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HANS KÜNG EL CRISTIANISMO ESENCIA E HISTORIA
Siglo I: Cristiandad de judíos en Jerusalén, Palestina, Mesopotamia...
Cambio de Paradigmas del Cristianismo
Jesucristo ( t ca.30) Pedro Santiago Pablo
Pl Paradigma protocristiano-apocalíptico
La sustancia permanente de la fe:
X
Imperio romano - cultura helenista
El mensaje: «Jesús el Cristo». El evento decisivo de la Revelación: el cambio de la historia de srael mediante la venida de Jesús de Nazaret. Lo específico cristiano: Jesús como Hijo y Mesías de Dios.
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Pll
Siglos l-ll: «Paradosis - Padres» Gnosis Catolicismo temprano, Persecuciones Padres de la Iglesia griegos y latinos Siglos IV-V: Giro constantiniano Concilios ecuménicos Siglo VII:
Paradigma veteroeclesial helenista
Patrística: Orígenes Atanasio Capadocios
El p a r a d i g m a c a m b i a n t e ( = P ) (Macromodelo de sociedad, religión, teología):
Maní
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T ¿Islam?
Siglo XI: «Ecclesia - Papa» Reforma gregoriana Papas medievales Cruzadas Inquisición
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Escolástica: Tomás Buenaventura
Pili Cisma Or.-Oc.
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«Una constelación global de convicciones, valores, modos de proceder compartida por los miembros de una determinada comunidad» (Thomas S. Kuhn).
Agustín León I Gregorio I
Papas romanos - emper. alemán
Paradigma católico-romano medieval
Siglo XV: Concilio de Constanza Papas renacentistas
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Concilios reformadores renacentistas
\ Siglo XVI: «Palabra de D i o s - * Inerrancia» Reforma Concilio de Trento Lutero y ortodoxia de la Reforma Guerras de religión + cultura barroca Pietismo
|V Paradigma de la
División Iglesia occid.
Reforma Protestante
1 Paradigma contrarref. ' >
1
Parad. Ortod. proteSant.J
Reforma: Lutero / Erasmo Zuinglio-Calvino Cranmer
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Filosofía moderna, Ciencias naturales, Teoría del Estado
Anglicanismo
P V
Siglos XVII-XVIII: «Razón» Revolución filosófica y científico-natural Revolución cultural de la Ilustración Revolución Francesa/Americana Derechos humanos
Paradigma moderno ilustrado
Siglo XIX: «Historia - Progreso» Nacionalismo Revolución industrial Liberalismo y Socialismo
Ilustración e Idealismo: Schleiermacher Teología liberal Harnack
Industrialización Democratización
Vaticano I
JV Vaticano II i
T Siglo XX: l/ll Guerra Mundial Mundo policéntrico Consejo Mundial de las Iglesias Era poscolonial-posimperial
/Tradic¡o-\ i nalismo ! \ortodoxo/
Autoritarismo ¡ católico- ! » i \ romano/
, — i -. i Fundamen-1 i talismo ! , protestante i
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P VI ¿Paradigma ecuménico contemporáneo (transmoderno) ?
El cristianismo
El cristianismo Esencia e historia Hans Küng Traducción de Víctor Abelardo Martínez de Lapera
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CONTENIDO
C O L E C C I Ó N ESTRUCTURAS Y PROCESOS S e r i e Religión
Qué pretende este libro
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A. LA CUESTIÓN DE LA ESENCIA I. II.
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«Esencia» y «no esencia» del cristianismo Polémica en torno al «cristianismo»
B. EL CENTRO
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I. La forma básica y el motivo original II. Los elementos estructurales centrales Primera Segunda Tercera Cuarta
edición: edición: edición: edición:
1997 2001 2004 2006
Titulo original: Das Christentum. Wesen und Geschichte © Editorial Trotta, S.A., 1997, 2 0 0 1 , 2004, 2006 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: [email protected] http://www.trotta.es © Hans Küng, 1 994
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C. HISTORIA
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I. El paradigma judeo-apocalíptico del protocristianismo II. El paradigma ecuménico-helenista de la Antigüedad cristiana . III. El paradigma católico-romano de la Edad Media IV. El paradigma evangélico-protestante de la Reforma V. El paradigma racionalista y progresista de la modernidad .... No existe epílogo Notas índice de nombres propios índice de gráficos y mapas Una palabra de agradecimiento índice general
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© Hans Küng y Stephan Schlensog, para los gráficos, 1997 © Víctor Abelardo Martínez de Lapera, para la traducción, 1997 ISBN: 84-8164-882-5 Depósito Legal: M-44.670-2006 Impresión Fernández Ciudad, S.L.
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En recuerdo agradecido del papa Juan XXIII, obispo de Roma; de Atenágoras, patriarca ecuménico de Constantinopla; de Michael Ramsey, arzobispo de Canterbury; de Willem Visser't Hooft, primer secretario general del Consejo Mundial de las Iglesias, que encarnaron de forma creíble su paradigma de cristianismo y, como es sabido, lo abrieron para la gran ecumene cristiana.
QUÉ PRETENDE ESTE LIBRO ¿Precisamente ahora un voluminoso libro sobre el cristianismo? ¡Sí! ¡Precisamente ahora! Porque una gran crisis del cristianismo exige con urgencia una respuesta amplia. Y, para decirlo ya de entrada, esa respuesta es radical. No eximirá de la crítica a tradición e Iglesia cristiana alguna porque confía de forma radical en la causa del Evangelio. Confrontará el catolicismo, la ortodoxia, el protestantismo y el anglicanismo, sin compromisos ni armonización, con el mensaje original, prestándoles de ese modo un servicio ecuménico. Este libro puede y debe ser crítico con la Iglesia porque está escrito desde una fe inquebrantable en la persona y causa de Jesucristo, y porque quiere que la Iglesia de Jesucristo siga existiendo en el tercer milenio. ¿Pero es posible seguir confiando aún en la causa cristiana? ¿No hay que dudar del cristianismo con miras al tercer milenio? ¿Acaso el cristianismo no ha perdido inteligibilidad y credibilidad al menos en los países europeos? ¿No existen hoy más tendencias que en cualquier otro tiempo a alejarse del cristianismo, a aproximarse a religiones orientales, a grupos políticos y de experiencias de todo tipo, o también, sencillamente, a retirarse a una cómoda privacidad descargada de toda obligación? ¿No es cierto que muchos, también en nuestros países «cristianos» y de manera especial en los católicos, relacionan el cristianismo con una Iglesia jerárquica hambrienta de poder, inflexible, con el autoritarismo y dictadura doctrinal, con la generación de miedos, complejos sexuales, negativa a dialogar y, con frecuencia, con un trato lesivo de la dignidad humana con quienes piensan de otra manera? ¿No se identifica en especial a la Iglesia católica con la discriminación de las mujeres cuando Roma desearía prohibir «de forma definitiva» la ordenación de mujeres (como también el matrimonio de los sacerdotes, los anticonceptivos...)? Y, a la vista de tal incapacidad de enmienda, la indiferencia, otrora más o menos benevolente, respecto del cristianismo ¿no se ha trocado en bastantes sitios en animosidad, incluso en enemistad abierta? Pero ¿qué es en realidad el cristianismo? ¿Existe de verdad el cristianismo y no sólo diversos cristianismos, el cristianismo ortodoxooriental, el cristianismo católico-romano, el cristianismo protestantereformista, por no mencionar las innumerables sectas y agrupaciones cristianas? Admitámoslo desde un principio: lo que el cristianismo es, desata sentimientos muy contradictorios en todo el mundo. ¡Hay que ver cuántos se autocalifican de cristianos! Incluso los cristianos mismos sienten un profundo malestar. ¡Hay que ver cuántas instituciones, partidos y acciones, cuántos dogmas, normas jurídicas y ceremonias llevan la etiqueta «cristiano»! ¡Y con cuánta frecuencia a lo largo de la historia se ha descuidado, malgastado, incluso traicionado lo cristiano! Con cuánta 11
frecuencia precisamente también las Iglesias lo descuidaron, desperdiciaron, hasta lo traicionaron. En lugar de cristianismo, sólo eclesiasticismo. En vez de sustancia cristiana y de espíritu cristiano, sistema romano, fundamentalismo protestante o tradicionalismo ortodoxo. Y sin embargo, aún más que el judaismo, el cristianismo ha seguido siendo un poder espiritual presente en todos los continentes; a pesar de todas las amenazas mediante la represión en el Oriente otrora comunista o mediante el consumismo en el secularizado Occidente. Es con mucho la mayor de las religiones mundiales, y no pudo ser aniquilada ni por el fascismo y nacionalsocialismo ni por el leninismo, estalinismo y maoísmo. Y aunque muchos cristianos ya no saben qué hacer con su eclesiasticismo, sin embargo no desearían abandonar el cristianismo. Más bien, querrían saber qué significa, qué podría significar «cristianismo». Desearían recibir nuevos ánimos; ánimos para ser cristianos también hoy. Precisamente a eso querría ayudar este libro con toda su crítica, y apoyar así a las fuerzas reformistas en todas las Iglesias. Porque también para mí el cristianismo sigue siendo el terruño espiritual, a pesar de todas la experiencias con la inmisericordia del sistema romano. Y tal vez la exposición del cristianismo por un cristiano comprometido es incluso más interesante que la descripción «neutral», científico-religiosa o experta en religiones o que la cínica denuncia o caricatura anticristiana. No, no he abandonado la esperanza de que también en el tercer milenio se pueda vivir de forma creíble —creyente y crítica a la vez— la fe cristiana, con convincentes contenidos de fe, sin toda la rigidez dogmática, y con orientaciones éticas depuradas de toda tutela moral. La cristiandad tiene que hacerse más cristiana; no es otra la perspectiva de futuro también para el tercer milenio. El sistema romano, el tradicionalismo ortodoxo y el fundamentalismo protestante son manifestaciones históricas del cristianismo. No han existido siempre, y un día llegarán a desaparecer. ¿Por qué? ¡Porque no forman parte de la esencia del cristianismo! Pero si la cristiandad debe hacerse de nuevo más cristiana, la conversión será necesaria: una reforma radical que vaya más allá de una psicologización o remitificación del cristianismo. Una reforma es «radical», «va a la raíz», sólo cuando hace que lo esencial resplandezca de nuevo. Pero ¿qué es lo esencial del cristianismo? Aquí no es lícito invocar sólo vivencias religiosas y ahorrarse todo el trabajo racional. Aquí hay que abordar con todos los medios las siguientes cuestiones: ¿Qué es en realidad lo que da cohesión a todas las Iglesias cristianas tan diversas y diferentes, a todos los siglos cristianos, tan distintos? ¿Existe —a pesar de todos los abusos y violaciones— algo así como una reconocible esencia del cristianismo a la que se podría recurrir en las diversas Iglesias? Muchos y contradictorios libros se han escrito al respecto. Este libro recoge lo que expuse con amplitud, ya en 1974, en Ser cristiano. 12
Porque sin una reconsideración de sus orígenes orientadores en la Biblia, su documento fundacional, de su figura originante, Jesucristo, no es posible responder a la pregunta acerca de la esencia del cristianismo. Jesús como el Cristo es figura básica y motivo original de todo lo cristiano. Sólo desde él como la figura conductora central recibe su identidad y relevancia el cristianismo. Pero al mismo tiempo este libro es una continuación de Ser cristiano y se adentra en la historia de la teología y de la Iglesia. Porque sin un examen crítico de la tradición eclesiástica en sus diversas acuñaciones confesionales es imposible obtener una respuesta a la pregunta sobre lo cristiano verdaderamente auténtico en la bimilenaria y dividida historia de la cristiandad. El criterio para lo cristiano no es el cristianismo existente en la realidad de cada época sino la proximidad y lejanía respecto de su origen, de su fundamento y centro. De este modo habrá, pues, que intentar una rendición de cuentas crítica e histórica sobre veinte siglos de cristianismo. Soy consciente de que esto representa una empresa en extremo difícil. Y no pocos teólogos e historiadores la consideran lisa y llanamente imposible. Con todo, hay que intentar esta difícil empresa si no se quiere perder de vista por completo el conjunto del cristianismo, si se quiere entender el presente y desarrollar perspectivas para el futuro. Para decirlo de forma clara, este libro no es ni una descripción científico-religiosa de la historia del cristianismo ni una exposición sistemático-teológica de la doctrina cristiana. Afronta el reto de intentar una síntesis de ambas dimensiones, de la histórica y de la sistemático-teológica; de ese modo, es a la vez narración cristológica y argumentación objetivo-analítica. En este libro se narra una historia muy dramática y compleja, pero, al mismo tiempo, interrumpimos una y otra vez, de forma crítica, esa historia contemplándola desde el origen, y nos preguntamos por el precio que el cristianismo pagó en una determinada constelación paradigmática. Se formulan «preguntas para el futuro» que se desprenden siempre que una tradición cristiana se ha petrificado, incapacitándose así para la verdadera ecumenicidad. De esa manera, el libro está concebido en clave interdisciplinar porque hace saltar por los aires las «especialidades» mantenidas estériles, e intenta una visión multidimensional del cristianismo. Quiere ser, en el mejor sentido del término, un libro ecuménico, sustentado por la convicción de que las confesiones del cristianismo sólo podrán sobrevivir en el tercer milenio en el espíritu y en la figura de una verdadera ecumenicidad. Los cuatro grandes líderes eclesiales a los que he dedicado este libro abogan por esta perspectiva. Pero sólo es posible osar una empresa de tales características porque con el análisis de paradigmas disponemos de un enfoque teórico y de un instrumental conceptual sobre los que he reflexionado ya en mis libros Teología para la posmodernidad: fundamentación ecuménica, Madrid, 1989 (ed. orig. 1987), y Proyecto de una ética mundial, Ma13
drid, 3 1995 (ed. orig. 1990) y que se han demostrado del todo válidos para realizar el balance histórico en El judaismo, Madrid, 1993 (ed. orig. 1991). Por eso podemos renunciar aquí a reconstruir de forma detallada la historia bimilenaria del cristianismo en sus diversas épocas y territorios con todas las distintas corrientes y personalidades conductoras. Cualquier manual de historia de la Iglesia aporta al respecto más datos que los suministrados aquí1. Pensar en paradigmas significa, más bien, entender la historia en sus estructuras dominantes con sus figuras acuñantes. Pensar en paradigmas significa analizar las diversas constelaciones globales del cristianismo, su nacimiento, maduración y anquilosamiento (aunque en una descripción breve). Pensar en paradigmas significa describir el perdurar de paradigmas endurecidos de forma tradicionalista en el presente. ¿Y para qué todo esto? Para comprender con mayor profundidad el presente. Lo que me interesa aquí no es el pasado en cuanto tal, sino cómo y por qué el cristianismo ha llegado a ser lo que es hoy —con respecto a cómo podría ser—. Lo específico de esta clase de historiografía no es una cronología pura, sino el ensamblaje de tiempo y problema. Debimos renunciar a múltiples detalles interesantes, a anécdotas graciosas y a aspectos importantes a fin de conseguir la necesaria precisión de enfoque en la actitud histórica siempre cambiante. Mi esfuerzo debió concentrarse en elaborar en cada una de las grandes constelaciones globales o paradigmas — ya sea en el judeocristiano-apocalíptico (P. I), el helenístico-bizantino-ruso (P. II), el católico-romano medieval (P. III), el reformador-protestante (P. IV) o, finalmente, el moderno-ilustrado (P. V)—, sobre el trasfondo de la evolución histórica esbozada con brevedad, las condiciones, motivos y coacciones, las constantes y las variables, a fin de examinar y deslindar el paradigma contemporáneo en sus rasgos básicos. Y dado que los paradigmas precedentes no se extinguen con la llegada del nuevo, sino que siguen desarrollándose en paralelo con el paradigma nuevo, produciéndose posteriormente diversas interferencias, intersecciones más pequeñas son no sólo inevitables, sino del todo útiles. Así, con este libro, se presenta el segundo volumen dedicado a «La situación religiosa de la época», nacido en el marco del proyecto «No hay paz mundial sin paz religiosa», promovido por la Fundación del Jubileo de Bosch y por Daimler-Benz-Fonds. Como en la exposición del judaismo, también aquí parto de que un examen del cristianismo sólo es correcto si se persiguen a la vez dos cosas: Análisis de las fuerzas espirituales de una historia milenaria que influyen aún en el presente, es decir, un diagnóstico histórico-sistemático. Luego, éste debe conducir a prospectivas desde el presente analizado hacia las diversas opciones dadas en el futuro; con propuestas de solución práctico-ecuménicas. Por cierto que 14
en el proceso del trabajo en este volumen se puso de manifiesto que la sola exposición de la historia y de las grandes tradiciones cristianas exigía ya esta extensión. Por consiguiente, la descripción del presente y de las expectativas de futuro deberá ser el objeto de un volumen ulterior. Para comprender este libro es indispensable tener también presente que la concepción plasmada en este volumen es el producto final de un largo camino de reflexión. No es la primera vez que el autor de este estudio escribe sobre evoluciones históricas del cristianismo. Tras cuatro décadas de investigación teológica puede presentarse aquí una exposición de conjunto coherente. No se me tome, pues, a mal si en determinados capítulos hago referencia a libros anteriores a fin de apoyar y profundizar las aseveraciones hechas aquí. Por último, es para mí importante señalar que este libro ha sido escrito en una universidad alemana, pero, por un «ciudadano del mundo», en la medida de lo posible ante un horizonte universal. De ahí que me haya esforzado, según el período respectivo, en escribir también desde la perspectiva de otros países cuando partieron de ese país las fuerzas mutantes y acuñantes para una determinada constelación histórica. Es obvio que en este libro pudieron tratarse sólo de forma marginal los continentes extraeuropeos; no porque ellos sean menos importantes, ni por falta de espacio, sino porque de esos continentes —al menos en lo que respecta al cristianismo— sólo en las últimas décadas han provenido impulsos a los «tradicionales países» cristianos. Para mí, un claro signo (con otros) de que, tras la constelación eurocéntrica de la modernidad, hemos entrado en una constelación policéntrica (poscolonial y posimperialista) de una «posmodernidad» —o como se la llame— que comienza a perfilarse desde la I Guerra Mundial y se impone desde la II Guerra Mundial. Motivo suficiente para describir en el mencionado volumen futuro la influencia e importancia propia de los continentes extraeuropeos (África, Asia, América del Norte y del Sur, Oceanía). Pero de momento el proyecto con la anunciada trilogía dedicada a la situación religiosa de la época se cierra, como estaba previsto, con un volumen sobre el islam, que debe ser el inmediato siguiente si Dios quiere y vivimos... Tubinga, julio de 1994 HANS KÜNG
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A. LA CUESTIÓN DE LA ESENCIA
Sólo personas ignorantes pueden afirmar que todas las religiones son iguales. Para toda religión, y en especial para cada religión profética, sea el cristianismo, el judaismo o el islam, tiene gran importancia el preguntar: ¿Dónde se diferencia, pues, la propia religión de otras religiones? ¿Qué es lo especial, lo típico, la propiedad específica, lo «esencial», es decir, la «esencia», de esta o de aquella religión? 1 . Como lo hice respecto del judaismo, deseo formular ahora esta pregunta acerca del cristianismo; con espíritu ecuménico, sin polemizar contra las otras religiones. I. «ESENCIA» Y «NO ESENCIA» DEL CRISTIANISMO Es claro: el discurso sobre lo típico, peculiar, esencial de la religión apunta no a la cuestión teórica abstracta acerca de una concepción unitaria sistemática: un único sistema o régimen cristiano. Apunta más a la cuestión muy práctica de qué debe ser en el cristianismo lo válido en todo tiempo, lo vinculante de continuo, lo absolutamente irrenunciable. No quiero silenciar en este contexto el interés que guía mi conocimiento: no pretendo la conservación del statu quo, que tan importante es para los conservadores en todas las confesiones; menos aún la restauración del statu quo ante, para la que trabajan reaccionarios de proveniencia católico-romana, fundamentalista-protestante y vétero-ortodoxa. Me interesa —precisamente por la conservación de lo esencial— la transformación, reforma, renovación de lo cristiano con miras a un statu quo post, el futuro. Con miras a eso, se trata de distinguir entre imagen ideal, imagen hostil y imagen real del cristianismo.
1. La imagen ideal N o hay ni hubo jamás en la tierra obra alguna de la sabiduría política humana que fuera tan merecedora de una investigación como la Iglesia católico-romana. La historia de esta Iglesia enlaza las dos grandes épocas de la formación humana. N o esiste hoy en día ninguna otra institución 17
Con este stilo grande —todo ello es una cita literal— describía el destacado representante de la historiografía liberal de Inglaterra y hombre de Estado Thomas B. Macaulay2 en el siglo pasado a la Iglesia católica, la representante más antigua, mayor y más fuerte del cristianismo. Y cuántos católicos, no católicos y conversos han admirado igual que el anglicano Macaulay a esta Iglesia católica en nuestro siglo: su historia mantenida y configurada de manera singular, su venerable edad y al mismo tiempo su juventud vital, su organización extendida por todo el mundo a la par que eficiente, con cientos de millones de miembros y con una jerarquía ordenada con rigor, su culto tradicional de eximia solemnidad, su metódico sistema doctrinal teológico, sus descollantes
logros culturales en la estructuración y configuración del Occidente cristiano, su moderna doctrina social... Pero, como es sabido, así pudieron admirar a la Iglesia católica también hombres de poder y criminales de todo tipo, entre ellos Napoleón y el católico austríaco Adolf Hitler, que admiraba y trataba de imitar la organización, la solidez dogmática y la suntuosidad 3 litúrgica de la Iglesia católica. El conocido teólogo tubingués Karl Adam, uno de mis antecesores en la cátedra de Dogmática católica en Tubinga, citó este pasaje de Macaulay ya en la introducción de su obra La esencia del catolicismo, de la que se hicieron muchas ediciones y traducciones a casi todas las lenguas europeas; y añadía: «Esto es lo que en la desertización del presente mantiene embelesada nuestra mirada: ese carácter imperecedero, esa rebosante fuerza vital, esa eterna juventud de la vieja, vetusta, Iglesia»4. Y Adam, también en un tiempo admirador de Hitler («Vino del Sur católico, pero nosotros no lo conocimos»), que había sostenido de forma programática que «nacionalismo y catolicismo» constituyen una unidad «como naturaleza y supranaturaleza» 5 , describe incluso después de las experiencias del nacionalsocialismo y de la II Guerra Mundial en los diversos capítulos de su libro, como si nada hubiera pasado, la «idea católica intacta por espacio ni tiempo»: Iglesia como Cuerpo de Cristo y Reino de Dios en la tierra, sus notas esenciales, su pretensión de ser la única santificadora, y las fuerzas especiales mediante las que ella santifica. ¿Y la realidad? Sólo en el capítulo final pasa Adam, profesor de dogma, del «catolicismo en su idea» al «catolicismo en su manifestación», y afirma en apologética poco convincente que, debido a la institucionalización del cristianismo y a los componentes humanos y demasiado humanos de la Iglesia, «en modo alguno debe sorprender que el catolicismo histórico no siempre se solape de forma perfecta con el ideal, que, más bien, el catolicismo real vaya bastante detrás de su idea, que todavía nunca haya sido en la historia algo acabado, perfecto, sino tan sólo un estar en camino hacia, un estar en crecimiento trabajoso»6. Sí, así se concibió la historia del cristianismo sobre todo desde el Idealismo y Romanticismo alemanes (Friedrich Schleiermacher en el protestantismo, John Henry Newman en el anglicanismo, Johann Adam Móhler en el catolicismo): como una realidad que crece de forma orgánica que, a decir verdad, también tiene frutos podridos y ramas secas, pero que, sin embargo, vive en evolución, desarrollo y perfeccionamiento permanentes; la historia del cristianismo como un proceso de maduración e impregnación. Sin embargo, ¡cuántas veces un desarrollo llamativo se demostró como un desarrollo errado!, ¡cuántas veces un progreso grandioso en apariencia resultó al final un revés muy pernicioso! No, una concepción idealista-optimista de la historia de la Iglesia que quiere afirmar por doquier —en la vida, constitución, derecho, liturgia, piedad— un crecimiento orgánico es insostenible no sólo desde el Nuevo Testamento, sino tanto más desde la realidad de la historia de la Iglesia. Basta con pensar, por
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que reconduzca nuestros pensamientos a aquel tiempo en que el incienso sacrificial se elevaba del Panteón y girafas y tigres corrían de acá para allá en el Anfiteatro Flavio. Las casas reales de más alcurnia son de ayer si se las compara con la serie de los príncipes eclesiásticos romanos. Podríamos reconstruir sin interrupción esa serie remontándonos desde el papa que coronó a Napoleón en el siglo xix hasta aquel otro que coronó a Pipino el Breve en el siglo vm... Incluso la República de Venecia era reciente en comparación con el papado, y la República de Venecia pereció mientras que el papado perdura. El papado sobrevive no en decadencia, no como una pura antigüedad, sino lleno de vida y de fuerza juvenil. La Iglesia católica sigue enviando a los confines más extremos del mundo emisarios que son tan diligentes como aquellos que desembarcaron otrora con Agustín en la costa de Kent. Hace frente todavía a monarcas hostiles con el mismo espíritu con el que se enfrentó a Atila. El número de sus hijos es hoy mayor que el de cualquier tiempo pasado. El crecimiento que ha experimentado en el Nuevo Mundo compensa con creces las pérdidas que ha tenido en el Viejo. Su dominación espiritual se extiende por todos los países comprendidos entre las llanuras del Missouri y el Cabo de Hornos; y esos países tal vez tengan de aquí a un siglo una población equivalente en número a la actual de Europa. La comunidad de la Iglesia católico-romana tiene no menos de ciento cincuenta millones de almas, y sería difícil probar que las restantes confesiones cristianas juntas cuenten con ciento veinte millones. Y no hay todavía señal alguna de que el final de su dilatada dominación se avecine. Ha visto el comienzo de todos los regímenes y de todas las comunidades eclesiales que existen ahora en el mundo; y nada nos asegura que no esté llamada a contemplar el final de todos ellos. Era grande y respetada antes de que el sajón pisara suelo británico, antes de que el franco cruzara el Rin; en el tiempo en que la elocuencia griega florecía aún en Antioquía, cuando en el templo de La Meca se veneraban aún imágenes de ídolos. Y es posible que perdure aún sin mengua de fuerza cuando un día un viajero proveniente de Nueva Zelanda, en medio de un yermo más amplio, se sitúe en un arco caído del puente de Londres para recoger en su libro de bocetos las ruinas de la iglesia de San Pablo.
ejemplo, en la creciente división del cristianismo en grandes Iglesias y sectas numerosas para detectar la existencia de erróneos desarrollos del todo anorgánicos, anormales, absurdos. Sí. ¡Cuan alejadas del cristianismo existente en la realidad se encuentran, a pesar de alguna que otra crítica (casi nunca a «Roma» ni al Papa), tales presentaciones idealistas eximias de la Iglesia! Tanto la de Karl Adam como la del destacado teólogo jesuíta francés Henri de Lubac bajo el título de Meditación sobre la Iglesia7 o la del discípulo de éste, Hans Urs von Balthasar, bajo el término programático Sponsa Verbi (Esposa del Verbo) 8 (no en vano fueron recompensados ambos con el cardenalato); por no decir nada de los Himnos a la Iglesia de la conversa Gertrud von Le Fort 9 . Pero ¿quién quiere todavía hoy cantar himnos a la Iglesia? Con tales idealizaciones, mistificaciones y glorificaciones, por cierto no acríticas, pero prácticamente carentes de consecuencias para el sistema romano, no es posible responder ya a la pregunta «¿Qué es cristianismo?». Aquí es adecuada, más bien, una veracidad sin contemplaciones, que nadie me pudo prohibir, ni siquiera Henri de Lubac, no obstante la gran estima personal que sentía por él, que me espetó en San Pedro, tras mi conferencia sobre «Veracidad en la Iglesia», con ocasión del concilio Vaticano II10: «¡No se puede hablar así de la Iglesia! Elle est quand-méme notre mere! —¡Ella es a pesar de todo nuestra Madre!—». Mas, entre tanto, ha sido Eugen Drewermann quien ha analizado a fondo el complejo de Edipo de muchos clérigos11. Y, así, algunos bellos «sueños sobre la Iglesia» parecen haberse esfumado tres décadas después del concilio. A pesar de todo, es indispensable que a la veracidad acompañen también la justicia e imparcialidad respecto de la Iglesia y del cristianismo. Por eso hay que poner ahora un contrapunto.
2. La imagen hostil «Yo condeno el cristianismo, yo levanto contra la Iglesia cristiana la más terrible de todas las acusaciones que jamás acusador alguno ha tenido en su boca. Ella es para mí la más grande de todas las corrupciones imaginables [...] de todo valor ha hecho un no-valor, de toda verdad, una mentira, de toda honestidad, una bajeza de alma. [...] Yo llamo al cristianismo la única gran maldición, la única gran corrupción, la única grande intimísima corrupción, el único gran instinto de venganza, para el cual ningún medio es bastante venenoso, sigiloso, subterráneo, pequeño; yo lo llamo la única inmortal mancha deshonrosa de la humanidad [...]». Esta «maldición del cristianismo» llena de odio constituye el final de aquel último escrito destinado por el mismo Friedrich Nietzsche para la imprenta y que apunta de forma directa a la aniquilación del cristianismo: ElAnticriston. Así pues, ¡en lugar de un himno, una maldición! ¿Una maldición sólo de entonces? ¿Una maldición que está hoy superada de sobra por
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la ulterior historia de un cristianismo que se deja maldecir con facilidad, pero que no se deja aniquilar tan fácilmente? ¿Superada? ¡En modo alguno! Las mismas frases decoran de nuevo, como hilo conductor, una muy vendida Historia criminal del cristianismo de la que Karlheinz Deschner —quien, a diferencia de Nietzsche, hijo de un pastor protestante, proviene de un entorno católico conservador e incluso estudió por breve tiempo teología— tiene la intención de llegar a escribir diez volúmenes13. Con tal historia crítica Deschner en modo alguno piensa en una historia de las Iglesias, en «una exposición de las diversas organizaciones eclesiales, padres de la Iglesia, papas, obispos, de herejes y herejiólogos, de inquisidores así como de otros canallas santos y no santos, de ambiciones de poder y empresas de violencia típicas del clero, sino que va mucho más lejos y se refiere precisamente a una historia del cristianismo, de sus dinastías y guerras, de sus horrores y crueldades». Así se expresa el autor mismo, de forma programática, al anunciar su proyecto. Quiere informar con detalle del «imperturbable maridaje de la llamada política civil y religiosa junto con las consecuencias secularizadas de esta religión: la criminalidad en la política exterior, en la política agraria, comercial y financiera, en la política educativa, en la cultura, la censura, en la continuada difusión de ignorancia y superchería, cínica explotación de la moral sexual, del derecho matrimonial, del derecho penal». Al mismo tiempo, sale a la luz la «historia de la criminalidad clerical», justo «en el enriquecimiento privado, en el chalaneo de cargos, en el engaño piadoso en el culto de milagros y reliquias, en los más diversos tipos de falsificaciones, etc., etc.»14. Hay una muy justificada crítica al sistema eclesial, que no tiene por qué venir de un anticlericalismo ideológico. En efecto, ¿cuánta crítica corrosiva de antiguos creyentes procede de una esperanza amargamente defraudada? Seguro que soy el último que no tomaría en serio la acusación de Nietzsche. Sabido es que hace década y media no sólo la cité, sino que la discutí en detalle con mucha empatia 15 . Y soy también el último que no tomaría en serio los puntos de acusación de Deschner, ya que, como se sabe, hace mucho que traté también bajo puntos de vista históricos algunos de sus ámbitos de cuestionamiento crítico; por ejemplo, la relación de la Iglesia con los judíos, con los herejes y con los fanáticos16, todas las cuestiones de la reforma intraeclesial, y una y otra vez la problemática del papado 17 . Y en este libro sobre el cristianismo tendré que abordar no pocas equivocaciones y confusiones, como ya lo hice en el libro El judaismo. En muchas cosas Deschner tiene razón, y él significa para los ideólogos de la Iglesia un desafío a la formación del saber y de la conciencia. Y después de que la Iglesia oficial pensara que podía ignorar y reprimir la crítica seria de teólogos benevolentes, tiene que contentarse ahora con la incrementada crítica de «criminólogos» malévolos (y de algunos panfletistas). Éstos no quieren comprender y distinguir de forma crítica, sino acusar y condenar de forma global.
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Pero en mi calidad de persona muy experimentada y muy probada en cuestiones de la Iglesia, espero que se me permita el siguiente comentario: no se aportan materiales nuevos en la «Historia criminal» del cristianismo (¡que comienza ya con el judaismo!), impugnable muchas veces en los detalles. En concreto la escandalosa manipulación de la historia pontificia por este autor, que se hizo historiador en virtud de experiencias malas, es todo menos original. Nueva es sólo, y el autor lo confiesa sin ambages, la acumulación y concentración de todo fallo y error, crimen y vicio hallables en algún lugar, de todos los desarrollos fallidos y síntomas de decadencia, sesgo cargado de odio y practicado por Deschner desde el espíritu de «hostilidad»18 al cristianismo, mientras que se silencia por completo todo lo bueno y luminoso acaecido en la bimilenaria historia del cristianismo. ¿Para qué todo ese cúmulo de ironía, polémica, sarcasmo e invectivas? Para poder sostener la tesis de que el cristianismo es en sí delictivo, criminal, una locura, mentira y engaño que hay que destruir «de modo científico». Pero Deschner apenas conoce la literatura teológica moderna, y cita para su cometido viejos mamotretos apologéticos, muy desfasados. Es evidente que con cosas grotescas, patológicas, delictivas extraídas de dos mil años de historia de la Iglesia se pueden llenar unos cuantos volúmenes, sin echar jamás una mirada a lo santo. Tarea de toda una vida. No resultaría difícil al autor escribir aún, en el mismo estilo y partiendo de una motivación similar, otras «historias criminales»: la historia criminal de Alemania, de Francia o América, o quizás también la historia criminal del ateísmo militante y de la crítica a la religión. Pero cabe preguntar si tales historias criminales, que se limitan a recoger sombras y a hacer un listado de baches, no terminarán a la larga por hacerse tan insípidas como los enfáticos «Himnos a la Iglesia». Insípidas, ¿por qué? Porque quien, llevado de la pasión, sólo recoge sombras, ofrece tan sólo un juego chinesco. Y quien se mete a conciencia en todos los baches no tiene razón para quejarse del camino 19 . No. Ambos géneros de libros —tanto los de bello colorido triunfalista y transfiguración piadosa como los polémicos agresivos cargados de cinismo— son libros dudosos, de medias verdades. Porque las medias verdades son al mismo tiempo medios errores, y ninguna de las dos es historia seria. Cierto que el odio, como el amor, puede hacer clarividente, pero con frecuencia también puede cegar. Léase la ininterrumpida cascada de odio del antiguo estudiante de teología de Bamberg en su Sobre la necesidad de dejar la Iglesia. Para él la Iglesia es «el cadáver gigante de un monstruo de la historia universal», «los restos de un monstruo» 20 . Sin embargo, un antialemán por principio, un antifrancés agresivo, un antiamericano fanático, y de igual manera un anticristiano militante, apenas comprenderán respectivamente (no obstante lo atinado de las observaciones) lo específico de Alemania, de Francia, de América o del cristianismo. A saber: por qué tantos alemanes, franceses y ameri-
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canos quieren seguir siendo, a pesar de las críticas, alemanes, franceses o americanos; por qué tantos cristianos no dejan de ser cristianos. No, una «crónica escandalosa» no es aún una historiografía, sino, como dice el diccionario alemán Duden, una «colección de historietas de escándalos y rumores de una época o de un determinado ambiente». Eso significa que semejante imagen hostil es tan incapaz de explicar qué es de verdad el cristianismo como una imagen ideal tradicional. En vez de glorificación o de sospecha, se requiere una comprensión histórico-crítica asentada en la veracidad y en la imparcialidad, que luego tiene que servir de base para un enjuiciamiento teológico: medir con el origen, con la proto-noticia del cristianismo.
3. La imagen real: una doble dialéctica Ya en el tiempo del concilio, en los años sesenta, comprendí con toda claridad que para hacer una imagen real de la Iglesia se requiere de continuo la consideración diferenciada de dos puntos de vista que, en el contexto de la situación religiosa de nuestra época y de las grandes religiones universales, habrá que extender de forma aún más consciente a la magnitud «cristianismo», a la que hay que comprender también de forma sociológica, política y teológica21: la contrapuesta referencia recíproca, es decir, la dialéctica de esencia y forma y la de esencia y no esencia. Esencia y forma El concepto del cristianismo está co-determinado de continuo por su respectiva concreción histórica. La cristiandad puede convertirse en prisionera de la imagen que se ha hecho de sí misma en una determinada época. Cada tiempo tiene su propia imagen del cristianismo, nacida de una determinada situación, vivida y configurada por unas concretas fuerzas sociales y comunidades eclesiales, preformada o posformada en el plano conceptual por figuras y teologías concretas que dejan huella en el plano mental. Quien no está ofuscado puede comprobar, sin embargo, que en todas las corrientes y contracorrientes sociales, eclesiales e histórico-teológicas, en las diversas y cambiantes imágenes históricas del cristianismo se mantiene un núcleo permanente al que deberemos dedicar toda nuestra atención: componentes y perspectivas básicas que son vistas desde un origen que sigue siendo norma válida. Hay, pues, en la historia del cristianismo y de su autocomprensión un algo persistente, una «esencia» (essentia, natura, substantia). Conozco muy bien las equivocaciones ligadas con este término. Sin embargo, contra todo esencialismo rígido, me apresuro a añadir: esa esencia se manifiesta sólo en lo cambiante. Con otras palabras, hay un núcleo idéntico, pero sólo en lo variable;
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un centro continuo, pero sólo en el evento; una persistencia, pero sólo en la manifestación cambiante. En resumen, la «esencia» del cristianismo se pone de manifiesto no en una inmovilidad y elevación metafísicas, sino en una «forma» histórica que se transforma sin cesar. Y precisamente para avistar esa «esencia» permanente, original, que no es estática ni pétrea, sino que acaece de manera dinámica, hay que prestar atención a la «forma» histórica que cambia de continuo. Sólo si vemos la «esencia» del cristianismo en la cambiante forma histórica captamos el cristianismo del que queremos partir en esta exposición: no un cristianismo ideal en las esferas abstractas de una teoría o poesía teológicas, sino el cristianismo verdadero, existente en la realidad, en medio de esta historia del mundo. Tampoco el Nuevo Testamento comienza con una doctrina del cristianismo que se realizaría luego en lo sucesivo, sino con la realidad del cristianismo sobre la que se reflexiona con posterioridad. El cristianismo real es en primera línea un factum, un suceso, un movimiento histórico. La esencia real del cristianismo real acontece en las diversas formas históricas. Dos cosas hay que tener en cuenta ahí: — Esencia y forma son inseparables. No es lícito arrancar a una de la otra, sino que hay que verlas en su unidad. La distinción entre esencia y forma no es real, sino conceptual. En la realidad, en ningún lugar se da ni se dio una esencia del cristianismo «en sí», separada, destilada de forma químicamente pura del río de las formas eclesiales. Algo muy importante para la praxis: es imposible trazar una separación nítida entre lo mutable y lo inmutable. Hay, sin duda, constantes permanentes, pero ningún distrito irreformable desde un principio. Esencia y forma no se comportan como núcleo y corteza. Un esencia sin forma es amorfa y, por tanto, irreal; al igual que una forma sin esencia carece de esencia y, por ello, es también irreal. — No hay que identificar esencia y forma: no hay que equipararlas, sino que deben ser vistas en su carácter específico. Si bien la distinción entre esencia y forma también es conceptual, sin embargo es una distinción necesaria, con un fundamento en la realidad (cum fundamento in re!). Pues ¿de qué otra manera deberíamos poder determinar lo permanente en el devenir de la forma?, ¿de qué otra manera deberíamos poder enjuiciar la forma histórica concreta?, ¿de qué otro modo deberíamos tener un criterio, una norma, para determinar lo que es legítimo en la respectiva manifestación histórico-empírica del cristianismo? La gran importancia de esto se hace patente cuando tenemos en cuenta también la segunda perspectiva:
Queremos decir con esto que en todo lo negativo, contra lo que choca con razón la crítica a la Iglesia y que una admiración idealizadora gusta
de recubrir, se exterioriza no simplemente una «forma» histórica del cristianismo. Eso sería banalizar el mal en el cristianismo. ¿Se identifica lo positivo con la «esencia» permanente y lo negativo con la «forma» efímera? No. Por incómodo que ello resulte, también tenemos que tomar en serio lo negativo de la Iglesia, la «no esencia» del cristianismo. Y la no esencia del cristianismo está en contradicción con su esencia, aunque vive de ella. Ella no es su esencia legítima, sino ilegítima; no su esencia auténtica, sino su esencia pervertida. Como negra sombra acompaña la no esencia a la esencia del cristianismo a través de todas las formas históricas. En una palabra: La esencia real del cristianismo tiene lugar en la no esencia. Digamos, pues, a todos los admiradores, pero también a todos los enemigos del cristianismo: justo aquél para quien es serio el asunto del cristianismo y de la Iglesia, tiene que contar desde un principio con la oscura no esencia del cristianismo. Como esencia y forma, núcleo permanente y lo cambiante, así también lo bueno y lo malo, lo saludable y lo nefasto, esencia y no esencia están entretejidos y los hombres no pueden calcularlo de forma exhaustiva. También lo más esencial se transforma. También lo más esencial se puede convertir en su contrario. También lo mejor es propenso a lo malo. También con lo más santo es posible el pecado. Por consiguiente, se puede ver la historia del cristianismo tanto bajo un signo positivo, como bajo un signo negativo. Entonces se constata que, aparte de toda configuración y afrontamiento positivo de los desafíos de la historia, se puede reconocer en el cristianismo también una decadencia, una capitulación ante la historia; en toda organización eficiente, un aparato financiero y de poder que trabaja con medios bastante mundanos; en las imponentes estadísticas de masas cristianas, un achatado cristianismo tradicional pobre en sustancia; en la bien ordenada jerarquía, un funcionariado clerical que siempre mira de soslayo a Roma, servil con frecuencia y afeminado hasta en la vestimenta, alejado de la realidad, déspota, autocomplaciente; en las solemnidades del culto, un ritualismo exteriorizado, no evangélico, anclado en la tradición medieval-barroca; en el sistema doctrinal muy elaborado, dogmático, una teología escolástica rígida y autoritaria, con conceptos tradicionales carentes de contenido, manipuladora, ahistórica, no bíblica; en los logros culturales de Occidente, secularización y desvío de la auténtica tarea... Para muchas personas es esto la Iglesia real, la que existe en la realidad. Y por eso ellas han terminado por irse. Todo esto significa que no sólo la historicidad en general, sino precisamente la proclividad histórica del cristianismo al contagio de lo anticristiano tiene que ser para nuestra consideración un dato básico que nosotros cargamos en cuenta desde un principio y donde sea preciso. Cierto que algunas salidas de la Iglesia (en modo alguno de gente pobre) son fruto de consideraciones del todo financieras (impuesto ecle-
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Esencia y no esencia
siástico), y algunos reproches a la Iglesia son incomprensibles, petulantes, unilaterales, injustos, muchas veces también errados del todo y en ocasiones incluso malignos. A todo esto se puede responder, pero no mediante una apologética ligera, sino mediante una apología, defensa, justificación que acepta sólo reproches fundados, justificados22. Por eso, en este estudio no tomaré nunca como medida el actual statu quo del cristianismo ni lo justificaré. Más bien, intentaré un examen crítico que es requisito para la siempre necesaria renovación del cristianismo, suceda ésta cuando sucediere. El mismo planteamiento elegí ya respecto del judaismo, e idéntico enfoque habrá que buscar también en la exposición del islam. Contra la siempre amenazante frustración y resignación de reformadores en todas las religiones, que tienen a veces la sensación de ser sólo como perros que ladran a la luna y que chocan de continuo contra muros, yo desearía, mediante una consideración analítica bien distinta de un barato desenmascarar, proporcionar un diagnóstico del presente que denuncia públicamente anomalías, que llama por su nombre a los responsables, eleva la presión para que se lleve a cabo una reforma y anima a cambios estructurales. En ninguna religión —sea el judaismo, el cristianismo o el islam (por no hablar de religiones de origen indio o chino)— podemos darnos por satisfechos sólo con el statu quo. Se plantean por doquier preguntas paralelas con miras a una futura renovación.
Con este objetivo hay que concretar ahora lo relativo al contenido, en una visión no abstracta e idealista, sino sobria y realista, la pregunta acerca de la esencia del cristianismo: más allá de la pregunta general acerca de la esencia (como distinta de la forma y de la no esencia) hay que responder ahora a la pregunta sobre lo específico, lo propiamente cristiano.
Cuestiones para el futuro ¿No debería producirse con el tiempo también en el judaismo un nuevo consenso que, teniendo en cuenta toda la dialéctica, inevitable también para él, de esencia y forma, esencia y no esencia, ponga en claro de nuevo lo que es siempre válido, siempre obligatorio y, sin duda, irrenunciable de la fe judía?23. Frente a todas las caricaturas unilaterales y a pesar de C tradiciones a menudo agravantes, ¿qué posibilidades tiene el islam de distinguir lo esencial de lo no esencial y, más allá de todas las imágenes utópicas, sacar a la luz de forma realista lo que es lo esencial de la fe islámica?
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¿Qué es necesario para que en el cristianismo, en todo cambio de las formas y en todo cubrimiento por la no esencia, se manifieste de nuevo con mayor claridad lo que es la auténtica esencia del cristianismo?
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II. POLÉMICA EN TORNO AL «CRISTIANISMO» 1. La esencia del cristianismo, ¿desenmascarada por la filosofía? La esencia del cristianismo Con este título se publicó en 1841 la obra de un filósofo de 37 años cuya meta declarada era la de convertir a los hombres de teólogos en antropólogos, de teófilos en filósofos, de candidatos del más allá en estudiantes del más acá, de mayordomos religiosos y políticos de la monarquía y aristocracia celeste y terrena en ciudadanos de la tierra libres, seguros de sí mismos 1 . Este autor era Ludwig Feuerbach. La religión, proyección del hombre (Feuerbach) La pretensión de ese libro era enorme, pues quería herir de una vez por todas toda religión al hacer remontar sin más lo religioso a lo humano. Y el efecto de este libro fue inmenso, ya que no sólo convirtió al ateísmo a Max Stirner y a Bruno Bauer, así como al joven Richard Wagner y a Friedrich Nietzsche, sino también a Karl Marx y a Friedrich Engels. Porque el materialismo dialéctico presuponía por doquier en el sistema comunista la crítica hecha a la religión por Ludwig Feuerbach, que se convirtió así en el «padre de la iglesia» del ateísmo moderno 2 . La filosofía de Ludwig Feuerbach había alcanzado una verdadera dimensión histórica y mundial. La tesis básica de Feuerbach decía así: «El misterio de la teología (es) la antropología»3. Esto significa que en la fe en Dios el hombre saca de sí su esencia humana, la ve como algo que existe fuera de él y separado de él mismo. El hombre proyecta, pues, al cielo su esencia como forma autónoma, la llama dios y la adora. En una palabra, el concepto de Dios no es otra cosa que una proyección del hombre: «La esencia absoluta, el Dios del hombre, es su propia esencia. El poder del objeto sobre él es, pues, el poder de su propia esencia»4. El conocimiento de Dios es con ello un poderoso lanza reflejo; «Dios» no es otra cosa que la proyectada, hipostatizada imagen refleja que el hombre tiene de sí mismo, lo que corrobora de la forma más bella las propiedades de la esencia divina. ¿Amor, verdad, justicia de Dios? ¡Ellas son en realidad las propiedades del hombre, del género humano! Homo hominiDeus est, el hombre es el Dios del hombre: esto es todo el misterio de la religión. Capítulo tras capítulo, de un modo excitado, agotador a la larga, pero muy eficaz, martillea Feuerbach con su nuevo credo al lector y aplica así su conocimiento básico a todos los dogmas cristianos, cuya explicación uno puede imaginar ahora por sí mismo: ¿Qué es el misterio de la encarnación, de la hominización de Dios? El Dios hecho hombre es sólo la manifestación del hombre hecho Dios. ¿Qué es el misterio del amor
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de Dios al hombre? Nada más que el misterio del amor del hombre a sí mismo... Así pues, pensó Feuerbach haber examinado de una vez por todas la esencia del cristianismo, incluso la esencia de toda religión. Al mismo tiempo, Feuerbach estaba convencido de que la religión, y con ella el cristianismo, se disuelve en la medida en que el hombre vuelve a sí mismo. ¿Sólo proyección? Claro que 150 años más tarde la situación es distinta. Podemos comprobar que las expectativas de Feuerbach no se han cumplido. Y esto tiene que ver también con que la teoría de Feuerbach, que sonaba tan convincente, no es concluyente del todo en el plano filosófico. Por eso, la crítica hecha por Feuerbach a la religión y repetida y variada por tantos puede ser considerada hoy, a su vez, como desenmascarada. Porque en el fondo se basa en dos argumentos: 1. El argumento de la proyección. Feuerbach insiste una y otra vez en la argumentación sociológica individual o social de que la religión no es más que proyección del hombre o, como más tarde dirá Marx elevándolo a crítica social, «opio del pueblo». Pero ¿se demuestra de forma concluyente con ello que Dios es sólo una proyección, que es sólo un consuelo interesado o sólo una «ilusión infantil», como dirá más tarde en la misma línea Sigmund Freud? ¡Hay que desconfiar de las frases «sólo» o de las frases «nada más que». Ellas sugieren una certeza que, sin embargo, en modo alguno es fundada. Sin duda, hay que conceder que es posible explicar de forma psicológica la creencia en Dios. Pero psicología o no psicología es aquí una alternativa equivocada. Porque, vista de modo psicológico, la creencia en Dios evidencia siempre estructuras y contenidos de una proyección, está siempre bajo sospecha de proyección. Pero el hecho de la proyección nunca decide, sin embargo, sobre si el objeto al que ella se refiere existe o no existe. Con otras palabras, al anhelo de Dios muy bien puede corresponder un Dios real. ¿Y por qué no debo poder desear que con la muerte no termine todo, que exista un sentido en mi vida, en la historia de la humanidad; en una palabra, que Dios exista? Ludwig Feuerbach tiene, pues, razón: sin duda, la religión, como toda fe, esperanza y amor, contiene un aspecto de proyección. Pero, con eso, en modo alguno se ha demostrado que la religión es sólo proyección. Ella puede ser también relación con una realidad del todo otra. 2. El argumento de la extinción de la religión. La insistente argumentación histórica, cultural y filosófica en favor del final de la religión se basa también en una extrapolación al futuro que a fin de cuentas tampoco está fundada: «En el lugar de la fe», se dice, «ha entrado la increencia, en el lugar de la Biblia la razón, en el lugar de la religión y de la Iglesia
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la política, en el lugar del cielo la tierra, en el de la oración el trabajo, en el del infierno la necesidad material, en el lugar del cristianismo el hombre»5. ¿De veras? Hoy es claro como la luz del sol: ni la «supresión de la religión» por el humanismo ateo (Feuerbach) ni la «extinción de la religión» mediante el socialismo ateo (Marx) ni la «suplantación de la religión» por la ciencia atea (Freud) han resultado ser unos pronósticos verdaderos. Más bien se ha demostrado lo contrario, que la fe (!) en la naturaleza humana buena (Feuerbach) era una proyección conceptual; que la fe en la sociedad socialista futura (Marx) era un consuelo interesado; que la fe en la ciencia racional era una ilusión peligrosa. Y si bien hay que tomar en serio há problemática del nihilismo, tanto teórico como práctico, también el pronóstico nietzscheano de la muerte de Dios ha resultado ser un pronóstico fallido. Al contrario, nos encontramos hoy —y esto es una de las señales más claras a favor de una nueva época después de la modernidad— ante el hecho del retorno de la religión también en la ampliamente atea ex-Unión Soviética y en la China atea por decreto. Mas para el. futuro de la religión en la era posmoderna —sea el cristianismo, el judaismo, el islam o una religión china o india— bien pudiera ser codecisivo el hecho de si la respectiva religión toma en serio la justificada preocupación de estos grandes críticos de la religión: — si la religión volverá a ser en la posmodernidad (como lo fue con frecuencia en la modernidad) expresión de la enajenación y empobrecimiento intelectual, moral y emocional del hombre o, por el contrario, su enriquecimiento múltiple y un verdadero humanismo teórico y práctico; — si será de nuevo «opio», medio de apaciguamiento social, de consuelo y de represión o, por el contrario, medio de una ilustración amplia y de liberación social; — si se demostrará como «ilusión», expresión de una inmadurez psíquica o incluso neurosis, de la regresión, o, por el contrario, como expresión de una identidad personal y madurez psíquica. En todo caso, en lo que se refiere al cristianismo la cuestión se ha agudizado aún más desde el siglo xix: ¿Qué es en realidad cristianismo? Entonces, en el apogeo del historicismo, esta cuestión básica comenzó a preocupar de forma creciente a la teología. Y se intentó resolverla preguntando de nuevo por la «esencia» del cristianismo; no ya desde una perspectiva filosófico-especulativa, sino histórica.
2. La esencia del cristianismo ees reconstruible de forma histórica? La esencia del cristianismo. Con este título aparecieron como libro en 1900, cincuenta y tantos años después de Feuerbach, las lecciones ma-
gistrales del gran historiador protestante de la Iglesia y de los dogmas Adolf von Harnack 6 . Vuelta al evangelio sencillo (Harnack) Como ya las lecciones pronunciadas bajo ese título en Berlín ante oyentes de todas las facultades, también el libro de Harnack tuvo un éxito enorme, en contraposición a otro libro capital del mismo año, la Interpretación de los sueños, de Sigmund Freud. ¿Por qué? Porque en el primer caso, uno que conocía toda la complicada evolución de la dogmática cristiana y la había expuesto en una historia de los dogmas de muchos volúmenes 7 se esforzaba por preguntar de nuevo, en una forma escueta, transparente e inteligible para todos, acerca del cristianismo en su forma primera, acerca del mensaje cristiano en su sencillez, sobriedad e «ingenuidad» originales: «¿Qué es el cristianismo? ¿Qué fue, qué ha llegado a ser?»8. Ésas eran las preguntas directrices. De hecho cabe decir que en la empresa de Harnack se trataba de un «intento de singular osadía para la teología cristiana de llegar a una reducción de la complejidad sustentada por la historia, a una especie de "desarme" en asuntos de una supercomplejidad filosófico-especulativa a fin de poner de nuevo al descubierto para hoy el elemento nuclear de la proclamación cristiana« (K.-J. Kuschel9). Pero, eso sí, Harnack era aún típicamente moderno en su delimitación eurocéntrica respecto del cristianismo: «Esperamos que de la respuesta a esta pregunta caiga de forma espontánea también una luz sobre aquella pregunta más amplia de qué es y qué debe ser la religión. A fin de cuentas tenemos que vérnoslas con la cristiana; las demás no nos mueven ya en lo más profundo» 10 . Pero el avance de Harnack provocó también la pregunta siguiente: ¿Desde cuándo se pregunta en la historia de la cristiandad por la «esencia» del cristianismo? Esta pregunta no es tan nueva como pudiera parecer. El teólogo e historiador protestante Ernst Troeltsch —él había exigido ya con anterioridad el empleo estricto del pensamiento histórico también en la teología11— la formuló en una gran disertación titulada Qué significa «esencia del cristianismo»12 en tiempos del Romanticismo y del Idealismo; pero otros la formularon ya en la teología de la Ilustración13. Sólo recientemente ha podido mostrar el teólogo evangélico Rolf Schafer que ya en el padre de los pietistas, Philipp Jakob Spener, en un sermón de 1694, se puede encontrar el discurso acerca del «cristianismo» y de la «recta esencia de él»; que, por consiguiente, el discurso acerca de la «esencia del cristianismo» no proviene del lenguaje científico, sino del lenguaje edificante; que, por consiguiente, «no es un término inventado por la Ilustración, sino por el pietismo»14. Y el teólogo católico Hans Wagenhammer 15 ha documentado esa afirmación: La fórmula «esencia del cristianismo» se encuentra ya en 1666 (postumo) en
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el pastor luterano-pietista Joachim Berke («La esencia principal y sustancial del cristianismo»), y una primera monografía con el título Essentia religionis christianae proviene del pietista (labadista) francés Pierre Yvon16. ¿Qué se desprende de estos datos? Una cuestión tanto de la Reforma como de la Ilustración Si la fórmula «esencia del cristianismo» se considera en relación con formas yuxtapuestas o paralelas como, por ejemplo, substantia christianismi, que se encuentra ya en el reformador irenista de Estrasburgo Martín Bucero, interesado en lo cristiano vinculante entre luteranos y reformados 17 , entonces se imponen dos consecuencias: La primera: Cuando se habla de una «esencia» (o de la substantia) del cristianismo en el sentido de detectar y delimitar lo no cristiano, la «no esencia» del cristianismo, entonces la Reforma se convierte en referencia necesaria, lo que objetivamente salta a la vista de inmediato. ¿Por qué? La Reforma no quería encontrar un arreglo con la decadencia, con la «no esencia» del cristianismo que todo lo recubría, sino que deseaba recuperar el Evangelio original. Sin duda que el Evangelio plasmado en la Biblia tenía aún validez para los reformadores y también para el pietismo como la incuestionable esencia dada del cristianismo, con independencia de cómo se la determinara en concreto: como justificación, renacimiento o beatitud... La segunda: Pero en la medida en que la fórmula «esencia del cristianismo» significaba un examen histórico de las diversas conformaciones, es decir, las «formas» del cristianismo, es la Ilustración la que entonces se convierte en referencia. ¿Por qué? Porque la Ilustración se preocupaba ante todo de la racionalidad del cristianismo, pero reconociendo la historicidad básica de todas las acuñaciones de lo cristiano, y con ello comenzó a problematizar también como pregunta la esencia del cristianismo dada ya originariamente en la Biblia... Desde entonces nos preguntamos de forma expresa —¡no para la reducción y disolución, sino para la concentración de lo cristiano!— acerca de lo importante, decisivo, característico, es decir, de lo «sustancial», «esencial» del cristianismo, lo que, como ya vimos, hay que entender hoy no en clave idealista, sino realista: — como la esencia permanente en formas históricas cambiantes del cristianismo; — como la esencia auténtica a pesar de la continua, virulenta y mala «no esencia» y —así cabe añadir después de la división de la fe y de la recepción de las tendencias reconciliadoras de la Ilustración: — como la esencia vinculante, común, de todas las diversas confesiones e Iglesias cristianas. En virtud de la investigación histórica, hoy en día debería existir
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acuerdo en el rechazo de dos posiciones (diametralmente contrapuestas): No se puede identificar la esencia del cristianismo: c o n u n a religión de la razón, con una religión natural racional supuestamente dada en todas las épocas, como lo expusieron de forma pionera para la Ilustración (y para la defensa del cristianismo en su núcleo) los tres pensadores ingleses John Locke, Lo razonable de la Cristiandad^, John Toland en Cristiandad no misteriosa™, y Matthew Tindal en Cristiandad tan antigua como la Creación™ (ilos tres títulos muy característicos!); o con la esencia del catolicismo, como lo hicieron de hecho aún después de la II Guerra Mundial, con un espíritu preconciliar, los teólogos católicos alemanes Michael Schmaus21 y Romano Guardini 22 en sus escritos sobre la esencia del cristianismo. Entonces, ¿cómo avanzar? Mejor: ¿cómo conseguir un fundamento donde basarnos a la hora de determinar la esencia del cristianismo, que no es una religión natural, sino una religión histórica? Queda sólo la mirada al origen del cristianismo. Y, desde un punto de vista histórico, no puede haber aquí duda alguna de que, contemplándolo desde la totalidad de su origen, el cristianismo no era idéntico a una religión racional, dada de forma natural, de todos los hombres; y menos aún era identificable con un determinado sistema eclesial romano. Más bien, visto desde el conjunto de su origen, el cristianismo es inconcebible sin un nombre del todo concreto. 3 . «Cristianismo»,
llamado por su
nombre
También desearía evitar cualquier, incluso bienintencionada, dilatación, mezcolanza, tergiversación y confusión de lo que es lo cristiano. Para conseguirlo me esforzaré para dar con un lenguaje claro que llame a las cosas por su nombre y use con rigor los conceptos. Ya se ha difumidado bastante el concepto de lo cristiano, ya se le ha dado una elasticidad caprichosa. Yo deseo tomarlo aquí con precisión. Porque el cristianismo de los cristianos debe seguir siendo cristiano; tal vez deba incluso recristianizarse. No hay cristianismo sin Cristo Si uno no se aferra a la fórmula «esencia» o «sustancia del cristianismo», sino que se mira al cristianismo real, entonces resulta innegable y obvio que ya antes de los interrogantes del pietismo y de la Ilustración acerca de la «esencia» del cristianismo existió un cristianismo «esencial». Obviamente existía un cristianismo «genuino» ya antes del interrogante teológico de la Reforma acerca del «verdadero» cristianismo. Tampoco empaña ese hecho la constatación de que el término «cristianismo» fue-
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ra utilizado con relativa infrecuencia en la Iglesia antigua y sobre todo en la medieval, y se hablara más de la «fe» cristiana o de «Iglesia» y similares. El apologeta cristiano del siglo n, el filósofo y mártir Justino, hablaba del cristianismo como de la «filosofía verdadera», pero en modo alguno quería dar a entender sólo una teoría de la religión, sino también una praxis de vida. Pero lo decisivo para nosotros no es la historia del término. Si pasamos de la historia del concepto a la historia real, entonces es evidente que el bimilenario fenómeno histórico del cristianismo como camino de fe y de vida tuvo que ver a través de todos los siglos —a diferencia del judaismo— de forma esencial con un nombre humano concreto. Son precisamente los teólogos los que saben a veces, cuando se trata de temas esenciales, hablar en circunlocuciones acerca de la cosa en lugar de llamarla por el nombre. Cuando decimos «Hay que llamar las cosas por su nombre», queremos dar a entender que una cosa necesita de una derivación, identificación, fundamentación concretas. Cuando se pregunta, pues, de forma muy elemental por qué el cristianismo es cristianismo, sólo puede haber una respuesta: porque tiene su fundamento no en determinados principios, ideas, axiomas, conceptos, sino en una persona que, en lenguaje antiguo, todavía hoy se llama Cristo. Sin duda, esto es una respuesta elemental. Pero veremos que en las consecuencias para la teoría y la praxis esta respuesta elemental se demuestra bastante compleja. De «Cristo» —ése fue el nombre propio de esta persona, la denominación caracterizante que la distingue de otras— viene el nombre «cristianismo». Claro que «cristianismo» no es un término bíblico. Tal vez por eso Martín Lutero lo utiliza todavía rara vez. Y sin embargo es casi tan antiguo como el fenómeno designado por él. El término «cristianos» aparece ya en los Hechos de los Apóstoles, donde se cuenta que ese nombre estaba generalizado ya (¿tal vez como adopción?) en la Antioquía siria, donde, junto a los judeocristianos huidos de Jerusalén, se hallaban también los primeros cristianos gentiles23. Tal vez naciera también en Antioquía el término «cristianismo»=christianismón (término griego como Christós), en analogía manifiesta con el término «judaismo» =judaismos24, que también designa a la par doctrina, praxis y la comunidad. «Cristianismo» se encuentra por primera vez hacia el año 110 en las cartas del obispo de esta gran metrópoli siria, Ignacio, que, deportado a Roma durante la persecución de Trajano, escribió durante su viaje a los magnesios diciéndoles que debían vivir «según el cristianismo»25, donde deslinda con extrema nitidez el «cristianismo» del «judaismo». Opina incluso que «no es correcto decir Jesucristo y vivir de forma judía»26. En latín, por el contrario, el cristianismo se llamó al principio nomen christianutn, «nombre cristiano»27.
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Concentración cristiana sin reducción cristocéntrica Por sorprendente que resulte que un obispo cristiano-gentil como Ignacio dé muestras patentes de no querer saber ya nada de un judeocristianismo en los inicios del siglo 11, es innegable, sin embargo, que los términos «cristiano» y «cristianismo» están ligados desde un principio con el nombre Jesucristo. Y de él se habla sin cesar en los escritos neotestamentarios i como de una persona histórica'. Confirman esto también los primerísimos testimonios no cristianos provenientes más o menos de esa misma época: — Flavio Josefo, el historiador judío. Informa hacia el año 90, en Roma, con clara reserva, de la lapidación de Santiago, el «hermano de Jesús, llamado Cristo»28, acaecida en el año 62. — Gayo Plinio II, gobernador romano de la provincia de Bitinia, de Asia Menor. Dirige hacia el 112 al emperador Trajano una pregunta con motivo de los «cristianos» acusados de muchos crímenes. Estos, según las averiguaciones hechas por el gobernador, habrían negado el culto al emperador, pero por lo demás cantan himnos sólo a «Cristo como único Dios» y se obligaban a ciertos mandamientos (no robar, no matar, no cometer adulterio, no engañar) 29 . — Cornelio Tácito, el gran historiador romano y amigo de Plinio. Informa algo más tarde del gran incendio de Roma. Afirma que en general se atribuye a Nerón tal incendio, pero que éste a su vez echaba la culpa a los chrestianos. ¿Chrestianos (hombres honrados)? Continúa diciendo el historiador que el nombre proviene de un «Cristo» ajusticiado en tiempos de Tiberio por el procurador Pondo Pilato, y que, tras la muerte de aquél, esa «funesta superchería» habría terminado por encontrar su camino a Roma, como todo lo vergonzante y bajo, y que después del incendio habría conseguido incluso una gran cantidad de creyentes30. Lo que estos más antiguos testimonios judíos y paganos de los siglos i y II dicen acerca del cristianismo puede ser confirmado mediante innumerables testimonios procedentes de los veinte siglos, y apunta a algo que, en realidad, debería ser obvio, pero que así en modo alguno es evidente. El cristianismo como «religión», es decir, como mensaje y camino de salvación, significa en su esencia * no una idea eterna cualquiera (aunque sea la de «justicia» o la de «amor»), * no un dogma (aunque sea el más solemne), * no una concepción del mundo cualquiera (aunque sea la mejor), * sino que significa la importancia omnideterminante de una figura humana concreta: la de Cristo Jesús. Ji por un momento dejamos de lado lo que se ha estratificado y amontonado en la historia del cristianismo (en Iglesias, teologías, ordenamientos jurídicos, espiritualidades, religiosidad popular) —de todo ello 35
habrá que hablar en detalle— entonces en el origen del cristianismo no hay otra cosa que una persona. Sólo con ella tenemos ante nosotros el centro permanente del cristianismo, sólo partiendo de ella se puede responder a la pregunta sobre la esencia del cristianismo. Para mí se trata aquí, pues, ante todo de una concentración cristiana. Pero concentración cristiana es otra cosa que reducción cristocéntrica. A fin de evitar esta última desde un principio y de mantener abierto hacia todos los lados el horizonte humano general, deseo formular en este lugar algunas cuestiones incidentales.
Cuestiones para el futuro ¿Debe una con-centración en lo específico judío —Israel como pueblo y tierra del Dios único— excluir por principio a aquel judío de Nazaret en cuyo nombre la creencia judía en un solo Dios fue llevada a todo el mundo? una con-centración en lo específico islámico —el C ¿Debe Coran como palabra y libro del Dios único— no incluir una
auténtica.,confrontación con la historia y el mensaje de aquel gran Profeta y'Mesfas anterior a Mahoma, tal y como fue descrito en las propias fuentes cristianas más de medio milenio antes?
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¿Debe una con-centración en lo específico cristiano —este uno como Cristo e Hijo de Dios— llevar por principio a una separación tajante de ambas religiones abrahámicas, o, por el contrario, no cabe la posibilidad de trazar desde el centro cristiano lineas esenciales de conexión hacia el judaismo y el islam?
Trataremos, pues, de determinar de forma más precisa la esencia del cristianismo adentrándonos a tientas hacia el centro de la fe del cristianismo. ¿Qué constituye el centro del cristianismo? ¿Cuál es su forma básica y su motivo original? ¿Cuáles son sus elementos estructurales centrales?
B. EL C E N T R O
Lo que hubo que decir del judaismo vale de forma eminente para el cristianismo: No hay que confundir (de forma hegeliana) su «Centro», por ejemplo, con un «concepto básico», con una «idea fundamental» frente a los que todos los restantes conceptos e ideas del cristianismo fueran sólo decisiones y desarrollos históricos. Tampoco hay que confundir (de forma dogmático-ortodoxa) su «Centro» con un «principio básico» desde el que se podría construir de forma sistemática el conjunto de la fe cristiana. ¿De qué se trata, pues, en el centro del cristianismo?
I. FORMA BÁSICA Y MOTIVO ORIGINAL Como de la Biblia hebrea, tampoco del Nuevo Testamento cabe deducir un sistema conceptual unitario ni una dogmática escolástica coherente. Aunque los escritos neotestamentarios, a diferencia de los de la Biblia hebrea, apenas abarcan un siglo, sin embargo la crítica histórica ha mostrado hasta qué punto hay que distinguir también en el Nuevo Testamento diversas tradiciones, estratos y teologías. Pero no menos urgente es también aquí la pregunta: dentro de esta pluralidad, ¿no existirá conexión alguna de las tradiciones y estratos, de las personas y teologías?
1. Lo que es común a los documentos
cristianos
¿Es acaso el Nuevo Testamento un conglomerado de escritos básicamente diversos, carentes de un denominador común? ¿O es algo más1? Dentro de toda la diversidad, una forma básica Es innegable y sólo un ciego o un cegado por lo dogmático podría no percibir: la divergencia, también casualidad e incluso en parte contradicción de los escritos contenidos en la colección del Nuevo Testamento: hay evangelios, que contienen sobre todo discursos y acciones milagrosas del pasado, y mensajes proféticos que miran al presente y al futuro. Detallados y sistemáticos escritos doctrinales aparecen junto a
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poco planificados escritos de respuesta a preguntas de los destinatarios. La envergadura va desde una breve carta ocasional, apenas dos páginas, al amo de un siervo huido, hasta una descripción más bien prolija de las acciones de la primera generación y de sus principales protagonistas. Unos escritos son de estilo esmerado; otros, más bien poco cuidados; unos provienen en cuanto a lenguaje y mentalidad de judíos que hablan el arameo; otros, de judeocristianos o cristianos gentiles de lengua griega; unos provienen en realidad del autor cuyo nombre llevan (cartas auténticas de Pablo); otros no pasan de ser una pura atribución al autor en cuestión (pseudoepigráficos); unos fueron redactados enseguida de la muerte de Jesús (hacia el año 50), los otros, mucho después de ella (hacia el año 100)... En verdad que la pregunta se hace incontenible: ¿Qué es en realidad lo que da cohesión a los tan diversos 27 «libros» del Nuevo Testamento, a los autores y comunidades que están tras ellos? La respuesta es, según los testimonios mismos, de una simplicidad sorprendente. Es el nombre de un judío: Jesús de Nazaret, a quien sus seguidores daban el título honorífico supremo que los judíos podían conferir a una persona humana: Mashiach (hebreo), Meshiach (arameo), Cbristos (griego), que significa tanto como el Ungido o Enviado por Dios. Jesús como el Cristo de Dios; eso es la forma básica que da cohesión a todas las historias, parábolas, cartas y misivas neotestamentarias, pero también a todas las tan diferentes comunidades judeocristianas y cristiano-gentiles. En la fórmula bíblica abreviada: «Jesucristo». Por contra, no se encuentra ni el más leve rastro de Jesús de Nazaret en los famosos rollos hallados entre los años 1947 y 1956 en las cuevas próximas al antiguo asentamiento de Qumrán, junto al mar Muerto.
Si uno mismo mostró con todo detalle ya en 1974 (ya entonces se conocían casi todos los textos relevantes al respecto) 2 , sobre la base de la literatura especializada seria, tanto los puntos de coincidencia como las insalvables diferencias entre Jesús y su comunidad de discípulos, por un lado, y los esenios y la comunidad de Qumrán, por el otro, entonces uno no puede menos de asombrarse de cómo algunos autores sensacionalistas indignos de ser tomados en serio consiguieron, con la ayuda de determinados medios de comunicación, llevar al error a millones de personas con la afirmación de que la Iglesia católica y en especial el Vaticano habrían querido sojuzgar con medios represivos («Documento confidencial sobre Jesús»3) la verdad sobre Jesús. Aunque yo mismo soy citado en este contexto como víctima de la represión vaticana, sin embargo, y no obstante la lucha contra la inquisición romana, me siento obligado, a la vista de estas «Historias de desvelamiento», a hacer las siguientes aclaraciones:
— Nunca ha existido una conjura vaticana para sojuzgar la verdad de Qumrán. Sin embargo, el hecho de seguir manteniendo tales fantasías es señal de una crisis de confianza en la Iglesia católica: el hoy de nuevo represivo y autoritario Vaticano ha perdido toda credibilidad, pero se le cree capaz de todo. — A tales rumores dio pie aquel gremio investigador personalista y de miras estrechas, a la vez que ineficaz, compuesto por siete personas de diversas confesiones cristianas (¡pero por desgracia en la entonces jordana parte Este de Jerusalén, sin un judío!), que quería a toda costa publicar todos los fragmentos (unos 100.000, algunos de ellos del tamaño de un sello) y no lo consiguió. — Al mismo tiempo se manifiesta aquí el fracaso de una teología académica, que se muestra una y otra vez incapaz y renuente a dar a conocer en un lenguaje inteligible a una opinión pública más amplia los resultados de su investigación. Pero se manifiesta también el fracaso de las direcciones eclesiásticas, que mantienen lo más lejos posible de las comunidades (de lo que no se oye hablar en las predicaciones dominicales se entera uno luego con total desinformación por la televisión) los resultados de una exégesis e historia críticas. — Pero todo esto no disculpa a aquellos astutos editores y medios de comunicación que hacen su negocio con la estupidez: con literatura supuestamente científica que no satisface sino el ansia de las masas por lo religioso, lo misterioso, lo oculto y escandaloso. Pero quien busque motivos para despedirse del cristianismo, en modo alguno puede apoyarse en este «Documento confidencial sobre Jesús», ni tampoco en la (supuesta) muerte aparente de Jesús, en la (inauténtica) 4 Sábana Santa de Turín, en el (inventado) viaje de Jesús a la India5 ni en fantasías por el estilo o en teorías de conjura6. Ese individuo tendría que buscar razones más sólidas para abandonar la Iglesia. En lo que atañe a las cuestiones objetivas, es del todo innegable que los escritos de Qumrán ofrecen una panorámica importante de la sociedad y religiosidad judías inmediatamente anteriores a la actuación de Jesús y al nacimiento de la primera comunidad cristiana de discípulos7. Una investigación seria de Qumrán no polariza a judíos y cristianos, sino que los agrupa. Porque en muchos detalles, sobre todo de orden lingüístico, los escritos de Qumrán ayudan a comprender mejor el Nuevo Testamento (la expresión «Hijo de Dios», por ejemplo, aparece, como en los salmos, también en un fragmento de Qumrán). Al fin de cuentas, sabido es que se trata del común espacio cultural y de fe judío, del humus donde se encuentran las raíces del cristianismo. Aunque no es posible determinar con claridad la función del enclave destruido por los romanos quizás en el año 68 d . C , sin embargo la mayor parte de la investigación sigue suponiendo con razón que se trató de un asentamiento de esenios o de una secta que, en el desierto junto al mar Muerto, cultivaba su propia observancia radical de la
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¿Documento confidencial sobre Jesús?
Tora. Para la problemática del cristianismo originario es importante aquí lo siguiente: — Todos los escritos de Qumrán relevantes, como lo confirmaron los tests con radiocarbono llevados a cabo por las autoridades judías en 1991, fueron redactados antes de la actuación de Jesús, en los siglos II-I a.C. (después se hicieron, en el mejor de los casos, copias de escritos anteriores). — Según las fuentes que conocemos, ni Juan el Bautista ni Jesús mismo ni su hermano Santiago ni el apóstol Pablo tuvieron nada que ver con Qumrán. — En particular el nombre de Jesús no se menciona ni una sola vez, mediante alusión o clave, en ninguno de los escritos conocidos entre tanto por nosotros. La hipótesis de que él debe ser identificado con el «Maestro de Justicia», el para nosotros desconocido sacerdote y fundador de una orden, que actuó entre los años 150 y 100 a . C , se basa en un flagrante error de datación y de interpretación. — No se encuentra, pues, ni el menor rastro del cristianismo (ni de un Mesías venido, y menos aún de un Crucificado y Resucitado) en los escritos de Qumrán. Al contrario, justo en lo tocante a los repetidos baños de inmersión, comidas en común, comunidad de bienes y jerarquía, tan típico de Qumrán, las diferencias con Jesús y con la comunidad de sus discípulos son palmarias 8 . 2. Lo que da cohesión a toda la historia
cristiana
¿Es la historia del cristianismo sólo una muy arbitraria y contradictoria secuencia de ideas y eventos contrastantes a la que nada ni nadie da cohesión? ¿O es más que eso? Dentro de todas las contradicciones, un motivo básico También ellas son innegables y sólo un ideólogo historiador de la Iglesia podría querer armonizar y encubrir todas las grietas, saltos y rupturas, los contrastes y contradicciones en la tradición eclesial y, en general, en la historia del cristianismo. Sucedía casi con «regularidad»: las comunidades pequeñas se convierten en la gran organización, la minoría pasa a ser la mayoría, la Iglesia marginal se convierte en Iglesia nacional, los perseguidos pasan a ser dominantes y los dominantes no rara vez vuelven a ser perseguidores... ¿Qué siglo es el siglo cristiano de verdad? ¿El de los mártires neronianos o el de los obispos cortesanos de la era de Constantino, el de los monjes irlando-escoceses o el de los grandes políticos de la Iglesia medieval? ¡Hay que ver por cuánto ha pasado el cristianismo! Siglos de conversión de bárbaros en el alba de Europa y siglos del Imperium Romanum
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refundado y arruinado de nuevo por emperadores alemanes y papas romanos. Siglos de las cruzadas así como de persecuciones de los judíos; siglos de los sínodos pontificios y de concilios reformistas que acosaban a los papas. La cristiandad vivió la edad de oro de los humanistas y de los renacentistas como también la gran revolución eclesial de los reformadores, a la que siguieron a su vez Contrarreforma e Inquisición: épocas de ortodoxia católico-barroca, pero también de ortodoxia luterano-calvinista, y luego de nuevo épocas de renovación evangélica. Períodos de acomodación y períodos de oposición, Saecula obscura (siglos oscuros) y el Siécle des Lumiéres (Siglo de las Luces), fases de innovación y fases de restauración, tiempos de desánimo y tiempos de esperanza... A decir verdad, la pregunta resulta incontenible también aquí: ¿Qué es en realidad lo que mantiene cohesionados los tan contrapuestos veinte siglos de la historia y tradición cristianas? La respuesta, elemental también aquí, no puede ser otra que la siguiente: es el nombre de aquel Jesús al que se llama a lo largo de los siglos Profeta y Enviado escatológico de Dios, su Representante e Hijo. El nombre Jesucristo es algo así como el «hilo dorado» en la de continuo reobrada cordelería de la historia cristiana, tan escarpada y sucia a veces: el vinculante motivo primigenio en la tradición, liturgia, teología y piedad cristianas, que jamás se perdió; ni siquiera en medio de la decadencia. Y esto sigue siendo así hasta hoy. Basta con preguntarse: ¿Qué tienen en común figuras de nuestro siglo tan distintas como la filósofa judía Edith Stein (ti942) y el luchador de la resistencia Dietrich Bonhoeffer (tl945), qué el americano luchador por los derechos civiles Martin Luther King (tl968), el arzobispo salvadoreño Óscar Romero (tl980) y el sacerdote polaco Jerzy Popieluszko (tl984)? Eran cristianos y todos ellos utilizaron bajo regímenes autoritarios la no violencia en favor de una vida humana digna de sus contemporáneos. Todos ellos fueron asesinados con violencia cruel y se asemejaron precisamente así a su Ideal, el Nazareno crucificado. Hemos llegado con ello a una primera respuesta, general, pero elemental y concreta, a la pregunta acerca del centro del cristianismo: • Sin Jesucristo no hay reunión de los escritos y comunidades neotestamentarios: él es la figura básica que da cohesión a todas las tradiciones (que sin embargo no son del todo heterogéneas). • Sin Jesucristo no hay historia del cristianismo ni de las Iglesias cristianas: él es el motivo básico que las une más allá de todas las rupturas, que hace de lazo de unión de todas las épocas históricas (sin embargo no del todo distintas). • El nombre Jesús Cristo, convertido en un nombre propio ya en el tiempo neotestamentario, es por tanto lo permanentemente válido, lo obligante de continuo y lo en verdad irrenunciable en el cristianismo. 41
En lugar de un principio abstracto, una persona concreta El cristianismo no depende, pues, en absoluto de una idea impersonal, de un principio abstracto, de una norma general, de un sistema del todo mental. A diferencia de bastantes otras religiones, el cristianismo depende de una persona concreta que sale fiadora de una causa, de todo un camino de vida: Jesús de Nazaret. Él mismo es la corporización de un nuevo way oflife. De hecho, Jesús no proclamó idea eterna alguna. Por eso, en el centro del cristianismo no está ninguna de las «ideas eternas», sino una persona en su evidencia. Ideas, principios, normas, sistemas se caracterizan por la claridad y concretez, sencillez y estabilidad, imaginabilidad y aseverabilidad. Pero desligadas, abstraídas de lo concreto-individual, parecen de un solo color y desrealizadas: de la abstracción derivan casi por necesidad indiferenciación, rigidez y relativo vacío de contenido, todo ello empeorado mediante la palidez del pensamiento. En una palabra: a las ideas, principios, normas, sistemas les falta por su propia naturaleza la movilidad de la vida, la inteligibilidad plástica y la inagotable, inimaginable, riqueza de la existencia empírica concreta. Jesús es distinto, ¡una persona concreta! Y por eso el ser cristiano tiene que ser distinto. Y no sólo el Nuevo Testamento, sino la historia de veinte siglos lo pone de manifiesto: como persona concreta, Jesús no sólo ha estimulado el pensamiento y el discurso crítico-racional, sino también la fantasía, la imaginación y las emociones, la espontaneidad, la creatividad y la innovación. Como persona ha hecho posible que los hombres entren en espíritu en una relación existencial inmediata con él. De él se podía narrar, y no sólo razonar, argumentar, discutir y teologizar sobre él. Y como ninguna historia es sustituible por ideas abstractas, tampoco en el caso de Jesús narración alguna puede ser sustituida por el proclamar y apelar, ninguna imagen por conceptos, ningún emocionarse por el entender 9 . La persona era irreductible a una determinada fórmula definitiva. Y eso es lo que constituye lo específico del cristianismo: no un principio, sino una figura viviente, que puede ser «atractiva» en el sentido más profundo y más amplio del término: Verba docent, exempla trahunt (las palabras enseñan, los ejemplos arrastran). Como sabemos, el cristiano no debe realizar sólo una configuración de la vida «cristiana» en general, sino que puede confiar en ese Jesucristo cuyo espíritu actúa todavía, y tratar de orientar su vida según esa medida. Así —como el evangelio de Juan lo dejó dicho—Jesús mismo se demuestra en todo lo que es y significa para el hombre como «el camino, la verdad y la vida»10. Pero ¿qué es lo específico en este nombre, en esta persona? La historia de la recepción da en el mejor de los casos respuestas desconcertantes, pues ya sabemos que tanto reformadores como herejes, santos como canallas, piadosos como impostores, personas morales como in-
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morales, poderosas como impotentes han apelado a él. Respuesta clara nos da sólo la historia del origen, y si queremos evitar aquí toda reducción cristocéntrica, justo para determinar lo especial, típico, peculiar, específico de la religión cristiana, tenemos que interrogar de nuevo a los documentos neotestamentarios, a la noticia original. Pretendemos una respuesta concreta y sucinta a la siguiente pregunta: ¿Qué es, pues, en los diversos documentos de la fe cristiana — el supuesto constante (no principio), — la imagen básica normativa (no dogma), — la fuerza motriz (no ley)? Se trata aquí de los elementos estructurales centrales: — de la fe en un solo Dios como supuesto constante, — de la fe en Jesús, el Cristo, como la imagen básica normativa, — de la fe en el Espíritu Santo como la fuerza motriz.
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II. LOS ELEMENTOS ESTRUCTURALES CENTRALES Muchas son las personas que ansian una orientación vital: ¿De dónde venimos, adonde vamos? A eso responde la fe en un solo Dios. Muchas son las personas que piden una orientación: ¿A qué hay que atenerse? A ello responde de forma muy concreta la fe en Jesús, el único Señor. Muchas son las personas que desean para sí valor y ganas de vivir: ¿De dónde obtener la fuerza? La regala la fe en el Espíritu único.
1. La fe en un solo Dios «Los dones son variados, pero el Espíritu es el mismo; las funciones son variadas, aunque el Señor es el mismo; las actividades son variadas, pero es el mismo Dios quien lo activa todo en todos». Así se expresa el apóstol Pablo en su primera carta a la comunidad de Corinto 1 . Coincidencia de las tres religiones proféticas Tiene importancia capital para el entendimiento actual entre judíos y cristianos el hecho de que también los cristianos creen en el Dios único de Abrahán, Isaac y Jacob, el Dios de Israel. El rechazo de un Dios judío de la creación, de la justicia y de la Ley en favor de un Dios cristiano del evangelio, de la gracia y del amor, el rechazo de la Biblia hebrea en favor de una concentración y reducción radical en el evangelio de Jesucristo tal como la había sostenido ya en la primera mitad del siglo n Marción, armador e hijo de obispo, fue recusado y descartado ya entonces, de una vez por todas, por la joven cristiandad. Pablo mismo, como acabamos de escuchar, deslegitima a Marción, que se apoya en él como supuestamente el único que habría entendido de verdad a Jesús. Desde un principio, el cristianismo se muestra así, con el judaismo y luego también con el islam, como una típica religión profética, que se diferencia del tipo de las religiones indo-místicas y de las chino-sapienciales2. La iniciativa decisiva en el evento salvífico está en manos de Dios, con el que el hombre ni es uno por naturaleza, ni se hace uno mediante esfuerzo humano alguno, sino «ante» el que (ante cuyo «rostro») el hombre actúa y al que él puede confiarse en la fe. Esto significa que no una mística de unidad como en la India o una armonía universal como en China, sino —entendido en sentido bíblico— el enfrentamiento de Dios y el hombre define desde un principio,
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como al judaismo, también al cristianismo y luego al islam. Así, el cristianismo, como las otras dos religiones proféticas, es una religión de la confrontación de Dios y del hombre, del Dios santo y del hombre pecador. Pero a través de la palabra de Dios al hombre y mediante la fe del hombre en Dios se convierte en una religión de la comunicación. Por eso, antes de lanzarnos a elaborar lo específico cristiano, hay que mostrar la gran coincidencia del cristianismo con el judaismo y el islam: coinciden en • la fe en el único y mismo Dios de Abrahán, del Patriarca de las tres religiones3, que, según las tres tradiciones, es el gran testigo de este único y verdadero Dios viviente, al que se le puede interpelar en la lamentación, en la alabanza y en la súplica; en las tres se trata de religiones de la fe; • una visión de la historia que no piensa en ciclos cósmicos, sino que se dirige a una meta: ella tiene su comienzo en la creación de Dios, tiene su confirmación mediante la actuación de Dios y signo salvador en el tiempo, y está orientada a un final mediante la consumación por Dios; se trata de religiones que piensan en parámetros históricos; • la siempre nueva proclamación de la palabra y voluntad de Dios a través de toda una serie de figuras proféticas; se trata de religiones no de cuño místico, sino profético; • la consignación de una revelación de Dios al hombre, normativa para siempre y dada de una vez por todas, en la forma de un escrito de revelación; se trata de religiones de la palabra y del libro; • por último, la ética básica de un humanismo elemental basada en la voluntad del Dios único: los diez (o sus equivalentes) mandamientos («Decálogo»); se trata de religiones con una orientación ética. Una ética básica judeo-cristiano-musulmana
común
Ya en nuestro estudio del judaismo resultó claro que también los mandatos y prohibiciones contenidos en la Biblia son mandamientos mediados de modo humano. Las exigencias éticas de la Tora, de la «instrucción», de los «cinco libros de Moisés», ni en cuanto al contenido ni en cuanto a la forma son algo caído del cielo4. Lo que es obvio para la ética de los profetas y la literatura sapiencial vale también para todas las instrucciones de la Tora, de los cinco libros de Moisés. Sabemos hoy que la dilatada historia del Sinaí5 contiene un conjunto pluriestrático de disposiciones divinas que reflejan diferentes fases cronológicas. E incluso los famosos diez mandamientos —«las diez palabras»6, que se conservan en dos versiones7— cuentan con una historia; como sabemos, algunas de las instrucciones de la llamada «Segunda Tabla» (obligaciones respecto de los semejantes) se remontan a las tradiciones morales y jurídicas de los clanes seminómadas preisraelitas. En el Oriente Próximo se encuentran muchas analogías al respecto. Sin duda hubo de transcurrir un largo 45
período de observancia, pulimiento y acrisolamiento hasta que el Decálogo se hizo en cuanto a contenido y forma tan universal y escueto que pudo valer como expresión suficiente de la voluntad de Yahvé. Fuera cual fuese el trasfondo histórico, el significado del mensaje del Sinaí es que lo distintivo israelita, y por tanto judío, no son los concretos mandatos o prohibiciones en sí, sino la fe en Yahvé, para la que todos estos mandatos y prohibiciones expresan la voluntad de Yahvé mismo. Lo específicamente israelita, pues, no son estas fundamentales exigencias básicas, que en su origen son anteriores a la fe en Yahvé. Lo específico israelita es, en primer lugar, que estas exigencias son sometidas a la autoridad del Dios de la Alianza, Yahvé, que es el «objeto» de la «Primera Tabla» (obligaciones para con Dios). La nueva fe en Yahvé tiene consecuencias para la ética vigente hasta la fecha. Ahora, estas exigencias, como también otras series de mandatos compatibles con la fe en Yahvé, pergeñan con la mayor brevedad posible la voluntad de Dios respecto de los hombres. Ahora es Yahvé mismo el que en los mandamientos vigila el humanismo elemental del hombre, como lo asegura la «Segunda Tabla» respecto de la honra de los padres, protección de la vida, matrimonio, propiedades y honor del prójimo. Lo específico de la moralidad veterotestamentaria consiste, pues, no en el hallazgo de nuevas normas éticas, sino en el anclaje de las instrucciones transmitidas en la legitimadora y protectora autoridad de Yahvé y dé su alianza; en la recepción de la preexistente ética en la nueva relación con Dios. Esta teonomía presupone el desarrollo autónomo de una normas éticas, y al mismo tiempo las pone de nuevo en marcha: se llega a la ulterior formación y —por cierto, no en todos los terrenos (matrimonio, situación de la mujer) consecuente— corrección de las normas existentes a la luz de ese Dios y de su alianza. Dios mismo, pues, es abogado de la humanidad, ¡de la verdadera humanidad! Una normas, nacidas de forma autónoma en virtud de experiencias humanas y de sus evaluaciones, aparecen así en la Tora no como leyes impersonales, sino como exigencias de Dios mismo. Un «debes» incondicional, fundamentado no mediante una autoridad humana o estatal, sino desde la palabra y voluntad de Dios: «¡Así habla el Señor, tu Dios!». Esto vale de manera especial para el Decálogo, aquellas «diez palabras» que son irrenunciables para una ética de la humanidad; son imperativos elementales del humanismo. Y en la medida en que el cristianismo ha hecho literalmente suyos estos «diez mandamientos» (salvo en lo tocante al sábado), y en la medida en que también el Corán ofrece hacia finales del período de La Meca una compilación de las principales obligaciones éticas (sorprenden los muchos paralelos —de nuevo salvo respecto del sábado— con el Decálogo), podemos hablar, como afirmé ya en conexión con el judaismo, de una ética básica común de las tres religiones proféticas basada en la palabra y voluntad de Dios, y que podría ser la aportación más importante a una ética mundial que hay que conformar. 46
La ética básica común ^
C
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El decálogo judeo-cristiano
El código de deberes islámico
(Éx 20,1-21)
(Sura 17,22-38)
En el nombre del Dios compasivo y benigno. No pongas otro dios junto al Dios único. Y tu Dios ha determinado que
Yo soy el Señor tu Dios. No tendrás otros dioses rivales míos. No te harás representación alguna de Dios. No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso. Fíjate en el sábado para santificarlo. Honra a tu padre y a tu madre.
sólo le sirváis a él.
Serás bueno con tus padres. Da a los parientes lo suyo, también al pobre y al que está de camino. No matéis a vuestros hijos por temor al empobrecimiento. No matéis a nadie, pues Dios ha prohibido matar. No caigáis en la lascivia.
No matarás.
No cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso contra tu prójimo. No codiciarás los bienes de tu prójimo. No codiciarás a la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él.
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No tocarás la fortuna del huérfano. Cumplid la obligación que contraéis. Dad la medida llena y pesad con la balanza recta. Y no vayas tras una cosa que no conoces. No cabalgues de forma licenciosa por la tierra.
Coincidencia especial con el judaismo
2. El seguimiento
La fe en el Dios único de los «padres» judíos ha seguido siendo hasta hoy también el presupuesto constante de la fe cristiana, que, como la judía, rechaza todo dios malo rival, pero también toda divinidad femenina asociada8. Dicho sea de paso, ya en el judaismo posexílico se da a este Dios el tratamiento de «Padre»9. Sin embargo, con ello no se debería subrayar de forma sexista la masculinidad de Dios y el menor valor de la mujer, que, como sabemos por el libro del Génesis, fue creada como el hombre a imagen de Dios10. Se trataba más bien, tras la caída de las estructuras nacionales, de invocar a Dios en su parental función protectora del cabeza de familia. Se quiere dar a entender el poder de Dios, la protección de Dios, no la «masculinidad» de Dios. En cuanto que esta imagen de Dios excluye todo politeísmo, pero no rasgos femeninos. La coincidencia del cristianismo con el judaismo va en ese punto mucho más lejos aún. En virtud de las tradiciones de la Biblia hebrea, también la fe cristiana reconoce las tres alianzas del Dios único11, que es el Dios de todos los hombres: — la alianza de Noé con toda la creación, cuyo signo de alianza es el arco iris (Adán = el hombre: la humanidad entera); — la alianza de Abrahán con la humanidad abrahanita, cuyo signo de alianza es la circuncisión (Abrahán = el padre de muchos pueblos: judaismo - cristianismo - islam); — la alianza del Sinaí con el pueblo de Israel, cuyo signo de alianza son el altar y el arca de la alianza (Jacob = Israel: el padre de las doce tribus, del pueblo de Israel). Con ello se ha puesto en claro a la vez que porque la cristiandad cree en el Dios único de la Biblia hebrea, ella acepta en principio los elementos estructurales centrales y los conceptos dirigentes de la fe judeo-israelita12: — Éxodo: una elección del pueblo de Israel que los judíos entenderán no como pretensión arrogante, sino como gracia y obligación. — Sinaí: la hechura de la alianza y la obligación de la alianza tal como se las expresa en la legislación (Tora). — Canaán: la promesa de la tierra, que forma parte de la elección del pueblo. Sin duda que no se puede pasar por alto una diferencia: el cristianismo reconoce (al menos hoy de nuevo) la realidad del pueblo elegido y de la tierra prometida en el judaismo concreto, distinto del cristianismo. Pero éste la ha hecho suya propia sólo en una forma espiritualizada: un pueblo de Dios entendido en sentido espiritual y una tierra de promisión. Esta espiritualización está relacionada con el evento que gira en torno a aquel judío al que los cristianos reconocen como su Mesías, Cristo, Señor, sin haber abandonado por ello jamás la fe en el Dios único y sin poner a un segundo dios junto al Dios único. Mirémoslo más de cerca.
Para comprender al Hombre de Nazaret 13 es fundamental el hecho de que el Dios de Israel es también su Dios. También él, como todo judío entregado a Dios, está frente a ese Dios, al «Padre celestial». Le llama «mayor»14, incluso el «único bueno» 15 . Y sólo en el fuertemente interpretador cuarto evangelio se acentúa de continuo una unidad de querer y de revelación entre Jesús y el Padre, lo que, sin embargo, tampoco aquí elimina jamás el enfrente de Dios y Jesús16. Sin embargo, precisamente en ambos, en el enfrente y en la unidad con Dios, su Padre, es Jesús la figura conductora central del cristianismo.
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de Cristo
La figura conductora central Puedo resumir aquí de forma escueta lo que expuse con amplitud y demostré con el Nuevo Testamento en mi libro Ser cristiano: Jesús hizo suya propia la causa del Dios de Israel, marcado por la expectativa, típicamente apocalíptica, de vivir en un tiempo final donde Dios mismo aparecería muy pronto en escena, impondría su voluntad, implantaría su dominación, realizaría su Reino. Ese Reino, esa dominación, esa voluntad de Dios quiso anunciar por adelantado Jesús, con miras a la salvación del hombre. Sólo eso toma él como medida. Por eso, no se limita a exigir la renovada observancia de los mandamientos de Dios, sino un amor que en el caso concreto va hasta el servicio desprendido sin miramiento de rango, hasta la renuncia también sin contraprestación, hasta el perdón sin límites. Un amor que incluye incluso al adversario, al enemigo: amor a Dios y amor al prójimo según la medida del amor propio («como a ti mismo»). Y así se solidariza Jesús, de una manera práctica y para escándalo de los piadosos, con gentes de otras creencias religiosas, con comprometidos en lo político, con fracasados morales, con explotados en lo sexual, además de con mujeres, niños y enfermos; en una palabra, con todos los que habían sido empujados a la marginación social. Para todos ellos pone en juego él —que no es sólo proclamador de la palabra, sino también sanador del cuerpo— sus carismáticos dones de sanación, y eso incluso en sábado. Medidas con el amor, determinadas disposiciones legales, determinadas normas respecto de los alimentos, de la pureza, del sábado —si bien en principio él se atenía por completo a la Ley— tenían un rango secundario: el sábado y los mandamientos estaban para el bien del hombre... Sin duda, un hombre de la provocación profética, que se mostraba crítico de palabra y de obra también respecto del Templo y que hacía demostración en contra del comercio reinante en él. Un hombre que hacía saltar por los aires los esquemas habituales y se situaba en un frente pequeño: en el conflicto con el establishment político-religioso 49
Jesús en la encrucijada de las religiones universales
Jesús en la encrucijada de las opciones intrajudías Establishment
Moisés
(Saduceos)
Prototipo del profeta Adueñamiento moral del mundo (Tora)
t
Provocación profética
f
a-sacerdotal
c •r
al prójimo
=> o'
- g — Amor — s —-».-»- Compromiso |' o
(Fariseos)
a-revolucionario
* Revolución (Zelotas)
Voluntad de Dios = Bien del hombre = Amor
(no era sacerdote ni teólogo), y, sin embargo, tampoco un revolucionario político (más bien, un predicador de la no violencia). No era representante de la emigración exterior o interior (no era asceta ni monje de Qumrán), y, sin embargo, tampoco un devoto casuista de la Ley (no era fariseo lleno del «gozo en el precepto»). En eso, el Nazareno se diferencia no sólo de los grandes representantes de la tradición indo-mística y de la chino-sapiencial (Buddha y Confucio), sino también de los de las dos restantes religiones semitas del Oriente Próximo (Moisés y Mahoma). Una incuestionable gran figura entusiástico-profética que sin cargo ni título especiales, con sus palabras y acciones sanantes, sobrepasó la pretensión de un simple rabí o profeta, hasta el punto de que algunos vieron en él al Mesías. Para justificarse en el gran conflicto en el que se iba sumergiendo cada vez más no recurrió a otro sino a Dios mismo, al que él, con familiaridad sin par, solía llamar Abba («Papá», «Amado Padre»). Y no era de extrañar que se viera envuelto en un conflicto: — Demasiado radical era su crítica a la religiosidad tradicional de muchos devotos. 50
Confucio Prototipo del sabio Orden moral mundial (Armonía)
o
antiviolencia
Buddha Prototipo del iluminado Renuncia monacal al mundo (Meditación)
no erudito ni maestro de virtudes
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(Los de Qumrán)
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Emigración - * - ^
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no legislador ni caudillo
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Conquista religiosa del mundo (Teocracia)
— Demasiado pretenciosa parecía su protesta pública contra el funcionamiento del Templo y contra sus guardianes y beneficiarios. — Demasiado provocadora era su concepción de la Ley orientada al hombre. — Demasiado escandalosa era su solidaridad con el pueblo llano desconocedor de la Ley y su trato con notorios transgresores de ella. — Demasiado sólida era su crítica a los círculos dominantes, a los que resultaba molesto por su gran número de seguidores. Ese gran conflicto del Hombre de Nazaret no con el pueblo, sino con las autoridades oficiales del judaismo de entonces, con la jerarquía que (en un procedimiento judicial que hoy ya no es posible entender con claridad) lo entregó al gobernador romano Poncio Pilato he tratado y documentado de forma detallada en mi libro El judaismo; recuérdese también aquí la encrucijada expuesta allí.
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El escándalo de la cruz Pero hay que elaborar con más claridad un punto decisivo para determinar lo específico cristiano y que resulta hasta hoy difícil de entender no sólo para judíos, musulmanes y miembros de otras religiones, sino también para muchos cristianos: el significado de la cruz17 como distintivo de los cristianos. Ya en este solo punto resulta claro que la opinión popular de que todas las religiones y sus «fundadores» son iguales es un prejuicio insostenible. Quien compare las muertes de éstos, no podrá menos de ver diferencias: Moisés, Buddha, Confucio murieron ya muy entrados en años, tras un éxito clamoroso, en medio de sus discípulos y adeptos, «saciados de vida» como los patriarcas de Israel; Mahoma, incluso después de una vida disfrutada en su harén en los brazos de su esposa preferida. ¿Y Jesús de Nazaret? Él murió joven, tras una actuación sorprendente por su brevedad, pues en el mejor de los casos duró tres años o tal vez sólo unos pocos meses; traicionado y negado por sus discípulos y seguidores, siendo objeto de mofa y de ludibrio para sus adversarios, abandonado por Dios y por los hombres en el más atroz y enigmático rito de muerte que según la legislación romana no se podía imponer a criminales con la ciudadanía romana y que se aplicaba sólo a esclavos fugados y a rebeldes políticos: en el patíbulo de la cruz. Se comprende que todavía mucho después de que el emperador Constantino aboliera esta pena, hasta entrado el siglo v, los cristianos fueran reacios a representar de forma gráfica a Jesús en la cruz. La representación de Jesús en la cruz se impuso en mayor medida sólo en el gótico medieval, convirtiéndose luego, por desgracia, en una costumbre excesiva. Y se comprende tanto más que ni un judío ni un griego o romano pudiera concebir la idea de atribuir un sentido positivo e incluso religioso al patíbulo de los proscritos. La cruz de Jesús tenía que ser para un griego culto una locura bárbara, para un ciudadano romano una ignominia, pero para un judío creyente una maldición de Dios. ¿Por qué, pues, debía parecer a los cristianos signo de salvación? Tenemos que constatarlo de plano: así como la cruz es un hecho histórico duro, cruel e innegable, igual de innegable es el hecho de que ya la primera generación de cristianos vio en una luz del todo distinta la cruz de Jesús. ¿Por qué? Dicho de forma breve: porque ellos, en virtud de determinadas experiencias carismáticas («apariciones», visiones, audiciones) acompañadas por una pauta de interpretación bíblica, llegaron a la convicción de que el Crucificado no había permanecido en la muerte, sino que había sido resucitado a la vida eterna18 por Dios, elevado a la majestad de Dios. Sin entrar en cómo hay que entenderlo en concreto, en cualquier caso él no había muerto para adentrarse en la nada, sino en la Realidad más real, en Dios mismo. Pronto se comenzó a cantar en honor del Resucitado de la muerte los cantos del Salterio entendidos en clave mesiánica; en especial, los 52
salmos de entronización. Como judío, se podía concebir con facilidad la exaltación a Dios en analogía con la entronización del rey israelita. Como éste —en préstamo probable de la veter o oriental ideología del rey— en el momento de su ascensión al trono se convertía en el «hijo de Dios», así también ahora el Crucificado mediante su resurrección y exaltación. Bien podría haber sido en especial el Salmo 110, en el que el rey David cantaba a su futuro «hijo», que era a la vez su «señor», el que se cantaba y citaba una y otra vez: «Oráculo del Señor a mi Señor: "Siéntate a mi derecha"». Porque este versículo respondía a la palpitante pregunta que los seguidores judíos de Jesús se hacían sobre el «lugar» y función del Resucitado (Martin Hengel 19 ): ¿Dónde está ahora el Resucitado? Cabía responder: en el Padre, «a la derecha del Padre»; no en una comunidad de esencia, pero sí en una «comunidad de trono» con el Padre; de forma que Reino de Dios y Reino del Mesías se hacen de hecho idénticos: «La entronización del crucificado Mesías Jesús como el "Hijo" en el Padre "mediante la resurrección de entre los muertos" sin duda que forma así parte del mensaje más antiguo, común a todos los predicadores, con el que los "emisarios del Mesías" llamaban a su propio pueblo a la conversión y a la fe en el "Mesías de Israel" crucificado y resucitado y colocado por Dios a su derecha»20. Lo que resultaba entonces inconcebible para todo hombre lo lleva a cabo, sin embargo, la fe en el Crucificado vivificado por y en Dios: que este vilmente ajusticiado aparezca como el confirmado con poder por Dios y así este signo de oprobio pueda ser entendido como un signo de victoria; e, incluso, que esa deshonrosa muerte de esclavos y rebeldes pueda ser vista como muerte salvífica de redención y liberación. La cruz de Jesús, ese sello cruento sobre una vida vivida en consonancia, se convierte así en un llamamiento a renunciar a una vida marcada por el egoísmo, un llamamiento a una vida sencilla en favor de los otros. Esto fue nada más y nada menos que un vuelco de todos los valores; lo detectó de forma atinada Nietzsche en sus invectivas contra lo cristiano. Pero se quería significar con ello no un camino de convulsión y de endeble autoanonadamiento, tal como, al parecer, se le había hecho creer desde pequeño a Nietzsche, hijo de pastor protestante: un «arrastrarse a la cruz». Con ello se quería significar, más bien, la vida cotidiana valiente y sin temor, incluso frente a riesgos mortales: a través de la inevitable lucha, de todo sufrimiento, incluso de la muerte. Todo en inquebrantable confianza («fe») y en la esperanza del tiempo de la verdadera libertad, amor, humanidad, finalmente, de la vida eterna. Del escándalo se pasaba a una experiencia de salvación; el vía crucis se había convertido en un posible camino de vida para el que acepta ser cristiano. Por supuesto que la joven comunidad cristiana no solucionó de golpe el enorme escándalo de un Mesías crucificado (¡de la legitimación de Jesús dependía la supervivencia de la comunidad!). La vacilación de los discípulos de Jesús no había sido eliminada de plano por la experiencia 53
pascual. La confrontación con la cruz es patente en todos los estratos de los diversos escritos neotestamentarios; y por algo la más antigua historia coherente de Jesús es la historia de la pasión. Sólo con el tiempo se llegó a reconocer la cruz como suma de la fe y vida cristianas. Porque tanto las confrontaciones en el interior de las comunidades como la justificación hacia fuera obligaron a una reflexión profunda que puso enseguida en claro hasta qué punto se disciernen en la cruz la comunidad cristiana, por un lado, y el judaismo, la helenicidad y romanidad, por el otro; la fe y la increencia. El lugar ocupado en un primer momento por el desconsuelo y el desconcierto pasó a ser ocupado luego, a la luz de la experiencia pascual, por la convicción de que cuanto sucedió con Jesús debió de haber sido querido por el designio de Dios, de que Jesús «debió» recorrer ese camino por voluntad de Dios. De ello existían modelos en la Biblia hebrea: — el profeta comisionado por Dios, pero perseguido por los hombres; — el Siervo que, siendo inocente, padece de forma vicaria por los pecados de muchos; — el animal del sacrificio que quita simbólicamente los pecados de la humanidad. Todas estas imágenes coadyuvaron a dar de forma paulatina un significado al cruel e insensato evento de la cruz. No pretendía propagar la idea de un dios sádico y sanguinario al que sólo es posible satisfacer con víctimas humanas o el evento mítico-ritual de un dios (Dioniso) descuartizado y devuelto luego a la vida. Al contrario, había que dejar claro que lo que sucedió a Jesús no se debió a la casualidad ni carecía de sentido. Todo sucedió «según las Escrituras»: con ello se entendía al principio la totalidad de la Biblia hebrea y se quería expresar que ella, si Jesús era el Mesías, tenía que apuntar en todas sus partes a él. Para descubrir esto fue necesaria una exégesis propia que encontrara por todo el «Antiguo» Testamento el «tipo» del «Nuevo». ¿Acaso el Justo descrito incluso como crucificado en el canto del Siervo de Dios que recoge el profeta Isaías21 no era una prefiguración clara de Cristo? Y, por tanto, ¿no era posible entender la Biblia hebrea cada vez más desde la cruz y, a la inversa, interpretar cada vez más la cruz desde la Biblia hebrea, de forma que apareciera con imparable claridad creciente que también en Jesús y precisamente en él actuó de hecho Dios mismo, el Dios de Israel? Tal «teología de la cruz» se encuentra desarrollada, por un lado, en forma narrativa, en el más antiguo de los cuatro evangelios, el de Marcos, y, por otro lado, en confrontación básica, en las cartas del apóstol Pablo. La palabra de la cruz pasó a ser la gran respuesta cristiana a la primigenia pregunta acerca de la incomprensibilidad del sufrimiento y, sobre todo, del sufrimiento inocente.
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Cristianismo como humanismo radical Con ello se define de forma nítida lo típicamente cristiano —a diferencia no sólo del judaismo, sino de todas las religiones y humanismos—: lo típico cristiano es ese Cristo crucificado, pero vivo. Y la fe en este Cristo no es en verdad una fórmula vacía, ni sólo una fórmula doctrinal. Porque: • La fe en Cristo se refiere a una persona histórica bien concreta: Jesús de Nazaret. Tiene tras sí el comienzo cristiano, pero también toda la gran tradición cristiana de los 2.000 años: es cristiano lo que puede apoyarse en Cristo. • La fe en Cristo se expresa no sólo en un mensaje, sino también en rituales simbólicos: en el bautismo en su Nombre y en la celebración de la Cena en memoria de él. • La fe en Cristo ofrece al mismo tiempo una orientación básica para el presente y para el futuro: a decir verdad, Jesucristo no trae una ley nueva, pero convierte al amor en principio básico normativo para la vida y actuación, sufrimiento y muerte de los cristianos. Como muestra la investigación neotestamentaria 22 , tampoco las exigencias éticas del Nuevo Testamento han caído del cielo ni en cuanto a la forma ni en cuanto al contenido. Esto vale para la ética de todo el Nuevo Testamento, pero es demostrable con claridad especial desde las exigencias éticas del apóstol Pablo. No se debería hablar por principio de una «ética» paulina, ya que Pablo no desarrolló ni un sistema ni una casuística de la moralidad. Más bien, él sigue extrayendo su exhortación (parénesis) de la tradición helenística y, sobre todo, de la judía. Claro que los códigos domésticos con exhortaciones para los diversos estamentos, habituales en la ética greco-romana popular de entonces (Epicteto, Séneca), no se encuentran en Pablo mismo, sino sólo en la carta a los Colosenses23 y en la carta a los Efesios, dependiente de aquélla, así como en las cartas pastorales y en los padres apostólicos. Sin embargo, Pablo mismo utiliza ya conceptos e imágenes de la filosofía helenística popular de entonces. Es evidente que una ética humana general y una ética específica cristiana no se excluyen. Y aunque Pablo utiliza una sola vez el concepto de «virtud», central para la ética filosófica, de tal manera lo rodea en ese único pasaje de la carta a los Filipenses con una conceptualidad ética griega y en especial estoica que se podría ver ahí incluso algo así como un compendio de la ética griega corriente: «Todo lo que sea verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo limpio, todo lo estimable, todo lo de buena fama, cualquier virtud o mérito que haya, eso tenedlo por vuestro»24. Cierto que en los otros catálogos de virtudes y vicios25 Pablo se atiene más a la tradición judía que a la helenística. No es, pues, específicamente cristiano 26 que se pondere esta o aque55
lia exigencia ética concreta que como individual debe ser incomparable. También cabría fundamentar de otra manera las exigencias éticas tomadas por Pablo de la tradición judía o helenística. Pablo tampoco tiene un principio concreto de síntesis o selección; más bien utiliza diversos motivos para fundamentar sus exigencias éticas: Reino de Dios, seguimiento de Cristo, kerigma escatológico, Cuerpo de Cristo, Espíritu Santo, amor, libertad, estar en Cristo. Aunque utiliza términos tales como obediencia o libertad, no quiere significar con ellos unas ideas directrices sistemáticas, sino tan sólo la totalidad e indivisibilidad de la obligación del creyente y de la comunidad fiel respecto de su Señor. Específicamente cristiano es, pues, el entender desde Jesucristo crucificado y resucitado todas las exigencias éticas. Jesús, bajo cuyas órdenes es puesto el cristiano de una vez para siempre en el bautismo mediante la fe, debe seguir siendo el Señor sobre él. Todo esto significa que como lo distintivo de la ética judía es la fe en Yahvé, así lo distintivo para la ética cristiana es la fe en Cristo. Desde Jesucristo y desde su Espíritu hay que entender y observar cada uno de los mandatos o prohibiciones. Y así se confirma también desde atrás, desde la ética, que en la determinación de lo cristiano no se ha partido de un principio abstracto, sino de este Jesucristo concreto. Pero en esta perspectiva, ser cristiano puede entenderse como un humanismo verdaderamente radical: como un humanismo, porque ser cristiano abarca en plenitud el ser hombre. Los cristianos no son menos humanistas que aquellos humanistas que motivan su humanismo con razones no cristianas, anticristianas, antirreligiosas o no lo razonan en modo alguno. Ningún cristiano debe tener miedo a entrar en contacto con el término humanismo. Sin embargo, los cristianos representan un humanismo radical. Ellos afirman en esta vida humana tan agrietada, en esta sociedad tan conflictiva, no sólo, como dijo un neohumanismo idealista, todo lo verdadero, bueno, bello y humano, sino que se enfrentan también a todo lo no verdadero, no bueno, no bello, no humano, pero no menos real. Cierto que tampoco el cristiano puede eliminar todo lo negativo existente en la vida humana y en la sociedad (eso sería de nuevo una ilusión funesta que conduce a un hacer feliz a la fuerza con menosprecio del hombre y a la esclavización masiva), pero él puede soportar, combatir, transformar lo negativo. Así y sólo así es posible conseguir en esta vida una dicha verdadera (pero no exenta de sufrimiento): no mediante vivencias récord producidas de modo artificial con todos los medios posibles, no mediante una pretendida euforia constante de la dicha, sino mediante una actitud básica de dicha, mantenida también en la necesidad y en momentos psíquicos bajos, en una satisfacción vital realista. Todo esto significa que el ser cristiano trata de realizar un humanismo capaz de dominar no sólo todo lo positivo, sino también todo lo negativo: sufrimiento, culpa, falta de sentido, muerte, desde una inquebrantable confianza en 56
Dios, que cuenta en último término no con las prestaciones y éxitos propios, sino con la gracia y compasión de Dios. Pero ¿de qué serviría esa gran figura conductora del pasado si ella no tuviera ya presente ni futuro alguno? ¿Cómo debe, pues, Cristo hacerse de continuo presente, tener futuro? ¿Cómo debe el cristiano sacar de esta fe en Cristo valor vital y alegría de vivir? Para ello es de importancia vital el tercer elemento estructural central: la fe en el Espíritu de Dios, en el que y por el que Jesús vive y actúa.
3. La actuación del Espíritu Santo La fe en el Dios de Abrahán es la que une a judíos y cristianos. La fe en Jesús como el Cristo de Dios, sin embargo, es lo que distingue a los cristianos de otros creyentes y de los no creyentes. Junto a estos dos elementos estructurales centrales aparece un tercero, que perfila la fe de los cristianos y, al mismo tiempo, puede empalmar con otras tradiciones: el poder del Espíritu. Porque los cristianos creen —en virtud de los testimonios neotestamentarios— no sólo en un evento aislado de la resurrección de entre los muertos, realizado en Jesús el Crucificado, sino que también creen que este Resucitado sigue viviendo, reinando y actuando ahora en el Espíritu de Dios. ¿Cómo hay que entender esto? ¿Qué es el Espíritu? Lo mejor es partir también aquí de la tradición judía. Según la Biblia hebrea y también el Nuevo Testamento, Dios es espíritu, femenino en hebreo: laruah, que originariamente significa aliento, soplo, viento. Palpable, pero no palpable; invisible, pero poderoso; importante para la vida como el aire que respiramos; cargado de energía como el viento, la tempestad. Eso es el Espíritu. Se quiere dar a entender con ello nada menos que la fuerza y poder vivientes que proceden de Dios, que obran de manera invisible tanto en el individuo como en el pueblo de Dios, en la Iglesia como en el mundo en general. Es santo ese Espíritu en cuanto que se diferencia del espíritu no santo del hombre y de su mundo: como espíritu de Dios. Él es —así lo dice el credo de los cristianos— la fuerza motriz (dynamis, no ley) en la cristiandad27. Pero hay que cuidarse de malentendidos: si nos atenemos al Nuevo Testamento, el Espíritu Santo no es —como sucede a veces en la historia de las religiones— un Tercero, distinto de Dios, entre Dios y el hombre, un fluido mágico, substancial, misterioso-sobrenatural de naturaleza dinámica (un «Algo» espiritual), ni un ser mágico de tipo animista (algún ser fantasmal o fantasma). Más bien, el Espíritu Santo no es otro que Dios mismo. Dios mismo en cuanto que está cerca del hombre y del mundo y actúa en el interior como poder conmovedor, pero 57
no sensible, como la fuerza creadora de vida, pero también juzgadora, como la gracia donante, pero no disponible. Por consiguiente, como Espíritu de Dios el Espíritu es tan poco separable de Dios como el rayo solar del sol. Si se pregunta, pues, cómo el Dios invisible, impalpable, incomprensible, está cerca, presente, del hombre creyente, entonces la respuesta del Nuevo Testamento es unánime: Dios está cerca de nosotros los hombres en el Espíritu; presente en el Espíritu, a través del Espíritu, como Espíritu. r> A>- iglesia la fe en la actuación universal del Espíritu, de foríX:-;.ma que profetas foráneos de la Iglesia, incluido el profeta Mahoy