En favor de Nietzsche


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EUGENIO TRIAS - FERNANDO SAVÁTER* SANTIAGO G. NORIEGA - PABLO FERNANDEZ-FLOREZ - ANGEL GONZÁLEZRAMON BARCE - JAVIER ECHEVERRIAANDRES S. PASCUAL

EN FAVOR DE NIETZSCHE

TAURUS

© 1972, TAURUS EDICIONES, S. A. Plaza del Marqués de Salamanca, 7. Madrid-6 D epósito Legal: M. 34.682 - 1972 PRINTED IN SPAIN

PRESENTACION

Los textos que componen este volumen, con sólo dos excepciones (los trabajos de Eugenio Trías y Ram ón Barce), fueron gestados en una meditación colectiva a partir de las obras de Federico Nietzsche, realizada en form a de Sem inario del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónom a de Madrid durante el curso 1971-72. Este Sem inario tuvo un carácter interdisciplina­ rio, pues fue organizado por tres profesores de Filosofía y uno de Arte, y abierto, pues, además de ¡os alum nos de dicha Universidad, asistieron a él cuantas personas se sintieron interesadas de algún m odo por los temas allí tratados, lo que supuso una variedad de enfoques y pre­ ferencias que se refleja bien en este libro. Tal vez resulte significativo advertir que casi todos los colaboradores de este volum en tienen una edad inferior a treinta años. Este origen com unitario del presente libro no implica la coincidencia de criterios ni de expresión; cada cual res­ ponde de su texto, y por eso lo firm a, pero todos son conscientes de que no lo habrían escrito sin el estím ulo creador de la posición de los otros. En el terreno intelec­ tual, la unanim idad es trivial: aquí se exhibe una diferen­ cia que en cada m om ento reclama la peculiaridad del otro para gozarse de sí misma. Se habla insistentem ente de una «moda Nietzsche». El dogmático siem pre ve la disidencia como efím ero ca­ pricho; Nietzsche se pone de moda y mañana pasará, pero lo «serio» siem pre queda. Es improbable que quie­ nes así discurren entiendan este bello texto de Joé Bousquet, en el que, sin embargo, está la clave del agrupa-

m iento intelectual a partir y en torno del discurso nietzscheano: «Ciertas ideas habrán dormido varias veces cien años. Un día, reconociéndose en un silencio más activo que toda palabra, volverán a la vida: es decir, se aclimatarán de inm ediato a la esperanza y, sobre todo, al azar. Latirá un corazón para ellas. Y no porque se haya abierto al principio que esas ideas propagaban, pues basta que ese corazón le buscase. Menos aún: bastaba que form ase una intuición apropiada de lo que debe ser un principio» (Les Capitales). Agradecemos a las diversas personas asistentes al Se­ minario citado y que no aportan textos a este volum en su indudable colaboración en la creación de los aquí p u ­ blicados.

“DE NOBIS IPSIS SILEMUS” p o r E u g e n io T r ía s

1.

CRITICA KANTIANA E INTERPRETACION NIETZSCHEANA I

Quizá no se ha reparado con suficiente atención en que algunas de las modificaciones más sustanciales, ta n ­ to en el campo de la filosofía como en el de la ciencia o del arte, consisten en suspender el juicio sobre un punto que se daba quizá por supuesto o sobreentendido. Mu­ chas veces los innovadores hacen como Colón con el hue­ vo. Muchas veces se lim itan a señalar con el dedo tal frase del discurso hegemónico (filosófico, científico), que nadie en su sano juicio se atreve a discutir o poner en duda. A veces se tra ta de destacar el punto más desaper­ cibido y si se quiere el m ás «ornam ental» y «accesorio». Un punto que de puro sabido o consabido puede inclu­ sive circular como adagio y hasta como refrán. Y por su­ puesto como cita obligada de cualquier discurso que se precie. Tanto más si ese discurso se precia o presum e ser una «Instaurado magna». II Demasiadas veces se ha leído la Crítica de la razón pura y dem asiadas veces se ha intentado desm ontarla pieza por pieza a p artir de alguna reputada como angu­

lar o previa. Se ha buscado tal grieta en el mism ísim o cim iento en ese pasaje oscuro o quizás confuso de la doble redacción de la Deducción trascendental, o quizás sin llegar tan lejos se ha intentado buscar una debilidad ya en las mism ísim as prim eras páginas de la estética trascendental. O si se me apura: se ha retrocedido qui­ zás a las introducciones y a los prólogos y ha sido el p ro ­ yecto crítico mism o el que se ha puesto en entredicho por tal o cual razón. ¿Se ha retrocedido lo bastante? Quizás sea ésta y sólo ésta la cuestión. III Es verdad que las filosofías se delatan en sus p ri­ m eras palabras. En ellas com parecen como supuestos ind.iscutid.os ciertas prem isas que en seguida —general­ m ente en la siguiente generación— son tachadas de p re­ juicios. Toda crítica lúcida debe siem pre seguir el sen­ sacional ejemplo de la crítica que ejerce Feuerbach a la filosofía hegeliana, pescando en las prim eras palabras de la Fenomenología —en el «comienzo» m ism o- - una preconcepción o idea no necesaria sobre lo que debe en­ tenderse por eso mismo: por «comienzo» y «punto de partida». IV Las prim eras palabras son, pues, decisivas. Son, des­ de luego, las más com prom etidas, las más difíciles de solapar. Si, pues, lo que nos ocupa aquí es pescar in fraganti a la Crítica kantiana pronunciando palabras de­ latoras de alguna insuficiencia, no nos queda más rem e­ dio que ab rir el libro y com enzar a leer el Discurso. Co­ mencemos, pues, y leamos las prim eras palabras de la «V orrede». V Una vez instituido el discurso difícil resulta detener­ lo. O retrocedem os hasta el papel en blanco que lo pre­ cede y desde ese espacio tom am os distancia con el vo­

lum en de signos que se dispone desde él, o bien nos su­ mergimos en esa jungla discursiva h asta internarnos en la espesura. Y así, a través de tortuosos caminos a medio hacer y superando obstáculos de toda índole, llegaremos quizás a ese corazón del asunto en donde com parece el meollo crítico bajo la figura efectiva o m ítica de un «Su­ jeto trascendental». VI Henos, pues, con una verdadera piedra de toque o de escándalo. Y no será preciso que reseñemos una aven­ tu ra a p artir del punto en cuestión: la historia de la filosofía habla po r sí mism a y nos ahorra el esfuerzo. O quizás nos dificulta decisivamente una em presa orien­ tada a repensar esa subjetividad kantiana en donde p a­ rece «hacer aguas» todo el edificio crítico. ¿Deberemos evitar una prudencia hum ana —dem asiado hum ana aca­ so— e investirnos de los prestigios angélicos de un «intuitus originarius»? ¿Deberemos, pues, rom per las ca­ denas de la crítica, trasp asar los lím ites del entendim ien­ to y plantarnos «de un pistoletazo» en un absoluto enten­ dido como Yo o como Naturaleza? ¿O se tra ta rá quizás de evitar ambos excesos: exceso criticista que im pide el reencuentro del sujeto con su sustancia; exceso rom án­ tico, que lo «postula» sin dem ostrarlo o deducirlo? Será necesario entonces recorrer una vez más los prim eros pasos de la crítica, volver o tra vez a la sensibilidad y a sus form as, elevarse a p artir de ella al entendim iento y finalm ente a la razón —pero esta vez confrontado a tra ­ vés de ese largo y pesadum broso camino al sujeto con la sustancia, al sujeto con una sustancia que en cada estadio retiene p ara sí y tam bién detiene— y finalm ente se le escapa de las manos. Al fin será posible celebrar un reencuentro —y a p a rtir de esa reconciliación «espi­ ritual», exponer la esencia m ism a de la sustancia-sujeto de form a prim ero «lógica», finalm ente «enciclopédica»... VII En este punto parece concluirse la aventura del cri­ ticism o —acaso tam bién la aventura del espíritu—, y con

él la historia m ism a de la hum anidad. Sólo quedará, como tarea, repetir «a otro nivel» ese mism o cáliz y calvario, seguir, pues, la pista a una divinidad que vuelve siem pre quizás sobre sus pasos cada vez desde cimas más altas —y tam bién más originarias— . Lo esencial está, sin em­ bargo, expuesto: se ha revelado a la filosofía especula­ tiva. N ada queda po r hacer. A menos que se descubra en el comienzo mism o de ese espectacular despliegue un fallo, un traspiés, un paso en falso. Aquí podría, pues, traerse de nuevo o colación el golpe m agistral de Feuerbach al punto más débil del edificio hegeliano. Debería, pues, repasarse ese capítulo m aestro de la historia de la filosofía que constituye la crítica del hegelianismo. B astará con señalar que esa crítica se con­ suma, toda vez que las piezas criticadas quedan conve­ nientem ente sustituidas. Y de nuevo en este punto com­ parece el fantasm a de aquel «sujeto trascendental» kan­ tiano que había desencadenado la crítica posterior. Aho­ ra bien, en este punto ya no cabe identificar ni como Yo abstracto provisto de intuición intelectual a ese «Sujeto» —ni tampoco como sujeto reingresado en la sustancia—. Ahora es la idea m ism a de sujeto y de conciencia lo que se pone en cuestión. La identidad de éste ya no es con­ cebida como espíritu abstracto —ni siquiera tam poco como espíritu encarnado—. No basta m undanizar el es­ píritu: el problem a consiste en liberar justam ente el m undo —la naturaleza, el hom bre— de esa espirituali­ dad que no term ina por discutirse. V III Sensibilidad, entendim iento, razón..., estas palabras son todavía abstractas en tanto m entan «conciencia sen­ sible», «conciencia racional», etc. No es la conciencia o el sujeto lo que constituye el sustrato de una verdadera crítica: ésta debe llegarse hasta topar con la «verdadera sustancia» en donde afinca esa subjetividad y esa con­ ciencia. Y en este punto nadie, ni Kant, ni Fichte, ni Hegel son suficientem ente explícitos para decirnos que esa conciencia es hum ana y esa razón es tam bién hum ana. Y tam poco nos explican, por supuesto, lo que debe enten­ derse por hombre, hom bre real, hom bre concreto: «Hom­ bre de carne y huesos», hom bre que no sólo piensa y

razona y sabe. H om bre que tam bién ama, sufre, come, bebe, trabaja, produce, se reproduce, goza y tam bién de­ feca. Esa es la esencia y sustancia, verdadera esencia, verdadera sustancia, género verdadero, verdadero uni­ versal concreto. El y sólo él constituye el centro en que debe arraigar una crítica al fin enderezada. IX Pero dejemos de una vez un recorrido ya conocido y que empieza a resu ltar acaso enojoso, ocioso. Sin em­ bargo, no ha resultado vano un recorrido que nos cer­ ciora de un im portante resultado; todas esas críticas, todos esos esfuerzos por enderezar al fin la «Instauratio magna» producida po r Kant con su Crítica de la razón pura intentan identificar cierta piedra de toque y de es­ cándalo. Ella se encuentra en el interior o espesura m is­ m a de la jungla discursiva kantiana y lleva por nom bre: sujeto trascendental. Y hemos visto tam bién cómo los más lúcidos, así p ri­ m ero Hegel, luego Feuerbach, luego Marx (en La ideolo­ gía alemana) volvían a las prim eras páginas de esa «Instauratio magna». Volvían, por tanto, a ese punto sobre el que nosotros tam bién, en un principio, llam ábam os la atención, a saber: las primeras palabras.

X En este punto, po r consiguiente, conviene recapitular con las siguientes preguntas que acaso nos perm itan p ro ­ seguir: 1) ¿Se ha logrado identificar ese sujeto trascen­ dental? 2) ¿Se han localizado realm ente las prim eras pala­ b ras de la Crítica de la razón pura? XI Estas preguntas enojosas nos obligan, una vez más, a repetir ciertos gestos que al final acabarem os aborre­ ciendo* ¿Deberemos estrellarnos una vez más con esa

subjetividad —toda vez que tratem os de identificarla— ? ¿Deberemos volver o tra vez a leer unas prim eras p ala­ bras que nos obligan a proseguir el discurso? ¿O harem os quizás lo que hubiéram os debido hacer desde un principio: lo que quizás hubieran debido hacer —y no hicieron a lo que parece— esas escalonadas gene­ raciones de idealistas subjetivos y objetivos, absolutos —y hegelianos de izquierdas— ? A saber: Fijarnos en la página en blanco que ante­ cede al comienzo m ism o del «Discurso», de la «Vorrede». Tomar distancias con respecto al volum en m ism o del discurso desde ese espacio previo que real y efectivam en­ te lo limita. X II Hemos dicho «discurso» —y no lo hemos dicho en vano—. En efecto, el Discurso tiene po r característica insoslayable el que una vez pronunciada la prim era pala­ bra, nada puede detenerlo. El prim er signo conjura de repente todos los demás signos. El prim er concepto trae a colación todos los demás conceptos. Podemos, pues, com enzar por donde queram os: siem pre repetirem os una com binatoria prevista por la estructura. Porque el dis­ curso está soportado por una estru ctu ra que fija una sistem ática. El discurso enuncia, en efecto, un sistem a —un sistem a conceptual—. Y los conceptos de que dis­ pone se traban unos con respecto a los otros, se definen unos p o r los otros. El discurso es, pues, sistem ático. Dis­ curso y Sistem a son térm inos que no pueden disociarse. El discurso hay algo que no tolera: ningún vacío, ningún hiato, ninguna resquebrajadura. Por eso en sus grietas se afinca siem pre la crítica. Por eso en la grieta de un concepto cuya debilidad atenta la solidez del edi­ ficio crítico kantiano se afinca la crítica — toda la críti­ ca desde Fichte a Feuerbach—. Por eso el centro de dis­ cusión era el «sujeto trascendental», la «identidad» de ese sujeto trascendental. Podríam os decir que el discurso no tolera la inscrip­ ción del vacío en su seno: el espacio en blanco. En cierto modo, el problem a de la identidad del sujeto trascen­ dental constituye un espacio en blanco en la lineal y con­ tinua escritura crítica kantiana.

La constatación de ese vacío o espacio en blanco obli­ ga, pues, al crítico a preguntar po r una identidad que allí no comparece. Se pregunta, pues, por ese ausente. Y la pregunta parece quedar sin respuesta. ¿Qué es ese sujeto trascendental, quién es ese sujeto trascendental? Silencio. Nadie responde. Nadie nos da sus datos, sus referencias, su identidad, su nom bre. En cuanto a él, nada nos dice, nada nos cuenta, ninguna huella parece dejar de su identidad, ninguna pista de su nom bre ver­ dadero. ¿0 es que quizás carezca de identidad o nom bre? ¿Le llam arem os, pues, el Innom brable, el Ausente, el Si­ lencioso? XIV Inevitablem ente hemos repetido un esfuerza que queriam os eyijtar. Hemos vuelto a las andadas de críticg* 3e"fa* critica. Hemos vuelto a reco rrer el mismo discurso, n o^ hemos dejado llevar por la insobornable continuidad del mism o a p a rtir de sus prim eras palabras y hemos vuelto a topar con el «sujetp. ^raAcmdeatal,».,-J4gual que Fichte y Hegel. Igual que Feuerbach. Y hemos intentado salvar ese bache, ese escollo —ta p ar el hueco, cu b rir con signos un silencio (igual que Hegel, igual que Feuerbach): H em os querido cerrar el discurso, hem os querido cubrir ese vacío —y finalm ente ritu-ei^-j3ara,-s4 hombífecomo^ser..genéi'iGQT^-. (Y hemos dejado la herida lo suficientem ente fresca y sin cicatrizar para que la siguiente generación sustituya ese parche por otro m ejor y acaso m ás desinfectante). XV Llamaremos a esa estrategia falsa c r ít k ^ o crítica goco, radical#, esa que quiere asegurar*” el cierre mismo1* del discurso, asegurar la consistencia y sistem aticidad mism a del discurso. Esa crítica o falsa crítica tiene por doble característica la que de sobras hemos señalado:

1) Internarse en la jungla discursiva hasta encon­ tr a r la herida, vacío o espacio en blanco: el sujeto tra s ­ cendental. T ratar de curar la herida m ediante un recam ­ bio o parche. 2) Asegurar la operación —en los casos m ás sofis­ ticados (así Hegel o Feuerbach)— m ediante un retroceso h asta las prim eras palabras del discurso: Estética tra s­ cendental. Ambas características desencadenan una doble estra­ tegia conducente al mismo resultado: asegurar la sistem aticidad del sistem a discursivo-conceptual-crítico. En una palabra: asegurar la «Jnstaiiratigjnagn^ » inaugurada por el criticism o kantiano. XVI Cabe otra estrategia. Pero ello requiere un espíritu muy diferente, sem ejante al de Dupin de Poe: frente a una inteligencia calculadora, se precisa ahora una inteli­ gencia analítica. Pues puede suceder tam bién aquí que esa identidad que se busca, esa identidad de un sujeto que no com parece po r la crítica o que sólo comparece en form a de un precario espectro de concepto —como sujeto trascendental— esté en un lugar demasiado evi­ dente y a la vista para que pueda sospecharse de su pre­ cario escondite. Puede ocurrir, al igual que en el caso de la carta robada, que esté «demasiado a la vista», de­ m asiado cerca de nosotros para que podamos alguna vez rep arar en él y señalarlo. Invito al lector a que halle la solución por sus p ro ­ pios medios. Le invito a que, en lugar de proseguir la lectura de estas notas, coja en sus m anos la Crítica de la razón pura y la comience. Porque precisam ente en los com ienzos está ese huésped que buscamos y que en vano ha tratado el kantism o de perseguir a través de ¡a deduc­ ción trascendental. XVII ¿Cuál es, pues, el comienzo mismo de la Crítica? Ya lo hemos dicho dem asiadas veces: Vorrede. Die menschliche V e m u n ft hat das besondere S c h i c k s a l . etc.

Pero dem asiadas veces hemos dicho tam bién que si empezábamos estábam os perdidos de antem ano: El dis­ curso debía conducirnos sin titubeo al único titubeo: allí donde aparece, como lapsus o espacio en blanco, ese «sujeto trascendental» que nos obsesiona. Y, sin em bargo, hemos dicho tam bién m uchas veces —sin hacerlo— que la única form a de evitar esa estrate­ gia consistía en to m ar distancias con respecto al dis­ curso kantiano desde la página en blanco que precede a su prim era palabra. Quizás reparem os allí otro espacio en blanco delator. Y acaso tam bién —y este punto cons­ tituye «the hard of the m atter»— ese espacio en blanco nos dé una pista decisiva sobre ese otro espacio en blanco con que topamos en la deducción trascendental. X VIII Hemos dicho ya bastantes veces que con las prim eras palabras K ant inaugura una Instauratio magna. Igual que Bacon de Veruíamio. Quizás podríam os preguntar —desde la distancia en que estam os (desde esa página en blanco anterior al comienzo del discurso)— a costa de qué se produce esa Instauratio. O dicho de otro modo: En virtud de qué silencio o solapam iento es posible ins­ tituir en uno y en otro caso un discurso sistemático. XIX Y he aquí que es el propio K ant el que nos contesta —esta vez citando las primeras palabras de la «Instaura­ do magna» del propio Bacon. Y he aquí que de pronto nos viene a los ojos la ver­ dadera prim era frase, aquella que no leíamos con sufi­ ciente atención, aquella que pasaba po r ser algo orna­ mental, retórico y accesorio. He aquí que la cita inaugu­ ral de la Crítica com parece como sospechoso-número-uno. Y ella dice bien a las claras o demasiado a las claras: «DE NOBIS IPSIS SILEMUS».

Preguntábam os po r la identidad del sujeto trascen­ dental. Ninguna respuesta hallábam os. Nadie nos res­ pondía: ninguna subjetividad. Acaso un espíritu abs­ tracto que intuye no menos abstractam ente. Acaso un espíritu-en-el-mundo que finalm ente se desfonda en una esencia más carnal, pero tampoco identificable: un hombre-como-ser-genérico. De hecho, sólo respondían espec­ tros o fantasm as de una entidad que finalm ente no h a­ blaba, no daba su nom bre. Un innom brable. Un ausente, un huésped ausente que callaba. Quedamos, finalm ente, faltos de respuesta. Nadie supo respondernos. Sólo un silencio. Silencio delator. Silencio que al fin se nos delata como voluntad de silencio. Silencio que al fin se nos revela en donde m enos podíam os hallarlo: en esas otras prim eras palabras, solapadas como «parte ornam ental» y que constituyen la condición m ism a de posibilidad del discurso sistemático. Silencio voluntario, al fin sabido como querido y consentido. Silencio acerca de algo... Silencio acerca de eso m ism o que buscábamos. Silen­ cio acerca de la identidad de ese sujeto que se nos sus­ traía. Que, en efecto, se nos sustraía desde el principio. Que se nos sustraía desde esas palabras cam ufladas, pre­ vias a las m ism ísim as prim eras palabras del discurso — previas al discurso— y que decían dem asiado clara­ mente: «DE NOBIS IPSIS SILEMUS». XXI Toda la em presa crítica que hemos ido repasando, ese capítulo de la historia de la filosofía que parte de K ant y desemboca en la «izquierda hegeliana», nos p are­ ce ahora la infructuosa búsqueda de un personaje ladi­ nam ente escam oteado po r K ant..., pero que, sin em bar­ go, lo dejó muy a la vista, dem asiado a la vista —tan a la vista que nadie (o casi nadie) pudo fijarse en él—. Nos parece, pues, un magnífico y soberbio enredo del gato viejo que era Kant, u n a tram pa extraordinariam ente bien

dispuesta: vedlos a todos buscando su identidad por aquí y por allá, destripando las críticas, re s c rib ié n d o ­ las.., ¿Quién ha reparado en que su identidad no estaba presente porque no debía estar presente? ¿Quién se p er­ cató de que si no estaba presente es porque K ant no qui­ so (en todo el sentido de la palabra «quiso») que estu­ viera presente? ¿Que la condición m isma — e inclusive la seguridad m ism a— del discurrir crítico-sistemático consistía en solaparlo y silenciarlo: en dejarlo como es­ pacio en blanco? X XII «Von unserer Person schweigen wir», callemos acerca de nosotros mismos, callemos acerca de nuestra persona. Hemos de callar acerca de nosotros mismos. ¿Por qué? ¿A qué ese silencio? Porque aquí se ha de hablar de o tra cosa, «de la cosa», del «tema»... Was aber die Sache angeht, um die es sich hier handelt... De re autem , quae agitur. No ^ h,ej3aos-de,,h&blar.,vde .no§otros. mis.mQ s,. ?zo /te, l^ ..o ^ . Q Í jóqjt: ele hablar..Aa^MÚ4;};ttsm^ $ Qxqu&,d¿e~d&J%ébblar+d&Áar,oG/Q£a. X X III Mas he aquí que al hablar de la cosa resulta que finalm ente com parece ese huésped al cual en un p rin ­ cipio se ha reducido a silencio: Yo-mismo, el Sujeto, elque-habla..., ese que habla y acerca del cual no debe hablarse, no quiere hablarse. Y aparece cam uflado: como com ponente del discurso sistem ático, como pieza del sistem a —pieza angular, pieza clave— . Como constitu­ yente del objeto mism o de ese discurso e inclusive como diana de ese discurso: qqmg sujeto,. tras,p^d.entaL X om a

espi£ity^X^ Pero ese sujeto no delata su identidad, ni tam poco la delata el espíritu o el hom bre. O la delatan de form a defectuosa y propicia para o tra crítica, una crítica nue­ va más radical, pero nunca suficientem ente radical. Nun­ ca demasiado radical m ientras no se destaque ese hués­ ped reducido a silencio. M ientras no se relea esa cita inicial y se pregunte p o r qué. En efecto, por qué, po r

qué ese veto, esa censura: ¿A qué, pues, ese «De nobis ipsis silemus»? ¿Por qué ese silencio? ¿Qué se obtiene m erced a ese silencio? ¿De qué es condición de posibi­ lidad ese silencio? ¿Y qué escam otea ese silencio? ¿Qué es lo que solapa, qué es lo que deja sin decir? En una palabra: ¿Qué delata, qué revela ese silencio? ¿De qué es signo y síntom a ese silencio? ¿Cómo, pues, interpretarlo? XXIV La pregunta es: ¿Qué es ese hom bre que todos bus­ can, ese hom bre que com parece siem pre abstractam ente (como ser-genérico o espíritu)... y del que nadie sabe dar su identidad y nom bre? Y esa pregunta se cruza con o tra pregunta: ¿Por qué se hace callar al principio... a ese hom bre, a ese hom bre mucho menos «abstracto» que el hom bre —y por su­ puesto que el espíritu o el sujeto trascendental— : ese al cual no se le deja h ablar de sí-mismo y se le retira la palabra? ¿Y si ese «hombre» que buscam os fuera ni más ni menos ese al que se reduce a silencio? ¿Y si la respuesta a su identidad la tenemos toda vez que levantem os el veto o la censura kantiana y hablemos al fin de nosotros m ism o s? ¿Y si la crítica quedara al fin «puesta sobre sus pies», toda vez que se cediera y concediera la palabra a ese huésped al cual sistem áticam ente se la retiraba? (Y entonces, ¿por qué se la retirab a?...)

XXV Ese Dupin de la filosofía llam ado Max S tirner nos dice: Voilá! ¿Preguntáis por la identidad del sujeto, del Yo, del Espíritu, del H om bre...? ¿Ignoráis todavía quién es ese sujeto, todavía no sabéis —o m ejor— no os sabéis como ese sujeto, ese hom bre y ese espíritu? Lo que buscáis está dem asiado cerca p ara que lo se­ páis ver. Lo que busco, lo que penosam ente busco soy yo, yo

m ism o, este m ism o que habla, escribe y dice «Yo, soy yo, yo mismo». «La cuestión: se ha convertido en la pregunta personal: « » . . . , pero «comenzando por «quién es» desaparece la cuestión, p o r­ que la respuesta existe en quien interroga: La respuesta es su propia respuesta». Tenemos, pues, al fin detectada aquella «persona» de la que K ant se prohibía hablar —y con él todos sus se­ guidores, hasta S tirner—. Este al fin la designa como el verdadero ocupante de ese lugar vacío en el que iban desfilando diferentes monarcas por poco tiempo: sujeto trascendental, espíritu, hom bre... ■sov. el que habla, el que escribe, el-que-ahora-aquíescríFe! «el-que-ahora-aquí,..», y ésa es mi propiedad: hablar, escribir (y algunas cosas más que la prudencia o el decoro me im pide quizás enum erar. He dicho en efecto: la prudencia y el decoro...) XXVI Eso le sobraba quizá a Kant: prudencia y decoro. Pensó, quizá, con el Innom brable de Becket: «De nobis ipsis silemus, decididam ente ésta hubiera debido ser mi divisa.» Todo el problem a reside en saber si es posible se­ guir esa divisa. Pues el Innom brable constata esa im posibilidad. No quiere hablar. Quiere callar... y sobre todo, callar acerca de sí mismo. Y sobre todo callar acerca de su propiedad. Callar acerca de esas precarias «pertenencias» que le van quedando, a las que se aferra un tiem po y que al fin se le van y hasta quiere que se vayan —viviendo al fin la aventura— desventura de un despojam iento. Callar quizás acerca de esas piedras que am ontono en los bolsillos y quizás succiono. Callar acerca de un som brero y un paraguas. Callar tam bién acerca de una pierna que finalm ente abandona o «se abandona» (todo «se abandona» en Molloy. Malone. el Innom brable). Porque al final tam bién se va la pierna, el brazo, la m uleta quizás tam bién. Queda sólo, tan sólo el nom bre,

o algún recuerdo. O no, ya no recuerdo. Ni siquiera re­ cuerdo el nom bre, mi nom bre. Pero hablo, sigo hablan­ do. ¡Un Innom brable que habla! ¿Qué dice? Dice que llueve (pero no llueve). Pregunta, pero pregunta qué es eso, eso que dice: «pregunta»... Esa divisa, pues —de nobis ipsis silem us— conduce, como prem io máximo o máxima condena a un lenguaje desde el cual se destituye todo lenguaje: se destituye des­ de su previa instauración. Instauración desde la cual —y sólo desde la cual— será posible destituir, encausar, juz­ gar un lenguaje al que se pretende sentenciar. En vano. XXVII K ant im pone su instauratio a p artir de una censura, de un silencio. Quiere callarse acerca de sí mismo. Sus razones tendrá para ello. También tenía sus razones el Innom brable. Pues es peligroso y com prom etido «hablar de uno». Decir por ejemplo: «En efecto, del gran viajero que fui, de rodillas en los últim os tiempos, y después arrastrándom e y rodando, no queda más que el tronco (en estado lam entable), co­ ronado por la consabida cabeza, la parte de mí cuya descripción m ejor he captado y retenido. Metido, a modo de ramo, en el fondo de una vasija profunda, cuyos bor­ des m e llegan a la boca, al lado de una calle poco tra n ­ sitada ju n to a los m ataderos, estoy en reposo, al fin... Aunque no esté exactam ente en regla la policía me tolera. Sabe que, hallándom e en la im posibilidad de articular palabras, no me aprovecharé deslealm ente de mi situa­ ción p ara sublevar a la población contra sus dirigentes, m ediante inflam ados discursos en las horas de mayor afluencia, o p ara m u rm u rar frases subversivas, llegada la noche, a los transeúntes retrasados y borrachos. Ella tam poco ignora que, al estar sin m iem bros, salvo el vi­ ril, que ya no lo es, no haré adem anes que puedan ser incitadores a la limosna, delito penalizado con un perío­ do de reclusión...» Mejor, pues, callarse: «DE NOBIS IPSIS SILEMUS.»

2.

FILOSOFIAS Y MONSTRUOS

Diríase que la filosofía de S tirner afinca justam ente en esta prim era frase de la Crítica de la razón pura, pone decididam ente en cuestión esa sentencia —de nobis ipsis silem us— y desm onta el supuesto mismo o la base m ism a en la que se instala todo el edificio crítico kan­ tiano. Se tra ta de dar justam ente la p alabra a ese huésped al que K ant se la retiraba. Se tra ta de hablar «de nos­ otros mismos»... «Porque de todas m aneras la filosofía que constru­ yamos hablará por sí sola de nosotros mismos» (viene a acotar Nietzsche). Este pensador en efecto radicaliza todavía más el planteam iento stirneriano y abre la vía de otra crítica —una crítica que ya no se afinca en un previo silencio acerca del yo-que-habla sino que pregunta precisam ente por ese que habla, que de todas form as ha­ bla y al que K ant ha retirado la p alabra en la prim era frase de la Crítica. La crítica que inaugura Nietzsche aprovecha el resul­ tado al que llega la izquierda hegeliana con S tirner (y en este sentido debe entenderse el parentesco de Nietzsche con ese movimiento, justam ente señalado por Lowith). Pero lejos de quedar en ella como el fin o el cul de sac de una vía filosófica, inaugura por el contrario a p artir de ese impass otra vía. Es decir: un nuevo criticism o, que al igual que el kantiano pregunta por las condicio­ nes de posibilidad del conocimiento y de la práctica, pero que lejos de silenciar a «quien habla» como identi­ dad a ía que rem ite esa encuesta (e hipostasiar esa ausen­ cia en la figura m ítica de un «sujeto trascendental»), de la palabra justam ente a ese huésped al que K ant se la había quitado. Pregunta, po r tanto po r ese huésped, tra ta pues de localizarlo y detectarlo. La pregunta kan­ tiana rem ite pues a o tra pregunta, crítica tam bién, pero m ucho más radical, a saber: ¿Quién conoce? ¿Quién habla? ¿Quién escribe? ¿Quién actúa? Stirner, por tanto, detecta el espacio inhibido por el «de nobis ipsis silemus» kantiano. Pero parece como

si una vez detectado ese espacio no fuera ya posible avanzar —es decir, com poner a p artir de él una crítica radical, una «verdadera crítica de la razón». Todavía S tirner es trib u tario de la orientación kantiana —y aun­ que exhuma el huésped inhibido po r ésta no avanza has­ ta com poner, a p a rtir de esa exhumación, un nuevo dis­ curso crítico. De hecho no consum a ningún giro de la crítica —si bien pone las bases de un giro que consu­ m ará Nietzsche. Y esa consum ación se producirá en va­ rias etapas estratégicas: 1.a R einterpretando la filosofía desde la nueva pre­ gunta crítica (la pregunta: ¿quién habla?, ¿quién co­ noce?). 2.a R einterpretando en general toda la cultura des­ de esas preguntas (ello derivará en una crítica de los valores en curso). 3.a Definiendo el m étodo de este criticism o nuevo, a saber, la interpretación. 4.a Poniendo decididam ente en cuestión la identidad de esa m ism a entidad que se cuestiona: el sujeto, el yo. Cuestión que conduce, en últim o térm ino, a desfondar el carácter sustancial implicado por esos térm inos —in­ clusive en la form ulación de S tirner— y reinterpretar esas nociones —sujeto, yo— desde conceptos diferentes que los canónicos de sustancia o entidad: a saber, con conceptos tales como «juego de fuerzas», «pugilato de pulsiones o afectos», «m ultiplicidad de m áscaras»... E sta orientación nueva de la crítica perm ite a Nietzs­ che distinguir entre aquellas filosofías que comienzan con sentencias como la kantiana —que inhiben o retiran to­ dos los signos de la identidad del sujeto que habla— (filosofías que censuran a ese «que habla»; y que com­ ponen desde esa censura un discurso objetivo y neutral) y aquellas filosofías en las que quedan, po r descuido o por «honradez» o acaso lucidez signos de esa identidad. Esas señales de identidad se advierten en aquellas filo­ sofías que m ás atraen a Nietzsche: por ejemplo, la filo­ sofía de Descartes, en la cual éste no se lim ita a com­ poner un sistem a de verdades (un Discurso) a p a rtir o desde la inhibición del yo que lo compone, sino que continuam ente invita al lector a asistir a la gestación mism a de ese sistem a. Descartes, en efecto, escribe un Discurso del m étodo que no es p u ra y simple exposición de un nuevo m étodo y del sistem a que de él resulta

—sino que es tam bién exposición narrada, «novelada», «historiada» de la aventura vital en la que esa gestación se produce. Es com prensible que esa implicación de filo­ sofía y autobiografía constituya un modelo de filosofía crítica para Nietzsche (en el sentido que tiene p ara él la crítica). En efecto: Descartes añade a la composición de un sistem a consistente de «verdades» una reflexión sobre las condiciones m ism as de producción de ese sis­ tema. Y esas condiciones son ni más ni menos la propia vida. La vida m ism a del filósofo aparece pues como esa condición —y la crítica debe llegarse a detectar esa con­ dición—. Lo que Nietzsche entiende por interpretación es ni más ni menos esa detectación: detectación de la peripecia vital im plicada en u n a filosofía. Detectación de aquello —la vida— que es condición de gestación de la filosofía. La interpretación in ten ta pues recuperar esas heridas o cicatrices que ese coágulo de sucesos, de ocu­ rrencias que constituye la vida deja inscritas en la filo­ sofía. Debe pues hallar esas m arcas del acontecim iento — signos, señales que lo delatan— . Debe en consecuen­ cia entender la filosofía desde y a p a rtir de un síntoma. Se tra ta pues de liberar eso mismo que inhibe Kant: esa peripecia biográfica de la que se niega a hablar. Li­ berar, por tanto, la ocurrencia como condición de ges­ tación de un discurso. En una palabra: el ocurrir como condición de posibilidad del discurrir. El suceso como a priori del Discurso. Se tra ta por consiguiente de destacar aquellos sig­ nos delatores del suceso. Signos que aparecen o bien porque el filósofo deja que salpiquen su propio dis­ curso (así por ejemplo en Descartes, en San Agustín) o bien a pesar de la voluntad expresa del filósofo de borrar esos signos. Esa voluntad la llama Nietzsche vo­ luntad de verdad: a saber, u n a voluntad vital que se niega como tal, que se anula en tanto que vital, que pone pues al sujeto entre paréntesis y pone entre paréntesis lo que en el sujeto coagula: sucesos, ocurrencias. Esa voluntad de anulación del «que habla» y del «que cono­ ce» en aras del Discurso —lenguaje, conocim iento— se m anifiesta en frases tan delatoras como esa de Kant con la que encabeza su crítica. Esa frase es uno de los signos más reveladores no sólo de su filosofía sino, en general, de toda filosofía —siendo la filosofía (p o r lo

menos lo que se entiende por ello desde Sócrates) esa form ación de la voluntad que tra ta de anular y retirar todos los signos delatores del suceso y de la ocurren­ cia —de la vida— a expensas de un sistem a de verdades. O btener esa sistem ática —com poner, po r tanto, un Discurso en el que esas huellas vitales queden borradas, «neutralizadas» (y de ahí la tem ática de la «neutralidad» del saber): ese es el objetivo de la filosofía. Ese obje­ tivo se obtiene m ediante a producción de un sistem a cohe­ rente de conceptos, los cuales rem iten unos a otros —y jam ás rem iten a nada más que la estru ctu ra interna de sus relaciones. Nietzsche descentra esa estru ctu ra en un nivel diferente, entendido como clave p ara la in terp reta­ ción de aquél. Para Nietzsche las «ideas» no rem iten unas a otras —y todas ju n tas al sistem a y a la estruc­ tu ra interna del sistem a (y entendem os po r idea cualquier filosofem a). La idea rem ite previam ente a un suceso que la desencadena. Así, p o r ejemplo, la idea cartesiana del * cogito* rem ite a una escenografía muy concreta, lúcida­ m ente descrita por Descartes en-las Meditaciones: t-ierfe algo que ver» con esta veía, c on es te trozo de cera, conr cierta estufó, con cierta -atmósfera. Y N-ietzs©he añadía ría quizá: tiene que ver con cierta aliment-ación, con* cierto, régim en de comidáis, con cierta configuración de unorganisrrK ); tiene, quev-ve*-, en suma,, con eiejta.SQn* figuración o resultante de un juego y pugilato de fuerzas dispersas. De hecho todo el proyecto nietzscheano debe enten­ derse como el intento po r restitu ir —allí donde se olvidan, solapan o se inhiben— esas escenografías, ese hig^r, espacio o ám bito en el que surge una idea y en genera^ el ptem&amiento. Esa restitución im plica a sí mism o una redefinición de lo que debe entenderse por pensam iento. El castellano ofrece una p alabra para in terp retar (por nuestra parte) esta concepción nietzscheana. Me refiero a la palabra «ocurrencia». En efecto, ocurrencia significa una suerte de idea que m antiene inscrito el azar en su seno. Es pues, en cierto modo, idea material, idea que no se desvincula de la vida sino que inscribe ésta. Ideakappening, podríam os llam arla. Pues bien, podríam os in terp retar la filosofía de Nietzsche como el intento por detectar ese espacio de surgimiento de la idea en el que se fragua el pensam iento: detectar, p o r tanto, un* espacio interm edio entre Discurso = sistem a y suce-

so ^--vi^í. Ese espacio podríam os llam arlo ám bito de la oeuKmncicbk M odernam ente se ha form ulado esta cuestión como distinción entre el proceso de invención de una idea y la sistem ática de ideas que com ponen una teoría. Se ha distinguido entre génesis de una filosofía o ciencia y estructura interna de dicha filosofía o ciencia. Pero no se ha llegado m ás lejos: es decir, no se ha llegado a detectar —ni siquiera a plantear— si esa distinción im ­ plicaba una voluntad de distinción. Si no era esa dis­ tinción metodológica la producción m ism a del ám bito por el cual podía expansionarse u n a voluntad de ver­ dad (como voluntad de negación del suceso u ocurren­ cia). La puesta entre paréntesis del suceso, de la ocurren­ cia (génesis, proceso de invención), la «prudente» form u­ lación de la tesis en térm inos «metodológicos» constitu­ ye la form a refinada y sofisticada de una voluntad de verdad que debe b o rra r todas las trazas de sí m ism a en tanto que voluntad. La condición de la verdad sería, pues, la anulación de esa m ism a voluntad que la determ ina. Y el sistem a de verdad com puesto —el Discurso— apa­ recería entonces como un fabuloso dique de contención de esa voluntad en la que cuajan fuerzas dispersas. El sistem a de la verdad, el Discurso —y sus productos cul­ turales: ciencia y filosofía postplatónica (incluida la «nuova scienza», incluida la filosofía postkantiana) apa­ recerían al fin como sistem a de seguridad, sistem a de contención y anulación del azar y de la dispersión de fuerzas —en una palabra: de la vida. Ahora bien, ese sistem a de contención, ese Discurso presenta, aun en los casos más refinados, m arcas y se­ ñales del suceso y de la peripecia. En últim o térm ino hay siem pre algo resistente a la form ación de un cos­ m os conceptual. Podríam os decir que el filósofo hace lo que decía Platón que hacía: poner en orden un des­ orden previo, apaciguar penosam ente los movimientos errabundos de una m ateria pervertida acaso por un «alma mala». O rdenar si puede los trayectos pervertidos de los habitantes del cosmos: evitar que sus m ovimientos sean planetarios —siendo los planetas los «astros vagabun­ dos» para Platón. Conferir pues a sus m ovimientos la perfección del movim iento esférico. La perfección de la esfera y del círculo: m etáfora epistemológioa que hace fortuna en filosofía. No sólo

en Grecia; tam bién en esa filosofía que se entendió a sí m ism a como injerto tardío («en tiempos indigentes») de la filosofía griega en suelo germánico. Pues nueva­ m ente como «esfera de las esferas» o como «círculo de los círculos» entiende Hcgel su propio sistem a del saber —y la m ism a composición del Discurso delata esa es­ tru ctu ra circular. Ese movimiento circular es entendido como el movimiento mism o del logos -—de su apéndice superior, piloto del alm a, el Nous. En tanto que queda entendido el Nous como pensam iento que se piensa así m ism o queda asegurada esa circularidad. Y de hecho reaparece m odernam ente como dialéctica del pensam ien­ to que piensa y como pensam iento pensado. Dialéctica, es decir: diferencia detectada en esa oposición y resuelta en una identidad que incluye esa diferencia. Identidad, pues, de la identidad y de la no-identidad. En una pala­ bra: E spíritu (sujeto sustantivado = sustancia subjetivada). Pero en Platón quedaban siem pre huéspedes incó­ modos que obstaculizaban la tarea cosm ética del de­ miurgo —o la tarea dem iúrgica del filósofo-rey, del legis­ lador del lenguaje y del piloto del alm a. Quedaba, por ejemplo, una alma mala insinuada en Leyes X —la cual explicaría unos m ovim ientos incoherentes, caóticos, im ­ posibles de derivar del alm a que se deja guiar por el piloto —el Nous. Si en general el alm a era la fuente y principio de todo movimiento, conexo e inconexo, si éste era imposible derivarlo de una m ateria en el fondo inerte, entonces los m ovimientos caóticos, los movimien­ tos no rigurosam ente circulares —así por ejem plo las elipses de los planetas, el vagabundeo sin ton ni son po r los cuerpos de Jas alm as pervertidas: todo ello de­ bía rem itirse a una fuente de m ovim iento que no podía derivarse del alm a guiada por el intelecto. En Platón vemos que se m antienen resistencias al cosmos y a su tarea ordenadora y racional: almas malas, planetas, ca­ ballos negros, concupiscencias... En Platón, el demiurgo sufre con esos huéspedes. Quiere im poner orden y lo consigue precariam ente. Esa es su voluntad: in stitu ir un orden y una orientación a las cosas, Oriente, un norte, un fin (un télos, un agazon). In stitu ir po r tanto un sis­ tem a lo más parecido posible al orden ideal de la ra ­ zón: al movimiento circular del intelecto. Platón intenta difícilm ente hacer que el m undo cons­

tituya por lo menos un m eíkton, una mezcla de orden y desorden, de perfección ( = lim itación) e imperfección ( —infinitud). C onstituir un m undo que sea acom odable al logos, al pensam iento: que perm ita a éste detectar esos límites (es decir, de-finir). Que advierta presencias o parousías de un orden racional entre las cosas. En cierto modo el intento platónico decide el rum bo de la filosofía posterior que tra ta rá cada vez m ás decidida­ m ente de hacer pensable un m undo, de adecuarlo e igua­ larlo a un lógos autárquico y circular. Y, sin em bargo, la historia de la filosofía puede en­ tenderse como el fracaso de esta peripecia: como la reiterativa reaparición por los lugares y rincones menos sospechados de esos «huéspedes ominosos». La historia de la filosofía se levanta sobre el sistem ático confina­ m iento y destierro de unos huéspedes que, sin embargo, acosan a la razón filosófica. Destierro y tam bién encierro. Queda por escribir esa o tra historia de la filosofía, la historia del m onstruario filosófico —allí donde se alinean por estantes caballos negros y almas malas, planetasvagabundos, dioses m entirosos, «locos», «certezas sen­ sibles», «diversidades puras»... ¿Cuándo se escribirá esta historia de las sombras filosóficas, esa o tra historia siem­ pre inhibida y conscientem ente en terrad a y silenciada en las historias académ icas de la filosofía? ¿Cuándo saldrá a flote al fin tanto esperpento, tanto horro r, tan ta m ons­ truosidad? Diríase por ejem plo que el ideal de circularidad —ideal «lógico»— se paga a costa de detalles suburbiales que el Discurso o sistem a no puede ya controlar: así en Platón los planetas, el caballo negro... con quie­ nes el «alma buena» debía actu ar con tiento y con astu ­ cia: tratando de «persuadirles»... Diríase que ese ideal reaparece en la m odernidad. En ocasiones aparece como puro ideal (así en el propio Platón o en Kant). En otras ocasiones se tra ta de consum ar un ím probo esfuerzo por integrar o realizar en el m undo ese ideal —que no es ya ideal sino idea en el m undo (así en Aristóteles o en Hegel). Ese program a deja, sin em bargo, residuos y delata resistencias. En K ant queda como lo impensable una diversidad pura que pone en jaque al logos —y que el logos intenta por todos los medios de ordenar, organizar, unificar. En una palabra: reducir. En Hegel queda tam ­ bién la dispersión originaria con la que tiene que habér­

selas una conciencia ingenua y sin form ar: la certeza sensible. Todos estos discursos tratan de reducir —consi­ guiéndolo sólo tram posam ente— el vaivén y azar y sucedcrse de un devenir sensible, de una dispersión de fuerzas errabundas, nóm adas. Ellas constituyen el es­ plendor del Niño —nos dirá Nietzsche. Sólo el niño sabrá decir un santo sí a esa dispersión: un sí creador de nuevos valores. Es decir, un sí que instituye al p ro ­ nunciarse una nueva estim ativa de «lo que hay». Un sí que afirm a esa dispersión y ese nom adism o —y que afirm a la deriva y el «ir a la deriva» en lugar de esqui­ var esa em briaguez (m ontando un sistem a de segurida­ des). Es el reino de las niñas carollianas: el m undo es­ plendoroso de Alicia. Es el ám bito del poeta. El filóso­ fo = vam piro chupa la sangre de la vida (así Sócrates, co rruptor de los m ancebos atenienses) y sobrevive en virtud de esa ingestión —sin jam ás dilapidarla, sin jam ás devolver o tra vez esa sangre a la tierra de la que parte. Se alim enta de certeza sensible, de diversidad pura, p ara extraer de allí la fuerza que le perm ite constituir un sistem a —sistem a de contención de esa fuerza, sis­ tem a pues de control de esa fuerza, de encarnamiento. F rente a ese vam pirism o, el poeta se m antiene en el nivel de sabiduría enunciado en los m isterios de Eleusis. Su única filosofía es la menos filosófica de las filosofías: la de Cratylo. Es decir: una filosofía que se lim ita a per­ seguir con el dedo lo que hay, señalando; una filosofía que hace de la p alabra un simple movimiento del dedo índice: señalización de tal sensación desapercibida, de tal emoción olvidada... La deixis poética se contrapone pues al logos —constituye la más firm e resistencia a éste. El poeta se m antiene a nivel de certeza sensible: y dice, con Rim baud: «il ya a... il y a...» o con HÓlderlin: «Sihe! ». Cuando pregunta, no pregunta con el fin de hallar una respuesta. Su pregunta no está orientada hacia ninguna respuesta —ni mucho menos, como en el caso de la filosofía, hacia una respuesta definitiva. Por eso no hay en poesía cuestiones últim as ni penúltim as (y en este sentido diferir la respuesta perpetuam ente insistiendo en el p reguntar —entendido como «última pregunta»— constituye todavía un abundam iento en la problem ática filosófica postplatónica). Por el contrario, el poeta pregunta por qué sí —y a veces sucede que

las azarosas respuestas son tam bién porquesí más pode­ rosas que las respuestas filosóficas. Quizás sea la «interpretación» — lo que Nietzsche llama con este nom bre— el m étodo m ediante el cual se descu­ bre ese nivel deíctico operante todavía en las filosofías, inclusive en las más sistem áticas, y que éstas sofocan debido a su voluntad de verdad. Proseguir el m étodo interpretativo nietzscheano significa hallar esos signos disem inados pero en seguida silenciados. Significa: re­ leer interpretativam ente esos eslabones débiles de las filosofías sistem áticas: , la «certeza, sensible»- hegelianaf la «diversidad puía» kantiana, el «a>lma ma;la» platónica*.. Una historia de las som bras significará, por tanto: pes­ car esos signos delatores, sintom áticos. Pescar frases como esa de K ant con que comenzábamos: «De nobis ipsis silemus»* En efecto: «de nobis ipsis silemus», debemos callar acerca de nosotros mismos, so riesgo de que fuerzas incontroladas, desorientadas, a la deriva comiencen a inscribirse en el discurso y lo hagan estallar. Nietzsche, en este sentido, no se lim ita a interpretar esos signos delatores que ponen un dique a esas fuerzas. A su vez libera sus propias fuerzas. Y las libera de la form a como necesariam ente tienen que ser liberadas —en una escri­ tura filosófica. Se trata, pues, de inscribir esas fuerzas en la propia escritura, hacer que ésta se desenvuelva como ocurrencia —como ocurrencia sin fin—. Esa ins­ cripción es pues m aterial: aparece como espacio en b lan ­ co que escinde los aforism os y sentencias, los poemas, aparece pues como vacío que descentra todas y cada una de las form ulaciones, que obliga siem pre y perpe­ tuam ente a com enzar de nuevo —o m ejor: repetir lo m ism o desde otro punto... sin que jamás h a ya ningún puMQ -que eonMétuya el centro d e ninguna esf&ra-s Apa­ rece esa inscripción tam bién en el género escogido, afo­ rism o o sentencia o poema, allí donde el pensam iento podía ocurrir sin llegar jam ás a discurrir. Esos géneros significan el estallido del Discurso —y el estallido del sistema. Son ocurrencias que deben ser leídas —es decir, interpretadas a su vez—. Interpretaciones que se abren a* nuevas iníerpretaciosies sin .que...jamás haya: ni una Clave originaria de ninguna interpretación-, ni un Telos o Fin- al q.u& tienda-*y a donde se oriente esa profusión. « Nietzsche invita,-con su escritura, a una lectura activa.

es decir: interpretativa. Invita a leer... p ara volver a coger la plum a, p ara volver a escribir. Abre así su dis­ curso y libera al lector. En la filosofía hegeliana, por el contrario, el lector sólo tiene dos oportunidades: o in­ gresar en el sistem a como m asajista del E spíritu absoluto o bien rechazarlo... y prom over, en consecuencia, un sistem a todavía más reductor, más envolvente, más «vampírico»... Pero tam bién Hegel acusó la resistencia de una m a­ teria pervertida, Acusó el obstáculo de la escritura —y sus continuas y obsesivas reflexiones sobre la accidenta­ lidad de un prólogo o proem io en el que se explique la articulación del libro po r capítulos y apartados... todo ello delata a la vez la obsesión de Hegel por una escri­ tu ra que term inaba resistiéndose y su intento po r b o rrar esa resistencia (suprim iendo esas torpes reflexiones proe­ miales, m inusvalorando las «necesidades» de la escritura: división en partes, en capítulos; despreciando pues un m ontaje que no term inaba por ofrecer la imagen nítida y transparente del espíritu esférico y; po r últim o: reb a­ jando la escritura sensible y m aterial a lo inesencial —y en últim o térm ino: rebajando lo sensible y m aterial como inesencial y poco esencial —así por ejem plo el arte). Hegel olvidó quizá que la fuerza y el poderío de su filosofía se mide po r la intensidad de ciertas imágenes o m etáforas, de ciertas analogías —en una palabra, por la imaginería que aguanta sus conceptos y en cierto modo los «sensibiliza». De hecho, esas imágenes, esas sensacio­ nes están en la base de todas las filosofías —y es tarea del intérprete detectarlas. Solo que la filosofía convierte esa imagen gestora de un concepto en ejemplo de ese concepto. La filosofía solapa esas imágenes, las «genera­ liza» —y, sin embargo, reaparecen. Reaparece la imagen kantiana de la isla en el océano (allí K ant nos contó quizás su vida y sus lecturas), reaparece esa imagen m u­ cho m ás patétecia (delatora tam bién de una vida con más «peripecia»): Me refiero a la imagen freudíana del ice­ berg que deja asom ar sólo la punta fuera de la superÉie-ie^Imagen de la bellota y la frondosa encina en Hegel. Una historia interpretativa debería pues dar cuenta de esos cam uflajes y solapam ientos y de su reaparición como ejem plos o ilustraciones de un concepto o teoría... Nietzsche no reprim e esas imágenes; tam poco las ladea —no introduce el platónico reparto entre lógos

y mito (reparto ambiguo —y am bigüedad lúcidam ente sugerida por el propio Platón: pues m uchas veces es el m ito lo que aguanta el razonam iento, otras veces lo ejem ­ plifica, otras en cambio incide allí donde el razonam iento sólo puede fraguar algo «verosímil»). Nietzsche saca a luz los m item as im plícitos en los filosofem os —e invita a proseguir la encuesta en este sentido. Halla el m item a solapado en el «imperativo categórico», en el «sujeto trascendental» o en la «voluntad» schopenhaueriana —o en la «idea» platónica—. llalla el m item a inscrito -en^el filosofeirm de lo¿> fil osofeir*as, aquél en el que* todos; ello® se-retm e^en: el anhypótheton, lo la respuesta defm iñva. Y halla* junto-.a ese miteina'; lo» signos» delatores de las • fuerzas —activas o. reactivas— que están- en juego en é l Pero por su p arte Nietzsche coíñpone mit'Os, mitos*» que a su vez in terp retan otros mitos- pero-que s© abre® a la infinitud de la intei pretacióra. Toda su filosofía ha» sido m uchas. veces definida despectivam ente como m ito­ logía- ni&bzs-eheíma (y eom pondrí an esa m itología el su­ perhom bre, la idea de eterno retorn®, la idea de voltin-» tad de podes y d e -fu e ra a /la idea de caos*}. Aquí se tra ta de señalar en ello su suprem acía sobre otras filosofías. Nietzsche no inhibe imágenes ni im pide que esas im á­ genes debiliten la fuerza del suceso de la que surgen. Por el contrario, alum bra imágenes y com pone sucesos, «his­ torias». Plasm a poéticam ente, n arra acontecim ientos, es­ cenifica el pensam iento. Es decir: restituye al pensam ien­ to a su verdadero ám bito: la escena. De ahí que sea un m ito —es decir, una narración!, que versa sobre acontecim ientos— aquella donde se coa-.* gula la filosofía nietzseheana: los cantos del Así habló Zarattistrá. De ahí tam bién la necesidad de escenifi­ car el pensam iento y el que pronuncia el pensam iento: el Yo. Su necesidad*de presentarse, como Zarathustora, su «idemiíieaeióaL» con Napoleón o César Borgfta, su am-* biguá identificaciófn con Cristo, su decidida identificación, con qI .dios de las m áscaras, Dionisio —-su enmascara* m iento como «-Eí'crucificado», como «Ecce Hómt>», como «Dionisos- erueificado»#.. El yo. queda al fin detectadp: como instancia domi-, nante en una coyuntura de sucesos, como m áscara pre­ ponderante o hegernónica. En ningún modo como sus­ tancia.* F.n ningún modo como ab stracta negación de

stefeaeeia (como «pour-soi»). En ningún modo como «pas­ tor» de un Ser que —quiera o no quiera Heidegger— to ­ davía se le opone. nobis >•ipsi‘s---siten?i®s »: u^^©r^aá©r0^d^sf4Í©^d&‘>s¿ng%il% res jná&eadg^s, i^-íy^Eáaá^Q^MxaiastEuaEio — —• Pero era preciso rep rim ir ese H o rro r y profusión y des­ tacar una m áscara que no se entiende a sí m ism a como m áscara —y que h asta trata de desentenderse de ella m ism a— . Esa m áscara del profesor-horario, esa m áscara o disfraz de profesor que enm ascara otro disfraz, o tra m áscara, esa que el intérprete detecta cuando exclama: teólogo disfrazado. Pero son esas razones indis­ cretas las que escudriña ese buceador de fondos y bajos fondos, pensées y arriére-pensées, que es el intérprete. Con lo cual éste debe llegarse h asta esos fondos, debe ir hasta esa cám ara de H orrores en donde reptan, sin gloria, sin esplendor, gusanos, larvas. Allí donde subyacen los Molloy, Malone, Murphy de la filosofía: esos «in­ nom brables» que sin em bargo hablan, discurren, nom ­ bran ... Barcelona, abril, 1971.

EL DEVENIR EN LA FILOSOFIA DE NIETZSCHE p o r S antiag o G o n zá lez N o r ieg a

La noción nietzscheana de » es uno de esos conceptos-límite con los que una filosofía, más que aco­ ta r y parcelar el m undo, rinde hom enaje a su magnifi­ cencia ; os,- también, aqmel -puiato -en e i qu« "Metzst*ké "qtH-^ sop^oolatm sr alííiBa-íRés---,6iiPMiies. El devenir nietzscheano procede prim ordialm ente de H eráclito; Nietzsche —nos lo dice él mismo— entiende la filosofía «como la form a m ás general de la historia, como ten­ tativa de describir de alguna m anera el de Heráclito, y sintetizarlo en signos (para traducirlo y modificarlo, por decirlo así, en una especie de ser aparente)» \ El devenir es tam bién esa em briaguez y esa ebria agitación del m un­ do que viera M ontaigne2; el proyecto de los Essais, la vacilante y m udable escritura de una realidad fugaz e in­ estable, será recogido por Nietzsche en la form a aforís­ 1 Obras completas, Aguilar (citadas O. C.); tomo II, pág. 392. 2 Con la incom parable gracia de su estilo, iMontaigne expresa esta idea com o sigue: «Le m onde n'est qu’une branloire pérenne. Toutes choses y branlent sans cesse: la terre, les rochers du Caucase, les pyram ides d'Aegypte, et du branle public et du leur. La constance m esm e n ’est autre chose qu’un branle plus languissant. Je ne puis asseurer m on object. II va trouble et chancelant, d'une yvresse naturelle.» Essais, libro III, capítulo II. Ed. M. Rat, tom o II, pág. 222.

tica, incisión diam antina y relám pago de la inteligencia. De Hume aprende Nietzsche que la tram a de nuestro ser no es más firm e que la inquietud del m undo y que el incesante tran sitar de apariciones en nuestra m ente no nos otorga otra consistencia que la de ser pantalla de ese juego de som bras chinescas que llamamos realidad. Ocuparse de la noción de devenir con todo el deteni­ m iento que el tem a requiere sería tanto como recons­ tru ir, punto por punto, la íntegra genealogía del pensa­ m iento nietzscheano. Examinemos las líneas tem áticas que circunscriben la form ulación del problem a en la filosofía de Nietzsche. Qué es «devenif»: un río de&bordante y el donde ese río se pierda, la eontFadáe©ión entre^H'-perfees ción del -instan-'te y la"inqu*ietu transgresión: nacim iento de lo finito y de­ term inado -> expiación: desaparición de lo finito -> re­ posición de Ja unidad prim ordial en su unidad excluyente. Lo real se ve transido de categorías éticas: culpa, cas­ tigo, expiación se convierten en conceptos ontológicos. El devenir, pierde- su .inocencia, su. jaita, de culpa, -y se t©rnaqu& re r ciego? convertir *el -qmerer e n n o -q u e a ^ } - 1-a ^©Iwiíad h ab rá de librarse de sí- mism a, el q u erer, .-tervetaá q tie transform arse' en. no-querer: - de> la doctpma del devenir en AnaxiiHaíidr