia que el presente y el pasado reciente fueran excluidos de las preocupaciones historiográficas (Cuesta Bustillo, 1993; Bresciano, 2010). A mediados del siglo XX, la historiografía experimentó diversas transformaciones que dieron lugar al surgimiento de nuevos objetos de estudios y nuevas formas de estudiar el pasado: historia oral, historia desde abajo, historia de las mujeres, microhistoria, historia de las mentalidades e historia de la vida cotidiana fueron algunas. Al respecto, Peter Burke señala que “cuando los historiadores comenzaron a plantear nuevas cuestiones sobre el pasado, a elegir nuevos objetos de investigación, hubieron de buscar nuevos tipos de fuentes que complementaran los documentos oficiales” (Burke, 2003: 26). Así, se abrió un amplio abanico de posibilidades para tratar de responder a las interrogantes de un pasado que ya no era sólo político, militar y diplomático, sino también social y cultural; un pasado que ya no hablaba de líderes y élites, sino de gente común y de minorías sociales. A través de testimonios orales se dio voz a distintos actores sociales que durante largos años habían sido silenciados por la historiografía (Joutard, 1999). Asimismo, las imágenes,
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pinturas y fotografías permitieron dar cuenta de las representaciones que cada sociedad había hecho de sí misma. Incluso, el análisis de la cultura material (utensilios, mobiliario, vestimenta, etc.) permitió explicar las transformaciones de la vida privada y cotidiana. Los documentos de archivo se siguieron utilizando, pero se analizaron con lecturas diferentes. Por ejemplo, con base en registros judiciales, o actas inquisitoriales y parroquiales, se pudo reconstruir la mentalidad que una sociedad tenía con respecto a la brujería, el amor, la muerte o el miedo (Burke, 2003). Esta serie de innovaciones planteó importantes interrogantes y desafíos metodológicos a los historiadores, pues se trataba de materiales con los que hasta ese momento no habían trabajado. Para esto fue fundamental recurrir a disciplinas con experiencia en el análisis de este tipo de fuentes: la sociología, la antropología y la psicología brindaron herramientas para trabajar con los testimonios orales; la arqueología para descifrar la cultura material y la iconografía y la semiótica para el análisis de las imágenes. El surgimiento de la historia del tiempo presente tuvo lugar en este contexto de renovación de objetos de estudio y diversificación de fuentes. Paradójicamente, diversos autores refieren que una de las principales objeciones lanzadas a esta forma de hacer historia ha sido la accesibilidad y carencia de fuentes (Cuesta Bustillo, 1993; Bérarida, 1998; Sauvage, 1998; Soto, 2004). Esta objeción sólo es válida si se parte de la idea de que la historia se hace únicamente con fuentes oficiales de archivo, pues en la mayoría de los casos efectivamente existen restricciones temporales para la consulta de cierta documentación gubernamental. Así, contra las objeciones de la escasez, el historiador del presente se enfrenta más bien a la abundancia, variedad y dispersión de fuentes (Aróstegui, 2004a). Entre éstas se puede mencionar a los testimonios orales, una de sus fuentes fundamentales y sin duda distintiva de la historia del presente, ya que goza del privilegio de contar con la presencia de los protagonistas de los acontecimientos que se van a relatar. Asimismo, la prensa tiene un lugar importante, pues es una fuente abundante y de fácil acceso. Por su parte, las
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imágenes fijas y en movimiento (fotografía, pintura, cartel, cine, videos) son otra fuente para dar cuenta del pasado reciente. La dificultad del acceso a la documentación de archivo no significa que la historia del tiempo presente no pueda consultar y trabajar con cierto tipo de fuentes creadas por el Estado. Éste es el caso de los diarios oficiales, los diarios de debates de las cámaras legislativas, los decretos, los acuerdos, las estadísticas, los censos y las bases de datos de distintas instancias gubernamentales, todas disponibles en internet de un tiempo a la fecha. No es aventurado agregar a este breve listado la experiencia personal del historiador, y es que en algunos casos el historiador del tiempo presente, además de haber vivido (o vivir) en la época en que ocurrieron los hechos que está historizando, fue (o es) protagonista de ellos. Esto tiene implicaciones metodológicas (y éticas) que cada historiador debe tomar muy en cuenta para mantener cierta objetividad con respecto a su objeto de estudio, pues si bien es cierto que la objetividad total es imposible, al menos sí debe tenerse como horizonte (Allier Montaño, 2004). Finalmente, me interesa destacar la importancia de dos fuentes muy particulares de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI: la televisión y el internet, de las cuales hablaré a continuación. Televisión David Greenberg señala que en no pocas ocasiones “los historiadores, al igual que la mayoría de las personas inteligentes, tienden a pensar que tenemos cosas mejores que hacer que ver la televisión” (Greenberg, 2012: 186). Y es que, como lo subrayan Montero y Paz Rebollo, existe la tendencia a considerar que la televisión es simplemente un medio de “entretenimiento carente de interés cultural y degradante en la mayor parte de los casos” (2013: 162). Sin embargo, esta idea pasa por alto la importancia política, social, cultural y económica que este medio de comunicación ha tenido desde su aparición, a mediados del siglo XX. A través de la pantalla han quedado registrados acontecimientos de interés público y gran relevancia a nivel global: el viaje a la luna, la caída del muro de Berlín, los 352
atentados contra las torres Gemelas, discursos de jefes de Estado, elecciones, guerras, fenómenos naturales (terremotos, tsunamis, eclipses), por mencionar sólo algunos ejemplos. Pero la visión despectiva sobre la televisión anula la posibilidad de comprender la vida cultural y recreativa de un importante sector de la población mundial que ha disfrutado las transmisiones de eventos deportivos, actividades culturales y, en general, programas de entretenimiento. Por estos motivos, Greenberg aconseja pensar en la televisión como una fuente para la historia tal como lo hacemos con los documentos escritos, y nos exhorta a que por un momento cerremos los libros y nos sentemos en el sofá a ver la televisión (Greenberg, 2012). Una vez que hemos atendido esta atractiva recomendación, inmediatamente surge una serie de preguntas de no poca trascendencia: ¿Cómo trabajar con este tipo de material? ¿Qué aspectos se deben tomar en cuenta? ¿Qué retos y limitaciones platea? Para los historiadores no ha sido del todo fácil aceptar los soportes audiovisuales como fuentes para hacer historia. En cierta medida porque, como ya mencioné, se trata de una disciplina que durante mucho tiempo privilegió la escritura como el registro por excelencia de la información. Como señala François Soulet, la relativa lentitud de los historiadores a utilizar la producción audiovisual no se explica solamente por el fetichismo del documento escrito. Por mucho tiempo, el lenguaje audiovisual se les presentó ininteligible, de interpretación incierta. Hizo falta que semiólogos y especialistas de la lingüística –como Roland Barthes en Francia y Umberto Ecco en Italia– propusieran las claves para desencriptar los nuevos soportes (Soulet, 2008: 185).
Este proceso de aceptación tuvo como antecedente la defensa del cine como fuente para la historia que hicieran autores como Marc Ferro (1977), Pierre Sorlin (1985) y Robert Rosenstone (1997), quienes definieron métodos de análisis y concibieron las obras audiovisuales como representaciones de la realidad y reflejo del medio cultural que las produce. Asimismo, fue necesario contar con los medios técnicos adecuados para poder estudiar el material audiovisual, como los magnetoscopios o, posteriormente, las computadoras. Por último, y no menos importante, fue indispensable 353
una legislación que obligara a los realizadores a ofrecer una copia de su producción a centros especializados que aseguraran su indexación, conservación y acceso para ser consultada por los investigadores. Comencemos señalando que la televisión es una fuente para la historia en tanto que es un medio a través del cual se puede inferir algo acerca de una determinada situación social en el tiempo (Aróstegui, 2001). Se trata de una tecnología que conjuga imagen y sonido, lo que hace posible registrar y percibir cierto tipo de información que otros soportes no son capaces de transmitir, o no necesariamente lo hacen. Y es que sin duda es una experiencia distinta leer en papel el discurso de un político sobre la implementación de una medida controversial para el país que apreciar su imagen, su fisonomía, sus gestos, su lenguaje corporal, y escuchar la reacción de los asistentes. Y es muy distinto escuchar por radio la narración de los estragos de un tsunami que ver las impactantes imágenes del mar arrasando todo lo que se encuentra a su paso. La televisión ofrece una gran variedad de contenido. Podemos encontrar programas informativos, de entretenimiento y culturales, como noticieros, mesas de discusión, documentales, concursos, dibujos animados, telenovelas, series, películas, reality shows, eventos deportivos, educativos, viajes, gastronomía, espectáculos, comedia, conciertos y, por supuesto, publicidad. Cada uno de estos géneros requeriría una forma específica de análisis, es decir, un método diferente para trabajarlos; sin embargo, es posible mencionar algunos aspectos generales que pueden aplicarse en mayor o menor medida a estos casos. Como sucede con otras fuentes iconográficas, sería un error suponer que las imágenes transmitidas por televisión son un reflejo directo y objetivo de la realidad. No podemos quedarnos con la idea de que “nos permiten verlo que habríamos visto en el caso de haber estado allí” (Pérez Vejo, 2012: 26). Las imágenes que capta la cámara ofrecen una mirada parcial, subjetiva y representacional. Lo que observamos está definido y mediatizado por factores como el ángulo de la cámara, la iluminación, el guion, el libreto o la línea
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editorial de un noticiero. Se podría decir, entonces, que a través de la televisión vemos más bien una construcción de la realidad, una puesta en escena que es producto de numerosas manipulaciones y efectos técnicos. Vale subrayar que esto no sólo aplica para programas de ficción, sino también para los documentales (género cinematográfico retomado por la televisión). Es peligroso considerar este tipo de programas como una “historia en directo” o “historia objetiva”, ya que “la verdad de un documental es fruto de la recreación y no de su capacidad para reflejar la realidad” (Rosenstone, 1997: 35). A fin de cuentas, los personajes entrevistados, las preguntas formuladas, las respuestas, los encuadres, las secuencias, las aceleraciones, las ralentizaciones y los escenarios son elementos seleccionados por el realizador “para elaborar un relato o defender un punto de visto concreto” (Rosenstone, 1997: 36). Y es que la manera en que se comparte el contenido moldea la forma de entender el mensaje (McLuhan, 1988). No hay representaciones neutrales; importan los énfasis, las omisiones, el orden de las ideas y los argumentos. ¿Qué lugar ocupa determinado acontecimiento en un noticiero? ¿Cómo se caracteriza y denomina a los protagonistas de un programa? ¿Qué aspectos se resaltan y cuáles se omiten en los personajes que representan los distintos sectores sociales en una telenovela, serie o caricatura? La imagen de televisión tiene un carácter comunicativo, funge como vehículo de mensajes. Greenberg sugiere que “los historiadores necesitan reflexionar más acerca de la manera en la que la televisión, directa o indirectamente, ha moldeado el entendimiento popular de eventos públicos” (Greenberg, 2012: 192). Podríamos pensar, por ejemplo, en las repercusiones de los mensajes plasmados en noticieros, spots o telenovelas sobre temas polémicos, como el aborto o el consumo de drogas. Son mensajes que indudablemente tienen efectos psicológicos, sociales y políticos. Retomando los aportes de la historia cultural (Chartier, 1992; Burke, 2006), podemos decir que la escena de una boda, de una reunión familiar, de la vida cotidiana en zonas urbanas y rurales o del comportamiento y
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las actividades de un sector de la población son imágenes que forman parte del sistema de representaciones, arquetipos, ideales, valores y prejuicios que un grupo social pretende compartir, inculcar y reproducir en una época y sociedad determinadas. Al usar la televisión como fuente, es fundamental prestar atención a diversos elementos. Por un lado, hay que analizar el contexto político, social y cultural en que se realizó el programa en cuestión y la estructura de la producción, el perfil de los directivos, productores, conductores y patrocinadores. Asimismo, tomar en cuenta datos generales de la cadena televisiva: si es pública o privada, con presencia nacional o regional, qué tipo de información maneja, a cuál le dan prioridad, cómo se encuadran, comentan o cuestionan las declaraciones o versiones oficiales del gobierno. En suma, toda la información que permita tener una idea de su importancia y poder económico, político, social y cultural. De igual manera, es necesario indagar en torno al público al que va dirigido determinado contenido, los horarios de la programación y, de ser posible, la recepción de la audiencia (por ejemplo, a partir de la duración de los programas o de los niveles de rating). Tenemos, entonces, que la crítica y el análisis de los programas audiovisuales no sólo se limitan a lo que emiten, sino a toda una serie de elementos que los rodean y con los que necesariamente se comunican (Soulet, 2008). Si bien es cierto que los historiadores poco a poco han ido aceptando el material audiovisual como fuente para la historia, aún no es recurrente su uso en las investigaciones históricas. Es posible identificar al menos dos razones de esto. Primera, las estructuras institucionales de formación de historiadores no brindan a los estudiantes las herramientas teóricas y metodológicas necesarias para trabajar con las producciones audiovisuales (salvo en muy contadas excepciones). En una conferencia, el historiador John Mraz contó que para obtener el grado de doctor en historia en la Universidad de California quería presentar un trabajo audiovisual, pero entre las muchas respuestas que recibió uno de sus profesores le dijo que nunca había evaluado un trabajo con esas características, por lo que no tenía los elementos suficientes para poder evaluarlo y
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juzgarlo. De esta manera, señala Mraz, la resistencia a incorporar el análisis de las fuentes audiovisuales a la academia obedece en buena medida a que “los profesores simplemente no saben cómo investigar a los medios modernos” (Mraz, 2014). Por lo regular, cuando un alumno (no sólo de licenciatura, sino incluso de posgrado) se aventura a trabajar con estos materiales para realizar su tesis tiene que ir aprendiendo teoría y métodos para analizarlos (con mayor o menor éxito) conforme avanza en la investigación. Segunda, en muchos países existen grandes deficiencias en las políticas de preservación de la información audiovisual, con las consecuentes dificultades para tener acceso a las copias de las grabaciones (Greenberg, 2012). Hace algunos años, Celeste González de Bustamante realizó una investigación sobre la televisión en México en el contexto de la guerra fría haciendo uso del acervo de la cadena Televisa. En la introducción, la autora comenta algunas de las complicaciones que enfrenta la mayoría de los investigadores al emprender un proyecto de esta naturaleza: Por lo general, son intereses privados los que controlan el manejo de los libretos, los programas, las imágenes (en película y en video), los documentos de la empresa y los demás datos para generar estudios empíricos. Los intereses de las empresas privadas no siempre pueden coincidir con los de un investigador, y viceversa, por lo que el acceso a menudo es denegado a los investigadores (González de Bustamante, 2015: 29).
Si bien logró conseguir los permisos para consultar los archivos, tuvo un acceso muy limitado. Por una parte, el departamento jurídico de la empresa concedió el permiso y decidió qué material podía consultar y la cantidad. Por otra, la autora cuenta que los archivos estaban incompletos o se encontraban en malas condiciones de conservación, por los desastres naturales (terremotos, inundaciones), los daños que han sufrido al ser trasladados o simplemente por negligencia. Al respecto, Caldera-Serrano y Freire-Andino (2017) señalan que la conservación del patrimonio audiovisual no está garantizada y existen diversos factores que lo ponen en riesgo: el deterioro físico de los soportes, los espacios inadecuados, la carencia de aparatos 357
reproductores, las catástrofes naturales (inundaciones, incendios, terremotos) o los conflictos armados. Pero igualmente importante es la ausencia de políticas, marcos reguladores, recursos económicos, personal capacitado para su cuidado, y también la falta de conciencia sobre el valor de la preservación presente y futura de este tipo de materiales. En efecto, los problemas de acceso y conservación en los acervos audiovisuales son producto de políticas erráticas o de su ausencia. Por lo tanto, es necesario que las cadenas televisivas y el Estado coordinen esfuerzos para la consulta y el resguardo de la documentación audiovisual, la cual, si bien es propiedad de las empresas de medios, también es patrimonio de la sociedad a la que se dirigió. En México no existe una instancia que regule la preservación y consulta de los programas televisivos. El Archivo General de la Nación resguarda algunas fuentes audiovisuales de televisoras del Estado, pero no cuenta con la tecnología y la infraestructura necesarias para que puedan ser consultadas. Por su parte, como vimos con González de Bustamante, las cadenas de televisión privada imponen fuertes restricciones para acceder a sus archivos. Estas limitantes explican por qué las pocas investigaciones históricas que han trabajado con contenido televisivo hacen uso de copias que es posible conseguir con relativa facilidad y que se pueden reproducir en equipos caseros, en videocaseteras o DVD. Es cierto que de algunos años a la fecha es posible encontrar en internet algunos fragmentos de transmisiones, y en ocasiones programas completos, pero son insuficientes para realizar un trabajo a profundidad. Sería preciso que hubiera una institución que regulara esta situación. Quizá sea útil voltear la mirada a casos como el del Institut National de l’Audiovisuel en Francia,118 que se ha dedicado a salvaguardar los archivos de radio y televisión franceses, además de realizar investigaciones y capacitar profesionales en el campo de lo audiovisual. Internet
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La invención y el desarrollo de la tecnología informática, a mediados del siglo XX, tuvo incidencia en distintas esferas de la actividad humana: en lo militar, político, social, económico y cultural. La vida académica no fue ajena a este hecho. En los años sesenta, en el caso particular de la disciplina histórica, el uso de las computadoras permitió realizar análisis estadísticos y procesar grandes bases de datos, lo cual dio un fuerte impulso a los estudios de corte cuantitativo. Posteriormente, las computadoras personales y los procesadores de texto contribuyeron a agilizar las labores de registro, captura y sistematización de la información, así como a realizar una escritura mucho más rápida y dinámica de las investigaciones. Hacia la década de los años noventa, la aparición del internet y de servicios como el correo electrónico, la mensajería instantánea, el chat, la transmisión de archivos y la web abrieron un nuevo universo de posibilidades para el oficio del historiador (Montesi, 2011). Además de tener repercusiones en actividades académicas tan generales como el envío de informes, la impartición y evaluación de cursos o la comprobación de plagios, las nuevas tecnologías “entrañan una mutación metodológica de gran amplitud, ofrecen una nueva y larga paleta de instrumentos, permiten el acceso a fuentes documentales originales y proporcionan a los investigadores infinitas posibilidades de intercambios, debates y difusión de sus trabajos” (Soulet, 2009: 207). Internet es un medio que ha permitido reducir los tiempos de recolección bibliográfica y ha facilitado el acceso a información de la más diversa índole. Con tan sólo escribir una frase o palabra clave en motores de búsqueda como Google, Yahoo o MSN se despliega una gran cantidad de enlaces para su consulta. Asimismo, existen buscadores especializados, índices, repositorios hemerográficos y bibliotecas virtuales como Google Académico, Latindex, Biblioteca Clacso, academia.edu, Redalyc, Dialnet o Scielo, en donde es posible encontrar referencias o descargar libre y gratuitamente versiones digitales de artículos académicos, libros, ponencias y tesis. Por su parte, las bibliotecas, hemerotecas y archivos más importantes del mundo disponen del servicio de catálogo en línea, además de
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que en muchas ocasiones cuentan con versiones digitales de su acervo bibliográfico, hemerográfico y documental más representativo o que está en posibilidad de ser digitalizado. Por ejemplo, desde 2002 la Hemeroteca Nacional de México puso en marcha la Hemeroteca Nacional Digital de México, un repositorio virtual de imágenes de periódicos y revistas impresos en México entre 1722 y 2010. Sin embargo, por razones de propiedad intelectual, sólo una parte de los títulos puede consultarse en línea, mientras que el acceso a la colección completa únicamente se puede realizar en las instalaciones físicas de la Hemeroteca.119 Diversos autores defienden la idea de que internet replanteó la forma de escribir, enseñar y divulgar el conocimiento histórico. La hipertextualidad es fundamental en este sentido, ya que, como señalan Gallini y Noiret, “a diferencia de un libro cuyas fuentes primarias y secundarias pueden (deben) ser referenciadas, en un hipertexto éstas pueden ser reproducidas digitalmente e integradas al texto para su consulta y autómata exégesis” (Gallini y Noiret, 2011: 23). Vale subrayar que este tipo de documentos crea un nuevo lenguaje en el que no sólo se introduce texto, sino también imágenes, sonidos y enlaces a páginas web. Otra cosa que es necesario mencionar es la proliferación de blogs, podcasts, plataformas wiki, sitios web y perfiles de redes sociales, en donde los historiadores han encontrado una herramienta para compartir recursos didácticos con sus alumnos, un instrumento de apoyo en sus labores de investigación y también un medio alternativo para dar a conocer sus reflexiones, hipótesis, opiniones e interactuar con sus lectores (Quiroga, 2011). Finalmente, si bien, en cierto sentido, el oficio del historiador suele ser una actividad solitaria, el trabajo colectivo es fundamental e ineludible para compartir información, intercambiar ideas y conjuntar esfuerzos, principalmente cuando se trata de proyectos de mediano y largo aliento. Gracias a herramientas como el correo electrónico, las videollamadas, los foros de discusión y el chat se ha vuelto más sencillo entablar comunicación a grandes distancias, es-
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tablecer agendas de trabajo y compartir, de forma inmediata, información, conocimientos y opiniones con otras personas o grupos. Así, a pesar de que en algún momento hubo cierta reticencia al uso del internet, poco a poco se ha hecho evidente que “cualquier historiador, por tradicional que quiera o crea ser, no puede evitar cruzarse con internet en su vida cotidiana” (Gallini y Noiret, 2011: 16). Pero vale decir que el internet cobra una importancia primordial para quienes están interesados en historizar el pasado reciente, y es que además de encontrar versiones digitalizadas de fuentes que originalmente se encontraban en otros soportes el historiador puede disponer de documentación nueva y original, es decir, las que nacieron propiamente digitales. Una de estas fuentes son los sitios web. A nivel institucional, las organizaciones de gran importancia internacional, como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), y las distintas instancias de los gobiernos nacionales cuentan con sitios web en los que proporcionan información sobre su función, su estructura, sus programas, sus planes de acción, los avisos, trámites y servicios, los comunicados de prensa, los proyectos y la documentación en línea. Asimismo, es posible localizar portales de la sociedad civil, como las organizaciones no gubernamentales, las asociaciones sin fines de lucro, los partidos políticos, los sindicatos o grupos religiosos, en donde dan a conocer sus objetivos, su misión, los valores, la historia, los manifiestos, las campañas y denuncias. De esta manera, los historiadores tienen a su disposición fuentes que permiten conocer la visión y las iniciativas de estas instituciones fundamentales de la realidad política, económica, social y cultural contemporánea. Hasta hace algunos años, realizar un estudio sobre movimientos sociales o grupos inmersos en conflictos armados internos se enfrentaba a la falta de fuentes directas. En la mayoría de los casos, la información más asequible provenía de instancias oficiales. Sin embargo, internet se volvió una herramienta capaz de fomentar “el empoderamiento de actores e incipientes movimientos locales de
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base” (Schulz, 2014: 172) y abrió un espacio para difundir a escala mundial sus programas, motivos de lucha, demandas y pronunciamientos. A decir de Jairo Antonio Melo (2011), contra lo que sucede con los archivos tradicionales, que se caracterizan por resguardar principalmente una memoria vinculada con las instituciones estatales, los personajes relevantes y las organizaciones religiosas, la web almacena historias subalternas, memorias ocultas y silenciadas por mucho tiempo. El rápido desarrollo tecnológico y la relativa facilidad para adquirir dispositivos tecnológicos, como smartphones, tablets, computadoras portátiles y cámaras digitales, han hecho factible que muchas personas puedan registrar y compartir, de forma sencilla y con bajo presupuesto, toda clase de sucesos; desde los que pueden resultar de gran relevancia para la sociedad en su conjunto hasta los hechos más banales y cotidianos. De esta manera, el radio, la televisión y la prensa ya no son los únicos medios capaces de dar a conocer las eventualidades del día a día ni decidir cuáles merecen ser conocidas. Por ejemplo, muchos de los abusos cometidos por la policía en las manifestaciones se han podido conocer gracias a que los propios manifestantes o gente que se encontraba presente en ese momento lograron grabar y difundir los actos a través de redes sociales, como Facebook, Twitter, Instagram y Youtube. Con esto ha surgido un interesante mecanismo de vigilancia y denuncia ciudadana e incluso se ha llegado a hablar de la conformación de un activismo digital, o ciberactivismo (Rodríguez, 2015; Soengas-Pérez y Assif, 2017). En las comunidades virtuales también circulan publicaciones de los hechos más banales y cotidianos de la vida de las personas: el paseo en un parque, una fiesta familiar, alguien cantando su canción, un niño jugando con su mascota, la visita a un restaurante o una ceremonia de graduación. Paula Sibilia (2008) califica a este fenómeno como la espectacularización de la intimidad cotidiana, es decir, el impulso por exhibirse y el ansia por curiosear y consumir vidas ajenas, donde lo menos deseable es el anonimato o pasar desapercibido. De este modo, el ciudadano anónimo se volvió un
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“productor cotidiano de un sinnúmero de fuentes” (Bresciano, 2015: 80). Estas fuentes no pueden ser ignoradas por el investigador de la sociedad contemporánea, pues contienen una valiosa información sobre la diversidad de gustos, aficiones, hobbies, culturas, la vida cotidiana, pero también de la recepción de acontecimientos y productos culturales o prácticas e imaginarios sociales de la población (Pons, 2011). Para trabajar con este material es importante conocer algunas de sus principales características y los retos que plantea. Siguiendo a Juan Andrés Bresciano, habría que señalar que los documentos digitales tienen un soporte de almacenamiento electromagnético que obliga a que su lectura siempre sea mediada por un dispositivo digital. Este rasgo “relativiza el concepto de pieza original y de copia, dado que el mismo texto puede multiplicarse y almacenarse en los medios más variados” (Bresciano, 2015: 93). Asimismo, una parte importante de este tipo de documentación puede migrar de soporte de una manera relativamente fácil cuando surgen nuevos dispositivos o programas, además de que tiene la posibilidad de actualizarse permanentemente. Por otra parte, algunos formatos de texto permiten realizar operaciones que facilitan su análisis, como la búsqueda y conteo palabras o la ampliación y reducción del contenido para ver con mayor claridad una zona determinada. En el caso específico de las publicaciones en redes sociales, hay un aspecto que es fundamental al analizarlas: el estilo de escritura. Paula Sibilia lo describe con detalle: En los nuevos espacios de internet se cultiva un tipo de escritura con fuertes marcas de oralidad: es habitual el recurso a la transcripción literal de la fonética y un tono coloquial que convoca las conversaciones cotidianas. El estilo de estos escritos no suele remitir a otros textos, ni siquiera para sublevarse contra ellos o para fundar activamente un nuevo lenguaje. Su confección no se apoya en parámetros típicamente literarios o letrados, ni de manera explícita ni tampoco implícitamente en las entrelíneas o en el sentido del gesto autoral. Además, impera cierto descuido con respecto a las formalidades del lenguaje y las reglas de la comunicación escrita. Más propulsado por el perpetuo apuro que por el afán de perfección, estos textos suelen ser breves. Abusan de las abreviaturas, siglas y emoticones.
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Pueden juntar varias palabras eliminando espacio, en tanto ignoran acentos ortográficos y signos de puntuación, así como todas las convenciones referidas al uso de mayúsculas y minúsculas. El vocabulario también es limitado. Si todas esas características se suman al hecho de que suelen practicar una ortografía lastimosa y una sintaxis relajada, en casos extremos, los textos de este tipo pueden rozar el límite de lo incomprensible. Al menos para aquellos lectores que no han sido entrenados en la peculiar alfabetización del ciberespacio (Sibilia, 2008: 46-47).
Entre los principales retos que plantean este tipo de materiales se encuentra la verificación de su autenticidad, la autoría y la procedencia de la información. La falsificación y las imposturas de documentos y otras huellas del pasado siempre han existido (Bloch, 2000), y las fuentes digitales no están exentas de esto. Por el contrario, frecuentemente se sabe de casos de páginas que se hacen pasar por sitios oficiales de empresas o bancos para realizar estafas, o de portales que circulan noticias falsas y alarmistas (Arriaga, 2018; Corbella, 2018). Para evitar páginas maliciosas y el robo de información personal, en la barra de dirección de la mayoría de los navegadores se muestra el estado de seguridad de la página que se está consultando. En caso de que algún sitio sea señalado como “no seguro” lo recomendable es no introducir información confidencial, como contraseñas o números de tarjetas de crédito. También es importante tomar en cuenta que los sitios que utilizan el protocolo “https” por lo general son más seguros que los que usan “http”. Asimismo, las extensiones “.info” y “.biz” son menos seguras que las populares “.com” o “.net”, mientras que “.edu” y “.gob” son las más confiables. Por su parte, las páginas que difunden fake news se pueden identificar cuando la información está montada en plataformas tipo blog, no citan fuentes, utilizan adjetivos que en la prensa comúnmente son editorializados, los artículos no están firmados por un autor o los portales no contienen sección de contacto e información sobre quién los dirige (wikihow.com, s.f.).120 Dada la proliferación de este tipo de páginas, han surgidos diversos sitios web que se dedican a desarticular mentiras, rumores y noticias falsas (Elósegui, 2017).
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Por otro lado, habría que considerar que con ciertas habilidades en el manejo del software adecuado es posible editar hasta en el más mínimo detalle las fotos, los textos o cualquier archivo multimedia que circule en internet. Considerando que se trata de modificaciones que es difícil identificar a simple vista, existen programas que ayudan a detectar las manipulaciones que han sufrido los documentos, las imágenes y los videos (Bresciano, 2010b). Igualmente, hay candados como las contraseñas, las firmas digitales o las marcas de agua que permiten demostrar la autenticidad o limitan la posibilidad de realizar cambios a la información. En el caso específico de las imágenes, se puede verificar su autenticidad a través de un método conocido como “búsqueda inversa de fotos”, el cual consiste en “arrastrar” una imagen en un buscador en línea para rastrear las diferentes fuentes donde se ha publicado y encontrar su origen (González, 2016). En cuanto a la autoría, habría que decir que mucho material de internet no siempre proporciona datos suficientes sobre quién lo realizó o distribuyó. Por ejemplo, no todas las páginas cuentan con algún apartado (generalmente son “contacto” o “¿quiénes somos?”) que permita conocer al autor o propietario del dominio o dirección . Una forma de obtener esta información es mediante el comando “código fuente de la página”, o con la ayuda de páginas como whois.net. En el caso de las redes sociales, los perfiles de interés público, como los de personajes famosos, las marcas reconocidas o las instituciones, cuentan con una insignia otorgada por la propia red social para confirmar la autenticidad de la cuenta y evitar robos de identidad. No queda duda de que actualmente el historiador, además de mantener una postura crítica ante las fuentes, se ve en la necesidad de contar con mínimos conocimientos de computación, e incluso debe acercarse a profesionales de disciplinas que anteriormente eran muy ajenos al quehacer historiográfico: informáticos, ingenieros en computación o diseñadores gráficos, serían algunos. Cada día se produce y actualiza una enorme cantidad de información en internet, la cual, como ya hemos visto, ofrece una amplia
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variedad de objetos de estudio para la disciplina histórica. Esta situación muestra la sobreabundancia de fuentes a la que se enfrenta el historiador del tiempo presente, pero también plantea el reto de definir qué es lo que merece ser conservado. Al respecto, Melo comenta: los criterios de selección de la documentación o de los objetos digitales que se conservan en los repositorios de memoria digital son muchas veces tan ambiguos que es difícil saber si una imagen, videos o cualquier otro objeto digital pueda ser realmente útil para la conservación de la memoria colectiva de la web, o simplemente sea un objeto acumulado que permanezca de manera irrelevante en los repositorios y archivos digitales (Melo, 2011: 7).
Pero el problema no es sólo qué conservar, sino también cómo hacerlo. “El software y el hardware se desfasan continuamente, con lo que los sistemas de almacenamiento pueden quedar obsoletos en un futuro” (Pons, 2011: 10). Por mencionar un ejemplo, los dispositivos de almacenamientos tan populares en los años ochenta y noventa, como los diskettes o los CD-ROM, actualmente han caído en desuso, y es prácticamente imposible encontrar dónde reproducir los primeros y parece que falta poco para que suceda lo mismo con los segundos. En el caso de las páginas web, con cada actualización del contenido existe una alta probabilidad de que se pierda la información de las versiones anteriores. Si el usuario realiza un seguimiento constante del sitio puede imprimir en papel o guardar en PDF (Portable Document Format) la información para así tener un respaldo. Pero, aun así, todo lo publicado previamente resulta sumamente complicado, si no es que imposible, recuperar. Para resolver este problema de las fuentes digitales, desde 1996 el proyecto Internet Archive,121 iniciativa sin fines de lucro, se ha dado a la tarea de crear una biblioteca virtual de acceso gratuito compuesta por páginas web, textos, libros (los anteriores a 1923 son descargables y los posteriores puedes consultarlos en línea por dos semanas), grabaciones de audio (incluidos miles de conciertos), videos (entre ellos algunos programas de noticias de televi366
sión), imágenes y software que han circulado por internet. Sólo es necesario crear una cuenta para tener acceso a todo este contenido. Me gustaría explicar este punto con mayor detalle, dando el ejemplo de una búsqueda concreta. Hace algunos días estaba buscando información sobre el Comité Eureka, organización que desde finales de los años setenta ha luchado por la presentación con vida de las personas desaparecidas en el contexto de la llamada “guerra sucia” en México. El buscador de Google enlistó varias noticias relacionadas con la organización, un artículo de Wikipedia, un blog de Rosario Ibarra y otros enlaces, pero no apareció ninguna página del Comité. Al entrar a Wikipedia encontré dos enlaces que me debían dirigir a la página de Eureka: www.eureka.org.mx (que decía “Antiguo sitio de internet de Eureka”) y www.comiteeureka.org.mx. Sin embargo, en ambos casos me mandó el mensaje de que la dirección no se podía encontrar. Es decir, en algún momento el Comité Eureka sí tuvo una página web; de hecho, dos, pero cuando traté de consultar-las ya no estaban disponibles. En este punto hice uso de Internet Archive para ver si lograba encontrarlas. Efectivamente, al ponerlas en su buscador se desplegó un calendario con varias fechas en las que se respaldó información de los sitios web. En el primer caso, la primera captura fue del 17 de octubre del 2002 y la última del 20 de julio del 2006; en el segundo caso, la primera fue del 4 de agosto del 2010 y la última del 2 de noviembre del 2016. Así logré consultar todo el contenido de las páginas que buscaba. Aunque también hay que decir que no siempre se tiene la misma suerte, pues hay casos en los que lamentablemente no está disponible toda la información. De cualquier manera, no hay duda de que se trata de una herramienta maravillosa para el historiador del tiempo presente. A manera de reflexión final La televisión y el internet son dos tecnologías que han pasado a formar parte importante de la vida cotidiana, pues indudablemente han transformado los hábitos informativos y de entretenimiento de 367
la sociedad contemporánea. De esta manera, se presentan como ventanas que permiten observar múltiples aspectos de la realidad política, económica, social y cultural del pasado reciente. Es importante que los historiadores dejemos a un lado los prejuicios y los temores y nos acerquemos a trabajar con estos materiales. Son recursos que no se deben ver simplemente como un dato curioso o una anécdota que complementa la información obtenida en otro tipo de documentación. En este sentido, por ejemplo, no habría que menospreciar el valor de fuentes como los programas de concursos, las series, las telenovelas, los reality shows, en el caso de la televisión, o de los blogs y redes sociales en internet, pues a través de ellas es posible vislumbrar imaginarios, prácticas y representaciones sociales que han imperado en los últimos años. Para alcanzar este objetivo resulta fundamental que las instituciones encargadas de preparar a loa futuros historiadores proporcionen las bases teóricas y metodológicas adecuadas para enfrentar las exigencias y necesidades de nuestro entorno visual y digital. La historia el tiempo presente no responde a una delimitación temporal estática. Es decir, no es una historia que remita a una época determinada, sino que sus límites cronológicos son móviles y dinámicos. Se trata de una parcela historiográfica que no cuenta con una fuente específica (quizá con la excepción de los testimonios orales). Cada presente va dejando sus propias huellas y con el paso de los años surgirán nuevas tecnologías que los futuros historiadores podrán utilizar como vestigios para hacer historia, pero por el momento la televisión y el internet son dos fuentes muy particulares de nuestro presente histórico.
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El Sol de Sinaloa: una fuente para reconstruir la historia del tiempo presente sobre la violencia política en México a finales del siglo XX Sergio Arturo Sánchez Parra Introducción Este texto es una reflexión personal sobre la importancia de la prensa regional en la investigación histórica siguiendo los postulados de la historia del tiempo presente, utilizando el tema de la violencia política asociada a organizaciones guerrilleras en México en los años setenta el siglo XX. Analizamos el diario El Sol de Sinaloa, una publicación perteneciente a la cadena periodística García Valseca que se ha convertido en la principal fuente documental y al mismo tiempo en un objeto de estudio, intentando demostrar el surgimiento de un cúmulo de fenómenos periodísticos que se expresaron en sus páginas y fueron difundidos en la esfera pública del pasado reciente en el país. El punto importante es la pertinencia de este informativo regional o de cualquier otro para redactar artículos con el auxilio de la historia política y cultural a través del análisis de estos medios de comunicación, algo que ya hemos hecho en publicaciones recientes.122 En particular, lo empleamos con el propósito de reconstruir el debate dado en los ejemplares que día a día circularon entre 1970 y 1974 sobre las repercusiones editoriales que tuvieron las insurgencias armadas. No es un recuento de acciones o el puntual periplo que adoptó la polémica sobre alguna guerrilla en este medio informativo, en los editoriales, los artículos de opinión, los “anónimos” o los redactados por lo que nosotros denominamos el público escritor (Van Horn, 2009: 16), sino una reflexión sobre el valor que posee un diario como fuente y como materia misma de investigación a la luz de la historia del tiempo presente.
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Son cinco apartados los que integran este texto. Iniciamos con una reflexión sobre el valor de la prensa como fuente para esta historiografía en boga; después abordamos el punto de la economía escrituraria que subyace a la información obtenida en torno al tema de la violencia política de la guerrilla; presentamos un conjunto de datos para resaltar los diversos fenómenos periodísticos que se crearon en un determinado lapso de tiempo y su factibilidad de analizarse historiográficamente; planteamos la metodología de análisis para interpretar los datos recopilados y, finalmente, mostramos de manera sucinta lo que empíricamente puede redactarse con la información periodística sobre algún grupo guerrillero o la postura del diario que se trabaja. La prensa y la historia del tiempo presente El Sol de Sinaloa es un medio de comunicación escrita que formulando las preguntas de investigación pertinentes se transforma en un testimonio escrito a través del cual se puede saber lo que “realmente aconteció” entre 1970 y 1974. El periódico es una fuente histórica muy importante y con multiplicidad de usos para los historiadores, diría Pablo Hernández Ramos; “una fuente para expresar corrientes de opinión, actitudes políticas o ideológicas, también como fuente que recoge las mentalidades de una época […]. En fin, la prensa en sí misma, objeto de una historia, en este último caso el periódico es objeto y fuente a la vez” (Hernández Ramos, 2017: 466). ¿Por qué puede ser considerado así El Sol de Sinaloa? Es una verdad de Perogrullo que la historia es una disciplina científica que se construye sobre la base de indicios, huellas, testimonios orales y escritos, que no son resultado de la casualidad. Surgen gracias a las preguntas que un historiador formula al pasado que le interesa indagar; en nuestro caso, la violencia política asociada a las insurgencias armadas urbanas y rurales que operaron en diversas regiones de la República Mexicana. Esta forma de hacer historia científica desde mediados del siglo XIX, además de dejar en claro con qué medios debía ejercitarse, 370
precisó a los clionautas que entre el historiador y su objeto de estudio debía existir una distancia temporal. Es decir, que los estudiosos del pasado sólo podían hacer observaciones sobre los pasados que sí tenían futuro, los que ya habían concluido y sus efectos podían observarse. Nuestro trabajo se inicia, como todo estudio del pasado, formulando preguntas a un determinado tipo de fuentes, con la certeza de que le develarán el rostro de lo que estudiamos: las características y los fenómenos periodísticos que surgieron con la polémica en torno a las guerrillas mexicanas en los años setenta del siglo XX. ¿Cuál fue el papel de este diario en la discusión del tema? ¿Cuáles fueron los temas más debatidos durante el periodo de tiempo en que sus páginas documentaron profusamente la presencia de guerrilla en México? ¿Qué condicionantes históricas, culturales y políticas influyeron en la línea editorial del periódico para tratar este tema? ¿Qué rasgos dominantes tuvo su línea editorial en el periodo que formuló opiniones sobre las insurgencias armadas? ¿Qué características tuvo el público escritor que apareció en sus páginas? ¿Cuáles fueron los principales temas que se discutieron? Estas y otras preguntas guiaron nuestras investigaciones. El paso siguiente fue responderlas con las evidencias empíricas recabadas de todas y cada una de las aristas que surgieron en el periodo en que este diario polemizó con denuedo el asunto. Esto obliga a la búsqueda y construcción de documentos. ¿Por qué es necesario este paso? Henry-Ireneé Marrou nos dice: Una vez planteada la cuestión, es preciso hallarle una respuesta, y es aquí en donde interviene la noción de documento: el historiador no es un nigromante al que podemos imaginar evocando las sombras del pasado mediante recursos mágicos. No podemos captar el pasado directamente, sino sólo a través de los vestigios, inteligibles para nosotros, que ha dejado tras de sí, en la medida en que esos vestigios han subsistido, en que los hemos encontrado y en que somos capaces de interpretarlos. Surge aquí la primera y más grave de las servidumbres técnicas que pesan sobre la elaboración de la historia (Marrou, 1999: 70-71).
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Con documentos en la mano es factible reconstruir el pasado que nos interesa. Transitar de la fase archivística, la explicación y la comprensión a la escritura. A la representación del ayer, diría Paul Ricouer (2004), a través de la redacción de un texto, que muestre, por un lado, la presencia en determinadas regiones del norte, centro y sur de la República de grupos insurgentes que confrontaron al Estado y sus fuerzas de seguridad y, por el otro, del periplo que adoptó el debate periodístico en sus páginas. Es decir, su utilización determinó la validez de una narración histórica al documentar que un evento ocurrió en una temporalidad determinada, que las afirmaciones hechas en un libro efectivamente remiten a una realidad extratextual, que sí existió, postulado que defiende Krzysztof Pomian para toda investigación del pasado: se considera histórica cuando comporta marcas de historicidad que certifican la intención del autor de brindar al lector la posibilidad de abandonar el texto y que programan las operaciones cuyo fin es permitir bien que verifiquen las alegaciones del mismo bien que se reproduzcan los actos cognitivos que supuestamente son el resultado de sus afirmaciones. En definitiva: una narración se considera histórica cuando hace gala de la intención de someterse a un control de su adecuación a la realidad extratextual pasada de la que habla (Pomian, 2007: 29).
Particularmente, para el análisis que hacen los historiadores sobre temas recientes, contemporáneos, la prensa impresa adquiere capital importancia. Por esto, la historia del tiempo presente la utiliza de manera constante. Pero esta modalidad de analizar el pasado acarrea, a su vez, una serie de problemas que debe ser considerados y resueltos. ¿En qué consiste la historia del tiempo presente? Sus orígenes se ubican en Francia, donde esta modalidad de historiar adquirió fuerza tras la fundación del Instituto de Historia del Tiempo Presente y tiene como temporalidad de estudio diversos fenómenos económicos, políticos y culturales que surgieron entre la posguerra y nuestros días. Por un lado, como propuesta historiográfica cobró impulso de la mano de René Remond y sus estudios sobre la historia de lo político. Este historiador emplazó al gremio a estudiar los procesos históricos sociales contemporáneos que mo-
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nopolizaban politólogos o sociólogos. Por el otro, con el movimiento encabezado por la tercera generación de Annales bajo el liderazgo colectivo de Roger Chartier, François Furet, Jacques Le Goff, Emmanuel Le Roy Ladurie, Maurice Agulhon, entre otros, con la publicación de los tomos de Hacer la historia, apareció en los territorios del historiador la necesidad de explorar otras realidades y construir objetos de estudio antes no considerados. En ese contexto, Pierre Nora, uno de los participantes en la citada obra, redactó el ensayo “La vuelta del acontecimiento”, con lo que surgió entre los historiadores el interés por investigar temporalidades cercanas. Para ellos, los diversos fenómenos sociales que se produjeron en la posguerra dotaron de certezas a quienes pugnaban por impulsar investigaciones sobre temas contemporáneos. Parecía que en el mundo de Clío los periodos presentes, a decir de François Bédarida (1998), habían dejado de generar suspicacias, dudas. Se dice que a partir de 1945 el devenir del tiempo experimentó un proceso de aceleramiento. En escasos cincuenta años se escenificaron numerosos acontecimientos históricos, cuyos epicentros fueron Europa, el sudeste asiático y Latinoamérica. Surgieron, asimismo, diversos actores políticos, nuevos sujetos históricos que demandaron salir del olvido en que se encontraban. Todos estos eventos impactaron el territorio del historiador, orillándolo a prestarles atención. Primero se le conoció como historia inmediata, una práctica muy utilizada por los periodistas interesados en documentar los numerosos procesos políticos y sociales que se escenificaban simultáneamente en diversas regiones del globo terráqueo. Sin embargo, problemas epistemológicos y metodológicos obligaron a renunciar a este término, cambiándolo por el de historia del tiempo presente. El mismo Bédarida señala: La razón ha de buscarse, a mi parecer, por una parte, el déficit de contenido científico que denotaba […] a pesar de una cierta audiencia entre los universitarios, y por otra, sobre todo, en el valor heurístico de la pareja pasado/presente totalmente ausente asimismo en ese concepto de inmediata (Bédarida, 1998: 21).
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Por otra parte, durante este lapso aparecieron diversos grupos de la sociedad que reclamaron su condición de agtes históricos y, por lo tanto, su reconocimiento como sujetos con pleno derecho a intervenir en la esfera pública. Las minorías sexuales, las organizaciones o los líderes pro derechos civiles, los dirigentes y sus organizaciones armadas, ecologistas, etc., a través del uso de la memoria, el testimonio oral o el documento escrito dejaron constancia de su existencia. Esta condición, en la que abundan procesos históricos o actores políticos que exigen reparación de daños, determinó que la historia del tiempo presente adquiriera relevancia. En este sentido, una de sus estudiosas afirma: Primero, porque se le supone el experto en el pasado, que puede exponer la verdad histórica ante la sociedad y el sistema judicial. Segundo, porque en un momento en que otras disciplinas no parecían otorgar respuestas válidas para las decisiones estratégicas que había que tomar, la historia aparentaba poder proveer un discurso explicativo que ayudara a encontrar soluciones ante problemas heredados de periodos violentos (Allier, 2011: 155).
Ciertamente, como ya señalamos, la historia del tiempo presente manifiesta diversos problemas metodológicos, epistemológicos y sobre el uso de las fuentes. Como fenómeno histórico en curso, inacabado, qué tanto se puede conocer en este caso de la violencia política de extrema izquierda en algunas regiones de México y cómo puede contribuir la prensa nacional o regional como fuente al conocimiento de esto. Estos inconvenientes son parte de las dificultades de orden metodológico que tiene esta modalidad de Clío en auge (Aróstegui: 2004: 45). Además, se suman las de naturaleza epistemológica que acompañan a esta propuesta historiográfica. Entre las que destaca la relación entre el propio historiador y el pasado reciente que le interesa analizar. En dónde queda la debida distancia entre estudioso y objeto de estudio. Si bien este tipo de narrativa puede documentar el origen de un fenómeno, como el surgimiento de organizaciones guerrilleras de extrema izquierda, que podemos ubicar en la articulación del Estado nacional autoritario, anticomunista y represor de
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las disidencias de izquierda en los años cuarenta del siglo pasado, el problema central reside en que aún no se sabe cómo concluyó esta etapa de la historia nacional. A pesar de este “aprieto” epistemológico, su uso para conocer el periodo de lo que algunos también llaman la “guerra sucia”, que se desplegó entre los años sesenta y setenta del siglo pasado, concordamos con Julio Aróstegui en que “el historiador del tiempo presente no puede dar cuenta cabal de procesos globales, acabados, pero puede descomponer debidamente tales procesos para intentar dar mejor cuenta de ellos” (2004: 48). Quizás su incapacidad para mostrar el colofón de un hecho histórico sea su principal “talón de Aquiles”. ¿Qué fue de lo que pasó? ¿Qué balance podemos hacer los estudiosos del pasado sobre un evento tan reciente cuyos efectos aún siguen manifestándose? Sin embargo, a pesar de esta limitante, como método de análisis del pasado reciente presenta una virtud (y quizás maldición): la abundancia de fuentes con las que un investigador puede contar. Destacan entre ellas: junto a los archivos oficiales existen los privados, los recuerdos, los testimonios, entrevistas, historia oral, medios de comunicación, prensa concretamente, las múltiples publicaciones de documentos oficiales o semioficiales, la llamada “literatura gris”, los trabajos de los periodistas de investigación, etcétera (Bédarida, 1998: 24).
Queda claro que esta forma de estudiar el pasado valora la importancia que tienen los medios de comunicación para saber lo que aconteció en épocas inmediatas. Es más, son capaces de generar y producir en la opinión pública estados de ánimo en torno a los fenómenos sociales que afectan a una comunidad. Su utilización es completamente válida, siempre y cuando estén insertos en explicaciones más profundas. Son parte de procesos históricos y sociales de mediana o larga duración, la punta de un iceberg, ciertamente, pero no dejan de ser parte integral del mismo, diría Álvaro Acevedo Tarazona (2004). La prensa, en sus diversas modalidades, es fuente indispensable para la historia del tiempo presente. Cualquier hecho histórico con375
temporáneo está documentado, televisado, difundido a través de la radio y, hoy, el internet, “La cuestión no reside en la escasez de las informaciones sobre el discurrir presente sino en su extraordinaria abundancia, variedad y dispersión” (Aróstegui, 2004: 57). Es pertinente señalar que además de estos recursos existen fuentes archivísticas, o unos recursos en particular que parecen ser privilegio de esta narrativa: el testimonio oral, la memoria y los lugares de memoria. Abundancia de fuentes sí, pero en este caso nosotros observamos ese pasado reciente desde una entidad federativa carente de archivos, o los que existentes –los fondos documentales que tienen relación con nuestro estudio– son difíciles de consultar, por no decir que imposibles. He aquí otro problema de esta parcela de Clío: las restricciones legales o de otro tipo que impiden documentar de mejor manera un pasado del que todavía falta mucho por escribir. Por eso recurrimos a la utilización de El Sol de Sinaloa como una vía posible para escribir otras historias en torno a las insurgencias armadas mexicanas. Aún más. Nuestra propuesta es pertinente para esta escritura del pasado, que ha cobrado fuerza e interés porque entre los múltiples objetos de análisis que pueden conformar su campo disciplinar, la prensa –con todos sus bemoles– es una fuente para estudiar lo acontecido hace unas décadas y un objeto de análisis, particularmente los fenómenos editoriales que se gestaron en torno a grupos y líderes guerrilleros, que podemos reconstruir con este diario perteneciente a la cadena García Valseca. Insistimos en la importancia que adquieren los diarios u otros medios de comunicación para el estudio de ciertos fenómenos originados durante la posguerra en México, como la violencia política guerrillera en diversas regiones del país. Son muchas líneas de análisis que se pueden abrir empleando esta fuente a la luz de la historia del tiempo presente. Por ejemplo, la prensa abrió sus páginas para documentar –a su manera– la existencia de actores políticos que de manera armada impugnaron al Estado mexicano. El rastreo documental de cinco años en El Sol de Sinaloa, con sus altibajos, valida empíricamente la polémica que se gestó sobre el tema. Algo
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que necesitamos reconstruir es el tratamiento editorial sobre algunos de los líderes guerrilleros de la época; La hidra tiene muchas cabezas… La información nos precisa que Genaro Vázquez vivía cuando los sublevados andaban a caballo. Sólo que ahora él viaja en automóvil que era su “cuartel ambulante”, y en el que encontró la policía grabaciones, películas, libros de anotaciones o sea algo semejante a un “diario”, que esperamos no resulte como el del Che Guevara: Biblia de ilusos inexpertos, editada por gentes muy expertas en el arte de engañar y levantar remolinos en los cerebros débiles… Lo que México aguarda es que todo ese material sirva para descubrir toda la red de esta conjura contra su misma independencia. En las claves secretas de Genaro Vázquez deben estar todas las cabezas, nacionales y extranjeras, comprometidas en este plan de asalto contra México (El Sol de Sinaloa, 4 de febrero de 1972: 6).
Este tipo de acontecimientos, como los denominó Nora (1978), se volvieron noticia entre 1970 y 1974. Los historiadores interesados en el asunto estamos ante un gran reto. Hacer el mayor acopio posible de este tipo de fuentes y a la vez fabricar narraciones históricas de un pasado insuficientemente estudiado; preguntas de investigación, fuentes periodísticas, escritura y construcción de una representación historiadora como resultado. Algo que no podemos dejar en el olvido. Los diarios son una interpretación de la realidad, no la realidad. Sus discursos se construyen en función de un orden. Una economía escrituraria influye en la representación de los fenómenos sociales, como las insurgencias armadas, lo que pone en entredicho la objetividad de la prensa como fuente para la historia. La economía escrituraria de El Sol de Sinaloa Es pertinente utilizar El Sol de Sinaloa como fuente histórica en un trabajo de historia del tiempo presente relacionado con las organizaciones clandestinas de extrema izquierda. Con esta publicación periódica podemos demostrar cómo se informó sobre este tema a la opinión pública nacional y regional. Sin embargo, su interpretación de la realidad no es la realidad en sí misma. Es eso, una inter-
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pretación que respondía a los intereses de una empresa periodística de un ex militar anticomunista afín a los intereses gubernamentales. Es decir, al usarla como fuente histórica todo investigador debe tener sumo cuidado con la veracidad de la información proporcionada en sus páginas, que se acerca, se aleja o es tergiversada de acuerdo con los intereses que representaban este o cualquier otro diario que pertenecía en esa época a una cadena empresarial dedicada a los medios de comunicación. Con razón, Jean-Michel Desvois sostiene categóricamente que la prensa “tiene un papel esencial en la difusión de la ideología y en la formación de mentalidades. La finalidad de una publicación puede tener desde un carácter puramente económico a un fin político, puede estar al servicio de un gobierno, de un partido político, de una persona o de un grupo” (Desvois, 1986: 353). La fuente periodística que utilizamos en este texto tiene virtudes, pero también problemas. Por un lado, permite observar históricamente un hecho ocurrido en el pasado reciente de la historia de México; por el otro, los documentos obtenidos en este diario aluden a una economía escrituraria empleada para fabricarlo, diría Michel de Certeau (2010), que a lo largo de sesenta meses reprodujo todo tipo de información en donde de manera consuetudinaria, a pesar de que el propio diario documentaba la presencia de guerrilla en México, señaló que la violencia generada tenía su origen en la delincuencia organizada o del orden común. Una muestra de esto es la declaración del secretario de la Defensa Nacional, Hermenegildo Cuenca Díaz, retomada en sus páginas: Militarmente México no afronta ninguna situación conflictiva. Ocurren hechos esporádicos que están muy lejos de ser la imagen de una nación, en donde la totalidad de los habitantes se dedica al trabajo y tiene la garantía de sus convicciones civiles. Desmintió [el general] categóricamente la existencia de un movimiento guerrillero y explicó que en todos los países se producen hechos delictivos de cuya investigación y castigo se encargan las autoridades (El Sol de Sinaloa, 20 de febrero de 1974: 5).
Son textos que intentan representar la realidad, pero su construcción remite a otros intereses que influyen en el sentido de la escri-
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tura. En este caso particular, se coaccionó el trabajo periodístico, con un marco legal instituido por el Estado mexicano que normó y controló la labor informativa de los medios de comunicación nacionales y regionales, con un impacto de la guerra fría en la línea editorial de la prensa, y la propia condición de El Sol de Sinaloa al pertenecer a la cadena García Valseca, propiedad de un ex militar anticomunista convertido en empresario periodístico. Es decir, existió un poder que normó, vigiló, coaccionó la fabricación de esta interpretación de la realidad. En todas las publicaciones que este informativo puso a consideración de sus lectores entre 1970 y 1974 sobre las insurgencias armadas siempre estuvo presente, en palabras de Arlette Farge (1994: 1): el sistema político que los gobierna y los produce. Ofrecen a la mirada las consecuencias de su origen, y no existen salvo porque una práctica de poder les ha dado vida, también muestran en que los comportamientos personales o colectivos se entreveran, para lo mejor o peor, en las condiciones mismas formuladas por ese poder.
La construcción de una base de datos Para el presente artículo se utilizaron fundamentalmente dos instrumentos que nos permitieron la redacción: hemerografía y bibliografía especializadas en el tema historia y prensa en México y la información proveniente de El Sol de Sinaloa en los primeros años setenta de la centuria pasada que se encuentra en resguardo en las propias instalaciones del diario. El Sol de Sinaloa, con su labor entre los años de 1970 y 1974, puso en la agenda de debate local un tema central en su labor informativa en la época: la aparición de diversas insurgencias armadas en distintas regiones de la República Mexicana y sus efectos en la opinión pública. El diario de la capital sinaloense, al igual que otras publicaciones, es una “vitrina” a través de la cual se puede conocer el pasado reciente. La multiplicidad de hechos históricos vinculados en su mayoría a los efectos de la guerra fría en México o Sudamérica se ha vuelto visible y es objeto de escrutinio para un público escritor y para los editoriales interesados en estos menesteres informativos, ha379
ciendo de este mass media (la prensa escrita) una fuente indispensable para saber qué pasó en nuestro país en esa época. Como sostiene Pierre Nora, “radio, prensa, imágenes, no actúan simplemente como medios cuyos acontecimientos serían algo relativamente independiente, sino como la mismísima condición de su existencia” (Nora, 1978: 223). Con estas consideraciones, efectuamos una indagación en las páginas del diario durante 60 meses, buscamos los argumentos, las diversas posturas que asumían y publicitaban numerosos actores políticos: funcionarios gubernamentales, fuerzas armadas, empresarios o curia eclesiástica sobre la presencia de guerrillas en territorio nacional. Nos queda claro que la historia es una ciencia que conoce su objeto de estudio de manera indirecta. Lo que ya aconteció, traer a unos muertos al presente para después darles cristiana sepultura, diría Michel de Certeau (1999), obliga a buscar los indicios (orales, escritos, iconográficos) necesarios para saber lo “que realmente aconteció”. Todavía más importante, Leopoldo von Ranke afirmó que la única manera de saber lo que pasó era de capital importancia; la utilización las fuentes (de cualquier tipo) garantizaría el “efecto de verdad”, lo haría plausible, demostraría que un hecho histórico existió y tuvo determinadas características y transformaciones. La historia, así, se convirtió en un discurso científico legítimo (Grafton, 2015: 12-15). El diario que empleamos como fuente histórica permite construir una historia del tiempo presente sobre grupos clandestinos de extrema izquierda. Una certeza nos guió: la abundancia de información sobre este tema. Esto hizo posible incluso una saturación de imágenes sobre el tratamiento dado al asunto guerrillero, lo que puede convertirse en un riesgo, como sostiene Pierre Nora: “una gama excepcionalmente rica en manipulación de la realidad” (Nora, 1978: 224). Este peligro que potencialmente representa El Sol de Sinaloa nos obligó a tratar metodológicamente la información obtenida. En un 380
primer paso elaboramos una base de datos, con la que pretendemos ordenar las notas periodísticas por años. En segundo lugar, separarlas por temas y cuantificarlas. Posteriormente, gracias al empleo de dos metodologías para interpretar datos, fabricar las historias hasta estos momentos redactadas.
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Con estas evidencias empíricas fue posible hacer nuestra operación historiográfica, empleando, en nuestro caso, los presupuestos de la historia de lo político y cultural para documentar diversas aristas que integran el rompecabezas de la violencia política en México en los años setenta del siglo XX. De manera particular, el debate instrumentado en las páginas de este diario regional, la formación de un público escritor especializado en el tema y las representaciones sociales sobre las insurgencias armadas mexicanas. Nos interesa estudiar al periódico como actor político, una de las vetas de análisis para los historiadores de la prensa. La metodología de análisis Escribir la historia implica hacer inteligible un pasado. Esto es factible con el empleo de un conjunto de materiales, fuentes y prácticas científicas. Es decir, la historia es la sumatoria de indicios y evidencias y universo de hipótesis y teorías que permitan efectuar lo que Michel de Certeau denominó operación historiográfica: crear un espacio de signos adecuados a una ausencia, la que organiza el reconocimiento de un pasado, no como una posesión presente o un saber de más, sino la forma de un discurso organizado por una presencia que falta, la que, mediante el tratamiento de materiales actualmente dispersos en nuestro tiempo, abre en el lenguaje un lugar y una remisión a la muerte (De Certeau, 2013: 215).
Hacer la historia es escribir. Es fabricar un texto histórico, “una organización semántica destinada a decir lo otro: una estructuración ligada con la producción (manifestación) de una ausencia” (De Certeau, 2013: 55). Guiados por estos postulados, con fuentes periodísticas de El Sol de Sinaloa, hemos intentado construir textos en los que se represente historiográficamente, a través de la historia del tiempo presente, el tema de las insurgencias armadas en los años setenta de la centuria pasada. Los resultados de nuestras investigaciones no han sido hechos fortuitos; son producto de la consulta hemerográfica de cinco años de información relacionada con el tratamiento informativo en El Sol de Sinaloa sobre las guerrillas rurales y urbanas que operaron en 384
México entre 1970 y 1974. Recabamos artículos de opinión con y sin firma, reportajes y editoriales para saber la naturaleza, los cambios y las permanencias que a lo largo de sesenta meses hubo sobre este tema. ¿Cómo interpretar los datos obtenidos? Primeramente, se elaboraron las bases de datos para ordenar la “realidad” y posteriormente interpretarla. ¿Cómo hacerlo? Apelando al empleo de dos metodologías: una cuantitativa y otra cualitativa. Con la primera partimos de un principio: obtener evidencias, datos que pudieran mostrarnos la magnitud del problema, sus variaciones, y al mismo tiempo, ante los potenciales fenómenos sociales que se construían, apostar a las historiografías más adecuadas. Cierto, en la historia del tiempo presente cualquier historiografía, género, microhistoria, mentalidades son plausibles de estudiar. En nuestro caso, debido a los fenómenos periodísticos que nos interesa resaltar, elegimos la historia de lo político y lo cultural, también para encontrar los conceptos más idóneos, como esfera pública, público escritor, representaciones sociales, etc., para interpretar la realidad. Lo hicimos así debido a que el método cuantitativo procede de esa manera. Ésa es su característica fundamental, “su rigurosidad en el proceso de investigación, puesto que la información es recogida de manera estructurada y sistemática, la utilización de la lógica deductiva para identificar leyes causales o universales en una realidad ‘externa’ al individuo” (Del Canto, 2013: 28). Respecto a la perspectiva cualitativa, con la información recabada y ordenada de manera progresiva de 1970 a 1974 intentamos recuperar un proceso histórico en cierne. Apostamos a reconstruir este proceso dado que “esta palabra subraya la continuidad que existe en el devenir de los hechos, al mismo tiempo que indica una sucesión de fases distinguibles unas de otras, por las que atraviesa el fenómeno histórico” (Ortega, 1997: 13). De manera cualitativa, intentamos reconstruir fenómenos como representaciones sociales sobre grupos armados o sus dirigentes, la formación de un público escritor que se especializó en el tema y la postura asumida a lo largo de cinco años en torno a las guerrillas por este diario de la cade-
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na García Valseca. Esto es posible porque el acopio de información efectuado ha sido interpretado con técnicas de análisis de los discursos emitidos, lo que permite el estudio de la realidad social (Álvarez-Gayou, 2013: 42). Al proceder metodológicamente de esa manera pudimos construir diversos textos teniendo como fuente principal El Sol de Sinaloa, documentando así cómo fue tratado periodísticamente el fenómeno guerrillero en México. Algunas evidencias documentales Sólo con evidencias empíricas es posible hacer comprensible un fenómeno histórico. Así es cómo podemos analizarlo con elevada certeza de objetividad (Ricoeur, 2015: 29). Podemos testimoniar que ese pasado ocurrió y fue de esa manera. La historia es un saber que necesita marcas de historicidad, como las denomina Pomian (2007), que demuestren, en nuestro caso, que individuos como Genaro Vázquez Rojas o Lucio Cabañas Barrientos, que organizaciones clandestinas como el Frente Urbano Zapatista y la Liga Comunista 23 de Septiembre, existieron y fueron debatidos en los artículos editoriales o por un público escritor en el diario entre 1970 y 1974. En este sentido, El Sol de Sinaloa debe ser considerado una fuente histórica, porque con la información que publicó se prueba que ese pasado ocurrió (Ricoeur, 2004: 220). Un punto más a destacar. Al poner en discusión la recurrencia de la guerrilla el tema se volvió público (Aruguete, 2011: 126), un asunto de interés para los lectores de todo tipo de noticias relacionadas con su ideología y con organizaciones de ultraizquierda. Es decir, el diario local se convirtió en un medio a través del cual se polemizó la violencia política de extrema izquierda en la esfera pública mexicana. Al recoger las notas, los reportajes, los artículos editoriales y los artículos de opinión redactados por un público escritor e interpretar la información recabada podemos testimoniar escriturariamente parte de las polémicas escenificadas en las páginas de El Sol de Sinaloa en torno la presencia de grupos de radicales. Sólo con la 386
utilización de fuentes pudimos hacer los juicios de valor en torno a este tema. Si afirmamos que nos interesa estudiar al diario como actor político esto nos obliga a usar los editoriales del diario para conocer su postura respecto a las guerrillas mexicanas. ¿Por qué catalogar a El Sol de Sinaloa como un actor político? Porque, a decir de un especialista en el tema de la prensa, “influye en el comportamiento de un grupo determinado de actores. El periódico, en este sentido, es constructor de opinión que busca influir en el proceso de toma de decisiones en el sistema político, de allí que ha de ser considerado como un verdadero actor político” (Santillán, 2008: 6). Un ejemplo: La Procuraduría General de la República, en su información dice que la conjura tiene ramificaciones en varios estados y la ciudad de México. Precisamente porque el pueblo de nuestra patria repudia el llamado comunismo, que no es más que dictadura y tiranía donde se ha implantado, hay que impedir que estos brotes proliferen, en bien de los intereses supremos de la nación, de la paz doméstica y de todos los ciudadanos. El complot descubierto no causa, por fortuna, lesiones mayores ni a nuestra vida pacífica ni a la patria. Pero hay que proteger los intereses y la integridad de México, haciendo justicia rápida, aunque con el cumplimiento de nuestras leyes en la materia, ya que afortunadamente vivimos dentro de un estado de derecho (El Sol de Sinaloa, 17 de marzo de 1971: 6).
Esta nota alude a las “explicaciones causales” que El Sol de Sinaloa dio para las insurgencias armadas. En todo momento, el comunismo, en cualquiera de sus variantes, fue el gran culpable de su interpretación. La recopilación de información sobre este asunto llevó a documentar la formación de un público escritor que debatió en las páginas de El Sol de Sinaloa el tema de la violencia política asociada a las guerrillas en México. Estos polemistas insistieron a lo largo del tiempo en las causalidades de este flagelo que laceró ciertas regiones y ciudades de la República Mexicana. Al respecto argumentaron: Pero la siembra del odio se hace desde la pobladísima China Roja y desde la URSS, con sucursales en Cuba, la isla trágica de América. El odio engendrado ha llevado a las guerras civiles y regionales. La siembra del odio lanza a unos contra otros, en olvido de que sólo existe una raza hu-
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mana. Arroja a los muy pobres contra los que poseen la riqueza, no para que los primeros mejoren su condición material y espiritual, sino para que destruyan, maten, derriben… en provecho de las aspiraciones de dominio y conquista mundiales de otras naciones que utilizan para sus fines el arma de la ideología marxista-leninista (El Sol de Sinaloa, 10 de enero de 1971: 6).
Para este público escritor la violencia guerrillera provenía del exterior, particularmente de los países socialistas. Los grupúsculos o individuos de ideas y conductas radicales que operaban en el territorio nacional tenían origen en la agitación provocada por la Unión Soviética, China o Cuba, o cualquiera otra nación identificada con el símbolo de la hoz y el martillo. En todo momento insistían con esta tesis, y que las guerrillas en México tenían como causa los intereses extranjeros: Lo que venga de fuera, con uno u otro signo, nunca tendrá un sentido fecundo para México. Señaló hoy el presidente Echeverría al intento del llamado “Movimiento de Acción Revolucionaria” para derrocar al gobierno. ¿Qué conquista puede ser duradera si no se disfruta de libertad? Preguntó el primer mandatario, después de comentar que nuestra revolución acaba de comenzar y probablemente hubiera logrado muchas conquistas más pronto, el MAR hubiera querido destruir esa razón suprema de nuestra historia, que es la libertad (El Sol de Sinaloa, 17 de marzo de 1971: 15).
Por otra parte, en numerosos reportajes “anónimos” el diario local contribuyó a crear con sus textos representaciones sociales sobre las insurgencias armadas que operaban en diversas regiones del país. Para este periódico, en México no existían guerrillas y la violencia que aquejaba a determinados estados y las ciudades del territorio nacional era culpa exclusiva de la delincuencia: Cuatro malhechores, disfrazados de militares, consumaron anoche un asalto a mano armada y un secuestro en la región de Costa Grande. Además, robaron un cargamento de café valuado en más de 60 000 pesos. En el paraje denominado El Imperial, municipio de Atoyac de Álvarez, un camión que transportaba 52 sacos de café al puerto de Acapulco fue abordado inusitadamente por cuatro sujetos con vestimenta militar y, a punta de pistola, hicieron descender al chofer Javier González Jaime, al
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señor Agustín Bautista (dueño de la carga) a su hijo José, de 7 años (El Sol de Sinaloa, 14 de abril de 1971: 7).
De esta clasificación no escaparon ni organizaciones ni líderes guerrilleros. Todos, por igual, eran señalados como criminales del orden común que laceraban entidades como Guerrero, afirmando que en su región montañosa operaban secuestradores, robavacas, ladrones, etcétera: Ni en la costa grande ni en otro lugar de Guerrero existen guerrilleros ni fuera del llamado Movimiento de Liberación Nacional “Emiliano Zapata”. Los hechos en torno al secuestro y muerte de Agustín Bautista corresponden a una venganza entre familias. Sobre el particular, el general Vicente Fonseca Salgado, jefe de la policía militar federal, declaró que los “delincuentes de esta región” refiriéndose a las familias en pugna no llegan ni a bandoleros o abigeos (El Sol de Sinaloa, 26 de abril de 1971: 8).
Conclusiones Éste fue un trabajo de recopilación de 60 meses de información en un periódico regional sobre la violencia asociada a organizaciones políticas y militares de extrema izquierda que operaron en diversas regiones del país en los primeros años de la década de los setenta del siglo XX. Un diario convertido en fuente histórica para realizar una representación desde la historia del tiempo presente que documente –con sus alcances, limitaciones y deformaciones– la labor editorial de un matutino sinaloense que rebatió la presencia de grupos armados clandestinos en la esfera pública mexicana. Sabemos de las dificultades metodológicas, epistemológicas y del empleo de fuentes, en este caso provenientes de un medio de comunicación impreso para reconstruir diversos fenómenos periodísticos que desataron las insurgencias armadas en la prensa nacional y regional. Los diarios perfectamente pueden ser un recurso para conocer un pasado reciente o un objeto de análisis para documentar algunos fenómenos informativos que se gestaron en la prensa de Sinaloa o el país cuyos orígenes se encuentran en las diversas siglas con las que se conocieron las organizaciones clandestinas de extrema izquierda, rurales o urbanas, entre los años de 1970 y 1974. Cree389
mos que éste es un campo de análisis plausible para la historia del tiempo presente. Las evidencias documentales encontradas, ordenadas en una base datos, trabajadas metodológicamente desde una perspectiva cualitativa y cuantitativa, más las historiografías de lo político y lo cultural nos han permitido mostrar el surgimiento de diversos fenómenos periodísticos que aparecieron y se difundieron en la esfera pública nacional. Éstos son los casos de la formación de un público escritor, un diario como actor político inmiscuido con sus deliberaciones y polémicas en el tema de las guerrillas mexicanas o las representaciones colectivas que sobre organizaciones y líderes insurgentes. Queda claro, si queremos hacer historia del tiempo presente sobre el tema de las insurgencias guerrilleras, que los medios de comunicación, en general, y la prensa escrita, en particular, son un referente obligado al que es necesario revisar para construirla.
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Notas de la Parte II 1. “La caracterización válida del tiempo presente en cada momento no puede partir sino del presupuesto inamovible de que el tiempo presente nunca es un periodo. La cuestión real es, por tanto, la de articular una forma de tratamiento del presente que es, por definición, una construcción social y cultural” (Aróstegui, 2004: 56). 2. “Las oscilaciones de su denominación, historia del presente, del tiempo presente, reciente, de lo muy contemporáneo, de nuestro tiempo, del mundo actual, próxima o inmediata, aunque son conceptos que aluden a realidades similares, admiten matices y diferencias, pero a pesar de sus connotaciones, todos ellos son indicativos de una nueva realidad y expresan una convergencia, ya que todos tratan de recuperar la dimensión de coetaneidad implícita en el concepto de Historia Contemporánea” (Cuesta Bustillo, 2010). 3. “Por historia del presente, del tiempo presente, coetánea, reciente, próxima o actual, conceptos todos ellos válidos, entendemos la posibilidad de análisis histórico de la realidad social vigente, que comporta una relación de coetaneidad entre la historia vivida y la escritura de esa misma historia, entre los actores y testigos de la historia y los propios historiadores” (Soto Gamboa, 2004: 107). 4. Escribe Soto Gamboa en relación con la historia del presente: “La ausencia de hitos cronológicos fijos que la delimiten indican su dinamicidad. Su límite final es abierto, flexible, sin determinar el hoy, también dinámico. En ella, el historiador se enfrenta a procesos abiertos, aún vigentes, inacabados, lo que supone una mayor dificultad y renovadas exigencias metodológicas” (Soto Gamboa, 2004: 107). 5. Seminario internacional Historians Across Borders. Writing Other People’s Histories in a Global Age, Departamento de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad de Boloña, octubre de 2014. Agradezco a Raffaella Baritono por la organización del evento y por la invitación. 6. “In the twenty-first century, then, scholarly location has become more complex than the insider-outsider dichotomy implies. Location –or, as we prefer, positionality– names the place that a historian holds in relation to not only a particular audiences and intellectual milieus but also their linguistic, professional, and institutional contexts. But if outsider, still less foreigner, no longer accurately characterizes European historians of the United States, their position in the field, although rarely scrutinized in more than rather offhand fashion, remains distinctive”.
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7. “nationality –belonging or not to the nation whose history one writes– is not an explanation in itself” 8. Traducción de la autora, usando el original en italiano. 9. Otro texto de referencia importante en este sentido es: Foner y McGirr (1988). 10. L. P. Hartley, “The past is a foreign country”, famoso íncipit de la novela The Go-Between (1953), al que alude también el libro de Lowenthal (1985). En el panorama italiano fue retomado por el escritor Carofiglio (2004) 11. Me refiero, entre otros eventos, a los congresos organizados por Cendici (Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas), como Los archivos personales: prácticas archivísticas, problemas metodológicos y usos historiográficos. Buenos Aires, del 19 al 21 de abril 2017. Disponible en revistahistoriaparatodos.wordpress.com/2017/04/18/i-congreso-internacional-los-archivos-personales-1921-4-bs-as/ (consulta: 13 de julio de 2017). 12. Un factor emergido de manera clara en el documento final que se produjo a partir del seminario titulado Tematiche, Caratteristiche e Metodologie delle Dtorie di Area in Italia: Un Confronto, el primer momento de encuentro oficial entre historiadores italianos de área (Asia, África y Américas) en la Universidad de Pavia durante el mes de octubre 2016. 13. Traducción de la autora, usando el original en italiano. 14. Aunque los autores evidencian lo simplista que puede ser la distinción entre politicized y dispassionate, hacen referencia a cómo la tendencia entre los estudiosos norteamericanistas es la de pensar el american style como algo propio de Estados Unidos, como más propensos a establecer nexos entre eventos pasados y presentes, a diferencia de los norteamericanistas europeos. Véase Tibor, Klimke y Tuck (2014: 37). 15. Algunos estudiosos norteamericanistas, por ejemplo, hipotetizan como [Los principales historiadores en Italia [...] son reconocidos como intelectuales públicos con derecho a comentar sobre temas contemporáneos, de la manera en que sus contrapartes en los Estados Unidos sólo pueden soñar]. “Leading historians in Italy […] are recognized as public intellectuals entitled to comment on contemporary issues in ways their counterparts in the U.S. can only dream of”. Frank, Klimke y Tuck (2014: 37). Otra referencia en términos de reflexión sobre engaged history en Fox Genovese y Lasch Quinn (1999). 16. Véase aiph.hypotheses.org/. 17. Véase aiph.hypotheses.org/33. 18. El ya mencionado encuentro Tematiche, Caratteristiche e Metodologie delle Storie di Area in Italia: Un Confronto. Universidad de Pavia, octubre de
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2016, en donde se formuló la posibilidad de eventuales comparaciones futuras sobre historia reciente entre estudiosos de Asia y América Latina. 19. Hasta cierto punto se puede generalizar. 20. Esta perspectiva será retomada por algunos de los denunciantes de abusos sexuales por parte del clero católico en la medida que se trata de funcionarios de una institución transnacional y de una política estructural que esta institución pone en juego. 21. El cual, según Lévi-Strauss, tendría un “valor simbólico cero”; por lo tanto, cada uno lo puede llenar según su criterio. 22. El mecanismo que se considera específico de las perversiones en psicoanálisis se denomina “desmentida” en español (verleugnung en alemán, desaveu en francés). Este mecanismo se diferencia de la represión (verdrängung), más utilizada en el caso de la primera teoría freudiana de las neurosis, así como el denominado mecanismo de la negación o denegación (verneinung), que no tiene que ver con una forma gramatical. Y también del mecanismo denominado “repudio” (verwerfung o forclusión) en el caso de las psicosis. 23. El citado Clavreul lo alude en su texto intitulado “La couple perverse”, que se encuentra en el libro colectivo titulado Le desir et la perversión (1967). 24. En el sentido psicoanalítico, como una escena articulada por un deseo. 25. Cuyos límites también han cambiado. 26. Aunque no siempre es así, ya que puede venir también de un desconocido. 27. Esta forma de complicidad se da en un determinado contexto que tenderá a condicionar a la vez las modalidades y posibilidades del atrapamiento, así como a aquellas otras que le ayudarán a liberarse de ésta. 28. Agradezco a mi colega Carolina Lozoya su ayuda para dilucidar de manera más precisa al “resto” aludido, que se instaura como un simulacro del elemento tercero que no se hizo presente. 29. Las películas Vinterberg (1998) y Schonau (2006) resultan excelentes ejemplos de esto. 30. Por ejemplo, el jovencito que pretende formarse para sacerdote de pronto se ve atrapado en una situación que contradice sustancialmente aquello para lo que se supone que entró al seminario. 31. Este tipo de experiencia está muy bien expresada en la película Obediencia perfecta (Urquiza, 2014), que trata sobre el caso del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel. 32. Dos maneras para aludir a la continuación: la que instaura un silencio, pero que en la práctica no se continúa como relación efectiva, y la otra que
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efectivamente establece una relación que se continúa por un tiempo. 33. Esta segunda operación es lo que ha realizado ejemplarmente la Iglesia católica con el caso del fundador de los Legionarios de Cristo, el sacerdote Marcial Maciel. Y no sólo en este caso. Se trata de tornar invisible la política estructural operada por esta institución respecto a este tipo de actos para terminar desligando de toda responsabilidad a la cúpula de esta institución, comenzando por los papas. Para un análisis más pormenorizado, véase González, 2006. 34. Y ejemplos no faltan al respecto de serias pifias y fallas en los abordajes. 35. Por razones de espacio, dejaré fuera esta importante discusión, que amerita en sí misma al menos otro texto. 36. Ironías aparte. 37. Por ejemplo, las profesiones de sacerdote o de educador les vienen como anillo al dedo. 38. Dejo fuera la discusión propiamente psicoanalítica, la cuestión de la aceptación de la diferencia de los sexos y la asunción de la “castración” en el sentido simbólico. 39. La noción de “perversión” introduce de manera inevitable un juicio moralista en la categoría. Por eso prefiero hablar de pacto de pederastia. 40. Primer denunciante de abusos sexuales contra sacerdotes en Boston (Saviano, 2017: 7). 41 Jesús Romero Colín, testimonio relatado en la película Agnus Dei, de la directora Alejandra Sánchez. 42. El testimonio de Barbara Blaine (2014), fundadora de SNAP (Red de Sobrevivientes de Abuso Sexual Eclesiástico) en Estados Unidos, abunda en la línea de Jesús y de la francesa: “El sacerdote me comenzó a tocar debajo de la ropa. Me dijo: ‘Deja de temblar, no te voy a lastimar’. Hasta entonces me di cuenta de que temblaba. No era necesario que me dijera ‘no se lo digas a nadie’. Yo pensé que había sido mi culpa. Tenía 13 años. A los 29 años algo se disparó en mi mente y comencé a tener pesadillas. Fui con un consejero que me preguntó si me habían violado, le dije que no. [Entonces] me preguntó cuándo me habían dado mi primer beso y dije: ‘fue el sacerdote de mi iglesia’, y ahí se me abrió la mente. Fui con los funcionarios de mi iglesia, pero ninguno me ayudó”. La citada, al parecer, encapsuló o encriptó el acontecimiento indecible envuelto en culpa, hasta que a los 29 años comenzó el retorno no de lo reprimido, sino de los “suprimido” en la cripta. Aunado esto a la interrogación del primer beso, la escisión se suspendió. 43. El padre de Maciel, además de tener ranchos y comercio en Cotija, tenía recuas de mulas que enviaba a Tabasco con mercancías.
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44. Aunque ciertamente, en el caso de las autoridades eclesiásticas, este tipo de comportamientos no podían ser ignorados, dada su experiencia en una tradición de larga data al respecto. 45. Son sus palabras. 46. Testimonio de una mujer que me fue confiado (González, 2004) con el requerimiento de no usar su nombre. 47. Frente a la denuncia de Pola, su media hermana, la actriz Natassja, le comunicó al periódico BildZeitung lo siguiente: “Mi padre no era un padre. No me ha abusado, pero lo ha intentado. Él me ha tocado mucho, me restregaba demasiado. Él me aterrorizaba. Yo tuve suerte: cuando yo tenía seis años, mi madre cortó toda relación con él. Mi hermana es una heroína por haber roto el silencio” (Kinski, 2013: 76). En cuanto al otro hermano, Nikolai, que fue el único que asistió a las exequias del padre, dijo ante las declaraciones de Pola que él sentía vergüenza de su padre. 48. Al menos para quien lee este testimonio, como es mi caso. 49. Entrevista de Fernando M. González a Francisco González Parga en Ajijic, Jalisco, el 21 de abril 2006. 50. Este testimonio apareció por primera vez en González (2006: 217-219). 51. Mecanismo utilizado con generosidad en otro sentido del aquí descrito por las autoridades de la Iglesia católica en este tipo de casos: “Quién soy yo para juzgar”. 52. Un libro muy recomendable para vislumbrar las vicisitudes que se jugaban en los Legionarios de Cristo es el de Léger (2013). 53. Uno de los psiquiatras consultados por el juez escribió en su reporte que se trató de una situación en la que se dio “un erotismo lúdico compartido”, lo cual iba a favor de Polanski. 54. De hecho, Polanski le preguntó a Samantha si ése era el título que deseaba y ella le contestó que para nada era “su voluntad” que apareciera con tal título. 55. Este caso no tiene el mismo estatuto de los relatados hasta aquí. Esta mediática ruptura de la omertá en el medio cinematográfico articula grandes intereses económicos a la producción del estrellato. Además, la cuestión de la edad, salvo excepciones, cuando menos en la información con la que cuento, nos habla no tanto de lazos de pedofilia, sino más bien de un clima estructurado para facilitar el acoso y el abuso sexual a cambio de actuar y llegar a ser parte del star system, el cual comporta “la organización sistemática de la vida privada-pública de las estrellas. […] El máximo de la grandeza [de las estrellas] es de una exquisita simplicidad, pero ésta será invisible, si [al mismo tiempo] no fuera ostensible […]. La mitología de las estrellas se
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sitúa en una zona mixta y confusa, entre creencia y divertimento. […] La estrella diosa y la estrella mercancía son las dos caras de una misma realidad” (Morin, 1972: 55, 8-9). 56. Polanski añade que su abogado le aconsejó no aparecer en público con Nastassja Kinski, media hermana de Pola, de la que dice fue su amante. Ella todavía no tenía 15 años. Esto es, que algún efecto también parece haberle hecho a ésta tener al padre que tuvo. 57. Este testimonio es llamativo viniendo de alguien cuyos padres murieron en el campo de concentración, esto es, inermes en grado máximo. 58. Y si nos quedamos sólo con el caso que he citado profusamente, no puede considerarse como alguien a quien pueda calificarse como pederasta, aunque su relación con la otra hija de Kinski abre nuevos problemas. Mientras terminaba de corregir este texto apareció de nueva cuenta el caso Polanski, a raíz de una retrospectiva de la Cinémathéque Francaise que inició el 30 de octubre de 2017. Varias mujeres se sintieron de nueva cuenta menospreciadas y más aún las que afirman que fueron agredidas sexualmente por el cineasta: “En el final del verano, una nueva víctima se hizo conocer, evocando hechos que remontan a los años setenta, y al mismo tiempo, una estrella alemana ha decidido hacer una denuncia. Y después del asunto Weinstein, Marianne Bernard, una artista californiana, salió de su silencio. Ella habría sido abusada por el realizador cuando tenía 10 años” (Bui-Vigoreaux: 2017). Por si hiciera falta, las cosas se complican aún más para la “celebridad”. 59. Es el caso de Gabriel Matzneff en Francia, que seguía ortodoxamente un guion, según lo describe la investigadora Anne-Claude Ambroise-Rendu, sobre el papel que puede jugar una “iniciación digna”. El citado Matzneff afirmaba que “¿Lo esencial no es acaso que la joven persona se deje amar? […] Si mis historias de los pequeños niños y niñas hacen escándalo es simplemente porque las gentes le tienen miedo al paraíso” (Ambroise-Rendu, 2014: 180181). Por otra parte, en relación con el incesto, cuando Eva Thomas rompe el silencio en un programa de televisión en Francia (1986) respecto al abuso perpetrado por su padre, escuchó algunas opiniones contrarias a su manera de ver las cosas con respecto a la violencia en este tipo de relación. Es el caso de un médico que dijo: “Yo estoy enamorado de mi hija adoptiva. ¿Por qué siembra usted la cizaña en las familias?”. Otro más: “¿Por qué impide usted a las gentes ser felices?” (Thomas, 22 de octubre de 2017). 60. Fascinación, por cierto, muy especial, porque está ligada en algunos casos a la conciencia de una violencia que está tatuada como una segunda piel: “me violentó, pero me eligió”. Y “el que me eligió es lo máximo” o “a pesar de todo lo sigo queriendo”.
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61. Como resulta evidente, en el texto no distingo entre relaciones que se podrían calificar como incestuosas y las otras, tratándose del abuso sexual, porque el énfasis está puesto en la violencia asimétrica y en los pactos que se desprenden de esto. 62. Para citar sólo un ejemplo, en el caso francés encontramos la obra de Marc Bloch (sobre todo L’etrange defaite, escrita en 1940 y publicada en 1946), que discute directamente con los hechos de la segunda guerra mundial; como se verá a lo largo del artículo, éstos constituyen un momento clave en el surgimiento de la víctima como testigo. 63. Aunque algunos rasgos de este ejercicio sugieran un esbozo de historia conceptual, el propósito de esta aproximación es mucho más modesto. Por ejemplo, no se presenta una exploración exhaustiva de los avatares de los conceptos víctima y victimario, pues la identificación del surgimiento moderno será sólo la base en que se apoya otra reflexión. Por esto, a lo largo del texto no se discutirán los apasionantes debates que desde la perspectiva de la historia conceptual podrían eventualmente nutrir la reflexión sobre las nociones de víctima y de victimario. 64. El término “perpetrador”, que puede ser utilizado en otros contextos, no fue considerado en nuestra revisión, pues su campo semántico está cubierto por alguno de los otros tres seleccionados. 65. La mayoría de las definiciones que se anotan fueron extraídas del Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua española, en donde se reúnen todas las ediciones del diccionario de la Real Academia Española, desde el de Diccionario de autoridades, de mediados del siglo XVIII, hasta la edición de 1992. Para las definiciones posteriores se revisaron las ediciones de 2001 y 2014. 66. Corresponde a las ediciones de 1852, 1869, 1884 y 1899. 67. Esto corresponde a las ediciones de 1936, 1939, 1947, 1956, 1970, 1984 y 1992. 68. Todas las citas incluidas fueron consultadas en los textos en su versión original y traducidas al español por el autor. 69. No obstante, la incredulidad suele ser un obstáculo que atraviesa el relato de la víctima. Como anota Sánchez (2008: 6-7), el objeto de la narración muchas veces forma parte de lo incomunicable, lo inenarrable, lo increíble. Esta resistencia a creer en la palabra de los sobrevivientes, que suele ser analizada para el caso de los sobrevivientes del nazismo, ha sido notoria también en otro genocidio contemporáneo, el de Ruanda contra los tutsis. 70. Como lo advierte Primo Levi en Los hundidos y los salvados: “hay que tener cuidado con las simplificaciones llevadas al extremo. Toda víctima debe ser compadecida, todo sobreviviente debe ser ayudado y compadecido; pero no siempre deben ponerse como ejemplo sus conductas” (Levi, 2014: 5).
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71. Hannah Arendt continúa esta reflexión sobre el mal y la culpa: “¿En qué sentido se creía culpable, pues? Durante el largo interrogatorio del acusado, según sus propias palabras ‘el más largo de que se tiene noticia’, ni la defensa, ni la acusación, ni ninguno de los tres jueces se preocupó de hacerle tan elemental pregunta. El abogado defensor de Eichmann, el doctor Robert Servatius, de Colonia, cuyos honorarios satisfacía el Estado de Israel (siguiendo el precedente sentado en el juicio de Nuremberg, en el que todos los defensores fueron pagados por el tribunal formado por los Estados victoriosos), dio contestación a esta pregunta en el curso de una entrevista periodística: ‘Eichmann se cree culpable ante Dios, no ante la Ley’” (Arendt, 2003: 46). 72. “Teniendo en cuenta las limitaciones de los sistemas judiciales para procesar masivamente a los perpetradores de violaciones a los derechos humanos, se han instituido las comisiones de la verdad como vía complementaria a los procesos judiciales para lograr que las victimas tengan acceso a la verdad de los hechos de victimización ocurridos” (Chavarría, 2010: 632). 73. En el campo de la historia, Carlo Ginzburg ha participado de la discusión con su obra El juez y el historiador. 74. Este problema debe hacerse explícito como parte del ejercicio crítico de todo historiador del presente en la medida que una de las particularidades de su labor como historiador es justamente su posición frente a la fuente. 75. En este punto, sigo a Ginzburg, que hace énfasis en “un marco de interpretación específico, que debe estar relacionado con el código específico de acuerdo con el cual se ha reconstruido la evidencia” (1997: 17). 76. Confróntese, por ejemplo, el capítulo “El presente oculta el pasado” en el libro Lugar de dudas, de Renán Silva (2014: 63-80), en donde se explicitan mucha de las dudas que se han formulado a la historia del tiempo presente. 77. Como lo postula Bosa (2010: 500-501), esta postura supone aceptar las distinciones y separaciones disciplinarias como algo dado, lo que constituye una postura sustancialista (creer que tras el sustantivo existe un sustantivo inamovible). 78. Pablo Pozzi señala al Archivo Sonoro del Instituto de Antropología e Historia como un precedente inmediato del Archivo de la Palabra de la misma institución; ambos, a su vez, ha influido en otros proyectos latinoamericanos de la oralidad. 79. Investigaciones como las de Sergio Aguayo Quezada (2001), Jorge Luis Sierra (2003) y Camilo Vicente Ovalle (2018) han reconstruido una historia de los servicios de inteligencia en nuestro país. Irrumpieron desde 1918, aunque están relacionados al ciclo de violencia política posrevolucionaria experimentada entre 1928 y 1940. En 1947, al inicio de la guerra fría, el gobierno de Miguel Alemán creó la Dirección Federal de Seguridad (DFS), que se unió
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a la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales, cuyo objetivo “era vigilar sujetos relevantes o considerados posibles o potenciales enemigos del nuevo estado posrevolucionario” (Vicente, 2018). Vicente señala que la DFS sufrió un giro de propósitos entre las décadas de los cincuenta y setenta. Particularmente, después del intento del Grupo Popular Guerrillero por asaltar el cuartel de Ciudad Madera, Chihuahua, el 23 de septiembre de 1965, Fernando Gutiérrez Barrios, titular de la DFS, encargó a Miguel Nazar Haro la creación del C-047, un departamento responsable de las operaciones clandestinas contra la oposición política, del cual no existen rastros y al que se sumó en 1976 la Brigada Especial (comúnmente conocida como Brigada Blanca). A partir de entonces, se acortó la distancia con los militares, pactada por Alemán décadas atrás, conformándose lo que Sierra denominó complejo contrainsurgente. Este concepto lo retomó Vicente para trazar la coordinación estructural entre policías y militares que combatieron a la guerrilla, que actuó hasta la década de los ochenta, con una notoria intolerancia de los militares ante la corrupción de los agentes policiacos de la DFS (2018: 146191). Cuando Miguel de la Madrid disolvió la DFS en la década de los ochenta, una parte de los agentes abandonó la institución y otros ingresaron a la Dirección General de Investigación y Seguridad Nacional (DGISN), que devino en el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) en 1989. 80. Publicada por Bonilla Artigas Editores, México, 2019. 81. Camilo Vicente Ovalle y Rubén Ortiz Rosas son especialistas en las metodologías represivas de las décadas pasadas en México, a partir de la consulta de archivos policiacos, en contraste con testimonios de sobrevivientes y la inspección de los espacios utilizados como cárceles clandestinas. Vicente Ovalle es doctor en historia por la UNAM y asesor de diferentes organizaciones no gubernamentales en torno a archivos de la represión y desaparición forzada. Ortiz Rosas es estudiante del doctorado en el Instituto Mora y su línea de investigación es el análisis de imágenes de opositores después de ser detenidos. Ambos son integrantes de la Red de Historia del Tiempo Presente. 82. Agradezco a quienes integran la RIARM sus comentarios sobre el avance de este texto. La reunión se llevó a cabo del 2 al 4 de mayo de 2017 en la Universidad de Valparaíso, Chile. 83. La idea de intervención de la historia oral de Alessandro Portelli, en La orden ya fue ejecutada. Roma, las fosas ardeatinas, la memoria, fue retomada de Mónica Szurmuk (2007). 84. El periodismo y el cine documental han expuesto continuamente a personajes pertenecientes a diversos cárteles y estructuras criminales que relatan
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métodos y lugares de extermino en contra de quienes se consideran contrarios. 85. Aunque me parece que estas búsquedas se realizan con más frecuencia en el presente, es indispensable recordar que, en el pasado reciente, familiares de víctimas rastrearon, a través de investigación con pobladores, lugares como el Pozo de Vargas, en Tucumán, donde fueron arrojados centenas de cuerpos de personas. 86. Pese a los señalamientos vertidos ante ministerios públicos adscritos a la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp) y la Comisión de la Verdad del Estado de Guerrero, no existen registros de Montiel López como responsable de perpetrar detenciones desapariciones en el pasado reciente de la región guerrerense. Sin embargo, la guerra declarada por el gobierno de Felipe Calderón en diciembre de 2006 contra el crimen organizado develó las profundas relaciones de complicidad y asociación de instituciones estatales con los cárteles narcotraficantes entabladas desde finales de los años setenta y principios de los ochenta. Por esto, el grupo liderado por Acosta Chaparro, entre los cuales se encontraba Montiel López, fue señalado por la prensa como protector del Cártel de Juárez, encabezado por Vicente Carrillo. 87. En el 2002, un semanario publicó cerca de 150 fichas del personal adscrito a la Brigada Blanca con datos generales como nombre, institución de origen (policía judicial, militar, DFS, etc.), direcciones y números telefónicos. En una búsqueda rápida por medio de los teléfonos, una amiga periodista, Marcela Turati, localizó a dos personas, un velador y un lavacoches, que en aquellos años se negaron a hablar. 88. Al parecer que el propósito fue que el Congreso de la Unión aprobara su presupuesto anual: www.youtube.com/watch?v=USr-CFgmRtc. Además del video, es muy interesante observar el debate reciente a favor y contra de la DFS, plasmado en los comentarios de los internautas. Véase el artículo de la revista Proceso del 27 de febrero de 2005, “DFS: la misión, aniquilar”. Disponible en www.proceso.com.mx/194146/DFS-la-mision-aniquilar. 89. “Taller para no periodistas”, impartido por Marcela Turati en las instalaciones de Consultoría Técnica Comunitaria (Contec), en la ciudad de Chihuahua, el viernes 2 de julio de 2017. 90. El entrevistado se refiere a una familia reconocida en Guadalajara, ya que el patriarca, José Guadalupe Zuno Hernández, fue gobernador de Jalisco en la década de los veinte. Casi 50 años después, su hija María Esther se convirtió en primera dama de México por su matrimonio con quien fue presidente, Luis Echeverría Álvarez. Al mismo tiempo, su hijo menor, Andrés, se relacionó con jóvenes del barrio de San Andrés, Guadalajara, agrupados en
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la pandilla conocida como Vikingos, de donde emanaría el grueso de simpatizantes del Frente de Estudiantes Revolucionarios (FER) y posteriormente algunos militantes de la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23S). Pese a su relación, Andrés Zuno Arce no se integró a ninguna organización radical. Su padre, José Guadalupe, fue secuestrado en agosto de 1974 en Guadalajara por jóvenes del Frente Armado Revolucionario del Pueblo (FARP), quienes lo dejaron en libertad en aproximadamente una semana. Fragmentos testimoniales de Andrés Zuno Arce, en Clandestino: inicios de la guerrilla (los Vikingos) y Clandestino: Frente Estudiantil Revolucionario (inicios). Disponible en: www.youtube.com/watch?v=GLapzOHTceo&list=PLSm2kRFTsTFjQyq_3yTcWFylHymO_W1y0 (consulta: 15 de mayo de 2018). 91. Hasta noviembre del 2019 continuó realizando entrevistas con otro ex agente que accedió a hablar con el propósito principal de caracterizar la última generación de la DFS, pues ambos son coetáneos. 92. Sobre la disputa por los archivos de la represión en Latinoamérica ya hay una bibliografía importante que recoge las experiencias de distintos países, aunque aún no hay una reflexión sistemática sobre el archivo como concepto e institución y su relación con la historia del tiempo presente. Para un panorama sobre la evolución de la disputa por los archivos de la represión, véanse Da Silva Catela y Jelin, 2002; Caetano, 2011; Aguirre y Villa-Flores, 2015; Markarian, 2016; Rico, 2016; Padilla y Walker, 2013; Weld, 2014. 93. Llama la atención que en las reflexiones sobre el concepto de archivo y su papel como dispositivo no participen de manera destacada historiadores; esto reafirma el viejo estigma de que los historiadores somos reacios a la reflexión teórica, pero llama aún más la atención que los teóricos que han realizado análisis sobre el archivo no atiendan a las operaciones historiográficas, a la relación que el historiador mantiene con el archivo, incluso a los propios procedimientos archivísticos, que en sí mismos ya contradicen muchas de las afirmaciones temerarias de estos teóricos que pretenden explicar el concepto de archivo histórico sin preocuparse por entender lo que sucede en el taller del historiador. A ellos podríamos dirigirles las palabras escritas por Marc Bloch contra quienes cuestionaban la legitimidad de la historia: “Su palabra no carece ni de elocuencia, ni de chispa. Pero los más de ellos han omitido informarse con exactitud sobre lo que hablan. La imagen que se hacen de nuestros estudios no se ha formado en el taller. Huele más a oratoria y a academia que a gabinete de trabajo” (2001: 46). El concepto de archivo, entendido como un lugar fundado por una muerte, o con una pulsión de muerte constitutiva, comenzó a circular con mayor fuerza a raíz de la publicación del texto Mal de archivo, una impresión freudiana, del filósofo Jacques Derrida (1997: 44). Los archivos tienen muy poco de lugares donde los muer-
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tos descansan; están lejos de ser un cementerio de papel. Por último, no está de más señalar que Paul Ricoeur, en su libro La memoria, la historia, el olvido, editado en Francia en el año 2000, donde ampliamente trata sobre la historia y la memoria, y sobre el testimonio y el archivo, no cita ni una sola vez Mal de archivo; aunque esto no puede llevarnos a un conflicto escolástico sobre auctoritas, no puede ser pasado por alto en el análisis sobre el desarrollo de la reflexión sobre el concepto de archivo. Sobre estas metáforas del archivo véanse De Certeau, 1993; Mbembe, 2012; Nava, 2015; Rufer, 2016. 94. La categoría de “documento histórico-confidencial” se establece del artículo 26 al artículo 30 de esta ley. Es importante mencionar que en junio de 2018 fue aprobada la Ley General de Archivos y que ya no contempla la categoría de “histórico-confidencial”, y aunque es más flexible aún tiene serias limitaciones. Por otra parte, tampoco se ha hecho saber cómo será el proceso de su implementación, si la eliminación de la categoría implica que se abrirán de nueva cuenta los archivos de la represión al público general. Esta nueva ley entraría en vigor en junio de 2019; mientras tanto, la normatividad restrictiva sigue vigente. 95. Artículo 27 de la Ley Federal de Archivos. 96. Artículo 28 de la Ley Federal de Archivos. 97. Disponible en www.jornada.unam.mx/2015/03/23/politica/003n2pol (consulta: 20 de agosto de 2017). 98. “Ley General de Archivos en la espera. Entrevista con el Dr. Francisco Javier Acuña Llamas”, entrevista realizada por Patricia Sauret y C. Valdés, Congresistas, año 16, núm.315. Disponible en . 99. Eduardo González Calleja presenta una síntesis sobre la evolución histórica y los marcos teóricos en los que ha aparecido el concepto de represión, así como sus distintas variantes y grados. Sobre la definición dice: “la represión engloba un amplio abanico de actuaciones, que pueden ir desde la eliminación física del disidente hasta el dirigismo de conductas públicas y privadas a través, por ejemplo, de la imposición de una cierta moral o de una cultura oficiales, en cuyo caso aparece más cercana al control social, que puede ser definido como el conjunto de medios de intervención, positivos o negativos, que utiliza una sociedad o un grupo social para conformar a sus miembros a las normas que las caracterizan, impedir o desanimar los comportamientos desviados o reconstruir las condiciones de consenso en caso de un cambio en el sistema normativo” (González Calleja, 2017: 400). 100. Sobre el tema de los archivos de la represión véase Crenzel, 2015; Da Silva Catela y Jelin, 2002; Weld, 2014; Padilla y Walker, 2013.
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101. “Acuerdo por el que se disponen diversas medidas para la procuración de justicia por delitos cometidos contra personas vinculadas con movimientos sociales y políticos del pasado”, Secretaría de Gobernación, Dirección General de Asuntos Jurídicos, Diario Oficial de la Federación, 27 de noviembre de 2001. Disponible en dof.gob.mx/nota_detalle.php?codigo=758894&fecha=27/11/2001. 102. Secretaría de Gobernación, “Acta administrativa de entrega-recepción del acervo documental transferido al Archivo General de la Nación, por virtud del acuerdo presidencial del 27 de noviembre de 2001”, 19 de febrero de 2002. 103. Secretaría de la Defensa Nacional, “Acta de transferencia de documentación”, 22 de enero de 2002. 104. Un análisis más detallado sobre el proceso de desclasificación de estos archivos se encuentra en Ávila Coronel, 2012. 105. César Valdez elaboró un estudio detallado sobre la organización e institucionalización de los servicios de inteligencia en sus primeras décadas que presenta una descripción pormenorizada de los jefes de los servicios y sus actividades en el proceso de construcción (Valdez Chávez, 2017). 106. Archivo General de la Nación, Fondo Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales, “Resumen de los breves apuntes para la historia del Departamento Confidencial”, 1934, caja 58, expediente 1. En adelante se cita “IPS”, el nombre del documento, el año, la caja y el expediente. 107. IPS, “Reglamento para el funcionamiento interior del Departamento Confidencial”, 1934, caja 44, expediente 1. 108. IPS, “Reglamento para el funcionamiento interior del Departamento Confidencial”. 109. Hacia finales de la década de los cuarenta, transformando las anteriores dependencias civiles de espionaje, se crearon dos direcciones que durante poco más de cuatro décadas estuvieron encargadas del espionaje a las disidencias políticas y en los años sesenta y setenta formaron parte de la coordinación e implementación de la estrategia contrainsurgente del Estado mexicano: la Dirección Federal de Seguridad y la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales. 110. Archivo General de la Nación, Fondo Dirección Federal de Seguridad, expediente DFS, 100-10-16-2 L-3 H. En adelante sólo se cita DFS y el número de expediente. 111. Los archivos de la DFS se abrieron al público por primera vez en 2002, luego de ser entregados por la Secretaría de Gobernación al AGN, acatando un mandato presidencial emitido en 2001.
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112. Este procedimiento se encuentra descrito en los “Lineamientos para la apertura de los archivos, expedientes e información que fueron transferidos al Archivo General de la Nación, en cumplimiento del acuerdo por el que se disponen diversas medidas para la procuración de justicia por delitos cometidos contra personas vinculadas con movimientos sociales y políticos del pasado”. Disponible en dof.gob.mx/index.php?year=2002&month=06&day=18. 113. Resolución al recurso de revisión RDA2626/15. La resolución sólo me dio parcialmente la razón, y ordenó al AGN a que rehiciera una versión pública en la que no se tacharan nombres de funcionarios; al mismo tiempo, la resolución insistía en que no podía tener acceso a los documentos “históricoconfidenciales”. 114. Solicitud de información del 4 de agosto de 2015, folio 0673800183415. 115. Respuesta del INAI, 18 de agosto de 2015 a través del oficio INAI/CAI/148/15. 116. Resolución RDA1483/16, del 25 de mayo de 2016. 117. Siguiendo a Julio Aróstegui, el presente histórico es una construcción (socio)cultural, “producto de una acción intergeneracional circunscrita al espacio de inteligibilidad que podemos percibir en cada momento histórico”, es decir, un tiempo de cronología móvil indisolublemente ligado a la experiencia vivida por los sujetos históricos (Aróstegui, 2004a; 2004b). 118. Disponible en institut.ina.fr (consulta: julio de 2018). 119. Disponible en www.hndm.unam.mx (consulta: julio de 2018). 120. Vale mencionar que existen algunos portales que se dedican a publicar noticias falsas, pero con un toque de sátira, humor negro y sarcasmo. Su objetivo no es desinformar, sino entretener y hacer reír a los lectores. En México, el caso más conocido es el de El Deforma, nombre que hace parodia a El Reforma, uno de los periódicos de mayor circulación en el país. 121. Disponible en archive.org/ (consulta: julio de 2018). 122. Sergio Arturo Sánchez Parra, “El Sol de Sinaloa y la violencia política en México durante 1972”, Conjeturas Sociológicas, vol. 5, núm. 14 (septiembrediciembre) 2017; “El Sol de Sinaloa y la violencia política en México durante 1972: el caso de Los Enfermos de la UAS”, Letras Históricas, 18 (primaveraverano) 2018; Sergio Arturo Sánchez Parra, Anderson Paul y Gil Pérez, “Opinión pública y prensa en México. Continuidades y rupturas desde El Sol de Sinaloa”, Historia y Espacio, 14, 50, (enero-julio) 2018; “La prensa mexicana en la justificación del comunismo, 1959-1970”, Historelo. Revista de Historia Regional y Local, 10, 20 (julio-diciembre) 2018, “El día de la libertad de prensa en México como medio de control del gobierno sobre la prensa, 19511969”, Reflexión Política, 20 (julio-diciembre) 2018, y con Luis Carlos López
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Ulloa, “El Sol de Sinaloa y el fantasma del comunismo en 1970”, Internacionales, 5 (enero-junio), 2019.
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Construcción de los campos, temáticas y balances historiográficos
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La historia vivida y el estudio de la violencia en México: conflictos historiográficos y dilemas metodológicos Rodolfo Gamiño Muñoz “No he escrito nada que no haya observado por mí mismo, o escuchado de otras personas a quienes he formulado, con mucha cautela, las preguntas de rigor”. Tucídides.
Introducción El presente texto es una reflexión que pretende demostrar que en México carecemos de un modelo analítico histórico especializado en el estudio de la violencia política del presente. No contamos con una narrativa histórica de la violencia perpetrada por el Estado durante los últimos 40 años. Tenemos múltiples explicaciones hegemónicas que han sido acuñadas por intelectuales e historiadores que han observado y explicado la violencia política sólo de manera fragmentada, como un elemento del pasado, un pasado que fue cerrado y clausurado para cualquier observación y análisis desde el tiempo presente. Es necesario precisar que la ausencia de un análisis y una narrativa sobre la violencia política en México se debe a la excesiva colonización del proyecto intelectual de Annales, que se ha convertido en una hegemonía historiográfica y ha impregnado la enseñanza y la elaboración de la historia desde hace más de tres décadas. Por ende, el estudio histórico de la violencia o las violencias políticas del tiempo presente en México representa un reto historiográfico y un dilema metodológico. Es un reto historiográfico porque, como ya se dijo, no hay una narrativa de las violencias que haya sido incorporada al relato nacional, apenas han sido agregadas como relatos de un pasado fragmentado, clausurado y estático, no como una secuencia del análisis histórico de un fenómeno integral, dinámico y de larga duración.
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La alternancia política en México del año 2000 colocó a la academia mexicana, y particularmente a la historia, en un dilema, pues fue la primera vez que un gobierno tenía la responsabilidad de enfrentar y negociar el pasado violento. La alternancia o transición exigió replantear el modelo tradicional de hacer la historia, para pensar en un giro historiográfico y cuestionar algunas categorías, como la historia contemporánea, que no equivalía a historiar el tiempo presente. Desde entonces, la realización de una historia del tiempo presente, o historia vivida, ha sido un reto teórico-conceptual, epistemológico y, sobre todo, metodológico que las instituciones de enseñanza e investigación histórica poco han querido abordar abierta y formalmente, como veremos. Annales y la enseñanza de la historia en México Hace poco más de dos décadas, los estudiantes de historia en México cuestionaron el modelo clásico del historicismo alemán de Leopoldo von Ranke. Argumentaron que ese modelo era positivista y tradicional y fomentaba la elaboración de una historia revisionista, lineal, anclada en el enlace historia-periodo, así como en el acontecimiento, el archivometodismo y la narración íntegra de los “grandes sucesos” que de manera arbitraria eran considerados históricos. El aprendiz de historiador con este modelo estuvo confinado únicamente a narrar los hechos de manera profesional, antes que a analizar. Pero el modelo positivista era, en cierta medida, antagónico a los programas entonces vigentes, los cuales, es importante decirlo, también estaban atrasados. A finales de la década de los noventa del siglo pasado era predominante el discurso historiográfico de Annales en algunas facultades e institutos de enseñanza histórica.1 Este discurso o corriente historiográfica que nació a finales de los años veinte se empeñó en comprender la realidad después de la primera guerra mundial y particularmente durante la crisis económica de 1929. Por lo tanto, emergió como una necesidad de comprender y explicar desde otros enfoques la realidad, más que como un boato intelectual por emprender otras formas de hacer historia. 408
Indiscutiblemente, el interés de la historia de Annales por los enfoques económicos y sociales terminó por romper con el longevo paradigma positivo de sus antecesores: Ernest Lavisse, Charles Seignobos y Charles V. Langlois. El discurso historiográfico de Annales derruyó también el “estigma de los ídolos” que Francis Bacon dio a los historiadores: “el ídolo político, el ídolo individual y el ídolo cronológico” (Dosse, 2012: 34). De esta forma, la historia desplazó su análisis de lo individual a lo social. Comenzó la elaboración de múltiples historias con perspectivas más amplias que abarcarían, como ya se señaló, lo económico y social, la geografía y su relación con la sociedad, la demografía, los estudios de población, los ámbitos culturales, las costumbres, las mentalidades o la cosmovisión de las sociedades del pasado, así como la vida cotidiana y la historia de larga duración. Además, múltiples disciplinas se ciñeron al análisis social desde una perspectiva histórica, enriqueciendo las fuentes y las metodologías de investigación: estadística, lingüística, demografía, psicología, geografía, arqueología y numismática. Es importante subrayar que este discurso historiográfico no declaró abiertamente la realización de una historia contemporánea2 o del presente, como la historia de antaño realizada por Herodoto, Tucídides y Tito Livio, modelos históricos que el positivismo se encargó de sepultar por ser subjetivos, entre otras cosas. El discurso historiográfico de Annales emplazó a la elaboración de otras historias, de acuerdo con otras preocupaciones por entonces vigen-tes. A pesar de esto, Bloch (2001) planteó de manera temprana la necesidad de elaborar una historia a través del método regresivo, consistente en el análisis del pasado a partir de las preocupaciones del presente. Annales rápidamente se consolidó como un eje de investigación hegemónica en el contexto de la posguerra, cuando las preocupaciones investigativas estaban centradas en la economía, la estadística y la sociedad, y en menor medida en temas como el trauma, la guerra y sus efectos. Desde entonces, sostuvo CharlesOliver Carbonell (1981), “Annales hizo de la historia un discurso de Estado”.
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Este discurso historiográfico pretendió establecer una concepción de la historia que no se preocupara únicamente por el pasado, sino también por la sociedad contemporánea. La primera generación de Annales3 comenzó a plantear la historia no como un análisis de periodización, sino como una historia problema, como un estudio histórico que atendiera problemas particulares, precisos, más que un estudio de carácter cronológico, tal como lo planteó Jacques Le Goff. Con esta óptica, los campos de estudio de la historia se rectificaron; durante esta primera generación emergió la geohistoria, la historia económica, la vida material en periodos de tiempo más amplios. El tiempo se modificó en el estudio de la historia; estos historiadores buscaron explicar los fenómenos analizados en un periodo de tiempo ampliado; buscaron también las repeticiones, las rupturas y las continuidades del comportamiento económico, lo psicosocial, las mentalidades, la vida material, la vida cultural, la espacialidad y lo geográfico. Los cimientos de la historia de larga duración de Fernand Braudel habían sido colocados. La segunda generación de Annales (1930-1960) estuvo liderada por Fernand Braudel. El contexto que marcó a esta generación estuvo signado por la segunda guerra mundial, los totalitarismos, los campos de concentración y el holocausto, sucesos que destruyeron las certidumbres de la elaboración histórica y el sentido de hacer la historia. Estas acciones cuestionaron la marcha triunfal de la civilización y el progreso humanos. Paralelamente, después de la guerra y con el triunfo del neoliberalismo y la democracia, la sociedad experimentó el despunte de la tecnología, de las comunicaciones, y asistió a la mundialización económica, y Annales intuyó que necesitaba de un nuevo discurso histórico para sobrevivir a la vorágine. Rápidamente incorporó al estudio histórico la demografía, el estudio del comportamiento económico en amplios periodos de tiempo, un minucioso análisis de las relaciones sociales en los ámbitos locales y las monografías regionales. Incorporó también una serie de estudios multidisciplinarios, recogió metodologías de análisis propias de la sociología, la antropología, la etnología, la lingüística y el psicoanálisis. Estas corrientes analíticas permitieron acuñar duran-
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te su gestión la denominada “historia de larga duración”, o la historia de conjuntos, en la que todo influye sobre todo y todo es recíproco. Esta historia multidisciplinaria es la historia del tiempo largo y espacio de análisis vastos. Braudel estableció la historia en tres temporalidades: el tiempo de la historia, el tiempo geográfico y el tiempo social, o individual. Braudel abonó el terreno para la tercera generación de Annales, que se centraría en los estudios de carácter espacial y temporal ampliados, con una tendencia a la demografía, la economía y la geografía, o geohistoria. Este discurso historiográfico ponderó la elaboración de una historia de método comparado, un método regresivo y un enfoque de la historia del pasado desde las preocupaciones del presente y desde un tiempo histórico medio y largo, más que corto y coyuntural. Metodológicamente, estos enfoques no sólo trabajaron el pasado con y desde el archivo, sino que incorporaron otro tipo de fuentes: la oralidad, el método etnográfico y el arqueológico. Gradualmente, a mediados de los años sesenta, Annales comenzó a retomar una preocupación central desde su gestación, el elemento humano, de la mano de los estudios decoloniales. Dejó o pretendió dejar de ser eurocéntrica y se centró en el llamado “tercer mundo”, en los denominados márgenes, en los olvidados por la magna historia occidental: los locos, los marginados, los nativos, las brujas, los “desviados”, los migrantes y las mujeres a través de una historia que sería denominada cultural o de las mentalidades. Emergieron, entonces, múltiples historias materiales: del proceso civilizatorio, del gusto, de la cosmovisión de la gente de a pie, del ciudadano común, de los dominantes y los dominados, de la cultura popular y, sobre todo, del poder. Todo analizado en microespacios, en estudios de caso. Esta corriente incentivó la producción historiográfica denominada microhistoria. A partir de esta generación de Annales, los estudios de la historia y el discurso historiográfico se basaron en la fragmentación y la individualización social. Sostiene François Dosse: una historia en migajas que se entrampó en sus múltiples contradicciones: norte, sur, este, oeste. Una sociedad que renunció a su presente y a su
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futuro. Vivimos una historia en migajas, ecléctica, abierta a curiosidades que hay que rechazar, se acabó la historia total, la historia con h mayúscula, estamos ante una historia articulada por objetos, una historia serial. No más historia global, es la historia serial, series con su propia temporalidad (Dosse, 2012: 171).
Es importante decir que el discurso historiográfico de Annales fue con-tradictorio desde su gestación, una contradicción que no fue señalada abiertamente por los jóvenes mexicanos que hace más de dos décadas se formaban como historiadores. Emergió en un contexto de crisis múltiple, más allá del factor económico; nació y en sus primeros años de vida experimentó múltiples conflictos políticos: guerras, violencias, traumas, nacionalismos exacerbados, campos de concentración y exterminio. Es necesario destacar que el discurso de Annales eludió comprender, analizar y explicar de manera histórica, política, social y experiencial sucesos como el nazismo, el fascismo, el comunismo, los totalitarismos, el holocausto, el terror y el horror de los campos de concentración. Charles-Oliver Carbonell (1981) fue contundente. Annales se convirtió en un discurso de Estado, o al menos en un discurso apolítico que rápidamente conformó un aparato hegemónico de enseñanza y producción histórica. Su influencia se estableció como un dogma, una doctrina que alcanzó niveles colonialistas en la academia mexicana, confinando temáticas políticas como la guerra, la violencia, el trauma, los nacionalismos, los campos de concentración, el exterminio y la desaparición forzada de la enseñanza y la producción histórica. Annales siguió propulsando la realización de una historia humana, de larga duración y serial, pero desvinculada de lo político y la política, una historia despolitizada, una historia de un tiempo, un pasado clausurado e inmóvil. Desde entonces, la elaboración de la historia se nos presentó “con toda desnudez, como una disciplina ferozmente académica cuyo ropaje crítico –teórico y metodológico– ha sido tomado de otras disciplinas” (Sánchez e Izquierdo, 2008: 23). Desde entonces, la historia no ha dejado de elaborarse de forma multidisciplinaria y transdisciplinaria; ha retomado herramientas
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teóricas, conceptuales y metodológicas de la sociología, la antropología, la economía, la etnografía, etcétera, pero, sin un lugar de enunciación propio del quehacer histórico, sin una nueva narrativa. Está casi ausente la monografía en la que se detalle cómo se ha historiado metodológica, teórica y conceptualmente lo experimentado, lo vivido, o lo temporalmente no clausurado. Frente a este debate, cada estudiante mexicano de historia fue obligado a asumir una postura, a sujetarse a ella como experiencia investigativa, y desde ahí a trabajar en la construcción de un relato regido por el determinismo y el funcionalismo, por el interaccionismo, o enfoque relacional. Los jóvenes historiadores que optaron por el interaccionismo obtuvieron en no pocas ocasiones una valoración negativa, consideraciones muy agrestes que reducían la posibilidad de validar su trabajo en la disciplina histórica. Estos escritos, a los ojos de la crítica y la ortodoxia, podrían ser todo antes que historia, y con cierto desdén se les consideró historia contemporánea, que fue el reducto donde se colocaron con cierta repulsa los trabajos en los que se analizaban de manera histórica los sucesos o los fenómenos contemporáneos, e incluso presentes. Durante décadas, esta tradición predominó en las escuelas, los institutos y las facultades dedicadas a la enseñanza de la historia; en algunos, este modelo hegemónico sigue prevaleciendo. El empeño por dejar de hacer de la producción histórica una actividad lúdica-intelectual y mantenerla como una labor científica dedicada a estudiar por antonomasia el pasado, fijo, estático y clausurado, sigue vigente. Basta con observar los programas académicos de los futuros historiadores; al menos en una docena de academias4 puede uno percatarse de que las áreas de formación básica obligatoria y las asignaturas han variado poco en dos décadas. En los planes de estudio predomina la introducción a la historia e historiografía, la teoría de la historia, la filosofía de la historia, las lecturas históricas, la historia de la ciencia, la historiografía mexicana y latinoamericana y la construcción del conocimiento científico. Las materias de conocimiento común compartidas por todos los 413
programas académicos son historia del México antiguo, prehispánico, virreinal-lusitano, México desde el porfiriato, México contemporáneo siglos XIX-XX, mundo actual, historia regional, así como historia de Europa y Estados Unidos, historia medieval e historia del arte. En el ámbito metodológico, estos programas comparten asignaturas como paleografía, historia oral, análisis de textos, hermenéutica, historia cuantitativa, fuentes orales y archivísticas. Las áreas de especialización de estas licenciaturas son la historia cultural, social, regional, ambiental, económica, demográfica; de las mentalidades, de las ideas, de las religiones, del arte, del cine, de la ciencia; la conservación y divulgación de la historia, gestión de proyectos históricos, historia diplomática, género e historia. La tendencia del discurso historiográfico de Annales se han manifestado a través de los estudios de renovación cultural, identidad nacional, orbe prehispánico y lusitano, pensamiento científico, reforma y contrarreforma, porfiriato, movimiento cristero, microhistoria, estudios de la Revolución mexicana; el presidencialismo, las elites políticas, los movimientos sociales, estudiantiles y armados socialistas de la década de los sesenta y setenta. Es imprescindible rescatar el suceso, pues se trata de construir una nueva historia con el acontecimiento; es necesario superar el corte típico de pasado-presente. El pasado debe servir para tener una mejor inteligibilidad del presente, no olvidemos que se trata de cambiar el presente, no el pasado; por lo tanto, debemos observar el presente sin el auxilio del pasado. La señal de la colonización que Annales ha hecho de la enseñanza y producción histórica por más de dos décadas es mucho más nítida (Walsh, 2017; Quijano, 2001; Figueroa, 2014). Existe una tendencia predominante a la elaboración de historias con una perspectiva más amplia, que abarca desde lo económico y social hasta la geografía y su relación con la sociedad, la demografía, los estudios de población; también con los ámbitos culturales, las costumbres, las mentalidades o la cosmovisión de las sociedades del pasado, la microhistoria y la vida cotidiana; paralelamente, los estu-
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dios decoloniales y desde los márgenes, los marginados y los nativos. Los jóvenes que hace dos décadas se formaban como historiadores, además de los enconados debates académicos descritos, fueron testigos de un cambio profundo en el campo o ámbito del quehacer histórico en México, vivenciaron un tiempo, una coyuntura que requería, que exigía y aún exige, una nueva forma de observar, hacer historia y entender el tiempo presente, o historia vivida.5 La alternancia política en México, la violencia y el tiempo presente Los cambios profundos y la experiencia de un nuevo tiempo histórico fueron revelados en el año 2000, cuando el Partido Revolucionario Institucional (PRI) perdió la Presidencia de la República después de siete décadas en el poder y tocó el turno de gobernar al Partido Acción Nacional (PAN). El contexto en el que se da la alternancia o transición6 exigió replantear el modelo tradicional de hacer la historia, pensar en un giro historiográfico y cuestionar algunas categorías, como la de historia contemporánea, ya que no equivalía a historiar el tiempo presente. Desde entonces, la realización de una historia del tiempo presente, o historia vivida, ha sido un reto teórico-conceptual, epistemológico y, sobre todo, metodológico. Un reto que las instituciones de enseñanza y de investigación histórica poco han querido abordar abierta y formalmente. La alternancia política fue un suceso, una coyuntura que emplazó a historiar nuestra propia vida como acontecimiento histórico. El presente nos estalló en la cara como un acontecimiento novedoso que involucraba al pasado, particularmente la violencia social y política del Estado mexicano contra la oposición y la disidencia. Con esta lógica, los historiadores se vieron obligados a reflexionar acerca de las conexiones del pasado con su presente, cómo la historia del pasado era realmente un reflejo de la historia del presente, y a meditar cuál había sido su papel como historiadores y cómo habían afrontado personalmente ese pasado violento.
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La alternancia dejó ver que la capacidad administrativa y el blindaje construido por el Estado mexicano en torno al pasado se diluían al entrar el siglo XXI. “La institucionalidad sui generis de la era priista no se había visto interrumpida […] por primera vez en 70 años se agendó la revisión del pasado represivo” (Dutrénit y Varela, 2010: 243). Para esto se creó por decreto presidencial la Fiscalía Especial para la Atención de Hechos Probablemente Constitutivos de Delitos Federales Cometidos Directa e Indirectamente por Servidores Públicos en contra de Personas Vinculadas a Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp). Los derechos humanos se colocaron en el eje público de la política, a grado tal que el gobierno de la alternancia representado por el PAN los utilizó como estandarte de legitimidad y como eje fundamental de la transición.7 La utilización de los derechos como un elemento legitimador de la alternancia favoreció que el debate en torno a las violaciones a los derechos humanos en el pasado fuera colocado en la esfera pública. Como ya se dijo, temas como la violencia, la represión sistémica, la detención extrajudicial, la tortura y la desaparición forzada se convirtieron en una agenda política imperativa para el gobierno de la alternancia. La predicción de los historiadores del pasado no parecía encajar con los sucesos del presente. El PAN se asumió como el gobierno del cambio, lo que implicaba idealmente esclarecer y castigar los delitos de lesa humanidad cometidos por el anterior régimen en diversos episodios de represión política al menos durante las últimas cuatro décadas del siglo XX. Este acontecimiento, aunado a la apertura de los archivos secretos del Estado en los que la violencia fue resguardada, en sótanos oscuros y fuera de la auscultación pública, propició también una reflexión obligada, a la que Pablo León y Jesús Izquierdo se refirieron como el fin de los historiadores: los cambios entre pasado, presente y futuro, y más concretamente la posición del tiempo en la sociedad y la cultura [mexicana] del siglo XXI, ya que buena parte de los grandes relatos –la propia filosofía de la historia– en que se había fundado la supuesta modernidad se había derrumbado
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ente la proliferación de dramáticos acontecimientos que no encajaban en sus predicciones (Sánchez e Izquierdo, 2008: ix).
Los acontecimientos del presente que desnudaron el pasado, ese que había sido cuasi socavado en su totalidad de la narrativa nacional, no encajaban con su versión de la realidad. La tergiversación, la mentira y el silencio fueron parte de la complicidad entre el Estado y los autores de la historia nacional. El presente no fue previsto en su relato. Paradójicamente, diecisiete años después de la alternancia política, el “pasado” sometido a investigación histórica seguía vigente, no estaba clausurado; era evidente que tanto en el pasado como en el presente el consenso del Estado para administrar la democracia seguía siendo la violencia política y social. La violencia en estado latente que conforma el presente (Gumbrecht, 2015): Aguas Blancas, El Charco, Tlatlaya, Tahuato, Nochixtlán, Apatzingán, Chalchihuapan, Ostula, Calera, Palmarito Tochapan, Iguala-Ayotzinapa8 y el país entero fue colmado de sucesos que develaron esta premisa. Las marchas de ellas y ellos, de miles y miles de familias que caminan en la vasta geografía nacional, sumando de forma contundente su voz y empeño por encontrar a los suyos y exigir verdad y justicia lo confirman. Así sucedió el 4 de abril de 2017 en un diálogo sostenido entre los padres de los 43 jóvenes de Ayotzinapa desaparecidos con la periodista Daniela Rea, el poeta y activista Javier Sicilia y el académico Boaventura de Sousa Santos en un auditorio de la Universidad Iberoamericana en la Ciudad de México. Ese 4 de abril el tiempo se colapsó. Varios fueron los motivos: los padres de los jóvenes desaparecidos dejaron ver su cansancio, su desgaste y su tristeza acumulada. Emplazaron a los asistentes cuestionándoles: ¿Cómo es que podemos aceptar un país podrido? Sostuvieron que era indigno tenerlo así. Que si nosotros como ciudadanos aceptábamos eso tendríamos que suicidarnos. El conjunto de ponentes coincidió en asemejar a México con Auschwitz, porque era un país que producía cadáveres.
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Los padres de los jóvenes desaparecidos de la normal rural de Ayotzinapa concluyeron argumentando que en este momento las ciencias sociales guardan silencio porque no tienen la elocuencia. La reportera Daniela Rea calló, y sostuvo que no había palabras, que sólo había lágrimas e impotencia después de lo narrado, lo vivido y escuchado. En todo el auditorio se hizo un silencio sepulcral. El silencio duró un minuto, dos minutos, tres minutos, apenas se escuchaban los sollozos y se veía a los ponentes secarse las lágrimas, lo mismo que a los periodistas y camarógrafos, así como a quienes estaban en el auditorio. La confusión presidía entre los participantes y los asistentes. Indiscutiblemente, el auditorio fue testigo de un sentimiento histórico lleno de silencio. El académico Boaventura de Sousa Santos rompió este silencio, sacudió sus manos, limpió su nariz con un pañuelo blanco y posteriormente sentenció: “La dignidad del pueblo mexicano nace hoy de la indignidad del Estado. De ese Estado débil, de ese Estado que mata dos veces para estar seguro de que mató. El pueblo mexicano es mejor que su Estado, este pueblo sostiene una lucha, resiste a favor de la dignidad y la vida”. Días después, Javier Sicilia sentenció que México sufre una degradación moral ante la violencia, donde las certezas y la vida han colapsado. “En este contexto el hombre ha quedado roto, mutilado, deshabitado. En este México ha triunfado la imposición de lo absurdo, la evidencia de lo contra natura, la presencia del mal radical. En este contexto de violencia extrema la experiencia sensible ha quedado atrapada en una nada, en un vacío” (Sicilia, 2016). El historiador mexicano frente a la violencia La violencia en México ha sido la bisagra entre el pasado y el presente, un puente sin el cual perdemos la lectura del conjunto. La violencia ha sido un fenómeno de larga duración, aunque la narrativa histórica oficial se ha empeñado en fragmentarla, en vaciarla y clausurarla temporalmente en el cajón del pasado. La violencia es un fenómeno latente que debe impedir la clausura del pasado y el olvido del presente; se ejerce en un tiempo circular, lo que queda 418
de manifiesto en estos testimonios y miles más que rondan como ecos sonámbulos por todos los rincones del país. Miles de narraciones del pasado y del presente dan cuenta de estas experiencias dolorosas que han sido vividas y experimentadas por lo menos en las últimas cuatro generaciones. Esto debería emplazarnos a responder: ¿Cuál es la relación que los mexicanos como sociedad democrática y global tenemos con el pasado y la violencia del presente? ¿La violencia política y social es algo que se ha analizado poco en términos históricos? ¿Cómo historiar la violencia? Los historiadores parecen habitar en los márgenes de estos cuestionamientos, alejados y aislados de estos debates, como si fuera únicamente competencia de sociólogos, antropólogos, politólogos y comunicadores. Los historiadores, en su gran mayoría, se han escondido de los problemas de su tiempo; parece que abandonan su función social justificándose una y otra vez con aquel vetusto supuesto de Benedetto Croce (1942): “La historia es siempre contemporánea”. Es evidente que la violencia política y social desplegada por el Estado tanto en el pasado como en el presente no podrá ser conocida, analizada y explicada con un trabajo teórico, epistemológico y metodológico propio del quehacer histórico tradicional. Esto ha colocado a la historia como una ciencia de poca utilidad para el tiempo presente, en el que se cuestiona: ¿Cuál es realmente el uso público del trabajo de los historiadores en esta materia? Este cuestionamiento hace necesario rearmar la teoría, la metodología y la epistemología de la historia; es imperante establecer las funciones de una nueva historia, escribir la nueva historiografía a partir de un pluralismo interpretativo, interdisciplinario de las investigaciones, en el archivo, el trabajo de campo y la oralidad como fuentes, y el ejercicio de la escritura (Gorbach y Rufer, 2016). La diversidad teórica, metodológica y epistemológica debe responder a las necesidades de conocer, analizar y explicar la historia del tiempo presente, o la historia vivida. Debemos analizar cómo sortear los conflictos de las múltiples fuentes documentales generadas en el 419
presente, la crisis explicativa y el colapso de los paradigmas de la ciencia social, la individualización institucional, las comunicaciones, la sociedad red, entre otros. Uno de los primeros obstáculos en esta tarea es –como ya se dijo– la arraigada herencia del positivismo en el quehacer de la historia, principalmente; asimismo, la imposición en el distanciamiento temporal que debe tener el historiador con su objeto de estudio y las fuentes documentales para asegurar la anhelada objetividad. Tal parece que llegamos tarde o ignoramos algunos de los debates en torno a la teoría de la enunciación y el sujeto enmarcados en el giro lingüístico (Rorty, 1967), que colocó al historiador en el tiempo presente, lo emplazó a asumir un lugar de enunciación, a tomar decisiones narrativas, a elegir otro lenguaje. El presente para el historiador, después del giro lingüístico, fue una suerte posicionamiento político, ético y filosófico para analizar cómo perciben lo sujetos su pasado y construyen desde el presente expectativas de su futuro (Aróstegui, 2004). Es importante destacar que el giro lingüístico fue una emergencia ante la imposibilidad de narrar la experiencia, el colapso del significado y el significante ante la catástrofe “racional” y la crisis humanitaria durante la segunda década del siglo XX. Respondió a nuestra ruina de certezas lingüísticas; significó la reinvención de la palabra, del discurso y su significado ante el profundo vacío, tal como se ejemplificó en el diálogo entre los padres de los jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa, el académico Boaventura de Sousa Santos, el activista Javier Sicilia y la periodista Daniela Rea en la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México. El giro lingüístico formuló nuevos conceptos, nuevas definiciones que fueron dotando de sentido; se rehízo el lenguaje y, con él, el posicionamiento de los sujetos hablantes en los nuevos discursos, configurando así un lugar de enunciación y un espacio discursivo en el nuevo paradigma. Pero esta revolución discursiva y de sentido trastocó poco la elaboración histórica tradicional y estructural, excepto en historiadores como Hayden White, quien consideró que narrar era en sí mismo explicar, asumió que la riqueza de la explicación estaba inmersa en
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la narración, que la historia era escritura antes que otra cosa. Los hechos terminan siendo entidades lingüísticas y subsisten a través de la narración (Dosse, 2004: 24). En este sentido, es imperativo que los historiadores se asuman como sujetos y profesionales que tienen un compromiso político con el presente, principalmente con el tema de la violencia, el fenómeno que más ha aquejado a la sociedad y del que más falta de análisis histórico hay las academias y los institutos de enseñanza e investigación histórica. Es pertinente descolonizarnos del discurso historiográfico de Annales y asumir un lugar de enunciación diferenciado, abortar el modelo de historia positiva, academicista y rigurosa que dialoga como si fuera un monólogo sostenido en espacios especializados y distinguidos. Es necesario comprender que los historiadores interesados en la temática de la violencia deben dejar de concebir la historia desde los confines temporales, cronológicos; deben pensarse en términos de lo vivido, de la experiencia, de lo contemporáneo, de lo coetáneo. J. Grunewald ha propuesto, más que delimitaciones cronológicas, criterios que permitan discernir menos su noción. Para él, se estaría en presencia de un verdadero tema de historia del presente si se reúnen cuatro caracteres: “una ruptura suficientemente neta en la evolución social; relaciones estrechas de inmediatez con los problemas políticos y sociales contemporáneos; información suficiente para permitir una cierta generalización y un esbozo de tipología; sin olvidar un minimum de interés de los contemporáneos por estas investigaciones” (Soto, 2004: 233).
Michel de Certeau sostuvo que “la historia era la ciencia del tiempo y que hemos cuestionado de forma muy limitada el significado del tiempo”. Ante estas ausencias analíticas, Julio Aróstegui (2004) señaló que se ha cuestionado agudamente la elaboración de la historia del tiempo presente, la historia de la experiencia o la historia vivida. Este argumento cobra relevancia porque en México vivimos en un tiempo histórico o pasado inconcluso; experimentamos un pasado suspendido, no clausurado. Urge que los historiadores realicen una historia viva, de la historia vivida, historiar las experiencias y no elaborar únicamente historias cronológicas o diacrónicas.
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Aróstegui subrayó que se debe historiar el presente como un significado histórico y hacerlo una construcción historiográfica. El reto estriba en construir una historiografía específica de un tiempo histórico siempre abierto, inconcluso, una historiografía que conozca, analice y explique a los sujetos en un momento común, no clausurado. Consideraciones finales Los tiempos demandan la realización de historias de la violencia en México, como una socialización común del fenómeno, como un conflicto generacional que ha producido sentido a la población. Es imperativo analizar las experiencias de la violencia y cómo se han convertido en elementos importantes del cambio social que hemos tenido durante las últimas cuatro décadas. Es necesario implementar una narrativa historiográfica nacional que rompa de tajo con esa narrativa histórica hegemónica que ha negado la violencia, que la ha hecho una narrativa de negación, un ethos que nos ha constituido tanto en lo personal como en lo social y político. Como ya se asentó, la narrativa historiográfica que ha negado la violencia como un ethos constitutivo del ser tutelado y el recuerdo y ha labrado la memoria y el olvido de los mexicanos, que ha negado la violencia como un presente continuo, como una latencia del presente, es la corriente predominante en México. La violencia política ha sido encapsulada por esta narrativa en el tiempo pasado, en periodos de tiempo cortos, pero clausurados, por eso es difícil establecer los vínculos que como fenómeno tiene con el presente. La violencia política ha sido presentada históricamente como un fenómeno anómalo, discontinuo, atemporal, y vaciado de todo contenido político. La negación de esta violencia en la narrativa histórica hegemónica ha impedido establecer su vinculación con el presente, pero principalmente con el futuro, que ha quedado desarraigado de todo ejercicio de violencia política y se percibe como un fenómeno anómalo, atemporal, discontinuo y cerrado. El reto consiste en tender un puente estricto entre el momento pasado y el del presente, lo cual es relativamente sencillo en el estu422
dio de la violencia, ya que es un fenómeno que tiene vínculos con el pasado y con el presente vivido. La violencia es una latencia que ayuda a conocer, entender y explicar el fenómeno de la violencia política en México, puesto que el investigador no estará frente al desenlace del fenómeno, una de las críticas más fuertes a este discurso historiográfico. La violencia es un fenómeno ampliado experimentado por las últimas tres o cuatro generaciones, lo que colocaría al historiador ante un suceso continuo y no frente a fechas elegidas a veces de manera arbitraria. El historiador buscaría, al analizar la violencia, establecer un estudio más dinámico y móvil desde múltiples enfoques políticos; interpretar los patrones de la violencia, las acciones, las decisiones, las emociones, las experiencias, las rupturas y las continuidades, y las consecuencias generacionales, más que realizar únicamente descripciones o explicaciones concluyentes en un tiempo histórico determinado, estático y fijo. Aróstegui (2004) sostuvo que el reto del historiador del tiempo presente –que se enfoque a estudiar la violencia en México– debe encontrar el significado histórico de la violencia, construir un discurso historiográfico, que no está necesariamente anclado en oxímoron documental ligado al pasado. Debe consolidar un estudio histórico que logre amalgamar la historia vivida por el historiador, sus informes y sus informantes con la historia heredada a éstos. Por lo tanto, para comprender y explicar un hecho histórico del que otras historias no se han ocupado es necesario comprender que esta historia no debe ser elaborada con la percepción del tiempo, sino de una historia de vida. El dilema metodológico consiste, entonces, en cómo elaborar una historia vivida si los historiadores parecen seguir entrampados en el uso y abuso de los archivos-documentos, en la dependencia de documentos productores de discursos que establecen condiciones, saberes, verdades y sentidos (Foucault, 2003.) Es urgente repensar el papel del archivo, la fuente, el sentido de la historia, la deconstrucción del archivo y la borradura (De Certeau, 1993; Le Goff, 1991; Hartog, 2007; Nava, 2015) en la realización de la historia del tiempo presente, o historia vivida, tomando como eje de análisis la
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violencia. Un discurso historiográfico que ha sido condenado a ser construido a partir de una negación como suceso histórico, erigido como archivo a través de huellas y borraduras (Nava, 2015: 133) y programado como olvido (Gamiño, 2011). La historia del tiempo presente que se enfoque en la violencia debe dar prioridad a la elaboración de narrativas que permitan consolidar, establecer, múltiples memorias de la experiencia vivida. “Basta de formar historiadores leyendo libros de historia, entreguemos herramientas metodológicas, teóricas junto a una formación acorde con los tiempos que vivimos, sólo así, no sólo conseguiremos más aliados para la causa de la historia del presente, sino que también contribuiremos a rescatar el verdadero sentido de la historia misma: el hombre” (Soto, 2004: 114), ya que los historiadores “no nos hemos atrevido a ser en la plaza pública, la voz que clama en el desierto […] hemos preferido confinarnos en la temerosa quietud de nuestros talleres. ¡Ojalá nuestros muchachos puedan perdonarnos la sangre que hay en nuestras manos!” (Dosse, 2012: 65).
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Consideraciones sobre política e historiografía: el campo de la Historia Reciente en la Argentina Marina Franco Introducción9 En Europa occidental y América, el campo de estudio de la historia reciente (o historia del presente o historia del tiempo presente, según las variables denominaciones) ha sido el resultado de una renovada atención y un renovado interés de los historiadores por acontecimientos cercanos en el tiempo, en especial sobre los hechos que por sus características representaron verdaderas rupturas o conmociones en el transcurso histórico de las sociedades afectadas, o, más ampliamente, de occidente, y siguen siendo procesos abiertos con impacto en el presente.10 Sin duda, el evento emblemático que sintetiza estos elementos es el Holocausto, un verdadero “tropos universal”, como lo ha definido Andreas Huyssen (2002). Así, desde mediados de los años setenta, la preocupación por la memoria y las víctimas del Holocausto en Estados Unidos y Europa impulsó debates y estudios y una creciente inquietud por las políticas de la memoria y por la comprensión de los procesos de elaboración social del pasado en esos países; asimismo, puso en primer plano del espacio público occidental la figura de los testigos en su condición de víctimas (Lvovich, 2007; Traverso, 2007; Wieviorka, 1998). Sin embargo, no sólo el Holocausto ha sido el disparador de los desarrollos sobre el pasado reciente, también la segunda guerra mundial y la ocupación alemana de algunos países europeos; el nazismo y el fascismo en Alemania e Italia, el franquismo en España, las dictaduras de seguridad nacional en el Cono Sur de América Latina, las extensas historias de violencia política en Perú y Colombia, por citar algunos casos, han impulsado el desarrollo de la historiografía y las ciencias sociales en cada país preocupadas por entender esos procesos y sus impactos duraderos. Es decir, en un 425
marco internacional propicio por razones históricas, políticas e intelectuales, en general, han sido finalmente los procesos y los factores localmente situados los que han impulsado el campo específico de la historia reciente en cada país y comunidad intelectual donde se ha desarrollado.11 Es necesario destacar este aspecto porque ese componente local está en la base de constitución del campo de la Historia Reciente en cada país, y condiciona sus desarrollos y sitúa el quehacer profesional e intelectual en una relación estrecha y compleja con el presente y con la política locales. Esta diversidad de procesos en su origen, con influencias intelectuales distintas, también explica la variedad de concepciones sobre esta especialidad. En efecto, se trata de un campo poco definido que no reúne acuerdos claros entre quienes la desarrollan y que posee denominaciones diversas y concepciones también muy variables. Así, por ejemplo, Julio Aróstegui (2004), figura fundamental de la historiografía española sobre el tema, denomina “historia del presente” a la historia vivida, coetánea al historiador, y pone el énfasis en el “tiempo presente” como objeto de estudio nuevo y no como mera prolongación temporal de la historia contemporánea. En tanto, con un criterio más cronológico y asociado a la cercanía temporal y al carácter de cesura política e intelectual de ciertos hechos, en Francia y Alemania este mismo campo surgió vinculado a la historia de la segunda guerra mundial y sus procesos posteriores (Aróstegui, 2004). En el Cono Sur de América Latina suele estar asociada a las dictaduras militares de los años sesenta o setenta, pero con una fuerte conciencia del carácter presente y abierto de esos hechos y de la importancia de la dimensión memorial.12 Sin duda, la marca fundamental de origen es el reconocimiento del impacto y la presencia en el presente de ciertos procesos y eventos del pasado, la percepción de que hay un “pasado que no pasa” (según la célebre formula consagrada por Henry Rousso), o una relación temporal entre pasado y presente que exige nuestra constante reflexión en términos éticos, metodológicos y epistemológicos.13 Por esta dimensión presente del pasado, muchos especialistas consideran que la Historia Reciente se caracteriza por un giro 426
epistemológico definido por una relación diferente entre el pasado y el presente, entre el objeto y su historiador, y por la reconsideración de una historicidad que incluye la trama temporal pasado/presente/futuro (Bédarida, 1997 y 2001) o, en otra formulación cercana, la unidad o convivencia en un mismo tiempo histórico del sujeto y el objeto de investigación (Lagrou, 2000; Mudrovcic, 2000). Cualquiera de estos planteamientos contrasta con la concepción tradicional de la Historia, donde el objeto de trabajo del historiador se ubica en un tiempo pasado y separado del presente del historiador. En este punto es necesario aclarar que más allá de ciertos eventos o procesos que impulsaron el campo de la Historia Reciente, la dimensión presente y abierta del pasado cercano y su coetaneidad con el historiador puede incluir una diversidad de cuestiones y no sólo las de alto impacto social y político que estuvieron en la constitución de ese campo temático en las últimas décadas. Por lo tanto, no hay razones epistemológicas –más allá de su historia y proceso de evolución– para que la Historia Reciente se refiera a eventos lacerantes o de alto impacto político. De hecho, como veremos, sus desarrollos más actuales en la Argentina comienzan a diversificarse hacia otro tipo de procesos. En cualquier caso, la presencia del presente (como tiempo histórico, como coetaneidad, como epistemología diferente) en esta historiografía es también la asunción necesaria de la presencia de la dimensión política. Esta politicidad acompañó el surgimiento de este espacio como ámbito profesional en occidente, en general, y en cada comunidad política, en particular, y no debería ser entendida – como lo hizo la disciplina en su proceso de profesionalización a finales del siglo XIX– como un obstáculo o una “intoxicación” sobre la producción intelectual y científica, sino como una marca que define una epistemología particular en relación con la historiografía más tradicional. No es sólo de una marca de origen; por el contrario, acompaña, modela y condiciona el funcionamiento del espacio profesional en cada uno de sus momentos de desarrollo y en cada comunidad profesional de manera diferente. En lo que sigue veremos cómo se entretejieron estas dimensiones de lo político, lo histórico,
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lo memorial y lo propiamente intelectual y científico-profesional en el desarrollo del campo de la historia reciente en Argentina. La “historia reciente” en clave nacional La primera aclaración necesaria es que la denominación más habitual en la Argentina para nombrar el nuevo ámbito historiográfico ha sido “Historia Reciente”, más por la inercia de uso que por una reflexión epistemológica sobre el concepto. De hecho, el tema y su inercia sólo denotan el peso de las preocupaciones políticas y ciudadanas sobre los eventos cercanos que impulsaron este campo historiográfico.14 El desarrollo de la Historia Reciente en la Argentina ha sido el resultado de un proceso de acumulación previo durante varias décadas, pero cuyo impulso más significativo se produjo en los últimos 15 años. Este campo se ha consolidado a través de un proceso de crecimiento vertiginoso entre mediados de la década de los años 2000 y el decenio siguiente. Esta consolidación se manifiesta hoy en procesos de profesionalización, institucionalización, reconocimiento y legitimación por parte de la comunidad de pares y las esferas no académicas. De este proceso de pocos años dan cuenta algunos indicadores, como la existencia de líneas de financiamiento para la investigación y la realización de actividades científicas específicas, provistas por las principales agencias de investigación del país y por las universidades públicas y privadas;15 la existencia de formaciones de posgrado especializadas en Historia Reciente y/o memoria16 u otras con un amplio espacio para investigaciones en ese campo; una enorme productividad acorde con los estándares científicos de las publicaciones académicas; la existencia de eventos regulares especializados o incluso con subespecializaciones dentro de la Historia Reciente, y la inserción de quienes se dedican a esto (y que ya conforman al menos tres generaciones académicas) en todos los ámbitos universitarios y del sistema de ciencia y técnica argentino, así como en espacios donde se toman decisiones de docencia e investigación. Aunque este fenómeno tiene mayor concentración en las grandes ciudades argentinas, es de al428
cance federal, ya que existen núcleos de investigadores especializados en buena parte de las universidades del país, que a su vez convergen en un colectivo informal de Historia Reciente que agrupa a todos los ámbitos institucionales donde se desarrolla esta línea de trabajo.17 Antes de avanzar es importante aclarar que esta expansión incluye no sólo la producción que proviene disciplinariamente de la Historia, sino que ha conformado un campo más amplio en donde confluyen la antropología, la sociología, la ciencia política y otras áreas de las ciencias sociales. En este sentido, una de las principales características de este espacio historiográfico es su condición multidisciplinaria e interdisciplinaria. Por la misma razón, la denominación de “historiador” se refiere en este texto a cualquier investigador dedicado al pasado reciente y no necesariamente a alguien que se formó en Historia. A pesar de este carácter diverso, muchas de las reflexiones y los datos cuantitativos que presentaremos provienen de la relación que este campo establece con la Historia como disciplina. Esto se debe a que es en relación con ese espacio que la Historia Reciente debió construir su legitimidad y definió algunas de sus características identitarias, es decir, una epistemología propia. Recordemos, por ejemplo, que la sociología o la antropología se ocuparon siempre de fenómenos contemporáneos o cercanos en el tiempo y tuvieron menos resistencia de sus propios ámbitos disciplinarios a abordar ciertos temas. Las condiciones de surgimiento, expansión y apogeo de la Historia Reciente en la Argentina Como ya se señaló, el desarrollo de la Historia Reciente en la Argentina está ligado a las evoluciones de la historiografía y el campo intelectual de occidente. A nivel disciplinario, los desarrollos profesionales que más han influido en el Cono Sur corresponden al último cuarto del siglo XX, marcados por el peso que adquirió la memoria del Holocausto en Estados Unidos y Europa, la emergencia de una historiografía francesa preocupada por su historia más cercana y un renacimiento de la historia política y la preocupación por 429
la memoria.18 Esto confluyó con algunas características de la evolución del campo de las ciencias sociales en el mismo periodo, en particular los desarrollos posteriores a la crisis del estructural-funcionalismo y el impacto del giro lingüístico, en relación con la puesta en cuestión del principio de realidad del pasado histórico, del estatuto de la verdad histórica y de la narración historiográfica. Sin embargo, fue la experiencia brutal de la violencia política en la década de los setenta del siglo XX argentino, y en particular de la violencia estatal de la última dictadura militar (1976-1983), lo que se suele denominar el “terrorismo de Estado”, el marco históricopolítico que operó como condición de posibilidad para el desarrollo de la Historia Reciente como especialidad disciplinaria. Más aún, este proceso histórico y su impacto siguen siendo hoy, de manera más compleja, diversa y ampliada, parte de las condiciones de producción y enunciación de la Historia Reciente. Como señala Florencia Levín, esta marca de origen “resulta determinante para la historia reciente en tanto en su epistemología está comprendida de este modo la doble tarea de historizar el pasado acontecido y, simultáneamente, reconstruir las condiciones de posibilidad de su propio conocimiento erudito, lo que la convierte de modo significativo y singular en un aspecto de su propio objeto de estudio” (Levín, 2016: 152). Así, la experiencia del terrorismo de Estado y la violencia política fue un objeto inmediato, temprano y sostenido de la producción intelectual y política. Los primeros años de la posdictadura estuvieron marcados por el entusiasmo democrático y el impacto político y social de los procesos de investigación y justicia por las violaciones a los derechos humanos cometidas por las fuerzas armadas, así como por el impacto del movimiento por los derechos humanos. Memorias, narraciones y escrituras diversas por parte de sus protagonistas, así como de la literatura, el cine y el periodismo, aparecieron rápidamente en ese periodo. También desde ámbitos científicos y académicos, las primeras investigaciones y reflexiones fueron contemporáneas al proceso político y se desarrollaron, principalmente, en las áreas de la sociología, la ciencia política y la economía du-
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rante los años ochenta, integrando el abanico de temas propios de estas disciplinas. En ese primer momento, y como parte de un fenómeno más general en América Latina y en el seno de la ciencia política, sobresalieron los estudios sobre la “transición a la democracia”; desde la economía, los trabajos sobre las profundas transformaciones de la estructura socioeconómica producidas por el autoritarismo militar; desde la sociología, al calor del estudio de los nuevos movimientos sociales, se destacaron los trabajos sobre actores específicos y novedosos, como los organismos de derechos humanos.19 La Historia estuvo casi ausente de esos primeros desarrollos por razones que tienen que ver con la dificultad y ajenidad de la disciplina –en su concepción tradicional– frente al estudio de procesos contemporáneos y como consecuencia de las resistencias de muchos historiadores a abordar hechos cercanos en el tiempo. Esos hechos eran considerados objetos “calientes” y la falta de distancia y perspectiva histórica –entendidas como garantía de objetividad– hacían imposible abordarlos profesionalmente.20 Sin duda, este argumento disciplinario forma parte de la tradición de la historiografía occidental (Bédarida, 2001; Mudrovcic, 2013) y no fue inventado ad hoc para la situación argentina, pero también estaba allí la dificultad de muchos historiadores para acercarse a una historia que los había atravesado personalmente de diversas maneras –por ejemplo, la militancia política y especialmente el exilio fue una experiencia que marcó a no pocos de quienes partieron jóvenes y se formaron en el exterior. En línea con estas dificultades o reticencias, el primer impulso de algunos sectores significativos de la historiografía argentina en la inmediata posdictadura fue ir a buscar al pasado del siglo XIX las raíces de la democracia argentina –obviando, al menos en forma explícita, el profundo vínculo político que esto tenía con las preocupaciones presentes de aquellos años ochenta de la “transición” (Pittaluga, 2010). Los avatares del proceso político local en su intersección con la “pasión memorialista” y las preocupaciones políticas e intelectuales occidentales tuvieron un segundo impacto científico significativo a 431
nivel local con el desarrollo del campo de estudios de la memoria desde mediados de los años noventa. En la Argentina, esos años son recordados como la etapa de “la impunidad” o “el olvido”, ya que ese periodo estuvo marcado por el retroceso en las políticas de justicia en cuanto a las violaciones a los derechos humanos – debido a una serie de medidas del gobierno que frenaron los procesos judiciales e indultaron a los militares condenados previamente21– y cierto retroceso del espacio social y la legitimidad pública de los actores vinculados al campo de los derechos humanos. Sin embargo, a mediados de la década otros acontecimientos sociales de enorme impacto comenzaron a movilizar energías e intereses políticos e intelectuales; entre otros, marcó un hito el surgimiento de la organización Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (HIJOS), que nucleaba a jóvenes adultos descendientes de las víctimas de la represión, quienes iniciaron acciones de alta visibilidad pública en respuesta a la falta de justicia.22 Esto coincidió con el vigésimo aniversario del golpe de Estado (1996) y la aparición de una serie de vectores culturales de memoria –como nuevos libros testimoniales y películas documentales– que comenzaron a movilizar otras memorias del pasado cercano, menos ligadas al recuerdo de las víctimas como tales y más cercanas a sus experiencias y trayectorias como “militantes” políticos – aspecto que había quedado ocluido en el primer momento posdictatorial.23 En este contexto, y de la mano de un grupo de científicos sociales movidos por la preocupación ciudadana y el compromiso con las víctimas y contra las política de olvido e impunidad, e interesados por entender los procesos sociales que estaban en la base de esas formas de procesamiento del pasado reciente, comenzó a desarrollarse un campo novedoso para América Latina: los estudios de la memoria con perspectiva regional.24 Con la dirección de Elizabeth Jelin y con equipos conformados por investigadores muy jóvenes provenientes de Argentina, Chile, Uruguay y Perú, entre otros, se produjo una apertura a temas y problemas sobre el campo de la memoria que tendría fuerte impacto en el campo de la Historia y las ciencias sociales en los años siguientes. En efecto, los estu432
dios sobre la memoria –en el contexto de un creciente interés social y político por ese pasado que comenzaba a reaparecer en el espacio público argentino– fueron un impulso importante para jóvenes graduados que comenzaron a interesarse por el periodo dictatorial y su memoria posterior. En forma paralela, consolidando un auténtico momento germinal para el campo de la Historia Reciente, entre finales de los años noventa y comienzos de la década siguiente aparecieron algunos trabajos de muy distintos orígenes y enfoques que marcaron fuertemente el campo de los estudios sobre el pasado reciente hasta la actualidad, abriendo nuevas preguntas de investigación y preocupaciones histórico-políticas sobre el terrorismo de Estado: Pilar Calveiro, Luis Eduardo Duhalde, Elizabeth Jelin, Hugo Vezzetti son sin duda algunos de los nombres más relevantes.25 También en ese mismo momento apareció la primera y única historia completa de la dictadura, escrita por Marcos Novaro y Vicente Palermo (2003), que tampoco ha sido reformulada por otras iniciativas posteriores, y poco después apareció la revista político-académica Lucha Armada en la Argentina, que en el marco de otros debates y procesos memoriales también marcó la discusión sobre la violencia revolucionaria.26 Tomados como síntomas de un momento dado, todos estos trabajos también actualizaron el debate sobre el pasado reciente y renovaron cuestiones que en alguna medida habían quedado fijadas en los “lugares comunes” de la posdictadura y las políticas de memoria de aquellos primeros años centradas en los desaparecidos, las víctimas y el “horror”. En particular, abrieron nuevas preguntas y perspectivas críticas en torno a las condiciones de posibilidad del terrorismo de Estado, las relaciones entre régimen autoritario y sociedad, el procesamiento social de ese pasado en las décadas anteriores y la experiencia e impacto de la militancia revolucionaria en la Argentina de los años setenta. De esta manera, los años noventa dieron paso a una explosión de las investigaciones sobre ese pasado que se produjo desde mediados y finales de la primera década de los años 2000. Este crecimiento exponencial atravesó a las ciencias sociales en general (es433
pecialmente a la sociología, la antropología y la ciencia política, así como a las artes y las letras), pero tuvo un impacto más significativo en la Historia como disciplina, probablemente por contraste con su silencio y reticencia previos a abordar el pasado cercano. Sin duda, esto también coincidió con una renovación generacional y el inicio en la investigación de profesionales que habían sido muy jóvenes o estaban en la niñez durante la dictadura y que no obstante haber vivido aquel periodo tal vez lo cargaban con menor peso político y experiencial directo que aquella otra primera generación de historiadores de la posdictadura. Sin embargo, esta explosión de los estudios sobre el pasado reciente a partir de mediados de la primera década de los años 2000 no fue una evolución meramente interna del campo intelectual o historiográfico, sino el resultado de muchos factores coincidentes. En efecto, se produjo en una asociación muy estrecha con la percepción de una nueva ruptura histórica y el inicio de un nuevo ciclo político. Para explicar esta explosión historiográfica pueden mencionarse tres procesos políticos muy distintos, pero con efectos convergentes. En primer lugar, el impacto de la llamada “crisis del 2001”, un momento de crisis política e institucional extrema que la Argentina atravesó entre diciembre de ese año y los primeros largos meses del año siguiente. La crisis se caracterizó por el derrumbe brutal de la legitimidad de la autoridad política, en el contexto de una situación económica y social de extrema gravedad que venía gestándose desde tiempo atrás y generó una gran revuelta popular y movilizaciones sociales espontáneas y autoconvocadas dirigidas a ocupar el espacio público bajo la consigna “que se vayan todos”. Esta explosión social de dimensiones impredecibles dio espacio para la reemergencia y la revalorización de la acción política y el surgimiento de nuevos actores e identidades políticas.27 Así, para una cierta franja de la sociedad, la “crisis del 2001” significó el redescubrimiento de la política como un espacio de transformación y un campo efectivo de la acción popular legítima, y la posibilidad de explorar nuevas formas de la política.
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Como segundo proceso importante, una de las consecuencias de esta crisis fue, a partir de 2003, a un nuevo ciclo político marcado por los gobiernos de Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Kirchner (2007-2011 y 2011-2015) y una nueva hegemonía peronista. Su incidencia decisiva para el desarrollo de la Historia Reciente se debe a que ambas gestiones produjeron profundas transformaciones políticas y simbólicas en relación con el pasado reciente, transformándolo en objeto de políticas de gobierno y de movilización y construcción política del presente. Uno de los datos fundamentales del periodo fue la reapertura de los procesos judiciales a acusados de violaciones a los derechos humanos durante los años setenta.28 Junto con esto, las políticas kirchneristas de gobierno supusieron cierta “estatalización de la memoria” (Crenzel, 2015) a partir de un nuevo régimen de memoria sobre el pasado reciente. Esto estuvo basado en el acercamiento estrecho con los organismos de derechos humanos y sus agendas políticas, la creación de museos y sitios de memoria, un fuerte énfasis (no nuevo, pero sí acrecentado) en la construcción de una memoria del pasado a través del sistema escolar, la puesta en marcha de políticas de reparación económica y simbólica para las víctimas29 y el reconocimiento de los afectados por diversas formas de la represión. Con esto también se profundizó la rehabilitación de la experiencia política de los años setenta y la militancia revolucionaria que se había iniciado antes, reconstruida ahora en creciente clave épica y colocada como antecedente histórico y referencia del kirchnerismo.30 Todo esto no sólo implicó la construcción de una nueva memoria fuerte sobre los años setenta que precedieron a la dictadura, sino que repolitizó ese pasado y lo transformó en un objeto acuciante del presente, de sus conflictos y tensiones. Un ejemplo claro de la vocación de los gobiernos kirchneristas de reformular la narración sobre el pasado acuñado en la posdictadura fue la polémica redacción de un nuevo prólogo para el libro Nunca más, editado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) en 1984 y que desde entonces se había convertido en la explicación fundamental de lo sucedido en la Argentina durante la dictadura militar.31 435
En síntesis, la primera década larga de los años 2000 representó la emergencia de un nuevo régimen de memoria en relación con el pasado dictatorial y la violencia de los años setenta; se realimentó de procesos sociales que se habían iniciado a finales de los años noventa y rompió los parámetros previos con que se había formado una primera memoria fuerte en los años ochenta y la “transición a la democracia”; también implicó un viraje completo en relación con las políticas oficiales de los años noventa basadas en la idea de “olvido”, “reconciliación” y “dar vuelta la página”. Así, el pasado fue reapropiado, repolitizado y transformado en objeto central del presente, como objeto de políticas de Estado y también de movilización política transgeneracional. Como veremos, esto tuvo un impacto crucial, aunque también altamente conflictivo sobre el campo de la Historia Reciente, poniendo en evidencia, una vez más, el lazo indisociable entre pasado y presente, entre política e historia, que caracteriza a este espacio disciplinario. Aunque de naturaleza muy distinta, el tercer proceso de efectos convergentes fue, desde mediados de la década de los años 2000, la expansión de la política estatal de ciencia y técnica basada en la promoción de la investigación básica a partir del financiamiento y la jerarquización de la carrera de investigación, comenzando por una política amplia de becas de doctorado. Esto fue acompañado de una inédita disponibilidad de recursos para el financiamiento de la investigación por proyectos, la formación de investigadores y la realización de eventos y el crecimiento de los presupuestos universitarios. Este nuevo escenario dio un impulso fundamental a la investigación en todos los campos disciplinarios y para la Historia Reciente; especialmente, generó condiciones materiales de producción que convergieron con los impulsos provenientes del campo intelectual, el debate político y una demanda social renovada sobre el pasado reciente y los años setenta. De hecho, los datos cuantitativos sobre el crecimiento de la Historia Reciente en esos años (que indicaremos más adelante) no pueden entenderse sin este contexto material que modificó las condiciones de producción científica en el país.
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Otro proceso también resultante del clima político en relación con el pasado reciente que tuvo un fuerte impacto en el desarrollo de las investigaciones fue el crecimiento de los acervos documentales disponibles para la investigación desde finales de los años noventa. En la Argentina existe una larga tradición de desinterés por la preservación documental y no hay una política nacional e integral de archivos; los repositorios disponibles presentan serios problemas de sistematicidad, de dispersión geográfica y en muchos casos de inaccesibilidad (Nazar, 2007; Águila, 2008). Todo esto ha obstaculizado durante mucho tiempo la tarea de los investigadores, y aunque no se produjeron cambios sustantivos al respecto, desde finales de la década de los años noventa y luego al calor del interés oficial y social por el pasado reciente ha habido avances importantes en cuanto al hallazgo, la sistematización, la preservación y/o la puesta a disposición pública de valiosos fondos documentales, desde la conformación de archivos orales y escritos por iniciativas privadas hasta la clasificación de fondos nacionales en instituciones estatales y públicas, en algunos casos con altos niveles de digitalización. Cuando esto ha sucedido en el marco del Estado, en general, el impulso ha obedecido a las necesidades de obtener documentación para las causas judiciales sobre los crímenes de “lesa humanidad”, especialmente en lo que respecta al funcionamiento de las fuerzas de seguridad; estos mismos acervos comenzaron a ser utilizados intensamente para las investigaciones históricas y académicas.32 En estos fondos estatales muchas veces han prevalecido criterios particulares y no científicos de organización de la documentación, así como restricciones y políticas discrecionales y arbitrarias para el acceso a los documentos. En relación con el proceso que interesa mostrar aquí, es indudable que, a pesar de esos muchos límites, contribuyeron al desarrollo de la investigación y la diversificación de fuentes, temas y preguntas. En los últimos años, este mismo proceso ha tenido también un correlato internacional con la puesta a disposición de otros fondos vinculados al terrorismo de Estado en la Argentina, como la desclasificación de documentos de El Vaticano, del Departamento de Estado de Estados Unidos y
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de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, entre otros, que han ampliado el acervo disponible para el desarrollo de la investigación sobre el pasado reciente argentino y regional. Como resultado de estos procesos convergentes se produjo el crecimiento exponencial del campo de estudios de la Historia Reciente a partir de mediados de los años 2000 en la Argentina. Su consolidación se manifestó en la institucionalización y profesionalización como un ámbito reconocido del quehacer historiográfico y de las ciencias sociales, con peso propio y aceptación de la comunidad de pares. El momento de consolidación. Indicadores cuantitativos y cualitativos Algunos indicadores cuantitativos pueden ser útiles para ilustrar este proceso de crecimiento y consolidación.33 Por ejemplo, si se analizan los temas de las tesis de posgrado (maestría y doctorado) en los últimos años, se observa que entre 22% y 18% de las tesis producidas en los principales posgrados en Historia del país corresponden a temas asociables a la Historia Reciente.34 Si miramos, en cambio, las comunicaciones y ponencias en las Jornadas Interescuelas y Departamentos de Historia –el evento nacional bianual que convoca a la mayoría de la producción en Historia de la Argentina–, se observa un panorama similar con un crecimiento rápido en el último periodo y una presencia de la Historia Reciente que en los últimos años alcanza a 18% del total de las presentaciones.35 A su vez, desde 2003 se realiza cada dos años un evento nacional especializado –las Jornadas de Trabajo de Historia Reciente– que convoca a un número importante de investigadores y estudiantes de todo el país. La participación en estos encuentros experimentó un crecimiento significativo en sus primeros diez años, pasando de 33 comunicaciones en 2003, a 170 y 144 en 2010 y 2014, respectivamente. Como último indicador cualitativo, ligado a esto existe ya una serie de subcampos reconocidos con sus redes de investigación y eventos propios en el espacio más amplio de la Historia Reciente: por ejemplo, los estudios sobre represión, género e historia 438
reciente, militancia política, exilios, familia y diversos espacios locales y/o regionales (historia reciente de la Patagonia, del conurbano de la provincia de Buenos Aires, etcétera). Veamos ahora algunos aspectos cualitativos. Como cualquier campo del saber, el desarrollo de la Historia Reciente en la Argentina estuvo caracterizado por el predominio de ciertos objetos, preguntas y presupuestos que a su vez estuvieron y están condicionados por preocupaciones del presente y han sufrido los avatares de la evolución del campo de las ciencias sociales y la historiografía, tanto como el de las memorias y la politicidad de ese pasado en el ámbito argentino. Por su magnitud y diversidad, resulta casi imposible presentar un mapeo completo de esos desarrollos; por esto, en lo que sigue plantearé de manera muy esquemática algunas líneas rectoras para ilustrar el proceso y discutir ciertas dimensiones específicas.36 Como ya se indicó, el tema y el problema impulsor de los estudios sobre el pasado reciente en Argentina ha sido el ciclo de violencia política en torno a los años setenta, y en particular la última dictadura militar, entendida especialmente en su dimensión represiva. Si bien esto se ha complejizado enormemente y ha perdido exclusividad, puede decirse que el tema de la violencia política sigue siendo el eje ordenador de preguntas y problemas de investigación en la Historia Reciente argentina. Las preguntas sobre el por qué y el cómo se llegó a la violencia atroz del terrorismo de Estado siguen en muchos programas de investigación referidos incluso a temas y periodos aparentemente más diversos y lejanos. Sintetizando lo ya señalado y siguiendo a grandes trazos la evolución sólo en el ámbito académico o profesional, en los primeros años posdictatoriales las ciencias sociales se centraron en “la transición a la democracia”, las transformaciones económicas y los actores del movimiento por los derechos humanos; luego, desde mediados de los años noventa siguió desarrollándose la línea de estudios politológicos vinculados a la transición y sus actores, pero el polo dinámico más influyente fueron los estudios de y sobre memorias, a la vez, donde comenzaron a surgir los primeros trabajos de 439
referencia generales y sobre temas más específicos, como las organizaciones armadas. Durante el ciclo de crecimiento exponencial, a partir de mediados de los años 2000 dos grandes conjuntos temáticos hegemonizaron claramente las preocupaciones del nuevo impulso de la Historia Reciente. Por un lado, la historia de la dictadura, especialmente entendida como régimen político y represivo, lo cual supuso un fuerte énfasis en las violaciones a los derechos humanos y sus formas de procesamiento político y social, las víctimas y otros actores privilegiados de ese proceso. El énfasis en la historia política y en el régimen –menos que en el Estado u otras dimensiones sociales– caracterizó estos enfoques, no sólo por la naturaleza de los objetos concernidos, sino también por las tendencias dominantes de la historiografía contemporánea y de las ciencias sociales. Recordemos que el campo de la Historia Reciente tiene una liga muy íntima con el redescubrimiento de la historia política y de lo político, proceso intelectual característico de los años ochenta en Europa y América Latina, que en nuestra región estuvo vinculado además a los procesos de transición política que, al final de las dictaduras, avivaron el interés por la historia política (Palacios, 2007). Por el otro lado, el segundo gran conjunto temático, las organizaciones revolucionarias y la experiencia política militante, estuvo marcado por el clima posterior a la “crisis del 2001” y la reemergencia de memorias de la militancia política y de nuevas generaciones ligadas a esas memorias desde finales de los años noventa. Esto amplió el interés de la violencia estatal y las víctimas de la represión hacia la experiencia de radicalización política de los años setenta y finales de la década del sesenta. Así se produjo un movimiento temporal hacia atrás del periodo dictatorial y el redescubrimiento de las formas de movilización social y política de los años sesenta, aunque siempre con una fuerte atracción en torno a la experiencia de las organizaciones revolucionarias armadas –que, es importante reconocer, fue sólo una parte de un proceso histórico más vasto de movilización social y desafío al orden en aquellos años. También, siguiendo las tendencias de la historiografía y las
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ciencias sociales post “giro lingüístico” y “giro subjetivo” (Sarlo, 2005), las formas de acceso privilegiadas para entender la experiencia militante en la Argentina fueron el estudio de los actores sociales y sus formas de agencia, sus prácticas y representaciones, sus subjetividades y memorias. A partir de estos dos polos originales de interés historiográfico y político, el estallido del campo de la Historia Reciente permitió diversificar objetos, periodos y geografías, al mismo tiempo que se recortaron campos de subespecialización. Por ejemplo, los estudios sobre la dictadura y la represión se han complejizado para abordar otras víctimas (presos políticos, exiliados, sectores populares y marginales, delincuentes comunes y no sólo desaparecidos), otras formas de violencia estatal (la legalizada, sus burocracias y agencias, y no sólo la clandestina y la desaparición forzada), otros actores (los perpetradores y no sólo sus víctimas, agentes civiles y no sólo militares) y otras dinámicas (las actitudes sociales diversas y matizadas en relación con el poder autoritario). A su vez, la represión dejó de ser el eje único para ampliarse a otras lógicas y agencias del Estado, que no sólo es concebido como una máquina represora sino también como un Estado que produjo políticas y sujetos (políticas públicas, agencias y burocracias del Estado, élites políticas y económicas en todos los niveles de gobierno son objeto de nuevas indagaciones). A su vez, el interés por el proceso dictatorial como objeto de memoria y políticas posteriores ha tenido también una expansión considerable. Al calor de los cambios políticos de la década de los años 2000 han surgido nuevos objetos de investigación, como los procesos de justicia y sus múltiples alternativas hasta el presente, las políticas estatales de memoria y reparación, los sitios de memoria y la producción artística vinculada a la memoria, entre otros. De hecho, éstos son también algunos de los objetos nuevos en que se ha diversificado el campo de estudios de memoria surgido en los años noventa. En relación con el otro polo de interés, la radicalización de las izquierdas armadas de finales de los años sesenta también se ex-
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pandió rápidamente como objeto para interrogarse sobre otros agentes y dimensiones de esta experiencia en el seno de las izquierdas (las formas de militancia revolucionaria no armada, las dimensiones sociales y culturales de esa acción política, los conflictos y las disidencias, la dimensión de género de esa experiencia), el proceso de radicalización de las derechas (armadas, políticas e intelectuales), otros actores no radicalizados (clases medias, “gente común”, etc.) y escalas y geografías diferentes, entre otras cuestiones. A modo de síntesis, podría decirse que los cambios más significativos en las tendencias interpretativas que muestra la historiografía argentina sobre el pasado reciente están vinculados globalmente a dos aspectos sustantivos. Primero, una nueva narración de los procesos de violencia política con énfasis en el “terrorismo de Estado”, pero donde los sujetos han reencontrado su agencia y, en particular, su dimensión política y no son reducidos a su condición de víctimas (o victimarios). Segundo, una narración del proceso autoritario que ha dejado de estar reducida a los actores militares y a la escisión Estado/sociedad y considera procesos más complejos de articulación e interacción entre ambas esferas. Por último, también se ha ido conformando una narración de la historia política nacional inscrita en procesos más extensos, de corto y mediano plazo, que integran mejor las dimensiones del conflicto local e internacional, que no se estructura de manera exclusiva en las rupturas institucionales y las alternancias entre “dictadura” y “democracia” como dos procesos cuasi antagónicos por sus características, actores y dinámicas políticas. Por otro lado, de manera más amplia, la Historia Reciente se ha ampliado en la Argentina a campos que no tienen como primera inquietud el problema de la violencia y la política, sino otras dimensiones de la vida social del pasado reciente, como las juventudes, las relaciones familiares, la producción y el consumo cultural, la educación, la moda, la vida cotidiana, etcétera. Junto a esto, el movimiento que ha efectuado el campo es una ampliación de fronteras temporales y espaciales. El movimiento temporal se produjo espe-
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cialmente hacia periodos previos a los años setenta, pero en la actualidad empieza a observarse cierta preocupación e interés por los años ochenta y noventa, es decir, momentos aún más contemporáneos y posteriores a la última dictadura militar y que no necesariamente tienen como marco de referencia ese proceso político y sí una ampliación de las fronteras de la Historia Reciente. En cuanto a la dimensión espacial, el cambio está vinculado a las preguntas por las diferentes escalas de análisis y su articulación para explorar procesos locales, regionales y transnacionales, en línea con las nuevas tendencias de las ciencias sociales y la relativización del ordenamiento historiográfico clásico en torno al relato centrado en el Estado-nación. Historia y política El proceso bosquejado aquí deja a la vista un rápido fenómeno de profesionalización de la Historia Reciente y también muestra los vínculos estrechos que el campo guarda con la política y sus dinámicas pasadas y presentes. Sin duda, en la Argentina los últimos años han dado estímulo y legitimidad estatal y social a los estudios sobre la dictadura, los derechos humanos y la experiencia política de los años setenta y sesenta. Junto a esto, la historia profesional vinculada a ese periodo llegó a museos y sitios de memoria, los investigadores fueron convocados en el ámbito de la justicia como actores investidos de autoridad para hablar del pasado, para producir materiales didácticos, programas de televisión y diversos productos de divulgación histórica. Pero estos procesos estuvieron lejos de encontrar consenso en el ámbito de la Historia Reciente o de las ciencias sociales, en general, y produjeron tensiones en el campo académico. Las diferencias en torno a los modos, dispositivos y argumentos del discurso gubernamental sobre el pasado reciente y la violencia política, sus materializaciones en sitios de memoria, los productos educativos y culturales, las políticas de justicia y sus alcances, la política de archivos y la relación con los organismos de derechos humanos han sido algunos de los temas centrales del debate político e intelectual. Más que el detalle de estas tensiones, 443
nos importa señalar que su existencia expuso, una vez más, la profunda y muy sensible ligazón entre Historia Reciente y escena política que caracteriza la historia de este campo en la Argentina, y especialmente durante su momento de mayor crecimiento y consolidación. En la actualidad, lejos de saldarse, esta estrecha relación se ha agudizado. El cierre del ciclo de gobiernos kirchneristas y la llegada al poder de una alianza de intereses claramente de derecha y liberales en lo económico con el gobierno de Mauricio Macri desde diciembre de 2015 ha producido nuevos realineamientos políticos en el campo de la Historia Reciente y nuevas tensiones en cuanto a los relatos sobre el pasado dictatorial y los años setenta. Así, por ejemplo, el cambio de signo político dio impulso y visibilidad a otras memorias y discursos que reactualizaron tópicos autoritarios que relativizan o minimizan la represión estatal de los años setenta. Algunas formas de este cambio han sido la reaparición de la figura de la “guerra” para explicar lo sucedido durante la represión estatal, el cuestionamiento de la cifra histórica de “30 000 desaparecidos” acuñada por los organismos de derechos humanos como consigna política y la exigencia de límites a los procesos de justicia actuales. Estos planteamientos –que no son nuevos, pero que resurgen ahora con mayor legitimidad política– convergen en la impugnación de las políticas de derechos humanos, justicia y memoria del ciclo político anterior. En el ámbito de la Historia Reciente, este nuevo giro ha tenido un fuerte impacto y aún no podemos prever sus derroteros. Tanto el proceso político anterior como el actual nos están planteando a los historiadores preguntas fundamentales, como: ¿hay temas que deben ser investigados y otros que no? ¿Debe imponer la coyuntura política límites a nuestras preguntas? ¿Son nuestras preguntas e investigaciones elementos de la batalla política? ¿Cómo y por qué? ¿Cuáles son nuestras estrategias historiográficas, intelectuales y ciudadanas? ¿Se articulan o se disocian en los diversos espacios de acción que ocupamos los investigadores? ¿Cómo construimos
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nuestra autonomía relativa en tanto espacio científico-académico? ¿Interesa construirla? Como señalé al comienzo e intenté mostrar a lo largo de este texto, la política y la politicidad han atravesado y atraviesan el campo argentino de la Historia Reciente de punta a punta. La política ha modelado y modela los objetos y sujetos y las condiciones de posibilidad material y simbólica de realización intelectual y académica de los investigadores. Probablemente este proceso sea más fuerte en la Argentina porque el pasado cercano ha sido objeto central de disputa de distintas gestiones gubernamentales y objeto de políticas muy diversas y ha estado en el centro de la discusión pública y de las luchas por la memoria. Sin embargo, más allá de este mayor plus político en el campo historiográfico argentino, la politicidad por definición está en la epistemología misma de la Historia Reciente, un espacio que se define por una relación inseparable entre pasado y presente, entre el investigador y el ciudadano en cualquier país donde se desarrolle. De hecho, esta politicidad está en cualquier campo del quehacer historiográfico o científico, estén dispuestos sus protagonistas a asumirlo o no. En la Argentina, esta politicidad adquirió un peso específico importante en la historia del campo de la Historia Reciente y su proceso de profesionalización parece haber afirmado esta tendencia. Lejos de cualquier mirada tradicional-positivista, no hay en esto nada que lamentar –en tanto que no hay conocimiento por fuera de sus condiciones de producción–, pero sí nos resta un trabajo de mayor elucidación de estos vínculos para reflexionar y decidir sobre los marcos de autonomía relativa y variable que queramos (individual o colectivamente) construir. Tras un proceso de consolidación vertiginoso como especialización historiográfica, la Historia Reciente en la Argentina tiene hoy otros desafíos que ya no se dan hacia afuera –en el sentido de construir su legitimidad frente al resto de la historiografía y las ciencias sociales–, sino hacia adentro de sus propias fronteras epistemológicas.
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Reflexiones sobre el campo de estudios de los exilios en Argentina (1996-2016) Silvina Jensen Soledad Lastra Introducción Durante el gobierno de Juan Domingo Perón-Isabel Perón (19731976), al compás de la expansión de la excepcionalidad jurídica en vigencia del Estado de sitio, y con fuerza inusitada desde que las fuerzas armadas ocuparon el centro del poder tras el golpe del 24 de marzo de 1976, la Argentina fue atravesada por un movimiento centrífugo de población de dimensiones desconocidas en su historia demográfica. Las salidas encuadradas por la violencia represiva estatal llevaron fuera de la frontera del país a entre 300 000 y 500 000 ciudadanos (Mármora y Gurrieri, 1988: 475), que en su mayoría representaban a sectores medios urbanos, calificados profesionalmente, y otros al sindicalismo más combativo y a la polifacética militancia política, social, religiosa o barrial de los años sesenta-setenta. Este texto atiende a los modos en que en los últimos veinte años la sociedad argentina, en general, y su comunidad científica, en particular, vienen trabajando en la construcción de sentidos sobre esta experiencia de expatriación política y reflexionando sobre su lugar en la historia reciente de activación social, luchas revolucionarias, represión estatal y denuncia antidictatorial y por los derechos humanos y contra los legados del autoritarismo.37 Entendemos por historiografía al diálogo diferenciado, complejo y no exento de tensiones entre profesionales del pasado y ciudadanos de a pie en una sociedad donde los “recursos del pensar histórico” se han democratizado (Sánchez León, 2008: 117), donde el pasado se ha convertido en la argamasa de los procesos de patrimonialización, conmemoración, rememoración y justicia retrospectiva que traman nuestra experiencia del tiempo y condicionan la 446
práctica de los historiadores, marcando los límites de lo decible y lo indecible. Pero reconocemos que, si la memoria tiene un papel fundamental como “conjunto de recuerdos individuales y de representaciones colectivas sobre el pasado”, la historia como “discurso crítico sobre el pasado” ofrece “una reconstrucción de los hechos y los acontecimientos tendientes a su examen contextual y a su interpretación” (Traverso, 2012: 282). La hipótesis es que en las últimas dos décadas la Argentina asiste tanto a un boom de memorias sobre el pasado dictatorial en el que se inscriben las luchas sociales por la memoria del exilio como al recorte de un área de estudios específica sobre esa experiencia que avanza en un proceso de institucionalización creciente ligada en forma cada vez más productiva al campo de la historia reciente. Estos procesos concurrentes no expresan una convergencia apacible ni una sincronía perfecta. En este sentido, se pretende mostrar que si la institucionalización y consolidación del campo de estudios sobre el exilio es subsidiaria del resurgimiento, el conflicto y la normalización de la memoria dictatorial en el espacio público argentino en el cambio de siglos –atendiendo en especial al periodo que traman las conmemoraciones del vigésimo, trigésimo y cuadragésimo aniversarios del golpe de 1976–, las transformaciones de su agenda de temas y problemas obedecen tanto a una metabolización crítica de los combates sociales por la memoria del exilio como a lógicas internas de las disciplinas que convergen en su interrogación académica. Si bien en los últimos años, la historia del exilio expande sus lazos con el potente campo de la historia reciente, en su estudio confluyen investigadores provenientes de las diferentes ciencias sociales y humanas, con intereses tan dispares como los de la historia intelectual, los estudios de la violencia y la represión política, la historia de las izquierdas, las relaciones internacionales, la historia oral, la historia social de la inmigración o la historia de género. El texto está organizado en cuatro partes. La primera explora las batallas por el sentido del exilio entre la eclosión del pasado de la militancia en los setenta en el espacio público argentino y la san-
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ción de una memoria oficial sobre el terrorismo de Estado, de cara a comprender las condiciones sociales de enunciación en donde surge y más tarde se institucionaliza la historia del exilio en la Argentina. La segunda parte explora los orígenes del campo de estudios sobre el exilio político argentino hasta su institucionalización en el país. La tercera parte recorre las transformaciones en la agenda de temas y problemas, tratando de explicar en qué medida sus énfasis, vacancias y singularidades interpretativas, metodológicas o fontanales están marcadas tanto por los cambios del lugar social de la práctica historiográfica como por su dinámica relación con el público (y sus rememoraciones del pasado) y con los pares investigadores (en particular, con los colegas referenciados con la llamada historia reciente). La cuarta y última parte, que opera como conclusión, incide en los avatares de hacer una historia del exilio en diálogo con memorias que lo interrogan condicionando lo decible e indecible de esta experiencia. Representaciones públicas del exilio: entre el boom setentista y la normalización de la memoria dictatorial En las dos últimas décadas, y tras las masivas conmemoraciones del vigésimo aniversario del golpe de Estado de 1976, la memoria del exilio se instaló en el espacio público como una de las claves de interrogación sobre el pasado reciente, aunque no lo hizo ni de la mano de un actor único ni convocando las mismas representaciones del destierro y los desterrados ni planteando una relación naturalizada con el relato de la militancia revolucionaria, la represión estatal y la resistencia antidictatorial. Por el contrario, como hemos analizado en otros trabajos (Jensen, 2008), la inscripción de la memoria del exilio en la narración del pasado reciente de luchas y dolor no ha estado exenta de escollos, al punto que la comprensión de la politicidad de la experiencia del destierro (experiencia de persecución, militancia y resistencia) ha sido no pocas veces o bien puesta en tela de juicio (los exiliados como viajeros, turistas o privilegiados) o bien reconocida al precio de ser inscrita en una jerarquía de sufrimiento y compromiso militante (víctimas mayores ver448
sus víctimas menores, auténticos combatientes versus militantes de poca monta). Es cierto que la sociedad había debatido acerca de los sentidos de la experiencia del exilio en la coyuntura del retorno (1982 y 1987) mientras se articulaba uno de los escenarios fundantes de la democracia argentina que exponía en todo su alcance y crueldad lo que había significado el terrorismo de Estado a través del Nunca Más (1984) y del juicio a las juntas militares (abril-diciembre de 1985). Durante esos años se definió el modo en que el gobierno de Raúl Alfonsín enfrentaría los legados del autoritarismo desde la búsqueda de la verdad de lo ocurrido (con particular atención al destino de los detenidos-desaparecidos) y la sanción penal de los crímenes cometidos tanto por los máximos responsables de las fuerzas armadas implicados en crímenes de lesa humanidad como por las cúpulas de la guerrilla, acusadas de haber desatado la violencia política que condujo al golpe de Estado. En ese contexto se fue construyendo una memoria discreta del exiliado-víctima que dificultó su visibilización, tanto como militante en la Argentina previa al golpe como en su condición de actor de la denuncia antidictatorial (so pena de persecución penal o sospecha social). Tras esta coyuntura de debate, el pasado del exilio entró en un cono de sombras que se prolongó por lo menos hasta 1996. En el contexto de los indultos del presidente Carlos Menem (19891990), se asestó un golpe feroz a la larga lucha del movimiento humanitario contra toda forma de impunidad y olvido: la memoria del exilio fue arrinconada a las páginas de las secciones de espectáculos y cultura de la prensa masiva, con el plus de la transformación de la experiencia de expatriación en una circunstancia individual que no iluminaba su denominador común (la persecución dictatorial) y le quitaba su carácter de injuria colectiva. En los meses previos a las masivas conmemoraciones del vigésimo aniversario del golpe de Estado, la memoria de la represión dictatorial volvía con fuerza al seno del debate público-político de la mano de las declaraciones de ex represores (la más resonante la del ex capitán de corbeta Adolfo Scilingo, que “confesaba” su parti-
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cipación en los “vuelos de la muerte”) y las autocríticas de los jefes en activo de las fuerzas armadas (en particular la del general Martín Balza, a la que siguieron las de los jefes de la Armada y la Aeronáutica). Las declaraciones instalaban un discurso militar diferente al del periodo dictatorial (fundado en el silencio y la negación de los crímenes cometidos) y avanzaban en cierto tipo de reconocimiento de la responsabilidad de los integrantes de las fuerzas armadas en la violación de los derechos humanos entre 1976 y 1983. Mientras se reinstalaba con fuerza en la esfera pública el cuestionamiento a las leyes de impunidad, el espacio judicial se convertía, una vez más, en la arena fecunda donde reponer y debatir sobre las marcas individuales y colectivas del pasado dictatorial. Desde las causas por la “apropiación de menores” y los “juicios por la verdad histórica”, que comenzaron a sustanciarse en los últimos años de los años noventa, pero sobre todo con los procesos abiertos en terceros países contra militares argentinos acusados de violar sistemática y masivamente los derechos humanos y/o de reprimir ilegalmente a sus connacionales durante la última dictadura (Francia, España, Italia, Suecia, Alemania), la memoria del exilio volvía a escena. La geografía de las causas europeas contra los represores argentinos reproducía la de los principales países receptores de exiliados argentinos en los años setenta. Como señalaba el escritor Manuel Vásquez Montalbán, es verdad que “hubo desaparecidos españoles”, pero la clave de los juicios de Madrid hay que buscarla en el hecho de que “ha habido una emigración de argentinos exiliados en España” (Página 12, 1998). Si en este escenario judicial los exiliados surgieron tímidamente como sobrevivientes de la brutal represión, testigos de la masacre e impulsores de nuevas formas de justicia, desde la anulación parlamentaria de las leyes del perdón (2003) y, sobre todo, desde que la Corte Suprema de Justicia argentina declaró su inconstitucionalidad, junto con los decretos de indulto del presidente Menem (2006), no sólo pasaron a ser un actor significativo en la reconstrucción de la verdad de lo ocurrido (junto a sobrevivientes de los cam-
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pos, familiares, ex presos políticos, integrados a la querella o participando en calidad de testigos o víctimas), sino que se visibilizaron más nítidamente en su condición de víctimas, y en no menor medida como actores de la resistencia y la lucha por la vigencia de los derechos humanos durante la dictadura y en el presente. La extensión de las causas penales por delitos de lesa humanidad en la Argentina post 2006 y la sucesión de condenas a militares, personal de otras fuerzas de seguridad e incluso civiles fueron iluminando ciertas trayectorias exiliares de victimización. El otro escenario que contribuyó a reponer la memoria del exiliado fue el que se abrió con los debates en torno al proyecto de ley sobre “Régimen de beneficios para aquellas personas argentinas, nativas o por opción y extranjeros residentes en el país, que hayan sido exiliadas por razones políticas entre el 6/11/1974 y el 10/12/1983”, presentado en noviembre de 1998 por Marcelo López Arias, diputado del Partido Justicialista. Si bien la ley no ha sido aprobada hasta el presente y la reparación a exiliados se viene resolviendo de manera dificultosa, y a veces aleatoria por vía judicial y en trámites individuales,38 lo cierto es que el proyecto abrió una etapa que permitió discutir abiertamente que los desterrados –lo mismo que los presos políticos39 y los familiares de desaparecidos40– merecían la atención del Estado democrático (políticas de reconocimiento, rehabilitación y resarcimiento económico). En este contexto, quienes habían vivido el exilio comenzaron a reorganizarse. Por una parte, se reactivaron algunas organizaciones herederas del destierro y que subsistían en las antiguas geografías de la diáspora. Por la otra, se promovió la rearticulación y el reencuentro dentro del país de diferentes generaciones de exiliados, en diálogo activo no sólo con el movimiento humanitario, sino con la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, que desde 2003 y durante el gobierno de Néstor Kirchner era ocupada por un antiguo desterrado y figura clave de la lucha antidictatorial en el espacio público internacional: Eduardo Duhalde.
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A partir de 1998, en escenarios de explosión y soterramiento ligados a la recuperación o la salida de trámite parlamentario del proyecto legislativo y su posibilidad de desbordar los muros del Parlamento para convocar a la ciudadanía de a pie –y en particular a la que no vivió el exilio político de los setenta, pero que se siente interpelada por otras experiencias de expatriación más recientes, originadas en coyunturas de crisis económica e institucional: 19881989, 2001-2002 (Jensen, 2007a: 288-317)–, la memoria del exilio dictatorial no ha dejado de estar presente en el debate público, con especial énfasis en sus dimensiones trágicas y dolorosas, y ha sido leída como violación a los derechos humanos. En este contexto pueden comprenderse las disputas generadas en torno a quiénes merecen ser llamados exiliados: si los que traspasaron las fronteras del Estado o los que vivieron situaciones de persecución y se desplazaron internamente; si aquellos cuya salida se explica por su militancia o significación política o política-militar anterior a la implantación del Estado de sitio (1974-1983) o todos esos otros que percibieron tener motivos fundados para sospechar que su vida, libertad o integridad estaban en peligro, cualquiera que haya sido su trayectoria militante (encuadrada o no encuadrada, de dirigencia o de base, político-militar o social, central o periférica e incluso sin tenerla); si los militantes y combatientes o también sus familiares (esposa, hijos); si los hijos llevados al exilio o incluso los que nacieron en el destierro de sus padres; si aquellos que se asilaron en embajadas de terceros países y obtuvieron salvoconductos para salir del país o los que partieron desde las cárceles legales del régimen y bajo la figura constitucional de la “opción”, o también esa zona gris de los “exiliados del miedo”, esos miles que partieron de forma subrepticia, informal y sin cobertura, encuadre o amparo legal (nacional o internacional). Si bien el proyecto también trajo a debate la condición de los exiliados como “argentinos” –en respuesta a la memoria dictatorial que los calificaba como “apátridas” o “antiargentinos”– y como “luchadores antidictatoriales y por la democracia” –rescatando su labor internacional de denuncia internacional del terrorismo de Estado–, tam-
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bién ha enfatizado la representación del destierro como privación, miedo, quebranto individual y familiar, exclusión laboral, alienación nacional y pérdida cultural. En definitiva, como daño cuyos efectos no sólo se multiplicaron mientras subsistieron las condiciones político-institucionales que motivaron las partidas, sino que se extienden de forma permanente y con alcance intergeneracional. Pero si la memoria dominante desde el cambio de siglo ha sido la del exilio como experiencia dolorosa y la del exiliado como un ciudadano al que el Estado terrorista violó en sus derechos fundamentales, desde el vigésimo aniversario del golpe, y con particular fuerza desde la crisis de 2001, y aún más con el ascenso de Néstor Kirchner a la presidencia de la nación, también son audibles otras representaciones públicas del exiliado. Estas memorias reponen su condición de activista, militante, combatiente o resistente en la Argentina de los años setenta en un debate en el que se mezclan lecturas nostálgicas y celebratorias con otras distanciadas y críticas, tanto con respecto a los proyectos de cambio que alimentaba aquella generación política como con las metodologías que empleó para promoverlos (la acción armada, entre otras). Durante el trigésimo aniversario del golpe, y mientras la convocatoria social se ampliaba hasta incluir a sectores no politizados, ajenos al movimiento de derechos humanos, y a muchos jóvenes nacidos en la democracia, los hijos del exilio daban forma a una organización singularizada por reunir a aquellos cuyos padres sufrieron la expatriación política impuesta por la dictadura militar. En su carta de presentación, Hij@s señalaba que habían nacido o crecido en otro país a “causa del terrorismo de Estado”, que por muchos años habían acompañado el pedido de memoria y justicia “por las desapariciones, torturas, secuestros, apropiación de niños y asesinatos”, y que ahora había llegado el momento de visibilizar que los “destierros” fueron parte del mismo plan criminal, que el exilio no podía entenderse sino como una “violación a los derechos humanos” y que ellos mismos eran víctimas porque la represión dictatorial había marcado sus existencias con “dolor”, “miedo”, “dualidad, “sensación de no pertenencia” y “desgarro” (Hij@s, 2006).
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Así, mientras el gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) asumía como propias las banderas históricas del movimiento humanitario y hacía de la lucha por la verdad, la memoria y la justicia una política de Estado, los Hij@s del exilio se plantearon dejar la circunspección, que desde su punto de vista había relegado la memoria del destierro en el relato colectivo de la represión dictatorial, para avanzar en el conocimiento/reconocimiento de lo que fue “el exilio para nosotros, y que eso colabore en la reconstrucción de esta Argentina en democracia, donde queda tanto por mejorar y cambiar” (Hij@s, 2006). El nacimiento del campo de estudios de los exilios políticos en Argentina Los primeros espacios académicos que dieron carta de ciudadanía al exilio como objeto historiográfico en Argentina fueron resultado de jornadas y congresos organizados con el propósito de debatir sobre los derroteros de las izquierdas en los años setenta. En 2005, el Centro de Documentación e Investigación de las Culturas de las Izquierdas en la Argentina (Cedinci) dedicó sus terceras jornadas a discutir las experiencias del exilio de organizaciones políticas y de intelectuales argentinos y latinoamericanos (Cedinci, 2005). En agosto del mismo año, las Jornadas Interescuelas/Departamentos de Historia dieron otro paso en el proceso de institucionalización del campo con la organización de una mesa temática sobre exilios políticos, que en 2017 cumplirá 12 años, en la que se ha abordado la inscripción del exilio en el campo historiográfico: el estudio de trayectorias, memorias y experiencias individuales y colectivas, o la problematización de las escalas geográficas, temporales y analíticas en la investigación de los destierros. A partir del 2010, el campo de estudios fue consolidándose hacia el interior de la comunidad universitaria, pero también ampliando sus diálogos con otros actores. Ese año, la maestría de historia y memoria de la Universidad Nacional de La Plata realizó un encuentro de discusión de los proyectos de sus tesistas sobre el tema “exilio y política”. Allí se presentaron investigaciones abocadas a recu454
perar las experiencias políticas de exiliados argentinos, españoles y paraguayos, reponer destinos novedosos, como Suecia y Venezuela, y analizar dinámicas represivas a escala conosureña. Este desplazamiento temático del exilio del “dolor” a la política y lo político del exilio no fue ajeno al impulso dado a la ciencia y la tecnología durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. Este proceso impactó también en la ampliación de ofertas temáticas de seminarios de posgrado en universidades nacionales y en la multiplicación de estancias de investigación en centros del exterior que consolidaron redes y puentes fructíferos para el estudio de los exilios argentinos y latinoamericanos. Asimismo, los seminarios de Silvina Jensen dictados en 2010 (Universidad Nacional de La Plata, UNLP) y 2011 (Universidad de Buenos Aires, UBA), operaron como el entramado de encuentro de una nueva generación de investigadores en formación que trabajaron en la gestación de las Jornadas de Trabajo sobre Exilios Políticos del Cono Sur. Agendas, Problemas y Perspectivas de Análisis, espacio que tuvo su primer encuentro en el 2012 en la Universidad Nacional de La Plata (Argentina) y se realizó posteriormente en 2014 en la Universidad de la República (Uruguay), en 2016 en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos (Chile) y en 2018 en la Universidad Nacional del Sur (Bahía Blanca, Argentina). Los programas de estas jornadas dan cuenta de un campo de estudios que ha crecido cuantitativa y sustantivamente, atravesando temas y problemas que lejos de quedar reducidos a la escala nacional-estatal permiten pensar los exilios argentinos de los años setenta en sus dimensiones regionales y trasnacionales. Asimismo, se suman otros espacios de discusión: las mesas temáticas organizadas por las Jornadas Internacionales de Problemas Latinoamericanos (Universidad de Buenos Aires, Universidad Nacional de Córdoba y Universidade Federal da Integração LatinoAmericana) y el Seminario Políticas de la Memoria del Centro Cultural Haroldo Conti (Buenos Aires). Este último ha prestado una creciente atención al exilio, impulsado en parte por la conmemoración del trigésimo aniversario de la recuperación democrática (octu-
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bre 2013). A partir de entonces, el Centro Cultural Haroldo Conti – situado en el predio donde funcionó el centro clandestino de detención de la Escuela de Mecánica de la Armada– viene contribuyendo a resituar la problemática del exilio argentino en la revisión del pasado reciente. Actualmente es posible visitar la muestra llamada Exilios. Memorias del Terrorismo de Estado, organizada en torno a una pluralidad de formas de pensar la experiencia del exilio: las salidas por avión, barcos y otras clandestinas, la militancia humanitaria en Europa y América Latina, la producción de los intelectuales argentinos en México y las voces de los hijos del exilio. En la muestra se da un lugar de relevancia a México como país de acogida y a los “argenmex” como símbolo de la solidaridad y el impacto sociocultural que significó para los argentinos el encuentro con ese país. Este y otros proyectos institucionales, como el del Archivo Provincial por la Memoria de Córdoba,41 se vinculan estrechamente con las investigaciones académicas que llevan adelante jóvenes investigadoras –algunas hijas de exiliados– que interrogan su infancia, pero sobre todo la experiencia del exilio argentino, en clave familiar (Parisí, 2012; Alberione, 2016; Basso, 2016; Chmiel, 2016). Sus apuestas por comprender la historia personal y por interrogar al exilio en clave generacional abren un nicho novedoso en la agenda del campo de estudios. Asimismo, la interacción de investigadores, docentes y alumnos en seminarios de posgrado realizados en La Plata, Buenos Aires y Córdoba va abriendo paso a la consolidación de una red académica de formación en los temas del exilio y la represión.42 Por otro lado, el fortalecimiento de este campo de estudios en Argentina no fue ajeno al desarrollo de proyectos internacionales que han permitido no sólo la socialización del conocimiento, sino la articulación de un espacio que hace posible una comprensión más acabada de las dinámicas regionales de los exilios de los años setenta. Esta perspectiva comenzó a desarrollarse en 2014-2015 con el Proyecto de Fortalecimiento de Redes Interuniversitarias del Ministerio de Educación de Argentina. El Cono Sur y los Exilios Masivos del Siglo XX: Desde la Historia Comparada a la Historia Trasna456
cional. Este proyecto dio origen al Programa Interinstitucional de Estudios sobre Migraciones, Exilios y Refugios, con sede en la UNLP (2016-2019), y poco después se formó un grupo de trabajo Clacso, llamado Violencias y Migraciones Forzadas. En paralelo, estos grupos estrechan sus vínculos de trabajo en el marco de la Red de Estudios de Migraciones y Exilios (Portugal) y la Asociación para el Estudio de los Exilios y Migraciones Ibéricos Contemporáneos (España). La institucionalización de la historiografía del exilio en Argentina es deudora en buena medida de sus crecientes y fecundas relaciones con el campo de la historia reciente,43 y muy especialmente en sus diálogos con los estudios sobre la violencia política y la represión.44 El trabajo conjunto45 está permitiendo avanzar en la investigación sistemática del exilio como mecanismo de exclusión política y forma de represión institucionalizada, aunque no siempre reglamentada, reflexionando sobre sus usos, formas y consecuencias, y en sus relaciones con otras tecnologías represivas (prisión política, secuestros, tortura, desaparición forzada de personas). Temas y problemas en la investigación académica del exilio argentino de los años setenta La investigación sobre la emigración política argentina dictatorial no se instaló en la agenda historiográfica argentina sino hasta el cambio de milenio, y aún entonces muy tímidamente, si bien se reconoce un capítulo temprano en los años ochenta en los trabajos de demógrafos, especialistas en relaciones internacionales, psicólogos y antropólogos, que en el país y en las tierras de acogida de los desterrados avanzaron en la interrogación del proceso de exilio desde la urgencia de aportar insumos para la definición de políticas públicas (inmigratorias, de retorno, etc.) y/o como parte de su práctica profesional y clínica (atención a efectos traumáticos de la expatriación y el desarraigo; impacto del exilio en niños y adolescentes).46 No hay que olvidar que el proceso de redemocratización de las universidades nacionales –concluida la última dictadura militar– y la
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renovación paradigmática que vivieron las ciencias sociales, y en particular la historia con un fuerte sesgo hacia lo social (Romero, 1996), en los años ochenta no incluyeron al exilio dictatorial entre sus áreas de interés. Sin embargo, sí avanzó en forma sistemática en el estudio de la gran inmigración europea decimonónica (Devoto y Otero, 2003), extendiendo poco a poco la mirada sobre los movimientos de población originados en los ascensos de los fascismos de entreguerras y que habían elegido a la Argentina como tierra de refugio (Schwarzstein, 1990). De hecho, una buena parte de las primeras investigaciones centradas en reconstruir capítulos nacionales del exilio argentino (en México, España y Francia) fueron escritas y publicadas en el exterior y estuvieron determinadas por las agendas de las ciencias sociales de esos países. En estas investigaciones confluían la preocupación por deconstruir ideas fuertes del imaginario mexicano (“México, país de acogida”, “México, refugio de la democracia”) o español (“España, país de emigración y exilio”) o mostrar el aporte de este colectivo migratorio a la cultura, la política, el periodismo o la ciencia del país receptor; con el interés de conservar las memorias dolorosas de quienes habían vivido la experiencia del destierro dictatorial y avanzar en la reconstrucción de una historia crítica de la Argentina de los años setenta que incluyera el capítulo del exilio. Esta primera producción historiográfica sobre el exilio se caracterizó por: 1. Una fuerte preocupación por responder a las preguntas en cuanto a las relaciones entre la comunidad argentina exiliada y la sociedad receptora –haciendo foco en los procesos de mestizaje y transformación identitaria de los desterrados (Del Olmo Pintado, 1990 y 2003)–, los encuentros y las tensiones entre los nacionales y los recién llegados y las formas estatales y societales de recepción de los perseguidos políticos argentinos (Mira Delli-Zotti, 2004); 2. El interés por visibilizar las trayectorias de exilio de la élite intelectual, científico-técnica y artística de la Argentina y sus aportes a la cultura de los países receptores (Yankelevich, 1998; Blanck-Cereijido, 2002); 3. El afán por conservar trayectorias vitales marcadas por el dolor y la pérdida cuyo denominador común fue la violen-
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cia política paraestatal y estatal (Meyer y Salgado, 2002); 4. El análisis de las principales publicaciones políticas y político-culturales del exilio (Controversia, Resumen de Actualidad Argentina, Testimonio Latinoamericano) y sus principales debates en la contemporaneidad dictatorial (el peronismo, la democracia, la derrota, el exilio, los derechos humanos, etcétera) (Bernetti y Giardinelli, 2003; Rojkind, 2004; Jensen, 2003 y 2007b); 5. El foco en la reconstrucción de la acción colectiva de los exiliados, su entramado organizacional en el destierro y sus relaciones con partidos, sindicatos y representantes de los gobiernos locales, provinciales o nacionales de los países de acogida. Esta primera producción se concentró en el trabajo de denuncia humanitaria de los exiliados en la arena nacional-estatal y en la identificación de las coyunturas calientes de la denuncia antidictatorial –mundial de futbol 1978 y guerra de Malvinas (Jensen, 1998 y 2007b; Yankelevich, 2004; Yankelevich y Jensen, 2007a; Franco, 2008; Yankelevich, 2010)–; y 6. Su vocación por visibilizar la experiencia del destierro de los setenta en clave regional (conosureña), aunque siempre desde la perspectiva de las geografías de refugio (Yankelevich, 1998; Meyer y Yankelevich, 1999; Meyer y Salgado, 2002; Calandra, 2006). Esta primera historiografía del exilio argentino no puede entenderse sino en diálogo con las agendas público-políticas y científicas de los países de origen o residencia de los investigadores y con los modos en que la sociedad argentina construía sentido sobre el pasado dictatorial en la coyuntura que delimita el vigésimo y trigésimo aniversario del golpe de Estado. Por su parte, la nueva historiografía que vio la luz en la última década pone de manifiesto una mayor capacidad de proponer temas, problemas e interpretaciones que van más allá47 de las urgencias y los intereses de quienes se disputan por instalar ciertas memorias sociales sobre el exilio. ¿Qué continuidades y qué novedades temáticas pone de manifiesto esta nueva producción historiográfica sobre el último exilio argentino? En primer lugar, una buena parte de las nuevas investigaciones profundizan en las marcas del exilio en la memoria. Desde la explo459
ración de sus representaciones literarias, cinematográficas, artísticas, periodísticas hasta el estudio crítico de las memorias del exilio en clave individual y grupal, pública y privada, femenina y masculina, infantil y adulta, militante y no militante; estos trabajos intentan interrogar los procesos de elaboración de la experiencia y la memoria de un pasado traumático y comprender los modos en que estas memorias han sido gestionadas en el espacio público argentino desde vectores como la literatura de ficción, el cine, los manuales escolares, el teatro, los museos o las acciones legislativas y judiciales del Estado.48 En segundo lugar, se continúa avanzando en la reconstrucción histórica de las dinámicas del exilio por capítulos nacionales. Si las investigaciones pioneras estuvieron centradas en los países considerados destinos privilegiados del destierro –por el volumen de las colonias exiliares que albergaron, España (Jensen, 2007b), por el impacto de las tareas de denuncia desplegadas y/o la atención que le prestó la dictadura a esas colonias, Francia (Franco, 2008) o por la centralidad de los nombres del exilio y su significación política, político-militar o cultural, México (Yankelevich, 2010)–, en los últimos cinco años se trabaja en la presencia de perseguidos políticos argentinos en Bélgica, Suecia, Venezuela e Italia, que agregan complejidad al exilio “plural” de los años setenta, recuperando múltiples perfiles sociales, políticos, culturales y profesionales, y desvelando temas poco atendidos en los primeros casos nacionales, como, por ejemplo, la presencia de ex presos políticos, sobrevivientes de centros clandestinos de detención (Van Meervenne, 2013; González Tizón, 2016), asilados (Ayala, 2014), cúpulas de organizaciones armadas y familiares de desaparecidos (Calderoni, 2017) o militantes y dirigentes de los partidos políticos tradicionales (Lastra, 2017a). En tercer lugar, se multiplican los trabajos que piensan las relaciones entre exilio y transnacionalismo político, que visibilizan la tarea desarrollada por los exiliados argentinos, en coordinación con otros perseguidos de la región, y en diálogo con las principales organizaciones gubernamentales humanitarias regionales e internacionales
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y no gubernamentales religiosas o laicas para la denuncia de las dictaduras y el desbaratamiento de la coordinación represiva dictatorial (Roniger, 2009; Sznadjer y Roniger, 2013; Lloret, 2016). También destacan las pesquisas que analizan el rol de los exiliados argentinos en redes transnacionales humanitarias pero identificables por su composición académico-científica, artística, sindical o religiosa (Bayle, 2008; Azconegui, 2016; Catoggio, 2016; Cristiá, 2016; Gordillo, 2016). En cuarto lugar, se prioriza la indagación sobre los recorridos de las formaciones políticas en el destierro. Asistimos, entonces, a una prolífica reconstrucción de trayectorias individuales o grupales en el exilio, identificables por su adscripción a proyectos partidarios, ya sea con representación parlamentaria antes del golpe de Estado y con la izquierda tradicional (Partido Justicialista, Partido Radical, Partido Comunista) como con esas otras formaciones políticas englobadas en la nueva izquierda revolucionaria, armada y no armada, y no sólo en sus organizaciones más reconocibles, y de grupos más minoritarios de la Argentina de los años setenta: leninistas, troskistas, maoístas (Mangiantini, 2012; Casola, 2014; Celentano, 2014; Osuna, 2014). Incluimos en esta línea las investigaciones que iluminan al exiliado en su condición de actor político-partidario y al exilio como estrategia de resistencia, resolución militante y espacio de redefinición de la acción colectiva, cuestiones soslayadas en la primera producción historiográfica y que ahora comienzan a ocupar un lugar destacado en la agenda de los historiadores, también desde la exploración de la rica producción testimonial que viene acumulándose desde el vigésimo aniversario del golpe (Campos, 2013). Aquí subrayamos el uso de la información producida en sede judicial y en el marco de las nuevas causas penales por delitos de lesa humanidad o que rescatan la documentación de los archivos de las principales organizaciones armadas de los años setenta que hoy pueden consultarse en el Archivo Nacional de la Memoria, el Cedinci o la Biblioteca Nacional (Yankelevich, 2010; Confino, 2015). Algunas de estas investigaciones enfatizan más las lógicas partidarias y los
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comportamientos orgánicos en el exilio y otras las resistencias, las búsquedas individuales, los destinos singulares y los comportamientos excepcionales, más allá de los mandatos y los programas. En estas pesquisas, la referencia a la geografía del destierro (capítulos nacionales) no siempre resulta el factor de explicación determinante de esas militancias. En quinto lugar, la nueva producción complementa la aproximación a las historias dolorosas que permitieron en la primera etapa identificar al exiliado como víctima, para hacer foco en las prácticas y dispositivos estatales (punitivos y burocráticos) que permiten explicar las modalidades de exilio de la Argentina de los años setenta: expulsiones, “opciones” huidas, asilos, persecuciones extraterritoriales, retornos judicializados (Slatman, 2011; Pisarello, 2014; Jensen y Lastra, 2016; Fernández Barrio, 2017). Todo esto, como mencionamos, en el marco de nuevas áreas de trabajo al interior de la historia del pasado reciente que apuestan por debatir la productividad teórica, analítica y metodológica de las nociones, categorías y conceptos utilizados para pensar la dictadura (terrorismo de Estado, genocidio, dictadura cívico-militar, desaparecidos, centros clandestinos de represión); mostrando el solapamiento de usos analíticos y nativos y los efectos pantalla de ciertas nociones a la hora de reconocer dinámicas, dispositivos y modalidades represivas y violentas de un modo más situado y denso que el que plantean los actores en el debate social. En sexto lugar, se multiplican los trabajos sobre exilios sectoriales,49 que continúan la senda de investigaciones pioneras y avanzan sobre colectivos definidos por la ocupación/profesión (teatristas, editores y traductores)50 pero también identificables por su orientación sexual y género (gays, lesbianas, transexuales, mujeres) o su perfil etario (niños y adolescentes). Estas investigaciones no sólo dan cuenta de las memorias de un grupo social específico o iluminan la heterogeneidad sociodemográfica del fenómeno exilio, sino que ponen a discusión cuáles fueron las subjetividades perseguidas por el Estado terrorista y arrojan luz sobre otras modalidades de la resistencia antidictatorial no identificables con los espa462
cios clásicos de representación (partidos políticos, organizaciones humanitarias) (Aruj y González, 2008; Korinfeld, 2008; Fiuza y Bohoslavsky, 2012; Falcón, 2013; Dutrénit, 2015; Davidovich, 2016; González de Oleaga, Meloni González y Saiegh Dorín, 2016; Guelar, Jarach y Ruiz, 2002; Lozano, 2017). Por último, esta nueva producción revela una mayor preocupación por afinar los instrumentos analíticos para la interrogación de la experiencia del destierro y un mayor compromiso teórico (Burello, Ludueña Romandini y Taub, 2011; Yankelevich, 2011; Sznadjer y Roniger, 2013). Estos esfuerzos revelan lo productivo del diálogo interdisciplinario (con la ciencia política, los nuevos abordajes de las relaciones internacionales y los estudios culturales) y del intercambio fluido y cotidiano con investigadores referenciados con la historia reciente, la historia de las izquierdas, la historia intelectual y la historia social de la inmigración (Jensen, 2016). En esta misma línea cabe mencionar los trabajos que abordan los exilios/retornos en perspectiva comparada y los que pretenden incidir en el problema de las escalas –analíticas (historia de agente y de estructuras), espaciales (local, regional, nacional, transnacional) o temporales (acontecimiento, coyuntura y larga duración)– y su potencial crítico a la hora de iluminar nuevos temas, nuevas hipótesis de trabajo y claves interpretativas en la exploración de los exilios (Jensen y Lastra, 2015; Lastra, 2016 y 2017b). Consideraciones finales: los historiadores y las demandas sobre la memoria del exilio La creciente diversificación de temas y problemas de investigación sobre el último exilio no ha tenido necesariamente su correlato en el modo en que sus protagonistas recuerdan esta experiencia ni en las narrativas públicas dominantes. El trabajo historiográfico sobre el exilio se enfrenta en no pocas ocasiones a la conflictividad de un presente que reclama a los investigadores contribuir al reconocimiento del exilio como experiencia dolorosa. En su edición por el cuadragésimo primer aniversario del golpe militar, Página/12 (2017) publicaba en la contratapa una 463
nota titulada “La dictadura y el exilio”, donde se afirma que fue “el infortunio de los destierros forzados que alcanzaron a decenas de miles de argentinas y argentinos, muchos de los cuales aún padecen el drama de la melancolía y el desajuste lejos de su patria”. Ésta es la memoria del exilio que ocupa hoy el centro del espacio público y demanda a la sociedad, en general, y a los historiadores, en particular, un lugar para aquellos que fueron sus protagonistas y también para sus herederos: esos niños llevados por sus padres al exilio y aquellos “nacidos en el destierro” (Hassoun, 1996: 51). Y es que el exilio –como práctica represiva y/o consecuencia de la violencia del Estado– sigue marcado por su pecado original: haber sido una experiencia que en el escalafón del sufrimiento comportó un daño no comparable al de aquellos que atravesaron secuestros, torturas y desaparición. Sobre los exiliados pesa aún no sólo su condición de “sobrevivientes”, sino haber formado parte o haber estado referenciados con aquellas organizaciones político-armadas cuyos ideales y prácticas no sólo sufrieron el descrédito social en la posdictadura y bajo el imperio de la teoría de los dos demonios (Franco, 2015), sino que fueron objeto de una persecución penal que se extendió como mínimo hasta finales de los años ochenta. En un presente donde la generación de los hijos intenta avanzar en el reconocimiento del exiliado víctima, las tensiones entre investigadores y protagonistas del destierro están a la orden del día. De hecho, desde la perspectiva de los investigadores del exilio, el énfasis en la dimensión dolorosa de la experiencia impone algunos límites a la hora de preguntarse por los grados de compulsión del viaje al exilio, las formas, los ritmos y los compromisos militantes en el destierro, las relaciones con la Argentina de adentro (compañeros de militancia, movimiento de derechos humanos), la decisión de retornar o no al país tras el final de la dictadura, las inserciones y trasformaciones de las identidades políticas en el retorno, etcétera. En este contexto, los historiadores enfrentan el desafío planteado por la generación de los hijos del exilio que, como parte de su trabajo personal, intergeneracional y colectivo de reconocimiento y re-
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paración, participan de espacios académicos –jornadas, congresos, seminarios de posgrado– buscando respuestas sobre sus propias historias.51 En estos diálogos, historiadores y protagonistas comparten el sentido sobre la dimensión trágica del exilio. Sin embargo, los investigadores también reclaman la necesidad de desbordar las interpretaciones dolorosas, de ir más allá del rescate de la multiplicidad de experiencias y/o de salvar memorias para incidir en la construcción de sentidos del pasado desde aquello que singulariza a la historia como disciplina: su capacidad de avanzar en la contextualización múltiple, interrogar al pasado con adecuadas herramientas analíticas, no asumir nociones nativas como instrumentos críticos, promover la comparación situada, afinar los instrumentos metodológicos, entrecruzar fuentes de diferente naturaleza. Las tensiones entre historia y memoria se dejan ver también cuando se pone a discusión la politicidad del exilio, en particular cuando se intentan comprender las experiencias del exilio de quienes integraron organizaciones de lucha armada en los años setenta. Así, los historiadores muestran que para el Ejército Revolucionario del Pueblo, o Montoneros, el exilio operó como retirada estratégica para salvar la vida de los pocos cuadros medios o superiores que escaparon de las garras del Estado terrorista y definir sus horizontes de acción política en la derrota hacia la denuncia antidictatorial y humanitaria en el exterior o hacia la reorganización militar de cara a la contraofensiva. Sin embargo, en el territorio de las memorias, las salidas del país de los militantes armados suelen ser recordadas como “huidas sospechosas”, como viajes “voluntarios” antes que “forzados” o “estratégicos”. En sentido inverso, los relatos memoriales que recuperan (y a veces continúan reivindicando) la experiencia político-militar que los llevó al destierro eluden toda referencia a la pérdida, el dolor o la privación que significaron las salidas del país, quizás atenazados por el miedo a reproducir en el presente una jerarquía de sufrimientos o agobiados por la carga de haber sobrevivido. Así, si estas narrativas enriquecen la comprensión de lo político de la militancia de los años setenta, lo hacen a expensas de obliterar la condición de “víctima” de los militantes exi-
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liados.52 En este sentido, las memorias públicas del exilio parecen habilitar lecturas en blanco y negro que dificultan la comprensión de las complejas dimensiones de los exilios argentinos de los años setenta: salidas castigo y, a la vez, salvación; sobrevivientes y, a la vez, privilegiados; derrotados, cobardes y traidores que fueron actores clave en la internacionalización de las violaciones a los derechos humanos.53 En definitiva, la construcción del campo de estudios de los exilios de los años setenta se explica por los ritmos y sentidos de las disputas de las memorias en el espacio público argentino, por los diferentes relatos que construyeron y construyen sus generaciones desde la dictadura en adelante y por las propias dinámicas de la historia reciente y de las ciencias sociales y humanas que intervienen y se ven interpeladas en su investigación.
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El campo de investigaciones sobre la historia reciente en Brasil, de su formación al estado actual Rodrigo Patto Sá Motta Empiezo explicando la estructura de este texto. De acuerdo con la propuesta de los organizadores del libro, la idea es analizar la construcción del campo de investigaciones dedicado a la historia reciente en Brasil.54 El objetivo no es realizar un balance detallado de la producción historiográfica, sino analizar los principales aspectos de su formación. Se discutirá el impacto de los contextos político y social sobre el estudio de la historia reciente, destacando el papel de las demandas sociales y gubernamentales, y se analizarán las condiciones materiales y legales para la producción del conocimiento, considerando especialmente a las instituciones de investigación y los archivos, así como las políticas de acceso a la información. Además, se discutirá sobre las relaciones entre la historiografía y las otras áreas que producen conocimiento sobre la historia reciente, ya que los historiadores no están solos en este terreno y pueden dialogar de manera productiva con otros saberes. Se presentarán también análisis sobre la producción historiográfica, enfatizando más las principales tendencias y líneas de investigación que la contribución individual de los investigadores. La definición de los límites y la adecuada conceptualización para la historia próxima permanecen abiertas a la polémica, de manera que utilizamos igualmente las expresiones historia reciente e historia del tiempo presente. Un problema igualmente desafiante es establecer los marcos cronológicos para una historia reciente de Brasil. Como han señalado los autores que discuten teóricamente este campo, sus marcos temporales son fluidos y movedizos (Bedárida, 1997; Franco y Levín, 2007). De cualquier modo, la discusión sobre los marcos cronológicos tiene como base, necesariamente, nuestra propia temporalidad, es decir, el fin de la segunda década del siglo XXI. La dimensión del presente es fundamental para pensar los marcos iniciales de la historia reciente, pues se trata de enfocar 467
cuestiones del pasado próximo que inciden con mayor fuerza en la construcción de nuestra propia experiencia en el tiempo. Los problemas y las angustias actuales impactan las opciones de investigación y la mirada al pasado, contribuyendo a definir los temas y las temporalidades más relevantes para la investigación de la historia reciente. Con base en estas consideraciones, se optó por demarcar la historia reciente de Brasil a partir de los años sesenta. Otras elecciones posibles serían el fin de la segunda guerra mundial, cuando inició la precaria experiencia democrática que terminaría en 1964, o incluso la década de los años cincuenta, que tendría un marco dramático en 1954, con el suicidio del presidente Getulio Vargas. En las décadas de los años cuarenta y cincuenta comenzaron a desarrollarse conflictos y procesos que se radicalizarían durante los sesenta, como el incremento de los movimientos sociales en las ciudades y en el campo, las movilizaciones en torno al nacionalismo y las demandas por reformas sociales, y el crecimiento de la sensibilidad de la derecha, que se expresó en el anticomunismo, el conservadurismo y el liberalismo autoritario. Por supuesto, la influencia de la guerra fría ya se hacía presente desde los años cuarenta, dando más ánimo a los combatientes antiizquierdistas que actuaban en el escenario brasileño desde, por lo menos, los años veinte. Sin embargo, estos procesos y tendencias se manifestaron con mayor fuerza en los años sesenta, cuando los conflictos se tornaron más agudos y contribuyeron al golpe militar (con participación civil) de 1964, lo que confiere consistencia a nuestra opción sobre el marco temporal. No se pretende constreñir la historia reciente a la temática política; a fin de cuentas, importantes fenómenos sociales, culturales y económicos transbordaron los marcos políticos tradicionales, como la organización y/o el fortalecimiento de los movimientos de mujeres, negros, indígenas y homosexuales, o el proceso de crecimiento y modernización de la economía brasileña. Sin embargo, la política (lo político) sigue ocupando un lugar central, porque incluso los
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otros fenómenos mencionados buscaron expresarse políticamente e influenciar las decisiones estatales. Así, la historia reciente brasileña será considerada a partir de los primeros años sesenta, periodo caliente en términos de debates políticos, movilizaciones sociales, creatividad cultural y conflictos violentos. El momento clave fue el golpe de Estado, que representó una reacción de la derecha (civil y militar, conservadora y liberal) contra el gobierno de João Goulart y los movimientos sociales y políticos de izquierda que demandaban transformaciones en las estructuras del país. El hecho de que el presidente Goulart apoyara estos movimientos o, al menos, se rehusara a reprimirlos selló su destino, provocando la movilización militar (apoyada por Estados Unidos), para garantizar el orden social tradicional y la permanencia de Brasil en el bloque capitalista. La derrumbada manu militari de Goulart abrió el camino a una larga dictadura que duraría más de veinte años, proceso que seguimos intentando comprender y cuyo legado todavía no ha sido superado enteramente. El tema de la dictadura de 1964 a 1984 está siempre presente en los estudios de la historia reciente de Brasil, incluso por su lugar clave en los debates políticos actuales, como ya se verá. No debe pensarse que esto resume el campo de la historia reciente, pues, como se ha dicho, existen temas que transbordan los marcos de la dictadura y la política. Aun así, es inútil negar la centralidad de la experiencia dictatorial, ya que marcó los procesos sociales, culturales y económicos, cuyas pautas traspasaban el campo político. En esta historia reciente de Brasil transcurrieron procesos complejos de cambios y permanencias. Del lado económico, se profundizó un modelo instalado desde los años treinta, basado en la combinación entre inversiones estatales y privadas, resultando en un notable salto industrial, particularmente durante los periodos 1955-1960 y 1968-1978. Entre 1950 y 1980, el crecimiento promedio anual del producto interno bruto (PIB) brasileño fue de 7%, muy elevado para los estándares mundiales. En el plano social, ocurrió un proceso acelerado de urbanización que cambió profundamente la distribución poblacional: si en 1950 los habitantes urbanos representaban
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36% del total de la población brasileña, en 1980 ese número había ascendido a 66%. La modernización económica agudizó los conflictos sociales, tanto por el aumento de la población urbana y fabril como por el incremento de la explotación del trabajo, lo que contribuyó a la formación de movimientos sociales y políticos radicales en los años sesenta, setenta y ochenta. En el plano de los comportamientos, ocurrieron cambios importantes también, con la rebeldía juvenil encontrándose con las reivindicaciones femeninas (y feministas), homosexuales, de negros e indígenas. Este contexto favoreció la creatividad cultural y artística, que muchas veces convergió con los movimientos de protesta política, especialmente durante el régimen militar. Cabe destacar que este cuestionamiento del orden inspiró la reacción de las fuerzas conservadoras y/o autoritarias que lideraron el golpe de 1964 y la dictadura subsiguiente. Sin embargo, el conservadurismo represivo se combinó con algunas demandas modernizadoras y liberales, generando un proceso complejo que toca a los investigadores de la historia reciente comprender y explicar. Respecto al análisis de la producción del conocimiento, vale la pena discutir las especificidades de la historiografía frente a las otras áreas del saber o los discursos que buscan representar (o presentar, en el caso de la memoria) el pasado reciente. Además de los registros de la memoria, los historiadores tienen como concurrentes y compañeros a los científicos sociales (sociólogos, politólogos, economistas) y al periodismo.55 La historia académica no tiene un monopolio en este campo y tampoco debería tenerlo, pero su contribución particular con las otras áreas debe ser distinguida y debidamente valorada. En cuanto al tema de las relaciones entre memoria e historia, existen trabajos de referencia y un debate ya consolidado (Ricoeur, 2007). Para nuestros propósitos, basta con reiterar el papel específico de la historiografía frente a la memoria, sin la pretensión de postular una relación de superioridad, pero tampoco aceptando que la historia sea absorbida por la fiebre memorial. Lo que distingue a la historia de la memoria es el hecho de operar con procedimientos científicos, un método, la crítica a las
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fuentes y la búsqueda de evidencias tan amplias y diversificadas como sea posible. El historiador debe desconfiar de sus fuentes, inquirirlas en la búsqueda de la verdad. Si la veracidad es el objetivo y la ambición de la historiografía, la memoria, a su vez, tiene como compromiso mayor la fidelidad al pasado sobre el cual pretende ofrecer un testimonio (Ricoeur, 2007). El periodismo también concurre en el campo de las representaciones sobre el pasado reciente, y en Brasil surgieron figuras destacadas de periodista-historiador, algunas con notable éxito de público y gran venta de libros. Algunos periodistas son buenos investigares y consiguen acceso a fuentes difíciles, a veces con base en relaciones de fidelidad personal. Desde la óptica de la investigación académica, el problema es que no siempre tienen el debido cuidado crítico con las fuentes documentales y tampoco en construir análisis más profundos, contentándose con organizar su narrativa alrededor de personajes ilustres para atender el gusto del gran público lector. Éste es el caso del más conocido de los periodistas historiadores, Elio Gaspari (2002), que escribió una obra en cinco volúmenes sobre la dictadura brasileña. Su trabajo es rico en informaciones sobre los personajes de la cúpula militar y eventos marcantes, pero su análisis no considera perspectivas sociales y económicas más amplias. Además, las fuentes documentales citadas están guardadas por el propio Gaspari, lo que impide la consulta de otros investigadores y el debido diálogo crítico. Los compañeros más estimulantes para los historiadores son los científicos sociales, igualmente preocupados por producir conocimiento sometido a la verificación y al debate intersubjetivo. Hay mucho por ganar con la realización de debates entre ellos para refinar los aportes teóricos y las elecciones metodológicas que los aproximen. En el caso de la historia próxima en el tiempo, a veces las fronteras disciplinarias son muy tenues y es difícil distinguir si algunos investigadores son historiadores o científicos sociales, por la afinidad de los abordajes. Significativamente, los historiadores más tradicionalistas entienden que el tiempo cercano al presente no pertenece al campo de la historia y debería ser abordado por
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otros científicos sociales. Como se sabe, su argumento principal es la necesidad del distanciamiento con relación al objeto de estudio para garantizar que los procesos históricos han alcanzado pleno desarrollo y también la objetividad del investigador. Esta opinión tiende a ser minoritaria en la medida que algunos historiadores en Brasil estudian cada vez más la temporalidad reciente. Sin embargo, esta resistencia disciplinaria aumenta la importancia de destacar las peculiaridades distintivas del trabajo de los historiadores con respecto al de los científicos sociales. Uno de los puntos más relevantes es el lugar de la temporalidad en el trabajo del historiador. Como los científicos sociales, los historiadores igualmente estudian las sociedades y las acciones humanas, pero utilizando el tiempo como referencia para percibir los cambios y las permanencias. Para los científicos sociales, en general, la temporalidad asume un lugar secundario. No tienen la misma preocupación con el distanciamiento temporal y normalmente no adoptan abordajes diacrónicos, al contrario del historiador. Las ciencias sociales se preocupan más por encontrar regularidades en la vida social y construir conocimiento con ambición más generalizante. En el intento de explicar los fenómenos, los científicos sociales construyen modelos teóricos, frecuentemente deductivos, mientras la historiografía normalmente parte de objetos singulares y evita generalizaciones. Por eso la peculiar dedicación de los historiadores a las fuentes primarias y los archivos, cuyas informaciones son estudiadas y registradas con precisión, mientras muchos científicos sociales movilizan los datos empíricos en segundo nivel, sirviendo para confirmar (o no) el modelo teórico previamente construido. Pese a que las distinciones tradicionales entre historiadores y científicos sociales sigan siendo válidas, ha habido cada vez un mayor acercamiento entre los dos campos, sobre todo cuando se trata de investigar la historia reciente. Algunos científicos sociales investigan en archivos y construyen objetos de investigación con base en la perspectiva temporal y en recortes diacrónicos, mientras algunos historiadores aplican modelos teóricos complejos en sus
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investigaciones y otros estudian temas que están en desarrollo, practicando una especie de historia inmediata. Como ocurrió en otros países, los primeros intentos de análisis de los eventos y procesos recientes en Brasil partieron de los científicos sociales. Generalmente fueron intentos de explicar procesos en curso con base en la observación directa y la aplicación de modelos teóricos. Pero, en algunos casos, sociólogos o científicos políticos produjeron ensayos de historia reciente, en su mayoría trabajos escritos en los años setenta que tuvieron como objeto los fenómenos de la década anterior. Cabe resaltar la contribución destacada en este periodo de investigadores estadounidenses (y algunos europeos) que se especializaron en el estudio de la sociedad y la historia brasileña. Autores como Stepan (1971), Schmitter (1971) y Skidmore (1967), entre otros, realizaron trabajos importantes, principalmente porque el mundo académico brasileño pasaba por cambios provocados por el doble choque de la represión política y el aumento de inversiones en investigación, tendencias paradoxales que fueron implantadas al mismo tiempo por la dictadura. El régimen autoritario brasileño implementó un proyecto de modernización que, por un lado, deseaba reprimir a la izquierda y otras formas de disidencia para preservar los valores tradicionales, mientras, por otro lado, pretendía modernizar las instituciones públicas, la economía y la tecnología. El sistema universitario y académico sufrió este doble impacto, con represión y expurgos políticos simultáneos al aumento de presupuestos para la investigación y la creación de un sistema nacional de posgrado. Las inversiones de la dictadura buscaban tanto beneficiar a la economía como una forma de acomodación con los intelectuales, lo que contribuyó para que el área de ciencias humanas y sociales recibiera, también, recursos y becas (Motta, 2014). Así, en los años setenta, la producción universitaria se amplió al ritmo de la expansión económica de la dictadura. Aunque tenían menos recursos financieros en comparación con sus colegas de las ciencias naturales, y estaban más vigilados por los órganos de represión, los científicos sociales también vieron expandirse su cam-
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po de actuación. Debatiendo con autores extranjeros y también con la tradición del pensamiento social brasileño anterior –que tenía características más ensayísticas que científicas–, los investigadores activos en los años setenta y ochenta trabajaron los procesos sociales en curso en la dictadura y construyeron una tradición académica más sólida. Partiendo de problemas y conceptos centrales en las ciencias sociales del periodo, estudiaron el autoritarismo (Cardoso, 1975), el populismo (Weffort, 1978), los militares (Oliveira, 1976), el sistema político (Reis, 1978), las transformaciones económicas (Singer, 1977), entre otros temas. En la segunda mitad de la década de los setenta surgieron los primeros estudios con abordajes próximos a la historiografía, escritos por científicos políticos que buscaban explicar los orígenes del golpe de 1964. En esta línea merecen destacarse los libros de Luiz Alberto Moniz Bandeira (O governo João Goulart e as lutas sociais, 1977) y René Armand Dreifuss (1964. A conquista do Estado, 1981), ambos preocupados en mostrar la actuación de los principales agentes golpistas nacionales e internacionales, corrigiendo o ampliando las perspectivas presentadas anteriormente por brazilianists como Stepan (1971) y Black (1977). Después, otros científicos sociales traerían contribuciones significativas a la historia reciente de la dictadura, como Sebastião Velasco y Cruz y Carlos E. Martins (1983), Maria Helena Moreira Alves (1984) y Caio Navarro Toledo (1983). También, a partir de la segunda mitad de los años setenta, en el periodo en que la dictadura inició su lento proceso de apertura, comenzaron a ser publicados los primeros relatos de la memoria de actores involucrados en los embates políticos de la época, figuras pertenecientes tanto al campo de la derecha como de la izquierda. De la derecha se publicaron las memorias de políticos civiles de la dictadura (Vianna Filho, 1975) y también de militares (Portella de Mello, 1979), mientras de la izquierda salieron los primeros relatos de experiencia en el exilio (Cavalcanti y Ramos, 1978) y memorias de exguerrilleros (Gabeira, 1979). Aun en el campo de la producción de memorias y testimonios, en la segunda mitad de los años
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setenta surgieron los primeros programas de historia oral, siendo pionero el Centro de Pesquisa e Documentação de História Contemporânea da Fundação Getúlio Vargas (Cpdoc/FGV). Los abordajes sobre la historia reciente realizados por historiadores empezaron a tornarse más frecuentes desde la segunda mitad de los años ochenta, ya sea porque el distanciamiento temporal con los años sesenta se fue ampliando o porque los departamentos de historia de las universidades y sus respectivos cursos de posgrado se fueron consolidando.56 Entre los trabajos pioneros destacan los libros O combate nas trevas (1987), de Jacob Gorender, y A revolução faltou ao encontro (1990), de Daniel Aarão Reis Filho, ambos dedicados al estudio de las organizaciones guerrilleras de izquierda que combatieron a la dictadura en los años sesenta y setenta. Luego se publicó otro libro marcante sobre las organizaciones de la izquierda armada, escrito por un sociólogo cuyo estilo se aproxima a las características de la historiografía: O fantasma da revolução brasileira (1993), de Marcelo Ridenti. Vale decir que, algunos años antes, jóvenes historiadores activos en los años setenta y ochenta se dedicaron a temas de su propia historia reciente, realizando estudios sobre los años treinta, cuarenta y cincuenta, con énfasis en la historia de la prensa (Capelato y Prado, 1980), la política partidaria (Neves, 1989), las políticas laborales-corporativistas de la dictadura varguista (Gomes, 1988) y los movimientos de los trabajadores (De Decca, 1981). Las investigaciones dedicadas al periodo 1930-1940 extrapolan los límites del texto, pero es importante ver cómo dialogaban con los temas sociales y políticos en boga en los años setenta y ochenta, como la lucha contra la dictadura y la eclosión de protestas y movimientos sociales. La cuestión de los movimientos sociales y del “nuevo” sindicalismo emergentes en la etapa final de la dictadura –que tuvieron como telón de fondo las huelgas obreras de 1978, 1979 y 1980– impactó la producción historiográfica y las ciencias sociales, con los sociólogos estudiando especialmente el activismo social de los años setenta y ochenta, tanto el sindicalismo y las huelgas obreras (Antunes, 1988) como el asociativismo urbano (Sader, 1988), las
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organizaciones campesinas (Medeiros, 1989) y la militancia católica (Mainwaring y Krischke, 1986). El contexto actual y la politización: de la Memoria y de la Historia Reciente Después del cambio de milenio, y especialmente en la década actual, las investigaciones sobre la historia reciente se han ampliado y consolidado. Antes de abordar esta producción, vale la pena analizar el contexto reciente para comprender mejor las condiciones de producción y los caminos que la historiografía ha recorrido. Por esta razón es importante discutir algunos aspectos de la historia reciente desde el fin de la dictadura, con énfasis en las disputas políticas (y los acuerdos) y su incidencia en la justicia de transición, lo que impactó las investigaciones en varios aspectos, desde las opciones temáticas hasta el acceso a los archivos y las fuentes. La dictadura pasó por un lento declive y una demorada transición a la democracia, un proceso que duró de 1974 a 1985, cuando el primer civil desde el golpe de 1964 llegó a la presidencia. Inicialmente, la transición fue un proyecto de institucionalización de la propia dictadura, que pretendía prolongarse reduciendo la represión y acercándose a la oposición moderada. Sin embargo, el proyecto se le salió de control por el deterioro del cuadro económico en la segunda mitad de los años setenta y al aumento del activismo de la oposición (incluso las huelgas obreras), forzando una apertura política más amplia a la que los militares deseaban. A pesar de la fuerza de los movimientos sociales y del activismo de la oposición, la dictadura consiguió retirarse de forma organizada e impedir la victoria de las demandas más democráticas, como la campaña por elecciones directas para presidente en 1984. Aunque fracasó, la campaña denominada Directas Ya provocó la división de las fuerzas que sustentaban a la dictadura, llevando a una alianza entre una parte mayoritaria de la oposición y un sector disidente de la dictadura, que llegaron a un acuerdo para disputar las elecciones indirectas, que ganaron Tancredo Neves (oposición moderada) y José Sarney (disidente de la dictadura). Con la enfermedad y muer476
te de Neves, Sarney se tornó el primer presidente posdictadura, pero con la marca paradójica de haber servido al régimen autoritario por 20 años. Este caso demuestra el carácter ambiguo de la transición posautoritaria brasileña. La dictadura fue parcialmente derrotada, pero no superada, ya que los reacomodos políticos mantuvieron en el poder a varios otros ex apoyadores de la dictadura, que se mezclaron con políticos de la oposición tanto moderada como izquierdista, pues algunos socialistas y comunistas integraron el nuevo gobierno. Se trató de un reacomodo típico de la cultura política brasileña, una maniobra para abrir camino a cambios controlados, evitando choques graves entre las élites políticas y sociales. El acuerdo permitió una salida relativamente suave de la dictadura y la ampliación de los espacios democráticos, consolidados especialmente con la aprobación de la Constitución de 1988, un hito en la conquista de los derechos sociales y políticos. Pero también significó el perdón de los crímenes de la dictadura, con la ley de amnistía “recíproca” aprobada en 1979 por el último gobierno militar, que se interpreta (aún hoy) en las élites políticas y jurídicas como la garantía del olvido de los crímenes que cometieron agentes de la dictadura. Tanto el gobierno Sarney como el de sus sucesores evitaron enfrentar debidamente el legado autoritario de la dictadura, apostando más por estrategias de olvido que por políticas de la memoria. Además de constatar que el olvido del legado violento de la dictadura fue un pilar de la transición brasileña, es necesario señalar la incapacidad de las fuerzas de oposición y los organismos de derechos humanos para cambiar este cuadro. Las voces que defendieron las investigaciones sobre la violencia política de la dictadura fueron minoritarias, por eso no produjeron la presión política necesaria para cambiar el rumbo de los reacomodos. A diferencia de otros países, en los que el Estado posautoritario rápidamente creó comisiones oficiales de investigación, en Brasil la primera iniciativa partió de liderazgos religiosos que organizaron el proyecto Brasil: Nunca Más. Era un grupo ecuménico liderado por el Cardenal Paulo E. Arns, cuyos activistas copiaron documentos del Superior Tribunal Militar,
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instancia final para juzgar los crímenes políticos de la dictadura. Y a partir de 1979 un grupo de abogados de presos políticos copiaron miles de documentos de la justicia militar y cuando las condiciones políticas lo permitieron organizaron un archivo y publicaron un libro, igualmente titulado Brasil: Nunca más, con informaciones valiosas sobre la violencia de la dictadura (Arns, 1985). La primera iniciativa del Estado para investigar los crímenes de la dictadura surgió en 1995, diez años después del inicio formal del periodo democrático, durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, un sociólogo perseguido por el régimen militar. En aquel año se creó la Comisión Especial para Muertos y Desaparecidos Políticos, que inició investigaciones sobre el paradero de las víctimas de la represión y tomó las primeras medidas para las reparaciones simbólicas y financieras. En el gobierno siguiente, de Luiz Inácio Lula da Silva, ex líder sindical preso por la dictadura, esa incipiente justicia de transición avanzó más. Entre las principales medidas del periodo de Lula estuvieron el fortalecimiento de la Comisión de Amnistía, órgano federal creado al final del gobierno anterior para investigar las acciones punitivas de la dictadura y buscar la reparación para las personas afectadas, así como varios proyectos para localizar y proporcionar documentos producidos por las agencias represivas del Estado autoritario. El gobierno de Lula adoptó iniciativas más amplias y ambiciosas, pero siguió los pasos de Cardoso cuando privilegió la búsqueda de la verdad y el ofrecimiento de reparaciones financieras, evitando cuestionar la ley de amnistía recíproca. Se mostró sin fuerza o sin voluntad política para enfrentar el pacto de perdón de los crímenes de la dictadura, mantenido por las élites política, militar y judicial. Es necesario decir que la situación brasileña fue impactada por el cuadro internacional, especialmente por la presión de entidades como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (de la Organización de los Estados Americanos), que en 2010 emitió una condena al Estado brasileño por no enjuiciar a los responsables de las violaciones cometidas durante la dictadura. El incremento en los procesos judiciales
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de militares y policías en los países del Cono Sur también sirvió de estímulo a los defensores de los derechos humanos en Brasil. En este contexto, en 2011, la ex guerrillera y ex presa política Dilma Rousseff fue electa y asumió el gobierno apoyada por Lula, sucediéndolo en el poder. Rousseff tomó iniciativas que avanzaron un poco más en la ruta de las políticas de memoria referidas a la dictadura. Un punto importante fue la solución del impasse sobre el acceso a los documentos producidos por las agencias de represión política, creando los marcos legales para una accesibilidad más pública y transparente. Otra cuestión fundamental fue que Rousseff implantó un proyecto iniciado en el gobierno Lula, la Comisión Nacional de la Verdad, finalmente instalada en 2012. Sin embargo, para aplacar a la oposición de derecha y a la opinión moderada, y garantizar apoyo parlamentario a la iniciativa, el gobierno mantuvo el compromiso con el perdón a los crímenes de la dictadura y definió que la comisión buscaba la verdad para reconciliar, sin tener poder para iniciar los procesos judiciales. Un efecto significativo de la creación de la Comisión Nacional de la Verdad fue la formación de decenas de comisiones de la verdad en el país, generalmente relacionadas con gobiernos estatales y municipales y otros órganos públicos. La Comisión Nacional de la Verdad, cuyo informe final fue divulgado en diciembre de 2014, alcanzó sus mejores resultados con la localización de nuevos archivos de las agencias represivas y la ampliación de las investigaciones hacia otros grupos sociales afectados por la dictadura, como indígenas, campesinos y homosexuales, por ejemplo. Aun así, la comisión de la verdad brasileña no generó el mismo impacto que otras comisiones semejantes, y tampoco podría; a fin de cuentas, habían pasado treinta años desde el fin de la dictadura. Aunque había sido creada con la idea de reconciliación, la Comisión Nacional de la Verdad recomendó el establecimiento de acciones contra los agentes represivos de la dictadura. Sin embargo, el cuadro político se tornó desfavorable, pues el gobierno Rousseff se vio involucrado en una enorme crisis política al inicio de 2015, lo que finalmente llevó a su destitución en agosto de
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2016. Se resalta que las polémicas referidas a las políticas de derechos humanos de los gobiernos de Lula y Dilma y, específicamente, las acciones de la justicia transicional fueron movilizadas en las disputas recientes y contribuyeron a la polarización de izquierda y derecha. Muchos grupos de derecha, en campaña contra el gobierno Rousseff, utilizaron el tema para movilizar a sus seguidores con el argumento de que había una amenaza comunista que combatir, semejante a lo sucedido en 1964, implicando también, directa o indirectamente, la valoración positiva del régimen militar. En resumen, en los últimos años la politización del debate sobre las herencias de la dictadura aguzó las batallas por la memoria y estimuló nuevas investigaciones sobre la historia reciente. A pesar de las diferentes opiniones sobre el papel público de los historiadores y los significados de la verdad en la historiografía, estos profesionales fueron convocados para contribuir a las discusiones públicas y actuar en las comisiones oficiales de investigación como asesores o dirigentes.57 Las efemérides sobre los cincuenta años del golpe de 1964, que ocurrieron en 2014, generaron muchos eventos académicos y públicos, contribuyendo también a dar más visibilidad a la historiografía. En los últimos años, una parte de los liderazgos del país y otros segmentos de la población redescubrieron la relevancia de su historia reciente, que asumió mayor importancia en medio de las disputas por definir el futuro de Brasil. Las condiciones materiales: instituciones académicas, archivos y acceso a la información Aunque el marco político actual haya impactado en las investigaciones, los trabajos dedicados a la historia reciente ya habían crecido anteriormente por otros factores. Además de la situación políticosocial y las polémicas públicas, para comprender la historiografía sobre la historia reciente es necesario considerar las condiciones materiales bajo las cuales ha estado operando en los últimos años, especialmente en las instituciones académicas y de investigación, en los archivos y las fuentes y en las condiciones de acceso a la documentación pública. 480
Como ya se dijo, durante la dictadura hubo importantes inversiones en infraestructura académica y de investigación, ampliando el aparato previamente existente. Los líderes militares estaban convencidos de que era necesario mejorar las universidades y las instituciones de investigación para la modernización económica y tecnológica y que una mayor inversión en esta área ayudaría a solucionar los conflictos con el mundo académico e intelectual. Así, durante la dictadura se crearon fondos para financiar la investigación, carreras de docentes e investigadores con dedicación exclusiva, laboratorios, programas de becas y un sistema nacional de posgrado. Con la recesión económica y la inflación en los últimos años de la dictadura (1979-1984) hubo una reducción en estas inversiones y las universidades y centros de investigación entraron en crisis, pero la infraestructura existente pudo ser reaprovechada en los años posteriores, especialmente en el contexto de la expansión 20042014. Curiosamente, los gobiernos de centroizquierda liderados por el Partido de los Trabajadores (PT) han retomado algunos puntos de la agenda de desarrollo de la dictadura, aumentando la inversión en infraestructura pública tras el periodo de medidas liberales de los gobiernos de Fernando Collor de Mello y Fernando Henrique Cardoso. Sin embargo, el desarrollismo de los gobiernos del PT ha traído una marca innovadora, la preocupación por las políticas sociales inclusivas y la distribución del ingreso. Las universidades y las instituciones de investigación han participado en este proceso y han recibido muchas inversiones estatales, con un mayor financiamiento para la infraestructura de investigación, el incremento en el posgrado y la ampliación de vacantes universitarias, a la vez que se creaban políticas públicas destinadas a la inclusión de estudiantes de familias de origen pobre. Estas políticas produjeron un notable aumento en la producción académica de Brasil, incluso en el campo de la historia, que contaba con 26 programas de posgrado (11 maestrías y 15 maestrías y doctorados) en el año 2000 y pasó a 60 (22 maestrías y 38 con maestrías y doctorado) en 2014. En el mismo periodo, las becas de posgrado en el área de historia financiadas por la Coordenação de
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Aperfeiçoamento de Pessoal de Nível Superior (Capes, del Ministerio de Educación) pasaron de 554 a 1 915 (Ferreira, 2016). De forma correspondiente a la expansión de cursos y becas, el número de tesis doctorales en el área de historia también aumentó, alcanzando la cifra de 412 trabajos defendidos sólo en el 2016. Estos datos corresponden a toda el área; sin embargo, la producción dedicada a los temas de historia reciente representa un porcentaje significativo: entre las 412 tesis doctorales en historia aprobadas en 2016, las que se pueden clasificar como historia reciente fueron 151, lo que significa 36% del total.58 El aumento de la producción historiográfica, particularmente el crecimiento de trabajos sobre la historia reciente, ha sido posible también por la mayor disponibilidad de fuentes. Si la transición posautoritaria en Brasil tiene puntos negativos, con respecto al acceso a archivos y fuentes de información se han logrado conquistas importantes como resultado de la movilización de investigadores y activistas sociales. El Estado autoritario brasileño fue característicamente un notable productor de documentos, por la gran cantidad de agencias de información y represión, el cuidado burocrático para preservar y organizar acervos documentales y los esfuerzos por legalizar la acción represiva procesando a miles de presos políticos (lo que no evitó la existencia simultánea de violencia extralegal con tortura, asesinatos y desapariciones). Así, los aparatos de represión política generaron grandes conjuntos documentales, especialmente fuentes judiciales, policiales y documentos de los servicios de información y represión política.59 Ya se ha mencionado el proyecto Brasil: Nunca Más (Brasil: Nunca Mais), que recopiló clandestinamente documentos de la justicia militar para estudiar y denunciar la violencia política de la dictadura. Los organizadores del proyecto depositaron los documentos en la Universidad de Campinas, lo que durante años impulsó diversas investigaciones académicas. La documentación oficial que originó el proyecto Brasil: Nunca Más está actualmente disponible para la investigación en los archivos del Superior Tribunal Militar, como re-
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sultado de la aprobación de las leyes estatales de acceso a archivos confidenciales, como se explicará. Otro segmento documental importante proviene de la policía política y otros órganos de información y represión. El Estado brasileño ha creado decenas de agencias represivas, en parte por su estructura federalista, que garantiza la autonomía de las unidades constituyentes de la República (los estados). Al comienzo del periodo republicano, los gobernantes estatales crearon sus propias fuerzas policiales para garantizar el orden social y su autonomía, y como el propio gobierno federal, en los años veinte y treinta los estados más fuertes crearon comisarías y departamentos de policía política, agencias que se conocieron por las siglas DOPS (Delegacia/Departamento de Ordem Política e Social). Estas policías políticas estatales fueron mantenidas por la dictadura en 1964, pero los militares crearon otras agencias de información y represión de carácter federal, especialmente el Servicio Nacional de Informaciones, los centros de información del ejército, la armada y la fuerza aérea, las divisiones de seguridad e información en cada ministerio y los servicios de asesorías de seguridad e informaciones en empresas y autarquías públicas (incluidas las universidades). En su auge, a finales de los años setenta, este sistema tenía miles de agentes que producían no sólo violencia y represión, sino una gran masa de documentos. Clasificada como confidencial por el Estado, la documentación producida por estas agencias se convirtió en objeto de disputa en los años ochenta, en medio de la lucha por la democracia. Las primeras iniciativas para recopilar documentos policiales en los archivos públicos fueron tomadas por gobernadores estatales elegidos por la oposición en Sao Paulo y Río de Janeiro, quienes al mismo tiempo extinguieron sus respectivas agencias de policía política. Para que los documentos confidenciales fueran puestos a disposición del público fue esencial la Constitución de 1988, que consagró prerrogativas avanzadas en el campo del derecho a la información, como el habeas-data (que permite a los ciudadanos el acceso libre a información sobre ellos mismos registrada en las bases de datos
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de instituciones públicas), y también el derecho de todos a “recibir de las autoridades información de su propio interés o de interés colectivo o general”. Estos logros democráticos fueron confirmados por la Ley Federal 8159, de 1991, que normalizó el funcionamiento de los archivos y la preservación de la documentación de interés público. Sin embargo, las controversias sobre el acceso a los documentos continuaron, ya que la Constitución de 1988 también ordenaba la restricción de documentos “cuyo sigilo sea esencial para la seguridad de la sociedad y del Estado, así como para la inviolabilidad de la intimidad, la privacidad y el honor y la imagen de las personas”. La falta de definición sobre qué sería privacidad y honor ha llevado a algunos administradores de archivos a restringir el acceso a los documentos policiales, mientras que la mención a la seguridad del Estado ha sido utilizada por sectores conservadores para justificar el cierre de los documentos producidos durante la dictadura. Por esta razón, en los últimos días del mandato del presidente Fernando Henrique Cardoso, en diciembre de 2002, se emitió un decreto que restringía el acceso a documentos públicos confidenciales, generando protestas entre académicos y activistas sociales. Después de alguna vacilación, el gobierno de Lula (sucesor de Cardoso) tomó medidas para ampliar nuevamente el acceso a los documentos, objetivo por lo cual trabajó Dilma Rousseff, en aquel momento como jefa del gabinete civil. Por iniciativa de Rousseff fueron depositados en el Archivo Nacional (en 2006) los documentos de Servicio Nacional de Informaciones, la principal agencia de inteligencia de la dictadura, así como otros archivos federales de carácter confidencial, que se agregaron a los documentos de las policías políticas estatales abiertos desde los años noventa. Durante el primer mandato presidencial de Rousseff también hubo un avance notable en las políticas de acceso a documentos confidenciales, con la aprobación de leyes y decretos (en 2011 y 2012) que resolvieron viejos impasses.60 Un aspecto clave de la nueva legislación fue la definición de que el derecho a la privacidad no puede impedir “la recuperación de he484
chos históricos relevantes”, autorizando así a los directores de archivos a abrir sin restricciones los fondos documentales de las agencias represivas. Por lo tanto, en los últimos años los investigadores han tenido acceso a millones de registros documentales producidos por el Estado que suministran información no sólo sobre la máquina represiva, sino también sobre movimientos sociales y políticos de diferente naturaleza. Estos acervos se han unido a los hallazgos de las comisiones de la verdad. Es necesario destacar que algunos documentos oficiales todavía están desaparecidos o permanecen ocultos, principalmente de los órganos comandados por militares, y que algunos archivos disponibles han sido parcialmente depurados. Aun así, en Brasil hay un gran conjunto documental que, aunque sea explorado paulatinamente, aún requerirá muchos años de investigación. Es importante registrar también la existencia de otros conjuntos documentales relevantes para la historia reciente, tanto de otras instituciones públicas como de entidades privadas. En el caso del aparato estatal, actualmente se están organizando acervos de gran utilidad para la historia social, los archivos de justicia laboral, que permiten estudiar sindicatos y huelgas, por ejemplo. Para los mismos temas también hay algunos acervos organizados por sindicatos y centros universitarios de investigación. Hay también acervos documentales sobre organizaciones y activistas políticos que están almacenados en varios archivos públicos. Otro segmento de importantes fuentes documentales, en este caso de origen privado, son las ediciones periódicas de la prensa. Los acervos históricos de algunos de los periódicos y revistas más grandes se han puesto a disposición recientemente a través de internet, como O Globo, O Estado de São Paulo, Jornal do Brasil, Folha de São Paulo, Veja, Correio da Manhã y Última Hora. Un conjunto relevante más de documentos para la historia reciente merece destacarse, los acervos de programas de historia oral que han crecido y se han expandido desde las iniciativas pioneras en los años setenta. Dada la imposibilidad de comentar sobre todo tipo y todos los acervos documenta-
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les útiles para la historia reciente, es importante dejar claro que la intención era sólo ofrecer una impresión general. La producción académica más reciente El aumento en las investigaciones sobre la historia reciente está relacionado con el incremento de las demandas públicas, el estímulo de la coyuntura política y la existencia de las condiciones materiales analizadas en la sección anterior. Los datos indican que el estudio de los fenómenos recientes ha sido cada vez más aceptado entre los historiadores, al mismo tiempo que se han reducido los prejuicios disciplinarios tradicionales. Por otro lado, la expansión en las investigaciones también se debe al incremento de la distancia temporal en relación con los objetos de la historia reciente. Las nuevas generaciones de investigadores se han incorporado a la historiografía, especialmente las personas nacidas entre los años sesenta y ochenta, lo que amplía el hiato de tiempo entre el investigador y el objeto y reduce la ansiedad sobre el problema del distanciamiento. Asimismo, nuevos temas y enfoques teóricos han inspirado a los investigadores, ampliando el alcance de sus trabajos. Para reiterar: no se pretende hacer un balance historiográfico61 detallado de la producción reciente. El propósito es tan sólo indicar las tendencias principales de las investigaciones, considerando los aspectos temáticos y teóricos, así como hacer un análisis en perspectiva diacrónica, atendiendo los cambios y el impacto de las diferentes coyunturas. También se pone énfasis en la imposibilidad de analizar la producción individual de los investigadores, de modo que los autores sólo serán indicados, sin una discusión sobre la calidad de la contribución de su trabajo. Tampoco se indicará siempre la afiliación disciplinaria del investigador, dada la dificultad, en muchos casos, de clasificar el trabajo de acuerdo con los límites académicos tradicionales. Como ya se dijo, las ciencias sociales inauguraron algunos temas de investigación en la década de los setenta, centrándose en los impactos sociales y políticos del crecimiento económico y el autori486
tarismo estatal en la dictadura. Los científicos sociales han desarrollado líneas de investigación alrededor de cuestiones clave, como las corporaciones militares, las instituciones políticas de la dictadura, los impactos sociales y económicos de la modernización elitista y el (re)surgimiento de los movimientos sociales durante el régimen militar.62 En los años ochenta, estos temas siguieron en boga y se incorporaron nuevos objetos de investigación, como la actuación de los movimientos estudiantiles (Martins Filho, 1987; Sanfelice, 1986) y las políticas educativas de la dictadura (Salgado, 1981; Cunha, 1988). Notablemente entre los historiadores, la línea de estudios sobre la historia de las izquierdas formada en la década de los ochenta se amplió en los años siguientes para grupos distintos a las organizaciones guerrilleras que inicialmente atrajeron la atención de los investigadores. Se han realizado estudios sobre el Partido Comunista (Pandolfi, 1995) y los socialistas (Gustin y Vieira, 1995), así como los primeros estudios hechos por politólogos sobre el recién formado Partido de los Trabajadores (Meneguello, 1989). En los años ochenta y noventa, el estudio sobre los movimientos sociales en el periodo reciente comenzó a atraer a más historiadores, especialmente sobre los trabajadores urbanos y rurales (French, 1995; Welch, 1999). La investigación dedicada a otros grupos contrarios a la dictadura, como intelectuales y artistas, surgió a finales de la década de los noventa, fortaleciendo el campo de investigación sobre la resistencia cultural (Ridenti, 2000; Napolitano, 2001); asimismo, se hicieron estudios sobre los exiliados (Rollemberg, 1999). En las décadas de los ochenta y noventa surgieron las primeras investigaciones sobre los aparatos de represión de la dictadura militar, especialmente las agencias de información (Lagôa, 1983; Baffa, 1989) y las actividades de censura (Silva, 1989; Aquino, 1999), que se ampliarían y profundizarían en los años siguientes gracias a la disponibilidad de nuevos acervos documentales. También fue notable durante este periodo el debate (en aquel entonces prácticamente restringido a los científicos sociales) sobre los factores motivadores del golpe de 1964, con análisis que enfatizaban divergentemen-
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te el impacto de los intereses económicos o la autonomía del campo político (Dreifuss, 1981; Santos, 1986; Figueiredo, 1993; Soares, 1994). En general, se puede decir que en las décadas de los ochenta y noventa predominaba la investigación centrada en las fuerzas de resistencia y oposición al régimen autoritario, junto con las dedicadas a entender los orígenes de la dictadura y el funcionamiento de su aparato represivo. Al mismo tiempo, comenzó una línea de estudios sobre la acción y el pensamiento de los militares y los grupos de derecha, continuando y ampliando las perspectivas de trabajos pioneros realizados anteriormente. Un hito de la nueva tendencia fue un proyecto de historia oral con testimonios de decenas de militares que participaron en la dictadura (D’araújo, Soares y Castro, 1994), que estimuló al mundo académico a estudiar mejor los valores y el pensamiento de la derecha militar. A partir de la segunda mitad de la década de los noventa, las acciones e ideas militares y de derecha comenzaron a ser investigadas más a fondo por la historiografía, con estudios sobre la propaganda del régimen militar (Fico, 1997) y el anticomunismo y su papel en la eclosión de las dictaduras (Motta, 2002). La historiografía dedicada a las derechas se amplió en los años siguientes, con estudios sobre entidades femeninas (Cordeiro, 2009), sobre el partido político que apoyaba a la dictadura (Grinberg, 2009) y sobre organizaciones católicas conservadoras (Zanotto, 2012), entre otros. El interés por estudiar a las derechas también estuvo influenciado por los cambios en el contexto político e institucional, con el declive de las ideas de izquierda en el mundo académico y la percepción de que las culturas de derecha avanzaban una vez más en el espacio público. A partir de la década del año 2000, el creciente interés de los historiadores y la disponibilidad de documentos oficiales condujeron a una investigación más profunda sobre las agencias de información (Antunes, 2002; Fico, 2001) y las agencias represivas de la dictadura (Reznik, 2004; Joffily, 2013). Al dialogar con la historiografía internacional, algunos investigadores brasileños comenzaron a cuestionar la mitificación de la resistencia (Reis Filho, 2000) y a investi-
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gar el apoyo de algunos grupos sociales a la dictadura. Para escapar del maniqueísmo implicado en el binomio “adhesión” versus “resistencia” y para comprender otros comportamientos y actitudes sociales hacia el Estado autoritario, los historiadores han utilizado conceptos como la zona gris (Rollemberg, 2010) y la acomodación (Motta, 2014). La investigación sobre la adhesión y participación de los civiles en el régimen autoritario han generado disputas interpretativas sobre la mejor denominación para la dictadura (¿militar o civil-militar?63), polémicas que aún siguen abiertas. En los últimos años, la proximidad de las efemérides por el cincuentenario del golpe de Estado de 1964, el impacto de los trabajos de las comisiones de la verdad y los desarrollos en el propio campo historiográfico han llevado a una mayor producción y difusión de debates sobre la historia reciente, especialmente en relación con la dictadura militar. Recientemente se publicaron investigaciones originales sobre diferentes temas, como las conmemoraciones cívicas de la dictadura (Cordeiro, 2015), la actuación de las empresas constructoras durante el régimen militar (Campos, 2017), las políticas de memoria relacionadas con la dictadura (Bauer, 2012 ), las editoriales de oposición en los años setenta-ochenta (Maués, 2013), la campaña por la amnistía (Rodeghero, 2011), la resistencia estudiantil a la dictadura (Müller, 2016), por nombrar sólo algunos ejemplos, además de los trabajos de síntesis sobre la historia del periodo de los años sesenta-ochenta (Reis Filho, 2014; Napolitano, 2014). Es necesario destacar que sólo se están considerando los trabajos publicados, sin incluir, por lo tanto, las disertaciones de maestría y las tesis doctorales aún no publicadas. Además de ampliar los temas y acceder a nuevas fuentes documentales, vale la pena señalar que las investigaciones sobre la historia reciente también han experimentado una renovación en los enfoques y marcos teóricos. En la etapa inicial, las investigaciones tendieron a colocarse cerca de la historia política, a la historia social clásica (centrada en los trabajadores) y a la historia económica. Más tarde, notablemente a partir de los años 2000, la marca de la historia cultural se hizo más visible, lo que indicó, por un lado, la
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pérdida de influencia de la perspectiva marxista tradicional, pero significó, por otro lado, la incorporación de características del pensamiento gramsciano. El impacto de las perspectivas culturalistas inspiró el uso de conceptos como representaciones sociales, imaginarios y cultura política, estimulando también la investigación con enfoque, por ejemplo, en la cultura visual, los rituales cívicos y en la historia de los periódicos. Además de ampliar los enfoques teóricos, las nuevas tendencias estimularon abordajes originales sobre temas poco cubiertos por la historiografía, como relaciones de género (Duarte y Lucas, 2014), feminismos (Pedro y Wolff, 2010), historia de los homosexuales (Green y Quinalha, 2014) y el movimiento negro (Cardoso, 2002). Sería difícil incluir en este balance los resultados de las comisiones de la verdad, cuyos informes se han publicado recientemente, mientras que hay algunas comisiones regionales o municipales que todavía siguen trabajando. Con el tiempo sabremos mejor cuál ha sido la contribución efectiva de estos informes al conocimiento de la historia reciente, si han avanzado en relación con la historiografía. Seguramente, las comisiones de la verdad llamaron la atención pública sobre la importancia de la historia reciente y ayudaron a estimular nuevas investigaciones. Además, encontraron nuevos acervos documentales e información sobre la violencia estatal, proporcionando un estudio más detallado de los efectos de la represión. Sin embargo, el impacto de su trabajo no será el mismo que en otros países, porque las comisiones de la verdad brasileñas fueron creadas cuando la investigación académica y periodística ya había avanzado mucho. Su mayor legado al conocimiento deberá ser el estudio de la violencia estatal contra grupos antes menos contemplados por las investigaciones académicas, como mujeres, homosexuales, indígenas y campesinos. Consideraciones finales Al analizar lo que se ha logrado con la historia reciente en Brasil en los últimos años se tiene un balance positivo. Hay una producción pujante de carácter transdisciplinario, con la formación de un cam490
po de estudios que promueve el acercamiento de la historiografía y las ciencias sociales, con impacto en el debate público. La producción debe continuar aumentando en el futuro cercano, ya que algunas líneas de investigación se fortalecen y muchos jóvenes hacen maestrías y doctorados teniendo como objeto de estudio la historia reciente. Se puede decir que es una historiografía en consolidación, pues hay trabajos de referencia para la orientación de nuevas investigaciones y, a la vez, una necesidad de profundizar el conocimiento en ciertos temas y explorar nuevos caminos. La atracción que la temporalidad reciente ejerce sobre los historiadores se explica por el creciente interés público, las controversias políticas, la gran disponibilidad de acervos y la expansión del sistema de posgrado. Otro aspecto favorable es que se ha superado la resistencia disciplinaria tradicional entre los historiadores, en particular por los cambios en la percepción del problema de la objetividad. Todo investigador está influenciado por el contexto social y su trabajo se ve afectado por sus intereses y preocupaciones, lo que puede contribuir positivamente al conocimiento. El compromiso con los temas de su tiempo es una parte inherente al trabajo del historiador, sin el cual la historiografía perdería sentido y se reduciría a mera cronografía (Rüsen, 2001: 130). Sin embargo, esto no significa defender un tipo de historia militante que manipula datos o ignora informaciones inconvenientes y, por lo tanto, es incapaz de producir conocimiento que trascienda miradas restrictivas y poner diferentes perspectivas sobre la experiencia humana en el tiempo en un diálogo crítico. La salida para el aparente impasse es buscar una forma de objetividad constructiva que demande la incorporación consciente y crítica de las propias opiniones y valores. Para intentar alcanzar la objetividad, que no es lo mismo que la neutralidad, es necesario comprender y exponer la subjetividad de manera productiva (Rüsen, 2001). También anhelar un conocimiento válido más allá de las propias posiciones, valores e intereses, lo que implica tener en cuenta otras subjetividades e identidades. La objetividad constructiva significa que el conocimiento debe ser intersubjetivamente controlable y
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su validez debe ser probada, lo que, por cierto, trae a la discusión el tema de la verdad. El estudio de la historia reciente ha contribuido a la historiografía para cuestionar los excesos del giro lingüístico y el escepticismo relativista, lo que lleva a redescubrir la importancia del contrato fundante de esta disciplina con la búsqueda de la verdad, aunque sin volver a las ingenuas creencias del cientificismo (Ginzburg, 1999; Ricoeur, 2007). La construcción del conocimiento, que va más allá de las verdades de cada grupo, refuerza la distinción entre historia y memoria. Importa enfatizar la contribución específica de la historiografía académica al estudio de la historia reciente. Aun reconociendo las ventajas de los intercambios interdisciplinarios y evitando el error de delimitar fronteras rígidas para el conocimiento, vale la pena destacar las peculiaridades del trabajo del historiador: el uso de la temporalidad como referencia para el estudio de cambios y permanencias; atención rigurosa y crítica con investigaciones que puedan proporcionar evidencias documentales para la construcción de conocimiento. A partir de estos fundamentos se puede construir conocimiento que vaya más allá del establecimiento de verdades fácticas –aunque con su respaldado– y se enfrente el desafío de comprender y explicar. A pesar de la proximidad cada vez mayor entre historiadores y científicos sociales que investigan en este campo, el hecho de que todavía haya diferentes percepciones sobre el trabajo de cada grupo se ha aclarado recientemente, ante las demandas de la prensa. En 2014, en el cincuentenario del golpe de estado de 1964, que estimuló la politización de las disputas sobre la memoria de la dictadura, una tendencia aguda debido a la disputa electoral que polarizó a izquierda y derecha, la prensa y las redes sociales exigieron principalmente la opinión de los historiadores. Sin embargo, con la crisis política y económica de 2015-2018, que ha puesto en peligro el futuro del país, los científicos sociales (especialmente los politólogos y economistas) han tenido más demanda en el debate público que los historiadores.
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Con respecto al momento actual, la crisis genera incertidumbres sobre el futuro de la investigación académica en Brasil, con la posibilidad de revertir la tendencia de crecimiento de los últimos años. El gobierno que asumió el poder en 2016, tras el impeachment de Dilma Rousseff, redujo las inversiones en educación e investigación y la crisis económica ha reducido las oportunidades de empleo para los jóvenes investigadores graduados en las universidades. La elección de Bolsonaro en 2018 empeoró la situación porque, además de agravar la reducción de las inversiones públicas, nuevamente trajo el riesgo de censura política a las investigaciones, como en el tiempo de la dictadura. Dada la gravedad de la situación, los investigadores de la historia reciente, como profesionales y como ciudadanos, tienen el desafío de tomar una posición en las batallas por el futuro del país. No sólo porque las instituciones académicas y de investigación están en juego, sino, y especialmente, por la subsistencia de las instituciones democráticas arduamente construidas desde el fin de la última dictadura.
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Notas de la Parte III 1. Coincido con la apreciación de Carlos Aguirre (2005) al argüir que Annales no es una escuela, ya que no hay unidad, no hay un proyecto intelectual ni un horizonte teórico o metodológico unificado, estático, sin cambios. Más que una escuela, son múltiples proyectos intelectuales. 2. Es importante destacar que cuando se fundó la revista Annales se nominó al historiador, geógrafo y economista Henri Hauser como el encargado de trabajar el “mundo moderno”. Para la revista esta temporalidad estaba enmarcada en los siglos XVI al XVII. Ver Dosse (2012: 53). 3. Marc Bloch, Lucien Febvre, André Piganiol, Charles Edmón Perrin, Georges Lefebvre, Maurice Halbwach y Gabriel Le Bras. 4. Los programas revisados se pueden encontrar en los siguientes enlaces: ; ; ; www.uaq.mx/ofertaeducativa/prog-filosofia/lic-historia.pdf; ; ; guiadecarreras.udg.mx/licenciatura-en-historia/; www.ibero.mx/sites/all/themes/ibero/descargables/licenciaturas/LHistoria.pdf; www.csh-iztapalapa.uam.mx/licenciaturas/historia/plan/plan_historia.pdf; ; www.uabc.mx/formacionbasica/FichasPE/Lic_en_Historia.pdf; ; www.uacm.edu.mx/OfertaAcademica/CHyCS/Historia_Sociedad_Contemporanea; uacam.mx/paginas/ver/85; etnohistoriaenah.blogspot.com/p/plan-de-estudios-mapa-curricular-y.html. 5. Por historia presente o historia vivida se entiende la elaboración de una historia desde la experiencia del historiador que rompe con la dicotomía tradi-
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cional entre historia y periodo; es una decisión social materializada por un proyecto intelectual concreto ligado a un fenómeno generacional, o coetáneo; es una historia de un fenómeno inacabado, un suceso que no ha sido sometido a un enclaustramiento temporal, que no ha sido clausurado; es el análisis de un fenómeno que está interrelacionado generacionalmente, tres generaciones que externan su coexistencia configurando una historia presente, vivida a través de su experiencia. Es, en resumidas cuentas, la historia de la coetaneidad, de lo que aún es presente. El presente histórico no es el ahora o la inmediatez, sino un periodo de tiempo más amplio, vinculado con la existencia de generaciones que experimentaron un suceso. Ver Aróstegui (2004); Franco y Levín (2007); Cuesta Bustillo (1993); y Pérotin-Dumon (2007). La historia del tiempo presente o historia vivida fue una necesidad histórica que desde su gestación ha estado ligada a la violencia política, el trauma, la experiencia, la memoria, el testimonio, la verdad y las justicias. 6. La consolidación de múltiples comisiones de la verdad en América Latina y la tramitación del pasado que hicieron esas naciones ante la violencia política y social perpetrada por los regímenes autoritarios y dictatoriales. Véase Reyes, Campos, Escamilla y Gamiño Muñoz (2016). 7. El gobierno transicional organizó el foro público Comisiones de la Verdad: Perspectivas y Alcances. El caso de México, llevado a cabo en el Distrito Federal los días 18 y 19 de julio de 2002. 8. Los sucesos que aquí se enuncian fueron, siguiendo el léxico de los medios de comunicación mexicanos, “enfrenamientos entre las fuerzas del orden contra los miembros del narcotráfico y el crimen organizado” en regiones como Michoacán, Guerrero, Puebla, estado de México, Zacatecas y Oaxaca. Mas es importante destacar que en estas regiones no sucedieron “enfrentamientos”, sino el despliegue de una violencia política perpetrada por el Estado, o con su aquiescencia, en periodos alternados de tiempo, en espacios geográficos específicos y bajo patrones ya establecidos, a través de los cuales se han cometido múltiples ejecuciones extrajudiciales, matanzas y masacres contra la población civil en la más completa impunidad. 9. En este texto retomo parcialmente desarrollos previos de Franco y Levín (2007) y Franco y Lvovich (2017). Utilizaré las mayúsculas para referirme a la disciplina Historia o al campo de la Historia Reciente sólo a modo de diferenciación con el proceso histórico que es su objeto de estudio. 10. Esto no significa que en el pasado los historiadores no hayan prestado atención a procesos y eventos cercanos en el tiempo y la interacción entre memoria, historia y política, pero este lazo quedó de alguna manera silenciado con la profesionalización disciplinaria y el impacto del positivismo en el
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pasaje del siglo XIX al XX y hasta mediado de los años ochenta (Bédarida, 2001; Alonso, 2007; Mudrovcic, 2013). 11. En la base de este renovado interés en occidente confluyen también otros procesos que no podemos analizar aquí a detalle. Por un lado, cierto “giro al pasado” y cierta “obsesión memorial” característicos del último cuarto de siglo XX, resultantes de la pérdida de expectativas y confianza en el progreso y el futuro como horizonte deseado de superación humana y de la crisis de los proyectos de emancipación provenientes de las izquierdas socialistas (Huyssen, 2002). Por el otro, también incidieron los cambios en las ciencias sociales, como la crisis del estructural-funcionalismo y el “giro lingüístico” (Franco y Levín, 2007), cuyos efectos sobre la historiografía mencionaremos más adelante. 12. Para un análisis de estos procesos en cada caso y las diferencias epistemológicas de los distintos desarrollos nacionales, véase Aróstegui (2004). 13. Por la naturaleza de esos eventos, este campo de estudios ha sido asociado también a la dimensión de lo “traumático” (Franco y Levín, 2007). Coincidimos con María Inés Mudrovcic (2003), Luciano Alonso (2007) y Hugo Vezzetti (2009) en las limitaciones del concepto “trauma”, y “traumático”, para caracterizar los procesos de violencia extrema que suelen ser objeto de la historia reciente. Para otras posiciones sobre esta dimensión de lo traumático como constitutiva, véase Levín (2016). 14. La denominación más canónica y la primera que tuvo este campo de estudios que fue histoire du temps présent (surgida en Francia) también obedece a una coyuntura y la necesidad de una simple diferenciación en relación con los estudios de historia contemporánea y otras denominaciones institucionales preexistentes (Aróstegui, 2004). 15. Fundamentalmente, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Conicet) y la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica. 16. Son formaciones de posgrado específicas en el área la maestría en historia y memoria (Universidad Nacional de La Plata) y la maestría en historia contemporánea (Universidad Nacional de General Sarmiento). 17. Este colectivo informal de investigadores en Historia Reciente se ocupa de la organización bianual de las Jornadas Nacionales de Trabajo en Historia Reciente y en los últimos años ha adquirido un perfil activo en relación con la coyuntura política vinculada al terrorismo de Estado en la Argentina a través de declaraciones políticas y solicitadas públicas. 18. Para citar algunas referencias fuertes para la historiografía latinoamericana, recordemos, por ejemplo, que el Institut de Histoire du Temps Présent se creó en París en 1978; en 1984, Pierre Nora iniciaba la publicación de su
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obra ya clásica Lieux de mémoire y en 1988 Jacques Le Goff publicaba Histoire et mémoire. En 1990 se funda la prestigiosa revista española Ayer. 19. Por razones de espacio, mencionaré sólo algunas figuras intelectuales de referencia: Carlos Acuña, Daniel Aspiazu, Eduardo Basualdo, Elizabeth Jelin, José Nun, Guillermo O’Donnell, Juan Carlos Portantiero, Catalina Smulovitz, Jorge Schvarzer, entre muchos otros. 20. En la Argentina fue especialmente el historiador Luis Alberto Romero quien sostuvo esta explicación por largo tiempo, aunque luego participó ampliamente de los debates políticos sobre ese pasado. A pesar de la ausencia de Historia en las primeras producciones, algunos historiadores abordaron tempranamente ciertos aspectos del proceso reciente; entre otros, Ricardo Falcón y Pablo Pozzi, quienes trabajaron sobre el movimiento obrero. 21. Entre las más destacadas, las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987), sancionadas en el último tramo del gobierno de Raúl Alfonsín, frenaron los procesos judiciales e iniciaron un camino que se concretó con los indultos otorgados por el presidente Carlos Menem en 1989 a los militares juzgados en 1985. Esta política fue acompañada de un discurso centrado en la “reconciliación” y “dar vuelta a la página” del pasado. 22. Las novedades políticas de los años noventa en torno al pasado dictatorial fueron múltiples; por razones de espacio, aquí menciono sólo dos elementos esenciales. Para un desarrollo detallado, véase Lvovich y Bisquert (2008) y Crenzel (2015). 23. El proceso de investigación y justicia de los primeros años de la posdictadura estuvo fuertemente centrado en las víctimas –los desaparecidos, por excelencia–, consideradas en su condición humana vejada; así, la posibilidad de justicia se construyó sobre la omisión central de la ideología y la experiencia políticas (en general vinculadas a las organizaciones revolucionarias armadas) de los sujetos víctimas de la violencia. En el juicio a las primeras juntas militares (realizado en 1985), esto tuvo como objetivo evitar las acusaciones de subversión de la defensa militar, pero de manera más amplia fue la condición de posibilidad para reconocer como víctimas de la atrocidad militar a quienes su militancia política los hacía sospechosos de terrorismo. Véanse Crenzel (2008) y Franco (2015). 24. Se trata de los grupos de trabajo formados entre 1999 y 2001 con el financiamiento del Social Science Research Council y agrupados en torno al Núcleo de Estudios sobre Memoria en el Instituto de Desarrollo Económico y Social. 25. Pilar Calveiro, Poder y desaparición (1998); Luis Eduardo Duhalde, El Estado terrorista argentino. Quince años después, una mirada crítica (1999); Hugo Vezzetti, Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argen-
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tina (2002); Elizabeth Jelin, Los trabajos de la memoria (2002). No todos los trabajos eran nuevos cuando vieron la luz en esa coyuntura, ya que Duhalde había publicado su libro por primera vez en 1983 y la tesis de Calveiro tenía ya varios años, aunque no había sido publicada hasta entonces. De todos los citados, Duhalde era relativamente conocido desde los años ochenta por su trayectoria política y militante y Jelin por sus investigaciones sobre movimientos sociales. Desde luego, no se trata de las únicas publicaciones ni de las primeras, pero sí constituyen algunas de las que han tenido mayor impacto en el campo en su primera explosión y fueron importantes por su convergencia en un momento dado. 26. Se trata del libro La dictadura militar (1976-1983). Del golpe de Estado a la restauración democrática (2003), que ha sido discutido en diversos aspectos, pero sigue siendo la única referencia completa con la que contamos. A mitad del camino entre el mundo político y militante y el académico, la revista Lucha Armada en la Argentina se publicó entre 2005 y 2014 y aportó a la renovación del conocimiento y análisis crítico de la militancia revolucionaria. Otro jalón importante fue el largo debate intelectual y político que se planteó a partir de 2004 sobre los crímenes cometidos por la guerrilla y que fue publicado luego en dos tomos (Sobre la responsabilidad: No matar, 2007 y 2010). 27. El momento más crítico se produjo por una revuelta popular entre el 19 y 20 de diciembre de 2001 y tuvo como detonante una serie de medidas del gobierno que confiscaron los ahorros bancarios de la población. En situación de Estado de sitio, las protestas fueron respondidas con una dura represión y el asesinato de numerosos manifestantes por parte de las fuerzas policiales. La crisis institucional produjo la sucesión rápida de varios presidentes que sólo duraron en sus cargos pocos días entre finales de diciembre de 2001 y enero de 2002. 28. Convergieron para esto una serie de decisiones de los distintos poderes: en 2001, la justicia declaró inconstitucionales las leyes de Punto final y Obediencia Debida; en 2003, el presidente Néstor Kirchner derogó el decreto que impedía extraditar a militares acusados de delitos de lesa humanidad para ser juzgados en el exterior; ese mismo, año el Congreso declaró nulas e inválidas ambas leyes, y en los años siguientes la Corte Suprema se pronunció en varios fallos individuales que declararon la inconstitucionalidad de los indultos y la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad (Quaretti, 2017). 29. Las políticas de reparación no eran nuevas; los gobiernos de Raúl Alfonsín (1983-1989) y Carlos Menem (1989-1999) ya las habían utilizado, pero en esos casos fueron utilizadas como mecanismos de compensación en el marco del retroceso de las políticas de justicia.
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30. Recordemos que en la narración dominante del pasado construida en la primera posdictadura, la acción política insurreccional había quedado fuertemente asociada a la imagen de la violencia terrorista y considerada responsable de la irrupción de las fuerzas armadas y el terrorismo de Estado. Sobre el uso del discurso militante y la experiencia revolucionaria de los años setenta por parte de los gobiernos kirchneristas, véase Montero (2015). 31. En 2006, la reedición del Nunca más. Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas incluyó un nuevo prólogo escrito por la Secretaría de Derechos Humanos con la intención de proponer una nueva lectura oficial sobre lo sucedido en la Argentina en los años setenta. Uno de sus puntos fundamentales fue cuestionar la interpretación del prólogo original del mismo libro en relación con el origen y las responsabilidades por la violencia política y el rol de la sociedad en ese proceso. Para un análisis de ambos textos en contraste, véase Crenzel, 2015. 32. Entre los acervos más significativos pueden mencionarse en la órbita estatal el Archivo de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPPBA), bajo custodia de la Comisión Provincial por la Memoria desde 1999; el Archivo Nacional de la Memoria, creado en 2003, y el fondo documental hallado sobre la junta militar, en 2013, hoy localizado en la Biblioteca de la Fuerza Aérea y parcialmente digitalizado. En el ámbito privado, se destacan la asociación civil Memoria Abierta, creado en 1999, que viene construyendo un valioso archivo audiovisual (y de otro tipo de documentos no tradicionales), y el Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en Argentina (Cedinci) inaugurado en 1998. Como es evidente, muchos de estos fondos tienen una larga historia previa y no fueron creados en el último periodo, pero crecieron y adquirieron peso e importancia a la luz del renovado interés social y político por el pasado reciente. 33. Los datos que aquí se presentan fueron elaborados y publicados en Franco y Lvovich (2017). 34. Las cifras corresponden al posgrado en ciencias sociales del Instituto de Desarrollo Económico y Social (Universidad Nacional de General Sarmiento) y a los posgrados en historia de la Universidad Nacional de La Plata, la Universidad Nacional de Rosario y la Universidad de Buenos Aires. En otras áreas, como ciencias sociales de la Universidad de Buenos Aires, las cifras son menores (8%). 35. Según cantidad de ponencias y mesas vinculadas a temas de Historia Reciente y memoria presentadas en dichas jornadas en su edición de 2011 y 2013 y comparación con la evolución en ediciones previas. 36. Por razones de espacio y dada la vastedad de la producción académica sobre estos temas, he optado por no citar trabajos ni autores y centrar la ar-
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gumentación en temas y problemas para mostrar las líneas rectoras y las lógicas de desarrollo del campo en la Argentina. Para tener un estado de la cuestión actualizado y detallado según obras y autores, véase Franco y Lvovich (2017). Para estudios detallados de la producción en subáreas particulares, véanse Águila (2014) para estudios sobre la represión; Basualdo (s/f) para trabajadores; Lvovich (2017) para vida cotidiana; Pittaluga (2007) para organizaciones armadas; para exilios, véase en este volumen el trabajo de Silvina Jensen y Soledad Lastra. 37. Este texto fue escrito durante el primer semestre de 2017. Todo lo dicho aquí se concentra en la construcción del campo de estudios hasta ese momento. 38. Sobre los avatares del proyecto de reparación a los exiliados políticos, véase Gianoglio, 2012. 39. Reparados por la Ley 24043/1991. Disponible en www.saij.gob.ar/legislacion/ley-nacional-24043-beneficios_otorgados_personas_puestas.htm?8 (última consulta: 4 de junio de 2017). 40. Reparados por la Ley 24.411/1994. Disponible en www.saij.gob.ar/legislacion/ley-nacional-24411-ausencia_por_desaparicion_forzada.htm?6 (última consulta: 4 de junio de 2017). 41. Desde 2011 este archivo lleva adelante el proyecto “Los tiempos del exilio” con el propósito de reconstruir las memorias y experiencias de quienes protagonizaron el exilio, desde las salidas, la vida cotidiana fuera del país y el regreso (Diario de la Memoria, 2011). En este marco, cuentan con una sala permanente titulada Bajo la Lluvia Ajena (inaugurada en 2015) en donde se han desarrollado distintas muestras y actividades. 42. Por ejemplo, los seminarios dictados en los últimos años: Silvina Jensen y Soledad Lastra, “Los exilios políticos masivos contemporáneos en España y Cono Sur (1939-1990). Una aproximación desde los estudios comparados y transnacionales” (doctorado en historia, Universidad Nacional La Plata, mayo de 2015); Silvia Dutrénit Bielous, “El exilio latinoamericano: experiencias, generaciones y tipos de memoria” (maestría en partidos políticos y el Programa de Historia Política de la Universidad Nacional de Córdoba, octubre de 2016); Soledad Lastra, “Migraciones forzadas y exilios políticos en América Latina. Conceptos y problemas para su estudio” (maestría en historia y memoria, Universidad Nacional La Plata, segundo semestre de 2016). 43. Sobre la construcción del campo de estudios de la historia reciente en Argentina, véase el texto de Marina Franco en esta misma compilación. 44. Puede visitarse en redestudiosrepresion.wordpress.com/. 45. Véase como uso de este diálogo fructífero el libro compilado por Águila, Garaño y Scatizza (2016) y el trayecto “Violencia política, memoria y dere-
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chos humanos en el siglo XX”, del doctorado en historia (Universidad Nacional La Plata-Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, 20152016). 46. Para un recorrido sobre el estado del tema, véase Lastra (2016). 47. Aunque de ningún modo son ajenos a los avatares de las luchas sociales por la memoria del exilio ni a las demandas de reconocimiento, justicia y reparación que plantean quienes fueron protagonistas de la experiencia del destierro. 48. Sobre la pregnancia de esta línea de investigación en la que el exilio es definido en sus rasgos humanos antes que políticos y equiparable a otras experiencias de desplazamiento y expatriación, véanse los temarios de las tres ediciones de las Jornadas de Trabajo Exilios Políticos del Cono Sur en el Siglo XX (2012, 2014, 2016). Disponible en jornadasexilios.fahce.unlp.edu.ar/. 49. Sobre el exilio de psicoanalistas, Manzanares (2016); sobre los pedagogos, Alfonso (2014); sobre los trabajadores y sindicalistas, véanse Basualdo (2006) y Flier (2016). 50. Véanse Falcón (2013), Gallina (2016) y el dossier coordinado por Mateus Fávaro Reis y Gabriela Pellegrino Soares (2015). 51. Véase, por ejemplo, la reseña de la actividad de las Primeras Jornadas de Trabajo sobre Exilios Políticos del Cono Sur, en donde se produjo un encuentro enriquecedor entre la agrupación Hij@s del exilio y los investigadores de ese exilio en particular, muchos de ellos también hijos de exiliados pero que no pertenecían a la agrupación. Disponible en . 52. Estas tensiones se replican en el caso de los desaparecidos. Véase Crenzel (2010). 53. Un caso paradigmático sobre esta tensión entre exilio y militancia es el trabajo de investigación doctoral que realiza el historiador Hernán Confino (2015) sobre la Contraofensiva de Montoneros entre 1979 y 1980. 54. Sería importante discutir también como se enseña la historia reciente en el sistema escolar, pero, lamentablemente, el artículo no comporta abordaje tan amplio. 55. Son muy relevantes también las producciones del cine y de la literatura, que no serán consideradas debido al límite de espacio. 56. Los cursos de posgrado en Ciencias Sociales comenzaron en mediados de los años 1960, mientras los de Historia surgieron en el inicio de los años 1970. 57. En la Comisión Nacional de la Verdad los historiadores fueron asesores, pero, en algunas comisiones estaduales de la verdad ellos actuaron como di-
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rigentes, como en Paraíba y en Pernambuco. 58. Datos compilados por el autor del sitio web de la CAPES. 59. Las fuentes policiales incluyen documentos sobre censura, una actividad llevada a cabo por las agencias policiales estatales y federales durante todo el siglo XX y cuya documentación se encuentra ahora en archivos públicos. 60. Ley12.527 de 18/11/2011 y decreto presidencial 7.724 de 16/05/2012. 61. En los últimos años, algunos investigadores han analizado la producción historiográfica reciente, centrándose generalmente en temas específicos como el golpe de estado de 1964 o los movimientos sociales. Ver Mattos, 2008; Neves, 2012; Ridenti, 2015; Correa y Fontes, 2016. 62. Los nombres de algunos investigadores referenciales para estos temas ya se mencionaron al comienzo del texto. 63. A respecto de eso, véase Ridenti, 2015.
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Conclusiones. El presente como historia Eugenia Allier Montaño Camilo Vicente Ovalle César Iván Vilchis Ortega Este libro nació con un doble propósito. En primer lugar, poner a debate los temas y problemas teórico-metodológicos más acuciantes en la historia del tiempo presente. En segundo lugar, acercar, especialmente al público mexicano, las temáticas y los avances de un campo historiográfico que se ha asentado en las academias de historia en distintas latitudes, en particular en Europa y el Cono Sur. En el caso de México, la historiografía del tiempo presente, aunque aún late débil, ya da muestras claras de estar fincando sus raíces en las jóvenes generaciones de científicos sociales, no sólo entre quienes se dedican a la historia. De esta manera, los trabajos aquí reunidos fueron pensados como una pequeña forma de contribuir a las diversas iniciativas que en los últimos años han hecho una reflexión en torno a esta parcela historiográfica. La construcción de un campo disciplinario implica no sólo la voluntad de comprender y explicar un fenómeno, sino el intento de dar solución a una serie de dificultades epistemológicas y metodológicas que hacen emerger un fenómeno susceptible de ser estudiado. Como se vio a lo largo de estos capítulos, algunas de estas cuestiones son la selección del concepto más adecuado para denominar a este tipo de historia, la delimitación teórica de lo que se entiende por presente histórico, las implicaciones epistemológicas, éticas y políticas del historiador y los retos que plantea el uso de un determinado tipo de fuentes. Historia reciente, historia inmediata e historia del tiempo presente son algunos de los términos más utilizados. ¿Pero se trata de distintas denominaciones que hacen referencia a un mismo programa epistemológico, o efectivamente remiten a diferentes campos de estudio? Si bien estas interrogantes continúan abiertas para futuros debates, se puede decir que la multiplicidad de designaciones res503
ponde a la existencia de distintos modelos historiográficos que se centran en diferentes realidades. Historia reciente, concepto utilizado principalmente en Argentina, Chile y Uruguay, alude más al periodo de la últimadictadura militar. Historia inmediata remite precisamente a la idea de inmediatez, ese instante que acaba de concluir, por lo que algunos autores la asocian más a cierto periodismo de investigación. Historia del tiempo presente, si bien en Francia también llegó a ser entendida como el periodo posterior a la segunda guerra mundial, consideramos que es el concepto que denota mejor la idea de una aproximación al tiempo presente, una temporalidad entendida no como periodo, sino como algo dinámico que se desplaza conforme transcurre el tiempo; su uso ha tenido mayor recepción en países como México, Colombia y España. Así, el postulado de este campo historiográfico es, justamente, la definición del presente como parte del tiempo histórico y, en consecuencia, susceptible de ser transformado en conocimiento histórico. Este principio cuestiona de fondo el modo en que durante el siglo XIX se conceptualizó a la historia como “ciencia del pasado”, cuidadosamente alejada del presente. Podemos decir, entonces, que la historia del tiempo presente es una historia de los procesos sociales que se encuentran aún en desarrollo, en la cual los actores están vigentes y siguen desplegando sus acciones y el historiador está necesariamente implicado, no por militancia en los procesos que analiza y explica, sino por ser su coetáneo. Sin embargo, la historia del presente no está vinculada estructuralmente a la escala breve. Es una actitud, si se quiere, que integra el presente al tiempo histórico y no pospone su análisis y valoración para generaciones futuras ni relega su responsabilidad a otras áreas de las ciencias sociales. Este campo historiográfico no se ocupa del acontecimiento actual, como epifenómeno, sino del despliegue de realidad donde el acontecimiento tuvo condiciones de aparecer: no sólo es una narrativa del acontecimiento, sino una analítica y arqueología de su estructura. El hecho de que la historia del tiempo presente no relegue el estudio del presente a otras ciencias sociales no significa que se desen-
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vuelva de manera aislada. Por el contrario, la convergencia de múltiples disciplinas constituye un rasgo esencial y distintivo de este tipo de historia, tanto en términos epistemológicos como metodológicos. Y es que el ímpetu por comprender las distintas problemáticas que aquejan a las sociedades del presente trae consigo la necesidad de entablar un diálogo e intercambio constante con las áreas del conocimiento que abordan temas cercanos en el tiempo. De hecho, este acercamiento no se efectúa únicamente tomando prestadas las herramientas teóricas y metodológicas de estas disciplinas, sino que los propios grupos de trabajo abocados a este campo de estudio están conformados por investigadores provenientes de distintas ciencias sociales. Las fuentes son la materia prima de la investigación histórica; sin ellas no hay historia, diría Marc Bloch. Si bien esta disciplina se instituyó privilegiando los documentos escritos, las nuevas preguntas y perspectivas adoptadas en la segunda mitad del siglo XX obligaron a recurrir a nuevos tipos de huellas. Como parte de esta tendencia historiográfica, en la historia del presente el testimonio (una de las fuentes que durante mucho tiempo fue relegada de los estudios históricos) ocupa un lugar central. La dificultad del acceso a los archivos estatales, o la inexistencia de cierto tipo de documentación escrita, trajo consigo la necesidad de recurrir a las narraciones de quienes participaron en los acontecimientos, lo cual, dicho sea de paso, imprime una característica peculiar a este tipo de historia: que puede ser cuestionada por ellos. En efecto, cobra gran relevancia reflexionar no sólo acerca de los retos metodológicos que plantea el uso de los testimonios, sino también de sus implicaciones éticas, tanto para el caso de los provenientes de las víctimas como de los perpetradores. Pero los testimonios no son las únicas fuentes con las que trabaja la historia del presente. Vale insistir que, contra la objeción de la carencia de fuentes, el historiador del presente enfrenta más bien el problema de la sobreabundancia, porque existe un amplio abanico de posibilidades que permite indagar en torno a lo sucedido en el pasado reciente: la prensa, el cine, la radio, la televisión o el inter-
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net, por mencionar algunas. Sin duda, en un fututo surgirán nuevas tecnologías, objetos, materiales y medios de comunicación que las próximas generaciones podrán utilizar para dar cuenta de su presente histórico. Son tres los elementos que se pueden destacar del conjunto de análisis con respecto a las perspectivas epistemológicas y metodológicas de la historia del tiempo presente. En primer lugar, pone fin a la tesis de que el análisis histórico sólo puede realizarse sobre aquellos procesos, acontecimientos, hechos o acciones cuya potencia sobre nosotros está desactivada, es decir, que han perdido su capacidad de afectarnos. En segundo lugar, si bien uno de los elementos que se encuentran como condición de posibilidad de la emergencia de la historia del tiempo presente es la vindicación del testimonio, en los desarrollos recientes no se le entiende como una relación de privilegio en la narración histórica, sino que también se ha abierto una distancia crítica con el testimonio. Y, en tercer lugar, en una línea que sigue a Henry Rousso, la historia del tiempo presente no es la narrativa histórica del “presentismo”, pero tampoco es meramente una reacción a éste; es, más bien, su crítica. La historia del tiempo presente emerge, entonces, con una marca, con una disposición a la crítica; porque implícitamente hay un cuestionamiento y un esfuerzo de rectificación de los principios ordenadores del presente. Es importante tomar en cuenta que en su proceso de conformación como campo de estudio, la historia del tiempo presente también ha tenido que asumir las tensiones políticas en medio de las cuales ha nacido; es decir, las condiciones de posibilidad de su emergencia. Los análisis sobre los contextos nacionales y regionales presentados en varios capítulos del libro permiten no sólo la autocrítica, sino el intercambio de experiencias, lo cual fortalece la construcción de este ámbito disciplinario. Quizá este aspecto sea uno de los postulados más importantes del conjunto de trabajos presentados: la dimensión política está integrada a este campo historiográfico, no la excluye ni la disfraza, en una falsa pretensión de asepsia, sino que la integra al método.
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En suma, consideremos que la historia del presente se podría sintetizar en seis características principales: 1. Su objeto de estudio es el presente. 2. El presente está determinado por la existencia de las generaciones que vivieron un acontecimiento. 3. La existencia de coetaneidad entre la experiencia vivida por el historiador y el acontecimiento del que se ocupa, particularmente por su vínculo con las generaciones que experimentaron un momento histórico. 4. La perspectiva multidisciplinaria del campo. 5. Las tensiones y complicidades entre historiadores y testigos. 6. La presencia de demandas sociales por historizar el presente, particularmente con respecto a temáticas de violencia, trauma y dolor. Es importante recalcar que si bien lo político, la violencia, el trauma y el dolor son temáticas que han prevalecido en la mayoría de los trabajos de la historia del presente, consideramos que el campo no queda reducido a esto. Los aspectos sociales, económicos y culturales del presente son igualmente importantes y necesarios de historizar. Así se puede constatar en los trabajos presentados en congresos, seminarios, mesas redondas y tesis de grado que se adscriben a esta parcela historiográfica, cuyas temáticas giran en torno a la familia, los desastres naturales, las festividades (populares, religiosas y cívicas), las expresiones artísticas, las historias de vida y de la vida cotidiana, por mencionar algunos ejemplos. Asimismo, vale decir que el interés por la historia del presente no sólo se circunscribe al ámbito académico, pues se trata de una historia que desde su origen es producto de una demanda social que busca respuestas para comprender su entorno. En efecto, la historia del presente también tiene cabida en otros espacios, como en los medios de comunicación y los procesos judiciales. Aunque con algunas dificultades, la historia del presente poco a poco ha ido ganando terreno en su camino de lograr su legitimación como campo de estudio. Como han señalado algunos estudiosos del campo, es complicado decir hasta qué punto se puede hablar de una batalla ganada, o se trata más bien de una moda pasajera, al menos en América Latina. Quizá en algún momento el estudio del presente logre tener completa aceptación y cabida en la discipli-
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na histórica. ¿Esto significaría que la historia del tiempo presente, como parcela historiográfica, sería ya innecesaria o tendría que desaparecer? Cabe la posibilidad. Pero antes de llegar a ese punto habría de considerar que, como se ha tratado de sugerir en las páginas que conforman este libro, además del ímpetu por historizar el presente existen otros tantos elementos que la historia del presente ha puesto en la mesa de debate, lo cual ha enriquecido la reflexión teórica y metodológica de la disciplina. De esta manera, bien se puede decir que la emergencia de este campo de estudios ha sido un importante aporte de nuestro presente histórico.
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En la cresta de la ola. Debates y definiciones en torno a la historia del tiempo presente coeditado por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y Bonilla Artigas Editores Edición digital noviembre 2020
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Matrices de paz Camargo Castillo, Javier 9786078560202 400 Páginas
Cómpralo y empieza a leer Este libro brota, crece, florece en medio de múltiples encrucijadas internacionales, nacionales y también de nuestra propia institución, que se vinculan con los estudios de paz y los estudios de género. Los modos en que se dan las relaciones entre mujeres y hombres, junto con otras identidades construidas culturalmente a partir de la diferencia sexual, parecen el elemento basal para comprender la violencia y también para buscar la paz. Cómpralo y empieza a leer
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El amor en tiempos neoliberales: Golubov, Nattie 9786078450893 180 Páginas
Cómpralo y empieza a leer "En mi opinión, este tipo de literatura —al igual que los bestsellers— ofrece "fotografías de la época" (Sutherland, 2007: 3). Esto es, son documentos representativos en el sentido de que "congelan, vívidamente, su momento histórico" (Sutherland, 3) porque registran y dramatizan la cultura, las preocupaciones, ansiedades, deseos, fantasías, valores, expectativas, identidades de su contexto socio-histórico inmediato, y, por eso mismo, con frecuencia nos parecen demodé a pocos años de su publicación. Aunque las novelas rosas, en su mayoría, no llegan a ser bestsellers mencionados en las listas de los periódicos como el New York Times, son igualmente efímeras, rasgo que no preocupa a las escritoras y lectoras porque la permanencia es un criterio aplicable a la "alta" literatura. Por el contrario, "el último acto de desafío feminista por parte de las escritoras de novela rosa es que les tiene sin cuidado que el establishment literario las respete" (Summers, 2014)... "Además de analizar los elementos formales constitutivos del género, en este libro quiero demostrar que se trata de un género popular mucho más diverso y complejo de lo que suele suponerse. Aunque no soy fan de las novelas, he leído una buena cantidad de todos los subgéneros para redactar el libro y me ha sor566
prendido tanto su calidad como su variedad. En su mayoría son muy entretenidas porque la voz narrativa suele ser un tanto irónica, al igual que los personajes, y aunque también hay una gran cantidad de novelas que, francamente, son muy malas, me he guiado por las opiniones de las lectoras que sí son aficionadas y no me he equivocado: son las mejores críticas del género. Por último, quisiera que el libro sea una invitación a la apreciación justa del género que evite el tono de desprecio que acompaña a sus detractores. No se trata de un género ideológicamente conservador, también es innovador, porque si no lo fuera habría desaparecido". Cómpralo y empieza a leer
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[Tiempo suspendido] Ovalle, Camilo Vicente 9786078636433 360 Páginas
Cómpralo y empieza a leer Durante los gobiernos de Luis Echeverría (1970-1976) y José López Portillo (1976-1982), sistemáticamente se negó que en México hubiera existido una estrategia para eliminar a un sector de la disidencia política, principalmente los grupos guerrilleros, y se construyó la imagen de México como un caso excepcional, que no había formado parte de esa gran familia latinoamericana de regímenes autoritarios y dictatoriales, esta narrativa se mantuvo casi intacta durante los gobiernos subsecuentes. De la misma manera, hasta hace poco tiempo, los estudios sobre las violencias de Estado en México fueron desplazados de las preocupaciones de las ciencias sociales: puestas las miradas sobre la hegemonía, fueron colocados bajo la sombra los mecanismos de exclusión y eliminación que el Estado mexicano desarrolló. Hasta que la emergencia nos alcanzó, y nuestra catástrofe presente nos ha hecho mirar con mayor seriedad al pasado reciente. Este libro, situado en la emergencia, busca dar cuenta de una de las formas de violencia desplegadas para el control social y eliminación de sectores importantes de la disidencia política: la desaparición forzada.
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[Tiempo suspendido] Una historia de la desaparición forzada en México, 1940-1980 , es un trabajo original y relevante sobre la desaparición forzada, tema que ha adquirido gran importancia y actualidad en el campo de las ciencias sociales, así como en la vida política del país. Lo hace desde una perspectiva poco abordada hasta el momento que aporta a la discusión teórica del problema, así como a su conocimiento empírico, presentando un análisis global a partir de tres estudios de caso: Guerrero, Oaxaca y Sinaloa. A través del uso abundante de fuentes, principalmente documentos de los archivos de la represión y testimonios de sobrevivientes de desaparición, el autor propone un análisis sobre la política de contrainsurgencia y la desaparición forzada, y construye un marco interpretativo y explicativo que caracteriza a la lógica de violencia contrainsurgente como general pero no homogénea en su implementación. [Tiempo suspendido] representa un aporte relevante a la investigación histórica sobre la desaparición forzada de personas en México. Cómpralo y empieza a leer
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Análisis del ser del mexicano Uranga, Emilio 9786077588870 200 Páginas
Cómpralo y empieza a leer "Con la presente edición del "Análisis del ser del mexicano" de Emilio Uranga en la colección "Las semanas del jardín" se pone al alcance del lector contemporáneo una obra fundamental en la reflexión en torno a lo mexicano, tema que no ha dejado de estar presente en las reflexiones de los intelectuales del país desde mediados del siglo pasado, pero que por azares librescos y literarios no ha sido accesible para el público en general. En "Análisis del ser del mexicano y otros escritos sobre la filosofía de lo mexicano (19491952)" se recogen todos los textos publicados por Uranga relacionados con este tema, tanto en revistas académicas como en los suplementos culturales de la prensa. Ninguna reflexión profunda que se haga sobre México y lo mexicano hoy en día puede dejar de tomar en cuenta, aunque sea como antecedente, las páginas lúcidas y provocadoras que el joven Emilio Uranga escribió sobre el tema entre 1949 y 1952." -Guillermo Hurtado Cómpralo y empieza a leer
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Reflexiones sobre traducción Bassnett, Susan 9786078560370 300 Páginas
Cómpralo y empieza a leer Publicados por primera vez en The ITI Bulletin o The Linguist, los textos que conforman este libro surgen de la pasión de Susan Bassnett por defender a capa y espada la importancia de la traducción y de los traductores. Escritos en un periodo de diez años, estos ensayos aun cuando breves, tocan temas fundamentales sobre el lugar que ocupan los traductores como mediadores entre dos (o más) culturas. Desde traducir un menú en un restaurante hasta hacer de intérprete entre dos naciones en guerra, para quienes no conocen la lengua original, la traducción levanta un velo que de otra manera sería tan inamovible como un muro. En los capítulos de este libro Bassnett nos guía a través de una amplia variedad de temas para los que la traducción es fundamental, cuestiones en las que no se repara en el día a día y que, sin embargo, pueden ser tan importantes para algunas personas que le han costado la vida muchos traductores, como es el caso de quienes trabajaron como intérpretes durante la última guerra en Iraq, o quienes se atrevieron a traducir Los versos satánicos, de Salman Rushdie. Escrito en un lenguaje accesible y con claridad –lleno de humor e inteligencia–, de interés tanto para los académicos como para el lector curioso, este libro presenta una rica variedad 574
de temas que nos hacen comprender la importancia y la sutileza que va de la mano en cada intento de traducción, así como la importancia del compromiso de quienes la llevan a cabo. Cómpralo y empieza a leer
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Índice Portadilla y página legal Contenido Agradecimientos Introducción. Arañar el tiempo estando sobre la cresta de la ola Camilo Vicente Ovalle, César Iván Vilchis Ortega y Eugenia Allier Montaño
Debates y definiciones Temporalidad, temáticas y aspectos sociopolíticos Historia y tiempo presente. La zona de la experiencia desnuda Ilán Semo El tiempo presente en la historia: generaciones, memoria y controversia Eugenia Allier Montaño El tiempo social: una visión transdisciplinaria Guadalupe Valencia García Dos temas paralelos al auge de la historia del tiempo presente: el tiempo histórico y las relaciones entre historia y memoria Rogelio E. Ruiz Ríos Emociones e historia reciente: hacia una refiguración de la distancia histórica Cecilia Macón Memoria y emociones de un tiempo presente latinoamericano Frédérique Langue Historia conceptual e historia del presente: ¿por qué los conceptos importan cuando se narra la historia coetánea?
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Gabriela Rodríguez Rial Ética y política en el historiador del tiempo presente Eugenia Allier Montaño
Fuentes y metodologías
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Historia reciente de América Latina como outsider: investigar el pasado cercano de una tierra extranjera Benedetta Calandra Maneras de testimoniar en situaciones de abuso sexual Fernando M. González Las víctimas en la historia del presente: un peligroso (en)canto de sirenas Juan Sebastián Granada-Cardona Entrevistar perpetradores de violencia en el siglo XXI. Problemas e intersecciones entre historia oral e historia del presente Alicia de los Ríos Merino Archivo y las huellas del presente Camilo Vicente Ovalle Televisión e internet: fuentes para una historia del tiempo presente César Iván Vilchis Ortega El Sol de Sinaloa: una fuente para reconstruir la historia del tiempo presente sobre la violencia política en México a finales del siglo XX Sergio Arturo Sánchez Parra
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Construcción de los campos, temáticas y balances 406 historiográficos La historia vivida y el estudio de la violencia en México: conflictos historiográficos y dilemas metodológicos Rodolfo Gamiño Muñoz Consideraciones sobre política e historiografía: el campo de la Historia Reciente en la Argentina
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407 407 425
Marina Franco Reflexiones sobre el campo de estudios de los exilios en Argentina (1996-2016) Silvina Jensen y Soledad Lastra El campo de investigaciones sobre la historia reciente en Brasil, de su formación al estado actual Rodrigo Patto Sá Motta Conclusiones. El presente como historia Eugenia Allier Montaño, Camilo Vicente Ovalle y César Iván Vilchis Ortega Bibliografía Colofón Sobre los coordinadores 4ª de forros
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