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Spanish Pages [234] Year 2011
EL estructuralismo EN SUS MÁRGENES
Ensayos sobre críticos y disidentes Althusser, Deleuze, Foucault, Lacan y Ricoeur
Rodríguez, Fernando Gabriel El estructuralismo en sus márgenes / Fernando Gabriel Rodríguez y Mauro Vallejo. - 1ª ed. - Buenos Aires : Del Signo, 2011. 234p. ; 22.5x15.5 cm. ISBN 978-987-1074-92-1 50-1 1. Psicología. 2. Psicoanálisis. I. Vallejo, Mauro II.Título CDD 150.195
Diseño de tapa e interior: Laura Restelli
© Ediciones del Signo 2011 Julián Álvarez, 2844 - 1º A Buenos Aires - Argentina Tel.: (5411) 4804-4147 [email protected] www.edicionesdelsigno.com.ar ISBN: 978-987-1074-92-1
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Fernando Gabriel Rodríguez Mauro Vallejo (Compiladores)
EL estructuralismo EN SUS MÁRGENES
Ensayos sobre críticos y disidentes Althusser, Deleuze, Foucault, Lacan y Ricoeur
C o l e c c i ó n
Nombre(s) Propio(s)
Índice
Presentación Fernando Gabriel Rodríguez y Mauro Vallejo....................................
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Primera parte: Dificultades en el estructuralismo Afanes incumplidos del sueño estructuralista. Lenguaje, lógica y formalización en Lévi-Strauss y Lacan Fernando Gabriel Rodríguez........................................................... 15 Segunda parte: Los no-estructuralistas Proximidades y distancias. Presencia del estructuralismo en la obra de Gilles Deleuze Marcelo Antonelli ......................................................................... 79 Michel Foucault y el estructuralismo: un sacerdocio apócrifo Mauro Vallejo................................................................................ 137 En el campo de batalla: Louis Althusser y el estructuralismo Micaela Cuesta............................................................................. 187 Paul Ricoeur: la mediación entre hermenéutica y estructuralismo Esteban Lythgoe............................................................................ 219
Le déjeuner sur l’herbe structuraliste. Dibujo de Maurice Henry aparecido el 1 de Julio de 1967 en La Quinzaine littéraire.
PRESENTACIÓN “El suceso que conoció el estructuralismo en Francia en el curso de los años cincuenta y sesenta es sin precedente en la historia de la vida intelectual de este país. El fenómeno consiguió la adhesión de la parte más grande de la intelligentsia, hasta reducir a nada las pocas resistencias u objeciones que se manifestaron durante lo que se podría llamar el momento estructuralista” (Dosse, 1992: 9).
Se trata aquí de esas pequeñas resistencias, no menos que de las voces que fluctuaron entre ser y no ser parte de un entusiasmo de época. El trabajo que sigue aborda el estructuralismo desde sus márgenes, desde los intelectuales que desestimaron sus premisas o las aceptaron y más tarde revisaron este compromiso. Contra lo que podría entenderse, estos autores jugaron un rol determinante en la definición y visibilidad del estructuralismo, que recibió de críticos y disidentes aquel apuntalamiento que siempre propicia la concentración del interés (en los neutrales) y la táctica de estrechar filas (en el fuero interno). Es un lugar común que la notoriedad aumenta con la controversia. El estructuralismo no es, no ha sido (si se considera su apogeo y su desintegración), sin el refuerzo de los que objetaron sus planteos fundamentales. Su retrato hubiera sido muy distinto, y hubiera quizá pasado desapercibido, sin aquellas voces que marcaron sus imperfecciones y miopías. En esa oleada que atravesó el campo intelectual francés, algunos saludaron la renovación, otros la recelaron, unos cayeron seducidos y más tarde comprendieron que la simpatía inicial había mudado en objeciones o en desinterés. Esta marginalidad fue también parte de la historia recorrida por el estructuralismo. No presentamos una obra exhaustiva. Falta el nombre de Sartre, nada menos, pero él pertenece a la generación que precedió al fervor por la muerte del hombre y su abordaje neutro, disectivo, formalista. Falta Cornelius Castoriadis, que impugnó el falso cientificismo de los estructuralistas, y cuyo rescate de lo imaginario colisiona frontalmente con la prevalencia de una lógica sui generis. Falta Georges Gurvitch, quien entabló con Lévi-Strauss una sonora controversia sobre cuál sería en sociología el nivel fundamental: si el del fenómeno social o el de las estructuras. De más está decir que para relevar todo el elenco de los que en algún lugar marcaron las falencias estructuralistas sería necesario
Presentación
dar a la labor una envergadura enciclopédica. Nuestro propósito es de rango más modesto, provinciano, ilustrativo de por qué no el estructuralismo. Hemos cartografiado el territorio desde las afueras, desde los actores críticos que, sin volver la espalda al método, y sin permanecer indiferentes a sus consecuencias, hablaron de la estructura desde la otra orilla. Se trata de las objeciones de una ilustración que trabajaba en los confines: críticos del primer momento o personalidades que se abrieron respecto de la adhesión inaugural. El texto evita aquella ingenuidad que es definir cualquier objeto concibiéndolo a partir de lo que nunca fue, de lo que no era su programa, de lo que jamás se interesó por abarcar. Si hay en algún lugar del libro un juicio negativo sobre la aventura estructural, el veredicto es resultado de medir los logros desde las promesas y los mecanismos (medios) desde su aptitud y sus aspiraciones.Todo lo cual no debería desorientar en relación con la finalidad de los capítulos que presentamos: tasar por qué a determinados pensadores el estructuralismo pareció algo sospechable. De esta manera, aquello que podría insinuarse como otra visita a un tópico extenuado se transforma en una relectura de autores fundamentales, relectura en la que caben tesis contra el mito compartido o la versión establecida. ¿Quién fue estructuralista entre los que la opinión pública, pero también el ámbito académico, indicaban con el dedo? Cuando hoy se evoca el estructuralismo, éste va asociado a los ilustres comensales del dibujo de Maurice Henry: Lacan, Foucault, Barthes y Lévi-Strauss sentados a la mesa de una comida tribal (una perfecta plasmación de esprit d’époque). La discusión reviste actualidad en la medida en que es el nuestro un medio atravesado por el psicoanálisis de cuño lacaniano y un espacio donde los debates socioculturales continúan librándose entre las categorías de libertad o determinación, historia o temporalidad, agencia o sujeción. Aquel viento renovador del estructuralismo iba en pos de una empresa cientifizadora. El precio: el hombre, ahora desalojado al ultramundo de las falsas ilusiones junto con el alma y el flogisto, por fin abordable –al devenir objeto, al devengarle sus prerrogativas cartesianas– con el máximo rigor pensante. Pero del núcleo de aquellos originariamente vinculados con el estandarte de la ciencia estructural acaso sólo Lévi-Strauss permaneció firme en su convicción y pregonando este evangelio laico. Otros distintos maestrescuelas marcaron sus diferencias con un principismo que encontraron encasillador. Sobre los estructuralistas renegados o los no-estructuralistas (donde el ‘no’ cumple función de desmentida en la acepción freudiana) hemos querido practicar, de un modo u otro, un escrutinio 10
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interesado en los motivos de la dimisión. Como se ha dicho, los trabajos que hemos capitalizado no agotan la nómina de los autores que tendrían igual derecho de estar incluidos, pero el lector puede acudir, para suplir los nombres y las disciplinas, a otros ensayos suficientemente difundidos. Dos décadas pasaron desde la publicación, por François Dosse, de Histoire du structuralisme (1992). El libro ha merecido alguna impugnación puntual que aquí no viene al caso reconsiderar (por ejemplo, Eribon, 1994). Cabe también citar, por el tono complementario –por sus desarrollos de mayor profundidad y menos extensión–, la obra El periplo estructural de Jean-Claude Milner (2002), texto que involuntariamente ocupó un sitio de interlocución privilegiada en varios de nuestros capítulos. Entre ambos estudios puede concebirse lo más sustancial para entender el estructuralismo. Son el telón de fondo para cualquier nuevo intento de recapitulación. Acaso el volumen se resienta por no incluir algún capítulo sobre las relación de los historiadores con los desarrollos estructuralistas, pero la discusión de fondo está presente en los ensayos sobre Louis Althusser y Paul Ricouer. Asimismo tal vez se resienta por faltarle un comentario pormenorizado de quien fuera acaso, de los disidentes, el más emblemático. Que el índice no incluya a Barthes puede parecer un despropósito: nadie como el semiólogo francés para ejemplificar el derrotero casi infalible de aquella pasión por la estructura. En efecto, tras un período de compromiso, luego de haber ayudado a lanzar la estructura allende la antropología, de haber aportado a sus planteos un horizonte y una visibilidad sin precedentes –a resultas de lo cual vieron la luz obras esenciales como Elementos de semiología o El sistema de la moda–, luego de haber sido un soldado de la causa, siguió su camino y se desentendió de aquellas pretensiones de hacer ciencia estricta. La historia del parentesco entre Roland Barthes y el estructuralismo –y otro tanto es válido quizás para Lacan– pertenece menos al terreno de la palinodia que al dominio del rebasamiento. Su alejamiento de la fiebre en torno a la estructura debe ser retratado no tanto como una impugnación o una refutación del método sino merced a una metáfora, la del desborde. El afán por estudiar los signos lo llevó a modificar las dimensiones de su análisis. Así, en esa deriva, el estructuralismo fue un momento, un tiempo, una estación dentro del recorrido de su pensamiento. La combinación de letras resultó un heurístico incapaz de cubrir todo el vasto mundo de los signos, todos los planos en los que el discurso y el sentido atraviesan la vida humana. 11
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A los fines de ilustrar ese desborde, nada mejor que recuperar un fragmento del escrito de Barthes acerca de sí mismo (Barthes, 1975). El autor remarca que su obra puede ser escandida en función de ciertas palabrasguía, que se fueron sucediendo a medida que su producción cambiaba de rumbo. “En el léxico de un autor, ¿no es preciso que haya siempre una palabra-mana, una palabra cuya significación, ardiente, multiforme, inasible y como sagrada, dé la ilusión de que con ella se puede responder a todo? Esta palabra no es ni excéntrica ni central; es inmóvil y llevada a la deriva, nunca instalada, siempre atópica (que escapa de todo tópico), a la vez residuo y suplemento, significante que ocupa el lugar de todo significado. Esta palabra apareció en su obra poco a poco; primero se vio enmascarada tras la instancia de la Verdad (la de la Historia), luego por la de la Validez (la de los sistemas y las estructuras); ahora, brota y se expande; esta palabramana es la palabra ‘cuerpo’” (Barthes, 1975: 140)
Unas páginas más adelante, Barthes ofrece un cuadro que recapitula los episodios de su obsesión semiológica (Barthes, 1975: 155-157), en el cual reconoce cuatro momentos en la genealogía de su obra, cuatro estratos sucesivos en los cuales un elemento adquiere estatuto especial. El primero de ellos es descrito como mitología social, y comprende textos como El grado cero de la escritura (1953) y Mitologías (1957). El segundo momento es el propiamente estructuralista, signado por el objetivo de edificar una teoría del lenguaje que sepa continuar y ordenar el legado de la lingüística de Ferdinand de Saussure. Elementos de semiología (1965) y El sistema de la moda (1967) son las dos obras que reflejan la puesta en acto de un paradigma estructural, definido por la formalización de los fenómenos discursivos. La cuestión de la textualidad sería el punto privilegiado del tercer período, tal y como lo demuestran libros como S/Z (1970) o El imperio de los signos (1970). Por último, El placer del texto (1973) sería la pieza que inaugura la postrer empresa barthesiana, en la cual la problemática de la moralidad, entendida como la manera en que el sujeto es afectado por las prácticas de significación que lo definen, desempeña una función rectora. Creemos que estas pocas observaciones sobre Barthes nos eximen honorablemente del cargo de haberlo soslayado. Barthes es quizá el modelo más claro de los que, habiéndose aproximado al estructuralismo, más tarde trascendieron sus fronteras y sus pretensiones. El hecho de que Barthes 12
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haya participado de lleno y sin ambages de ese movimiento es ya razón de sobra para que su nombre no figure en el listado de los no-estructuralistas aquí inventariados. Demás está aclarar que los autores responsables de cada capítulo del libro no coinciden necesariamente en su juicio valorativo sobre el estructuralismo. Ha habido plena libertad para juzgar o no juzgar, para extenderse o limitarse en forma y contenido. De esta amplitud en las pautas de la escritura surge la desproporción, en longitud y notas, que tiñe los materiales. El abanico abarca un espectro variado de cautelas y rechazos, incluyendo cruces ideológicos que los lectores sabrán detectar. Se han respetado los estilos, sesgos, simpatías y antipatías. La comisión era tan sólo describir este acontecimiento socio-cultural francés desde la otra vereda, y el objetivo está cumplido en un mosaico polifónico de voces concertadas bajo un mismo impulso de trabajo. Los compiladores de esta obra deseamos expresar nuestro agradecimiento a las distintas personas que leyeron fragmentos del manuscrito original. Sus observaciones y críticas colaboraron para que estas páginas cobrasen un rumbo distinto, quizá más certero, de cuyas falencias somos los únicos responsables. Pablo Vitalich Sallán, Alejandro Dagfal, Luis Sanfelippo y Marcela Zangaro demostraron ser lectores inmejorables, sensibles tanto a los desaciertos como a las virtudes de los capítulos. Lo mismo vale para Hugo Vezzetti, quien además ayudó a encontrar un título adecuado para este libro. Fernando Gabriel Rodríguez y Mauro Vallejo
Referencias bibliográficas Barthes, R. (1964) “La actividad estructuralista”. En Ensayos Críticos. Barcelona: Seix Barral; 1983. Barthes, R. (1975) Roland Barthes por Roland Barthes. Barcelona: Editorial Kairos; 1978. Dosse, F. (1992) Histoire du structuralisme. I. Le champ du signe, 1945-1966. París: Editions La Découverte. Eribon, D. (1994) Michel Foucault y sus contemporáneos. Buenos Aires: Nueva Visión; 1995. Milner, J.-C. (2002) El periplo estructural. Figuras y paradigma. Buenos Aires: Amorrortu; 2003. 13
Afanes incumplidos del sueño estructuralista Lenguaje, lógica y formalización en Lévi-Strauss y Lacan Fernando Gabriel Rodríguez*
“Por una parte, el estructuralismo se ofrece, justificadamente, como la crítica misma del empirismo. Pero al mismo tiempo no hay libro o estudio de Lévi-Strauss que no se proponga como un ensayo empírico que otras informaciones podrán en cualquier caso llegar a completar o a refutar.” (Derrida, 1966) “La filosofía es una batalla contra el hechizo que el lenguaje produce en nuestra inteligencia.” (Wittgenstein, 1953: § 109) “Supuesto el panestructuralismo (…), hay que añadir ahora una precisión importante: que todas las estructuras son reducibles a una misma lógica fundamental, a un código binario, y no sólo las estructuras explicativas sino también las reales, no sólo en la cultura sino también en la naturaleza” (Gómez García, 2008) “Muchas veces, para ser verdaderamente ‘científico’, no hay que ser más ‘científico’ de lo que la situación permita.” (Eco, 1976)
Si el estructuralismo ya supone una aventura intelectual mayormente disuelta en las oleadas que han fagocitado sus puntos de vista radicales (integrándolos a líneas de investigación que han realizado sus expectativas de rigor y modelización formal), si los que todavía se reivindican estructuralistas son una excepción y, por citar un nombre, el fallecido Lévi-Strauss había marcado que el camino proseguía en las neurocien-
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Licenciado en Psicología (UBA).
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cias, el panorama se presta a una indagación del cruzamiento de sus tesis principales con las de linajes filosófico-científicos que dieron, en el siglo XX, versiones distintas del lenguaje y de la condición humana. Se trata aquí sucintamente de ilustrar la médula de los conceptos que trazaron el perfil del estructuralismo y de llevarlos hasta confrontar, por una parte, con distintas posiciones del campo de la filosofía, por otra con las actualizaciones convenientes que, para el lenguaje, aporta la psicología de corte empírico. Se apunta a discutir el pecado fundacional de un enfoque orientado a hacer ciencia ‘formal’ (en un terreno que intuitivamente se diría que escapa a esta ambición) y que entendía, como formal, calcar el molde del lenguaje sobre la totalidad de hechos de la cultura. Doble reduccionismo que encogió a lenguaje la riqueza de los procesos semióticos y que asumió el lenguaje como un binarismo exagerado y prescindente del registro comunicativo, del rol de significar, del uso, de hacer cosas con palabras, por tomar, y honrar, una caracterización que revela al lenguaje como una herramienta de mayor envergadura que la de ordenar, nombrar y categorizar (Austin, 1962; Bates, 1976; Bates, 1979; Nelson, 1985; Nelson, 1986). En primer término se abordan generalidades de lo que constituyó el núcleo estructuralista, se establece en qué sentido se habla allí de una estructura, se opone esta opción con otras y se configura una demarcación que arriba a ese pecado panlingüista que se ha mencionado. En un segundo apartado se sondea la trayectoria por la que los símbolos, en acepción inédita: insignificantes, pasaron a dominar, desde un reticulo oposicional, una aventura que haría ciencia fuerte de los estudios del hombre. En tercer tiempo se ubica esta concepción de lo que sea el lenguaje (y de su alcance explicativo sobre la cultura) junto con distintas acepciones que, en ‘el siglo del lenguaje’, coincidieron en poner su rol en primerísimo lugar para evacuar problemas ancestrales y ordenar el pensamiento (Wittgenstein y Heidegger). La idea es aquí medir el estructuralismo con alternativas teóricas igualmente esforzadas en una superación del sujeto moderno, alternativas cuyos desarrollos se encuentran capitaneados por un nuevo examen del lenguaje. La conclusión apunta a señalar como tropiezo aquel afán que daba a la lingüística los pergaminos para presidir los estudios del hombre y decidir sobre las relaciones integrales del entendimiento, la cultura y la naturaleza. Afán donde el mundo se explica por un juego de lugares funcionales sin necesidad de contemplar el proceso de percepción ni a las capacidades cognitivas más indisputablemente universales. 16
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Generalidades Del estatuto que conviene al estructuralismo y las dificultades para dar con él De entre los nombres asociados más íntimamente con el paradigma estructural (valga aquí ‘paradigma’ en un sentido lato: el que puede tener el estructuralismo en calidad de apuesta extra-científica), todos toman partido por la causa (Lévi-Strauss, Lacan, Greimas, Barthes, en más de un sentido Althusser y Foucault, luego un surtido elenco de figuras con diverso grado de notoriedad) y sin embargo se separan de ella en uno o más aspectos de los que hay en juego (obvia excepción de Lévi-Strauss). Estos aspectos incluyen la negación del hecho histórico entendido como progresismo, partición flagrante natura/ cultura, aspiraciones omniabarcativas en todo el espectro de los estudios del hombre, pretensiones formalizadoras (y, con ello, autonomía del signo –o símbolo, o significante– con respecto a determinaciones exteriores a sus posibilidades de composición), destitución del hombre (del sujeto y la consciencia) en una explicación que lo desarma en causas y condicionantes y que desdibuja la figura de la libertad. No hay un programa claro que defina qué características deben reconocerse para estar por dentro o bien por fuera de la orientación. El estructuralismo trabajó a puertas abiertas para que todos probaran la receta. Los límites porosos y las líneas divergentes de los que se involucraron con un modo estructural de repensar al hombre toleraban la entrada y salida de proyectos por momentos consonantes pero por otros momentos antitéticos. ¿Cómo se hace casar que la estructura sea isonómica de ciertas propiedades cerebrales para Lévi-Strauss con la supremacía de lo simbólico que en cierto tiempo enarboló Lacan? De estos contornos imprecisos resulta que el estructuralismo no deba llamarse paradigma, en la acepción de Kuhn (1992), tan bastardeada, ni tampoco programa de investigación científica (en lo que sigue: PIC), como quiere Milner (2002). Hablar de PIC choca con objeciones de primer nivel (fuera de que en sí mismo el PIC sea tema de calientes discusiones epistemológicas). Para empezar, baste poner entre paréntesis el ítem de las predicciones que Lakatos marca como condición: las predicciones estructuralistas, dígase en general las que puedan haberse refrendado con una evidencia empírica objetiva, suelen ser hoy tan debatibles como ya lo fueron en los tiempos de su concepción, con esta diferencia: la novedad del planteo estructural se ha disipado y el lapso de gracia concedido a todo ensayo intelectual para probar sus tesis expiró. 17
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Ni PIC ni paradigma, en realidad, si hemos de conceder a Kuhn una prerrogativa sobre esta categoría (1962). En su obra, las ciencias sociales todavía no han superado la pre-ciencia, lo que impide usar este concepto, paradigma, con un mínimo de propiedad. Para el caso ejemplar de la psicología, la hegemonía lingüística preconizada por el estructuralismo llevaría a tomarla como una ciencia social, una pre-ciencia, pues, sin paradigma. Esto casa muy bien con lo que el estructuralismo, fuera de sus aspiraciones, ha concretado en términos de ciencia. En efecto, muchas ideas de fondo de los estructuralistas fueron objetadas, al comienzo, por su metodología imprecisa, y luego desmentidas desde la investigación empírica. Para indicar sólo un aspecto: la llamada ToM, o teoría de la mente –la capacidad para captar las intenciones de los semejantes y entenderlos como agentes de experiencia–, impugnaría que el papel decisivo, en lo que atañe a la cultura humana y la socialidad, deba asignarse al habla o al lenguaje, en la medida en que el lenguaje, en términos de sistema reglado, está presente en individuos con el síndrome de Asperger (donde simultáneamente falla la aptitud para hacer ‘lectura de mente’). Discriminar lo que es social –en el nivel de la psicología y la comunicación– de la carga biológica que predispone al hombre para hablar (contra el aserto de que el hombre es entrampado en el lenguaje –véase infra, nota 27), de los sistemas senso-perceptivos que obligan a categorizar fuera de cualquier grilla opositiva, esto es, de las imágenes que impregnan por sí solas la conducta humana (y cuya acción pregnante ha sido remitida por los estructuralistas al orden del símbolo y a la combinatoria), ello da una visión que empeña el mundo humano sobre el mostrador de lo simbólico, entendido por su parte como relaciones que podrían saltearse los determinantes del significado y de lo real. De aquí que no haya paradigma estructural más que para estructuras de tipo kuhneano, una matriz disciplinar –según propia definición– que no busca dar cuenta del concepto de Hombre sino de la actividad científica. Puede agregarse que estas estructuras tienen contenido y que, si este posee algún tipo de organización interna (como no podría no ser) ésta no es prevalentemente opositiva ni formal, no puede proscribir de sí el rubro semántico. Los paradigmas están suspendidos de la irracionalidad de los
Para la ToM, Carruthers (1996), Gordon (1996), Meltzoff (1995), Meltzoff (2002), Premack & Woodruff (1978), Wimmer & Perner (1983), entre una bibliografía que ya recorre varias décadas; para sus relaciones con los trastornos autistas, cfr. Baron-Cohen (1991), Baron-Cohen, Leslie & Frith (1985), Leslie (1987) y Frith (1991, 2003).
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cambios sociales, de una para-racionalidad (por respetar las protestas de Kuhn contra la acusación de haber vuelto a sembrar un irracionalismo). La obra de Kuhn (y la de Toulmin, entre los pioneros) consistió en abrir el campo de la ciencia hacia costados en los que el contexto llamado de justificación se halla influenciado por factores extra-racionales, a destajo de lo que aspiraba a edificar el Círculo de Viena. La estructura paradigmática kuhneana camina así en el sentido de situar la actividad científica dentro de fuerzas seculares de las que no puede marginarse. Por ende ya hay aquí una distinción fundamental: el estructuralismo a la francesa ha perseguido naturalizar el mundo del sentido y reducir, con ello, toda comprensión empática o supeditada a la autognosis (Dilthey) por una armazón combinatoria de rango objetivo, mientras que la estructura de tenor paradigmático parte de la inclusión de los determinantes de color histórico-social y ciertos avatares del sentido (histórico-sociales) entre los quehaceres y los meandros de la actividad científica. En cualquier caso podría asimilarse aquel planteo kuhneano, su concepto de estructura, con el desarrollo foucauldiano de las epistemai, estructuras ciertamente de tipo sui generis en relación con los trabajos más cientificistas (sólo que si episteme y estructura comparten aristas de interés, aquella tiene un diferente alcance y nunca se esclarece –como sí pretende de alguna manera haber logrado Kuhn– cuál es la clave de sustitución que catapulta de una instancia histórica en otra siguiente; a este respecto pueden consultarse críticas feroces de Piaget sobre esta forma de historización de los conocimientos –ver infra, nota 23). ¿Qué sería entonces aquel estructuralismo si no un paradigma ni tampoco un PIC, cuando blande sus estandartes de estar vinculado con la cientificidad? Diremos pues, a falta de mejores denominaciones, que constituyó una orientación, un pensamiento que alentaba proponer parámetros estrictos al trabajo en las ciencias humanas en tanto que definidas a partir del signo, y en particular del signo del lenguaje.
El signo lingüístico es acuñado por Saussure (1915). El estructuralismo ha rescatado en él la noción de valor: el signo adquiere el suyo en un contexto sígnico. Pero si en el estudio de la lengua puede postergarse el cuidado del referente no está claro que otro tanto pueda hacerse en la investigación social, en antropología, en el abordaje de la historia. En la medida en que el lenguaje es asumido como una forma de interacción entre individuos que obran sobre el mundo, el referente media en toda comunicación, sea en interés directo de los dichos, sea como el fondo frente al cual lo dicho se decodifica inteligiblemente. La función informativa del lenguaje (Jakobson, 1963), incluso el coherentismo de la ciencia han de acabar en algún punto mirando hacia el mundo, hacia el fenómeno, a lo que presenta cierta visibilidad.
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Un pensamiento, un rumbo y una peripecia intelectual. “No es una escuela ni siquiera un movimiento (…), pues la mayoría de los autores que suelen asociarse a ese término distan mucho de sentirse ligados entre sí por una solidaridad de doctrina o de combate. Apenas es un léxico” (Barthes, 1964: 255). Ello es al menos más que proponer, como definición, que hubiera consistido en un momento (Dosse, 1992). Fue también una agenda en cuyo consecuente desenvolvimiento se mezclan un método y una filosofía, un concepto del hombre y una cierta navaja de Occam. El horizonte de esta agenda era ante todo promover rigor en las ciencias del hombre. Esto sería posible bajo el padrinazgo de los desarrollos saussureanos y de su continuación por la Escuela de Praga (más la pretensión de que el sentido, hasta allí co-esencial respecto de la condición humana, se pudiera volatilizar por el recurso de la formalización). Detrás del aura innovadora late una moción cientificista y una metafísica en la que lo real no se reduce a ciertas estructuras (como si en la estructura hubiese nada más aparecido un nuevo heurístico metodológico) sino que es en sí mismo estructural. Como dice Pouillon en un prólogo clásico (Pouillon, 1966), no habría bastado definir a la estructura como un agregado de elementos solidariamente organizados de manera tal que la totalidad suponga algo diverso y superior (se entiende: en grado de complejidad) que la mera adjunción de partes. Si sólo fuera así, no habría mayor distancia con las configuraciones perceptuales (las Gestalten) u otras aproximaciones que abordasen a lo real desestimando la lente atomística. El estructuralismo de corte francés se localiza en el atrevimiento de haber postulado, para las ciencias del hombre, un perfil conceptual-operativo con el que tendrían por fin el estatuto de ciencias incuestionables. Un avance posible al proponer un nuevo objeto, un nuevo real: las estructuras en tanto imbricadas con la realidad, las estructuras en tanto que objeto y método a la vez (una particularidad que toca nada más a la ciencias formales). Las matemáticas del grupo Bourbaki, bajo el afán de organizar niveles cada vez más grandes de inteligibilidad, eran a su manera ya estructuralistas (y ‘estructura’ es por supuesto un término de polisemia harto difícil
Barthes dirá que en ese léxico se trata fundamentalmente de una actividad, actividad de simulacro (propone un objeto sobre lo real) que abarca tanto al pensamiento científico como a la poética.
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de acotar), pero el nuevo estructuralismo postula un descubrimiento por el cual los saberes del hombre se colocarán, por fin, junto a las ciencias indudablemente establecidas. Tal es: lo real está en sí mismo preso en lo simbólico. Se crea un objeto: real-simbólico, con el que cabe hacer al modo de la ciencia, rechazando la especulación, y por cuyo expediente las humanidades se proyectarán al campo del conocimiento riguroso. Se trata, grosso modo, de un esfuerzo para naturalizarlas, aunque se haya propuesto un corte sustancial, cualitativo, entre el mundo de la cultura y el de la naturaleza, ambos comunicados –Lévi-Strauss– por el puente de un método formal (sin caer en formalismos -cfr. infra). No está muy claro a veces qué tipo de formalización se invoca. Entre la nueva lógica o logística (como se la llamaba) y el sonado binarismo de Jakobson abarcando todas las oposiciones fonemáticas (tablas que ilustran, que describen, pero que no aportan un lenguaje proposicional ni tienen voluntad de demostrar) median más divergencias que aspectos comunes. La pregunta inminente es si aquella moción naturalista rindió frutos perdurables. Otra pregunta, subalterna, es si puede pensarse el estructuralismo como forma de naturalismo. Si el método parte de la adopción del tratamiento saussureano de la lengua, (que el ginebrino había fundado como objeto de los estudios lingüísticos), ¿puede afirmarse que el propósito del estructuralismo hubiera sido algo como un naturalismo? Por una parte, la propensión a matematizar, a coquetear de un modo un tanto improvisado con los implementos de las disciplinas duras (Bouveresse, 1999; Sokal & Bricmont, 1997) aproxima sus empeños a los de las ciencias naturales. Por otro, la lengua es rescatada como hecho social, de una extracción diversa que el fenomenismo natural. A esto se suma que el afán de matematizar sucede a una primera tentativa donde lo formal es de otro fuero: el formalismo de las estructuras fonológicas no debe nada a la abstracción de tipo matemático.Veremos cómo se produce, allí, un sutil
Recordemos: bajo el rótulo de binarismo se entiende en lingüística una pauta que ordena las lenguas por presencia/ ausencia de rasgos especificativos. Donde se ha revelado más fecundo ha sido en la fonología, distinguiendo rasgos de sonoridad: vocálico/ no vocálico, consonántico/ no consonántico, nasal/ oral, denso/ difuso, continuo/ interrupto, estridente/ mate, recursivo/ infraglotal, sonoro/ sordo, tenso/ flojo; y rasgos de tonalidad: grave/ agudo, bemolizado/ no bemolizado, sostenido/ no sostenido (Jakobson & Halle, 1967).
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deslizamiento entre dos formas de abstracción por vía de cierta vaguedad en torno de la calificación ‘formal’. Al trabajar el campo cultural, el campo del significado, aquel que Dilthey había segregado del método natural bajo la rúbrica de Geisteswissenschaften (campo en el que la clave es una atribución de contenidos psicológicos para entender la historia y las consciencias de los hombres que la hicieron), campo que el existencialismo había reivindicado como el plano más estrictamente humano –al disputar entonces el mismo terreno al humanismo todavía reinante y perseguir una eliminación de su protagonista vertebral, pues ya ni el hombre ni el sujeto ni la luz de la consciencia cuentan más que como epifenómeno (todos disueltos en la malla de las fuerzas inconscientes que sujetan al sujeto a ser tan sólo un tema: subject, o sujet), el corolario será un presuntivo nuevo estadio de la actividad intelectual en lo tocante al signo, o símbolo, que en adelante La manera de formalizar, en realidad modelizar, se presta a controversia. Para Milner (2002), el estructuralismo matematiza sin reducir la thesis a la physis, lo positivo a la naturaleza. Los discutibles resultados obtenidos por la investigación de corte estructuralista dan la palabra, de una parte, a los que reivindican la inaplicabilidad del método de las ciencias naturales a las sociales (defendiendo, por ejemplo, la hermenéutica) y de otra parte a quienes estarían dispuestos a llevar la reducción hasta los últimos confines. A medio camino, no queda claro de qué forma podría no tratarse de naturalismo si, como Milner sostiene, el estructuralismo está parado sobre la ciencia moderna definida como acoplamiento de matematización y verificación empírica. Según él, cuando Lévi-Strauss traza la oposición naturaleza/cultura, “se trataba para él de señalar que la exigencia de ciencia cuyo programa él establecía no debía pasar por una renaturalización” (Milner 2002: 202). Sin embargo, Lévi-Strauss entiende que las leyes sociales se reducen o se espejan en las leyes del cerebro para procesar información del medio, con lo cual ¿por dónde pasaría esa diferencia categórica? A favor de Milner, sobran lugares donde Lévi-Strauss sostiene que esa partición entre lo universal y natural versus lo cultural y normativo (nómico), sólo es metodológica. En sus palabras, “Si usted entiende por naturaleza el conjunto de manifestaciones del universo en el cual vivimos, es muy cierto que la cultura es ella misma una parte de la naturaleza. Cuando oponemos naturaleza y cultura, tomamos el término naturaleza en un sentido más restringido que concierne a lo que, en el hombre, es transmitido por la herencia biológica. Desde este punto de vista, naturaleza y cultura se oponen, ya que la cultura no proviene de la herencia biológica sino de la tradición externa, de la educación. Ahora, usted puede decir: la cultura en sí misma, el hecho de que haya hombres, de que estos hombres hablen, de que estén organizados en sociedades que se distinguen las unas de las otras por diferentes costumbres e instituciones, todo esto es, desde un cierto punto de vista, una parte de la naturaleza, y está en derecho de plantear –pero es una visión metafísica– la homogeneidad de la naturaleza” (Charbonnier 1961:185). Pero allí mismo agrega de su propia metafísica (“reintegrar la cultura en la naturaleza y, por último, la vida en el conjunto de sus condiciones físico-químicas”): naturalismo en que incluso resuena, contra la protesta de exclusividad de la cultura, un designio reduccionista.
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encarnará el factótum para todo aquello ante lo cual las viejas ilusiones de la Ilustración quedaron obsoletas. El expediente del lenguaje sirve al estructuralismo para una refundación de saberes sociales. La víctima de la revolución será el monarca indiscutido del sujeto cartesiano (más su correlato liberal, el individuo libre dueño de sus actos). En efecto, la comunidad espiritual que hubiera entre las disciplinas culturales ahora encuentra un nuevo centro. ¿Que hay de común entre antropología, lingüística, psicología (en verdad, el psicoanálisis), sociología, filología, economía o historia, cuando el eje que las mancomuna, el hombre, la res cogitans, ha sido desbancado? En el punto de comunión se encuentra lo simbólico entendido como aquel registro del que surge el orden y la significación. Lo simbólico aporta las claves de funcionamiento en las que el símbolo, en su calidad basal de una unidad computativa, digita los movimientos para un juego autónomo de relaciones e intercambios. (Aquí precisamente, entre estas relaciones e intercambios de lugares se produce un mestizaje poco transparente entre lenguaje y lógica, fonología y método deductivo, que empaña la vocación del estructuralismo por lo que llama formal). Indicativo es, además, que la organización del material en la malla simbólica siga los lineamientos del sistema sígnico lingüístico, saussureanización del universo de las significaciones que tempranamente ha sido replicada. Dicho en un aforismo, para el estructuralismo el diccionario importa menos que la reglamentación gramatical (sobreentendiendo que esta no presenta, a veces, otras reglas que las de una oposición que da su sitio a cada mínima unidad componencial). Esto en concreto parece haber sido un estandarte de su enfoque y de su praxis. Será abonado por distinto tipo de herramientas, con la fonología como aquel préstamo mayor, aun si se habla de lógica y de formalismo en un sentido que alude a la lógi …“se han de rechazar las conclusiones precipitadas de algunos lingüistas y semiólogos que han negado el carácter de signo a fenómenos que no se adaptan al modelo lingüístico. Pero también se han de evitar las transposiciones fáciles del modelo lingüístico a tipos de signo que no lo soportan” (Eco, 1973: 105). Lévi-Strauss se defiende, acusado por Haudricourt y Granai de identificar lenguas con sociedades (habrían cometido “el mismo error de Gurvitch”), sosteniendo que él ha dicho simplemente que aquel abordaje con parámetros lingüísticos es de más profundidad, “lo cual no excluye que haya otros aspectos cuyo valor explicativo sea menor” (Lévi-Strauss, 1959: 122). La aclaración deja las cosas como estaban: el lenguaje manda sobre lo demás. Manda sin ser lenguaje, porque –según se verá– sólo resulta una fonología. “El estudio de una lengua no sólo conduce (…) a la lingüística general, sino además, más allá de esta última, nos lleva con un mismo movimiento hasta la consideración de todas las formas de comunicación” (Ibid.).
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ca de un modo tangencial. Hay un problema en aludir a aquella lógica, nacida para elucidar los contenidos proposicionales, y a la vez ligar su nombre a los parámetros lingüísticos cuando el lenguaje, de manera muy concreta, era el obstáculo contra el que aquella se desarrollaba (Frege). En cuanto a los fonemas, ocurre que su configuración diferencial-opositiva será inconteniblemente propagada a todos los registros y fenómenos hasta encajarlos dentro de su molde. Como afirma Pouillon (1966: 15), ningún terreno está prohibido al estructuralismo. La práctica de reducir a oposiciones elementos que valen por su lugar, sólo por él, puede precipitarse a veces en un entretenimiento cabalístico si no se atiende a la semántica de las piezas involucradas. De la entidad del estructuralismo y las dificultades para dar con ella Desde mediados de los años sesenta, cuando el término estructuralismo están en boca de todos y aparecen ensayos con estructuras por doquier, cuando la orientación ha desbordado largamente el encierro de los intelectuales para difundirse como doxa (así Milner, 2002), surgen publicaciones destinadas a exponer para el gran público de qué se trata esta renovación que ha tomado París desde la periferia provinciana (Dosse, 1992). De ellas pueden sacarse algunas notas de relieve para espiar cómo se concebía a sí mismo el estructuralismo. Tómese por ejemplo aquel estudio de Piaget (El estructuralismo, 1968), integrador, sensible a diferencias y a rasgos comunes. “A menudo se ha dicho que es difícil caracterizar al estructuralismo, debido a que ha revestido unas formas demasiado múltiples para presentar un denominador común” (1968/ 1969: 9). Luego de las cautelas habituales marca que el cogollo pasa por un ideal: ideal de inteligir el orden no inmediatamente manifiesto de las cosas. Se recono Había que ser Roger Caillois para echar sobre Lévi-Strauss estos mismos reproches en el discurso de ingreso del padre estructuralista a la Academia Francesa, el 27 de junio de 1974: “Esta –la estructura– es descubierta por una perspicacia combinatoria que descubre oposiciones y congruencias, connivencias y exclusivas, afinidades y alergias, isomorfismos y…Debo detenerme. No logré encontrar en ninguna parte una palabra que se opusiera a esta. (…) ¿No será que el sistema otorga demasiadas facilidades desde el principio para llenar el más mínimo vacío? (…) Se ve que el campo está ampliamente (¿demasiado ampliamente?) abierto. (…) Una teoría que se presenta como ciencia lo afirma en vano a partir del momento en que la estructura misma del sistema lo vuelve irrefutable. (…) Es una mera cuestión de ingenio. La capacidad de absorción que [estas construcciones] demuestran es infinita e irremediable. Por ende, sólo serán para-científicas” (Bilbao & al., 2009: 482-3)
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cerá lo vago de este punto de partida, apenas algo más que una intención. Acto seguido Piaget puntualiza: el estructuralismo debe confrontar con diferentes concepciones según sea la disciplina. En matemáticas se opone, por el expedientes del isomorfismo, a la compartimentación de sus diversas especialidades. En lingüística se opone al comparativismo que había postergado, detrás de los métodos y la afición de la filología, su objeto indisputable, i.e. la lengua. En psicología diverge de aquellos ensayos de atomización que habían alimentado al conductismo, la psicología de los laboratorios europeos en general y la escuela reflexológica. En filosofía, reniega del historicismo y las apelaciones a un sujeto en posición de ejercer un control sobre aquello que elige o sabe hacer. Luego tenemos su definición: una estructura es un sistema de transformaciones que responde a leyes. Conforme con ellas (tomando mayor o menor cuenta de las propiedades de los elementos) se retroalimenta autorregulativamente, se equilibra sin recurso a instancias exteriores. Ya aquí tenemos algunas dificultades. ¿Cuál es el estatuto de esto recién definido: es un heurístico, una metodología, acaso una atalaya filosófica? “En segunda aproximación, aunque se puede tratar de una fase tanto ulterior como inmediatamente subsiguiente al descubrimiento de la estructura, ésta debe poder dar lugar a una formalización. Únicamente hay que comprender muy bien que esta formalización es la obra del teórico, mientras que la estructura es independiente de él” (1968/ 1969:10-11). La estructura no es metodológica, sino ontológica, y en cualquier caso la formalización es una instancia deseable a la que la ambición científica del estructuralista debe aspirar. De ello, el estructuralismo será metodológico sólo porque ha desentrañado una ‘materia’ estructural. La discusión que sigue atañe entonces al nivel en que se puede presumir que la estructura es en efecto real, y en todo caso, si la posición se puede defender tanto para el lenguaje como para, en un pie de igualdad, la inteligencia, los organismos físicos y la cultura en general. ¿La estructura, cada cual, es lo más real, lo irreductible de su campo? ¿Cómo conviven todas entre sí? Para Lévi-Strauss las estructuras se vacían en la estructura. Para Lacan es la estructura lo que constituye lo simbólico como el orden rector (lo imaginario posee leyes propias –Lacan, 1975–, no es en sí mismo estructural sino que se estructura desde el mirador-significante). Así, la dualidad de structural/ structurel, en francés, exhibe su fecundidad. “Structural remite a la estructura como sintaxis, structurel remite a la estructura como realidad [concreta de una organización]” (Pouillon 1966/ 1969:13).
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En ambos es el lenguaje, resumido en su más palpitante desnudez, lo que articula el universo estructural. Para Piaget, por el contrario, las estructuras de la inteligencia no se explican como una sintaxis ni como fonología. Esto señala una ruptura conceptual de envergadura. Si la estructura o lo simbólico está dado desde el vamos para ciertos estructuralistas, las estructuras piagetianas se suceden y se dialectizan entre posibilidades asimiladoras del sujeto y acomodaciones a la intransigencia anti-idealista del objeto. En ellas no se trata de encontrar algo que estaba todo allí desde el comienzo, un pre-existente que se imprime en el sujeto, sino de que éste en sí mismo coordine su acción y luego representación con la dureza de un fenómeno extra-subjetivo. Aunque el progreso de estas estructuras pudiera decirse que obra por detrás de la consciencia, este sujeto cuenta en ellas menos como un elemento que como un protagonista. Por otra parte, si ‘estructura’ se entiende en Lacan y en Lévi-Strauss como un dispositivo que tanto se desenvuelve en un sentido, y plasma cierta realidad, como puede también retroceder a un punto cero y adoptar una organización distinta (ir por así decir para adelante y para atrás), en la psicología genética el proceso de estructuración carece de regreso. No hay retroceso del nivel de operación formal al sensorio motriz, y la reversibilidad, que la hay, es intestina a cada grado de organización. De esta manera se puede apreciar una versión genética y otra anti-evolutiva de lo que se compromete bajo la noción de una estructura. En ambos casos la estructura es real, pero de dos modos distintos. De un lado, el enriquecimiento de la inteligencia es subsidiario de los procesos de adquisición determinados por la temporalidad ontogenética; de otro, se ha suprimido la flecha del tiempo y la historicidad. En la figura de Lacan quizá puede entreverse un híbrido de temporalidad irreversible (al fin y al cabo hay una historia del sujeto) junto con la convicción de que en el tiempo cero ya está todo preacondicionado y en plena vigencia. Que haya après-coup, nachträglich, vueltas de pulsión, no puede desdecir que el tiempo incida de manera histórica. Subsiste todavía lo que ninguno de estos tres nombres discute, esto es, que la estructura es real. Sobre este particular se había expedido Umberto Eco en La estructura ausente (1968), donde realizaba un lapidario examen de las implicancias de que el estructuralismo se atreviera a postular, como la encarnadura de las cosas mismas, aquel binarismo que les da sustento (o, mejor dicho, se lo quita –pues no hay nada que sub-sista en el sentido de alguna sub-stancia). Advierte con justeza que postulaciones tales son de 26
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extracción filosófica por mucho que se amparen en ejemplos de constatación empírica. “La buena filosofía es aquella que sabe que lo es, la mala es aquella que se presenta con objetividad científica” (Eco, 1968/ 1999: 343). Si la estructura es una hipótesis científica, debe ser refutable. Para ser refutable debe contener sus dichos más acá de todo aserto sobre la naturaleza del hecho en cuestión.Y si detrás de toda hipótesis científica, se sabe, cursa un lecho de acepciones metafísicas, debe considerarse a vuelta del trabajo empírico si tales postulados, por principio incontrastables, siguen siendo sostenibles. Que el mundo esté en sí mismo estructurado es una afirmación más que epistemológica, trascendental, con lo que estamos ya por fuera de lo que compete a la labor científica. Si la estructura es real, ¿es resultado del metabolismo gnoseo-subjetivo? El sujeto de marras podría bien estructurar lo real como la posibilidad de asirlo que le ha sido conferida, y con esta manufactura aún se podría decir de la estructura que está allí, que es la matriz humana de los hechos como tales (estructura-objeto del entendimiento en su versión kantiana). Pero aun así, no como una estructura en sí sino para nosotros, hay que plantear que allí el dilema se propone entre si la estructura es una instancia de objetividad indiscutible, universal, el incoercible efecto de nuestra capacidad de conocer, o si es una estrategia que, apuntando hacia el fenómeno, admite que mañana pueda proponerse un mejor abordaje. La posición lévi-strausseana invita a suponer que se acomoda bien dentro de la primera alternativa: hay estructuras en el mundo porque nuestra mente no podría menos que estructurar. Una de dos: o la estructura es un modelo, un método, un ensayo, o es el andamiaje cognitivo que, hipostático, subyace a todos los fenómenos y se sustrae de la refutación. “El estructuralismo ontológico, (…) que concibe el lenguaje como la presencia de una fuerza que actúa a espaldas del hombre, una cadena de significantes que se impone por medio de sus propias leyes probabilísticas (…) deja de ser un método (…) y se convierte en Filosofía de la Naturaleza” (Eco, 1968/1999: 384). En Barthes, Greimas, Lévi-Strauss, Lacan sobran pasajes en los que la apelación científica se halla presente, pero a su sombra se despliega la confianza de haber dado con la roca viva de lo que se trata. Sigamos con Piaget: su texto es sugerente. Asigna a la estructura tres particularidades: totalidad (a), transformaciones (b), autorregulación (c). Coincide con Pouillon, para quien el conjunto organizado de una estructura consta de dos únicas propiedades: totalidad e interdependencia (1966/1969:5), preñadas (la
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En cuanto al primer punto (a), señala que aquella totalidad mentada no es un emergente, algo que se desprende de las relaciones entre los particulares, ni tampoco una totalidad que surja de agregados de unidades simples anteriores e inconexas, sino que existe donde cierta relación entre los elementos es sinónimo de una unidad total. Esta primera cualidad requiere de esclarecimiento. Piaget indica que se trata de totalidades de elementos ya relacionados, de una forma en la que el todo no se sigue de las partes ni estas de él, lo que supone bicondicionalidad: hay estructura siempre y cuando haya a la vez constituyentes intersolidarios. Milner lo escribe así: “La estructura es el elemento y el elemento es la estructura (…) Se aprecia aquí hasta qué punto el estructuralismo ignora el bourbakismo y a través de él todos los usos matemáticos del término ‘estructura’. No por incapacidad sino por una razón de fondo: entre estructura y elemento hay que descartar, desde un principio, cualquier jerarquía de tipo conjuntista (…) el medio más seguro de echar a perder el estructuralismo consiste en pasar por la teoría de conjuntos” (Milner, 2002: 157)10.
Bajo este aspecto se cuela una ambigüedad que ha hecho correr la tinta: ¿cuánto de las características del elemento pesa en la coordinación estructural? Según el sesgo con el que se lea el pasaje de Milner, que el elemento sea/se identifique con el todo puede sugerir que las características que aquel tuviera se proscriben del entretejido de valencias al que está ligado (no importan los contenidos, sino los lugares que los elementos indistintamente pueden recibir desde las determinaciones del sistema). Resulta difícil, sin embargo, atribuir a la estructura piagetiana este tenor. Si se extrajeran conclusiones de una afirmación tan radical, no habría un sí mismo de los elementos integrantes del sistema, funcionales exclusivamente a operaciones de corte supraordinal. Esto desborda largamente los debates en torno a la construcción social (o no) de los conocimientos:
tercera) de una “sintaxis de transformaciones que permiten pasar de una variante [de la estructura] a otra” (1966/ 1969: 8). 10 Por otro lado habría que suavizar eso de que se ignore, entre los estructuralistas, todo uso matemático del término estructura. El punto es que, según Milner (2002), el estructuralismo más genuino comienza a perderse cuando Lévi-Strauss y Lacan recurren a las matemáticas; sin embargo, ambos se mantendrán dentro del rótulo, máxime Lévi-Strauss, que nunca se ha apartado de él.
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desde uno u otro mirador, con mayor o menor agencia del sujeto en la constitución de su universo (aunque el espacio para los imaginarios quede recortado en el tipo de pensamiento que aquí comentamos), tanto si hubiera o como si no hubiera clases naturales, se impone la percepción de que es posible una objetividad (o bien una intersubjetividad) sobre las propiedades llamadas intrínsecas (affordances) de los objetos. Se puede ser relativista-cultural sin caer en un concepto de estructura que anonada el ser en sí y por sí de los entes del mundo. Pasemos a (b): transformaciones. Hay grandes diferencias entre el grupo de transformaciones proposicionales de Piaget (grupo INRC: identidad, inversión, reciprocidad, correlatividad, parte de aquella psico-lógica, o lógica operatoria, que plantea la forma ‘grupo matemático’ para la descripción de la aptitud intelectual de los adolescentes), el cuadrado semántico de Greimas y Rastier (1968), las oposiciones de Jakobson (1963) y Lévi-Strauss, la valoración de la estructura en Benveniste (1966-1977) o Dumézil (1952). Lo más problemático es que la estructura oscila en algunos autores entre un orden cerrado de operaciones algebraicas y una clasificación. Por cierto, tampoco la lógica operatoria de Piaget consiste en cadenas deductivas sino en un sistema de conjuntos intertransformables de proposiciones, pero al contrario de algunos ensayos simplemente taxonómicos la diferencia consiste en que su trabajo ha producido una cartografía del pensamiento natural que sí puede evaluarse y no reposa sobre una lectura subjetiva11. Esto obedece a que puede llevarse sin dificultad a un plano de contrastación. Cuando el criterio se elastiza demasiado y las transformaciones son de tan vasta amplitud que todo puede colocarse de alguna manera en relación, cabe la suspicacia de si con ‘transformaciones’ no se está diciendo una trivialidad.
“La lógica de Piaget contiene ciertas definiciones, pero como su intención no era construir un sistema deductivo carece de axiomas y de reglas explícitas de inferencia. Esta lógica, elaborada en un nivel intuitivo, presenta una serie de estructuras formales sugeridas por la observación del psicólogo, y que en algunos casos, como el grupo de transformaciones de la lógica proposicional, corresponde a verdaderas estructuras algebraicas” (Castorina 1970: 121). Así, tomando por ejemplo el caso de la disyunción llamada inclusiva tenemos I= p V q, N= p ↓ q, R= p | q, C= p • q. Aplicada una operación cualquiera, el grupo producirá una nueva que le pertenzca. Lo mismo para cada una de las dieciséis operaciones binarias de la lógica proposicional. Cuando las operaciones de estructuración en Lévi-Strauss son presentadas, no es ya el rasgo formal, ajeno al contenido, lo que se discute, sino que se haya configurado, por un lado, un álgebra digna del nombre, por otro que esto condiga rigurosamente con el campo de fenómenos al que se adscribe. 11
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Punto (c): autorregulación. Consiste en la aptitud de la estructura para obrar sobre sí misma, conservando las transformaciones dentro de ciertas fronteras. La regulación puede ser de dos tipos. Reversible en un sentido duro, donde 6 + 7= 13 pero 13 – 7= 6, y en otro sentido blando o temporal, donde se trata de que puede reinstaurarse un estado de cosas 1, anterior al estado presente 2, en un tiempo t3, esto es, sin volver para atrás el curso del suceso. Ambas regulaciones satisfacen el principio de relativa clausura que se ha adjudicado a la estructura, y la duplicidad permite que la formalización respete el tiempo (no la historia) con que sólo entienda que el acontecer empírico no es en sí mismo matemático sino más bien un rubro matematizable. Posiblemente cualquier estructura de las que se elaboraron durante el período estructuralista cumpla estas características marcadas por Piaget, pero surgen inconvenientes a la hora de examinar cómo se satisface aquella tríada fundamental. La forma de totalizar es divergente de Barthes a Lévi-Strauss, o de los ‘todos’ plenos a aquellos articulados en torno de alguna falta (caso de Lacan). Analicemos otro intento de explorar el estructuralismo que diseña el tópico de un modo algo distinto. Para Gilles Deleuze (1973) el estructuralismo se reconoce en algunos criterios básicos que en algún caso resultan ortogonales al examen de Piaget. Luego de catastrar los nombres que usualmente eran relacionados con el pensamiento estructuralista (“injustamente o con razón: un lingüista como R. Jakobson, un sociólogo como C. Lévi-Strauss, un psicoanalista como J. Lacan, un filósofo que renueva la epistemología como M. Foucault, un filósofo marxista que retoma el problema de la interpretación del marxismo como L. Althusser, un crítico literario como R. Barthes, escritores como los del grupo Tel quel…”) plantea una cardinalidad fundante: toda estructura es de lenguaje, “no hay estructura más que de lo que es lenguaje”. El lenguaje es fundador del campo estructural. In principium erat Verbum, como arguyó Lacan en su Seminario, peleando más tarde por la mejor traducción de Verbum, que en sus términos, pro domo sua, equivalía a lenguaje. Lo estructural-estructurable alcanza hasta donde el lenguaje abarca, “aunque se trate de un lenguaje esotérico o incluso no verbal”. Esta segunda cita implica de inmediato la exclusión de la obra piageteana, cuyas estructuras no están soportadas por el signo –ni el signo lingüístico ni ningún otro. Por mucho que la aparición de la función semiótica conlleve una inyección vital a la organización del pensamiento, las estructuras sucesivas de la inteligencia no son por lenguaje, no dependen de él. Ha30
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bría quizás que sopesar si mejor que el soslayo de Piaget no hubiera sido una reevaluación del límite de la estructura. Pero esto era contrario al dictum de la etnología lévi-strausseana: todo lo cultural entra en las redes del lenguaje. La ambigüedad surge del hecho de que lógica y lenguaje son las muletillas o las contraseñas con que los discursos estructuralistas evangelizaban territorios bárbaros. Lógica puede ser metáfora de ordenación, esto está claro, pero en simultáneo está el empeño por neutralizar los contenidos y operar variables al modo de las ciencias formales (lógica de los mitos, de los parentescos, del significante, del fantasma, cuantificación del proceso de sexuación). En relación con el lenguaje, ¿todos los estructuralistas entienden lo mismo? Ni siquiera en este punto medular parece haber acuerdo llano. Donde Lacan y Lévi-Strauss consideraban que su núcleo era una pura posibilidad combinatoria, Barthes iba a multiplicar los planos de incidencia de los signos, todos igualmente relevantes (ligadura del significante y el significado, de los signos y el tesoro de la lengua, de los signos y la actualidad del enunciado) –Barthes, 1964. Aun si la posibilidad combinatoria está regida por la oposición, cuando se aborda el eje sintagmático consta una sola prescripción, más bien ausente de gramaticalidad (por ende ausencia de lenguaje en un sentido propio): serie lineal hecha de un elemento detrás de algún otro. Se habla de leyes y gramática cuando las determinaciones promovidas pecan de tibieza y se mantienen, simplemente, para sostener que es el lenguaje lo que ordena el mundo. Si nadie está dispuesto a discutir que no hay lenguaje que no sea gramatical, ello no quita que haya pensamiento, comunicación y pasiones humanas que puedan situarse más allá de la gramática (en su más lata acepción). Hay comunicación en la gestualidad protodeclarativa y protoimperativa, preanunciando lo que será la capacidad para efectuar atribuciones mentalistas a los semejantes (Baron-Cohen, 1991). La indicación con el dedo extendido es motivada, surge a instancias del objeto (con el que se muestra en la contigüidad del índice peirceano) y falta en ella el rasgo de arbitrariedad: el gesto no se opone, como pide la estructura, y sin embargo es comunicativo y es convencional (como se da en el caso del gesto de ‘chau’), luego es un hecho cultural. De allí se quiebra el emparejamiento de gramática y cultura. Esa semántica del gesto, holística (Goldin-Meadow, 2005) o global-sintética (McNeill, 1992) no responde por reglas. ¿Será pues pre-humana? Sin ir más lejos la gramaticalidad de las emisión verbal convive con el gesto. Antes de haber gramática gesto 31
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y palabra holística (palabra frase, entre los 12 y los 18 meses) cohabitan en unidades donde, emparejados, yuxtapuestos, apuntalan la creación de otros significados diferentes que los que partes representan. Desde hace largo tiempo se viene acopiando información que favorece postular una continuidad entre el gesto indicial y representativo con la paulatina adquisición de patrones morfosintácticos12. La discusión concierne entonces a la determinación de qué tipo particular de molde es el de la gramática del estructuralismo, que deja a un costado manifestaciones culturales que escapan de las tabulaciones mínimas por las que se define lo esencial-humano. ¿Qué reglas de composición interna cabe suponer en ese estrato, el más fundamental, si no las de una biología empeñada en sacar adelante una forma de vida que es social antes de todo atisbo de sintaxis o de oposiciones? Tenemos comunicación humana/cultural en ausencia de signo articulado, dirigida por una empatía temprana responsable de los intercambios del adulto y el neonato. Los intercambios son intencionales, espontáneos y rápidamente se vuelven convencionales por la gesticulación, sin el auxilio de reglas opositivas o compositivas. De ello que la capacidad para simbolizar es prelingüística y para-lingüística13. Esta caracterización del estructuralismo alrededor de lo simbólico produce, como ya hemos consignado, una baja notable. Piaget hacía psicología entre el telón de fondo de la biología y la vocación de epistemólogo que siempre confesó. A contramano de la inspiración lingüística en las otras disciplinas, la epistemología genética sacude el yugo del lenguaje sobre el pensamiento. En tiempos en que la psicolingüística se hallaba en ciernes, Piaget informaba del retraso intelectual de ciegos sobre sordomudos: el déficit –explica– pasa por el hecho de que la ausencia de vista incide más profundamente que la ausencia del rapport verbal en la organización de esquemas sensorio-motores, con la consecuencia de un
Cfr. Butcher & Goldin-Meadow (1993); Capirci & Volterra (2008); Capirci, Contaldo, Caselli & Volterra (2005); Capirci, Iverson, Pizzuto, & Volterra (1996); Goldin-Meadow (2005); Goldin-Meadow, McNeill & Singleton (1996); Gullberg, De Boot & Volterra (2008). 13 Español, 2004; Rivière & Español, 2003; Español, 2003, Rodríguez, 2010. Los estudios en primatología pueden mostrar como los símbolos (y los significantes) gozan de vitalidad entre especies no-humanas tan dispares como chimpancés, bonobos y delfines, ya sea en su medio natural, ya en una situación de cautiverio y aprendiendo una lengua de señas o de lexigramas (Corballis, 2002; Fouts & Tukel Mills, 1997; Savage-Rumbaugh & Lewin, 1994; Savage-Rumbaugh, Shanker & Taylor, 1998). 12
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retardo de las estructuras lógicas (Piaget, 1966). Piaget pensaba la estructura en términos lógico-matemáticos, y publicó su Traité de logique. Essai de logique opératoire en el mismo año 1949 en que Lévi-Strauss daba a luz su obra sobre le parentesco. La coincidencia no debe alentar la idea de convergencia, aun si el mismo Piaget pudiera haberse despistado(Piaget, 1966). La diferencia se revela cuando se compara que Piaget, bajo la acusación de logicismo (exceso formalista cometido sobre los fenómenos de alguna disciplina fáctica, por ende, sobre un orden contingente que la necesariedad del pensamiento a priori no puede abarcar), se desembarazó de aquella injusta imputación en varias oortunidades, mientras que el resto de los estructuralista se esforzaba detrás de una logisticación a ultranza. Esa exterioridad respecto del molde lingüístico, sumada a la necesidad de incorporar la génesis, fueron determinantes para que Piaget fuera apartado de los verdaderos estructuralistas14. Deleuze apunta que “En Lacan, también en otros estructuralistas, lo simbólico como elemento de la estructura está al principio de una génesis: la estructura se encarna en las realidades y las imágenes siguiendo series determinables; además, ella las constituye encarnándose allí, pero no deriva de ellas, siendo más profunda que ellas, subsuelo tanto para todos los suelos de lo real como para todos los cielos de la imaginación” (Deleuze 1973: 302).
Empero, la génesis o el tiempo que allí consta es de extracción diversa que la de Piaget. El estructuralismo, entonces, pende de la autonomía del símbolo. Este (o el signo, o el significante) es lo que hermana a las distintas disciplinas llamadas del hombre y lo que sirve para derrumbarlo, al Hombre y sus campeones (Sartre el principal, autor de dos estudios llamativamente opuestos, desde el título, al empeño de los estructuralistas: hablo de La imaginación y de Lo imaginario).Todo lo cual acaso no haya más que reem-
“Ahora bien, la función simbólica o semiótica, además del lenguaje, comprende la imitación bajo sus formas representativas (imitación diferida, etc. que aparece en el término del período sensoriomotor y sin duda garantiza el enlace entre lo sensoriomotor y lo representativo), la mímica gestual, el juego simbólico, la imagen mental, etc., y muy a menudo se olvida que el desarrollo de la representación y de la idea (sin hablar aún de las estructuras propiamente lógicas) está unido a esta función semiótica general y no al lenguaje únicamente” (Piaget, 1968: 73) 14
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plazado una filosofía por otra, ésta con un rebrillo de saber científico. En cualquier caso, lo simbólico es el nombre del enclave donde ir a desentrañar la condición humana en radical fractura con lo natural. La condición humana es inhumana, en paralelo con que el símbolo no está en el mundo para simbolizar nada sino para combinarse y, de rebote, algunas veces, producir la significación. Esta inhumanidad, deconstrucción del Hombre, es lo que menos se podría haber esperado desde la muerte de Dios, a consecuencia de lo cual se presagiaba un Superhombre –en su lugar acude la ciencia jovial que Nietzsche oteaba sobre el hombro. No el Superhombre sino paradojalmente un método y una vacancia de sujeto. De esta manera, donde había sentido, consciencia volente, el Yo, ocurre un desmadejamiento por el que esas cláusulas eran tan sólo un espejismo que debía exiliarse con todos los fardos y los fueros de los humanismos. Ahora resulta un Yo, un sujeto y un sentido que se posicionan como efectos de un principio-agente a cuyo desenvolvimiento se reducen. Es la estructura lo que, para retomar la última cita de Deleuze, significa (hace pasar por la malla de signos) lo real. Si la estructura es en última instancia de lenguaje esto es porque el lenguaje, bajo la modalidad de extrema latitud sobre la que se hace preciso discutir, es en sí mismo la estructura básica y el vaciadero de todas las estructuras. Ambas categorías se encuentran y se sintetizan en una designación común: orden simbólico, donde toda gramática, de lengua natural o artificial, toda sistematicidad y axiomaticidad, el pensamiento racional tanto como el divagatorio, la mitología, la poética, las artes, la cultura en su conjunto quedan comprendidas. Lo cultural en su más plena envergadura se activa de esa matriz de lugares intercambiables que define lo simbólico. Las culturas, en plural, son nada más aleatorizaciones de la condición simbólica, todas equivalentes en cuanto a que se reducen, nacen y colapsan en los avatares de un dispositivo sin intencionalidad ni rumbo (Lévi-Strauss, 1962). Ni el idealismo hegeliano ni el Diamat de Marx: la civilización es puro cuento y no se avanza hacia ningún destino. Menos hacia la libertad. Como su nota de mayor originalidad el estructuralismo interpone el lenguaje entre el registro de la imagen y el de lo real. La partición antes pasaba por discriminar la realidad sensible de mundo suprasensible o conceptual (el complemento de teoría o Razón que contenía de punta a punta Ideas y cálculo, categorías del pensamiento puro, silogística y filosofía política: todo ligado en una dimensión fuera de la naturaleza 34
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corruptible). Al distinguir imaginario y simbólico puro, al colocar, hablando propiamente, lo simbólico fuera de las imágenes (maniobra en la que también el concepto es afectado), es la abstracción en su sentido más genuino (la abstracción que es fórmula, estrategia, esquema) lo que se separa del significado. Queda esta geografía: un real distinto de la representación, distintos ambos de las formas vanas, lúdicas, compositivas, formas insignificantes que articulan la estructura y que han homologado el existencialismo, el mito, el otro mundo de Platón y las pinturas parietales de Altamira. Lo simbólico, así depurado de su congestión con representaciones, quizá precisó de que la máquina moderna, el desarrollo de la ingeniería industrial, mostrara los resortes de su dinamismo (Lacan, 1978). Máquina significante con capacidad de generar sus propias pautas de combinación con prescindencia de influjos externos (Lacan: red ).Todo elemento tal o cual puede seguirse, en una serie, de algún elemento tal2 o cual2 con que las determinaciones sintagmáticas lo hagan posible y sin considerar el lastre de significado que no pesa ni obsta la cadena. Los significados del signo lingüístico o las propiedades (de la clase intrínseca) que los objetos conformantes de estructuras pudieran tener (y tienen, porque antes de hacer a una estructura existen como una entidad, son frases, símbolos, ropaje, texto, cultos religiosos, figuras de dioses) no se implican en la consideración estructural. El sentido califica como un efecto colateral, parasitario de aquel mecanismo de pura combinación. ¿Cómo es posible obviar la significación y producirla? Tómese el canon de la formalización: un sistema axiomático. Para decir alguna cosa debe tener reglas y un vocabulario –so riesgo de ser, si no, una notación incomprensible. Esas constantes y variables de individuo y de función se hallan estipuladas como primitivos. Con agregado de reglas de formación (para ‘fórmulas bien formadas’) constituyen el lenguaje que, sumado a axiomas y a las reglas de transformación, dará por fin un sistema formal. Como se ve, hay diccionario en él: una semántica que fija posibilidades. Cuando un sistema es axiomático y formal (un SAF), puede proporcionar luego un ‘modelo’, en el sentido que esta denominación asume en lógica, esto es, si la interpretación de sus axiomas corresponde con la realidad (aplicación de la matriz demostrativa al mundo empírico); caso contrario no se habrá modelizado nada: mala interpretación del SAF. A diferencia de este derrotero, pasa en las ciencias fácticas que toda modelización sigue un proceso inverso. Resume, en representación de una porción de realidad, 35
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las notas esenciales con las cuales caracterizarla. De ello tenemos que el modelo es, desde la experiencia, una abstracción y no una concreción. Cuando pretende el estructuralismo que el lenguaje, en su modalidad más des-semantizada, sea el arranque para el pensamiento de lo real, la vacuidad en el lugar de los significados, la ausencia de propiedades perceptuales y conceptos lleva el pretendido formalismo incluso más allá de donde está para la lógica y la matemática. En simultáneo, no está practicando más que una tarea de modelización de aquel segundo tipo, esto es, formalizando a partir de la realidad. Esta postulación de asepsia se enfatiza a veces hasta convertirse en un antirrealismo por el que las condiciones perceptuales/ físicas de los objetos quedarían supeditadas a lo que acontezca en el seno de la estructura. Esto va de la mano del protagonismo de los símbolos. Pero Saussure, santo patrono de los estructuralistas, nunca llega tan lejos: al destacar que en la estructura sólo cuentan diferencias no descree de los sonidos o del pensamiento, que ya existen, ambos, con sus respectivas cualidades positivas. Ese mutuo recorte de conceptos y materia fónica (par convocado a coincidir en divisiones arbitrarias) sólo funda los signos de la realidad (signos lingüísticos, para más dato, que son nada más una porción). El estructuralismo defiende una radicalidad de lo simbólico en la cual pasa por alto que quizás otros parámetros de significación extralingüística puedan articular la significación humana en una jerarquía inclusive más fundamental15. Las dos masas amorfas de Saussure se escinden recíprocamente en unidades sígnicas independientes (masa del pensamiento, “caótico por naturaleza”, y masa del sonido). Esto ha llevado a suponer que antes del cruce y del recorte no hay conceptos propiamente dichos. Así: “cada término [signo] lingüístico es un miembro, un articulus donde se fija una idea en un sonido y donde un sonido se hace el signo de una idea” (Saussure, 1915). La intuición arrima ‘fijación’ y ‘masa amorfa’ para concluir de ello que en Saussure no hay pensamientos previos a la lengua. Verba significant rei mediantibus conceptibus. ¿Y antes de la palabra, nada? “Del lado del análisis lingüístico más refinado, Saussure responde a una exigencia subrayada por los mejores lógicos: aquella que favorece distinguir entre (a) la referencia concreta (…) y (b) la manera por la cual el signo propone a nuestra representación subjetiva este objeto [referencial]” (De Mauro, nota 231, en Saussure, 1915b traducción propia). Pero esto nada dice de los términos de lengua no referenciales. ¿No existen antes de la lengua? “Saussure se contenta con decir que el pensamiento es lingüísticamente amorfo fuera de la lengua. Saussure, de la misma manera que no niega que exista una fonación independiente de las lenguas (es al contrario partisano de los derechos autónomos de una ciencia de la fonación), no niega que exista un mundo de percepciones, de idealizaciones, etc. independientemente de las lenguas y que la psicología puede estudiar” (De Mauro, nota 227, en Saussure, 1915b traducción e itálicas propias). De cualquier modo, con o 15
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Bajo la tesis de que la estructura está de entrada se soslaya que es por tener ciertas propiedades que las entidades se integran con otras en un todo estructural. Los fonemas son fonemas y se agrupan con fonemas sin cruzarse con lexemas o mitemas (salvo en el pensamiento, donde todo es potencialmente significante –aunque, con serlo, y contra las protestas de Lacan, el rango de significante no esté exento de las constricciones que operan los contenidos: la carta circula como carta/letra, pero ha recibido el tratamiento de una carta/ objeto de papel con algo escrito, no el que corresponde a objetos de otras propiedades). Con excepción del plano fonológico, carente de significados, todos los planos en los que se mueve el estructuralismo presuponen ya un imaginario pleno de sentido antes de la estructura –imaginario que por cierto sirve a la estructura al proponerle contenidos. ¿Cómo podría haber significación sino a partir de palanquear en otra significación? Se pueden tomar ejemplos de Lacan, de Barthes o de Lévi-Strauss, considerarse de qué modo el padre imaginario asciende a ser padre simbólico, tomar en cuenta las reconstrucciones de S/Z o rastrillar las componendas de las Mitológicas: se ve que la estructura impone retrosignificaciones, nuevas significaciones, pero nunca el nacimiento de la significación o el pensamiento16. En este aspecto al menos, la estructura debe resignar su pretensión fundante. Dicho de un modo todavía más llano, los elementos de las estructuras son fenómenos o representaciones o conceptos: para que la estructura no sea un cambalache estos se agruparán por cierta afinidad. Peras no se conjugan con manzanas salvo que se las incluya en el conjunto (o la estructura) de las frutas, de los vegetales, de los alimentos; pero la calificación para integrar una estructura manda que las propiedades de los candidatos a integrarla sean reconocidas y
sin Saussure, las investigaciones sobre formación de conceptos entre niños preverbales (Mandler, 1992; Mandler, 2000; Nelson, 2000) han descubierto que existen categorizaciones suficientemente funcionales antes de acceder a las primeras fases de la adquisición lingüística. Por lo demás, si la lengua es sistema y por sí misma puede permitirse obviar el referente, quien estudie la cultura, en tanto la cultura es material-simbólica, nunca podría omitir de su bitácora el objeto. Al arrastrar la lengua más allá de sus fronteras, olvidando el habla y su función realizativa, las ciencias humanas estructuralistas descuidaron un flanco importante. 16 El desplazamiento, en S/Z (1970) más allá de los baremos estructuralistas no oculta la deuda; la intuición del texto está nutrida del análisis estructural, fuera de que Barthes descrea o se aparte del problema de la cientificidad.
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excluyentes. Las propiedades de tipo relacional (las intra-estructurales) están emplazadas sobre las intrínsecas de la manzana que, teniéndolas, puede ponerse en relación con otras entidades semejantes (y ordenarse, por desemejanza, fuera del conjunto de las peras). Lo mismo vale para cualquier tipo de estructuras, que dependen de sus átomos constituyentes, los fonemas, los monemas, los cenemas, los matemas, los mitemas, los sememas, semantemas, literemas y toda los miembros de aquella prolífica familia. A esto siempre se puede replicar que tales propiedades de la cosa serían como el fono en que se instancian los fonemas, el fenómeno en estado precategorial, y que el fonema, en cuanto una abstracción, es recíprocamente inseparable del sistema fonológico de una lengua concreta: vale decir que surge como tal del mapa de las relaciones para materializar la significación. Sobre lo cual es oportuno redargüir que sin ser ya fonemas, tipos de sonidos y no meros fonos, jamás llegarían a formar parte de esa conjunción con los demás, pues no son meros fonos los que hacen a tales relaciones. Valen por diferentes pero primero han de ser fonemas y tener ciertos rasgos particulares. Lo entitativo del objeto y del fenómeno es un factor a priori de que se lo incluya en una relación de tipo lingüiforme y debe ser considerado en toda su riqueza material o empírica, so riesgo de dañar su condición y desvirtuarlo. Si esto es correcto hay en la base de toda estructura una palmaria positividad, la plataforma del ser incontrovertible de las cosas y sus propiedades físicas o fenoménicas. Huelga decir, a estas alturas, que toda estructura es inconsciente. Esto en principio indica que no están abiertas a una percepción directa, pero –a espaldas del truismo– si es un hecho que se trata, en la gran mayoría de los autores estructuralistas, de alguna aproximación al inconsciente de cuño freudiano (Barthes, 1963; Jakobson, 1967; Lévi-Strauss, 1949; obviamente Lacan), cada uno hace con esta referencia un modelado diferente. Lo inconsciente lévi-strausseano es el agente posibilitador de la cultura. Está vacío de imágenes y contenidos: imprime sus leyes a los elementos procedentes del medio exterior (Lévi-Strauss, 1959). No se confunde con el subconsciente (el reservorio personal de las vivencias). Cuando Lacan marque las diferencias entre el inconsciente de Freud “y el nuestro” (1966a), ese plural con el que abarca a los psicoanalistas que siguen sus pasos puede leerse como si afirmara una comunidad de concepción con Lévi-Strauss: para uno y otro el inconsciente se actualiza en el discurso, donde las imágenes y representaciones subjetivas son estructuralmente dispuestas con acuerdo de ciertos principios de circulación 38
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(ya sean significantes, signos o mujeres)17. El inconsciente de Lacan (y de Barthes, que sigue a Lacan de cerca) presupone aquel de Lévi-Strauss: es un reducto donde lo simbólico se ofrece a que el deseo, puro pujar tras de la huella del objeto ‘a’ (objeto entonces causa del deseo), palpite y se escurra entre significantes. No obstante, este inconsciente que es, en Lévi-Strauss, universal, si acaso conformara la estructura del lenguaje natural, el parentesco y los hechos sociales, debería rendirse a una semiosis pre-verbal, gestual, icónica y en absoluto del orden gramatical, que allanará durante la primera infancia el acceso al lenguaje. Esta gestualidad es motivada y no reglada, como ya se ha discurrido. El infans que señala para un otro (con el cual se comunica) le da el rol de ser, como él, sujeto de experiencia, alguien capacitado para interpretar su gesto indicativo. Cuando más tarde indique hacia un zapato y adjunte a la indicación una palabra aislada (por caso “mamá”), ¿habrá en ello estructura? Sólo da la impresión de que se han coligado dos ideas sin ley que fuera seriamente digna de este nombre: se habrá forjado, entre los dos registros verbal y gestual, una unidad semántica de nivel superior. Si uno no quiere suponer que se haya confundido madre con calzado ha de entenderse que hay allí una atribución: un genitivo que sugiere algo como ‘el zapato de mamá’. Si ambos constituyentes son significantes, y nada lo impediría, ¿son opuestos a qué, y en qué sentido? Aunque no quepa hablar allí de oposición o sistema cerrado (orden simbólico como la reticulación fundamental de relaciones diametrales, +/-, presencia/ ausencia), la semiosis de esta etapa muestra cómo el niño se esfuerza en comunicar con los recursos a su alcance18
En Lacan tenemos, a la vez, que el inconsciente es el discurso del Otro, en varios momentos de su enseñanza, y que “jamás he dicho que sea un discurso” (Lacan, 1981), dentro de una larga nómina de otras definiciones. 18 Para ser justos, Lacan es cuidadoso: “nunca dije que eso preconsciente [habla del tiempo preverbal] tuviese en sí mismo una estructura de lenguaje” (Lacan, 1981:235). Allí cunde la significación imaginaria, natural, biológica: puro intercambio de una información vital. No obstante, en la gestualidad lo motivado se intersecta con las convenciones culturales sin que se evidencien las características de una estructura, y la cultura es en Lacan un heterónimo de la estructura. [Motivado no reviste aquí ni en lo que sigue la carga semántica de Barthes, para quien indica lo multiconnotativo, sino todo lo contrario: recoge el significado estándar en las investigaciones de semiosis preverbal donde equivale a ‘generado por el referente’]. 17
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De los fonemas a los parentemas La antropología de Lévi-Strauss En 1949 se publica en París Las estructuras elementales del parentesco, la tesis doctoral que Lévi-Strauss había defendido en el año anterior. Su afirmación central es que las relaciones interhumanas están regidas por leyes combinatorias en las que los elementos ceden el protagonismo a sus valores de composición o –en otros términos– valen por su lugar diferencial (y luego operativo) en el reticulado de las relaciones. El sistema de parentesco supone una red establecida de intercambios donde el signo que pasa de mano es la mujer, el elemento estimular del vínculo sexual que se ha dimensionado un tanto misteriosamente como valor cultural. La mujer circula de un modo reglado entre los hombres de la sociedad para garantizar, por reciprocidad, la convivencia y la supervivencia. Este planteo alentó sospechas entre quienes preferían la hipótesis de competencia intergrupal, o del azar, sobre esa forma de contractualismo. Firme en su punto, Lévi-Strauss sostiene que dar y tomar mujeres constituye una función de autorregulación que sirve para cohonestar a los distintos grupos en una comunidad. La controversia está planteada en torno a la evidencia empírica. Puede seguirse un complicado ir y venir acerca de ello en Harris (1968). El defensor del estructuralismo y traductor del libro inaugural de Lévi-Strauss a lengua inglesa, Rodney Needham, pretendía que nueve casos tomados de la cultura purum ofrecían respaldo suficiente para la teoría de las uniones matrilaterales. Luego sucede el episodio donde el mismo Lévi-Strauss, autor del prólogo a la traducción, dice que el expediente utilizado por su apologista, separar la preferencia de la prescripción matrimonial, no tiene relevancia: siempre es prescripción. Aquel esfuerzo defensor de Needham, frente a mediciones que por cierto desfavorecían la hipótesis de Lévi-Strauss, era fallido para el propio interesado. El paso de comedia levantaba hartas sospechas sobre la bondad de un método que ni siquiera un defensor había podido usar con pertinencia, “un método tan mal caracterizado que nadie más lo podría implementar” (Reynoso 1998: 187). Huelga aclarar que un método que no permita replicar sus resultados va contra sí mismo. Se podría sugerir que no puede achacarse a Lévi-Strauss que Needham hubiera entendido erróneamente la teoría, pero cuando se ve cómo él mismo procede para conformar las estructuras de los mitos o los hábitos de una comunidad parece inevitable conceder que el método es, lo menos, muy poco metódico, y que la 40
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oposición de términos se apoya sobre estimaciones arbitrarias (ejemplarmente en Lo crudo y lo cocido, 1964). De estos bemoles, que dejamos a los antropólogos –en absoluto pormenores si se tiene en cuenta la exigencia de evidencia material para la convalidación de hipótesis en el terreno de las ciencias fácticas–, puede ser útil detenerse en la definición de la estructura que se esgrime, más allá de aplicaciones y de resultados, porque fue señera entre las múltiples versiones (…“por nuestra parte hacemos del término estructura un empleo que creemos poder autorizar en el de Claude Lévi-Strauss” –Lacan, 1966a: 62819 ). En un texto de 1948, El método estructural en lingüística y antropología20, Lévi-Strauss ya había establecido la posibilidad de sustituir fonemas por otras distintas unidades del campo etnográfico y fertilizar esta especialidad con una ordenación cuyo horizonte sólo cabía comparar a la organización que la estructura fonológica había consumado en el estudio de la lengua. La idea es que si el fonema /p/ cuenta en algún sentido es porque, en cuanto a la sonoridad, se opone a /b/, que es sordo. Aunque como concepto de sonido p debe existir sin b, como se ve en espectrogramas, es por el interjuego entre ambos que en su reciprocidad toman valores distintivos. La relación entre las propiedades distintivas del sonido p (en fonética) y su sitio en la estructura fonológica es calcada a las relaciones de parentesco (Lévi-Strauss, 1949). Las categorías parentales existen con anterioridad en cuanto denominaciones, pero poniendo el foco entre las relaciones (sistema de las actitudes) emerge una trama en la que cada cual será valorizada como un engranaje dentro de una maquinaria de intercambios. Si se oponen elementos simples como actitud hostil o afín, resultará una grilla donde cada tipo encuentra un sitio en una malla o haz de posibilidades, algunas habilitadas y otras canceladas (las mujeres del clan X corresponden a los hombres del clan Y; están prohibidas a los del propio clan X, los que –en un sistema de intercambio restringido– han de tomarlas del clan Y; si se tratara de un sistema de intercambio generalizado deberían tomarlas de otro clan, a cuyos hombres corresponderían mujeres del clan Y). En todo este movimiento semejante al ‘juego de las esquinas’ las oposiciones son las responsables del producto. Más tarde, en la época de Mitológicas (19641971), lo crudo o lo cocido favorecen el despliegue de contrastes modelados sobre el triángulo de las vocales y las consonantes de Jakobson (1963): Esta postura y deuda se verá modificada. En 1975 Lacan reconoce a Quine tener una versión de la estructura diferente a la de Lévi-Strauss (Lacan, 1976). 20 (Recogido más tarde en Lévi-Strauss 1959) 19
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A
u
K
i
p
T
Crudo Asado (-) (-) Aire Agua (+) (+) Ahumado Hervido Cocido Podrido
Crudo se opone a cocido/podrido; lo cocido entraña lo asado y lo hervido; lo hervido a su vez es doblemente cultural porque es pasado por el agua y porque debe emplearse un recipiente que media entre fuego y alimento (el alimento asado, en cambio, en contacto directo con el fuego, se asocia a lo crudo en tanto que no-elaborado). Las oposiciones se suceden y se ramifican encimándose unas y otras por la superposición de los criterios (siguiendo de cerca a la estructura fonológica, donde /t/ se opone a /d/ en sonoridad como /k/ a /g/, y los dos pares de sorda-vibrante se oponen por ser uno dental y otro velar). La infinitización del binarismo abarca cualquier pauta y omite las distinciones: diferencia, ausencia, negación, simetría, asimetría, inversión, enantiosis, transformación, permutación, cambio de valencia (Reynoso, 1990), sin perjuicio de un segundo fetichismo del triadismo, idea que vuelve desde un texto más antiguo (¿Existen las sociedades dualistas?, 1956 –en Lévi-Strauss, 1959). Según Lévi-Strauss, la estructura salta a la vista en cuanto se remueve el foco de los términos y se lo emplaza sobre relaciones. Allí está siempre, siempre ha estado, porque es ab origine. Basta con no quedarse en la apariencia fenoménica y en la entidad corpórea. Podría objetarse qué ca42
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racterísticas hacen opuestas a dos entidades, pero, para los estructuralistas, que lo crudo posea tales propiedades reales, químicas o fenomenológicas, carece de importancia sobre el hecho de lo que los sujetos lo recojan de tal o cual forma para tejer relaciones y las relaciones son, al cabo, lo que aquí interesa. Este argumento choca sin embargo con que no se trata, en Lévi-Strauss, ni de irrealismo ni de antirrealismo (definido como la postura que sostiene que el lenguaje o las ideas forjan el mundo a su imagen y semejanza). Para él las estructuras no se entienden como heurísticos sino como la realidad. Con lo que las oposiciones, su polifacético diseño en distintas culturas, hablan diversas lenguas pero se reabsorben en una ‘gramática’ que las abarca a todas. Todas las manifestaciones culturales de una sociedad componen, cada cual, una estructura, y todas se reintegran en una macroestructura o estructura de las estructuras que dará sentido a prácticas y creencias en esa comunidad, luego cruzada con otras diversas hasta un rango panestructural. El movimiento de las estructuras, sus combinaciones engullendo las costumbres, actitudes, producciones y formas de pensamiento, se enlaza con una versión muy aggiornada, secular, ‘científica’, del Espíritu humano. Aunque sea una versión presuntamente limpia de romanticismo, este mentado Espíritu lévi-strausseano hace trastabillar la convergente pretensión de cientificidad: toda la ciencia proclamada se empantana en la reaparición de un Absoluto que, lejos de Hegel, no es quizás menos forzado. Hay manifestaciones culturales, de las más interesadas en los planteamientos estructuralistas, que no encajan bien en las grillas de opuestos (Reynoso 1990; 1998). Este destino correspondentista entre lo real y la cultura ha trasuntado en Lévi-Strauss el concepto de mana (Lévi-Strauss, 1950). Si el orden de los símbolos se hace visible en la amplia variabilidad con que se configuran las diversas estructuras, si le es permitido incluso desvariar por sobre los distintos elementos conjurados para conformarlas, ello no riñe con el hecho, teleológico, de que el destino o vocación de esa gran masa de significantes sea poder asir el mundo o los significados. El mana (hau, wakan, orenda, etc. en otras culturas) oficia de comodín, salva la hiancia entre las partes: lo significante y lo significado. Habiendo para Lévi-Strauss un excedente de significantes para los significados que deben cubrir (= contenidos del mundo), ese sobrante juega en cierta forma con los componentes de lo real significantizados y permite tanto el arte como la mitología. El pensamiento surge de ese mana, de la posibilidad de la combinación. Luego se aplica a reabsorberlo, a reducir el margen de metáfora, de mito, 43
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de divagación, y concertar al hombre con lo real (saber científico), sin agotarse –para nada– en ello21. Esta parece ser también la posición con que Lacan reparte las jurisdicciones entre el conocer y la acción pura del significante. “Si nos ponemos a circunscribir en el lenguaje la constitución del objeto, no podremos sino comprobar que sólo se encuentra al nivel del concepto, muy diferente de cualquier nominativo” (Lacan 1966a: 477-8). En el significante la entidad empírica se resquebraja en múltiples asociaciones por las que desde cualquier lugar se arriba a cualquier otro en alas de los avatares caprichosos (en verdad, sobredeterminados) del sujeto psíquico. Se lee en Saussure (1915) que el vínculo de los signos lingüísticos se da por relaciones sintagmáticas y asociativas (ligaduras por la forma o por el contenido). Esta plasticidad para recombinarse, fracturarse y abrogarse en parte o por entero es lo que, indicará Lacan, ya estaba en Freud. Con un rodeo muy de su estilo jugará a mostrar cómo la cosa (rem) se ha anonadado (rien) y causado/charlado (del francés causer) un sujeto del inconciente. La cosa en sí vuelve a quedar proscripta para dejar en su afánisis la huella en la deriva del significante. Tanto el concepto, que conoce, como los significantes en constante recombinación, responden por una matriz sin contenido sobre la que tanto Lévi-Strauss como Lacan coinciden. Es su potencia asociativa o articulatoria (metáfora y metonimia) lo que sirve refractariamente al mero juego de palabras y, por otra parte, al pensamiento de lo real, a recoger, a título de ciencia, la fenomenalidad del mundo22.
Esta noción de mana se encuentra también en Lévi-Strauss como significante flotante o valor simbólico cero (Lévi-Strauss, 1950), a instancias del fonema cero de Jakobson. No debe confundírsela ni con el falo lacaniano (Basualdo, 2003; Basualdo, 2006) ni con la deriva del significante. El significante flotante corresponde más bien a la función semiótica entendida como posibilidad de significar. 22 Ese destino cartográfico de lo simbólico sobre lo real hace pensar en la versión figurativa del lenguaje en el más joven Wittgenstein, el tractariano, para el que el lenguaje refleja en sí mismo lo que llama forma lógica del mundo. En un segundo tiempo afirmará que la filosofía debe purgar del uso del lenguaje toda propensión a divagar y tomarse licencias (Investigaciones filosóficas). En términos de Lévi-Strauss, hasta donde pudiera coextenderse entre ambas perspectivas una coincidencia, eso es precisamente aquel angostamiento que la ciencia ha pergeñado sobre la mitología y las artes. En el mismo lugar en donde Wittgenstein propone hacer silencio y, luego, despejar la vaguedad y ambigüedad, la etnología lévi-straussiana reconocerá como perfectamente lógicos tantos discursos como la estructura pueda concretar. En su acepción, la lógica está separada de la racionalidad para significar ‘capacidad de forjarse categorías’. 21
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Las elucubraciones en torno de lo simbólico permitirán a Lévi-Strauss la impuganción de Lévy-Bruhl (1927), quien había sostenido la mentalidad pre-lógica de las culturas ‘primitivas’. En su visión, entre la máxima abstracción desarrollada por la ciencia occidental y el pensamiento anclado en los fenómenos de esas comunidades que no piensan más que en un nivel concreto hay fundamentalmente un lazo de continuidad. El pensamiento del científico y el del ‘salvaje’ o ‘primitivo’ son esencialmente de tipo combinatorio y tanto el uno como el otro crean sistemas donde los opuestos legalizan posibilidades y exclusiones, abren y clausuran relaciones potenciales. Ese lenguaje-orden simbólico gesta en la inteligencia su humanización, es lo que constituye el molde de todas las sociedades sea cual fuere su organización y desarrollo tecnológico. Pero si ciencia y pensamiento primitivo tienen en común una exigencia de orden, hay por debajo unos principios ontológicos, universales y de arraigo perceptual (de identidad, de no-contradicción…) que pueden explicar quizás mejor esa fraternidad genérica. Lévi-Strauss tiene razón cuando sostiene que todos los hombres piensan dentro de un mismo formato, pero resulta discutible que la homogeinización estribe en aquel binarismo opositivo que él postula. Y aún queda en blanco lo más importante: delinear por dónde pasa la diversidad entre los pueblos animistas o pre-lógicos y los pueblos con ciencia. La explicación de Lévi-Strauss es que aquella combinatoria de los pueblos ‘primitivos’ estriba en lo sensorial, combina símbolos en una clasificación que se halla sugerida por lo imaginario, algo que ya nos era conocido en la medida en que se trata de culturas pre-científicas. El símbolo está en ellas, desde luego, pero ¿la estructura? De todas formas, no es en la calificación de qué sea lógico donde resulte acaso más comprometido el estructuralismo. La cuestión principal es la metodológica si, como quiere Lévi-Strauss (y Barthes y Lacan en un primer momento), el estructuralismo está anudado con la ciencia. Ya se ha marcado, por la anécdota de Needham, cómo el método se hace difícil cuando no están claras las ideas basales ni la forma bajo la que debe ser implementado. Ahora veremos con qué fundamento es dable transportar al campo ántropo-psico-sociológico (incluyendo la literatura, el cine, la ciencia del signo en su acepción más lata) aquel modelo fonológico. Del método, si hay tal La extrapolación de esa maniobra de ‘grillar’ el cuerpo de fonemas de una lengua a los estudios etnográficos no puede sino despertar una interrogación abarcativa: ¿hasta qué punto el método no se ha aplicado a 45
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un territorio inapropiado? La analogía lingüística pudiera ser un recurso empobrecedor: con aplicarse a las comunidades de hombres, un objeto claramente más complejo que el de la fonología, aporta finalmente una elucidación simplista en la que puede leerse una desvirtuación de lo que se ha abordado. Cuando la agrupación de contenidos ocurre en categorías tan vastas como vivo/ muerto, arriba/ abajo, igual/ desigual (LéviStrauss, 1968) cabe preguntar a qué ganancia se postula un método que simplemente opone.Y es que el modelo fonológico puede no ser idóneo para todos los fenómenos que ha tamizado: mitos, parentesco, representaciones de diverso alcance (públicas, privadas), el magma infinito y ramificativo de las significaciones. Estos son campos con un número impreciso, distractivo, en crecimiento y deflación constante de elementos. De aquí que resulte difícil, para todos ellos, compactar una estructura clausurada a la manera de la fonológica. Las descripciones fonológicas son exhaustivas (no hay fonemas que no participen de las estructuras [cada lengua natural]), pero al nivel pragmático de las distintas lenguas, con sus correlatos estructuralistas sobre las diversas manifestaciones culturales, ¿cómo obtener esa exhaustividad, cómo sería posible inventariar la suma de los componentes, cómo identificar la suma de variables con influencia sobre la estructura? La mutua dependencia entre fonemas oclusivos sordos y sonoros no guarda ninguna relación con lo que es hacedero en otros fueros donde el establecimiento de las determinaciones se eternizaría detrás del paso previo de aislar todos los constituyentes. Por otra parte, la reducción del número completo de elementos a una cantidad manipulable debe responder primero con aquel criterio que se vaya a emplear en esa reducción23. El entusiasmo por el método obnubila y así puede parecer que cualquier diferencia sirve al binarismo. Las oposiciones en categorías por sí o por no coerciona la naturaleza de ciertas variables de tipo continuo. Todo es discretizado para ser después binarizado –hasta lo que tal vez puede tener naturalmente más que dos valores. Como dice Reynoso, etiquetar las relaciones familiares con el signo + y aquellas antagónicas con otro signo – es un procedimiento que atropella la interpretación de los hechos concretos: la etnografía nunca tendría problemas de categorización, todos los casos se resuelven fácil y unívocamente con un signo u otro sin ambigüedades ni matices intermedios, sin que las parentescos tengan
Cfr., sobre el particular, Barbut, 1966.
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simultáneamente aspectos positivos, negativos y neutros entremezclados. (…) “cuando la información etnográfica es contradictoria o indecidible, siempre se puede escapar por alguna tangente para ponerle a la tribu o a la relación que sean el signo que se quiera” (Reynoso 1998: 195). Si el método es, como lo llama Lévi-Strauss, un bricolage, para poder edificar con buen cimiento se requiere de una ingeniería, de lineamientos claros y precisos, tanto como sea posible. Por lo demás, para la reducción, ¿cómo se reconocen los elementos relacionales importantes? Los fonemas son importantes en la estructura fonológica. ¿Qué es importante en la estructura de las relaciones parentales, o en los mitos? ¿Cómo se constituyen los mitemas? Se buscan en la frase, porque el mito es una narración (μύθoς), pero por otro lado, los mitemas surgen muchas veces no del propio análisis del texto sino desde la inclusión de datos de otra laya: informaciones culturales, etimologías, interpretaciones de terceras partes… (Reynoso, 1998) Al contrario de lo que acontece en la fonología, donde los tipos están recortados de manera natural, en antropología aquellas categorías no se deducen con facilidad de los fenómenos24. Que el parentesco sea un lenguaje no debiera sostenerse de un punto de vista tan endeble como que sea indiferente intercambiar mujeres y mensajes. La intención perlocutiva de una frase pronunciada (antes que ilocutiva o locutiva) no queda aguardando una devolución, mientras que el intercambio de mujeres obedece, antes que nada, a algo que más valdría ligar al trueque, a un dar por recibir, o dar a cuenta de llegar a recibir. El habla egocéntrica, reivindicada de un largo ostracismo (Montero, 2006) aboga por la disimilitud. Comunicar e intercambiar pueden entrecruzarse pero no identificarse. A partir de cumplir con esta doble condición, Curiosamente, Piaget carga contra el Foucault de Las palabras y las cosas con razones semejantes a las que utilizará Reynoso contra Lévi-Strauss, pero reconociendo por su parte afinidad con la obra del etnólogo. [“Foucault se ha fiado de sus intuiciones y ha sustituido por la improvisación especulativa toda metodología sistemática. Entonces eran inevitables dos peligros: en primer lugar la arbitrariedad en los caracteres atribuidos a una episteme, eligiendo unos en lugar de otros posibles y omitiendo algunos a pesar de su importancia, y en segundo lugar, la heterogeneidad de las propiedades supuestamente solidarias, pero pertenecientes a distintos niveles de pensamiento aunque históricamente contemporáneos” (1968: 106). La refutación del cuadro sobre la episteme de los siglos XVII y XVIII parece palmaria: mientras el pensamiento biológico se mantenía en un agrupamiento taxonómico con ordenación lineal, la matemática había accedido “al análisis infinitesimal y a unos modelos de interacción (que nada tienen de lineales)” 1968:106)]. ¿Por qué este mismo cargo no es llevado paralelamente contra Lévi-Strauss? 24
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estar compuesto de elementos y prestarse a reglas, Lévi-Strauss define el parentesco como si fuera un lenguaje con plenos derechos y sus mismas potestades (Lévi-Strauss, 1949). Parece claro que el lenguaje, contemplando la pragmática y por sobre todo dependiendo de cierta intención semiótica para justificarse (¿a qué, si no, estaría sobre la tierra?), se halla reñido con esta valoración. Sobre este clase de ecuaciones (mujer=signo) se allana el camino para, homologando el campo de los signos con el de las estructuras fonológicas, ir en pos de una formalización que garantizaría estar trabajando al interior de las jurisdicción científica (aun si la formalización de marras sospechosamente enlaza los rasgos de los fonemas y las fórmulas de diferentes matemáticas). Hay de por medio una metáfora: la lógica del mecanismo de intercambios de mujeres=signo se asimila con la lógica en sentido estricto de las inferencias deductivas. Tratar los hechos ‘tridimensionales’ con los instrumentos de la matemática y la lógica no es por sí mismo un forzamiento. Por lo contrario, se agradece el aporte de precisión que puedan ofrecer, pero es debido examinar cómo son importados a lo real. Cuestión de fondo es entender que son aquí instrumentos, y el estructuralismo nunca admitiría pasar por instrumentalismo. La pretensión de ser tan sólo un método choca contra la metafísica que lo subyace, en el sentido de que la estructura “es el contenido aprehendido en una organización lógica concebida como propiedad de lo real” (Pouillon, 1966/ 1969:15). Problema. Si hay un gran salto entre el trabajo con la lengua por los lingüistas de Praga y la omnisciente percepción de los hechos humanos definidos por oposiciones, la ya señalada aspiración de hacer ciencia formalizada, hibridizando la fonología y la matemática (para aplicarlas en objetos donde es cuestionable su mínima pertinencia), duplica la apuesta y la equivocidad (Reynoso, 1990; Martínez & Piñeiro 2009). Del lenguaje y de sus proyecciones ¿Hasta qué punto es el lenguaje una herramienta para concebir el inconsciente, el parentesco, el totemismo o las maneras en la mesa? ¿Qué mínimo común es necesario para que estas manifestaciones se sostengan de un lenguaje cuyas reglas inconscientes sólo se detectan, en su universalidad, por algún tipo de combinatoria? Tal es el mínimo: combinatoriedad. Por prescindir de una semántica de base, la cultura se concibe como un derivado que lo es menos por qué cosa incida/ afecte/ condicione, que por encarnar un ejercicio de enlaces formales. ‘Formales’ ¿en 48
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qué acepción? ¿Lógica o fonológica? Si lógica, debe pensarse luego en lenguajes demostrativos. Un SAF existe para elaborar un pensamiento aséptico, no para performar ni dar encarnadura a las demás funciones del lenguaje. Él es para sí mismo, para demostrar. El estructuralismo tiene en cambio una hipoteca con el mundo de los hechos. La alternativa fonológica no garantiza la comprobación o testabilidad de sus hipótesis. Sólo bajo una lábil pretensión puede plantearse que los parentescos y demás fenómenos estructurales sean lenguajes o variantes de un lenguaje, artificiales o bien naturales, pero esas estructuras no buscan comunicar, ni son sintaxis en un buen sentido, ni enlazan demostrativamente unas premisas con su conclusión. El lenguaje extendido a casi todo desliza esta paradoja: si la estructura fonológica puede calcarse a los estudios etnológicos, ¿cómo es que el parentesco y otras estructuras son lenguajes y ella no? Nadie diría de la fonología que es un lenguaje. Aun cuando existan restricciones fonotácticas, estas no constituyen de por sí una lengua. Si la gramática y el parentesco poseen ambos reglas, la consecuencia parece indicar que son homólogos o están relacionados de alguna forma profunda. Sin embargo, que algo sea un sistema condiciona necesaria pero insuficientemente para mentar el lenguaje. Si descartamos los sistemas deductivos y el reticulado fonológico, el trabajo de los estructuralistas queda entreverado en artilugios sostenidos de la voluntad de hallar asociaciones. Logran taxonomías con cierta ‘vida interna’ donde la movilidad y los enroques de lugar se amparan en una objetividad dudosa. (…) “para los críticos, [el estructuralismo] es (…) un intento de clasificar una mezcla de ideas y prácticas sobre la base de lo que tal vez sean sus semejanzas más triviales” (Harris 1968: 418). En realidad, entre las clasificaciones de las ciencias naturales (la tabla periódica, el sistema de Linneo) y aquella del Círculo de Praga se pronuncia una disparidad nuclear: mientras que la disposición de la estructura fonológica supone para cada pieza que puede ocupar un sitio diferente –no cualquiera– si se mueve o si recibe el coletazo de algún movimiento (fonología diacrónica), la cartografía del mundo natural asigna a cada especie un nicho definido y sin movilidad. Las mutaciones no mudan la especie de lugar sino que hacen espacio a nuevos nichos sin que esto redunde en una reorganización del todo. Donde surgiera alguna especie nueva deberá alojársela entre aquellos tipos existentes sin quitarles un espacio propio. En la fonología, la aparición histórica de algún fonema obliga a un movimiento general de reacomodación (Trubetzkoy, 1938; Alarcos 49
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Llorach, 1961). En esta forma ocurre al estructuralismo que ambiciona ser una fonología sin que se vea en todos los casos de qué forma escapa de esbozar taxonomías inertes y específicas (¿de qué modo se mueven los distintos símbolos de crudo y de cocido?). Con Saussure la lengua es un hecho social, aquel que corresponde a la lingüística como su objeto (a diferencia del lenguaje, sobre el que tienen derecho de opinar filosofía, psicología, sociología, antropología y demás). Saussure habla de lengua, lengua natural, mientras los estructuralistas hablan de lenguaje y abarcan con ello todas las variantes de fenómenos sociales. Esto supone un primer corrimiento, al proyectar un sistema cerrado hasta unos límites extraterritoriales y mal definidos. Al adoptar la lengua y sus características (la proscripción de determinaciones exteriores, el sistema opositivo, los valores del significante y del significado) se extendió la idea de que se estaba en posesión de una categoría con el poder de someter todas las expresiones culturales, subjetivas o masivas (Lévi-Strauss, Lacan y Barthes son, en esto, los mentores más conspicuos –Barthes llegará a afirmar que la semiología tiene que estar incluida en la lingüística, una proposición contraintuitiva que revierte el planteo saussureano25). La novedad resulta así de que el lenguaje es a la vez considerado en menos, al nivel de los fonemas, y auspiciado por encima de sus posibilidades. El establecimiento, por Saussure, de que en la lengua sólo hay diferencias pudo despistar a sus epígonos del estructuralismo, que luego extendieron el principio a todos los costados de la realidad. Pero que “(…) la lengua no comporta ni ideas ni sonidos preexistentes al sistema lingüístico” (1915: 151) significa que estos componentes poseen entidad por fuera de la lengua, lo que reconoce haber otros diversos modos de la significación y el pensamiento. “Lo que de idea o materia fónica hay en un signo importa menos que lo que hay a su alrededor”. La estrategia metodológico-conceptual de suspender otros factores contextuales del lenguaje para dar a la lingüística un objeto propio (i.e.: la lengua) cortó las amarras con cualquier soporte en las acciones y las cosas y arrastró consigo los conceptos, en particular los naturales, y los pensamientos (las proposiciones) cuya ordenación no es subsidiaria del signo lingüístico o del habla (Frege26).
Barthes, 1966 y 1967. La pretensión de un determinismo lingüístico en sentido fuerte ha sido desechada – fundamentalmente para las categorías concretas. La formación de los conceptos básicos no está afectada por la lengua. Que la lengua y la cultura influyan en las zonas donde nuestra 25 26
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Esta objeción se maximiza para aquellas estructuras en las que no puede obviarse el contenido como un ‘dato’ por sí mismo. Para concebir una frase cualquiera se emplean elementos lógicos y descriptivos. Los primeros, por ejemplo una preposición, no son núcleo del sujeto (oracional) más que para un metalenguaje. En cambio es esperable que los sustantivos (o los adjetivos sustantivizados, o alguna proposición subordinada sustantiva) sean sujeto oracional. Pero reconocemos que algo es sustantivo no por diferencias con otras palabras, no por su sonido (donde un verbo y un nominativo pueden confundirse por la desinencia: ‘cuidad’ y ‘ciudad’), sino por el acoplamiento de sonido y de significado. En ello algo es un sustantivo, un adjetivo o un adverbio. La lengua, pues, requiere de una clasificación por tipos de signo lingüístico que ineludiblemente descansa en los contenidos. Lo que ahí se ve es que toda diferencia o negatividad entre los elementos no lleva directamente hasta el discurso sino con peligro de que, habiendo reglas, nadie sepa, luego, a falta de algún instructivo, cómo han de aplicarse. La sintaxis trae consigo clases de palabra, sólo reconocibles y clasificables por el lastre de significado. Los estructuralistas se apoyaban, sobre todo, en el valor, pero debían dar cuenta de fenómenos donde el afuera de la lengua posee una injerencia no desestimable. El exceso estructuralista se compara al de los malos investigadores que hacen estadísticas sin dar cuartel y sin mirar de qué objeto se trata, porque en última instancia todo puede promediarse y calcularse, como lo sabían los pitagóricos. Es el objeto, sin embargo, el que debe mostrar hasta qué punto es útil una u otra metodología. Las gradaciones de arbitrariedad del signo, desde los extremos de la lengua a su contrario de motivación en los signos visuales (señalética) o gestualidad icónica, no se escaparon a la vigilancia de Saussure, pero no
percepción es indecisa o no juega un papel central, tal el caso palmario de conceptos como ‘obligación’, ‘derecho’, ‘libertad’, ‘soberanía’, éso resbala de la discusión. El gran problema es que la construcción social quiera abarcar colores, formas y tamaños. Estas características tienen lugar en el nivel de la organización de sensaciones, donde la universalidad de los principios guestaltistas todavía conserva su vigencia. No es que el lenguaje no tenga incidencia sobre el pensamiento, sino que no habría motivos para argüir la precedencia de la lengua sobre la cartografía mental más básica del mundo. Esta anterioridad de lo simbólico, junto con la aseveración de que el lenguaje sólo puede haber nacido todo de una vez (en LéviStrauss, 1950), llevan el planteamiento hacia un punto de apoyo del que emerge, como consecuencia, un creacionismo incompatible tanto con las especulaciones dominantes del campo filogenético como con las del registro ontogenético (ver nota 40).
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fueron recogidos por los estructuralistas, que agruparon los distintos tipos de semiosis bajo la etiqueta de lenguaje (queriendo decir: fonología). Es cierto que Saussure dio a la lingüística el lugar central de la futura ciencia semiológica, pero no desechó otras formas de la significación. En la cultura, ¿los significados son realmente, en lo que cuenta (respetemos el punto de vista que estamos analizando), epifenómenos sin realidad causal? Lo imaginario queda subyugado por una potencia que le tuerce el brazo. La paradoja es que si, con Saussure, vamos de la imagen acústica (significante) a componer, junto con el significado, una amalgama sígnica convencional, con Lévi-Strauss volvemos del signo lingüístico al significante y de este a los fonemas, prescindiendo del significado. El retroceso es presentado como una ganancia del saber científico porque se alcanza así el nivel formal. ‘Forma’ del signo que equivoca su naturaleza con la de otro formalismo al que pide prestados nuevos componentes: lugares vacantes y elementos vicariantes. Cuando se da por hecho haber trepado hasta el nivel de lo formal, el estructuralista puede hablar de lógica –aun si el recurso, por ejemplo, al grupo de transformaciones (Lévi-Strauss) debe contar con la mayor benevolencia del lector (Reynoso, 1990), y si se paga en ello el precio de ver convertirse la letra-grafema en la letra-variable de un sistema lógico, o el entramado de las relaciones interpersonales en un supuesto modelo (en cuya lógica, si tal, falta lo proposicional). En contexto El programa científico ¿Cuál es al cabo el balance? ¿Cómo leer el estructuralismo del pasado siglo? ¿Cuál es su estatuto de saber: ciencia o filosofía? ¿Y si bajo las pretensiones de una metodología científica no hubiera encarnado sino una retórica? Acaso, incluso sin restar el nombre de Piaget, acaso ha sido simplemente un sesgo, aquella orientación del pensamiento que cristalizó en pseudo-cientificismo, aspiraciones de ser ciencia sin llegar a discurso científico. Algo ha de haber sonado sospechoso a aquellos noestructuralistas que pusieron, cautelosamente, un arco de distancia con esa propuesta de tan vastas miras. Unos jamás fueron de la partida, otros le retiraron su voto de afiliación. “El conflicto o el desbordamiento del paradigma estructuralista va a provocar un movimiento de retroceso en relación al calificativo de estructuralista. Cada uno se defiende ardorosamente de haber un día participado del banquete, y presenta su obra como 52
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tanto más singular cuanto que ayer se buscaba al contrario por todos los medios situar los propios trabajos en el seno de la corriente colectiva de renovación estructuralista” (Dosse 1992, t.2: 223). 1966 supo ser el año de la mayor prensa y difusión, publicándose los Écrits de Lacan, Critique et Verité, de Barthes, Sémantique structurale, de Greimas, Le mots et les choses, de Foucault, Problémes de linguistique générale, de Benveniste, La religion romaine archaïque, de Dumézil, Forme et signification, de Jean Rousset, Pensée formale et sciences de l’homme, de Granger, Du miel au cendres, de Lévi-Strauss y un número monográfico en Les temps modernes, la revista del devaluado Sartre (un volumen que ya hemos citado, coordinado por Pouillon). Como si con aquella difusión todo llegara a un punto culminante y no pudiera subseguir sino un goteo de desintegración, la nueva década verá a los grandes estructuralistas en un derrotero libre donde la estructura experimenta mutaciones o es desatendida. Barthes se vuelca a la literatura, Foucault se orienta hacia la biopolítica, Jakobson se concentra en la función poética y Lacan apunta a cierta mathemización (si no matematización) del sujeto del inconsciente27.
En el camino, Lacan habrá dejado atrás sus préstamos constantemente practicados al saber lingüístico. “La proposición general formulada por Lacan, a partir de la cual debe entenderse su utilización de la terminología lingüística, es que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. La cuestión pertinente es saber si el acceso a ese inconsciente se ve facilitado por el uso de conceptos que, en todo caso, son apenas aproximativos o irrelevantes. En este sentido, los lingüistas han sugerido amablemente a Lacan que no fuerce la utilización de la lingüística para un tipo de problemas teóricos que ganarían más con un tratamiento derivado de semiologías como la que construye Prieto.” (Sazbón 1976: 39). Lacan atenderá a estas sugerencias y en su seminario XX, bastante más tarde, liquidará el asunto sosteniendo que la lingüística le importa un bledo. Hay que decir, no obstante, que Lacan irá de a poco, durante los muchos años de su seminario, despejando cierta mescolanza entre aquello que toca al psicoanálisis y lo que queda más allá, pero en su derrotero las jurisdicciones por momentos pueden confundirse y el lenguaje queda asimilado con la ontología. Que “la estructura es real” (Discurso a la ORTF, 1966b) significa que lo real está per se ya estructurado. La premisa de una estructura simbólica autónoma y primaria en la gestación del sujeto permanece intacta como el corazón de su propuesta. Tratándose en Lacan del sujeto del inconsciente, “el sujeto tomado y torturado por el lenguaje” (1981: 276), la posibilidad de que bajo la libre asociación quede proscripto a cero el referente asoma, a veces, fácil de admitir (otras no tanto), y parece que el mundo de las cosas simplemente desbordara a la función (y campo) de la palabra (y el lenguaje) en psicoanálisis. Pero ocurre que el pensamiento mismo es un efecto de estructura, como consta allí en Televisión (1973), punto que lleva la estructura y el lenguaje así entendido más allá del sujeto del inconsciente. 27
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Quizás no fue otra cosa, pues, que una retórica. En los 60 se fue difundiendo hasta ser una doxa, como postuló Milner (2002). Sólo que él discrimina entre la faz doxástica y otra más rigurosa que atendió al proyecto cientifizador. Sucede que precisamente por su voluntad científiconaturalista esta segunda ala estructuralista debe responder de una cierta manera. En las palabras de Milner, existe una dificultad en cuanto a la definición intensional de lo que una estructura deba ser. De esta dificultad, no obstante, propone una explicación. “(…) las tentativas de definición directa que podrían citarse consternan por su banalidad; lo cual no se debe a una incapacidad de los autores sino a un error de concepción: en el programa de investigaciones que hizo de ella su axioma, la estructura no se deja definir; a lo sumo, y como mínimo, se puede mostrar su funcionamiento” (Milner 2002:156). O también: “uno se da el concepto de estructura” (ibid. –en una y otra cita itálica agregada). Por axioma se comprende una proposición autoevidente, o, más contemporáneamente, una proposición que se ha asumido como punto de partida y está libre de tener obligaciones con el mundo empírico. ¿A cuál de estos sentidos se recurre para declarar que la estructura es un axioma? En principio, ‘estructura’ no es una proposición, y sólo la proposición reviste las funciones de un axioma. Supongamos por descarte que el axioma rece: ‘Hay estructura’. Para axioma, un poco vago y nadie podría desmentirlo. Nadie podría, porque para desmentirlo es necesaria una definición, esto es que los axiomas, inclusive más si fueran (como ya no son) verdades intuitivas, no corren por fuera de algún diccionario básico. Si ya es un hecho tratar al axioma como un enunciado de corte hipotético, ello lo compromete, en el terreno de las ciencias fácticas, a una contrastación. Un axioma no se discute, por ende no se contrasta, pero saliendo del contexto donde es por decreto verdadero, i.e. en el sistema que comparte con otros distintos enunciados, allí le cabe defender la calificación de verdadero. En otros términos, los puntos de partida pueden dar lugar a una secuencia de encadenamientos deductivos sin que nada de ello tenga valor de verdad empírica. En consecuencia, que Milner resuelva los inconvenientes de la verificación empírica llamando axioma a la estructura no aporta resguardo a la secuencia de inferencias que pueda seguir. Teniendo presente que el axioma actual es una hipótesis, por diferencia con el axioma euclidiano, la estructura no queda al socaire de las objeciones indicadas porque hubiera recibido, de Milner, un título honorífico. La liberalidad con que se determina qué es axioma corresponde, por demás, a las ciencias forma54
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les. Es en un SAF donde está tolerada esta amplitud, visto que el método no toca al mundo empírico. Pero Milner, aunque primeramente lo desestimó, sí aporta una definición de la estructura. Recurre a lo que entiende ser la esencia de la matemática: una combinación de letras, “la posibilidad del manejo ciego de las letras”, “literalidad pura” (Milner 2002:205). ¿Pero qué letras? Entre las letras del lenguaje y las empleadas en la matemática parece haber más refracción que espejamiento. En la escritura evocan los sonidos que conforman las palabras de forma constante, en la ecuación la letra es el lugar de una variable. No es evidente que se trate de lo mismo. Disuelta en el mar simbólico, la matemática es igual a cualquier forma de lenguaje, a cada lengua, al pensamiento conceptual, a la literatura y los impredecibles avatares de la moda. No se hace así justicia ni a las matemáticas ni a los demás campos ecuacionados. Se dice apenas que hay un universo o dimensión simbólica que tiene una presencia decisiva en los hechos del hombre. Muy asertivo pero para nada revolucionario (Cassirer: Antropología filosófica)28. Si el estructuralismo constituye ciencia, Milner defiende que es dentro del marco de lo que la ciencia galileana (i.e. moderna) tiene de esencial, el par de condiciones al que no podría faltar sin desmentirse: verificación empírica y matematización. Ningún epistemólogo renegaría de la primera; en cuanto a la segunda, hay que aclarar algunos puntos. La afirmación supone que algo forma parte de la ciencia siempre y cuando (si y sólo si) pueda ser matematizado. Si esto se concediera, no por ello significa que el trabajo de matematización llevado a cabo por Lacan o Lévi-Strauss fuera del todo pertinente. No porque hubieren hecho malas matemáticas, aunque por cierto no estaría demás interrogar qué tiene de algoritmo el algoritmo saussureano de Lacan29. A otros toca juzgar si estos ensayos de matematización son serios en lo que hace al rubro técnico (para una
La idea de un álgebra está sugerida, es cierto, por Saussure. La diferencia entre Nacht y Nächte, tomando su ejemplo, se hace equivaler “con una fórmula algebraica a/b (…). La lengua, por así decirlo, es un álgebra (…)” (Saussure 1915: 153) [itálicas agregadas]. No se puede apreciar cómo este símil se podría llevar más lejos que eso: la mera representación con letras. 29 Un algoritmo es una secuencia de instrucciones que en número finito permite el logro de un objetivo, la resolución de un problema, el cumplimiento de una función. La red αβγδ de Lacan, que da inicio a los Escritos, aun cuando satisfaga la mecánica de la definición proporcionada, peca de no estar comandada por ningún propósito y ser virtualmente infinita. 28
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crítica del uso impropio del vocabulario matemático en ciencias humanas pueden consultarse Bouveresse, 1999; Martínez & Piñeiro, 2009; Sokal & Bricmont, 1997). Un segundo problema es que tal vez se ha matematizado por demás. “No cabe duda de que es ventajoso introducir elementos cuantitativos en ciencia, siempre que ello no se haga de una manera exagerada y sin necesidad; de hecho, hay muchos trabajos en los que se intenta parametrizar o introducir estructuras matemáticas donde, en realidad, ni están presentes ni se hacen necesarias” (Klimovsky 2004: 304). ¿Hay algo de lo dicho que hubiera sido imposible usando de la terminología específica existente en cada disciplina? Qué se matematiza y cómo es la cuestión central. Si se descuida este principio, los afanes con más avidez de seriedad y de objetividad se desviarán hacia la numerología y otros oscurantismos. En efecto, un nombre de diez letras, dividido a la mitad porque todo hombre es bípedo, luego elevado al cubo porque se ha nacido bajo el signo de la Luna que en el calendario tal o cual es tres, da inexorablemente 125 en cualquier parte del planeta, pero se ha confundido allí el rigor del implemento con el del procedimiento. “En psicología también es aceptable ese uso de un lenguaje formal, siempre que se limite a ser un sistema de notación simbólica que represente a posteriori los conceptos teóricos o las regularidades empíricas. Cuando la lógica o las matemáticas se consideran a priori descripciones psicológicas de las operaciones mentales, el formalismo excede así sus funciones y se transforma en un heurístico teórico. Es decir, que impone restricciones a la investigación y a la teoría dudosamente justificables. Tiende a enfatizar ciertos fenómenos, a ocultar otros e incluso a añadir propiedades ausentes en el dominio empírico” (De Vega, 1983:511). Finalmente, como el propio Milner reconoce, los matemáticos de profesión podrían no coincidir en que se llame matemática a algo tan general como la combinación de letras (Milner 2002: 205)30.
Las opiniones están divididas en cuanto a la utilidad de la topología y los nudos en Lacan, fuera de las inconmovibles convicciones del maestro. ¿Puede pensarse esencialmente al sujeto del inconsciente como una abstracción del sujeto sufriente de la clínica – puede pensarse este pasaje sin cerrar, a espaldas de esta reducción, la vuelta al plano de la empiria? Cuando la modelización se ha distanciado de las propiedades del ente del caso, cuando la purga ha convertido a la persona en una sucesión de pulsaciones recogidas en una estocástica, ¿puede volverse de este vaciamiento al tratamiento real? ¿Se justifica bien la conversión de un plano de significados a otro diferente donde aquellas propiedades que revisten importancia son las de una superficie? La comunicación entre la ontología formal y la del hecho empírico no siempre pueden maridarse. Más en concreto: ¿cómo 30
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Sin embargo, las matemáticas son formales y al menos Lévi-Strauss defiende que el estructuralismo no es un formalismo. La estructura es real-formal: no es ilusoria, no es empírica, no es una construcción. ¿Cuál será en esto el juicio de Lacan, que entre topología y demás pronuncia una sentencia oracular: “Nuestro ideal es la matemática” (1975)? Si el ideal de la teorización psicoanalítica es la matemática, su objeto no es, en consecuencia, matemático, sino un objeto a matematizar. Luego es un saber fáctico y requiere verificación empírica. La variedad de las distintas estructuras complejiza la cuestión de establecer cuál es el rol en ellas de la matemática, que parece cambiar de uno a otro autor. Si estamos en el campo empírico, lo formalizador ha descuidado que el rigor no pasa por una matematización a ultranza sino por establecer, entre ella y la porción de real comprometida, los puentes más adecuados. A beneficio de inventario se ha hecho referencia a Gödel. Su teorema acerca de la incompletud de un SAF que pretendiera la teorematicidad de todas las verdades aritméticas indicaría que la estructura, esto es, lo humano como un todo estructural, se encuentra en falta. Homologar incompletud, falta de algún significante y axioma de especificación no puede menos que alertar sobre un error categorial. Según Milner, “El estructuralismo se fundamentaba implícitamente en el galileismo donde la matematización era decisiva, y para llegar a ella era preciso que entendiese la matematización en un sentido que ningún matemático reconocía como suficiente. Razonar en términos de literalización les parecía a algunos abrir una resolución posible de la paradoja: bastaba apoyarse en la lógica matemática” (Milner, 2002:230). Pero como se indica allí seguido, aquella lógica con que operaban los fonólogos de Praga (Trubetzkoy, 1938) no es verdaderamente una matematización. A esto lo llama un desequilibrio del programa estructuralista. He aquí otro más fundamental: el forzado desbalance entre extensión máxima y comprensión mínima. Si la estructura en general no tiene propiedades que permitan destacar qué cosa no es una estructura, entonces nada escapa al pulpo estructural, entonces se complican las aspiraciones de hacer buena ciencia.
legitimar el paso de la demanda de amor, una cadena de significantes, a la botella de Klein? La alineación de elementos discretos del discurso ha devenido en un continuum (para el cual, en tanto tal, entre dos puntos cabe siempre un nuevo punto). Una maniobra semejante permite a la línea del discurso retorcerse y apretarse hasta hacer una superficie, pero en tanto superficie hará siempre lugar, entre dos líneas paralelas, a una nueva línea. ¿Discreto o continuo?).
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Milner propone que el estructuralismo es un paradigma científico (Milner 2002: 11).Ya he señalado por qué no sería aplicable la categoría de paradigma. También dice que es un programa de investigación (Milner, 2002: 201). Programa de investigación científico, si tomamos ‘científico’ prestado a ‘paradigma’ (aunque no haya mención de Lakatos)31. Es muy probable que sea un PIC lo que efectivamente Milner tenga en mente. Seguramente no está al margen de las principales tesis libradas por Lakatos, tanto como seguramente no ignora que para Lakatos el psicoanálisis no constituye ciencia. Veamos si el resto de aquella retórica estructuralista puede ser un PIC. Si la estructura es un axioma-hipótesis, da pie –a lo sumo– a una teoría, que es en el mejor caso un momento del PIC. Las teorías suceden sobre un núcleo duro de admisiones metafísicas provisionalmente irrefutables: el núcleo sólo se abandona si otro PIC se impone como ventajoso, esto es, cuando su desarrollo teórico anticipa el desarrollo empírico (entendiendo que el nuevo programa puede predecir hechos ausentes de las predicciones del PIC anterior)32. Cuando una o más anomalías jaquean el núcleo de algún PIC, una de dos: o cambia el PIC, ante la aparición de otro mejor, o se engorda su cinturón de hipótesis empíricas con otras auxiliares que, para no ser ad hoc, deben tener contrastabilidad independiente de la de la hipótesis fundamental. La verificación de las hipótesis del estructuralismo está muy lejos de ser algo que reconociera la comunidad científica (más bien ocurre lo contrario) y el corpus metafísico nuclear (por el que habría estructuras funcionando como el andamiaje elemental de los fenómenos) parece haber dejado paso a otro más joven con un cinturón de hipótesis más exitoso. si el estructuralismo fuera un PIC, como parece establecer Milner, en cualquier caso sería un PIC ya superado por otro rival. Para todas las disciplinas compartidas entre el estructuralismo y el cognitivismo (lingüística, antropología, psicología básica y clínica), este segundo pareció debilitar la permanencia del primero (Dosse 1992/2: 466-474). El lenguaje de los otros (pinceladas contrastivas) Este diagnóstico puede asentarse sobre tres puntos fundamentales. Uno metodológico, la pseudoformalización (en pseudo caben tanto lo incorrecto, lo apurado y mismo lo desajustado al objeto enfocado). Los Milner sí habla de ‘científico’ para el programa lingüístico de Praga ( Milner, 2002: 183), faro de todo lo que subsiguió. 32 Lakatos 1971/19: 25. 31
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otros dos proceden de su metafísica opuesta a la historia y al sentido. Si es cierto que el marxismo historicista tuvo lidiar con la lectura de Althusser, la noción de estructura comprendía en sí misma los recursos para temporalizarse. La invariancia de las reglas permite las variaciones temporales que explican el paso de un estado de organización a otro. “La estructura es la regla de las transformaciones históricamente reales, la explicación de un funcionamiento y un devenir” (Pouillon 1966/ 1967: 16). Así pues, no está excluido que las instanciaciones de la estructura (los signos de una cultura, las organizaciones visibles) tengan una orientación temporal determinada e irreversible. Pero esta mera temporalidad, nunca historicidad, no podía sin embargo complacer a los historicistas, que gracias al mayo del 68 regresaron del destierro (Castoriadis, Léfort, Lefevre, etc.). La cuestión del sentido promueve una discusión de otro tenor donde interviene la filosofía llamada del lenguaje, pero la discusión del estructuralismo fue siempre endogámica. Las propias convicciones impidieron la conversación que habría podido seducirlo a abandonar el sintactismo en pos del cual se había empeñado (un sintactismo que había perseguido el Círculo de Viena, trabajando formalmente, y que para la década de los 60 ya se había frustrado). En La transformación de la filosofía Kart-Otto Apel postulaba unos determinados rasgos de comunidad entre los nombres germinales de las dos mayores tradiciones filosóficas del siglo XX, la fenomenológico-heideggeriana y la filosofía insular, anglosajona, de corte analítico, representada en la figura del segundo Wittgenstein (Apel, 1973). Lo hace localizando en ambos, fuera de las enormes diferencias en estilo, orientación y aún concepción de la filosofía (la cual, en uno y otro, debe refundarse o, mejor dicho, dejar paso a un nuevo pensamiento), un horizonte involuntariamente coincidente de primariedad antepredicativa, un factum de sentido que aporta las coordenadas para el posterior imperio del razonamiento. El joven Wittgenstein no había entrevisto que aquella modalidad veritativa del lenguaje del período tractariano reducía la plurifuncionalidad de la palabra, es cierto, pero sí había postulado que existía una dimensión que hacía corresponder los pensamientos con los estados de cosas (Sachverhalte), y había arribado al punto en donde se planteaba la pregunta por el marco del sentido. El salto hasta las Investigaciones Filosóficas, o la gradual mudanza de una a otra visión, consiste en presentar la forma lógica en un ámbito de juegos de lenguaje, códigos de acciones y de verbalizaciones dentro de los cuales queda recortado el campo del sentido –juegos entre los que la verificación científica es tan sólo una variante. Wittgenstein postulará un lenguaje edificado desde la pragmá59
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tica, donde la codificación semántica se regenera con el ejercicio, en un momento dado, por una comunidad. También en Heidegger hay un renunciamiento a la potencia del concepto, a las esencias de la reducción eidética. Una facticidad originaria hace que el Dasein pre-comprenda antes de disponer de aparatajes depurados para el pensamiento. Los distintos objetos son al Dasein articuladores de su ser echado al mundo antes de que aparezcan como ob-jetos (primero zuhanden antes que vorhanden). “… la correspondencia más profunda entre Wittgenstein y Heidegger está en el reconocimiento de que todas las ‘explicaciones’ científicas, en cuanto enlaces lógicos de los llamados ‘datos’, presuponen ya un ‘comprender’ originario del ‘algo’ que puede liberar (freigeben) muy diversos ‘datos’ según el juego lingüístico entretejido con la forma de vida … [o en terminología heideggeriana] de la idéntica originariedad de los existenciarios ‘encontrarse’ (Befindlichkeit), ‘comprender (Verstehen) y ‘habla’ (Rede)” (Apel, 1973: 253).
La duplicidad tradicional con que lidiaba el pensamiento filosófico, a saber el par de cosa y propiedades, se revela en Ser y tiempo como trivialmente proposicional y reductible a que se ejerza un previo análisis, el fenomenológico, que llevará el dilema a recogerse en un punto anterior donde no quepa ya esa alteridad, esto es, donde la cosa sea total, ella-ysus-cualidades, y no sea tampoco lo otro radical del Dasein sino su utensilio. Ese nivel de la verdad del ente (óntico entonces) estará emplazado sobre aquel en donde el ser se da o se debe dar en la pureza de un estado develado: el ontológico. Para cumplir conceptualmente con las sendas peculiaridades que se encuentran a uno y otro lado de esta partición, cuando se trate de verdad del ente, se apela al instrumental fijado convencionalmente (las categorías); cuando se trate en cambio de encararse con aquellos caracteres ontológicos, Heidegger va a acuñar existenciarios. Estos poseen la pauta de los caracteres ontológicos del Dasein (que no es para Heidegger un ente más, sino una forma de entidad cualitativamente desigual, en lo más radical, respecto de los otros entes –por ser muy precisamente el sitio en que el ser se da como pregunta). Esta designación de existenciarios (Existenzialien) corresponde a la reserva hecha del término existencia para nominar el ser del hombre –maniobra de cuño muy heideggeriano: fracturar el alemán justo sobre las juntas de su potencial aglutinante, ahora en el seno del latín donde la voz 60
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del caso revela cómo el significado en juego es el de una excentricidad (ek-sistere). Esta escisión pone el acento en dar, del ser del hombre, una visión diferenciada: nunca es su sitio aquel en que se encuentra (da) sino que se ha extrañado y se ha entregado a ser uno entre el resto de los entes. El Dasein propende a interpretarse como uno de tantos. Confunde el qué y el quién, y en esa confusión u olvido existe hasta que pueda rescatarse de esa posición-caída en la que se ha perdido de lo que es. Los existenciarios (comprensión, ser-en-el-mundo, habla, ser útil, disposicionalidad ...) son notas que caracterizan esa peculiar forma del ser que Heidegger bautiza Dasein. Ser-en-el-mundo es una determinación sine qua non, tiene la calidad de un todo, la de un cómo y la del Dasein en sí mismo: por ‘mundo’ ha de entenderse la totalidad del ente en la acepción por la que el ente se da al Dasein como ser zuhanden (al alcance de la mano). Por abarcarlo todo, el mundo abarca al Dasein, lo antecede y lo recibe cuando viene al ser –pero sin ser él mismo, el mundo, más que el Dasein, porque lo que sea está siempre en relación de para el Dasein. El mundo es, pues, un horizonte de sentido irrebasable. El Dasein se da el ser entre los demás entes a los que resulta asimilado y en los que se olvida de sí mismo en tanto diferente de ellos. El estadode-yecto le impone ser lo contrario de lo que se piensa ser: el Dasein cree tener su esencia en su ser uno al modo de las cosas. Por otro lado, como Mitsein, se encuentra abrumado por una potencia externa que regula en acto el horizonte de sentido, aquel conjunto de los otros, el prójimo impersonal, el Otro (no aquel Mann particular que apenas da una cara del ser Mensch, sino aquel man que se traduce por el giro anónimo donde ‘uno’ significa todos y cualquiera). La originalidad de cada Dasein choca contra aquella fuerza y/o institución que indica siempre cómo debe procederse. “En la cotidianeidad del Dasein es lo más obra de aquél del que tenemos que decir que no fue nadie” (Heidegger, 1927:148). El Dasein es el Uno en tanto se ha infundido entre las determinaciones que ya son y que se imponen a la libertad de su proyecto33. “El ‘uno’, con el que se responde a la pregunta por el ‘quién’ del ‘ser ahí’ cotidiano, es el ‘nadie’ al que se ha entregado en cada caso ya todo ‘ser ahí’ en el ‘ser uno entre otros’” (Heidegger, 1927: 144).
Ser-con parece así una cárcel en la instancia más originaria del ser-en-el-mundo. De esa manera el Otro/ Uno es semejante a la cultura en sí y a la coerción que ejerce sobre cada quien, al modo en que ya había sido descripta, en clave sociológica, en la obra de Durkheim. 33
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Como señala Rorty (1993), Heidegger irá dejando atrás esta versión antropo-fenomenológica del Dasein y del habla para concentrar en el lenguaje todos sus esfuerzos y asumirlo como una cuasi-divinidad. En sentido contrario, Wittgenstein avanzará desde lo místico a una comprensión instrumental de lo que sea el lenguaje. En el camino cae su convicción de que el lenguaje esté fundamentalmente enlazado con el pensamiento intelectivo. Para Frege, en los albores de la semántica filosófica contemporánea, sólo se accedía por medio de su exteriorización lingüística. En el Tractatus se produce un quiebre. El lenguaje no será ya más el puente hasta los pensamientos, sino que estos se habrán vuelto intralingüísticos. La forma lógica consustanciada a los hechos del mundo se vierte o se fundamenta en expresiones del lenguaje que habían sido hasta ese punto sólo su vehículo. En el contraste “puede verse la tensión existente entre un positivismo lógico propiamente dicho, que da un primado a las formas lógicas como algo ‘anterior’ al lenguaje, y la posición inversa que por el énfasis puesto en la coherencia del lenguaje deduce de su gramática las formas lógicas ‘puras’” (Leocata, 2003: 156). De aquí, el lenguaje es coextensivo con los límites del mundo. El sentido es el lenguaje, que es mi mundo34 La historia de Wittgenstein con el Círculo de Viena se ha prestado a todo tipo de tergiversaciones, desde tomar al padre del Tractatus como un miembro más, hasta las propias confusiones de los mismos integrantes de la célula de Schlick, quienes creían seguir a Wittgenstein más cerca que lo que los hechos demostraron. “Ni Schlick ni Waismann [los únicos con los que Wittgenstein había admitido entrevistarse] –(...)– advirtieron en 1929 lo rápida y radicalmente que las ideas de Wittgenstein se apartaban del Tractatus” (Monk, 1990/1997: 268). En sí mismo, el Círculo de Viena realizó una personal lectura del Tractatus, acentuando en él un costado epistemológico a partir de un comentario oral de Wittgenstein que se llegó a denominar su (de él) ‘principio de verificación’. “El sentido de una proposición es su medio de verificación” (Ayer 1984:38): –lo que equivale a determinar ese sentido anticipando qué se ha de entender por verificación del enunciado. Que una proposición tenga sentido significa entonces ya saber cómo ha de leerse el resultado de la proyección del pensamiento sobre el hecho que responderá aportando algún valor veritativo. Bajo el principio de un isomorfismo entre proposición y mundo, deberá fijarse algún criterio. ¿Cómo sería posible establecer de una pro El mundo sigue siendo luego, en el ‘segundo’ Wittgenstein, sentido (contra lo Sinnlos o lo Unsinnig), pero el sentido ha desbordado aquel lenguaje de la forma lógica. 34
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posición si ha sido o no verificada sin tener para ella algún procedimiento, y específico, que lo contemple? “Parece ser que podemos hablar de una fase verificacionista en el pensamiento de Wittgenstein. Pero sólo si distanciamos el principio del empirismo lógico de Schlick, Carnap, Ayer, etc., y lo situamos dentro del marco más kantiano de las investigaciones ‘fenomenológicas’ o ‘gramaticales’ de Wittgenstein” (Monk,1990/1997: 272). En efecto, el mencionado ‘principio verificacionista’ de Wittgenstein debe más bien llamarse, para curarlo de los riesgos de asimilación a un término que ya ha ganado un título y un mérito particular dentro de la filosofía, semántica de condiciones de verdad, porque esto es nada más lo que se encarna sobre el hecho potencial o Sachverhalt. El criterio de verificación va a transformarse, claramente en Carnap, en una herramienta empírica. A su positivismo lógico interesará la verificación; a Wittgenstein tan sólo establecer un horizonte de verdad para los enunciados. Cuando a la altura de las Investigaciones Filosóficas Wittgenstein revise las funciones del lenguaje entenderá aquel universo de la forma lógica entre muchos otros. No es sin sentido hablar de religión, de estética o moral, como antes le había parecido. Tiene el sentido de las reglas de uso que hacen consistente a un discurso cualquiera (sólo es discurso por la consistencia que recoge del empleo adecuado de las reglas que se instancian por su medio). La significación, para este Wittgenstein, es mucho más que lógica. Así tenemos: el lenguaje concebido esencialmente como sintacticidad (sintaxis lógica de Carnap), como pragmática (segundo Wittgenstein) y como uno de los existenciarios (Rede). Comparando estas posturas con el estructuralismo hallamos, ya sea en Wittgenstein o ya sea en Heidegger, una primariedad patente del lenguaje, pero entendiéndolo como algo más que un mero azar de símbolos combinatorios: está en el mundo ligado al sentido. En cuanto a la sintaxis lógica de Carnap, esta supone un desarrollo lógico de alto nivel, no una designación de lógica imprecisa. La primariedad aducida para el lenguaje es, para Lévi-Strauss, Lacan y Barthes de manera explícita, una premisa que lleva directamente a sostener alguna forma de sujetamiento. Atravesando por sus engranajes maquinales el sujeto, u hombre, resulta un efecto más que un jugador de juegos de lenguaje. El Uno (el Otro) es el sujetador, el que quita autenticidad, pero en la idea heideggeriana no es asunto de significantes. Descentrado, ‘por fin cuestionado’, aquel sujeto estructural es el producto de unas relacio63
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nes que lo (sobre)determinan desde una presunta lógica cuyas computaciones se suceden para habilitar al pensamiento, las costumbres, las artes visuales, la ciencia moderna y la perturbación mental. La Rede heideggeriana y los juegos wittgesteineanos de lenguaje prevalecen sobre la gramática y son un primer factum que destaca sobre los sistemas disecados de la lógica o de la lingüística. Frente a esto, el estructuralismo piensa lo judicativo desde coordenadas dentro de las que el sentido toma su lugar, una instancia a-semántica donde los símbolos primero se combinan y luego podrán significar. Llamar lenguaje a esa estructura de formato fonológico nos deja paradojalmente con muy poco: una categoría tan vasta que todo entra en ella y mina su fertilidad, pues, en efecto, la fonología así reducida al principio de oposición binaria parece, como herramienta, demasiado estrecha para recoger sobre su lomo la pesada carga de ser el lenguaje. De otra parte, aquella lógica aducida, por emplear la forma del fonema, es sólo lógica por concesión de que hay, en la taxonomía que allí resulta, una distribución de tónica tertium non datur (un principio que, como sabemos, las lógicas paraconsistentes han colocado entre paréntesis). De allí que la gramática, cuando reciba un tratamiento basado en pautas formales bien establecidas, tendrá aquella fuerza superior que se le conoció con Chomsky. Cuando los primeros lingüistas franceses tomen contacto con la obra chomskyana encontrarán una primera aplicación concreta de lo lógico simbólico al lenguaje. La estructura profunda y la superficial (una sintaxis lógica esencial y una ‘interpretación’ al nivel de la lengua) van a desdoblar lo que los estructuralistas habían concertado como las dos caras de lo mismo. En paralelo Chomsky reivindica una exclusividad para el lenguaje que se opone al simbolismo panlingüista de Lacan, Barthes y Lévi-Strauss. La figura de Chomsky será la encargada de poner distancia entre los ejercicios y bosquejos de literalización del estructuralismo y la matematización en regla35. Luego, a nivel mundial, el generativismo acabará dueño del tér-
“Era verdad que el doble movimiento de logización de las matemáticas y de matematización de la lógica habilitaba para definir la matemática en sí como pura y estrictamente literal. Subsistía no obstante una dificultad mayor: ninguno de los procedimientos propios de la lingüística estructural, presentada como la más consumada de las ciencias estructuralistas, se dejaba inscribir en un formalismo lógico-matemático determinado (…). Recíprocamente, ningún segmento de los formalismos lógico-matemáticos parecía susceptible de implementarse directamente en ninguna de las ciencias estructuralistas: en calidad de método expositivo a veces, nunca como método de descubrimiento” (Milner 2002: 230). 35
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mino ‘estructura’, por proporcionarle una definición precisa, una acotada concernencia y una formalización ajustada a los estándares científicos. En este cambiar de manos, la estructura se hizo cognitiva (cambio que asombra especialmente si se enfoca desde el psicoanálisis, donde la opción entre cognitivismo y estructuralismo es drástica: clínica de las representaciones o de los significantes). Cuestión central, ya desplegada y que coviene retomar: ¿el estructuralismo renuncia a las propiedades o bien las soslaya en beneficio de las relaciones? La propiedad de rojo no depende de un otro color y sólo trivialmente puede sostenerse que algo es rojo por no ser, en cambio, verde o amarillo (no existe allí causalidad, esto es: no puede pretenderse que algo es rojo porque no es no-rojo, como si en la sensación de rojo hubiera más que un proceso de transducción que ha convertido longitudes de onda en un cierto percepto)36. Se han confundido criterio de distinción y ontología: que x sea rojo no depende de que sea a la vez no-azul, sino que podrá ser no-azul a partir de ser rojo –y seguiría viéndose rojo si no hubiera azul. No es que haya azul o rojo en la naturaleza, pero no obstante hay algo que objetivamente impacta en las retinas y eso corresponde a propiedades físicas, a propiedades que no pueden, en sus relaciones, tomarse por vicariantes ni arbitrarias a nivel elemental37. El cuadrado de Greimas (1966) y quizás Coseriu (1977) son intentos de aplicar el criterio de oposiciones al significado. La semántica estructural está emplazada sobre pilares lexicológicos: los espacios semánticos Pasar de p V q a ¬p → q, donde p: rojo y q: azul (u otro color) respeta la equivalencia de la implicación material pero no convierte la disyunción en una condición causal. 37 Barthes esgrime “que si no hubiera más color que el rojo, el rojo se opondría, a pesar de todo, a la ausencia de color” (Barthes 1964: 247). Pero se opondría no en su calidad de rojo sino en representación de la categoría ‘color’, lo cual es muy distinto. La rojez no está supeditada a tener otra-cosa-enfrente. Por otra parte no se ponen nunca los valores (rojo) y la variable en el mismo nivel. Rojo es un elemento del conjunto de colores y le pertenece: ¿cómo podría parárselo en pie de igualdad con el color, como si no existiera entre ambos desnivel? Este problema de las propiedades no es menor para tasar el estructuralismo. Según Milner, “Lacan (…) creyó en el minimalismo de las propiedades. Lo expresó incluso de manera particularmente explícita. Entender que no hay más propiedades que las inducidas por el sistema es entender, cuando se define el sistema como estructura, que toda propiedad es tan sólo efecto de la estructura. Por lo tanto, que la estructura es causa” (1995: 107). Puesto que Lacan distingue claramente los conceptos del significante, esta aserción puede muy bien controvertirse, pero también es cierto que Lacan afirma que la actividad del pensamiento depende de la estructura (Televisión, 1973). 36
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se recortan sobre el reconocimiento de que los significantes significan, hacen signo en conjunción con los significados. Hay que apuntar que esta estructuración (Coseriu, 1977) excluye el designatum (referente) y las palabras cuya oponibilidad parecería dudosa (las preposiciones, conjunciones y demás). Sólo los lexemas entran al dispositivo. Luego el lenguaje, aquella forma viva que hace lazo y de la que el hombre se vale, queda lejos de poder ser en sí mismo una estructura. Puede admitirse que hasta cierto punto, para algunas voces, haya determinación de los significados por oposiciones, pero entre una estructura de este tipo, donde el significado de un signo lingüístico se extiende hasta los límites de otro cualquiera, y la estructura tipo Lévi-Strauss, donde las extensiones de los diferentes términos se superponen, cabe apuntar al menos esta salvedad: esta segunda elegirá los términos de una manera caprichosa, mientras que en la estructura de estilo Coseriu están tomados de los usos. De ello que el campo del significado, si llegara a ser estructural (opositivo), será menos por la libertad para cruzar los símbolos unos con otros que tomándolos en su denotación o su designación, tal como ya se encuentran en el código. La cuestión amerita revisar, de nuevo, la asimilación del intercambio tribal de mujeres con el flujo de palabras. Lévi-Strauss las pone en relación a partir de puntuar presencia/ ausencia de categorías o rasgos: persona, valor, símbolo, signo. De esto resultan calificaciones inconmensurables en mujeres y palabras: respectivamente, - - + + y + + - - . Pero las oposiciones sirven cuando operan en un marco de rasgos comunes. Un fonema puede ser sordo o sonoro, pero una palabra nunca podría ser persona. Las oposiciones fonológicas ilustran por qué hay red de diferencias de las que se vale la articulación; las oposiciones de un etnólogo estructuralista, en cambio, no parten de un hecho, sino que lo forjan (la estructura de los parentescos) y para ello oponen, por su cuenta, términos con rasgos aleatorios. La prevalencia de las relaciones, para el estructuralismo, opaca el hecho de que hay propiedades con las cuales la estructura no podría hacer a capricho. Quizá otro tanto quepa señalar sobre las propiedades de tipo relacional. Que x sea más veloz o más alto que y está fuera de las manipulaciones culturales y son relaciones objetivas que no caen en la matriz de redistribuciones debidas al símbolo. La ontologización de la estructura compromete la objetividad del mundo al proponer allí un holismo sub-semántico, poniendo en jaque el diccionario básico sin el que nunca se podría entender cómo se empieza a hablar. De hecho la aquisición de la primera lengua suele comenzar por sustantitvos que nombran las cosas ( y que suman el 80% del vocabulario de producción 66
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en la primera etapa del aprendizaje38 ). Las fórmulas sociales que acompañan a los sustantivos indican que el desarrollo de este aprendizaje palanquea mayoritariamente sobre el referente y la intersubjetividad de tipo secundario (Trevarthen, 1987; 1998) 39. La percepción condiciona nuestro contacto con un mundo de formas cerradas, buenas formas, y el condicionante repercute sobre una gramática de casos que modela cómo referirnos a las cosas (Fillmore, 1968; Brown, 1973). Contra el corte tajante entre naturaleza y mundo cultural, los ejercicios practicados por los estructuralistas respetan las cualidades de aquellos objetos que ponen a trabajar en la dinámica de los sistemas que proponen. Desde el elenco de los rasgos del fonema hasta la oposición de tipo salado o hervido, pasando por el Nombre-del-padre/ deseo de la madre, todo confluye para desmentir que el estructuralismo se haya reducido a ‘una combinación de letras’. Que una actitud sea recogida por el antropólogo como actitud hostil pasa por recoger ya significaciones. No hay creacionismo cultural en un sentido pleno40.
Para los porcentajes, cfr. Caselli, Bates, Casadio, Fenson, Sanderl & Weir (1995), Jackson-Maldonado, Thal, Marchman, Bates, Gutiérrez Clellen (1993), Maital, Dromi, Sagi & Bornstein (2000). En cuanto a las cuestiones la adquisición,cfr., Jusczyk (1997), Jusczyk (2002a), Jusczyk (2002b), Jusczyk & Aslin (1995), Jusczyk & Derrah (1987), Karmiloff & Karmiloff-Smith (2001), Karousou (2003), López Ornat (1999), Seidenberg & Elman (1999), Serra, Serrat, Solé, Bel & Aparici (2000). 39 Para los primeros tipos de relación intersubjetiva, Trevarthen (1980, 1987, 1998). Las investigaciones más recientes en semiosis pre-verbal señalan una progresión del marco significativo de la comunicación de protofonaciones y gestualidad hacia la gramaticalización (Capirci, Contaldo, Caselli & Volterra, 2005; Capirci & Volterra, 2008; Karousou, 2003; López Ornat, 1999; Lopez Ornat & Karousou, 2005a y 2005b; ) 40 Cuando Lévi-Strauss propone que el lenguaje tuvo que surgir todo completo de una vez (1950), esto depende de entenderse por lenguaje un dominio más vasto, lo simbólico, y tomar al símbolo como un fonema. Puesto que los fonemas son si y sólo si copertenecen a un sistema, este sistema debe nacer todo junto. De modo semejante el psicoanálisis ha aventurado que el lenguaje está allí afuera funcionando antes de que el sujeto ingrese a escena. Uno estaría tentado de decir que lo que existe afuera son pautas de interacción con los objetos y los semejantes, algunas simbólicas por cierto, pero donde lo simbólico no es para nada ese sistema que se ha sugerido. Las evidencias parecen contradecir que el niño se encuentre de golpe dentro del lenguaje (ver nota anterior). Más bien se verifica que el comienzo de la significación gramatical se gesta suavemente mordiendo en lo real. En cuanto a la sintaxis, puede explicarse como un desarrollo de patrones bajo los que se organiza, para el niño, el habla del adulto (Serra & al., 2000). En materia de filogénesis no hay elementos para presumir un salto entre la ausencia y la existencia de lengua gramatical (Corballis, 2002; Kenneally, 2007). Para la actualidad de estas discusiones 38
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En la perspectiva estructuralista los signos funcionan como artificialidad. Ello es reflejo de haber transformado toda comunicación a lenguaje verbal. Puede reconocerse a Barthes que haya pocos signos que prescindan de un encuadre estructural, pero a la vez hay que situar el hecho universal de que los signos surjan en el hombre como intencionales, comprendiendo siempre algún aboutness, fruto de intercambio con terceros y apuntando a comunicaciones sobre el medio empírico inmediato (Rivière & Español, 2003). Sobre esta base sígnica y referencial sí puede hablarse de liberación de algo significante, pero el significante en cuanto que insignificante no puede plantearse prescindiendo de una norma de correspondencias con el mundo y de significados convenidos, porque de otra forma, si todo significante se libera simultáneamente de su contraparte en el signo lingüístico, ¿cómo arribar hasta el significado? ¿Acaso los fonemas, por el hecho de estar enfrentados, llegan a significar? No hay significación ex nihilo, sino apoyada en un sentido previo. Si el Otro no es el código, como está claro (Lacan, 1966ª: 785), queda por resolver cómo podría ser más elemental. ¿Cuál es la metafísica de RSI (real-simbólico-imaginario)? No un trisustancialismo: lo imaginario no es sin lo real. ¿Acaso: un nudo, dos sustancias, tres registros? La posibilidad de un bisustancialismo topa contra el hecho de que lo real está en sí mismo tomado por lo simbólico: sin confundirse, éste se exuda de lo real (recuérdese la aspiración de reintegrar el hombre al mundo físico, desintegrarlo en él, que hiciera Lévi-Strauss -1962). De allí que lo simbólico no es ya, como escribió Deleuze (1968), una especie de orden virtual. Pero que los significantes se recojan de lo real , como dice Lacan, apunta a sugerir que en sí el lenguaje, definido por oposiciones, tiene arraigo en nuestra concepción previa del mundo. Entre esta apoyatura que tendría el orden simbólico en lo real (como si se dijera su materialización) y la homologación de lo simbólico lévistrausseano a la conformación neural media un abismo. Un viejo ensayo (McCulloch & Pitts, 1943; 1948) había brindado el puente necesario para equiparar la máquina informática con el cerebro humano en términos de un ‘gatillado’ on/ off. Después “muchos autores han supuesto, erróneamente, que el carácter ‘todo-o-nada’ del disparo de los impulsos nerviosos constituye una prueba de que los principios del funcionamiento del cerebro son los de un computador digital. (…) [pero] el aspecto funcional de la neurona es la variación no-digital en el índice del dispapueden consultarse las conferencias bienales sobre evolución del lenguaje EVOLANG .
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ro” (Searle, 1989: 426). Que las neuronas no funcionen como microcircuitos informáticos parece ser la determinación de la más reciente investigación neurofisiológica: “Esta visión, relativamente simplista y rígida, no se corresponde con los últimos datos experimentales: en realidad, la información se transmite en nuestro cerebro de una neurona a otra de forma altamente modulada” (Ansermet & Magistretti, 2007: 32).Y “dicha transferencia nunca es de naturaleza binaria ni de intensidad constante” (Ibid., 44). Si no hay sino monismo de sustancia, el estructuralismo no podría sino plantear un orden co-esencial: mundo y lenguaje por igual. Las consecuencias son sensibles. Supongamos alguna comunidad humana donde no exista la opción legal de ‘divorciado’. Allí tendremos que los estados civiles serán ‘soltero’ y ‘casado’ (más otros valores eventuales). Para esta comunidad el ‘divorciado’ puede ir a parar con los ‘casados’ al mismo conjunto, porque sie ya no vive con su cónyuge ha pasado por el matrimonio; o bien pudiera ir a parar con los ‘solteros’, según las formas con que se conciba el paso de la soltería a la conyugalidad, camino de ida o de ida y vuelta. De esta manera, los mismos fenómenos, reales o empíricos, son recogidos socialmente con diversa pauta organizacional, pero el casado habrá pasado –eso es seguro– por un rito constatable. Estos recortes están amparados en las prácticas sociales y están reflejados en la lengua (o simplemente son antojos de la lengua), pero nunca se podría llevar todo el asunto hasta los límites de pretender, por tomar un ejemplo, que en la lengua inglesa, por no haber la distinción que el castellano ofrece para pez/ pescado, todos equivocan la criatura viva y su cadáver). Gráficamente41 húngaro
“hermano mayor”
batya
“hermano menor”
öccs
“hermana mayor”
néne
“hermana menor”
bug
español
malayo
hermano sudarä hermana
Para la lengua, esto concierne a los valores, no a las realidades. Pero el punto crucial es que aquel modo en que las propiedades fácticas son reco Tomado en préstamo a Sazbón (1976), y éste a Ruwet, N., Lingúística y ciencias humanas, en J. Sazbón (ed.): Estructuralismo y lingüística, Nueva Visión, Buenos Aires, 1969. Ligeramente modificado. 41
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gidas en el seno de una u otra lengua no debe tomarse como descripción de un hecho, sino como descripción de aquellas asunciones que las prácticas de una comunidad precipitaron con estatus institucional. Esto vuelve plausible, como ya se ha señalado, una semántica estructuralista en la que es apreciable cómo los lexemas, demarcando recíprocamente sus alcances, organizan una geografía de significaciones. Este trazado sin embargo no cabe mezclarlo con el mapa del concepto empírico, o empírico-referencial. Si Lévi-Strauss se desempeña en el nivel de los significados y valores (en su elaboración crudo y cocido son significados), esto no sólo choca contra el pretendido trabajo formal, precisamente por partir de unos significados, sino que colisiona con la aspiración de que las estructuras pertenezcan a lo real. Lacan cuida la diferencia entre el significado y el concepto, pero apostando por la misma aspiración, y al realizar entonces las oposiciones (porque la estructura es real), éstas solapan los dos diferentes planos: lo real-conceptual y aquello imaginario que lo sobrenada. La precedencia de los referentes, de las cosas en tanto que entes zuhanden, útiles, dentro del ámbito donde el sujeto-es-con (Mitsein), hace que la pragmática sea el escenario del primer sentido, emplazamiento desde el que lo imaginario se bifurcará en significados del lenguaje, de una parte, y en el desarrollo de conceptos que, por la otra parte, ya aparecen antes de asomar una estructura, en cualquier caso irreductible a la fonología. La alteridad del Otro dista mucho de ser un tablero de lugares y de piezas indistintas variando de posición. Cuando Lacan, más tarde, coloque el lenguaje y la palabra detrás de lalangue y l’apparole, se habrá operado un giro en donde la estructura y la gramaticalidad sean subsidiarias del goce y del inconsciente ahora rediseñado (Soler, 2008).
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Proximidades y distancias. Presencia del estructuralismo en la obra de Gilles Deleuze Marcelo Antonelli*
Introducción El vínculo entre la filosofía de Deleuze y el estructuralismo reconoce dos etapas bien diferenciadas. La primera, que se extiende de Lo frío y lo cruel a Lógica del sentido, pasando por el artículo “¿En qué se reconoce el estructuralismo?” y por Diferencia y repetición, se caracteriza por un interés hacia el estructuralismo en general y por algunos temas y nociones en particular, la apropiación de ciertos conceptos acuñados por autores estructuralistas, la convergencia con algunas líneas de fuerza del movimiento y la valoración positiva de sus efectos en el campo filosófico. Por el contrario, la segunda etapa, que involucra El Antiedipo, Kafka, Diálogos y Mil mesetas, es crítica respecto de numerosas tesis y nociones del estructuralismo, toma distancia de autores y de términos a los que previamente se había acercado, esboza enfoques alternativos y construye nuevos conceptos en reemplazo de aquellos de cuño estructuralista. Indagar los vínculos entre Deleuze y el estructuralismo ilumina aspectos de su trayecto filosófico, en la medida que contribuye a determinar con quién y contra quién ha pensado nuestro autor. Decimos ‘con quién(es)’ piensa pues, siguiendo al propio Deleuze, los ‘amigos’ constituyen auténticas “condiciones de derecho” del pensamiento: no es posible pensar sino en compañía o en conjunción con otros. La primera etapa
Profesor de filosofía (UBA), Doctorando en Filosofía (UBA-CONICET-Paris 8). Forma parte de grupos de investigación acerca de los debates contemporáneos en torno al lenguaje, el poder y la vida (UBACyT), el concepto foucauldiano de “biopolítica” y la noción de vida en la filosofía francesa del siglo XX (UNSAM). Actualmente trabaja en su tesis de doctorado, que versa sobre el concepto de inmanencia en la filosofía de Deleuze. *
“El amigo, el amante, el pretendiente, el rival son determinaciones trascendentales…” (Deleuze, 1991, p. 10). “Lo que es esencial son los intercesores [...] Sin ellos no hay obra
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de la relación entre Deleuze y el estructuralismo responde a este tipo de vínculo: los autores estructuralistas –algunos en mayor medida que otros, lo veremos– se desempeñan como interlocutores clave. Pero pensar no se hace sólo ‘con’ otros sino igualmente ‘contra’ otros: Deleuze explica que la primera tarea a la hora de abordar una polémica es localizar las oposiciones y evaluar sus relaciones; el fracaso en la organización de las disyunciones implica la incapacidad de comprender lo que está en juego en una diputa (Deleuze, 2006, p. 114). En consecuencia, analizaremos el papel de adversario teórico desempeñado por el estructuralismo en el segundo período de su obra. Una de las dificultades que emerge en nuestro trabajo reside en delimitar el concepto de ‘estructuralismo’, dado su gran número de acepciones. Al respecto, el capítulo de Fernando Rodríguez (Afanes incumplidos del sueño estructuralista) desarrolla diferentes maneras de entenderlo, presenta posibles definiciones y evalúa caracterizaciones adecuadas e inadecuadas. Nuestro objetivo aquí no es estudiar el estructuralismo por sí mismo, sino investigar la relación que mantiene con él la obra de Deleuze –esto es: qué conceptos adopta o rechaza, qué temas o problemas comparte, con qué orientaciones converge o diverge–, así como rastrear la evolución de estos vínculos –en qué medida han variado, cómo se han reformulado. En razón de ello, abordaremos los distintos rasgos del movimiento estructuralista sólo de modo indirecto, a través de su presencia en la obra deleuziana.
[...] Yo necesito a mis intercesores para expresarme, y ellos no se expresarían jamás sin mí: siempre se trabaja en grupo, aun cuando no se lo vea” (Deleuze, 1990, p. 171). Las traducciones son nuestras, excepto en los casos de Lo frío y lo cruel (Deleuze, 1967), y de Problemas del estructuralismo, de Poullion (1966), dado que hemos trabajado con las ediciones en español. Hacemos uso del término “movimiento estructuralista” siguiendo las sugerencias de Étienne Balibar (2007, p. 155 y ss), quien lo considera el momento determinante del pensamiento filosófico francés de la segunda mitad del siglo XX. El autor señala la ausencia de escuela y de fundador: el estructuralismo fue más bien un “encuentro divergente”, razón por la cual todas las escuelas u orientaciones filosóficas se vieron implicadas. El movimiento, esencialmente filosófico pero en absoluto unívoco, se caracterizó, según Balibar, por un encuentro entre preguntas o problemáticas, así como por textos con valor de manifiestos polémicos; en su conjunto, se trató de una auténtica “aventura” para la filosofía contemporánea.
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Primera parte: Convergencias Deleuze no suele ser considerado un autor estructuralista clásico o puro, ‘indudablemente’ estructuralista, como podrían ser Lévi-Strauss o Lacan; tampoco ha sido catalogado de estructuralista con reparos o matices, como Foucault o Derrida. Empero, ha sido rotulado a menudo como ‘pos-estructuralista’, denominación que comporta la ambigüedad de significar tanto aquello que vino después del estructuralismo en un sentido cronológico, como una posible superación o extensión del horizonte de pensamiento demarcado por los autores netamente estructuralistas. De cualquier forma, calificar a la filosofía deleuziana con una etiqueta semejante tiene como efecto principal homogeneizar la diversidad de remisiones en su obra y simplificar la complejidad de los vínculos.
Bolivar Botia (1985, p. 154 y ss) lo denomina post-estructuralista; admite que se trata de un rótulo un poco artificial, pero ya comercializado. Además, reconoce que es discutible ubicar a Deleuze entre tales autores, no obstante lo cual lo justifica argumentando que sus temas prefigurarían la posmodernidad. El término “post-estructuralismo” sería legítimo a raíz de dos motivos: i) es la segunda fase de la filosofía francesa estructuralista, cronológicamente posterior a los autores del “estructuralismo clásico” (Lévi-Strauss, Lacan); ii) los autores de esta generación resultan críticos con puntos clave del paradigma estructural; en términos generales, se propondrían la tarea de liberar al estructuralismo de la metafísica en que está preso, llevando más allá los límites del propio estructuralismo. Éste se pretendía un proyecto sistemático-racional que, en el fondo, negaba la individualidad y el acontecimiento, mientras que el post-estructuralismo proclama lo fortuito, lo aleatorio, lo diferente. Por otro lado, los estudios norteamericanos emplean el término con frecuencia. Holland afirma, por ejemplo, que Deleuze y Derrida formaron la columna vertebral del “postestructuralismo francés” mediante sus respectivas obras Diferencia y repetición y De la gramatología (Holland, 1999). Para la recepción norteamericana, véase Cusset, (2007); Dosse, (2007, pp. 549-567). Por su parte, Balibar (2007, p. 164 y ss) sostiene que no existe algo así como “el post-estructuralismo” sino que éste, llamado así en el marco de una “exportación”, de una “recepción” o de una “traducción” internacional, es todavía estructuralismo. Su tesis es que todos los grandes textos del estructuralismo comportan un movimiento típicamente “estructuralista” que consiste en la deconstrucción del sujeto como arkhé (causa, principio, origen) y un segundo movimiento “post-estructuralista” que implica la reconstrucción de la subjetividad como efecto –es decir: el pasaje de la subjetividad constituyente a la subjetividad constituida. La estructura es precisamente el dispositivo de inversión del sujeto constituyente en sujeto constituido. El segundo movimiento es el de la re-inscripción del límite a partir de su propia impresentabilidad: con el surgimiento de lo irrepresentable la estructura más bien se disuelve, en provecho del flujo, de la diseminación, de la máquina o de la cosa. El movimiento de los estructuralistas tiende a ir de un gesto al otro, operando simultáneamente la deconstrucción y la reconstrucción del sujeto.
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Como hemos señalado, hasta El Anti-Edipo su relación con el estructuralismo es de índole positiva: Deleuze hace uso de conceptos del linaje estructuralista (estructura, serie, orden simbólico), así como elogia los efectos que han tenido los autores del movimiento en la filosofía. En esta parte de nuestro trabajo abordaremos los textos en los cuales nuestro autor dialoga de este modo con el estructuralismo, con el objeto de determinar cómo se da al interior de cada uno de ellos el juego de convergencias y reapropiaciones. Nos ocuparemos especialmente del artículo “¿En qué se reconoce el estructuralismo?”, a causa de su pertinencia para nuestro tema, y de Diferencia y Repetición y Lógica del sentido, no sólo en virtud de su condición de obras mayores de la filosofía deleuziana sino, además, por las referencias ciertamente relevantes a Lacan, Lévi-Strauss y al estructuralismo en general. Antes de la aparición de dichos textos, Lo frío y lo cruel. Presentación de Sacher-Masoch, publicado en 1967, constituye el primer momento de la obra deleuziana en que hallamos un empleo de vocablos estructuralistas, así como referencias positivas a autores del movimiento, en especial a Lacan. Deleuze hace uso en repetidas ocasiones de los conceptos de ‘estructura’ (Deleuze, 1967a, pp. 79, 118, 120) y de ‘falo’ (Ibíd, pp. 103, 128, 129), así como remite al ‘orden simbólico’ (Ibíd, p. 130). Teniendo en cuenta este uso de nociones estructuralistas, así como las remisiones favorables a Lacan, resulta comprensible la actitud del célebre psicoanalista, quien no sólo elogió el libro durante su seminario, sino que llegó a desafiar a sus discípulos a realizar un análisis de tal intensidad (Dosse, 2007, 223). En términos generales, cabe considerar Lo frío y lo cruel como un texto cercano al estructuralismo, en particular al psicoanálisis lacaniano. Sin embargo, Deleuze no teoriza aún el concepto de ‘estructura’ que pone en juego, no lo explicita o problematiza; recién lo hará, como veremos a continuación, en el artículo “¿En qué se reconoce el estructuralismo?”.
Deleuze se apoya en las elaboraciones sobre el proceso de denegación (Verneinung, Verwerfung, Verleugnung), “cuya extrema importancia puso en evidencia Lacan”; en relación con la forclusión (Verwerfung), afirma que “Lacan enunció una profunda ley según la cual lo que se cancela simbólicamente resurge en lo real en forma alucinatoria”; al tratar el carácter inaprehensible del objeto de la ley y la operación kantiana que hace de “LA ley” el fundamento último, remite al célebre trabajo de Lacan “Kant con Sade”; en relación con la paradoja del carácter indeterminado de la ley, sostiene que “como dice Lacan, la ley es lo mismo que el deseo reprimido” (Deleuze, 1967, pp. 34, 68, 87, 88).
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“¿En qué se reconoce el estructuralismo?” Publicado en 1972 pero fechado en 1967, este texto resulta de sumo interés porque permite conocer la concepción que nuestro autor tenía del estructuralismo en un momento en que valoraba el conjunto del movimiento y mantenía buenas relaciones con algunos de sus integrantes. Además, veremos que Deleuze elabora aquí un conjunto de conceptos que atribuye al estructuralismo y a los que recurrirá en Diferencia y repetición y Lógica del sentido. Antes de desarrollar las tesis fundamentales, es necesario realizar tres observaciones. La primera concierne el modo en que Deleuze plantea el problema, pues testimonia la aplicación del ‘método de dramatización’ –i.e., desplazarse de la pregunta platónica ¿qué es...? hacia interrogantes como ¿quién?, ¿cómo?, ¿en qué caso?, ¿dónde? En efecto, la primera pregunta que Deleuze hace es “¿qué es el estructuralismo?”, pero inmediatamente la conduce a la cuestión “¿quién es estructuralista?”, que responde con una lista de autores pertenecientes a dominios diversos (el lingüista Jakobson, el sociólogo Lévi-Strauss, el psicoanalista Lacan, los filósofos Foucault y Althusser, el crítico literario Barthes, los escritores de Tel Quel, el investigador de la mitología indoeuropea Dumézil). A partir de aquí, formula el interrogante “¿En qué se reconocen aquellos que denominamos estructuralistas?”, que será respondido a lo largo del artículo con la exposición de siete criterios formales de reconocimiento. No obstante, las coordenadas del problema son nuevamente modificadas con el desarrollo del sexto criterio –la casilla vacía– puesto que, en su condición de
Este desfasaje cronológico, entre el momento de la escritura y el de la publicación, apoya nuestra clave de lectura –esto es: que el inicio del trabajo con Guattari es a la vez el comienzo del alejamiento de Deleuze respecto del estructuralismo–, que de otro modo se vería invalidada (pues tanto El Anti-Edipo como “¿En qué...?, con apreciaciones radicalmente diferentes sobre el estructuralismo, salieron a la luz en 1972). Dada la importancia que tiene la fecha de redacción del ensayo sobre el estructuralismo, hemos optado por referirnos a él utilizando esa fecha, y no la de su edición. En el caso de los demás escritos de Deleuze, se indicará siempre el año de su publicación. Por ejemplo, las relaciones entre Althusser y Deleuze eran muy buenas, al punto que Deleuze le envió el artículo junto a una carta en la cual afirmaba que su “ambición” era difundir el estructuralismo de una manera más rigurosa que como se hacía ordinariamente. Deleuze le transmitió a Althusser, además, que le mandaba el texto no sólo porque le concernía filosóficamente, sino para que lo leyera de manera personal y le dijera si era “publicable” (Dosse, 2007, p. 273). Véase Deleuze (1967c).
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desplazada respecto de sí misma y de su identidad, se vuelve paradójica justamente en tanto que criterio de reconocimiento –lo cual no implica, sin embargo, para nuestro autor, ninguna objeción: “Y está bien finalmente que la pregunta “¿en qué reconocemos el estructuralismo?” conduzca a la posición de algo que no es reconocible o identificable” (Deleuze, 1967b, p. 262). En una palabra, el horizonte de delimitación del estructuralismo no responde a la lógica de la identidad, el interrogante por su concepto no reviste la forma del “¿qué es?”. Un segundo elemento a destacar concierne la fecha del escrito, pues atestigua la actualidad del planteo, que resulta su propia razón de ser. En efecto, Deleuze sostiene que la pregunta acerca del estructuralismo tiene interés en la medida que es “actual”, esto es, remite a obras que están haciéndose (en train de se faire), inacabadas; precisamente este carácter evidencia el interés del problema. Además, se trata de uno de los escasos textos en que Deleuze otorga tanta importancia a la fecha –“Estamos en 1967”, escribe en cursiva al inicio. Aún más, tras enumerar los diferentes autores comúnmente denominados estructuralistas, subraya la diversidad de dominios, problemas, métodos y soluciones, no obstante lo cual les adjudica trayectos análogos, “como participando de un aire libre del tiempo, de un espíritu del tiempo”. El estructuralismo implica una iniciativa, descubrimientos y creaciones singulares en que convergen los diferentes pensadores y que justifican la denominación ‘estructural–ismo’: el movimiento tiene una productividad que es la de “nuestra época” (Ibíd., p. 238). Un tercer punto a destacar reside en el nexo entre el lenguaje y la estructura. Deleuze comparte la remisión a la lingüística –no sólo a Saussure sino también a las escuelas de Moscú y de Praga– en tanto origen del estructuralismo. Pero el vínculo estructura-lenguaje no pasa por el hecho de que se hayan instaurado métodos equivalentes a los de la lingüística en los restantes ámbitos de estudio, sino porque “no hay estructura sino de lo que es lenguaje”. Así, explica nuestro autor, el inconsciente como estructura descansa en que él es un lenguaje; los cuerpos tienen estructura en la medida en que hablan el lenguaje de los síntomas; las cosas mismas
En relación con el primer criterio de reconocimiento (la invención de lo simbólico), Deleuze sostiene que “allí también, todo comenzó por la lingüística”: más allá de la palabra en su realidad y en sus partes sonoras, más allá de las imágenes y de los conceptos, el lingüista estructural descubre un elemento de naturaleza diferente: el objeto estructura (Deleuze, 1967b, pp. 239-240). Asimismo, véase la alusión al “modelo lingüístico” y la exposición del fonema en Ibíd., p. 246.
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presentan una estructura a partir del lenguaje silencioso de los signos. A la luz de ello, el interrogante que se desprende es “¿Cómo hacen ellos, los estructuralistas, para reconocer un lenguaje en algo, el lenguaje propio de un dominio?” (Ibíd., p. 239). En suma, la ligazón entre el estructuralismo y el lenguaje no radica sólo en la proveniencia del primero de los estudios lingüísticos sino, más profundamente, en la inmanencia recíproca entre la estructura y el lenguaje. Pasemos ahora a los criterios desarrollados por Deleuze. El primero reside en el descubrimiento del orden simbólico, diferente tanto de lo real como de lo imaginario. Lo simbólico no es ni una forma sensible, ni una figura de la imaginación, ni una esencia inteligible. El orden simbólico no sólo es irreductible a los restantes, sino también “más profundo que ellos”: lo real, lo imaginario y sus respectivas relaciones son siempre engendrados secundariamente por el funcionamiento de la estructura. Deleuze remite a la arqueología foucauldiana como indagación de un suelo más profundo y subterráneo, más allá de la historia de los hombres y de la historia de las ideas; alude asimismo a Tel Quel, Althusser y Lacan, a quien considera aquél que va más lejos de todos en la distinción entre lo imaginario y lo simbólico (Ibíd., pp. 241 n., 268). Este punto conduce al segundo criterio, pues los elementos de una estructura no tienen ni una designación extrínseca (es decir, no mantienen relaciones de referencia con objetos ajenos a la estructura misma) ni una significación intrínseca (es decir, un significado por sí mismos, una semántica propia), sino un sentido de posición. En efecto, los elementos se reparten en lugares de un espacio estructural que se caracteriza por ser “inextenso, pre-extensivo, puro spatium constituido por aproximaciones como orden de vecindad” (Ibíd., p. 243). Lo esencial es que los lugares en este espacio son primeros con relación a las cosas y seres reales que los ocupan, así como en relación con los roles y los acontecimientos imaginarios que aparecen cuando dichos lugares son ocupados. Este criterio local o de posición comporta tres consecuencias: la primera es que el sentido resulta siempre de la combinación de elementos que no son en sí mismos significantes; él es “efecto”, en la doble acepción de producto o resultado y de efecto óptico, de lenguaje o de posición. La segunda consecuencia reside en el vínculo entre el estructuralismo y ciertos espacios de juego y de teatro. La tercera consecuencia del cri Deleuze alude al interés de Lévi-Strauss por la teoría de los juegos, a las metáforas del juego empleadas por Lacan, a los análisis de Althusser sobre el teatro en Brecht y Gatti.
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terio de posición es que el estructuralismo se vuelve inseparable de “un nuevo materialismo, un nuevo ateísmo, un nuevo anti-humanismo” –por ejemplo, la denuncia del carácter imaginario (Foucault) o ideológico del Hombre (Althusser)–, en la medida que, si el lugar es primero en relación con quien lo ocupa, no basta con poner al hombre en lugar de Dios para cambiar de estructura. La muerte de Dios, afirma Deleuze siguiendo a Foucault, implica la del hombre, “a favor, lo esperamos, de algo por venir”. El tercer criterio de reconocimiento concierne lo diferencial (différentiel) y lo singular.10 Deleuze sostiene que toda estructura muestra dos aspectos: un sistema de “relaciones diferenciales” según las cuales las relaciones se determinan recíprocamente y un sistema de “singularidades” que corresponden a estas relaciones y trazan el espacio de la estructura; en suma, donde hay estructura, hay multiplicidad y singularidades. A la luz de este criterio, la pregunta acerca de si hay estructuras en cualquier dominio debe ser reformulada de este modo: ¿es posible, en tal o cual dominio, desprender los elementos simbólicos, las relaciones diferenciales y los puntos singulares propios? Deleuze aclara que no se trata de metáforas matemáticas: los elementos simbólicos y sus relaciones determinan la naturaleza de los seres y objetos que vienen a efectuarlos, mientras que las singularidades forman un orden de lugares que determinan los roles y actitudes de estos seres cuando los ocupan. Esto implica que el “verdadero sujeto” es la estructura misma (Ibíd., p. 249). El cuarto criterio es denominado por Deleuze lo diferenciante (le différenciant) y la diferenciación (la différenciation) e involucra la distinción entre lo virtual y lo actual, sobre la cual volveremos en el siguiente apartado. En principio, las estructuras son inconscientes, de modo que cabe
De allí que afirme que “el manifiesto mismo del estructuralismo debe ser buscado en la fórmula célebre, eminentemente poética y teatral: pensar, es lanzar los dados” (Ibíd., p. 245). Esta expresión también será reencontrada en Diferencia y repetición y en Lógica del sentido. 10 Deleuze distingue tres tipos de relaciones: un primer tipo se establece entre elementos independientes o autónomos, como “3+2” o “2/3”; los elementos son reales y las relaciones también lo son. El segundo tipo remite a términos cuyo valor no está especificado, pero que debe en cada caso tener un valor determinado (x2 + y2 – R2 = 0); dichas relaciones son imaginarias. El tercer tipo se establece entre elementos que no tienen en sí mismos ningún valor determinado pero que se determinan recíprocamente en la relación (ydy + xdx = 0). Tales relaciones son simbólicas y los elementos correspondientes mantienen una relación “diferencial” (différentiel) (Ibíd, p. 246).
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llamarlas “infraestructuras” o “micro-estructuras”.11 Ellas no son “actuales” en sí mismas, sino que lo es sólo aquello en que se encarnan. Antes bien, ellas son “virtuales”, lo cual no significa que sean irreales, puesto que lo virtual no es actual pero perfectamente real (lo real no se reduce a lo actual), y es ideal, aunque no por ello abstracto. Lo virtual es del orden de lo incorporal, lo ideal, lo potencial, mientras que lo actual comporta la efectuación en los cuerpos, la determinación en el plano material, la diferenciación en partes y especies. La distinción fundamental al interior de este criterio de reconocimiento se da entre la “estructura total” de un dominio dado, en tanto “conjunto de coexistencia virtual”, y las “subestructuras”, que corresponden a las diversas actualizaciones en el dominio. La estructura como virtualidad es indiferenciada (indifférenciée), es decir, no comporta especies y partes como sí lo hace toda actualización, no obstante lo cual está diferenciada (différentiée), esto es: determinada en su virtualidad, en su contenido ideal. De allí que Deleuze explique que la estructura es diferencial en su virtualidad y diferenciadora (différenciatrice) en sus efectos. Ella tiene un rol diferenciador en su doble dimensión: en tanto es un sistema de elementos y de relaciones diferenciales virtuales, y en tanto diferencia las especies y las partes en que se actualiza.12 El quinto criterio dice que toda estructura es esencialmente “serial” o, mejor, “multi-serial”. Ello implica que la organización de los elementos simbólicos en series es una condición necesaria para el funcionamiento de la estructura. Por su parte, el sexto criterio consiste en la “casilla vacía” (case vide). Deleuze explica que la estructura envuelve un elemento u objeto paradojal que no cesa de circular por las series y que constituye el punto de convergencia de las series divergentes. Él está siempre desplazado respecto de sí mismo: tiene como propiedad no estar donde se
Las estructuras son inconscientes y están recubiertas por sus productos o efectos. El carácter inconsciente apunta a lo problemático: el inconsciente es siempre un problema, lo cual no implica un momento provisorio y subjetivo en la elaboración de nuestro saber, sino más bien una categoría objetiva, un horizonte ineluctable. El inconsciente estructural es, para nuestro autor, diferencial, problematizador, cuestionador y serial (Deleuze, 1968, p. 255). 12 Véase Deleuze (1967b, p. 252 y ss). El tiempo correspondiente es de actualización, pues va de lo virtual a lo actual, de la estructura a sus actualizaciones; aún más, dado que la estructura no se actualiza sin diferenciarse en el espacio y en el tiempo, sin diferenciar especies y partes que la efectúan, ella produce sus efectos y partes. Tal es la noción de génesis que en Diferencia y repetición será llamada génesis estática; su importancia radica en resolver la aparente dificultad para conciliar la estructura y su génesis. 11
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lo busca y ser encontrado donde no está, de allí que se diga que “falta a su lugar”. Deleuze asigna a la casilla vacía una importancia crucial: “no hay estructuralismo sin este grado cero”. Se trata de un “Objeto = x” u objeto problemático que, en su ubicuidad y constante desplazamiento (“perpetuum mobile”), produce el sentido en cada serie y no deja de desfasarlas.13 Dicho objeto no es asignable, es decir: no es fijable en un lugar identificable en un género o especie.14 En este marco, Deleuze comenta que la cuestión acerca de en qué se reconoce el estructuralismo conduce finalmente a la posición de algo que no es reconocible ni identificable. Se trata, es evidente, de una paradoja, pues ¿cómo sería posible reconocer un elemento sin identidad? Volveremos sobre este punto al tratar Diferencia y repetición, donde Deleuze deja en claro que el estructuralismo no puede responder a la pregunta por su naturaleza en términos identitarios (según la forma del reconocimiento, al interior del mundo de la representación), sino que se caracteriza por revelar la dimensión inconsciente de los problemas mismos, el horizonte trascendental abierto y problemático. El último criterio se refiere a la cuestión del sujeto y la práctica. Al respecto, diversos autores han señalado el “anti-humanismo” o el “anti- subjetivismo epistemológico” del estructuralismo;15 no obstante, para Deleuze “el estructuralismo no es para nada un pensamiento que suprime el sujeto, sino un pensamiento que lo desmenuza y lo distribuye sistemáticamente, que cuestiona la identidad del sujeto, que lo disipa y lo hace pasar de lugar en lugar, sujeto siempre nómada, hecho de individuaciones, pero impersonales, o de singularidades, pero pre-individuales” (Ibíd., p. 267)16
Los criterios ligados al sujeto y a la praxis son los más oscuros, aduce, en tanto criterios del futuro; el estructuralismo no sólo es inseparable de Su importancia se muestra igualmente en evitar la causalidad lineal entre estructuras. Deleuze afirma que el problema acerca de si hay una estructura que determina en última instancia todas las otras no tiene sentido, pues entre las estructuras la causalidad misma es estructural (Ibíd, pp. 258-265). 14 Para una caracterización más amplia de la noción, véase infra la referencia a propósito de Lógica del sentido, en especial la nota 29. 15 Véase “La querella del humanismo” en Descombes (1979, p. 124 y ss); también Bolívar-Botia (1985, p. 41 y ss). 16 Balibar recoge esta indicación deleuziana y la despliega en los dos momentos del estructuralismo: deconstrucción del sujeto constituyente y reconstrucción del sujeto constituido como efecto. Cf. la nota 3 de este trabajo. 13
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las obras que crea sino además de una práctica con relación a los productos que interpreta. En este sentido, Deleuze atribuye al movimiento estructuralista un potencial creativo, innovador y polémico. Diferencia y repetición Diferencia y repetición, que salió a la luz en 1968, hace uso de ciertos conceptos estructuralistas en el marco de un diálogo explícito con el movimiento: ya en el “Prefacio” Deleuze explica que el tema del libro se halla en “el aire de su tiempo” y menciona, entre otros signos de esta presencia epocal, “el ejercicio del estructuralismo fundado sobre una distribución de caracteres diferenciales en un espacio de coexistencia” (Deleuze, 1968, p. 1). La noción de ‘estructura’, así como algunos de los clásicos problemas que se suscitan en torno al estructuralismo –estructura y génesis, estructura y acontecimiento, estructura y sentido–, ocupan un lugar relevante en el capítulo 4 (“Síntesis ideal de la diferencia”), consagrado a la concepción deleuziana de la Idea, que es definida precisamente como una estructura. El concepto de ‘estructura’, además, es empleado con relación al Otro (Autrui), tema fundamental del texto “Michel Tournier y el mundo sin otro”, publicado en 1967 y luego modificado y anexado a Lógica del sentido. Puesto que los desarrollos de este último amplían y clarifican los de Diferencia y repetición, nos apoyaremos en ambos textos para exponer el concepto. En síntesis, hay tres puntos a destacar respecto del vínculo entre Diferencia y repetición y el estructuralismo: i) la Idea concebida como ‘estructura’ o multiplicidad virtual; ii) la crítica a la lingüística saussuriana por reducir las diferencias a oposiciones; iii) el Otro concebido como ‘estructura’ (‘a priori’, según Lógica del sentido). La Idea como estructura. Representación y teatro El primer elemento importante es que las Ideas son comprendidas como estructuras: “las Ideas o las estructuras”, dice indistintamente Deleuze (Ibíd., p. 249).17 Hay tres condiciones que definen el momento de
Por Ideas Deleuze no entiende los meros cogitanda, sino “las instancias que van de la sensibilidad al pensamiento y del pensamiento a la sensibilidad, capaces de engendrar en cada caso [...] el objeto-límite o trascendente de cada facultad” (Deleuze, 1968, p. 190). Las Ideas son problemáticas, más aún: ellas son los problemas, así como los problemas son las Ideas mismas. El problema en cuanto tal es el objeto de la Idea; los problemas no son un estado provisorio y subjetivo, sino un estado del mundo, una dimensión del sistema, su horizonte o foco. Lo problemático designa la objetividad de la Idea, la realidad de lo 17
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emergencia de la Idea; ellas remiten a lo expuesto en el artículo “¿En qué se reconoce el estructuralismo?”, así como también lo hace la definición de la estructura en términos de “sistema de relaciones y de elementos diferenciales” (Ibíd., p. 247). En primer lugar, los elementos de la Idea no tienen forma sensible ni significación conceptual –como vimos con relación al criterio de lo simbólico–, sino que están ligados a un potencial o una virtualidad. Segundo, los elementos se determinan en relaciones recíprocas ideales, no localizables, que no dejan subsistir ninguna independencia, esto es: son interdependientes; este punto remite a los criterios de posición y de lo diferencial. Tercero, la conexión múltiple ideal se actualiza en relaciones espacio-temporales, así como los elementos lo hacen en términos y formas variadas; aquí reencontramos el criterio referido a lo diferenciante y a la diferenciación. A partir del conjunto de estas condiciones, Deleuze sostiene que “La idea se define así como estructura. La estructura, la Idea, es el ‘tema complejo’, una multiplicidad interna, es decir un sistema de conexión múltiple no localizable entre elementos diferenciales que se encarna en relaciones reales y en términos actuales. En este sentido, no vemos ninguna dificultad en conciliar génesis y estructura” (Ibíd., p. 237)
Idea, multiplicidad y estructura resultan conceptos entrelazados: las Ideas son multiplicidades o estructuras, organizaciones propias de lo múltiple en cuanto tal.18 Por su parte, la última observación del pasaje citado alude a los problemas característicos del estructuralismo, esto es: las dificultades para conciliar la estructura y la génesis, el acontecimiento y el sentido.19 Sin embargo, Deleuze apenas se detiene en ellos pues su interés reside más bien en desplazar las oposiciones.
virtual (Ibíd., pp. 218-221 y 359). Para la dimensión problemática, véase Deleuze (1969, pp. 67-73). 18 Las Ideas “son multiplicidades, cada Idea es una multiplicidad, una variedad”; por “multiplicidad” cabe comprender “una organización propia a lo múltiple en tanto que tal, que no tiene ninguna necesidad de la unidad para formar un sistema”. Deleuze enfatiza el empleo de la forma substantiva pues ella permite escapar a la dialéctica entre lo uno y lo múltiple:“todo es multiplicidad, inclusive lo uno, inclusive lo múltiple” (Deleuze, 1968, pp. 236, 356). 19 Para una presentación de los problemas clásicos del estructuralismo, véase el número de Le Temps Modernes de 1966 denominado justamente Problemas del estructuralismo. El artículo de Jean Pouillon, “Presentación: un ensayo de definición”, busca definir con precisión el concepto de “estructura” y distinguir el estructuralismo de otros métodos
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En lo que hace a la cuestión genética o productiva –esto es: el vínculo problemático entre la estructura y la praxis–, Deleuze acuña el concepto de “génesis estática” para dar cuenta de un proceso de generación “sin dinamismo” que no va de un término actual a otro término actual en el tiempo, sino de lo virtual a su actualización.20 Dicho de otro modo, la estructura es virtual (ideal, potencial, simbólica) en sí misma, pero se actualiza (se efectúa, se encarna, se concreta) en relaciones empíricas, espacio-temporales. Dicho pasaje –paradójicamente estático, sin dinamismo– de su pura virtualidad –no obstante diferenciada (différentiée) en su contenido ideal– a su ser actual –proceso mediante el cual se diferencia (différenciée)– es el momento propiamente productivo, generador, creador de la estructura. Se disuelve así la aparente contradicción entre la estructura y su aspecto genético, a condición de entender por génesis la actualización de lo virtual, la encarnación de las relaciones ideales, la efectuación empírica de lo incorporal.21
de análisis, así como quiere defenderlo de acusaciones ilegítimas (como la de Sartre en Crítica de la razón dialéctica) en torno a su supuesto desconocimiento de la praxis, esto es: del aspecto constituyente de lo constituido. También resulta pertinente el texto de Greimas “Estructura e historia”, pues aborda las tensiones entre la diacronía y la sincronía, así como las transformaciones en las estructuras y el problema de la historización de las estructuras. El artículo de Macherey, “El análisis literario, tumba de las estructuras”, ataca fuertemente la aplicación del análisis estructural en el ámbito de la crítica literaria, particularmente en la figura de Barthes. Cabe destacar los estudios de Barbut, “Sobre el sentido de la palabra estructura en matemáticas”, que indaga sobre el uso del concepto en el campo de la matemática, y de Bourdieu, “Campo intelectual y proyecto creador”, que ilustra la relación entre la acción creadora individual y la causalidad estructural. 20 Este proceso va “de la estructura a su encarnación, de las condiciones del problema a los casos de solución, de los elementos diferenciales y de sus conexiones diversas a los términos actuales y a las relaciones reales diversas que constituyen a cada momento la actualidad del tiempo” (Deleuze, 1968, p. 238). Nuestro autor remite a los trabajos de Lautman y de Vuillemin y sostiene que el “estructuralismo” (emplea comillas en el original) en matemática es el único medio de alcanzar un método genético. A continuación expone tres ejemplos correspondientes a tres dominios diferentes: el atomismo como Idea física; el organismo como Idea biológica y las Ideas sociales. En el caso de estas últimas, elogia a Althusser y a sus colaboradores por “mostrar en el Capital la presencia de una verdadera estructura” (p. 241). No se limita, sin embargo, a estos dominios, sino que también menciona Ideas o multiplicidades biológicas, físicas, etc. (p. 250). Por su parte, la Idea lingüística presenta todos los caracteres de una estructura y es expuesta con detalle (pp. 262-263) 21 Al menos brevemente, es conveniente referirnos a este proceso. Deleuze explica que lo virtual no es en absoluto lo posible y no debe confundirse jamás con él. Como ya hemos señalado, lo virtual no es irreal, no se opone a lo real sino a lo actual: los objetos reales
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En segundo lugar, respecto del acontecimiento, Deleuze sostiene que las estructuras comportan acontecimientos ideales que se cruzan con los acontecimientos reales que determinan. En Lógica del sentido Deleuze vuelve sobre este punto en términos similares: oponer la estructura y el acontecimiento es inexacto porque ella “comporta un registro de acontecimiento ideales, es decir toda una historia que le es interior” (Deleuze, 1968, p. 347; 1969, p. 66). Por último, en lo que hace a la oposición entre el sentido y la estructura, Deleuze la descarta rápidamente señalando que la estructura, en tanto “sistema de relaciones y de elementos diferenciales”, es el propio sentido desde el punto de vista genético, “en función de las relaciones y de los términos actuales en que se encarna”. Ahora bien: este triple rechazo a las oposiciones habituales conduce a la “verdadera” oposición, que es aquella que se da “entre la Idea (estructura-acontecimiento-sentido) y la representación”. En efecto, en el ámbito de la representación, el concepto es sólo posible, y el sujeto de la representación determina al objeto conforme al concepto como esencia. En su conjunto, la representación es el elemento del saber que recoge el objeto del pensamiento y lo somete al reconocimiento por parte de un sujeto que piensa. Por el contrario, la Idea o estructura no se define por su posibilidad sino por su virtualidad; la multiplicidad que comporta no se deja reconducir a ninguna identidad, ya sea en el sujeto o en el objeto;
tienen una parte actual y otra virtual. Según la fórmula mediante la cual Proust describe los estados de resonancia, lo virtual es caracterizado como “real sin ser actual, ideal sin ser abstracto” y simbólico sin ser ficticio. “La realidad de lo virtual, afirma Deleuze, consiste en elementos y relaciones diferenciales, y en los puntos singulares que les corresponden. La estructura es la realidad de lo virtual” (Ibíd, pp. 269-270). El proceso correspondiente a lo virtual es el de actualización, no el de realización: lo posible se realiza, pero lo virtual se actualiza. Actualizarse es sinónimo de diferenciar (différencier), integrar, resolver. La actualización, por otro lado, se hace siempre por divergencia o diferenciación (différenciation), mientras que lo posible se realiza a imagen de lo real –que por su parte se parece a lo posible. Es necesario atender a la diferencia marcada por los fonemas t/c en la fórmula “(indi)-différent/ciation”; el rasgo distintivo t/c es el símbolo de la Diferencia que remite al proceso de actualización de la Idea. La Idea en sí misma es, en su virtualidad, indiferenciada (indifférenciée), pero determinada (différentiée). El proceso que Deleuze denomina “différentiation” es la determinación del contenido virtual de la Idea, mientras que la “différenciation” es la actualización de esta virtualidad en sus especies y partes distinguidas (pp. 267 y 358). Actualizarse es diferenciarse (se différencier) mediante especies y partes, cualidades y extensiones. La actualización es siempre una creación de líneas divergentes que corresponden, sin semejanza, a la multiplicidad virtual (pp. 272-6). Deleuze halla en los dinamismos espacio- temporales los auténticos agentes de la actualización.Véase Ibíd., pp. 276-285 y Deleuze (1967c, p. 140).
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los acontecimientos y singularidades no son compatibles con la posición de esencia de “lo que la cosa es”; por último, la Idea en tanto objeto de un “aprendizaje” infinito difiere en naturaleza de cualquier saber.22 En este marco, Deleuze se apoya en el estructuralismo para trazar una nueva oposición, derivada de la que venimos de ver entre la Idea y la representación, que separa la concepción aristotélica del teatro y el “nuevo teatro” que el estructuralismo vendría a relanzar: “No nos sorprenderá que el estructuralismo, en los autores que lo promueven, esté acompañado tan a menudo de un llamado a un nuevo teatro, o a una nueva interpretación (no aristotélica) del teatro: teatro de las multiplicidades, que se opone en todos los aspectos al teatro de la representación, que ya no deja subsistir la identidad de una cosa representada, ni de un autor, ni de un espectador, ni de un personaje sobre escena, ninguna representación que pueda a través de las peripecias de la obra ser el objeto de un reconocimiento final o de una recapitulación del saber, sino teatro de los problemas y de las preguntas siempre abiertas, que arrastran al espectador, a la escena y a los personajes en el movimiento real de un aprendizaje de todo el inconsciente cuyos últimos elementos son una vez más los problemas mismos” (Deleuze, 1968, p. 248)
Tras desplazar la disyunción desde la estructura versus el sentido, el acontecimiento y la génesis, hacia la estructura versus la representación, Deleuze sobreimprime a esta última la oposición entre un teatro estructuralista (de las multiplicidades, los problemas y las preguntas, el aprendizaje) versus un teatro aristotélico de la representación (de las identidades, el saber, el reconocimiento). En resumen, la dicotomía más fundamental, que veremos reaparecer en El Anti-Edipo, se da entre la estructura y la representación.
En relación con la “esencia”, Deleuze aclara que si queremos conservar la palabra, es necesario entender que la esencia de la Idea es el accidente, el acontecimiento, el sentido. Por otro lado, con relación a la distinción entre el aprendizaje y el saber, Deleuze insiste en la diferencia de naturaleza entre ambos: mientras que la representación y el saber se modelan sobre las proposiciones de la conciencia que designan casos de solución, la Idea y el aprendizaje expresan una instancia problemática, extra-proposicional o sub-representativa: “la presentación del inconsciente, no la representación de la conciencia” (Deleuze, 1968, pp. 247-248). En relación con el aprendizaje, véase Ibíd., p. 251 y ss. 22
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Diferencia y oposición: crítica a la lingüística Estos comentarios elogiosos hacia el estructuralismo no implican la ausencia de posicionamientos críticos, como la objeción a la lingüística saussuriana debido a su reducción de la diferencia a la oposición. En efecto, Deleuze reprocha a Saussure concebir las diferencias de la lengua como meramente negativas, sin términos positivos; en el mismo sentido, critica a Troubetzkoï por sostener que la idea de diferencia supone la idea de oposición. Al respecto, nuestro autor remite a la obra del lingüista Gustave Guillaume, cuya contribución decisiva consistiría en haber sustituido el principio de oposición por un principio de “posición diferencial”. Deleuze considera que el modo saussuriano de abordar las diferencias constituye una manera de reintroducir el punto de vista de la conciencia y de la representación, traicionando la naturaleza del lenguaje: “la traducción de la diferencia en oposición no nos parecer en absoluto concernir una simple cuestión de terminología o de convención, sino más bien la esencia del lenguaje y de la Idea lingüística. Cuando leemos la diferencia como una oposición, ya la hemos privado de su espesor propio donde ella afirma su positividad” (Ibíd., p. 264)
En cualquier dominio, no sólo en la lingüística, Deleuze apuesta por un pensamiento pluralista que descubre, bajo las oposiciones co-existentes, la diferencia, a la luz de la cual lo negativo y la oposición son más bien apariencias con relación al campo problemático de una multiplicidad positiva (Ibíd., p. 263 y ss). El marco más general en que se da esta crítica a la lingüística es la explicación deleuziana de la génesis de lo negativo, que tiene por fin demostrar que lo negativo no es jamás original ni presente, sino siempre derivado y representado, puesto que el proceso de la diferencia es primero. En efecto, las limitaciones y oposiciones suponen “un hormigueo de diferencias, un pluralismo de diferencias libres, salvajes o no domadas”, un espacio y un tiempo originales que persisten a través de las simplificaciones del límite o de la oposición (Ibíd., p. 266 y ss). En resumen, el elemento más real y más profundo que la oposición y la limitación es la multiplicidad informal y potencial, la pluralidad irreductible de diferencias. El Otro como Estructura a priori La idea de Otro involucra diversos aspectos: en primer lugar, se trata de una estructura. Deleuze argumenta que el error usual de las teorías filo94
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sóficas consiste en reducir al Otro a un objeto o a un sujeto particulares, cuando, en rigor, el otro no es ni un objeto en el campo de mi percepción, ni un sujeto que me percibe, sino una estructura del campo perceptivo: “Que el Otro no sea propiamente hablando nadie, ni usted ni yo, significa que es una estructura, que se encuentra únicamente efectuada por términos variables en los diferentes mundos de la percepción –yo (moi) para usted en el suyo, usted para mí en el mío” (Deleuze, 1968, p. 360). En razón de su estatuto de estructura, el Otro preexiste a los términos que la actualizan en cada campo perceptivo organizado –el mío, el suyo–; en cuanto tal, es una virtualidad que será efectuada por personajes reales, por sujetos variables. Pero ellos dependen de la estructura que vienen a colmar: Deleuze denomina Otro-a priori a la estructura absoluta que funda la relatividad de los otros, comprendidos como términos que efectúan la estructura-Otro en cada campo (Deleuze, 1969, p. 357).23 En segundo lugar, esta estructura es la de “lo posible”. Nuestro autor entiende que el Otro es la instancia que engloba o expresa mundos posibles: “un rostro aterrorizado es la expresión de un mundo posible aterrorizante o bien de algo en el mundo aterrorizante que no veo todavía”. Lo posible no alude a algo que no exista; por el contrario, el mundo posible existe, sólo que no lo hace fuera de aquello que lo expresa –esto es: lo expresado (por ejemplo, el terror) es inmanente a la expresión (el rostro aterrorizado). Dicho de otro modo, Otro a priori es la existencia de lo posible en general, en tanto que lo posible existe solamente como expresado (Ibíd., p. 369). En tercer lugar, el Otro es la condición de individuación. Deleuze afirma que, si bien supone la organización de campos de individuación, él es la condición bajo la cual percibimos objetos y sujetos distintos –individuos reconocibles, identificables– en estos campos; en otras palabras, el Otro permite la individuación del mundo perceptivo. Por último, el Otro asegura el funcionamiento del mundo. Esto se deriva de su condición de estructura: “no basta con ver en el otro una estructura particular o específica del mundo perceptivo en general; de hecho, es una estructura que funda y asegura todo el funcionamiento
La expresión no aparece en Diferencia y repetición sino en Lógica del sentido. El Otro a priori designa la estructura, mientras que este o aquel otro (cet autrui- ci, cet autrui-là) designan los términos reales que efectúan la estructura en cada campo: “si este otro es siempre alguien, yo para usted, usted para mi, es decir en cada campo perceptivo el sujeto de otro campo, Otro a priori, por el contrario, no es nadie, porque la estructura es trascendente a los términos que la efectúan” (Deleuze, 1969, p. 369). 23
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de este mundo en su conjunto” (Ibíd., p. 360). Deleuze explica que la psicología elaboró una lista de categorías que dan cuenta del funcionamiento del campo perceptivo y de las variaciones del objeto: forma-fondo, profundidad-longitud, horizonte-foco, entre otras. Pero el problema filosófico correspondiente no parece estar bien planteado, argumenta, mientras oscile entre el “monismo” que afirma que las categorías son inmanentes al campo perceptivo mismo y el “dualismo” que las remite a síntesis subjetivas que se ejercen sobre una materia de la percepción. Por el contrario, el auténtico dualismo, sostiene nuestro autor, se da entre los efectos de la “estructura – Otro” y los efectos de su ausencia, puesto que el Otro no es una estructura entre otras en el campo de la percepción, sino la estructura que condiciona el conjunto del campo y su funcionamiento, volviendo posible la aplicación de las categorías precedentes.24 En efecto, las nociones que necesitamos para describir el mundo permanecerían vacías e inaplicables si no hubiera allí Otro que expresara mundos posibles. Las transiciones, las rupturas, los pasajes de un objeto a otro, el hecho de que un mundo pase en beneficio de otro, el hecho de que haya siempre algo implicado que resta aún por explicar, todo ello es posible gracias al poder expresivo del otro como estructura. En suma, el otro es “el principio a priori de la organización de todo campo perceptivo según las categorías”, de modo que constituye la estructura que permite tanto el funcionamiento como la categorización del campo (Ibíd., p. 359).25 Es interesante observar que Deleuze adjudica esta concepción del otro como estructura a priori al estructuralismo y, aún antes, a Sartre.26 En efecto, considera que la teoría sartreana en El ser y la nada supera la alternativa entre la reducción del otro a un objeto o a un sujeto: “Sartre
Deleuze explica que el efecto fundamental de la presencia del otro es la posibilidad de distinguir mi conciencia de su objeto, mientras que la ausencia del otro provoca que la conciencia y su objeto no sean sino uno (Ibíd., pp. 358, 360 y ss.). 25 Cabe destacar el alcance filosófico del planteo deleuziano: no es el yo (moi) sino el otro como estructura quien vuelve posible la percepción. Las teorías tradicionales de la percepción, del cuño que fuesen, remiten las percepciones a un sujeto que percibe; aquí Deleuze la remite a una estructura a priori ajena al yo. 26 La alusión al estructuralismo aparece también cuando Deleuze menciona a “Lacan y su escuela” al momento de tratar las perversiones. El tema surge porque una robinsonada es “un mundo sin otro”, y una estructura perversa puede ser considerada como la que se opone a la estructura Otro y la substituye. El mundo del perverso es un mundo sin otro, ergo, sin posible, puesto que “Otro, es lo que posibilita” (Deleuze, 1969, p. 371 y nota 26). 24
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es aquí el precursor del estructuralismo, porque es el primero en haber considerado al otro como estructura propia o especificidad irreductible al objeto y al sujeto”. No obstante, le reprocha definir la estructura a partir de la mirada, lo cual lo haría recaer en las categorías de objeto y de sujeto. Por el contrario, Deleuze sostiene que la estructura–otro precede a la mirada, que no marca sino el instante en que alguien la llena; la mirada efectúa o actualiza una estructura que debe ser definida de manera independiente (Ibíd., p. 360 nota 11). Lógica del sentido Lógica del sentido, publicado en 1969, constituye el momento de mayor acercamiento entre Deleuze y el estructuralismo: no sólo remite en diversas oportunidades a Lacan y a Lévi-Strauss, sino que además emplea y problematiza las nociones de ‘serie’ y ‘estructura’.27 Nos detendremos a continuación en sus ideas fundamentales. El primer aspecto a resaltar es que el libro no está organizado en capítulos sino en series: dejando a un lado los cinco artículos anexados a modo de apéndice, el texto se compone de treinta y seis series numeradas. En lo que hace al acto mismo de serialización y al concepto de serie puesto en juego, Deleuze explica que “la forma serial se realiza necesariamente en la simultaneidad de dos series al menos”, de modo tal que ella es, en verdad, “esencialmente multiserial”. La “ley” de las dos series simultáneas es que ellas no son jamás iguales, sino que una representa lo “significante” y la otra lo “significado”: en el método serial la homogeneidad no es más que aparente, pues siempre dos series de cosas, acontecimientos o proposiciones, revelan que una cumple el rol de significante y la otra el de significado.28 Deleuze se apoya aquí en Lacan, más precisamente en
Dosse señala dos aspectos que distancian el libro del estructuralismo (2007, p. 274 y ss): por un lado, la presencia de Benveniste, autor no estructuralista, de quien Deleuze toma la triple forma de la proposición (manifestación, significación, referencia; véase “De la proposición” en Deleuze, 1969, pp. 22-35); de otro lado, la oposición al panlingüismo reinante, pues el acontecimiento es el que vuelve posible el lenguaje, no a la inversa (véase “Del lenguaje”, Ibíd, pp. 212-216). 28 Por “significante” Deleuze entiende “todo signo en tanto que presenta en sí mismo un aspecto cualquiera de sentido”; por “significado”, debemos comprender “lo que sirve de correlato a este aspecto del sentido, es decir lo que se define en dualidad relativa con este aspecto” –dicho de otro modo, en un sentido restringido, el significado es el concepto, mientras que en un sentido amplio es cada cosa definible por la distinción que un aspecto del sentido mantiene con ella (Ibíd, pp. 50-52). 27
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el seminario sobre la carta robada, y ejemplifica la existencia de las dos series con el cuento de Poe (por un lado, el rey que no ve nada de lo que pasa, la reina que oculta la carta, el ministro que ve todo; por otro, la policía que no encuentra nada, el ministro que oculta la carta dejándola en evidencia, Dupin que ve todo y encuentra la carta) (Deleuze, 1968, p. 135 y ss; 1969, pp. 52-53).29 Teniendo en cuenta que la organización multiserial constituye el quinto criterio de reconocimiento del estructuralismo enunciado en “¿En qué se reconoce el estructuralismo?”, parece legitimo afirmar que el libro mismo Lógica del sentido está planteado por Deleuze como una verdadera estructura. Además de dicho rasgo de multiplicidad, Deleuze enumera tres características de la distribución en series. El primero es un desfasaje (décalage) esencial que hace que los términos de cada serie estén en perpetuo desplazamiento relativo con relación a los términos de la otra serie. Hay una variación primaria sin la cual cada serie no se desdoblaría en la otra, un doble deslizamiento que las constituye en perpetuo desequilibrio. En segundo lugar, este desequilibrio se encuentra orientado, pues la serie significante presenta un “exceso” sobre la otra –volveremos sobre ello en el siguiente párrafo. Por último, el punto más importante es el concerniente a la “instancia paradojal”, que no se reduce a ningún término de la serie, como tampoco a ninguna relación entre los términos. Como es posible observar, dicha instancia remite al sexto criterio presentado en “¿En qué se reconoce el estructuralismo?”, correspondiente a la “casilla vacía”. Nuevamente, Deleuze se apoya en Lacan: llama a esta instancia “la paradoja de Lacan” y brinda ejemplos del psicoanalista, como la carta en el aludido relato de Poe y la deuda en el caso del hombre de los lobos (Deleuze, 1969, pp. 55-56).30 Deleuze menciona a Joyce, Roussel, Robbe-Grillet, Klossowski y Gombrowicz en la medida que se trata de autores que supieron crear “técnicas seriales de un formalismo ejemplar”. No obstante, las remisiones apuntan privilegiadamente a los Escritos de Lacan, a quien menciona en tres notas al pie. 30 Esta instancia paradojal circula entre las dos series estableciendo su comunicación; “asegura la convergencia de las dos series que recorre, pero a condición de hacerlas divergir sin cesar”. Ella está siempre desplazada en relación consigo misma: jamás está donde se la busca, así como no se la encuentra donde está:“ella falta a su lugar, dice Lacan”. En rigor, no sólo falta a su lugar, sino a su identidad, a su semejanza, a su equilibrio, a su origen. La instancia paradojal está en exceso en una serie que constituye como significante y en defecto en la otra que constituye como significada, aun si estas determinaciones son relativas (pues el exceso no es sino el lugar vacío, mientras que el defecto es el objeto móvil u ocupante sin lugar). Al comienzo de la décimo primera serie Deleuze vuelve sobre los caracteres de 29
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Así como recoge la paradoja de Lacan sobre la casilla vacía, Deleuze retoma la paradoja de Lévi-Strauss que consiste en que, dadas dos series, una significante y la otra significada, la primera presenta un exceso, mientras que la segunda tiene un defecto, de modo que están en constante “desequilibrio” o desplazamiento, en eterna inadecuación. En rigor, es la misma cosa bajo dos caras: lo que está en exceso en la serie significante es una casilla vacía, mientras que lo que está en defecto en la serie significada es un dato no conocido, un ocupante sin lugar y siempre desplazado. Esto implica que hay siempre más signos significantes que signos significados propiamente; como explica Lévi-Strauss, el Universo significó mucho antes de que comenzáramos a saber qué significaba. La razón de esta paradoja es la siguiente: el significante primordial es del orden del lenguaje, cuyos elementos se nos dan todos juntos, de golpe, pues no existen fuera de sus relaciones diferenciales. Pero el significado es del orden de lo conocido, que está sometido a la ley de un movimiento progresivo que va de partes a partes, de manera que, sea cual fuere la totalización operada por el conocimiento, ella permanece asíntota a la totalidad virtual de la lengua: “la serie significante organiza una totalidad previa, mientras que la significada ordena totalidades producidas” (Ibíd., p. 63-64).31 De un lado, hay un significante flotante, del otro, un significado flotado; Lévi-Strauss propone interpretar las palabras “chisme” (truc), “trasto” (machin),32 “maná” (mana), “ello” (ça), como valores en sí mismos este elemento paradojal, “perpetuum mobile”: tiene por función recorrer las series heterogéneas, haciéndolas coordinar, resonar y converger por un lado, y ramificarlas introduciendo disyunciones múltiples, por otro lado. Es a la vez palabra = x y cosa = x; tiene dos caras porque pertenece simultáneamente a las dos series, pero ellas están en constante desequilibrio. Dicha correlación asimétrica puede ser aludida de diversas maneras: exceso y defecto, casilla vacía y objeto supernumerario, lugar sin ocupante y ocupante sin lugar, significante flotante y significado flotado, palabra esotérica y cosa exotérica (Ibíd, p. 83). 31 Deleuze también llama a esta paradoja “paradoja de Robinsón”: en su isla desierta, no puede reconstruir un análogo de la sociedad sino dándose de golpe todas las reglas y las leyes, mientras que la conquista de la naturaleza es progresiva, parcial, de parte a parte. El desequilibrio inherente a toda sociedad entre la simultaneidad de las reglas de diversos ámbitos y la progresión en la conquista de la naturaleza es lo que hace posible las revoluciones. En efecto, la distancia entre las dos series exige nuevos arreglos de la totalidad económica y política en función de las partes del progreso técnico. A diferencia del tecnócrata, que resulta amigo del dictador, el revolucionario se ubica en la distancia que separa la progresión técnica y la totalidad social, donde inscribe su sueño de revolución permanente (Ibíd, pp. 63-64). 32 Tanto “truc” como “machin”, palabras de uso coloquial en francés, son de difícil traducción. Se trata de términos comodines empleados para designar en general una cosa; no obstante, pueden también designar los significados apuntados.
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desprovistos de sentido y, por lo tanto, susceptibles de recibir cualquier sentido, cuya única función es colmar la distancia entre el significante y el significado. Se trata de un valor simbólico cero, un signo que marca la necesidad de un contenido simbólico suplementario a aquél que carga ya el significado. Tras la exposición de estas paradojas, Deleuze define las condiciones mínimas de una estructura en general. En primer lugar, sostiene que son necesarias dos series heterogéneas, una determinada como significante y la otra como significada, de manera tal que toda estructura se ajusta a la forma multiserial. En segundo lugar, las series se componen de términos que sólo existen por las relaciones que mantienen unos con otros; a los valores de estas relaciones corresponden acontecimientos, es decir singularidades asignables en la estructura. De allí que sea inexacto, como hemos señalado en ocasión de Diferencia y repetición, oponer la estructura al acontecimiento: ella comporta un registro de acontecimientos ideales, una historia que le es interior. En tercer lugar, las dos series heterogéneas convergen en un elemento paradójico, una suerte de “diferenciante” que es principio de emisión de singularidades; elemento que no pertenece a ninguna serie y no cesa de circular por ellas. Deleuze se detiene nuevamente en la función de la casilla vacía y enumera una lista de operaciones que lleva a cabo: articular, hacer comunicar, coexistir y ramificar las dos series; redistribuir los puntos singulares; asegurar la donación de sentido en las dos series, entre otras. En suma, afirma Deleuze, “no hay estructura sin series, sin relaciones entre términos de cada serie, sin puntos singulares correspondientes a estas relaciones; pero sobre todo no hay estructura sin casilla vacía, que hace funcionar todo” (Ibíd., p. 366). Este privilegio a la case vide provocó el elogio de Lacan, quien en su seminario de 1968-1969 lo llama “nuestro amigo” y deja entender que las tesis presentadas por Deleuze fueron inspiradas por las suyas (Dosse, 2007, p. 226). El último tema de Lógica del sentido sobre el cual cabe detenerse es la relación que Deleuze ve entre el estructuralismo y el problema del sentido, pues localiza en él su aporte más valioso a la filosofía. Brevemente, nuestro autor explica que, en las series, cada término sólo tiene sentido por su posición relativa a los otros términos, pero esta posición relativa depende de la posición absoluta de cada término en función de la instancia = x (la casilla vacía) determinada como sinsentido. Así, el elemento paradójico que no tiene sentido en absoluto es la condición del sentido, que resulta producido por la circulación de esta instancia. Por otro lado, Deleuze su100
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giere el uso de nombres propios o singulares para designar efectos de este género, tal como es habitual en física y en medicina, donde se denominan las enfermedades con el nombre de los médicos. Así, Deleuze propone llamar “efecto Crisipo” o “efecto Carroll” el descubrimiento del sentido como efecto incorporal producido por la circulación del elemento = x en las series. Este descubrimiento, asimismo, es compartido por el estructuralismo, según dice una de las referencias clave del libro: “Los autores que la costumbre reciente denominó estructuralistas quizá no tienen otro punto en común, no obstante esencial: el sentido, no como apariencia, sino como efecto de superficie y de posición, producido por la circulación de la casilla vacía en las series de la estructura (lugar del muerto, lugar del rey, mancha ciega, significante flotante, valor cero, bastidor o causa ausente, etc.). El estructuralismo, consciente o no, celebra sus reencuentros con una inspiración estoicista y caroliana. La estructura es verdaderamente una máquina de producir el sentido incorporal” (Deleuze, 1969, p. 88)
Deleuze se preocupa por desmarcar el estructuralismo de la filosofía del absurdo (hay una afinidad con Lewis Carroll, aduce, pero no con Camus) pues, para esta última, el sinsentido es lo que se opone al sentido en una relación simple con él (el sentido versus el sinsentido) y se define por una falta de sentido (no hay suficiente). Por el contrario, el proyecto de Lógica del sentido va en otra dirección: Deleuze argumenta que el sentido y el sinsentido mantienen una relación específica que no puede calcarse sobre la relación de lo verdadero y de lo falso, es decir, como una simple relación de exclusión: “la lógica del sentido está necesariamente determinada a plantear entre el sentido y el sinsentido un tipo original de relación intrínseca, un modo de copresencia” (Ibíd., p. 85). Además, antes que definirse por una falta, desde el punto de vista de la estructura siempre hay demasiado sentido. Deleuze remite a Jakobson, quien define un fonema cero que no posee ningún valor fonético determinado, pero que se opone a la ausencia de fonema; de modo análogo, el sinsentido no posee ningún sentido particular pero se opone a la ausencia de sentido: él es a la vez lo que no tiene sentido pero que, en cuanto tal, se opone a la ausencia de sentido operando la donación de sentido. Por último, vale subrayar la aproximación deleuziana entre estructura y máquina (“la estructura es verdaderamente una máquina de producir el sentido incorporal”), que parece anticipar intuiciones de El Anti-Edipo. 101
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A partir de este vínculo entre el estructuralismo y el problema del sentido y el sinsentido, Deleuze evalúa positivamente su importancia para el pensamiento: “Finalmente la importancia del estructuralismo en filosofía, y para el pensamiento en general, se mide en esto: que desplaza las fronteras [...] Es agradable que resuene la buena nueva: el sentido no es jamás ni principio ni origen, es producto. No hay que descubrirlo, restaurarlo o reemplazarlo, hay que producirlo mediante nuevas maquinarias” (Ibíd., pp. 89-90)33
Deleuze explica que, cuando el sentido tomó el relevo de las esencias, la frontera filosófica se instaló entre quienes lo ligaban a una nueva trascendencia (teólogos) y quienes lo encontraban en el hombre (humanistas). En ambos casos, el sentido es “Principio, Reservorio, Reserva, Origen. Principio celeste, se dice que está fundamentalmente olvidado y velado; principio subterráneo, que está profundamente tachado, desplazado, alienado”; se nos llama siempre a “reencontrar y restaurar el sentido”. Por el contrario, Deleuze celebra el enfoque estructuralista que desplaza al sentido tanto de la altura como de la profundidad hacia la superficie. Aún más, Deleuze traza una filiación con Nietzsche, pues según su lectura del filósofo alemán la muerte de Dios no tiene ninguna importancia si es compensada por las falsas profundidades de lo humano. Para nuestro autor, lo esencial es que Nietzsche produjo poemas y aforismos que son auténticas máquinas de producir el sentido, así como Freud descubrió la maquinaria del inconsciente por la cual el sentido se produce siempre en función del sinsentido. El impacto del estructuralismo en filosofía y en el pensamiento en general no sólo reside en el ya aludido desplazamiento de las fronteras, sino además en las posibilidades que aporta en torno a Es posible observar que, al igual que Foucault, Deleuze esquiva las convenciones reinantes en lo que hace a las razones de la relevancia estructuralista. En efecto, Foucault descarta dos explicaciones corrientes acerca de la importancia del estructuralismo. La primera reside en el grado de cientificidad que habría alcanzado, en el carácter formal y formalizable de sus análisis; la segunda sostiene que las ciencias humanas deben aplicar los métodos del análisis estructuralista en sus dominios específicos, es decir: configurar estructuralmente sus campos de estudio y sus objetos. Foucault rechaza ambos enfoques argumentando que las ciencias del lenguaje, mucho antes del advenimiento del estructuralismo, se situaron en un nivel de cientificidad mayor al de las ciencias humanas. La novedad estructuralista radicaría, por el contrario, en la fecundidad epistemológica de sus conceptos (Castro, 1995, p. 161). 33
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la tarea esencial de nuestro presente, que Deleuze determina como producción de sentido: “Una casilla vacía que no es ni para el hombre ni para Dios; singularidades que no son ni de lo general ni de lo individual, ni personales ni universales; todas ellas atravesadas por circulaciones, ecos, acontecimientos que tienen más sentido y libertad, efectividades que el hombre haya jamás soñado y Dios concebido. Hacer circular la casilla vacía, y hacer hablar las singularidades pre-individuales y no personales, en resumen producir el sentido, es la tarea hoy” (Ibíd., p. 91)
En síntesis, Deleuze se vincula con el estructuralismo en Lógica del sentido mediante i) la propia organización del texto en series, componente clave de toda estructura; ii) el empleo de los conceptos de “serie”, “estructura” y “casilla vacía” –ya anticipados en “¿En qué se reconoce el estructuralismo?”–, en el marco de la exposición de las paradojas de Lacan y de Lévi-Strauss; iii) la atribución elogiosa al estructuralismo del descubrimiento del sentido como efecto de superficie y de posición, cuya invención constituye la tarea de nuestra actualidad. Segunda parte: Divergencias El Anti-Edipo La primera obra en colaboración con Félix Guattari,34 aparecida en 1972, no sólo constituye el viraje hacia posiciones decididamente críticas del estructuralismo, sino además el inicio de un proceso de creación de conceptos y enfoques alternativos.35 A diferencia de lo que hemos visto en los textos previos, donde Deleuze emplea terminología estructuralista Dado que este trabajo aborda los vínculos entre la obra de Deleuze y el estructuralismo, continuaremos adjudicando a “Deleuze” las tesis expuestas, aun si corresponden, en rigor, al dúo Deleuze-Guattari –o Deleuze-Parnet en el caso de Diálogos. Esto no implica en absoluto una desvalorización del aporte de Guattari, fundamental a todas luces en el derrotero filosófico deleuziano. 35 Dosse califica al libro de “auténtica máquina de guerra contra el estructuralismo” que opone las multiplicidades al binarismo, la experimentación al formalismo, la máquina a la estructura (2007, p. 276). Si bien acordamos con dicha descripción, corre el riesgo de acentuar el aspecto negativo o crítico del libro en detrimento de la construcción de conceptos alternativos al estructuralismo (máquina, flujos, codificación, desterritorialización, etc.). 34
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y valora positivamente su aporte al pensamiento, el primer volumen de Capitalismo y Esquizofrenia se dirige directamente contra algunas de las tesis más célebres del estructuralismo –e.g. la primacía del significante en el sistema de la lengua, la concepción cambista de la sociedad, el inconsciente como lenguaje. En efecto, el texto embiste contra las tres disciplinas hegemonizadas por los análisis estructurales: la lingüística de Saussure, la antropología de Lévi-Strauss y el psicoanálisis de Lacan. La dicotomía más amplia que utiliza Deleuze en los diversos ámbitos es la de la máquina versus la estructura. De todas formas, enunciar la oposición de un modo tan general corre el riesgo de desviar la atención de los temas precisos en torno a los cuales se enfrentan las posiciones; nuestro interés es más bien detenernos en las críticas y reconstruir el cuadro de las oposiciones planteado. Críticas a la antropología estructural Como afirma Pierre Clastres, El Anti-Edipo es una teoría general de la sociedad y de las sociedades pues no se limita a un análisis comparatista entre distintas formaciones sociales, sino que además quiere explicar “cómo ello (ça) funciona de manera diferente” (Deleuze, 1972b, p. 315). En este sentido, el texto construye, como alternativa frente a la antropología estructural, una antropología histórica y política basada en los movimientos de descodificación de flujos que rompe con la lectura sincrónica, estructural, invariante de lo social (Dosse, 2007, p. 286).36 La dicotomía más general, ya lo adelantamos, remite a la oposición entre una concepción ‘maquínica’ y una concepción ‘estructural’ de lo social. Puntualmente, la tesis que separa El Anti-Edipo de la antropología estructural es la primacía otorgada a la “genealogía de la deuda” en detrimento de la concepción estructuralista del intercambio (Deleuze, 1972b, p. 316). El blanco de los ataques es Lévi-Strauss, pues a la pregunta abierta por Mauss acerca del vínculo entre la deuda y el intercambio (¿es la deuda anterior o más bien está a su servicio?), el etnólogo responde
Al respecto, es interesante el capítulo 10 del libro de Dosse (2007) donde relata la colaboración recibida de los amigos etnólogos de Guattari para escribir el capítulo tercero de El Anti-Edipo. Los desarrollos de éste se apoyan especialmente en el texto de E. R. Leach Critique de la anthropologie y atacan a Lévi-Strauss. Sin embargo, no todas las alusiones a Lévi-Strauss son negativas: por ejemplo, remiten a Lo crudo y lo cocido para sostener que Edipo es la idea de un paranoico adulto antes que el sentimiento infantil de un neurótico (Deleuze, 1972, p. 325). 36
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que la deuda es sólo una superestructura, una forma consciente en la que se monetiza la realidad social inconsciente del intercambio (Deleuze, 1972, pp. 218-219).37 Por el contrario, veremos que Deleuze asigna una importancia fundamental a la deuda, que proviene de la actividad de inscripción propia de las formaciones precapitalistas. La concepción estructural cambista del socius descansa en cinco postulados implícitos cuya puesta en relieve permite subrayar la diferencia entre la máquina y la estructura (Ibíd., pp. 220-222). De acuerdo con el primero, el enfoque estructural del parentesco hace como si las alianzas se derivasen de las líneas de filiación. Deleuze sostiene, por el contrario, que es imposible deducir la alianza de la filiación; apoyándose en la descripción de Leach de regímenes matrimoniales diversos, afirma que “la filiación es administrativa y jerárquica, pero la alianza es política y económica y expresa el poder en tanto que no se confunde con la jerarquía ni se deduce de ella, y la economía en tanto que no se confunde con la administración”. En una palabra, para nuestro autor las alianzas nunca derivan de las filiaciones ni se deducen de ellas (Ibíd., pp. 171-172, 182). En segundo lugar, la concepción estructural tiende a convertir el sistema de parentesco en una “combinatoria lógica”, mientras que la concepción deleuziana del parentesco es más bien la de “un sistema físico en el que se reparten intensidades”. Nuestro autor señala que no se trata del ejercicio de una combinatoria lógica que regula un juego de intercambios, sino de la instauración de un sistema físico que se expresa en términos de deuda. Más aún, Deleuze considera que un sistema de parentesco no es una estructura sino “una práctica, una praxis, un procedimiento e incluso una estrategia” (Ibíd., pp. 173, 183). En tercer lugar, la concepción estructural cambista tiende a postular una suerte de “equilibrio de precios, equivalencia o igualdad primera en los principios”, no obstante lo cual introduce la desigualdad en las consecuencias. La cuestión clave, explica Deleuze, es determinar si dicho desequilibrio es “patológico y de consecuencia, como cree Lévi-Strauss, o si es funcional y de principio, como piensa Leach”. En efecto, la presencia de discordancias en una máquina social puede interpretarse de diversas maneras: idealmente, por la separación entre la institución real y su modelo ideal supuesto; moralmente, invocando un lazo estructural entre la ley y la transgresión; físicamente, en tanto fenómeno de desgaste que No obstante, admite que en Mitológicas elaboró una teoría de los códigos primitivos que desborda la concepción basada en el intercambio (Ibíd, p. 219 nota 39). 37
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hace que la máquina social no sea apta para tratar sus materiales. La propuesta de Deleuze, por el contrario, reside en una interpretación “actual y funcional: es para funcionar que una máquina social no debe funcionar bien”. La máquina social “no funciona sino chirriando, estropeándose, estallando en pequeñas explosiones”; los disfuncionamientos forman parte de su propio funcionamiento.38 En cuarto lugar, Deleuze objeta a la concepción cambista la configuración de un sistema estadísticamente “cerrado”, resultado de la separación de sus referencias económicas y políticas. Por el contrario, la tesis deleuziana es que el sistema en extensión guarda un carácter necesariamente “abierto”: la apertura es primera y se funda en la heterogeneidad de los elementos que componen los flujos que la máquina social codifica (Ibíd., p. 173). Finalmente, el quinto postulado, del cual dependen los restantes, afecta tanto a la etnología cambista como a la economía política burguesa y consiste en la reducción de la “reproducción social” a la esfera de la “circulación”. Al respecto, Deleuze afirma que “lo esencial no es el intercambio y la circulación que dependen estrechamente de las exigencias de la inscripción, sino la inscripción misma, con sus rasgos de fuego, su alfabeto en los cuerpos y sus bloques de deudas. Nunca la estructura blanda funcionaría, y haría circular, sin el duro elemento maquínico que preside las inscripciones” (Ibíd., p. 222)
El nudo de la cuestión es determinar si el carácter del socius es fundamentalmente “inscriptor” o más bien “intercambista”. La teoría deleuziana de la sociedad, basada en las operaciones de codificación, sobre-codificación y des-codificación de los flujos, rechaza de antemano la idea de “Nunca una discordancia o un disfuncionamiento anunciaron la muerte de una máquina social que, por el contrario, tiene la costumbre de alimentarse de las contradicciones que levanta, de las crisis que suscita, de las angustias que engendra, y de las operaciones infernales que la revigorizan: el capitalismo lo ha aprendido y ha dejado de dudar de sí mismo, mientras que incluso los socialistas renuncian a creer en la posibilidad de su muerte natural por desgaste. Nunca se ha muerto nadie de contradicciones.Y cuanto más ello se estropea, más esquizofreniza, mejor marcha, a la americana” (Ibíd, pp. 177, 221). La posición de Deleuze va dirigida contra la idea de que las sociedades primitivas carecen de historia; por el contrario, afirma que están plenamente en la historia (comprendida como una realidad abierta y dinámica en estado de desequilibrio funcional) y alejadas de la estabilidad y armonía que les asigna. 38
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que ella sea un medio de intercambio en que lo esencial sería circular o hacer circular; antes bien, “la sociedad es un socius de inscripción donde lo esencial radica en marcar o ser marcado”. La esencia del socius registrador es “tatuar, extirpar, hacer incisiones, cortar, escarificar, mutilar, contornear, iniciar”. En suma, Deleuze invierte los términos: la sociedad no es cambista, el socius es inscriptor; el meollo de la máquina social primitiva no es intercambiar sino marcar los cuerpos y sólo hay circulación si la inscripción lo exige o lo permite (Ibíd., pp. 166, 169, 218-220).39 La referencia fundamental de Deleuze en este contexto es la Genealogía de la moral de Nietzsche, en especial su segundo tratado, donde interpreta la economía primitiva a partir de la relación acreedor-deudor.40 La deuda no es una mera apariencia que adopta el intercambio, sino el efecto inmediato o el medio directo de la inscripción territorial e incorporal; en otras palabras, la deuda proviene de la inscripción. La ecuación de la deuda, que no es en absoluto cambista, se enuncia “daño causado = dolor a sufrir”, donde lo que debe explicarse es cómo es posible que el dolor del delincuente sirva de “equivalente” al daño que ha causado, es decir, cómo puede “pagarse” con sufrimiento. La respuesta invoca un ojo que de ello obtenga placer, ojo evaluador u ojo de los dioses: “el ojo obtiene del dolor que contempla una plusvalía de código, que compensa la relación rota entre la voz de alianza a la que el criminal ha faltado y la marca que no había penetrado suficientemente en su cuerpo” (Ibíd., p. 226). Deleuze no niega que la máquina primitiva conozca el intercambio, el comercio y la industria, pero sostiene que los conjura, los localiza,
Por socius cabe entender la máquina social en su función de codificación del deseo –extracción de flujo, separación de la cadena, repartición de partes–; en rigor, sólo las máquinas sociales precapitalistas codifican los flujos de deseo, pues el capitalismo se ha construido sobre flujos descodificados (Ibíd, p. 163). El socius es la superficie donde se registra toda la producción, que a su vez parece emanar de ella; es una máquina de inscripción social de la producción concebida bajo el modelo del CsO (cuerpo lleno, inengendrado, elemento de anti-producción). Todos los tipos de sociedad tienen un socius como elemento de registro, no obstante lo cual su modalidad varía en la historia; Deleuze reconoce tres socius: cuerpo de la Tierra, del Déspota, del Capital (Ibíd., pp. 15-17). Para una exposición sintética, véase Mengue (1994, pp. 179-180). 40 Nietzsche pone de manifiesto que el problema fundamental del socius primitivo es el de la inscripción, el código, la marca: su tarea es dotar al hombre de una memoria que lo vuelva responsable, capaz de prometer. Las leyes, las iniciaciones, el aparato educativo y represivo tienen como fin “enderezar al hombre, marcarlo en su carne, volverlo capaz de alianza, formarlo en la relación acreedor-deudor que, en ambos lados, es asunto de la memoria (una memoria tendida hacia el futuro)” (Deleuze, 1972, p. 225). 39
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cuadricula o encastra, manteniendo al mercader y al herrero en posición subordinada, con el objetivo de que los flujos de intercambio y de producción no rompan los códigos en beneficio de cantidades abstractas o ficticias (Ibíd., pp. 176, 179-180).41 En definitiva, nuestro autor sostiene que la deuda es una consecuencia directa de la inscripción primitiva, en lugar de ser un medio indirecto del intercambio universal. Críticas a la lingüística estructural Las objeciones de El Anti-Edipo a la lingüística estructural se dirigen fundamentalmente contra la primacía otorgada al significante, pues entiende que éste es deudor de la “representación imperial”. En efecto, el paso de la máquina primitiva propia de los “salvajes” a la máquina despótica de los “bárbaros” implica, desde el punto de vista de la representación, el reemplazo del sistema de la “connotación” por un sistema de subordinación o de “significación”. Este último se caracteriza por una triple sustitución: un objeto separado del cual depende toda la cadena reemplaza los segmentos de cadena separables; esta instancia trascendente genera linealidad y reemplaza el carácter polívoco del grafismo; por último, un significante despótico del cual todo fluye uniformemente remplaza los signos no significantes que componen las redes de una cadena territorial (Ibíd., p. 240 y ss). En el régimen territorial primitivo, el signo sólo vale por sí mismo, es posición de deseo en conexión múltiple, mientras que el significante propio de la representación imperial es el signo que ha devenido “signo de signo”, el “signo devenido letra”; el deseo se ha vuelto deseo del deseo del déspota, dando origen a la pregunta ¿qué ha querido decir el emperador, el dios? La clave es que el paso a la representación despótica está marcada por la misma operación que define el funcionamiento de su máquina: la sobrecodificación. En efecto, cuando en lugar de la máquina territorial se instala la mega máquina del Estado –“pirámide funcional que tiene al déspota en la cima”–, ésta sobrecodifica los flujos codificados del antiguo régimen reconduciéndolos a una unidad trascendente; dicha operación constituye la esencia del Urstaat (Ibíd., p. 244). De modo La noción de “plusvalía de código” mienta la forma primitiva de la plusvalía; ocupa un lugar central, pues constituye según Deleuze el resorte de la economía en la formación social primitiva. Ella apunta al hecho de que los fenómenos de exceso y de defecto en los flujos de producción se ven compensados por elementos no intercambiables como el prestigio adquirido o el consumo distribuido. 41
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análogo, el régimen de la representación correspondiente descansa en la remisión a la trascendencia del significante, que implica siempre un lenguaje que sobrecodifica al otro. Dicho de otro modo, la instauración del déspota a nivel político tiene como correlato el establecimiento del significante en el plano de la representación correspondiente; ambas son instancias de trascendencia que sobrecodifican los elementos ya codificados refiriéndolos a una unidad superior y separada. En razón de lo expuesto, para Deleuze el significante no cumple su promesa de permitirnos el acceso a una comprensión moderna y funcional de la lengua, pues “nunca agua alguna lavará al significante de su origen imperial: el señor significante o el significante amo (maître). Por más que se ahogue al significante en el sistema inmanente de la lengua [...] nunca se impedirá que introduzca su trascendencia y testimonie a favor de un déspota desaparecido que todavía funciona en el imperialismo moderno. Incluso cuando habla suizo o norteamericano, la lingüística agita la sombra del despotismo oriental” (Ibíd., p. 244)
Es visible la referencia a Saussure y a Chomsky, atacados por igual a causa de su compromiso con un campo lingüístico definido por una trascendencia. Asimismo, la crítica deleuziana tiene un sentido marcadamente político que se dirige igualmente contra el psicoanálisis lacaniano: el “enorme arcaísmo despótico” del significante, sostiene Deleuze, es utilizado para someter los sujetos depresivos al gran rey paranoico, para “instaurar un nuevo terrorismo, convirtiendo el discurso imperial de Lacan en un discurso universitario de mera cientificidad, esa ‘cientificidad’ tan apropiada para realimentar nuestras neurosis, para agarrotar una vez más al proceso, para sobrecodificar Edipo por la castración, encadenándonos a funciones estructurales actuales de un déspota arcaico desaparecido. Pues, de seguro, ni el capitalismo, ni la revolución, ni la esquizofrenia, pasan por las vías del significante, incluso y sobre todo en sus violencias más extremas” (Ibíd., pp. 289-290)42
Deleuze elogia el texto de Lyotard Discours, Figure por ser “la primera crítica generalizada del significante”; si bien le plantea objeciones porque volvería a introducir la carencia y la ausencia en el deseo, reconoce el mérito de haber levantado “la hipoteca del significante”. Cabe mencionar que Deleuze formó parte del jurado de la tesis de Lyotard y escribió una breve reseña de tono positivo.Véase Deleuze (1972c). 42
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Deleuze no se limita a enarbolar dichas objeciones a la lingüística del significante, sino que además esboza una “lingüística de los flujos” anclada en los trabajos de Hjelmslev. Deleuze le reconoce a la lingüística del significante el descubrimiento de un campo de inmanencia constituido por el “valor”, esto es, el sistema de las relaciones entre elementos últimos del significante; no obstante, afirma que ella comete dos errores: el campo supone la trascendencia del significante que sobrecodifica sus elementos y estos poseen una identidad mínima a causa de sus relaciones de oposición. Como consecuencia de ello, el lenguaje se vuelve comparable con un juego; el significado está subordinado al significante; las figuras son definidas como efectos del significante mismo. Frente a ella, nuestro autor ensaya una lingüística de los flujos que describe un puro campo de inmanencia no sobrevolado por ninguna instancia trascendente; substituye la relación de subordinación significante-significado por la doble articulación entre expresión y contenido; alcanza figuras que no son efectos del significante sino “esquizias, puntos-signos o cortes de flujo” que atraviesan el muro del significante y no poseen más que una identidad flotante; reemplaza el modelo del juego por el de la moneda (Ibíd., p. 287 y ss). Así, según Deleuze, Hjelmslev logró construir una teoría puramente inmanente del lenguaje: “En vez de ser una sobredeterminación del estructuralismo y de su vinculación al significante, la lingüística de Hjelmslev indica su destrucción concertada y constituye una teoría descodificada de las lenguas de la que también se puede decir, ambiguo homenaje, que es la única adaptada a la vez a la naturaleza de los flujos capitalistas y esquizofrénicos: hasta el momento, la única teoría moderna (y no arcaica) del lenguaje” (Ibíd., p. 289)43
La “ambigüedad” aludida concierne el problema de la relación entre los flujos capitalistas y los flujos esquizofrénicos. Si bien existe entre ellos una gran afinidad, sería un error identificarlos. Dicho brevemente, la noción de “flujo-esquizia” o de “corte-flujo” define tanto al capitalismo como a la esquizofrenia, pero no lo hace del mismo modo: el capitalismo axiomatiza los flujos descodificados, los encierra en grandes conjuntos estadísticos, desplaza sus límites inmanentes para re-encontrarlos más allá, re-territorializa los flujos desterritorializados; por el contrario, la esquizofrenia no se deja apresar en un sistema axiomático, franquea la barrera que los separa de las posiciones moleculares, lleva los flujos del deseo a un límite absoluto, se desterritorializa sin re-territorializarse (Deleuze, 1972, p. 291 y ss.) 43
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La lingüística de los flujos es “moderna” en la medida que permite dar cuenta de la representación propia del capitalismo. En efecto, Deleuze sostiene que el capitalismo es “profundamente analfabeto”; la escritura murió hace siglos pues implica un uso del lenguaje según el cual el grafismo se ajusta a la voz, que lo sobrecodifica. Los rasgos de la escritura, argumenta nuestro autor, indican su pertenencia a la representación despótica imperial: lo designado es arbitrario, el significado se subordina al significante despótico, el significante es trascendente y se descompone en elementos mínimos en un campo de inmanencia descubierto por la retirada del déspota. Pero el uso capitalista del lenguaje es de otra naturaleza: él se realiza en el campo de inmanencia propio del capitalismo cuando aparecen los medios técnicos de expresión correspondientes a la descodificación generalizada de los flujos, en lugar de remitir a la sobrecodificación despótica.44 Críticas al psicoanálisis estructural Las objeciones al psicoanálisis estructural atraviesan El Anti-Edipo. Dejaremos a un lado las críticas al complejo de Edipo, desplegadas bajo la forma de cinco paralogismos, pues se dirigen contra el psicoanálisis en general (Ibíd., p. 60 y ss), mientras que nuestro interés se concentra en los puntos de separación con la versión estructuralista. En este sentido, el juego de oposiciones puede resumirse en tres ideas clave: i) una concepción de lo real en términos de máquina, en lugar de lo real como estructura; ii) una concepción del inconsciente en tanto fábrica y código, en lugar del Inconsciente como teatro y lenguaje; iii) una concepción del deseo como plenitud, en lugar del deseo concebido como falta. Veremos a continuación que los tres puntos están ligados entre sí; asimismo, mostraremos la ambivalencia que caracteriza el vínculo con Lacan respecto de cada una de las tesis. En primer lugar, la idea de un proceso de producción de lo real que funciona en términos ‘maquínicos’ se dirige contra el reparto característico del estructuralismo en el triple dominio de lo real, lo imaginario y lo simbólico, y, más aún, contra la primacía del orden simbólico –tal como vimos al exponer “¿En qué se reconoce el estructuralismo?”. La noción Este es el rasgo que define a la “civilización”: la descodificación y la desterritorialización de los flujos en la producción capitalista; los flujos de contenido y de expresión correspondientes constituyen figuras que no son signos significantes, sino cortes de flujo o esquizias (Ibíd, p. 285). 44
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de máquina debe comprenderse en conjunto con el concepto de “producción”: en el proceso de lo Real “todo es producción”. El proceso de producción como realidad material económica envuelve al hombre y a la naturaleza en una única realidad y tiene al deseo como principio inmanente. En efecto, puesto que la producción social es la propia producción deseante en condiciones determinadas (“sólo hay el deseo y lo social, y nada más”), el proceso de producción es el universo de las máquinas deseantes productoras y reproductoras (Ibíd., pp. 7-11). La visión deleuziana de lo Real en términos de flujo y de máquina no se reduce al mecanicismo: la máquina es “un sistema de cortes de flujo”, ya sea un flujo de ideas, palabras, dinero, trabajadores, etc. Lo maquínico no es ni mecánico ni orgánico: la mecánica es un sistema de conexiones progresivas entre términos dependientes, mientras que la máquina es un conjunto “de vecindad” entre términos heterogéneos independientes (Deleuze, 1972, p. 43; 1977, p. 125; 1972b, p. 305 y ss). Las máquinas deseantes conforman las unidades de producción de lo real, pues el ser objetivo del deseo es lo real en sí mismo; dicho de otro modo, el deseo produce lo real, lo cual redunda en la co-extensión del campo social y del deseo. Lo real, desde esta perspectiva, es el resultado del deseo productivo del inconsciente (Deleuze, 1972, pp. 33-37). Los conceptos de “producción”, “máquina deseante” e “inconsciente” se muestran solidarios, interdependientes, entrelazados, a la hora de abordar los principios básicos de la economía del deseo. Volviendo a la oposición de la que hemos partido, Deleuze sostiene que el inconsciente no es estructural, ni simbólico ni imaginario, sino “maquínico”, “lo Real en sí mismo” que maquina. No es representativo sino productivo: la máquina es el mecanismo capaz de llegar “en crudo” al inconsciente (Dosse, 2007, pp. 232, nota 46). La diferencia fundamental no se halla entre lo imaginario y lo simbólico, sino más bien entre el conjunto estructural de lo imaginario y lo simbólico y el elemento real de lo maquínico constitutivo de la producción deseante. En resumen, la tesis de Deleuze es que las máquinas del deseo son irreductibles a la estructura y constituyen lo Real en sí mismo, más allá o más acá de lo simbólico y de lo imaginario (Deleuze, 1972, pp. 61, 99).45
Deleuze sostiene que el complejo de Edipo permite poner de relieve la verdadera diferencia de naturaleza, que no reside entre un Edipo imaginario y otro estructural, sino entre Edipo en todas sus variantes y la producción deseante. No hay para nuestro autor ninguna diferencia importante entre lo imaginario y lo simbólico, o entre el Edipo-crisis 45
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Si bien el psicoanálisis estructural parece afectado por lo expuesto, Deleuze sostiene que Lacan logra traspasar la dimensión representativa hacia la estrictamente productiva. En efecto, el psicoanalista no cierra al inconsciente en Edipo, sino que más bien muestra su condición de imagen o mito producido por una estructura en sí misma edipizante que reproduce el elemento simbólico de la castración. En este sentido, Lacan conduce a Edipo al “punto de su autocrítica”, que es aquél “donde la estructura, más allá de las imágenes que la llenan y de lo simbólico que la condiciona en la representación, descubre su reverso como un principio positivo de no-consistencia que la disuelve: donde el deseo es vertido en el orden de la producción, referido a sus elementos moleculares y donde no carece de nada, ya que se define como ser objeto natural y sensible, al mismo tiempo que lo real se define como ser objetivo del deseo. Pues el inconsciente del esquizoanálisis [...] no es estructural ni simbólico; su realidad es la de lo Real en su producción, en su inorganización misma” (Ibíd., pp. 370-371)
La idea de Deleuze es que remontarse de las imágenes a la estructura permite salir de la representación en la medida que la estructura tiene un reverso “que es como la producción real del deseo”. La dicotomía subyacente se da entre la producción y la representación; al igual que en Diferencia y repetición, lo estructural se opone al elemento de la representación. La vía trazada por Lacan, desde esta perspectiva, permitiría explorar dicho reverso productivo, no representativo, en tanto “inorganización real” de los elementos moleculares: objetos parciales, multiplicidades positivas en las que todo es posible, signos del deseo dispersos sin enlace o vínculo directo. En suma, Lacan es reivindicado por lograr salir del esquema representativo, remontándose hasta lo Real mismo –esto es: la producción múltiple del deseo.46 y el Edipo-estructura. Remontarse de las imágenes a la estructura, de las figuras imaginarias a las funciones simbólicas, en el caso de Edipo, no hace avanzar la cuestión. Por otro lado, el inconsciente no está estructurado como un lenguaje sino más bien como un código; la escritura que le corresponde es “una escritura en el mismo real” (Ibíd, p. 47). 46 Como muestra de las idas y vueltas del texto con Lacan, véase el comentario en las págs. 99-100 de El Anti-Edipo. Por una parte, la tesis de que la verdadera diferencia pasa entre lo real maquínico por un lado, y lo estructural (imaginario y simbólico) por el otro, se dirige contra la idea de que la diferencia esencial es la que distingue lo imaginario de lo simbólico. Deleuze no reconoce, en este párrafo, ninguna importancia a la operación
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La aprehensión en términos maquínicos del funcionamiento de lo Real, así como del inconsciente y el deseo, nos conduce al segundo par de oposiciones que hemos localizado. Como ya hemos visto, Deleuze concibe el inconsciente a partir de la categoría de producción: por un lado, el inconsciente no se expresa sino que produce; por otro lado, no produce fantasmas, sino lo real mismo.47 De esta concepción productiva del inconsciente se desprende que no plantea ningún problema de sentido (¿qué quiere decir?) sino sólo cuestiones de uso (¿cómo marcha ello?, “¿cómo funcionan tus máquinas deseantes?”). “Ello” no representa sino que produce, no quiere decir nada sino que funciona. En resumen, la concepción de un inconsciente productivo se dirige contra una concepción representativa.48 Al respecto, Deleuze admite que el psicoanálisis llevó a cabo el gran descubrimiento de la producción deseante, no obstante lo cual la encubrió con Edipo, dando lugar a un nuevo idealismo: “el inconsciente como fábrica fue sustituido por un teatro antiguo; las unidades de producción del inconsciente fueron sustituidas por la representación; el inconsciente productivo fue sustituido por un inconsciente que tan sólo podía expresarse (el mito, la tragedia, el sueño)” (Ibíd., p. 31).49 Por otra parte, la concepción del inconsciente puesta en juego por el esquizoanálisis no se limita a la oposición fábrica-teatro, sino que involucra diversos aspectos que constituyen otros tantos pares oposicionales:
de remontarse de las imágenes a las estructuras: “en verdad, tan sólo se ha hecho retroceder la cuestión”. Sin embargo, admite que Lacan esquizofrenizó hasta la neurosis, “aflojó las cuerdas” mediante la introducción del “objeto a” en el seno del equilibrio estructural. La segunda generación de discípulos de Lacan, agrega, es aún menos sensible al falso problema de Edipo; pero si los primeros se vieron tentados de cerrar el yugo edípico, se debe a que el propio Lacan denunciaba a Edipo como mito pero mantenía que el complejo de castración era algo real. 47 “La idea fundamental es quizá esta: el inconsciente “produce”. Decir que produce significa que hay que dejar de tratarlo, como se ha hecho hasta ahora, como una suerte de teatro donde se representaría el drama de Edipo. Nosotros pensamos que el inconsciente no es un teatro, sino más bien una fábrica [...] el inconsciente no tiene nada que ver con una representación teatral sino con lo que llamamos “máquinas deseantes”...” (Deleuze, 1972d, p. 323 y ss.). Cf. también Deleuze (1972, p. 352). 48 Dosse sostiene que la concepción del inconsciente de El Anti-Edipo es de alguna manera pre-lacaniana, puesto que vuelve a destacar el papel de las pulsiones y las intensidades en detrimento del abordaje formal y simbólico propio del lacanismo (2007, p. 283). 49 Desde esta perspectiva, Deleuze critica a Althusser por reducir la máquina a la estructura y asimilar la producción a una representación estructural y teatral (Ibíd., p. 365).
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“No hemos cesado de oponer dos clases de inconsciente o dos interpretaciones del inconsciente: una, esquizoanalítica, la otra, psicoanalítica; una, esquizofrénica, la otra, neurótico-edípica; una, abstracta y no figurativa, y la otra imaginaria; pero, también, una realmente concreta y la otra simbólica; una maquínica y la otra estructural; una molecular, micropsíquica y micrológica, la otra molar o estadística; una material y la otra ideológica; una productiva y la otra expresiva” (Ibíd., pp. 130, 458)
La concepción del inconsciente como máquina es incompatible con la visión estructuralista. Si tenemos en cuenta que, como dice Deleuze en “¿En qué se reconoce el estructuralismo?”, hay estructura allí donde hay lenguaje, entonces es posible desprender igualmente el rechazo a la famosa tesis lacaniana acerca del inconsciente concebido como un lenguaje. Sin embargo, es necesario hacer dos observaciones al respecto. En primer lugar, Deleuze sugiere que la teoría lacaniana no es tanto una concepción lingüística del inconsciente como una crítica de la lingüística en nombre del inconsciente. Desde esta perspectiva, la hipótesis de un inconsciente-lenguaje no encerraría al inconsciente en una estructura lingüística, sino que llevaría a la propia lingüística a su punto de autocrítica, mostrando cómo la organización estructural de los significantes depende de un gran Significante despótico que actúa como arcaísmo. Así, la hipótesis del inconsciente lenguaje es, mediante esta lectura singular, reapropiada por nuestro autor con el objetivo de cuestionar a la lingüística (Ibíd., pp. 247, 370). Sin embargo, en segundo lugar, las características mismas de las máquinas deseantes recusan la posibilidad de ser comprendidas en términos de lenguaje. En efecto, Deleuze explica que toda máquina implica una especie de código almacenado en ella, inseparable de su registro, de las informaciones, de las transmisiones. Reconoce que Lacan fue quien descubrió “este rico dominio de un código del inconsciente, envolviendo la o las cadenas significantes”, no obstante lo cual subraya que este dominio es esencialmente múltiple, razón por la cual no es lícito hablar de “una cadena o incluso de un código deseante”. Por consiguiente, es posible afirmar que “el código se parece menos a un lenguaje que a una jerga, formación abierta y polívoca”. El código no es bi-unívoco o lineal sino polívoco; no es discursivo sino transcursivo (Ibíd., p. 46). La oposición es aquí entre la hipótesis-lenguaje y la hipótesis-código: cada signo del código, en sí mismo no significante, habla su propia lengua; cada cadena es heterogénea, asemejándose a 115
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“un desfile de letras de diferentes alfabetos en el que surgirían de repente un ideograma, un pictograma, la pequeña imagen de un elefante que pasa o de un sol que se levanta. De repente, en la cadena que mezcla (sin componerlos) fonemas, morfemas, etc. aparecen los bigotes de papá, el brazo levantado de mamá, una cinta, una muchacha, un policía, un zapato” (Ibíd., p. 47)50
En una palabra, antes que estructurarse como un lenguaje, la dimensión de registro del inconsciente funciona como un código. Esta idea, sin embargo, es transformada una vez más hacia el final del libro, donde se pone en tela de juicio la existencia de un código en lo que se refiere al deseo.51 Por último, la concepción del deseo como plenitud ataca la primacía otorgada a la “falta” (manque) en el esquema estructuralista. Hemos adelantado que el deseo es el principio productivo inmanente a las máquinas generadoras de lo real; el deseo “maquina” los objetos parciales, los flujos y los cuerpos, que funcionan como auténticas unidades de producción; así planteadas las cosas, no queda espacio para concebir un deseo carente. En efecto, el deseo no carece de objeto, lo cual no significa que el deseo y el objeto deseado sean lo mismo, sino que ambos forman una unidad en tanto máquina: el deseo es máquina y el objeto del deseo también lo es. El deseo no se apoya sobre las carencias sociales, que son preparadas y organizadas en la producción social, sino que tiene como ser objetivo
Los signos del deseo “no responden a las reglas de un ajedrez lingüístico, sino a los sorteos de un juego de lotería en los que saldrían ora una palabra, ora un dibujo, ora una cosa o un fragmento de algo” (Ibíd., p. 368). 51 En efecto, Deleuze sostiene que, al nivel de la cadena molecular del deseo, no debe hablarse, en sentido estricto, de un código, pues éste erige un significante despótico o separado del que depende toda la cadena. Por el contrario, en la cadena molecular los flujos se des-territorializan y atraviesan el significante, esto es: deshacen los códigos. Se trata, en rigor, de “una cadena de fuga y no de código”. La operación es análoga a la que describimos respecto de la estructura: la cadena significante se vuelve cadena de descodificación y de desterritorialización como el reverso de los códigos y las territorialidades (Ibíd., pp. 391-392). Guattari por su cuenta lleva adelante una crítica radical del estructuralismo: en un coloquio organizado en la universidad de Dauphine, asimila el estructuralismo a “una enfermedad que devasta, desde hace cierto tiempo, las ciencias del lenguaje, la antropología, el psicoanálisis”; en un curso a estudiantes de la Universidad de Columbia, objeta los análisis estructuralistas por esconder la dualidad expresión/contenido y sólo prestar atención a la expresión; en su curso de 1973, ataca a Althusser por su separación Ciencia/ Ideología (Dosse, 2007, p. 279 y ss.). 50
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lo Real en sí mismo.52 En este contexto, la remisión a Lacan comporta el matiz de ambigüedad que ya hemos notado en otros sentidos: “la admirable teoría del deseo de Lacan –sostiene Deleuze– tiene dos polos: uno con relación al ‘pequeño objeto-a’ como máquina deseante, que define el deseo por una producción real, superando toda idea de necesidad y también de fantasma; otro con relación al ‘gran Otro’ como significante, que reintroduce una cierta idea de carencia” (Ibíd., p. 34)
El deseo y el inconsciente no carecen de nada: no hay nada que pueda ser definido como “falta” de acuerdo con la ley de los objetos parciales. Según una fórmula devenida célebre, los tres errores sobre el deseo son la carencia, la ley y el significante (Deleuze, 1972, p. 132; 1977, p. 125). Respecto de la carencia, aun si ella no es comprendida como una privación sino como un vacío, su introducción en el deseo aplasta la producción deseante, reduciéndola a no ser sino producción de fantasma. Respecto del significante, cuando se hace depender el deseo del significante, se lo coloca bajo el yugo de un despotismo cuyo efecto es la castración, operación sobre el inconsciente por medio de la cual el psicoanálisis proyecta la multiplicidad de cortes-flujos de las máquinas deseantes, positivas y productivas “a un mismo lugar mítico, al rasgo unitario del significante” –en otros términos, lo sobrecodifica (Deleuze, 1972, p. 71).53 El falo, objeto de análisis en Diferencia y repetición y en Lógica del sentido, aquí es criticado en tanto resultado de un paralogismo psicoanalítico –es decir, de un uso ilegítimo, trascendente de las síntesis pasivas constitutivas del deseo– que consiste en pasar del objeto parcial separable a la posición de un objeto completo separado; este paso supone un sujeto determina-
“[…] es la escasez la que se aloja, se vacuoliza, se propaga según la organización de una producción previa. Es el arte de una clase dominante, práctica del vacío como economía de mercado: organizar la escasez, la carencia, en la abundancia de producción, hacer que todo el deseo recaiga en el gran miedo a carecer, hacer que el objeto dependa de una producción real que se supone exterior al deseo (las exigencias de la racionalidad), mientras que la producción del deseo pasa al fantasma (nada más que al fantasma)” (Deleuze, 1972, pp. 35-36). 53 Es notable la distancia respecto de Lógica del sentido, donde Deleuze hace uso de la noción de castración en relación con el pensamiento: “el mismo trazado de la castración se corresponde con una grieta [...] en esta grieta del pensamiento, en la superficie incorporal, reconocemos la línea pura del Aión o el instinto de muerte bajo su forma especulativa” (Deleuze, 1969, p. 243). 52
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do que vive como carencia su subordinación al objeto completo tiránico. La operación analítica extrapola algo trascendente, común y ausente que introduce la carencia en el deseo; es el falo, que designa “el” significante que distribuye en el conjunto de la cadena los efectos de significación e introduce en ellos las exclusiones (Ibíd., p. 86 y ss). Al respecto, no hay posibilidad de matizar el error del estructuralismo, esto es: la operación estructural mediante la cual se dispone la carencia en el conjunto molar. Por último, la estructura impone a la multiplicidad de las máquinas deseantes una unidad estructural que las reúne en un conjunto molar; pero las máquinas deseantes son multiplicidades, esto es: fragmentos relacionados por sus diferencias sin referencia a una totalidad original o resultante; la producción deseante es multiplicidad pura, multiplicidad molecular del deseo, afirmación irreductible a la unidad (Ibíd., pp. 50, 365). En resumen, si bien Deleuze hace suya la idea lacaniana del ‘pequeño objeto a’ en términos de máquina deseante, rechaza fuertemente la solidaridad del deseo con la carencia, el significante y la castración por ser ideas de la conciencia antes que producciones del inconsciente, usos ilegítimos o trascendentes de las síntesis inmanentes del deseo, modos en que la representación traiciona el mundo de la producción. La transición a Mil mesetas Si El Anti-Edipo inauguró una etapa de la filosofía deleuziana caracterizada por el alejamiento irreversible del movimiento estructuralista, Mil mesetas, publicado en 1980, señala su consumación y da inicio a una indiferencia absoluta; tras este texto ya no será posible encontrar referencias, ni siquiera críticas, al estructuralismo. La razón de dicha actitud puede vincularse con la pertenencia epocal del movimiento que Deleuze marcaba al comienzo de “¿En qué se reconoce el estructuralismo?”: si ocuparse del mismo tenía sentido en un contexto signado por su productividad, su potencial creativo, su profunda originalidad en el pensamiento, la década del 70 vio decaer progresivamente su presencia en el panorama intelectual francés (Dosse, 1992, p. 7 y ss). Antes de pasar a Mil mesetas, nos detendremos en dos textos (Kafka y Diálogos) que articulan el recorrido desde El Anti-Edipo: por un lado, prolongan los enfoques críticos ya esbozados; por otro lado, presentan algunos de los conceptos más importantes creados por el trabajo junto a Guattari –en particular, las nociones de “rizoma” y “agenciamiento”. El primer texto en cuestión, Kafka. Por una literatura menor, de 1975, constituye una tentativa por leer la obra del escritor nacido en Praga 118
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mediante conceptos que no impliquen una tendencia formalista-estructuralista ni tampoco un enfoque hermenéutico-interpretativo, sino más bien una auténtica “experimentación”:54 “No buscamos interpretar [...] pero sobre todo, buscamos aún menos una estructura, con las oposiciones formales y el significante ya hecho: siempre se pueden establecer relaciones binarias [...] es estúpido, en tanto no se sepa para dónde y hacia qué fluye el sistema, cómo deviene [...] No creemos sino en una política de Kafka, que no es ni imaginaria ni simbólica. No creemos sino en una máquina o máquinas de Kafka, que no son ni estructura ni fantasma. No creemos sino en una experimentación de Kafka, sin interpretación ni significancia, sólo protocolos de experiencia” (Deleuze, 1975, p. 14)
Reencontramos en el pasaje algunos elementos ya señalados en ocasión de El Anti-Edipo: el énfasis en lo real (aquí en la política) en detrimento de lo imaginario y de lo simbólico;55 el empleo de la categoría de máquina, heterogénea respecto de la de estructura; la insuficiencia de las relaciones estructurales a la hora de dar cuenta del devenir de una obra (Ibíd., p. 51).56
También en Diálogos se repite la oposición entre la experimentación literaria y la interpretación: de acuerdo con una fórmula devenida célebre, “Experimenten, no interpreten jamás” (Deleuze, 1977, p. 60). El significante es acusado de girar siempre en torno de papá-mamá (Ibíd., p. 58). Por otra parte, la disciplina más castigada por Deleuze es la lingüística en su vertiente saussuriana, frente a la cual se señalan otras orientaciones y autores. Deleuze acusa a los lingüistas de desconocer o no querer conocer la dimensión política del lenguaje, amparándose en su condición de “apolíticos” y de puros sabios (Deleuze, 1975, p. 45). Por otro lado, propone un uso “intensivo asignificante”, no representativo de la lengua frente a los usos simbólicos, significativos o significantes; llama “intensivos o tensores” a los elementos lingüísticos que expresan las tensiones internas de una lengua. Al respecto, remite a los trabajos de Vidal Sephiha (Ibíd., p. 35 y ss; notas 1516). Gobard es mencionado en relación a las funciones del lenguaje; Deleuze le dedicó un texto intitulado “Porvenir de la lingüística”, que constituyó el Prefacio a La alienación lingüística (Deleuze, 1976). 55 En Diálogos insiste en la misma idea: “¡Ah!, miseria de lo imaginario y de lo simbólico, lo real siempre se deja para mañana” (Deleuze, 1977, p. 63). 56 La oposición entre la máquina y la estructura se hace presente también en relación con el contenido y la expresión: no hay entre las formas del contenido y las formas de la expresión una “correspondencia estructural”, sino que la “máquina de expresión” desorganiza sus formas y libera contenidos. 54
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Ahora bien, lo esencial del texto es que Deleuze introduce los conceptos de “rizoma” y de “agenciamiento” (agencement). Este último apunta contra el desdoblamiento operado por la lingüística en un sujeto del enunciado y un sujeto de enunciación: la idea de nuestro autor es que el enunciado no remite jamás a un sujeto, pues sólo hay agenciamientos colectivos de enunciación (Ibíd., pp. 33, 145, 149-152). Si bien, como veremos a continuación, en Diálogos el agenciamiento es contrapuesto a la estructura, en Kafka la importancia del concepto reside más bien en el carácter colectivo de la enunciación literaria. Por su parte, la noción de rizoma es aún más relevante para nuestro trabajo puesto que se dirige desde un principio contra la de “significante”: Deleuze sostiene que un rizoma o una “madriguera” tiene “entradas múltiples”, innumerables puertas; es posible entrar por cualquier extremo, dado que ninguno tiene privilegio sobre el resto. La idea del rizoma busca conectar diferentes puntos entre sí, trazar un mapa que permita orientarse: “el principio de entradas múltiples impide por sí sólo la introducción del enemigo, el Significante, y las tentativas por interpretar una obra que no se propone de hecho sino para la experimentación” (Ibíd., p. 7). En resumen, la noción de rizoma se dirige contra la de estructura mediante su oposición al elemento significante, inherente a toda organización estructural, erigido como instancia unitaria, trascendente y sobrecodificadora. El segundo texto, Diálogos, escrito en colaboración con Claire Parnet, es fuertemente anti-estructuralista. En primer lugar, encontramos una desvalorización del estructuralismo toda vez que se plantea una dicotomía.57 La más relevante concierne la oposición entre el árbol y el rizoma: Así, Deleuze opone i) una ciencia de acontecimientos a una ciencia axiomática o estructural: ésta última aislaba una estructura que hacía homogéneos los elementos variables a los que se aplicaba, mientras que la ciencia en la actualidad traza líneas y caminos en lugar de construir axiomáticas; rechaza los esquemas arborescentes en beneficio de los movimiento rizomáticos: “ya no se trata de una estructura que encuadra dominios isomorfos, sino de un acontecimiento que atraviesa dominios irreductibles” (Deleuze, 1977, pp. 81-82); ii) ataca al psicoanálisis y señala diferencias entre el análisis freudiano y el estructural (la significancia remplazó la interpretación, el significante remplazó el significado, las funciones estructurales remplazaron las imágenes de los progenitores), no obstante lo cual sostiene que en la práctica no ve grandes cambios (Ibíd., pp. 99-100, 106); iii) distingue un plano de trascendencia que es estructural y genético en tanto concierne a la vez el desarrollo de las formas y la formación de los sujetos, y un plano de consistencia donde no hay formas sino relaciones cinemáticas entre elementos no formados, así como tampoco sujetos sino individuaciones dinámicas sin sujeto (Ibíd., p. 112). 57
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el esquema arborescente es estructural en la medida que es un sistema de puntos y de posiciones que cuadriculan todo lo posible, mientras que las líneas del rizoma no se reducen a los puntos y se escapan a la configuración estructural (Deleuze, 1977, pp. 33-34);58 en suma, la “línea” rizomática se opone al “punto” arborescente-estructuralista: “Véase el estructuralismo: un sistema de puntos y de posiciones que, en lugar de proceder por crecimientos y estallidos, actúa por grandes cortes llamados significantes, y que obstruye las líneas de fuga en lugar de continuarlas, de trazarlas, de prolongarlas en el campo social” (Ibíd., p. 48).59 Al respecto, es interesante observar que la importancia de la noción de línea no se limita a su oposición al punto, sino que ella es empleada por nuestro autor como una auténtica categoría filosófica. En efecto, Deleuze explica, adelantando tesis de Mil mesetas,60 que tanto los individuos como los grupos estamos compuestos de líneas. Distingue tres tipos de líneas enmarañadas, inmanentes unas a las otras: la línea de segmentariedad dura que nos corta en todos los sentidos (familia-profesión, trabajo-vacaciones); la línea molecular, flexible, de pequeñas modificaciones y devenires; la línea de fuga, simple, abstracta, de celeridad. Aquello que Deleuze denomina de diversas maneras (esquizo-análisis, micro-política, pragmática, diagramatismo, rizomática, cartografía) tiene como objeto el estudio de estas líneas en los grupos y en los individuos (Ibíd., pp. 151-153). En segundo lugar, cabe detenerse en el par constituido por los conceptos de “agenciamiento” y de “estructura”. La primera diferencia que marca Deleuze reside entre las condiciones de homogeneidad a las que están ligadas las estructuras y la heterogeneidad de los agenciamientos. El rasgo característico de estos últimos es precisamente hacer funcionar juntos elementos no homogéneos; su unidad consiste en el co-funcionamiento, también denominado “simpatía” o “simbiosis”. Un agenciamiento es una multiplicidad de términos heterogéneos que establece relaciones de diferente naturaleza; al igual que en Kafka, Deleuze distingue en cada agenciamiento dos caras: por un lado, todo agenciamiento es agenciamiento “maquínico de efectuación” (estados de cosas, estados de cuerpos: los Dicha parte del texto corresponde exclusivamente a Parnet, no obstante lo cual el punto en cuestión es, desde el punto de vista conceptual, legítimamente atribuible a Deleuze. 59 Zourabichvili (2003, pp. 45, 89) subraya que el agenciamiento y la línea se oponen al sistema de puntos y de posiciones del punto estructuralista. 60 Véanse especialmente las mesetas octava “¿Qué ha pasado aquí?” y novena “Micropolítica y segmentariedad”; también la “Conclusión” en Deleuze (1980, p. 631 y ss). 58
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cuerpos se penetran, se mezclan, se transmiten afectos); por otro lado, es agenciamiento “colectivo de enunciación” (enunciados, regímenes de signos). Asimismo, el agenciamiento rechaza las invariantes estructurales y remite a la noción de máquina –ya vista en El Anti-Edipo–, que es primera con relación a las estructuras que atraviesa (Ibíd., pp. 65, 84, 116, 127). Por último, en lo que hace a la lingüística y los regímenes de signos en general, la orientación pragmática adquiere cada vez más fuerza.61 Ello implica redefinir la semiología como un estudio de los regímenes de signos, sus diferencias y transformaciones. Para Deleuze, los signos no revelan una primacía de la significancia o del significante, más bien el significante remite a un régimen particular de signos.62 La concepción pragmática esbozada por nuestro autor se define por cuatro principios que serán desplegados en el capítulo cuarto de Mil mesetas: 1) lo esencial es la pragmática en tanto micro-política del lenguaje; 2) no hay universales ni invariantes de la lengua; 3) no hay una máquina abstracta interior a la lengua sino máquinas abstractas que proporcionan a una lengua un agenciamiento colectivo de enunciación –en lugar de un sujeto de enunciación– y un agenciamiento maquínico de deseo –en lugar de un significante–; 4) en la lengua hay varias lenguas; una lengua está siempre atravesada por líneas de fuga (Ibíd., pp. 138-9). Esta orientación, lo veremos a continuación, será consumada en Mil mesetas.
Cabe mencionar una crítica de orden político al estructuralismo en la medida que se lo liga a los aparatos de poder, en particular en el caso de la lingüística saussuriana. En efecto, Deleuze explica que existen “nuevos aparatos de poder en el pensamiento” que cumplen un “rol represor”, pues constituyen una imagen del pensamiento ajustada al Estado y a las significaciones dominantes, que margina el pensamiento sin imagen, el nomadismo, la máquina de guerra, las lenguas menores. Marx, Freud y Saussure son catalogados como un curioso represor de tres cabezas, una lengua mayor dominante que llama a interpretar, transformar, enunciar: “inclusive el marcador sintáctico de Chomsky es en primer lugar un marcador de poder” (Ibíd., p. 21). 62 Los regímenes de signos remiten a dos sistemas de coordenadas: o bien los agenciamientos son replegados sobre una componente principal como organización de poder, con un orden establecido y significaciones dominantes (por ejemplo, la significación despótica, el sujeto de enunciación pasional), o bien son atrapados en el movimiento que conjuga cada vez más lejos sus líneas de fuga. En otras palabras, la máquina abstracta de la lengua puede sobrecodificar todo el agenciamiento con un significante o con un sujeto (máquina sobrecodificadora), o bien descubrir bajo cada agenciamiento la punta que deshace la organización principal y hacer que el agenciamiento pase a formar parte de otro (Ibíd., pp. 140-141). 61
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Mil Mesetas Mil mesetas, suerte de ‘suma teórica’ de Deleuze y Guattari, deja atrás cualquier referencia positiva hacia el estructuralismo, excepto por remisiones ocasionales a Dumézil (Deleuze, 1980, pp. 434, 528). En su conjunto, es un texto guiado por la búsqueda de conceptos alternativos al estructuralismo: como afirma Mengue, esta obra quiere ser un nuevo ‘Organon’, que sería a la posmodernidad lo que fue el de Aristóteles al pensamiento representativo: de allí que proponga una nueva epistemología adaptada al estado de los saberes contemporáneos, así como una teoría de la Historia y de la Naturaleza. En este sentido, Mil mesetas quiere revolucionar la lógica o la metodología de las ciencias humanas mediante una teoría de la expresión diferente al organon precedente, que fue justamente el estructuralismo (Mengue, 1994, p. 197 y ss). Si éste, no obstante la diversidad de sus formas, mantenía una referencia privilegiada con la lingüística saussuriana, Mil mesetas concluye el movimiento ya iniciado en El Anti-Edipo y radicalizado en Kafka y en Diálogos: destronar el significante de su posición hegemónica, denunciar su “arcaico despotismo”. Como hemos hecho al tratar los diferentes textos, es conveniente precisar las oposiciones conceptuales; al respecto, hemos aislado tres contrapuntos. El primero involucra el “rizoma” y el “árbol”; el segundo se da entre el “devenir-animal” y la “analogía”; el tercero y más importante concierne la teoría del lenguaje que Deleuze denomina “Pragmática” –también Rizomática, Esquizoanálisis, Estratoanálisis, Micropolítica– en reemplazo de la lingüística estructural (Deleuze, 1980, p. 33). En primer lugar, la figura del rizoma –que hemos visto emerger en Kafka y reaparecer en Diálogos–, mienta un proceso inmanente, que se opone al árbol en tanto modelo trascendente; el estructuralismo queda del lado de éste último, en razón de su ya aludida subordinación de la línea al punto. Como ya se adelantó en Diálogos, el rizoma está hecho de líneas de diverso tipo (segmentariedad, fuga, desterritorialización), mientras que el árbol es un sistema de relaciones entre puntos y posiciones (Ibíd., pp. 31-32). No obstante, cabe precisar que el rizoma y el árbol no se oponen como si fueran dos modelos en pugna, pues el rizoma es más bien el proceso que socava cualquier modelo. Por otra parte, la estructura y el rizoma se diferencian en cuanto la primera es jerárquica, vertical, binaria, segmentaria, mientras que el rizoma es un proceso de multiplicidades heterogéneas, horizontales, moleculares, planas –es decir: inmanentes, sin ninguna dimensión suplementaria o trascendente (Ibíd., p. 631). 123
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Con respecto al segundo eje de oposiciones planteadas, es necesario detenerse en el concepto de devenir pues se dirige tanto contra el reparto binario de los elementos en el espacio de una estructura, como contra la idea de “analogía” en la historia natural. Con relación al primer punto, el marco general está dado por el problema fundamental que atañe a la teoría de las multiplicidades, a saber: los dualismos del lenguaje. Deleuze explica que no podemos esquivar el lenguaje, pues él es primero, de modo que no es posible acusarlo de deformar una realidad precedente. Para salir de los dualismos, es necesario deshacerlos desde adentro, ‘hacerlos devenir’, esto es: introducir los elementos de los sistemas binarios en una continuidad de variación, trazar con dicha variación una línea que pase entre los términos dicotomizados –homogéneos y opuestos de a dos, según el principio de toda estructura– y los arrastre en el devenir que engendra por sí misma (Mengue, 1994, pp. 209-210). En suma, la idea de devenir se dirige contra el estructuralismo en la medida que propone deshacer desde dentro la organización binaria propia de las estructuras. Desde otra perspectiva, la noción de devenir involucra la posibilidad de pensar ‘zonas de pasaje’, de “indiferencia” o de “indistinción” entre el hombre y el animal irreductibles a una correspondencia de relaciones entre términos de una estructura, esto es: a un vínculo analógico. Deleuze explica que la historia natural concibe las relaciones entre animales de dos maneras posibles: en términos de “serie” y en términos de “estructura”. Según el esquema serial, “a” se parece a “b”, “b” se parece a “c”, etc. y todos los términos se vinculan por su parte con un término único eminente, como razón de la serie. Ahora bien, Deleuze hace notar que esta operación constituye aquello que desde el Medioevo se conoce como “analogía de proporción”.63 Por otro lado, según la estructura, decimos que “a” es a “b” lo que “c” es a “d”; cada relación realiza la perfección considerada –así, las branquias son a la respiración en el agua lo que los pulmones son a la respiración en el aire. Se trata, en este caso, de una clásica “analogía de proporcionalidad”, que consiste en una igualdad de relaciones (2/4 es análogo a 3/6). El estructuralismo ha intentado superar las semejanzas externas propias de las series, hacia las homologías internas de las estructuras, tal como se ve en el análisis del tomemismo de Lévi-Strauss. Deleuze explica que con el advenimiento del análisis estructural Para una exposición sintética de las teorías medievales de la analogía, véase Ashworth (2004). 63
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“el entendimiento simbólico reemplaza la analogía de proporción por una analogía de proporcionalidad; la seriación de semejanzas, por una estructuración de diferencias; la identificación de términos, por una igualdad de relaciones; las metamorfosis de la imaginación, por las metáforas en el concepto; la gran continuidad naturaleza-cultura, por una falla profunda que distribuye correspondencias sin semejanzas entre ellas; la imitación de un modelo original, por una mimesis ella misma primera y sin modelo. Nunca un hombre pudo decir: ‘Yo soy un toro, un lobo...’, sino que pudo decir: yo soy a la mujer lo que el toro es a una vaca, yo soy a otro hombre lo que el lobo es al cordero. El estructuralismo es una gran revolución, el mundo entero deviene más razonable” (Deleuze, 1980, pp. 289-290)
Pese a estos desplazamientos, Deleuze afirma que el estructuralismo no ha podido pensar o dar cuenta de los “devenires animales” que atraviesan y arrastran al hombre: más bien los niega o desvaloriza su existencia, ve en ellos “fenómenos de degradación”. Los bloques de devenir no pueden ser explicados por el estructuralismo porque éste los asimila a una correspondencia de relaciones, que es una tentativa siempre posible, pero que empobrece el fenómeno considerado. Dicho de otro modo, para nuestro autor el proceso de conexión que tiene lugar entre el hombre y el animal es más que un conjunto de vínculos analógicos, es otra cosa que una comparación de relaciones.64 Ahora bien, la tesis de Deleuze es que “nosotros no hemos salido de este problema”, es decir, seguimos pensando en términos de analogía y, por consiguiente, seguimos teniendo una visión “teológica” de los animales, de su evolución y de sus relaciones con el hombre. Sea la analogía de proporción, sea la de proporcionalidad, tanto el psicoanálisis como el estructuralismo permanecen presos de errores mayores, “peores que en la Edad Media” (Deleuze, 2003, p. 80 y ss).
Si bien desbordaría lo límites de este trabajo desarrollar el complejo concepto de “devenir” en Deleuze, es pertinente aclarar que la propuesta de nuestro autor no pasa por ‘volverse’ un animal, esto es: transformarse en un animal como si fuese el punto de llegada, un objeto con el cual identificarse, una meta por alcanzar. Por el contrario, el devenir es “puro devenir”, es decir: sólo se produce a sí mismo, no tiene un sujeto distinto de sí mismo. El devenir se califica como devenir-animal aun sin tener un término que sería el animal que se deviene; esto no le quita ‘realidad’ al vínculo, no lo relega al plano de lo imaginario o de lo simbólico (Deleuze, 1980, pp. 290-292). 64
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Con respecto al tercer contrapunto delimitado, Mil Mesetas desarrolla una serie de críticas a la lingüística de cuño estructural y propone como alternativa una perspectiva pragmática. Si bien la cuarta meseta, “Postulados de la lingüística”, contiene los núcleos fundamentales de la cuestión, el enfoque pragmático anima la totalidad del texto. En términos generales, la objeción fundamental a las diferentes versiones de la lingüística (Saussure y Chomsky son los blancos principales, aunque no los únicos) consiste en que se sitúan únicamente en el cuadro de un cierto régimen de signos –el sistema del significante–, dejando a un lado los restantes regímenes, así como otras concepciones del lenguaje. En una palabra, desconocen el principio del pluralismo y la diferencia. No pretendemos en este trabajo exponer exhaustivamente las tesis correspondientes, sino más bien focalizar los puntos de divergencia.65 En primer lugar, en lugar de abocarse a una teoría pura del lenguaje, Deleuze estudia los diferentes regímenes de signos. Su objeto de crítica es la “pretensión imperialista” del lenguaje –esto es: su supuesta independencia y superioridad a partir de su ‘capacidad’ para representar el resto de los estratos–, que a su vez descansa en el imperialismo propio del significante, es decir: en su función sobrecodificadora. En la quinta meseta, “Sobre algunos regímenes de signos”, se desglosan diferentes formas de organización y de funcionamiento de los signos (semiótica pre-significante, significante, post-significante, entre otras), que resultan irreductibles a las categorías saussurianas y chomskianas. El estudio de las múltiples formas de expresión desborda el marco de la lingüística y se orienta hacia una pragmática que no es ya un mero complemento de una lógica, una sintaxis o una semántica, sino por el contrario “el elemento de base del cual todos los otros dependen” (Deleuze, 1980, p. 184). El proyecto de una semiología general o trans-semiótica se revela como una ilusión: sólo hay semióticas diversas, regímenes de signos que recusan los intentos –desde la lógica de Russell hasta la gramática de Chomsky–, de elaborar un método de trascendentalización del lenguaje, de dotarlo de universales. Por el contrario, el lenguaje remite a los regímenes de signos, éstos por su parte refieren a máquinas abstractas que ponen en relación el contenido y la expresión, así como a agenciamientos que desbordan toda semiología, toda lingüística y toda lógica.
Para una reseña de las tesis esenciales de la teoría de la expresión, véase Mengue (1994, pp. 201-209). 65
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En virtud de lo expuesto, es posible comprender que la idea misma del lenguaje como “estructura” se ve objetada: debemos renunciar a la existencia de invariantes estructurales o universales, en beneficio de una heterogeneidad fundamental de la lengua. Esta tesis constituye la médula del tercer postulado que Deleuze adjudica a la lingüística y que se encarga de rechazar –“Habría constantes o universales de la lengua, que permitirían definirla como un sistema homogéneo”. Nuestro autor entiende que la lingüística se apoya necesariamente en la existencia de “invariantes estructurales” (constantes fonológicas, sintácticas, semánticas; universales del lenguaje; relaciones binarias entre constantes; competencia; homogeneidad; sincronía), sin las cuales ella no podría reclamar el estatuto de cientificidad. La tesis de Deleuze, apoyándose en Labov contra Chomsky, es que todo sistema está en “variación” y, antes que definirse por sus constantes y su homogeneidad, lo hace por una variabilidad, una línea de “variación continua” que atraviesa la lengua y la trabaja desde dentro. 66 Las constantes o invariantes cumplen la función de ser centros organizadores de formas distintas que conforman sistemas centrados, codificados, lineales, de tipo arborescente (Ibíd., p. 120). Por el contrario, el funcionamiento rizomático de la lengua muestra una multiplicidad fundamental
Deleuze rechaza la idea de que la lengua sea abordable científicamente sólo homogeneizada o estandarizada; por el contrario, sostiene, siguiendo a Labov, que lo sistemático es la variación: hay una “variación continua” inherente, intrínseca o inmanente que trabaja la lengua desde dentro. Hay un pluralismo irreductible de la lengua, una heterogeneidad que los lingüistas reducen al hecho, mientras que para nuestro autor existe de derecho: “No hay lengua en sí, ni universalidad de la lengua, sino un concurso de dialectos, de argots, lenguas especiales. No existe un locutor-auditor ideal, así como tampoco una comunidad lingüística homogénea. La lengua es (…) una realidad esencialmente heterogénea” (Deleuze, 1980, p. 14). La idea de “variación continua” consiste en una “modificación gradual de frecuencia, por coexistencia y continuidad de usos diferentes”. El ejemplo que ilustra este fenómeno consiste en que, en una misma jornada, un individuo pasa sucesivamente de una lengua a la otra: le habla “como un padre” a su hijo, luego lo hace en tanto jefe, se dirige a su amada en un registro pueril, se sumerge en un discurso onírico al dormitar, vuelve a la lengua profesional cuando lo llama un cliente. Una objeción posible sería concebir dichas transformaciones como meras variaciones extrínsecas que no afectan la identidad o la mismidad de la lengua en cuestión. Pero la respuesta de nuestro autor es que, en ese caso, se estaría prejuzgando lo que está en cuestión porque se parte de la identidad como el elemento esencial, definitorio de la lengua, cuando, en verdad i) no es la misma fonología, ni la misma semántica, ni la sintaxis y, más fundamental aún, ii) Deleuze defiende la idea de que la lengua no se define por sus invariantes sino por la “línea de variación continua” que la atraviesa. El punto de vista es el de una “pragmática” inmanente a la lengua (Ibíd, p. 119). 66
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(“la lengua es una realidad esencialmente heterogénea”), una suerte de “cromatismo generalizado” que pone en variación continua elementos cualesquiera. Además, la pragmática deleuziana se define como “una política de la lengua” (Ibíd., p. 105). Hay al respecto una dimensión relativa al poder en los análisis de Mil mesetas, ya presente en Kafka y en Diálogos, que no puede descuidarse. En efecto, tal como se afirma en las primeras páginas de “Rizoma”, “no hay lengua madre sino toma de poder por una lengua dominante en una multiplicidad política” (Ibíd., p. 14). Más aún, el primer postulado de la cuarta meseta está dedicado a mostrar que el lenguaje no se define por ser informativo o comunicativo, sino por su función esencial de trasmitir “consignas” (mot d´ordre); en otras palabras, el lenguaje está hecho para “obedecer y hacer obedecer”. Asimismo, la “gramaticalidad” es un marcador de poder antes de ser un marcador sintáctico: “formar frases gramaticalmente correctas es, para el individuo normal, la condición previa de toda sumisión a las leyes sociales” (Ibíd., p. 127). En este sentido, el cuarto postulado de la lingüística (“No se podría estudiar científicamente la lengua sino bajo las condiciones de una lengua mayor o estándar”) es el que ataca más directamente el modelo estructuralista, pues sostiene que el paradigma mediante el cual la lengua deviene el objeto de estudio científico es el mismo que “el modelo político por el cual la lengua es por su cuenta homogeneizada, centralizada, estandarizada, lengua de poder, mayor o dominante”. La idea es que la unidad de la lengua es política, resultado de una lengua dominante, esto es: de determinada correlación de fuerzas en el campo social. Todo sistema homogéneo es trabajado desde dentro por una variación inmanente, continua y regulada; ello no significa que haya dos tipos de lengua, sino dos tratamientos posibles de una misma lengua: un uso “mayor”, que extrae constantes de las variables, y un uso “menor”, que pone la lengua en variación continua.67 En suma, Deleuze acusa al enfoque estructuralista sobre el lenguaje de responder al mismo paradigma que el modelo político que genera una “lengua de poder” (dominante, centralizada, homogénea) o de uso mayoritario.
El par conceptual mayor/menor atraviesa todo el texto deleuziano: no se trata de una oposición cuantitativa sino de una diferencia de naturaleza. La mayoría implica una constante como metro-patrón (mètre-étalon) con relación al cual se evalúa (por ejemplo, Hombre – blanco – macho – adulto – habitante de la ciudad – que habla una lengua estándar – europeo – heterosexual). En este sentido, la mayoría supone un estado de poder y de dominación (Ibíd., pp. 133-134). 67
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A esta razón de orden político cabe agregar una motivación ética. Deleuze explica que los tres grandes “estratos” que maniatan al hombre son el organismo, la significancia y la subjetivación; desde el punto de vista del segundo, la consigna es: “serás significante y significado, intérprete e interpretado, sino serás un desviado”. Ser significante y significado implica para nuestro autor un estado de sujeción, un sometimiento a los estratos que organizan nuestra realidad dominante. Frente a ello, Deleuze reivindica lo a-significante: el principio de “ruptura asignificante” característico del rizoma se dirige precisamente contra los cortes demasiado significantes que separan una estructura (Cf. Ibíd., p. 16). Además, nuestro autor propone como tarea ética la “des-estratificación”, esto es: un cuidadoso trabajo sobre sí mismo68 tendiente a liberarse de la triple imposición que nos fuerza a tener un organismo o un cuerpo disciplinado, a ser sujetos y a significar siempre algo mediante nuestras acciones y discursos. Por otra parte, es importante en el marco de nuestra indagación observar que, en lugar de otorgar primacía al significante, Deleuze se concentra en la articulación entre la “expresión” y el “contenido” como unidades de análisis más fundamentales. El marco general está dado por las críticas al estructuralismo en la medida que es esencialmente ‘panlingüista’. Brevemente, el problema son las ya mentadas pretensiones imperialistas del lenguaje, que quieren volverlo el intérprete del resto de los sistemas, de manera tal que todo tipo de expresión o de semiótica remitiría a la semiología lingüística. El lenguaje, como vimos en El Anti-Edipo, es esencialmente sobrecodificador: traduce todos los flujos, partículas, códigos y territorialidades de los otros estratos; se asume como traductor o intérprete universal. En su operación característica de sobrecodificación, el lenguaje se postula como unidad trascendente, suplementaria a la dimensión del sistema considerado (Ibíd., p. 15). En este sentido, el imperialismo del significante sobre el lenguaje mismo implica que todo régimen de signos sería de tipo significante, cuando en verdad éste no es sino un régimen de signos entre otros. Ambas pre La des-estratificación tiene por regla de oro la prudencia como “arte”, “prudencia práctica experimental” (Deleuze, 1980, p. 198 y ss; 2003, p. 162). El proyecto deleuziano apunta a liberarse de las ataduras con prudencia, pues lo peor no es estar estratificado (tener un organismo, ser significante/significado, ser sujeto), sino precipitar los estratos en un desfondamiento suicida, transformar la línea de fuga en línea de abolición y muerte, desencadenar una catástrofe en lugar de trazar un plano que dé consistencia a nuestras acciones, pensamientos y sensaciones (Deleuze, 1980, pp. 167 y ss, 197 y ss). 68
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tensiones están ligadas: la primacía del significante sobre el lenguaje asegura mejor la primacía del lenguaje sobre todos los estratos. Para Deleuze, el significante es de un “increíble despotismo” porque, sea como fuere que se postule la relación significado-significante (arbitraria, necesaria, correspondiente, etc.), el significado no existe fuera de su relación con el significante, y el significado último de un término es la existencia misma del significante extrapolado más allá del signo (Ibíd., pp. 146-147). En rechazo a este planteo, Deleuze explica que el contenido y la expresión son relativos y están siempre en presuposición recíproca; nuevamente, Hjelmslev es la referencia privilegiada, pues fue “el único lingüista que rompió verdaderamente con el significado y el significante”. El contenido (lo que se hace) y la expresión (lo que se dice) son realmente distintos y están siempre articulados; no hay entre ellos correspondencia, ni relación causa-efecto, ni vínculo significado-significante, sino presuposición recíproca e isomorfía (Ibíd., p. 628-629). En un agenciamiento, la expresión deviene un sistema semiótico, un régimen de signos, mientras que el contenido deviene un sistema pragmático de acciones y pasiones (doble articulación cara-mano, gesto-palabra);69 las expresiones o los enunciados expresan “transformaciones incorporales” (acontecimientos) que se atribuyen a los cuerpos o contenidos. Deleuze explica que el modelo implícito del dominio del significante es el de “la palabra y la cosa”: se extrae el significante de la palabra, y de la cosa se extrae el significado conforme a la palabra, por lo tanto sometido al significante. Nos vemos instalados así en una esfera interior, homogénea al lenguaje (Ibíd., pp. 86-87). Frente a tal esquema, nuestro autor esgrime, recurriendo a Foucault, el ejemplo de la prisión: se trata de un “forma de contenido” en relación con otras (escuela, hospital, fábrica). La forma-prisión no remite a la palabra ‘prisión’, sino a otros conceptos y términos como “delincuencia o delincuente” que
En el contexto de los análisis sobre los estratos en la tercera meseta, Deleuze explica que la organización “contenido tecnológico - expresión simbólica” o semiótica distingue: por un lado, desde el punto de vista del contenido, la “mano-herramienta” que remite más profundamente a una máquina social técnica y a sus formaciones de potencia; por otro lado, la expresión caracteriza la “cara-lenguaje” y remite más profundamente a una máquina colectiva semiótica y a regímenes de signos. La referencia al respecto es LeroiGourhan, quien liga los contenidos a la pareja mano-herramienta y las expresiones a la pareja cara- lenguaje; de un lado, la mano como forma general de contenido se prolonga en las herramientas que son en sí mismas formas de actividad; del otro, el lenguaje aparece como la nueva forma de expresión (Ibíd., pp. 79-82). 69
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expresan una nueva manera de clasificar, enunciar y aún cometer actos criminales. ‘Delincuencia’ es la forma de expresión en presuposición recíproca con la forma de contenido ‘prisión’; pero no se trata bajo ningún punto de vista de un significante, aun jurídico, del cual la prisión sería el significado. La forma de expresión no se reduce a las palabras, sino que remite a un conjunto de enunciados en el campo social –esto es: un régimen de signos. De igual modo, las formas de contenido no se reducen simplemente a cosas, sino que se refieren a un estado de cosas complejo (arquitectura, programa de vida, etc.). Se trata de dos multiplicidades que se entrecruzan, “multiplicidades discursivas de expresión” y “multiplicidades no discursivas de contenido”, de modo tal que “jamás hay que confrontar las palabras y las cosas que se suponen correspondientes, ni los significantes y los significados que se suponen conformes, sino formalizaciones distintas, en estado de equilibrio inestable o de presuposición recíproca” (Ibíd., p. 87). En síntesis, Deleuze aborda el lenguaje a partir de la distinción entre la expresión y el contenido en reemplazo del esquema significante-significado y su modelo subyacente basado en la determinación de palabras y de cosas. La expresión no es reductible al significante, así como el contenido no es reductible al significado de un significante. La expresión y el contenido no mantienen una relación entre dos términos exteriores e independientes (estados de cosas de un lado, signos-expresión, del otro) que estarían en conformidad (semejanza o correspondencia), sino una relación tal que por más que uno se esfuerce en decir (expresar) lo que se hace (el contenido), lo que se hace no coincide jamás con lo que se dice (Ibíd., pp. 59, 87). De allí que sea una pretensión vana aquella que quiere hacer del lenguaje el representante de todo lo existente, el intérprete privilegiado de lo real. Conclusiones Hemos visto que Deleuze dialoga con el estructuralismo ininterrumpidamente desde su libro sobre Masoch hasta Mil mesetas. Tras nuestra exposición, es posible comprender mejor las dos etapas a las cuales nos referimos en el inicio de este trabajo. En efecto, sosteníamos que en un primer momento el vínculo presenta un sesgo fuertemente positivo, caracterizado por un interés patente hacia el estructuralismo; al respecto, resulta esencial el artículo “¿En qué se reconoce...?”, escrito con el objetivo de contribuir a la difusión del movimiento, pues atestigua la 131
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importancia que Deleuze le concedía en 1967, año posterior al apogeo estructuralista (Dosse, 1992, p. 7 y ss). Hemos señalado la apropiación por parte de nuestro autor de ciertos conceptos acuñados o popularizados por autores estructuralistas (‘estructura’, ‘serie’, ‘casilla vacía’), así como la convergencia con algunas líneas del movimiento (nuevo teatro no representativo, sentido como efecto de superficie, organización multi-serial) y una valoración positiva de sus efectos en el campo filosófico (renovación del pensamiento y desplazamiento de las fronteras, recusación de la teología y del humanismo, rechazo al ámbito de la representación). En esta etapa del derrotero filosófico deleuziano, le hemos otorgado un lugar relevante al artículo “¿En qué se reconoce el estructuralismo?” porque no se trata de un mero texto de divulgación sobre el movimiento estructural, sino que presenta numerosos elementos que Deleuze hace suyos en obras mayores como Diferencia y repetición y Lógica del sentido –e.g. comparten el mismo concepto de estructura, la concepción del sentido y del sinsentido, la noción de singularidad y de lo diferencial, la casilla vacía, las paradojas de Lacan y de Lévi-Strauss, entre otros. En consecuencia, este artículo debe ser considerado un laboratorio conceptual del cual se vale Deleuze en dichos textos, imprimiéndoles así un semblante claramente estructuralista. La segunda etapa, por el contrario, presenta un aspecto indudablemente negativo: es crítica respecto de numerosas tesis y conceptos del estructuralismo (objeciones de índole teórica, ética y política); toma distancia de autores y de nociones a las que previamente se había acercado (en especial de Lacan, pero también de Althusser y Lévi-Strauss); esboza enfoques alternativos y construye nuevos conceptos en reemplazo de aquellos de cuño estructuralista (pragmática de la lengua vs. lingüística, esquizoanálisis vs. psicoanálisis, máquina y agenciamiento vs. estructura, entre otros). Al respecto, hemos destacado la importancia de El Anti-Edipo por su condición de texto-bisagra o punto de inflexión: los comentarios elogiosos hacia el estructuralismo dejan lugar a impugnaciones en tres frentes distintos (psicoanálisis, antropología, lingüística) que se prolongan hasta Mil Mesetas. El texto sobre Kafka y los Diálogos pueden ser tomados como de transición, a la luz del gran aporte provisto por Mil Mesetas, no obstante lo cual cabe destacar que en ellos surgen los conceptos de rizoma y agenciamiento, así como la idea de una pragmática de los signos. François Dosse (2007, p. 268) sostiene que ya antes de 1969 Deleuze y Guattari eran críticos del estructuralismo. Desde nuestra perspectiva, esto es válido en el caso de Guattari, que en “Máquina y Estructura” 132
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(Guattari, 1969) se distancia de la concepción estructural del inconsciente, pero no lo es en el caso de Deleuze, porque aun si existen algunos señalamientos críticos en Diferencia y repetición (objeciones a la reducción de las diferencias a las oposiciones por parte de la lingüística saussuriana) y en Lógica del sentido (crítica al panlingüismo), el tono predominante es positivo. Así como Deleuze declara que fue Guattari quien lo sacó del psicoanálisis, es posible afirmar lo propio respecto de su vínculo con el estructuralismo: a partir del El Anti-Edipo, el alejamiento es cada vez más marcado, hasta alcanzar la construcción de un paradigma alternativo en Mil mesetas. Por lo tanto, la obra de Deleuze en co-autoría con Guattari (a excepción de ¿Qué es la filosofía?, ya sin ningún lazo con el estructuralismo) debe comprenderse como un enfoque a la vez crítico y alternativo al estructuralismo, que resulta un referente ineludible a la hora de dar cuenta del recorrido filosófico de nuestro autor.
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“Cette histoire du structuralisme est difficile à démeler, mais il serait fort intéressant d’y arriver. Laissons pour l’instant de côté toute une série d’exaspérations polémiques avec tout ce qu’elles peuvent comporter de théâtral et parfois même de grotesque dans leurs formulations” (Foucault, 1980, p. 61)
Michel Foucault es el único que sonríe. Está hablando, haciendo un leve gesto con su mano, mientras Jacques Lacan y Roland Barthes parecen escuchar con atención; el primero observa de reojo, con expresión seria, cruzado de brazos; aquel fija su mirada en el orador, al tiempo que, relajado, hace descansar el peso de su torso en su manos, apoyadas sobre el piso detrás de su espalda. No sabemos si Claude Lévi-Strauss atiende a la conversación; se lo ve muy concentrado leyendo –casi con los ojos cerrados y un gesto que denota tranquilidad– una de sus fichas. Foucault habla rápido. Va de prisa, parece tan entusiasmado al saber que participa de esta aventura que es fácil adivinar que pronto caerá en la decepción. Por eso le es necesario adivinar en cada pausa la posibilidad de torcer el rumbo, de cambiar de dirección. Sabe que la pasión que invierte en preocuparse por este asunto, el esfuerzo que ha puesto en familiarizarse con él, son efímeros; ya prepara, en silencio y sin avisar a nadie, una nueva empresa, ya atisba a escondidas en qué trabajará durante sus próximos años. Por esa razón Lacan lo mira con recelo; el psicoanalista está decidido a permanecer allí, se ha prometido no abandonar la ronda, se ha empecinado en creer que hay allí un secreto que vale la pena –está
Docente e Investigador de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Becario del CONICET, con sede en el Instituto de Investigaciones de esa Facultad. Miembro del Proyecto UBACyT (2008-2010) “El dispositivo “psi” en la Argentina (1942- 1976): estudios de campo y estudios de recepción” (P004). *
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tan rígido, tan quieto, tan ensimismado que, de sobrevenir un accidente, él sería el último en ponerse de pie y huir. En cambio Barthes dirige a Foucault una mirada cómplice, aunque algo seria, como si envidiara la soltura con que su amigo salta de un autor a otro –percibiendo entre sus obras parecidos insospechados–, pero como si rumiase en silencio objeciones que no dice, para no entorpecer el andar risueño de su amigo. Por su parte, Lévi-Strauss siente placer al escuchar esa conversación de fondo, quizá porque le divierte oír esa plática que no logra interrumpir su trabajo. El famoso dibujo de Maurice Henry lleva por nombre “Le déjeuner sur l’herbe structuraliste”, y apareció el 1 de Julio de 1967 en La Quinzaine littéraire. Se trata de una clara alusión al controvertido cuadro de Édouard Manet, expuesto en 1863 en el Salon des Refusés. El título de la obra de Henry suele ser traducido como El almuerzo estructuralista, y constituye quizá el resto iconográfico más recordado de eso que en unos instantes describiremos como el movimiento estructuralista de la década de 1960. El hecho de que Michel Foucault sea uno de los cuatro participantes de esa extraña ceremonia ampara a su modo la validez del interrogante que habremos de desglosar a lo largo de estas páginas, pasible de ser enunciado de diversos modos: ¿por qué se ha ligado tantas veces el nombre del filósofo a esa corriente de pensamiento?; ¿fue Foucault alguna vez estructuralista? Seamos más precisos: ¿es acaso la pregunta acerca de la pertenencia o la afiliación la más atinada o la más efectiva? Sin desmerecer el rédito que pueda suponer –para la historia de las ideas o para una mejor comprensión de las obras del autor nacido en Poitiers– el despejar claramente el enigma de un presunto acercamiento de Foucault a las filas del estructuralismo, el designio de este capítulo es demostrar que tratándose de su obra es menester poner en funcionamiento una serie de interrogantes más estrictos. Así, las tres secciones en que se divide este trabajo son comandadas por preguntas disímiles, cada una de las cuales intenta hacer justicia a la complejidad del fenómeno sometido a indagación. En primera instancia, y teniendo como telón de fondo una momentánea aceptación de las voces que con precipitación dieron a Foucault el mote de estructuralista, nos proponemos indicar qué ribetes tuvo la estratégica proximidad que el filósofo ensayó para con la corriente estructural. A partir de una lectura paciente de múltiples declaraciones en entrevistas y textos menores, será nuestra finalidad comprobar, primero, qué entendía Foucault por es138
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tructuralismo a comienzos de 1960, y segundo, cómo, en función de esa definición (que apuntaba más a las consecuencias doctrinales de ciertas obras y menos a un método científico), podía manifestar una y otra vez las resonancias que percibía entre su proyecto filosófico y aquella tendencia de las ciencias humanas. Quienes sientan premura por conocer los argumentos mediante los cuales se mostrará aquí porqué Foucault jamás fue estructuralista, podrán saltearse esa sección sin inconvenientes, ahorrándose de tal modo la lectura de numerosos fragmentos textuales extraídos de entrevistas y ensayos del filósofo. Empero, si hemos destinado una generosa extensión a ese primer apartado se debe a que valoramos sinceramente su resultado. Si bien los mejores teóricos del estructuralismo, como por ejemplo Jean-Claude Milner (2002, p. 11), pueden sin rodeos, y con absoluta sagacidad, excluir de cuajo a Foucault del paradigma estructural, es necesario interrogar por qué razones el propio filósofo se identificó en determinado momento con ese movimiento. En segunda instancia, resulta imprescindible localizar el emplazamiento exacto que le cabe a Las palabras y las cosas en toda discusión respecto de nuestro asunto. Sobre todo porque sirviéndonos de tal obra estaremos en condiciones de replantear los interrogantes que rigen nuestra lectura: ya no se trata de la posible comunidad entre ideas divergentes (referidas a la conciencia, la determinación o el humanismo), sino que está en juego el intento por parte de Foucault de reconstruir, historización mediante, el suelo epistémico de la empresa estructuralista. Lo desmedido de esa intención se saldará de algún modo con la equivocidad de las conclusiones y los vaivenes del recorrido efectuado. Ese análisis sirve de segura antesala a la tercera sección, en la cual afrontaremos el creciente distanciamiento desplegado por el filósofo respecto de la corriente estructural. Luego de la aparición de Las palabras y las cosas, y en simultáneo con la escritura de los textos metodológicos y recapituladores de fines de 1960, Foucault encara un enfático rechazo de todo lo que tuviera los visos de estructuralismo, llegando incluso a negar, no sin paradoja, haber alguna vez usado el término...
Nos referimos al pasaje de La arqueología del saber en el cual Foucault niega haber utilizado el término “estructura” en su obra Las palabras y las cosas –vale aclarar que había cometido el mismo lapsus en su conferencia acerca de la función autor (Foucault, 1969d, p. 816)-. Edgardo Castro nos recuerda que en realidad ese vocablo aparece 79 veces en el libro de 1966... (Castro, 2004, p. 121).
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Primer momento. El sacerdocio apócrifo La distinción entre un primer y un segundo momento resulta de un afán meramente expositivo. En esta primera etapa ubicaremos los textos que, escritos inmediatamente antes o después de Las palabras y las cosas, brindan una visión de conjunto de la posición tomada por Foucault en relación a la corriente estructural. La obra de 1966 merece un tratamiento especial dado que en ella se postula una tesis ciertamente original acerca de la emergencia y función del estructuralismo en el saber moderno. Así, la distinción aludida adquiere de a poco un asidero más firme, pues no sería excesivamente aventurado colegir que Michel Foucault construyó y manipuló dos definiciones muy distintas acerca del estructuralismo en el período que se extiende entre 1965 y 1969; una de esas definiciones será presentada a continuación, y cabe definirla como el arma con la que el filósofo se incluyó en debates intelectuales que le interesaban sobremanera. Podríamos asimismo caracterizarla trayendo a la palestra la distinción, forjada sagazmente por Milner, entre método estructural y doxa estructuralista. En efecto, lo que habremos de desgranar en los párrafos subsiguientes hace al modo en que Foucault se inmiscuyó decididamente en las discusiones de aquella doxa, es decir, en polémicas en las que el estructuralismo ya no servía para nominar un intento metodológico, sino sobre todo una corriente definida de modo poco sistemático, y cuyo retrato era buscado mayormente en las heridas que infringía a su declarado enemigo, el humanismo. La otra definición, desarrollada en Las palabras y las cosas, es a nuestro entender mucho más precisa, mucho más apropiada para retratar el método estructural, aunque no menos problemática. Las numerosas citas que compondrán las dos primeras secciones aportan evidencia suficiente para demostrar la irreductibilidad de sendas definiciones, para aprehender las marcadas disimilitudes existentes entre ambas visiones del estructuralismo. Se trató de dos apuestas disímiles, puestas en acto por Foucault casi en simultáneo, de cuya yuxtaposición nacerán muchos malentendidos. En términos estrictos, deberíamos quizá seguir un orden inverso, pues las primeras declaraciones acerca de la corriente estructural pertenecen en su mayoría al período posterior a la aparición del libro de 1966. De todas formas, nuestra elección se justifica por lo siguiente: a los fines de responder a nuestro primer interrogante (¿por qué razones se ha considerado a Foucault como estructuralista?) es menester atender a esa ristra de entrevistas y pequeños textos; en ellos es dable hallar, primero, qué 140
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definición construye Foucault acerca de ese método, y segundo, por qué razón puede emparejar su recorrido filosófico con aquel.Veremos que la reconstrucción del motivo por el cual muchos autores –incluido el propio Foucault– se atrevieron a definir su obra como estructuralista, no es ajena a la operatoria de dos equívocos: uno que resulta de una definición demasiado laxa del método estructural, y el segundo que responde a una homonimia mal revisada. De tal forma, esta primera sección se aproxima a tientas a una suerte de biografía intelectual, restringida a un capítulo muy breve del recorrido de Foucault. Respecto del segundo equívoco no diremos mucho, pues es muy sencilla la solución del falso enigma en que se ha perdido más de un lector. En efecto, la constante aparición del término estructura en obras como Historia de la locura en la época clásica despertó la falaz e irreflexiva pretensión de hacer de los libros de Foucault representantes del paradigma que nos ocupa. Por caso, alcanza con leer con los ojos abiertos el prefacio original de la tesis de 1961, en el cual aquel término prolifera, para comprender que expresiones como “las estructuras inmóviles de lo trágico” (Foucault, 1961b, p. 162) connotan algo muy distinto al referente del paradigma estructural. Didier Eribon, recuperando algunas declaraciones de Foucault que a renglón seguido citaremos, y haciendo un estudio comparativo un poco superficial, está en lo cierto al enunciar que el sentido del concepto de estructura utilizado allí por el autor de Vigilar y castigar resulta sobre todo del impacto que sobre él ejercieron los trabajos de Dumézil (Eribon, 1994). Si bien no respetaremos a todo momento un estricto orden cronológico, sí seguiremos con prolijidad la secuencia de enunciados que el filósofo fue construyendo acerca de la problemática de la estructura. Dado que nos interesan particularmente los fragmentos en que Foucault caracteriza al pensamiento estructuralista de modo tal que puede ver en él un reflejo nítido de su propio horizonte intelectual, no nos detendremos demasiado en las aisladas oportunidades en que el autor de Historia de la locura se refirió un poco tangencialmente a aquel método. Un ejemplo de esto último lo hallamos en la introducción a una obra de Ludwig Binswanger, publicada en 1954, cuando Foucault tenía apenas 28 años. Allí nuestro autor dirá que el análisis freudiano del sentido es siempre inexacto e insuficiente debido que ese método ha “descuidado esta estructura de len A tal respecto, vale agregar que de ningún modo se puede equiparar los trabajos de Dumézil con el paradigma estructural (veáse Milner, 2002).
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guaje en la que necesariamente la experiencia onírica, como todo hecho de expresión, está englobada...” (Foucault, 1954, p. 71). Durante la primera entrevista concedida luego de la aparición de su libro sobre la locura, hallamos unas sentencias que ya anuncian el contenido de las futuras declaraciones, pues Foucault, además de mencionar la influencia ejercida por Lacan, tiende un puente entre aquello que él efectuó respecto de la sinrazón y los análisis de Dumézil: “Al igual que Dumézil lo hizo con los mitos, yo intenté descubrir las formas estructuradas de la experiencia cuyo esquema pueda hallarse, con ciertas modificaciones, en distintos niveles” (Foucault, 1961a, p. 168). De todas maneras, este fragmento se corresponde sobre todo con lo que dijimos hace unos instantes, pues en diversos momentos de su obra el término estructura adquiere una significación que cabe distinguir netamente de la corriente de pensamiento que revisamos. Será en un diálogo con Raymond Bellour realizado inmediatamente después de la publicación de Las palabras y las cosas donde Michel Foucault establecerá por vez primera una equiparación entre su proceder y los análisis estructurales. Ante la pregunta por el sentido que cabe asignar al término arqueología, que figura en el subtítulo de la obra y que había aparecido ya en sus libros anteriores, el filósofo describe su método como homogéneo al estructuralismo: “Todas esas prácticas, entonces, esas instituciones, esas teorías, las tomo al nivel de las trazas, es decir casi siempre de las trazas verbales. El conjunto de esas trazas constituye una suerte de dominio considerado como homogéneo: no se hace a priori entre esas
Agreguemos que en ese texto temprano Foucault alude por vez primera a Lacan, dando cuenta de que ya conocía sus escritos –lo cual no sorprende demasiado, pues había asistido a algunas de las clases de su seminario de Saint-Anne en 1953–. Más aún, ya era conciente de que la renovación encarada por el psicoanalista francés se sustentaba en su uso del método estructural: “...Lacan, que busca en el lenguaje el elemento dialéctico donde se constituye el conjunto de las significaciones de la existencia...” (Foucault, 1954, p. 73). Empero, no hay que sobreestimar la función de innovación que Foucault asignaba en ese entonces al uso de las ideas de la lingüística en psicología o psicoanálisis. En esos años su interés se dirigía sobre todo al antropología existencial que hallaba en autores como Binswanger. Eso permite comprender porqué, en un escrito redactado en ese mismo período, pero aparecido recién en 1957, el autor no reconocía en el psicoanálisis –sobre el cual ese mismo texto se explayaba bastante–, menos aún en el de inspiración estructuralista, la posibilidad de que la psicología superara las contradicciones que la constituían (Foucault, 1957, pp. 135-137).
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trazas ninguna diferencia, y el problema es encontrar entre esas trazas de orden diferente suficientes rasgos comunes como para constituir lo que los lógicos llaman las clases, los especialistas en estética, las formas, las personas de las ciencias humanas, las estructuras, y que son la invariante común a un cierto número de esas trazas” (Foucault, 1966a, p. 499; la cursiva me pertenece).
Es decir que la pesquisa de elementos o funcionamientos constantes entre objetos de naturaleza diversa constituye para Foucault la acción que, siendo distintiva del método estructural de las ciencias humanas, conecta a éste con su propia investigación. En el caso de nuestro autor, ya fuere respecto de la locura o de la ciencia médica, sus textos pretenden demostrar la relación de interdependencia y mutua transformación existente entre prácticas institucionales, representaciones literarias, teorías científicas y normas disciplinares. En lo que concierne a la obra de 1966, Foucault localizaba la operatoria de similares modos de ordenar lo real en sectores aparentemente inconexos, aunque contemporáneos, del saber occidental. Tanto en un caso como en otro, su proyecto tenía que ver con la descripción de esas invariantes que estructuran la manera en que las cosas aparecen al pensamiento y advienen a la realidad. En una diálogo con Bonnefoy lo expresaba del siguiente modo: “El pensamiento actual debe definir los isomorfismos entre los conocimientos” (Foucault, 1966c, p. 543). Tal caracterización del estructuralismo será desarrollada por Foucault en una entrevista realizada en Túnez, donde se ha instalado desde fines de 1966. Esas páginas son tal vez el instante en que el filósofo más explícitamente se ha retratado a sí mismo como estructuralista. Cuando el entrevistador le dice que el público general lo considera el “sacerdote” de ese movimiento intelectual, el autor de Las palabras y las cosas contesta irónicamente: “Soy a lo sumo el monaguillo [enfant de choeur] del estructuralismo. Digamos que he agitado la campanilla, los fieles se arrodillaron, los no creyentes han dado gritos. Pero el oficio había empezado hace mucho. No soy yo el que efectúa el verdadero misterio. En tanto que observador inocente en su sobrepelliz blanco, he allí cómo veo las cosas” (Foucault, 1967a, p. 581)
A renglón seguido, Foucault ensaya una distinción entre dos modos de estructuralismo. El primero de ellos sería un método que ha posibilitado 143
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la formación o la renovación de ciencias como la lingüística, la historia de las religiones o la etnología. El rasgo esencial sería el estudio de los equilibrios visibles entre los elementos de tal o cual dominio. El segundo estructuralismo sería de índole más “generalizada”, pues buscaría esas interrelaciones entre objetos pertenecientes a dimensiones distintas, “entre tal y tal elemento de nuestra cultura, tal o cual ciencia, tal dominio práctico y tal dominio teórico, etc.” (Foucault, 1967a, p. 581). En ese sentido, agrega, puede hablarse de una filosofía estructuralista. Por otro lado, en esa misma entrevista coloca el mote de estructuralista a su obra en curso: “Lo que intenté hacer fue introducir análisis de estilo estructuralista en dominios donde ellos no habían penetrado hasta ahora, es decir en el dominio de la historia de las ideas, la historia de los conocimientos, la historia de la teoría. En esa medida, fui conducido a analizar en términos de estructura el nacimiento del estructuralismo en sí mismo. Es en tal medida que yo tengo respecto del estructuralismo una relación a la vez de distancia y de redoblamiento [redoublement]. De distancia, puesto que hablo de él en lugar de practicarlo directamente, y de redoblamiento, dado que yo no quiero hablar de él sin hablar su lenguaje” (Foucault, 1967a, p. 583)
El primer párrafo de esa cita pretendería ser un retrato de Las palabras y las cosas. Ese libro tendría el cometido de captar la emergencia del estructuralismo aplicando los conceptos de ese mismo método. Habremos de detenernos en esa definición cuando revisemos la obra de 1966. Lo que debe retener nuestra atención por el momento es que un primer rasgo que Foucault atribuye a las ciencias estructurales es la reconstrucción de esos equilibrios o invariantes entre elementos disímiles. Esa estructura constante es lo que el filósofo denominará sistema en la segunda entrevista brindada, esta vez a Madeleine Chapsal, luego de la publicación de su texto de 1966 (Foucault, 1966b). En ella sostiene que una “pasión por el sistema” es lo que marca la ruptura entre la generación con la cual él se identifica –inaugurada o ejemplificada por autores como Lévi-Strauss o Lacan– y los pensadores anteriores, al estilo de Sartre. Éstos se habían pre Otra prueba de cuán seriamente Foucault se ubicaba en las filas del estructuralismo reside en su enojo al ver que François Wahl, en su texto clásico, lo ubicaba en un “más acá” del estructuralismo (Dosse, 1992b, p. 107).
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ocupado por la existencia omnipresente del sentido, o por la posibilidad casi infinita de otorgar significación al mundo, en tanto que las investigaciones que pusieron al descubierto los mentados sistemas sugerían que ese sentido no era quizá otra cosa que un efecto superficial. Es decir que lo esencial no era la aparición indefectible de las significaciones, sino el análisis de cuanto las determinaba. En consonancia con ello, por sistema “...hay que entender un conjunto de relaciones que se mantienen, se transforman, independientemente de las cosas que ellas ligan” (Foucault, 1966b, p. 514). Esa capacidad determinante de la estructura sería el segundo rasgo que, en palabras del filósofo, hace al aporte del estructuralismo. Esa característica es el envés de un tercer elemento que definiría el espacio en que confluyen los análisis de Foucault y el estructuralismo. De hecho, muy pocos comentadores han resaltado con cuánta elocuencia el filósofo quiso equiparar ese nuevo espacio con una afrenta contra el humanismo, sobre todo el sartreano: “Nuestra tarea es liberarnos definitivamente del humanismo, y es en este sentido que nuestro trabajo es un trabajo político” (Foucault, 1966b, p. 516). Así, Michel Amiot, un joven sociólogo, está en lo cierto cuando, en su reseña de la obra de Foucault de 1966, dice que el autor debe ser definido fundamentalmente como un enemigo de Sartre (Amiot, 1967, p. 125). Más allá del significado puntual que haya que asignar al fragmento final de Las palabras y las cosas, donde se anuncia la desaparición de la figura del hombre, es justo recordar que Foucault optó estratégicamente por aproximar su empresa filosófica y los trabajos estructuralistas presuponiendo que ambos implicaban una disolución del rol soberano del cogito en el desenvolvimiento de la realidad (Foucault, 1967b, pp. 608-609). Todas las investigaciones de la nueva generación, provenientes del dominio de la etnología, la lingüís-
En diversas oportunidades Foucault hará la diferenciación entre su generación y la predecesora, abocada sobre todo, fenomenología mediante, al estudio del sentido. En su entrevista con Caruso aparecida en septiembre de 1967 ya no hablará de sistema, sino del “análisis de las condiciones formales de la aparición del sentido” (Foucault, 1967b, p. 602). En otra entrevista de 1966 Michel Foucault acomete más duramente contra Sartre, definiendo su Crítica de la razón dialéctica como el “magnífico y patético esfuerzo de un hombre del siglo XIX para pensar el siglo XX” (Foucault, 1966c, p. 542). En ese diálogo el filósofo alude a la forma en que todo humanismo convoca siempre una dialéctica (pues supone la posibilidad de liberación absoluta y verdadera del hombre), al contrario de la razón analítica pregonada por la nueva generación.
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tica o el psicoanálisis, muestran que las acciones presuntamente libres y determinantes del ser humano, sus modos de sentir, pensar o hablar, están en verdad comandadas por estructuras, sistemas, que tienen su modo intrínseco de funcionamiento y transformación. A tal respecto, permítasenos conjeturar la importancia que las declaraciones de Jean-Paul Sartre pudieron haber tenido sobre Foucault. De hecho, debemos recordar que la célebre entrevista a Sartre aparecida en octubre de 1966 constituye la primera oportunidad (al menos la primera proveniente de un autor consagrado) en que se define al Foucault de Las palabras y las cosas como un autor estructuralista (Sartre, 1966). Más aún, Sartre ubica allí a Foucault junto a Lacan, Lévi-Strauss y Althusser, a los fines de evidenciar cómo los estructuralistas rechazan la praxis, y por ende la historia y el sujeto. Apropiarse de esa caracterización sartreana sirvió tal vez a Foucault para dejar en claro hasta qué punto el nuevo pensamiento estaba reñido con el humanismo del filósofo del compromiso. Por otro lado, no es inocente o fortuito que los reseñadores que remarcaron cuán estructuralista era el libro de 1966 –al fin y al cabo, no fueron tantos los lectores que insistieron en esa afiliación– provenían todos de algún cenáculo humanista o marxista (Sartre, 1966; Garaudy, 1967). En continuidad con ello, en una larga conversación con Duccio Tombadori, realizada en Paris a fines de 1978 y publicada un italiano dos años más tarde, Foucault hallaba en esa forma de replantear la cuestión del sujeto el punto en que efectivamente habían convergido los autores que habían sido erróneamente tildados de estructuralistas en los años ‘60 (Althusser, Lacan y el propio Foucault) (Foucault, 1980, p. 52). Empero, es necesario comprender que esa aproximación, estratégicamente calculada por Foucault, tuvo una duración muy breve. En efecto, muy rápidamente, y al tiempo que seguía definiendo del mismo modo las innovaciones efectuadas por los teóricos de su propia generación –muchos de ellos afiliados al estructuralismo–, Foucault comenzó a dejar claramente asentado que su pensamiento era ajeno a esa corriente intelectual. Si en abril de 1967 el filósofo podía decir en una publicación tunecina –el dato geográfico quizá no sea irrelevante– que él era el
En un escrito redactado en Túnez a principios de 1967, y publicado póstumamente, Foucault define al estructuralismo una vez más como “...el esfuerzo de establecer, entre elementos que pueden haber sido repartidos a través del tiempo, un conjunto de relaciones que los hacen aparecer como yuxtapuestos, opuestos, implicados el uno por el otro, es decir, que los hace aparecer como una suerte de configuración” (Foucault, 1967d, p.
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monaguillo de estructuralismo, que había intentado aplicar ese método al análisis de la emergencia de esa corriente, dos meses más tarde, en diálogo con Bellour, enumera con precisión cuáles son las diferencias insalvables entre los estructuralistas y él mismo... A través de enunciados que anticipan los textos metodológicos de 1968 y 1969, nuestro autor asevera que el dominio de los enunciados responde a leyes formales, siendo posible hallar un único modelo teórico válido para dominios epistemológicos distintos, y conjeturar relaciones con prácticas no discursivas (Foucault, 1967c, p. 590).Y a tal respecto continúa diciendo: “A diferencia de aquellos que son llamados estructuralistas, yo no estoy tan interesado por las posibilidades formales que ofrece un sistema como la lengua. Personalmente, yo estoy obsesionado por la existencia de los discursos, por el hecho de que las palabras tuvieron lugar: esos acontecimientos han funcionado en relación a su situación original, han dejado rastros detrás de ellos...” (Foucault, 1967c, p. 595).
Dado que sus estudios no tienen que ver con el lenguaje en sí mismo, sino con el archivo, es decir con la acumulación de los discursos realmente proferidos, sería vano describir como estructuralistas a sus obras. Por tal razón, concluye: “...mi arqueología debe más a la genealogía nietzscheana que al estructuralismo propiamente dicho” (Foucault, 1967c, p. 599). Durante la entrevista con Caruso, publicada en Italia en 1967, Foucault justifica de otro modo la impertinencia de ubicar sus investigaciones junto a los pensadores estructuralistas (Foucault, 1967b). Para ello retoma las tesis de su libro sobre la locura. En dicha investigación se trataba de comprender ciertamente la génesis y los rasgos de las significaciones inmediatas vividas por una sociedad que reconocía sin vacilar a los locos, pero sobre todo estaba en juego el análisis de la forma en que la aparición de un conocimiento positivo de la locura, comprendida como
752); y tal vez no sea difícil interpretar que en ese escrito el filósofo se ubica como un actor más de ese movimiento. En una conferencia inédita brindada en el mismo país a comienzos de ese año, dará una definición aún más imprecisa del estructuralismo: “...el estructuralismo actualmente es el conjunto de los intentos mediante los cuales se trata de analizar lo que se podría denominar la masa documental, es decir, el conjunto de los signos, huellas, marcas que la humanidad ha dejado tras de sí y que la humanidad no cesa de constituir aún...” (“Le structuralisme et l’analyse littéraire”, inédito; fragmento citado en Eribon [1994], p. 227n.; véase también Dosse, 1992a, pp. 241-242).
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enfermedad mental, exigía y era acompañada por la desaparición o el declive de las significaciones anteriores. Ese gesto lo distanciaría de todo estructuralismo: “...yo me preocupaba por la manera por la cual el sentido desaparecía, como eclipsado, por la constitución del objeto. Bien, es justamente en esa medida que yo no puedo ser asimilado a eso que ha sido definido como estructuralismo. El estructuralismo plantea el problema de la condiciones formales de la aparición del sentido, partiendo sobre todo del ejemplo privilegiado del lenguaje (...) Ahora bien, desde este punto de vista, no se puede decir que yo haga estructuralismo, dado que en el fondo yo no me ocupo ni del sentido ni de las condiciones en las cuales aparece el sentido, sino de las condiciones de modificación o de interrupción del sentido, de las condiciones en las cuales el sentido desaparece para hacer aparecer otra cosa” (Foucault, 1967b, p. 603).
Más adelante, dirá que la misma observación es válida respecto de su libro sobre el escritor Raymond Roussel, pues allí lo que le interesaba era el funcionamiento de un discurso que pudo ser considerado patológico en cierto momento, para luego ser incorporado al corpus de la literatura de vanguardia (Foucault, 1967b, p. 605). Sin embargo, el asunto no está cerrado. Unos meses después, en una entrevista realizada por una revista de Estocolmo, Michel Foucault vuelve a definirse como estructuralista. El entrevistador lo identifica una y otra vez como un integrante de esa corriente, y el filósofo jamás se ocupa de desmentir esa pertenencia. De todos modos, ante la pregunta por lo que hay de común entre sus investigaciones y las de Lévi-Strauss o Lacan, responde: “Si se pregunta a aquellos que atacan al estructuralismo, se tiene la impresión que ellos ven en nosotros algunos rasgos comunes que provocan su desconfianza e incluso su cólera. Si, por el contrario, interroga a Lévi-Strauss, Lacan, Althusser o a mí mismo, cada uno de nosotros dirá que no hay nada en común con los otros tres, y que los otros tres no tienen nada en común entre sí” (Foucault, 1968a, p. 652)
Es decir que una mirada externa capta presuntos parecidos entre esas obras. Si se observa desde el interior, prosigue Foucault, se ven las disimilitudes. Si fuese necesario colocarse desde el punto de vista de la primera 148
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mirada, agrega, se podría afirmar que uno de los elementos en que los mentados autores coinciden es en el cuestionamiento que operan respecto de la conciencia humana o la libertad del hombre. Tal y como había sucedido en declaraciones previas, Foucault apela nuevamente aquí a una definición del estructuralismo que pone el acento en la impugnación que éste opera respecto de aquella categoría del humanismo. En tal sentido, continúa diciendo, el elemento positivo que define al estructuralismo es la exploración del inconsciente: “Son las estructuras inconscientes del lenguaje, de la obra literaria y del conocimiento lo que se trata de esclarecer en este momento. En segundo lugar, pienso que se puede decir que aquello que esencialmente se investiga son las formas, el sistema, es decir que se trata de hacer surgir las correlaciones lógicas que pueden existir entre un gran número de elementos que pertenecen a una lengua, a una ideología (como en los análisis de Althusser), a una sociedad (como en Lévi-Strauss) o a diferentes campos del conocimiento; en lo cual yo mismo he trabajado” (Foucault, 1968a, p. 653).
Teniendo presente ese y otros fragmentos en que Foucault describe su propia obra con los elementos que él ha asignado al estructuralismo (búsqueda de un inconsciente y de regularidades), no podemos sino concluir que en ese diálogo el filósofo nuevamente se ubica en las filas de esa corriente de pensamiento. Foucault hará declaraciones similares en la polémica entrevista cuya publicación no fue autorizada por él. Interrogado por J.-P. Elkabbach acerca de una definición del estructuralismo, el autor de la Historia de la sexualidad, dirá: “Cuando se pregunta a aquellos que se ubica bajo la rúbrica de ‘estructuralistas’, si se interroga a Lévi-Strauss, o a Lacan, o a Althusser, o a los lingüistas, etc., ellos le responderán que no tienen nada en común unos con los otros (...) El estructuralismo es una categoría que existe para los otros, para quienes no lo son” (Foucault, 1968b, p. 665).
Esa negativa a incluirse en el conjunto de los estructuralitas sería no tanto una negativa sino una imposibilidad, válida para todos los autores
Hará esa misma observación durante una entrevista publicada en Le Monde en mayo de 1969 (Foucault, 1969b, p. 788).
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así calificados. Es decir que se trata no tanto de una determinación de Foucault de distanciarse de esa corriente, sino de una coyuntural denegación de su existencia. En tal sentido, si recordamos que en publicaciones anteriores había casi equiparado la búsqueda de determinaciones inconscientes con método estructural, no podemos más que concluir que Foucault sigue definiendo a su obra como una pieza de ese movimiento. De hecho, en esa misma entrevista asevera que su propio trabajo se define por “intentar encontrar en la historia de la ciencia, de los conocimientos y del saber humano alguna cosa que sería como su inconsciente” (Foucault, 1968b, p. 665). El último texto que debemos incluir en esta sección es la entrevista que Foucault concede después de la publicación de La arqueología del saber, en 1969. Si bien ese diálogo es de alguna forma posterior a la redacción de los textos en los cuales con más contundencia rechazó todo parentesco con el método estructural –revisaremos esos textos en la tercera sección–, aquel todavía conserva el tono de las publicaciones hasta aquí revisadas. Ante una observación del entrevistador acerca de la relación entre el estructuralismo y la historia, Foucault dirá que aquel movimiento jamás se opuso a los historiadores, sino solamente a cierto modo de historicismo10. Asimismo repetirá que lo esencial de esa corriente, o al menos lo que despertó más resistencias, no era el análisis de relaciones formales entre elementos indiferentes –eso, según palabras de Foucault, se hacía desde mucho antes–, sino el cuestionamiento de la primacía del sujeto; la concepción de un sujeto libre y trascendental era derribada por las investigaciones que demostraban que el lenguaje que el hombre habla, su inconsciente, sus conductas, son efecto de estructuras inconscientes que escapan a la decisión del individuo. La reacción ante esa afrenta fue, según nuestro autor, la utilización de la historia como último refugio para la conciencia cuestionada. La historia era, para ciertos intelectuales tradicionales, el dominio que escaparía siempre a los embates del estructuralismo, pues ella era irreductible a ese método que halla sistemas por En el prefacio a la edición inglesa de Las palabras y las cosas, Foucault nuevamente definirá su proyecto como una búsqueda del inconsciente positivo del saber (Foucault, 1970, p. 9); empero, en esa oportunidad, y a través de un pasaje que más tarde citaremos, el autor se encarga de desmentir que su método guarde algún parentesco con el estructuralismo. 10 Sería posible demostrar que en los dos escritos que quizá deban ser considerados como las páginas más lúcidas que Foucault dedicó al estructuralismo, el filósofo caracterizará a esa corriente sobre todo por el modo en que ella condujo a reformular el problema de la historia (Foucault, 1968c; 1972).
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debajo de toda acción. Ahora bien, análisis como los que Foucault llevaba adelante señalan que también en la escritura de la historia cabe repetir esa puesta en cuestión de la primacía del sujeto. “Cuando se intenta volver a poner en cuestión el primado del sujeto en el dominio mismo de la historia, entonces, nuevo pánico en todos esos viejos fieles, porque ahí estaba su terreno de defensa, a partir del cual podían limitar el análisis estructural e impedir el ‘cáncer’ implicado por él, acotar su poder de inquietud. Si, a propósito de la historia, y precisamente a propósito de la historia del saber, o de la razón, se llega a mostrar que ella no obedece al mismo modelo que la conciencia; si se llega a mostrar que el tiempo del saber o del discurso no está organizado o dispuesto como el tiempo vivido; que presenta discontinuidades y transformaciones específicas; si, finalmente, se muestra que no hay necesidad de pasar por el sujeto, por el hombre como sujeto, para analizar la historia del conocimiento, se suscitan grandes dificultades, pero se toca quizá un problema importante” (Foucault, 1969a, pp. 774-775)11.
Teniendo en cuenta el contexto de la cita, es patente que Foucault establece una clara conexión entre los alcances de su obra y el impacto del estructuralismo. Más aún, hacia el final del diálogo, el filósofo vuelve a repetir el gesto que hemos venido rastreando a lo largo de esta sección: define a la corriente estructural menos por un método preciso (ligado a la reducción de elementos a su función de lenguaje) que por sus consecuencias filosóficas: “Pienso que el estructuralismo se inscribe actualmente en el interior de una gran transformación del saber de las ciencias humanas, que esta transformación tiene como punto más alto menos el análisis de las estructuras que la puesta en cuestión del estatuto antropológico, del estatuto del sujeto, del privilegio del hombre.Y mi método se
De todas formas, cabe recordar que varios años después, cuando ya no precise aproximarse al movimiento estructural, Foucault insistirá en alejar el dominio de la historia del método inaugurado por Lévi-Strauss, pues éste no es capaz de brindar las herramientas necesarias para comprender los fenómenos del pasado (Foucault, 1977). En un diálogo con estudiantes de Los Ángeles realizado en 1975, pero publicado tres años más tarde, dirá también que para desarrollar un análisis cuyo objeto central es el acontecimiento, el método de la estructura no constituye un abordaje redituable (Foucault, 1978, p. 468). 11
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inscribe en el terreno de esta transformación al mismo título que el estructuralismo –al costado de él, no en él” (Foucault, 1969a, p. 779; la cursiva me pertenece)
Ese recentramiento, esa insistencia por definir al estructuralismo, no tanto por la utilización de una metodología arbitraria –y restringida a fenómenos reductibles a la operatoria de sistemas simbólicos–, sino más bien por las derivaciones doctrinales e ideológicas pasibles de ser desprendidas de investigaciones provenientes de ámbitos distintos, signa el conjunto de los textos explorados hasta aquí. Por otro lado, esa sesgada definición del estructuralismo no fue jamás abandonada por Foucault, tal y como lo demuestra la entrevista de 1978 antes mencionada; en ella afirma que “...el estructuralismo o el método estructural en sentido estricto no sirvió a lo sumo más que de punto de apoyo o de confirmación de una cosa mucho más radical: la puesta en cuestión de la teoría del sujeto” (Foucault, 1980, p. 52).Y ese recentramiento hace a uno de los malentendidos más perdurables acerca del parentesco establecido entre Foucault y el movimiento estructural. Si bien es cierto que los rasgos recortados por el autor de Las palabras y las cosas –descubrimiento de isomorfismos entre elementos divergentes, postulación de la operatoria de un sistema que determina la producción de sentido, búsqueda de la existencia de mecanismos inconscientes, destierro de la soberanía del yo– están presentes en muchas de las obras claves del intento estructuralista –piénsese en Jakobson, Lacan o Lévi-Strauss–, el conglomerado que conforman no alcanza de ninguna forma a definir la metodología puesta en juego. Esos rasgos son un derivado, ciertamente importante, de la operatoria del paradigma estructural, pero ninguno de ellos, ni siquiera su agrupamiento, alcanza para identificar a esa metodología. Ya lo hemos dicho, y volveremos a ello a continuación: se trata solamente de una de las modalidades en que el estructuralismo aparece en los textos de Foucault. En otros escritos el énfasis recaerá, al contrario, en la metodología empleada por los autores estructuralistas –es lo que sucede en Las palabras y las cosas y en los textos de los años 1968 y 1969, en los que Foucault intenta precisar el concepto de arqueología– o en el lugar que le corresponde a esa mirada en el concierto del saber moderno –nos referimos al libro de 1966. Se podrá objetar que esta sección no ha contribuido en nada a responder a la pregunta por qué relación cabe establecer entre el pensamiento de Foucault y el paradigma estructural, en qué puntos coinciden o se distancian.Y esa observación sería del todo 152
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cierta. Empero, dadas las confusiones que se han generado alrededor de ese posible parentesco, creímos necesario detenernos en ese recorrido, a resultas del cual podemos inferir que si bien sería completamente absurdo hacer de Foucault un representante del método estructural –ese absurdo será demostrado en las ulteriores secciones–, no lo fue incluirlo en la moda o la doxa que lleva ese nombre, sobre todo porque el propio Foucault se encargó de ganarse un lugar de privilegio en el almuerzo. Logró esa invitación a través de una lectura estratégica (de sus libros y de investigaciones ajenas) que deformaba el paradigma estructural, o al menos daba de él un perfil muy sesgado, útil sobre todo para socavar los aires humanistas de su época. Segundo momento. Final del lenguaje y nostalgia estructural12 Es claro, entonces, que la aparición de Las palabras y las cosas (1966) coincide con la insistencia de Foucault por definirse, ya sea lisa y llanamente como estructuralista, ya como un partícipe más de una nueva generación de intelectuales (Lacan, Lévi-Strauss, Barthes) cuyo aporte esencial ha sido desterrar la primacía del sentido o del humanismo –y que cabe nominar, a posteriori, como estructuralistas. El argumento que hemos expuesto en el apartado anterior reza que esa afiliación se fundaba en un gesto que puede ser caracterizado de dos formas: primero, como un malentendido, pues la definición de estructuralismo que permitía a Foucault reconocerse como miembro del movimiento era imprecisa o vaga, apuntando más a lo que se ha dado en llamar la Doxa estructuralista que al método propiamente dicho; segundo, esa afiliación era también una movida estratégica dentro de la conflictiva escena filosófica e intelectual francesa de ese entonces; a través de ella Foucault se inscribía claramente en una de las trincheras de la batalla, quedando el humanismo y la fenomenología en el bando contrario. Solamente la operatoria de aquel malentendido, solamente la caracterización a-metódica y no sistemática del estructuralismo, podía habilitar el error de aprehender un método estructural en obras como Historia de la locura en la época clásica o El nacimiento de la clínica. Nada en el proceder puesto en marcha en tales investigaciones –salvo sus efectos, equiparables
En este apartado retomo algunas ideas desarrolladas en el capítulo primero de un libro aparecido hace algunos años (Vallejo, 2006). 12
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a los puntos con que Foucault caracterizaba el trabajo de esa “nueva generación”– justifica su inclusión en el conjunto de las investigaciones estructuralistas. De todas formas, sería exagerado endilgar a tal malentendido la distribución de todas las piezas de este cuadro. Si casi nada en las obras anteriores aproximaba a Foucault a la corriente estructural, debe haber alguna otra razón por la cual con tanta premura se incluía su nombre en la lista de invitados al almuerzo estructuralista, y por la cual tanto placer hallaba él en referirse a ese privilegio. La respuesta ha de hallarse en Las palabras y las cosas. En efecto, el método estructural ocupa un lugar central, aunque equívoco, en la obra de 1966. El Estructuralismo como sutura Afirmamos, entonces, que algo distinto sucede con la obra de 1966, en varios niveles. Ella abre ciertamente la posibilidad de interrogar qué lugar le cabe al método estructural en el pensamiento de Foucault al menos por dos razones. En primer lugar, debido a que en esas páginas Foucault circunscribe la localización del estructuralismo en el saber moderno (su condición de posibilidad y su ubicación en relación a otras ciencias), y caracteriza el modo en que ese paradigma procede en el ordenamiento de lo real. En segundo lugar, en razón de que tratándose de este libro sí es válido preguntar hasta qué punto el método empleado responde a las exigencias del paradigma estructural. En tal sentido, en este momento de nuestro trabajo intentaremos revisar sendos puntos, haciendo lo posible por evitar un resumen escolar de las tesis de Las palabras y las cosas. El libro de 1966 intentaba hallar las regularidades que determinaron qué podía ser dicho y pensado en distintos momentos del saber occidental. De hecho, Foucault echa luz sobre las homogeneidades que existen entre dominios distintos y contemporáneos de la labor científica. La operatoria de ese orden, de esa episteme, prescribe al sujeto de conocimiento la naturaleza de los objetos que somete a su pensar. Así, en el decurso de la ciencia occidental Foucault reconoce la existencia de al menos tres epistemes, que, al sucederse y reemplazarse unas a otras, determinan discontinuidades absolutas que anulan la posibilidad de imaginar, por ejemplo, que la biología que funciona en el siglo XIX habla de lo mismo que la Historia Natural del siglo XVIII. A través de ese estudio, es posible conjeturar cuál fue el suelo epistémico que hizo posible, y necesario, el surgimiento del pensamiento estructural a comienzos del siglo XX. 154
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En la episteme del Renacimiento, el rasgo esencial es que el conocimiento reside en la búsqueda de semejanzas entre los seres, a través de una atención a las signaturas que las develan (Foucault, 1966d, p. 35). El mundo es una especie de libro abierto, una página marcada por signos eternos, por lo cual el conocer las cosas no es sino la lectura de un lenguaje que se confunde con la totalidad del ser. “El mundo está cubierto de signos que es necesario descifrar y estos signos, que revelan semejanzas y afinidades, sólo son formas de la similitud. Así, pues, conocer será interpretar: pasar de la marca visible a lo que se dice a través de ella y que, sin ella, permanecería como palabra muda, adormecida entre las cosas (…) No existe diferencia alguna entre estas marcas visibles que Dios ha depositado sobre la superficie de la tierra, a fin de hacernos conocer sus secretos interiores, y las palabras legibles que la Escritura o los sabios de la Antigüedad, iluminados por una luz divina, han depositado en los libros salvados por la tradición. La relación con los textos tiene la misma naturaleza que la relación con las cosas; aquí como allí, lo que importa son los signos. Pero Dios, a fin de ejercitar nuestra sabiduría, ha sembrado la naturaleza sólo de figuras que hay que descifrar (en este sentido, el conocimiento debe ser divinatio), en tanto que los antiguos dieron ya interpretaciones que sólo tenemos que recoger.” (Foucault, 1966d, pp. 40-41).
Es decir que en el siglo XVI el lenguaje, en su opacidad, se enreda con las cosas y se confunde con ellas en una relación de semejanza y reflejo. No es un sistema representacional arbitrario, sino un ser bruto que se ofrece en las empiricidades del mundo (Foucault, 1966d, pp. 42-43). Solamente por una degradación, exclusivamente por la pérdida progresiva de la perfección con que Dios lo creó, el lenguaje no designa inmediatamente las cosas; la tarea del conocimiento debe ser restablecer esa transparencia. “Sin embargo, si el lenguaje no se asemeja de inmediato a las cosas que nombra, no está por ello separado del mundo; continúa siendo, en una u otra forma, el lugar de las revelaciones y sigue siendo parte del espacio en el que la verdad se manifiesta y se enuncia a la vez. Es verdad que no es la naturaleza en su visibilidad original, pero tampoco es un instrumento misterioso cuyos poderes sólo sean conocidos por algunos privilegiados. Es más bien la figura de un mundo en vías de rescatarse y ponerse al fin a escuchar la 155
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verdadera palabra. Por ello, Dios ha querido que el latín, lengua de su iglesia, se extienda por todo el globo terrestre” (Foucault, 1966d, p. 44)
Conocer se equipara a una tarea hermenéutica que persigue revivir el momento originario en que las palabras y las cosas eran una y la misma realidad. Es hacer hablar a las cosas, y por ello la esencia misma de todo conocimiento es la interpretación. El nacimiento de la episteme clásica estará marcado por la desaparición de esta configuración. Las cosas no son ya signos a descifrar, el lenguaje deja de ser una cosa del mundo, y deviene el lugar del orden en que las empiricidades hallan la posibilidad de ser conocidas. El saber clásico reconfiguró todo el ser de las cosas a partir del primado otorgado al Cuadro y la representación. El mundo deja de ser el conjunto de cosas marcadas por una escritura. Por un lado existe la cadena de las cosas que guardan entre sí ciertas semejanzas, y por otro, los signos convertidos en herramientas de análisis capaces de producir taxinomias que indican a cada objeto su lugar. La modificación esencial concierne al signo, que deja de ser una cosa entre las cosas, una signatura que marca los entes, y pasa a transformarse en instrumento de saber que descompone lo real en elementos de análisis. Una cosa ya no es una de las partes semejantes de una Signatura eterna, sino que algo accede al orden del Ser en tanto que puede ser ofrecido como elemento representable a una conciencia atravesada por un lenguaje que descompone y analiza: “... este orden o comparación generalizada no se establece sino después del encadenamiento en el conocimiento; el carácter absoluto que se reconoce a lo simple no concierne al ser de las cosas sino a la manera en que pueden ser conocidas.” (Foucault, 1966d, p. 60). El designio último de las ciencias del período clásico es dar con un lenguaje arbitrario perfecto, capaz de autorizar el despliegue de la totalidad de la naturaleza dentro de los casilleros representativos de esa lengua ideal (Foucault, 1966d, pp. 69, 85-93, 121-125). Se produce una relación de consustancialidad entre lo fenoménico y lo representacional, algo es pensable solamente si puede ser reducido a su posición dentro de un cuadro pasible de ser transformado en discurso. “...el lenguaje era un conocimiento y el conocimiento era, con pleno derecho, un discurso. Con respecto a todo conocimiento, se encontraba pues en una situación fundamental: sólo se podía conocer las cosas del mundo pasando por él. No porque formara parte del mundo en un enmarañamiento ontológico (como en 156
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el Renacimiento), sino porque era el primer esbozo de un orden en las representaciones del mundo; porque era la manera inicial, inevitable, de representar las representaciones. En él se formaba cualquier generalidad.” (Foucault, 1966d, p. 289)
Hay allí efectivamente una soberanía de la palabra; pero ella no es la marca a descifrar (como en el Renacimiento) ni el instrumento que se manipula (como en el positivismo), sino la red “...a partir de la cual se manifiestan los seres y se ordenan las representaciones” (Foucault, 1966d, p. 303). Ahora bien, para entender cómo este decurso puede concluir con el lugar que será propio al estructuralismo, es necesario revisar la tesis de Foucault acerca de la ruptura producida entre la episteme clásica y la moderna. En términos del filósofo francés, el pasaje de un saber al otro coincide con la retirada de la representación, o, más bien, con la entrada en juego de nuevas empiricidades que no se dejan reducir a aquella13. Por ejemplo, en el caso del estudio de la naturaleza, aquello que posibilita trazar la caracterización de un ser individual no reside en el análisis de las representaciones que lo subtienden, sino en la atención a “...una cierta relación interior de este ser a la que se llama su organización.” (Foucault, 1966d, pp. 232-233). Sin embargo, el ejemplo que mejor evidencia ese cambio reside en lo sucedido con las novedosas investigaciones producidas en ese entonces acerca de las lenguas humanas, correlativas de una nueva forma de ser del lenguaje. La aparición de los elementos gramaticales autónomos y efectivos demuestra que la naturaleza representacional del lenguaje es sólo una de sus particularidades, y quizá una más bien accesoria (Foucault, 1966d, pp. 228-233). Las cosas adquieren una opacidad y una profundidad que las compele a replegarse sobre sí mismas, y a resistirse a la posibilidad de ser atrapadas de lleno en el orden de la representabilidad y del cuadro (Foucault, 1966d, p. 235). Las palabras y las cosas se detiene en dos consecuencias distintas de esa transformación. Una de ellas hace a la tesis más polémica del libro, pues Foucault argumenta que aquella alteración fue lo que posibilitó que apareciera por vez primera una ciencia del hombre. El hombre como objeto de estudio pudo nacer como aquel ser que, atravesado por las nuevas
“El umbral del clasicismo a la modernidad (...) quedó definitivamente franqueado cuando las palabras dejaron de entrecruzarse con las representaciones y de cuadricular espontáneamente el conocimiento de las cosas” (Foucault, 1966d, p. 296). 13
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empiricidades (vida, lenguaje y trabajo), se define a sí mismo como conocedor de aquellas (Foucault, 1966d, p. 302). La segunda tesis es la que más nos interesa aquí, pues atañe a cómo el pasaje a la episteme moderna habilitó una formalización del lenguaje. El lenguaje ha perdido su estatuto privilegiado de recurso y suelo de conocimiento. Ahora es solamente un objeto más de saber, que puede ser analizado como cualquier otro14. A tal respecto, Georges Canguilhem, en una reseña que puede ser considerada como el epílogo perfecto de la obra, comenta atinadamente que la desaparición de la historia natural en beneficio del surgimiento de la biología, o la dispersión del análisis de las riquezas como antesala de la constitución de la economía moderna, generaron como consecuencia la construcción de un objeto unificado de saber (la vida o el trabajo); por el contrario, tratándose del lenguaje sucedió algo distinto. Una vez desterrada la unidad de la gramática general no se produjo la emergencia de un campo coherente y único de saber, sino que el lenguaje fue apropiado por discursos disímiles e incluso inconexos (filología, lingüística, poesía) (Canguilhem, 1967, p. 252). Y la tesis de Foucault es que se produjo una necesidad de compensación de ese destierro del lenguaje clásico (Foucault, 1966d, p. 290). Hubo tres intentos distintos por reparar esa caída del lenguaje como medium necesario de saber, por subsanar la dispersión de ese elemento que antes hacía las veces de soporte de todo lo real cognoscible. La primera de ellas atañe al doble movimiento de fundar, por un lado, un lenguaje científico depurado de todo accidente o singularidad, y por otro, una lógica simbólica. La segunda nivelación estaría marcada por la emergencia de la literatura moderna, que deviene “...pura y simple manifestación de un lenguaje que no tiene otra ley que afirmar (...) su propia existencia escarpada” (Foucault, 1966d, pp. 293-294). La última nivelación está dada por el valor que se presta a la exégesis del lenguaje. Si todo pensamiento debe ser expresado en un lenguaje atravesado por leyes, sedimentado por una historia que no podemos conocer, entonces analizar en detalle sus componentes podrá servir para disipar las ilusiones en que todo saber queda atrapado. Esta segunda compensación tiene su contracara en la obstinación moderna por alcanzar métodos de formalización, y de esa manera Foucault lanza una de sus “Conocer el lenguaje no es ya acercarse lo más posible al conocimiento mismo, es sólo aplicar los métodos del saber en general a un dominio particular de la objetividad” (Foucault, 1966d, p. 290). 14
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lecturas más originales acerca del estructuralismo. La sed interpretativa que se inaugura en el siglo XIX, de sustento filológico, se enfrenta siempre al afán formalizador. La primera busca lograr que el lenguaje diga lo que hay detrás de él; el segundo persigue reducir todo lenguaje a las leyes que posibilitan que algo se diga. Pero la relación que cabe establecer entre ambas no es de mero enfrentamiento, sino que ellas se reclaman una a otra, una y otra se precisan y se convocan a cada instante, lo cual, dirá Foucault, funda el lugar común que comparten el estructuralismo y la fenomenología (Foucault, 1966d, p. 293). Veamos una cita fundamental, que nos permitimos ofrecer in extenso: “Pues si la exégesis nos lleva menos a un discurso primero que a la existencia desnuda de algo así como un lenguaje, ¿no va a quedar acaso constreñida a decir solamente las formas puras del lenguaje antes aún de que haya tomado un sentido? Pero para formalizar lo que se supone que es un lenguaje, ¿acaso no es necesario haber practicado un mínimo de exégesis e interpretado cuando menos todas estas figuras mudas como queriendo decir alguna cosa? La separación entre la interpretación y la formalización, la verdad es que nos presiona actualmente y nos domina. (…) Se trata, de hecho, de dos técnicas correlativas cuyo suelo común de posibilidad está formado por el ser del lenguaje, tal como se constituyó en el umbral de la época moderna. (...) El estructuralismo y la fenomenología encuentran aquí, con su disposición propia, el espacio general que define su lugar común” (Foucault, 1966d, pp. 292-293).
En síntesis, Foucault reconoce en el estructuralismo solamente uno de los modos en que se habría producido el recupero de la esencia del lenguaje. Como bien señala Sabot, lo principal del razonamiento de Las palabras y las cosas reside en el postulado de la urgencia de lograr esa compensación; la fractura que se sitúa en el corazón de la tesis no es tanto la conformación de las ciencias estructurales sino, por un lado, la herida que ellas, juntos con otros fenómenos ligados a la experiencia de la lengua (la exégesis, la literatura), vienen a suturar, y por otro, uno de sus efectos, dado por la habilitación de un pensar antropológico15.
“En consecuencia, parece abusivo reducir el proyecto de Las palabras y las cosas a la ilustración del buen fundamento del estructuralismo. La ‘arqueología de las ciencias humanas’, que encuentra apoyos decisivos en el pensamiento de Nietzsche así como en la experiencia literaria, busca situar más bien el esfuerzo de la reflexión formal en el 15
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La segunda gran lectura que Las palabras y las cosas erige respecto del estructuralismo se halla en los fragmentos finales de la obra, y conciernen no ya a la ubicación de ese método en el suelo de la episteme moderna, sino a cómo éste actúa en relación a sus objetos. De hecho, se recordará que las páginas finales del libro de 1966 insisten en el modo en que las herramientas de la lingüística estructural anuncian una potencial alteración de diversos elementos de la ciencia moderna. La relevancia de dicha lingüística debe medirse, primero, por el hecho de que hace las veces de sustento de las dos contraciencias (psicoanálisis y etnología) que, según Foucault, socavan y deshacen constantemente los intentos de las ciencias humanas16. Pero esa importancia ha de ser sopesada fundamentalmente por la manera en que introduce una nueva modalidad de formalización en el dominio de las ciencias que estudian lo humano. A diferencia de lo sucedido con otras disciplinas (como la biología o la filología) que, siendo científicas, aportaron a las nacientes ciencias humanas del siglo XIX (psicología, sociología) modelos, metáforas, imágenes y vías de aprehensión con los cuales conocer sus objetos de estudio, la linguística procede de otro modo; pues la emergencia de ésta en el horizonte contemporáneo, y su incidencia en dominios como el estudio del inconsciente o del discurso, trastoca la naturaleza misma de lo real, dado que reconstituye aquello a ser conocido por esas disciplinas, permitiendo considerar cada uno de sus elementos epistémicos como componentes reductibles a su función en un sistema de signos. En efecto, la lingüística “...permite –en todo caso se esfuerza por hacerla posible– la estructuración de los contenidos mismos; no es pues una reaprehensión teórica de los conocimientos adquiridos fuera, interpretación de una lectura ya hecha de los fenómenos; no propone una “versión lingüística” de los hechos observados en las ciencias
marco más general de un ‘retorno del lenguaje’. En esa perspectiva, Las palabras y las cosas dibujan, en contrapunto con la “arqueología de las ciencias humanas”, el proyecto de una arqueología de la literatura (que pone de manifiesto la experiencia del lenguaje) y el de una arqueología del estructuralismo (cuya apuesta se congrega a partir de la posibilidad de una teoría pura del lenguaje)” (Sabot, 2006, p. 120 n.; véase asimismo pp. 180-183). 16 “Entonces se forma el tema de una teoría pura del lenguaje que daría a la etnología y al psicoanálisis así concebidos su modelo formal. Existiría así una disciplina que podría cubrir en su solo recorrido tanto esta dimensión de la etnología que relaciona las ciencias humanas con las positividades que las limitan, como esta dimensión del psicoanálisis que relaciona el saber del hombre con la finitud que lo fundamenta” (Foucault, 1966d, p. 369).
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humanas, es el principio de desciframiento primero; bajo una mirada armada por ella, las cosas no llegan a la existencia sino en la medida en que pueden formar los elementos de un sistema significante. El análisis lingüístico es más una percepción que una explicación, es decir, es constitutivo de su objeto mismo” (Foucault, 1966d, p. 370).
Más aún, y por eso mismo, esta lingüística estructural promete la posibilidad de una nueva matematización en los discursos que abordan las experiencias humanas. Al tiempo que Foucault había ya demostrado que las ciencias humanas del período moderno se habían constituido gracias a una especie de retiro o retroceso de un proyecto de mathesis (Foucault, 1966d, pp. 338-345) –y que por lo tanto ellas no guardaban una relación esencial con la matemática o las ciencias formales–, la irrupción del estructuralismo permite replantear esa relación, pues se trata de revisar si de ahora en más las ciencias humanas utilizan el mismo concepto de estructura que las matemáticas (Foucault, 1966d, p. 370). Foucault proseguirá ese planteo en una conferencia dictada en Túnez en 1968 y publicada un año más tarde. Dado que ella clarifica, y en parte corrige, una de las tesis esenciales de Las palabras y las cosas, nos permitimos revisar aquí su contenido. El designio principal de “Linguistique et sciences sociales” es matizar o cuestionar la veracidad de dos postulados que por ese entonces gozaban de cierto consenso (Foucault, 1968c, pp. 821-822). Según el primero de ellos, la lingüística estructural inaugurada por Ferdinand de Saussure habría alcanzado un nivel de cientificidad y formalización muy superior al del resto de las ciencias humanas, y ese franqueamiento le habría permitido por fin constituirse como una verdadera ciencia, más próxima a las naturales que a las interpretativas. El segundo postulado reza que esa posición privilegiada de la lingüística tuvo como consecuencia una redistribución o reordenamiento de las ciencias humanas, merced a lo cual aquella se transformó en el modelo a seguir por parte de estas últimas. Según Foucault ambos diagnósticos son falsos, pues ninguna de esas dos alteraciones datan del nacimiento de la lingüística estructural, sino que pueden ser remontadas a mucho antes. Ya desde comienzos del siglo XIX se observa, por un lado, que diversas ciencias solicitan al estudio de las lenguas contenidos precisos o modelos epistemológicos a ser transferidos a otros dominios, y por otro, un mayor grado de sofisticación de las ciencias del lenguaje en comparación a otros discursos. 161
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La verdadera novedad, arguye Foucault, reside en las posibilidades epistemológicas que ofrece la lingüística moderna a las demás ciencias. Lo que se ha modificado es el modo en que aquella puede hacer las veces de modelo para los discursos de las ciencias sociales. El paso adelante es formulado de la siguiente forma: “La lingüística estructural no opera sobre colecciones empíricas de átomos individualizables [individualisables] (raíces, flexiones gramaticales, palabras) sino sobre conjuntos sistemáticos de relaciones entre los elementos. Ahora bien, estas relaciones tienen algo notorio: ellas son independientes en sí mismas, es decir en su forma, de los elementos sobre los cuales ellas operan; en esa medida, ellas son generalizables, sin ninguna metáfora, y pueden eventualmente trasladarse a cosas que no serían elementos de naturaleza lingüística” (Foucault, 1968c, p. 823)
Esa posibilidad de hallar y actuar sobre formas que no dependen de los elementos en los que se encarnan, abre dos interrogantes: primero, acerca de la pertinencia de aplicar las relaciones de tipo lingüística a dominios distintos –por caso, trasladar los descubrimientos sobre las relaciones entre fonemas a los fenómenos de parentesco–, y segundo, acerca de la eventualidad de formalizar en términos de la lógica simbólica diversos recortes de la realidad humana. La principal ventaja de esta última vía está dada por el hecho de que la racionalización del campo empírico no depende simplemente del descubrimiento de relaciones de causalidad, sino del establecimiento de relaciones lógicas más vastas. Así, el desafío planteado por el análisis estructural del lenguaje comporta una alteración de la relación epistemológica que mantiene la lingüística y las ciencias sociales, debido a que se plantea la potencialidad de reconstruir relaciones lógicas –intrínsecas al campo de los elementos de la lengua– en el corazón mismo de lo real (Foucault, 1968c, p. 828). Volviendo a Las palabras y las cosas, cabe afirmar que lo más sobresaliente de su planteo respecto del estructuralismo se halla no solamente en tal caracterización del método, sino en cuán problemático, e incluso equívoco, resulta el modo en que Foucault encara el asunto. La vacilación que rige la mirada que el filósofo destina al método estructural se colige claramente del interrogante que pulsa insistentemente en su planteo, y que no queda respondido con nitidez: ¿constituye el estructuralismo un quiebre en la episteme moderna, o él es tan solo un capítulo de un orden nacido a comienzos del siglo XIX? Es sencillo constatar que en más de 162
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un momento Foucault parece inclinarse por una respuesta negativa17, pero en otras ocasiones se muestra más proclive a la positiva, como sucede en las páginas finales de su libro. De todas maneras, quizá poco importe buscar un diagnóstico definitivo en la obra de 1966; el establecimiento del mismo debía interesar sobre todo a los partícipes de las polémicas acerca de cuán apropiado era el nuevo método estructural18. Por el contrario, lo que sí ha de retener nuestra atención es el entramado de otros puntos problemáticos, otros indicios que develan que la lectura desplegada por Foucault no queda a resguardo de ciertas críticas. Para ello habremos de seguir con cierto detalle el texto clásico de François Wahl, pues allí se desarrollan con cuidado y pertinencia algunas objeciones al contenido de Las palabras y las cosas. La hipótesis principal del libro de Wahl es que una aproximación equivocada al fenómeno del lenguaje es lo que impide a Foucault reconocer una nueva episteme estructuralista. El autor de El nacimiento de la clínica transformaría el método estructural en deudor de un redescubrimiento del ser del lenguaje, cuando en realidad ambos términos se excluyen entre sí. “¿Cómo no advertir que hay una contradicción en el hecho de hacer resurgir una ontología del lenguaje en el momento en que se acaba de discernir que el lenguaje se define justamente por pertenecer a otro registro, sobre el cual ya no tienen agarraderas el ser y el no ser?” (Wahl, 1968, p. 36; cursivas en el original)
En tal sentido,Wahl dirá que Foucault se comporta como un fenomenólogo a la hora de intentar comprender lo que sucede con el lenguaje en la literatura y la lingüística contemporáneas19. A través de tales enunciados Wahl alude a los múltiples pasajes en que efectivamente Foucault caracteriza a la apuesta estructural y a los lenguajes literarios vanguardis “El estructuralismo no es un método nuevo; es la conciencia despierta e inquieta del saber moderno” (Foucault, 1966d, p. 206); véase asimismo el fragmento de la página 293, antes citado, y p. 349. 18 Más aún, desde un punto de vista del abordaje arqueológico, el interrogante mismo carece de sentido, pues, en palabras de Foucault, “...no nos es posible describir nuestro propio archivo, ya que es en el interior de sus reglas donde hablamos...” (Foucault, 1969c, p. 221). 19 “Buscar como fenomenólogo, es decir, más acá del estructuralismo, el ser del lenguaje definido por el estructuralismo es un proyecto contradictorio, que no puede asignar al ser otra posición que la de resto...” (Wahl, 1968, pp. 44-45; cursiva en el original). 17
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tas del siglo XX como un designio por dar con el ser del lenguaje20. Una tal caracterización se repite con insistencia cuando nos aproximamos al cierre del libro de 1966 –en consonancia con ello, Edgardo Castro interpretará la caída de esa ontología de la literatura como uno de los puntos de clivaje que separan Las palabras y las cosas del siguiente libro de Foucault (Castro, 1995, p. 234). De todas formas, la crítica de Wahl no se detiene allí, pues la denegación de la estructura efectuada por Foucault se prolongaría –y se basaría– en una objetable lectura acerca de la signifiación de la obra de Ferdinand de Saussure. ¿Qué expone Foucault sobre el padre de la lingüística moderna? Saussure aparece en Las palabras y las cosas cuando se sopesa la importancia del tópico de la binaridad del signo. Ésta, elaborada por la Lógica de Port Royal, marca el punto cero de la naturaleza representacional de lenguaje. Respecto de ello, Foucault sugiere aproximar la binaridad del siglo XVII y la enseñanza de Saussure. “...a partir del siglo XVII se preguntará cómo un signo puede estar ligado a lo que significa. Pregunta a la que la época clásica dará respuesta por medio del análisis de la representación; y a la que el pensamiento moderno responderá por el análisis del sentido y la significación. Pero, de hecho, el lenguaje no será sino un caso particular de la representación (para los clásicos) o de la significación (para nosotros) (...) Es una inmensa reorganización de la cultura cuya primera etapa será la época clásica, y quizá la más importante, ya que es ella la responsable de la nueva disposición en la cual nos encontramos presos aún...”(Foucault, 1966d, pp. 50-51)
Desde el punto de vista de Foucault, Ferdinand de Saussure no produce una ruptura respecto de la concepción binaria vigente desde la época clásica, pues el sistema del primero precisa del elemento representacional. Veamos uno de los pasajes decisivos del libro de 1966: “... última consecuencia que llega, sin duda, hasta nosotros: la teoría binaria del signo, que fundamenta, a partir del siglo XVII, toda la ciencia general del signo, está ligada, de acuerdo con una relación fundamental, con una teoría general de la representación. Si el signo es el simple y puro enlace de un significante y un significado (enlace arbitrario o no, impuesto o voluntario, individual y colectivo), de todas maneras la relación sólo puede ser establecida
Véase sobre todo (Foucault, 1966d, pp. 298-299).
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en el elemento general de la representación: el significante y el significado no están ligados sino en la medida en que uno y otro son (han sido o pueden ser) representados y el uno representa de hecho al otro.” (Foucault, 1966d, p. 73)21
El interrogante que cabe anteponer a esos desarrollos es el siguiente: ¿es cierto que “... Saussure no pudo escapar a esta vocación diacrónica de la filología sino restaurando la relación del lenguaje con la representación...” (Foucault, 1966d, p. 287)? A lo largo de todas estas citas, en cada una de las ocasiones en que Foucault se refiere a Saussure o a la lingüística estructural, no deja de recordar que aún se permanece en la representabilidad prescrita por la binaridad del signo. Sin embargo, el punto que Foucault no llega a resaltar –según Wahl y Milner– es la ruptura que el signo saussureano o estructuralista supone respecto del signo clásico. Si esta binaridad impuso al pensamiento clásico la pregunta por la forma en que una cosa representa a otra, el asunto de la arbitrariedad del signo es, según François Wahl, por entero disímil a partir del estructuralismo, ya que la arbitrariedad no se refiere a la forma en que dos entidades distintas conforman un signo, sino que ella connota simplemente que no hay nunca signos, sino lenguas, definidas como estructuras irreductibles a las conexiones particulares que se establecen entre sus componentes (Wahl, 1968, p.49). En opinión de este último autor, desde el instante en que es necesario atender al sistema del lenguaje en su conjunto –entendido como la totalidad que engloba tanto la integridad de los significantes como la de los significados, así como la de las correlaciones que entre esos dos órdenes se establecen–, pierde sentido la pregunta por el origen, fidelidad o modalidad en que dos entidades se relacionan mediante el signo. Recuperar el asunto de la motivación significa recaer en la figura de la conexión término por término, cuando en realidad la lingüística moderna ha de-
Hacia el final de la obra, leemos: “...nada nos prueba que este sacar a luz los elementos o la organización que jamás son dados como tales a la conciencia haga escapar a las ciencias humanas a la ley de la representación. (...) ...la pareja significación-sistema es lo que asegura a la vez la representabilidad del lenguaje (como texto o estructura analizados por la filología y la lingüística) y la presencia cercana pero retirada del origen (tal como se manifiesta como modo de ser del hombre por la analítica de la finitud).” (Foucault, 1966d, p. 351; véase también p. 292). Por otro lado, otros autores objetarán de un modo similar la pretensión del estructuralismo de prescindir de toda hermenéutica para constituir algo como un significante (véase Eco, 1968, pp. 384-385; Derrida, 1966, pp. 386-387). 21
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mostrado que la lengua no es otra cosa que un sistema de diferencias. He allí, concluye Wahl, el abismo que distancia al siglo XVII del pensamiento de Ferdinand de Saussure (Wahl, 1968, p. 49). Tal y como lo demuestra el mismo crítico, Foucault tampoco estaría en lo cierto al decir que la binaridad del signo sigue condenándonos a permanecer en el dominio de la representación; a partir de Saussure existiría una ruptura radical entre, por un lado, el signo en su sistemática, y por otro, el curso del pensamiento en que aquel se realiza (Wahl, 1968, p. 53)22. En lo que concierne al problema de establecer si el signo saussureano puede o no separarse de la obligatoriedad de permanecer en el orden de lo representacional, también Jean-Claude Milner toma distancia de Foucault. Cuando se pregunta si verdaderamente en Saussure el lenguaje es representativo –es decir, si el significante representa al significado y viceversa–, el lingüista asevera que la problemática es la contraria. Gracias a Saussure la cuestión de la representación quedaría descartada como asunto, ya que a partir de entonces ningún elemento del signo representa a otro sino que está asociado a él, y la cuestión de la cosa que el signo pueda representar no interesa en lo más mínimo (Milner, 2002, pp. 30-31). Las objeciones y críticas dirigidas a las tesis de Las palabras y las cosas echan luz sobre la patente vacilación o equivocidad que atraviesa una parte del planteo acerca del método estructural. Esas salvedades, de todas formas, no hacen mella al fundamento último de la conjetura desplegada por Foucault, según la cual el estructuralismo forma parte de un movimiento más extenso producido en la episteme moderna, por el cual se formula de otra forma la gravitación del lenguaje como recurso de acceso al conocimiento de las cosas. En tal sentido, vale repetir aquí el diagnóstico que adelantamos al comienzo de este capítulo. Es evidente y significativa la diferencia entre el abordaje, pretencioso y vacilante, que Foucault construye acerca del estructuralismo en su libro de 1966 –donde lo que se recalca es que ese movimiento es esencialmente un método que opera una reducción de De todas maneras, cabe agregar que unos años después, durante una conferencia de marzo de 1968 en Túnez, Foucault desligaba a Saussure del terreno de la representación: “...la lingüística saussureana no considera la lengua como una traducción del pensamiento y de la representación […] … el análisis del lenguaje, en lugar de ser remitido a una teoría de la representación o a un análisis psicológico de la mentalidad de los sujetos, se encuentra actualmente colocado en el mismo plano que todos los otros análisis que pueden estudiar los emisores y los receptores…” (Foucault, 1968c, p. 825). 22
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las cosas a su posible función dentro de un sistema simbólico– y el modo en que el filósofo lo caracteriza en las entrevistas que concede por esos mismos años, en las cuales la acometida estructural es menos una metodología sofisticada que una tendencia, fagocitada en un doxa, cuyo rasgo capital es su ataque a los íconos del humanismo23. ¿Método estructural? Entre semiología y experiencia Tal y como decíamos al comienzo de esta sección, el lugar central que le cabe a Las palabras y las cosas en toda discusión sobre el potencial estructuralismo de su autor, se fundamenta no solamente en la riqueza de la interpretación que allí se despliega acerca de ese método, sino en la necesidad de atender a un interrogante distinto, válido solamente en el caso de la obra de 1966: ¿no da cuenta acaso Foucault de estar utilizando la metodología estructuralista, tal y como él mismo decía en una entrevista citada hace instantes? En efecto, dos rasgos del proceder del filósofo, dos tesis que subtienden todo el recorrido del libro de 1966, amenazan con convertir una afinidad metódica lejana en un isomorfismo declarado. El primer punto atañe a la dimensión más conflictiva de la historia construida por Las palabras y las cosas. Nos referimos así a lo que sería capaz de explicar o fundamentar el pasaje de una episteme a otra. La oscuridad que rodea ese asunto fue objeto de las críticas más feroces dirigidas a la empresa arqueológica, sobre todo por parte del marxismo humanista, que confundía la negativa a reconstruir globalmente esos pasajes con negación lisa y llana de la historia24. La suerte de discontinuismo radical encarnado por el pensamiento de Foucault se refleja ejemplarmente en ese punto. De hecho, el filósofo, coherente con su concepción que debe mucho a ciertas ideas de la fenomenología, plantea que aquello que sostiene el pensamiento es una experiencia del orden, imposible de ser traducida según los códigos de su sucesora. Ahora bien, una hipótesis que hallaría sustento en ciertos fragmentos de Las palabras y las cosas reza que aquello que cimienta la alternación de las episteme es una modificación en la concepción del signo. Cada vez que se altera el modo en que los signos representan las cosas y sus rela-
Que en Las palabras y las cosas el estructuralismo sea en esencia un método no quita que allí mismo, en contadas ocasiones, él sea pintado de modo más difuso: “El estructuralismo no es un método nuevo; es la conciencia despierta e inquieta del saber moderno” (Foucault, 1966, p. 206). 24 Ver sobre todo la reseña de Roger Garaudy (Garaudy, 1967). 23
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ciones, se percibe una metamorfosis en el modo en que las cosas acceden al pensamiento. Esta hipótesis sirve a François Wahl, deseoso por señalar qué le falta al libro de 1966 para ser realmente estructuralista, para afirmar que toda episteme comprende una semiología (Wahl, 1968, p. 24). De todas maneras, abrazar esa tesis, según la cual el saber contemporáneo del signo es la clave para leer todo el pasado del saber científico –operando el supuesto que el signo acuñado por la lingüística del siglo XX es el conocimiento por fin adquirido del funcionamiento de todo lenguaje humano, y por ende de todo saber–, ¿no amenaza con reintroducir en el terreno de la historia afanes de continuidad? ¿No conlleva esa hipótesis una refutación de la lección de la arqueología? Retomando los términos de La arqueología del saber, es posible sostener que la empresa arqueológica proscribe la posibilidad de “continuidades ininterrumpidas” en el terreno mismo de la historia del saber (Foucault, 1969c, pp. 20-21). Fuerza la introducción de lo Otro como basamento irreductible del conocimiento.Ya no es posible para la conciencia reapropiarse de su pasado en una tarea de retotalización constante. Lo que fue pensado, y lo que era pensable, pertenecen a un mundo perdido, cuyos rasgos pueden ser establecidos mediante un estudio histórico, pero cuya esencia no puede serle jamás devuelta al sujeto actual. Por ese motivo, decir que toda episteme no es sino una semiología –siendo el decurso de los sistemas de pensamiento pasados el lento perfeccionamiento de aquella– es dar la espalda a la necesidad de concebir la historia de los saberes como el espacio discontinuo de una diferencia25. Ese primer rasgo se continúa en un segundo elemento de aproximación entre el andar de Foucault y el movimiento estructural. ¿No se colige de su libro que la manera en que es concebido el lenguaje en cada época sirve de modelo o esqueleto al modo en que se ordenan las cosas en otros dominios del discurso científico? Para responder a ambos elementos, y a los fines de señalar cuán infructuoso es buscar en ellos un estructuralismo en Foucault, consideramos En su análisis de la relación entre Foucault y el estructuralismo, Allan Megill también sigue de cerca los desarrollos de François Wahl, y los somete a una crítica que resulta similar a la nuestra. En efecto, acusa a Wahl de dar una consistencia inadecuada a la episteme, pues la entiende como un fundamento hecho de elementos, y no en términos de dispersión y exterioridad. Por el contrario, “...para Foucault, no hay fundamentos firmes, no hay un signifié trascendental u original al cual todos los signifiants puedan referirse en última instancia.Y dada la ausencia de un signifié no puede haber ningún signo.” (Megill, 1979, p. 468; los términos en francés figuran en el original). 25
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que lo más acertado es realizar una lectura del prefacio del libro, pues allí el lector encuentra la tarima metodológica en que se desenvuelve todo el razonamiento del filósofo. En la apertura de la obra, el autor establece, en clara sintonía con la etnología estructural, una distinción entre tres dimensiones (Foucault, 1966d, p. 5). La primera de ellas está ligada a los “códigos fundamentales” de un cultura, entre los cuales se cuentan los que gobiernan el lenguaje a través del cual los humanos acceden al conocimiento de los seres. Una segunda dimensión está conformada por las teorías científicas y filosóficas que reflexionan y explican esos órdenes. El tercer registro es el que, poniendo fin a la resonancia con el lenguaje de los etnólogos, apunta al núcleo esencial de la preocupación del filósofo, y hace a las miras de la metodología arqueológica. Ella conforma un estrato intermedio, en el cual una cultura, más allá o más acá de los órdenes empíricos prescritos por sus códigos, se enfrenta al hecho de un orden desnudo. Sería el suelo en que las empiricidades aparecen y pueden ser sometidas a un ordenamiento que las hace pensables. Esa dimensión aporta el terreno mínimo, más acallado y profundo, en el que las cosas adquieren voz y visibilidad. Este estrato ofrece los modos del ser del orden, y desempeña por lo tanto un rol más fundamental. Dado que Las palabras y las cosas busca la reconstrucción de esa dimensión profunda, importa señalar en qué sentido dicha empresa se desarrolla a un costado del paradigma estructural. Por una parte, a los fines de dar con ese suelo epistémico primario, los componentes de los discursos científicos del clasicismo no son aprehendidos como partes de una semiología; no son reducidos a su función dentro de un sistema reglado de intercambios. Es cierto que el sentido o la significación que circula en esos saberes son reenviados a algo que se distingue de un sentido profundo o de una entidad de la cual emanarían; es cierto que responden a la pulsación prescriptiva de un orden. Pero la estofa de ese orden no es significante. Él permite, ciertamente, la emergencia de un sentido, pero sus componentes nada tienen que ver con un sistema de elementos covariantes o reductibles a su función semiótica. De hecho, tras el contenido de los enunciados se busca la existencia de un primer ordenamiento que dictamina bajo qué cariz los seres existen para ese conocimiento. Para ello resulta esencial el modo en que las palabras representan las cosas, pero la teoría del signo aceptada y aplicada en un determinado contexto discursivo es solamente una reflexión científica sobre un ordenamiento más profundo –respecto del cual toda semiología o lingüística es un efecto o un partícipe–, mas no una determinación. No 169
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podría haber episteme estructuralista, y no puede aplicarse ese método para describir las epistemes, pues en su carácter de paradigma científico jamás puede portar la prerrogativa de fundar el suelo en el que él, al igual que todas las ciencias, encuentra su posibilidad de acción. Por otra parte, importa recordar que ese estrato silencioso es descrito por Foucault como una experiencia. Allende las resonancias fenomenológicas que esa noción despierta, urge subrayar que no por descuido el autor elige ese término para señalar el objetivo de su arqueología. La episteme rebasa toda teoría del signo, pues ella nace de un ordenamiento que, reflejado nítidamente por el modo en que se caracteriza en ese entonces todo lenguaje posible, es irreductible tanto a las palabras como a las cosas. Si la lección del estructuralismo había sido que la experiencia humana, o al menos cuanto de ella tenía que ver con la significación, era reductible a un sistema simbólico, la premisa de Foucault invierte la fórmula: incluso lo más simbólico del hombre, su capacidad de nombrar las cosas y de fabricar discursos científicos, depende de una experiencia –la cual, huelga decirlo, no tiene nada que ver con una vivencia ni atañe al sujeto como entidad primaria. Tercer momento. Memoria de los histriones “No he querido, pues, llevar más allá de sus límites legítimos la empresa estructuralista. (...) no he empleado una sola vez el término ‘estructura’ en Las palabras y las cosas. Pero dejemos (...) las polémicas a propósito del ‘estructuralismo’, que sobreviven trabajosamente en unas regiones abandonadas ahora por los que trabajan; esa lucha que pudo ser fecunda no la sostienen ya más que los histriones y los feriantes.” (Foucault, 1969c, p. 336)
Esta tercera sección tendrá por cometido responder a la pregunta que insiste veladamente desde el inicio: ¿es válido ubicar a Foucault dentro de la corriente estructural? Más allá del impacto y la repercusión que pudieran haber tenido sus declaraciones en entrevistas, más allá de la equivocidad que el término estructura podía tener en sus enunciados, ¿se hace justicia a su pensamiento cuando se lo aproxima a ese paradigma? Ya no se trata de la posibilidad de inscribir su nombre en un movimiento definido de forma imprecisa, capaz de alojar en su interior a figuras muy disímiles; tampoco se trata de hacer eco a la caricatura con que comenzaba nuestro escrito, y ubicar al filósofo en una moda mal delimitada. En la primera sección vimos que una caracterización laxa o apresurada del 170
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estructuralismo –tal y como lo fue la descripción que por momentos Foucault explicitó en sus entrevistas– hizo posible que muchos, con o sin animosidad, ubicaran al autor de El nacimiento de la clínica dentro de la metodología estructural26. Ahora bien, ¿qué sucede cuando afinamos nuestra lente?, ¿qué sucede si partimos de una definición metodológica acotada del estructuralismo? De todas maneras, antes de proceder a esa indagación, valga aquí un pequeño paréntesis a los fines de comentar el texto de Gilles Deleuze acerca del estructuralismo (Deleuze, 1967). Que los peores textos sobre el movimiento estructural, y en base a una mala definición de ese paradigma, incluyan a Foucault como un integrante de aquella corriente, no es algo que haya de sorprendernos. Ello sucede sobre todo en el caso de François Dosse (1992a;1992b). Lo que sí sorprende es el modo en que el pensamiento de Foucault es reinterpretado por Deleuze en su escrito. Esas páginas del autor de Lógica del sentido constituyen uno de los mejores ensayos acerca del método estructural.Y por ello mismo resulta problemático que allí se quiera hacer de Foucault un representante del método de la estructura. Sería sencillo demostrar que casi ninguno de los criterios discriminados por Deleuze caracterizan con justicia los textos de su contemporáneo. Por caso, es más que objetable el intento realizado por Deleuze de equiparar la función de la casilla vacía, tan esencial para los análisis lingüísticos o etnológicos estructurales, con el lugar del rey que Foucault esboza en su análisis de Las meninas de Diego Velázquez. Así como es dable afirmar que las declaraciones del propio Foucault aportaron el sustento para el malentendido que identificó su obra con
Didier Eribon tuvo el tino de recordar que incluso los lectores más entusiastas y atentos de Foucault lo identificaron en algún momento como estructuralista (Eribon, 1994, p. 230). Un caso que nos parece ejemplar es el de Roland Barthes. En su reseña del libro sobre la locura, el semiólogo dice que el análisis de Foucault es estructural debido a que demuestra la existencia de una totalidad funcional (articulación sincrónica de elementos), que a su vez es definida como una forma transhistórica (la locura en tanto otro de la razón) (Barthes, 1961, pp. 234-235). Como vemos, esa caracterización vaga del estructuralismo, que luego reaparece en los textos de Foucault analizados en nuestra primera sección, permitía incluir en ese movimiento a obras que en realidad no aplicaban el método estructural. En tal sentido, cabe medir la falsedad de una de las observaciones de Barthes acerca de Historia de la locura en la época clásica: “…el vínculo que une la fundación del Hospital General a la crisis económica de la Europa de comienzos del siglo XVII o por el contrario el que une el retroceso del internamiento al sentimiento más moderno de que la reclusión masiva no puede resolver los problemas nuevos del paro (fines del siglo XVIII), son vínculos esencialmente significantes” (Barthes, 1961, pp. 233-234). 26
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el estructuralismo, del mismo modo es justo reconocer que sus páginas mismas se encargaron, con total precisión, de demostrar hasta qué punto su empresa intelectual poco o nada tenía que ver con el concepto de estructura de los estructuralistas. En efecto, cuando Foucault, un poco cansado de las polémicas acerca del humanismo, decide mirar hacia atrás e intenta definir cómo había procedido en sus libros de la década de 1960, o más bien, cuando decide esclarecer qué tipo de análisis sus textos habían encarado o al menos posibilitado, en ese entonces puede sin dificultades comprobar de qué manera su arqueología (aun si por momentos su sentido era escurridizo) jamás se había servido de los métodos estructurales. En tal sentido, en esta sección revisaremos los textos en los que el filósofo ha rechazado todo parentesco con el estructuralismo, poniendo el énfasis no en la violencia de esa impugnación, sino en los argumentos que amparaban ese diagnóstico de asumida orfandad. El texto esencial para ese cometido es, obviamente, La arqueología del saber, concluido a mediados de 1967 y publicado en marzo de 1969. En ese extraño libro Foucault intenta definir el terreno en que se mueve su método arqueológico, describiendo sus componentes y las relaciones que mantiene con disciplinas como la lógica o la historia de las ciencias. Recurriremos asimismo a dos escritos que constituyen una suerte de borrador de la obra de 1969, así como a entrevistas y publicaciones marginales de ese mismo período. Cuando Foucault explicita el espacio en que se desenvuelve el proceder arqueológico, saltan a la vista las presuntas similitudes que su metodología presentaría con el abordaje estructural27. En ese nivel del utillaje metodológico –y allí se resumen los cincos elementos comentados en el apartado primero de este capítulo–, los puntos de contacto serían tres. Primero, en ambos casos se trataría de describir los fenómenos de lenguaje como dimensión relativamente autónoma; es decir, es posible analizar las producciones significativas prescindiendo de toda remisión a la intención del autor, y dejando de lado toda preocupación por la adecuación de lo dicho con un referente fáctico28. La apuesta por hallar En lo que concierne a esta confrontación entre la arqueología de Foucault y el estructuralismo, seguimos de cerca el temprano análisis realizado por Dreyfus y Rabinow; respecto de ese punto, su libro sigue siendo una referencia ineludible (Dreyfus & Rabinow, 1982, cap. 3). 28 En rigor de verdad, una justa apreciación de ese aspecto en el pensamiento de Foucault exigiría una lectura de sus textos sobre literatura, redactados a lo largo de la década del ’60, el principal de los cuales es su ensayo sobre Raymond Roussel. En ellos 27
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los elementos intrínsecos a las producciones de lenguaje sería entonces un primer punto de entrecruzamiento entre sendos métodos. El segundo estaría dado por la finalidad de reconstruir regularidades que comandan la conformación, aparición o desaparición de los fenómenos discursivos. En tercer y último lugar, en los dos casos se trata de demostrar que un elemento significativo siempre está determinado por el sistema en que emerge, cuya operatoria es inconsciente. En el caso de Foucault, y tal y como lo afirma Michel de Certeau, el sentido es siempre analizado a partir de relaciones establecidas entre proposiciones, instituciones y teorías (de Certeau, 1967, p. 182)29. De todas maneras, esas confluencias son solamente aparentes o superficiales, y el propio Foucault presenta en diversos momentos de su obra de 1969 la distancia que su propuesta toma respecto del movimiento estructural. En tal sentido, muchos años después dirá que La arqueología del saber constituía un trabajo realizado “...en eco con las discusiones sobre el estructuralismo, el cual, según mi parecer, había introducido un gran problema y una gran confusión en los espíritus” (Foucault, 1980, p. 72).Ya en la introducción del libro, cuando presenta la alteración que se ha producido en el terreno de la historia a partir de la redefinición del documento –y la consecuente valorización del problema de las series, las discontinuidades y las correlaciones entre dominios o temporalidades distintas–, el autor afirma que esa situación ha acarreado la necesidad de construir nuevas metodologías de estudio, afines a los aportes de la lingüística o la etnología. A tal respecto agrega: el filósofo construye una verdadera teoría sobre el lenguaje literario, cuya resonancia con las implicancias filosóficas de la arqueología no puede ser subestimada. Ese corpus merece sin dudas un tratamiento aparte –a resultas del cual saldría reforzada nuestra tesis sobre la diferencia entre la filosofía de Foucault y el método estructural–, y por ese motivo no ha sido abordado aquí. 29 Otro parentesco metodológico, más frágil, estaría signado por el hecho de que tanto Foucault como el estructuralismo analizan el funcionamiento sincrónico de los elementos de un sistema, sin preocuparse por dar cuenta del modo en que tal sistema ha nacido, ni de la manera en que un conjunto reemplaza a otro. Esa caracterización del proceder de Foucault –esgrimida como principal objeción por parte de los lectores más críticos de Las palabras y las cosas (Balan, 1968; Burgelin, 1967; Margolin, 1967)– es refutada en realidad por todos los textos del filósofo, en los cuales, en rigor de verdad, el interés recae en la reconstrucción de los reordenamientos que hacen posible el pasaje de un orden a otro. En el prefacio de Las palabras y las cosas Foucault lo formulaba de este modo: “…la arqueología (…) define los sistemas de simultaneidad, lo mismo que la serie de las mutaciones necesarias y suficientes para circunscribir el umbral de una nueva positividad” (Foucault, 1966d, p. 8).
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“A estos problemas se les puede dar muy bien, si se quiere, la sigla de estructuralismo. Con varias condiciones, no obstante: están lejos de cubrir por sí solos el campo metodológico de la historia, del cual no ocupan más que una parte (...); salvo en cierto número de casos relativamente limitados, no han sido importados de la lingüística o de la etnología (según el recorrido frecuente hoy), sino que han nacido en el campo de la historia misma...” (Foucault, 1969c, p. 18)
En diversos pasajes de esa introducción Foucault intenta desmarcar su empresa del estructuralismo, señalando que el hallazgo de estructuras que determinan los fenómenos humanos fue una adquisición del desenvolvimiento de la historia –dentro de la cual él obstinadamente inscribe su obra–, y no una trasposición desde las ciencias de la lengua30. De todas maneras, a los fines de demostrar la falacia que supone aproximar su arqueología al método estructural, recurriremos más bien a los dos textos que hacen las veces de borradores del libro de 1969. El primero de ellos resulta de la respuesta que Foucault envío a unas objeciones y preguntas realizadas por la revista Esprit (Foucault, 1968d). El segundo borrador de La arqueología del saber está dado por la respuesta que Foucault redactó a los interrogantes planteados por el Cercle d`épistémologie, referidos a algunos elementos de la metodología desplegada en los libros de la década de 1960 (Foucault, 1968e). El primer punto que el filósofo aborda atañe a un elemento esencial para nuestra argumentación; allí aclara que, en tanto que su interés esencial es definir cómo se individualiza un discurso, no apela para ello a la reconstrucción del sistema lingüístico del cual depende (Foucault, 1968d, p. 674). En cambio, echa mano para ello, según leemos en el primero de los ensayos, a tres criterios: de formación, de transformación y de correlación de un determinado conjunto de enunciados. Tanto en estos escritos como en el libro de 1969 lo más desarrollado es lo atinente al primer criterio, que reza que será posible reconocer la exis-
“No se trata de transferir al dominio de la historia, y singularmente de la historia de los conocimientos, un método estructuralista que ya sido probado en otros campos de análisis. Se trata de desplegar los principios y las consecuencias de una transformación autóctona que está en vías de realizarse en el dominio del saber histórico. Que esta transformación, los problemas que plantea, los instrumentos que utiliza, los conceptos que en ella se definen y los resultados que obtienen no sean, en cierta medida, ajenos a los que se llama análisis estructural, es muy probable. Pero no es este análisis el que, específicamente, se halla en juego” (Foucault, 1969c, p. 25). 30
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tencia de un discurso cada vez que se pueda determinar el sistema disperso de operaciones a través de las cuales una serie de enunciados forma sus objetos epistémicos, sus conceptos y sus opciones teóricas. En ello es claro que la suerte de performatividad que Foucault reconoce al lenguaje –y ése quizá pueda ser considerado un cuarto punto en que la arqueología confluye de forma liminar con el estructuralismo– no tiene nada que ver con la capacidad creativa y coactiva de los sistemas significantes que aísla cualquier método estructural. Más aún, esa neta diferenciación se aprecia con nitidez si ahondamos un poco en este tópico, y recordamos el concepto de referencial que Foucault elige para nombrar aquello con lo que se liga todo enunciado. Veamos cómo propone individualizar la unidad de un discurso cuyo objeto sería la locura: “La unidad de los discursos sobre la locura no está fundada en la existencia del objeto ‘locura’, o la constitución de un horizonte único de objetividad; es el juego de reglas que hacen posibles, en una época dada, la aparición de descripciones médicas (con su objeto), la aparición de una serie de medidas discriminatorias y represivas (con su objeto propio), la aparición de un conjunto de prácticas codificadas en recetas o en medicaciones (con su objeto específico); es, entonces, el conjunto de reglas que dan cuenta, menos del objeto mismo en su identidad, que de su no coincidencia consigo mismo...” (Foucault, 1968e, p. 712)
Es claro que la performatividad que se asigna al discurso es radicalmente ajena al potencial determinante que el estructuralismo reconoce al sistema de signos. Y lo mismo vale para el resto de los elementos que Foucault engloba bajo el epíteto de formación discursiva (Foucault, 1969c). Siguiendo ese razonamiento, Foucault dice que la episteme sería el suelo que ampara las relaciones entre los discursos así definidos; y, al contrario de lo que suponía Wahl, caracteriza a la episteme como algo muy distinto a una estructura formal: “No he descrito tampoco la emergencia y el eclipse de una estructura formal que reinaría, un tiempo, sobre todas las manifestaciones del pensamiento” (Foucault, 1968d, p. 677). En efecto, un abordaje formalista de inspiración estructural tendría como fin determinar de qué manera los elementos que conforman un sistema de signos (sus reglas, sus significantes) determinan lo que puede ser dicho o significado por los agentes de la comunicación. Por el contrario, el abordaje arqueológico no se interesa por la posibilidad de un decir, sino por 175
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el hecho de que tal enunciado, y no otro, haya aparecido en el momento en que lo hizo; es cierto que estudia la decibilidad, pero no por el lado de las reglas formales y universales del sistema significante, sino por el sesgo de una determinación de las reglas que permitieron que esa secuencia de términos emergiese31. Lo importante es que esas reglas no se hallan en la lengua, sino que hacen, por caso, al estatuto del sujeto que enuncia, o a las determinaciones (discursivas o no discursivas) que habilitan que tal recorte de lo real sea pasible de ser objeto de un discurso32. La notoriedad de las diferencias que distancian ambos métodos es lo que permite a Foucault decir, en una breve nota al pie del primer escrito: “¿Es necesario aclarar todavía que no soy eso que se llama “estructuralista”?” (Foucault, 1968d, p. 682n). Es decir que la tarea de individualización de los discursos toma en su proyecto la forma de una deducción de regularidades que apuntan, no a invariantes atemporales y válidas para todo intento significativo, sino a operaciones y prácticas que determinan que, sin mediar alteraciones en la lengua o en el sistema significante, ciertos enunciados sean indecibles en determinado momento, o a la inversa, que ciertas secuencias de palabras hayan podido emerger en un instante preciso. Por ese motivo, Foucault, en una parábola muy esclarecedora, definirá el campo discursivo como la diferencia que siempre media entre aquello que puede ser dicho, en una lengua que obedece a sus reglas formales, y aquello que efectivamente se dice (Foucault, 1968d, p. 685). Esta insistencia en circunscribir las formaciones discursivas por las prácticas y operaciones que se ponen en juego para delimitar objetos, conceptos, enunciaciones; esa pretensión de describir los discursos científicos por fuera de sus reglas formales, por fuera de la intencionalidad, por momentos parece fundarse solamente en un pragmatismo un poco desprovisto de método. En palabras de Edgardo Castro, una vez que Foucault, luego de Las palabras y las cosas, abandona una ontologización de la literatura –y no queriendo sustentar su método en los recursos de la Este punto está claramente presentado en (Foucault, 1968e, pp. 705-706). “...lo que yo analizo en el discurso no es el sistema de su lengua, ni de una forma general las reglas formales de su construcción: pues yo no me preocupo por saber lo que la torna legítima o le otorga su inteligibilidad y le permite servir en la comunicación. La temática que yo abordo es aquella referida, no a los códigos, sino a los acontecimientos: la ley de existencia de los enunciados, lo que los ha tornado posibles –a ellos y a ningún otro en su lugar; las condiciones de su emergencia singular; su correlación con otros acontecimientos anteriores o simultáneos...” (Foucault, 1968d, p. 681). 31 32
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fenomenología ni del estructuralismo–, no cuenta con otra salida que una pragmática de la verdad, que será claramente explicitada en su siguiente texto metodológico (Castro, 1995, p. 234). Nos referimos a su clase inaugural en el Collège de France, donde, sin ensayar un recupero de su metodología arqueológica, sienta las bases de una renovación de su proyecto. La descripción de los discursos allí propuesta se basa esencialmente en la utilización de conceptos ligados a un lenguaje de la estrategia y las relaciones de poder, y el núcleo del análisis se dirige a la localización de los procedimientos y operaciones que limitan y controlan quién habla, qué dice, bajo qué resguardo institucional, etc.Y no es casual que en un horizonte así definido, donde ya no se insiste siquiera en la posibilidad de hallar regularidades que explican la modalidad de existencia de los enunciados, tenga como corolario una impugnación lisa y llana de toda mención del estructuralismo: “Y ahora que los que tienen lagunas de vocabulario digan –si les interesa más la música que la letra– que se trata de estructuralismo” (Foucault, 1971, p. 68)33. En síntesis, los escritos metodológicos de fines de los ’60 extreman el abismo que Foucault abre entre su pensamiento y el método estructural. La puesta en práctica de su maquinaria arqueológica lo condujo, a la altura del prefacio a Las palabras y las cosas, a hallar el basamento del discurso en una experiencia del orden que se ubica siempre más acá de todo ordenamiento semiológico. La comprobación del terreno recorrido por esa maquinaria, o más bien el intento de teorización del carril en que ella se había movido, desembocó en la antesala o germen de una pragmática del decir verdadero, en la cual se palpa aún más su decisión de dejar en el olvido las cavilaciones sobre presuntas estructuras. La lente que él ha construido para revisar el archivo de nuestra razón es un prisma que debe más a la lección de la historia crítica que a la lingüística moderna. El objeto de conocimiento, el sujeto que habla, los espacios en que los elementos epistémicos adquieren posibilidad, las miradas que ordenan los seres con solo dirigirles su haz de luz, todos esos estratos de la indagación En el prefacio a la edición inglesa de Las palabras y las cosas Foucault emplea el mismo cinismo para reiterar su hartazgo al ver su nombre asociado al método estructural: “En Francia, ciertos «comentadores» limitados [bornés] insisten en colocarme la etiqueta de «estructuralista». No he logrado dejar asentado en sus mentes estrechas que yo no he utilizado ninguno de los métodos, ninguno de los conceptos o de las palabras claves que caracterizan el análisis estructural. Agradecería a un público más serio que me liberase de una asociación que –es cierto– me hace honor, pero que no he merecido” (Foucault, 1970, p. 13). 33
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de Foucault de la década de 1960, fueron conceptualizados y ejecutados por un pensamiento que partía de la premisa según la cual siempre es necesario que una experiencia advenga para que ver y decir sean posibles. Ni la factibilidad de esa experiencia, ni sus prescripciones, eran analizadas como elementos de un sistema simbólico. Palabras finales34 En el transcurso de una de sus últimas entrevistas, Foucault emitía un parecer que, funcionando como inquietante contrapunto de la declaración que insertamos como epígrafe al inicio de este capítulo, resulta un buen cierre para nuestro recorrido: “No estoy seguro de que sea muy interesante intentar redefinir lo que en esa época se llamó el estructuralismo” (Foucault, 1983, p. 431)35. Esas palabras pueden ser una correcta clausura de nuestro escrito por diversos motivos. Primero, en razón de su contenido: en efecto, a lo largo de esa conversación, en continuidad con similares declaraciones anteriores, y en sintonía con el trasfondo de las tesis de Las palabras y las cosas, Foucault sostiene que a fin de cuentas el paradigma estructural fue meramente una manifestación de un proceso mucho más vasto, consistente en el desarrollo y la implementación de métodos formales en diversos dominios científicos y artísticos. La emergencia de una cultura formalista a comienzos del siglo pasado supuso una alteración radical del modo en que se concibió el orden de las cosas, siendo el estructuralismo un mero partícipe, por momentos prematuro y desdibujado, de esa novedosa corriente. En tal sentido, esa aseveración es pasible de operar un desenlace de este escrito debido a que ella posibilita redefinir el nexo entre el pensamiento de Foucault y el método estructural. De hecho, el pensamiento y la obra de Michel Foucault hallan su reflejo o su sintonía menos en la implantación francesa de ese paradigma de la estructura, que en la prosecución, en el terreno de la historia de las ideas, de aquella vasta pesquisa de formalismos. Todos sus escritos de la década del ’60 se caracterizan por reconstruir las regu-
Debo algunas de las ideas expuestas en estas consideraciones finales a reiteradas conversaciones con Pablo Vitalich Sallán. 35 En una entrevista realizada en Paris y publicada en Japón en 1976, Foucault decía ya algo similar: “En todo caso, yo no tengo ninguna relación con el estructuralismo y no he utilizado jamás el estructuralismo para análisis históricos. Para ir más lejos, diría que yo ignoro el estructuralismo y que él no me interesa” (Foucault, 1976, p. 80). 34
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laridades que, al interior de dominios discursivos precisos, determinan cuanto puede ser visible y decible para los sujetos de pensamiento. El exacerbado tenor formalista de La arqueología del saber, cuyas prescripciones a veces se ajustan mal a los libros predecesores, no es el falseamiento de un recorrido intelectual, sino solamente su puesta al extremo. Actúan en Foucault los rasgos esenciales de ese formalismo, fundamentalmente la puesta en suspenso de las categorías antropológicas y fenomenológicas para comprender la producción de sentido. Y el hecho de que allí estén ausentes los criterios mínimos del método estructural –la reducción de los fenómenos a su funcionamiento en un sistema de signos, el binarismo, la co-variación, etc.– basta para desterrar toda duda sobre la presunta adscripción de Foucault al paradigma propiamente dicho. Lo antedicho serviría sin duda para caracterizar la obra metodológicamente más prolija. El afán formalista de El nacimiento de la clínica da pie a una reconstrucción histórica impecable, la precisión de cuyas demostraciones hace que ese texto no haya recibido nunca una impugnación sostenible por parte de los historiadores de la medicina. Los elementos que allí hacen las veces de ordenadores del saber médico no son jamás tratados en su calidad de significantes, y esa mínima evidencia basta para abrir un abismo entre el método puesto en marcha realmente en el libro y el estructuralismo que el prefacio engañosamente prometía36. En la obra de 1963 se restituían los rasgos esenciales de una experiencia médica consolidada a fines del siglo XVIII, en la cual el campo de lo observable era absolutamente reductible al lenguaje y a la sintaxis que lo describía (“La armazón de lo real está dibujada de acuerdo con el modelo del lenguaje” [Foucault, 1963, p. 140])37. Se desliza allí el riesgo del mismo malentendido que generó el análisis histórico más pretencioso de Las palabras y las cosas: en ambos casos una mirada histórica hallaba a fines del siglo XVIII un re-
“¿No es posible hacer un análisis estructural del significado, que escape a la fatalidad del comentario dejando en su adecuación de origen significado y significante? Será menester entonces tratar los elementos semánticos (...) como segmentos funcionales que forman gradualmente sistema. (...) Se desearía intentar aquí un análisis estructural de un significado –el objeto de la experiencia médica– (...) La clínica es a la vez un nuevo corte del significado, y el principio de su articulación en un significante en el cual tenemos la costumbre de reconocer, en una conciencia adormecida, el lenguaje de una ciencia «positiva»” (Foucault, 1963, pp. 12-13). 37 Como es sabido, Condillac fue quien brindó a esa medicina la epistemología que habilitaba tal superposición entre los fenómenos descriptibles y el análisis de la lengua (Véase Moravia, 1972). 36
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cubrimiento mutuo del discurso y lo real, comparable, mas no idéntico, al que el estructuralismo propugnaba en la segunda posguerra. En el espacio de esa similitud se quiso ver ciegamente la aplicación de un método de las estructuras. Alcanza con regresar a El nacimiento de la clínica para comprobar que los acontecimientos fundamentales del proceso reconstruido no son nunca analizados en términos de alteraciones en el sistema significante. Por ejemplo, la forma en que Foucault describe el impacto que tuvo la doble abolición de los hospitales y las universidades a fines del siglo de las luces, no debe nada a la semiología (Foucault, 1963, p. 104). Volviendo a la cita mencionada al comienzo de esta conclusión, podríamos afirmar que el estructuralismo fue quizá solamente un segmento de una intuición esencial del siglo XX, merced a la cual las zonas laterales del positivismo, los fenómenos que parecían destinados a escapar por siempre de todo naturalismo (el parentesco, la moda, los sueños), podían ser analizados como dimensiones lógicamente articuladas. Lejos de ser los síntomas de una irracionalidad más o menos inconstante, esos hechos respondían de lleno al orden de una Razón que, socavada, invertida y cuestionada, planeaba de todas formas sobre esos márgenes. Foucault no hizo tal vez más que prolongar esa intuición –él la definió más bien como la “conciencia despierta del saber moderno”– hacia el terreno más erizado de los discursos humanos; pero en esa extensión su pensamiento no se dejó arrastrar por el entusiasmo estructuralista. Los textos de Foucault sugieren que es preciso distinguir, por una parte, lo que el estructuralismo significó para los intelectuales de la posguerra, quienes presentían la importancia que podían portar investigaciones más o menos dispersas –provenientes de la etnología, la semiología o el psicoanálisis, y atravesadas por un intento de formalización que reñía severamente con la hermenéutica más clásica– en lo atinente a la redefinición del sujeto, la determinación o la libertad; y por otra parte, el modo en que, merced a la mirada del historiador o de ciertos espectadores menos involucrados en aquel entusiasmo, el estructuralismo puede y debe ser restringido a una metodología sofisticada ligada a los sistemas simbólicos. Foucault estuvo involucrado, y con fervores igualmente encendidos, tanto en aquella pasión antihumanista como en la serenidad que supo diferenciar entre un método y arrebatos quizá necesarios. La segunda razón por la cual la declaración de 1983 sirve de apropiado fin a este ensayo hace a una cuestión de forma que ha teñido acalladamente todo nuestro análisis. Me refiero con ello a lo siguiente. Hemos 180
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dado una relevancia casi exclusiva a las propias aseveraciones de Foucault acerca del estructuralismo, como si sus opiniones y arrepentimientos alcanzasen para zanjar todos los interrogantes acerca de la afinidad entre sus tesis y el movimiento estructural. Esa observación es válida sobre todo respecto de la primera sección. Hemos procedido de ese modo pues valoramos el rédito que el análisis de esos fragmentos podía arrojar sobre aquellos interrogantes. Aun si en las secciones subsiguientes hemos actuado con más cautela al ofrecer una lectura menos literal de las hipótesis y la metodología desplegados por Foucault en sus escritos de la década del ’60, persiste una duda que, alimentada por la contradicción existente entre el primer epígrafe y la última cita, deviene apremiante. ¿Es posible construir una figura coherente, una secuencia prolija, que aloje las disímiles posiciones que el método estructural ocupa en el decurso intelectual de Foucault? La diversidad de definiciones construidas por el filósofo acerca de ese paradigma, las divergentes valoraciones que emitió sobre él, destierran todo intento por erigir un retrato aséptico y sin fisuras del parentesco entre ambas empresas. Más allá de las lecturas apresuradas que quisieron ver en Las palabras y las cosas el fundamento de una filosofía estructuralista –la equivocación de esa descripción se amparó siempre en definiciones vagas del paradigma–, y más allá del rol capital desempeñado en ese libro por la hipótesis acerca de la localización epistémica de esa corriente científica, no existieron entre Foucault y esta última otra cosa que afinidades superficiales, retroalimentaciones metodológicas e isomorfismos tácticos. Es precisamente una toma en consideración de la importancia de las estrategias en el pensamiento de Foucault lo que explica la ubicuidad del estructuralismo en sus textos. Se aproximó a él, se nutrió de sus obras, cuando le fue necesario hallar aliados en su lucha contra las filosofías dialécticas o de la conciencia. Pero su labor de historización de los sistemas de pensamiento, centrada en el análisis de las regularidades que gobiernan la dispersión de enunciados, pudo tranquilamente proseguir su surco sin la hermandad molesta de los reveladores de signos.
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“En efecto: la filosofía, que pretende dejar enunciada para siempre la Verdad de las cosas, presenta esta característica –de hecho paradójica– de ser, por esencia, conflictiva, y ello perpetuamente. Kant dijo de la filosofía –la anterior a la suya, claro– que era un campo de batalla” (Althusser, 1976: 25)
Medir la distancia que separa o aproxima el pensamiento de un autor a un punto más o menos determinado suele no ser una tarea sencilla, menos aún ecuánime. Reflexionar en torno a las divergencias y puntos de contacto entre Louis Althusser y el estructuralismo en un tiempo distinto a aquel en donde esta polémica se suscitó y desplegó, complejiza la tarea, aun si tenemos la ventaja de contar con su obra completa y con un variado cuerpo de estudios críticos. Louis Althusser, personaje controvertido, militante, teórico, científico, nos recuerda, en su teoría del leer desarrollada a partir de Marx, que no existe lectura inocente, y con ello nos obliga a declarar de qué lectura somos culpables. Esta culpabilidad no se vincula a una extralimitación, tampoco se relaciona con una transgresión que merezca algún tipo de punición; ella, en su carácter de inexpurgable, invita tan sólo a asumir la intencionalidad que, disfrazada de pregunta, gobierna toda lectura. En nuestro caso podríamos formularla, esquemáticamente, del siguiente modo: ¿Cómo se configura el campo de batalla en el que se posiciona el pensamiento de Althusser? ¿En qué trazos de su prosa puede avistarse la huella del estructuralismo? ¿En qué puntos produce él su diferencia
Es doctoranda en Ciencias Sociales (UBA, CONICET), Magister en “Comunicación y cultura” (UBA). Actualmente desarrolla sus actividades de investigación en el Instituto Gino Germani (Facultad de Ciencias Sociales, UBA). *
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respecto de aquellas posiciones? ¿En qué constelaciones conceptuales se congregan sus nociones? Valga aquí una aclaración: nuestro artículo no persigue el objetivo de identificar bandos, ni consumar expiaciones, antes bien, quiere dar cuenta de los matices, las sutilezas y los pliegues que habitan ambas posiciones, unas veces superpuestas, otras desencontradas. En este marco proponemos, en un primer momento, avanzar sobre algunas líneas generales al interior de las cuales se inscriben tanto los textos estructuralistas cuanto lo althusserianos, para luego buscar delimitar una serie de pares conceptuales que nos permitan echar luz sobre algunas polémicas producidas entre estos contendientes desiguales. Ahora bien, con el fin de sobrellevar esta disparidad que viene dada por el hecho de que en un caso se trata de un autor (a pesar de las tensiones que pueden señalarse al interior de una multiplicidad de textos), mientras que en otro, de una clasificación que reúne en torno suyo distintos nombres y disciplinas, focalizaremos gran parte de este texto en la producción de Claude LéviStrauss. Consideramos, como lo han hecho tantos otros, que es él quien mejor refleja el paradigma estructural en las ciencias sociales, y lo hace albergando en su escritura una riqueza y sofisticación insoslayables. Consideraciones preliminares “Porque una filosofía no nace como Minerva en la sociedad de los dioses y de los hombres. Sólo existe, pues, en virtud de su diferencia conflictual y sólo ocupa esa posición conquistándola en un espacio lleno de un mundo ya ocupado” (Althusser, 1975: 128)
En un esfuerzo por delimitar un terreno común que habilite señalar las torsiones o desplazamientos entre Louis Althusser y el estructuralismo, lo primero sobre lo que llamaremos la atención es quizás lo más evidente, pero no por ello menos relevante: la (co)pertenencia a un mismo continente. En su acepción inmediata, esto es, geográfica, el término alude a la circunstancia de que tanto Althusser como los debates en torno al estructuralismo tuvieron lugar preeminentemente en Francia (en otras palabras, los desarrollos teóricos de los principales referentes del estructuralismo así como de Louis Althusser coinciden espacio-temporalmente; esta contemporaneidad abre la posibilidad de polémicos intercambios y remisiones conceptuales). De esta primera constatación se deduce la pertinencia del vocablo continente en otra de sus acepciones: aquella que lo mienta como espacio contenedor de un conjunto de problemas teóri188
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cos y ambiciones compartidas; entre ellos, los más destacados podrían resumirse, negativamente, como sigue: a) crítica a la noción de un sujeto concebido como pleno, consciente de sí y de sus actos; b) crítica a la noción de esencia como núcleo intemporal e inmutable –que conduciría al rechazo de los humanismos de distinto cuño–; c) crítica también al historicismo como horizonte absoluto y “desideologizante” de las ciencias sociales; d) crítica, por último, al empirismo y su ineludible identificación entre realidad y concepto. En términos positivos, el continente que posibilita estas porosidades entre Althusser y el estructuralismo puede ser definido, siguiendo a Milner, como el intento de fundar una ciencia de la thesei (o mundo de la convención). Parafraseando a este autor, podemos enumerar las cinco tesis que traducen este impulso compartido: 1) la existencia de una necesidad de la thesei y su combinación con la contingencia; 2) la necesidad es el objeto de la ciencia y recibe el nombre de estructura; 3) en tanto necesidad, las estructuras poseen rasgos comunes pasibles de ser captados a través de un método común (aquí la ciencia de la lengua estaría llamada a cumplir un rol fundamental); 4) la necesidad de la thesei no puede ser tratada como un fragmento de la physis; 5) no se formularán hipótesis respecto de los orígenes de una necesidad constatada, ni de su constitución gradual o instantánea (Milner, 2002). Teniendo en mente estos elementos detengámonos, a continuación, en algunos de sus puntos procurando identificar las correspondencias y los desplazamientos que al interior de ellos se operan. Proponemos para llevar a cabo esta tarea partir del análisis de un texto de Althusser que funciona como atajo hacia las cuestiones más polémicas; el texto se titula, sugerentemente: “Sobre Lévi-Strauss”. Combinación vs. combinatoria “Sí, desde mi modesto puesto, puedo inspirarme y legitimarme a partir de estos ejemplos: sí, en algunos puntos
Al parecer este texto fue tipeado por una secretaria de la École Normale Supérieure y Althusser evaluó la posibilidad de incluirlo como apéndice del libro de Emmanuel Terray titulado: Le marxisme devant les sociétés “primitives”. Empero, esta idea finalmente no prosperó. El texto recién fue publicado en 1997 en el tomo segundo de Ecrits philosophiques et politiques.Ver además (Althusser, 1966a).
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que consideraba importantes he ‘pensado en los extremos’, y lo he hecho conscientemente, y he curvado el bastón en el sentido contrario” (Althusser, 1975: 134)
Según Henri Lefevre la corriente estructuralista se diferencia en su interior entre el “estructuralismo en la práctica” (actividad que se aproxima a la de un técnico que analiza y reconstruye sistemas funcionales), y el “estructuralismo como ideología”. Este último, asevera Lefevre, “tiende a ser una lógica, un método general, una antropología, y hasta una ontología. Se vincula a todos los sectores del conocimiento y pretende ser la unión entre las ciencias, las del hombre y de la naturaleza” (Lefevre, 1963: 136). Louis Althusser podría coincidir con esta demarcación. En las primeras páginas de Para leer el capital declara realizar distintos esfuerzos para distinguirse de lo que él llama “la ideología estructuralista” (Althusser, 1967a: 3): ella consiste en una mera combinatoria de elementos indeterminados y no ya en una combinación, como sí opera en Marx. Así pensado, el estructuralismo no sería más que una “moda filosófica”, una “ideología formalista de la combinatoria”. En otro texto, aparecido en el ‘74 pero escrito en el ‘72 –“Elementos de autocrítica”– Althusser dedica todo un apartado al estructuralismo. Allí afirma que esta corriente no es ninguna “filosofía de filósofos”, que tampoco su nombre ha sido proporcionado por alguna filosofía, que nadie ha tomado sus términos flotantes y difusos para conferirle la unidad de un pensamiento sistemático, y que ello sea así no es un azar, porque el estructuralismo, asevera Althusser, “nace de los problemas teóricos reencontrados por los sabios en sus prácticas”. No siendo luego una “filosofía de filósofos”, el estructuralismo es una “ideología filosófica de eruditos”; más adelante agrega: “que sus términos sean difusos y flotantes, que sus límites estén muy mal definidos, no impide, no obstante, caracterizar su tendencia general: racionalista, mecanicista, pero por sobre todas las cosas formalista” (Althusser, 1972: 180). Es precisamente esta ambigüedad propia del estructuralismo la que ha dado lugar, según Althusser, a una serie de confusiones respecto de sus adherentes. En este sentido el autor advierte que si bien Marx ha trabajado con el concepto de combinatoria, estructura, posición, entre otros, ello no habilita a hacer de él un precursor del estructuralismo. Luego, para disipar dudas a este respecto habría que especificar los límites y alcances de los términos comprometidos en ambas posiciones. A saber: ¿qué significa combinatoria?, ¿en qué se distingue una combinatoria 190
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formal de una combinación? En términos althusserianos, la combinatoria trabaja con un conjunto de conceptos tomados a préstamo de varias disciplinas existentes, elementos cualesquiera que el investigador manipula para producir a partir de ellos lo real. Distinto es el caso de la combinación a la que Marx alude. Ella no trabaja con elementos indeterminados; por el contrario, la combinación llevada a cabo por Marx ocurre entre los elementos de la estructura de un modo de producción. Así, a una combinatoria formal Althusser opone –nos atrevemos a afirmar– una combinación concreta o determinada, es decir, una que toma en cuenta sólo aquellos elementos de la estructura de un modo de producción. Antes de avanzar sobre la pregunta por los elementos de aquel modo de producción, digamos unas palabras más sobre la otra parte de la ecuación, esto es, el formalismo comprometido en la combinatoria estructuralista. En el texto de 1966 titulado “Sobre Lévi-Strauss” que antes mencionamos, Althusser desarrolla algunos de los argumentos que le sirven para distanciarse de aquella “moda filosófica”. El reproche que dirige Althusser a Lévi-Strauss es fundamentalmente uno, pero que tiene varias consecuencias: “reclamarse de Marx y no hacerle caso al mismo tiempo”. La consecuencia principal de este “hacer caso omiso” de la teoría de Marx es que el pensamiento de Lévi-Strauss olvida su objeto. El problema no radica en que Lévi-Strauss trabaje con formas (en definitiva, toda teoría lo hace), sino en su mal uso de las mismas, en su mal formalismo, producto de desconocer una categoría clave como la de modo de producción; la ignorancia respecto de ella es la que lo conduce a afirmar la particularidad de las “sociedades primitivas”, a recurrir a conceptos de la etnología sin criticarlos, a permanecer, en suma, en el plano de la ideología. Así, Lévi-Strauss, mediante el concepto Miriam Glucksmann enumera de la siguiente forma estos elementos: “1) el productor directo – fuerza de trabajo; 2) los medios de producción: objetos e instrumentos; 3) el no-trabajador, que se apropia del producto excedente. Los mismos están combinados por medio de dos relaciones: 4) el vínculo de propiedad: relaciones de producción; 5) el vínculo de apropiación real o material: las fuerzas productivas” (Glucksmann, 1974: 237). La autora no considera, no obstante, que existan diferencias entre este modo de la combinación y la “combinatoria” levistraussiana.Tal vez podamos atribuir esta desconsideración al desconocimiento por parte de Glucksmann del texto de Louis Althusser aparecido el mismo año en que se publicara su estudio. Marx está presente en varios textos del antropólogo francés, pero es justo referir esta interpretación de Althusser al artículo de Lévi-Strauss donde se desarrolla centralmente la interesante polémica con Sartre en torno al estatuto de la razón analítica y la razón dialéctica. En aquella oportunidad Lévi-Strauss (1962b) se sirve de Marx y de Freud para argumentar en favor de su posición.
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“sociedad primitiva”, apunta a una sociedad originaria que contendría la verdad de lo que, en nuestras sociedades –complejas y alienadas– se encuentra enmascarado o degradado. Althusser le atribuye a Lévi-Strauss –quizás injustamente– una especie de nostalgia rousseauniana que se disolvería en el instante en que se conociera verdaderamente el pensamiento de Marx. Para Marx, señala Althusser, no existe algo así como “sociedades primitivas”, lo que sí existen son formaciones sociales; la estructura de estas formaciones sociales sólo es pensable bajo la categoría de modo de producción (base económica, superestructura jurídico-política e ideológica). De la combinación de los modos de producción (dominante/subordinado) resulta la estructura de una formación social en un momento dado de su desarrollo. Esta combinación produce distintos efectos, alguno de los cuales pueden ser paradojales (por ejemplo, un modo de producción económico dominante puede estar subordinado a instancias superestructurales). Nada de esto ha sido tenido en cuenta por Lévi-Strauss; el precio que ha debido pagar por este desconocimiento de la teoría de Marx y su prehistoria, la ideología, es precisamente la reproducción de esta prehistoria. Entonces, en primer lugar, el antropólogo francés nada dice respecto al papel que juegan las estructuras de parentesco en las relaciones de producción de las formaciones sociales primitivas, reduciéndolas ya sea a cierto espíritu humano, ya sea al principio “binario” del cerebro o a algún “inconsciente social” que garantizaría las funciones de supervivencia de una sociedad. Tampoco elabora como problema la variación de estas estructuras de parentesco: ellas responden tan sólo a un modo de combinación posible entre otros. Los conceptos que explican la necesidad de este posible –es decir, por qué una determinada estructura es así y no de otro modo– no son producidos. En segundo lugar, esta imposibilidad se replica en el análisis que realiza de los mitos como formas de lo ideológico. Si bien su definición del mito como ideología es asertiva, ella es incapaz
Decimos injustamente puesto que consideramos que si bien puede sostenerse que ciertos trazos de la argumentación de Lévi-Strauss (1962a) conducen a la hipótesis que afirma al “pensamiento salvaje” como “ciencia primera”, originaria, etc., en otros pasajes, en cambio, la crítica a una concepción rousseauniana no deja lugar a dudas; igual de claro es el modo en que Lévi-Strauss pone de relieve, con mucho tino y sin escamotear la complejidad, las diferencias particulares y específicas entre los distintos sistemas de significación o modos singulares de relacionarse con el mundo, al interior de los cuales hallamos al “pensamiento salvaje” que, aun con y en sus diferencias, ostenta el mismo valor y realiza operaciones semejantes a las del “pensamiento domesticado”. Al final de nuestro siguiente apartado intentaremos profundizar en estas cuestiones.
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“de producir el concepto de la necesidad de sus formas diferenciales”, sencillamente porque ignora lo ideológico –arguye Althusser– como instancia de un modo de producción complejamente articulado. Althusser nos recuerda en el Prefacio del ‘65 (de Para leer El capital) que es el sistema de la combinación de las categorías en la sociedad actual el que abre a la comprensión de las formaciones sociales pasadas. Este principio se encuentra en aquella frase de Marx que afirma que en la anatomía del hombre se encuentra la clave de la anatomía del mono. Es esta sugerente aseveración de Marx la que nos remite al trabajo de elaboración de las bases epistemológicas y metodológicas para el estudio del capital como formación histórica y social determinada y como punto de partida y de llegada del análisis de la sociedad burguesa, pero también de las formaciones sociales que la antecedieron. Althusser traduce aquellas palabras en los siguientes términos epistemológicos: “sólo la elucidación del mecanismo del efecto de conocimiento actual puede darnos luces sobre los efectos anteriores” (Althusser, 1967b: 71). De lo que se trata es de la combinación articulada de la sociedad burguesa moderna que produce como efecto suyo nada menos que esta sociedad y no otra cosa. Pero para elucidar a través de la práctica teórica este mecanismo cuyo efecto es la sociedad es preciso sospechar de viejos y enquistados conceptos de la filosofía idealista occidental: origen (u originario), génesis y mediación. Conceptos éstos que de alguna manera remiten al universo de la filosofía hegeliana y conducen a la afirmación realizada por Althusser respecto de la ruptura epistemológica producida por Marx. Volviendo al texto acerca de Lévi-Strauss es importante subrayar que las diferencias entre el modo de combinación de los elementos de nuestras sociedades respecto de aquel de las sociedades primitivas “sólo son inteligibles sobre la base de los conceptos teóricos fundamentales de Marx (formación social, modo de producción, etc.) en los que se trata de producir las formas diferenciales convenientes para volver inteligibles los mecanismos de las formaciones sociales primitivas” (Althusser, 1966a). Lo Esta frase se encuentra en la “Introducción de 1857” y está antecedida por lo que sigue: “La sociedad burguesa es la más compleja y desarrollada organización histórica de la producción. Las categorías que expresan sus condiciones y la comprensión de su organización permiten al mismo tiempo comprender la organización y las relaciones de producción de todas las formas de sociedad pasadas, sobre cuyas ruinas y elementos ella fue edificada y cuyos vestigios, aún no superados, continúan arrastrando, a la vez que meros indicios previos han desarrollado en ella su significación plena, etc. En la anatomía del hombre está la clave para la anatomía del mono” (Marx, 1982: 55).
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dicho no resta mérito –dice Althusser– a las descripciones sobre las estructuras de parentesco y los análisis de los mitos que realiza el antropólogo estructuralista. No obstante, no podemos olvidar que para Althusser la descripción es sólo un “momento” en la teorización y que, de permanecer en ella, uno se quedaría preso de la ideología (Althusser, 1968a: 113). Varias cuestiones suscitan estos textos, pero la imposibilidad de atender con el mismo nivel de precisión a todas ellas nos obliga a retener algunos tópicos que consideramos centrales: en primer lugar, la inquietud e incomodidad de Althusser respecto del objeto de estudio, que se sustenta en el reclamo de un olvido; en segundo lugar, la intención de subrayar la relevancia de las nociones de modo de producción, de dominación/subordinación y eficacia, cuestiones que nos conducen a la pregunta acerca de cómo el estructuralismo, por un lado, y Louis Althusser, por otro, conciben los conceptos que vuelven inteligible las lógicas de funcionamiento de “lo social”; en tercer lugar, e íntimamente vinculado a lo anterior, nos encontramos con una objeción al modo en que Lévi-Strauss resuelve el problema de la variación de las formaciones sociales, objeción que invita a revisar cómo Althusser y el estructuralismo –aun compartiendo el rechazo al historicismo– entienden el cambio o la transformación en la historia; finalmente, se deduce una última cuestión que remite a instancias, a primera vista, también compartidas: nos referimos al lugar del hombre en las ciencias sociales, al rechazo –en apariencia también conjunto– al humanismo. Demos paso, entonces, a estas cuestiones. Sobre un olvido: el objeto Partamos de un diagnóstico tomado a préstamo de Milner: las tesis elaboradas por Althusser eran coextensivas a las formuladas por el programa estructuralista en el sentido de afirmar una necesidad propia de la thesis, que volvía posible la concepción de una ciencia de las formaciones sociales; no obstante, nada hace pensar que el estructuralismo y Louis Althusser sean idénticos. A este respecto coincidimos con la siguiente sugerencia de Milner: “...Althusser afirmó la homomorfía de los dos programas: el del estructuralismo y el suyo propio. No afirmó su identidad. No afirmó que el estructuralismo, digamos Lévi-Strauss y la lingüística, suscitan la misma cuestión que Marx, sino que suscitan una 194
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cuestión análoga: que interrogan de manera análoga (en el sentido estricto de la analogía matemática) la frontera del thesei al physei y se topan de manera análoga con la posible existencia de una necesidad de thesei” (Milner, 2002: 227-228).
Intentando recordar estas consideraciones dirijámonos ahora a las diferencias que podrían trazarse entre ambos proyectos al indagar cómo cada uno define o construye sus objetos de estudio. Una primera aproximación entre Lévi-Strauss y Louis Althusser está representada por la tenacidad con la que ambos cuestionan el empirismo, es decir, su complicidad en el rechazo a la lisa y llana identificación entre –dicho althusserianamente– el objeto de conocimiento y el objeto real. Tanto uno como otro afirman la necesidad de sostener la diferencia que se extiende entre las relaciones sociales, por un lado, y los conceptos o modelos mentados por el científico para volverlas inteligibles, por otro. Lévi-Strauss aduce, en este sentido, que el objeto de la antropología son los modelos (o estructuras) cuya materia prima la constituyen las relaciones sociales. Althusser no dice algo distinto al referirse a sus objetos de conocimiento y a las materialidades siempre ya dadas con las que ha de trabajar la ciencia social y sobre las cuales ella habrá de hacer algo distinto a lo que hace la ideología, esto es, producir el concepto que las explique. A primera vista, no habría aquí diferencias entre el estructuralismo y Louis Althusser. No obstante, es posible vislumbrar en este nivel epistemológico algunos matices. El primero consiste en señalar la ambigüedad con que es definido el objeto de la antropología estructural. En efecto, antes que un objeto propio lo que la antropología estructural reclama para sí es la originalidad de su
Recordemos que, en torno a la definición de estructura social, el principal interlocutor de Lévi-Strauss es Radcliffe-Brown. Hacia él dirige las críticas de naturalismo (establecer una continuidad entre organismo natural y estructura social) y empirismo (en virtud de la identificación producida por el inglés entre las relaciones sociales y la estructura social o los modelos), sin contar las críticas que le profiere cuando en sus análisis toma las entidades individuales y sus roles o filiaciones en lugar de relaciones integradas a un sistema o totalidad que las acoge.Véase Lévi-Strauss, 1945; 1952 y Glucksmann, 1974: 232. Recordemos las definiciones de Althusser: “la práctica teórica produce Generalidades III por el trabajo de la Generalidad II sobre la Generalidades I”, lo que equivale a decir que la práctica científica produce una generalidad científica mediante el trabajo de la teoría y los conceptos sobre las materias primas henchidas de ideología. Entre estas Generalidades no habría identidad de esencia sino transformación real (Althusser, 1965d: 151-160).
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método, aseveración que encontraría resistencias en Althusser, pues para él una ciencia sólo puede reclamar su legítimo derecho de llamarse tal cuando, entre otras cosas, ha sido capaz de producir su objeto. Sobre esta cuestión se echa luz cuando, en otros pasajes, Lévi-Strauss intenta dar cuenta del contenido o determinación de los objetos de la antropología. Así, en la “Introducción a la obra de Marcel Mauss” la preocupación de Lévi-Strauss parece radicar en la definición de acto social total como aquello que la ciencia debería proponerse captar. Ahora bien, ¿qué implica afirmar el carácter total de un acto social? En primer lugar, afirma Lévi-Strauss, es otorgarle realidad, determinación, a lo social. Afirmar que un acto es total supone postular que lo social sólo es real cuando, primero, está integrado a un sistema y, segundo, encarna en una experiencia individual. Esto último en dos sentidos: cuando encarna dentro de una historia individual que observa los “comportamientos de los seres humanos en su totalidad” (Lévi-Strauss, 1971: 24) y cuando se da dentro de una antropología, es decir, de un sistema de interpretación capaz de dar cuenta de los aspectos físicos, fisiológicos, psíquicos y sociales de una conducta. Convergen así tres dimensiones en esta definición del acto social total: una dimensión sociológica (sincrónica), otra histórica (diacrónica) y, finalmente, una dimensión fisiopatológica. Una concepción tal de lo social conduce a Lévi-Strauss a postular, en abundantes párrafos de su obra, la complementariedad entre las distintas disciplinas científicas, no sólo entre las así llamadas “sociales” o “humanas”, sino también entre aquellas y las naturales o exactas. Esta definición del “acto social total” no es susceptible de ser hallada en los trabajos de Althusser; tal ausencia podría explicar, a su vez, la falta de entusiasmo respecto de una posible complementariedad de las disciplinas científicas10. Recordemos, además, que esta “tridimen En un texto de 1952 titulado “La noción de estructura en etnología” Lévi-Strauss refrenda esta idea: “Las investigaciones de estructura no reivindican para sí un campo propio entre los hechos sociales; constituyen más bien un método susceptible de ser aplicado a diversos problemas etnológicos, y se asemejan a las formas de análisis estructural empleadas en diferentes dominios” (Lévi-Strauss, 1952: 251). Distinto es lo que sucede con la filosofía. Ella no tiene propiamente un objeto. En efecto en “La corriente subterránea del materialismo del encuentro” Althusser invita a la filosofía a renunciar a darse un objeto para poder darse existencia: “partir sólo de nada (rien), y de esa variación infinitesimal y aleatoria de la nada que es la desviación de la caída” (Althusser, 1982: 40). Qué más radical que una filosofía que no pretenda ya decir la verdad sobre las cosas, sino pensar la posibilidad y las condiciones para la ocurrencia de un encuentro, sugiere allí Althusser. 10 Este rechazo también podría interpretarse desde su teoría del leer (crítica de la metáfora de la visión). Lo que sugerimos es que se podría cuestionar la idea que subyace a esta
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sionalidad” del acto social total destacada por uno de los representantes más caros del estructuralismo (Lévi-Strauss), era caracterizada por Henry Lefevre en términos de ideología. Por otra parte, en otros escritos de Lévi-Strauss la preocupación, el objeto de la antropología estructural, parece residir fundamentalmente en hallar invariantes; ellas deben su especificidad a su carácter inconsciente, pero el modo en que son definidas estas invariantes tampoco carece de problemas. Para Lévi-Strauss ellas no serían otra cosa que la posibilidad de reducir los distintos fenómenos sociales a “la actividad inconsciente del espíritu” que consiste, según el autor, en “imponer formas a un contenido” (Lévi-Strauss, 1949: 21). A propósito de esto, en “Historia y etnología” leemos lo siguiente: “En consecuencia tanto en lingüística como en etnología, la generalización no se funda en la comparación sino a la inversa. Si, como lo creemos nosotros, la actividad inconsciente del espíritu consiste en imponer formas a un contenido, y si estas formas son fundamentalmente las mismas para todos los espíritus, antiguos y modernos, primitivos y civilizados (…) es necesario y suficiente alcanzar la estructura inconsciente que subyace en cada institución o cada costumbre para obtener un principio de interpretación válida para otras instituciones y otras costumbres, a condición, naturalmente, de llevar lo bastante lejos el análisis” (Lévi-Strauss, 1949: 21-22).
Estas declaraciones pueden desdoblarse en varios niveles y problemas: el primero remite a la contradicción que podría existir entre un principio que afirma el carácter inconsciente de ciertas estructuras y otro que postula a este mismo carácter como el facilitador de nuestro conocimiento y acceso a ellas11. El segundo consiste en el peligro de identificar demasiado rápidamente ciertas lógicas inconscientes con modos universales de
afirmación según la cual lo que un científico x no ve podría, sin embargo, ser visto por un científico y. El problema se reduciría, así, a la posibilidad psicológica del ver y se saldaría con la sumatoria de estas múltiples y complementarias miradas sobre un mismo objeto. Pero aquí está la trampa: ¿se trata de un mismo objeto? Para Althusser difícilmente. Lo que estas declaraciones olvidan es una noción clave producida por Althusser: el campo de la problemática. Él “constituye la posibilidad definida absoluta y, por tanto, la determinación absoluta de las formas de planteamiento de todo problema en un momento dado de la ciencia” (Althusser, 1967b: 30). 11 Sobre esta cuestión intentaremos volver en las páginas que siguen.
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funcionamiento, con lo cual quedaría invisibilizado el carácter concreto, histórico y conflictivo de las relaciones sociales. El tercero merece un análisis más atento por cuanto refiere no sólo a la posibilidad de conocer el “pensamiento salvaje” sino también a la de restituirle un valor igual al pretendidamente superior “pensamiento domesticado”. A partir de esto último se habilita una justa crítica al etnocentrismo. Detengámonos un momento en esta cuestión. Para Lévi-Strauss tanto el pensamiento “salvaje” como el “domesticado” representan modos paralelos de relacionarse con el mundo, de clasificarlo, de darle un sentido. Ambos suponen operaciones de abstracción similares, ninguno de los dos se corresponde inmediatamente a una respuesta frente a una necesidad práctica. En todo caso lo que subyace a estas dos modalidades es una y la misma cosa: la exigencia de un orden. Hasta aquí el planteo resulta muy sugerente y podría ser compartido por Althusser, pues favorece la crítica ideológica a la supuesta superioridad del hombre occidental, civilizado y blanco, sostenida, a su vez, en la noción de un tiempo continuo, homogéneo y vacío, instrumentado por las perspectivas historicistas (evolucionistas) más vulgares. No obstante, el texto prosigue y Lévi-Strauss, luego de afirmar el carácter no inicial, ni de esbozo, del “pensamiento salvaje”, adelanta la hipótesis de dos modos de pensamiento científico que difieren en función de dos niveles estratégicos de intervención: uno que se ajusta a la percepción, la imaginación y la intuición sensible; y otro que se encuentra desplazado de la percepción e imaginación, y alejado de la intuición sensible. El problema se suscita cuando al primero se le da el nombre de “pensamiento salvaje”, “ciencia de lo concreto” e incluso “ciencia primera” y “sustrato de nuestra civilización”, en tanto se reserva para el segundo el apelativo de “ciencia moderna”, actividad no reductible a lo técnico, que “abre mundos” y que es ilimitada de cara a la otra forma de pensamiento. Ahora bien, estos últimos desarrollos ¿no serían contradictorios con la afirmación levistraussiana de dos modos paralelos de conocimiento que podrían estar operando, inclusive simultáneamente? Si nuestra interpretación es correcta, Althusser estaría en lo cierto cuando, unas páginas más arriba, cuestionaba el cariz romántico de esta lectura de Lévi-Strauss que asocia a lo “salvaje” una primacía de la imaginación, un lugar preponderante de lo sensible, la intuición, etc. Todos ellos serían modos de relacionarnos con el mundo que se habrían disecado o marchitado en nuestras “civilizadas” y “abstractas” formas de vida12. Desde la perspectiva de Althusser, Estas aseveraciones, quizás rápidas, encuentran un antecedente en el artículo de 1954 (Lévi-Strauss, 1954: 320-332). Allí Lévi-Strauss distingue las sociedades auténticas de las 12
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estas declaraciones podrían tener significación si el diagnóstico de la “fosilización” de las formas que asume nuestra vida no se limitara a una mera descripción, ni tampoco se circunscribiera a una determinada “época”. En otras palabras, si se acompañara el diagnóstico con la remisión de estos procesos a una relación susceptible de explicarlos antes y ahora, es decir, si se los entendiera en términos de relación entre distintos modos de producción (muchas veces simultáneos, superpuestos y siempre sobredeterminados). Continuemos un poco más. Esta suerte de división de partes es más palpable en la caracterización que Lévi-Strauss realiza sobre el bricoleur, por un lado, y el sabio o ingeniero, por otro. Una esquemática y seguramente injusta revisión de estas figuras nos conduce a la delimitación de las nociones de “ciencia” que sostiene Lévi-Strauss, proporcionándonos las coordenadas necesarias para intentar localizar allí las complejizaciones que se podrían introducir a partir de Althusser. Atendiendo a sus trazos más gruesos podemos ofrecer el siguiente cuadro: si el bricouleur, dice Lévi-Strauss, trabaja con signos e imágenes, el ingeniero lo hace con conceptos, si los primeros son limitados, dada su encarnadura o determinación concreta, los segundos son ilimitados en virtud de su abstracción; si el primero elabora conjuntos estructurados con restos y residuos de acontecimientos, el segundo, en cambio, elabora conjuntos estructurados con otros conjuntos estructurados (constructos teóricos, hipótesis, etc.); si el primero elabora estructuras disponiendo acontecimientos, el segundo dispone acontecimientos a partir de estructuras; si en el primero sus medios se definen en función de su instrumentalización, en el segundo lo hacen, antes bien, en función de un proyecto. De tal suerte, el bricoleur, al trabajar con elementos “preconstreñidos”, permanecería “más acá” –y no “más allá”, como ocurre con el sabio– de las limitaciones establecidas por su relación con el mundo. ¿Qué podría objetársele a lo anterior desde la perspectiva de Louis Althusser? Sin perjuicio respecto de la posición que asume el propio Lévi-
inauténticas en función de los criterios de inmediatez/mediación, relaciones concretas cara a cara, comunicación (in)directa, experiencia global. Sin embargo –y aquí reside lo más original– la densidad de información que opera en la “auténtica” (tradicional, arcaica) es mayor que la que opera en la no auténtica (la moderna). Luego, si la primera de estas afirmaciones, es decir, la diferenciación de las sociedades en función de una complejización creciente, favorecía la crítica que Althusser realiza a Lévi-Strauss, la segunda, en cambio, la inhibe, pues no es la simpleza y rusticidad lo que dota de autenticidad a las formaciones primitivas, sino la densidad y complejidad de sus tramas en oposición a la pobreza y homogeneidad existente en nuestras sociedades.
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Strauss en esta delimitación, podemos, sin embargo, adelantar algunas palabras en torno a su división. En primer lugar, habría que decir que si bien es cierto que la ciencia trabaja con conceptos, con objetos de conocimiento, no menos cierto es que, para Althusser, ellos resultan de un trabajo de producción sobre una materia siempre ya dada, una materia “preconstreñida”, encarnada y sobredeterminada. El que a partir de este trabajo puedan “abrirse mundos” no está garantizado, pues éstos sólo podrían ostentar una apertura allí donde la ciencia se demostrase capaz de hacer algo distinto a lo que hace la ideología con sus objetos. La diferencia entre el carácter “limitado” en un caso (su permanecer “más acá”) e “ilimitado” en otro (su situarse “más allá”) no es, luego, tan clara, y la cuestión no puede ser zanjada de una vez y para siempre. En último caso ella dependerá de las relaciones de dominación/subordinación que entre los diferentes modos de producción se establezcan en cada momento histórico particular. Dependerá, pues, de la coyuntura. Recapitulemos. Althusser comparte con el estructuralismo la posición epistemológica de partida: la distinción entre concepto (modelo) y realidad; comparte, además, el presupuesto de que el objeto de la ciencia no lo constituyen los términos aislados sino las relaciones que entre ellos se constituyen y las que tiene lugar entre ellos y un todo –sistema, en un caso, totalidad sobredeterminada, en otro– que los excede. Ahora bien, este suelo compartido comienza a resquebrajarse cuando, primero, se es ambiguo en la definición del objeto propio de cada ciencia; segundo, cuando se postula el carácter tridimensional de lo social y se brega por la complementaridad entre las distintas disciplinas científicas; y, finalmente, cuando lo que aparecía como una “x” a determinar (la estructura inconsciente) se describe como invariante o regla general y universal que no sólo habilitaría el estudio y comparación de todas las sociedades y todos los fenómenos sin importar cuán distantes puedan encontrarse unos de otros (o cuánto difiera su contenido), sino también cuando no se advierte el peligro al que podría conducir esta operación: la naturalización o hipóstasis de estructuras concretas, históricas y en perpetua tensión y conflicto. Materialismo vs. «ciencia de la comunicación» “…utilizar la Teoría no se reduce a aplicar fórmulas (las del materialismo, la de la dialéctica) a un contenido preestablecido” (Althusser, 1965b: 139). 200
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Al igual que el estructuralismo, la teoría de Althusser requiere la noción de totalidad, aun cuando su existencia responda a una función heurística. La concepción relacional de los fenómenos sociales conduce, en cierto sentido, a la necesidad de su integración en un todo que los “contenga” y contribuya a especificar sus determinaciones. Sin embargo, las dos nociones de totalidad y las relaciones susceptibles de establecerse entre ellas y las unidades (relacionales) que la componen, no poseen las mismas lógicas en cada uno de estos planteos. Seamos cautelosos. Preguntemos, en primer lugar ¿qué caracteriza a estas relaciones sociales en cada caso? Tratándose del estructuralismo, quizás la respuesta que más velozmente acude a nuestro auxilio es: su carácter simbólico. Ello es cierto, pero especifiquemos un poco más este carácter simbólico retornando al “caso Lévi-Strauss”. Podríamos identificar dos tesis en el antropólogo francés que, estando íntimamente vinculadas a este problema, subyacen a su propuesta de forjar una “ciencia de la comunicación” capaz de dar cuenta de modo exhaustivo de la totalidad de lo social13. La primera tesis afirma que toda sociedad está compuesta de individuos o grupos que se comunican (comunicación de mujeres o sistema de parentesco –de éste podría derivarse otro subsistema: el de la comunicación de genes y fenotipos–; comunicación de bienes y servicios o sistema económico, comunicación de mensajes o sistema lingüístico); la segunda tesis podría enunciarse del siguiente modo: los distintos niveles de la comunicación forman la cultura y, a pesar de ciertas diferencias, todos son susceptibles de ser traducidos a un conjunto de reglas o juegos de la comunicación (sea en el plano de la naturaleza, sea en el de la cultura). Cada uno de estos sistemas portaría temporalidades específicas, mas todas ellas podrían medirse con un mismo rasero o método. ¿Qué sucede en los desarrollos de Althusser a este respecto? Efectivamente el filósofo francés, al menos en los escritos anteriores al ‘80, propone una “teoría general” capaz de dar cuenta de los fenómenos sociales, pero ésta no es formulada en términos de una ciencia de la comunicación, antes bien se la remonta a Marx y al materialismo histórico. También Althusser suscribiría a la idea de temporalidades específicas, pero no así a la posibilidad de “medir” todas estas instancias con un mismo rasero y, mucho menos las caracterizaría como datos o las definiría como dadas.
Las palabras de Lévi-Strauss son las siguientes: “Si cabe esperar que la antropología social, la ciencia económica y la lingüística se asocien un día para fundar una disciplina común que será la comunicación, reconozcamos desde ya que ésta consistirá sobre todo en «reglas»” (Lévi-Strauss, 1952: 270). 13
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De entre sus abundantes producciones la que mejor permite un parangón con las definiciones estructuralistas es quizá el estudio titulado “Tres notas sobre la teoría de los discursos” (1966). Allí Althusser analiza la posible articulación y existencia de distintas esferas relativamente autónomas. Empero –y aquí volvemos a toparnos con otra diferencia–, lo que atraviesa –digamos transversalmente– estas esferas no es la comunicación sino la producción. Para el autor de Lire le capital todos los niveles de la existencia social son los lugares de las distintas prácticas. Prácticas con estructuras propias, diferentes, pero todas ellas marcadas por una actividad: la producción. Las prácticas son productivas y se diferencian entre sí en virtud de: la naturaleza del objeto a la que se aplican, los medios de producción, y las relaciones en que producen (estos elementos son disímiles y su combinación varía de práctica a práctica). Ninguna de estas esferas posee, a la sazón, la garantía de su existencia, ellas no son tampoco datos, ni están dadas de antemano14. Es precisamente esta importancia otorgada a un análisis histórico del modo de “estructuración” de los distintos elementos de la totalidad compleja y sobredeterminada la que se pone de relieve en el mencionado estudio. Allí se establece que la existencia de esferas diferenciadas, no estando garantizadas, depende, antes bien, del modo en que se organicen sus elementos y, fundamentalmente, de la centralidad o no que asuma, en cada caso, la noción ideológica por excelencia: el sujeto. Al comparar las formas del discurso (científico, estético, psicoanalítico, ideológico) podemos advertir, dice Althusser, la presencia de un elemento común a todos: la producción de un efecto de subjetividad. Cuando pensamos paralelamente estos diversos efectos-sujetos advertimos que: cambia la posición del sujeto producido respecto de cada uno de los discursos; que dicha diferencia está determinada por la diferencia de estructura de los Lo que venimos afirmando se manifiesta en la prosa del propio Althusser: en el “Prefacio” del ’65 (de Para leer El capital) el autor enumera cinco tipos específicos de prácticas: la económica, la práctica política, la práctica ideológica, la práctica técnica, y la práctica científica, en tanto en el artículo titulado “Sobre la dialéctica materialista” (1965b: 136189), la técnica como práctica específica, diferenciada, no aparece. Allí Althusser sólo menciona las siguientes: económica (de producción y transformación de la naturaleza), política, ideológica y teórica. Tal vez podamos arriesgar la explicación de esta ausencia aduciendo que al momento de redactar este texto Althusser consideraba que la esfera de la técnica no había aún producido su diferencia específica, su autonomía, en relación a otras prácticas. En efecto, en una carta a Jacques Lacan datada en diciembre del ’63 el autor refiere: “El conflicto no está entre una técnica pura sin teoría, y una teoría pura. No existe la técnica pura… Toda “técnica” que se pretenda pura es, en realidad, una ideología de la técnica, es decir una falsa teoría” (Althusser, 1993: 246). 14
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distintos discursos; que cada discurso cumple distintas funciones; que la articulación entre ellos es diferencial. Luego, a diferencia de Lévi-Strauss, no es la comunicación sino la producción de subjetividad lo que emparenta a las distintas prácticas. Su articulación y fundamentación se definirá a partir de su grado de independencia, en rigor, de su tipo de autonomía relativa, ambos “determinados por su tipo de dependencia respecto a la práctica «determinante en última instancia», la práctica económica” (Althusser, 1967b: 65). Luego, la existencia de éstas, en tanto partes diferentes de un todo, estará sujeta a un análisis de la situación actual, esto es, a un análisis de la coyuntura y de la necesidad de su contingencia. Esta tensión o no subordinación de la contingencia a la necesidad se vuelve flagrante, por su parte, en el “último Althusser”. En él adquieren centralidad las figuras del encuentro, el comienzo, y su respectiva aleatoriedad15. Sin lugar a dudas, este Althusser, como señala Emilio de Ípola: “...es profundamente incompatible con el estructuralismo. Al dar prioridad ontológica al azar, a los condicionamientos históricos, al acontecimiento y, en especial, a la contingencia ese pensamiento cuestiona una por una las premisas fundamentales de todo estructuralismo (…). En tal sentido, el pensamiento esotérico de Althusser lanza la primera estocada que lastima en sus entrañas mismas al estructuralismo. La primera señal que preanuncia su inminente fin” (De Ípola, 2007: 133).
Así, para Althusser la tarea de la práctica científica consistiría en la producción de los conceptos capaces de explicar de un modo no unívoco ni unilateral, la variación, diferencia y eficacia, de los distintos elementos de una estructura siempre compleja. La objeción que Althusser hiciera a LéviStrauss a este respecto, esto es, su imposibilidad de dar cuenta de la variación de las formaciones sociales, encuentra aquí asidero y nos conduce a nuestro siguiente apartado.
Las nociones de desviación, de encuentro y de duración son las que conducen a “La corriente subterránea del materialismo” que Althusser reenvía a Epicuro (y continúa con Spinoza, Maquivelo, Hobbes, Rousseau, Derrida e incluso Heidegger) y que, según su razonamiento, ha sido reprimida, reapropiada o resignificada por el idealismo de la libertad en procura de conjurar su peligrosidad. A esta corriente es preciso hacer justicia –sugiere Althusser– en virtud de lo que ella habilita, esto es, un pensamiento sobre lo político y una reformulación de la filosofía y la teoría toda. 15
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Sobredeterminación vs. co-variación Para reflexionar en torno a la variación hemos de dar previamente un rodeo por lo que prometimos en el apartado anterior y que quedó inconcluso: nos referimos a la noción de totalidad y a las lógicas relaciones que ella habilita. El estructuralismo, señalamos al comienzo, hace de la necesidad el objeto de la ciencia, y da a ésta el nombre de estructura. Las exigencias que uno de los representantes del estructuralismo, Lévi-Strauss, elabora para esta definición en Antropología estructural son las siguientes: para que un “modelo” pueda considerarse satisfactoriamente como “estructura”, en primer lugar, debe constituírselo como sistema, esto es, los elementos deben ser tales que una modificación cualquiera en uno de ellos induzca a una modificación en los demás; en segundo lugar, todo modelo ha de pertenecer a un grupo de transformaciones que forman parte, a su vez, de un “grupo de modelos”; en tercer lugar, estas dos propiedades han de permitir predecir cómo reaccionará un modelo en caso de que se produzca una modificación en sus elementos; finalmente, el modelo debe estar confeccionado de forma tal de dar cuenta de “todos los hechos observados” (Lévi-Strauss, 1952: 251-252). Al respecto podemos decir, en primer lugar, que Althusser no habla tanto de sistema cuanto de todo complejo sobredeterminado. A diferencia de Lévi-Strauss –para quien la cultura como sistema está constituida por “partes” (subsistemas simbólicos) tales como el lenguaje, las reglas matrimoniales, las relaciones económicas, el arte, la ciencia y la religión (Lévi-Strauss, 1971) que expresan distintos aspectos de la realidad física y social–, para Althusser el todo social complejo y sobredeterminado se compone, como ya referimos, de diferentes prácticas sociales irreductibles las unas a las otras, pero todas ellas marcadas por una actividad: la producción. Como sus términos lo indican, esta definición de totalidad en tanto sobredeterminada no admite ni una causalidad mecánica ni una expresiva. En consecuencia, la variación en uno de sus elementos –que, según LéviStrauss, debía conducir a la modificación de otros– no es, bajo ningún punto, biunívoca o necesaria. Las nociones de “determinación en última instancia”, “dominación/ subordinación”, “sobredeterminación” son, precisamente, las que le sirven a Althusser para distanciarse del estructuralismo, pues parafraseando al filósofo nos preguntamos: ¿cómo el estructuralismo sería capaz de avalar y digerir tales categorías? (Althusser, 1972:178). 204
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Empecemos por la revisión de la primera de estas nociones: la determinación en última instancia. Si atendemos a los textos del propio Althusser, debemos leer en la incorporación de esta categoría presente en Marx, pero también en Lenin, no sólo la reposición de la denostada metáfora marxista de la sociedad como edificio sino su reivindicación, como sugiere el mismo Althusser, bajo la figura de una tópica. Si bien el recurso a cierta topología nos ubica en el campo semántico de otro representante del estructuralismo, Jacques Lacan, en Althusser se produce una torsión, pues acude a ella con el objeto de señalar una diferencia real entre las “esferas” supraestructurales y la estructura económica. Con ello se operan dos desplazamientos: en primer lugar se corre a Marx de una lectura mecanicista de la historia en favor de otra dialéctica que reflexiona sobre las relaciones desiguales entre las distintas instancias de un todo complejamente articulado en términos de autonomía y eficacia. En segundo lugar, apelar a la determinación económica en última instancia supone desmarcarse de todo idealismo para aproximarse a un planteo de neto corte materialista. A este respecto señala Althusser: “Precisamente, cuando Marx inscribe la dialéctica en el juego entre las instancias de una tópica se descoloca respecto de la ilusión de una dialéctica que sería capaz de producir su propia materia mediante el movimiento espontáneo de su autodesarrollo” (Althusser, 1975: 140). Pero también, a partir de lo anterior, se produce un tercer desplazamiento: el que ocurre entre Althusser y el estructuralismo. Mientras que el primero postularía la diferencia real y la desigualdad16 entre las distintas partes de la totalidad social, estableciendo entre ellas “jerarquizaciones” no tanto de esencia cuanto de grados de autonomía y eficacia sobre otras instancias (según la determinación histórico-concreta), el segundo dejaría a un mismo nivel los elementos que componen una estructura. El juego que en este último caso tendría curso carecería de
Althusser nos recuerda en su “Defensa de Tesis en Amiens” el subtítulo de su artículo “Sobre la dialéctica materialista”, esto es: “De la desigualdad de los orígenes”. En uno de sus pasajes se desarrollan las nociones que venimos reseñando respecto de lo siempreya-dado de una unidad compleja estructurada. Allí el autor afirma: “La teoría y la práctica marxistas encuentran la desigualdad no sólo como un efecto exterior de la interacción entre diferentes formaciones sociales existentes, sino en el seno mismo de cada formación social.Y, en el seno mismo de cada formación social, la desigualdad no se encuentra sólo bajo la forma de una simple exterioridad (acción recíproca entre la infra y superestructura) sino como una forma orgánicamente interior a cada instancia de la totalidad social, a cada contradicción” (Althusser, 1965b: 176-179). Es esta desigualdad la que constituye la esencia misma de la contradicción. 16
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los relieves y la densidad histórica que le otorga la perspectiva dialéctica y materialista althusseriana. Las diferencias de las que da cuenta Althusser no son sólo de práctica y de objeto sino también y de modo fundamental, de eficacia. A través del estudio de estos complejos modos de articulación podemos ubicar el lugar donde es preciso intervenir; y éste ya no es un punto y tampoco está fijo, por el contrario, “es un sistema articulado de posiciones gobernadas por la determinación en última instancia” (Althusser, 1975: 147). Son estos desarrollos los que conducen a la afirmación de otra de las categorías antes enumeradas: la sobredeterminación. Esta noción sirve a Althusser para oponerse a la contradicción simple hegeliana que supone aquel tipo de causalidad expresiva antes aludida. Para la dialéctica marxista la contradicción nunca es simple, tampoco es mera acumulación o complejización de un principio unitario. Para Althusser esta contradicción se encuentra en Marx siempre sobredeterminada, nunca se evidencia en estado puro, pues no es en sí “pura”. La relación entre estructura (instancia económica) y superestructura (instancia jurídico-política e ideológica) está recíprocamente condicionada: “de una parte, la determinación en última instancia por el modo de producción (económico); de la otra, la autonomía relativa de las superestructuras y su eficacia específica” (Althusser, 1965a: 91). De este modo, los elementos que conforman la superestructura son descriptos como realidades que pueden impactar y producir efectos en la estructura. Inversamente, una modificación en la estructura (base económica) no conduce ipso facto a la transformación de la superestructura. Si bien “en última instancia” lo que determina al resto de las realidades es la base económica del modo de producción, ésta jamás se encuentra operando en estado puro17. Para Althusser no hay unidad simple, sino estructura compleja, tampoco hay origen (ni posibilidad de génesis) sino algo siempre-ya-dado. Estas definiciones aproximan y al mismo tiempo alejan a Althusser del estructuralismo. ¿En qué sentido lo aproximan? Lo hacen si tomamos en cuenta, por un lado, la fuerza con que ambos rechazan toda apelación a un Origen. Lo acercan asimismo si recordamos, por otro lado, lo que afirma Gilles Deleuze respecto de una de las consecuencias del rasgo local o de posición del elemento simbólico en la estructura: “el sentido resulta siempre de la combinación de elementos que no son ellos mismos [por Althusser lo dice del siguiente modo: “Ni en el primer instante ni en el último, suena jamás la hora solitaria de la «última instancia»” (Althusser, 1965a: 93). 17
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sí mismos o en sí mismos] significantes” (Deleuze, 2005). Así, para el estructuralismo siempre hay demasiado sentido, “una sobreproducción, una sobredeterminación del sentido, siempre producido en exceso por la combinación de lugares en la estructura [de ahí la importancia, en Althusser, del concepto de sobredeterminación]” (Deleuze, 2005). No obstante, el esfuerzo de Althusser por separarse del estructuralismo adquiere vigor cuando, por una parte, acompaña esta noción de sobredeterminación con las ya referidas de “determinación en última instancia”, desigualdad de los elementos de una estructura, y “dominación/subordinación”; y, por otra parte, cuando define los niveles de lo social como lugares de distintas prácticas no reductibles a la producción de “sentidos”. Así, el concepto de sobredeterminación en Althusser, si bien posee afinidades con la hipótesis levistraussiana de un exceso de sentido sostenido en la tesis de la discontinuidad radical entre sentido y no-sentido, por un lado, y la continuidad y progresión del conocimiento “científico”18, por otro, consideramos que no es posible afirmar a partir de allí que la sobrederterminación althusseriana sea susceptible de ser deducida linealmente de la hipótesis levistrausseana. En efecto, Althusser podría acordar con esta discontinuidad, este exceso, pero no tanto en términos de sentido y nosentido, postulada por Lévi-Strauss, y menos aún podría coincidir con la idea de un conocimiento concebido como continuo y progresivo. Estas consideraciones nos llevan al próximo apartado: el problema del conocimiento histórico. El problema de la historia: el par diacronía/sincronía o el desarrollo de las formas En los apartados anteriores sugeríamos el acuerdo al que podrían arribar Althusser y el estructuralismo en torno a la idea de temporalidades es-
El despliegue de estas tesis se encuentra en la “Introducción” escrita por Lévi-Strauss al texto de Marcel Mauss. Allí se adelanta la hipótesis acerca de que “el lenguaje ha tenido que aparecer de una sola vez, en un instante se tuvo que pasar del estado en que nada tenía sentido a otro en que todo lo tenía” (Lévi-Strauss, 1971: 39). Este cambio radical, esta discontinuidad no se corresponde con el campo de conocimiento que es continuo y progresivo. Hay así una “oposición fundamental entre el simbolismo marcado por la discontinuidad y el conocimiento marcado por la continuidad”: el significante y lo significado se construyeron simultáneamente y solidariamente como dos bloques complementarios, en tanto que el conocimiento en su carácter de proceso que permite identificar aspectos del significante y de lo significado se puso en funciones muy lentamente. 18
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pecíficas. Este acuerdo se refleja en la crítica compartida al historicismo. En este punto Althusser y el estructuralismo ciertamente se asemejan. Ambos comparten el decidido rechazo a la noción evolucionista, continuista y “espiritualista” de la historia. Ambos sospechan, además, de las nociones de Origen, Génesis y Esencia. Sin embargo, la polémica comienza a asomar cuando se hace de las categorías superadoras de diacronía/sincronía una mera expresión de la realidad concreta, esto es, cuando se olvida su carácter de concepto (concreto-de-pensamiento) y se las confunde con la realidad19. Cuando ello ocurre se reproduce la concepción ideológica del tiempo histórico: los supuestos de continuidad y contemporaneidad. De este modo, para Althusser, lo sincrónico reproduce el supuesto de la contemporaneidad, la copresencia de la esencia (Idea) con sus determinaciones, de donde se sigue el “corte de esencia” al que subyace la concepción de un tiempo continuo y homogéneo. Lo diacrónico, a su turno, se presentaría como “el devenir de este presente en la secuencia de una continuidad temporal donde los «acontecimientos» a los que se reduce la «historia», en el sentido estricto (ver Lévi-Strauss), no son sino presencias contingentes sucesivas en el continuo del tiempo” (Althusser, 1967c: 106). Toda vez que se olvide el estatuto de estas categorías se desembocará en un vacío epistemológico que no es más que un “pleno ideológico”, dice Althusser; se conducirá a la concepción de una Historia con un tiempo continuo, homogéneo y contemporáneo a sí mismo. Sin embargo, podemos seguir manteniendo esta dupla si sostenemos que: “lo que es visualizado por la sincronía no tiene nada que ver con la presencia temporal del objeto real, sino que, por el contrario, concierne a otro tipo de presencia y a la presencia de otro objeto” (Althusser, 1967c: 118). Este otro objeto no es más que el objeto de conocimiento que es no-idéntico al objeto concreto, temporal, histórico. La sincronía se relaciona, de este modo, con el conocimiento, con la apropiación teórica de la articulación compleja de un todo. Lo mismo deberíamos hacer con la diacronía, esto es, cuestionar su apelación o alusión a “lo concreto-real” y reasignarle su uso epistemológico proporcionándole un lugar, como categoría, en el conocer. Para Althusser: “La diacronía es, entonces, el falso nombre del proceso de lo que Marx llama el desarrollo de las formas” (Althusser, 1967c: 119). Por otro lado, el concepto de tiempo histórico sólo puede fundarse en la estructura compleja dominante, que da lugar a articulaciones diferenciales de la Algunos autores denominan “Ilusión ontológica” (Granger, 1959) a la operación que identifica estructura/instrumento de conocimiento con especies de seres o fenómenos. 19
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totalidad social, cuyo contenido es asignable en función de la estructura de determinada totalidad. Con lo anterior queremos decir, siguiendo a Althusser, que no existe Historia en general, sino estructuras específicas de historicidad fundadas en las estructuras de distintos modos de producción y que encuentran sentido en función de esa totalidad, de la especificación de su complejidad en un determinado y preciso momento histórico actual. En el todo althusseriano, cada nivel ha de tener un tiempo propio, específico, “relativamente independiente en su dependencia”, relativamente autónomo. La especificidad de esos tiempos es una de tipo diferencial, producida, por un lado, según los efectos y particularidades de cada instancia y, por otro, según la estructura articulada y el momento determinado del desarrollo social. Luego, lo que es preciso pensar son los desplazamientos, las torsiones, el tipo de articulación y los ritmos de cada nivel, en un momento histórico determinado.Ver los ritmos y cadencias en su fundamento, que enlaza y articula no sólo los tiempos visibles y mensurables sino también “el problema del modo de existencia de los tiempos invisibles” (Althusser, 1967c: 111) descubiertos bajo la apariencia de cada tiempo visible. Es Marx, sometido a la lectura sintomática de Althusser, quien demuestra que el tiempo económico como tiempo específico es un tiempo no-lineal que es preciso construir a partir de las estructuras propias de la producción, circulación y distribución20. Éste “es un tiempo invisible, ilegible en esencia, tan invisible y tan opaco como la realidad misma del proceso total de la producción capitalista” (Althusser, 1967c: 112). El concepto de tiempo histórico, como cualquier otro concepto, debe ser construido, debe darse una definición rigurosa de los hechos históricos. Hechos que producen mutaciones en las relaciones estructurales existentes y que generalmente son objeto de una verdadera represión, de una denegación histórica, más o menos durable. Hechos históricos que, aunque negados, siguen actuando en otros lugares, con otros tiempos no visibles, ni registrables por la crónica oficial. Estos tiempos diferenciales no están dados por una evidencia inmediata en la continuidad del tiempo. Producirlo, dice Althusser, de modo análogo a como Freud produjo la noción temporal propia del inconsciente. Althusser dice al respecto (en una nota al pie): “la tarea de toda disciplina nueva consiste en pensar la diferencia específica del objeto nuevo que descubre, en distinguirlo rigurosamente del antiguo objeto y en construir los conceptos propios requeridos para pensarlo. En este trabajo teórico fundamentalmente es donde una ciencia nueva conquista, en ardua lucha, su derecho efectivo a la autonomía” (Althusser, 1967e: 170; las itálicas son nuestras). 20
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De lo anterior se deriva que la verdadera historia debe ser leída en una compleja temporalidad diferencial, en donde cada una de las estructuras temporales debe ser considerada como índice objetivo del modo de articulación de los distintos elementos o estructuras del todo. Althusser sostiene que no podemos ya utilizar las metáforas del atraso o progreso de las distintas esferas. Antes bien, debemos hablar en términos de desigualdades de desarrollo de los distintos niveles que coexisten en la estructura de un presente histórico real, en el momento de la coyuntura. De lo que se trata es de definir la sub-determinación o la sobre-determinación en función de la estructura de determinaciones del todo; definir los índices de determinación, los índices de eficacia, es decir, el carácter de determinación más o menos subordinada de un elemento o estructura dada en el mecanismo actual del todo21. Antihumanismo filosófico vs. [anti]humanismo a secas “Los filósofos fueron precisamente estos especialistas de la violencia del concepto, del Begriff, de la apropiación, y, además, firmaron su potencia sometiendo a la ley de la Verdad (de su verdad) todas las prácticas sociales de los hombres, que seguían entristeciendo y viviendo en la noche” (Althusser, 1976: 19)
Llegamos así al último dilema que proponemos abordar: el lugar del hombre en esta polémica de la “ciencia social”. Pocos se atreverían a aseverar que en relación a esta espinosa cuestión estructuralismo y althusserianismo no coinciden. No obstante, nosotros asumimos el riesgo y adelantamos la hipótesis que afirma que, a diferencia del estructuralismo, Louis Althusser no retacea un lugar al hombre de carne y hueso, y a la violencia que subyace no sólo al orden social sino también al concepto. Señalar el lugar de este antihumanismo en el estructuralismo es quizás redundante, pero debemos recordar, al menos, algunos de sus trazos más gruesos. Sin dudas, la que con mayores fuerzas ha marcado esta idea es la tan citada frase de Lévi-Strauss escrita a propósito de su disputa con
Todas las cuestiones que desarrollamos hasta aquí, pero fundamentalmente nuestros dos últimos apartados, invitan a reflexionar en torno a las nociones de causalidad que subyacen a la concepción del todo comprometida en las distintas posiciones teóricas. Este relevante tópico merece un tratamiento aparte que, por distintos motivos, no podemos emprender aquí. 21
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Jean-Paul Sartre: “el fin último de las ciencias humanas no es constituir al hombre sino disolverlo” (Lévi-Strauss, 1962b: 357)22. Si bien es cierto –nobleza obliga– que Lévi-Strauss también se encontraba dentro de las coordenadas de su propio campo de batalla, no estando exento él tampoco de la tentación de “curvar el bastón”23 para demarcar sus reflexiones de las de un existencialismo confiado en cierta praxis humana; no obstante, y tal vez muy a su pesar, muchos de los estudios por él realizados conducen efectivamente a esta eliminación del hombre en función de su reducción a mero soporte de relaciones de las que sólo parcialmente puede dar cuenta y en las que, bajo pocas condiciones, si no nulas, puede incidir. Pero también Lévi-Strauss ha caído en el polo opuesto, sugiere Althusser: esto es, postular cierto humanismo evidenciado en su recurrencia a un “espíritu humano”, o al principio “binario” del cerebro o, finalmente, a algún “inconsciente social” que garantizaría no sólo la supervivencia de una sociedad sino también nuestro conocimiento respecto de ella24. Sin embargo,
Esta disolución no ha de entenderse como una vana simplificación de los fenómenos estudiados, antes bien, refiere a una reducción que sólo será legítima –afirma LéviStrauss– si, en primer lugar, no empobrece los fenómenos sometidos a reducción y reúne en torno suyo su riqueza y originalidad; y, en segundo lugar, conduce a cambiar “de pies a cabeza la idea preconcebida que podía uno formarse del nivel, sea cual fuere, que uno trata de alcanzar” (Lévi-Strauss, 1962b: 358). El éxito con el que Lévi-Strauss pudo dar cuenta no sólo de esta riqueza y originalidad de los fenómenos sino de la transformación de aquellos mediante la práctica científica, son dos de los puntos que Althusser le objeta al antropólogo francés. 23 Recordemos lo que esta frase evoca: “sí, en algunos puntos que consideraba importantes he «pensado en los extremos», y lo he hecho conscientemente, y he curvado el bastón en el sentido contrario” (Althusser, 1975: 134). 24 No podemos explayarnos sobre estas declaraciones, pero sí nos permitimos sugerir que ellas encuentran asidero en el estatuto que el inconsciente tendría para Lévi-Strauss, al menos, si tomamos en cuenta lo expuesto en la “Introducción a la obra de Marcel Mauss”. En pocas palabras, en Lévi-Strauss el inconsciente se presenta como el lugar de la comunicabilidad entre el yo y el otro, como terreno común y lugar de mediación entre el sujeto y el objeto; en Althusser, por el contrario, el inconsciente es referido como el testimonio de la violencia que supone el pasaje al orden simbólico. El inconsciente, en tanto seña y huella de la «ley de la cultura», es el lugar de la ajenidad, de lo otro, de la extrañeza. Estas sugerencias van a contramano de una mirada que festeja al inconsciente como territorio de encuentro y vía privilegiada, en tanto nota común, para el adecuado acceso al conocimiento de nuestros objetos. El desarrollo de las críticas a esta noción de inconsciente como una suerte de “supraregistro” de la conciencia individual, esto es, como (in)conciencia colectiva sobre la que sería posible realizar los mismos predicados que otrora recaían sobre la conciencia, se encuentran debidamente desplegadas en una conferencia de Althusser inédita que lleva por título “El lugar del psicoanálisis en las ciencias humanas” (1963-1964). 22
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las cosas no terminan aquí, pues en Lévi-Strauss, a diferencia quizás del resto de los representantes más vulgares del estructuralismo, también es posible vislumbrar un humanismo de otro tipo, uno que, reconociendo el “pecado original” de la antropología –dicho rápidamente, el hecho de que ella es fruto del imperialismo–, procura un concepto extendido de lo humano25. Con este último podría emparentarse el planteo de Althusser. En la “Defensa de Tesis en Amiens” (1975) Althusser dedica todo un apartado a evacuar dudas respecto del lugar del hombre en la teoría de Marx y, por tanto, en su propia teoría. Los esfuerzos se concentran allí en aseverar un tipo específico de antihumanismo en Marx: un antihumanismo filosófico. ¿Qué supone este énfasis? Luego de un rodeo por la filosofía de Feuerbach, Althusser denuncia la identidad entre sujeto y objeto que subyace a esta suerte de humanismos. Es esta identidad la que produce la inversión al interior de sus propios términos: “puesto que –escandalosamente– el Sujeto resulta dominado por sí mismo como un Objeto, dios, Estado, etc., que, sin embargo, no es otra cosa que sí mismo” (Althusser, 1975: 162). Sin negar la grandeza que este discurso guardaba en relación a una merecida crítica a la religión que restituyera el valor del hombre como centro y dueño del mundo, era preciso romper teóricamente con este humanismo feuerbachiano. Y Marx fue quien llevó adelante esta ruptura, poniendo en evidencia no sólo el vínculo que unía a este humanismo con la burguesía en ascenso, sino también con toda una tradición filosófico-teórica. Contra ella se erige el antihumanismo filosófico de Marx que, sin embargo, no se traduce en la negación del sufrimiento que en la extensa –en sentido enfático– historia de las relaciones entre los hombres ha tenido lugar. Recordemos las reiteradas menciones por parte de Marx al sufrimiento de los explotados, a la violencia de la acumulación primitiva, a la sangre con que se ha regado la historia, etc. Ahora bien, es precisamente de estas experiencias que Marx saca sus fuerzas para elaborar la noción de Träger o soporte de relaciones. Es desde estas constataciones que afirma, contra todo idealismo y contra todo humanismo, Estas apreciaciones encuentran fundamento en la intención del antropólogo de producir mediante el conocimiento de la alteridad la “ampliación de nuestra experiencia”. Así, en su clase inaugural de 1960, el autor afirma: “Nuestra ciencia alcanzó la madurez el día en que el hombre occidental comenzó a darse cuenta de que nunca llegaría a comprenderse a sí mismo mientras en la superficie de la Tierra una sola raza o un solo pueblo fuera tratado por él como objeto. Solamente entonces la antropología ha podido afirmarse como lo que realmente es: un esfuerzo –que renueva y expía el Renacimiento– por extender el humanismo a la medida de la humanidad” (Lévi-Strauss, 1960: XLVIII). 25
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que lo que vuelve inteligible a una sociedad y a sus mecanismos no es el hombre, ni alguna esencia humana, sino, por el contrario, las relaciones de producción en un momento dado. Ella “no es una relación entre los hombres, una relación entre personas, ni intersubjetiva ni psicológica ni antropológica, sino que es una relación doble: una relación entre grupos de hombres respecto de la relación entre esos grupos de hombres y cosas, los medios de producción” (Althusser, 1975: 166-167). Claro, los individuos participan en esta relación pero sólo lo hacen en su carácter de sujetos, en el sentido de verse sujetados, atrapados, por y en ella. Luego, es muy importante, señala Althusser, identificar por qué Marx considera a los hombres únicamente como soportes o portadores de una función. Nos tomamos aquí la licencia de reproducir in extenso: “No lo hace porque de algún modo reduzca a los hombres en su vida concreta a meros portadores de funciones: si los considera como tales, ello se debe a que la relación de producción capitalista los reduce a esa mera función en la infraestructura, en la producción, es decir en la explotación. En efecto: el hombre de la producción, considerado como agente de la producción, sólo es eso para el modo de producción capitalista, está determinado como mero «soporte» de relación, mero «portador de funciones», completamente anónimo, intercambiable, puesto que puede ser arrojado a la calle si es obrero, hacer fortuna o quebrar si es capitalista. En todos los casos se encuentra sometido a la ley de una relación de producción, que es una relación de explotación y por lo tanto una relación antagónica de clases, se encuentra sometido a la ley de esa relación y de sus efectos (…) Pero tratar a los individuos como meros portadores de funciones económicas es algo que no deja de tener consecuencias sobre los individuos. ¡Porque no es el teórico Marx quien los trata así, sino la relación de producción capitalista! Tratar a los individuos como portadores de funciones intercambiables (…) determinarlos, marcarlos irremediablemente en su carne y vida, reducirlos a ser sólo apéndices de la máquina, arrojar a sus mujeres y a sus hijos al infierno de la fábrica, alargar su jornada de trabajo al máximo, y darles apenas lo justo para reproducirse; implica también construir el gigantesco ejército de reserva en el cual se pueda encontrar otros portadores anónimos para presionar sobre los portadores en función que tienen la suerte de tener trabajo” (Althusser, 1975: 167-168).
Esta reducción del hombre a soporte operada por el capitalismo, en tanto relación de producción, se complementa, en rigor sobrevive, en virtud 213
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de la sujeción a otras relaciones supraestructurales, ideológicas, de las que ya dijimos algo y sobre las cuales no consideramos necesario avanzar. Agreguemos solamente que si Marx no parte del hombre concreto debido a la sobrecarga ideológica burguesa que este término arrastra, lo hace, no obstante, para arribar a aquel hombre concreto: “si pasa por el rodeo de esas relaciones en las cuales los hombres concretos son «portadores» eso se debe a que desea llegar al conocimiento de las leyes que gobiernan no sólo su vida sino sus luchas concretas” (Althusser, 1975: 171). Lo que un planteo de este tipo pone en escena, a diferencia del estructuralismo, es la necesidad de reflexionar en torno a las relaciones de poder y a los mecanismos de sujeción que siendo históricamente producidos pueden ser criticados a través de la práctica teórica y filosófica, en vistas a ser transformados mediante otra práctica: la lucha política. Huelga decir que algunas de las claves para descifrar este pensamiento en torno a la filosofía y la política se encuentran en los últimos textos de Louis Althusser. Allí se plantea la cuestión radical de mentar una filosofía que no pretenda ya decir la verdad sobre las cosas, sino pensar la posibilidad y las condiciones para la ocurrencia de un encuentro distinto al que se ha consumado en la historia. Podemos, por último, dar fin a las reflexiones que aquí compartimos explicitando los intereses que en gran medida guiaron estos desarrollos: en primer lugar, una interrogación epistemológica sobre los modos de concebir el objeto y los conceptos susceptibles de explicar los mecanismos y estructuras que subyacen a lo social; en segundo lugar, una inquietud política consistente en indagar los límites que una explicación de lo social puede encontrar toda vez que se soslaye el componente de poder (y de violencia) que vertebra toda relación social; en tercer lugar, una pregunta por la tarea y los desafíos de la práctica teórica. Esta última cuestión, claro está, no resiste una definición estática, pues la tarea estará condicionada por la lectura que reclame oportunamente la situación histórico-social concreta. No obstante, podemos retener, al menos, el imperativo de no contentarnos con simplificaciones, la orden de no escamotear el carácter eminentemente complejo de toda formación o fenómeno social.Y hacerlo, además, desde una posición que no sólo no se sitúe por fuera, ni más allá de los fenómenos sociales que busca explicar, sino que no desconozca el carácter precario, movedizo y frágil del suelo que soporta su práctica. Es precisamente el saber sobre esta situación, el conocimiento respecto de la falta de garantías en la producción de un 214
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efecto distinto al ideológico, es decir, de un efecto de conocimiento, el que obliga a todo pensador a volver críticamente, las veces que sea necesario, sobre sus propios pasos. Louis Althusser y Claude Lévi-Strauss, aún en sus diferencias, son, en este sentido, grandes inspiradores.
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Paul Ricoeur: la mediación entre hermenéutica y estructuralismo Esteban Lythgoe*
Probablemente no haya un autor cuya proveniencia e interés no estén más alejadas del estructuralismo que Paul Ricoeur. En efecto, por una parte, abreva de la fenomenología, una corriente filosófica subjetivista y reflexiva, en contraposición al estructuralismo que es anti-subjetivista y anti-reflexiva. Por la otra, una de sus áreas de mayor interés ha sido la filosofía de la historia, cuando la escuela que nos convoca ha supeditado constantemente la diacronía a la sincronía. Hubiera sido de esperar, consecuentemente, que este filósofo desechara este pensamiento sin más. Sin embargo, nada más alejado de la realidad: no sólo se adentró en la obra de sus representantes más importantes y rescató sus aspectos positivos, sino que también influyeron en el desarrollo posterior de su pensamiento. Sus discusiones con esta escuela consolidaron lo que el filósofo denomina la reflexión del sujeto por la vía larga frente a la vía corta elaborada por la fenomenología de Husserl. El diálogo que el filósofo entablará con el estructuralismo seguirá los lineamientos que en adelante se constituirán en características de su obra. En una primera instancia pondrá de manifiesto los aportes y las limitaciones de la filosofía estructural. Seguidamente destacará que sus aportes permiten reforzar algunos flancos débiles de la filosofía reflexiva, en tanto sus limitaciones son apoyadas por las fortalezas de esta última. Se pone así de manifiesto que filosofía reflexiva y el estructuralismo no son modos contrapuestos de abordar la realidad social, sino complementarios. En el momento del debate, el filósofo afirmará la imposibilidad de concebir
Doctor en Filosofía. Investigador asistente del Conicet. Miembro PICT 2007-01611: “Memoriografía. Análisis crítico-hermenéutico de la relación entre memoria, identidad e historia en el marco del ‘memory boom’” Director: Daniel Brauer. Co-Director PIP 20102012 Gl: “La filosofía de Heidegger entre 1927 y 1945: Historia y Política en diálogo con Carl Schmitt y Ernst Jünger”. Director: Luis Rossi. *
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Paul Ricoeur: la mediación entre hermenéutica y estructuralismo
una filosofía reflexiva que no haga un rodeo por el lenguaje, así como una teoría de la lengua que no conduzca a una teoría de la subjetividad. Consiguientemente, señala la necesidad de restringir cada una de estas instancias a un área particular: el estructuralismo a la ciencia y la hermenéutica a la filosofía, pues los problemas surgen cuando alguna de ellas intenta abarcar un área en la que se carece de competencia: “El estructuralismo pertenece a la ciencia, y no veo actualmente un desarrollo más riguroso y fecundo que el estructuralismo en el nivel de inteligencia que es el suyo. […] En este sentido la hermenéutica es una disciplina filosófica; mientras el estructuralismo busca poner en distancia, objetivar, separar de la ecuación personal del investigador la estructura de una institución, de un mito, de un rito, el pensamiento hermenéutico se inserta en lo que pudimos denominar ‘el círculo hermenéutico’ del comprender y del creer, lo cual la descalifica como ciencia y la califica como pensamiento meditante. No se trata de yuxtaponer dos maneras de comprender; la cuestión es más bien encadenarlos como lo objetivo y lo existencial (¡o lo existenciario!)” (Ricoeur 1969, 33-34)
Es posible distinguir dentro de las consideraciones de Ricoeur acerca del estructuralismo tres matices diferentes, en tanto se lo trate como un método científico, como movimiento filosófico y como complemento de la filosofía de la reflexión, léase fenomenología y hermenéutica. Cuando aborda el tratamiento del estructuralismo científico lo hace refiriéndose a la lingüística de Saussure y su aplicación en la antropología por parte de Levi-Strauss, interesándose particularmente por el modo en que ambos autores dan cuenta de la relación acontecimiento – estructura. El hermeneuta pone de manifiesto la importancia de sus aportes a sus respectivas áreas de especialidad, aunque destacando sus límites. La aspiración filosófica del estructuralismo se manifiesta inicialmente en El pensamiento salvaje de Levi-Strauss e influyó en pensadores como Foucault o Derrida. Ricoeur es crítico de este desarrollo al que considera insuficiente por carecer de una dimensión reflexiva. Seguidamente, observaremos el modo en que el filósofo recoge algunas de las objeciones que esta corriente le realiza a la filosofía de la subjetividad y sobre su base, reelabora algunos de los aspectos criticados. La voz de Ricoeur comenzó a tomar fuerza durante el desarrollo del debate entre explicación y comprensión en ciencias sociales que se iniciara a mediados de la década de los setenta. En la tercera parte de este capítulo esbozaremos la posición del filósofo 220
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en este debate y el modo en que incorpora al pensamiento estructuralista. Por último, compararemos algunas de las pautas de los debates acerca de la historia y la identidad y los compararemos con las posiciones estructuralistas de los sesenta. Validez y límites del estructuralismo: Ricoeur considera como punto de inicio del estructuralismo el Curso de lingüística general Saussure y los desarrollos de la orientación fonológica de la lingüística ligada a Troubetskoy y Jakobson. En su opinión, este tipo de pensamiento surge de desarrollar las consecuencias contenidas en los siguientes cinco presupuestos: a. al lenguaje es un objeto de la ciencia empírica; b. el estado del sistema, o lingüística sincrónica, es diferente y excluyente de una ciencia de los cambios, o lingüística diacrónica; c. en el sistema no hay términos absolutos sino relaciones de dependencia mutua; d. el conjunto de signos debe ser tomado como un sistema cerrado; e. se rompe con la tesis de que el signo tiene un objeto fuera de sí. De estas premisas se desprenden dos consecuencias que caracterizarán al estructuralismo y contra las cuales debatirá Ricoeur. La primera de ellas es el carácter inconsciente y no reflexivo de estas leyes. Aunque esta consecuencia fue desarrollada con posterioridad, especialmente por los fonólogos, ya está supuesta en la distinción saussuriana entre lengua y habla. Inconsciente no se está utilizando aquí a la manera de Freud, es decir, como una pulsión o deseo en la potencia de la simbolización. Ricoeur hace referencia, antes bien, a un inconsciente kantiano en tanto alude a las condiciones de posibilidad no subjetivas de combinaciones dentro de la lengua. “Digo inconsciente kantiano, pero respecto solamente a su organización, pues se trata más bien de un sistema categorial sin referencia a un sujeto pensante; es por ello que el estructuralismo, como filosofía, desarrollará un género de intelectualismo fundamentalmente anti-reflexivo, anti-idealista, anti-fenomenológico…” (Ricoeur 1969, 37). La otra consecuencia que le llama la atención al filósofo consiste en el modo en que se articula el par de opuestos acontecimiento – sentido (o sistema). A continuación nos detendremos en el tratamiento que le darán Saussure y Levi-Strauss respectivamente, pero más allá de las dife Ricoeur destaca que la diacronía no se opone a la sincronía sino que se le subordina. De haberse tomado de este último modo, la sincronía hubiera sido considerado un sinónimo de estático, algo que es explícitamente rechazado por autores como Levi-Strauss
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rencias particulares, el estructuralismo tematiza al sentido, supeditando el acontecimiento a él y, en casos extremos, soslayándolo. Este énfasis por el sentido conduce a una inversión de la relación entre historia y sistema respecto del modelo historicista. Esta escuela sostenía que toda comprensión precisaba de un conocimiento de la génesis de lo que quería ser comprendido, sus fuentes y el sentido de su evolución. Los estructuralistas, por el contrario, afirman que lo primero que se comprende son las organizaciones sistemáticas. Cuando Ricoeur analiza la obra de Saussure le reconoce especialmente su distinción entre lengua y habla, que no sólo serán influyentes en la lingüística sino en las humanidades en general. Esta decisión epistemológica es clave para la constitución de la lengua como objeto de estudio de la ciencia, pues permite cerrar el universo de signos y aislarlo de las influencias externas. Más allá de los resultados materiales de sus investigaciones, el lingüista proporcionará a las humanidades un método ejemplar para el estudio de un cuerpo constituido y cerrado, que permite establecer inventarios de elementos, ubicarlos en relación de oposición y establecer una combinatoria. Esta capacidad del estructuralismo, empero, también tiene un costo. Al aislar la lengua de influencias externas, se vuelve incapaz de comprender los actos, operaciones y procesos constitutivos del discurso. Asimismo, como mencionamos más arriba, la distinción que plantea Saussure entre lengua y habla abre una cesura entre el acontecimiento y lo sistemático, la referencia y el cierre, la innovación y la institución, que no se puede clausurar desde su propia obra. Aun cuando, en una primera instancia, esta antinomia es parte del pensamiento constituyente, los dos polos son momentos abstractos de deben ser articulados entre sí. Es por ello que Ricoeur propone la necesidad de explorar nuevos modelos de inteligibilidad “…capaces de aprehender el fenómeno del lenguaje, que no es ni la estructura, ni el acontecimiento sino la conversión incesante de uno en el otro por medio del discurso.” (Ricoeur 1969, 89). Es así que evalúa un modelo sintáctico para superarlo, ligado con la lingüística postestructuralista de Chomsky, y propondrá otro de orden semántico. La ‘gramática generativa’ de Chomsky se aleja de los inventarios estructurados, como la lengua a las que eran tan afectos los primeros estructuralistas, y articula el sistema y el acontecimiento por medio de categorías dinámicas surgidas de una suerte de operación estructurante. El lingüista americano parte del hecho de que todo locutor es capaz de producir en su lenguaje una frase nueva en el momento oportuno y su auditorio de 222
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comprenderlo inmediatamente. Dado que el concepto saussuriano de estructura es incapaz de explicarlo, Chomsky acaba por redefinir este concepto con el objeto incorporarle un aspecto dinámico del que carecía. En opinión de Ricoeur, “es una nueva concepción de la estructura como dinamismo reglado que vencerá al primer estructuralismo; lo vencerá integrándolo, es decir, situándolo exactamente en su nivel de validez.” (Ricoeur 1969, 90). Dentro de esta línea de la gramática generativa Ricoeur destaca las investigaciones posteriores de Gustave Guillaume o Emile Benveniste acerca del pronombre personal, el artículo y los tiempos verbales, pues ponen de manifiesto que la sintaxis no es autosuficiente sino que nos remite a la realidad. En efecto, “la sintaxis, por estar asociada al habla y no a la lengua, está sobre el trayecto de regreso del signo hacia la realidad.” (Ricoeur 1969, 91). En este sentido, una filosofía del lenguaje no podría restringirse a proponer las condiciones de posibilidad de una semiología, pues deja de lado el querer-decir de alguien acerca de algo. En lo que refiere a la propuesta semántica de articular acontecimiento y estructura, Ricoeur retrotrae su análisis hacia la palabra, como el nudo de intercambio entre ambas instancias. El filósofo asiente con los estructuralistas en que la palabra es mucho menos que la frase en el sentido en que su significación es tributaria de la de la frase. Sin embargo, esta afirmación es unilateral. Desde otro punto de vista, también es más que la frase, pues mientras que la frase es un acontecimiento pasajero, transitorio, la palabra le sobrevive. A lo largo de los diversos acontecimientos discursivos, la palabra se va enriqueciendo con nuevos matices e incluso significados nuevos. Así, cargada de un nuevo valor de uso, la palabra retorna al sistema proporcionándole una historia. Al fundar su análisis en la sincronía, el estructuralismo es incapaz de dar cuenta de la polisemia, ya que ésta presupone que la palabra es una entidad acumulativa, capaz de adquirir nuevas dimensiones recogidas de manera histórica. Levis-Strauss constituye el segundo pilar del estructuralismo al que Ricoeur le dedicará una serie de análisis. Su opinión acerca de la trasposición que realiza del estructuralismo lingüístico a la antropología varía según la obra y las temáticas tratadas. El filósofo elogia especialmente la homología estructural desarrollada en su Antropología estructural entre la relación de parentesco y la lengua. En esta obra, el antropólogo sostiene el carácter arbitrario y no biológico de las relaciones de oposición entre los distintos miembros del grupo social. Las reglas de parentesco son una suerte de lenguaje entre los individuos y grupos, un cierto tipo de comunicación, 223
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en el que se intercambian mujeres en lugar de palabras. Según Ricoeur, esta homología no sólo es legítima sino también muy aclaradora. Una vez analizadas las relaciones de parentescos, Levi-Strauss intenta extender la analogía con la lengua a diversas manifestaciones culturales, y más específicamente, el arte y la religión. En este caso, Ricoeur considera a esta ampliación ni satisfactoria ni justificada ya que, a diferencia de lo que sucede con el parentesco, en la cultura no nos encontramos con una suerte de lenguaje, sino más bien con un discurso significante edificado sobre el lenguaje. Eso significa que nos encontramos con dos tipos de análisis diferentes, que sólo pueden ser relacionados entre sí luego de una nivelación previa. Levi-Strauss es consciente de este hecho, y en lugar de comparar la lengua con estas manifestaciones culturales en general, establecerá las analogías con ciertos aspectos específicos de los discursos estudiados. Lo que objeta Ricoeur es que estos aspectos no fueron tomados al azar, sino elegidos específicamente para corroborar la hipótesis del antropólogo. “Las cosas dichas no tienen necesariamente una arquitectura similar a la del lenguaje en tanto instrumento universal del decir. Todo lo que se puede afirmar es que el modelo lingüístico orienta la investigación a articulaciones similares a la suya.” (Ricoeur 1969, 41). Aún recurriendo a estos ardides metodológicos, la correlación entre cultura y lenguaje no resulta suficientemente justificada, lo que obliga a que LeviStrauss recurra al espíritu humano como tercer término articulador de lengua y cultura. Sin embargo, las tesis más adversas contra el antropólogo serán dirigidas hacia el Pensamiento salvaje, cuyas generalizaciones indiscriminadas son contrapuestas a la prudencia de la Antropología estructural. En esta obra, Levi-Strauss no procede progresivamente del parentesco a la religión o el arte, sino que toma como objeto de investigación todo un nivel de pensamiento tomado globalmente: el pensamiento salvaje. Este pensamiento no es anterior a la lógica, ni prelógico, sino homólogo al pensamiento lógico, aunque operando a nivel sensible. De este análisis, Ricoeur recogerá particularmente la articulación de este tipo de pensamiento de la estructura y el acontecimiento. El pensamiento mítico hace la estructura con residuos de acontecimientos, a la inversa de la ciencia que forma un acontecimiento nuevo con estructuras. En este aspecto se compara la operación del pensamiento mítico con el bricolaje, en donde se realizada una obra partiendo de un repertorio de residuos ya existentes. El antropólogo pone al mito en pie de igualdad con respecto a la ciencia, considerándolas como dos modos diferentes de relacionar acontecimiento y 224
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estructura. El pensamiento mítico no descansa en los acontecimientos, sino que se apoya en el sentido aportado por los mitos. Justamente por ello es tan frágil frente al acontecimiento. Éste amenaza constantemente con interferir las estructuras sincrónicas. La historia mítica se encuentra al servicio de la lucha de la estructura contra el acontecimiento. Representa un esfuerzo de las sociedades para anular la acción perturbadora de los factores históricos. Desde el punto de vista científico, Ricoeur le objeta a Levi-Strauss haber recurrido a casos específicos que, por enfatizar el componente sintáctico, corroboraban tu teoría. Al filósofo le llama la atención que, en sus análisis del totemismo, el antropólogo no haya recurrido nunca al pensamiento semítico, pre-helénico o indo-europeo, donde existe un énfasis por la dimensión semántica y no sintáctica. Si hubiera tomado alguna de estas culturas, hubiera llegado a una conclusión completamente diferente. En efecto, “en el modelo kerigmático,[] la explicación estructural es sin duda aclaradora, como intentaré mostrar para terminar, pero representa una capa expresiva de segundo grado, subordinada al exceso de sentido del fondo simbólico…” (Ricoeur 1969, 53). Jacques Dewitte le reprocha a Ricoeur no haber reconocido que el móvil del proyecto estructuralista no es científico sino fundamentalmente ontológico: “era, como bien lo ha viso George Steiner, separar el lenguaje de todo vínculo a una presencia del mundo, la idea misma de una alianza entre palabra y mundo que es recusada.” (Dewitte 2004, 191). Más allá de las intenciones iniciales del estructuralismo y la pertinencia de esta observación, la distinción ricoeuriana entre un estructuralismo científico y uno filosófico no apunta a las ideas que dieron origen a este pensamiento sino al objeto al que están dirigidos. En este sentido el estructuralismo filosófico es aquel movimiento que recurre a los métodos de Levi-Strauss para dar cuenta de la realidad en general. Este tipo pensamiento puso en duda la prioridad del sujeto y considera al hombre más como el producto del lenguaje que su creador. Esta distinción entre estructuralismo científico y filosófico permite reivindicar los aportes del primero y reprochar la desmesura del primero en tanto corriente filosófico carente de cualquier componente reflexivo.
Cf. Ricoeur 1969, 45: “…si el ejemplo es… ejemplar o si no es excepcional.” Término que proviene del griego kerigma que significa proclamar como un emisario. El término se aplica a la proclama por parte de los cristianos luego de la muerte de Jesús.
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Dentro del estructuralismo filosófico nuestro autor distingue dos corrientes diferentes: “…una pretensión ‘spinozista’ de expresar el orden de lo verdadero sin sujeto, y una pretensión ‘nietzscheana’ de expresar el juego del significante y el significado, al otro lado de la muerte de Dios, del hombre, del sujeto, de las normas, de la gramática y de la sintaxis.” (Ricoeur 1982, 345). La primera corriente surge de considerar que las intenciones de los locutores son sólo efectos de superficie respecto de un juego profundo entre significante y significado, cuyos desplazamientos se producen en la región anónima de la lengua. Desde esta perspectiva, la conexión entre ideas y cosas no es la obra de ningún cogito, ni la reflexividad una carácteristica del sujeto sino un efecto secundario de estos encadenamientos. Este anti-subjetivismo conduce a un anti-historicismo, en donde las categorías como génesis o desarrollo ceden su lugar a un pensamiento sincrónico. Ricoeur ubica dentro de esta línea a la propuesta desarrollada por Foucault en Las palabras y las cosas. En esta obra se afirma que la historia de la cultura es el resultado de una serie de dispositivos epistemológicos sincrónicos cuyas transiciones resultan ininteligibles. En lo que respecta a la segunda corriente, Ricoeur contrasta el carácter absoluto que el estructuralismo le ha dado al juego significante y significado contra la importancia que concedida por la filosofía analítica al problema de la referencia. Para el estructuralismo, esta preocupación enmascara la posibilidad de caracterizar la lógica interna y propia del lenguaje. “De esta manera, el acento se desplaza de la preocupación de la referencia identificante, impuesta por las ciencias de la naturaleza y por el lenguaje ordinario, hacia el problema de la inmanencia del lenguaje en él mismo bajo el imperio del significante, sugerido por la literatura.” (Ricoeur 1982, 344). Esta última corriente conduciría finalmente a la gramatología de Derrida, en la que se desarrolla una teoría de la escritura, donde, según su creador, la diferencia, es decir, la separación entre signo y signo, se encuentra mejor preservada que como se preserva en la palabra. Ricoeur es muy crítico respecto de concebir al estructuralismo como una suerte de filosofía. En su opinión, en tanto pensamiento que no se piensa, precisa retornar a una filosofía reflexiva. Interpretación y estructuralismo: A mediados de la década de los setenta resurge el viejo debate del siglo XIX entre explicación y comprensión. A su base se encuentra, por una parte, el problema epistemológico del pluralismo metodológico y la discontinuidad epistemológica entre las ciencias de la naturaleza y las huma226
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nas y, por la otra, la diferencia ontológica entre el ser de la naturaleza y el ser del espíritu. Ricoeur es crítico de este dualismo que el autor encuentra en la teoría del texto, de la acción y la historia. En su opinión, más que una oposición entre ambos métodos, hay una mutua remisión entre ambos, a las que considera dos momentos de una labor más abarcadora que es la interpretación. Esta hipótesis conduce a rechazar consiguientemente el dualismo epistemológico y ontológico. (Ricoeur 1986, 161). Nuestro interés aquí, empero, reside en el modo en que el filósofo concibe este debate a nivel de la narración y cómo ubica al estructuralismo en él. En este nivel nos encontramos con un antagonismo entre los estructuralistas, que defienden una explicación sin comprensión, y la hermenéutica romántica, quienes consideran que el objetivo de toda lectura es la comprensión, es decir, el establecimiento de una comunicación entre el alma del lector y el del autor. Los primeros se centrarían en la estructura interna del texto, eliminando cualquier componente subjetivo o intersubjetivo tanto a nivel de la intención del autor como de la recepción del auditorio, a las que consideran psicologizante. Los hermeneutas románticos, en tanto adalides de la subjetividad de la apropiación del mensaje, considerarían que el proceso de objetivación llevado a cabo por el estructuralismo es ajeno a la intención del texto. En opinión de Ricoeur, el texto escrito es una instancia clave en la articulación entre explicación y comprensión. En un diálogo hay una superposición entre explicar y comprender, en el sentido en que cuando uno no comprende inmediatamente pide una explicación a su interlocutor. El texto escrito, en cambio, es autónomo respecto de la intención inicial del autor, el auditorio inicial y la situación en la que fue escrito. De hecho, para nuestro autor nunca más se reinstaura este vínculo, sino que lo que en adelante se comprenderá es el mundo abierto por el texto. Al utilizar ciertos códigos a nivel de la frase y la narración en general, a la hora de comprender un texto se vuelve necesario el rodeo a través de la explicación. Así, para comprender es necesaria la mediación por la explicación. Por su parte, el investigador estructuralista se detiene en este nivel de análisis, porque pierde de vista que lo que motiva su investigación es “…la comprensión que envuelve todos los pasos analíticos y reubica en el movimiento de una transmisión, de una tradición viva, la narración en tanto que donación del relato de alguien a alguien.” (Ricoeur 1986, 167). Es por este motivo, que tras el rodeo por la explicación es preciso volver de la instancia sistemática hacia el texto mismo para su comprensión, en el proceso que Gadamer dio por llamar applicatio. 227
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El desafío estructuralista a la filosofía de la subjetividad: Ricoeur considera que la filosofía de la subjetividad ha sido socavada por dos corrientes de pensamiento diferentes, que pusieron en jaque la tesis de la autonomía del sujeto y su transparencia a la hora de conocerse, a saber: el psicoanálisis con su concepto de inconsciente y el estructuralismo. Por lo tanto, más allá de los análisis y las críticas que haya realizado al estructuralismo, el filósofo francés considera necesario reconstruir a la fenomenología a partir de estas críticas. La fenomenología husserliana y post-husserliana fue tomada especialmente como objeto de las críticas del estructuralismo, debido, en primer lugar, a su cercanía temática. En efecto, esta corriente filosófica puede ser concebida como una teoría del lenguaje generalizado en la medida en que deja de concebir al lenguaje como una actividad o función en medio de otras. Incluso, se la puede considerar la única que abre el espacio de la significación, al tematizar por primera vez la actividad intencional y significante del sujeto encarnado. Dicho con otras palabras, la concepción fenomenológica del sujeto se apoya sobre una teoría de la significación. En segundo lugar, pese a compartir un área temática, los abordajes de la fenomenología y el estructuralismo son totalmente incompatibles entre sí. Para establecer este punto, Ricoeur recoge las dificultades que tuvo Merleau Ponty para debatir con sus colegas lingüistas. Si bien su objetivo era establecer que la consciencia nunca es constituyente, sino tributaria de la espontaneidad del cuerpo, lo hacía vía la distinción entre lengua y habla. Para hacerlo invertía las tesis estructuralistas y sostenía la actualidad del habla contra la paseidad de la lengua. Esto implicaba asociar la sincronía al polo del sujeto hablante y la diacronía al del objetivo de la ciencia. El objetivo de la fenomenología del habla consistía en mostrar el modo en que la lengua pasada se inserta en la palabra presente. La palabra es una suerte de reanimación de un cierto saber lingüístico proveniente de palabras anteriores sedimentadas, instituidas y disponibles para nuestro uso. O con otras palabras, el habla nunca es transparente a sí mismo. La lingüística estructural desafía a la fenomenología al colocar la noción de significación en otro campo que en la intencionalidad del sujeto. Para responder a este desafío Ricoeur desglosa el problema en lo que considera son los tres aportes más importantes de la fenomenología, a saber: su teoría de la significación, su teoría del sujeto y su teoría de la reducción. En lo que respecta a los análisis de la significación, Ricoeur considera que sólo es posible llevar a cabo una fenomenología del discur228
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so a través de, y por medio de, una lingüística de la lengua. En ese sentido el filósofo toma distancia del desarrollo que hiciera Merleau Ponty sobre la cuestión. Como lo explica el propio Ricoeur, “el pasaje por la lengua restituye al análisis de la palabra su carácter propiamente lingüístico, el cual no podría ser preservado si lo buscamos en la prolongación directa del ‘gesto’.” (Ricoeur 1969, 249). Es en tanto que efectuación semántica del orden semiológico que la palabra hace aparecer el gesto humano como significante. Una filosofía de la expresión que no ha pasado por todas las mediaciones lingüísticas está condenada a no superar jamás el umbral propiamente semántico. Por la otra parte, también señala que el problema de la significación no se elimina substituyéndolo con la diferencia de signo a signo, como pretenden los estructuralistas. La función semiológica está subordinada a la función semántica donde se representa lo real por el signo. Con todo, es preciso tener en cuenta que la filosofía del signo, que estudia el signo a nivel de los sistemas virtuales ofrecidos a la performance del discurso, y la filosofía de la representación, contemporánea de la efectuación del discurso, se encuentran en niveles diferentes, pero que uno precisa del otro. El orden semiológico considerado solo no es sino el conjunto de condiciones de articulación sin la cual no podría haber lenguaje. Pero lo articulado como tal no es todavía el lenguaje en su poder de significación, si no es gracias a la lengua cuya existencia vuelve posible el discurso. Por lo tanto, una vez que se ha distinguido lo semántico de lo semiológico, se debe llevar a cabo la desviación por los sistemas taxonómicos, para luego edificar el nivel del enunciado. Solo entonces el análisis podrá volver a la noción de intencionalidad como la planteara Merleau Ponty. En lo referente al sujeto, la lengua en tanto sistema carece de sujeto, que recién se incorpora en el nivel de la efectuación. En el pasaje del nivel semiológico al semántico es donde se deben incorporar los análisis clásicos de la fenomenología al dominio de la lingüística. Frente a la posible objeción estructuralista de que el yo es una creación del lenguaje, Ricoeur sostiene que la capacidad del locutor de ponerse como sujeto y de oponerse al otro como su interlocutor es una presuposición extralingüística. Sin embargo, en la medida en que la fenomenología no tome conciencia de que debe operar en el lenguaje y no con independencia de esta dimensión, nunca se logrará superar la antinomia de la semiología y la fenomenología. El problema más complejo para articular ambas instancias se encontraría en la reducción fenomenológica. Mientras el análisis de la signi229
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ficación se encuentra en el plano de la descripción, la reducción es de carácter trascendental, ya que concierne a las condiciones de posibilidad de la referencia a sí en la referencia a algo. Por lo tanto, el privilegio conferido a la consciencia en una concepción idealista de la reducción es radicalmente incompatible con el primado que la lingüística estructural fundado en un objeto empírico. La propuesta de Ricoeur consiste en reinterpretar el concepto de reducción con el objetivo de dejar de considerarlo como una apertura directa que permitiría el acceso a la actitud trascendental a partir de la natural. En lugar de hacer una reflexión directa, el filósofo propone tomar lo que denomina la vía larga de los signos, buscando la reducción por medio de las condiciones de posibilidad de la relación significante y de la función simbólica en tanto tal. Ricoeur apoya su afirmación en la tesis de Levi-Strauss de que la adquisición de lenguaje constituye un salto cualitativo. De manera análoga a lo que sucede con la función simbólica, la reducción fenomenológica es el comienzo de una vida significante, no cronológico ni histórico sino trascendental. En opinión de Ricoeur, “esta reinterpretación de la reducción, vinculada con una filosofía del lenguaje, es perfectamente homogénea con una concepción de la fenomenología como teoría general de la significación, como teoría del lenguaje generalizado.” (Ricoeur 1969, 254). Se le podría objetar a la identificación de la reducción fenomenológica con el comienzo de la vida significante que la génesis del signo requiere una diferencia pero no necesariamente un sujeto y, en ese sentido, Husserl cometió un error al haber postulado un sujeto trascendental para dar cuenta de esta diferencia. Ricoeur rechaza absolutamente esta posible crítica a la que considera el producto de confundir el plano semiológico y el trascendental. Esta incapacidad del estructuralismo filosófico de acceder al sujeto trascendental se debe a que se limita a ser una investigación acerca de lo trascendental del lenguaje, no del pasaje de la lengua al habla. Es por este motivo que sólo descubre a la diferencia como la condición de posibilidad negativa del lenguaje. El filósofo compara a la diferencia con la epojé fenomenológica y considera que ambas son momentos abstractos en el sentido en que son la dimensión negativa de acceso a lo trascendental, que debe ser completado con su dimensión positiva: la subjetividad. Según este filósofo positividad y subjetividad van a la par en la medida en que la referencia al mundo y a sí son simétricas y recíprocas De esta manera, a la pregunta acerca de cómo es la filosofía reflexiva tras las críticas del psicoanálisis y el estructuralismo al sujeto, Ricoeur 230
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responde del siguiente modo: “una filosofía reflexiva que, habiendo asumido por completo las correcciones y las instrucciones del psicoanálisis y la semiología, toma la vía larga y desviada de una interpretación de los signos, privados y públicos, psíquicos y culturales, donde vienen a expresarse y explicitarse el deseo del ser y el esfuerzo de existir que nos constituye.” (Ricoeur 1969, 261). Los resultados del debate con el estructuralismo en sus obras posteriores: En las décadas de los ochenta y noventa el estructuralismo había perdido gran parte de su fuerza. En el mismo período Ricoeur fue acercándose a los debates filosóficos anglosajones en torno a la subjetividad y la historia, debido fundamentalmente a sus labores de los Estados Unidos. En la filosofía de la subjetividad el filósofo se encontró con tendencias anti-subjetivistas y en historia con líneas de pensamiento que comparaban a estas investigaciones con la narrativa de ficción y la analizaban dejando de lado el problema de la referencia. Estas similitudes con el estructuralismo llevaron a que Ricoeur debatiera con ellas tomando una posición similar a la que había sostenido diez años antes. Señalemos, pues, a manera de cierre los lineamientos de estos debates y en qué sentido el filósofo los compara con los que oportunamente tuviera con el estructuralismo. Tiempo y Narración es la obra de mayor reconocimiento de Ricoeur. En ella señala el carácter esencialmente narrativo de la historia. Los conceptos de mythos y mímesis ponen en evidencia la importancia de la retórica en la labor del historiador. En este sentido, su propuesta fue comparada con el narrativismo de Hayden White, quien apoyándose en la teoría de los tropos desarrollada por Vico, también destacó la importancia de la retórica. Ambos autores, empero, se adelantan en destacar las diferencias que existen entre ambos. White se interesa fundamentalmente por la articulación de la narración histórica, o recurriendo al vocabulario utilizado hasta aquí, la dimensión semiológica, y deja de lado el problema semántico. De esta manera, lo que define a la historia como tal se pierde detrás de una crítica general de la representación. La obra histórica termina siendo caracterizada como “…una estructura verbal en forma de discurso de prosa narrativa que dice ser un modelo, o imagen, de estructuras y procesos pasados con el fin de explicar lo que fueron representándolos.” (White 2005, 14). Ante el eventual planteo acerca de la relación semántica entre la obra 231
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histórica y el pasado, el autor destacará la diferencia entre ambos. Ricoeur, en cambio, a pesar de coincidir en la importancia de la puesta en intriga, destaca que la historia aspira a dar un discurso verdadero. Basándose en última instancia en la tesis de que “…la composición de la intriga está arraigada en una precomprensión del mundo de la acción…” (Ricoeur 1983, 108), el autor afirma la analogía entre representación histórica y el pasado. En su opinión, el análisis de las estructuras retóricas utilizadas por el historiador es incompleto si se pone entre paréntesis que su ideal a alcanzar consiste en lograr dar cuenta del pasado tal cual ocurrió. White no sólo es cercano al estructuralismo por este énfasis por lo semiológico en detrimento de lo semántico, sino que también sus fuentes de inspiración han sido autores estructuralistas o postestructuralistas, como es el caso de Levi-Strauss, Jakobson, Barthes, Foucault y Derrida. Sin embargo, Ricoeur considera que desde la orientación filosófica general White tiene una diferencia fundamental con sus colegas del viejo continente, pues mientras los primeros son antihumanistas, White no lo es. Así explica, “…no podemos permanecer insensibles al contraste entre el humor sospechoso de la crítica ideológica de R. Barthes y de sus sucesores, crítica fundamentalmente orientada hacia la deconstrucción, y del lado de H. White la recepción positiva, incluso apologética, hecha a los recursos constructivos de la imaginación histórica. Podríamos hablar del antihumanismo de los primeros y del humanismo de los segundos.” (Ricoeur 1994, 175). En Sí mismo como otro se plantea un debate análogo entre la dimensión semiológica y la semántica pero referida al problema de la identidad personal. Por una parte, se encuentra la tradición subjetivista que se inicia con Descartes; y por la otra, a Nietzsche como su oponente que concibe a la subjetividad como un producto discursivo. “Al hacer hincapié en esta dimensión del discurso filosófico, Nietzsche saca a la luz las estrategias retóricas ocultas, olvidadas e incluso hipócritamente rechazadas y denostadas, en nombre de la inmediatez de la reflexión.” (Ricoeur 1996, XXIII). De manera análoga a lo que sucedió en los puntos anteriores, el autor propondrá un rodeo por planteos anti-subjetivistas para, a partir de ellos, redefinir el concepto de subjetividad e identidad, que contemple estas objeciones. A diferencia de lo descripto en el punto anterior, donde el estructuralismo se oponía y, a su vez, era compensado por la fenomenología, en este caso el adversario de la fenomenología será la filosofía analítica del lenguaje. A Ricoeur las similitudes entre ambas líneas de pensamiento le parecen tan grandes que termina por afirmar: “…para232
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dójicamente, el linguistic turn, pese al rodeo referencial de la semántica filosófica, ha significado a menudo un rechazo a ‘salir’ del lenguaje y una desconfianza igual a la del estructuralismo francés respecto a cualquier orden extralingüístico. […] A este respecto, una fenomenología como la de Husserl, según la cual la esfera del lenguaje es ‘ineficaz’ respecto a la vida de la conciencia intencional, tiene valor de correctivo, en virtud de su mismo exceso inverso.” (Ricoeur 1996, 333).
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