Esto Es El Cristianismo

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ESTO ES EL CRISTIANISMO

SKStiftÉ,

JOSÉ LUIS URRUTIA, S. J.

ESTO ES EL CRISTIANISMO

¥ EDITORIAL EL MENSAJERO DEL CORAZÓN DE JESÚS APARTADO 73. -

BILBAO

Imprimí potest:

JOSBPHUS ARROTO., S. J .

Praep. Prov. Toletanae

Nihil obstat: JOSEPHUS VELASCO, S. J.

Censor Eccles. Imprimatur:

Al P. José María de Llanos S. J., uno de los pocos hombres que buscan vivir el cristianismo auténticamente y a guien debo la orientación de mi vida.

^i PAÜLUS, Episcopus Flaviobrigensis Bilbai, n Septembris 196S

Editorial "El Mensajero del Corazón de Jesús" BILBAO

N.» Rgtro. BU - 258 - 64

Dep. L e g a l : BU - 9 - 1964

Imprenta de Aldecoa, Diego de Siloe, 18. — Burgos

18236

INTRODUCCIÓN

No sé si te gustará este libro. En realidad no lo he escrito para que su lectura te guste. He pretendido un producto de farmacia, no de confitería. Las inyecciones no gustan, curan o fortalecen, pero después de ponérselas uno. Ese es el fin de estas páginas: ponerte unas inyecciones de cristianismo; no con sola su lectura sino con la trasfusión que hagas de ella a tu vida. ¿Qué te voy a decir yo sobre su valor? La mejor garantía es que las ideas no son mías, son de Cristo. El las grabó en las Escrituras, yo soy mero altavoz. Juzga tú mismo si te convence su exposición. Tienes en tus manos las pruebas. Eso sí, bien o mal expuesta, se trata de una cuestión de vida o muerte para ti como para mí. Se trata de solucionar nuestra vida, no con miras temporales de disfrutarla bien, sino como problemática transcendente al más allá. Admito, mejor dicho, agradezco el diálogo con todo lector que quiera colaborar a mejorar este libro haciéndome las advertencias que estime oportunas. 9

En un plano más teológico, más documentado, más científico, tengo otro libro afín a éste: Teología del Sagrado Corazón, por eso en éste prescindo del aparato crítico remitiéndome para él al otro más voluminoso.

I Estructura básica de la ascética cristiana

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ENFOQUE DEL PROBLEMA

En la casa donde vivo cuelga de la pared un gran cartelón, ya viejo, de propaganda misional. Entre caras exóticas y cifras desproporcionadas destaca una frase estridente, casi insultante, de S. FRANCISCO JAVIER: «Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la Universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad para disponerse a fructificar con ellas, cuántas almas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos. Y así, como van estudiando en letras, si estudiasen en la cuenta que Dios Nuestro Señor les demandará dé ellas, y del talento que les tiene dado, muchos de ellos se moverían, tomando medios y ejercicios espirituales, para conocer y sentir dentro de sus ánimas la voluntad divina, conformándose más con ella que con sus propias afecciones». Cada vez que lo leo me estremece. 13

Pero el Apóstol del Oriente concreta aquí la santidad en la evangelización, y no todos serán capaces de seguir esta llamada; probablemente tú no tendrás vocación para ir a misiones. Sin embargo, permanece ese problema, el más universal e insoslayable tanto para ti como para mí: tenemos que aprovechar la vida. Al final de ella, nos guste o no, tanto valdremos cuanto nos hayamos santificado. Todo lo demás, nos ha de servir para alcanzar ese objetivo. Y si no, está tan descentrado en nuestra vida como un hueso dislocado. Por eso comienzo estas páginas con ansias de gritar como JAVIER, de gritarte que reflexiones acerca del rumbo de tu vida. Que te esfuerces en conservar el timón en tus manos y mantener la ruta mejor. Pero, ¿cuál es la ruta mejor? No intento ahora probar las verdades dogmáticas, ni solucionar posibles dudas de fe. Para eso hay otros libros. Intento discutir contigo sobre el mapa del cristianismo, cuál es el mejor sendero, para escalar esa cota que en el plan de Dios cada uno de nosotros debe alcanzar. Creo que no será necesario persuadirte de la importancia del problema: Es lo más importante para nosotros andar hacía Cristo, término de la peregrinación en este valle de lágrimas. ¡Aprovecha tu tiempo! ¡ Vive tu vida! No sea que a la hora de la muerte ansies desesperadamente ese tiempo precioso y esa vida maravillosa que ahora derrochas insensatamente. 14

Pero, como te decía, ¿cuál es la ruta mejor? No sólo es importantísimo para nosotros andar hacia Cristo. También lo es saber por dónde hemos de marchar, conocer el itinerario. Y ese es el fin de estas páginas: exponerte, «Esto es el cristianismo», lo que constituye el auténtico sendero para tu andar. El mejor, el más rápido, el más fácil. No voy a hacer su propaganda comercial. Es un artículo que no se vende. Tampoco es un invento mío. Está garantizado como el mejor por los únicos capaces de hacerlo, los Papas, intérpretes auténticos de la Sagrada Escritura. Quizás piensas que es fácil saber qué es lo principal en el cristianismo. Nada de eso. Claro, en el dogma, en lo que hay que creer, sí es fácil enunciar las verdades fundamentales: Que Dios son tres Personas, que la segunda Persona se hizo hombre, etc. Pero ahora nos enfrentamos no con el lado dogmático del cristianismo, sino con el ascético. Es decir, supuesto el dogma que hay que creer, ¿cómo debe ser, no ya nuestra fe, sino nuestra vida como cristianos? Para probar que la contestación no es fácil, basta leer las palabras de Cristo: «qué difícil es el camino que lleva a la vida y qué pocos aciertan con él» (Mt. 7. 14). Los diversos caminos seguidos a lo largo de la Historia confirman esa dificultad. En el s. iv, los que deseaban vivir su vida cristiana más plenamente, se iban a los desiertos. Ese era para ellos el mejor camino de santidad: apartarse del mundo, macerar sus carnes, tejer cestos o esteras para vivir. 15

Más tarde, durante toda la alta edad media, la solución era el monasterio benedictino: encuadrarse en las filas de los monjes, marchar a la santidad a través de los claustros, del coro, el dormitorio y el comedor comunes, encerrados en rigurosa clausura, vinculados con votos solemnes, sin posibilidad de dar marcha atrás. Desde el s. xiv, por obra y gracia de la «devoción moderna» corriente espiritual cuyo enorme influjo perdura todavía, la ascética ha progresado y se ha hecho más individual a compás del Renacimiento, que exalta los valores personales y subjetivos del hombre. Es uno mismo el que tiene que santificarse. Aprovechando el mecanismo sicológico se insiste en motivar los actos por medio de la meditación, en examinarse y controlar rígidamente toda la actividad personal. El autodominio se completa con las mortificaciones y penitencias voluntarias. Es decir, la santidad siempre ha tenido que hacérsela uno mismo, en el sentido que el mérito es una adquisición personal e intransferible. Pero se puede conseguir más o menos en equipo, utilizando hasta el máximo la vida de comunidad, que le ayuda a uno mismo incluso materialmente, o haciendo la escapada en solitario. ¿Hemos de seguir uno de esos senderos para que nuestro andar hacia Cristo vaya en línea recta, para que aprovechemos al máximo nuestras escasas fuerzas espirituales? Antes de contestar esta pregunta vamos a analizar qué es el cristianismo. ¿Qué es lo principal en el mensaje de Cristo? ¿Qué quiere El de nosotros?

¿Que nos vayamos a un desierto, que pasemos la vida cantando salmos o meditando las verdades eternas? Interrogante que siempre me ha acuciado, y único problema que desde hace veinte años procuro descifrar con toda mi alma, pues me lo juego todo en la respuesta. Y tú también. Para obtener esa respuesta dos son los principios orientadores. 1. Lo que Cristo hizo; ya que nuestra vida debe ser imitación de la suya, (según el dogma del Cuerpo Místico) 2. Lo que Cristo nos enseñó, (son las Sagradas Escrituras interpretadas auténticamente por el Magisterio de la Iglesia).

E L PLAN DE DIOS

a) Primer paso: Comunicar su felicidad. Nuestra vida debe imitar la de Cristo. Para penetrar el misterio de Cristo vamos a detenernos a ver el plan de Dios sobre el hombre, y en él el dogma del Cuerpo Místico. Dios, no sé por qué; porque sí, porque es bueno, y el que es bueno quiere comunicar lo suyo a los demás, determinó crear al hombre. No nos necesitaba para nada. Había existido ya una eternidad en su plenitud sin nosotros. Pero el caso es que determina crearnos. Y quiere crearnos para hacernos partícipes de su felicidad. No para que seamos felices sólo según 17

16 2 . — HSTO BS HL CRISTIANISMO

nuestra naturaleza, es decir, no sólo para que seamos felices como podría serlo el hombre más feliz en la tierra, si además no pudiera padecer ni tan siquiera hubiera de morir. ¿Nos imaginamos esa felicidad? Pues bien, el plan de Dios es incomparablemente más generoso: quiere hacernos no lo más felices que pudiéramos ser según el desarrollo perfecto natural de nuestras facultades, sino que quiere hacernos felices como El es feliz. Por eso la visión beatífica, el cielo, la gracia, decimos que pertenecen al orden sobrenatural, y éste es totalmente gratuito de parte de Dios, puesto que, por nuestas fuerzas solas, jamás podríamos llegar a ser felices como Dios, ni tenemos ningún título ni ninguna exigencia natural por la cual deba Dios llevarnos a esa felicidad privativa suya. Dicho de otra manera, Dios, después de crearnos, nos adopta por hijos, y entonces ya, como el chico que es adoptado por un millonario, somos de su familia, tenemos derecho a participar de sus bienes, a vivir en su intimidad. Y la intimidad de Dios, misteriosa e inimaginable, debe ser, es, lo más maravilloso y estupendo que existe y puede existir. b) Segundo paso: Exigir nuestros méritos. Hasta aquí, el primer paso del plan de Dios. Pero atención, el segundo paso que da Dios en su plan es clave para comprender el misterio del mundo y de la vida. Dios podría ¿por qué no? haber realizado su plan inmediatamente sobre todos los hombres, habiéndonos creado a todos en el cielo, ya bienaventurados. Pero no ha querido 18

hacerlo. No ha querido darnos su felicidad por pura misericordia, como el señor que encuentra en la calle a un mendigo inválido y le mete en un asilo, Dios no ha querido hacer del cielo un asilo. Es tanto lo que nos va a dar (¡El mismo!), y tan alta pone nuestra felicidad (¡nos va a adoptar por hijos!) que quiere que lo merezcamos. Con su ayuda, claro está, pues con solas nuestras fuerzas naturales ya decíamos que no podemos nada. ¿Qué méritos podría hacer un soldado, por ejemplo, para que el Jefe del Estado le tenga que adoptar por hijo? Así San Pablo al final de su vida dice: Me espera una corona de justicia. Porque la ha merecido. Y tendrá durante toda la eternidad esa satisfación de haberla merecido. c) Tercer paso: La prueba. Dios quiere hacernos partícipes de su misma felicidad, pero antes quiere que la merezcamos. ¿Qué medio utiliza Dios para ello? Esta vida: es decir, un período de prueba, para eso, para probarnos. Si pensamos un poco, caeremos enseguida en la cuenta que la finalidad de este plan de Dios cambia totalmente nuestro enfoque de la vida. Nosotros venga a quererlo pasar bien en la vida, a preocuparnos sólo de satisfacer nuestros deseos, a querer eliminar todo lo que sea costoso. Si lo consiguiésemos, una vida así ya no sería una prueba, sería un reloj que no marcase las horas. Si reflexionamos que en el plan de Dios la vida es una prueba, entenderemos muchas cosas y por qué quiere 19

que estemos siempre metidos en un remolino de dificultades. ¡Cuántas veces, quizás inconscientemente, queremos enmendar el plan de Dios! ¡Nos sublevan tantas cosas como hay mal en la tierra! Desearíamos arreglar el mundo: impedir a los gobernantes que tiranicen los pueblos, barrer el comunismo del mapa, obligar a los ricos que den parte de sus riquezas a los pobres, etc., etc. ¡Si yo pudiera! ¿Quieres decir que si tuvieras el poder de Dios cambiarías el mundo? Tal vez sí, pero si además del poder de Dios tuvieras su infinita Sabiduría, dejarías las cosas como están. Porque sin dificultades la vida ya no le serviría a Dios para nada; ya no podríamos ganar con ella el cielo. Por eso Dios no cambia el mundo pudiendo hacerlo. Es como el paleto que en el hipódromo asistiese a una carrera de caballos con obstáculos, y dijese: si yo fuera el dueño del hipódromo quitaría esas vallas, cubriría esas zanjas para que los caballos pudiesen correr sin dificultad. El dueño no le hará caso. Precisamente esos obstáculos están pretendidos para probar la capacidad de los que corren. Te invito a la reflexión un minuto. Piensa qué es lo que más te molesta en tu vida. Pues eso es una circunstancia, una prueba en la que Dios te ha colocado para que con tu reacción ante ella des un paso adelante en la perfección. Cuidado, no sea que en vez de dar un paso hacia adelante lo des hacia atrás. El hombre que está descontento de su mujer o de su situación económica, que sepa afrontar la situación a lo cristiano, que no dé el

paso en falso de irse con otra o de ensuciarse las manos. Y de una vez para siempre vamos a curarnos de espanto. La prueba que Dios nos pone no es nada fácil de pasar (Cfr. Mt. 7, 14). Es mucho, infinito, lo que vamos a merecer, y como dice S. Pablo (Rom. 8, 18) no se puede ni comparar todo lo que pasemos aquí, con la gloria que nos espera. Pero no por eso deja de ser a veces abrumador para nuestras pobres fuerzas el esfuerzo que es preciso hacer para alcanzar el éxito. Y vemos que las caídas son demasiado frecuentes y quizás muchos, muchísimos, finalmente acaban en el fracaso total. Espantosa catástrofe que no altera el plan de Dios. Lo lleva adelante por amor de sus escogidos, de los que tendrán durante toda la eternidad la satisfacción de haber merecido a Dios; aunque para ello haya sido necesario permitir esta catástrofe de los que fracasaron por su propia culpa puesto que no les faltó la gracia, como tampoco te falta a ti si quieres poner los medios que tienes a tu alcance. Dios quiere que merezcamos la gloria. Por eso permite el mal en el mundo, que las dificultades te acosen, y al mismo tiempo quiere que tú las venzas, que luches por mejorar el mundo. Vas a conseguir muy poco, quizás nada, pero debes procurarlo intensamente. Eso es la prueba. Pesimismo existencial de la vida considerada en sí misma, compatible y superable con el optimismo trascendental, nacido de contemplar esa misma vida a la luz de la esperanza cristiana.

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d) Cuarto paso: Superación del pecado. El plan de Dios, al irse completando, va desarrollándose en una complejidad grandiosa: El someter al hombre a un período de prueba exige, necesariamente, dotarle de libertad. Pero la libertad, cuando se usa mal, implica un terrible problema: el problema del pecado. La desobediencia de la creatura a su Criador, de quien depende absolutamente, y a quien todo se lo debe. Ante el pecado, ante esa desobediencia, Dios no puede estar indiferente. No puede permitir que nadie se ría de El impunemente. Le es preciso castigar. Y la pena ha de ser adecuada a la culpa. Sabemos, por sus palabras, que el infierno es eterno, y se comprende: supongamos el caso de uno, empedernido en su odio contra Dios, cada vez mayor. Si el castigo algún día se acabase, entonces se vería obligada la majestad infinita de Dios a recibir en su intimidad y a comunicar su misma vida, a quien le seguiría odiando y riéndose de El durante toda la eternidad. ¡Absurdo! Por eso no es extraño que El mismo lo diga sin dejar lugar a dudas: «Apartaos de mi malditos, al fuego eterno». Pero si Dios castiga el pecado y lo castiga con una pena eterna, ¿dónde queda su plan maravilloso de hacer partícipes a todos los hombres de su misma felicidad? Más aún, si tan frecuente es el pecado, como decíamos, y tanto que ya nuestros primeros padres frustaron el plan inicial de Dios, el 22

resultado de la prueba iba a ser un desastre universal, el pecado de todos y el fracaso del fin último intentado por Dios. Entonces el plan de Dios adquiere un desarrollo más vasto, y se nos presenta con una arquitectura espléndida. Veamos la solución adoptada por Dios para superar el pecado. Por muy conocida no menos colosal, pero sí menos admirada. Era necesario que el pecado se pudiera perdonar, ¿pero cómo? Los hombres no podíamos ofrecer la debida satisfacción a la Justicia Divina. Eso no era solución. Quizás Dios, haciendo uso de su infinita Misericordia podría habernos perdonado el pecado, exigiéndonos alguna condición de nuestra parte, pero no parece sería una solución congruente : por una parte hacer difícil la prueba, para luego perdonar sin más a los que hubieran caído en ella. La solución adoptada por Dios es infinitamente superior. Es la unión de dos condiciones que creeríamos imposible: Vamos a ser los hombres los que satisfagamos por nuestros pecados. Y además esa satisfacción va a ser suficiente y sobrada para aplacar la Justicia de Dios. ¿Pero cómo los hombres, seres chiquitos, podemos ofrecer la satisfacción infinita que se requiere? Simplemente, porque un hombre va a ser también Dios. Dios encarnado, hecho hombre, que satisface por los pecados de todos. 23

E L DOGMA DEL CUERPO MÍSTICO

Penetremos, como decíamos, en el misterio de Cristo, para comprender por qué y cómo debo imitarle. La segunda Persona de la Sma. Trinidad, que es el Hijo se hace hombre. Exactamente: asume, une a sí una naturaleza humana, es decir, un cuerpo y un alma. En Cristo, por lo tanto, hay dos naturalezas, la divina y la humana, pero una sola Persona. (Al contrario que en Dios: una sola naturaleza y tres Personas). a) Función social de Cristo. Podemos considerar en Cristo dos aspectos. Uno, el beneficio individual hecho a esa naturaleza humana, un hombre que al mismo tiempo es Dios. Pero Cristo no es sólo ese beneficio individual. Otro aspecto suyo, el determinante de la Encarnación, es su función social. Es decir, Cristo no es un hombre tan excelso que se encuentre desligado de los demás. Todo lo contrario. Precisamente el hombre más super-hombre es el que se siente, y está, más unido a todos sus restantes hermanos. (¡Qué ejemplo para los orgullosos pueblerinos o los estúpidos racistas!). Y es tanta esta unión, que El mismo la compara a la de la vid con los sarmientos (Jo. 15, 1 s.) y S. Pablo no sabiendo como encarecerla bastante, la expresa diciendo que formamos con El un solo 24

cuerpo (Rom. 12, 5; I Cor. 12, 12 s.; Eph. 1, 23; Col. 1, 8. 24; 3, 5). Es decir, que estamos tan unidos con El, como lo están los miembros de un mismo cuerpo. (Más tarde, para evitar confusiones se añadió la palabra «místico», puesto que con Cristo, evidentemente, no formamos un cuerpo físico). b) Identificación de Cristo con nosotros. Brevemente, ¿en qué consiste esta unión nuestra con Cristo? Consiste, en primer lugar, en que Cristo se ha identificado con nosotros. Por eso San Pablo ha podido decir que se ha hecho pecado (II. Cor. 5, 21); no porque pudiera cometer la más pequeña falta, sino porque, como interpretan los Padres griegos, se ha hecho de la familia de los pecadores. Como por el matrimonio una muchacha entra en una familia y automáticamente recae sobre ella el honor o la vergüenza de dicha familia. Así sobre Cristo, al hacerse hombre, al hacerse familia nuestra, ha caído de modo semejante la ignominia de los pecados cometidos por todos los hombres. Esta identificación de Cristo con nosotros tiene importantísimas consecuencias. Ante todo la redención del pecado. El, uno de la familia, satisface las deudas de la familia, y ante el Padre Eterno, aparece en la pasión revestido con el pecado y vergüenza de su familia. Pero además, no ha querido satisfacer El sólo por los pecados de todos, de manera que para nosotros fuera bastante, según la aberración luterana, que se nos aplicasen sus méritos, sin ninguna cola25

boración de nuestra parte. Eso llevaría al absurdo que fuera exactamente igual que pecásemos más o menos, con tal que creyésemos, para que así se nos aplicasen los méritos de Cristo. O sea, que no podemos decir: es lo mismo que pequemos poco o mucho, como Cristo ya ha satisfecho por cuantos pecados hagamos, basta que creamos en El. Cristo ha querido que sea todo el Cuerpo Místico, El y nosotros, los que nos redimiésemos. El consiguiendo el tesoro infinito de gracias, nosotros haciendo que esas gracias se nos apliquen. Así también nosotros somos corredentores junto con El, y S. Pablo lo enseña. (Col. 1, 24): tenemos que completar en nosotros lo que falta a la Pasión de Cristo. No porque sus méritos no sean infinitos, sino porque no se nos aplican sin nuestra colaboración corredentora. Su identificación con nosotros le ha hecho a El redentor nuestro, y a nosotros corredentores con El. Pero todavía tiene otra consecuencia transcendental: Lo que se hace a un miembro de su Cuerpo Místico El lo toma como hecho así. Se comprende. Si tú tienes una herida en la mano, y yo te la curo, no dirás que he curado a tu mano, sino a ti, y será no precisamente la mano, sino toda la persona, también la cabeza, quien quede agradecida. Cristo, cabeza de su Cuerpo Místico, queda más agradecido u ofendido, por lo que se hace a uno de sus miembros, que un padre por lo que se haga a su hijo. Baste citar el juicio universal, cuando, según nos lo avisa para que luego no nos llamemos a engaño, dirá: Venid, benditos de mi Padre, porque tuve 26

hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber... Y apartaos malditos, por que tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber... Pero, Señor, ¿cuándo te vimos a Ti hambriento, sediento, desnudo, sin vivienda...? Lo que hicisteis con uno de éstos, conmigo lo hicisteis. (Mt. 25, 34 s.). Esta identificación de Cristo con mi hermano es el principal fundamento de nuestra caridad. Por ello debes procurar el bien, incluso del que te odia, pues haciendo eso no solamente le amas a él, si no a Cristo, que bien merece tu esfuerzo. c) Cristo mediador. Para realizar su función social, ese papel que Dios le ha asignado en su plan eterno, Cristo se ha unido estrechamente con nosotros, se ha identificado con nosotros. Pero El es la cabeza, el puente que enlaza las dos orillas, que sube desde la ribera pobre de nuestra humanidad, miembros suyos, hasta el monte excelso de la divinidad. Este enlace, no es una obra puramente artística. Es un nudo de comunicaciones. No solamente porque nos alcanza él perdón, como hemos dicho, y todas las ayudas que necesitamos en esta vida. Hay más. El plan de Dios sobre nosotros tiene como estupendo fin el injertarnos en su vida: hacer que seamos felices como El es feliz, participando de su misma felicidad. Pues bien, nuestro injerto en Dios se verifica por medio de Cristo. El es el nudo, el primer eslabón que une toda la cadena con Dios. Por eso S. Pablo arguye que nosotros resuci27

taremos porque ha resucitado Cristo. Y no porque a El, resucitado, se le haya dado todo el poder en el cielo, tierra e infiernos para podernos resucitar, sino porque nosotros formamos con El el mismo convoy, y cuando la máquina entra en la estación podemos asegurar que todos estamos entrando. d) La gracia, unión con Cristo. Si nosotros valemos y podemos algo en el orden sobrenatural, es por nuestra unión con Cristo: «Sin Mí no podéis nada. El que está unido conmigo ese da mucho fruto» (Jo. 15, 5). Profundicemos un poco en qué consiste esa unión nuestra con Cristo. De la misma forma que por la unión hipostática (o sea, personal), Cristo en cuanto hombre es hijo natural de Dios, es decir, por derecho propio participa plenamente de la divinidad, así nosotros por la unión con Cristo, que es la gracia, somos hechos hijos adoptivos de Dios y participamos también de su divinidad. La gracia, gracia santificante (para diferenciarla de las otras gracias, gracias actuales, que recibimos de Dios, y son ayudas para la vida sobrenatural) decimos que es nuestra unión con Cristo. Algo físico, aunque no material, sino espiritual como lo es v. c. un pensamiento, pero que es real, está en nuestra alma y nos hace participantes de la naturaleza de Dios, y nos adopta no con una adopción humana, en la cual habrá un documento en que conste, pero en el hijo adoptado no hay nada físico nuevo. Dios nos adopta dándonos, poniendo 28

en nosotros ese algo divino que es la gracia, lo que constituye una nueva unión con él. Al ser hechos hijos de Dios participamos ya de su naturaleza y tenemos derecho a participar de los otros bienes, es decir, de la visión beatífica, como el hijo tiene derecho a vivir en la casa de su padre, a comer como él, etc. La gracia es una nueva vida, y así como por la vida natural conocemos, amamos, podemos ser felices según nuestra naturaleza, por esa nueva vida conoceremos a Dios como El se conoce, le amaremos como El se ama, seremos felices como El mismo es feliz, es decir, viviremos no sólo según nuestra naturaleza, sino según la de Dios, de cuya vida nos apropiamos, pasa a nosotros. Es lo más a lo que puede llegar el hombre, que así de alguna manera se diviniza. No te impresionará, pero sábete que ni aun Dios puede sustancialmente elevarte más, porque ¿qué más puede hacer que dársete plena e íntimamente? Dios nos comunica su .vida, pero no directamente, sino por medio de Cristo, llamado también por eso Cabeza del Cuerpo Místico, porque de la cabeza se deriva toda la vida a los miembros. Entonces, ¿por qué cuando tenemos la gracia no tenemos ya la visión beatífica? Por la unión con Cristo, que es la gracia, tenemos ya esa nueva vida, pero aun no la visión beatífica, porque esa vida todavía está latente, en semilla, como dice San Juan (I, 3, 9); lo mismo que sucede con un grano de trigo, aparentemente igual quizá que una piedrecita, cuando se encuentra en las condiciones oportunas se desarrollará la vida que tiene encerrada. Por eso 29

la diferencia de un hombre en gracia y un bienaventurado, es sólo accidental. Los dos poseen a Dios, pero en el primero está Dios como de incógnito, oculta su esplendor; bastará que éste se revele para hacernos gozar de su misma felicidad. Una vez que tenemos la gracia, inseparablemente con ella habita en nosotros de una manera especial el Espíritu Santo. Propiamente habita toda la Santísima Trinidad, pues todas las obras que hace Dios fuera de sí, las hacen las tres Personas, pero por un modo de hablar que en teología se llama «apropiación», atribuímos esa acción divina al Espíritu Santo, ya que es acción de amor, y el Espíritu Santo es el amor. (Como atribuímos al Padre la creación, etc. Sin embargo la Encarnación es exclusiva del Hijo, pues a la Persona del Hijo se le une la naturaleza humana de Cristo, pero todo lo que hay creado en Cristo es hecho por las tres Personas). ¿Qué significa que habita en ti, si estás en gracia, la Santísima Trinidad? ¿Qué quiere decir que eres templo de Dios, como dice San Pablo (I Cor. 3, 16, etc.)? Se trata, desde luego, de una unión especialísima con Dios que es misterio, pero que implica una presencia dinámica en cuanto conserva la gracia, y la facultad que reside en nosotros de reconocerle, amarle y gozarle de una manera sobrenatural. La gracia tiene también como efecto el hacernos amables a Dios. Ya no nos ama como se puede amar a una cosa repugnante, a un pecador por ejemplo, por pura misericordia. Sino que Dios encuentra gusto en amarnos, le somos agradables. 30

Por eso la adopción que Dios hace de nosotros más se parece a la generación humana, en la cual el padre quiere al hijo porque le ha dado el ser, semejante al suyo; así Dios nos quiere a nosotros porque al adoptarnos nos ha dado también la gracia, ser divino, participación de su mismo ser. C R I S T O , EJEMPLO PARA TODOS

Cristo se identifica con nosotros hasta el punto de servirnos su misma vida de modelo para la nuestra. Es otra de la facetas de su función social. Ha venido a salvamos y darnos ejemplo de vida. Así en el lavatorio de los pies dice: Si yo, que soy el Maestro, os he lavado los pies r también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros (Jo. 13, 14). Lo cual equivale a suponer que nosotros debemos imitar lo que hace nuestro Maestro. Pues no es un Maestro que enseñe sólo de palabra. Y la perfección consiste en imitarle, como expresamente lo afirma El mismo: «Todo discípulo, para ser perfecto, debe ser como su maestro» (Le. 6, 40). Por eso San Pablo exhorta: «Imitadme a mí, como yo imito a Cristo» (I. Cor. 4, 16). Es que el misterio del Cristo total, del Cristo Místico, incluye también esta semejanza. Aunque la distancia entre los miembros y la cabeza sea infinita, nuestra participación de un mismo Cuerpo nos lleva a participar de un régimen análogo de Providencia. No solamente las enseñanzas de Cristo son para todos y dividen en dos la Historia de la civiliza31

ción; también su vida es ejemplo para todos. Además, en último término, su vida no es sino la práctica de sus enseñanzas, hasta el grado más heroico. ¿No enseña que hay que perdonar de corazón a los enemigos? Pues El pide perdón para ellos, incluso en el momento que le están crucificando; y lo pide de verdad, buscando el único atenuante que tenían: «no saben lo que hacen». ¿No enseña que hay que estar desprendidos de las riquezas? Pues elige para nacer un pesebre, no tiene durante su vida pública ni donde reclinar la cabeza, y muere despojado hasta de sus prendas interiores. Y podríamos seguir indefinidamente viendo cómo fue ejemplarizando en su vida lo que enseñó. ¿A qué hombre no servirán esos ejemplos de Cristo? Cuando recuerdes la injusticia que cometió aquel individuo contigo, cuando sientas la falta de algunas comodidades en tu hogar, cuando algo te cueste en la vida, recuerda el ejemplo de Cristo en la misma dificultad. Pero la imitación de Cristo no debe ser sólo estática, procurando grabar sus rasgos en nosotros, como el pintor que copia un modelo. Debe ser dinámica, como el niño aprende de su madre a hablar, a conocer, a vivir, y refleja su afecto y su manera toda de ser. Y se va pareciendo a su madre sin sentirlo, porque está con ella, porque acude a su lado, porque para él lo es todo. Cristo no es sólo la realidad histórica de hace veinte siglos, a quien se admira como a un César o a un Napoleón. Cristo es la persona actual a quien podemos llegarnos, dirigirle la palabra y es-

perar confiados su respuesta. Porque no está lejano, en un Olimpo incomunicado. Es el amigo que está a tu puerta y llama, pues quiere cenar contigo. Te trae su preocupación por ti, su amistad, su mismo cuerpo para que te sirva de alimento. Quizás andando por el camino de la vida, te sientes a veces en la cuneta, rumiando tu soledad. Con muchos conocidos, parientes, subordinados, pero sin un amigo verdadero, sin nadie que te comprenda y te quiera de verdad; tal vez ni en tu mujer ni en tus hijos encuentres esa amistad que buscas. Yo te conozco y comprendo tu situación. Me gustaría ayudarte a llenar ese vacío íntimo de tu vida, ese fracaso secreto que escondes a todos. No creas que es mala suerte tuya. Es providencia del que te creó. Ese fracaso secreto puede ser la cruz que te santifique. Ese vacío íntimo puede ser la gruta que Cristo se ha preparado en tu alma porque quiere que le invites a que se quede en ella, a que descanse allí de tantas repulsas como fuera recibe. Porque El también se encuentra tan sólo, que busca un amigo, y ese amigo eres tú.

E L MENSAJE DE C R I S T O

Después de haber recordado a grandes rasgos el plan de Dios y el misterio de Cristo, volvamos a aquella interrogación acuciante: ¿Qué es lo principal en el mensaje de Cristo? Puedo contestar con dos palabras: caridad y sufrimiento. Dirás quizás que ya lo sabías, pero es imprescindible repensar33

32 3 . — ESTO BS BL CRISTIANISMO

lo y aquilatarlo, porque sus consecuencias van a ser tremendas, deben transformar tu vida. En realidad podríamos incluir el sufrimiento en la caridad. En la concepción cristiana el sufrimiento sólo tiene razón de ser por el amor. Sufrimos para amar o porque amamos. Porque no se puede amar sin sufrir, ya sea para mostrar nuestro amor a Dios, satisfaciendo por el pecado, ya sea para realizar nuestro amor al prójimo, que nos exigirá sufrimiento. Por eso el sufrimiento es también medida del amor. Y sufrir sin amar es vagar por la noche de la desesperación. El principal elemento del mensaje de Cristo, decimos, lo dice todo el mundo, es la caridad, caridad que incluye también el sufrimiento. Procurando ser claros, vamos a considerar por separado sus diversos aspectos. a)

Amor de Dios a los

hombres.

Es algo incomprensible que el Ser Eterno, perfecta e infinitamente autárquico, se preocupe de queremos. Pero es así. Ya en el Antiguo Testamento se nos repite una y otra vez este misterioso amor. MOISÉS, al cantar la liberación de su pueblo, la refiere al amor de Dios sobre ellos: «Como el águila que provoca a volar a sus polluelos y revolotea sobre ellos, así Dios extendió sus alas y cogió a Israel y lo llevó sobre sus hombros» (Deut. 32, 11). Más claramente OSEAS: «cuando Israel era niño yo le amé y de Egipto llamé a mi hijo... Yo enseñé a andar a Efraí y le llevé en brazos pero no re34

conoció mis desvelos. Con lazos humanos los atraeré, con vínculos de amor... Yo sanaré sus rebeldías y los amaré de corazón, pues mi ira se ha apartado de ellos. Seré como rocío para Israel, que florecerá como lirio y extenderá sus raíces como el álamo» (11, 1. 3-4; 14, 5-6). «Te he amado con perfecto amor» nos dice por JEREMÍAS (31, 3). Y en ISAÍAS. «¿Es posible que una mujer se olvide de su niño pequeño, y no se compadezca del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidase, yo jamás me olvidaré de ti» (49, 15). Cristo subraya más este amor de Dios a los hombres. El mismo es fruto de ese amor. Dios se hace hombre única y exclusivamente porque nos quiere. «Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Hijo unigénito» (Jo. 3, 16). Y en compendio: todo cuanto hace Dios, procede de su amor, es decir, sólo de su Bondad, como dice SANTO TOMÁS (I, q. 44, a. 4) y el Concilio Vaticano I (ses. III, c. 1; D. 1783). Dios hecho hombre derrocha amor con nosotros. Según frase suya, «nadie ama más que el que da la vida por sus amigos» (Jo. 15, 13), y El es el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (Jo. 10, 11). A eso vino al mundo (Mt. 20, 28). Su amor a los hombres es como el amor del Padre a El (Jo. 10, 9), tan fuerte que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente ni lo venidero, ni las virtudes, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos de El (Rom. 8, 38-9). La anchura y la longitud, la altura y la profundidad de la caridad de Cristo supera toda ciencia (Eph. 3, 19). 35

Por eso no comprendemos ni el por qué de su pobreza, de su vida toda, de su muerte; ni el exceso de la institución de la Eucaristía. Si Dios nos hubiese propuesto que le pidiéramos una prueba de su amor, ¿a quién se le hubiera ocurrido decirle: «Señor, escóndete bajo la forma de pan para que te podamos comer»? Y si un ángel nos hubiera sugerido esa prueba, ¿quién se hubiera atrevido a proponérsela a Dios? Nos hubiera parecido una atroz irreverencia. ¿Como iba Dios a rebajarse tanto, a exponerse a mil profanaciones? Pues lo que nosotros ni hubiésemos imaginado, ni nos hubiésemos atrevido a proponer, lo que hubiésemos juzgado un absurdo, eso Dios lo ha hecho. Ahí está el testimonio irrecusable de los Evangelistas, y el magisterio universal de la Iglesia. Y es que cuando se trata de amarnos, Dios rompe todos nuestros cánones de acción y discrección; no le podemos aplicar lo que nosotros haríamos, sino contemplar anonadados y archiagradecidos lo que El hace por nosotros. Toda la vida de Cristo es un raudal de amor hacia los hombres, reflejo del amor Trinitario. Todos sus sufrimientos, trabajos, predicación y muerte no son otra cosa que la expresión de ese amor que le quema el pecho. Cristo nos ha amado hasta el fin, hasta morir por nosotros (Jo. 13, 1; 17, 19). San Pedro resume su vida en esta frase lapidaria : «Pasó haciendo el bien» (Act. 10, 38). b) Me ama a mi -personalmente. No soy mero espectador de esa incomprensible preocupación de Dios por los hombres. Porque es 36

el caso, caso estremecedor, que soy yo, que es a mí a quien Dios quiere personalmente, no sólo como englobado en una colectividad. Un amor a una colectividad anónima, sería una sombra de amor. Y el amor de Dios no es ninguna sombra, es como el mismo Dios: «Dios es amor» (I Jo. 4, 8). Dios me ama, podemos decir cada uno de nosotros, porque Dios nos ama a todos personalmente. El amor de Dios a los demás no resta una parte de su amor hacia mí. Porque en Dios no hay partes, todo es infinito. Por ser padre de todos, no deja de serlo mío. Ni el sol me alumbra menos ni se me oculta en parte, porque también luzca para los demás. Dios es mi padre; padre bueno que se preocupa de mí y hasta de mi último cabello que se lleva el peine (Le. 21, 18), me quiere hasta el punto, fíjate, de poner como precepto a los que me rodean, que procuren mi bien, y con fuerza semejante al primer precepto de amarle a El. Nadie diga que le ama, si no me ama a mí (I Jo. 4, 30). El que quiere de verdad a una persona, tú lo sabes, tiene necesidad de que ésta lo sepa; le da continuas muestras de cariño. Dios, ¿qué más puede hacer para probar lo que nos quiere? Ojalá podamos repetir las palabras de San Juan: «Nosotros hemos conocido la caridad que Dios nos tiene, y hemos creído en ella» (I Jo. 4, 16). Querido hermano, te voy a decir algo importantísimo : El día que te persuadas, que caigas en la cuenta, pero convencido íntimamente: «¡ resulta que Dios me ama!», ese día te has puesto en peligro inminente de ser santo. No sólo porque todos los 37

santos han empezado por ahí, sino porque, —admírate—, no ha habido nadie que penetrado de esta convicción no haya llegado a serlo. c) Debemos amar a Dios. Es el primer precepto de la ley: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Deut. 6, 5). No hay duda. Cristo se lo recordó taxativamente a aquel doctor de la ley que le preguntó cuál era el principal mandamiento (Mt. 22, 36 s.). No es necesario explicarlo, está bien claro y nadie lo discute, aunque pocos lo cumplen. Yo, pobre criatura, que todo lo que soy lo estoy recibiendo constantemente de mi creador, como una bombilla encendida recibe continuamente la corriente eléctrica, es obvio que mi primer movimiento lo dirija siempre hacia Dios. El busca nuestro amor. Es natural que quien ama quiera ser correspondido. Y así nos exhorta a que acudamos a El con confianza, que le pidamos cuanto necesitemos: Mira cómo alimenta tu Padre a las aves del campo. ¿No vales tú sin comparación más que ellas? Pues, ¿por qué te acongojas? Pide y se te dará, busca y hallarás, llama y se te abrirá. Porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, al que llama se le abre. Si un hijo tuyo te pide pan, ¿le vas a dar una piedra? Pues cuánto más tu Padre celestial te dará lo bueno que tú le pidas. (Cfr. Mt. 6. 27 s.; 7, 7 s.). Y San Pedro subraya: «Abandonad todas vuestras preocupaciones en El, porque El cuida de vos38

otros» (I, Pet. 5, 7). Idea que ya está en el Salmo 54, 23: «Abandona en el Señor tu cuidado y El te mantendrá», y para animar nuestra confianza añade : «no permitirá que el justo [el que le ama] esté siempre tambaleándose». «Cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, yo lo haré» (Jo. 14, 13). «Permaneced en mí. Permaneced en mi amor. Entonces se os dará lo que pidiereis» (Cfr. Jo. 15, 4. 9. 7). «El que esté unido conmigo y yo con él, ese dará mucho fruto» (ib. 5). Ya no debemos vivir para nosotros, sino para Aquel que murió y resucitó por nosotros (II Cor. 5, 15). Y aún más debemos amar a Dios por el fenómeno trágico del pecado, del gran pecado del mundo, quizás el mayor, que consiste en el olvido total del primer mandamiento. Hemos prescindido de Dios en nuestro mundo como de una sirvienta a quien se despide sin recordarla más. Ante esa apostasía universal, debemos procurar compensarla con un renovado esfuerzo de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y todas nuestras fuerzas. d) El precepto de la caridad fraterna. Toda la vida de Cristo hemos visto que fue un amor continuo a los hombres. Hasta el servicio humilde de lavarles los pies para darnos ejemplo: «si comprendéis esto y lo practicáis, seréis felices» (Jo. 13, 17). Nosotros, si debemos imitar a Cristo como decíamos, está dicho qué línea hemos de seguir. Y su doctrina concuerda con su vida. Ha querido que conste bien claro. Al doctor de la ley que 39

le pregunta por el primer mandamiento,.le añadió: «el segundo es semejante a éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt. 22, 39). La razón de que Cristo añadiese al amor de Dios el amor al prójimo, es que, como veremos, no puede haber amor a Dios si no hay amor al prójimo. En la última cena, en el momento más solemne de su vida, cuando ya va a morir, como testamento nos repite el segundo mandamiento, como algo nuevo, como algo suyo, como su distintivo: «Un mandato nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jo. 13, 34). «Este es mi precepto: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jo. 15, 12 y 17). «En eso conocerán que sois mis discípulos si os amáis los unos a los otros» (Jo. 13, 35). No se contenta con decírnoslo a nosotros. Se dirige también al Padre, le ruega repetidamente para que nosotros seamos uno, nada menos que imitando la unidad de la Santísima Trinidad (Jo. 17, 11 y 21 y 22). Y ese es el gran argumento apolegético que El nos enseña para que el mundo crea que tú me has enviado (Jo. 17, 21). e) Su importancia excepcional. No se trata de un precepto más. Es el más importante. Semejante al primero. El mandato nuevo, porque el mundo no se había percatado todavía de su trascendencia. El mandato de Cristo por antonomasia. ¿Es que no mandó más cosas?, ¿por qué dice que éste es su mandato? Porque no solamente es el más im40

portante, sino que los incluye a los demás. Por eso es también el distintivo de los cristianos (el que no tenga caridad no será reconocido como cristiano aunque esté bautizado). Por eso dijo Cristo que en el amor a Dios y al prójimo se encierra toda la ley. (Mt. 22, 40). S. Pablo repite: «quien ama al prójimo ha cumplido la ley, porque no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, se resumen en éste: «amarás al prójimo como a ti mismo, pues la caridad es la plenitud de la ley» (Rom. 13, 8-10). Para S. Pablo mejor que cualquier otro camino, aunque sea carismático, es el sendero de la caridad (I Cor. 12, 31). Ella es la más excelsa de todas las virtudes (I Cor. 13, 13), tanto que sin ella todas son como campana vacía (ib. 1 s.). Por eso añade a los corintios poco después como despedida: «todo lo que hagáis hacedlo por amor» (I Cor. 16, 14). ¿Quieres seguir este camino? El primer Papa, S. Pedro, nos exhorta a lo mismo: «ante todo», fijémonos: «ante todo, amaos con constancia unos a otros» (I Pet. 4, 8). f) Amar al prójimo es amar a Dios. La razón profunda de la importancia de este precepto de amar a nuestros hermanos, es que sin amarles a ellos no se puede amar a Dios. «Si alguno dice que ama a Dios y no ama a sus hermanos, miente» (I Jo. 4, 20). ¿Por qué? Muy sencillo. Todo el mundo entiende que un padre agradezca los beneficios hechos 41

a sus hijos como si el mismo los hubiese recibido. Y Dios es el Padre bueno al cual se ama, amando a sus hijos. Para comprenderlo mejor, pongamos una parábola : A un señor la guerra española le cogió en el extranjero, y vivía preocupadísimo por la suerte de sus hijos que habían quedado en Madrid. No podía volver a España, pero le tranquilizaban las cartas que recibía frecuentemente de un amigo suyo, entonces influyente y acomodado en la ciudad donde estaban sus hijos. «Ya sabes, le escribía, que soy tu amigo, que puedes disponer de todo mi haber y mi poseer, que estoy dispuesto a cumplir siempre tu voluntad». Acabó la guerra, volvió a Madrid, y se encontró con que sus hijos habían muerto. Su amigo los había dejado morirse de hambre. Entonces aparece el amigo, viene corriendo con los brazos abiertos: «Cuánto me alegro de encontrarme contigo. No quiero separarme más de ti. Ya sabes que soy tu gran amigo». — «¿Tú te dices que eres mi amigo? ¿Tú que has dejado morir de hambre a mis hijos? ¡ Apártate de mí!». — ¡ Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, porque tuve hambre y no me disteis de comer...»— Pero, Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y no te dimos de comer?— Lo que no hicisteis con esos, a Mí no me lo habéis hecho» (Cfr. Mt. 25, 41 s.). Y ellos, tan inteligentes, tan seguros de sí, quizás intenten seguir defendiéndose: «Señor, pero si no hicimos nada malo». Y Cristo les contestará las palabras de Santiago: «El que sabiendo hacer el bien no lo hace, peca» (Jac. 4, 17). Vosotros enterrasteis el talento en la tierra estéril de vuestro 42

egoísmo. A estos siervos inútiles arrojarlos a las tinieblas exteriores (Mt. 25, 30).— Pero, Señor, si nosotros fuimos siempre honrados y trabajadores, no quebrantamos la ley, éramos tan piadosos, oíamos misa, comulgábamos, ni una palabra malsonante salió de nuestros labios y no tuvimos más que alabanzas para tu Iglesia; en resumen, amamos lo que más valía, amamos a Dios de todo corazón. — La res puesta de Cristo está también escrita en S. Juan (I Jo. 4, 20): «El que dice que ama a Dios y no ama a su hermano, ese tal miente». Y entonces, entonces caerán en la cuenta y repetirán el grito desesperado de la Sabiduría (Sap. 5, 6): «ergo erravimus», ¡ nos hemos equivocado! — Sí, os equivocasteis porque quisisteis, tuvisteis ante vuestros ojos la verdad demasiado clara para no verla si la hubieseis buscado con sinceridad, pero acumulasteis maestros que os acariciasen los oídos (I Tim. 4, 3), y cuando un ciego guía a otro ciego, los dos caen en el hoyo (Mt. 15, 14), cayó sobre vuestro egoísmo soberbio la maldición de cegar vuestros ojos para que no vieseis, y endurecer vuestros corazones para que no entendieseis (Jo. 12, 40). Cristo recibe lo hecho al prójimo como hecho a El. Así se explica la argumentación de S. Juan (I Jo. 3, 16): «El dio la vida por nosotros», luego «nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos». No dice: «El dio la vida por nosotros, luego nosotros debemos darla por El», sino que dice: «debemos darla por nuestros hermanos»; ya que darla por nuestros hermanos es darla por Cristo, y por eso Pío XII en la Encíclica «Mystici Cor43

poris» enseña: «Hay que afirmar que tanto más unidos estaremos con Dios y con Cristo, cuanto más seamos los unos miembros de los otros con solicitud recíproca». «Sea la suprema ley de nuestro amor que amemos a la Esposa de Cristo tal cual El la amó», «según se manifiesta en nuestra carne mortal, es decir, constituida por elementos humanos y débiles». «Mas para que este amor sólido e íntegro more en nuestras almas y aumente de día en día, es necesario que nos acostumbremos a ver en la Iglesia al mismo Cristo». «Cristo es también quien de varios modos se manifiesta en sus diversos miembros sociales», «por eso los fieles todos se esfuercen realmente por vivir con ese espíritu de fe viva». El amor al prójimo es amor a Dios, es decir, es la misma virtud: caridad teologal. Consecuentemente es la única virtud que perdona los pecados: «Ante todo amaos con constancia unos a otros, porque la caridad cubre la muchedumbre de los pecados» (I Petr. 4, 8). Puesto que el pecado supone aborrecimiento a Dios, no se puede a un mismo tiempo amar a una persona y aborrecerla. Por ello sabemos que estamos en gracia si amamos a nuestros hermanos (I Jo. 3, 14). Amar al prójimo es amar a Dios. La actividad más elevada que puede ejercitar el hombre. Lo es tanto, que ¿de cuál otra se puede decir lo que Cristo dice de la caridad mutua: que sea como el amor de las Augustas Personas de la Santísima Trinidad? (Jo. 17, 21 y 22). 44

g) El misterio de la Redención. Ya vimos en el plan de Dios la solución que ha elegido para superar el pecado: El hombre-Dios, hecho miembro de nuestra familia, identificado con nosotros, satisface por todos. O mejor, nos une a El, redentor, como corredentores, para que todos satisfagamos por todos. El adquiriendo un embalse infinito de gracias, nosotros haciendo que esas gracias se nos apliquen. La redención de Cristo es una consecuencia del amor. En primer lugar del amor que el Padre nos tiene, que para salvarnos del pecado dio a su Hijo la orden de redimimos. Orden a la que obedeció hasta la muerte y muerte de cruz. (Phil. 2, 8). Por eso puede decir que ha cumplido los preceptos del Padre (Jo. 15, 10), porque también a El, en cuanto hombre, le ha puesto el Padre como condición de su amor el que nos ame a nosotros. En segundo lugar la redención de Cristo es consecuencia del amor que El tiene al Padre. Ya que este amor le hace aceptar siempre la voluntad del Padre, aun en el Huerto: «Hágase tu voluntad». En tercer lugar más inmediatamente, Cristo nos redime porque nos ama. (Cfr. I Jo. 3, 16; Jo. 15 13; Eph. 5, 2. 25). La redención, satisfacción, expiación o reparación del pecado, como lo queramos llamar, debe ser hecha por el sufrimiento. Efectivamente, ¿qué es el pecado?, ¿qué es lo malo que hacemos cuando pecamos? Desobedecer a Dios por no sufrir una contrariedad, prefieres seguir tu gusto que en último término siempre es un placer. (Puedes po45

nerte algún ejemplo). Pues bien, la reparación del pecado debe ser todo lo contrario, desandar cuesta arriba lo que antes se bajó por el pecado. Antes le desobedecimos por seguir un placer, ahora hemos de cumplir su voluntad hasta el dolor. Antes dejamos de amarle por seguir nuestra concupiscencia, ahora le tenemos que amar hasta aceptar por su amor el sacrificio que nos quiera enviar. Así fue la redención de Cristo: obediencia al Padre por amor hasta aceptar su cáliz. Pero el misterio de la redención, como decíamos, no acaba en Cristo, según afirma la desviación luterana, sino que se extiende a nosotros. Tenemos que sufrir con Cristo, y no hay que darle vueltas, esa es la vida cristiana. La vida no es sólo un mera prueba. Desde que existe el pecado, la vida es también una expiación del pecado; y el sufrimiento, unido al de Cristo, es satisfacción a la Justicia divina. Eso es fundamental en el cristianismo, y si enfocas la vida de otra manera, como desgraciadamente la enfocan la inmensa mayoría, la pierdes lastimosamente: «Si alguno quiere venir detrás de mi, que tome su cruz» (Mt. 16, 24); si no, no puede ser su discípulo (Le. 14, 27). Es que debemos sufrir en nosotros como ya dijimos, lo que falta a los padecimientos de Cristo por su Iglesia (Col. 1, 24). Pero si llevamos siempre en el cuerpo la mortificación de Cristo, también su vida se manifestará en nuestro cuerpo (II Cor. 4, 10), es decir, el sufrimiento nos alcanzará un peso de gloria incalculable (ib. v. 17) cuando cada cual sea juzgado ante 40

el tribunal de Cristo según lo que hubiese hecho, bueno o malo (ib. 5,10). h) El sufrimiento auténtico. La redención se hace por el sufrimiento. Primordialmente por el sufrimiento de Cristo, y secundariamente por el nuestro asociado al suyo. Pero este sufrimiento que es redención, que es el que más vale, no son precisamente las penitencias voluntarias que nosotros nos procuramos, sino la cruz que Dios nos envía. No el sufrimiento buscado, sino el aceptado. La prueba no tiene vuelta de hoja: el sufrimiento que más ha valido es la Pasión de Cristo, y no fue un sufrimiento buscado por El: «Padre, aparta de mi este cáliz», sino aceptado: «pero no se haga mi voluntad sino la tuya». Está más de acuerdo con el ser de la creatura que Dios vaya delante y nosotros sigamos su plan, no al revés. Por eso, y porque todo en él es de Dios, vale más el sufrimiento aceptado que el buscado. No es, sin embargo, dejar que obre sólo Dios, al estilo fatalista o quietista, sino que hemos de prestar nuestra colaboración aceptando el plan que El nos prepara. Evidentemente, la dificultad no está en aceptar la parte de este plan que coincida con nuestros gustos, sino lo que nos contraría, es decir, lo que tenga de sufrimiento. De ahí que nuestro cuidado ha de centrarse en aceptar la cruz. Y cuando se trata de cruz, la palabra «aceptar» está muy lejos de todo quietismo: supone una lucha sobrehumana; en Cristo llegó hasta el sudor de sangre, producido no por el miedo al dolor futuro, sino 47

por el esfuerzo de su aceptación. En nosotros los miembros de Cristo, aceptar el sufrimiento es asociarnos al suyo, y de aquí su valor incomparable. Las mortificaciones buscadas tienen principalmente una finalidad de ejercicio, de preparación, como las maniobras militares. Es importante que un ejército se entrene, pero lo definitivo es que triunfe en el combate. Y en la vida espiritual el combate definitivo y más difícil de vencer es aceptar el sufrimiento con toda elegancia, hasta considerarlo y agradecerlo como un beneficio. Vemos cada día que los fracasos en la vida de la perfección no se deben a falta de mortificación buscada, sino que consisten en que no se cumple un precepto, no se acepta, no se encaja un destino, una enfermedad, un ambiente..., esto no quita, como decíamos, que los más ejercitados en la mortificación estén más preparados para aceptar la cruz, pero conocemos personas muy mortificadas que cuando han tenido que enfrentarse con un sufrimiento mandado por Dios han fallado. Dios para santificarnos nos manda la cruz, «...que tome su cruz» (Mt. 10, 38; 16, 24; Me. 8, 34; Le. 9,23; 14, 27), porque tenerla todos la tienen, pero no todos la aceptan. El problema no es sufrir más. En el mundo hay sufrimientos de sobra para santificarse todos los hombres. El problema reside en aceptar ese sufrimiento. Aceptar el sufrimiento es también practicar la caridad. Mejor dicho, es la manera más excelente de practicar la caridad. Cristo nos ama, pero el acto más excelso de su amor fue la Pasión. «Nadie ama más que el que da la vida por su amigo» (Jo. 15, 13).

Al aceptar nosotros el sufrimiento hacemos al Cuerpo Místico el mayor bien, y nos unimos lo más estrechamente con Cristo, asociándonos a su redención y completándola (Col. 1, 24), es decir, mereciendo que las gracias de Cristo se apliquen para la salvación y santificación de nuestros hermanos. A primera vista puede parecer que la cruz, como esencia del cristianismo convierte la vida en una agonía tétrica. Algunas biografías de santos, verídicas o no, parecen confirmarlo: relatos de mortificaciones espeluznantes, o al menos de una austeridad inhumana, desprovista de todo trato íntimo, de toda comodidad y aun de toda estética en la habitación, vestido, etc. Camino quizá admirable, pero que yo personalmente no lo propongo ni para mí ni para otros, y no porque no crea que vaya a la santidad, sino porque me parece mucho más rápido, seguro y cómodo que escalar esa senda escabrosa, subir, como decía Santa Teresita, en ascensor. El ascensor que es la práctica de la caridad y la aceptación del sufrimiento.

i) María, Madre y Medianera. Es demasiado importante en el mensaje de Cristo, según toda la tradición cristiana, el papel de su Madre Santísima como Medianera entre Dios y los hombres, para que no hayamos de considerarla como una de las columnas fundamentales de la ascética cristiana. 49

48 4. — ESTO ES HL CRISTIANISMO

Los protestantes ponen inmediatamente una objeción: el único Mediador es Cristo (I Tim. 2, 5). Y es verdad en el sentido que la acción de Cristo basta de sobra para redimirnos y santificarnos, pero también es verdad que ha querido asociar a su obra a María, ya desde el momento de su encarnación hasta el de su muerte, y la ha declarado Madre nuestra, según enseña la Iglesia, con aquellas palabras: «Mujer, he ahí a tu Hijo». Por eso María es la Madre buena, que se preocupa de nosotros, de llevarnos a Jesús. Estrella de nuestro camino hacia El. Hecha Medianera de todas las gracias para que pueda plenamente cumplir con su oficio de Madre, y como atributo de su realeza. Nada menos que la Madre de Dios, es mi Madre, toda Inmaculada, toda amable, toda cercana a mi cotidiano bregar. No existe una bipolaridad en entregarnos a Cristo y a su Madre; ni ella desvía la atención de su Hijo, porque está totalmente unida a El. Como su voluntad y sus deseos son iguales que los de Cristo, querer lo que ella quiere es querer lo que Cristo quiere, por eso no existe incompatibilidad en el consagrarse a ambos, pues es entregarnos a cumplir una misma voluntad; el ofender a uno es ofender a ambos, por tanto la reparación también es común; al asociar nuestros sufrimientos a los suyos, los asociamos a los de Cristo, de los que están inseparablemente unidos, y cuando la amamos en sus hijos, también Cristo se da en ellos por amado. Si honramos a Cristo, la Madre se da por honrada; si le damos culto a ella, es culto acepto a Dios, 50

puesto que así cumplimos su voluntad; por otra parte ella presenta a Dios las ofrendas que recibe de nosotros. Su papel principal es ser camino, vehículo, que no aparta sino que lleva a Cristo. Dios, en su infinito amor hacia nosotros, le ha encomendado que nos ayude a ir hacia El. Ella, en una palabra, es puente, lazo de unión entre Dios y nosotros. Dios, que ha puesto en nosotros la necesidad de una madre, nos da para toda la vida, para las dificultades profundas de nuestro espíritu, la mejor Madre que pudiéramos sospechar. Y como Dios cuando hace las cosas las hace bien, de manera que puedan cumplir con su fin, pensemos cuánto amor habrá puesto en esa madre maravillosa, para que supere todos nuestros defectos, nuestras injurias, pues, a pesar de todo, nos quiere siempre. Pero todavía hay más. ¿Cómo es la Virgen Madre nuestra? ¿Es madre adoptiva o madre en un sentido pleno? —No, no es madre adoptiva— ¿Cómo es posible? Madre, la que me ha dado la vida, ha sido mi madre de la tierra. Sí, pero en ti hay dos vidas. Y la vida que más vale, la vida sobrenatural, la gracia, la has recibido de la Virgen, ella te la ha dado, porque Cristo la asoció a su redención; y te la ha dado con dolor, con más dolor que cualquiera otra madre. Y como las madres, sigue ocupándose de ti, según decíamos. Por eso es madre tuya en el sentido más real y pleno de la palabra. Ahora sólo falta que tú la aceptes por madre, que quieras ser su hijo. ¡ Que se note en algo que eres su hijo! Por lo menos en que la pidas cosas, que más veces quiere ella dar que nosotros pedir. 51

Resumen. Lo esencial en el mensaje de Cristo, es decir, aquello sin lo cual no podemos hablar de cristianismo, y lo cual por sí solo ya constituye el cristianismo, aunque falten otros elementos accidentales, es: Que Dios nos ama, que debemos corresponder a ese amor con confianza y humildad, que la manera de corresponderle es precisamente amando al prójimo, y que una vez introducido el pecado en el mundo, para expiarlo es imprescindible el sufrimiento con Cristo, aceptar la cruz. Y junto con estos elementos esenciales, no podemos olvidar el papel de la Madre, en la vida cristiana, Medianera de todas las gracias. Nos hemos detenido en probarlo, por la incalculable transcendencia que va a suponernos el que lo fundamental para el cristiano sea una cosa o sea otra. Pero ya podemos edificar sobre piedra, sin dudas de ninguna clase. Es verdad que existe otra serie de virtudes, como por ejemplo la pobreza, importantísima, pero como diremos al desarrollar la práctica de la caridad, está incluida en ésta, que le da su máximo valor; y si es involuntaria, también está incluida en la cruz que debemos aceptar.

Y LOS SUYOS NO LE RECIBIERON

No se puede dejar de considerar el mensaje de Cristo a través de la Historia. También esta reali52

zación en el tiempo estaba prevista dentro del plan de Dios. Es un hecho comprobable cada día la ingratitud de los suyos que no reciben al Verbo que viene a este mundo. «La luz brilla en las tinieblas». Claro-oscuro el más impresionante de toda la creación. Pensando en él, la angustia de la tragedia como una pleamar debía inundar nuestra alma. No se sabe qué es más intenso, si el brillo de la luz, ese Verbo escondido eternamente en Dios, que se hace carne de niño, para habitar entre nosotros, o la oscuridad de las tinieblas, que ciega a los suyos hasta el extremo de no conocerle. Y la luz sigue iluminando a todo hombre, con las mil pruebas que Dios vuelca en la vida de cada uno, y los suyos siguen sin enterarse: ni le visitan en los templos, ni le buscan en la ciencia, ni estudian sus enseñanzas, ni quieren saber nada de El en su vida. Basta abrir una geografía para comprobar la extensión de las tinieblas sobre la tierra, y es suficiente hojear un periódico, para ver que los hombres piensan en todo menos en Cristo. Incomprensible, pero realmente fracasado. Fracaso repetido sin interrupción en cada uno que le ignora, en cada miembro suyo que se amputa. Fracaso multiplicado irremediablemente en la muchedumbre de los que mueren sin remisión. Así es la realidad: fracaso de nuestros hermanos, que no alcanzan el fin para el que fueron criados; fracaso de Cristo, que no logró salvarlos; fracaso nuestro, que somos miembros de un mismo Cuerpo e hijos de una misma familia. 53

Si analizamos más detenidamente el fracaso de Cristo, podemos dividir los hombres que no le reciben en tres grandes grupos: El mayor, la gran mayoría de los hombres que siendo suyos, porque El como Dios los creó y como Salvador los ha redimido, sin embargo, viven totalmente de espaldas a El. O no ha llegado a ellos su mensaje, o no les ha interesado. Un segundo grupo lo constituye la mayoría de los cristianos, suyos doblemente, porque han aceptado su mensaje y se han incorporado a su Cuerpo Místico, que no viven su fe. Su vida es una inconsecuencia trágica entre lo que creen y lo que obran. Por fin, entre los que son suyos no sólo por ser cristianos, sino por preocuparse de sus cosas, porque hacen profesión de acomodar su vida a sus creencias, hay un grupo reducido que tampoco le recibe, porque no aceptan totalmente su mensaje. Ya lo anunció San Pablo: «No sufrirán la sana doctrina... apartarán los oídos de la verdad» (II Tim. 4, 3. 4). El mensaje de Cristo hay que recibirlo como es, no como a nosotros se nos ocurre que sea. Por eso es condición indispensable la sinceridad humilde del que quiere aprender, del que siempre está dispuesto a rectificar, a admitir las pruebas aunque sean contra sus convicciones o sus conveniencias. Esta disposición preliminar es tan fundamental, que si yo supiera que tu no la tienes, y pudiera, te impediría desde ahora seguir leyendo este libro. Pues no te aprovecharía ni a ti ni a mí. 54

Los que mutilan el mensaje de Cristo desvirtuándolo, pueden llegar a la herejía total cuando el error es en el dogma y lo mantienen en frente del Magisterio Supremo. Son los lobos menos peligrosos, porque ya se les conoce. Pero hay en ese tercer grupo otros desviacionistas, semiherejes o heterodoxos, que siembran la confusión y apartan a los demás del camino de la vida. Los hay de izquierdas y de derechas. Los de izquierdas, que no se tienen por santos, menosprecian del mensaje de Cristo el aspecto duro de la redención, satisfacen su frivolidad con una caridad etérea, parcial, más rica en palabras que en contenido; si tuviesen deseo sincero de la verdad la buscarían más en ese magisterio eclesiástico que desestiman. Los heterodoxos de derechas presumen de santos, por eso son más peligrosos. Mejor dicho, les gusta que los tengan por santos y procuran dar a entender que lo son, pero dirán todo lo contrario, para no parecer menos humildes. Son los fariseos del siglo xx, los custodios de la ley, de la observancia. Para quienes la santidad consiste en el recogimiento, la afectación, el silencio, llevar la cabeza baja. Y la máxima prudencia de no hacer nada para evitar peligros. En nombre de Dios, de cuyos juicios ellos se arrogan el monopolio, anatematizan espectáculos, modas y playas, y excluyen de su sociedad a los empecatados de izquierdas. Ponen sobre sus cabezas hasta la última tilde del mensaje de Cristo, de los documentos del magisterio y aun de los libros piadosos... con tal que defiendan sus opiniones; pero mientras se glorían de hacerlo 55

todo por Dios, desconocen en absoluto la verdadera caridad fraterna, y cuando hablan de ella es sólo para prevenir contra sus peligros y aducir el ejemplo de algún publicano de izquierdas que se disfrazaba bajo la capa de la caridad y resultó un miserable pecador. Ni creamos que el fariseísmo fue un fenómeno exclusivo de la época precristiana. Cristo no increpó a los fariseos porque estimasen la Ley o porque pagasen el diezmo de la menta, sino porque anteponían esas minucias, la observancia externa de la ley, a su espíritu, a los grandes preceptos. No está mal en los fariseos contemporáneos el que quieran hacerlo todo por Dios, estén pensando en El, y tengan la prudencia elemental de procurar evitar los peligros. Su error estriba en dar más valor a la rebusca de algunas mortificaciones, que a la aceptación de la cruz; en creer que pueden amar a Dios sin amar verdaderamente al prójimo, en dar más importancia que a la caridad a cosas o reglas infinitamente más insignificantes, en perder lastimosamente sus perpetuas meditaciones, pues todavía no han llegado en ellas a valorar la caridad y a saber lo que deben hacer para que en sus obras aparezca el distintivo de los cristianos. Si por un absurdo Cristo suprimiese de su mensaje la caridad fraterna, ellos poco tendrían que variar en su vida. Pero: «Este es el mensaje que desde el principio habéis oído, que nos amemos los unos a los otros» (I Jo. 3, 11). Ya es hora que se dignen estrenar el mandato nuevo de Cristo. Ven la paja en el ojo ajeno y no ven la viga en el propio, pues a los otros les faltará prudencia o esfuerzo, pero 56

ellos están faltos de caridad. Si es herejía de la acción dedicarse a las obras exteriores sin caridad interior, tan herejía es dedicarse a las obras interiores vacíos también de caridad. Siempre será dedicarse a la acción por la acción, sea exterior o interior. Y cada vez es más inexcusable esta aptitud puesto que desde hace unos lustros surge con fuerza creciente en la Iglesia este movimiento renovador, que saca a la superficie y subraya la misma esencia del cristianismo. Movimiento fundamentado en el dogma del Cuerpo Místico, tan resaltado en la formidable encíclica «Mystici Corporis», y encauzado y empujado por otros innumerables documentos pontificios. Diríamos que rara es la vez que hablan los papas modernamente sin exhortar a la caridad. ¿Y vamos a seguir tolerando la doctrina errónea de esos santones, nefasta para la vida del Cuerpo Místico? «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jo. 1, 11). «El fin del Evangelio es la caridad de un corazón puro, de una conciencia buena, y de una fe sincera; de los cuales algunos se desvían viniendo a dar en vaciedades, alardean de doctores de la Ley, sin entender lo que dicen» (I Tim. 1, 5. 7). Lo malo es que son de los que deben dirigir a los demás, y en ellos se verifica la parábola de los ciegos que guían a otros ciegos y todos caerán en el hoyo, (Mt. 15, 14). ¿Servirán estas líneas para que uno solo de estos tibios en la caridad se convierta? Daría por bien empleado todo el libro. Sería un milagro, pues su posición es muy cercana a la del pecado contra el 57

Espíritu Santo de no querer ver. Les falta humildad y les sobra dureza de juicio. Son los infalibles: «De nada tengo necesidad, y no sabes que eres un desdichado, un miserable, un indigente, un ciego y un desnudo. Te aconsejo que compres de mi oro... y ungüento para ungir tus ojos a fin de que veas. Mira que estoy a la puerta y llamo». Son las palabras que Cristo dirige en el Apocalipsis (3, 17 s.). Yo reconozco que mi caridad dista mucho, mucho, de ser perfecta. Y mayor es la responsabilidad del que conociendo el camino verdadero no lo sigue. Por eso soy el menos apto para reprender a nadie, pero quiero su bien y el de la Iglesia, y soy el primero en sentirme también reprendido por las palabras de Cristo, y en rogar a Dios que a ellos y a mi venga su reino. ¿No habrá también una contraprueba personal para que comprueben si están equivocados? Sí, la hay. El camino es difícil y sólo se puede decir que el cristianismo es yugo suave y carga ligera (Mt. 11, 30), con la gracia de Aquel que nos conforta (Phil. 4, 13). Tan difícil que no podemos mantenernos en gracia con solo las fuerzas naturales (de fe según el Tridentino s. vi c. 22; D 832). El problema fundamental, por tanto, está en obtener esa gracia. Y el mejor modo de conseguirla de Dios es practicar la caridad, pues nada, ni la oración, roba tanto el corazón de un padre como el favorecer a sus hijos. JUAN XXIII expresa la misma idea hablando a los sacerdotes: «S. Pedro vuelve a tomar la palabra... en tono de invitación insistente al corazón de los sacerdotes para que ejerciten la caridad a modo de garantía que les preserve de las 58

graves caídas a las que conduce la flaqueza de los sentidos». En consecuencia, si tienen caídas es que les falta caridad fraterna. Hay además otra contraprueba. La caridad Dios la paga al contado. El que vive para servir a los demás desde su oficio, desde su posición social, es feliz. Cristo lo ha prometido: «Si aprendéis esta lección [de servir a los demás] y la practicáis, seréis felices» (Jo. 13, 17). ¿No eres feliz? Entonces es que te falta la caridad fraterna. ¿Ves cómo no es nada fácil encontrar el buen camino? Ya lo decía el Señor: «qué difícil es el camino que lleva a la vida, y qué pocos aciertan con él» (Mt. 7, 14). Me he esforzado en subrayar los elementos esenciales, y presentarte las desviaciones. ¿Crees que tú vas bien? El orientarte es una obligación tuya intrasferible. Toma por brújula el mensaje de Cristo tal como aparece en el Evangelio, y según es interpretado por el magisterio pontificio. Y ten cuidado con los heterodoxos del siglo xx, sean de izquierdas o de derechas.

E L ESCÁNDALO DE LOS PUSILÁNIMES

No son heterodoxos. Son sencillamente asustadizos. Pero cuando nos disponemos a emprender la marcha por el sendero áspero, hay que desterrar miedos inútiles y nocivos. Francamente, a mi me hace una gracia loca cuando oigo a esos buenos señores que se lamentan del progreso técnico porque, según ellos, al elevarse el nivel de vida es más difícil practicar el cristianismo. 59

Pío XI dice todo lo contrario «La irresistible aspiración a conseguir una conveniente felicidad, aun en la tierra, la puso en el corazón del hombre el Creador de todas las cosas, y el cristianismo ha reconocido siempre y secundado con empeño todo ordenado esfuerzo de verdadera cultura y de sano progreso para el perfeccionamiento y desarrollo de la Humanidad». «La economía social estará sólidamente constituida y alcanzará sus fines sólo cuando a todos y cada uno se provea de todos los bienes que las riquezas y subsidios naturales, la técnica y la constitución social de la economía puede producir. Estos bienes deben ser suficientemente abundantes para satisfacer las necesidades y comodidades honestas y elevar a los hombres a aquella condición de vida más feliz, que administrada prudentemente no sólo no impide la virtud sino que la favorece en gran manera». (Encíclica «Quadragésimo anno»). Que un nivel de vida elevado ayuda a vivir el cristianismo, nos lo enseña también la experiencia de cada día, ya que no son más religiosos los pobres, que viven acongojados por la estrechez material, sin holgura tan siquiera para pensar en la religión. He discutido alguna vez con un buen religioso, cuya familia, excelentes cristianos, tenía coche, pero él no era partidario que los obreros viviesen mejor, no fuera que lo que ganasen en bienes materiales lo perdiesan en bienes espirituales. Lógicamente debiera querer lo mismo para su familia, que se arruinasen para ponerse a ese nivel en el cual, según él, lo que se tenía de menos en lo material se tenía de más en lo espiritual. Sin embargo, hasta 60

esa consecuencia ya no llegaba. Su familia podía ser rica y buena, los demás para ser buenos tenían que ser pobres. El progreso técnico es querido por Dios, es premio de Dios al trabajo del hombre. Es una perfección, y por tanto como toda creatura, un reflejo del Ser de Dios. Sería un absurdo en el plan armónico de Dios, que aquello que por una parte nos acerca más a El, y es un beneficio suyo, por otra fuese obstáculo a nuestra vida cristiana. Luego se lamentarán esos maestros de la vida espiritual, que los hombres actuales no les siguen. Y hacen bien. ¿Por qué les exponen una ascética trasnochada? Al esclavo habrá que decirle que se santifique en su servidumbre, como lo hicieron los apóstoles, ya que no podían liberarlos, pero es ridículo lamentarse que el hombre del siglo xx ya no viva como el siervo de la gleba, sólo porque las fórmulas ascéticas que tienen en sus viejos manuales no sirven más que para aplicarse a hombres pretéricos. «No se puede echar vino nuevo en odres viejos» (Mt. 9, 17). «El escriba instruido en la doctrina del reino de los cielos es como el padre de familia que saca de sus bienes cosas nuevas y viejas» (Mt. 13, 52). De lo viejo del Evangelio hay que hacer odres nuevos para el vino nuevo del siglo xx. Pero el problema profundo que tienen planteado esos señores, quizás sin conocerlo, es que no saben cómo hacer estos odres, no saben en qué consiste la santidad. ¿Creen de verdad que consiste, en tardar unos años más que el resto de los mortales antes de adoptar el chocolate (histórico) o el reloj de pulsera, o la 61

máquina de afeitar eléctrica, o la televisión, etc., a no ser que esto se haga para ayudar al prójimo? Porque el caso es que después terminan viviendo como todo el mundo, lo único que les caracteriza es el retraso. A veces también que se identifican con los heterodoxos de derechas, que dijimos. La santidad consiste fundamentalmente, como hemos visto, en vivir para los demás, en aceptar la cruz que Dios nos envía. ¿Y es que teniendo televisión no se puede vivir para los demás?, ¿o ai que Dios le haya dado coche ya no le va a dar la cruz que le corresponda? —¡ Qué distinta es la vida de las almas cuando uno se pone en contacto con ellas!— Según ellos, las altas jerarquías de la Iglesia, que viven conforme a su rango, y con razón, no podrían santificarse, aunque practiquen la caridad. Juzgan que la austeridad propia del cristianismo choca con el nivel de vida actual. Es un juicio tan ingenuo como el del indio del Amazonas que defendiese que la austeridad propia del cristianismo concuerda mejor con la vida de la selva en taparrabos. La austeridad cristiana no requiere vivir en el siglo XVIII ¿y por qué no como en el siglo vní? —hay una pequeña diferencia—, ni ir con unos años de retraso en la adopción del progreso. La austeridad cristiana consiste en primer lugar en aceptar la cruz; (también sería ingenuo creer que en el siglo xx personalmente se sufre menos que en él XVIII), y en segundo lugar en practicar la caridad, virtud la más exigente de la renuncia propia. 62

Pero ellos olvidan que el sufrimiento que más vale es la cruz que Dios nos envía, y nunca dejará de enviárnosla; y olvidan también las renuncias que exige la caridad. Manteniendo estos principios, esta entrega a Cristo, podemos apropiarnos la frase de San Pablo: «todas las cosas son vuestras, y vosotros de Cristo» (I Cor. 3, 22-3). Ya reconocemos que existen otras virtudes, entre ellas la pobreza, necesaria a todo cristiano; pero están también incluidas en la caridad, plenitud de la ley, que las exige, como veremos más adelante, y a las cuales no se opone el uso de los nuevos inventos técnicos y la elevación progresiva del nivel de vida. En conclusión, el fracaso ascético de nuestros contemporáneos, (si es mayor que el de otras épocas) no hay que atribuirlo a los adelantos de la ciencia, ¡ cómoda postura!, sino más bien a nuestra falta de fórmulas ascéticas adaptadas al nuevo género de vida. A que los ciegos guían a los ciegos. De aquí el esfuerzo que todos debemos hacer por acomodar, en lo acomodable, el mensaje de Cristo a los hombres de nuestra generación, como hicieron nuestros antepasados en su tiempo. A tallar en la roca de Cristo ese sendero para tu andar hodierno, quieren contribuir las páginas de este libro. «Esto es el cristianismo»: nada más y nada menos.

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II La mejor norma de perfección

5. — ESTO ES HL CRISTIANISMO

INTERVENCIÓN DEL MAGISTERIO PONTIFICIO

La razón por la cual los papas cuentan con la asistencia del Espíritu Santo, es precisamente para que puedan cumplir plenamente con su oficio de pastores. Es decir, no propiamente, para beneficio de ellos, sino para el bien de la Iglesia. Por tanto, cuando se trata de una cosa, la más importante para los miembros de la Iglesia, como es saber qué han de hacer para santificarse, los papas no pueden dejar de hablar, es su oficio, y entonces cuentan especialmente, por razón de la materia que tratan, con la asistencia del Espíritu Santo. Así, son infalibles cuando proponen a un santo como modelo canonizándole, o cuando aprueban la manera de santificarse que tiene un Instituto religioso. Y en el orden ascético han hecho más que aprobar una fórmula o proponer un modelo de santidad. Han determinado taxativamente cuál es «la norma de vida cristiana más perfecta y compendio de la Religión». (Pío XI). «La mejor manera de practicar el cristianismo» (Pío XII). No lo habrán 67

dicho quizás ejercitando el magisterio supremo, pero su magisterio ordinario sobre una materia esencial en la vida cristiana, y con estas características de universalidad, categoricidad y constancia, creo puede considerarse equivalente. Pues bien, esa norma ascética, la mejor según los papas, coincide con la esencia ascética del cristianismo según la acabamos de exponer. Eso indica que no nos hemos equivocado al determinarla. Y es natural que si recoge la esencia del cristianismo, los papas digan que es la mejor norma. Los papas a esa norma ascética la llaman devoción o culto al Corazón de Jesús. Será tarea nuestra inmediata demostrar lo que acabamos de afirmar: que la devoción al Corazón de Jesús según la exponen los papas, es fundamentalmente lo que hemos llamado ascética básica cristiana.

CONTENIDO DEL CULTO AL CORAZÓN DE J E S Ú S

Tengamos presente, en primer lugar, que los papas por culto o devoción al Corazón de Jesús entienden eso: una norma de vida, (Pío XI, Miserentissimus Redemptor), una manera de practicar el cristianismo (Pío XII, Haurietis aquas), un conformar la vida con los preceptos cristianos (Pío XI al P. Crawley). Es algo que hay que «vivir», que debe penetrar toda la vida (Benedicto XV). Es decir, toda una espiritualidad, no algunas prácticas devotas, de las que dice Pío XII en la Haurietis aquas que «no son lo más importante 63

en esta devoción». Veamos por tanto sus elementos esenciales, que, repetimos, son los básicos de la ascética cristiana antes analizados. a) Se dirige al amor de Dios. Expusimos que lo primordial en el cristianismo, origen de todo lo demás, es el incomprensible amor que Dios nos tiene. Pues bien, según Pío XII en la Haurietis aquas: «La razón principal de la devoción al Corazón de Jesús es el amor de Dios para con nosotros». «Este culto en lo más esencial, no es sino el culto al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y a la vez el culto al amor con que el Padre Celestial y el Espíritu Santo aman a los hombres pecadores». Y lo repite muchas veces. Pío XI también había insistido en la Miserentissímus Redemptor, que es un culto especial a la misma caridad de Dios. b) Debemos corresponder a su amor, con confianza Siempre el amor a Dios requiere una entrega a El. Esta entrega en la devoción al Corazón de Jesús se hace más explícita llamándosela consagración. Y el sentido de todas las consagraciones es corresponder a su amor como lo subraya Pío XI: «Lo primero y principal de la consagración es que al amor del Creador responda el amor de la criatura». Ese fue el designio de Cristo al inspirarnos esta devoción: «que viendo por una parte la malicia infinita del pecado, y admirando por otra la infinita caridad del Redentor, con más vehemencia detes69

tasemos el pecado y con más ardor correspondiésemos a su caridad». Y Pío XII afirma solemnemente: «este culto encierra sobre todo la correspondencia de nuestro amor al Amor divino». Puesto que nos sabemos amados, es natural que correspondamos a ese amor llenos de confianza. Asi dice León XIII en la encíclica «Annum Sacrum» y lo repite Pío XI en la «Miserentissimus Redemptor»: «En El se han de poner todas las esperanzas». c) Es esencial con el amor a Dios el amor al prójimo. Como no podía ser menos, pues ya dijimos que el primero no puede darse sin el segundo. Según Pío XII: la devoción al Corazón de Cristo estrecha la unión con El, y «de ahí que la caridad de cada uno hacia el prójimo sea más ferviente». «Es esencial en esta devoción excitar el amor a Dios y al prójimo hasta la total entrega de sí mismo». «El culto al Corazón de Jesús es por su misma naturaleza un culto al amor con el que Dios nos amó por medio de Jesús, y al mismo tiempo, un ejercicio de amor nuestro con el que amamos a Dios y a los demás hombres. O de otra manera, este culto se dirige al amor de Dios para con nosotros, proponiéndolo como objeto de adoración, de acción de gracias y de imitación. Tiene por fin la perfección de nuestro amor a Dios y a los hombres mediante el cumplimiento cada ves más eficaz del mandamiento nuevo que el Divino Maestro legó a los Apóstoles en sagrada herencia cuando dijo: «Os doy un mandamiento nuevo... que os améis 70

los unos a los otros como yo os amé... El precepto mío es que os améis unos a otros como yo os he amado». d) También es esencial la reparación. Esta reparación, como la expone Pío XI cuando dice que la devoción al Corazón de Jesús es la norma de vida más perfecta, se identifica con la corredención. Por eso la llama también: expiación de los pecados, compensación de las injurias. Esta reparación es ser socios de Cristo en su expiación, expiación «que incumbe a todo el género humano», «con la que completamos en nuestra carne lo que falta a la Pasión de Cristo por la Iglesia». Es decir, de toda la exposición se desprende que identifica la expiación con la corredención por la que todos debemos participar en los padecimientos de Cristo. Este espíritu de reparación dice que es la parte más principal de esta devoción al Corazón de Cristo. Pío XII menciona también la reparación en la «Haurietis aquas» afirmando que esta devoción se distingue por «las notas típicas del amor y la reparación» y que «sus elementos esenciales» son «las notas de amor y reparación». e) El sufrimiento aceptado. Pío XII incluye en la reparación las mortificaciones voluntarias y el aceptar con paciencia los padecimientos que sobrevienen. Pío XII, en cambio, la concreta más especialmente en aceptar los sufrimientos. En este sentido enseña en la encíclica «Mystici Corporis»: «recuerden todos que su do71

lor no es vacío, sino muy provechoso para ellos y para la Iglesia, si lo llevan pacientemente con esta finalidad». Y refiriéndose al Apostolado de la Oración «que es una forma perfectísima de vida cristiana y de devoción al Sagrado Corazón», dice que por el ofrecimiento diario «la vida se transforma en sacrificio», «que la vida del hombre cristiano debe ser un sacrificio que se ofrece a Cristo». Otra vez alaba al Apostolado de la Oración porque hace «que ofrezcan a Dios y a Cristo todos los días sus oraciones y obras, lo que hacen y lo que padecen, lo bueno y lo malo que les sucede». Y en otra ocasión por el mismo motivo repite: «No deben descuidar aquella práctica esencial a que nos referimos, y que es el ofrecimiento diario de las obras y sufrimientos» y añade poco después: «Cuando este ofrecimiento se vive, cuando anima constantemente a ejecutar bien las acciones y a soportar cada sacrificio, entonces toda la vida se hace realmente culto a Dios». Muchas veces ese sacrificio será soportar lo costoso en el cumplimiento de los preceptos. f)

La reparación es caridad.

A primera vista hay una contradicción entre Pío XI cuando afirma que «el espíritu de reparación tiene la primacía y la parte más principal en la devoción al Corazón de Jesús y no hay nada más conforme con ella» y Pío XII, que cuando habla de los elementos esenciales de esta devoción o de sus fines, menciona la caridad como vimos, pero no cita la reparación. 72

La solución es que la caridad exige la reparación. Tanto la caridad con Dios: hay que sacrificarse por los pecadores; como la caridad con el prójimo, hay que redimirle. Y precisamente la reparación es la mejor manera de practicar la caridad, porque entonces probamos más el amor a Dios, cuando le amamos hasta el sufrimiento, y entonces amamos más al prójimo, cuando le procuramos el mayor bien, que es redimirle del pecado y alcanzarle gracias para su santificación. Por eso Pío XI dice también que «la expiación consuma la unión con Cristo [con el Cristo Místico] ofreciendo sacrificios por los hermanos». g)

Unión con Cristo.

Ante todo es preciso aclarar que la devoción al Corazón de Jesús, aunque toma el corazón como símbolo, va dirigida a la persona de Cristo, como lo expuso ya taxativamente LEÓN XIII, «consagrarse a su Corazón no es otra cosa que entregarse y obligarse con Jesucristo, ya que todo honor, obsequio o devoción piadosa que se ofrece al Corazón Divino, se ofrece propia y verdaderamente al mismo Cristo». Pío XII recalca de nuevo esa verdad doctrinal: «A la misma persona del Verbo encarnado se dirige últimamente el culto tributado a sus imágenes,... ya sea la imagen que supera a todas las demás en fuerza expresiva: su Corazón». El que yendo dirigida esta devoción a la persona de Cristo tome como símbolo su Corazón, quiere decir que de las muchas maneras como podríamos considerar a Cristo: como sabio, taumaturgo, 73

etc., lo consideramos, en nuestro trato íntimo con El, sobre todo como lleno de amor, y nos fijamos principalmente en sus afectos. Como el que se dirige a la Sma. Virgen considerándola como madre suya. Y porque no se puede prescindir de la persona de Cristo, está prohibido poner al culto su Corazón separado de la imagen de su cuerpo. Pero no sólo trata de dar culto a Cristo, sino que según Pío XI es la que mejor conduce a conocer íntimamente a Cristo, impulsa a amarle con más vehemencia y a imitarle con más exactitud. Es "decir, pone en contacto inmediato con Cristo, se fija en los afectos que constituyen la raíz de nuestra personalidad, de ahí que se llegue a un conocimiento más íntimo de Cristo que si considerásemos, por ejemplo, su sabiduría o su poder. Y cuando llegamos a descubrir la intimidad de una persona y esa persona es de la talla de Cristo, nos sentimos necesariamente subyugados por su grandeza y arrastrados a corresponder al amor que nos tiene. Pues más que considerar cualquier otra perfección en Cristo, nos moverá a amarle el descubrir y considerar la profundidad de su amor hacia nosotros, hacia mí en concreto. Esta razón es obvia; no creo que a los paganos les mueva mucho a amar a sus dioses el considerar sus innumerables brazos o sus repugnantes fechorías. Con estas premisas nos será mucho más fácil llegar a su imitación, que es el fin de todo cristiano y el objetivo clásico de esta devoción: hacer nuestro corazón como el de Cristo, imitando todos sus afectos, que son el determinante de toda la vida humana. 74

Por ejemplo, si consideramos la actitud de Cristo con los trabajadores desde el punto de vista de su Corazón, es decir, de los afectos que sentía hacia ellos: que tuvo gusto en ser hijo de un obrero, que afirmó (quizás recordando las veces que a él mismo no le habían pagado debidamente su trabajo de carpintero): merecedor es el trabajador de su sueldo; que cuando los discípulos están trabajando afanosamente en la pesca se preocupa de aconsejarles para que tengan éxito, etc. Entonces nos será más fácil imitar esa manera de ser, crecer en estima y en respeto hacia los trabajadores. h) El símbolo del Corazón. Decíamos que esta devoción se dirige a toda la persona de Cristo amante, e incluye como objeto el amor a la Santísima Trinidad. Pero eso que adoramos lo simbolizamos con el Corazón de Cristo: «con mucha razón», como dice Pío XII. Este por tanto, aunque de suyo por ser una parte de su cuerpo unida a la divinidad merece culto como a Dios, es decir de latría, sin embargo como símbolo tiene el papel de todo símbolo, de toda imagen, sensibilizar una idea, expresarla mejor, recordarla, confesarla públicamente. Además ese símbolo no es nada rebuscado, sino bien natural, pues para todo el mundo simboliza el amor, ya que es una realidad fisiológica que en él repercuten los afectos. Así le llama repetidamente Pío XII, siguiendo a LEÓN XIII, símbolo natural. Tampoco es extraño que usemos aquí un símbolo, una imagen. Estamos acostumbrados a usarlas continuamente: Una bandera, un escudo, una 75

insignia, una cruz. Se ven, y con eso está dicho todo. Vemos el Corazón de Cristo y nos recuerda su amor hasta la muerte, y que debemos corresponder a él, siempre, aunque nos cueste. Lo exponemos, y confesamos que queremos ser cristianos auténticos, etc. «No es por tanto lícito afirmar, dice Pío XII, que la contemplación del Corazón físico de Jesús sea un impedimento para penetrar en lo más íntimo del amor a Dios». «Del elemento corporal, que es el corazón de Cristo, y de su natural simbolismo nos es lícito y conveniente que apoyados en la fe cristiana, nos elevemos hasta el amor divino del Verbo». ¿Se podría prescindir de este símbolo? Desde luego no es esencial en la ascética cristiana tomarlo como símbolo de la vida espiritual. Muchos se han santificado sin él. Pero no se puede dudar que si se entiende bien, ayuda, y esto explica que sea objeto de algunas promesas. El caso es entenderlo bien. Una cosa es prescindir de El, y otra que debamos tenerle presente en todo momento, que hayamos de llamar al Señ o r : «Corazón de Jesús», etc. Eso de ninguna manera. Su utilización será cuestión de sentido común, según la idiosincrasia de cada cual. Así a nadie le resultará una pantalla que se interfiera y le estorbe en su trato personal con Cristo. i)

María.

Pío XII en la «Haurietis aquas» dice: «Para que toda la familia cristiana del mundo entero saque más copiosos frutos del culto al Corazón augustí76

simo de Jesús, procuren los fieles unirlo íntimamente a la devoción al Inmaculado Corazón de la Madre de Dios... Es de todo punto conveniente que el pueblo cristiano, que ha alcanzado la vida divina de Jesucristo por medio de María, después del culto debido al Sagrado Corazón de Jesús, rinda también homenaje de piedad, amor, gratitud y reparación al Corazón amantísimo de la Madre del Cielo». La devoción a la Santísima Virgen siempre ayuda en la vida espiritual, por eso es natural que según el Papa debamos acudir a ella si queremos sacar más abundantes frutos de la devoción al Corazón de Jesús. Sin embargo las palabras del Papa suscitan una dificultad. ¿Es necesario que nuestra devoción a la Virgen sea precisamente a su Corazón? Muchos estamos acostumbrados a dirigirnos y a considerar a la Santísima Virgen como la ha considerado siempre la tradición: como Madre, como Inmaculada. ¡Que tengamos que cambiar ahora en contra de toda la tradición, por seguir una moda nueva! Es la misma dificultad que ponen muchos para aceptar la devoción al Corazón de Jesús. La comprendo, pues a mí me ha pasado lo mismo, pero creo que es más aparente que real, es decir, creo que estriba en un error radical: creer que tenemos que cambiar algo en nuestro diálogo íntimo, en el nombre que les demos o en el aspecto bajo el cual les consideramos. De la misma forma que devoción al Corazón de Cristo no es otra cosa que seguir tratando a Cristo como antes, pero fijándonos más en su amor, (con todas las benéficas consecuencias que esto supone), 77

así devoción al Corazón de María no es sino considerarla siempre a través de su amor, raíz de todo lo demás, lo cual probablemente ya lo hacíamos; sin que, de ninguna manera, sea preciso invocarla siempre con la palabra «Corazón». Sólo hemos de esforzarnos cada vez en verla llena de amor, que es el mejor modo de contemplarla, y así nos moveremos más a amarla, a procurar el bien a sus hijos, a quienes ella tanto quiere, etc. Ya dijimos que por lo demás no existe bipolaridad en el entregarnos a Cristo y a su Madre, pues está totalmente identificada con El. GARANTÍAS QUE PRESENTA

Hemos expuesto lo que es fundamentalmente la devoción al Corazón de Jesús según los papas. Y claramente se ve que coincide punto por punto con los elementos básicos para la ascética que encontramos en la revelación y analizamos antes: Que Dios nos ama. Que hemos de corresponder a este amor amándole a El y a nuestros hermanos. Que nuestro mediador y modelo es Cristo. Que hemos de asociar nuestros sufrimientos a los suyos para completarlos en lo que El ha querido que los completemos. Que María es Medianera y Madre nuestra. Se explica, por tanto, que no siendo otra cosa la devoción al Corazón de Jesús, como norma de vida, que el resumen y compendio ascético de la revelación, su quinta esencia; digan de ella los papas que es la norma de vida más perfecta, compendio de la religión, la manera mejor de practicar el cristianismo, etc. 78

Quede claro, finalmente, que por una parte es lo fundamental del cristianismo, y por otra ha recibido de los papas más aprobaciones y alabanzas que ninguna otra devoción o ascética, y de ninguna otra han dicho que sea la mejor. Para no dejar lugar a dudas, resumamos estas aprobaciones y alabanzas de los papas: Ya antes de la mitad del siglo xvm, INOCENCIO XII (16911700) escribió 37 breves concediendo indulgencias y numerosos favores; CLEMENTE XI (1700-1721) 214; INOCENCIO XIII (1721-1724) 39; BENEDICTO XIII (1724-1730) 86; CLEMENTE XII (1730-1740) 246; BENEDICTO XIV (1740-1758) más de 200. El número de Cofradías aprobadas por la Santa Sede de 1693 a 1726 ascendió a 317; en 1743 llegaban a 702, en 1764 a 1090. Total más de 800 breves y 1.000 Cofradías erigidas. CLEMENTE XIII (1765): En el decreto de la Congregación de Ritos aprobado enteramente por él, en el que concede la Misa y Oficio del Sagrado Corazón, se dice: «sabiendo que el culto al Corazón de Jesús se ha propagado con el favor de los Obispos por todo el orbe católico, y ha sido confirmado por la Santa Sede con miles de breves concediendo indulgencias a innumerables cofradías del Corazón de Jesús erigidas canónicamente».

Pío VI (1794). En la Bula «Auctorem fidei» contra los errores jansenistas, dice: «la doctrina que... que rechaza la devoción al Sagrado Corazón tal como ha sido aprobado por la Sede Apostólica, es falsa». «La doctrina que censura a los que dan culto al Corazón de Jesús... como si los fieles adorasen 79

al Corazón de Jesús con separación o precisión de la divinidad,... es capciosa, injuriosa». Pío IX (1856). Extiende la fiesta del Sagrado Corazón, diciendo en el correspondiente decreto: «desde que CLEMENTE XIII permitió a algunas iglesias la fiesta del Sagrado Corazón... los fieles se sintieron movidos de tal fervor por todas partes, que apenas hay algunas diócesis que no sientan la alegría de haber recibido de la Santa Sede el privilegio de celebrar dicha fiesta». Los obispos franceses piden su extensión a toda la Iglesia lo cual «agradó al Santo Padre» y accede a su petición. En 1875, para dar de alguna manera satisfacción a una súplica firmada por 271 Padres del Concilio Vaticano I, que le pedían la consagración del mundo al Sagrado Corazón de Jesús, aprobó una fórmula de consagración que propuso a todos los obispos para que la recitasen. LEÓN XIII (1879). Consagra el mundo al Sagrado Corazón. Como preparación escribió la encíclica: «Annum sacrum». En la cual dice: «A ejemplo de nuestros antecesores hemos procurado más de una vez defender y exaltar esa segurísima forma de vivir la religión que es el culto al Sagrado Corazón de Jesús, sobre todo por el decreto del 18 de junio de 1879, cuando elevamos su festividad a rito de primera clase». «Es oportuno y justo consagrarse a su Corazón, porque en él se encierra el símbolo y expresión de la infinita caridad de Cristo». «Así pues, excitamos y exhortamos a todos a esta devoción». «Dicha consagración trae a los pueblos la esperanza de mejores tiempos». «En el Co-

razón de Cristo se han de poner todas las esperanzas, a El se ha de rogar y del El hemos de esperar la salvación». SAN PÍO X (1906). Manda recitar todos los años en la fiesta del Sagrado Corazón el acto de consagración, «deseando con todo empeño que el culto al Sagrado Corazón, ya extendido, se aumente en los fieles cristianos, y que todos procuren por medio de la consagración, unirse con más fervor al Corazón de Cristo». BENEDICTO XV (1915). Al P. CRAWLEY, apóstol de la consagración de las familias al Sagrado Corazón, escribe: «celebramos que en tu labor haya sido el fruto mayor de lo que se podía pensar y te exhortamos a que perseveres sin descanso en lo comenzado porque tienes entre manos una obra que no puede ser más oportuna para nuestros tiempos». En 1919, a los propagadores de la consagración de las familias, decía: «¿no constituye la consagración de las familias al Sagrado Corazón el medio más eficaz de extender y propagar el anhelado reinado social de Jesucristo?... Queriendo que ninguna quede excluida de los beneficios de la consagración al Sagrado Corazón... quisiéramos que las familias consagradas al Sagrado Corazón viviesen la consagración hecha».

Pío XI (1928). Tiene la conocida encíclica sobre esta "devoción: «Miserentissimus Redemptor». Entresacamos algunos párrafos: «Deseamos deciros algo del deber que tenemos con el Corazón de Cristo, para que vosotros lo enseñéis y exhortéis a prac81

80 6. — ESTO ES EL CRISTIANISMO

ticarlo... Cuando la caridad de los fieles se iba entibiando, la misma caridad de Dios se presentó para ser honrada con culto especial, y se abrieron del todo los tesoros de su bondad en la devoción al Corazón de Cristo». «En esta devoción, ¿no es verdad que se encierra la síntesis de todo el cristianismo, y la norma de vida más perfecta, pues es la que mejor conduce a las almas a conocer íntimamente a Cristo e impulsa a los corazones a amarle con más vehemencia y a imitarle con más exactitud?». «Nadie se extrañe, por tanto, que nuestros predecesores hayan vindicado esta excelente devoción de las acusaciones de los calumniadores, la hayan ensalzado con los máximos elogios y promovido con gran interés». «No podemos dudar que de esta devoción, mandada a toda la Iglesia, sobrevendrán muchos e importantes bienes no sólo a los individuos, sino también a la Iglesia, al Estado, y a la familia». En 1929, aprobaba el nuevo oficio del Sagrado Corazón, en el que se lee: «Entre los maravillosos avances de la piedad y doctrina de Cristo, que cada vez más claramente realizan los designios de la Sabiduría Divina, apenas hay otro más importante que el progreso triunfal del culto al Sagrado Corazón de Jesús». Pío XII (1939). Al subir al pontificado escribe la encíclica «Summi Pontificatus». Afirma que: «De la difusión y arraigo del culto al Sagrado Corazón han brotado incalculables bienes para los cristianos». 82

En 1945, dirigiéndose a España, recordaba: «Vuestra patria se ha salvado de la última hecatombe mundial, pero no por eso tendrá menos necesidad de vivir... la vida de amor, de mutua caridad... de devoción a aquel Corazón...» En 1948, al P. CRAWLEY le escribe: «Lo que especialmente deseamos... Es que las familias cristianas se consagren al Corazón de Jesús». El mismo año, en carta al P. General de la Compañía de Jesús, como Director Supremo del Apostolado de la Oración, asegura que: «la unión de los fieles entre sí y con Cristo se logra perfectamente por medio de la devoción al Corazón de Jesús». Encíclica «Haurietis aquas». Por fin, a Pío XII debe esta devoción el documento más completo sobre ella y que más la enaltece, la encíclica «Haurietis aquas» publicada el año 1956, centenario de la extensión, por el papa Pío IX, de la fiesta del Corazón de Jesús a toda la Iglesia. «Es imposible enumerar los bienes espirituales que el culto al Corazón de Cristo difunde en las almas de los fieles». «Es absolutamente cierto que se trata del acto más excelente del cristianismo». «La Iglesia siempre ha estimado y estima el culto al Corazón de Cristo, tanto que procura difundirlo por todas partes entre el pueblo cristiano y fomentarlo por todos los medios posibles». «Que estas palabras sirvan de advertencia a todos aquellos hijos nuestros que aún tienen prejuicios... No faltan quienes confundiendo o equiparando este culto con otras formas de piedad que la Iglesia aprueba y fomenta, pero no prescribe, lo tienen co83

mo algo secundario que cada uno puede practicar o no, según le agrade». Recuerda también las alabanzas de LEÓN XIII y de SAN PÍO X, y añade: «Nos, ciertamente, no menos que nuestros predecesores, hemos visto y comprobado esta verdad capital» (que contiene la síntesis de todo el cristianismo y la norma de vida más perfecta, pues es la que mejor conduce a conocer íntimamente a Cristo, e impulsa a amarle con más vehemencia y a imitarle con más exactitud). «Después de rendir las debidas gracias a Dios (por la abundancia de frutos salvadores que han surgido de este culto para toda la Iglesia)... Deseamos recomendaros que consideréis los principios, sacados de la Biblia, y de la doctrina de los Santos Padres y de los teólogos, en los cuales se apoya el culto del Sagrado Corazón de Jesús». Esto hace a continuación, para «valorar mucho mejor la especial importancia de que goza este culto». Y se detiene en hacer ver que los elementos esenciales de esta devoción son los mismos elementos esenciales del cristianismo según la Sagrada Escritura y la Tradición. (Esto hicimos también al principio de este libro). Haciendo después historia de esta devoción, dice: «Ese recuerdo de aquellos tiempos en que iba creciendo el culto al Corazón de Jesús, es más que suficiente para persuadirse de que su admirable desarrollo, se debe a que está totalmente de acuerdo con la esencia del cristianismo, que es religión de amor». 84

JUAN XXIII. También alaba esta devoción y desea que se propague: «Con el ardiente deseo de que las conclusiones trazadas por los notables especialistas en los temas doctrinales y pastorales contribuyan eficazmente a que cada día se difunda más el culto al Sagrado Corazón de Jesús con la intensidad, profundidad y seriedad que a tan preciosa devoción corresponden... Que este fluir de almas hacia el Corazón de Jesús, liberal con todos los que le invocan, fuente de vida y de consuelo, continúe siempre ininterrumpido en esos santuarios».

HISTORIA

a)

Comienzos.

En el conocimiento de la devoción al Corazón de Cristo no podemos prescindir de presentar su origen y evolución en el transcurso del tiempo. La Historia siempre es maestra, y sus lecciones aquí nos pueden aclarar muchas cosas. Como sus elementos esenciales (que Dios nos ama, que debemos corresponder, etc.) se identifican con los del cristianismo, historiarlos sería hacer la historia del cristianismo. Lo que vamos a ver es cómo se ha ido formando esta fórmula ascética que es la devoción al Sagrado Corazón. En el Nuevo Testamento se habla ocasionalmente del Corazón de Cristo (v.c. Mt. 11, 29, Me. 1. 41; 6, 34; Phil. I, 8; Jo. 17, 37). También los Santos Padres aluden a El, y lo ven como símbolo de su 85

amor. Esto se generaliza en el s. xn. Pero la devoción al Corazón de Jesús, entendida ya como un programa mínimo de vida espiritual, es inaugurada por SANTA LUTGARDA (1182-1246), de Brabante, monja benedictina, que dice tener trato místico con el Señor, con el cual es la primera que relata un cambio de corazones, no material sino espiritual. En él podemos ver simbolizada la consagración. Aparece también por primera vez en SANTA LUTGARDA que el Señor le propone su Corazón como modelo de amor, y le pide que haga penitencia, ofreciéndose por los pecadores y para aplacar la cólera divina, es decir, un modo de reparación. En el mismo siglo, el monasterio recién fundado de Santa María de Helfta (Sajonia) da un fuerte impulso a esta devoción. También el impulso es místico, mediante las revelaciones que tiene MATILDE DE MAGDEBURGO (1210-1282) en ellas contempla el Corazón del Señor llagado por los pecados y desprecios de los hombres, y lleno de amor a ellos. Esto le ayuda a llorar por los pecados y convertirse sinceramente. Continúan la devoción en el mismo monasterio dos compañeras suyas, STA. MATILDE DE HACKEBORN (1241-1298) y STA. GERTRUDIS LA GRANDE (1256-1303). La primera entró en el monasterio a los siete años, la segunda a los cinco. Conservamos los libros de sus revelaciones escritos por ellas. Son bastante parecidos. En su ascética aparece también de alguna manera la consagración. «Que vivas por entero para Mí, —dice el Señor a STA. MATILDE— hasta poner a cuenta mía y no a la tuya cuanto tú hagas... Yo hago todo aquello en que tú entiendas». También 8o

está implicada la consagración en el cambio de corazones. La reparación la orientan en el sentido de aceptar la cruz. Así STA. MATILDE dice: «Templa el ardor del Corazón divino, tan deseoso de la salvación de los hombres, quien quiera que voluntariamente y de buen grado soporta los trabajos y congojas del corazón, la tristeza y abatimiento y cualesquiera tribulaciones en unión del amor con que Cristo soportó en este mundo sus aflicciones y trabajos sin cuento». Un día STA. GERTRUDIS pide al Señor que le quite una tribulación. El señor le contesta: «Si quieres aliviar mi carga, es preciso que lleves tú la tuya, y a continuación le advierte: «No puedes ofrecerme nada más agradable que el soportar con paciencia, en memoria de mi pasión, las penas exteriores e interiores que pudieran sobrevenirte». Prescindiendo ahora de la autenticidad de las revelaciones, Helfta presenta un punto culminante en la devoción al Corazón de Cristo, en que aparecen casi todos sus elementos esenciales actuales, incluso el culto a la Santísima Trinidad, de la cual considera el Corazón de Cristo como Mediador; falta únicamente la insistencia sobre la caridad fraterna. Es también interesantísimo en este momento de la devoción, el tono en que se desenvuelve. Sin olvidar la cruz, elemento imprescindible en la vida cristiana, sin embargo la espiritualidad de Helfta vive más el gozo de la intimidad con Cristo, de los favores que se reciben, de los nuevos avances en la vida sobrenatural, que la insistencia ex87

piatoria, para muchos casi repelente, como veremos, de Paray-le-Monial. Se comprende que la espiritualidad de Helfta, aparte de sus características benedictinas: relevante importancia del culto litúrgico, de las reglas, etc., esté impregnada del espíritu de su siglo. Siglo de una de las más fuertes crisis de Occidente, que divide la Edad Media en dos: alta y baja. Es la hora del triunfo para la Iglesia. Nacen los gremios, las Universidades, todos bajo el impulso y la autoridad eclesiástica. El cristianismo arrollador de esta época se desborda en las cruzadas, con la finalidad de reconquistar territorios perdidos y de arrastrar nuevos pueblos a la Iglesia. La nueva mentalidad busca también en el apostolado formas inéditas, y se fundan los franciscanos y los dominicos, con una movilidad y modernidad revolucionarias respecto al esquema tradicional de los monasterios benedictinos. Como efecto de este estupendo despertar religioso, también el papado llega a la plenitud de su autoridad y prestigio con INOCENCIO III, elegido papa a los treinta y siete años. Su juventud no se asusta de las aspiraciones de los jóvenes, aunque sean tan innovadores como FRANCISCO DE Asís y DOMINGO DE GUZMÁN. Ni de tomar medidas enérgicas, como el deponer con pleno éxito al emperador

OTÓN

IV.

Este es el siglo que influye en Helfta, no el xvn de la decadencia religiosa, encorsetado y prematuramente viejo. Por eso los enfoques de la devoción al Corazón de Cristo, del cristianismo, son distintos. Yo no puedo dudar que la segunda mitad del siglo xx se parece más al siglo XIII que al 88

xvn, aunque a los dos superemos con mucho, no sólo por la técnica o las estructuras administrativas, sino por el espíritu social, por el respeto a la dignidad de la persona, por la preocupación de los demás, en una palabra, por las condiciones universales requeridas para la conquista del mundo por la caridad cristiana. b)

Su

extensión.

Las revelaciones de STA. GERTRUDIS fueron muy conocidas en toda Europa a partir del siglo xvi, gracias al cartujo de Colonia, JUSTO LANDSBERGER, más conocido por LANSPERGIO, quien las editó. También en el mismo siglo LUIS DE BLOIS O BLOSIUS, el abad del monasterio de Lissies (ahora Francia, cerca de Bélgica), en estrechas relaciones con los cartujos de Colonia, fue un gran devoto de STA. GERTRUDIS, y por ella del Corazón de Jesús. Propagó extractos de sus revelaciones; por su influjo llega la devoción del Sagrado Corazón a SAN FRANCISCO DE SALES y por éste entra en la Orden de la Visitación, a la cual pertenecía STA. MARGARITA MARÍA DE ALACOQUE. Los comienzos, como acabamos de ver, fueron en Flandes y Alemania en el siglo XIII. Hasta el siglo xvn se va extendiendo. Se practica, mejor diríamos, se alude al Corazón de Cristo y algunos centran su espiritualidad en El, pero apenas habrá nadie que la conciba como una fórmula de vida, como toda una espiritualidad. En el mismo siglo XIII S. BUENAVENTURA introduce entre los franciscanos la consideración del Corazón de Cristo como símbolo de amor, y al cual 89

hemos de corresponder entregándonos del todo a El. Allí se aprende entre otras cosas la mansedumbre y paciencia en las adversidades. Y todavía dentro del siglo x m , fecundo en esta devoción, en Italia dos santas terciarias franciscanas, STA. MARGARITA DE CORTONA y STA. ANGELA DE FOLIÑO insisten en el amor que el Corazón de Cristo

nos tiene, y en la necesidad de padecer lo que Dios quiera enviarnos. STA. MARGARITA DE CORTONA se fija más en el Corazón, y es la primera vez que aparece un mensaje del Señor: «Di a mis frailes menores que se apresuren a entrar en Mí por el amor... que consideren en mis padecimientos el amor de mi Corazón». La espiritualidad de STA. ANGELA DE FOLIÑO, parecida a la anterior, está basada en la Pasión. El Corazón del Señor sólo se le aparece una vez ocasionalmente. Un franciscano, famoso teólogo y predicador, que conoció a ambas, quienes desde luego no dejarían de influir en él, presenta una historia curiosa, se trata de UBERTINO DE CÁSALE. Escribió el tratado más completo del Corazón de Cristo hasta el de FRIDOLIN, otro franciscano del siglo xv. Entre otras cosas Cristo se lamenta, como después en STA. MARGARITA MARÍA, que la caridad tan ardiente de su Corazón sea ignorada de todos y recibida con ingratitud. UBERTINO DE CÁSALE influyó en la beata BAUTISTA VARANO, clarisa del siglo xvi, quien le cita y subraya la doctrina de la reparación. Seguramente los escritos de esta beata fueron conocidos por STA. MARGARITA MARÍA, ya que se editaban, por atribuírselos al mismo autor, junto con el combate espiritual de SCUPOLI; y esta obra la recomienda SAN 90

en la Introducían a la vida devota. Sin embargo el tratado de UBERTINO DE CÁSALE permaneció casi desconocido, debido a los errores de su autor, como caudillo de los «espirituales» toscanos, en las controversias franciscanas acerca de cómo debía entenderse su género de vida. Esta doctrina, demasiado idealista e ilusoria, fue condenada por la Santa Sede y UBERTINO no se sometió, sino que salió de la Orden. Esta falta de humildad y sumisión que le impidieron aceptar la prueba que Dios suele exigir, como dijimos, antes de subir al alma a un nivel superior de perfección, esterilizó su misión providencial de apóstol del Sagrado Corazón y su heterodoxia redundó en perjuicio de la devoción que él proponía. Lo perdió todo cuando estuvo a punto de ganarlo todo, y hubiéramos tenido un santo más, unido al grupo formado por FRANCISCO DE SALES

STA. MARGARITA DE CORTONA y STA. ANGELA FOLIÑO.

En la devoción al Corazón de Cristo de la escuela franciscana, además de la tonalidad de su circunstancia histórica, podemos observar su compenetración con la espiritualidad propia de SAN FRANCISCO DE ASÍS : devoción a la Pasión, buscando la unión con Cristo, paciente, sobre todo en el soportar los sufrimientos, según indica su Regla «Miren que sobre todas cosas deben desear tener el espíritu del Señor y su santo modo de obrar, orar siempre a Dios con puro corazón y tener humildad y paciencia en la persecución y enfermedad, y amar a los que nos persiguen, reprenden y acusan». También supone cruz el practicar la pobreza, tan 91

recomendada, y en general la vida de austeridad religiosa. Pero su espiritualidad es de una confianza en Dios gozosa. FRANCISCO DE Asís inventó los nacimientos, se explayaba con el hermano sol, la hermana agua y todas las demás criaturas, también hermanas suyas, incluso con el lobo, terror de la comarca. SAN BUENAVENTURA, el gran continuador, organizador y teórico de la obra franciscana, pone la perfección cristiana en el conformarse con Cristo: huyendo del mal, practicando el bien y tolerando las adversidades, no sólo con paciencia, sino con alegría y deseándolas por amor a Dios. Por todo lo dicho, se ve que el enfoque de la devoción al Sagrado Corazón entre los franciscanos está mucho más cerca del dado en Helfta que no del recibido en Paray-le-Monial. Hasta el siglo x v n son numerosísimos los santos, predicadores y escritores que tratan más o menos del Corazón de Cristo, principalmente franciscanos, dominicos, cartujos, canónigos de Windesheim y jesuítas. En el siglo xv el cartujo DOMINGO DE TRÉVERIS propone ya explícitamente el ofrecimiento de obras: «Por medio de las benditas manos de la Virgen María ofrecerás al Corazón de Jesús cuanto hayas recibido». También recomienda especialmente venerar la imagen del Corazón de Jesús, «inseparablemente unida al Corazón de Dios». Muchas de sus ideas las recoge después LANSPERGIO, de cuya influencia ya hemos hablado. Hay algunos conatos de relacionar el Corazón de Cristo con la caridad fraterna. El precursor de 92

esta inclusión es S. BERNARDO, todavía en el siglo XII. El agua que brota del pecho del Señor es la caridad, que se divide en dos arroyos, dos amores: «uno es el amor con el cual se ama a Dios por sí mismo, otro es el amor con el cual se ama al prójimo en Dios por Dios». Dos siglos más tarde, STA. ANGELA FOLIÑO inculca que debemos amar a Cristo como El nos amó, y de la misma forma amar al prójimo. También NICOLÁS DE E S C H , sacerdote holandés, profesor en Colonia y relacionado con la cartuja de esta ciudad, foco de devoción al Corazón de Jesús, incluye en el siglo xvi en ella la caridad con el prójimo: «Concédeme que con la misma caridad ame a todos los hombres en ti y por ti como a mí mismo». Otro siglo después es digna de subrayarse la concepción original y clarividente sobre la más delicada caridad fraterna, del padre jesuíta JUAN BAUTISTA DE SAINT-JURE varias veces rector y prepósito de la casa profesa de París, hombre influyente en toda la nación, cuyos escritos fueron repetidas veces editados: Debemos consagrarnos enteramente al Corazón de Cristo, y en El debemos amar al prójimo con el Señor, formar allí nuestros sentimientos, pensar qué le diremos y cómo podremos ayudarle, instruirle, reprenderle, sufrir sus defectos, siguiendo a San Pablo (Phil. 1, 8); es decir, queriendo al prójimo no con nuestro corazón, sino con el de Cristo. Es interesante la idea de reparación tal como se encuentra en S. FRANCISCO DE SALES, por el influjo que ejercería en STA. MARGARITA MARÍA : Como 93

respuesta a Cristo, nuestro corazón debe siempre permanecer rodeado con la corona de espinas que le rodeó a El. También se halla en la madre URSULINA GUIAR, anterior a STA. MARGARITA MARÍA, expresada con una fórmula que hoy se ha hecho popular: «Por medio de este divino Corazón os adoro por todos los que no os adoran, os amo por todos los que no os aman, os reconozco por los que voluntariamente ciegos no quieren reconoceros. Quiero satisfacer por todos». Independientemente de la devoción al Corazón de Jesús, la idea de reparación triunfa en el siglo xvn. En Madrid, en 1609, la congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento, erigida en el convento de trinitarios, hizo en la octava del Corpus solemnes fiestas «para desagraviar a Jesús de los horribles desacatos e irreverencias cometidos en Londres por el ciego fanatismo luterano». Reparación más triunfal que expiatoria. Tres poetas fueron premiados por sus versos en alabanza del Santísimo Sacramento, uno de ellos MIGUEL DE CERVANTES.

En Francia funda JUAN CHÉZARD DE MATEL en 1625 la «orden del Verbo Encarnado y del Santísimo Sacramento» para «compensar» los desprecios de los judíos, herejes y malos cristianos. El obispo de Langres fundó en 1633 con la madre MATILDE DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO el «Instituto de benedictinas de la adoración perpetua del Santísimo Sacramento»: «En una época en que se ven frecuentemente comuniones sacrilegas, robos de Copones y otras profanaciones eucarísticas y se celebran misas negras; las hijas del Santísimo Sa94

cramento profesan inmolarse a la justicia y a la santidad de Dios para reparar la gloria y el honor que los impíos arrebatan a Jesucristo». Inauguran así la adoración perpetua, la espiritualidad reparadora y la espiritualidad «victimal». El P. ANTONIO DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO, reformador dominico, estableció en 1639 la «Orden de las Hijas del Santísimo Sacramento y de la Madre de Dios», «para suplir la falta de amor que tiene el mundo para con Dios». El P. FRANCISCO GUILLORÉ, S. J., reside desde 1673 hasta su muerte en 1684, en el noviciado de los jesuítas, vecino a las benedictinas de la Adoración perpetua, y fue director de su fundadora. Publicó en 1683 Conferencias espirituales para morir a si mismo y para amar a Jesús, una de ellas se titulaba El espíritu de víctima de Jesús. En STA. MARGARITA MARÍA se encuentra un pasaje de ella ligeramente modificado. En el siglo xvn, antes de STA. MARGARITA MARÍA estaba tan divulgada la devoción al Sagrado Corazón que incluso entre los jansenistas se encuentran invocaciones a El y peticiones de morar en El. No es extraño, por tanto, que entonces comenzase el culto público al Corazón de Jesús. En 1670, tres años antes de la primera revelación a SANTA •MARGARITA MARÍA, se celebró la primera fiesta pública del Sagrado Corazón, por obra de S. Juan de Eudes, el gran propugnador del culto al Corazón de María, al cual unía también el del Corazón de Jesús. Incluso la imagen del Corazón de Jesús fue venerada ya desde la Edad Media. El corazón con espinas y cruz, expuesto al principio en el novicia95

do de Paray-le-Monial por STA. MARGARITA MARÍA, era el escudo oficial de los franciscanos, que originariamente indicó la caridad fraterna. c)

Sta. Margarita María, las

promesas.

En el último cuarto del siglo xvn el culto al Corazón de Jesús tiene ya una abundante historia cuatro veces centenaria. Sus rasgos fundamentales: consagración, caridad, reparación, imagen, están bien señalados. Es del dominio público y empieza a ser también culto público. Entonces interviene un nuevo personaje, STA. MARGARITA MARÍA DE ALACOQUE, que ha llegado a polarizar en torno a sí esta devoción, que muchos equivocadamente se la atribuyen en exclusiva. Cuando entró en las salesas de Paray-le-Monial en 1671 ya no era ninguna niña, tenía veintitrés años, era una rica heredera que había resistido las presiones de su familia para hacer una buena boda. La preocupación religiosa la dominó desde pequeña, sobre todo sus deseos de expiar las faltas propias y sufrir por parecerse a Cristo. Su carácter ansioso y vacilante aumentó esos sufrimientos. Hasta su muerte, en los diecinueve años que vivió en el monasterio, continuó con su perpetua ansia de padecer. Al entrar-en él se contrató que nunca la obligarían a comer queso, por la repugnancia invencible que le producía a ella, como a toda su familia, pero después de varias horas de oración y lágrimas logra vencerse. En otras ocasiones este vencimiento llegó hasta las exageraciones de chupar llagas, vómitos, excrementos, y grabarse con

enorme dolor el nombre de Jesús en el Corazón. Pero todo esto no la impidió tener grandes consuelos espirituales. Desde luego antes de sus revelaciones conocía ya la devoción al Corazón de Jesús por los escritos de S. FRANCISCO DE SALES, STA. JUANA DE CHANTAL, STA. GERTRUDIS, y por las ideas entonces comunes,

como hemos hecho ver. Entre 1673 y 1675 afirma que tuvo cuatro importantes revelaciones: primera revelación (1673): Su contenido doctrinal es el gran amor del Corazón de Cristo a los hombres, que quiere darles especiales gracias por su medio. Segunda revelación (1674), añade: el dolor del Corazón de Cristo por los desprecios de los hombres. La imagen de su Corazón, con las llamas, la herida, la corona de espinas y la cruz debe ser venerada. Quiere que su amor impere en todos los corazones. Tercera revelación (1674), añade: La petición de que ella comulgue los primeros viernes, que haga la hora santa de once a doce de la noche los jueves, pero que no haga nada sin la aprobación de la obediencia. Cuarta revelación (1675), añade que le hacen sufrir especialmente los corazones que le están consagrados. Pide que el viernes siguiente a la octava del Corpus se dedique a reparar las injurias que recibe cuando está expuesto, comulgando y desagraviándole. Como puntos fundamentales de su doctrina insistió STA. MARGARITA en la consagración. Repetidamente dijo que el Señor quería la consagración a su Corazón y hasta escribió alguna. Esta entrega debe ser con toda confianza y abandono en sus manos. Insistió también en la reparación. Debemos

96

97 7. — ESTO ES EL CRISTIANISMO

reparar al Corazón de Jesús por las injurias que recibe: a) tributándole honor; b) sufriendo en expiación de los pecados; c) consolándole; más que esta expresión, se encuentra la idea en los escritos de Sta. Margarita María: El Señor le dice que se consume por la sed de ser amado, pero nadie se la aplaca, «dame el placer de suplir por sus ingratitudes...»; le pide que haga la hora santa «para endulzar su amargura», etc. Insiste también la santa en la cruz. Aparte del sentido de reparación habla una y otra vez del enorme valor de la cruz, que es exigida por el amor al unirse con el Corazón de Jesús y para alcanzar la perfección. Por fin subraya la caridad con el prójimo: «Quiere una gran caridad para con el prójimo y que roguemos por él como por nosotros, pues uno de los particulares efectos de esta devoción es el reunir los corazones divididos y purificar las almas». Como parte de ella, el apostolado está también vivamente recomendado en esta devoción, asignándole especiales promesas. Sobre la santidad personal de STA. MARGARITA MARÍA no cabe discusión, la Iglesia ha dado su juicio definitivo e infalible canonizándola. Si su temperamento fue más o menos equilibrado, el caso es que ella logró superar sus deficiencias y ejercitar las virtudes hasta el grado heroico que requiere la santidad. La doctrina que ella expuso ha sido plenamente aprobada por la Iglesia como concorde en todo con la tradición. Así Pío XII afirma en la «Haurietis aquas»: «Está en todo de acuerdo con la naturaleza de la religión cristiana», y dice de sus reve98

laciones que «es evidente que no trajeron ninguna innovación a la doctrina católica». «Su importancia, añade el papa, radica en el hecho de que pretendió llamar nuestra atención para que nos fijásemos en los misterios del amor de Cristo, y así lo contempláramos y le diéramos culto». La parte más debatida de su doctrina son sin duda las promesas. El siglo pasado se publicaron las conocidas doce promesas, que son un extracto anónimo y no completo de las que se encuentran esparcidas en los escritos de STA. MARGARITA MARÍA. MR. KEMPER, con la característica eficacia de los americanos las hizo traducir a más de doscientas lenguas y repartió millones de ejemplares por todo el mundo. ¿Qué garantías presentan estas promesas? En primer lugar su valor será el que se dé a las revelaciones de su autora. Procurando juzgar sin apasionamiento parece preciso reconocer en ella una psicología un tanto anormal (1). Sin embargo varias razones parecen confirmar, con la certeza posible en este orden, que sus experiencias místicas son auténticas: 1) Su virtud heroica canonizada por la Iglesia, no solamente excluye la mala fe sino que asegura su más sincera búsqueda de la verdad, y por parte de Dios parece más congruente con su promesa «buscad y hallaréis», que no la haya dejado perdida en una perpetua ilusión errónea en lo que constituyó el centro de su vida: la misión a la que se creyó llamada. 2) Su doctrina, que sobre no contradecir en nada al dogma, lo expone con 1. Sobre este punto puede verse mi libro Teología del Sagrado Corazón, pgs. 78 y 112. 99

nuevo vigor. Parece moralmente imposible conseguir esto por solo fantasías delirantes. 3) Numerosas personas competentes, incluso papas, lo han juzgado así, no por pura credulidad, sino después de riguroso examen. La gran parte de la Iglesia, con su cabeza visible que lo ha creído así, nos ofrece una seguridad de prudencia humana, e insinúa que la asistencia ordinaria del Espíritu Santo hubiese evitado aceptar esa opinión de ser totalmente equivocada. Aparte del fundamento místico de las promesas, analicemos brevemente el alcance de cada una: Primera promesa: Les daré las gracias necesarias a su estado. Es simplemente la enunciación del dogma de la Providencia divina; no somos deístas, llamamos Padre a nuestro Dios. El Evangelio repetidamente expresa la misma idea. «Buscad el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura» (Mt. 6, 36). ¿No ha de cuidar de nosotros —eso es dar las gracias necesarias a cada cual— el que cuida a las aves del cielo y a los lirios del campo? (Mt. 6, 26 s.). ¡Hasta del último pelo de nuestra cabeza tiene cuidado! (Mt. 10, 30). Si nosotros, siendo malos, damos cosas buenas a nuestros hijos, cuánto más nuestro Padre que está en los cielos (Mt. 7, 11), etc. Segunda promesa: Pondré paz en sus familias. Es el don de Jesús en el Evangelio: «La paz os dejo, mi paz os doy» (Jo. 14, 27). Donde haya dos reunidos en su nombre, promete una presencia nueva, especial (Mt. 18, 20) (sin duda por el contexto anterior, para conceder aquello por lo cual están loo

reunidos), que en primer lugar será promesa de paz y concordia. Es la bienaventuranza de los pacíficos ser tenidos por hijos de Dios (Mt. 5, 9), lo cual supone que los hijos de Dios, los que viven en su caridad son obradores de paz. Tercera promesa: Les consolaré en todas sus aflicciones. El consuelo en las aflicciones lo promete explícitamente en el Evangelio: «Venid a Mí todos los que tenéis trabajos y aflicciones y Yo os aliviaré». (Mt. 11, 28). Cuarta promesa: Seré su refugio durante la vida y sobre todo en la hora de la muerte. Que Cristo sea y deba ser refugio nuestro es la misma idea que la anterior, y expresamente pide que permanezcamos en El, como los sarmientos en la vid (Jo. 15, 1 s.). Quinta promesa: Bendeciré abundantemente sus empresas. Está incluida en la primera. Además la confirma la insistencia del Señor en el Evangelio prometiendo escuchar nuestras peticiones: «Pedid y se os dará» (Mt. 7, 7 s.). «Si permanecéis en Mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará» (Jo. 15, 7). «Cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo dará» (Jo. 16, 20). «El pan nuestro de cada día dánosle hoy», etc. Si se le da un carácter de triunfo humano, la interpretación no es absolutamente exacta; eso no se promete ni en el Evangelio (la cruz en la vida cristiana es insoslayable), ni lo dice STA. MARGARITA MARÍA. Pero también sería desvirtuar el Evangelio creer que la cruz nos ha de aplastar, de tal 101

manera que quite toda eficacia a nuestras peticiones de bienes materiales y excluya las bendiciones sobre ellos. «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt. 11, 30). Expresamente dice el Señor que se ocupará de nuestro vestido, comida, etc. Y nunca limita nuestras peticiones a bienes sobrenaturales. Será, por tanto, compatible la cruz con toda clase de bendiciones del Señor, según los misteriosos planes del Padre para cada uno de sus hijos: «En el mundo habéis de tener tribulación, pero confiar, Yo he vencido al mundo» (Jo. 16, 33). Sexta promesa: Los pecadores hallarán misericordia. Si estos practican algo de la devoción al Sagrado Corazón, acuden ya al Señor, y de sobra sabemos por el Evangelio cómo el Corazón de Cristo está rebosando misericordia hacia los pecadores. Séptima promesa: Los tibios se harán fervorosos. No es otra cosa el fervor sino la práctica inmediata de la caridad, y eso es precisamente la devoción al Sagrado Corazón. Octava promesa: Los fervorosos se elevarán rápidamente a gran perfección. Si algún medio hay para llegar a la perfección no será otro que practicar la esencia del cristianismo: la caridad y la cruz, compendio de toda perfección, y eso es la devoción al Sagrado Corazón. «El que permanece en Mí y Yo en él, ese da mucho fruto» (Jo. 15, 5). Nona promesa: Bendeciré los lugares donde la imagen de mi Corazón sea expuesta y venerada. Según la naturaleza de los hombres, la imagen ayu102

da a recordar, etc. Además esta promesa exige el culto, por lo tanto está contenida de alguna manera en las anteriores, que prometen gracias a los que practiquen esta devoción. Décima promesa: Daré a los sacerdotes la gracia de mover los corazones más endurecidos. En los escritos de STA. MARGARITA MARÍA no se limita sólo para los sacerdotes. Lo mismo especifica para los jesuítas, extensible, por idénticas razones a cuantos practiquen el apostolado. En el Evangelio ya dice el Señor: «Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que cuanto pidiereis al Padre en mi Nombre os lo dé» (Jo. 15, 16), y naturalmente, los apóstoles pedirán precisamente hacer fruto. Tanto será que: «En verdad, en verdad os digo, que el que cree en MI ese hará también las obras que Yo hago, y aún mayores» (Jo. 14, 12). Y precisamente el gran argumento apostólico será idéntico a la práctica de la devoción al Sagrado Corazón, es decir la caridad: «Que todos sean uno... que ellos sean en nosotros, para que el mundo crea que me has enviado» (Jo. 17, 21). Undécima promesa: Las personas que propaguen esta devoción tendrán su nombre escrito en mi Corazón y jamás será borrado de él. Al ser la caridad más elevada la espiritual (procura un bien mayor), y la manera más adecuada de practicarla esta devoción, se deduce que a sus propagadores se apliquen las palabras del Señor: «Permaneceréis en mi amor si guardáis mis preceptos» («este es mi precepto: que os améis los unos a los otros») 103

(Jo. 15, 10. 12); esos son sus amigos (Jo. 15, 15), de los que no se separará jamás: «Padre, quiero que donde esté Yo, estén ellos también conmigo» (Jo. 17, 24). Duodécima promesa: Te prometo en la excesiva misericordia de mi Corazón, que su amor onmipotente concederá a todos los que comulguen los nueve primeros viernes de mes seguidos, la gracia de la penitencia final, no morirán en mi desgracia y sin haber recibido los sacramentos; mi divino Corazón será su asilo en los últimos momentos. Hasta que en 1867 se publicó esta carta, no estaba incluida en las colecciones de las promesas; después se divulgó rápidamente sobre todo por obra del padre Franciosi. La santa dice que un viernes durante la comunión le fueron dichas esas palabras. Es la llamada Gran Promesa. Otra promesa, menos citada, pero no menos importante y repetida en sus escritos es que no perecerá ninguno que se le consagre. Incluso promete de algún modo la confirmación en la gracia: «No puedo creer que perezcan las personas consagradas a este Sagrado Corazón, ni que caigan bajo el dominio de Satanás pecando mortalmente, es decir, si después de haberse dado por completo a El, procuran honrarle, amarle y glorificarle cuanto puedan, conformándose en todo con sus santas máximas». Los que se den por completo al Señor, y vivan auténticamente su doctrina, es obvio que se salven, incluso que se conserven en gracia. Sin embargo, el contenido de la promesa de la perseverancia fi104

nal no se encuentra, ni necesariamente se deduce del Evangelio. Por eso estudiaremos más detenidamente esta llamada Gran Promesa. Sobre su extensión hay varias interpretaciones. a) A muchos le parece excesiva e incluso contraproducente por el peligro de que después de haber cumplido con lo requerido en la promesa, pequen basados en una confianza temeraria. b) Otros la atenúan: añaden como condición que después no se desmerezca el privilegio con el pecado o la presunción. Lo cual es exactamente lo mismo que rechazarla, ya que si no pecan, es evidente que se salvarán, sin promesa alguna particular. c) La interpretación de la mayoría de los autores que estudian esta devoción sostienen el valor de la promesa, con una única condición de que las comuniones se hagan en honor del Sagrado Corazón y para ganar lo prometido. Hagamos varias observaciones: En primer lugar no está en contra del Concilio Tridentino que determina: «Si alguno dice con absoluta e infalible certeza, sin especial revelación, que tendrá el gran don de la perseverancia final, sea anatema» (ses. VI, cap. 16. Denz. 826). En nuestro caso no se trata de certeza absoluta, a lo más llegaremos a una certeza no más que moral, aunque sea suficiente para guiarnos en nuestra vida práctica. Tampoco es similar esta promesa a otras dos también sobre la perseverancia final: del escapulario del Carmen se dice que se salvarán los que mueran con él; no hay lugar, por tanto a presunción durante la vida. Otra promesa es la del Señor en 105

el Evangelio: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna y Yo le resucitaré en el último día» (Jo. 6, 54), es decir, tiene la gracia santificante que después de la muerte le da la visión beatífica (eso es la vida eterna, conocer a Dios. Jo. 17, 3) pero no se excluye que pueda perderla; así decimos, por ejemplo, el que tiene entrada, entrará; lo cual no excluye que no pueda entrar si pierde la entrada. Pero en la promesa de los nueve primeros viernes, al comulgar el noveno día, se cumple la condición, y no se requiere más para que el Señor cumpla el condicionado. No es, continuando la comparación anterior, darle a uno la entrada que puede perder, sino decirle sin más condición: Tú, por lo que has hecho, tienes derecho a entrar. En cambio, la segunda parte de la promesa, que recibirán los sacramentos a la hora de la muerte, no parece sea absoluta, sino condicionada, es decir si esto es necesario para su salvación, que es el fin pretendido, y los medios no es preciso usarlos cuando no son indispensables para obtenerlo. Desde luego las comuniones han de ser válidas, no se va a referir el Señor a comuniones sacrilegas, ficticias, etc., pero las condiciones que exigen algunos: de fervor, intenciones de reparar o de ganar la promesa, etc., no tienen fundamento en el texto de STA. MARGARITA MARÍA. Toda comunión válida que aumente la gracia santificante es ya por esto mismo un acto de fervor y un acto de reparación al Señor, aunque no lo sea reflejamente. Tampoco se ve por qué el Señor va a exigir que se quiera ganar la promesa, ya que esto no añade ningún 106

valor sobrenatural a las comuniones que constituyen la única condición de la promesa, sobreentendiéndose que se haga con el espíritu de esta devoción. La promesa tampoco consiste en que con comulgar nueve veces ganemos precisamente por eso el cielo, ya que el cielo se gana muriendo en gracia de Dios; sino que el Señor concederá a los que comulguen nueve primeros viernes de mes seguidos las gracias eficaces necesarias para que a la hora de la muerte estén en gracia de Dios. La mayor dificultad está, y muchos lo ven así, en el peligro posterior de presunción y abandono al pecado. Sin embargo, se trata de un problema histórico: saber si Dios lo ha prometido o no. Sería demasiada petulancia nuestra rechazarla, porque, al contrario que a los papas, nos parezca que supone poca prudencia en Dios. Si Dios quiere prometer el cielo por nueve o por una comunión, ¿es que nos va a pedir consejo? «¡Cuan insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos! ¿Quién ha sido alguna vez consejero suyo?» (Rom. II, 33. 4; y I Cor. 2, 16; Is. 40, 13; Job. 15, 8; Sap. 9, 13). «No son mis planes los vuestros, ni vuestros caminos los míos. Como los cielos distan de la tierra, así mis caminos están sobre los vuestros, y mis planes sobre vuestros planes» (Is. 55, 8. 9). Más inverosímil nos parecería, si no fuese de fe, que Dios se quede en la Eucaristía para que le comamos, expuesto incluso a tantas irreverencias. Bien mirado, juzgaríamos imposible, más aún que esta promesa, el que Dios se degradase tanto, y no lo aceptaríamos, como tampoco lo aceptan los pro107

testantes. Pero la creatura no debe juzgar, sino buscar el camino que Dios ha trazado. Según el criterio evangélico: «por los frutos los conoceréis» (Mt. 7, 20), sí puede ser promesa y plan de Dios lo que da por todas partes el fruto inesperado de reanimar la vida cristiana introduciendo la costumbre de la comunión frecuente. Pues vemos por la experiencia que la comunión de los primeros viernes es el único medio para conseguir de muchísimos cristianos la frecuencia de sacramentos, y de hecho, una vez comenzada suele generalmente continuarse; o al menos repetirse a menudo los nueve primeros viernes. Respecto a los posibles presuntuosos, no nos toca preocuparnos, Dios tiene infinitos medios para evitar que lo sean; y si les deja serlo, para castigarlos o convertirlos, según su misteriosa Providencia. No extrañará, en consecuencia, que los papas, a quienes compete el juicio definitivo, hayan aprobado las promesas en general y esta en particular. La Congregación de Ritos, en 1872, con la confirmación de LEÓN XIII. El mismo papa en la constitución «Benignae» (28 junio 1889), dice: «Jesucristo invita y atrae a todos los hombres a sí con la esperanza de magníficas promesas», y BENEDICTO XV incluyó la Gran Promesa en la bula de beatificación de STA. MARGARITA MARÍA (el 3 de mayo 1920). Pío XII, en la «Haurietis aquas», dice: «El motivo principal de abrazar este culto no han de ser los beneficios que Nuestro Señor ha prometido en revelaciones privadas». Implícitamente afirma que el Señor ha prometido sus beneficios en revelaciones privadas. (Si el único motivo de abrazar 108

esta devoción fuesen las promesas, no se tendría el espíritu de esta devoción, amor a Cristo, sino la sola certeza externa de unas prácticas muertas, y, por tanto, no se pondría la condición necesaria fundamental para recibir el beneficio prometido). La promesa de la perseverancia final a los que se consagren, y la de confirmación en gracia a los que se le hayan entregado totalmente, en los escritos de STA. MARGARITA MARÍA tienen el mismo valor que las restantes, aunque no tengan el respaldo de una aprobación pontificia específica ni la divulgación universal entre el pueblo cristiano. El importante papel de STA. MARGARITA MARÍA en la devoción al Corazón de Jesús se debe a que supo despertar un movimiento, no precisamente a que hiciese nuevas aportaciones doctrinales, aunque subraya especialmente la entrega, vista bajo el aspecto de reparación y de víctima; no contentándose con aceptar la cruz, hay que procurar siguiendo a S. FRANCISCO DE SALES, la mortificación, coronar nuestros corazones de espinas, en un ambiente casi de angustia. El movimiento nacido en Paray-le-Monial ha tenido enorme resonancia en la Iglesia. Las razones humanas de éxito (no excluímos la intervención sobrenatural, sino que analizamos por qué causas segundas operó), nos parece que fueron las siguientes: 1.a) La adaptación de su doctrina a la época: cuando la Iglesia está oprimida y (entiéndase la expresión) con moral de fracaso, se le ofrece lo que más necesita, cariño y confianza sin límites, simbolizados en un Corazón, e incluso se sublima su opresión y fracaso en reparación, la 109

postración en espiritualidad victimal, así aumentará además la unión de los que lloran, con la fuente infinita de toda consolación; 2.a) El origen sobrenatural inmediato de la doctrina, que aparecía como una luz siempre agradable al pueblo, y más entonces como reacción ante las brumas frías de las tendencias racionalistas. Buena prueba de ello es que los autores contemporáneos, sin duda conocedores de lo que impresionaba a su público, la fundan precisamente en las revelaciones privadas de STA. MARGARITA MARÍA. 3.a) Las promesas, que satisfacen la tendencia natural del hombre a colocar sus talentos o sus esfuerzos en el negocio más productivo, aun en el plano religioso. Cristo mismo lo tuvo en cuenta en sus palabras. Y también en otras devociones, por ejemplo, al escapulario del Carmen, una promesa ha sido su mejor propaganda. 4.") El celo apostólico de la santa y del equipo de colaboradores que supo formar.

d)

Desarrollo

posterior.

Pronto se generalizó toda una literatura alrededor del Corazón de Jesús. Entre las obras que tuvieron especial éxito podemos citar: El retiro espiritual del beato CLAUDIO DE LA COLOMBIÉRE, jesuíta, director de STA. MARGARITA MARÍA, que habla en él de alguna de sus apariciones. La devoción al Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo de otro jesuíta, el P. CROISET, fue muy leído, aunque de 1704 a 1887 estuvo en el índice. El principal defensor y propagador de esta devoción fue el PADRE lio

GALLIFFET, también jesuíta, con su libro La verdadera devoción al Sagrado Corazón de Jesucristo. En España la introdujeron los conocidos jesuítas CARDAVERAZ y HOYOS, quien nos refiere que oyó de Cristo la frase luego tan repetida: «Reinaré en España con más veneración que en otras muchas partes». (No sé por qué motivo, pero ciertamente con poco rigor histórico y sin mucho espíritu de caridad se ha omitido posteriormente la palabra «muchas», ocupando con este golpe de pluma un primer puesto en las predilecciones divinas, sin que Dios haya dado jamás motivo para que nos consideremos privilegiados sobre todo el resto del mundo). Además de incontables libros e imágenes, las cofradías subieron en un siglo, desde mediados del XVIII, de mil a cien mil. Unas doscientas congregaciones religiosas y varios institutos seculares se han creado para extender su culto de mil formas. El Apostolado de la Oración fue fundado también para conseguir este mismo fin en la santificación personal, sus asociados en 1817 eran ya veinte millones, y en 1960 llegaban al doble con doscientas revistas y unos quince millones de suscriptores. Esta marcha triunfal fue ininterrumpida en el pueblo, no así en el plano oficial. En el siglo XVIII existían dos grandes partidos enemigos encarnizados; por una parte los avanzados: enciclopedistas, galicanos, con el denominador común de su crítica a Roma y su tendencia racionalista y antiafectiva; por otro lado, los tradicionales, de cuyo lado estaba la Santa Sede, y entre otros los jesuítas, por su espiritualidad y por su fidelidad al Romano Ponlil

tífice. Quizás estos conservadores necesitasen una mayor apertura en algunos de sus criterios, pero los adversarios se salían ya de los límites del dogma. Al surgir la cuestión del culto al Corazón de Jesús, por su carácter más afectivo y menos crítico (lo basaban fundamentalmente en las revelaciones de una monja), y por estar sostenido especialmente por los jesuítas, evidentemente había de hacer saltar a sus adversarios. Y los ataques de jansenistas se sucedieron sin interrupción. Al expulsar a los jesuítas de España se prohibieron los libros sobre el Sagrado Corazón, y poco después, en 1773, cuando Clemente XIV suprimió la Compañía de Jesús, esta devoción sufrió un rudo golpe. También hubo sus dificultades por parte de la Santa Sede. En 1697 negó a las ursulinas de Viena el permiso para celebrar la fiesta del Sagrado Corazón. De nuevo se niega en 1726 y 1729 introducir su festividad litúrgica. Actitud que no deja de ser paradójica. La devoción popular había de desembocar naturalmente en una festividad, ¿por qué no permitirla si convenía fomentar esta devoción? Y si no convenía fomentarla, ¿como se explican los incontables breves, indulgencias y favores con que la alentaba la Santa Sede? Esta antinomia se solucionó en 1765 al instituirse la fiesta del Sagrado Corazón, que en 1856 se extiende a toda la Iglesia. Pío IX recomienda la consagración a todos los fieles, LEÓN XIII consagra el mundo al Sagrado Corazón. Multitud de documentos del magisterio pontificio defienden y propagan desde principio del siglo pasado esta devoción, que

ha llegado a ser mundialmente popular y practicada. Sin embargo en la renovación universal que ha comenzado al acabar la guerra, hay una fuerte corriente revisionista respecto al culto del Corazón de Jesús. La raíz de esta revisión se encuentra precisamente en el incremento que ha ido tomando tanto en el aspecto práctico de divulgación, como en el doctrinal. Si no hubieran afirmado los papas que es la mejor manera de practicar el cristianismo, si fuese una devoción más, como lo es, por ejemplo, la devoción a la Preciosísima Sangre, nadie se hubiese metido con ella. En parte, la crítica tiene como base el no poder admitir que la devoción, tal como fue expuesta en el siglo XVIII, constituya la norma ascética más perfecta, ya que en dicha exposición no se da a la caridad y al sufrimiento toda la relevancia y extensión que tienen en el cristianismo. Por eso es imprescindible hacer notar los avances doctrinales que han tenido lugar en esta devoción. Sin restar ningún valor al capítulo de Parayle-Monial, todo lo importante que se quiera, en la devoción al Corazón de Jesús ni fue el primero ni es el último: En el posterior avanzar de ésta por la ruta inacabable del tiempo, ha sufrido nuevas intervenciones doctrinales. Se ha aclarado el objeto de la devoción. Se ha ampliado el fin de la reparación. Se ha extendido el culto a la Santísima Trinidad. Se ha encauzado la imaginería. Todo gracias a las discusiones teológicas y al magisterio de los papas que, dada la importancia de las cuestiones, no han dejado de intervenir en ellas. Tam-

112

113 8. — ESTO ES EL CRISTIANISMO

bien la práctica se ha enriquecido: consagraciones, modo de vivirla. Inclusión de la caridad fraterna subrayada por Pío XII en la «Haurietis aquas». Todo este proceso doctrinal exige desentrañar los valores sintéticos que encierra y adecuar sus principios a la vida de hoy. Por eso creemos providencial la revisión y hasta la oposición que se le hace. Así, al choque de opiniones, ahondaremos más en la esencia del cristianismo y abriremos mejores caminos al cotidiano bregar por la virtud. Impugnadores

de este culto.

Siempre los ha tenido. Sta. Margarita María fue muy criticada en su monasterio por querer introducir una devoción nueva. La Superiora General encargó a las demás que no permitieran introducir prácticas singulares. El P. Croiset, S. J., confidente de Sta. Margarita María, fue separado de su cargo y de los jóvenes en 1695 por el Padre General, por propagar la devoción al Sagrado Corazón. Y su libro sobre esta devoción fue puesto en el índice. La segunda mitad del siglo x v n i es su época crítica. Los ataques que sufre en todas las naciones son terribles. (Hoy sus impugnadores, los jansenistas, están condenados y han desaparecido, pero entonces no). En España se prohiben los libros sobre el Sagrado Corazón. El emperador da orden que desaparezcan sus imágenes de todas las iglesias y capillas. En los seminarios se enseña: «La fiesta del Corazón de Jesús, que ha echado una mancha no pequeña sobre la pureza de la religión, 114

debe su origen a una revelación falsa que tuvo en Francia, según dicen, MARGARITA MARÍA ALACOQUE, mujer piadosa, pero totalmente ilusa. Se puede conocer su espíritu erróneo porque se propone para ser adorado, no el Cristo íntegro, sino una parte de su cuerpo, por tanto esta revelación tiene su origen no en Dios, sino en la Colombiére director de dicha mujer y miembro de la suprimida Compañía de Jesús. El pueblo, al adorar el Corazón de carne separado del Cristo íntegro, está en una ocasión próxima de idolatría». Modernamente, después de la última guerra mundial, ha surgido de nuevo otra oposición, muchas veces en grupos que aspiran a vivir un cristianismo auténtico. (Así han comenzado todas las grandes renovaciones en la Iglesia: cistercienses, franciscanos, jesuítas... pero no todos han acabado bien: montañistas, fraticelli, alumbrados, jansenistas.... Cada renovación ha tenido como sombra una desviación. Por eso hay que vigilar y velar: «Probadlo todo, y quedaos con lo bueno» d Thes. 5, 21). Los impugnadores actuales nos interesan ahora especialmente. Pueden clasificarse en tres grupos: Los que se titulan devotos del Sagrado Corazón, pero no admiten la doctrina verdadera. Otro grupo, al revés, acepta el contenido sustancial d e la devoción al Sagrado Corazón en cuanto, como hemos demostrado, se identifica con la esencia del cristianismo, pero no admite revestir ese contenido doctrinal con el ropaje de una devoción anticuada. Un tercer grupo de impugnadores por esta misma 115

razón no acepta, ni siquiera en la práctica, el contenido doctrinal. Para bien de los primeros nos esforzamos en subrayar lo sustancial en el cristianismo. Respecto de los segundos, nos diferenciamos sólo accidentalmente, y ello, en último término, poco importa. Sin embargo existe el peligro de que por rechazar el revestimiento se queden también sin la médula, identificándose entonces con el tercer grupo. Estamos tratando de una cosa muy seria. Nada menos que del mejor camino para ir a Cristo. Nos jugamos demasiado, toda la vida a una carta, para no procurar la certeza a toda costa. ¿Este culto no ya en su forma, sino en su contenido doctrinal, es o no el cristianismo auténtico? Si los impugnadores tienen razón y no lo es, soy el primer interesado en saberlo y cambiar de dirección, pues no tengo ganas de meterme en una vía muerta. Pero si no tienen razón, también para ellos es vital dar vuelta, y no andar descaminados, y encima desorientar a otros. ¿Y qué criterio hemos de aplicar? Sólo hay uno: La Revelación interpretada por el magisterio pontificio. Pues bien. ¿Puede estar la prueba más clara de lo que está? ¿Es que no hemos demostrado hasta la saciedad que los elementos básicos de la devoción al Corazón de Jesús son los elementos esenciales del cristianismo? ¿Y podían los papas hablar más contundentemente? Ante una actitud tan definitiva del magisterio pontificio, en documentos solemnes enseñando a la Iglesia universal, sobre una materia que cae de Heno, si alguna, bajo su finalidad, no caben sub116

terfugios. Es que no hay definición dogmática. Aunque así sea, contra tan solemnes, tan repetidas y tan tajantes afirmaciones de numerosos papas, respecto de la doctrina sustancial es ridículo mantener una opinión particular. ¿Es que el espíritu católico puede dudar a quien debe hacer caso? ¿A los papas, o a unos cuantos señores que ni conocen a fondo lo que critican? No es ya cuestión de diferentes puntos de vista en aspectos disciplinares (v. c. que si debe mantenerse o no el latín), o de materias todavía no claras (v. c. el problema de cómo predestina Dios a los hombres), se trata de aceptar o no el Magisterio pontificio. Puerta, por la que si no se pasa, en materias doctrinales, se cae en la herejía, o semiherejía. Peligro para algunos semi-herejes de izquierdas de que hablamos antes. Se comprende que el acento del magisterio pontificio se haga ya duro en Pío XII: «Que estas palabras sirvan de advertencia a todos aquellos hijos nuestros que aún tienen prejuicios...» Porque, como decíamos, ya no «s materia discutible sobre la que quepa el lujo de tener prejuicios. La Iglesia no solamente ha hablado ya y «Roma locuta causa finita» sino que incluso, como dice Pío XII, «lo prescribe». Es ya cuestión de obediencia el mismo propugnarlo, puesto que incontables veces han dado esa consigna los papas, de fomentarlo y promoverlo. ¿A qué esperamos para colaborar con nuestro Jefe Supremo, a que nos mande las cosas bajo pena de excomunión? No es así, para vergüenza nuestra, 117

cómo los militantes en otras sociedades caducas y discutibles aceptan las directrices de sus jefes. «Por eso, —recalca la gravedad de su advertencia Pío XII— los que estimaren en poco este beneficio, dado por Cristo a su Iglesia, obrarían temeraria y perniciosamente, y ofenderían al mismo Dios».

E L MISTERIO DE LA CREATURA

Hay un misterio del hombre ante su Creador, que en este momento nos es imprescindible afrontarlo si queremos ser sinceros. Es el misterio de la humildad. El haber sido creados por Dios exige que nosotros nos sometamos totalmente a El, pues a El se lo debemos todo y de El estamos colgados en todo; que reconozcamos su pleno dominio sobre nosotros, confesando nuestra nada y procurando aniquilarnos ante El en señal de sumisión. Este aniquilamiento voluntario, en el cual consiste el supremo acto de adoración, puede presentarse de diversas formas: aceptación del sufrimiento, físico o moral que la vida va trayendo consigo; o aceptación de las verdades que El me proponga, sea directamente por la revelación o la razón, sea por medio del magisterio de la Iglesia. Es muy interesante que te ejercites en ese supremo acto de adoración, reconociendo el pleno dominio de Dios al aceptar lo costoso que El te envía, sea en el orden físico, en el moral, o en el intelectual. 118

Como ves no es otra cosa la humildad que el colocarse la creatura en su sitio respecto de Dios, sin apropiarse nada, pues todo pertenece a su Creador, y aceptando por adelantado cuanto Dios disponga sobre ella. No es la virtud más excelsa, pero sí lo más connatural con la creatura; es decir, el hombre, por haber sido creado, lo más natural es que reconozca que todo pertenece a su Creador y acepte plenamente su voluntad. Pero a medida que el hombre se va elevando en el orden natural o espiritual, tiene más peligro de salirse de su órbita de creatura, como Luzbel con el «no serviré». Aunque precisamente por eso será más meritoria su humildad si permanece en ella. De ahí la necesidad de hacerse como niños para entrar en el reino de los cielos (Mt. 18, 3), pues el niño acepta fácilmente su estado de dependencia, y en eso hay que imitarles. Al contrario, a los que carecen de humildad, a los soberbios, a los que no aceptan su pleno dominio, naturalmente Dios los rechaza (Jac. 4, 6; 1 Pet. 5, 5; Le. 1, 56 s.). Luego es básico en la vida espiritual afrontar sinceramente el problema de nuestra humildad, que procuremos ejercitarnos en ella. (Piensa un minuto, ¿No se te ocurre algo en que puedas entrenarte?). No sea este el foso que corte las corrientes de gracia que Dios destine para nosotros. Raro será el que no tenga alguna falta; esforcémonos cada cual en corregir nuestras enormes desviaciones. Por esa importancia básica y connatural de la humildad, Dios, de vez en cuando, suele poner como condición para comunicarnos sus gracias, que 119

hagamos un acto de humildad. «Dios ensalza a los humildes» (cfr. ibidem). Un pagano que quiera convertirse, tendrá corrientemente que humillarse, para vencer las repugnancias subjetivas de su yo. También en la vida espiritual, para una nueva ascensión, Dios suele exigir una renovación del sometimiento de la criatura: aceptando una contrariedad, una disposición de los superiores, etc. Y ese es el caso de la devoción al Corazón de Cristo para muchos. Dios les exige ese acto de humildad de aceptar la doctrina pontificia venciendo sus repugnancias personales, es decir, el contenido de esa devoción que se identifica con la esencia del cristianismo. Si es también tu caso, ojalá des ese paso. Entonces se cumplirá en ti la promesa de Dios: Te ensalzaré. Puedes empezar una nueva vida, en un nivel espiritual más elevado, insospechado, porque no puedes ni sospechar Jas cotas que te irá Dios subiendo si tú no pones impedimentos a su gracia.

DIÁLOGO EN CRISTO

Pero tú que sigues a Cristo, que sientes en el alma su mensaje, que buscas su voluntad como S. Pablo: «Señor, ¿qué quieres que haga?» Porque también a ti, como a él, te ha derribado del caballo que montabas; que quizás estarías dispuesto, como S. Ignacio, a seguir a un perrillo que te mostrase lo que Dios quiere de ti. Tú que sueñas con hacer algo grande por Cristo, ahora, a principio del ca120

mino, Cristo permite que tengas el primer obstáculo, unos prejuicios insulsos, oídos no se donde, y por ellos ya no aceptas sus indicaciones manifiestas en las palabras de su Vicario. Y son indicaciones hechas para tu bien. ¡Señalarte el camino mejor! Yo confío en ti, en ese fondo tuyo, que eres tú, que los demás no lo ven, no lo aprecian. Ese fondo tuyo, como si lo viera, que quiere lo bueno, que querría que todos fuesen buenos. Ese fondo que querría amar y sufre. Ese fondo que es sincero, cuando en tu interior se hace el silencio de las cosas. Por eso quiero que replanteemos juntos el problema de tu actitud ante la devoción al Corazón de Cristo. ¡ Anda, haz un esfuerzo, no te dé pereza, no vas a perder nada... y puedes ganar tanto! Se trata de algo muy serio. Vamos a ver. ¿Por qué no acabas de tragar esa devoción? Yo supongo, a la altura que estamos, si has tenido la deferencia conmigo, que te agradezco, de leer el libro hasta aquí, (con cierta benevolencia, «salvando la proposición del prójimo» que diría S. Ignacio, porque si a todo queremos sacar punta, no queda nada en pie, y menos estas líneas), supongo que estaremos de acuerdo en que los elementos esenciales de esta devoción, tal como los he expuesto, son los elementos esenciales de la ascética cristiana. Bueno, antes de seguir adelante, podemos congratularnos de que coincidamos en lo fundamental, y si lo ponemos en práctica nos santificamos. El diálogo se va a centrar, por tanto, en puntos muy secundarios. 121

¿Qué es lo que te desagrada, o te empalaga, o te resulta inútil de la devoción al Corazón de Cristo? Una cuestión doctrinal no creo, no tendría consistencia el prejuicio, ya que su fundamento doctrinal «exclusivo» es la revelación interpretada sin vacilaciones por el magisterio pontificio. Todas las revelaciones de una monja, aunque fuese una santa, o mil simplezas de un sin fin de libros piadosos, ahora las dejamos de lado. «No puede afirmarse que este culto deba su origen a revelaciones privadas», asegura Pío XII, y añade poco después: «Es evidente que las revelaciones a SANTA MARGARITA MARÍA no trajeron ninguna innovación a la doctrina católica» «El valor de estas revelaciones, verdaderas, o aunque en absoluto fuesen falsas, es, continúa el papa, «llamar nuestra atención para que nos fijásemos en los misterios de su amor». Es decir, no añade nada a la doctrina cristiana, ni fundamenta ningún culto el que unos cristianos digan: ¡Atención!, lo más importante del mensaje de Cristo son tal y tal cosa. Y los papas después de estudiarlo lo confirmen: Sí, es verdad, así es. De otra manera yo tampoco haría de las revelaciones de una monja el fundamento de mi espiritualidad. Tal vez te empalagan tantas cosas como se ven y se oyen del Corazón de Jesús. A mí también, y me aguanto. Eso mismo les puede suceder a muchos para convertirse a la religión verdadera: los Cristos ridículos, los cromos insustanciales, las disputas bizantinas de los escolásticos decadentes, etc., etc. Cosas todas que a nosotros también nos 122

molestan, pero no por eso Cristo, a quien tampoco le agradarán, deja de ser el Salvador del mundo. Quizás lo que te indigna es el afán de imponerte una cosa que es inútil. Porque si sus elementos esenciales son los básicos del cristianismo, y esos los tienes ya en tu ascética, ¿para qué hacer tanto hincapié en elementos accesorios: el símbolo, el nombre u otros puntos discutibles? Si ésta es tu postura, creo que estamos a punto de llegar a un acuerdo completo. En ese caso sin duda estás dentro de la ortodoxia y de «la norma de vida más perfecta». Las prácticas devotas son secundarias, nadie te dice que las hagas, dejemos en paz a los que les gustan, como si les gusta hacer todos los meses los trece martes de S. Antonio. El símbolo ya dije en qué sentido se entiende, creo que es bastante razonable, pero no hay que imponérselo a quien no le guste. Y el nombre... ¿crees que todo el problema consiste para ti en el nombre? Se le ha llamado así a la ascética mejor del cristianismo, porque de alguna manera había que llamarla. Si cada cual fuese a ponerle un nombre a su gusto, sería tal galimatías que no nos entenderíamos y aunque hoy un nombre gustase a todos, quizás dentro de treinta años ya no gustaría a muchos, que eso es precisamente lo que ha pasado ahora.— Que no se llame nada, ascética cristiana.— Pero, querido, la ascética cristiana, hay muchos, como dije, que la entienden o la han entendido de otra manera. Por otra parte «devoción», (personalmente yo prefiero esta palabra a «culto», por lo que te diré ahora), viene del verbo latino «devoveo» que era el 123

utilizado por los soldados romanos cuando se alistaban en las legiones. Devoción, por tanto, significa entrega, el estar dispuesto, como dice Sto. Tomás, al servicio de Dios. Ese es su sentido genuino, aunque a veces se recorte su significado hasta reducirlo a práctica piadosa o sentimiento religioso. Estas significaciones secundarias han desvalorizado la palabra devoción, que puede dar ocasión a equívocos, y por ello a veces se prefiere usar la palabra culto. «Devoción», sin embargo, supone una visión más subjetiva, se fija más en la entrega, ese partir del yo para perderse en Dios aunque el motivo del darse sea evidentemente la excelencia maravillosamente atractiva de Dios manifestada de una u otra manera. La idea de «culto», en cambio, sigue la trayectoria opuesta; empieza expresando la excelencia de Dios, que reclama nuestro reconocimiento y nuestra sumisión, es decir, nuestra entrega, asemejándose así a la idea de devoción. La explicación doctrinal, en nuestro caso del Sagrado Corazón, puede hacer que esa semejanza se convierta en identidad, evitando que el culto se considere como una acción ritual más externa, más fría, discontinua, como el pagar un tributo por pura justicia; y revalorizando en la devoción su contenido de entrega por amor, y en consecuencia entrega incondicionada y total, sin solución de continuidad. Devoción o entrega al Corazón de Cristo. ¿Qué íbamos a poner en vez de la palabra «Corazón»? ¿Su significación, según Pío XII?: «Devoción al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y a la vez al amor con que el Padre Celestial y el Espíritu Santo aman a los hombres» o «Devoción

para excitar el amor a Dios y al prójimo hasta la total entrega de sí mismo». ¡Demasiado largo!, decimos «Corazón» y nos entendemos. Pero no vamos a andar cambiándole el nombre a cada paso. Como la señora que mira impertinentemente al nuevo mayordomo y le dice: desde hoy usted se llamará Ernesto, es un nombre que le va bien. Y el pobre diablo tiene que llamarse Ernesto, o Toribio, o Ruperto, a temporadas, según el capricho de sus quisquillosas amas. Todavía puede quedarte una duda sobre la utilidad de toda esta construcción. Pues mira, es enorme. Ya dijimos que a lo largo de la historia se ha entendido de muchas maneras la ascética cristiana: que si lo mejor es la soledad y el silencio, o la vida apostólica; la meditación y la penitencia o la actividad; la caridad o la prudencia, ya vimos. Comprenderás que resulta de una utilidad extraordinaria que exista hoy un camino que te garanticen que es el mejor, le llamen devoción al Corazón de Cristo como le podían haber dado otro nombre. Tenemos también en el Evangelio, ese libro que ha escrito Dios, el criterio para juzgar su utilidad: «Por los frutos los conoceréis». En los siglos que lleva ya de existencia esta devoción, ¿qué frutos ha dado? Nadie mejor situado para conocer sus frutos y testimoniar imparcialmente, que los papas. Pues bien, Pío XII, en la «Haurietis aquas», aduce el testimonio de sus predecesores, LEÓN XIII y Pío XI, y el suyo propio, sobre «los innumerables frutos de salvación» que de este culto han surgido «en toda la Iglesia». «Es imposible enumerar los bienes celestiales que el culto tributado al Sacra-

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tísimo Corazón de Jesús derrama en las almas de los fieles». «Considera finalmente los abundantes y consoladores frutos que de ahí se han derivado para la Iglesia como son las numerosas conversiones a la religión cristiana, la fe de muchos más vivamente suscitada, una más estrecha unión de los cristianos con nuestro amantísimo Redentor: frutos todos que especialmente en estos últimos decenios se han manifestado con más frecuencia y más espléndidamente». Afirmaciones no difíciles de comprobar en muchísimos sitios. La comunión de los primeros viernes, por ejemplo, ha sido frecuentemente el principio de la transformación de un pueblo, creando al menos un selecto grupo de cristianos fervorosos, cosa que no se había logrado por otros medios. Y eso en nuestros días. No tiene consistencia, por tanto, la afirmación de algunos. «La devoción al Sagrado Corazón fue oportuna hace dos siglos, contra la rigidez fría del jansenismo y racionalismo, que apartaba a los hombres de un Dios todo rigor y carente de afectividad, pero ahora ya está superada por la espiritualidad del Cuerpo Místico y de la caridad». La objeción es parecida a la que se hace al cristianismo: «Fue una religión adaptada al tiempo de su Fundador para acabar con la esclavitud y dar un sentido religioso al dolor, pero hoy está superada al desaparecer las bases en que se apoyaba». La devoción al Corazón de Jesús se funda en la doctrina del Cuerpo Místico, incluye la caridad y la misma esencia del cristianismo, por tanto, ni

está superada ni puede estarlo. Lo que sí ocurre es que ha experimentado una evolución, se ha concretado y perfeccionado sobre todo por el magisterio pontificio. No se puede aplicar, como veremos más adelante, lo que ahora dice de ella Pío XII, que «es la mejor manera de vivir el cristianismo», a los esquemas ascéticos en que la encerraban los autores antiguos, generalmente faltos de una suficiente atención a la caridad fraterna y que entendían la reparación en un sentido demasiado recortado, no como la corredención nuestra con Cristo. Pero esa evolución, dirigida por los mismos papas, es la mejor garantía de su perfeccionamiento y actualidad. Recapitulando: El valor de la devoción al Corazón de Cristo, prescindiendo de sus adherencias accidentales, consiste en que es un esquema ascético que recoge lo esencial del cristianismo, y ofrece por tanto la mejor norma de vida, según lo certifican los papas. Los frutos que produce confirman su utilidad ascética. Si alguno no quiere que se le imponga esta devoción,, porque ya tiene sus elementos esenciales, y porque no le gusta su nombre, es como si no quisiera que le impusiesen llamarse conquense, porque ya es de Cuenca, y porque no le gusta el nombrecito. Bien, no se puede negar que las palabras se desgastan con el uso. Así, por ejemplo, en la baja Edad Media se adoptan los nombres de frailes y priores, en oposición a los entonces menos atrayentes de monjes y abades; pero ya en la Edad Moderna se desprestigiaron también aquellos, y se inventan los nuevos de clérigos regulares y prepósi-

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tos. Hoy los institutos seculares rechazan el nombre de religiosos, y a los que detentan la autoridad no se les llama abades, priores, superiores o prepósitos, sino directores. Es verdad que indican realidades distintas, pero también es cierto históricamente que los mismos nombres se desprestigian, si no, probablemente no hubieran cambiado. En el caso de la devoción al Sagrado Corazón, cuyo contenido también se ha modificado a lo largo de los siglos, y cuyo nombre para muchos está desprestigiado, sería secundario en último término, si al actual contenido sustancial se le quisiera denominar de otro modo. Nada fácil, como dijimos. ¿«Espiritualidad de...? Es el uso, como efecto de la mentalidad de hoy, quien ha de ir introduciendo y puliendo un título de nuevo cuño, de acuerdo con el gusto moderno. Pero insistimos por última vez. Lo importante es que quede bien concreta y definida en su esencia, como intentamos a través de todo este libro, cuál es la mejor fórmula vital de espiritualidad. Cuál es el mejor camino para encarnar en nosotros la palabra de Dios hasta el grado supremo de la santidad.

III Cristianismo día tras día

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E L SECRETO DE LA PRÁCTICA

Una vez aceptados los dogmas claves del cristianismo, sobre los cuales no hay discusión, el paso definitivo es aplicarlos a la vida, o lo que es igual, acomodar la vida a ellos, llámase esto devoción al Corazón de Jesús, como lo hacen los papas, o llámese como se quiera. No trato ahora de hacer exhortaciones para ser buenos, ni menos aún de amontonar virtudes en una lista inacabable, desde la eutrapelia hasta el séptimo grado de humildad interior. Me propongo exponer, Dios quiera que lo consiga, de qué manera debe estar orientado nuestro quehacer cotidiano si queremos ser consecuentes con nuestra fe cristiana, y vivir según lo que creemos. Haré algunas sugerencias sobre prácticas, es decir, acciones concretas que a algunos pueden ayudar, pero, insisto, lo importante no es uno y otro hecho aislado, sino la orientación de nuestro vivir, la postura que mantengamos día tras día. ¿Qué tenemos que hacer para realizar auténticamente el cristianismo, o si se quiere, para san131

tincamos? Sería demasiado pueril contestar que tal día a tal hora hacer determinado ejercicio piadoso, o recitar unas jaculatorias tantas veces por semana o por hora. Se trata de algo mucho más profundo, y por ello de efectos continuos y permanentes. Siempre y en todo momento se debe notar al cristiano que lo es, como siempre y en cada momento aparece la cultura o la amabilidad de quien la tiene. La religión implica como raíz la afirmación de unas creencias, por eso: «El justo vive de la fe» (Heb. 10, 38), pero la religión es más, consiste sobre todo en un modo de vida, y por eso la fe sin obras se muere (Jac. 2, 17). Esto explica la incredulidad de los que antes abandonaron el sentido cristiano en su obrar. De la fe que confesamos, ha de surgir nuestra vida para que logremos alcanzar el nombramiento bíblico de justos. Comencemos.

-UNIÓN CON DIOS

Ya subrayamos ese misterioso amor con que Dios nos ama infinitamente, y al cual hemos de corresponder con todas nuestras fuerzas. Esto exige una entrega incondicional de toda nuestra personalidad a Cristo, a Dios bajado hasta nosotros. Entrega o consagración que es conveniente hacerla explícitamente, mejor escribiéndola como quien redacta un- documento para que haga fe perpetuamente. Pero no transcribiendo las 132

fórmulas frías de un paradigma, sino como quien escribe en una carta sus sentimientos a una persona querida. El cristiano, hombre consagrado a Cristo, debe estar unido a El. Si cortamos este contacto nos apagamos como «luz del mundo» (Mt. 5, 14). Contacto primordialmente a través de los sacramentos: ordinariamente en el sacrificio del altar, plenamente participado con la comunión. De aquí, de este abrazo sacramental con Cristo, hemos de sacar la fuerza que nos vivifique. Para que participemos lo más frecuentemente posible en el sacrificio del altar, es condición previa que los estimemos debidamente. ¿Quién procura profundizar en lo que es la misa, esa representación y renovación del sacrificio del Calvario, donde se consiguen tantas gracias al renovar Cristo su ofrecimiento como víctima al Padre? ¿Y quién aprecia la delicadeza de Dios de entrar físicamente en nosotros? Es notable que hasta hace poco no se haya introducido la costumbre de la comunión diaria, y que durante muchos siglos se haya dado tan poco culto a Cristo presente en la Eucaristía. Esto indica, como en la devoción al Sagrado Corazón y en otros diversos aspectos, que en la Iglesia, grano de mostaza, se da un progreso, un desarrollo de los elementos esenciales que desde su origen posee. Todavía, sin embargo, en este punto de la comunión frecuente, una gran parte del pueblo cristiano no ha caído en la cuenta de su valor. Es conveniente, por tanto, insistir en sus razones, v. c. 1) Es la manera de participar 133

plenamente en el sacrificio de la misa, recibiendo la víctima; para los primeros cristianos era una misma cosa que nunca separaban: oir misa y comulgar; 2) ¿qué cuesta ahora comulgar en la misa? Todo el mundo saldría por una puerta en que le diesen mil pesetas gratis, pero menosprecian la comunión, en la cual, gratis, se les ofrece mucho más; 3) suponte que tu hijo vive lejos, y tú, para estar con él, vas a vivir a aquella ciudad, pero al llegar a ver a tu hijo, éste te dice: «Padre, no puedo recibirte hoy, no vengas a verme más que alguna vez al año... tengo mucho que hacer... no tengo costumbre... no estoy de humor». «¡Pero, hijo!, ¿no quieres ni recibirme un rato?». Todos los días, todos los domingos, cuando estás en misa, se abre la puerta del sagrario, y Cristo, que también tiene un corazón de padre para ti, que ha venido de muy lejos para estar contigo, te pide: «¿Me quieres recibir hoy?», y tú contestas: «Hoy no»; y el próximo domingo: «Hoy tampoco»... Y Cristo sigue esperando: «He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo» (Apoc. 3, 20). Ya está acostumbrado a esperar; en Belén le dejaron nacer en una cueva; tú le dejas que siga en un sagrario frío y solitario. ¡ Qué poca fe tenemos!; no somos dignos ni de llamarnos cristianos. En la comunión se establece o se afianza el contacto diario con Cristo, que ha de continuarse durante la jornada. Puesto que nos ama, no es insensible a que nosotros acudamos a El, no sólo en los peligros y a ciertas horas señaladas del día, 134

sino continuamente; sin forzar la imaginación, sin predeterminar el número de veces que he de hablarle (eso puede ayudar al principio). Levantar el corazón a El por costumbre, para darle gracias de lo que nos sale bien... o mal; pedirle su ayuda para todo, comentar lo que veamos y pensemos, preguntarle qué piensa de nuestras acciones, de nuestros criterios, de nuestros proyectos, etc., etc.; con toda naturalidad, como el que está con otra persona en la misma habitación, o va con ella por la calle y le habla aun sin mirarla. Es cuestión de práctica, algo así como en el trato con otra persona; al principio es poco natural, hasta que poco a poco se va adquiriendo más familiaridad. Esta unión vital con Cristo es mucho más importante y más eficaz que largas horas de oración, sobre todo cuando se establecen dos tiempos, el de oración para tratar con Dios (y Dios quiera que no se pierda en distracciones), y el resto del día para tratar de otras cosas (muchas veces prescindiendo de Dios). Esto no quiere decir que no haya que motivar nuestra acción, que no tengamos que escudriñar la voluntad del Señor en su Buena Nueva. Supuesta la comunión diaria, es imprescindible como el respirar, la oración que consiste en levantar el corazón a Dios; y necesaria como la gimnasia para mantenernos en forma, la oración que es considerar y repensar las causas, las acciones, los criterios, la estructura toda de nuestra mentalidad y modo de proceder. Sobre todo para empezar se requiere frecuentemente un lavado de cerebro —eso 135

son los Ejercicios de San Ignacio, los Cursillos de Cristiandad, las Ejercitaciones del P. LOMBARDI—; después, para mantener la forma, si se hace ejercicio de caridad, no es tan necesaria la gimnasia. De todos modos hay dos clases de gimnasia muy útiles. Una es el examen diario, por lo menos unos minutos al final del día. Si a última hora resulta más difícil por la falta de tiempo o el cansancio, puede hacerse antes de cenar, cuando uno vuelve a casa. La forma más sencilla e s : 1) Dar gracias a Dios por los beneficios del día, —no con fórmulas rutinarias, sino en diálogo espontáneo—. 2) Pedirle perdón por las faltas. 3) Hacer propósitos para el día siguiente: Señor, (o acudiendo a la Virgen...) mañana ayúdame para hacer mejor tal o cual cosa; dame alguna ocasión para practicar la caridad; voy a procurar hacer ese favor a Fulano... etc., etc. Este autocontrol diario es sumamente eficaz. Otra clase de gimnasia ascética para conservarse en forma, es detenerse de vez en cuando a pensar sobre las verdades cristianas fundamentales, y sobre las contradiciones de nuestra vida respecto de aquellas. Pensar es ejercer una facultad superior. Los pensadores sean intelectuales, consejeros políticos o económicos son los que dirigen el mundo. Cada cual debe ser el pensador y director de su mundo espiritual. Olvidar esta elevada responsabilidad es el pecado de la masa. Reflexión y meditación no puramente introvertida, encapsulada dentro de un yo autosuficiente, sino en diálogo con el Señor, (es lo mismo dialo136

gar con María, los santos o el Ángel Custodio, que son representantes suyos), con la humildad del mendigo que nada tiene, y la confianza del hijo predilecto que todo lo espera. ¿Tú te quejas de las dificultades de la vida: escasez económica, defectos físicos, desavenencias familiares, fracasos, incomprensiones o soledad íntima? Tal vez te amargas, te desesperas, no encuentras a nadie que te ayude, te anime o ni siquiera que te escuche. Y olvidas llamar a la puerta que siempre se abre. No sabes todavía cómo es el corazón de tu Padre. Ni te preocupas por abrir a quien espera a tu puerta para cenar contigo y acompañarte en las horas negras de la noche. Recibes continuamente beneficios, desde tu propia existencia hasta el pequeño detalle que te agrada. Muchas veces ni caerás en la cuenta de que eso son dones de Dios. Muy pocas, quizás nunca, se te ocurra a ti, hombre educado, mujer elegante, decir «gracias», a quien todo se lo debes. Al ir o al volver de tus ocupaciones, ¿no sueles pasar cerca de una Iglesia? ¿No podrías entrar, aunque sea dos minutos, no a rezar una oración de memoria, sino a saludar a Cristo? ¡ Eso de que todo un Dios se haga hombre, permanezca siempre entre los hombres, y los hombres pasen de largo junto a El, sin recordar que existe! Señor, vengo un momento a darte gracias, a pedirte... a contarte... a romper un momento la indiferencia universal que te envuelve. Estaba en la cárcel y me visitasteis. Estás en la cárcel con todos los encarcelados, como estás pe137

regrino con todos los que carecen de vivienda, pero también estás peregrino en tantos sagrarios, encarcelado entre paredes no menos frías porque sean de oro. ¡ Si pudiera traerte los amigos que esperas! Otra manera de unimos con Dios, para muchos deliciosa, es por medio de María, Madre suya y nuestra. Es bonito ofrecerle a Ella todos los días un ramo de rosas, el rosario. No alargado con el estrambote de muchos padrenuestros a todos los santos y difuntos. Cincuenta avemarias en cinco misterios rezados seguidos, mejor en familia, según la recomendación de los papas, o separados, ahora uno en el metro, luego otro en un descanso. El rosario es un sustitutivo de la oración oficial de la Iglesia, los salmos; por eso, el rosario completo, tiene ciento cincuenta avemarias, tantas como salmos contiene el oficio divino que rezaban los monjes. Entre los legos que ni sabían los salmos en latín ni tenían tiempo para asistir al coro se introdujo la costumbre de sustituir cada salmo por un avemaria. A lo largo de los siglos se ha visto que esta oración, extendida a todos los fieles, ha sido muy acepta a la Santísima Virgen, quien personalmente la ha recomendado de nuevo en Lourdes y en Fátima. Puesto que a Ella le gusta, vamos a darle gusto. También será una esperanza al abandonar la vida el que durante toda ella hayamos pedido cincuenta veces diariamente a Sta. María, Madre de Dios, que ruegue por nosotros en esa hora de la muerte. No lo olvides, una lámpara no brilla si no está en contacto con la central eléctrica. Ponte en con138

tacto con Cristo por la mañana, enciende tu lámpara, al comenzar tu jornada, con la oración matutina y manten esa conexión hasta el adiós de la última oración del día. Todas tus ocupaciones, preocupaciones y expansiones tomarán un color nuevo al proyectar sobre ellas la luz cálida de la oración.

U N I Ó N CON LOS HERMANOS

Ya recordamos el texto de S. Juan: «Si alguno dice que ama a Dios y no ama a su hermano, miente» (I Jo. 4, 20). Junto con el amor a Dios es indispensable en el cristiano la caridad fraterna, tanto que es su distintivo (Jo. 13, 35). Ahora vamos a exponer cómo hemos de concretarla en la realidad, aunque las sugerencias prácticas de estas líneas no bastarán para adquirirla y perfeccionarla, si no reavivamos frecuentemente nuestra motivación, recordando su importancia y corrigiendo nuestro comportamiento (frutos respectivamente de la meditación y del examen). a) Escándalo y egoísmo. Previamente hemos de evitar el peor pecado contra la caridad: el pecado de escándalo. Consiste en incitar al prójimo al pecado, sea de palabra, con el mal ejemplo o con cualquier otra clase de actos provocadores. El juicio de Cristo contra el escandaloso es tremendo: «Más valía que le atasen una 139

piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar» (Mt. 18, 6). El escándalo más grave es cuando somos causantes que el prójimo peque contra la caridad. Qué frecuente es, que precisamente por nuestra falta de caridad con los demás les pongamos en el disparadero para que no cumplan con el precepto gravísimo que tienen de amarnos. «Más nos valía...» Pero no son de comisión, sino de omisión, los pecados más corrientes contra la caridad. El egoísmo cerrado, sin ventanas a los hombres, encapsulado en el yo. Tal vez con el único afán de llegar a la santidad, pero trepando por una cuerda personal tendida entre Dios y yo. Ridicula cucaña del egoísta que resbala sin cesar. La santidad está demasiado alta para que podamos escalarla por nosotros mismos. No tenemos que preocuparnos de subir, sino de servir a quien nos pueda subir. Tú practicas la caridad y de pronto ves que el Señor ha apretado el botón y el ascensor —como diría Sta. Teresita— te sube vertiginosamente. El egoísta es el corazón duro que no se apiada del pobre Lázaro, y hoy, a las puertas de nuestras ciudades, millones de miserables Lázaros viven en suburbios. No es que yo pueda resolver tantos millones de necesidades como hay en el mundo, pero sí debo estar preocupado por ellas, como lo estaría sí un hermano mío, hijo de mi madre, se pudriese en una chabola. No puedo atender a todo, se pide para tantas cosas... y por eso no atiendo a nadie, y doy, no lo que puedo, sino una miseria, para justificarme ante la sociedad. Ante Dios no será tan fácil justificarse. A ver si puedes preparar bien

para el juicio terrible tu defensa, porque tu lógica será destrozada. Recuerda lo dicho en la página 37. Está en nosotros tan arraigado el egoísmo, que probablemente serás un egoísta, aunque no lo sepas; los que te rodean sí lo sabrán bien. Por eso analiza, pregúntate. ¿En tus ocupaciones, en tus diversiones, en tu familia, con los de arriba y los de abajo, no antepones tu interés o tu gusto al de los demás, hasta conculcar la justicia o incluso en cosas en que el ceder no te costaría mucho? ¿Por qué tu mujer, o tus hijos, o tus amigos, o tus superiores, o tus subordinados han de hacer siempre lo que tú quieras? ¿por qué tú no sigues el parecer de los demás en los negocios, o te acomodas a sus gustos en la comida, en las diversiones, en los gastos? Ni tan siquiera se lo pides. Quizás llegues a pensar que en la vida comercial y en tu profesión no cabe la caridad, sino el puro interés egoísta, aunque sea perjudicando a Cristo disfrazado con el traje de tu contrincante. b) Ver en el prójimo a Dios. Ese es el resorte eficaz del amor al prójimo: que representa a Dios, (ya lo expusimos en la página 37). Si lo crees, debes actuarlo. Ante el portero, el peatón despistado, el taxista lanzado, ante un conocido o un enemigo decirse: éste es Cristo. Porque es hijo de Dios y hermano mío. Porque es miembro de Cristo, porque Dios me pagará lo que yo le haga a él, aunque sea dejarme estafar.

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Dos porteros de colegios de jesuítas, uno ya está canonizado, el otro va en camino de ello. S. ALONSO RODRÍGUEZ, en Palma de Mallorca y el H. GÁRATE en Bilbao, veían a Cristo en todos los que llegaban a la portería, con más o menos prisas e impertinencias, y los recibían como a Cristo. ¡Si estos ejemplos cundiesen, daría gusto ir a una oficina del Estado! Toda la tradición cristiana está llena del espíritu de ver en el pobre a Dios. Es donde está más disfrazado, por eso es más fe verle allí, y pobres siempre habrá, como Cristo lo ha asegurado (Mt. 26, 11). No suelen ser gente de la mejor sociedad educada con «Fráulein», muchas veces ni han llegado a valorar debidamente la honradez y la moralidad, tienen que dejar esos lujos para otros, los que viven continuamente en la miseria, en la promiscuidad sexual y en la desesperación. Son sinvergüenzas y holgazanes, mienten como bellacos y se emborrachan diariamente con tintorro. Y sin embargo como pobres son los preferidos de Cristo y le representan. Nos engañan. No merecen nuestra limosna, porque beben buscando una fuga a su situación. Pues bien, mientras no exista un centro donde se les atienda suficiente y humanamente, yo prefiero equivocarme diez veces dando limosna a quien no la merece, que una no dando a quien verdaderamente la necesita. Además los Rothschild no suelen andar por las esquinas extendiendo la mano. ¿Si tú tuvieras alguna vez que hacerlo...? Haz propósito de ayudar siempre que te lo pidan, una, diez, cien pesetas, 142

lo que puedas. Vas a recibir el ciento por uno, venciendo esa molestia que te detiene, de tener que pararte cuando vas con prisa, quitarte los guantes, sacar la cartera, y eso bajo la lluvia o el sol. ¡ Era un borracho!, pues «Tuve sed, y me distéis de beber...» Tu premio no será menor porque él utilice mal tu limosna. ¿Te parecería bien hacer lo que haces con ese tipo, si ese tipo fuera hermano tuyo? Pues lo es. ¿Sería correcto el desprecio con que tratas a esa persona si su padre fuese el jefe de estado o un rey? Pues lo es, y el Rey universal, que continuamente está pendiente de ella. Que el ver en el prójimo a Dios sea determinante de nuestras acciones. Sería lamentable cediese, por ejemplo, de mis derechos, por comodidad, o que agrade a una persona con fines de puro interés material. Incluso cosas que hacemos por costumbre por sola urbanidad, v. c , pedir por favor a los sirvientes que traigan esto o lo otro; tratar con deferencia a los superiores, ceder un asiento y otros mil detalles de educación ejecutados quizá para mantener nuestro prestigio delante de la sociedad y del propio yo, debemos hacerlos por amor a los demás, considerando que bien se lo merecen nuestros hermanos y excitando nuestro cariño hacia ellos. Lo único que da el mérito es la caridad. «Aunque reparta todos mis bienes y entregue mi cuerpo al fuego, si no tengo caridad, de nada me sirve» (I Cor. 13, 3); por eso añade poco después como despedida: «Hacedlo todo por caridad» (I Cor. 16, 14). 143

c) Amar y servir a todos. Si el motivo de amar al prójimo es que son hijos de Dios, consecuentemente la caridad será universal, ya que todos son hijos de Dios. Esta característica es el criterio más claro para conocer si mi caridad es verdadera. Querer a mi familia, a los que me quieren, a los que me agradan, eso también lo hacen los paganos, para eso no hace falta ser cristiano. Pero nuestra caridad a imitación de la divina debe ser para todos: «Yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos. Pues si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen eso también los publícanos? Y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los gentiles? «Sed, pues, perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto» (Mt. 5, 44-48). (El ser perfecto como Dios se refiere, como se ve por todo el contexto, imitar a Dios en tener caridad universal). La caridad universal no se opone a la ordenación de la caridad. Sería absurdo que tuviese que querer a todos por igual: deberé amar más a los más próximos, a los que más lo necesitan, a los que más lo merezcan; ni se quita la libertad de que pueda amar a unos más que a otros por propia voluntad, como lo hace Dios, aunque evitando los peligros que pueda haber de injusticia, de sensualidad. 144

La caridad es procurar el bien no para mí, sino para los demás, es decir, vivir para servirles. A pesar del cargo que ocupe. El Sumo Pontífice se titula «Siervo de los siervos de Dios». Para que en la realidad prosaica y monótona de cada día tomemos en serio el ser servidores de cuantos nos rodean no sólo es necesaria la fe reavivada de que son cristos de incógnito. Es además imprescindible la humildad. La humildad consiste, según hemos dicho, en colocarnos en nuestro sitio, reconociendo lo que somos delante de Dios. El soberbio está fuera de juego al atribuirse a sí lo que no es suyo, al despreciar a su hermano que es miembro de Cristo y más que él. Pero la humildad no es un puro concepto. A cada paso se nota quién es soberbio, el cual se considera superior a todos, y a quien todos deben servir. A veces se encuentra alguno verdaderamente humilde, que reconoce sus pecados y defectos y se tiene por inferior a todos, no por un complejo sicológico, sino por la fe que le impulsa a agradar a todos, como el empleado intenta agradar a sus jefes. Cristo nos da ejemplo, esa es la finalidad de su venida: «No he venido a ser servido sino a servir» (Mt. 20, 28). Espiritualidad de servicio que resalta San Pablo: «Haceos esclavos unos de otros por amor» (Gal. 5, 13). El servicio requiere espíritu de trabajo; mal empleado el que es holgazán. Trabajar por servir a los demás, y también servir a los demás trabajando. Quiero decir, que nuestro trabajo, el trabajo con el cual nos ganamos el pan, debemos tomarlo co145

mo un servicio a los demás, con el cual cumplimos también el precepto de amarlos. El trabajo es útil para ganar dinero, tiene la belleza de ser el atributo del rey de la creación, gracias a él somos colaboradores de la obra creadora de Dios, transformando a nuestro gusto la tierra; pero sobre todo, el trabajo cuando es servició a los demás, es caridad. No dejes de tomarlo así. Y en consecuencia analiza si trabajas bien, es decir, si en tu trabajo sirves a todo el mundo como lo debías hacer con Cristo, si Cristo llegase a tu ventanillo o a tu mesa trayéndote esas cuartillas o te ayudase en el taller, o te hubiese encomendado esa labor . Continuamente estás beneficiándote del trabajo de los demás. Sin él, quedarías reducido a la vida de la selva, con unas hojas de parra por todo vestido. ¿Piensas la multitud de personas que han trabajado en un simple objeto cualquiera de tu uso? Pongamos, por ejemplo, un par de zapatos: los pastores que cuidaron las reses, indígenas que extrajeron la goma, transportistas, marineros, tintorerías, fábricas... No bastará ofrecer a tus hermanos dinero, recibes esfuerzo, mucho esfuerzo; por gratitud debes devolver esfuerzo, trabajar por la sociedad, aunque seas rico y no lo necesites económicamente, aunque no te paguen lo suficiente. «Venid benditos de mi Padre, porque trabajasteis para Mí». Una manera de concretar tu entrega al prójimo es tomar le decisión de practicar a rajatabla la espiritualidad del sí; es decir, a todo lo que te propongan responder: «sí», y en caso de verdadera 146

imposibilidad, piensa despacio antes de decir «no». Muchos, desgraciadamente, hacen todo lo contrario, generalmente por su falta de caridad dicen a todo «no», y solamente conceden alguna cosa cuando les conviene a ellos o no tienen más remedio. Que tu primera actitud no sea ver si se puede decir que no, sino ver si se puede decir que sí, como cuentan que hacía Ignacio de Loyola, especialista en ganarse el afecto de cuantos vivían con él. No es cuestión de dar reglas. Únicamente voy a hacerte algunas sugerencias para detallar más la espiritualidad de servicio. Si la ejercitas, a ti mismo se te ocurrirán muchas más. Supone, ante todo, un interés continuo de hacer felices a los que te rodean, de vivir para los demás, sea en el hogar, en el centro de trabajo, en un espectáculo, en el metro, por la calle. Ante nadie debes estar indiferente. Incluso ante el transeúnte que se cruza en tu camino: ¡ con qué gusto le harías el favor que pudieses! Estudiar de vez en cuando la vida de tus conocidos y familiares, sus gustos, sus deseos; ¿qué les agradaría, que tú puedas procurarles? Evidentemente has de poner exquisito cuidado en no molestar a los demás, para ello acostúmbrate a ponerte en su lugar y pensar si esa broma, esa actitud, te agradaría o no. En cambio, tener aguante con los defectos del prójimo, no en plan de víctima, sino pensando que no es para tanto, que también tiene tal o cual virtud, que a ti también te tienen que soportar (¡y cuánto te soporta Dios!). Que el perdón a tus deudores lo extiendas también a la antipatía. Saber 147

apreciar a las personas a pesar de sus defectos; no excluirlas por ello de tu trato, ni de un cargo si sus aptitudes compensan. En las conversaciones escuchar con atención incansable; interesarte por sus cosas, no llevar la contraria: la mayoría de las veces no estás obligado a mostrar tu disconformidad, y será más caritativo, en cosas intrascendentes, callarte, pero si en rarísimas ocasiones te es preciso mostrarla, sea con toda suavidad, reconociendo en primer lugar la parte de verdad que se pueda salvar en la proposición del prójimo. Pedir consejo es un reconocimiento de las cualidades ajenas, das ocasión de que practiquen la caridad contigo y además tendrás más garantía de éxito. Por el contrario, no aconsejes sin ser rogado salvo que las circunstancias claramente lo indiquen. Saber animar: los hombres, en realidad no son una infinidad de gotas que se unen para formar el océano; desgraciadamente, en su mayoría son más bien como un desierto, cada grano de arena lleva su intimidad solitaria; la falta de compenetración y de desahogos, amarga y esteriliza innumerables esperanzas. Contar a unos las alabanzas que otros hacen de ellos; lo contrario no hacerlo salvo por razón superior. El estar siempre dispuesto a servir a los otros, lleva a no usar privilegios; a cumplir con las leyes, aún de circulación y de urbanidad; a colaborar, a atender a los extranjeros o forasteros; hacer sitio en los vehículos a los recién llegados... 148

Por la mañana, al ofrecer tus obras al Señor, al prometer ocuparte de sus cosas durante el día, pídele que te haga el gran beneficio de depararte alguna ocasión de poder practicar la caridad. El está interesado, está deseoso de satisfacer una necesidad o un deseo de uno de sus hijos; que tú lo descubras para poder suplirle. Que se cruce en tu camino bajo la figura de tu hermano, para que tú puedas mostrarle tu amor. d) Espíritu social. Es una consecuencia de la caridad. Una manera concreta de ese amor y servicio a los demás que acabamos de exponer. Se puede definir como la decisión de contribuir eficazmente, según las propias posibilidades, a la solución del problema social. Entendiendo por problema social la injusticia constituida por el desproporcionado reparto de la riqueza, y el conjunto de consecuencias nefastas a que da lugar. Desproporcionado reparto de la riqueza entre individuos de una ciudad, entre los diversos sectores nacionales de producción, entre regiones de un mismo Estado, entre los diversos Estados del mundo. En todos esos planos sus consecuencias son nefastas: Cuando las familias carecen de suficiente alimentación, vivienda, medios de vida; no pueden educar a sus hijos, están abocados al libertinaje por la promiscuidad y la desesperación, les falta tiempo y humor para cumplir sus deberes religiosos, (aunque precisamente por esto tienen más ne149

cesidad que se les hable de religión). Cuando los desniveles entre las diversas clases sociales son excesivos, será inevitable la lucha de clases, los desórdenes públicos, con grave daño a toda la vida nacional. Y mientras exista un injusto desnivel económico en el mundo entre Estados ricos y Estados subdesarrollados será imposible la concordia y paz internacional. Pensemos, por otra parte, en las ventajas de un reparto más adecuado de la riqueza. En un principio puede parecer que el recortarse de lo propio en beneficio de los necesitados implica para el dador solamente un sacrificio, cuando en realidad es la mejor inversión que puede hacer de su dinero en provecho suyo. Actualmente ya no se discute que la mayor rentabilidad nacional la produce el capital destinado a formar los hombres. Si diariamente nos beneficiamos del avance continuo de la técnica, ¿podríamos calcular cuánto mayor sería este avance si el número de investigadores y de laboratorios se multiplicase por diez al incorporarse a la civilización masas de pueblos atrasados, como los de Asia, América y África? Además cada pueblo, según su idiosincrasia y sus circunstancias peculiares desarrollaría aspectos diversos de la ciencia; tenemos el ejemplo conocido de los japoneses, cuyo espíritu minucioso se ha reflejado en la creación de los transistores, en beneficio de todos nosotros. Con todo el mundo puesto en pie de progreso, habríamos acabado ya con el cáncer, estaría transformada la tierra, tendríamos conquistado el espacio. 150

De ahí la importancia del espíritu social, de esa ansia de nivelar diferencias injustas. A escala nacional, por la voluntad de un Estado rico de ayudar con magnanimidad a otros subdesarrollados; y a escala individual esforzándose cada cual en su esfera para conseguir una mejor distribución de la riqueza. Este esfuerzo individual debe ser ante todo para lograr que tengan más los que tienen menos que yo. Sólo hay dos caminos para obtenerlo: la austeridad y el trabajo. Austeridad que exige que me recorte yo en beneficio de los demás. Retén esta frase como una consigna o como un plan de vida: «que me recorte yo en beneficio de los demás». No ofrecer lo que me sobra, lo que no me cuesta, sino privarme de algo por mis hermanos. Convirtiendo el capricho propio en una limosna, o invirtiendo mi dinero en un negocio menos rentable, pero más social; o dedicando parte de mi tiempo disponible al servicio del prójimo. Pero sobre todo es mi trabajo profesional el gran elemento de que dispongo para contribuir al bienestar de la sociedad. Tu vida no son las horas de sueño o los ratos de diversión. Tu vida es primordialmente ese trabajo que llena tu jornada. En él debe verse tu espíritu social. Trabaja bien, con ilusión y con eficiencia. No para ganar más, sino porque sirves a tus hermanos y en ellos a Cristo: «Venid, benditos de mi Padre, porque trabajasteis para Mí». 151

e) Consejos

evangélicos.

Cristo en el Evangelio recomienda la pobreza, la castidad y la obediencia. Naturalmente, la Iglesia ha tenido siempre en gran aprecio estas virtudes aconsejadas por su Fundador. Incontable número de cristianos han querido practicarlas hasta la entrega total de su propiedad, de su cuerpo y de su vida, confirmada con voto. Entrega total y votos que desde luego no son obligatorios para todo cristiano, pero ciertamente todo cristiano debe practicar la pobreza, la castidad y la obediencia. La caridad fraterna las exige, pues, como vimos, es la síntesis de todas las virtudes. Efectivamente: la caridad reclama mi pobreza, puesto que debo dar la mitad de mi capa a quien carece de ella. Así aparece siempre la exhortación a la pobreza en el Nuevo Testamento: desprenderse de lo propio en favor de los pobres. Cristo no dice «el que tenga dos túnicas que tire una» ni «si quieres ser perfecto destruye lo que posees», sino «dalo a los pobres». La razón de esto la dan los Santos Padres: Todos los bienes son de Dios, que los distribuye desigualmente a los hombres para que los administren según la ley de la caridad. Así, el que tiene bienes los tiene para hacer participante de ellos al que tiene menos. Para eso Dios te da más que a otros, para que repartas con ellos, sea tu familia, tus empleados, tus conciudadanos que viven en la miseria. Cuanto más poseas, más agradecido has de estar por el privilegio que Dios te concede de ser Administrador suyo, pero recuerda que al que no 152

supo administrar sus talentos, en el Evangelio se le aplica un castigo atroz. (Mt. 25, 30). La necesidad del prójimo, Cristo con hambre y frío, enfermo y triste, ha de estimular mi pobreza. Que reduzca mis comodidades cuando una pequeña privación mía puede ser una gran solución para mi hermana que iba a acostar a sus hijos sin cenar, o que se veía embargar las mantas, o que no tenía para comprar la medicina, o... y son millones de casos; de ninguna manera insolubles si nuestra caridad crease la virtud de la austeridad en el pueblo cristiano, pero yo al menos podré resolver algún caso concreto. Mi generosidad, mis privaciones, serán la medida de mi caridad: si amo poco, daré lo superfluo, si amo más reduciré lo necesario o llegaré hasta el voto. La caridad hará mi generosidad ingeniosa; no siempre lo más eficaz es dar hoy pan a mis hermanos sino la posibilidad de que no tengan que mendigarlo mañana (escuela... puestos de trabajo...). Pero para que la necesidad del prójimo excite mi caridad y mi austeridad, es indispensable que la conozca, que me ponga en contacto con las necesidades: suburbios, hospitales, conferencias de San Vicente... * * *

La razón primordial para hacer voto de castidad no es ofrecer ese sacrificio a Dios, es poder entregarse totalmente al servicio de los demás. Desde S. Pablo hasta la última Hermana de la Caridad, sin una previa renuncia al matrimonio, no hubiesen podido hacer la mitad de lo que hicieron. 153

Más aún, la castidad perfecta, vacía de caridad, es perjudicial, como acertadamente lo observa J. Dermine: «La inmensa potencia de amor y de entrega que la virginidad ha inmolado y privado de su empleo normal, si no es empleada de nuevo en una forma completamente espiritual, que sólo una ardiente caridad puede asignarle, está amenazada de atrofia, de esclerosis, de ahogo progresivo bajo la presión de un egoísmo invadiente. Y a medida que se seca la fuente del amor, todos los demás instintos del alma —como el instinto de la propiedad o del dominio—, lo mismo que sus aptitudes o inclinaciones de orden puramente temporal y especializado —capacidades y actividades profesionales—, pierden juntamente su frescor, su valor plenamente humano; sometidos a la ley del egoísmo tienen peligro de tomar un desarrollo monstruoso y literalmente inhumano. ¿No explica este fenómeno que ciertos defectos morales estén a veces más acentuados y sean más odiosos en los que hacen profesión de castidad que no en las personas casadas? Pensemos el desarrollo que puede tomar en algunos célibes la avaricia (a la cual el voto de pobreza dará a veces una forma colectiva más odiosa todavía), la búsqueda de la popularidad, la susceptibilidad, el amor a sus conveniencias, la deformación profesional. El corazón del célibe está amenazado con endurecerse en proporciones que el corazón del hombre o de la mujer casados parece imposible que alcance. Esto prueba que el celibato, si no está inmerso en un clima de frescor y de vida que solo una caridad intensa puede crear, corre peligro al alterar pro154

fundamente en el hombre su humanidad, de mecanizarlo, de esclerotizarlo, de hacerlo maniático, según el tipo poco simpático del solterón o de la solterona, en los cuales la personalidad en algún aspecto se ha desmoronado». También la castidad, según el estado de cada cual, es un presupuesto de la caridad. Para no dar escándalo a los hermanos en Cristo arrastrándolos en tu pecado, por la armonía del matrimonio futuro : solo así la conseguirás, si entregas un cuerpo y un corazón puro; por la felicidad del cónyuge, por el bien de los hijos que vendrán. Como condición indispensable para el apostolado, para poder realizar tu paternidad o maternidad espiritual.

El sentir universal y multisecular de la Iglesia siempre ha visto en las palabras de Cristo: «Ven y sigúeme» (Mt. 8, 22), la invitación a una entrega total con el voto de obediencia: cuanto mayor sea la entrega más eficaz será la acción al servicio del Cuerpo Místico de Cristo, mejor se practicará la caridad. Pero sin llegar a tanto, en muchas ocasiones todos tenemos obligatoriamente que obedecer. Pues bien, en esas ocasiones es quizá más que nunca cuando hay que practicar la caridad. Bien lo sabe la modista o la sirvienta que tiene que soportar impertinencias,... y sin embargo debe amar a la señora; el empleado que recibe órdenes despóticas o el subdito que es pisoteado... y sin embargo, deben amar a sus jefes; los obreros 155

sin trabajo y los pobres de los suburbios abandonados por sus conciudadanos... a los que sin embargo deben amar. Como tienen que obedecer los hijos con amor a sus padres, los fieles a la jerarquía, los ciudadanos a la autoridad, y aún los presos a sus carceleros. Pero, ¿qué digo? Si S. Pablo manda a los esclavos que a sus amos, a quienes les trataban como animales, les obedezcan ¡como a Cristo!, y del mismo modo inculca la obediencia al emperador, que precisamente era Nerón, el mismo que le mandaría degollar (Cfr. Eph. 6, 5; Rom. 13, 1). El cristianismo no es una religión fácil ni la ascética de la caridad es una disculpa para el aburguesamiento. La religión cristiana impone la caridad, y practicar las exigencias de esta virtud es heroico, ya lo estamos viendo. Por eso hay tan pocos que la cumplen. Todavía en el campo de la obediencia, no podemos pasar por alto los graves deberes de caridad que pesan también sobre el que manda. ¿Tienes autoridad? Recuerda que es una deferencia especial de Dios contigo el hacerte representante suyo y encomendar a los cuidados de tu autoridad nada menos que sus propios hijos. Por eso debes ejercerla con toda caridad, como medio de servir a los demás, no para que te sirvan a ti. Tienes que servir a la comunidad con tu dedicación al cargo; y debes servir a tus inferiores, tratándoles con toda consideración, no precisamente perdiendo tu autoridad, sino ganando su afecto. ¿Cómo? Como se te ocurra, que algo se te ocurrí 156

rá si te tomas la molestia de meditar la manera de practicar la caridad con ellos. Entre un número suficiente de subordinados puede ayudarte el hacer encuestas. S. Ignacio, el técnico de la obediencia, inspirándose en S. Basilio y en S. Francisco de Asís, dice al subdito que por su parte obedezca dejándose mover como si fuera un bastón; pero de ninguna forma dice a los superiores que traten a los inferiores como si fueran bastones. El los trataba con toda deferencia, consultándoles, remitiéndose a su parecer, e incluso aprobando lo que habían hecho en contra de sus instrucciones cuando las circunstancias aconsejaron que se separasen de ellas. Eso es fruto de la caridad que impulsa al superior, al jefe, a considerar a los subditos o subordinados como personas capaces de pensar y de tener ideas más acertadas que las suyas, e incluso ser mejores cristianos que él, aunque quizás con criterios y virtudes distintas de las suyas. En último término, la concepción actual de la democracia en la civilización europea, tal como es alabada por Pío XII, es un producto derivado directamente del cristianismo, de la dignidad de todo hombre que Cristo ha predicado en su mensaje de salvación. El amor al prójimo urge el reconocimiento de esa dignidad, sobre todo, por el que manda. De no hacerlo así, será un déspota cargado con la terrible responsabilidad de tener que dar cuenta al Padre, de las violaciones de lesa humanidad que cometió con sus hijos. Como el preceptor que convirtiese los educandos en sus lacayos. 157

f)

Unión

mutua.

Si queremos practicar la caridad con la máxima eficacia, hemos de tener en cuenta que somos sociables por naturaleza, es decir, individualmente podemos muy poco, nunca nos bastamos, para todo tenemos necesidad de asociarnos. Y son tan ingentes las necesidades sociales, que sólo en sociedad se pueden afrontar. Asociaciones para el apostolado, para la beneficencia, para la enseñanza... Cada cual debe ver sus posibilidades de dinero, de tiempo, de trabajo, y colaborar en lo que más se le adapte, v. c. un abogado podrá dedicar unas horas a la semana en un consultorio jurídico para los necesitados de la parroquia; un médico en un dispensario público; un ingeniero en una escuela profesional; un administrativo en unas oficinas con fines caritativos; unos campesinos podrían atender las tierras de un enfermo o de una viuda; unas señoritas podrán llevar un jardín de la infancia, o cuidar de un hogar ocasionalmente cuando la mujer se pone enferma, o el domingo para que pueda ir a misa; etc., etc. No sólo por eficacia, por su misma finalidad, la caridad cristiana requiere la unión mutua, ya que Cristo pone como modelo de nuestra caridad fraterna: «Padre... que sean uno, como nosotros somos uno» (Jo. 17, 22). Pero Señor, ¿Sabes lo que dices? La unión de la Santísima Trinidad es tal que el misterio consiste en conciliar la pluralidad de las personas con la unidad de la Naturaleza: una sola inteligencia, una sola voluntad, un único 158

principio de acción. ¿Y nuestro amor mutuo debe imitar esa unión? Sin duda se trata de una cuestión difícil, pero de incalculable profundidad, bien merece por ello nuestra atención y nuestra preocupación para no conformarnos con soluciones superficiales que en el fondo no incluyen esa augusta imitación de la vida trinitaria. Será necesario para imitarla que procuremos tener un solo parecer, una sola voluntad, un solo plan de acción en común con nuestros hermanos. A fin de conseguirlo, el pensamiento, las decisiones han de ser elaborados por todos, si no ya no serían comunes. Siempre que sea oportuno debemos aportar nuestra opinión, aunque muchas veces habremos de adoptar el punto de vista ajeno, para que haciendo nuestra su voluntad ya no haya dos sino sólo una. También hemos de pedir en la elaboración de nuestros planes y determinaciones la colaboración de los inferiores (¡y en esto si que fallamos!), si puede ser colectivamente, para que sean efecto de la caridad común. La decisión podrá ser tomada por la mayoría o por el superior, según los casos, pero éste no podrá, en consecuencia, desestimar la opinión de los subditos. Es notable a este respecto el ejemplo de S. IGNACIO, que incluyendo en su legislación la obediencia más perfecta, no por eso dejó de consultar con sus subditos e incluso de fiarse de su parecer en multitud de ocasiones. No se trata de transigir con lo que esté mal, sino de procurar la mayor unión de todos en cuanto sea posible. Si la unión se reduce a un mero acatar los subditos las órde159

des del superior sin tener ninguna participación activa en ellas, habrá quizás una unión castrense perfecta, pero no el pensamiento y la decisión comunes, y sobre todo faltará el amor, requisitos indispensables para que se dé una unión semejante a la de la Santísima Trinidad. Otra ventaja de esta unión mutua es el entusiasmo que inyecta el ver la sinceridad, la aportación de todos, los fines y las razones de nuestro obrar. No se trabaja como el obrero eventual en empresa desconocida, sino con todo el interés que se pone en los asuntos propios. Sobre la unión fraternal cuasitrinitaria recae la bendición especial que citamos al hablar de las promesas: «Donde hubiere dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos» (Mt. 18, 20). Nada menos que una presencia especial de Cristo. Cristo en cuanto Dios está presente en todo lugar; en cuerpo y alma está presente en el cielo y sacramentalmente en la Eucaristía; por la gracia santificante está presente en el alma del justo. ¿Qué presencia es ésta prometida a la unión en nombre de Cristo? Sin duda será un interesarse especialmente por ese grupo, protegerlo de manera peculiar, y como la reunión tendrá un fin, la presencia de Cristo llevará consigo ayuda especial para conseguir ese fin (cfr. Mt. 18, 19). ¡ Que horizonte insospechado, pleno de optimismo, se abre aquí a todos los que trabajan en equipo! ¿Cómo podrá ser bendecida y que éxitos logrará la acción de aquellos grupos que sepan instaurar entre ellos semejante unión? 160

Incluso en resoluciones privadas, si uno consulta y hace caso a los demás, su acción será más prudente en el orden natural, y en el sobrenatural llevará el sello de caridad mutua y de bendición de Cristo, que aumentará su valor. * * *

Pero la caridad mutua consta de dos eslabones: que tú ames a los demás y que también ellos te amen a ti. Por eso has de procurar tanto amar a los demás, como también ganarte el afecto de todos. Este aspecto práctico es de gran transcendencia que lo consideres. Tienes que ganarte amigos Pon toda tu simpatía, tu eficacia, tu servicialidad, en orden de conquistar ese objetivo. No pretendas únicamente conseguir el afecto de las personas influyentes. No, porque vas a ganar amigos con el fin exclusivo de realizar el deseo de Cristo: constituir la caridad mutua. Que te quiera tu familia, tus empleados e inferiores, todo el que acuda a ti pidiéndote un favor, todo el que puedas tú ayudar anticipándote a su necesidad o su deseo. En la agenda de tus relaciones con cualquier persona, nunca debe faltar un renglón rojo: ¿Cómo podría yo ganarme su afecto o aumentar el que me tiene? Y de cuando en cuando meditarlo. ¿Abarcas el espacio ilimitado que esta interrogante abre al ejercicio de tu amor al prójimo? ¡Ojalá tomes con toda el alma este interés por ganarte el afecto de todos! Es la cumbre de la santidad. 161

g)

Bien común.

El problema más difícil en el ejercicio de la caridad, como en el de los derechos subjetivos, es cuando hay colisión de dos derechos o de dos bienes contrarios. Con frecuencia sucede que el bien común es incompatible con el bien de un particular; incluso m á s : el bien común puede exigir el perjuicio de una persona. Sin entrar en todas las implicaciones de la doctrina socialista, por el principio general, el bien común debe prevalecer sobre el bien individual, salvo cuando se trate de bienes personales intangibles. Quizás la zona de fricción más corriente entre ambos bienes, en el orden ascético, es la crítica de los defectos. No cabe duda que la postura más fácil es la tradicional: toda crítica es censurable, implica falta de caridad, tal vez también de obediencia, es el desahogo apasionado de quien está falto de autodominio y se mueve por envidia, por rencor, o al menos con excesiva ligereza. No negamos que puedan darse esos pecados capitales de la crítica, los cuales sólo merecen ser reprobados. Por supuesto además, que todo el mundo tiene derecho a su fama, que no se le podrá quitar si no es por un bien mayor. Pero esta concepción de la crítica olvida un bien mayor digno de tenerse en cuenta: el bien común. Por él, por el bien de todos los de una sociedad o grupo puede convenir criticar los defectos de algún individuo. Está claro el caso de los políticos: por serlo admiten que sus actos se hagan del dominio pú162

blico, ya que la sociedad para prestarles su voto tiene derecho a conocer lo que son. Además, el que sus acciones vayan a ser aireadas es un freno de seguridad a una posible conducta inmoral o inconveniente. A esa ley de publicidad está sujeto todo el que tenga o aspire a un cargo político. Cuanto más que en muchos casos es el único medio con que cuenta la sociedad para proteger sus derechos. Pongamos la hipótesis inocua de un profesor que sea una calamidad pedagógica. Es indudable que el bien común reclama su sustitución, pero quizás el único procedimiento para llegar a ella sea la crítica de sus alumnos, desde luego justificadísima. Si la crítica ponderada está exigida a veces por el bien común, sin embargo su ejercicio requiere una gran dosis de caridad, para criticar buscando solo el bien común, no el perjuicio del criticado, y consiguientemente tanto cuanto pida dicho bien no más. Sin dejarte llevar del rencor o de otro afecto desordenado. Por su parte, el criticado debe saber encajar lo que dicen de él, no buscando afanosamente argumentos para disculparse. Supone una excepcional altura y elegancia de espíritu admitir los defectos propios con toda sinceridad; contemplarlos objetiva y fríamente para después dedicarse con todo calor a la tarea de superarlos. Tarea de caridad, pues el bien ajeno necesita que corrijamos nuestros defectos, y en la mayoría de los casos la fuente de información más despiadada, pero más exacta que tengamos, será la crítica de los que menos nos aprecian. 163

No voy a acabar este punto sin dejar de recomendarte que si quieres superarte en la caridad y perfeccionar tu personalidad corrigiéndote los defectos, además de aprovechar la crítica que aceche tu paso, ruega de cuando en cuando a quien tengas confianza, que te dé un juicio imparcial de tus cualidades y tus defectos. h)

Apostolado.

La caridad consiste en hacer bien a los demás, y como el mayor bien que podemos hacer a otra persona es procurar su salvación y santificación, se sigue que la mayor caridad es el apostolado: procurar la salvación y santificación de mis hermanos. Virtud contraria al escándalo, tanto como éste merece castigo terrible, aquélla merece premio incomparable. Es de gran valor tu acto de caridad cuando pretendes hacer la vida feliz a una persona. Pero si colaboras a que un alma viva mejor su cristianismo, o a que otra deje el camino de perdición y se salve, entonces les has conseguido la felicidad total, eterna; su agradecimiento no tendrá fin, entonces has hecho tanto que, como dice S. Agustín, el que salva un alma salva la suya. Recapacita: ¿qué apostolado puedes hacer? Ante todo con el ejemplo, que arrastra más que muchos sermones. A los hijos es el ejemplo de los padres lo que les convence. La eficacia del ejemplo está en razón directa con la proximidad; por el 164

contrario, las exhortaciones con la mayor familiaridad suelen perder eficacia, según lo que dice el Señor: nadie es profeta en su tierra (Mt. 13, 57). A veces un consejo, una palabra, dichos con discreción y con afecto pueden ser decisivos. Sobre todo si ven que tienes caridad, que les quieres y se lo demuestras, entonces podrás hacer directamente apostolado y serán tus palabras bien recibidas. Todo cristiano debe ser apóstol según sus posibilidades. También a ti van dirigidas las últimas palabras de Cristo antes de la Ascensión: «Id y predicad la Buena Nueva por todo el mundo», tienes ante ti un campo inmenso. Plantéate esa pregunta, y busca tú mismo con afán la contestación adaptada a tu circunstancia. ¿Cómo puedo yo predicar la Buena Nueva? Al servicio de este cometido indispensable en todo cristiano, hemos de poner cuantos recursos tengamos a nuestro alcance individual y colectivamente, sin olvidar los adelantos técnicos de difusión. Pero como se trata de una finalidad sobrenatural, de nada valdrán solos los medios y esfuerzos naturales, es preciso además la gracia de Dios. Esta se obtiene con la oración y el sufrimiento. Tenemos que pedir cotidianamente a nuestro Padre que está en los cielos, que venga su reino. Y concretarlo: por el éxito de esa acción apostólica, por la conversión de esa persona con quien trato, para que mis consejos sean fecundos. Pero la oración más eficaz es cuando se pide sufriendo. Por eso, como dijimos, sufrir es la mejor manera de practicar la caridad, pues atrae 165

abundantes gracias sobre el Cuerpo Místico. Con el sufrimiento atrajo Cristo todas las gracias de la Redención, y nosotros, a imitación suya, con el sufrimiento no es que ganemos gracias distintas de las de Cristo, sino que conseguimos que esas gracias se nos apliquen. Sobre todo aceptando el sufrimiento, lo costoso de la vida y del cristianismo. Es preciso que el grano de trigo muera para que dé abundante fruto (Jo. 12. 24). Insospechado valor el de nuestro sufrimiento para hacer apostolado. Sin él no se hizo la Redención de Cristo, ni será eficaz nuestro celo apostólico. Pero con él, aunque sea poco, se hacen maravillas. Pruébalo, aplícalo a las obras de gloria de Dios que tengas entre manos. Ese ha sido el secreto del triunfo en los santos. Y es que lo poco nuestro vale mucho porque, repito, es la llave con que damos paso a las infinitas gracias que nos alcanzó la Pasión de Cristo.

CONFIANZA HASTA EL DOLOR

Al amor insondable y maravilloso que Dios te tiene, no sólo debes corresponder amándole. Si tienes fe en El debes tener también una confianza sin límites en el Padre infinitamente bueno. Aunque hubieses derrochado tu hacienda y tu vida, y fueses un criminal condenado a muerte, Cristo es el Padre que no aparta su vista del camino, esperando siempre la vuelta del hijo pródigo, dispuesto a echarle inmediatamente los brazos al cuello. 166

Y tú le tienes miedo, y dudas todavía si te perdona, y te parece que ya la santidad no es para ti. ¿Por qué no aprendes la lección del Buen Ladrón? Ya para morir, con toda una vida de malhechor por detrás y sin un día más por delante para hacer penitencia. Pero con una confianza tal, que le bastaron unos momentos para ser canonizado. Es de fe. Por Cristo mismo, al único que canonizó: «Hoy», no mañana, «Hoy, estarás...» ¿Cuándo vas a aprender, hombre de poca fe? Tienes miedo a la santidad, hasta de pedírsela a Dios, te parece que si Dios te hace caso tu vida va a ser insoportable. Y Cristo con acento triste te reprocha: Si un hijo tuyo te pide de comer, no le das una piedra o un escorpión, y eso que vosotros sois malos, pues Dios que es bueno, ¿qué crees que hará? (cfr. Le. 11, 12). Dios quiere tu santidad más que tú mismo. A veces te entra el deseo de ser mejor y entonces existe el peligro de creer que tú solo te puedes hacer santo a ti mismo. Por eso S. Pablo decía: «No yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Cor. 15, 10). Es únicamente Dios quien te puede santificar, tú basta que no pongas obstáculos a su gracia. Para lograr su intento no van a faltarle medios a Dios. Pero Dios respeta tu libertad, sólo te santificará si tú quieres. Para ello tiene un medio infalible, su arma secreta, el mismo con el cual hizo que Cristo consiguiese la santificación para su Cuerpo Místico: la cruz, el sufrimiento. 167

Ya dijimos que el sufrimiento es imprescindible como el alimento, el agua o el aire. Porque son imprescindibles Dios llena la tierra de alimentos, de agua y de aire, y también de sufrimiento. Sufrimiento sobra: hospitales, suburbios... y en la intimidad de cada hombre, ¡ cuántos sufrimientos! El problema no es sufrir más, el problema es aceptar el sufrimiento. 1) Tienes que ejercer tu fe viendo en todo sufrimiento la voluntad de Dios que lo ordena para tu santificación, como una madre prepara la medicina amarga para su hijo enfermo. 2) Tienes que ejercer tu confianza en este momento difícil, creyendo que eso tan costoso es una prueba de lo que Dios te quiere. No te hablo en broma. La confianza hasta el dolor es heroica. Estamos tocando lo más alto de la santidad. 3) Tienes que entrenarte en descubrir ese valor santificador en todo sufrimiento. Todo sufrimiento es querido por Dios para ti, aunque sea efecto del pecado de otro. Dios no quiso el pecado de los judíos, pero quiso la Cruz para Cristo. Si Dios no hubiera querido ese sufrimiento para ti, ¿es que no te podría haber creado en otra circunstancia? ¿Es que no podría haber organizado el mundo de infinitas formas diferentes a la actual? Pero ha querido ésta, para que tú sufras eso. Es sufrimiento querido por Dios, el dolor físico, la enfermedad, los defectos corporales; lo reconocemos fácilmente. También es querido por Dios lo costoso de sus mandamientos, de vencer la tentación, el cumplir con el deber, el esfuerzo del 168

trabajo cotidiano. Por fin Dios quiere también, y es lo más difícil de ver, el sufrimiento, las molestias, la irritación que te causan otras personas por su culpa, porque les falta caridad o les sobra egoísmo, porque te envidian, te aborrecen, porque con mala intención o por inconsciencia te hieren, te ponen zancadillas, en cosas grandes o en la cinta sin fin de la vida ordinaria. Todo eso son cabos que Dios te echa para que subas la escala de la perfección cristiana. Si los rechazas, sufres en vano, y sufres más, porque lo haces sin la satisfacción de aprovecharlo, sin el ideal de conseguir gracias de Dios por ese magnífico medio para ti o para otros, sin la intimidad con Dios que te inundaría de la consolación espiritual de que hablan los santos (hombres de carne y hueso como tú). Consolación que les convertía en los seres más felices de la tierra en sus mismos sufrimientos. Y un Francisco Javier, desterrado entre paganos y salvajes, llega a exclamar: ¡ Basta, Señor, basta! Pero no del sufrimiento, sino del gozo sobrenatural que le rebosaba.

DEVOCIONES Y DESVIACIONES

Hasta ahora hemos hablado primordialmente de la manera de ser cristianos, de como debemos orientar nuestra vida. Para completar esta síntesis de ascética conviene no dejar de abordar ese problema de las devociones, es decir, de los ejercicios o prácticas piadosas. 169

Su realidad responde al gusto de muchos por lo concreto, lo determinado. Gusto más extendido entre personas de cultura o de sexo débil. A quien sea útil este valerse de lo concreto en su vida espiritual, ¿por qué se le ha de negar el derecho a hacerlo? Incluso algunas de estas prácticas sirven más o menos a todos; por ejemplo: el rosario, el vía crucis. Lo mismo, es laudable comulgar unos días para obtener el favor de un santo, como se hace en los «siete domingos de San José» o rogar todos los días de la novena a la Virgen Inmaculada que nos proteja. Como reparación por el pecado está muy extendida la «Hora Santa» dedicada al Corazón de Cristo, es decir, a Cristo cargado de afecto por nosotros. De los Primeros Viernes ya hemos hablado, lo mismo que del Apostolado de la Oración, que insiste en el consejo de ofrecer todos los días nuestras obras a Dios y comulgar por lo menos una vez al mes. Otras devociones son afecciones particulares a cierto santo o misterio de Cristo o de la Virgen. Así será devoto de la Pasión de Cristo quien le dedique una especial atención. Sin embargo hay que precaver un malentendido en las devociones. Puede ser el exclusivismo; el cristianismo hay que vivirlo íntegra y proporcionalmente; no lo haría quien se olvidase de Cristo para pensar únicamente en la Santísima Virgen o quien procurase imitar exclusivamente los sufrimientos de Cristo, relegando a un plano muy secundario el amor al prójimo. También desvirtúa 170

el mensaje de Cristo quien lo concreta primariamente en hacer los trece martes a San Antonio o asistir a todas las funciones de la iglesia. Las devociones son prácticas útiles, equilibradas, de un cristianismo que sin dejar de ser razonable es fervoroso. Si se estiran tanto que se deforman o si se acumulan supersticiosamente acciones extrañas, como meter un libro debajo de la almohada, entonces ya las devociones auténticas se desfiguran en desviaciones ridiculas o cuando menos ignorantes. Más que bien a sus fanáticos causan desprestigio a la Iglesia, como el lenguaje melifluo con que suelen ir arropadas.

DESPEGUE

Ya está todo a punto, los motores en marcha y la pista libre. Es el momento del despegue, sin él, todo lo anterior sería inútil. Se acaba de estudiar una carrera para ejercerla. Ya has revisado tu cristianismo, has estudiado sus líneas fundamentales. Todo inútil si no se refleja desde hoy en tu futuro. Lo de menos es que la lectura hasta aquí te haya resultado fácil o agradable, lo de más es que desde aquí te sirva lo leído. Si una duda importante te retiene o tus ideas no están todavía acordes para encauzar tu vida, consulta. Comprenderás que son problemas demasiado transcendentales para que los dejes sin resolver. ¿Cómo podrías algún día excusarte de tu incuria? 171

Si por el contrario, la visión está suficientemente clara, ya no tienes disculpa para retardar tu nuevo impulso hacia arriba. Impulso que continuamente hemos de iterar, como se suceden sin cesar las explosiones de un motor en marcha. Este semáforo queda ya atrás. Sintoniza con la onda de quien ha de guiar tu vida: «Ven y sigúeme...».

ÍNDICE

Págs.

Introducción

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I. — ESTRUCTURA BÁSICA DE LA ASCÉTICA CRISTIANA Enfoque del problema El p l a n de Dios El dogma del Cuerpo Místico Cristo, ejemplo p a r a todos El mensaje de Cristo Y los suyos n o le recibieron El escándalo de los pusilánimes

13 17 24 31 33 52 59

II. —LA MEJOR NORMA DE PERFECCIÓN Intervención del magisterio pontificio Contenido del culto al Corazón de Jesús ... G a r a n t í a s que presenta Historia El misterio de la creatura Diálogo en Cristo

67 68 78 85 118 120

III. — CRISTIANISMO DÍA TRAS DÍA El secreto de la práctica Unión con Dios Unión con los h e r m a n o s Confianza h a s t a el dolor Devociones y desviaciones Despegue

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131 132 139 166 169 171 173