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André Dartigues .
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ANDRE DARTIGUES nació en Berdoues (Gers), en 1934. Licenciado en Teología y en Filosofía y Letras, diplomado en la Escuela Superior de estudios filosóficos, sacerdote, fue profesor en el Seminario Mayor de Auch y capellán de la Iglesia universitaria y de los Equipos de Enseñantes de la diócesis. Desde 1969 enseña historia de filosofía moderna y contemporánea en el Instituto Católico de Toulouse. A través de sus trabajos y sus cursos demuestra gran interés por el pensamiento alemán del siglo XIX y XX, así como por las cuestiones que le plantean a la teología las corrientes filosóficas contemporáneas.
El CREYENTE ante la crítica contemporánea
creer
El CREYENTE ante la crítica contemporánea
comprender André Dartigues colección dirigida por Antonio Cañizares Luis Maldonado Juan Martín Velasco
Ediciones Marova, S. L. E. Jardiel Poncela, 4, Madrid-16
PREFACIO
Cubierta diseñada por José Ramón Ballesteros. Traducción realizada por Felipe Martín. Con las debidas licencias. Depósito legal: M. 30251.—1981. ISBN 84-269-0434-3. © EDITIONS DU CENTURIÓN, 1975 EDICIONES MAROVA, S. L., E. Jardiel Poncela, 4, Madrid-16 (España), 1981. Reservados todos los derechos. Printed in Spain. Impreso en España por Gráficas Halar, S. L, Abdón Terradas, 4, Madrid-15, 1981 (11-81).
Las reflexiones que siguen no pretenden en forma alguna ofrecer una exposición sistemática sobre la naturaleza y el contenido de la fe cristiana. Dicho contenido se da aquí por supuesto y aunque es necesario reelaborarlo y profundizarlo sin cesar, otros trabajos se encargan de hacerlo con la suficiente amplitud. Lo que nosotros nos proponemos abordar es una cuestión a la que todo creyente es hoy especialmente sensible y desde la que intenta replantearse su fe; es ésta: ¿Bajo qué condiciones es posible la fe cristiana hoy? Entre dichas condiciones, hay unas que afectan a la naturaleza misma del acto de fe, no son específicas de una época cultural concreta: son las condiciones que hacen relación directa a aquella disponibilidad de la inteligencia y del corazón sin la que es difícil que la Palabra pueda penetrar, siendo entregada a los pájaros, como aquel grano de semilla que cayó sobre el camino de la parábola evangélica. Otras, sin embargo, son propias de una época determinada, guardan relación con un contexto cultural y social: son éstas las que van a acaparar nuestra atención. Indudablemente estas condiciones en cuanto tales varían de un país a otro y sobre todo de un continente a otro: lo que puede ser válido aplicado a España no tiene por qué serlo igualmente para la China o la India. Queda fuera de nuestro objetivo, por tanto, el querer abarcarlas todas. Somos conscientes, pues, de las limitaciones tanto espaciales como temporales de las «contestaciones» de la fe que vamos a intentar analizar. Por otra parte, el contexto temporal y espacial que a nosotros nos ha tocado vivir es un contexto muy concreto. La dificultad de creer adquiere dentro de él un tinte particular, te9
niendo en cuenta cómo es la sociedad a la que pertenecemos y cómo ha evolucionado el pensamiento que la sustenta tal como queda reflejado en su antropología o en su filosofía. A este respecto creemos vislumbrar una fuerte crisis de la afirmación, no de cualquier afirmación, sino de una afirmación fundamental que podíamos denominar «metafísica», ya que su terreno es el Absoluto. ¿No existe ya el Absoluto? ¿Ha quedado más bien desplazado? A este propósito nos ha asaltado con una claridad un poco confusa y teñida de pesimismo la idea de la muerte, bien sea de la «muerte de Dios» o de la muerte «del hombre», como se prefiera, ya que constituyen el trasfondo o el contrapunto necesario de todas las afirmaciones esenciales en torno a las cuales se ha edificado nuestra cultura occidental y el pozo de donde la fe ha sacado sus formulaciones. Ni que decir tiene que este resurgimiento de la idea de la muerte de Dios no pone en la picota «una fe específica y particular»—la época del anticristianismo es ya una época pasada—sino más bien la misma idea de «creer» en general, incluso aquellas que fueron propuestas como sucedáneas de un cristianismo fallecido. Tal vez se tenga la impresión de que con estas nuevas corrientes de pensamiento no hemos recorrido el camino que convenía: bien porque parezca excesivamente corto, habiéndonos limitado solamente a sobrevolarlo sin dar una idea suficiente y adecuada de la riqueza de sus análisis; o bien porque resulte a otros excesivamente largo, haciendo perder el tiempo a una fe cristiana que lo único que requiere es que se la reafirme sin más. La dificultad está en que ése pensamiento moderno, crítico o analítico, no se sitúa como en otro tiempo en la sintonía de las afirmaciones de fe. En la antigua apologética tanto la fe como su negación sintonizaban, se situaban una frente a la otra (como puede verse, por ejemplo, en el siglo XVIII con la confrontación entre «los diccionarios» filosóficos de los enciclopedistas y los «anti-diccionarios» de los defensores del cristianismo). La discusión sobre las verdades de la fe tenía desde el punto de vista del «sujeto» una común longitud de onda, tanto para los atacantes como para los defensores de la fe. El pensamiento crítico actual, sin embargo, ha abierto una brecha profunda, en cuyas raíces se encuentre tal vez ciertos vestigios del lenguaje de la fe, pero con el que no tiene nada que ver, tal como se desarrolla 10
y discurre en la actualidad. De ahí que no nos quede más recurso que observar hacia dónde desemboca esa brecha abierta y preguntarnos si ha conseguido socavar la fe hasta su derrumbamiento. A veces este tipo de problemática irrita a algunos creyentes que confiesan estar ya hartos de esas «puestas en cuestión» que otros creyentes aceptan demasiado alegremente y a la ligera, sin pensar o caer en la cuenta que son fenómenos de un espacio geográfico y de una situación determinada. Nunca, sin embargo, se ha dicho que la fe sea algo cómodo, que no suponga, una vez recibida, una trabajosa tarea para el pensamiento y la razón. La tarea que hoy se le impone al creyente que reflexiona no es exactamente la misma de ayer, ni evidentemente la misma del futuro. Es la suya, la de su época; basta con que la asuma con ánimo y confianza.
I EN BUSCA DE UN ESPACIO DE CREDIBILIDAD
Nuestro tiempo está bajo el signo de la «huida de los dioses», según aquel conocido himno de Holderlin: «Cuando todo se acabe, cuando la luz se apague, el sacerdote será el primero que caiga, pero su templo, la iconografía y el rito le seguirán, fieles, al país de las Sombras, y ningún resplandor subsistirá. Como el humo dorado que sube de las antorchas funerarias, una leyenda sobrevivirá y cubrirá de nubarrones nuestros espíritus dubitantes» 1. Desaparición de la luz y permanencia de la leyenda. Una ojeada a ía fe cristiana de hoy puede darnos ía impresión de que en muchos sectores lo que en otro tiempo sirvió para iluminar la vida ha quedado reducido actualmente a un puro y piadoso souvenir. Evidentemente se seguirá hojeando con respeto los libros de viejas estampas, como belleza conservada y como sello vetusto de nuestra cultura y nuestra historia, pero en plan «retro», como algo perteneciente al pasado, como esas historias bellas que son las leyendas. Es más, tanto más bellas serán cuanto menos útiles y verdaderas sean. Lo mismo que esos viejos instrumentos agrarios colgados como inservibles o esos venerables documentos protegidos tras las vitrinas de los museos. ¿Se leerán un día los Evangelios—porque se seguirán leyendo—como se lee actualmente a Homero? De todo aquello que se tuvo como verdadero durante una cierta época ¿no se conservará más que la «fumata dorada» por no ser más que un momento transitorio dentro de la historia de la conciencia humana? Se podría incluso decir que mientras fuese contestado, mientras provocase persecuciones del signo que 1
HOLDERLIN, Germania.
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fuesen, el cristianismo estaba vigente, aunque fuese signo de contradicción. Pero si lo único que se conserva de él es su pasiva belleza y si lo único que provoca es nostalgia, entonces es que su hora ha pasado, que ha comenzado otra época en la que ya nadie puede temer nada de él. Hoy nos quedamos maravillados ante las estatuas del Zeus olímpico, pero nos reímos de su ra^o. N o se puede, pues, eludir la cuestión de saber si el cristianismo y la fe que le define son verdaderos también para el futuro y para siempre o si solamente es válido para una época, una época que comenzó con el apogeo del Imperio romano y que acabó alrededor del año 2000. Asistiríamos en este caso a las últimas irradiaciones de un día que no volverá. Esta cuestión fue evocada por Marx a propósito del arte y la época griega, pero no hay duda de que el cristianismo era para él también un fenómeno del mismo tipo. «Un hombre no puede hacerse niño sin hacerse al mismo tiempo pueril, Pero ¿no goza con la ingenuidad del niño? ¿Y no debe esforzarse por reproducir su verdad y autenticidad, aunque a un nivel más elevado?... ¿Por qué motivo la irreversibilidad de aquella infancia histórica de la humanidad, en todo su bello esplendor, no va a seguir ejerciendo una atracción eterna?... Los griegos fueron ciertamente unos niños; el encanto que seguimos encontrando en sus obras de arte no tiene por qué quedar contrariado u oscurecido por el hecho de que fuese una etapa de la humanidad ya superada y caduca. Precisamente eso es lo que refleja su arte; el resultado inseparable de aquella ideología y de aquel estado de inmadurez social en que surgió y que ya indudablemente no volverá a darse» 2 . Transferidas del helenismo al cristianismo estas observaciones de Marx dan pie a las siguientes cuestiones: Las condiciones de posibilidad de la fe cristiana ¿no son en el fondo unas condiciones puramente hístórico-sociales que, una vez superadas, hacen que en adelante la fe cristiana sea inadmisible por caduca? Y si a pesar de todo, la fe subsiste, ¿cuál es subsuelo en el que se enraiza? ¿Cómo puede a la vez nacer en la historia y hundir sus raíces más allá de la historia, de suerte que no se confunda con las formas perecederas de esta última cuya subsistencia es 2
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K. MARX, Introducción a la Crítica de la economía política.
meramente memorística? Si así formuladas resultan un poco abstractas estas cuestiones, vamos a intentar precisarlas y formularlas de otra forma. Notamos en primer lugar que no es suficiente con la mera formulación de los enunciados de la fe, tal como se expresan por\ ejemplo en un Credo, para que se dé realmente fe, es decir, para que el espíritu se adhiera a dichos enunciados y los haga propios. Muchos no creyentes leen y releen los textos en los que se expresa y refleja el cristianismo—la Biblia, por ejemplo— y no se sienten identificados con ellos. Pueden mostrarse interesados, emocionarse incluso con ellos, sin que por ello dejen de considerarlos como documentos puramente humanos. Piénsese en la forma en que Montherlant supo hacer vibrar ciertas fibras del más puro espíritu cristiano sin sentirse en absoluto personalmente identificado con ellas. El hecho, pues, de que se pueda uno ocupar del contenido de la fe sin sentirse creyente establece una cierta distancia entre la expresión y la adhesión que conviene analizar. Sería de mal gusto medir dicha distancia en términos exclusivamente morales, convirtiendo al no creyente en un ser culpable, pues en ese caso el masivo incremento de la increencia, convertido en un fenómeno de civilización 3 , nos obligaría a tachar de esa forma a mucha gente. Por otra parte, desde el punto de vista del creyente dicha distancia es percibida y vivida con cierto embarazo o incomodidad al tener que dar cuenta del contenido exacto de su fe: al ser ésta siempre la fe de la Iglesia y al comportar siempre una serie de proposiciones que es preciso afirmar sin rodeos, el creyente se siente más de una vez en aprietos hasta el punto de silenciar aquellas verdades más chocantes con los tiempos que vivimos. Una encuesta relativamente reciente puso en evidencia que un punto tan capital para el cristianismo como la resurrección se había convertido para un gran número de católicos en un punto d u d o s o 4 . Si denominas Cf. a este respecto Georges MOREL, Problémes actuáis de religión, París, Aubier-Montaigne, 1968. Dios: ¿Alienación o problema del hombre?, Madrid, Marova, 1970. 4 Sondeo aparecido en la revista Le Pélerin du XX siécle del 28 de octubre de 1973: «Entre los católicos practicantes, el 13 por 100 piensa que no hay nada después de la muerte, el 31 por 100 cree que habrá algo y el 49 por t00 (uno de cada dos) afirma la existencia de una vida nueva. Entre los católicos no-practicantes—cuyo número es muy elevado en Fran-
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mos «espacio de credibilidad» a ese campo móvil que separa al sujeto creyente de los enunciados a los que debe prestar adhesión, la pregunta que nos hacemos es ésta: ¿Qué ha ocurrido en dicho espacio desde hace unos cien años para acá para que lio creíble devenga increíble? ¿Estará el hombre en vías de cambiar de espacio y de medio, como aquellos anfibios que salieron/del agua para inaugurar la aventura terrestre, siendo el ateo / del siglo xx el mutante de la nueva especie? Así expresada, la pregunta es un eco de aquella proclama de F. Nietzsche: «El más grande de los últimos acontecimientos—a saber: que Dios ha muerto y que la fe en el Dios cristiano se ha hecho increíble— comienza ya a extender sus primeras sombras sobre Europa» 5.
LA FE Y LA ANTIGUA CONFIGURACIÓN CULTURAL Determinar en qué sentido ha podido modificarse el espacio de credibilidad presupone que se haya previamente delimitado y precisado su antigua configuración. Esa delimitación había quedado ya trazada por San Anselmo en su célebre programa sobre la inteligencia de la fe (intellectus fidei). No se trata efectivamente de llegar a la fe partiendo de una argumentación, como si los enunciados de fe fuesen demostrables; la fe es un don y don previo sin el que no es posible una comprensión auténtica de lo que dicha fe afirma: no se trata de «comprender para creer», sino de «creer para comprender». Aunque ese «comprender» es siempre algo intrínseco de la fe y no puede jamás producirse sin ella, no es menos cierto que exige también una credibilidad plausible de esa misma fe, un sentido que San Anselmo denominó vatio fidei y que sería perceptible tanto desde el exterior cpmo desde el interior. Dicho sentido podría, pues, constituir el terreno en el que podrían encontrarse cristianos y no-cristianos: «Aun cuando estos últimos buscan la ratio precisamente porque no creen y nosotros, por el contrario, porque cía—el 8 por 100 cree en una vida nueva, el 31 por 100 en la existencia de 'algo' y el 48 por 100 (uno también de cada dos) estiman que no existe nada después de la muerte.» 5 El Gay saber, Narcea, S. A. de Ediciones, Madrid, pág. 347. 18
creemos, el objeto de nuestra búsqueda, sin embargóles el mismo, único» 6 . \ La actualización de esa formulación estaría, como observa Hj Bouillard, en la búsqueda de un criterio de credibilidad basado justamente en su carácter de comunicabilidad. «Una de las características de la situación religiosa de nuestro tiempo, debido a U presencia masiva del ateísmo y al ineludible encuentro de las religiones no cristianas, está en que el pensamiento cristiano no puede desplegarse ya sin entrecruzarse con las convicciones y razones que se le oponen» 7 . San Anselmo no indica que ese entrecruzarse sea una especie de reflejo de autodefensa, revestido con las típicas radicalizaciones apologéticas, sino más bien como una búsqueda común en la que cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes, podrían comunicarse. El espacio de credibilidad se convertiría, pues, en un espacio de comunicabilidad, en el que se inscribiría tanto la postura fiduciaria del creyente como la del no creyente, pero sin que supusiese merma alguna en la posibilidad y libertad del creyente para asegurar y confirmar su propia fe, con toda la riqueza de una mayor comprensión de fe que de ahí resultaría. Respecto a la configuración de dicho espacio, ni que decir tiene que ha variado mucho a lo largo de los siglos, de acuerdo con las diversas conexiones que la fe ha mantenido con las diversas culturas ambientales. Sería, pues, una ingenuidad verlo como algo uniforme: toda evolución cultural, al modificar el campo de la razón, modifica de rechazo la misma forma de inteligibilidad de la fe. Piénsese, por ejemplo, en la gran revolución que se produjo en el siglo xin en las universidades de la cristiandad con el redescubrimiento de Aristóteles y de la que surgió la poderosa síntesis tomista. Que incluso en épocas de fe profunda, ésta no pueda permanecer como algo pasivamente recibido sino que exija una perpetua confrontación con la razón, queda testimoniado por aquel dialéctico excepcional que fue Abelardo: «Está claro que mientras los hombres son niños pequeños, que no han alcanzado la edad de la discreción, siguen siempre las creencias y los hábitos Se vida de las personas con las que con6 7
Cur Deus homo, I, 3. H. BOUILLARD, Comprendre ce que l'on croit, París, 1971, Aubier Montaigne, pág. 29.
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viven y sobre todo de las personas más queridas. Pero una vez que son adultos y que pueden seguir su propia decisión, no es ya al juicio de los otros sino al propio juicio al que tienen que confiarse» 8 . Hacerse adulto en la fe supone el afrontar la njovedad de las ciencias y de las filosofías desde una perspectiva de fe que, lejos de quedar disuelta con esa confrontación, queda más bien fortalecida. E, inversamente, desde la perspectiva de cualquier postura filosófica nueva que se haya podido asimilar habrá que afrontar el misterio de la fe, lo mismo que Jacob se enfrentó con el ángel, aun a riesgo de salir malparado. El testimonio de todos los grandes pensadores medievales pone de manifiesto que su fe, por fuerte que fuese, nunca fue fácil ni infantil. Es preciso además que los interrogantes surjan también desde el interior mismo de la fe. No solamente porque el creyente vive su fe en una búsqueda constante de una mayor comprensión o inteligibilidad de la misma—en este sentido la fórmula de San Anselmo es válida para todas las épocas—, sino porque la expresión de la fe ha modelado el espacio cultural en el que surge cualquier nueva ideología. La Iglesia, incluso después de los impactos del Renacimiento y de la Reforma, mantendrá por mucho tiempo la nostalgia de aquella época en la que, al transmitir la fe, transmitía también los conocimientos en los que se vehiculaba. De esa forma fue cómo la filosofía, como síntesis simbólica de todos los conocimientos naturales, quedó durante mucho tiempo impregnada del contenido de la Biblia y de la Tradición cristiana. «El (Anselmo) hereda de los Padres de la Iglesia, para quienes la revelación bíblica suponía una culminación de toda la filosofía de los griegos, filosofía, no lo olvidemos, que en sí misma, en su esencia, era teología» 9. Indudablemente Santo Tomás distinguirá con claridad la filosofía de la teología, pero esa distinción no es una separación: la primera sigue estando respecto a la segunda en una relación de subordinación, como la «ancilla» según la clásica expresión. Es de destacar cómo la síntesis teológica que Santo Tomás realiza, basada en los enunciados indemostrables de la fe, sigue 8 Citado por M. D. CHENU, La Foi dans l'intelligence, París, 1964, Le 9Cerf. H. BOUILLARD, obra citada, pág. 29.
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\siendo, no obstante, la ciencia suprema y la más englobante, bajo la cual quedan situadas necesariamente las ciencias subalternas. «Al tratarlos (los artículos de la fe) como notificaciones transmitidas por una ciencia superior, la ciencia que Dios tiene de sí m^smo, Santo Tomás los considera como tales aptos para poder proveer de luz a la ciencia subalterna del fiel creyente. Es el mismo caso de la óptica que se subordina a la física general, aceptando, sin demostrarlos por su propia cuenta, los principios que le proporciona el físico. La teología no es más que la síntesis máxima—de lo que nadie puede extrañarse, ya que se trata de Dios y su creatura—del orden general de las disciplinas del saber. La fe es el lugar espiritual y lógico de la subalternación» 10. En su lección inaugural de la Universidad de París (1256) Santo Tomás abordó también este problema, ilustrando ese enraizamiento de la ciencia en la fe a partir de un versículo del salmo 103, de tus altas moradas abrevas las montañas: «Por eso, dice, la comunicación de la verdad es descrita aquí con la metáfora de las cosas materiales: la imagen física de la lluvia cayendo de las nubes, formando ríos que fecundan la tierra. Del mismo modo la luz divina ilumina el espíritu de los maestros y doctores, mediante cuyo ministerio es difundida posteriormente en la mente de los hombres» n . La imagen de un saber que se remonta a su fuente divina deja traslucir por transparencia, y no por correspondencia, una estructura jerárquica en la Iglesia, presente e influyente a su vez en todos los sectores de la vida social. No se trata tampoco aquí de que dicha estructura sea algo inmóvil e incontestado. Mientras al comienzo del siglo x m Joaquim de Flore anuncia la era del Amor que debía traer consigo una disolución de todas las instituciones eclesiásticas, hs órdenes mendicantes, en ciertos momentos identificadas y condenadas junto al «Evangelio eterno» del monje calabrés, tratan de insuflar una nueva vida a sus instituciones. El conflicto entre la vida y la estructura, entre la mística y el dogma, es una réplica de la tensión entre la razón y la fe. Pero así como la tensión entre la razón y la fe queda resuelta con la misma fe, así también el conflicto entre la mística 10 11
M. D. CHENU, obra citada, pág. 121. Citado por M. D. CHENU, Saint Tbomas d'Aquin et la théologie, París, 1959, Le Seuil, pág. 84.
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y la estructura se resuelve en la Iglesia, que queda con ello renovada y fortalecida. I Todos sabemos que dicho equilibrio no durará indefinidamerite: la Reforma reabrirá de nuevo esos conflictos, que tendrán ya una solución menos armoniosa y mucho más dolorosa. Lo qáe se pondrá fundamentalmente de relieve en dicha solución desde el punto de vista católico será precisamente el rol, tan contestado por los reformadores, de la estructura jurídica y social de la Iglesia. A partir de entonces, el espacio o contexto en el que crece y se desarrolla la fe se escinde en regiones y ámbitos aparentemente incomunicables entre sí. «Para unos, lo importante, por encima de todo, será el misterio y la secreta comunicación que Dios hace de su vida al espíritu humano; la fe es una luz infusa, gracia mística ya, que los dones del Espíritu Santo se encargarán de desarrollar. Para otros, la fe es ante todo docilidad a una enseñanza recibida, en la que la autoridad de la Iglesia es una autoridad comisionada por el Maestro para proponer las verdades reveladas: obedecer será la actitud primordial del fiel» 12. Desde el punto de vista católico, pues, el espacio de credibilidad tiende a coincidir con el de la autoridad de la Iglesia. La dificultad de creer queda, por tanto, circunscrita a la adhesión a esa autoridad, como lo testimonian, desde el comienzo ya de nuestro siglo, las formulaciones de los «preámbulos» de la fe de los manuales de teología. «Se presuponía que se había alcanzado ya el poder demostrar en filosofía la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Los tratados apologéticos pretendían demostrarnos mediante la historia evangélica que Jesús había sido el enviado de Dios para aportar a los hombres la revelación sobrenatural y la salvación y que había confiado ese depósito a la Iglesia instituida por él. Establecida, pues, de esa forma la autoridad divina de la Iglesia, todo hombre tenía la obligación de acoger su enseñanza, de recibir en la fe los dogmas y los preceptos por ella presentados» 13. Determinadas corrientes teológicas, preocupadas por hacer más estrechos aún los vínculos entre la Iglesia y las verdades de fe, subordinaban en efecto la adhesión a dichas verdades a la obe12 13
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M. D. CHENU, La Foi dans l'intelügence, obra citada, pág. 22. H. BOUILLARD, obra citada, pág. 15.
diencia al magisterio eclesiástico. Una tal preocupación podía en el fondo significar que la fe es ante todo fe de la Iglesia y que como tal no podía quedar disuelta en la mera opinión personal. Pero subordinar tan rígida y excesivamente la adhesión del creyente a la obediencia al magisterio conducía a no hacer de esa adhesión más que un gesto de obediencia. «La Iglesia no era ya solamente la depositaría cualificada de la revelación, se convertía más bien en el motivo del asentimiento de fe. El creyente, desde el momento en que se adhería a la Iglesia, podía, al parecer, desinteresarse sin más del contenido de sü fe; o al menos reducir a una mera adhesión social, sin que tuviese necesidad de ulteriores penetraciones, la aceptación de las verdades reveladas por Dios: Una fe implícita, como se decía, bastaría para vivir como cristiano, aunque se ignorase la Encarnación de Cristo o la existencia del Verbo en Dios» 14. Delegar de esa forma en la Iglesia en cuanto a los contenidos de fe, sin examinarlos ni asumirlos personalmente, puede suponer una solución de seguridad ante la avalancha y pluralismo de nuevas ideas que va a caracterizar a nuestro tiempo. Pero ¿no supone eso en el fondo mantener la fe de los fieles en un estado de inmadurez prolongada y hacerla cada vez más frágil para cuando llegue el día en que indefectiblemente va a tener que afrontar la prueba de las nuevas situaciones y concepciones ideológicas?
NUEVOS CONDICIONAMIENTOS SOCIALES Podríamos resumir la novedad de la situación actual de la siguiente forma-. La fe, y la Iglesia que debe conservarla y testimoniarla, no segregan ya el espacio socio-cultural que aseguraba su credibilidad. Es como si ahora al espacio de credibilidad le sucediese un espacio de incredibilidad. La increencia, como consecuencia, que se presentaba como una anomalía antes, durante el período de cristiandad, tiende ahora a convertirse en norma mientras que la creencia religiosa comienza a aparecer como excepción que subsiste a contracorriente del «espíritu del tiempo». 14
M. D. CHENU, obra citada, pág. 23.
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Indudablemente una afirmación de ese tipo debe ser matizada: porque si la fe no respira ya la atmósfera que ella misma antes segregaba, su persistencia es un testimonio de su capacidad de adaptación a nuevos ambientes socio-culturales. Por otra parte, lo que hemos denominado espacio de incredibilidad es algo demasiado indefinido y proteiforme como para aceptarlo como rasgo decisivo y definitorio de las civilizaciones del mañana. Está claro, sin embargo, que se ha abierto camino una crisis sin precedentes, en la doble referencia que fundamenta la fe: en la referencia a la Iglesia, con la dimensión sociológica que implica; y la referencia a Dios con el contexto cultural en el que dicha referencia quedó conceptualizada. Que la fe no pueda ya descansar sin más en las instituciones, que debe ser algo más que una simple obediencia pastoral e irreflexiva, es algo que ha sido demasiadas veces subrayado ya para volver a insistir en ello. La definición que Santo Tomás da del acto de creer, «pensar algo prestándole su asentimiento»—definición que toma de San Agustín—supone que se dé igual importancia al pensar que al consentir. Y aunque es verdad que el contenido al que la fe presta su consentimiento es un contenido recibido de la Iglesia y en la Iglesia, y aunque es igualmente verdad que se puede ser creyente sin ser teólogo, también es verdad que la fe va referida a un contenido que tiene que ser asimilado de una forma personal y propia. Por eso la adhesión a las instituciones no reemplaza nunca la adhesión a Dios que caracteriza toda fe viva: las instituciones están al servicio de la fe; no pueden nunca reemplazarla. De lo contrario, tendría razón aquella terrible denuncia de Loisy: «El dogma cristiano, en descomposición, no es ya el apoyo y sostén de las instituciones religiosas; son las instituciones religiosas las que codo a codo sostienen las creencias religiosas» 15. Desde el momento, sin embargo, en que las instituciones son más que cuestionadas, no basta con declarar que el vínculo entre la fe y las instituciones es más débil que lo que pensaban los teóricos de la fe implícita para que queden soslayadas todas las dificultades. Porque se quiera no cualquier modificación profunda que afecte al cuerpo social de la Iglesia repercute inevitablemente 15
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A. LOISY, Memoires, t. III, pág. 217.
en las consciencias de los creyentes. En cuanto menos se identifica una planta con el «humus» o el clima del que se nutre, tanto más resentirá y padecerá en su vitalidad cualquier modificación o alteración química o climática de sus elementos, de su «biotipo». En nuestro caso concreto, si el acto de fe es adhesión a un contenido de pensamiento, todo cambio que afecte a las condiciones subjetivas de dicha adhesión repercute sobre el contenido conceptual al que se adhiere. Las condiciones psicológicas y sociales de la fe no pueden modificarse sin que quede afectado el contenido mismo de la fe. Es ese proceso de complicada evolución que se ha intentado definir con el término ampliamente vulgarizado de secularización. No viene al caso ahora reavivar el debate que dicho término suscitó, pero sí tratar de circunscribir, a partir de los hechos que provocó, ese espacio de incredibilidad que hace crecer en torno a la fe una especie de desierto. El fenómeno de la secularización se define esencialmente a partir de la noción de autonomía: «Se entiende por secularización al fenómeno según el cual las realidades constitutivas de la vida humana (realidades políticas, culturales, científicas...) tienden a establecerse en una autonomía cada vez más grande respecto a las normas y a las instituciones de carácter religioso o sagrado» 16. Hacerse autónomo es emanciparse de una ley exterior y constituir o descubrir por sí mismo las propias normas. Pues bien, es relativamente fácil delimitar los sectores del pensamiento y de la acción humana que han conseguido elaborar sus propias normas al margen de las religiones consideradas como instancias reguladoras. Es evidente que dicha independencia se produjo ante todo en sectores que tenían una técnica propia de funcionamiento, como la industria y más ampliamente la economía: «La religión se detiene a las puertas de las fábricas.» Pero también la organización política se ha ido definiendo poco a poco sin referencia religiosa alguna, cuando no lo ha hecho con referencias antirreligiosas. Como la industria y la economía, el Estado no tiene tampoco necesidad de recurrir a la religión para su propio funcionamiento; un recurso semejante no podría por menos de ser considerado como regresivo. 16 R. MARLÉ, «El Cristianismo ante la prueba de la secularización», en ütudes, enero, 1968, pág. 62.
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«Las fuerzas que están en la trastienda de este proceso distan mucho de ser fuerzas misteriosas. Tienen su origen en los procesos de racionalización liberados por la modernización (es decir: por la instauración en primer lugar de un orden capitalista, y posteriormente de un orden socio-económico industrial) en la sociedad en general y en las instituciones políticas en particular. Los 'territorios liberados' los sectores secularizados de la sociedad ocupan un lugar tan central dentro y en torno a la economía capitalista e industrial que toda tentativa de 'reconquista' en nombre del tradicionalismo político-religioso comprometería todo el funcionamiento de dicha economía» 17. Las nociones de racionalización, modernización... es evidente que tienen, desde la filosofía del siglo de las Luces, una connotación de oposición a la religión por arcaizante y obscurantista. Tampoco hay que simplificar este proceso uniendo el epíteto «capitalista» al término economía: la mayor parte de las alternativas socialistas realizadas hasta ahora no solamente consideran cualquier referencia religiosa como caduca, sino que la rechazan positivamente. Para resumir digamos: en el transcurso de las épocas anteriores, la religión legitimaba (según una fórmula de Max Weber) las estructuras de una sociedad dada proponiendo una visión del mundo tal que «salir del mundo tal y como estaba definido por la religión era perderse en las tinieblas del caos, en la anomia y eventualmente en la locura» 18. Hoy, al menos en las sociedades industriales, esas estructuras se determinan mediante una lógica propia, funcional, a la que le es indiferente que los miembros del cuerpo social se definan como creyentes o no-creyentes. Una de las consecuencias inmediatas de esta «emancipación» de las estructuras sociales es la de disminuir el poder de coacción que en otro tiempo podían ejercer sobre las conciencias las instituciones religiosas. Puede que no haya que seguir hasta sus últimas consecuencias los análisis de Berger, según los cuales las iglesias habrían pasado de una situación de monopolio a una situación concurrente de mercado, porque una Iglesia es algo muy distinto a una empresa que produce y vende su mercancía «religiosa». La analogía, sin embargo, pone de manifiesto un he17 Peter BERGER, La Religión dans la conscience moderne, París, 1973, Le 18 Centurión, pág. 210. lb'idem, pág. 215.
cho importante, y es que si la institución religiosa no se impone ya a los individuos como algo necesario e inevitable, la verdad que les propone tiende también a perder su carácter de necesidad y por tanto, subjetivamente, de su evidencia. «Subjetivamente el hombre de la calle tiene una inclinación a poner en duda los contenidos religiosos. Objetivamente el hombre de la calle se enfrenta con una gran diversidad de religiones y de otras instancias que pretenden definir y conceptualizar la realidad, con una pluralidad, pues, de modelos que se disputan su adhesión o al menos su atención, pero ninguno de ellos está en situación de forzar su adhesión» 19. Las religiones, por consiguiente, aún conservando su propósito de definir la realidad de una forma global y de modelarla, tienden a no dirigirse de hecho más que a un sector privado, grupos restringidos, familias, individuos. Incluso aquí hay que añadir que dicho sector privado es frágil en cuanto transmisor y mediador de la fe religiosa: la educación religiosa recibida en la familia o en la escuela por parte del niño, queda rápidamente afrontada con un abanico de modelos socio-culturales extraños que la ponen en cuestión. David Riesman analizó ese fenómeno mediante la noción de extro-determinación que corresponde al tipo de sociedad y de individuo definido por la sociedad industrial avanzada. «Todos los extro-determinados tienen en común que la actitud del individuo está orientada y canalizada por la de sus contemporáneos—los que conoce personalmente e incluso los que sólo conoce de una forma indirecta, mediante la mediación de un amigo o de las comunicaciones de masa—... Las metas que el individuo extrodeterminado se fija varían según y de acuerdo con esa influencia; únicamente el esfuerzo en cuanto actitud y la atención que se presta a las reacciones del otro persisten sin cambios durante toda la existencia» 20 . Indudablemente que no se expresa ahí más que un modelo formal, que no existe en estado puro en parte alguna. Pero denota la creciente impotencia de los modelos de conducta recibidos por tradición y por educación (que Riesman denomina introdeterminados) para dar a la personalidad una forma social definitiva. El hombre contemporáneo, especial19 30
P. BERGER, obra citada, pág. 203. David RIESMAN, La joule solitaire, París, 1964, Artaud, pág. 45.
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mente los jóvenes, conciben cada vez más sus pautas de conducta como una adaptación al mundo ambiente de donde brotan sin cesar, como una ebullición volcánica, las ideas y las nuevas imágenes. Ya no se navega contra viento y marea tratando de no perder el rumbo y observando las pautas recibidas de la tradición; se tiende más bien a abrazar los imprevisibles perfiles de cualquier elemento movedizo en el que nada hay trazado de antemano. Para el extro-determinado «los mecanismos de control no funcionan como un giroscopio, sino más bien como un radar» 21. Será, pues, muy difícil a una institución fuertemente vertebrada como la Iglesia católica, para la que el pasado y la interioridad tienen gran importancia, integrar y asimilar ese organismo epidérmico desentendiéndose de toda memoria del pasado y buscando incesantemente el rumbo.
NUEVO CONTEXTO IDEOLÓGICO Una modificación de las condiciones históricas y sociológicas de la fe, es decir, de las condiciones de adhesión tal como la institución las impone o propone al creyente, no se produce sin producirse al mismo tiempo un cuestionamiento de su contenido. ¿Cuál es la relación exacta que une las condiciones exteriores de la fe con su contenido? El nudo de la cuestión es demasiado complejo como para que pueda solventarse en forma de simple relación de causa a efecto. Porque si es verdad que la secularización entraña una incredibilidad de las proposiciones de fe, es tal vez igualmente verdad que esas proposiciones han jugado un papel predominante y determinante en el proceso histórico de la secularización. La concepción, por ejemplo, de un Dios transcendente que escapa a todo empeño o afán conceptual humano ha podido muy bien contribuir a ese «desencantamiento del mundo» del que hablaba Max Weber, a la expulsión de las divinidades intermediarias y de las fuerzas ocultas que, una vez rechazadas, dejaban el campo libre al autónomo ejercicio de la razón para la concepción científica y la construcción dinámica del mundo y de la sociedad. 31
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Ibídem, pág. 50.
Al fin y al cabo, pues, la crisis que afecta a la relación que la fe mantiene con su marco institucional, afecta también a la relación que mantiene con su objeto, que es Dios. A propósito de esto, habría que hacer notar lo siguiente: Dios, que nunca resultó ser algo evidente, se ha vuelto ya, al parecer, «increíble», para utilizar la expresión de Nietzsche. Increíble supone, en este contexto, que se ha acotado un nuevo espacio de credibilidad, que la zona de lo que se puede admitir como proposición verdadera ha quedado notablemente delimitada. También podríamos denominarla como zona de lo posible, fuera de la cual todo aparecería como pura elucubración imaginaria, incompatible con el sentido crítico. Si Dios es «increíble», entonces su realidad no cabe ya dentro del nuevo espacio de credibilidad, su realidad se ha vuelto imposible dentro de la región de las cosas definitivamente consideradas como posibles. Como se ve, aflora en todo esto la vieja o renovada forma de todos los racionalismos y positivismos; se percibe también la persistencia o supervivencia del esquema, común a ambos, del siglo de las Luces: la religión es algo que pertenece ya, como el arte griego, a una infancia de la Humanidad que ya no volverá a repetirse. El hombre adulto no puede por menos de relegar a Dios al desván de los sueños y trastos viejos, un desván del que un hombre que se quiera responsable ha de desembarazarse. Esa marginación o superación de la realidad divina encuentra su justificación en dos proposiciones claves, en torno a las cuales queda establecido el nuevo espacio de credibilidad: Dios no explica ya nada; Dios mismo queda explicado. La primera proposición recuerda la célebre frase de Laplace de que «Dios es una hipótesis inútil» para el progreso de las ciencias y de la técnica. Nada más que dicho progreso es considerado aquí como un progreso del hombre total y no como algo exclusivamente reducido al campo del conocimiento científico. Es decir: a medida que la ciencia va conquistando nuevos horizontes (en el campo de las matemáticas, de las ciencias naturales, sociales e históricas) es el hombre en toda su integridad y en cuanto tal el que se va conquistando a sí mismo, liberándose de la noche confusa de las religiones. El hombre se hace, se origina a sí mismo a partir de sus propios dioses, dioses que pierden su existencia desde el momento que pierden su función. Dios no 29
es más que la crisálida de la que el hombre llegado a la madurez se desembaraza para poder emprender definitivamente el vuelo con sus propias alas. No es difícil reconocer en esto la génesis del hombre que describió Feuerbach: lo que se prepara o incuba en la religión, lo que en sí misma es la religión sin saberlo, es la toma de conciencia por el hombre mismo de su «ser genérico», es decir: el conocimiento y el proyecto de todo el hombre en cada hombre. Dios no es más que el nombre extraño, alienante y alternante, del hombre, verdadero sujeto de todas las propiedades (sabiduría, poder, bondad...) que se le atribuyen a Dios. «En la primera parte (de La Esencia del Cristianismo) demuestro que el verdadero sentido de la teología es la antropología, que no hay diferencia alguna entre los predicados del ser divino y los predicados del ser humano..., y que no hay, pues, diferencia tampoco entre el. sujeto o ser de Dios y el sujeto o ser del hombre, que son idénticos; en la segunda parte, por el contrario, demuestro que la diferencia que se hace, o mejor que se pretende hacer, entre los predicados teológicos y los predicados antropológicos, queda reducida a la nada o al absurdo» 22. Al soñar a Dios, y concretamente al Dios creador, el hombre en realidad se estaba concibiendo a sí mismo, aun cuando se concibiese bajo la forma de un niño que amasa a capricho una naturaleza muelle. El DiosCreador como el Dios-Providencia, hacedor de milagros, quedan situados al margen de toda realidad y de toda objetividad. De esa forma, al no depender de los condicionamientos reales y objetivos, pueden incluso hacer lo imposible: «¿Cómo el que creó el mundo a partir de la nada va a ser incapaz de transformar el agua en vino, de hacer hablar a los animales y de hacer brotar por encanto el agua de la roca?» 23. Sin embargo, para creer en ese mundo imaginario y en su creador igualmente imaginario hay que ignorar la verdadera naturaleza de las cosas, las verdaderas leyes del mundo tal y como las ciencias evidencian. Tan pronto como éstas desvelan lo que aún por consideración a la religión se denominan «causas segundas», la causa «primera», que lo explicaba todo de una forma englobante, acabará por no explicar en 22
L. FEUERBACH, L'Essence du Christianisme, París, 1973, Maspero, página23 105. La cursiva es del autor.
lbidem, pág. 232.
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concreto nada; quedará relegada a esas zonas cada vez más reducidas de las cosas inexplicables, en espera del día en que incluso esas zonas desaparecerán del todo, porque lo inexplicable quedará a su vez explicado. «Dios es el concepto que suple 19 falta de teorías» 24, es el nombre de la diferencia entre lo que sabemos y lo que no sabemos aún. Por ese motivo su residencia, igual que la de esos fantasmas nocturnos que todo el mundo imagina pero que nadie está seguro de haber visto, son las tinieblas: «la noche es la cuna de la religión» 25. Que sólo la ciencia sea fuente de verdad y que en adelante la única realidad sea la realidad de lo sensible y de lo científicamente demostrable, he ahí, como diría Jacques Monod, una «idea sobria y fría». Porque habrá que contentarse de aquí en adelante con el mundo de la necesidad (y del azar), en el que no habrá otros milagros que los producidos por el esfuerzo humano, que penetra una naturaleza indiferente y resistente. Al trabajo mágico del Creador Providencial que se traduce de una forma inmediata en resultados, puesto que parte de «la nada», le sucede ahora ya el largo trabajo del hombre que no pliega el mundo a sus deseos más que renunciando a la fantasía. Por eso el hombre de Feuerbach crece a medida que Dios retrocede, Dios: es decir, la ignorancia e impotencia del hombre (a no ser que se trate de su cómoda indolencia y pereza). Porque este movimiento podría incluso asociarse al que propuso Saint-Simón: reemplazar una religión ignorante por una religión sabia, y, como consecuencia, una religión holgazana por una religión trabajadora 26. Indudablemente Saint-Simón no era el teórico de la religión que trataba de ser Feuerbach; pero mucho antes que él y de una manera bastante más precisa elaboró un Nuevo Cristianismo; es decir: una religión humana en la que los sabios, ingenieros e industriales ocupasen el puesto del antiguo clero, convertido en casta inútil. De esta forma, y a despecho de las muchas diferencias que pueden existir entre los filósofos del progreso del siglo xix, es todo un espectro de nuevas ideas lo que empieza a fraguarse, espectro que no se parará y que llegará "23l lbidem, pág. 339. lbidem, pág. 340. -" Cf. H. DESROCHE, Les Divins revés, París, 1972, Desclée, págs. 48 V siguientes.
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hasta nuestra época actual: El Dios-Providencia y las Religiones que lo sostienen están tocando a su fin, porque el hombre justamente comienza a hacerse cargo de su historia. Es una escatología al revés: no estamos en los últimos tiempos, en esos tiempos en que todo va a ser juzgado y asumido por Dios; estamos más bien en los comienzos del tiempo humano, tiempo en el que por fin nos atrevemos a tomar en nuestras manos nuestros propios orígenes. Es el tránsito de la prehistoria a la historia, como dirá Marx. Mucho mejor que Feuerbach y de una forma muy distinta al enfoque puramente abstracto de concebir la génesis del hombre a partir de sus propios dioses, Marx mostrará cómo el hombre se produce, se hace a sí mismo, al producir sus condiciones de existencia. El hombre deja de ser un enigma desde el momento en que comprende que su historia tiene una «base terrestre», desde el momento que comprende que es él mismo el que construye esa historia, al organizar para su supervivencia el trabajo y las formas de socialización que de él se derivan. El creador, pues, no es otra cosa que una creatura; y si aparece como algo distinto y la creatura aún suspira en la opresión, eso desaparecerá en el momento que la creatura se libere del fantasma de la divinidad al liberarse de la hostilidad de la naturaleza y de la explotación del hombre por el hombre. Trabajo y lucha son las palabras-claves que borrarán definitivamente las palabras Creación y Providencia divinas. Estas son, pues, las nuevas concepciones del conocimiento objetivo y de la acción eficaz que tienen perturbado al creyente de hoy: Dios no solamente es inútil, es además un obstáculo. Es más, esa perturbación del creyente se acrecienta aún más cuando se le muestra cómo el hombre, que no tiene ya necesidad de Creador alguno, crea él mismo sus dioses a partir de mecanismos de los que era totalmente inconsciente. No deja de ser una fatalidad que al tratar de explicar al hombre sin Dios se acabe explicando al Dios del hombre. Habría que evocar también aquí a los «maestros de la sospecha» y al numeroso séquito que puebla hoy la escena y el proscenio filosófico. Retengamos o fijémosnos al menos, dentro de toda esa multiforme sospecha, en el paso lógico que hace Marx del análisis de la producción del hombre por sí mismo al análisis de sus producciones: «Es el hombre 32
el que hace a la religión, no la religión la que hace al hombre» 27. Porque si el hombre se hace a sí mismo, entonces hace o construye también todo lo que le constituye como hombre, es decir: su ser económico, sociológico, estético, religioso, etc., todo su ser cultural en suma. Todo esto envolviendo y redefiniendo la animalidad de su reproducción. Ahora bien, dicha producción se concretiza en productos, y los productos tienen la extraña propiedad de desvincularse de su productor, de subsistir y establecerse como si proviniesen de otra parte y como si el hombre no hiciese otra cosa más que encontrarlos y aceptarlos. De esta forma cualquier objeto de uso corriente, como la mesa de madera que no encierra misterio alguno para el carpintero que la construyó, queda investido de una esencia nueva e invisible, su valor de cambio, desde el momento en que queda expuesto en una tienda comercial. Se fetichiza, se llena de «sutilezas metafísicas y teológicas... A la vez captable e incaptable, ya no le basta con asentar sus patas sobre el suelo, se levanta, por así decirlo, sobre su propia cabeza de madera frente a las otras mercancías y se entrega a caprichos aún más extravagantes que si se pusiera a bailar» 28. De la misma forma las ideas se emancipan de la mente del hombre y de las condiciones materiales en las que se formaron para aparecer como eternas y transcendentes; y eso desde el momento en que el trabajo intelectual se separa del trabajo manual, trabajo este del que se abastece la clase pensante para después distanciar y olvidar las manos esclavas que lo realizan así como la tierra a la que retornan. «A partir de este momento la conciencia está ya en condiciones de emanciparse del mundo real y pasar a la formación de la teoría pura, la teología, filosofía, moral...» 2 9 . Aparece, pues, la ideología, cuya génesis e interpretación puede perfectamente desprenderse de estos principios. Estamos, pues, en perfectas condiciones para comprender el vuelco e inversión de situaciones a que nos hallamos expuestos: el sistema teológico que pone los comienzos del mundo en Dios y que ordena la jerarquía de las creaturas de acuerdo con ese principio olvida que él mismo, como sistema producido, 27 28
Introducción a la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel. K. MARX, El Capital, Madrid-Buenos Aires, 1967, E.D.A.F., tomo I, página 74. 29 K. MARX, La Ideología alemana.
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tiene su origen en las condiciones materiales y exteriores que lo provocaron. Dios no puede ser el origen de todo, porque hemos conseguido dar, a nuestra vez, con su propio origen; la génesis de los dioses no precede a la génesis de los hombres; es más bien al revés como ponen de manifiesto los mitos paganos. Podríamos también esbozar un esquema semejante a partir del psicoanálisis o de la teoría nietzschana del doble valor. Subrayemos solamente que en este contexto la entrada del hombre en el ámbito de la ciencia convierte en sospechoso cualquier discurso religioso o metafísico con pretensiones de absoluto. Como intenta demostrar M. Foucault, la edad clásica fue tal vez la edad de oro de un lenguaje totalmente transparente a sí mismo, ya que ninguna espesura o estructura económica, política o física oscurecía la claridad «geométrica» del discurso. En dicha claridad la finitud humana sólo se concebía como si estuviese bañada la infinitud, a la que quedaba remitida y referida como a su alteridad y a su interioridad absolutas. Guardando las distancias, el hombre no puede hablar sobre Dios, pero al mismo tiempo no puede por menos de hablar sobre él. Cuando la finitud humana, sin embargo, se define en base a los contenidos concretos de su existencia, y no ya en relación al pensamiento de lo infinito, éste deviene más que inaccesible, impensable. «Así pues el pensamiento moderno quedará contestado en sus propias elaboraciones metafísicas y mostrará, a la vez, que las reflexiones sobre la vida, el trabajo y el lenguaje, en la medida en que son válidas como analítica de la finitud, ponen de manifiesto el fin de la metafísica: la filosofía de la vida denuncia a la metafísica como cortina de humo e ilusión, la filosofía del trabajo como pensamiento alienado e ideología y la del lenguaje como epifenómeno cultural» 30. Fin de la cristiandad, fin de la metafísica y del dios que conceptualmente segrega; son como tañidos de campana, tocando a muerto. Puesto que la religión cristiana toca a su fin, su fin podría muy bien ser el fin de toda religión, del homo religiosus. Desde hace unos dos mil años, dice Nietzsche, no se ha inventado un solo dios nuevo; la muerte del Dios cristiano debe, pues, ser la muerte del último dios. Por eso, desde el campo cristiano, se 30
M. gina 328. 34
FOUCAULT,
Les Mots et les Choses, París, 1966, Gallimard, pá-
han propuesto programas de subsistencia del cristianismo; programas que, en su propia oposición, testimonian su insoslayable desconcierto. De esa forma se ha intentado restaurar ciertos islotes de cristiandad, en los que la fe tuviese la posibilidad de reencontrar la atmósfera y el aroma de las épocas gloriosas de la Iglesia: como la tierra se ha hecho ingrata y estéril y la flor de la fe no puede desarrollarse espontáneamente en esas condiciones, no queda más solución que importar, aunque sea con sacrificios, un poco de tierra de los orígenes para cultivar en ella, en plan de invernadero, una planta más que exótica. Esta solución satisface las añoranzas nostálgicas de un orden y una belleza que no hubieran debido desaparecer; y desde un punto de vista exterior a la fe, dicha solución puede justificarse como una tentativa entre otras de reconstruir un refugio en el que uno pueda sentirse como en su propia casa. Todo esto está muy bien, pero ¿cómo conciliar el espíritu católico, universal y ecuménico propio del cristianismo con esa regionalización y con esa especie de desesperanza que no conseguiría aglutinar más que unos cuantos supervivientes en un nuevo arca no mayor que una chalupa? Otra tentativa sería, en sentido inverso, la de asumir esa secularización de estructuras y de pensamiento en una especie de huida hacia adelante. Si el cristianismo tuvo bastante que ver en la conquista de la autonomía del hombre y del mundo, la fe debe poder encontrar su puesto dentro del universalismo que inició, por encima de aquel regionalismo sociológico y psicológico que caracteriza a la religión. Se trata, sin duda, de la idea de un cristianismo sin religión tal como Dietrich Bonhoeffer trató de definir en sus cartas desde la prisión: «¿Cómo hablar de Dios sin religión, esto es: sin las premisas temporalmente condicionadas de la metafísica, de la interioridad, etc.? ¿Cómo hablar (aunque acaso ya nr siquiera se pueda 'hablar' de ello como hasta ahora) 'mundanamente' de Dios?... ¿Qué significan el culto y la plegaria en una ausencia total de religión?» 31 . Bonhoeffer era muy sensible (y no fue ciertamente el único) al carácter cada vez más marginal y recesivo de la religión. ¿Iba a ser la fe algo reservado solo para los momentos de angustia e impotencia? ¿No •'" Resistencia y Sumisión, Rarcelona, 1969, Ediciones Ariel, S. A., página 161. 35
es la fe algo más que mero consuelo y último recurso? ¿No debe, más bien, ser algo que anime y revitalice el corazón mismo de la existencia, de la vida, las más destacadas vanguardias del pensamiento y de la acción en las que el hombre actual se halla inmerso? Todo esto suponía, y aún hoy día supone, un problema para la Iglesia, en la medida sobre todo en que este movimiento no encierra una finalidad «eclesiástica», sino humana y cósmica, en la medida en que es todo hombre y todo el hombre lo que debe ser salvado, incluso el más autónomo y el más ateo. Queda el problema de saber si es suficiente esta especie de reconciliación con los signos del tiempo. Parece que no; parece que los teólogos llamados «teólogos de la muerte de Dios» no se contentaron con un cristianismo sin religión, sino que pasaron, según el título de un libro de Thomas Altizer, a un Evangelio del ateísmo cristiano. Precisamente Altizer, el más radical de todos ellos, concebía el cristianismo como una religión al revés: mientras que las religiones sacrales, de corte oriental, hacen difuminar lo profano dentro de la nebulosa sagrada que lo envuelve, el cristianismo, al contrario, hace entrar a lo sagrado dentro de lo profano. Que Dios muere significa que abandona su transcendencia para encarnarse en Jesús y que el espíritu de Jesús, a su vez, se extiende por la humanidad y por el mundo. Desde ese momento, pues, ya no hay Dios, sino solamente la plenitud de lo profano en la que Dios definitivamente se ha sepultado. «Si hay un fenómeno clave que abra las puertas del siglo xx, ese es el fenómeno de la muerte de Dios, el derrumbamiento de toda significación y de toda realidad que esté más allá de la inmanencia radical de la que el hombre moderno ha tomado tan clara conciencia, inmanencia que borra incluso el recuerdo o la sombra de la transcendencia»32. En esta inmanencia radical, la fe no tiene ya que volverse hacia su pasado, sino conducirnos al «centro del mundo, al corazón de lo profano, con el anuncio de que Cristo está presente ahí, y no en ninguna otra parte» 33. De esta forma la fe sintoniza con la misma sustancia del ateísmo y también ella, como Nietzsche, puede anunciar «gozosamente» que Dios ha muerto. Si el espacio de la fe y el del ateísmo se mez32 Citado por Thomas W. OGLETREE, La controverse sur la «mort de Dieu», Tournai, 1968, Casterman, pág. 76. 33
Ibídem, pág. 97.
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clan de esta forma, entonces ya no hay motivo para investigar en qué sentido la primera puede ser creíble para el segundo. Una vez más, sin embargo, habría que asegurarse de que la muerte de Dios constituya en verdad una ventaja, de que el hombre, alcanzada ya su estatura de ateo, haya recogido como quería Feuerbach toda la herencia divina que iba a conducirle a la madurez. Porque incluso en su autonomía, en su positividad, en su cientificidad, el pensamiento moderno sigue escrutando esa inmanencia. Pero... ¿encuentra, en el lugar que Dios había ocupado y que ya no ocupa, al hombre que surgió y se alimentó de sus despojos?
II EL PESO DE UNA AUSENCIA
El tema de la muerte de Dios en el sentido moderno de la expresión: muerte del Dios Padre, del Dios que está en los Cielos, se inicia hacia el final del siglo xvni en la literatura romántica alemana con el célebre sueño de Jean-Paul Richter: Discurso del Cristo muerto desde lo alto del edificio cósmico, anunciando que no existe Dios. En el sueño del novelista, Cristo se les aparece a los muertos y les revela que él estaba equivocado, que en realidad Dios no existe. «Los muertos gritaron: ¡Ohl Cristo ¿no existe Dios? El les respondió: definitivamente no, no hay Dios. Todas las sombras se pusieron a temblar con violencia y Cristo prosiguió así: He recorrido los mundos, me he sobreelevado por encima de los soles y tampoco allí había Dios alguno; he bajado hasta los últimos límites del universo, he mirado en el abismo y he gritado: ¡Padre!, ¿dónde estás? Pero no he oído más que la lluvia que caía gota a gota en el abismo. Los niños muertos que se habían despertado en el cementerio corrieron y se postraron ante la figura majestuosa que había sobre el altar y dijeron: Jesús, ¿no tenemos padre? Y les respondió él con un torrente de lágrimas: Somos todos huérfanos; vosotros ^y yo no tenemos ya padre.» La señora Staél, al referirnos este pasaje, comenta: «El sombrío estilo que en él se manifiesta me conmocionó y me parece bien que se extienda más allá de la tumba el horrible espanto que debe experimentar la creatura privada de Dios» 1. Ese horrible espanto puede que hoy no suponga más que un efecto estilístico, porque a la larga acaba uno habituándose a la muerte de un muerto. Además, la moda de la 1
De l'Allemagne, París, 1956, M. Didier, pág. 259.
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muerte de Dios, a la que Sartre incluso se sometía después de la guerra comenzando una conferencia con un «señores: Dios ha muerto», está en vías de esfumarse y será necesario encontrar otras fórmulas para impresionar al auditorio. Pero la idea de que la ruptura de toda referencia a Dios tenga o traiga consecuencias, de que no se rompe impunemente, como decía Nietzsche, «esa cadena que unía el cielo con la tierra», merece siempre nuestra atención. Porque si el hombre se sentía molesto y abrumado con un Dios a quien le costaba esfuerzo situar y definir, otro tanto o más le va a ocurrir con su cadáver, como en aquella obra de Ionesco en la que el cadáver que se quería ocultar y disimular empezaba a crecer sin cesar hasta ocupar el apartamento entero. Resulta, sin duda, extraño hablar de Dios como de un muerto. Sin embargo, la fórmula es exacta si Dios no es más que la expresión de una época, de una etapa de humanidad, si su existencia está ligada a la existencia de las civilizaciones, cuya transitoriedad no dejó Paul Valéry de recordarnos. Lo que para el romántico Sartre no era más que una pesadilla rápidamente disipada con el despertar, ¿no será para nosotros una realidad que tenemos hoy que afrontar? Dos tentaciones hay que procurar evitar en esto. La primera es la de una fe fácil, preocupada ante todo por la seguridad, y para la cual este cuestionamiento de la realidad de Dios no supone más que una incomprensión y una mala fe pasajeras, que no tiene por qué afectarle. Una fe sin problemas, ignorante o desconocedora aún de que los problemas tarde o temprano vendrán a pesar de su voluntad, y que tal vez cuando esos problemas lleguen, tendrá que afrontar esa aparente muerte de Dios corriendo el riesgo de su propia muerte. Cuando no se puede ya evitar el combate de la fe, este combate se convierte en una verdadera batalla y la fe no tiene más remedio que afrontar a aquellas fuerzas que le ponen en cuestión. La otra tentación es la de la increencia cómoda, para la cual la ausencia de Dios no es en el fondo más que la ausencia de algo superfluo o de una ilusión, a la que le han encontrado ya unos sucedáneos mejores, ausencia, por tanto, que no traerá graves consecuencias. Una ingenuidad de este tipo fue la que Nietzsche denunció en «aquellos asesinos de Dios», demasiado poco 42
inteligentes para poder percibir y calibrar la prueba que supondría para la humanidad una muerte semejante. «Esta amplia plenitud con sus consecuencias de ruptura, destrucción, hundimiento, derrumbamientos que ahora tenemos ante nosotros, ¿quién será capaz de adivinar lo suficiente toda su importancia como para hacerse el maestro y el pregonero de toda esa ingente lógica de horror, el profeta de un oscurecimiento y eclipse de sol como nunca se han dado en la tierra?» 2 . Nietzsche presiente que el hombre sin Dios no será ya el mismo hombre menos una referencia, el mundo sin Dios el mismo mundo menos un aderezo prescindible; presiente que tanto el hombre como el mundo sufrirán una inaudita metamorfosis que espantará a todos aquellos a los que esta idea coja desprevenidos. Por eso, allí donde Dios ya no es nombrado, donde ha quedado definitivamente enterrado, surge un vacío que sigue preocupando, un vacío que se llena con el horror de su sombra. «Dios ha muerto, pero los hombres son de una estirpe tal que durante milenios aún seguirán existiendo las cavernas en las que se manifestará su sombra» 3 . Todo este ajetreo que se organiza en torno a su ausencia nos recuerda, por otra parte, aquella elaboración del duelo de que habla Freud y que llega y vuelve a «matar al muerto», cuyo recuerdo obsesivo configura el psiquismo del afligido en torno al vacío que no consigue colmar. Si llegamos, pues, hasta el final de esta «enorme lógica» de la muerte de Dios—en el caso, claro, de que dicha lógica tenga un final—, no tenemos más remedio que penetrar críticamente en los escombros de los sustitutos divinos, de aquellas significaciones y valores que han intentado ocupar su lugar. Lo que Nietzsche cuestiona es precisamente ese «lugar» en sí mismo, es decir: aquella configuración vertical—escala de valores—que situaba arriba el bien y abajo el mal. El hombre sin Dios es como aquel hombre a quien se le amputa un miembro, pero que sigue sintiéndolo, como miembro fantasma, y que aún sigue utilizándolo para orientarse en el espacio en el que antes se movía. Ahora bien, si el cuerpo amputado-modificado es trasladado a otro espacio, a otro contexto, entonces ha de renunciar a los antiguos puntos 2 3
El Gay saber, párrafo 343. Ib'tdem, párrafo 108.
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cardinales, es decir, a los viejos puntos referenciales de valor y de verdad. Llevar, pues, hasta el final la dinámica de dicha lógica, supone emprender un camino y una trayectoria que pone en cuestión no sólo la noción de Dios, sino incluso las mismas nociones o valores en nombre de los cuales Dios fue destituido, es decir: pone en cuestión al mismo hombre, del que Dios era una simple alienación, a una cierta concepción de la realidad respecto a la cual Dios no era más que una ilusión.
DE LA MUERTE DE DIOS A LA DISOLUCIÓN DEL HOMBRE Tal vez, como dijo Hegel, la palabra «Dios» sea o haya sido una palabra demasiado «bien conocida» como para ser efectivamente conocida y medida en toda su profundidad. «Lo bien conocido en general es, justamente por ser bien conocido, desconocido» 4. Nos deslizábamos sobre dicha palabra como sobre el suelo que pisamos sin que nos diésemos cuenta, como con el aire que respiramos sin percatarnos muy bien de ello. Es preciso que nos falte el suelo, que nos falte el aire, para que empecemos a tomar conciencia seria de su importancia, de su necesidad. Hubo una elisión del nombre de Dios, ya lo dijimos a propósito del fenómeno de la secularización, una difuminación que aparentemente no supuso cambio alguno en las actividades técnicas y científicas del hombre. La palabra Dios, la referencia a Dios dejaron de ser útiles. Pero la palabra no es la cosa, y si la muerte de Dios es algo más que la muerte o el fin de una palabra o incluso de una invocación verbal, entonces hay que culminar el proceso hasta la realidad referencial a que hacía relación la palabra «Dios». La cuestión, entonces, es ésta: si dejamos esa realidad, el puesto o lugar que esa realidad ocupaba, en blanco ¿va a ser efectivamente ocupado dicho puesto por un discurso de referencia exclusiva al hombre, al mundo, a la «inmanencia»? Y una vez realizado ese discurso ¿va a resultar que la palabra Dios, en efecto, carece definitivamente de sentido? ¿O va a subsistir, por el contrario, como «hueco» no ocupado, como una 4
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herida incicatrizable que se recrudece cada vez que se intenta cerrar? La imagen o idea de la herida es afín a la del suspiro con la que Marx caracterizaba la religión: «la religión es el suspiro de la creatura oprimida, el alma de un mundo sin corazón» 5 . Si cesa la opresión, si el mundo recupera su alma, entonces el suspiro cesará. Aquí es el hombre, con todas sus ricas potencialidades de conocimiento y acción, el que vuelve sobre su herida original; el hombre o la humanidad no designan solamente el ser del hombre, sino su falta de ser. Son, pues, los que ocupan aquel hueco, el puesto de Dios, de acuerdo con aquel movimiento que ya esbozaba la transformación feuerbachiana de la teología en antropología. Si tras esta subversión subsiste algo que pueda parecer religioso, habrá que denominarlo humanismo. Ahora bien, la palabra «hombre» tan «bien conocida»—para utilizar de nuevo la expresión hegeliana-—¿no es demasiado «bien conocida» y por ello también «desconocida»? Indudablemente un discurso en torno al hombre no es lo mismo que un discurso en torno a Dios; el antropocentrismo, un pensamiento cuyo centro lo ocupa el hombre, no es el teocentrismo, pensamiento cuyo centro está ocupado por Dios. Sin embargo, esa diferencia de organización discursiva no impide que dicho centro—sea de uno o de otro—siga siendo enigmático. Porque sólo en apariencia puede decirse que el hombre está más cerca del hombre que de Dios, como pone de manifiesto—aun cuando no se acepten todas sus conclusiones—la crítica contemporánea de la idea del hombre. «El hombre es una invención de fecha reciente, como claramente lo demuestra la arqueología de nuestro sistema pensante» 6 . La conocida frase de Michel Foucault, como la obra a la que sirve de cierre, subraya que el fenómeno «hombre» no es un fenómeno propio de toda cultura, sino que aparece más bien en una época determinada; que se trata de un fenómeno cultural. Sin entrar ahora en la problemática que Foucault plantea, podemos retener y enfatizar que, en efecto, «hombre» es una palabra cuyo contenido ha sido muy diverso a lo largo de la historia, desde aquel «bípedo sin plumas» de Platón o aquel «animal ra5
Prefacio a la Fenomenología del espíritu.
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Introducción a la Crítica de la filosofía 'del derecho en Hegel. Las palabras y las cosas, op cit., pág. 398.
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cional» de Aristóteles. Estas definiciones y otras parecidas no contemplan aún el hombre como una referencia original, pues lo reintegran en la naturaleza animal de la que sólo se diferencia mediante una «diferencia específica»: el hombre es uno de los anímales, aunque dotado de unas propiedades (pensamiento, lenguaje) que otros animales no poseen. Aun cuando la teología cristiana ascienda desde su origen natural a su origen divino, considerándolo como un ser creado a imagen de Dios, el hombre, sin embargo, siempre será visto y comprendido desde una instancia distinta a él mismo y superior. Lo que caracteriza a los tiempos modernos, de acuerdo con el proceso autonómico que describimos, es el afán por encontrar el comienzo del hombre en sí mismo, en esa suficiencia mediante la cual se descubre ante todo como sujeto pensante y actuante. Sólo acudirá a las referencias externas (Dios, la naturaleza) a partir de ese primer descubrimiento. Tal es la revolución que operó Descartes, que continuó Kant y que alguien denominó «copernicana». «Sucede precisamente aquí lo mismo que con la primera idea de Copérnico; viendo que no podía llegar a explicar los movimientos del cielo admitiendo que toda la constelación de estrellas giraba en torno al espectador, se preguntó si no tendría mucho más éxito haciendo girar"al observador alrededor de los astros inmóviles» 7 . Es este observador que parte de sí mismo para ir a las cosas lo que se denominó sujeto. Si sujeto quiere decir, como recuerda Heidegger, «aquello que lo aglutina todo en torno a sí», el centro de referencia de todo y si dicho término se aplica en primer lugar al hombre, eso «significa entonces que lo existente sobre el que todo existente como tal se funda en cuanto a su manera de ser y en cuanto a su verdad será el hombre». «El hombre se convierte en el centro de referencia de lo existente en cuanto tal» 8 . La esencia de los tiempos modernos podría, pues, caracterizarse por esa promoción del hombre como sujeto, sean cuales sean, por otra parte, las determinaciones y las opciones que se tomen a este respecto. En adelante el hombre es solamente responsable ante sí mismo, tomando conciencia de su capacidad de
diseñar su destino en el momento mismo en que adquiere el dominio del mundo, de ese mundo que él pone ante sí en forma de objetividad científica y tecnológica. Solamente con este movimiento es como la palabra humanismo puede alcanzar todo su sentido. Porque ese término, lo mismo que el de antropología, «intenta designar esa interpretación filosófica del hombre que explica y evalúa la totalidad de lo existente a partir del hombre y en dirección del hombre» 9. No es difícil ver en esta conquista del hombre por sí mismo el proceso autonómico conocido con el término de secularización. Ahora bien, es en este justo momento en que parece culminarse la consolidación del hombre como sujeto, cuando las ciencias humanas ponen en cuestión la noción de sujeto y por tanto la noción misma de hombre que le es inseparable. En un célebre texto 10, Freud evocó el extraño destino del hombre, cuyo dominio e imperio retrocede a medida que crece su capacidad de conocimiento objetivo. Según Freud, las grandes revoluciones científicas, que hubieran debido confortar y fortalecer al hombre, ya que aseguraban su propio progreso, han arrojado más bien un saldo contrario al infligir tres heridas o humillaciones en su narcisismo, esa tendencia que posee el hombre hacia el autoenamoramiento y afirmación de su propia imagen. En primer lugar está la humillación cosmológica infligida por Copérnico que convirtió a la Tierra en un planeta como otro cualquiera expulsándola del centro del cosmos, centro que el hombre creía ocupar antes gracias a ella. Viene después la humillación biológica, infligida por Darwin, que reincorpora al hombre a la línea animal de donde salió por evolución, destituyéndole de su rol de «rey de la creación». Está en último lugar la humillación psicológica producida por el mismo Freud, demostrando que la conciencia del hombre, con la que éste creía ejercer la soberanía que le quedaba, está determinada por un inconsciente que se le escapa, de tal forma que acaba no siendo ya «dueño ni de su propia casa». Sin duda en cada una de estas etapas, grosso modo aquí bosquejadas, el hombre gana en conocimientos y también en poder, puesto que sus conocimientos le abren posibilidades
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Crítica de la Kazan pura, prefacio a la segunda edición castellana. Traducción de García Morente, Madrid. 8 en
Martin HEIDEGGER, «La época de las concepciones del mundo», Chemins qui ne menent nulle part, París, 1962, Gallimard, pág. 80. 46
9 10
Ibídem. «Una dificultad del psicoanálisis», en Psicoanálisis aplicado, Madrid, 1948, Editorial Biblioteca Nueva, Obras Completas, t. I, pág. 951.
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de nuevas técnicas; pero, por extraña paradoja, dichos progresos le despojan de lo que él creía ser y, en vez de servirle para resolver su propio enigma, queda su enigma agigantado a la luz de los nuevos datos positivos aportados. Desarrollarse las ciencias humanas y explotar o saltar hecha añicos la misma noción de sujeto, centro y nudo del conocimiento y del poder del hombre, es todo uno. Sí es verdad, en efecto, que las ciencias de la naturaleza ponen en entredicho la imagen del hombre a medida que se desarrollan, también es verdad que sólo lo alcanzan de una forma indirecta, es decir: a través de la sombra que el mismo hombre proyecta sobre el mundo. El sujeto de esas ciencias parece quedar más intacto e incluso más protegido e inaccesible: ¿no fue Compte el que creyó que la etapa de la ciencia, la edad del positivismo, debía desembocar en una nueva religión de la humanidad? Pero cuando el hombre se convierte él mismo en objeto de la ciencia •—de las múltiples ciencias—entonces se difumina el sujeto al mismo tiempo que la idea de hombre que se trataba de definir. Porque al estudiar al hombre, las ciencias han decantado una serie de sectores positivos en los que debía penetrar el análisis: por ejemplo, el lenguaje, los mitos, la historia. Ahora bien, cada uno de estos sectores aparece regido por unas leyes, de cuyo funcionamiento el hombre se escapa. Lo que es el lenguaje, lo que son los mitos, lo que es la historia se decanta y se clarifica justamente al tiempo que se evapora y se «inasequibiliza» la cuestión o el problema crucial: ¿quién y qué es el sujeto del lenguaje, de los mitos, de la historia? Es por todos sabido que para los partidarios del análisis estructural la lingüística proporciona el modelo de todas las demás ciencias humanas. Pues bien, desde Saussure la lingüística define la lengua como un sistema; en consecuencia admite que el sujeto que habla no es más que el campo de resonancia de dicho sistema, pero sin entrar de forma alguna dentro del campo sistemático a definir. «Tal es el sujeto significante con que nos encontramos en el modelo lingüístico que fundamenta las ciencias humanas: el hombre no aparece para nada como un sujeto donador de sentido, sino como el lugar de producción y de expresión del sentido, un espacio de intercambio, de selección y combinación reglamentadas entre los sistemas simbólicos..., lugar, espació, 48
campo en el que él se produce con la ilusión de su sustancia ' autocreadora» n . El hombre no es el sujeto sustancial, no es en sí mismo nada positivo, sólo ese espacio o ese vacío no definido en el que se produce algo que no es él. No extrañará volver a encontrar esta misma concepción en Lévi-Strauss. El sujeto de los mitos no tiene más realidad y sustancia que la del lenguaje, o el de las matemáticas o el de la música. Si lo prioritario es la estructura, ésta se define con ese soporte exterior que nosotros denominamos sujeto humano, tanto en el dominio de las representaciones culturales como en el de los constituyentes biológicos o físico-químicos: no tenemos ya necesidad de saber a quién pertenecen los mitos para comprender los sistemas míticos, lo mismo que no tenemos necesidad de saber a quién pertenecen las células para comprender el sistema celular. Evidentemente tiene que haber individuos para que haya mitos, como tiene que haberlos también para que haya células. Pero la actualización pasajera de unos y de otras en individuos presupone sólo «niveles de organización» que como tales no pertenecen a nadie. Lo mismo, pues, que el biólogo, también el etnólogo borra su yo ante esas estructuras, a las que queda reducido su pensamiento. «Si hay, en efecto, una experiencia íntima, que a lo largo de veinte años dedicados al estudio de los mitos haya calado hondo en quien escribe estas líneas, dicha experiencia reside o radica en que la consistencia del yo, la mayor preocupación de toda la filosofía occidental, no resiste en su aplicación continua al mismo objeto que lo invade por completo y que le impregna del sentimiento vivido de su irrealidad» u. ¿Podrá la historia, al menos, escapar a una tal reducción? Porque la historia presupone la acción humana y sí se rechaza que esta acción responda o se rija a su vez por los móviles de una Providencia o de una Razón Transcendente, se mantendrá al menos al hombre como sujeto primario, el que hace la historia y para quien ésta se realiza. «Los hombres construyen su propia historia», escribía Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte. Pues bien, Althusser observa que sería una equivocación ampararse en esas fórmulas (o en otras parecidas que pueden encon11 Louis MARÍN, «La disolución del hombre en las ciencias humanas», en Concilium, núm. 86. 12 Claude LÉVI-STRAUSS, L'homme nu, París, 1971, Plon, pág. 559.
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trarse en Marx) para concluir que la historia tiene un sujeto y que ese sujeto sea el hombre. El mismo Marx, añade, propuso en el prefacio de ese mismo texto un correctivo que invalida tal conclusión: «Demuestro, por el contrario, cómo la lucha de clases en Francia creó las circunstancias y las relaciones que hicieron posible que un personaje tan mediocre como grotesco (Napoleón I I I ) desempeñara el papel de héroe.» No discutiremos el contenido o verdadero significado de las tesis de Marx, cuya intención humanista parece peligroso negar o por lo menos arriesgado. Según Althusser, sin embargo, si la historia es el funcionamiento de una totalidad que no se puede analizar nada más que en sus redes estructurales, entonces no cabe imputarla a sujeto alguno, ni individual ni colectivo como podría ser el H o m b r e o la Humanidad. Los hombres, dice, no son los sujetos de la historia; no son más que meros gestores. Así concluye Althusser en su Respuesta a John Lewis: «La historia es claramente un proceso sin Sujetos ni Fines, proceso cuyas circunstancias dadas, en las que los hombres actúan como sujetos determinados por las relaciones sociales, constituyen el producto d e la lucha de clases. La historia no tiene, pues, en el sentido filosófico del término, un Sujeto, sino un motor: la lucha de clases» 13 . Podría objetarse, con razón, que no hemos hecho otra cosa más que simplificar toda una panorámica y que hemos cogido sólo una pequeña muestra de ese análisis estructural que no representa más que una pequeña parte dentro del conjunto de las ciencias humanas. Sin embargo, es suficiente como muestra para recordarnos que la difusión de dicho enfoque provoca más de una inquietud: que el hombre no sea más que una ilusión, un fantasma intangible que se desvanece ante las ciencias humanas como el fantasma de Dios se desvaneció ante las ciencias de la naturaleza. Todos sabemos que fue M. Foucault quien tema tizó ese desvanecimiento del hombre, o esa «muerte del hombre». La entrada reciente del hombre en el campo de las ciencias supeditó todo discurso de tipo metafísico—sobre Dios, el hombre, la naturaleza—a las condiciones que hacen posible dicho discurso; y 13
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L. ALTHUSSER, Réponse a John Lewis, París, 1973, Maspero, pág. 73.
que esas condiciones, vida, deseo y lenguaje, son incluso las que hacen al hombre posible en la forma en que las elaboran la biología, la economía y la filología. Las condiciones de posibilidad del hombre son, pues, exteriores al hombre y más antiguas que él: «le sobrepasan con toda su solidez y le atraviesan, penetrando en él, como si no fuese más que un simple objeto de la naturaleza» 14 . La penetración de dichas condiciones es tal que no solamente le impiden al hombre el poder alcanzar lo absoluto y hablar sobre ello con conocimiento de causa, sino que le impiden el poder alcanzar o acercarse a sí mismo, el poder identificarse o conciliarse con el «yo» pienso, o «yo soy». Yo no soy, en efecto, lo que creo ser, sino que soy lo que no creo ser y lo que, en un sentido, no soy: es decir, ese inconsciente (biológico, económico, psíquico) que existe en mí como si fuese otro yo. > De esta forma el hombre queda irreductiblemente aorillado en su O T R O , su sombra, con el que no podrá nunca identificarse, pero del que tampoco podrá separarse. En una palabra, no es contemporáneo de sí mismo, pues comenzó o coexistió con las condiciones que le sobrepasan: lo que habla en él es más antiguo que él. Y como no puede remontarse hasta el origen de esas condiciones que preexistían ya cuando él, como hombre, aparecía, podemos afirmar que el hombre es un ser sin patria, sin orígenes, un ser «cuyo nacimiento nunca tuvo lugar». Además, si lo originario en el hombre le sustrae toda posibilidad de origen propio, le sustrae también toda esperanza de fin en el sentido de meta, dejándole como regalo sólo el fin de la muerte. Porque vida, deseo y lenguaje son fenómenos que el tiempo hace y deshace sin cesar. En vano intentó el pensamiento clásico, mediante el poder del lenguaje, conservar en la unidad de un cuadro o de un fresco lo que el tiempo se encargaba de disipar: la ilusión del discurso metafísico que creía poder dominar y controlar el tiempo. Consecuentemente, si el hombre no puede remontarse a sus orígenes, si carece de origen y de metas, entonces no es más que una mera disociación y dispersión. «El tiempo le aparta tanto de la mañana de la que surgió como del
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M. FOUCAULT, Las Palabras y las cosas, op. cit., pág. 324. 51
mañana que se le anunció» 15. El doble del hombre es también su tumba, el hombre no es más que cenizas arrojadas al viento o «un simple rostro de arena a la orilla del mar» 16. Llevando hasta sus últimas consecuencias las conclusiones que cabe sacar del análisis estructural, Foucault también desemboca en aquel presentimiento que tuvo Nietzsche de que la muerte de Dios no supondría el advenimiento del hombre sino su ocaso. «Tal vez el primer esfuerzo de este desarraigo de la Antropología habría que verlo en la experiencia de Federico Nietzsche: a través de una crítica filológica, a través de una cierta forma de biologismo, Nietzsche encontró el punto en el que Dios y el hombre se identifican, en el que la muerte del primero es sinónimo de la desaparición del segundo y en el que la promesa o anuncio del superhombre significa ante todo y fundamentalmente la inminencia de la muerte del hombre» 17.
LA DESTRUCCIÓN EXPLOSIVA DEL LENGUAJE Podríamos, pues, borrar también de nuestra terminología la palabra «hombre», pues se revela en el análisis tan inconsistente como la palabra «Dios». Dios, decíamos, no designa más que una nebulosa mítica. El hombre, por su parte, al esfumarse cuando científicamente intentamos acercarnos a él, no es más que el signo de una incógnita tan inaccesible como la incógnita de Dios. Ahora bien, esta afirmación nos deja escépticos. Basta con que nos despertemos y espabilemos como quien sale de una pesadilla, en la que nos creíamos muertos, para que nuestra existencia de vivos no nos ofrezca duda alguna, para que reaparezca, en su sentido trivial y cotidiano, el uso de la palabra «hombre» o los «hombres». En realidad la crisis no afecta a esa experiencia cotidiana y bruta, aunque no deje de manifestarse en ella; afecta más bien al sentido de dicha experiencia, a la armadura inteligible que la hace conceptualizable y a través de la cual estructuramos nuestras aspiraciones y nostalgias. Habrá, pues, que decir que la muerte de Dios y la del hom15 16
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Ibídem, pág. 345. Ibídem, pág. 398.
Ibídem, pág. 353.
bre no pasan de ser muertes culturales, muertes que se producen sólo en el interior de un lenguaje, dentro del cual tanto Dios como el hombre tenían un sentido. Ese lenguaje, que desde Nietzsche se ha vuelto sospechoso y problemático, corresponde a la configuración de unas conceptualizaciones sobre las que se apoyaban la metafísica y la moral tradicionales. Configuración conceptual, porque gracias a ella podíamos orientarnos respecto a los puntos cardinales del sentido y los valores: el sentido supone un punto de partida y un punto de llegada, un antes y un después; los valores suponen un arriba y un abajo o una derecha y una izquierda, en función de lo cual podemos realizar nuestras opciones para la acción. En su ingenua simplificación, el catecismo ilustraba todo esto con aquella imagen arquetípica del hombre como un ser en la encrucijada de dos caminos: el de la virtud, estrecho y ascendente que conducía a una meta de luz y esplendor, y el del vicio, laso y descendente, que conducía a las tinieblas y el caos. Se sabía a dónde se iba o por lo menos a dónde se debía ir, porque se tenía una visión estructurada y jerarquizada del mundo, que tenía establecido ya de antemano el punto o meta de mayor plenitud del ser y el de mayor pobreza de ser; y en consecuencia la meta de la dicha y la de la desgracia. Una configuración semejante sólo es posible si se ordena y estructura en torno a un centro, del que todo surge y al que todo vuelve; un punto central que los filósofos denominaban «principio» y que Platón designó como el Bien. Con este nombre, cargado de tan rica tradición, el hombre imaginaba «un universo lejano de estructura muy simple: un punto fijo, consistente y firme, a cuyo alrededor se extendía una amplia y generosa circunferencia y que resumía, en una reducción simplificante, la diversidad y la multiforme gracia de los dones. Dirección, sentido, centro: en estos tres términos, fuente de tantas nostalgias, está el secreto del 'principio', su verdadera esencia» 18. Ahora bien, si admitimos—y ya precisaremos las razones de esta admisión—que «la crisis de nuestro tiempo es la crisis de todo principio, del tipo u orden que sea» 19, comprenderemos fácilmente por qué el principio-hombre es tan vulnerable como 18 19
Stanislas BRETÓN, Du principe, París, 1971, B.S.R., pág. 284. Ibídem, pág. 273.
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el principio-Dios, al que cierto humanismo pretendía suplir y relevar. Una concepción que borre y excluya de sí toda idea de centro o principio, haciendo imposible cualquier referencia a dicha idea, no dará más contenido sustancial al significante hombre que al significante Dios. Si no hay ya centro alguno o, por emplear otro término, no hay absoluto, lo que menos importa entonces es el nombre que se le dé a ese centro o a ese absoluto: Dios, hombre, razón, materia... son todos sustantivos vacíos de contenido referencial real, ya que se ha destruido la estructura que les proporcionaba un sentido. Reemplazar un «principio de arriba» por un «principio de abajo» supondría en cualquier caso conservar un principio o un centro y consecuentemente la estructura gravitatoria del viejo edificio metafísico. Pero lo que se nos dice es justamente lo contrario, que esa vieja estructura ha saltado hecha añicos. Nos preguntamos, pues, ¿cuáles son las razones que han podido conducir a conclusiones tan extrañamente radicales? Es verdad que, una vez abierta la brecha de la sospecha, resultaría arbitrario poner diques en ella. La fuerza de la negación radica en que puede alcanzar tantos objetivos como razones para ella se tengan; razones que, por otra parte, desaparecen en la vorágine que ellas mismas provocan: las razones que se tenían para negar la realidad de Dios quedan a su vez absorbidas y evaporadas por las razones científicas que se tienen para negar la realidad del hombre. Se ha abierto una dinámica de la negación que se autoabastece en su propio proceso analítico de conocimiento—no olvidemos que todo análisis descompone—y que convierte en precarias y provisionales todas las nociones sintéticas que pretendían subordinarse a dicho conocimiento. Así ocurre con las nociones de materia, naturaleza, hombre, mundo; no son más que envoltorios metafísicos de los diferentes sectores en que se efectúa el trabajo de penetración científica. Pero una tal penetración no deja el envoltorio intacto; éste rápidamente queda desbordado por el aparato analítico al que le proporcionaba un objeto y un título. ¿Quién puede decir, por ejemplo, lo que es la naturaleza de las ciencias de la naturaleza o el hombre de las ciencias del hombre (humanas)? Estos viejos términos no son ya las banderas que marcan las avanzadillas de la ciencia, mostrándoles el camino; se asemejan más bien a vestidos desfasados hechos para cuerpos
que han crecido o incluso que han cambiado de forma. El conocimiento analítico no progresa bajo el techado de un edificio metafísico que le organice sus resultados; camina más bien a tientas en un vacío metafísico; o si se prefiere mejor esta imagen: no estructura sus caminos en torno a un único planeta, previamente acotado y definido, sino que los dispersa por un espacio intersideral del que nadie sabe cuál es el centro y cuáles son sus fronteras. Este rechazo, sin embargo, de un principio metafísico como unificador de todos los conocimientos no cabe imputarlo al proceso científico en sí mismo. Si el proceso científico rechaza determinadas nociones por su inconsistencia explicativa en los ámbitos que le son propios, eso no supone que rechace la hipótesis de un principio unitario, hipótesis cuya elaboración es de otro orden y que pertenece a otras competencias. En realidad, el rechazo del esquema metafísico es una decisión filosófica tomada desde cierta concepción de la cultura y del lenguaje y precisamente a propósito de la cultura y del lenguaje. Hay que reconocer, en efecto—y tendremos que volver sobre esta idea—, que el lenguaje es por naturaleza metafísico, que en sí mismo constituye la dimensión metafísica del hombre al darle el poder de enunciar el sentido de todo lo existente. A esto sin duda quería referirse Heidegger al denominarlo «templo del ser». Seguramente no todos nuestros discursos tienen un alcance metafísico: cuando digo «la mesa está puesta» o «cierra la puerta» me estoy refiriendo a situaciones inmediatas que pueden comprobarse con una simple mirada. Pero basta con que se eleve un poco el nivel y entablar, por ejemplo, una discusión política, para que entren en juego una serie de nociones que arrastran tras ellas, en una especie de claroscuro, toda una visión y concepción del mundo: sociedad, poder, justicia, fraternidad, felicidad... ¿a qué remiten todos estos términos? Se entrevé en ellos la configuración ética y metafísica sin la que la esperanza no sabría expresarse y se quedaría en un vano sentimiento. La dirección, el sentido, el centro son, en cualquier presupuesto, las premisas de un discurso que quiera decir algo y que quiera darse a comprender. Son los términos que nos encontramos en todas esas construcciones del lenguaje como los mitos, las religiones y la filosofía y a los que el
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hombre se está refiriendo siempre que se plantea las cuestiones fundamentales de su ser y del ser del mundo, cuestiones que no puede por otra parte dejar de plantearse. Observemos además que esas cuestiones no se formulan en lenguaje matemático—lenguaje que sólo ha sido denominado como tal «por un abuso de vocabulario y por analogía» 20 —, sino en lenguaje oral, nuestro lenguaje de todos los días. A pesar de las apariencias, el lenguaje metafísico no es un lenguaje esotérico y tan de especialista, es un lenguaje ordinario y común, conocido por todos y hablado por todos. Y precisamente es ese el lenguaje que está en crisis. Si Dios y el hombre han muerto de «muerte cultural» (porque no sabemos nada de su muerte real, o natural) es que un principio de muerte ha aparecido dentro del mismo lenguaje y de la cultura que canaliza. Puede que la inflación que ha alcanzado en nuestros días esta cuestión del lenguaje se deba a que el lenguaje aparezca como el territorio absoluto que ha empañado y nublado todos los demás territorios culturales, como la cuestión predominante sobre todas las demás cuestiones. El problema está, en efecto, en saber si se puede partir del lenguaje para acceder a la verdad o a la realidad que el lenguaje designa y ante las que se inhibe desapareciendo. Desde el momento que tiene un sentido, el lenguaje indica un territorio exterior, más allá de sí mismo; apunta hacia una verdad o, como dicen aún los filósofos, hacia un Logos que sería la fuente del lenguaje, exterior en sí misma al lenguaje, la unidad y la reunión en un solo punto de todas las significaciones dispersas en la infinidad de discursos. Punto denso y rico en el que está dicho ya todo lo que se puede decir y que solamente puede decirse precisamente porque en ese punto todo está ya dicho. Es fácil ver aquí la estructura metafísica: el lenguaje multiplica y desparrama en una infinidad de sentidos parciales y de referencias imperfectas el principio unificante que los recoge, más allá del lenguaje, en un sentido único y total. Poco importa que ese principio se llame Dios, Idea, Razón dialéctica o que no se llame de ninguna forma; lo importante es que gracias a él, el sentido se libera de esa dispersión 30 Edmond ORTIGUES, Le Discours et le symbole, París, 1962, Aubier, página 62.
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mortal de las palabras y retorna a la raíz que le vivifica. Esa es la razón, piensa Derrida 21, del privilegio concedido tradicionalmente al lenguaje oral, fonético, respecto al escrito, que no es más que la producción externa de aquel, una materialización de segundo grado. Mientras hablamos, el sentido efectivamente se distribuye y dispersa en las palabras, pero éstas, próximas a la fuente de donde brotan, conservan aún el carácter originario de su concepción, están aún unidas al pensamiento vivo que puede volverlas a coger y reformularlas. Cuando hablamos, pues, el sentido aún no llega a convertirse en cosa, no se cosifica y preserva, por tanto, su diferencia respecto a las cosas. Por ello, al aparecer como distinto del lenguaje, el sentido posibilita la creencia en ese principio del mundo, distinto del mundo, al que se atiene la metafísica. «El sistema del 'oírse hablar' a través de la sustancia fónica—que se da como significante exterior, no mundano, por tanto no empírico, no contingente—ha debido predominar durante toda una época de la historia del mundo, ha producido incluso la idea del mundo, la idea del origen del mundo a partir de la diferencia entre lo mundano y lo no-mundano, entre el exterior y el interior, la idealidad y la no-idealidad» n . . Por eso también la nostalgia de una comunidad humana reunida, de una presencia transparente de unos respecto a otros, insiste en la primacía de la voz viva, del lenguaje vivo. La verdadera comunidad, por ejemplo la de Nambikwara por la que Lévi-Strauss no ocultaba sus simpatías o aquella con la que soñaba Rousseau cuyo lenguaje se asemejaba a la música, reúne a los hombres a golpe de voz y no a golpe de escritura. «Allí (junto a los orígenes)—dice Rousseau—se organizaron las primeras fiestas..., el placer y el deseo, juntos, se sentían a la vez: allí estuvo la verdadera cuna de los pueblos y la pureza cristalina de las fuentes de donde surgieron los primeros fuegos del amor» 23 . Pues «el momento de la fiesta es el momento de esa continuidad pura, de esa indiferenciación entre el tiempo del deseo y el tiem21 Nos estamos refiriendo aquí a la problemática de Jacques Derrida y de su escuela que es la que con mayor firmeza ilustra esa tentativa de pensar al margen de los esquemas de la metafísica tradicional. Las dificultades de tal tentativa nos impiden evidentemente el poder seguirla en todos sus desarrollos. 22 J. DERRIDA, De la grammatologie, París, 1970, Ed. de Minuit, pág. 17. 23 Essai sur ¡'origine des langues, cf. ibídem, pág. 371.
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po del placer» 2A. La formulación del esquema metafísico—unidad del punto de origen y el punto de retorno de todos los seres— puede parecer abstracto; pero de hecho es, y así aparece, el mismo movimiento del deseo borrando toda distancia con respecto a su satisfacción. Utopía de una fiesta total, de una reunión en una plenitud de presencia que no permite más separaciones de espacio y de tiempo. Pero ¿autoriza el lenguaje el que salgamos así de su cerco? ¿No es en el fondo sólo pura alusión a una Verdad y a un Bien que no se concretarán en nada, debiendo él mismo aceptar su caducidad y sumirse en el silencio? ¿O no rompe, por el contrario y de acuerdo con su misma naturaleza, la unidad de sentido y la presencia total que insinúa? Porque el análisis del lenguaje ha puesto de manifiesto, desde Saussure, que las unidades que lo componen no son elementos autónomos que contengan en sí mismos sentido; el sentido no está contenido en las palabras como puede estar el sabor de pimienta en los granos que la integran; el sentido está en las palabras en cuanto éstas se oponen y diferencian de las demás, es un mero efecto de diferencias. Por eso cuando buscamos más precisión y verdad y abandonamos unas palabras es para encontrar otras. El lenguaje es como un círculo encantado que puede producir efectos infinitos y que se restablece y nos reatrapa cuando ya creíamos haberlo rebasado, una especie de charca endiablada que inutiliza todas nuestras tentativas de evasión. De ahí lo inútil de oponer al lenguaje vivo de las palabras el lenguaje muerto de la escritura. Porque si el sentido no puede escapar y rebasar al signo, si no puede liberarse de ese juego reticular de los signos como una especie de presa huidiza, de la que únicamente logramos captar su sombra y su estela, es porque desde sus orígenes el lenguaje es espaciamiento, distanciación, y por tanto, en fin de cuentas, mera escritura. La muerte, es decir la ausencia, es la que frecuenta y visita continuamente a aquella palabra viva en la que creíamos tener una presencia, la presencia de la verdad. Es, pues, desde el interior mismo del lenguaje de donde viene el principio de disolución de la unidad buscada. Lo que ya no es posible es la palabra única: como Dios, el Ser, la Idea, la 24
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1bidém, pág. 372.
Razón, a la que todas las demás palabras retornarían para allí depositar su carga de sentido. Lo que ya no es posible es el libro único, sea la Biblia o la Enciclopedia (en el sentido hegeliano), cuyo contenido fuese la Verdad, es decir: el reflejo exacto de las riquezas y movimientos del mundo. El mundo no es un libro (¿no había hablado Descartes del «gran libro del mundo»?) y ningún libro es el mundo. Henos aquí, pues, prisioneros y víctimas de la apertura misma del lenguaje, en cuyo interior estamos vagando sin lograr alcanzar jamás realidad original exterior alguna, sea material o espiritual. Antes de cualquier distinción entre materia y espíritu, entre cosa e idea, está ese rasgo que caracteriza al lenguaje y del que todo proviene. «Articulando lo viviente sobre la no-viviente, origen de toda repetición, origen de toda idealidad (el lenguaje), no es más ideal que real, ni más inteligible que sensible, no es más significación transparente que energía opaca, ningún concepto metafísico puede definirlo» 25. Disuelto, pues, de esta forma cualquier punto de síntesis y cualquier punto de origen y culminación, no queda, al fin y al cabo, más que un espacio neutro e indefinido en el que el sentido puede proliferar a discreción, pero sin quedar articulado a ninguna significación global o absoluta, sin subordinación a ninguna dirección determinada. «Ese espacio neutro no sería ya el nido de nuestro deseo. Ciertamente se seguirán trazando aún caminos, pero caminos que no conducen a ninguna parte. Se seguirán esbozando perfiles y se diseminarán algunos centros provisionales, pero esos perfiles y esos centros no serán más que remolinos efímeros de una exterioridad englobante que no conseguirán dominar ni canalizar las estrategias del deseo» 2