El diálogo de las lenguas y Miguel de Cervantes: 148 [Annotated] 8417873414, 9788417873417

FRENTE AL MALEFICIO DE BABEL, MIGUEL DE CERVANTES, gracias a sus lecturas y a su experiencia como viajero, conoció a fon

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Spanish Pages [149] Year 2019

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Índice
Prólogo
Erasmo y la Torre de Babel. La búsqueda de la lengua perfecta
Cervantes frente a Babel (Don Quijote I)
El diálogo de las lenguas en la Segunda Parte del Quijote
Don Quijote habla toscano
Las voces del Persiles
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El diálogo de las lenguas y Miguel de Cervantes: 148 [Annotated]
 8417873414, 9788417873417

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Humanidades

Humanidades

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Elena Cueto Asín, Guernica en la escena, la página y la pantalla: evento, memoria y patrimonio

Luis Arenas, Ramón del Castillo y Ángel M. Faerna (eds.) John Dewey: una estética de este mundo Manuel Pérez Otero Vericuetos de la filosofía de Wittgenstein en torno al lenguaje y el seguimiento de reglas Juan Manuel Aragüés Estragués El dispositivo Karl Marx. Potencia política y lógica materialista

ISBN 978-84-17873-41-7

Jesús Rubio Jiménez y Enrique Serrano Asenjo (eds.) El retrato literario en el mundo hispánico (siglos xix-xxi) David Pérez Chico (coord.) Cuestiones de la filosofía del lenguaje Jesús Rubio Jiménez La herencia de Antonio Machado (1939-1970) Adrián Alonso Enguita El tiempo digital. Comprendiendo los órdenes temporales Antonio Capizzi Platón en su tiempo. La infancia de la filosofía y sus pedagogos David Pérez Chico (coord.) Wittgenstein y el escepticismo. Certeza, paradoja y locura

AUROR A EGIDO

Gérard Brey Lucha de clases en las tablas. El teatro de la huelga en España entre 1870 y 1923

PUZ

David García Cames La jugada de todos los tiempos. Fútbol, mito y literatura

Prensas de la Universidad

Miguel de Cervantes

Antonio Capizzi Heráclito y su leyenda. Propuesta de una lectura diferente de los fragmentos

El diálogo de las lenguas y

Ernest Sosa Conocimiento reflexivo. Creencia apta y conocimiento refle xivo (vol. ii)

FRENTE AL MALEFICIO DE BABEL, MIGUEL DE CERVANTES, gracias a sus lecturas y a su experiencia como viajero, conoció a fondo la variedad y riqueza representada por el plurilingüismo, la traducción y las lenguas en contacto. Al igual que Erasmo y otros humanistas, consideró que la lengua es la marca mayor de la dignidad del hombre, pero él sometió tales principios a la prueba de la realidad literaria en el Quijote, en el Persiles y en otras obras, mostrando la capacidad comunicativa del español y sus múltiples posibilidades narrativas. De este modo, no solo contribuyó a la invención de la novela moderna, sino a ensanchar las fronteras de un idioma universal que estaba ya en contacto con otras muchas lenguas y culturas, adelantándose a cuanto representa actualmente su expansión en un mundo globalizado.

9 788417 873417

Ernest Sosa Una epistemología de virtudes. Creencia apta y conocimiento reflexivo (vol. i)

A UROR A E GIDO

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Frédéric Lordon Los afectos de la política

El diálogo de las lenguas y

Miguel de Cervantes

PRENSAS DE L A UNIVERSIDAD DE ZAR AGOZA

Aurora Egido es licenciada y doctora por la Universidad de Barcelona, catedrática emérita de Literatura Española en la Universidad de Zaragoza, doctora honoris causa por la Universidad Carlos III de Madrid, académica de número y secretaria electa de la Real Academia Española y correspondiente de la British Academy of Humanities and Social Sciences. Ha sido profesora en distintas universidades españolas y extranjeras, y vicerrectora de Humanidades y Cursos de Extranjeros en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Es presidenta de honor de la Asociación Internacional de Hispanistas y de la Asociación Internacional Siglo de Oro. Premio Nacional de Investigación en Humanidades «Ramón Menéndez Pidal», su bibliografía como autora de numerosas estudios y ediciones sobre Literatura Española, particularmente dedicados al Siglo de Oro, ha sido recogida en La razón es Aurora. Homenaje a la profesora Aurora Egido (Zaragoza, IFC, 2017). Entre sus últimos libros, cabe destacar: Bodas de Arte e Ingenio. Estudios sobre Baltasar Gracián (Barcelona, Acantilado, 2014) y Por el gusto de leer a Cervantes (Sevilla, Fundación Lara, 2018).

EL DIÁLOGO DE LAS LENGUAS Y MIGUEL DE CERVANTES

EL DIÁLOGO DE LAS LENGUAS Y MIGUEL DE CERVANTES

Aurora Egido

PRENSAS DE L A UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA

EGIDO, Aurora El diálogo de las lenguas y Miguel de Cervantes / Aurora Egido. — Zaragoza : Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2019 141 p. ; 22 cm. — (Humanidades ; 148) ISBN 978-84-17873-42-4 Cervantes Saavedra, Miguel de (1547-1616)–Crítica e interpretación 821.134.2Cervantes Saavedra, Miguel de1.07 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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Aurora Egido De la presente edición, Prensas de la Universidad de Zaragoza (Vicerrectorado de Cultura y Proyección Social) 1.ª edición, 2019

Colección Humanidades, n.º 148 Director de la colección: Juan Carlos Ara Torralba Prensas de la Universidad de Zaragoza. Edificio de Ciencias Geológicas, c/ Pedro Cerbuna, 12 50009 Zaragoza, España. Tel.: 976 761 330. Fax: 976 761 063 [email protected] http://puz.unizar.es La colección Humanidades de Prensas de la Universidad de Zaragoza está acreditada con el sello de calidad en ediciones académicas CEA-APQ, promovido por la Unión de Editoriales Universitarias Españolas y avalado por la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA) y la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT).

Para Sara, Daniel, Adrián y Alía

PRÓLOGO

Una de las lecciones humanísticas más relevantes del Quijote tal vez sea aquella donde se sustenta que «La discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso». Su autor había aprendido de Horacio que es en el uso común donde reside la fuerza del hablar y del escribir bien. Miguel de Cervantes llevó la discreción lingüística a los últimos extremos en lo referido a la capacidad comunicativa de las lenguas y al uso literario de las mismas. No en vano fue un viajero incansable por los caminos de España y Portugal, donde se encontró con gentes de distinto origen que hablaban lenguas diferentes, al igual que le ocurrió en su trasiego por Italia, África y el convulso Mediterráneo. Esa experiencia vital le sirvió sin duda no solo para asumir la variedad del español hablado a lo largo y a lo ancho de la península, sino su contacto con otras lenguas y culturas. En el terreno de las teorías lingüísticas, las de Cervantes, que leía, como se dice en el Quijote I, 9, hasta los papeles rotos de las calles, tuvieron un buen referente en el Diálogo de las lenguas. Tratado de la discreción, obra de su amigo Damasio de Frías, cuyo título abría nuevos caminos al plurilingüismo, ampliando el mensaje singular de Juan de Valdés en su famoso Diálogo de la lengua. Dicho proceso, como veremos más adelante, lo había plasmado ya Sperone Speroni en su Dialogo delle lingue, donde consideró que el italiano era un idioma capaz de transmitir los más altos pensamientos, propiciando así el prestigio de las lenguas vernáculas y planteando los problemas relativos a la comunicación entre unas y otras. Asentada la ca-

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El diálogo de las lenguas y Miguel de Cervantes

pacidad de las lenguas romances en igualdad con el latín, el diálogo entre ellas ofrecía, para los escritores del Renacimiento, numerosas posibilidades respecto a un debate que se enriquecía con las traducciones y con la enseñanza de idiomas a través de nuevas gramáticas y vocabularios. En ese sentido, Cervantes contribuyó sobremanera a la hora de romper con el maleficio de Babel y con el tópico de la lengua perfecta. Pues si el primero iba unido al pecado de soberbia, que él denunció siempre, el segundo lo incardinó en un planteamiento heredado de Erasmo en su tratado De lingua (1515). Este, como veremos, fue traducido al español en 1533 por Bernardo Pérez de Chinchón, quien, ya desde el prólogo, planteó toda una defensa del castellano. De ahí que recojamos al principio de este libro un capítulo dedicado a dichos planteamientos, pues Cervantes conocía perfectamente cuanto suponía el predicado erasmista de una lengua universal, que podía reflejar en cualquier idioma la fe y la moral cristianas. Pero él no planteó esas cuestiones a nivel exclusivamente teórico, sino que, como hizo con la caballería andante, las sometió a la prueba de la realidad literaria; y, en esta, todo se transforma, alcanzando nuevos relieves. Cervantes superó con creces los planteamientos lingüísticos de las novelas de su tiempo, trasladando cuanto habían expuesto los cronistas de Indias sobre el español y las lenguas de América, y se ocupó también de los orígenes y de la identificación entre lengua, nación, raza y religión. Aparte del teatro, donde afloran diversas lenguas, particularmente en las comedias de cautivos, la maestría de sus diálogos novelísticos se elevó muy por encima de la de otros escritores, partiendo siempre del concepto humanístico de la dignidad de la lengua como fundamento esencial de la dignidad del hombre. Ello se ve particularmente en el Coloquio de los perros, donde la perspectiva animal revertía los parámetros dialogales para someter la verdad a un nuevo e inédito escrutinio. Cervantes contribuyó además a la dignificación del castellano no solo a través de sus obras, sino con la construcción de un panteón de autores de España y América que habían situado la literatura en español a la altura de los clásicos, como muestran el «Canto de Calíope» o el Viaje del Parnaso. Y lo hizo de tal modo, que, con el correr de los siglos, consiguió que hablemos del español como de la lengua de Cervantes, adueñándose así de ese reino de Candaya, que heredaría en el Quijote la infanta Antonomasia.

Prólogo

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Librada ya la batalla de las lenguas vulgares frente al latín, Cervantes emprendió, junto a otros muchos escritores, la que había que ganar con la literatura, situando la española a la altura de las clásicas y en competencia con Italia. Sus obras, desde La Galatea al Persiles, muestran una dialéctica viva entre las lenguas, además de ofrecer, en el caso de la española, las posibilidades que esta ofrecía en todos los planos del habla y de la escritura, tanto en el territorio sociológico y psicológico, como en el religioso, cultural e histórico, ahondando además en la riqueza de la traducción. A este respecto, en las páginas que siguen, más allá del predicado erasmista al que ya hemos aludido, nos adentramos fundamentalmente en el Quijote y en el Persiles, donde Cervantes profundizó en la singularidad y pluralidad de las lenguas, aunque todo lo hiciera, claro está, a través de la española. Ya en la primera parte del Quijote las cuestiones de las lenguas en contacto y el tratamiento del griego, el hebreo y el latín están presentes desde sus primeras páginas. Pero a Cervantes le atrajo en particular el árabe, que, a fin de cuentas, proporciona la invención de Cide Hamete Benengeli; un autor cuya obra conoce el narrador a través de un morisco aljamiado que se la traduce. No es extraño sin embargo que sea en la segunda parte del Quijote donde el círculo se amplíe, ahondando en dichas cuestiones y en lo relativo a la traducción y al plurilingüismo. Sobre todo, cuando los protagonistas realizan el viaje a Barcelona, pues es a través de ese itinerario donde aflora un mayor número de lenguas en contacto, al encontrarse don Quijote y Sancho con otros muchos viandantes que van o vuelven desde o hasta otros lugares de Europa y África. Pero el esfuerzo mayor lo llevaría a cabo en los Trabajos de Persiles y Sigismunda, dado el largo recorrido que Periandro y Auristela realizan desde las tierras septentrionales hasta Roma, pasando por otros muchos lugares. En esa su última obra, Cervantes plasmó no solo una idea de universalidad ligada al español, sino su relación con otras lenguas y culturas, ahondando además en la necesidad de intérpretes para darse a entender, incluso sirviéndose del lenguaje de los gestos. En el episodio lisboeta del Persiles, como hemos mostrado en el libro Por el gusto de leer a Cervantes (Sevilla, Fundación Lara, 2018), trató además de invertir los términos supuestos por la llegada de Colón a América, haciendo que los peregrinos entonaran ante la costa portuguesa, en lugar del famoso «¡Tierra, tierra!», un «¡Cielo, cielo!» que simbolizaba la llegada

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a tierras cristianas. De este modo, se marcaba el nuevo rumbo de un itinerario que traía a las costas de Europa una tropa peregrina de salvajes, semisalvajes y cristianos provenientes del septentrión, que caminaban a Roma, cabeza del mundo en lo religioso y cultural. Claro que la ciudad papal, como ocurría en otras partes, estaba llena de personajes viciosos, demostrando que el bien y el mal, parejo al uso que se haga de las lenguas, son patrimonio de quienes los practican y no cuestión de raza o procedencia. Que el Persiles se sitúe en la época del emperador Carlos V no es asunto baladí, pues Cervantes conocía muy bien que con él se había circunvalado el mundo y había culminado la obra iniciada por los Reyes Católicos, luego proseguida por sus sucesores. Recordemos que, en 1609, tras la conquista de las islas Molucas, Bartolomé Leonardo de Argensola publicó una obra en la que daba cuenta de los enfrentamientos entre españoles y portugueses, que se iniciaron con el viaje de Colón a América. Ni la bula Inter caetera de 1493, ni el Tratado de Tordesillas de 1494 consiguieron, como es bien sabido, zanjar el reparto de tierras surgido de la conquista del Nuevo Mundo. Ello desencadenó una larga batalla con los derechos de Portugal por las tierras descubiertas posteriormente, según señaló Juan Gil en Mitos y utopías del descubrimiento: II El Pacífico (Madrid, Alianza Editorial, 1989), quien habló de que los exploradores de las Molucas no solo se movían por la búsqueda del estimado clavo, sino por la del oro. Y, en ese camino, tan vinculado al poder económico, la religión ocupó un papel esencial, que afectó también, en el plano lingüístico, a los nombres de los barcos con los que se llevaban a cabo los descubrimientos (casi un santoral). Y otro tanto ocurrió con la nueva toponimia, que cambiaba la originaria de los lugares e islas conquistadas, sin olvidar los nombres propios que iban adquiriendo los recién bautizados. En ese y otros sentidos, La conquista de las islas Malucas (Madrid, Polifemo, 2009) de Bartolomé Leonardo de Argensola contiene no pocos puntos de contacto con el Persiles, pero también con el ideal de una lengua compañera del imperio y de la religión, y hasta con las referencias a las islas nevadas o a las cruces que los conquistadores iban clavando como señal en las islas descubiertas. Se trataba, tanto en el plano literario como en el político y religioso, de una empresa vinculada a una monarquía universal en la que también se implicó América. Así lo demuestran las numerosas expediciones a occidente emprendidas desde México, caso de la llevada a cabo por Ruy López de

Prólogo

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Villalobos en 1542, y otras, como las iniciadas desde la península, en las que hubo todo tipo de desencuentros, disputas y batallas con portugueses, ingleses, holandeses y otros pueblos. Recordemos que en 1606 Antonio de Morga publicó en México los Sucesos de las Islas Filipinas, donde daba cuenta, desde la otra ladera, de los problemas en esa zona del Pacífico, mostrando hasta qué punto todo se insertaba en un mundo que hoy denominaríamos globalizado. Lo que sucedía en las Molucas, como lo que atañía a América, tuvo, para los cronistas de entonces, un evidente reflejo en la política europea, al igual que ocurrió en sentido inverso; sin descontar que andaban también en juego las posesiones en África. Recordemos que, como señala Gloria Cano en la introducción al mencionado libro sobre las Molucas, cuando Felipe II fue recibido en Lisboa, le prestaron obediencia España, África y Asia con sus islas orientales, en un afán ilimitado para que la razón de Estado lo justificara todo a la hora de extender la fe de Cristo por China, Japón, Mindanao y otros lugares lejanos. La obra de Cervantes, en ese y otros aspectos, es consecuente con la universalidad del imperio español, no solo en los aspectos políticos y económicos, sino en los lingüísticos, culturales y religiosos. Su perspectiva, al igual que la de sus contemporáneos, partía de la actualización humanística del concepto clásico de translatio imperii, basado en los paradigmas de la antigua Roma, siempre presente. Ello permitió establecer equivalencias constantes con la Antigüedad, en su caso y en el de muchos otros, como el de Bartolomé Leonardo. Gracias a esa perspectiva, este poeta y cronista pudo comparar a Juan Sebastián Elcano con Jasón y a los navegantes del Siglo de Oro con los argonautas; o nombrar los frutos y animales nunca vistos por equivalencia con los sacados de la Historia natural de Plinio. A la zaga de Arno Borst y otros investigadores, Umberto Eco publicó en 1993 La ricerca de la lingua perfetta, inmediatamente traducida a varios idiomas, donde planteaba con brillantez una cuestión palpitante como era la de afrontar los problemas de la diversidad idiomática a través de la historia. Su obra, aunque trataba del Ars Magna de Ramón Llull, no tuvo en cuenta sin embargo el papel fundamental que España ocupó al respecto. Sobre todo, si pensamos cuanto suscitó el encuentro de los españoles con las diversas lenguas de América y el largo camino iniciado por los Reyes Católicos en defensa de la lengua española y de las americanas. Ese programa se extendió más tarde a las nuevas tierras, consideradas «bárbaras», que

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El diálogo de las lenguas y Miguel de Cervantes

se fueron descubriendo y, en ese panorama, cabe considerar la circunvalación llevada a cabo por Magallanes y Elcano bajo los auspicios de Carlos V, así como los programas políticos y las publicaciones posteriores en torno al contacto del español con otras muchas lenguas de Oriente y Occidente. Se trata de un tema crucial que ha suscitado una amplísima bibliografía al respecto. Bastará mencionar la ingente aportación de los universalistas españoles del siglo xviii, bien conocidos por Alexander von Humboldt, como Juan Andrés o Lorenzo Hervás, autor del Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas, por no hablar de los numerosos estudios filológicos del hispanismo en su larga andadura. Cabe considerar también, como señaló Eugenio Garin, la estrecha vinculación entre el Humanismo y los descubrimientos, comenzando por los saberes geográficos, náuticos, lingüísticos y de todo tipo, que precedieron al viaje de Colón. Ello se percibe incluso en figuras de segunda fila, como la del italiano Antonio Pigafetta, convertido en relator de la mencionada vuelta al mundo entre 1519 y 1522, dando cuenta en su diario del contacto del español y de su propia lengua italiana con otras lenguas y culturas, desde que los barcos españoles salieron de Sanlúcar de Barrameda hasta su regreso. En ese mapa, no podemos olvidar el viaje a Oriente de los jesuitas y otras órdenes religiosas, por cuanto supuso, respecto al conocimiento de nuevas lenguas, la enseñanza de la religión. El panorama implicó a otras figuras menos relevantes, como la del navegante Pedro Porter de Casanate, amigo de Baltasar Gracián, que elaboró un diccionario náutico, hoy perdido, antes de embarcarse hacia California. Y respecto a Bartolomé Leonardo de Argensola, su mencionada Conquista ofreció numerosos ejemplos de diversidad lingüística y cultural, que merecerían atención más detenida. Bastará recordar el capítulo sobre la leyenda del árbol triste portugués, que, según él, se llamaba parizacato en canarín, singadi en malayo, quer en Arabia, Persia y Turquía, y pul en decamín; ofreciendo además curiosas observaciones, como la de los «albiños», de las islas descubiertas, tan blancos «como los alemanes». El poeta aragonés se sirvió de numerosos documentos oficiales, lo que contribuyó a escribir una obra capital en el panorama historiográfico de su tiempo. A ello podríamos añadir algún dato curioso, como el de bautizar a un cautivo de las Molucas con el nombre de Felipe, en recuerdo del rey de España, o el de dar el nombre de Antonio al chino

Prólogo

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converso que acompañó en su muerte a san Francisco Javier en la isla de Sangchuan. El asunto nos llevaría demasiado lejos, y no fue ajeno a ello el uso del plurilingüismo por parte de Lope de Vega en sus comedias, según ha probado Elvezio Canonica, o de Calderón en sus autos, como muestra La torre de Babilonia, editada por Valentina Nider. Dentro de esas coordenadas, Cervantes fue un genio anticipado, que se adelantó a las teorías modernas sobre el plurilingüismo, dando vida a la diversidad lingüística dentro de sus obras y entendiendo cuanto ello representaba como paradigma de la dignidad humana. Su tratamiento respecto al concepto de «bárbaro» y «barbarie» en el Persiles significó toda una avanzadilla conceptual, que incluso se adelantó a las teorías actuales sobre unos términos que siempre han conllevado desprecio. Él plasmó en sus obras la evidencia de que la lengua es un organismo vivo, que tiene unas capacidades inmensas de adaptación y de transformación. Pero sobre todo contribuyó a que el español se convirtiera en una lengua universal que se enriquece en el contacto con las demás a través de un diálogo permanente. En 1797, Goya puso el título de «Ydioma Universal» al famoso dibujo preparatorio para el capricho 43 El sueño de la razón produce monstruos, inspirado en el frontispicio de la Fortuna con seso y la hora de todos, que ilustrara un siglo antes los Sueños de Quevedo. La pintura, en este y otros aspectos, al igual que la música, no necesita trasladar su lenguaje para ser entendida, como le ocurre a la literatura o a la lengua misma. Pero esta puede alcanzar su universalidad no solo a través de los millones de personas que la hablan o entienden, sino por medio de la traducción. Y ese ha sido el caso del español, que, como aventuró Cervantes en el prólogo a la segunda parte del Quijote, ya se habla y traduce hasta en la China. El presente libro recoge algunos de los trabajos que a lo largo de los años hemos dedicado a Miguel de Cervantes. En este caso, tienen como denominador común el análisis representado por la riqueza del plurilingüismo y por el diálogo permanente entre las lenguas, que él puso de manifiesto en el Quijote y en el Persiles, considerando su dignidad. Al publicarlo, vaya nuestro agradecimiento a Antonio Pérez Lasheras, José Enrique Laplana y Luis Sánchez Laílla. También a las Prensas de la Universidad de Zaragoza, que han propiciado su aparición, así como a los alumnos que escucharon en clase una buena parte de su contenido.

ERASMO Y LA TORRE DE BABEL. LA BÚSQUEDA DE LA LENGUA PERFECTA*

Aunque nadie haya negado la importancia que las humaniores litterae alcanzaron en la obra de Erasmo, es evidente que la atracción crítica por el Roterodamo se ha decantado más hacia los asuntos referidos a la esfera puramente religiosa de su humanismo cristiano. Las letras, inseparables de la esencia del Humanismo, fueron, sin embargo, capitales en su obra y pieza fundamental a la hora de considerar su estela en la Europa de su tiempo, pues el erasmismo representó un movimiento de renovación filosófica, cultural y política.1 La lengua, y también la literatura, aparecen además en él no como mero adorno, sino como un vehículo de salvación.2 Por otra parte, la doble función, moral y filosófica, que en Erasmo alcan-

  * Aurora Egido, «Erasmo y la Torre de Babel. La búsqueda de la lengua perfecta», en Joseph Pérez (ed.), España y América en una perspectiva humanista. Homenaje a Marcel Bataillon, Madrid, Casa de Velázquez, 1998, pp. 11-34.   1 Bernardo Gómez Monsegú, «Erasmo y Vives y la Philosophia Christi como humanismo cristiano», en Manuel Revuelta Sañudo y Ciriaco Morón Arroyo (eds.), El erasmismo en España, Santander, Sociedad Menéndez Pelayo, 1986, pp. 357-374; José Luis Abellán, Historia crítica del pensamiento español, II, Madrid, Espasa-Calpe, 1986, pp. 34 ss., y Francisco Abad Nebot, «Juan de Valdés y la conciencia lingüística de los erasmistas españoles», en Revuelta Sañudo y Morón Arroyo (eds.), El erasmismo en España, pp. 479-490.   2 Véase al respecto su encomio de la literatura pastoril y de la novela bizantina. Erasmo, desdeñoso con la pura ficción y particularmente con la novela de caballerías, alaba los géneros citados por su verosimilitud y por su análisis de la naturaleza, según Francisco López Estrada, «Erasmo y los libros de pastores españoles», en Revuelta Sañudo y Morón Arroyo (eds.), El erasmismo en España, pp. 457-478.

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El diálogo de las lenguas y Miguel de Cervantes

zan sus observaciones sobre la lengua ha contribuido aún más a la escasez de estudios exclusivamente lingüísticos que se le han dedicado, si los comparamos con los de tendencia religiosa. El propio Marcel Bataillon restó importancia a la retórica erasmista, más preocupado por los aspectos filosóficos y teológicos de su obra.3 Actualmente, y gracias al impulso de Chomarat y otros investigadores, las ideas gramaticales, retóricas, estilísticas y lingüísticas de Erasmo son cada vez más consideradas y apreciadas, siendo mucho lo que queda por hacer en lo referido a su influencia en las letras españolas del siglo xvi y particularmente del xvii, siglo apenas explorado al respecto.4 La gramática de Erasmo, como la de los humanistas Valla, Perotus y Nebrija, entre otros, supuso un gran avance frente al escolasticismo. Su teología de la lengua alcanzó a sus propios estudios de retórica, tan influyentes en la prédica de un estilo natural y sin afectación aparente que resuena en las conocidas cláusulas de Valdés y en cuantos predicaron los beneficios del uso por encima de los de la preceptiva. Su polémica con los ciceronianos es bien conocida, así como las huellas que, según Eugenio Asensio, dejó en el estilo de los autores castellanos, aunque algunos fundieron la devoción a Erasmo con la de Cicerón.5 El tema, lejos de agotarse, se ha ido ampliando cada vez más.6

  3 Luisa López Grigera, «Estela del erasmismo en las teorías de la lengua y del estilo en la España del siglo xvi», en Revuelta Sañudo y Morón Arroyo (eds.), El erasmismo en España, pp. 491-500.   4 Véanse particularmente los estudios de Jacques Chomarat, Grammaire et Rhétorique chez Érasme, vols. i y ii, París, Les Belles Lettres, 1981; A. Renaudet, Érasme et l’Italie, Ginebra, 1955 y G. Vallese, «L’Umanesimo al primo Cinquecento. Da Cristoforo Longolio al Ciceronianus di Erasmo», Le parole e l´ idée, I, 1959, pp. 107-123.   5 Eugenio Asensio, «Ciceronianos contra erasmistas en España: dos momentos (1528-1560)», Hommage à Marcel Bataillon, Revue de Littérature Comparée, LII, 2, 3, 4, 1978, pp. 135-154; del mismo, «Los estudios sobre Erasmo de Marcel Bataillon», Revista de Occidente, VI, 63, 1968, pp. 302-319 y el estudio imprescindible de Marcel Bataillon, Erasmo y España, México, Fondo de Cultura Económica, 1966. Luisa López Grigera, «Estela del erasmismo», señala sus huellas en Valdés, Pedro Núñez, Simón Abril y el Brocense respecto a las cuestiones de la lengua, así como su coincidencia, en la prédica del estilo, con Valdés, Palmireno, Francisco de Castro y Salinas. Véanse además sus huellas en el género epistolar y en la oratoria, así como en la literatura anterior a Cervantes.   6 Aurora Egido, «De La lengua de Erasmo al estilo de Gracián» (1992), en La rosa del silencio. Estudios sobre Baltasar Gracián, Madrid, Alianza Editorial, 1996, cap. i.

Erasmo y la Torre de Babel…

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Las cuestiones de la lengua se plantean generalmente en los textos y prólogos del siglo xvi junto a la necesidad de valorar el castellano de forma positiva y de equipararlo con las lenguas clásicas, sobre todo con el latín, del que desciende y al que se asemeja.7 El problema es bien conocido, así como sus relaciones con los planteamientos que el vulgar conlleva en Italia y en otros países europeos.8 Los aledaños de la lengua en el Humanismo son tantos que todos le atañen esencialmente, pues este movimiento es, como se sabe, por encima de todo, filología. Nuestro propósito al respecto es el de acotar, en el ámbito de una de las traducciones españolas de Erasmo, un territorio curioso que aparece ya expuesto en los preliminares con los que Pérez de Chinchón presenta la versión castellana de La lengua erasmiana. Esta, aparecida en Basilea en 1525, se tradujo en 1533, y representa una clara y rica avanzadilla del erasmismo religioso, y hasta político, en el campo de las letras. La obra es un exponente de la teología del lenguaje que diera tan abundantes frutos en el siglo xvi.9 Pero antes de entrar en el texto de Erasmo, el prólogo de Pérez de Chinchón nos muestra toda una teoría sobre la lengua y sobre el castellano que, por su contenido y por las fechas de la misma, presenta un evidente

  7 Domingo Ynduráin, «La invención de una lengua clásica (Literatura vulgar y Renacimiento en España)», Edad de Oro, I, 1982, pp. 14-34, quien muestra la irresistible ascensión del castellano frente al latín, aunque desde una perspectiva claramente clasicista de equiparamiento entre ambas lenguas.   8 Avelina Carrera de la Red, El «problema de la lengua» en el Humanismo Renacentista Español, Universidad de Valladolid, Caja de Ahorros de Salamanca, 1988. Otras huellas de Erasmo, en Joseph V. Ricapito, «De los Coloquios de Erasmo al Mercurio de Alfonso de Valdés», en Revuelta Sañudo y Morón Arroyo (eds.), El erasmismo en España, pp. 501-508, Luis Merino Jerez, La pedagogía en la retórica del Brocense, Universidad de Extremadura, 1992, passim (sobre la impronta erasmiana en la docencia) y Miguel Ángel Pérez Priego, «Algunas consideraciones sobre el erasmismo y el teatro religioso de la primera mitad del siglo xvi», en Revuelta Sañudo y Morón Arroyo (eds.), El erasmismo en España, pp. 509-523. Este último señala las huellas de Erasmo en el teatro del xvi. Sobre ello, véase también nuestro trabajo, «Aproximación a las Églogas de Pedro Manuel de Urrea», en Tomás Buesa y Aurora Egido (eds.), I Curso sobre Lengua y Literatura en Aragón (Edad Media), Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1991, pp. 217-255.   9 Claude-Gilbert Dubois, Mythe et langage au seizième siècle, París, Ducros, 1970, pp. 13-14. Véase también, del mismo, L’ imaginaire de la Renaissance, París, 1985, donde aparece el tema de Babel.

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El diálogo de las lenguas y Miguel de Cervantes

interés.10 El éxito de esta traducción, hecha por quien también haría las de los Silenos de Alcibíades y el Apercibimiento de la muerte de Erasmo, fue inmediato. La dedicatoria de La lengua al inquisidor valenciano Guillén Desprats, así como el tono defensivo de la misma, son como una premonición de lo que esperaba a esta y otras obras, tras su inclusión en 1559 en el Índice de libros prohibidos.11 El prólogo del intérprete al autor conlleva no pocos ejercicios de humildad exculpatoria que, más allá de los tópicos habituales, entran de lleno en la propia concepción valorativa de la lengua de Castilla. Las elegancias latinas de Erasmo, trasladadas al «rústico son» del romance, exigían esa defensa que vemos repetirse hasta el cansancio en numerosos autores del siglo xvi, ya sea para apoyar sus traducciones, sobre todo las bíblicas, como es el caso de fray Luis de León, o para apuntalar el uso del castellano en obras de teología, filosofía y ciencia en general alejadas de la mera ficción. Que se considere el castellano como lengua rústica o no suficientemente elaborada es otra de las marcas que acompañarán su concepción idiomática, incluso cuando se le alabe. Pérez de Chinchón coincide con la tendencia posterior a considerar el castellano lengua algo bárbara o no suficientemente pulida, que vemos en el Diálogo de la lengua de Juan de Valdés o en la Agonía del tránsito de la muerte de Alejo Venegas, por citar dos ejemplos. La jerarquización del castellano, como lengua inferior y de menor rango que el latín, fue también argumento preliminar en la epístola a la duquesa de Gandía que el propio maestro Bernardo Pérez colocó en su traducción de la Preparación y aparejo para bien morir de Erasmo, donde el castellano es la llave con la que abre a

10 La lengua de Erasmo nuevamente romançada por muy elegante estilo, s. l., 1533, de Bernardo Pérez de Chinchón, ha sido editada por Dorothy Severin (Anejos de la RAE, XXXI), Madrid, 1975. Como ella misma indica, Bataillon apuntó la existencia de una primera edición valenciana de 1531, pero los dos primeros ejemplares conservados son de 1533, con otros de inmediata factura. Es posible que la primera traducción de la obra se hiciese en 1528. Sobre Pérez de Chinchón como traductor de Erasmo, Marcel Bataillon, Erasmo y España, pp. 284-285, 309-313, 558, 564-565 y 590. El hispanista francés calificó La lengua de «un poco indigesta, pero sustanciosa», p. 311. 11 Bernardo Pérez de Chinchón se escuda, previniendo ataques, y hasta llega a decir que no ha seguido rigurosamente la letra ni la sentencia del texto erasmiano para no ofender «a algunos religiosos de nuestro tiempo».

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todos el arca cerrada del original latino, no sin merma de su brevedad y precisión, pues es consciente no solo de sus propias limitaciones al traducir, sino de que «nuestra lengua no puede del todo explicar la fuerça de la Latina».12 Esta había entrado además, con el hebreo y el griego, en la tríada de las lenguas sagradas. Las vulgares solo aspiraban a homologarse, por vía de descendencia, con tales parámetros. La dedicatoria al inquisidor valenciano muestra una argumentación bien trabada que se centra en el elogio de la lengua por sí misma, como expresión máxima del ser humano, concebido como microcosmos, cuya alma lo homologa con Dios, y cuyos sentidos lo equiparan a los animales y a los elementos. El lenguaje, esencia de lo humano y de su dignidad, aparece en el Tratado de la Educación de Luis Vives (libro iii, 1) como fruto de la razón y de la inteligencia, al igual que en la ideología erasmiana, que cifraba la singularidad del hombre respecto a los animales en la palabra. Erasmo puso más énfasis en esta que en la razón, lo mismo que Lorenzo Valla. Asunto de capital importancia, por cuanto ello supondría para el estudio de la retórica y de la gramática. La lengua aparece como lazo de unión entre los hombres, «porque aunque con la razón pueda regir a otro, si le falta la lengua para explicar lo que piensa con la razón, no podía enseñar a otro lo que le cumple» (pp. 5-6). Convertida la lengua en faraute comunicativo de la razón, esta va a servir de vehículo para todas las artes y doctrinas, desde la filosofía y la teología a la metafísica, la gramática y la retórica. Su valor político y civil queda fuera de dudas, pues «por ella se goviernan las repúblicas; por ella se rigen los ejércitos; por ella se goviernan las historias». Se trata de una

12 La lengua, p. 1. Todas las citas irán referidas a la edición moderna ya cit. Véase Erasmo Buceta, «La tendencia a identificar el español con el latín. Un episodio cuatrocentista», en Homenaje ofrecido a Menéndez Pidal, I, Madrid, 1925, pp. 88-108. La equiparación entre las dos lenguas ayudó al realce del castellano como lengua para la ciencia. Para la cita, véase Erasmo de Róterdam, Preparación y aparejo para bien morir, Amberes, Martín Nucio, 1555, f. 4 vto. Y véanse ff. 8-12, 31-31 vto., 33 y 39 vto. Esta obra presenta algunos claros paralelismos con La lengua, pues hay en ella constantes referencias a la palabra de Dios que surge de las Escrituras y a cómo los textos bíblicos sirven de consolación permanente. Con el salmista, Erasmo dice que hay que desoír la voz de la carne y escuchar la del juicio. La palabra de Dios es esperanza, fe y caridad, además de ser el legado que Cristo dejó en la oración del huerto y en la cruz.

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lengua-nudo que, en definitiva, «ata, sustenta y govierna a todo el linage humano», según el erasmista. Con tales argumentos, se aseguraba el asentamiento del castellano como lengua capaz de hablar de todas las enseñanzas; tema que preocupó a no pocos escritores del xvi, particularmente a los que escribían en ella de teología o mística. Ya en el siglo anterior se había iniciado una tendencia marcada por la vindicación de las lenguas vernáculas que, sin excluir el mejor de los latines, favorecería el auge de las traducciones.13 La questione del volgare es, no obstante, compleja; y en España tuvo un particular perfil, como ha visto recientemente Ángel Gómez Moreno. Este recoge tempranos testimonios que exaltan la lengua nacional, como el Diálogo de vida beata, de Juan de Lucena, quien cree que el castellano es la lengua más cercana al latín que existe. Todo ello nos lleva a la necesidad de incluir, junto al capítulo de las huellas italianas sobre la vindicación del vulgar, los textos erasmianos, a sabiendas de que hay elogios del romance castellano con anterioridad al influjo de Erasmo.14

13 Véanse los conocidos textos recogidos por José Francisco Pastor en Las apologías de la lengua castellana en el Siglo de Oro (Nueva Biblioteca de Autores Españoles), Madrid, 1929, pp. 14 y 20. El descuido del castellano respecto a otras lenguas también aparece en Ambrosio de Morales, Discurso sobre la lengua castellana, Córdoba, 1585 (J. F. Pastor, Las apologías pp. 72-73). La barbarie del castellano fue esgrimida, a otros propósitos, por fray Jerónimo de San José en su Genio de la Historia, Zaragoza, 1651 (ib., p. 140). La «torpe lengua del traductor» también hace su presencia en el prólogo al almirante de Castilla incluido en Erasmo de Róterdam, Libro de vidas, y dichos graciosos, agudos y sentenciosos, de muchos notables varones Griegos y Romanos…, Amberes, Juan Steelfio, 1549, sobre el que volveremos luego. La obra, en coincidencia con La lengua (véase nuestro estudio citado supra, nota 6), hace un encomio del silencio y una crítica de la parlería en ff. 77, 164b, 134b, 247a, 33a y 141b. 14 En España, la defensa del castellano para libros religiosos es amplísima. Véanse los textos de fray Pedro de Vega recogidos por J. F. Pastor, Las apologías, pp. 57 ss., así como los de Alejo Venegas del Busto (ib., p. 20), quien lo defiende para rezos y ejercicios espirituales. Por otro lado, se apoya en el ya citado Discurso de Ambrosio de Morales. Véase Pedro Ruiz Pérez, «Sobre el debate de la lengua vulgar en el Renacimiento», Criticón, 38, 1987, pp. 15-44, y, del mismo, «La cuestión de la lengua castellana: aspectos literarios y estéticos en los siglos xv y xvi», en su ed. Gramática y humanismo: perspectivas del Renacimiento español, Madrid, Ediciones Libertarias; Córdoba, Ayuntamiento de Córdoba, 1993, pp. 119-143, donde recoge abundantes referencias al ideal lingüístico y político del xvi. Véase además el estudio de Ángel Gómez Moreno, España y la Italia de los humanistas. Primeros ecos, Madrid, Gredos, 1994, pp. 52-53 y cap. vi, por extenso. Sus referencias a textos que exaltan el castellano con anterioridad a Nebrija, en pp. 116 ss.

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Pero el aspecto, tal vez, más actual del prólogo de Pérez de Chinchón es aquel que se centra en el controvertido asunto de una lengua única que fue desmembrándose hasta llegar al poliglotismo extremo surgido de la torre de Babel. Recordemos, en primer lugar, el Evangelio de san Juan I, 1-3, que remitía al Génesis XI, 6-9: In principio erat Verbum, y en segundo, los Hechos de los Apóstoles II, 3-4, donde el Espíritu Santo, al posarse sobre los discípulos, les confiere el don de lenguas. San Juan prologó su Evangelio remontándose al origen eterno del Verbo para descender luego a su existencia histórica. El Génesis XI, 1-9, había expresado ya el ideal de una tierra con una sola lengua, anterior a la torre babélica, cuya cúspide iba a tocar el cielo. Acto de soberbia humana que desataría la resolución de Yavé: «Bajemos, pues, y confundamos su lengua, de modo que no se entiendan unos con otros». La unidad idiomática se explica en el texto sagrado como unión política y social que se opone a la diversidad lingüística, causa de aversión y de división en el Deuteronomio 28, 49 y en Jeremías 5, 15; textos en los que aparece el terror ante la lengua enemiga, que se desconoce y no se comprende. En el étimo mismo del mencionado texto genesíaco se explica ese sentido negativo que arrastraría la torre durante siglos: Por eso se llamó Babel, porque allí confundió la lengua de la tierra toda, y de allí los dispersó por la haz de toda la tierra.

Pentecostés representaba, al cabo, la venida de las lenguas de fuego divididas, la facultad innata de hablar, en las lenguas más diversas, sobre las grandezas de Dios. Claude-Gilbert Dubois ha señalado el trasfondo platónico de esa nostalgia por el verbo perdido, único, frente a la confusión de Babel, que centró todas las discusiones renacentistas sobre la unidad o diversidad de las lenguas y que, además, fomentó la preocupación etimológica y el estudio del origen de las mismas.15 Pérez de Chinchón representa esa tendencia utópica

15 Mythe et langage, pp. 14-20. Como este autor apunta, «la naissance d’un mot prend l’aspect d’une théophanie», ib., p. 28. George Steiner, Después de Babel. Aspectos del lenguaje y de la traducción, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1975, pp. 82 ss. y 548, ha señalado el trasfondo religioso de la búsqueda de una lengua única, así como la filosofía visionaria que le ha servido como vehículo. Para él, la pretensión cabalística de un Verbo único que hiciese innecesaria toda traducción supondría una liberación de Babel, pero también el mayor de los silencios.

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a considerar la pérdida de la lengua única como un peligro que, con el tiempo, derivaría en la división babélica. La bien trabada estatua humana —metáfora tomada del Menón de Sócrates con la que Chinchón elabora su prólogo— se partió y desconcertó, provocando penosas consecuencias: No concierta ya francés con español, ni inglés con los dos; ni alemán con ytaliano, ni ytaliano con griego, ni griego con asiático, ni asiático con africano, ni los de una nación conciertan entre sí mesmos, porque adonde se diferencia el lenguaje, allí ay diferencia en la condición y en el amor, y de la diferencia nasce la discordia, y de la discordia viene el apartamiento de la unidad (p. 7).

Para el erasmista, los males de la diversidad lingüística son evidentes. Al romperse la unidad, se crea la discordancia y la enemistad entre los hombres. Su pensamiento sigue coherentemente el espíritu de las Escrituras y el de su exégesis más usual. Claro que, ante el citado desmembramiento, Dios aparece con un betún fortísimo que va a servir para anudar las partes dislocadas, trayendo a los hombres un nuevo lenguaje: […] un lenguaje santo, honesto, justo, piadoso, discreto, sabio, elegante, polido, que hablasse de las cosas altas de Dios y de las cosas baxas de las criaturas, y que atasse las unas con las otras, y de tal manera estuviesse en la boca que saliesse del coraçón. Lenguaje que basta a rehazer aquel cuerpo tan partido en sesenta y tantos lenguajes, y que todos se entiendan y junten en un spíritu y un amor, en un cuerpo y figura. Este lenguaje es el evangelio de Jesu Christo (pp. 7-8).

El signo redencional viene así a unificar las lenguas existentes, sirviendo de hilo que las ata, dándoles un nuevo sentido. La búsqueda lingüística se convierte así en teología. Todo se entiende bajo especies verbales desde el momento en el que Dios y el Verbo son uno y lo mismo. El Evangelio, salido de la boca de Dios, llegó en lenguas de fuego a servir de lazo de unión entre los hombres. Así se hizo posible, según Pérez de Chinchón, la variedad en la unidad, pues «hablándose este lenguaje, cada nación le entendía como si hablara en el suyo; hablavan diversos lenguajes, pero era el coraçón uno y el ánima una» (p. 8). Cristo se convierte en maestro de un nuevo lenguaje universal que restituye las esperanzas rotas de la utopía adánica del Génesis. Este texto sagrado, según hemos dicho anteriormente, había consagrado como una imperfección la diversidad lingüística; de ahí que, en el Renacimiento, rebrotara con particular auge la

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búsqueda de la lengua perdida.16 La identificación del Dios Uno con la lengua única, y de la diversidad idiomática con la pluralidad de dioses, es argumento que subyace en todas las discusiones sobre el poliglotismo. Pérez de Chinchón cree, al hilo de los argumentos del propio Erasmo, que esa unidad provocada por el Evangelio se había perdido y que las gentes oían palabras sin entenderlas. Fe, esperanza, caridad, amor, eran así voces sin contenido, pues la antigua y verdadera lengua del cristiano —templada, moderada, casta, prudente, sencilla— se había convertido en vana, parlera, amarga, blasfema. El asunto desborda los límites del tiempo del traductor, y afecta a la homologación de luteranos y culteranos que se haría más adelante en poesía. Estas son sus palabras: Edificamos otra vez la torre de Babel; confundimos la lengua christiana, y hablamos luego diversos lenguajes de la tierra; porque el que es de la tierra, de la tierra habla, y qual es cada uno, tal es su plática (pp. 8-9).

Sus teorías coinciden con otras ampliamente extendidas, tanto entre católicos como entre protestantes, pues se entiende que esa multiplicidad de lenguas es consecuencia de la caída del hombre en el pecado. Ante la imposibilidad de vencer el babelismo, la extensión de la palabra evangélica aparece como el único remedio que sirve de lazo de unión y palía los estragos de la inevitable variedad de lenguas. Ya Marcel Bataillon vio en este prólogo un claro ejemplo de «elocuente y penetrante humanismo», y Francisco Rico lo relacionó con el sincretismo florentino del cuatrocientos, por su filiación platónica, aristotélica y bíblica. Por otro lado, en él se articula la idea del microcosmos con la armonía lingüística: «Pues cuando sobreviene la división de las lenguas, cuando la lengua impar del Evangelio ya no se entiende, se está atentando contra el buen orden del mundo, destruyendo la sociedad y destrozando al hombre».17

16 C.-G. Dubois, Mythe et langage, pp. 31 ss., ve también coincidencias con el neoplatonismo que cifra su perfección en la unidad de lengua. Para Augustin Redondo, «Aspectos socio-culturales de España a fines del siglo xv (integraciones y exclusiones)», en Pedro Ruiz Pérez (ed.), Gramática y humanismo, pp. 27-56, Nebrija representa la necesidad de extirpar las disidencias religiosas y de asentar la unificación propiciada por los Reyes Católicos. La idea negativa del poliglotismo persiste en la Turris Babel de Athanasius Kircher, Itinerario del éxtasis, ed. de Ignacio Gómez de Liaño, Madrid, Siruela, 1985, pp. 102 ss. 17 Véase Francisco Rico, El pequeño mundo del hombre, Madrid, Alianza Editorial, 1986, p. 139, de quien tomo la referencia a Marcel Bataillon. Las tabulae de correspon-

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La lengua de Erasmo se presenta ante los lectores españoles como elemento unificador. No parece sino que en ella se escondiese la piedra filosofal. Una nueva lengua de oro, «para bolver todas las lenguas en lengua christiana, porque en ella copiosísimamente se declaran todos los bienes y los males que por la lengua han venido al mundo, assí a universidades como a cada uno en particular» (p. 9). Erasmo, al deslindar los límites entre el lenguaje de Dios y el del hombre, el de la carne y el del espíritu, enseña cuál es la verdadera lengua del cristiano. Su voz se sitúa así como vehículo de la voz evangélica, por encima de su plasmación idiomática. Pero en el terreno práctico, Pérez de Chinchón defiende su traducción al romance porque es consciente de que sus contenidos estarán, de ese modo, al alcance de todos. Esta opinión se esgrime, como se sabe, constantemente en los prólogos a la mayor parte de las traducciones de libros religiosos y, sobre todo, escriturarios; además de servir de aval en obras misceláneas y silvas que normalmente usaban el latín como medio de transmisión.18 Pérez de Chinchón, al abrigo de Erasmo, supone un claro eslabón en la búsqueda agustiniana de una lengua perfecta que representase el alma del mundo y de cuya cadena ha dado recientemente abundantes señales Umberto Eco, aunque no se haya ocupado del Roterodamo.19 El asunto tiene que ver además con la defensa de las lenguas vulgares, según se ha

dencias entre las lenguas recogidas por Atanasio Kircher en su Turris Babel son otro exponente de esa búsqueda de armonía y unidad lingüística (ver C.-G. Dubois, Mythe et langage, pp. 66-67). Sobre el tema en general, Louis Couturat y Leopoldo Leau, Histoire de la langue universelle, París, Hachette, 1903. Además de Marie-Louise Demonet, Les voix du signe. Nature et origine du langage à la Renaissance (1480-1580), París, Champion, 1992. 18 Cristóbal de Villalón, El Scholástico (apud J. F. Pastor, Las apologías, pp. 27 ss.), defiende el uso del castellano para así llegar a un público más amplio; y otro tanto hace Pedro Mexía en su Silva de varia lección, Sevilla, 1540, sobre la que volveremos luego. Es argumento extendidísimo. La traducción, desde el siglo xv, sirvió generalmente como vehículo de esa afirmación del castellano que el erasmismo apuntaló sobre bases religiosas y desde muy tempranamente, como ha señalado José Luis Abellán, en El erasmismo español, Madrid, Espasa-Calpe, 1982. Véase también el citado artículo de Pedro Ruiz Pérez, «Sobre el debate de la lengua vulgar». 19 Umberto Eco, La búsqueda de la lengua perfecta en la cultura europea, Barcelona, Crítica, 1994, p. 25. Sobre la tradición patrística y agustiniana de la torre de Babel como expresión del castigo divino que dio en la diversidad de lenguas, rompiendo la unidad adánica, Werner Bahner, La lingüística española del Siglo de Oro, Madrid, Ciencia Nueva, 1966, p. 25.

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visto, y con la búsqueda de un lenguaje filosófico universal, como muestran, respectivamente, las obras de Dante Alighieri y de Ramón Llull.20 Pero centrándonos ya en el texto erasmiano de La lengua, es evidente hasta qué punto el traductor español había bebido en las fuentes del modelo esa teología de la lengua única que la prédica del Evangelio suponía. El sentido práctico asalta desde las primeras líneas; pues Erasmo, lejos de hablar de las nieves de antaño, sujeta su discurso al recuento de males y bienes que la lengua acarrea al hombre. Una vez descritos los diversos oficios de la misma, en lo que constituye un auténtico tratado de su doble existencia moral, Erasmo se centra en el análisis de las virtudes que acarrea el espíritu evangélico y en el desprecio con el que los hombres han olvidado la doctrina de Cristo. La lengua expresa una batalla permanente entre vicios y virtudes, una psicomachia en la que el cristiano debe conseguir que el bien salga victorioso. Téngase en cuenta que la primera edición de la obra se presentaba como un tratado de linguae usu atque abusu. Erasmo aboga por una lengua común a todos los cristianos, pues excluye a los infieles como interlocutores, y se dirige a aquellos exclusivamente para recordarles las palabras del Evangelio de san Marcos XVI, 17, cuando Jesús se apareció a los once, tras su resurrección, y les dijo, antes de ascender a los cielos: El que creyere y fuere baptizado será salvo, y las señales que seguirán a los que creyeren serán éstas: que en mi nombre sacarán los demonios, hablarán nuevos lenguajes, matarán serpientes […] (pp. 191-192).

Indudablemente Erasmo no habla de idiomas nuevos, sino de lenguajes que expresan, en su diversidad, la voz del Evangelio, que destruyen el mal y hacen el bien. Se trata de un supralenguaje identificado con el verdadero espíritu cristiano como elemento unificador. Porque él siente, como

20 Umberto Eco, La búsqueda de la lengua perfecta, pp. 40 ss. La cábala también se preocupó de esa búsqueda que implicaba la idea del mundo como fenómeno lingüístico (ib., pp. 33 ss.). Véase también C.-G. Dubois, Mythe et langage, pp. 78 ss. El sueño político unificador andaba íntimamente ligado a esa busca, incluso en el siglo xvii, según Eco (ib., pp. 154 ss.), y subyace en los planteamientos ya conocidos de Eugenio Asensio, «La lengua compañera del imperio. Historia de una idea de Nebrija en España y Portugal», Revista de Filología Española, 43, 1960, pp. 399-413.

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la tradición patrística había ido mostrando a partir del Génesis, que la diversidad lingüística era equiparable a la diversidad de costumbres y de dioses entre los gentiles. La identificación demoníaca con la variedad de lenguas aflora en el texto erasmiano que se pregunta dónde están esos «nuevos lenguajes» que hablarán los seguidores de Cristo.21 Erasmo establece una clara diferencia entre la antigua lengua del hombre viejo y la lengua nueva, la lengua paulina que se adquiere con el bautismo, cuando el hombre se reviste de la librea de Cristo. Ese nuevo lenguaje ya no es vano, parlero ni blasfemo, pues imbuidos del espíritu de Jesucristo, la lengua ha de ser «templada, moderada, casta, prudente, verdadera, consoladora, amonestadora, alabadora y agradescida» (p. 195). Como vemos, su visión de la lengua cristiana muestra también una clara voluntad estilística en la que dominan la contención, la claridad y la mesura. La obra enfrenta distintos linajes de lenguas que van desde las lenguas de perro, de serpiente y de diablo, a la lengua de los hombres y de los ángeles, para llegar, finalmente, a la de Dios. La lengua de perro de los que condenaron a Cristo reaparece nuevamente en la boca de quienes no consentían, en tiempo de Erasmo, que se oyese la palabra evangélica. En tanto que la lengua de los ángeles, la de san Pablo, aparece como la de todos aquellos que hablan de alta sabiduría. En el ápice, está la callada lengua divina, ante la que todas las demás enmudecen. Erasmo había desarrollado en la obra toda una filosofía del silencio que alcanza aquí su mayor grado, al identificarlo, como habían hecho el Areopagita y tantos otros, con la lengua divina. La voz del cristiano consistirá así en una clara imitación de la de Cristo, «templada, medicinable, pacificadora del cielo con la tierra» (p. 197). La torre de Babel se yergue, al final de La lengua, como imagen espacial de todas sus observaciones sobre la disparidad de lenguas. Volviendo a los Hechos de los Apóstoles, Erasmo señala que estos suplieron, con sus lenguas de fuego, las lenguas de los hombres. A partir de ahí tuvieron un

21 Página 193. Erasmo habla también en La lengua, p. 192, de conjuros y lenguajes nuevos no aprendidos, como el de los endemoniados, «y los médicos dizen que puede aver enfermedad en que se hablen diversos lenguajes».

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nuevo lenguaje en el que ya no se hablaba de posesiones, honras ni mujeres, sino de las grandezas de Dios: «Y hablavan diversos lenguajes, pero conformes, porque ya tenían un coraçón y un ánimo, porque de un mesmo spíritu estavan ya todos llenos» (p. 197). Babel se eleva como símbolo del nuevo desconcierto que Erasmo ve en torno suyo; y la unidad cristiana, como única forma de concierto: Pues luego, ¿de dónde ha venido entre nosotros tanta confusión de lenguas y de ánimos sino de la sobervia? ¿Por qué, como somos sarmientos de una mesma cepa, ramos de un mesmo tronco no guardamos la unidad entre nosotros que nos junta con Jesu Christo? (pp. 197-198).

Él identifica además la confusión de lenguas con la diversidad de opiniones de los teólogos enfrentados. De ahí que reclame, a continuación, un nuevo Esdras que reduzca todas las lenguas a la cristiana: ¿Por qué no cessamos ya de edificar esta torre de Babel, torre de sobervia y discordia y empeçamos a reedificar a Hierusalem y el templo del Señor que está caido?22

Erasmo reclama un lenguaje evangélico para los cristianos, alejado de la barbarie y de la soberbia. Una lengua humilde y silenciosa, ocupada solo en cuestiones de peso y no en vanilocuencias. Una lengua de justicia que no emita palabra mala. La soberbia es el vicio causante de esa proliferación de lenguas; y la torre, la encarnación del orgullo castigado por la mano divina. Era, esta, metáfora muy conocida y Calderón la expresará visualmente en la torre de soberbia que se alza en La cena del rey Baltasar. En este sentido, La lengua coincide con el De recta Pronuntiatione al asignar a tal vicio el babelismo de teólogos y poderosos, pues Babel, desde la antigüedad, había encarnado la degeneración lingüística como castigo de la soberbia.23 Desde

22 «¿No os parece que es esto tornar a edificar la torre de Babel?», La lengua, p. 197. Esa visión también se percibe en el ejercicio de écphrasis de Emilio Lledó, en su particular «Torre de Babel», Días y libros, Salamanca, 1994, p. 81. Refiriéndose a los temas de la confusión y el destierro, dice: «El relato del Génesis que habla de ellos debió ser una excusa para levantar esta fábrica doliente, este símbolo del esfuerzo inútil, del empeño miserable, de la obcecación hacia la nada». 23 «Pues derríbese esta torre y cessará la confusión de los ánimos y de las lenguas» (p. 201). «Amemos silencio, aprendamos mucho tiempo para enseñar, seamos prestos para oyr y tardos para hablar» (ib.). Erasmo arremete contra los teólogos cegados por el odio,

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tales presupuestos, es evidente que Erasmo propiciaba una literatura eminentemente religiosa, una comunicación entre cristianos basada en salmos, himnos y cánticos espirituales. La lengua termina además por ser una práctica para los sacerdotes, que debían servirse de ella como cuchillo espiritual, trompeta, vara o guadaña contra el mal. Pero también para los obispos y príncipes, que debían ejercitarse, como el Buen Pastor, en la adecuación entre corazón y lengua. Conformes estos, triunfaría la verdad, y las voces de la fe y de la gracia sustituirían a la palabra terrena: […] ni puta, ni burdel, ni vocablo suzio; todo sea dar gracias a Dios (p. 201).

Las consecuencias de tales teorías no solo atañeron al orden moral, sino a la literatura en general, por cuanto primaba en ellas la escritura y la palabra puestas al servicio de la religión de Cristo. Pero al margen de cuanto tales planteamientos supusieran en el incremento de libros ascéticos y místicos o de claro trasfondo moral, La lengua ofrece también una voluntad de estilo claramente regido por el gobierno de la razón, y a través de un lenguaje claro, sencillo y medido, que debía rehuir todo lo bajo. La adecuación entre palabra y significación, o por mejor decirlo en términos de su autor, entre corazón y boca, fue desarrollada, entre otros, por fray Luis, quien, en De los nombres de Cristo, distinguió entre las palabras que están en la boca y las que están en el alma. Su obsesión por la pureza de los textos y de las palabras está muy cerca además de esa búsqueda adánica de la lengua perdida ya apuntada anteriormente.24 Fray Luis ve

siempre ladrando sobre discusiones vanas, y exige la lengua del buen pastor «que no es bozinglera, mas vigorosa» (ib., p. 204). Véase además Arno Borst, Der Turmbau von Babel. Geschichte der Meinungen über Ursprung und Vielfalt der Sprachen und Völker, Stuttgart, Hiersemann, 1957-1963, III/l, pp. 1087-1091. También Jacques Chomarat, Grammaire et Rhétorique, I, pp. 79 ss. Ya Marcel Bataillon, Erasmo y el erasmismo, Barcelona, Crítica, 1983, pp. 142 y 148, recogía esa queja de Erasmo, en La lengua, contra la proliferación excesiva de escuelas entre los teólogos. Él se negó a ser abanderado del erasmismo, aunque este se extendió, como se sabe, por todas partes. Bataillon prefirió, no obstante, hablar de «erasmismos nacionales». 24 Fray Luis de León, De los nombres de Cristo, ed. de Cristóbal Cuevas, Madrid, Cátedra, 1982, p. 60. Para la distinción de los nombres, p. 159. Las huellas de Erasmo en fray Luis son evidentes, pero, como indica Cuevas, en pp. 54 ss., hay que pasarlas por el tamiz de la Contrarreforma. Para el debate entre las palabras y las cosas, en el De recta erasmiano, véase Jacques Chomarat, Grammaire et Rhétorique, I, pp. 86 ss.

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en las Escrituras la llaneza de palabras que se hace universal y alcanza a todos.25 Para él, el contenido no debe confundirse con la lengua en que este se expresa. Todas las lenguas pueden, en principio, servir como medio de expresión de los más altos pensamientos religiosos, aunque ello exija, y así lo pide en la española, que se perfeccionen cada vez más para mejor servir a tan elevada causa. El agustino, como Valdés, Erasmo y el Humanismo en general, busca que la lengua sea clara, bella y elegante, y que sirva de vehículo comunicativo entre los hombres, lejos de las viejas sofisterías escolásticas.26 Su apoyo a la adecuación entre verba oris y verba mentis, así como su nominalismo cristocéntrico tienen un buen precedente en La lengua de Erasmo, aunque fray Luis fuese más allá en la búsqueda simbólica, tanto en las imágenes verbales como en la misma grafía escrituraria. Las múltiples alabanzas de la lengua castellana que se extienden desde Nebrija y Valdés a Pedro Mexía, Villalón, Arias Montano y Ambrosio de Morales tienen un fundamento de unidad política que suele ir acompañado del crédito que le confiere el ser lengua cristiana y excelente medio aglutinante. La realidad impuso, sin embargo, un giro evidente a los propósitos unificadores del siglo xvi, pues, en el terreno de lo práctico, el poliglotismo terminaría por sentirse, tanto entre cristianos como entre protestantes, como un aprendizaje necesario, justamente para mejor extender las verdades del Evangelio. Y, por encima de esa platónica e ideal unidad, triunfó un sentido más moderno de las lenguas y de la traducción.27 El

25 Fray Luis de León, De los nombres, p. 140. José Luis Abellán, El erasmismo español, pp. 169-171, señala cómo el agustino, en la mencionada obra, defiende que las Escrituras se trasladen al romance, y apoya el uso del castellano para asuntos de teología y espiritualismo. Él se distancia de Erasmo al considerar que no solo el latín es lengua propicia para la sabiduría. Fray Luis representa un claro avance en la consideración del castellano como vehículo teológico y científico. Idea compartida por Pedro Simón Abril. Véase además Joseph Pérez, El humanismo de Fray Luis de León, Madrid, CSIC, 1994, pp. 61 ss., donde se recoge también su preciosa defensa del romance en la dedicatoria del libro iii del tratado De los nombres. Sobre fray Luis y Erasmo, en relación con el cristianismo interior, véase p. 42. Seguidor de fray Luis fue Pedro Malón de Chaide, Libro de la conversión de la Magdalena, Madrid, Aguilar, 1963, preliminares. 26 De los nombres, pp. 60 y 87 ss. Para los usos del romance como sistema de mayor capacidad comunicativa, ib., p. 494. 27 Paulino Castañeda Delgado, «La Iglesia y la corona ante la nueva realidad lingüística en Indias», en I Simposio de Filología Iberoamericana (Sevilla, 26 al 30 de marzo de 1990), Zaragoza, Pórtico, 1990, pp. 29-41. Sobre la expansión del castellano, véase el

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estudio intrínseco del lenguaje dio al traste con la mitología que lo rodeara y con ciertos afanes teológicos, comenzándose a estudiar como un fenómeno natural y un medio de comunicación social, tal y como lo hace, por ejemplo, el ya mencionado Pedro Mexía.28 La diversidad lingüística se empezó a considerar como algo positivo y, en este ámbito, los Trabajos de Persiles y Sigismunda de Miguel de Cervantes son, como luego veremos, ejemplo máximo de la plasmación novelesca de tales presupuestos. El adanismo y la busca de la lengua universal, propios de la teología de la lengua, dejaron paso a una concepción lingüística enraizada en la idea de que la diversidad idiomática constituye una riqueza que exige además aprendizaje y esfuerzo.29 En La lengua de Erasmo, los principios teóricos que en ella se exponen están cargados de esa teología que tanto había pesado respecto a sus orígenes, aunque su punto de mira revista una clara posición moderna del cristianismo. La torre de Babel se esgrimió también por Bernardo de Aldrete, al asentar los principios del castellano. Como un signo negativo de diversidad la interpretó en el tiempo presente, y consideró que aquel debía ser corregido, igual que en el pasado se había hecho con el latín, como lengua escogida por Dios para llevar por el mundo el estandarte cristiano. Para Aldrete y para Erasmo, la lengua es un precioso vehículo de comunicación

clásico estudio de Rafael Lapesa, Historia de la lengua española, Madrid, Gredos, 1980, pp. 291 ss. La carta al duque de Alba de Arias Montano, escrita el 18 de mayo de 1570, pidiéndole una cátedra de lengua española en Amberes, habla de esa unidad religiosa que se identifica con la lingüística y la política (J. F. Pastor, Las apologías, p. 43). La expansión de la lengua se compara con la que tuvieron el latín y el griego en la antigüedad, como muestra Francisco de Medina (ib., pp. 99 ss.). 28 C.-G. Dubois, Mythe et langage, pp. 95 ss., 111 ss. y 121 ss. La laicización de lo sagrado contribuyó a la desmitificación del lenguaje y al nacimiento de la lingüística moderna. El don de lenguas de Pentecostés se convirtió posteriormente en un estudio necesario, en un aprendizaje que debía acometer el cristiano. 29 Véase Bernardo de Aldrete, Del origen y principio de la lengua castellana o romance que oi se usa en España, ed. de Lidio Nieto González, vol. i, Madrid, CSIC, 1972, véase pp. 63 ss. El prólogo a Felipe III, muestra además la unión erasmista de razón y lengua, entendidas como beneficios divinos. Y véase pp. 53 ss. Sobre este autor, José Andrés de Molina Redondo, «Ideas lingüísticas de Bernardo de Aldrete», Revista de Filología Española, LI, 1968, pp. 183-207. Cervantes seguirá, como veremos luego, algunos de estos planteamientos, pero transformándolos en buena parte.

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humana y de unión entre los hombres; pero las diferencias entre uno y otro son evidentes, pues el primero tiene una concepción altamente positiva del español como lengua universal y Erasmo creía, sin embargo, que el español, al igual que el holandés, el alemán, el inglés, el francés o el italiano, eran lenguas bárbaras y de rango notablemente inferior al griego y al latín.30 Para Erasmo, las lenguas vivas son una transformación de las antiguas y presentan distintos grados de corrupción. Al abrigo del ejemplo de los apóstoles y del mismo Cristo, él creía que el Evangelio debía comunicarse a todos, por lo que apoyó las traducciones a las lenguas vulgares, así como el uso de estas en la predicación. No obstante, pensaba que las verdaderas lenguas universales eran la griega y la latina. Los príncipes debían fomentar su enseñanza para que todos tuvieran conocimientos de ellas, pero mientras el vulgo las desconociera, las traducciones eran el único vehículo, a corto plazo, para predicar y difundir la voz del Evangelio. Recordemos, por otro lado, cómo Erasmo puso, en De recta, las sutilezas gramaticales y fonéticas de la lengua griega y la latina en boca de un oso y un león, demostrando la necesidad de unificar la pronunciación correcta y el uso exacto de las lenguas clásicas, que tantas variantes producían en su empleo por las gentes que hablaban idiomas vulgares.31

30 Erasmo distingue entre lingua barbara et abnormis. Su postura anda cerca de la de Cicerón en De inventione, cuando establece distinciones entre los pueblos bárbaros y los civilizados, dependiendo de si tienen o no reglas. Sobre ello, Jacques Chomarat, Grammaire et Rhétorique, I, pp. 91 ss. Erasmo no sabía español ni estuvo en España, pero Vives le tradujo una carta del español al latín y estuvo, como se sabe, muy interesado por lo hispano (ib., p. 147). Véase además el clásico estudio de Eugenio Asensio, «El erasmismo y las corrientes espirituales afines», Revista de Filología Española, XXXVI, 1952, pp. 31-99. 31 J. Chomarat, Grammaire et Rhétorique I, p. 150. Véase la obra de Erasmo, De recta Graeci et Latini sermonis pronuntiatione, 1528. He utilizado la traducción inglesa de J. K. Sowards, Collected Works of Erasmus, vol. xvii, de Literary and Educational Writings. De pueris instituendis. De recta pronuntiatione, University of Toronto Press, 1985, pp. 347 ss. Y véase mi artículo «La memoria ejemplar y El coloquio de los perros» (1994), en Aurora Egido, Por el gusto de leer a Cervantes, Sevilla, Fundación Lara, 2018. Sobre la recuperación del griego, Roberto Weiss, «Greek in Western Europe at the End of the Middle Ages», en Medieval and Humanistic Greek. Collected Essays, Padua, Antenore, 1976, pp. 3-12. Para el latín, Antonio Fontán, «El latín de los humanistas», Estudios clásicos, 16, 1972, pp. 183-203. Para la pronunciación del latín clásico en España, Ángel Gómez Moreno, España y la Italia de los humanistas, pp. 113 ss. Y véase Erika Rummel, Erasmus as a Translater of the Classics, Toronto University, 1985.

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Erasmo aparece así como un nostálgico de esas lenguas cultas que él dominaba y que quería llegasen a conocimiento de todos, pero ello no restaba su apoyo a la traducción de los textos bíblicos y de todos aquellos que propugnasen la extensión de la palabra evangélica, incluidos los suyos propios. Los erasmistas españoles, como los de otros países, hicieron bandera de sus traducciones al vulgar. Basta leer el prólogo del mismo Pérez de Chinchón a los Silenos de Alcibíades de Erasmo, cuando se felicita de que anden ya trasladados al castellano el Enquiridión, los Diálogos, los Coloquios y el Tratado de los loores del matrimonio, aunque en sus palabras se ve también la misma jerarquización que el romance tenía respecto al latín para el maestro: Pero hágote saber, que lo que por acá anda en nuestro Romance, es como gota de agua en la mar, según lo mucho que tenemos en Latín deste famoso Doctor, cuyas obras yo espero en Dios que muchas dellas verás presto en nuestra lengua, porque no se puede (como Christo dixo), mucho tiempo esconder la luz, ni la ciudad edificada en el monte.32

La insistencia del traductor en que el pueblo ignorante debería conocer la obra erasmista a través de las traducciones, «en el plato» del romance, coincide con los argumentos que el propio Erasmo esgrime respecto a la difusión del Evangelio.33 Ideas semejantes pueden verse en el prólogo a la traducción de la obra de Erasmo, Libro de vidas, y dichos graciosos, agudos y sentenciosos, de muchos notables varones Griegos y Romanos.34 La lengua representa una clara fusión de filología y teología. Erasmo nunca se consideró a sí mismo como un teólogo, pero todas sus

32 Silenos de Alcibiades compuestos por el muy famoso Doctor Desiderio Roterodamo: y agora nuevamente de Latín en lengua Castellana traduzidos, por el Maestro Bernardo Pérez. En Anvers. En casa de Martín Nucio, a la enseña de las dos Cigüeñas, 1555, ff. 1 vto.-2. El prólogo es interesante además por lo que a los refranes se refiere, ya que estos se realzan en la conocida línea que va desde Santillana a los renacentistas. «Los Silenos de Alcibíades se decía por refrán en los refranes griegos, como cosa de poco valor y casi digna de escarnio aparentemente, pero admirable, si bien se mira», ib., f. 3. 33 Los Silenos, ff. 6 vto.-10, son una defensa del doble significado y de la necesidad de buscar veras bajo las burlas, profundizando tras la corteza, pues el mal anda escondido y hay que «romper la nuez para encontrar lo oculto». 34 Ed. cit. La obra recoge numerosos apotegmas griegos y romanos. El rebajamiento del romance respecto al latín también es patente en la citada Preparación y aparejo para bien morir de Erasmo, f. 4 vto.

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obras, incluso las que no son de carácter piadoso, muestran una clara preocupación religiosa.35 No en vano, como ha señalado Chomarat, este tratado representa la imbricación entre el logos divino y el lenguaje humano: […] les «litterae» pour lui ne trouvent leur vrai sens que dans leur association avec la «pietas».36

El Ecclesiastés de Erasmo representaría, años más tarde, una evolución de esas ideas respecto a La lengua. Recordemos que él entendió la Trinidad como un acto de lenguaje en el que el Padre habla consigo mismo a través del Hijo en presencia del Espíritu Santo. Y otro tanto ocurre con la creación del mundo. Todo se entiende como un acto lingüístico que le lleva a preocuparse por el nombre de las cosas y por el gran libro de la Naturaleza, pero es el libro de la Escritura, en cuanto vehículo de la palabra divina, el que constituye el centro de su atención y la meta de sus aspiraciones espirituales y lingüísticas. Su concepción religiosa de la lengua le lleva a una lucha permanente con Babel, signo de deformación y confusión. Contra los prejuicios nacionales y el orgullo patriótico, Erasmo aboga por una lengua universal que esté representada por la palabra de Cristo.37 Es una forma de resolver el dilema de la diversidad idiomática, al considerar que el contenido cristiano puede unificar todas las lenguas en un lenguaje común. En este sentido, sus teorías sobre la variedad y la unidad de las lenguas están en consonancia con otras opiniones suyas en las que se demuestra una clara fusión de lo uno con lo diverso.38 Pero reducir el mensaje de Erasmo a una teología del lenguaje sería minimizar su obra, ya que él había aprendido de la retórica clásica los beneficios de la elocutio. Las virtudes dicendi de Quintiliano le enseñaron, a

35 Jacques Chomarat, Grammaire et Rhétorique, I, Introducción, hace hincapié en su aportación filológica como rétor, orador, gramático y pedagogo. 36 Ib., I, cap. i. La cita, en p. 74. 37 Ib., I, pp. 37 ss. y 42 ss. Para otros aspectos del Roterodamo, véase James D. Tracy, Erasmus. The Growth of a Mind, Ginebra, Droz, 1972. 38 Etsuro Kinowaki, «Erasmus Paraphrasis in Epistolam Jacobi», en Actes du colloque international Érasme (Tours, 1986), estudios reunidos por Jacques Chomarat, André Godin y Jean-Claude Margolin, Ginebra, Droz, 1990, p. 160.

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su vez, el camino de las elegancias estilísticas que él defendería en De conscribendis epistolis y en De duplici copia.39 Su defensa de la elegantia, que estriba en la claridad y la pureza, dio como resultado una búsqueda de la belleza que debería ser tenida muy en cuenta a la hora de valorar las huellas erasmistas en la literatura del Renacimiento español, particularmente en el triunfo de un aticismo que no desdeña sin embargo el ornatus. Recordemos que él trató de conciliar la brevedad con la copia. Más allá de la grandilocuencia, Erasmo remite a un estilo que defiende la claridad y la pureza para hablar de Dios. Su humanismo cristiano, lejos de desdeñar los aspectos estéticos, los refuerza.40 La lengua, posterior a los Coloquios, representa, en este sentido, los efectos negativos de la loquacitas y de la garrulitas, y el encomio de la contención y del silencio.41 Como ocurre en Lorenzo Valla, la perspectiva lingüística lleva implícita una ética.42 En su obra se hace realidad el dictado de Luis Vives: […] el camino del conocimiento es un ir y venir entre verba, res y mores, entre lenguaje, realidad y formas de vida.43

Con Erasmo, se da el maridaje perfecto entre las buenas letras y las letras sagradas. Vale decir, entre elocuencia y espiritualidad. La lengua y la vida, entendida esta también como vida espiritual, se unen en su obra. Recorde-

39 Alain Michel, «La parole et la beauté chez Érasme», en Actes du colloque international Érasme, pp. 3-17. 40 Ib., pp. 6 ss. La elocuencia erasmiana se basa en tres cualidades: dignitas, puritas y prudentia. Este autor señala la conciliación de contrarios que el arte de Erasmo representa entre copia y brevitas. A ello añade la ironía de un estilo que trata de conjugar a Horacio con Luciano. Como ha señalado Francisco Rico, Erasmo inventó la copia verborum y practicó la copia rerum. Véase su estudio El sueño del Humanismo. De Petrarca a Erasmo, Madrid, Alianza Editorial, 1993, pp. 109-113. En él, se unen pietas y litterae, pero lejos de la teología oficial. 41 Jorge Alves Osorio, «Énoncé et dialogue dans les Colloques d’Érasme», en Actes du colloque international Érasme, pp. 19-34. Para La lengua, pp. 30-31. La pureza que Erasmo buscaba en la Iglesia de Cristo casaba bien con la busca de una pureza estilística. Sobre la primera, Charles Béné, «Le De puritate tabernaculi», ib., pp. 199-211. 42 Francisco Rico, El sueño del Humanismo, pp. 17 ss. Téngase en cuenta que el Humanismo es también pedagogía. Erasmo destacó, sobre todo, como profesor de humanidades (ib., pp. 107 ss.). Y véanse pp. 61-76. 43 Ib., p. 103.

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mos además que, en su obra, la elocuencia sirve al caballero cristiano que busca la fe de los primeros siglos. De ahí que pueda decirse que «el núcleo de la teología erasmiana reside en el lenguaje, y con perfecta coherencia, porque Dios se ha hecho lenguaje y a través del lenguaje hay que buscarlo».44 Erasmo tiende a fijar en la lengua evangélica el modelo por excelencia, cuya letra y espíritu debían servir de imitación permanente para el cristiano. La cuestión idiomática pasaba en apariencia a segundo plano, ya que la prédica de la lengua cristiana quedaba por encima de la diversidad de lenguas, unificando las clásicas con las modernas en una traducción, que bien podríamos llamar simultánea y permanente, al lenguaje común de los Evangelios. El tema de la multiplicidad lingüística es amplísimo, y conlleva numerosos aspectos de raíz mitológica y sociopolítica. En Erasmo, hay una clara nostalgia por el latín y el griego como lenguas universales, según se ha dicho, pero él era consciente de que su restauración futura no dejaba de ser una utopía. También se enfrentó con un problema que no solo preocupó al humanismo trilingüe de un Cisneros, sino que ya había constituido una seria preocupación para san Agustín, que se encontraba con un Antiguo Testamento escrito en hebreo y un Nuevo Testamento escrito en su mayor parte en griego, lenguas que conocía relativamente. Como ha señalado Umberto Eco: San Agustín está pensando en una lengua perfecta, común a todos los pueblos, cuyos signos no son palabras sino las cosas mismas, de modo que el mundo se presenta, como se dirá más tarde, como un libro escrito por el dedo de Dios.45

Esa lengua del mundo o lengua divina exige, desde luego, interpretación y análisis, vale decir, filología. La idea agustiniana coincide, en parte, con la

44 Ib., p. 119 y véanse pp. 123-125 y 127-129. Valla y Petrarca conforman el fundamento de esa teología erasmiana en la que Jesús se convierte en el modelo del buen hablar y del buen hacer. Su programa coincide con el biblismo trilingüe de Cisneros y con la dignidad del hombre de san Agustín, Vives, el ya mencionado Pérez de Oliva y tantos otros. Hilo de continuidad que llega hasta las páginas de la Defensa del lenguaje de Pedro Salinas, Madrid, Amigos de la Real Academia, 1991, pp. 22, 27 y 28. 45 Umberto Eco, La búsqueda de la lengua perfecta, p. 25. Y véase su novela La isla del día de antes, Barcelona, Lumen, 1995, p. 222 (san Isidoro, como tantos otros, consideraba sagradas las lenguas hebrea, griega y latina). Véase Irvin M. Resnick, «Lingua Dei, lingua hominis: Sacred Language and Medieval Texts», Viator. Medieval and Renaissance Studies, 21, 1990, pp. 51-74.

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erasmista, en la medida que sobreentiende la existencia de esa especie de supralenguaje divino y verdadero que, más allá de las palabras mismas, está en todas las cosas y, por supuesto, en todas las lenguas, aunque unas lo expresen con más tino y elegancia que otras. La búsqueda de la lengua perfecta, el adanismo, es, en definitiva, tan utópico como la búsqueda del paraíso perdido. En el ánimo erasmista no laten esos afanes, sino la búsqueda de la perfección lingüística a través de la palabra evangélica. Meta asequible a cualquier cristiano, aunque, por supuesto, no exenta de esfuerzos.46 La postura de Erasmo dista bastante de la expuesta por Ramón Llull en su Ars Magna, que pretendía conformarse como una lengua filosófica perfecta y universal para convertir infieles. Su complejo sistema alfabético combinatorio, lleno de todo tipo de ideogramas mnemotécnicos, poco tiene que ver con Erasmo, pero sí que coinciden, al igual que Roger Bacon y la propia tradición misionera de España, en la preocupación por encontrar vehículos propicios para llevar a todos los lugares del mundo la fe de Cristo. Esos impulsos por traducir las verdades cristianas también se traslucen en la obra de Nicolás de Cusa.47 Al Erasmo políglota, cuya obra latina sería traducida, en vida, a multitud de lenguas, no le invaden las pretensiones nacionalistas que tanto arraigarían en la Europa del xvii. Él no entra tampoco en el terreno figurativo de las esteganografías ni en los afanes poligráficos o de un lenguaje filosófico único, tan en boga en su tiempo. La respuesta suya «a la herida que dejó abierta Babel» casa perfectamente con el pensamiento de toda su obra y se inserta en esa unidad de un cristianismo renovado que se respira en ella.48 Erasmo habla evidentemente de una lengua más allá de las lenguas. Su ideario no está exento sin embargo de paradojas y contradicciones, pues desea ver difundida y traducida la palabra de Cristo (como tam-

46 La cábala buscó la unidad lingüística en el retorno de la lengua sagrada al final de los tiempos, según Umberto Eco, ib., pp. 38-39. 47 Umberto Eco, ib., cap. iv, no se detiene tampoco en las huellas de Babel en la filología española, excepción hecha de san Isidoro y de Ramón Llull, a quien dedica un capítulo completo y algunas páginas referidas al lulismo de la cábala, en ib., pp. 114 ss. y 122 ss. También cita, de paso, a Alvar Núñez Cabeza de Vaca, p. 178. 48 Ib., pp. 283 ss., Eco dedica unas páginas de impagable ironía a los problemas actuales del poliglotismo y a las soluciones políticas, «escasamente indoloras», que se le aplican.

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bién la suya propia), pero luego predica un ideal lingüístico futuro en el que los soberanos deberían propiciar la extensión general del latín y del griego, como se ha indicado ya. Lo curioso es que la propia obra latina de Erasmo fuese considerada como bárbara por Diego López de Zúñiga, pero ya sabemos del complejo entramado de la lengua cuando se une con los afanes nacionalistas.49 Para Erasmo, Babel no era tanto la expresión de una confusio linguarum, en sentido estricto, cuanto un problema de confusión religiosa y hasta teológica que la venida de Cristo vino a solucionar. Pero como quiera que la temida torre se volvía a alzar de nuevo con el paso de los siglos, su obra viene a retomar no la utopía de la palabra adánica, sino la vuelta a la voz unívoca del Evangelio como la más clara expresión de un ideal de religión y lengua que venía a restaurar el espíritu armónico de la cristiandad. La lengua y los preliminares de Bernardo Pérez de Chinchón representan la vuelta a Pentecostés, a la palabra exultante de Pedro y los once, que hablaron, en la lengua de todos y cada uno, de las grandezas de Dios. Ideal que resolvía los estragos de Babel y que además hacía compatibles la diversidad de lenguas con la búsqueda de la lengua perfecta, única y verdadera. Asunto que obsesionaría más tarde, y desde distintos presupuestos, a Goethe y a Walter Benjamin, a Kafka, a Mallarmé, a Unamuno (con sus «albañiles de Babel») y a Juan Benet, entre otros muchos. Sin olvidar, claro está, los afanes cabalísticos de Borges, cuando remite a las palabras de ese idioma en el que se escribe la historia del mundo: […] En su tropel pasan Cartago y Roma, yo, tú, él. Mi vida que no entiendo, esta agonía de ser enigma, azar, criptografía y toda la discordia de Babel.

49 Diego López de Zúñiga, Annotationes contra Erasmus Roterodanum in defensionem traslationis Novi Testamenti, Alcalá de Henares, Arnao Guillén de Brocar, 1520. Erasmo contestó con su Apologia adversus libellum Stunicae. Sobre ello, Ángel Gómez Moreno, España y la Italia de los humanistas, pp. 129 ss. El auge nacionalista favoreció el nacimiento de las gramáticas castellanas y del arqueologismo, pp. 148 ss. y 272.

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Como él mismo dice, el tema registra nombres tan heterogéneos como Leucipo y Lasswitz, Lewis Carroll y Aristóteles.50 Erasmo se alejó ostensiblemente de la tradición de la torre babélica que, desde Josefo, poblaría las polianteas, como la de Polidoro Virgilio. Estas tendieron a recoger los mencionados textos bíblicos y a discurrir sobre el origen de la confusión de las lenguas como mero acopio de erudición; idéntico al que suponía, por ejemplo, la división de las edades del mundo. Polidoro empieza por el principio de Dios, de las cosas y de los hombres, y continúa por el de las lenguas y las letras. Su teoría, basada en las Antigüedades de Josefo, designa a griegos y latinos la tendencia a la unificación lingüística.51 Pedro Mexía, en su Silva de varia lección, dedica un capítulo entero a la confusión babélica, siguiendo, junto a las Escrituras y al mismo Josefo, a Paulo Orosio, las Etimologías de san Isidoro y La ciudad de Dios de san Agustín.52 Mexía cree, con este último, que el hebreo fue la primera lengua del mundo en la que hablaron Adán y sus descendientes.53 Este y otros textos que podrían acarrearse reiteran, sin apenas fisuras, los vestigios de la lengua perdida y su fragmentación. Se trata, sin duda, de un capítulo más del «libro infinito» de María Rosa Lida, Josefo y su influencia en la Literatura Española, en el que el origen y la diversidad del lenguaje se aúnan a otras cuestiones misceláneas de saber enciclopédico.54 La obra de Polidoro

50 Son versos de «Una brújula», citados antes por G. Steiner, Después de Babel, pp. 89-90, a los que añado la referencia que me indica Lía Schwartz a «La biblioteca de Babel», luego en Ficciones, cuyo prólogo alude a esa Babelia particular en la que aparecen las mencionadas fuentes. 51 Los ocho libros de Polidoro Virgilio, ciudadano de Urbino, de los inventores de las cosas, Medina del Campo, Cristóval Lasso Vaca, 1599, I, III. Para las letras, I, cap. iv. En Polidoro Virgilio, se encuentra la discusión sobre si los romanos tenían una lengua o dos, para convenir —con el Orator de Cicerón— que la lengua latina fue una y sola, aunque los de la ciudad la hablasen mejor que los del campo. En la Plaza Universal de todas ciencias y artes de Cristóbal Suárez de Figueroa, Madrid, 1733, pp. 574 y 646, se cita, entre otras torres famosas, la de Babel como símbolo de soberbia. También se asigna la invención de las letras a los descendientes de Adán que las esculpieron sobre columnas. 52 Véase la ed. de Antonio Castro, I, Madrid, Cátedra, 1989, pp. 378-383. 53 Pedro Mexía, Silva de varia lección, p. 381, acarrea también otras fuentes: los Historiales de San Antonino y Nauclero, junto a Heródoto. 54 Así lo denominó Raimundo Lida, al comentar la edición póstuma del trabajo de María Rosa Lida, «La dinastía de los Macabeos en Josefo y en la Literatura Española», BHS, XLVIII, 1971, pp. 289-297. Véase «En torno a Josefo y su influencia en la literatura española: Precursores e inventores», en Studia Hispanica in honorem Rafael Lapesa, I,

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Virgilio, vinculada con el erasmismo por su interés universal, y traducida por primera vez por un seguidor de Erasmo, Francisco de Tamara, forma parte de esa cadena de polianteas que recogieron en su serie la Babel del historiador judío Josefo, fundamental para la comprensión del Nuevo Testamento. Desde el Libro de Alexandre, Babel y Babilonia se convirtieron en sinónimos de confusión y soberbia, hasta lexicalizarse. Las burlas de Quevedo o las numerosas alusiones que Gracián hace en El Criticón son un buen reflejo del cansancio a que llevó tan metafórica torre.55 Los cronistas de Indias contribuyeron, a su vez, a la resurrección de una imagen que venía hecha a la medida para cristalizar los problemas del poliglotismo amerindio, como muestra, por ejemplo, fray Diego Durán, al recoger una versión oral de la torre de Babel «que parecía llegar al cielo». Él comenta:

Madrid, Gredos, 1972, pp. 15-62. Para Polidoro Virgilio, p. 48. Otros trabajos suyos inciden en el tema: «Las sectas judías y los «procuradores» romanos. En torno a Josefo y su influjo sobre la literatura española», Hispanic Review, 39, 1971, pp. 183-213; «Las infancias de Moisés y otros tres estudios. En torno al influjo de Josefo en la literatura española», Romance Philology, 4 de mayo, 1970, pp. 412-428. En estos dos artículos, se ven las huellas del autor judío desde Alfonso X a Pedro Mexía, Valdés, Lope de Vega y otros. El segundo de ellos recoge el tema de la invención de la escritura, tan tópico en las misceláneas, como hemos visto, con referencia a los pilares de la sabiduría. Lope de Vega trató de ello en su poema «El origen divino de la fiesta», recitado en Toledo en 1605, donde se extiende, en erudición variada, sobre el asunto, como he señalado en mi artículo «Escritura y poesía: Lope al pie de la letra», Edad de Oro, XIV, 1995, pp. 121-149. Otros aspectos referidos a la tradición de Josefo en relación con el Rey Sabio, en María Rosa Lida, «Josefo en la General Estoria», en Hispanic Studies in Honour of I. González Llubera, ed. de Frank Pierce, Oxford, The Dolphin Book, 1959, pp. 163-182; la torre de Babel, en «Túbal, primer poblador de España», Ábaco, 3, 1970, pp. 11 ss. 55 «Ya contava por suya torre de Babilón, / Indïa e Egipto, la tierra de Sión», Libro de Alexandre, ed. de Jesús Cañas Murillo, Madrid, Editora Nacional, 1978, p. 109. El Diccionario de Autoridades recoge ese proceso al registrar Babilonia: «metaphóricamente se toma por confusión y desorden, y en este significado es mui común en nuestra lengua». Véase Baltasar Gracián, El Criticón, ed. de Miguel Romera-Navarro, Filadelfia, University of Pennsylvania, 1940, quien anota la frecuencia de Babel-Babilonia, particularmente en la Tercera parte, donde curiosamente se preocupa tanto de las grafías y de la escritura. No choca así que la saque en la torre de los engaños (I, 216) o en las maravillas de Artemia (I, 250), como símbolo inequívoco de confusión (I, 235) y de soberbia que termina por desplomarse (II, 123). Desorden (III, 69, 222 y 228) que se abre a imágenes y comparaciones diversas (III, 176 y I, 261) en las que no se descarta el mismo infierno (II, 296). Gracián habla de ese «Babel moderno de los cultos y afectados escritos» (III, 85-86) y de «el Babel de opiniones» —en curioso eco erasmiano— (III, 18). Todo termina siendo «un Babel» (III, 110). Y véase también F. de Quevedo, Obras Completas, I, Barcelona, Planeta, 1963, p. 1042.

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El diálogo de las lenguas y Miguel de Cervantes Bien creo no será necesario advertir al lector que note el capítulo i y ii del Génesis en lo que hemos venido tratando, pues tan manifiestamente vemos relatar a un indio la creación del mundo y lo que en el capítulo ii del mesmo libro se trata, de los gigantes y de la torre de Babilonia.56

El silencio de Cervantes respecto al tema en el Quijote y la incidencia de Avellaneda son, a su vez, un buen indicio de la distancia que media entre quien se aleja de los tópicos y quien alimenta su narración con ellos.57 Pues Babel y Babilonia terminaron por equivaler a mezcla de lenguas y razas, confusión de gentes agavilladas en ciudades que, como Madrid y Sevilla, parecían resucitar aquel desorden bíblico.58 «Que toda gran corte es Babilonia», según palabras de Gracián.59 Erasmo se alejó sensiblemente de la tradición paremiológica sobre la torre y la incardinó en el eje de su pensamiento religioso, propiciando que La lengua es mucho más que filología. También en De recta pronuntiatione entreveró, al hilo de sus observaciones sobre la fonética y la gramática, agudas referencias a la vida social y cultural de París o de Alemania, así como a la enseñanza que se practicaba en la escuela inglesa de Saint Paul. Su visión sobre la violencia de los políticos se mezcla allí con su idea de la puntuación

56 Fray Diego Durán, Historia de las Indias de la Nueva España e islas de la tierra firme, ed. de Ángel María Garibay K., México, Porrúa, 1967, vol. ii, cap. i, p. 17. El tema lo engarza con el de los gigantes, como haría Avellaneda (infra), autores de esa torre tan alta «que parecía llegar al cielo» (ib.). Téngase en cuenta, por otro lado, que La lengua de Erasmo estuvo en la biblioteca de los conquistadores, según Marcel Bataillon, Erasmo y España, pp. 807 ss. 57 Miguel de Cervantes, Obras Completas, I. Don Quijote de la Mancha, seguido del Quijote de Avellaneda, ed. de Martín de Riquer, Barcelona, Planeta, 1962, pp. 1347, 1175, 1268, 1320, 1449, etc. Avellaneda alude a los gigantes, más grandes que la torre de Babilonia, a su fundador, y hasta compara a los gigantones de las procesiones zaragozanas (vigentes hoy en día) con los babilónicos, por boca de Sancho. 58 Véase la ed. cit. de El Criticón, I, 181 y 332. Romera-Navarro recoge también una referencia a la torre como signo de mezcla de lenguas y razas en Malón de Chaide, La conversión de la Magdalena I, I. Sería ocioso acarrear referencias a tan lexicalizada imagen. Babilonia es también concordancia mística (véase Concordancias de los escritos de San Juan de la Cruz, ed. de Juan Luis Astigarraga et alii, Roma, Teresianum, 1990). Véase Malón de Chaide, La conversión de la Magdalena, pp. 85-87, 157, 200, 228, 233, 442, 446, 449, 451-452, 454, 457, 483 y 521. 59 El Criticón, II, 330. Lope de Vega en La Dorotea, ed. de E. S. Morby, Madrid, Castalia, 1958, II, 29, situará a Babilonia en el ámbito de Sevilla. Era, como decimos, imagen muy común.

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y de la epístola. La adquisición del lenguaje se sitúa en el terreno de un diálogo plenamente vivo, plagado de alusiones y reflexiones sobre la Europa de su tiempo.60 Más allá de sus presupuestos, las corrientes espirituales españolas afines al erasmismo tenderán a restaurar la palabra del Pastor Bonus. Y, en el terreno de la creación literaria, el Persiles, como luego veremos, retomará la unidad de la lengua de Cristo desde un ambicioso programa idiomático en el que el mapa del mundo se despliega lleno de lenguas vivas, bullentes, traducidas y traducibles, que sirven como lazo de unión entre los hombres, entendiendo la diversidad como riqueza.61 Su modernidad, tan cercana a la concepción actual de los universales del lenguaje, abrió un camino cerrado durante siglos en el que el poliglotismo se asumió como ese castigo contra soberbios que el Ángel ejecuta en La torre de Babilonia de Calderón, al fragmentar en 72 idiomas la voz del universo.62 Las cuatro o cinco mil que hoy se hablan en el mundo magnifican aún más un problema en el que caben dos posturas extremas: la de la nostalgia cabalística por la vuelta al idioma único, o la conciencia de que el

60 Erasmo, De recta, ed. cit., pp. 355 y 369, donde se señalan además las relaciones con Nebrija y la caracterización del lenguaje como facultad distintiva de lo humano. Con el apoyo de Galeno, Erasmo cree que es este el que diferencia a los hombres de los animales y no la razón. 61 Véase mi estudio cit. supra, nota 31. Michel Foucault, al hilo de sus observaciones en Las palabras y las cosas, Madrid, Siglo XXI, 1972, pp. 45 ss., sobre la lingüística del siglo xvi, dice que después de Babel la función simbólica del lenguaje ya no reside tanto en las palabras mismas como en la relación de estas con el cosmos. 62 Pedro Calderón de la Barca, Autos sacramentales. Obras Completas, III, Madrid, Aguilar, 1952, p. 886. Es un auto de hacia 1675 en el que el Ángel castiga la soberbia de Nembrot al edificar la gran fábrica de Babel. Las voces de los hombres se confunden y la torre se destruye: «Suenan en todos a un tiempo / distintos acentos hoy / hablando distintas lenguas / de idiomas setenta y dos». Calderón alude a la torre en numerosos autos, usando términos de confusión y desorden idiomático de todo tipo. Incluso habla de la «Babel de este siglo» en El cordero de Isaías. También aparece en A Dios por razón de Estado, Amar y ser amado y Divina Filotea, La cuna y la sepultura y La vida es sueño (segunda redacción). El número de lenguas varía según las fuentes. Arno Borst, Der Turmbau von Babel, II/2 pp. 936 y 947, cita dos manuscritos españoles. Uno de ellos es el Codex de Roda (ss. x-xi), que recoge 69 en total. Otro, un manuscrito escurialense isidoriano, proveniente de los fondos aragoneses de Zurita, enumera setenta y cinco. Este último es del xiv y estuvo en la biblioteca del conde-duque de Olivares, que saqueó las bibliotecas zaragozanas.

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lenguaje es el modelo mejor del principio de Heráclito, y que las lenguas viven en movimiento perpetuo.63 Erasmo representa, en cierto modo, una conciliación de contrarios, al tratar de mantener una utópica unidad lingüística, basada en el predicado evangélico, pero sin perder de vista la evidencia de una diversidad idiomática irreversible. Sus Exhortaciones al estudio diligente de la Escritura abogaban porque la palabra evangélica se tradujese a todas las lenguas, para que llegase a las mujeres y a los labradores, a los escoceses y a los irlandeses, así como a los turcos y a los sarracenos.64 Erasmo concilió, según hemos visto, esa pluralidad con la búsqueda de una lengua perfecta y única que apelase siempre a la voz del Uno. Pues para él la dignidad del hombre y la de la lengua venían a ser lo mismo. Otro tanto pensaba su traductor español Francisco Tamara, al destacar los valores de la elocuencia.65 Pues, como decía Pérez de Oliva, grandes eran, sin duda, «los milagros de la lengua».66

63 George Steiner, Después de Babel, pp. 33 y 82 ss. 64 Ib., p. 545. 65 Véase De recta, ed. cit., p. 369. En la traducción del bachiller Francisco Tamara del Libro de Apothegmas que son dichos graciosos y notables de muchos reyes y principes illustres y de algunos philosophos insignes y memorables… de Erasmo, Amberes, Martín Nucio, 1549, el citado Prohemio a don Perafán de Ribera, marqués de Tarifa, dice que «es la Eloquencia, copiosa y agraciada manera de dezir y hablar. Por lo qual segundariamente nos diferenciamos los hombres de las bestias y brutos animales, y merescemos el titulo y denominación de Racionales». Esta traducción «al natural», en prosa y verso, es un elogio de la elocuencia como fuente de sabiduría que sabe adornarse de sentencias notables. Tamara añade que «de la abundancia del coraçón habla la boca» (ib., f. 2). Véase además el clásico estudio de JeanClaude Margolin, Érasme: le prix des mots et de l’ homme, Londres, 1986. Para España, la introducción de Eugenio Asensio y Juan Alcina Rovira, «Paraenesis ad litteras»: Juan Maldonado y el humanismo español en tiempos de Carlos V, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1980, pp. 154 y 165, donde se ve el apoyo en la elocuencia de las tesis de Maldonado, quien hace una fuerte defensa de la enseñanza del latín como instrumento pedagógico, seguida por la del griego. Como señala Asensio, ya Juan Luis Vives, en De las disciplinas (ib., pp. 45-46), había visto en la lengua latina un lazo de unión entre los pueblos. Lengua cristiana que sirviese de paliativo a la imposible lengua única. Elocuencia y buenas letras contra barbarie, tras los pasos de Jovio Pontano y otros italianos, que se entreveran con su admiración por Erasmo, de quien alaba su conocimiento del latín, así como de su elocuencia (p. 165). La prédica de un estilo en el que predominan los fundamentos éticos sobre las elegancias formales es de capital importancia. El grado de influencia de la obra de Erasmo, en este sentido, trasvasa las fronteras de su siglo. Véase al respecto, Luis Gómez Canseco, El humanismo después de 1600: Pedro de Valencia, Universidad de Sevilla, 1993, pp. 271 ss. 66 Fernán Pérez de Oliva, Diálogo de la dignidad del hombre, Madrid, Editora Nacional, 1982, p. 99. Este humanista creyó además en el castellano como vehículo propicio para un diálogo que muy bien podría haber sido escrito en latín.

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Al lado de Erasmo, Luis Vives representa también una visión moderna de la pluralidad lingüística, pues aunque entendió la diversidad como herencia del pecado adánico que desmembró la lengua perfecta, vio el don de lenguas de Pentecostés como vehículo de comunicación de la fe. En él late el deseo de una lengua única para todas las naciones, o al menos para la mayor parte de las gentes. Con ella, se podrían comunicar los cristianos, a la par que serviría para extender el comercio y el conocimiento de las cosas.67 Pero Vives era consciente de que tal pretensión no dejaba de ser una utopía. Por ello, se centró en el terreno de lo práctico y abogó porque todas las lenguas fuesen doctas, suaves y abundantes. El latín debía servir de lengua universal y enseñarse en todas las ciudades junto con el griego, el hebreo y el árabe, para que así se extendiera la predicación de la fe. Sus afanes pedagógicos, entre los que hay que destacar su énfasis en el uso constante de diccionarios, nos muestran hasta qué punto, en su caso como en el de Erasmo, hasta la misma religión terminó por ser filología.68

67 Luis Vives, Tratado de la Enseñanza, trad. de José Ontañón, prólogo de Foster Watson, Madrid, Ed. de la Lectura, s. d., p. 73. Vives apoyó, en primer lugar, la enseñanza del latín, seguida de la del griego y el hebreo, pero también se inclinaba por enseñar el árabe y aquellos idiomas «que son vulgares entre los agarenos», para mejor comunicar la fe de Cristo. El latín puro sería así el mejor lazo de unión entre las gentes. Lengua que elogia por sus cualidades y su universalidad. Claro que también apoyó la enseñanza del vulgar, como se sabe. 68 La doble faz, buena y mala de la lengua y de sus oficios, que Erasmo expone en La lengua, se ve igualmente en la Introducción a la sabiduría, Brujas, 1546, de Luis Vives (véase la ed. de Madrid, Atlas, 1944, pp. 87 ss.), cuando afirma que «es causa de grandes bienes y de grandes males, según cada uno usa della» (ib., p. 87). En esta obra, Vives predicaba un estilo cuidado y sin afectación, que no necesitase de intérpretes; templado, modesto y cuidado. Alabó también el silencio y el secreto, como el Roterodamo (ib., p. 92). Sobre la relación entre ambos autores, así como sobre su trascendencia en la pedagogía jesuítica, Dietrich Briesemeister, «Erasmus und Spanien», en Erasmus und Europa. Vorträge herausgegeben von August Buck, Wiesbaden, Harrassowitz, 1988, pp. 75-90 y Miguel Batllori, «Vives en los Colegios jesuíticos del siglo xvi», en J. I. Jsewijn y A. Losada (eds.), Erasmus in Hispania. Vives in Belgio (Acta Colloquii Brugensis 23-26, IX, 1985), Lovanii in Aedibus Peeters, 1986, pp. 121-145. Para otros aspectos relativos al estilo y al lenguaje en el humanista valenciano, Emilio Hidalgo-Serna, «La significación del Ingenium en Juan Luis Vives», Revista Chilena de Humanidades, 5, 1984, pp. 21-43, y particularmente, del mismo, «Il linguaggio nel pensiero umanista di Juan Luis Vives», en Validità perenne dell’Umanesimo, Florencia, Oeschi, 1986, pp. 117-131.

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Una mezcla de todas las lenguas, con la cual todos nos entendemos Don Quijote, I, 519

Frente al maleficio de Babel, Cervantes construyó a lo largo de todas sus obras una torre de palabras que afirmaban la variedad, dignidad y perfección de todas las lenguas en función de su uso, así como la riqueza que suponía el trabajo de traducirlas. Sus presupuestos, cercanos a los ya mencionados de algunos humanistas como Vives y Erasmo, alcanzaron su punto más álgido en el Persiles, aunque ya los desarrolló ampliamente en el Quijote, donde ofreció un nutrido panorama de lenguas en contacto puesto al servicio de la creación novelesca.1 Este se dibujó con extensos relieves en la Segunda Parte, aunque ya la anterior, como trataremos de mostrar, ofrecía un rico mapa al respecto. Las primeras voces no castellanas que se leen en el Quijote son las que el narrador atribuye a su protagonista cuando fue a visitar a su rocín, al que vio con «más tachas que el caballo de Gonela, que “tantum pellis et

  * Aurora Egido, «Cervantes frente a Babel (Don Quijote I)», en Luis Francisco Cercós García, Carmelo Juan Molina Rivero y Alfonso de Ceballos-Escalera Gila (coords.), Retos del Hispanismo en la Europa Central y del Este. Cracovia, 14-15 de octubre de 2005, Madrid, Palafox y Pezuela, 2007, pp. 25-41.   1 Para el tema, en general, Arno Borst, Der Turmbau von Babel; Claude-Gilbert Dubois, Mythe et langage y Umberto Eco, La búsqueda de la lengua perfecta en la cultura europea.

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ossa fuit”».2 Esta inserción de una de las dos reinas de las lenguas, junto al griego, no parece gratuita, pues conlleva un uso paródico de las citas clásicas que será muy frecuente en la obra. El habla de don Quijote muestra su peculiar sabor añejo y cultivado, salpicada como va de frases hechas en la lengua del Lacio, ante el asombro de Sancho, incapaz de entenderlas. Este, sin embargo, también sabe su latín eclesiástico de oídas, lo que llena los diálogos con su amo de sabrosas dilogías y disparates, como el que desata la frase «Quien ha infierno nula es retencio».3 El pugilato a costa de los latines también lo mantienen don Quijote y el bachiller, jugando, al igual que con su escudero, a que no los entiende, aunque su respuesta dé muestras de todo lo contrario (I, 225). El latín aparece como signo de cultura, pero también como arma de doble filo, cuando lo esgrime uno de los galeotes, «muy grande hablador y muy gentil latino» (I, 263), por no decir «ladino».

  2 Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. de Francisco Rico, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2005, I, 45, por la que citaremos en texto y notas, con indicación de parte y página. «Era solo piel y huesos», según un epigrama de Teófilo Folengo, inspirado en Plauto, Aulularia, III, VI, 564. Gonela fue un bufón de la corte de los duques de Ferrara. La cultura libresca se aprecia también en la frase «more turquesco» (I, 241), a propósito de cómo saludaba el escudero de Amadís. Don Quijote presume de su cultura lingüística al decir en Sierra Morena el nombre de «Roldán, o Orlando, o Rotolando» (I, 301). Y véase II, 695, nota 99, donde se repite. Ya en el prólogo a la Primera Parte Cervantes establece un pacto con el lector al aludir a los «latinicos» (I, 16) que uno puede ir entreverando para pasar por «gramático». Sobre la parodia del estilo retórico latinizante, véase también Helmut Hatzfeld, El «Quijote» como obra de arte del lenguaje, Madrid, CSIC, 1972, p. 258.   3 I, 308. Sigue a la pregunta de don Quijote, que no entiende la frase. «Retencio es —respondió Sancho— que quien está en el infierno nunca sale dél», parodiándose así el responso de difuntos: «Quia in inferno nulla est redemptio», aparte el juego de don Quijote. Téngase en cuenta que el susurro entre dientes del ventero (I, 65) en el acto de armarle caballero es una clara muestra de su desconocimiento del latín eclesiástico. El uso paródico del latín se mantiene también al final de la Primera Parte en el soneto del Paniaguado «In laudem Dulcinea del Toboso» (I, 649), como segunda lengua que no podía faltar en ninguna justa o reunión académica de la época. En ese colofón, los pergaminos «escritos con letras góticas, pero en versos castellanos» (I, 647), con epitafios y elogios de don Quijote, ilustran el sabor añejo y culto de las grafías, parejo al que prestan los latines. Ángel Rosenblat, La lengua del «Quijote», Madrid, Gredos, 1995, pp. 14 ss., aludió a la intención cómica y burlesca del empleo del latín en el Quijote I, XXV y II, LXII, con otras muchas citas llenas de lugares comunes que emplean el hidalgo manchego, maese Pedro y otros personajes, en una línea ya ridiculizada por Erasmo. Y véase ib., p. 33, donde hace hincapié sobre el uso del latín (II, caps. xxx y xliii) y el árabe (II, LXVII) o el italiano (II, LXII) en la Segunda Parte. Nótese que en el episodio del cautivo (I, 503) este también alude a su contacto con griegos en Constantinopla.

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Dicha lengua, como se ve muy bien en el Coloquio de los perros, podía ser una forma falsa de presunción de cultura, pues, como allí se dice, «hay algunos que no les excusa el ser latinos de ser asnos».4 El gusto cervantino por las formas dialectales y las jergas, como luego el sayagués o la lengua de germanía, entre otras, aflora también desde los primeros capítulos, formando parte de ese perspectivismo lingüístico al que aludiera Leo Spitzer a propósito de «un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela» (I, 57).5 El Quijote, encrucijada de personas de origen diverso, en la que surgen las historias, va trazando, desde sus inicios, un sutil entramado de lenguas en el que va aflorando la diversidad idiomática de una novela que muestra un constante trasiego de gentes que se trasladan de un lugar a otro y que, poco a poco y de forma natural, van dando señas de su lengua y costumbres, como ocurre con el habla convencional del vizcaíno (I, 111-112).6 Pero no olvidemos que el mundo libresco, que es el verdadero territorio en el que vive don Quijote, remite a numerosas lecturas provenientes de otros países y lenguas, como el toscano, el francés, el portugués o el catalán aunque a veces se adapten o traduzcan al castellano.7 Ni que decir tiene cuanto ello conlleva respecto a la temprana conciencia de la necesidad de la traducción que aflora ya al principio de

  4 Ángel Rosenblat, ib., pp. 14 ss., recoge también el dicho de Berganza: «Para saber callar en romance y hablar en latín, discreción es menester», ridiculizando a los gramáticos que abusaban de su empleo. Y véase ib., pp. 221-223, donde se recogen varias expresiones latinas, remedo del lenguaje eclesiástico. Aspecto aparte sería la consideración de los latinismos en la obra.   5 Leo Spitzer, Lingüística e historia literaria, Madrid, Gredos, 1968, p. 160, habla a este respecto de «geografía dialectal» y copia verborum. El Quijote va mostrando también desde el principio referencias romanceriles a creencias y personas de otras religiones (I, 77 y 78), o que van de Vizcaya a Sevilla para pasar a las Indias (I, 108).   6 Ángel Rosenblat, La lengua del «Quijote», p. 205, ya apuntó que «el vizcaíno habla como vizcaíno», pero, claro, dentro de los tópicos al uso de la comicidad que el personaje conllevaba. Para este autor, todo se remite a un realismo expresivo y al ideal de la variedad, pero hay más aspectos en juego, como es evidente.   7 I, 84 ss. En el escrutinio, los libros se citan en castellano, sobre todo cuando han sido adaptados o traducidos. Así ocurre con el Espejo de caballerías, adaptación del Orlando Innamorato de Boyardo. Y lo mismo ocurre con la alusión al «historiador Turpín» al que se le atribuyó una Historia Caroli Magni et Rotholandi. El Tirant lo Blanc se cita también por la traducción castellana. Y véase la referencia directa al «castellano» (I, 88 y 108) y a «la lengua castellana» (I, 119).

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la obra y a propósito de Boyardo y Ariosto, donde Cervantes expresa sus preferencias por la lectura en el original italiano, luego ampliadas en la Segunda Parte a lo largo del episodio de la imprenta barcelonesa.8 Al igual que ocurre con el latín, el conocimiento del italiano es también signo de cultura, patente en las carencias manifiestas del barbero acusadas por el cura, ya que aquel posee una edición en su lengua original del Orlando furioso, pero es incapaz de entenderla (I, 88).9 De esa lengua y de su literatura se nutre en buena parte don Quijote a lo largo de toda la obra, mostrando siempre en ella su preferencia por la lectura original sin el paso intermedio de la traducción.10 Respecto al francés, las alusiones suelen ser indirectas, y abarcan desde la referencia a las «cosas de Francia» (I, 88), por alusión al ciclo carolingio, o la mención a «Monsiur de Lautrec» (I, 463), hasta la ocultación silenciosa ante los corsarios franceses en la historia del cautivo (I, 533).11 La conciencia de la diversidad idiomática atañe también ocasionalmente a «los anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del rey Arturo, que comúnmente en nuestro romance castellano llamamos “el rey Artús”» (I, 149), probando con ello los conocimientos del hidalgo sobre la materia de Bretaña. De este modo, el Quijote va tejiendo un tapiz en el que la verosimilitud idiomática no solo se deriva de los conocimientos del autor y de los protagonistas de la obra, sino implícitamente de los que tenían los lectores más o menos cultos para quienes el latín y el italiano les resultaban más cercanos y familiares que el francés o el inglés.

  8 Aurora Egido, «Alba y albergue de don Quijote en Barcelona» (2007), recogido en Por el gusto de leer a Cervantes, ed. citada, con especial atención a los episodios en tierras catalanas.   9 Alude así a que el Orlando estaba traducido al castellano: «[…] siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno, pero, si habla en su idioma, le pondré sobre mi cabeza» (I, 87). Y véase II, 1249, donde Cervantes dice la famosa frase: «traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos del revés […]». 10 Véase más adelante el capítulo «Don Quijote habla toscano». 11 Allí se identifica a los corsarios franceses como ladrones. Nótese también la alusión negativa a los de esa nación en I, 546, cosa que, sin embargo, corregirá en el Persiles, donde además presupone que todos hablan español en esa nación.

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Cada historia apela además a un lugar y a una lengua, aunque se dé cuenta de todo ello en castellano, como es lógico, según muestra la historia de la «Novela del curioso impertinente», situada «En Florencia, ciudad rica y famosa de Italia […]» (I, 411), y en la que Cervantes aporta de su propia mano la traducción de una octava de Tansillo (I, 420), consecuente con el resto de la historia contada toda ella en español, incluidos poemas y cartas.12 Respecto al italiano, ya mencionado, es, desde luego, la lengua romance que se lleva la palma en la Primera Parte de la obra, coronada finalmente con un verso del Orlando: «Forse altro canterà con miglior plectro» (I, 653). La toponimia ayuda a situarse en el amplio mapa recorrido por los personajes que se cruzan con don Quijote y Sancho, llegados de los lugares más remotos o en camino hacia ellos, como veremos ocurre en la historia del cautivo, en la que se imbrican lugares y lenguas diversas de uno y otro lado del Mediterráneo. A su vez, don Quijote y el canónigo bien podemos decir que pertenecen anímicamente a lo que hoy podríamos denominar la internacional toponímica y antroponímica de la literatura caballeresca, romanceril e histórica (I, cap. xlix), en justa comunión con unos lectores que pueden así pasearse por un ancho mapa imaginario mucho más amplio que el de los campos de Montiel. Lugares y apellidos lejanos, una vez castellanizados, se acercan y hacen familiares a los oídos de los discretos lectores, sin que falte, en algunos casos, la connotación burlesca, como ocurre con los linajes, mostrando hasta qué punto las presunciones más rancias no tienen fronteras.13 El asunto cobra particular relieve cuando don Quijote fantasea sobre el ejército de ovejas con caballeros de diversa procedencia en la que se funden la topografía real y la ficticia, y donde las

12 I, caps. xxxiii-xxxiv, pp. 411 ss. La octava, proveniente de Las lágrimas de San Pedro de Tansillo, había sido traducida ya en 1587 por Luis Gálvez de Montalvo, pero Cervantes prefiere dar su propia versión, mostrando en poemas (I, 422-423 y 430) y cartas (I, 433) o en el soneto petrarquista (I, 437), así como en otro soneto (I, 438-439) —este, con ecos de Garcilaso—, la versión castellana, y a todos los niveles, de una historia sucedida «en la provincia que llaman Toscana». La novela del Curioso impertinente es así, en cierto modo y de principio a fin, una ficticia traducción total implícita por parte del narrador. 13 I, 616-617. Recuérdese a este propósito la conocida retahíla de linajes antiguos provenientes de la Roma clásica o los más modernos de Italia, Cataluña, Aragón, Valencia, Castilla y Portugal en I, 155. Cabe considerar que el Quijote ofrece caballeros ridículos, como Timonel de Carcajona o el duque Alfeñiquén de Algarbe (I, 208), conformando una genealogía ficticia de carácter internacional salida de su numen.

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tres Arabias, Algarbe y Nueva Vizcaya se mezclan con Boliche, Carcajona o Quirocia (I, 207). Un desfile de persas, partos, medos, árabes, «citas» (I, 209) y etíopes forma un escuadrón de infinitas naciones en el que los rasgos físicos se ligan a una geografía concreta, mostrando los absurdos del determinismo genético y geográfico, tan manido en la época y del que Cervantes era muy consciente. Los catálogos de naciones, como el de los ríos de España, son además un reflejo, en buena parte cómico, de las series establecidas por las oficinas y polianteas humanísticas, donde el universo quedaba reducido a nomenclatura. De ahí que el narrador imponga su visión crítica y graciosa al exclamar: ¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada una con maravillosa presteza los atributos que le pertenecían, todo absorto y empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos! (II, 210)

La mente de don Quijote resulta así un mapamundi sacado de sus lecturas que le permite viajar a su antojo y sin moverse por los lugares más diversos con solo recordarlos (I, 209). De este modo, la literatura se ofrece así como la posibilidad de recorrer «infinitas naciones», incluidas las que riega el Nilo o las que alcanza el exotismo de las hazañas del Gran Mameluco de Persia (I, 250). Pero es obvio que la riqueza del plurilingüismo en la Primera Parte del Quijote, y ya desde su propia invención, se configura particularmente a partir del sustrato de la lengua árabe, tanto hablada como escrita, pues ello atañe al eje conceptual y formal de una obra que nace, como es bien sabido, de un manuscrito en caracteres arábigos que requiere su inmediata traducción para ser entendido.14 A partir de ahí, surgen los límites de un narrador que desconoce dicho idioma y necesita de un intérprete que lo traslade al castellano. En este sentido, cabe recordar que el «morisco aljamiado», capaz de leer los cartapacios con la Historia de don Quijote de la

14 Obviamente el narrador reconoce los caracteres, pero es incapaz de leerlos: «Tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y vile con caracteres que conocí ser arábigos. Y puesto que aunque los conocía no los sabía leer […]» (I, 118). De ahí que busque un intérprete, lo cual consigue con rapidez. También hace una alusión al hebreo, la lengua «mejor y más antigua» (I, 118, nota 25) que el árabe, aludiendo tal vez a los criptojudíos que seguían en Toledo después de 1492. En principio, podría pensarse en un texto aljamiado, escrito en castellano con caracteres árabes, pero luego vemos que no es así.

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Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo (I, 118) en su lengua original, hace al principio una traducción oral, repentizada y parcial de dicho texto, ante el narrador. De ese modo el Quijote, a partir del capítulo ix, se identifica con una historia escrita en árabe de la que se traslada al castellano, y en voz alta, una pequeña parte, gracias a un morisco que la traduce ante el narrador. Este la transcribe luego por entero en castellano, con añadidos de su propia cosecha, para deleite de los lectores, según él mismo confiesa, mostrando además su avidez por conocer el contenido de la historia: «Le di priesa que leyese el principio, y haciéndolo ansí, volviendo de improviso el arábigo en castellano dijo que decía» (ib.). La Historia de don Quijote de la Mancha en arábigo de Cide Hamete que adquiere al vendedor de cartapacios dicho narrador surge, de este modo, como traducción en voz alta que al principio se transcribe poco a poco según el cuentagotas con el que el morisco la va trasladando. Dos intermediarios, el vendedor y el traductor, se ofrecen entre el autor y el narrador, en una cuádruple superposición, luego agrandada en otros capítulos. Esta va primero de lo escrito en árabe a la traducción oral castellana, para regresar después a las grafías de la traducción española que el lector tiene finalmente ante sí, y que se vuelven de nuevo oralidad, pública o privada, en cada una de sus posibles lecturas. El «dijo que decía» con el que el narrador explica la traducción de repente del morisco implica además una clara inseguridad textual, que empieza por el desconocimiento del árabe y de sus grafías por su parte (y no digamos por el de los lectores que tienen en sus manos el Quijote). Todo ello prosigue con el acto mismo de la traducción verbal improvisada del morisco y la ulterior transcripción castellana hecha por el mismo, que es la que, en definitiva, tiene el discreto lector ante sí, con todos los comentarios añadidos por el narrador principal.15 De este modo, la obra se cimenta sobre distintos estratos idiomáticos, que además incluyen oscilaciones continuas de lo oral a lo escrito y viceversa, con lo que desaparece la sensación ficticia de seguridad que podría ofrecer un texto en el que todo surgiera sin mayores complejidades desde una sola base idiomática, la del español.

15 Nótese que, tras la primera traducción en voz alta, viene la escrita: «roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada» (I, 119). Cervantes apoya así implícitamente una traducción literal.

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El Quijote, por otro lado, nace de la confianza inicial del narrador en la promesa de un traductor al que, sin embargo, luego se lleva a su casa para controlar de cerca la traducción de los cartapacios. Este, al cabo de poco más de mes y medio, verterá la historia de don Quijote en «lengua castellana», tal y como el narrador la ofrece ante los lectores, con todo lo que ello implica además respecto a la temporalidad exigida por el trabajo realizado.16 También cabe tener en cuenta la generosidad del narrador, que entiende la traducción como oficio, y que le ofrece al morisco «la paga que él quisiere»; aunque este se contentara con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo (I, 119), y consintiera en irse a casa del mencionado narrador a hacer su trabajo, pues este no quiso «dejar de la mano tan buen hallazgo» (ib.). Claro que, aparte del texto escrito, la obra aparece también en pintura, ya que don Quijote y otros personajes de la misma fueron dibujados en los cartapacios, y con sus nombres al pie, como si se tratase de emblemas ilustrativos que el lector no alcanza a ver, salvo por un levísimo ejercicio de écphrasis (I, 120) que los describe. Por otra parte, a este le asaltarán inmediatamente las dudas a partir de la fama de mentirosos atribuida a los árabes con la que se siembra la desconfianza sobre la historia en cuestión.17 En ese sentido, no estaría de más recordar la opinión de Mayans para quien Cervantes hace tributo, con Cide Hamete, a la tradición de los árabes como aficionados a novelar, contribuyendo con ello a hacer «su invención más verosímil».18

16 «Y prometió de traducirlos bien y fielmente y con mucha brevedad» (I, 119). 17 El narrador acaba por confirmar que: «En fin, su segunda parte, siguiendo la traducción, comenzaba desta manera» (I, 120), pues así es como se la denomina a partir del cap. ix, prosiguiendo la batalla interrumpida con el vizcaíno. En I, 186, Cide Hamete aparecerá, sin embargo, como historiador «puntual». Y véase I, 346, para las alusiones a Cide Hamete como «sabio y atentado historiador». Téngase en cuenta, por otro lado, que Crisóstomo deja dicho en su testamento que lo entierren en el campo «como si fuera moro» (I, 140), con todo lo que ello implica de asunción de costumbres. 18 Gregorio Mayans y Siscar, Vida de Miguel de Cervantes. Obras Completas, II, ed. de Antonio Mestre, 1984, pp. 234-235. La cita, en p. 546. Allí ya se plasma la idea de la intraducibilidad del Quijote (p. 555), pues es imposible, según él, traducir «el alma de un pueblo». Mayans fue el primero que vio el Quijote como suma de «todos los géneros y todas las maneras de lenguajes», siendo así «el modelo sin par de la lengua castellana». Esa idea la mantuvo también Julio Cejador y Frauca, La lengua de Cervantes. Gramática y Diccionario de la lengua castellana en «El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha», Madrid, Establecimiento Tipográfico de Jaime Ratés, 1905, I, 1: «La lengua de Cervantes es la lengua castellana en el momento histórico más importante de su evolución», hacien-

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A partir de ahí, el peso de la traducción será fundamental en toda la obra, como se sabe, y la presencia de Cide Hamete se conformará como un cristal que coloreará la lectura con matices provenientes de la lengua y de la cultura árabes, aunque estos no estén exentos de ironía, sobre todo cuando se califica a aquel de autor «arábigo y manchego» (I, 257). Ese punto de partida alterará toda la lectura sin necesidad de mayores precisiones al respecto. Pero ese ámbito morisco, que se refleja a distintos niveles, cristaliza con particulares destellos en la historia de Zoraida. Cervantes plantea en ella un complejo entramado de culturas, lenguas y religiones anunciado desde la aparición misma del cristiano recién llegado de tierras de moros «porque venía vestido con una casaca de paño azul, corta de faldas con medias mangas y su cuello» (I, 480), además de portar bonete, borceguíes datilados y un alfanje morisco, acompañando a una mujer que llevaba el rostro cubierto, con toca en la cabeza, y vestida con una almalafa, lo que suscita el asombro de la ventera, de Dorotea y de Maritornes, ante la novedad de su atuendo (I, 481). La admiración ante lo desconocido, en lo que se refiere a la indumentaria y al idioma, remite además a un lenguaje de ademanes y silencios que se superpone a la comunicación verbal. En este sentido, cabe señalar la identificación religiosa del castellano por parte de los presentes ante el mutismo de la embozada, pues «por su silencio imaginaron que, sin duda alguna, debía de ser mora, y que no sabía “hablar cristiano”» (I, 481). El dato es fundamental para entender cabalmente la fusión de lengua, raza y religión que supone la historia de Zoraida, y también para la hibridación de lo morisco y lo cristiano a partir de un relato amoroso que deriva en una inusitada transformación platónica y religiosa de los dos amantes, toda vez que el cautivo dice que la tapada venida de Argel: «Mora es en el traje y en el cuerpo, pero en el alma es muy grande cristiana» (I, 482), incluso sin haber sido bautizada.19

do hincapié en la diversidad lingüística, acorde con la variedad de los asuntos y circunstancias. Y véase José Antonio Pascual, «Los registros del Quijote: La distancia irónica de la realidad», en Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Madrid, RAE, 2005, pp. 1130-1155, p. 1131; y Juan Gutiérrez Cuadrado, en Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. de Francisco Rico, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2005, vol. ii, pp. 843-845, con amplia bibliografía sobre las cuestiones de la lengua en el Quijote. 19 Para el tema en general, Guillermo Serés, La transformación de los amantes. Imágenes del amor de la antigüedad al Siglo de Oro, Barcelona, Crítica, 1996. También ocurre

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Con Zoraida, entra en el Quijote un mundo árabe sublimado por un cristianismo de elección que traduce símbolos y nombres a través del castellano balbuciente de la bella argelina, que transforma por querencia religiosa su nombre: «¡No, no Zoraida, María, María!» (I, 488). El nombre de Lela Zoraida, como el adoptado, sustentan en sí mismos todo el simbolismo inherente a la historia, resumiendo cuanto esta conlleva de fusión de raza, lengua y fe. Inmediatamente se proyectará una mezcla idiomática: «¡Sí, sí, María: Zoraida macange! —que quiere decir no», mostrándose así la bicefalia de la bella protagonista, quien, a través de sus palabras, hará un discurso mixto entre dos mundos diferentes.20 La historia del cautivo no se limita, sin embargo, a reflejar el ámbito turco, árabe o morisco, sino todo un mapa bullente que resume sus viajes durante veinte años por Génova, Milán, Alejandría, Flandes y Venecia, además de por Chipre, Argel o Nápoles, y en el que se proyecta el fondo de las guerras europeas, incluida la batalla de Lepanto. Los pasos quedos de don Quijote y Sancho por el escaso territorio recorrido hasta entonces, se extienden a la inmensidad de un relato sembrado de topónimos y antropónimos lejanos y exóticos que pasan por Constantinopla y el Gran Turco Selín, o que alcanzan al encuentro con el cruel Barbarroja y las menciones a la nave capitana La Loba en Nápoles y al rey Uchalí de Argel. En la historia del cautivo, aparece además una clara identificación negativa de los turcos, reiterada en la Segunda Parte del Quijote y en el Persiles, considerados como el enemigo común. Al igual que en el resto de la historia, la verosimilitud viene asegurada por un relato contado en primera persona como historia vivida.21

otro tanto en el episodio de Ana Félix, Aurora Egido, «Alba y albergue de don Quijote en Barcelona». 20 Cervantes subraya cómo en un estado de conocimiento precario de otro idioma se puede dar a entender uno con pocas palabras. Mecange significa «no es eso», pero funciona como negación enfática: «de ninguna manera» (I, 488, nota 48). Será el cautivo el que dirá que la doncella no entiende apenas su lengua, «ni sabe hablar ninguna sino conforme a su tierra, y por esto no debe de haber respondido ni responde a lo que se le ha preguntado» (I, 482). La generosidad de Luscinda, que insta a que no le hagan más preguntas a la mora y que la regalen «con la voluntad que obliga a servir a todos los estranjeros que dello tuvieran necesidad, especialmente siendo mujer a quien se sirve» (ib.), recuerda otros pasajes del Quijote y del Persiles, en los que se muestran las buenas maneras de servir de albergue de los extranjeros. 21 Cervantes alude al corsario Uchalí o Euch Alí (I, 497, nota 30), renegado calabrés que llegó a ser bajá de Trípoli, y a Muley Hamet, rey de Túnez (I, 500), junto a otros

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El hecho de que se mezclen los nombres ficticios con los de Juan Andrea de Oria o don Juan de Austria y el propio rey Felipe, contribuye a asegurar la veracidad histórica de un relato con fondo mediterráneo y declarada exaltación cristiana. Esta se apuntala aún más si cabe con la evidencia que supone la traducción al castellano de los nombres por parte del cautivo, cuando dice que, al mencionado Al Uchalí, lo «llamaban Uchalí Fartax, que quiere decir, en lengua turquesca, “el renegado tiñoso”», confirmando así el narrador de la historia sus conocimientos de la lengua y costumbres del pueblo turco, incluida su supuesta afición a la sodomía.22 Entre palabras sucintas, asoma así la sombra de «un soldado llamado tal de Saavedra» (I, 507), lo que amplía el juego de espejos que proyectan la imagen del autor del Quijote y de sus experiencias, incluidas las idiomáticas, en tierra de moros dentro de la novela, dándole, si cabe, mayores relieves de historicidad. Los nombres comunes y propios en turco entrarán en el discurso en castellano del cautivo, que cuenta su encierro con pelos y señales, mostrando el ingenio de la caña y el lienzo, con la cruz sacada por una misteriosa mano, y finalmente el papel escrito en arábigo, también con una cruz y cuarenta escudos de oro españoles, que aparecerán como ensalmo salvífico de toda su historia. El papel juega como una agnición de comedia a través de la cual surge la ulterior peripecia. Al igual que en el caso de los papeles de los cartapacios que conforman el mismo Quijote, este papel escrito en arábigo por Zoraida reproduce, como en caja china, idéntico proceso de traducción, pues exige que un renegado lo traduzca por dinero para que el cautivo lo entienda. Detalle curioso en el que el oficio de traducir aparece nuevamente como trabajo remunerado, una vez cumplido, y hecho con la misma exactitud literal que la propia historia de don Quijote. Todo lo que aquí va en romance, sin faltar letra, es lo que contiene este papel morisco, y hase de advertir que adonde dice Lela Marién quiere decir Nuestra Señora la Virgen María (I, 511).

personajes como Barbarroja, más familiares a los lectores. Y véase I, 505 para la traducción de «Kapudán Bajá» por «general de la mar». 22 I, 505. También hará referencia a Azán Agá, así como a su cautiverio en el «baño» o prisión de Argel (I, 506), aludiendo a los cautivos del concejo o «almacén». Igualmente entra en escena Agi Morato (I, 509), que aparece en Los baños de Argel.

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En este caso, el traductor «sabía muy bien arábigo, y no solamente hablarlo, sino escribirlo» (I, 510-511), procediendo, en primer lugar, a leer el papel al cautivo, no sin antes dedicarle el tiempo necesario para ello, pues «abriole, y estuvo un buen espacio mirándole y construyéndole, murmurando entre dientes» (I, 511). El detalle no deja de ser interesante por lo que conlleva respecto al método en el que la traducción se lleva a cabo, incluso mascullando las palabras, ya que el cautivo le pregunta al renegado si lo entendía, y al decirle este que muy bien, pide tinta y pluma para declararlo «palabra por palabra», constatándose así la duración temporal de una traducción ponderada. Esta se hace «poco a poco» hasta que acaba el relato de Zoraida sobre el que el renegado hace la ya mencionada precisión respecto al traslado del sentido de Lela Marién al cristiano. Luego la traducción la leerán los cautivos en voz alta y el lector la tendrá así cumplidamente escrita entre sus manos. El papel traducido en cuestión refleja el aprendizaje del cristianismo que una esclava le enseñó a Zoraida cuando era una niña. De este modo, el citado escrito árabe y rubricado con la cruz simboliza, en sus grafías, todo un proceso de la mezcla sin fisuras que encarna Zoraida entre dos culturas, aunque luego comprobemos que ello conlleva la renuncia, por parte de la joven, a su propia religión. La traducción del narrador no es, desde luego, inocente, sobre todo cuando Lela Marién no puede aludir, como el texto constata, a una virginidad de María negada por los musulmanes y afirmada por los cristianos.23 El lector recibe así la sublimación de una historia idealizada desde la perspectiva de alguien que ha aprendido «la zalá cristianesca» (I, 511), asumida a todos los efectos, incluyendo el mencionado símbolo de la cruz que acompaña a la carta y la esperanza en Lela Marién, a quien la joven sabe rezar en su propia lengua.24 Cervantes cumple así con

23 Véase I, 511, notas 42 y 43. La ulterior referencia a «la oración cristiana» alude probablemente al Ave María. La respuesta del cautivo a Zoraida (I, 513) requiere de nuevo el auxilio del renegado, que escribe según le va «notando» (I, 512) el cautivo. No deja de ser curioso, aunque lógico, que, en este caso, el lector reciba escrita la versión castellana con «todos los puntos sustanciales», pero salida por boca del cautivo, que la recuerda de memoria (I, 512). La última carta, escrita por Zoraida, y con cien escudos de oro, ya no necesita mayores precisiones que la de que la leyó el renegado, confirmándose de nuevo lo de «el cual dijo que así decía» (I, 514). 24 Zoraida cree además que su esclava y maestra, ya muerta, estará en el cielo con Alá (I, 511), que es el nombre de Dios. Téngase en cuenta que, en el encuentro con Zorai-

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el ideal erasmista de la lengua perfecta, que, asumiendo la riqueza de todas las lenguas, se identificaba con la asunción por ellas del lenguaje cristiano, aunque este se expresara en idiomas distintos, como ocurre en este caso con el árabe, y siempre que se acogiesen al símbolo de la cruz, concediéndole al castellano una evidente superioridad por su connotación religiosa y moral.25 En este sentido, vemos que el proceso de la traducción no es arbitrario, pues al conservar en la carta escrita en castellano los nombres de Alá y Marién, estos pierden el significado religioso de la lengua originaria para equivaler a los nombres cristianos de Dios y de la Virgen María. Por otro lado, el juego de los mencionados papeles relata un complejo trasiego de lenguas en el nivel oral y escrito, pues la primera carta se traduce sobre el papel del árabe al castellano y en este es leída luego en voz alta, pero la segunda la dicta el cautivo en castellano al mismo renegado, que la traduce al árabe, aunque al lector se le ofrezca la versión castellana. Y respecto a la tercera, supone una nueva versión oral del árabe al castellano por parte del renegado ante los cautivos. El cuidado proceso por el que Cervantes detalla los pasos de la traducción directa a la inversa, tanto gráfica como verbal, alcanza un alto nivel de verosimilitud, agrandado por la inclusión de voces árabes en el discurso, que se trasladan de inmediato al hablar, por ejemplo, del «primer jumá, que es el viernes» (I, 516), o de los carcajes que llevaba Zoraida, «(que así se llamaban las manillas o ajorcas de los pies en morisco)» (I, 520). La voluntad de precisar hasta en el más mínimo detalle la variedad de los moriscos es evidente: (Tagarinos llaman en Berbería a los moros de Aragón, y a los de Granada, mudéjares, y en el reino de Fez llaman a los mudéjares elches…).26

da y su padre, estos hablan entre sí en árabe, pero la bella mora se dirige al cautivo «en aquella mezcla de lenguas que tengo dicho» (I, 521); y se supone que él hace otro tanto, aunque el diálogo se transcriba lógicamente en castellano, y finalmente se nos diga que es el padre de Zoraida el que les servía de «intérprete» (I, 522). Y véase I, 525. 25 Así se deduce, entre otras cosas, de la afirmación: «y sabe que los cristianos cumplen lo que prometen mejor que los moros» (I, 513), con lo que estos se homologan con un vicio atribuido antes a los turcos y que a su vez Zoraida asigna a los cristianos (I, 521), mostrando Cervantes lo relativo de tales asertos. 26 I, 518, nota 5. Elches tenía en castellano sentido despectivo de renegado. Mudéjar, sin embargo, significaba aquel a quien se permite quedarse. Cervantes alude también a «Arnaute Mamí» (I, 519, nota 14), el corsario que cautivó la galera en la que él mismo

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De esta forma, el variopinto mapa peninsular de los moriscos se refleja en tierras de Berbería como un complejo entramado que requiere afinadas precisiones. La historia de Zoraida las detalla hasta el final, sin perder un instante la constatación idiomática en la que se comunican los dos enamorados, aunque a veces se presuponga o se precise que lo hacen en una «mezcla de lenguas» (I, 521). Pero todo ello se hace procurando mantener la verosimilitud sobre la mixtura lingüística al salpicar el castellano con palabras arábigas, que a veces se traducen de inmediato: «¿Ámexi, cristiano, ámexi? (Que quiere decir: ¿Vaste, cristiano, vaste?)» (I, 522).27 Incluso se ofrecen traducciones ligeramente distintas de lo mismo, pues luego se dirá: «—Ámexi, cristiano, ámexi (“Vete, cristiano, vete”)».28 El diálogo entre Zoraida y el cautivo es un tejido de traducciones que retratan a lo vivo el vaivén de las lenguas en contacto, que, además de mezclarse, requieren, en ocasiones, la presencia de un traductor, como ocurre en este caso con el padre de Zoraida, buen conocedor de la lingua franca o bastarda, «como más ladino» (I, 522).29 Cervantes no fuerza, sin embargo, la inclusión de palabras árabes, limitándose a salpicar algunas en el castellano, o precisando que quien habla lo hace en lengua morisca o en árabe.30 La voluntad de exactitud en lo traducido no siempre pretende ser

iba, y al que ya nombró en La Galatea y en La española inglesa. También alude a los zoltanís o monedas argelinas de oro (I, 521). 27 No ocurre así con la palabra árabe «Gualá», «ual-lah», o sea, «por Dios» (I, 522, nota 25). 28 Nos encontramos con un problema de dialectología, pues, según me indica Federico Corriente, es dialecto andalusí, y no norteafricano. «Amexi» lleva una «e» añadida, pues «amixi», el imperativo, es palabra aguda y no esdrújula, como aparece en las distintas ediciones de la obra. Cabe la posibilidad de que Cervantes consultase a algún morisco andalusí porque había olvidado la pronunciación. 29 Vale decir, el que mejor conocía la lingua franca en la que, como hemos dicho, se entienden Zoraida y el cautivo. Y véase I, 519: «el cual me dijo en lengua que en toda la Berbería y aun en Constantinopla se habla entre cautivos y moros, que ni es morisca ni castellana ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas, con la cual todos nos entendemos». Sobre dicha lingua franca y otros aspectos en la Segunda Parte, Carolina Schmauser, «Ricote, Sancho y los peregrinos (Don Quijote II, 54): comunicación verbal y no verbal en los encuentros interculturales», en Carolina Schmauser y Mónika Walter (eds.), ¿«¡Bon compaño, jura Di!»? El encuentro de moros, judíos y cristianos en la obra cervantina, Madrid, Iberoamericana; Fráncfort, Vervuert, 1998, pp. 71-90. 30 Véase: «El renegado dijo en lengua morisca» (I, 525) y «Metió mano a un alfanje y dijo en morisco» (ib.). En I, 525 aparece también la palabra arraez como mera cons-

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literal, pues Cervantes sugiere que, en el cruce de lenguas, basta a veces una sola palabra para dar a entender toda una frase, cosa que le ocurre a Zoraida cuando se nos dice que pregunta «con voz baja si éramos nizarani, como si dijera o preguntara si éramos cristianos».31 De este modo, la historia del cautivo ofrece la incursión más compleja en el entramado lingüístico de intermediarios que traducen en la Primera Parte del Quijote, añadiendo además el lenguaje de los gestos, los trajes y las lágrimas, sin olvidar la elocuencia de los símbolos y la del silencio.32 Cervantes quiso además mostrar en la historia del cautivo que las palabras arrastran consigo un significado mayor que trasvasa el escueto sentido literal de las mismas, pues van impregnadas con el particular sentido que les confiere la cultura y los sentimientos o circunstancias de la persona a la que pertenecen. Así ocurre cuando, a propósito de dos palabras, se nos explica nada menos que el porqué de la pérdida de España, lo que equivale a la razón misma de ser de toda la historia de Zoraida y el cautivo, sintetizada en la frase: «Cava Rumía, que en nuestra lengua quiere decir “la mala mujer cristiana”» (I, 530), con todo lo que ello conllevó al respecto. En este caso, no parece sino que el nombre ya llevaba en su entraña los perniciosos actos que llevaron al desastre, según nos dice Cervantes, «porque cava en su lengua quiere decir “mujer mala” y rumía, cristiana» (I, 530). Finalmente, la historia en sí, como luego ocurrirá con la de Ana Félix en la Segunda Parte del Quijote, es, como dijimos, un traslado de la idea platónica de la transformación de los amantes, pero llevada esta vez al plano religioso y lingüístico, pues se trata de un caso de aprendizaje de lengua, cultura y creencias por parte de Zoraida y, en cierto modo, del cautivo.

tatación de la lengua y costumbres a que remite la historia, cosa que repite también la Segunda Parte en el episodio de Ana Félix, como luego veremos. 31 I, 525. Nizarani significa cristiano, y deriva de nezrani, nazareno. Para un fino análisis lingüístico del episodio del cautivo, Leo Spitzer, Lingüística e historia literaria, pp. 170-171, donde se ocupó de deslindar el uso de palabras turcas para los simples hechos y el de árabes para cuestiones religiosas. Hizo además hincapié en el uso de la lingua franca, mezcla bastarda, según Cervantes, de todas las lenguas. 32 «Todo lo que el moro decía a su hija nos lo declaraba el renegado, y ella no le respondía palabra» (I, 529). Sobre el lenguaje de las lágrimas y el del silencio amordazado, I, 527 y 529; y, para gestos y lágrimas, I, 483, 529 y 532. Para el Persiles, Aurora Egido, Cervantes y las puertas del sueño (Estudios sobre La Galatea, El Quijote y El Persiles), Barcelona, Prensas Universitarias, 1994, y «Las voces del Persiles», que analizamos más adelante.

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No olvidemos que, en cuestiones de fe, es solo ella la que se transforma, adoptando la cristiana de su amado, que la obra muestra como la única religión verdadera. A este respecto, conviene añadir que el caso del renegado que traduce las cartas de Zoraida es bien ilustrativo de la concepción del papel de traductor como oficio, pues sigue ejerciéndolo cuando ya están en España, explicando todo lo relativo a los símbolos cristianos a Zoraida (I, 538). Su historia muestra además cierto paralelo con la de la bella mora, ya que termina yéndose a Granada a acogerse de nuevo a la Iglesia a través del tribunal de la Inquisición, aunque, en su caso, no haga sino volver al seno de su religión de nacimiento. Por otro lado, cabe decir que pocas veces una novela ha recreado con mayor sutileza la incomunicación, los sentimientos y las dificultades de quien no conoce del todo una lengua, como ocurre con los cautivos o con la propia Zoraida, cuando habla por señas (I, 481 y 522), pues se dice que no entendía lo que veía (I, 482-483), o que «se entristecía y alegraba a bulto, conforme veía y notaba los semblantes a cada uno, especialmente de su español, en quien tenía siempre puestos los ojos y traía colgada el alma» (I, 581). El lenguaje de los movimientos, el de los gestos y el de los símbolos, así como el murmullo y las medias palabras, y hasta el entendimiento a través de los ojos expresan, junto al silencio, niveles de comunicación que van más allá de las palabras o que las complementan en ocasiones, como es el caso del ya mencionado lenguaje de las lágrimas, tan ricamente explorado en las obras de Cervantes.33 La Primera Parte del Quijote mostrará más adelante otros niveles lingüísticos en la historia de doña Clara y don Luis, como ocurre con el lenguaje por señas (I, 551) o con la extrañeza de los cuadrilleros, que no entienden «el frasis» de un don Quijote que se expresa con el lenguaje culto y arcaico de las novelas de caballerías (I, 576). Pero es evidente que, respecto a las cuestiones lingüísticas, en la historia de Zoraida culminan en la Primera Parte, y de modo casi insuperable, todas las cuestiones

33 El propio autor debió quedar satisfecho de cómo le había salido la historia del cautivo, ya que no omitió alabarla por boca de don Fernando por «la novedad y extrañeza del mesmo caso», considerando que todo era en ella «peregrino, raro y lleno de accidentes que maravillan y suspenden a quien los oye» (I, 540). Y véase Carolina Schmauser, «Ricote, Sancho y los peregrinos», para el lenguaje gestual en el episodio de Ricote, II, cap. liv.

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relativas a las lenguas en contacto y a los problemas de traducción que ellas implican. Aunque en la Segunda Parte del Quijote y en el Persiles Cervantes vaya mucho más lejos en la configuración literaria de la pluralidad lingüística, lo cierto es que en la aparecida en 1605 ya mostró una clarísima conciencia de la variedad idiomática, y sobre todo del papel que implicaba en ella la traducción oral y escrita como vehículo de comunicación entre las gentes. Cosa, por otra parte, que también cultivó con afinado detalle en La Galatea, las Novelas Ejemplares, particularmente en La española inglesa, y en su teatro. Todo ello vertido, por lo que al Quijote se refiere, en un castellano que terminó por ser modélico, incluso para los traductores como Oudin y otros, que lo utilizaron inmediatamente para la enseñanza de la gramática española.34 La variedad idiomática en el Quijote es inseparable de la variedad geográfica, racial, cultural y religiosa, y consecuencia también de la variedad y singularidad de los individuos que lo pueblan, afectando incluso, como ya notara Ramón Menéndez Pidal, a un lenguaje «de varias tonalidades que lo matizan».35 Aparte habría que ubicarla en la diversidad genérica de la obra y en su uso para ahondar en el análisis de los sentimientos y de las relaciones entre los hombres. El plurilingüismo que tiñe toda la obra cervantina brilla con particulares matices en el Quijote, ya desde su primera salida de la imprenta, como ha señalado Elvezio Canonica, aunque no compartamos con él la idea de que sea asunto de relativa trascendencia.36 Y ello no solo por cuanto

34 César Real de la Riva, «Historia de la crítica e interpretación de la obra de Cervantes», en Actas de la asamblea cervantina, Madrid, Silverio Aguirre, 1948, pp. 107150, ya destacó que, entre 1608 y 1609, se habían vertido al francés algunos capítulos para usos gramaticales. La traducción de Oudin se multiplicó en diversas ediciones a partir de 1614. Y véase Giovanni Maria Bertini, «Influjo de la lengua de Cervantes en las traducciones de sus obras a las lenguas neo-latinas», en Actas de la asamblea cervantina, pp. 3538, además del trabajo de Gutiérrez Cuadrado, en Don Quijote de la Mancha (ed. de Francisco Rico, 2005), que habla del uso que de la obra se ha hecho durante mucho tiempo como ejemplo de corrección idiomática. 35 II, 7 ss., Ramón Menéndez Pidal, «La lengua castellana en el siglo xvii», en El siglo del «Quijote» (1580-1680) II, Las letras. Las Artes, Madrid, Espasa-Calpe, 1996, pp. 21-194. 36 Elvezio Canonica, «La consciencia de la comunicación interlingüística en las obras dramáticas y narrativas de Cervantes», en Cervantes. Estudios en la víspera de su

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afecta a la historia de Zoraida y a la de Ricote o a la profundidad con la que Cervantes afronta la variedad lingüística en el episodio de Barcelona, sino por lo que atañe a los cimientos de una novela que se erige a sí misma como traducción.37 En cualquier caso, creemos que el uso de la variedad de lenguas en el teatro y en la novela exige un tratamiento muy distinto, y por lo que atañe al Quijote, es lógico que Cervantes se decantara más por las alusiones implícitas que por las explícitas, siendo estas más necesarias en la comedia para hacer más verosímiles las escenas en las tablas ante los espectadores. Unas y otras son lo suficientemente variadas y ricas en el Quijote como para conformar una auténtica polifonía de voces y letras en distintas lenguas que, por lo que al género de la novela se refiere, se manifiesta de modo natural y verosímil, e incluso de manera más sutil que en la narrativa de Lope y otros novelistas de su tiempo.38 Cervantes mostró la dialéctica de las lenguas en contacto desde una perspectiva humanística, sobrepasando los aspectos que pudieran atañer al realismo novelesco y proyectando una nueva visión idiomática, que venía cargada de reminiscencias culturales, extendida a los aspectos psicológicos, sociológicos culturales, religiosos e históricos. El Quijote es además un homenaje a la traducción y a los traductores, cuyo papel se considera no solo como un oficio remunerado, sino como un arte equiparable al de la misma

centenario, Kassel, Reichenberger, 1994, pp. 19-42, y pp. 25-29 para el Quijote. Carlos Romero, «Multiculturalismo y traducción en el Quijote», Hispanic Review, LXXXI, 2003, pp. 205-228, planteó dichas cuestiones en esa obra, teniendo en cuenta las interesantes aportaciones al tema de Leopoldo Alas Clarín, Antonio Martí Alanis, Elena Percas de Ponseti y Michel Moner. 37 Creo que, con todos sus aciertos, el estudio de Canonica, «La consciencia de la comunicación interlingüística», pp. 41-42, está muy mediatizado por las conclusiones de un amplio trabajo anterior del mismo autor. Véase El poliglotismo en el teatro de Lope de Vega, Kassel, Reichenberger, 1991, pues al compararlo con Cervantes, este sale peor parado, aun considerando que viajó mucho más que aquel y que conocía las lenguas directamente. «Lope, en cambio, sin haber salido nunca de los confines nacionales llega a utilizar en sus comedias —a veces con una notable extensión y casi siempre de forma aproximada— hasta once lenguas diferentes al castellano». Claro que la novela es otra cosa, y Cervantes emplea esas y algunas más en el Quijote de forma explícita e implícita, pero lo hace de forma más compleja que Lope en sus novelas. 38 Nos remitimos a lo dicho en «Alba y albergue de don Quijote en Barcelona»,ed. cit., así como al cap. i, supra. Y véase el análisis subsiguiente sobre la Segunda Parte del Quijote.

Cervantes frente a Babel (Don Quijote I)

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creación literaria, con la que dicha traducción se identifica y confunde en el seno mismo de la obra. Cervantes concibió la pluralidad de las lenguas como riqueza, atendiendo a la vecindad del italiano e identificando el español con el cristiano. La igualdad, en este sentido, de las distintas lenguas es evidente a su juicio, aunque, todo hay que decirlo, los turcos salgan malparados en las dos partes del Quijote al adjudicarles una clara connotación negativa, como raza violenta y viciosa. Su visión en la Primera Parte del panorama lingüístico se centra particularmente en la cuestión de la convivencia con el mundo morisco, ampliada en la Segunda con nuevos relieves que se ensanchan hacia otras lenguas peninsulares y europeas, en clara concomitancia con lo que luego supondrá el ancho mapa del Persiles, mucho más ambicioso en todos los sentidos. El uso de la lengua «bastarda» que, según Leo Spitzer, lleva en el Quijote a la mezcla que supone la lingua franca, no es una mera constatación de un hecho histórico y experimentado por el propio Cervantes en sus años de viaje y cautiverio, sino que encierra «un interés expreso por cada lengua individual en cuanto tal, hasta el punto que siempre se nos dice en qué lengua estaban redactados unos discursos, una carta o hablado un diálogo».39 La sutileza con la que Cervantes aborda el mundo de las lenguas en su novela es abrumadora, sobre todo si lo comparamos con otros autores de su tiempo. La lengua como marca de la dignidad del hombre, y parte de su ser y circunstancias, no conforma algo aislado, sino que es inseparable de todo lo que supone su origen y su relación con el resto de los seres humanos, atendiendo a su nación, raza y religión, vale decir, a su cultura en el más amplio sentido del término. En la obra cervantina, el lenguaje arranca desde el silencio, el gesto, la vestimenta o la urbanidad, hasta el idioma o idiomas con los que el ser humano se comunica con los otros, a veces mezclándolos. De ahí el papel que la traducción ofrece como puente de entendimiento y de riqueza, asignando a esta una función artística tan

39 Leo Spitzer, Lingüística e historia literaria, pp. 171-172, atinó también al considerar la gradación de las lenguas según su permeabilidad respecto al cristianismo. De ahí que el turco esté por debajo del árabe, mostrando una clara identificación de lengua y fe. También apuntó la idea agustiniana de la lengua materna que se mama con la leche, en II, XVI, y que ya Américo Castro comparó con las teorías de Pietro Bembo. Y véase ib., p. 177 para la polionomasia y el poliglotismo como aristas del perspectivismo lingüístico.

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digna y creativa como la de la propia invención literaria. La encrucijada de las lenguas es, en el Quijote, como la de los caminos, una fuente de la que manan relatos e historias que se cruzan y de la que surgen nuevos relieves de creación novelesca. Dichas lenguas son, en todos los sentidos, como la sangre que alimenta un cuerpo vivo, que, al mezclarse con la de otro, genera una nueva manera de aprehender el mundo y de entenderlo.

EL DIÁLOGO DE LAS LENGUAS EN LA SEGUNDA PARTE DEL QUIJOTE* Muchas voces veremos renovadas que el tiempo destructor borrado había; y al contrario, olvidadas otras muchas que privan en el día; pues nada puede haber que no se altere, quando el uso lo quiere, que es de las lenguas dueño, juez y guía. «Arte poética» de Horacio o Epístola a los Pisones, traducida en verso castellano por Tomás de Iriarte, Madrid, Imprenta Real de la Gazeta, 1777

Una de las lecciones humanísticas más relevantes del Quijote tal vez sea aquella donde se sustenta que «La discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso».1 Cervantes había aprendido de Horacio que es en el uso común donde reside el arbitrio y la fuerza del hablar y del escribir bien, pues, como dijo Quintiliano, el uso es el «auténtico maestro del lenguaje».2 Esos modelos clásicos fueron seguidos por Lorenzo

  * «El diálogo de las lenguas y Miguel de Cervantes (Don Quijote II)», Conferencia plenaria del Congreso de Historia de la Lengua, ed. de José María Enguita, Zaragoza, septiembre de 2015.   1 Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. de Francisco Rico, Madrid, Real Academia Española / Asociación de Academias de la Lengua Española, 2004, p. 694, por la que citaremos. Ángel Rosenblat, La lengua del Quijote, Madrid, Gredos, 1971, pp. 56 ss., ya señaló la frecuencia de la palabra discreto y sus derivados en el Quijote, mostrando el paso del buen gusto de Isabel la Católica y el buen juicio de Castiglione y Valdés, a la discreción. Y véase Aurora Egido, El discreto encanto de Cervantes y el crisol de la prudencia, Vigo, Academia del Hispanismo, 2011.   2 Así lo había afirmado Giovanni Mario Alessandri d’Urbino, Il Paragone della lingua Toscana et Castigliana, Napoli, Mattia Cancer, 1560, fol. 38 vto.: «mi risolvo a dire che in cio non è altra ragione che l´uso commune nel qual come disse ben Horatio Flacco consiste l´arbitrio & la forza del parlare & dello scrivire bene». Téngase en cuenta que el Arte poética de Horacio o Epístola a los Pisones había sido traducida en endecasílabos blancos por Vicente Espinel, amigo de Cervantes, junto a sus Diversas rimas (Madrid, Luis Sánchez, 1591).

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Valla, Juan de Valdés y otros humanistas del siglo xvi, que se apartaron de la ratio (norma) y se acogieron a la consuetudo (uso).3 Pero sobre la discreción o el arte de elegir, Cervantes tuvo un buen referente en el Diálogo de las lenguas, obra de su amigo Damasio de Frías, quien, tras el Diálogo de la lengua de Juan de Valdés, abrió nuevos caminos al plurilingüismo.4 Dicho proceso lo había plasmado en Italia Sperone Speroni en su Dialogo delle lingue, donde consideró, como anteriormente hiciera León Bautista Alberti, que el italiano era un idioma capaz de transmitir los más altos pensamientos, propiciando así el prestigio de las lenguas vernáculas.5 Asentada la capacidad de las lenguas romances en relación con el latín, el diálogo entre ellas ofrecía numerosos campos para un debate que se enriquecía no solo con las traducciones, elogiadas por Pietro Bembo y muchos otros, sino con la enseñanza de dichas lenguas a través de nuevas gramáticas y vocabularios, como el de Cristóbal de las Casas entre el castellano y el toscano.6 El Humanismo impulsó el aprendizaje de lenguas extranjeras,

  3 Véase Eustaquio Sánchez Salor, De las «elegancias» a las «causas» de la lengua: retórica y gramática del Humanismo, Madrid, Alcañiz, 2002, p. 329. El usus loquendi consuetudine aparece en la Retórica a Herenio, en Cicerón y en las Institutiones quintilianistas, donde cualquier sermo debía sujetarse a la ratio o gramática, a la auctoritas, a la vetustas y al uso o consuetudo.   4 Eugenio Asensio, «Damasio de Frías y su Dórida, diálogo de amor. El italianismo en Valladolid», Nueva Revista de Filología Hispánica, XXIV, 1, 1975, pp. 219-234, analizó la relación del Diálogo de las lenguas con el de Speroni (Vinegia, 1550) y con las ideas de Hurtado de Mendoza, en coincidencia con Joachim du Bellay, que también creía en la capacidad de las lenguas vulgares para la especulación filosófica.   5 R. J. Nelson, «Lingüística quinientista. Las obras de Pedro Bembo, Sperone Speroni y Juan de Valdés. El desarrollo de los idiomas vernáculos de España e Italia», Thesaurus, XXXVI, 3, 1981, pp. 429-456. Para el Dialogo delle lingue (1542) de Speroni y su idea de que el griego y el latín ya habían muerto y había que apoyar las lenguas vernáculas, Daniel Heller Roazan, Ecolalias. Sobre el olvido de las lenguas, Madrid, Katz, 2008, p. 55; y Cesare Vasoli, «Civitas mundi». Studi sulla cultura del Cinquecento, Roma, Ed. di Storia e Letteratura, 1996, p. 263, sobre la conciencia de identidad lingüística en Italia a principios de ese siglo. Respecto a Francia, es bien conocida la Déffense et illustration de la langue françoyse de Joachim Du Bellay, 1549. Véase la ed. de Jean-Charles Monferran, Ginebra, Droz, 2001.  6 Vocabulario de las dos lenguas toscana y castellana, Sevilla, Francisco Aguilar, 1570. Tuvo doce ediciones en Venecia entre 1576 y 1622. Forma parte de la tradición iniciada por Nebrija, respecto al latín, de los diccionarios bilingües. Véase Isabel Acero, «Incorporaciones léxicas en el Vocabulario de las dos lenguas toscana y castellana de Cristóbal de las Casas», Anuario de Estudios Filológicos, XIV, 1991, pp. 7-14.

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empezando por los propios reyes y sus consejeros, habida cuenta de que sus cancillerías eran plurinacionales y políglotas, como señaló John M. Headley, a propósito de las recomendaciones que hizo al respecto Carlos V al príncipe Felipe.7 La Europa humanística tendió no solo a identificar lengua y estado, sino a vincular la lengua al desarrollo de su literatura.8 Aparte habría que considerar cuánto supuso el descubrimiento de las diversas lenguas de América y el largo camino iniciado por los Reyes Católicos en la defensa de la lengua española.9 Por otro lado, no deja de ser curioso que el mismo año en el que aparece la Segunda Parte del Quijote, Ambrosio de Salazar publicara en Rouen una Gramática en diálogos para saber perfectamente la lengua castellana, donde, a dos columnas bilingües, abría el camino de esta a los lectores franceses. Se trataba de un diálogo en el que las cuestiones lingüísticas se entreveraban con otras relacionadas con la historia, la política, la religión y las costumbres, tratando de atenuar el demonizado problema del plurilingüismo, surgido «por sobervia» en la torre de Babel.10

  7 John M. Headley, The Emperor and his Chancellor. A Study of the Imperial Chancellery under Gattinara, Cambridge University Press, 1983, pp. 32 ss. Y véase Xavier Gil Pujol, «Las lenguas en la España de los siglos xvi y xvii: Imperio, algarabía y lengua común», en Francisco Chacón y Silvia Evangelisti (eds.), Comunidad e Identidad en el mundo Ibérico. Community and Identity in the Iberian World. One-day Simposium in Honour of Jim Casey, Valencia, Universidades de Valencia, Granada y Murcia, 2013, pp. 89-91, además de los estudios clásicos de Eugenio Asensio, «La lengua compañera del imperio»; y John Elliott, Lengua e imperio en la España de Felipe IV, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1994. El término «lengua común de España» fue utilizado por Herrera en sus mencionadas Anotaciones de 1580. Véase Pedro Ruiz Pérez, «Sobre el debate de la lengua vulgar en el Renacimiento», p. 35.  8 Véase por extenso Manuel Taboada, «Lingüística hispánica renacentista: lenguas y dialectos en las gramáticas españolas de los siglos xvi y xvii (1492-1630), Anuario galego de filoloxia, 16, 1989, pp. 77-95, quien lo analiza desde Valdés y la Gramática de la lengua vulgar de España de Bartholomé Gravio (1519), a Damasio de Frías, Aldrete y Correas. Y véase la bibliografía recogida por Pedro Ruiz Pérez, «Sobre el debate de la lengua vulgar», pp. 15-44.   9 Miguel Romera-Navarro, «La defensa de la lengua española en el siglo xvi», Bulletin Hispanique, 31, 1929, pp. 204-255, ya destacó, en ese amplio panorama, la temprana aparición del Universal vocabulario en latín y romance (1490) de Alonso Fernández de Palencia. 10 Espejo general de Gramática en diálogos para saber perfectamente la lengua castellana, con algunas historias muy gloriosas y de notar, Rouen, chez Adrien Morront, 1615, p. 6. Iba dirigida al rey de Francia y de Navarra. Sobre el error moral del plurilin-

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Recordemos que la nostalgia por la lengua perfecta y única subsistió a lo largo del Siglo de Oro como un modo de afrontar los problemas de la diversidad idiomática. Como hemos visto, la huella del tratado de Erasmo De lingua (1525) fue decisiva en todo lo referido a la búsqueda de una lengua común que asumiese en el fondo la moral y la fe cristianas, aunque estas pudieran expresarse en idiomas diversos.11 Para él, la verdadera confusión babélica no era en realidad lingüística, sino religiosa. La teología agustiniana del lenguaje derivó, a través de la traducción que Bernardo Pérez de Chinchón hizo de La lengua (1533) de Erasmo, en una defensa del castellano; una lengua que, por otra parte, había asumido, como hemos apuntado, los problemas subyacentes a la pluralidad lingüística americana. Cervantes no hizo referencia directa a ello en el Quijote ni en el Persiles, pero su acercamiento a los cronistas de Indias, que practicaron la búsqueda de la lengua perfecta en la convivencia de las lenguas y en el valor de la traducción, fue a todas luces evidente.12 Ambrosio de Salazar, al igual que Cervantes, no solo destacó, en su mencionada Gramática, la variedad de lenguas existentes en el mundo,

güismo y su impronta en Góngora y cuantos mezclaban palabras latinas, griegas o mahometanas, como censuró Jáuregui, véase Elena del Río Parra, «Babel y Barroco: ‘Hablar en lenguas’ y otras manifestaciones teolingüísticas áureas», Revista de Filología Española, 2005, LXXXV, pp. 27-47; y para su trasfondo religioso, William J. Samarin, Tongues of Men and Angels. The Religious Language of Pentecostalism, Nueva York, Macmillan, 1972. 11 Tratamos de ello en «De la lengua de Erasmo al estilo de Gracián», en La rosa del silencio. Estudios sobre Baltasar Gracián, cap. i; y en «Circunvalando el español», VIII Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE), de próxima publicación en el Boletín de Información Lingüística de la Real Academia Española (BILRAE, XII, 2019). Y véase el prólogo de Nilo Palenzuela, Los hijos de Nemrod. Babel y los escritores del Siglo de Oro, Madrid, Verbum, 2000. 12 Véase, entre otros, Paulino Castañeda Delgado, «La Iglesia y la corona ante la nueva realidad lingüística de Indias». En ese sentido, como ya hemos dicho, hay una luminosa ausencia respecto al papel de España en relación con el plurilingüismo americano y europeo en el estudio de Umberto Eco, La búsqueda de la lengua perfecta en la cultura europea. Para las derivaciones lingüísticas de la teología de la lengua y Babel, sigue siendo fundamental la obra ya citada de Arno Borst, Der Turmbau von Babel, vols. i-iii.

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sino la influencia de unas en otras, así como la importancia del uso y la del valor que los escritores daban con sus obras a la lengua de su nación.13 El ejemplo no es único, sino que se incardinó, como señaló Manuel Taboada, en una corriente iniciada por Nebrija y los gramáticos renacentistas, que quisieron demostrar el origen latino de las lenguas romances, probando a un tiempo que «una lengua era tanto más perfecta cuanto más se asimilaba, o se parecía, a la lengua latina, y, en otros casos, a la griega o a la hebrea».14 No deja de ser curioso, en este sentido, que el erasmista Joao de Barros, al elogiar el portugués en su Diálogo em louvor da nossa linguagem (1540), quisiera sustituir la tríada hebreo-griego-latín por una nueva, formada por el italiano, el francés y el español.15 Y ello en una época en la que el castellano se hace «lengua universal» y menudean los tratados de todo tipo para su aprendizaje como lengua extranjera.16 El parangón del Quijote con las opiniones de los gramáticos de su tiempo merece atención detenida, pues lo cierto es que Cervantes se ocupó no solo de las cuestiones de la lengua, como la ya mencionada de su origen, sino de la identificación de lengua, raza, religión y estado, o de la dignidad de las lenguas en relación con su literatura. En esto, como en otros planos, su figura se distancia de aquel «ingenio lego» con el que lo bautizó Tomás

13 Ambrosio de Salazar, Gramática en diálogos para saber perfectamente la lengua castellana, Rouen, 1615, pp. 7 y 21 ss. Y pp. 31 ss., sobre las elegancias del griego, del latín y de otras lenguas, así como sobre la influencia del árabe en el vulgar español. Salazar recoge además un sinfín de refranes, considerando capital su aprendizaje. Y véase Lore Terracini, Tradizione illustre e lengua letteraria nella Spagna del Rinascimento, Roma, Tipografía PUGI, s. d. (pero 1964), p. 135, para la progresiva afirmación de la existencia de un pasado literario español. 14 Manuel Taboada, «Lingüística hispánica renacentista», pp. 77-95. 15 Joao de Barros, Diálogo em Louor da nossa lìnguagem, introducción de Luciana Stegagno Picchio, Módena, Società Tipografica Modenese, 1959, pp. 22 ss. La obra se publicó en 1540. Téngase en cuenta que la excelencia del portugués, heredero del latín, no planteaba ningún problema nacionalista con el castellano (p. 77). Su Diálogo está íntimamente ligado a su Ortografía y a su Gramática de la lengua portuguesa. 16 Amado Alonso, Castellano, español, idioma nacional. Historia espiritual de tres nombres, Buenos Aires, Losada, 1943, pp. 39 y 43-44. Y véanse pp. 21 ss., para la frecuencia de los términos «idioma español», usados en el extranjero como instrumento nacional frente a «idioma castellano» en el xvi.

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Tamayo de Vargas en 1624 y que han sostenido muchos otros críticos desde distintas perspectivas hasta el día de hoy.17 En el caso que nos ocupa, Cervantes demostró que estaba al cabo de las questione della lingua, pero, como acostumbra, trasvasó el plano teórico para imbricarlas en el diario vivir. El Quijote, en este sentido, tal vez sea el crisol de esa interrelación entre filología, literatura, historiografía e historia de la lengua, que, según Werner Bahner, España demostró a otros efectos a lo largo del siglo xvi.18 Cervantes fue además un ejemplo entre los muchos españoles que, como Juan de Valdés, vivieron fuera de España y estuvieron en contacto con otras lenguas.19 En todo caso, él fue consciente de que la variedad lingüística no terminaba en los límites de la península, sino que se ampliaba, dentro y fuera de ella, en el contacto oral y escrito con otras lenguas. Basándose en el paradigmático diálogo de las lenguas llevado a cabo por los humanistas, él convirtió el castellano en una lengua de diálogo con las demás, mostrando la variedad que la lengua propia ofrece a tenor de las circunstancias y de las personas que la emplean en su constante uso. En el Quijote, como en el Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega, se prueba y comprueba a todos los niveles que el famoso verso de Serafino Aquilano, «E per troppo variar Natura è bella», también se podía aplicar a las cuestiones de la lengua. Respecto al latín, el Quijote encierra en sus dos partes, a pequeña escala y siempre a lo vivo, las reflexiones que sobre él hicieron los humanistas y los gramáticos de su tiempo, lo que equivalía volver a Nebrija, a Valdés

17 Menéndez Pelayo, Valera, Francisco de Icaza, Américo Castro, Francisco Ayala y Francisco Rico, entre otros muchos, han debatido sobre ello. Para dichos términos, véase Paul Merimée, «A propos de l´expresion ingenio lego appliquée a Cervantes», Bulletin Hispanique, 49, 1947, pp. 452-455; y José Montero Reguera, «Miguel de Cervantes: el Ovidio español», en Ignacio Arellano et alii (eds.), Studia Aurea. Actas del III Congreso de la Asociación Internacional Siglo de Oro (Toulouse, 1993), Pamplona, GRISO-LEMSO, 1996, vol. 1, pp. 327-334. 18 Véase el prólogo de Werner Bahner a La lingüística española del Siglo de Oro. Aportaciones a la conciencia lingüística en la España de los siglos xvi y xvii, Madrid, Ciencia Nueva, 1966. 19 José Enrique Laplana, en su cuidada ed. de Juan de Valdés, Diálogo de la lengua, Barcelona, Crítica, 2010, pp. 38-39, dice que este no hubiera escrito tal obra de no haber vivido en Italia y de no haber conocido las questione della lingua, acercándose a Bembo y a sus mencionadas Prose della volgar lingua.

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y a Pérez de Oliva, respecto a la capacidad de la lengua vernácula para igualarse con él.20 Dicha pretensión no era ajena a otras lenguas, como mostró Pietro Bembo respecto al italiano en sus Prose della volgar lingua a principios del siglo xvi.21 Recordemos que las lenguas vulgares, y entre ellas el castellano, fundamentaron su dignidad en la necesidad de mostrar su autonomía frente al latín y el griego.22 Se trataba de una batalla que los preceptistas creían ganada, al considerar que, gracias a sus autores, el castellano estaba ya a la altura de la latinidad.23 El asunto fue desde luego capital en la literatura, pues afectó a toda una legión de seguidores de Góngora, que quisieron acercar su lengua poética al latín. Pero Cervantes corrió por

20 Sobre las ideas de Oliva en relación con las excelencias de las lenguas vernáculas, véase Victoria Pineda, «Retórica y dignidad del hombre en Pérez de Oliva», Nueva Revista de Filología Hispánica, 1, 1997, pp. 25-44. Entre los interlocutores de su discurso, vence el que mejor habla. El asunto no atañía solo a las lenguas romances, pues también los retóricos del Renacimiento inglés trataron de que su literatura fuera parangonable a la de Grecia y Roma, influyendo poderosamente en la teoría poética de la persuasión. Véase Donald Lemen Clark, Rhetoric and Poetry in the Renaissance. A Study of Rhetorical Terms in English Renaissance. Literary Criticism, Nueva York, Columbia University Press, 1922, cap. vii, donde trata de William Webee y de su Discourse of English Poetry (1586) así como de la influencia de los humanistas italianos al respecto. 21 Véase en Opere del Cardenale Pietro Bembo. Tomo Secondo. Le Prose, Gli Asolani, e le Rime, Venezia, Francesco Hertzhauser, 1729, I, f. 4 vto., la dedicatoria de Pietro Bembo al cardenal Messer Giulio, donde parte de la diversidad de lenguas y hace un análisis comparativo entre las romances, sustentado en los clásicos y en los grandes escritores italianos, como Bocaccio y Petrarca, pp. 55 ss. Las conversaciones de las Prose. Nelle quali si ragiona della Volgar lingua (1525) debieron iniciarse hacia 1502 y muestran posturas contrastadas sobre la dignidad del latín y la vileza del vernáculo. Para Bembo, las lenguas, pese a sus diferencias, pueden regirse por un buen gusto común. Véase R. J. Nelson, «Lingüística quinientista», pp. 434 y 444-447. Para la dignidad del italiano y las Elegantiae de Valla en relación con la degeneración del latín y el problema de la lengua en Italia, véase Jorge Fernández López, Retórica, Humanismo y Filología. Quintiliano y Lorenzo Valla, Logroño, Gobierno de La Rioja, 1999, pp. 66 ss. 22 Véase Jacqueline Ferreras, Los diálogos humanísticos del siglo xvi en Lengua Castellana, Murcia, Universidad de Murcia, 2008, pp. 435-438; y p. 481, para el Diálogo de la dignidad del hombre de Pérez de Oliva; y Aurora Egido, Humanidades y dignidad del hombre en Baltasar Gracián, Salamanca, Universidad de Salamanca, 2001. 23 Jacqueline Ferreras, Los diálogos humanísticos, pp. 441-443, recuerda cómo Miranda Villafañe, en sus Diálogos de la phantástica philosophía, criticó el excesivo respeto por el latín y el griego, así como la vanidad de quienes presumían sin motivo de saber latín, como tantas veces recuerda el Quijote. Werner Bahner, La lingüística española del Siglo de Oro, pp. 66 y 183, ya señaló el arraigo de la idea de Pietro Bembo en su Prose della lingua volgare, al considerar el italiano como si se tratara del latín. No se podía hablar de la existencia de una lengua si no se acreditaba con obras literarias.

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otros derroteros, reacio a los usos del cultismo a ultranza, tratando de que la literatura castellana (y, por ende, la suya propia) se convirtiera en clásica por sus propios medios y sin forzar las telas del idioma, tal y como ya lo había conseguido Garcilaso.24 Por otro lado, recordemos que el Brocense, a partir de un sentido dinámico del lenguaje, había dicho en su Minerva (1587) que el latín era lengua propia para escribir y pensar, pero no para hablar; sobre todo tal y como se desprendía del usado por aquel entonces.25 El maestro salmantino fue mucho más allá de Vives y de su pretensión de convertir el latín en lengua universal, consciente además, como Juan Maldonado y otros muchos, de la decadencia de su enseñanza en España.26 Tal vez por ello, humanistas como Aldrete o Jiménez Patón, entre otros, abogaron por un «clasicismo vulgar» sustentado en una literatura propia, parangonable con la de la Antigüedad clásica.27

24 Recordemos que Sperone Speroni criticó a los cultiparlantes que se mofaban del italiano como lengua inferior al latín, según R. J. Nelson, «Lingüística quinientista», p. 440. Y véase José Manuel Blecua, «El Quijote en la historia de la lengua española», en la ed. que manejamos de Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, pp. 115-122. 25 Sobre Francisco Sánchez de las Brozas, seguidor de Scaligero y Ramus, véase Manuel Breva-Claramonte, Sanctius’ Theory of Language. A Contribution to the History of Renaissance Linguistics, Ámsterdam-Philadelphia, John Benjamins, 1983, p. 237. A juicio de Juan Gil, en el prólogo a Eustaquio Sánchez Salor, De las «elegancias», el Brocense se inspiró en las Elegantiae Linguae Latinae (1597) de Lorenzo Valla, a la hora de luchar contra la barbarie de las gramáticas medievales. Este último, que estuvo en la corte de Alfonso V en Nápoles, se basó en los usos gramaticales de los mejores autores de la Antigüedad (ib., pp. 312 y 327, en particular). 26 Eugenio Asensio y Juan Alcina, «Paraenesis ad litteras». Juan Maldonado y el Humanismo español en tiempos de Carlos V, y Avelina Carrera de la Red, El «problema de la lengua» en el Humanismo renacentista, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1988, pp. 28 ss., 43-44, 77 y 92-94, en particular. El Brocense inició el planteamiento del latín como lengua muerta (p. 170). Esa perspectiva también la mantuvieron Bembo, Sánchez de las Brozas y Pietrus Ramus. Véase Eustaquio Sánchez Salor, De las «elegancias», pp. 342-352; el conde de la Viñaza, «Introducción acerca de la opinión que tuvieron acerca de la excelencia de la lengua castellana algunos escritores españoles», Biblioteca histórica de la Filología castellana, Madrid, Manuel Tello, 1893, pp. xii ss.; Miguel Romera-Navarro, «La defensa de la lengua española», p. 208; y Guillermo Serés, «La defensa de la lengua natural en los primeros humanistas», Ínsula, 691-692, 2004, pp. 8-11. 27 Avelina Carrera de la Red, El «problema de la lengua», pp. 154-158 y 164. Y véase Domingo Ynduráin, «La invención de una lengua clásica (Literatura vulgar y Renacimiento en España)», para la irresistible ascensión del castellano. Por otro lado, la presunción de cultura que conllevaba el uso ocasional del latín en la prosa castellana aparece

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La Elocuencia española en arte (1604) de este último estaba impregnada de un sentido nacionalista en el que además la elocución iba unida a la acción. Su perspectiva sobre el uso indiscriminado de la lengua del Lacio recuerda claramente a la que vemos en el Quijote, cuando habla del yerro en el que caen «algunos que con un poco de gramática que estudiaron, meten vocablos Latinos en quanto hablan fuera de propósito, que en la propiedad de nuestro romançe discordan y suenan mal tanto, que hacen donaire y tornan algunas vezes pasatiempo de ello».28 La portada Del origen y principio de la lengua castellana ò romance que oi se usa en España (1606) de Bernardo Aldrete, llevaba un lema en hebreo, griego y latín, como expresión simbólica del origen y genealogía de la lengua castellana.29 Pero su concepción de esta no era otra que la de servir de intérprete para «que tuviesse compañía con los hombres mediante la comunicación, i trato».30 Y a dicho fin útil se encaminó la mencionada obra, al entender que el latín había sido lengua de unificación frente a la diversidad babélica, como lo sería más tarde el castellano, su directo descendiente.

en los preliminares de la Segunda Parte del Quijote, como muestra la aprobación de José de Valdivielso (citando a Pausanias y a Cicerón), y la dedicatoria de Cervantes al conde de Lemos, con un lexicalizado Deo volente. Véase Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, pp. 538 y 547. 28 Bartolomé Jiménez Patón, Elocuencia española en arte, ed. de Gianna Carla Marras, Madrid, El Crotalón, 1987; Jorge Fernández López, «Hablar por Cicerón: retórica española vs. retórica latina en el siglo xvi», en Christoph Strosetzki (ed.), Actas del V Congreso de la Asociación Internacional Siglo de Oro (AISO), Madrid, Iberoamericana; Fráncfort, Vervuert, 2001, pp. 514-522, donde alude a la dignificación de la lengua española de Jiménez Patón y al desdoro de no tener una retórica que estuviera a su altura. 29 Roma, Carlo Willieto, 1606. El libro iba dedicado a Felipe III y formaba parte de la identificación entre lengua, imperio y religión. 30 Ib. Véase el prólogo, donde habla del «justo castigo de la confusión de lenguas», por cuya diversidad se siguieron odios y guerras. Aldrete justifica la publicación de su libro en Roma, donde, según dice, tuvo su origen la lengua de Castilla. La obra, que analiza el origen latino del castellano (pp. 87 ss.), habla también de su extensión en América, partiendo de que «los vencidos reciben la lengua de los vencedores venciéndoles con las armas» (p. 138). Bien conocida es su concepción política del asunto: «las lenguas son como los Imperios, que suben a la cumbre, de la qual como van caiendo no se vuelven a recobrar» (p. 185). Para él, hablar castellano era, en cierto modo, hablar latín (pp. 186190). Y véanse, pp. 367 ss., sobre la dignidad literaria del mismo. Para el tema, en España y América, los estudios recogidos por José del Valle, A Political History of Spanish. The Making of a Language, Cambridge, Cambridge University Press, 2013.

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La dignidad de este venía avalada por quienes lo habían levantado a la altura del latín en las diferentes disciplinas, pues, como dijo Miranda Villafañe, «nuestra lengua castellana muy suficiente es para manifestar conceptos como la latina»; considerada ya esta virtualmente desaparecida.31 Desde esos y otros presupuestos humanísticos, lo cierto es que, con el uso directo u oculto de los clásicos y con los latines entreverados del Quijote, casi siempre con efectos cómicos, Cervantes pretendió mostrar el paradigma de una lengua de unidad a semejanza del latín clásico y que pudiera competir con este.32 Él pensaba, como la mayor parte de los humanistas, que «las reinas de las lenguas» eran el griego y el latín (p. 1032), aunque dejara aparte el hebreo y se centrara a cambio en el árabe, como luego veremos. Al igual que en la Primera, en la Segunda Parte del Quijote, será el latín referencia de cultura y motivo recurrente de comicidad. Sansón Carrasco demuestra, por ello, su condición de bachiller, aludiendo al Arte Poética de Horacio con una frase ya topificada: «aliquando bonus dormitat Homerus».33 Esa doble perspectiva, de afán cultista y vis cómica, aparece también en el «bene quidem» (p. 597) con el que don Quijote aconseja a Sancho su vuelta a casa para hablar con su mujer. El mismo caballero andante marca distancias numerosas veces usando el latín, como se aprecia particularmente en el episodio de don

31 Francisco Miranda Villafañe, Diálogos de la phantástica Philosophía, de las tres en un Compuesto, y de las letras, y Armas, y del Honor, donde se contienen varios y apazibles subjectos, Salamanca, Herederos de Mathias Gast, 1582, donde dice que la lengua castellana se habla «en todo lo más de España, porque la Portuguesa, y la Catalana, y Valenciana, que en alguna cosa discrepan de la castellana, son en effecto dirivadas del Romance». 32 Cervantes iría más lejos en el Persiles, al destacar la universalidad del castellano en paragón con la que ofreciera el latín en la Antigüedad, insertándolo en un ideal de unidad religiosa que sin embargo no aparece con tanta obviedad en el Quijote. Y véase infra, cap. v. Sobre la utopía cristiana de la lengua en Bernardo José de Aldrete, frente a las ideas de Cervantes en La Numancia, véase Emily S. Beck, «Historiographical Approaches to Iberian Multiculturalism and Castilian Imperialism in the Siglo de Oro», eHumanista, 24, 2013, pp. 479-490; y Vicente Lledó-Guillem, «La obra de Bernardo de Aldrete en el contexto catalanohablante: imperialismo frente a nacionalismo lingüístico», Hispanic Research Journal, vol. 16, 3, jun. 2015, pp. 191-207. 33 Recordemos además cómo ya en el prólogo a la Primera Parte se burla de las citas latinas (pp. 10-11), añadiendo: «Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático, que el serlo no es de poca honra».

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Diego Miranda, donde además se alude a la cultura latina y griega de su hijo.34 Claro que el uso de la tradición clásica sin fundamento lo encarnó Cervantes en la figura del Primo, que andaba preparando un Ovidio español y un Suplemento de Virgilio Polidoro (p. 735), lleno de saberes inútiles. Aunque lo más singular al respecto es sin duda la afirmación de don Quijote: «todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar a las extranjeras para declarar la alteza de sus conceptos» (p. 667). Al defender el griego y el latín como lenguas maternas, usadas por Homero y por Virgilio, el caballero andante defendía sin duda a quienes escribían en la lengua vulgar propia, incluso si esta no descendía directamente de la latina. De ahí su consejo de «que no se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aun el vizcaíno que escribe en la suya» (ib.), avalando, con tal afirmación, incluso el ejemplo de esta última, aunque no tuviera apoyo literario aparente. El tratamiento, siquiera leve, del latín en el mencionado episodio del Caballero del Verde Gabán, que tenía en su casa «libros en romance y en latín» (p. 664), se repite en el episodio de Maese Pedro, quien, hablando con don Quijote, suelta un «operibus credite et non verbis, y manos a la labor» (p. 750), como signo de una cierta cultura no exenta de gracia en el hablar.35 Más adelante, en la aventura del rebuzno, Sancho asegurará que

34 Pp. 665-666. En un momento dado, don Quijote se refiere a «cuando no se ha de estudiar pane lucrando» (p. 666) y recoge un «Est Deus in nobis» de los Fastos VI, 5 de Ovidio (p. 667). Anteriormente, al hablar don Quijote de la sepultura de Adriano en el castillo de Santángel en Roma, dice que lo llamaron moles Hadriani (p. 607). Ángel Rosenblat, La lengua del Quijote, pp. 14 ss., ya analizó la actitud de Cervantes ante el latín en el Coloquio de los perros y en el Quijote, (I, XX; XXV y II, II, VII, XVI, XXV, XXVIII, LI, LXII, LXVIII, etc.), señalándolo como lengua materna de los romanos. Cervantes criticó la mezcla de español y latín por vanidad erudita, al igual que Erasmo y Jiménez Patón en su Elocuencia española. 35 Ángel Rosenblat, La lengua del Quijote, pp. 14 ss., ya destacó la defensa de la lengua vulgar de España frente al latín en el episodio del Caballero del Verde Gabán, II; XVI. Werner Bahner, La lingüística española del Siglo de Oro, pp. 11, 23 y 39, señaló la rivalidad entre las naciones para acercar su lengua al latín, lo que conllevaba la idea del carácter unitario de cada una de ellas y la necesidad de crear una gramática propia. Y véanse pp. 42 ss., para la idea en Nebrija, Valdés y otros.

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«Mi señor don Quijote de la Mancha […] es un hidalgo muy atentado, que sabe latín y romance como buen bachiller» (p. 765); grado que el susodicho corroborará después al decir a su criado: «Y dad gracias a Dios, Sancho, que ya que os santiguaron con un palo, no os hicieron el per signum crucis con un alfanje» (p. 767).36 El diálogo entre don Quijote y Sancho los sitúa precisamente en esa diferencia cultural y social que marca el conocimiento o no de la lengua latina, como cuando en la aventura del barco encantado aquel enmienda el vocablo «logicuos», empleado por el escudero: —Logincuos —respondió don Quijote— quiere decir «apartados», y no es maravilla que no lo entiendas, que no estás tú obligado a saber latín, como algunos que presumen que lo saben y lo ignoran (p. 773).

Pero será en el episodio aragonés de los duques donde don Quijote mostrará su cultura latina con la palabra «demostina», que explicará a la duquesa en los siguientes términos: Retórica demostina —respondió don Quijote— es lo mismo que decir retórica de Demóstenes, como ciceroniana de Cicerón, que fueron los dos mayores retóricos del mundo (p. 799).37

La interlocutora, que lee y muestra cierto grado de cultura, al igual que su esposo —buenos conocedores ambos de la literatura clásica y caballeresca (pp. 801 ss.)— parece sin embargo en ese momento no saber latín. Carencia tal vez femenina, pero que, en el caso de Sancho, le llevará al uso del latín macarrónico en la estancia ducal usando un «aber-

36 Ch. Strosetzki, La literatura como profesión. En torno a la autoconcepción de la existencia erudita y literaria en el Siglo de Oro español, Kassel, Reichenberger, 1997, pp. 358-359, 361 y 375, recuerda cómo Baltasar de Céspedes en su Discurso de las letras humanas llamado el Humanista (1600), dijo que este debía saber latín y griego, pero no hebreo, mostrando además la utilidad del latín para entenderse con los extranjeros y para interpretar a los clásicos. El latín y el griego formaban parte de los Studia Humanitatis. Véase Avelina Carrera de la Red, El «problema de la lengua», p. 44. 37 Téngase en cuenta que, para Francisco Márquez Villanueva, Cervantes en letra viva. Estudios sobre la vida y la obra, Barcelona, Reverso, 2005, pp. 235 ss., más allá de la locura positivista de adscribir a Pedrola y a los Villahermosa el episodio de los duques, creía que este fue un particular «menosprecio de corte» cervantino, vinculando la aventura del barco encantado a la burla literaria de la stultifera navis.

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nuncio», en lugar del «Abrenuncio» sacado del latín eclesiástico por don Quijote (p. 826).38 La «sabrosa plática» que mantienen amo y criado en el castillo ducal no tiene desperdicio, pues apunta incluso a la elección entre un término «feo y torpe» como regoldar, frente al más clásico de erutar, que se impondría discretamente con el tiempo, pese a los «regüeldos» espirituales y prosaicos usados por Baltasar Gracián en El Comulgatorio y en El Criticón.39 Respecto al episodio de la Ínsula Barataria, no podían faltar en ella los latines con los que los médicos diagnosticaban y hasta curaban a los enfermos, ya fuera con un «¡Absit!» de abstención o aplicando un aforismo de Hipócrates.40 La Segunda Parte del Quijote se irá así salpimentando de latines, dando testimonio de una tradición vinculada a la educación religiosa, como el «dubitat Augustinus» (p. 936), proveniente de los debates eclesiásticos (p. 936), o el «stultorum infinitus est numerus» (p. 574), sacado del Eclesiastés. Pero el latín irá cediendo paso a la presencia de otras lenguas conforme los andantes se encaminen a Barcelona. Allí surgirá sin embargo, con toda su gracia, en el sarao burlesco de las damas catalanas en casa de don Antonio Moreno, donde estas requebrarán a hurtadillas a don Quijote, que las espantará con un «¡Fugite partes adversae!» (p. 1026), para quitárselas de encima. El griego y el latín aparecerán además en el debate sobre la traducción del episodio de la imprenta barcelonesa al que aludiremos luego, donde Cervantes afirma la dificultad que entraña semejante ejercicio.

38 Pero véase más adelante lo que señalamos en el cap. 39, p. 846. Paradójicamente la duquesa, que no entendía el significado de demostina, es capaz sin embargo de citar unos versos de la Eneida II, 6-8: «quis talia fando temperet a lacrimis», o sea, «¿quién al narrar tales cosas podrá contener las lágrimas?». Cervantes es consciente de la extensión del castellano en esas tierras aragonesas. Sobre ello, véase José María Enguita y Vicente Lagüens, «La castellanización de Aragón a través de los textos de los siglos xv, xvi y xvii», Archivo de Filología Aragonesa, 51, 1995, pp. 151-195. 39 Don Quijote, tras calificar negativamente regoldar, dice: «y así, la gente curiosa, se ha acogido al latín y al regoldar dice erutar y a los regüeldos, erutaciones» (p. 872). Sancho asiente: «—Erutar diré de aquí adelante» (ib.). 40 «¡Absit! —dijo el médico» (p. 901). Y véase el aforismo de Hipócrates, a propósito de unas perdices, que, en el original hipocrático, se aplicaba al pan: «Omnis saturatio mala, perdices autem pessima».

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Al final de la obra, el latín aflorará de nuevo en el capítulo lxxi, cuando, ya de vuelta a casa, don Quijote lo emplee en paridad con el uso que del refranero hace Sancho, encarnando así la distancia social y cultural que mediaba entre ambos.41 Cervantes da así buena cuenta de los usos corrientes de un latín aplicado a veces sin conocimiento ni causa y con resultados risibles. Así lo hacía un tal Monleón respondiendo a todo lo que le preguntaban con un «Deum de Deo», sacado del Credo, que él traducía tranquilamente por «Dé donde diere» (p. 1088).42 Lo cierto es que el acomodo del latín eclesiástico al lenguaje ordinario persiste hasta el final del Quijote, como el reiterado «¡Malum signum! ¡Malum signum!» (p. 1094), aplicado a la liebre que huye perseguida por unos cazadores con sus galgos, mientras Dulcinea no aparece. El libro se cierra además con un lexicalizado «Vale», fórmula latina de despedida, que no deja de ser un socorrido y tópico adiós a los lectores del libro. Al igual que en la Primera Parte del Quijote, de todas las lenguas, salvado el latín, las referencias al árabe destacan en la Segunda; y ello, gracias no solo a las historias de Ricote y Ana Félix (en paralelo con la de Zoraida), sino al imperativo mayor de Cide Hamete Benengeli, primer autor de la obra. No es extraño, por ello, que las alusiones a dicha lengua aparezcan desde el principio, cuando en el capítulo ii Cervantes corrija el «Cide Hamete Berenjena» de Sancho, aclarando que «los moros son amigos de berenjenas» y que Cide, «en arábigo, quiere decir ‘señor’» (p. 565).43

41 Véase el gratis data (p. 1083), o las palabras de un don Quijote que peca tanto con los latines como su escudero con los refranes: «No más refranes, Sancho…, que parece que te vuelves sicut erat: habla a lo llano, a lo liso» (p. 1088). 42 Cuestión aparte es la emulación de las fuentes clásicas en el Quijote, objeto de numerosos estudios, entre los que cabe destacar el de María del Pilar Cuartero, «Anotación al Quijote. Más fuentes clásicas», en José Antonio Beltrán Cebollada et alii (eds.), «Otium cum dignitate». Estudios en homenaje al profesor Javier Iso Etchegoyen, Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 2013, pp. 403-416; y Lía Schwartz, «Juegos dialógicos del discurso cervantino: la palabra de los clásicos antiguos», en Aurora Egido (ed.), El robo que robaste. El universo de las citas en Miguel de Cervantes, Parole Rubate. Rivista Internazionale di Studi sulla citazione, 8/8, Dic. 2013, pp. 33-49. Y véase Antonio Barnés Vázquez, «Yo he leído en Virgilio»: La tradición clásica en el «Quijote», Vigo, Academia del Hispanismo, 2009. 43 La presencia de Cide Hamete es mayor en la Primera que en la Segunda Parte, según Agapita Jurado Santos, «Cide Hamete Benengeli: el diálogo de Cervantes con lo

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Tales referencias no dejan de tener connotaciones negativas, pues, se nos dice en el Quijote que a Sancho «desconsolóle pensar que su autor era moro, según aquel nombre de Cide, y de los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas» (p. 566). De esta forma, la lengua ya no implicaba únicamente una carga cultural, relativa al «autor» de la obra en cuestión, sino que acarreaba implicaciones raciales y morales inequívocas. El asunto trascendía además al plano novelesco, pues el origen de tal autor dejaba en tela de juicio la veracidad del relato. Por otro lado, Sansón Carrasco añadía al asunto la necesidad de traducir del arábigo las hazañas de don Quijote escritas por Cide Hamete «en nuestro vulgar castellano para universal entretenimiento de las gentes» (p. 567). Perspectiva, esta, que agranda la extensión de los lectores en romance, sin quitar por ello méritos a un «autor» arábigo o morisco, que menciona a Alá tres veces al ver que don Quijote y Sancho ya están en camino, y que, por tanto, no solo habla otra lengua, sino que además no es cristiano.44 El planteamiento no es baladí, sobre todo porque la obra que tiene el lector en sus manos es una traducción a una lengua «cristiana», pero que convive con la de quienes hablan y escriben la arábiga, y que se ha dejado penetrar por ella. Así ocurre con los «lelilíes» que, «al uso de moros cuando entran en las batallas» (p. 818), se oyen en el episodio de la cacería de los duques aragoneses.45 La terminología árabe alcanza también al episodio del puerto de Barcelona, donde se alude a «dos toraquis, que es como decir dos turcos borrachos» (pp. 1037-1038), con esa palabra, toraquis, que, según Federico

musulmán», eHumanista/Cervantes, 15, 2012, pp. 411-412, quien ha señalado además la ambigüedad y el juego narrativos que ofrece su figura en p. 417. Y véase Bernard Vincent, «Reflexión documentada sobre el uso del árabe y de las lenguas románicas en la España de los moriscos (siglos xvi-xvii)», en El río morisco, Valencia, Universidades de Valencia, Granada y Zaragoza, 2006, pp. 105-118. 44 P. 601. Más adelante habrá una nueva alusión al «cronista» Cide Hamete y al «traductor» de la historia. En el capítulo xliv el tema de la traducción se mantiene, haciéndose referencia a que el traductor había sido fiel a lo escrito por dicho autor. 45 El grito reaparecerá de nuevo en el episodio de Barcelona, cuando entran en ella don Quijote y Sancho. Federido Corriente, Diccionario de arabismos y voces afines en Iberorromance, Madrid, Gredos, 1999, registra liilíes/leilíes: «griterío festivo guerrero de los musulmanes». Era palabra asimilada al castellano, al igual que algazara.

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Corriente, es una variante que «parece resultado de la aplicación de dicho sufijo a ciertos plurales colectivos árabes».46 La voz acarrea, en este caso, un alto sentido despectivo, que apela a la presencia de los escopeteros turcos que había en el bergantín de la costa barcelonesa, y su mera referencia trasluce además un nuevo episodio, como el de las galeras, en el que la traducción se hace necesaria.47 El episodio de Ana Félix mostrará todas las capas superpuestas por un arráez que ni es turco, ni moro, ni renegado, sino mujer cristiana.48 Pues nos encontramos ante una Ana Félix-arráez que, por el traje, aparenta ser hombre moro, turco y renegado, pero que, cuando cuenta su historia al virrey, descubre que, bajo su apariencia varonil, esconde el testimonio de una nación, una lengua y una religión. Cervantes prueba además que ambas se maman en la leche de la madre, lo mismo que se adquieren las buenas costumbres paternas, siguiendo una idea agustiniana, como ya apuntó Leo Spitzer.49 De este modo, la fe, la lengua, las

46 Federico Corriente, ib.: Torqui, turco. Ya en el Cancionero de Baena aparecen los términos turquis y turquino. En la ed. de Don Quijote de la Mancha, de F. Rico y J. Forradellas, Madrid, Galaxia Gutenberg, 2004, p. 1256, se cuestiona la opinión de Corriente respecto a los toraquis borrachos, pero la opinión sobre los turcos en el Persiles es igualmente despectiva, como veremos. Para la valoración de los ataques a los turcos en esas obras, cabe tener en cuenta que ya Luis Vives en De Europae dissidiis et bello turcico (De la insolidaridad de Europa y de la guerra contra el turco), Brujas, 1526, había criticado dicha insolidaridad entre los príncipes cristianos, desde una perspectiva pacifista y unificadora claramente cristiana. Véase Alejandro Coroleu, «Humanismo en España», en Jill Kraye (ed.), Introducción al humanismo renacentista, Cambridge, Cambridge University Press, 1998, p. 314, quien señala también el desarrollo de dicha corriente y las distintas posturas respecto al latín y a la lengua vernácula en España. 47 «Preguntó el general quién era el arráez del bergantín, y fuele respondido por uno de los cautivos en lengua castellana (que después pareció ser renegado español): — Este mancebo, señor, que aquí veis es nuestro arráez» (p. 1038). Recuérdese además que Sancho, al salir de la ínsula, dice: «Así dejaré de irme como volverme turco» (p. 957), trasluciendo una animadversión cervantina que también traslucen el Persiles y otras obras. 48 Para los distintos niveles de comunicación de dicho episodio, véase Hans-Jörg Neuschäfer, «Un episodio intercalado: el morisco Ricote y su hija Ana Félix (Don Quijote II, 54 y 63-66)», en Caroline Schmauser y Mónika Walter (eds.), ¿«¡Bon compaño, jura Di!»?, pp. 638-639, quien cree se trata de dos historias intercaladas como la de Roque Guinart. 49 «Tuve una madre cristiana y un padre discreto y cristiano, ni más ni menos; mamé la fé católica en la leche, criéme con buenas costumbres, ni en la lengua ni en ellas jamás a mi parecer, dí señales de ser morisca» (pp. 1039-1040). Sobre la idea agustiniana

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virtudes y hasta la hermosura, se identifican con la lengua castellana y con la religión cristiana. Sin entrar en el menudo del episodio en relación con la expulsión de los moriscos, lo cierto es que este se presenta como encrucijada de religiones y lenguas, ya no solo por Ana Félix, sino por el caballero Gaspar Gregorio; un cristiano que aprende a hablar árabe por amor, que acompaña a su amada en el destierro y hasta se mezcla con los moriscos haciéndose su amigo (pp. 1040-1041).50 Marcados tales presupuestos, el paso de Gaspar Gregorio a Berbería y su asiento en Argel ya no necesitará precisiones lingüísticas, pero sí religiosas y morales, pues los turcos aparecen como seres bárbaros y dados a la sodomía, lo que favorece un nuevo travestismo lingüístico y sexual, pero, en este caso, a la inversa del llevado a cabo por Ana Félix.51 De este modo, los disfraces que encubren la identidad de los personajes se trasladan constantemente al terreno lingüístico. La conocida ambivalencia con la que Cervantes se expresa acerca de la expulsión de los moriscos, también tratada en el Persiles y en el Coloquio de los perros, alcanza, en el episodio de Ana Félix, resonancias lingüísticas y religiosas respecto a aquellos, dejando nuevamente en situación de inferioridad absoluta a los turcos.52

de que la religión, como la lengua, se maman con la leche de la madre, véase el clarificador trabajo de Leo Spitzer, «Perspectivismo lingüístico en el Quijote», en Lingüística e historia literaria, Madrid, Gredos, 1955, pp. 135-187. 50 Téngase en cuenta que la expulsión de los moriscos fue objeto de debates en la monarquía hispánica en 1614, cuando se liquidó el proceso. Sobre ello, Bernard Vincent, «Los mudéjares antiguos», en Francisco Chacón Jiménez y Silvia Evangelisti (eds.), Comunidad e identidad en el mundo ibérico, pp. 39-51. Los del valle de Ricote se exiliaron en diciembre de 1613 y enero de 1614. Vincent prefiere el término mudéjares antiguos para calificar a estos. 51 El plurilingüismo de Argel también se reflejó en el Persiles, según Ottmar Hegyi, «Algerian Babel Reflected in Persiles», en E. M. Anderson y A. R. Williamsen (eds.), «Ingeniosa Invención». Essays on Golden Age Spanish Literature for Geoffrey L. Staag, Newark, Juan de la Cuesta, 1999, pp. 225-239; y véase más adelante «Las voces del Persiles». 52 Al igual que haría con sentido despectivo en el Persiles, Cervantes dice en el episodio de Ana Félix, que «la demás chusma del bergantín son moros o turcos» (p. 1041), mientras ella, llorando, solicita del visorrey que la deje morir como cristiana. Véanse pp. 1052-1053, donde Cervantes hace un alegato a favor de don Bernardino de Velasco, conde de Salazar, a quien el rey encargó la expulsión de los moriscos, lo que, según él, llevó a

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En la Segunda Parte del Quijote gravitan esas dos historias que al final se entrecruzan, como son las de Ricote y su hija Ana Félix, que terminan por encontrarse tras un largo peregrinaje, permitiendo que, después de su exilio, ambos se queden en España (ella, «hija tan cristiana y padre, al parecer, tan bien intencionado», p. 1052). Regreso, este, que, junto al de don Gregorio, será favorecido por don Antonio Moreno y el virrey, entre otros barceloneses que pondrán un feliz final de comedia a una historia llena de visos trágicos y tortuosas peregrinaciones por tierras extrañas. En el encuentro de Ana y Gregorio sobrarán sin embargo las palabras, pues El silencio fue allí el que habló por los dos amantes y los ojos fueron las lenguas que descubrieron sus alegres y honestos pensamientos (ib.).

Como ocurre con el latín, el árabe también aparece al final de la Segunda Parte, ofreciendo toda una lección de filología sobre algunas palabras que se habían asentado en la lengua castellana. Así, tras discurrir don Quijote sobre los controvertidos albogues («unas chapas a modo de candeleros de azófar, que dando una con otra por lo vacío y hueco hace un son […]», p. 1062), dice: Y este nombre albogues es morisco, como lo son todos aquellos que en nuestra lengua castellana comienzan en al, conviene a saber: almohaza, almorzar, alfombra, alguacil, alhucema, almacén, alcancía y otros semejantes, que deben ser pocos más; y solos tres tiene nuestra lengua que son moriscos y acaban en í, y son borceguí, zaquizamí y maravedí, alhelí y alfaquí, tanto por el al primero como por el í en que acaban, son conocidos por arábigos (p. 1062). 53

Se pespunteaba así un sutil tejido histórico, político, religioso, social e incluso sexual, relacionado con las lenguas en contacto y referido al árabe

cabo con misericordia y justicia; y la nota 22 de p. 1053, donde se contrastan otras opiniones muy distintas de Cervantes sobre el tema. 53 Según Federico Corriente, Diccionario de arabismos, Cervantes confunde un instrumento de viento, de origen oriental, como el albogue, que aparece ya en el Libro de Buen Amor, vv. 1223-1224, especie de flauta doble y que él creyó estaba formado por unas chapas de latón semejantes a crótalos. Téngase en cuenta que España contaba con el Vocabulista arábigo en letra castellana de fray Pedro de Alcalá, Granada, 1501. Y véase Francisco Vidal Castro, «Los diccionarios español-árabe. Cinco siglos de lexicografía bilingüe», Philologia Hispalensis, 22, 2008, pp. 319-345.

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«morisco», lengua de la que, en definitiva, provenía el libro que el lector estaba leyendo, traducido a otra como el castellano, que estaba a su vez preñada de voces arábigas con las que el narrador se deleita indicando su procedencia.54 Muerto ya don Quijote, Cervantes no olvidará sin embargo al «autor» de la obra Cide Hamete Benengeli, que guardó para siempre el nombre del lugar de la Mancha donde nació el ingenioso caballero para que todas las villas y lugares se disputaran el origen, «como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero» (p. 1104). Que fuera finalmente el prudentísimo Cide Hamete quien dialogara con la pluma que había pergeñado sus hazañas cerraba, como un ouroboros, las páginas de una obra en la que la creación y la traducción terminaban por ser uno y lo mismo. Por otro lado, la mencionada historia de Ana Félix confluye con la de su padre Ricote, que capítulos atrás había mostrado una peregrinación forzada hacia el norte de Europa, lo que conllevaba, como en el caso de su hija, no solo disfraces y encubrimientos, sino la aparición, en este caso, de la lengua alemana en los espacios de un episodio no exento de misterio.55 Así se desprende de la extrañeza ante otro idioma de don Quijote y Sancho cuando topan con seis peregrinos extranjeros con sus bordones, que enseguida delatan, por una sola palabra, lo que pretenden: Todos juntos comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no pudo entender, si no fue una palabra que claramente pronunciaba «limosna», por donde entendió que era limosna lo que en su canto pedían (p. 960).

Pues cuando Sancho les dio pan y queso, y ellos dijeron: «—¡Guelte! ¡Guelte!» (¡Dinero!, ¡Dinero!), los peregrinos declararon su origen alemán, lo que desencadenó un diálogo por señas con uno de ellos, que le mostró la bolsa, aunque finalmente se descubriera que este no era otro sino el mo-

54 Sobre el asunto, véase, entre otros, Josep Maria Solà-Solé, «El árabe y los arabismos en el Quijote», en Estudios literarios de hispanistas norteamericanos dedicados a Helmut Hatzfeld, 1974, editado por el mismo Solà-Solé et alii, Barcelona, Hispam, 1974, pp. 209-222. 55 Véase Govert Westerveld, Miguel de Cervantes Saavedra, Ana Félix y el morisco Ricote del Valle de Ricote en Don Quijote II del año 1615, Blanca, Academia de Estudios Humanísticos de Blanca (Valle de Ricote), 2007. Dicho valle era mudéjar por excelencia, con apenas un 4 % de cristianos viejos, según Bernard Vincent, «Los mudéjares antiguos».

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risco Ricote, disfrazado de «moharracho» y «transformado de morisco en alemán o en tudesco» (ib.). Uno de los alemanes, con la alegría de vaciar la bota junto al resto, utiliza además la lingua franca, una mezcla de varias lenguas románicas, que incluso el propio escudero llega a compartir: —Español y tudesqui, tuto uno: bon compaño.

Y Sancho respondía: —¡Bon compaño, jura Di!56

El encuentro de culturas y lenguas diversas se plasma no solo en la interlocución, sino en las costumbres, como la del «manjar negro que dicen que se llama cavial» (p. 961) que comen los alemanes. Pero aquí se trata, como vemos, de algo más que una cuestión de lenguas en contacto, pues aparece un problema más agudo en el que el paradigma lengua-raza-patria se muestra en carne viva a través de la figura del morisco Ricote, expulsado por fuerza de España y que ha emigrado, como tantos otros, a Alemania para preparar la posterior salida de su familia.57 Cervantes mostró, a través de este morisco encubierto, los avatares de aquellos de su raza que, paradójicamente, comprobaron que era en Berbería y África donde peor los trataban, anhelando, por ello, el regreso a la que consideraban su patria:

56 P. 962. «Español y alemanes, todos uno. Buenos camaradas»… «¡Buenos amigos, juro por Dios». Sobre la lingua franca en la obra, véase Leo Spitzer, «Perspectivismo lingüístico en el Quijote», pp. 135-187. En cuanto a «guelte» o «gueltre», en la ed. coord. por Francisco Rico, Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Madrid, RAE, 2015, p. 1166, se anota: «del alemán u holandés Geld; en germanía adopta la forma gueltre». 57 Ricote explica a Sancho la vida que ha llevado tras el decreto de expulsión (10 de julio de 1610, posterior a la Primera Parte del Quijote), aunque antes se les conminara a que lo hicieran voluntariamente. La expulsión se ejecutó en un arco que va de 1609 a 1613. Téngase en cuenta (p. 961) que muchos de los moriscos huidos volvieron en 1612. Francisco Miranda Villafañe en sus Diálogos de la phantástica Philosophía, 3, habla sin embargo de los males derivados de la lengua de los moros que conquistaron los reinos de España, refiriéndose a la prohibición de Felipe II para que no se hablara la lengua «llamada arábiga o algarabía». Y véase Trevor J. Dadson, «Ricote, morisco que vuelve: la cuestión de los regresos moriscos tras la expulsión», eHumanista/Conversos, 3, 2015, pp. 87-97.

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Y es el deseo tan grande que casi todos tenemos de volver a España, que los más de aquellos, y son muchos, que saben la lengua, como yo, se vuelven a ella y dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y ahora conozco y experimento lo que suele decirse, que es dulce el amor de la patria (p. 964).

El camino hacia Alemania, donde se vive con «libertad de conciencia», pasando por Italia y Francia, no acaba ahí, pues Ricote ha vuelto para rescatar el dinero que dejó enterrado y volver a Alemania, no sin antes ir por Valencia a Argel para recoger a su mujer y a su hija.58 La vida itinerante entre Europa y África de los moriscos expulsados y el contacto de lenguas, religiones y culturas se incardinan en la historia de Ricote y en la de Ana Félix como un problema mucho más complejo que el que planteaban las gramáticas y las preceptivas literarias de la época de Cervantes. Sobre todo a la hora de identificar los conceptos de nación y lengua, cuando la religión, la raza y hasta el sexo andaban de por medio.59 La vida de las lenguas y el contacto entre unas y otras aparecen en el Quijote con esas ansias de cambio y renovación a las que Horacio apelaba en la Epístola a los Pisones VII, recordando lo que ocurre con las hojas de los árboles, que van cambiando a tenor de las estaciones, sin que por ello cambien sus raíces. Las lenguas, en cualquier caso, van unidas al uso de las personas que las hablan, según su origen, o se plasman en las obras de quienes las escribieron o tradujeron para entendimiento de muchos. Y en ese proceso a lo vivo, donde el imperativo del uso es más poderoso que el de los césares, Horacio también le sirvió a Cervantes de modelo no solo porque había dado por buenas, en el latín, las voces derivadas del griego, sino porque consideró que la inserción de vocablos nuevos o extranjeros debía hacerse siempre con prudencia y tiento.60

58 «Libertad de conciencia» tiene aquí el sentido de permisividad excesiva, por alusión a los países protestantes (p. 964, nota 28). 59 Véase Adriana Arriaga de Lassel, «El tema musulmán en el Quijote. La dualidad religiosa de algunos personajes», en Ruth Fine y Santiago López Navia (eds.), Cervantes y las religiones, Madrid, Iberoamericana; Fráncfort, Vervuert, 2008, pp. 329 ss., y los estudios recogidos sobre Cervantes y el islam en pp. 327-404; y pp. 405 ss. para el Persiles. 60 Horacio, Epístola a los Pisones, ed. cit., pp. 8-9, comparó además las voces que se toman de otras lenguas con las monedas extranjeras, que se acuñan de nuevo y adquieren otro valor.

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La Segunda Parte del Quijote, escrita a la par que el Persiles, ofrece, en el plano lingüístico, numerosos paralelos con este. Sobre todo en lo referido a la comunicación gestual y verbal entre personas de distintas lenguas, así como en el papel de la traducción, creando desde el principio un marco de verosimilitud íntimamente ligado a la acción, al espacio y al decoro de los personajes. Pero sobre todo mostró hasta qué punto, desde Homero, los viajes, las peregrinaciones y hasta la caballería errante suscitaban un sinfín de encuentros con gentes de distinta procedencia y lengua.61 Gracias a ello, la narración progresaba en la encrucijada de los caminos, fundiendo géneros, estilos y lenguas. Cervantes conocía muy bien la susodicha defensa del vulgar que se había originado en Italia a partir de Dante, propiciando una corriente humanística que se decantaría por su emancipación del latín.62 Dejando aparte la influencia de los escritores italianos en el Quijote, lo cierto es que, al igual que ocurriera en la Primera Parte, no podía faltar, en el itinerario del caballero andante hacia Zaragoza y más tarde hacia Barcelona, la mención del italiano, también presente en el Persiles, cuyo destino era Roma. Y así, términos de lingua franca, como los del episodio de Ricote, aparecen en el del titiritero Maese Pedro, un «hombre galante, como dicen en Italia, y bon compaño» (p. 745), que andaba por la Mancha de Aragón con su retablo y su mono. Al verlo, don Quijote le pregunta, usando un giro italiano: «—Dígame vuestra merced, señor adivino: ¿qué peje pillamo? ¿Qué ha de ser de nosotros?» (p. 746).

61 Sobre ello, véase más adelante «Las voces del Persiles». Recuérdese que, en el prólogo del Viaje de Turquía, Cristóbal de Villalón invoca a Homero en estos términos: «Ayúdame a cantar, ¡oh musa!, un varón que vio muchas tierras y diversas costumbres». Véanse al respecto ese y otros ejemplos en Emma Martinell, María Cruz Piñol y Rosa Ribas, Corpus de testimonios de convivencia lingüística ss. xii-xviii, Kassel, Reichenberger, 2000. En este catálogo, no faltan la gestualidad ni la presencia de intérpretes, guías e intermediarios (pp. 110 ss.), así como el reclamo de numerosos ejemplos cervantinos y referencias a la pluralidad lingüística como consecuencia de Babel. 62 El Humanismo fue el directo responsable de la emancipación del vulgar, aunque al principio se decantara por resaltar las facultades creadoras del latín. Véase M. L. McLaughlin, «El Humanismo y la literatura italiana», en Jill Kraye (ed.), Introducción al humanismo renacentista, pp. 269-294, quien parte de la plurilingüe Hipnerotomachia Poliphili (1499) de Francesco Colonna y del apogeo de la influencia humanística sobre la literatura vernácula. Y véase en particular Ángel Gómez Moreno, España y la Italia de los humanistas: los primeros ecos.

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Tales palabras preceden al momento en el que el susodicho titiritero relata la historia de don Gaiferos y su esposa Melisendra en la ciudad de Sansueña, donde aparecen las torres de la Aljafería. «Sacada de las crónicas francesas y de los romances españoles que andan en boca de las gentes y de los muchachos de las calles» (p. 751), Cervantes muestra con ello hasta qué punto la letra que acompañaba a los títeres, como las novelas de caballerías que nutrían el magín de don Quijote y el propio libro, se basaban en fuentes escritas más allá de las fronteras españolas, además de ser fruto de la tradición oral autóctona.63 En este caso, como ocurre en el de los moriscos encubiertos Ricote y Ana Félix, el titiritero tuerto y disfrazado no es otro que Ginés de Pasamonte, que había compuesto un gran volumen contando sus bellaquerías y que se había pasado al reino de Aragón para ocultar sus delitos. En los episodios por esas tierras, no falta además un «¡Tarde piache!», con el gallego piache, del verbo piar, cuyo uso ya habían registrado en el habla castellana Timoneda en su Portacuentos o Covarrubias en su Tesoro de la Lengua castellana o Española.64 El Quijote dará muestras de otras lenguas en el camino interminable hacia Zaragoza, donde se recrea una nueva y pastoril Arcadia en la que se alude a dos églogas: «una del famoso poeta Garcilaso, y otra del excelentísimo Camoes en su misma lengua portuguesa» (p. 991), tal y como las habían aprendido las disfrazadas pastoras. Estas

63 No olvidemos que se trataba de una internacional caballeresca en la que sus héroes literarios e históricos procedían de los más variados países. La historia de don Gaiferos transcurre, como es bien sabido «en la ciudad de Sansueña, que así se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza» (p. 751). Sansueña viene de Sansoigne, es decir, Sajonia, ib., nota 3. 64 En la edición de Rico, Forradellas anota: «¡Tarde te quejas!», p. 1031. Expresión coloquial para indicar que alguien llegó tarde o no se halló a tiempo en un negocio o pretensión. Ya la recogió Timoneda en su Portacuentos e iba unido al relato del huevo empollado y los dos vizcaínos. Véase Carmen Hernández Valcárcel, El cuento español en los siglos de Oro. I. El siglo xvi, Murcia, Universidad de Murcia, 2002, p. 208. Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española, Madrid, Luis Sánchez, 1611, a propósito de «piar», dice: «Proverbio: ‘Tarde piache’, el que no habló con tiempo». Se emplea para señalar que alguien pide una cosa fuera de tiempo o llegó tarde. Véase Guillermo Suazo Pascual, Abecedario de dichos y frases hechas, Madrid, Edaf, 1999, n.º 316. También lo recogió, entre otros, Martín Sarmiento en 1739. En el DRAE, piache, tarde: «Del gallego tarde piache, tarde piaste, frase que la tradición atribuye a un soldado que, al tragarse un huevo empollado, oyó piar al polluelo».

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las podían recitar supuestamente con igual familiaridad en español y en portugués, considerado entonces una de las lenguas de España.65 Como quiera que la existencia del autor apócrifo desvía la meta zaragozana de don Quijote, este decide por fin no poner los pies en Zaragoza con motivo de las justas del arnés que en aquella ciudad solían hacerse todos los años, y elige «el más derecho camino para ir a Barcelona sin tocar Zaragoza» (p. 1004). El cambio es crucial a todos los efectos, incluidos los lingüísticos, pues en el camino de ida a esa ciudad aflorarán, como ya hemos visto, nuevas lenguas y, entre ellas —no podía ser de otra manera—, el catalán. El encuentro con el bandolero Roque Guinart y sus «escuderos» de origen gascón presupone el entendimiento del castellano por parte de todos, pero Cervantes da señas inequívocas de que estos hablan también otra lengua. La descripción de este bandolero generoso y prudente, al que don Quijote consideraría su parigual (p. 1014), choca con la de los gascones, «gente rústica y desbaratada» (p. 1012), mostrando, como en el caso de los turcos, connotaciones negativas vinculadas al origen geográfico. Los gascones ofrecen un claro contraste con la nobleza de Roque Guinart, que portaba «cuatro pistoletes (que en aquella tierra se llaman pedreñales)» (p. 1008); aclaración terminológica que acrecienta una vez más la verosimilitud del relato. Obviamente, y al igual que ocurre en El Persiles, Cervantes recreaba un ámbito lingüístico concreto con apenas una o dos palabras en la encrucijada de caminos, donde el caballero y el escudero encuentran a dos capitanes de infantería que tenían sus compañías en Nápoles e iban a Barcelona, y de ahí a Sicilia (p. 1015).66 En este caso, le basta constatar en

65 En ese sentido, no deja de ser curioso que las referencias a Garcilaso y a Boscán se den también en el camino de vuelta de Barcelona, cuando, tras el encuentro con Tosilos, don Quijote y Sancho se topan con las pastoras y el caballero expresa su deseo de convertirse junto a Sancho en pastores. Allí recuerda al «antiguo Boscán», que se llamó «Nemoroso», rubricando una amistad entre el poeta toledano y el catalán (p. 1061), que se hizo legendaria desde la publicación en común de sus Obras en Barcelona, 1543. 66 Con ellos iba la mujer del regente de la Vicaría de Nápoles, que, según Martín de Riquer, podía corresponder a la dama A. de Quiñones, que fue sorprendida realmente junto a sus acompañantes por unos bandoleros cuando se encaminaba a Barcelona en 1610 (p. 1015, nota 49). Téngase en cuenta el paralelo con el Persiles de este episodio, al aparecer dos

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catalán la catadura de los enemigos del bandolero para que el lector perciba la lengua en la que los gascones se expresan, cuando exclaman: —¡Viva Roque Guinart muchos años, a pesar de los lladres que su perdición procuran! (p. 1016).

Pero, por si eso fuera poco, el autor precisa y traduce para los lectores lo que allí se hablaba, dejando una pequeña señal que hace más creíble el cambio lingüístico: Uno de los escuderos dijo en su lengua gascona y catalana: —Este nuestro capitán más parece frade que bandolero (p. 1017).

Esa verosimilitud se amplía en la carta de conducto que Roque da a don Quijote y Sancho para unos amigos que viven en Barcelona, y que el narrador transcribe, aludiendo a las luchas intestinas que había en Cataluña entre los bandos de «Niarros» y «Cadells» (p. 1017).67 Pues, por lo demás, don Quijote y Sancho no tienen ningún problema a la hora de darse a entender cuando llegan a dicha ciudad, tal y como lo suponía ya en 1559, a otros efectos, el Anónimo de Lovaina (tal vez aragonés) en su Gramática de la Lengua Vulgar de España.68

peregrinos que van a Roma, y a los que Guinart no solo no les roba, sino que les da dinero. Cervantes prefirió hablar de los bandoleros catalanes, silenciando a los aragoneses, que curiosamente utilizó el duque de Villahermosa para imponer su autoridad en Benabarre. Tampoco quiso acordarse del bandido noble Lupercio de Latrás, que también ofreció sus servicios a dicho duque. Sobre ello, Gregorio Colás y José Antonio Salas Ausens, «El fenómeno social del bandolerismo en el reino de Aragón durante el siglo xvi», Estudios del Departamento de Historia Moderna, Zaragoza, 1976, pp. 79-146; y James Casey, España en la Edad Moderna. Una historia social, Madrid, Biblioteca Nueva, 2001, pp. 173 y 267. 67 Los Nyarros o nyerros y los cadells dividían la sociedad catalana en dos bandos. Véase Xavier Torres, «Nyerros i cadells»: bandòls i bandolerisme a la Catalunya moderna (1590-1640), Barcelona, 1993; y James Casey, España en la Edad Moderna, pp. 268; y 274-275, para el término pedreñales, arma mortal cobarde y alevosa. Cervantes transcribe «Monjuí» por Montjüich en p. 1037, e inserta sin embargo, como hemos visto, la palabra portuguesa «frade», fraile, en lugar de la catalana «frare». 68 El autor anónimo de la Gramática de la Lengua Vulgar de España, Lovaina, Bartholomé Gravio, 1559, pensada para extranjeros, recoge las cuatro lenguas: vascuence, árabe, catalán y la «Lengua vulgar de España», que se habla y entiende generalmente en toda ella (p. 6). Respecto a la catalana, dice «es verdaderamente francesa, i trahe su origen de la provincia de Gascoña, de la mui antigua ciudad de Limojes». Dice se habla en

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Creado con dichas pinceladas el ámbito lingüístico del catalán, Cervantes hace que don Quijote y Sancho entren en Barcelona al grito de «¡trapa, trapa, aparta, aparta!» (p. 1018), que gritan los corredores que salían de la ciudad al son de chirimías y atabales la víspera de San Juan.69 Expresiones, estas, que andaban por distintas piezas teatrales y cancioneriles de la época. Pero en Barcelona no vuelve a hacerse referencia directa al catalán, y no deja de ser curioso que sea un «castellano» (p. 1024) anónimo el que lea el rótulo que llevaba colgado a la espalda don Quijote para ser el hazmerreír de los viandantes. Si en el camino hacia dicha ciudad se intensifican las referencias al uso de lenguas distintas al castellano, es en ella, como ya hemos visto, donde se multiplicará el efecto en la susodicha historia de Ana Félix, agrandándose particularmente, respecto al toscano, en el episodio de la imprenta, a propósito del libro Le bagatele (vale decir, Le bagattelle), que allí se imprimía (p. 1031). El momento es capital, pues constituye la cúspide teórica de todo el Quijote en lo referido a la práctica de la traducción que lo conforma desde sus primeras líneas. Y es entonces cuando descubrimos además que el caballero andante no solo habla «algún tanto del toscano», sino que se precia de «cantar algunas estancias del Ariosto» (p. 1032), probando así su doble conocimiento, oral y escrito, de esa lengua.70 Tras la cuestión del significado de una obra como Le bagatele, cuyo título no está exento de ironía, don Quijote mantiene con su traductor un

Cataluña, Valencia, Mallorca, Menorca, Ibiza, Cerdeña «y aún en Nápoles». El anónimo de Lovaina alaba los escritos de árabes y catalanes en prosa y verso. Según Rafael de Balbín y Antonio Roldán, en el prólogo a la ed. facsímil de dicha Gramática, Madrid, CSIC, 1966, su autor era aragonés. Hubo otra Gramática de la lengua vulgar de España publicada también en Lovaina, 1559. 69 José María Alín y María Begoña Barrio, Cancionero teatral de Lope de Vega, Londres, Támesis, 1997, p. 258, recogen las expresiones «atrapa, atrapa» y «aparta, aparta» en entremeses y mojigangas de varios autores, además de en la comedia El capellán de la Virgen de Lope de Vega: «Afuera, afuera/ aparta, aparta, aparta/ que entran a recoger sortija/ labradores de la Sarga». Para esos capítulos barceloneses, remitimos a Aurora Egido, «Alba y albergue de don Quijote en Barcelona» (2007), recogido en Por el gusto de leer a Cervantes, cit., donde ya planteamos la cuestión del plurilingüismo. Y véase Martín de Riquer, Cervantes en Barcelona, Barcelona, Acantilado, 1989; y José María Micó, Don Quijote en Barcelona, Barcelona, Península, 2004. 70 Véase más adelante, «Don Quijote habla toscano».

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sustancioso diálogo que es toda una formulación teórica y práctica sobre la traducción, sostenida fundamentalmente por el caballero andante. Este, después de que el traductor vierta piñata por olla, le dice: —Yo apostaré una buena apuesta que adonde diga en el toscano piache, dice vuesa meced en el castellano ‘place’, y adonde diga più, dice ‘más’, y el su declara con ‘arriba’ y el giù con ‘abajo’ (pp. 1031-1032).

Tras el asentimiento del anónimo traductor a tales correspondencias léxicas, don Quijote se extiende sobre su idea de la traducción a través de un conocido discurso en el que parece minusvalorar el papel de quien se ocupa en trasladar «bagatelas». Salvado el respeto por quienes traducen del griego y del latín, el caballero andante afirma que traducir de una lengua a otra Es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se ven las figuras, son llenas de hilos que las escurecen y no se ven con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles, ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel (p. 1032).

Cervantes no desprecia taxativamente, por boca de don Quijote, el ejercicio de la traducción, aunque lo haga cuando se aplica sin necesidad a obras aparentemente inútiles, pues valora la que hizo Cristóbal de Figueroa con el Pastor Fido o Jáuregui con la Aminta, «donde felizmente ponen en duda cuál es la traducción o cuál el original» (ib.).71 Su postura no distaba mucho, en realidad, de la sostenida por Valdés en el Diálogo de la lengua, cuando afirmó: Y aun porque cada lengua tiene sus vocablos propios y sus propias maneras de dezir, ay tanta dificultad en el traducir bien de una lengua en otra, lo qual yo no atribuigo a falta de la lengua en que se traduze, sino a la abundancia de aquella que se traduze, y assí unas cosas se dizen en una lengua bien que en otra no se pueden decir assí bien, y en la mesma otra, otras que se digan mejor que en otra ninguna.72

71 La versión de Il Pastor Fido de Guarini se publicó en Nápoles, 1602 y en Valencia, 1609. Sería decisiva en todo lo referido a la mezcla tragicómica y otras novedades experimentadas por Cervantes y por Lope de Vega. Respecto a la Aminta de Tasso, Jáuregui la tradujo en 1607. Es curioso ver cómo el traductor cervantino de Le bagatele piensa hacerse rico gracias a ello, sin entrar en otras consideraciones. 72 Juan de Valdés, Diálogo de la lengua, ed. de José Enrique Laplana, p. 230. Y véase Valentín García Yebra, «El Quijote y la traducción», Panace@, VI, 21-22, sept.-dic. 2005, pp. 277-283.

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El autor del Quijote corroboró con discretas pinceladas no solo la convivencia de distintas lenguas en una ciudad como Barcelona, que era una ventana abierta al Mediterráneo, sino la riqueza de unas imprentas donde se publicaron numerosos libros en italiano, que también se guardaban, como ha señalado Manuel Peña, en sus bibliotecas particulares.73 Estas gozaban igualmente de traducciones a otras lenguas, por no hablar de las ediciones en catalán y en castellano, incluida la apócrifa Segunda Parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.74 La idea de Cervantes sobre la traducción se alejaba, en parte, de la opinión de Garcilaso, que, en su carta introductoria a la versión de El Cortesano de Baltasar de Castiglione, hecha por Boscán, llegó a decir que es «tan dificultoso el traducir un libro como hacerlo nuevo». Su postura se acercaba mucho más a la de Lorenzo Valla y otros humanistas que no creían tan alto el ejercicio de romancear.75 Sobre todo si se trataba, como en este caso, de obras de poca monta. Cervantes continuó, en ese episodio, una larga trayectoria en la que, por decirlo con el título de la obra de Mario Alessandri de Urbino, se estableció Il Paragone della lingua Toscana et Castigliana desde las perspectivas más diversas.76

73 Manuel Peña Díaz, El laberinto de los libros. Historia cultural de la Barcelona del Quinientos, Madrid, Fundación Sánchez Ruipérez, 1997, pp. 67 ss., niega su decadencia cultural en términos absolutos, aunque la hubiera en relación con las letras catalanas, por el incremento de los libros impresos en castellano a finales del xvi. La cultura italiana estuvo muy presente en el ambiente lector barcelonés desde las primeras décadas de ese siglo (pp. 76 y 165 ss.). Cervantes había leído la traducción del Orlando de Ariosto por Jerónimo de Urrea (Barcelona, Claudi Bornat, 1564) (ib., p. 196). Según Peña, el episodio cervantino de la imprenta mostró entre otras cosas, que «el toscano en Barcelona era un idioma familiar». 74 Para la edición y difusión de libros en latín, italiano, francés, catalán y castellano, véase, del mismo Manuel Peña, Cataluña en el Renacimiento: libros y lenguas, Lérida, Milenio, 1996. Aparte de los clásicos grecolatinos, dominaban en las bibliotecas particulares las obras publicadas en catalán, castellano e italiano. 75 Véase Mercedes Comellas Aguirrezabal, El Humanista (En torno al «Discurso de las letras humanas» de Baltasar de Céspedes), Sevilla, Universidad de Sevilla, 1995, pp. 227; y 230 ss., sobre la idea de este autor en torno a la traducción, cercana a la fidelidad exigida por Leonardo Bruni en De recta interpretatione. Céspedes creía en la fidelidad al original y en la creación de un estilo. 76 Giovanni Mario Alessandri d’Urbino, Il Paragone della lingua Toscana et Castigliana, 1560. Dedicado a don Antonio D’Aragona, duque de Montalto, analiza las semejanzas entre ambas lenguas tanto en la fonética como en la ortografía y la gramática.

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Cervantes, como tantos escritores de su tiempo, no solo debía competir con los clásicos latinos, sino con una riquísima tradición literaria en lengua toscana que trató de superar constantemente. Esta, según Fernando de Herrera, era una lengua «florida, abundosa, blanda i compuesta», pero también «libre, laciva, desmayada i demasiadamente enternecida i muelle i llena de afectación». Una lengua, en definitiva, a la que superaba la española, por «grave, religiosa, onesta, alta, manífica, suave, tierna, afectuosíssima i llena de sentimientos, i tan copiosa i abundante, que ninguna otra puede gloriarse desta riqueza i fertilidad más justamente».77 Téngase en cuenta que las Anotaciones de 1580 a Garcilaso de Herrera, así como su poesía, fueron criticadas por Damasio de Frías, que le afeó sus extranjerismos y un estilo lleno de préstamos de otras lenguas, manteniendo al respecto una discreción pareja a la de Cervantes.78 Este plantea y desarrolla en la Segunda Parte del Quijote las cuestiones de la traducción en su estancia barcelonesa, centrándose curiosamente en las dos lenguas, el italiano y el árabe, con las que más había estado en contacto a lo largo de su vida. Y lo hace en una ciudad costera por la que él, como tantos otros, había pasado en sus viajes allende los mares.79

77 Véase la cita de Fernando de Herrera en sus Anotaciones (1580) a Garcilaso en Lore Terracini, «Analisi di un confronto di lingue», Archivo Glottologico italiano, Florencia, LIII, 12, 1968, pp. 148-200. Terracini analiza la desigual comparación de Herrera entre las lenguas toscana y española, inclinándose obviamente por la segunda. Fernando de Herrera, Obras de Garcilaso de la Vega con anotaciones de Fernando de Herrera, ed. de Inoria Pepe Sarno y José María Reyes Cano, Madrid, Cátedra, 2001, pp. 188-189, elogió la alteza y la agudeza de la lengua española, creyendo era posible llegara a la cumbre del griego y del latín. 78 Roland Béhar, «Los sagrados despojos de la veneranda Antigüedad. Estilo poético y debate literario en torno a Fernando de Herrera», en Josep Solervicens y Antoni L. Moll (eds.), La poética renaixentista a Europa. Una recreació del llegat clàssic, Barcelona, Punctum, 2011, pp. 159-195. Esa lucha contra la afectación también la libraron Lucas Gracián Dantisco en su Galateo Español y el propio Cervantes en el Quijote II, X XVI. Góngora sin embargo continuó por el camino herreriano, en ese y otros aspectos. 79 A su salida de Barcelona, don Quijote cita, en español, unos versos del Orlando furioso (p. 1059), que también había mencionado en el capítulo iii de la Primera Parte, cerrando un círculo. Sobre el paso de ilustres pasajeros por los puertos de Barcelona y Palamós, véase Gabriel Martín Roig, «Palamós, Cervantes i els grans autors de El Siglo de Oro», Revista del Baix Empordà, 38, 2012, pp. 69-82.

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Más tarde, en la aventura de los cerdos, don Quijote cantará en castellano unos versos adaptados de Gli Assolani de Bembo (p. 1067). Después, en el camino de vuelta a casa, la estancia en el castillo de los duques mostrará de nuevo reminiscencias de poetas italianos y castellanos, aludiéndose en él a unos versos de las Églogas de Garcilaso, con alguna huella del Orlando furioso (p. 1071). De esta forma, y como en caja china, el autor del Quijote ponía de nuevo en práctica, dentro de la novela, la función narrativa de la traducción.80 El procedimiento contaba con un precedente de excepción: La lozana andaluza en lengua española muy claríssima, compuesto en Roma, por Francisco Delicado, cuyo plurilingüismo ha sido estudiado detenidamente por Juan Antonio Frago.81 La obra, tantas veces traducida, cumplió además y de forma directa con la larga historia de las ediciones en varias lenguas de las obras españolas.82 Ni que decir tiene que la coexistencia entre el italiano y el español gozaba de una riquísima tradición que ya estuvo presente en los preliminares napolitanos de la Propalladia (1517) de Torres Naharro.83 Nos encontra-

80 Véase Mohammed El-Madkouri Maataqui, «Imagen de la traducción y del traductor en El Quijote», pp. 107-118, Centro Virtual Cervantes (cvc.cervantes.es). 81 Juan Antonio Frago, «Norma lingüística y artificio en La Lozana andaluza», Philologia Hispalensis, 3, 1988, pp. 41-66. 82 Véase Federico Corriente, «Los arabismos de La Lozana andaluza», Estudis Romanics, 32, 2010, pp. 51-72, quien desmonta la tesis lingüística criptojudía, señalando se trata de moriscos que conviven en Roma con connacionales de la judería; y José Manuel Lucía Mejías, «Francisco Delicado: un precursor de la enseñanza del español en la Italia del siglo xvi», Cuadernos Cervantes, junio-julio-agosto 1996, pp. 7-17. Otro curioso precedente, pero que tal vez no llegó a manos de Cervantes, por estar prohibida por la Inquisición, es la obra, publicada en 1523, de Pedro Manuel de Urrea, Peregrinación de las tres casas sanctas de Jherusalem, Roma y Santiago, ed. de Enrique Galé, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2008. Y véase Aurora Egido, «El viaje a Italia. Nota sobre un libro recuperado de Pedro Manuel de Urrea», Ínsula, 757-758, 2005, pp. 2-6. 83 Encarnación Sánchez García, «Sobre la princeps de la Propalladia (Nápoles, Ioan Pasqueto de Gallo, 1517)», en Encarnación Sánchez (ed.), Lingua Spagnola e cultura ispanica a Napoli fra Rinascimento e Barocco. Testimonianze a stampa, Nápoles, Tullio Pironte, 2013, pp. 1-33. Paolo Giovio señaló que el marqués de Pescara, que se acomodó a las costumbres y a la lengua de los españoles, quiso imponer esta en los ámbitos napolitanos, incluido el ejército. En los preliminares, se parangona el vulgar de Torres Naharro con el griego y el latín por Mesinerius I. Barberius. Torres Naharro, en su dedicatoria a dicho marqués, nos ofrece además un curioso precedente del linaje fundado por Dulcinea

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mos así ante una «imagen refleja», propia del viaje de ida y vuelta que la traducción ofrece entre unas lenguas y otras, como ha señalado María de las Nieves Muñiz: Ogni immagine nazionale nasce, per opposizione o per analogia dal riflesso speculare di altre all´interno di un sistema di compensazioni binarie.84

Excepción hecha del pequeño discurso sobre la traducción y cuanto ella conlleva en el origen mismo de la obra, Cervantes inserta en el Quijote el problema de las lenguas en el decurso de la narración, creando, como en el Persiles, un ámbito de verosimilitud, ensayado ya en otras obras anteriores, y que adquiere toda su viveza en los diálogos, cuando las lenguas propias de quienes hablan entran en contacto. En ese sentido, los diálogos cervantinos producen en el lector el mismo efecto que confirma Sancho cuando dice a don Quijote: «la conversación de vuestra merced ha sido el estiércol que sobre la estéril tierra de mi ingenio ha caído» (p. 632). La variedad lingüística de la Primera Parte del Quijote se amplió sin duda en la Segunda, donde se prosigue además el papel que el lenguaje gestual y la traducción conllevan en el fenómeno comunicativo. Desde La Galatea al Persiles, pasando por sus Novelas Ejemplares y por sus Comedias y Entremeses, Cervantes asentó la riqueza de la variedad idiomática e incluso los cambios que se producen en el uso de la lengua propia a tenor de las circunstancias y de las personas.85 En ese arco, el Quijote reflejará los múltiples matices que supone la variedad lingüística en todos los planos, así como la dignidad de las lenguas, cualesquiera que estas sean. Vinculándolas siempre al uso que de ellas hagan las personas en cada situación dada,

en el Quijote, al decir que fue voluntad de este «començar linaje más que de allegar linajes, esperando más gloria de la virtud propia que de la apelativa, y más claridad de sus ojos que de los ajenos». 84 María de las Nieves Muñiz Muñiz, L’ immagine riflessa. Percezione nazionale e trama intertestuale fra Italia e Spagna (Da Petrarca a Montale, da Garcilaso a Guillén), Florencia, Franco Cevati, 2012, p. 15. Y véanse pp. 20-21, sobre las traducciones entre ambas lenguas en el siglo xvi. 85 Ramón Menéndez Pidal, «La lengua castellana en el siglo xvii», en El siglo del Quijote (1580-1680), Madrid, Espasa-Calpe, 1986, vol. ii, pp. 7 ss. Y véase Elvezio Canonica, «La consciencia lingüística».

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Cervantes demostró que las lenguas, como los caballeros andantes, están siempre en movimiento, cruzándose en los caminos unas y otras, más allá de cualquier frontera que se les ponga por delante. Pero volviendo al principio de la Segunda Parte del Quijote, no deja de ser curioso que el licenciado Márquez Torres salude en la aprobación de la misma, firmada el 27 de febrero de 1615, el libro de un autor aplaudido en España, Francia, Italia, Alemania y Flandes (p. 539). Ello era además un síntoma de la extensión del castellano por esas tierras y, en todo caso, prueba de que la fama universal (pensemos hoy en el caso de Borges) se alcanza gracias a la traducción.86 Pero lo más significativo y gracioso es sin duda la dedicatoria del propio Cervantes al conde de Lemos, donde afirma que el emperador de la China le había escrito en lengua chinesca una carta diciéndole le enviase la obra «porque quería fundar un colegio donde se leyese la lengua castellana y quería que el libro que se leyese fuese el de la historia de don Quijote» (p. 547).87 Cervantes va más lejos, en este caso, que en el Persiles, donde al final justifica el conocimiento que sus protagonistas nórdicos tenían del castellano y otras lenguas de los países por donde pasaron, gracias a un colegio plurilingüe creado en tierras septentrionales. Pues aquí no solo desplaza a lejanos espacios chinescos el ejercicio del castellano, sino que lo identifica con el del mismo Quijote, que, cual si se tratara de una profecía, ha terminado por convertirse en modelo del idioma y en el libro más traducido después de la Biblia. Don Quijote de la Mancha se igualó así a la saga de la caballería andante que él mismo enumerara al principio de la Segunda Parte en el diálogo con el cura, a través de los nombres de Amadís de Gaula, Palmerín de Inglaterra, Lisuarte de Grecia, Felixmarte de Hircania y un larguísimo etcétera al que pertenecía la internacional caballeresca. Pero él los aventajó

86 Márquez Torres aporta además el testimonio de Bernardo de Sandoval, tío del duque de Lerma, que avalaba el éxito de las obras de Cervantes entre los caballeros franceses, ib., pp. 539-540. 87 Recordemos que de Catay, al norte de China, provenía Angélica, p. 560, como sabía bien don Quijote, recordando a Ariosto.

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a todos al convertir su apelativo «de la Mancha» en el lugar universal del idioma español y de la literatura.88 Las ansias de inmortalidad del libro de Don Quijote se superponen en esta Segunda Parte a las del mismo Cervantes, que asienta, desde los inicios, junto a la universalidad del castellano, la que propicia su traducción a otras lenguas, haciéndole decir a Sansón Carrasco, Tengo para mí que el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal historia: si no dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso, y aún hay fama que se está imprimiendo en Amberes; y a mí se me trasluce que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzga (p. 567).89

Y así fue.

88 Pp. 556-557. Y véase también el diálogo con Sancho de esta Segunda Parte, cap. ii. Sobre el paradigma «la lengua de Cervantes», Guillermo Rojo, «Cervantes como modelo lingüístico», en la ed. que manejamos de Don Quijote de la Mancha, pp. 1122-1130. Según Jean Canavaggio, «“De lengua en lengua y de una en otra gente”. Las experiencias lingüísticas de Cervantes», en Retornos a Cervantes, Nueva York, Ideas, 2014, pp. 73-82, la pluralidad lingüística de esta y otras obras suyas, así como las dificultades que supone la comunicación con personas que hablan otras lenguas, es consecuencia clara de su propia experiencia vital. Y véase ahora María del Carmen Marín, «Los libros de caballerías en el espacio y el espacio en los libros de caballerías», en María Morras (ed.), Espacios en la Edad Media y el Renacimiento, Salamanca, SEMYR, 2018, pp. 87-139. 89 P. 567. En realidad, de la Primera Parte, se habían publicado en 1615 tres ediciones en Madrid, dos en Lisboa y Bruselas, una en Valencia y otra en Milán, junto a dos traducciones al inglés y al francés. Este capítulo es complementario de otros incluidos en nuestro libro Por el gusto de leer a Cervantes, así como del artículo «Circunvalando el español», VIII CILE, de próxima publicación en el BILRAE, XII, 2019. Y véase ahora: Aurora Egido, «Diálogos con eco», El ciervo, enero-marzo de 2019.

DON QUIJOTE HABLA TOSCANO*

Parténope, tan lejos de mi tierra Garcilaso de la Vega

Italia en España y España en Italia: una larguísima historia de encuentros artísticos y literarios en la que todos los caminos se entrecruzan, particularmente en los Siglos de Oro. Escritores, artistas, libros, voces que, desde Dante, Petrarca y Bocaccio, a Sannazaro, Tansillo, Alciato, Minturno, Folengo, Boiardo, Tasso, Pulci o Ariosto, entre otros muchos, nutrieron las letras hispanas con la savia del Humanismo italiano, que tantos frutos dio en la cultura moderna. «A Italia, las letras», como dijo el Gran Capitán al conquistar Nápoles a principios del siglo xvi. Pero la deuda de España para con Italia no solo se cifra en las influencias relativas a la creación propiamente dicha, sino a las de una crítica consolidada a través del tiempo y que se asienta particularmente en los cimientos establecidos en el siglo xx por el hispanismo italiano, uno de los más sólidos y rigurosos. Espléndido en estudios críticos e históricos de variado signo, ha sabido ser también una auténtica «festa di intelligenza e di affeto», por decirlo en palabras de Giuseppe Grilli dedicadas a Cesare Acutis. Todo un mundo de trabajos, ediciones, traducciones, revistas, con-

  * «Don Quijote habla toscano», en El «Quijote» de Carlos III. Los tapices de la Real Fábrica de Nápoles, Madrid, Instituto Cervantes, 2005, pp. 43-49. Y véase nuestro trabajo citado Por el gusto de leer a Cervantes, pp. 491 ss. Y «Entre Italia y España», coord. por A. Egido, Ínsula, 757-758, 2010.

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gresos, asociaciones, intercambios y cartas mensajeras, que suponen un esfuerzo secular ímprobo de relaciones mutuas, en cuya ladera literaria Marino «roba» a Lope de Vega y este vuelca su admiración hacia «el gran pintor de los oídos» que fuera para él el autor de L´Adone. Se trata, claro está, de un viaje de ida y vuelta, en el que todo es posible, pues, como decía Oreste Macrí: «Orlando diviene Don Chischiotte, e quando Don Chischiotte entra in scena, tutto un mondo se ne va in frantumi». Respecto a Nápoles, las huellas españolas son inmensas, como inmensas son las que Nápoles dejó en España y se detallan ya en la anónima Questión de amor (1513). Dos lenguas y dos literaturas se enriquecieron mutuamente a partir de la llegada de Alfonso V de Aragón y sobre todo después, cuando Nápoles se convierte en un lugar medio español a mediados del siglo xvi donde los caballeros y las damas tenían a gala hablar castellano; prerrogativa invocada para toda Italia en el Diálogo de la lengua de Juan de Valdés. Este planteó las cuestiones de la lengua castellana en abierta conversación con dos italianos y un español, mostrando hasta qué punto es en el careo entre perspectivas diferentes donde se encuentra la verdadera visión sobre las cosas. Muestra de la influencia española en Milán y en Nápoles, la obra valdesiana es un elogio de la conversación desenvuelta y libre en la que el español fluye e influye en el italiano y viceversa con asombrosa naturalidad. Valdés, como antes Bembo en las Prose della volgar lingua, trató de realzar la dignidad de las lenguas «nacionales» y «vulgares» a la altura del latín. Aparte habría que considerar cuanto representó el canon establecido por la poesía de Garcilaso, en la que tantas veces aflora el recuerdo de Nápoles y de la cultura allí aprendida en el ámbito de la Academia Pontiana y de personajes de la talla de Caracciolo, Mario Galeota, Tasso, Minturno o Tansillo. Años en los que el poeta de Toledo vivió y amó en aquellas tierras donde dirigiera una oda latina a Antonio Telesio. Hablamos de los fundamentos de una poética que tantos frutos daría en las letras españolas, incluyendo en ellos la obra de Giovanni Pontano, que renovó el Humanismo europeo con sus tratados de ética, particularmente en el campo de la prudencia, virtud que, junto con la discreción, tanto atraería a Miguel de Cervantes. Por ello y por otras razones, no parece casual que el mito por excelencia de las letras españolas tuviese también su conexión napolitana. Pues no

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olvidemos que en El Burlador de Sevilla don Juan Tenorio arriba a las playas de Tarragona, tras los avatares de su aventura en Nápoles, para seducir allí a la pastora Tisbea para proseguir luego en su soberbia ascensión, desafiando a Dios, al rey y a su propia familia, además de engañar a las mujeres con falsas promesas. Pero la primera a la que seduce, con nocturnidad y alevosía, fue, sin duda, la duquesa Isabela; acción que su tío Pedro le recriminará aireando los antecedentes por los que el padre del burlador lo enviara a esa ciudad italiana: Di, vil, ¿no bastó emprender con ira y fiereza extraña tan gran traición en España con otra noble mujer, sino en Nápoles también, y en el palacio real, con mujer tan principal? ¡Castíguete el Cielo, amén!

Pero si Nápoles, según Benedetto Croce, era, por aquel entonces, una provincia española, también España fue una auténtica provincia italiana de las letras, que había mostrado su singular impronta en los versos de Garcilaso o de Herrera y en La Diana, de Montemayor, solazándose con la desenvoltura de La Lozana andaluza de Francisco Delicado, recreando fórmulas escénicas a la italiana, como hizo en el teatro Torres Naharro, o llorando con Las lágrimas de Tansillo. Por esas razones, ¿cómo no iba a saber algo de italiano un hidalgo manchego que presumía de más que mediana cultura? Y tampoco parece gratuito que fuese en una imprenta de Barcelona donde, como hemos visto, este diese pruebas de tales conocimientos, habida cuenta de lo mucho que esa ciudad representaba en el trasiego de viajeros que allí se embarcaban o tomaban puerto al ir o venir de Italia. Así lo confirma previamente el capítulo en el que don Quijote y Sancho conviven con el bandolero Roque Guinart, y donde se encuentran con dos capitanes de infantería española que tenían sus compañías en Nápoles e iban a Barcelona para embarcarse en las galeras con orden de pasar a Sicilia. También aparece allí la mujer del regente de la Vicaría de Nápoles, doña Guiomar de Quiñones, que, con su hija y sus criadas, llevaba idéntico destino. Todo el Quijote está salpicado de referencias parejas, empezando por la Primera Parte, donde Nápoles aparece en la novela de El curioso impertinente y, por dos veces, en la historia del cautivo, en la que Cervantes no olvida

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aludir a la lucha contra los turcos. Y otro tanto ocurre en la historia de Leandra (I, LI), donde la dibuja como «la más rica y más viciosa ciudad que había en todo el universo mundo». Pero es en la Segunda Parte donde Nápoles brillará ya desde la misma dedicatoria al conde de Lemos, como lugar de residencia del destinatario de la obra, al que Cervantes perdona viejas heridas sintiéndose a su abrigo, pues —dice— «me sustenta, me ampara y hace más merced de la que yo acierto a desear». A continuación, en el capítulo I, recibiendo don Quijote en la cama la visita del cura y el barbero, surgirá de nuevo la alusión candente al turco y a su armada, aludiéndose a la orden de San Juan de Jerusalén, a Nápoles, a Sicilia y a Malta. Un Mediterráneo envuelto en luchas sangrientas y costosos rescates de cautivos que Cervantes conocía muy bien y al que volverá luego, al final de la obra, en los mencionados episodios barceloneses vividos por don Quijote y Sancho. Desde su primera novela, La Galatea, con la historia de Timbrio y Silerio, pasando por las Novelas Ejemplares, las comedias, la poesía y el mismo Don Quijote, hasta llegar a Los trabajos de Persiles y Sigismunda, Cervantes trazó constantes líneas viajeras con Italia, como si se tratase de una segunda patria hacia la que España extendía cabeza, brazos y pies como partes de sí misma. Pero fue en esta última novela, terminada ya «con las ansias de la muerte», donde Cervantes rindió el mayor homenaje a aquellas tierras en las que había vivido, al hacer que sus protagonistas culminaran en Roma su peregrinación vital y amorosa, como paradigma del buen término alcanzable en la vida del hombre. Con ello, trasladaba a materia artística no solo sus conocimientos directos de las tierras italianas, sino el acervo de una lengua y una literatura que él trató como propias. El Persiles, como luego veremos, además de dar vida a curiosas historias vividas por sus protagonistas en Luca, Milán o Roma y prolongadas en Nápoles, mostró, como ninguna otra novela de su tiempo, la pluralidad de lenguas que convivían en los barcos, caminos y ciudades de Europa, siendo el toscano una de las que están más presentes, junto al castellano y el portugués. Inmenso esfuerzo de plurilingüismo que se alzaba contra la demonización arrastrada durante siglos por el símbolo de la Torre de Babel, para demostrar que las lenguas son entes vivos que se cruzan, evolucionan y enriquecen al encontrarse, en paralelo con el discurrir de las personas que las hablan. En esa obra, el valor de la traducción y la necesidad de los traductores corren parejas con el grado de perfección y comunicación que se

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alcanza gracias al conocimiento de lenguas y culturas ajenas. Acción mediante la cual los hombres ensanchan sus conocimientos y mejoran sus afectos, saliendo así del territorio cerrado que avalara la búsqueda de una lengua única, común a todos los hombres. Cervantes abolió, mucho antes que ningún otro novelista, el mito de la lengua perfecta, demostrando que todas ellas lo pueden ser, pero no por sí mismas, sino por el grado de virtud moral y belleza que alcancen en el empleo que los hablantes hagan de ellas. Las lenguas de Cervantes conforman así un tapiz riquísimo de entrecruzados hilos y matices en el que el castellano se muestra como lengua discreta. Pues, como él mismo dijo en el Quijote, «la discreción es la gramática del buen lenguaje que se acompaña con el uso». Tal vez en ello estribe la clave de la universalidad de una obra que pretendió hacer del microcosmos de la novela un mundo mayor en cuyo espejo todos pudieran mirarse y hasta escucharse. La memoria de Italia, construida —en buena retórica— a partir de lugares e imágenes, tuvo en Cervantes sus grandezas y miserias como la vida misma del hombre. Y su querida Nápoles representó, a sus sesenta y dos años, la inmensa frustración de no haber podido formar parte del séquito que acompañó hasta allí, en 1610, al conde de Lemos, integrado finalmente por Lupercio Leonardo de Argensola y su hermano Bartolomé, entre otros. Claro que, en España, se quedó también don Luis de Góngora, quien no perdonaría el desaire, haciendo rima llana del asunto en un soneto en el que no solo se quejaba de la afrenta del conde de Lemos, sino de la que le hiciera el duque de Feria al no llevárselo tampoco con él a Francia. Precioso documento de desengaño cortesano y dibujo de un modelo de vida en el que don Luis dio lo mejor de sí en punto a aceradas ironías, mientras se retiraba a las soledades de su Córdoba natal: El Conde mi señor se va a Napoles, el Duque mi señor se fue a Francía: príncipes, buen vïaje, que este día pesadumbre daré a unos caracoles. Como sobran tan doctos españoles a ninguno ofrecí la musa mía; a un pobre albergue sí, de Andalucía que ha resistido a grandes, digo a soles. Con pocos libros libres (libres digo de expurgaciones) paso y me paseo, ya que el tiempo me pasa como un higo.

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El diálogo de las lenguas y Miguel de Cervantes No espero en mi verdad lo que no creo; espero en mi conciencia lo que sigo: mi salvación, que es lo que más deseo.

La impronta italiana en la vida y en la obra de Cervantes es enorme, como la crítica ha ido señalando, pues, aparte de su estancia en Roma, entre 1569-1570, al servicio de monseñor Acquaviva, hay que contar con la etapa de soldado iniciada en Nápoles, donde debió de ser testigo, el 8 de agosto de 1571, de la impresionante ceremonia en la que don Juan de Austria tomó el mando como Generalísimo de la Liga. Momento en el que Cervantes, camino de glorias y desgracias, se integró en la armada contra el turco. Su probada estancia en Nápoles, entre febrero y marzo de 1574, y su pretendida vuelta a España en 1575, con rumbo a Barcelona, en la galera El Sol, cerraron una etapa convulsa dedicada a las armas que luego vendría a ser reemplazada por otra bien triste, al ser apresado, con otros muchos, por corsarios berberiscos, y pasar luego cautivo a Argel. De aquel periodo italiano cabe recordar el poema que le dedicara a Cervantes el humanista Antonio Veneziano en sus Canzuni amurusi siciliani (In Alceri, 1579): «Io, Hercle, noterò di croco e minio […]», ejemplo de una correspondencia poética digna de mayor atención, fruto del cautiverio compartido en tierras argelinas. Pero de cuánto Italia supuso en la obra cervantina es prueba mayor el Viaje del Parnaso, auto de fe y panegírico de toda una historia literaria, entre otras muchas cosas, e incluso autorretrato en el que su estancia napolitana cobraría especial relieve. Escrito a impulsos del Viaggio di Parnaso de Caporali, este le permitió a Cervantes subir al monte de las Musas a lomos del destino para contemplar desde allí la historia literaria de su tiempo, retratando a sus protagonistas para, desde ellos y desde sí mismo, construir toda una poética. Claro que tan alegórico itinerario no le impidió viajar desde Valencia, sorteando el golfo de Narbona, por costas de Génova, Nápoles, Corfú y Malta, hasta llegar luego a Grecia y subir al apolíneo monte de las Musas. Sin entrar en el menudo de tan apasionante itinerario, lo cierto es que la sombra de Nápoles se alarga en este viaje con la amarga ironía de quien se ha visto desplazado del lugar que ocuparon al lado de su mecenas los mencionados poetas aragoneses, y con la tristeza de quien no ha podido ir allí en calidad de autor reconocido, al cabo de cuarenta años de ausencia,

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al abrigo del virrey. Pena añadida que no fue obstáculo, sin embargo, para que, en el mismo Viaje, elogiara las magníficas fiestas que, en mayo de l612, mandó celebrar en Nápoles el conde de Lemos con motivo de las futuras bodas de Luis XIII de Francia con la infanta española doña Ana de Austria y del príncipe Felipe con Isabel de Borbón. Un mundo de torneos ficticios presenciado por un centenar de damas, con mantenedores, jueces y premios, y en el que los caballeros recrearían al vivo la caballería medieval que sirviera de recreo a la nobleza española en tantas ocasiones. Justas a las que Cervantes no acudió, como le ocurriera a don Quijote en su Segunda Parte con las que prometía iban a celebrarse en el Coso zaragozano para desmentir así al apócrifo de Avellaneda. Franco Meregalli dibujó ya hace años el trasfondo de la frustración que le produjo aquel viaje imposible a Cervantes, presentándolo como fruto de la «gran nostalgia de Nápoles y de su estancia en esa ciudad. Nápoles y toda Italia se mezclaban en su recuerdo con la juventud, era un mundo del que sentía que formaba parte, cultural y sentimentalmente». Pero sin negar la importancia que tuvieran en la vida de Cervantes sus estancias en Italia, fue en su lengua y en su literatura donde el escritor español tuvo su verdadera residencia. Para él, como dice en el Persiles, la aventura de leer es superior a la de viajar, pues el viaje se acaba y la lectura siempre se puede reanudar, toda vez que el lector abra las páginas de un libro. La lengua toscana está implícita y explícitamente en su obra hasta el punto de coronar con ella la Primera Parte del Quijote, cerrada con los conocidos versos de Ariosto: «Forse altro canterà con miglior plectro». Versos del Orlando Furioso que luego se traducen al castellano al principio de la Segunda Parte, como quien reanuda no solo el caminar de don Quijote sino el del propio discurso. Es posible que Cervantes no hablara a la perfección la lengua italiana. Nunca presumió de ello, pero sí de conocerla, admirarla y amarla hasta el punto de llevarla en la uña y dar noticia de ella y de su literatura al recrearla en sus obras. Posiblemente le ocurriera, en parte, como a su héroe, que la leía y hablaba lo suficiente como para poder entenderse en ella y con ella, pero sobre todo para disfrutar con la lectura de sus autores en la lengua original. Desde esa proyección del autor sobre el personaje, se entiende mejor la susodicha y comentada teoría sobre la traducción que don Quijote sostiene ante un traductor de buen talle y alguna gravedad que andaba

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trasladando un libro toscano, titulado Le bagatele, en lengua castellana. Estando ambos en la imprenta barcelonesa, el hidalgo le dijo: «Yo sé algún tanto del toscano y me prescio de cantar algunas estancias del Ariosto». De repente, un don Quijote filólogo, y con no pocos puntos de ironía, asoma en ese episodio, comentando la traducción de voces como piñata, piache, più, su y giù, para afirmar además «que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las escurecen y no se veen con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel». Sin entrar en el menudo de una afirmación y una imagen que ya había expresado Zapata de Chaves, lo cierto es que don Quijote parece estar a la altura de aquellos españoles que, incluso no habiendo recorrido mundo, habían visitado las páginas de los libros, deleitándose con la lectura de los escritos italianos que llegaban a la península en su lengua original. El aserto, por venir de quien viene, suena además a original, como salido de su propio acumen, y contiene una evidente afirmación sobre la vecindad de dos lenguas que no necesitaban traslado para ser entendidas y admiradas, aunque algunos las tradujeran con evidente acierto. No en vano el Ingenioso Hidalgo era lo que fue gracias a lecturas como el Orlando de Ariosto o Il Morgante Maggiore de Pulci, que descansara ogaño en los anaqueles de su biblioteca. Por otro lado, en las páginas del Quijote, bullen traducciones del toscano, como la octava que recita Lotario en el capítulo xxxiii de la Primera Parte, sacada del napolitano Luis Tansillo: «Crece el dolor y crece la vergüenza», donde Cervantes trasladó el «Crebbe il dolore, e crebbe la vergogna», siendo lo más fiel posible al sentido literal. También el mundo de las Novelas ejemplares se recreó en el mapa italiano. Baste recordar Bolonia en La señora Cornelia o Trapani en El amante liberal, siendo La fuerza de la sangre la que reclama el nombre de Nápoles en su topografía novelesca, sin olvidar la impronta italiana que a otros niveles ofrece su poesía y su teatro. Pensemos en El laberinto de amor, en La casa de los celos y en los entremeses. Aunque también cabría recordar, desde la otra ladera, la huella que Cervantes dejara en las tragedias de Vittorio Alfieri. Los relieves de la cultura italiana en la obra cervantina son agudísimos y tampoco son de desestimar los que esta dejó en Italia con el correr de los

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siglos. No es por ello extraño que esa nación se adelantara hace ya tiempo a los eventos del cuarto centenario de la publicación de la Primera Parte del Quijote con las Giornate cervantine de Padua y el proyecto de varias universidades italianas sobre Cervantes y los géneros literarios, celebrando, ya en 2003 y 2004, congresos sobre el teatro de Cervantes o sobre el Persiles en la Universidad de Florencia y en la de Venecia, donde se fundó la ACEVE (Asociación de Cervantistas de Venecia). Pruebas, estas, con otras muchas que se podrían recordar (como la celebración en Nápoles del II Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas, que fundara José María Casasayas, o el X Coloquio de esa misma asociación, celebrado en la romana Academia de España en 2001 sobre el tema «Cervantes e Italia»), de que el campo de la literatura, como el del arte y el de las lenguas, no tiene fronteras. Signos, en fin, de una continuidad que se fundamenta en una larga y rica tradición de estudios filológicos hispánicos en Italia que nada tiene que ver con los frutos efímeros de los centenarios. Estos, como decía Augusto Monterroso, no dejan de ser, en muchos casos, sino una prueba más de la general devoción por los números redondos. Las traducciones de la Primera y la Segunda Parte del Quijote, en 1622 y 1625, por Franciosini, permitieron su difusión por tierras de Italia con el reclamo de que era obra «di grandissimo trattenimento» y estaba plagada de aventuras caballerescas. En el xviii, las prensas venecianas lo reimprimieron cuatro veces y Giovanni Meli lo recreó en su obra Don Chisciotti e Sanciu Panza y, como recuerda Aldo Ruffinato, el propio Meli escribió también un poema lírico titulado Don Chisciotti, «sempre in siciliano». Las recreaciones de Manzoni y otros autores decimonónicos ampliarían un panorama no demasiado abundante que, sin embargo, se ensanchó en el siglo xx con el nacimiento del mencionado hispanismo en general y del cervantismo en particular, que, como decimos, dedicaría numerosos trabajos y ediciones críticas, amén de traducciones fundamentales de la obra del escritor alcalaíno. Asunto aparte sería el de la huella del Quijote en la literatura italiana, rastreada por Caterina Ruta (Parole Rubate 88, 2013), entre otros, así como en el arte y en el cine. La continua relación entre los hispanistas italianos y los investigadores españoles, junto a la presencia del Instituto Cervantes en varias ciudades de Italia y, sobre todo, el flujo de estudiantes universitarios acogidos al programa Erasmus de una y otra nación en la última década, suponen, en el mo-

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mento presente, un hilo de continuidad y una esperanza de futuro. Esta debería completarse con un mejor y mayor conocimiento de la literatura que hoy se escribe en Italia, por parte de los lectores de España e Iberoamérica, así como con una mayor presencia en nuestras universidades y centros de enseñanza de la cultura italiana. Esa que permitió, desde la evocación de una nueva estética, renovar la poesía española de la segunda mitad del xx con la «Oda a Venecia ante el mar de los teatros» de Pere Gimferrer, y anudar tantos lazos entre los dos países como hiciera Rafael Alberti en sus años romanos. Por lo que atañe al campo editorial, este parece cada vez más atento a esa tarea de difusión, como muestra la presencia en España de la obra de Umberto Eco, que recreara las letras hispanas del Siglo de Oro en La isla de antes, o de Antonio Tabucchi, siempre al cabo de la cultura española; sin olvidar las recientes traducciones al castellano y al catalán de la narrativa del napolitano Erri de Luca, por poner un ejemplo reciente. En la época del Emperador y en la de Felipe II, Italia y España formaban parte de un mismo mapa cultural que poco después se iría diluyendo, aunque tardaría muchos años en desvanecerse. Pensemos en la impronta de la escenografía italiana y de la música en el Barroco español, así como en la importancia que tuviera en el siglo siguiente, para la primera Poética neoclásica española, la estancia en tierras napolitanas y sicilianas de su autor, Ignacio de Luzán. La presencia de Italia en general y particularmente de Nápoles en la obra de Cervantes, exigiría una mayor detención que la presente, pero no cabe olvidar que este permaneció siempre fiel a ellas, por encima de las frustraciones que su recuerdo le acarreara, hasta las últimas páginas que escribió. Lo prueba el hecho de que, al final del Persiles, el príncipe Maximino vaya a la «gran ciudad de Parténope» y luego a «un lugar llamado Terrachina, último de los de Nápoles, y primero de los de Roma», donde este queda enfermo de mutaciones, «a punto de muerte». A Nápoles fue también donde la rica y enamorada Hipólita la Ferraresa trató de llevarse a Periandro y a Auristela, seduciéndolos con el gasto de cien mil y más ducados que su hacienda valía. Pero los protagonistas del Persiles desdeñaron tan halagüeña oferta, prosiguiendo en su peregrinación por la ciudad santa, hasta alcanzar la unión matrimonial que los llevará a la felicidad completa. Tan perfectos amadores perdieron, sin embargo, la oportunidad de visitar Nápoles, como hiciera años antes el Licenciado Vidriera. Este, buen conocedor de los vinos italianos y de la vida de las osterie («Aconcha patrón;

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pasa acá manigoldo, venga la macarela, li palastri e li macarroni»), tras su paso por Génova, Luca y Roma, y, antes de alcanzar Sicilia, «el granero de Italia», llegará por mar a Nápoles, «ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa y aún de todo el mundo». Más allá de sus personajes, Nápoles se apareció a Cervantes al despertar de su mencionado sueño parnasiano, demostrando que, en el almacén de su memoria y en los rincones de su fantasía, permanecía tal como cuando la viera en su juventud: Y díjeme a mí mismo: «No me engaño; esta ciudad es Nápoles la ilustre, que yo pisé sus rúas más de un año; de Italia gloria, y aun del mundo lustre, pues de cuantas ciudades él encierra, ninguna puede haber que así la ilustre».

A Cervantes, como a Garcilaso, no le hacía falta volver a su querida Parténope para sentirla viva.

LAS VOCES DEL PERSILES*

En el principio eran las voces. Voces bárbaras, incomprensibles, cuya emisión implicaba, a un tiempo, origen, religión y cultura. A partir de esa salida de las tinieblas a la luz, el choque entre civilización y barbarie, cristianismo y paganismo, va a ir unido en el Persiles a una concepción de la palabra que supone no solo un claro exponente de la problemática sobre las lenguas en el Siglo de Oro, sino de los afanes mismos del narrador a la hora de transcribirlas.1 Los Trabajos son, a este respecto, la obra más ambiciosa de Cervantes, lejos de las ingenuas explicaciones de las novelas de caballerías, cuyo plurilingüismo venía generalmente asegurado por unos héroes que, como Tirante el Blanco o el Caballero del Febo, parecían haber adquirido el don de lenguas desde su más tierna infancia.2

  * Aurora Egido, «Las voces del Persiles», en Caroline Schmauser y Monika Walter (eds.), ¿«¡Bon compaño, jura Di!»? El encuentro de moros, judíos y cristianos en la obra cervantina, Madrid, Iberoamericana; Fráncfort, Vervuert, 1998, pp. 107-133.   1 Miguel de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, edición de Juan Bautista Avalle-Arce, Madrid, Castalia, 1969, edición por la que citaré. En esta obra, como en el Quijote, aparece el étimo de voz como expresión sonora que, según Coraminas, ya desde Berceo se identificó con grito.   2 Joanot Martorell y Martí Joan de Galba, Tirante el Blanco, edición de Martí de Riquer, Madrid, Espasa-Calpe, 1974, vol. 4, pp. 260-261, y vol. 5, p. 169. Ahí la elocuencia de embajada implica un plurilingüismo que conlleva conocimientos de latín y griego.

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La Babel de idiomas que el amplio mapa del Persiles despliega conlleva una tutela narrativa permanente que procura la verosimilitud a la hora de enunciarlos o transcribirlos, sobre todo en los dos primeros libros. Para empezar, el narrador establece una clara diferencia entre voces bárbaras y palabras civilizadas que, como las de Periandro, implican silencio y buenas maneras. De otra parte, la necesidad de intérprete que traslade los diálogos en polaco o el lenguaje de las señas se da ya desde los inicios en un ambiente muy parecido al que el choque de lenguas y culturas produjo tras el descubrimiento de América (pp. 63-65). Gemidos, gritos, sones de artillería o de música bárbara hacen que el ruido y las voces se homologuen con la barbarie, fomentando, a su vez, un catálogo diverso de vicios como los de la venganza, la ira, la lascivia y la cólera, aunque ya desde el principio Cervantes deja bien claro que también esas gentes salvajes son capaces de sentir piedad. A través de voces y señas, la novela va avanzando lentamente, desde la incomunicación y el misterio, a la comprensión por la palabra y el diálogo. Sinfonía que se acuerda con la misma evolución trazada desde un mundo de tormentas, naufragios, fuegos y hielos, plagado de peligros, a otro de sosegados elementos y armónica peregrinación. En esa línea evolutiva, la traducción ocupa un lugar relevante, como muestra la animosa intérprete que acompaña a los protagonistas en el episodio de Bradamiro. El castellano es lengua bien entendida en tierras septentrionales, según prueba la presencia constante de españoles y gentes que, como Periandro, «aunque no muy despiertamente» (p. 70), lo hablan o lo entienden. El perfil del «bárbaro» Antonio, que ha viajado a Alemania, Lisboa, Flandes e Italia, y ha navegado en bajeles ingleses, muestra la faz del español de su tiempo al que la fortuna ha llevado hasta lejanas tierras en las que poder cumplir la doble tarea de enseñar el castellano y la religión católica. Proyecto de vida que se encarna en su relación con Ricla, junto a la que inicia el largo aprendizaje de sus idiomas mutuos a partir de las señales mudas con las que el amor les hace comunicarse al principio. El caso de Ricla ahonda

En Diego Ortúñez de Calahorra, Espejo de príncipes y cavalleros [El Cavallero del Febo], edición de Daniel Eisenberg, Madrid, 1975, vol. 1, p. 229 y nota de p. 230, Rosicler es adoctrinado en armas y lenguas por su maestro, quien las ha aprendido en numerosos viajes. A su vez, Cirongilio de Tracia habla, como otros caballeros, griego, árabe y alemán. Aunque a todos superó Cristalián de España que hasta la edad de once años se dedicó a «aprender todas las lenguas del mundo».

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en esa fusión de bautismo y enseñanza de una lengua que sirve como vehículo de conocimiento de la fe cristiana, con su credo y sacramentos, y que genera en Antonio hijo el prototipo de los nacidos de la unión entre cristianos y bárbaros. El contraste guevariano entre corte y aldea, civilización y barbarie, agavilla esos cruces de usos y costumbres en los que la lengua, como decía Sánchez de las Brozas, aparece como un don divino que hace sociable al hombre.3 El castellano no es un caso excepcional, pues otro tanto ocurre con la lengua toscana, oída en tierras septentrionales y que también se identifica con el ser cristiano en la figura del maestro de danzar Rutilio. Hermandad que ni siquiera hace necesarias mediaciones ni intérpretes, porque ambos idiomas se entienden perfectamente entre quienes los hablan, aparte de que estos conozcan algo del vocabulario ajeno.4 Noruega cuenta con algunas personas que saben hablar toscano. Hijos de cuarta generación de inmigrantes que van perdiendo la memoria y la añoranza que sus padres tuvieron de su patria. El contraste entre bárbaros salvajes, vestidos de pieles, y bárbaros cristianos que se cubren y comportan civilizadamente, tratando de adaptarse al medio, se da en la historia de Rutilio, muestra teatral de quien llega hasta a hacerse el mudo, hablar por señas, vestirse con los hábitos de un ahorcado y dar cabriolas en el aire, para no ser identificado por los bárbaros noruegos y conseguir que los niños le den de comer. El contacto entre esos dos mundos implica un enseñar y un aprender la lengua y las maneras del contrario, operación que enriquece y supone una mayor sabiduría, además de un precioso vehículo para la supervivencia. Respecto al toscano, como hemos visto, era lengua conocida por don Quijote, quien en el episodio barcelonés de don Antonio Moreno presu-

  3 Francisco Sánchez de las Brozas, «El Brocense», en Minerva o De la propiedad de la lengua latina, Madrid, Cátedra, 1976, p. 506. George Mariscal, «Persiles and the Remaking of Spanish Culture», Cervantes, 10/1, 1990, pp. 93-102, señala cómo Antonio hijo representa un proceso de asimilación que refleja la colisión de culturas presente en las crónicas de Indias. Y véase nuestro artículo «Circunvalando el español», BILRAE, XII, 2019.   4 La dignificación de las lenguas vulgares se extendió particularmente entre las de origen latino. La línea erasmista que va de Nebrija a Valdés concordaba con la revalorización del toscano por Pietro Bembo, como dijimos. Véase Juan de Valdés, Diálogo de la lengua, edición de Juan M. Lope Blanch, Madrid, Castalia, 1969, pp. 28 y 43.

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me de ello, aunque, como se sabe, Cervantes era de la opinión que «el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés» (Don Quijote II, 62). Para él, traducir de lenguas fáciles añadía poco de nuevo al ingenio. En tercer lugar, el portugués se equipara lingüística y culturalmente al italiano y al castellano en la figura de ese «bárbaro» políglota que es Antonio o en el derretido Manuel de Sosa, que no solo habla mitad castellano y mitad portugués, sino que recita un soneto en castellano. Que este haya estado en Berbería es un dato más que amplía hacia el sur la extensa geografía por la que discurren las vidas complejas de unos seres que llevan consigo su conciencia de cristianos y que, como tales, mueren y son enterrados en tierras en las que se habla el polaco o el noruego. Cervantes transcribe al castellano palabras cristianas y voces bárbaras, pero con la descripción expresa y cuidada de la lengua en la que se supone fueron vertidas, procurando que existan intérpretes para que la verosimilitud no se quiebre. Entre urbanidad y barbarie, las «islas semibárbaras» sirven de puente comunicativo. Los cristianos van apareciendo así de forma aislada en medio de un mundo difícil y hostil, pero en el que terminan por adaptarse. No falta tampoco el gozo por la dulce sonoridad de la lengua propia cuando se oye lejos del lugar de origen. Ese «milagro estraño» (p. 107) de la lengua española o castellana —que en el Persiles tanto da—, escuchada en tierras septentrionales, se extiende de forma natural, junto a la adquisición de lenguas y costumbres bárbaras que los cristianos transterrados aprenden en lugares lejanos. La expansión del castellano por Europa, África, América y Asia en el Siglo de Oro favoreció esa idea que Cervantes plasma del mismo como lengua universal, en coincidencia con Cabrera de Córdoba y tantos otros.5 Por otro lado, la dulzura y suavidad de la

  5 Rafael Lapesa, Historia de la Lengua Española, pp. 291-299; y véase también Robert A. Verdonk, La lengua española en Flandes en el siglo xvii: contribución al estudio de las interferencias léxicas y de su proyección en el español en general, Madrid, Ínsula, 1980, p. 197, muestra de cómo el castellano se extendía. Cervantes no siempre constata la lengua en que sus personajes se comunican. Así Tomás Rodaja, en El Licenciado Vidriera, se pasea tranquilamente por Italia y Flandes sin detallarse su forma de hablar y entenderse.

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lengua, que arrastra como las cadenillas de Hércules a los que escuchan, incide en la concepción renacentista de la palabra como rasgo consustancial de la dignidad del hombre, a distancia de las voces y gritos de los bárbaros y marineros incultos que irrumpen con desarmonía en el discurso narrativo. Conforme el relato avanza, el rigor por la verosimilitud se pierde levemente, como ocurre cuando no se precisa en qué lengua se entienden Transila y Auristela con los navegantes ingleses, o cuando aparecen el irlandés Mauricio, Arnaldo, rey de Dinamarca, o la misma Rosamunda. El ámbito creado previamente disimula esos puntos de fisura que, por otra parte, se remachan a cada paso con referencias concretas, como cuando se transcribe en castellano un soneto dicho originariamente por Rutilio en lengua toscana. Desde la palabra poética a las voces engendradas por el pavor o en sueños, el Persiles despliega una polifonía que recoge, junto al silencio, la música y la palabra concertada, el griterío y las voces incontroladas, máximo signo de violencia y barbarie. El origen de los personajes y su trayectoria vital van, a su vez, íntimamente ligados al conocimiento de las lenguas y a la cultura y religión que ellas conllevan. El libro I de los Trabajos despliega una rica gama de voces y palabras, en colisión o convivencia, que el narrador procura detallar y determinar de forma verosímil. El enfrentamiento o la distancia entre cristianos y bárbaros se palía y acorta con el aprendizaje de la lengua ajena y con el bautismo que dignifica y eleva. No falta, en este sentido, la tópica atribución negativa de raza a determinados vicios, como ocurre con la lasciva Rosamunda, tildada de «bárbara egipcia».6 La caridad cristiana aflora, sin embargo, en el momento de su

Para el tema en el teatro, Elvezio Canonica, El poliglotismo en el teatro de Lope de Vega, pp. 11-30.   6 P. 142. Avalle anota la referencia del Génesis a la mujer de Putifar. La identificación de gitano con egipciano era muy común y, como veremos, vuelve a darse en el libro iv, a propósito de Hipólita la Ferraresa. Rosamunda se dibuja también como una tópica harpía. Es personaje que remeda la historia de Rosamunda Clifford, la amante del rey Enrique II de Inglaterra, según Karen Lucas, «Rosamunde: A Cervantine Mingling of History and Fiction in Persiles», Cervantes, 10, 1990, pp. 87-92. Conviene tener en cuenta además el relato de Rosemunda o Rosimunda de Pedro Mexía, Silva de varia lección, edición de Antonio Castro, Madrid, Cátedra, 1989, vol. ii, p. 160; muestra de mujer las-

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muerte, pues los presentes la lloran como su confesión exige. El vestido, a su vez —de las pieles, al lujo y los adornos o, más adelante, al hábito de peregrinos—, da señas del origen, así como de la mayor o menor urbanidad de la persona. La desnudez, sin embargo, es vejación máxima que, como en el caso de Taurisa, ha de cubrirse para su enterramiento. La llegada al palacio del rey Policarpo no ofrece problema idiomático aparente, desarrollándose la comunicación sin traslación alguna. La corte parece el reino de los políglotas: un lugar en el que se favorece el aprendizaje de idiomas, como ocurre con Isabela en La española inglesa o como demuestra el propio Periandro, delatando sus nobles orígenes a lo largo de toda la obra. El primer libro muestra así un gran esfuerzo que apenas si declina hacia el final, a la hora de determinar el vehículo idiomático en el que los diálogos discurren. En el libro segundo, hay también ese choque de grita y voces con plegarias cristianas, en medio de una gran tormenta, que se pespuntea con silenciosos paréntesis cercanos a la muerte. En parangón con los inicios del libro i, surge la imagen de un nacimiento, con los gritos de los que vocean en el interior de una nave volcada y que se salvan saliendo fuera a través de un agujero hecho en la misma. Se trata, en ambos casos, de una salvación claramente concebida como un parto, que devuelve a la vida a los protagonistas y los hace avanzar nuevamente. En el palacio citado, el narrador es fiel a la verosimilitud acostumbrada, transcribiendo los cantos de Policarpa gracias al «bárbaro» Antonio, que traduce el soneto al castellano. Ello no quita que, a ratos —como en el caso de Periandro y Clodio—, no sepamos realmente en qué idioma se comunican. Efectuado desde el principio el pacto con el lector, gracias a continuas muestras de verosimilitud, el narrador discurre ahora con mayor libertad, más preocupado por plantear el problema personal del transterrado que la cuestión específica de las lenguas, puesto que, a estas alturas de la obra, todos desearían verse de vuelta a su patria. Las palabras de Clodio son clave a la hora de apuntalar la arrogancia del «bárbaro español» (p. 182) así como la situación, en cierto modo

civa y vengativa que muere víctima del veneno con el que mataba, purgando así sus pecados. Mexía la inserta en el contexto belicoso de las tierras septentrionales, al relatar la historia de Albuino, rey de los longobardos. También a él le preocupaban, como a Cervantes, las costumbres matrimoniales de los bárbaros (Mexía, 1989, vol. i, pp. 633 y 638).

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venturosa, de los que viven fuera de su patria, pues sin hacer daño a nadie, pueden inventarse y alcanzar un nuevo y mejor linaje que el que en ella tenían. Claro que, como dice el anciano Mauricio al añorar su tierra, no es lo mismo el sentimiento del pobre que se ausenta de su patria y no deja nada en ella, que el de aquellos que abandonaron allí los bienes de fortuna (p. 197). También aquí el traje y la cortesía definen el origen de la persona, pero Cervantes demuestra la capacidad de cada uno para domesticarse y elevarse por encima de sí mismo (p. 200). Los peligros del desterrado y la añoranza por la tierra perdida se combinan, a su vez, con las marcas representadas por algunos personajes que, como Clodio, comparan el palacio del rey Policarpo con Egipto y ven a España, Francia e Italia como «la tierra de promisión» (pp. 190-191). El referente bíblico ajusta así los términos ideales de una peregrinación hacia la Nueva Jerusalén, identificada con los territorios cristianos por los que luego transitarán los protagonistas.7 La idea de destierro y extranjería va aquilatándose, de modo que la vuelta a la patria viene a constituirse en meta de quienes se sienten «estranjeros y ausentes», como dice Mauricio a Auristela (p. 197). El episodio hechiceril de la granadina Cenotia es, por otra parte, un injerto más de identificación negativa entre pecado y raza, por cuanto su origen agareno va unido a sus facultades como maga zoroástrica. Ella, perseguida por «los mastines veladores» de la Inquisición, siente como auténtica desgracia la salida de su patria, «que cuando se sale por fuerza della, antes se puede llamar arrancada que salida» (p. 202). Por su boca aparece además un claro elogio del español, «cuya conformidad suele engendrar amistad entre los que no se conocen» (p. 200). Los límites entre barbarie y urbanitas se encarnan en la figura de Antonio el mozo, quien, como semibárbaro, cruza con flecha dirigida a Cenotia la lengua del maldiciente Clodio. Su padre Antonio le recriminará tal comportamiento, instándole a que abandone el arco y las pieles, y a que

  7 En el libro ii, la estancia en el palacio del rey Policarpo obvia referencias idiomáticas. Todos parecen entenderse. Las cartas de Rutilio y Clodio van transcritas en castellano, contra lo que sería razonable por su origen, sin referencia a traducción alguna. No debe olvidarse, por otra parte, que el narrador nos presenta el Persiles como una traducción.

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reprima los vicios ajenos con otros medios menos cruentos. La violencia, aunque no falte entre cristianos, se ha ido identificando desde los inicios con las gentes bárbaras, incluidos los corsarios. La novela avanza de modo que se va creando un ámbito evolutivo, en lo cultural y en lo idiomático, con claros visos de verosimilitud. El mismo Periandro, como relator, echa mano también de un intérprete para así poder transcribir las voces de unos barqueros (p. 209). Ello evita a Cervantes el ir diciendo al pormenor en qué lenguas se hablan unos y otros. La convención literaria de carácter bucólico se desarrolla, a su vez, plenamente en las bodas de Carino y Selviana, tan cercanas al mundo de La Galatea y del mismo Quijote, pues hay en ellas una batalla entre amor e interés de claro tinte alegórico, sin que haya en su descripción detalle idiomático alguno. Por otra parte, la tópica alusión al español colérico que de Antonio hace Cenotia (p. 218) es un curioso dato más sobre la relación entre la teoría de los humores y el origen de la persona, tan propia de la época. En ocasiones, el narrador ataja los posibles interrogantes del lector anunciando que alguien entendía la lengua de los otros, como en el relato de Policarpo y los barqueros, con lo que se previene cualquier sospecha posterior sobre las palabras de Sulpicia y otros personajes en el sueño de Periandro. El mundo septentrional es así un universo lleno de voces de bárbaros, salvajes y corsarios. Voces que constituyen un motivo reiterado desde el fondo de cuevas y bajeles. El término aparece constantemente como un leitmotiv que luego se diluye en las dos últimas partes de la obra hasta desaparecer prácticamente. Cervantes ya lo había empleado en el Quijote ciento treinta y cuatro veces, en contraposición casi siempre con el sosegado silencio o con las frases y diálogos en concertada armonía. El episodio de la isla de las ermitas introduce indirectamente en la obra la lengua francesa de sus protagonistas Renato y Eusebia, aunque no se constate en qué lengua se entienden con Periandro y sus acompañantes. Este, sin embargo, se ha ido aquilatando como un políglota consumado que, a estas alturas del relato, confirma no solo su capacidad de entenderse con los ermitaños, sino con el capitán de los esquiadores y con Cratilo, rey de Bituania. Como narrador, Periandro es, desde luego, bastante más descuidado en punto a verosimilitud idiomática que el narrador principal del Persiles, a quien se deben los mayores esfuerzos al respecto. También el francés Renato contará, en primera persona y en castellano, la historia de su vida sin otras precisiones.

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Los dos primeros libros se cierran con ese tiempo histórico que delimita la referencia al «emperador romano» Carlos V, rey de España, «terror de los enemigos de la Iglesia y asombro de los secuaces de Mahoma», sin que falte al reclamo la mención del pueblo turco, el más denostado del Persiles como «enemigo común del género humano» (p. 272).8 Lejos del recreo idealizado del mundo oriental, Cervantes se centra aquí en los aspectos negativos del turco y en los problemas implícitos en la expulsión de los moriscos que, como profecía a posteriori, el Persiles anuncia y justifica.9 La topificación de Egipto y Berbería, junto con las alusiones negativas mencionadas, conforman en los dos primeros libros un mundo oriental identificado con el pecado y con los enemigos de la Iglesia. Extremos que se mantienen posteriormente y que aquí conforman el otro polo al que apunta la barbarie de los septentrionales. Además la identificación, en los libros iii y iv, de la hechicería con moriscos y judíos ya se perfila en los dos primeros, aunque, como se sabe, Cervantes muestra una evidente variedad de puntos de vista sobre esos pueblos.10 Por lo que atañe a los Trabajos,

  8 José Luis Bermejo Cabrera, «Ambientación histórica en el Persiles», Anales Cervantinos, 31, 1992, pp. 261-267, Albert Mas, Les turcs dans la littérature espagnole du Siècle d’Or, vols. i y ii, París, 1967, y Ottmar Hegyi, Cervantes and the Turks: Historical Reality versus Literary Fiction in «La Gran Sultana» y «El amante liberal», Newark (Delaware), Juan de la Cuesta, 1992. Los turcos aparecen también en el episodio de los dos estudiantes, en el de los moriscos valencianos y en el de Ambrosia Agustina. El saqueo de los pueblos cristianos fue tratado por Cervantes en Los baños de Argel, edición de Jean Canavaggio, Madrid, Taurus, 1983, pp. 21-30. Sobre ello, Franco Meregalli, «De los Tratos de Argel a los Baños de Argel», en Homenaje a Casalduero, Madrid, Gredos, 1972, pp. 395409 y René Quérillacq, «Los moriscos de Cervantes», Anales Cervantinos, 30, 1992, pp. 79-98. Este traza una evolución en el tratamiento cervantino, mostrando que, en el Quijote y en el Persiles, domina la idea de la integración de los moriscos como lo más acertado.   9 Sobre el tema, Francisco López Estrada, «Vista a Oriente: la española en Constantinopla», Cuadernos de Teatro Clásico, I, 1992, pp. 31-46, y Luciano García Lorenzo, «Cervantes, Constantinopla y La Gran Sultana», Anales Cervantinos, 31, 1993, pp. 202213. El exotismo otomano aparece como fondo de esos cautiverios en Berbería que tratan de remachar la dignidad imperial española y la exaltación del catolicismo. Conocida es la idealización morisca que, por su parte, Lope exhibió en sus romances y en su teatro. Véase Rosa Navarro Durán, «Lope juega con los límites: Jorge Toledano, una comedia de cautivos», en Felipe B. Pedraza y Rafael González (eds.), Los imperios orientales en el teatro del Siglo de Oro. Actas de las XVI Jornadas de teatro clásico (Almagro, julio de 1993), Madrid, Ministerio de Cultura, 1994, pp. 73-92. 10 José Ignacio Díez Fernández y Luisa Fernanda Aguirre de Cárcer, «Contexto histórico y tratamiento literario de la “hechicería” morisca y judía en el Persiles», Cervantes, 12, 1992, pp. 33-63. La magia va vinculada además al amor deshonesto; y el judaísmo, a la avaricia. El tema es desbordante, desde las investigaciones del autor de La edad conflictiva.

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se ha considerado que estaba más cerca de la integración de los moriscos que de su expulsión, aunque esta se justifique, según hemos visto, precisando cómo debe ser esa integración.11 Las dos primeras partes de la obra que nos ocupa dibujan un mapa septentrional poblado de gentes diversas que provienen del Mediterráneo cristiano, cuyas lenguas, religión y costumbres apelan a un mundo civilizado que choca con la barbarie o semibarbarie nórdicas. Pero lejos de mostrar dos culturas en perpetua colisión, Cervantes nos ofrece la capacidad de adaptación y convivencia de españoles, italianos, portugueses y franceses para entender y entenderse con los extraños. Y a la par, la facultad de quienes dejan su estado de barbarie para adquirir una nueva cultura y progresar en ella. Sin olvidar los matrimonios mixtos que la obra presenta. La cultura lleva implícito el conocimiento de la lengua, las costumbres y la religión cristiana. De ahí ese oriente de vuelta hacia una Nueva Jerusalén que constituyen las naciones católicas y que, más tarde, se delimita simbólicamente en la ciudad de Roma a la que se dirigen los protagonistas. La idea utópica de una monarquía universal cristiana, tal y como la reclamó el propio Campanella al monarca español Felipe III en 1600, se dibuja, a su modo, en esta obra cervantina que encamina a cristianos bárbaros y a bárbaros cristianizados hacia la Jerusalén romana, no sin antes pasar por Portugal, España y Francia.12 El oxímoron que tal mezcla de seres hu-

Sobre ello, Aniano Peña, Américo Castro y su visión de España y Cervantes, Madrid, Gredos, 1975, pp. 220-224. Francisco Márquez Villanueva, El problema morisco (desde otras laderas), Madrid, Libertarias, 1991, destaca la bondad de Cervantes para con los moriscos españoles. 11 René Quérillacq, «Los moriscos de Cervantes», p. 97. Para una revisión de la cuestión morisca y la «maurofilia» literaria, Francisco Márquez Villanueva: «La criptohistoria morisca (los otros moriscos)», en A. Redondo (ed.), Les problèmes de l’exclusion en Espagne (xvie-xviie siècles), París, Publications de la Sorbonne, 1983, pp. 77-94. Ya Rafael Osuna, «La expulsión de los moriscos en el Persiles», Nueva Revista de Filología Hispánica, 19, 1970, pp. 388-393, habló de las ventajas y desventajas que para Cervantes supuso la expulsión. A ello cabe añadir los numerosos trabajos de Trevor Dadson. 12 Tommaso Campanella, De Monarchia Hispana, 1600. Tomo la referencia de Mircea Eliade, Mito y realidad, Madrid, Guadarrama, 1975, pp. 186-187. La idea provenía de san Bernardo, con su apoyo a la conquista de Jerusalén, paso previo al logro de la ciudad celeste. Según Stefano Arata, «I primi capitoli del Persiles: armonie e fratture», Studi Ispanici, 1982, pp. 71-86, existen personajes puente que sirven de intermediarios entre civilización y barbarie, marcados por los conocidos oxímoros: el «bárbaro español», el «bárbaro italiano».

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manos propicia está lejos de ser una mera simplificación de contrarios entre norte y sur, barbarie y civilización, herejía y cristiandad, pues el bien y el mal aparecen donde quiera que el hombre los practique. Es una cuestión de grado que intensifica la violencia, la barbarie, la confusión lingüística y hasta los maleficios de la brujería en el Septentrión, pero estos aparecen también en las tierras meridionales, como luego veremos.13 No hay un determinismo geográfico, aunque no falte algún rasgo tópico ocasionalmente, pero domina en la obra la evolución de aquellos hombres y mujeres que progresan a través de sus trabajos y peregrinaciones en busca del bien. Es la persona con su propia vida, y no el lugar en sí, lo que determina, en definitiva, la ética topográfica del Persiles. Lejos de cualquier simplificación, Cervantes demuestra que la cueva salvaje o la Roma celeste la lleva el hombre dentro de él, donde quiera que esté y por la gracia de sus obras. En el Persiles, su autor se distancia además de la tópica adscripción de lo septentrional a los mirabilia que pudo encontrar en Olao Magno o en Torquemada, para establecer un complejo mundo de relaciones humanas donde se quiebran las oposiciones generadas por la clásica dicotomía entre corte y aldea.14 Su alejamiento de la miscelánea le permite poner los materiales aprehendidos en ella a la prueba de la realidad vivida por unos personajes que ya no presentan lo septentrional como silva estática de rara lección.

13 Mauricio Molho, «El sagaz perturbador del género humano: brujas, perros, embrujados y otras demonomanías cervantinas», Cervantes, 12/2, 1992, pp. 21-32, establece una antítesis en el Persiles entre norte y sur, identificados respectivamente como territorios de lo diabólico y lo divino, lo bárbaro y lo civilizado. Aunque el grueso del mapa sigue esas coordenadas, la dicotomía absoluta se rompe en uno y otro lado. Crecen ermitas en las islas bárbaras y los vicios afloran por territorios cristianos, incluida Roma, como veremos. 14 Véase la huella de la Historia de gentibus septentrionalibus, de Olao Magno, Roma, 1555, en el Jardín de flores curiosas de Antonio de Torquemada, edición de Giovanni Allegra, Madrid, Castalia, 1983, pp. 427, 430, 433, 437, 443 y 473. Ambas proveen a Cervantes de material curioso, pero él lo utiliza con fines propios, alejándose de lo inverosímil y de la simplificación. Torquemada le facilita, con su tratado quinto, toda una lección septentrional (pp. 382-383), incluida la mítica isla de Tule (p. 412), la práctica de la nigromancia (p. 445), el esquí (p. 429), la licantropía (p. 463) —estas tres también en Olao—, la noche polar (p. 407) y hasta un precedente del caballo volador de Cratilo en el que llevó a Othino y Hadingo sobre las aguas del mar (p. 449), amén de la cueva misteriosa de la que salía un ruido espantoso (pp. 382-463).

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La huella de los cronistas de Indias en el Persiles no debe ser desestimada, aunque su aparente dependencia haya sido cuestionada por la crítica reciente.15 Lo fundamental de algunos cronistas y autores de misceláneas, como Fernández de Oviedo y Pedro Mexía, es su coincidencia con Cervantes no solo en la defensa humanística de la dignidad de las lenguas vernáculas, sino en la valoración de la experiencia que en el Persiles cristaliza con esos viajes que mudan a las personas y cambian su visión de las cosas. En la susodicha línea seguida por el erasmismo y sus corrientes afines, la obra dignifica el mundo bárbaro, tratando de no ser utópica respecto al mundo cristiano. Al igual que el Inca Garcilaso o el mismo Montaigne, Cervantes enseña que no son tan nítidos los límites existentes entre civilización y barbarie, tejiendo una tupida red de relaciones humanas que se aleja bastante de las simplificaciones al uso.16 Y es en ese contexto donde la lucha entre palabras y voces alcanza su verdadero sentido al mezclarse, sin que de ello resulte necesariamente una Babel de lenguas, sino una sinfonía que va desde el grado cero del lenguaje y de las voces, al deseable diálogo y entendimiento entre las personas a través de la palabra. La verdadera peregrinación conllevaba, según los erasmistas, una religión del espíritu sin fraudes ni embelecos de vieja cruzada, como la que siguen Periandro y Auristela con todos los que les acompañan y, en ella, los trabajos idiomáticos forman parte de ese caminar auténtico hacia un venturoso destino.17

15 Véase Carlos Romero Muñoz, «Oviedo, Olao Magno, Ramusio: note sulla “mediazione veneziana” nel primo tempo della composizione del Persiles», en Angela Caracciolo (ed.), L’ impatto della scoperta dell’America nella cultura veneziana, Roma, Bulzoni, 1990, pp. 135-173, quien aporta numerosas fuentes europeas en contra de quienes han mostrado la influencia directa de la materia americana en el Persiles. Claro que, como el mismo Romero recuerda, los cronistas de Indias se sirvieron a su vez de las misceláneas. Véase Isaías Lemer, «La visión humanística de América: Gonzalo Fernández de Oviedo», en Actas del Congreso Internacional: Las Indias (América) en la literatura del Siglo de Oro, Kassel, Reichenberger, 1992, pp. 3-22, quien señala la deuda de Oviedo para con Pedro Mexía. El Persiles está plagado de materiales provenientes de silvas y es, a su vez, una curiosísima silva, pero sin mimetismos y en clave de novela moderna. 16 Véase Dian de Armas Wilson, Allegories of Love: Cervantes’s Persiles and Sigismunda, Princeton, Princeton University Press, 1991, pp. 111-129, para quien Cervantes representa la simpatía por lo otro y los otros, presente ya en la novela griega. No existe, según la autora, una separación binaria entre lo bárbaro y lo civilizado, sino algo más complejo, palpable también en la propia concepción que de las voces mantiene la obra, donde se distingue entre «voice as speech and voice as sound» (p. 111). 17 Para mejor entender las dos formas, falsa y verdadera, de peregrinar, que el libro iii del Persiles conlleva, es útil tener en cuenta los precedentes estudiados por Augustin

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No cabe duda de que la «alteridad americana» supuso un cambio de perspectiva respecto a los tópicos sobre lo salvaje o lo bárbaro. Cervantes los canalizó more novelístico tratando de hacer posible lo fantástico de la geografía visionaria con una perspectiva humana y natural de la barbarie.18 Para entender el poliglotismo del Persiles, conviene recordar la nueva realidad lingüística que se había creado tras el descubrimiento de América. La necesidad de dominio, ya fuese con fines políticos, religiosos o económicos, impulsó el conocimiento de las lenguas indígenas y favoreció, a la par, la enseñanza del castellano, haciendo que los intérpretes se multiplicasen. La lengua española en tiempos de Carlos V se empleó como vehículo evangelizador y medio de enseñar la «pulicía y buenas costumbres» hispanas, pero como contrapartida, se ordenaba que los misioneros aprendiesen las lenguas de los indios.19 Cervantes recrea así, en los dos primeros libros del Persiles, un plurilingüismo en claro paralelo con el del mundo americano, aunque él también contase con su propia experiencia de viajero por Europa y África. La universalidad del castellano domina la obra de principio a fin, pero el hecho de que se hable en los más

Redondo en «Devoción tradicional y devoción erasmista en la España de Carlos V: de la Verdadera información de la Tierra Santa de fray Antonio de Aranda al Viaje de Turquía», en Homenaje a Eugenio Asensio, Madrid, Gredos, 1988, pp. 394-416. 18 Sobre los mitos y leyendas del mundo americano, plagado de ideales caballerescos, véase Irving A. Leonard, Los libros del conquistador, México, Fondo de Cultura Económica, 1979, y Carmen de Mora, «Problemas textuales y códigos culturales en la Relación de Pedro Castañeda Nájera», en II Simposio de Filología Iberoamericana (Sevilla, 11 al 15 de marzo de 1991), Zaragoza, Pórtico, 1992, pp. 189-231. Cervantes no renuncia a la «speculatio ebria» de lo maravilloso, como ha señalado Ignacio Gómez de Liaño, Paisajes del placer y de la culpa, Madrid, Tecnos, 1990, pp. 81-93, pero instalándolos dentro de los cauces del relato verosímil. 19 Paulino Castañeda Delgado, «La Iglesia y la corona ante la nueva realidad lingüística en Indias», p. 32. El plurilingüismo americano tuvo un curioso papel unificador en el alfabeto latino, fundamental para el aprendizaje de las lenguas indígenas, según ha señalado Walter Mignolo, «Teorías renacentistas de la escritura y la colonización de las lenguas nativas», en I Simposio de Filología Iberoamericana (Sevilla, 26 al 30 de marzo de 1990), Zaragoza, Pórtico, 1990, pp. 171-200. Para el tema en general, véanse los estudios clásicos de A. Morel-Fatio, «L’espagnol langue universelle», Bulletin Hispanique, 15, 1913, pp. 207-225, y Eugenio Asensio, «La lengua compañera del imperio: historia de una idea de Nebrija en España y Portugal», ya citado, así como las más recientes de Francisco Rodríguez Adrados, «El idioma español y su valor», Boletín de la Real Academia Española, 73, 1993, pp. 303-327, y J. Elliott, Lengua e Imperio en la España de Felipe IV. Aparte habría que considerar, como señalamos en el prólogo, la circunvalación del globo.

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apartados rincones, no quita para que el narrador constate la existencia de otras muchas lenguas y de que unas y otras puedan convivir sin problemas. La preeminencia del castellano, el italiano, el portugués y el francés sobre el polaco y otras lenguas nórdicas es evidente. La selección no es arbitraria, pues casa con el itinerario posterior de los protagonistas y con el eje conceptual de la obra que las unifica como cristianas. Pero la calidad de las personas viene marcada, en principio, por sus obras y no por su origen geográfico o lingüístico. Periandro y Auristela son los mejores ejemplos. Por un lado, la materia novelesca vivifica la mera descripción rara y curiosa de polianteas como la de Cayo Julio Soldino, De las cosas maravillosas del mundo (Sevilla, 1573).20 Y, por otro, entre la exaltación imperial de la lengua y de la cultura españolas y la crítica severa que de todo ello hicieran algunos cronistas de Indias, Cervantes representa la contención, el punto de equilibrio que sitúa a los hombres y a su bagaje cultural en cada momento y lugar dados. En este sentido, su perspectiva está muy cerca de la de Fernández de Oviedo, cuya Historia General exalta y censura a un tiempo.21 El Persiles es, sin duda, una clara superación de la miscelánea curiosa y de las crónicas, aunque no deje de reflejar ambas. La misma exaltación de las voces cristianas en territorio indígena que Cervantes prodiga

20 Cayo Julio Soldino, De las cosas maravillosas del mundo, Sevilla, Alonso Escribano, 1573, pp. 60-69, habla de ínsulas y océanos, lugares arcádicos y septentrionales, poblados de hiperbóreos, sin olvidar Tule y las noches y días que, como en el Persiles, duran seis meses. Reflejo de lo extraño y maravilloso que trata de asombrar a los lectores, pero que en Cervantes se hace novela, sin el exotismo que, en Soldino, muestran los garamantes, gelones, hombreslobo y demás monstruos. Véase además Lina Rodríguez Cacho, «La selección de lo curioso en las silvas y jardines: notas para la trayectoria del género», Criticón, 58, 1993, pp. 155-168. 21 Véanse las distintas perspectivas que sobre la colonización muestra el estudio de Alberto M. Salas, Tres cronistas de Indias: Pedro Mártir de Anglería, Gonzalo Fernández de Oviedo y fray Bartolomé de las Casas, México, Fondo de Cultura Económica, 1986. Desde la cristianización del mito de la Edad de Oro de Anglería a las severas críticas de las Casas, Oviedo representa un punto de equilibrio que no renuncia a la censura, a la hora de dibujar los vicios y virtudes de los conquistadores y de los indios. Los treinta capítulos de naufragios de su Historia General son un curioso precedente de los de la obra que nos ocupa. Las Casas también lo es respecto a esa concepción del indio como ser libre que puede superar su estado. En cuanto a Pedro Mártir, ofrece un grupo incontable de islas llenas de hombres bárbaros. Véase Antonio Carreño, «Las Nuevas Indias en el epistolario de Pedro Mártir de Anglería», Ideas, 92/6, 1990, pp. 53-65.

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en los dos primeros libros tiene claros ecos de aquella palabra elocuente de Hernán Cortés resucitada con fines épicos.22 La obra muestra las paradojas y contradicciones que el concepto de lo bárbaro generó al descubrirse el Nuevo Mundo. El vuelco que las teorías medievales sobre el salvaje dieron a partir de Pedro Mártir de Anglería dejó en la literatura posterior no pocos reflejos.23 Fue fray Antonio de Guevara el adalid de esa imagen del buen salvaje que representó su villano del Danubio.24 Sin entrar aquí en los problemas que su famosa dystopia conlleva, lo cierto es que su menosprecio y alabanza fueron objeto de numerosas revisiones en el Barroco, según confirman Góngora, Tirso y Calderón, entre otros. En ellos, la aldea y la corte no presentan per se un mayor o menor grado de moralidad, sino el modo de vivir de quienes en ellas moran. La dignidad de toda persona así como de su lengua resultan, en principio, incuestionables en el Persiles, independientemente de su circunstancia y origen, aunque no falten rasgos evidentes de parcialidad, según se ha visto.25 En su descargo, hay que decir, sin embargo, que algunos se someten a revisión y otros están lexicalizados, como el caso aludido de lo egipcio.

22 Los ideales épicos favorecieron el encomio de la buena elocuencia. Winston A. Reynolds, Hernán Cortés: en la literatura del Siglo de Oro, Madrid, Editora Nacional, 1978, pp. 163-172, señala el ejemplo de la excelente oratoria de Hernán Cortés. 23 José Manuel Gómez Tabanera, «El tema del hombre salvaje y el descubrimiento de América», El Basilisco, 4, 1990, pp. 31-50, y «La plática del villano del Danubio de fray Antonio de Guevara o las fuentes hispanas del mito del buen salvaje», Revista Internacional de Sociología, 24, 1966, pp. 297-316. Cervantes saca con distintos propósitos a los salvajes en el Quijote, edición de Andrés Murillo, Madrid, Castalia, 1978, vol. ii, pp. 190-193 y 344. Téngase en cuenta además su presencia en la novela sentimental y en la de caballerías. 24 Para el contexto histórico de la oposición clásica, Antonio de Guevara, Menosprecio de corte y alabanza de aldea. Arte de marear, edición de Asunción Rallo, Madrid, Cátedra, 1984, pp. 79-82. El Arte de Guevara es una sátira contra los peligros del mar, lleno siempre de corsarios que encarnan el mal y hablan un lenguaje bárbaro (pp. 330 y 353). Los barcos, como en Las Soledades de Góngora, son símbolo de la ambición y la codicia, frente al albergue aldeano, lleno de bonanza. La clave de las interpretaciones barrocas está en el texto de Guevara: «el ser buenos o malos no depende del estado que elegimos, sino de ser nosotros bien o mal disciplinados» (p. 139). El Persiles refleja ese mundo de peligros y naufragios lleno de corsarios que encarnan el mal, como en Guevara (p. 330). 25 El propio Guevara estaba lejos de simplificaciones, aunque habla de una mayor posibilidad de alcanzar la virtud lejos de la corte. El contraste clásico entre ciudad y campo se hace más complejo a partir de 1492, al mezclarse con la oposición entre civilización y barbarie. Véase V. Bitterli, Los «salvajes» y los «civilizados»: el encuentro de Europa y Ultramar, México, Fondo de Cultura Económica, 1982.

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Cervantes incide en el significado tradicional de bárbaro como extranjero, opuesto a romano, pero con toda la carga añadida que el Relox de príncipes había planteado respecto a la dignidad de los germanos y a la corrupción de la ciudad de Roma. La buena retórica del villano del Danubio —«oro de escoria», su plática, ante el senado romano— aseguraba, con su elocuencia, la calidad moral de quien se presentaba como un salvaje. Cervantes, frente a la tradición escolástica del bárbaro, ofrece una visión humanista y moderna del mismo.26 Del peligroso mundo nórdico de las navegaciones, tan criticado desde Diógenes Laercio, el Persiles pasa, en los dos últimos libros, a una peregrinación por las tierras del sur que va a suponer un cambio decisivo desde la barbarie y la semibarbarie, al mundo civilizado y, sobre todo, cristiano.27 Como por ensalmo, el problema de las lenguas, aunque no desaparece del todo, se difumina en una comprensión idiomática, a veces milagrosa, que convierte a los protagonistas en verdaderos políglotas. De hecho, el buen entenderse entre portugueses, italianos y españoles de los primeros libros se hace moneda corriente hasta el final de la obra, aunque, como veremos, no falten, a ratos, las oportunas precisiones sobre la lengua en la que cada

26 Fray Antonio de Guevara, Relox de príncipes, estudio y edición de Emilio Blanco, Madrid, Confres, 1994, pp. 700-712. Véase también Ann E. Wiltrout, «El Villano del Danubio: Foreign Policy and Literary Structure», Crítica Hispánica, 3, 1981, pp. 47-57. Américo Castro en El pensamiento de Cervantes, Barcelona, Noguer, 1980, pp. 173-179, ya estableció un cierto paralelismo entre el episodio del villano y la tradición de la vida retirada en la isla de las ermitas del Persiles. Dicho episodio supuso una advertencia contra el expansionismo europeo y una defensa del indio. Para ello, Asunción Rallo, Antonio de Guevara en su contexto renacentista, Madrid, Cupsa, 1979, pp. 133-138, y Francisco Márquez Villanueva, «Guevara en Cervantes», en Fuentes literarias cervantinas, Madrid, Gredos, 1973, pp. 235-243. 27 Para el tema, en relación con el nuevo mundo, José Manuel Gómez Tabanera, «Bestiario y paraíso en los viajes colombinos: el legado del folklore medieval europeo en la historiografía americanista», en Actas del XI Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas (Irvine, 24-29 de agosto de 1992), vol. 3, 1994, pp. 68-78. Cervantes se aleja de los restos simbólicos medievales sobre el salvaje y reflexiona ampliamente sobre el eremitismo. Para más bibliografía, mi artículo «Los ermitaños y la ejemplaridad cervantina», recogido en Cervantes y las puertas del sueño, pp. 307-348. El adjetivo bárbaros aparece en el Quijote II, p. 556, homologado con trogloditas y antropófagos. También lo emplea en II, p. 528, al hablar de los bárbaros turcos. En singular, es sinónimo de inculto (I, 565), opuesto a cristiano (I, 566) y muestra de lo contrario a grecolatino. Otras variantes, en I, 466 y 34; y II, 257.

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uno habla. El paseo de la bárbara Ricla y de su hijo por Portugal y España invierte las tomas iniciales de los cristianos que vivían entre la barbarie. La llegada de los protagonistas a Portugal como «peregrinos estranjeros» se entrevera con algunos apuntes idiomáticos exactos, como el del epitafio de Manuel de Sosa que Antonio padre traduce «casi» al castellano. El paso por tierras de Extremadura y Castilla simplificará más tarde las cosas. En el trayecto, la negativa de Auristela, a la que no le pareció bien dedicarse a ser comedianta por no hablar la lengua castellana, introduce una precisión que arrastra ciertas incongruencias. Pero la presencia de los dos Antonios y del propio Periandro da por hecho que el problema idiomático está resuelto de antemano.28 Las señas culturales de Portugal y de España van asomando como lección de urbanidad, por lo que implican de licencias y patentes de camino, visorreyes, justicia, alcaldes, corregidores y Santa Hermandad. A su vez, los numerosos templos y monasterios van marcando las señales de un itinerario plenamente religioso y, sobre todo, mariano. El mapa inicial del Persiles se dobla ahora con la aparición en tierras españolas de un polaco que no solo sabe hablar español, sino que ha vivido quince años en las Indias, donde aprendió portugués. Los límites geográficos se van así ensanchando, como en el episodio de los falsos cautivos que acarrean la memoria de Argel y de la lengua «turquesca», que el narrador llega a transcribir en las palabras manahora, rospeni y denimaniyoc. Recuerdo de una tierra de corsarios, con el pirata argelino Dragut, al que se acusa de perro.29 Como cuadro dentro del cuadro, los

28 Persiles, pp. 284 y 286. Franco Meregalli, Introducción a Cervantes, Barcelona, Ariel, 1992, p. 219, dice que este es el momento clave en el que Auristela se convierte en personaje auténtico. Su desconocimiento del castellano no le impide, a continuación, ver una comedia mitológica y convivir con muchos españoles. Incluso se dan anécdotas en las que la verosimilitud se quiebra. Así cuando parece haber entendido el relato de la doncella (pp. 295-298); y aunque después comprenda a medias los versos de Feliciana (p. 312), más tarde hablará en castellano como si lo supiera (p. 340). Con Constanza y la morisca tampoco tendrá problemas. Esta les habla en «lengua» aljamiada, vale decir, en romance hablado por moros (p. 354). 29 Cervantes, aquí como en las pp. 353-359, cuida la ambientación lingüística. A la nota 390 de la p. 345, de Avalle Arce, sobre los tres vocablos, cabe añadir el significado de mana, valor o coraje; y el de «religión, fe no hay», de din iman yok, según me indica Federico Corriente. Seguimos sin saber el significado de rospeni mientras que jadraque parece una deformación morisca de «subdiácono».

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falsarios buscan así credibilidad ante los oyentes, aunque esta se desmorona con las evidencias mostradas por el alcalde, que estuvo verdaderamente en Argel. En este punto de la obra, confluye la idea de cruzada católica al darse noticia de los españoles que iban hacia Flandes e Italia «a matar los enemigos de la santa fe católica» (p. 347). La perspectiva cómica del paso desmitifica, sin embargo, la aseveración. Por otra parte, la tópica referencia a los antípodas en un contexto ptolomeico (p. 351) no deja de ser curiosa, como una señal más de la búsqueda de lo raro en el itinerario hispano. Este conlleva también fuerzas centrífugas y centrípetas que conforman una tupida red de viajes y relaciones humanas, cuidándose por extremo el reconocimiento de la familia en el regreso a su casa del bárbaro Antonio. Vuelta del transterrado que consolida con católicas ceremonias sus relaciones paganas. A su vez, el episodio del morisco valenciano es capital para mostrar la doble perspectiva que, entre la idealización y la crítica, mantiene Cervantes respecto a esas gentes que viven en distintos lugares de España y cuyo decreto de expulsión en 1609 obligaba a la huida. El anciano que los recibe lo hace cristianamente y con agasajos. Su bellísima hija Rafala va ataviada a la morisca y habla «en lengua aljamiada» (p. 354). Pero pronto se ven los distintos propósitos de una y otro, fundamentales para la distinción que Cervantes hace entre los moriscos españoles que viven como cristianos y hablan en romance, y aquellos que escuchan a quienes desde Berbería tratan de llevárselos con promesas engañosas. Las palabras de Antonio el mozo: «Yo no sé quién dice mal desta gente, que todos me parecen santos» (p. 353), muestran el apoyo a esas personas que, como la bella Rafala, vivían en la fe de Cristo; aunque luego critique Cervantes con dureza los engaños de esa raza encarnados en el agasajo hipócrita del padre y en el ataque subsiguiente. Frente a ello, se oye la voz del jadraque, quien, sin renunciar a su origen, no solo abraza el cristianismo, sino que llega a justificar y alabar la expulsión de los moriscos. La batalla librada desde lo alto de la torre de la iglesia por unos pocos cristianos nuevos y viejos, mientras los otros moriscos del lugar huyen, llevándose sus alhajas, con los turcos, «ladrones pacíficos y deshonestos públicos» (p. 357), lo dice todo respecto a la postura del autor; pues pronto se ve que los huidos, cuando apenas tocan la lengua del agua, ya lamentan la deshonra que conlleva su mudanza. Frente a los regocijos de los lilíes de quienes se van por mar, surge la voz en romance de Rafala que se queda en su lugar:

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—¡Cristiana, cristiana y libre, y libre por la gracia y misericordia de Dios! (p. 358).30

El sonido de las campanas del templo choca con el de los atabales y dulzainas del barco turquesco que ha ultrajado el lugar cristiano. Entre el morisco falsario y Jarife, «moro solo en el nombre y en las obras cristiano» (p. 355), Cervantes establece distancias muy claras. El miedo a la expansión de la raza morisca y de su religión por el mundo subsiste en las últimas palabras del jadraque, como señal de esa doble perspectiva cervantina que salva a quienes abrazan de buena fe el catolicismo y alaban la expulsión de los moriscos por parte de un monarca que dejó la taza del reino limpia y resplandeciente. Que sea uno de ellos el que habla «desta mi mala casta» o «del inútil peso de la generación agarena» justifica, aún más si cabe, el destierro de los hijos de Mahoma y crea un ámbito de idealización afectiva hacia el morisco que se ha integrado plenamente, muy propio de la literatura española de principios del xvii. Si Cervantes ha constatado la singularidad de la lengua morisca y hasta ha perfilado esa curiosa aljamía, también hablará de la «graciosa lengua» de Valencia que equipara, por lo «dulce y agradable» (p. 360) con la portuguesa.31 La geografía y las costumbres van cambiando al paso de un peregrinar que se encamina hacia Cataluña, pero que nunca pierde de vista que el mundo de los españoles es ancho y ajeno, como el que ha recorrido el marido de Ambrosia Agustina, por Lombardía, Génova y Malta, en lucha permanente con el turco. El trayecto desde Perpiñán a Francia, pasando por el Languedoc y la Provenza, no plantea problema idiomático alguno, como si todos los franceses hablasen o entendiesen el español. Así ocurre con las tres bellas fran-

30 Para otras referencias de Cervantes a los moriscos, la nota de Avalle en p. 353, quien apunta además la ironía al hablar de «nuevos cristianos viejos». Don Quijote II, LIV, y El Coloquio de los perros muestran otras perspectivas. En el Persiles, p. 354, se alude además a las bárbaras «de Citia», o Escitia, tan bellas como las mujeres de Toledo. Conviene tener en cuenta además, en el episodio valenciano, la identificación que el jadraque hace entre la rápida extensión de su raza y la de los hebreos que pasaron a Egipto (p. 359). Un caso más de paralelo judeomorisco. 31 Sobre el respeto de Cervantes a las lenguas de España, Fernando Lázaro Carreter, «Don Quijote habla en Cataluña», ABC, 1 de junio de 1980, p. 7. En La Galatea, Cervantes da ya noticia de la lengua catalana, al igual que hemos visto en el Quijote.

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cesas que lo conocen porque «en Francia, ni varón ni mujer deja de aprender la lengua castellana», supuesto que se comprueba a cada paso.32 El ejemplo de la talaverana y del español vagamundos que la ha arrastrado hacia el mal deja claro, una vez más, que la identificación entre bondad, religión y patria no es absoluta. Los españoles pueblan el mundo arrastrando vidas e historias de variado signo y lo mismo ocurre con las gentes del Norte, quienes, como el polaco Banedre o la señora Ruperta, viuda del conde de Escocia, andan por tierras meridionales sin que ello genere en la novela problema idiomático alguno. Que Antonio el mozo vaya provisto de arco y flechas (p. 374) es un rasgo más de esa convivencia entre urbanidad y barbarie que subsiste hasta el final. La violencia está presente en el episodio de la mujer voladora, y el caso de Domicio señala, por otra parte, que la hechicería no es exclusiva de tierras septentrionales. En el otro extremo, el ermitaño Soldino recuerda los episodios de la Isla Bárbara y de la de las Ermitas, estableciéndose así toda suerte de meridianos y paralelos humanos en el mapa del Persiles. Italia es, por otro lado, espacio de gentes que provienen de los lugares más diversos. Allí no se declara en qué lengua se entienden los peregrinos, como si el castellano fluyese en ella habitualmente. El libro iv dará aún más por supuestas tales premisas y la llegada a Roma supondrá un declinar de la especificación idiomática en la que franceses, polacos y españoles se desenvuelven. En español surge la Flor de aforismos peregrinos y el soneto a Roma. La convivencia de razas se agranda con la presencia de los judíos Zabulón, Abiud y Manasés, pero son los españoles los que están por toda la ciudad, y en español está escrita la carta a don Antonio de Villaseñor. El condenado a la horca, Bartolomé Manchego, muestra una vez más la presencia de españoles indeseables por el mundo, lo mismo que la Talaverana; aunque, en su caso, la misericordia y el favor ajenos los pongan pronto en la calle. El relato va revistiéndose cada vez más de referencias religiosas a través de la catequización de Auristela y las visitas a templos y estaciones de las francesas.

32 P. 368. André Lubac, «La France et le français dans le Persiles», Anales CervanSobre el aprendizaje del español en la época de Cervantes, tinos, véanse los métodos recogidos para tal uso en el artículo de Antonio Ramajo Caño, «La norma lingüística y las autoridades», Anuario de Letras, 31, 1993, pp. 333-377.

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Los últimos capítulos descuidan los términos idiomáticos de la interlocución, incluidos los diálogos entre el facineroso Pirro el Calabrés, el judío hipócrita Zabulón y la «nueva egipcia», Hipólita la Ferraresa. El engaño no parece así ser exclusivo del pueblo turco, ya que se conforma el episodio de seducción de esta nueva Putifar que sin embargo identifica a Periandro como un español valiente junto a los demás peregrinos. No resulta así tan chocante la contestación de Periandro quien, siguiéndole el juego, dirá: «Aunque soy español, soy algún tanto medroso» (p. 445). Respuesta que, sin embargo, dará que pensar a los lectores, pues en el libro i le habían oído decir que él no hablaba muy bien la lengua castellana (p. 70). Por otra parte, los atisbos de identificación entre el narrador principal y este personaje a lo largo de toda la obra encuentran, de este modo, su más alto grado de tensión literaria y, sobre todo, lingüística. Periandro, no obstante, hablará tudesco a los guardianes que le persiguen para tratar con ello de ablandarlos y dará más pruebas de su poliglotismo al identificar a dos personas, que resultan ser Rutilio y su ayo Seráfido, cuando ambas hablan «la lengua de Noruega» (p. 464). El nuevo caso de philocaptio provocado por Hipólita con la ayuda de la perversa y cruel hechicera judía, mujer de Zabulón, identifica nuevamente tales prácticas con su raza, junto a la consabida avaricia. Por otra parte, las palabras de Arnaldo retoman el hilo de la historia septentrional y pueblan, con su recuerdo y el del itinerario andado, esa Roma llena de gentes que provienen de todas las partes del mundo. Al final, el círculo se cierra y el traslado de la extraña lengua de Noruega al castellano recrea la lejana isla de Tule, así como las tierras de Frislanda descubiertas por el veneciano Nicolás Teno. Desde la Roma papal, tan llena de peligros y vicios, se evoca el monasterio de Santo Tomás en Groenlandia, en el cual hay religiosos de cuatro naciones: españoles, franceses, toscanos y latinos; enseñan sus lenguas a la gente principal de la isla, para que, en saliendo della sean entendidos por do quiera que fueren (p. 470).

Así se explica el poliglotismo de los protagonistas y el feliz desenlace de Persiles y Sigismunda, que han venido de tan lejos a casarse en religión. Y otro tanto ocurre con el enterramiento cristiano del cadáver de Magsimino en la catedral de San Pablo. Amor y muerte se abrigan así al seno de la

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Iglesia. Otras bodas de gentes de países diversos, como la de la francesa Feliz Flora con el bárbaro Antonio, tienen lugar. La cadena del ser, a través del paso de las islas bárbaras a la Nueva Jerusalén romana muestra, en platónico movimiento ascendente, su progresión; pero existen, sin duda, otras fuerzas centrífugas que van de sur a norte y viceversa, conformando círculos con los que se muestra que, por encima de lugares y razas, culturas y lenguas, el bien y el mal residen donde quiera que los hombres los practican. En definitiva, la salvación o condenación del hombre es individual y depende de cómo y hacia dónde dirija los pasos de su peregrinación vital. De las voces ininteligibles del bárbaro Corsicurbo al principio del Persiles, se llega a la alusión final acerca del plurilingüismo del monasterio de Groenlandia donde se enseñan las lenguas cristianas del Mediterráneo para que las gentes del Septentrión puedan darse a entender dondequiera que vayan. La referencia es básica, situada como está al declinar la obra, y es símbolo de esa colonización cristiana que difunde la religión y las lenguas hasta los más apartados rincones. El monasterio, como las ermitas nórdicas, es otra Roma en tierras septentrionales. Topografía, cultura, religión y lengua conforman un riquísimo tejido al que Cervantes da vida en el Persiles, huyendo de toda simplificación. Cuanto de bárbara tenía Roma queda así constatado en una línea erasmista que rompía con la vieja sacralización de una ciudad que además era famosa por sus asedios y saqueos, justificados como castigo divino a sus vicios y pecados. Alfonso de Valdés la había dibujado como una ciudad semejante a Babilonia.33 Desde ese fondo erasmista que huía de los tópicos, la Roma del Persiles aparece tan múltiple y variada en vicios y virtudes como las tierras nórdicas, aunque nadie le negase la patente de ser, sobre

33 Véase al respecto Pedro Mexía, Silva de varia lección, donde hay numerosas referencias a los bárbaros, godos, normandos y demás pueblos que han sojuzgado a Roma. Los capítulos xxx y xxxi son significativos al respecto. Los saqueos son interpretados como castigo divino, incluido, claro, el de 1527 por Carlos V que escandalizara a toda Europa, y que justificó Alfonso de Valdés en su Diálogo de las cosas ocurridas en Roma, edición de Rosa Navarro Durán, Madrid, Gredos, 1992, pp. 17 y 42, comparando a la ciudad papal con una nueva Babilonia. Según lugar extraordinario aparece en Cayo Julio Soldino, obra citada en la nota 20, cap. i. Según ya se indicó, el Relox guevariano, pp. 700-701, presenta una clara inversión de Roma como símbolo de barbarie, presentando a los germanos en estado de virtud y paz arcádicos.

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otros lugares, la Nueva Jerusalén trazada según el modelo de la ciudad divina y residencia papal a la que se encaminan los protagonistas.34 Estos la adoran «como a cosa sacra» y encuentran en ella la sacramentalización de sus amores. La casa-museo de Hipólita, por un lado, y la ciudad misma con sus templos, por otro, son un alto símbolo de la cultura y religión que en ella se albergan. Pero Cervantes muestra también los vicios y miserias de esa otra Roma que se había ido perfilando desde Delicado y Valdés a Francisco de Quevedo. Sin negar altos grados de idealización geográfica al Persiles, hay que convenir en que Cervantes relativiza y cuestiona la utopía como ilusión pura, deshaciendo los tópicos que la historia en general y las misceláneas en particular habían concedido a la topografía y a las razas estableciendo una dicotomía tradicional entre civilización y barbarie.35 La armonía final que norte y sur alcanzan para algunos de los protagonistas del Persiles tiene un claro parangón con el tratamiento equilibrado que las lenguas en convivencia demuestran a lo largo de toda la obra. El Renacimiento favoreció la conciencia lingüística nacional y concibió la lengua como don de Dios para comunicarse entre los hombres. La diversidad idiomática, entendida como un maleficio para la humanidad tras la Torre de Babel, se explicaba ya en La ciudad de Dios de san Agustín, obra fundamental para el Persiles. Pero el humanismo retocó sensiblemente esa teoría, dignificando tal diversidad idiomática. Bernardo de Aldrete vio a Roma como ciudad predestinada para que llevase con el latín la cruz de

34 Pedro Mexía, Silva de varia lección, vol. i, pp. 614-616 y 638, ofrece la clásica simplificación de las gentes bárbaras, destacando en ellas el vicio de la bigamia y los apetitos carnales que identifica igualmente en mahometanos y judíos. Grecia y Roma son, por el contrario, otra cultura más libre y con leyes. Los bárbaros, a su vez, destruyen la cultura y acaban con las bibliotecas (II, pp. 29 y 407). 35 Julio Baena, «Los Trabajos de Persiles y Sigismunda: la utopía del novelista», Cervantes, 8/2, 1988, pp. 125-138, ha matizado los términos de esta utopía barroca cervantina en la que el espacio lo definen los protagonistas. John Weiger, The Substance of Cervantes, Cambridge, University Press, 1985, p. 165, señala el desengaño cervantino respecto al mito coetáneo de la Edad de Oro. Christian Andrés, «Insularidad y barbarie en Los trabajos de Persiles y Sigismunda», Anales Cervantinos, 28, 1990, pp. 109-124, analiza el contraste entre barbarie y civilización, identificando la primera con la violencia y la crueldad, pero también con rasgos de conmiseración cristiana, pues el texto ofrece numerosos casos de ambigüedad al respecto.

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Cristo por todo el mundo. Ese estandarte de lengua y fe podía así extenderse a las lenguas romances que, como el español, se concebían como hijas directas de la latina. Una sola lengua iba así a domesticar a los hombres, a unir voluntades y a hacer de la tierra un retrato del cielo.36 Esos deseos, dirigidos a Felipe III desde la edición romana de 1606 por el autor Del origen y principio de la lengua castellana, concuerdan bien con el espíritu del Persiles, aunque el prodigio no parezca exclusivo del español, sino de todas las lenguas de los pueblos cristianos. Cervantes da en esta obra continuas señales de la existencia de una lengua cristiana desde una perspectiva semejante a la que presentaba, según vimos, La lengua de Erasmo de Róterdam. Como este señalaba, los primeros cristianos dieron en hablar nuevos lenguajes para así poder publicar el Evangelio. Para Erasmo, el espíritu da en muchos «linages de lenguas», pero la lengua de Dios es la que habla el cristiano.37 Por encima de la diversidad idiomática, está la lengua que sigue la doctrina limpia y verdadera de Cristo. Todos los lenguajes se unen así en busca de una lengua concertada que encauce la diversidad babélica hacia una traducción del verbo humano en palabra divina. Erasmo recuerda el ejemplo de los apóstoles, políglotas por gracia divina, que predicaron la fe cristiana por todo el mundo en diversos idiomas. Tal razonamiento se esgrimió igualmente en el proceso de catequización de los indios y subyace en el Persiles hasta sus últimas páginas. Ya desde el siglo xvi los hechos lingüísticos se relacionaban con las creencias religiosas y con las costumbres, estableciéndose toda una teología

36 Bernardo José de Aldrete, Del origen y principio de la lengua castellana o romance que oi se usa en España, edición ya citada, vol. i, prólogo. Sobre el tema, Werner Bahner, La lingüística española del Siglo de Oro, pp. 17, 25, 125 y 145. Aldrete es el primer filólogo español que trata de forma comparativa el origen del castellano, alejándose de las teorías bíblico-patrísticas. Para la lengua en el Renacimiento, véanse los trabajos recogidos en Fredi Chiappelli (ed.), The Fairest Flower: The Emergence of Linguistic National Consciousness in Renaissance Europe, 2 vols., Florencia, L’Accademia, 1985. 37 Bernardo Pérez de Chinchón, La lengua de Erasmo nuevamente romançada por muy elegante estilo, edición citada, pp. 192-197. La idea de una lengua superior, cristiana, no vinculada a idioma concreto (pp. 196-197), casa bien con las ideas que desde Dante habían ido trazando afinidades entre las lenguas romances (Werner Bahner, La lingüística española, p. 17). Erasmo aspira a que todas las lenguas sean una, doblegada la soberbia que creó el confusionismo lingüístico de Babel (véase supra, p. 44).

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del lenguaje hablado y escrito. La unidad genesíaca perdida a la que el Evangelio de san Juan I, 1-3, alude: «En el principio era el Verbo, […] y Dios era el Verbo» se rompió, por culpa de los hombres, con la confusión babélica. Pero la lectura de las Actas de los Apóstoles II, 3-4, devolvía al poliglotismo la dignidad de haber sido instituido por el Espíritu Santo para la extensión de la fe.38 Como hemos visto, en el Renacimiento, se propició el conocimiento de las lenguas y los valores de la traducción para poder transmitir mejor la fe cristiana. El universo creado por la palabra se hace palabra y genera un cierto adanismo tendente a la búsqueda de esa lengua única original que se homologase con la del mismo Dios.39 La distinción entre lenguas sagradas y profanas hacía posible que, desde la sacralización del latín, ocurriera otro tanto con las lenguas de él derivadas, y, de ese proceso, el Persiles es un buen reflejo, confirmado en el doble proyecto, literario y vital, del narrador y de los protagonistas. Cervantes creó en el Persiles un riquísimo cañamazo idiomático con un cuidado máximo por la verosimilitud narrativa, procurando el mayor detalle en los inicios para luego ir aflojando los hilos, toda vez que el lector ya había entrado en el juego. Su itinerario hace además que ello transcurra de forma natural, cuando los protagonistas se pasean por un mundo más cercano al de los propios lectores. La novela muestra además la simpatía analógica y las correspondencias entre las lenguas, en una línea claramente humanística que va más allá de la tópica tríada de judíos, moros y cristianos que ha encasillado a la obra cervantina. En ese mosaico riquísimo de lenguas y razas, se asienta la dignidad del hombre y de su lengua, cualquiera que esta sea, aunque hay evidentemente

38 Claude-Gilbert Dubois, Mythe et langage, pp. 13-14. Aunque Verbo (λόγος) significa la sabiduría eterna de Dios, como en Proverbios 8, 22, también se interpretó como palabra. Palabra y luz (Nomen-Lumen) van conectadas con las teorías ocultistas sobre el lenguaje. Ambas están en la génesis misma del Persiles, tan cercano a las tesis nominales de fray Luis de León. Véase también Henri Lefebvre, Le langage et la société, París, Gallimard, 1966. 39 También el protestantismo favoreció el conocimiento de las lenguas para la difusión del Evangelio. C.-G. Dubois, Mythe et langage, pp. 31 y 67, recoge además los afanes de Athanasius Kircher y de la cábala para establecer correspondencias gráficas entre las lenguas. La lucha contra el confusionismo de Babel se daba a nivel gráfico y fónico. El tema en cuestión es desbordante, como confirma Arno Borst, Der Turmbau von Babel, ya citado.

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cuestiones de grado en el tratamiento, siendo los turcos los que, incluso por debajo de cualquier barbarie, quedan peor parados. La adscripción de la mentira a los moriscos o de la avaricia y el engaño a los judíos está claramente expresa en la obra, aunque a veces se haga desde una topicidad clara. Y al lado, la evidencia de que cualquier ser humano es capaz de perfeccionarse y superarse por encima de sus orígenes. Todas las lenguas sirven como vehículo comunicativo en general, aunque por diversas razones se tienda a preferir las de los países católicos, herederas del latín. Por encima de unas y otras, la lengua de Cristo constituye una suerte de idioma superior susceptible de ser aprehendido por todas. Cervantes recoge ese anhelo de unidad lingüística coincidente con la palabra de Dios que habían buscado los erasmistas, pero asumiendo plenamente la diversidad de lenguas y su riqueza comunicativa. Si el Persiles supone una reflexión desmitificadora sobre lo prodigioso, también lo es frente a las cuestiones de la lengua, que Cervantes trata con asombrosa y cuidada verosimilitud. Él avanza por los territorios de la novela en esa corriente de desmitificación sobre el origen del lenguaje, concebido como algo natural y como vehículo comunicativo, a la que se afiliaron Escalígero, Pedro Mexía o Estienne.40 La diversidad lingüística deviene en riqueza compartida, y su conocimiento ya no es un milagro, sino cuestión de aprendizaje y acercamiento a los otros. Se rompía así el sendero cerrado al que conducía la búsqueda de la lengua perfecta que tantos adeptos tuvo, según señaló Umberto Eco.41 Pero se hacía posible el ideal de una lengua

40 C.-G. Dubois, Mythe et langage, p. 97. Pedro Mexía, Silva de varia lección, vol. i, pp. 162-163, hizo una clara defensa del castellano y fue uno de los primeros en equipararlo al latín. Cervantes aspiraba a verse traducido a todas las lenguas del mundo, como dice por boca de Sansón Carrasco en el cap. iii de la ii parte del Quijote, edición citada en la nota 23, vol. ii, pp. 59-60. 41 Umberto Eco, La búsqueda de la lengua perfecta en la cultura europea, pp. 23, 40, 55, 166 y 283, traza ese afán por una lengua que representase el alma universal del mundo, patente en San Agustín y tantos otros. San Isidoro de Sevilla tenía por lenguas sagradas el hebreo, el griego y el latín. Dante contribuyó notoriamente al apoyo de la lengua vulgar en esa búsqueda que otros iniciaron por el camino de los árboles de la ciencia, como Ramón Llull, o de la poligrafía, como Kircher. Eco cree que la lengua madre no era otra que el conjunto de todas las lenguas (ib., p. 283), aunque se olvida, según vimos, del papel del español en América, tan fundamental. Véase también Ileana Pagani, La teoria linguistica di Dante, Nápoles, Lignori, 1982, y Marie-Louise Demonet, Les voix du signe: nature et origine du langage à la Renaissance.

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única que residía en una ética expresable en cualquier idioma, como el Persiles confirma. Aunque, a la hora de la verdad, fuesen las lenguas de los pueblos cristianos las más adecuadas para comunicar y extender por un mundo plagado de voces bárbaras el Verbum Dei.42

42 C.-G. Dubois, Mythe et langage, pp. 97 y 23. La referida sucesión entre palabra y luz del Evangelio sanjuanista (I, 1-3) tiene una clara conexión con la concepción neoplatónica de la palabra como emanación entre el Creador y el mundo. La palabra corre pareja en el Persiles con el eje conceptual de la obra, desde la cueva bárbara a la ilustre Roma, pero la novela abre continuos eslabones, en esa cadena, hacia la ambigüedad y la paradoja, pues el ideal absoluto siempre está puesto a prueba. Gracián coincidió con Cervantes en ese «común idioma» que Andrenio y Critilo, el hombre salvaje y el culto, reinventaron en El Criticón. Véase Giuseppe Patella, Gracián o della perfezione, Roma, Edizioni Studium, 1993, pp. 166-168. Y «De la Lengua de Erasmo al estilo de Gracián», en Aurora Egido, La rosa del silencio: estudios sobre Baltasar Gracián, cap. 1. El contenido de este capítulo puede ampliarse con los dedicados a Lisboa y a la universalidad del Persiles en Por el gusto de leer a Cervantes, pp. 447 ss. y 491 ss. Y véase nuestro artículo «Circunvalando el español», BILRAE, XII, 2019. El lector de este libro podrá actualizar la bibliografía sobre Cervantes en las ediciones coordinadas por Francisco Rico de todas sus obras publicadas en la Real Academia Española.

ÍNDICE

Prólogo............................................................................................9 Erasmo y la Torre de Babel. La búsqueda de la lengua perfecta......17 Cervantes frente a Babel (Don Quijote I) .........................................47 El diálogo de las lenguas en la Segunda Parte del Quijote................67 Don Quijote habla toscano.............................................................101 Las voces del Persiles........................................................................113

Este libro se terminó de imprimir en los talleres del Servicio de Publicaciones de la Universidad de Zaragoza en mayo de 2019

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Títulos de la colección Humanidades 1 Joaquín Lomba Fuentes, El oráculo de Narciso. (Lectura del Poema de Parménides), 2.ª ed. (1992). 2 Luis Fernández Cifuentes, García Lorca en el Teatro: La norma y la diferencia (1986). 3 Ignacio Izuzquiza Otero, Henri Bergson: La arquitectura del deseo (1986). 4 Gabriel Sopeña Genzor, Dioses, ética y ritos. Aproximación para una comprensión de la religiosidad entre los pueblos celtibéricos (1987). 5 José Riquelme Otálora, Estudio semántico de purgare en los textos latinos antiguos (1987). 6 José Luis Rodríguez García, Friedrich Hölderlin. El exiliado en la tierra (1987). 7 José María Bardavío García, Fantasías uterinas en la literatura norteamericana (1988). 8 Patricio Hernández Pérez, Emilio Prados. La memoria del olvido (1988). 9 Fernando Romo Feito, Miguel Labordeta. Una lectura global (1988). 10 José Luis Calvo Carilla, Introducción a la poesía de Manuel Pinillos. Estudio y antología (1989). 11 Alberto Montaner Frutos, Política, historia y drama en el cerco de Zamora. La Comedia segunda de las mocedades del Cid de Guillén de Castro (1989). 12 Antonio Duplá Ansuategui, Videant consules. Las medidas de excepción en la crisis de la República Romana (1990). 13 Enrique Aletá Alcubierre, Estudios sobre las oraciones de relativo (1990). 14 Ignacio Izuzquiza Otero, Hegel o la rebelión contra el límite. Un ensayo de interpretación (1990). 15 Ramón Acín Fanlo, Narrativa o consumo literario (1975-1987) (1990). 16 Michael Shepherd, Sherlock Holmes y el caso del Dr. Freud (1990). 17 Francisco Collado Rodríguez (ed.), Del mito a la ciencia: la novela norteamericana contemporánea (1990). 18 Gonzalo Corona Marzol, Realidad vital y realidad poética. (Poesía y poética de José Hierro) (1991). 19 José Ángel García Landa, Samuel Beckett y la narración reflexiva (1992). 20 Ángeles Ezama Gil, El cuento de la prensa y otros cuentos. Aproximación al estudio del relato breve entre 1890 y 1900 (1992). 21 Santiago Echandi, La fábula de Aquiles y Quelone. Ensayos sobre Zenón de Elea (1993). 22 Elvira Burgos Díaz, Dioniso en la filosofía del joven Nietzsche (1993). 23 Francisco Carrasquer Launed, La integral de ambos mundos: Sender (1994). 24 Antonio Pérez Lasheras, Fustigat mores. Hacia el concepto de la sátira en el siglo xvii (1994). 25 M.ª Carmen López Sáenz, Investigaciones fenomenológicas sobre el origen del mundo social (1994). 26 Alfredo Saldaña Sagredo, Con esa oscura intuición. Ensayo sobre la poesía de Julio Antonio Gómez (1994). 27 Juan Carlos Ara Torralba, Del modernismo castizo. Fama y alcance de Ricardo León (1996). 28 Diego Aísa Moreu, El razonamiento inductivo en la ciencia y en la prueba judicial (1997). 29 Guillermo Carnero, Estudios sobre teatro español del siglo xviii (1997). 30 Concepción Salinas Espinosa, Poesía y prosa didáctica en el siglo xv: La obra del bachiller Alfonso de la Torre (1997). 31 Manuel José Pedraza Gracia, Lectores y lecturas en Zaragoza (1501-1521) (1998).

32 Ignacio Izuzquiza, Armonía y razón. La filosofía de Friedrich D. E. Schleiermacher (1998). 33 Ignacio Iñarrea Las Heras, Poesía y predicación en la literatura francesa medieval. El dit moral en los albores del siglo xiv (1998). 34 José Luis Mendívil Giró, Las palabras disgregadas. Sintaxis de las expresiones idiomáticas y los predicados complejos (1999). 35 Antonio Armisén, Jugar y leer. El Verbo hecho tango de Jaime Gil de Biedma (1999). 36 Abū t. Tāhir, el Zaragozano, Las sesiones del Zaragocí. Relatos picarescos (maqāmāt) del siglo xii, estudio preliminar, traducción y notas de Ignacio Ferrando (1999). 37 Antonio Pérez Lasheras y José Luis Rodríguez (eds.), Inventario de ausencias del tiempo despoblado. Actas de las Jornadas en Homenaje a José Antonio Rey del Corral, celebradas en Zaragoza del 11 al 14 de noviembre de 1996 (1999). 38 J. Fidel Corcuera Manso y Antonio Gaspar Galán, La lengua francesa en España en el siglo xvi. Estudio y edición del Vocabulario de los vocablos de Jacques de Liaño (Alcalá de Henares, 1565) (1999). 39 José Solana Dueso, El camino del ágora. Filosofía política de Protágoras de Abdera (2000). 40 Daniel Eisenberg y M.ª Carmen Marín Pina, Bibliografía de los libros de caballerías castellanos (2000). 41 Enrique Serrano Asenjo, Vidas oblicuas. Aspectos históricos de la nueva biografía en España (1928-1936) (2002). 42 Daniel Mesa Gancedo, Extraños semejantes. El personaje artificial y el artefacto narrativo en la literatura hispanoamericana (2002). 43 María Soledad Catalán Marín, La escenografía de los dramas románticos españoles (18341850) (2003). 44 Diego Navarro Bonilla, Escritura, poder y archivo. La organización documental de la Diputación del reino de Aragón (siglos xv-xviii) (2004). 45 Ángel Longás Miguel, El lenguaje de la diversidad (2004). 46 Niall Binns, ¿Callejón sin salida? La crisis ecológica en la poesía hispanoamericana (2004). 47 Leonardo Romero Tobar (ed.), Historia literaria / Historia de la literatura (2004). 48 Luisa Paz Rodríguez Suárez, Sentido y ser en Heidegger. Una aproximación al problema del lenguaje (2004). 49 Evanghélos Moutsopoulos, Filosofía de la cultura griega, traducción de Carlos A. Salguero-Talavera (2004). 50 Isabel Santaolalla, Los «Otros». Etnicidad y «raza» en el cine español contemporáneo (2005). 51 René Andioc, Del siglo xviii al xix. Estudios histórico-literarios (2005). 52 María Isabel Sepúlveda Sauras, Tradición y modernidad: Arte en Zaragoza en la década de los años cincuenta (2005). 53 Rosa Tabernero Sala, Nuevas y viejas formas de contar. El discurso narrativo infantil en los umbrales del siglo xxi (2005). 54 Manuel Sánchez Oms, L’Écrevisse écrit: la obra plástica (2006). 55 Agustín Faro Forteza, Películas de libros (2006). 56 Rosa Tabernero Sala, José D. Dueñas Lorente y José Luis Jiménez Cerezo (coords.), Contar en Aragón. Palabra e imagen en el discurso literario infantil y juvenil (2006).

57 Chantal Cornut-Gentille, El cine británico de la era Thatcher. ¿Cine nacional o «nacionalista»? (2006). 58 Fernando Alvira Banzo, Martín Coronas, pintor (2006). 59 Iván Almeida y Cristina Parodi (eds.), El fragmento infinito. Estudios sobre «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» de J. L. Borges (2007). 60 Pedro Benítez Martín, La formación de un francotirador solitario. Lecturas filosóficas de Louis Althusser (1945-1965) (2007). 61 Juan Manuel Cacho Blecua (coord.), De la literatura caballeresca al Quijote (2007). 62 José Julio Martín Romero, Entre el Renacimiento y el Barroco: Pedro de la Sierra y su obra (2007). 63 M.ª del Rosario Álvarez Rubio, Las historias de la literatura española en la Francia del siglo xix (2007). 64 César Moreno, Rafael Lorenzo y Alicia M.ª de Mingo (eds.), Filosofía y realidad virtual (2007). 65 Luis Beltrán Almería y José Luis Rodríguez García (coords.), Simbolismo y hermetismo. Aproximación a la modernidad estética (2008). 66 Juan Antonio Tello, La mirada de Quirón. Literatura, mito y pensamiento en la novela de Félix de Azúa (2008). 67 Manuela Agudo Catalán, El Romanticismo en Aragón (1838-1854). Literatura, prensa y sociedad (2008). 68 Gonzalo Navajas, La utopía en las narrativas contemporáneas (Novela/Cine/Arquitec­tura) (2008). 69 Leonardo Romero Tobar (ed.), Literatura y nación. La emergencia de las literaturas nacionales (2008). 70 Mónica Vázquez Astorga, La pintura española en los museos y colecciones de Génova y Liguria (Italia) (2008). 71 Jesús Rubio Jiménez, La fama póstuma de Gustavo Adolfo y Valeriano Bécquer (2009). 72 Aurora González Roldán, La poética del llanto en sor Juana Inés de la Cruz (2009). 73 Luciano Curreri, Mariposas de Madrid. Los narradores italianos y la guerra civil española (2009). 74 Francisco Domínguez González, Huysmans: identidad y género (2009). 75 María José Osuna Cabezas, Góngora vindicado: Soledad primera, ilustrada y defendida (2009). 76 Miguel de Cervantes, Tragedia de Numancia, estudio y edición crítica de Alfredo Baras Escolá (2009). 77 Maryse Badiou, Sombras y marionetas. Tradiciones, mitos y creencias: del pensamiento arcaico al Robot sapiens, traducción de Adolfo Ayuso y Marta Iguacel, prólogo de Adolfo Ayuso (2009). 78 Belén Quintana Tello, Las voces del espejo. Texto e imagen en la obra lírica de Luis Antonio de Villena (2010). 79 Natalia Álvarez Méndez, Palabras desencadenadas. Aproximación a la teoría literaria postcolonial y a la escritura hispano-negroafricana (2010). 80 Ángel Longás Miguel, El grado de doctor. Entre la ciencia y la virtud (2010). 81 Fermín de los Reyes Gómez, Las historias literarias españolas. Repertorio bibliográfico (1754-1936) (2010).

82 M.ª Belén Bueno Petisme, La Escuela de Arte de Zaragoza. La evolución de su programa docente y la situación de la enseñanza oficial del grabado y las artes gráficas (2010). 83 Joaquín Fortanet Fernández, Foucault y Rorty: Presente, resistencia y deserción (2010). 84 M.ª Carmen Marín Pina (coord.), Cervantes en el espejo del tiempo (2010). 85 Guy H. Wood, La caza de Carlos Saura: un estudio (2010). 86 Manuela Faccon, Fortuna de la Confessio Amantis en la Península Ibérica: el testimonio portugués (2010). 87 Carmen Romeo Pemán, Paula Ortiz Álvarez y Gloria Álvarez Roche, María Zambrano y sor Juana Inés de la Cruz. La pasión por el conocimiento (2010). 88 Susana Sarfson Gleizer, Educación musical en Aragón (1900-1950). Legislación, pu­ blicaciones y escuela (2010). 89 Julián Olivares (ed.), Eros divino. Estudios sobre la poesía religiosa iberoamericana del siglo xvii (2011). 90 Manuel José Pedraza Gracia, El conocimiento organizado de un hombre de Trento. La biblioteca de Pedro del Frago, obispo de Huesca, en 1584 (2011). 91 Magda Polo Pujadas, Filosofía de la música del futuro. Encuentros y desencuentros entre Nietzsche, Wagner y Hanslick (2011). 92 Begoña López Bueno (ed.), El Poeta Soledad. Góngora 1609-1615 (2011). 93 Geneviève Champeau, Jean-François Carcelén, Georges Tyras y Fernando Valls (eds.), Nuevos derroteros de la narrativa española actual.Veinte años de creación (2011). 94 Gaspar Garrote Bernal, Tres poemas a nueva luz. Sentidos emergentes en Cristóbal de Castillejo, Juan de la Cruz y Gerardo Diego (2012). 95 Anne Cayuela (ed.), Edición y literatura en España (siglos xvi y xvii) (2012). 96 José Luis López de Lizaga, Lenguaje y sistemas sociales. La teoría sociológica de Jürgen Habermas y Niklas Luhmann (2012). 97 Ángeles Ezama, Marta Marina, Antonio Martín, Rosa Pellicer, Jesús Rubio y Enrique Serrano (coords.), Aún aprendo. Estudios de Literatura Española (2012). 98 Alejandro Martínez y Jacobo Henar (coords.), La postmodernidad ante el espejo (2012). 99 Esperanza Bermejo Larrea, Regards sur le locus horribilis. Manifestations littéraires sur des espaces hostiles (2012). 100 Nacho Duque García, De la soledad a la utopía. Fredric Jameson, intérprete de la cultura postmoderna (2012). 101 Antonio Astorgano Abajo (coord.), Vicente Requeno (1743-1811), jesuita y restaurador del mundo grecolatino (2012). 102 José Luis Calvo Carilla, Carmen Peña Ardid, M.ª Ángeles Naval, Juan Carlos Ara Torralba y Antonio Ansón (eds.), El relato de la Transición / La Transición como relato (2013). 103 Ignacio Domingo Baguer, Para qué han servido los libros (2013). 104 Leonardo Romero Tobar (ed.), Temas literarios hispánicos (I) (2013). 105 David Pérez Chico (coord.), Perspectivas en la filosofía del lenguaje (2013). 106 Jesús Ezquerra Gómez, Un claro laberinto. Lectura de Spinoza (2014). 107 David Pérez Chico y Alicia García Ruiz (eds.), Perfeccionismo: Entre la ética política y la autonomía personal (2014). 108 Alain Bègue y Antonio Pérez Lasheras (coords.), «Hilaré tu memoria entre las gentes». Estudios de literatura áurea (2014).

109 Ernest Sosa, Con pleno conocimiento (2014). 110 Rosa Martínez González, Maurice Blanchot: la exigencia política (2014). 111 Scheherezade Pinilla Cañadas, Las ciudades intermitentes. El heroísmo de los muchos en Balzac y Galdós (2014). 112 Leonardo Romero Tobar (ed.), Temas literarios hispánicos (II) (2014). 113 María Isabel Yagüe Ferrer, Jacinto Benavente. Bibliografía general (2014). 114 Jesús Martínez Baro, La libertad de Morfeo. Patriotismo y política en los sueños literarios españoles (1808-1814) (2014). 115 Javier Aguirre, Dialéctica y filosofía primera. Lectura de la Metafísica de Aristóteles (2015). 116 María Coduras Bruna, «Por el nombre se conoce al hombre». Estudios de antroponimia caballeresca (2015). 117 Antonio Gaspar Galán y J. Fidel Corcuera Manso, La gramática francesa de Baltasar de Sotomayor (Alcalá de Henares, 1565) (2015). 118 A licia Silvestre Miralles, La traducción bíblica en san Juan de la Cruz. Subida del Monte Carmelo (2015). 119 Vanessa Puyadas Rupérez, Cleopatra VII. La creación de una imagen. Representación pública y legitimación política en la Antigüedad (2016). 120 Antonio Capizzi, Introducción a Parménides (2016). 121 Esther Bendahan Cohen, Sefarad es también Europa. El otro en la obra de Albert Cohen (2016). 122 María Leticia del Toro García, Experimentación, intertextualidad e historia en la obra de Susan Howe (2017). 123 Luis María Marina, De la epopeya a la melancolía. Estudios de poesía portuguesa del siglo xx (2017). 124 Miguel Espigado, Reír por no llorar. Identidad y sátira en el fin del milenio (2017).

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Manuel Hernández Pérez, Manga, anime y videojuegos. Narrativa cross-media japonesa (2017). Arturo Borra, Poesía como exilio. En los límites de la comunicación (2017). José Luis Calvo Carilla (ed.), Expresionistas en España (1914-1939) (2017). Jean-Marie Lavaud y Éliane Lavaud-Fage, Rapsodia valleinclaniana. Escritura narrativa y escritura teatral (2017). Juan Vicente Mayoral, Thomas S. Kuhn. La búsqueda de la estructura (2017). Maria Fogler, Lo otro persistente: lo femenino en la obra de María Zambrano (2017). Stanley Cavell, ¿Debemos querer decir lo que decimos? Un libro de ensayos (2017). Elena Cueto Asín, Guernica en la escena, la página y la pantalla: evento, memoria y patrimonio (2017). Frédéric Lordon, Los afectos de la política (2017). Ernest Sosa, Una epistemología de virtudes. Creencia apta y conocimiento reflexivo (vol. i) (2018). Ernest Sosa, Conocimiento reflexivo. Creencia apta y conocimiento refle­xivo (vol. ii) (2018). Antonio Capizzi, Heráclito y su leyenda. Propuesta de una lectura diferente de los fragmentos (2018).

137 David García Cames, La jugada de todos los tiempos. Fútbol, mito y literatura (2018). 138 Gérard Brey, Lucha de clases en las tablas. El teatro de la huelga en España entre 1870 y 1923 (2018). 139 Luis Arenas, Ramón del Castillo y Ángel M. Faerna (eds.) John Dewey: una estética de este mundo (2018). 140 Manuel Pérez Otero, Vericuetos de la filosofía de Wittgenstein en torno al lenguaje y el seguimiento de reglas (2018). 141 Juan Manuel Aragüés Estragués, El dispositivo Karl Marx. Potencia política y lógica materialista (2018). 142 Jesús Rubio Jiménez y Enrique Serrano Asensio (eds.), El retrato literario en el mundo hispánico (siglos xix-xxi) (2018). 143 David Pérez Chico (coord.), Cuestiones de la filosofía del lenguaje (2018). 144 Jesús Rubio Jiménez, La herencia de Antonio Machado (1939-1970) (2019). 145 Adrián Alonso Enguita, El tiempo digital. Comprendiendo los órdenes temporales (2019). 146 Antonio Capizzi, Platón en su tiempo. La infancia de la filosofía y sus pedagogos (2019). 147 David Pérez Chico (coord.), Wittgenstein y el escepticismo. Certeza, paradoja y locura (2019).

Humanidades

Humanidades

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Elena Cueto Asín, Guernica en la escena, la página y la pantalla: evento, memoria y patrimonio

Gérard Brey Lucha de clases en las tablas. El teatro de la huelga en España entre 1870 y 1923 Luis Arenas, Ramón del Castillo y Ángel M. Faerna (eds.) John Dewey: una estética de este mundo Manuel Pérez Otero Vericuetos de la filosofía de Wittgenstein en torno al lenguaje y el seguimiento de reglas Juan Manuel Aragüés Estragués El dispositivo Karl Marx. Potencia política y lógica materialista Jesús Rubio Jiménez y Enrique Serrano Asenjo (eds.) El retrato literario en el mundo hispánico (siglos xix-xxi) David Pérez Chico (coord.) Cuestiones de la filosofía del lenguaje Jesús Rubio Jiménez La herencia de Antonio Machado (1939-1970) Adrián Alonso Enguita El tiempo digital. Comprendiendo los órdenes temporales Antonio Capizzi Platón en su tiempo. La infancia de la filosofía y sus pedagogos David Pérez Chico (coord.) Wittgenstein y el escepticismo. Certeza, paradoja y locura

Prensas de la Universidad

AUROR A EGIDO

David García Cames La jugada de todos los tiempos. Fútbol, mito y literatura

PUZ

Antonio Capizzi Heráclito y su leyenda. Propuesta de una lectura diferente de los fragmentos

Miguel de Cervantes

Ernest Sosa Conocimiento reflexivo. Creencia apta y conocimiento refle xivo (vol. ii)

FRENTE AL MALEFICIO DE BABEL, MIGUEL DE CERVANTES, gracias a sus lecturas y a su experiencia como viajero, conoció a fondo la variedad y riqueza representada por el plurilingüismo, la traducción y las lenguas en contacto. Al igual que Erasmo y otros humanistas, consideró que la lengua es la marca mayor de la dignidad del hombre, pero él sometió tales principios a la prueba de la realidad literaria en el Quijote, en el Persiles y en otras obras, mostrando la capacidad comunicativa del español y sus múltiples posibilidades narrativas. De este modo, no solo contribuyó a la invención de la novela moderna, sino a ensanchar las fronteras de un idioma universal que estaba ya en contacto con otras muchas lenguas y culturas, adelantándose a cuanto representa actualmente su expansión en un mundo globalizado.

El diálogo de las lenguas y

Ernest Sosa Una epistemología de virtudes. Creencia apta y conocimiento reflexivo (vol. i)

A UROR A E GIDO

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Frédéric Lordon Los afectos de la política

El diálogo de las lenguas y

Miguel de Cervantes

PRENSAS DE L A UNIVERSIDAD DE ZAR AGOZA

Aurora Egido es licenciada y doctora por la Universidad de Barcelona, catedrática emérita de Literatura Española en la Universidad de Zaragoza, doctora honoris causa por la Universidad Carlos III de Madrid, académica de número y secretaria electa de la Real Academia Española y correspondiente de la British Academy of Humanities and Social Sciences. Ha sido profesora en distintas universidades españolas y extranjeras, y vicerrectora de Humanidades y Cursos de Extranjeros en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Es presidenta de honor de la Asociación Internacional de Hispanistas y de la Asociación Internacional Siglo de Oro. Premio Nacional de Investigación en Humanidades «Ramón Menéndez Pidal», su bibliografía como autora de numerosas estudios y ediciones sobre Literatura Española, particularmente dedicados al Siglo de Oro, ha sido recogida en La razón es Aurora. Homenaje a la profesora Aurora Egido (Zaragoza, IFC, 2017). Entre sus últimos libros, cabe destacar: Bodas de Arte e Ingenio. Estudios sobre Baltasar Gracián (Barcelona, Acantilado, 2014) y Por el gusto de leer a Cervantes (Sevilla, Fundación Lara, 2018).