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Spanish Pages 420 [441] Year 1982
EL liiNSAMIENTO CCiOMBIANO EN- L SIGLO XIX JAIME JARAMILLO URIBE
TERCERA EDICION
JAIME JARAMILLO URIBE
EL PENSAMIENTO COLOMBIANO EN EL SIGLO XIX Tercera edición
Editorial TEM IS Librería Bogotá - Colombia 1982
© Jaime Jaramillo Uribe, 1982. © Editorial Ternis, S.C.A., 1982. Calle 13, núm. 6-53, Bogotá.
ISBN 84-8272-205-0 (Rúst.) Hecho el depósito que exige la ley. Impreso en Talleres Gráficos Temis. Carrera 39 B, núm. 17-98, Bogotá. Queda prohibida la reproducción parcial o total de este libro, por medio de cualquier proceso reprográfico o fónico, especialm ente por fotocopia, m icrofilme, offset o mimeógrafo. E sta edición y sus características gráficas son propiedad de Editorial Temis, S.C.A.
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Yolanda Mora, mi esposa.
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PREFACIO DE LA PRIMERA EDICIÓN
En el presente volumen no me he propuesto hacer una historia erudita de lo que se escribió en Colombia durante el siglo pasado sobre la orientación de la cultura, sobre el Estado o sobre filosofía, sino intentar un ensayo de comprensión del pensamiento de algunas figuras que, por la Magnitud ^Qalidqd^de^m jobra,...tuvieron· en., su item· po coñsídefaBte influjo sobre la opinión de sus conciudadanos y en al guna medida han continuado teniéndolo. Quisiera decir algunas^ palabras respecto a la importancia concedi da al tema del liberalismo' en la parte correspondiente a la idea del Estado, pues en cierta forma todo el pensamiento político es estudia do en torno a la defensa o a la crítica que de él hicieron los escritores colombianos que en el siglo pasado se ocuparon en las cuestiones de la sociedad y del Estado. Se trata de una imposición de la realidad misma y no de una preferencia subjetiva del autor, pues la historia del pensamiento políti co occidental ha girado en los dos últimos siglos alrededor de la con cepción liberal del Estado. El liberalismo ha sido una de las fuerzas creadoras del Estado moderno, con todo lo que este pueda tener de positivo o negativo desde el punto de vista social, y ya sea para su perarlo, para complementarlo o para sustituirlo, en torno suyo se ha movido y se mueve todavía la teoría política de los pueblos europeos y americanos. En el caso de Colombia — y en general de los países hispanoamericanos— su importancia es todavía mayor, puesto que, por condiciones que tratamos de explicar en el texto, la concepción liberal del Estado fue tan dominante en el siglo xix, que casi podríamos decir que fue la única existente, ya que algunas de sus ideas constituyeron parte muy importante del pensamiento político aun de aquellos espíri tus tradicionalistas que trataban de oponérsele. indispensable evitando cualquier actitud polémica o apologética, pero no entendida esa objetividad como incompatible con un esfuerzo de comprensión interpretativa de la obra de los más conspi-
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P refacio a la primera edición
cuos escritores colombianos del siglo pasado que se ocuparon en filoso fía y política y buscaron soluciones al problema de la orientación es piritual del país. Tampoco considero incompatible esta actitud objetiva con una actitud crítica que haga ver los obstáculos de carácter lógico a que por su propia esencia se ve muchas veces abocada una forma de pensa miento, por ejemplo, cuando observamos que el liberalismo presenta una contradicción interna consistente en ser una teoría del Estado que, al desarrollar un aspecto de su doctrina, lo fortifica, y al desenvolver otro lo considera inútil y trata de debilitarlo. En este caso registramos un hecho que no puede pasar inadvertido para el historiador de las ideas, si es que la historia de estas ha de ser el estudio del desarrollo y estructura interna de las formas del pensamiento, y sobre todo si se quiere comprender su acción sobre la vida y las instituciones de una nación. Este volumen hace parte de un intento de comprensión de la vida espiritual colombiana durante el siglo xix — tan decisivo para la formación del país— intento que espero completar próximamente con estudios sobre el pensamiento religioso, económico y social. Para finalizar estas líneas preliminares, quiero éxpresar mis agra decimientos al Instituto Panamericano de Geografía e Historia, a la Comisión de Historia del mismo y a Leopoldo Zea, director de la sec ción de Historia de las Ideas, por el apoyo y estímulo que brindaron a la realización de mi tarea. Hamburgo, Othmarschen, mayo de 1956. *** Seis años después de haber sido escrito, damos a la publicidad el presente ensayo sobre el pensamiento colombiano en el siglo xix. Des tinado en un principio a formar parte de una serie de libros sobre la historia de las ideas en América, auspiciados por el Instituto Paname ricano de Geografía e Historia, dificultades de diversa índole no per mitieron a la mencionada institución publicarlo. El libro sale a la luz pública tal como fue elaborado por mí tras una investigación iniciada en 1950, sin cambiar nada esencial en su texto. Solo me he permitido agregar algunas notas marginales que
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P refacio a la primera edición
aclaran algunos capítulos e ideas. Desde luego, al revisar sus páginas me he dado cuenta cabal de sus vacíos y de las limitaciones que con tiene desde el punto de vista de una completa historia de las ideas en nuestro siglo xix. Algunos capítulos, como el referente al romanticis mo y a sus implicaciones en el pensamiento social, merecerían un tra tamiento más extenso y analítico. Lo mismo podríamos decir sobre el movimiento de las ideas en las últimas décadas del siglo xviii, cuyo estudio se hace indispensable como introducción al estudio del siglo XIX. Sobre estos temas he acumulado abundantes materiales en inves tigaciones posteriores, que me propongo publicar en un futuro inme diato como ensayos separados. Quiero expresar mis agradecimientos al doctor Jorge Guerrero, director de la editorial TEMIS, por el interés que ha tomado en la edición de la presente obra. I J. U.
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INDICE GENERAL P arte P rimera
LA EVALUACIÓN DE LA HERENCIA ESPAÑOLA Y EL PROBLEMA DE LA ORIENTACIÓN ESPIRITUAL DE LA NACIÓN Capítulo I
LA DECADENCIA ESPAÑOLA 1. El alma española y el mundo m oderno............................ 2. El caballero cristiano y el b u rg u és..................................... 3. Integralismo y ruralism o........................................... ...
PÁG.
3 7 14
Capítulo II
CRITICA Y ALEJAMIENTO DE LA TRADICIÓN 4. 5. 6. 7.
El “homo oeconomicus” contra el Quijote . . . . . . . . . . . La racionalización como ideal so cial.......... .................. Entre la tradición y el progreso........................................... Románticos y pragmáticos....................................................
21 25 29 33
Capítulo III
LIBERALISMO, POSITIVISMO, INDUSTRIALISMO 8. José María Samper y su ensayo sobre las revoluciones políticas.................................................................................
39
I ndice general
XIV
P ág.
9. Balance de la organización colonial.................................. 10. La colonización española y la sajona................................... 11. Valoración del “ensayo” .......................................................
42 44 49
Capítulo IV
LA EXIGENCIA DE UN NUEVO TIPO DE EDUCACIÓN 12. 13. 14. 15. 16. 17.
Ë1 ideal de la virtud burguesa............................ ............ El problema de A m érica.................... . . . ...................... Contrastes históricos entre Norteamérica y América del Sur La solución anglosajona como paradigma........................... José Eusebio Caro: la solución educativa.......................... Rafael Núñez: la solución política.......... .......................
55 56 59 63 64 67
Capítulo V
HACIA UNA VALORACIÓN POSITIVA DEL LEGADO ESPAÑOL 18. Sergio Arboleda: revolución e independencia.................... 19. La obra de España en A m érica............................ . . .
69 72
Capítulo VI
EL REGRESO A LA TRADICIÓN ESPAÑOLA 20. 21. 22. 23. 24. 25.
La obra de Miguel Antonio C a r o ........................................ Independencia política y lealtad a la tradición.................. La esencia de lo español............................................. . . . Defensa de la gestión histórica de E sp añ a................ .. España y la ciencia m oderna.................................... El camino de la autenticidad cu ltu ral................................
77 78 80 84 87 90
ÍNDICE GENERAL
XV
P arte Segunda ESTADO, SOCIEDAD, IN D IV ID U O Capítulo VII
ANTECEDENTES HISTÓRICOS DE LA IDEA MODERNA DEL ESTADO PÁG.
26. Conceptos metodológicos..................................... ............ 27. Supuestos metafísicos........................................................... 28. Los antecedentes medievales y la influencia de Suárez. . . .
95 97 100
Capítulo VIII
EL PENSAMIENTO POLÍTICO EN LA ÉPOCA INMEDIATAMENTE ANTERIOR , A LA INDEPENDENCIA ΓΛ [29] ^ 30. 31. 32. 33.
Influencias medievales y escolásticas en el pensamiento polírico colombiano de los siglos xvm y x i x ............... 103 El espíritu de los Comuneros y la tradición políticaespañola 105 Camilo Torres y el “Memorial de agravios” ............ 109 La formación política de N ariñ o................. 111 Nariño y los problemas de la democracia moderna . . . . . . 114
Capítulo IX
HACIA LA CONCEPCIÓN LIBERAL DEL ESTADO 34. 35. 36. 37.
Una generación y una época de transición......................... El propietario como ciudadano............................................ Condiciones históricas para el desarrollo del liberalismo . . El liberalismo como ideología de lucha por la independen cia política...................................................................... . . ·
119 122 125 131
XVI
I ndice general
Capítulo X
EL BENTHAMISMO POLÍTICO PÁG.
38. 39 . 40. 41. - 42. — 43.
Motivos y estímulos para el desarrollo del utilitarismo . . . . Necesidad de una legislación racional.................................. La tecnificación del E stad o .................................................. La obra jurídica y política de Ezequiel R o ja s.................... La democracia y la voluntad mayoritaria.......................... El derecho de las m inorías.................................................
135 138 141 143 150 153
Capítulo XI
ROMANTICISMO Y UTOPISMO 44. Ambiente espiritual de la época . . ....................................... 45. Crisis y papel del artesanado...............................................
157 159
Capítulo XII
ENTRE LA UTOPÍA Y EL ESTADO TECNOCRÁTICO. EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y SOCIAL DE JOSÉ EUSEBIO CARO 46. 47. 48. 49. 50. 51.
Influencias positivistas....................................................... . Optimismo y armonismo...................................................... Liberalismo y romanticismo................................................. La idea de una ciencia de la sociedad ................................. El señuelo de la técnica y el mito del hombre blanco . . . . El industrialismo como solución...........................................
165 168 171 176 179 182
Capítulo XIII
MANUEL MARÍA MADIEDO, UN UTOPISTA ^52 ) Entre Saint-Simon y P roudhon.......................................... 53. Crítica de la democracia lib eral................................ . . .
187 189
I ndice
general
XVH
PÁG.
54. Visión del problema social m oderno............ ....................... 55. El problema de la propiedad................................ ...............
193 195
Capítulo XIV
EL APOGEO DEL LIBERALISMO CLÁSICO Y LA OBRA DE LOS HERMANOS SAMPER \56 i 57. 58. 59. 60. 61.
Influencias inglesas y francesas . . . ................ ............... Peñsamiento y obras de José MaríaSamper . . . .............. Liberalismo, derecho natural y empirismojurídico.............. La oposición individuo-sociedad........................................... Liberalismo y Estado de derecho........................................ Reservas ante la democracia................................................
199 204 208 212 217 219
Capítulo XV
VACILACIONES Y TENSIONES DEL LIBERALISMO: MIGUEL SAMPER 62. 63. 64. 65
Insobriedad burguesa como ideal político......................... “Laissez-faire” en economía e intervención en política . . . . La democracia como derecho de las m inorías.................... Crítica al doctrinarismo p o lítico ..........................................
223 225 227 230
Capítulo XVI
CRISIS Y CRITICOS DE LA IDEA LIBERAL DEL ^ ESTADO. LA OBRA DE SERGIO ARBOLEDA 66. 67. 68. 69. 70. 71. 72.
La crisis de la sociedad europea y sus reflejos en Colombia 233 Arboleda y el problema de la democracia en América . . . 238 La esencia teológica de la h istoria....................................... 239 De la revolución religiosa a la revolución política y social. 245 Ambigüedad de los conceptos básicos del liberalismo . . . 248 Las ideas de igualdad y democracia.................................... 252 Los principios constitucionales del E sta d o .......................... 257
xvm
I ndice general
Capítulo XVII
RAFAEL NÜÑEZ Y EL NEOLIBER ALI SMO PÁG.
73. La misión histórica del liberalism o.................................... 261 74. Incomprensión e impotencia del liberalismo ante la cuestión social m oderna....................................................................... 265 75. Religión, Estado y política................................................... 267 76. Las tareas del Estado en A m érica....................................... 269 77. La política y su naturaleza................................................... 273
Capítulo XVIII
LIBERALISMO Y CATOLICISMO. RAFAEL MARÍA CARRASQUILLA 78. La esencia filosófica del liberalismo.................................... 79. La Iglesia y la civilización política....................................... 80. El problema de las potestades............................................
^
279 281 282
Capítulo XIX
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE MIGUEL ANTONIO CARO 81. 82. 83. 84. 85. 86. 87. 88. 89. 90.
Hacia una concepción sintética del E sta d o ......................... Crítica al utilitarismo jurídico y político............................ La sociedad como organismo................................................ Influencia del tradicionalismo francés................................. Relaciones entre libertad y derecho.................................... El origen del poder y la soberanía.................................... Sufragio y personalidad hum ana.......................................... Estado, iglesia, sociedad e individuo................................... Misión y límites del E stad o ................................................. Estado, economía y educación.............................................
285 286 291 292 296 299 303 306 311 313
I nd ice general
XIX
P arte T ercera EL PENSAM IENTO FILOSÓFICO
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Capítulo XX
DE LA ESCOLÁSTICA A LA ILUSTRACIÓN Y AL POSITIVISMO PÁG.
91. La España ilustrada del siglo xvm y su reflejo en la Nueva G ranada................................................................................. 319 92. Crítica a la escolástica e iniciación del espíritu positivo . . 323 93. El Plan de estudios de Moreno y Escandón.................... 328 94. El conflicto entre la religión y la ciencia en C aldas.......... 333 95. José Félix de Restrepo, un discípulo de Wolff .................. 336
Capítulo XXI
DE BENTHAM A TRACY 96. Ezequiel Rojas y el utilitarism o.................................... 97. Figuras menores del benthamismo........................ 98. Balance del benthamismo . . .
C a p ít u l o
341 345 350 ^
XXII
JOSÉ EUSEBIO CARO Y LA REACCIÓN ANTIBENTHAMISTA 99. 100. 101. 102.
José Eusebio Caro y su refutación delempirismo ético . . Influencia de L eibniz............................................................ Crítica del relativismo en la é tic a ........................................ Concepción optimista de la naturaleza hum ana..................
355 358 360 365
XX
I ndice general
Capítulo XXIII
LA OBRA Y LA FORMACIÓN FILOSÓFICA DE MIGUEL ANTONIO CARO
/ PAG.
103. 104. 105. 106. 107.
Triple fuente de su formación filosófica............................ Lucha contra el utilitarism o................................................. Polémica contra el relativismo de las id e a s......................... Voluntad y conocimiento en la acción m o ra l.................... El problema del lenguaje y de la constitución lógica de las ciencias del espíritu ............................................................... 108 . Los fundamentos filosóficos del arte y la literatura . . . . . 109. Posición ante la escolástica y el positivismo......................
371 374 378 381 384 389 394
Capítulo XXIV
DEL POSITIVISMO A LA NOESCOLÁSTICA 110. 111. 112. 113.
La influencia de Comte y Spencer....................... ............... 399 Reacción antipositivista y crítica de la ciencia.................... 402 Marco Fidel Suárez, crítico del positivismo ....................... 407 El neoescolasticismo y la obra de Rafael María Carrasquilla 409 índice de autores citados........................................................
415
P arte primera LA EVALUACIÓN DE LA HERENCIA ESPAÑOLA Y EL PROBLEMA DE LA ORIENTACIÓN ESPIRITUAL DE LA NACIÓN
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V
Capítulo I LA DECADENCIA ESPAÑOLA
1. E l alma española y el mundo moderno .— El rumbo que tomó la historia española, tras el momento estelar de los pri meros monarcas de la casa de Austria, en quienes culmina la for mación del imperio hispánico, suscitó en el espíritu de las genera ciones colombianas que hicieron la Independencia, y luego iniciaron la construcción de la República, la toma de conciencia de la propia situación histórica y la reflexión sobre el destino de la nacionalidad. El fenómeno sorprendente, y único en la historia, de una nación que iniciaba su descenso en el plano del poder político universal en el momento mismo en que conquistaba y fundaba un gran imperio colonial, no podía menos que llamar la atención de las mentes más lúcidas de la metrópoli y de sus colonias. Por esta circunstancia el pensamiento político y social español de los siglos xvii y x v u i está impregnado de ostensible inquietud, y algunas veces de hondo pesi mismo, y no es sino una continuada meditación sobre el arte del gobierno, las formas de mantener la prosperidad del Estado y las maneras de asegurar la cohesión de la comunidad imperial. De ahí la riqueza característica del pensamiento peninsular de estos siglos, en lo político, social y económico, riqueza que se materializó en centenares de ensayos de pedagogía política destinada a establecer las normas para la buena educación de los príncipes1.
de
1 M ariana, Covarrubias, Saavedra F ajardo, Fe ijó o , Jovellanos, J uan Solórzano, U lloa, U ztárroz, O rtiz y los mercantilistas españoles son apenas
los nombres más conspicuos de una falange de juristas, pensadores políticos y economistas que se ocuparon en el fenómeno de la “decadencia1’, que desde entonces es típico en el pensamiento político español. En el prólogo a las Empre sas, de Saavedra F ajardo, ed. Clásicos Españoles La Lectura, Madrid, 1927, V icente G arcía del D iego ha hecho un erudito estudio sobre la bibliografía referente al problema de la educación del príncipe en el siglo x v ii .
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E valuación de la herencia española , etc .
No solo por haber tenido contacto y conocimiento a fondo de aquella literatura social y política, sino por el hecho de vivir con angustia la misma circunstancia histórica y presentir que el propio destino estaba envuelto en el porvenir del Imperio, y por darse cuenta de lo mucho que en el propio ser nacional había del ancestro español, las generaciones· americanas que comenzaban a tener madurez política a fines del siglo x v m participaron en esa obra de autoanálisis de los vicios sociales, de los defectos de la organización económica y de la estructura espiritual de España. En ese ingente esfuerzo de autocrítica y autoconciencia, los americanos fueron a veces hasta el exceso, pero sería tomar las cosas por la superficie si atribuyésemos su actitud a sentimientos de ingratitud o resentimiento. Además de un justo deseo de eman cipación,, al hacer el balance de la herencia española, criticándola a veces con acritud, la generación procer y la que le siguió en la dirección de la vida política estaban ya bajo la impresión dramá tica de la bancarrota española y de la incapacidad de España para mantener el Imperio y resistir los embates de naciones que, como Francia e Inglaterra, le disputaban la hegemonía del poder mundial. La organización económica fue el primer campo en que se ejer ció ese análisis crítico. No porque otros aspectos de la vida fue ran desechados, ni por miopía para ver las conexiones de la vida espiritual con la económica, ni las relaciones mutuas de la totali dad de las formas de vida, ni por prurito materialista, sino porque América, como también España, tenía espíritus suficientemente avisados para darse cuenta del rumbo que tomaba la historia. Vista en términos de relaciones políticas, la historia demostraba que la riqueza estaba más o menos asociada al poder, pero lo estaba mu cho más desde los albores de la época moderna. A partir del Rena cimiento, el eje del poder pasaría por donde pasase el eje del po derío industrial, y los pueblos que harían la historia serían aquellos donde las formas de actividad económica características del capita lismo se desarrollasen más plenamente. La Edad Media había po dido confiar todavía en el coraje del héroe y en el valor personal como fuente de poder político, aunque la riqueza, como elemento de fasto y también como capacidad para mantener mesnadas y ca ballos, jugaba sin duda su parte en el prestigio político y decidía los resultados de las contiendas señoriales. Entonces eran ante todo las virtudes nobiliarias las que concedían rango de mando. Las virtudes burguesas del cálculo, la moderación en los gastos, el tra
L a decadencia española
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bajo asiduo, el ahorro y el sentido de la transacción diplomática propios del comerciante y del industrial, se consideraban indignas del hombre señorial. Ya en el seno de la misma Edad Media se gestaban las fuer zas que habrían de trasformar la sociedad y constituir un nuevo ele mento de poder; se gestaba también la formación de un nuevo tipo de hombre, el burgués, cuyas formas de vida se irían impo niendo cada vez más. El surgimiento de las armas de fuego y el desarrollo de la industria de fundición fueron desplazando al jine te para imponer al artillero, con lo cual se inició el proceso de vin culación entre poder militar y poder industrial, que ha culminado en la época contemporánea. El concepto mismo de la riqueza se había írasformado pro fundamente. Ya no sería la posesión de tierras, sino la propiedad de bienes mobiliarios, equipos fabriles y títulos de sociedades anó nimas, y sobre todo la posesión de ese equivalente general de todos los bienes que es el dinero, lo que daría distinción social y poder económico. Ahora bien, este nuevo mundo de realidades solo era posible gracias a la actividad creadora de un nuevo tipo humano, dotado de particulares energías y virtudes y sobre todo de un nuevo ethos, el ethos del trabajo: ese tipo era el burgués. El mundo moderno sería su creación, y quienes quisiesen todavía jugar un papel dirigente o siquiera subsistir en la nueva sociedad, tendrían que asimilar sus virtudes y pasiones, sus hábitos, sus actitudes vitales, su escala de valores. El genio de las naciones occidentales iba a manifestarse precisamente en ese proceso de asimilación y fusión de las virtudes e intereses de las clases nobiliarias con las características espiritua les y los intereses de las clases burguesas, o medias, como suele llamárselas en la literatura política europea-, especialmente en la in glesa. La nobleza, ejercitada en la práctica militar y en las virtudes del mando político, tendría que aburguesarse, cambiando su con cepto de la riqueza y del trabajo, si no quería convertirse en una clase parásita, tras la revolución de las clases burguesas, o en una clase paria, con las dos grandes consecuencias que para la sociedad en general apareja la situación sociológica que resulta de la existencia de clases parias e inadaptadas: la inestabilidad social permanente y el retardo en el crecimiento del poder económico que implica la existencia de clases no productivas. El proletariado industrial no existía aún como clase política y socialmente eficaz;
6
E valuación de la herencia española, etc .
de ahí que la historia de los siglos xvi a xviii versa sobre los anta gonismos y relaciones de nobles y burgueses. Desde este punto de vista, la historia social europea presenta tres situaciones. Inglaterra y el círculo de países sajones influidos por su estilo social, logran una fusión o al menos un equilibrio mó vil. La nobleza inglesa asimila con asombrosa rapidez las nuevas formas de vida, se hace comerciante, industrial y banquera; toma la iniciativa en la expansión económica imperial y mantiene su rango político gracias a su participación en las empresas de engran decimiento económico y político de la nación. Por eso Inglaterra se libró del elemento de descomposición social que significa la exis tencia de una clase social nobiliaria cuyo prestigio no se sustenta en actos de eficacia social2*. En cambio, la evolución continental fue muy diferente. La fusión casi nunca se logró, o se logró a medias. La nobleza se re sistió a aceptar la escala de valores burgueses y a reconocer a esta clase pujante su papel en la dirección del Estado, y las condiciones jurídicas y políticas necesarias para su expansión. Los casos nacio nales fueron distintos, pero en general subsistieron en el alma noble continental sentimientos de protesta que fluctuaron entre la nostal 2 Un excelente análisis de la composición social de Inglaterra al iniciarse el mundo moderno (hacia la época Tudor), se encuentra en la Historia Social de Inglaterra, de G. M. T revelyan, México, ed. Fondo de Cultura Económica, 1946. T revelyan destaca varios hechos que permitieron que los cambios de la revolu ción industrial y la revolución burguesa fueran en Inglaterra más evolutivos que revolucionarios. Da especial importancia al hecho de que la gran nobleza inglesa fue menos numerosa que en Francia y nunca perdió su función social. Entre la nobleza alta y el pueblo — campesinos, obreros— hubo una amplísima pequeña nobleza: la gentry, que pronto se aburguesó y se hizo industrial y comerciante. “Debido a la costumbre practicada por la gentry de enviar a sus hijos segundones a hacer el aprendizaje en el comercio, evitó nuestra nación la aguda diferencia ción entre la rígida casta de los nobles y la burguesía, privada de privilegios, que llevó el anden régime de Francia a la catástrofe” (p. 141). Hacia la época de la revolución gloriosa (1643-1648), dice T revelyan , el mayor general Berry informaba a Oliverio Cromwell que en Gales “se encuentran más pronto cin cuenta caballeros de. 100 libras al año que cinco de 500” (p. 167). Sobre la nobleza francesa, sus características sociales y sicológicas, y sobre el papel que estas jugaron en la revolución, véase a P h il ippe Sagnac, La forma tion de la société française moderne, 2 vols., Paris, 1946. Se dieron, según Sag nac , situaciones muy diversas. Hubo, inclusive, una mediana nobleza y en pocas ocasiones grandes nobles que se vincularon a la industria y al comercio. Pero la gran nobleza, en su mayoría, fue una clase cortesana, colmada de privilegios, im productiva y despilfarradora. Al final de su obra analiza varios presupuestos de gastos de algunos nobles, miembros del clero y altos funcionarios, en vísperas de la revolución. El conde de Montmorency gastaba 500.000 libras al año, entre ellas 202.000 para servicio de mesa (service de bouche), y consumía 500 botellas de vino mensuales. Numerosos casos semejantes se encuentran en el apéndice del volumen i i .
L a decadencia española
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gia y el abierto espíritu combativo. El romanticismo alemán, que tiene en sus filas tantas y tan ilustres figuras de origen noble, fue una de las más notables y conmovedoras expresiones espirituales de este movimiento de inadaptación y protesta del alma noble contra las formas de vida burguesa. Por su parte, la protesta nobiliaria francesa tuvo sus manifestaciones en el noble aventurero, en el emigrado dispuesto a alistarse en cualquier empresa armada, aun en la revolución, y en el pensador arcaizante pero combativo y lle no de encono antidemocrático, como el tradicionalista D e M aistre3. 2. E l caballero cristiano y el burgués.— El caso español, o con mayor precisión, el castellano, fue el caso extremo de esa protesta nobiliaria contra el mundo que empezaba a configurar el hombre burgués. Con una circunstancia especial, que constituye la clave de toda la evolución posterior de la nación española y de su dificultad para adaptarse a las formas del vivir moderno, dificultad que tantas veces han hecho presente historiadores propios y ex traños: que en España el pueblo mismo adquirió la concepción nobiliaria de la vida, y ubicada fuera de esta solo quedó una burgue sía minoritaria que no alcanzó nunca a tener considerable influen cia política ni espiritual, y que, por lo demás, estuvo circunscrita a los contornos regionales de Cataluña y Vasconia. La hidalguía es pañola, presente hasta en © vagabundos y mendigos, está integrada por categorías nobiliarias de vida, particularmente por aquellas que en relación con la economía y el trabajo tienen un acentuado contenido anticapitalista y antiburgués: la hospitalidad, el derroche en el gasto, la ausencia de previsión para el mañana, el menosprecio del dinero y el amor al ocio4. 3 Entre otros nombres, pueden mencionarse K leist, N ovalis, B rentano y A r n im . Hubo también, en Alemania y Francia, un romanticismo plebeyo, que expresaba la protesta de las gentes del pueblo frente a la civilización capitalista. El romanticismo fue un movimiento espiritual muy complejo, tanto por los oríge nes sociales de sus representantes como por la dirección de sus ideas. Hubo un romanticismo de carácter noble, que miraba hacia el pasado medieval; un roman ticismo liberal, que miraba hacia lo futuro, lo mismo que uno de carácter socia lista. Pero la hostilidad a las formas burguesas de vida (cálculo, orden, alta esti ma del dinero, convencionalismo moral, virtudes de tendero, etc.) les era común a todas las tendencias. Una clasificación de las variantes del romanticismo, sus componentes Sociales, nacionales, tendencias, etc., se encuentran en el libro de P aul van T ieghem , Le romanticisme dan$ la littérature européene, ed. de Albín Michel, Paris, Biblioteca de Síntesis Histórica, 1946. 4 Comparando la situación de China con la de España, Saavedra F ajardo dice que mientras en la primera hay abundancia a pesar de ser tan numerosa su población, en España hay pobreza aunque abundan las. buenas tierras, “porque
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E valuación de la herencia española , etc .
Pero no solo en relación con la economía moderna ha tenido influencia este fenómeno que Salvador de M adariaga ha lla mado “la quijotización de Sancho” , sino también en la forma ción del carácter hispánico. En él está la raíz del llamado per sonalismo español, que en forma tan lógica conduce a ese otro rasgo típico de su espíritu, el igualitarismo, que no es, como el francés o como el moderno igualitarismo socialista y democrático, una ideología de lucha política basada en una concepción de la sociedad como suma de unidades iguales, sino una noción de raíces metafísicas muy diferentes5*lo.
falta la cultura de los campos, el ejercicio de las artes mecánicas, el trato y el comercio, a que no se aplica esta nación, cuyo espíritu altivo y glorioso aun en la gente plebeya (subrayamos nosotros), no se aquieta con el estado que le señaló la naturaleza, desestimando aquellas ocupaciones que son opuestas a ellas. . . ” ( Empresas, Madrid, Espasa-Calpe, 1927, vol. m , lxxi, p. 225). 5 Sobre el carácter no racionalista y no liberal de la idea española de igual dad, ha escrito Salvador de M adariaga observaciones muy atinadas. En su ensayo Ingleses, franceses y españoles, T ed., México, 1951, dice así: “Ni la es tructura aristocrática orgánica de Inglaterra ni la estructura burguesa mecanicista son posibles en la colectividad española. La observación comprueba que España es pobre en sentido jerárquico, ya sea esto bajo la forma instintiva y natural que presenta Inglaterra, ya bajo la forma externa y política que asume en Francia” (p. 162). “Encontramos en España — agrega— un sentido que, a falta de nombre más propio, habrá que designar con el nombre de igualdad. Pero el sentido de igualdad que empapa la vida española difiere de la idea de igualdad sobre que descansa el orden francés, tanto como el orden intelectual de Francia difiere de la anarquía —latente o expresa— que constituye el estado normal de la nación española” (ibidem, p. 162). A propósito del sentido español de la igualdad, dice R amiro de M aeztu en La defensa de la hispanidad, 5a ed., Madrid, 1946, p. 64: “A los ojos del español, todo hombre, sea cualquiera su posición social, su saber, su carácter, su nación o su raza, es siempre un hombre: por bajo que se muestre, el rey de la creación, por alto que se halle, una criatura pecadora y débil. No hay pecador que no pueda redimirse, ni justo que no esté al borde del abism o... El español se santigua espantado cuando un hombre proclama su superioridad o la de su nación. . . No hay nación más reacia a admitir la superioridad de unos pueblos sobre otros o de unas clases sociales sobre otras. Todo español cree que lo que hace otro hombre lo puede hacer él” . El fenómeno anotado por M aeztu se encuentra claro en la segunda parte del Quijote, cuando Sancho especula sobre su gobierno en la ínsula Barataría (véase a M adariaga, Guía del lector del Quijote, caps, sobre la quijotización de Sancho y la sancbificación de don Quijote, 4a ed., México, 1953, p. 127 y ss.) A la debilidad de las jerarquías sociales en España, muy ligada —según su opinión— a la falta de un vigoroso feudalismo en la Edad Media, ha dedicado O rtega y G asset algunas páginas en España invertebrada. Aunque^ algunos de sus ejemplos son inadecuados (así, eso de que la conquista de América es una empresa del pueblo y no de minorías rectoras), la mayor parte de sus ideas con servan gran valor para la comprensión de la sociología política española y en general concuerdan con las opiniones de los más penetrantes observadores de la
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En el siglo xvii, cuando el pensamiento español se dio a me ditar sobre la debilidad de España frente a las grandes potencias europeas, don D iego Saavedra Fajardo atribuía la decadencia económica del reino a los hábitos de molicie y apatía por el esfuer zo económico, engendrados en la población peninsular por las rique zas fáciles y abundantes que llegaban de América. España había sido rica y laboriosa antes del Descubrimiento: “Con los frutos de la tierra se sustentó España, tan rica en los siglos pasados, que habiendo venido el rey Luis de Francia a la corte de Toledo (en tiempos del rey don Alfonso el Emperador), quedó tan admirado de su grandeza y lucimiento, y dijo no haber visto otra igual en Europa y Asia, aunque había corrido por sus provincias con ocasión del viaje a la Tierra S an ta ... Pero todo lo alteró la posesión y la abundancia de tantos bienes. Arrimó luego la agricultura el arado, y, vestida de seda, curó las manos endurecidas por el trabajo. La mercancía con espíritus nobles trocó los bancos por las sillas jinetas, y salió a ruar por las calles. Las artes se desdeñaron de los instru mentos mecánicos” . Y refiriéndose a la crisis agrícola que entonces sufría España, agrega: “Estos son los males que han nacido del descubrimiento de las Indias; y, conocidas sus causas, se conocen sus remedios. El primero es que no se desprecie la agricultura en fe de aquellas riquezas, pues las de la tierra son más naturales, más ciertas, más comunes a todos; y así es menester conceder privile gios a los labradores y librarlos de los pesos de la guerra y de otros”6. Saavedra F ajardo en su tiempo, y en là época moderna varios historiadores de la economía, atribuyen al influjo del oro americano la crisis agrícola de España, y no solo la crisis agrícola sino la cri sis económica general, lo mismo que el atraso de la industria y la consiguiente debilidad que exhibió la economía española. Porque las riquezas del Nuevo Mundo, por una parte, crearon la mentalidad aventurera — tan enemiga de la mentalidad industrial— y llenaron la imaginación del peninsular con la leyenda de El Dorado y la adquisición fácil de la riqueza; por otro lado, produjeron inflación creciente en una economía que recibía oro y plata a torrentes, historia de España. La debilidad del sentido jerárquico y la ausencia de fuerte feudalismo han sido analizadas con abundante material histórico por C laudio Sán chez A lbornoz (véase su estudio España y Francia en la Edad Media, publicado en la “Revista de Occidente”, y su estudio sobre Alfonso I I I y el particularismo castellano, en “Cuadernos de historia de España”, Buenos Aires, 1950). 6 Empresas, ed. cit., vol. m, lxix , p. 204, 206 y 209.
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pero cuya producción de bienes de consumo permanecía estática7. El hecho es que no solo la agricultura decaía. También la manufac tura era incapaz de producir lo suficiente para abastecer la deman da creciente de textiles finos, joyería y artículos de lujo, paños, y materiales de construcción para edificios y embarcaciones. La eco nomía española no aprovechó, por esa circunstancia, las riquezas de Indias. Lo que entraba por un lado salía por otro: “ Si en Espa ña hubiera sido menos pródiga la guerra y más económica la paz, se hubiera levantado con el dominio universal, pero con el descuido que engendra la grandeza ha dejado a las demás naciones las rique zas que la hubieran hecho invencible. De la inocencia de los indios las compramos por la permuta de cosas viles; y después no menos simples que ellos nos las llevan los extranjeros, y nos dejan por ello el cobre y el plomo” , decía con pesadumbre el mismo Saavedra F ajardo71*8. Sin embargo, no se trataba de un fenómeno nuevo y circuns tancial, como Saavedra Fajardo habría de observadlo luego, sino de una situación que tenía mayor profundidad histórica y estaba en conexión con la peculiar actitud ante el trabajo que se fue for mando el español en el curso de su existencia social desde el mo mento mismo en que España apareció en el escenario histórico. Lo que resultaba evidente era que el descubrimiento de América refor zaba antiguos elementos de la cultura española y los llevaba a una fijación casi definitiva. Las características del tipo castellano, del caballero cristiano que tan bellamente ha descrito M anuel G arcía M orente —paladín de una causa, grandeza, arrojo, altivez, pálpito y no cálculo, personalismo, culto a la muerte8— , se modelaron en el curso de toda la existencia española, sobre todo durante el epi sodio que ha sido decisivo en la vida del pueblo español: la lucha de varios siglos contra los musulmanes, en defensa de su propia existencia y en defensa de la cristiandad, empresa histórica que en un momento dado se confundió en él con la defensa de sí mismo. 7 E arl J. H amilton , El florecimiento del capitalismo y otros ensayos de historia económica. Madrid, 1948, p. 30 y 55. 7 bis Empresas, ed. cit., vol. m , lxix , p. 201. 8 M anuel G arcía M orente, Idea de la hispanidad, Madrid, 1947. Sobre las actitudes típicas del alma española, véase también a M anuel de Montoliu , El alma de España y sus reflejos en la literatura del siglo de oro, Barcelona, 1941. Aunque las indicaciones sobre el carácter y origen de la mentalidad económica española y sus reacciones típicas frente al mundo económico moderno son nume rosas, el único estudio sistemático que existe a este propósito es el ensayo de A lfredo R ühl Von Wirschaftsgeist in Spanien, Leipzig, 1928.
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Al terminar esa contienda y al iniciarse la época moderna, que ya venía madurando y gestándose en el Continente y en las Islas Bri tánicas, se había constituido en la meseta castellana un tipo de hombre cuyas virtudes no eran las del homo oeconomicus. El descu brimiento de América y la lucha por el Imperio que inesperadamente le donaba la historia, afirmaron su carácter caballeresco y heroico y terminaron por frustrar definitivamente la formación en Castilla del tipo que ha construido la economía moderna del capitalismo, y con ello la posibilidad de que España asimilase el espíritu de las nuevas formas de vida, sobre todo el moderno ethos del trabajo. Su propia anquilosis fue el tributo que España pagó a la civilización cristiana occidental, tributo lleno de grandeza, pero que significó su exclusión como gran potencia de la historia universal ulterior. Durante varios siglos el español encontró en la península dos grupos sociales, moros y judíos, que lo suplieron en las tareas eco nómicas. El judío, en las labores bancarias, financieras y comer ciales, y el moro, en las labores agrícolas y artesanales. El trabajo, ejercido así por grupos considerados inferiores religiosa y política mente, recibió los mismos estigmas que en aquellas sociedades don de lo ejercían esclavos. Fue una ocupación de parias y no de se ñores. Ahora bien, la salida definitiva de moros y judíos habría sido la oportunidad para que España se rehiciese, pues todavía la estructura social tenía la suficiente elasticidad para variar de rum bo, para rectificar el concepto y la práctica económicos y duetilizar el espíritu de cruzado; pero en esta coyuntura la historia le deparó el Nuevo Mundo, le siguió exigiendo virtudes heroicas y puso a su disposición una nueva clase paria: las poblaciones indígenas ame ricanas, clase que siguió creando riquezas para el pueblo señorial y dándole a la actividad económica un carácter innoble9. 9 Los historiadores han discutido mucho el alcance que tuvo la expulsión de árabes y judíos sobre la economía española, y algunos han controvertido la importancia que se le ha querido asignar y el número de elementos productivos que salieron de la península al promulgarse los edictos de extrañamiento. Pero cualquiera que sea la ponderación que den al hecho, todos están de acuerdo en afirmar que ambos eran elementos básicos de la organización económica española. Entre otras muchas pruebas que atestiguan la función económica de los musul manes en la vida española anterior al descubrimiento de América, puede contarse el origen de una gran cantidad de palabras referentes a las ocupaciones urbanas y rurales. “El elemento árabe en el romance ibérico — expresa A mérico Castro— fue debido a una imprescindible importación de cosas, resultado de capacidades pro ductivas que sugestionaban por su superioridad. Dichas importaciones de léxico se refiere a muy diversas zonas de la vida: agricultura, construcción de edificios, artes y oficios, comercio, administración pública, ciencias, guerra. Ya es significa-
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Más todavía. Desde mucho antes de la iniciación de su lucha contra los musulmanes, la circunstancia histórica había deparado a los primitivos núcleos hispánicos pocas oportunidades para for jarse un carácter en consonancia con las virtudes del homo oecono micus y del homo politicus, y en cambio las había dado en abun dancia para acentuar las características heroicas del guerrero. En su Teatro crítico universal, F eijóo enumera algunos testimonios de historiadores y cronistas de la antigüedad, donde se hacen refe rencias al carácter ibérico: “Tucídides testifica que eran, sin con troversia, los más belicosos de todos los bárbaros. Estrabón dijo de los gallegos que eran bellacissimi et subjugatu difficillimi (gen te sumamente guerrera y dificilísima de conquistar) y Tito Livio decía de ellos que eran gente fiera y belicosa” . Agrega F eijóo otros juicios de elogio a las virtudes españolas de la hospitalidad, la lealtad, la generosidad, pero ninguna de las que menciona es una virtud económica ni una positiva característica política — sagacidad, flexibilidad, frugalidad, laboriosidad— , por lo cual añade: “No deberían quedar completamente satisfechos los españoles con que los extranjeros no les concediesen otras prerrogativas que la venta-
tivo que tarea (tarefa en portugués), sean árabes. Los alarifes planeaban las casas y los albañiles las construían; y por eso son arabismos alcázar, alcoba, azulejo, azo tea, baldosa, zaguán, aldaba, alféizar, falleba; la gran técnica en el manejo del agua aparece en acequia, aljibe (que adopta el francés con la forma de ogive), alberca, y en multitud de otras palabras. Porque los sastres -eran moros se llamaron aquellos alfayates (portugués, alfaiate); los barberos eran alfajemes; las mercan cías eran trasportadas por arrieros y recueros; se vendían en los zocos y azoguejos, en almacenes, albóndigas y almonedas; pagaban derechos en las aduanas, se pesaban y medían por arrobas, arreldes, quintales, adarmes, fanegas, almudes, cele mines, cahíces, azumbres, que inspeccionaban el zabazoque y el almotacén; el almojarife percibía los impuestos, que se pagaban en maravedís, o en meticales. Ciudades y castillos estaban regidos por alcaides, alcaldes, zalmedinas y alguaciles. Se hacían las cuencas con cifras y guarismos o con álgebra; los alquimistas destila ban el alcohol en sus alambiques y alquitaras, o preparaban álcalis, elíxires o jara bes, que se ponían en redomas. Las ciudades constaban de barrios y arrabales, y la gente comía azúcar, arroz, naranjas, limones, toronjas, berenjenas, zanahorias, albaricoques, sandías, altramuces, alcachofas, alcauciles, albérchigos, alfónsigos, albóndigas, escabeche, alfajores y muchas otras cosas. Las plantas mencionadas antes se cultivaban en tierras de regadío, y como en España llueve poco (excep to en la región del Norte), el riego necesita mucho trabajo y arte para canalizar y distribuir el agua, en lo cual sobresalieron los moros, pues necesitaban el agua para lavarse el cuerpo y para fertilizar la tierra. ”He citado antes alberca, aljibe, acequia, pero el vocabulario relativo al riego del campo es muy amplio; he aquí una muestra: noria, arcaduz, azuda, almatrice, alcantarilla, atarjes, atanor, alcorque, etc”. (A mérico Castro, España en su his toria, Buenos Aires, 1950, p. 62 y 63).
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ja de las armas”10. Saavedra Fajardo anotaba, refiriéndose a la miseria del agro español — tan dramáticamente descrita por F ei jóo — y a la debilidad general de la economía española: “Por esto, si bien la China es tan poblada que tiene setenta millones de habi tadores, viven felizmente con mucha abundancia de lo necesario, porque todos se ocupan de las artes; y porque en España no se hace lo mismo, se padecen tantas necesidades, no porque la fertili dad de la tierra deje de ser grande, pues en los campos de Murcia y Cartagena rinde el trigo ciento por uno, y pudo por muchos siglos sustentar en ella la guerra; sino porque falta la cultura de los cam pos, el ejercicio de las artes mecánicas, el trato y comercio, a que no se aplica esta nación, cuyo espíritu altivo y glorioso (aun en la gente plebeya) no se aquieta con el estado que le señaló la natura leza, desestimando aquellas ocupaciones que son opuestas a ella”11. Que esta peculiar actitud española ante el trabajo y la rique za moderna venía de muy atrás, se comprueba también por el tes timonio de un escritor de mediados del siglo xv que analiza el fenó meno con criterio completamente moderno. En 1455, Fernando de la Torre , queriendo contestar las censuras que se hacían en el extranjero al carácter español, con toda lucidez autocrítica afirmaba que Castilla — que en realidad era ya señora de España— poseía dos bienes supremos: tierra próvida y fértilísima ( “la grosedad de la tierra” ) y ánimo magnífico para las empresas bélicas. Pero al lado de estas condiciones — y en razón misma de ellas, como luego lo anotará— , Castilla poseía en su opinión serias limitaciones en contraste con otras naciones de la cristiandad, “pues Castilla valía por lo que era y no por lo que producía por el trabajo de su gen te” : “ Sea por vanidad — que por orgullo, superfluidad o demasía se acreçe— de estas y de otras muchas cosas que en otras partes se façen [se reelaboran], se sirven [en Castilla] en gran cantidad, no embargante allá se obren mucho más polidamente; pero de Cas tilla las más salen en forma grosera, y allá en el extranjero se reduçen; y se usan y consumen [en Castilla] mucho más que en parte del mundo, ansí como del condado de Flandes, raso tornai, tapice rías y trapos finos; de Milán, los arneçes; de Florencia, la seda; de Nápoles, las cubiertas de cuero para los caballos, si lo cual ligera10 Teatro critico, Madrid, Espasa-Calpe, 1941, vol. ii , “Glorias de España”, p. 106 y ss. 11 Empresas, ed. cit., vol. m ,
2 Pensamiento colombiano
lxxi,
p. 225.
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mente podrían pasar, o lo podrían façer, si quisiesen a ello dispo nerse, según los grandes aparejos que tienen; que cuantas lanas y colores y cumosas yervas y otras cosas son necesarias, si las supie sen las gentes ansí confeccionar y obrar como los flamencos, ya es dicho si las ay; fierro y acero, si lo ansí supiesen forjar y temprar como los milaneses, ya es dicho que los ay; seda y plata con oro, si la ansí supiesen texer y façer como los florentines, cierto es que la tienen; cueros valientes de los más grandes y mejores toros del mundo, si los ansí supiesen curtir y adereçar como los de Nápoles, cierto es que los ay y los matan, y ansí de las otras cosas” . Y haciendo un intento de explicación de esta debilidad del espíritu manufacturero español, F ernando de la Torre agrega que ello se debe a la bondad de la tierra castellana, que no exige es fuerzo para dar el máximo: “ ¿donde esto emana y procede salva de la fertilidad de la tierra en Castilla y en otros reinos, de la su necesidad? La cual, trabajando las gentes saven convertir en riqueças y rentas; y en Castilla, la grosedad de la tierra los face, en cier ta manera, ser orgullosos y haraganes y non tanto engeniosos y tra bajadores”12. 3. I ntegralismo y ruralismo .— De paso anotaba D e la T orre otro rasgo característico de la vida española, íntimamente
relacionado con el sentido del trabajo y con las características no biliarias, rasgo destacado posteriormente por casi todos los críticos de la organización colonial en América, y sobre todo en Nueva Granada y Colombia, desde los virreyes ilustrados hasta N ariño , Sergio A rboleda y los dos Samper . La burocracia, el servicio eclesiástico y el ejército — las armas y las letras— eran las formas de vida preferidas por el español. La superabundancia de em pleados, séquito nobiliario y funcionarios eclesiásticos, es decir, de clases improductivas, eran desde la Edad Media un rasgo caracte rístico de la vida peninsular: “La necesidad de representar un pa pel social — dice A mérico Castro— , inherente a la condición hispana, llevaba a los nobles a rodearse de una muchedumbre de servidores y paniaguados. Hay datos precisos en la epístola de Fernando de la T orre : un vizconde francés, con 15.000 coronas de renta, concurrió solo con diez hombres de armas al sitio de Ca dillac; y en tiempo de paz matitenía no más de diez servidores, y 12 A mérico C astro, España en su historia, ed. cit., p. 30 y 31.
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todos «comían de continuo en el tinel y sala del rey». «¿Cual cavallero ay en Castilla que con el tercio de su renta no lleve tres tantos hombres de armas, y ordinariamente no mantenga seis tanta gente, y no tenga por mengua, él y los suyos, comer en la sala de Su Señoría?» ”E1 caballero español, por razones que irán apareciendo a lo largo de este libro, necesitaba rodearse de un halo de trascenden cia, de un prestigio religioso, regio o de honra. Tenía que sentirse en un más allá mágico, y como en vilo sobre la haz de la tierra. De ahí el desdén por las actividades mecánicas, comerciales o de pura razón”13. A los factores anotados se agregaba otro, vinculado general mente a la concepción nobiliaria de la vida, enemigo de todo ethos industrial y comercial, y que, gracias a circunstancias históricas sin gulares, como el contacto con la cultura musulmana, adquirió en España particular potencia: el agrarismo como forma de vida autén tica. El amor a la tierra, la idea de que solo ella es algo estable, duradero, agradecido y noble, es uno de los componentes de lo que se ha llamado el integralismo hispánico. Ya lo había observado el mismo Fernando de la Torre, al referirse a la baratura del vivir en España en comparación con Francia: . .donde rentas más provechosas ay y relucen [más] que en la noble Castilla? Cierto es que el duque de Borgoña saca grandes rentas de Flandes, pero estas rentas vienen de los tráfagos y engaños de las mercadurías y de los derechos que délias llevan; mas no nacen allí, que alemanes las traen, italianos las llevan, castellanos las inbían” . “El tráfico co mercial — anota Castro— , por consiguiente desarraiga al hombre de la propia tierra, lo desintegraliza, lo aleja de la naturaleza y lo hace incurrir en el fraude. En tales surcos cae la sementera de que brotarán más tarde los sueños de la Edad de Oro, el menosprecio de corte y el cántico a la vida rústica, la novela pastoril y el horror de don Quijote por las armas de fuego. Quienes no derivan toda su sustancia de la tierra en que viven, esos dejan a la postre de ser ellos mismos, se desintegran”14. La vida campesina fue tema de pri maria importancia en el arte de Lope de V ega, y en general en toda la literatura de los siglos xvi y x v n 15, no solo por resonancia lü 14
A mérico C astro, ob. cit., p. 34. A mérico Castro, ob. cit., p. 35.
15 Ibidem, p. 37.
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virgiliana o porque el Renacimiento hubiera exaltado la naturaleza y la Edad de Oro, sino porque el labriego fue sentido como el cultor de un suelo mágico; eterno y próvido, dador de frutos y vinos sabro sos, lo mismo que del cielo descendían gracias, merced a los culto res de la divinidad" invisible. El español cristiano, ya en la Edad Media, desdeñaba la labor mecánica, racional y sin misterio, sin fondo de eternidad que la trascendiera — tierra y cielo— . La im portancia del labriego y de todo lo rústico en la vida y en las letras de España, era solidaria de la presencia igualmente invasor a de lo sacerdotal. Tierra y cielo resolvían su oposición en una unidad de fe. Si en la noción que el español tenía de la tierra no yaciese un anhelo de infinitud y trascendencia, Mateo A lemán — judío de raza— no habría escrito el siguiente tan admirable como sombrío pasaje: “ Siempre se tuvo por dificultoso hallarse un fiel amigo y verdadero. . . Uno solo hallé de nuestra misma naturaleza, el me jor, el más liberal, verdadero y cierto de todos, que nunca falta y permanece siempre, sin cansarse de darnos, y es la tierra. . . Todo nos lo consiente y sufre, bueno y mal tratamiento. A todo calla. . . Y todo el bien que tenemos en la tierra, la tierra lo da. Ültimamente, ya después de fallecidos y hediondos, cuando no hay mujer, padre, hijo, pariente ni amigo que quieran sufrirnos y todos nos despiden, huyendo de nosotros, entonces nos ampara, recogiéndonos dentro de su propio vientre, donde nos guarda en fiel depósito, para vol vernos a dar en vida nueva y eterna” (Guzmán de Alfarache, 11,2, l ) 16. También U namuno y O rtega y G asset han hecho notar este sentimiento rural de la vida en la cultura española. “En pocos pueblos de la tierra — dice U namuno — , la divina tierra, o si se quiere demoníaca, es lo mismo, ha dejado más hondo cuño que en los pueblos que ha fraguado Hispania” , porque España es “esta tierra bajo el cielo, esta tierra llena de cielo, esta tierra que siendo un cuerpo, y por serlo, es un alma”17. “ Somos un pueblo «pueblo», raza agrícola — dice O rtega— , temperamento rural. Cuando se pasan los Pirineos y se ingresa en España, se tiene siempre la im presión de que se llega a un pueblo de labriegos. La figura, el gesto, el repertorio de ideas y sentimientos, las virtudes y los vicios son típicamente rurales”18. 10
Ajviérico Castro, ob. cit., p. 37.
17 Cit. por A mérico C astro, ob. cit., p. 36. 18 España invertebrada, Madrid, 1948, p. 129 y 130.
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N p es extraño, p o r lo ta n to , que haya sido en E spaña donde, m ucho antes que en Francia, nació la doctrina económica fisiocrática que ve en la agricultura la m ayor fu en te de riqueza de u n pue b lo y la base más sólida de su econom ía. C on criterio fisiocrático hablaba en 1600 Martín G onzález de Cellorigo, cuando de cía: “ L a decadencia de E spaña procede del m enosprecio de las le yes naturales que nos enseñan a trabajar, y que de poner las riquezas en el oro y en la plata y dejar de seguir la verdadera y cierta que proviene y se adquiere p o r la n atu ral y artificial industria, ha venido nuestra república a decaer de su florido e sta d o . . . La verdadera riqueza no consiste en ten er labrado, acuñado o en pasta m ucho oro o m ucha plata, que con la prim era consunción se acaba; sino en aquellas cosas que, aunque con el uso se consum en en su género, se conservan p o r m edio de la subrogación, con que se puede sacar de las m anos de los amigos y enem igos el oro y la p la ta . . . Y es no entender lo que es el dinero quien de este fundam ento se apro vecha, porq u e si, com o lo dice la ley, solo fue inventada para el uso de los contratos, no es sino causa de la perm utación, pero no el efecto de ella; pues es sólo p ara facilitarla y no para otra co sa. . . Es error tam bién no entender que en buena política la cantidad más o menos de dinero, no alza n i baja la riqueza de u n reino, porque no sirviendo de más que de ser in strum ento de las com pras y ven tas, tan to efecto hace el poco dinero com o el m ucho, y aún mayor; pues quita el pesado uso de los trato s y com ercios y le hace más fácil y ligero. Lo m ism o se hace con poco dinero que con m ucho, de que d an suficiente fe los contratos de ahora cien años; porque lo q u e entonces se hacía con u n real, ahora n o se hace con cincuenta” 19. P ero fue G aspar Melchor de Jovellanos quien m ejor su po poner de relieve esta predilección española p o r la propiedad territo rial y sus relaciones con la noción hispánica del honor y el m antenim iento de las form as nobiliarias de vida. E n su Informe sobre la ley agraria, en que aboga p or la supresión de todas las tra19 El pensamiento fisiocrático, que ponía tanto énfasis en la importancia económica de la tierra, se correspondía plenamente con el sentimiento español de la vida. No así el mercántilista, que no obstante haber tenido brillantes exposi tores en los siglos xvn y xv m (véase a H amilton , E l florecimiento del capita lismo y otros ensayos de historia económica, Madrid, 1948), chocaba con él, al dar mucha importancia al comercio, la manufactura y el oro como mercancía. Porque, como elemento de pompa, para destacar la personalidad, el español sí se apasionó por el oro. Una relación y análisis del pensamiento económico fisio crático y mercantilista se encuentra en el elogio de Carlos III, de Jovellanos (Obras, vol. m , Madrid, 1935).
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bas que im piden la com ercialización de las tierras de labor, tales como los mayorazgos y toda suerte de vinculaciones, anotaba como una d e las causas de los altos precios d e la tierra en España, “ la consideración que es inseparable de la riqueza territorial; la depen dencia en que, por decirlo así, están todas las clases de la clase propietaria; la seguridad con que se posee; el descanso con que se goza esta riqueza, y la facilidad con que. se trasm ite a una rem ota descendencia, hacen de ella el prim er objeto de la am bición h u m ana”20. Y luego, refiriéndose al intenso com ercio de tierras en Ingla terra y N orteam érica, en contraste con la falta de circulación que la propiedad de ellas tiene en España, escribe estas frases significativas del sentido no económ ico, sino vital, que la posesión territorial tiene para el hom bre hispánico: “ C uando los capitales em pleados en las tierras dan u n rédito crecido, la im posición en tierras es una especu lación de utilidad y ganancia, com o en la América septentrional; cuando dan u n réd ito m oderado es todavía una especulación de prudencia y seguridad, como en In glaterra; pero cuando este ré dito se reduce al m ínim o posible, o nadie hace sem ejante im posi ción, o se hace solamente como una especulación de orgullo y va
nidad, como en España”21. A través de to d a la literatu ra política y económ ica de España y América, de peninsulares y criollos, aparece el tem a de los resul tados sociales de este agrarism o vital. Lo que parece constituir la raíz de todos los males sociales, de la decadencia económica de E s paña y del descenso de su poder político, es su crónica crisis agrícola, que n o nace, precisam ente, de u n desapego a la tierra, sino de con siderarla no com o objeto de operación económica, sino como ele m ento que da señorío y distinción, que produce seguridad y recibe al hom bre com o un agradecido y generoso refugio m aternal. P or esta circunstacia, a pesar de la lucidez de tantos escritores y econo m istas que se ocuparon en el problem a, de sus críticas a los sistem as de trabajo, a la rudim entaria técnica de explotación, a lo im produc tivo d e los grandes latifundios y al obstáculo que para el desarrollo económico representaban las form as jurídicas de apropiación de la tierra existentes en la península, ni en España ni en los territorios americanos pudo realizarse una reform a agraria, ni en el aspecto 20
“Informe sobre la ley agraria”, Obras, Madrid, 1935, t. i, p. 148 y 149.
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Ibidem, p. 149. El subrayado es nuestro.
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jurídico de la form a de la propiedad, ni en el aspecto técnico de las m aneras de explotación. L a m entalidad rústica española era re nuente a to da ten tativ a de com ercialización o industrialización de la tierra22. Faltaban, pues, en el español m uchas de las virtudes y form as de vida que han hecho posible el poder económico m oderno. | N o poseía ni la pasión p o r el trabajo, ni’ el sentido del cálculo, ni el hábito del ahorro y la acum ulación, ni el espíritu de lucro, ni la frugalidad rayana en la avaricia, nociones burguesas que hicieron posible el capitalismo m oderno./N o es accidental que tipos sicoló gicos como el av ar¿ 7 el inventor o el hom bre de em presa, no exis tan en la literatu ra española, así com o son de abundantes en la francesa a p artir del siglo x v n , o en la épica del capitalism o b ritá nico o estadounidense del siglo xix. Las prácticas nobiliarias de m esa ancha, de gasto ostensible y hospitalidad; la im previsión del fu tu ro ; el desdén p o r el trabajo lucrativo y p o r las profesiones técnicas burguesas o çapitalistas, im pregnaron el alma española, des de las clases nobles hasta los más m odestos hidalgos y desde estos hasta el pueblo bajo, si hacem os abstracción de catalanes, vascos y parcialm ente de los gallegos, que constituyen form aciones sociológicas separadas y que, p o r o tra p arte , debido a la política de Castilla, tuvieron poco contacto con Am érica, o lo tuvieron ta r díam ente.
22 El sentimiento rurdista de la vida, el agrarismo español, también se trasmite a América. El elogio de lo rústico es uno de los temas constantes de la poesía y de la literatura colombianas del siglo xix, y el sentimiento rural de la vida uno de los impulsos sicológicos que hacía popular la literatura romana entre las clases cultas de la Colonia y todavía de la República. Los estudios y tra ducciones de V irgilio, poeta rústico por excelencia, son de una abundancia que no se explica simplemente por afán humanístico, sino' por una afinidad sentimen tal profunda (véase a R ivas Sacconi, El latín en Colombia, Bogotá, 1945). El sentimiento a que hacemos referencia, es sentimiento específico de la tierra, como lo imperecedero, lo auténtico. No es sentimiento de la naturaleza a la^ñianera re nacentista o al estilo exotista, de cierta variedad del alma romántica.
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4. E l “ homo oeconomicus” contra el Q uijote .— Con este panoram a al fondo es com o podem os in te rp re ta r la crítica que, siguiendo la huella de m uchos escritores peninsulares, em pezaron a realizar sobre la herencia espiritual española las últim as prom o ciones de gobernantes venidos de la P enínsula, a fines del siglo XVIII, sobre todo los llam ados virreyes ilustrados, y tras ellos las prim eras generaciones proceres y las clases dirigentes de la R epú blica. N o se trata de u n aspecto más de la llam ada leyenda negra, ni tales críticas pueden interp retarse sim plem ente como u n deseo extranjerizante y m enos aún com o desleal espíritu antiespañol. Solo en función de la participación creciente de la riqueza industrial en la balanza del p o d er internacional y del predom inio del hombre económico en la civilización m oderna, podem os com p ren d er el sentido de las críticas form uladas a la herencia española p o r los am ericanos de los siglos x v m y x ix , y reconocer el angus tioso sentim iento de defensa y la visión histórica que hay en ellas, tín icam en te así podem os en ten d er su adm iración y hasta su com plejo dé inferioridad ante las naciones anglosajonas, su deseo fer viente de adquirir su técnica y el espíritu de sus instituciones po líticas, su anhelo de form ar u n tip o nacional que, sin renegar de Jas virtudes ancestralesíhispánicas. tuviera del anglosajón su sentido' 'd e l trabajo y su capacidad de rendim iento económ ico. Es la impo-/ J:encia del espíritu Jhispánico para la creación d e u n poder econó mico lo que inquieta a los am ericanos; es su inadaptación a las form as m odernas de la econom ía lo que los lleva a buscar el rem e dio para los males de A m érica en una educación basada en valores propios de las estirpes sajonas. Las críticas a la política económ ica de la m onarquía y las objeciones al sistem a educativo basado en
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las carreras de teología, derecho y filosofía; las alusiones al exce sivo gusto por la burocracia, la m ilicia y el sacerdocio, a la inca pacidad adm inistrativa de los altos funcionarios y a su escasa visión de los asuntos del com ercio y la industria y a su falta dej versación en las “ m odernas ciencias de la adm inistración” ; la observación d el excesivo núm ero de días de fiestas religiosas y el rechazo de instituciones sociales que infaman· los oficios m anuales, como la es clavitud, todo esto solo puede com prenderse p or el deseo de tras form ar la característica actitud espiritual hispánica ante el trabajo. La m ism a falta de estabilidad política y el fenóm eno de la tu rb u lencia social, que constituyó la preocupación constante de las figu ras más conspicuas del pensam iento colom biano del siglo x ix , se explican en gran m edida p o r la carencia de una econom ía robusta, capaz de crear fuertes interrelaciones sociales que inhiban el espí ritu belicoso y despojen a la burocracia oficial de su carácter de b o tín político. A sí ocurre, p o r ejem plo, en el Ensayo sobre las re voluciones políticas, de José María Samper, en La república en América española, de Sergio A rboleda, y en muchos de los escri to s de José Eusebio Caro, y es ese el espíritu que inform a todas las tentativas de m odificar el carácter colom biano a través de los sucesivos planes educativos que se propusieron, desde la reform a planeada p or G uirior y Moreno y E scandón hasta el plan de Santander, la reform a de Mariano O spina Rodríguez de 1842 y la de 1872 in tentada p o r Felipe Zapata y los técnicos de la m i sión alemana. E se in ten to de rem plazar la concepción nobiliaria de la vida, p or la burguesa, de sustitu ir el caballero cristiano p o r el hombre económico, es tam bién el fenóm eno que puede ilum inarnos otro s dos hechos de la historia espiritual de C olom bia en el siglo pa sado: el anhelo de asim ilar la ciencia m oderna y el entusiasm o con q u e recibieron corrientes de ideas com o el racionalism o y el positi vism o (e n la expresión b en tham ista) casi todos los hom bres ed u cados de Colom bia en el siglo x ix , si exceptuam os, parcialm ente, la figura de Miguel A ntonio Caro. Com o Inglaterra y los pueblos sajones en general eran la más visible encarnación de los valores burgueses de técnica, eficacia y rendim iento económ ico, la inm igración de elem entos nórdicos y el contacto con las culturas sajonas fue uno de los cam inos que para superar las deficiencias nacionales buscaron casi todos los hom bres influyentes de nuestra historia, desde P edro Fermín de V argas y N ariño hasta Santander, Sergio A rboleda, José Eusebio
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Caro, los Samper y R afael N úñez , y eso explica sus constantes críticas al aislam iento internacional en que vivió E spaña, guiada por la política m ercantilista de los A ustrias y debida, según algunos, al celo religioso que para evitar la herejía elim inó casi totalm ente el contacto con el extranjero, sobre to d o con el sajón. E n este sentido tam bién la insistente opinión sobre la inca pacidad del tip o español para la ciencia m oderna, que vem os apa recer hasta en u n hom bre que ta n to adm iraba a E spaña como don Rufino José Cuervo1, tiene sus raíces en esta crítica a la concep ción hispánica del trabajo y a su m entalidad ajena al hombre eco nómico. P o rq u e la creación de la ciencia im plica elem entos muy sem ejantes a los que han dado p o r resultado las grandes creaciones de la econom ía m oderna racionalizada. E l paralelism o y la acción recíproca en tre la ciencia, la in d u stria y la econom ía m oderna no es fo rtu ito , ni superficial. Sus estructuras íntim as son bastante se m ejantes desde el p u n to de vista de los im pulsos espirituales que les dan vida y desarrollo. Las ciencias, sobre todo las ciencias na turales m odernas, im plican com o aquella, esfuerzo concentrado, voluntad paciente aplicada a u n solo objetivo, cálculo y hasta o r ganizaciones burocráticas y racionalizadas com o el laboratorio y los centros de enseñanza. E n una palabra, la ciencia requiere, como la gran industria, trabajo. N o era, pues, ocasional, sino algo que obe decía a un a relación íntim a y a una característica de la concepción nobiliaria o caballeresca de la vida, el que las ciencias naturales sufrieran tam bién el estigm a soportado p o r las profesiones técnicas burguesas. T am bién su cultivo im plicaba v irtudes plebeyas, incom patibles con el género de vida del noble, del guerrero o del cor tesano. T rabajo y ciencia, in dustria y com ercio eran, p o r o tra parte, las únicas vías que los criollos tenían a la m ano p ara ascender en la escala social, adquirir prestigio y papel dirigente, y en muchas oca siones nobleza. Esa circunstancia im pulsó a los criollos hacia los negocios com erciales, agrícolas y m ineros y les perm itió muchas veces acum ular considerables fortunas. P ero tam bién la nueva situa1 En sus escritos sobre El castellano en América, decía Cuervo : “Y o lamento como el que más, y sin poderlo remediar,· que si en América alguno quiere estar al tanto del progreso científico y literario, desde la gramática hasta la medicina, la astronomía o la teología, no se le ocurra acudir a los librbs españo les, y que si tiene los recursos necesarios para trasladarse a las universidades europeas, no escoja las de Madrid o Salamanca” (R u fin o J. Cuervo, Disquisicio nes de filología castellana, Bogotá, 1952, p. 274).
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ción de A m érica trasform ó el carácter español, haciéndolo más com prensivo de los conceptos m odernos del dinero y el trabajo2. N o solo criollos puros y conquistadores de ninguna tradición no biliaria, sino nobles de ta n ta alcurnia como don A lonso de Ercilla, uno de los conquistadores de Chile, n o desdeñaron el com ercio, la fabricación y hasta la u sura para am asar cuantiosas fortunas. D esde el com ienzo m ism o de la Colonia se gestaban, pues, las condiciones para que en A m érica surgiese u n hom bre ansioso de m odificarse a sí mism o y de adquirir un carácter nuevo, que si no lograba igualar, p o r lo m enos tenía el anhelo de em ular con el an glosajón en aquellas actividades que a este daban predom inio y poder: la ciencia y la econom ía industrial. Los constructores de las nuevas nacionalidades,tenían la in tuición d e que en ello les iba no solo el bienestar, que quizás no fuera p ara ellos el valor más alto, sino la propia independencia política, que significaba todo. E spaña les había dado el sentido del orgullo nacional, pero tam bién la p ropia historia de E spaña estaba ahí para m ostrar debilidades ancestrales. D e ahí que sea constante su referencia al fenóm eno de la decadencia hispánica, aunque no siem pre sus consideraciones fuesen acertadas desde el p unto de vista del rigor histórico3. P ero veam os cómo se desarrolló este pro2 Véase a José D urand , Las trasformaciones del conquistador, 2 vols., Mé xico, 1953. En este ensayo, el historiador peruano ha estudiado la compleja diná mica de las actitudes ante el trabajo y las actividades lucrativas que se presentó en América entre españoles y criollos. Con innumerables ejemplos muestra que se dieron las dos posibilidades con mucha abundancia. Gentes de ascendencia noble practicaron en el Nuevo Mundo actividades que les estaban prohibidas en la metrópoli, fuera por las leyes o por la presión social. Entre estas actividades, a más del trabajo manual, se encontraron el comercio y el préstamo de dinero. Otras, por el contrario, siendo de origen plebeyo, adquirieron en América concien cia de hidalguía. Frente a indios y mestizos, y aun frente a los criollos, se sintieron “nobles”. Los habitantes de Buenos Aires, dice D urand , se quejaban en 1590 ante Felipe II, de “ ...h ab er quedado tan tristes y necesitados, que no se puede encarecer más, de que aramos y cabamos con nuestras propias manos; ...m ujeres españolas, nobles y de calidad, que por mucha pobreza han ido a traer a cuestas el agua que han de beber” (ob. cit., vol n, p. 62 y 63). 3 De ahí la continua desazón, el sentimiento de desajuste cultural, el dra ma que debía desarrollarse en la conciencia americana, en cuyo fondo se encon traba vivo el espíritu religioso, personalista y heroico del antepasado español, antagónico con el espíritu burgués que es racionalista en la forma de la actuación, escéptico no pocas veces en materia religiosa, dado a comprender las relaciones con sus congéneres a través del patrón abstracto del moderno derecho público y civil que no ve en los hombres una comunidad ligada por relaciones personales afectivas, sino un ente jurídico y sujeto de obligaciones de carácter contractual. Era trasformación cultural, ese cambio de hábitos y formas de vida que para el americano implica la asimilación de patrones de vida no hispánicos —y menos afro-indios— es una de las raíces de su crónica inquietud individual y social.
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ceso de la conciencia americana en el caso del pensamiento colom biano dé la segunda mitad del siglo xviii y a través de todo el siglo XIX.
5. L a racionalización como ideal social.— N adie m ejor q u e el arzobispo virrey Caballero y G óngora se dio cuenta de estos fenóm enos. C on la lucidez histórica p ro p ia de u n hom bre form ado en el siglo en que se crearon los grandes E stados occiden tales, educado en el pensam iento político e histórico del siglo x v n i, y d otado de tem peram ento y genio de gran político y hom bre de estado, Caballero y G óngora com prendió perfectam ente las debilidades internas del E stad o español y la reserva que significa b a A m érica en e l p o strer in te n to d e conservar su grandeza. Se per cató cabalm ente del fenóm eno que ya hem os anotado: que la balan za del p o d er se inclinaba desde entonces d el lado de la econom ía capitalista y q u e esta, en gran m edida, se basaba en la ciencia. Su p en etran te sentido de los hechos sociales le indicaba, p o r o tra parte, q u e el m al estaba en la m ism a estru ctu ra espiritual del tip o español, y anticipándose a las m ás m odernas interpretaciones dé la historia social de E spaña, hacía vér q u e el sentim iento caballeresco, el qui jotismo español ta n im propio p ara afro n tar las nuevas exigencias de la época, se había form ado en varios siglos d e batallar contra los m oros en defensa d e la civilización cristiana y d e la propia in te gridad nacional, y que la ausencia del m oderno ethos económ ico era el trib u to qu e E spaña había pagado p o r ese ingente esfuerzo de supervivencia. E n su Relación de mando de 1789, al hacer la crítica d e la política de fundaciones y al reprochar a los conquistadores su sen tid o feudal de la propiedad te rrito ria l, p one de m anifiesto la falta, en las em presas españolas, del esp íritu racional, del cálculo y sen tido económico que exigen las m odernas em presas de colonización: “ A rrebatados nuestros prim eros conquistadores — dice en el ca pítu lo «Población y policía»— de la bizarría, aún dom inante en el siglo de las conquistas, consultaron m ás a su gloria y am bición que a fundar unas colonias útiles a la m etrópoli. A este entusiasm o m ilitar se debe aquella rapidez con que sujetaron tantos reinos y naciones, llevando gloriosam ente el n o m bre español hasta los ú lti m os térm inos de la tierra, que h a sido y será siem pre la adm iración de los siglos; pero no creyeron digno de su victorioso brazo, n i se com ponía bien con el ardor de que estaban inflam ados, detenerse
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a utilizar su dom inación fundando colonias bajo los conocim ientos de una sana política y en aquellos lugares cuya fertilidad asegurase la subsistencia y cuya situación facilitase los socorros de la m etró poli; con reglam entos que perpetuasen el orden y la justicia en la sociedad, y con aquella discreta distribución de tierras, sostenida de ordenanzas que las m antuviesen siem pre divididas en muchos propietarios y prohibiesen su fácil unión en una cabeza para p re caver los perjuicios que se siguen de la m ultiplicidad de feudos. E l p ru d en te Felipe I I previno lo conveniente en esta m ateria en sus Ordenanzas de población; pero lo he dicho ya: las pacíficas y lentas operaciones de la política se com ponían m al con la ardiente pasión de nuevas em presas y conquistas, alim entadas anteriorm ente con setecientos años de continuas guerras”4. P e d r o F e r m í n d e V a r g a s y A n t o n i o N a r i ñ o , que parecen h aber realizado las mism as lecturas o haber m editado sobre las crí ticas hechas p or C a b a l l e r o y G ó n g o r a al espíritu español, se expresan en form a tan sem ejante al A rzobispo V irrey, que a veces tenem os la im presión de que — sobre todo V a r g a s — repiten sus palabras textuales. E l prim ero dice a propósito de la política de fundaciones a que se había referido el A rzobispo: “ La ignorancia de los conquistadores en m aterias físicas5 y su espíritu quijotesco6*, n o les dejó prever a los principios las consecuencias de la mala fu n dación de muchos lugares. Se ataron puram ente a las circunstan cias que les hacían o b rar en aquel tiem po de turbación, no atendie ro n a la salud de sus descendientes. C artagena, M om pós, H onda, etc., fueron en aquellos tiem pos sepulcro más bien que habitación de sus ciudadanos” . Y N a r i ñ o afirm aba, refiriéndose a l , escaso sentido de la realidad que en el cam po político m ostraban muchos 4 Relaciones de mando, Biblioteca de Historia Nacional, Bogotá, 1909, p. 236 y 237. 5 V argas parece tomar la expresión físicas en el sentido de todas las cien cias de la naturaleza, incluyendo la economía, que bajo la influencia de los fisió cratas fue muchas veces llamada en los siglos x v m y x ix física social.
6 El término quijotismo se tomaba en la literatura polémica del siglo x ix como sinónimo de utopismo, de mentalidad imprevisiva y falta de sentido de la realidad, de arrogancia y fantasía. Para referirse a España adquirió un sentido peyorativo. Hasta un apologista de la tradición española como M iguel A ntonio C aro, se ve obligado a defenderla del reproche y a dar del quijotismo una inter pretación que lo hace aparecer como un residuo de costumbres medievales, ajeno a la tradición española y al catolicismo. Véase su ensayo El quijotismo español, en Estudios hispánicos, publicados por el Instituto Colombiano de Cultura His pánica, bajo el cuidado de A ntonio Curcio A ltamar, Bogotá, 1952, p. 200 y ss.
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de sus conciudadanos em peñados en arraigar en la N ueva G ranada las instituciones norteam ericanas, sobre todo el federalism o, lo si guiente: “ Si alguna cosa m e hace p erd er las esperanzas es este m o do m anchego de pensar, y que año y m edio de delirio no los haya desengañado de que solo la m oderación, la frugalidad, el estudio, la unión y la práctica de todas las v irtudes cívicas y m ilitares los puede salvar”7. E n la m ism a form a, pero en térm inos aún m ás explícitos, se expresa Juan G arcía del Río en sus Meditaciones colombianar8. G arcía >: “ N o sabemos si podríam os con justicia llam ar nuestra la literatu ra española, porque regularm ente se entiende p o r literatura nacional las producciones de los hijos del país escritas en su lengua propia, y nosotros no somos ya españoles. M as p o r o tra parte, nos inclinam os a creer que la literatura de una nación se halla más bien en el idiom a y en el genio peculiar suyo que la caracteriza y la distingue de las dem ás, que no en las divi siones ni m utaciones políticas, ni en que sea esta o aquella la pa tria de los que han contribuido a form arla con sus obras. "N osotros creemos que es de sumo interés para los nuevos Estados americanos, si es que quieren algún día hacerse ilustres y 12 R u fino Cuervo, Memoria del secretario de hacienda de la Nueva Gra nada al congreso de 1843, Imprenta de J. A. Cualla, Bogotá, p. 45 y 46.13* 13 Á ngel y R u fino J osé Cuervo, Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época, Biblioteca Popular de Autores Colombianos, Bogotá, 1946, vol. i, p. 82.
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brillar p o r las letras, conservar en to d a su pureza el carácter, o ri ginalidad y gentileza antigua de la literatu ra española, tal cual se presentó en sus más herm osas épocas de Carlos V y Felipe I I ” . Y luego agrega, para dar sentido práctico y aun político a sus palabras: “ Pensam os que los negociantes, los m agistrados y todos los que de cualquier m odo puedan ten er álguna influencia, deben proteger p o r todos los m edios q u e les sugiera el patriotism o y el am or a las letras, la introducción de libros en español, la lectura y la ense ñanza p o r ellos y no p o r los que estén en lenguas extranjeras” 14. La generación de Rufino Cuervo fue u n a generación de tra n sición y de transacción. P ero ya a p a rtir de 1820 el to rren te de nue vos elem entos espirituales, ajenos a la tradición española, es de tal m agnitud, que la crítica a la herencia hispánica se convierte casi en u n afán de ru p tu ra com pleta y de trasform ación del tipo nacio nal hasta en sus elem entos originarios. D e ahí la in q u ietu d y las tensiones que caracterizan la vida nacional e individual de la se gunda m itad de nuestro siglo xix. La prim era corriente de los nuevos elem entos espirituales que se presentaba con virulencia avasalladora, fue la doctrina u tili taria inglesa en la m odalidad bentham ista, llegada hasta nosotros a través del liberalism o español15. E l utilitarism o significa u n di vorcio del espíritu español, no solo porque im plicaba u n nuevo p atró n e n las ideas éticas y en la concepción m etafísica, sino tam bién porque com o teoría del derecho, del E stado y de la adm inis tración representaba la antítesis de la tradición hispánica. N o sola m ente p o r elevar el placer o la felicidad al rango de principios éticos fundam entales, sino p or representar los ideales de una clase m edia com erciante e industrial, pragm ática y racionalista, la m oral utilitaria chocaba con los sentim ientos nobiliarios de honor e hi dalguía, en lo profano, y con los religiosos de caridad y salvación u ltraterrena que constituían el núcleo de la concepción española del m undo, en la cual se había m odelado tam bién el espíritu del criollo americano. P o r o tra p arte, la pretensión del racionalism o jurídico u tilitarista de derivar toda la legislación de unos pocos principios simples, del principio del m ayor placer o la m ayor fe14 E n ' Rufino J.( v^ á ng elt Cuervo, Vida de Rufino Cuervo, ed. cit., vol. i, p. 38 y 3 9 .K ^ ^ 15 Sobre e1 ambiente espiritual de la mitad del siglo xix , véase la obra citada de ángel y R ufino J. Cuervo, p. 16 y ss., e infra, nuestros capítulos sobre ideas políticas y filosóficas, parte segunda de esta obra.
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licidad para el m ayor núm ero, era la antítesis d el espíritu del de recho español inclinado a lo concreto, casuista, desordenado si se quiere, p o r no ser una construcción deducida de u n principio ra cional básico, pero más adecuado para resolver los casos particula res, más personalista y más fundado en las realidades históricas y sociales.
7. Románticos y pragmáticos.— E l segundo elem ento deci sivo en esta gran crisis fu eron las m uy heterogéneas ideologías que puso a flote la revolución francesa de 1848: arm onism o eco nómico de Bastiat, rom anticism o republicano de Lamartine, cristianism o liberal de Lamennais o neocristianism o cientista de Saint -Simon , fourierism o, anarquism o proudhoniano, socialismo de L o u is B lanc. Todas estas tendencias irrum pieron a m ediados del siglo en el espíritu, ya conm ovido, de la segunda generación repu blicana de la N ueva G ranada. Solo perm anecían al m argen de sus im pactos los m iem bros de la generación de los proceres que aún supervivían, como do n Rufino Cuervo o el señor Márquez, y habría que esperar dos décadas para que aparecieran las figuras de Miguel A ntonio Caro, de Miguel Samper y de N úñez, para volver a la tradición de m esura y realism o de la prim era época de la República. Dos corrientes literarias, una española y o tra francesa, obra b an sobre los espíritus, dice d on José María Samper en su auto biografía, describiendo el am biente intelectual de la época: “ P o r u n lado, las obras de V íctor H ugo y A lejandro D umas, de Lamartine y Eugenio Sué m ovían los ánimos; en el sentido de la novela social, de la poesía grandiosa y atrevida y de los estudios de historia política; y esta tendencia era caracterizada p or dos obras, a cual más ruidosa y apasionada: Historia de los girondinos, de Lamartine, y El judío errante, novela revolucionaria de Sué. P o r el o tro , los libros de poesías españolas m odernas, em papadas en rom anticism o, en tre los que principalm ente llam aban la aten ción los de Espronceda y Zorrilla, obras que despertaron en la juventud u n fuerte sentim iento poético, desarreglado y de im ita ción en m ucha parte, pero siem pre fecundo para las imaginaciones ricas y los talentos bien d otados” 16. 10 José M aría Samper , Historia de una alma, Biblioteca Popular de Auto res Colombianos, Bogotá, 1946, vol. i, p. 185. Los periódicos de Bogotá y de las provincias publicaban por entregas obras de L amartine , como la Historia
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C om pletaban este grupo de tendencias antiespañolas la influen cia inglesa y la norteam ericana. F lorentino G onzález, José Eusebio Caro y muchos otros hom bres prom inentes en la política, la literatu ra y la enseñanza de m ediados del siglo, viajaron a los E stados U nidos, y aunque con reservas — como fue el caso de José Eusebio Caro— , en general quedaron deslum brados p or la riqueza del territorio norteam ericano, p or la laboriosidad de sus habitantes y p or las costum bres políticas de libertad que presenta b an los E stados U nidos en aquella época de expansión de su eco nom ía y de afluencia a sus puertos de m illones de inm igrantes de las más diversas religiones, ideologías y nacionalidades. La lucha p o r una política de tolerancia religiosa, de libertad y protección de cultos, tan viva entonces en hom bres tan diversos como Rufino
Cuervo, José Eusebio Caro, José H ilario López y F lorentino G onzález, estaba ligada sin duda a la convicción de que el rem e dio para todos los males sociales, políticos y económicos que pade cía la N ueva G ranada era la inm igración, sobre todo la inm igración anglosajona. E n una carta llena de perspicaces y finas observaciones sico lógicas, escrita desde su exilio, en 1851, decía José Eusebio Caro: “ E ste país es m uy herm oso pero m onótono. L a falta de m ontañas le da al principio un aire de grandeza y de esplendor m uy im por tan te, p ero es com o el espectáculo del m ar: vase pronto. Lo mism o es la sociedad. N o hay pueblo más laborioso ni más m onótono que este. Los am ericanos tienen todo: u n país inm enso y bellísim o; u n gobierno adm irable*17, leyes m uy buenas, costum bres severas,
de los girondinos, en “El Censor” de Medellin, noviembre de 1848, núms. 28 y ss. “La Civilización” — de orientación conservadora— reprodujo artículos publi cados por el poeta francés en “El amigo del pueblo”, como La democracia y la demagogia (núms. 10 y ss.., octubre de 1849) y El ateísmo y el pueblo. Véase supra, nuestro capítulo sobre la influencia romántica en el pensamiento político. 17 C aro se desengañó más tarde. En carta fechada en noviembre del mismo año, se expresaba en términos menos favorables. Refiriéndose a la calamidad política que representaba en los países latinoamericanos la remoción continua de los funcionarios públicos y la calidad de botín de la burocracia, decía de los Estados Unidos, donde anotaba ig¡ual calamidad, que “los norteamericanos de hoy son muy distintos de los americanos del tiempo de Washington y Franklin; y una de las causas que más ha contribuido a esta triste depravación, es la exis tencia de esa abominable facultad que hace abyectos a los que poseen porque pueden perder, codiciosos e insolentes a los que aspiran porque pueden acomo darse a costa de otros, e inmorales a todos” (Epistolario, Biblioteca Popular de Autores Colombianos, Bogotá, 1953, p. 169).
OtÍTICA Y ALEJAMIENTO DE LA TRADICIÓN
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todo lo tienen, menos lo que da su precio a todo: el gusto, el agra do, el sentim iento de lo bello. D e ese sentim iento carecea absolu tam ente; sin em bargo ya se siente en el país m ucha m ejora respecto a esto. Y a tienen grandes establecim ientos científicos que antes no tenían, y para m í es evidente que cuando este pueblo haya com ple tado la obra m aterial de descuajar los bosques y poblar el país, será sin disputa alguna el prim er pueblo de la tie rra ” . “ Su progreso — añade C a r o , com entando el papel desempe ñado por la inm igración— , p o r o tra p arte , parece un sueño. El últim o año llegaron a los E stados U nidos trescientos m il inm igrados; casi todos desem barcaron en N ueva Y ork. Así es que esto crece como la espum a. E n 1840 su población era de 17 millones de almas; hoy es de más de 23 m illones. A l paso a que van, tendrán al fin de este siglo, es decir, d en tro de cincuenta años apenas, cuando nuestros hijos y aun algunos de nuestros contem poráneos podrán verlo, más de cien m illones de población. E ntonces, si la U nión no se ha disuelto, serán el pueblo más poderoso de la tierra” 18. U na vez lograda la independencia, Inglaterra comenzó a influir en la política, en la econom ía y en la sociedad neogranadina. Tras los legionarios británicos que habían luchado p o r la emancipación de los países am ericanos, y tras los em préstitos y los diplomáticos, vinieron las costum bres, la literatu ra política y hasta no faltaron personas que pensaran seriam ente en la necesidad de una reform a religiosa en el sentido de aceptar alguna influencia protestante. T an ta era la adm iración p or la nación británica y tan to el afán de desprenderse de la herencia española en todas las esferas de la vida. “ La G ran B retaña se llevaba los ojos y corazones de todos — dicen, describiendo la atm ósfera social de la época, A n g e l y R u f i n o J o s é C u e r v o — y no les faltaba razón: al revés de F ran cia, que haciendo causa com ún con E spaña se m ostró largo tiem po desdeñosa para con las nuevas naciones de Am érica, aquella reco noció, la prim era en tre las potencias europeas, la independencia de Colom bia, después de haber enviado a sus hijos para que su sangre corriera en los campos de batalla, confundida con la de los am eri canos. «E l Constitucional» de B ogotá se publicó p o r bastante tiem po en inglés y castellano, como para dar a entender que tam poco era obstáculo la divergencia de la lengua. Lo inglés privaba en todo: hasta se establecieron carreras de caballos conform e en un todo a «
Ibidem, p. 148.
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la usanza de Ing laterra, contándose las distancias por millas y apostándose sumas considerables; p ara fom entarlas se fundó un d u b de q u e fue p atro n o el vicepresidente. In tro d ú jo se en las es cuelas prim arias y en las oficinas de la R epública ‘el abuso de sus titu ir a los caracteres d e la herm osa lengua española unos que se dicen ingleses’, práctica que se arraigó definitivam ente, a despecho de los laudables esfuerzos que en 1831 hizo la dirección general de estudios p ara desterrarla, ordenando que se enseñase precisa m ente a escribir a los niños p o r las m uestras españolas de Moran te Palomares, Tenorio de la Riba u otras de esta clase. Llegó a tan to la anglomanía, que aun la autoridad eclesiástica apoyó can dorosam ente p o r u n m om ento la fundación de la Sociedad Bíblica, y en el colegio de San B artolom é se defendió en públicas conclusio nes de Sagrada E scritura, bajo la dirección del catedrático, que era el rector mism o y canónigo de la C atedral, ju n to con la u tilidad de la lección de la Biblia en lenguas vulgares, lo benéfico de aquel in stitu to en nada opuesto, decían, a los derechos de la Iglesia C a tólica. ”E n suma, L ondres, como asentaba el «R epertorio am erica n o » 19 en su prospecto, no era solam ente la m etrópoli del comercio: en ninguna otra parte del globo eran tan activas como en la G ran B retaña las causas que vivifican y fecundan el esp íritu hum ano; en ninguna era más audaz la investigación, más libre el vuelo del in genio, m ás profundas las especulaciones científicas, más animosas las tentativas de las artes. Con esta decidida predilección por cuan to venía de fuera, y en particular de Inglaterra, concurrían una fe sincera, aunque excesiva, en los principios dem ocráticos y uh am or ilim itado a la libertad civil, que atribuyendo a las leyes un origen casi sagrado, aspiraba a som eterlo todo a ellas y m iraba como ene migo público a quien dejase sospechar siquiera que pensaba sobre ponerles otra ley u o tra v o lu n tad ”20. AI iniciarse la segunda m itad del siglo x ix , los colom bianos más conspicuos de las clases dirigentes m iraban hacia el m undo anglosajón o hacia el francés, adm irando en este sus form as p o líti cas y en aquel su eficiencia técnica, su actitud ante el trabajo, su 19 G arcía
Revista que redactaban en Londres, en 1826, don A ndrés B ello y J uan del
R ío .
20 á ng el y R ufino José C uervo, Vida de Rufino Cuervo y noticias ¿te su época, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, t. i, p. 26 a 29.
Crítica y alejam iento de la tradición
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espíritu cosm opolita en cu ltu ra y toleran te en m aterias políticas. D esde hacía u n siglo, con la crítica de la enseñanza y de la filoso fía escolástica se había com enzado a p rep arar el am biente para que prosp erara el positivism o en el sentido m ás lato y para que se in ten tase su stituir el tipo del b u ró crata o d el letrado p or el técnico, com o tipo social ideal; las ciencias teológicas y jurídicas, p o r las físico-naturales; la econom ía sim plem ente agraria, p o r la m anufac tu rera; y la idea del E stado in te rv e n to r y paternalista, que aún se hacía p aten te en la prim era época de la R epública, por el E stado liberal, cuya esfera de acción estaba restringida a servir de protec ción de los derechos individuales, sobre to d o del derecho de p ro piedad y actuar d e árb itro en los conflictos interindividuales. La in d u stria y la ciencia; la energía individual libre de trabas estatales y la organización jurídica racional que superase el casuism o de la legislación española; la inm igración y la concepción burguesa de la vida, o las soluciones rom ánticas y utópicas, se m irarían ahora com o los m ejores elem entos constructivos de la vacilante y todavía inform e R epública.
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III
L IB E R A L ISM O , P O S IT IV IS M O , IN D U S T R IA L IS M O
8. J osé M aría Samper y su ensayo sobre las revolucio nes políticas .— D en tro de este cuadro de anhelos im precisos se inicia u n y de todo nómica y sam iento
análisis más a fondo y m ás radical del destino nacional lo que E spaña había significado en la vida espiritual, eco política de Am érica. Com ienza este nuevo ciclo del pen colom biano J osé M aría Sam per , con su Ensayo sobre
las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas, publicado en P arís en 18611, como réplica a los fre cuentes juicios pesim istas y adversos que los observadores europeos solían hacer entonces sobre el porvenir social de los países america nos, y como program a de acción para las generaciones futuras del C ontinente. E l m étodo seguido por Samper será m uy sem ejante al acogido posteriorm ente por casi todos los escritores de la segunda m itad del siglo XIX qu e se ocuparon en la sociología colombiana y en exa m inar las causas de la inestabilidad política de la nación, de su po breza económica y de sus escasos rendim ientos culturales. E l exa m en com parativo de las culturas latinas, en contraste con las anglosajonas, servirá como p u n to de p artid a para realizar un ba lance de la herencia española, balance que, si bien es verdad que nunca alcanza el clímax de la d iatriba ni representa una versión de la leyenda negra, no p or eso deja de im plicar un veredicto poco favorable al legado socio-cultural hispánico. E l hilo conductor de la reflexión será tam bién la crítica a la organización económ ica establecida p o r E spaña en América, pero 1 Nuestras referencias están tomadas de la última edición, publicada por la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, sin fecha. Citaremos esta obra como Ensayo.
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esa crítica se ejercerá desde u n p u n to de vista diferente y, podría mos decir, m enos profundo. Todos los aspectos negativos de la política m etropolitana y de las form as de vida que E spaña trasm itió a las nuevas naciones, lo eran p or el hecho de no haber desarrollado una robusta y equilibrada econom ía, pero las causas de esto no se buscarán en la m ism a estructura espiritual del tipo español y en los valores propios d e su cultura, sino en sucesos de naturaleza política, más precisam ente, en u n hecho de muy escaso calado so ciológico: en que E spaña no practicó el liberalism o económico y político, al que se atribuía la casi totalidad de las conquistas polí ticas y culturales de los pueblos sajones.
Tan extremado se llegó a presentar este criterio, que J o sé afirmaba en las primeras páginas de su Ensayo: “ Si España, el noble país de nuestros progenitores, hubiera con quistado su libertad en 1812, se habría elevado al rango de gran potencia europea, y la práctica de las constituciones libres le habría inspirado un sentimiento de inteligente benevolencia, aceptando desde temprano nuestra emancipación como un hecho irrevocable y fecundo, del cual podía sacar un partido inmenso”2* . Cuando J o s é M a r í a S a m p e r publicó en París su Ensayo so bre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas, [hispanoam ericanas], hacía pocos años que el conde de G o b i n e a u había dado a la publicidad su Essai sur l’inégalité des races humaines, donde afirm aba que la libertad personal y el
M a r ía Sa m p e r
sentido de la eficacia de la personalidad eran patrim onio de los pueblos germánicos, m ientras los m editerráneos, griegos y latinos, los mestizos semíticos de origen helenístico, solo conocían la acción 2 M iguel Samper , al referirse alguna vez a las fallas de la civilización en los Estados Unidos, solo pudo anotar, al lado de la discriminación racial y del problema negro, la existencia del proteccionismo aduanero, forma de limitar el liberalismo económico que califica de “esclavitud blanca” (véase Libertad y orden, vol. π de las Obras, ed. Cromos, Bogotá, 1925, p. 79), olvidando que los Estados Unidos aplicaban una política que había practicado Inglaterra antes que su pre dominio técnico y económico le permitiera practicar el pleno liberalismo. Como fue muy frecuente en hispanoamérica durante el siglo pasado, J osé M aría Sam per y M iguel Samper desenvuelven el tema sirviéndose de conceptos metodoló gicos e informaciones históricas que la ciencia posterior, con mayor rigor analítico y nuevas perspectivas críticas, ha desechado casi totalmente. Pero lo que desde luego es interesante para el estudio de la formación de la conciencia colombiana es que, aunque equivocadas sus opiniones desde un punto de vista histórico, repre sentaban una modalidad del anhelo general de sustituir ciertas formas de vida heredadas de la metrópoli, por otras más acordes con las que consideraban tareas fundamentales de la nación que empezaba a forjarse. Véase infra, nuestras notas a la posición adoptada por la historiografía liberal, europea y americana, respecto a la historia de España en su conjunto y su obra en América en particular.
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m ultitudinaria y colectiva. D ecía G obineau : “ A hí solo se ven m ultitudes. E l individuo no cuenta p ara nada, y a m edida que la confusión aum enta — y que se com plica más la mezcla étnica a la cual pertenece— el individuo se va eclipsando m ás. E n el m undo griego el individuo es sacrificado a la polis, m ientras que en Roma lo es a la deidad del Im p erio o a u n a abstracción como el derecho rom ano, que desconoce las relaciones en tre personas reales y solo ve entes jurídicos. E n cam bio, en el m undo germánico el hom bre lo era todo y la nación significaba m uy poco”3. Samper, como m uchos de sus contem poráneos, aceptaba sin m ayor crítica estos conceptos de “ raza” , “ pueblos latinos” , “ pue blos sajones” . Lleno de fe rom ántica en el individuo y de aversión a todo lo que en el E stado colonial había significado traba jurídica o burocrática a la iniciativa individual, Samper establecía relacio nes simples en tre civilización y lib re actividad del hom bre indivi dualm ente considerado; en tre acción del E stado y retroceso casi a etapas de barbarie, y sin m ucha preocupación p o r las pruebas his tóricas, daba p o r sentado que la grandeza de los pueblos sajones se debía a la acción individual, m ientras que las deficiencias de los latinos eran debidas a la form a colectiva de su actuación y a la constante dirección que el E stado quería ejercer en sus actividades. T an firm e era en él esta convicción, que n i siquiera repara en las frecuentes contradicciones a que se ve conducido p o r la tenaz pre sencia de los hechos, pues unas-veces considera que los rasgos de la colonización española se debieron a condiciones raciales, “ de los pueblos latinos” , y otras declara que no se podía esperar o tra po lítica de los conquistadores y colonizadores, “ po rq u e ellos eran lo que su siglo los había hecho, y procedían según las nociones y el espíritu de una época sin elasticidad ni previsión en ciencia social y en arte de gobernar” . Es decir, que no era la raza, sino el espíritu de la época, el responsable de lo que España había hecho en el N uevo C ontinente4. 3 Sobre esto, véase E. Cassirer, El mito del Estado, México, Fondo de Cultura Económica, 1947, p. 284. Por demás está decir que no es este el lugar para hacer una crítica de las ideas racistas. Lo que interesa es resaltar la influen cia que tuvieron entre nosotros las ideas de G obineau y otros intérpretes de la historia, en términos de raza. En el libro de C assirer, ya citado, hay un excelente resumen de todo el problema y una crítica de los fundamentos lógicos e históricos de la obra de G obineau . 4 Ensayo, p. 31. El espíritu de la época era el espíritu del mercantilismo, o sea, de la supervaloración del oro como base de la riqueza de las naciones, de la intervención estatal en las empresas económicas ligadas al poderío nacional, de
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9. Balance de la organización colonial.— Pero volva mos al núcleo del análisis de José María Samper, y al contrapun to que establece en tre la colonización española y la sajona, expre siones del espíritu de dos “ razas” , según él, y recordem os a grandes rasgos cuáles son los contrastes que observa en los resultados. Veam os prim ero el balance de la obra española en América, tal como la presenta en su Ensayo5 .: “En lo político. La dom inación exclusiva de los españoles europeos (con excepciones fenom enales) ocupando todos los em pleos públicos de alguna significación, y sin radicarse en Colom bia; con desprecio de las razas indígenas y m estizas y aun de los criollos. ”L a centralización absoluta y rigurosísim a, en grandes v irrei natos y capitanías generales que abarcaban regiones inm ensas, res pecto de los asuntos puram ente adm inistrativos; en tan to que la reglam entación y los negocios judiciales en últim a instancia (e n la gran m ayoría de los casos im p o rtan tes) dependían de la m e trópoli. ”L a severidad más persistente en la política de com prensión y fiscalización, que im pedía toda m anifestación de la prensa, de la opinión pública en cualquiera vía, y m antenía procedim ientos su m arios y terribles penas, sin ofrecer garantía alguna a la libertad individual. ” La clausura o reclusión de las colonias respecto del m undo exterior, en cuanto las relaciones no se lim itasen a E spaña o a las mismas colonias en tre sí; y aun en tales casos bajo la restricción de m il form alidades que hacían casi im posible la locomoción en proporciones considerables. ”E1 sistem a de ventas y privilegios en la concesión y el ejerci cio de los em pleos, unos vitalicios, otros de duración lim itada, pero
la formación de imperios ultramarinos cerrados - y autosuficientés; de la razón de Estado como técnica política y diplomática, y a este espíritu no escapaba ninguna de las grandes naciones europeas de los siglos xvii y xvm . La contradicción en que incurría Samper era la misma en que incurría T aine — quien seguramente influyó mucho sobre Samper — al analizar el sentido de la obra de arte. Esta era explicada como resultado de tres factores: raza, clima y momento histórico. Pero como lo ha hecho ver Cassirer (E l problema del conocimiento. De la muerte de Hegel hasta nuestros días, México, 1948, libro m ) , introducir el “momento histó rico” en combinación con el clima y la raza, era ya recurrir a un factor no natural, recurrir a la historia y a la cultura, es decir, caer en una petición de principio y en una incongruencia, pues factores naturales no pueden conjugarse con factores histórico-culturales. 6 Ensayo, p. 131 y ss.
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en todo caso accesibles solo a un número muy reducido de personas, poco interesadas, por otra parte, en la prosperidad de las comarcas donde servían. ”Los efectos de esas instituciones eran lamentables y com plejos. Ausencia de patriotismo, de aptitudes especiales y de mo ralidad en los administradores; descontento general en los adminis trados; antagonismo y odio profundo entre unos y otros, miseria, inanición y estancamiento en los pueblos por falta de administración municipal activa, siendo tan reducidas las poblaciones y tan vastos e incomunicados los territorios: legislación empírica porque tenía origen en Madrid, muy lejana y tardía y siempre incompleta en sus disposiciones; incapacidad de los pueblos para educarse en la ciencia y el arte de la administración, por falta de vida política, hábitos funestos de esperarlo y reclamarlo todo del gobierno, sin la menor iniciativa popular o individual; ideas erróneas respecto al mundo exterior y aun de la metrópoli misma; en fin, interés permanente en las colonias por sacudir un yugo demasiado pesado y sin com pensación, puesto que el régimen colonial no era más que una inmensa explotación. ”En lo social e intelectual. La instrucción pública descuidada y reducida a proporciones muy mezquinas y entrabada por la inqui sición, la censura, el fanatismo y la superstición. Una población esencialmente inconólatra más bien que cristiana; pervertida por los ejemplos de mendicidad, de disipación en el juego y de soberbia en las costumbres de las clases privilegiadas; destinada por los cruzamientos de diversas y muy distintas razas a vivir bajo el ré gimen de la igualdad, y sin embargo sujeta a instituciones abierta mente aristocráticas. ”La esclavitud como elemento constitutivo del trabajo, ya bajo la forma especial de la servidumbre del negrocosa y sus des cendientes, ya en la organización artificial de los resguardos de in dígenas; organización socialista del peor carácter, que inmoviliza la propiedad de las tribus, estanca su desarrollo moral e intelectual, y suprime en la agricultura la ley de la personalidad activa, del interés y de la emulación6. 6 Subrayo esta parte del texto para hacer notar algo que es permanente en el análisis de Samper : la idea de que solo el individuo, actuando bajo el resorte de su interés y propia iniciativa, es capaz de alto desarrollo moral e intelectual, y desde luego, de crear una economía eficaz. Cualquier forma que sustraiga del comercio la propiedad y entrabe la circulación de los bienes — sin que haya dife rencias entre una forma tradicional de comunidad como lo era la propiedad indi
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”E1 m ovim iento de la riqueza estancado tam bién, respecto de las clases no-indígenas, m ediante los mayorazgos, las vinculaciones y la inm ensa concentración de las m ejores y más valiosas propieda des bajo el dom inio de m anos m uertas. ”En lo económico y fiscal. E l m onopolio bajo todas las for mas posibles o im aginables: en el com ercio exterior, en la indus tria, en la agricultura y la m in e ría . . . E l abandono total d e las más seguras fuentes de riqueza, en benefició de la m inería; funesto sistem a que, agravando ciertos vicios en las costum bres, haciendo casi necesaria la conservación y el ensanche de la esclavitud, dete niendo el vuelo de la agricultura y la industria, y lim itando la riqueza a los m etales preciosos, suprim ía en m ucha parte la nece sidad de buenas vías de com unicación, concentraba las fortunas en pocas manos y facilitaba su salida de las colonias, sin retorno de valores equivalentes y fecundantes”78.
10. La colonización española y la sajona.— F rente al m undo de la colonización española, encuentra el autor del Ensayo que en el N o rte los pueblos sajones han dejado los gérmenes d e los que se desarrolló sin obstáculos la gran dem ocracia norteam ericana. Y tom ando como caso general lo que quizá solo era un m om ento parcial de la vida de los em ergentes E stados U nidos — la conquista de la frontera a base de colonos libres — , Samper dibuja el siguien te cuadro de contraste: “ D esde luego, las trece colonias anglosajonas que sirvieron de base a la gran C onfederación am ericana no nacieron de la con quista armada; fueron el resultado de una inm igración individual y espontánea y de una colonización* conducida bajo reglas absolu tam ente distintas y aun opuestas a las de la colonización española.
gena de la tierra o un monopolio creado por un privilegio de Estado— tiene igua les resultados negativos, espiritual y económicamente. En esto su hermano M iguel Samper , que escribe sobre temas muy semejantes unos años más tarde, tuvo un criterio muy diferente. Criticó la disolución de los resguardos, mostrando que dejó al indio indefenso ante la competencia del terrateniente criollo, quien aprovechó la movilización de propiedades indígenas para acaparar las tierras, causando así un descenso en el nivel social del indio. 7
Ensayo, p. 131 a 134.
8 Véase infra, nuestras consideraciones a propósito de la contraposición esta blecida por Samper entre conquista y colonización como categorías propias de las razas latinas y sajonas.
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Los puritanos que fundaron esas colonias no fueron los instru mentos de un gobierno codicioso, destructor y armado contra las hordas americanas. Ellos llevaban consigo el sentimiento de liber tad y personalidad, excitado en lo más vivo y caro para el hombre — la creencia religiosa— , y al emprender la colonización no iban al Nuevo Mundo en solicitud de oro y como aventureros militares, sino en busca de una patria, resueltos a fundar una sociedad fija y permanente, y animados por las virtudes de la vida civil. Además, la colonización que ellos emprendieron, verificándose de 1606 (co lonia de Virginia) hasta 1732 (colonia de Georgia) en cuanto a los trece Estados primitivos, pudo contar con los muy notables progresos que la civilización había hecho después de la época de las conquistas españolas; y de ese modo la obra de la colonización en esa América, esencialmente civil o social, se encontró libre de los vicios profundamente engendrados en las colonias españolas desde principios del siglo xvi. La naturaleza y forma de la coloni zación en el Norte, conducida por los ciudadanos mismos, hizo que la intervención del gobierno británico se limitase a la concesión de cartas o patentes, y más tarde a la protección de las colonias, con forme a reglas que respetaban la autonomía de cada estableci miento. De ese modo, cada sección tuvo su vida propia y su libre desarrollo, y la emulación comenzó desde temprano a producir sus benéficos efectos. La libertad religiosa, la libertad de explotación y la autonomía fueron las bases fundamentales de la organización social. Cada individuo se habituó desde temprano a cuidar de sus propios intereses y a intervenir en cierta medida en los colectivos. El acceso a todas las profesiones fue fácil para todo el mundo, y el in terés por los negocios públicos hizo parte de la vida del colono. Cada colonia tuvo su legislatura, sus instituciones locales, sus condicio nes propias; el clero no fue una institución dominante ni oficial; la religión quedó fuera del resorte del gobierno; la milicia fue civil y popular, y no tuvo otro destino que el de la defensa respecto de las tribus indígenas; y el monopolio no vició las fuentes de la riqueza y los resortes de la actividad”9. lJ Ensayo, p. 208 y 209. La mayor parte de estas ideas sobre la sociedad norteamericana fueron popularizadas por el libro de T ocqueville, La democra cia en América, cuya traducción castellana, hecha por Sánchez de B ustamante , se publicó en París en 1837. Esta obra de T ocqueville tuvo amplia circulación en Colombia hacia mediados del siglo e influyó mucho en las ideas de la genera ción de 1850. De ella se tomó la imagen de los Estados Unidos como un país formado por inmigrantes de clase media, donde desde un comienzo se instauraron
3 Pensamiento colombiano
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La herencia que el imperio español dejó a los nuevos países fue la turbulencia e inestabilidad de una sociedad compuesta de los más heterogéneos grupos raciales, sin clases dirigentes capaces de afrontar las nuevas tareas administrativas y políticas, donde la intolerancia y el recelo hacia el extranjero, el vicio de la empleon^anía y el desdén por el trabajo, la falta de confianza en la acción in dividual propia y el hábito de esperarlo todo del Estado, cerraban el paso a la creación de una sociedad civilizada, que, naturalmente, para ser civilizada, debería tomar como modelo a las naciones an glosajonas. Ahora bien, la explicación de estos contrastes estaba en la diversa noción de la libertad que caracteriza, según Samper, a los pueblos, o como él dice con mayor frecuencia, a las razas latinas y germánicas: “Desde luego, hay que establecer una distinción que ofrece la clave de todos los fenómenos. El pueblo español (como el portugués, el francés y el italiano) era muy capaz de aprovechar una conquista de condiciones ordinarias, tal como las que hemos caracterizado en nuestra primera hipótesis10; pero era completa mente inhábil para la conquista colonizadora. ¿Por qué? Porque era y es un pueblo meridional, de raza heroica, de civilización y tradiciones latinas. En Europa se ve un contraste curioso, que los siglos no han desmentido jamás. Las razas germánicas o del Norte son las únicas que poseen el genio de la colonización, es decir, de la creación de sociedades civilizadas en regiones bárbaras. Las ra zas latinas o del Sur son las únicas que tienen el genio de la con
sin tropiezos las formas políticas de la democracia, donde no hubo aristocracia territorial ni gobierno central fuerte y donde la tolerancia religiosa fue la regla general de la vida social. Pero debe observarse que los colombianos del siglo xix no leyeron con mirada avizora y desprevenida el libro del historiador francés. No repararon en varios pasajes que rompían la armonía del cuadro, ni tuvieron en cuenta que se refería, no a los Estados Unidos en su totalidad, sino a ciertos esta dos del norte. En ciertos aspectos, como el de la tolerancia religiosa, T ocqueville hace alusión a la pena de muerte establecida por los legisladores de Connecticut, en 1650, para “quienes no adoraran el verdadero Dios” y en cuya Constitución se establecían las más severas penas para los “cristianos que quieren adorar a Dios bajo otra fórmula que la suya”, olvidando — comenta T ocqueville— el legislador completamente los grandes principios de libertad religiosa reclamados por él mismo en Europa. (T ocqueville, La democracia en América, trad, de Sánchez de Bustamante, París, 1837, p. 71 a 75). 10 En páginas anteriores Samper ha establecido la distinción entre con quista, empresa que exige virtudes heroicas y guerreras, y colonización, empresa constructiva que demanda hábitos de trabajo.
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quista, es decir, de la dom inación (p o r asim ilación) sobre los pue
blos ya civilizados”11. E ste genio colonizador de los sajones es precisám ente el que hace que estos pueblos funden siem pre civilizaciones allí donde no encuentran ningún elem ento antiguo o solo elem entos m uy simples; en cam bio, cuando ejercen el contro l político de una nación ya hecha, no logran m antenerlo. A l contrario, las naciones latinas son m uy capaces de m antener la dom inación sobre u n pueblo ya desa rrollado, como fue el caso de E spaña sobre las naciones árabes o sobre Sicilia, o de am algam ar su civilización con otras existentes, com o ocurrió en tre Castilla y A ragón, que se am algam aron bien con vascos y catalanes; pero son incapaces de construir allí donde no tienen un p u n to d e p artid a1112. “ La explicación de este fenóm eno es sencilla. Las razas del N o rte tienen el espíritu y las tradiciones del individualism o, de la lib ertad y la iniciativa personal. E n ellas el E stado es una conse cuencia, no u n a causa, una garantía de derecho, y no la fuente del derecho m ism o, una agregación de fuerzas, y no la fuerza única. D e ahí el hábito del cálculo, d e la creación y del esfuerzo propio. N uestras razas latinas, al contrario, sustituyen la pasión al cálculo, la im provisación a la fría reflexión, la acción de la autoridad y de la masa entera, a la accción individual, el derecho colectivo, que lo absorbe todo, al derecho de todos detallado en cada u n o . . . A hora bien, si para dom inar a u n pueblo civilizado, lo que se necesita es fuerza colectiva y poder de asim ilación, para fu n d ar una sociedad civilizada en el seno de la barbarie es indispensable el poder de creación servido p or el esfuerzo individual, libre y espontáneo. E n C olom bia13 — m undo inm enso, salvaje casi en su totalidad y muy rudim entario en lo dem ás— era preciso que los colonizadores no fuesen los gobiernos (q u e no saben ni pueden crear, p or lo com ún, sino reglam entar y regularizar lo creado ), sino los individuos obran do librem ente, cada cual según su inspiración, du ran te u n largo período, hasta que el conjunto de esfuerzos individuales hubiera fundado cultivos y trabajos m ineros, artes, com ercio, especulacio nes, aldeas y ciudades, haciendo surgir u n pueblo. Los gobiernos 11
Ensayo, p. 34.
12 Ibidem, p. 35. 13 Samper llama “Colombia” a Hispanoamérica, y “colombianas” , a las repúblicas hispanoamericans.
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o bran sobre los pueblos, las sociedades, los intereses, no sobre los territo rio s desiertos. Son los individuos los que, explotando libre m ente esos territorios, creando intereses y asociándose, preparan el terreno a to d a acción colectiva o gubernam ental” 14. “E l gobierno español — agrega Samper— no com prendió esa verdad, extraña al genio y las tradiciones de la raza que represen taba. Q uiso colonizar directam ente, hacerse em presario de la obra, m inero, agricultor, com erciante, fabricante, propietario exclusivo, m isionero, explorador y cien cosas m ás a u n tiem po; y como para eso le fue preciso dividir sus fuerzas, dislocarse y darles una direc ción violenta a los intereses de las colonias, las sociedades que de estas nacieron fueron verdaderos m onstruos” 15. P artiendo de estas prem isas y sirviéndose de un m étodo d e ductivo, Samper tra ta a lo largo de todo su ensayo de explicar los rasgos característicos de las sociedades hispanoam ericanas. P ara abundar en razones y establecer con m ayor claridad todavía su p u n to de partida, dice: “ T o d a colonización hecha por u n pueblo o gru p o social, a v irtu d de esfuerzos individuales, esencialm ente agríco las y com erciales, ha sido y será fecunda; porque en ta l caso el egoísmo b astardo no es el esp íritu de la colonización, sino la crea ción de intereses arm ónicos y libres. La prueba de esta verdad, en los tiem pos antiguos, está en la consistencia de las colonias de los fenicios, los griegos, los cartagineses y los árabes; y en los tiem pos m odernos, los prodigiosos progresos de los E stados U nidos y el Canadá, en la In d ia y la O ceania. A l contrario, toda coloniza ción em prendida directam ente p o r u n gobierno es, por su n atu ra leza, egoísta, tiránica, infecunda, o, p o r lo m enos, em pírica. La prueba está en la Colom bia latinizada, en A rgelia y otros países” 16. A hora vendrá la enum eración de los efectos necesarios de esta colonización estatal, m arcada p o r el egoísmo. U n E stado burocratizado necesita altos ingresos, y p o r consiguiente las colonias h is panoam ericanas quedarán abrum adas p or las cargas tributarias, p o r los m onopolios económ icos, que representan fuentes de ingreso para 14 Ensayó, p. 36 y 37. A la idea muy probablemente procedente de G obi de que el individualismo solo florece en los pueblos germanos, se agrega la convicción liberal de Samper de que el liberalismo y la civilización política se identifican. Véase infra, parte segunda, nuestras consideraciones sobre su pensa miento político.
neau ,
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Ibidem, p. 37.
16 Ensayo, p. 37.
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el pago de los innum erables funcionarios; los privilegios engem d ran las desigualdades, las injusticias y p o r ende el espíritu de pugna, de m alquerencia y de disociación. Las diversas clases so ciales de los nuevos territorios — o castas, según la im propia te r m inología usada por Samper— , que tan tas tensiones y falta de u nidad traerían a las nuevas naciones, nacieron al calor de los p ri vilegios estatales, sobre todo de los de índole burocrática. Los his panoam ericanos se acostum braron a vivir de la em pleom anía y a esperarlo todo del E stado y p o r eso m urió en ellos el espíritu de trabajo. U n E stado in terv en to r necesita com plejas reglam entacio nes y u n ejército que garantice la ejecución de sus órdenes, de donde nacerán las trabas legales y reglam entarias y uno de los azotes de la sociedad hispanoam ericana: el m ilitarism o. E n fin, no hay rasgo negativo, ni defecto de las colonias hispanoam ericanas que no pueda explicarse com o una derivación de esta prem isa: la colonización española en A m érica fue una o bra estatal. Y al con trario , si h u biera sido el resultado de la Incoativa privada, habría tenido consecuencias óptim as. 11. V aloración del “E nsayo”.— E s evidente que si bien Samper acertaba en el diagnóstico de m uchas de las fallas de las sociedades fundadas p o r E spaña en el C ontinente, su análisis de conjunto es insostenible a la luz de la realidad histórica y de un riguroso criterio científico. T oda su explicación se basaba en dos prem isas, ambas indem ostrables a la luz de los hechos: prim era, la idea del contraste absoluto, y com pletam ente desfavorable para la evolución de la obra de E spaña en A m érica, en tre las form as y los resultados de la colonización sajona en N orteam érica y la hispano-lusitana en el Sur, diferentes p o r h ab er sido em presa de dos razas distintas y no p o r otras razones; segunda, la hipótesis de que la sociedad nació de u n contrato e n tre individuos, libre y espontá neam ente; que a esta sociedad así constituida se superpuso el go bierno como u n factor negativo, y finalm ente, que todo lo que surge de la acción espontánea del individuo guiado p o r sus intereses es bueno, y todo lo que resulta de la actividad del E stado, o del gobierno, es m alo17* E l esfuerzo p or ajustarlo todo a estos dos puntos de vista y la aceptación sin crítica del concepto de raza y de las num erosas y superficiales tipologías raciales frecuentes ert el 17 Véase infra, nuestro capítulo sobre las ideas políticas de José M aría Samper .
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siglo XIX a que dio lugar la obra de Gobineaú ( “raza aria”, “raza latina” ) disminuye notablemente el valor científico del Ensayo, a pesar de las numerosas y sagaces observaciones que contiene sobre la historia social y sobre la evolución política y social de los países hispanoamericanos. Respecto a la prim era de estas prem isas, ya hem os observado que, quebrando la lógica de sus razonam ientos, Samper atribuye algunos de los aspectos negativos de la obra colonizadora de España al espíritu del tiem po y de la civilización europea, y no a un rasgo exclusivo del carácter peninsular. P ero guiado p o r su deseo de ser consecuente con u n principio de naturaleza política y filosófica — la concepción liberal, individualista de la sociedad— y p o r el propósito de exagerar las malas condiciones en que quedaron las naciones hispanoam ericanas en el m om ento de la independencia, para así justificar sus vicisitudes políticas y sociales ante los ojos de los críticos europeos, José María Samper , como m uchos de sus contem poráneos de C olom bia y de A m érica18, hizo especial hincapié en los aspectos negativos de la obra de E spaña en A m é rica, y no tuvo suficiente com prensión histórica de sus facetas positivas19. A l par que p or u n a desviación negativa ante la historia de E spaña en A m érica, las tesis del Ensayo estaban viciadas p or una idealización de los hechos respecto a la colonización norteam erica na. La historiografía m oderna ha dem ostrado que no todos los co lonos que poblaron el territo rio de los E stados U nidos fueron “ los hom bres libres que crearon una nación de pequeños propietarios, dem ócratas y tolerantes” , según lo creyeron los historiadores libe rales de H ispanoam érica en el siglo xix. H u b o en el N orte grandes propietarios, y, desde luego, la tolerancia religiosa y política no 18 Había también en esto intrínsecas deficiencias en la formación científica del autor del Ensayo. J. M. Samper era ante todo un abogado y un hombre de letras, y más tarde, después de publicado el Ensayo, se hizo un erudito en mate* rías constitucionales colombianas. Pero, sin que eüo implique menosprecio por lo que él representa en la historia del pensamiento colombiano, tenemos que reco nocer que ni su formación científica ni su información histórica eran sólidas. En ambos aspectos su hermano M iguel lo superaba ampliamente. 19 Al final de su vida, S amper rectificó muchos de sus sentimientos res pecto a España (véase Historia de una alma, p. 232 y ss.). Su punto de vista de que los pueblos latinos, y particularmente los españoles, carecían de genio “colo nizador”, es perfectamente insostenible y el historiador de las ideas no alcanza a comprender que un observador inteligente como él, pudiera considerar como resul tado de la conquista y de la mera dominación el mundo hispanoamericano, en el cual, por otra parte, el mismo autor del Ensayo ponía las más optimistas esperanzas.
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fue la norm a general, ni el com ercio estuvo exento de trabas, mo nopolios o intervenciones estatales, ni el acceso de los extranjeros a sus actividades estuvo m enos restringido que en el Sur. Todas estas eran m edidas características de la política económ ica de las grandes potencias en la época m ercantilista y las practicaron todas las m etrópolis europeas en sus te rrito rio s ultram arinos. La misma idea, m encionada frecuentem ente p o r Samper y acogida en el siglo XIX p o r casi todos los historiadores latinoam ericanos, respecto a las diferencias sociales de los inm igrantes de u no y o tro territorio, viendo en los prim eros pobladores de los E stados U nidos puritanos am antes de la libertad y en los conquistadores y colonizadores es pañoles solo aventureros y pillos, ha sido revisada com pletam ente respecto a la realidad de u no y o tro sector del C ontinente20. 20 El Imperio español fue el primer imperio colonial que se constituyó en la época moderna y por eso marcó pautas de política colonizadora que otras potencias como Inglaterra habrían de seguir muy de cerca en el siglo xvn. Muchas de estas pautas eran, por otra parte, patrimonio común de la concepción mercanti lista de la economía y de la idea de la razón de Estado que animaba la política europea en la época del absolutismo. El comercio colonial estuvo tan reglamentado en el Norte como en el Sur, según lo muestra K irland en su Historia económica de los Estados Unidos (México, 1941, p. 101 y ss.). Sobre la composición social, muy heterogénea, de los inmigrantes que llegaron al territorio norteamericano a comienzos del siglo xvii , véase a Moisson y Commager, The Growth of the American Republic, New York, 1942, vol. 1, p. 47 y ss./172/77. También a E ric A. W alker, The British Empire, its Structure and Spirit, New York, 1947, p. 15 y ss., y M aurice E. D avie , World Immigration, MacMillan, New York, 1939. Este último autor (p. 31) cree que entre 1771 y 1776 entraron al territorio de los Estados Unidos cerca de 50.000 procesados por diversos delitos. Sobre el régimen de propiedad de la tierra y las instituciones feudales en los primeros siglos de la vida norteamericana, K irland , ob. cit., p. 26 y ss.: ^Resulta un poco escan daloso (p. 30) pensar que William Penn pudo vender, hipotecar, ceder, legar o entregar en fideicomiso toda Pennsylvania, pero es verdad” . En su obra Agrarian Conflicts in colonial New York, 1711-1751, Columbia University Press, New York, 1940, I rving M ark ha hecho la historia de los conflictos agrarios en la colonia de New York y de la constitución allí de una poderosa oligarquía de terratenientes. Sobre la tolerancia religiosa entre los primeros grupos colonizado res, véase a T homas Jefferson W ertenbacker , The puritan oligarchy. The Founding of American Civilization, London, 1947. Los puritanos no creían en la tolerancia religiosa, según W ertenbacker (p. 32), y fue bajo la compulsión de una orden de Carlos II, que prohibió establecer penas contra los miembros de la Iglesia Anglicana que no concurrieran a los oficios de la Iglesia Congregacionalista, como llegaron a otorgar la libertad religiosa a otras confesiones (W er tenbacker , ob. cit., p. 310 y 323). Sobre los rasgos característicos de la política colonial en los siglos x v i, xvii y x v m , véase la obra de H eckscher , La época mercantilista, México, 1943. La bibliografía moderna sobre la obra de España en América, rectificando la unilateralidad de la “leyenda negra” y haciendo un enfoque más objetivo y realista del imperio colonial español, es abundante. Un resumen analítico de ella puede verse en el libro de R ómulo D. Carbia/ Historia de la leyenda negra hispanoamericana, Madrid, 1944. Debe advertirse, sin embargo, que el libro de Carbia tiene un acentuado tono polémico y que su obra está fuertemente inclinada hacia la “leyenda rosa”.
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E l problem a histórico del desarrollo desigual y diferente de las dos A m ericas, desde luego, existía y su análisis era necesario para u n a tom a de conciencia de la situación p ropia de las naciones •ame ricanas, pero su aclaración fue o b stru id a p or prejuicios de origen afectivo, p o r deficiencia en los datos de que entonces disponía la historiografía, o por la im potencia de los conceptos naturalistas de raza y m edio geográfico que la m ayor p arte de los escritores am e ricanos — y el au to r del Ensayo sobre las revoluciones políticas, en tre ellos— recibieron del positivism o europeo sin beneficio de inventario. N o obstante, el m ism o José M aría Samper llegó a vislum brar la explicación histórica de la form ación del espíritu cas tellano, cuando al com ienzo del Ensayo afirm a, siguiendo tam bién algunas tesis en to g a que después h an sido parcialm ente rectifica das21, “ q u e la expulsión de m oros y judíos, las continuás guerras contra m usulm anes e infieles no habían dejado tiem po a los es pañoles p ara acum ular riquezas y aprender a trabajar con las técni cas m odernas y solo habían dejado u n balance de espíritu de aven turas y caballeresco heroísm o”22. P ero tales observaciones fueron desviadas y opacadas p o r la introducción del criterio de la partici pación d el E stado, de u n lado, y de la actividad soberana del indi viduo, d e otro, como características de dos tipos de colonización, la española y la sajona respectivam ente, o del colectivism o y el individualism o com o caracteres raciales de los dos pueblos, y p o r el inten to de hacer de estos pu n to s de vista patrones para establecer el m ayor o m enor valor de los dos tipos de m entalidad. Los resul21 Nos referimos a la tesis que atribuye la decadencia económica y social de España a la expulsión de moros y judíos en el siglo xv, y a los efectos de las guerras de reconquista sobre el espíritu español. La moderna historiografía, sin desechar esas causas, las pondera más discretamente y las considera a la luz de factores diversos operantes en la época. En este sentido han sido importantes las investigaciones de E arl J. H amilton sobre política de precios, inflación moneta ria, etc., incluidas en su libro El florecimiento del capitalismo y otros ensayos de historia económica, Madrid, 1948, especialmente p. 122 y ss. Véase también a I gnacio O lagüe, La decadencia española, 4 vols., Madrid, 1950, quien analiza el argumento de la salida de moros y judíos como causa de la decadencia española y rechaza la mayor parte de las cifras que se han dado habitualmente ( W alsh ; 154.000 judíos en Isabel de España; moros, cerca de medio millón, según M enéndez y P elayo ); solp acepta como probables la suma de 54.000 judíos y alrededor de 104.000 moros (vol. i, p. 214 y ss.). Da más importancia a los gastos excesivos de la corte, al descenso de los ingresos de América y a la despoblación de los campos que se verificó debido al crecimiento de las grandes ciudades burocráticas, como Madrid y Sevilla (ob. cit., vol i, p. 223 y ss.; vol. IV, p. 130 y ss.). 22 Ensayo, p. 18.
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tados diferentes de las dos colonizaciones existían, en efecto; pero ellos se debían a que los colonizadores pertenecieron a diferentes culturas y diferentes sociedades, en d istin to m om ento de desarro llo23*, y a que la em presa colonizadora encontraba en ambas partes del hem isferio condiciones geográficas y sociales com pletam ente d istintas, y no a que los colonizadores sajones practicaran la tole rancia, la lib ertad económ ica y la libre iniciativa individual, ni a que los españoles desconocieran el valor de la libertad o fueran m enos individualistas. P recisam ente, siem pre se hizo al español el reproche de ser dem asiado individualista y de presentar una cierta incapacidad p ara la acción organizada y racionalm ente planeada. La colonización fue, como ya lo anotaba el arzobispo Caballero y G óngora a fines del siglo xvm , un a o bra espontánea que dejó p o r herencia muchas anom alías en el em plazam iento de ciudades y puertos. P o r o tra p arte, los conquistadores españoles encontra ro n en el sur del C ontinente civilizaciones indígenas avanzadas, población densa, con m ano de obra abundante, condiciones todas que dieron nacim iento a una sociedad m ás com pleja, más h etero 23 No podemos tratar aquí a fondo este difícil y complejo problema. Todo estudio comparativo de las dos colonizaciones tiene que partir de un análisis también comparativo de las culturas sajonas y latinas, más concretamente, del espíritu nacional de los pueblos occidentales colonizadores, sobre todo en Ingla terra, Holanda y España. Desde luego, no como razas sino como culturas dife rentes. Este análisis tendría que incluir también un estudio sobre los orígenes de la mentalidad capitalista y sobre las causas de los vaivenes del poder político entre las naciones occidentales. Sobre el capitalismo moderno, su origen, su espí ritu, las modalidades nacionales, etc., (problemas todos muy ligados a la cuestión de la colonización americana y a la llamada cuestión de la “decadencia española”, puesto que el deficiente desarrollo del capitalismo y el retraso de la revolución industrial en España fue una de las causas de su debilidad frente a Inglaterra y Francia), M ax W eber, E rnst T roeltsch, W erner Sombart y H enri See han escrito los trabajos básicos. Ninguno de ellos, sin embargo, da al fenómeno expli caciones raciales, ya que el concepto raza no es aceptado por ningún investigador serio de las ciencias del espíritu y de la cultura. Y aunque hubiese una “raza” poseedora del ethos capitalista, quedaría el problema de por qué y en qué con diciones se formó. Tornaríamos a la idea de que la historia hace a la raza y no al contrario. Todo problema racial sería, pues, un problema histórico. De M ax W eber véase Die Protestantische E thik und der Geist des Kapitalismus, publicado en “Gesammelte Aufsatze zur Religionssoziologie”, Mohor, Tübingen, 1947. De Sombart, Der Burgeois, Leipzig, 1913 (trad, francesa de Le Burgeois, Payot, Paris, 1926; Der Moderne Kapitalismus, Berlin, 1922, y Die Juden und das W irts chaftsleben, Leipzig, 1911 (hay traducción francesa, Payot, Paris, 1926). De T roeltsch, Die sozialen Lehren der Christlichen Kirchen und Gruppen, Tübin gen, 1912 (traducción inglesa, Londres, 1950). También, sobre todo por sus refe rencias a España, E arl J. H amilton , El florecimiento del capitalismo y otros ensayos de historia económica, Madrid, 1954. De H eisíri See , Origen y evolución del capitalismo moderno, México, 1952. Sobre el caso particular de España y el moderno espíritu capitalista, A lfred R ü h l , Vom Wirschaftsgeist in Spanien, Leipzig, 1928.
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génea y más propicia a fu n d ar una econom ía de explotación, ade m ás de u n territo rio difícil p or la topografía y los climas, dotados de riquezas m ineras cuyos halagos retardarían la form ación de la riqueza agrícola e industrial24. La centralización y la dirección ejercida por el E stado espa ñ o l en la em presa colonizadora, es m uy seguro que fueran im pues tas por las condiciones históricas propias de la situación interna cional de lucha en tre las diversas potencias coloniales y p or la misma geografía del N uevo M undo. E l m ism o Samper hacía a este p ro pósito la siguiente observación: “ La exuberancia m aravillosa de la vida y las fuerzas de la naturaleza, así como su riqueza — inagota ble y variada hasta lo infinito— , oponían dificultades a una colo nización desordenada, caprichosa y aventurera. E n aquel m undo donde todo es colosal en la naturaleza, donde el árbol crece de la noche a la m añana; donde la luz trabaja como un obrero infatigable y de prodigiosa facultad productiva; donde la tierra ferm enta día y noche con la fiebre de u n poder de creación asom broso, haciendo sentir el soplo de su respiración acelerada y las palpitaciones de su pulso de fuego; donde la vida se duplica por ausencia de invierno y otoño, sin reposo ninguno en su trabajo de descomposición, re producción y m ultiplicación; donde parece que la creación no se ha com pletado todavía y se em briaga con sus esbozos portentosos en u n delirio incesante de vitalidad, voluptuosidad y progreso; en aquel m undo, decim os, no era posible crear la civilización sino a condición de concentrarla”25.
24 Sobre este aspecto hizo José M aría Samper consideraciones muy ati nadas (Ensayo, p. 110 y ss.). 25 Ensayo, p. 26 y 27.
C a p ít u l o
IV
L A E X IG E N C IA D E U N N U E V O T I P O D E E D U C A C IÓ N
12. E l ideal de la virtud burguesa.— V arios años des pués plantea d on Miguel Samper el problem a del destino de H is panoam érica en térm inos m uy sem ejantes. P ero m ás realista, con m ejor inform ación histórica y la sobriedad p ropia de quien eva diendo las influencias del rom anticism o político y literario se había form ado m ás bien en la escuela de los econom istas ingleses d e la segunda m itad del siglo x ix , su diagnóstico sobre el destino hispa noam ericano y sobre la realidad colom biana es m ucho m ás n ítido y lógico que el form ulado p o r su herm ano, no obstante coincidir con él en las soluciones. E l problem a y los estím ulos p ara la reflexión son los mism os: A m érica debe crear u n o rden social sólido, conquistar la civiliza ción política — que coincide con la organización dem ocrática sajo na— y adquirir los beneficios de la riqueza, forjada gracias a la iniciativa individual y a la m oral rigurosa del trabajo, caracterís ticas del hom bre de negocios británico, que para él representaba algo así com o el tipo ideal d e hom bre. E n ninguno de sus contem poráneos se dio con más pureza la adm iración p o r los patrones de vida ingleses, n i estos llegaron a calar ta n to en la form ación de la personalidad. La ciudad de H o n d a, donde trascurrió su juventud, era entonces u n centro de com ercio activo donde debieron existir n u m erosos agentes comerciales británicos que dieron el tono a las cos tum bres de ciertos círculos sociales e influyeron en la educación de los com erciantes criollos. U no de ellos fue Jam es A . B rush, soldado de la Legión B ritánica, que vino a gestionar negocios a H o n d a y q u e llegó a ser el suegro de Miguel Samper. E n el ensayo b io gráfico q u e le dedicó don Carlos Martínez Silva1, Samper apa1 Carlos M artínez Silva, Miguel Samper, en Colombianos ilustres de Rafael M esa O rtiz, Bogotá, Imprenta de la República, 1916, vol. i, p. 95 y ss.
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rece con los perfiles propios del pu ritan o del siglo x v ii: “ Lector asiduo del Evangelio y d e la Imitación de Cristo, tolerante en m a terias religiosas y políticas, austero en las costum bres, m etódico, le causaban espanto las riquezas im provisadas” . Las siguientes-cláu sulas de su testam ento, escrito en 1860, m uestran con nitidez los diversos aspectos de su form ación personal y la idea que tenía del tipo hum ano que consideraba ideal. E n las recom endaciones d iri gidas a sus hijos, decía: ' “ Q ue no olviden la prim era doctrina que les ha enseñado — se refiere a su esposa— , así para cum plir el deber de am or a Dios como para ser buenos hijos, padres, herm anos, esposos, prójim os y ciudadanos. Yo les encom iendo vivam ente que huyan de la indife rencia, que se esfuercen en conservar las creencias que les trasm itió su m adre, y que no abandonen el credo cristiano. Les ruego que sean tolerantes en religión, como en política, que sean sumisos a la ley, como la salvaguardia de la libertad, y que en las desgraciadas guerras civiles, p o r las cuales ten d rá que atravesar todavía nuestra p atria, separen siem pre sus sim patías de su deber, para no seguir sino este. Confío en que la causa de la libertad ten d rá en mis hijos u n apoyo de tradición”23. 13. E l p r o b l e m a d e A m é r i c a .·— D onde M i g u e l S a m p e r se ocupó más extensam ente en la tradición hispánica y donde ex presó su adm iración m ás ferviente p o r las form as sajonas de ed u cación y política, fue en su ensayo titulado Libertad y orden*, es crito para controvertir ideas de carácter im perialista respecto á H ispanoam érica, expresadas p o r el escritor norteam ericano B e n j a m í n K i d d en su libro Social Evolution. K i d d acogía ideas corrientes entonces en m edios norteam ericanos y europeos respecto a la ca pacidad de los pueblos latinoam ericanos p ara darse una organiza ción política estable y p ara asim ilar la técnica occidental necesaria p ara explotar sus ingentes riquezas naturales, y aceptaba paladina m ente el derecho de los pueblos sajones a no ver indiferentes el “ despilfarro de los recursos de las regiones más ricas del globo, p o r falta de las más elem entales cualidades de eficiencia social de las razas que los poseen” . H e aquí las palabras textuales del autor 2
M artínez Silva, ob. cit., p. 121.
3 M iguel Samper , Obras completas, 4 vols., Bogotá, Cromos, 1925. Este ensayo ocupa casi todo el vol. H; lo citaremos como Libertad y orden.
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de la Social Evolution, citadas p o r Miguel Samper y que sirven d e p u n to de partida a sus reflexiones so b re el porvenir del C onti n ente: " E n los vastos territo rio s d e C entro y Sur Am érica, goberna dos en o tro tiem po p o r los españoles y los portugueses, vem os una de las más ricas regiones de la tierra. Bajo las apariencias de gobier nos a la europea, aparece, sin em bargo, que van saliendo lenta m ente de la civilización. Créese en tre nosotros que esos países están habitados p o r razas europeas y que pertenecen a la civilización occidental, debido esto a que se les considera como colonias europeas q u e se h an em ancipado bajo el m odelo de los E stados U nidos. N a d a justifica este aspecto desde el cual los vem os. E n las veintidós repúblicas com prendidas en los territo rio s en cuestión, más de los tres cuartos de la población son descendientes de los aborígenes, negros im portados y razas mezcladas. ’’D esde el período de la independencia, aquellas repúblicas h an tom ado prestadas sumas inm ensas con el objeto de desarrollar sus recursos, y grandes cantidades se h an invertido tam bién por particulares europeos tam bién en em presas públicas; pero la acción de aquellas cualidades que distinguen a los pueblos de poca energía social han sido el azote de la región. E n casi todas esas repúblicas la historia del gobierno ha sido la m ism a. Bajo las apariencias de instituciones jurídicas del m ejor carácter, h an exhibido una ausen cia general de ese sentim iento público y privado del deber, que h a distinguido siem pre a los pueblos que han alcanzado u n alto grado de desarrollo social. La corrupción en todos los departam en tos del gobierno, la insolvencia, la bancarrota, y las revoluciones políticas q u e se suceden a cortos intervalos, casi se han convertido en accidentes norm ales de la vida pública, con su natural cortejo de inseguridad, de falta de energía y de espíritu de em presa en el pueblo, y tam bién de u n a general apatía en los negocios. . . ”4.-
No acepta Samper la explicación racista del autor norteame ricano ni las sumarias apreciaciones que entonces solían formularse sobre latinoamérica, pero tampoco rechaza el examen de la realidad social americana a la luz de las opiniones de sus críticos: " A mu chas rectificaciones, dice, se presta el estudio de Mr. Kidd, pero siempre quedará en ellas un fondo de verdad que debe ser en nuestras repúblicas asunto de meditación y estudio. A nuestro 4 Cit. por M iguel Samper , ob. eit., p. 9 y 10.
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juicio, n i el te rrito rio , con sus ventajas y sus inconvenientes, n i la inferioridad de las razas que lo h ab itan , inferioridad que m ucho se nos p ^ r ^ e a u n m ero sofism a, b astan p ara explicar el atraso de nuestras repúblicas. C reem os q u e el d ía en que lleguem os a fundar u n o rden político que d é p o r resultado la paz, todos los dem ás problem as hallarán fácil solución”5. P ara Miguel Samper el problem a central ya no es, en form a ta n im periosa, el problem a de la construcción de la econom ía, sino el de la fundación de u n o rden político estable, es decir, el del m antenim iento d e la cohesión nacional. Y en esta dirección es en la qu e in ten ta hacer u n balance de la realidad colom biana, a través d e la ya típica actitud del pensam iento latinoam ericano de este siglo: la com paración e n tre la colonización sajona d e los E stados U nidos y la colonización española en el sur del C ontinente. E l a u to r está lejos d e aceptar las explicaciones de carácter ra cial que había aceptado su herm ano José María Samper en el Ensayo sobre las revoluciones políticas. La clave de los diversos resultados obtenidos p o r los dos pueblos en sus respectivas colo nizaciones, está para él en q u e poseían diferentes culturas y estas dependían de su histo ria peculiar y no de supuestas características innatas d e las razas latinas o sajonas. Sin em bargo, tam bién en su caso se sim plifican m uchas veces los hechos y se tom a p o r defini tiv a la im agen q u e entonces se tenía de las condiciones en que se verificó la colonización de los E stados U nidos y a d ar p o r ciertas las versiones corrientes entonces sobre los m étodos y resultados particularm ente negativos de la colonización española. Los E stados U nidos fueron, desde el com ienzo d e su historia, la tierra d e la lib ertad económ ica, de la tolerancia religiosa, del ilnperio de la ley, de la hospitalidad al extranjero, de la propiedad dividida en m ul titu d de propietarios y sus com ponentes hum anos, los austeros p u ritanos, com erciantes y m anufactureros que huían de las tiranías europeas en busca del reino de la lib ertad y la ley. P o r el contra rio, en el reverso de la m edalla, vem os el gobierno centralizado, in terviniéndolo todo y ahogando la iniciativa individual, la intole rancia en m aterias políticas y religiosas, la renuencia a tom ar con tacto con el extranjero, el espíritu del conquistador, forjado en 3 3
Ibidem, p. 10.
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siglos de guerrear continuo; im perm eabilidad a las ciencias m o dernas y una política de separación de clases que creó com plejos de odio e inferioridad y o tras m anifestaciones sicológicas de dis gregación social, contra cuyos efectos debían com enzar a luchar las nuevas repúblicas6.
14. Contrastes históricos entre N orteamérica y A mé rica del Sur .— Resum am os la m anera com o veía Miguel Sam per este contraste en tre N o rte y S ur en cuanto a sus elem entos genéticos, y observem os cóm o, d en tro de m ayor m esura y m ejor aplicación de la lógica, no era m enos claro el concepto de que la salvación nacional se encontraba en u n autoanálisis social, que po niendo a flote los aspectos negativos de la herencia española, m os traran la necesidad de adoptar nuevos patrones de vida. Los contrastes e n tre las dos colonizaciones son, a su juicio, de naturaleza geográfica, política, económ ica, social y dem ográfica. β Al tratar de la posición de José M aría Samper , hemos hecho alusión a estas ideas, que por lo demás constituían el patrimonio común de casi todos los historiadores, sociólogos y políticos del siglo pasado en Colombia y en América. Hemos mencionado testimonios que demuestran que los métodos con que se rea lizó la colonización de Norteamérica en el siglo xvii , no eran tan diferentes de los utilizados por España en sus colonias. Agregamos, a propósito del régimen de la tierra y de instituciones con carácter feudal, que lo más seguro es que estas hayan sido más vigorosas en el Norte que en el Sur, pues hoy sabemos que ni en la misma España llegó el feudalismo a ser fuerte y a configurar sus institu ciones más típicas. Véase a Sánc hez A lbornoz, En torno a los orígenes del feudalismo, 3 vols., Mendoza, 1942. También su estudio Alfonso I I I y el par ticularismo castellano, en “Cuadernos de España”, Buenos Aires, 1930. En este ensayo, Sánchez A lbornoz muestra que solo en Galicia alcanzó un desarrollo considerable la jerarquización social y que en Castilla y Aragón predominaron relaciones igualitarias entre personas. El feudalismo español fue débil y la con centración de la tierra en grandes dominios no se vio favorecida. Sobre esto, puede consultarse a Luis de V aldeavellano, Historia de España, vol. i, De los oríge nes a la baja Edad Media, especialmente p. 319 y ss. Sobre las consecuencias de esta ausencia de feudalismo en la formación del espíritu español, O rtega y G asset ha hecho observaciones muy agudas en su España invertebrada, “Obras completas”, tomo m , Madrid, 1930. Según O rtega, la “caquexia” del feudalismo español no fue una fortuna, sino una catástrofe nacional que tiene mucho que ver con la indocilidad, el individualismo y la renuencia española a aceptar jerar quías sociales, y con su sino histórico de fluctuar entre el absolutismo y la anar quía. Donde la cohesión no es orgánica, ha de hacerla “quien tenga y pueda ejer cer el poder” . Respecto al feudalismo hay que observar que los historiadores americanos del siglo xix usan el término en acepción muy amplia, no técnica. En general llaman feudal toda institución social no liberal y toda forma de dominio o actuación que recorte la libertad individual. Así, por ejemplo, encomiendas, monopolios, tributos, etc., que aunque tenían elementos de carácter feudal no alcanzaban a constituir un orden feudal ni un feudalismo en sentido estricto, sobré todo si se piensa en que este se define por elementos que van más allá de las simples limitaciones a la libertad individual.
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D esde el p u n to de vista geográfico, los E stados U nidos lograron superar el particularism o provinciano gracias a la ayuda de una red hidrográfica central que com unica Sur y N o rte y perm ite la pene tración hacia el occidente: el sistem a M ississipi-M issouri-San Lo renzo; el territo rio es plano y las m ontañas Apalaches no represen tan una b arrera p ara los m ovim ientos hacia el in terio r como sí lo son los A ndes en Sudam érica, donde adem ás no existió una red fluvial de condiciones adecuadas para u n ir N o rte y Sur. E l clima tem plado estacional en el N o rte, y el tropical, cálido y lluvioso en el S ur, d aban grandes ventajas a la colonización en la p arte septen trio n al del C ontinente. E n el cam po dem ográfico, el N o rte no contaba con poblacio nes indígenas de gran densidad y com pleja cultura, m ientras que en el Sur, sobre todo en la región andina, los españoles encontraron u n a población num erosa, cuyos cruces con el conquistador dieron lugar a la creación de u n a sociedad dividida en num erosos grupos sociales, en los cuales a la diferenciación social se unía la racial y la cultural. D esde el p u n to de vista político, los inm igrantes del N o rte eran en su m ayoría m iem bros de la clase m edia sajona, que busca b an u n clim a de- lib ertad religiosa y política. E staban dom inados p o r el espíritu de tolerancia, que se im puso, entre otros m otivos, p o r pertenecer los inm igrantes a m uy diversas sectas. Las liberta des m unicipales se m antuvieron y se organizaron en form a com pa tib le con la unidad nacional. Los E stados U nidos no necesitaron im poner libertades teóricas en una C onstitución; esas libertades venían de abajo y eran practicadas y entendidas p o r el pueblo. E n E spaña, en cam bio, ya al iniciarse la expansión im perial, las liber tades m unicipales y personales de que había gozado la nación en la época de Isabel y F ernando, garantizadas p o r el sistem a de cortes(gpoleza-comunes- ( burgueses ) -clero, desaparecieron con el absolu tism o de los A ustrias, sobre todo p o r obra de Carlos V. Las leyes de las cortes fueron rem plazadas p o r pragm áticas reales, y los cuerpos representativos, p o r consejos reales. E spaña perdió así la o p o rtu nid ad de gozar del m oderno régim en representativo. A hora bien, no podía exigirse que unas libertades que habían m u erto en la m etrópoli se establecieran en las colonias. Los sudam ericanos tu vieron q u e hacer su aprendizaje tardío. R ecibieron una herencia de intolerancia, adquirida p or el pueblo de la m etrópoli en su lucha
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secular contra los m oros, y tam bién recibieron el espíritu gue rrero7. E n el cam po económico, la exageración del papel que corres pondió a la m inería fue el gran pecado de la política española, pues p o r esa causa la econom ía colonial se desarrolló en form a h i pertrófica, sin los debidos com plem entos de una industria y, sobre todo, de una agricultura próspera. E l com ercio y la industria m a nufacturera no pudieron desenvolverse debido a los num erosos m onopolios y al control que la Casa de C ontratación de Sevilla ejercía sobre el comercio ultram arino; el tráfico en tre unas regiones y o tras de las colonias fue prohibido, y el crecim iento dem ográfico, retardado, a causa de la prohibición absoluta que pesaba sobre los extranjeros para em igrar a las colonias hispánicas. Las prohibicio nes de com erciar con otros países europeos encarecieron las sub sistencias y elim inaron ese factor de progreso social y cultural que es el contacto con otros pueblos a través del com ercio8*. E n lo social y cultural, finalm ente, se fru stró el desarrollo de u n a clase ilustrada porque, de u n lado, los criollos fueron sistem á ticam ente eliminados de los cargos im portantes y a ellos solo esta b an abiertas ciertas profesiones como el sacerdocio o la jurispru dencia, y de otro, la Inquisición prohibía la entrada de libros, expurgaba bibliotecas y suprim ía la investigación libre. Todo esto, según Miguel Samper, creó en la población am ericana hábitos de doblez y sigilo. Y a propósito de las actividades del Santo O ficio, observa que la obra de la Inquisición no fue creación exclusiva de
7 Sobre el problema de la llamada intolerancia española, A mérico Castro, en su libro España en su historia, Buenos Aires, 1948, hace interesantes observa ciones en las cuales muestra en qué condiciones históricas se dio el singular fenó meno de un pueblo que sintió confundirse su propia existencia y la propia inte gridad individual con su fe religiosa. Para Castro, el fenómeno de la religiosidad española es un caso de simbiosis espiritual con el árabe. El español, por su con tacto con el árabe, sería el único cristiano occidental en quien la religión habría de ser el núdeo de la vida y el medio que todo lo impregnaba. Exactamente como ocurre entre los musulmanes (A mérico Castro, ob. cit., p. 96 y ss.). 8 Los historiadores hispanoamericanos del siglo pasado insistieron mucho en este factor de aislamiento de las colonias respecto al comercio con extranjeros. En realidad, hasta la época de Carlos III existieron rigurosas prohibiciones para el ingreso de extranjeros a los territorios imperiales, lo mismo que para el comer cio mutuo entre las diversas partes del Imperio. Pero investigaciones posteriores han demostrado que tal aislamiento fue menor en la práctica y que la legislación restrictiva, respecto tanto al comercio como a la inmigración, fue violada perma nentemente gracias al contrabando. Véase sobre esto a C larence H . H aring , Comercio y navegación entre España y las Indias, México, 1939, especialmente el capítulo v, p. 121 y ss.
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la m onarquía ni de la Iglesia, sino exigencia popular “ solicitada y hecha para dar satisfacción al pu eb lo ”9. A hora bien, es evidente que el tratam iento que daba Miguel Samper al problem a de la herencia española y al estudio com pa rativo de las dos colonizaciones, superaba en buena parte al rea lizado p o r su herm ano José María en el Ensayo sobre revolu ciones políticas; pero es igualm ente claro que participaba de las mismas ideas básicas ta n to en el planteam iento de los problem as como en las soluciones propuestas, porque tenían fuentes comunes de form ación. A m bos eran fervorosos liberales en política y eco nom ía, y p or lo tan to , inclinados a considerar que la iniciativa in dividual y las soluciones de la ley escrita eran suficientes para re solver los problem as de la sociedad; ambos adm iraban el sistem a constitucional inglés, con la diferencia de que en José María in tervenía el elem ento rom ántico y en Miguel estaba ausente, lo que da mayor claridad y realism o a sus escritos y análisis políticos y sociales. A la lectura de Tocqueville agregó Miguel Samper el conocim iento de otros historiadores del siglo x ix , como Gervinus , T hiers y posiblem ente P rescott, quienes no pudieron acer carse a la historia de España com pletam ente libres de prejuicios de índole nacional o ideológica10. !) El historiador inglés Cecil Jane ha observado que hubo durante la colo nia española una activa vida administrativa y política y que la calidad de los jefes de la Independencia en todas las repúblicas americanas prueba que sí hubo oportunidades para que se formara en esa época una clase dirigente (véase su obra Despotismo y libertad en América hispánica, trad, de J. Torroba, Buenos Aires, 1942). Sobre el problema de los resultados que tuvo la Inquisición en el desarrollo de la ciencia y de la cultura, también ha rectificado la historiografía moderna el punto de vista de los historiadores del siglo pasado. Se ha mostrado que la intolerancia con el hereje no fue un fenómeno exclusivamente español y, por otra parte, que el desarroÚo de la ciencia no era incompatible con intensa religiosidad. T urberville ( The Spanish Inquisition, London, Oxford University Press, 1949), entre otros, ha demostrado que la persecución a brujas e infieles fue en Inglaterra por lo menos tan abundante y se realizó con procedimientos tan poco civilizados como en España. También ha observado que dentro de las tendencias particulares de la nación, es decir, de un espíritu poco inclinado a las ciencias naturales y a la técnica, la Inquisición no retardó el progreso de la cul tura española. En el mismo sentido se expresó don M iguel A ntonio Caro en el siglo pasado, al hacer la defensa de la obra de M enéndez y P elayo, La ciencia española (M iguel A ntonio Caro, La ciencia española y la Inquisición, incluido en Ideario hispánico, publicado por el Instituto Colombiano de Cultura Hispáni ca, compilación de A ntonio Curcio A ltamar, Bogotá, 1952, p. 167 y ss.). Las citas de Tocqueville son numerosas en el estudio titulado Latinos ii de los Escritos, p. 19 y ss. La Historia del siglo XI X, de G ervinus , es citada en el mismo volumen, p. 307, a propósito de una frase del historiador alemán sobre la idea española del Estado. “Según las ideas españolas —dice G ervinus — , gobernar y explotar el Estado son una misma cosa”. Sobre 10
y anglosajones, vol.
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15. La solución anglosajona como paradigma.— Con sem ejante cuadro del legado espiritual y social recibido por H ispa noam érica, Miguel Samper no podía m enos que insinuar u n cam b io de rum bo en las orientaciones políticas, educativas y económ i cas de las nuevas naciones y de Colom bia en particular. Como, p o r otra p arte, creía que toda atribución a las razas de cualidades inm utables era u n “ fetichism o” inaceptable y que lo definitivo pa ra la suerte de las sociedades eran la historia y la educación; como tenía plena fe en las capacidades del hispanoam ericano como tipo nuevo, y como ni siquiera la geografía le parecía suficiente para m arcar u n determ inism o rígido a la v o luntad del hom bre, en ton ces el porvenir de A m érica estaba en una adaptación al tipo de vida, a la m entalidad, los hábitos y las costum bres políticas y económ i cas que tan fecundas se habían m ostrado en los vástagos anglosajo nes del N uevo M undo. La posibilidad de superar todo lo que en la herencia española es un obstáculo para alcanzar la estabilidad política y el desarrollo de la riqueza industrial, para m odelar el tipo colom biano como un eficaz homo oeconomicus y un civilizado homo politicus, constituye la tem ática de casi toda su obra. Cabe ahora preguntarse: ¿qué valor tenían las soluciones p ro puestas p o r los dos Samper ? E l diagnóstico que hacían de la situa-
G ervinus dice F ueter en su Historia de la historiografía moderna, Buenos Aires,
t. n, p. 201, lo siguiente, que, mutatis mutandis, puede aplicarse a toda la histo riografía liberal del siglo pasado: "El Estado que más prosperará, según él, es el que está gobernado según los principios de la honestidad burguesa, en la cual florecen las virtudes sin brillo, pero auténticas, de la familia y de la ciudad (die glanzlos echten Tugenden der Häuslichkeit und Bürgerlichkeit gedeihen). Un Esta do gobernado con libertad es superior en todos los casos a un Estado despótica mente administrado... Jamás se preguntó, por ejemplo, si había necesidades mili tares, políticas o económicas que podían aconsejar la restauración de los poderes políticos después de 1815. La causa liberal es para él la buena causa en sí; todo Estado que la combate está expuesto a la ruina” . El mismo autor dice de P res cott que “sus consideraciones son superficiales y su juicio convencional. El tema elegido — Historia de Felipe II, Historia de Fernando e Isabel la Católica, La conquista de México y La conquista del Perú, las más divulgadas obras de P rescott— estaba lleno de problemas difíciles y complicados: la historia pri mitiva de las tribus americanas, el problema de saber si la política colonial españo la se justificaba históricamente, la búsqueda de la consecuencia que tuvo para España la expulsión de moros y judíos, etc. P rescott no ha hecho más que esbo zar esos problemas, no los trató científicamente. La doctrina liberal le impidió apreciar su importancia” (p. 196). Sobre P rescott, véase también el juicio de M iguel A ntonio Caro, que coincide casi totalmente con el de F ueter , en Idea rio hispánico, Bogotá, 1952, p. 67, art. La Conquista. Para el problema general de los historiadores y la historiografía liberal del siglo xix, además de F ueter , puede verse a G ooch , Historia e historiadores en el siglo XI X, México, 1942.
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d ó n no dejaba d e tener un fondo de realidad. ¿N o estaba allí para confirm arlo una so d e d a d inestable, sin in tegration cultural, sin porvenir internacional cierto, sin clases dirigentes políticas y técni cas suficientes p ara sus num erosas tareas sociales, sin econom ía sólida, sin visión clara de su destino? P ero si el diagnóstico era acertado, no podría decirse lo m ism o de las soluciones. C am biar la índole nacional y m odificar los resultados del pasado era una tarea poco m enos que im posible, aunque no se aceptase un fatal determ inism o histórico. S u stituir la in to le ra n d a política y religiosa p o r el fair-play en tre caballeros; el bu ró crata que todo lo espera del E stado p o r el pionero d e la libre em presa económ ica; el letrado y el teólogo p or el técnico; el esp íritu de p artid o por la inteligencia política q u e fu n tio n a en form a diferente ante situaciones concretas; rem plazar el cad q u e p o r el d u d a d a n o y el poder político com o m antenedor del orden p o r la espontánea fuerza de cohesión del hom bre qu e posee u n sentido claro de sus deberes para con la com unidad11, todo esto constituía u n program a ideal de perfection hum ana, pero era d ifíd lm e n te realizable en la práctica. H acer u n diagnóstico tan pesim ista del pasado y pensar que todo se cam bia ría dejando que las cosas m archasen librem ente, con el m ínim o de gobierno y de actividad estatal, era posible d en tro de la lógica de u n pensam iento que aceptaba de antem ano la idea optim ista de que estam os en el m ejor d e los m undos, en u n m undo donde las pasio nes antagónicas y los intereses contrapuestos buscan la felicidad p o r sí m ism os, com o las aguas buscan su nivel de equilibrio, pero era algo insostenible a la luz de la historia, sobre todo de la histo ria latinoamericana^ 16. J o s é E u s e b i o C a r o : l a s o l u c i ó n e d u c a t i v a .— E ste an helo de cam bio en el espíritu natio n al, casi siem pre acom pañado d e adm iración abierta o tácita p o r to d o lo que la civilización anglo sajona significaba como form a de vida política y com o organización de p oder económ ico, era ta n general en nuestro siglo x ix , que ni siquiera hom bres de form ación tradicionalista como S e r g i o A r 11 Estas son las ideas expuestas por M iguel Samper a través de numerosos ensayos y artículos de periódico. Los expuso con especial énfasis en sus ensayos titulados Libertad y orden, vol. ii de las “Obras completas”, p. 291 y ss., en que acentúa el aspecto histórico y sociológico del legado español y de la situación de América, y en La miseria en Bogotá, ensayo en el cual trata de la vida económica, sobre todo de la crisis del artesanado a fines del siglo xrx, y que ocupa casi todo el primer tomo de las Obras. En ambos la solución final de los problemas se encuentra en una organización política y económica de corte liberal anglosajón.
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BOLEDA, o de tan fino sentido histórico como N úñez, o de inspi ración romántica como José E usebio Caro, se libraron de él12. N inguno de ellos, es v erdad, con excepción de A rboleda, se ocupó detenidam ente en el tem a de la obra de E spaña en A m é rica, ni tra tó con detenim iento la significación de la herencia cultu ral española en la form ación del esp íritu nacional y de la sociedad colom biana; ni sus trabajos históricos son en extensión y coheren cia sistem ática com parables a los escritos p o r los herm anos Samper, quienes, con todas las reservas que la crítica m oderna debe hacer a su obra, quedarán, al lado d e Salvador Camacho Roldán, co m o los sociólogos colom bianos del siglo pasado, en la mism a form a en que Miguel A ntonio Caro fue el pensador, Cuervo el lingüis ta y N úñez el político de esa centuria. Sin em bargo, es claro que tam bién N úñez y José Eusebio Caro expresaron su ferviente deseo de reeducar al tip o colom biano sobre la base de patrones de vida no hispánicos. Su adm iración p or la o bra de E spaña en A m é rica es visible, pero casi nunca va m ás allá d e las tópicas loas por habernos trasm itido el idiom a y la religión, y e sta mism a es in ter pretad a p o r am bos a través de u n sentim iento no típicam ente his pánico13. 12 El romanticismo en Europa, especialmente en Alemania, condujo a una admiración muy grande por todos los rasgos característicos del alma española, tales como el espíritu caballeresco, el intenso sentimiento religioso, y en general, por todo lo que en su concepción del mundo representaba elemento antiburgués y anticapitalista. Pero en José E usebio Caro había una mezcla muy abigarrada de influencias espirituales. El romanticismo se cruzaba con la ilusión de un mundo tecnocrático de ascendencia sansimoniana, con su admiración hacia los Estados Unidos y hasta con su vocación de comerciante que muchas veces exteriorizó. Quizás estas influencias fueron más fuertes que las románticas y por esa circuns tancia se debilitó su afecto a la tradición española, que, por otra parte, nunca ejerció sobre él el ascendiente que tuvo sobre su hijo M iguel A ntonio . Véase a José E usebio Caro, Epistolario, Biblioteca Popular de Autores Colombianos, Bogotá, 1953, p. 170 y 171. 13 Es un problema de la vida espiritual de Colombia que está por estudiarse, este de las formas deL sentimiento religioso. Cuando se tiene en cuenta que el tema de la tolerancia y el contratema de la intolerancia religiosa fue constante, no solo en escritores radicales, sino también en espíritus de formación inconfun diblemente católica como M ariano O spina , JoeÉ E usebio Caro y R u fino Cuervo, se puede sospechar que una nueva expresión del sentimiento religioso germinaba, por lo menos en cierta capa social dirigente, o que el “espíritu de tolerancia” se difundía más ampliamente de lo que suele aceptarse. Caro, Cuervo y O spina veían en la ortodoxia religiosa un obstáculo para la inmigración, y por eso propugnaron la tolerancia de cultos como canon constitucional. Véase a R u f i no J osé y á ng el Cuervo, Vida de Rufino Cuervo, t. π p. 50 y ss., y también a José E usebio Caro, sobre los principios generales que conviene adoptar en la nueva Constitución; Antología de versos y prosa, publicada por M iguel A ntonio C aro, edic. Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, p. 276. De
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J o sé E u s e b i o C a r o fue un crítico apasionado de los que él considera vicios inveterados de la nación y negativas herencias co loniales. E n sus ensayos sobre cuestiones eduçativas defendió siem pre planes de estudio basados en las ciencias naturales y en la in corporación a la U niversidad de nuevas carreras de carácter técnico, que perm itiesen a la educación nacional superar el tipo del letrado, d d jurista o de cualquiera de los que constituían el tipo ideal de la, tradición española. “ A cuatro grandes objetos debe corresponder la educación, decía en 1840 en “ E l G ran ad in o ’’: al estado industrial del país; a su estado político; a su estado moral y a su estado re ligioso” 14. Pero la educación neogranadina no correspondía a n in guna de estas realidades. Sobre todo no se adaptaba a nuevas ne cesidades nacionales de crear una técnica y construir una economía industrial, una eficiente agricultura y un comercio próspero. E l ideal anglosajón del hom bre que además de tener letras dom ina las m odernas técnicas de la econom ía racional y capitalista, del anti quijote, no lo abandona nunca y es tem a sostenido en todos sus escritos de carácter pedagógico y social. N ingún escritor colom bia no del siglo XIX insistió tan to como él en la necesidad de ir más allá de las tres carreras tradicionales de jurisprudencia, teología y m edicina, tan caras a u n a sociedad que en lo más íntim o de sus sen tim ientos desdeñaba el trabajo lucrativo y toda actividad m anual. Y no puede creerse que esta actitud era el resultado de la influen cia del utilitarism o, que C a r o había sufrido en su juventud. M u cho después de haber escrito su clásica crítica al sistem a de B e n t h a m , publicada en varias entregas de “ E l G ranadino” , a p artir de 1842, sostenía en u n inform e sobre la instrucción p rim a ria — p o siblem ente dirigido a don M a r i a n o O s p i n a R o d r í g u e z , en to n ces m inistro de instrucción pública— que había que rom per con la tríada de profesiones consagradas y abrir y rodear de prestigio a nuevas profesiones de carácter técnico15. A pesar de que en el plano de la ética y d e j a teoría del derecho público rechazaba el principio utilitario de B e n t h a m , toda su idea de la educación estaba orien-
N úñez , su artículo “La religión en Inglaterra”. Reforma, Bogotá, 1945, t. i, p. 63 y ss. La misma preocupación por el fenómeno inmigratorio evidenciaba el deseo de injertar en la nación no solo nuevos elementos de riqueza, sino nuevos patrones de vida y de cultura, sobre todo la técnica moderna y la idea racional del trabajo, aspectos que solicitaron mucho la atención de C aro. 14 Antología de versos y prosa, ed. cit., p. 173 y ss. 15 Antología, opúsculos, p. 111 y ss.
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tada por la idea de form ar una síntesis en tre el hum anista y el téc nico, entre el letrado y el hom bre de negocios. É l mismo en su educación personal dio un ejem plo de este tipo de form ación, al agregarle a su actividad literaria una profesión como la de contador público, que era de las más m enospreciadas por la m entalidad no biliaria, pero que ya desde Locke y L ord Chesterfield se acon sejaba a los caballeros británicos. D ar al hom bre de negocios, al gentleman, el brillo de las hum anidades clásicas, era el ideal del inglés de los siglos x v m y xix. Tan firm e era en Caro esta idea de la necesidad de m odelar al hom bre colom biano bajo la guía de una nueva tabla de valores, que llegaran hasta el fondo espiritual del tipo y no sim plem ente hasta una superficial capa de hábitos externos, que al concebir la m isión educadora del E stado sostiene que este debe tender a eli m inar costum bres de ta n ta ascendencia en el espíritu español como las riñas de gallos y las corridas de to ro s16. Y en páginas que están teñidas de acento puritano, elogia la gravedad anglosajona en con traposición a la frivolidad francesa de la Ilustración, no sin dejar, desde luego, de elogiar a “ los españoles del siglo xv, que eran san guinarios si se quiere, fanáticos y duros; pero que tam poco eran frívolos,,n . 17. Rafael N úñez : la solución política .— N úñez no es solo un gran adm irador, sino u n discípulo del espíritu británico en quien ya no se encuentran sino m uy pocas huellas de la tradición española, en la form a de ocasionales frases panegíricas. Vivió lar gos años en la G ran B retaña y allí se form ó política y filosófica m ente. Asimiló todos los rasgos característicos de la educación in glesa: la política como arte de la transacción, el realismo y la des confianza p o r los sistemas ideológicos rígidos, u n sentido práctico sobre la función del sentim iento religioso en la vida hum ana y en la vida política, en una palabra, el arte de atenerse al m om ento, al aquí y al ahorcó. P ara u n hom bre así educado, la esencia del estilo español de vida resultaba ser un obstáculo para el progreso de la civilización política y para el avance técnico e industrial de la nación. Y en
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“Falsedad del laissez-faire”, en Antología, p. 387. “La frivolidad”, en Antología, ed. cit., p. 458 y 459.
18 Véanse nuestros capítulos sobre el pensam iento filosófico y político, en los cuales se trata de la form ación política y filosófica de N úñez .
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efecto, to d o eso se respira en sus cáusticos com entarios al “ quijo tism o heredado de nuestros antepasados españoles” , que m enciona ba con frecuencia al com entar libros y opiniones anglosajonas so b re la vida latinoam ericana. E l sentido nobiliario del honor, la renuencia al térm ino m edio, la busca del ideal a costa de la reali dad, el rom perse pero no doblarse, le parecían incom patibles con la civilización política y hasta con la civilización en sentido lato. C om entando alguna vez el libro de A ntonio Rubio y Lu c h , El sentimiento del honor en la· literatura española19, contrapone el q ui jotism o nobiliario, más o m enos identificado con la falta de sentido de la realidad, al quijotism o cervantino, realista e im pregnado de hum anidad y sentido del hum or, para term inar diciendo: “ Si este aspecto del quijotism o hubiera penetrado en nuestro m o d ^ O e r — en el m odo de ser hispanoam ericano querem os decir— , ten d ría m os en nuestra historia m enos escándalos y m uchos m enos agravios, debidos estos y aquellos al quijotism o intransigente que hem os h e redado d e nuestros progenitores españoles”20. “ La verdad es — co m enta en una glosa al libro de T heodore Ch ild , The Spanish American Republics, donde se afirm a en tono de reproche que en H ispanoam érica «hasta las virtudes caballerescas españolas se han debilitado»— que aun el quijotism o español, que tiene sin duda m ucha estética, h a venido a ser u n m al elem ento práctico para estas repúblicas, desde que en ellas se proclam ó y adoptó, como la p er fección definitiva, el sistem a dem ocrático en seguida de haberse realizado la Independencia”21. 19 N úñez , La reforma política, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1946, t. IV, p. 179 y ss. 29 Ob. cit., p. 190 y 191. 21 El historiador inglés Cecil Jane , ya citado, ha observado que uno de los rasgos típicos de la inteligencia política sudamericana, la tendencia a no aceptar compromisos y a buscar la realización de las formas puras (democracia pura, libertad pura, absolutismo puro) de existencia política, es de origen hispá nico. El español, afirma J ane , no conoce términos medios; su adhesión fluctúa entre el absoluto individualismo limítrofe casi con el anarquismo, o la irrestricta admiración al absolutismo, o como dice J ane , “al gobierno eficaz”. Las observa ciones de N úñez sobre este aspecto del espíritu nacional, muy numerosas en toda su obra, lo mismo que las de M iguel Samper respecto a la influencia del sistema y de la causa en la conducta política colombiana (Escritos, vol. ii , p. 306 y ss.) y en el fenómeno del “sectarismo”, tienen el mismo valor y denuncian la influen cia del “sentido inglés de la política” como virtue of muddling through o virtud de ir resolviendo los problemas conforme se presentan. En su Historia de la lite ratura española de la Edad de Oro, Barcelona, 1952, p. 235 y ss., Ludwig P fandl ha hecho observaciones muy agudas sobre el carácter antinómico del espíritu de la época del barroco (siglos xvi-x v ii ), y sobre una de sus manifestacio nes de mayor alcance político, típica, según él, del carácter español: extremado realismo e ilusionismo exaltado.
C a p ít u l o V
H A C IA U N A V A L O R A C IÓ N P O S IT IV A D EL LEG A D O ESPA ÑO L
18. Sergio A rboleda : revolución e independencia .— E n Sergio A rboleda encontram os u n a actitud más positiva frente a la tradición hispánica, no ob stan te reflejarse en su obra las ideas popularizadas p or el Ensayo de José M aría Samper 1 y las opinio nes corrientes entre los historiadores del siglo x ix respecto a la orga nización del Im perio español. A l hacer el balance de la obra de E spaña en América, y al exa m inar con espíritu crítico la herencia dejada p o r la Colonia en el cam po de la organización política y económ ica y en los hábitos y m entalidad de los colom bianos, A rboleda se m antiene en una posición de m esurado realism o histórico y en ningún m om ento lle ga a insinuar que se necesite u n cam bio radical con respecto a la tradición hispánica. Precisam ente, en esa tentativa de cam biar des de su fundam ento el espíritu nacional, ve A rboleda uno de los mayores m otivos de la crónica inquietud y del carácter inestable de la sociedad en las naciones hispanoam ericanas.
1 En nota marginal del primer capítulo de La república en América españo la, A rboleda dice que ha “hecho uso de algunos pensamientos y aun frases enteras de un manuscrito titulado Ensayo sobre los Estados Unidos colombianos, obra de un amigo nuestro”, amigo que no menciona, pero que con toda evidencia es José M aría Samper . A rboleda sigue en líneas generales los análisis de Sam per respecto a la obra de España en América y a la organización colonial, lo mismo que respecto a ciertos problemas antropológicos como las tipologías de los grupos raciales colombianos. Pero se distancia de S amper en muchos aspectos fundamentales, como el papel de la Iglesia en la organización social, el valor del elemento religioso como factor cohesivo de la sociedad y en la explicación de los hechos sociales, campo en que demuestra mayor finura y sentido de la realidad y más cercanía a los modernos métodos de las ciencias del espíritu y de la cultura.
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U na de las tesis centrales de su libro La república en América española1, es precisam ente la distinción que hace entre la indepen dencia y la revolución. A rboleda no duda un m om ento en ju sti ficar la prim era, y su crítica a la organización económica, política y adm inistrativa colonial es m uy sem ejante a la de los Samper por la acerbidad y los argum entos. Pero es un duro crítico de la revo lución que siguió al m ovim iento de independencia, revolución que, según su opinión, consistió en un intento de cam biar no solo lo que podríam os llam ar la organización exterior de la sociedad, sino tam bién su espíritu, y en prim er lugar su espíritu religioso, que A rboleda considera com o el prim ero y casi el único factor de cohe sión social que poseen los pueblos de América. N o solo conserva A rboleda s u adhesión a la tradición reli giosa hispánica y a ciertos principios políticos de gobierno típica m ente españoles, como el de m antener la Iglesia íntim am ente unida a las tareas del E stado, sino que, a pesar de sus rudas críticas a la organización colonial legada p or E spaña3, no oculta su adm iración p o r lo que constituye lo esencial de su obra histórica: “ C om ún es atrib u ir todos los males de A m érica — dice al iniciar el prim er ar tículo de su República, que se refiere a la política de E spaña— a la torcida y suspicaz política que, se dice, adoptó el gobierno espa ñol en daño nuestro, para exclusivo provecho de los peninsulares. N o desconocemos que muchos actos de aquel gobierno nos fueron funestísim os; pero estam os lejos de condenarlos en globo, y más aún, de reputarlos la única causa de nuestro presente m alestar”4 2 La república Colombiana, Bogotá, El clero y solo el A rboleda y para el
en América española, 2a ed., Biblioteca Popular de Cultura 1951, seguida de un apéndice que contiene un ensayo titulado clero puede salvarnos, de gran importancia en la obra de estudio de las ideas sociales y políticas en Colombia.
3 Todo el segundo artículo de La república está dedicado a esta crítica, por lo demás poco original, pues sigue muy de cerca las ideas corrientes en el siglo XIX y los puntos de vista popularizados en Colombia por el Ensayo de José M aría Samper . Lo mismo que este, A rboleda considera como las grandes fallas de la política económica de España en América la importancia excesiva de la minería y los monopolios fiscales y comerciales. En conexión con la economía critica también la obra cultural y docente, que no permitió el desarrollo de las ciencias naturales y las profesiones técnicas, dando a los americanos solo una preparación en teología y derecho. Y en fin, critica duramente el mantenimiento de la esclavitud, que según él fue una de las causas que infamaron el trabajo pro ductivo y retrajeron de la industria y el comercio a las mejores capacidades crio llas. Sobre esto, véanse especialmente las p. 67 y ss. de La república en América española y el opúsculo El clero y solo el clero puede salvarnos, ed. cit., p. 314 y ss. 4
La república en América española, ed. cit., p. 50.
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Y más adelante, al analizar la m isión de las naciones americanas después de la Independencia, en largo párrafo que merece trascri birse en su totalidad, expresa lo siguiente: “ Dígase lo que se quiera, la Colonia nos legó pueblos cons tituidos sobre firm ísim as bases, y bien organizados en lo m oral, lo social y lo civil aunque su constitución y régim en, como todas las constituciones hum anas, adolecieran de faltas y lunares; Sin duda había atraso en las ciencias y en las artes; la industria y el com er cio se sentían oprim idos por las f r i c c i o n e s ; la sociedad estaba di vidida en clases, y la esclavitud de los africanos m antenía abierta u n a úlcera peligrosa; pero E spaña nos dejó buenas costum bres, adm irablem ente constituida la fam ilia, hábitos arraigados de res peto a la autoridad y de consideración a la m ujer, u n clero v irtuo so, creencias religiosas m orales uniform es, cristianizados y puestos en vías de civilización los indios y los negros, y unidas por lazos de sincera fraternidad todas las razas que se iban confundiendo en u na sola y gran familia. La justicia en la Colonia era recta e im parcial, y el ejército perm anente, que la m oralidad del pueblo p er m itía reducir a muy poco, cim entado sobre los principios de lealtad y honor, servía apenas para m ostrar con hechos, que la fuerza debe estar siem pre subordinada a la ley y a la autoridad. ’O igám oslo con(frg)queza: en cuanto era posible a la im perfec ción hum ana, el español supo cum plir su difícil y complicada m i sión. ¡Cosa adm irable! ¡O bra portentosa del catolicismo! E n si glos de ignorancia, ese pueblo atrasado constituyó estas socieda des con sabiduría; esa nación esencialm ente m onarquista echó en A m érica los cim ientos de la república; ese gobierno, el más despó tico de la E uropa cristiana, nos preparó para la libertad. Sí, España cum plió su m isión providencial; ahora bien, nosotros que recibi m os de sus m anos esta sociedad ya form ada; nosotros que tan frecuentem ene la acriminamos, haciéndola responsable hasta de nues tros propios excesos; nosotros que nos preciam os de liberales y ponderam os tan to las luces de nuestro siglo; nosotros ¿hemos cum plido, po r ventura, la n u e stra ? ”5. La m isión de las naciones am ericanas no podía consistir en una total ru p tu ra con el pasado, ru p tu ra que era im posible e incon veniente y que fue la causa del crónico desajuste espiritual de las nuevas sociedades, sino en una acom odación de las instituciones 5 La república en América española, ed. cit., p. 194.
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políticas tradicionales a la nueva estru ctu ra republicana, y de las nuevas cóstum bres económ icas a las norm as del m ercado libre y a reform as sociales que, como la supresión de la esclavitud, perm i tieran u n a variación d e la actitud del am ericano ante el trabajo in dustrial y crease hábitos más acordes con la econom ía m oderna. H e aquí los térm inos con que enunciaba A r b o l e d a las tareas de los nuevos E stados: “ R elativam ente a la de E spaña, la tarea de los am ericanos se reducía a bien poca cosa: en lo social, ex tirp ar el cancro de la es clavitud y elim inar las desigualdades ficticias, alzando las clases inferiores al nivel de las más civilizadas; en lo económ ico, soltar con el debido tino, p ara no producir crisis violentas, las ligaduras del sistem a restrictivo; en lo intelectual, fom entar la difusión de las ciencias y las artes, bajo n n plan de educación sabiam ente tra zado que evitara a estos pueblos inexpertos y naturalm ente dom i nados de curiosidad infantil, el ser seducidos como la incauta E va p o r el m onstruo del e rro r; en lo político, en fin, dictar las in stitu ciones republicanas q u e las circunstancias dem andaban, de acuerdo con el carácter y condiciones de sociedades ya constituidas m oral, social y civilm ente. E sto y nada m ás aconsejaba la prudencia; esto pedía la necesidad de no alterar en violentas conm ociones el feliz equilibrio de los elem entos sociales”6.
19. La o b r a d e E s p a ñ a e n A m é r i c a .— Im pregnado de ideas novecentistas y propugnando sin vacilación la form a dem ocrática de gobierno y el sufragio universal con restricciones; aceptando la necesidad de “ com ercializar” la econom ía elim inando m onopolios y pidiendo la incorporación en los planes universitarios de las m o dernas ciencias naturales y la enseñanza de profesiones de carácter técnico; destacando el trabajo industrial com o uno de los caminos de salvación de las nuevas repúblicas y adm irando muchas de las form as de vida que los anglosajones instauraron en el n o rte del C ontinente, A r b o l e d a , sin em bargo, se separa de sus contem porá neos en dos puntos fundam entales: no exige una ru p tu ra com pleta con el pasado hispánico, y p o r ende, u n cam bio total del espíritu nacional; y encuentra para ciertos aspectos del carácter español explicaciones históricas que escaparon a sus com pañeros de ge neración. 0 La república en América española, ed. cit., p. 195.
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Ambos puntos de vista están relacionados con la función que A r b o l e d a atribuye a las ideas religiosas en la sociedad española
y en sus vástagos hispanoam ericanos. Com o principio universal cree que no puede haber grupo hum ano sin que exista u n elem ento agrupador y que este, si h a de ser p rofundo, perdurable y decisivo, debe ser de carácter religioso. Piensa que un pueblo y una cultura se definen p or la idea que tengan de la divinidad. E n este orden de ideas considera que hay una diferencia esencial entre la religio sidad latina y la anglosajona, u n a m odalidad que elim ina en los pueblos m editerráneos la posibilidad de que existan fenómenos com o el escepticism o, el térm ino m edio, el eclecticismo, y menos aún, la com pleta irreligiosidad: “ Los del N o rte discuten y llegan a u n resultado, se form an una idea exacta de las cosas y van de la práctica a sentar doctrinas; nosotros, p or el contrario, tom am os por doctrinas las teorías y pretendem os luego reducirlas a la práctica; y nos enfurecem os con la dificultad de realizarlas y de hacer que los demás im aginen como n o so tro s”7. T odo esto depende, según A r b o l e d a , de que los pueblos hispanoam ericanos son de origen latino y los latinos, a diferencia de los anglosajones, son apasionados; “ raza de grandes hechos y de acciones heroicas; capaz en su en tu siasmo de todo lo noble y extraordinario, no lo es igualm ente de la calma y la consagración a las m aduras reflexiones, que dem an d an los arduos y delicados negocios del E sta d o ”8. T am bién aceptaba A r b o l e d a la teoría en boga sobre las ca racterísticas sicológicas del latino y el sajón; pero a diferencia de los S a m p e r , sobre todo del a u to r del Ensayo, no concluía solicitan do la reeducación del tipo am ericano sobre la base de valores ex traños a la tradición española, sino pidiendo que se tuviese en cuenta esa realidad para adecuar a ella la form a de las instituciones políticas y los instrum entos de control social. Si el latino, si el es pañol, si su heredero el hispanoam ericano eran extrem os en la concepción de las ideas políticas y apasionados en sus creencias religiosas, ello se debía a causas históricas y era in ú til tratar de m o dificarlo haciendo de él u n escéptico en religión, un realista cal culador en política y acom odando a su índole las instituciones de países como Francia, In g laterra o los E stados U nidos. P o r otra parte, aunque adm iraba m ucho a esta últim a nación y sabía apreciar 7 La república en América española, ed. cit., p. 200. s
Ibidem, p. 198 y 199.
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las dotes del pueblo británico, especialm ente su sabiduría política, A rboleda no dudó de la capacidad colonizadora de España y antes, p o r el contrario, afirm a que de todas las naciones europeas era ella la más indicada para form ar en A m érica una sociedad perdurable: “ D e todas las naciones que pudieran haber tom ado a su car go la colonización de estos países, E spaña era la única capaz de form ar esta sociedad, tal cual existe, de elem entos tan heterogéneos. E l inglés habría trasladado la sociedad inglesa a las costas de A m é rica y extinguido bajo su som bra la raza prim itiva, como lo m ostró en el norte del continente; el francés hubiera form ado muchos proyectos, escrito m uchos libros y adelantado la em presa hasta donde creyera que le daba nom bre y gloria, pero después la habría abandonado como el Canadá o vendídola como Louisiana. Para esto se necesitaba u n pueblo católico, en quien el sentim iento religioso dom inara sobre todos los dem ás sentim ientos; esto es, el pueblo español. E l catolicismo parece ser quien le da ese desprendim iento de los intereses m ateriales, esa franqueza, esa jovialidad que, a pesar de las crueldades que se le echan en cara, inspiran sim patías a los mismos pueblos que dom inan,,9. “ Es tan to lo que el catolicis mo ha influido en el genio, carácter e historia de nuestra raza — agrega— , que nuestro asunto pide nos detengam os breves ins tantes a considerarlo, para dar explicaciones a sucesos que nos afec tan. D esde que R ecaredo volvió la España al seno de la Iglesia, los concilios desem peñaron largo tiem po su poder legislativo y el clero dirigió las familias y los individuos, sin exceptuar al rey mismo. La m oral y doctrinas católicas fueron, no solo el fundam ento de su legislación y la regla de sus costum bres, sino tam bién la ley de sus gustos literarios y hasta de sus afectos. Sus romances popula res, que están en boca de todos los niños y se trasm iten de unos a otros, son sencillas y elocuentes lecciones de caridad; muchos de sus filosóficos refranes son máximas católicas; sus representacio nes teatrales, y aun sus cánticos de am or, todo respira catolicismo. Prescíndase de las ideas católicas y sus poetas no serán com prendi dos, ni se hallará el significado de gran núm ero de voces castella nas. E n su larga lucha con los m oros, las proezas de sus héroes eran cantadas m᧠como glorias de la Iglesia que como gloria de la nación. Con el íntim o convencim iento de deber al catolicismo su nacionalidad e independencia, el español veía en sus reyes los en9 La república en América española, ed. cit., p. 58.-
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cargados de conservar pura la fe de sus m ayores, y la herejía era a sus ojos el m ayor de los delitos. Con perder su fe se consideraba anonadado: su pasado quedaba sin glorias, sus héroes sin grandeza, su porvenir sin esperanzas,. . . ” 10. A rboleda quiere, pues, m antener la herencia española en cuanto esta significa tradición religiosa católica, pero se m uestra partidario de nuevas form as de organización del E stado y la econo mía. Colom bia y las nuevas naciones podían incorporar todo lo que parece típico del m undo m oderno, inclusive de tradición an glosajona, pero solam ente lograrían hacerlo, sin crónicas conm o ciones sociales, am algam ando la tradición católica con las nuevas form as de organización exterior de la sociedad. T al proceso le pa recía perfectam ente factible, pues A rboleda no dudaba de la fle xibilidad del pensam iento católico, ni de su capacidad para unir tradición y progreso, síntesis que para él constituía todo el proble ma de la ciencia social.
10 La república en América española, ed. cit., p. 58 y 59. La historiografía moderna ha confirmado estas opiniones de A rboleda. N o solo por ser un país donde el celo religioso y la mentalidad de cruzada daban gran impulso al ímpetu colonizador, sino por razones políticas, demográficas y económicas, era España, en el siglo xv, la nación más preparada para asumir la empresa del descubrimiento y colonización de América. Al finalizar dicho siglo, en sus puertos se habían acu mulado considerables capitales comerciales por genoveses y judíos especialmente. Para esa misma época España había realizado su unidad dinástica y era ya un Estado organizado a la manera moderna, centralizado política y administrativa mente. Los historiadores del siglo xix, en general, y ert particular los de tenden cias positivistas, dieron poca importancia a los factores religiosos como estímulos del descubrimiento y la colonización del Nuevo Mundo, pero es dudoso que el solo impulso económico hubiera producido una formación política y social como el Imperio español de América, una de las creaciones más importantes de la histo ria, que duró casi sin conmociones cerca de 300 años. Una teoría de la historia impregnada de naturalismo metodológico, es decir, del afán de explicar hechos históricos y sociales por hechos naturales y de aplicar a la historia el concepto de ley, tenía que fallar en el análisis de los sentimientos nacionales e individua les como móviles de las hazañas históricas. En el caso de España no solo no se supo valorar el impulso religioso, sino que se desconocieron el sentido del honor, la honra y la fama como características españolas que jugaron gran papel como estímulo colonizador. A este respecto, dice A mérico Castro que los españoles no cruzaron el Atlántico para ejecutar proyectos del rey, sino para satisfacer afa nes. De estos afanes — agrega— , dos fueron comunes a todos los pueblos europeos en el siglo xv: la búsqueda del oro y las especias sigue una tradición de origen veneciano y la intención de ensanchar los dominios de la Iglesia surge “como una réplica al imperialismo espiritual de los musulmanes” , pero un tercer afán era específicamente español, y era el afán de honra·, una ansia de señorío de la per sona en una forma desconocida hasta entonces. Esos hombres — añade— una vez convertidos en colonos, “vivieron ante todo para atraer a sí un halo de pres tigio social adecuado a su hombría”. Ello se refleja hasta en los mismos ideales del soldado, como los de B ernal : “los nobles varones — escribe el cronista— deben buscar la vida e ir de bien en mejor. . . y procurar ganar honra”.
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Capítulo V I EL R E G R E S O A LA T R A D IC IÓ N E SPA Ñ O L A
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20. La obra de M iguel A ntonio Caro.— M iguel A nto Caro representa la fidelidad com pleta y sin reservas a la tra
dición- española, en cuanto esta significa un a concepción típica de lí v i d a personal y de la organización del E stado, y en cuanto sunboliza una gestión histórica. E n ningún m om ento de su vida llegó a pensar que los ideales del m undo anglosajón pudiesen ser superio resji los hispánicos y que p o r lo tanto pudiesen cTdebiesen rem plazar a los que constituyen la esencia de la tradición latinoespañola. P u d o m antener con toda consecuencia a través de su vida este p u n to de vista porque no sucum bió al halago de ninguno de los hechizos de su tiem po. N i el progreso industrial, ni las ciencias^ni el liberalism o económ icoT n L la„ sociedad individualista, ni el p osi-νη tivism o, ni el m etodo de las ciencias n atu rales en el campo de las ciencias del espíritu, fueron considerados p o r Caro como valores absolutos y m áxim as, y menos aún, como llegaron a considerarlos la mayor p arte de sus contem poráneos de C olom bia y de A m éri ca, como objetos de veneración y culto. P o r esta misma circuns tancia nunca creyó que pudiera ser una grave acusación contra la obra de E spaña en Am érica, el hecho de no haber organizado y traído a sus colonias lo que la m ayor parte de sus críticos conside raban el ápice y la esencia de la civilización, es decir, la gran in dustria y la técnica, la econom ía de m ercado libre, el estado neutral en m aterias religiosas, las libertades políticas individuales, sobre todo las libertades económicas; la libertad de prensa y el sufragio universal. Caro poseía una idea m etafísica de la sociedad y del hom bre muy diferente de las entonces en boga, y un a com prensión de la historia que daban a su pensam iento m ayor realism o, mayor vigor, y un aire de perennidad que no se encuentra entre sus con-
4 Pensamiento colombiano
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tem poráneos. N o acoge la concepción optim ista de la sociedad que considera a esta com puesta de individuos libres, que al perseguir y buscar su propio interés logran autom áticam ente el equilibrio social y el beneficio de todos; ni acepta el m oderno hedonism o que decla ra ser m isión de la sociedad y del E stado buscar el confort del ciu dadano (ö el m ayor placer para el m ayor núm ero, como lo expre saba la escuela de Be n t h a m ); ni la idea de que la expresión más alta de los derechos de la persona es la participación en la elección de los gobernantes, es decir, el sufragio universal. Todos estos ele m entos de una concepción del m undo le parecían contrarios al es tilo español de vida. E l español era personalista, pero no individua lista a la m anera del m oderno liberalism o, y gustaba de la riqueza más como elem ento de pom pa y fuente de prestigio que como instrum ento de bienestar. E n fin, la honra y el honor de la persona eran para el peninsular los más altos valores, ante los cuales care cían de im portancia derechos políticos como el de participar en la elección de gobernantes1.
21. I ndependencia
política y lealtad a la tradición .
Con vigorosa intuición de la realidad histórica, Caro captaba tam bién en el hispanoam ericano este mism o fondo de actitudes típicas. Para América, por le tanto, ser fiel a su propia esencia, ser autén tica, ser independiente espiritualm ente, era ser fiel a la tradición española de vida, fidelidad que en ningún caso consideró incom patible con la independencia política. Porque_para C arojuo existe
1 Según Salvador de M adariaga, para el español son indiferentes las for mas particulares de mando y gobierno, y el derecho a la dirección social no se basa para él en un principio metafísico como el de la igualdad de la naturaleza humana, ni menos aún en una concepción mecánica de la sociedad que ve a los hombres como unidades iguales unas a otras, ni siquiera en la concepción iusnaturalista de la sociedad, que tanto arraigo tenía en la tradición católica y escolástica. De acuerdo con la idea española del gobierno, en el Estado manda el que puede mandar y sabe mandar. De ahí que los españoles no admiren una institución en abstracto, como los ingleses admiran la monarquía o el parlamento, sino que reser van su fervor para los gobernantes. No es la monarquía sino este o aquel rey, como hombre prudente, como sabio, como hombre hábil o astuto lo que producen el respeto y el acatamiento social. Es Carlos V, o es Cisneros o Felipe II quienes poseen prestigio y no la monarquía. Esta circunstancia explica por qué la política española siempre ha dependido de hombres* y no de instituciones y por qué el prestigio de las concepciones doctrinarias del Estado entre los españoles ha sido siempre débil, y por lo mismo, por qué la concepción constitucional democrática, la idea del Estado de derecho concebida a la manera racionalista resulta extraña a la mentalidad hispánica. Sobre esto, véase especialmente el ensayo de Salvador de M adariaga, Ingleses, franceses y españoles.
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el antagonism o que se plantearon casi todos sus contem poráneos én tre el estilo español de vida y la independencia política con res pecto a la m etrópoli. L a independenciaqx dítica era necesaria, pero la"" ru p tu ra comía., trad io o ri era una catástrofe y un im posible. Pleno de orgullo y adm iración p o r el espectáculo""ofrecido p ó F e T d é s c u -" brim iento y la colonización de A m érica, y despojado de todo com plejo de inferioridad ante la obra cum plida por otras naciones co lonizadoras en el C ontinente, Caro dibuja este gran friso de la epopeya de E spaña en América: “ La conquista de A m érica ofrece al historiador preciosos ma teriales para tejer las más interesantes relaciones; porque presenta reunidos los rasgos más variados que acreditan la grandeza y pode río de una de aquellas ramas de la raza latina que m ejores títulos tienen de apellidarse rom anas: el espíritu avasallador y el valor im pertérrito siem pre y dondequiera; virtudes heroicas al lado de crím enes atroces; el soldado vestido de acero, que da y recibe la m uerte con igual facilidad, y el m isionero de paz que arm ado solo con la insignia del m artirio dom estica los hijos de las selvas y m u chas veces rinde la vida por C risto; el indio que azorado y errante vaga con los hijos puestos al seno (com o decía ya H oracio de los infelices que en su tiem po eran víctim as de iguales despojos sin las com pensaciones de la caridad cristian a), o que gime esclavizado p o r el d uro encom endero; el indio cantado en sublim es versos por un poeta aventurero, como E rcilla , o defendido con arrebatada elo cuencia en el Consejo del E m perador por un fraile entusiasta como Las Casas o protegido por leyes benéficas y cristianas o convertido al de am or y justicia p or la p aternal y cariñosa enseñanza de religio sos dominicos o jesuítas: la codicia in trépida (n o la de sordas m a quinaciones) que desafiando la naturaleza bravia corre por todas partes ansiosa de encontrar el dorado vellocino; y la fe, la genero sidad y el patriotism o que fundan ciudades, erigen tem plos, esta blecen casas de educación y beneficencia, y alzan m onum entos que hoy todavía son ornam ento y gala de nuestro suelo. Singular y feliz consorcio, sobre todo (salvo un período breve de anarquía e insu rrecciones que siguió inm ediatam ente a la C onquista) aquel que ofrecen la unidad de pensam iento y uniform idad del sistem a de co lonización, debido a los sentim ientos profundam ente católicos y m onárquicos de los conquistadores, y el espíritu caballeresco, libre, desenfadado, hijo de la E dad M edia, que perm ite a cada conquis-
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tad o r cam pear y ostentarse en el cuadro de la historia con su ca rácter y originalidad p ro p io s”2.
22. La e s e n c i a d e l o e s p a ñ o l .—-La com prensión del hecho histórico de la conquista y colonización de Am érica y el convenci m iento de que el espíritu hispanoam ericano era más sem ejante al español de lo que pensaban la m ayoría de los legisladores y hom bres de gobierno de A m érica, y de C olom bia en particular, colo caban a Caro en continuo antagonism o con sus com pañeros de generación, inclusive con los que ideológicam ente le eran afines, por lo m enos en ciertos principios políticos. A este propósito ex presaba en un ensayo de ju v en tu d una idea que sostendría con toda tenacidad hasta el final de su vida, frente a toda form a de pensam iento político liberal: “D on M i g u e l d e P o m b o , uno de nuestros proceres más ilus trados, tradujo al castellano la C onstitución de los Estados U nidos de Am érica, recom endándola com o m odelo. Form ose sobre este pie u n gran partido. ¿E ra aquella la form a de gobierno aplicable a nuestro país y acom odada a nuestras condiciones orgánicas? E sto no se estudiaba. Con el m ism o olvido de nuestras costum bres, ideas e inclinaciones se ha acostum brado siem pre introducir entre noso tros reform as políticas. Buenas estarán instituciones como las nues tras para aquellos hom bres septentrionales, aquellas almas positivas, aquellos corazones más avaros que am biciosos, para quienes los intereses m ateriales son m ejor y más sólido vínculo que el am or y el respeto. N o nos acom odam os nosotros con esos m odos de ver las cosas; necesitam os que la p atria aparezca personificada con alguna pom pa y alteza. N uestras instituciones dem ocráticas son en política lo que el protestantism o en religión; algo dem asiado frío, deslustrado e im propio en sum a, para nuestros vivos y m agnáni mos sentim ientos. P ero nada de esto se ha tenido en cuenta; el resultado ha sido una serie de revoluciones, anuncios inequívocos de m alestar, o, para expresarlo con una im agen vulgar pero acaso exacta, que la silla no le prueba bien a la cabalgadura”3. Por las mismas razones puede explicarse la hostilidad de Caro al pensamiento ético utilitario y a las ideas de carácter político y 2 La Conquista, en Estudios hispánicos, ed. del Instituto de Cultura Hispá nica, dirigida por A ntonio Curcio A ltamar, Bogotá, 1952, p. 58 y 59. :i
M iguel A nto nio C aro, La Independencia y la raza, en Estudios hispá
nicos, p. 109 y 110.
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constitucional que el bentham ism o difundió en Am érica. La idea utilitaria im plica una concepción mecánica de la sociedad, u n ato m ism o social, una igualación n atu ralista d e las personas que estaba en pugna con el ethos español, puesto que era la más acabada ex presión del sentim iento burgués de la existencia. Caro, que sabía p en etrar en la esencia de la h isto ria española y en el fondo del ser hispánico, que era él mism o una concreción de esa form a de ser, ano tab a algo que se escapaba a m uchos de sus contem poráneos, sedu cidos por la tradición de Inglaterra: que nada había más antagónico con la tabla de valores propia de la concepción burguesa del m undo, que la estructura propia del alm a hispánica. P o r eso no podía ha cerse de u n español peninsular, pero tam poco de su heredero, el español am ericano4, u n ser calculador y hedonista en m oral, dem ó crata liberal en política, frugal y racionalista en econom ía. E l anti guo español — observaba ya desde sus prim eros artículos escritos sobre este problem a— , será cuanto se quiera, m enos frío calculador de sensaciones. A prestábanse nuestros padres, decía citando a Quevedo, a arriesgadas em presas, o p o r ím petu generoso, o por excelsa idea del deber:
4 La expresión español americano es muy usada por C aro y preferida por él a la de criollo, empleada por casi todos sus contemporáneos. El uso de este término en sustitución de criollo, tiene mucha significación en sus ideas sobre la Independencia y el destino de América. Para C aro, el americano es simplemente el español ubicado y nacido en otro lugar geográfico. América, como hecho cultu ral y social específico, tiene para él poca significación. La falta de percepción de las diferencias que un nuevo paisaje, las influencias indígenas, la ordenación social peculiar y la nueva circunstancia histórica pudieran establecer entre el español peninsular y el americano, está en función de dos causas: su fervor por el espí ritu y la tradición de España y su racionalismo. C aro miraba el espíritu español como algo puro y típico, y su desarrollo como el desenvolvimiento lógico, intem poral, de una idea: la cristiana. Es esta también una de las causas de la lógica y la coherencia de su pensamiento. Pues donde no irrumpe lo nuevo, y lo único no existe, el peligro de la contradicción queda eliminado. Uno de los casos más patentes del hecho que anotamos, es el análisis que hace del fenómeno del quijo tismo, al considerarlo como extraño al espíritu español, incompatible con la tra dición cristiana, y reducirlo a un mero residuo de la Edad Media caballeresca, llamado a desaparecer, gracias a la influencia del cristianismo, y “por la creación de las grandes nacionalidades, la formación de ejércitos regulares, las grandes bata llas científicamente dirigidas, sustituidas a la guerra irregular, etc.”. C aro juzga que el quijotismo y la humildad cristiana son incompatibles, y de la incompati bilidad lógica, deduGe la posibilidad de la eliminación real. Este logicismo extremo, paradójicamente, lo situaba cerca a los positivistas y a los creyentes en el “pro greso”, ya que es un rasgo típico de estos la idea de que las trasformaciones en el exterior de la sociedad, por ejemplo en la técnica, se traducen en cambios parale los en el espíritu. Véase a C aro, El quijotismo español, en Estudios hispánicos, ed. cit., p. 200 y ss., especialmente p. 202 y 203.
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Nadie contaba cuánta edad vivía, Sino de qué manera; ni aún un hora Lograba sin afán su valentía; La robusta virtud era señora5. Y en uno de los muchos artículos polémicos que escribió en defensa de la herencia española y de la continuidad cultural, decía: “ E l año de 1810 no establece una línea divisoria entre nuestros ^ a b u e lo s y nosotros; p o rque la em ancipación política no supone ( c[ue_ge im provisase unaTm ieva civilización^ las civilizaciones no se l im provisan. Religión, lengua, costum bres y tradiciones: nada de ^ esto lo hemos creado; todo lo hem os fecibido habiéndonos venido de generación en generación, y de m ano en m ano, por decirlo así, desde la época de la C onquista y del propio m odo pasará a nues tros hijos y nietos com o precioso depósito y rico patrim onio de razas civilizadas,\ “ N uestra Independencia — agrega allí mism o— viene de 1810, pero nuestra p atria viene de siglos atrás. N uestra historia desde la C onquista hasta nuestros días es la historia de u n mismo pueblo y de una m ism a civilización”6*. T odo lo que A m é rica posee lo debe a España, porque para Caro lo indígena no p a^ rece^tener significación en la historia esp iritual de las nueva s jia c io n e s:-“ C ultura religiosa y civilización m aterial, eso fue lo que establecieron los conquistadoresT la, .glicinas legaron^nuestros... pai ctres^ lo ^ ü ^ c g jo stitu Y e .nuestra iierencia nacional, que pudo, ser \ conmovida, pero no destruida^ p o r revoluciones Apolíticas que no \ Juerbn una trasformación social”1. ' ~~ ^
E l mism o espíritu de la Independencia no es para Caro sino u n b ro te del viejo espíritu español de rebeldía contra todo despo tism o y toda form a de existencia política que dism inuya los fueros de la personalidad, y no podría explicarse si España en realidad hubiera envilecido a sus colonias. Caro no busca las raíces de la independencia am ericana como casi todos sus contem poráneos, y como h a sido usual en casi toda la historiografía americana, en la influencia de las ideas de la R evolución francesa, sino en la misma tradición española:
5 La fundación de Bogotá, ob. cit., p. 102. 6
Ibidem, p. 103.
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Ibidem, p. 73 y 74.
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“ Políticam ente hablando, el grito de Independencia lanzado al principio de este siglo puede considerarse com o una repetición afortunada de tentativas varias (au n q u e m enos generales y menos felices, porque no había llegado la hora señalada p or la P roviden cia) que datan de la época de la C onquista. . . Y cosa singular: luego que se afianzó por siglos en A m érica la dom inación de los reyes de Castilla, cuando volvió a sonar el grito de Independencia, fueron o tra vez españoles de origen los que alzaron esa bandera y no solo tuvieron que com batir a los expedicionarios de España, sino a las tribus indígenas, que fueron entonces el más firm e ba luarte del gobierno colonial. Séanos lícito preguntar: el valor tenaz de los indios de Pasto, los araucanos de Colom bia, que todavía en 1826 y 1828 desafiaban y exasperaban a un Bolívar y a un Sucre, y lo que es más, y aun increíble, que todavía en 1840 osaban des de sus hórridas guaridas vitorear de nuevo a F ernando V I I , ¿es gloria de la raza española, o ha de adjudicarse con m ejor derecho a las tribus am ericanas? Y el genio de Simón Bolívar, su elocuen cia fogosa, su çonstancia indom able, su generosidad magnífica, ¿son dotes de las tribus indígenas? ¿N o son más bien rasgos que debe reclam ar p o r suyos la nación española? Y el m ism o Bolívar, Nariño, San M artín, y los proceres de n u estra Independencia, ¿dónde sino en universidades españolas adquirieron y form aron sus ideas? ¿Y en qué época hem os de colocar a esos hom bres en una crono logía filosófica, si seguimos la regla de un gran pensador, según la cual los hom bres más bien pertenecen a là época en que se for m aron que a aquella en que han flo recido?” . Y luego, con pleno asentim iento y com placencia, cita las palabras de B e l l o : “ Jam ás u n pueblo profundam ente envilecido ha sido capaz de ejecutar los grandes hechos que ilustraron las cam pañas de los p atrio tas”8.
8 La Conquista, en Estudios hispánicos, p. 74. Caro sostuvo la tesis de ue la Independencia había sido una “guerra civil”, porque fue un movimiento irigido casi exclusivamente por criollos o, como decía él, por españoles americanos. Concordaba en esto con algunos historiadores modernos, que como el inglés Cecil Jane, han buscado la fuerza impulsora de la Independencia americana no en las ideas, y menos todavía en las ideas de la Ilustración, a las cuales Jane solo atribuye una fuerza ocasional, sino en el fondo impulsivo del sentimiento español de la vida, es decir, en la sicología del español y del criollo — idealismo,, deseo de per fección, pensar en antítesis puras como gobierno eficaz o falta total de gobierno, agudo sentido del valor de la persona, tradicionalismo, conservadurismo, etc.— y en la misma tradición española de gobierno. Para Jane, el hecho que vino a precipitar el anhelo de autogobierno del criollo fue la trasformación introdu cida en el estado colonial por Carlos III y sus colaboradores, sobre todo su carácter centralista y su racionalismo burocrático, que chocaban respectivamente
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23. D efensa de la gestión histórica de E spaña .— A dife rencia de la m ayor ‘p arte de sus com patriotas y contem poráneos, Caro solo ve en la o bra de E spaña en América sus prandes.hachos creadores y sus aspectos positivos. Es verdad que incidentalm ente ^aceptó errores en la gestión colonizadora y gubernativa de la m e trópoli, pero evitó siem pre la crítica indiscrim inada en que, si guiendo a los historiadores positivistas y liberales del siglo x ix, se ejercitaban otros escritores colom bianos de su época. N o se detiene en un análisis de la organización económ ica colonial para hacer de él la base de reproches históricos, porque no está convencido de que la econom ía de m ercado libre, que se consideraba en su tiem po como una fórm ula salvadora, fuese en sí mism a superior y más adecuada para las necesidades de A m érica que la organización co lonial española en que el E stado intervenía según los casos y las oportunidades, y sobre todo porque no estim aba que el valor de u n a nación o de una cultura dependiesen de la m agnitud de la ri queza. P o r otra parte, en el plano de la cultura, de la ciencia, de la organización del E stado, tam poco consideraba objetivas y de fundam entos serios las críticas corrientes entonces. Y acercándose a la posición que más tarde han adoptado los historiadores euro peos y am ericanos del Im perio español, pensaba que había sido precisam ente la ru p tu ra con la tradición española de gobierno in ten tad a con las reform as liberales de Carlos I I I y sus consejeros, el hecho que vino a precipitar y a justificar el m ovim iento am ericano d e independencia. Tam poco aceptaba Caro la acusación de la in to lerancia religiosa como una causa del atraso cultural y como un m otivo de acusación a España, ni el atraso de las ciencias positivas como u n indicio de su incapacidad congénita para el trabajo cien tífico, ni el cargo tantas veces form ulado contra la m etrópoli de
con la tradición de autonomía local y el casuismo que informaba la legislación de Indias. Véase a C ec il J a n e , Libertad y despotismo en América hispana, Buenos Aires, 1942. La tesis de J a ne , acertada en su mayor parte, tiene los defectos propios de las generalizaciones históricas y de las concepciones sicológicas de los hechos sociales. J a ne da una importancia muy grande al fondo impulsivo espiritual del americano, que considera esencialmente hispano, y por eso subestima las influen cias ideológicas de la Ilustración, del romanticismo político francés y del consti tucionalismo norteamericano, que fueron sin duda importantes, por lo menos en la clase dirigente y en la intelligenza criolla.
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h ab er practicado una política d e exclusión y postergam iento de los am ericanos9. A propósito de estos tem as escribió Caro algunas de sus más penetrantes páginas de interpretación del espíritu hispánico y de la obra de E spaña en Am érica. E n ningún m om ento dejó extraviar su criterio p o r la historiografía desafecta a E spaña y a su gestión histórica. Lograba este resultado al aplicar con todo rigor lógico al análisis histórico dos ideas rectoras: la convicción de que todo lo vaÜoso y grande de la civilización ha sido obra del cristianism o, y de que E spaña ha sido el pueblo providencial encargado de llevar adelante el poder expansivo del espíritu cristiano; y la idea de que u n a cultura puede ser grande a pesar de que sus creaciones m ate riales, científicas y técnicas sean escasas, entre otras cosas porque la ciencia no está lim itada al cam po de la naturaleza. Fue opinión general, repetida p or la historiografía del siglo XIX en E uropa y Am érica, que la ciencia m oderna no prosperó en E spaña debido al am biente creado p o r la intolerancia religiosa, y concretam ente, debido a la persecución ejercida p o r la Inquisición española. A esta afirm ación, cuyo eco fue frecuente en C olom bia d u ran te el siglo pasado, responde Caro, en prim er térm ino, que la intolerancia española, de haber existido, fue u n fenóm eno co m ún a casi todos los pueblos europeos en la época en que las luchas religiosas se confundieron con la lucha p o r el poder nacional, y que la intolerancia p ro testan te, no p o r ser p ro testan te dejrb a de tener los mism os efectos deprim entes sobre el pensam iento libre: “ E l prim er sofisma de los que dicen estas cosas, inventadas m odernam ente, y nunca im aginadas antes ni p or los mismos a quie nes procesó la Inquisición, consiste en suponer que el T ribunal de la fe fue un fenóm eno aislado, una p lanta exótica, una institución violentam ente superpuesta al pueblo español, y engendradora de ta les o cuales malos efectos en el carácter de aquella nación. La In quisición fue uno de los m uchos brotes, de las m anifestaciones na turales de u n pueblo batallador y creyente que constituyéndose so b re la unidad religiosa, después de largos siglos de incesante com bate, defendía su existencia social, p or m edio de una institución político-religiosa, contra conspiradores dom ésticos y sem bradores 9 Un moderno análisis del espíritu de las reformas introducidas por Oírlos III y su contradicción con la política imperial de los Austrias, sobre todo en lo refereme a la oposición, centralismo y autonomías locales, puede verse en J ane ,
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de cizaña. La Inquisición no fue causa, sino efecto. E l error que en este m om ento refutam os no está en decir que la Inquisición fue mala; dígase que fue todo lo m alo y nefando y horrendo que se quiera; pero no se p reten d a establecer radical distinción y oposi ción entre ella y todas las dem ás form as de actividad social de E s paña en el siglo de los Reyes Católicos. E l mismo espíritu que en cendió hogueras de herejes, m ultiplicó y alim entó los cuerpos de sabios llam ados órdenes religiosas, y los grandes centros de educa ción llam ados U niversidades. H ay adem ás injusticia en creer que solo en E spaña hubo fanatism o, y que el fanatism o español tuvo sobre los demás fanatism os, sin que se explique p o r qué, el p riv i legio funesto de hacer daño a la ciencia. ¿N o hubo en Inglaterra continuas y sangrientas persecuciones religiosas? ¿Francia y A le m ania no padecieron desastrosísim as guerras de religión?,,1(). Como algún contem poráneo suyo escribió alguna vez en un diario de Bogotá — y era idea corriente entonces— que España había sido tierra estéril para que floreciese la ciencia m oderna y q ue fuera de algunos clásicos todos los libros españoles podrían desaparecer sin que la cultura universal sufriese m engua11, C a r o , siguiendo las huellas de M e n é n d e z y P e l a y o , asumió entonces la tarea de hacer la defensa de la contribución española al pensam ien to de O ccidente. P odría pensarse a prim era vista que era esta una concesión al espíritu positivista de su tiem po, pues en cierta m e dida derrochar tan ta energía en pro b ar el hecho de que España tam bién había hecho ciencia, era darle a esta la categoría de p ro ducto clave para valorar la excelencia de una cultura y la capacidad de una nación. P ero no era así. C a r o era un fervoroso hispanista q ue com prendía con singular claridad el valor de la tradición para la integridad de los países am ericanos, una m entalidad convencida de la unidad del espíritu cristiano occidental — una de cuyas ex presiones más acabadas era la ciencia— y un hom bre que poseía el sentim iento profundo de que E spaña era el pueblo que en la 10 10 Ob. cit., p. 166 y 167. 11 Los artículos a que se refiere C aro fueron escritos sin firma en el perió dico “Diario de Cundinamarca”. A ellos respondió C aro con una serie de artículos publicados en “El Conservador” de Bogotá durante los años de 1882 y 1883, con los títulos de El atraso español, La ciencia española, La ciencia española y la Inquisición, Los procedimientos de la Inquisición española, recogidos más tarde en las Obras completas, dirigida por G ó m ez R estrepo y V. E. C aro, y compila dos de nuevo por A. C urcio A ltamar , al lado de otros estudios de la misma índole y orientación, bajo el título general, ya citado, de Estudios hispánicos.
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h isto ria había asum ido la m isión providencial de llevar al mayor grado de m adurez las ideas del cristianism o, que para él se confudían con la propia idea de civilización. 24. España y la ciencia moderna.— La ciencia no era p a ra Caro el producto de una nación determ inada, sino el resultado del espíritu cristiano desplegándose en los últim os siglos de la historia de O ccidente. Sin ser u n tom ista sistem ático, ni un esco lástico p u ro 12, jamás com prendió el cristianism o a la m anera ro m ántica, y de ahí que ni el cristianism o utópico13, ni la m ística, ni ninguna o tra form a de interpretación del espíritu cristiano que p u diera llevar a una escisión en tre cristianism o y catolicism o, o a rom per la u nidad espiritual, y podríam os decir, política, en tre la idea cristiana y la Iglesia católica com o organización histórica, aparecen nunca en su pensam iento. La ciencia es un producto de la civilización cristiana, y esta, la más cabal expresión de la razón histórica. A su form ación han contribuido todos los pueblos europeos cristianizados, irnos más, o tro s m enos, y desde luego E spaña, la m ás cristiana de todas las naciones occidentales. Solo la división del m undo cristiano iniciada en el siglo x v i pudo hacer pensar a m uchos escritores que la ciencia es nacional en algún sentido o privilegio de algún pueblo europeo en particular. “ Las nacionalidades de E u ro p a — decía Caro— no se establecieron aisladam ente, sino com o m iem bros federales d e la cristiandad, sobre bases de la unidad producida, en larga y provi dencial elaboración, p or la predicación uniform e del cristianism o, p o r el contacto íntim o de los pueblos aliados en defensa de la Cruz, p o r la severa disciplina escolástica de la E dad M edia, tradicional lo mism o en las U niversidades del N o rte que en las del M ediodía,
12 Respecto a los elementos integrantes de la educación filosófica de Caro, véase infra, nuestros capítulos acerca del pensamiento filosófico, sobre todo el referente a la reacción antibenthamista.
ω Llamamos así a una expresión del romanticismo político del siglo xix cuyo rasgpf más acusado era ver en el cristianismo una religión de oprimidos y de gentes ingenuas y sencillas. Esta interpretación mesiánica y proletaria del cris tianismo se mezcló muchas veces con formas de socialismo utópico como el fourierismo y el sansimonismo y con corrientes de ideas como el ñamado catolicismo liberal, que intentaron fundar en Francia L am ennais y sus amigos. La corriente política del liberalismo colombiano llamada “Gólgota”, muy influida por el romanticismo político del siglo xix, se inclinó mucho a esta interpretación de la idea cristiana. Véase infra, nuestras consideraciones sobre la influencia romántica en el pensamento político de 1850 en adelante.
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y p o r otras causas análogas, relacionadas todas con la fe católica, principio céntrico y generador de la civilización europea. Los con cilios, y especialm ente el de T ren to , fueron, hum anam ente hablan do, congresos de sabios. P o r esta razón, a pesar de las com petencias de jurisdicción que surgieron, y aun de las guerras de unas naciones con otras, la ciencia europea, a la som bra del cristianism o, conservó su unidad y siguió u n desenvolvim iento uniform e en todos los pueblos cultos de aquel continente, llevando cierta antelación, por sus nobiliarias tradiciones rom anas, Ita lia y España. La herejía y el racionalism o im pío han introducido desconcierto pero no fraccio nado la ciencia p or naciones. La savia católica siguió vivificando los pueblos. M odernam ente la revolución ha amagado con nuevas terribles conm ociones; pero las cosas tienden al nivel cristiano. Las /relaciones comerciales y los m edios m ateriales de comunicación, cáela/ vez más estrechos, han contribuido tam bién a afianzar los vínculos de esta com unidad de cultura. Q ué vendrá m añana, no sabemos: hasta hoy la ciencia europea se halla, en lo sustancial, to d a entera en cada un a de aquellas nacionalidades cristianas; en u n cambio de ideas paralelo al com ercio de artefactos, y fácil y n atu ral precisam ente por la analogía de pensam iento prestablecida, cada pueblo se aprovecha en lo intelectual de lo que todos acarrean al fondo com ún, se lo asim ila y lo devuelve en nueva form a. P o r tan to , los libros españoles podrían quem arse, sin que la ciencia quede hecha cenizas; pero ellos solos tam bién, supuesto qu e son la form a escrita y literaria que la ciencia in genere, no lo calizada ni localizable, revistió en España, servirían para salvarla y trasm itirla en un naufragio general de las dem ás naciones. Tal es el efecto, no del intelecto inglés, ni del intelecto francés, ni del intelecto alem án, como dice, latinizando a su m odo nuestro articu lista, sino del concierto de la civilización europea, obra no de un día, sino de largos años de progresar, trabajando y creyendo” 14.
14 La ciencia española, en Estudios hispánicos, p. 155 y 156. En esto de la relación entre las ciencias y las diferentes zonas europeas de cultura, la visión histórica de C aro aventajaba a la que tenían la mayor parte de sus contemporá neos colombianos, pues refería los orígenes de la ciencia a la civilización europea en su conjunto y no a los anglosajones o latinos en particular. Sobre todo desta caba el papel jugado por el cristianismo en la génesis del pensamiento científico, idea generalmente aceptada hoy por los historiadores de la cultura. En efecto, el cristianismo “desencantó” la naturaleza, le infundió dinamismo y voluntad a la divinidad frente a la concepción del motor inmóvil de A ristóteles —debe recor darse el voluntarismo de la metafísica cartesiana del siglo xvn, que es la culmina-
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Pero no solo la unidad del pensam iento científico y el vínculo en tre este y la civilización cristiana aseguraban la participación de E spaña en la form ación y desarrollo de la ciencia. Tam bién la tes tifican los productos objetivos que la actividad de los españoles h a dejado en la historia. P o rq u e aun aceptando que sus contribu ciones e n el campo de las ciencias de la naturaleza y sus aplicacio nes técnicas no fuesen com parables p o r la cantidad a las de otros pueblos europeos, ahí estaban sus grandes creaciones en el campo de las ciencias del espíritu y de la cultura; ahí estaba la obra de sus juristas, de sus teólogos, de sus filólogos, de sus filósofos y de sus teóricos de la política. C ontra la idea positivista de que solo la ciencia natural, y más precisam ente, la física m atem ática, o las disciplinas que tengan idéntica estru ctu ra lógica, son ciencia; o contra la alternativa de que las realidades de la cultura y del espí ritu para poder ser tratadas com o ciencia habían de reducirse a “ naturaleza” , Caro afirm a la unidad de la realidad y su posibilidad lógica de ser reducida a conceptos científicos como un resultado de la unidad de la razón15.
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ción de este proceso— , y la filosofía escolástica hizo de él una religión racional. A este propósito dice el filósofo M ax Scheler : “El monoteísmo judeo-cristiano del Creador y su triunfo sobre la religión y la metafísica del mundo antiguo, fue sin duda la primera posibilidad fundamental de que quedase en libertad la inves tigación sistemática de la naturaleza en Occidente. Fue un quedar en libertad la naturaleza por la ciencia, en un orden de magnitud que quizás exceda cuanto en Occidente ha surgido hasta hoy. El dios espiritual de voluntad y trabajo, el Crea dor, que no conoció ningún griego ni romano, ningún Platón ni Aristóteles, ha sido —sea admitirlo verdad o error— la mayor justificación de la idea de trabajo y de dominio sobre las cosas infrahumanas; y al mismo tiempo operó la mayor desanimación, mortificación, distanciación y racionalización de la naturaleza que haya tenido lugar jamás, en relación con la cultura asiática y con la antigüedad (M ax Scheler , Sociología del saber, Revista de Occidente, Madrid, 1947, p. 82). A la luz de estos nuevos planteamientos, que inició M ax W eber en la his toria de la cultura y de las formas del pensamiento, es como podría revisarse el enfoque de algo que también vislumbró Caro, a saber, los efectos de la lucha de la Inquisición contra la brujería, la magia, la superstición y otras formas de pen samiento no racional, incluyendo las creencias religiosas indígenas. 15 Desde el punto de vista del problema de la estructura y métodos pro pios de las ciencias del espíritu y de la cultura, las conclusiones implícitas en el pensamiento de Caro eran las mismas de los positivistas. Si, como parece lícito, consideramos como “naturalismo”’ y “positivismo” toda tentativa de aplicar en el campo de las ciencias del espíritu y de la cultura conceptos de validez general como el de ley, y toda aplicación a esa esfera de la realidad de las categorías propias de la ciencia natural — cantidad, espacio, número, causa-efecto, etc.— , el racionalismo, como el naturalismo, conduce a una eliminación de lo sui generis, o especifico, o único de la realidad espiritual. Ninguna concepción unitaria de la
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“ ¿Q ué es la ciencia — pregunta Caro— , quid est veritas? ¿N o será ciencia, y la más sublim e de todas, la teología? Teólogos de prim er orden y en gran núm ero ha producido España (dígalo T re n to ); y quien adm ita la opinión de m odernos pensadores ale manes (au to rid ad sin duda m uy respetable, por ser germánica, para nuestro co n trin can te), que reúnen en una sola y única cien cia la teología y la filosofía (véase, p o r ejem plo, la Dialéctica de Schleirmacher ), quedará advertido de que España ipso facto tuvo em inentes filósofos, sin necesidad de hacer para estos, como podrem os hacerlo, si alguno lo solicitase, capítulo aparte. ¿Es cien cia la jurisprudencia civil y eclesiástica? ¿Lo es la política y el arte m ilitar? ¿La historia y la arqueología? ¿La filología y la herm e néutica? . . . ¿Son ciencias las ram as todas del árbol del conocim ien to h u m a n o ? . . . C uando se tra ta de ensalzar a otras naciones, todo será ciencia, incluso las artes mágicas y la garrulería trapacera ( por ejem plo, las de A llan Kardec , a quien cita como a uno de sus co nocidos el escritor de El Diario); y cuando convenga deprim ir o insultar a la España inquisitorial, entonces no se rep utarán ciencia sino aquellas industrias en que los españoles se hayan distinguido poco o nada; y a los demás ram os del saber se les clasificará en literatu ra, o se les dará cualquier otro nom bre menos el mágico y antonom ástico de la ciencia”16. 25. E l camino de la autenticidad cultural .— P ara nada tienen, pues, los pueblos am ericanos que recurrir a otras culturas, a otras naciones en busca de ideas que circularían como cuerpos extraños en el to rren te de una tradición en que pueden encontrarlo
ciencia puede escapar a esta consecuencia, a no ser que el proceso se invierta y se lleven las categorías del conocimienuto espiritual a la naturaleza. El racionalismo — y C aro lo era en sentido lógico-formal, no en el sentido en que fueron racio nalistas los hombres de la Ilustración— es tan insuficiente para la comprensión del mundo espiritual como el positivismo, aunque este se tome en sus modernas y más refinadas expresiones como el neokantismo. Pues tan generalizador es el concepto de forma como el de ley y tan determinista es la causalidad estructural de las morfologías de la cultura como la causalidad mecánica de las ciencias natu rales. Sobre la posición de C aro ante el racionalismo moderno y en general sobre su formación filosófica y el significado en su obra de la dialéctica de los con ceptos historia y razón, véase infra, nuestros capítulos sobre el pensamiento filo sófico de M iguel A n to nio C aro. 10 La ciencia española y la Inquisición, en Estudios hispánicos, ed cit., p. 171.
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todo: “ D eplorable es y lástim a profu nda inspira la situación de u n a raza enervada que por e l único consuelo hace ostentación de los nom bres de sus progenitores ilustres. Pero doloroso tam bién, síntom a de degeneración y de ruina, y rasgo de ingratitud mucho más censurable que la necia vanidad, la soberbia y m enosprecio con que un pueblo cualquiera, aunque p or o tra p arte esté adornado de algunas virtudes, apenas se digna to rn ar a ver a su cristiana y h e roica ascendencia” 17. Si querem os una tradición de sabiduría política, ahí están no solo los teóricos españoles de la E dad de O ro, sino la historia mis m a de sus grandes hom bres de E stado; allí está sobre todo la secu lar experiencia de gobierno de una nación que dio siem pre a sus grandes tareas políticas un contenido religioso y practicó la unión del E stado y la Iglesia como base de la cohesión de la sociedad. Si querem os extender la civilización a todos los sectores sociales, no tenem os sino que recordar, a fin de em ularlos y superarlos, los ejemplos de la política cristiana que nos ofrecen las Leyes de In dias; si anhelamos un vehículo excelso de com unicación y expre sión, allí está la lengua española, creada por el genio hispánico y engrandecida y pulida por los clásicos de su literatura. Si querem os, en fin, ser algo, ser sim plem ente, no tratem os de cam biar el ethos, la constitución espiritual que queram os o no nos trasm itieron nues tros abuelos. Seamos fieles a la idea española de la vida y a suss ideales de honor, m agnanim idad, h o n rax religiosidad y heroísmo sin tratar de cam biar el núcleo de nuestro tipo espiritual o de mez clarlo con valores que Te son incom patibles. La tradición española se ha hecEnj3e"yi!ores^excelsos, superiores a los que han dado vida ptras__inrtnas de expresión nacional, y adem ás, es la nuestra. Mas sería un error pensar que C a r o rechazaba por esto todo contacto y toda asimilación de elem entos de otras culturas, p arti cularm ente su ciencia y su técnica. A lo que se oponía era a que se intentase alterar el núcleo, las capas profundas del carácter y los patrones básicos de valores que constituyen la personalidad de una nación y que no pueden desconocerse y m odificarse sin causar conmociones profundas y de consecuencias irreparables. É l mismo dio el ejem plo en este sentido, al en trar en contacto con la ciencia
LT La Conquista, ibidem, p. 62.
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de su tiem po, particularm ente con la inglesa, de la cual tom ó no pocos conceptos de la teoría económ ica y algunos de su form ación filosófica. Y ello tenía que ser así, pues de o tra m anera habría sido inconsecuente con su idea de la universalidad de la ciencia, y sabe mos que la consecuencia consigo m ism o y con su pensam iento era un o de los rasgos más característicos de su personalidad. P ero lo que Caro nunca aceptó fue la idea de la superioridad de una civi lización basada en la técnica, sobre otras, que, como la española, ejercitaban su genio en la creación de valores artísticos, religiosos o m etafísicos. A este propósito m erecen recordarse estas palabras suyas: “ Y o creo, como aquel gran poeta, que vale más el Evangelio que cuantos libros antes y después de él se han escrito; y que el Decálogo, que solo consta de diez renglones, ha hecho más bien a la hum anidad que todos los ferrocarriles y telégrafos, y velas y va pores, y m áquinas, cuyas resurrecciones, si no invenciones, aprecio como es justo y disfruto agradecido” 18..
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Nota a la Oda a la estatua del Libertador, en Estudios hispánicos, p. 28.
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A N T E C E D EN TES H IS T O R IC O S D E LA ID E A M O D E R N A D E L EST A D O
26. C o n c e p t o s m e t o d o l ó g i c o s .— Todas las formas de con cebir el E stado y la sociedad pueden reducirse a dos categorías típi cas: la universalista, llam ada tam bién organicista o totalista, y la individualista, que tom a en ocasiones el nom bre de atom ista o con cepción mecánica de las form as sociales. P ero en la dialéctica de la historia del pensam iento político ha sido constante el esfuerzo por elim inar las contradicciones entre una y otra, dentro de una con cepción sintética que deje a salvo por igual el valor de la persona y la realidad autónom a de la com unidad o del Estado. U niversa lism o e individualism o representan dos categorías puras, o, ha blando en los térm inos de la m etodología social de M ax W e b e r , dos tipos ideales a los cuales se acerca o de los cuales se aleja la realidad concreta de la vida histórica, sin que el investigador de las ideas se vea constreñido a tom arlos con criterio de preferencia y menos aún con actitud polémica. La concepción universalista del E stado ha tratado de establecer la prioridad ontológica, lógica e histórica de las totalidades sociales, afirm ando que solo el grupo tiepe subsistencia por sí m ism o, que solo a p artir de él puede com prenderse la vida individual y que el hom bre ha existido siem pre en form a social, es decir, que la sociedad no es un agregado de in dividuos surgido de una unión voluntaria o forzada1. 1 Históricamente, la concepción universalista puede remontarse a la teo ría platónica del Estado. También puede considerarse universalista la idea aristo télica de la sociedad como organismo, lo mismo que todas sus proyecciones en la Edad Media, particularmente la teoría del Estado de Santo T omás. En el pensa miento tomista hay una tensión constante entre la idea de la persona y sus dere chos, y la realidad de la comunidad o los derechos del Estado. En el mundo moderno todas las concepciones universalistas están más o menos ligadas a la
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Por su parte, quienes en la historia del pensam iento social han aceptado la prim acía de la idea individualista han sostenido el m a yor valor y la subsistencia del individuo en sí mism o, y consideran el E stado o cualquiera o tra form a objetiva de sociedad, como sur gidos de u n acuerdo de voluntades o del acto de creación de un caudillo, sea p o r la fuerza, sea por el poder carism ático de su personalidad. E stos dos conceptos metodológicos nos servirán para exam inar la historia del pensam iento político colom biano en el siglo XIX en sus problem as esenciales, com o las relaciones en tre él indi viduo, el E stado y la sociedad, que son sin duda los tem as capita les de la teoría política. La concepción individualista que llegó a ser dom inante en to das las construcciones del derecho público, y a im pregnar, con m uy pocas excepciones, toda la teoría social y política de los escritores y estadistas más distinguidos de nuestro siglo x ix , es un fenóm eno de la historia m oderna y su aparición en form a pura podem os decir que data solo del siglo xviii2. E n cam bio, la idea universalista de
metafísica y a la teoría del Estado de H egel y al romanticismo, sobre todo al romanticismo alemán. En general, es formalmente universalista toda concepción ‘‘orgánica” u “organicista” del Estado. La sociología y el pensamiento político contemporáneos han vuelto a inspirarse en la categoría de totalidad o universa lidad. Quien ha elaborado con más sentido sistemático, en el mundo contempo ráneo, una concepción universalista, es el sociólogo y filósofo astriaco O ttmar Spaan (véase su Filosofía de la socieddd, Madrid, 1932). Suele retrotraerse, en cambio, la concepción atomísta e individualista a los sofistas griegos, que fueron los primeros en reclamar la soberanía del individuo frente a los grupos sociales. La escuela del derecho natural y el liberalismo moderno le dieron sus contornos teóricos definitivos. En general está unida a una metafísica materialista (H ob bes ), pero puede haber un individualismo de raíces espiritualistas. La moderna sociología del conocimiento ha querido ligar estos dos tipos de pensamiento social a la burguesía y el proletariado modernos (individualismo), y a las clases nobles y terratenientes (universalismo), como sus formas características de comprender el mundo social. (Véase a K. M a n n h e im , Ideología y utopía, México, 1944; tam bién, a M ax Scheler , Sociología del saber, Madrid, 1935). La problemática de los dos conceptos ha transcendido del campo meramente científico especulativo al plano de la acción política, produciendo una tensión profunda en el pensamiento político moderno que se debate entre estos dos polos: individuo (persona) y comunidad (Estado). Llevados a sus extremas con secuencias lógicas, el universalismo conduce al Estado totalitario y el individua lismo a la desintegración social. Metafísicamente el conflicto está ligado a la antinomia entre lo uno y lo múltiple, lo universal y lo individual, antinomia que no se ha resuelto lógicamente (ni quizá pueda resolverse) y que mantiene escindido el pensaminto occidental. Entre los puntos extremos existen intentos de mediación, como el llamado personalismo o filosofía de la persona. 2 Desde luego hay también en los siglos xviii y xix fuertes corrientes de ideas y notables pensadores universalistas. Ya hemos mencionado a H egel (y con él todo el hegelianismo) y al romanticismo en Alemnaia. En Francia pueden
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la sociedad y del E stado fue la form a típica del pensam iento anti guo dom inado por A ristóteles -—si exceptuam os a los sofistas, individualistas conspicuos, y a los estoicos, precursores de la teo ría del derecho natural— y del pensam iento m edieval señoreado p o r la escolástica y p or la figura de Santo T omás de A quino . Casi to d o el derecho público y constitucional m oderno está construido sobre la concepción individualista de la sociedad, aunque aquí y allí se puedan encontrar expresiones que recortan la soberanía del individuo y representan residuos com unitarios o universalistas. Así ocurre, p o r ejem plo, en la Declaración de los derechos del hombre proclam ados por la A sam blea N acional Francesa en 1789 y con la C onstitución norteam ericana proclam ada en Filadelfia en 1787, que sirvió de m odelo a casi todas las constituciones dem ocráticas occi dentales de los siglos x ix y x x y particularm ente a las hispanoam e ricanas. P o r eso es indispensable que antes de adentrarnos en el estudio del pensam iento político colom biano del siglo pasado, h a gamos una pequeña indagación sobre la génesis y desarrollo de la idea liberal del E stado, lo m ism o que sobre el origen y desarrollo de las doctrinas que han tratad o de salvar los escollos que ella representa, sin abandonar los fueros que la tradición y el inevita ble desarrollo histórico concedían al individuo. T al es el caso de la concepción del E stado de F rancisco Suárez , que tan ta influencia tuvo en la generación precursora de n u estra Independencia y en la form ación de todo el pensam iento jurídico y político colonial. 27. Supuestos metafísicos .— A l disolverse la sociedad m e dieval basada en la organización estam ental, donde los individuos adquirían sus fueros, derechos y privilegios en razón de su p erte nencia a determ inados cuerpos sociales — nobleza, clero, grem ios, iglesia— , el individuo quedó solo, reclam ando derechos en nom bre de algún principio m etafísico como el com ún origen divino, la existencia de un derecho n atu ral, o la explicación m aterialista del universo, que servían para establecer, p o r analogía, la igualdad inicial de los hom bres, y para atribuir la desigualdad a las form as
citarse a D e M aistre y D e B onald y en general los tradicionalistas, que tuvieron mucha influencia en Colombia sobre el pensamiento político de M ig uel A n to n io C aro. En Inglaterra no tuvo representantes salientes, aunque Bu r k e combatió con argumentos conservadores y tradicionalistas los supuestos metafísicos de la democracia moderna y de la concepción liberal del Estado, encarnada en los Derechos del hombre.
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de organización de la sociedad. Sobre todo las recientes clases b u r guesas, nacidas en las ciudades a la som bra de actividades m enos preciadas p o r los estam entos nobiliarios, tales como el comercio y la industria, y que basaban su status social no en la nobleza del linaje hereditario, sino en su papel en la econom ía y en la posesión de bienes m obiliarios — títulos de sociedades m ercantiles, m ercan cías o un representante sim bólico de ellas como el dinero, que ca recía de relación con las virtudes personales y que estando al alcance de todos podía conceder poder y rango— , buscaban su incorpora ción a las tareas directivas del E stado y del poder político apoyadas en u n cuerpo de doctrinas que sirviera para justificarla. Lo encon traro n en fuerzas espirituales m uy diversas del m undo m oderno, que a la postre vinieron a estructurar la doctrina que suele deno m inarse concepción liberal o individualista del Estado. Los desarrollos lógicos de la m etafísica cartesiana con su idea de las dos; sustancias, la pensante com o la más valiosa y propia del hom bre, la que le daba noticia de su existencia, y la extensa o na turaleza, llevaban im plícitos la idea de una supervaloración del individuo, idea que se vio reforzada por otras corrientes espiritua les de la época, como la reform a p ro testan te, y el hum anism o rena centista, cuyo sentim iento individualista echaba ancestrales raíces en m ovim ientos m edievales com o el nom inalism o franciscano y el voluntarism o escotista. Todas estas fuerzas ideológicas aceleraron la disolución de los lazos com unitarios de la sociedad m edieval y propiciaron la aparición del individuo como única realidad subs tante y valiosa. Es cierto que todavía en D escartes existía la realidad de Dios como garantía de la verdad, de lo que era eviden te al pensam iento, como sustentáculo de la certeza de las ideas claras y distintas, pero no es m enos cierto que a sus discípulos ra cionalistas e idealistas que vinieron después, les fue muy fácil y casi inevitable pasar a la afirm ación de que al individuo solo, guia do p o r la luz de la razón y por sus potencias personales, le era po sible descubrir y en cierta m edida crear la verdad. Al cogito carte siano que deducía el m undo de sí m ism o, vino a sum arse la teoría mecánica y atom ista de la naturaleza que dom inó toda la ciencia natural de los tres siglos posteriores y pretendió tam bién señorear en todos los campos de la realidad, inclusive en los del espíritu y la cultura. Más tarde, el m ovim iento sensualista en la sicología y en la teoría del conocim iento, trasform ó el pienso, luego existo, en la fórm ula de siento, luego soy. Los m aterialistas franceses de la
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Ilustración como Lamettrie y Condillac , prim ero, y después Cabanis y D estutt
de T racy, lo m ism o q ue H obbes, Bentham y los u tilitaristas ingleses, in terp reta ro n la realidad orgánica en térm inos de física, es decir, de m ecanism o, y la realidad sicológica como u n agregado de unidades, las sensaciones, con lo cual el valor de las totalidades y organism os quedaba arruinado. D e ahí a la idea de que la sociedad y el E stado eran exclusivam ente una sum a de individuos y solo surgían de su voluntaria decisión, había un paso único y lógico. A unque parezca paradójico, y a pesar de todas las profundas divergencias que los separaban, idealism o, sensualismo y m aterialism o, conducían todos a m odelar una concepción del m undo en la cual el E stado iba a concebirse como una asociación mecánica de individuos iguales. Los fundam entos metafísicos de la idea liberal del E stado estaban echados3. J A hora bien, si lo que tenía existencia p o r sí m ism o, si lo que históricam ente tenía precedencia eran los individuos, y, adem ás, estos eran iguales, para la teoría política y social surgían dos p ro blem as: prim ero, cómo llegaban a constituirse, cómo se justificaban, cuál era el elem ento cohesivo de la sociedad y del E stado; y segun do, cuál era el origen de la po testad coercitiva, poseída por quie nes ejercían el m ando político. Respecto a lo prim ero, el pensa m iento político m edieval, siguiendo las huellas de A ristóteles, había aceptado sin restricciones la idea de la sociedad como un hecho, como algo perteneciente a la naturaleza del hom bre. Para la E d ad M edia, la existencia del hom bre como ser aislado era inconcebible. La sociedad era uno de los elem entos de su esencia o un predicado de prim er grado, como decía la concepción tom ista. Pero en lo que hacía referencia al segundo de esos interrogantes, es decir, al origen del poder y al derecho de usarlo en la dirección del E stado, ya desde la época de Santo T omás em pezó a esbozarse la teoría de que el ejercicio de la p otestad política, si bien tenía indirectam ente origen divino, directam ente debía recibirse y ejer cer sé en nom bre de los súbditos, es decir, del pueblo. E n esta form a fue abriéndose paso la idea de que no solo el origen de la p otestad política de los gobernantes, sino tam bién la existencia
H Sobre los antecedentes medievales de la doctrina liberal del véase a G eorge H. Sa bine , Historia de la teoría política, México, 1945, mente p. 245 y ss. La confluencia de estas ideas en la teoría política de tración, ha sido estudiada por C assirer en La-filosofía de la Ilustración, 1943, cap. vi, p. 225 y ss.
Estado, especial la Ilus México,
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de la sociedad m ism a, necesitaban el consentim iento recíproco de los m iem bros de la com unidad, y que esta surgía de lo que en el siglo XVIII Rousseau llam aría el contrato social, con lo cual el pen sador ginebrino se lim itaba a d ar u n nom bre y una interpretación sui generis a im a d o ctrin a que se rem ontaba a los últim os tiem pos de la E d ad M edia, y que, antes de él, había sido expuesta por varios juristas y pensadores políticos del siglo xvii, en tre ellos
G rocio, P ufendorf y H obbes4. 28. LOS ANTECEDENTES MEDIEVALES Y LA INFLUENCIA DE Suárez.— La idea de q u e el p o der decisorio y coercitivo del sobe ran o p ara ser legítim o requería el consentim iento expreso o tácito de los gobernados, tu v o su origen en los contratos celebrados en tre vasallos y señores, en los cuales aquellos ofrecían obediencia y pago d e prestaciones en trabajo o especies, y estos garantizaban la protección m ilitar y el ejercicio de ciertas libertades5. T al costum b re, general en la E d ad M edia, se vio reforzada p o r los resultados del antagonism o en tre el p o der secular representado p or el Im perio 4 Los antecedentes de la teoría del contrato social han sido expuestos en forma minuciosa por el historiador francés, especialista en Rousseau , R obert D erathé , en su obra Jean-Jacques Rousseau et la science politique de son temps, Presses Universitaires de France, Paris, 1950. G rocio, P ufendorf y H obbes son señalados como los antecesores inmediatos en el siglo x vii . Según lo anota D erathé , hay entre R ousseau y sus precursores diferencias sustanciales. El pacto, para Rousseau, no solo era la base del poder político, sino de la sociedad filis ma. La soberanía, fundada en la volonté générale, reside en el pueblo y es imprescin dible, inenajenable e irrenunciable para R ousseau , no así para sus antecesores. Por eso el pacto social es revocable en cualquier momento y la democracia es una democracia plebiscitaria que lo mismo puede producir el régimen napoleónico que otro tipo de gobierno si están basados en la voluntad generad. Algo muy dife rente es la democracia interpretada por el pensamiento liberal, pues en este la demo cracia es el régimen político que garantiza los derechos individuales, el derecho de las minorías y la tolerancia. De esto se dieron cuenta varios pensadores liberales del siglo XIX, entre ellos uno cuya influencia en el liberalismo colombiano del siglo pasado fue muy grande, el francés B e n j a m ín Constant . En efecto, Cons tant afirmaba: “Allí donde comienza la vida individual, se detiene la jurisdicción de la soberanía. R ousseau ha desconocido esta verdad elemental y su error ha tenido como consecuencia que el contrato social, tan frecuentemente invocado en favor de la libertad, sea el más terrible auxiliar de todos los despotismos”. (Cit. por Di R uggiero, Historia del liberalismo, Madrid, 1944, p. 93). Véase infra, nuestras consideraciones sobre el desarrollo histórico del liberalismo. 5 Los orígenes medievales de la idea del contrato han sido estudiados exhaustivamente por los hermanos Carlyle en su obra History of Medieval poli tical theory, London, sobre todo en el vol, i, cap. vi. Un resumen de sus conclu siones ha hecho A. J. Carlyle en su libro La libertad política,· México, 1942, p. 21 y ss., 37 y ss. También D i R uggiero (ob. cit., p. 21 y ss.) ha destacado la conexión entre los contratos de sujección de la Edad Media y la teoría con tractual del Estado.
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y el sacerdotal encarnado en la Iglesia, y p o r las pretensiones de los príncipes que, sintiéndose cada vez m ás fuertes, aspiraron a la consagración de sus tronos, p retendiendo que su poder venía direc tam ente de D ios y no requería la aceptación de su representante en la tierra, el Papa. La aparición de la teoría del derecho divino de los reyes inclinó cada vez más el pensam iento católico hacia una teoría de la soberanía basada en el consentim iento libre de los go bernados, y paradójicam ente, contribuyó al desarrollo de la idea laica del E stado. E l proceso era lógico, y u n pensador tan agudo y dotado de tan to sentido histórico y político com o F rancisco Suárez sacaría todas las consecuencias. Si el p o der de los reyes tuviera origen divino, podían estos no solo ejercer la potestad del m ando sobre sus súbditos, sin lim itación alguna, sino tam bién so bre la Iglesia misma. Y en efecto esa fue la conclusión que saca ro n los m onarcas absolutos de los nacientes E stados nacionales de E uropa. P o r eso Suárez y los juristas españoles de la Com pañía de Jesús establecieron que solo existía una institución de origen divino: la Iglesia, y que la po testad coercitiva del E stado tenía origen en el libre consentim iento otorgado a los gobernantes por sus súbditos. D e ahí a la teoría de la soberanía popular solo había u n paso. P ara m antener la autonom ía y la prioridad de la Iglesia, era necesario propiciar la crisis de la idea del derecho divino de los reyes. P or su indudable influencia en la form ación m ental de los juristas coloniales y en la génesis de las ideas de la generación precursora de nuestra Independencia, es necesario que nos detenga mos a esbozar una síntesis de la teoría del E stado y de la sociedad del más grande de los filósofos escolásticos del siglo xvii , cabeza de la escuela de juristas españoles de la C om pañía de Jesús6. Sostiene Suárez que la soberanía radica en la com unidad de los ciudadanos p or disposición de D ios y que los poderes coerciti vos de que gozan loß gobernantes em anan de u n contrato de suje ción en tre gobernantes y gobernados, poderes delegados que pu e den revocarse por decisión libre de los súbditos. Llega Suárez a 0 La influencia de Suárez durante la Colonia fue muy grande, según J. F. F ranco Q u ija n o , sobre todo en el siglo x v ii , época en que tuvo numerosos comentadores entre los jesuítas (F ranqo Q u ija n o , Suárez el eximio en Colombia, “Revista del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario” , Bogotá, 1917, vol. Xu, p. 587 a 593. Véanse también sus apuntes sobre la Historia de la filosofía en Colombia, ibidem, vol. xiii, p. 359 y ss.). Sobre la teoría del Estado en Suárez, la obra esencial es La teoría del Estado y de la comunidad internacional en Erancisco Suárez, de H e in r ic h R o m m e n , Madrid, 1951.
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justificar expresam ente el derecho de rebelión y aun el tiranicidio7 en la form a en que lo hicieron algunos otros pensadores jesuítas, com o el padre M ariana, y es m uy claro en su afirm ación de que el m andato al soberano puede revocarse y en que el gobernante está som etido a las leyes que garantizan el bien com ún, leyes que en últim o térm ino son em anación de la ley divina y p or lo tan to poseen plena independencia de cualquier disposición de la volun ta d estatal. Siguiendo clásicas ideas aristotélicas, Suárez considera la sociabilidad como algo que pertenece a la naturaleza del hom bre. N i siquiera como ficción le parece aceptable la tesis de que h ubie se existido una época en que la hum anidad hubiera estado consti tu id a p o r un conjunto de individuos dispersos. D ios ha hecho al hom bre de naturaleza sociable, en sociedad ha vivido y en sociedad ten d rá que vivir siem pre si es que desea cum plir con sus propios y esenciales fines. E sto en cuanto la sociabilidad es u n hecho prim o, u n factum. P ero cuando surge el problem a de la autoridad, de la posesión y ejercicio del poder, es decir del E stado m undano y del origen de su soberanía, Suárez afirm a que esta solo radica en la com unidad, q ue la ha recibido de D ios ju n to con la po testad de delegarla en los gobernantes. E l E stado, con todas sus características, no surge co m o un resultado del pecado, ni com o una consecuencia de la m aldad del hom bre, porque eso im plicaría su condenación. Tam poco sur ge como resultado necesario de la evolución de la fam ilia, sino como u n a unión librem ente querida de personas m orales que ven en la organización estatal la form a de convivencia social más adecuada p ara lograr fines y colm ar sus necesidades de naturaleza económica y cultural en u n m om ento del desarrollo histórico en que, p or ra zones del crecim iento dem ográfico y de la com plejidad m ism a de las necesidades hum anas, resultan insuficientes organizaciones pe queñas y no autárquicas, como la fam ilia. P ara Suárez es claro que el E stado se constituye p o r m edio de un consensus de sus m iem bros y que los gobernantes reciben su potestad de m ando de la voluntad popular. E n esta form a se configuraba una teoría po lítica tan sem ejante a la doctrina posterior del contrato social, que sería m uy difícil evitar confusiones, nç> obstante las hondas diferen cias existentes entre la concepción >roussoniana y la de Suárez .
7
R o m m e n , ob. cit., p. 370 y ss.
Ca p ít u l o
VIII
E L P E N S A M IE N T O P O L IT IC O E N LA ÉPO C A IN M E D IA T A M E N T E A N T E R IO R A LA IN D E P E N D E N C IA
29. samiento
I nfluencias medievales y escolásticas en el POLÍTICO COLOMBIANO DE LOS SIGLOS XVIII Y XIX.— No
pen
era, p o r lo tan to , absolutam ente necesario el contacto con las co rrientes del pensam iento francés e inglés del siglo xviii , para que se divulgasen entre las últim as generaciones neogranadinas de la épo ca colonial las ideas de soberanía popular, de p oder lim itado por norm as jurídicas y de libre elección de los gobernantes p or el pue blo, porque esas ideas eran patrim onio com ún del pensam iento escolástico español y de la escuela del derecho natural, ambos es tudiados en las universidades coloniales desde e l siglo xvii1. D e 1 La influencia de estas corrientes del pensamiento español en el movi miento de la independencia americana y en la educación de la primera genera ción de proceres, es ya una opinión aceptada en la historiografía americana. La han mostrado, entre otros, R icardo L evene en su Historia de las ideas sociales argentinas y A lejandró K orn en su libro Influencias filosóficas en la formación nacional, Buenos Aires, 1937, en la Argentina, y últimamente el investigador español M anuel J im énez F ernández en su ensayo titulado Las doctrinas popu listas en hispanoamérica ( “Anuario de Estudios Americanos”, vol. m , Sevilla, 1946). Entre otros muchos textos en que aparecen las doctrinas de Suárez sobre el Estado, aunque recubiertas con la terminología del siglo x v m , J im énez F er nández ha hecho un análisis detenido de un documento que seguramente tuvo gran difusión en América a fines del siglo dieciocho, al parecer por obra de M iranda . Se trata de la “Carta a los españoles americanos” escrita por el exjesuita peruano Ju a n P ablo V iscardo y G u z m á n , publicada en Filadelfia en 1799, un año antes de la muerte de su autor, ocurrida en'Londres. En dicho docu mento el exsacerdote jesuíta acoge la doctrina suarezianaí del Estado como origi nado en un “contrato de sujeción sinalagmático” , y sostiene que los gobernantes solo son merecedores a la obediencia de los súbditos mientras sujeten sus actua ciones a la ley y a la realización del bien común, y ataca la política económica llevada a cabo en América por la monarquía borbónica, particularmente el sistema de monopolios, ya que obligar a los americanos a comerciar solo con la metrópoli y con algunos concesionarios del comercio de Indias, o a seguir determinadas rutas
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tal esp íritu estaba em papada la generación de los precursores de la Independencia — inclusive la educación de N ariño, el traductor de los Derechos del hombre— , y aun la prim era generación rep u blicana. Fray D iego F rancisco P adilla , en una colección de artícu los sobre el m ovim iento de Independencia publicados en el perió dico santafereño “ E l Aviso al P úblico” , defiende el desconoci m iento de la Ju n ta de Regencia de E spaña p o r parte de los am eri canos, con num erosas citas de Santo T omás y de San A gustín : “ A ñaden tam bién que hem os faltado al juram ento y que nos opo nem os a las doctrinas católicas no obedeciendo al Consejo de R e gencia. P ero el juram ento que hem os hecho es de reconocer al señor don Fernando V I I p o r nuestro rey: a este estam os obligados y da rem os p o r él la vida; esta es la sustancia de nuestra prom esa, y la sostendrem os hasta la m uerte. E l reconocim iento del Consejo de Regencia es un pu ro accidente; a este no estam os obligados, según dice Santo T omás, y m ucho m enos cuando está de p or m edio el bien com ún, como dice San A gustín . San P ablo m anda obedecer a las potestades legítim as; ya hem os dem ostrado que al Consejo de Regencia le falta to d a legitim idad” . Luego cita textualm ente la doctrina de Santo Tomás sobre el juram ento: “ . . .n o debe guar d ar el juram ento cuando por algún nuevo evento im prem editado puede venir un peor m al. Si el juram ento puede ser contra la salud,
marítimas que encarecían los trasportes y el costo de las mercancías, era contrario a la teoría del justo precio enseñada por Santo T omás y los canonistas medievales. Y para reforzar sus argumentos en favor de la independencia americana, justificada por el rompimiento del contrato de sujeción entre la monarquía y los americanos, V isca RDO recuerda los preceptos legales de la antigua legislación castellana y cita la famosa fórmula de los fueros aragoneses, pronunciada por el justicia mayor en el acto de la coroñación del rey: “Nos que valemos cada uno quanto vos y que juntos valemos más que vos, os hacemos nuestro rey y señor, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades y si no nó” . La influencia de las doctrinas de Su árez , Soto y Santo T omas , en la inde pendencia de América, fue puesta presente por monseñor R afael M aría C arras quilla al destacar la contribución del clero neogranadino al movimiento de ideas de aquel entonces: “Entre tales sacerdotes — dice C arrasquilla — figuran hom bres de heroicas virtudes, muertos en olor de santidad, como el doctor Margallo; los que a raíz de la guerra fueron elevados a la dignidad episcopal, como Caycedo, Estévez, Sotomayor; teólogos y canonistas insignes, que no habían estudiado en modernos expositores, sino chupado la médula del León en las obras de S anto T omás , de Suárez , de Soto y de L ugo , de V itoria y de B ela r m in o " (Estudios y discursos, Biblioteca Popular de Autores Colombianos, Bogotá, 1952, p. 56 y 57).
P ensam iento político anterior a la I ndependencia
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es indebido, no tiene fuerza para obligar, como acto que cae sobre indebida m ateria”2. T an claro era el sentido antiabsolutista de esa tradición, que d u ran te el despotism o ilustrado de los Borbones fueron prohibidas las obras de Suárez y la enseñanza del derecho natural. Y precisa m ente fue esa ru p tu ra con la tradición española de libertades locales, m antenidas por encima de prescripciones legales y del aparato b u rocrático de poder, más aparente que efectivo, del E stado español de los Aus trias, lo que hizo im popular el gobierno de los Borbones y aceleró la desintegración del Im perio español en América3.
30.
El
e s p ír it u
de
los
Com
uneros
y
la
t r a d ic ió n
p o l í
El m ovim iento de los C om uneros estuvo im pregnado del tradicional espíritu castellano de libertades m unici pales y todo indica que sus directores habían sido form ados en los principios de la legislación española del tiem po de los Fueros y las Partidas. E n las capitulaciones firm adas en Z ipaquirá entre los jefes del m ovim iento y las autoridades españolas, no se habla de derechos inalienables del hom bre, ni de contrato social, ni se invo can principios m etafísicos para justificar las peticiones de las villas del oriente colom biano. N o hablan del pueblo y de la soberanía popular, sino que, utilizando u n viejo vocablo castellano de rancio sabor m edieval, se refieren al “ com ún” y a los intereses de las “ com unidades” . E l espíritu de ese texto indica que todavía no habían llegado hasta estos confines las noticias, y menos aún, las ideas de la Revolución norteam ericana, y que los ideales de la t ic a
española
.—
2 La polémica está mantenida contra partidarios del Consejo de Regencia que acusan a los patriotas de violar las doctrinas de Santo T omás y la Iglesia sobre la fidelidad al príncipe. Es de anotar también que cada uno de los artículos se halla encabezado por un epígrafe tomado de la literatura clásica latina. Véase Periodistas de los albores de la República, colección Samper Ortega de literatura colombiana, Bogotá, 1936, p. 81, 122 y 123. 3 El casuismo es uno de los rasgos distintivos del derecho indiano. “No se intentaron —dice el historiador O ts C apdequí— , salvo en contadas ocasiones, construcciones jurídicas que comprendieran las distintas esferas de derecho. Se legisló, por el contrario, sobre cada caso concreto y se trató de generalizar, en la medida de lo posible, la solución sobre cada caso adoptada” (J. M. O ts C a pd eq u í , El Estado español en las Indias, México, 1946, p. 15 y 16. Véase allí mismo un excelente resumen del espíritu general de la. legislación de Indias — tendencia uniformista, minuciosidad reglamentista, hondo espíritu religioso— , p. 15 y ss.). El historiador inglés C ecil J ane ha visto en las reformas borbónicas, caracte rizadas por su centralismo administrativo, una de las causas más fuertes de la inde pendencia americana (véase su libro Libertad y despotismo en América hispana, Buenos Aires, 1942, particularmente el cap. iv, p. 65 y ss.).
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Ilustración francesa no im pulsaban todavía a los criollos. E n cambio, es claro que las capitulaciones están concebidas de acuerdo con el espíritu dem ocrático de antiguas tradiciones jurídicas y po líticas peninsulares. E n prim er lugar, la secular costum bre caste llana y aragonesa de que el rey no podía im poner tributos sin con sentim iento de los súbditos representados por la institución de los cabildos, estaba presente en la pretensión de suprim ir totalm ente ciertos im puestos como el de B arlovento “ tan perpetuam ente que jamás se vuelva a oír sem ejante no m b re” , o en la de reducir y cam biar la form a del recaudo, en otros. P o r ninguna p arte asoma en las capitulaciones de Zipaquirá la aceptación de un poder abso luto de la corona, ni la duda sobre el derecho de los súbditos de hacer oír su voz cuando se trata de dictar las leyes que regulan la vida en com ún. Los com uneros colom bianos se presentaban a co legislar, como lo habían hecho du ran te siglos sus antecesores cas tellanos batidos por las fuerzas de Carlos V en los campos de V illalar. La idea del E stado representativo y del poder estatal lim itado por el derecho escrito o las norm as consuetudinarias, no estaba m e nos presente en los ánimos de los com uneros socórranos. E n la octava capitulación exigen que los rem ates de rentas arrendadas se hagan “ según las disposiciones reales de Castilla, sexta, séptim a y octava de las condiciones reales generales de los arrendam ientos” , como queriendo rechazar toda concesión abusiva de los funciona rios y toda desigualdad ante la ley. Y la idea castellana de igualdad, el m ism o sentim iento de orgullo de la persona, resuena en la capi tulación vigesim asegunda, cuando al exigir preferencia para los criollos en la adjudicación de los cargos públicos, los redactores del docum ento estam pan esta exigencia para los funcionarios espa ñoles que por su “ habilidad, buena inclinación y adherencia a los am ericanos” tuviesen que desem peñar posiciones dirigentes: “ . . .y al que intentare señorearse y adelantarse a más de lo que le corres ponde a la igualdad, por el mismo hecho sea separado de nuestra sociabilidad” . El espíritu de las capitulaciones es casuista y está em papado de realism o español. Los com uneros no piden un cam bio en la legislación general ni la prom ulgación de una C onstitución en el sentido de la m oderna técnica jurídica, sino decisiones para casos concretos y rem edios para males inm ediatos de la com unidad: su presión y rebaja de im puestos, m ejoram iento de caminos y puentes,
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rebaja del precio de la sal, acceso de los criollos a los altos puestos adm inistrativos, libertad de cultivo y libre com ercio del tabaco. Como era el caso de la legislación española de Indias, no existe en las capitulaciones de Z ipaquirá la separación — típica del racio nalism o jurídico m oderno, surgido de la ram a del derecho natural que culm inó en el pensam iento político liberal francés— entre de recho público y derecho privado. Los com uneros piden m odifica ción y eliminación de tributos, reglam entación de subastas, y ad judicación de cargos, modificación de sanciones penales, cuestiones que pertenecen todas al derecho público; pero tam bién consideran como algo que pueden solicitar los ciudadanos y que debe ordenar el E stado, el intervenir en la propiedad privada en la form a de m andar: “ Q ue a los dueños de tierras por las cuales m edian y sigan los caminos reales para el tráfico y com ercio de este reino, se les obligue a dar francas las rancherías y pastos para las mulas, me diante a experim entarse que cada particular tiene cercadas sus tierras, dejando los caminos reales sin libre territo rio para las ran cherías; para evitar este perjuicio se m ande, p o r p u n to general que p untualm ente se franqueen los territorios, y que de no ejecutarlo el dueño de tierras, pueda el viandante dem oler las cercas” . ¿No era esta una rem iniscencia de antiguas costum bres com unitarias castellanas como la de los bosques y pastos com unes y una expresa declaración de que el bien privado estaba lim itado por el bien público? P o r últim o, hay un concepto que pasa a través de todo el tex to de las capitulaciones como tem a constante: el concepto tom ista y m edieval de justicia distributiva, que los juristas españoles y especialm ente Suárez debieron popularizar entre los criollos cul tos de las colonias americanas. N o se trata de la igualdad ante el im puesto que N ariño habrá de propugnar en su Ensayo sobre un nuevo plan de administración en el Nuevo Reino de Granada4 y que la m ayor p arte de las C onstituciones y escritores de la época republicana aceptarán tam bién, sino de una concepción del im pues to como basado en la desigualdad de posibilidades, de derechos y de obligaciones de los súbditos del E stado. E n el pensam iento m e dieval, orientado más por la noción de justicia que p o r la de igual dad, la p arte del bien público otorgado por el E stado al ciudadano,
4 V ergara y V ergara, Vida y escritos del general Antonio Nariño, Biblio teca Popular de Cultura Colombiana, 2a ed., Bogotá, 1946, p. 79.
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lo mism o que la contribución que este debía dar para los gastos de la com unidad, están graduados según la m agnitud de su riqueza y de acuerdo con las necesidades inherentes al status social. La jus ticia se conseguía, no igualando, sino diferenciando. E n cam bio, N ariño afirm ará, para defender su idea de u n im puesto por cabeza, igual para todos los ciudadanos, que “ es un error creer que una mism a cantidad rep artid a sobre todos los contribuyentes igual m ente, es una desigualdad perjudicial a los pobres, y en favor de los ricos que tienen más com odidad de contribuir, puesto que el pobre se da en arrendam iento al rico p or aquella cantidad que ne cesita para vivir y si esa cantidad se aum enta en cierto núm ero de pesos este aum ento vendrá a sum arse al precio que pide p o r su trabajo, con lo cual a la p o stre el gravam en sale del peculio del rico ”5. Y la C onstitución del E stado Soberano de A ntioquia dirá que “ ningún hom bre, ninguna clase, corporación o asociación de hom bres, puede, ni debe ser más gravada p or la ley, que el resto de los ciudadanos,,6. E n esta form a, en am bos casos se estaba de fendiendo una igualdad de los ciudadanos inexistente en la realidad, la igualdad abstracta y m etafísica que proclam aban tan to idealistas (igualdad de la razón) como m aterialistas (igualdad de átom os, de estructura sensible, e tc .); igualdad que servía de sustentáculo al racionalism o jurídico de la época de la Ilustración y de la R evolu ción francesa. A sí como el derecho de representación es la idea cardinal del Memorial de agravios redactado por Camilo T orres en 1809, la de justicia d istrib u tiv a constituye la m édula de las capitulaciones de 1781. Sus redactores lo expresaron con toda claridad al pedir im puestos diferenciales y iñuy bajos para indios y pulperos, y la supresión de gravám enes sobre aquellos frutos y mercancías “ que, como los algodones, solo los pobres lo siem bran y cogen” , según reza la capitulación novena. Sobre el trib u to a los indígenas, dice la núm ero siete “ que hallándose en el estado más deplorable la m iseria de todos los indios, que si to m o la escribo porque la veo y conozco, la palpase V. A ., creeré que, m irándolos con la debida caridad, con conocim iento que pocos anacoretas tendrán más es trechez en su vestuario y com ida, porque sus lim itadas luces y r> Ibidem, p. 79. ϋ Constitución del Estado Soberano de Antioquia, art. 6° en P ombo y G u e Constituciones de Colombia, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, vol. n. rra,
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tenues facultades de ningún m odo alcanzan a satisfacer el crecido trib u to que se les exige con ta n to aprem io, así a estos como a los m ulatos req u in tad o s. . . Y en la trigesim aprim era agregan los m em orialistas, pidiendo justicia d istributiva para los pequeños ne gociantes de tiendas y pulperías, “ que reflexionando la m iseria de muchos hom bres y m ujeres que con m uy poco interés ponen una tiendecilla de pulpería, pedim os que ninguna ha de tener pensión, y sí solo la de alcabala y pro p io s”7. A gustín Ju sto de M edina, Ju a n F. Berbeo y Ju an B autista de V argas, los redactores de las cláusulas del pacto de Zipaquirá, invo caban la caridad cristiana para p ed ir la justicia d istributiva y habla b an en nom bre de antiguas costum bres y leyes castellanas; no traían a cuento los derechos del hom bre y del ciudadáno concedidos por D ios, ni m encionaban los pactos y contratos com o lo harán más tard e los hom bres de la generación siguiente; pero no por eso era menos clara su idea del gobierno basado en el consentim iento de los súbditos, ni su concepto de las libertades políticas, ni menos firm e su convicción sobre la suprem acía de las leyes y costum bres sobre la v o luntad del príncipe. E n cam bio, su idea de la solidaridad social era más viva y su concepto de la sociedad y del Estado más hum ano y realista. 31. Camilo Torres y el “M emorial de agravios”.— Tam bién en Camilo T orres vem os actuar elem entos de la tradición política española p or debajo de las influencias de lo que, en térm i nos generales, suele llam arse las ideas de la Revolución francesa. P orque, aunque su Memorial de agravios contiene expresiones que evocan la influencia de Rousseau o el contacto con M ontesquieu , si penetram os u n poco en el contenido de ese docum ento, encon tram os que sus ideas em anan tam bién de fuentes hispano-escolásticas8. Inteligencia realista, gran observador de los hechos, T orres defiende el derecho de los am ericanos a participar en el gobierno, a tener igualdad de derechos con todos los súbditos de la corona y participar en la decisión del propio destino sobre la base de rea7
Según el texto publicado por P érez y G óngora , p. 80.
de
A yala en su estudio sobre
C aballero
8 Nuestras citas se refieren al texto aparecido en la obra Constituciones de Colombia, de P ombo y G uerra , 2a ed., Biblioteca Popular de Cultura Colom biana, Bogotá, 1951, vol. i, p. 57 y ss.5
5 Pensamiento colombiano
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lidades sociales y solo en segundo térm ino se apoya en principios teóricos. C onsidera que la densidad dem ográfica y las riquezas del N uevo Reino de G ranada le dan derecho a tales prerrogativas. P e ro cuando debe acudir a principios de derecho o de teoría política, va directam ente a las fuentes de la legislación española y al ejem plo de las tradiciones peninsulares. Su concepto de la igualdad ra cial en que basa el derecho de los criollos a tener la misma repre sentación en las cortes que los españoles de la m etrópoli, no era sim plem ente la expresión del orgullo am ericano, sino que tenía su origen en las enseñanzas jurídicas de V i t o r i a , que había defen dido la personalidad m oral de los indios y sostenía que tam bién los estados de paganos eran o podían ser estados de derecho: “ C uando los conquistadores estuvieron mezclados con los ven cidos, no cree el A yuntam iento que se hubiesen degradado, porque nadie ha dicho que el fenicio, el cartaginés, el rom ano, el godo, ván dalo, suevo, alano y el habitador de la M auritania, que sucesiva m ente han poblado las Españas y que se han mezclado con los in dígenas o naturales del país, han quitado a sus descendientes el derecho a representar con igualdad en la nación”9. Y a propósito de gobierno representativo y del establecim iento de tributos, dice lo siguiente, tom ado de las Partidas y que no es m enos explícito ni menos dem ocrático que el principio anglosajón de “no representa tion, no taxation”: “ E stá decidido p or una ley fundam ental del Reino «que no se echen ni rep artan pechos, ni servicios, pedidos, m onedas ni otros trib u to s nuevos, especial ni generalm ente, en todos los reinos de la M onarquía, sin que prim eram ente sean lla mados a Cortes los procuradores de todas sus villas y ciudades, y sean otorgados por dichos procuradores que vinieren a las C ortes». ¿Cómo se exigirán, pues, agrega, de las Américas, contribuciones que no hayan sido concedidas por m edio de diputados que puedan constituir una verdadera represen tació n ,. . . ? P orque en los he chos arduos y dudosos de nuestros reinos, dice o tra, es necesario consejo de nuestros súbditos y naturales, especialm ente de los pro curadores de las nuestras ciudades, villas y lugares de nuestros rei nos, p o r ende ordenam os y m andam os, que sobre tales fechos gran des y ardups, se hayan de ayuntar cortes y se faga con consejos de los tres Estados de los nuestros reinos, según que lo fisieren los reyes nuestros progenitores” 10. y Memorial de gravios, ed. cit., p. 73. 10 Memorial de agravios, ed. cit., p. 73.
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32. La formación política de N ariño .— E n N ariño, el Precursor, el pensam iento político se n u tre tam bién de estas ten dencias tradicionales, aunque en su caso se encuentre mezclado con una erudición más abundante y u n m ayor contacto con las ideas de la Ilustración. H om bre de gran in q u ietu d m ental, había leído a P e n n y a Rousseau ; conocía los enciclopedistas franceses y los tratadistas del derecho natural; la C onstitución norteam ericana y la obra de sus exegetas, y estaba al ta n to de casi todo lo que, en m aterias políticas y económ icas, se escribía en España en la época de los Borbones. P ero no p or esto ni p or el detalle más bien anec dótico de la publicación de los Derechos del hombre, podríam os clasificarlo como un liberal d en tro del concepto del siglo x ix , ni siquiera como un adm irador ferviente del espíritu y doctrinas de la Revolución francesa. N ariño poseía una personalidad compleja, dotada de gran com prensión histórica y de ese sentido de la rea lidad más propia del político práctico y del estadista, que del pen sador sistem ático. P ero precisam ente ese sentido práctico, ese sa ber ajustar la teoría a la realidad y su tendencia a buscar fórm ulas conciliadoras en m aterias de organización política, representaban ya una influencia del estilo político del M edioevo. H ay cierto go bierno com puesto de estos, que es el m ejor, decía Santo T omás en frases que recogía N ariño al referirse a los extrem os de aristo cracia y democracia. Es muy significativo que al hacer su defensa ante la Real A udiencia de Santafé, en el proceso que se le siguió por la publi cación y traducción de los Derechos del hombre, N ariño se apoya ra en argum entos tom ados del acervo de la doctrina política espa ñola y de textos de Santo Tomás de A quino , para dem ostrar que no puede ser un crim en la divulgación de ideas que coinciden con las que son corrientes en E spaña mism a, en sus leyes y en los escri tos de pensadores políticos cristianos que sostenían las tesis del gobierno basado en el consentim iento de los súbditos, del Estado regido p o r la ley y de la m isión que este tiene de tu telar los dere chos de la persona. D esde las prim eras páginas de su alegato, N ariño cita u n texto tom ado de una Enciclopedia de metafísica y jurisprudencia, que bien pudiera atribuirse a Suárez : “ El p rín cipe recibe de sus súbditos m ism os la autoridad que él tiene sobre ellos; y esta autoridad está lim itada por las leyes de la naturaleza y el E stad o . . . E l príncipe no puede disponer de su poder y de -su$ súbditos sin el consentim iento de la nación, e independiente-
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m ente de la elección notada en el contrato de sum isión. . . E n una palabra, la corona, el gobierno y la autoridad pública son bienes de que el cuerpo de la nación es propietario y de que los príncipes son los usufructuarios, los m inistros y los depositarios” 11. Y para abundar en razones inserta todavía esta larga y signi ficativa cita de u n escritor tom ista de la época: “Santo Tomás, cu ya fam a justam ente considerada como el tesoro de la santa m oral, anda en manos de la juventud, que sigue p o r la Iglesia en las de todo el clero secular y regular, y de infinitos otros. Santo Tomás, el santo, es quien propone la cuestión de si la ley antigua obró bien en el establecim iento de los reyes, y decidiéndose p or la afirm a tiva, pone prim ero las objeciones en contrario, según su m odo im parcial y m odesto. L a segunda objeción en esta cuestión, que es la del artículo 1?, se reduce a p robar que la ley debió dar rey al pueblo, y no dejar su elección a su arbitrio como se lo perm ite, p o r aquello del Deuteronomio: C uando digas yo pondré un rey, lo pondrás, etc. ”A este argum ento, fundado a m i entender en la naturaleza de la teocracia, responde el santo: ”« Q ue D ios no dio rey desde el principio a su pueblo, porque aunque el gobierno m onárquico es el m ejor, m ientras no degenera, con todo eso está expuesto a caer fácilm ente en la tiranía, a no ser que el que se elija rey sea de una v irtu d perfecta; pero como esta se encuentra en pocos, no quiso D ios al principio d ar a su pueblo sino u n juez, o gobernador, hasta que, a petición del m ism o pueblo, le concedió como indignado (quasi indignatus) que estableciera su rey bajo las condiciones que trae el san to » ” . ' “ H e com pendiado — agrega N ariño— su respuesta, para ale jar el pasaje en donde habla más de positivo. Es la p ru eb a de su conclusión citada y dice así: ’’«R espondo que debe decirse que para el b uen establecim ien to (ordinationem) de los príncipes en alguna ciudad o nación, han de atenderse dos cosas: la una, que todos tengan parte en la sobe ranía (principatu) po rq u e así se conserva la paz del pueblo, y todos am an y observan tal establecim iento, como se dice en el segundo de los Polit. La o tra cosa es la que se entiende, según la especie de gobierno, o establecim iento de 4a soberanía, porque siendo d i 11
V ergara
y
Bogotá, 1946, p. 13.
V ergara, Vida y escritos del general Antonio Nariño, 2a ed.
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versas sus especies, como dice el filósofo en el tercero de los P olit., hay una principalm ente que según su v irtu d m anda uno; y la aris tocracia, esto es, el poder de los buenos, en que unos pocos m andan según su virtud. D e aquí es que el m ejor establecim iento de los príncipes es en alguna ciudad o reino, en que según su virtud, se pone uno que presida a tantos, ya porque entre todos pueden ele girse, ya porque tam bién son elegidos p o r todos, porque la tal es una excelente política, o policía bien mezclada de m onarquía (ex regno) en cuanto uno aprende de aristocracia; en cuanto m andan m uchos según su virtud, y dem ocracia, esto es, el poder del pueblo, pertenece al pueblo la elección de los príncipes, y esto se establece, según la Ley D ivina. O rdenar alguna cosa según el bien com ún, es propio o de toda la m uchedum bre, o de alguno que haga sus veces; y por lo tanto, hacer una ley pertenece a toda la m uchedum bre, o a la persona pública, que tiene el cuidado de to d a ella»” 12. A todo lo cual añade N ariño, no sin cierta ironía: “ M e pa rece que este Santo P adre no en tra en el núm ero de los que cita el M inisterio Fiscal, pues no solo no se opone a las máximas del papel, sino que las suyas son más claras, mucho más fuertes, y lle van a su frente la autoridad de tan respetable doctor. N o solo se hallan en el santo algunos de los derechos más notables del papel, sino otros que no hay en él, como aquello de que un gobierno m ixto es el m ejor; aquello de que aquel gobierno m onárquico, a no ser perfectam ente virtuoso el soberano, degenera en tiranía, P ro posición que si hubiera estado en el papel, tendría Carrasco algu na razón para equivocarse; pero no está allí, sino en Santo To más”13.
Finalm ente acude N ariño a la legislación española de las Partidas, lo que dem uestra cuán vivo estaba todavía el espíritu dem ocrático de las antiguas costum bres peninsulares en los hom bres educados en los claustros coloniales. “ E l com pendio de vues tras Leyes de P artida — afirm a en el alegato ya citado— dice: La dignidad o el im perio, el que logra esta es el rey, y el em perador. A este le com pete, según derecho y consentim iento del pueblo, el gobierno del im perio” 14. Podría pensarse que tales invocaciones a la tradición cristia na, a Santo T omás, a escritores españoles y a viejas tradiciones 12
Ob. cit., p. 21. Ob. cit., p. 22. 14 Ibidem, p. 21.
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castellanas, no eran más que ardides de u n abogado astuto, em pe ñado en confundir a sus acusadores y en establecer la injusticia que im plicaba castigar en las colonias la divulgación de unas ideas que eran perm itidas y corrientes en la m etrópoli, para proteger en esa form a u na libertad que le perm itía luchar en nom bre de ideas más radicales y revolucionarias. P ero un estudio de los escritos posteriores de N ariño, publicados en su periódico “ La Bagatela” , quince años después, no deja la m enor duda respecto al espíritu crítico, por no decir hostil, con que acogía las ideas más caracte rísticas de la Revolución francesa, como la teoría de la soberanía del pueblo y el sufragio universal. Tam poco dejan dudas respecto a lo muy hondo que en su espíritu había calado el realism o polí tico que lo caracterizó siem pre — realism o que muchas veces lo llevó a referirse con sarcasmo al “ tradicional quijotism o español” de muchos contem poráneos suyos— y el efecto m oderador que en su form ación tuvieron las doctrinas políticas escolásticas15.
33.
N ariño y los problemas de la democracia moderna.
C uando N ariño estuvo en plena actividad y en la época en que escribió la m ayor parte de su obra, no había m adurado la ideología liberal clásica. N i el laissez-faire en econom ía, ni el individualism o político, ni el arm onism o utópico, ni la ética utilitaria, ni la con cepción mecanicista de la sociedad se habían im puesto como form as puras y operantes en la m entalidad m oderna. E n el plano económ i co sus ideas tenían procedencia m ercantilista y fisiocrática; D e lo que será patrim onio de la concepción liberal clásica, solo aceptaba la idea de la libertad de com ercio que el liberalism o había heredado de la fisiocracia. E n lo político su concepto de la dem ocracia y su interpretación de la soberanía popular se acercaban más a la con cepción m edieval o anglosajona, que al m odelo del radicalism o francés, y aun a la tradición hispánica, tan fuertem ente im pregnada de igualitarism o. N o creía viable la efectividad del ejercicio de la soberanía p o r eL pueblo m ism o, y, como m uchos criollos distingui dos, nunca ocultó su tem or a la beligerancia popular. Como agudo observador de los hechos sociales y gran conocedor de la realidad del N uevo Reino, se daba cuenta de la im posibilidad de hacer efec tivo el sufragio popular en una nación donde solo una pequeña p ar 15 Esta influencia de la tradición escolástica en el sentido de un realismo político y de una actitud no utópica, la veremos actuar todavía en el siglo x ix en M iguel A ntonio C aro.
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te de la población poseía el m ínim o de cultura necesaria para deli berar con buen sentido en m aterias políticas, y como hom bre dotado de gran com prensión y sentido histórico sabía que la dem ocracia plebiscitaria de Rousseau había sido posible en la polis antigua, o en la ciudad m edieval, la G inebra en que pensó siem pre el autor del Contrato, pero no lo era en una nación de vasto te rrito ria , de población dispersa y sin form as de intercom unicación entre sus diversas provincias. E n un escrito publicado en C artagena el 19 de setiem bre de 1810, destinado a com entar un m anifiesto de la Ju n ta G uberna tiva de esa ciudad, sobre el proyecto de establecer un Congreso Suprem o, decía lo siguiente, respecto a la elección popular de los representantes: “ E n el estado repentino de revolución, se dice que el pueblo asume la soberanía; pero en el hecho, ¿cóm o es que la ejerce? Se responde tam bién que p or sus representantes. ¿Y quién nom bra estos representantes? E l pueblo m ism o. ¿Y quién convoca este pueblo? ¿C uándo? ¿E n dónde? ¿Bajo qué fórm ula? E sto es lo que rigurosa y estrictam ente arreglado a principios, nadie me sabrá responder. U n m ovim iento sim ultáneo de todos los indivi duos de una provincia en un m ism o tiem po, hacia u n m ism o pu n to, y con u n mism o objeto es una cosa puram ente abstracta y en el fondo im posible. ¿Q ué rem edio en tales casos? E l que hem os vis to practicar ahora entre nosotros p o r la verdadera ley de la nece sidad: apropiarse cierto núm ero de hom bres, de luces y de crédito, una parte de la soberanía para dar los prim eros pasos, y después restituirla al pueblo. Así es que justa y necesariam ente se le han apropiado los Cabildos de este R eino en la actual crisis'. H an dado estos después un paso más: se han erigido en Ju n tas Provinciales, y para darles alguna sanción popular, han pedido el voto o consen tim iento de la parte más inm ediata de población que siem pre ha sido bien co rta” 16. Y en el m ism o orden de ideas, agrega en tono burlón, pero con toda sinceridad y lógica: “ A sentem os p or p u n to inconcuso que la masa general del pueblo, conform e a los principios de todo con trato social, debe participar de la soberanía, que innegablem ente le com pete. P regunto yo ahora: si los Cabildos y Juntas decretan ya de antem ano, sin com petente autoridad, la form a de gobierno, el núm ero de individuos que deben tener un voto, el sitio defini10
Ob. cit., p. 101.
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tivo del Congreso y lo que en él deben tratar, ¿cuál es la parte de soberanía que me toca a m í, a m i zapatero o a mi sastre, que no hem os desplegado los labios, ni se nos ha consultado para nada? ¿N o será más propio, más natural, más sencillo, más conform e a justicia y a razón, que dando u n paso más las Juntas Provinciales, nom bre cada una su diputado para que estos, con una aproxim ación a la legítim a soberanía, prescriban las fórm ulas, m odo y sitio del Congreso G eneral? E n el prim ero, jamás llega el caso de que el pueblo sea soberano, o use de los derechos de tal; y en el segundo, aunque p o r los grados que prescribe la necesidad, llega al goce ple no de este derecho” 17. E l problem a a que se enfrentaba N a r i ñ o , y que resolvía con toda franqueza y sentido de la realidad, era el mism o que han abo cado siem pre los teóricos de la dem ocracia. E n abstracto, la sobe ranía reside en el pueblo, en la com unidad universal de los ciuda danos; pero ante las dificultades que ofrece la realización del principio, son posibles varias respuestas. E n la práctica, ya desde la E dad M edia estas dificultades trataro n de obviarse por m edio de la teoría de la representación. E l pueblo delega en un grupo de ciudadanos virtuosos los poderes que pertenecen a toda la com u nidad. P ero no obstante la solución del gobierno representativo, subsistió la duda, hasta muy adentrado el siglo x ix , de si el dere cho a elegir representantes cobijaba a todos los ciudadanos o solo a una p arte de ellos. E n otros térm inos, hubo quienes pensaron — y así ocurrió en aquellos países que, como Inglaterra, tenían cos tum bres aristocráticas arraigadas hasta en la conciencia de sus vi llanos— que p or com unidad o pueblo, Rara los efectos del derecho electoral, solo podían entenderse determ inados grupos dotados de privilegios tradicionales o de intereses patrim oniales considerables. E sa fue la interpretación de la dem ocracia m antenida en Inglaterra, donde h asta m uy avanzado el siglo x ix no se concedió el voto a la universalidad de los ciudadanos varones. Fue esta tam bién la in te r pretación m antenida p o r un fu erte grupo de los fundadores de la república norteam ericana, encabezado por A d a m s , quien sostenía que el derecho a elegir debía basarse en la propiedad. Solo el p ro pietario podría ser ciudadano, y buen ciudadano: “ ¿N o es igual m ente cierto — preguntaba A d a m s , con descarnado realismo— en térm inos generales, que en toda sociedad los hom bres totalm ente 17
Ibidem, p. 102.
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desprovistos de propiedad conocen dem asiado poco los asuntos p ú blicos para poder form ar un juicio acertado acerca de ellos, y de penden dem asiado de otros hom bres que tienen voluntad propia? Si ello es así y dais el voto a todo hom bre que no tiene propiedad, ¿no daréis con vuestra Ley F undam ental u n estím ulo a la corrup ción? Tal es la fragilidad del corazón hum ano, que pocos hom bres que carecen de propiedad tienen juicio propio. H ablan y votan se gún les dirige un propietario que ha puesto las m entes de aquellos al servicio de los intereses p ro p io s . . . H arrington ha dem ostra do que el poder sigue siem pre a la propiedad. E sta m e parece ser una máxima política tan infalible como lo es en mecánica la de que acción y reacción son iguales. M ás aún, creo que podem os avanzar u n paso y afirm ar que la balanza de poder de una sociedad acompa ña siem pre a la propiedad de la tie rra ” 18. D esde luego, existía una gran diferencia en tre los m otivos que im pulsaban a un hom bre como John Adams a basar la ciudadanía en la propiedad y los que podían argüirse en una antigua nación donde el pertenecer a ciertos grupos sociales, especialm ente el no biliario, era todavía una fuente de privilegios. Siem pre estuvo la propiedad, sobre todo la territorial, vinculada al status noble, pero la pérdida de ella no llevaba aneja la de los privilegios. P or otra parte, allí donde existían todavía residuos medievales supervivían derechos basados en el linaje hereditario o en la profesión, como era el caso de clérigos y juristas, o en la gracia de los m onarcas que otorgaban nobleza por excepcionales servicios a la nación en el campo de las armas o de la ciencia. E n cam bio, en pueblos jóvenes como lo eran todos los am ericanos, donde no alcanzó a cuajar una clase nobiliaria ni una sociedad basada en el status profesional — las mismas sociedades gremiales nunca alcanzaron solidez-— p or que ni existieron las prem isas históricas para ello ni era conveniente para la m etrópoli, forzosam ente el único elem ento diferenciador era la propiedad territorial, ya que tam poco la econom ía de bienes m o biliarios — la econom ía capitalista en sentido estricto— se había desarrollado suficientem ente. Desde este p u nto de vista la situación sociológica de la N ue va G ranada era muy sem ejante a la norteam ericana de la época de Adams, y ello, y no un m ero p ru rito de im itación, explica por qué todas las Constituciones de la época llam ada de la Patria Boba exi 18
Cit. por A. J. C arlyle,
L a lib e r ta d p o lític a ,
México, 1942, p. 256 y 257.
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gían la calidad de propietario territo rial o la posesión de una renta m ínim a para tener derecho a elegir o ser elegido en los comicios electorales. Solo que los norteam ericanos eran más consecuentes y realistas. D e ahí que John A dams viese en la propiedad la garan tía de la libertad, y pensara en una organización social en que to dos fueran propietarios: “ El único m étodo posible — decía— de llevar la balanza de p oder del lado de una igual libertad y virtu d públicas es facilitar a todo m iem bro de la sociedad la adquisición de tierra; hacer una división de la tierra en pequeños lotes, de m anera que la m u chedum bre pueda poseer propiedad territorial. Si la m uchedum bre posee la balanza de la propiedad, tendrá la balanza del poder, y en ese caso la m uchedum bre cuidará en todos sus actos de su liber tad, su v irtu d y sus intereses” 19.
19 En Carlyle, ob. cit., p. 257.
C a p ít u l o
IX
H A C IA LA C O N C E P C IÓ N L IB E R A L D E L ESTA D O
34. U na generación y una época de transición.— Si en la generación precursora se m antenían todavía vivos y dando el tono general a las ideas políticas elem entos del pensam iento español, m oldeados sobre la base de antiguos textos legales, saturados de pensam iento medieval y escolástico, en la generación procer esos elem entos pasan a ser residuos m ientras las ideas propias del E sta d o liberal individualista, que ya estaba llegando a su m adurez en E uropa, se elevan a la categoría de principios dom inantes. Esta observación se com prueba al efectuar u n análisis de las C onstitu ciones prom ulgadas en diversas ciudades del país, después de proclam ada la Independencia y antes de la creación de la G ran Co lom bia, cuya organización política fue obra de la C onstitución de C úcuta. H a sido costum bre de la crítica y la historiografía política y constitucional de C olom bia, afirm ar que los hom bres que hicieron las C onstituciones locales de la época federal se lim itaban a copiar la C arta fundam ental de los Estados U nidos, y así era en parte, p o r razones muy variadas y no sim plem ente p o r espíritu de im ita ción. E l ancestral sentim iento localista español, que no había desa parecido del todo entre los criollos de las colonias americanas y que los Borbones trataron de elim inar trasladando a la m etrópoli y al im perio ultram arino las form as centralizadas de adm inistración propias del E stado francés, se puso a flote una vez roto el vínculo político con la m onarquía. A dem ás, se daban en el N uevo Reino de G ranada hechos y situaciones sociológicos que no carecían de semejanza con los existentes en N orteam érica al producirse la in dependencia de la tutela británica. La clase criolla neogranadina, que aspiraba a ser el elem ento dirigente de la nueva república, no
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había podido adquirir privilegios ni títulos nobiliarios de la co rona española1, p or lo cual su situación social se hacía form al m ente muy sem ejante a la de los colonos norteam ericanos, que tam bién carecían de linaje noble. Como, por o tra parte, en am bos territorios existían la in stitu ción de la esclavitud y una clase de hom bres no libres, no era ex traño que u n estatuto jurídico que como la C onstitución de Filadelfia declaraba abolidos todos los privilegios de la sangre, *toda pretensión de gobernar p o r derecho de nacim iento o por consagra ción divina — como lo pretendían todavía algunos grupos nobles europeos— brindase a los legisladores neogranadinos la form a ju rídica para organizar la sociedad sobre la base, en sí contradictoria, de negar los privilegios de nacim iento y proclam ar la igualdad for mal de los hom bres, al tiem po que se consagraba la subordinación de un determ inado grupo racial — los esclavos negros— y su exclusión de los derechos de elegir y ser elegido para la dirección del Estado. N ingún hom bre, ninguna corporación o asociación de hom bres tienen algún título para obtener ventajas particulares o exclu sivos privilegios, distintos de los que goza la com unidad, sino aquel que se derive de la consideración que le den sus virtudes, sus ta lentos y los servicios que haga o haya hecho al público. Y no sien do este títu lo por su naturaleza hereditario o trasm isible a los hijos, descendientes o consanguíneos, la idea de un hom bre que nazca rey, 1 Por razones políticas y económicas la corona española se opuso siempre a toda posibilidad de que surgiese en América una nobleza fuerte o una clase social cualquiera con privilegios. Una prueba de ello fue la política adoptada respecto a la duración de las encomiendas, cuya perpetuidad se negó tenazmente a reconocer, hasta el punto de afrontar por ello serios conflictos en el siglo xvi, tales como las rebeliones de Francisco Pizarro, Francisco Hernández Girón en Perú y Panamá, Aguirre en Colombia, y las tentativas de rebelión que se susci taron en México por el 2° marqués Del Valle y otros descendientes de conquis tadores. “Si fueran perpetuas las encomiendas —-decía J u an de Solórzano en su Política indiana— los encomenderos serían peores y más insolentes... más viciosos y soberbios, y menos afectuosos al rey, de quien nada tendrían que esperar... lo cual es peligroso en provincias remotas” (cit. por E nrique R uiz G uiñazú , La tradición de América, Buenos Aires, 1953, p. 78). Y el mismo Solórzano — quien, como se sabe, tuvo gran influencia en la política imperial española en su carácter de consultor del Consejo de Indias— afirma, refiriéndose a un nombramiento de alcaldes, que en ninguna parte “halla dispuesto; ni intro ducido que en las provincias de Indias se repartan estos oficios por mitad entre nobles y plebeyos, como se suele hacer en muchos lugares de España, porque esta división no se practica en ellas ni conviene que se introduzcan (cit. por O ts Capdequí, Estudios de historia del derecho español en las Indias, Bogotá, 1940, p. 181. El subrayado es nuestro). Sobre las peticiones de títulos de nobleza para americanos y las controversias a que dieron lugar, véase a José D urand , Las trasformaciones del Conquistador, México, 1953, vol. ii , p. 73 y ss.
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m agistrado, legislador o juez, es absurda y contraria a la naturaleza, decía la C onstitución de T unja en su títu lo prelim inar2. E n té r m inos iguales se expresaba la del E stado de A ntioquia3. P ero, al tiem po que estas Cartas constitucionales negaban los privilegios del nacim iento y toda clase de status nobiliario o grem ial y acep taban el principio de igualdad de los hom bres — basándose en los mismos supuestos m etafísicos en que puede basarse toda noción de igualdad, es decir, en la idea del derecho natural, del com ún origen divino, de la posesión de una alma o de una razón iguales— , to das las Constituciones adoptadas en la N ueva G ranada hasta 1853, si 0o expresa, por lo m enos tácitam ente, consagran la institución de la esclavitud y excluyen de los derechos de representación a quienes no posean ren ta o patrim onio o estén en situación de de pendencia en calidad de jornaleros o sirvientes dom ésticos. Así lo hacen las Cartas de C undinam arca, T unja, A ntioquia, M ariqui ta o Cartagena, utilizando las mism as fórm ulas eufem ísticas para no nom brar directam ente la institución de la esclavitud. ‘T a ra ser m iem bro de la R epresentación N acional se requiere indispensablem ente ser hom bre de veinticinco años, dueño de su libertad, que no tenga actualm ente em peñada su persona por pre cio. . dice la C onstitución de C undinam arca de 1811. “ T endrá derecho para elegir y ser elegido todo varón libre, padre o cabeza de familia, que viva de sus rentas u ocupaciones, sin pedir limosna, ni depender de o tro . . . ” , se lee en la C arta fundam ental del E sta do de A ntioquia sancionada en 18124. La C onstitución de Tunja de la misma época, en cam bio, quizá p or estar dirigida a una p ro vincia donde la esclavitud no alcanzó desarrollo considerable — la esclavitud fue ante todo un fenóm eno de las provincias m ineras y de las zonas con agricultura de plantación del occidente colom bia no— , es la única que consagra abiertam ente la igualdad racial. Al referirse a la organización educativa, dice que ni en las escuelas de los pueblos, ni en las de la capital habrá preferencias ni distin ciones, entre blancos, indios u o tra clase de gentes5. Y en los m an datos referentes a la capacidad para elegir o ser elegido, solo excluye 2 En P ombo y G uerra, Constituciones de Colombia, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, vol. i, p. 246. 3
Ibidem, p. 295.
4
P ombo
y
G uerra, ob. cit., p. 314. Las bastardillas son nuestras.
5 Ibidem, p. 277.
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la calidad de m endigo, ebrio de costum bre, deudor m oroso decla rado y otras deficiencias m orales, pero no menciona ni siquiera m etafóricam ente la institución de la esclavitud6. Así se daban prem aturam ente en el seno de la sociedad gra nadina las mismas contradicciones y tensiones que caracterizan a la sociedad burguesa m oderna y a la concepción liberal del E stado en la época de su m adurez. E l derecho a participar en la dirección del Estado como elector o elegido, no podía reclamarse sino sobre la base de la igualdad y esta debía sostenerse sobre la negación de todo lo que pudiera diferenciar a los hom bres, como capacidad concreta para el m ando o la dirección social, al paso que la com plejidad de las funciones sociales, la división del trabajo, la desi gualdad real de las capacidades y la exigencia de jerarquías que encierra toda sociedad altam ente evolucionada, exige calidades in dividuales para ciertos puestos de la dirección del Estado. Se tra taba del antagonism o entre un principio orgánico e histórico — en el sentido de que lo individual se form a en el devenir histórico como resultado de la experiencia— y un principio mecánico o abstracto, que es el único sobre el cual se puede fundar lógicamen te la igualdad, antagonism o latente en toda teoría del E stado con tractual o consensual, sea que se presente en su form a medieval, sea en su forma m oderna dem ocrática. 35. E l propietario como ciudadano.— H em os visto ya que N ariño se dio cuenta de las dificultades de conciliar la teoría de la soberanía popular con las tareas prácticas que im plicaba la reu nión del pueblo para deliberar, y que, con toda franqueza y since ridad, sostuvo que no había solución distinta a que un grupo se apropiara el derecho a convocar a los ciudadanos más capaces de cada localidad y luego a reunir a los representantes de estos en un congreso nacional. A hora bien, en la mism a form a se había in ter pretado desde antaño la idea de que la potestad soberana reside en la com unidad. Para las noblezas española, francesa o inglesa, lo mismo que para los burgueses y m iem bros del tercer estado que forjaron el m oderno Estado parlam entario frente al absolutism o real, eran ellos los depositarios de la soberanía popular, es decir, eran ellos el pueblo.
ü P ombo y G uerra, ob. cit., p. 254.
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Y todavía en el siglo x ix , en In g laterra, el sector burgués del tercer estado y la aristocracia whig de com erciantes e industriales en coparticipación con la nobleza tory, se consideraban depositarios de los derechos del pueblo y com o tal exigían el control de la representación parlam entaria. Solo en la tercera década del siglo pasado Inglaterra concedió el sufragio universal a los obreros, y únicam ente en el trascurso de la pasada centuria la noción de pue blo vino a com prender la universalidad de los ciudadanos. Lo m ism o ocurrió en N orteam érica una vez proclam ada la in dependencia. D esde un com ienzo se m arcó una clara división entre M adison y H am ilton, de un lado, y Jefferson del otro. Las viejas clases rurales y com erciantes, que com ponían la incipiente aristo cracia, sostuvieron el principio de la ciudadanía basada en la p ro piedad, m ientras los colonizadores de la frontera pertenecientes m uchos de ellos a confesiones religiosas no conform istas, y hom bres dotados de un profundo sentim iento de libertad e igualdad, exigían los derechos políticos sobre la base de su calidad de per sonas m orales libres y del derecho inherente a todo hom bre de participar en la elección de sus gobernantes y en la creación de la form a del Estado. La idea de que sin propiedad no se puede ser libre, ni respon sable, ni ten er discernim iento suficiente para participar en los quehaceres del Estado, ha tenido m ucha vigencia en la historia de las ideas políticas, y la existencia de hom bres sin propiedad alguna se ha considerado siem pre com o u n factor de descom posición so cial. D e ahí que uno de los fundadores de los E stados Unidos, John Adams, hubiera planteado la necesidad de hacer propieta rios de tierra — en la época en que aún la tierra era la riqueza más im portante y la fuente de subsistencia en una sociedad agraria co m o lo eran entonces los Estados U nidos— a todos los ciudadanos de la U nión como garantía de la libertad, de su independencia para escoger sus representantes en los cuerpos políticos y de su seria vinculación a los intereses de la nación. E n Inglaterra, en el curso de una discusión acerca del docum ento conocido como el Acuerdo del Púeblo (The Agreement of the People), el com isario Ireto n , m iem bro del Consejo G eneral del E jército P uritano, había dicho en el año de 1640, argum entando contra quienes sostenían que el derecho de la ciudadanía no podía tener lim itación alguna y debía concederse a todos los habitantes del reino:
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“ Perm itidm e deciros que si convertís esto en regla, creo que habéis de refugiaros en un derecho natural absoluto y negar todo derecho c iv il. . . P o r m i parte creo que ninguna persona tiene de recho a u n interés o participación en la disposición o determ ina ción de los asuntos del reino ni en la elección de aquellos que han de determ inar p or qué leyes herqos de gobernarnos, si no tiene un interés perm anente y fijo en el rein o . . . esto es, las personas en las manos de las cuales está la tierra y las que participan en las corporaciones en cuyas m anos está todo el comercio. E sta es la Cons titución más fundam ental del reino, y si no la adm itís, no adm itís ninguna. . . ” . Una solución sem ejante a la preconizada por el com isario del ejército pu ritano fue la adoptada p or los legisladores de la N ueva G ranada anteriores a 1853, época en que se estableció el sufragio universal pleno. E n una sociedad sin considerable desarrollo eco nómico, donde no existían — fuera de las com unidades religio sas— corporaciones ni estam entos de vigorosa consistencia, ni no bleza o clases cerradas de antiguos y hereditarios privilegios, los únicos elem entos diferenciadores, objetivos, eran la propiedad te rrito rial y el dinero. H abía, p or o tra p arte, cierta base para juzgar que la clase propietaria o la burocracia que poseía rentas constituía el elem ento político más ilustrado y capaz de asum ir el papel de dirigir el E stado. O tra cosa podría estar de acuerdo con los princi pios hum anitarios y racionales — p or lo demás aceptados integral m ente en las C artas de la época— , pero resultaba ineficaz en la práctica. P o r esa circunstancia toda las C onstituciones de la época denom inada la Patria Boba, establecieron la ren ta en dinero o la posesión de propiedad territo rial como requisito para elegir y ser elegido para los puestos de dirección política. E ran dos elem entos que no aseguraban la excelencia de los electores y los elegidos por sí mism os, pero que al lado de u n principio abstracto de igualdad representaban un elem ento diferenciador de algún valor real7*lo. 7 “Para ser Presidente o Consejero del Poder Ejecutivo se requiere, ade más de las cualidades prescritas en el título iv, artículo 14, la de ser de edad de treinta y cinco años cumplidos, competente instrucción en materias de gobier no de la República. . . y tener un manejo, renta o provento equivalente, por lo menos, al capital de cuatro mil pesos”, decía la primera Constitución de Cundinamarca, todavía monárquica (P ombo y G uerra, ob. cit., p. 146). Y la republicana de 1812 es aún más enfática en este sentido, al exigir, para ser miem bro del Cuerpo Legislativo, “ser mayor de veinticinco años, hombre libre, etc., o propietario y que viva de sus rentas, sin dependencias ni a expensas de otros” (ibidem, p. 322). En el mismo sentido se expresan las Constituciones del Estado
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H abría que esperar hasta la segunda m itad del siglo x ix para que, bajo el im pulso del rom anticism o político, de las ideas cons titucionales francesas y del liberalism o económ ico británico, se im pusiera en todo su rigor la concepción liberal del E stado, abarcando todos los campos de la vida política. La reform a introducida a la C arta fundam ental en 1853 y todo el pensam iento político colom biano posterior, m archarían ya en esta dirección, con la sola y par cial excepción de algunos nom bres, como los de Sergio A rboleda y Miguel Antonio Caro. 36. Condiciones históricas para el desarrollo del libe ralismo.— E l apogeo de la concepción liberal clásica del E stado* 8, y la presencia activa de muy heterogéneas corrientes de ideas en el
de Antioquia y Tunja, y todavía más exigentes son las Constituciones de Cúcuta y la primera de la República de la Nueva. Granada, promulgada después de la disolución de la Gran Colombia. La Constitución de 1821, promulgada en la Villa del Rosario de Cúcuta, exige ser propietario de inmueble hasta para tener la calidad de elector parroquial, que era el grado ínfimo de la jerarquía electoral. Lo mismo exigen las Constituciones de 1830 y 1842, que demandan el requisito de ser propietario de bien raíz y tener una renta anual de ciento cincuenta pesos para gozar de los derechos ciudadanos (véase a Pombo y G uerra, ob. cit., p. 146 y ss.). 8 Para los efectos de este ensayo consideramos como “idea liberal del Estado”, una concepción política que posee los siguientes rasgos característicos, independientemente de la coherencia lógica que estos poseen entre sí: a) el Estado es ante todo una forma de vida jurídica en que la ley limita la voluntad de todos los miembros de la sociedad, inclusive de los que ejercen la dirección del gobierno y aquellos que desempeñan el papel de expedir las leyes positivas; b) la sociedad está compuesta por la suma de los individuos que la forman y el interés social no es nada diferente del conjunto de los intereses individuales; c) la fuen te de la soberanía del Estado y el origen de la ley está en la voluntad de los ciudadanos (voluntad popular) expresada por medio del sufragio. Este último es un derecho que en principio tienen por igual todos los miembros del Estado. La forma del Estado será decidida por la mayoría numérica de los sufragantes. A los anteriores rasgos generalmente se han unido otros, como, por ejemplo, una concepción optimista de la naturaleza humana y la creencia en que una ley de armonía domina tanto el universo material como el social. Esta última creen cia, que ha jugado un papel muy importante en la historia del liberalismo econó mico, es la que ha dado al liberalismo su matiz utópico, pues llevada hasta sus últimas consecuencias implica la afirmación de que toda oposición de intereses en la sociedad se resuelve espontáneamente. La justicia no sería sino un equilibrio que, como el de los cuerpos mecánicos, resultaría de una ley inmanente. En una sociedad de semejante estructura, el gobierno y el Estado serían poco menos que inútiles. Se ha observado además que entre el primer principio (la ley como límite a la voluntad del mismo legislador del Estado) y el tercero (teoría de la voluntad popular como origen de la soberanía) hay una contradicción insoluble, pues mientras el uno establece límites a la voluntad soberana, el otro los elimina. Hasta que el liberalismo se movió dentro del primer principio, no hizo sino pro
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pensam iento político colom biano de las tres prim eras décadas de la. segunda m itad del siglo x ix , lo m ism o que las reacciones ideoló gicas a que dieron lugar, tienen u n doble fondo histórico, in ter nacional de un lado, nacional del otro. P or muy aislada que estuviese A m érica de la vida europea y por poco que contase aún en la historia universal, desde el co mienzo del siglo, sobre todo después de verificada la Independecia, las potencias europeas, especialm ente In glaterra y Francia, se in tere saron cada vez más p or intensificar sus relaciones con estos países y em pezaron a m irarlos, no solo com o campos de inversión, mercados y fuentes de m aterias prim as, sino tam bién como zonas de influencia cultural y política, de im portancia en las relaciones de poder de las grandes potencias. N o solo había interés en los gobiernos y en los hom bres de em presa, sino tam bién en sectores intelectuales y cien tíficos que veían en la joven A m érica, además de una naturaleza inexplorada y m aravillosa, un cam po de aplicación para teorías, sueños y utopías de carácter político y social que podrían ensayarse en tierras nuevas, donde no existía el peso de tradiciones aristo cráticas y donde la naturaleza hum ana aún no estaba corrom pida
longar la tradición de la escuela del derecho natural; pero al acentuar el valor de la voluntad popular — o la voluntad de los parlamentos— como fuente del dere cho, negando todo derecho supraempírico, echó las bases del Estado omnipo tente. Si el derecho es una creación de la voluntad legislativa y no algo que existe por encima y con prescindencia de esta, como lo afirmó la escuela del derecho natural o como lo afirma la teoría tomista de la ley, toda decisión de un cuerpo legislativo, con la única condición de ser votada por la mayoría o por la totalidad de los miembros, puede considerarse derecho. El Estado de derecho no sería ya, como lo era en el liberalismo que aún estaba vinculado a la tradi ción iusnaturalista, aquel Estado en que rigiesen cierto mínimo de garantías jurídicas consideradas como un derecho eterno, racional, sino aquel que se rigiese por normas escogidas por sus mayorías, con independencia de su contenido de valor. Al insistir en la teoría de la voluntad popular, el liberalismo ha dado ori gen al positivismo jurídico, o sea, aquella doctrina que afirma que el derecho es una creación del Estado. Estas contradicciones y tensiones del pensamiento liberal constituyen toda la problemática de la teoría del Estado en el mundo moderno. La bibliografía sobre el liberalismo es amplísima; sin embargo, los trabajos respecto a sus ver daderas raíces, que habría que buscar en las fuentes mismas del pensamiento occidental, es decir, en el mundo griego-romano-cristiano, son en realidad pocos. Sobre sus orígenes antiguos y medievales, véase a Kurt H ancke , Beitrage zur Entstehungsgeschichte des Europäischen Liberalismus, Berlin, 1942. También puede consultarse a L. T. H obhouse , Libéralisme, Home University Library, Lon don, 1921. Acerca de la evolución comparada del liberalismo y sus matices nacio nales, véase a G uido di Ruggiero, Historia del liberalismo europeo, Madrid; 1942. Sobre las conexiones entre el positivismo jurídico y el liberalismo, véase a Jo h n H. H allowell, The decline of libéralisme as an ideology, International Library of sociology and social reconstruction, London, 1946.
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p o r la civilización, com o en la vieja E uropa. Bentham pensaba qu e en Bolívar, Miranda o cualquiera de los caudillos sudam erica nos podría encontrar el déspota ilustrado capaz de poner en prácti ca sus ideas sobre la legislación y el E stado, y de llevar adelante sus sueños de reform as sociales, y Lamartine cultivaba con em peño sus relaciones con la rom ántica juventud am ericana de aque llos años, con el ánim o de ganar prosélitos para sus ideas y lectores p ara sus obras9. La m ayor p arte de los neogranadinos m iraban en 1850 hacia Francia y el m undo anglosajón. Los que pensaban en la riqueza vol vían los ojos hacia las virtudes del homo oeconomicus, encarnadas en el tipo anglosajón, a su sentido del trabajo, a su sobriedad, su disciplina y su habilidad para los negocios. Los políticos, preocupa dos p o r la legislación, p or la organización jurídica y la form ación del E stado, buscaban su inspiración en las obras de Jeremías Bentham , o en Benjam ín Constant, o en Carlos Comte; en los socialistas utópicos o en los tradicionalistas franceses, según la o p ortunidad y los m atices personales y sociales de escritores y hom b res de E stado. C uando se contem plaba el problem a de dar form a a la econom ía nacional, se acudía a los teóricos librecam bistas o quienes sostenían la idea del papel activo del E stado en la defensa, form ación y distribución de la econom ía nacional. Si se trataba de poesía se buscaba la inspiración en Lamartine o en H ugo; y si de lógica o m etafísica, en D estutt de T racy, en Cousin o en la escuela escocesa.
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9 En su Historia de una alma, libro autobiográfico, ha contado José M aría Samper su encuentro con Lamartine en París: “Mi antiguo maestro E zequiel Rojas — dice— me había dado en Bogotá una excelente carta de introducción para M. de Lamartine , a quien yo deseaba ardientemente conocer de cerca. . . Recibióme al punto el gran poeta y publicista, tratándome con majestuosa benevo lencia, pues él era majestuoso en todo, y a poco de ofrecerme asiento me pre guntó si en mi país estaban en paz, y luego, si la sobras de él eran conocidas entre los neogranadinos. Por fortuna pude responderle afirmativamente a lo pri mero; y en cuanto a lo segundo, díjele, conforme a la verdad, que él era inmen samente popular (con V íctor H ugo y A lejandro D u m a s ) en toda la América española; que su admirable Historia de los girondinos había producido prodigioso efecto, y que entre nosotros el Telémaco de F en eló n y el Viaje a Oriente del mismo M. de L amartine eran los libros favoritos con cuya lectura aprendimos a traducir francés” (Historia de una alma, Bogotá, 1948, voí. n , p. 187). La figura de L amartine no solo atraía a los elementos de orientación radical. “Parecía que a los conservadores cautivaba el papel generoso y poético de Lamartine que arrancaba la bandera roja de la casa m u n icip al...”, dicen áng el y R u fino J. Cuervo en su libro Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época, 2* ed., Bogotá, 1948, vol. π, p. 187.
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E ste viraje do las clases cultas de la N ueva G ranada no era desde luego arbitrario, ni obedecía a un simple sentim iento de tem or o antipatía p o r la tradición española de gobierno y de cultura, ni a un fenóm eno pasajero de m oda, o a incapacidad para buscar a los problem as soluciones originales. D e todo esto podía existir una cierta dosis, pero lo que en el fondo arrastraba a los nacientes países hacia la órb ita francesa y anglosajona era la historia misma, cuya poderosa corriente solo podía contrariarse d en tro de lím ites m uy estrechos. La bancarrota del Im perio español trasladó el eje del poder m undial en form a definitiva a París y a Londres e insertó a las naciones am ericanas en form a plena en la historia de O cciden te, no solo porque estas debieron asum ir la dirección de sus destinos, sino porque al ponerse en contacto más directo con aquellos países que la política de aislam iento y autarquía del Im perio había m an tenido alejados de su íntim o contacto, las nuevas naciones en tra ro n al círculo de problem as, luchas y perspectivas históricas de las grandes potencias. A hora bien, la historia en el siglo x ix era ya plenam ente his toria universal, de m anera que m antener el aislam iento nacional en algún sentido, en el económ ico, en el político, en el cultural o en el científico, era u n verdadero im posible. D u rante trescientos años E spaña había querido m antenerse al m argen y m antener su Im perio incontam inado de los gérm enes que habrían de producir el desarrollo capitalista de los países occidentales, y había realizado u n suprem o in ten to de conservarse cerrada sobre sí mism a, fiel a su tradición religiosa católica, a su estilo de gobierno patriarcal fuer te, a sus ideales de ho n o r y sentido nobiliario de la vida, eti una palabra, hostil a los sentim ientos, virtudes e ideas propias del ca pitalism o m oderno, y a sus estructuras políticas y religiosas, más o menos correlativas, com o el E stado liberal dem ocrático y el p ro testantism o. Q uienes tenían en sus m anos los destinos del Im perio español tuvieron el presentim iento de la crisis social y espiritual del m undo occidental, m ucho antes que hom bres clarividentes co mo B u r c k a r d t , N i e ^ ^ p h e , T o c q u e v i l l e y S t u a r t M i l l 10*. Pero nada pudo contra la fuerza expansiva de las form as cul turales del hom bre sajón. La única form ación nacional que podía 10 Véase supra, nuestros capítulos referentes a la valoración de la heren cia espiritual de España, en los cuales el problema de las ideas políticas se analiza dentro del problema total del cambio de orientación espiritual y de concepción del mundo que implicó el viraje desde lo hispánico hacia lo sajón.
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oponérsele y que hizo el único esfuerzo de m antener el m undo u n i ficado alrededor de valores diferentes, España, perdió en defini tiva la batalla y ella m ism a tu v o que abrirse al influjo de las nuevas tendencias, en u n in ten to de sobrevivir como potencia. E so fue lo que in ten taron los “ heterodoxos” españoles, los que ensayaron europeizarla ya desde las postrim erías del siglo x v m , y lo que nunca lograron cabalm ente, porque el tip o espiritual que se había acuña do en la Península era tan firm e, tan específico, que al fin preva leció sobre todo elem ento ajeno a su p ro p ia esencia. E l resultado fue que E spaña quedó al m argen de la historia, d e la historia del p oder y la dom inación p o r lo m enos, es decir, que perdió su cate goría de gran potencia y se replegó sobre sí m ism a11. P o r razones m uy variadas no podían hacer lo mism o los pue blos hispanoam ericanos. D esde los tiem pos de la Colonia el tipo español había sufrido en A m érica trasform aciones esenciales en su ser íntim o. Su actitud ante el trabajo y la riqueza se m odificó. M u chos conquistadores, en tre ellos algunos de ascendencia noble, esta blecieron negocios lucrativos y dieron m uestras de no avergonzarse de ten er que com erciar y trab ajar m anualm ente, actitudes que fue ro n todavía más decididas en los criollos, ya que el ascenso social a través de posiciones adm inistrativas y políticas les estaba vedado o era lento y difícil. Al no existir una nobleza hereditaria, la idea burguesa de la vida, la conciencia de que el trabajo y el patrim onio eran títulos suficientes para p reten d er derechos y hasta para tener u n papel dirigente en la sociedad, era para los criollos una form a adecuada de afirm ación de sí m ism os12. P o r iguales razones acogían 11 Desde luego, solo parcialmente pudo España mantenerse al margen de las tendencias del espíritu moderno. Desde comienzos del siglo x v m empezó a formarse un espíritu burgués y una burguesía española que estuvo siempre en tensión con el espíritu tradicional español, nobiliario aun en sus capas populares, como lo hemos indicado en la primera parte de esta obra. Pero en total, e inclu sive en su propia burguesía, España ha resistido más que ninguna otra tormación cultural de Occidente al proceso de “masificación” y “economización” de la vida. Sobre el impulso hacia la “modernización” “europeización” o “aburguesa miento” de España, véase la obra fundamental de J ean Sarrailh , L ’Espagne ecleairêe de la seconde moitié de X V I I I siècle, Klincksick, Paris, 1954. 12 Faltaba al incipiente burgués hispanoaihericano — como en general al latino— la aureola de méritos con que la teoría de la predestinación rodeó al hombre rico en las sociedades protestantes. Por esta circunstancia la conciencia de su jerarquía social era menos sólida y basada en elementos de prestigio más precarios, lín hecho importante para la evolución del concepto de autoridad, en España y en los pueblos de ascendencia española, fue que la teoría del derecho divino de los reyes no tuvo en ellos arraigo. Y como para mantener la autoridad de los rectores del Estado y la cohesión de la sociedad, ningún elemento es tan potente como el religioso, España quiso asegurarlo consiguiendo el apoyo de la
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con entusiasm o toda form a de organización jurídica del E stado y to d a teoría política que protegiera sus intereses y am parase sus derechos, ya tuviera la form a de la doctrina de los derechos natu rales o se presentase con la envoltura de la tradición española del derecho m edieval de Las Partidas, o que adoptara la estructura ca tólica, suareciana o tom ista, o la m oderna form a del E stado liberal proclam ada en los E stados U nidos, de N orteam érica y consagrada en los Derechos del hombre. E sa m ism a situación sociológica hacía que América, sobre todo en países como C olom bia13* donde nunca h ubo fuerte aristocracia te rrito rial, y en cam bio desde un comien-
Iglesia a través de lá institución, típicamente española, del patronato, y dando al Estado mismo una misión religiosa, misión que, por otra parte, le fue immiesta por la propia historia, ya que su formación nacional coincide con una lucha de contenido religioso contra los pueblos musulmanes. El español se acostumbró a ser movido únicamente por impulsos religiosos, y de ahí que cualquier estímulo mundano como el económico, el poder, el confort, el mejor nivel de vida, etc., son insuficientes para llevarlo a una lucha nacional. De ahí también la fuerza disol vente que tuvo en los países americanos —y en cierta medida este fue también el caso de todo el mundo latino, especialmente de Francia— la teoría de la sepa ración de la Iglesia y el Estado y la explicación completamente mundana del fenómeno del poder político, como aparece en la teoría de la soberanía popular. No ocurrió lo mismo en los países sajones y protestantes, donde la idea de la predestinación, de la vocación divina de las clases dirigentes, y de todo el que tenía éxito social, daba un apoyo a las jerarquías sociales y al sentimiento de obediencia que no alcanzaba a ser anulado por ninguna declaración teórica y constitucional. Por eso pudo decir T ocqueville que en los Estados Unidos lo que autorizaba la ley lo prohibía la religión. Y como a la postre el mandato religioso logra más profundo arraigo en la conciencia popular, la ley puede autorizar la rebelión contra los gobernantes, sin peligro de que la rebeldía, que prohibe la religión, se produzca. En conexión con este fenómeno, otro hecho decisivo para comprender la evolución de la conciencia política en los países latinos —compren didos para este efecto España y los pueblos hispanoamericanos— fue que, en los umbrales de la historia moderna, la teoría de la resistencia al poder ilegítimo es predominantemente católica, y sobre todo, jesuítica. Hay que tener en cuenta, además, la enorme influencia que los teóricos y educadores de la Compañía tuvie ron en la formación de la juventud americana en la época colonial y en el momento mismo de la Independencia. 13 Es importante, para comprender la evolución política del pensamiento colombiano, tener en cuenta que Colombia fue uno de los países americanos de más activa vida urbana en la época colonial. En el oriente colombiano, especial mente, se fundó y floreció en los siglos xvii y xvm un conjunto apreciable de ciudades. A más de Bogotá, hubo núcleos urbanos como Tunja, Socorro, San Gil, Girón y Pamplona. En estas ciudades se formó una clase urbana comerciante, burócrata y artesana, que dio el tono a la vida colonial. En contraste con esta situación, faltó en cambio en la nación una fuerte aristocracia territorial. Los núcleos aristocráticos que se desarrollaron — Popayán, por ejemplo— no pueden compararse a las aristocracias terratenientes del Perú, Chile y México. Colombia, más que ningún otro país de América, es hechura de su clase media urbana. De ahí los dos rasgos más marcados del carácter nacional, con relación al orden polí tico: conservadurismo y legalismo.
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zo se desarrolló una considerable vida u rbana m ercantil, presentara u n terren o más propicio para que prosperase la asim iliación, y la adm iración p o r la civilización técnica y p o r el sentim iento capita lista de la vida14.
37. E l liberalismo como ideología de lucha por la in dependencia política.—-La adpoción de la idea liberal del E sta do resultaba casi inevitable para los am ericanos. E ra no solo el arm a teórica que podían esgrim ir contra cualquier in ten to de re constitución del Im perio español o contra cualquier tentativa de conquista, sino el único fundam ento que podían darle a las in sti tuciones nacionales. Los am ericanos no podían aspirar a funda m entar la independencia sobre u n a base doctrinal distinta y no podían cam biar esa base al día siguiente de conquistarla, como pre tendía Sergio A rboleda cuando afirm aba que A m érica habría podido tener “ trasform ación política” sin hacer una “ revolución p olítica” , es decir, sin cam biar las bases jurídicas de los nuevos E stados15.
14 Los escritores e historiadores americanos de formación liberal —en Colombia los hermanos Samper , entre otros— hablaron siempre de feudalismo americano, empleando el término en forma inadecuada y sin su significación cien tífica. En realidad, la situación era otra. No hubo instituciones feudales puras en América —y como se sabe, en España misma fue débil el feudalismo, según lo han demostrado las investigaciones de A lvaro de A lbornoz—> aunque algunas insti tuciones como la encomienda y fenómenos típicos de la vida española e hispano americana como el gamonalismo y el caudillismo tengan elementos formales de naturaleza feudal. La encomienda no era un feudo ni el encomendero un señor feudal en sentido estricto. Lo que hubo en América fue capitalismo colonial en el campo económico y Estado centralizado e interventor en el político, que es todo lo contrario del poder feudal. No hubo en América una nobleza fuerte, pues, como es bien sabido, la corona se cuidó mucho de no dejarla surgir. Además, la econo mía fue dineraria y relativamente racionalizada en algunas actividades —aunque fuera con fines privados y fiscales— , como las explotaciones mineras, las haciendas y el tráfico de esclavos, que fueron las tres grandes fuentes de riqueza y de for mación de clases ricas. También hubo en México, Perú y Nueva Granada, un consi derable desarrollo de la manufactura, especialmente de metales preciosos, paños y seda. Se sabe que muchos criollos y mestizos crearon apreciables capitales en estas actividades y que utilizaron el dinero así hecho pára adquirir posición social especialmente a través de matrimonios de conveniencia con mujeres de as cendencia española. Todo lo anterior no quiere decir que en la vida y en las instituciones coloniales no hubiese residuos feudales y medievales o que la tierra, como riqueza (latifundios), y la calidad de propietario territorial no hubieran tenido mucha importancia en la formación de las clases sociales hispanoamericanas. Sobre la manufactura en el oriente colombiano, véase a Luis O spina V ásquez, Industria y protección en Colombia, Medellin, 1955. 15 gio
Véase infra, nuestro capítulo referente al pensamiento político de Ser
A rboleda.
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G im o, p o r una p arte, las nuevas instituciones adoptadas no eran en sí mism as eficaces instrum entos de gobierno, y, p or otra, chocaban con la tradición de A m érica, con el estilo espiritual espa ñol, que después de todo era el m ism o de A m érica a pesar de las modificaciones que sufrió en el N uevo M undo, desde sus orígenes se dio en la conciencia política de las clases dirigentes hispanoam e ricanas esta tensión e n tre u n pensam iento indispensable para jus tificar la independencia y dar fundam ento teórico a los nuevos E stados, y una realidad que se resistía a ser m anejada con sus con ceptos; e n tre una teoría del E stado que servía de base a su actitud fren te a la m etrópoli, y de justificación a sus am biciones de m ando, y unos derechos im plícitos en la m ism a que no consideraban con veniente otorgar a to d a la población de las nuevas repúblicas. Bolívar m ism o se dio perfecta cuenta desde u n comienzo de esta situación contradictoria y precaria de los criollos dirigentes, cuando afirm aba en su C arta de Jam aica: “ Y o considero el estado actual de la A m érica, com o cuando, desplom ado el Im perio rom ano, cada desm em bración form ó u n sistem a político, conform e a sus intereses y situación, o siguiendo la am bición particular de algunos jefes, familias o corporaciones, con esta notable diferencia: que los m iem bros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nos otros, que apenas conservam os vestigios de lo que en otro tiem po fue, y que p or o tra p a rte no somos indios, ni europeos, sino una especie m edia en tre los legítim os propietarios del país y los u sur padores españoles; en sum a, siendo nosotros am ericanos de naci m iento, y nuestros derechos los de E uropa, tenem os que disputar estos a los del país, y que m antenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallam os en el caso más extraordinario y com plicado” 16. Y en el proyecto de ley sobre la libertad de los esclavos p re sentado al Congreso de C úcuta, José Félix de Restrepo expresa16 B olívar, Obras completas, La Habana, 1950, vol. i. Cartas, 125, p. 164. B olívar afirma que los criollos aspiran con legitimidad a dirigir el Estado y en
este sentido están amparados por doctrinas que en Europa dan a los pueblos el derecho de autodeterminación; pero se da cuenta de que, en buena lógica, ese derecho pertenece más a los indios americanos que a los descendientes de españo les, es decir, a los criollos. Por eso califica de paradójica su posición en la con tienda. Pero, además de esta contradicción entre pensamiento y realidad, B olívar observa la contradictoria situación sociológica y espiritual de los criollos, fluc tuando entre indígenas y españoles. Españoles por el sentimiento de la vida, se sentían llamados a dirigir los nuevos Estados, y superiores a los indígenas y los negros —aunque teóricamente afirmaran la igualdad de los hombres según lo
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ba con toda claridad la situación paradojal en que se encontraban, al ganar la independencia, las clases dirigentes de la N ueva G ra nada: “ C uando el Ser Suprem o pronunció la lib ertad de los pueblos de Am érica, y la destrucción de sus opresores no fue, desde luego, con o tro objeto que con el de hacerlos m ás virtuosos, más justos, y m ás dignos de volver a ejercitar sus derechos prim itivos. E n vano h abrían quedado rotas las cadenas de las presentes y futuras gene raciones, si una parte de la hum anidad q u e ha gem ido en la servi dum bre más abyecta 300 años ha, h ubiera de continuar siem pre u ltrajada y envilecida, para que la otra, elevada p o r el curso n atu ral de los hados a la dignidad de su ser, se apropiase exclusivam ente el fru to de nuestra regeneración civil. T al sería, no obstante, el es pectáculo m onstruoso que ofrecerían a las naciones del universo nuestras operaciones políticas y lo que atraería sobre nosotros la ira del cielo, si cuando entonam os him nos a la libertad, y celebra mos el triu nfo conseguido sobre nuestros tiranos, con una contra dicción m anifiesta agravásem os la m iserias de cierta clase de nom bres, sin acordarnos que ellos tam bién están m arcados con los mis mos derechos que concedió a los dem ás m ortales el A u to r de la naturaleza” 17. A ntes que la idea liberal p u ra del E stado se convirtiera en la form a im perante de pensam iento político en C olom bia, pasarían quince años en los que la influencia dom inante sería la del bentham ism o político, cuya teoría de la legislación y d el E stado poseía u n íntim o parentesco con la concepción de liberalism o puro, pero que p o r m uchos aspectos resultaba incom patible con ella, hecho que, p o r o tra parte, no fue suficientem ente notado p or sus fervo rosos partidarios de la N ueva G ranada. H ab ría que esperar todavía algunos años para que se intentase organizar la nación sobre la base de la idea liberal del E stado en su sentido clásico1®, y habrían
hacían todos los liberales americanos— , al tiempo que, nacidos en América, arrai gados sentimental y materialmente a ella y hostiles al español peninsular que los miraba desdeñosamente, ellos y la sociedad que entraban a dirigir, llevarían en sí mismos esta contradicción interior, esta tensión constante que, entre otros resultados, tendría el de la inestabilidad de su temperamento. 17 J osé F élix de R estrepo, Proyecto de ley sobre manumisión de la pos teridad de tos esclavos, etc., en Vida y escritos del doctor José Félix de Restrepo, publicados por G uillermo H ernández de A lba, Bogotá, p. 69 y 70.
18 Desde el punto de vista de la historia constitucional y legal de la Nueva Granada, el momento preciso lo señalan las reformas realizadas bajo el gobierno
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de pasar todavía trein ta años de intentos continuados por llevarla a la práctica, p ara que se iniciara el proceso de revisión y la b ú s queda de una solución sintética que, violentando la lógica de un pensar sistem ático pero atendiendo los llam ados de los datos his tóricos, conservara los elem entos que parecían conquistas defini tivas del liberalism o, p o r obedecer a realidades sociales de la época, al lado de form as de pensam iento político com patibles con la rea lidad social del país, con la tradición de gobierno que, no sin calar hondam ente en la conciencia popular, había practicado E spa ña en sus colonias de A m érica y que parecían más adecuadas para m antener la cohesión social de la nación. La expresión teórica de esa síntesis se alcanzaría precisam ente en la obra de Miguel A n tonio Caro, cuyas ideas sobre organización del E stado son el fru to de una reflexión continuada sobre los problem as surgidos de esa corta y tu rb u len ta experiencia, sobre el pasado histórico de la nación, y en form a m ás am plia, sobre la problem ática entera de la crisis social y política del m undo occidental. A ntes de llegar a esa síntesis, que tom ó expresión objetiva en la C onstitución de 1886, Colom bia ensayaría la corrección de las fórm ulas del libera lism o rom ántico y radical de ascendencia francesa, con un neoliberalism o de origen inglés, tarea que constituyó el esfuerzo de pensa m iento y acción de Rafael N úñez, de Miguel Samper y de Ma nuel A ncízar, o con las del liberalism o constitucionalista, tal com o las sostenían Benjam ín Constant , Royer-Collard y otros escritores franceses de m ediados del siglo. P ero com o de Francia soplaba el viento más fu erte de la influencia política, no faltarían en aquel período una frondosa producción de pensam iento rom ántico, n i tentativas de soluciones de contenidos socialistas, fourieristas, blanquistas, sansim onianos y positivistas.
del general José H ilario L ópez (1853). El sentido general de estas reformas se orientó hacia una disminución de la acción del Estado, restándole funciones, fragmentando las formas del poder público (tendencia al federalismo) y estable ciendo una comercialización completa de la economía, eliminando los monopolios fiscales. El sufragio universal se consagró en forma absoluta. La Iglesia se separó del Estado; se proclamó la completa libertad d e ’ejefcicio profesional. El movimien to en esta dirección culmina en la llamada Constitución de Rionegro (1863) y en la legislación sobre bienes de manos muertas del general Mosquera. La Cons titución del 63 llevó la lógica del principio de la libertad individual hasta auto rizar el libre comercio de armas y el derecho a resistir al gobierno en forma armada (véase, a P qmbo y G uerra, Constituciones de Colombia, Biblioteca Popu lar de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, vol. iv).
Capítulo X E L B E N T H A M IS M O P O L IT IC O
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Motivos y estímulos para el desarrollo del utili
tarismo.— La teoría de la legislación del jurista inglés, filósofo del utilitarism o, Jeremías Bentham , es la prim era concepción
del E stado y la prim era filosofía política sistem ática que se enseñó con carácter oficial en las universidades de la N ueva G ranada, po cos años después de proclam ada la Independencia, y el prim er cuer po coherente de doctrinas em parentadas con la concepción liberal m oderna del E stado, con que las clases cultas colom bianas intenta rían rem plazar las enseñanzas jurídicas y políticas de la U niversidad colonial. U n decreto del general Santander instituyó su Tratado de legislación como obra de estudio obligatorio en las facultades de jurisprudencia, y las polém icas suscitadas p o r sus ideas llenaron m edio siglo de la historia espiritual de C olom bia, puesto que to davía en 1870 se haría el últim o in ten to p o r m antenerlas como base de la enseñanza del derecho, en las universidades, y de la ética en los establecim ientos de enseñanza m edia1.
1 El decreto aludido fue dictado el 8 de noviembre de 1825, pero las obras de B en th a m eran conocidas y estudiadas en la Nueva Granada desde mucho tiempo antes. Según á n g el y R u fin o J. Cuervo, “La primera vez que se nombró á J eremías B e n th a m en Colombia fue en “La Bagatela” de N ariño (núms. 23 y 24, diciembre de 1811), donde se reprodujo, tomándolo de “El Español”, periódico publicado en Londres por Blanco White, un artículo extractado de su manuscrito” ( áng el y R u fin o J. C uervo, Vida de Rufino Cuervo, ed. cit., vol. i, p. 16). G root sostuvo, contra la opinión del historiador R estrepo, que la generación de N ariño y Torres conoció ampliamente la obra de B e n t h a m (véase su Historia eclesiástica y civil, t. v, p. 63 y 64; igualmente puede verse infra, nuestros capítulos referentes al pensamiento filosófico). “Miranda, que le consideraba como de los principales apoyos de la libertad americana, le daba parte de sus empresas. El célebre escritor a quien N ariño cita de memoria en su proyecto de Constitu ción que presentó en Cúcuta, es el mismo B e n t h a m . . . ” (J. V. L astarria, Recuerdos literarios, cit. por áng el y R u fin o J. Cuervo, ob. cit., vol. II, p. 184).
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La popularidad de B e n t h a m entre los hom bres que form a ro n la generación de la Independencia y entre la juventud univer sitaria de comienzos del siglo, tenía causas muy variadas. E n p ri m er lugar, surgía como resultado de la creciente influencia inglesa en el C ontinente y com o fru to de la adm iración que por entonces se profesaba a todo lo anglosajón, y hasta puede creerse que tuvo alguna influencia la penuria de libros y la no m uy am plia cultura de los m aestros de aquel entonces, quienes ante la necesidad de ten er u n libro de tex to acudían al que les era más accesible2. Sin em bargo, las causas de su popularidad entre las clases cultas eran más profundas. E n prim er lugar, el bentham ism o, como doctrina filosófica, era solo uno de los aspectos de la tendencia del espíritu m oderno hacia la investigación de la naturaleza, a la observación de los hechos como base de la elaboración de la ciencia, sea esta n atu ral o de la sociedad, y una expresión del deseo de en trar en contacto con la realidad em pírica y con lo concreto, tras tantos años de especulación libresca y de estéril aplicación de los concep tos y m étodos de la filosofía escolástica. Ese anhelo de observación objetiva y de aplicación de las ciencias a la vida cotidiana, de con tacto con lo concreto, se había m anifestado precisam ente en la N ueva G ranada desde fines del siglo x v m , bajo el im pulso de M u t i s y su E xpedición Botánica, de m anera que el bentham ism o, que por su aspecto m etódico proclam aba un atenerse a los hechos y a los datos de los sentidos, encontraba un terreno abonado para su desarrollo. P ero lo que sin duda constituía su m ayor atractivo desde el p u n to de vista de un a clase política y gobernante en forinación, de origen urbano, eran sus dos rasgos más característicos: el ra cionalism o jurídico y su ética típicam ente burguesa. N o era p ro piam ente su contenido dem ocrático lo que atraía los espíritus de los dirigentes políticos de entonces, pues lo que había de liberal 2 “Es indudable que el prestigio de B e n t h a m se afirmó en Colombia por la circunstancia de ser inglés, así como es también probable que hicieran sim pático a T racy sus entronques con los norteamericanos”, dicen á n g el y R u fino J. Cuervo en su Vida de Rufino Cuervo, ed. cit., vol. i, p. 16. La escasez de textos es mencionada como razón por E zequiel Rojas , la figura más conspicua de los utilitaristas colombianos de aquellos años: “Una parte de esta ciencia — dice, refiriéndose a la teoría general del derecho, que entonces se enseñaba con el nombre de ciencia de la legislación— y la principal, fue la que formó y describió el jurisconsulto inglés B e n t h a m : no conozco otro que la haya descrito; por tal razón propuse que se mandase enseñar la ciencia de la legislación por las obras del autor” (E zequiel R ojas, Cuestión de textos, e n O b r a s , ed. de áng el M aría G alán , Bogotá, 1868, vol. II, p. 247).
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y dem ocrático en el pensam iento de Bentham en realidad era po co, y, adem ás, representaba u n cuerpo extraño en la totalidad del sistem a. N i Bentham personalm ente n i su pensam iento político eran dem ócratas. Su teoría de la legislación entroncaba directam en te con H obbes, el teórico del absolutism o, y era solo una de las expresiones de la m oderna doctrina del positivism o jurídico, es decir, de aquella doctrina que afirm a que el derecho lo crea la vo lu n tad del E stado y que p or ta n to niega la existencia de todo dere cho trascendente, de todo derecho n a tu ra l en el sentido de la tra dición estoico-rom ano-cristiana. P o r o tra p arte, Bentham no aceptaba la teoría de la soberanía popular, n i creía en la existencia de norm as jurídicas universales que lim itasen la voluntad del le gislador y pusieran lím ites a la acción del E stado. Rechazó expresa m ente la idea de los derechos del hom bre y no aceptaba que la lib ertad pudiese ser el principio constitutivo de la ley fundam ental del E stado, puesto que este se establecía justam ente para lim itarla, para establecer la arm onía que p or naturaleza no reinaba en tre los hom bres. Si alguna vez aceptó el laissez-faire en econom ía, lo hizo contrariando los principios m ism os de su sistem a, pues no había ra zón para pensar que en el cam po de la conducta económica los in tereses del hom bre podían equilibrarse espontáneam ente y llegar p o r sí mismos a la arm onía, m ientras se presuponía que p or otros aspectos eran naturalm ente inarm ónicos y el equilibrio debía im ponerlo la ley del E stado. Y si alguna vez llegó a introducir en su sistem a la teoría de la voluntad popular como base del gobierno, lo hizo contra sus iniciales convicciones, ya que en sus prim eras obras rechazaba expresam ente la teoría del pacto social. P o r esto precisam ente, y p or la defensa que hacía de la institución de la propiedad y de las virtudes burguesas, de las prácticas del homo oeconomicus, había en el pensam iento bentham ista un elem ento de conservadurism o que no debía escapar a la inteligencia de hom bres como Santander, A zuero, Rojas y dem ás bentham istas neogr anadinos3. 3 En su Historia del liberalismo europeo, D i Ruggiero ha resaltado este elemento conservador del benthamismo: “El principio del interés y del cálculo — dice— , lógico y simplista, no inflama el ánimo, no es un incentivo revolucio nario; todo lo contrario” (ob. cit., Madrid, 1944, p. 23). En la historia del pen samiento político de Colombia seguramente representaron un elemento mucho más radical, y efectivamente revolucionario, todas las formas del romanticismo político, entre las cuales podemos contar el liberalismo de cuño francés, el sansimonismo, el fourierismo, el blanquismo, el armonismo de B astiat, el catolicis mo liberal (L am ennais , C hateaubriand , etc.), y en general las ideologías de
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39. N ecesidad de una legislación racional.— E l racio nalismo form al de la teoría del E stado y la legislación de Bentham llegaba con opprtuA idad a la N ueva G ranada y coincidía con las necesidades técnicas inm ediatas de u n E stado en reorganización, después de una guerra que había trastornado todo el aparato b u rocrático de la nación, y se acoplaba a los intereses, al sentim iento de la vida y al ethos que anim aba a la naciente burguesía neogranadina, que en ese m om ento parecía ser el grupo dirigente más activo4. E n efecto, la concepción bentham ista de la legislación no era sino una de las expresiones de la racionalización del E stado
que se nutrió la revolución francesa de 1848. Los hombres que piensan en primer término, y de modo primordial, en la eficiencia, y la conciben en términos estre chos —dice L indsay —, rara vez son demócratas. B e n t h a m no lo fue en principio. Puso sus esperanzas en el déspota ilustrado y durante algún tiempo esperó encon trar apoyo para sus opiniones en Catalina de Rusia. Comenzó por ser tory y llegó a ser demócrata, pero difícilmente puede decirse que fuera liberal (véase a A. D. L indsay , El Estado democrático moderno, México, 1945, p. 200). “No creía [B e n t h a m ] en la utilidad de las declaraciones de derechos natu rales, ni de ningún rastro de la teoría contractualista. Tomó de H obbes la doctrina de la soberanía en todo su esplendor” (L indsay , ob. cit., p. 203). Sobre las ideas políticas de B e n th a m y sus relaciones con la democracia y el liberalismo, Sorley, historiador de la filosofía inglesa, dice: “La declaración de los Derechos del hom bre y del' ciudadano, decretada por la Asamblea Constituyente francesa de 1791, no engañó nunca a B e n t h a m . Sus Anarchical fallacies, escritas por esta época, son una exposición magistral de las precipitaciones y confusiones de dicho documento” (S orley, Historia de la filosofía inglesa, Buenos Aires, 1951, p. 253). Todos los derechos — agrega Sorley— , según su opinión, son creaciones de la ley; los dere chos naturales, son simples absurdos; los derechos naturales imprescriptibles, absurdos retóricos, absurdos altisonantes (B e n th a m , Fallacies, cit. por Sorley, ibidem, p. 253). Sobre la teoría del contrato social se expresó así B e n t h a m : “Habiendo, pues, alcanzado la instrucción que necesitaba, me dispuse a sacarle provecho. Me despedí del contrato original y lo dejé para que se divirtie ran con su palabrería aquellos que podían creerlo necesario” (palabras citadas por Sorley, ob. cit., p. 243). Y sobre la libertad: “Subsistencia, abundancia, segu ridad, igualdad, son los cuatro soportes sociales de la felicidad. Pero el objetivo principal del derecho es el mantenimiento de la seguridad. Los derechos de cual quier clase, especialmente el derecho de propiedad, solo pueden ser mantenidos restringiendo la libertad” (S orley, ibidem, p. 249). L indsay cree que las desi lusiones personales — el fracaso de sus planes legislativos gestionados ante diver sos monarcas absolutos— y el atomismo político en que se basaba su concepción de la sociedad, condujeron a B en th a m a la aceptación de la democracia (L indsay , ob. cit., p. 203 y 204). Respecto a la oposición de B en t h a m a la teoría liberal clá sica de la separación de poderes, véase a G. Sabine , Historia de la teoría política, México, 1945, p. 614 y ss. 4 Castillo y R ada, F rancisco Soto, L ino de P ombo , J osé I gnacio de M árquez, R u fino Cuervo, y en general los hombres más influyentes de la época de Santander , fueron todos abogados, hombres de negocios y funcionarios públi
cos de formación burguesa. El caso en que se dio la mentalidad burguesa en su forma más pura, fue quizás el de don RyFiNO Cuervo. Según la imagen que de él nos han dado sus hijos áng el y R u fino J osé Cuervo en su libro Vida de Rufino
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m oderno, en la m edida en que todas las actuaciones de este se su ped itan a estos tres principios: econom ía, sim plicidad y eficacia. E n otros térm inos, no era sino u n aspecto de la tendencia de la vida m oderna a llevar al E stado las form as y sistem as de operación propios de la econom ía capitalista, que de p arte del E stado exigen una burocracia técnica y u n sistem a racional de legislación, es de cir, u n sistem a unitario y sencillo de norm as jurídicas de fácil co nexión en tre unas y otras; en o tras palabras, un m undo de form as jurídicas que perm itan la aplicación del m étodo deductivo y fo r m en u n todo arm ónico y racional. Eso era lo que preocupaba a B e n t h a m : encontrar un princi pio único y sencillo que perm itiera fu n d ar un sistem a de norm as jurídicas claras, que pudiese rem plazar la intrincada y casuísti ca — p o r lo tan to irracional-— legislación del derecho consuetu dinario inglés. E l que hu b iera establecido com o tal principio el placer y el dolor, dos elem entos sicológicos y em píricos, por consiguiente incapaces de servir de norm as universales, y además, inaceptábles para quienes no tuviesen una sensibilidad burguesa — p o r ejem plo, para un cristiano español— , fue lo que hizo que muchos espíritus tradicionalistas encontrasen sus ideas pobres des de el p u n to de vista sentim ental y débiles a la luz de la lógica. E sto era lo que precisam ente no tenía la teoría del derecho n atural que perseguía los mism os fines — es decir, la construcción de una ciencia jurídica de carácter m atem ático— y que, no obstante sus vicisitudes y p untos vulnerables, ha conocido úna suerte tan dife rente en la historia del pensam iento jurídico y en la tradición espi ritu al de E spaña y de Am érica. P recisam ente eso m ism o buscaban los organizadores de la república en Colom bia: u n sistem a racional de legislación que hiciese eficaz el E stado y rem plazase p or un sistem a uniform e y sencillo de códigos y norm as, lo que J u a n G a r c í a d e l R ío llam aba entonces la “ barbarie de la legislación española” . E n su Quinta meditación, que se ocupaba casi exclusi vam ente en este problem a, expresaba G a r c í a d e l r ío el anhelo de racionalización del E stado a través de la legislación, en estos térm inos:
Cuervo y noticias de su época, poseía las virtudes típicas del hombre burgués, sobre todo del burgués inglés: honradez, sentido del cumplimiento, vida ordenada tanto en la generalidad de hábitos como en las finanzas privadas, amor a la ley, religiosidad discreta y tolerante, cumplido padre de familia, transaccional en polí tica, mundano y dotado de grandes condiciones para la política y la diplomacia.
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“ Es tiem po ya, en efecto, de que una legislación sabia ocupe el lugar de una com pilación bárbara; de que nos deshagam os de esa hueste de leyes y decretos que nos acosa, y de q u e form em os unos códigos ilustrados, condensándolo todo en una form a y m odo que, sin q uitarle nada de su vigor, acabe con la oscuridad y la con tradicción que hoy reinan. D ejará entonces de ser la m archa de los procesos u n laberinto de form alidades y de vanas argucias; dom i n ará un noble sentim iento de la justicia; será al fin inteligible el idiom a de las leyes, ta n to tiem po desfigurado y corrom pido. C ódi gos bien redactados, que hagan desaparecer el caos de las leyes de Indias y de cuantas se han prom ulgado y anulado después en to d o o en parte, es el m ás bello presente que puede hacerse a C o lom bia”5. Luego, para ser más expreso, cita en su apoyo las siguien tes palabras de u n “ filósofo” de la época, que resum en adm irable m ente la concepción del E stado m oderno racional, concebido sobre el m odelo de una fábrica y de sus mecanismos económicos; E stado de fi^ionam iento sencillo, constituido p or norm as jurídicas y sis tem as de gestión tan sim ples, que para m anejarlo con pericia solo son necesarias las capacidades de una burocracia bien adiestrada: “ Si la autoridad no tiene principios invariables que sirvan de apoyo a los que la ejercen, es versátil, se verá em barazada, frecuen tem ente será contradicha y casi siem pre estará en defecto. E l p ri m er cuidado del adm inistrador debe ser form ar un plan general, consecuente a los principios adoptados, y referirlos todos a estos. A sí se obra uniform em ente y con orden. Es el orden la disposición de todas las cosas más a propósito para producir el efecto que se desea: la actividad sin orden no es más que u n torm ento desespe ran te para el que obra, e infructuoso para los que son el m otivo de ella. Sin orden no se puede hacer nada bueno. E l orden es quien, propendiendo p o r esencia a la sencillez, conduce necesaria m ente a la uniform idad: establecim iento m uy apetecible, porque rem plaza la m itad de los talentos y dispensa de tres cuartas partes del trabajo. Bajo u n régim en uniform e, cada cual sabe lo que debe hacer; donde no hay uniform idad, ni aun los que están a la cabeza de los negocios lo saben. La ventaja de la uniform idad es el secre to de todas las adm inistraciones vastas. Cuando está establecida, el jefe sabe lo que debe m andar y el subalterno lo que debe obe decer. Es una ventaja constante en política como en las artes que 5 Meditaciones, ed. cit., p. 170 y 171.
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cuando más sencilla es una m áquina, m enos sujeta está a descomp onerse”6. 40. L a t e c n i f i c a c i ó n d e l E s t a d o .— P o r lo dem ás, los hom bres que llegaban a su ju v entud y m adurez en aquellos años de organización de la R epública, se habían levantado — ellos y sus padres— en el am biente político y adm inistrativo creado por las reform as que Carlos I I I y sus consejeros habían introducido en el E stado español, y bien sabido es que el espíritu de tales reformas tendía a “ m odernizar” la adm inistración, a darle eficacia, sobre todo eficacia económica, a sim plificar y ordenar la legislación y la gestión gubernativa, en una palabra, a racionalizarla. La prim era generación republicana no hacía, pues, o tra cosa sino im itar y continuar esa tentativa. “ E sta sim patía con los liberales españoles — dicen los biógrafos de don R u f i n o C u e r v o — dio a los princi pios y tendencias de nuestra revolución u n im pulso de incalcula bles resultados en los prim eros años de Colom bia. Reproducíanse por dondequiera las publicaciones españolas, ya en prenda de ad hesión y fraternidad, que habría de com prom eter a sus autores a usar con los americanos la m ism a m edida con que ellos querían ser m edidos; ya para im poner silencio a los realistas y escrupulosos que se escandalizaban de las ideas que corrían en América, hacién doles palpar que en E spaña iban m ás altas las aguas y que nada ganarían con el restablecim iento de su dom inio. Poco tardaron en aparecer escritos originales en igual sentido, como si en Colombia tuviésem os ya u n partido idéntico al de los doceañistas”7.
Meditaciones, ed. cit., p. 179 y 180. *7 Numerosas leyes dictadas por el congreso neogranadino de aquel enton ces, fueron copiadas de leyes expedidas por las cortes españolas. Así, la referente al modo de proceder y conocer en las causas de fe — 17 de setiembre de 1821— fue copiada del decreto de abolición de la Inquisición y establecimiento de tribu nales protectores de la fe, promulgado por las cortes en 22 de febrero de 1813 y puesto en vigor por Fernando VII en 9 de marzo de 1820. La supresión de conventos menores, o sean aquellos en que no alcanzasen a haber ocho religiosos de misa (6 de agosto de 1821), tuvo modelo en el decreto de conservación o res tablecimiento de aquellos conventos que no contasen doce individuos profesos, lo que equivalía a cerrar más de la mitad de los conventos existentes, y a prohi bir a todas las órdenes religiosas dar hábitos y admitir a profesión. Tan sabido era en Colombia, que en todo esto no se hacía sino seguir las pisadas de España, que sobresaltadas en gran manera las comunidades por aquellos primeros pasos del congreso, tuvo el gobierno que tranquilizarlas, asegurándoles que no se pro cedería con ellas como lo hacían las cortes españolas. Véase a R ufino J. y ángel Cuervo, ob. cit., vol n , p. 18.
6 Pensamiento colombiano
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A hora bien, p ara encauzar ese anhelo de organización racional, eficaz y económ ica del E stado, no existió p or aquel entonces un cuerpo de doctrinas sem ejante o superior al bentham ism o. Sus ad versarios asum ían su crítica desde un p u n to de vista ético, metafísico o lógico, pero no exhibían u n conjunto de principios prácticos y técnicos capaz de sustituirlo. V olver a las antiguas form as de gobierno y a las ideas sobre el E stado propias de la tradición es pañola anterior a Carlos I I I , a un E stado m onárquico con conte nido misional religioso, donde no existían claras fronteras entre derecho privado y derecho público, con fueros y privilegios lega les; donde se legislaba según casos concretos y justam ente no exis tía esa generalidad de la ley que a todos obliga y a todos iguala; volver al sistem a de la econom ía de m onopolio e intervenciones, to d o eso parecía no solo un im posible político y sentim ental, sino adem ás u n im posible práctico. Las clases dirigentes criollas, sobre todo su naciente clase burguesa, necesitaban u n orden legal sim ple, sin discrim inaciones personales ni de grupo, que adem ás p ro tegiera la institución de la propiedad y reglam entase racionalm ente su uso y circulación, y un sistem a económ ico que perm itiera la expansión de sus energías y proyectos de enriquecim iento y tra bajo. Esa es la explicación que tiene el hecho de que las institucio nes que prim ero atacarían los dirigentes de la República fuesen los m onopolios fiscales y económ icos, las vinculaciones y m ayoraz gos, las m anos m uertas y todo lo que en trab ara la libre adquisición y circulación de la riqueza, que la fijase en unas m anos dejando inactivas las muchas que quizá querían explotarla8. Las enseñanzas jurídicas y políticas de Bentham llenaban, pues, esas am biciones en m om entos en que ninguna o tra doctrina igualm ente coherente y sencilla se le oponía. P ero, adem ás, Ben tham brin daba u n código ético de virtudes burguesas, tam bién racionales, que se acom odaba m uy bien a los im pulsos e intereses *s E zequiel R ojas fue muy consciente del contenido burgués —frugalidad en los gastos, equilibrio de las pasiones, etc.— de la ética utilitarista y de su relación con la economía. Luego de mostrar, con abundantes citas de B e n t h a m , que la dilapidación de la riqueza produce males sociales, concluye: “La miseria y la indigencia son consecuencias forzosas de la disipación; ya todos conocen cuá les son sus males. Si todos en la sociedad fuesen disipadores, esta concluiría con arruinarse completamente. El hábito de disipar es, pues, malo porque produce la desgracia de los hombres: aquellos, pues, que quieran gobernar de buena fe por el principio de la utilidad no serán pródigos; y por el mismo procedimiento se convencerán de que no deben ser avaros” (E zequiel Rojas, Filosofía moral, en Obras de Ezequiel Rojas, publicadas por A. M. G alán , Bogotá, 1869, París, 1870, vol. π, p. 14).
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de u n a clase form ada p or abogados, com erciantes y hom bres de ciudad. O rd en , sobriedad, parsim onia, sencillez, religiosidad indi vidual, espíritu cívico y u n concepto del bienestar y placer m ante nido d en tro de térm inos m undanos discretos, constituyeron rasgos suyos que, unidos a las necesidades y tendencias de la época, le aseguraron el favor de gran p a rte de las clases dirigentes neogranadinas d urante los cuatro lustros siguientes a nuestra Independencia9. 41. La obra jurídica y política de Ezequiel Rojas.— El más notable de los expositores del utilitarism o en la N ueva G ra nada y el único que dejó una o bra escrita am plia y de aspiraciones sistem áticas, fue, Ezequiel Rojas., D u ran te cerca de cuarenta años enseñó ciencia de la legislación, econom ía política, y m oral en la facultad de derecho del Colegio de San B artolom é en Bogotá, al tiem po que tom aba p arte activa en la vida política y escribía opúscu los y ensayos sobre tem as filosóficos y políticos en que se mezclan el sensualism o de Condillac, la m etafísica y la teoría del cono cim iento dé D estutt de T racy, el utilitarism o, y finalm ente al gunas ideas de origen kantiano tom adas posiblem ente de Cousin10.
9 Desde el punto de vista de sus resultados prácticos, la ética utilitaria no produjo ni debía producir necesariamente la inmoralidad, como lo sostenían sus adversarios. El utilitarismo no era en sí mismo una doctrina inmoral, sino una concepción sobre la cual no se podía fundar lógicamente una ética y sobre todo una concepción de la vida incompatible con el espíritu español y cristiano, puesto que era una creación del espíritu burgués. En este sentido tenía razón A níbal G alindo cuando afirmaba que el benthamismo había formado una generación de funcionarios públicos eficientes y de hombres honestos (Recuerdos históricos, Imprenta de La Luz, Bogotá, 1900, p. 42 y 43). Véase infra, nuestros capítulos sobre el pensamiento filosófico y la influencia de la ética benthamista. 10 Rojas tuvo gran influencia en la formación de la generación radical que comenzó su actuación política a mediados del siglo. Su actividad docente se pro longó por cerca de cuarenta años, entre 1830 y 1870. Sus obras, casi todas resul tado de su labor en la cátedra y de sus actividades de polemista, fueron publicadas por á ng el M aría G alán , en dos volúmenes (Bogotá, 1868). Rojas no poseía preparación lingüística y esa es una de las causas de que su estilo sea incorrecto, confuso y difícil de leer. Tampoco poseía una sólida preparación filosófica. No obstante que entre sus contemporáneos tuvo fama de ser hombre de cabeza bien organizada y lógica — “tenía poca imaginación, dice Salvador Camacho Rodán en sus Memorias (Bogotá, 1946, t. i, p. 69), el análisis y la lógica eran sus armas, y nunca se levantó a las regiones de la elo cuencia’’— , su obra carece no solo de méritos estilísticos, sino de claridad, orden y coherencia. La desaparición o decadencia de estas cualidades del estilo es un hecho que en la historia cultural de Colombia corre parejas con la eliminación de los estudios clásicos, especialmente con la supresión del latín del curriculum escolar, según puede demostrarse por un estudio de las generaciones y por los casos individuales. En su libro El latín en Colombia (Bogotá, 1949, Publicaciones del Instituto Caro y Cuervo, p. 253), José M anuel R ivas Sacconi ha insinuado
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P u esto que el núcleo de la form ación de Rojas fue el bentham ism o, en sus obras encontram os los rasgos y contradicciones propias de este. N inguno de sus contem poráneos asum ió el apos tolado del utilitarism o y m antuvo una fe ta n ingenua en la b ondad y valor de las enseñanzas de Bentham . C uando tras la prohibición decretada p o r Bolívar en 1828, veintidós años después, en 1850, se volvió a presen tar en el congreso nacional la cuestión de los textos que debían acogerse en las universidades para la enseñanza de teoría del derecho y filosofía, Rojas propuso de nuevo la adop ción de los libros de Bentham y T racy y defendió su p ropuesta en los siguientes térm inos, que den o tan su fe sencilla y dogm ática en las doctrinas de am bos autores:
“Bentham en sus obras enseña a conocer en qué consiste i donde se halla el bien general; enseña a distinguirlo del bien parti cular; enseña los medios de hacer triunfar aquel de este, i enseña que este es el deber i la misión de los legisladores. ’’D edúcese, en buena lójica, de estos antecedentes, que los lejisladores de C olom bia, no solo están en el deber de estudiar aquellas obras, sino que deben m andar que todos las estudien i que se adopten por tex to p ara la enseñanza en la U niversidad N acional. ’’A penas p uede creerse que haya naciones donde se ha p ro hibido el estudio i la propagación de las ciencias que les enseñan cuáles son las causas que puestas en acción les producen su bie n estar i su civilización” 11. Siguiendo a Bentham , Rojas quiere hacer una exposición sistem ática del pensam iento político p artien d o de u n a concepción m etafísica m aterialista y de una teoría sensualista del conocim iento. P e ro a las ideas propias de Bentham , agrega elem entos de doctri- *
la necesidad de estudiar las relaciones entre el pensamiento político de la genera ción de los precursores de la Independencia y la tradición clásica, sobre todo la latina. Debería buscarse esa correlación no solo con el contenido del pensa miento político, sino también con la presencia de ciertas formas y actitudes men tales como el realismo, y el pensar con lógica y rigor. Sería incorrecto científica mente pretender que el romanticismo, el radicalismo y el utopismo político carac terísticos de la historia política colombiana comprendida entre 1850 y 1880, se debieron primordialmente al descenso de la importancia dada a la educación clá sica, pero no hay duda de que este descenso, unido a otros factores de la vida social y espiritual, jugó su papel importante en la dirección dominante en el pen samiento de esas tres décadas. Sobre la obra y la personalidad de E zeq u iel R o ja s , véase infra, nuestro capítulo correspondiente al pensamiento filosófico.
11 Cuestión de textos, en Obras, vol. n, p. 240.
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nas liberales ajenas al espíritu y al pensam iento de su m aestro, lo que, como verem os, acentúa en su obra las contradicciones que Bentham , menos liberal, había podido esquivar. Según Rojas no se puede ser dem ócrata, ni liberal, ni aceptar el E stado de derecho, si se es idealista, y viceversa, serlo im plica aceptar una doctrina sensualista en la teoría del conocim iento y u n m aterialism o inge nuo en el cam po sicológico. Inició así, en tre nosotros, la tarea de vincular las ideas políticas a concepciones más am plias del m undo, y estas a interés, pasiones e im pulsos sociales, u n in ten to que, en form a más radical todavía, haría en 1870 Francisco Eustaquio Á lvarez, discípulo suyo y el últim o de los utilitaristas colom bianos12. H ay dos escuelas filosóficas que se h a n disputado y se dispu tan el gobierno del m undo y el dom inio de la inteligencia, decía Rojas en una polém ica sobre textos de enseñanza: “ La una, cuyo principal fundador es el abate Condillac, en seña que el hom bre es u n com puesto de cuerpo i alma; que esta siente, percibe, juzga, recuerda i desea: que estas propiedades son inherentes a ella, es decir, que son leyes de su naturaleza; que to dos los dem ás seres de la creación tienen las suyas; q u e en estas leyes de la naturaleza tienen su origen, o lo que es lo mism o, su fuente, su principio, su causa, todos los fenóm enos del orden físico, m oral e intelectual; que en ellos se halla la causa de la verdad i de la certidum bre; que en ellas se halla la raíz, es decir, el fundam en to, la base, la fuente de todo conocim iento positivo, es decir, de 12 '‘Si hubiera quien se presentara trayendo a los hombres el remedio efi caz contra tal situación —la ignorancia, la explotación, etc.— , dice álvarez , ese insensato sufriría las consecuencias de su arrojo. ¿Se dejarían destronar los poderosos que viven de las imposturas y de las injusticias, permitiendo que hubiese quien hiciese conocerlas a los pueblos? Es claro que no. Pues esta misión corresponde a la filosofía: es ella quien tiene que dar en tierra con los que medran con los errores, que lo son todos los poderosos, casi todos los pretendidos sabios; y en fin, todos los que han resuelto el problema de vivir del sudor de los demás con el beneplácito de estos” (F rancisco E. álvarez , Informe sobre textos, “Anales de la Universidad Nacional”, Bogotá, 1870, vol iv. p. 399). Como el alegato está hecho contra toda doctrina idealista y en defensa del sensualismo de D estutt de T racy, álvarez agrega en elogio de este: “La mejor garantía de la lógica del conde D e T racy es que ella no puede servir de fundamento a ningún sistema de imposturas con que se explote la ignorancia o la credulidad de los pueblos: esa ,lógica es útil a los engañados y no a los engañadores. Probad llevarla a cualquiera de esos países donde los hombres son víctimas de sus mismos errores, y veréis el terrible escándalo que forman los explotadores” (ibidem, p. 405). Á lvarez posiblemente no conocía la obra de C arlos M arx, sobre todo su Ideo logía alemana, pero el parentesco de sus opiniones con la teoría marxista de las ideologías, es evidente.
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todas las ciencias que describen el orden físico i m oral; que en las leyes divinas naturales se hallan las causas de la felicidad i de la desgracia, de lo bueno i de lo m alo, de lo justo i de lo injusto, de los derechos i de las obligaciones, etc., etc., en una palabra, que en estas leyes se hallan las causas de todos los fenóm enos. T al es el fondo de las doctrinas que constituyen la escuela sensualista, a la que tam bién se da el nom bre de experim ental” 13. Luego agrega: “ La doctrina de esta escuela es la base i fun dam ento, o lo que es lo m ism o, es la m etafísica del partido liberal d el m undo, por consiguiente debe serlo del de Colom bia. Sobre la doctrina de esta escuela reposan igualm ente todos los preceptos que constituyen la m oral de Jesucristo; É l los fundó sobre las leyes de su P ad re, que son las leyes naturales, leyes cuya divinidad nadie puede d is p u ta r. . . ” 14. Finalm ente, de estas prem isas deduce que “ de la doctrina de esta escuela se desprende la siguiente teoría política y social: a) N ingún hom bre nace con facultad, derecho o autoridad para gobernar a sus sem ejantes, b ) Las naciones son las q u e tien en facultad de gobernarse a sí m is m a s .. . , etc. c) E l p o d e r de la soberanía de las naciones es lim itado, i el todo soberano es limitado: su lím ite se halla en los principios de la justicia u n i versal, o lo que es lo m ism o, en los derechos individuales de los hom bres i en los de la nación m ism a, en su condición de persona i en la de m iem bro de la fam ilia de las naciones” 15. T odo lo que podem os vislum brar a través de este oscuro texto de R o j a s , es la afirm ación de que en el universo, y p or consiguiente en el hom bre, todo es naturaleza y que en el seno de esta rigen le yes de origen divino, que todo lo abarcan, la m ateria y el espíritu, lo bueno y lo malo. Si R o j a s hubiera tenido una sólida cultura filosófica habría llegado en el desenvolvim iento de estas ideas a form ular un doctrina de carácter panteísta, muy cercana a Spinoza. P ero en lugar de una m editación ordenada y sistem ática, lo que en contram os en toda su obra, a través de todos sus ensayos, es una inform e acum ulación de afirm aciones y conocim ientos y un cuerpo de conclusiones dogm áticas cuya conexión con las prem isas no pa rece preocuparle. D e la afirm ación de que el alma siente, juzga, desea y recuerda, pasa a la de que estos fenóm enos constituyen sus
13
E zëquiel R o ja s , Cuestión de textos, en Obras, vol n, p. 233.
14
Ibidem, p. 232.
ib
Ibidem, p. 233.
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leyes propias, y de aquí, a sostener que todo en la naturaleza está regido p o r leyes, para concluir con un grupo de principios políticos cuya relación con las prem isas no establece ni es posible establecer. E n definitiva, lo que R o j a s quería afirm ar era el origen sen sorial y em pírico del conocim iento y la consiguiente negación de toda idea universal, o como él decía, innata, para de ahí concluir ciertas afirm aciones políticas que en realidad no todas eran derivables lógicam ente del sensualism o, ni estaban im plícitas en el pensa m iento particular de B e n t h a m . La igualdad de los hom bres que postulaba com o prim era conclusión, era tan com patible con una teoría sensualista del conocim iento como con una doctrina de las ideas innatas, y las restantes conclusiones eran contradictorias con sus propias prem isas, al p ar que contrarias a su expresa negación del derecho natural. H o b b e s , que era el antecesor directo de B e n t h a m , había sido lógico al rechazar la idea del derecho natural y afirm ar que todo derecho era una creación del soberano absoluto, es decir, del E stado, y p o r lo ta n to que el poder de este era ilim i tado. Lo mism o había considerado B e n t h a m , ya que la idea de la lim itación del poder no puede fundam entarse si no se acepta la existencia de una norm a de validez universal, sea que se considere esta como una m anifestación de D ios, como ocurre en la teoría tom ista de la ley y del E stado, o que se sitúe en el ám bito de un orden racional “ existente aunque D ios no existiese” , según afirm a ba M o n t e s q u i e u . R o j a s lo sostenía expresam ente así, cuando es cribía contra la teoría roussoniana de la soberanía popular y con tra toda form a de absolutism o del E stado, que “ el poder de la soberanía de las naciones y el p o der de todo soberano es limitado", y que “ su lím ite se halla en los principios de la justicia universal, o lo que es lo mism o, en los derechos individuales de los hom bres” , derechos individuales que son anteriores a todas las leyes hum a nas16. Como b entham ista negaba, pues, lo que com o liberal se veía obligado a aceptar. Veamos ahora cómo presentaba las doctrinas no sensualistas y sus efectos políticos. Siguiendo la term inología com tiana y la usanza de los polem istas radicales de la época, R o j a s denom ina es cuela dogm ática, m etafísica o teológica, indistintam ente, a todo lo que no sea sensualism o o bentham ism o, sin cuidarse de matices y definiciones rigurosas: lü Cuestión de textos, en Obras, vol. n, p. 233.
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“ E sta escuela enseña que las ideas no son adquiridas; esta doctrina es com ún a todas las sectas de que ella se com pone. U na dice: que el alma al venir al m undo trae consigo el tipo de todas las ideas, i que el hom bre no hace sino recordarlas; o tra dice que el alma no trae tales tipos ni tales ideas innatas, que lo que trae es u n a luz, un fanal que tiene la m isión de enseñar al hom bre lo que es bueno i lo que es m alo, lo que es verdadero i lo que es falso; a esta luz la llam an conciencia; o tra dice que el alma no trae al m undo tal conciencia ni tales tipos de las ideas, que lo que trae es u n a facultad, que sin auxilio de ninguna causa externa, p or su p ropia actividad enseña al hom bre el m odo como son i como pasan las cosas, lo que es verdadero i lo que es falso, lo que es bueno i lo que es m alo, i a esta facultad llam an razón"17. Luego, siguiendo su m étodo habitual, concluye con los que a su juicio son resultados necesarios de toda form a de idealism o, p u ro o atenuado, y de toda filosofía que afirm e la existencia de ideas universales: “ D e esta m etafísica, más claro, de las doctrinas de la escuela dogm ática se han desprendido i se desprenden, como consecuencia necesaria, teorías p o lític as^ te o ciales diferentes i aun opuestas en tre sí, por ser diferentes las escuelas; las más generales son las si guientes : [ enum era varias ]. ”a) H ay hom bres destinados por Dios a gobernar las socie dades. ”b ) E l poder de los soberanos no tiene lím ites. ”c) D ios ha constituido dos potestades para gobernar a los hom bres i estos le deben obediencia pasiva en todo orden de cosas. ”d ) Los gobiernos tem porales deben estar som etidos a las autoridades establecidas p or todas las religiones positivas. ”e) Las naciones no tienen el derecho de organizarse bajo la form a de gobierno que les convenga. ”f) La inteligencia no es libre . ”g) Los hom bres no tienen derecho para juzgar sobre lo b u e no o lo m alo, lo verdadero o lo falso sino tom ando como criterio las bases de los respectivos sistemas. ”h ) Siguiendo a R o u s s e a u . creen que la voluntad general es infalible i que los legisladores son soberanos, su poder omnipo-
17
C u estió n
de
tex to s
, en
O bras,
vol u, p. 236.
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tente, lo bueno i m alo se hallan en poder de la voluntad general, porque esta no se equivoca” 18. T odo parece indicar que bajo el nom bre de escuela “ dogm á tica” , Rojas com prende p o r lo m enos cuatro m ovim ientos de ideas: el cartesianism o (teo ría d e las ideas in n a ta s); la idea cató lica de la existencia de una conciencia m oral ( innatism o de las ideas m orales ) ; el kantism o ( construcción de los objetos p or la actividad de la conciencia trascen d en tal); y la idea tradicionalista francesa, en boga entonces, sobre la sujeción del poder político tem poral a la Iglesia católica (D e Maistre y D e Bonald ). A hora bien, como ya lo ha hecho con las escuelas sensualis tas, em piristas y m aterialistas, de la enum eración indiscrim inada de caracteres, y sin cuidarse de su acoplam iento lógico con las pre misas, Rojas pasa a deducir de ellas todo lo que a su juicio signi fica negación de la civilización política, incluyendo la teoría de la voluntad popular de Rousseau19, que rechaza ta n to como la idea 18
Ibidem, p. 236.
10 Rojas rechazaba la idea de Ja voluntad popular o la soberanía de las mayorías, como base del Estado y origen de la ley. Sin embargo, aceptaba como punto de partida de la legislación y de la actividad del Estado el postulado benthamista del “mayor placer para el mayor número” , que puede conducir a los mismos resultados que la teoría de la voluntad popular: la eliminación del derecho de las minorías. Además, rechazando el poder ilimitado del gobernante, negaba al mismo tiempo todo derecho natural, y aceptaba, con el benthamismo, la idea de que el Estado crea el derecho, que es la base teórica del absolutismo estatal. B e n t h a m era lógico al ser utilitarista, positivista, jurídico y no demócrata. Pero en R ojas y en los utilitaristas colombianos que querían ser demócratas y exigían la limitación del poder y la vigencia universal del derecho, la adhesión al bentha mismo conducía a las más inextricables contradicciones e incoherencias. Dos críticos colombianos del utilitarismo, M ig u e l A n to n io C aro y J osé J oaquín O rtiz , se dieron oportuna cuenta de estas contradicciones. En su ensayo Las sirenas, criticando todo criterio empírico y sensualista como base de una teo ría de la ley y refiriéndose a H obbes, como inmediato antecesor de B e n t h a m , dice O rtiz : “El egoísmo destruye las bases de la sociedad que reposa sobre los deberes y los derechos de los ciudadanos, pues para el egoísta no los hay. Y de aquí se sigue de dos cosas una: o la sociedad queda entregada a la lucha de las fuerzas individuales, que es el estado de anarquía, o habrán de reprimirse por una fuerza superior sin límites y abusiva, que es el estado de tiranía; no hay medio, o la anarquía o el despotismo. H obbes, como lógico absoluto, paró en la tir a n ía ...” (J osé J oaquín O rtiz , Las sirenas, Baudry, París, sin fecha, p. 122). Por su parte, M ig u el A n to n io C ario mostró claramente la conexión entre el formalismo jurídico de K ant y la idea liberal del Estado (véase a M. A. C aro, Estudio sobre el utilitarismo, Bogotá, Imprenta de Foción Mantilla, 1869, espe cialmente p. 176 y ss.; infra, nuestros capítulos “Los críticos del liberalismo” y “La idea del Estado en Caro”. También J. M a n u el R estrepo , en una serie de artículos publicados en “El Constitucional” de Popayán, puso de manifiesto el lado antidemocrático, o por lo menos neutral ante la democracia, propio del positivis mo jurídico profesado por B e n t h a m : “Pero como B e n t h a m es indiferentista en cuanto a la forma de gobierno, y en cuanto a las religiones, no podía entrar en
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que, según él, se desprende de la “ escuela dogm ática” , de que hay hom bres nacidos para m andar. Es decir, rechaza sim ultáneam ente la idea del gobierno de m ayorías y la del gobierno de las aristocra cias, y no se le ocurría pensar que la igualdad de los hom bres, la lib ertad personal, el individualism o, él libre exam en y la lim itación del poder podían derivarse con m ayor lógica del racionalism o, del idealism o trascendental o de la doctrina católica de la ley, que de las doctrinas sensualistas, sobre todo de aquellas que, como la de B e n t h a m , venían en línea directa de H o b b e s , el teórico del abso lutism o.
42. L a m as
d e m o c r a c ia
y
la
voluntad
m a y o r i t a r i a .—
Tho
H o b b e s se había propuesto dos fines: crear una ciencia ju rí
dica form alm ente racional, es decir, que pudiera deducirse toda sin contradicción de un principio único, y una teoría del E stado y del derecho q ue prescindiese com pletam ente de todo contenido m oral y de toda instancia trascendente que pudiese lim itar el poder del soberano. P or el prim er aspecto seguía las huellas de G r o c io y su idea de fundar una teoría del saber jurídico, tan universal en su valor y ta n rigurosa en su m étodo como el conocim iento físico na tu ral que en su tiem po creaba G a l i l e o , y p or el segundo daba cul m inación al esfuerzo de M a q u i a v e l o encam inado a fundar la po lítica en el concepto m undano de poder*20. P ara lograr el prim er propósito postuló el sentim iento de se guridad, de afirm ación de sí m ism o, como el im pulso prim ordial de la conducta hum ana. Pero como en una situación en que cada u n o luchara por aum entar su poder sería im posible la convivencia, hubo de postular la necesidad de un poder suprem o capaz de lim i ta r las tendencias egoístas y expansivas de los individuos, poder que a su turno fuera ilim itado y cuyo origen estaría en un pacto en que la voluntad de cada uno sería delegada en form a irrevoca estas materias. No quiere que se toque el origen ni las bases de ningún gobierno. . . Tal es la razón por la cual el emperador de la Rusia ha sido uno de los apologis tas de B e n t h a m y tal es una de las razones por que no debe hallar apologistas en estas tierras de libertad e igualdad” (El benthamismo a la luz de la razón, Bogotá, Imprenta de Ayarza, 1836, p. 18). 20 Sobre H obbes, véase a T o e n n ie s , Thomas Hobbes, “Revista de Occi dente”, Madrid, 1932. Respecto a M aquiavelo y la teoría del poder, especialmen te sobre sus relaciones con la teoría de la razón de Estado, puede consultarse a M e in e c k e , El bistoricismo y su génesis, México 1943. Sobre G rocio y la idea de una jurisprudencia racional en conexión con el liberalismo moderno y la escuela clásica del derecho natural, véase a C assirer , La filosofía de la Ilustración, México, 1943, cap. vi.
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ble en m anos de u n soberano. H o b b e s tratab a de construir una teoría del absolutism p real y en este sentido logró el grado m áxim o de coherencia que qna doctrina política puede tener. Todos los elem entos de su teoría del E stad o y del derecho obedecen a este fin. E l principio fundam ental de su construcción tenía que ser sicoló gico, porque uno que no lo fuese habría de ser de naturaleza lógica, es decir u n concepto, y eso lo h abría llevado a aceptar una instancia trascendente a la voluntad hum ana, que forzosam ente serviría de lím ite a esta. O sea que habría tenido que aceptar la idea y la po sición de quienes sostenían la existencia del derecho natural como lím ite a la acción del E stado y del soberano. Pero, p o r o tra parte, esa voluntad que estaba en la base de la form ación del E stado no podía ser u n a voluntad que conservara su libertad, su autonom ía, po rq u e en esta autonom ía quedaría un lím ite a la voluntad del soberano, ya que el m andato em anado de sus súbditos podría revocarse o viviría pendiente de su renovación. P o r eso el pacto *en que según H o b b e s se instituye el gobierno te nía que ser irrevocable y en él los m iem bros del E stado hacían entrega to tal de su albedrío. E n eso precisam ente se distinguía de los teóricos de la m onarquía electiva, y de la interpretación dem o crática y m undana de la idea del pacto social que casi un siglo más tard e haría J u a n J a c o b o R o u s s e a u . S u soberano absoluto resulta ba más absoluto que lo que pretendían los E stuardos, porque la doctrina del origen divino de los reyes ponía todavía un lím ite al poder real: la voluntad de D ios y sus m andatos, que para el m un do cristiano tenían una significación m oral concreta. M as, si el pensam iento de H o b b e s era lógico con sus propósi tos políticos, como teoría del E stado resultaba insostenible y se destruía a sí misma. E l poder com o expresión de la afirm ación de sí mism o, ni lógica ni sicológicam ente puede ser el concepto central, el a priori de una teoría de la sociedad. N o puede serlo sicológica m ente, p orque la concentración de poder en m anos de unos, pocos o muchos, m inorías o m ayorías, produce en quienes lo detentan arrogancia y deseo de más poder, y de parte de quienes no lo po seen, resentim iento y actitudes de hostilidad. Y no puede serlo lógi cam ente, p orque el poder en sí m ism o es u n concepto negativo desde el p u n to de vista del único fin del E stado, que es la cohesión social, es decir, su propia conservación. Es un m edio y no puede ser u n fin. E l poder debe servir para algo, para lograr la vigencia de aquellos valores, costum bres o creencias que constituyen la
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razón de ser y el elem ento cohesivo de un cuerpo social. Para tener alguna significación com o concepto de una ciencia política, el po der tiene que estar al servicio de una realidad diferente a él mismo y que al propio tiem po constituya su lím ite. Esa realidad no puede ser o tra que la “ justicia” , que es el valor social por excelencia, el único cuya realización se confunde con la perm anencia en su ser de la sociedad y que p o r ello constituye el concepto central del pensam iento político cristiano occidental.
Mutatis m u tan dis a las mismas objeciones está expuesta la teoría que coloca la v oluntad general como el principio básico de teoría del Estado, sea que se la tom e en la interpretación roussoniana o en la versión individualista de liberalism o clásico. E l m un do occidental necesitó la experiencia de la Revolución francesa y el espectáculo de los plebiscitos prom ovidos y dirigidos, para darse cuenta de que la voluntad de todos, la voluntad popular o la vo lu n tad del mayor núm ero, no era necesariam ente, por la fuerza intrínseca de las cosas, buena, justa y razonable en sí misma. En otros térm inos, que los gobiernos absolutos podían ejercerse tam bién en nom bre de la voluntad popular, con su apoyo y entusiasm o. Fue precisam ente en estas circunstancias cuando empezó a tom ar fuerza nuevam ente la idea de la lim itación al poder como esencia del E stado y como protección positiva a la libertad y derechos de las m inorías, doctrina que sería el núcleo del pensam iento de los teóricos del neoliberalism o, como S t u a r t M i l l 21. 21 Como lo vio con claridad M ig u e l A n o n io C aro, lo mismo podría obje tarse a la idea de libertad como concepto central del Estado y de la ciencia polí tica. Haciendo la crítica de la separación kantiana entre moral y derecho, decía, citando a A h r en s : “En efecto la libertad es una facultad, un medio de acción; puede ser dirigida a uno u otro fin, según el principio que la beneficie; de que se infiere que así aislada sería absurdo considerarla como el objeto del derecho. En segundo lugar, la fórmula es negativa. Restringir una facultad no puede ser el fin de la legislación. Toda restricción, si ha de ser racional, no es un fin sino un medio de llegar -a él. Tanto la libertad como las restricciones a la libertad, no pueden ser, según esto, el fin de la labor legislativa; y tal, sin embargo, la concibe K a n t ” . Y agrega: “La libertad de que habla K ant no es la libertad encaminada a ün firt; pues en este casó, el fbi y no la libertad sería el verdadero objeto del derecho. El bienestar de que habla el utilitarista es el sentimiento de esa libertad. Luego esta y aquel, en cuanto se les considera como la razón del derecho, son una misma cosa” (Utilitarismo, ed. cit., p. 177 y 178). Es de notar que C aro vio igualmente que, aunque la ética kantiana pretendía ser una ética de altos ideales morales cuyo fundamento no era empírico y menos aún sensualista, sin embargo su formalismo la llevaba a coincidir con la ética empírica y justamente con la que más directamente rechazaba K a n t : con el hedonismo. Véase infra, nuestras consideraciones sobre el pensamiento filosófico de M ig uel A n to n io C aro.
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43. E l d e r e c h o d e l a s m i n o r í a s .— E n el fondo se trataba de un nuevo desarrollo de la teoría ilum inista, que se confunde con los orígenes del liberalism o, teoría que in terp reta el E stado como u n conjunto de fuerzas que se lim itan m utuam ente a fin de m an tener el equilibrio social, es decir, de la clásica teoría de la separa ción de los tres poderes. La teoría clásica que había servido para poner restricciones a la voluntad de los m onarcas, en la época de la sociedad de masas se interp retab a como un sistem a de protección de las m inorías contra el poder creciente de las mayorías. Con esta nueva actitud el liberalism o m oderno tendría que abandonar todo com prom iso con la teoría de la voluntad general de R o u s s e a u , cu yo desenvolvim iento lógico se vio que podía llevar a la dictadura de las mayorías, pero lo hacía a costa de ponerse contra sus propios supuestos m etafísicos, pues la defensa de las m inorías contra las mayorías solo podía basarse en fundam entos tradicionalistas o his tóricos, es decir, no racionales. La igualdad de derechos, el sufragio universal (la capacidad para ser elegido y la ponderación igual del voto de todos los sufragantes), los derechos de la mayoría num é rica a im poner la form a de gobierno y la persona de los gobernan tes, solo podían derivarse de una concepción mecánica e individua lista de la sociedad y de una idea optim ista de la naturaleza hum a na. Según la prim era hipótesis, la sociedad carece de consistencia en sí misma y solo resulta de una sum a num érica de individuos iguales. T odo derecho por razón de calidades hereditarias o perso nales, todo lo que la historia como destino individual u d e una es tirpe había acum ulado en una persona, era desestim ado tanto para la capacidad de elegir como para la función de dirigir el Estado. E n otros térm inos, se descartaba la personalidad, la individualidad, lo que hace de cada hom bre un ser único y diferenciado, y en su lugar se colocaba la unidad indistinta, el ejem plar de la masa. Por la segunda, es decir, por el optim ism o, se esperaba que el equilibrio social, el orden y la justicia se realizarían espontáneam ente por obra de la ley de arm onía que reinaba en el universo. A firm ar, pues, el derecho a disentir de las mayorías y a tener razón contra ellas, era negar el derecho del mayor núm ero a ejer cer su poder y colocarse contra todos los supuestos metafísicos del liberalism o, o como lo dijo algún historiador del pensam iento po lítico refiriéndose a S t u a r t M i l l , era verse obligado a defender la libertad con argum entos aristocráticos.
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Tal era el desenvolvim iento lógico de la teoría de la voluntad general. Si la lim itación al poder era la esencia de la vida social y del E stado, había que aceptar una instancia, un lím ite, que estuvie se más allá de la voluntad hum ana, como lo hacía la teoría estoicorom ano-cristiana del derecho n atu ral o una doctrina que enalteciera los valores individuales de la personalidad, como lo hacían los historicistas y tradicionalistas, o una com binación de am bas, como lo vio con toda claridad M i g u e l A n t o n i o C a r o en su concepción del E stado, que es una síntesis de estas dos grandes corrientes y u n a superación — no negación absoluta— de la idea liberal del E stado. A hora bien, aunque B e n t h a m adm iraba los monarcas ilu stra dos y buscaba el legislador om nipotente que diese realidad a sus proyectos de reform as jurídicas y sociales, pensó quizá que su p rin cipio m etafísico del placer y el dolor como elem entos constantes d e la naturaleza hum ana podrían establecer u n lím ite a la acción del E stado. E n su teoría de la legislación, el soberano está constre ñido a buscar el m ayor placer para el m ayor núm ero, pero, como lo hizo ver C a r o en su crítica al principio de la utilidad, es im po sible que este principio sea u n lím ite, porque, de u n lado, en qué consiste y cómo se define el placer para el m ayor núm ero, es algo im posible de decidir; y de otro, porque el bienestar es un resultado contingente que solo ex post jacto puede decirnos si actuamos bien o mal. E l legislador puede, pues, in terp retar a su voluntad la idea de bienestar, legislar sin lím ite ninguno y los resultados dirán si acertó o no. E n otros térm inos, que el legislador fija él mism o el lím ite de su poder. E stas mismas contradicciones se dieron en el pensam iento po lítico de E z e q u i e l R o j a s . Com o muchos hom bres de su tiem po, se dio cuenta de que el principio de las mayorías podía llevar tam bién a la om nipotencia del E stado, pero quería que se lim itase el p oder en nom bre del principio bentham ista del m ayor placer para el m ayor núm ero y negaba rotundam ente toda realidad al derecho natural. Refiriéndose al principio del sufragio universal, decía: “ Es conclusión que se deduce de estas prem isas, que en las sociedades donde son las mayorías las que gobiernan es indispensable consti tu ir los poderes, darles una organización que im pida, o al menos dism inuya el peligro de que sean arbitrarias i tiránicas, que es la
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tendencia general de toda entidad humana que puede imponer su voluntad i que tiene medios de ejecutarla”22. Pero ¿cuál es el lím ite y quién puede im ponerlo? R o j a s res ponde enfáticam ente que la m oral: “ La m oral es la que ha enseña do lo bueno i lo malo, ella m anda lo prim ero i prohibe lo segundo: a la m oral es, pues, a la que deben ocurrir los soberanos para sa b er qué es lo que les está prohibido i lo que les está perm itido, es decir, para saber cuáles son sus derechos”23. Más adelante agrega: “ Los déspotas i sus auxiliares tienen siem pre cuidado de enseñar i sostener que hay diferencia entre la m oral i la legislación, i entre aquellas i la política, para libertarse de las restricciones que la m o ral im pone para poder en consecuencia aten tar a mansalva contra las personas i bienes, i para cubrir su tiranía con la máscara del bien público, haciendo creer que hacen el bien a las sociedades cuando sacrifican a los individuos de que esta se com pone, excep tuando los que se sientan a la m esa”24. Y para term inar estas con sideraciones sobre la necesidad de lim itar el poder, sobre todo el de las mayorías, afirma que “ para conseguir sus fines los poderes arbi t r a r i o s ^ tiránicos, tienen siem pre un rico arsenal que llam an dere cho natural, en el cual hallan todas las armas que necesitan para atacar todo lo que les conviene i para defender cuantas iniquidades com eten” , cuando, precisam ente, la esencia de la teoría del derecho natural era la afirm ación de la identidad entre derecho, m oral y política, y por eso, como lo dem uestra la historia de las ideas, quie nes habían intentado construir una doctrina del absolutism o y del poder om nipotente habían comenzado siem pre por negarla. Si con alguna doctrina se confundía la historia de la idea de la lim itación del poder, era con la doctrina del derecho natural. E n cambio, solo violentando la lógica podía sostenerse que un principio como el bentham ista, cuyo contenido podía definir el mism o soberano, ser viría para construir una concepción del poder lim itado.
22
Obras, vol. n, p. 141.
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ii ,
p. 189.
Ibidem, p. 189.
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44. A m b i e n t e e s p i r i t u a l d e l a é p o c a .— La generación de la Independencia había estado bajo la influencia política de dos m o vim ientos de ideas: la teoría constitucionalista norteam ericana, de una parte, y el bentham ism o, de otra. Sin em bargo, ambos repre sentaban un tipo de concepción del E stado com patible con cier tos principios de realismo político y adaptables a la m entalidad parcialm ente conservadora y legalista de una clase burguesa urba na, de m anera que todo lo que en ellas había de elem ento explo sivo o de tendencia hacia una m ovilidad social perm anente, se co rregía de acuerdo con la experiencia, aunque fuese a costa de los principios. E l sufragio universal se lim itaba en consideración al patrim onio; la elección de legisladores era indirecta y lo mismo ocurría con el jefe del gobierno, y la actividad del parlam ento so berano se consideraba lim itada por una tabla de derechos indivi duales a la que expresa o tácitam ente se atribuía valor universal. P o r otra p arte, la legislación española se m antuvo en muchos as pectos económicos y fiscales, y las relaciones entre la Iglesia y el E stado se rigieron por la tradicional institución del patronato. Eso por el aspecto político y teórico. D esde el punto de vista sicológico, aquellas generaciones eran circunspectas y parsim onio sas, tolerantes y amigas de la transacción y el térm ino medio. Pero ya al doblar el siglo, R u f i n o C u e r v o pudo escribir con nostalgia: “ ¡Los partidos medios se van! ¡Todo se va!, exclamaba un elocuen te español hace veinticinco años. Palabras lastim eras con que se significaba haberse acabado en los pueblos de raza latina el ver dadero espíritu de libertad, a cuyo influjo logra verdadero respeto la conciencia con títulos m ejores que la propiedad, y convertidas la m oral y la religión en cuestiones de partido, haberse trocado las contiendas políticas en lucha interm inable, satánica, trabada, si cabe
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decirlo, en lo más hondos senos de la conciencia, para acabar con toda paz y acibarar la vida social y de familia. N uestros padres aca riciaban todavía la ilusión de gozar u n gobierno nacional a la in glesa o a la norteam ericana, colocado sobre la altura serena como el O lim po, de donde observase a los partidos luchando con digni dad y decencia, prontos a ceder honradam ente al vencedor” 1. Los años com prendidos en tre 1850 y 1870, que verán surgir en la N ueva G ranada u n a frondosa literatu ra política de carácter radical rom ántico y utópico, están m arcados p o r una ascendente influencia francesa en la cu ltu ra nacional. La revolución del 48 tuvo inm ediatas repercusiones políticas y sociales, sobre todo en la ju v en tu d universitaria y en la clase artesanal de la capital de la R e pública, y las influencias del pensam iento radical francés afectaron los diferentes m atices de la tradicional política neogranadina. “ E l im pulso hacia grandes reform as sociales tom ó repentinam ente fu er za inesperada — escribe en sus Memorias Salvador Camacho Roldan— con la noticia de la caída de la m onarquía de los O rleáns en Francia, el 24 de febrero de 1 8 4 8 ”2. “ La idea de un progreso indefinido que llevaría la hum anidad a abrazarse en el regazo de la dem ocracia cristiana, im presionó vivam ente a individuos de am bos p artid o s” , afirm an dos observa dores de la época. “ Parecía que a los conservadores cautivaba el papel generoso y poético de Lamartine , m ientras los otros se dejaban arrebatar de L o u is Blanc cuando arengaba a los obreros en el L uxem burgo, anunciándoles la renovación del m undo social y el rem edio de todas las m iserias del p u eb lo ”3. A la lectura de
Fourier, Saint-Simon , P roudhon, Condorcet, Bastiat, La martine y L o u is Blanc se agregaba el entusiasm o p o r la poesía y la novela rom ántica de fondo social que idealizaba al hom bre p ri m itivo o al proletario de las ciudades, o ensalzaba al cristianism o 1 En á n g e l y R u f in o J. C uervo , Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época, ed. cit., vol. i, p. 54.
2 Salvador C am acho R oldan , Memorias, Bogotá, 1946, t. i, p. 9. Sobre la influencia de la revolución del 48, dicen dos historiadores de la época, Á ngel y R u f in o J. C uervo : “Abolióse la pena capital por delitos políticos y la de vergüenza pública; se desterraron los tratamientos oficiales de los magistrados remplazándolos con el de ciudada/tio, porque en Francia se declararon abolidos todos los antiguos títulos de nobleza y las deificaciones que les eran anexas. Poco después se dio atropelladamente libertad a los esclavos, como el gobierno provisional la dio a los de las colonias francesas” (ob. cit., vol. ri, p. 185). a
Á ngel y R ufino J. Cuervo, ob. cit., vol.ii, p. 187.
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como religión de oprim idos y hablaba de arm onías de la natura leza4. E n su Historia de una alma, José María Samper , uno de los más notables representantes de aquella generación rom ántica, ha dejado u n testim onio de la atm ósfera espiritual y de las influencias que recibía la juventud de su época: “ Los comienzos de m i educa ción fueron clásicos, pero no ta rd é en volverm e rom ántico en tu siasta, al influjo de las obras de Espronceda y Zorrilla, los Bermúdez de Castro, G arcía T asara y aun el duque de Rivas, el m alogrado Larra y G arcía G utiérrez, que form aron con su es tilo poético escuela e n tre la ju v en tu d de N ueva G ranada, V enezue la y los otros pueblos hispanoam ericanos. A l propio tiem po, em pezaba yo a n u trir m i espíritu desordenadam ente o sin m étodo, con otras lecturas de m uy distintas escuelas. Las obras de Bernardino de Saint -Pierre y Chateaubriand , de Lamartine y A. D umas, V íctor H ugo y otros escritores fueron enriqueciendo la luz de mi alma y m ultiplicando las im presiones que diariam ente recibía”5. 45. Crisis y papel del artesanado.— E sta proliferación de expresiones rom ánticas, utópicas y radicales del pensam iento polí tico, tuvo como base social el papel m uy activo del grupo artesanal de las ciudades, especialm ente de la capital, Bogotá, y la depresión económica y social que sufrió el país por aquellos años. La debilidad de un a econom ía, dependiente en su com ercio exterior de las ex4 La influencia de los novelistas y poetas románticos franceses de mediados del siglo fue muy grande, no solo en la formación de las tendencias de la litera tura, sino también en la del pensamiento político. Sobre todo H ugo, L a m artine y SuÉ fueron leídos en tal forma, que su influencia llegó hasta los medios popu lares. Los periódicos neogranadinos, tanto los de orientación liberal como los de orientación conservadora, publicaban algunas de sus obras por entregas y luego imprimían los libros respectivos, lo mismo en Bogotá que en las provincias, “La Civilización” reproducía los discursos de L a m a r tin e contra el ateísmo, tomados del “Consejero del pueblo”. La historia de los girondinos se publicó por entregas en los núms. 28 y ss. de “El Censor”, de Medellin. “El Porvenir”, de Cartagena, en setiembre 7 de 1849 "recomendaba a los jóvenes “prestar eficaz y decidido apoyo a tan preciosa empresa (la edición de la H istoria), agotando cuantos ejemplares puedan llegar a la agencia”. Gran efecto emotivo tuvo la interpretación romántica del cristianismo, de la figura de Cristo y la exaltación de ciertos tipos sociales como “el pobre”, “la mujer desgraciada”, “el huérfano” , “el delincuente perse guido e incomprendido”, “el rebelde”, etc. 5 En unas notas publicadas por J osé M aría Sa m per en “El Neogranadino” (núm. 334, febrero 19 de 1856), hablando de las glorias de Francia, después de enumerar los autores de la Enciclopedia, agregaba estos nombres: “ L a m a rtin e , el poeta de Cristo, del Evangelio, de la democracia cristiana, V íctor H ugo, el poeta del pueblo, del proletariado, de la indigencia que reclama goces y derechos”. J. M. Sa m per , ob. cit., Bogotá, 1948, vol. i i , p. 129.
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portaciones de u n solo artículo como el oro, el tabaco o la quina según los m om entos, y dem asiado sensible a los m ovim ientos cíclicos, producía crisis frecuentes, y estas, a su tu rn o , se traducían en inesta bilidad política; y viceversa, la inestabilidad política im pedía el desa rrollo de la riqueza. A todo esto se agregaba la crisis fiscal del tesoro público, que en la segunda m itad del siglo fue casi crónica, en gran m edida a causa de la reform a trib u taria adelantada p o r el gobierno del general José H ilario López, que dejó al E stado con pocas rentas, aunque al extinguir los m onopolios, sobre todo el del tabaco, vigorizó la iniciativa y la riqueza privadas. P ero en una sociedad inestable y donde la burocracia como recurso de ingresos para la población era m uy significativa, la debilidad fiscal del E s tado era u n m otivo de descom posición social. Los econom istas y escritores liberales de entonces no lo creían así, po rq u e confiaban en que, robustecida la riqueza privada, autom áticam ente se con seguiría el bienestar social. A l finalizar la prim era m itad del siglo, hacia 1840 — dicen ángel y Rufino J. Cuervo— la m iseria p ú blica y privada era suma. E l gobierno, im posibilitado para subve n ir a los gastos ordinarios, se vió reducido a solicitar u n em préstito de ciento a doscientos m il pesos, ofreciendo pagar hasta el dos por ciento m ensual. Los particulares vieron en Bogotá casi devorados sus haberes con la quiebra de d on Judas T adeo Landínez, que con razón fue considerada como una calam idad pública6. A las dificultades fiscales y al precario desarrollo económico, para la configuración del cuadro social de la época se agregaba el hecho de que el artesanado llegó a constituir entonces grupo social im p o rtan te p or su núm ero y p o r su actividad en el cam po político y económico, al m ism o tiem po que u n sector am enazado de m uerte p o r la com petencia del com ercio de im portación y p or los visibles signos de la tendencia de la econom ía m undial hacia la producción fabril, es decir, hacia la organización capitalista de la economía. E n el lapso com prendido en tre la Independencia nacional y el año de 1850, el artesano neogranadino había obtenido cierto grado de im portancia económ ica y alguna preem inencia social. Todo en la sociedad com enzaba a tom ar una m archa más arreglada y un aspec to más dem ocrático, decía José Eusebio Caro. Los sastres y zapa teros com enzaban a usar para sí casacas y botas que antes sabían 6 A y R. J. C uervo , ob. cit., vol. u , p. 55. Sobre la crónica crisis fiscal del Estado en la segunda mitad del siglo X IX, véase J osé M aría R ivas G root, Páginas de historia de Colombia, Imprenta Moderna, Bogotá, 1909.
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hacerlas para otros; sus m ujeres, p o r su parte, com enzaban a ves tirse decentem ente. Veíase con frecuencia a los hom bres de ruana detenerse a leer u n aviso o en fren te de u n taller a leer u n letrero7. Pero el creciente com ercio de im portación y la política libre cam bista practicada casi sin in terru p ció n en tre 1853 y 1880, lo m ism o que la introducción gradual de m ejores técnicas en algunos servicios públicos, trajeron la ru in a progresiva d e los oficios arte sanales. A este respecto escribe en sus Memorias Salvador Cama cho Roldán: “ C uando m erced a los trabajos de los M cA llister, T om pson y M oncrafs, los prim eros fabricantes de carros, em pezaron a em plearse estos en las calles, quedaron sin em pleo los mozos de cordel; una p arte de ellos se to rn ó en pordioseros y el resto tom ó el oficio de carreteros o de peones a jo rn al en las haciendas. O tro tan to ocurrió con las aguadoras. Luego, con la introducción de los tubos de h ierro, en 1887, p u d ieron proveerse de agua un poco menos sucia algunas casas de Bogotá. E l núm ero de pordioseros, que en 1868 y 1870 casi había desaparecido a esfuerzos de la Ju n ta de Beneficencia, con el asilo de San D iego, to rnó a aum entarse con estos nuevos sin ocupación. A este respecto debe recordarse que la m endicidad, rasgo distintivo de todas las poblaciones españolas, y de sus descendientes de A m érica, era, como aún es, em inente en Bogotá; pero en los años de 1840 y 1850 había llegado a ser in soportable”8. Y en polém ica con Miguel Samper , José Leocadia Camacho, artesano de la ciudad, decía: “ Las fábricas de cristal, de papel y de paños h an decaído po rq u e e l espíritu de extranjerism o ha hecho que se tenga asco p o r esas producciones. Si esa misma antipatía h u biera tenido la F rancia p o r las suyas, hoy sería u n país politico, como el nuestro, pero esclavo de In g laterra o de los E sta dos U nidos. P ara que cese el m arasm o que actualm ente aniquila a la sociedad, nos es suficiente que el pueblo sepa respetar la p ro piedad del rico; necesario es tam bién que este sepa a su tu rn o sos tener la propiedad del pobre, que no es otra que su industria, porque en ella está su renta, su patrim onio, su h a b e r. . . ”9. E n La miseria en Bogotá y en otros escritos Miguel Samper estudió el problem a de los artesanos, pero lo tra tó desde el punto
7 J osé E usebio C aro, “Sobre la reconciliación general de los granadinos”, carta a E zequ iel R ojas , en Antología de verso y prosa, Bogotá, 1951, p. 206. 8 Memorias, ed. cit., t. i, p. 138.
9
M ig uel Sa m per , Escritos político-económicos, Bogotá, 1925 Vol. i
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de vista del econom ista liberal. E n efecto, para Samper la indus tria artesanal no p odía salvarse con base en la protección aduanera, porque la protección im plicaba para los colom bianos la obligación de com prar artículos de producción nacional y eso era contrario a su lib ertad como consum idores. A dem ás, porque resultaba antie conóm ico, ya que los talleres nacionales no podían com petir en calidad y precios con los países industrializados. Basado en este tipo de argum entos llegó a sostener que era preferible que el E stado pusiera u n sueldo perm anente a los artesanos y dejase arruinar sus m anufacturas, a com prar sus artículos protegidos. C onfiaba, p o r o tra p arte, en que el enriquecim iento general, así como las leyes “ n atu rales” que rigen la inversión y la ocupación de la m ano de o b ra en la econom ía de m ercado libre y la práctica de las virtudes burguesas de ahorro, frugalidad y trabajo term inarían p or resolver el problem a. La realidad fue m uy diferente. A p a rtir de m ediados del siglo, otro s grupos sociales y otras form as de la econom ía em pezaron a vi gorizarse, p o r lo cual el artesanado com enzó a desarrollarse como un grupo social de conciencia paria, aquejado de u n profundo sentim ien to de ansiedad an te la inevitable decadencia y extinción no solo de sus form as de subsistencia, sino tam bién de algo que sicológicam ente tenía para esos estratos sociales una gran significación: la pérdida de su lib ertad (d e la lib ertad y la independencia que daban el se ñorío en el taller y la propiedad de los m edios de producción ) y de las pequeñas posiciones de influencia política que les daban la con ciencia de tener alguna valía social. D e ahí el radicalism o de sus cam pañas y luchas políticas, y sobre todo el encono con que com b atían a los sectores sociales que iban tom ando la vanguardia social com o la burguesía com erciante, y la tenacidad con que luchaban contra el liberalism o económ ico que favorecía los intereses de aquella10.
10 En su ensayo sobre Los partidos políticos en Colombia, dice J osé M aría Sa m p e r : “Extraño, muy extraño nos parece hoy el rudo antagonismo que medió en 1853 y 1854 entre los artesanos y la juventud: antagonismo que por for tuna cesó completamente desde 1859 a 1860. Su causa era la misma: la libertad democrática, la regeneración del país en todo sentido; y nadie defendía con más calor y entusiasmo que los radicales el interés político y social de las masas populares. Sin embargo, se detestaban recíprocamente gólgotas y democráticos, cual si sus principios e intereses fueran incompatibles e inconciliables” (Los par tidos políticos en Colombia, Bogotá, Imprenta de Echeverría Hermanos, 1873, p. 52 y 53). Los gólgotas — nombre que se dio entonces a la juventud radical— representaban, en líneas generales, una política económica favorable a los comer-
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N o era, pues, extraño que una literatu ra social y política que en E uropa, especialm ente en Francia, hab ía surgido en m uy seme jantes condiciones históricas, fuese tam bién popular en la N ueva G ranada y produjera asim ism o explosivos resu ltad o s sociales. E l anarquism o proudhonista y to d a s las form as de socialismo utópico ( fourierism o, blanquism o, e tc .) eran m anifestaciones ideológicas de la clase artesanal, que se debatía ante la ruinosa y avasalladora com petencia de la in dustria m oderna. E ra n atu ral que en tales m e dios prosperasen los anhelos utópicos y las form as más extrem as del individualism o y de la hostilidad a las form as de ordenación disciplinaria, en tre ellas a las que son propias del E stado m oderno. La m entalidad del artesano, dueño y señor de sí mism o y de sus m edios de trabajo, renuente a to d a form a de trabajo racional, a to d a jornada precisa y continua, a las form as del cum plim iento exacto (características de la vida com ercial m o d ern a), y a toda re lación de subordinación y m ando, tenía que ser contraria al m un d o de form as propias del E stado m oderno y de la econom ía indus trial. E n el m undo del pequeño taller en que él era señor soberano, el artesano, además, alim entaba una form a de religiosidad indivi dualista, o de ateísm o virulento en otros casos, expresiones de la vida espiritual que son tam bién incom patibles con la pertenencia a las iglesias cristianas, organizadas todas como cuerpos colectivos disciplinados que obedecen a rigurosos ordenam ientos jerárquicos y que, inclusive, ni son ajenas al origen, ni pueden divorciarse to talm ente de otras form as típicas de la vida en la sociedad occiden tal — como la econom ía, la técnica, la ciencia, la organización del E stado, etc.— , porque se han form ado en histórica acción recíproca con estas últim as, y po rq u e su m isión es más b ien dar cauce y con tenido religioso a una vida que, p or el gran dinam ism o que lleva en sus raíces, no es susceptible de estancam ientos. P o r estas razo nes, en lo religioso el artesano era u n radical, es decir, u n ateo, o
dantes importadores y prodamaban el más absoluto laissez-fdire en economía. Socialmente, además, pertenecían a familias burguesas de Bogotá. Los artesanos, en cambio, estaban interesados en la libertad política, pero no en la libertad económica, y ello por razones obvias que sin embargo no alcanza a vislumbrar Sam per , quien juzga la situación en términos de simple libertad política. El anta gonismo que tanto extrañaba al autor del Ensayo, tenía sus motivos sociales y económicos.
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en el m ejor de los casos, u n hereje. D u ran te la E d ad M edia, y to davía en la época m oderna, en E uropa y en A m érica los m edios artesanales fueron u n verdadero caldo de cultivo para las más va riadas form as de religiosidad, desde el anhelo de regresar a un cristianism o prim itivo y la interpretación de la doctrina cristiana com o u n a religión de parias, h asta las más variadas m anifestacio nes de la m ística, la religión d e la hum anidad ( com tism o ) y en no pocos casos el espiritism o. La form a de organización que dio cauce a estas inquietudes de los artesanos fueron las sociedades democráticas, fundadas en u n principio como in strum ento de defensa económ ica y de apoyo a una política d e protección industrial, pero que m uy p ro n to so brepasaron esos lím ites para convertirse en centros de agitación d e am plios program as d e reform as políticas, algunas de contenido radical y utópico. Los nom bres de Fourier, Saint -Simon , P roud hon y Louis Blanc se m encionaban continuam ente, y según el testim onio de un escritor de la época, “ predicábase en ellas las más exageradas ideas de igualdad y libertad, en m enosprecio del pre dom inio de las clases superiores de la sociedad” 11.
11 A n íb a l G alindo , Recuerdos históricos, Bogotá, Imprenta de la Luz, 1900, p. 43. “En estas juntas, explayando las ventajas de la asociación en el lenguaje de Sa in t -Sim o n y F ourier , se halagaba a nuestros artesanos con las mil soñadas ventajas del establecimiento de los talleres industriales’,, dicen A n g el y R u f in o J. C uervo en su Vida de Rufino Cuervo, ed. cit., vol. n , p. 188. Refiriéndose al eco que tuvo en la Nueva Granada la idea de los talleres nacionales como solu ción al problema social del proletariado, que entonces (1848) predicaba en Fran cia Louis B lanc , agregan los mismos autores: “En Bogotá se hizo así desde la primera fundación de la sociedad de artesanos, asegurándoles, por ejemplo, que se establecerían talleres en que se perfeccionasen en los principales ramos de la industria, y que alzados los derechos de introducción para los artefactos extran jeros, ellos podrían abastecer el mercado a precios muy altos. .. Muchos entre esta buena gente se recreaban ya con la ilusión de verse catedráticos de sastrería, carpintería u hojalatería en los nuevos institutos, y tirar sueldo del tesoro como lo tiraban otros de sus copartidarios por enseñar en la Universidad derecho o filosofía“ (idídem, p. 195). El secretario de gobierno presentó un proyecto para que se estableciesen talleres industriales en las universidades y colegios oficiales (publicado en la Gaceta Nacional, 24 de enero de 1850); el presidente de la República, en mensaje al Congreso, propuso el envío de jóvenes artesanos a Europa, a fin de que perfeccionaran sus conocimientos técnicos ( Gaceta, 3 de marzo), y por decreto de 8 de junio se ordenó establecer escuelas de artes y ofi cios en los colegios nacionales para la enseñanza gratuita de la mecánica indus trial y las artes y oficios a que quisiesen dedicarse los granadinos. En realidad, estos proyectos se redujeron a la incorporación en los planes de estudios de los colegios oficiales de algunas materias como el dibujo lineal, la mecánica y la agri cultura. Al respecto, véase a á n g e l y R u f in o J. C uervo , ob. cit., p. 196.
Ca p ít u l o X I I
E N T R E LA U T O P IA Y E L E S T A D O T E C N O C R Ä T IC O . E L P E N S A M IE N T O P O L IT IC O Y SO C IA L D E JO S É E U S E B IO C A R O
46. I nfluencias positivistas.— Todas las corrientes de ideas que hem os m encionado confluyen en la obra y en la perso nalidad de José Eusebio Caro. Las prim eras influencias que Caro recibió en su ju ventud le llegaron p o r interm edio de su m aestro Ezequiel Rojas,^ quien por ese entonces enseñaba en sus cátedras del Colegio de San Bartolom é la gnoseología sensualista de Tracy, ía economía política de Juan Bautista Say y la ética utilitaria de Jeremías Bentham . P ero m uy p ro n to Caro reaccionó contra las enseñanzas de su m aestro, y desde m ucho antes de publicar su “ C arta a don Joaquín M osquera sobre el principio de la u tilid ad ” , el más vigoroso alegato que se hizo en Colom bia durante el siglo pasado contra el sistem a u tilitarista, rechazó la identidad de bien y placer, m al y dolor, en el dom inio de la ética, y e l aforism o del m ayor placer para el mayor núm ero com o base de la ciencia po lítica. D escartado su m om entáneo entusiasm o p or Bentham , en el pensam iento político y social de José Eusebio Caro pueden deli m itarse tres etapas. La prim era se caracteriza por una fuerte in fluencia de escritores como Saint -Simon , Comte y Bastiat, y es una etapa de utopism o y rom anticism o político. La segunda, que se inicia aproxim adam ente en 1840 con la colaboración perm a nen te en “ La Civilización” y “ E l G ran ad in o ” , m uestra los rasgos de un pensam iento político más realista y equilibrado, que deja ver las huellas de escritores tan diversos como T ocqueville y J. Stuart Mill , al lado de pensadores católicos, como Balmes, y en m enor
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m edida, de escritores de la escuela tradicionalista francesa, como D e Maistre y D e Bonald. Finalm ente, en los últim os años de su vida, renovado el contacto con los escritores positivistas y con los econom istas de la escuela liberal, y sobre todo bajo la im pre sión que en su espíritu produjo la visión de los Estados U nidos, Caro regresa a una posición m uy cercana al rom anticism o político de su prim era ju v en tu d 1. T enía Caro apenas veinte años (había nacido en 1817) cuando esbozó la elaboración de una obra de gran alcance teórico q ue se llam aría Filosofía del cristianismo, en la cual, partiendo del problem a del ser, es decir, siguiendo u n m étodo ontológico, se p ro ponía destruir filosóficamente la aparehte contradicción entre el principio científico y el principio religioso2. D e su vasto plan solo alcanzó a desarrollar algunos capítulos, suficientes sí para ubicar su pensam iento en las corrientes de ideas de la época. Su títu lo y el problem a mism o denuncian ya la influen cia positivista. U nir cristianism o y ciencia en aquella época no significaba o tra cosa que u n ir progreso con religión, orden con revolución técnica y económ ica, es decir, afiliarse a la consigna que había dado A ugusto Comte a sus prosélitos: orden y progre-
1 Su hijo, M ig u e l A n to n io C aro ha descrito su evolución en los siguientes términos: “A fines del mismo año (1836) presentó examen de legislación, ciencia que enseñaba don E zequ iel R ojas , abriéndose el acto con un discurso compuesto y pronunciado por C aro, en el cual defendía enérgicamente el sistema egoísta de B e n t h a m , llamado de utilidad; sistema que andando el tiempo debía rebatir vic toriosamente... Por aquel tiempo vivía solo en Bogotá (su familia estaba en Girón). Una librería puesta a su disposición por un amigo, le proporcionó el amargo placer de leerse (1837) lo más malo que ha salido de las prensas fran cesas: las obras de V oltaire y muchas de los enciclopedistas contemporáneos y discípulos de aquel; H olba ch , V o ln ey , Cond o rcet . .. Agréguese a esto que había estudiado legislación e ideología por B e n t h a m y T racy. Perdida la clave de la fe, trataba en vano con largas cavilaciones de hallar camino seguro a la razón. . . Sintiendo en sí la necesidad de creer, nó desdeñaba las obras de la filosofía católica; bien al contrario meditó las de Sén a c , G erbet , Bonald y D e M aistre ; posteriormente leyó a B alm es , y como buscaba la verdad de buena fe, volvió a sus antiguas creen cias...” (M ig u e l A n to n io C aro, José Eusebio Caro Obras completas, Bogotá, 1920, vol. ii , p. 65 a 67).
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2 M ig uel A n to n io C aro, ob. cit., p. 67. Nuestras citas se refieren a los manuscritos. Con posterioridad a la elaboración de este ensayo, el Ministerio de Educación de Colombia ha publicado — según compilación de Simón Aljure Chalela— parte de la proyectada Filosofía del cristianismo junto con fragmentos de otras obras inéditas de J. E. C aro, como su Ciencia social, obra cuya elaboración inició antes de su viaje a los Estados Unidos en 1851, y que solo parcialmente dejó acabada.
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so. E l cristianism o, o en todo caso el elem ento religioso, era con siderado como el factor cohesivo y ordenador en la sociedad m o derna, sociedad dotada de un dinam ism o extrem ado en el orden político, y sobre todo en el económ ico y técnico, de m anera que el problem a del m undo m oderno, especialm ente después de la R e volución francesa, consistía en u n ir las dos grandes fuerzas de la historia europea, integradora la una, trasform adora la otra, o, co m o form alm ente se enunciaba la contraposición en la obra de Comte, la una estática y la o tra dinám ica. E sta preocupación de Caro no era solam ente teórica, sino que tenía el propósito delibe rado de referirse a la situación de C olom bia en el siglo xxx. P orque, mutatis mutandis, ese era a sus ojos el problem a de las jóvenes re públicas sudam ericanas. Su salvación estaba en la técnica, en la ciencia y en el dom inio de la naturaleza, pero sin u n fondo religio so y m oral era im posible m antener la cohesión social, som etida en ellas a fuertes influjos disolventes. N o solo en el espíritu y en el problem a central seguían aque llos trabajos las huellas del positivism o. Tam bién lo hacían en el m étodo y en la pretensión de elaborar una síntesis de todas las ciencias que culm inase con una ciencia de la sociedad capaz de con jetu rar su desarrollo fu turo. E n el fragm ento dedicado a resolver el problem a de si es o no necesario el gobierno, Caro dice que se tra ta de “ una parte de su obra que tiene por objeto presentar el desarrollo de lo fu tu ro o conjeturar el estado definitivo de la h u m anidad” , y uno de los principales y m ás elaborados capítulos de su proyecto lleva el siguiente y significativo título: “ M editaciones sobre la ciencia del bien y el m al. Ensayo de una síntesis gene ral de todas las ciencias sociales, o sea exposición de las leyes na turales en v irtu d de las cuales el bien absoluto se va desarrollando en el m undo y en la historia en m edio del conflicto de los intereses relativos” . E n esos tres propósitos: prever, hacer de la ciencia social el resum en y culm inación de todas las dem ás ciencias y encontrar las leyes naturales que rigen el desarrollo de la historia, se resu m ía todo el program a de la sociología de Comte. Pero solo hasta aquí llega la analogía con ideas com tianas y sanSimonianas, porque tan to el sansim onism o com o el com tism o tenían en su seno u n fuerte elem ento conservador que hacía de ambas tendencias sistem as ajenos a la idea de la dem ocracia m o
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derna. Comte y Saint -Simon rechazaban la teoría individualista y atom ista de la sociedad, lo m ism o que sus corolarios, la igualdad, el sufragio universal y el derecho de las m ayorías. E l ideal que alim entaban era el de un a sociedad dirigida p o r una élite de técni cos ( Saint -Simon ) o p o r una de sacerdotes positivistas ( Comte ). Am bos, p o r otra p arte, estaban convencidos de los resultados n e gativos de la R evolución francesa. Comte consideraba la sociedad m edieval como el ideal de una sociedad “ orgánica” y adm iraba con fervor la Iglesia católica. A m bos, en fin, eran optim istas respecto a los progresos de la sociedad gracias a las aplicaciones de la ciencia, pero no respecto al fondo de la naturaleza hum ana. P o r eso no dudaron de la necesidad del gobierno. 47. O ptimismo y armonismo.— Las ideas de Caro tom aron o tra dirección, pues su concepto de la sociedad y de la riaturaleza hum ana era diferente y m ucho más cercano al de Bastí at, que fue sin duda el pensador que más honda huella dejó en su form ación intelectual3. Las Armonías fueron quizá la fuente de todas las m anifesta ciones de utopism o social que se dieron entonces en la N ueva G ra nada, y el nom bre de Bastiat es uno de los pocos citados frecuen tem ente p or Caro. P o r aquel entonces, Caro aceptó, casi sin crí tica. la concepción de la sociedad sostenida en las Armonías, con cepción optim ista, individualista y m uy cercana a la teoría del pacto social, y sobre todo a las ideas expuestas p o r A dam Smith y los econom istas de la escuela liberal inglesa. E n los fragm entos inéditos de su Filosofía del cristianismo, la sociedad surge como el m edio más económ ico, más eficaz, que tiene el hom bre para realizar sus fines de progreso: “ E l hom bre individual — dice allí Caro— es esencialm ente débil. Su debilidad en todos los ram os es la que produce la sociedad. E l hom bre puede m ejorar su condi ción de dos m aneras: o alterando su naturaleza — lo cual es im posible— o asociándose a sus sem ejantes, lo que es inevitable” . Y luego afirm a: “ P orque no puede ser inm ortal, se asocia a la m u jer. P orque no puede adquirir ciencia intuitiva, se asocia a un m aes 3 Las Armonías económicas fueron traducidas por R icardo M aría L leras y publicadas por entregas en “El Neogranadino”, en los núms. 255 y ss., junio de 1853. Terminada la publicación periódica, se imprimió el libro, que fue anuncia do a los lectores en el mismo periódico, num. 299, de marzo 2 de 1854.
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tro. Porque no puede hacerse invulnerable, se asocia a un gobierno arm ado. P orque no tiene garantías contra su gobierno, se asocia en una representación nacional; y porque no tiene una nacionalidad inviolable, se confedera” . Es claro, pues, que en su prim era juventud C a r o no creía en la condición esencialm ente social del hom bre ni aceptaba la doc trin a universalista que m antiene ía prioridad de la com unidad so b re el individuo. La sociedad es sim plem ente un m edio pragm ático de defensa y el instrum ento más adecuado para realizar los fines superiores del hom bre y su tendencia al progreso. Adem ás, en sus orígenes y en sus fines se in terp reta la asociación en un sentido estrictam ente económico, tal como lo hace la concepción liberal clásica. Y si fuésemos a clasificar su filosofía social en esta etapa de su desenvolvim iento, deberíam os considerarla como una doc trin a “ societaria”4, es decir, tendríam os que colocarlo del lado de aquellos pensadores que consideran la sociedad como el ám bito de la com petencia y la colaboración económ icas, y que solo atri buyen al E stado el papel de regulador de tales procesos. C itando a B a s t í a t , C a r o cree que la asociación tiene dos m anifestaciones: unión de fuerzas o solidaridad y separación de ocupaciones, esto es, división del trabajo. A hora bien, si C a r o hubiese tenido una idea pesim ista de la naturaleza hum ana, estos procesos de separación y división se habrían in terpretado, como ya lo había hecho H o b b e s y como lo hizo B e n t h a m , como resultado de la naturaleza egoísta del hom bre, de su voluntad de poder y de la esencial inarm onía de sus 4 Tomamos aquí el concepto “societario” en el sentido de F erdinand T o e n n ie s , es decir, como una categoría del vivir con otros opuesta a “comuni dad”. Sociedad sería toda unión de personas basada en un acuerdo voluntario — en una voluntad arbitral o Kürwille, según la expresión de T o en nies — , para realizar en común un fin cuya conveniencia para los participantes está previa mente acordada. La sociedad anónima moderna como acuerdo de voluntades para conseguir fines lucrativos sería el tipo más representativo de esta clase de unio nes. Concepción “societaria” del Estado, de la sociedad o de los grupos sociales sería, pues, aquella que los interpreta como originados en un querer racional, calculado, cuya expresión más directa es el contrato, tal como este se entiende en el derecho civil. Por comunidad, en cambio, se entiende toda unión de personas basada en una voluntad profunda de convivencia —voluntad esencial o Wesens wille de acuerdo con la terminología de T o e n n ie s — , de un actuar en común no sometido a cálculo y más o menos inconsciente. En la interpretación comunitaria de la sociedad, esta se toma como una realidad que es por sí misma algo subs tante y no como el resultado de una suma de individuos o quereres racionalmente expresados. La vida social es un fin en sí mismo y no un medio para conseguir otros bienes. Véase a F erdinand T o e n n ie s , Comunidad y sociedad, Buenos Aires, 1947.
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intereses, y, com o es lógico, su análisis hubiera term inado en la aceptación de la necesidad del gobierno, y del gobierno fuerte. P ero com o el hom bre a sus ojos no es malo sino débil, la asocia ción resulta ser u n sistem a de acum ulación de poderes individua les que redundará en beneficio de todos y de cada uno, u n sistem a que a la larga hace innecesario el E stado o que, p o r lo m enos, lo reduce a su solo p oder regulador de conflictos, llam ado a desapa recer en una sociedad basada en la ayuda m utua, y en u n m undo en que el dom inio de la naturaleza asegure la abundancia para todos. E l pensam iento de C a r o se n u tría entonces de esa gran corriente del pensam iento cristiano-occidental, arm onista, solidarista y mesiánico — porque la sociedad sin gobierno, sin poder, sin necesidad de coacción, era, ni más ni m enos, el reino de Dios en la tierra— cu yos orígenes se rem ontan al pensam iento de J o a c h i m d e c ^ l o r e ^ ) en la E d ad M edia, y que, en el espíritu m oderno, está paten te en m ovim ientos como el socialismo — en todas sus form as, incluido el llam ado científico de C a r l o s M a r x — , el liberalism o, el coope rativism o, el m utualism o y todas las form as de pensam iento an tiestatal, tan abundantes en el pensam iento político occidental del Siglo X IX 5 N aturalm ente, el pensam iento de C a r o tenía desde entonces sus dudas y sus tensiones internas. Cuando decía que el hom bre se “ asocia al gobierno arm ado p orque no puede hacerse invulne rable” , estaba aceptando que hay en los hom bres u n im pulso hacia la dom inación que los lleva a poner en peligro el derecho de los otros, y que debe existir un poder m origerador de tal im pulso ne gativo. Pero su idea de la bondad de la naturaleza hum âna y su fe en el progreso y en la perfectibilidad del hom bre eran tan firm es, que ni siquiera llega a aceptar con R o u s s e a u que aquella pueda corrom porse en la sociedad. T odo lo contrario, la sociedad y la cien cia, los dos elem entos que R o u s s e a u consideró en u n principio como fuentes de corrupción, son para C a r o los dos m edios que a la postre elim inarán toda tendencia negativa en el hom bre, y en prim er lugar, toda necesidad de gobierno. Siguiendo la tendencia 5 Sobre esto, véase a K arl L o w it h , Weltgeschichte und Heils¿eschehen, Kohlhammer, Sttutgart, 1953. L o w it h contrapone la idea típicamente cristiana de desarrollo y progreso a la idea del retorno con que los griegos pensaron la historia y el acontecer cósmico. Con la idea de progreso están también ligadas todas las formas de pensamiento optimista y mesiánico que en alguna forma esperan el establecimiento de un reino de Dios sobre la tierra. Hay traducción española, con el título El sentido de la Historia, Madrid, Aguilar, 1956.
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de la ciencia social evolucionista, Caro construye tam bién su es quem a de la perfectibilidad social, esquem a que va precisam ente del gobierno, a la falta de gobierno; del despotism o, a la asocia ción libre. La hum anidad m archa del despotism o, a la m onarquía aristocrática; de esta, a la aristocracia representativa, y de esta, a la república; de la república centralizada, a la federativa, y final m ente culm ina en el no gobierno, en la libre asociación de todos.
Caro se proponía tras estas conclusiones elaborar una ca suística de las formas de asociación libre, que según él serían “ac cidentales” y ad hoc, pero abandonó la idea y apenas dejó pro yectada la continuación de su obra. Según los bocetos de sus ma nuscritos, luego de la sistemática de las formas de asociación ven dría la prueba de la inutilidad de los gobiernos y la comprobación de cómo a través de la ciencia, la imprenta, el progreso y la asocia ción, se llegaría a la paz universal. V erem os que, a pesar de sus m odificaciones, estas ideas nu n ca serán totalm ente abandonadas. E n la segunda etapa de su evo lución política conservará C a r o la idea de la lim itación al gobierno y al poder del E stado como las bases esenciales de la civilización política, aunque ahora su tesis tendría el realism o y la m esura que le perm itirían su m ayor m adurez m ental y el contacto con pensadores como S t u a r t M i l l y T o c q u e v i l l e . Sin em bargo, el ideal utópico de una sociedad con el m ínim o de gobierno, o sin gobierno, vuelve a ocupar el centro de sus m editaciones en su p ro yectado tratad o de Ciencia social, que inició antes de p artir para los E stados U nidos en 1850. Las renovadas lecturas de B a s t í a t y la visión directa de aquel país, que ta n to había im presionado tam bién a T o c q u e v i l l e hasta considerarlo como el único en que la dem ocracia se confundía con el origen de la nación, habrían de consolidar su fe en el progreso técnico y en las posibilidades de la energía individual, lo m ism o que su adm iración por las formas de vida sociales y políticas propias de los países sajones. 48. L i b e r a l i s m o y r o m a n t i c i s m o .— La segunda etapa del pensam iento político de C a r o está dom inada p o r dos ideas que van tom ando cuerpo al im pulso de los acontecim ientos que vivió la N ueva G ranada a m ediados del siglo x ix y bajo la influencia de las corrientes m oderadas del liberalism o europeo. Esas dos ideas son: la lim itación al ejercicio del poder y el concepto de E stado de derecho como algo opuesto al poder personal. Los acontecimientos
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europeos y la propia situación nacional m ostraban claram ente hasta dónde podía llegar la teoría de la voluntad de las mayorías como base d el ordenam iento político y com o justificación d e la actiyidad del Estado. Los más perspicaces teóricos del siglo x ix , como T o c q u e v i l l e y S t u a r t M i l l , com enzaron desde entonces a ver la esencia de este en la protección a los derechos de la m inorías. E n varios docum entos producidos entre 1840 y 1850, época de m adurez y de m ayor actividad dentro de su corta pero intensa vida pública, C a r o no duda en acoger la idea del Estado liberal dem ocrático, pero al mismo tiem po en el fondo de su pensam ien to bulle la intensa problem ática a que daba lugar la aplicación de sus principios. Así lo expresa en dos de sus más nítidos ensayos políticos: la carta a don José Rafael M osquera a propósito de la reform a constitucional que se proyectaba en 1842, y en sus disquisiones a propósito del nom bre del partido conservador de la Nueva G ranada — del cual fue uno de los fundadores— , y final m ente, en num erosas poesías de contenido filosófico y político, escritas en aquel período6. Las bases que recom ienda C a r o para aquella C onstitución son las bases clásicas de las constituciones políticas creadas por el pensam iento libet al: soberanía popular, sufragio universal, de rechos individuales bien definidos, tolerancia de cultos y lim itación al ejercicio del poder en nom bre de ciertos derechos individuales cuya esencia se confunde para él con la civilización política. C a r o era un agudo observador de la historia social de los países am eri canos y se daba clara cuenta de que, de las tres fuentes que puede tener el poder político, a saber, la tradición de una aristocracia excepcionalm ente capacitada para el ejercicio del m ando, la fuerza y la elección en cualquiera de sus form as, esta últim a era la única fórm ula que podía conjugar la realidad social con los elem entos de una vida política civilizada. Pero era igualm ente un pensador 0 Ambos ensayos se encuentran en la Antología de verso y prosa que hizo M iguel A n to n io C aro. Nuestras citas se referirán a la 2a edición de ella, hecha
por el Ministerio de Educación de Colombia en la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951. La Carta al señor José Rafael Mosquera sobre los principios genérales de organización social que conviene adoptar en la nueva Constitución de la República, fue publicada en el núm. 18 — 27 de noviembre de 1842— de “El Granadino”, periódico en que colaboró asiduamente C aro. Para diferenciarla de la Carta sobre el principio de la utilidad, la citaremos como Carta sobre los principios de la organización social. El ensayo sobre El partido conservador y su nombre, apareció en “La Civilización” , núm. 17, de noviembre 29 de 1840.
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suficientem ente lógico, para juzgar hasta dónde podía conducir la teoría de la voluntad m ayoritaria aplicada hasta sus últim as con secuencias: “ Q uiero que la nueva C onstitución — decía en su ya m enciona da carta a don Rafael M osquera— 4 é a la R epública cabeza que la dirija y pies que la sustenten. Q uiero cabeza sin nubes y pies sin grillos”7. Lo que en térm inos de derecho público quiere decir go bierno ejecutivo fuerte, pero con atribuciones bien delim itadas, y pueblo con libertades y derechos suficientes para elegir a sus go bernantes. “ Q uitad al pueblo su lib ertad — agrega allí mism o— , dejad al gobierno todo poder y solo os quedará una R usia con su autócrata y un ganado con u n p a sto r”8. C a r o proclam aba por en tonces la necesidad de un gobierno patriarcal que enseñase al pue blo el ejercicio de la dem ocracia9 — de u n gobierno firm e que pue da m antener el orden m ientras el pueblo hace su aprendizaje— , pero nunca dudó del valor de esta como sistem a ideal de gobierno: “ ¡. . .D ejad que el pueblo juzgue, para que al fin aprenda a ser justo! ¡Dejadlo que dé m illares de malas sentencias, para que al fin aprenda a darlas buenas !” 10. Sin em bargo, las ideas rom ánticas no le abandonan. E n el fondo de su espíritu C a r o seguía siendo fiel a los ideales de su prim era juventud, seguía teniendo una con fianza infinita en la esencia bondadosa de la naturaleza hum ana y en la im posición final de la arm onía, y como tam poco quería ser ilógico, en u n m om ento de entusiasm o lírico com para su gobierno con el m aestro de Emilio, el personaje de R o u s s e a u , que vigila desde lejos a su pupilo, pero ni lo ayuda ni lo guía; que confía en que las consecuencias y la propia experiencia le enseñarán lo que nadie puede enseñarle. P ara aplicarla a la teoría política, C a r o quiere aprovechar “ en toda su pureza, en toda su prim a verdad, la grande, fecunda, inspirada idea que produjo el Emilio,>n. 7 Carta sobre los principios de la organización social, en Antología, ed. cit., p. 277. 8
Ibidem, p. 278.
9
Ibidem, p. 281.
10
Ibidem, p. 279.
11 Antología, ed. cit., p. 291 a 293. En este texto, C aro hace un fervoroso elogio dé' R ousseau : “ R ousseau , permite que mi inexperta mano coja de tu tumba la elocuente pluma que escribió el Emilio. Permite también que un cris tiano del siglo XIX separe de tu libro los tristes arrebatos a que te obligó la tira nía y las impías exageraciones a que te obligó tu siglo ateo, destinado a destruir
7 Pensamiento colombiano
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Estas mismas ideas, com binadas con su fe en el progreso y su anhelo de conciliar el pensam iento progresista con la tradición cristiana, aparecen p or la m ism a época en sus más notables poesías de carácter filosófico. E n su poem a E l bautism o , escrito hacia 1845, describe todos los adelantos técnicos, científicos y m orales de la civilización occidental, obra toda del cristianism o; señala el origen popular de las leyes — el de la p o testad legislativa del Estado-— y la lim itación al poder como las dos grandes contribuciones del cris tianism o a la civilización política: Sí! do naciones prósperas hallares, Sujetas solo a moderadas leyes Q ue form aron senados populares, Y que obligan a súbditos y a reyes12. E n La libertad y el socialismo , el liberalism o y el cristianis m o — siem pre unidos en el pensam iento de C a r o , con lo cual se guía fiel a la problem ática propia del sansim onism o y a la consigna de unir catolicism o y progreso como en L a m e n n a i s , C h a t e a u b r i a n d , etc.— se in terp retan conform e al más puro rom anticism o.
y no a regenerar. Tú eras harto superior a ese siglo de blasfemos y libertinos que no te comprendió y que solo supo exasperarte, corromperte, calumniarte, per seguirte en tu vejez y hasta tu muerte; a ti que tampoco lo comprendías, y que unas veces fuiste su cobarde prosélito y otras su severo y casi salvaje censor. Déja me, pues, que tome en tu siglo a ti y que separe de ti a tu siglo; déjame que olvide las torpes liviandades de tu Julia, los sofismas de Wolmar, de Eduardo y de Saint-Preux, el deísmo inconsecuente de tu Vicario Saboyano; déjame que recoja en toda su original pureza, en toda su primitiva verdad, la grande, fecunda, inspirada idea que produjo a E m i l i o Caro se debatía en medio de una gran contradicción: su optimismo, su idea de la bondad de la naturaleza humana que sobrepasaba inclusive a la del propio R ousseau (puesto que este había conside rado la civilización moderna como algo demoníaco y causa de corrupción del hom bre, y C aro era un creyente en la ciencia y en la técnica como instrumentos de progreso humano no solo social, sino subjetivo) y las dificultades que en la reali dad, sobre todo en la realidad neogranadina, presentaba la práctica de la democra cia moderna. En estas circunstancias se acoge a un tipo de gobierno paternal que eduque al pueblo para que luego asuma la dirección de sus propios destinos. Pero, como lo vio muy bien M iguel A ntonio Caro, esta solución del problema era contradictoria ‘‘porque — dice en su estudio sobre su padre— ¿cómo se llega a educar al pueblo, a crear las virtudes necesarias para la democracia, si no es por medio de la soberanía de los justos, que no es la soberanía de los muchos? Caro quería conciliar lo uno con lo otro, sin advertir que para que los muchos sean justos es menester a priori que los justos gobiernen” (M iguel A ntonio Caro, ob. cit., p. 103). 12 Antología, p. 151.
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Caro vislumbra otra vez un mundo futuro libre, igualitario y to lerante, donde reina una libertad que casi puede interpretarse co mo ausencia de gobierno : M i corazón m e anuncia tu reinado Como la imagen del glorioso estado D el hom bre en el E d én !13
Los hom bres todos por su ser iguales A n te una ley de universal am or!1*
Si todos libres, responsables todos, Sin distinción de títulos ni apodos Q ue orgullo y odio dan!15
El justo, blanco o negro, herm oso o feo, Estrecho u opulento en su vivir, Inglés o chino, jesuíta, hebreo. . . Y aun el cegado, inofensivo ateo, L udiendo en paz dorm ir16. La libertad y el socialismo, ix, en Antdlogía, p. 155. 14 Ibidem, x. 15
ir>
Ibidem, xi.
Antología, x ii . Es preciso notar que, aunque Caro dirige este poema contra el gobierno del general José Hilario López, al que tacha de socialista, en realidad es más socialista .el espíritu del poema que el de la legislación dictada bajo aquel gobierno, legislación concebida más bien bajo la influencia de tenden cias radicales, liberales, de matiz jacobino francés. Ni la separación de la Iglesia y el Estado, ni la supresión de la esclavitud, ni la comercialización de la economía —política de liquidación de monopolios y desamortizaciones— , ni la debilitación del Estado eran propiamente cánones del socialismo. Debe tenerse en cuenta que por aquel entonces no se había configurado el socialismo marxista y que si alguna cosa definía las tendencias socialistas anteriores a M arx, eran ideas que las emparentaban con la concepción clásica liberal de la sociedad y con la filosofía del progreso, ideas que no eran por cierto ajenas a las que Caro profesó en su juventud y en las cuales no había dejado de creer, como lo demuestra el propio poema La libertad y el socialismo. Tales eran el optimismo, el armonismo, la fe ardiente en que la técnica traería la solución del problema del pauperismo, la
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49. L a idea de una ciencia de la sociedad.— Los años de destierro y la visión directa de los Estados Unidos fueron m otivos de nuevas reflexiones políticas y sociales. Profundam ente pesim ista sobre el porvenir político inm ediato de su patria, y de Am érica en general, no abandonaba sin em bargo su idea de reeducar la sociedad y de form ular soluciones para los graves problem as de la N ueva G ranada, particularm ente para su inestabilidad política y su incapacidad para practicar la dem ocracia. Planea entonces e inicia la elaboración de una gran Ciencia social y anuncia el p r o yecto de una obra que llevaría p o r títu lo ha ciencia de la libertad11. El contacto con la realidad de N orteam érica revivió en C a r o sus anteriores ideas respecto al E stado y su confianza en las fór mulas positivistas de redención social que le habían entusiasm ado en su juventud. N orteam érica era a sus ojos**18, como a los de ta n
creencia en k igualdad, el cosmopolitismo, la solidaridad humana y el anuncio del “glorioso estado del hombre en el Edén” . Debe recordarse, además, que el término socialista era usado en la Nueva Granada por aquel tiempo Con significaciones muy variadas. De socialista se cali ficaba toda expresión política que estimulase el sentimiento de rebeldía y pro testa de alguna clase considerada “paria” en algún sentido, por ejemplo, los arte sanos, y quizás en este matiz lo toma Caro para dirigirlo como reproche a los gobernantes de entonces. Igualmente se denominaba socialista toda intervención del Estado o toda idea de un Estado fuerte, que es la significación que toma en José M aría Samper cuando afirma, refiriéndose obviamente a toda exigencia de hacer intervenir el Estado en favor de algún interés económico, gremial o de clase, que “las tendencias socialistas, por muy humanitarias que parezcan ser, complican por todo término los problemas de la política, están en oposición con las sencillas enseñanzas de la ciencia económica — Samper quería decir con las enseñanzas de la economía librecambista clásica— y defienden en las masas creencias erróneas, o suscitan sentimientos apasionados que perjudican el sano desarro llo de las instituciones y costumbres propias de la república democrática y del régimen representativo” (J osé M aría Samper , L o s partidos políticos en Colom bia, ed. cit., p. 127). Que el poema La libertad y el socialismo estaba en armonía con el romanticismo político y con los ideales sansimonianos y liberales que Caro profesó siempre, se comprueba por sus propias palabras. En carta dirigida a su esposa, decía: “H e compuesto una oda intitulada La libertad y el socialismo muy larga aunque no tanto como la bendición nupcial. La compuse en conme moración del 7 de marzo; yo no podía dejar de celebrar el dichoso aniversario en New Y ork ... La tal oda es la más fuerte que yo he escrito en toda mi vida; la mayor parte de los pensamientos son los que he expresado muchas veces en «La Civilización» y en mis artículos de «La R ep ú b lica » ...” (J osé E usebio 'Caro, Epistolario, publicado por Simón Aljure Chálela, ed. del Ministerio de Educación Nacional, Bogotá, 1953, p. 147). Los subrayados son nuestros.
,
17
Epistolario, p. 171.
18 E so es la libertad! La que he previsto/Entre los raptos de mi ardiente edad! /L a que en la tierra de Franklin he visto/ La que me ofrece en sus pro mesas Cristo! Esa es la libertad! (La libertad y el socialismo, xv, Antología, p. 156). Sin embargo, Caro no dejó de observar ciertos fenómenos de la vida norte-
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tos observadores europeos y am ericanos, la tierra de la libertad, del progreso, de la igualdad, en una palabra, de la dem ocracia tal como la concibió el liberalism o optim ista del siglo xix. La Ciencia social19 está concebida en form a menos ambiciosa que la Filosofía del cristianismo, su proyecto de juventud. Ya no se trata de una ciencia om nicom prensiva de la realidad, sino de una «teoría de la realidad social y política, en sentido estricto y lim ita do. Su objeto, según lo anuncia en las prim eras notas, era la paz social, es decir, que tam bién esta segunda obra tenía la mism a m eta y nacía bajo los mism os im pulsos de la sociología com tiana, cuyo propósito central era el m antenim iento de la cohesión social en una época de crisis para E uropa. E n la introducción que pensó poner a la obra, dice Caro: “ La N ueva G ranada se halla hoy en una verdadera crisis. N adie lo des conoce. U na crisis sem ejante a aquella en que se halló C olom bia en los años de 1828, 1829 y 1830, que term inó con la disolución de finitiva de la R epública, con el advenim iento de los tres E sta d o s. . . pero en cada uno de los cuales hoy, al cabo de los años, han vuelto a producirse los mismos efectos” . Lo que más sobresale en este nuevo in ten to teórico de Caro, es su esfuerzo p or superar la concepción m ecánico-individualista de la sociedad que había sostenido en sus ecritos de juventud, cuan do todavía en su pensam iento existían rem iniscencias de Be n t h a m , aunque se encontrase totalm ente liberado de los principios éticps del utilitarism o, y cuando pensaba orientado por el arm onism o de Bastí at . La sociedad aparece ahora concebida como algo que po see realidad por sí m ism a y que no es equivalente a la sum a aritm é tica de sus m iem bros. D esde las prim eras páginas del m anuscrito
americana que rompían el optimismo general del cuadro. En carta fechada en noviembre de 1851 escribía a su esposa, a proposito de la inestabilidad de la buro cracia y de la calidad de botín político que allí tenían las posiciones de la admi nistración pública, problema que siempre le preocupó y que consideraba como una de las causas de la inestabilidad y turbulencia de los países americanos: “El carác ter de" los americanos de hoy es muy distinto de los tiempos de Washington y Franklin; y una de las causas que más han contribuido a esta triste depravación es la existencia de esa abominable facultad — se refiere a la facultad que tiene el presidente de los Estados Unidos para remover a cualquier funcionario público— que hace abyectos a los que poseen porque pueden perder, codiciosos e insolentes a los que aspiran porque pueden acomodarse a costa de otros, e inmorales a todos” (Epistolario, p. 169 y 170). 19 Nuestras citas están tomadas de los manuscritos, aún inéditos cuando los consultamos.
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se plantea con toda claridad el problem a de la diferencia específica en tre el individuo y la sociedad; “ La sociedad com o sociedad, ¿tiene fines distintos del indivi duo como individuo? O de o tro m odo: la sociedad como sociedad, ¿tiene una existencia p ropia destinada a llenar fines no contrarios sino adicionales y superiores a los que debe llenar el individuo como individuo? Y p o r consiguiente, ¿esta existencia propia q u e posee la sociedad se m anifiesta p o r fenóm enos que no aparecían en la existencia individual? E sta cuestión es una de las más p ro fundas y más interesantes que p uede proponerse la inteligencia h u m ana; su solución es el objeto de la sociología y conduce a la de infinitas cuestiones prácticas que se propone el arte político” . Caro responde afirm ativam ente a estas preguntas y ensaya una explicación de su tesis. La sociedad es diferente a la sim ple sum a de sus m iem bros y ello se prueba p o r analogía y por obser vación. P o r analogía, con la quím ica y las m atem áticas, que m uestran que de la com binación de factores o de su sim ple sum a resultan cualidades que no están en los com ponentes. Así, m ezclando h i drógeno y oxígeno resulta agua, u n producto que no es ninguno de sus com ponentes aisladam ente y que posee nuevas cualidades. Lo mism o en m atem áticas, de la sum a d e im pares pueden resultar pares, y en geom etría, u n triángulo es algo más que tres líneas rec tas. E n estas condiciones, dice luego: “ ¿P odría suponerse que los hom bres agregados a hom bres, y sobre todo hom bres asociados a hom bres, no produjesen sociedades con propiedades distintas de las q u e como hom bres tienen com o sim ples individuos, y sujetas a leyes nuevas a que los individuos ni aislados ni independiehtes están som etidos; para la consecución de fines que nada tienen que ver con el bienestar particular de las personas asociadas?” . T am bién la observación com prueba la diferencia específica: “ Si la sociedad com o sociedad no tuviese leyes propias — dice Caro— , fenóm enos sociales y fines colectivos, todas las sociedades serían iguales y solo se distinguirían p or el núm ero y la persona lidad de los individuos que las com pusieren. P ero debe observarse — añade, destacando el valor diferenciador de los fines en la ca lidad de los grupos sociales y acercándose a una concepción form a lista— que dos congresos reunidos en distintas partes del m undo y com puestos de personas de distintas razas, hablando lenguas d i ferentes, el congreso de V enezuela y el de los E stados U nidos, por ejem plo, se parecen más como asociación el uno al o tro , que
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se pareciera uno de ellos, el congreso norteam ericano, p or ejemplo, a u n escuadrón de caballería form ado p o r las mism as e idénticas personas. E sta observación no deja réplicas y dem uestra claram en te que la sociedad es algo más y o tra cosa que la sim ple pluralidad de sus m iem bros. Si los mismos individuos pueden formar socie
dades esencialmente distintas, individuos distintos pueden formar sociedades semejantes’’™. 50. E l
señuelo de la técnica y el mito del hombre
blanco .-—P ero no
o bstante estas indicaciones en el sentido de u n a superación de la concepción m ecánico-individualista de la so ciedad, Caro no logra desarrollar sus ideas, y m uy p ronto, a pesar de su clara apreciación de las diferencias específicas existentes en tre la sociedad y sus com ponentes, vuelve a in terp retarla en el sentido de la doctrina arm onista y m ecanicista, dom inante entre los econom istas liberales del siglo xix. Las mismas diferencias anotadas p or Caro, aunque im plican la afirm ación de que el hom bre cuando actúa en conjuntos o en sociedad tiene una conducta específica, no alcanzan a convertir su concepción de la sociedad en una doctrina “ universalista” es de cir, en una afirm ación de la sustancialidad de la com unidad y de su prim acía sobre el individuo. Pocas páginas más adelante, al siste m atizar las diversas características de los grupos sociales frente a sus com ponentes individuales (pluralidad, com unicación, variedad, concurrencia, regularidad, perso n alid ad ), vuelve a la in terp reta ción de la sociedad como com puesto y com o sum a. Estas mismas categorías, sobre todo las de pluralidad, concurrencia y variedad, indican ya que piensa en la sociedad de los econom istas de la escue la de Sm it h , y sobre todo en las Armonías de Bastiat : “ E l elem ento más im portante de la sociedad — dice, refirién dose a la división del trabajo y apoyándose en la teoría de la cola boración de ocupaciones de Bastiat— es la variedad. Sin ella la simple pluralidad degeneraría en rivalidad. E n tre iguales apenas 20 Los subrayados son nuestros. C aro roza aquí una solución al problema del objeto y esencia de la sociología, muy semejante a la dada por la sociología formalista de G eorg Sim m el . Si, como dice Caro, los mismos individuos pueden formar sociedades distintas, y viceversa, individuos distintos pueden formar socie dades iguales, la expresión sociedad solo puede tomarse en sentido formal. La cien cia de la sociedad sería, pues, el estudio de las formas en que puede darse la reíar ción con otros, o la vida en común, con prescindencia de los fines perseguidos, o en otros términos, con independencia de su contenido cultural o espiritual.
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hay sociedad posible. La variedad es la que produce la dependencia m utua, que es la base del progreso y de la estabilidad de los sexos, oficios, servicios y ocupaciones, pues esta es la única variedad ar m ónica; todas las dem ás son antagonistas. Así en ciencia social como en electricidad es cierto el teorem a: las fuerzas de la misma especie se rechazan; las de d istinta especie se atraen ”21. Los ensueños sobre una sociedad solidarista y un m undo con el m ínim o de gobierno, reaparecen finalm ente en com binación con la teoría evolucionista, mezclados con u n cierto biologism o enton ces en boga y con los nunca olvidados anhelos sansim onianos de una sociedad dirigida p o r expertos técnicos y la esperanza del ad venim iento de u n m ítico siglo del hom bre blanco europeo, y más que europeo, sajón. P ara ese entonces “ term inará la diversidad de razas, po rque la blanca absorberá y destruirá a la india, la negra, la am arilla, etc. D esaparecerán las diferencias de lenguas y nacio nes, lo mism o que los jornaleros, porque todos serán em presarios y porque las m áquinas harán todo el trabajo hum ano. D esapare cerán los trabajadores de baja categoría y en su lugar aparecerá el ingeniero m oderno, es decir, el hom bre inteligente encargado de la dirección de una m áquina, el hom bre que constituye el anun cio vivo y profético de todos los jornaleros del m undo” . Ese m undo no será solo el m undo de los ingenieros in d u stria les, sino tam bién el m undo del hom bre blanco. “ P orque en la raza hum ana — dice Caro, haciendo eco a una especie de darwinisme* social— parece que se sigue la misma ley que en las otras especies vivas. Las razas inferiores están destinadas a desaparecer para dar lugar a las razas superiores. Los indios de A m érica ya casi han desaparecido. Los negros de África y Am érica desaparecerán del mism o m odo; el día en que la E uropa y la Am érica estén pobladas p o r algunos m illones de hom bres blancos, nada podrá resistirles en el m undo. Así como la especie hum ana está destinada a rem plazar a las otras especies animales que no le sirven de instrum ento o de alim ento, así tam bién la raza blanca está destinada a rem plazar a 21 Caro hace constantes comparaciones entre fenómenos sociales y fenóme nos orgánicos y físicos, lo que muestra otra fase de su dependencia de la ciencia social naturalista del siglo xix. La alusión a la ley de la gravedad fue, además, típica de las concepciones naturalistas-armonistas, frecuentemente utópicas. Recuér dese que F ourier construyó, por analogía con la ley de gravedad y la mecánica de N ewton , una teoría de las pasiones y de la solidaridad humana. Así como hay una ley de armonía cósmica y celeste, debe existir también una ley de armonía y atracción social.
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todas las otras razas hum anas. E n la raza blanca, finalm ente, pre valecerán los tipos más perfectos”22. E n el campo político, Caro describe esta evolución diciendo que la hum anidad en su decurso recorre seis etapas, que van de la form ación a la federación universal de pueblos iguales, del go bierno arm ado y servido p o r ejércitos, a la supresión de los ejércitos y de las guerras y a la solidaridad universal. La utopía vuelve a p resentarse a su im aginación, porque ya esta concepción no era ni siquiera sansim oniana ni com tiana. Saint -Simon creía en la necesidad de un gobierno de técnicos, y Comte , en uno de sa cerdotes positivistas, pero al fin y al cabo ambos aceptaban la necesidad de un poder coordinador, es decir, del Estado. Caro se encontraba aquí m uy cerca del ideal anarquista de Stirne , ideal que ve en el E stado y en toda form a de poder superindividual la mayor amenaza para la integridad del individuo y su libertad, que es el bien más preciado: ' ‘La paz social — dice— , que es el objetivo de toda sociedad, se consigue poniendo al indivi duo en m ejores condiciones para resistir que para atacar. Y al go bierno, en mejores condiciones para defender la sociedad que para atacarla. E l poder público es esencialm ente agresivo, no es u n poder de resistencia, sino un poder de agresión. Es u n arma ofensiva que lo mism o puede volverse contra el crim inal que contra el inocente. Para que sea eficaz debe estar organizado y arm ado de m odo que venza toda resistencia que pudiera encontrar en los criminales que persigue. ¿Puede haber un m ayor peligro? Pero no es solo esto. E l poder no está solo instituido para defender la sociedad de los crim inales, persiguiéndolos y castigándolos, sino para de fenderla de las agresiones m ucho más form idables de otras socie dades. D e aquí resulta que la guerra es el m ayor peligro para la li 22 Estas ideas de Caro guardan una evidente semejanza con otras, corrientes en América en la segunda mitad del siglo xix, en los medios influidos por el posi tivismo, especialmente con las del estadista argentino A lberdi. Según este, la civilización es obra de la raza anglosajona, y la única manera que tiene América para salir de la barbarie es europeizarse, que en el lenguaje de A lberdi significa sajonizarse. “Solo los anglosajones pueden enseñarnos a disfrutar de la libertad que los americanos no sabemos practicar”, dice en la introducción a sus Bases y puntos de partida para la organización de la República Argentina. “La mano ingle sa será la que produzca nuestra redención”, escribía Caro desde los Estados Uni dos (Epistolario, p. 217). Véase supra, nuestros capítulos referentes a la valora ción de la herencia espiritual española. Toda esta literatura sobre el mito de la raza blanca anglosajona, se inspiraba en las obras de G obineau y C hamberlain . Un excelente resumen y crítica de esta hipótesis, puede verse en Cassirer, El mito del Estado, México, 1947, cap. xvi, p. 264 y ss.
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b ertad. P orque la guerra crea los ejércitos, es decir, el arm a más poderosa de agresión que puede im aginarse. D e ahí que — con cluye Caro— todo lo que haga inútiles los ejércitos perm anentes, es favorable a la libertad. D e ahí que la libertad solo pueda esta blecerse p o r una de estas dos condiciones: en una posición insular com o la de G ran B retaña o la de una confederación continental com o la de los E stados U nidos” . 51. E l industrialismo como solución .— T odo este aná lisis de Caro estaba construido sobre u n supuesto básico: la idea, típica del positivism o del siglo xix, que Spencer elevaría a la categoría de ley del desarrollo social, de que el com ercio y la industria term inarían con las guerras y las oposiciones de poder, harían superfluos los gobiernos y establecerían la paz universal, porque p o r su esencia los m edios de acción del com erciante y del in dustrial eran opuestos — esencial e históricam ente— a los m e dios m ilitares. E sta convicción de Caro no es extraña a su idea de que la estabilidad política de los países sudam ericanos, y p ar ticularm ente de la N ueva G ranada, se lograría con el desarrollo de la riqueza industrial y comercial, e inclusive con su entusiasm o personal por la profesión de com erciante. A éste respecto escribía desde N ueva Y ork: “ E sto me lleva a la cuestión del doctor O spina: la causa principal por que en la A m érica española la república y la dem o cracia han llevado a la m iseria y a la corrupción, m ientras que en los E stados U nidos han coincidido con una prosperidad sin ejem plo; esa causa está en los em pleos públicos, en la inestabilidad de la situación de los que los poseen, y en la falta de otras carre ras que distraigan la codicia del pueblo de ese objeto único. E n países en que no hay industria ni com ercio, la dem ocracia, es de cir, la oferta perm anente de los em pleos públicos a la am bición de los partidos, es- evidentem ente una fuente de discordia que jamás se seca y por supuesto una causa incesante de cobardía, abyección, y venganza en los unos; de envidia y de codicia en los otros; d e inm oralidad, odio y ruina en todos; de aquí proviene que todos los pueblos com erciantes han sido pueblos libres, desde los feni cios y los cartagineses hasta los genoveses y venecianos del siglo XIV, hasta los ingleses y los angloam ericanos del siglo xix. ¿P or qué? P orque las instituciones dem ocráticas son en dondequiera u na fuente de discordia, pero en donde no hay otras carreras que
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los em pleos, esa discordia es universal y lleva por fin a la m iseria y a la ruina, m ientras que en donde hay m uchos miles de hom bres que se enriquecen enorm em ente en el com ercio, la oferta, al que venza, de los em pleos públicos, es fuente de discordia sin duda, pero solo de discordia entre unos pocos, y esta discordia solo logra agitar de cuando en cuando la sociedad, pero no llega a destruirla radicalm ente. D e aquí proviene que entre nosotros m ientras más tiem po de dem ocracia llevam os peor estam os, p or que cada vez los em pleos tienen más im portancia, y su oferta cada vez divide y desm oraliza más a las gentes. E s pues la democracia la causa de nuestro espantoso m alestar; y es el comercio y no la democracia la causa del bienestar de los am ericanos. La libertad política no es un principio; es un fin y un resultado; no es esa libertad la que ha traído la industria y el com ercio; son la indus tria y el comercio los que han producido esa libertad; y los pue blos que han querido poseerla sin darle otra base que una Cons titución escrita, han logrado dividirse y despedazarse pero no han podido ser libres”23. T am bién estaban estas ideas en función de su experiencia en los E stados U nidos, de su optim ism o respecto a la técnica y de su adm iración por los hom bres y la civilización anglosajones. P o cas páginas se escribieron en el siglo pasado, en A m érica y en C o lom bia, que expresen con tan ta fuerza estas ilusiones, como esta tom ada de una carta escrita p or Caro en 1852, cuando se encon traba en Santa M arta de regreso a su patria, muy poco antes de m orir, y pocos docum entos salidos de su plum a dem uestran que sus ideas de juventud, de origen positivista, su fe sincera y, podría mos decir, rom ántica, en la técnica y en el progreso, no habían desaparecido: “ H an nacido en un país m iserable — decía a su esposa, refi riéndose al porvenir de sus hijos— , pero han nacido en un gran siglo: tan grande, que el im pulso general que hoy com unica al m undo no tardará en sentirse en las naciones más soñolientas, más anárquicas, o más bárbaras. A un ya entre nosotros se siente, ya ha trasform ado a Panam á, ya ha introducido el vapor en el M ag dalena. La colonización de California por los americanos y de A ustralia por los ingleses, producirá dentro de 10 o 15 años en el grande Océano Pacífico un comercio inm enso, un comercio tan gi23
Epistolario, p. 170 y 171.
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gantesco como el que ahora hace el asom bro del A tlántico; y la N ueva G ranada, colocada entre el A tlántico y el Pacífico, ocupan do el lugar de tránsito del m undo, a pesar de su pobreza, a pesar de su ignorancia, a pesar de su anárquica dem ocracia, tendrá que seguir involuntariam ente la corriente general que se la lleva. Así es que si yo desespero es para un porvenir cercano, pero no para u n porvenir más rem oto; desespero para mí, pero no desespero para la edad m adura de mis hijos. Los cuarenta años que acaban de pasar h an producido en el m undo un cam bio incalculable; baste decir que ahora cuarenta años no había en el m undo buques de vapor, que ahora veinticinco años no había en el m undo un solo camino de hierro, que ahora trece años no había en parte alguna un solo telé grafo eléctrico; hoy am bos océanos, y todos los grandes ríos y mares de E uropa, Asia y la Am érica del N orte están surcados por buques de vapor de innum erables form as; la E uropa entera, la Am érica del N orte y las Indias O rientales están llenas de ferro carriles, que ya se ven aun en España, en Cuba, y en C hile y hasta en una provincia de la N ueva G ranada; las líneas telegráficas son todavía más generales y más extensas. Los cuarenta años que vie nen harán incom parablem ente más; y en el curso natural de la vida hum ana, nuestros hijos alcanzarán a una época en que nos otros quisiéram os haber nacido. Los vapores, los caminos y los telégrafos, que establecidos en es te , país lo salvarán facilitando el m ovim iento del com ercio y del trabajo productivo, que es la gran m edicina contra la anarquía dem ocrática, esas obras nosotros no las harem os, pero los ingleses y los am ericanos no dejarán de aquí allá de hacerlas por nosotros. Pero m ientras esto sucede, como habrá de suceder, nuestro país estará condenado a no salir de la estéril agitación que hoy lo desordena. N osotros no podem os sal varnos por nosotros m ism os; la m ano inglesa será la que produzca nuestra redención social. N osotros no pensam os más que en lu char unos con otros, en hacer y deshacer leyes que no hacen b ro tar u n solo grano más de trigo; al fin vendrá el inglés con sus capita les y el norteam ericano con su espíritu de em presa que nos abran las puertas y ventanas y nos den m ovim iento y luz”24.
Como se ve por la trayectoria de pensamiento que hemos descrito, Caro fue un buscador, un espíritu lleno de tensiones internas, cuya corta vida no permitió que su obra cristalizara en 24
E pistolario
, p. 216 y 217.
E ntre la utopía y el E stado tecnocrático, etc .
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u n cuerpo de doctrinas políticas más coherente, y sobre todo, más realista. B entham ista en los um brales de su juventud, su espíritu lógico y razonador y el im pulso de su form ación sentim ental y religiosa lo llevaron m uy p ro n to a divorciarse del utilitarism o. C reyente en el progreso y en la solución de la técnica para los males sociales, sansim oniano y optim ista hasta el utopism o, al acercarse a la m adurez se acoge a una concepción muy cercana a la del liberalism o clásico, pero expresa sus reservas respecto al valor de la doctrina del laissez-faire en m uchas esferas de la vida social, colocándose en una posición m uy cercana a la de Stuart Mill , para volver al final de su corta vida a insistir sobre ideales políticos m uy cercanos a las diversas m odalidades del pensam ien to utópico del siglo xix. Sin em bargo, en m edio de todos estos vaivenes hubo dos ideas políticas que Caro no abandonó nunca: la idea del E stado representativo y la de lim itación al poder. Con ello afirm aba el consentim iento com o origen del gobierno; del gobierno, pero no del derecho. P o rque para Caro no había duda de que el derecho era una realidad objetiva, no dependiente de la voluntad hum ana, y que p o r lo tan to era válida para todos, y en prim er lugar para los gobernantes.
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XIII
M A N U EL M A R ÍA M A D IE D O , U N U T O P IS T A
52. E ntre Saint -Sim on y P roudhon .— A bundantes y he terogéneos elem entos positivistas se encuentran en la obra de Manuel M aría M adiedo. E l títu lo m ism o y los propósitos de su libro más acabado, La ciencia social o el socialismo filosófico, derivación de las grandes armonías morales del cristianismo, de nuncia ya las fuentes que lo inspiraron. La historia es in terp reta da a p a rtir de u n trasfondo teológico cuyas experiencias básicas son el pecado, que no es o tra cosa que la ru p tu ra de la edad idílica de la hum anidad provocada p o r la creación de la propiedad te rri torial, fru to de la violencia y de la am bición incontrolada de álgunos hom bres, y la redención introducida p or el cristianism o que devolvió al hom bre la posibilidad de la libertad y el progreso1. 1 M anuel M aría M adiedo, La ciencia social o el socialismo filosófico, deri vación de las grandes armonías morales del cristianismo, Bogotá, Imprenta de Nico
lás Pontón, 1863. A continuación del título, M adiedo coloca como epígrafe la conocida frase de P roudhon : “En el fondo de toda verdad social hay una verdad teológica”, como para indicar su intención de unir socialismo con cristianismo, idea que había ganado mucho terreno en Francia en la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo entre los intelectuales sansimonianos y positivistas. El impulso en esta dirección había sido dado por B allanche desde fines del siglo xvm y se sabe que Saint -Sim on caracterizaba su movimiento como un nuevo cristianismo. Otra modalidad de esta tendencia fue la corriente de ideas que pretendía unir libera lismo y catolicismo, promovida por L am en na is . En estos intentos, el catolicismo en su expresión romana era entendido con frecuencia como una desviación del cristianismo primitivo y este se interpretaba como una religión de oprimidos y de parias. Así lo entiende M adiedo expresamente (Ciencia social, p. 177 y 178). Véase también, sobre el proceso general anotado, la obra de M axime L eroy His toire des idées sociales en France, Paris, 1930, vol u, especialmente las p. 118 y ss., en que se trata de la Palingenesia social, obra de B allanche , que L eroy con sidera el punto de partida de estos movimientos, así como de numerosas ideas de D e M aistre y D e Bonald . B allanche fue el primero en utilizar la palabra socia lismo en conexión con una interpretación de las grandes trasformaciones históricas como promovidas por una clase social paria y plebeya, que adquiere un sentido religioso y mesiánico de su misión social. M adiedo fue un divulgador activo del positivismo en Colombia y a su inicia tiva se debió la publicación de numerosas obras de carácter científico, casi todas
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A este punto de vista m etodológico inspirado en R o u s s e a u , y sobre todo en P r o u d h o n , se unen elem entos políticos, filosó ficos y religiosos de los más variados orígenes y una erudición abi garrada en que abundan las citas de la antigüedad grecorrom ana, mezclada con vagas ideas positivistas y hum anitarias que M a d i e d o reúne sin gran sentido crítico. Con B a s t í a t , cree en la exis tencia de una ley universal de arm onía, y con R o u s s e a u y los ro mánticos, afirm a la bondad originaria del hom bre y su corrupción a través de instituciones civilizadas como la propiedad. D el m o vim iento de ideas cuyo origen se rem onta en Francia a B a l l a n c h e , recibió el im pulso hacia una síntesis entre cristianism o, liberalis mo y progreso; de P r o u d h o n tom ó la idea de que la fuente de todas las injusticias sociales es la propiedad territorial, y de S a i n t -S i m o n , el concepto de que el gobierno ideal sería aquel en que una élite de técnicos e intelectuales fuera la clase gober nante. De la m araña de erudición política y social de M a d i e d o pue den sacarse en claro tres ideas sobre la organización del E stado y la sociedad, todas de estirpe sansim oniana: la hostilidad a la gran propiedad te rrito rial, como origen de las perturbaciones so ciales; la unidad entre cristianism o y progreso, y finalm ente, la idea de u n E stado paternalista, dirigido por los “ inteligentes” y encargado de dar educación m oral a las masas ignorantes e inca paces de asum ir la dirección de la sociedad. Como los sansimonianos y como los positivistas inspirados en la obra de C o m t e , M a d i e d o era tam bién adverso a las ideas rectoras de la Revolución francesa, por su carácter antirreligioso y negativo, y como ellos, ponía su esperanza en que una com binación de la ciencia m oderna con el cristianism o, in terp retad o como una religión popular, sería la solución de los problem as de la sociedad m oderna y la vuelta al estado edénico de la hum anidad. E n la dedicatoria de su Cien cia social y refiriéndose a su visión de la historia, decía: “ Vi que la hum anidad partió de un punto lum inoso: vivió en la edad de oro del derecho y de la justicia; se extravió luego en los laberintos del error; cayó en los abismos del delito, y que
de inspiración positivista. Personalmente tradujo una exposición* de las ideas de A ugusto Comte y de su discípulo Laffite , hecha por Robinet (Bogotá, Imprenta
de Medardo Rivas, 1884). En nuestras citas de la Ciencia social hemos moderni zado la ortografía.
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do allí dando alaridos por cuarenta siglos, hasta que un ente mis terioso, del cual habían vaticinado los sabios de la China, los p ro fetas de la Judea, las pitonisas de G recia y los poetas del Lacio cosas grandes y m aravillosas, apareció en m edio de aquel océano de sombras, y extendiendo su brazo poderoso, levantó al hom bre hasta las alturas de los cielos y desapareció; dejando al m undo una vía de luz que va derecho a las bellas regiones que habitaron nuestros prim itivos progenitores. Tal es el cristianism o, esa gran vía de luz, que nos volverá infaliblem ente al punto de partida del dere cho, de la justicia y del orden originarios; por la abolición del crim en y la aparición dél gobierno del hom bre sobre el hom bre, a m edida que esa gran ley de Dios, bajo la cual vivieron nuestros prim eros padres, vaya reinando en las conciencias y regenerando a la hum anidad”2. Creencia en una edad idílica de la hum anidad, sin gobierno, sin propiedad, sin dom inación de unos hom bres sobre otros; caída de la hum anidad por el pecado y aparición de las instituciones de la propiedad privada del suelo, dom inación y gobierno; recupera ción del estado de ventura prim itivo gracias al poder regenerador del cristianism o, he aquí los elem entos de la concepción rom ánti ca y utópica tan generalizada en los m edios de artesanos e in te lectuales de Francia en el siglo x v m , cuyos ecos surgían en los mismos sectores neogranadinos del siglo xix, 53. Crítica de la democracia liberal.— A ceptando al· gunas de sus ideas parciales como el laissez-faire en economía, base de la riqueza industrial, y los principios de tolerancia y libertad en materias religiosas y científicas, Madiedo es sin em bargo un crítico de la concepción liberal del Estado. P o r lo dem ás, su po sición era com prensible á este respecto, ya que el sansimonismo, que sin duda fue la fuente más directa de su educación política, era p o t muchos aspectos una de las expresiones antiliberales sur gidas después de la Revolución francesa, y una doctrina en que, paradójicam ente, se unían intereses con anhelos de reform a social y creencias nobiliarias en el valor de las fuertes jerarquías sociales. E n prim er lugar, Madiedo es contrario a la idea de la sobe ranía popular entendida esta como la expresión de la voluntad del mayor núm ero de ciudadanos, puesta en evidencia por medio 2 Ob. cit., Dedicatoria a los jóvenes de ambos mundos.
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del sufragio universal. F ren te a la exaltación del núm ero defiende la concepción típicam ente sansim oniana de un gobierno de técnicos, concepción q ue se une a una subestim ación expresa de la función de las m asas en la vida política y social: “ T ratándose del asiento de la soberanía social — escribe— , ninguna razón ha habido para decir a las masas bárbaras que ellas son el pueblo, m ucho m enos para disfrazarlas de soberano. Si guiendo la filiación de los fenóm enos íntim os del hom bre, encon tram os la fuerza física com o u n instrum ento ciego y obediente; ¿y cuál es, en resum en, la fuerza más visible de las m ultitudes? Ese instrum ento ciego y obediente, la fuerza m aterial”3. Luego agrega, en el mism o sentido: “ Los sostenedores de la m ayoría so berana están en pugna con la historia y con la actualidad. E n la familia, como en los comicios, en el cónclave, como en el cuartel, dos o tres personas dan el im pulso. Las revoluciones nacen y m ue ren a la voz de unos pocos hombres. Jam ás hem os visto lo contra rio. E n los descubrim ientos hum anos sucede o tro tanto. P ero la soberanía del m ayor núm ero, si bien es una m entira y una inm o ralidad subversiva, sí sirve para los que negocian con las masas; y precisam ente esos m ism os negociantes políticos son la m ejor prueba de cuanto va dicho. Ellos, unos pocos hombres, aun sin tener de su parte o tra razón que la osadía y la mala fe, logran arrastrar tras sus huellas a millares de infelices, que creen que van a ser dichosos. . . Las masas populares han vivido, viven y vivi rán siem pre bajo la influencia de esos focos de acción social; p o r que cada hom bre inteligente e instruido influye sobre m uchos. . . Todas las grandes revoluciones del m undo han sido concebidas por los hom bres más inteligentes, o de más influencia m oral o riquezas. E n estas grandes evoluciones (sic) de la hum anidad, las masas no son sino instrum entos de ejecución. Y no hay m ovim ien to alguno popular, por insignificante que sea, que no deba el im pulso a personas superiores en posición social a las masas que lo ejecutan”4. Pero esta concepción del papel dirigente de la élite en la historia y en la política, tal como la expone Madiedo, es al mism o tiem po una concepción antinobiliaria. Madiedo rechaza expresa m ente, como injustos y corruptores de la salud social, todo privi8 Ob. cit., p. 285. *
Ob. cit. p. 191.
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legio y to d a pretensión de o b te n er u n p u esto dirigente en la sociedad p o r el solo hecho d e la pertenencia a u n linaje distingui do. Su concepción d e la élite es burguesa y positivista. La nueva aristocracia vale p o r sus m éritos intelectuales, p o r su saber cien tífico. E n las nuevas sociedades industriales y republicanas, el hom bre con derecho a la preem inencia política es el técnico: “ La sociedad, m ientras necesita gobierno p o rq u e la evolución de la violencia lo fuerce a ello, necesita hom bres encargados de velar en (sic) la inviolabilidad del derech o ajeno; y estos hom bres deben estar enlazados unos a otro s p o r relaciones de m ando y obedien cia. E stas categorías son indispensables en toda organización. E n el hom bre m ism o, la cabeza m anda al corazón y el corazón m anda a los brazos o a las piernas; inteligencia, v oluntad y organism o. E n la religión, com o en la m ilicia, si todos los sacerdotes fueran papas y todos los m ilitares generales, la m archa d el clero y de los ejércitos sería u n absurdo. P ero si estas categorías de hom bres son necesarias com o indispensables, no sucede lo m ism o con los privilegios acordados a la sim ple existencia del hom bre, cuando ese hom bre recibe una distinción que lo hace, de hecho, superior a los dem ás, sin que la sociedad reciba cosa alguna en com pensa ción p o r la hum illación que se le im pone, al declarar que unos hom bres son m ejores que o tros; aunque en realidad sean los peo res hom bres del m undo. Las exenciones que suele reconocer la ley en favor de ciertas aptitudes o servicios, no p u eden llam arse p ri vilegios, n i verdaderas desigualdades creadas p o r la voluntad so cial. E l hon or que se acuerda a u n sabio, no es propiam ente sino u n incienso quem ado en el altar d e la sabiduría; pero la distinción qu e se acuerda a u n hijo d e u n conde o u n m arqués, por cuanto su p adre o su abuelo obtu v o esas m ism as distinciones, que tam b ién derivó de sus antepasados, que las derivaron de otros ante pasados, es lo más absurdo e inm oral que pueda insultar al dogma de la igualdad hum ana. E n m oral, ni el vicio ni la v irtu d son ni deben declararse h ereditarios”5. δ Ob. dt., p. 120. En la concepdón dentista y positivista los hombres se distinguen no por las cualidades de la personalidad, sino por su saber científico, lo que es lógico dentro de una concepdón que supervalora el papel de la ciencia en la sodedad y en la cultura. La experienda, la tradidón del mando y las vir tudes señoriales en que toda idea nobiliaria de la vida se apoya, no eraii incluidas por lo tanto en su nodón dd sabio y de la sabiduría. El sabio, en la concepción de M adiedo, como en el positivismo en general, es el científico en el sentido moderno, y sobre todo el dentífico físico-natural, el inventor y el ingeniero. No se trau del sabio en el sentido socrático de la palabra, es decir, del hombre que
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A esta concepción del E stado, que podríam os denom inar tecnocrática, M a d i e d o agrega la esperanza, típicam ente utópica, de la desaparición de los gobiernos, considerados como mal tra n sitorio de la h u m anidad susceptible de ser elim inado por el p ro greso técnico y la educación. D e acuerdo con una concepción cuyos orígenes se rem ontan a la E dad M edia cristiana, M a d i e d o vincula los orígenes del E stado y del gobierno al pecado original, a la caída del hom bre, y a la subsiguiente aparición de la fuerza y el dom inio como elem entos de relación e n tre los hom bres. “ Decir como H o b b e s que la guerra es el estado natural del hom bre, es no haber estudiado la naturaleza sintética del ser h u m ano; es confundir el efecto con la causa, y u n estado originario con u n extravío de ese estado; expresión inm ediata y genuina de la íntim a naturaleza hum ana. E l estado de guerra no es natural, ni podrá llegar a serlo jam ás, porque es una convulsión destruc tora; y sostener que la naturaleza es la destrucción, es proferir un contrasentido extravagante. E l estado de guerra fue un estado secundario, u n fenóm eno: no una causa fundam ental, menos una naturaleza en el hom bre: ese estado fu e un p arto del mal indivi dual j hijo a su vez de la caída, del extravío del prim er hom bre, sin cuyo ejem plo ninguno de süs descendientes habría podido pecar, como heredero de una naturaleza im pecable”6. Una vez aparecido el pecado, vino la pérdida del estado idí lico de la hum anidad y surgieron la fuerza y la dom inación de unos hom bres sobre otros: “ La fuerza creó el gobierno, y el go bierno,, hijo de la fuerza él m ism o, organizó sus elem entos, y los fortificó más y más, form ando con su teoría u n m undo en que el derecho y la justicia quedaron olvidados en teram en te” . Y tras sostener que todos los gobiernos violan sistem áticam ente todos los derechos hum anos, y que el m ejor de todos es aquel que m e
ha acumulado una gran sabiduría de la vida, aunque su cultura intelectual y cien tífica sea escasa y a veces inexistente. Hay un gran contraste en este punto entre las ideas sostenidas por el pensamiento liberal y dentista, y las defendidas por hombres que, como M igüel A ntonio Caro, al analizar la personalidad tomaban riiás en cuenta los elementos empíricos y tradicionales. Por eso Caro de'fiende el derecho al sufragio del hombre que no sabe leer y escribir, fíente a liberales como Samper , que hacían de este mínimo de saber científico un motivo de dife renciación entre los ciudadanos. Véase a M iguel A ntonio Caro, Estudios cons titucionales, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, p. 243 y 249.
6 Ob. cit., p. 244.
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nos interviene — concépto en que se tocaban liberales y socialis tas utópicos— , com binando la idea cristiana de la redención y la creencia ilum inista en lá capacidad de la educación para trasform ar el fondo espiritual del hóm bre, Madiedo expresa su fe en la desa parición del E stado y del gobierno: “ Y en fin, que la verdadera reform a hum ana, en m ateria de gobierno, consiste en hacer inne cesario el gobierno m ism o, p o r la trasformación de las doctrinas
sobre el derecho del hombre y la justicia universal en creencias individuales populares”1. 54. Visión del problema social moderno.— A hora bien, no obstante que su obra está im pregnada de utopism o político y construida sobre la base de u n abigarrado, m uestrario de conoci m ientos de poca coherencia, Madiedo tuvo el m érito de ser uno de los prim eros escritores colom bianos del siglo pasado que plan teó el problem a del pauperism o de los sectores obreros y cam pe sinos, al lado y en contraste con el aum ento de la riqueza y su concentración en pocas m anos, com o u n peligro para la estabilidad social y como el verdadero p u n to de divergencia y em ulación de los distintos m atices del pensam iento político: “ Los qu e creen que la salud del m undo está en el m ovim ien to puram ente intelectual de los hom bres, ignoran la historia de la antigüedad o la h an olvidado com pletam ente -—decía en las prim eras páginas de su Ciencia social— . C uando se contem plan los grandes adelantos de los griegos y los rom anos en las ciencias y en las artes y las m onstruosidades m orales que afeaban su exis tencia, se com prende lo que puede esperarse en el cam po de la p u ra civilización hum ana, fuera de la m oral divina del Evangelio, única cuya expresión consulta la naturaleza hum ana y garantiza su com pleta inviolabilidad” . Luego agrega: “ La cuestión econó mica es enteram ente cuestión científica. H ablam os de la m archa del progreso general, del aum ento de las poblaciones con el au m ento de las necesidades sociales que la m ism a civilización crea, m archando a la par con el aum ento de m edios para satisfacer esas necesidades crecientes de cada hom bre, de cada fam ilia, de cada pueblo. Es u na de las cuestiones m ás graves para el m undo; por que con los progresos que diariam ente alcanzan las ciencias físicas y m atem áticas, la facultad de producir se concentra en pocas ma7 Ob. cit., p. 262.
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nos, se m onopoliza en unos poquísim os capitalistas, y dejando de ser productoras las m asas, siéndolo de una m anera reducida, res pecto de las máquirías de que son dueños los grandes propietarios y hom bres de alguna com odidad económica, se viene a establecer el ham bre como estado norm al de los pueblos, la agonía convulsi va que h a de m antener sin conciliar el sueño a los hom bres de E s tado, y a la sociedad en tera en una situación tan dolorosa como alarm ante”8. D esde luego, era este u n eco de las ideas de sus autores p re dilectos, los utopistas, sansim onianos y positivistas franceses, quienes a su m anera fueron tam bién los prim eros en plantear los problem as sociales específicos d e la m oderna sociedad industrial y capitalista. P ero había en Madiedo una preocupación constante p o r referirse a la realidad de C olom bia y p o r buscar soluciones a sus problem as. E n efecto, es u no de los prim eros hom bres de su generación que se resuelve a plantear en térm inos políticos el gra ve problem a de la m iseria cam pesina y de la concentración de la p ropiedad territorial, del latifundio colonial que la R epública h a b ía dejado subsistir y que el pensam iento liberal de las prim eras décadas d e vida independiente apenas si se había atrevido a rozar. R efiriéndose a la suerte del cam pesino colom biano de aquellos tiem pos, decía: “ P ero no solo se abusa en los cam pos de la ignorancia y la abyección del m ísero colono, haciéndole pagar u n arriendo arbi trario : se abusa de ese infeliz, alzándole el m ism o arriendo arb itra rio a una sum a enorm e, el día que no es dócil como un esclavo en consentir en la p ro stitución de sus hijas o de su esposa; el día q u e no se presta a d ar una declaración falsa tom ando a D ios p o r testigo de su perjurio; el día que se resiste a desem peñar el oficio de sicario, de incendiario, de verdugo o de rufián, para com placer las pasiones bestiales de su am o. Ese día un dilem a terrible se le presenta: sale de la tierra abandonando su casa y sus sem enteras casi gratis, o tiene que pagar p o r cien lo que vale d ie z . . . Y estos hom bres tienen m il veces, cien garantías escritas en unos códigos q u e jamás han oído leer, que nunca han oído m encionar siquiera! Y tal vez son ciudadanos de u n pueblo libre, que ha dado su san gre para que la dignidad hum ana sea re sp e ta d a . . . ”9. 8 Ob. cit., p. 38 y 39. » Ob. cit., p. 127.
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55. E l problema de la propiedad.— M as, si la presenta ción del problem a era sincera hasta el dram atism o, la solución propuesta y la explicación del hecho eran confusas, y a fuerza de ser teóricas, de carecer de base histórica, resultaban utópicas. Madiedo, como la m ayor p arte de los escritores colom bianos del siglo pasado que hicieron abstracción d e la historia nacional ante rior a la Independencia y de la tradición legislativa española, tom a ba sus conceptos del pensam iento francés y los trasladaba sin mayor crítica a la realidad colom biana. Su hostilidad a los grandes pro pietarios de la tierra y su explicación del origen de la propiedad entroncaba directam ente con la concepción fisiocrática que com en zó considerando a la agricultura como una actividad no creadora de nuevos valores económicos y a la clase propietaria como una clase estéril. T al idea fue aceptada p o r los sansim onianos y por la escuela clásica de la econom ía y recibió su m áxim a consagración en la teoría del valor-trabajo de Ricardo. A poyándose vagam ente en esta tradición y en la idea rom ántica de la existencia de una época pasada en que la tierra se poseyó en com unidad, Madiedo sostiene que el único título de propiedad es el trabajo, de m anera que los hom bres tienen derecho a los frutos de la tierra que han conseguido a través de su directa actividad, pero carecen de dere cho para exigir la propiedad de la tierra misma. Madiedo acepta la idea, sostenida especialm ente p o r Proudhon, de que él origen de la propiedad territorial fue la violencia y considera que la exis tencia de una clase propietaria y una trabajádora que carece de propiedad, es la fuente de las m ayores injusticias a través de la historia. E l señor feudal es adem ás u n peligro para la vigencia del derecho y u n obstáculo para la actividad del E stado, pues se incli na a im poner su propia voluntad y su propia ley10. 10 Si M adiedo, como en general los escritores del siglo pasado que se ocu paron en Colombia en el problema de la gran propiedad y en el problema agrario, no hubieran subestimado el estudio de la legislación colonial española y de la política indiana, habrían encontrado en documentos como las últimas relaciones de mando de los virreyes, mayor abundancia de críticas e ideas de alcance más real y positivo para una solución del problema del latifundio, Pero preferían par tir de la literatura política francesa y aplicar a la realidad americana categorías como la de feudalismo y señor feudal, que no existieron en América ni durante la Colonia ni durante la República, pese a la analogía formal entre el cacique americano y el señor feudal, y entre la gran propiedad de la época colonial y los feudos de la Edad Media. En Caballero y G óngora, por ejemplo, está perfecta mente configurada la idea de la explotación económica de la tierra como título de propiedad, y sus recomendaciones en favor de una política agraria contraria al latifundio improductivo eran claras. Por otra parte, instituciones coloniales como el resguardo y el ejido tenían en realidad mucho más espíritu solidario y comuni-
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“N o es adm isible la adquisición indefinida de la tierra — di ce Madiedo en su capítulo sobre los abusos sociales del derecho de propiedad— : po rq u e esa adquisición a título de propiedad defi nitiva, no es de derecho natu ral, de derecho originario, sino una creación social artificial, im puesta como un dique a los excesos co m etidos contra el fru to del trabajo rural ajeno; así como la inves tid u ra del poder público del gobierno no debe adm itirse indefini dam ente, porque va a dar al despotism o, tam poco puede adm itir se la adquisición indefinida de la tierra porque tam bién va a parar al despotism o”11. U n análisis de la institución de la propiedad territorial de esta naturaleza parecería anunciar una solución socialista o co m unista, pero M adiedo la evita, porque es un adversario definido de todas las tendencias socialistas de su tiem po*12.
tario que la mal llamada por M adiedo “comunidad superficiaria”, que a la postre no era más que la propiedad indivisa del Código Civil francés, tal como se pre senta en las herencias no repartidas.
u Ob. dt., ρ. 125. 12 El punto de vista de M adiedo frente al socialismo, el comunismo y toda pretensión de establecer un régimen de propiedad colectiva, no solo en la tierra sino en la industria, era típico del sansimonismo y está latente en la teoría sobre la renta de la tierra, de R icardo. En efecto, la teoría del valor-trabajo justifica plenamente la propiedad privada en la industria, pero deja en condición precaria la apropiación individual de la tierra. La posición de M adiedo era, pues, en el fondo burguesa y nada socialista. Representaba una herencia de la época en que la burguesía europea hubo de afirmar su posición frente a las clases nobles, aris tocráticas y terratenientes, probándoles que eran clases estériles para la sociedad y que el trabajo era el único título no solo de propiedad, sino de preeminencia social y política. A propósito, dice M adiedo: “Hay una inmensa distancia entre el derecho que tiene un comerciante en sus mercancías, y el que tiene un propie tario rural en lo que él llama su tierra; y sin embargo, la manera como usa este de su equívoco derecho, deja inmensamente atrás en despotismo y arbitrariedad al uso regular y moderado con que aquel ejerce su inequívoca propiedad. Esta observación es muy digna de tenerse en cuenta, porque es un escándalo que lo que no se acuerda a un derecho indisputable se permita y tolere al ejercicio del derecho adulterino de los propietarios del suelo”. Sobre el comunismo y el socialismo afirma: “El comunismo es contrario a la inviolabilidad natural del hombre, como un alzamiento con el fruto del trabajo, que es la expresión de su acción personal” (ob. cit., p. 65 y 66). Y añade con gran violencia verbal: “ ¿Qué es el comunismo sino el robo disfrazado de principio social?” (ibidem, p. 66). Al socialismo en sus diversos matices le reprocha sobre todo su irreligiosidad y su apartamiento del cristianismo en su intento de dar solu ción al problema del pauperismo de las clases obreras: “Los socialistas, por su parte, se han cegado lastimosamente, yendo a buscar fuera del principio cristiano lo que solo ese principio de fraternidad sancionado por la autoridad divina, podría alcanzar en el combate. Por eso el socialismo ha sido y será impotente; y no solo impotente, sino perjudicial para la causa de los pueblos, como un campeón que ha esgrimido sus armas contra el Cristo salvador de las naciones. Si el socialismo,
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Tam poco propone u n a solución cooperativa, ni la creación de pequeñas propiedades, ni el regreso a u n a form a com unal de la propiedad como el resguardo de indígenas que había conocido la época colonial. R ecom ienda, en cam bio, la institución de la co m unidad de bienes — que Madiedo llam a “ com unidad superfi ciaria”— reconocida p or el Código Civil francés en la form a de herencias indivisas o propiedades de varios dueños aún no repar tidas, es decir, u n a institución burguesa que en realidad solo re presentaba u n a trab a para la circulación y disposición de los bienes territoriales, pero no, como Madiedo pretendía, una nueva form a de propiedad cooperativa que fuese u n a superación del concepto individualista de la propiedad. E sto dem uestra que sus intencio nes eran generosas y que fue u n hom bre alerta fren te a los proble mas sociales de su época, pero que su cu ltu ra y su sentido práctico eran escasos. Como fórm ula para la organización del E stado — como fór m ula transitoria, se entiende, puesto que esperaba su desaparición con el avance de la civilización— , Madiedo propone la organiza ción de u n gobierno paternalista elegido por los padres de familia — pues la fam ilia es para él el m odelo de la perfecta organización social y la célula en que el hom bre hace sus m ejores experiencias y su aprendizaje de las realidades sociales— y conducido por in telectuales y técnicos, m ezclando así ideas tradicionalistas católi cas con ideas sansim onianas. A pesar de los elem entos radicales de su form ación política, y de ser su concepción del cristianism o rom ántica y utópica, por su capacidad para percibir los problem as sociales m odernos y por su afán de buscarles una solución d en tro de los principios del cris tianism o, Madiedo podría ser considerado com o u n precursor en Colom bia de una política social-cristiana en el sentido actual,
en vez de encararse contra el principio cristiano, lo hubiera apoyado, apoyándose él también en su alta autoridad, otra sería hoy la suerte de los pueblos” (ibidem, p. 4 0 ). Para M adiedo, pues, la política del porvenir, y la solución ideal del pro blema político y social moderno, está en la posibilidad de unir cristianismo y y socialismo.
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Capítulo X IV E L A P O G E O D E L L IB E R A L IS M O C L Á SIC O Y LA OBRA D E LO S H E R M A N O S SA M PER
5 6 . I nfluencias inglesas y francesas.— Los herm anos Samper, ju n to con Manuel A ncízar y Florentino G onzález, son los exponentes más notables del liberalism o clásico que tuvo Colom bia en el siglo xix. T odos, si exceptuam os a José María Samper en su época de form ación, recibieron la im pronta del pensam iento liberal inglés y de la educación anglosajona, y esto fue decisivo para dar a sus concepciones políticas una m ayor me sura y para que u n a interpretación dem asiado radical y doctrinaria de la actividad del E stado aparezca en sus escritos y en sus actua ciones corregida p o r la experiencia y p o r la historia. La influencia francesa y la inglesa fueron decisivas para la orientación política del pensam iento colom biano en el siglo xix. M ientras hom bres como Miguel Samper y Manuel A ncízar, form ados esencialm ente en la escuela d e los negocios, en la lectu ra de escritores ingleses y en la observación de la historia política de la G ran B retaña, m ostraban poca preocupación por analizar los hechos sociales y políticos a la luz del lógico desarrollo de un p rin cipio filosófico, m uchos de los espíritus que contribuyeron a la trasform ación legislativa de 1849, form ados en la literatu ra polí tica francesa, rom ántica y cargada de utopism o, llegaban a consa grar en un a C onstitución nacional el derecho a resistir en form a arm ada al E stado, llevando así hasta sus últim as consecuencias ló gicas el concepto p uro de libertad. Siem pre fue rasgo típico del pensam iento liberal inglés no trasladar las prem isas del liberalism o económ ico al cam po político y la poca im portancia que p ara él tuvo la incoherencia de una concepción de la sociedad, que aceptaba que m ientras en el m er
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cado y en la actividad lucrativa los intereses de com pradores y vendedores, de em presarios y trabajadores, buscaban su equilibrio, es decir, eran arm ónicos, en el cam po de las relaciones políticas y sociales eran com pletam ente contrapuestos y p o r lo tan to debía existir u n a instancia superior a ellos que im pusiera el equilibrio qu e en el cam po económ ico se lograba autom áticam ente. P o r eso el liberalism o inglés, si se excluye el caso de S p e n c e r , nunca rechazó la intervención del E stado y m enos aún discutió la necesidad de su existencia. Con igual falta de preocupación p or la lógica, p ero apoyándose tam bién en o tro rasgo característico de la tra d i ción inglesa — la preocupación p or la historia— , diría M i g u e l S a m p e r , refiriéndose a la extensión que algunos de sus contem poráneos pretendían dar al principio económico del laissez-faire, lo siguiente: “D e este consejo del b u en sentido se han sacado consecuen cias que lo desvirtúan, llevándolo del terreno económ ico al po lítico, y extendiendo su significado a cosas en que ni aun soñaron sus autores. E n lo político, l a . inteligencia literal de aquel consejo sería la negación de todo orden, y en lo económ ico, la privación de todo el bien que la com unidad m ism a se puede procurar bajo la acción y dirección del gobierno. D esastrosa sería la abstención com pleta de él — agrega contra su convicción de que existen leyes naturales que regulan la econom ía, leyes que no deben perturbarse con intervenciones extrañas a su pro p ia esencia— en muchos ra mos de la actividad industrial, sobre todo en países en donde el abuso de la intervención adm inistrativa ha educado a los pueblos para vivir bajo su tu tela y esperarlo todo de esta” 1. O tro s rasgos típicos que restaban radicalism o al liberalism o inglés y dejaban reducida su concepción del E stado a unas cuantas indicaciones para la acción política — tales como la tolerancia— y a la dem anda de unos cuantos derechos concretos que quedaban en ella como elem entos aislados, sin coherencia sistem ática algu na y sin conexión con ninguna concepción m etafísica, eran su acti tu d ante la religión, su idea de la política y su concepto del origen y fin de la representación legislativa y parlam entaria. La irreligio sidad o el ateísm o nunca tuvieron arraigo en la historia del p en sam iento inglés y de esta condición participó tam bién el liberalism o británico. La R eform a aseguró a In g laterra — y en general este 1 Libertad y orden, en Estudios político-económicos, Bogotá, 1925, vol. n, p. 81.
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fue el caso de los países sajones— una com pleta independencia respecto al papado y p or lo ta n to la posibilidad de afirm ar la autonom ía del E stado nacional, sin que fuese necesario establecer su neutralidad religiosa y m enos aún su antirreligiosidad. E n cuan to a la idea del sufragio universal y las funciones de la representa ción nacional, el liberalism o inglés no propugnó la absoluta dem o cracia y se preocupó de fijar en form a m uy precisa y realista la m isión esencial del parlam ento, y casi p o dría decirse que la fijó en su función trib u taria. La idea de los derechos del hombre y del derecho natural, creaciones específicam ente racionalistas, son aje nas al liberalism o británico, lo m ism o que la idea de igualdad y de sufragio universal sin lim itaciones, que le son correlativas. La separación de poderes, tal como la concibió Locke y como se de sarrolló en su tradición política, im plicaba la aceptación de que los intereses sociales eran n aturalm ente encontrados y que sus representaciones deben com pensarse m utuam ente, y p artía de la observación realista de que los hom bres pueden controlarse unos a otros, en razón de sus am biciones respectivas, pero no tenía ni podía ser u n a construcción lógica que concentrara la idea de sobe ranía en u n solo cuerpo, el parlam ento, pues, de o tra m anera, se caería en el gobierno absoluto, fuese del rey o del dictador, o del m ism o parlam ento, o de la m ayoría. C om o, p o r otra parte, se apo yaba en la idea de la desigualdad de los hom bres y no en su igual dad, la idea del sufragio universal, com o derecho abstracto, le fue siem pre ajena. Finalm ente, los liberales ingleses, siguiendo la tradición na cional, entendieron la política como praxis, como arte, y no como ciencia, como teoría. La política para ellos es el arte de lograr com prom isos en la lucha de los intereses antagónicos y no una actividad som etida a la coherencia propia de las ciencias y en la cual se luchase p or hacer triu n far a to d a costa ciertos principios considerados a priori como superiores y únicos. La política es el arte del com prom iso, había dicho Macaulay en frase que gusta ban rep etir en Colom bia N úñez y los herm anos Samper, y que definía el liberalism o de ascendencia inglesa en cuanto este se con fundía con una tradición nacional de inteligencia política. “ E n sum a, expresión de una vieja tradición de libertades — dice D i Ruggiero— , de una burguesía que no se hizo te rra teniente; de u n país que se industrializó con rapidez; donde las libertades no fueron am enazadas por un poder m ilitar innecesario
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en una isla, no fue doctrinario casi nunca y planteó sus tesis con respecto a puntos de vista m uy concretos. N o los Derechos del hombre, sino la participación en la fijación de los tributos, o las franquicias personales, o las leyes sobre granos y com ercio libre. E n la persona de algunos de sus representantes desconfía del es píritu de la Revolución francesa. A unque es individualista, nunca, si se excluye a Spencer y algunos grupos m inoritarios, fue antiestatalista p or sistem a y evolucionó m uy fácilm ente hacia una intervençion-ëeliim tada del E stado (con J. Stuart Mill , H ill G reen y M ontague}) en relación con la protección al trabajador y en sus te s ïs ^ e la îîo ertad del contrato de trabajo como ilusoria y p erju dicial. N i siquiera con Bentham tiene u n contenido sentim ental revolucionario, pues nada m enos em otivo que el cálculo de los b ie nes y los males o que el principio del interés. N o fue nunca irreli gioso. Cobden consideraba un a gran suerte poseer, con una acti tu d estrictam ente lógica, esa sim patía religiosa que le perm itía cooperar con hom bres de todas las creencias. Bright era un p u ri tano y G ladstone casi un teólogo. N unca fue republicano y solo m uy lentam ente y sin que fuera p o r principio, aceptó el sufragio universal. Tam poco ligó nunca su ideario, ni siquiera en el caso de Bentham — que p o r lo dem ás fue tory en un comienzo y no era dem ócrata— , a u n sistem a m etafísico m aterialista ni a u n ra cionalism o nivelador. La idea de la igualdad le es extraña por este m otivo. T am bién le fue ajena en general, la idea del pacto social”2. La evolución del liberalism o francés resultó en cam bio de u n a h istoria y de un espíritu nacional diferentes. Como expresión de una clase social que luchaba contra la m onarquía en favor de u n derecho de representación y de privilegios burgueses, tuvo u n carácter más teórico, racionalista y al mism o tiem po u n tono sen tim ental más explosivo y revolucionario, porque Francia tenía una estru ctu ra social que hizo más inestable su situación política. La m onarquía francesa otorgó privilegios y defendió a las clases u r banas burguesas, pero estas relaciones fueron siem pre precarias y muchas veces resultaron de com prom isos m onetarios inestables p o r su m ism a naturaleza. Al propio tiem po su nobleza no se adap tó a las form as de actividad de la m oderna econom ía capitalista, y trasform ada en nobleza cortesana llevó una existencia parasitaria y no se vio llevada a reclam ar libertades políticas: fue, como decía -
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R uggiero, Historici del liberalismo europeo, Madrid, 1944.
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Mirabeau, la clase en que se unían la m ayor dignidad con la su prem a indignidad. E ra, pues, im a clase que no pedía derechos co m o In g laterra, sino privilegios e inm unidades que despertaban en los otros sectores sociales sentim ientos de envidia y resentim ientos. P o r o tra p arte, en los tiem pos de la Revolución existían en F ran cia un a am plia capa artesanal, u n proletariado y un cam pesinado depauperados y una num erosa clase intelectual que han represen tado en su historia elem entos radicales m uy propicios al mesianism o político y a la utopía social que no han existido en la G ran B retaña3. E n su autobiografía ha narrado José María Samper la for m a en que estas dos vertientes del liberalism o europeo influyeron en las generaciones colom bianas del siglo x ix , y en su propia vida política, que evolucionó del liberalism o revolucionario al libera lism o clásico constitucionalista, y del espíritu rom ántico y utopista a la tolerancia y cautela de un liberalism o conservador: “ Puede decirse que la escuela republicana fue la crisálida del partido ra dical. . . Todos éram os en ella socialistas, sin haber estudiado el socialismo n i com prenderlo, enam orados de la palabra, de la nove d ad política y de todas las generosas extravagancias de los escrito res franceses. . . y hablábam os como socialistas con entusiasm o qu e alarm aba m ucho al general López y a los viejos liberales. E n uno de mis discursos pronunciados en la trib u n a de La R epublica na, invoqué en favor de las ideas socialistas e igualadoras al m ártir del G ólgota, y hablé de este lugar como del Sinai de la nueva ley social”4. E n cam bio, varios años después, tras la experiencia de un viaje a In g laterra y ya bajo la visible influencia inglesa, Samper expresaba su alejam iento de toda teoría sistem ática de gobierno y su convicción de que la civilización política podía alcanzarse p o r diferentes cam inos, en tre ellos el de la m onarquía, cosa que unos años antes le habría parecido una herejía: “ Yo veía reinar la más am plia lib ertad en In g laterra bajo la dirección política de u n a aristocracia te rrito rial, rica y poderosa, sobrado apegada a sus 3 Para un estudio comparativo del papel jugado por la nobleza en la socie dad moderna y en las revoluciones burguesas de Francia e Inglaterra, puede con sultarse a P h il ip p e Sagnac, La formation de la société française, 2 vols., Presses Universitaires de France, Paris, 1945, y a T revelyan , Historia social de Ingla terra, México, 1946. 4
J osé M aría Sa m per , Historia de una alma, ed. cit., vol.
ii,
p. 256.
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privilegios y tradiciones, pero em inentem ente ilustrada y patriota. Y al observar las grandes cosas que em anaban de los elem entos m onárquico, aristocrático y dem ocrático, y del irresistible poder de la opinión pública, libre y ordenadam ente form ada, no podía menos de reconocer que no había v irtu d específica en ninguna form a de gobierno, sino que la libertad, el progreso y la conserva ción provenían del respeto con que se m irase la ley, y del concurso y equilibrio de todas las fuerzas sociales, preparadas por un poder providencial y u n orden indestructible de leyes naturales”5 Todavía quedaban, pues, en su pensam iento residuos de la creencia en la existencia de “ leyes naturales” que regulan el m o vim iento de las sociedades y de la creencia en un orden providen cial que se confundía con el ideal de una sociedad individualista liberal, pero es innegable que ya eran los elem entos históricos y concretos, es decir, las costum bres, y no la v irtu d de los principios teóricos en sí m ism os, los que, según su nueva experiencia, venían a constituir la base de un orden político estable y civilizado. 57. P ensamiento y obras de José M aría Samper .— E n po cos escritores colom bianos del siglo x ix logran tan acabada expre sión las ideas del liberalism o clásico como en José M aría Sam per . E n ninguno tam poco se da en form a más patética el dram a de una generación que soñó con la civilización política en los paí ses americanos y que por falta de m adurez m ental se em peñó en conseguirla a base de un pensam iento que a más de sus propias debilidades internas, como teoría de la organización política, re sultaba incom patible con la tradición española de- gobierño, tra d i ción que había m odelado la sensibilidad am ericana y que unos cuantos años de contacto de sus clases cultas con el pensam iento liberal inglés y francés no habían destruido en la masa y en la realidad social. Lo más patético de todo era que hom bres como José M aría Samper tenían com pleta noción de este últim o h e cho. Su Ensayo sobre las revoluciones políticas6, publicado en P a rís en 1861, mezcla en form a continua el optim ism o con el pesi mismo respecto al porvenir de la civilización en los países ameri’> Ibidem, p. 328 y ss. 0 Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repú blicas colombianas, 2a ed., Ministerio de Educación Nacional de Colombia, Biblio teca Popular de Cultura Colombiana. Bogotá, sin fecha. Nuestras citas se refe rirán a esta edición.
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canos, Samper se da cuenta de los grandes obstáculos que en ellos encuentra el establecim iento de un sistem a dem ocrático y liberal de gobierno, a la m anera europea, y no solo se da cuenta de ellos sino que, para ponderar la bondad de las fórm ulas del liberalism o puro que aconseja como solución, se ve obligado muchas veces a exagerar las condiciones adversas que la civilización política en cuentra en el N uevo M undo, debidas, sobre todo, según él, a la herencia dejada por España después de trescientos años de dom i nación política. Todo el Ensayo está en realidad dedicado a estos dos fines: dem ostrar el carácter negativo de la obra de E spaña en América, por una p arte, y p o r otra, afirm ar que la solución de los proble mas del C ontinente está en la adopción de las fórm ulas liberales de gobierno. Para Samper , la gestión política y económica de E spa ña en Am érica había sido desastrosa, porque se había basado en la idea del gobierno interventor, paternalista y reglam entador. O , en otros térm inos, por que no había sido liberal en econom ía e individualista en su concepción de la sociedad, y porque en lugar de una C onstitución que estipulase derechos y una legislación sim ple y racional, había m antenido una práctica de legislación según los casos concretos y según las tradiciones y costum bres7. D esde luego, en el Ensayo no se tra ta de la concepción libe ral del Estado a la m anera anglosajona, ni como la habían enten dido los hom bres de la generación de N ariño , o de la generación de Santander , M árquez y Rufino Cuervo . Se trata de la aplica ción política de los supuestos m etafísicos del liberalism o, es decir, de la idea de la bondad de la naturaleza hum ana y del orden y arm onía que las leyes de la naturaleza producen en todos los p ro cesos de la realidad, naturales o sociales. La consecuencia lógica de tales prem isas era, por supuesto, la afirm ación de la inutilidad del gobierno. Y en efecto, Sam per , tras su larga enum eración de los defectos y problem as de Am érica, expresa su confianza en el porvenir del C ontinente una vez que se hayan aplicado las fórm u las de la libertad en todos los cam pos, especialm ente en el campo de la economía: “ Es m enester legislar lo menos posible, renunciar a la manía de reglam entación e im itación. E n las viejas sociedades donde los intereses son tan com plicados y donde tienen tan profundas raíces, 7 Véase s u p r a , nuestros capítulos referentes a la valoración de la herencia espiritual española.8
8 Pensamiento colombiano
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la reglam entación de la vida social, sin ser justificable en sus ex cesos, es algo com prensible. É n las sociedades nuevas, exuberan tes e incorrectas, reglam entar la vida es estancarla. . . La m anía de los gobernantes hispano-colom bianos de gobernar a la europea, plagiando sistem as im propios del N uevo M undo, ha conducido las cosas al contraste más absurdo: la reglamentación en la democra cia, ideas que se excluyen esencialm ente. Si se quiere, pues, tener estabilidad, libertad y progreso en H ispano-C olom bia, es preciso
que los hombres de Estado se resuelvan a gobernar lo menos po sible, confiando en el buen sentido popular y en la lógica de la libertad; que se esfuercen p o r sim plificar y despejar las situacio nes, suprim iendo todas las cuestiones artificiales, que solo sirven de em barazo”8. E xtrayendo, pues, las consecuencias lógicas de la creencia en el buen sentido popular y en la existencia de una ley de arm onía que reina no solo en la naturaleza sino en la sociedad, las dos bases de la idea liberal clásica, S a m p e r se colocaba m uy cerca del anar quism o. Situación paradójica que aum enta el significado utópico de sus conclusiones, si se piensa que de acuerdo con su análisis de la situación de los países hispanoam ericanos, estos poseían los hábitos sicológicos m enos propicios para dar solidez a una nación, y donde, por lo tanto, resultaba m ás necesaria la existencia de u n a fuerza rectora capaz de d ar form a a elem entos de por sí dis persos. P ero en una concepción del gobierno político que com ien za por considerar a este como el m enor de los males, no había cam po p ara una actividad directora y, podríam os decir, pedagógi ca de la ley. T odo lo contrario, para estar de acuerdo con sus p re misas, el gobierno debía estar tan débilm ente constituido, que perm itiese la expansión libre de las tendencias espontáneas de los pueblos. H e aquí el cuadro social que describe en el Ensayo: “ N uestras sociedades tienen los defectos (q u e pueden un día convertirse en cualidades) inherentes a estas cuatro circunstancias: la influencia de la sangre española, la prom iscuidad de castas, la índole de la dem ocracia y las condiciones topográficas. La raza española, por causas que no es del caso exam inar, es petulante y vanidosa, en lo bueno como en lo m alo; y de esta cualidad p ro vienen muchas de las grandes cosas y de las debilidades que han hecho notable a España. Los criollos colom bianos hem os heredado 8 Ensayo, p. 223 y 224. El segundo subrayado es nuestro.
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ese don, y a veces lo hem os llevado h asta el quijotism o más risi ble. N uestros m ulatos son todavía más petulantes y vanidosos, ya p o r causa del cruzam iento m ism o, ya p o r espíritu de im itación, La república de p o r sí predispone a los pueblos a la vanidad y el ensim ism am iento, sobre todo en una sociedad joven y mezcla da, porque el sentim iento de la igualdad, la idea de la libertad y el hábito de concurrir a la obra com ún con su voto, su palabra o su brazo, le inspiran a cada ciudadano la convicción de su valer, de su capacidad y de la necesidad que tienen los ciudadanos de contar con él. P or últim o, esos pueblos jóvenes — vanidosos como es siem pre la juventud— viven dispersos en vastísim as regiones, difícilm ente com unicadas, y esa situación les ha inspirado la as piración a la autonom ía y la conciencia de cierta personalidad local o seccional”9. La fuerza de los hechos, sin em bargo, era más convincente que la concepción teórica, y José M aría Sam per , como la mayor p arte de los partidarios de la teoría liberal del E stado, como su propio herm ano M iguel Sam per , se sentía com pelido a aceptar la conveniencia y la necesidad de que el E stado, y una de sus ex presiones, el gobierno, tuviese no solo existencia, sino una in ter vención activa y rectora en la vida nacional, y no solo se sentía inclinado a justificarla, sino a teorizar sobre ella: “ E l sistem a ra dical — dice, refiriéndose precisam ente a la práctica de la concep ción liberal clásica— , favoreciendo algunos progresos, particular m ente en la instrucción y en la agricultura, ha sido pernicioso por otros aspectos, sobre todo en cuanto a las vías de com unicación; porque los pueblos hispano-colom bianos tienen m uy poco espíritu de em presa y asociación y son notablem ente rutineros. La libertad hará mucho p or sí sola, con el tiem po; pero m ientras ella produce sus infalibles resultados, algunos grandes intereses quedan abando nados, por falta de la iniciativa oficial, y a causa de los form ida bles obstáculos que la naturaleza abrum adora de Colom bia opone a los débiles esfuerzos de poblaciones inexpertas muy reducidas” 10. E sta infidelidad a la lógica que encontrarem os tam bién en los escritos de M iguel Sam per , quizás el más com pleto de los teorizantes del liberalism o colom biano, resultaba de la presión que sobre el pensam iento liberal ejercían los intereses económicos de u Ensayo, p. 226. 10
Ibidem, p. 232.
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industriales y com erciantes y de su escasa sensibilidad para el h e cho de la solidaridad social. D esde la época del m ercantilism o (s i glo x v n ) , las clases burguesas habían aceptado la intervención del E stado y se habían acogido a su protección, m ientras aquel había servido a la expansión de sus intereses, como cuando acom etía la construcción de grandes obras de uso com ún — por ejem plo en los trasportes— o cuando ponía al servicio de la econom ía nacio nal sus medios m ilitares y políticos: ejército y diplom acia11. Es decir, que se aceptaba la solidaridad social y la repartición del ries go en aquellas em presas costosas y aventuradas, pero era rechaza da en las que ofrecían beneficios seguros y m enos difíciles de lograr. J o s é M a r í a S a m p e r expresaba este p u n to de vista cuando, olvidado del desarrollo sistem ático de los principios, entraba en contacto con la realidad: “ Creem os, pues, que los dos sistem as son viciosos p or la exa geración — se refería al laissez-faire y al principio de la participa ción del E stado en la econom ía— , y que lo que conviene a las sociedades hispano-colom bianas es una com binación reducida de esto) dos ideas: dejar hacer librem ente a los ciudadanos cuanto sea inocente, y hacer con eficacia lo que sea superior transitoriam ente a los esfuerzos individuales. La libertad es perfectam ente conci liable con la iniciativa oficial, siem pre que los gobiernos prescin dan de hacerle com petencia a los particulares, sin llevar su acción más allá de lo que exija la debilidad transitoria del esfuerzo privado” 112.
58. Liberalismo, derecho natural y empirismo jurí dico.— Casi un lustro después de publicado el Ensayo, José M a ría Samper dio a la publicidad su Ciencia de la legislación , libro que constituye quizá la tentativa teórica más com pleta de exponer las bases filosóficas de la idea liberal del Estado hecha en C olom bia d urante el siglo x ix 13. La más com pleta, aunque no la más co herente, pues Samper inicia su obra sobre las bases de u n eclec ticismo metodológico y doctrinal y aceptando puntos de vista po sitivistas que luego abandona, para m overse sim plem ente en el 11 Para el estudio de esta relación de la burguesía europea con el Estado, véase el libro de H eckscher La época del mercantilismo, México, 1943.
12 Ensayo, p. 32.
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Curso elementíd de ciencia de la legislación, Bogotá, Imprenta Gaitán, 1873. Citaremos esta obra como Ciencia.
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plano de una teoría del Estado que entronca directamente con el movimiento clásico del derecho natural y del racionalismo jurídico iluminista, teoría que nada tiene de ecléctica ni de positiva, si en tendemos que la pretensión del positivismo es eliminar, por an ticientífico, todo supuesto metafísico en la concepción del derecho, y considerar la jurisprudencia como un problema de consecuencia lógica entre leyes y normas constitucionales establecidas por la voluntad de los legisladores. La Ciencia de la legislación no es, pues, una obra consecuente con los propósitos de su autor, pero sí es una exposición acabada y fervorosa de la teoría del Estado liberal en su expresión clásica. A sus ideas básicas — por cierto no muy divorciadas de las expuestas en el Ensayo— permaneció fiel Samper, y ellas fueron las que enseñó durante muchos años como profesor de derecho constitucional, las que defendió como legislador y las que expuso en su obra de madurez, el Derecho pú
blico de Colombia. Bajo el inm ediato pro p ó sito de sum inistrar u n criterio prác tico y técnico p ara la legislación, Sa m p e r expone en la Ciencia una concepción del derecho, de la sociedad y del E stado cuyo origen inm ediato se rem onta a la época de la Ilustración y a su aplicación del concepto de “ naturaleza” . P ara la escuela de juristas y pensa dores políticos d el siglo xvn, cuya figura m ás conspicua fue G roc io , ha observado C a ssir er , el concepto y la palabra naturaleza no significan únicam ente el ám bito d el pu ro ser físico, que habría que distinguir de lo aním ico espiritual. La expresión no hace refe rencia a u n ser de las cosas, sino al origen y fundam ento de las verdades. Pertenecen a la “ naturaleza” , sin perjuicio de su conte nido, todas las verdades capaces de fundarse de una m anera pu ra m ente inm anente; que no necesitan ninguna revelación trascen dente, sino que son ciertas y lum inosas p or sí m ism as14. T rasladada al cam po de la política y de la teoría jurídica, esta doctrina im plica la aceptación de la existencia de derechos evidentes a la razón y u n m étodo rigurosam ente deductivo aplicado a la jurispruden cia. Así como G a l il e o y D esc a r tes querían fu n d ar una ciencia de la naturaleza de carácter m atem ático, de la m ism a m anera que rían los teóricos del m ovim iento iusnaturalista form ar una ciencia jurídica autónom a y racional, en la cual ta n to el elem ento de la revelación como el elem ento em pírico quedaban elim inados. A hora 14
E rnst Cassirer, L a f ilo s o f ía d e la I lu s tr a c ió n ,
México, 1943, ρ. 282.
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bien , este es justam ente el fin ú ltim o de la Ciencia de la legislación d e S a m p e r , a p esar de no habérselo propuesto en form a directa, y más todavía, a pesar de h ab er negado en u n principio la exis tencia de todo derecho n atu ral y d e haberse planteado una tarea en sí m ism a contradictoria, ya que, desde las prim eras páginas de su obra, se propone ser fiel a u n eclecticismo m etódico y doctri n ario incom patible con el racionalism o jurídico. P orque S a m p e r quiere construir u n a ciencia jurídica que sea experim ental, es decir, basada en el m étodo positivo de las ciencias naturales y al m ism o tiem po afirm ar la existencia de u n grupo de verda des no tem porales, no históricas, evidentes a la razón, superiores y prototipos de todo derecho positivo o legislado. E se es en reali dad el contenido de su pensam iento — dejadas aparte m om entá neas contradicciones— no solo p or la extensión que este aspecto de la teoría jurídica y política representa en su o bra y p o r el énfa sis que pone en la defensa de estas tesis, sino po rq u e únicam ente aceptándolo así las ideas sostenidas en la Ciencia resultan arm ó nicas con la im portancia que en ella tienen el concepto “ n atu ra leza” y la idea de que tam bién en la sociedad existen “ leyes n a tu rales” . D esde las prim eras páginas de su obra anuncia que la única m anera de tra ta r científicam einte el tem a de la legislación y de la ciencia social es huyendo de to d o absolutism o m etodológico. N i el sensualism o de la escuela de C o n d il l a c y B e n t h a m , dice, ni la que S a m p e r y sus contem poráneos llam aron teoría de la conciencia m oral, esto es, aquella doctrina que proclam a la exis tencia de ciertas verdades m orales y jurídicas que se im poiien por sí mismas con evidencia absoluta, o, como él decía, ni el criterio m oral, n i el criterio utilitarista, n i el sensualista, ni la lum inosa idea de justicia p u eden servir para fu n d ar el sistem a de la legisla ción. D esde P l a t ó n hasta V ícto r C o u s in , afirm a en el prefacio de la Ciencia15, m uchos filósofos de poderoso entendim iento han hecho del esplritualism o una bandera; y de igual m odo, desde E pic u r o hasta J e r e m ía s B e n t h a m , los partidarios o secuaces del sensualism o han m antenido con tesón su doctrina (n o sin com p ro b ar que la escuela no carecía d e hom bres de bien y vasta in teligencia), com o la única base cierta de u n criterio filosófico. N uevas escuelas han sido suscitadas p o r el am plio m ovim iento de 15
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los estudios y conocim ientos hum anos; pero el espíritu escolar, arraigándose tan to como el de secta, m antiene las ciencias m orales en u n estado de atraso relativo, o p or lo m enos de confusión, que hace necesario u n trabajo incesante de investigación acerca de m a terias y cuestiones que parecen discutidas hasta la saciedad. Y tras larga polémica contra to d o espíritu d e “ sistem a” , de “ secta” , de “ p artid o ” o de “ d o ctrina” , y esforzarse en m ostrar, con los argu m entos tradicionales de to d o eclecticismo, que el exclusivismo m e tódico es insuficiente para fu ndar una ciencia, concluye en el Dis curso preliminar: “ Échase de v er que todos estos m étodos pecan p o r su exclusivism o, pues sus autores o secuaces p retenden resol ver irnos problem as de carácter com plejo, cuales son todos los que conciernen a las acciones hum anas, m ediante unos m étodos que solo consideran algunos aspectos de la verdad o únicam ente ciertos órdenes de los hechos. Si se quiere descubrir toda la verdad, es pues necesario considerar la totalidad de los hechos que le sirven de fundam ento, em pleando de todos los m étodos conocidos los recursos útiles o conducentes a una elaboración verdaderam ente científica. Poco im porta la denom inación que se dé al m étodo que parezca más racional, con tal de que su aplicación al estudio sirva para encontrar la verdad: no faltará quien califique de ecléctko el que adoptem os, dando a este vocablo una m ala acepción; más nosotros lo llamam os m étodo complejo, único aplicable a hechos com plejos, y p o r ta l lo tenem os porque se com pone de análisis y síntesis, de esplritualism o, racionalism o y experim entación” 16. Es decir, que Sa m p e r tra ta tam bién de llevar al cam po m e todológico el espíritu de tolerancia y transacción propio del libe ralism o, y en la m ism a form a en que rechaza to d a las concepciones sistem áticas del m undo, espiritualistas o m aterialistas, rechaza tam bién todo m étodo de investigación unilateral, pretendiendo dar a todos los existentes igual p arte en el proceso de búsqueda de la verdad. Sin em bargo, a m edida que avanza la exposición de su pensam iento tiene que apartarse de este ideal, pues los propios supuestos de su obra, así como sus finalidades, le obligan a ser sistem ático y en cierta form a dogm ático, ya que no se puede m an ten er la existencia de derechos que están más allá de toda contin gencia tem poral y em pírica, es decir, la eternidad de los derechos individuales, su evidencia y su origen racional, y al mism o tiem po 16
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sostener que el derecho está determ inado por las costum bres so ciales, por el am biente de la época, p o r la geografía o por cual quiera o tra circunstancia em pírica. N o se puede ser, como lo quiso ser S a m p e r en su Ciencia , racionalista y positivista sim ultánea m ente. Los juristas de la escuela iusnaturalista eran lógicos al acep tar la existencia de u n derecho a priori, no som etido a ninguna contingencia histórica, y la posibilidad de constituir una jurispru dencia m ore geometrico. P ero el liberalism o, que se basaba en los mismos supuestos m etafísicos y que de otro lado quería fom entar el esp íritu de tolerancia y un cierto eclecticismo en el cam po m e tódico, y en el propio cam po de las verdades, no podía hacerlo sin en trar en contradicción consigo mismo. Sa m p e r deberá abandonar m uy pro n to su aspiración a una ciencia sintética y a una transacción en el cam po m etódico y de las ideas, y afirm ar la existencia de una naturaleza social del hom bre como origen de la sociedad; de una ley universal de arm onía que la rige y de unos derechos de origen extraem pírico que poseen la estructura form al y m aterial del derecho natural clásico. E stas son en realidad las tres ideas centrales repetidas a lo largo de toda su Ciencia de la legislación, ideas que form aban el patrim onio co m ún de ese am plio m ovim iento que denom inam os liberalism o y d en tro del cual, con sus m atices respectivos y con sus diferencias en tesis secundarias, pueden incluirse los teóricos del derecho na tu ral; los racionalistas optim istas com o L e i b n i z , con su idea del “ m ejor de los m undos” ; los econom istas fisiócratas convencidos de la existencia de u n “ orden n a tu ra l” de la econom ía y los arm o nistas extrem os com o B astí a t .
59. L a o po sic ió n in d iv id u o -so ciedad .— La concepción que afcimila la sociedad a una estructura de naturaleza mecánica y la considera como la resultante de una sum a de los individuos que la com ponen, constituye la base filosófica de todas las teorías sobre el E stado expuestas en Colom bia en el siglo x ix , si se excluye el pensam iento de M ig u e l A n t o n io C aro , y parcialm ente el de Sergio A r b o l e d a . P ero pocos le dieron una expresión tan aca bada como José M aría S a m p e r . E l hom bre, según lo expone en el capítulo v u de la Ciencia, está dotado de un instinto de sociedad que lo lleva naturalm ente a unirse con sus sem ejantes, instinto que, por analogía con lo que ocurre en la naturaleza, puede com pararse con la ley de la gravedad: “ Así como no se concibe la
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existencia de los cuerpos físicos sin la gravedad, no se concibe al hom bre en el aislam iento; él h a estado en sociedad desde el origen de su especie, y no h a podido estar de o tro m odo; de suerte que sus actos de sociabilidad, bien q u e han id o perfeccionándose, han sido necesarios e indefectibles, según su naturaleza” 17. P ara explicar, pues, el origen de la sociedad no es necesario acudir a la “ suposición o invención absurda de u n contrato social anterior a la constitución de la sociedad política y originario de la sobe ranía, la autoridad y las leyes llam adas positivas” . P ero no obstante ser la sociedad u n hecho prim o y la form a esencial de la existencia hum ana, tam poco es una realidad d istin ta y superior a la reunión de sus m iem bros individuales. Samper rechaza toda sustancialización de la sociedad como realidad diferente y superior a los indi viduos que la integran. C onform e con la doctrina clásica del libera lism o, la preservación de los derechos individuales es incom patible con la tesis de que la sociedad es algo diferente a sus m iem bros y algo más valioso que ellos. Así, la sociedad no es n i puede ser d istin ta del hom bre, en su esencia, dice Samper — recurriendo al símil clásico de la rela ción en tre las partes y el todo— , com o no lo es el todo respecto de las partes, sino en el tam año o las form as o proporciones: “ La vida social es la vida individual m ultiplicada, o el sim ple agrupam iento y juego de un núm ero más o m enos considerable de indi vidualidades; y en rigor p uede decirse, em pleando una expresión geológica, que la m asa social es u n conglom erado de hom bres. D e suerte que la sociedad no tiene ni puede ten er más vida que aquella que reside en sus com ponentes, n i p o r ta n to otros derechos ni deberes, n i otros intereses, ni otros bienes, n i o tro orden, ni otra m oralidad, que aquellos que residen o tienen su razón de ser en los hom bres” 18. ' Las consecuencias de tal concepción de la sociedad en el orden político y económ ico, fueron sacadas rigurosam ente por Samper y m antenidas a través de su vida. Si la sociedad es una sum a de individuos, lo que predom ina es el individuo y no la sociedad, que en sí m ism a carece de existencia propia. E l indivi duo es anterior históricam ente a su expresión colectiva, tiene con sistencia en sí m ism o y como consecuencia posee o debe poseer 17
Ciencia, ed. cit., p. 92.
18
Ciencia, ed. cit., p. 93.
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tam bién prim acía en cuanto al valor. C ualquier sacrificio de sus derechos en nom bre de una preten d id a instancia colectiva superior a él, resultaba una violación de las leyes de la naturaleza. E l E sta do es la form a m ás eficaz para tu telar los derechos individuales, y la sociedad, el m edio m ás económ ico para lograrlos. P rotegiendo los derechos individuales, la sociedad se protege a sí m ism a en form a autom ática, lo m ism o que procurando el enriquecim iento individual se logra autom áticam ente el enriquecim iento del todo. Y como se supone que en la sociedad como en la naturaleza la espontaneidad de los procesos conduce a su equilibrio, como se tiene la convicción de que la sociedad como la naturaleza se co rrige a sí m ism a en el curso d e su evolución “ n atu ra l” , cualquier intervención del p o d er político con m iras a corregir desigualdades o establecer la justicia era m irada com o violación de las “ relacio nes necesarias que em anan de la naturaleza de las cosas” — según la clásica expresión de la ley dada p o r M o n t e s q u ie u — , es decir, de las leyes naturales del m ovim iento social. Conform e a S a m p e r , en la política todo se organiza, funcio na y se sustenta en v irtu d de la m ism a ley: “ E l derecho del indi viduo arm oniza con el derecho de la sociedad entera; el deber del gobernante, con el del gobernado; el p o der de la autoridad direc tiva, con el de la opinión popular que la inspira o contiene; la necesidad de orden, con la de libertad; el prestigio de la riqueza, con el influjo de las inteligencias; los pequeños núcleos de hom bres poderosos, con las grandes masas de los débiles; la tendencia al progreso, con el espíritu de conservación; la actividad incesante de unos hom bres, con la inercia o la ru tin a de otros; y es a Virtud de un a serie constante de concesiones recíprocas, de transacciones en tre los individuos, las clases, los partidos y los poderes públicos, que los intereses se form an, am algam an, consolidan y apoyan m u tuam ente. A sí se establece el gobierno, se asegura la paz, m edra la riqueza y cobran aliento las ciencias, las artes y todas las m a nifestaciones de la actividad social. La arm onía es pues un elem ento de conciÜación n atu ral, una ley de la m oralidad del hom bre, tan necesaria como la ley del m ovim iento en las cosas de la m ateria” 19. H asta el m al y la im perfección juegan un papel en este m un do arm ónico, obra de D ios. Si todo fuese dem asiado perfecto de antem ano, la libertad del hom bre tendría poco cam po de acción 19
C ie n c ia ,
ed. cit., p. 81.
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y sus posibilidades creadoras serían inútiles: “ E l plan de la creación sería incom pleto si el hom bre, aquí en la tierra como en otros m undos, no existiera com o el grande y prim er actor de la sublim e escena, dotado de constante actividad, de espíritu creador, de fa cultades progresivas y de u n a m oralidad perfectible capaz de ele varle hacia su C reador, colaborando en la obra infinita del B ie n . . . P o rq u e el Ser Suprem o en su infinita sabiduría, no ha querido hacerlo todo; ha querido com poner u n a o bra inm ensa de perfec ción, y en su infinita bondad y su inefable am or se h a dignado asociar al hom bre a la obra, dotándole del soplo divino del alma, de la luz de la inteligencia y de las fuerzas del organism o, y h a ciéndole a una vez im perfecto y perfectible p ara que, m ediante su lib ertad de conciencia y acción, busque y siga el cam ino que ha de conducirle a su inm ortal destino”20. L a vigencia de una ley universal de arm onía en todo lo exis te n te es, pues, el prim er lím ite que encuentra el legislador. E l se gundo es la existencia de u n a ley divina que regula las relaciones del hom bre con D ios y de unos derechos naturales o verdades ju rídicas universales que constituyen el p ro to tip o de toda ley posi tiva y que son anteriores y superiores a todo derecho legislado: “ P ara nosotros la cuestión del derecho es clara y sencilla — dice Samper— . H ay una ley divina, la ley suprem a del C reador, la ley m oral del universo, que establece la dependencia de todo lo que existe respecto de su causa creadora y reguladora; y de esta de pendencia o esa ley nace un deber perm anente del hom bre para con D ios, que tiene su fórm ula en la religión. H ay una ley, o si se quiere, u n conjunto de leyes perm anentes, inevitables y universa les, que están en la naturaleza de las cosas, y som eten a su acción tan to el m ovim iento y m odo de ser del universo físico, en todas las evoluciones y todos los fenóm enos, como la vida m oral e in telectual del hom bre y de las sociedades form adas p o r la m ulti plicación de su especie. D e tales leyes nace e n tre los hom bres un principio de reciprocidad y arm onía, de orden y justicia, de so ciabilidad y libertad, que tiene su fórm ula en la palabra derecho; y como tal principio em ana de la ley natural, este derecho se llama lógicam ente derecho n atu ra l”21. Pero todavía hay o tra fuente de derecho y es la voluntad de los hom bres reunidos en sociedad y actuando convencionalm ente, 20 Ibidem, p. 83 y 84. 21 C ien cia , p. 129 y 130.
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según afirm a Samper , para incluir en su pensam iento “ ecléctico” la idea d el contrato, que antes había rechazado. Ese poder que Samper llam a tam bién “ n atu ra l” , no es o tro que el de la opinión pública expresado p or m edio de sus asambleas legislativas. Com o p oder hum ano que es, corre todos los riesgos de com eter abusos y excesos, de equivocarse y hasta colocarse contra el derecho: “ Las norm as que crea son puram ente convencionales, variables, y son susceptibles de perfeccionam iento, pero tam bién de decadencia, estancam iento y ru in a ”22. P o r razón de su im perfección y de los excesos a que está ex puesto, este p o der tiene que estar lim itado p o r la verdadera fuente del derecho, el derecho natural, que es “ el verdadero derecho, su p erior a todo principio de convención social, anterior a toda ley hum ana, sea esta restrictiva o extensiva. Lo que vulgarm ente se llam a derecho, no es más que la confirm ación, la reproducción, la descripción o la am pliación más o m enos fiel de la ley m oral. C uando la ley civil reconoce y form ula con fidelidad y exactitud la ley n atural, la ley orgánica de la vida, es justa, duradera y fecunda; es una garantía, una sanción adicional del derecho, y faci lita la conservación y progreso de la sociedad, porque está en con form idad con la naturaleza de las cosas, toda vez que d a una defi nición clara, precisa, constante y positiva de las leyes que la naturaleza tiene establecidas, pero que solo u n entendim iento recto y claro puede conocer con seguridad. C uando, al contrario, la ley civil o social se pone en oposición con la natural, es u n elem ento de perturbación, desgracia y ruina, viola el derecho y es p or tan to m aléfica”23.
22
Ciencia¡, p. 130.
23 Ciencia, p. 130 y 131. Las incongruencias son frecuentes en el pensa miento de Samper . A propósito de su convicción, tan firme, de que existe un derecho natural, hay que observar que al hacer la crítica de lo que él llama “el criterio moral”, valiéndose de una distinción entre leyes de la naturaleza y ley natural, rechaza de plano la idea del derecho natural: “En plural, la expresión se refiere a fuerzas o potencias que residen en toda la naturaleza, cuya acción se patentiza de muy diversos modos, y que solo se conocen por medio de la obser vación y análisis de los hechos, mientras que la expresión en singular, se refiere a la teoría puramente sintética de los antiguos filósofos y jurisconsultos romanos, que definían la ley natural diciendo: es la razón esculpida en el corazón humano. Definición errónea — agrega enfáticamente Samper — bajo todos los conceptos, como puede comprobarlo la más ligera análisis de los hechos” (Ciencia, p. 13). La distinción anterior existe científicamente, pero la segunda parte de este párrafo está en abierta contradicción con la idea, expresa y tácitamente sostenida en su obra, de que existe un “derecho divino, eterno, metafísico, casi indiscutible”,
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60. Liberalismo y Estado de derecho.— E stos mismos conceptos sirven de base a las ideas sobre la sociedad y el E stado expuestas en su Derecho público interno de Colombia24, una de las obras que m ayor influencia han tenido en el pensam iento cons titucional y político colom biano. P ublicado en 1886, cuando la experiencia personal y política del au to r le había conducido a m o dificar algunas de sus convicciones, el Derecho público interno de Colombia no pone ya ta n to énfasis en la defensa de la libertad individual, cuanto en tesis defendidas p o r el neoliberalism o, como la lim itación al p o der y a la v oluntad de las mayorías. C onform e a la tradición occidental, el E stado es definido como u n orden jurídico, y de acuerdo con el pensam iento liberal clásico ta l orden solo puede existir allí donde los derechos del individuo frente al E stado están establecidos en una C arta cons titucional, lím ite y base de toda actividad de quienes tengan el control del poder. E sta identificación, típica del liberalism o, entre el E stado de derecho y el m oderno E stado constitucionalista, está ta n arraigada en el pensam iento jurídico y político de Samper , que llega a afirm ar que du ran te la época colonial española no existió en A m érica — n i en E spaña tam poco— un derecho público, porque equipara este a la existencia de una C onstitución escrita y a la práctica de los derechos individuales consagrados p o r la C arta de los Derechos del hombre y p or las m odernas Constituciones liberales. A l iniciar el capítulo prim ero del Derecho público, Samper afirm a que el E stado de derecho y el m ism o derecho público se iniciaron con la Revolución de Independencia y con las prim eras Constituciones que se dieron los estados federales después de 1810: “ Si el derecho civil era especial en m ucha parte, y em brollado y confuso, en todas las colonias hispanoam ericanas, como que en realidad era u n derecho de Indias, más que derecho español, m e nos pudo decirse hasta 1810 que hubiese en estos países, así co m o no lo había en E spaña, u n derecho constitucional, pero ni siquiera sim plem ente público. T odo fue obra de la Revolución,
derecho que llama expresamente derecho natural. Que Samper crea que el derecho natural sostenido por él es diferente al de la tradición clásica, no modifica su posición contradictoria (véase C ie n c ia , p. 129 y ss.).
24 D e r e c h o p ú b lic o in te r n o d e C o lo m b ia . H is to r ia c r ític a d e l d e r e c h o c o n s titu c io n a l c o lo m b ia n o d e s d e 1810 b a s ta 1886, T ed., Biblioteca Popular de Cul tura Colombiana, Bogotá, 1951, 2 vols. Lo citaremos como D e r e c h o p ú b lic o .
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y en rigor de verdad el prim er principio proclam ado, fundam ento de toda organización constitucional, fue el de la autonom ía neogranadina, esto es, del derecho de las Provincias del N uevo Reino de G ranada a darse y m antener un gobierno propio; derecho que, abiertam ente negado p o r la m etrópoli, solo podía ser obtenido a m érito de la revolución o la fuerza”25. N o obstante esta negación ro tu n d a de la existencia en el Im perio español die unas norm as para regular las relaciones entre el individuo y el E stado y para lim itar la esfera de acción d e este — que es lo que en esencia constituye el E stado de derecho— , Sa m p e r acepta indirectam ente la existencia de un derecho público colonial, cuando dice: “ Con todo, es justo reconocer que los reyes y su Consejo de Indias, en docum entos que la historia y los archi vos conservan, dan pruebas inequívocas y num erosísim as de una solicitud y previsión constantes, aplicadas a procurar el bien de las poblaciones coloniales. Las m uchas leyes dadas para proteger y am parar a los indígenas; la supresión de las prim itivas encom ien das, que habían sido la base de un feudalism o am ericano devasta d o r; los resguardos establecidos para asegurar la posesión de tierras y labranzas a los indígenas; las m edidas dictadas para sua vizar en todo lo posible la esclavitud; las reglas establecidas sobre la alternabilidad de los virreyes, capitanes generales, oidores y dem ás personas que ejercían el poder público; las prohibiciones que sobre esas personas pesaban para asegurar su im parcialidad y rectitu d ; k frecuencia con que se enviaban de España visitadores, encargados de tom ar cuenta de todo, residenciar a los gobernantes y sustituirlos en caso necesario; las precauciones que tendían a im pedir todo exceso de autoridad de p arte de los prelados ecle siásticos, al propio tiem po que se protegían las m isiones, se fo m entaba la instrucción pública, etc.”26. A hora bien, es evidente que, aunque todas las norm as enunciadas por Sa m p e r constituían la m ateria de un derecho público, el autor les negaba la calidad de tal porque, de un lado, no existía una C onstitución escrita que sirviera de fundam ento y definiese los principios de todo el cuerpo de leyes, y de o tro , dicha legislación no consagraba específicam ente los derechos individuales tal como los entendía el pensam iento liberal m oderno. Para una m entalidad form ada en la escuela del 25
Ob. cit., p. 11.
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Ob. cit., p. 16 y 17.
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racionalism o jurídico y educada en el pensam iento liberal clásico, ni la costum bre, ni la jurisprudencia, ni la norm a burocrática o la doctrina de los juristas y m oralistas, podían constituir lím ites a la actuación de los gobernantes y ser el fundam ento de u n orden jurídico. U na legislación form ada sobre la base de resolver casos concretos, que se apoyaba ora en la costum bre, ora en la doctrina de los canonistas, que adem ás aparentem ente form aba un todo desordenado y confuso — que era, com o ló decía J u a n G arcía d e l R ío , una legislación bárbara— , como la legislación española de Indias, no podía ser considerada com o derecho público, ni como suficiente para definir u n E stado de derecho, p o r más que su con tenido tuviera com o objeto definir y delim itar las relaciones entre el individuo y el E stado. 61. R eservas a n t e la d e m o c r a c ia .— P ero la concepción clásica del E stado liberal aparece ya en el Derecho público nota blem ente mezclada con elem entos históricos, y p o r lo tan to , des provista de su prim itiva rigidez teórica. E ste viraje del pensa m iento político de S a m p e r estaba determ inado por la experiencia política nacional de aquellos años, por su propia evolución y p o r las nuevas corrientes de ideas cuyo contacto renovador actuaba sobre u n espíritu siem pre abierto y listo a m odificarse como el suyo. Las leyes universales de arm onía social apenas si se m encio nan en form a esporádica, y en cam bio, los elem entos históricos propios de la realidad am ericana y colom biana en tran cada vez más en el análisis político y constitucional. E l liberalism o p u ro que había practicado en su juventud y que practicaron sus com pañeros radicales de generación en las tres décadas corridas en tre 1850 y 1880, le parecen ahora m ero utopism o, “ extravagancias y novelerías”27, resultado de la influen cia del rom anticism o político francés: “ Teorías y solo teorías, u to pías y ensayos extravagantes: tal fue la política o la vida política de Colom bia desde 1853 hasta 1 8 8 5 ” , dice al finalizar el prim er volum en del Derecho público, que es su verdadera parte teórica28. Y en u n párrafo en que se afirm a la prim acía de los elem entos históricos, los elem entos reales, sobre toda consideración teórica y lógica en la tarea legislativa o en la com prensión de la realidad 27 Ob. cit., p. 362 y 363. 28 Ibidem, p. 366.
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política, agrega: “ H em os querido, como el pueblo francés (nues tro m o d elo), hacer de las ideas de gobierno, no un método, sino u n sistema; no una experim entación guiada por la noción de la justicia, sino una abstracción fundada únicam ente en la lógica de los razonam ientos. Esclavos de la lógica y de las teorías de una especie de mecánica social, hem os querido hacer de la República u na arm azón con toda sus piezas arregladas a u n plan preconcebido de m ovim iento; sin acordarnos de que en el engranaje político y social las piezas no han de funcionar como se quiere, sino como se puede. Justam ente preocupados con la grandeza de u n ideal, nos hem os propuesto realizarlo a despecho de toda fuerza contra ria, sin prever las dificultades ni contar con ellas; sin hacernos cargo de las condiciones m uy deficientes del país y de la sociedad para quienes legislamos. E n suma, en Colom bia la idea de lo su perior, de lo exim io, de lo teóricam ente perfecto, ha perjudicado siem pre a lo relativam ente bueno, a lo exequible, a lo paulatina m ente perfectible; y así como la idea del ferrocarril ha im pedido la existencia del cam ino carretero, la de la libertad absoluta ha d ado m uerte a la lib ertad posible y m oderada”29. Por o tra p arte, la crítica a dos ideas centrales de la concep ción liberal del E stado, el sufragio universal y la voluntad de las mayorías como base de la organización dem ocrática, se acen tú a de tal m anera, que de no haber calado tan to en el espíritu de Samper la concepción mecanicista de la realidad social — con sus conceptos de arm onía, equilibrio y ley— , el individualism o ato m ista de las épocas de juventud habría sido sustituido por una concepción organicista del E stado m uy cercana a la sostenida p or la doctrina tom ista católica o por el historicism o rom ántico. H a ciendo la crítica de la C onstitución colom biana de 1853, que llevó la idea del sufragio universal a su am plitud m áxima, hasta hacer depender de la votación popular el nom bram iento de m agistrados de la C orte Suprem a de Justicia, decía: “ Así, con estos dos artículos se decidían gravísimas cuestio nes y se m odificaban bases m uy fundam entales del derecho cons titucional que había tenido la República desde 1810. E n efecto, el sufragio restringido según la idoneidad, quedaría rem plazado p o r lo que se llam aba el sufragio universal, institución que ponía el gobierno bajo la sola autoridad del núm ero, esto es, de m uche 29 Ob. cit., p. 367.
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dum bres incapaces de com prender y apreciar las necesidades de la R epública y de sus provincias. Todas las garantías del sufragio público o de prim er grado, y del v oto indirecto, quedaban supri m idas. La sim ple m ayoría relativa, o sea el v oto de una núnoría, en relación con el núm ero to tal de votantes, podía suplantar la opinión adversa de la gran m asa de los electo res. . . ”30. A la concepción lógica y sistem ática de la política y a una concepción p uram ente teórica del E stado se sustituye, pues, una actitud basada en la experiencia, en la historia, en lo que hay de único en los hechos, y u n a idea del actuar político como transac ción, como com prom iso, com o u n atenerse a las realidades del m om ento. E l pensam iento político y social de S a m p e r hacía es fuerzos p o r conciliar los elem entos de la doctrina clásica liberal que consideraba positivos e inseparables de toda form a civilizada de la vida política, con la flexibilidad y el realism o del m étodo histórico. P ero al m ism o tiem po que in ten tab a corregir la rigidez racionalista del liberalism o clásico, conservaba como constantes de su pensam iento político las ideas de tolerancia y transacción, es decir, aquel elem ento propio del liberalism o que, paradójicam ente y sin coherencia con sus supuestos m etafísicos, había surgido en su historia confundiéndose con el origen de la política como ciencia y como m étodo de actuación, como form a de vida civilizada que rem plazaba la fuerza p or la diplom acia, la im posición p or la con 30 Ob. cit., p. 228. En las discusiones que tuvieron lugar con motivo de la expedición de la Constitución colombiana de 1886, Samper sostuvo, frente a la impugnación de M iguel A ntonio Caro, fa tesis del sufragio calificado contra la del sufragio universal. Es extraño aparentemente que Caro, que representaba un tipo de pensamiento tradicionalista que tenía de la sociedad un concepto opuesto al de la concepción liberal clásica, sostuviese el punto de vista dél sufragio popu lar frente a Samper , que lo rechazaba. Pero en el fondo no existía contradicción ni en uno ni en otro, ni había en sus respectivas actitudes nada paradojal. La defensa que hacía Samper de las calidades que debían exigirse al elector, se basaba precisamente en una idea propia del racionalismo, la idea de que la cultura cien tífica, cuya encarnación mas elemental era el saber leer y escribir, daba al indivi duo mejor juicio y capacidad para juzgar los problemas del Estado. En cambio Caro, al sostener que inclusive un hombre iletrado podía tener buena capacidad de juicio sobre los problemas políticos y al rechazar el conocimiento de la lectura como algo que podía dar lugar a jerarquías, defendía una concepción de la sabi duría humana basada en la experiencia, en la índole de la persona, en su mora lidad —que tampoco podía tener origen intelectualista— , era consecuente con su concepción personalista e historicista del hombre y de su desarrollo. Véase infra, nuestras consideraciones sobre la idea del Estado en M iguel A ntonio C aro. La idea personalista de la democracia, de origen cristiano y ascendencia española, se enfrentaba a la concepción individualista del liberalismo moderno. La persona se entiende como el ser moral de cada hombre y sus expresiones espirituales únicas, y el individuo, como la simple unidad numérica que hace parte de un todo.
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vicción, el com pronjiso sobre el dom inio, la realidad sobre la consecuencia lógica y la rigidez teórica. P o rq u e el liberalism o llevaba en sí m ism o este elem ento, con tradictorio con sus prem isas racionalistas y dogm áticas, pero capaz de darle elasticidad y sentido de la realidad. E l liberalism o venía así a convertirse en una doctrina de la convivencia, en una técnica del fair-play político, pero lograba este resultado a costa de aban donar su p rim itiva pretensión de ser el sistem a que se confundía con la form a ideal del E stado, que se identificaba con la legalidad en sí, que aspiraba a ser la expresión de la “ naturaleza” y la única form a posible de organización del E stado, más allá d e la cual solo existía el p oder personal o la barbarie política. Bajo la aparente antítesis tradicional de los partidos políticos colom bianos, Samper expresaba m uy bien esta contradicción en tre lo histórico y lo ló gico, entre lo racional y em pírico en el pensam iento liberal, y en todo pensam iento político sistem ático, al decir: “ H em os olvidado, d u ran te m uchos años, que el gobierno de los pueblos no es u n asunto de artificio ni de fantasía, sino una obra científica y experim ental, sujeta, como todo en este m undo, al irresistible poder y la lógica de las leyes divinas o naturales. H em os vivido en u n sangriento flujo y reflujo de revoluciones y reacciones, porque todos hem os p retendido ser absolutos en nues tras doctrinas, creyendo cada p artid o estar exclusivam ente en po sesión de la verdad. N os hem os estrellado todos contra lo im posible, porque no hem os querido com prender que toda la verdad no está contenida en el conservatism o ni en el liberalism o; sino que la verdadera ciencia social y política, que es la de la justicia, tiene que ser conciliadora, acom odándose a lo posible, a lo razonable, a lo que los hechos naturales y sociales perm iten en el terreno del de recho y de las aspiraciones ju stas”31.
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Ob. cit., p. 366 y 367.
C a p ít u l o
XV
V A C IL A C IO N E S Y T E N S IO N E S D E L L IB E R A L IS M O : M IG U E L SA M PER
62. La sobriedad burguesa como ideal político.— E n la historia del pensam iento político colom biano, Miguel Samper es quizás el representante más p u ro del liberalism o clásico, es decir, de la form a que había alcanzado el liberalism o europeo a m ediados del siglo xix. E n ninguno de sus contem poráneos, ade más, se dio en form a tan com pleta la correlación en tre los ideales políticos y económicos del liberalism o y la conciencia burguesa como expresión de la clase m edia com erciante. E n ninguno como en él, p o r las mismas razones, es tan fácil seguir las vicisitudes del liberalism o m oderno y sus contribuciones a la civilización política. Las líneas generales de su pensam iento fueron claras, su es tilo de escritor, directo y sobrio, y su propia vida, u n m odelo de lealtad a la form a de vida burguesa en la m ejor acepción de este concepto. E l contraste que ofrece con el pensam iento, la vida y la o b ra de su herm ano José María Samper , es m uy ilustrativo. M ientras en este se da una personalidad que cam bia de ideas, de estilo y form a de expresión, de actividades y profesiones, de acti tu d política y de convicciones filosóficas, en M iguel Samper ve mos u n a vida que se dibuja con toda claridad desde su juventud y que evolucionará de acuerdo con la ley de desarrollo de su perso nalidad hasta lograrse plenam ente en la m adurez. T odo contribuyó a d ar a estos dos espíritus form as de evolución m uy divergentes. E n p rim er lugar, los contactos intelectuales de juventud y la misma actividad profesional. A m bos fueron abogados universitarios, pero m ientras José María se dedicaba al periodism o y a la política m ilitante, Miguel se hacía hom bre de negocios al lado de su suegro, el señor Brush, súbdito británico que había venido a Amé-
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rica a luchar por la lib ertad del C ontinente y, a buen seguro, a buscar oportunidades para el com ercio británico. A través de él debió de iniciar M ig u e l S a m p e r el contacto con las costum bres y el pensam iento ingleses, contacto que no abandonaría nunca y q u e fue decisivo para su educación personal y política. D e la p ro fesión de com erciante, del com erciante como aquel tipo ideal que habían form ado las viejas civilizaciones burguesas, S a m p e r ad quirió las virtudes que caracterizaron su vida, que le dieron relie ve y le ganaron respeto entre sus conciudadanos: sobriedad casi puritana, exactitud y honradez, espíritu de trabajo, objetividad para juzgar las situaciones, sentido de transacción y tolerancia, ponderación en todos los actos de la vida, religiosidad y tem or de D ios, conocim iento de los hom bres y espíritu m undano1. Como ninguno de sus com pañeros de generación, quiso M i S a m p e r educar a sus conciudadanos en el decálogo de la ética del burgués clásico y m ostrarles las virtudes del trabajo, la m oderación y la energía individual como soluciones para los p ro blem as públicos y privados. A lguna vez m anifestó que le causaban h o rro r las riquezas im provisadas y expresó su m enosprecio por los pueblos que en la historia h an edificado su grandeza sobre algo diferente del diligente trabajo de sus hom bres: “ M e han entusias m ado poco las glorias de los rom anos, a quienes he tenido por el pueblo más parásito del m undo — dice en su Ensayo sobre la mi seria en Bogotá— por halber arrebatado a este su libertad y su riqueza. M e pasa lo m ism o aun con G recia, y en general con todo pueblo en donde la esclavitud dom éstica y la guerra hayan sido la base de las costum bres industriales. Mas debo extrañar que un defensor de las artes m anuales2 no sea en esto de m i opinión, cuando en Roma aun los plebeyos las tenían en desprecio. E l que desprecia las artes no puede ser un verdadero republicano, porque no será, de seguro, partidario de la igualdad bien entendida, que es la que perm ite levantar con altivez la frente a todo el que vive de su trab ajo ” . guel
1 Para detalles biográficos, véase a Carlos M artínez Silva, El gran ciu dadano, en Escritos varios, Bogotá, 1954, p. 173 y ss. También pueden consultarse nuestras consideraciones sobre “Valoración de la herencia espiritual española”. 2 Samper se dirige a un artesano bogotano en una de sus numerosas polé micas públicas sostenida alrededor del tema de la protección a la industria nacio nal y el libre cambio {La miseria en Bogotá, en Escritos económico-políticos, Bogotá, 1925, t. i, p. 119).
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E ste puritanism o de viejo estilo burgués no era aconsejado únicam ente com o program a privado, sino tam bién como paradig m a de estilo político. A la m anera de los liberales clásicos, Sam per pensaba que el m ejor de los E stados y el m ás ideal d e los go biernos es aquel que gasta poco y m antiene en orden sus finanzas, lo que, en otras palabras, quiere decir E stado que perciba pocos im puestos y tenga funciones económ icas m uy escasas. Sobre todo el lujo y los gastos suntuarios le estaban prohibidos a u n E stado pro b o que supiera guardar los lím ites justos de su actividad. N ada, pues, de m onum entalidad n i grandeza, ni bo ato n i pom pa princi pesca y nobiliaria, po rq u e todo esto conduce al E stado leviatán y a la especulación financiera gubernam ental. D e ahí que uno de los aspectos m ás negativos q u e encontraba en la política m onetaria de em isiones ilim itadas o régim en de papel m oneda, sistem a usado frecuentem ente p o r los gobiernos colom bianos de su tiem po, era que paralizaban el ahorro y conducían al gasto suntuario perm a nente: “ Bajo el régim en d e papel m oneda, el signo de esa riqueza, cuando n o se posee en cantidad suficiente p ara fijarlo en algo que n o esté a la m erced del incesante vaivén del cam bio, se m ira apenas com o equivalente de u n goce inm ediato y se invierte en satisfacer lo. N o es, p o r consiguiente, extraño que el lujo y la disipación sean hoy el azote de n u estra capital”3.
63 .“Laissez-faire” en economía e intervención en po lítica.— A ntes hem os dicho que ningún escritor colom biano de la segunda m itad del siglo x ix sostuvo con m ayor pureza la con cepción liberal del E stado com o Miguel Samper , y ahora debe m os agregar que en ninguno com o en él se producía tan clara la contradicción in tern a de u n a doctrina que afirm aba la posibilidad del equilibrio autom ático de los intereses económ icos encontrados, al tiem po que aceptaba que en el plano político esas oposiciones justificaban la existencia del E stado com o fuerza superior capaz d e arm onizarlos. E n el caso de Miguel Samper , estas dos posiciones an tité ticas se hacían m ás visibles p o r razón de su educación personal. Com o econom ista, se había form ado en la escuela de Juan Bau3* R e tr o s p e c to , en E s tu d io s una página que es un verdadero trucción de un teatro para ópera, el consumo de licores importados
p o lític o -e c o n ó m ic o s , ed. cit., t. i, p. 147. En cuadro de costumbres, Samper censura la cons el excesivo boato de las bodas, el uso *de joyas, y el juego (ibidem , p. 149 y ss.).
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S a y , al lado de E z e q u ie l R o j a s , al paso que su form ación política la debía sobre todo a la influencia inglesa. D e ahí que en econom ía sostuviera u n rígido liberalism o, que se apoyaba en una concepción arm onista y n aturalista de la sociedad, y en política predicase la tolerancia, el com prom iso y una to tal elim inación de dogmas y sistem as.
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Com o era el caso de los liberales clásicos, S a m p e r considera b a la sociedad esencialm ente como sociedad económ ica y por eso pensó los problem as referentes al gobierno y a la política con re lación a la im agen ideal que se había form ado del m undo econó mico. P u esto que la econom ía reposaba sobre leyes naturales inconm ovibles, ta n rigurosas, arm ónicas y perfectas como las leyes d e la astronom ía y de la física, cualquier perturbación introducida p o r el hom bre, especialm ente cualquier intervención del E stado contraria al funcionam iento de ese m ecanism o perfecto, era consi derada p o r él com o contraproducente y perjudicial: “ La estru ctu ra n atu ral de la sociedad, bajo su aspecto económ ico, reposa en m i concepto sobre estos hechos: Primero. E l hom bre nace con nece sidades de diverso género, en tre las cuales están las que lo obligan a alim entarse, vestirse y abrigarse a sí mism o y a su fam ilia, y m u chas o tras que no puede satisfacer legítim am ente sino por m edio del trabajo. Es u n derecho incontestable en el hom bre el de con sagrar sus facultades a producir aquello con lo cual puede satisfacer sus necesidades. Segundo. E l derecho de producir no bastaría p or sí solo si no fuera acom pañado del de consum ir, o de aplicar a su objeto los resultados del trabajo o de la producción. Tercero. Sien do u n hecho universal el de que ningún hom bre produce directa m ente p o r sí solo todos los bienes que necesita consum ir, y que le es más provechoso consagrarse exclusivam ente a un solo género d e producción, se sigue forzosam ente la necesidad, y por consiguien te el derecho, de cam biar lo que produce su trabajo por lo que sus sem ejantes han producido. Cuarto. E n el estado social, que es el verdadero estado natu ral del hom bre, estos hechos, producir, con sum ir, cam biar, y los consecuenciales de ahorrar, acum ular y p ro gresar, no se verifican sin riesgo de que los parásitos quieran arrebatar lo suyo a los trabajadores, de donde ha nacido la necesi d ad de crear una fuerza com ún, que es el gobierno, para proteger los derechos, es decir, para defender a los que producen, cam bian, consum en, ahorran, acum ulan, etc., etc., contra todo el que quie ra estorbar el ejercicio de esas actividades. Quinto. E l hom bre,
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desde su aspecto industrial, no es ciudadano sino del m undo, es decir, que el género hum ano es solidario en industria y en cambios. E n efecto, las latitudes, los climas, la topografía, las corrientes atm osféricas y m arítim as, la diversidad de objetos sepultados por la naturaleza en las entrañas de la tierra o en el seno de los mares; la fauna, las producciones del reino vegetal, y, en fin, todo lo que constituye esta espléndida y arm oniosa m ansión que el C reador nos ha dado, es el vasto cam po d e la actividad industrial y de los
cambios,,4. Mas no obstante este arm onism o económ ico, el E stado re sulta necesario para restaurar el equilibrio social cuando este es pertu rb ad o por los parásitos sociales en detrim ento de quienes par ticipan de la actividad económ ica como propietarios, productores o consum idores: “ D e este consejo del buen sentido — dice, refi riéndose a la doctrina del laissez-faire— se han sacado consecuen cias que lo desvirtúan llevándolo del terreno económico al político y extendiendo su significado a cosas en que ni aun soñaron sus autores. E n lo político, la inteligencia literal de aquel consejo se ría la negación de todo orden, y en lo económ ico, la privación de todo el bien que la com unidad m ism a se puede procurar bajo la acción y dirección del gobierno”45. Es decir, que su sentido político realista lo llevaba a colocarse en contradicción con sus conviccio nes económicas, al rechazar no solo la extensión del principio del laissez-faire al cam po político, sino tam bién al proclam ar la nece sidad de u na interpretación “ no literal,, de dicho principio en el propio cam po de la actividad económica. Las conclusiones casi anarquistas, contrarias a la existencia de un gobierno activo e in terventor que de dicho principio sacaban muchos de sus contem poráneos radicales, se le hacían inaceptables y eran contrarias a su sentido de la realidad y a su lucidez política.
64. La democracia como derecho de las minorías. Samper aceptaba, pues, la necesidad de la acción rectora del E s tado. Pero exigía que ese E stado tuviera lím ites en sus actuaciones frente al individuo. H abía leído a T ocqueville y a John Sujvrt Mill , y adem ás, por su propia experiencia se daba cuenta de que un E stado m oderno, em presario en econom ía y carente de límites 4
La miseria en Bogotá, en Escritos, ed. cit., t. i, p. 122 y 123.
r> La miseria en Bogotá, en Escritosh ed. cit., t. i, p. 122 y 123.
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en cuanto a su radio de actuación política, conduciría a la om ni potencia gubernam ental y a la elim inación de la libertad personal, no solo en el plano económ ico, sino tam bién en el m oral y espi ritual. A propósito del gusto p o r la burocracia y de la tendencia de los hispanoam ericanos a vivir de los gajes del gobierno — fenó m eno que según su opinión era una de las herencias de la organiza ción colonial española que las nuevas naciones debían com batir— , y criticando la m ultiplicación y poder creciente de los funciona rios, citaba las siguientes palabras de T ocqueville: “ Los progresos de la igualdad, entendida como se ha p red i cado entre nosotros, y la rapidez im presa al m ovim iento descentralizador desde que se expidió la ley del 20 de abril de 1850, que term inó en la federación, han venido a dar fuerzas colosales a estos elem entos [los bu ró cratas] hasta llegar a convertirse ellos en irresistibles poderes sociales, capaces de sojuzgar los estados más civilizados. E l nivel intelectual, y sobre todo el m oral, de las clases dom inantes, ha ido descendiendo a m edida que la igualdad política se ha extendido. Si a la vez que las condiciones se igualan, ha dicho T ocqueville, las luces quedan incom pletas a los espíri tu s tím idos, o si el com ercio y la industria, detenidos en su desa rrollo, no ofrecen sino m edios difíciles y lentos de hacer fortuna, los ciudadanos desesperan de m ejorar por sí mismos su suerte y acuden tu m ultuosam ente al E stado en busca de sostén. V ivir a expensas del tesoro público parece ser, si no la única vía que tienen, a lo m enos la más fácil y cóm oda para salir de una situación que h a dejado de satisfacerlos: la caza de em pleos se convierte en la más persistente de las in d ustrias” . “ A esto pudiera agregarse — continúa Samper— que si el tesoro público no parece bien provisto, la caza de im puestos, de gajes extraoficiales y del sufra gio popular convenientem ente falsificado, contribuirán a que tal industria se conserve floreciente. N o tan solo se llama parásito el q ue se alim enta del trabajo ajeno trasm itido por la donación; tam bién lleva el nom bre de parasitismo esta otra industria; parasitism o audaz, de animal carnívoro, que arrebata a todas uñas la presa”6. N o solo p or estas razones era tem ible el desarrollo del E sta do m oderno. Tam bién la teoría de la voluntad popular como base de la dem ocracia llevaba en su seno los gérmenes del E stado om ni p otente, y Samper, p or propia observación y por la influencia de La miseria en Bogotá, en Escritos, ed. cit., vol. i, p. 29 y 30.
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Mill , expresaba sus tem ores a este propósito. La dem ocracia no puede consistir en el dom inio ilim itado del m ayor núm ero, sino en la aplicación a todos p o r igual de la ley, y en la igualdad de oportunidades brindadas a la energía individual del hom bre de trabajo. La dem ocracia, sostiene, siguiendo en esto a Stuart Mill , más que el sistem a de la im posición de las m ayorías sobre las m i norías, es el sistem a que asegura la defensa de estas: “ P ara quienes piensan de acuerdo con la ley del núm ero, los derechos de las m i norías no son derechos, o si lo son, su calidad es m uy inferior. Así la cuestión de derechos es de p u ra aritm ética; porque basta contar el núm ero de los individuos que los alegan, y hecha la adición, allí donde haya más pares de puños h abrá m ayor derecho. D e esta fuente salen tam bién los derechos de m uchos que van o que deben ir a los presidios” . Y luego agrega: “ H om bres y escritores honra dos h an sido conducidos a em plear sem ejante principio de razona m iento, porque h an aceptado, sin bastan te reflexión, la doctrina de que las leyes que rigen las sociedades hum anas no son o tra cosa que la expresión de la v o luntad general, que los jurisconsultos consideran en seguida como la fuente de los derechos. E l signifi cado de las palabras ley, sanción y derecho queda así som etido a u n a lam entable confusión de ideas, d e la cual han nacido los fa mosos cuanto deplorables sofismas de Rousseau, y los infinitos atentados com etidos de buena fe en los países republicanos, cuando para establecer el derecho no se tiene en cuenta la naturaleza bue na o mala de los hechos en que se hace consistir”7. Es decir, que Miguel Samper , como su herm ano J osé M a ría fue u n liberal que vio con claridad que la libertad y el dere cho no coincidían, o p or lo m enos, no coincidían necesariam ente con la dem ocracia, entendida esta como un sistem a político basado en la volu ntad de las m ayorías, y que aquellas dos conquistas de la civilización política, contra la lógica in tern a del mism o libera lismo, paradójicam ente tenían que defenderse con argum entos no liberales y no dem ocráticos, pues la defensa de las m inorías solo podía basarse en la idea de que la razón puede estar de parte de los m enos cuando estos son los m ejores. La idea de que el derecho debe abarcar a las m inorías podía defenderse aceptando la teoría de su existencia objetiva com o lo habíá hecho la escuela del derecho natural, que el liberalism o clásico expresa o tácitam ente había 7 La miseria en Bogotá, en Escritos, ed. cit., vol. i, p. 62 y 63.
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acogido en su seno, es decir, rechazando la opinión de que es la v oluntad hum ana, o en su caso el E stado, la que crea el derecho; p ero el derecho de las m inorías a conducir el E stado, a participar en la dirección del gobierno, solo podía establecerse, como lo h i cieron siem pre las concepciones aristocráticas del gobierno, sobre la base de dar valor a los elem entos que diferencian, y no a los q u e igualan, tales como la experiencia personal, la tradición, la capacidad individual, en una palabra, prefiriendo todos aquellos elem entos ajenos p or su esencia a la concepción racionalista de la personalidad que tenía el liberalism o. 65. C r ít ic a al d o c t r in a r ism o p o l ít ic o .— Como resulta do de la influencia inglesa no m enos que como fru to de su in te ligencia realista y de su tem peram ento de hom bre tolerante, este espíritu sostenedor del dogm a del liberalism o económico fue uno de los mayores adversarios de la política doctrinaria, es decir, de aquella política que se basa en la pretensión de llevar a la práctica u n sistem a cerrado de ideas consideradas como invariables y u n i versalm ente válidas. La esencia de la civilización política — soste nía S a m p e r — no está en andar tras los program as y los partidos, sino en saberse decidir por la m ejor solución para un problem a público inm ediato y p o r los m ejores hom bres para dirigir el go bierno. H ay que hacer la política alrededor de los hom bres y no de las consignas y de los sistem as, y es esta la única form a de libe rar al ciudadano del sectarism o y de darle oportunidad para que ejerza la función del sufragio en form a verdaderam ente libre y ú til para el funcionam iento del Estado. E n u n ensayo lleno de ob servaciones sagaces sobre la historia política y social de Colom bia, proclam ó la necesidad de form ar en la nación una opinión pública en contraposición a una opinión p artid ista8, para que la sociedad, liberada de la camisa d e fuerza de los partidos, pudiese votar por los hom bres y se acostum brara sin quebrantos a las fluctuaciones en la dirección del E stado y adquiriese el “ espíritu de com prom iso indispensable a la alta política y necesario para vencer el sectarism o ” . P ara llegar a esa situación de civilización política, Colom bia tendría que liberarse de cinco grandes obstáculos, de cinco trad i ciones cuyos orígenes se rem ontan a la herencia política que E spa 8 Libertad y orden, en Obras, vol. n, p. 292 y ss.
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ña dejó a los pueblos hispanoam ericanos. Tales eran: el sistema, la causa, el mameluco, el caudillo y el precedente9. “ Faltos de una verdadera educación y tradición de hom bres de gobierno y de auténtico sentido político — afirm aba— , los hom bres de la Independencia se plantearon program as basados en ideas absolutas, de autoridad fu erte los unos, de libertades absolutas los otros. V eían el m undo político en form a de antítesis irreconcilia bles y pensaban en form a lógica con sus principios, con lo cual se crearon los sistemas y se desarrolló u n culto fetichista por ellos. E l sistema justificó crím enes y sirvió de m edida para establecer la lib ertad y la traición, y con el tiem po se convirtió en el equi valente a los programas de los partidos políticos. E l caudillo, en u n principio exclusivam ente m ilitar, se hizo con el tiem po civil pero conservó los mismos hábitos y la mism a influencia. Es el jefe del partid o triunfante, Suprem o M agistrado de la R epública y P on tífice M áxim o. Como jefe reparte gracias entre los vencedores; como m agistrado distribuye, o hace d istribuir em préstitos, sum i nistros y m ultas; las expropiaciones de periódicos, las expatria ciones y todo lo demás que form a el patrim onio de los vencidos; como Pontífice M áxim o prom ulga dogmas, lanza excom uniones y trasm ite al pueblo los sagrados oráculos en mensajes y discursos inaugurales” 101. “ La causa es una m odalidad del sistem a y de los program as. La causa sagrada es rígida y sirve como frontera de las categorías de amigo y enemigo. La causa tom a un nom bre — por ejem plo se llama revitalización, restauración, regeneración, etc.— , tiene su séquito de servidores, sus m amelucos y paga sus servicios. Finalm ente los sistem as, las causas, los caudillos y los mamelucos encuentran justificación para todo en los antecedentes. Las fechas, las fechorías, los decretos, las leyes, las circulares, los actos todos que se ejecutan en defensa de la causa vencedora van abasteciendo los parques de la causa vencida y así se continúa en una cadena sin fin. El servicio a la causa finalm ente elim ina toda noción de responsabilidad personal, toda posibilidad de conviven cia social y, a decir verdad, toda m anifestación de auténtica in te ligencia política” 11.
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Ibidem, p. 306 y ss.
10 Ob. cit., p. 306. 11
Ibidem, p. 307.
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XVI
C R IS IS Y C R IT IC O S D E LA ID E A LIB E R A L D E L ESTA D O . LA O B R A D E S E R G IO A R B O LED A
66. L a crisis de la sociedad europea y sus reflejos en Colombia.— A lrededor del año de 1870 com ienzan a surgir en Co lom bia las prim eras críticas sistem áticas a la idea liberal del Estado, que, como hem os visto, había dom inado en el pensam iento polí tico colom biano desde principios del siglo. Tales críticas tienen un doble telón de fondo. P o r una p arte, la nación había vivido tres décadas de continua desazón social y política que algunos escrito res atribuían a la falta de congruencia con la tradición nacional de las instituciones jurídicas y políticas ensayadas en aquellos años, todas ellas de contenido liberal clásico. D e o tro lado, la crisis de la conciencia europea que siguió a la R evolución francesa, y el conjunto de fenóm enos que la acom pañaron, tales como la propa gación del pensam iento científico, la dism inución del sentim iento religioso, los problem as propios del industrialism o, la presencia de las masas y el socialismo, etc., tuvieron su obligado reflejo en América y en Colom bia. D esde comienzos del siglo x ix aparecieron en E uropa varias manifestaciones del pensam iento político, de m atiz tradicionalista, rom ántico y conservador, cuyo denom inador com ún era su reserva, cuando no su abierta hostilidad a los resultados de la Revolución y a las bases filosóficas de la idea liberal del E stado. Coincidían en esto corrientes del pensam iento político de las más diversas pro cedencias y los más diversos propósitos. Tradicionalistas como José de Maistre y L u is de Bonald en F rancia, o como Burke en Inglaterra y D onoso Cortés en E spaña; revolucionarios como Carlos Marx o socialistas como Saint -Simon ; filósofos positi vistas como Augusto Comte y Stuart Mill ; historiadores co-
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m o Burckhardt y A lexis de Tocqueville y altos exponentes del pensam iento católico como L e ó n X I I I , encontraban puntos de contacto al hacer el balance de los resultados de la triple revolución social, económ ica y política que llegaba a su plenitud a m ediados del siglo. Las ideas que constituían la concepción liberal de la sociedad, o que en alguna form a servían de fundam ento a sus tesis, fueron som etidas a una revisión m inuciosa de carácter histórico y teórico. Se comenzó a dudar de la bondad del principio del sufragio u n i versal y de la idéntica capacidad que pudieran tener los hom bres para juzgar lo que era adecuado o inadecuado para organizar un orden social y político óptim o. Se vio que en la práctica la elec ción de los representantes del gobierno y la decisión en pro de unas o de otras ideas políticas podía ser influida por la p ro p a ganda y la sugestión, y se hizo no tar que el asentim iento racional era una base precaria para el prestigio de las instituciones; que la tradición, la fe y el sentim iento de reverencia podían constituir más sólidos soportes de la cohesión social. P o r ende, el principio de la voluntad de las m ayorías comenzó a ser blanco de la crítica y pro n to se vio que no coincidía necesariam ente ni con la libertad para todos, ni con la dem ocracia, ni con la vigencia del orden jurídico ideal con que había soñado el liberalism o. Burckhardt, T ocqueville y Stuart Mill pensaban que el mayor peligro para la libertad personal lo constituían precisa m ente las exigencias y la voluntad de las masas, y que la dem o cracia, como u n sistem a de protección a las m inorías, como garan tía del derecho a disentir del gobierno y a ejercer la oposición política, tendría muy pronto que defenderse contra esa voluntad om nipotente. P o r otra parte, el arm onism o, el optim ism o y el individua lismo sociales en que se apoyaba la idea de un E stado con un mínim o de poderes decisorios y lim itado a tareas políticas excesi vam ente restringidas, fueron abandonados paulatinam ente al verse en la práctica que, tras un transitorio auge, en lugar del equilibrio social autom ático surgían nuevos y más agudos antagonism os y conflictos. En lugar de la justicia, la evolución espontánea de los procesos económicos producía injustas y peligrosas desigualdades. La economía m oderna, en lugar de m archar por sí sola, requería la acción continuada y más intensa del E stado como fuerza p o líti ca rectora. P ronto se vio que las fuerzas puestas en m archa p or la
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revolución industrial y por el triunfo del liberalism o político con ducirían, no al equilibrio ni la reducción de los poderes del E s tado, sino a la concentración del poder en pequeñas élites eco nómicas y al E stado superpotente, y que la neutralidad religiosa y m oral de este que se había considerado como una garantía del fuero íntim o de las personas, solo había hecho sus poderes más opresivos para la vida espiritual de los individuos. Las nuevas corrientes del pensam iento político se orientarían, no en el sentido de elim inar el E stado y el poder como fuerzas ordenadoras de la sociedad, sino en el de dotarlos nuevam ente de un contenido re ligioso y m oral. Al finalizar el siglo x ix y en las prim eras décadas de la pre sente centuria, se fue haciendo cada vez más claro que todas las corrientes del pensam iento político y social, que todas las direccio nes del análisis histórico y antropológico coincidían en aceptar una crisis de la idea liberal de la sociedad, del hom bre y del Estado. E l pensam iento político colom biano no podía quedar al m ar gen de toda esa problem ática ni evitar las influencias de las más conspicuas figuras que en E uropa se em peñaban en esa faena de análisis, rectificación y búsqueda de nuevos rum bos. Y en efecto, las ideas tradicionalistas de D e Maistre dejaron hondas huellas en el pensam iento de Miguel A ntonio Caro; las tesis socialcatólicas de las encíclicas papales de León X I I I sirvieron de norm a a la crítica del liberalism o ensayada p or Rafael María Carras quilla, y los tem ores sobre los resultados de la propia dialéctica del pensam iento liberal expresados por Tocqueville y Stuart Mill encontraron sus resonancias en la obra de Miguel Samper, Sergio A rboleda y Rafael N úñez. Desde luego no se tratab a únicam ente de hacer una crítica negativa del liberalism o y sus instituciones típicas, sino de buscar una síntesis que superase sus fallas conservando aspectos suyos que se consideraban como conquistas objetivas de la civilización occidental o se tenían como supuestos inm odificables del progreso social1. 1 Tal ocurría con la participación de los ciudadanos en la elección de los cuerpos legislativos^ (parlamento) o de la suprema autoridad del Estado (presi dente), en las repúblicas; con ciertas normas de igualdad jurídica, como la obli gación tributaria y proporcional de todos los miembros del Estado, sin distinción de estamentos o clases; con el derecho a participar en la determinación de estos impuestos por medio de cuerpos representativos; con el derecho a ser juzgado conforme a leyes preexistentes que deberían aplicarse también sin distinción de
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La crítica del liberalism o no podía ser absoluta ni traspasar ciertos lím ites, p o rq u e al traspasarlos podía encontrarse con el E stado totalitario m oderno y con todas las form as de alienación de la persona propias de una sociedad regida p or un E stado om ni p otente. Las nuevas tendencias del pensam iento político reprocha b an al liberalism o clásico su subestim ación de la función m oral del E stado, p ero no podían estar dispuestas a que el E stado im pusiera con su fuerza coactiva u n ideal m oral. Q uerían reforzar sus fun ciones, pero sin anular la iniciativa y el papel de la persona indi vidualm ente considerada; proclam aban la calidad de organism o de la sociedad, y p or tan to una concepción social más solidaria de las relaciones en tre los diferentes sectores del trabajo, pero tenían que evitar una política de igualación mecánica, de uniform ación de gustos, actitudes y form as de expresión del hom bre, es decir, un proceso de masificación. A spiraban a rectificar los conceptos de la econom ía clásica y a sustraer el trabajo, la propiedad y la riqueza del dom inio de las leyes mecánicas del m ercado libre, pero no p o dían ir h asta un lím ite que pusiese en peligro la propiedad indivi dual y la libertad de ocupación, disposición y consumo. E n una palabra, tenían que encontrar la fórm ula que equilibrase las gran des oposiciones y tensiones de la sociedad m oderna: persona y co m unidad, E stado e individuo; libertad individual y derecho social, organización y espontaneidad. Si lo específico de la historia social del m undo occidental podía resum irse en la fórm ula de perfección personal a través del m edio propio del hom bre, la sociedad, la tarea del pensam iento político consistiría en encontrar el cam ino para cum plir ese ideal en las condiciones de una sociedad industrial, tecnificada y de masas, sin lugar ya para la exclusión de ningún grupo de la actividad social. El problem a que se presentaba al pensam iento político co lom biano del siglo XIX y que vieron con gran claridad hom bres co mo Sergio Arboleda, Miguel A ntonio Caro, N úñez o Ca-
estamentos o clases (sobre todo las penales), y en fin, con un mínimo de derechos individuales, como el de inviolabilidad del domicilio y la correspondencia, el juicio por jurado, la tolerancia religiosa,, la libertad de investigación científica y el dere cho a ejercer la oposición dentro de normas legales (derecho de las minorías); la posibilidad de expresar opiniones políticas adversas al gobierno por medio de la prensa; el derecho a elegir como consumidor, ya en el campo económico como en el campo de las apetencias culturales, y la posibilidad de practicar cualquier indus tria y comercio compatibles con la conservación de la sociedad.
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rrasquilla, era m enos dram ático, pues se tratab a de una sociedad m enos com pleja, que no había alcanzado el grado de desarrollo de las sociedades europeas industrializadas, de las verdaderas so ciedades de masas, p ero no p o r eso dejaba de contener in nuce los m ism os dilem as y la m ism a trascendencia en el cam po teórico ge neral y en la suerte de la nación, en particular. Pero adem ás de los hechos circunstanciales existían dos m otivos para que el p ro blem a de la crítica del liberalism o se convirtiera en el centro del pensam iento político nacional. E l u no era de carácter teórico; el o tro , de naturaleza histórica. La concepción liberal del E stado se presentaba com o u n a teoría política general, es decir, como una concepción de la sociedad y de los m étodos más adecuados para resolver sus problem as, o en o tro s térm inos, el liberalism o aspira ba a constituir u na ciencia política, o si se quiere, a ser la ciencia política en sentido estricto. P o r este aspecto, tenían que habérselas con él quienes p o r razón de su posición política o p o r sus activida des teóricas y especulativas tenían u n papel dirigente en la sociedad. D e o tro lado, la historia política de E spaña y la concepción espa ñola de la vida política y del gobierno, ta n originales y propias am bas, parecían indicar que E spaña y las sociedades am ericanas m odeladas p o r ella en tres siglos d e dom inio im perial, eran refrac tarias a las concepciones y m étodos políticos propios del liberalis m o m oderno. H abía, pues, que investigar en qué residía esa in com patibilidad, ese desajuste crónico en tre la estructura im pulsiva y espiritual del español y del sudam ericano y las instituciones ju rídicas que p reten d ían dar form a y cauce a su actividad política. E sa fue precisam ente la tarea que se im pusieron cuatro escritores colom bianos del siglo pasado, a saber: Sergio A rboleda, Miguel
A ntonio Caro, Rafael N úñez y Rafael María Carrasquilla. A más de la consideración general de las fallas del liberalism o como concepción general del E stado y de la política, su actitud crítica tenía todavía otras dos raíces: la influencia de la idea ingle sa de la política com o arte ajeno a las concepciones ideológicas, en N úñez, y la incom patibilidad del liberalism o con las ideas cató licas, en Carrasquilla, A rboleda y Caro. E l tem a del liberalis m o y su crítica no era, p o r lo tan to , ajeno a la realidad política nacional, ni algo que surgiera de pasajeros fenóm enos de im itación y de m oda; Surgía de la p ropia historia nacional y de las necesida des urgentes e inm ediatas de la sociedad colom biana, y p o r las m is mas circunstancias, las soluciones que se originaron de esa conti-
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nuada reflexión sobre la estructura de la sociedad y la form a ideal del E stado, llevarían el cuño de los hom bres que las produjeron y de la tradición histórica en que estaban insertas, es decir, de las corrientes del pensam iento hispano-cristiano-occidental. N o fue ron ni una copia ni u n sim ple eco del pensam iento europeo, sino un esfuerzo p o r dar una respuesta adecuada y hasta cierto p u n to original a los problem as políticos de la nación, aunque en ella h u biese los inevitables puntos de contacto que necesariam ente debían existir entre quienes se ocupaban en un problem a com ún a todas las sociedades de O ccidente.
67. A rboleda y el problema de la democracia en A mé rica.— “ La anarquía que hace m edio siglo atorm enta las nacio nes hispanoam ericanas, es un hecho tan grave, que ha llam ado seriam ente la atención de los hom bres que en uno y otro conti nente se interesan p o r la suerte de la hum anidad y se ocupan en el estudio de las causas que producen el m alestar político y la desorganización social de los pueblos. U nos y otros convienen, des de luego, en que todas las naciones han tenido que pasar por largos períodos de desastres para alcanzar una organización política más o m enos perfecta, o para hacer triu n far los principios de libertad y orden, y que pocas son las verdades que no hayam os recibido de m anos del verdugo, com pradas al precio de la sangre y los ho rrores de las contiendas civiles, pero la anarquía de las repúblicas hispanoam ericanas, se agrega, ha sido del todo estéril en resultados políticos y sociales: perdidas en u n laberinto de desgracias y de crím enes, no han conquistado una sola verdad política ni vislum brado u n principio cuya luz las dirija en el lóbrego abism o de odios y de sangre en que día por día parecen hundirse más y más. ” ¿Cuáles son las causas de esta anarquía y cuáles los m edios de ponerle térm ino? Los políticos de E uropa, sin cuidarse de estu diar el carácter de nuestra revolución ni el de los pueblos que la sufren, ofuscados tal vez p o r la luz de la civilización que los rodea, sin más datos que la prolongación de las discordias intestinas y el ruido de los com bates, asientan con tono m agistral: que la raza bárbara, mezcla de todas las razas que pueblan hoy la A m é rica, adolece de señalada inçapacidad para las ocupaciones útiles y no podrá constituirse en naciones libres y bien gobernadas”2. S ergio A rboleda , La república en América española, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, p. 35 y 36.
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E n esta form a enunciaba Sergio A rboleda el problem a cen tral que lo m ovió a escribir su libro La república en América espa-ñola, obra que constituye un ensayo de interpretación sociológica e histórica de la realidad colom biana, aunque las constantes alu siones y com paraciones con hechos y fenóm enos de otras naciones del C ontinente, le dan tam bién u n valor am ericano. A la p reg u n ta p o r las causas de la inestabilidad social de las nuevas repúblicas, A rboleda da u n a de las respuestas m ás origi nales que se d ieron en Colom bia, y quizás en A m érica, en el siglo pasado. Las nuevas naciones, según se desprende de su penetrante análisis, quedaron con una falla estru ctu ral en su vida al darse una organización institucional y jurídica que rom pía con su pasado y estaba en desarm onía con las características más marcadas de su ser espiritual. La constitución política de los nuevos E stados tom ó como m odelo la organización constitucional de los Estados U ni dos, prim ero, y más tard e tra tó de m odelarse toda la legislación y la orientación política sobre la base de la tradición revoluciona ria francesa. N o se co ntentaron las nuevas naciones con hacer una trasform ación política, es decir, con conquistar su independencia de España, sino que llevaron adelante un a revolución que abarcó todos los órdenes de la vida, po rq u e fue revolución política, social, económica y religiosa. E sta últim a, que consistió en dar a unos pueblos católicos unas instituciones de origen protestante, fue por cierto la de m ayores alcances y m ás perturbadores efectos, porque para A rboleda la fe católica fue la verdadera form adora de los pueblos am ericanos y sus principios los que definen sus actitudes y sentim ientos, es decir, su cultura. P ero antes de exponer sus ideas, hagam os una indicación sobre el m étodo seguido por A rboleda en su ensayo de com prensión de la historia nacional.
6S. La esencia teológica de la historia.— La república en América española fue escrita cuando el positivism o estaba en ple no auge en el pensam iento hispanoam ericano y cuando la m ayor p arte de los ensayos de interpretación de la realidad continental llevaban la huella del factor raza y el factor geográfico, o de una com binación de am bos. Sin em bargo, puede decirse que en Colom bia p enetró poco profundam ente el positivism o y que si exceptua mos el Ensayo sobre las revoluciones políticas, de José María Samper, d u ran te el siglo x ix no se escribió ninguna obra orgánica en que los hechos sociales y culturales se explicasen unilateralm en-
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te por la intervención de hechos naturales. A rboleda, en cam bio, acoge sin reservas la interpretación providencialista de la historia en un a versión que está m uy cercana al arm onism o racionalista de la teodicea de Leibniz y que, p o r o tra p arte, tiene com o fuente inm ediata la o b ra de D onoso Cortés sobre la crisis política eu ro pea producida p o r la trip le acción del protestantism o, el liberalism o y el socialismo. La idea que sirve a A rboleda de hilo conductor, de m étodo p ara su interpretación de la historia de A m érica y de Golombia, y p ara su crítica a la concepción liberal del E stado, es la creencia en que la noción que u n pueblo tiene de D ios y de su relación con el hom bre y el m undo, es la única que puede decirnos lo que sea su cultura y darnos la esencia de sus instituciones socia les, políticas y económ icas. E n este sentido A rboleda piensa que todo problem a hum ano es en el fondo u n problem a teológico y que la exégesis de la historia es u n a interpretación de la voluntad divina. P ara introducirse en el análisis de la crisis am ericana pos terio r a la Independencia, o al problem a de la anarquía, com o se enunciaba entonces el g ran problem a sociológico del pensam iento am ericano, decía lo siguiente, que constituye la generalización del concepto de que las ideas religiosas constituyen la clave p ara la interpretación d e la historia y la cultura: “ N ada im p o rta m ás, p o r ta n to , para rem ediar el mal, que estim ar en su justo valor la causa de que procede. A tal fin, vam os por nuestra p a rte a cooperar con nuestro grano de arena. Pues que se desconoce to d a fe, se proclam a la indiferencia y se persigue al catolicismo, se hace preciso exam inar si el sentim iento religioso y la creencia son esenciales al hom bre y a la sociedad; si es posible al legislador prescindir de u n elem ento com o el religioso, tan ín ti m am ente relacionado p or lo social, civil y político con la gober nación de los pueblos, y si el catolicism o puede ser extrañado de las C onstituciones de las repúblicas am ericanas, sin anarquizarlas y disolverlas. H oy se hace necesario recordar y hasta dem ostrar verdades que deben ser vulgares en todo pueblo cristiano. Quizás se nos tachará de teólogos; porqu e cuando el hom bre se llama soberano, suele ten er p or traición que se reconozca y acate la auto ridad de Dios. O jalá lo fuéram os; ojalá no hubiéram os sido edu cados cuando H olbach, Condillac, Bentham y D estutt de Tracy habían rem plazado en nuestros colegios al Á ngel de las escuelas. P ero aunque no seamos teólogos, ¿cóm o nos será posible pensar ni hablar en el objeto que nos ocupa sin tropezar con D ios,
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cuya idea es la prim era que surge en nuestro espíritu desde que lo alum bran las prim eras luces de la razón? Medítese lo que es el
hombre y lo que ha debido ser en su origen, y se tocará por todas partes con la teología. E n efecto, la conciencia de su espiritualidad y de n o deberse a sí m ism o la existencia, despierta instintivam ente en él u n sentim iento p rofundo de veneración, am or y g ratitu d por u n ser superior cuyo p oder, grandeza y bondad se revela en las obras de la creación y en las próbidas leyes que la rigen. C uanto suscita en el alm a la idea de lo bello, de lo inm enso, de lo infinito y de lo etern o ; todo lo que la im presiona p o r sublim e, sea en el orden m aterial, sea en el intelectual, sea en el m oral; lo sublim e m ente grande, lo sublim em ente expresivo, lo sublim em ente heroi co o tierno; to do lo q u e halla adm irable p o r su arm onía o incom prensible ora p o r su grandeza, ora p o r su pequeñez, le arrebatan fuera de sí m ism o y le obligan a prosternarse extasiado ante ese factor suprem o, soberano. . . E l sentim iento religioso es, pues, el prim ero que se desarrolla en el hom bre; el más fu erte de cuantos abriga su corazón; el más general en la hum anidad y el que im pe ra y dom ina sobre todos los dem ás sentim ientos. Com o lo ha dicho u n célebre pensador cristiano, el hom bre es un anim al religioso, y el único que lo es; la religiosidad es la prim era de sus leyes. De
aquí que la historia de todas las naciones empiece siempre por su vida religiosa, y que esta haya aparecido dondequiera, antes que la vida política y confundida con la doméstica y civil. De aquí que la religión sea la base de su progreso, la regla de las. instituciones y el amparo de su civilización”1. P ero si en algún caso es evidente este principio de que la religión es la clave y nos b rin d a el m ejor m étodo de interpretación de lo q u e sea una cu ltu ra y una nación, es en el caso de España y de sus vástagos am ericanos: “ E s ta n to lo que el catolicism o ha influido en el genio, carácter e historia de n u estra raza — dice A rboleda— , que nu estro asunto pide que nos detengam os bre ves instantes a considerarlo, para dar explicación d e sucesos que nos afectan. D esde R ecaredo volvió la E spaña al seno de la Igle sia, los concilios desem peñaron largo tiem po su poder legislativo y el clero dirigió las fam ilias y Jos individuos, sin exceptuar el rey m ismo. L a m oral y doctrinas católicas fueron, no solo el fun dam ento de su legislación y la regla de sus costum bres, sino tamOb. cit., p. 206 a 208. Los subrayados son nuestros.
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bien la ley de sus gustos literarios y hasta de sus afectos. Sus rom ances populares, que están en boca de todos los niños y se tra s m iten de unos a otros, son sencillas y elocuentes lecciones de caridad; m uchos de sus filosóficos refranes son m áxim as católicas; sus representaciones teatrales, y aun sus cánticos de am or, todo respira catolicism o. P rescíndase de las ideas católicas y sus poetas n o serán com prendidos, n i se hallará el significado de gran núm e ro de voces castellanas. E n su larga lucha con los m oros, las proezas de sus héroes eran cantadas, más como glorias de la Iglesia que como glorias d e la nación. Con el íntimo convencimiento de deber
d catolicismo su nacionalidad e independencia, el español veía en sus reyes los encargados de conservar pura la fe de sus mayores, y la herejía era a sus ojos el mayor de los delitos. Con perder su fe se consideraba anonadado; su pasado quedaba sin glorias, sus héroes sin grandeza y su p o rvenir sin esperanzas, y su poética im a ginación, como desterrada de su cam po propio, no hallaría dónde cosechar esas flores arom atizadas p or la fe y la caridad, que hacen el encanto de la sociedad española”4. E sta interpretación religiosa de la historia no le im pide a A rboleda analizar los hechos de la vida colom biana y la realidad de su sociedad d en tro de u n criterio científico, sino que, p o r el contrario, le p erm ite escapar al m onocausalism o m ecanicista en que o rdinariam ente desem bocaban la sociología y la historiografía positivistas. La m ano de la Providencia está en todos los hechos y fenóm enos sociales y la vo lu n tad divina se encuentra “ aun en los errores de los filósofos, que los pueblos alternativam ente aceptan entusiastas y rechazan indignados, como para que la vérdad se depure en el crisol de la experiencia; pues si la decadencia m oral trae consigo el olvido de la verdad, la ignorancia y el error, del propio m odo, la sociedad que reconoce el error, sacude la igno rancia, vuelve a la verdad y se restaura m oralm ente”5. P ero tam bién la m ano de la Providencia organiza todos aquellos hechos de la historia que p or ser hechura divina m erecen todos ser atendidos y m irados como m anifestaciones de influencia decisiva en la vida social. E l problem a de la constitución política de u n a nación no se puede resolver sin la com prensión de todas las m anifestaciones 4
Ob. cit., p. 58 y 59. El subrayado es nuestro.
5 Ibidem, p. 219. En opiniones como esta, frecuentes en A rboleda, hemos visto la influencia de la teodicea de L eibniz (idea de este como el mejor de los mundos posibles ).
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de su vida actuando en acción recíproca, pues tal acción recíproca tam bién ha sido dispuesta p o r la Providencia. Al plantearse el problem a de los factores que deben tenerse en cuenta al dar las instituciones jurídicas y políticas a una nación, dice: “ ¿Q uién negará que el clima, la posición más o menos m edi terránea y el género de la industria nacional contribuyen a form ar la constitución social y m oral de los pueblos? N o menos influyen sobre ella el carácter de las razas y los hábitos antiguos, que hacen u n segundo carácter; el idioma, que si se presta a traducir literal m ente las instituciones extrañas, no p o r eso comunica al pueblo que las adopta la m ism a idea del pueblo que las inventó; las cre encias religiosas, que p o r eso jamás pierden su im perio en nuestros corazones, y en fin, el genio m ism o de los grandes hombres que im prim en su sello, digám oslo así, a las sociedades que dirigen, y ese cum ulo de acontecim ientos tan variados como im previstos cuyo conjunto ordenado constituye la historia de una nación”*. E ste pluralism o de la determ inación causal no guarda desde luego estricta arm onía con la idea m antenida por A rboleda a tra vés de todo su ensayo sobre el m ayor valor del elem ento religioso, como aquel que m odela la vida y el espíritu de los pueblos, pero, aunque fuese a costa de la lógica y del espíritu de sistem a, perm i tió a su autor dar una de las interpretaciones más objetivas que se han hecho de la crisis social de C olom bia en los años subsiguien tes a su independencia. E n efecto, no solo en La república en Amé rica española, sino en su opúsculo titulado El clero puede salvar nos y nadie puede salvarnos sino el clero1, Arboleda explica todo el proceso nacional de inestabilidad y anarquía como el resultado de la acción recíproca de las diversas m anifestaciones de la vida social, con una finura de matices y una elasticidad que solo los grandes m aestros europeos de las ciencias del espíritu han logrado. P o r prim era vez en la historia de nuestra historiografía se m ues tra la acción recíproca entre econom ía y religión y se resalta con claridad la influencia de la ética en el desenvolvim iento económ i co. Según A rboleda esta influencia se produce, en prim er lugar, porque la conducta m oral, las virtudes cristianas de la continencia, el esfuerzo y la honradez, influyen decisivam ente en la acum ula ción de la riqueza; y en segundo térm ino, porque la experiencia Λ Ob. cit., p. 41. 7
Incluido en La república en América española, ed. cit., p. 314 y ss.
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adm inistrativa y política del clero y de la Iglesia, como organiza ción, experiencia acum ulada a través de la historia de O ccidente, representa la principal fuerzá estable y capaz de contener la anar quía en sociedades como las am ericanas, cuyo único factor de u n i ficación es la fe religiosa. P o r eso para A rboleda todo lo que vulne re la m oral cristiana y las instituciones de la Iglesia tiene, en tre otros efectos, el de debilitar la econom ía de las naciones am erica nas: “ D esengañém onos, la riqueza debe ser el fru to d e la econo m ía y la econom ía el efecto inm ediato del am or al trabajo y de los hábitos virtuosos”8. Y luego agrega, para resum ir sus puntos de vista sobre las relaciones e n tre la acción de la Iglesia y el desa rrollo de la econom ía en A m érica: “ C onvertidas una vez las tribus salvajes a la fe p o r m edio de la predicación y poseídas de las verdades m orales, ellos mism os [lo s m isioneros] han sido los m aestros de la agricultura y de las artes en las nuevas poblaciones. D e tal m odo ha dispuesto la Sabi duría infinita el orden m oral, y tan adm irablem ente lo ha ligado con el m aterial, que el cristianism o produce la prosperidad de las naciones al propio tiem po que la dicha de los individuos, y los diversos ram os de la industria vienen a ser a su som bra como otros tantos vínculos destinados a sostener en tre los hom bres el sentim iento de la caridad. Sobre todo, Señor, el sistem a de que hablo tiene en su apoyo el sistem a grande y portentoso de la civi lización m oderna. E l Im perio rom ano había sido desbaratado por los vicios; los bárbaros ocupaban el m undo: los más grandes filó sofos desesperaban de la suerte del hom bre sobre la tierra; las doctrinas de E picuro se generalizaban y eran como el hedor que despedía el gran cadáver de la hum anidad; el estoico soberbio, cercado p or los vicios, se veía reducido a convertir el suicidio en v irtu d para autorizarse a poner, como el escorpión, térm ino con la m uerte al torm ento de la vida; pero la enseñanza de la m oral cristiana dio de nuevo vida a la sociedad y existencia a la industria, y esta civilización que nos sorprende y nos adm ira es el fru to de la semilla regada p or los apóstoles”9. 8 Ob. cit., p. 350. 9 Ibidem, p. 350. A rboleda piensa que, además de la doctrina, la organiza ción y el trabajo de la Iglesia católica han jugado un papel ordenador no solo en jpolítica, sino en economía, tanto en España como en los pueblos hispanoamerica nos. Aunque no sería objetivo hacer una generalización, tal como la de que el desabollo económico de la América colonial en su totalidad se debió a la Iglesia, o afirmar que el único canon ético favorable a las virtudes frugales sea el cristia
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69. D e la revolución religiosa a la revolución polí tica y social.— E sta idea del papel que juega el elem ento religio so en la constitución social de los pueblos, constitución que deben reflejar fielm ente sus instituciones jurídicas y políticas, es tam bién el núcleo de su crítica al liberalism o. E n efecto, según A rboleda, al o btener la independencia se produjo en A m érica una revolución, p o r cierto la más com pleja que conoce la historia, porque se com puso de cinco revoluciones fundam entales: revolución de indepen dencia, revolución económ ica, revolución política, revolución so cial y, finalm ente, revolución religiosa. La prim era era absoluta m ente necesaria, pues la política colonial de España había sido incapaz de m antener en A m érica u n ritm o de progreso y de colo carse a la altura de las conquistas sociales, técnicas y políticas del tiem po10; pero las otras no eran indispensables ni estaban conecta das necesariam ente con la Independencia, o p or lo m enos fueron llevadas hasta u n grado de profundidad que dio como resultado u n estado crónico de anarquía política y de m arasm o económico y cultural. H u b o revolución económ ica al abandonarse la política de protección y privilegio p ara la in d u stria m inera que entonces en tró en crisis, sin que hubiera tiem po de que otras vinieran a rem plazaría. A dem ás, al establecerse el E stado representativo y abolirse los privilegios, todo ciudadano pudo aspirar a ingresar a la burocracia, foco de atracción de todos porque la preparación para otras actividades técnicas no existía y porque el comercio,
nismo, la tesis de A rboleda es válida en su conjunto. Si las relaciones entre la economía moderna, la Iglesia católica y la ética cristiana en sus diversas modali dades son aceptadas hoy por casi todos los grandes historiadores de la economía occidental, para el caso de España y de los pueblos hispanoamericanos, cuyo carác' ter individualista, nobiliario y dado al desdén por el trabajo y la organización no es favorable al desarrollo del moderno espíritu económico, esta influencia parece estar fuera de duda. Fueron los misioneros, mucho más que los civiles y los mili tares, quienes enseñaron a los aborígenes americanos los elementos de la técnica europea que llegaron a tener. 10 Al analizar la política económica de España en América, A rboleda seguía casi literalmente las ideas expuestas por J osé M aría Samper en su E n s a y o s o b r e las r e v o lu c io n e s p o lític a s y la c o n d ic ió n so c ia l d e la s r e p ú b lic a s c o lo m b ia n a s (ame ricanas) según lo declara expresamente al comienzo de su obra. En nota marginal dice: “Debidamente autorizados, hacemos uso en la introducción de nuestro escri to de algunos pensamientos y aun de frases enteras de un manuscrito titulado E n sa y o s o b r e lo s E s ta d o s c o lo m b ia n o s , obra de un amigo nuestro” (ob. cit., p. 35). Esta circunstancia hace que precisamente su análisis de la economía colonial y en general su juicio sobre la gestión política de España en América no guarden armo nía con su habitual mesura y objetividad histórica. Véase .su p ra , nuestro capítulo sobre la valoración de la herencia espiritual española.
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la in dustria y la agricultura habían recibido el estigm a de infam ia du ran te varios siglos de esclavitud, con lo cual se sustrajeron b ra zos a las actividades productivas. E l resultado fue que la riqueza en las prim eras décadas de vida independiente decayó con respecto a la época colonial y que la crisis económica contribuyó a la des com posición m oral y social que siguió a la Independencia, des com posición que fue un verdadero caldo de cultivo para las con tiendas civiles. La revolución económ ica suprim ió el vínculo de las personas a través de los intereses económicos y elim inó en gran m edida la riqueza como elem ento de diferenciación social. P erdido el pres tigio de la m onarquía española y abiertas las posibilidades políticas para todos, especialm ente para los m iem bros de la clase criolla dirigente, se crearon las condiciones propicias para dar rienda suel ta a las am biciones y para que se iniciaran las disensiones entre sus m iem bros, disensiones que arrastrarían a toda la sociedad. P ero las más im portantes fueron la revolución política y la revolución religiosa, porque quebrantaron el único vínculo de u n i dad existente en tre los m iem bros de la nueva nación: la religión católica, y lesionaron los intereses de la única clase dirigente con experiencia política, ilustración y sentido de la dirección social: el clero. A un pueblo con arraigadas tradiciones católicas, los p ro ceres de la Independencia y los legisladores de todas las asambleas constituyentes que siguieron al m ovim iento em ancipador le qui sieron im poner instituciones jurídicas de origen sajón y con tenido religioso p rotestante, basadas en la idea del libre exam en y de la neutralidad religiosa del E stado, y una educación que con trariaba sus sentim ientos y sus creencias. E ste desajuste entre las instituciones nuevas y las tradiciones, fue la causa de la inquietud social que vivió C olom bia d urante los cincuenta prim eros años de su vida independiente. A esta, que A r b o l e d a llam a la más im p o rtan te de las revoluciones, la revolución m oral y religiosa, se unieron en sus efectos anarquizantes la económica y la social, pero el núcleo de todas ellas fue la crisis en la conciencia religiosa de las clases dirigentes, crisis que las llevó a divorciarse de la tra d i ción de su pueblo11. 11 El desajuste de que habla A rboleda, entre la historia nacional y las nue vas instituciones, existía, sin duda, pero dependía del hecho de ser tales institu ciones contrarias a las tradicionales, y no de su carácter protestante, que en rea lidad no tenían. La tesis de los fundamentos protestantes, o más concretamente, de la influencia calvinista, en las ideas constitucionales que dominaron en Colom
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P o r ende, la única solución a todo el cuadro de patología social que presentaba la R epública en el siglo x ix era la vuelta a la tranquilidad de la conciencia popular reconstruida sobre la base de la u nidad en tre gobernantes y gobernados, en tre in stitu ciones políticas y sentim ientos religiosos am algam ados p o r el único
bia en el siglo pasado, ha sido reactualizada en nuestros días por el doctor A lfon so L ópez M ich elsen en su ensayo L a e s tir p e c a lv in is ta d e n u e s tr a s in s titu c io n e s (ed. de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1947), pero, a nuestro jui cio, hay poca posibilidad de establecer tal conexión, sea que se consideren los textos y las ideas jurídicas, o que se tenga en cuenta el impulso espiritual que animaba a los hombres que en Colombia y en América se empeñaron en defender y poner en vigencia el constitucionalismo liberal. Este impulso espiritual era igua litario y optimista, y el sentimiento protestante de la vida —y ello por razones teológicas que no es del caso explicar aquí— es jerárquico y pesimista. La afirmación sobre la existencia de un contenido protestante en las institu ciones colombianas del siglo pasado, se basa en la conexión entre la idea del pacto social, como origen del gobierno, y la idea calvinista de una iglesia cuyos jerarcas son elegidos por sus propios miembros quienes poseen además el derecho a la interpretación individual de las escrituras. Pero tanto la relación teórica entre la teología calvinista y la idea liberal del Estado, como el problema histórico de la contribución práctica del calvinismo a la democracia moderna, son extraordinariamen te más complejos de lo que la vinculación entre dos conceptos puede demostrar. Para establecer una relación entre la teoría de la voluntad popular como base del Estado representativo y la teología calvinista, se presenta en primer lugar el obstáculo de las ideas de e le c c ió n y p r e d e s tin a c ió n que tienen en ella mucha más importancia que cualquier otro principio. A propósito de las relaciones entre el calvinismo y la teoría de la resistencia a los gobiernos tiránicos —que, como se sabe, está íntimamente vinculada a la idea del contrato— , dice el historiador G eorge Sa bin e : “En su forma inicial, el calvinismo no solo incluía en su doctrina una condena de la resistencia, sino que carecía de toda inclinación al liberalismo, el constitucionalismo o los principios representativos. Donde tuvo campo libre se convirtió —y ello es característico— en una teocracia, una especie de oligarquía mantenida por una alianza del clero y la nobleza de segundo orden, de la que estaba excluida la masa del pueblo y que, en general, fue antiliberal, opresora y reaccionaria. Tal fue la naturaleza del gobierno del propio Calvino en Ginebra y del gobierno puritano en Massachussets... No era democrático ni siquiera como iglesia... La forma calvinista de gobierno eclesiástico incluye la representación de la congregación por los E ld e r s seglares. Esta última práctica era un medio efi caz de aplicar la censura; pero no tenía la intención de introducir la democracia en la iglesia ni de contrarrestar la influencia del clero, ni lo hizo así en las pri meras formas del calvinismo” ( H is to r ia d e la te o r ía p o lític a , México, 1945, p. 351 y ss.). E rnst T ro eltsch , el historiador que ha profundizado más en el estudio de las relaciones entre el protestantismo y las corrientes del pensamiento político moderno, dice: “ . . . E l calvinista está lleno de una profunda conciencia de su propio valer como persona, con un alto sentido de una misión divina en el mundo, magnánimamente privilegiado entre miles, y en posesión de una inconmensurable responsabilidad. E s ta id e a d e la r e s p o n s a b ilid a d , sin e m b a r g o , q u e n a c e d e la id e a d e la p r e d e s tin a c ió n , n o d e b e c o n fu n d ir s e c o n la m o d e r n a id e a in d iv id u c d is ta y d e m o c r á tic a . L a p r e d e s tin a c ió n s ig n ific a q u e la m in o r ía , q u e c o n s is te en la s m e jo re s y m á s ¿ a n ta s a lm a s, e s lla m a d a a g o b e r n a r s o b r e la m a y o r ía d e la h u m a n id a d , q u e es p e c a d o r a ” (E rnst T roeltsch , T h e S o c ia l T e a c h in g o f t h e C h r istia n
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principio de unificación nacional: el catolicism o y la colaboración e n las tareas d e l E stado d e la única fuerza capaz de realizar una labor unificadora: la Iglesia Católica. 70. Ambigüedad de los conceptos básicos del libera lismo.— A rboleda coincidía con el liberalism o en su afirm ación de que el E stado está constituido esencialm ente p o r u n orden ju rídico cuyo cum plim iento obliga a todos los ciudadanos, y en pri-
C b u r c h e s , traducción inglesa de Olive Wyon, London, 1950, vol. π , ρ. 617 y ss. Los subrayados son nuestros). El problema de las fuentes de las ideas constitucionales que dominaron en Colombia en el siglo pasado no debe reducirse, por otra parte, al origen de la idea del contrato o de la teoría de la voluntad popular, sino al origen del libe ralismo — que para muchos efectos no es equivalente a la democracia— como un todo, como una amplia concepción de la vida y del Estado. Y en este sentido sería más factible establecer la conexión del pensamiento político liberal con el racio nalismo de la I lu s tr a c ió n , y con G rocio y los juristas de la escuela clásica del dere cho natural, y siguiendo retrospectivamente estos movimientos, con el estoicismo griego-romano-cristiano. En esta forma se vería que el liberalismo es esencialmente un producto latino, todavía más, un producto francés y no un producto anglosajón. El problema de por qué la democracia y el Estado representativo han arraigado más en los pueblos anglosajones que en los latinos, es extraordinariamente com plejo. Solo puede aclararse a través de innumerables fenómenos históricos, y en menor medida, de relaciones entre formas del pensamiento teórico. Pero quizá no sea inadecuado decir, a propósito de las relaciones entre teología y política, que los pueblos sajones han podido aceptar la democracia y el liberalismo sin poner en peligro la cohesión de la sociedad, porque sus religiones han reforzado lo que debilitan el liberalismo y la democracia, esto es, la jerarquía, el sentimiento de dependencia y el aura religiosa de la autoridad del Estado. El protestantismo en su conjunto condena el derecho de rebelión, que en el siglo xvi defendieron los católicos, sobre todo los jesuítas. Lutero consideraba la desobediencia al príncipe como el pecado más execrable, y se sabe con cuánta violencia condenó eá su tiem po las revoluciones campesinas. K urt H ancke , en su ensayo B e itr a e g e z u r E n t s te h u n g s g e s c h ic h te d e s E u r o p a e is c h e n L ib e r a lis m u s , Berlin, 1942, hace remontar los orígenes del liberalismo a la idea “helenística del derecho natural” pasando por los movimientos nominalista y franciscano de la Edad Media. Algo más: H ancke cree posible retrotraer sus fuentes hasta la metafísica de H eráclito y los primeros filósofos griegos. Según su análisis, el liberalismo sería un producto cuyas raíces están en el pensamiento griego. El mismo H ancke , Cassirer, en su F ilo s o fía d e la I lu s tr a c ió n , y G eorge Sabine (ob. cit.) lo vinculan directamente al movimiento racionalista del derecho natural en el siglo xvu. (a e ^ ander R üstow, en su libro D a s V e r s a g e n d e s W ir ts c h a f ts lib e r a lis m u s , 2a ed., Helmut Küpper, 1950, sin lugar de origen, estudia por primera vez en forma sistemática las relaciones entre la teología católica y el concepto de economía libre basada en el principio del la iss e z-fa ire . Según sus puntos de vista — apoyados en una exhaustiva biblio grafía— , en todo el pensamiento económico que va de los fisiócratas a Sm it h y B astiat, subyace la teología católica y en ningún caso la protestante. Completa así las opiniones de M ax W eber sobre las relaciones entre la ética calvinista y el capitalismo, opiniones que han sido tomadas después en forma unilateral, que no tiene, desde luego, en W eber . Una discusión amplia de este tema tendría que distinguir conceptos que suelen confundirse pero que no son idénticos, como libe ralismo, democracia y capitalismo.
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m er lugar, a los gobernantes. U na b uena organización política debe principalm ente prever todo abuso del p oder, sea que se realice a través de la actividad legislativa, de la ejecutiva ó de la judicial según la tradicional división constitucional d e los órganos del po d er en el E stado m oderno. E xiste u n lím ite para toda voluntad, sea individual o colectiva, y es la ley n atural, cuya protección está encom endada al gobierno: “ Las naciones tienen — dice— , así como los individuos, la obligación de obedecer la ley natural. P ara h a cerla cum plir es el gobierno, que sería in ú til y aun perjudicial si no tuviera ese o b je to . . . La ley n atu ra l es, pues, el fundam ento de to d a ley positiva, la C onstitución de las constituciones” 12, y la esencia m ism a del E stado según la tradición cristiana. P o r las fo r mas concretas de p o ner en acción y de proteger la vigencia de es tos principios de convivencia hum ana de origen divino y superio res a to d a v o luntad legislativa, pueden variar de acuerdo Con las épocas y las tradiciones peculiares de los pueblos. La m edida de la bondad de tales norm as la dará el éxito con que logren la cohe sión social d en tro de la justicia, es decir, la vigencia de la ley na tural. “ N inguna form a de gobierno es buena ni m ala sino relativa m ente; todas ellas son com binaciones de cinco principios o elem entos: teocrático, dem ocrático, aristocrático, m onárquico y oligárquico. C ada elem ento es expresión de una necesidad social, y ninguno debe rechazarse absolutam ente de las instituciones: todos deben en tra r en ellas en dosis m ayores o m enores según las circunstancias. C onstitu ir bien u n p u eb lo — agrega— , es resolver este problem a: dado el pueblo y sus circunstancias, hallar la com binación de sus elem entos constitucionales que m ejor se p reste a hacer que rijan en él la v irtu d y la inteligencia con el apoyo de la m ayoría” 13. A l sostener tales ideas A rboleda no se apartaba, sin em bargo, de la concepción tom ista de la ley y se m antenía d en tro de la flexibilidad y el realism o que caracterizaron las doctrinas polí ticas de Santo Tomás. La organización exterior de los gobiernos puede cam biar. E n unas circunstancias puede ser m ejor el princi pio del gobierno de m uchos, y en otras, el gobierno de u no solo; para ciertos pueblos el gobierno ideal es la m onarquía, para otros, la república. P ero algo debe ser constante, cualquiera que sea el principio de organización concreta del gobierno, y es la ley natural, !2
Ob. cit., p. 252.
ia
Ob. cit., p. 254.
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el derecho, que constituye la vida social misma, sin el cual no hay Estado, y que rige lo m ism o para los súbditos que p ara los p rín cipes. P ero, además de ser lim itado, el gobierno debe ser elegido teniendo en cuenta la voluntad de los súbditos. A rboleda encuen tra d entro de la tradición cristiana y católica las ideas del E stado de derecho y del E stado representativo. Y es de observar que su posición a este respecto resultaba más firm e dentro de la tradición medieval que d en tro de la doctrina liberal clásica, pues, como ya lo hem os observado, la teoría de la voluntad popular y la cre encia en que la ley es una creación legislativa condujeron a una corriente del liberalism o m oderno a justificar, consciente o incons cientem ente, la om nipotencia del E stado y la absoluta relatividad del orden jurídico. C ualquier orden creado por las asambleas ele gidas popularm ente podía tenerse así como justo, como orden jurídico, aunque violara los derechos de las m inorías o sus dispo siciones tuviesen cualquier contenido.
A rboleda se aleja com pletam ente del liberalism o clásico cuando se plantea la pregunta de lo que sean la dem ocracia, la libertad, la igualdad, y la capacidad que tienen estos concep tos para ser la base de una doctrina del Estado. Tales conceptos le parecen am biguos e insuficientes para fundar una teoría de la sociedad o del gobierno. A m biguos, porque el uso que se hace de ellas p ara fines de propaganda política ha term inado por quitarles su significación esencial y porque las diferentes naciones, según su tradición y cultura, han dado de ellas interpretaciones de acuerdo con su propio genio: “ Si se pregunta a un inglés o a u n francés y a un hispanoam ericano qué entienden por libertad, contestarán en form a diferente. E l inglés no disputará sobre la definición de la voz; pero si en Londres, en esa gran m etrópoli de la libertad, un em pleado de la policía, violando leyes expresas, allana todos los establecim ientos particulares de una de sus más ricas calles, se cuestra todos los cuadros obscenos que en ellos se venden, e im pone m ultas y otras penas a los infam es especuladores, las au to ri dades y los pueblos aplauden. N inguno cree que atacar la corrupción sea atacar la libertad ni el derecho; porque la ley, dicen fríam ente,
garantiza la* libertad para el bien, no para el mal”1*. U n francés, en cam bio, entenderá la libertad como el derecho a participar en la elección del gobierno, porque esa nación sufrió 14 Ob. cit., p. 143.
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d u ran te siglos el podçr om ním odo de los reyes y por eso en los diccionarios franceses se encuentra una definición de la libertad que no se encuentra en los de otras lenguas: “ C onstitución política de u n gobierno en que el pueblo participa en el poder legislativo,\ Y finalm ente, en A m érica española, agrega A rboleda, daríam os de la palabra libertad, escogida de entre las varias definiciones que da el diccionario, aquella que la define como “ la falta de su jeción y subordinación a to d a au to rid ad ” 15. Y en un intento de explicar esta diferencia de actitudes ante un problem a como el de la libertad, A rboleda ensaya una respuesta en térm inos de sia> logia de los pueblos, respuesta que si bien estaba influida por las ideas corrientes en el siglo x ix sobre las relaciones entre historia, raza y cultura, presenta en su versión u n m atiz que denota el gran observador y conocedor de la historia que había en él: “ pero, se nos dirá, ¿nuestro pueblo es m enos m oral que el inglés o el fran cés? N o; pero la historia ha hecho vulgar aquí esa acepción de la voz [lib e rta d ], sin que el pueblo sea p or eso inm oral. E l inglés no se distingue ni por su ardor de im aginación ni p or la viveza de su inteligencia; su d ote característica es su buen sentido práctico. Como lo dem uestra su historia, él va siem pre de la práctica a las doctrinas y nunca se pierde en las teorías; m ientras que los pue blos m eridionales descienden de las teorías a sentar doctrinas, y de estas pretenden pasar luego a la práctica. Así para el inglés, sus costum bres son ley, y la regla de sus costum bres es la m oral del Evangelio; al paso que los am ericanos sacrificamos a las teo rías no solo nuestras costum bres, sino hasta nuestros principios m orales y religiosos. ¿Y por qué? P orque en Am érica dom ina el corazón a la cabeza y la im aginación al entendim iento” 16.
Para A rboleda la libertad es una facultad del hombre por la cual éste se somete a la ley superando las exigencias! de las pa 15
Ibidem, p. 144.
16 Ob. cit., p. 200. Ayudado de las conocidas metáforas sobre los pueblos en que predomina el corazón o la inteligencia, A rboleda registraba un fenómeno que han observado todos los que han penetrado en la historia de España y del ser hispánico: la dificultad que encuentra el español para someterse a un orden abstracto y su tendencia a personalizar todos los fenómenos de relación humana. Este rasgo de su carácter, que poseen también los pueblos latinoamericanos, es lo que hace extraña a su historia una concepción del Estado basada en la creencia en el derecho como una entidad abstracta, en la ley como una realidad supraindividual. Se arguye que alguna vez los españoles creyeron en la idea del Imperio (siglos XVI y XVII). Pero el Imperio era entendido entonces como un instrumento para propagar la fe y cumplir la misión religiosa de la nación, lo que a su turno era una manera de ganar merecimiento personal en este y en el otro mundo.
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siones. La m ejor dem ostración de la libertad es, pues, la acepta ción de la ley en Jas relaciones con los dem ás, es decir, el cum plim iento y respeto voluntario d el derecho ajeno, contrariando toda tendencia egoísta. P ero, a diferencia de lo que solía aceptar el liberalism o cuando, siguiendo las doctrinas de Roússeau y de Kant , veía la lib ertad en la posibilidad hum ana de la au to d eter m inación y el derecho en el resultado de esa determ inación lib re m ente querida, A rboleda sigue la tradición del derecho n a tu ra l clásico, al ver tam bién la lib ertad en el hecho de la sujeción a la ley, pero no a una ley que em ana de la voluntad hum ana, ni de la voluntad p opular — y p o r eso las mayorías no pueden determ i narla— , sino d el entendim iento divino, es decir, de u n derecho superior a toda legislación positiva. N o siendo la libertad sino la facultad de sofrenar las pasiones antisociales y egoístas para aco gerse al cum plim iento del derecho, para respetar el derecho ajeno, aquella resulta entonces solo u n m edio y no u n fin del derecho. La lib ertad no puede, p or lo ta n to , ser el principio básico de la sociedad o de la ciencia política. Si la libertad solo tiene valor y sentido para reali2ar el derecho, es decir, para lograr la justicia, esta y no aquella es el verdadero fundam ento de toda sociedad, de to d a idea d el E stado y de to d a ciencia política. ¿Q ué es pues la lib ertad ?, term ina preguntando A rboleda. Y he aquí su respues ta: “N u estra sum isión estricta a la ley m oral; en otros térm inos, es la práctica constante de la justicia. N o ataquem os el derecho de nadie, ni en la m inoría ni en el individuo; reprim am os toda violación del derecho, cualquiera que sea, y habrem os obtenido la lib ertad al vencer el im pulso determ inista de las pasiones” 17. 71. Las ideas de igualdad y democracia.— A la m ism a d u ra crítica so n som etidas las ideas de igualdad y dem ocracia. A rboleda rechaza la igualdad no solo en cuanto esta significa la p retensión de todos los ciudadanos a desem peñar las altas digni dades del m ando político, sino en cuanto puede im plicar la aplica ción mecánica de una ley que no hace distinciones n i tiene en cuenta las desigualdades reales. U na interpretación form al de la igualdad conduce precisam ente a injusticias, pues la viva y real aplicación de la justicia consiste m uchas veces en ten er en cuenta las desigualdades. E n efecto, en varias ocasiones A rboleda rep ro Ob. cit., p. 153.
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cha a los legisladores de la R epública el haber sustituido la legisla ción española, casuista, basada en la costum bre, en los hechos históricos, ju sta precisam ente po rq u e reconocía la desigualdad y la necesidad de proteger m ás a unos seres que a otros, por una legislación racional que al aplicar sin distinciones la ley producía precisam ente la inequidad y la injusticia. T al ocurrió con toda la legislación sob re indígenas. Las leyes de Indias se acogieron al hecho de que una sociedad donde existían grupos sociales tan diferentes como los indígenas, los criollos y los españoles, los p ri m eros necesitaban u n a especial protección de la ley, lo cual dio p o r resultado to da la legislación pro tecto ra en m ateria de propiedad, tributación y trabajo. Los legisladores de la República, en cam bio, inspirados en la idea racionalista de igualdad ante la ley, con m e nosprecio de los hechos reales, consideraron al indígena y a todos los grupos sociales en pie de igualdad con los ciudadanos más ilus trados de las clases dirigentes, y en consecuencia les concedieron unos derechos cuyo uso no estaban en capacidad de ejercer. E l caso más p aten te fue la división y la com ercialización de los res guardos o tierras de indios, que al quedar convertidos en bienes de propiedad individual y de libre disposición de sus propietarios fueron adquiridos a precios viles p o r los propietarios criollos. La igualdad form al que le b rindaba la legislación, resultaba ser la con sagración de la injusticia en una sociedad donde convivían grupos sociales de desigual form ación étnica y cultural, donde abun daba el analfabetism o y existían todavía grupos sociales no com pletam ente integrados en la vida nacional, necesitados de una especial protección del E stado, com o los indígenas y los negros recientem ente liberados de la esclavitud. La igualdad es p ara A rboleda uno de los conceptos que a p artir de la Revolución francesa se incorporaron en el vocabulario político por obra de la propaganda de filósofos sin sentido de la realidad, p ero que carecen de significación y base en la vida social. M ás todavía, que carecen de significación en la naturaleza misma. Si muchos de sus contem poráneos habían basado la idea de la igualdad en una concepción de la naturaleza como un todo hom ogéneo y mecánico, A rboleda la basa en una filosofía natural y en una concepción m etafísica cuyo principio es la pluralidad en la unid ad 18. i's Ob. cit., p. 155.
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E l m undo es arm ónico porque es una creación divina, pero su arm onía no radica en la igualdad de los seres sino en la perfec ción con que, precisam ente a causa de su desigualdad, cada uno llena su función y cum ple el papel que la sabiduría divina le ha asignado en la vida del todo. La arm onía creada por Dios es la arm onía de un organism o en el cual cada una de las partes colabora en la consecución del fin, pero donde cada uno de los órganos es desigual y tiene una función específica, afirm a A rboleda, siguien do la teoría organicista de la E dad M edia. La eficacia de la naturaleza proviene de esta desigualdad, jerárquica pero arm ónica, y tam bién su belleza: “ D e esta general desigualdad, que p o r dondequiera ostenta la Creación, proviene lo adm irable de su arm onía y esa herm osura e im ponderables en cantos de la naturaleza. H acedlo todo igual, dad al m undo figuras sim étricas y regulares, y tendréis una cárcel por m orada; habréis quitado a la im aginación su poderío, despojado a la poesía de sus bellezas y robado a las ciencias un tesoro. E l hom bre mismo, que, incapaz de com prender las grandes arm onías de la creación y m e nos aún de elevarse hasta lo sublim e de su unidad, se contenta con com unicar a sus obras las m ezquinas bellezas de la sim etría; el hom bre, decimos, con toda la fuerza de su ingenio no ha podido producir nunca la igualdad perfecta: dos monedas recientem ente acuñadas, del mism o m etal, peso, tipo y ley, parecen a prim era vista iguales; pero si entram os a exam inarlas, entre esas dos m o nedas hallarem os sustanciales diferencias. E n que esta gran ley de la variedad en la unidad, no rige menos al linaje hum ano, al hom bre individualm ente tom ado y a sus obras, que al restó de la C reación: unidad en la especie y variedad en las razas; unidad en la raza y variedad en los individuos. Todo es desigual y todo se resum e en la unidad. U nidad, atributo del C reador; y variedad, carácter de seres im perfectos o precarios que no se deben a sí p ro pios la existencia” 19. M as, hom bre convencido de que la justicia era el concepto central de toda concepción del E stado y de toda ciencia política; católico ortodoxo, republicano sincero y conocedor de la historia del m undo occidental y del papel jugado por el cristianism o en el proceso de m ejoram iento de la civilización política, A rboleda tendría que encontrarse con el escollo que a la idea de jerarquía y 1” Ob. cit., p. 15 y 16.
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diferenciación oponía la del com ún origen divino y la igualdad de los hom bres ante D ios y su Iglesia. A rboleda ve el conflicto e in ten ta resolverlo con el concepto de justicia. N o es la igualdad sino la justicia el principio que parece o rientar la actividad divina. E l m undo, por lo tan to , fue creado siguiendo la ley de la variedad en la unidad, con distinciones estructurales en los seres, y lo que el cristianism o introdujo fue la justicia y la elim inación de las desigualdades ficticias que el paganism o, sum ido en el pecado, ciego precisam ente para la visión de la estructu ra divina del universo, había establecido en tre los hom bres20. Los hom bres fueron creados desiguales, con diferentes talen tos, y p o r consiguiente cada uno está llam ado a cum plir su m isión específica; conform e a los deberes que esta le im pone será juzgado y conform e a ella se le harán todas las exigencias en este m undo, es decir, p o r el E stado, que si es justo ha de reconocer esta es tru ctu ra diferenciada y dar y exigir a cada cual según el papel que se le ha asignado en el plan de la Creación. E l m undo es orgánico y jerárquico p o r voluntad divina y la igualdad carece de sentido tanto en la naturaleza com o en la sociedad. A hora bien, contra esta estructura de la sociedad basada en la ley de la variedad en la unidad, el hom bre h a in ten tad o dos m odificaciones, dos pecados que históricam ente están representados p or el m undo pagano y bárbaro anterior al cristianism o y por el liberalism o m oderno. El m undo pagano, anterior a la Redención, dividió a los hom bres en opresores y oprim idos, dom inadores y dom inados, conquistadores y conquistados, negando así la unidad de la especie hum ana. El m undo antiguo estuvo dividido en señores y esclavos' y únicam ente conoció el derecho y la libertad para los amos. Las aristocracias y las m onarquías absolutas m odernas siguie ron en cierta form a esas huellas al establecer privilegios indebidos para ciertas clases de la sociedad, con m enosprecio de las otras: “ D esconociendo el objeto de la sociedad — dice A rboleda, refi riéndose a la situación de Francia antes de la Revolución— y esta blecida la desproporción en tre los derechos y obligaciones de sus m iem bros, el legislador se convirtió en protector de una clase, la menos num erosa y no siem pre la más digna de la nación, y la colmó luego de privilegios absurdos, con detrim ento de la sociedad entera. C uando el trascurso de los siglos hubo afirm ado estos 20 Ob. dt., p. 157.
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privilegios elevándolos a la categoría de derechos, y la aristocracia, olvidada de que todos somos hijos de un mism o padre, se creyó de naturaleza superior al resto de los hom bres y fue agravando de día en día el yugo de la parte oprim ida, entonces la filosofía quiso restablecer la proporcionalidad original: que no se continuase vio lando la ley de la variedad en la unidad, y proclam ó lo que se ha llam ado derecho de igualdad . “ Id ea que se ha expresado m al — añade— , porque lo que en el fondo se quería era proporcionalidad, es decir justicia, y no igualdad, que es im posible. P ara ser exactos y dar su significación verdadera a todos los m ovim ientos republicanos m odernos contra las aristocracias m onárquicas, deberíam os encontrar o tro califica tivo, ya que el de igualdad ni expresa su espíritu ni tiene base real alguna” . Y A rboleda propone entonces el neologismo de ecudidad para denom inar este sentim iento de justicia y equidad que latía en los m ovim ientos republicanos m odernos2122. Los m ovim ientos revolucionarios y los liberales am ericanos, en cam bio, com etían el pecado contrario; quisieron crear una igual d ad artificial en tre los hom bres, con lo cual no solam ente se colo caban contra el orden n atural y divino, sino que a la postre lo que consagraban era la injusticia, pues m edir a todos los hom bres con la misma vara, darles la m ism a protección u otorgarles el mism o derecho nom inal conduce de hecho a la inequidad y la injusticia, ya que sus condiciones naturales, sus fuerzas, cualidades y dotes intelectuales son diferentes. Y aún m ás; la igualación form al que el liberalism o m oderno atribuía a los hom bres, no solo pecaba contra la estructura del universo tal como salió de m anos dél C rea d o r, sino que carecía de justificación histórica y de arraigo en la realidad social de los países am ericanos, en los cuales, p o r lo tanto, tenía que producir resultados explosivos y disociadores. A este propósito, Arboleda decía: “ E n Francia y en E uropa en general, la palabra igualdad tu vo, pues, su significación: las necesidades y las circunstancias de esos países no dejaban a los pueblos duda de la inteligencia que debían darle; pues todos, cual más, cual m enos, habían sentido el gravam en de los privilegios que en lo económico y lo político gozaba la aristocracia, y com prendían, por lo mismo, que la voz 21
Ob. cit., p. 158 y 159.
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Ibidem, p. 174.
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igualdad significaba la abolición de las desigualdades ficticias. La dem agogia francesa, con, la genial exageración de ese pueblo, pudo extraviar a m uchos; y p u d o tam bién, excitando rencores, apasio n ar a no pocos; pero jam ás alcanzó a dom inar a la gran m ayoría, que, a la voz de sus propios intereses e ilustrada p or los hechos, siguió en la práctica p o r el sendero de la justicia. M as en Am érica española, donde no hub o aristocracia política; donde fue absoluta m ente extraño el régim en feudal; donde nunca se alzó el hum i llante tro n o de los reyes; donde las trabas puestas a la industria eran las mismas para todos, y donde no existió más casta privile giada que la indígena, que p or débil o ignorante necesitaba en justicia p articular am paro; aquí la palabra igualdad fue una planta exótica que, en el terren o no apropiado a su cultivo, debió dege n erar y producir en vez de fru to s dulces, otros am argos y acerbos23. ’’Acá la palabra se recibió en el sentido literal; y las exage raciones demagógicas, no tropezando con intereses prexistentes, ni con los hábitos y necesidades de la civilización que los contra rrestaran y neutralizaran, debieron caer com o teas incendiarias en nuestros pueblos, inflam ar sus pasiones y d a r nuevo pábulo a la terrible revolución social que nos consum e”24. 72. Los PRINCIPIOS CONSTITUCIONALES DEL ESTADO.— A R BOLEDA concretó estas ideas sobre la sociedad, el E stado y la p o lítica en u n proyecto de C onstitución cuyas raíces están en las doctrinas de S a n t o T o m á s , aunque form alm ente se aceptan in sti tuciones típicas del E stado liberal m oderno, como la división de poderes25. Su p u n to de p artid a es la afirm ación de que la ley divina 23 A rboleda se coloca en este análisis en uno de los extremos en que solie ron colocarse los historiadores y ensayistas colombianos del siglo pasado, al enjui ciar la sociedad colonial. Mientras los escritores de mentalidad liberal veían por todas partes feudalismo, los hispanizantes no veían las diferenciaciones e injusti cias de las monarquías europeas. Ambas posiciones eran poco objetivas. En sen tido estricto, en América no existió feudalismo; pero eso no quiere decir que no hubieran existido desigualdades y precisamente de las que A rboleda considera creadas por la ley y no por la naturaleza. Hubo, especialmente hasta mediados del siglo XVIII, discriminaciones raciales; hubo también gamonalismo y predominio de hecho, aunque no de derecho, de encomenderos (mientras este grupo fue fuerte, lo que solo ocurrió hasta fines del siglo x v ii ); hubo desigualdades en la distribu ción de la propiedad y seguramente las hubo en la misma aplicación de las leyes. Véase supra, nuestras observaciones respecto del feudalismo en América, en el capítulo “Valoración de la herencia espiritual española”.
24
Ob. dt., p. 160.
25
Publicado en La República en América española, ed. cit., p. 249.
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o el derecho natu ral deben ser la base de toda organización cons titucional. Sus principios prevalecen sobre toda voluntad legislativa y constituyen los lím ites irrenunciables de toda actividad del E s tado. C om o tales principios, enuncia los siguientes: la religiosidad, ia sociabilidad, la perfectibilidad, la racionalidad, la libertad, la gobernabiíidad y la responsabilidad. N o puede haber E stado antirreligioso, ni siquiera neutral o laico, p o rque eso sería contrariar una de las tendencias invencibles del hom bre: su orientación hacia Dios. Sería, además, contrario al fin mism o del E stado, que es la cohesión del grupo, pues en tre unos gobernantes que no participan de los sentim ientos religiosos de sus gobernados y su pueblo no puede haber arm onía. P ero tam poco puede el E stado por m edios coactivos im poner una form a de religión si en la sociedad hay varias. Sin em bargo, si solo hay una, sería una torpeza inútil fom entar la introducción de otras que solo traerían luchas y m otivos de disentim iento entre sus m iem bros. La tolerancia queda garantizada, porque A r b o l e d a cree que la interpretación de la ley n atural y las form as de relación con D ios h an variado y pueden variar en el curso de la historia debido a la im perfección y lim itación del entendim iento hum ano. E vita en esto, como e n m uchas otras cosas, toda fórm ula dogm ática y se m antiene den tro de la línea de realism o político contenida en u n principio de ascendencia tom ista: que el gobernante nunca debe causar con sus providencias m ayor m al que el que pretende corregir o evitar con eüas26. A todo lo largo del proyecto el autor es claro tanto al soste n er la calidad de ser libre y responsable que es el hom bre, como tam bién al poner de m anifiesto las lim itaciones que a su libertad im ponen los derechos de otros y la vida en sociedad. La racionalidad y la libertad p or sí mismas justifican el de recho que tienen todos los m iem bros del E stado a participar en la elección de sus gobernantes y en la expedición de las leyes, pero este principio puede en la práctica ser aplicado en form as dife rentes de acuerdo con las realidades inm ediatas. Los legisladores tienen u n lím ite en la ley natural y en el principio de justicia, que es el rector de to d a actividad del E stado, pero la tarea legislativa, el conocim iento de la ley y su adaptación a la realidad exigen condi ciones excepcionales de quienes hacen las leyes. E l sufragio debe, 2β Ob. cit, p. 253.
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pues, ser lim itado y calificado, y no mecánico como ocurre en la concepción clásica del sufragio universal. E l Estado tendrá dos cámaras, una cuyo núm ero de m iem bros será grande para evitar que se convierta en u n cenáculo cerrado y arbitrario, elegida por un am plio núm ero de ciudadanos, y o tra m ás restringida en n ú m ero y elegida solo de en tre determ inados grupos sociales. La prim era, p or su m ayor am plitud y su origen más popular, rep re sentará el elem ento innovador y progresista que hay en toda so ciedad; la segunda, el elem ento conservador y m oderado27. La capacidad para elegir debería estar basada en elem entos concretos tales como la edad, la calidad de padre de fam ilia, la posesión de una fo rtu n a y u n status profesional. E n esta cám ara debía tener representación perm anente la Iglesia p or m edio de sus obispos, como cuerpo cuya experiencia, sabiduría e independencia frente a los diferentes intereses sociales le perm itía ser árbitro en todos los conflictos y representar los intereses de las clases débiles. E l E stado es fuerte en el proyecto de A rboleda y está d o tado de am plísim as funciones. Su educación clásica, su sentido his tórico y su propia experiencia m undana lo alejaron siem pre — co mo fue tam bién el caso de Miguel A ntonio Caro— de toda con cepción utópica, de toda creencia en una posible desaparición del gobierno como expresión del E stado, aunque su idea de los lím ites
27 La idea de las dos cámaras, expresión la una de las tendencias al progreso y al cambio, y la otra, de la tendencia a la conservación de lo existente, al man tenimiento de la tradición, tenía como supuesto general la concepción comtiana de estática y dinámica sociales. También se basaba en este supuesto el sistema bipar tidista como constante de la organización política. Todos los escritores políticos colombianos del siglo pasado aceptaron en alguna forma esta idea y lift tradicio nal división entre un partido que represente el progreso (liberal) y uno que sim bolice y lleve la representación de la tradición (conservador). A rboleda la funda menta, además, en otra idea corriente entonces en los medios positivistas, pero que no sería imposible vincular a creencias muy antiguas sobre los ritmos vitales: la idea de las generaciones, de la juventud y la vejez como elementos políticos, progresista el primero, mantenedor del statu quo el segundo: “Basta un ligero exa men —dice A rboleda— para comprender que toda sociedad contiene dos elemen tos que sirven de base a sus divisiones por ideas y tendencias: la juventud y la ancianidad. Del lado de la primera están el número, el vigor, la imaginación y las aspiraciones nobles, francas, generosas y enérgicas; en una palabra, el espíritu de innovación y progreso. . . De parte de la vejez están la calma, el juicio, la vene ración por lo pasado, y ese amor a la tranquilidad* que infunden la familia y los bienes de fortuna que más que la juventud posee la edad provecta. El viejo quie re conservar el orden existente, y con frecuencia algo más que esto: quisiera vol ver el mundo a esos tiempos antiguos, que mira, a través de su edad, esmaltados con los gratos recuerdos de esas horas felices que gozó en la aurora de la vida y que pasaron para no volver’’ {La república en América española, ed. cit., p. 188 y 189).
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de este y de los derechos de la personalidad hum ana eran m uy claros. “ E n sociedades nuevas — decía en el proyecto— en que no hay costum bres p'plíticas, m ercantiles n i industriales, ni grandes intereses de o tro o rden desarrollados que la im pulsen y dom inen, n o se p u ede adoptar el principio de gobernar poco: p o r el co ntra rio, es necesario gobernar m ucho, hasta que se desarrollen los in tereses y se fom enten h áb ito s”28. E l gobierno es electivo, representativo, pero no es elegido p o r la universalidad de los ciudadanos, sino p or una parte de ellos, los que se consideran más capaces y más vinculados por sus in te reses a la suerte de la sociedad. P ero d en tro de este grupo podrán existir divergencias y p o r lo ta n to haber m inorías y m ayorías, y la m inoría ten d rá siem pre representación y u n verdadero derecho a ejercer la oposición legislativa. A rboleda com binaba así el p rin cipio aristocrático y tradicionalista con los postulados de la dem o cracia m oderna. Com o muchos republicanos sinceros, quería dar solidez a la R epública, que consideraba inestable ta n to por razón de sus principios básicos, como p or las condiciones concretas en qu e se desarrollaba en Am érica. La Iglesia católica, cuyas jerar quías n o se guiaban p o r el principio de la herencia como en las m o narquías, y en la que hasta los hom bres de hum ilde origen podían llegar a las altas posiciones, pero que m antenía el principio jerár quico sin vacilaciones, le parecía el m odelo de una organización política que lograse la com binación ideal de dem ocracia y m onar quía, de m utabilidad y constancia, de m ovilidad en la selección de sus dirigentes y conservación de la autoridad y la tradición. E n pocas palabras, la m editación sobre la sociedad m oderna, sobre la historia de A m érica y de C olom bia, y sobre las soluciones ofreci das por el pensam iento liberal, culm ina en A rboleda con la con cepción de una idea del E stado cuya im agen ideal era la historia y la form a de organización in tern a de la Iglesia católica.
«
Ob. cit., p. 273.
i
C a p ít u l o
XVII
R A FA EL N Ü N E Z Y E L N E O L IB E R A L IS M O
73. La misión histórica del liberalismo.— E l caso de Rafael N úñez es m uy singular en la historia del pensam iento político colom biano. Sin ser u n teórico del E stado, ni u n pensador sistem ático com parable a contem poráneos suyos como Sergio A r boleda y Miguel A ntonio Caro, fue sin em bargo uno de los hom bres q u e m ayor influencia tuvieron en la historia política de la nación en el siglo x ix y uno de los escritores de aquella centuria cuya obra conserva mayor interés para el historiador de las ideas, no obstante su carácter fragm entario y heterogéneo1. N úñez fue uno de los escritores colom bianos de su genera ción que m ayor volum en de ideas movilizó en su época como fru to de su perm anente contacto con los m ovim ientos políticos, litera rios, filosóficos y científicos de su tiem po, en E uropa y en Amé rica, y como resultado de su am plia experiencia de político y hom bre de m undo. Q uien lea hoy los varios volúm enes que constituyen su Reforma política2, encuentra allí reflejada ta n to la política y la historia colom bianas de la segunda m itad del siglo x ix , com o 1 Como figura humana, R afael N úñez ha sido una de las más discutidas de la historia de Colombia. En su calidad de actor principal de uno de los perío dos más agitados de la vida política nacional — el comprendido entre los años de 1870 a 1900, aproximadamente— , su nombre despertó grandes pasiones en su tiempo y en los años inmediatamente posteriores a su muerte. Hoy, con la pers pectiva que da el tiempo, su pensamiento político ha sido revaluado, aunque sobre la calidad de su persona sigan existiendo opiniones muy divergentes. Excusa do está decir que en este ensayo tratamos de sus ideas políticas, de su concepción del Estado, con prescindencia de su actuación política concreta y de la consecuen cia o inconsecuencia que hubo entre ambas. Sobre la vida y la obra de R afael N úñez , véase a I ndalecio L iévano A guirre, Rafael Núñez, ed. Siglo XX, Bogotá, 1946. 2 Nuestras citas se refieren a la segunda edición, hecha por la Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1943. Citaremos la obra como Reforma.
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casi todos los problem as típicos del pensam iento europeo, desde los políticos y económicos hasta los metafísicos y religiosos. La crisis m oral y religiosa de la conciencia occidental producida p or la triple acción de la ciencia, la técnica y la m undanización absolu ta de la vida, ocupó lugar p referente en sus m editaciones y escritos. F ue quizás el prim er colom biano de su generación que supo va lorar en toda su m agnitud y con plena objetividad los fenóm enos de la sociedad capitalista m oderna, sobre todo la lucha de clases y la depauperización de la clase obrera, y en aceptar frente a las soluciones revolucionarias y frente a las form as del pensam iento utópico, una política realista que procurase establecer una síntesis en tre lo que había de justo e inevitable en los m ovim ientos socia listas y la tradición cristiana dé los pueblos occidentales. Fue igualm ente uno de los hom bres de su tiem po que con más finura y precisión captó las debilidades internas del liberalism o, y uno de los prim eros en proponer una fórm ula positiva, que sin rom per con lo que consideraba valioso en la tradición liberal, podase su concepción del E stado de elem entos utópicos. E n un m edio relativa m ente inm aduro, que im portaba fórm ulas políticas y literarias, educativas y económ icas, sin som eterlas a una verdadera elabora ción crítica para adaptarlas al am biente nacional, Núñez introdujo la costum bre de ver los problem as d entro de la perspectiva de la historia y lo hizo sin violencias ni artificios y sobre todo sin p er der el contacto con la propia realidad nacional3. Si hubiera que ubicar la actitud política de Núñez en alguna de las corrientes típicas del pensam iento m oderno, tendríam os q ue decir de él que fue un representante del neoliberalism o, es de cir, de aquella corriente de ideas de la segunda m itad del siglo X IX que pretendió incorporar a la vida política algunos de los re sultados concretos obtenidos p or el liberalism o en sus luchas con tra las form as ilim itadas del poder, pero que rechazaba sus bases m etafísicas, especialm ente el arm onism o y todo postulado que
3 “. . . Fue quizás el único europeo de los prohombres de nuestro siglo xix. Dentro de este término europeo, se expresa la insaciable inquietud del pensamien to, laestructurabienorganizadade las ideas y la tendenciaimperativa delavolun tad. D e la primera de estas cualidades debió venirle su vocación filosófica, tan manifiesta en la interrogación que asedia sus palabras, como si a cada paso qui siera pesar y medir el pensamiento, diferenciarlo, lustrarlo y compararlo, en la despreocupación suya por lo accidental y adhesión a la sustancia de la vida y de todos los problemas que provocan su atención vigilante y sutil” (Luis L M , Historia de la cultura colombiana, B ogotá, 1930, p. 71). ó pez de
esa
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pudiese conducir a conclusiones adversas a la existencia del E sta do. Esa m odalidad del liberalism o, que tuvo am plia acogida sobre todo en In g laterra y en aquellos espíritus americanos que como Núñez habían recibido el influjo de la educación política inglesa, estuvo siem pre dispuesta a aceptar de buen grado el papel activo del E stado en la solución de los problem as sociales y económicos. P uesto que sus representantes no creían que el equilibrio y la jus ticia sociales p udieran conseguirse como resultado de una ley de arm onía inm anente, tam poco eran defensores de una extrem ada econom ía libre, tal como la predicaban los partidarios del laissezfaire. P ero no solo el arm onism o era m otivo de desconfianza para los neoliberales; tam bién la teoría de la voluntad general como origen de la soberanía y el derecho, los llevaba a tom ar una actitud crítica frente al liberalism o ortodoxo. John Stuart Mill — a quien adm iraba, leía y citaba Núñez—, Benjamín Constant y Tocqueville, entre otros, se dieron cuenta de que, aplicada has ta sus últim as consecuencias, la idea de la voluntad popular podría llevar al dom inio absoluto de las m ayorías y al aniquilam iento de las m inorías, y con ellas al de la libertad. E l liberalism o se convir tió en sus m anos, no en la doctrina del dom inio de los muchos, sino en la justificación del derecho de los menos. D e estas dos posiciones críticas frente al liberalism o, la que más acentuó Núñez fue la prim era. P ero al propender por un E s tado fuerte, centralizado y eficaz en sus funciones jurídicas y eco nómicas, o al lim itar los derechos individuales en beneficio de la sociedad, no se colocaba en realidad fuera de la tradición liberal europea. Como lo ha observado Heckscher, lo propio, lo carac terístico del liberalism o no es ni la negación de la función del E sta do ni su falta de interés por la sociedad. A nalizando el proceso de form ación del E stado m oderno, obra en gran p arte del liberalism o, dice este autor: “ La obra del liberalism o consistió en su labor unificadora delineada ya en el capítulo final de la prim era parte. A hora era m ucho más fácil para los órganos del E stado hacer valer su voluntad, después que habían desaparecido todos los vestigios seculares de disgregación m edieval y el territo rio del E stado se hallaba som etido a norm as com unes, aplicadas p or órganos tam bién comunes. E n realidad lo que hizo el liberalism o fue fortalecer el Estado. E l individuo y el E stado son las dos m anifestaciones so ciales que el liberalism o afirm ó y tom ó en consideración. Lo que
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negó y pasó p o r alto fueron todos los organism os sociales interm e dios existentes dentro del E sta d o . . . ”4. Tam poco faltaba al liberalism o interés por la sociedad. “ P ara el m ercantilism o — agrega el m ism o historiador— el individuo se hallaba incondicionalm ente som etido al E stado, era un simple ins tru m en to para la consecución de los fines de este. La relación, para el liberalism o, aunque pudiera pensarse otra cosa, no era precisa m ente la inversa. E sto hubo de ponerse de m anifiesto repetidas veces, V. gr., en los esfuerzos por asegurar la integración del E sta do d en tro de las órbitas de su com petencia; la crítica que Adam Smith hace del régim en colonial de las com pañías de com ercio no es más que u n ejem plo entre m uchos. A dem ás — cosa m ucho más im portante— , la vida económ ica libre, es decir, sustraída a la intervención del E stado, no debía ser, según la concepción libe ral, juguete de los intereses individuales. E l E stado y los indivi duos tenían am bos una m isión propia que cum plir y aparecían equiparados al servicio de u n tercero, que era la «sociedad», la community. E sta idea, de im portancia central, era concebida como el interés com ún de todos los habitantes del territo rio del E stado, interés que no se hallaba vinculado a ninguna institución estatal ni corporativa. E l axiom a de Bentham y de los utilitaristas: «la mayor dicha para el m ayor núm ero» era una paráfrasis de este con cepto del interés de la sociedad. Y las «leyes de la oferta y la d e m anda estatuidas p or el Cielo» (the Heaventh ordained latos of Supply and Demand), de J. Sterling, se concebían tam bién en función de idéntico resultado, creyéndose que podrían alcanzarlo, gracias a la fuerza inm anente que se les atribuía. E l liberalism o se orientaba, pues, hacia un interés com ún, ni más ni m enos que el m ercantilism o, pero la colectividad que a él le servía de m eta era una sum a peculiar de todos los intereses individuales. Y a esta com unidad así concebida, debía som eterse tam bién el E stad o ”5. Q u e el liberalism o en sí mism o y de acuerdo con sus antece dentes históricos no era contrario a la existencia del E stado fu er te y activo, fue algo que vio claram ente N úñez : “ U na de sus ha zañas fue extender la jurisdicción del E stado hasta donde le era vedado intervenir, con lo cual labró al fin su propia ruina. Su historia, no podría negarse, ha sido ilustrada por el im pulso deci4
E lly H eckscher , La época mercantilista,
3 Ob. cit„ p. 769 y 770.
México, 1943, p. 778 y 779.
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sivo dado al comercio y a la industria, a la form ación general de la riqueza, por la supresión de trabas y privilegios injustos, la lucha contra todas las tiranías y el am paro de los pueblos opri m idos”6. E l liberalism o extendió la jurisdicción del E stado hasta lím i tes que antes le estaban vedados, con lo cual labró su propia ruina, com enta N úñez , observando el resultado paradójico de la dialéc tica de una doctrina que para asegurar la libertad del individuo fren te a las organizaciones corporativas de la sociedad m edieval (grem ios, estam entos, Iglesia, e tc .), solo pudo hacerlo creando la om nipotencia del E stado m oderno. P ero, aunque N úñez fue un duro crítico de algunos aspectos de la doctrina liberal, sin em bar go no pudo elaborar una concepción del E stado que fuese esen cialm ente d iferente porque no poseía una filosofía social distin ta de la que servía de base al liberalism o. La sociedad sobre la cual debía actuar el E stado era para él, como para los liberales clásicos, u na sociedad com puesta de una sum a de individuos en la cual carecían de entidad, de realidad, aquellos cuerpos sociales que en otra época habían obstaculizado la vigencia del E stado nacional, centralizado y absoluto. E n otras palabras, para superar la idea liberal del E stado, N úñez se habría visto obligado a oponer al E stado representativo, basado en el sufragio universal, una con cepción corporativa u organicista de la sociedad que otorgara per sonería jurídica a entidades como la fam ilia y la Iglesia — para m encionar las únicas form as sociales de estructura corporativa existentes en una sociedad como la colom biana, en la cual no exis tían ni grem ios, ni nobleza, ni form a estam ental alguna— y que estableciese una calificación del sufragio p or el status social y las calidades individuales, tal como lo hacía, con toda lógica, Miguel
A ntonio Caro.
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74. Incomprensión e impotencia del liberalismo ante la cuestión social moderna.—N o obstante ser liberal el n ú cleo de su idea del E stado, fue N úñez u n crítico tenaz de la ges tión histórica del liberalism o, tan to en el nuevo como en el viejo C ontinente. Al analizar su papel en E uropa le reprochaba su in com prensión e incapacidad para resolver la cuestión social m oder na, y al exam inar sus aplicaciones en Colom bia y en América le
6 Reforma, vol. vu,
p. 196 y 197.
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atribuía falta de sentido de la realidad e im potencia para dar form a a los nuevos Estados. D u rante m uchos años de labor periodística, N úñez siguió el desarrollo de los más significativos fenóm enos de la vida política, social y económica de E uropa, sobre todo de Francia, Inglaterra y Alem ania. Con toda lucidez vio dónde estaba el problem a social en las m odernas sociedades industriales y capitalistas, y la im po sibilidad de resolverlo con las fórm ulas políticas y económicas del liberalism o ortodoxo. A diferencia de la m ayor parte de sus con tem poráneos influidos por corrientes políticas utópicas y rom ánti cas, N úñez concebía los problem as de la sociedad m oderna con un criterio absolutam ente realista. Lo específico de la nueva situación no era para él la existencia de ricos y pobres, sino la aparición de la técnica m oderna y el surgim iento de una clase, la clase obrera, que careciendo de propiedad era sin em bargo el elem ento básico de la producción en la nueva estructura económica. E l trabajador de la sociedad industrial no era sim plem ente “ el p o b re” , “ el p aria” , sino el obrero m oderno, capaz de im poner algún día su voluntad p o r procedim ientos revolucionarios. P or otra parte, había en la sociedad m oderna un fenóm eno de carácter ético, desconocido has ta entonces: la libertad económica — obra en gran p arte del libera lismo— había reducido el trabajo a la categoría de mercancía, con lo cual el hom bre llegó a ser valorado solam ente en razón de sus rendim ientos económicos y no por sus auténticos valores hum anos. Adem ás de este deprim ente resultado ético, la libertad económica y la misma libertad política agravaron, según su opinión, la con dición del obrero m oderno y lo colocaron quizás en condition in ferior a la que habían tenido el esclavo en la antigüedad y el siervo en la E d ad M edia, puesto que el p atró n m oderno — autorizado a ello por los principios del derecho liberal-burgués— había aban donado los deberes de protección que practicaron el antiguo p ro pietario de esclavos y el señor feudal. R efiriéndose a la capacidad de la econom ía liberal para resolver el problem a social m oderno y a la concepción liberal como un todo, decía: “ El inm enso p ro blem a económ ico, que diariam ente crece, no ha podido ser resuelto p o r los econom istas7. Sus dogmas han tenido durante m edio siglo decisiva influencia en los parlam entos, en la prensa y en la cáte
7 En la literatura política colombiana del siglo xix fue usual utilizar el tér mino economista como sinónimo de liberal partidario de la escuela clásica de la economía, y de la política económica basada en el principio del laissez-faire.
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dra; y si ellos han contribuido a la supresión de la esclavitud, por ejemplo, en cambio han hecho surgir, o permitido que surjan, los proletarios de las fábricas y los rurales, que son más infelices to davía que los antiguos esclavos urbanos; proclamando el principio de la concurrencia y de la abstención oficial en materia de indus tria. De este resultado a la justificación de la teoría de.MALTHUS, hay un solo paso. Se podría llegar aun a la justificación del infan ticidio. E l monopolio de la riqueza ha tomado otra forma, pero continúa; y si el desamparo y la prostitución de la generalidad no son mayores, débese a la misericordia de la proscrita intervención de la autoridad pública en muchos asuntos de industria. E l mismo parlamento británico ha debido prescindir de esos dogmas, en más de una ocasión, para poner dique al amenazador alud. E l predo minio del criterio del interés individual ensalzado por los econo mistas no puede ya sostenerse, porque la ola encrespada del su frimiento se ha vuelto un constante peligro para los pocos cuyos palacios pueden caer en ruinas, como cayeron los castillos feudales a impulsos de la pólvora, recién inventada entonces”8. E n este p u n to de su análisis fue precisam ente donde se pro d u jo su encuentro con el pensam iento social católico, que ya em pe zaba a expresarse en las encíclicas de León X I I I sobre la cuestión social m oderna. Puesto que la tarea propia del pensam iento políti co era encontrar el p u n to de unificación de las fuerzas del Estado, u n ir y no dividir, y en fin, evitar que los antagonism os sociales precipitaran la sociedad al caos o la colocaran ante la inm inencia de una solución revolucionaria, era necesario encontrar nuevas fó r mulas de gobierno, que sin rom per con la tradición cristiana fuesen eficaces para dar solución a los problem as planteados por el so cialismo. Tales fórm ulas no pueden encontrarse en el liberalism o, de cía N úñez , “ pues lo que estaba en sus posibilidades está cum plido. Lo que ahora se necesita es una política de reconstrucción sobre un campo convenientem ente preparado, y un partido que haga derivar el orden de la dem ocracia para reconciliar las fuerzas contendoras de la industria y la vida social”9.
75. Religión , E stado y política .— Una de las ideas más arraigadas en el pensamiento político de N úñez fue su convicción Reforma, vol. vi, p . 174. 4J Ibidem, vol. vu, p. 196.
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sobre la im portancia de las creencias religiosas como elem ento co hesivo y conservador en la vida de los pueblos, particularm ente en los pueblos de ascendencia española. P o r o tra parte, su adm ira ción p o r la institución del papado y por la experiencia política acu m ulada por la Iglesia en m uchos siglos de historia, le llevaban a concluir que cualquier tarea política o social del E stado m oderno no podía realizarse contrariando los sentim ientos religiosos de la población y sin la colaboración de la Iglesia católica. Sobre la base de estas convicciones defendió con tenacidad una política de ar m onía entre las dos potestades y dio su aceptación franca a las ideas de León X I I I com o bases de una política social-católica. Nú ñez encontraba en ellas la confirm ación de dos ideas que había sostenido incesantem ente: la prim acía de la cuestión obrera sobre cualquier o tro problem a de carácter político y la posibilidad de resolverla p or m edio de una m oderada, pero firm e, intervención del E stado. E n un escrito publicado en 1891 con el títu lo de La gran palabra, Nuñez saludaba las ideas de León X I I I , en los si guientes térm inos: “ E s privilegio de los verdaderos estadistas anticiparse al p o r venir. H a com o trein ta años que M . Gladstone dijo que el siglo XIX se llam aría «E l siglo de los obreros»; y lo que ocurre actual m ente parece justificar su previsión. "D espués de la célebre conferencia de Berlín, y de tantos proyectos en que se ocupan los gabinetes y los p arlam entos, dán doles cierta preferencia y particular énfasis, tenem os ya, en letra de m olde, la anunciada C arta Encíclica de León X I I I , sobre la Condición de los obreros. E l egregio Pontífice trata in extenso con m agistral sabiduría, como era de esperarse, el com plicado y urgen te problem a «no fácil de resolver ni exento de peligro», según sus palabras. Es difícil, en efecto, precisar en justicia los derechos y deberes que deben u n ir recíprocam ente la riqueza y el proletariado, el capital y el trabajo; y hay por otra p arte peligro en discutir el asunto, porque los hom bres audaces y turbulentos tratan, con fre cuencia, de desnaturalizar el sentido del problem a y aprovechar la ocasión para excitar a las m ultitudes y fom entar trastornos. "L a encíclica no disim ula los errores que han contribuido a agravar la condición de los obreros". Luego cita con com placencia evidente las alusiones del rom ano Pontífice a la “ usura voraz", a los m onopolios que enriquecen a unos y em pobrecen a la gran m ayoría, a la codicia y com petencia
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desenfrenada del com ercio m oderno. Finalm ente com enta con vi sible sentim iento de aprobación, que la encíclica no preconiza la intervención inm oderada del E stado en el problem a social, “ pero sí la que sea necesaria para resguardar el interés com ún contra los abusos de los poderosos” 10. 76. Las tareas del Estado en América.— Pero si la tarea política inm ediata en la E u ropa industrial era la cuestión obrera, en Colom bia era otra. D e acuerdo con las ideas sostenidas a lo largo de su agitada carrera de escritor y político, la m isión del Estado en las repúblicas sudam ericanas era m uy distinta de la que debía llenar en E uropa. E n A m érica como en E u ropa la m isión política esencial del E stado era una: unificar la nación. P ero esa compleja finalidad del arte del gobierno debía encontrarse en aquellos p u n tos que parecían decisivos para el m antenim iento de la cohesión so cial, que es a la postre el único objetivo, el telos de la ciencia po lítica. T odo pensam iento político, y en particular el de Núñez, se m ueve alrededor de este tem a, que en él, como en casi todos los pensadores colom bianos del siglo x ix , se resum ía en una m edita ción sobre lo que solían designar los escritores europeos como la turbulencia latinoamericana. La crónica desazón social que siguió a la Independencia, sobre todo la inestabilidad política de Colom bia a p artir de las reform as radicales hechas por el gobierno del general José H ilario López, reform as que alcanzaron su expresión más com pleta en la C onstitución federal de 1863, estuvo presente siem pre en sus escritos y en su actuación de hom bre de Estado. P ero Núñez tenía suficiente perspicacia y sentido histórico para pensar que ta n com plejo fenóm eno obedecía solo a causas de ca rácter legal o político, o que en últim o térm ino dependía de la for m a constitucional del Estado. G ran parte de su vida y de su acti vidad de escritor público la dedicó al exam en y crítica de las opiniones que solían expresarse en E uropa sobre la situación his panoam ericana, para señalar la falta de com prensión y el simplismo que generalm ente encerraban muchos de aquellos juicios, y a re cordar a los europeos que la historia de la civilización política en el viejo continente no era una historia sin máculas; que la dem o cracia, la legalidad y la estabilidad se habían conseguido allí a costa de revoluciones sangrientas y de años de desorden político.
10 Reforma, vol. iv, p. 166.
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Es verdad que tam poco él caló suficientem ente hondo en el p ro blem a de la turbulencia latinoam ericana y en el estudio de las razones que hacían difícil el funcionam iento de la dem ocracia en América, pero no se contentó con las explicaciones tópicas que so bre ese tem a solían darse en E uropa y en los propios países am e ricanos. E n un ensayo sobre las tareas de la sociología en A m érica, decía: ‘T e ro respecto a esto últim o — hablaba de las guerras civi les hispanoam ericanas— deben señalarse notables diferencias; ¿por qué la guerra ha sido más continuada y desastrosa en M éxico, Centroam érica, los pueblos del P lata, P erú y Bolivia, que en las tres secciones de la prim itiva C olom bia? La form a especial del sistem a republicano (centralism o o federalism o) no tuvo, pues, aparente m ente, influencia decisiva en el resultado, puesto que ha habido tanto desorden en el P erú y Bolivia como en los tres pueblos que aceptaron la federación. Tam poco el clima ni la configuración to pográfica ejercieron, al parecer, esa influencia, si se tiene en cuenta que la anarquía se volvió endém ica bajo todas las latitudes, y tan to en el litoral como en los valles y cordilleras. Es posible que en las diferencias de razas prim itivas americanas que se m ezclaron con las razas de fuera, haya algo que merezca la pena de detenido es tudio; pero nosotros no contam os en este m om ento con los datos necesarios para exam inar el problem a, y apenas nos es dado hacer breves y aisladas observaciones” 11. Lo que resultaba claro para Nuñez era que en países que po seían tan num erosos gérm enes de disgregación ( tendencia al cau dillism o, individualism o, localismo, pobreza y falta de com plejidad económica, etc.) una organización constitucional basada en u n E s tado débil, de funciones reducidas, tal como la preconizaba el libe ralism o ortodoxo, no hacía sino intensificar la inestabilidad12.
11 Reforma, vol. i, p. 368. En este texto habla N de “razas que se mezclaron” e insinúa que en su condición podría encontrarse la explicación del carácter americano.^Pero debe tenerse en cuenta que para N , razaera sinóni mo de cultura. N rechaza toda explicación de los hechos sociales y políticos basada en el factor raza, tal como una explicación biologista lo entiende (véase Reforma, vol. iv, art. “L atinos y anglosajones”, p. 67 y ss., donde dice que los términos “raza latina” y “raza anglosajona” carecen de sentido). En un artículo dedicado a explicar el papel futuro de la China en la política mundial, comenta yaceptalafrase de B , segú nlacual “es la cultura la que forma la raza y no al contrario” (ibidem, vol. vi, p. 134). úñez
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12 De la afirm ación de que el E stado debe llenar en la sociedad una vasta gestión de fom ento económico y hasta tener una actividad que podríam os llam ar .pedagógica paternal, no debe deducirse que N úñez fuera partidario de una doc-
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C uando con la Independencia se rom pió el vínculo im perial que unía a todos los países y sectores de América, y según la gráfica expresión de N úñez , “ tras una niñez que había sido española, fueron aquellos separados de la nodriza y quedaron como vagabun dos al azar” , lo que las nuevas naciones necesitaban no era menos, sino más gobierno. Y ese fue el criterio seguido por los hom bres de la prim era generación de Independencia, es decir, por los que habían hecho la guerra libertadora. Como lo hem os observado al hacer la historia de la idea del E stado que poseían las más sobre salientes figuras de esa generación, aunque en esencia sus ideas eran de tipo liberal, se tratab a p o r muchos aspectos de un libera lismo conservador, practicado por hom bres educados todavía en la tradición española de gobierno, y que, por otra parte, carecían dèl pathos rom ántico y utopista de las siguientes generaciones de orientación liberal. Pero, a p artir de 1848 y como resultado en gran m edida de la ola revolucionaria que agitaba a E uropa, sobre todo a Francia, adviene a la dirección de la política una generación en que predo m inaban tres tipos de m entalidad política: la rom ántica-utopista, la jacobina y la liberal clásica, circunspecta y conservadora muchas veces, pero cuya idea del E stado y cuya filosofía social optim ista contribuyó a dar a la política y a la vida colom biana de la segunda m itad del siglo x ix el ritm o agitado que la caracteriza. Los ocultos — pero siem pre presentes— im pulsos hacia la disgregación reci bieron entonces el estím ulo de esas tres corrientes ideológicas. E n
trina como la de ciertas tendencias políticas modernas que afirman que el Estado es todo y é. individuo nada. En estas doctrinas (totalitarismo) se trata de una sustancíafización de lo colectivo y de una interpretaciónfalsa del hecho de ser el hombre un ser por naturaleza social y de la circunstancia de darse perfección en la comunicación con otros y no en el aislamiento. N aceptaba la sociabilidad innatadel hombre, yporende rechazabalaidea del contrato social (véase suensa yo sobre R , en Reforma, t. vi, p . 39y ss., y especialmente la p. 43). Pero esto no quiere decir que negara el valor de la individualidad ni la participación delos individuos ensupropiaperfecciónyenlaperfeccióndel grupo. Ensuensayo sobrelaSociología de S (Reforma, vol. i, p. 354y ss.) acoge contodo entu siasmo la idea spenceriana de que la culminación de la evolución histórica debe ser la completa liberación y perfección del individuo. Es muy significativo a este propósito, y demuestra que N no era un '‘antiindividualista” doctrinario, el hecho de que destaque el contraste existente entre S yA C cuando estos filósofos se refieren a la relación individuo-sociedad. N descu bre el elemento “colectivizante” que hay enel pensamiento comtiano, en contraste con el valor atribuido por S a la personalidad individual: “Él sistema de C tiende seguramente ala absorción de las fuerzas individuales, pero el de S conduce a todo lo contrario” (ob. cit., p. 362). úñez
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el cam po de las relaciones en tre política y religión se pretendió u n a com pleta separación e n tre la Iglesia y el E stado, que desem bocó n o pocas veces en prácticas hostiles a las creencias católicas. E n econom ía se quiso practicar el liberalism o pu ro , confiando en que las excelencias de la libre concurrencia producirían autom áti cam ente el equilibrio y la justicia, con lo cual, en el in terio r se dejaba sin protección a las clases débiles, y en el exterior, al p ro pio país cuya debilidad económ ica fren te a las m etrópolis indus triales apenas si se tenía en cuenta. E n m om entos en que era in dispensable acentuar la u nidad nacional, se quiso poner en práctica u n federalism o extrem o, y para que nada quedase fuera de este cuadro optim ista, se abolieron las form as cerem oniales de la vida social q u e d u ran te la C olonia habían sido u n elem ento sim bólico y sicológico de gran valor p ara las distinciones necesarias al ord e nam iento social. Las fórm ulas de tratam iento que indicaban jerar quía y reverencia hacia las instituciones y los hom bres, quedaron suprim idas — p o r ejem plo, los tratam ientos de excelencia, señoría, honorable, ilustrísim a, etc.— , y al establecerse com o norm a cons titucional la posibilidad de llam ar a juicio al presidente d u ran te el ejercicio de su m andato, se privó a la R epública de un sím bolo en que la fe pública p udiera concentrarse. T al era el panoram a que N úñez describía com o fondo de la inestable historia política na cional en la segunda m itad del siglo xix. A las tres grandes causas de la inestabilidad nacional: desa zón religiosa, debilidad económ ica, y tendencia al atom ism o polí tico-adm inistrativo (fed eralism o ), N úñez opuso los tres p ro p ó sitos q u e orientaron su pensam iento político y su gestión de hom bre de gobierno: paz religiosa, p o r m edio de u n régim en concordata rio en tre la Iglesia y el E stado; industrialización com o base de la política económ ica; y centralism o político con autonom ía adm inis trativ a como fórm ula para m antener la unidad de la nación13. 13 Como es bien sabido, estas ideas forman las bases de la Constitución colombiana de 1886, promulgada bajo la presidencia de N úñez . En el campo eco nómico, N úñez dio expresión práctica a sus ideas sobre el papel activo del Estado, en dos direcciones básicas: política monetaria dirigida y protección industrial. En lo primero, contra la clásica tesis metalista, sostuvo la teoría estatal del dinero que en su tiempo comenzaban a esbozar algunos economistas ingleses y que más tarde perfeccionó el economista alemán K n app en su obra Staatliche Theorie des Geldes ( Teoría estatal del dinero). La moneda, según este punto de vista, es una creación del Estado. Su poder liberatorio depende de la fuerza jurídica que este le presta. En consecuencia, el derecho a emitir moneda pertenece al Estado exclusivamente, si bien este puede en algún momento delegarlo. N úñez dio realidad a esta idea con la fundación del Banco Nacional. En esta política fue acompañado por M iguel
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A hora bien, tales objetivos podían lograrse únicam ente por m edio de la acción directa del E stado. E ra in útil esperar el desa rrollo del país y su ordenam iento social de la inciativa personal aislada o del juego espontáneo de los intereses individuales, como los esperaban los partidarios del E stado gendarm e, de un Estado que se lim itaba a ser espectador de los conflictos y los problem as y cuya única preocupación era m antener el orden por m edios de policía. Las instituciones políticas de la nación deberían m odelarse sobre la base de una concepción del E stado que hiciera de este un poder eficaz d otado de u n a m isión form adora, política, económica y m oral, capaz no solo de m antener el orden p or procedim ientos coactivos, sino de procurar el desenvolvim iento arm ónico de las capacidades y los recursos nacionales.
77. L a política y su naturaleza.-— A parte estas discre pancias de carácter histórico y práctico, N úñez se sentía distante del liberalism o p or una razón de carácter teórico: su racionalism o, su intelectualism o. Com o toda concepción del E stado y de la so ciedad, el liberalism o suponía tam bién u n a determ inada idea de la estructura y m étodos de la acción política. Su confianza en la razón, su optim ism o y su propensión a pensar que una ley de ar m onía regía las relaciones del universo, lo llevaban precisam ente a negar lo qué había de irracional, de inesperado e ilógico en la conducta política de los hom bres. D e esa confianza en la estructura lógica del universo surgían precisam ente dos rasgos suyos que cons titu ían su debilidad com o concepción política: su inclinación a dar a todos los problem as una solución legal y su tendencia a genera lizar las soluciones, es decir, a ignorar lo que Labia de único, de concreto, de excepcional, en una situación o en la historia de un pueblo: “ H a tenido la costum bre de fundar su doctrina sobre hechos exteriores, m ateriales y tangibles — decía N úñez— , im bui do en el dos y dos son cuatro y haciendo caso om iso absoluto de incógnitas. E s el error idéntico del positivism o y del agnosticismo en religión, la ignorancia de las fuerzas y elem entos invisibles.
A ntonio C aro, quien coincidía plenamente con N úñez en la concepción de los fines del Estado, aunque por razones muy diferentes. Una información sobre la política económica preconizada por N úñez , puede verse en el libro ya citado de I ndalecio L iévano A guirre . Debe observarse que L iévano exagera la tendencia ‘‘estatista” del pensamiento de N úñez , quizás para realzar más su contraste con las tendencias “antiestatistas” sostenidas por sus adversarios.
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T am bién el em pleo inm oderado de la línea recta; el desconoci m iento de que la curva conduce en muchas ocasiones m ucho más pro n to al deseado p u n to ” 14. L a com prensión d e la estru ctu ra de la vida política como algo ilógico, y p o r lo ta n to irreductible a razonam ientos d e carácter científico y m atem ático, que parecen constituir la ley in tern a de actuación del hombre político, se dio en N úñez como quizás en ninguna o tra personalidad de la historia colom biana. D e ahí esa falta d e form ulación clara y sistem ática de su pensam iento y la flexibilidad, que en el caso de N úñez, como en el de los grandes políticos, ha solido atribuirse a inm oralidad, oportunism o o sim ple am bición personal de poder. E sta m anera de in terp reta r la política y la form a de actua ción del hom bre de E stado se daba en N úñez com o resultado ta n to de su propio tem peram ento político, como de la influencia que en su personalidad tuvieron la historia y el pensam iento ingleses, y la corriente de ideas antipositivistas surgidas en E u ropa en la segunda m itad d el siglo x ix , corrientes de ideas cuyo denom inador com ún era la crítica de la ciencia, lo que no era sino o tra m anera de realizar la crítica del racionalism o extrem ado. La influencia del pensam iento político inglés en C olom bia se m ostró desde u n principio como el correctivo para el espíritu ra dical y teorizante, m uchas veces utópico, que ejercieron ciertas corrientes del pensam iento francés, y contra la tendencia española a la ortodoxia no m enos incom patible que aquel con la esencia de la política. P ero ninguno de los colom bianos que tuvieron partici pación decisiva en la vida política del país en los años que siguie ro n a la Independencia, asim iló ta n to la tradición y el estilo p o lítico inglés com o Rafael N úñez, no solo p or su contacto directo con la vida inglesa, sino p o r su conocim iento de la literatura, de la historia y de la biografía de los estadistas de Inglaterra. E sta apa recía a los ojos de N úñez como la gran m aestra política de O cci dente, y la form a com o había afrontado los grandes cam bios políticos que había ido im poniendo la historia social y económica, la elevaban a sus ojos a la categoría de verdadero p ro to tip o de sabiduría política. Si se tratab a de resolver el problem a de las re laciones éntre la Iglesia y el E stado, o de decidir la política econó mica, o de encontrar el estilo y clima para solucionar una situación 14
Reforma, vol. vu, p. 147.
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política, N üñez recurría siem pre a la historia política inglesa y al ejem plo de sus pensadores y hom bres de E stado15. Sobre todo recurre a ellos cuando quiere com batir el doctrinarism o político. L a falta de rigidez teórica de la política inglesa, su sentido d e la realidad, su atenerse al aquí y al ahora en contraste especialm ente con el rígido doctrinarism o del pensam iento político francés, le m erecen continuos elogios. D e b uena gana hubiera aceptado como definición de su p ropia actitud política estas palabras de u n escri to r inglés sobre las características de la m entalidad de su pueblo, citádas p o r él en defensa de la concepción de la política como com prom iso: “ A lguno podría pensar que no es u n vicio característico del ra te rio inglés el adherirse a pequeños principios. N osotros estam os bien tentados a enorgullecem os de poseer esa form a de en tendim iento práctico que independiza a los hom bres de reglas y fórm ulas, y los hace capaces de acom odarse a las diversas condi ciones de cada caso particular, cediendo a todas las exigencias, y del m odo que las circunstancias lo exijan. N o nos falta fundam ento p ara la propia com placencia en este p unto. E s en el fondo acertado el in stin to que nos advierte de que no to d a m áxim a política puede ser de incondicional valor en todos los casos, y que nos induce a hacer cualquiera cosa que llega a ocuparnos en abierta oposición con lógica y teorías abstractas, confiados, para justificarnos, en esa más am plia lógica de los hechos. Los ingleses han vencido de ese m odo, y p o r u n procedim iento de solvitur ambulando, m il dificul 15 Resulta innecesario citar los numerosos artículos y ensayos que N úñez dedicó a comentar hechos, libros y problemas de la historia y de la vida inglesas. Gran parte de la obra recogida en La reforma política se ocupa de ellos. Casi no hay una de sus opiniones sobre alguna cuestión importante de la política, la eco nomía, la literatura o la filosofía que no esté corroborada por un ejemplo de la historia de Inglaterra o por la autoridad de uno de sus pensadores u hombres de Estado. Los espíritus que mayor influencia directa tuvieron en la educación polí tica de N úñez fueron Stuart M ill y Spencer , en el campo teórico, y G ladstone y P eel en el de la política práctica. En M ill pudo inspirarse su interés por la cuestión obrera moderna y su actitud positiva ante el papel del Estado en la vida social. Spencer influyó sin duda en su interés por la industrialización, ya que, según su pensamiento sociológico, la industria traería la paz y esta era una de las preocupaciones centrales de N úñez . Además, ideas como la marcha de la humani dad hacia una perfección cada día mayor de la individualidad, lo mismo que el agnosticismo y el espíritu transaccional del pensamiento spenceriano, en filosofía y política, dejaron su huella en N úñez . El ejemplo de P eel, político tory a quien Inglaterra debió reformas liberales, y el de G ladstone, que se inició tory y murió liberal, le mostraban el camino de hombres que no se detuvieron ante considera ciones partidistas cuando el buen sentido político les aconsejaba un cambio de actitud. Ambos estadistas merecieron la continua referencia y la constante admi ración de N úñez .
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tades, y llevado a cabo m il cosas en el m ism o tiem po que gentes menos prácticas y enérgicas habrían em pleado en dem ostrar que eran im posibles; y no puede existir m ejor prueba de alta capacidad política en un pueblo que la posesión de la facultad necesaria para hacer eso ” 16. P o r otra p arte , en el fondo de su espíritu, N úñez fue siem pre u n escéptico, si p or escepticism o entendem os no la falta d e fe religiosa ni la negación de la existencia de la verdad, sino la acep tación de la dificultad de alcanzarla con los m edios lim itados^ de la razón hum ana. H a sta los últim os años de su vida se o a ç w y e n este tem a y lo estudió a través de la situación espiritual de Sócra tes, Calderón y Pascal, hom bres de fe ardiente, pero en q uie nes cada decisión era u n com bate y u n m otivo de desazón interio r17. U na personalidad dotada de sem ejante estructura espiritual no podía ser ortodoxa ni pensar los problem as sociales e históricos de m odo geom étrico. R educir la teoría del E stado y la política a un conjunto ce rrado de principios derivables lógicam ente unos de otros, cons tru ir u n sistem a, habría sido para N úñez reducirla a una ciencia, es decir, ir contra su propia esencia y en cierta form a em pobrecerla. E l papel que atribuía a la ciencia como m edio de conocim iento era m uy lim itado y su esfera de acción se reducía para él a la n atu ra leza. C on singular entusiasm o acogió N úñez el m ovim iento de ideas q u e com enzó a m adurar en la segunda m itad del siglo x ix , como resultado de la reacción antipositivista, encam inado a esta blecer los lím ites de la ciencia y a dar m ayor valor a form as de conocim iento y de contacto con la realidad distintas de la razón discursiva, como la m ística o la intuición poética y religiosa. La revaluación de la fe como ingrediente de la vida, y especialm ente de la vida m oral y política, llegaba tras dos siglos de confianza ilim itada en la razón y de esfuerzos p or reducir todo conocim iento a un saber tan exacto como el de la ciencia físico-m atem ática18. P odría pensarse entonces que este elem ento rom ántico e historicista — pues la crítica de la ciencia estaba alentada por un pathos rom ántico— debió llevar a Núñez a construir una teoría 16
Reforma, vol. vn, p. 16.
17 Véase Reforma, art. “Escepticismo” , vol. iv, p. 123 y ss. 18 Véase infra, nuestro capítulo sobre las ideas filosóficas en la segunda mitad del siglo x ix y el desarrollo de este tema en la obra de N úñez .
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del E stado tam bién rom ántica, en que se exaltasen la tradición y los elem entos populares com o sus principales m ateriales constitu tivos, pero en realidad no lo hizo así. Escéptico respecto al valor de la ciencia en la vida hum ana, adversario del liberalism o en cuanto este tenía de concepción doctrinaria puram ente lógica, y hom bre convencido del valor de la fe y de la religión como ele m entos de la vida política, no era sin em bargo una m entalidad con servadora, y, podríam os decir, arcaizante. Com o estadista quiso fom entar la ciencia e hizo de la industrialización del país una de las bases de su política. A ceptaba u n a p arte de las ideas del po sitivism o y rendía trib u to a las tendencias de la civilización indus trial, e indirectam ente, a la ciencia y la técnica, de las cuales, sin em bargó, desconfiaba en el fondo de su espíritu. E n su situación espiritual se reflejaban con sin igual claridad las contradicciones de la vida m oderna. Q uienes estaban convencidos de que la cien cia y la razón habían producido la desaparición de la fe religiosa y de la creencia en la tradición, en los valores no pragm áticos y utilitarios, en u n a palabra, que habían producido la crisis d e la con ciencia m oderna, tenían que apoyarse en la ciencia y en la técnica cuando, como dirigentes del E stado, se veían obligados a tom ar decisiones políticas. E l poder de las naciones dependía cada vez más de la técnica, y la tendencia d e los pueblos, de las masas, se orientaba ya en form a irresistible hacia u n a sociedad basada en el concepto de bienestar m aterial. N úñez, cuyo sentido de la realidad histórica y cuyo conocim iento de las tendencias de la época lo destacaron siem pre en tre los hom bres de su generación, no podía escapar a la corriente del tiem po. P ero actuó y pensó siem pre guia do p o r la convicción, com ún a m uchos espíritus de E u ro p a y A m é rica, de que esta fuerza irresistible podía llegar a ser destructora si no lograba fundirse con los valores tradicionales que habían enaltecido la personalidad hum ana, para d ar nacim iento a una nue va sociedad cuyos principios básicos deberían seguir siendo cris tianos.
Í!
il f ? en San B artolom é siguiendo el tex to de S t u a r t M i l l , y en el cam po m etafísico y de la teoría del conocim iento fue defensor tenaz del sensualism o de D e s t u t t d e T r a c y . Á l v a r e z afirm a que todas nuestras ideas, aun las más generales y abstractas, y no solo las intelectuales, sino tam bién las m orales, se form an p o r sen saciones y agrupaciones de sensaciones: “ Si resum im os nuestros conocim ientos y los clasificamos de alguna de las m aneras adopta das — sostiene en su defensa de la adopción de la Ideología de T r a c y com o texto oficial de enseñanza— , vem os que ellos nos vienen o de la presencia de u n objeto que sentim os, y de aquí las ideas intuitivas y concretas, o son una cualidad sentida en un objeto y hecha a su vez sujeto de nuestros juicios form ando con estos una cadena que llamam os razonam iento, y de aquí todas las ideas de is
Ob. dt., p. 145.
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ductivas o abstractas; o son cualidades sentidas en m uchos objetos, lo que nos lleva a ju n tar estos bajo una denom inación genérica o com ún, que viene a form ar una idea general, y de aquí todas las verdades inductivas y los principios de todas las ciencias” 14. P ara escapar, al m aterialism o crudo, Á l v a r e z afirm aba que la sensibilidad no era la capacidad que tienen algunos órganos cor porales de recibir im presiones del exterior y trasm itirlas a los cen tro s nerviosos, porque eso sería hacer de la sensibilidad una cuali d ad de la m ateria. E ra, pues, la sensibilidad algo así com o el pensam iento cartesiano, es decir, lo opuesto sustancialm ente a la m ateria. Sentim os p orque conocemos y conocemos po rq u e sentim os, dice Á l v a r e z , sentando una proposición que si tiene algún sen tido, rom pe com pletam ente la unidad del sensualism o que p rete n de profesar. Algo característico en la defensa que ^Á l v a r e z , hizo de las doctrinas de T r a c y , es su explicación de los sistem as filosóficos como in strum entos de grupos socialm ente dom inantes, y esto sin haber leído a K a r l M a r x . H asta D e T r a c y , la historia había sido algo así como una interm inable carrera de errores e ignorancia que u n pequeño grupo de usufructuarios había utilizado para afirm ar su explotación de los pueblos: “ T odo error se perp etú a en la so ciedad, po rque hay quienes lo explotan, y en consecuencia quienes lo sostengan y fortifiquen con el mism o p o der que es el fru to de la explotación” 15. “ La m ejor garantía de la lógica del conde D e T r a c y — agregaba— es que no puede servir de fundam ento a ningún sistem a de im posturas con que se explote la ingorancia o la credulidad de los pueblos: esa lógica es ú til a los engañados y no a los engañadores. P ro b ad de llevarla a cualquiera d e los países en que los hom bres son víctim as de sus mism os errores y veréis el terrible escándalo que form an los explotadores de estos” 16. E s fácil ver que detrás de estas m etáforas virulentas estaba la afirm ación positivista de que todo pensam iento anterior a la época de la ciencia m oderna era teológico o m etafísico, y corres pondía a épocas en que el sacerdocio detentaba el saber y el poder en form a exclusiva. La era positiva, en cam bio, explicaría todos los m isterios, daría cuenta de todos los enigmas y elim inaría de 14
Anales de la Universidad Nacional, Bogotá, 1870, vol iv, p. 404.
15
Ob. cit., p. 402.
16
Ibidem, p. 405.
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la m ente hum ana la creencia en todo aquello que no fuere per ceptible p o r los sentidos: dioses, espíritus, ideas innatas, etc. E l sensualism o d e d e T r a c y era para Á l v a r e z algo así com o una doctrina de liberación de las m asas, según el lenguaje que adop taría el siglo XX. E n m edio de la copiosa literatu ra filosófica que se escribió en las tres últim as décadas del siglo x ix en C olom bia17, mezcla de b entham ism o, -sensualismo y .positivism o com tiano tom ado d e di vulgadores, debe m encionarse la o bra d e M e d a r d o R iv a s ( 18251 9 0 7 ) Conversaciones filosóficas16. R iv a s rechaza el bentham ism o ético porque, según su confesión, el principio de la utilidad era rechazado p o r su alm a entusiasta, juzgando que este sistem a eterno de com paraciones e n tre bienes y males, esta m edida indispensable de la u tilid ad de las acciones, ahogaba los sentim ientos generosos. Com o én el caso de casi todos los bentham istas y positivistas colom bianos del siglo pasado, las preocupaciones de R iv a s son más bien políticas que filosóficas en sentido estricto, o m ejor, la filosofía le interesa p o r sus conexiones con la política. Siguiendo el esquem a evolucionista, considera que hay tres grandes direccio nes de la filosofía: la teológica, la trascendental y la sensualista. L a prim era, que según su descripción parece coincidir con la filo sofía tradicionalista francesa ta l como fue expuesta por D e M a is t r e y D e B o n a l d , considera que la hum anidad quedó irrepara blem ente condenada a la m aldad después del pecado original, por lo cual el hom bre solo tiene deberes y no derechos, la potestad de gobierno viene d e D ios y este la ha depositado en el papa, quien tiene p oder sobre reyes y gobernantes. E s m onarquista y conside ra to d a rebeldía contra el gobierno com o una im piedad. E l resu m en que hace de la filosofía trascendental es adm irable como m uestra de la im precisión filosófica y de la falta de contacto con los textos auténticos, características de muchos escritores de aque lla generación. “ La filosofía trascendental -—dice— niega las ideas innatas y todo lo que se llam e verdad y no nazca del convencimien17 Una enumeración de los divulgadores del benthamismo, no solo en Bogo tá sino en Antioquia, puede verse en C ayetano B etancur , La filosofía en Colom bia, en Revista de la Universidad de Anñoquia, Medellin, 1933, p. 44 y ss. Sobre el período inicial (1826-1836) hay una abundante información en el estudio del joven escritor venezolano A rmando R o ja s , La batalla de Bentham en Colombia, publicado en la Revista de Historia de América, del Instituto Panamericano de Historia y Geografía, México, 1950, núm. 29 p. 37 a 66. 18
Imprenta de Medardo Rivas, Bogotá, 1873.
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to. Es espiritualista, e investiga las funciones del alma para asegu rarse de la exactitud de los juicios. Reconoce la inm ortalidad del alma, p ero no le designa un destino por las obras del hom bre sobre la tierra. Si reconoce a D ios como creador, no lo hace potencia en la tierra, ni m ucho m enos juez inexorable de las faltas de su cria tura, form ada p o r él como le plugo hacerla” 19. E sta escuela, agre ga más adelante, en párrafo en que se acum ulan caracteres de va rias tendencias del pensam iento m oderno, no cree en el pecado original, sostiene la perfectibilidad indefinida, el hom bre sin el auxilio divino puede buscar el sendero del bien, gobernarse a sí mismo, establecer sus propias form as de gobierno, y por progreso indefinido, dom inando la naturaleza, ii* estableciendo su m ejora m iento y el de la sociedad. E l lector puede sacar de este párrafo la im presión de que R iv a s ha querido referirse a la filosofía del progreso tal como se exponía en Francia en el siglo x ix , siguiendo las huellas de C o n d o r c e t , pero que sus noticias respecto a la filo sofía trascendental, a la filosofía kantiana, eran m enos que dis cretas. R iv a s era u n esp íritu o p tim ista y lib era l, saturado d e id eas filan tróp icas y d e in gen u a fe en la razón. É l m ism o d efin ía su a cti tu d y su u b icación , cu an d o afirm aba q u e n o h abía h ech o m ás q u e seguir co n v iv o in terés y su p rem o am or a la razón h um ana e n sus esfu erzos para em an cip arse d e la revela ció n , d e la fe , d e la a u to ridad y d e to d o cu an to n o era su p rop ia co n v ic ció n 20.
98. B a l a n c e d e l b e n t h a m i s m o .— E l exam en de los efec tos producidos p o r una doctrina en la historia de un pueblo, puede realizarse desde dos puntos de vista: por las trasform aciones que causa en su vida espiritual y p or sus rendim ientos objetivos en obras científicas. D esde luego, el prim er aspecto es el más com plejo, y en cierta m edida de solución im posible. Las expresiones espirituales, y entre ellas las m anifestaciones de la conducta ética de un grupo hum ano, son el resultado de procesos históricos muy largos y de causas m uy com plejas, de m anera que sería excesivo atribuirles su carácter y variaciones a la influencia de las doctrinas en boga, doctrinas que si bien logran alterar el ethos tradicional, solo lo hacen lentam ente y de arriba hacia abajo, es decir, partien 19 Conversaciones filosóficas, ed. cit., p. 6 y ss. 20
Ibidem, p. 24 y 25.
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do de las m inorías cultas de donde las ideas se irradian a capas más am plias de la poblacióñ. P ero si las actitudes éticas de una com u nidad no se explican exclusivam ente p or la acción de una doctrina am pliam ente aceptada y difundida en una época, sería tam bién contrario a la objetividad histórica creer que las ideas no pueden ten er efectos trasform adores y prom over conflictos y cam bios de consideración en la conducta. P artien d o de estas prem isas, al estu diar los efectos del bentham ism o sobre la actitud m oral de las generaciones colom bianas de las cinco prim eras décadas del siglo XIX, sería excesivo decir que esta doctrina prom ovió la inm ora lidad, el sensualism o grosero, el desborde de las pasiones y el absoluto sentido del goce. Esa fue la conclusión que sacaron m u chos de sus críticos, en tre ellos los dos C a r o , llevados más por una in terpretación lógica de los principios bentham istas y p o r el sentim iento de rechazo que provocaban en su propia actitud ética — sin olvidar que su suerte estuvo vinculada a luchas de carácter político y a las pasiones que estas despertaban— , que por una objetiva observación de los hechos y de la estructura total del pensam iento u tilitario , no com o principio abstracto sino como for m a de vida, como expresión espiritual de una época, de una clase social y, si se quiere, de una cultura, la cultura burguesa de los pueblos sajones. E n realidad, si el análisis se proyecta un poco más allá del principio del placer, se encuentra — com o lo ha observado el his toriador inglés S o r l e y — que el principio central de todo el sis tem a bentham ista es la seguridad. La seguridad burguesa que in cluye, en tre otros elem entos, parsim onia en el ejercicio del bienes ta r y los placeres; seguridad que está form ada p o r el goce discreto de las cosas m ateriales y espirituales y que no excluye cierto p u ri tanism o. Si se tiene en cuenta este elem ento pu ritan o del b en th a mism o, no se estaría lejos de la verdad si se afirm ase que la acti tu d personal de m esura — sobre todo en el gasto— y el am or al trabajo que caracterizó a m uchos hom bres de la generación radical de la segunda m itad el siglo x ix — generación estoica la llama L ó p e z d e M e sa en su Historia de la cultura— , se debió en buena p arte a la influencia de B e n t h a m . N o le faltaba razón a A n í b a l G a l in d o cuando afirm aba que a B e n t h a m debía los hábitos de trabajo y probidad que había practicado en su vida21. 21
R e c u e r d o s h is tó r ic o s , Bogotá, Im prenta de La Luz, 1900, p. 42.
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Lo que sí parece indudable es que el bentham ism o in tro d u jo en la conciencia colom biana u n m otivo de perturbación, y que como ta l debió llevar su p arte en el crónico estado d e desasosiego en que vivió el país en el siglo pasado. P orque el hecho de que sus principios no condujeran al sensualism o desenfrenado n i a la inm oralidad, no significa que no contuviese elem entos extraños a la tradición nacional susceptibles de alterar el equilibrio espiritual y em otivo de la nación. E n efecto, contenía dos: su propio p rin cipio ético general, contrario al principio en que se basa la ética cristiana, y su actitud ante el problem a de la relación en tre religión, m oral y política. E ste últim o era sin d u d a el que más hondam ente podía conm over la m entalidad nacional. E s verdad que el bentham ism o no era directam ente antirre ligioso y que B e n t h a m consideraba la religión com o indispensa ble a la sociedad; pero al preten d er m antener la ética y la legisla ción al m argen de toda influencia religiosa, la religiosidad quedaba reducida a la esfera de la conciencia individual. E sta escisión de la vida en dos sectores, la vida privada y la vida social, de conte nido religioso la prim era, com pletam ente profanizada la segunda, creaba de p o r sí tensión en el seno m ism o del m undo p ro testante, donde era arm ónica con la totalidad del desarrollo histórico y por lo tan to soportable, pero resultaba com pletam ente extraña e insos tenible para u n católico, para quien la separación e n tre vida p ú blica y vida privada com o dos cam pos diferentes desde el p u n to de vista m oral, no podía existir. L o que era inm oral en la vida privada o íntim a, lo era tam bién en la social. D e ahí que, como lo hacía ver M ig u e l A n t o n i o C a ro en su polém ica contra el bentham ism o y contra la concepción kantiana del derecho, para u n católico no puede h aber derecho sin contenido m oral, ni E stado neu tral en el cam po m oral y religioso. H abía, pues, este m otivo de tensión en tre la tradición nacio nal y la doctrina bentham ista; pero existía o tro , todavía más fu erte, y era que, cualesquiera que fueran los puntos de vista del u tili tarism o favorables a la religión, los fundam entos m aterialistas de su sicología y de su teoría del conocim iento difícilm ente le perm i tían escapar — como a todo em pirism o radical— a la negación de la espiritualidad dél alma y de la existencia de D ios. P ara un católico colom biano del siglo pasado, la reducción de la religiosi dad al cam po de la conciencia individual y su aceptación como algo ú til para fines prácticos, pero no como religión revelada, y
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todo esto u nido a u n em pirism o sensualista y a una sicología m a terialista, significaban sim plem ente el ateísm o. H e aquí p or qué la difusión del bentham ism o desde las cátedras de las escuelas oficiales llegó a convertirse en u n a de las causas de la desazón nacional en las décadas que siguieron a la Independencia. D esde el p u n to de vista de los rendim ientos científicos, el balance del bentham ism o y del sensualism o que generalm ente le acom pañó, arroja u n resultado m uy precario. E n el cam po de la filosofía, de la ética, del derecho, la única obra de alguna am bi ción que p rodujo fue la escrita p o r E z e q u ie l R o j a s , que vale co m o docum ento, pero que ni siquiera logra ser una buena exposición de la obra del m aestro. Y así tenía que ser, no p or defecto de las inteligencias que en tre nosotros siguieron la doctrina del filósofo inglés, sino p o r la pobreza in tern a de la filosofía utilitarista, que no podía d ar más de lo que de ella extrajo su sistem atizador, B e n t h a m . E n efecto, todo naturalism o, toda concepción m aterialista, to d a interpretación mecánica de la vida síquica y espiritual, tienen que llegar a ser lo que llegó a ser el bentham ism o: una gran sim plificación d e la vida, que term inó p o r elim inar de esta hasta su carácter problem ático22. E l bentham ism o, m ucho más que cual quiera otra tendencia n atu ralista y positivista posterior, convirtió las ciencias del espíritu en u n a mecánica sicológica. La filosofía, la sitiología y la ética se convirtieron en manos de sus partidarios en uña com binación de unos pocos conceptos, aceptados como dog mas, de los cuales, p or riguroso m étodo deductivo, se establecían 22 E l historiador de la filsofía inglesa Sorley , dice lo siguiente: “ B e n t h a m se ocupo en las cosas más profundas de la vida, pero solo en el aspecto superficial de estas ¿osas. N o tom ó en cuenta las fuerzas y los valores que no pueden m edirse en térm inos de placer o dolor; ten ía poca visión para la historia, el arte, la reli gión, pe^o no tuvo conciencia de sus lim itaciones e intentó ocuparse en estas cosas según su escala de valores. E n cuanto al principio mismo, este no ofrecía o portu nidad para ser original: H u m e h ab ía adm itido su im portancia; P riestley , hecho ver su u tilidad para el razonam iento político; la fórm ula la tom ó de B eccaria ; y en la éxposición que hace de su naturaleza no hay quizás nada que no haya sido afiim ado por H elv etiu s . P o r la coherencia y la m inuciosidad im placables con que él Jo aplicó, no tenía antecesor alguno y esto fue lo que hizo que se le consi derara fundador de una escuela nueva y poderosa” ( H is to r ia d e la f ilo s o f ía in g lesa , Buenop Aires, 1951, p. 253 a 2 5 5 ). O tro historiador inglés de las ideas, D . L in d say, afirma: “ E l bentham ism o es una prodigiosa simplificación. B e n t h a m supersimplificó la m ente, el hom bre y la sociedad. D e ahí que sus teorías, en la form a como las dio, sean indefendibles. H ay que decir, la m ente no es así; los seres hum anos no son así; la sociedad no es así” ( E l E s ta d o m o d e r n o , M éxico, 1945, p. 209).
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las conclusiones. N o es extraño, pues, que term inara en una espe cie de escolasticism o de signo contrario, com pletam ente alejado de la experiencia y de la realidad, y que tras u n éxito pasajero se pa ralizara com pletam ente su desarrollo23.
23 E n su ensayo sobre R u f in o J osé C uervo , F ernando A n to n io M a rtí observa que el bentham ism o podía considerarse como una de las varias m ani festaciones de la inclinación del e sp íritu m oderno hacia el positivism o, y que no obstante sus lim itaciones, en la N ueva G ranada representó la tendencia a llevar al cam po de las ciencias del hom bre la reacción contra u n exceso de intelectualismo especulativo y la tendencia a apoyarse en la experiencia que en el cam po de las ciencias de la naturaleza h abían iniciado M u tis y sus colaboradores de la Expedición Botánica (véase E s tu d io p r e lim in a r a la s O b r a s c o m p le ta s d e R u fin o J. C u e r v o , Bogotá, In stitu to Caro y Cuervo, 1954, p. xxxii y x x x m ). Sin em bar go, debe anotarse que justam ente en el plano de las ciencias del e sp íritu o ciencias del hom bre fueron m enores sus rendim ientos. Y no podía ser de otra m anera, ya que el utilitarism o llevaba al extrem o la concepción mecánica de la vida espiritual y su m étodo era, aunque sus defensores pretendieran o tra cosa, absolutam ente deductivo. La idea unilateral de que el hom bre obedecía a dos tendencias fu n d a m entales, el placer y el dolor, se convirtió en u n principio dogm ático que elim i naba todo exam en concreto del m undo del esp íritu , de la historia y de la cultura. De ahí que ni en E uropa ni en la N ueva G ranada, el bentham ism o produjo en estos campos de la ciencia obra alguna de significación. A dem ás, el hecho de que sus rendim ientos fuesen escasos no solo d ependía de sus prem isas m etafísicas y de sus m étodos, sino de sus mismos fines. E n efecto, B e n t h a m fue ante todo un jurista y su propósito principal fue establecer un a axiom ática de la C ie n c ia d e la le g isla c ió n , y no sum inistrar u n m étodo científico para el exam en de la realidad. P or eso el bentham ism o no produjo en Colom bia más que algunos escritos de ética y jurisprudencia como los de E zequ iel R o ja s . n ez
C a p ít u l o
XXII
JO S É E U S E B IO C A R O Y LA R E A C C IÓ N A N T IB E N T H A M IS T A
99. J osé E u s e b io C a r o é t i c o .—
y
su
r e f u t a c ió n d e l
e m p ir is m o
J osé E u s e b io C a ro es el prim er crítico de consideración
que la doctrina ética u tilitaria tuvo en C olom bia1. Com o estudian te se había form ado en las obras de B e n t h a m , y en su juventud tuvo contacto con los pensadores franceses de la Ilustración y con escritores que, como C h a t e a u b r i a n d , S a i n t -S i m o n y L a m e n n a i s , tratab an de conciliar el catolicism o con las ideas de progre so y libertad intelectual, típicas del siglo xix. P ero su afán de sa b er y una ostensible inclinación hacia las ciencias m atem áticas lo llevaron a buscar nuevas fuentes, hasta d ar con la filosofía de L e i b n i z , que constituye el fundam ento de sus m ejores escritos sobre ética y m etafísica. F ren te al subjetivism o y el relativism o éticos a que forzosam ente conducía el principio del placer, eleva do p o r el utilitarism o al papel de único criterio de valoración, m an 1 La reacción antibentham ista dio lugar a un a abundante literatura filosófica de carácter polémico, aparte de los estudios de los dos C aro. Citarem os los p rin ci pales artículos y opúsculos: J osé M a n u el R estrepo , E l b e n th a m is m o a la l u z d e la ra z ó n , Bogotá, Im p ren ta de A yarza, 1836, colección de artículos publicados en “E l Constitucional” , de Popayán, donde se hace u n análisis del plan de estudios del ¿eneral Santander, que im puso la legislación de B e n t h a m como texto oficial; R icardo de la P arra, C a r ta s s o b r e f ilo s o f ía m o ra l, dirigidas al doctor E zeq u iel R o ja s , Bogotá, Im prenta de G aitán, 1868; J osé J oaquín O rtiz , L a s sire n a s, P arís, Baudry, sin fecha. E l ensayo de O rtiz es interesante, porque además de rep etir los argum entos corrientes contra la ética bentham ista — im posibilidad de identificar el placer con el bien, etc.— hace su crítica desde el p u n to de vista de una interpretación del cristianism o en que se m ezclan por iguales partes la influen cia de los tradicionalistas franceses (D e M aistre y D e B onald ), de los rom ánti cos (C hateaubriand y Sa in t P ie r r e ) y del estoicism o de ascendencia española. C ontra B e n t h a m , O rtiz insiste en “ el hecho universal del dolor” (ob. cit., p. 4 5 y ss.) y en el renunciam iento a los bienes terrenos como la única v ía que puede conducir a la posesión de D ios. Finalm ente, M argo F id el Suárez , E l u tilita r is m o , en S u e ñ o s, 2a ed., Bogotá, vol. v u .
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tiene C a r o la existencia de nociones m orales innatas, de validez universal y p o r lo ta n to a priori. Sustenta sus preferencias con ar gum entos tom ados fie las m atem áticas y rechaza to d o origen em pírico de la norm a -moral. E n su Carta a don Joaquin Mosquera sobre el principio de la utilidad?, plantea su crítica al utilitarism o en la m ism a form a en que K a n t había enfocado el rechazo de to d a ética em pírica y particularm ente de toda doctrina eudem onista23. E l principio de la m oral no puede inducirse de los hechos, tal com o en las ciencias físicas se form ula una ley con base en el resultado de m últiples experiencias, “ porque en m oral no van a estudiarse los hechos, sino a buscar u n principio anterior que los califique”4. E se principio debe ser, hablando en térm inos de K a n t , a priori, es decir, anterior a toda experiencia y condición necesaria para juzgar los hechos com o inm orales o m orales, como buenos o m alos. Sobre estas bases se adentra C ar o en una m inuciosa crítica del principio del m ayor placer para el m ayor núm ero, que el u ti litarism o había p retendido elevar a la categoría de norm a univer sal de la ética. Se apoya para ello en la teoría de las ideas tal com o fue establecida p o r la filosofía racionalista de D e sc a r t e s y L e i b n i z , a quienes in terp reta en form a acentuadam ente platónica. P o r que si el principio de la m oral ha de ser absoluto, si no puede ten er origen sicológico, n i resultar de la experiencia sensorial, debe ser necesariam ente innato. U n elem ento sicológico como el placer o como cualquier sentim iento ha de ser p o r naturaleza variable, subjetivo, es decir, individual, y p o r sobre todo contingente, ele m entos todos que contradicen la finalidad m ism a de la norm a m o ral. “ P o rq u e ¿para qué quiero yo, p ara qué quieres tú , para qué querem os todos u n a regla m oral? N o para que nos ilustre sobre el pasado, sobre lo que ya hem os hecho, que es irremediable, sino p ara que nos guíe en lo presente y en lo fu turo, en lo que estam os haciendo, e n lo que vamos a hacer, pues esto es lo único que está a n u estra disposición, esto es lo único que im porta. P ero haciendo consistir la moralidad en los resultados, m ientras los resultados no 2 J osé E usebio C aro, S o b r e e l p r in c ip io u tilita r io e n se ñ a d o c o m o te o r ía m o ra l en n u e s tr o s c o le g io s , y s o b r e la r e la c ió n q u e h a y e n tr e la s d o c tr in a s y la s c o s tu m b r e s , A n to lo g ía d e v e r s o y p ro s a ,
incluido en Colombiana, Bogotá, 1951, p. 212 y ss. 3 Ibidem, p. 222. 4 Ibidem, p. 223, 254, y ss.
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J osé E . C aro y la reacción antibentham ista
aparezcan,
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no hay moralidad
en lo q u e hagam os, y solo vendrá la moralidad cuando los resultados se dejen v e r”5. C on todo rigor lógico m antiene C a r o las ideas de lib ertad e intención como postulados necesarios de to d a doctrina m oral. La idea b entham ista de realizar u n cálculo a posteriori d e los place res y dolores producidos p o r u n acto h u m ano para deducir de u n balance de resultados su calidad de bueno o m alo, le parace insos tenible a la luz d e la lógica y de u n a teoría ontológica de los obje tos. L a aritm ética m oral de que hablaban los utilitaristas le parece inaceptable desde el p u n to d e vista de la ontología, porque un a realidad síquica com o el placer o com o cualquier sentim iento es, en su ser m ism o, inespacial y p o r lo ta n to inconm ensurable. Lógi cam ente, porq u e el placer, resultado de la acción que tra ta de ca lificarse m oralm ente, com o to d o resultado es cotingente, puede producirse o fru strarse p o r causas extrañas a la voluntad del hom b re, y p o r lo ta n to ninguna responsabilidad p o dría atribuirse a este, desde el p u n to de vista m oral, p o r el resultado de sus acciones. C on más énfasis y consecuencia que cualquier otro crítico del bentham ism o, sostuvo C a r o el principio kantiano de las buenas o malas intenciones com o base de la ética, en contraposición a toda m oral de resultados: “ E n los resultados de todo lo que hacemos en tra el azar. N adie p uede prever to d o lo que resultará de lo que haga. N adie puede responder del resultado definitivo. E l principio de la utilidad, pues, que hace consistir en él resultado definitivo la moralidad de n u estras obras, abandona la m oral a la casualidad, hace responsable al hom bre aun de aquello que no h a querido, ab suelve o condena según el viento que sopla, y, abriendo p ara la hum anidad u n inm enso juego de dado, solo puede hallar el crim en en la pérdida, y la v irtu d en la ganancia. Si los resultados son fu tu ro s y contingentes, su cálculo p or fuerza habrá de ser incierto y variable: para q u e la m oral, pues, no se convierta en veleidad e incertidum bre, es de necesidad buscarla, no en el cálculo falaz de los resultados, q ue son dudosos, sino en una ley fija que absuelva o condene las intenciones, que son ciertas. E sa ley es la ley moral. E sa ley fija necesita en cada hom bre u n juez que la aplique, un oráculo perm anente que la haga hablar. Ese juez es la conciencia”6. 5 *
O b. cit., p. 233 y 243.
E s m uy difícil establecer con precisión la fu en te kantiana de las ideas de Caro. E n sus escritos nunca m enciona directa o indirectam ente al au to r de la C r ític a d e la ra z ó n p u ra , lo que sí ocurre con Leibniz . Caro no leía alem án, pero
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100. I n f l u e n c i a d e L e i b n i z .— Si de K a n t provenía la doctrina de las intenciones y la crítica a to d a ética de resultados, los argum entos gnoseológicos y m etafísicos tenían su origen en L e i b n i z y en la interpretación que este había hecho de la d o ctri n a cartesiana de las ideas innatas. D esde luego, C a r o no se lim ita a rep etir al pie de la le tra los argum entos que para sus fines en cuentra en el a u to r de la Monadología, sino que, com o lo hace con idea k an tian a de la b u en a o m ala intención, se esfuerza p o r ela borarlos a su m anera y p o r enriquecerlos con finos argum entos sicológicos, com pletam ente desusados y extraños en aquella época de avasallador predom inio de la sicología m ecanicista que había surgido de la m etafísica cartesiana. E s verdad que ya en L o c k e , con su doctrina de la separación de las im presiones internas y externas y con su interpretación de la conciencia cartesiana en form a m enos intelectualista, había co m enzado a m odificarse la idea d e que el m undo de la conciencia en lo que no fuera pensam iento claro y distinto, es decir, m undo de las ideas, era extensión, o sea naturaleza física. La escuela es cocesa, que ta n ta influencia tuvo en C olom bia d u ran te el siglo XIX, sacó precisam ente las consecuencias lógicas de este p u n to de vista de L o c k e , y al efecto, fue la prim era en proclam ar la insu ficiencia de los m étodos de la física en la com prensión de los fe nóm enos síquicos y en pedir u n a sicología cuya form a de indaga ción fu era el m étodo introspectivo7. P ero nada de esto invalida la originalidad de los pu n to s de vista expuestos p or C a r o , ya que la doctrina escocesa solo fue conocida en la N ueva G ranada a par tir de 1850, cuando em pezó a circular en tre nosotros la obra del jesuíta catalán J a i m e B a l m e s , en cuyo pensam iento existían abun dantes elem entos de esta escuela y del cartesianism o. E n su réplica a la m etafísica cartesiana, L e i b n i z llegó a esta blecer el carácter sim ple, indivisible y síquico de los elem entos últim os de la realidad, las m ónadas. E l alm a anim al y el espíritu del hom bre eran, d en tro de la ordenación jerárquica de su m undo, las m ónadas privilegiadas, que adem ás de percibir sabían que per-
ya en su tiempo existían vulgarizaciones de las ideas éticas de Kant hechas por Cousin y otros escritores franceses. En todo caso, la filiación kantiana de las ideas de intención de la voluntad y universalidad de la norma moral, es indudable. 7 « Sobre la escuela escocesa, véase a W indelband , H is to r ia d e la f ilá s o f ta m o d e r n a , Buenos A ires, 1951, vol. i, p. 267 y ss.
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cibían. E l espíritu hum ano, adem ás de saber que percibía, conocía el m undo de las verdades de razón, de las verdades universales no accesibles al alm a anim al, a esta alm a q u e p or solo percibir vivía en el aquí y el ahora, en el m ero presente, sin noción alguna d e pasado o de porvenir, sin posibilidad de prever y generalizar, sin idea de finalidad y adecuación e n tre m edios y fines8. T odos estos son argum entos exhibidos p o r C a r o en su polém ica contra el u ti litarism o: inespacialidad de lo síquico — -del placer y el dolor— ; existencia en el esp íritu hum ano d e verdades a priori, no solo m a tem áticas, sino tam bién éticas; ordenación jerárquica del m undo; teleología de las acciones hum anas e idea de entelequia o fin p ro pio de to d o ser. Ser virtuoso, había dicho A r i s t ó t e l e s , era ante to d o cum plir la p ropia finalidad, y sabido es que L e i b n i z reactua lizó muchas ideas aristotélicas, en tre ellas las de finalidad y ente lequia. C a ro dirá que la v irtu d del hom bre está en realizar su perfección, en cum plir su fin, que es la justicia, es decir, en el respeto al o rden universal de los fines910. D esde m uy p ro n to , C a r o se dio cuenta de que la doctrina ética u tilitarista estaba basada en una sicología elem ental, mecá nica y tosca. E l u tilitarism o hablaba d e hacer el balance de gozos y sufrim ientos producidos p o r una acción, y de sum ar placeres y sufrim ientos. E s decir, aplicaba u n criterio cuantitativo, u n a m e dida, una m agnitud m atem ática com o la de m ás y m enos, a una realidad que p o r su naturaleza no era m ensurable: “ D igo, pues, en segundo lugar, q u e el principio de la u tilidad es u n a regla im practicable: po rq u e hace consistir la moralidad de los actos húm a nos en el resultado definitivo de placer o de dolor que ellos pro ducen, resultado definitivo que no p uede hallarse sino calculando todos los resultados parciales, todos los placeres y todas las penas, para encontrar el excedente; y, siendo el placer y el dolor por esencia simples, indivisibles e inconmensurables, el principio de la utilidad, que requiere el que se les divida, se les conmensure y se les calcule, es una regla impracticable”™. Y llevando hasta sus últim as consecuencias lógicas este racio cinio, agrega: “ E n efecto, to d a m edida supone dos cosas en las cantidades que se m iden: que sean divisibles, y que sean homogé8
L e ib n iz , M o n a d o lo g îa , núm s. 14 a 36.
9
J. E. C aro, ob. cit., p. 272.
10
C aro, ob. cit., p. 266.
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n ea s y a n á lo g a s . E stos son axiom as que se enseña a todo el que
em pieza a estu d iar aritm ética. A un esto no basta; es preciso, en to d a m edida, q u e las dos cosas c o e x ista n para poder so b re p o n e rla s o eq u ip a ra rla s „ A ún hay m ás, todo cálculo supone que las cosas q u e se calculan tienen u n té r m in o definido, para p o der c o n ta rla s . N inguna de estas condiciones cum ple la fam osa aritm ética m oral d e los placeres y de las penas” 11. Luego agrega con ironía y hum or: “ Y en efecto, yo querría que B e n t h a m m e dijese cuál es la m ita d d e u n d o lor de cabeza o la te rc e ra p a r te de u n dolor de m uela. T ra bajoso m e parece que se hallaría para responder nuestro sabio. Q u é digo, ¿trabajoso? Solo de burlas puede hacer u no la pregunta, s o lo u n lo c o p uede hacerla de veras. ¿Q uién ha dicho que el dolor y el placer tienen p artes? ¿Q uién h a dicho que una sensación pue d e cortarse en dos com o u n p a n ? ” 12. N o solo la especialidad o divisibilidad deberían estar presen tes en los fenóm enos síquicos de placer y pena; p ara sum arlos sería necesario que ta n to placeres com o penas fuesen hom ogéneos, o sea, cualitativam ente iguales. E n esta form a C a r o apunta a una d e las m ás radicales distinciones del m undo síquico: la diferencia en tre el sentim iento físico y el sentim iento m oral: “ A un suponien d o que cada placer y cada d olor tuviesen partes y se les pudiese div id ir en pedazos, esto aún no bastaba, po rq u e sería necesario adem ás que todas las sensaciones hum anas fuesen h o m o g é n e a s , d e ig u a l e sp e c ie , para que las unas pudiesen m edir a las otras co m o la vara m ide a la legua. P ero al contrario, cada sensación es su i g e n e ris , sin que tengan analogía ni semejanza alguna las unas con las otras. ¿E n qué se parece u n dolor de estóm ago a los pla ceres de la com ida? ¿E n qué se parece el cansancio d e una vigilia a la com ezón d e la sarna? ¿E n qué la satisfacción de la beneficen cia que nos hace derram ar lágrim as, al h o rro r del m iedo que nos pone en convulsión? ¿Y en qué se parecen los rem ordim ientos d e u n m alvado a la paz del alm a del justo? ¿Y cuál es el m e tr o co m ú n que sirve para m edir todas estas cosas?”13. 101. C rítica del relativismo en la ética .— Si los sentim ientos de placer y d o lor son simples e indivisibles, es decir, 11
Ib id em , p. 245.
12
O b. cit., p. 246. Ibidem , p. 246.
13
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inespaciales, la realidad de que form an p arte , “ el fondo interior en que se sienten” , $erá sim ple e indivisible como ellos. E l alma, pues, es inm aterial14., R esta ahora establecer las distinciones del caso entre lo síquico en el anim al y en el hom bre, para establecer p o r qué solo en el caso de este puede hablarse de m oralidad y para garantizar su p uesto en la jerarquía de los seres. C a r o , como ya lo hem os anotado, sigue en esto en form a fiel el pensam iento de L e i b n i z y su idea de la jerarquía de las mónadas: “ Se objeta que según esto los b ru to s tienen alma tam bién. Sin duda que la tienen y p or esto se llam an a n im a les . P ero el b ru to ta n solo s ie n te y el hom bre piensa }5 ·, el alma en el b ru to es sen s itiv a , y en el hom bre es in te lig e n te . E l alma del b ru to es una capacidad vacía, que se reduce a recibir p o r m edio de sus órganos, y que debe perecer cuando ellos se disuelven16. E n el alma del hom bre hay n o cio n e s p r o p ia s [verdades d e razón de L e i b n i z ] ; las nociones de existencia e inexistencia, de infinito y de finito, de perfecto e im perfecto, de u nidad y de núm ero, de tiem po y espa cio, de todo y p arte, de causa y efecto, de fin y m edios, de justo e injusto, de m érito y dem érito, de derecho y de deber, de v irtu d y de vicio, de ley y de crim en. E stas nociones son in d e p e n d ie n te s de los sentidos, no h an venido, no han podido venir de ellos. Si viniesen p o r ellos, serían distintos en el varón y en la m ujer, en el sordo y en el que oye, en el ciego y en el que ve, eti el niño, en el adulto y en el viejo. P ero no es así, en todos los hom bres son las unas m ism a s . P o r ellas tenem os pensam iento, p o r ellas tam bién tenem os lenguaje. E llas se encuentran en todas las lenguas hum anas. Ellas son las que nos p erm iten afirm ar o negar. Las no ciones de to d o y p a rte son las que hacen que haya cálculo, y que exista una m a te m á tic a u n iv e rsa l 17; el anim al solo ve m uchos obje tos pero no los n u m e ra . Las ideas de e sp a c io y fo r m a son las que hacen q u e el hom bre m ida y que haya una g e o m e tr ía u n iv e rsa l ; el anim al ve las cosas pero no las m ide. La idea de tie m p o es la que hace que el hom bre se inquiete p o r el fu tu ro , trabaje para después y acum ule capitales; hace que el hom bre escriba historias y con-
Ib id em , p. 246. 15
Ibidem , p. 252. Ibidem , p. 252.
17
Ibidem , p. 253.
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serve tradiciones: el anim al ni desea ni tem e al día de m añana, ni trabaja, ni acum ula, ni tiene tradiciones ni historia. Las ideas de causa y e f e c to , de m e d io s y de fin son las que hacen que el hom b re invente instrum entos, arm as, habitaciones y m áquinas; el ani m al carece de todo eso” 18. Las ideas innatas, las verdades de la razón, cuya intuición o visión es privilegio del espíritu hum ano, hacen posible la existen cia de una ciencia físico-m atem ática de carácter universal. P ero tam bién la ética, si quiere librarse del relativism o y de la confu sión en tre lo m oralm ente valioso y lo agradable o placentero, debe tener como paradigm a un principio o principios objetivos, que sean claros y distintos como los principios de las m atem áticas. Apoyado en la tradición racionalista, C aro pasa del cam po de la ciencia al de la ética y de la estética, postulando u n m undo de verdades de la razón m oral que acercan sus ideas a la m oderna concepción de la ética de los valores. E n efecto, adm ite la exis tencia de un m undo arquetípico de realidades innatas, a la m ane ra de las ideas platónicas, con la mism a estructura ideal que las nociones m atem áticas, cuya subsistencia es independiente del cum plim iento que el hom bre les dé o pueda darles en la realidad de la vida: “ La noción innata de lo b e llo —-dice— aplicada p o r el hom bre a las form as, ha creado la escultura; a las form as y los colores, ha creado la p in tura; a la construcción de edificios, ha crea do la arquitectura; a los sonidos, ha creado la m úsica; a la n arra ción de los sucesos, a la expresión de los sentim ientos, ha creado la poesía. Laé nociones de ju s to y de in ju sto [valor y co n trav alo r], de m é r ito y d e m é r ito , de v ir tu d y v ic io , son la s/q u e hacen que haya m oral; son las que han hecho establecer leyes, las que han acabado con la esclavitud en la tie rra ” 19. C a ro se daba cuenta de lo ilógico que era m antener y justi ficar la libertad de los esclavos, problem a candente p o r ese en to n ces en Colom bia, con una concepción u tilitarista o hedonist a de la ética o con cualquier doctrina de base em pírica como esta. Ya desde la antigüedad se vio claro que toda concepción aristocrática de la vida estaba ligada a la identificación de ló bueno con lo vital m ente fuerte. E n el G o rg ia s de P l a t ó n , Cálleles tra ta de justifi car así la dom inación política ejercida por las m inorías y solo la 18
C aro, ob. cit., p. 253.
19
O b. cit., p. 254.
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objeción de S ó c r a t e s de que los más num erosos unidos son más fuertes que sus jefes, sin que p or ello sean los m ejores, hace re tro ceder al sofista en busca de u n principio desprovisto de elem entos físicos, como el principio de la virtu d . E l sentido jerárquico de la vida griega solo em pezó a rom perse, y el concepto de igualdad a surgir, cuando aparece con los estoicos la noción de la ley en el sentido que más tard e le darán el cristianism o y posteriorm ente la escuela del derecho natural: com o basada en un cosmos de de rechos intem porales, válidos para todos los hom bres, por encima de sus distinciones de raza, clase o nación. Solo así podía justifi carse teóricam ente la noción de persona, y categorías suyas como la igualdad y la libertad. Establecida o postulada la existencia de un m undo objetivo de principios éticos com o una necesidad lógica para juzgar los hechos y dar universalidad a la m oral, quedaba, sin em bargo, la objeción form ulada p o r L o c k e prim ero, y después de él por todos los em piristas, de si tales principios no eran form ados por abstrac ción, y solo debían su apariencia de universalidad al im perio del hábito y no a su p ropia realidad. C a r o , que parecía em papado de la polém ica que se libró en tre racionalistas y em piristas a lo lar go de los siglos XVII y x v m , se apresuró a plantear la solución gnoseológica del problem a en los mism os térm inos y con las mis mas razones que había em pleado “ el inm ortal L e i b n i z , el P latón del N orte, contra L o c k e , el E picuro del S u r”20, no sin coadyuvar las con argum entos y ejem plos sagaces y originales. N o es que las ideas que llamam os innatas estén ya com pletas en el hom bre al nacer; pero están virtualm ente in nuce, en form a de petites perceptions que p o rtan en sí mismas el germ en de lo que, con el desarrollo, será idea clara y distinta, es decir, verdad de razón, en el sentido de L e i b n i z . Si el hom bre tiene nociones innatas, había dicho L o c k e , es superflua la educación; pero L e i b n i z había contestado que en el cam po de las i ^ a ^ ocurría igual cosa que en el de los órganos de los sentidos: que los po seemos desde el nacim iento, pero debem os ejercitarlos para lograr su perfección. Si la idea de D ios es innata, y tam bién lo es la de deber, ¿por qué los hom bres adoran ídolos, por qué la viuda h indú se arroja a las llamas con el cadáver del esposo, y el salvaje del Canadá m ata a su padre anciano? P o r la misma razón, había 20
J. E. C aro, ob. cit., p. 256.
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dicho L e i b n i z , que el aritm ético, con la noción de núm ero, se equivoca en cuentas, por una falsa aplicación: “ Si te equivocas m idiendo con una vara — decía C a r o — eso m ism o p rueba que tenías la vara; no puede aplicarse bien o m al sino aquello que se tiene. Así los errores de los hom bres con respecto a sus deberes y a D ios, lejos de ser objeción y dificultad contra la razón propia del hom bre, le sirven de confirm ación y de prueba; los mismos ídolos, así, dem uestran que el hom bre conoce a D io s”21. Tam poco acepta C a r o que las ideas de bien o mal, lo mism o que las ideas a priori de las m atem áticas, se form en p or u n proce so de abstracción. Siguiendo los argum entos clásicos del raciona lismo frente a toda clase de em pirism o y sensualism o, afirm aba que de las cosas lim itadas no h a podido tom ar el hom bre la noción de lo infinito, porque “ tratar de sacar de una cosa lo que no hay en ella es afirm ar que de un bolsillo vacío se puede sacar o ro ”22. Y en este m ism o sentido, refiriéndose a la noción ser, agrega: “ Si generalizando es como el hom bre adquiere las nociones que hacen su razón, la noción más general de todas sería la últim a que se adquiriese; y como la noción de ser es la más general de todas, resultaría que el hom bre no podía usar ese verbo sino en los pos trim eros años de su vejez. P ero como no hay lenguaje sin verbo, a ser cierto el sistem a de E picuro, quedaba condenado el hom bre a eterno silencio. N egar, pues, que la razón hum ana tiene nocio nes propias es negar el lenguaje y tam bién negar la razón mism a, p orque eso es decir que no conoce por sí y que n o puede llegar a conocer jam ás”23. A hora bien, si C a r o hubiese seguido con toda lógica la doc trina m onadológica de L e i b n i z , su ética habría encontrado irrem e diablem ente el escollo de la libertad. P ero se libró de él a través de la idea de intención libre que m antiene con todo rigor y que vincu la a las ideas de responsabilidad y de culpa. P or eso afirm a repe tidas veces que, a diferencia del hom bre, el anim al no posee m ora lidad porque carece tam bién del sentido del rem ordim iento. E n esta form a logra una síntesis entre la postulación de un m undo intem poral de ideas de contenido ético, lo m ism o que de u n orden universal de fines que deben cum plir todos los seres, con la liber21
Ibidem, p. 257.
22
C aro, ob. cit., p. 255.
23
Ibidem, p. 256.
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ta d en que está el hom bre de realizar en la vida esas ideas y de cum plir o p reterm itir los m andatos que le señala el orden moral teleológico24. E vita asi el determ inism o im plícito en la concepción de la arm onía universal. Si fuésem os a resum ir los resultados a que llega C a r o en su polémica contra el utilitarism o, podríam os llegar a las siguientes conclusiones: a ) sobre la base del principio del placer no puede fundarse una ética, porque el placer es u n resultado contingente de las acciones. E n la ética no se deducen los principios de los he chos, como lo hacem os en las ciencias naturales, sino que se califi can los hechos m ism os, lo cual im plica la existencia previa de un criterio de valoración; b ) puesto que no podem os deducir el prin cipio de la m oralidad de los resultados, ni de los sentim ientos que en sí mism os son subjetivos y variables, tal principio debe existir a priori y ser independiente de que se cum pla o no en los hechos y en la conducta cotidiana del hom bre; c ) el fin del hom bre es su perfección y esta perfección se consigue p or m edio de la voluntad libre — p o rq u e el hom bre no está condenado a ser im perfecto o perfecto— , cuando el hom bre realiza su propio fin y perm ite a los otros seres cum plir el fin particular que deben tener con relación al todo; d ) p o r esta circunstancia el concepto central y único de la ética — y de la política que está estrecham ente vinculada a la mo ral— es el concepto de justicia, que no consiste en otra cosa que en el hecho de realizar cada cual la esencia del hom bre y perm itir a todos los seres que realicen la suya. 1 0 2 . Co n c e p c ió n o p t im is t a d e la n a t u r a l e z a h u m a n a .
Con esta idea de perfectibilidad, el pensam iento ético de J o sé E u s e b i o C a r o entronca de nuevo con la filosofía del progreso, sistem atizada en F rancia p o r C o n d o r c e t en el plano de la filoso fía de la historia y llevada p o r K a n t a la esfera ética en la form a de una com pleta perfección del alma después de la m uerte, cuando esta, que no ha podido realizar en este m undo sus más altos fines, se haya librado del m undo contingente de los sentidos y de los lazos del m undo em pírico, idea que se rem onta tam bién a la tradición escolástica, bajo la form a de lo que N i c o l a i H a r t m a n n ha lla m ado un individualism o eudem onista del más allá25. w
Ibidem, p. 259.
25
N icolai H artmann, E th ik , Walter de Gruyter, Berlin, 1949, p. 84 y ss.
13 Pensamiento colombiano
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Sobre estas líneas, expuestas adm irablem ente en la Carta a don Joaquín Mosquera sobre el principio de la utilidad, se m ovió el análisis de C a r o en form a bastante consecuente. Sin em bargo, parece que a p artir de 1842 intensificó sus lecturas de los rom ánti cos franceses, lo m ism o que su contacto con el pensam iento de S a i n t -S i m o n y de C o m t e , y finalm ente con escritores tradicionalistas, sobre todo D e M a i s t r e y D e B o n a l d 26. E stas influencias tan abigarradas hicieron perder unidad a su pensam iento y pro d u je ron en su espíritu conflictos que a la postre solucionó siguiendo una interpretación optim ista de la naturaleza hum ana, que in te n ta ba unir là tradición católica con la idea de progreso indefinido del hom bre. El problem a teológico y m etafísíco del bien y el m al origi nales, fue el centro de tales conflictos: “ La doctrina de C o n d o r c e t — dice M i g u e l A n t o n i o C a r o en el ensayo biográfico que dedi có a su padre— , decidido prom otor de la idea de perfectibilidad, fue uno de los m otivos más poderosos que lo apartaron de la doc trina católica. E n 1849 vuelve a aparecérsele este dem onio te n ta dor, y em pieza por preocuparle contra el dogma del pecado original. Confundiendo la doctrina calvinista con la doctrina católica”27. Ferviente sansim oniano y partidario de la filosofía del progreso indefinido, C a r o se resistía a aceptar la idea de la m aldad origina ria del hom bre o la idea de la caída en u n m om ento de su vida, porque a sus ojos ambas conducían irrem ediablem ente a una doc trina que afirm aba la decadencia del género hum ano y el declinar de la historia. R efiriéndose a lo que en su generación se denom i naba “ el partido teológico” , decía en párrafo que trascribim os textualm ente y que es uno de los más claros testim onios dé las he terogéneas ideas que entonces bullían en su pensam iento: “ Ese partido dice: el hom bre es esencial y radicalm ente malo, y dando a las Santas Escrituras una intención blasfem atoria, espan tosa y detestable, sostiene que la razón del hom bre está perfecta m ente oscurecida, incapacitada para llegar a la verdad; que su vo luntad está de tal m odo quebrantada, que no puede por sí mism a llegar jamás al bien; que el hom bre nace no solo débil sino culpa b le”28. Y ligando estas ideas con su concepto de la libertad políti20 Sobre los tradicionalistas franceses, M a x im e L eroy, Histoire des idées politiques en France, de Montesquieu a Tocqueville, Paris, 1950, p. 115 y ss. 27
M ig uel A n to nio C aro, ob. cit., p. 98.
28
M iguel A ntonio C aro, ob. cit., p. 98.
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ca, que tenía tan hondam ente arraigado, agregaba: “ D e todo lo cual [la llam ada escuela teológica] deduce que el hom bre es esencial m ente malo, su libertad esencialm ente mala; que ésa libertad es siem pre desorden, y debe, no dirigirse o reprim irse cuando con venga, sino estorbarse y com prim irse en todo caso” 29. Pero como esta concepción dem asiado optim ista de la n atu raleza hum ana chocaba con la idea católica de caída y redención, C a r o trató de arm onizarlas, sin lograrlo plenam ente, esbozando una respuesta que no deja de poseer afinidades con la doctrina pelagiana de la E dad M edia: “ E l hom bre es bueno, pero flaco. Es bueno, pero puede extraviarse, y entonces necesita una regla que lo enderece y castigo que lo escarm iente y corrija. Las facultades del hom bre revelan toda la bondad de D ios, pero no hay de esas facultades una sola de que el hom bre no pueda abusar y de que no abuse en efecto m uchas veces. E l hom bre no está colocado en la tierra solo para gozar, sino tam bién para merecer. Y aún la bondad divina es ta n grande, que casi siem pre procura en la tierra al hom b re el contento, la alegría, la dicha, aun antes que las haya m ere cido. El pecado original no significa que el hombre sea pecador an
tes de haber pecado, sino que nadie merece el cielo mientras no haya sido virtuoso. Esa ley no es una injusticia de D ios, sino la estricta aplicación de su justicia; no es la condenación de los ino centes al infierno, sino la sim ple no adm isión en el cielo de los que nada han m erecido en la tierra. La redención de Cristo no
significa la salvación de los infiernos para el que no haya pecado todavía, sino la apertura de los cielos aun para el que no los haya merecido con sus virtudes, con tal que no haya pecado, o que ha biendo pecado se haya arrepentido sinceram ente. La libertad en el hom bre es un derecho; el hom bre es libre ante los hom bres, puesto que es libre ante D ios m ism o; pero por lo mismo es res ponsable ante D ios y ante los hom bres del uso que haga de su libertad. T oda doctrina que tienda a hacer al hom bre irresponsable o esclavo, toda doctrina que tienda a representar al hom bre como u n dios, o a D ios como un tirano, debe rechazarse con igual exe cración”30. 29 Sobre posibles influencias protestantes al comenzar el siglo xix y sobre el ambiente religioso de la época, hay algunas indicaciones en G root, Historia Ecle siástica y Civil de la Nueva Granada, Biblioteca de autores colombianos, Bogotá, 1953, vol. V, p. 96 y ss., 124 y ss. 30 Citado por M ig uel A n to nio C aro, ob. cit., p. 99. Los subrayados son nuestros.
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E stas ideas optim istas referentes a u n orden m oral universal, a la lib ertad del hom bre y a su relación con Dios, continuaron p ro duciendo tensiones en el seno de su pensam iento hasta el final de su vida. E l cam ino p o r donde se había adentrado estaba lleno de antinom ias que C aro se em peñaba en conciliar, las mism as que habían conturbado a S a n A g u s t ín y que S a n t o T omás había tratad o de u n ir en la poderosa síntesis tom ista, las que desde los orígenes del cristianism o se em peñaba en resolver el pensam iento occidental y que con la aparición de las corrientes espirituales del R enacim iento y la R eform a se habían tornado más agudas: gracia y libertad, om nipotencia divina y responsabilidad hum ana, am or al m undo y presencia de lo dem oníaco en lo m undano, caída y redención, progreso y decadencia, bondad del hom bre y necesidad del E stado. T em peram ento rom ántico y racionalista a un mism o tiem po, dotado de hondo sentim iento estético al par que de vigoroso sen tido m etafísico, C aro quería encontrar sin duda u n a concepción unitaria de la realidad, sobre la base del m étodo y las categorías de la filosofía. Sin em bargo, la brevedad y agitación de su vida no le p erm itieron prolongar la búsqueda de una solución racional, ni avanzar más en el conocim iento de corrientes del pensam iento en que el in ten to de síntesis se había llevado a más altos niveles, tales como el pensam iento tom ista o el m ism o racionalism o de L e ib n iz en que se había iniciado. P o r o tra parte, es dudoso que su sensibi lidad rom ántica hubiera quedado satisfecha con la solución que le brin d ab a una estru ctu ra intelectual lógica y sistem ática, relativa m ente cerrada, como lo eran am bos sistem as. E l intensó dram a que debió desarrollarse entonces en su espíritu, ha sido adm irable m ente descrito por M ig u e l A n t o n io C aro con las siguientes palabras: “ C uando C aro visitó los E stados U nidos del N orte, el gran progreso industrial y com ercial de aquel pueblo le deslum bró so brem anera. Si a esto se agrega la lectura de algunas obras positivis tas y sansim onianas, se habrá com prendido el m otivo que lo im pulsó a separarse aún más del catolicism o, arrim ándose a la doc trina, o m ejor, escuela de C o m t e . A quí em pezó para él una lucha in terio r respecto de la cuestión m oral, eje sobre que giraban todas sus m editaciones filosóficas. P o r una parte repugnaba de todo co razón el sistem a sensualista de B e n t h a m , que identificaba el bien con el placer; la fascinación de su espíritu, p or otro lado, le m ovía
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a rechazar el sistem a católico: pensaba que decadencia y progreso son térm inos opuestos, incom patibles; incurriendo en el error, a lo que alcanzamos, de confundir en u no la decadencia progresiva de la hum anidad en cuanto a actividad intelectual y m aterial, con la caída, la degradación m oral del hom bre. Caída no es decadencia. Q u e existió aquella, lo confirm a la observación. La antigüedad pa gana, al paso que progresaba en lo intelectual y m aterial, m oral m ente estaba degradada, m ancillada. ¿Q uién puede negar la reha bilitación m oral de la hum anidad en las aguas del bautism o? La historia nos dice: la hum anidad estaba degradada antes de la apa rición del cristianism o; con él viene el ennoblecim iento de la raza. La Iglesia explica el prim er fenóm eno por el pecado original, el segundo, p o r la redención. A ún más, ta n íntim a es la relación que existe en el hom bre en tre el m odo de ser m oral y el intelectual, que lo uno no ha podido m enos de influir sobre lo otro; de tal m anera que las naciones cristianas no solo les llevan esa ventaja inm ensa a las gentiles en m ateria de costum bres y afecciones, sino tam bién en m ateria de adelantam ientos intelectuales: hechos son estos inconcusos, de que el m ism o C aro hizo, especialm ente en El bautismo31, una b rillante exposición. A hora los reduce a una ley universal, fatal, de progreso indefinido; y negándose a salir de la esfera de esta m ism a ley, fija com o único objeto del culto del hom bre la totalidad hum ana; localizando la noción del bien en el progresivo desarrollo y perfeccionam iento de la hum anidad misma; en lo que él llam a la vida. P ero esta ficción le du ró poco: no era una convicción de su espíritu; no una verdad que presen tándosele espontáneam ente, lum inosa a su razón, le arrastrase su asentim iento; era, y él m ism o así lo reconocía, u n a ficción bella al entendim iento p o r su estructura sencilla, a que recurría tratan d o de evitar p or una p arte graves dificultades m etafísicas, y p o r otra, de satisfacer en algo la necesidad im periosa de la razón que no se conform a con la idea de la nada y el estado de duda. H uyendo de ciertas dificultades em pezó a ver que tropezaba con otras m a yores. C om prendió que adm itiendo la nueva doctrina, quedaban insolubles, im planteables, problem as tan im portantes como el ori gen de las cosas. D ios m ism o quedaba fuera de la escena; bien se le excluyese form al, bien hipotéticam ente; sea que se le oscure ciese en sentido panteísta como potencia ciega, en el fondo de las 31
M ig uel A n to n io C aro, ob. cit„ p. 100.
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leyes naturales; sea que, en sentido deísta, se prescindiese d e él como agente prescindente él m ism o; com oquiera que fuese, en ese sistem a se veía obligado a ver desaparecer la verdadera noción de D ios. A sí com o en su prim era ju v en tu d había llegado a com prender que la senda del sensualism o llevaba al ateísm o, com prendió en este segundo extravío, que el cam inó del positivism o conducía al mism o fin; y como con estas conclusiones nunca pudo convenir, volvió atrás”32. Sus últim as cartas revelan el estado de un espíritu que parece haber abandonado toda tentativa de solución filosófica de estas tensiones, estado de espíritu en que abandonada la actividad espe culativa, se busca la conciliación de ellas a través de un m ístico acto de fe religiosa: “ C uando se llega a creer irrevocable y fiel m ente en la verdad del Evangelio, en el carácter sobrenatural de C risto, en la infinita m isericordia del P adre U niversal, en la reno vación del hom bre p o r la m uerte, la m uerte, lejos de ser horrible, se presenta al desgraciado como la p u erta de la verdad y de la vida. E l mal presente no es entonces más que una prueba; el bien presente, un rápido y d éb il anuncio del bien que nada tu rb a y que siem pre dura. La m uerte entonces no es más que el consuelo seguro y eficaz del desgraciado”33.
32
M iguel A n to n io C aro, ob. cit., p. 100.
33
Carta citada por M ig u el A n t o n io C aro, ob. cit., p. 101.
C a p ít u l o
XXIII
LA O B R A Y LA F O R M A C IÓ N F IL O S Ó F IC A D E M IG U E L A N T O N IO C A R O
103. T r ip l e f u e n t e d e su f o r m a c ió n f il o só f ic a .— -Aun que hay contenido filosófico en toda su obra, trátese de filología o de teoría del E stado, de econom ía o lingüística, de crítica litera ria o de historia, los escritos rigurosam ente filosóficos de ^Mig u e l A n t o n io C a r o , son pocos y casi todos trabajos de juventud. M . A. C aro no dejó condensado su pensam iento en este cam po en u n tratad o , ni desarrolló en ensayos separados los m últiples gérmenes que se encuentran en toda su obra. A parte, pues, de las alusiones, sugerencias y elem entos filosóficos que hay en todo lo que salió de su plum a, los escritos en que definió su posición ante la filo sofía fueron su Estudio sobre el utilitarismo, publicado en 1868, cuando solo contaba 25 años, y su estudio crítico de la Ideología de D e s t u t t de T ra c y , contenido en su Informe sobre la adop
ción del texto “Ideología” de Tracy por la Universidad Nacional, publicado en 1870 y escrito en ese m ism o año, o en todo caso en el año an terior1. E n eso s d o s en sa y o s se en cu en tra ya d efin id a la o rien ta ció n filo só fic a d e C a r o , la m ism a q u e con servará sin v ariacion es d e sig n ifica ció n a través d e tod a su v id a y la q u e dará a su p en sa m ien to sus p rin cip ales lín ea s form ales y e l co n te n id o d e su s m ás im p o rta n te s id eas.
Ya desde estos escritos de juventud es posible observar que en la educación filosófica de M ig u e l A n t o n io C aro entran tres 1 El Estudio sobre el utilitarismo fue publicado por la imprenta de Foción Mantilla, Bogotá, 1868. El Inform e sobre Tracy se encuentra en Anales de la Uni versidad Nacional, vol. vil, Bogotá, 1870. Citaremos el primero como Utilitarismo y el segundo, como Informe.
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elem entos: racionalism o cartesiano, tom ism o y filosofía escocesa2. E l prim ero de estos fres elem entos fue por cierto el que dio el to n o general y el que sum inistró el m ayor núm ero de ideas. D e s c a r t e s dejará la huella en C aro no solo en el pensam iento m ism o, en la solución de los más im portantes problem as m etafísicos, sino en el estilo, en la form a, en el am or por las ideas claras y distintas, en una palabra, en el racionalism o3, que fue sin d uda uno de los rasgos más característicos de la actitud m ental de C a r o . P ara él, todo debía ser reducido a un principio, a una ley, a una form a tí2 La parte más considerable de estas influencias llegó a C aro a través de las obras de B almes , sobre todo de su Historia de la filosofía y de E l criterio ,ambas muy populares entre los colombianos de formación católica que combatieron el benthamismo y el positivismo. N o hay indicios de que C aro conociese a D es cartes en sus obras mismas. Lo más probable es que no lo haya leído directamente, pero el elemento cartesiano de su formación, tomado de lo que había de cartesia nismo en B almes , no por eso es menos fuerte. Sobre B almes y su influencia en C aro, véase infra, núm. 109. 3 Tomamos aquí, y en general en este ensayo, la palabra racionalismo, en su connotación más estrictamente filosófica y no en las significaciones secundarias, por ejemplo, en la que a veces le atribuye el mismo C aro cuando habla de “racio nalismo impío”. De acuerdo con nuestra aceptación del concepto, el racionalismo no implica necesariamente ateísmo ni actitud ninguna antirreligiosa. Tan raciona lista puede ser la filosofía de D escartes y L e ib n iz como la de Santo T omás . En este sentido C arrasquilla pudo hablar de un “racionalismo cristiano” para referirse al pensamiento del doctor Angélico, y San Severino, definir la filosofía como “la ciencia de los supremos principios de la razón humana y de los entes que pueden ser conocidos por la misma razón”, sin apartarse del espíritu tomista (cit. por R afael M aría C arrasquilla , discurso de clausura de estudios del Cole gio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en Estudio4 y discursos, Bogotá, 1952, p. 28). Recuérdese a este propósito, que el tradicionalismo como doctrina filosófica fue condenado por la Iglesia por llevar demasiado lejos la desvalorización de la razón. Por racionalismo entendemos, pues, una doctrina que acepta las siguientes ideas básicas: a) el universo es un cosmos, un orden; b) el mundo de las ideas, en contraposición al de los sentidos, es el mundo verdaderamente real e inteli gible; c) es posible una ciencia basada en una intuición intelectual y no sola mente fundada en la intuición sensible (experiencia), como lo afirman el empiris mo o la filosofía kantiana; d) la razón es el instrumento más eficaz de conoci miento y la realidad racional la más valiosa; e) toda ciencia debe tener la estruc tura ideal de las matemáticas. De acuerdo con estos rasgos característicos, el racio nalismo, en forma que varía de amplitud según los casos, implica una cierta subes timación de lo vital, lo histórico y lo sentimental. Implica también una tendencia a considerar la ciencia como un conjunto de relaciones entre objetos lógicos, es decir, despojados de todo lo que puedan tener de personales o individuales. Por este aspecto el racionalismo tiene sus analogías con el positivismo. Este racionalismo no era, por otra parte, incompatible con asignar ciertos límites a la razón y hasta con una cierta actitud mística. Spino za es a este respecto un caso ejemplar. De la misma manera, en C aro el racionalismo no está reñido con atribuir una gran importancia a la fe. En Spino za la sustancia tiene atributos infinitos, pero la razón humana solo conoce dos: la extensión y el pensamiento. Para C aro, el pecado original quitó potencia cognoscitiva al hombre: “Los católi cos que se esfuerzan por convencer, dando demasiada importancia a la controver sia, caen en pecado racionalista, son débiles. La sola razón no comprende la ver-
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pica; hacer p arte de un orden. E n un tex to que bien podría haber sido suscrito por u n esp íritu de la época clásica de la filosofía ra cionalista, expresaba las siguientes ideas, que fueron su program a perm anente de pensam iento, su m étodo y su credo: “ Soberbia y locura sería (y a lo he reconocido) pedir las razo nes últim as de las cosas; pero es fuero propio de seres racionales exigir que los hechos p resenten su títu lo como m anifestaciones o como agentes de fuerzas superiores. M erece el hecho respeto y acatam iento, no p o r lo que es en sí, sino p or lo que re p re se n ta . . . P ara que el hecho lleve m is obsequios racionales, yo le exijo que en lo sustancial, aunque no en los porm enores, se apoye en una ley preexistente, o con ella se enlace de algún m odo, aun cuando yo n o la p en etre en sus causas f in a l e s .. . Leyes solicito, cualesquiera que sean, porque legalidad es form a de justicia, y justicia, realiza ción de derecho; y cuanto más antigua la ley que descubro, m ás m e satisface, porq ue p o r su antigüedad m ido la alteza de su origen y lo benéfico de su in stitu c ió n . . . N o solo con el jurisconsulto acla m aré a la legalidad justa, sino con el filósofo la reconoceré lum ino sa y con el teólogo la acataré divina. C uando de lo casual pasam os a lo providencial, cuando de lo que es subim os a lo que debe ser, cuando del caos, en fin, salimos para en trar en el orden, que es calor y luz, el corazón naturalm ente se regocija, sosiega y descansa el entendim iento”*4 . R educir lo em pírico, lo único, lo individual, en una palabra, lo irracional, a una ley, incrustarlo en un orden, ¿no era ese el ideal de u n D e s c a r t e s , de u n S p i n o z a , de un L e i b n i z ? La ley natu ral (derecho e tern o ) rigiendo las relaciones hum anas y la ley física en la naturaleza, expresiones am bas del orden divino, como principio m etafísico; claridad, orden, lógica en la expresión form al, ¿no fueron esos los ideales del racionalism o barroco? Los prim eros escritos filosóficos de C a r o tuvieron u n sentido polémico. E stuvieron dirigidos contra el bentham ism o y contra
dad. La verdad es más grande que la razón; es anterior a la razón humana” (A r tículos y discursos, Bogotá, Librería Americana, 1888, p. 17). Sin embargo, los motivos de la limitación de la razón pueden ser diferentes; pero esto no obsta para que desde el punto de vista de la filosofía, y sobre todo de una morfología de los estilos de pensamiento, consideremos uno y otro como racionalistas. 4 Del uso en sus relaciones con el lenguaje, ed. Biblioteca Aldeana de Colom bia, Bogotá, 1935, p. 76 y 77.
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el sensualism o de la escuela de T r a c y , y en este sentido alcanzó plenam ente sus objetivos. R efutó con éxito el hedonism o, el indi vidualism o y el relativism o de la ética u tilitaria y el sensualism o en la teoría del conocim iento. D esafortunadam ente, esta labor crí tica y la dirección que tom ó su pensam iento hacia los problem as particulares de la filología y la política, le im pidieron profundizar y d ar tratam iento sistem ático a los problem as lógicos y m etafísicos que el racionalism o debía plantear a un espíritu tan preocupado p o r la unidad como el suyo, sobre todo p or la unidad en to rno a los conceptos de la teología católica. 104. L u c h a c o n t r a e l u t i l i t a r i s m o .— Las objeciones di rigidas p o r M i g u e l A n t o n i o C a r o contra el bentham ism o como concepción política y filosófica, son de dos clases: las que po d ría mos llam ar culturales y las estrictam ente filosóficas. Las prim eras se refieren a la incom patibilidad de la concepción utilitaria con lo que es propio de la tradición nacional, es decir, con el espíritu cristiano y español. P ara C a r o , la tradición hispano-cristiana se basa en sentim ientos magnánim os y el bentham ism o es una m oral que, proclám elo abiertam ente o no, por su propia esencia, p o r sus principios lógicos y sicológicos conduce al egoísmo, a u n sentim ien to estrecho del bienestar individual contrario a los ideales de ca rid ad y a la costum bre del servicio gratuito. E l utilitarism o hace del bienestar m undano el fin suprem o del hom bre y para el cris tiano ese fin es la b e a titu d eterna, la posesión de D ios. El cristia no no rechaza la idea de felicidad, pero para él esta es u n resultado de la acción m oral que no se confunde con ella. La felicidád cris tiana, p o r ende, no es equivalente al bienestar del utilitarism o y puede conseguirse a través del sufrim iento5. Veamos ahora las críticas de carácter estrictam ente filosófico y lógico. E l nom bre m ism o del sistem a comienza p o r ser ilógico, dice C a r o : “ La u tilid ad es u n concepto relativo como el de dere cho e izquierdo, de m anera que hay que preguntar: ¿ú til para qué? Los utilitaristas responden: para la adquisición del placer. P ero el placer es una realidad sicológica, relativa, contingente, y una ciencia no puede fundarse sobre conceptos relativos. N i una teoría 5 Véase supra, Parte primera, nuestro capítulo sobre la valoración de la herencia espiritual española, en que se analizan las ideas de C aro a la luz de la contraposición entre la moral utilitaria, como tipo de moral burguesa, y la moral del hombre hispano-cristiano.
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m oral ni una ciencia de la legislación, que a su tu rn o necesita un fundam ento m oral” 6. “ L o m ism o que se dice de la utilidad — agre ga— se dice del placer. H ay placeres buenos y placeres malos. D e m odo que el placer com o la utilid ad deben tener una m edida, un criterio que los califique y este criterio no puede ser o tro sino el bien. Bien es placer, o causa de placer, dice B e n t h a m . La fórm ula es inexacta y errónea. E l elem ento placer aislado nada significa; ¿qué vale u n placer sin sujeto que sienta y sin objeto sentido? Si se quiso decir que el placer concurre con otros elem entos a p ro d u cir el bien, entonces lo que virtualm ente se afirm a es que el bien es algo d istin to del placer, dado que el placer es solo u n elem ento que en tra en la totalidad. Si lo que se d a a entender es que el bien consiste en que el hom bre posea el placer, se afirm a virtualm ente que el bien es algo d istin to del placer, pues el hecho de poseer un objeto no es el objeto m ism o, sino una relación de que este apa rece como térm in o ”7. “ E l m ism o autor — añade C aro — destruye su propia definición cuando afirm a «placer o causa de placer». Si la esencia del bien está en ser placer, la causa del placer no es bien, p o r no ser el placer su esencia: la causa del placer no es placer. La definición es, pues, contradictoria en sí m ism a: bien es una idea indivisible; trátase de averiguar lo que la constituye, lo que la caracteriza, lo que le es esencial: si lo que le es esencial es ser placer, eso no puede existir antes del placer, no puede existir en su causa, p o r no ser esencial el atrib u to placer a aquellas cosas que le dan ocasión” 8. Pero lo que según C a ro constituye la fuente de todos los errores utilitaristas y sensualistas es el relativism o, que en uno como en o tro , constituye el resultado inevitable de su gnoseología. Si todo conocim iento está hecho de sensaciones, no puede haber verdades de validez universal, n i en la ciencia n i en la m oral. T o das las ideas serán relativas y ni siquiera la base lógica de los m é todos científicos ten d rá la firm eza necesaria. A refu ta r los princi pios que llevaban, a sem ejante conclusión dedicó C aro todo su esfuerzo filosófico. Inicia su labor crítica afirm ando la existencia de verdades u n i versales. Los argum entos que presenta a este objeto son los argue
Utilitarismo, ed. cit., p. 170.
T Ob. cit., p. 11. 8 Ob. cit., p. 11.
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m entos clásicos utilizados por el idealism o racionalista p ara p ro b a r la existencia de u n m undo de ideas puras, único verdadera m ente inteligible, superior lógica y axiológicam ente al m undo em pírico. E l entendim iento posee ideas que no pueden originarse en la experiencia y en la sensación. D e esta clase son, p o r ejem plo, las nociones de infinito y la m ayor p arte de las verdades m atem á ticas, cuya validez universal nos indica que no pueden te n er u n origen relativo y contingente: “ Incluso, cuando inducim os p artien d o de la experiencia, debem os aceptar que hay una ley p ara la inducción, que existe algo no contingente, que la razón sigue u n o rd e n ”9. L a negación de la objetividad de las ideas y el sensualism o llevado hasta sus últim as consecuencias, afirm aba C aro , im plica h asta la negación del objeto de la percepción y del m undo exterior. ¿Q u ién nos asegura, en efecto, que las cosas son tal como las ve m os? ¿N o pueden los sentidos enganarnos, variables y contingen tes como son? E l argum ento había sido repetido desde P l a t ó n contra to d a form a de sensualism o. Las ideas, en cam bio, co n stitu yen la verdadera realidad, ya que eran invariables, intem porales y no contingentes. C aro afirm a sin vacilar la existencia objetiva d e las ideas, no solo en el cam po m atem ático sin tam bién en e l o rd en m oral y jurídico. Lo único de que podem os estar ciertos es de aquello que es evidente a la razón, es decir, las ideas claras y distintas de que había hablado D esc a r tes . P ero no solo esta afir m ación es cartesiana. Tam bién lo es la p rueba en que se funda m enta la veracidad de las ideas. U na vez establecida la existencia d e ideas claras y distintas, D escartes se había preguntado to d a vía cuál era el fundam ento de su verdad. ¿P o r qué no podían estas ideas ser tam bién u n engaño com o el de los sentidos? ¿Q u ién m e asegura su realidad y su verdad? La cuestión era decisiva p o r q u e im plicaba no solo problem as lógicos, sino tam bién problem as teológicos. La garantía de objetividad de las ideas no podía b u s carse en el m ism o yo, po rq u e aquello que busca apoyo no puede apoyarse sobre sí m ism o. Y si había que buscar su fundam ento en una realidad extrasubjetiva, para el pensam iento surgían p re guntas respecto a la naturaleza de ese fundam ento y a sus relacio nes con las ideas y con el m undo. La respuesta de D escartes es conocida: Dios es la garantía de la objetividad y validez de las 9
U tilita r is m o ,
p. 41.
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ideas. Lo que es claro y d istin to a m i razón no puede ser falso, porque D ios no puede engañarse ni engañarnos101. E s la solución aceptada p o r ^Ca r o ., La garantía de realidad y veracidad de las ideas universales, lo mism o que la identidad en tre los objetos exteriores y las ideas del m undo inteligible es D ios, que h a hecho el m undo y colocado las ideas en nuestra m en te p o r m edio de una revelación. P ara refu tar la interpretación sensualista del cogito dada p o r T r a c y , escribe el siguiente texto (en que ideas cartesianas aparecen mezcladas con otras que C aro debe al tradicionalism o francés: “ Digo, en prim er lugar, que este m étodo es im practicable en to d a la pureza con que en la teoría se le recom ienda. M e fundo en que p ara proceder en nuestras investigaciones con absoluta in dependencia, era m enester que nosotros mismos echásemos el ci m iento del edificio científico que nos proponem os construir. Pero este cim iento no lo podem os echar nosotros; porque la P roviden cia ha tom ado a su cargo el echarlo en los principios fundam entales de que ha hecho depositario a nuestro entendim iento, o que ha confiado a la tradición. E stas innatas disposiciones, ante todo; luego la influencia de las circunstancias, influencia de la cual, inteli gencias finitas, no podem os abstraem os, así como no pueden los cuerpos h u rtarse a las fuerzas físicas que m odifican sus form as y determ inan la dirección de sus m ovim ientos, para que no quera m os envanecernos al p u n to de atribuirnos los fueros que solo corresponden a una inteligencia in fin ita” 11. E l fundam ento de la convicción científica y el de la religión son, pues, uno m ism o: la fe en la infinita bondad y perfección de Dios. U sando casi las mism as palabras de D e s c a r t e s en sus Me ditaciones metafísicas, decía dirigiéndose a los sensualistas: “ V os otros creéis que existen las cosas físicas porque las veis im periosa m ente, no im porta cómo: nosotros creemos en las cosas del espí ritu , porq ue tam bién las vem os no m enos im periosam ente. N o es el órgano de la vista el que os garantiza la existencia de lo que veis: es más bien la facultad de ver p o r esos órganos. P ero ¿esta misma facultad no puede engañarnos? ¿D ónde está la razón de su 10
Discurso del método, parte iv, “Meditaciones metafísicas”, m y iv.
11 Inform e, p. 312. Nótese que C aro dice: “los principios fundamentales que la Providencia ha depositado en nuestro entendimiento, o que ha confiado a la tradición” , con lo cual a una idea cartesiana quiere agregar la idea tradicionar lista (D e M aistre , D e B ona ld ) de que la tradición es también criterio de verdad.
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veracidad? ¿Q uién nos asegura que las imágenes que se producen en nosotros coresponden a objetos reales exteriores y tales como sospechamos? ¿P or qué el conocim iento no es una ilusión y la vida u n sueño? Como se ve, en últim o térm ino el fundam ento de la convicción científica y de la religiosa son uno m ism o: la fe, no ya en el órgano con que vem os, no ya en la facultad de ver, sino en la veracidad de la causa que nos dio esa facultad y estable ció relaciones en tre ella y las cosas exteriores. E ste problem a ca p ital es insoluble para la ciencia. Es el criterio sobrenatural, con firm ado por la revelación, quien lo explica con estas palabras: D ios no puede engañarse ni engañarnos” 12. 105. P o l é m i c a c o n t r a e l r e l a t i v i s m o d e l a s i d e a s .— Lo que es válido para las ideas m atem áticas, lo es tam bién para las ideas m orales y para las estéticas. E l bien, la justicia y la belleza tienen tantos títulos de universalidad y son tan claras com o las ideas de infinito y extensión o como los axiomas m atem áticos. C ontra lo que piensan los utilitaristas y todos los relativistas, hay tam bién axiomas m orales. P ero su aprehensión parece necesitar la intervención de la experiencia y un proceso de desarrollo, lo que ya, más que a D e s c a r t e s , puede vincularse a la doctrina de L e i b n i z de las petites, perceptions. A nte el posible argum ento de que los niños no pueden captar la idea innata del bien, sostiene C a r o que en la niñez esa idea está como en germ en, y que plenam ente de sarrollada solo ^ e n c u e n t r a en el adulto: “ Lo mism o que u n árbol no m anifiesta sus condiciones y fruto en la semilla n i en un estado de desm edro e im perfección, así el hom bre no descubre sus con diciones innatas cuando niño ni en estado selvático. H ay que estudiarlo naturalm ente desarrollado. Con todo aún im perfecto y corrom pido, una observación atenta descubre en él ya los gérme-
12 Utilitarismo, p. 41 y 42. En la cuarta Meditación, D escartes dice al plan tear el problema de la verdad: “Porque primeramente, reconozco que es imposible que él (Dios) me engañe jamás, ya que en todo fraude o engaño hay cierta imper fección y aunque parezca que en poder engañar hay algo de sutileza o de potencia, sin embargo, querer engañar testimonia sin duda debilidad o malicia, y por lo tanto eso no puede darse en Dios. Además, yo reconozco, por mi propia expe riencia, que hay en mí cierta facultad de juzgar, o de discernir lo verdadero de lo falso, facultad que he recibido de Dios, como todo lo que hay en mí y que yp poseo; y puesto que es imposible que Dios quiera engañarme, es también cierto que él no ha podido darme la dicha facultad sino én tal forma que jamás pueda yo errar cuando la use rectamente”.
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nes, ya la depravación de los principios morales de que Dios hizo depositaría su inteligencia” 13. T am bién contra el sociologismo y el historicism o en m oral se pronunció expresam ente C a r o . Al argum ento de que la etno logía p rueba la relatividad de la m oral, pues nos m uestra que lo que unos pueblos consideran una m onstruosidad, otros por el contrario lo tom an como un acto piadoso, C a r o contesta que una diferencia en la interpretación no dice nada contra la existencia del valor o de la idea m oral, como los errores de los m atem áticos no prueban que los principios en que se apoya la ciencia de los núm eros sean relativos14. Si u n pueblo da m uerte a los ancianos y otro sacrifica las viudas de los hom bres m uertos, tales hechos solo m uestran que dichos pueblos in terp retan en form a diferente la benevolencia y la lealtad, pero no que no crean en ellas. Los ancianos caducos reciben m uerte porque así se cree relevarlos de los sufrim ientos de una ancianidad enferm a, y las viudas son sa crificadas al m orir sus esposos porque consideran que la lealtad m atrim onial así lo exige: “ P ara patentizar la falsedad de la argum entación relativista, obsérvese — dice C a r o — que prueba dem asiado, que atenta no solo contra la ley natural, sino contra hechos tan evidentes como la veracidad de la percepción exterior. Dos hom bres ven un mis mo objeto (an tes decíamos: ven una mism a acción); el uno dice: «es un hom bre»; el otro: «es un fantasm a» (e n la hipótesis ante rior — la del m undo m oral— , el uno diría «es una acción buena», el otro: «es una acción m ala» ). Luego los hom bres no poseen una regla com ún para juzgar de la existencia y m odo de ser del m undo corpóreo. P ero todos los hom bres poseen datos y medios suficien tes para juzgar de los objetos que los rodean, y generalm ente ha blando sus conocim ientos a este respecto son uniform es; las dife rencias dependen, bien de enferm edades o defectos excepcionales, bien de m ayor o m enor arbitrariedad, mayor o m enor extravío o atrevim iento en la interpretación de los datos. In terp re ta torcida m ente la ley m oral en los casos supracitados, como interpreta mal los datos de la visión el que orientado por ella de la extensión lum inosa de un objeto, le atribuye, por inducción, una extensión 13 Ob. cit., p. 50 y 51. 14 Al analizar el pensamiento de J osé E usebio C aro, hemos encontrado estos mismos argumentos, lo que parece indicar que M. A. C aro toma algunos de sus puntos de vista de la propia obra de su padre.
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tangible que no le corresponde. Casos excepcionales confirm an la regla; errores aislados prueban que conocemos el cam ino; aplica ciones variadas, que existe u n a ciencia com ún” 15. O poniéndose a la afirm ación de que las ideas generales son resultado de la im itación y del hábito, C a r o cita el siguiente pá rrafo de D u g a l d S t e w a r t , filósofo de la escuela escocesa: “ La im itación y la asociación de ideas pueden m odificar acaso nues tras opiniones sobre lo verdadero y lo falso, así como so b re lo ju sto y lo injusto. Aun en las matemáticas [e l subrayado es de C a r o ] , cuando u n estudiante de tierna edad em pieza a estudiar los elem entos de aquella ciencia, su juicio se apoya en el de su cate drático, y siente que su confianza en la exactitud de las conclusio nes aum enta sensiblem ente p o r la fe que tiene en aquellos cuyo dictam en se cree obligado a respetar. Solo poco a poco se va em an cipando de esta dependencia y sintiendo p or sí m ism o la fuerza de la evidencia dem ostrativa. E m pero, de ahí no se puede inferir que la facultad de raciocinar sea el resultado de la im itación y la cos tu m b re” 16. N o desconoció C a r o el valor de la intención en el acto m oral. C on F i c h t e rep ite C a r o que “ no hay más que u n deber fu n d a m ental y es procurar cum plir con su deb er” . Y agrega que e n m o ral la intención sana es lo principal y la exactitud científica (es decir, la form a de la realización) es accesoria17. La b uena intención, elem ento esencial de la acción m oral, se unía así con la existencia de u n o rden ideal de valores sin violencia de ninguna clase, pues C a r o — a diferencia d e lo que ocurría en el form alism o kantiano— aceptaba la existencia de una legislación divina, de unas ideas üni15
Ob. cit., p. 56 y 57.
16 Ob. cit., p. 58. También combatió C aro las consecuencias relativistas del sensualismo en la lógica. Apoyándose con toda claridad en la distinción entre el acto síquico de pensar y el pensamiento pensado, que será más tarde el punto de apoyo de H usserl y su escuela en su crítica del sicologismo, decía C aro : “En rea lidad la materia del juicio es siempre objetiva, bien que el medio, o sea la per. cepción, sea subjetivo. El autor, equivocando lo uno y lo otro, habla indistinta mente de cosas y de ideas. Digo que la materia del juicio es objetiva, porque cuan do afirmamos algo, nuestra afirmación no concierne al estado de nuestra alma, sino al estado de la cosa misma de que se trata. Cuando juzgo que la tierra se mueve, mi juicio se refiere al fenómeno mismo, no al modo como el fenómeno se pre senta en mí mente. Este modo de presentarse a mi mente, este medio, es lo que hay de subjetivo en la operación de juzgar. Tracy confunde el juicio mismo, el objeto, con el sujeto” (Informe sobre la adopción del texto Ideología, ed. cit., p. 336). 17
Ob. cit., p. 74.
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versales puestas p o r D ios en la m ente del hom bre. Lleva las ne cesidades lógicas del razonam iento hasta sus consecuencias últim as, hasta que encuentran su satisfacción en Dios. Sin caer en el sub jetivism o, en el relativism o, la idea universal del bien no podía sacarse del yo como pretendía el idealism o trascendental. “ E l idea lista — dice C a r o , refiriéndose visiblem ente a K a n t y a F i c h t e , aunque sin nom brarlos— se refugia en el yo, y el utilitarista, en el placer, m odificación del yo; y de ahí no salen. Esas mismas ideas, yo, placer, independientes de la idea fundam ental de Dios, de Dios p o r quien el yo existe, p or quien el placer se produce, sin el cual el yo y el placer nada significan; esas mismas ideas así aisladas, anulados los objetos que representan se desustancian y anulan ellas mismas. Son círculos de ignorancia y contradicción” 18. 106.
V oluntad
y
c o n o c i m ie n t o
en
la
a c c ió n
m oral.
O cupándose en la m oral, no podía C ar o dejar de tra ta r el tem a de la voluntad, y en efecto a él dedicó varias páginas de su Estudio sobre el utilitarismo. P ero en este cam po su pensam iento pareció vacilar en tre la doctrina intelectualista de S a n t o T o m á s — de ori gen griego y que se rem onta a S ó c r a t e s — , en que el conocimien to predom ina sobre la v oluntad en el acto ético, y la doctrina car tesiana, para la cual la conducta m oral, tanto como el error en el pensam iento, resulta de u n defecto, de una anom alía de la voluntad. Así como el error del conocim iento resulta del perderse en el do m inio de los sentidos y de u n alejarse de las ideas claras y distin tas, en la mism a form a el m al resulta del influjo de las pasiones. Si nos esforzam os, pues, p or decidirnos solo p or lo que hay de claro y d istin to en el pensam iento, podem os estar seguros de ac tu ar m oralm ente bien. C ar o vacila en tre estas dos tendencias y parece buscar una síntesis en que voluntad y conocim iento aparecen como actos si m ultáneos, o si se quiere, como dos manifestaciones de un acto único. P ero este acto único podem os interpretarlo, de acuerdo con su análisis, como u n acto de voluntad, de m anera que en realidad su ética resulta ser tan cartesiana como su teoría del conocim iento. Es una ética voluntarista, no e n cuanto la voluntad cree el bien, pues esto sería colocarlo d entro del sicologismo, sino en cuanto
18 Ob. cit., p. 141 y 142.
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la voluntad, superando la fuerza absorbente de las pasiones, puede ver, y viéndolo, realiza el bien: “ L ibre así para determ inarse, tiene el hom bre, sin em bargo, alrededor de la voluntad dos clases de principios m otores: los instintivos o móviles y los intelectuales o motivos. Cuando concu rren los unos y los otros puede acontecer una de dos cosas: o que aquellos se sobrepongan por asalto y el más fuerte arrastre nues tra naturaleza, lo cual puede acontecer iniciándose o du ran te la deliberación; o que esta m ediante la voluntad determ ine la acción. É ste segundo caso supone la reducción de todas las fuerzas concu rrentes a una sola clase, a la de existencias ideales, o m otivos; porque la pasión no existe en la región intelectual, ni puede caer bajo el dom inio de la razón sino en la form a de idea” 19. C aro acepta, pues, que a la decisión precede una lucha entre los instintos, las pasiones y la voluntad que tiende a la idea, que convierte la deliberación en idea, para que así el hom bre pueda com parar (acto de conocim iento), pues solo con conocim iento es posible la decisión y únicam ente esta tiene m érito o da lugar a res ponsabilidad m oral. H asta aquí todo indica que la voluntad es el hecho prim o, el que conduce al sujeto a la visión del m undo de las ideas claras, lo que, desde el p u n to de vista ético se confunde con la vida m oral, puesto que es la superación de las pasiones, de las exigencias del m undo sensorial. Pero una vez escrito el texto an terior, C aro afirm a que “ la voluntad se produce en v irtu d de la inteligencia: ambas se ejercitan la una sobre la o tra ” , dando a en tender que el acto de conocim iento, la aprehensión intelectual, precede al m om ento volitivo de la conducta. C onocer bien, según esto, im plica querer bien. Sin em bargo, un poco más adelante se abandona el concepto de secuencia y prioridad, y los actos de querer y conocer resultan ser una doble m anifestación del alma: “ Cuando decimos que la inteligencia delibera y la voluntad decide, no significamos que estas dos facultades funcionan sucesivam ente cada una en su res pectivo departam ento: m al pudiera ser así, pues en ese caso, la decisión sería ciega, lo que vale suprim ir la libertad, o sería ra zonada, lo que equivale a atribuir a la voluntad funciones in te lectuales; así nos veríam os en la alternativa o de negar la voluntad, o adm itir dos inteligencias sucesivas y diversam ente constituidas. lw
Utilitarismo, p. 64.
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'Propiamente ni la inteligencia delibera ni la voluntad decide: am bas residen en un mismo principio. Es, pues, el alma la que me diante aquella facultad delibera y m ediante esta otra se determ i na; en el intervalo de la deliberación empieza ya a elaborarse la determ inación y esta va tom ando cuerpo antes que aquella se ex tinga. N o es la una ni la otra, pues son ambas funciones las que continuándose en una relación íntim a, constituyen el acto lib re”20. O bservem os de paso que C a ro se da cuenta de la dificultad de aplicar al cam po de la vida espiritual las nociones de secuencia y causalidad, sin que se produzca una interpretación mecanicista de los fenóm enos sicológicos, interpretación que expresam ente re chaza. P ero el pensam iento m etafísico no se detiene sino en la unidad, en el principio único que perm ita derivarlo todo de él, y en este sentido, C a r o , conducido a buscarlo por la necesidad interna del pensar sistem ático, lo encuentra en la voluntad, ya que tan to la deliberación como la decisión son actos de voluntad. Pues el acto mism o de pensar y juzgar im plica un abstraerse de la cir cunstancia externa y de la propia vida sensorial. E n u n escrito posterior, C a r o confirm ó más todavía este vo luntarism o m oral y gnoseológico que en el Estudio aparace aún va cilante. E n su ensayo sobre la Ideología de T r a c y , dice: “ Además de las diferencias que resultan entre los hom bres a causa de cuali dades naturales y adquiridas en el orden intelectual, hay todavía otro hecho de la m ayor im portancia que patentiza la insuficiencia del m étodo exclusivista de la observación refleja individual; y es la diferencia de cualidades y situaciones en el orden m oral. In ju s tam ente han prescindido casi todos los tratadistas de filosofía de la pureza de las intenciones como una de las fuentes de donde nace la pureza de los conocimientos; algunos sensatos críticos han co menzado ya a llam ar la atención sobre esa laguna, y yo m e com plaz co en servir en este lugar de eco a su legítim a reclamación. Q ue no basta para ver tener ojos, sino tam bién no ser ciego de cora zón . . . ”21 D ada la orientación general del pensam iento de C aro y la im portancia que concedía a los problem as religiosos, esta doc trina de la voluntad ha debido llevarlo a considerar todas sus con secuencias para la filosofía y la teología, sobre todo sus conexiones con el problem a de la gracia y la libertad, que jugó un papel tan 20 Utilitarismo, p. 65 y 66. Los subrayados son nuestros. 21
Informe, p. 135. El subrayado es nuestro.
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im p o rtan te en el pensam iento occidental del siglo x v ii en adelante. P ero en este m om ento — 1870 aproxim adam ente— parece in te rrum pirse en form a definitiva su actividad estrictam ente filosófica en to rn o a estos tem as. P o r eso su obra filosófica queda relativa m ente trunca. La filología y el pensam iento político serían en ade lante sus cam pos predilectos de trabajo.
107.
El
p r o b l e m a d el l e n g u a j e y d e la c o n s t it u c ió n
U no de los aspectos de la obra de C aro en que más se reflejó su posición filosófica y su racionalism o, fue el concerniente al problem a de la constitución de las ciencias del espíritu, abordado por él en el curso de sus in vestigaciones en to rn o a la cuestión de la esencia y origen del len guaje y de los m étodos propios de una crítica literaria considerada como ciencia. lógica d e las c ie n c ia s d e l e s p ír it u .—
E n este caso, como en el del problem a del conocim iento y de la ética, su posición se fue afirm ando a través de una crítica del positivism o. P ara este, el ideal era tratar toda realidad con los conceptos y m étodos propios de las ciencias de la naturaleza, y en prim er lugar, con el m étodo de la inducción. La ciencia estaba lim itada al ám bito de la experiencia, lo m ism o que la razón, y por eso aquellos objetos que no cayesen bajo el dom inio de la percep ción sensible no eran susceptibles de llegar a constituir u n dom inio científico. N o solo quedaban excluidos de la ciencia, sino tam bién de todo conocim iento racional. La posibilidad de una intuición intelectual quedaba elim inada. C a r o com ien za p o r rechazar esta lim ita ció n d e la razón acep tada p o r e l p o sitiv ism o , q u e “ red u ce la lib erta d d e l p en sa m ien to a cortos p a seo s ter restr es” , segú n lo d ecía en su en sa y o so b re
Religión y poesían. M ás allá de la esfera de los objetos sensibles existe el m un d o de la idealidad — o de lo sobrenatural, com o él prefería decir— , tan real como el de los objetos físicos, puesto que ideal no se opo ne a real, sino a m aterial. E xiste inclusive la zona del m isterio, pero h asta ella tiene posibilidad de pen etrar la razón, y es ju sta m ente eso lo que hacen el poeta, el artista, el m ístico: acceder a las realidades m etafísicas p or m edio de la intuición intelectual,
22
Religión y poesía, en Artículos y discursos, Bogotá, 1888, p. 317.
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que es tam bién una actividad de la razón. C uando C a r o se refiere al infinito como concepto fecundo para el arte y para la ciencia mism a — p uesto que tam bién en las ciencias naturales se da el des cubrim iento intuitivo— ; cuando, citando a G o e t h e , creía que “ la naturaleza es un libro que contiene revelaciones prodigiosas, in m ensas” , o cuando recuerda, co n S h a k e s p e a r e , que “ hay en la tierra y en el cielo m uchas más cosas de las que puede soñar la filosofía”23, no está afirm ando la existencia de algo irracional, ni aceptando que la razón sea im potente para llegar hasta esos dom i nios. Tam poco está aceptando que a esa realidad se llegue p o r una intuición de carácter em otivo, y no intelectual, como estaría dis puesto a aceptarlo una teoría rom ántica de la creación artística, ni que los resultados de esa inquisición de la razón en la realidad ideal no sean expresables en conceptos de valor universal, como pensaría u n m ístico. Precisam ente la creación artística, la creación poética, p ara C a r o consiste en eso: en extraer de esa realidad no accesible a los sentidos lo que hay en ella de idealidad: “ Así como el investigador científico, con interpretaciones atrevidas, se em peña en descubrir verdades ocultas, el poeta, con ím petu gallardo, busca la belleza ideal por encim a de las form as m ateriales de que esta se reviste y entreviéndola la adora”24. La creación artística y la interpretación de la obra de arte consisten, pues, en la intuición de las ideas puras, en una captación de esencias. D onde C a r o hizo un m ayor esfuerzo por apartarse de toda interpretación naturalista de los fenóm enos de la cultura, fue en su teoría lingüística. M as, paradójicam ente, aquí como en el caso de la crítica literaria su racionalism o lo colocó en una posición muy cercana a la del positivism o, no obstante los esfuerzos que hizo por incorporar en una concepción sintética el elem ento ló gico y el elem ento irracional del lenguaje. Su defensa de la p ri macía de la norm a racional sobre el uso sobrepasó el nivel de una m era posición clasicista, para convertirse en una teoría general de la lingüística y, p or analogía, en una definición del m étodo y cate gorías de las ciencias del espíritu, puesto que se enfrentó al proble ma de la esencia del lenguaje y a la tarea de elim inar lo em pírico de este con una concepción que a la postre resultaba tan excluyente
23
Ibidem , p. 307.
24
Ibidem , p. 308.
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del contenido m etaem pírico e irracional del lenguaje como la m ism a concepción positivista, o aún m ás25. E n efecto, para C a r o y los positivistas, la lengua obedece a leyes rigurosas. La lengua y no el lenguaje, porque para él existe tam bién la diferencia m antenida por casi todos los lingüistas m o dernos, entre lengua, com o lo que hay de racional, de perm anente y de lógico en el idiom a, y lenguaje propiam ente dicho, que puede considerarse com o el elem ento variable, esto es, em pírico e irra cional26. E n otros térm inos, C a r o plantea este dualism o en la fo r m a de la oposición en tre uso y lengua norm ativa o culta. P ero las leyes a que obedece la lengua, según C a r o , no son las leyes del positivism o, no son leyes naturales — aunque alguna vez llega a em plear la expresión— , sino leyes lógicas, inm anentes. El m ism o uso, considerado por m uchos como sim plem ente em pírico, com o el elem ento que irrum pe en el seno de las lenguas sin razón ni sen tido, obedece a esa legalidad inm anente de los idiom as “ aunque el que habla no se dé cu enta” de ello. P ero el hom bre de ciencia, agrega C a r o , “ no puede quedar satisfecho sin encontrarla” y “ des cubre la ley, y en conform idad con ella se establecen reglas gra25 E l pun to de contacto entre una concepción positivista del lenguaje y una racionalista, se com prende m ejor si se prescinde de las diferencias estrictam ente filosóficas que separan al positivism o del racionalismo y se atiende solo a lo que ambas excluyen de los fenóm enos lingüísticos y a sus rendim ientos interpretativos. E n efecto, m ientras el positivista reduce el hecho lingüístico a un objeto natural (n aturalism o), el racionalista lo reduce a un objeto lógico (logicism o). E l resul tado en ambos casos es la exclusión de los elem entos individuales e históricos — el uso y la costum bre, entre ellos— como inapropiados para recibir tratam iento cien tífico y como desdeñables desde el p u n to de vista del valor* Am bos resultan igual m ente insuficientes para la interpretación de los fenóm enos de la cultura, pues en los dos la vida espiritual resulta em pobrecida. N um erosos lingüistas m odernos han sido sensibles a esta insuficiencia com ún al positivism o y al racionalism o, hasta el pun to de que la superación de uno y otro puede considerarse como la nota más significativa de las m odernas tendencias de la lingüística. Véase a I qrgu I ordan , Linguistics, L ondon, 1937, p. 80 y 86 y ss,; W . von W artburg , Problemas y mé todos de la lingüística, M adrid, 1931; K. V ossler , Positivismo e idealismo en la lingüística, M adrid, 1929, especialm ente las p. 49 y ss. 26 E sta contraposición de conceptos entre lengua y lenguaje, de que hacía uso C aro con tanta propiedad en 1881 — época en que pronunció su discurso sobre El uso en sus relaciones con el lenguaje— , vino a c o n stitu ir más tarde el eje de los problem as de la lingüística m oderna. Bajo otra term inología, pero refiriéndose al mismo fenóm eno, la encontram os form ando la base de las teorías lingüísticas de F erdinand de Saussure ( langue et parole, lengua y habla, según la traducción de A lonso y L lorens , o fenóm enos “ diacrónicos” y “ sincrónicos” ), y en general de todas las concepciones dualistas que m antienen la separación entre un elem ento que perm anece y uno que cambia, entre uno estático y otro dinám ico. Pero al sos tener C aro que tam bién el uso — es decir, la lengua popular, donde parece darse con m ayor actividad el elem ento instintivo y espontáneo, esto es, no lógico—
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maticales y se dictan sin apelación justísim os fallos en el tribunal de la crítica”27. E sta idea de las leyes inm anentes que rigen los sistemas lin güísticos se refuerza con una concepción que presenta una sorpren den te analogía con la teoría de las m ónadas de L e i b n i z . C om en tando el pasaje de H o r a c io “Si volet usus quem penes arbitrium est et tus et norma loquendi”, que — afirm a C a r o — ha sido erró neam ente in terpretado, como si el poeta latino sostuviese que lo em pírico en oposición a lo racional de las lenguas da la norm a del buen lenguaje, dice: “ T am bién com para H o r a c io el lenguaje con la renovación de las hojas de los árboles: poética variación de u n símil hom érico, que bien exam inado no favorece la soberanía del uso. P orque las hojas ( en que están ahí figuradas las palabras ) se m udan y renuevan; pero hojas nuevas y nuevos frutos, repiten la misma figura y condiciones de las hojas y frutos que caducaron: adhiriéndose al m ism o tronco, alim entándose de la misma savia vital, conform ándose con el tipo determinado por los caracteres orgánicos de la planta. Así, el lenguaje que está en uso es una re novación del lenguaje ya desgastado; b ro ta de la misma raíz de este, obedece a las leyes históricas de la lengua. E l lenguaje se subordina a la lengua, y esta a su tipo específico”28. Para C a r o , pues, tanto el lenguaje (habla cuotidiana, uso) como la lengua (organism o lógico) se subordinan, provienen y reci ben su ley de un núcleo, de u n tipo específico que, a juzgar por la imagen escogida y por la interpretación de esta imagen, posee las condiciones que L e i b n i z atribuía a las m ónadas: ser m undos ce rrados, con su propia ley de desarrollo interno y su finalidad29. Es
se regía en su raíz por la legalidad interna del lenguaje, parecía cerrar la brecha y encontrar un a concepción u nitaria sobre una base m etafísica. La lingüística m oder na tratará de encontrarla en una dirección que no está muy lejana de la m etafísica de B ergsion. Véase a W . von W artburg , Problemas y métodos de la lingüística, M adrid, 1951, especialm ente las p. 8 y ss.; F erdinand de Saussure , Cours de linguistique général, Payot, Paris, p. 23 y ss.; 36 y ss.; A mado A lonso , prólogo a la Filosofía del lenguaje de K. V ossler , Buenos Aires, 1947, p. 7 y ss., y prólogo a la traducción española del Curso de lingüística general de D e Saussure , Buenos Aires, 1945, p. 29 y ss.; I orgu I ordan , ob. cit., p. 80 y ss., 86 y ss., 289 y ss.
27 Del uso en sus relaciones con el lenguaje,
Biblioteca A ldeana de Colom
bia, Bogotá, 1935, p. 77 y 78. 28
O b. cit., p. 47.
29 A este pluralism o lingüístico, por así decirlo, parecía apuntar C aro cuan do tomaba las lenguas latinas como constituyendo un todo, una form a som etida a una ley común de desarrollo: “ La perm anencia del acento originario en todas las
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ta especie de m onadalogism o dinám ico no fue sin em bargo desa rrollado por C a r o y en realidad es un elem ento extraño a su pensam iento y a sus preocupaciones sobre el origen del lenguaje. Si cada lengua corresponde a u n tipo específico y tiene sus propias leyes de desarrollo, no puede sostenerse la unidad del origen del lenguaje, ni su procedencia de un a revelación prim itiva, que fueron las prim eras hipótesis adm itidas p or C a r o y las que m ejor arm o nizaban con sus creencias religiosas, que siem pre tra tó de m ante n er de acuerdo con sus puntos de vista científicos. Quizás para évitar conflictos de esta naturaleza fue por lo que m uy p ro n to se inclinó a evitar sistem áticam ente toda reflexión sobre el origen d el lenguaje y to d a consideración m etafísica en la lingüística y la filología: “ Las razones que presidieron la form ación prim itiva del lenguaje, se ocultan en edades donde reina el silencio, y solo D ios, au to r de toda creación, posee la llave de este altísim o m isterio,,3°. Y para dar m ayor fuerza a su renuencia a traspasar el lím ite de los hechos y de sus relaciones, alaba la decisión de la Sociedad L in güística de P arís, que prohibe en sus estatutos toda discusión rela tiva al origen del lenguaje31. H e ahí otro p u n to de contacto con el positivism o: ocuparse en los hechos y en sus relaciones, pres cindiendo de toda consideración sobre el origen y la esencia de los objetos tratados. E stas coincidencias con el positivism o en un espíritu por lo dem ás ta n ajeno y opuesto a este m ovim iento de ideas, nacía de que am bos te n ían un objetivo com ún: hacer de la teoría del len guaje y de la crítica literaria una ciencia d en tro de la concepción tradicional de lo que es la ciencia. E n efecto, antes y después de los positivistas la filosofía occidental consideró que solo había conocim iento y ciencia de lo general. Lo individual, lo único, se consideró siem pre como un elem ento pertu rb ad o r que debía ser desechado o elim inado. Pero como en el plano de la historia, del
lenguas romances en m edio de sacudim ientos y destrozos sociales, a través de largos siglos tum ultuosos, a pesar de grandes distancias interpuestas entre diferentes pue blos neolatinos, es, con m uchos otros, elocuente ejem plo para m ostrar cómo en su trasform ación los idiom as se guían por leyes prexistentes, que en períodos ante clásicos dirigen el uso popular” . Véanse Formas y caracteres del uso; Variaciones históricas del uso en períodos anteclásicos y Las leyes del lenguaje y la esponta neidad del uso, factores de cada idioma, en Del uso en sus relaciones con el len guaje, ed. cit., p. 77 y ss. 30 O b. cit., p. 68. 31
O b. cit., p. 68.
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espíritu y de la cultura lo individual y único surgía por todas par tes, había dos cam inos para hacerle frente: o com prenderlo con un m étodo específico o negarlo. Com o el prim er cam ino rom pía la unidad de la ciencia y la unidad am bicionada p o r el pensam iento metafísico, se term inó entonces por negarlo. Las ciencias del espí ritu se ocuparon únicam ente en lo general, es decir, identificaron sus objetos con la naturaleza. P o r eso pudieron aplicar en su campo el concepto más característico de las ciencias naturales: el concep to de ley. La ciencia neokantiana creyó en u n principio que la noción de estru ctu ra o tipo superaba la dificultad. P ero el concepto de tipo era solo form alm ente diferente al de la ley, ya que desde el punto de vista lógico dejaba por fuera lo individual, lo único, la emergencia de lo nuevo, tan to como la ley en la acepción clásica. E l tipo se form aba p o r un procedim iento lógico de abstracción, muy sem ejante al que servía para la form ación de leyes. Así como el entendim iento reunía los fenóm enos em píricos de la naturaleza por medio de las leyes, así sintetizaba los de la cultura por medio de la categoría de tipo o estructura. E l científico estructuralista, que estudia la realidad del espíritu con el m étodo d e la form ación de tipos, no lograba, pues, salir del naturalism o. La cultura queda allí reducida a naturaleza, como en el positivism o. P o r algo ambas tendencias gnoseológicas tienen su origen en K a n t 32. 108. Los FUNDAMENTOS FILOSÓFICOS DEL ARTE Y LA LITE RATURA.— Estas consideraciones se confirm an en el caso de M i g u e l A n t o n i o C a r o cuando se estudia su in ten to de aplicar a la crítica
literaria el m étodo de la form ación de tipos. E n su estudio sobre V i r g i l i o , decía, refiriéndose obviam ente a la opinión de T a i n e y de los positivistas — m iradas con razón como una expresión de m aterialism o— , que el espíritu profundam ente religioso de la obra del poeta latino no podía explicarse p o r las condiciones del medio social en que se produjo, ni por los influjos de la época, porque la época era irreligiosa y disoluta y p o r lo tan to el poeta se colo caba por encima de ella. D efendía, pues, la libertad creadora y la autonom ía del desenvolvim iento de la personalidad contra toda explicación causal de la influencia del am biente. P ero al querer 32 T odo lo que dice L a in E ntralgo sobre la influencia positivista en la concepción de la historia de M en én d ez y P elayo , especialm ente respecto al con cepto de ley histórica, puede decirse, m u ta tis m u ta n d is , de C aro. Véase a P edro L a in E ntralgo , M e n é n d e z y P e la y o , Buenos Aires, 1952, especialm ente la parte segunda, caps, π y m , p. 143. y ss.
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explicar toda la obra virgiliana a través del sentim iento religioso del poeta, la reducía a un objeto lógico, inteligible solo a p artir de las condiciones que determ ina el desarrollo de un principio único. ¿N o era esto llevar a la explicación de los fenóm enos de la cultura los conceptos de ley y causalidad, aunque fuesen aplicados en su in terio r m ism o y afirm ando su calidad espiritual? Lo propio acontece en el estudio sobre El Quijote. Al aplicar el concepto de tipo a las figuras de don Q uijote y Sancho, C a r o considera que el prim ero representa el tipo espiritualista y el se gundo el sensualista, no solo en el sentido que estas dos califica ciones tienen en la term inología filosófica, sino en cuanto que la ley in terio r del desenvolvim iento de la personalidad en el uno son los altos valores del espíritu, y en el otro, los intereses m ateriales. Al observar C a r o que en la novela de C e r v a n t e s los rasgos de uno se m ezclan en la mism a personalidad con los rasgos del otro, lo atribuye al propósito de C e r v a n t e s de conseguir un efecto có mico, pues “ el lector siem pre aguarda a ver por cuál de los dos respiraderos, si por la locura disparatada o la más exquisita galan tería de don Q uijote, si por la sandez o la prudencia de Sancho, despunta cada cual en cada lance que o curre”33, no deja de anotar la falta de lógica, y lo “ ex trañ o ” que resulta “ la extensión de las escalas que C e r v a n t e s hace recorrer a don Q uijote y a Sancho, y el grado en que, describiendo ambos caracteres, mezcla los ele m entos al parecer opuestos que los com ponen”34. Es verdad que allí mism o, C a r o explica cómo ese procedi m iento no tiene nada de artificial ni es sim plem ente un recurso efectista de C e r v a n t e s : “ E sta ocurrencia de C e r v a n t e s no es del todo absurda, pues realm ente ancho campo abrazan los senti m ientos generosos, lo m ism o que los plebeyos instin to s” . Mas lue go agrega que, “ sin salir de lo verdadero, raya sí en lo ex tra ñ o ” que C e r v a n t e s haya mezclado en tal form a los caracteres de sus héroes. La realidad bien podía ser así, pensaba C a r o , pues real m ente ancha es la gama de sentim ientos que el hom bre puede ex presar. La realidad no presenta tipos puros, sino hom bres que unas veces actúan como idealistas, otras como m aterialistas; que unas ve ces son Sanchos y otras Q uijotes. Pero como C a r o pensaba que el artista debía buscar la form a pura ideal y ceñirse a las reglas de la 33
D o n Q u ijo te , en O b r a s , vol. n , p. 146.
34
O b. cit., p. 146.
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razón, encontraba ilógico, o por lo menos “extraño”, el procedi miento de Cervantes que quizá pretendía mostrar la vida tal como era y no presentar tipos ideales. Sin em bargo, Caro aceptaba — y de hecho así lo practicaba— la necesidad de corregir constantem ente las conclusiones de la ciencia dando cabida en el análisis de la realidad al elem ento his tórico, al hecho irreductible a leyes y p or lo tan to im previsible. C ontestando las opiniones de Cuervo — que pensaba en esto a la m anera positivista— según las cuales la lengua castellana sufri ría en A m érica u n proceso de dispersión dialectal sem ejante al q u e sufrió el latín al disgregarse la u nidad política de los pueblos latinos, afirm aba lo siguiente, que en su obra tiene el alcance de u n principio m etodológico: “JDe aq u í nace que, si bien de los resultados es perm itido ascender, p o r vía d e com posición, al origen, y confrontados diver sos idiom as congéneres se ha ensayado, y ensayarse puede, con b u en éxito la reconstrucción de la lengua m adre, no de igual ma
nera trazará el filólogo la forma circunstanciada de futuros dia lectos. C om o en la historia del m undo, en la del lenguaje la cien cia anuncia bienes o males, prosperidades o catástrofes, pero en globo; la experiencia recom ienda recursos eficaces para rem ediarse del daño que am enaza, pero sin responder de las contingencias;
porque la espontaneidad traviesa, hurtándose al análisis, por dis posición providencial, se encarga de desbaratar los cálculos funda dos en el cumplimiento riguroso de leyes naturales”35. Luego agrega Caro la existencia de otro factor capaz d e rom per la rigidez de la ley, factor de “ m ás alta alcurnia que la espon taneidad in stin tiv a” , y es la contribución creadora de los genios, quienes, según sus ideas expuestas en el com entario al verso de H oracio sobre la función del uso, en cierta form a crean una ley diferente a la ley de la naturaleza que rige solo en los períodos anteclásicos36. 35
D e l u so , p. 80. Los subrayados son nuestros.
36 E sta relación entre la ley y el hecho preocupó a C aro en todos los cam pos, especialm ente al tratarse de ciencias sociales como la econom ía. E n general no creía dogm áticam ente en la ciencia y la consideraba como afectada, irrem edia blem ente, de u n elem ento irracional que la hacía altam ente exacta, pero no exacta en absoluto: “ La ciencia, por o tra parte, no confiere infalibilidad ni don de profe cía, pero enriquece el entendim iento, precave del error (pecado intelectual), da un criterio de probabilidad, y hace hom bres, en sum a, más dignos de estim ación y de fe que los charlatanes y dogm atizantes” ( E s tu d io s e c o n ó m ic o s , ed. Banco de la
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Sin em bargo, cuando se estudia la o bra crítica de Caro no es posible ev itar la im presión de que su clasicismo — que era uno d e los aspectos de su racionalism o— restó posibilidades de com prensión a su inteligencia y fue la causa de m uchos juicios suyos que difícilm ente resultan aceptables para una historiografía lite raria o b jetiva y dotada de m étodos de investigación más elásticos. T al ocurre, p o r ejem plo, con sus opiniones sobre el rom anticism o — al cual calificaba d e “ p ro testa de la im aginación sin fren o con tra to d a tradición y to d a autoridad, y aun contra to d a racional in vestigación”— , sobre el m odernism o y sobre aquellos poetas que se ap artaban d e los m odelos clásicos37. E sta actitud severa fren te al rom anticism o y fren te al m oder nism o — al cual reprocha su “ incoherencia de las ideas” , sus “ m e táforas* extravagantes” y la “ alteración d e la sintaxis d el idio m a”38— fue atribuida p o r m uchos, e n tre otros p or el crítico cubano Rafael María Merchán , a la identificación que hacía Caro en tre lo bueno, lo santo y lo bello, es decir, a una confusión en tre esté tica, m oral y religión39. Recordem os algunos textos suyos a este respecto: “ O ra con tem plem os el arte, en general, y la poesía en particular, en sus condiciones esenciales, ora en las circunstancias en que se desen vuelva, siem pre aparece ligada con la religión” . “ E lem ento esen cial d el arte es la idealidad, que no se contrapone, como algunos piensan, a la realidad (p u e sto que lo p retern atu ral, aunque im pal pable, n o deja de ser una re a lid a d ), sino al m aterialism o, al posi-
R epública, Bogotá, 1945, p. 6 ). E l estudio acerca del concepto de la ciencia en C aro y sobre la calidad de ciencias de disciplinas como la historia, la sociología y en general las ciencias del esp íritu , ten d ría que profundizarse en ensayo especial. Véase supra, P a rte segunda, El pensamiento político de Miguel Antonio Caro, don d e hacemos indicaciones sobre la relación entre teoría y realidad en la concepción del E stado y la política. 37 La frase sobre el rom anticism o se encuentra en R ivas Sacconi, El latín en Colombia, ed. In stitu to Caro y Cuervo, Bogotá, 1945, p. 416, y pertenece a la Introducción al volum en de traducciones poéticas de C aro, Obras completas, vol. v m , Bogotá, 1945, p. xvi. 38 Véase su Introducción a las poesías de Ángel María Céspedes, en uso en el lenguaje, colección Sam per O rtega, Bogotá, 1935, p. 149 y ss.
D el
39 Véase el ensayo de R afael M aría M e r c h á n , Caro crítico, puesto como introducción al vol. m d e las Obras completas, ed. G óm ez R estrepo y V íctor E . Caro, Bogotá, 1921. T am bién puede consultarse la réplica de A n to n io G ó m e z R estrepo en su ensayo sobre M ig u e l A n t o n io C aro, en Crítica literaria, Biblio teca A ldeana de Colombia, vol. v m , Bogotá, p. 1935, p. 15 y ss.
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tivism o. . - ”40. “ T odo lo ideal es directa o indirectam ente religioso; porque todo lo ideal es en sí m ism o superior a la m ateria”41. “ Los asuntos no son la poesía; pero los asuntos altos y nobles ayudan al poeta; y la costum bre de no buscar a D ios en el fondo de las cosas, la desviación sistem ática de los tem as religiosos, la superfi cialidad de las ideas, opuesta a la contem plación religiosa, anuncia u n ánimo apocado y frívolo, d estitu id o de aquella profundidad sin la cual se pierde y evapora la poesía”42. “ R eligión y poesía épica están unidas. Los pueblos jóvenes fueron creyentes. La Enei da de Virgilio, por ejem plo, es, como todo poem a épico, u n poe m a religioso”43. Al identificar el arte con la idealidad y a esta con la religión, Caro debió seguir la huella de las ideas estéticas expuestas por Menéndez y Pelayo, quien a su vez, según lo sostiene con ar gum entos convincentes P edro Lain E njralgo, se inspiró, o para decirlo más exactam ente, cristianizó la teoría de Schelling so bre la id en tid ad en tre lo absoluto m etafísico, lo verdadero y lo bello. Lain Entralgo resum e así la posición de Menéndez y Pelayo: 1 ) E l acto creador del genio es el acto hum ano m ás pa recido a la creatio ex nihilo divina. 2 ) La verdad que el hom bre de genio descubre y la belleza que crea, le ponen en contacto con la D ivinidad. T oda verdad y to d a belleza hum ana tiene debajo de sí, a m odo de últim o fundam ento, la verdad y la belleza infinitas de Dios. T odo lo verdadero es cristiano, como pensaba san Justino. 3 ) E n consecuencia, debe creerse que el acto genial supone una especial asistencia de D ios: “ D onde está el sello de lo genial, allí está el soplo de D io s” . T am bién en Caro, com o en Menéndez y P elayo, se encuentra una interpretación del poeta y del artista como el hom bre genial que rom pe las determ inaciones del m edio y crea la ley del lenguaje. Así lo expresó en su ensayo sobre V ir gilio al afirm ar que su obra no puede explicarse p o r la influencia del m edio social e histórico, y en su discurso sobre El uso en sus relaciones con el lenguaje, cuando afirm a que el uso del buen decir es el creado p o r los grandes escritores. P ero la posición de Caro estaba quizá más cerca a la de Schelling que la de Menéndez 40
R e lig ió n y p o e s ía , en ob. cit., p. 307.
41
Ibidem , p. 308.
42
Ib k lem , p. 322.
43
Ibidem , p. 318.
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E l pen sam ien to filosófico
Pelayo, pues este identificaba lo religioso con lo cristiano y no con lo religioso en general, como lo hacía Caro44.
y
109. Posición ante la escolástica y el positivismo. P lantear la posición de u n espíritu tan católico y ortodoxo com o el de Caro frente a la m ás notoria e influyente de las tendencias de la filosofía aceptadas p o r el pensam iento católico, el tom ism o, parece indispensable. A este propósito su posición fue m uy sem e jante a la de Balmes y Menéndez y P elayo, las dos figuras es pañolas que más influyeron sobre su orientación filosófica, es d e cir, una actitud de adm iración, pero de gran independencia45. La escolástica en general le mereció fuerte» críticas, tan fuertes como podía form ularlas un hom bre form ado en el espíritu del hum a nism o y que adem ás sentía una sincera adm iración por los m étodos de la ciencia m oderna. E n esto seguía la corriente del tiem po, él, que tantas cosas resistió invulnerable a las presiones de la m oda,
44 Las ideas de L a in E ntralgo sobre este aspecto de la obra de M en én d ez P elayo han sido expuestas en su libro Menéndez y Pelayo, Buenos Aires, 1952, especialmente en las p. 210 y ss.
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45 Como se sabe, B almes solo parcialm ente aceptaba la filosofía escolástica. Su m etafísica y su teoría del conocim iento estaban influidas por D escartes y Lo ck e . T am bién recibió influencias de la escuela escocesa y del tradicionalism o francés; de la prim era, en su aceptación del sentido com ún como criterio de ver dad, y del segundo, en la teoría del lenguaje. P or su conducto principalm ente debie ron llegar estas influencias hasta C aro, quien inclusive utilizó sus libros como textos de enseñanza en su cátedra de filosofía del Colegio de P ío IX (véase a C ayetano B etancur , ob. cit., p. 54 ). Respecto a B almes y particularm ente sobre su posición frente a la filosofía escolástica, puede consultarse a J u a n Z aragüeta, Balmes filósofo, en Balmes, filósofo social, apologista y político, M adrid, 1943, especialm ente las p. 125 a 129; a Salvador m in g ü ijo n , Balmes apologista, ibidem , p. 199 y ss.; a J osé Sauret , La teoría balmesiana de la sensibilidad externa y la estética trascendental (para una com paración de B almes con el kantism o), en Pen samiento, revista de investigación e inform ación filosófica, M adrid, 1942, vol. m (dedicado a B almes como hom enaje en el prim er centenario de su m u erte); a L u is M aría M ora, Apuntes sobre Balmes, Bogotá, 1897 (Balmes cartesiano, p. 34 a 38; Balmes y el tomismo, p. 51 y ss.) y a M en én d ez y P elayo, Palabras en el centenario de Balmes, en Ensayos de crítica filosófica, ed. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, M adrid, 1948, p. 353 y ss. D e M en én d ez y P elayo, véase especialm ente su polém ica con P idal y M on y con fray J. F onseca , en La ciencia española, ed. Consejo Superior de Investiga ciones Científicas, M adrid, 1953, vol. i i , p. 7 a 243. E l problem a espiritual de C aro, como e l de M en én d ez y P elayo, puede plantearse en la m isma form a y con las mismas palabras de P edro L a in E ntralgo en su ensayo sobre la “ aventura intelectual” del gran hum anista e historiador español: “ ¿Cómo ser español, cató lico y hom bre de su tiem po? ¿Cómo ser, sin dejar de ser europeo de su época, católico y fiel a la tradición nacional? O en otras palabras, ¿cómo arm onizar en u n sistema de ideas y en una form a de vida la ciencia, la tradición cristiana y los valo res propios del alma hispánica?” .
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guiado tanto por su am plio saber com o p or su capacidad de ir a lo esencial de los fenóm enos dejando de lado lo accesorio. La E dad M edia m ism a le parecía una edad de estancam iento para la ciencia, estancam iento cuya responsabilidad recaía sobre el es p íritu escolástico: “ La ciencia, aunque no había adelantado en los siglos medios sino muy poco — decía en u n ensayo sobre la evolu ción de la crítica científica a p a rtir del R enacim iento— , atada por la escolástica, es decir, circunscrita p or m étodos insuficientes, em pezó a adquirir cierto increm ento, cuando renaciendo artificial, pero vigorosam ente, las artes de lo bello, acabaron por rom per las ataduras del entendim iento. Libre este siguió el im pulso natural de la civilización; en lugar de despertar niño despertó adulto: los siglos habían corrido, y aunque saliendo de u n sueño, se sintió con fuerzas varoniles. P or eso las artes duraro n un m om ento, y las ciencias, m erced al sacudim iento, siguieron prosperando. Esa y no otra es la historia de la civilización eu ropea”46. Respecto al tom ism o, su actitud pasó de la adm iración a la aceptación de muchas de sus tesis en el cam po de la filosofía del derecho, del pensam iento político y de la concepción del Estado. Pero en el cam po de la filosofía en sentido estricto, C a r o no p a reció haber profundizado en el pensam iento tom ista ni haber esta blecido una confrontación entre este y las tesis e ideas de origen cartesiano que adoptó en su juv en tu d y que ni expresa ni tácita m ente rectificó en el resto de su vida. Finalm ente, podem os preguntarnos si aparte