El crepúsculo rojo y el día de mañana

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Gran Bretaña vio como Rusia, al comienzo de la Revolución Bolchevique (Terror Rojo), expulsaba a sus espías y diplomáticos destacados en el país. A causa de la rapidez con que se desarrollaron los acontecimientos, los servicios de espionaje de Gran Bretaña, habían quedado en manos de un empresario británico sin experiencia previa como agente secreto. Paul Dukes fue enviado a Rusia en 1918, poco después de la revolución bolchevique, por «C» (el misterioso jefe del servicio secreto británico). Su misión: unir y reorganizar las redes del espionaje británico que operaban contra el nuevo régimen. Dukes, maestro del disfraz, adoptó numerosas identidades para desarrollar sus misiones, la más atrevida fue la de miembro de la policía secreta de la Cheka. Al regreso de Dukes a Gran Bretaña, el gobierno publicó su relato del terror bolchevique para justificar una invasión militar conjunta del norte de Rusia por los ejércitos de EE. UU. y del Reino Unido. Este es el relato novelado de lo acontecido que sir Paul Dukes escribió para su Gobierno. Se incorporan asimismo las imágenes contenidas en la primera edición inglesa de 1922. (La edición española carecía de ellas)

Sir Paul Dukes

El crepúsculo rojo y el día de mañana Aventuras e Investigaciones en la Rusia roja ePub r1.0 Titivillus 09.03.2020

Título original: Red Dusk and the Morrow Sir Paul Dukes, 1923 Traducción: Anónimo y Equipo de Traducción de EPL Diseño de cubierta: Titivillus Editor digital: Titivillus ePub base r2.1

Índice de contenido Cubierta El crepúsculo rojo y el día de mañana Portadilla Comentario a la presente edición Retrato de sir Paul Dukes Retrato de Paul Dukes adolescente Retrato de sir Paul Dukes Prólogo Capítulo I. Uno más de la multitud Capítulo II. Cinco días Capítulo III. El chal verde Capítulo IV. Enredos Capítulo V. Melnikoff Capítulo VI. Stepanovna Capítulo VII. Finlandia Capítulo VIII. Una aldea «burguesa-capitalista» Capítulo IX. Metamorfosis Capítulo X. La esfinge Capítulo XI. El ejército rojo Capítulo XII. El «Partido» y el Pueblo Capítulo XIII. Fuga Capítulo XIV. Conclusión Sobre el autor Notas

EL CREPÚSCULO ROJO Y EL DÍA DE MAÑANA

Aventuras e investigaciones en la Rusia roja. Red Dusk and the Morrow

Sir Paul Dukes, K. B. E. Ex jefe del Servicio Secreto de Inteligencia británico en la Rusia soviética.

Esta transcripción al castellano ha sido realizada por el grupo de traducción de EpubLibre, sobre la edición inglesa publicada en 1923, por Williams and Norgate, 14 Henrietta Street, Covent Garden, W. C.2 – London.

Comentario a la presente edición Apreciado lector. La presente edición en español de la obra Red Dusk and the Morrow de sir Paul Dukes, basada en la edición inglesa publicada en 1923 por la editorial londinense William & Norgate, tiene como objetivo la recuperación de los textos faltantes en nuestro idioma de la obra En la hoguera bolchevique publicada en 1930 por la editorial madrileña Ediciones Leyra, e incluída en el catálogo de EPL con dicho título y que por diferentes circunstancias propias de la época (censura, problemas con el original, omisiones del traductor, supresiones por parte de la editorial) nos ha llegado incompleta hasta nuestros días. Es por ello que hemos abordado esta tarea con ilusión con el fin de poner en valor esta singular obra y que todos los lectores interesados en este período histórico o, simplemente, aquellos que deseen disfrutar de una lectura amena y que además les permita conocer una época convulsa y no siempre bien conocida lo puedan hacer sobre el texto íntegro tal y como lo concibió su autor. A pesar de que no nos ha sido posible localizar la identidad del traductor original, se ha pretendido respetar su trabajo en casi su totalidad tratando de adecuar nuestra aportación a su estilo. Sin embargo, por la propia naturaleza de nuestra labor es necesario advertir que ha sido preciso realizar algunos mínimos cambios para encajar la enorme cantidad de palabras, frases e incluso extensos párrafos (en algunos casos mayores que la parte traducida de determinados capítulos), así como corregir nombres erróneos de localidades, erratas sobre un mismo nombre, confusión en el nombre de un personaje, y

llegándose por último a tener que elaborar en su totalidad el Prólogo y el Epílogo. También ha sido necesario en alguna ocasión estudiar con detalle varios párrafos mezclados o con su orden alterado, condensados o suprimidos, pero que por su naturaleza importante no podíamos dejar mutilados al futuro lector. Como comentario final decir que este proyecto nuevo dentro de EPL de recuperar obras censuradas o incompletas es tremendamente gratificante y esperamos que lo sea igualmente para todos vosotros. Sin más, os invitamos a disfrutar de la obra Red Dusk and the Morrow por primera vez completa e inédita en español. El editor y el Equipo de traducción de EPL.

Retrato de Paul Dukes adolescente.

Prólogo

Si

alguna vez ha habido un período en el que la gente se aferraba

ciegamente a doctrinas y a consignas en lugar de a sus sueños, es el presente. En el torbellino de acontecimientos que constantemente sobrepasan a la humanidad, el significado esencial de las palabras de uso común se está volviendo cada vez más confuso. No sólo las ideas abstractas de libertad, igualdad y fraternidad, sino también las más concretas y en los últimos tiempos popularizadas como proletariado, burgués, soviético, ya están rodeadas de una especie de crecimiento fungoso que oculta su verdadero significado, por lo que cada vez que se las utiliza tienen que ser definidas nuevamente. El fenómeno de la Rusia Roja es un ejemplo supremo del triunfo de la doctrina, la consigna y el eslogan político sobre la razón. Cansado de la guerra y de la política, el pueblo ruso sucumbió fácilmente a los que prometían de manera violenta lo que nadie podía dar, y menos los propios que las prometían. Palabras clave como «Todo el poder para los soviéticos», que poseían un poder críptico antes de que sus acuñadores se hicieran con las riendas del gobierno, fueron recuperadas posteriormente, o bien por no tener significado, o por estar dotadas de algún sentido arbitrario, variable y bastante imprevisto. Del mismo modo, palabras como «obrero», «burgués», «proletariado», «imperialista», «socialista», «cooperativa», «soviético», son dotadas en cualquier lugar de significados variables por parte de los

demagogos, significando una cosa un día y otra al siguiente según la ocasión lo requiera. Los opositores radicales del bolchevismo, especialmente entre los rusos, han pecado a este respecto tanto como sus defensores a ultranza, y no han obtenido ninguna ventaja ni siquiera entre su propia clase social. Porque a su irracional falta de moderación, así como a la distorsión de las ideas por parte de los ultra-radicales se debe la aparición, entre cierta clase de gente de mentes inquietas pero con información incompleta, de la más extraña de las anomalías, el «bolchevique de salón». La claridad de la visión y la comprensión nunca se restaurarán hasta que se restablezca la precisión en la terminología, y eso llevará años y años. Ha sido la discrepancia entre las realidades de la Rusia bolchevique y la terminología empleada por los líderes rojos lo que más me impresionó. Pronto llegué a la conclusión de que esta elaborada fraseología de captación fue diseñada principalmente con fines propagandísticos en países extranjeros, ya que los bolcheviques en su prensa local se entregan a veces a brotes inesperados de franqueza, describiendo sus propios fracasos en términos que compiten con los de sus enemigos más acérrimos. Aunque todavía se aferran a términos anómalos, como «gobierno obrero y campesino» y «dictadura del proletariado». Es por esas discrepancias por lo que he pretendido llamar la atención en las siguientes páginas. Mi punto de vista no era el de un político profesional, ni el de un reformador social, ni el de un periodista, sino simplemente el del individuo corriente, el «hombre de la calle». Como funcionario del servicio de inteligencia, el Gobierno soviético me ha acusado de conspiraciones y de complots para derrocarlo. Pero fui a Rusia no para conspirar, sino para investigar. Las menciones que ha hecho sobre mí el Gobierno soviético no han sido acertadas y se me puede perdonar por recordar una o dos de las más sorprendentes. A finales de 1920 recibí una indicación del Ministerio de Asuntos Exteriores de que el 16 de enero de 1920, un tal Sr. Charles Davison había sido ejecutado en Moscú y que, a la petición de información por parte del Gobierno británico, el Gobierno soviético había respondido que el Sr. Davison había sido fusilado como cómplice de mis «actividades de agitador». La carta del Ministerio de Asuntos Exteriores británico fue, sin

embargo, mi primer indicio de que una persona como el Sr. Davison nunca había existido. Una vez más, con ocasión del último avance del General Yudenich sobre Petrogrado, el Gobierno bolchevique afirmó que yo era el instigador de un Gobierno «blanco» que debía tomar el poder tras la caída de la ciudad, y se publicó una lista de una docena de ministros que, según se decía, habían sido nombrados por mí. No sólo no tenía conocimiento ni conexión con dicho gobierno, sino que los futuros ministros, con una excepción, me eran desconocidos incluso por su nombre, con la excepción de un caballero del que había oído hablar anteriormente, pero con el que nunca había mantenido ningún tipo de comunicación. Sería tedioso volver a contar los numerosos casos de los que estos son ejemplos. Sólo reconozco algunos de los nombres con los que el Gobierno bolchevique ha asociado el mío. La mayoría son de personas a las que nunca he conocido o de las que no he oído hablar. Incluso de los ingleses y de las mujeres, a varios de los cuales, que los bolcheviques arrestaron como mis «cómplices» manteniéndolos en prisión en algunos casos durante más de doce meses, apenas conocía. Tan solo con uno tuve comunicación como oficial de inteligencia. Algunos de los otros, con los que me reuní posteriormente, me proporcionaron la interesante información de que su detención y la de muchos rusos inocentes había sido atribuida por los bolcheviques a un «diario» que se suponía que yo tenía que tener guardado y en el que se decía que había anotado sus nombres. Este «diario» también ha sido mostrado, aparentemente, a visitantes extranjeros afines como evidencia concluyente de la implicación de tales rusos y británicos en mis numerosas ¡«conspiraciones»! Apenas necesito decir que, a pesar de mi inexperiencia en el arte y la ciencia de la inteligencia, tomé desde el principio como norma ineludible al hacer notas no inscribir nunca nombre o dirección alguna excepto de una manera inteligible para nadie más que para mí, mientras que el único «diario» que he guardado ha sido la crónica sobre la que se ha elaborado parcialmente este libro realizada durante esas breves visitas a Finlandia que el lector encontrará descritas en las siguientes páginas. No hace falta decir que este libro no está diseñado para rectificar este registro de inexactitudes por parte del Gobierno soviético. Al escribir mi historia era imposible combinar la precisión de la narración con la ocultación

eficaz de individuos y lugares. Por lo tanto, la parte de este libro que trata de mis experiencias personales no es completa, sino una selección de episodios que conciernen a unos pocos individuos, y me he esforzado por entrelazar estos episodios en una narrativa más o menos consecutiva, mostrando la peculiar cadena de circunstancias que me llevó a permanecer a cargo del servicio de inteligencia en Rusia durante casi un año, en lugar de uno o dos meses, como supuse de antemano. A mis viajes posteriores a Bielorrusia, el norte de Ucrania y Lituania no hago muchas referencias, ya que mis observaciones no hacen sino confirmar las conclusiones a las que ya había llegado en cuanto a la actitud del campesinado ruso. Sobre lo escrito, creo que he logrado lo que estaba obligado a considerar como un requisito fundamental, o sea, el enmascaramiento de los personajes confundiendo personas y lugares (excepto en uno o dos casos que ahora son de poca importancia) lo suficiente como para hacer que las autoridades bolcheviques no puedan rastrearlos. «Incluso cuando uno piensa que un punto de vista no es sólido o que un esquema es inviable, —dice el vizconde Bryce en Modern Democracies—, uno debe contemplar todos los esfuerzos honestos para mejorar este mundo insatisfactorio con una solidaridad que reconozca cuántas cosas precisan ser cambiadas, y cuántas doctrinas que alguna vez fueron consideradas indiscutibles necesitan ser modificadas a la luz de los hechos posteriores». Esto no es menos cierto con respecto a las tentativas comunistas como a cualesquiera otras. Si en este libro me detengo casi exclusivamente en el modo de ver las cosas del pueblo ruso, y no en el de sus actuales gobernantes, sólo puedo decir que lo que me propuse estudiar es el punto de vista del pueblo. La revolución bolchevique tendrá resultados muy distintos de los previstos por sus impulsores, pero en los fallos y errores de juicio de los comunistas, en sus esfuerzos fanáticos por mejorar la suerte de la humanidad, aunque sea mediante la coerción y el derramamiento de sangre, hay que aprender lecciones que serán de incalculable beneficio para la humanidad. Sin embargo la lección más grande e inspiradora de todas será el ejemplo definitivo del pueblo ruso, con una paciencia asombrosa y una resistencia invencible para superar su presente e incluso quizá una adversidad mayor, y

salir triunfante a través de la creencia perseverante en las verdades de esa filosofía que los comunistas describen como «el opio del pueblo».

«… Nada resulta más necesario para el progreso de una nación que el desarrollo espontáneo del carácter individual… La independencia de pensamiento estuvo amenazada en tiempos pasados por monarcas que temían la desafección de sus súbditos. ¿No podría, de nuevo, estar en peligro por otras formas de intolerancia, posibles incluso bajo un gobierno popular?» Bryce, Modern Democracies.

Capítulo I Uno más de la multitud

La nieve se reflejaba brillantemente en el sol helado de la tarde del 11 de marzo de 1917. La Perspectiva Nevsky estaba casi desierta. El ambiente se percibía lleno de tensión y parecía como si de los apartados suburbios de la bella ciudad de Pedro el Grande se levantara un denso y oscuro rumor de voces; voces violentas, apasionadas, que rodaban como el estruendo de la tormenta distante, mientras en el corazón de la ciudad todo era quietud y silencio. De trecho en trecho se veía una patrulla montada o un piquete de tropa que paseaba la calle con paso mesurado. En la nieve había manchas de sangre y en el lejano confín de la Perspectiva se oía aún el intermitente rumor de las descargas de fusilería. En medio de la calle yacían varios cuerpos pavorosamente quietos. Sus dientes lucían fantasmalmente. ¿Quiénes eran y cómo habían muerto? ¿Quién lo sabía y a quién le importaba? Tal vez una madre, una esposa… La lucha había sido en la mañana temprano. Una muchedumbre, un grito, una orden, un disparo, pánico, una calle vacía, silencio, y un pequeño grupo de cuerpos inmóviles, horribles, bajo el frío brillo del sol. Apretado en mitad de la calzada había un cordón de policías disfrazados de soldados, disparando a intervalos. El disfraz era una maniobra para engañar al pueblo, porque se sabía perfectamente que los soldados estaban de parte de los revolucionarios.

—¡Ya viene! Repetía y repetía mecánicamente muchas veces esta frase, y me imaginaba un gran cataclismo, terrible y espantoso, y, sin embargo, lo esperaba apasionadamente. —¡Ya viene!… En cualquier momento… Mañana… Pasado mañana. El día siguiente fue un día inolvidable. Vi a los primeros regimientos revolucionarios salir a la calle y presenciar tranquilamente el saqueo del arsenal por las turbas enfurecidas. Al otro lado del río los soldados estaban asaltando la prisión Kresty. De pronto surgieron en torno al edificio de la Duma en el Palacio Tauride una serie de grupos enardecidos, y al atardecer, cuando la policía zarista fue aplastada en la Perspectiva Nevsky, se levantó un poderoso murmullo, pronunciado por millones de labios: ¡Revolución! Se abría una nueva era. La revolución, pensé yo, será la Declaración de la Independencia de Rusia. Me imaginé un enorme péndulo, cargado con las miserias y desventuras de ciento ochenta millones de almas, que se ponía súbitamente en movimiento. ¿Hasta dónde iría? ¿Cuándo y dónde se detendría su vasta energía desbordada?

Policía zarista en Petrogrado. En la noche logré introducirme en el Palacio Tauride, que se había convertido en el centro de la revolución. No se dejaba entrar a nadie sin un pase especial. Busqué un sitio entre las grandes verjas de la entrada y, cuando nadie me veía, escalé la reja, y corrí a través del jardín hacia el gran vestíbulo. Aquí encontré muy pronto a muchos conocidos: camaradas de mis días de estudiante, revolucionarios. ¡Qué espectáculo el del interior del Palacio, antes tan tranquilo y solemne! En todos los corredores y vestíbulos dormían los soldados cansados. Los fastuosos pasillos, donde los miembros de la Duma habían paseado silenciosamente, estaban llenos hasta el techo con

toda clase de baúles, bagajes, armas y municiones. Toda la noche y todo el día siguiente trabajé con los revolucionarios para convertir el Palacio en el arsenal de la revolución. Así comenzó la revolución. ¿Y después? Todo el mundo sabe cómo se desvanecieron las esperanzas de libertad. ¡Verdaderamente, la enemiga de Rusia, Alemania, que había despachado al dictador del proletariado Lenin y sus satélites a Rusia, había descubierto el talón de Aquiles de la revolución rusa! Todo el mundo sabe cómo se quemaban las flores de la revolución en el ardor de la Guerra de Clases, y cómo Rusia volvió a caer en el hambre y en la servidumbre. Yo no me ocuparé en estas cosas. Mi historia se limita al tiempo en que ellas eran ya crueles realidades. Mis reminiscencias del primer año de la Administración bolchevique están mezcladas en una especie de caleidoscópico panorama de impresiones, formado en los viajes de ciudad a ciudad, algunas veces escondido en un rincón de un carro cargado, otras confortablemente instalado y no pocas en los estribos, techos y topes de los trenes. Yo estaba nominalmente al servicio del Foreign Office; pero la AngloRussian Commission, de la cual yo era miembro, se había marchado de Rusia, e ingresé en la Y. M. C. A. norteamericana, para hacer trabajos de salvamento. Un año después de la revolución me encontraba en la ciudad de Samara instruyendo a un destacamento de exploradores. Cuando se deshicieron las nieves del invierno y el sol de primavera derramaba alegría por todas partes, yo y mis colegas norteamericanos nos dedicamos a organizar paradas y juegos deportivos al aire libre. Los nuevos legisladores proletarios veían nuestras maniobras con malos ojos, pero estaban demasiado ocupados en despojar a la burguesía para prestar atención a los contrarrevolucionarios exploradores, aunque las simpatías antibolcheviques de éstos fueran muy visibles. —¡Está preparado! —era el grito con que los exploradores se saludaban unos a otros en la calle. La respuesta era: —¡Siempre listo! Y este grito tenía un profundo significado, más intenso por el entusiasmo juvenil con que se pronunciaba.

Un día, estando en Moscú, recibí un inesperado telegrama con el sello de urgente. —Era del Foreign Office—. «Se le necesita inmediatamente en Londres», decía. Sin perder un minuto me puse en camino de Archangel. Tras de mí quedó Moscú con sus turbulencias, sus disturbios políticos, su creciente hambre, sus conspiraciones contrarrevolucionarias y el conde Mirbach y sus intrigas alemanas. La noticia de que Mirbach había sido asesinado cayó sobre mí como una bomba. Apoyado en la borda del barco que me conducía por el mar Blanco, a mil kilómetros de Moscú, maldije mi suerte por no haber estado en ese momento en la capital. Me quedé contemplando la caída del sol en el horizonte, como una bola de fuego, y luego, sin desesperarme, celebré el triunfo del verano sin noche sobre las tinieblas. Después Murmansk y su perpetuo día; un destructor en dirección a Petchenga; un remolcador a la frontera noruega; diez días de viaje alrededor del Cabo Norte y la maravilla de los «fjords» noruegos hasta Bergen, y, finalmente, la navegación en zig-zag por el mar del Norte, esquivando los submarinos hasta Escocia. El oficial de la Aduana de Aberdeen había recibido órdenes de facilitar inmediatamente mi traslado a Londres por el primer tren. En la estación King’s Cross me esperaba un automóvil, que me condujo, sin saber yo adonde ni el motivo de la llamada, a un edificio de una calle vecina a Trafalgar Square. —Por aquí —dijo el chófer dejando el coche. El chófer tenía una cara que parecía una máscara. Entramos en el edificio, y el ascensor nos elevó rápidamente hasta el último piso, en el cual se había construido una superestructura adicional de oficinas de guerra. Yo había creído siempre que las conejeras eran invariablemente subterráneas; pero en este edificio descubrí un enjambre de pasajes, corredores, recovecos y guaridas de verdadera conejera construido en el tejado. Al dejar el ascensor, mi guía me condujo por una escalera tan angosta, que un hombre corpulento se habría atrancado en ella, y después de subirla, bajamos por otra de las mismas dimensiones, al otro lado de una galería de madera, tan baja, que tuvimos que encorvarnos para pasar por ella; doblamos insospechadas esquinas y subimos otra vez por otra escalera estrecha que nos condujo al tejado. Cruzamos una especie de puente de hierro y entramos en otro laberinto. Cuando ya estaba empezando a marearme, me introdujo en

una pequeña habitación de unos diez pies cuadrados, en la cual estaba un oficial vestido con el uniforme de coronel británico. El impasible chófer me anunció y se retiró en seguida. —¡Buenas tardes, míster Dukes! —dijo el coronel, levantándose y saludándome con un caluroso apretón de manos—. Me alegro mucho en verle. Sin duda le preocupa a usted que no se le haya explicado el motivo de haberle hecho regresar a Inglaterra. Yo tengo que informarle, confidencialmente, que este motivo es el haber sido usted propuesto para un cargo de mucha responsabilidad en el Servicio de Espionaje. Me sorprendí. —Pero… —murmuré—. Yo nunca… ¿Puedo preguntar qué es lo que ello implica? —Ciertamente —respondió el coronel—. Tenemos razones para creer que muy pronto Rusia no será accesible a los extranjeros, y deseamos tener allí quien nos informe del desarrollo de los acontecimientos. —Pero —contesté— ¿y mi labor actual? Es muy importante, y si la abandono… —Hemos previsto las objeciones, y debo decirle a usted que bajo las leyes de guerra nosotros tenemos el derecho de requisar sus servicios, si es necesario. Usted ha sido agregado al Foreign Office. Esta oficina trabaja también de acuerdo con el Foreign Office, el cual ha sido consultado sobre este asunto. Naturalmente —agregó irónicamente—, si teme usted al riesgo o al peligro … He olvidado cuál fue mi respuesta; pero él no continuó. —Muy bien —dijo—; considérelo usted y vuelva mañana, a las cuatro y media. Si no tiene usted razones poderosas para no aceptar este puesto, le consideraremos enrolado en nuestro servicio y le daré más detalles. Apretó un timbre. Apareció una chica y me guió hacia la salida, desenvolviéndose por el enrevesado laberinto con lo que a mí me pareció una maravillosa habilidad. Encendido por la curiosidad y fascinado por el misterio de este elevado laberinto, aventuré una pregunta a mi guía femenino: —¿Qué clase de oficina es ésta? —la dije.

Me hizo un guiño, se encogió de hombros y, sin decir media palabra, apretó el botón del ascensor. —¡Buenas tardes! —fue todo lo que me dijo mientras yo entraba en la cabina. Al día siguiente otra chica me escoltó arriba y abajo de las angostas escaleras y me condujo a presencia del coronel. Le encontré en una habitación más grande, amueblada con sillones confortables y elegantes librerías. Me pareció que el coronel daba por supuesto que yo no tenía nada que objetar. —Le diré a usted brevemente lo que deseamos —me dijo—. Usted puede hacer los comentarios que desee, y luego le llevaré a entrevistarse con… el Jefe. Brevemente: queremos que regrese usted a Rusia y nos mande informes de la situación. Deseamos estar exactamente informados de la actitud de cada uno de los sectores de la opinión, del apoyo con que cuenta el Gobierno bolchevique, del desarrollo y modificaciones de su política, de la posibilidad de un cambio de régimen o de una contrarrevolución y del papel que está jugando Alemania. En cuanto a los medios de que debe usted servirse para ganar el acceso al país, el disfraz con que viva usted allí y la manera de enviar sus informes, lo dejamos a su cargo, pues usted está mejor informado de las condiciones del país y puede organizar mejor todo esto. Me explayó sus opiniones sobre Rusia, pidiéndome mi corroboración o corrección, y llegó a mencionar los nombres de unos cuantos ingleses con los cuales yo podía entrar en contacto. —Voy a ver si… el Jefe está listo —dijo finalmente, levantándose—; regresaré en seguida. La habitación parecía una oficina, pero no había papeles sobre la mesa. Me levanté y me puse a mirar los libros de las librerías. Una edición de lujo de las obras de Thackeray, encuadernada en una decorativa piel marroquí color verde, atrajo mi atención. Yo era antes aficionado a la encuadernación, y me interesan mucho las encuadernaciones artísticas. Cogí un ejemplar de Henry Esmond. Para mi asombro, el libro no pudo abrirse hasta que, pasando accidentalmente el dedo por lo que yo creía que era el borde de las páginas, se abrió súbitamente, descubriéndome una caja. En mi estupefacción estuve a punto de arrojar el volumen, y una hoja de papel cayó al suelo. La recogí

rápidamente, y le pasé una mirada rápida. Tenía el siguiente titular: Kriegsministerium, Berlín[1]; ostentaba impreso las armas imperiales alemanas, y estaba cubierta con una inscripción manuscrita en alemán. No había acabado de restituir el documento en la caja y de reponer el volumen, cuando reapareció el coronel. —Un… El… Jefe no está —dijo—; pero usted podrá verlo mañana. ¿Le interesan a usted los libros? —agregó, viendo que yo miraba a la estantería —. Yo soy un coleccionista. Este es un viejo volumen, muy interesante, sobre el cardenal Richelieu. ¿Quiere usted mirarlo? Lo compré por un chelín en Charing Cross Road. El volumen mencionado estaba inmediatamente encima del Henry Esmond. Lo cogí esperando que ocurriera algo extraordinario; pero no era sino un viejo libro francés con hojas comidas y manchadas. Fingí interesarme. —No creo que valga la pena… —dijo el coronel—. Bueno, adiós. Regrese mañana. Yo estaba intensamente preocupado por saber quién podía ser el jefe de esta oficina. La señorita que me acompañó hasta el ascensor me sonrió enigmáticamente. Regresé al día siguiente, después de haber pensado durante toda la noche cómo podría entrar en Rusia, y sin haber decidido nada. Mi mente estaba completamente ocupada en descubrir los misterios del laberinto en aquel tejado. Me hicieron pasar otra vez al despacho del coronel. Mis ojos se dirigieron instintivamente hacia la librería. El coronel estaba de buen humor. —Veo que le gusta a usted mi colección —me dijo—. Esta es una magnífica edición de Thackeray. —Mi corazón dio un salto—. Esta es la más lujosa encuadernación que yo he encontrado —continuó el coronel—. Mírela usted. Miré fijamente al coronel; pero su rostro permanecía impasible. Mi pensamiento inmediato fue que quería iniciarme en los secretos de su departamento. Me levanté rápidamente y cogí el Henry Esmond que estaba en el mismo sitio en que le había dejado el día anterior. Para mi mayor confusión, el libro se abrió naturalmente, y me encontré con un ejemplar de una edición de lujo impresa en papel de la India y profusamente ilustrada.

Miré curiosamente la librería. No había otro Henry Esmond. Inmediatamente sobre el espacio libre estaba la Vida del cardenal Richelieu, como el día anterior. Dejé el libro en su lugar y procuré no aparecer desconcertado al volverme al coronel. Su expresión era completamente tranquila, incluso aburrida. —Es una bella edición —repitió—. Si está usted listo podemos ir a ver al… Jefe. Atontado por la confusión, murmuró mi asentimiento y le seguí. Según íbamos atravesando intrincadas escaleras e inesperados pasillos, que me daban la sensación de una casa mágica en miniatura, pude lanzar rápidas miradas sobre los árboles del Embankment Gardens, el Támesis, el Tower Bridge y la Abadía de Westminster. Por la rapidez con que cambiaba el ángulo visual pude comprender que estábamos girando en un espacio muy limitado, y cuando súbitamente entramos en el amplio despacho del… Jefe tuve la sensación de que sólo nos habíamos movido unas cuantas yardas, y que el despacho estaba inmediatamente sobre la oficina del coronel. Era una habitación baja y oscura, en lo más alto del edificio. El coronel llamó, entró y esperó órdenes. Yo le seguí nervioso y confundido, con la dolorosa conciencia de que en este momento no habría podido expresar una opinión aceptable sobre ningún asunto. Desde el umbral la habitación aparecía sumergida en una semioscuridad. La mesa de escribir estaba colocada delante de la ventana, de modo que al entrar todo se veía en silueta. Pasaron varios segundos antes de que yo pudiera distinguir claramente las cosas. Sobre una gran mesa colocada a la izquierda y llena de papeles había hasta media docena de teléfonos interiores. En otra mesa había numerosos mapas y dibujos con modelos de aeroplanos, submarinos y aparatos mecánicos, y al lado, una hilera de botellas con líquidos de varios colores; una serie de cubetas y retortas testificaban la realización de experimentos químicos. Estas muestras de investigación científica sólo servían para intensificar la atmósfera extraña y misteriosa. Pero no fueron estas cosas las que atrajeron mi atención mientras estaba allí en pie esperando nerviosamente; ni las botellas ni los planos de las maquinarias atrajeron mis miradas. Mis ojos se fijaban en la figura que estaba sentada a la mesa de escribir. Bien acomodado en su espaciosa silla, sus hombros encorvados, con

la cabeza apoyada en una mano, en mangas de camisa, escribía atentamente… ¡Ah, no; perdón! Me olvidaba. Hay algunas cosas que deben permanecer todavía en el más absoluto secreto; y una de ellas es quién era la figura que estaba escribiendo en aquel oscuro despacho en lo alto del laberinto, cerca de Trafalgar Square, aquel día de agosto de 1918. Yo no puedo describirle ni siquiera mencionar uno de sus veinte nombres supuestos. Basta decir que, a pesar de lo mal dispuesto que estaba yo en este primer encuentro, muy pronto aprendí a mirar al Jefe con sentimientos de profunda admiración y simpatía personal. Era un oficial británico y un caballero inglés de la más fina calidad, absolutamente desposeído de miedo y dotado de infinitos recursos de habilidad. Yo considero una de las mayores venturas de mi vida el haber entrado en el círculo de sus conocimientos. En silueta me vi a mí mismo dirigiéndome hacia una silla. El Jefe siguió escribiendo por un momento y luego se volvió súbitamente hacia mí con esta inesperada pregunta: —De modo que, según entiendo, quiere usted regresar a la Rusia soviética. Como si fuera yo quien lo había propuesto. La conversación fue breve y precisa. Las palabras Arcángel, Estocolmo, Riga y Helsingfors fueron frecuentemente pronunciadas, y se mencionaron los nombres de varios ingleses que vivían en estas ciudades y en Petrogrado. Finalmente se decidió que yo solo debía determinar por qué ruta regresaría a Rusia y cómo debía despachar mis informes. —¡No se deje usted matar! —dijo el Jefe en conclusión, sonriente—. Enséñele usted la clave —agregó dirigiéndose al coronel, y llévele al laboratorio para que aprenda las tintas y todo lo demás. Salimos de la oficina del jefe, y bajando un simple tramo de escalera llegamos al despacho del coronel. El coronel se rió. —Con el tiempo encontrará usted su camino —dijo—. Vamos al laboratorio en seguida. Aquí debo tender un velo sobre el laberinto. Tres semanas más tarde partí para Rusia, hacia lo desconocido.

Resolví hacer mi primer intento para entrar en el país por el Norte, y fui hasta Arcángel en un barco que conducía soldados norteamericanos, la mayor parte de ellos proveniente de Detroit. Pero en Arcángel me encontré con que las dificultades eran mayores de lo que yo había supuesto. Desde allí hasta Petrogrado había seiscientas millas, y la mayor parte de esta distancia había que hacerla a pie, a través de llanuras y bosques desconocidos. Los caminos estaban estrechamente vigilados, y antes de que mis planes estuviesen listos, comenzaron las tormentas de otoño, y los senderos y los atajos se hicieron impasables. Pero en Arcángel me di cuenta de que era absolutamente imposible entrar en Rusia como un inglés, y me dejé crecer la barba y adquirí enteramente la apariencia de un ruso. Fracasado mi intento en Arcángel, me trasladé a Helsingfors a probar mi suerte en la dirección de Finlandia. Helsingfors, la capital de Finlandia, es una pequeña ciudad llena de vida y de intrigas. En la época a la cual me refiero era el campo de toda suerte de concebibles e inconcebibles rumores, estafas y escándalos, repudiados en otras partes, pero aceptados aquí por la turba de intrigantes, especialmente alemanes y rusos del antiguo régimen, que había encontrado en esta ciudad un lugar de reposo. Helsingfors era uno de los más insalubres lugares de Europa. Cuantas veces mi desventura me hizo caer en ella evité todo contacto con la sociedad, e hice una regla de conducta el decirle a todo el mundo precisamente lo contrario de mis verdaderas intenciones, aun en los asuntos más triviales. En el Consulado británico de Helsingfors me presentaron a un agente del espionaje norteamericano que acababa de escapar de Rusia. Este caballero me dio una carta de presentación para un oficial ruso, de Viborg, llamado Melnikoff. La pequeña ciudad de Viborg era un enjambre de refugiados rusos, conspiradores contrarrevolucionarios, agentes alemanes y espías bolcheviques, peor todavía, si cabe, que Helsingfors.

Vista de Viborg. Disfrazado de viajante comercial de clase media, me dirigí a Viborg. Tomé una habitación en el hotel en que me habían dicho que se alojaba Melnikoff. Le busqué y le entregué mi carta de presentación. Me encontré con que era un oficial de la Marina rusa de la más fina calidad, e inmediatamente adquirí una gran simpatía por él. Su verdadero nombre no era Melnikoff; pero en aquellos lugares mucha gente tenía una gran variedad de nombres para servirse de ellos en las diferentes ocasiones. Mi encuentro con él fue providencial, porque resultó que él había trabajado con el capitán Cromie[2], último agregado naval a la Embajada británica en Petrogrado. En septiembre de 1918 el capitán Cromie fue muerto por los bolcheviques en la Embajada británica, y yo tenía la esperanza de recoger a mi llegada a Petrogrado los restos de su organización. Melnikoff era moreno, con ojos

azules, bajo y musculoso. Era profundamente religioso y estaba imbuido de un odio intenso a los bolcheviques, no sin razón, pues su padre y su madre habían sido fusilados por ellos, y él mismo había escapado de milagro.

Capitán Francis Newton Allen Cromie, agregado naval en la embajada británica en Petrogrado. —La policía vino por la noche —me dijo contándome la historia—. Yo tenía algunos papeles referentes a la insurrección de Yaroslav, que me los guardaba mi madre. Pidieron entrar a la alcoba de mi madre. Mi padre les cortó el camino diciéndoles que ella estaba vistiéndose. Un marinero intentó abrirse paso, y mi padre, furioso, lo empujó a un lado. Súbitamente sonó un disparo, y mi padre cayó muerto en el umbral de la alcoba de mi madre. Yo estaba en la cocina cuando entraron los rojos. Disparé a través de la puerta, matando a dos de ellos. Me hicieron una descarga cerrada y me hirieron en la mano. Pero pude escapar por la escalera interior. Dos semanas después mi madre fue fusilada por haberla encontrado en su poder mis papeles. Melnikoff sólo tenía un objeto en la vida: vengar a sus padres. No vivía sino para esto. Era francamente un monárquico, y esto me hizo evitar el hablar de política con él. Pero fuimos amigos desde el primer momento, y yo tuve el raro sentimiento de que mucho antes, mucho tiempo antes, me había encontrado con él en alguna parte, aunque sabía perfectamente que no era cierto. Melnikoff se llenó de alegría al conocer mi deseo de regresar a Rusia. No sólo se comprometió a arreglar con las patrullas de la frontera finlandesa para que me pasaran secretamente por la noche, sino que también quiso precederme en Petrogrado y buscarme allí un alojamiento seguro. Entonces existía todavía una gran hostilidad entre Finlandia y la Rusia soviética. Se realizaban frecuentes encuentros y la frontera estaba severamente guardada por ambos lados. Melnikoff me dio dos direcciones en Petrogrado donde podía encontrarle: una era un hospital, donde él había vivido antes, y la otra un pequeño café que aún existía en un piso particular, desconocido de las autoridades bolcheviques. Melnikoff era un aficionado a la bebida. Pero tal vez esto era un pecado perdonable. Juntos pasamos tres días en Viborg haciendo planes para Petrogrado, y, entre tanto, él se bebió todo mi whisky, excepto un pequeño frasco que yo había escondido. Cuando estuvo seguro de que se

había consumido todo mi stock de whisky, se declaró listo para partir. Era un viernes, y acordamos que yo debía seguirle dos días después, la noche del domingo 24 de noviembre. Melnikoff escribió un santo y seña en un pedazo de papel. —Entregue esto a la patrulla finlandesa —me dijo—, en la tercera casa, la casa de madera con el portal blanco, a la izquierda del puente. A las seis de la tarde se marchó a su habitación, y pocos minutos después regresó tan transformado que apenas pude reconocerle. Llevaba una especie de gorra de marinero metida hasta los ojos. Se había ensuciado el rostro, y esto, unido a su barba de tres días, le daba una apariencia verdaderamente demoníaca. Vestía un gabán raído, pantalones de color oscuro y una bufanda ajustada al cuello. Me pareció un perfecto apache cuando me enseñó un enorme revólver «Colt» escondido en sus pantalones. —Adiós —me dijo, simplemente, tendiéndome la mano; después se detuvo y agregó—: observemos la vieja costumbre rusa y sentémonos un minuto juntos. Según una bella costumbre observada antiguamente en Rusia, los amigos se sentaban en el momento de partir y se mantenían un instante en completo silencio, deseándose uno a otro buen viaje y prosperidad. Melnikoff y yo nos sentamos uno frente al otro. ¡Con cuánto fervor le deseé buena suerte en el peligroso viaje que iba a emprender conmigo! Supongamos que hubiera sido muerto al atravesar la, frontera. Ni yo ni nadie lo habría sabido. Habría desaparecido sencillamente. Un buen hombre más devorado por la revolución. ¿Y yo? ¡Yo podía seguirle! «Era una cuestión de suerte y todo estaba en el juego». Nos levantamos. —Adiós —dijo Melnikoff otra vez. Se volvió, se signó y salió de la habitación; en el umbral se volvió a mirarme—. El domingo en la noche — agregó—, sin falta. Tuve el raro sentimiento de que debía decir algo; pero no supe qué; no se me ocurrió una sola palabra. Le seguí rápidamente escaleras abajo. Pero él no se volvió a mirar. Al llegar al portal, miró rápidamente en todas direcciones, se bajó más la gorra sobre los ojos y se perdió en la oscuridad hacia una aventura que iba a costarle la vida. Sólo le vi una vez más después, por un

momento, en Petrogrado, en circunstancias dramáticas… Pero esto lo contaré después. Dormí muy poco aquella noche. Todos mis pensamientos estaban con Melnikoff, dondequiera que estuviese, burlándose de los centinelas rojos con riesgo de su vida. Estaba seguro que él se reiría del peligro si fuese cogido en un callejón sin salida. Su risa sería una risa diabólica, la necesaria para despertar todas las sospechas de los bolcheviques. Luego, como último recurso, allí estaba siempre su «Colt». Pensé en su pasado, en sus padres, en la historia que me había contado. ¡Cómo se crisparían sus dedos al empuñar aquel «Colt»! A la mañana siguiente me levanté temprano; pero no tenía nada que hacer. Como era sábado, todos los puestos judíos del pequeño mercado, normalmente muy concurrido, estaban cerrados, y sólo los finlandeses permanecían abiertos. Ya me había procurado la mayor parte de los artículos que tenía decidido llevar; pero le agregué a mi equipaje dos o tres pequeñas cosas que compré ese día y el siguiente, domingo por la mañana, cuando abrieron los puestos judíos. Mi equipaje consistía en una camisa rusa, un par de pantalones negros de cuero, botas negras, una túnica raída y una gorra de cuero, con un ribete de piel y una pequeña borla en la parte superior, del estilo de las usadas por los finlandeses en el distrito Norte de Petrogrado. Con mi descuidada barba negra, ya bastante profusa, y mis largos y despeinados cabellos, que caían sobre mis orejas, parecía una visión. En Inglaterra o en los Estados Unidos habría sido considerado un extranjero indeseable. El domingo vino a verme un oficial amigo de Melnikoff, para comprobar que estaba listo. Yo le conocía por el nombre cristiano y el patronímico de Ivan Sergeievich. Era un hombre agradable, amable y considerado. Como muchos otros refugiados rusos, carecía de recursos financieros y se ganaba su vida y la de su mujer y sus hijos contrabandeando dinero finlandés y manteca a Petrogrado, donde ambas cosas se vendían con un alto premio. Estaba en muy buenas relaciones con las patrullas finlandesas, que practicaban también este comercio, y cuya amistad cultivaba. —¿Tiene usted ya un pasaporte, Pavel Pavlovich? —me preguntó Ivan Sergeievich.

—No —contesté—. Melnikoff me dijo que las patrullas me proporcionarían uno. —Sí, eso es lo mejor —dijo—; esos tienen el sello bolchevique. Pero nosotros recogemos los pasaportes de todos los refugiados de Petrogrado, porque frecuentemente son necesarios. Y si ocurre alguna cosa, recuerde que usted es un «especulador». Todos los que se dedicaban a la venta o compra privada de alimentos o vestidos eran llamados especuladores por los bolcheviques, y eran severamente castigados; pero era mucho mejor ser un especulador que lo que yo era. Cuando oscureció, Ivan Sergeievich me acompañó a la estación, y luego parte del camino en el tren. Nos sentamos separados para que no se viera que yo viajaba con un conocido oficial ruso. —Y recuerde, Pavel Pavlovich —dijo Ivan Sergeievich—; vaya a mi piso cuantas veces lo necesite. Allí hay una vieja ama de llaves que le admitirá a usted si le dice que yo lo mando. Pero que no le vea el portero de la casa —es un bolchevique— y tenga cuidado de que no lo sepa el Comité de habitación, porque preguntaría en seguida quién es usted. Le agradecí mucho este ofrecimiento, que resultó después muy valioso. Subimos al tren en Viborg, y nos sentamos en los extremos opuestos del compartimiento, como si no nos conociéramos. Cuando Ivan Sergeievich llegó al lugar de su destino, me dirigió una mirada rápida y significativa; pero no nos hicimos ningún signo de reconocimiento. Yo estaba sentado en mi rincón, poseído del inevitable sentimiento de que todo el mundo me observaba. Me parecía que las paredes y los asientos tenían ojos. Aquel hombre sentado frente a mí, ¿no me había mirado dos veces? Y esa mujer que me espiaba constantemente con el rabillo del ojo. ¿Me dejarían llegar hasta la frontera, y luego me delatarían a los rojos? Sentí un escalofrío, y estuve a punto de maldecirme a mí mismo por haberme metido en tan estúpida aventura. Pero ya no había más remedio. Forsan et haec olim meminisse jubavit, escribió Virgilio. Yo tenía la costumbre de escribir esto en mis libros de latín, cuando estaba en la escuela, aunque odiaba el latín. «Tal vez algún día te divertirá recordar estas cosas»: frío consuelo, aunque en una trampa y con la soga al cuello. Sin embargo, estas cosas son divertidas… después.

Por fin, se detuvo el tren en Rajajoki, la última estación del lado finlandés de la frontera. Era una noche oscura, sin luna. Faltaba media milla hasta la frontera. Hice el camino siguiendo los rieles en dirección de Rusia y hacia el puente de madera, sobre el pequeño río Sestro. Miré con curiosidad hacia los oscuros y tristes edificios con luces opacas del otro lado de la frontera. Allí estaba mi tierra prometida; pero en ella no corría miel y leche, sino sangre. El centinela finlandés estaba en su puesto a la entrada del puente fronterizo, y veinte pasos más allá, al otro lado, estaba el centinela rojo. Dejé el puente a mi derecha y me volví a buscar la casa de la patrulla finlandesa a la cual iba recomendado. Cuando encontré la pequeña casita de madera con el portal blanco, llamé tímidamente. Se abrió la puerta y yo entregué el pedazo de papel en el cual Melnikoff había escrito el santo y seña. El finlandés que abrió la puerta examinó el papel a la luz de una grasienta lámpara de aceite, luego levantó la lámpara para iluminar mi rostro, me miró fijamente y, por último, me señaló la entrada. —Pase —me dijo—; le estábamos esperando. ¿Cómo se siente usted? No le dije cómo me sentía realmente. Le contesté que me sentía espléndido. —Está bien —contestó—. Tiene usted la suerte de haber venido en una noche oscura. Hace una semana, uno de nuestros compañeros fue muerto cuando le pasamos el río. Su cuerpo cayó al agua, y hasta ahora no le hemos encontrado… Esta era, supuse, la manera finlandesa de darle a uno ánimos. —¿Ha pasado alguien desde entonces? —pregunté, afectando indiferencia. —Sólo Melnikoff. —¿Salvo? El finlandés se encogió de hombros. —Nosotros le pasamos perfectamente bien… a dalshe ne zanyu[3]. Lo que le haya ocurrido después, no lo sabemos. El finlandés era un hombre con un rostro cadavérico. Me condujo a un pequeño comedor, donde tres hombres estaban sentados en torno a una humeante lámpara de petróleo. La ventana estaba fuertemente cerrada y

cubierta con una espesa cortina. La atmósfera era asfixiante. Un mantel inmundo cubría la mesa, y en ella había varios pedazos de pan negro, un poco de pescado y el samovar. Los cuatro hombres estaban raídamente vestidos y eran muy groseros en apariencia. Todos hablaban bien el ruso; pero entre ellos conversaban en finlandés. Uno de ellos le dijo algo al hombre cadavérico y me pareció que le reprochaba el haberme contado lo que le había ocurrido a su colega una semana antes. El hombre cadavérico respondió acaloradamente. —Melnikoff es un cabeza dura —insistió el hombre cadavérico, que parecía ser el jefe de la partida—. Nosotros le dijimos que no cometiera la estupidez de regresar a Petrogrado. Los rojos le están buscando en todas partes y conocen todos los detalles de su disfraz. Pero él quiso ir. Parece que le gusta vivir con la soga al cuello. Usted, lo supongo, es diferente. Melnikoff dice que usted es alguien importante. Esto no es cosa nuestra. Pero a los rojos no les gustan los ingleses. Si yo fuera usted, no iría por nada. Pero esta es cuestión suya, naturalmente. Nos sentamos a comer el pan y el pescado. El samovar seguía hirviendo, y mientras nosotros ingeríamos copiosas cantidades de té en inmundos vasos, los finlandeses referían las últimas noticias de Petrogrado. El precio del pan, decían, ha subido cerca de ochocientas o mil veces sobre su precio anterior. La gente cortaba pedazos de carne de los caballos muertos en la calle. Toda la ropa de abrigo había sido requisada para vestir al ejército rojo. La Tchrezvichaika «Checa» (la Comisión Extraordinaria) estaba arrestando y fusilando a los obreros lo mismo que a la gente educada. Zinoviev amenazaba con exterminar a toda la burguesía si se cometía un nuevo intento para molestar al Gobierno soviético. Cuando el comisario judío Uritzky fue asesinado, Zinoviev fusiló más de quinientas personas de una sola vez: nobles, profesores, oficiales, periodistas, maestros, hombres y mujeres, y una lista de quinientas personas había sido publicada para ser fusilados al próximo atentado contra la vida de un comisario que pudiese suceder. Yo oía pacientemente todas estas noticias, considerando la mayor parte de estas historias como un producto de la imaginación finlandesa. —Usted será detenido y registrado frecuentemente en la calle —me advirtió el hombre cadavérico—, y no debe usted llevar paquetes: se los

quitarían. Después de la comida nos pusimos a discutir el plan para cruzar la frontera. El finlandés cadavérico cogió un lápiz e hizo un grosero dibujo de la frontera. —Nosotros le conduciremos en un bote y le dejaremos en el mismo sitio que a Melnikoff —dijo—. Aquí está el río, con bosques en ambas orillas. Aquí, una milla más arriba, hay un espacio abierto, en el lado ruso. Ahora son las diez. A las tres saldremos tranquilamente y seguiremos el camino que va por esta orilla del río hasta enfrente de la pradera. Por allí es por donde tiene usted que cruzar. —¿Por qué por ese sitio? —inquirí sorprendido— ¿No voy a ser visto por allí más fácilmente? ¿Por qué no cruzar por los bosques? —Porque en los bosques hay patrullas que cambian de puesto todas las noches. Nosotros no podemos seguir sus movimientos. Varias personas han tratado de cruzar por los bosques. Unos cuantos lo han logrado. Pero la mayor parte ha sido cogida o ha tenido que luchar. Esta pradera es el lugar menos apropiado para cruzar la frontera, y los rojos no la vigilan. Además, como es un espacio abierto, nosotros podemos ver si hay alguien al otro lado. Le dejaremos a usted precisamente aquí —dijo, indicando un sitio en el arroyo en el centro de la pradera—. En este estrecho el agua corre rápidamente, haciendo mucho ruido, de modo que no es muy probable que nos oigan. Cuando esté usted allí, corra hacia arriba, dirigiéndose un poco hacia la izquierda. Allí hay un sendero que conduce a la carretera. Tenga cuidado de esta casita —añadió, haciendo una cruz en el papel al extremo norte de la pradera—. La patrulla roja vive aquí; pero a las tres estarán probablemente durmiendo. Sólo faltaba preparar los «certificados de identificación» que debían servirme de pasaporte en la Rusia soviética. Melnikoff me había dicho que debía dejar esta cuestión a los finlandeses, quienes estaban bien informados de la clase de papeles que era mejor llevar para destruir las sospechas de los guardas rojos y de los oficiales de la Policía bolchevique. Pasamos a otra de las tres habitaciones de que se componía la casita. Era una especie de despacho, con papel, tinta, plumas y una máquina de escribir sobre la mesa. —¿Qué nombre quiere usted tener? —me preguntó el hombre cadavérico.

—¡Oh, cualquiera! —repliqué— Mejor tal vez que tenga un ligero sabor extraño. Mi acento… —Ellos no lo advertirán —dijo—; pero si usted lo prefiere… —Dale un nombre ukranio[4] —sugirió uno de los otros finlandeses—. Él habla como un pequeño ruso. Ukrania, o pequeña Rusia, en el distrito sudoeste de la Rusia europea donde se habla un dialecto con una mezcla de polaco. El hombre cadavérico meditó un momento. —Afirenko, José Ilitch —sugirió—; esto huele a Ukrania. Yo lo acepté. Uno de los hombres se sentó a la máquina de escribir, escogió cuidadosamente una clase especial de papel y comenzó a escribir. El hombre cadavérico se acercó a un pequeño armario, lo abrió y sacó de él una caja llena de sellos de goma de varios tamaños y formas con mango negro. —Sellos del Soviet —dijo, riéndose de mi asombro—. Nosotros estamos al día, como usted ve. Algunos de éstos fueron robados, otros los hemos hecho nosotros mismos, y éste —y lo presionó sobre un pedazo de papel, dejando impresa la siguiente inscripción: «Comisario de la estación de la frontera de Bielo’ostrof.»— lo compramos al otro lado del río por una botella de vodka. Bielo’ostrof era la primera aldea de la frontera rusa, al otro lado del río. Yo había tenido en los meses anteriores muchas oportunidades de comprobar el mágico efecto que causaba en la rudimentaria inteligencia de las autoridades bolcheviques los documentos oficiales con grandes sellos. Muchos papeles con sellos de toda clase era una sólida garantía para viajar; pero un gran sello de colores era un talismán que deshacía todos los obstáculos. Las palabras, y hasta el idioma del documento, casi no tenían importancia. Un amigo mío viajó desde Petrogrado hasta Moscú sin ningún otro pasaporte que una factura de un sastre inglés con el sello de pagada. Ese «certificado de identificación» tenía un gran membrete en color con el nombre del sastre, varios sellos ingleses y una florida rúbrica en tinta roja. Mi amigo les metió el documento por la cara a los oficiales, asegurándoles que era un pasaporte diplomático otorgado por la Embajada británica. Esto, sin embargo, ocurrió en los primeros días del bolcheviquismo. Después, los bolcheviques sustituyeron gradualmente del servicio a los iletrados y con el

transcurso del tiempo las restricciones se habían hecho muy severas. Pero los sellos seguían siendo tan esenciales como antes. Cuando el finlandés terminó de escribir quitó el papel de la máquina y me lo entregó para que lo examinara. Tenía este membrete: Comisario Extraordinario del Comité Central Ejecutivo del Soviet de Obreros y Soldados de Petrogrado. Luego seguía el texto: CERTIFICADO Este es para certificar que José Afirenko está al servicio del Comisario Extraordinario del Comité Central Ejecutivo del Soviet de Obreros y Soldados de Petrogrado en calidad de empleado de oficina, como lo certifican las firmas y sellos estampados.

—¡Al servicio de la Comisión Extraordinaria! —exclamé, sorprendido de tanta audacia. —¿Por qué no? —dijo fríamente el hombre cadavérico—. ¿Qué puede ser más seguro? Efectivamente. ¿Qué podía ser más seguro que estar al servicio de la institución cuyo deber era cazar a todos, viejos y jóvenes, ricos y pobres, educados e ignorantes que se atreviesen a oponerse a la administración pseudo-proletaria o bolchevique? Nada, naturalmente, podía ser más seguro. S volkami zhitj, po voltchi vitj. «Si debes vivir entre los lobos, gruñe también como ellos», según dicen los rusos. —Ahora vamos a la firma y los sellos —dijo el finlandés—. Tihonov y Friedmann firman estos papeles, aunque las firmas no importan mucho; lo que vale es el sello. Cogió varios papeles soviéticos de la mesa y escogió uno con dos firmas para copiarlas. Después de escoger cuidadosamente una pluma, arañó bajo el texto de mi pasaporte una firma casi ilegible: «Tihonov». Esta era la firma de

uno de los prohombres de la Comisión Extraordinaria. El documento debía ser firmado por un secretario o su representante. —Firme usted por su secretario —me dijo el finlandés, riendo y acercándome el papel—. Escriba derecho, así… Aquí está el original. El nombre es Friedmann. Copiando el original, hice un garabato irregular, que parecía en cierto modo la firma del funcionario bolchevique. —¿Tiene usted una fotografía? —me preguntó el hombre cadavérico. Le di la fotografía que me había hecho en Viborg. La cortó hasta dejarla muy pequeña y la pegó a un lado del documento. Después cogió un sello redondo de goma y selló dos puntas de la fotografía. El sello era grande, redondo y rojo, con la misma inscripción del papel en la periferia y el espacio interior ocupado con la estrella bolchevique de cinco puntas, la hoz y el martillo. —Este es el certificado de ocupación —dijo el finlandés—. Ahora le vamos a dar a usted otro de identificación personal. Un segundo documento fue rápidamente hecho, con la inscripción siguiente: «El poseedor de este documento es el empleado del Soviet José Ilitch Afirenko, de treinta y seis años.» Este documento era innecesario por sí mismo; pero dos documentos son siempre mejor que uno.

Certificado de identificación falsificado. Ya era pasada la media noche, y el jefe de la patrulla finlandesa nos ordenó echarnos a descansar un rato. Él se tumbó en un diván que había en el comedor. Sólo quedaban dos camas para nosotros cuatro. Yo me eché en una de ellas con uno de los finlandeses. Intenté dormir, pero no pude. Pensé en muchas cosas: en la Rusia de ayer, en la vida de aventuras que había

escogido, en el día de mañana, en los amigos que todavía estaban en Petrogrado y que no debían conocer mi regreso si es que llego allí. Estaba nervioso; pero ya había pasado la depresión del tren. Vi el humorismo esencial de mi situación. Toda mi aventura no era realmente sino un gran signo de exclamación. Forsan et haec olim… Las dos horas de descanso me parecieron interminables. Tenía miedo de las tres de la mañana y, sin embargo, quería que llegase pronto para pasarla cuanto antes. Al fin oí un ruido opaco acercándose hacia nosotros desde la habitación vecina, y el cadavérico finlandés nos tocó a cada uno con la culata de su fusil. —Despierten —murmuró—. Partiremos dentro de un cuarto de hora. No hagan ruido. Pueden oírnos en la casa de al lado. En unos cuantos minutos estuvimos listos. Todo mi equipaje era un pequeño envoltorio que tenía en el bolsillo y que contenía un par de calcetines, uno o dos pañuelos y varias galletas secas. En otro bolsillo tenía el frasco de medicina lleno de whisky, que había escondido para librarlo de Melnikoff, y un poco de pan; el dinero lo llevaba en la camisa. Uno de los cuatro finlandeses se quedó en la casa. Los otros tres me acompañaron al río. Era una fría y áspera noche de noviembre, terriblemente oscura. La Naturaleza estaba tan tranquila que parecía muerta. Salimos silenciosamente de la casa, guiados por el hombre cadavérico. Uno de los finlandeses venía detrás, y todos llevaban los fusiles listos para usarlos. Caminamos cautelosamente a lo largo del camino que el finlandés me había señalado en el papel durante la noche, buscando la pradera donde los árboles no me podían ocultar, al otro lado de la frontera. Unas yardas más abajo, a la derecha, oí el murmullo de la corriente del río. Muy pronto llegamos a una villa abandonada que se levantaba en medio del río, rodeada de árboles y de espesura. Aquí nos detuvimos un momento por si oíamos cualquier sonido fuera de lo normal. El silencio era absoluto; sólo se oía el rumor del agua. Amparándonos en los árboles, descendimos al río. El río tendría unos veinte pies de ancho. Ambas orillas estaban cubiertas de hielo. Yo miré ansiosamente a la otra orilla. Era una pradera abierta; pero a unos cien pasos del río se levantaba la masa sombría de un grupo de árboles, cerrando el

fondo de la pradera. Hacia la izquierda pude ver el puesto de la guardia roja, cuyo peligro me habían señalado los finlandeses. El hombre cadavérico escogió un pequeño claro en la espesura para observar el contorno unos cuantos minutos. Regresó después a nosotros y nos dijo que todo estaba perfectamente. —Recuerde —me repitió a media voz— que debe usted correr ligeramente hacia la derecha; pero con la vista puesta en esa casita. Hizo una señal a los otros dos y éstos extrajeron un bote de la espesura. Sin hacer el menor ruido, le agregaron una cuerda larga a popa y un largo remo y lo empujaron suavemente hacia el agua. —Métase usted en el bote —murmuró el jefe de la partida—, y reme usted mismo hasta la otra orilla. ¡Buena suerte! Estreché las manos de mis compañeros, ingerí un largo trago de whisky y me metí en el bote. Comencé a empujarlo; pero no era cosa fácil dirigir la pequeña barca directamente a través de la impetuosa corriente. Tuve la seguridad de que me iban a oír y en mitad de la travesía experimenté el mismo sentimiento que me imagino debe tener un hombre mientras camina hacia el cadalso. Al fin pude ganar la otra orilla; pero me fue imposible tener quieto el bote mientras desembarcaba. Al saltar a tierra caí sobre una delgada capa de hielo y resbalé y boté varias veces. Los finlandeses tiraron rápidamente del bote desde la otra orilla. —¡Corra! —oí que me decían en voz baja desde el otro lado del río. Pero el ruido de mi caída había sido oído en el puesto de la guardia roja, porque yo iba ya corriendo por la pradera cuando vi surgir una luz en la casa de la izquierda. Me olvidé de las recomendaciones que me habían hecho sobre la dirección que debía tomar y me aparté de aquella linterna. De repente, tropecé y caí; me quedé tirado en el suelo sin moverme. La luz se movió rápidamente a lo largo de la ribera. Se oyeron gritos y luego varios disparos; pero no hubo réplica del lado finlandés. La luz comenzó a regresar pausadamente hacia el puesto de la patrulla roja y finalmente volvió a hacerse otra vez el silencio. Yo me quedé algún tiempo tendido en tierra, sin hacer el más leve movimiento; al fin me levanté y continué el camino con mucha precaución. Como había perdido la buena dirección, muy pronto me encontré ante un

nuevo arroyo que cortaba oblicuamente la pradera. Ya estaba muy mojado y no tuve que sufrir nada al vadearlo. Llegué a una especie de valla de jardín, la salté y caí en la carretera. Asegurándome de que el camino estaba desierto, lo crucé y me interné en el campo, donde encontré una casa a medio construir. Aquí me senté a esperar el amanecer, bendiciendo al hombre que había inventado el whisky, porque, en verdad, tenía mucho frío. Comenzó a nevar. Para no helarme, comencé a caminar y a estudiar el sitio hasta donde podía permitírmelo la oscuridad. En el cruce del camino, cerca de la estación, descubrí unos cuantos soldados sentados en torno de una hoguera. Regresé rápidamente a mi escondite a esperar la luz del día. Cuando amaneció, me acerqué a la estación con otros pasajeros. En la puerta de la estación, un soldado examinaba los pasaportes. No me sentí muy nervioso al enseñar el mío por primera vez, pero el examen apenas fue superficial. El soldado parecía tener interés sólo en asegurarse de que el documento tenía el sello correspondiente. Me dejó pasar y me dirigí a la taquilla. —Un billete de primera clase para Petrogrado —dije audazmente. —En este tren no hay primera clase. Sólo segunda y tercera. —Pues si no hay primera, deme segunda. Yo le había preguntado a los finlandeses en qué clase debía viajar, esperando que me respondiesen que en tercera. Pero ellos me contestaron: «En primera, naturalmente», porque habría sido extraño ver a un empleado de la Comisión Extraordinaria viajando en una clase que no era primera. La tercera clase era para trabajadores y campesinos. El viaje hasta Petrogrado era de unas veinticinco millas, y, parando en todas las estaciones, el tren empleó en recorrerlas cerca de dos horas. Según nos acercábamos a la ciudad, los coches se iban llenando de gente hasta los topes. En la estación de Finlandia había habido un choque. El examen de los papeles personales fue simplemente un formulismo. Yo fui empujado hacia fuera por la multitud, y mirando en torno mío en la estación, sucia y congestionada, sentí una curiosa mezcla de alivio y aprensión. Un tumulto de pensamientos y de recuerdos llenó mi mente. Vi mi vida en una nueva e inesperada perspectiva. Mis días de vagabundeo en Europa y de estudiante en

Rusia, mi vida entre los campesinos rusos y los tres años de trabajo, aparentemente sin finalidad, durante la guerra, adquirieron de pronto simétricas proporciones, y se me presentaron como los lados de un prisma que conducían a un ápice común, en el cual me encontraba. Sí; mi vida, lo comprendí súbitamente, había tenido un objeto: estar aquí, en el umbral de la ciudad que había sido mi hogar, sin hogar, desamparado, sin amigos, convertido en uno más de la multitud. ¡Eso era…! ¡uno más de la multitud! Yo no quería ver la aplicación de las teorías de los teóricos ni de las doctrinas de los doctrinarios, sino ver qué había hecho por la masa el experimento social más grande que ha presenciado el mundo. Y salí alegremente de la estación y me interné en las calles familiares.

Diversos disfraces utilizados por el autor.

Capítulo II Cinco días

Una de las primeras cosas que atrajo mi atención cuando salí de la estación fue un viejo que estaba parado junto a una casa, con la cara hacia la pared. Al pasar junto a él, advertí que se quejaba, y me detuve a hablarle: —¿Qué te pasa, pequeño tío? —Tengo frío y hambre —murmuró sin levantar la vista, apoyado contra la chimenea—. Hace tres días que no he comido nada. Le puse un billete de veinte rublos en la mano. —Toma; aquí tienes esto. El viejo cogió el dinero; pero me miró asombrado. —Muchas gracias; pero ¿para qué me sirve el dinero? ¿Dónde voy a encontrar pan? Le di un pedazo de mi pan y seguí mi camino. Las calles estaban llenas de vida y de movimiento, aunque sólo se veían peatones. La calzada estaba sucia y llena de basura. Sobre la calle, de una casa a otra, colgaban las banderas cuyas inscripciones descoloridas anunciaban que habían sido puestas unas cuantas semanas antes para celebrar el aniversario del golpe de estado bolchevique. De cuando en cuando se encontraba un pequeño grupo de gente, evidentemente de la clase educada, mujeres y hombres viejos, con vestiduras raídas, recogiendo la nieve bajo la

supervigilancia de un trabajador que, en funciones de capataz, permanecía quieto a su lado y sin hacer nada. Al cruzar el puente Liteiny en mi camino hacia la ciudad, me detuve, como era mi costumbre, a contemplar la maravillosa vista del río Neva. Ninguna capital europea posee un caudal de agua tan bello como la ciudad de Pedro el Grande. En el fondo del horizonte se levantaba sobre la oscura masa de la fortaleza, la esbelta aguja de la catedral de San Pedro y San Pablo. La fuerza de la costumbre me hizo detenerme a pensar quiénes estarían ahora encarcelados en aquellas oscuras mazmorras. Hace años, antes de la revolución, yo tenía la costumbre de detenerme a mirar a la Petropavlovka, como se llama popularmente a la fortaleza, y a pensar en aquellos que estaban hundidos en sus celdas subterráneas por desear la libertad del pueblo ruso.

La Fortaleza de San Pedro y San Pablo. Mis primeros pasos se encaminaron hacia la casa de un caballero inglés, a quien llamaré Marsh. Marsh era un preeminente hombre de negocios en Petrogrado. Yo no le conocía personalmente, pero él había sido amigo del capitán Cromie y se sabía que, hasta últimamente, estaba en libertad. Vivía en el muelle de la Fontanka, un largo y tumultuoso brazo del Neva que corre a través del corazón de la ciudad. Melnikoff conocía a Marsh y me había prometido hablar con él para prepararle para mi visita. Encontré la casa y, después de asegurarme de que nadie me observaba, entré. En el portal me encontré a un hombre que podía ser y no podía ser el portero. Pero vi en seguida que no estaba nada predispuesto hacia mí. Me dejó entrar, cerró la puerta y se puso frente a mí delante de ella. —¿Qué quiere usted? —me preguntó. —Busco al señor Marsh. —¿Me puede usted decir el número de su piso? Yo conocía perfectamente el número del piso, pero pude ver en las maneras del hombre que cuanto menos supiese de Marsh mejor era para mí. —Marsh está preso —contestó el hombre—, y su piso está precintado. ¿Usted le conoce? El diablo se lo lleve. Supuse que iba a ser arrestado ¡para saber por qué estaba aquí! Se me ocurrió la idea de enseñarle mi pasaporte preparado y presentarme como un agente de la Tche-Ka «Checa»; pero en este caso yo debía conocer el arresto de Marsh y tendría todavía que explicar la razón de mi visita. No me servía, pues, la idea. Pensé rápidamente en otro pretexto. —No; no le conozco —contesté—. No lo he visto en mi vida. Me han mandado a entregarle este pequeño paquete. Y saqué de mi bolsillo el envoltorio que contenía mi equipaje de calcetines, galletas y pañuelos. Él dejó esto la otra noche en una casa en Alexandrovsky. Yo soy un empleado de oficina de allí. Me llevaré el paquete de vuelta. El hombre me miró a los ojos con una mirada fija. —¿No conoce usted al señor Marsh? repitió lentamente.

—No lo he visto en mi vida —le contesté enfáticamente, retirándome hacia la puerta. —Sin embargo, lo mejor es que le deje usted el paquete. —Sí, sí; ciertamente. —Le entregué el paquete rápidamente, temiendo, al mismo tiempo, que mi alivio por la terminación del incidente fuese demasiado notorio. —Buenos días —le dije cortésmente—. Diré que el señor Marsh está arrestado. El hombre se retiró de la puerta, mirándome severamente, mientras yo salía a la calle. Agitado por esta primera desventura, me dirigí al hospital, donde esperaba encontrar a Melnikoff. El hospital en cuestión estaba al final de la Perspectiva Kamenostrovsky, en la parte de la ciudad conocida con el nombre de las Islas, porque está formada por el delta del río Neva. Desde la casa de Marsh hasta allí, había unas cuatro millas. Intenté tomar un tranvía, pero había muy pocos y todos iban llenos y era imposible subir a ellos. La gente iba arracimada en los estribos y hasta en los topes. Así, aunque estaba muy cansado después de la aventura de la noche, eché a caminar. Melnikoff, según las apariencias, era pariente de uno de los médicos del hospital; pero no le encontré. La vieja de la portería me dijo que había estado allí una noche y no había vuelto desde entonces. Comencé a pensar que le había ocurrido algo desagradable, aunque seguramente él tendría otros escondites donde pasar las noches. No había nada que hacer, sino esperar hasta después de la comida para ir a verle al café clandestino que él me había indicado. Volví sobre mis pasos lentamente hacia el centro. Por todas partes había miseria. Aquí y allá yacía un caballo muerto. Los aniquilados animales eran azotados sin piedad para aprovechar su último aliento de vida y de trabajo; luego se quedaban tirados allí donde habían caído muertos, porque las damas que barrían las calles no eran lo bastante fuertes para recoger sus cadáveres. Cada calle, cada edificio, tienda o portal, me recordaba el tiempo pasado con un acento que ahora me doy cuenta era de muerte. Algunos almacenes permanecían abiertos, especialmente tiendas de música, de libros y de flores; pero hacía falta una licencia del Soviet para comprar cualquier cosa, excepto

literatura de propaganda, que se vendía libremente y muy barata, y flores, que eran fabulosamente caras. En muchos carros se vendían libros que visiblemente habían sido extraídos de las bibliotecas privadas, mientras un pequeño establecimiento en el sótano, asomándose vergonzosamente aquí y allá por encima del nivel de la calle, medio escondido en la semioscuridad, mostraba una inapetitosa exposición de vegetales o frutas podridas y restos de latas de comestibles y galletas rotas. Todo expresaba amargamente la creciente interrupción de la vida normal. Me detuve a leer los numerosos anuncios y boletines pegados en las paredes. Algunos hacían referencia a la movilización del ejército rojo; otros al trabajo, obligatorio para la burguesía; pero los más se referían a la distribución de alimentos. Compré algunas manzanas secas y galletas viejas de varios años. Compré también todos los periódicos y muchos folletos de Lenin, Zinoviev y otros. Encontré un coche con su caballo todavía en cuatro patas y lo alquilé. Me dirigí a la estación de Finlandia, donde a mi llegada había visto un bufet. La comida que se exhibía en el mostrador consistía principalmente en pedazos de pescado sobre microscópicas rajas de pan negro, que eran todavía menos apetitosas que mis galletas. En vista de ello, me senté a descansar, a beber un líquido que sustituía al té y a leer los periódicos soviéticos. En ellos no había muchas noticias, porque los bolcheviques[5] —la clase dominante bolchevique— habían cerrado todos los periódicos que expresaban ideas contrarias a ellos, consiguiendo de este modo el monopolio de la Prensa. Todo lo que se publicaba era propaganda. Mientras la Prensa del mundo occidental estaba llena de artículos de paz, los periódicos soviéticos insistían en la creación de un poderoso ejército rojo que debía encender Europa y el mundo entero en la llama de la revolución universal. A las tres de la tarde salí a buscar el café de Melnikoff, un establecimiento clandestino en un piso privado en lo alto de una casa de una de las calles que daba a la Perspectiva Nevsky. Cuando llamé al timbre la puerta se abrió casi un milímetro, y apenas distinguí un agudo y receloso ojo mirando a través de la rendija. Viendo que la puerta se iba a cerrar inmediatamente, metí un pie en la abertura y pregunté rápidamente por Melnikoff.

—¿Melnikoff? —dijo la voz que acompañaba al ojo de águila— ¿qué Melnikoff? —N… —dije, dando el verdadero nombre de Melnikoff. La puerta se abrió entonces un poco más y me encontré ante dos señoras: una, la del ojo de águila, de edad angulosa; la otra, joven y guapa. —¿Cuál es su primer nombre y su patronímico? —preguntó la joven. —Nicolás Nicolaievich —repliqué. —Está bien —dijo la joven a la otra—. Él dijo que alguien podía venir a buscarle esta tarde. Pase —agregó dirigiéndose a mí—. Nicolás Nicolaievich estuvo aquí un momento el sábado, y dijo que vendría ayer; pero no ha venido. Le espero de un momento a otro. Entré a un gabinete con pequeñas mesas, donde la joven rubia, Vera Alexandrovna, me sirvió, con gran sorpresa mía, unas pastas deliciosas que habrían hecho las delicias de cualquier mesa de té del occidente. Cuando entré, la habitación estaba vacía; pero más tarde llegaron hasta una docena de personas, todas ellas de marcada apariencia burguesa; algunas de trazas ostentosas. Unos cuantos de los jóvenes parecían ex oficiales de tipo dudoso. Reían a carcajadas, hablaban en voz alta y parecían tener mucho dinero que gastar, porque las delicatessen eran extremadamente caras. Este café, lo supe después, era un lugar de reunión de los conspiradores, de quienes se decía que habían recibido fondos de los representantes de los aliados para hacer la contrarrevolución. Vera Alexandrovna se acercó a la mesa en la que yo estaba sentado. —Dispénseme —dijo poniendo una taza en la mesa—, por no haberle servido chocolate. El chocolate se me acabó la semana pasada. Esto es lo más que puedo hacer por usted. Una mezcla de cacao y café. Una invención mía en estos tiempos difíciles. La probé y me pareció excelente. Vera Alexandrovna era una encantadora chica como de unos veinte años, y yo sentí que mi aspecto actual hacía una detestable figura junto a ella. Me sentí dolorosamente consciente de esto y traté de disculparme por mi apariencia. —No se disculpe usted —replicó Vera Alexandrovna—; todos parecemos raídos en estos días. (Ella, sin embargo, estaba muy bien arreglada). Nicolás

Nicolaievich me dijo que usted iba a venir y que era usted su amigo y que no debo preguntarle nada. Puede usted sentirse aquí completamente seguro y como en su casa; nadie advertirá su presencia. (Pero en este momento vi a cuatro de los vocingleros jóvenes oficiales en la mesa de al lado, mirándome atentamente). —No esperaba, encontrar tanto confort en la hambrienta Petrogrado — dije a Vera Alexandrovna—. ¿Puedo preguntarle cómo se las arregla usted para proveer su café? —¡Oh!, ahora se está poniendo verdaderamente difícil —se lamentó Vera Alexandrovna—. Tenemos dos criados a los que mandamos dos veces por semana a los pueblos a traernos harina negra y leche y compramos azúcar en el mercado judío. Pero esto —me repite— se está poniendo muy difícil. No sabemos si podremos sostenerlo mucho tiempo más. Porque, además, pueden descubrirnos. Los rojos han preguntado dos veces si en esta casa vive gente sospechosa. El portero no les ha dicho nada, porque nosotros le damos harina. Vera Alexandrovna se marchó a atender a otros clientes. Yo me sentí extremadamente disgustado. Me di cuenta que estaba llamando la atención y no me gustaba la apariencia de alguno de los presentes. —¡Ah, ma chère Vera Alexandrovna! —exclamó un caballero gordo con gafas que acababa de llegar, besando efusivamente la mano de la joven—. Aquí estoy otra vez. Los rojos no durarán mucho ahora, lo puedo decir. La última noticia es que van a movilizar. ¡A movilizar! ¡Apenas un pequeño empujón desde fuera y en paz! ¡Estallarán como una pompa de jabón! En seguida se levantó uno de los cuatro jóvenes de la mesa vecina y se acercó a mí. Era alto y delgado, con ojos hundidos, cabellos peinados hacia atrás y negro mostacho. Tenía una curiosa cicatriz cerca de la boca. —Buenas tardes —me dijo—. Permítame usted presentarme a mí mismo: capitán Zorinsky. Está usted esperando a Melnikoff, ¿no es verdad? Yo soy un amigo suyo. Le estreché la mano a Zorinsky, sin estimular su charla. ¿Por qué no me había dicho Melnikoff que podía encontrarme con un «amigo suyo»? ¿Había Zorinsky adivinado que yo estaba esperando a Melnikoff o se lo había dicho Vera Alexandrovna, que me había asegurado que nadie se fijaba en mí?

—Melnikoff no vino ayer —continuó Zorinsky—; pero si yo puedo hacer algo por usted alguna vez, tendré mucho gusto. Le hice una inclinación de cabeza y él regresó a su mesa. Viendo que eran las seis de la tarde, resolví no permanecer más tiempo en el café. Su atmósfera me llenaba de aprensiones indefinibles. —Siento mucho que no haya usted encontrado a Nicolás Nicolaievich — dijo Vera Alexandrovna cuando me despedía de ella—. ¿Vendrá usted mañana? Le contesté que sí, perfectamente decidido a no regresar. —Venga usted en cualquier momento —dijo Vera Alexandrovna con su agradable sonrisa—, y recuerde —agregó a media voz—, que aquí está usted completamente seguro. Nadie podía ser más encantador que Vera Alexandrovna. Nacimiento, educación y refinamiento se manifestaban en cada gesto suyo. Pero yo tenía un raro presentimiento sobre su café y nada del mundo podía inducirme a regresar a él. Resolví recurrir al cuarto de Ivan Sergeievich, el amigo de Melnikoff que me había despedido en Viborg. Cuando salí del café, las calles estaban sumergidas en la oscuridad. Sólo a raros intervalos brillaba una luz. Y suponiendo, pensaba yo, que no encuentre a nadie en la casa de Ivan Sergeievich, ¿qué puede ofrecerme un refugio para esta noche: un portal aquí o allá, un jardín, un cobertizo? Tal vez una de las catedrales; Kazan, por ejemplo, podía estar abierta. Oí un lento rumor a uno de los lados de la catedral de Kazan. Subí las gradas y lancé una mirada al interior. Maderas y basura. Pensé que sería un refugio espléndido. La casa de Ivan Sergeievich se hallaba en una pequeña calle, al final de Kazanskaya, y, como la de Vera Alexandrovna, era un cuarto en el último piso. La experiencia de la mañana me había hecho muy cuidadoso y tuve la precaución de entrar en la casa como si me hubiese equivocado, pues de este modo me era más fácil escapar si fuere preciso. La casa estaba tan quieta y silenciosa como la muerte, No encontré a nadie en la escalera y por mucho tiempo nadie contestó a mis llamadas, Empezaba a pensar seriamente en el hospedaje de la catedral de Kazan cuando oí pasos y una voz femenina dijo quedamente al otro lado de la puerta:

—¿Quién es? —De parte de Ivan Sergeievich —contesté en voz lo suficientemente alta para que me pudiesen oír a través de la puerta. Hubo una pausa. —¿De qué Ivan Sergeievich? —inquirió la voz. Yo hablé en voz más baja y sentí que la otra persona escuchaba intensamente. —De Ivan Sergeievich, en Viborg —le dije por el ojo de la cerradura. Hubo otra pausa. —¿Pero quién es usted? —No se alarme —le dije en el mismo tono—. Tengo un mensaje de él. Los pasos retrocedieron. Pude oír voces conferenciando. Después se abrieron dos cerraduras y luego se abrió parcialmente la puerta, sujeta por una corta cadena. Vi a una mujer de mediana edad mirándome con miedo y recelo. Le repetí lo que ya le había dicho, agregándole, casi en un murmullo, que yo mismo acababa de llegar de Finlandia, y que, tal vez, regresaría pronto. Entonces quitaron la cadena y entré. La mujer que me franqueó la entrada resultó ser el ama de llaves de la cual me había hablado Ivan Sergeievich; cerró la puerta apresuradamente otra vez y se plantó ante mí. Era una pequeña figura temblorosa que me miraba de arriba a abajo con incertidumbre. Unos cuantos pasos más allá estaba una chica, la niñera de los hijos de Ivan Sergeievich, a la sazón en Finlandia. —Iván Sergeievich es un viejo amigo mío —dije con la ansiedad de calmar las sospechas de mi humilde anfitriona—. Le conocí hace mucho tiempo y le he visto otra vez recientemente en Finlandia. Me pidió que, si me era posible, viniese a verla a usted. —Pase, pase; haga el favor —dijo el ama, a quien llamaré Stepanovna, todavía muy nerviosa—. Perdone que le pase a la cocina; es el único sitio que hemos podido calentar. Es muy difícil conseguir leña ahora. Me senté en la cocina, muy cansado. —Ivan Sergeievich está bien y le manda saludos —dije—. Su mujer y sus niños también están bien. Esperan que ustedes se encuentren bien y no sufran. Quisiera que ustedes fueran a unirse con ellos, mas es imposible conseguir los pasaportes.

—Muchas gracias, muchas gracias —dijo Stepanovna—. Tengo mucho gusto en que estén buenos. No sabemos de ellos desde hace mucho tiempo. ¿Podemos ofrecerle algo de comer?… —Ivan Pavlovich es mi nombre —interpolé yo, dándome cuenta de su dubitación. —¿Podemos ofrecerle algo de comer, Ivan Pavlovich? —volvió a preguntarme amablemente Stepanovna, buscando afanosamente en el horno. Sus manos temblaban todavía. —Muchas gracias, pero tengo miedo que no haya bastante para ustedes. —Tenemos sopa para cenar. Habrá bastante para usted también. Stepanovna salió un momento de la cocina y la niñera, cuyo nombre era Varia, se acercó a mí y me dijo en voz baja: —Stepanovna está hoy muy asustada. Esta mañana casi la arrestan en el mercado cuando fueron los rojos y cogieron a todas las personas que estaban comprando o vendiendo comestibles. Por sus maneras me di cuenta de que Varia era una chica serena e inteligente y resolví hablar primero con ella sobre mi hospedaje de esta noche, por miedo de aterrorizar a Stepanovna con mi proposición. —Cuando fui esta tarde a mi casa —la dije—, la encontré cerrada. Mi ama de llaves estaba fuera. Mi casa está muy lejos y no sé si podría quedarme aquí esta noche. Me basta con un sofá, o, en todo caso, en el suelo… Estoy muy cansado y me está doliendo terriblemente una vieja herida en la pierna. Ivan Sergeievich me dijo que podía quedarme en su casa cuando quisiera. —Voy a preguntárselo a Stepanovna —dijo Varia—. No creo que tenga inconveniente. Salió y, al regresar, dijo que Stepanovna lo consentía… por una noche. La sopa estuvo lista muy pronto. Era una sopa de coles muy buena. Tomé dos platos llenos, aunque me remordió un poco la conciencia aceptar el segundo. Pero tenía mucha hambre. Durante la cena entró por la puerta de la cocina un hombre con uniforme de soldado y se sentó en un cajón contra la pared. No dijo nada. Tenía una cara redonda, bonachona y pulposa, con mejillas rosadas y ojos brillantes. Sacó una navaja y cortó varias rajas de una pieza de pan negro; una de las rajas fue para mí.

—Este es mi sobrino Dimitri —dijo Stepanovna—. Acaba de enrolarse como voluntario en el ejército rojo para obtener raciones militares; ahora estamos bien. Dimitri sonrió, pero no dijo nada. Después de dos platos llenos de sopa, apenas podía tener los ojos abiertos. Pregunté en qué parte me sería posible pasar la noche y me condujeron a un estudio, donde me tiré en un diván, quedándome profundamente dormido. Cuando desperté, la extraña sensación de encontrarme en un medio desconocido me dejó completamente asombrado, y sólo recobré la noción de la realidad cuando Varia entro con un vaso de té, té verdadero, proveniente de las raciones de Dimitri. Luego recordé cuanto me había ocurrido el día anterior: la aventura de cruzar la frontera, la búsqueda de Marsh y Melnikoff, el café secreto, el encuentro con mis presentes y humildes amigos. Con desconcertante brusquedad me di también cuenta de que no tenía dónde guarecerme la siguiente noche. Pero me persuadí a mí mismo de que podían ocurrirme muchas cosas hasta el anochecer y procuré no pensar más en ello. Stepanovna había perdido ya el miedo y cuando fui a la cocina a lavarme y beber otro vaso de té me saludó amablemente. Dimitri estaba sentado en el mismo cajón, sumido en un estólido silencio y masticando una corteza de pan. —¿Mucho tiempo en el ejército rojo? —le pregunté por decirle algo. —Tres semanas —replicó. —¿Te gusta? Dimitri se encogió de hombros displicentemente. —¿Tienes mucho servicio? —persistí. —Todavía no lo he hecho. —¿Ejercicios? —Ninguno. —¿Marchas? —Ninguna. (Muy cómodo, pensé). —¿Qué haces? —Obtener raciones.

—¡Ah, me doy cuenta! La conversación languideció. Dimitri se sirvió más té y Stepanovna me hizo más preguntas sobre Ivan Sergeievich. —¿Qué eras tú en el antiguo ejército? —pregunté a Dimitri en la primera oportunidad. —Ordenanza. —¿Y ahora? —Conductor. —¿Quiénes son tus oficiales? —Tenemos un comisario. (Un comisario en el ejército rojo es un funcionario agregado a un regimiento para vigilar los actos de los oficiales). —¿Quién es él? —¿Quién lo sabe? —contestó Dimitri—. Es uno como los demás — agregó, como si todos los comisarios fueran de una raza inferior. —¿Qué es el ejército rojo? —le pregunté finalmente. —¿Quién lo sabe? —respondió, como si fuera la última cosa en el mundo que pudiera interesarle a alguien. Dimitri era un ejemplo típico de la masa proletaria irreflexiva de esta época, que veía al Gobierno bolchevique como un fenómeno accidental, inexplicable, temporal, destinado a una pronta decadencia y desaparición. En cuanto a los proletarios conscientes, estaban divididos en dos bandos: la minoría, partidaria de los bolcheviques para disfrutar los privilegios y el poder, y la mayoría, cada vez más descontenta por la supresión de las libertades ganadas con la revolución. —¿Tienen ustedes un Comité de Pobres en esta casa? —le pregunté a Stepanovna. —Sí —respondió, y volviéndose a Dimitri, agregó—. Ten cuidado, Mitka; no le digas nada a ellos de Ivan Pavlovich. Stepanovna me dijo que el Comité estaba formado por tres criadas, el guarda-jardinero y el portero. Toda la casa con sus cuarenta pisos estaba bajo su administración. —De cuando en cuando vienen y se llevan un poco de mobiliario para arreglar las habitaciones que ellos ocupan en el piso bajo. Esto parece que es

lo único que les preocupa. El portero no está nunca en la portería (por lo cual yo le estaba profundamente agradecido), y cuando le necesitamos no podemos encontrarle. Al marcharme, Varia me acompañó hasta la puerta. —Si quiere usted regresar —me dijo—, no creo que Stepanovna se oponga. Insistí en pagarle la comida y salí a buscar otra vez a Melnikoff. La mañana era muy cruda. Había comenzado a caer nieve. La gente iba apresuradamente por las calles, llevando pequeños hatillos y paquetes. Delante de los establecimientos que exhibían grandes rótulos en tela diciendo: «Primer puesto comunal», «Segundo puesto comunal», y así correlativamente, en los cuales se distribuía pequeñas cantidades de pan mediante vales de alimentación, había grandes colas, formadas principalmente por mujeres de trabajadores. Como la distribución raramente alcanzaba a todos los solicitantes, la gente, tiritando bajo el viento helado, formaba las colas desde muy temprano. Otras colas se formaron más tarde fuera de los grandes establecimientos llamados «Casa comunal de alimentación número tantos». Al pasar junto a las colas uno podía escuchar estos trozos de conversaciones: —¿Por qué los «camaradas» no están en la cola? —le oí exclamar indignada a una mujer. —¿Dónde están los judíos? —¿Trotsky hace cola? Y así sucesivamente. Luego, cuando recibían su modesta ración de pan, se lo llevaban rápidamente, bien sujeto en la mano, bien envuelto en un pedazo de papel o escondido bajo los mantones, con los cuales trataba de envolver las orejas y el cuello. Volví a atravesar el río y seguir, a lo largo de la Perspectiva Kamenostrovsky, al hospital de Melnikoff; pero éste no había regresado y allí no sabían nada de él. Vagabundeando por la ciudad llegué al distrito donde había vivido antes, y me encontré de pronto en una calle lateral, en una ventana, con un letrero escrito con lápiz en un pedazo de papel: «Comidas». Según vi, no era una casa «Comunal de alimentación». Como sin un vale

especial yo no podía ir a las Casas comunales de alimentación, empujé cuidadosamente la puerta de este pequeño establecimiento y encontré que en una habitación del piso bajo, que probablemente antes había sido un almacén, estaban arregladas tres mesas pequeñas, capaces de acomodar a media docena de personas. Todo era muy simple, pero muy limpio. No había nadie. Entré. —¿Comida? —inquirió una joven, saliendo de detrás de una cortina. —Sí; si me hace usted el favor. —¿Quiere usted sentarse un momento? Todavía es muy temprano; pero pronto estará lista. Me trajo un plato de avena, pequeño en cantidad, pero bueno. —El pan es extra —me hizo observar cuando yo lo pedí. —¿Puedo comer aquí todos los días? —averigüé. —Mientras no nos clausuren —respondió encogiéndose de hombros. Entablé conversación con ella. —Estamos aquí desde hace una semana —me explicó—. Viene gente que no tiene vales de alimentación o que desea algo mejor que la comida de los comedores comunales. Mi padre tenía un gran restaurante en la calle Sadovaya y cuando los bolcheviques lo clausuraron abrió uno más pequeño en el patio interior de la misma casa. Cuando éste fue también clausurado nos trasladamos aquí, a la antigua casa de uno de los cocineros de mi padre. No podemos poner cartel, porque llamaría la atención; pero mientras vea usted este papel en la ventana puede usted venir. Si no lo ve, no entre; querrá decir que los rojos han tomado posesión. De segundo plato me dio zanahorias. Durante la comida entraron tres personas y pude ver en seguida, que todas ellas eran educadas y de buena situación, aunque físicamente quebrantadas y con los trajes raídos. Tomaron sus pequeñas raciones con avidez y contaron, al pagar, su dinero con lamentable desgana. Uno de ellos ofrecía el aspecto típico de un profesor y las otras, dos damas, en una de las cuales me pareció adivinar a una maestra. Aunque estábamos sentados muy cerca, no se entabló la menor conversación. Compré tres pequeños panes blancos y regresé en la tarde a casa de Stepanovna. Mis humildes amigos se manifestaron encantados de mi sencilla contribución a la comida familiar, pues ignoraban que aún se pudiera

conseguir pan blanco. Telefoneé a Vera Alexandrovna al número que ella me había dado; pero Melnikoff no estaba allí y no se sabía nada de él. Con el consentimiento de Stepanovna para quedarme allí otra noche, me senté en la cocina, sorbiendo el té de Dimitri y oyendo sus charlas. Stepanovna y Varia descargaron sus conciencias sin ningún temor, y era un poco raro oírlas hablar mal de su Comité de habitación o Comité de pobres, como se les llamaba, compuesto por gentes de su misma clase. «Comisarios y comunistas» fueron llamados francamente svolotch[6], que es el insulto ruso más violento que pueda se pueda inferir. En esta época prevalecía en el populacho ruso la creencia de que los aliados, particularmente los ingleses, planeaban la invasión de Rusia para aliviar la situación del país. Oyéndoles discutir la probabilidad de tal acontecimiento y la parte que su amo, Ivan Sergeievich, podría tomar en él, les dije claramente que yo era inglés, y el efecto fue eléctrico. Por un momento no querían creerme, pues mi apariencia podía ser de cualquier nacionalidad, menos inglesa. Stepanovna estaba un poco asustada. Dimitri se quedó tranquilo y observé que una amplia sonrisa fue esparciéndose gradualmente en su rostro. Cuando nos sentamos a la mesa, a las nueve de la noche, me encontré una espléndida sopa de carne y patatas, evidentemente preparada para mí, pues ellos habían comido al medio día. —¿Dónde ha encontrado usted la carne? —le pregunté a Stepanovna mientras me servía. —Es la ración de Dimitri —respondió ella simplemente. Dimitri continuaba sentado, impasible, en el cajón apoyado en la pared; pero la sonrisa no se desvanecía de su cara. Aquella noche Varia me preparó el mejor lecho de la casa. Tendido en este lujo inesperado procuré resumir mis impresiones de estos dos primeros días de mi aventura. Durante dos días había vagado por la ciudad, viviendo de minuto en minuto y de hora en hora sin llamar la atención. Ya no veía ojos en todas las paredes. Me sentí realmente confundido con la multitud. Sólo de cuando en cuando alguien miraba curiosamente, y acaso con envidia, mis pantalones de cuero negro. Pero los pantalones míos no podían ser sospechosos, porque todos los comisarios llevaban buenos trajes de cuero. Sin embargo, resolví ensuciármelos antes de salir a la mañana siguiente, para

que no parecieran tan nuevos. Yo cavilaba mucho por descubrir la causa de que todo el mundo fuese tan raído. Los campesinos, sin embargo, aprecian llevar los mismos vestidos de siempre, con sus gabanes de piel de cabra y sus zapatos de cuerda. Uno de los folletos que yo había comprado era un manifiesto dirigido a los campesinos, titulado: «¡Ingresad en las Comunas!», excitándoles a trabajar, no por ganar dinero, sino por el bienestar común, proporcionando pan a los trabajadores de la ciudad, quienes, en cambio, producirían para ellos. La idea era bella, pero su idealista concepción estaba completamente sumergida en el tumulto de rencor y de incitaciones al odio de clases. Recordé mi charla con el cochero, quien me había dicho que la manutención de su caballo le costaba doscientos rublos diarios, porque los campesinos se negaban a llevar forrajes a las ciudades. Doscientos rublos, pensé mientras dormitaba, era la mitad de mi paga mensual el año anterior y dos veces lo que ganaba antes de la guerra enseñando inglés. Recordé también algunos fragmentos de mis conversaciones en la estación y en el pequeño comedor con Stepanovna. ¿Era realmente todo el mundo tan cruel como decía Stepanovna? Stepanovna y Varia le tenían una gran devoción a su amo y creían en su simpleza que Ivan Sergeievich regresaría con los ingleses. De todos modos, habían sido muy amables conmigo al darme esta cama. No tenía sábanas. Las mantas eran muy calientes y hasta habían encontrado un viejo pijama para mí. Me envolví voluptuosamente en las mantas; las calles, Stepanovna y la habitación se perdieron en una nebulosa y yo pasé al silencioso país del sueño sin sueño.

Me despertó un violento y súbito sonar del timbre. Salté de la cama, alerta. Eran las ocho menos cuarto. ¿Quién podrá ser? —me pregunté a mí mismo—. ¿Un registro? ¿Se había enterado el Comité de la casa de la presencia de un huésped indocumentado? ¿Qué debía decir? Diría que era pariente de Stepanovna; me quejaría de la molestia y mostraría altivamente mi pasaporte de la Comisión Extraordinaria. O tal vez Stepanovna y Varia explicarían mi presencia de otro modo, porque ellas conocían a los miembros del Comité. Comencé a vestirme apresuradamente. Pude oír a Stepanovna y a Varia conferenciando en la cocina. Luego, las dos atravesaron

cautelosamente el pasillo hacia la puerta. Oí que la abrían, sujeta todavía con la cadena, y después un momento de silencio. Al fin quitaron la cadena. Alguien fue recibido y la puerta volvió a cerrarse. Oí voces de hombre y rechinar de botas en el pasillo. Convencido de que se trataba de un registro busqué febrilmente en mis bolsillos el pasaporte cuando… Melnikoff irrumpió en mi habitación. ¡Nunca he tenido mayor asombro en mi vida! Melnikoff estaba vestido con un traje distinto del que yo le había visto cuando nos separamos y llevaba unas gafas que modificaban completamente su apariencia. Tras él entró un enorme personaje, una especie de Ilia Murometz[7] cuyo rostro con barba de tres días se iluminaba con una sonrisa que descubría su buen natural y su jovialidad. Este gigante vestía un traje marrón ordinario y raído, y apretaba en sus manos un sucio sombrero. —Marsh —dijo Melnikoff sintéticamente como presentación, sonriendo de mi incredulidad. Nos estrechamos cordialmente las manos y yo enarbolé mi pasaporte. —Estaba a punto de desafiarlos a ustedes con esto —les dije riendo y enseñándoles el papel—. Pero ¿cómo…? ¡Yo creía que usted estaba preso! —No completamente —exclamó Marsh, hablando en inglés—. Tuve la suerte de escapar. Cuando los rojos entraban por la puerta principal, salté por la ventana de la cocina y me dejé caer por una tubería al patio vecino. En seguida me afeité la barba. —Se frotó la barbilla—. Por cierto ya es tiempo de que vea otra vez al barbero. Los tipos me buscan por todas partes. Una tarde me paró uno de esos malditos espías bajo una farola. Yo escondí la cara y me acerqué a él a pedirle una cerilla. Aproveché un descuido suyo y lo derribé de un puñetazo. Y, anoche, cuando entraba en un patio bajo un arco de la calle Sadovaya, oí que alguien decía mi nombre detrás de mí; di un salto para administrarle la misma medicina y me encontré que era Melnikoff. —¿Pero cómo me han encontrado ustedes aquí? —Pregúnteselo a Melnikoff. Se lo pregunté a Melnikoff en ruso. Melnikoff estaba nervioso e impaciente. —Suerte —replicó—. Adiviné que posiblemente estaría usted en la casa de Sergeievich, y así ha sido. Pero, escuche, no puedo estar mucho tiempo aquí. A mí también me están buscando. Podemos encontramos esta tarde, a

las tres en el XV comedor en la Nevsky. No necesita usted vale para entrar. Allí le contaré todo. No se quede más de dos noches en un mismo sitio. —Muy bien; a las tres, en el decimoquinto comedor. Y no vaya más donde Vera —añadió, marchándose apresuradamente—. Allí está pasando algo raro. Adiós. —Vístase —dijo Marsh cuando Melnikoff se marchó—, que le voy a llevar ahora mismo a un sitio donde puede usted ir regularmente. Confíese siempre a Melnikoff; es el hombre más avisado que he conocido. Stepanovna, resplandeciente de orgullo y de placer por tener a dos ingleses en su casa, y al mismo tiempo nerviosa a causa de las circunstancias, nos trajo té. Yo le conté a Marsh cuál era mi misión en Rusia. Aunque él no había estado conectado con ninguna organización de espionaje, conocía a muchas personas que lo estaban y nombró varios hombres que podían ayudarme. Algunos de ellos ocupaban cargos importantes en el Ministerio de la Guerra y en el Almirantazgo. Pero había un asunto más urgente que el espionaje. Los bolcheviques sospechaban que Marsh y otros ingleses habían ayudado a varios aliados, a los que se había negado el pasaporte, a escapar en secreto del país. Habían arrestado a muchísimos extranjeros; Marsh había escapado milagrosamente. Pero, en cambio, habían cogido a su mujer y la tenían en rehén, lo cual llenaba de preocupación al pobre hombre. La señora Marsh estaba presa en la calle Goróhovaya, número 2, las señas de la Comisión Extraordinaria, y Marsh esperaba informes de un hombre que estaba relacionado con la Comisión, para ver si se podía fugarse. Este hombre, me explicó Marsh, era, creo yo, un oficial de la «Ohrana» (la policía secreta personal del Zar), antes de la revolución, y ahora empleado en no sé qué institución soviética. Los bolcheviques están utilizando agentes de Policía zarista en la Comisión Extraordinaria, y éste se halla bien conectado con ellos y sabe lo que allí ocurre. Es un embustero y hay que tener cuidado con lo que dice; pero (Marsh pasó frotando el dedo pulgar con el índice, indicando que en el asunto intervenía dinero) si se le da más que los bolcheviques está dispuesto a hacer de todo, ¿entiendes?

Estado mayor de la Ohrana de la época zarista. Marsh me enteró detalladamente del estado de cosas en Petrogrado. Me dijo que me buscaría un sitio para pasar unas cuantas noches hasta que organizara mi modo de vida. Tenía muchos conocimientos en la ciudad y la mayoría de sus amigos vivía tranquilamente ganándose la vida en oficinas del Soviet. —Vamos a ponernos en marcha —dijo cuando habíamos terminado de tomar el té—. Yo iré delante, porque no podemos ir juntos. Sígueme dentro de unos cinco minutos. Me encontrarás de pie junto a la valla que rodea la catedral de Kazan. —¡Ah! ¿pero tú también conoces esa valla? —pregunté, recordando que ya había pensado esconderme en aquel mismo sitio.

—Claro que la conozco —exclamó—. Allí pasé la primera noche después de escaparme. Bueno, me marcho. Cuando me veas salir de la valla, sígueme a la mayor distancia que puedas. Hasta ahora. —A propósito —le dije cuando salía—. ¿Es esa valla por casualidad el cobijo de todos los ingleses sin hogar? —Que yo sepa, no —dijo riendo—. ¿Por qué? —Por nada. Se me ocurrió. Marsh salió y yo oí el eco de sus pasos bajando por la escalera de piedra. —Esta noche no vendré, Stepanovna —dije, preparándome para salir—. No puedo expresarte cuán agradecido… —Pero Ivan Pavlovich —exclamó la buena mujer—, puedes venir aquí siempre que quieras. Si ocurre cualquier cosa diremos que eres uno de nosotros. Nadie necesita saber la verdad. —Bien, bien. Pero esta noche, no. Adiós, adiós. Mientras Stepanovna y Varia me abrían la puerta distinguí a Dimitri, apoyado en la de la cocina, masticando una corteza de pan negro. Delante de la valla de la Catedral de Kazan advertí la enorme figura de Marsh sentado en una piedra. Cuando me vio llegar se levantó y, alzándose el cuello, se metió por callejuelas laterales, evitando pasar por las calles principales. Yo le seguía de lejos. Por fin salimos al mercado de Siennaya, lo cruzamos y nos sumergimos en el manojo de calles del Sur. Marsh desapareció por un arco y, siempre siguiendo sus pasos, me encontré en un patio sucísimo, oscuro, maloliente, con una escalera interior a cada lado. Marsh se paró en la entrada de la escalera de la izquierda. —Departamento número cinco, en el piso segundo —dijo—. Podemos subir juntos. La escalera era estrecha y estaba llena de porquería. Marsh golpeó con su puño tres veces en una puerta con el número 5 marcado con tiza. La abrió una mujer vestida de negro, que saludó a Marsh con exclamaciones de alegría. —¡Ah, María! —gritó él— Aquí estamos, ya ves; todavía no me han cogido. Ni me cogerán, a menos que lo que llevo sobre los hombros sea una calabaza en vez de una cabeza. María era su ama de gobierno[8]. Se quedó mirándome inquisitorialmente; por lo visto, dudando si me debía admitir. Marsh se moría de risa.

—Déjale entrar, María; déjale entrar. Es mi camarada, mi camarada de infortunio y, ¡ja, ja, ja!, somos también camaradas por el parecido, ¿verdad María? María sonrió singularmente con curiosidad. —Es verdad; camaradas en el parecido —dijo lentamente. —A propósito —me dijo Marsh cuando entrábamos en el interior de una habitación—, ¿qué nombre empleas? —Anfirenko —dije—. Pero ése es el nombre oficial. Di a María que me llamo Ivan Ilitch. María me trajo el samovar y un poco de pan negro con manteca. —Este piso —dijo Marsh con la boca llena— pertenecía a un colega de negocios. Los rojos le cogieron confundiéndole con otro. Tres días estuvo pasándolas negras, porque le habían dicho que le fusilarían. Afortunadamente para él cogieron al verdadero culpable y le soltaron, y yo lo embarqué para la frontera. Ya se olvidarán de él. Durante el día éste es uno de los lugares más seguros de la ciudad. El piso apenas tenía muebles. En una habitación había una mesa vacía y en la otra un escritorio. Una vieja cama turca y unas cuantas sillas completaban el mobiliario. Las ventanas estaban tan sucias que apenas entraba la poca luz de la callejuela estrecha. A pesar de que era medio día, una lámpara de petróleo lucía en mitad de la mesa. La luz eléctrica era cada vez más escasa; ya sólo lucía un par de horas cada tarde. Marsh se sentó y se puso a hablar de sus aventuras y del trabajo que había estado haciendo para las colonias aliadas. Le habían quitado su hacienda y se la habían saqueado; su negocio de la ciudad estaba quebrado; sospechaban de él hacía mucho tiempo y, sin embargo, no quería marcharse. Pero tenía clavado en el alma el arresto de su mujer. De cuando en cuando dejaba de charlar, se pasaba la mano por la frente y sus ojos se llenaban de preocupaciones. —Si estuviera en una prisión ordinaria —decía—, si fueran seres humanos. Pero esos… A propósito, ¿te vienes conmigo a ver al «Policía»? Voy a encontrarle dentro de media hora. El «Policía» era el apodo con que llamaban al oficial zarista de quien Marsh había hablado aquella mañana. Yo reflexioné un momento. Es posible,

pensé, que el «Policía» me fuese útil más tarde. Consentí en ir. Diciendo a María que volveríamos a la mañana siguiente, a la misma hora, salimos del piso por la escalera interior, como habíamos entrado. Otra vez se adelantó Marsh y yo seguí su figura, que entraba y salía de callejuelas enredadas. Me había dicho que íbamos a la casa de un experiodista que ahora trabajaba como escribiente en el departamento de Obras públicas. En casa de él estaba acordada la cita con el «Policía». El periodista vivía solo en un piso en la Perspectiva Liteiny. Vi que Marsh desaparecía por una entrada y esperé un momento para convencerme de que no le seguían. Desde la acera de enfrente, por detrás del cristal de la puerta, me hizo una señal de que todo estaba bien, y, dándole tiempo para subir la escalera, le seguí. Tocó el timbre de una puerta cubierta de hule y fieltro. Después de un momento de silencio se abrió una puerta interior, se oyó ruido de zapatillas y una voz dijo: —¿Quién es? —Este tonto se cree que le voy a gritar quién soy —gruñó en voz baja Marsh, añadiendo en alto—: Yo. —¿Quién es yo? —insistió la voz. —¿Por qué diablos no has abierto en seguida? —gruñó Marsh—. Ya sabías que yo iba a venir. ¿A quién se le ocurre preguntar «quién es»? ¿Querías que te gritara Marsh con toda mi voz a la puerta de tu casa? El hombre nervioso miró aterrado. Marsh continuó: —Entonces, ¿por qué no abres? Ivan Petrovich o Peter Sergeievich. ¿Es que no puede ser cualquiera Ivan Petrovich? ¿No es ésa la razón por la que me llamo Ivan Petrovich? —Sí, sí —contestó el hombre nervioso—; pero es que hoy día uno nunca sabe quién puede llamar a la puerta. —Pues entonces abre y mira. Porque la próxima vez te voy a gritar: ¡Marsh! El hombre nervioso le miró más aterrado que nunca. —Bueno, bueno —añadió Marsh, riéndose—; es una broma. Este es mi amigo… éste… —Michael Mihailovich —completé yo.

—Mucho gusto en verle, Michael Mihailovich —dijo el hombre nervioso, con una expresión de estar muy lejos de alegrarse. El periodista era un hombre de unos treinta y cinco años, aunque su cara delgada, pelo revuelto y barba descuidada le daban el aspecto de tener cerca de cincuenta. Llevaba puesto un gabán verdoso con el cuello subido y arrastraba unas zapatillas viejas. El piso estaba al lado de la sombra de la calle y, como allí nunca entraba el sol, estaba oscuro, frío y desagradable. —Bueno, ¿cómo marchan las cosas, Dimitri Konstantinovich? — preguntó Marsh. —Flojo, flojo, Ivan Petrovich —dijo el periodista tosiendo—. Este es el tercer día que no he ido a trabajar. Perdonaréis que continúe mi trabajo. Estoy preparando mi almuerzo. Venir a la cocina, que es la habitación menos fría. El periodista estaba ocupado en cocer patatas en un fuego de astillas de un hornillo portátil. —La ración de dos días —dijo con ironía, sosteniendo una sardina salada —. ¿Cómo creerán que podemos vivir? Y con media libra de pan tenemos que contentamos. Así es como alimentan a los burgueses a cambio de que sudamos por ellos. Y si no se suda por ellos, no nos dan nada. «El que no trabaja no come», dicen. Pero cuando son ellos quienes ganan, no hay más que trabajo. Si trabaja uno para sacar algo, lo llaman especulación y lo fusilan. ¡Uf! ¡En qué estado se encuentra Rusia! ¿No decimos con razón que somos un rebaño de ovejas? El periodista seguía hablando y pelando sus patatas, que comió con la sardina, ansiosa, aunque lentamente; sabiendo que en cuanto lo terminara se encontraría con que no había más. Dejó el esqueleto del pez limpio, chupó la cola y, con el tenedor, sacó todo lo que había en la cabeza. —Y le dan a uno mil rublos al mes —continuó—. Aquí me estoy comiendo en una sola comida las raciones de dos días. ¿Y qué quieren que compre con mil rublos? ¿Unas cuantas libras de patatas y una libra o dos de pan y manteca? Luego no queda nada para calentarse. La madera, que solía costar cinco rublos el «sazhen[9]», ahora cuesta quinientos. Marsh sacó del bolsillo de su gabán media libra de pan. —Toma, Dimitri Konstantinovich —dijo, tirándoselo—. ¡A tu salud!

La cara del periodista se transfiguró. Desapareció su mirada miserable. Miró, sonriendo con incredulidad, y sus ojos hundidos brillaron llenos de placer y gratitud infantiles. —¿Para mí? —exclamó sin atreverse a creerlo—. Pero ¿y tú? Tú tampoco tendrás bastante, sobre todo desde que… —No te preocupes por mí —dijo Marsh, con su sonrisa bonachona—. ¿Conoces a María? Pues es milagrosa. Consigue todo lo que quiere. Se las ha arreglado para salvar de mi hacienda varios sacos de patatas y bastante pan y lo ha escondido todo aquí, en la ciudad. Pero escucha, Dimitri Konstantinovich: espero aquí a una visita; la misma persona que vino anteayer. La pasaré al otro cuarto, así no necesita verte. Yo noté que el periodista estaba muerto de miedo por tener que recibir al indeseado visitante de Marsh; pero no dijo nada. Cuidadosamente envolvió el pan en un papel y lo guardó en un armario. Un momento después llamaron tres veces a la puerta. Marsh se apresuró a abrir, admitió al visitante y lo pasó al estudio del periodista. —Tú también puedes pasar —me dijo a mí, mirando a la cocina. —Michael Ivanitch —susurré yo, señalándome al entrar. Marsh me presentó: —Mi amigo Michael Ivanitch Schmit. Mi primer impulso al ver al hombre que Marsh apodaba el «Policía» fue el de echarme a reír, porque nunca había visto un hombre menos parecido a un policía que aquel hombre pequeño que se levantó y se inclinó. No voy a describirle detalladamente; pero era un hombre bajo, colorado y de aspecto insignificante. Sin embargo, a pesar de esto, se veía por sus ademanes que tenía muy alta opinión de su importancia. Me dio la mano y se volvió a sentar con dignidad cómica. —Sigue, Alexei Fomitch —dijo Marsh—. Quiero que mi amigo se entere de cómo están las cosas. Él puede ayudarnos. —Madame Marsh, como decía —prosiguió el «Policía»— está encarcelada en la sala número cuatro, con otras treinta y ocho mujeres de diferentes clases, incluyendo aristócratas, sirvientas y prostitutas. La sala no es grande, y mucho temo que las condiciones sean bastante desagradables. Mis informadores me han dicho que la están interrogando todos los días

durante varias horas para averiguar dónde se esconde Marsh, pues ellos creen que ella lo sabe. Desgraciadamente, su caso se ha complicado por las respuestas confusas que ha dado; porque después de varias horas de interrogatorio suele ser difícil conservar la mente clara. Y las respuestas confusas e incoherentes traen tras de sí interrogatorios todavía más exigentes. Marsh escuchaba cada palabra con. Interés que al «Policía» no le pasó. —¿Pero no podemos ganarnos a los interrogadores? —preguntó—. Todos tienen su precio, ¡qué diablo! —Sí; así es a menudo —continuó el «Policía» en un tono de consuelo fingido—. A veces se puede convencer al investigador para que enfoque la evidencia en favor del acusado. Pero, desgraciadamente, en este caso es inútil ofrecer dinero, porque aunque se pruebe su inocencia, madame Marsh seguirá detenida hasta que se encuentre a Marsh. —Eso temía yo —dijo Marsh con voz desfallecida—. ¿Y hay probabilidades de fuga? —Eso es lo que iba a decir —dijo el «Policía» suavemente—. Estoy haciendo investigaciones sobre el asunto; pero eso tardará días en arreglarse. Habrá que buscar la ayuda de más de una persona, y yo temo, no me atrevo a referirme a este asunto —dijo con untuosos tonos de sentimiento—; pero me parece que este método será un poco más… costoso. Perdóneme por… —¿Dinero? —gritó Marsh, bruscamente—. ¡Maldita sea, hombre! ¿no te das cuenta de que es mi mujer? ¿Cuánto quieres? —¡Oh, Monsieur Marsh! —dijo el «Policía» levantando la mano—. Usted sabe bien que yo no tomo nada para mí. Esto lo hago por amistad con usted y con nuestros galantes aliados. Pero hay allí un carcelero a quien tengo que dar cinco mil y a dos guardas diez mil para los dos y dos mil para gastos… —Basta —interrumpió Marsh bruscamente—: dime cuánto va a costar. La cara del «Policía» asumió una expresión de dolor. —Costará —dijo— veinticinco, posiblemente treinta mil rublos. —¿Treinta mil? ¡Los tendrás! Ya te di diez mil. Aquí tienes otros diez mil; el resto te lo daré el día que mi mujer salga de presidio. El «Policía» cogía los billetes con un gesto de dignidad ofendida, como si el manejar dinero estuviera completamente por debajo de él, y los metió en

un bolsillo interior. —¿Cuándo me traerás más noticias? —preguntó Marsh. —Creo que pasado mañana. Si quieres venir a mi casa, ya sabes que allí estamos seguros. —Muy bien. Allí nos veremos. Y ahora, si no tienes prisa, voy a ver si consigo un poco de té. En este cuarto hace un frío horrible. Cuando Marsh entró en la cocina, el pequeño «Policía» trató de entablar conversación conmigo. —¡Qué tiempos, qué tiempos! —suspiró— ¿Quién lo creería posible? ¿Usted vive en Petrogrado, Michael Ivanitch? —Sí. —¿Está usted en el servicio? —Sí. Se hizo una pausa. —Antes su ocupación debe haber sido muy interesante —dije yo. —¿Por qué? —¿Usted estaba conectado con la policía, verdad? En seguida me di cuenta de que había dado un paso en falso. El hombrecillo se puso muy colorado. —Perdone usted —dije yo—. Había entendido que usted era oficial de la «Ohrana[10]». Por lo visto, esto fue todavía peor. El pequeño «Policía» estaba muy estirado; se puso muy colorado y parecía un pavo. —No, señor —dijo en tono que debía ser helado—. Le han informado a usted muy mal. Yo nunca he estado conectado ni con la policía ni con la «Ohrana». Cuando servía al Zar, señor, yo alternaba en la corte. Su Majestad Imperial me prestaba oído siempre y el Palacio tenía para mí las puertas abiertas.

El Zar y su familia. En aquel momento, afortunadamente para mí, entró Marsh con tres vasos de té, pidiendo perdón por no darnos azúcar. Y la conversación cambió al inevitable tema del hambre. Por fin el «Policía» se levantó para marcharse. —A propósito, Alexei Fomitch —dijo Marsh—, ¿podrías encontrarme un alojamiento para esta noche? —¿Alojamiento para esta noche? Me sentiría muy honrado, Monsieur Marsh, si aceptara usted la hospitalidad que yo pueda ofrecerle. Tengo una cama, aunque mi comida no será lujosa. Pero tal y como es… —Gracias. Iré a eso de las nueve de la noche.

—Dé usted tres timbrazos cortos y yo mismo le abriré —añadió el «Policía». Cuando se marchó le conté a Marsh mi conversación con el hombrecillo y le pregunté qué quería decir al afirmar que alternaba en la corte del Zar. Marsh se divirtió mucho. —Era un detective privado o algo así. Se da un postín loco por haberlo sido. El Zar, sí; lo que quiere es dinero. Se guardará casi todos los treinta mil rublos. Pero también nos tiene miedo. Está completamente seguro de que los aliados vendrán a Petrogrado. Si tienes algo que hacer con él dile que eres inglés y se arrastrará por ti. Será conveniente que se lo digamos también a Dimitri Konstantinovich, porque este piso te será muy útil. El periodista es un viejo cobarde; pero cómprale algo para comer o, mejor aún, págale el fuego, y verás cómo te deja usar el piso para todo lo que quieras. Así revelamos el gran secreto al periodista, y cuando Marsh le dijo: «No te importará que venga éste de cuando en cuando a pasar la noche en el sofá, ¿verdad?», Dimitri Konstantinovich casi se muere de miedo. Sus delgados labios vibraron y su sonrisa retorcida y sus ojos llenos de lágrimas imploraban: «¡Por Dios, dejadme solo!», hasta que yo dije audazmente: —Pero a mí no me gusta dormir con frío, Dimitri Konstantinovich. A ver si puedes encargar un poco de leña para mí. Aquí está el dinero para un «sazhen». Nos repartiremos la leña, claro es. Su cara, atormentada, volvió a transfigurarse como cuando Marsh le dio el pan. —¡Ah, muy bien, muy bien! —exclamó encantado. Sus miedos se disiparon con la esperanza de un poco de calefacción—. Esta misma tarde compraré la leña y tú tendrás sábanas y mantas y estarás cómodo. De esta manera arreglamos que, a menos que encontrara un sitio mejor, aquella noche dormiría en casa del periodista. Se acercaba la hora de mi cita con Melnikoff en el comedor comunal. Dejé a Marsh, citándonos para la mañana siguiente en su piso, y volví a dirigirme a la Perspectiva Liteiny. Me parecía que habían pasado siglos; sin embargo, dos días antes, el día de mi llegada a Petrogrado, había pasado por aquella misma calle. ¿Qué me contaría Melnikoff?

Al dar la vuelta a la Perspectiva Nevsky divisé un corro de gente delante de la casa de comidas comunal a que yo me dirigía. Seguí a la gente que cruzaba la calle a toda prisa. A la puerta de la casa de comidas había dos marineros haciendo guardia con las bayonetas preparadas, mientras que uno a uno, y acompañados de policías, iba saliendo la gente. Dentro estaban registrando a todos. Examinaban sus documentos y los dejaban en mangas de camisa para registrarles bien la ropa. Esperé a ver si Melnikoff salía de la casa. Un rato después me tocaron el brazo; me volví y vi a Zorinsky, el oficial que encontré en el café de Vera Alexandrovna el día de mi llegada. Zorinsky me hizo una seña para que me retirara con él a un lado. —¿Iba usted a encontrarse con Melnikoff aquí? —me preguntó—. Ha tenido usted suerte de no haber entrado en el restaurante. Han registrado el local. Yo también quería entrar; pero, afortunadamente, llegué tarde. Melnikoff fue uno de los primeros arrestados y ya se lo han llevado. —¿Cuál es la causa del registro? —pregunté yo, desmayado por la noticia. —¿Quién lo sabe? —contestó Zorinsky—. Estas cosas se hacen violentamente. A Melnikoff le han estado siguiendo durante varios días, y es posible que la redada se haya hecho para capturarle. De todos modos, la cosa es seria, porque él es muy conocido. La gente empezó a marcharse. Se notaba que el registro estaba acabando. —¿Qué va usted a hacer? —me preguntó mi compañero. —No lo sé —contesté yo; pues no quería enterarle de mis intenciones. —Tenemos que ver la manera de sacarle —dijo—. Melnikoff era un gran amigo mío. ¿Supongo que usted también tendrá gran interés en libertarle? —¿Hay posibilidad de hacerlo? —exclamé yo—. Claro que tengo interés. —Entonces véngase usted a mi casa y hablaremos. Vivo aquí cerca. Consentí, porque estaba deseando ver la manera de libertar a Melnikoff. Pasamos a la calle Troitzkaya y entramos en una casa grande a la derecha. —¿Cómo quiere usted que le llame? —me preguntó Zorinsky cuando subíamos la escalera. A mí me sorprendió mucho la consideración de su pregunta y respondí: —Pavel Ivanitch.

El piso que habitaba Zorinsky estaba lujosamente amueblado y en él no se observaba miseria alguna. —Vive usted cómodamente —dije yo, sentándome en un butacón de cuero. —Sí, estamos bastante bien —contestó él—. Mi mujer es actriz. La dan todas las provisiones que quiere y nuestro piso es inmune; no nos piden muebles ni aquí entran los obreros. Una noche iremos a verla bailar, si usted quiere. En cuanto a mí, mi mujer me ha registrado como subdirector del teatro, de modo que también recibo ración extra. ¿Sabe usted?, estas cosas no son difíciles de arreglar. Yo soy un caballero de verdad y vivo, como muchos otros, a costa del generoso régimen proletario. Además —dijo descuidadamente—, en mi tiempo libre me dedico al contraespionaje. —¿Qué? —Sin querer se me escapó la exclamación. —Contre-espionnage —repitió sonriendo. Cuando sonreía una parte de su boca torcida se quedaba inmóvil, mientras la otra parecía subir por la mejilla —. ¿Por qué le sorprende? «Toute le monde c’est contre-révolutionnaire[11]»; es cuestión de si uno lo es activa o pasivamente. —Sacó de un cajón una hoja escrita a máquina y me la entregó—. ¿Le interesa a usted esto por casualidad? Miré el papel. Estaba lleno de faltas ortográficas y se veía que lo había escrito una persona inexperta y con mucha prisa. Leí las primeras líneas y en seguida me absorbí en el documento. Era una relación, fechada dos días antes, de negociaciones confidenciales del Gobierno bolchevique con los leaders[12] de los partidos no bolcheviques para formar un gobierno de coalición. No había resultado nada de las negociaciones; pero el documento demostraba claramente el nerviosismo de los leaders bolcheviques y la actitud claramente definida de los socialistas revolucionarios y de los menchevistas hacia la contrarrevolución militarista. —¿Es auténtico? —pregunté dudoso. —Esta relación —contestó Zorinsky— la está considerando en este momento el Comité Central del Partido Menchevique de esta ciudad. La compuso un miembro de la delegación menchevista y la despachó en secreto a Petrogrado. Porque los bolcheviques no permiten a sus oponentes comunicarse libremente. Yo vi el original y obtuve una copia dos horas antes de que llegara al Comité menchevique.

Le devolví el documento. —Puede usted quedarse con él —dijo Zorinsky—. Yo, de todos modos, se lo hubiera dado a Melnikoff y él se lo habría dado a usted. Estoy esperando dentro de poco otra información. Sí —añadió con aire despreocupado y dando golpecitos en la butaca en que estaba sentado—, es un juego muy divertido el contraespionaje. Yo solía dar a su capitán Cromie muchas informaciones. Pero no me extraña que usted no haya oído hablar de mí, porque yo siempre he preferido permanecer en la oscuridad. Acercó una caja grande de cigarrillos, llamó al timbre y mandó traer té. —No sé qué es lo que los aliados se proponen hacer con Rusia — observó, ofreciéndome una cerilla—. A mí me parece que debían ustedes dejarnos solos y no enredar las cosas como lo están haciendo. Una serie de jóvenes están haciendo de espías o, por lo menos, así lo creen, en Rusia, o están planeando la manera de echar a los rojos. ¿Le interesa a usted esto? —Mucho. —Bueno; ¿ha oído usted hablar del general F.? —Zorinsky empezó a explicar detalladamente los movimientos contrarrevolucionarios interiores de los que parecía estar bien enterado—. Existían —decía— grupos contrarrevolucionarios que planeaban apoderarse de los cuarteles del ejército, volar puentes o atacar tesorerías. Nunca harán nada —dijo burlonamente—, porque se organizan como idiotas. Los mejores son los S. R.(SocialRevolucionarios); éstos son fanáticos como los bolcheviques. De los otros nadie sabrá decirle a usted lo que en realidad quieren. La doncella, muy bien arreglada, con un delantalito blanco, trajo el té con pastas, azúcar y limón. Zorinsky siguió charlando, demostrando tener un conocimiento extraordinario de los movimientos y acciones de todo el mundo. —Cromie era un buen muchacho —dijo refiriéndose al Agregado Naval Británico—. ¡Lástima que lo mataran! Todo se vino abajo con él. Los que vinieron a continuar su obra lo han pasado muy mal. Los franceses y americanos se han ido ya todos, excepto un francés que vive en la Isla Vasili; pero ése no hace apenas nada. Marsh ha tenido mala suerte, ¿verdad? —¿Marsh? —pregunté yo—. ¿De modo que también le conoce usted?

—No personalmente —contestó Zorinsky. De pronto pareció interesarse. Se inclinó hacia mí—. A propósito —dijo en un tono curioso—: ¿usted sabe por casualidad dónde está Marsh? Yo dudé un momento. Este hombre que parecía saber tanto podía, a lo mejor, ayudar a Marsh. Pero me contuve. Intuitivamente comprendí que era mejor no decir nada. —No tengo idea —dije decisivamente. —Entonces, ¿cómo le conoce usted? —En Finlandia me enteré de su arresto. Zorinsky se volvió a apoyar en el respaldo de su silla y dirigió su mirada a la ventana. —Es raro —dije yo— que, sabiendo todo lo que usted sabe, no esté enterado del paradero de Marsh y de sus movimientos. —¡Ah! —exclamó él, y en la sombra su sonrisa parecía una línea negra que le cruzaba media cara—. Pero es que hay un sitio que yo evado siempre, y es número 2 Goróhovaya. Cuando arrestan a alguien yo le dejo solo. Soy demasiado prudente para tratar de descifrar los misterios de esa institución. Las palabras de Zorinsky me recordaron bruscamente a Melnikoff. —¿Pero usted hablaba de la posibilidad de rescatar a Melnikoff? —dije— ¿No está él también en manos del número 2 Goróhovaya? Se volvió y me miró a la cara. —Sí —dijo seriamente—. Para Melnikoff es otra cosa. Tenemos que actuar en seguida y no dejar nada por hacer. Conozco a un hombre que podrá investigar; esta misma noche le voy a encargar el asunto. ¿Quiere usted quedarse a cenar con nosotros? Mi mujer se alegrará mucho de conocerle, y ella sabe ser discreta. Como no tenía ninguna razón particular para negarme, acepté la invitación. Zorinsky se acercó al teléfono y le oí citar a alguien a las nueve de la noche para un asunto muy urgente. Su mujer, Elena Ivanovna, muy linda y divertida, pero bastante presuntuosa, se presentó ataviada con un kimono japonés rosa. La mesa estaba muy bien puesta y adornada con flores. Lo mismo que en el café de Vera Alexandrovna, yo me sentí nuevamente fuera de lugar y pedí perdón por mi tosca apariencia.

—¡Oh!, no se excuse usted —dijo Elena Ivanovna riendo—. Hoy en día todo el mundo está como usted. ¡Qué horrible es todo lo que está pasando! ¿Usted cree que los días buenos han pasado ya para siempre? ¿No echarán nunca a esta gente horrible? —Pues usted no parece haber sufrido mucho, Elena Ivanovna —dije yo. —No, claro; es verdad que a nuestra compañía la tratan bien —contestó ella—. Ya ve usted que hasta flores tenemos. Aunque usted no puede hacerse idea de lo horrible que es tener que aceptar un ramo de un enorme marinero que se limpia la nariz con los dedos y escupe en el suelo. El teatro está lleno de ellos todas las noches. —¡A su salud, Pavel Ivanitch! —dijo Zorinsky levantando un vaso de vodka—. ¡Ah! —exclamó con gusto, relamiéndose—. ¡Hay sitios donde se pasa peor que en Bolshevia! —¿Le dan bastante vodka? —pregunté. —Le dan a uno bastante de todo si uno sabe cómo arreglárselas —dijo Zorinsky—. Aun sin pertenecer al partido Comunista. Yo no soy todavía un comunista —añadió (no sé por qué yo no lo había sospechado)—; pero esa puerta todavía la tengo abierta. A lo que tengo miedo es a que los bolcheviques empiecen a hacer trabajar a los comunistas. Ese será el próximo paso de la revolución, a menos que los aliados lleguen antes y les eviten necesidad tan penosa. ¡A su salud, Pavel Ivanitch! La conversación cambió. Hablamos de la guerra europea y Zorinsky refirió una serie de incidentes de su carrera. También expresó su opinión sobre el pueblo ruso y la revolución. —El campesino ruso —dijo—, es un bruto. Necesita una buena paliza y, o mucho me equivoco, se la van a dar los comunistas. Si no se la dan los comunistas, se van abajo. En mi regimiento solíamos romper una mandíbula de cuando en cuando, por principio. Esta es la única manera de hacer luchar a los campesinos rusos. ¿Sabe usted algo del ejército rojo? El camarada Trotsky, ¿sabe usted?, ha suprimido ya a sus oficiales rojos y está invitando, invitando, para que usted lo sepa, a nosotros, los cerdos contrarrevolucionarios zaristas, a aceptar puestos en su nuevo ejército. ¿Lo hubiera usted creído posible? ¡Por Dios que estoy medio decidido a

enlistarme! Trotsky me mandará zurrar a los campesinos todo lo que me dé la gana. Bajo Trotsky, fíjese bien, haría una estupenda carrera en seguida. La comida fue un banquete suntuoso para el Petrogrado de entonces. Por ningún lado se veía miseria. Nos sirvieron el café en el salón, mientras Zorinsky continuaba su conversación cínica, pero entretenida. Esperé hasta cerca de las diez al citado por Zorinsky para tratar el asunto de Melnikoff y, en vista de mi incertidumbre de si la casa del periodista estaría todavía abierta, acepté la invitación de Zorinsky a quedarme a dormir. —Venga usted aquí siempre que guste —dijo—. Nosotros cenamos a las seis y siempre estaremos encantados de recibirle. Cuando me iba a retirar, llamaron a Zorinsky al teléfono y volvió diciendo que no podía empezar la investigación del caso de Melnikoff hasta el día siguiente. Me llevaron a una alcoba donde todo estaba preparado para mí. Zorinsky se excusó de no poderme ofrecer un baño caliente. —Ese granuja de dvornik[13] de la planta baja —dijo, refiriéndose al jardinero cuyo deber era conseguir leña para los inquilinos—, permitió que se requisara una reserva extra de madera para otra persona. Esta semana me han dejado sin leña —explicó—; pero la próxima recibiré una buena cantidad del teatro. Buenas noches, y no sueñe con el número 2 Goróhovaya.

La Comisión Extraordinaria de la que Zorinsky habló con tanto odio es una de las instituciones más notables de los bolcheviques. Es un instrumento de terror y de inquisición, empleado para acabar con el sentimiento antibolchevique en los dominios de Lenin. Se llama Comisión Extraordinaria para la Supresión de la Contrarrevolución y de la Especulación. Por especulación se entiende cualquier forma de comercio privado, la pesadilla del comunismo. En ruso esta institución se llama Tchrezvitchainaya Kommissia; popularmente la llaman Tchrezvitchaiaka, o más breve, Tche-Ka. Los oficinas centrales de la Tche-Ka, de Petrogrado, están en el número 2 de la calle llamada Goróhovaya, donde durante el régimen zarista estaba la Prefectura de Policía. Por eso el pueblo cuando quería nombrar a la

Prefectura decía: «número 2 Goróhovaya». Este nombre lo adquirió también la Comisión Extraordinaria y pasará a la historia como un giro ruso. A la cabeza del número 2 Goróhovaya hay un soviet o consejo, compuesto de media docena de fanáticos revolucionarios del tipo más vehemente. Estos tienen la última palabra en cuanto a la suerte de los prisioneros. A este soviet le someten recomendaciones los «Investigadores» que tienen la obligación de examinar al acusado, recopilar las pruebas y luego informar al soviet. En realidad, el poder para salvar o no la vida del acusado está en manos de los «Investigadores», puesto que pueden dar al proceso las vueltas que quieran.

El n.º 2 de la calle Goróhovaya. Hay varias clases de investigadores. Algunos son honrados y sinceros, aunque sean visionarios diabólicos, fríos como el acero, crueles; no

contaminados por el afán del inmundo lucro y que ven el amanecer de la libertad proletaria solamente a través de la neblina de la sangre no proletaria. Tales hombres (o mujeres) actúan por el anhelo maligno de la venganza por cada mal, real o imaginario, sufrido en el pasado. Creyéndose llamados a realizar una tarea sagrada de exterminio de la contrarrevolución, en ocasiones pueden ser civilizados y corteses, incluso caballerosos (aunque eso no ocurre a menudo), pero nunca imparciales. Hay otros investigadores corrompidos, dispuestos a sacrificar cualquier interés proletario por un precio, y que consideran su puesto como una manera de amasar dinero, aceptando propinas sobornos. Todo oficial funcionario responsable de la Comisión Extraordinaria tiene que ser miembro del Partido Comunista. Pero el personal subalterno está compuesto, en su mayoría, por jornaleros asalariados de origen extranjero, a veces, y otros que fueron agentes de la policía zarista. Estos últimos perdieron sus puestos como resultado de la revolución; pero ahora los bolcheviques, los han vuelto a emplear como especialistas y se ocupan en espiar, escuchar conversaciones y detener a los obreros rebeldes o sospechosos, lo mismo que hacían cuando gobernaba el Zar. Por esta razón los obreros rusos no pueden organizarse para rebelarse contra sus nuevos amos. Así se formó el sobriquet[14] aplicado al régimen rojo del «Zarismo al revés». Las más leves señales de inquietud se saben en seguida en la TcheKa, informada por sus agentes secretos, disfrazados de obreros. Los inquietadores son «eliminados» de la fábrica con el pretexto de traspasarles a otra parte, y muchas veces ya no se vuelve a saber de ellos. La Comisión Extraordinaria eclipsa todo lo demás de la Rusia roja. No hay individuo que esté libre de su ojo que todo lo ve. Hasta los comunistas le tienen pánico, porque una de sus obligaciones es la de descubrir a los traidores del partido, y como nunca peca de bondadosa, ha habido casos de ejecutar a verdaderos adherentes al comunismo por sospechar que eran traidores. Por otro lado, como los verdaderos traidores, imbuidos de las mismas cualidades de astucia, engaño y deshonesta falsedad que hacen de la Comisión Extraordinaria una máquina tan eficiente, casi siempre poseen las cualidades necesarias para engañarla, suelen escapar con fortuna.

Uno de los métodos más diabólicos, copiado de los días zaristas y empleado por la Comisión Extraordinaria contra los no bolcheviques, es el que en Rusia llaman «provocation». La provocación consiste en fomentar deliberadamente por medio de agentes, conocidos por agentsprovocateurs[15], la sedición y los complots revolucionarios. Tales movimientos atraían a revolucionarios ardientes, y cuando la conspiración había madurado e iba a culminar en algún acto terrorista, el agente provocador, que generalmente era el miembro del grupo revolucionario en el que más confiaban, delataba a los demás. Los agentes provocadores se reclutaban de todas las clases, sobre todo del espionaje. Los bolcheviques, imitando al zarismo en esto como en casi todas las cosas esenciales, emplean agentes similares para fomentar conspiraciones contrarrevolucionarias y pagan muy bien al agente que logra entregar a la insaciable Tche-Ka un buen grupo de cabezas contrarrevolucionarias. Ahora, lo mismo que cuando reinaba el Zar, se practicaban toda clase de exquisitas villanías para extraer de los presos los nombres de cómplices y amigos. No sin razón temía Marsh que a su mujer, que tenía ya los nervios deshechos y que seguramente estaría mal alimentada, la sometieran a tratamientos que pondrían a prueba extremada su resistencia. Ella no sabía dónde estaba él; pero conocía a todos sus amigos y conocidos y seguramente la exigirían que les diera una lista de ellos. Según había dicho el «Policía» ya había dado contestaciones confusas que complicarían su caso. La inquisición sería cada vez más cruel hasta que al fin… Al día siguiente de mi visita a Zorinsky aparecí puntualmente a las once de la mañana en el piso de la puerta marcada con el número 5. No estaba lejos de la casa de Zorinsky; pero di un gran rodeo mirando constantemente alrededor para estar seguro de que no me seguían. El patio, sucio, olía mal y estaba lleno de ruidos, como siempre. En la escalera no había nadie. María, que ya no sospechaba de mí, abrió la puerta cuando toqué tres veces con los nudillos. —Peter Ivanitch todavía no ha llegado —dijo—; pero estará aquí en seguida. Yo me senté a leer un periódico soviético.

Los tres golpes de Marsh no tardaron mucho en oírse. María corrió por el pasillo y después la oí descorrer el cerrojo, abrir la puerta y bruscamente un gritito ahogado. Me levanté en seguida. Marsh se precipitó en la habitación; tenía la cara y la cabeza envuelta en un chal negro. Cuando se lo estaba quitando tuve la visión de María en el umbral de la puerta, con el puño en la boca, mirándole aterrada. El Marsh que apareció por entre los pliegues del chal negro estaba muy extraño. Su invencible sonrisa luchaba por mantenerse; pero tenía los ojos legañosos y ofuscados y estaba temblando de agitación, a pesar de los esfuerzos que hacía por dominarse. —Mi mujer… —tartamudeó incoherentemente cayendo en una silla y buscando febrilmente su pañuelo—. Ayer la sometieron a siete horas de interrogatorio, sin comida, ni siquiera la permitieron sentarse…, hasta que por fin se desmayó. Ha dicho algo…, no sé qué. Yo temo… Se levantó y empezó a pasearse de arriba abajo murmurando de modo que yo apenas podía entenderle; pero cogí la palabra «indiscreción» y comprendí todo lo que quería decir. Unos momentos después se calmó y volvió a sentarse. —El «Policía» llegó a casa a media noche y me lo contó todo. Yo le pregunté y le volví a preguntar, y estoy seguro de que no mentía. Los bolcheviques creen que ella ha estado complicada en alguna conspiración y la han hecho escribir tres autobiografías, y —calló un momento— todas son diferentes. Ahora la están obligando a explicar las diferencias; pero ella no recuerda nada, parece que está perdiendo la memoria. Entre tanto, los bolcheviques están dispuestos a acabar de una vez las maquinaciones inglesas en Rusia, como ellos dicen. Saben que me he afeitado y que he cambiado de apariencia, y un grupo especial de espías están dándome caza. Han ofrecido una buena suma al que me encuentre. Hizo una pausa; de un trago se bebió el vaso de té que María le había puesto a su lado. —Mira, amigo —dijo de pronto, colocando sus dos manos extendidas delante de mí encima de la mesa—. Quisiera que me ayudaras. El «Policía» dice que es peor para ella si me quedo que si me voy. De modo que he resuelto irme. En cuanto sepan que me he escapado, dice el «Policía»,

cesarán de torturarla y su fuga será más fácil. Dime, ¿quieres encargarte tú de salvarla cuando yo me marche? —Mi querido amigo, yo ya tenía pensado no empezar a trabajar en ningún otro asunto hasta que no hubiéramos salvado a tu mujer. El día que salga de presidio, yo mismo la acompañaré a pasar la frontera. Tengo, de todos modos, que ir a Finlandia a informar. Iba a darme las gracias, pero yo le detuve. —¿Cuándo te vas? —le pregunté. —Mañana. Tengo muchas cosas por hacer. ¿Tienes bastante dinero? —Lo bastante para mí, pero ninguna reserva. —Te dejaré todo lo que tengo —dijo—. Y hoy veré a un amigo que posiblemente podrá conseguir más. Es un judío, pero de toda confianza. —A propósito —le pregunté cuando ya estaba resuelto ese asunto—: ¿conoces a un capitán Zorinsky? —¿Zorinsky? ¿Zorinsky? No. ¿Quién es? —Un tipo que por lo visto te conoce bastante —dije yo—. Dice que es un amigo de Melnikoff, aunque nunca he oído a Melnikoff hablar de él. Ayer tenía mucha curiosidad por averiguar dónde estabas tú. —¿No se lo dirías? —preguntó Marsh con miedo. —Pero ¿por quién me tomas? —Se lo puedes contar pasado mañana —contestó riendo. Marsh se marchó a ver a su amigo para decirle que posiblemente iría yo a visitarle, y se quedó allí todo el día. Yo permanecí en el número 5 y empecé a escribir con letra muy pequeña sobre papel de calcar un informe preliminar de la situación general de Petrogrado para que se lo llevase Marsh. Cuando terminé de escribirlo le di el papel enrollado a María, que lo escondió en el fondo de un cubo de ceniza. A la mañana siguiente apareció Marsh en el número 5 envuelto en un enorme gabán de piel de oveja, cuyo cuello de pieles le tapaba casi toda la cara. Vestido de esa manera iba a atravesar la frontera. Se había procurado el certificado de identidad de su cochero, que había venido a Petrogrado desde la hacienda expropiada para ver a María. Tenía la cara sucia y estaba adornado con la rojiza barba de tres días. Llevaba una gorra de cochero que le tapaba las orejas y un saco a la espalda para completar el aspecto de

campesino. Marsh parecía… bueno, la verdad es que no se parecía a nada. No se puede describir su disfraz; sin embargo, en un grupo de campesinos no habría llamado la atención. Como estaba seguro de que cumplía con su deber huyendo, Marsh había recobrado su tranquilidad y su buen humor y bromeaba cuando daba los últimos toques a su disfraz. Yo le di el informe, que él dobló hasta hacerlo del tamaño de dos pulgadas cuadradas y se lo guardó dentro del talón de un calcetín. —La población del infierno aumentará considerablemente antes de que a mí me encuentren esto los bolcheviques —dijo poniéndose la bota otra vez y metiéndose un pesado revólver dentro del pantalón. La pobre María estaba terriblemente desconsolada por la partida de Marsh. Lo mismo le pasaba al cochero, que no encontraba palabras con que expresar su indignación y cólera por la conducta del mayor de los dos muchachos de cuadra que se había hecho bolchevique y había ayudado a saquear la finca y hacienda de Marsh. Le habían nombrado Comisario con control supremo del establecimiento. El cochero agotaba un rico caudal de expresiones describiendo cómo el chico de cuadra se tiraba espatarrado sobre las butacas de Marsh, escupiendo en el suelo; cómo habían roto todas las fotografías y cómo la alfombra del salón estaba llena de suciedad, de colillas y de porquería. De todo esto se moría de risa Marsh, ante lo cual el cochero y María se quedaban perplejos. María colocó con manos temblorosas sobre la mesa una comida sucinta, mientras Marsh me repetía la ruta que iba a tomar y que yo debía seguir con su mujer. —Fita —dijo mencionando el nombre del guía finlandés que le iba a ayudar—, vive a una milla de la estación de Grusino. Cuando salgas del tren caminas en dirección contraria hasta que todo el mundo se haya dispersado. Luego vuelves y sigues por el camino del bosque hasta su cabaña. Él te dirá lo que debes hacer. Por fin llegó la hora de partir. Marsh y yo nos dimos la mano y mutuamente nos deseamos buena suerte. Yo salí antes para no presenciar la patética despedida de sus humildes amigos. Oí que abrazaba a los dos y que María lloraba, y bajé corriendo la escalera. Rápidamente me encaminé a la

parada de tranvía de Mihailovsky Square y paseé hasta que apareció Marsh. No nos hablamos. Él tomó un tranvía y yo salté al siguiente. Ya era de noche cuando llegamos a la distante estación de Okhta, una construcción de madera de las afueras de la ciudad. Cuando llegué a las tablas de la burda plataforma, fácilmente distinguí la maciza figura de Marsh moviéndose entre un grupo de campesinos hacia los vagones que ya estaban llenos de gente. La fuerza todavía tiene valor en la Rusia Roja, como en todas partes. El gobierno del Soviet todavía no ha nacionalizado el músculo. Vi a un enorme bulto de piel de oveja con un saco gris que sobresalía de entre todas las demás cabezas y hombros de la agitada masa y que se colocó en los topes del vagón. De los topes se subió al tejado y de allí, ayudado por unos cuantos individuos que ya estaban dentro, se deslizó al interior del vagón por una apertura negra que antes fue una ventana. Yo estuve rondando por allí hasta que una serie de silbidos prolongados de la locomotora antediluviana me anunciaron que, ese día, el maquinista había condescendido a poner en movimiento su máquina. Con una sacudida, una serie de crujidos violentos, los gritos de los pasajeros, los esfuerzos de los campesinos retrasados que se agarraban a los topes, a los escalones y a todo lo que podían salió lentamente el tren de la estación con su carga de criaturas fatigadas. Yo me quedé quieto, de pie, viéndolo desaparecer en la oscuridad. Cuando desapareció sentí que el frío, la oscuridad y el desmoronamiento universal se habían intensificado. Me quedé escuchando el ruido distante del tren, hasta que me encontré solo en la plataforma. Me volví y regresé a la ciudad, con la dolorosa sensación de un sentimiento de vacío que lo impregnó todo y de que el futuro se me presentaba como una noche impenetrable.

Capítulo III El chal verde

Voy a relatar brevemente lo que ocurrió en los días siguientes a la huida de Marsh. Concentramos todos nuestros esfuerzos en conseguir noticias de Mrs. Marsh y de Melnikoff. Frecuentemente detenían en dos puntos a todos los que pasaban por la Perspectiva Nevsky y se les examinaban los papeles. Pero en cuanto a mí, la curiosidad de los policías quedaba satisfecha con sólo mirar mi credencial de la Comisión Extraordinaria. Estudié toda la literatura soviética que pude devorar, asistí a los mítines públicos y dormía alternando en las casas de mis nuevos conocidos. Pero nunca decía a nadie dónde había dormido la noche anterior. Los mítines a los que asistía eran todos comunistas; siempre se repetía en ellos la misma fraseología de propaganda banal. La vulgar violencia de la retórica bolchevique y la triunfante inexactitud de las declaraciones, debidas a la prohibición de la crítica, pronto se hicieron aburridas. En vano busqué lugares donde se discutiera, donde se expresara el punto de vista del pueblo. La libertad de palabra concedida por la revolución significaba libertad de palabra bolchevique solamente y prisión para las demás. Sin embargo, algunos mítines eran interesantes, sobre todo cuando hablaban los leaders más sobresalientes como Trotsky, Zinoviev o Lunacharsky, poseedores de la capacidad sin igual de expresarse de algunos de los dirigentes bolcheviques,

con un «don fatídico de la elocuencia», y que tenían una atracción casi irresistible. Durante aquellos días cultivé también la amistad del ex periodista que, a pesar de su timidez, era un hombre culto y de buen gusto. Tenía una gran biblioteca compuesta de libros en varios idiomas, y en sus horas libres se dedicaba a escribir, si no recuerdo mal, un tratado de filosofía que, no sé por qué razón, él estaba convencido de que se consideraría contrarrevolucionario, y por esto, lo tenía escondido y encerrado en un cuchitril entre montones de libros. Yo traté de persuadirle de lo contrario y le aconsejé que llevara su documento al Ministerio de Educación, con la esperanza de que alguien de tipo menos agresivo quedara impresionado con el trabajo y se lo publicara, lo que le permitiría obtener concesiones en materia de ocio y raciones de alimentos. Cuando fui a verle al día siguiente de la huida de Marsh lo encontré todavía enrollado en su gabán verde y corriendo de una estufa a otra, atizando los fuegos recién encendidos. Estaba encantado por la vuelta del calor ya olvidado y, como verdadero ruso, había encendido todas las estufas de su piso, gastando el combustible con la mayor rapidez posible. —¿Para qué diablo hace usted eso? —dije yo disgustado— ¿De dónde se figura que vamos a sacar más leña? En estas regiones no llueve leña, ¿verdad? Pero mi sarcasmo se perdió en la impasibilidad de Dimitri Konstantinovich, en cuyo sistema de vida la economía no tenía lugar. A pesar de su intensa indignación, yo abrí las parrillas, saqué los leños medio quemados y las cenizas ardientes y los puse todos juntos en la estufa del comedor que al mismo tiempo calentaba la alcoba. —Esto es típico inglés —dijo lleno de coraje, viéndome trabajar. —Entiéndalo bien —dije yo resueltamente—; éste y el de la cocina son los únicos fuegos que se deben encender. Naturalmente, su despensa estaba vacía y no tenía nada que comer, excepto la miserable comida de las cuatro en la casa comunal a dos puertas de allí. Como hacía buen tiempo, le llevé a un restaurante privado y pequeño, donde yo había comido el día de mi llegada. Así que, como el tiempo era agradable, le invité al mayor banquete que aquel pequeño local podía ofrecer

y él, impresionado por el aroma de gachas, zanahorias y café a los que no estaba acostumbrado, se olvidó y me perdonó lo de las estufas. Un par de días más tarde el periodista ya estaba lo bastante repuesto para ir a trabajar y yo me llevé una llave del piso para entrar cuando quisiera. Le hice severamente cumplir sus quehaceres de la casa y el resultado de nuestro trabajo fue impedir que la casa degenerase en una zahúrda. En este piso conocí a varias de las personas de las que Marsh me había hablado. El periodista nunca quería invitarlas; pero yo tenía ya tanta influencia sobre él que, con sólo indicar que no volvería, se me sometía completamente. Si pasaban tres días sin que yo apareciese allí, le causaba una gran preocupación. Algunas de las personas que conocí me tomaban por un heraldo de los aliados, que se acercaban, y como una señal del próximo triunfo de la contrarrevolución militarista. Esta actitud se parecía a la del Gobierno bolchevique con los delegados socialistas extranjeros, a los cuales recibía, proclamándoles, de manera descarada, como precursores de la revolución mundial. Una tarde me recibió el periodista con miradas astutas y maliciosas. Yo noté en seguida que estaba reventando por decirme algo. Cuando nos sentamos cerca del fuego, acurrucados como siempre sobre la estufa del comedor, se inclinó hacia mí, me dio un golpecito en la pierna para llamar bien mi atención y comenzó. —¡Michael Mihailovich! —dijo en voz baja, como si las sillas y la mesa pudieran delatar el secreto— ¡tengo una idea extraordinaria! Se tocó su delgada nariz con el dedo índice para indicar lo formidable de su idea. —Hoy, yo y unos cuantos colegas de otros tiempos —continuó, tocándose la nariz con el dedo—, hemos resuelto sacar un periódico. Sí, sí; un periódico secreto para preparar el camino a los aliados. —¿Y quién lo va a imprimir? —pregunté yo impresionado por lo extraordinario de la idea. —La Izvestia bolchevique —dijo—, se imprime en las máquinas del Novoye Vremya (un importante periódico prerrevolucionario); pero como

todos los impresores están en contra de los bolcheviques, les pediremos que nos impriman nuestra hoja en secreto. —¿Y quién va a dar el dinero? —le interrogué divirtiéndome con su simplicidad. —Bueno, aquí es donde usted nos puede ayudar, Michael Mihailovich — dijo el periodista, como si me estuviera confiriendo un honor—. Usted no se negaría ¿verdad? El verano pasado los ingleses… —Bueno, aparte de la técnica —interrumpí—. ¿Por qué está usted tan seguro de los aliados? Dimitri Konstantinovich se me quedó mirando fijamente. —Pero usted… —empezó, interrumpiéndose bruscamente. Luego siguió una de esas pausas que son más elocuentes que las frases. —¡Ah, ya! —dije yo por fin— Escuche Dimitri Konstantinovich, le voy a contar una historia: En el norte de su vasto país hay un pueblo llamado Arcángel. Dos veces he estado en Arcángel; el verano pasado y hace poco. En el verano el pueblo entero estaba gritando apasionadamente, pidiendo que interviniesen los aliados para salvarlos de la camarilla bolchevique. Cuando al fin ocuparon la ciudad, adornaron con flores el paso del general británico; pero cuando volví, pocas semanas después de la ocupación, ¿cree usted que encontré júbilo y contento? Siento decirle que no. Encontré luchas, intrigas y creciente amargura. Nominalmente estaba en el poder un gobierno con el venerable revolucionario Tchaikovsky a la cabeza, protegido por los aliados. Pues bien, una noche, un grupo de oficiales, oficiales rusos, arrestó al gobierno establecido por los aliados; los jefes de las tropas aliadas cerraron un ojo para no ver lo que ocurría. Sacaron a los pobres ministros democráticos de la cama, les metieron en una embarcación y los transportaron a una isla remota del Mar Blanco, donde ¡fueron dejados sin ceremonias y abandonados! Parece una hazaña del capitán Kidd, ¿verdad? Sólo dos ministros se salvaron, porque aquella noche estaban cenando con el Embajador americano y éste les escondió en su alcoba. A la mañana siguiente la ciudad se quedó asombrada ante unos carteles pegados en los muros que decían: «Por orden del Comando Ruso, el gobierno incompetente ha sido depuesto y el comandante militar de las fuerzas de ocupación ha asumido el poder supremo en la Rusia del Norte». Aquí comenzó el lío, ¡te lo aseguro!

¿Quién iba a desenredar el nudo? Los militares aliados habían permitido que los conspiradores secuestrasen al gobierno ruso establecido por ellos mismos. Los diplomáticos y los militares ya estaban en desacuerdo. Nadie podía entenderse con otro. Finalmente, después de dos días de lucha, y cuando todas las fábricas se declararon en huelga, se decidió que la maniobra había sido antidemocrática. La «diplomacia» triunfó; se despachó un barco para recoger a los pobres ministros que estaban tiritando en la remota isla del Mar Blanco y los trajeron a Arcángel (aquello no se podía llamar una procesión triunfal), donde les devolvieron su manchada dignidad, les reinstalaron en sus pedestales ministeriales y se continuó fingiendo que aquello era un gobierno. El periodista se quedó mirándome con la boca abierta. —¿Y qué pasa ahora? —me preguntó después de un rato. —La verdad es que me da miedo pensar qué es lo que estará pasando ahora —contesté. —¿Y quiere usted decir que los aliados no…? —dijo él lentamente. —No lo sé; es posible que vengan y es posible que no. Me di cuenta de que estaba destrozando un radiante castillo que el pobre periodista había construido en el aire. —A propósito, Michael Mihailovich: ¿usted está…? —¿Que por qué estoy yo aquí? —contesté completando su frase—. Sencillamente, porque así lo he querido. Dimitri Konstantinovich me miró atónito. —¿Que usted… quiere estar aquí? —Sí —repuse yo, sonriendo, involuntariamente, ante su incredulidad—. Yo quería estar aquí y aproveché la primera oportunidad para venir. Si le hubiera dicho que después de pensarlo bien yo había elegido pasar la eternidad en el infierno en lugar de disfrutar la felicidad eterna de los dominios celestiales, no se hubiera, quizás, asombrado tanto el incrédulo periodista. —A propósito —dije yo con un poco de crueldad—: no vaya a ir contando por ahí esta historia de Arcángel, porque tendría usted que explicar dónde la ha oído. Pero él no me escuchó. Yo había deshecho su esperanza. Me daba pena verle.

—Es posible que hayan rectificado —añadí yo, por decirle algo amable— y que no repitan sus equivocaciones en otras partes. ¿Rectificar? Cuando miré a los ojos empañados en lágrimas del periodista deseé con toda mi alma que así fuera.

Cuando llegué a la casa del periodista la encontré muy cerca de parecer una zahúrda; pero la casa del «Policía» ya había llegado al último grado de porquería Sus habitaciones estaban en una condición penosa y totalmente indeseable. Las condiciones sanitarias de muchas casas eran francamente deplorables; sin embargo, la gente tomaba las medidas necesarias para conservarlas lo más limpias posible. El «Policía», en cambio, no hacía nada de esto y vivía en asquerosas condiciones, sin preocuparse de que la porquería y la mugre fueran acumulándose más cada día. Tenía un criado chino que, por lo visto, siempre estaba en huelga, y a quien tan pronto adulaba como reñía violentamente; ambas cosas sin resultado alguno, por lo que yo pude observar. En el piso bajo de la casa vivían, o se reunían frecuentemente, numerosos chinos que andaban por el portal, fisgando la escalera. Vivía también en la casa una dama misteriosa a la que nunca vi; pero a la que de cuando en cuando oía gritar histéricamente cuando subía la escalera. Según me pareció, amenazaba al «Policía» con agredirlo. A veces él también rugía, y aquellas escenas de «amor» generalmente terminaban con un violento estruendo de cacharros rotos. Aquella «afable dama», a quien yo me figuraba seria, alta y musculosa, con el cabello revuelto y flotante, una especie de Medusa, siempre desaparecía cuando yo llegaba, y el portazo que daba al marcharse era seguido de un silencio de tumba. El pequeño «Policía», cuyo comportamiento era siempre de disculpa, me recibía como si no hubiera pasado nada. Y el insubordinado criado chino, cuando condescendía abrir la puerta, se quedaba parado al lado de la escalera, con una sonrisa enigmática en sus malignas facciones. Era, en realidad, una casa misteriosa. Como Marsh le había preparado, el «Policía» me recibía con grandes demostraciones de consideración. Afortunadamente no necesitaba usar de su

hospitalidad muchas veces; pero cuando me quedaba allí era emocionante ver cómo el hombre se esforzaba en hacerme la estancia lo más confortable posible. A pesar de su ruin carácter, de sus engaños y de su pegajosa adulación, aún poseía sentimientos humanos. De cuando en cuando demostraba tener deseos de agradarme no solamente por el interés. A sus hijos, que vivían en otra casa, los quería con pasión. Era extraordinariamente vanidoso y jactancioso. En el curso de su carrera había acumulado una colección de fotografías de personajes, firmadas, y le encantaba enseñarlas, repitiendo cincuenta veces cómo el conde Witte dijo esto, y Stolypin aquello, y Fulano lo de más allá. Yo le complacía escuchándole seriamente y él interpretaba mi paciencia como veneración a los personajes y como aprecio de sus amistades ilustres, y esto le agradaba enormemente. Tenía la cabeza llena de planes grandiosos para derrumbar el régimen rojo y el más mínimo signo de atención ante sus sugerencias excitaba su entusiasmo e inspiraba su genio hacia la autocomplacencia y la locuacidad. —Sus predecesores, si me permite usted llamarlos así, eran lastimosamente incompetentes —me dijo durante mi primera visita—. Hasta el señor Marsh, que es un hombre delicioso, no sabía apenas su obligación. Pero usted, Michael Ivanitch, usted es el hombre comprensivo y diferente de los demás. Por ejemplo: yo presenté a Marsh un proyecto —se inclinó confidencialmente— para dividir Petrogrado en diez secciones, apoderándonos de una tras otra, por turno, y de esta manera expulsar a los bolcheviques. Era un triunfo seguro; pero el señor Marsh no me quiso escuchar. —¿Y cómo lo iba usted a hacer? Cogió una hoja de papel y se apresuró a hacer dibujos para ilustrar su maravilloso proyecto. La capital quedaba cuidadosamente dividida; el jefe de cada distrito tenía su puesto y sus funciones perfectamente definidos; contaba, además, con toda la policía y con media docena de regimientos. —No hay más que dar la señal —dijo emocionado— y la ciudad de Pedro El Grande será nuestra. —¿Y el Comandante Supremo? —pregunté yo— ¿Quién será el gobernador de la ciudad liberada?

El optimista «Policía» sonrió un poco confundido. —¡Ah!, ya encontraremos un gobernador —dijo tímidamente, como con miedo de expresar los profundos deseos de su corazón—. Por ejemplo: usted, Michael Ivanitch… Pero este ofrecimiento magnánimo no era más que una mera cortesía. Estaba claro que yo tendría que contentarme con un papel secundario de hacedor de reyes. —Bueno, y si todo está dispuesto, ¿por qué no toca usted las trompetas y vemos caer los muros de Jericó? —Pero Michael Ivanitch —dijo el hombrecillo, retorciéndose los bigotes y tratándome con familiaridad— esto… fondos, ya sabe usted que, a pesar de todo, hoy en día, sabe usted, no se va a ninguna parte sin… dinero… ¿verdad? Usted comprenderá, Michael Ivanitch, que yo personalmente… —¿Cuánto le dijo usted a Marsh que costaría? —le interrumpí yo, muy interesado en saber lo que diría. Él no había esperado que tal pregunta se formulara de esa manera. Como el tic-tac de un reloj pude oír yo a su cerebro calculando la posibilidad de que Marsh me hubiera ya dicho la suma y de si podría doblarla en vista de mi mayor susceptibilidad. —Yo creo que con 100 000 rublos saldríamos del paso —contestó mirándome con cuidado para ver qué efecto me causaba la cifra. Yo asentí en silencio. —¡Claro —continuó— que podríamos hacerlo con menos; pero después habría que atender a más gastos! —Bien, bien —contesté yo, indulgente—; ya veremos. Ya hablaremos de ello en otra ocasión. —No hay mejor ocasión que la presente, Michael Ivanitch. —Pero tenemos otras cosas en que pensar. Ya hablaremos de eso cuando… —¿Cuando…? —Cuando haya usted sacado de presidio a la señora Marsh. El hombrecillo se encogió todo al verse bruscamente transportado al mundo de la cruda realidad; se sonrojó durante un momento, indignado, me pareció a mí; pero se repuso en seguida y recuperó su actitud servil.

—Por ahora tenemos este asunto entre manos, Alexei Fomitch —añadí yo —, y primero quisiera hablar de ello. ¿Cómo van las cosas? El «Policía» me dijo que sus agentes estaban ocupados en el asunto, estudiando el terreno y viendo las posibilidades de fuga de la señora Marsh. Me informó que los agentes bolcheviques estaban registrando toda la ciudad buscando a Marsh y, como no lo habían encontrado, sospechaban que hubiera huido. En un par de días más los agentes bolcheviques en Finlandia confirmarían la sospecha. Él suponía que dejarían de interrogar a la señora Marsh. Ahora había que ver si la cambiaban a otra celda o prisión y entonces se planearía, la manera de rescatarla. —Bueno, pues adelante —dije yo—. Y cuando la señora Marsh esté libre… entonces discutiremos otras cosas. —No hay mejor ocasión que la presente, Michael Ivanitch —repitió el pequeño «Policía». Pero su voz sonaba lejana.

Entretanto, ¿qué pasaba con Melnikoff? Zorinsky estaba muy excitado cuando le llamé por teléfono. —¿Cómo sigue su hermano? —le pregunté—. ¿Fue serio el accidente? ¿Hay esperanza de que se reponga? —Sí, sí —contestó—. El doctor dice que probablemente tendrá que estar en el hospital algún tiempo, pero que hay posibilidades de que salga bien. —¿Dónde le han llevado? —Ahora está en un sanatorio particular, en la calle de Goróhovaya; pero me parece que le trasladarán a algún hospital más cómodo. —¿Está en buenas condiciones? —Las mejores que en las circunstancias actuales se pueden conseguir. Por ahora está solo en un cuarto y a dieta limitada. ¿Puede usted venir por aquí esta noche, Pavel Ivanitch? —Gracias; esta noche no puedo porque tengo que asistir a un mitin del comité de nuestra casa; iré mañana. —Bueno, venga usted mañana. Tengo noticias de Leo para usted. Va a venir a Petrogrado. —Mis saludos a Elena Ivanovna.

—Gracias. Adiós. —Adiós. El teléfono era una gran ventaja, pero había que emplearlo con mucho cuidado. De cuando en cuando, en momentos de pánico, el gobierno interrumpía el servicio de teléfonos por completo, causando gran trastorno y exasperando más a la población que trataban de aplacar. A los bolcheviques no les convenía suprimirlo completamente porque el teléfono era el medio más eficaz de descubrir las maquinaciones contrarrevolucionarias. Las líneas estaban bien vigiladas, y en cuanto encontraban una voz o una frase sospechosa inmediatamente grababan la conversación para buscar en ella indicaciones de personas o señas, y, si lo lograban, en seguida caían los agentes a registrar libros, papeles, documentos y a aumentar el número de los habitantes del número 2 Goróhovaya. Por esto siempre se hablaba en metáfora o por medio de señales convenidas dentro de una conversación sobre la comida o el tiempo. Las «noticias» de Leo por ejemplo, comprendí en seguida que serían noticias de Trotsky o informaciones sobre el ejército rojo. Al día siguiente, cuando llegué a su casa, Zorinsky estaba entusiasmado. Me quedé a cenar. —Muy pronto tendremos a Melnikoff libre —exclamó—. Han detenido su caso hasta que tengan más pruebas. Le llevarán a la prisión Schpalemaya o a Deriabinskaya, a donde le podremos mandar alimentos y dentro de ellos podemos esconder notas comunicándole nuestro plan de fuga. Entretanto, a nosotros nos va bien; de modo que véngase a beber un vaso de vodka. Yo estaba contentísimo por las buenas noticias. Las condiciones de cualquiera de las prisiones mencionadas eran muchísimo mejores que las de Goróhovaya, y aunque la transferencia significaría retardo en la decisión final y probablemente prolongación del cautiverio, el régimen penitenciario era mucho menos severo. —Es una suerte —dijo Zorinsky— que haya usted venido hoy. Esta noche va a venir el Coronel H. Trabaja en el Estado Mayor y tiene muchas noticias interesantes que darme. Trotsky tiene el plan de venir a Petrogrado. Elena Ivanovna estaba de mal humor porque no había llegado un lote de azúcar que habían prometido a ella y a sus colegas y no había podido hacer

dulces durante dos días. —Hoy tendrá usted que perdonarnos la mala comida, Pavel Ivanitch — dijo—. Tenía la intención de hacerle pudín de chocolate; pero como no ha sido posible, no habrá tercer plato. La verdad es que es un escándalo la manera como nos tratan. —¡A su salud, Pavel Ivanitch! —dijo Zorinsky sin disgustarse por la falta de tercer plato—. Esto es mejor que el pudín de chocolate, ¿verdad? Como de costumbre, hablaba entusiásticamente de los días de antes de la guerra y de los placeres de la vida en el regimiento. Yo le pregunté si creía que la mayoría de los oficiales era todavía monárquica. —No sé —dijo—. Yo creo que están divididos por igual. Muy pocos son socialistas; pero muchos se creen republicanos. Algunos, claro es, son monárquicos y otros no son nada. En cuanto a mí —continuó—, cuando entré en mi regimiento juré fidelidad al Zar. (Al mencionar al Zar se levantó tieso y se volvió a sentar, un gesto que me asombró, pues me pareció sincero). Pero me considero absuelto y libre para servir a quien quiera desde el momento que el Zar firmó su abdicación. Por el momento, no sirvo a nadie. Yo no serviré a Trotsky, pero trabajaré con él si me ofrece una carrera. Esto es, si los aliados no entran en Petrogrado. A propósito —añadió de pronto, con curiosidad—: ¿usted cree que los aliados vendrán de verdad; los ingleses, por ejemplo? —No tengo idea. —¡Qué raro! Aquí todo el mundo está seguro de ello. Claro que eso no quiere decir nada. Escuche usted en las colas y en los mercados: «Ahora han tomado Cronstadt, ahora los aliados están en Finlandia», etc., etc. Yo personalmente, creo que van a enredarlo todo. Nadie entiende a Rusia, ni nosotros mismos. Excepto, quizá, Trotsky —añadió después— o los alemanes. —¿Los alemanes, cree usted? —Desde luego. Lo que necesitamos es prusianismo. ¿Ve usted a esos comisarios gordos, con sus chaquetas de cuero y dos o tres revólveres en el cinturón? ¿O a esos marineros con cadenas y con anillos de oro, paseándose con las prostitutas por el Nevsky? Esos sinvergüenzas, le digo a usted, estarán trabajando dentro de un año; trabajando como en el infierno, porque

si aquí entran los blancos colgarán y descuartizarán a todos los comisarios. Alguien tiene que trabajar para que las cosas marchen. Fíjese en mis palabras. Primero los bolcheviques harán trabajar a sus comunistas, les darán toda clase de privilegios y poderes y después obligarán a los comunistas a que hagan trabajar a los demás. ¡Adelante con el látigo! ¡Otra vez los buenos tiempos de antaño! Y si no le gusta, tenga la bondad de pasar por este lado al número 2 Goróhovaya. ¡Uf! —dijo estremeciéndose—. ¡Número 2 Goróhovaya! ¡A su salud, Pavel Ivanitch! Zorinsky bebió mucho; pero al parecer el licor no le producía ningún efecto visible. —A propósito —dijo repentinamente—: ¿no sabe usted nada de Marsh, verdad? —¡Ah! Sí —dije yo—. Está en Finlandia. —¡Qué! —exclamó, medio levantándose de la mesa. Estaba lívido. —En Finlandia —repetí, mirándole con asombro—. Se marchó anteayer. —Se marchó. ¡Ja, ja, ja! Zorinsky volvió a sentarse. Su expresión momentánea cambió rápidamente y se echó a reír estrepitosamente. —¡Ja, ja! ¡Dios mío, se van a poner furiosos! Lo ha hecho muy bien. ¿No sabe usted que han estado revolviendo todo el país para encontrarle? ¡Ja, ja, ja! Bueno, ¡esto sí que es una buena noticia! —Pero ¿por qué se alegra usted tanto? Al principio parecía usted… —Es que me quedé atónito. ¿No sabe usted que a Marsh se le consideraba el jefe de la organización de los aliados y hombre extraordinariamente peligroso? Hablaba rápidamente y algo excitado. —No sé por qué —continuó— estaban seguros de cogerle, seguros. ¿No tienen a su mujer o a su madre o a alguien de rehén? —A su mujer. —Pues lo va a pasar mal —dijo riendo cruelmente. Ahora me tocó a mí alarmarme. —¿Qué dice usted? —pregunté fingiendo indiferencia. —La fusilarán.

Era difícil mantenerse indiferente. —¿Usted cree que la fusilarán? —dije incrédulamente. —Seguramente —dijo con énfasis—. ¿Para qué toman a la gente en rehén? Durante el resto de la tarde no pensé en otra cosa que en la posibilidad de que fusilaran a Marsh. El «Policía» me había dicho todo lo contrario, y lo que me había dicho estaba basado en informaciones de dentro. Por otro lado, ¿para qué cogían rehenes si habían de soltarlos en cuanto huyesen los culpables? De Zorinsky no pude sacar sino su opinión de que la tendrían un par de meses en la cárcel y que luego, sin lugar a dudas, la fusilarían. Escuché sin atención la charla del coronel, un caballero pomposo, de barba blanca, espesa, que llegó después de la comida. Zorinsky le dijo que podía hablar con libertad delante de mí y él, sentado muy tieso, conversaba sobre los últimos acontecimientos. Por lo visto tenía una gran opinión de Zorinsky. Confirmó las afirmaciones de éste sobre los cambios radicales en la organización del ejército y dijo que Trotsky estaba haciendo planes para establecer un nuevo régimen en la Flota Báltica. Yo no presté la atención que debía haber prestado y tuve que rogar al coronel que me lo repitiera todo la próxima vez que nos viéramos.

María era la única persona a quien yo confiaba mis movimientos. Todas las mañanas golpeaba en la puerta manchada de tiza. María me abría y yo le contaba el curso de los asuntos de la señora Marsh. Naturalmente, siempre la daba noticias optimistas. Después la decía: esta noche, María, me quedo en casa del periodista; ya sabes su dirección; mañana, en casa de Stepanovna; el viernes por la noche, en casa de Zorinsky, y el sábado, aquí. Si me ocurre cualquier cosa ya sabrás donde me ha ocurrido. Si desaparezco, espera un par de días, y después manda a alguien que cruce la frontera (el cochero podría ir) y que se lo diga al Cónsul Británico. Luego la daba las notas escritas con letra diminuta en papel de calcar y ella las escondía. Unos cuantos días después de la partida de Marsh se marcharon también dos ingleses y María les dio mis notas diciendo que era una carta suya a Marsh. Así era en efecto,

sólo que en el mismo papel en que ella había arañado unas frases con lápiz yo escribí un largo mensaje con tinta invisible. Hice la tinta por… no importa cómo. Las noticias de Zorinsky sobre Melnikoff continuaban siendo favorables. Habló de cierto agente que probablemente habría que comprar, y yo asentí en seguida. Además me dio algunas informaciones políticas que resultaron ser ciertas y, aunque su persona y sus ademanes eran repulsivos, empecé a sentir menos desconfianza de él. Una semana después, cuando le llamó por teléfono, me dijo que «los doctores habían decidido que su hermano ya estaba lo suficientemente bien para abandonar el hospital». Y temblando de expectación corrí a verle. —El agente es nuestro hombre —me explicó Zorinsky—, y garantiza que Melnikoff estará libre antes de un mes. —¿Cómo se las va a arreglar? —Eso depende… Podría modificar las pruebas. Pero el caso de Melnikoff es muy serio, y casi todas las pruebas son contra él. Puede también cambiar los papeles de Melnikoff por los de otro y dejar que el error se descubra demasiado tarde. Él se las arreglará bien. —¿Pero tiene que tardar todo un mes? —Melnikoff estará libre a mediados de enero. Sobre eso no hay que dudar. El agente quiere 60 000 rublos. —¡Sesenta mil rublos! —grité yo. Me quedé frío ante aquella suma. ¿De dónde iba a sacar yo el dinero? El rublo todavía estaba a cuarenta por libra, así que la cantidad que necesitábamos era 1500 libras. —Es que el caso de Melnikoff es desesperado. El que le salve no escapará fácilmente. El agente quiere que se le garantice, porque él tendrá que pasar la frontera la misma noche. Pero yo le aconsejo que le pague ahora la mitad y la otra mitad la noche del rescate. Además, habrá que comprar a unas cuantas personas más… cómplices. Cuente usted con unos 75 000 u 80 000 rublos, todo incluido. —Ahora tengo muy poco dinero —dije yo—; pero trataré de conseguir los primeros 30 000 rublos dentro de un par de días. —Y a propósito —añadió—: la última vez que estuvo usted aquí me olvidé de decirle que he visto a la hermana de Melnikoff, que está en una

situación miserable. Elena Ivanovna y yo la hemos mandado algo de comida, pero necesita además dinero. Nosotros no tenemos dinero, puesto que ahora apenas lo usamos; a ver si usted puede mandarle mil rublos de cuando en cuando. —Cuando traiga el otro dinero, le daré a usted algo para ella. —Gracias. Se lo agradecerá mucho. Y ahora que hemos terminado con los asuntos desagradables, vamos a tomar un vaso de vodka. ¡A su salud, Pavel Ivanitch! Contento de haber por fin conseguido la libertad de Melnikoff, aunque preocupado por la suma que tenía que conseguir, llamó por teléfono al día siguiente al amigo de quien me hablaba Marsh, empleando la contraseña convenida. Marsh llamaba a este señor el «Banquero», aunque no era tal su profesión, porque le había dejado encargado de sus finanzas. El señor no podía procurarme toda la suma y resolví conseguir el resto en Finlandia, cuando llevase a la señora Marsh. El «Banquero» acababa de regresar de Moscú, a donde le habían llamado para invitarle a aceptar un puesto en un nuevo departamento creado para contener la ruina de la industria. Él se burlaba de la manera como «el gobierno de manos callosas» (como los bolcheviques se solían llamar) empezaban a humillarse ante la gente que sabía leer y escribir. —En los discursos públicos —decía el «Banquero»— todavía nos llaman «cerdos» (burgueses), para cubrir las apariencias; pero en privado, cuando las puertas están cerradas, la cosa es muy diferente. Ya han cesado de «camaradearnos»; ya no dicen Camarada A o Camarada B, cuando nos hablan. Ese honor se lo han reservado para ellos solos. Ahora dicen: «Perdone usted, Alexander Vladimirovitch, —o— ¿Me permite que le moleste, Boris Konstantinovitch?» —se echó a reír—. Muy «pogentlemensky» —añadió, usando una expresión derivada de «gentleman». —¿Aceptó usted el puesto? —¿Yo? No, señor —contestó con énfasis—. ¿Voy a aceptar yo que un obrero sucio esté todo el día delante de mí con un revólver en la mano? Ésa es la clase de «control» que intentan ejercer. (Sin embargo, un mes más tarde tuvo que aceptar el puesto, pues le ofrecieron un salario decente si lo aceptaba o la cárcel si se negaba).

Al día siguiente llevé el dinero a Zorinsky, quien me dijo que inmediatamente se lo entregaría al agente. —Es posible —dije yo— que me vaya a Finlandia dentro de unos días. No se sorprenda usted si no sabe de mí durante algún tiempo. —¿A Finlandia? —Zorinsky parecía muy interesado— ¿Entonces a lo mejor ya no regresa usted? —Regreso, desde luego —dije yo—. Aunque sólo sea por Melnikoff. —Claro, y además tiene usted aquí otras cosas que hacer, ¿verdad? —dijo —. Y ¿por dónde va usted a pasar? —Todavía no lo sé. Dicen que es bastante fácil pasar la frontera. —No tan fácil —contestó él—. ¿Por qué no pasa usted el puente, sencillamente? —¿Qué puente? —El puente fronterizo de Bielo’ostrof. Pensé que estaba loco. —¿Pero qué quiere usted decir? —pregunté. —Se puede arreglar bien con un poco de cuidado. Se le dan cinco o seis mil rublos al comisario de la estación y él cerrará los ojos. Otros mil o así al centinela del puente y mirará a otro lado cuando usted pase. Al anochecer es el mejor momento para pasar, cuando está oscuro. Recordé que había oído hablar en Finlandia de este procedimiento. Unas veces resultaba y otras no resultaba. Era la cosa más sencilla del mundo, pero no era segura. Los comisarios eran maniáticos y siempre tenían miedo de quemarse los dedos. Además, muchas veces los finlandeses no admitían a los viajeros, y la señora Marsh vendría conmigo (así lo esperaba yo), y Zorinsky no debía enterarse de eso. —Eso es estupendo —exclamé yo—. No se me había ocurrido. Ya le avisaré a usted antes de salir. Al día siguiente le dije que había decidido no ir a Finlandia porque estaba pensando en dirigirme a Moscú.

—Madame Marsh todavía está en número 2 Goróhovaya —declaró el pequeño «Policía» en su casa, sentado frente a mí en su fétida guarida—. Su

caso está en suspenso y así se quedará durante algún tiempo más. Desde que se enteraron de la fuga de Marsh, la han dejado en paz. A lo mejor se olvidan completamente de ella. Yo creo que éste es el momento de actuar. —¿Qué la harían si volvieran a resumir su caso? —Todavía es muy pronto para barruntar. Poco antes de Navidades el «Policía» empezó a ponerse nervioso y excitado; se veía que su emoción era real. Su plan para el rescate de la señora Marsh estaba desarrollándose, ocupando toda su mente y causándole muchas preocupaciones. Yo le llevaba todos los días algún pequeño regalo: cigarrillos, azúcar, manteca, que María me conseguía para que él se preocupara menos de las cosas caseras. Al final, mi estado de excitación era tan grande como el de él. María, a quien yo informaba de cómo iban las cosas, estaba en un constante estado de temor. El día 18 de diciembre amaneció frío y crudo. El viento zumbaba lanzando la nieve arenosa en la faz de los apresurados transeúntes. Al medio día cedió algo el vendaval y María y yo salimos a un mercado cercano. Íbamos a comprar una capa de señora, porque aquella noche yo iba a acompañar a la señora Marsh a pasar la frontera.

Puestos de venta callejeros de objetos usados. La esquina del Kuznetchny Pereulok y la Perspectiva Vladimirovsky han sido lugares muy concurridos por «especuladores», desde que se prohibió el comercio privado. Hasta en aquel riguroso día de invierno estaban en fila aquellos desgraciados que, pacientemente, trataban de vender sus pertenencias personales o alimentos que habían conseguido rebuscando en el campo. Muchos de ellos eran mujeres de las clases elevadas, que vendían sus últimas posesiones para reunir algo con qué alimentarse ellas y sus familias. Unas no podían encontrar trabajo y otras estaban allí en los intervalos de su ocupación. Ropa vieja, objetos de todas clases, loza, juguetes, baratijas, relojes, libros, cuadros, papeles, ollas, sartenes, cubos, cañerías, tarjetas postales, todas las cosas que se encuentra en una tienda de segunda mano, se veían allí, colocadas en el suelo. María y yo pasamos delante de los que vendían azúcar, y que tenían tres o cuatro terrones en la palma de la mano. Pasamos también por los que vendían

arenques y pastelillos de pan de un color verdoso. Los transeúntes cogían un pastelillo, lo olían y, si no les placía, lo dejaban otra vez y cogían otro. María se dirigía a la sección de ropa vieja. Mientras íbamos apretándonos por entre la gente estábamos alerta, porque de cuando en cuando llegaban bandas de policías y arrestaban a unos cuantos desgraciados «especuladores» y dispersaban al resto. María encontró pronto lo que quería. Una capa de abrigo que evidentemente había visto mejores días. Los ojos cansados de la dama, alta, refinada, a quien se la compramos, se abrieron desmesuradamente cuando yo pagué en el acto el precio que había pedido. —Je vous remercie, madame[16] —la dije. Y cuando María se puso la capa y nos alejamos, la mirada de odio de la dama se convirtió en una mirada de asombro. —No dejes de tener listo el té a las cinco, María —la dije cuando llegamos a casa. —¿Cree usted que voy a fallar, Ivan Ilitch? Nos sentamos a esperar. Los minutos eran horas; las horas días. A las tres dije: —Me voy, María. María se quedó mordiéndose los dedos, temblando, cuando yo la dejé para cruzar la ciudad.

El interior pringoso del edificio de la Comisión Extraordinaria, con sus escaleras peladas y sus pasillos, es un sitio desagradable en todas las estaciones del año; pero su lobreguez nunca es tan sombría, tan intensa como en un día de diciembre, cuando la tarde está cayendo en la oscuridad. Mientras María y yo, sin poder ocultar nuestra excitación, hacíamos los preparativos relatados, en una habitación interior del número 2 Goróhovaya estaban sentadas en grupo unas treinta a cuarenta mujeres. No se distinguían sus caras en la oscuridad. Estaban sentadas en las maderas que hacían las veces de camas. El cuarto estaba demasiado caliente y muy mal ventilado. Pero aquellas figuras pacientes no lo notaban ni les importaba que hiciese frío o calor, ni que fuera de día o de noche. Algunas hablaban en voz baja; pero la

mayoría de ellas permanecían inmóviles, silenciosas, esperando…, esperando…, esperando indefinidamente. La hora del terror no había llegado todavía. Llegaba todas las tardes a las siete. La hora del terror era aún más horrible en las celdas de los hombres, donde las condenas eran mayores; pero también visitaba a las mujeres. Cada víctima sabía que cuando se abría la pesada puerta y se nombraba su nombre, pasaba a la eternidad; porque las ejecuciones se realizaban al atardecer y los cuerpos se retiraban por la noche. A las siete de la tarde cesaba toda conversación, todo movimiento. Las caras se dirigían fijas, blancas, a la puerta. Cuando ésta crujía, cada figura se convertía en una estatua, en una estatua de muerte, lívida, como de piedra, sin aliento, sin vida. Un momento de silencio horrible, intolerable; un silencio que se sentía, y en el silencio, un nombre. Y cuando se había dicho el nombre, todas las figuras, menos una, perdían su rigidez. Por aquí y por allá se torcía un labio, aparecía una sonrisa. Pero nadie rompía el silencio de muerte. Uno estaba condenado. La figura que llevaba el nombre pronunciado se levantaba y se movía muy lentamente, con paso pesado, innatural, a lo largo del estrecho pasillo entre la fila de camas de madera. Algunas miraban hacia arriba y otras lo hacía hacia abajo, fascinadas, observaban cómo pasaba la figura muerta y otros rezaban o murmuraban: «Mañana es posible que sea yo». Otras veces salía un grito desgarrado y seguía una lucha brutal, llenándose la habitación de algo peor que la muerte. En las celdas en que sólo había dos, uno se quedaba arrastrándose convulsivamente, loco, agarrándose a la cama de madera con sus uñas sangrando. El silencio era de suprema compasión; los ojos que se levantaban y los ojos que se bajaban eran por igual ojos de hermanos y hermanas, porque en la hora de la muerte desaparecen todas las diferencias y, entonces reina el único Comunismo verdadero: el Comunismo de la Simpatía. Este no está en el Kremlin, ni se encuentra en los falsos soviets; pero aquí, en la horrible casa de la inquisición, en las mazmorras comunistas, se ha establecido por fin el verdadero Comunismo. Aquella tarde de diciembre todavía no había llegado la hora del terror. Todavía tenían tres horas por delante y las figuras hablaban en voz baja o

estaban en grupos, sentadas, esperando…, esperando…, «esperando indefinidamente». De pronto se oyó un nombre: «Lydia Marsh». Los cerrojos crujieron, un guarda apareció en la puerta y el nombre sonó claro y fuerte. Todavía no ha llegado la hora del terror, pensaban las mujeres, mirando a la media luz que pasaba por la alta ventana llena de polvo. Una figura se levantó de una cama distante. —¿Qué será? ¿Otro interrogatorio? ¡Qué cosa más rara! Se oyeron cuchicheos en el grupo. —Me han dejado en paz tres días —dijo la figura que se levantaba, cansina—. Ahora empezarán de nuevo. Bueno, à bientôt[17]. La figura desapareció por la puerta y las mujeres siguieron esperando y esperando hasta las siete. —Sígame —dijo el guarda. Avanzó por el corredor y dobló por un pasillo lateral. Se cruzaron con algunas personas, pero nadie les seguía. El guarda se paró. La mujer se fijó en que estaban delante del water de señoras. Esperó. El guarda apuntó a la puerta con su bayoneta. —¿Ahí? —preguntó la figura sorprendida. El guardia permaneció en silencio. Empujó la puerta y entró. En un rincón había un chal verde oscuro, muy usado, y un sombrero viejo, con dos papeles prendidos. Uno de los papeles era un pase con un nombre desconocido, diciendo que el portador había entrado a las cuatro y tenía que salir antes de las siete. El otro tenía escrito con lápiz: «Vaya inmediatamente a la Catedral de St. Isaac». Rompió mecánicamente el segundo papel, se ajustó el sombrero viejo, se envolvió bien en el chal, cubriéndose el cuello y la cara y salió al pasillo. Otra vez se cruzó con varias personas, pero nadie la seguía. Al pie de la escalera principal la pidieron el pase. Lo enseñó y siguió adelante. En la entrada principal volvieron a pedirla el pase. Volvió a mostrarlo y salió a la calle. Miró de arriba abajo. La calle estaba vacía y, cruzándola, desapareció detrás de la esquina.

Las velas temblaban y brillaban delante de los iconos, al pie de los pilares de la vasta catedral, como constelaciones en danza. A mitad de camino, las columnas se desvanecieron en la oscuridad. Yo había quemado dos velas, y aunque estaba oculto en el nicho de un pilar, me arrodillaba y me ponía en pie alternativamente, en parte por impaciencia, y en parte para que mi piedad se hiciera patente en el caso de que alguien me estuviera observando. Pero mis ojos estaban fijos en la pequeña entrada de madera. ¡Qué interminables parecían los minutos! Las cinco menos cuarto. Entonces apareció el chal verde. Parecía casi negro en aquella media luz. Se escurrió por la puerta rápidamente, se quedó quieto un momento y luego avanzó decididamente. Yo me acerqué a ella. —Mistress Marsh? — dije susurrando en inglés. —Sí. —Yo soy la persona a quien tenía usted que encontrar. Creo que pronto verá usted a su marido. —¿Dónde está? —preguntó ella con ansia. —En Finlandia. Esta noche la acompañaré a usted allí. Salimos de la catedral, cruzamos la plaza y tomamos un coche hasta la plaza llamada Cinco Esquinas. Caminamos un poquito y tomamos otro coche hasta cerca del número 5, caminando de nuevo los últimos casi cien metros. Llamé a la puerta tres veces. No es posible describir el encuentro con María. Yo las dejé llorando juntas y me fui a otra habitación. Tampoco quiero describir la despedida cuando, hora y media después, la señora Marsh estaba dispuesta para el viaje, vestida con la capa que habíamos comprado aquella mañana y con un chal negro en lugar del verde. —No hay tiempo que perder —dije yo—. Tenemos que estar en la estación a las siete, y está bastante lejos. Se despidieron al fin y María se quedó llorando delante de la puerta, mientras nosotros descendíamos las oscuras escaleras de piedra. —Yo la llamaré a usted Várvara —dije a mi compañera—. Usted llámeme Vania. Y si por casualidad nos paran, diremos que yo la llevo al hospital.

Lentamente íbamos avanzando a la distante estación de Okhta, donde hacía poco había visto la figura de Marsh gateando sobre el tren y desapareciendo por una ventanilla. El pequeño «Policía» estaba en la plataforma, sinceramente contento del feliz final de su trabajo. Yo olvidé sus maneras, su porquería, su casa inmunda y le di las gracias efusivamente. Cuando le entregué un paquete de dinero que Marsh me había dado para él, sentí que, por lo menos en aquel momento, no era el dinero lo que principalmente ocupaba sus pensamientos. —¡Vamos, Várvara! —grité en ruso, y tiré violentamente de la manga de la señora Marsh, arrastrándola por la plataforma. —¡No vamos a encontrar asiento si te quedas así, mirando a la luna! ¡Vamos, estúpida! Tiré de ella en dirección del tren. Como vi que estaban añadiendo otro vagón, corrí hacia él. —¡Cuidado, cuidado, Vania! —exclamó mi compañera sinceramente asustada cuando la levanté y la dejé en el sucio suelo. —¡Ne zievai![18] —grité yo—. ¡Sadyis! ¡Na, berí mieshotchek! ¡No bosteces! ¡Entra! ¡Ven, toma el saco! Y mientras yo saltaba al vagón la entregué el paquete de sandwiches que María nos había preparado para el camino. —Si algo pasa —susurré en inglés cuando ya estábamos a salvo—, diremos que somos especuladores que vamos buscando leche; eso es lo que buscan casi todos los que vienen aquí. Aquella masa compacta de seres tratando de filtrarse en el vagón parecía un enjambre de abejas. En pocos minutos todos los compartimentos estaban llenos como latas de sardinas. Los que llegaban tarde trataban en vano de hacerse camino. En vano rogaban algunos que se apretaran sólo un poquito más para dejarles entrar. Nosotros estábamos sentados en la oscuridad, esperando.

Viajando en ferrocarril en la Rusia soviética. A pesar de que en aquel coche íbamos más de cien personas, cuando se puso el tren en movimiento cesó toda la conversación, casi nadie hablaba y, si lo hacían, era en voz baja. El silencio era insoportable. Sólo un niño, sentado

al lado de mi compañera, tosió durante todo el viaje; tosía estrepitosa e incesantemente, y su tos casi me volvía loco. Poco después trajeron una vela y alrededor de ésta se colocaron unos finlandeses y se pusieron a cantar canciones populares. Algunas personas se iban apeando en las estaciones del trayecto. Cuatro horas más tarde, cuando llegamos a Grusino, sólo las tres cuartas partes del vagón estaban ocupadas. Era muy cerca de la media noche. La masa humana descendió del tren y se dispersó rápidamente por los bosques. Yo me fui con mi compañera, como me lo había indicado Marsh, por un caminito solitario en la dirección contraria. Algunos minutos después dimos la vuelta, cruzamos la vía antes de llegar a la plataforma y nos dirigimos por el bosque a la casa de Fita. Fita era un finlandés, hijo de un campesino a quien habían fusilado los bolcheviques por «especular». Todo el mundo gratificaba a Fita por sus servicios; pero desde la muerte de su padre su constante empeño era ayudar en lo que pudiera a los que huían de los asesinos de su padre. Más tarde descubrieron su ocupación y sufrió la misma suerte que su progenitor: le fusilaron por «conspirar contra la dictadura proletaria». No tenía más que dieciséis años; era sencillo y tímido, aunque demostraba ser emprendedor y valiente. Teníamos que esperar una hora en la choza de Fita. La señora Marsh se echó a descansar; yo me aparté con el muchacho para hablar del camino que habíamos de seguir y para preguntarle quiénes eran las cuatro personas que estaban allí esperando. Eran fugitivos como nosotros. —¿Por qué camino vamos? ¿Por el Norte o por el Oeste? —Por el Norte —contestó—. El camino es mucho más largo; pero cuando hace buen tiempo no es difícil andar por allí y, además, es el más seguro. —¿Me darás el mejor trineo? —Sí, y el mejor caballo. —Y esa gente, ¿quién es? —No lo sé. El hombre es un oficial. Vino por aquí hace tres días y los campesinos me le mandaron a mí. Yo le prometí ayudarle. Además del oficial ruso vestido de obrero, había allí una dama que hablaba francés y dos muchachas muy monas, de unos quince y diecisiete

años. Las chicas iban vestidas un poco «à la turque», con chaquetas de lana marrón y pantalones del mismo material. Ninguna parecía tener miedo; al contrario, ambas debían estar disfrutando la aventura. Hablaban al oficial en ruso y a la señora en francés, y yo deduje que la señora era su institutriz y el oficial su escolta. Salimos de la choza de Fita a la una. El territorio por el que pasa la frontera rusa está al oeste del lago Ladoga; tiene muchos bosques y pantanos; está muy poco habitado. En el invierno, los pantanos se hielan y se cubren de nieve. Nosotros íbamos a una choza remota que estaba a cinco millas de la frontera, en el lado ruso. Su dueño, que también era un campesino finlandés, nos iba a conducir a pie por los bosques hasta alcanzar el primer pueblo finlandés, diez millas más allá. La noche era gloriosa. El vendaval del día había cesado por completo. Enormes nubes blancas flotaban lentamente bajo la luna llena y el aire estaba tranquilo. Las quince millas de carrera, en trineo desde la choza de Fita hasta la del campesino, por colinas y cañadas, por caminos escondidos y, a veces, por en medio de los pantanos, cuando había que evitar a los centinelas. Fue una de las más bellas excursiones que yo he experimentado, incluso en Rusia. En un gran claro del bosque había tres o cuatro toscas chozas con ruinosas dependencias exteriores, negras, silenciosas como un cuadro de cuento de hadas, estampando sus siluetas azules en la nieve deslumbrante. El guía llamó a una de las puertas. Después de esperar bastante, se abrió y un viejo campesino y su mujer nos admitieron. Por lo visto, habíamos interrumpido su sueño. Un cuarto de hora después se reunió con nosotros el otro grupo. Ni nos saludamos ni nos hicimos señal de reconocimiento ninguna. El campesino se vistió y todos salimos. Casi inmediatamente nos retiramos del sendero y nos metimos por la profunda nieve, dirigiéndonos hacia el bosque. Íbamos avanzando muy lentamente, a causa de los montones de nieve, en los cuales nos hundíamos hasta las rodillas. Además, teníamos que descansar frecuentemente para no fatigar demasiado a las señoras. Salíamos y entrábamos en el bosque, evitando dejar huellas y bordeando espacios abiertos, y aquel camino, hasta que llegamos a la línea fronteriza, parecía interminable.

La señora Marsh y la señora francesa entablaron conversación, y durante uno de los descansos, mientras las muchachas se tumbaron en la nieve, la pregunté si la francesa la había dicho quién eran sus compañeros. Pero la francesa no quería decir nada hasta no haber pasado la frontera. Yo estaba asombrado de ver cómo resistía la señora Marsh aquella noche de aventura. Había pasado en la cárcel casi un mes, alimentándose con la escasa y deleznable comida de la prisión y soportando interrogatorios que la destrozaban los nervios. Sin embargo, ella era la que mejor resistía el cansancio, y después de cada descanso ella era siempre la primera en estar preparada para proseguir el camino. Teníamos que atravesar zanjas y cruzar por puentes endebles. Una vez, nuestro guía, que iba cargado de paquetes, se hundió completamente en una zanja cubierta de nieve. Salió por el otro lado completamente mojado. La nieve estaba tan blanda que no encontramos un sitio por donde pasar, y parecía que la única manera de cruzar era repitiendo la caída de nuestro pobre guía. Entonces se me ocurrió hacer un puente con mi cuerpo. Planté mis pies en lo más hondo que pude y me lancé al otro lado, metiendo mis manos bien dentro de la nieve hasta encontrar donde agarrarme. La señora Marsh cruzó por encima de mi espalda, y como la nieve aguantó, las otras la siguieron. Luego, me arrastré sobre mi estómago, pasé, y todos salimos secos de la aventura. Por fin llegamos a un dique de unos ocho a diez pies de ancho, lleno de agua, que sólo estaba parcialmente helada. Un poste cuadrado, negro y blanco, en la orilla posterior, nos señalaba que allí estaba la frontera. —Los centinelas están a una milla de aquí —susurró nuestro guía campesino—; tenemos que pasar lo más pronto posible. El dique estaba en un claro del bosque. Caminamos a lo largo de él, mirando con nostalgia hacia la otra orilla, a tres metros de distancia, y buscando el puente que, según nuestro guía, debía de estar por allí. De pronto, por entre los árboles, detrás de nosotros a casi cien metros, apareció una figura negra. Nos quedamos quietos, esperando que aparecieran más, y dispuestos, en caso de que nos atacasen, a saltar al dique y alcanzar la otra orilla, pasara lo que pasara. Nuestro guía estaba más aterrado que nadie; pero la figura negra resultó ser un campesino amigo suyo de otro pueblo, quien nos informó que el puente estaba al otro extremo.

El «puente» que encontramos resultó ser un tablón desvencijado, cubierto de nieve y resbaladizo, que amenazaba con ceder a cada paso que dábamos. Uno tras otro fuimos atravesándolo, esperando a cada instante que se partiera, hasta que por fin todos estuvimos reunidos en la otra orilla. —Esto es Finlandia —observó nuestro guía, lacónicamente—. Esto es lo último que verán ustedes de Sovdepia. Empleó un término irónico popular de la Rusia soviética construido con las primeras sílabas de las palabras Soviets y Diputaciones. En el momento de poner pie en tierra finlandesa, las dos muchachas se abrazaron y se arrodillaron. Nos acercamos a un tronco de árbol y allí nos sentamos a comer sandwiches. —Para ustedes todo está ya arreglado —dijo el campesino, que empezó a hablar de pronto—. Ustedes ya han salido de esto, pero yo tengo que volver. Apenas había hablado durante el camino; pero una vez fuera de Sovdepia, aunque estaba a pocos metros de distancia, sentía que podía decir lo que le diera la gana. Y así lo hacía; pero nadie hacía caso de sus quejas contra la odiada «Kommune». Todo eso estaba ya detrás. De allí en adelante el viaje fue fácil. Tuvimos que caminar todavía bastante por la nieve; pero podíamos tumbarnos cada vez que queríamos, sin miedo a ser descubiertos por las patrullas rojas. Ya sólo necesitábamos presentarnos a las autoridades finlandesas más cercanas y pedir una escolta hasta que nos identificaran. Ya todos hablábamos libremente, sin tener que cuchichear nerviosamente y todos decíamos chistes que los demás celebraban. Durante uno de nuestros descansos, la señora Marsh me susurró al oído: —Son las hijas del Gran Duque Paul Alexandrovitch, el tío del Zar, a quien prendieron el otro día. Las muchachas eran hijas suyas por un matrimonio morganático[19]. Entonces no me fijé mucho en ellas, excepto en que las dos eran muy bonitas e iban vestidas con mucho gusto. Pero unas semanas después, estando en Petrogrado, volví a recordarlas. Sin juicio ni proceso, una noche fusilaron a su padre en la fortaleza de San Pedro y San Pablo y arrojaron su cadáver, junto a otros de parientes cercanos del asesinado Zar, en una fosa común y sin señal ninguna.

El incidente no me impresionó mucho, porque en un torbellino revolucionario los ricos desaparecen como brizna en el viento. Yo sentía mucha más compasión por los cientos de seres menos conocidos y menos afortunados que no pudieron huir y librarse de la cruel guadaña de la revolución. De todos modos, me alegré de que las muchachas con quien había viajado ya no estuvieran en el país llamado Sovdepia. ¿Cómo, pensaba yo, se enterarán de la tragedia amarga ocurrida en la lúgubre fortaleza? ¿Quién se lo diría? A quién le tocaría la amarga obligación de decirlas: —Han fusilado a vuestro padre por llevar el nombre que llevaba; lo han matado, no en una lucha lícita, sino como a un perro: lo ha matado una banda de letones y de chinos mercenarios, y su cadáver nadie sabe dónde yace. Yo me alegraba de no ser yo quien se lo dijera.

Capítulo IV Enredos —Pues

por eso, sí, María —exclamé—, fue maravilloso lo bien que se

portó la señora Marsh. Doce millas de camino sobre la nieve, en el bosque, saltando zanjas y diques, y sin quejarse una sola vez, como si hubiera sido un paseo. Nadie hubiera creído que acababa de salir de presidio. —Sí, claro —dijo María con orgullo—. Ella es así. ¿Y dónde está ahora Ivan Ilitch? —Camino de Inglaterra, supongo. Yo estaba otra vez en la roja Petrogrado, después de un breve descanso en Finlandia. Pensaba que este pequeño país era el cuartel general de la contrarrevolución rusa; lo cual quería decir que todo el que tenía un plan para derrumbar a los bolcheviques (y había casi tantos planes como patriotas), conspiraban, haciendo el mayor ruido posible y causando perjuicio a todos los demás. Las lenguas trabajaban rápida y perniciosamente y se daba crédito a cualquier historia fantástica, que luego circulaba y se aireaba en el extranjero. Si podían, la hacían publicar en los periódicos, y si no podían (los periódicos tuvieron que poner un límite a tales publicaciones), lo imprimían ellos mismos y lo hacían circular en forma de panfleto difamatorio. Yo me sentía mucho más seguro en Petrogrado, donde no disponía más que de mis propios recursos, que en Helsingfors, donde la aparición de un extraño en un café o en un restaurante en compañía de alguien era suficiente para que los

del bando contrario se agitaran como si se tirase una piedra en un nido de hormigas. Yo permanecía escondido en una habitación de una casa particular; me compraba yo mismo la comida o frecuentaba restaurantes insignificantes, y cuando felizmente me llegaba algo de dinero para gastos extraordinarios, volvía a reunirme con mis amigos María, Stepanovna, el periodista y otros de Petrogrado. —¿Pero cómo ha vuelto usted, Ivan Ilitch? —Por el mismo camino de siempre, María. Negra noche. Río helado. Nieve profunda. Todo en mi rededor —arbustos, árboles, praderas—, grises azulados bajo la luz de las estrellas. Los centinelas finlandeses estaban haciendo guardia como de costumbre, y me prestaron una sábana blanca para envolverme en ella. Una especie de capa invisible, como en los cuentos de hadas. Y mientras los finlandeses observaban por entre los arbustos, atravesé el río, como el fantasma de César. María estaba fascinada. —¿Y no le vio nadie? —Nadie, María. En realidad, debía de haber tocado a la puerta de los centinelas rojos y haberme anunciado como el espíritu de Su Difunta Imperial Majestad que regresaba para vengarse, ¿verdad? Pero no lo hice. Al contrario, tiré la sábana y tomé un billete para Petrogrado. Muy prosaico, ¿verdad? Deme un poco más de té, haga el favor. Encontré que se estaba desarrollando una nueva atmósfera en la ciudad que orgullosamente se llama la «Metrópolis de la Revolución Mundial». Simultáneamente con la creciente escasez de alimentos y calefacción y el aumento del descontento de las masas, se observaban nuevas tendencias por parte del Partido Comunista. Estas tendencias podían clasificarse en políticas y administrativas, sociales y militaristas. Políticamente, en vista del descontento popular, el Partido Comunista estaba siendo forzado a reforzar su control en todas las ramas de la actividad administrativa del país. De este modo, poco a poco, se iba privando a las Sociedades Cooperativas y a las Trade Unions (Sindicatos) de su libertad e independencia y se iba introduciendo el sistema del «patrón» entre los jefes comunistas. Al mismo tiempo las elecciones tenían que ser estrictamente

«controladas», es decir, manipuladas, de manera que sólo resultaron resultaran elegidos los comunistas. Además, era evidente que los comunistas habían empezado a darse cuenta de que la «solidez» política (esto es, la confesión pública del credo comunista) era un mal sustituto de la habilidad administrativa. La ignorancia la estaban reemplazando con la inteligencia y el conocimiento; instaban a los «especialistas» burgueses de todas clases a reasumir sus profesiones o a aceptar puestos en el Gobierno soviético con buenos salarios; sujetos, naturalmente, a un severo control comunista. Sólo les exigían dos cosas: que renunciaran a reclamar sus propiedades anteriores y a toda actuación política. Tales invitaciones hacíanse, sobre todo, a miembros de las profesiones liberales: doctores, enfermeras, matronas, profesores, actores y artistas, expertos industriales y comerciales y hasta a terratenientes que eran agricultores capacitados. De este modo se estableció un compromiso con los burgueses. No hay gente en el mundo tan capaz de un trabajo heroico y de sacrificio por motivos puramente altruistas como cierto tipo de rusos. Recuerdo que en el verano de 1918, cuando la persecución a la inteligentsia había alcanzado su grado máximo, subrayé en un documento oficial el hecho extraordinario del gran número de rusos educados que heroicamente se habían quedado en sus puestos y que estaban luchando cara a cara con la adversidad para salvar al menos algo de aquel desastre. A veces se encontraba a estos individuos hasta entre las filas del «partido»; pero a ellos les importaba poco la política del bolchevismo y nada la revolución del mundo. Hay que reconocer, sin embargo, en favor de los comunistas, que últimamente se dieron cuenta del valor de tales servicios, y cuando lo descubrieron, los estimularon y recompensaron, sobre todo si el mérito de ello era en su propio beneficio. La obra de hombres heroicos de este tipo ha servido de contrapeso en el efecto psicológico de la creciente esclavitud política e industrial y, por esto, algunos contrarrevolucionarios emigrados la han llamado obra de traición; sobre todo por aquellos para quienes el alivio de la amarga suerte del pueblo ruso era un detalle de poca importancia comparado con la restauración de ellos en el poder.

La tercera tendencia creciente, la militarista, era la más interesante, y, por cierto la más azarosa para mí. El afán de construir un ejército rojo poderoso para hacer la revolución mundial se acentuó con la necesidad apremiante de movilizar fuerzas para derrotar a los ejércitos contrarrevolucionarios o «blancos», que se reunían en los alrededores de Rusia, especialmente en el Este y en el Sur. El llamamiento de voluntarios fue un completo fracaso desde el principio. La gente se alistaba en el ejército rojo para recibir más raciones hasta que les enviaran al frente, y entonces desertaban en la primera oportunidad. Por esta razón aumentaron las órdenes de movilización en frecuencia y rigor, y hasta que encontré una ocupación fija tuve que andar inventando expedientes para mantener mi pasaporte al día. Mis amigos, los guardias finlandeses, me habían dado un documento nuevo, mejor que el anterior, con fecha más reciente. Yo dejé el viejo en Finlandia, guardado y ahora lo conservo como una valiosa reliquia. Como medida de precaución, me cambié de nombre, llamándome Joseph Krylenko. Pero se acercaba la época en que hasta aquellos empleados de la Comisión Extraordinaria que no eran absolutamente indispensables podían ser movilizados. Claro que los agentes de policía zarista y los empleados chinos y de otras nacionalidades que espiaban y escuchaban detrás de las puertas de las fábricas y lugares públicos, eran indispensables; pero los empleados subalternos, de los cuales yo pretendía ser uno, podían reducirse. Por esto tenía que conseguirme de algún modo un documento que me declara exento del servicio militar. Zorinsky me sacó del apuro. Le visité el día después de mi llegada, ansioso de saber noticias de Melnikoff. Me invitó a ir a cenar con él, y yo estuve dudando si decirle que había estado en Finlandia, puesto que antes le había dicho que me marchaba a Moscú. Decidí no decirle nada en absoluto. Zorinsky me recibió efusivamente. Lo mismo que su mujer. Nos sentamos a cenar, y noté que todavía tenían comida en abundancia, aunque, naturalmente, Elena Ivanovna se quejaba. —¡A su salud, Pavel Ivanitch! —exclamó Zorinsky, como de costumbre —. Me alegro de verle a usted de vuelta. ¿Qué tal están las cosas por allí? —¿Por dónde? —pregunté yo. —Hombre, pues en Finlandia.

Ya lo sabía. Yo había pensado mucho en mi enigmático amigo; sin embargo, no sabía qué clase de persona era. No acababa de entenderlo. Personalmente, sentía por él una intensa antipatía; pero me había hecho servicios considerables en varias ocasiones y, además, yo necesitaba de él para conseguir la liberación de Melnikoff. En una ocasión dijo que conocía al amigo de Melnikoff, Ivan Sergeievich. Yo había querido preguntar a Sergeievich sobre el asunto cuando estuve en Finlandia, pero éste estaba de viaje y no pude preguntar a nadie. Resolví cultivar la amistad de Zorinsky, pero sin dejarle ver mis sentimientos de sorpresa, miedo o satisfacción hasta que no le conociera bien. Eso de que él conociera mis movimientos me desconcertó; sin embargo, logré concentrar mi confusión en una expresión de disgusto. —Muy mal. Asqueroso —contesté con bastante énfasis, incidentalmente, diciendo la verdad—. Muy mal. Podrido por completo de verdad. Si la gente de aquí cree que Finlandia va a hacer algo contra el bolchevismo, se equivoca. En mi vida he visto mayor lío de riñas y partidismos. —¿Pero allí hay bastante de comer? —preguntó Elena Ivanovna; éste era el único tema que la interesaba. —Sí, sí —contesté—. Allí hay bastante que comer. Ella escuchó con envidia mi relato de las delicatessen que en Finlandia se podían comer, y que ni la gente de teatro conseguía en Rusia. —Fue una lástima que no me dejara usted pasarle por el puente Bielo’ostrof —dijo Zorinsky, refiriéndose a su oferta de ayudarme a cruzar la frontera. —¡Oh, no importa! —dije yo—. Tuve que marcharme repentinamente. Fue un paseo largo y difícil, pero no desagradable. —Yo le podía haber pasado a usted con toda facilidad —dijo—. A ustedes dos. —¿Cómo a nosotros dos? —¡Hombre, a usted y a la señora Marsh, por supuesto! ¡Puf! Así que estaba enterado de todo. —Parece que usted sabe muchas cosas —dije, lo más indiferentemente que pude.

—En eso paso el rato —dijo con su sonrisa cínica y ladina—. Tengo que decir que se merece usted mis felicitaciones por el rescate de la señora Marsh. Lo ha hecho usted con mucha limpieza. ¿No lo haría usted mismo, supongo yo? —No —contesté—, y, para decirle a usted la verdad, no tengo la menor idea de quién lo hizo. Yo estaba preparado a jurar por todos los dioses que no sabía nada del asunto. Tampoco tienen idea en el número 2 Goróhovaya —dijo—. Por lo menos, así me lo han dicho. Hablaba del asunto sin darle mucha importancia. —Quiero prevenirle a usted —dijo un momento más tarde— de un tipo con quien creo que Marsh estaba en tratos. Alexei…, Alexei, ¿cómo se llama? Alexei Fomitch no sé cuántos. Se me ha olvidado el apellido. ¡El «Policía»! —¿Le conoce usted? —No le he visto nunca —contesté indiferentemente. —Pues tenga cuidado si se encuentra con él —dijo Zorinsky—. Es un espía alemán. —¿Usted sabe dónde vive? —pregunté en el mismo tono. —No. Está registrado con un seudónimo, claro. Pero no me interesa. Por casualidad oí hablar de él el otro día y pensé en prevenirle a usted. ¿Sería simple coincidencia que Zorinsky mencionara al «Policía»? Me atreví a hacer una pregunta: —¿Hay alguna conexión entre la señora Marsh y ese espía alemán? — pregunté casualmente. —Que yo sepa, no. En sus ojos apareció un fulgor momentáneo. —¿Usted cree de verdad que la señora Marsh desconocía los preparativos de su fuga? —Estoy seguro. No tenía la menor noción. Zorinsky se quedó pensativo. Cambiamos de tema, pero después de un rato lo volvió a abordar.

—Soy bastante impertinente haciéndole a usted preguntas —dijo cortésmente—; pero no puedo por menos de estar abstractamente interesado en su caballeroso rescate de la señora Marsh. Ya sé que usted no me contestará, pero por lo menos me gustaría saber cómo se enteró usted de que estaba libre. —Hombre, muy sencillo —contesté—. La encontré por casualidad en casa de un amigo y me ofrecí a acompañarla a pasar la frontera. Zorinsky no volvió a mencionar el tema. Estaba claro que él había establecido alguna conexión entre el nombre del «Policía» y el de la señora Marsh; pero me alegré mucho de comprobar que estaba equivocado de pista y que aparentemente el asunto le era indiferente. Lo mismo que cuando por primera vez visité a este personaje tan interesante, esta vez me interesé tanto en los asuntos de que me habló que me olvidé por completo de Melnikoff, aunque había estado pensando en él desde que llevó a la señora Marsh a Finlandia. Zorinsky mismo me lo recordó. —Bueno, tengo muchas noticias para usted —dijo, cuando pasábamos a la sala a tomar el café—. Primeramente, han tomado el café de Vera Alexandrovna y ella está presa. Me dio la noticia con un tono indiferente. —¿No lo siente usted por Vera? —pregunté. —¿Sentirlo? ¿Por qué? Era una chica muy simpática, pero era una idiotez sostener un sitio como aquel con todos esos viejos, diciéndolo todo a gritos. Tenían que descubrirlo. Recordé que eso mismo había pensado en el café. —¿Qué le indujo a usted a frecuentarlo? —pregunté yo. —Por buscar compañía. A veces se encontraba uno con alguien con quien charlar. He tenido suerte de que no me han encontrado allí. Los bolcheviques han cogido a un buen grupo; según me han dicho, unas veinte personas. Yo no fui aquel día por casualidad, y si no me entero antes hubiera ido al día siguiente. Mis recelos del café secreto de Vera habían sido justificados. Ahora me alegraba de no haberlo frecuentado después de mi primera visita. Pero lo sentía por la pobre Vera Alexandrovna. Estaba pensando en ella cuando Zorinsky me entregó una gran hoja azul de papel de aceite.

—¿Qué le parece a usted esto? —preguntó. El papel era un esquema hecho a pluma del Golfo Finlandés. Durante un buen rato no pude darme cuenta de lo que significaban aquellos dibujos geométricos que lo atravesaban. Cuando leí en una esquina las palabras Fortaleza de Cronstadt, Distribución de Minas, comprendí lo que significaba realmente el mapa. —Un plano de las minas submarinas de Cronstadt y el Golfo de Finlandia —explicó Zorinsky. Las minas estaban en los campos interiores y exteriores y estaba señalado el curso que debía tomar un barco para pasar sin peligro. Después comprobé que el plano era auténtico. —¿Cómo lo ha conseguido usted? —pregunté, interesado y divertido. —¿Eso qué importa? —contestó—. Siempre se las arregla uno para hacer estas cosas. Este es el original. Si quiere usted, copiarlo lo tiene que hacer esta noche. Tiene que volver a su cajón cerrado bajo llave del Almirantazgo antes de las nueve y media de la mañana. Algunos días después pude verificar por mis conexiones constantes con gente del Almirantazgo que encontraba en casa del Periodista, la confirmación de la distribución de las minas. No me enseñaron el mapa; pero me dieron una lista de las latitudes y las longitudes, que correspondían exactamente con las del plano que me había dado Zorinsky. Estaba mirando el plano cuando Zorinsky sacó otros documentos y me los dio a leer. Eran certificados oficiales de exención del servicio militar a causa de una enfermedad del corazón, con todos los detalles, día de examen (dos días antes), firmas del doctor, que yo conocía de nombre, y del ayudante del doctor y del apoderado del comisario oficial. Uno estaba a nombre de Zorinsky. El otro estaba sin nombre. Tras un detallado examen, y después de comprobar las firmas, me aseguré de que eran genuinos. Ese era precisamente el certificado que yo tanto necesitaba para evitar que me movilizaran, y empecé a creer que Zorinsky era un genio; un genio malvado, es posible, pero un genio de todos modos. —Uno para cada uno de nosotros —observó lacónicamente—. El doctor es un buen amigo mío. Yo necesitaba un certificado para mí, así que pensé que al mismo tiempo podía conseguirle uno a usted también. Al terminar el día, el doctor dijo al ayudante del comisario que había prometido examinar a

dos individuos a quienes sus negocios retrasarían media hora. Añadió que el ayudante no necesitaba esperar, que firmara las hojas en blanco y que él haría el resto, porque conocía a los dos individuos y sabía que su enfermedad era genuina, pero que se le habían olvidado los nombres. Claro que si el ayudante del comisario quería esperar, podía hacerlo; pero le aseguraba que no era necesario. El ayudante firmó los papeles y se marchó. Poco después hizo lo propio el ayudante del doctor. El doctor esperó tres cuartos de hora a sus dos casos. No llegaron, y aquí tiene usted los dos certificados de exención. ¿Quiere usted poner su nombre en seguida? —¿Qué? ¿Mi nombre? —De pronto me acordé de que nunca había dicho a Zorinsky mi nombre, ni le había enseñado mis papeles, ni nunca le había hecho confidencias personales de ninguna clase. Mi reserva no había sido casual. En cada casa que yo frecuentaba me conocían por un hombre distinto, y a nadie enseñaba yo mis papeles ni mi pasaporte. Sin embargo, la situación era muy delicada. ¿Podía yo negarme a inscribir mi nombre delante de Zorinsky, después de todos los favores que me había hecho y la ayuda que me estaba prestando, sobre todo proporcionándome ese documento que yo tanto necesitaba? Hubiera sido francamente una ofensa. Por otro lado, yo no podía inventar otro nombre, porque perdería el documento, puesto que éste tendría siempre que ir acompañado de un pasaporte. Con objeto de ganar tiempo para reflexionar, cogí el documento y empecé a leerlo otra vez. Cuanto más lo pensaba, más me daba cuenta de que, aunque el documento era auténtico, se trataba de una combinación para hacerme descubrir el nombre por el cual me hacía pasar. Si se hubiera tratado del periodista o del policía no habría dudado en firmar. Pero era Zorinsky, el Zorinsky listo, cínico, misterioso, por el cual, repentinamente, mirándole de lado, me asaltó una repugnancia incontrolable. Zorinsky captó mi mirada de reojo. Estaba tumbado en una mecedora, con una expresión de aburrimiento en su mal formada faz, mirándose las uñas. Me miró y yo noté que se había apercibido de mi duda. Me senté y cogí la pluma. —Desde luego —dije—, pondré mi nombre en seguida. Esto llega como caído del cielo.

Zorinsky se levantó y se puso a mi lado. —Tiene usted que imitar bien la letra —dijo—. Siento no ser un buen calígrafo para ayudarle. Cogí un lápiz y dejé la pluma. Empecé a dibujar mi nombre copiando la forma de letra del documento. Zorinsky aplaudió con admiración cuando tracé las palabras Joseph Krylenko. Las volví a trazar con tinta y dejé la pluma, muy satisfecho. —¿Ocupación? —preguntó mi compañero tan tranquilo como si preguntara la hora. ¡Ocupación! Si hubieran disparado un revólver junto a mi oreja no me habría sorprendido tanto como ante tan sencilla, pero inesperada pregunta. De aquellas dos líneas en blanco, que yo había creído que eran solamente para el nombre, la segunda era para la ocupación del firmante. La palabra zaniatia (ocupación) estaba abreviada zan… y estas tres letras estaban medio ocultas por lo que había escrito en la línea inferior anterior, que indicaba una edad de treinta. Me las arreglé para no saltar de mi asiento. —¿Es absolutamente necesario? —pregunté—. Yo no tengo ocupación. —Entonces tiene usted que inventar una —contestó—. Usted tendrá alguna clase de pasaporte. ¿Qué enseña usted a los guardias en la calle? Copie usted lo que ponga allí. Cogido. Había metido la pata estrepitosamente. Zorinsky tenía curiosidad, por una u otra razón, por saber con qué nombre y ocupación estaba viviendo, y había logrado descubrir ya parte de lo que quería saber Ya no había remedio. Saqué mi pasaporte de la Comisión Extraordinaria para copiar exactamente los términos. —¿Me lo deja usted ver? —preguntó mi compañero cogiendo el documento. Yo observaba su cara mientras lo leía con atención. Una sonrisa divertida se dibujó alrededor de su boca torcida. —Un pasaporte muy bonito, en efecto —dijo al fin, mirando cuidadosamente las firmas. —Ya tendrá que pasar tiempo hasta que llegue usted a las celdas del número 2 Goróhovaya, si continúa usted así.

Volvió la hoja. Afortunadamente todavía no se había publicado la orden de que todos los documentos de identificación serían invalidados si no tenían, certificado por el Comité de la casa, la dirección completa. Así que no figuraba nada detrás. —Usted es un discípulo de Melnikoff; está claro —dijo, dejando el documento encima de la mesa—. A propósito: tengo una noticia para usted sobre Melnikoff. Pero antes termine usted de escribir. Pronto puse mi ocupación: la de empleado en una oficina de la Comisión Extraordinaria, y también añadí «seis» a mi edad para que estuviera igual a mis otros papeles. Mientras escribía el documento estaba pensando en mi situación. Melnikoff, según lo esperaba yo, pronto estaría libre; en cambio, mi posición empezaba a ponerse difícil, a causa de lo que había tenido que descubrir a Zorinsky. Terminado el documento, lo doblé y lo guardé con mis otros papeles. —Bien, ¿cuáles son las noticias de Melnikoff? Zorinsky estaba distraído leyendo la Pravda, el órgano del Partido Comunista. —¿Cómo dice usted? ¡Ah, sí! Melnikoff. No cabe duda de que le libertarán; pero el agente quiere que primero le den los 60 000 rublos. —Eso es muy extraño —dije yo, sorprendido—. Usted me dijo que no pediría la segunda mitad hasta después del rescate de Melnikoff. —Cierto. Pero lo que le pasa es que teme no tener tiempo para recibirla, puesto que tendrá que huir inmediatamente. —Sí; pero ¿qué garantía tengo yo, tenemos nosotros, de que cumplirá su compromiso? Zorinsky miró con indiferencia por encima de su periódico. —¿Garantía? Ninguna —contestó con su acostumbrado tono lacónico. —Entonces, ¿por qué diablos he de lanzar otros 30 000 rublos al azar? —No necesita usted hacerlo, si no quiere —contestó él en el mismo tono. —¿Es que no le interesa a usted el asunto? —pregunté indignado por su actitud. —Claro que sí. Pero ¿para qué va uno a desesperarse por ello? El agente quiere su dinero adelantado. Sin él, desde luego no hará nada. Con él, puede que haga algo, y eso es todo lo que hay. Si yo fuera usted, pagaría si quiere

que salga Melnikoff. ¿Qué adelanta usted con perder los primeros 30 000 rublos? Esos no se los devolverán a usted de ningún modo. Me quedé pensando. A mí me parecía bastante improbable que un sinvergüenza de agente pusiera en peligro su vida, después de haber recibido el dinero, por salvar a una persona que a él le tenía sin cuidado. ¿No habría otro medio de efectuar el rescate? Pensé en el «Policía». Pero si uno había hecho investigaciones por un lado y otro empezaba nuevas investigaciones por otro lado, el primero lo notaría en seguida, y esto causaría una serie de complicaciones y descubrimientos desagradables. Se me ocurrió una idea. —¿No podemos amenazar la vida del agente si nos engaña? —sugerí. Zorinsky lo consideró un momento. —¿Quiere usted decir contratar a alguien para que lo mate? Eso costaría un horror de dinero y además estaríamos en las manos de nuestro asesino alquilado, lo mismo que ahora estamos en las del agente, y perderíamos la última esperanza de salvar a Melnikoff. Por otro lado, en el momento que amenacemos al agente, se fugará con sus 30 000 rublos en el bolsillo. Pague usted, Pavel, pague y aproveche esta ocasión. Ese es mi consejo. Zorinsky cogió su periódico y siguió leyendo. ¿Qué debía de hacer yo? Las probabilidades de rescate parecían ser muy pocas; a pesar de todo, resolví aceptar puesto que eran las únicas. Dije a Zorinsky que le llevaría el dinero al día siguiente. —Muy bien —dijo él, añadiendo mientras retiraba el periódico—: No está mal del todo su idea de amenazar al agente. Él no necesita saber que nosotros no tenemos fuerza alguna. Le diremos que le están siguiendo y que no se nos podrá escapar. Yo veré lo que podemos hacer. Tiene usted razón; sí, tiene usted razón, Pavel Ivanitch. Satisfecho de mi idea, me puse a copiar el mapa de los campos de minas y luego me retiré a dormir. No dormí, sin embargo. Estuve paseando sobre la mullida alfombra de la habitación hora tras hora, recordando cada palabra de la conversación de aquella noche y tratando de inventar la manera de independizarme de Zorinsky. ¿Libertarían a Melnikoff? Las probabilidades parecían haber disminuido de repente. Entre tanto, Zorinsky sabía mi nombre y podía, aunque sólo fuera

por curiosidad, tratar de descubrir mis ocupaciones y amigos. Recordé con rabia la manera como me había cogido aquella tarde, obligándome a enseñarle mis papeles. Pensando en todas esas cosas saqué mi nuevo certificado del bolsillo para examinarlo otra vez. Sí, aquello era sin duda un tesoro. «Enfermedad del corazón incurable». Eso significaba libertad permanente. Con esto y con mi pasaporte, consideré, podía hasta registrarme y tomar habitaciones en los alrededores de la ciudad. Sin embargo, resolví no hacerlo mientras pudiera vivir en el centro, moviéndome de una casa a otra. Lo único que no me gustaba de mi documento era que estaba absolutamente nuevo. Yo nunca he visto en Rusia a nadie cuyos documentos estén en buen estado. La condición normal de un pasaporte es cuando está a punto de hacerse pedazos. Yo no tenía necesidad de convertir mi documento a tal estado inmediatamente, puesto que la fecha era de hacía dos días; pero decidí, por lo menos, doblarlo y arrugarlo lo mismo que el pasaporte que tenía hacía cinco días. Cogí el papel, lo doblé en cuatro y apreté bien las arrugas con los dedos. Luego lo coloqué en la mesa y apreté los dobleces con la uña, pasando el papel de atrás adelante. Cuando los bordes parecían ya viejos, empecé a arrugar las esquinas. ¡Y entonces ocurrió el milagro! Ya conocen, por supuesto, la adivinanza: ¿Por qué es preferible el dinero en papel que en moneda? —la respuesta es—: Porque cuando se lo mete uno en el bolsillo lo dobla y cuando lo saca, aumenta. Pues eso es lo que literalmente ocurrió con mi certificado. Cuando lo tenía en las manos, arrugando las puntas, de pronto el papel se movió y de pronto se dividió apareciendo ante mis asombrados ojos, no un certificado, sino dos. Dos de aquellas hojas impresas se habían pegado tan bien, que no se separaron hasta que no arrugué las esquinas, y ni el doctor ni Zorinsky se habían apercibido de ello. Allí tenía el medio de eludir a Zorinsky, llenando la otra hoja. Mi alegría ante aquel descubrimiento fue enorme. Fue tan intensa la reacción nerviosa, que me empezaron a rodar lágrimas por las mejillas. Reía, sintiéndome como el Conde de Montecristo desenterrando su tesoro. Cuando me calmé me di cuenta de que aquel papel era completamente inútil mientras que no tuviera otro pasaporte que lo respaldara.

Aquella noche aclaré bien mi situación y determiné un plan de acción. Zorinsky, pensé, es una criatura de quien, en la vida ordinaria, yo huiría como de la peste. Aquí sólo he hablado de los incidentes y de las conversaciones que vienen al caso; pero cuando no hablamos de «negocios» me contaba gran cantidad de cosas de su vida privada, sobre todo de sus días en el regimiento, que eran verdaderamente repugnantes. Pero teniendo en cuenta las condiciones anormales en que yo me encontraba, era muy peligroso cortar con una persona con quien uno había alternado, y en el caso de Zorinsky el peligro era doble. Podía más tarde verme en la calle o saber de mí por alguna de sus numerosas conexiones. Como él se dedicaba a su pasatiempo, al contraespionaje, no cabe duda que no dejaría de seguir los movimientos de un astro de primera magnitud como era yo. No tenía otro remedio que continuar las buenas relaciones con él y sacarle las informaciones posibles a él y a las personas con las que ocasionalmente me reunía en su casa; informaciones que siempre resultaban correctas. Pero él no debía descubrir de ningún modo mis otros movimientos, para lo cual me serviría de mucho el documento en blanco. Sólo tenía que procurarme un nuevo pasaporte. ¿Cuál sería la verdadera actitud de Zorinsky para con Melnikoff?, pensaba yo. ¿Hasta qué punto se conocían? Si tuviera manera de averiguarlo…; pero no conocía a ninguna de las amistades de Melnikoff en Rusia. Había vivido en un hospital. Había hablado de un doctor amigo. Yo había visto ya dos veces a la mujer de la casita a la que él me había mandado. Pensé un momento. Sí; era una buena idea. Al día siguiente iría al hospital de Melnikoff en Las Islas, volvería a interrogar a las mujer y, a ser posible, trataría de hablar con el doctor. Él podría aclararme el asunto. Después de decidir esto, me eché en la cama vestido y me dormí.

Capítulo V Melnikoff

Unas tres semanas más tarde, en una fría mañana de domingo de enero, estaba yo sentado en un despacho de un pisito en una de las grandes casas situada al final de la Perspectiva Kamenostrovsky. Acaba de recibirse la noticia de que habían matado en Berlín a los líderes comunistas alemanes, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg; el primero, al intentar huir, y la segunda, atacada por un grupo de gente enfurecida. En Rusia nadie tenía idea de quiénes eran esos señores, pero la noticia causó consternación en el campo comunista, porque de ellos se había esperado que hicieran la revolución comunista en Alemania, y de esta manera acelerar la marcha del bolchevismo hacia el Oeste de Europa. A pesar de que Liebknecht y la Luxemburg eran muy poco conocidos fuera de Alemania antes de su muerte, en Rusia los colocaron en un segundo nivel en la jerarquía de santos bolcheviques, al lado de Karl Marx y Engels, los Moisés y Aaron del Partido Comunista. Los rusos son conocidos por su veneración a los iconos que representan la memoria de vidas santas, pero su devoción religiosa es igual a la de bolcheviques. Aunque el verdadero bolchevique no se persigna, se inclina espiritualmente ante las imágenes de Marx y demás líderes revolucionarios con una reverencia no sobrepasada por los devotos de la Iglesia. La diferencia de los dos credos consiste en esto: mientras el cristiano ortodoxo venera las vidas santas de acuerdo con el grado

de espiritualidad, bondad individual, de santidad espiritual, los bolcheviques reverencian a sus santos por la vehemencia con que promovieron la guerra de clases, fomentando el descontento y predicaron la revolución mundial. Yo no puedo juzgar hasta qué punto sufrió la humanidad por la pérdida de los dos comunistas alemanes, pero los líderes revolucionarios la consideraban una catástrofe de primera magnitud. La Prensa oficial publicaba grandes artículos sobre ellos, y los que leían los periódicos se preguntaban quiénes serían aquellos personajes. Como yo había estudiado hasta cierto punto el movimiento revolucionario, podía apreciar mejor la consternación del partido gobernante, y por eso me interesaba la gran demostración pública anunciada aquel día en homenaje a los muertos. Mi nuevo amigo el doctor estaba maravillado y al mismo tiempo divertido por mi actitud. —Yo comprendo que esté usted aquí dedicado al espionaje —decía—. Después de todo, su Gobierno tiene que tener a alguien que le informe de las cosas, aunque sea desagradable para usted. Lo que está sobre mi entendimiento es que se pase usted la vida asistiendo a todos los mítines absurdos y a todas las demostraciones tontas. Y lo que usted lee, además. Ha estado usted aquí sólo tres o cuatro veces y ha dejado una cantidad de panfletos y papeles que bastarían para abrir un departamento de propaganda. El doctor, que, según me dijo la mujer del hotelito, era el tío de Melnikoff, era un hombre muy amable. Había apoyado con toda su alma la revolución de 1917, y tenía ideas muy radicales, pero pensaba más que hablaba de ellas. Su sobrino Melnikoff, por el contrario, con un considerable grupo de oficiales, se había opuesto a la revolución desde el principio; el doctor no había reñido con él, porque comprendía la verdad cardinal, que los bolcheviques no parecían comprender, de que hay que juzgar a los hombres, no por sus ideas políticas, sino por su carácter. El doctor tenía un joven amigo, muy inteligente, que se llamaba Shura, y que había sido íntimo amigo de Melnikoff. Shura era estudiante de Derecho. Se parecía al doctor en sus ideas radicales; pero difería de él y de Melnikoff en que le gustaba hacer filosofía y escarbar muy debajo de la superficie de las cosas. Algunas semanas después, Shura y yo hicimos amistad y tuvimos muchas discusiones.

—Los discursos comunistas —solía decir— parecen muchas veces cuentos narrados por un idiota: llenos de sonidos y de ruido, pero sin significado ninguno. Ahora que detrás de toda charla interminable hay un impulso y un ideal. El ideal es un millennium proletario; pero el impulso no es amor al obrero, sino odio al burgués. El bolchevique cree que si se estableciera por la fuerza un perfecto Estado proletario, destruyendo la burguesía, el perfecto ciudadano proletario se produciría automáticamente. Entonces no habrá crímenes, ni prisiones, ni Gobierno. Persiguiendo a los liberales y negando la libertad de pensamiento, los bolcheviques están echando a los pensadores independientes al terreno de esa misma sección de la sociedad cuya conducta provocadora causó el bolchevismo. Por eso lucharé para echar a los bolcheviques —decía Shura—, porque son estorbos en el camino a la revolución. La primera vez que fui a ver al doctor y me anuncié como amigo de Melnikoff, tuve una extraña interviú con él. Estaba sentado, muy tieso, sonriendo afablemente y preparado para cualquier contingencia. Se veía que no estaba dispuesto a creerme. Yo le conté todo lo que sabía de su sobrino y él pensó que evidentemente yo tenía que ser muy listo para haber averiguado tanto. Estaba amable, pero categórico. No sabía nada de los movimientos de su sobrino; yo era muy amable en interesarme por él; pero él mismo ya había dejado de interesarse. Era posible que yo fuera inglés; pero él nunca había oído a su sobrino hablar de ningún inglés. No sabía nada ni quería saber del pasado, del presente o del futuro de su sobrino, y si se había metido en actividades contrarrevolucionarias él sabría arreglárselas solo. No pude menos de admirar la placidez y suavidad con que decía todo esto y maldecía mi disfraz, que me hacía parecer tan distinto de como yo quería que me viera el doctor. —¿Habla usted inglés? —le pregunté, por fin, exasperado. Noté en él un ligero estremecimiento. —Un poco —contestó. —Entonces —exclamé yo en inglés, levantándome y golpeándome el pecho algo melodramáticamente—, ¿por qué diablos no ve usted que soy inglés y no un provocador? Melnikoff tiene que haberle contado algo de mí. Si no hubiera sido por mí no habría podido entrar en Rusia. ¿No le ha

contado a usted que estuvimos juntos en Viborg, que me ayudó a vestirme, que se bebió todo mi whisky, que…? De repente se levantó el doctor de su asiento. Su sonrisa urbana, fija, que no había dejado sus labios desde el principio de la interviú, estalló de pronto en una carcajada. —¿Fue usted quien le dio el whisky? —exclamó en ruso. —Claro que fui yo —contesté—. Yo… —Bueno, basta —dijo con excitación—. Siéntese; regresaré dentro de un momento. Salió de la habitación y se dirigió a la puerta de entrada. Sospechando una traición, palpé mi pequeño revólver y miré alrededor para ver si había por dónde escapar, en caso de emergencia. El doctor abrió la puerta de entrada, recorrió el rellano, miró con mucho cuidado las escaleras, arriba y abajo, volvió a entrar y cerró todas las puertas del recibidor antes de volver al despacho. Se acercó a mí y me miró directamente a la cara. —¿Por qué no ha venido usted a verme antes? —exclamó en voz baja.

Nos hicimos amigos rápidamente. La desaparición de Melnikoff había sido un misterio para él, misterio que no tenía medios de aclarar. Nunca había oído nombrar a Zorinsky, pero los nombres no significaban nada. Le pareció raro que hubieran puesto tan alto precio por el rescate de Melnikoff, y dijo que había hecho mal en dar toda la suma adelantada; de todos modos, se alegró muchísimo ante la posibilidad de su libertad. Después de cada visita que hacía a Zorinsky me iba a contarle al doctor las últimas nuevas. Aquella mañana fui a contarle cómo la noche anterior Zorinsky, de un modo que detestaba intensamente, se había estado evadiendo del tema, dándome contestaciones evasivas. Ya habíamos pasado la mitad de enero y, sin embargo, todavía no había más noticias de Melnikoff. —Hay, además, otra cosa que me intranquiliza, doctor —añadí—. Zorinsky tiene una extraordinaria curiosidad por saber dónde voy cuando no estoy en su casa. Por casualidad conoce el pasaporte que uso, y como aquí examinan los papeles con tanta frecuencia, yo quisiera conseguir otro. ¿Usted tiene idea de lo que Melnikoff haría en tales circunstancias?

El doctor se paseó por la habitación. —¿Quiere usted decirme el nombre del pasaporte? —preguntó. Le enseñé todos mis documentos, incluso el certificado de exención por causas médicas, y le expliqué cómo me había hecho con ellos. —Bien, bien; no cabe duda que ese mister Zorinsky es un amigo muy útil —observó mirando el certificado y moviendo la cabeza—. ¿Le cuesta a usted mucho, si puedo preguntar? —Él mismo, nada, o poca cosa. Aparte de los 60 000 rublos para Melnikoff, le he dado unos cuantos miles para gastos sueltos conectados con el caso; yo, además, siempre insisto en pagar por las comidas que me dan; el día de Año Nuevo regalé a su mujer un ramo de flores muy caro. Y ella quedó encantada; también le he dado dinero para ayudar a la hermana de Melnikoff, y… —¿A la hermana de Melnikoff? —exclamó el doctor— ¡Pero si no tiene hermanas! Vot tibie na![20] ¡No tiene ninguna hermana! ¿Entonces dónde había ido todo el dinero? De pronto me acordé de que una vez me había dicho Zorinsky que si podía le diera dinero inglés. Se lo dije al doctor. —Tenga cuidado, amigo mío; tenga cuidado —me dijo—. Su amigo es indudablemente un hombre listo y útil. Pero me parece que va usted a tener que seguir pagando para una hermana de Melnikoff que no existe. Él no debe enterarse de lo que usted sabe. En cuanto a su pasaporte, preguntaré a Shura. Son las doce; va usted a llegar tarde al mitin. Me despedí. —Ya le diré cómo marchan las cosas —dije—. Volveré dentro de dos o tres días. Era una mañana fría; soplaba un viento fuerte. Como era domingo, no había tranvías, y fui a pie hasta la plaza del Palacio, la gran explanada frente al Palacio de Invierno, famoso por otro domingo de enero —«Domingo Sangriento»— de hacía trece años. La Prensa había hablado mucho de aquel mitin, y por lo visto se suponía que el proletariado entero iría a testimoniar su pena por la desgracia de los comunistas alemanes. Pero alrededor de una tribuna rodeada de tela roja, en el centro de la plaza, no había más que un puñado de gente y dos filas de soldados, pateando para calentarse los pies. El

grupo consistía de fuertes veteranos comunistas que organizaban la demostración y los que siempre acuden a los grupos a ver qué pasa. Como de costumbre, el acto empezó tarde, y aquel grupo paciente comenzaba a dispersarse cuando aparecieron los principales oradores. Un grupo de individuos vulgares, de pie en la tribuna, fumaba cigarrillos, aparentemente sin saber lo que hacer ellos mismos. Yo me acerqué todo lo que pude para estar junto a los oradores. De pronto vi a Dimitri, el sobrino de Stepanovna, entre los soldados de aspecto lamentable que se calentaban con el aliento. Me retiré unos cuantos pasos para que no me viera. Tenía miedo que me reconociese y me hiciera alguna señal que pudiera chocar a sus camaradas. Pero me hizo mucha gracia verle en una demostración de aquella clase. Por fin apareció un automóvil, y entre aplausos y toques de clarines bajó Zinoviev, el presidente del Soviet de Petrogrado, y subió a la tribuna. Zinoviev, cuyo nombre real es Apfelbaum, es una persona muy importante en la Rusia bolchevique, debe su fama a su habilidad oratoria más que a la administrativa. Está considerado como uno de los más grandes oradores del Partido Comunista, y ahora ocupa el cargo honorífico de presidente de la Tercera Internacional, la institución que llevará a cabo la revolución mundial. Su retórica es de una clase particular. Es extraordinario en sus apelaciones a la plebe; pero si se le juzga por sus discursos, la lógica le es desconocida. En un público capaz de pensar, no provocaría sino admiración por su extraordinario dominio del idioma, por su ironía fácil, aunque barata y con un fondo inagotable de diatribas floridas y vulgares. Zinoviev es, en efecto, un consumado demagogo de lo más bajo del arroyo. Es cobarde; en noviembre de 1917 eludió formar parte del Gobierno por miedo a la inestabilidad del golpe bolchevique; desde entonces ha sido el iniciador y principal defensor de todas las demencias del bolchevismo y siempre es el primero en perder la cabeza y huir lleno de pánico cuando aparecen nubes peligrosas en el horizonte. Zinoviev se quitó el sombrero, se aproximó a la barandilla y allí se quedó, con su rico gabán de pieles, hasta que uno de abajo dio la señal de dar vivas. Entonces empezó a hablar del siguiente modo:

—Camaradas: ¿Para qué nos hemos reunido aquí hoy? ¿Qué significan esta tribuna y toda esta gente? ¿Es para celebrar el triunfo de la revolución del mundo? ¿Para regocijarnos de otra conquista sobre el vicioso ogro capitalista? ¡Desgraciadamente, no! Hoy estamos de duelo por dos de los más grandes héroes de nuestra era, deliberada y brutalmente asesinados, a sangre fría, por los agentes de los canallas capitalistas. El Gobierno alemán, formado por el traidor Scheidemann y otros supuestos socialistas, escoria y estiércol de la Humanidad, se han vendido, como Judas Iscariote, por treinta dineros de plata a la burguesía alemana, y, por orden de los capitalistas, obligaron a sus agentes a asesinar cobardemente a los dos representantes escogidos por los obreros y campesinos alemanes, etc., etc. Yo nunca he escuchado a Zinoviev sin acordarme de un mitin en 1917, en el cual él era el principal orador. Acababa de regresar a Rusia con un grupo de otros líderes bolcheviques (muy pocos de ellos estuvieron presentes durante la revolución) y organizaba una serie de mítines incendiarios en lugares apartados. Era delgado y esbelto; se parecía al típico estudiante judío de las Universidades rusas. Pero, después de cebarse un año a costa del proletariado ruso, se hinchó, no sólo políticamente, sino físicamente, y sus rellenas y bellas facciones y su pelo abundante denotaban cualquier cosa menos necesidad. El discurso de Zinoviev fue, contra su costumbre, breve. Debía sentir frío al hablar al aire libre y, además, no había mucha gente. El siguiente orador fue más novedoso, Herr Otto Pertz, presidente del Soviet alemán de Petrogrado. Nadie sabía por qué continuaba existiendo en Petrogrado un soviet alemán ni cuáles eran sus funciones. Las idas y venidas de unsere deutsche Genossen[21] estaban sobre toda crítica y siempre fueron un misterio. Herr Otto Pertz era alto, afeitado, alemanamente limpio y no hablaba ruso. —Genossen! heute feiern wir…[22] —empezó diciendo, y procedió a elogiar la memoria de los héroes muertos y a presagiar la próxima revolución social alemana. Los viles tiranos alemanes que insolentemente se denominaban socialistas, caerían muy pronto. Kapitalismus, Imperialismus, en efecto, todo menos el Kommunismus, se derrumbaría. Él tenía noticias de que dentro de una semana o dos, SPARTACUS (el grupo bolchevique alemán),

con toda Alemania detrás, se apoderaría del Poder en Berlín y triunfalmente se uniría en una alianza indisoluble a la República Soviética Federal Socialista Rusa. Cuando Herr Otto Pertz comenzó su discurso, una dama, decentemente vestida, de unos cincuenta años, que estaba a mi lado, cerca de la tribuna, miraba al orador admirativamente. Sus ojos brillaban, su respiración era agitada. Cuando notó que yo la miraba, dijo tímidamente: —Spricht er nicht gut? Sagen Sie doch, spricht er nicht gut?[23] A lo cual yo, naturalmente, respondí: —Sehr gut[24]. Y ella volvió a admirar a Otto, murmurando de cuando en cuando: —Ach! es ist doch wahr, nicht?[25] Con lo cual yo también estaba de acuerdo. La gente escuchaba pacientemente, como escucha siempre un grupo ruso, hable quien hable y sobre lo que se hable. Los soldados tiritaban, preguntándose de qué se trataría. Nadie tradujo el discurso. Pero cuando Otto Pertz acabó, hubo una conmoción en la gente. Durante unos minutos, yo no sabía de lo que se trataba, hasta que se abrió un pasillo, y llevado sobre valientes hombros comunistas, vi aparecer a un muñeco, el número especial del día. La efigie estaba hecha de cartón, y representaba a un alemán feroz, con bigotes a lo Kaiser, vestido de etiqueta y con un cartel que le cruzaba el pecho, con el nombre del socialista alemán: SCHEIDEMANN. Al mismo tiempo colocaron una horca en la balaustrada de la tribuna. Entre juramentos, abucheos y exclamaciones levantaron la efigie bigotuda. Varias manos ansiosas tiraron de la cuerda, y allí quedó la figura colgando, de lo más abyecta, de lo más melancólica, con su traje de etiqueta y pantalones negros y sus huecas extremidades ondeando con la brisa. La multitud despertó, se animó; hasta los soldados sonreían. Dimitri se reía a mandíbula batiente. Después de todo, esto valía la pena haberlo visto. Derramaron keroseno sobre la figura de Scheidemann y la prendieron fuego. Se oían risas, gritos, fanfarronerías. Zinoviev con una teatral postura, con un brazo levantado, y apuntando con el dedo decía: —¡Así perecen los traidores!

Tocaron los clarines. La gente estaba alegre y daba gritos. Sólo el pobre Scheidemann permanecía indiferente al entusiasmo público y al interés que había despertado. Con su petrificada mirada en su cara de cartón, pasaba a la eternidad entre chispas y cenizas. La psicología de las masas, reflexioné a medida que me alejaba, ha sido un factor importante en todos los acontecimientos públicos desde la revolución, pero sólo los bolcheviques los disfrutan plenamente. Todos los que estuvieron en Rusia en 1917 y que asistieron a los mítines políticos en los que la libertad de expresión llegó a ser una posibilidad, recuerdan cómo un orador se levantaba y hablaba, aplaudido con entusiasmo por todos los asistentes; luego se alzaba otro y decía exactamente lo contrario, recompensado con una aprobación igualmente vociferante; seguido nuevamente por un tercero que decía algo totalmente diferente a los dos primeros, y cómo el entusiasmo se incrementaba en proporción a la incertidumbre acerca de quién tenía realmente razón. Las multitudes eran como los niños pequeños. Muy poco acostumbradas a la libertad de expresión, parecían imaginar que cualquiera que hablara debía tener ipso facto[26] la razón. Pero justo cuando el pueblo, después del coup d’état[27] bolchevique, empezaba a exigir explicaciones en las manifestaciones públicas y hechos en lugar de promesas, se abatió una censura bolchevique superior a la zarista como un enorme apagavelas y, golpeando ruidosamente la llama de la crítica pública, la apagó por completo. Las manifestaciones públicas, sin embargo, se convirtieron en un elemento importante en el currículum de la administración bolchevique y pronto se hicieron tan obligatorias como el servicio militar. Dejo constancia de lo anterior no por su valor en sí mismo (realmente tenía muy poco), sino porque fue, yo creo, una de las últimas ocasiones en las que quedaba en manos del público el que la manifestación fuera un éxito o no, y el ejército era un mero invitado. Me dirigí a casa de Stepanovna, con la esperanza de encontrar a Dimitri. Llegó al atardecer, y le pregunté si se había divertido en la manifestación. —Hacía mucho frío —dijo—. Debían haberlo celebrado en un día más caliente. —¿Fue usted voluntariamente?

—Pues claro. Del espacioso bolsillo de su guerrera sacó un paquete envuelto en papel de periódico, y lo desenvolvió, descubriendo una libra de pan. —Nos dijeron que si asistíamos nos darían esto. Nos lo acaban de repartir. Los ojos de Stepanovna se abrieron desmesuradamente. Muy interesada, preguntó cuándo se celebraría la próxima manifestación. —Entonces, ¿por qué no asistieron más soldados? —pregunté yo. —Porque no habría bastante pan, supongo —contestó Dimitri—. Últimamente, lo han dado con irregularidad. Pero ahora tenemos un nuevo comisario, que es buena persona. Dicen en el regimiento que siempre coge lo mejor para nosotros. Además, nos habla como es debido. Yo estoy empezando a tomarle afecto. A lo mejor, no es de la misma clase que los demás. —¿Sabe usted quiénes eran esas personas por las cuales se ha celebrado hoy la manifestación? Dimitri extrajo del fondo de su bolsillo, lleno de migas, un panfleto sucio y arrugado. Lo puso a la luz y leyó lentamente: «¿Quiénes fueron Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo?». —Ayer nos dieron una hoja a cada uno —explicó—. Después, un agitador nos habló largamente. Nadie escuchó al agitador —era no sé qué judío—; pero el comisario me dio esto. Ahora yo leo muy poco, pero me parece que si tengo tiempo leeré esto. —¿Y los oradores y la efigie? —pregunté. —No me fijé en los oradores. Uno de ellos no hablaba como nosotros, alguien dijo que era alemán. ¡Pero la efigie! ¡Eso fue divertido! ¡Ay, Stepanovna! Debías haberla visto flotando en el aire. Habrías reventado de risa. ¿A quién representaba, por cierto? Le expliqué como la revolución en Alemania había desencadenado la caída del Káiser y se había formado un Gabinete radical con un socialista — Scheidemann— a la cabeza. —Scheidemann era la efigie de hoy —dije—, por razones que seguramente se explicarán en esa hoja.

—Pero si el Káiser ha caído ya, ¿por qué queman los bolcheviques a ese fulano? —¡Ah, Dimitri! —añadí yo—. Si hubiera usted entendido lo que decía el orador alemán, se habría usted enterado de que, según él, pronto va a haber otra revolución en Alemania, igual a la que ocurrió aquí en noviembre de 1917, y que se establecerá un Gobierno soviético, como el de Lenin. Seguimos charlando, y Stepanovna y Varia dejaron de trabajar para escucharnos, su interés creció con rapidez, y por fin se detuvieron ante cada palabra como si contuviera un profundo significado. Cuando repetí el contenido de las predicciones del discurso de Otto Pertz, los tres estaban escuchando embobados y con la boca abierta. Se hizo un largo silencio, que Stepanovna rompió al fin: —¿Es realmente posible —exclamó lentamente y muy asombrada— que los alemanes sean tan tontos?

—Ambiguo, doctor, muy ambiguo —dije cuando estábamos sentados tomando el té con unas cuantas galletas secas, que el doctor había conseguido no sé de dónde—. Ayer tarde —continué— me proporcionó una información muy importante sobre el desarrollo industrial, las alteraciones de la administración ferroviaria y cambios en la Flota Roja. Pero en cuanto mencionaba a Melnikoff, decía siempre: «¡Ah, Melnikoff! En un día o dos, me parece que sabremos algo definitivo. Mi informador está ahora fuera de la ciudad», etcétera. —Es posible que hayan tropezado con alguna dificultad —dijo el doctor —. De todos modos, lo único que podemos hacer es esperar. Usted quería un pasaporte, ¿verdad? ¿Qué le parece éste? Ya no me acuerdo de las palabras escritas en el papel que me entregó, porque tuve que destruirlo más tarde, pero era un certificado de identidad corriente, con el nombre de Alexander Vasilievitch Markovitch, de treinta y tres años de edad, empleado en la oficina central de Correos y Telégrafos. No se adjuntaba ninguna fotografía, pero en vista de los estrictos requisitos sobre los pasaportes, que incluían su renovación frecuente (salvo en algunos casos no se podían extender pasaportes que duraran más de dos meses), y de la

dificultad para obtener fotografías, estos últimos estaban disminuyendo su uso. —Shura se lo ha conseguido —me explicó el doctor—. Un amigo suyo, llamado Markov, llegó hace poco de Moscú a trabajar en Telégrafos. Después de una semana, se enteró de que su mujer estaba seriamente enferma, y pidió permiso especial para regresar. Le bastó con una semana en Petrogrado, porque la vida es mucho más fácil en Moscú, y no piensa volver aquí. Shura le pidió su pasaporte, y cuando tuvo el pase para el tren y los papeles autorizándole a volver a Moscú, se lo dio. Si se lo piden en Moscú, dirá que lo ha perdido. De todos modos, necesita otro, porque el de Petrogrado no vale en Moscú. Mi máquina de escribir en el hospital tiene el mismo tipo de letra que la del documento; hemos alterado un poco la fecha y añadido «itch» al nombre. Y aquí le tenemos a usted, convertido en un oficial de Correos. —¿Y la ropa? —dije—. No creo parecerme a un oficial de Correos tal y como estoy. —Hay otra cosa todavía más importante que ésa: su servicio militar. Saqué de mi bolsillo un folleto sobre el sistema soviético. Abrí una de las hojas no cortadas por una página determinada y saqué mi certificado de exención en blanco. Se lo enseñé al doctor. —¿Pero es usted un mago? —me preguntó con admiración— ¿O es otro regalo de su amigo Z.? —Los certificados nacieron mellizos —dije yo—. Zorinsky fue el comadrón del primero, y yo el del segundo. Una hora después ya había terminado de llenar el certificado de exención en blanco con todos los detalles correspondientes a Alexander Vasilievitch Markovitch. Copié cuidadosamente las firmas, inserté una fecha reciente y de este modo me encontré con un nuevo documento, cuya autenticidad no se distinguía en nada del original. Contaba con dos documentos: uno a nombre de Krylenko, para Zorinsky, y otro a nombre de Markovitch, para presentar en las calles y en un posible registro. Pensando otra vez en el problema de mi uniforme, me acordé de que en mis habitaciones, en las que había vivido durante años, había dejado mucha ropa cuando me marché de Petrogrado, hacía unos seis u ocho meses. La cuestión era la manera de que me dejaran entrar en mis propias habitaciones,

disfrazado como estaba y con un nombre supuesto. Además, ya había tratado de telefonear y no había obtenido contestación. No sabía, pues, si mi patrona seguía viviendo allí, o si habían registrado el piso y lo habían cerrado, o si ahora lo ocupaban obreros. Sentía curiosidad por saber todas esas cosas, aparte de que necesitaba mi ropa. Elegí a Varia para que me ayudara en ese cometido. Varia fue la primera persona a la que confié mi nombre inglés. Se lo dije con gran solemnidad y previniéndola severamente que no había de decírselo ni a Stepanovna. La muchacha quedó muy impresionada de mi confianza en ella. Le di una nota breve para mi ama de llaves, como si estuviera escrita por un buen amigo mío; le describí exactamente la casa, diciéndole que si no la encontraba como se lo decía se volviera en seguida. Varia emprendió su viaje. Cuando volvió me dijo que se había encontrado la puerta principal cerrada y que había entrado por el patio. En la escalera interior no había encontrado a nadie. Después de llamar insistentemente, abrió una mujer, en quien, por su descripción, reconocí a mi antigua ama de llaves. Miró por la puerta entreabierta de la cocina, asegurada con una cadena, y negó rotundamente al principio que allí hubiera vivido ningún inglés. Cuando enseñó la nota de mi imaginario amigo admitió que hacía tiempo había vivido allí un señor inglés de ese nombre; pero que tenía órdenes severas de él de no admitir a nadie en su casa. Varia, siguiendo mis instrucciones, dijo a la mujer que mi amigo, el señor Markovitch, acababa de llegar de Moscú. Que aquel día estaba muy ocupado y que la había enviado a enterarse qué tal marchaban mis asuntos; pero que él mismo iría a verla pronto. De lo único que yo poseía gran variedad y de lo que cambiaba con frecuencia era de sombrero. Es sorprendente cómo el sombrero marca la personalidad (o la falta de ella). Me encajé bien mi gorra de piel más burguesa, di lustre a mis pantalones bombacho de cuero, cepillé mi chaqueta y al día siguiente me encaminé a mi antiguo domicilio. Entré por el patio, lo mismo que Varia, y llamé a la puerta interior. Después de llamar insistentemente, se abrió la puerta, sujeta por una cadena, y mi ama de llaves miró por la rendija. Mi primer impulso fue el de reír. ¡Me parecía tan ridículo

estar a la puerta interior de mi propia casa, pretendiendo ser otra persona y pidiendo que me dejaran entrar en mis habitaciones por la puerta de atrás! Sin embargo, no tuve tiempo de reír. En cuanto la mujer me vio, cerró inmediatamente la puerta y echó los cerrojos. Después de volver a llamar y golpear muchas veces, la puerta se abrió tímidamente un poquito. La saludé cortésmente y me anuncié con el nombre de Markovitch, amigo íntimo y compañero de colegio del inglés que había ocupado aquel piso hacía algún tiempo. Dije que mi amigo estaba en Inglaterra, y que sentía mucho no poder volver a Rusia con la situación actual. Que acababa de recibir una carta de él, manifesté, traída de alguna manera a través de la frontera, en la que enviaba sus saludos a Martha Timofeievna (el ama de llaves), y me rogaba que la visitara en seguida y le dijera cómo estaba. Para acabar con las sospechas de Martha, le aseguré que, antes de la guerra, yo había estado muchas veces en aquel piso, y le di toda clase de detalles del interior de la casa, de los muebles, de los cuadros. Añadí que la última vez que había hablado con mi amigo éste me había dicho que su ama de llaves era una persona excelentísima, y en su carta volvía a decirme que ya vería yo lo hospitalaria y servicial que era. El resultado fue que, a pesar de la primitiva y rotunda negativa de Martha a admitir a nadie en su casa, terminó por decirme que me permitiría entrar si le enseñaba la carta escrita por «monsieur Dukes», en que pedía permiso para que dejara entrar a su amigo. Le prometí llevársela aquella misma tarde, y muy satisfecho de la entrevista me retiré a casa del Periodista, que era la más cercana, a escribir la carta. «Querido Sasha —escribí en ruso, usando el nombre familiar de Alexander (mi nombre según mis nuevos papeles)—: Apenas me atrevo a pensar que recibirás ésta, sin embargo, es posible que así sea…, —etc., y procedí a dar una serie de noticias de una familia imaginaria. Al terminar escribí—: A propósito, cuando estés en Petrogrado, no dejes de ir a mi piso, a ver a Martha Timofeievna…», etcétera, y daba instrucciones de lo que Sasha debía hacer; dándole, además, permiso para que se llevara lo que quisiera. «Te escribo en ruso» —concluí— «para que, en caso de necesidad, puedas enseñar esta carta a M. T. Es una mujer muy buena y hará todo lo que pueda

por ti. Salúdala de mi parte y dile que espero volver a la primera oportunidad. Escríbeme cuando puedas. Adiós. Tuyo, Pavlusha». Metí la carta en un sobre dirigido a Sasha Markovitch, lo cerré, lo abrí de nuevo, lo doblé y me lo guardé en el bolsillo. Aquella tarde volví a aparecer ante mi puerta interior. Las sospechas de Martha Timofeievna se habían disipado bastante, por lo visto, porque me sonrió amablemente antes de entregarla la carta y en seguida me admitió hasta la cocina. Allí leyó la carta con mucho trabajo (era de las provincias bálticas, hablaba mal el ruso y lo leía con mucha dificultad). Empezó a elogiar al señor y a decir que deseaba que regresase pronto, porque ella no sabía qué hacer con el piso ni si podría seguir viviendo allí, y al final me pasó a las habitaciones. Todo estaba revuelto. Muchos de los cuadros yacían en el suelo, los muebles estaban destrozados y en mitad del comedor había un montón de libros, papeles, cuadros y ropa vieja destrozada. Martha Timofeievna me explicó en un precario ruso que habían registrado la casa, y que cuando ella dijo que allí había vivido un inglés los rojos destrozaron todo con sus bayonetas. Luego había tomado posesión del piso una familia de obreros que, afortunadamente, no la habían echado de su habitación. Pero el piso no fue de su agrado, y poco después se marcharon, llevándose muchas cosas y dejándolo todo revuelto. Entre los rojos y la familia obrera habían dejado poca cosa utilizable. No encontré botas ni vestidos; pero logré descubrir alguna ropa interior, que me vino muy bien. Encontré también una vieja gorra de estudiante, que era precisamente lo que yo necesitaba para mi uniforme de cartero. Me la metí en el bolsillo, envolví las demás cosas y dije que mandaría a Varia a recogerlas al día siguiente. Cuando estaba buscando en el montón de cosas que había sobre el suelo, ayudado de mi ama de llaves, encontré una fotografía mía, tomada hacía dos o tres años. Por primera vez, me di clara cuenta de lo completo de mi disfraz actual, de lo distinto que ahora estaba con barba, pelo largo y gafas. Di la foto a Martha, diciéndole: —Esta foto está muy bien. No ha cambiado nada.

—Sí —contestó ella—. ¿Verdad que es un hombre muy agradable? Es terrible que se tuviera que marchar. ¿Dónde estará ahora y qué estará haciendo? —¿Quién sabe? —dije, escondiendo la cabeza. En aquel momento lo hubiera perdido todo si hubiera mirado a Martha, porque no habría podido permanecer serio. Como en mis pertenencias no había podido encontrar un abrigo, busqué por los mercados y, por fin, compré a un aristócrata indigente un gabán negro muy usado, con un cuello de terciopelo raído. Con esto y con la gorra de estudiante, me convertí en un verdadero empleado de Correos. Durante el día, usaba este uniforme; pero antes de visitar a Zorinsky iba siempre al número cinco, donde guardaba mis cosas y me cambiaba de ropa; presentándome en su casa siempre con el traje que él estaba acostumbrado a verme. Hacia fines de enero empecé a sospechar seriamente que Zorinsky no conseguiría la libertad de Melnikoff. Las últimas veces que le había visto, ni siquiera había mencionado el asunto hablando con entusiasmo de otras cosas como era habitual en él. Estaba tan amable como siempre, y me daba importantes noticias políticas, pero cuando se abordaba el tema Melnikoff, en seguida lo ponía de lado, dándolo por terminado. Por eso resolví, a pesar de todos los peligros, tratar de conseguir noticias de Melnikoff por otro conducto, por medio del «Policía». No había visto al «Policía» desde mi viaje a Finlandia, y le dije que me había retrasado en ese país y que acababa de llegar. Sin decirle quien era Melnikoff le informé de la fecha en que éste fue detenido y de cuanto me había enterado «casualmente». No le dejé notar mi interés para que no me diera una noticia favorable pero falsa. Por el contrario, le encargué que fuera preciso y estricto en sus investigaciones, y que si no lograba saber nada que no temiera decírmelo. Una semana después le telefoneé, y me dijo que «había recibido una carta interesante relacionada con unos asuntos familiares». Corrí a su casa con inquietud. Cuando subía las escaleras, seguido por la penetrante mirada del chino, luchaba para ocultar mi emoción. El pequeño «Policía» tenía una hoja de papel en la mano. —«Dimitri Dimitrievitch Melnikoff —leyó—. Verdadero nombre: Nicholas Nicholaievitch N…»

—Sí —dije yo. —Fue fusilado entre el 15 y el 20 de enero —dijo el «Policía».

Capítulo VI Stepanovna

Según avanzaba el tiempo fui haciendo más amistades, en cuyas casas de vez en cuando pasaba mis noches. En casi todas ellas permanecía en silencio. Aceptaba la hospitalidad como un emigrante ruso a quien buscaban los bolcheviques, lo cual ya era de por sí una recomendación. Pero cuando me parecía que la gente era digna de mi confianza, no dudaba en revelarles mi nacionalidad, y entonces me recibían más cordialmente aún. A veces pensaba con satisfacción que mi manera de vivir se parecía a la de muchos revolucionarios, no solamente durante la época zarista, sino bajo el presente régimen. Gente de toda clase de opiniones, desde monárquicos hasta socialrevolucionarios, andaba de un lado para otro, evadiendo a los agentes de Policía de la Comisión Extraordinaria, tratando de huir del país o de establecerse en él sin ser observados, con nuevos nombres y ocupaciones. Uno de mis alojadores casuales, a quien recuerdo especialmente, amigo del Periodista e inspector de escuelas de profesión, estaba lleno de entusiasmo con un proyecto que quería introducir en las escuelas de su distrito: la enseñanza del cultivo de jardines, etc. El Gobierno miraba con recelo el proyecto, porque conocía las ideas políticas del autor; pero él tenía esperanzas en que, al fin, los comunistas le permitirían introducir sus innovaciones, lo que creo que finalmente consiguió con éxito.

Habían ascendido al Periodista a dieloproizvoditel[28] de su departamento, puesto en el que el aumento de sueldo era insignificante; pero, en cambio, todos los documentos oficiales pasaban por sus manos. Por propia iniciativa, solía traerme los documentos que él creía podrían interesarme, y los devolvía antes de que lo pudieran notar. Algunos de los papeles que me traía eran interesantes; otros, inútiles. Pero fueran buenos, malos o indiferentes, siempre me los entregaba con una mirada socarrona y con el dedo colocado a un lado de la nariz, como si la información que contenían fuera de extraordinaria importancia. Yo le persuadí de que vendiera algunos de sus libros, como un medio subsidiario de subsistir, y llamamos a un judío, con quien negociamos dura y prolongadamente. El Periodista no quería venderlos, pero yo rechacé darle más dinero que el coste de la calefacción y, además, ejercía sobre él un control verdaderamente bolchevique. Aunque el Periodista me tenía algún aprecio, me parecía que de cuando en cuando me miraba con el mayor de los desprecios como diciendo: «You miserly Englishman![29]». Por desgracia, perdí la compañía y la amistad de María. Regresó a la finca de Marsh con la esperanza de salvar, por lo menos, algunas cosas, y apenas venía a la ciudad. En su lugar vino a vivir en el piso vacío del número 5 el más joven de los dos muchachos de las caballerizas, un chico aburrido, pero decente, que no había tomado parte en el saqueo. El pobre hacía lo posible por mantener el piso arreglado; pero ni la limpieza ni el orden eran su debilidad. No entendía por qué se debían lavar las cucharas ni los vasos, ni por qué debía limpiar de cuando en cuando el polvo de las mesas en un piso deshabitado. El té que me hizo una vez tenía un sabor muy agrio. Fui a la cocina a ver la tetera, levanté la tapa y la encontré llena hasta la mitad de escarabajos muertos. Stepanovna continuaba siendo una buena amiga. Habían trasladado el regimiento de Dimitri a una ciudad del interior, y aunque a Dimitri no le gustaba dejar la capital, le siguió dócilmente, influido sobre todo por el nuevo comisario del regimiento que había logrado hacerse popular —una hazaña rara entre los comisarios—. Hasta Stepanovna admitía esta extraña circunstancia y decía que el comisario era un poriadotchny tcheloviek, o sea,

una persona decente, a pesar de ser comunista, y consintió en la marcha de Dimitri. Con Stepanovna fui testigo por vez primera del extraordinario espectáculo de un «raid» armado de las autoridades bolcheviques en un mercado público. Me encontré con ella una mañana en la concurrida plaza Siennaya y vi que había comprado carne, lo cual era un lujo muy raro. Tenía un ajado chal negro sobre la cabeza y llevaba una cesta al brazo. —¿Dónde ha comprado usted la carne? —la pregunté—. Yo también quisiera comprar. —No vaya usted —me dijo—. Se dice en el grupo que va a haber un «raid[30]». —¿Qué clase de «raid»? —Por la carne, supongo yo. Ayer y hoy la han estado trayendo los campesinos. Yo he comprado un poquito y no quiero perderla. Dicen que los rojos se acercan. Como el mercado libre violaba los principios del comunismo, estaba oficialmente prohibido y lo habían denunciado como un centro de «especulación». Pero ninguna restricción podía suprimirlo, y los campesinos llevaban alimentos a los hambrientos ciudadanos, a pesar de todos los obstáculos, y lo vendían a precios exorbitantes. El único remedio de que disponían las autoridades contra este «mal capitalista» era la fuerza armada, y aun ésta no tenía mucha eficacia. Los campesinos vendían la carne en un gran puesto cubierto de cristales. Uno de esos puestos lo quemaron en 1919 y lo único que quedó intacto fue un icono en un rincón. La multitud acudía a ver aquel icono que se había salvado milagrosamente. Las autoridades se lo llevaron en seguida. Aparentemente, el icono había sido pasado por alto, ya que era habitual que los bolcheviques retiraran todos los símbolos religiosos de los lugares públicos. Me acerqué al puesto a hacer mi compra; pero Stepanovna me tiró del brazo. —No sea usted loco —me dijo—. ¿No se da usted cuenta que si hay un «raid» arrestarán a todo el mundo? Tiró de mí para hablarme al oído.

—¿Y sus…? Estoy segura… que sus… papeles… están… —¡Claro que están! —dije yo, riéndome—. Pero ningún payaso de guardia rojo notará la diferencia, ¿verdad? Pensé en librarme de Stepanovna y regresar por la carne. Pero de pronto se produjo un gran tumulto y la gente empezó a salir corriendo del puesto. Por la esquina del lado del Canal Ekaterina apareció un pelotón de soldados, con gorras de piel de oveja y túnicas pardas, con bayonetas. Pronto cerraron las salidas del mercado. Los fugitivos huían en todas direcciones. Las mujeres gritaban y corrían abrazando sus cestas y fardos y mirando atrás para ver si las perseguían. Stepanovna y yo estábamos en un portal, en la esquina de la Perspectiva Zabalkansky, desde donde podíamos verlo todo y de donde, si fuera necesario, también podíamos escapar fácilmente. En un cerrar y abrir de ojos, el mercado quedó transformado. Un momento antes estaba lleno de vida, y los abarrotados tranvías se paraban para que se apearan los pasajeros. Ahora la plaza estaba completamente silenciosa y desierta; sólo unas cuantas personas presenciaban la escena desde lejos, la calzada estaba desierta. Unos cincuenta o sesenta soldados penetraron lentamente en el edificio, y otros tantos, con los rifles listos, corrían de un lado a otro, rodeándolo. Se produjo un estrépito diabólico con la entrada de los soldados. Del interior salían gritos, lamentos, blasfemias y quejidos, como si se hubiera abierto el infierno. Era un contraste pavoroso: la plaza, silenciosa, y el escándalo, dentro del mercado. Stepanovna murmuró no sé qué. La única palabra que entendí fue «diablos». Los soldados sacaban sacos y cajones y los depositaban en furgonetas y camiones. Por una puerta dejaban salir a la gente, uno por uno, después de examinarles sus ropas y papeles. Ponían en libertad a las mujeres; pero a los hombres, salvo los ancianos y los niños de corta edad, se los llevaban a la Comisaría más próxima. —¿Qué significa todo esto? —exclamé yo, cuando subíamos por la Perspectiva Zabalkansky. —¿Que qué significa, Ivan Pavlovitch? ¿No lo ve usted? «¡Atrápenlos!» «¡Abajo el libre comercio!» «¡Fuera especuladores!» Eso es lo que dicen. Lo

llaman «especulación». Yo también soy una «especuladora» —dijo riendo—. ¿Cree usted que me han proporcionado trabajo en la oficina donde estoy registrada desde hace tres meses? Ni a Varia, a pesar de que las dos queremos colocación. El dinero que nos dejó Ivan Sergeievitch ya se está acabando. Y nosotras tenemos que vivir, ¿no es verdad? Stepanovna bajó la voz: —Hemos vendido el aparador… Sí —añadió riendo entre dientes—, se lo hemos vendido a los vecinos de abajo. «Especuladores» también, supongo yo. Vinieron por la mañana tempranito, y se lo llevaron sin hacer ruido. El Comité de nuestra casa ni siquiera se ha enterado. Stepanovna se echó a reír. Pensó que era una broma pesada. Porque todos los muebles había que registrarlos, y no pertenecían a sus dueños, sino a la Comunidad. Todos los muebles superfinos se confiscaban para dárselos a los obreros. Generalmente, iban a adornar las casas de los miembros del Comité o de los grupos de comunistas a cuyo cargo estaban las casas. Los marineros comunistas eran los que más exigencias tenían. «Buenos días —decían al entrar en una casa—. Permítanos ver su mobiliario. Algunas cosas, acostumbraban a decir, las necesita el Comité de la casa.» O «Un nuevo obrero ha tomado habitaciones en el piso de abajo; es un “hombre del partido”, es decir, pertenece al partido comunista y, por lo tanto, tiene derecho preferente y necesita una cama, un diván y varias butacas». Era inútil discutir como hacían algunos y se metían en problemas diciendo a los «camaradas» lo que pensaban de ellos. Los sabios y prudentes se sometían, recordando que, aunque muchos de esos hombres lo único que querían era apoderarse de lo más posible, otros, en cambio, creían sinceramente que estaban repartiendo la propiedad en beneficio de la igualdad y fraternidad humanas. Ahora que los astutos exclamaban: —Mis queridos camaradas, estoy encantada. ¿Su camarada es un «hombre del partido»? ¡Qué interesante, porque yo también tengo la intención de adherirme! Ayer mismo aparté algunos muebles para ustedes. En cuanto a este sofá que me piden ustedes, créanme que me es absolutamente indispensable. En cambio, pueden llevarse el diván que hay en la habitación contigua. Y ese cuadro, desde luego, se lo daría con toda mi alma; pero les

advierto que es un recuerdo de familia. Es muy malo, la semana pasada me lo dijo un artista. ¿No les gusta más esto? Me han dicho que esto es realmente bueno. Y se les enseñaba cualquier objeto viejo y deteriorado, sin valor ninguno; preferentemente, algo grande. Luego se les ofrecía té, disculpándose de no poderles dar más que corteza de pan con él. Se les explicaba que uno era un comunista idealista y que sus escrúpulos no le permitían comprar dulces de los «especuladores». Los intrusos no se quedaban mucho tiempo comiendo corteza de pan si se lograba convencerles de una devoción por el régimen soviético; le molestaban a uno lo menos posible, considerándole un futuro «camarada». Pero Stepanovna no poseía tanta sutileza. Al contrario, le gustaba decir lo que pensaba, y muchas veces yo me extrañaba que no tuviera más disgustos. Stepanovna y Varia iban con frecuencia a la ópera, y cuando volvían a casa discutían inteligentemente y con entusiasmo los méritos y las deficiencias de los artistas cantantes. —No me gusta el que cantaba «Lensky» esta noche —decía una—. Balaba como una oveja y actuaba muy mal. —La voz de Fulano es casi tan buena como la de Chaliapin, excepto en las notas bajas. Pero, desde luego, el arte de Chaliapin es mucho más poderoso. —Stepanovna —le dije yo una vez—, ¿iba usted a la ópera antes de la revolución? —Sí —contestó—. Solíamos ir al Narodny Dom. El Narodny Dom era un gran teatro construido por el Zar para el pueblo. —¿Pero a los teatros de la corte, a la ópera Marinsky o al «ballet»? —No. Eso era difícil. —Entonces, ¿por qué injuria usted tanto a los bolcheviques, que la proporcionan la entrada a los teatros imperiales, donde puede usted ver las mejores obras y los mejores actores? Stepanovna estaba inclinada sobre el samovar. Se incorporó y me miró fijamente, considerando mi pregunta. —¡Hum! Sí —admitió—; me divierto, es verdad. Pero ¿quiénes llenan los teatros? Sólo niños de escuela y nuestros «camaradas» comunistas. Los niños

debían estar estudiando en casa, y en cuanto a los «camaradas», debían estar todos colgando de la horca. Varia y yo disfrutamos del teatro porque tenemos el dinero suficiente para comprar alimentos en los mercados. Pero pregunte usted a esa gente que tiene que estar haciendo cola todo el día y toda la noche por una libra de pan o una docena de astillas para hacer fuego. ¿Cómo disfruta esa gente de los teatros baratos? Ya ve usted, ya. Yo no añadí nada más. Stepanovna tenía ideas muy claras de las cosas. Si hubiera sido una inglesa, habría sido, antes de la guerra, una sufragista militante. A principios de febrero vi a Stepanovna por última vez. Mi amistad con ella cesó bruscamente, como con otras personas bajo circunstancias similares. Resultó que Varia, según se supo, se metió en un lío por tratar de comunicarse con Ivan Sergeievitch, en Finlandia. Antes de ir a casa de Stepanovna, siempre telefoneaba y preguntaba: «¿Está mejor su padre?, —lo cual significaba—: ¿Puedo ir a quedarme esta noche?» A lo cual respondía Stepanovna o Varia: «Muy bien, gracias, y le gustaría mucho que pasara usted por aquí cuando pueda.» La última vez que llamé, Stepanovna no contestó en seguida. Después, con voz llena de indecisión, dijo: «No sé… Creo que… Voy a preguntar; haga el favor de esperar un momento.» Esperé, y me di cuenta de que ella no se había retirado del teléfono. Por fin continuó, temblando: «No, no está mejor; al contrario; está muy malo, muriéndose.» Hubo una pausa. «Voy a ir a verle —continuó, tartamudeando—. A las once, mañana por la mañana, ¿entiende… entiende usted?» —Sí —dije—. Yo también iré y la esperaré a usted. Sin saber si nos habíamos entendido bien, a la mañana siguiente, antes de las once, me coloqué en la esquina de su calle, observando desde cierta distancia la entrada de la casa, Con una sola mirada se dio cuenta, cuando salió, de que estaba allí. Caminó en dirección contraria, siguiendo por la calle Kazanskaya, y sólo se volvió una vez para ver si yo la seguía. Llegó a la catedral Kazan y entró. Yo la encontré en un rincón oscuro a la derecha. —Varia está arrestada —dijo desesperada—. No debe usted venir más a nuestro piso, Ivan Pavlovitch. Llegó un mensajero de Viborg anteayer y dijo a Varia que, si podía, se fuera a Finlandia. Juntos fueron a la estación de

Finlandia y tomaron el tren. Allí encontraron a otro hombre que les iba a ayudar a pasar la frontera. Los arrestaron en el tren. —Pero ¿hay alguna acusación seria contra ella? —pregunté yo—. Escaparse solamente no es una falta grave. —Dicen que a los dos hombres les fusilarán —contestó—. Pero Varia sólo tenía unas cuantas cosas que llevaba a la esposa de Sergeievitch. Yo traté de consolarla, diciéndola que haría lo posible por averiguar la situación de Varia y si había algún medio de comunicarse con ella. —Espero que vengan a registrar. Pero, naturalmente, ya he hecho mis preparativos. Es posible que algún día volvamos a vernos, Ivan Pavlovitch. Así lo espero. La pobre Stepanovna me dio mucha lástima por las dificultades por las que pasaba. Era, a su manera, una excelente mujer, aunque a veces sus ideas de las cosas eran algo primitivas. Pero no hay que olvidar que era una mujer campesina. Cuando atravesaba el umbral de la catedral no sé qué sentí que me hizo regresar un momento y vi a Stepanovna arrastrarse hasta el altar y caer de rodillas. Me retiré. Resolví acudir al «Policía» para que investigara el caso de Varia de inmediato, que yo no creía serio. Sin embargo, nunca más volví a ver a Varia ni a Stepanovna ni me fue posible averiguar después lo que fue de ellas. Lanzado de un lado para otro por el capricho de las circunstancias, me encontré poco después en una situación completamente nueva e inesperada, de la cual y sus resultados, si el lector tiene paciencia para leer un poco más, descubrirá.

Capítulo VII Finlandia

Stáraya Derévnya, que quiere decir «la vieja aldea», es un remoto suburbio de Petrogrado, situado en la desembocadura de la rama más norteña del río Neva, desde donde se domina el Golfo de Finlandia. Es una localidad pobre y mal cuidada, formada por hotelitos veraniegos de segunda clase y de algunos pequeños aserraderos y chozas de leñadores. En el invierno, cuando el Golfo está helado, es el más sombrío de los lugares, barrido por ventiscas de nieve y con nubarrones estáticos que cubren el deprimente desierto de hielo. No se puede ver dónde termina la tierra y empiezan los mares, porque las llanuras, las costas, los pantanos y el mar están escondidos bajo una manta común de nieve blanda. En mis buenos tiempos, a mí me gustaba ponerme los skis y deslizarme suavemente desde el mundo a esa vasta extensión de agua helada y allí, a millas de distancia, me tumbaba y escuchaba el silencio. Algunos días después de haberme separado de Stepanovna en la Catedral de Kazan, me encontré sentado en la choza más pequeña y remota de Stáraya Derévnya. Eran las once de una noche oscura y sin viento. Excepto por el relinchar de un caballo, no se percibía otro ruido que los gruñidos y los ronquidos de un contrabandista finlandés que estaba tendido en el sucio diván. Una de las veces que relinchó el caballo, se levantó apresuradamente el finlandés blasfemando. Abrió la puerta con cuidado, salió y llevó el caballo al otro lado de la choza, para que no se oyesen tanto sus relinchos desde la

carretera. Recientemente había entrado de contrabando en la ciudad un trineo lleno de manteca y ahora regresaba a Finlandia… conmigo. Partimos después de media noche y, como hacía buen tiempo, calculamos que tardaríamos unas cuatro o cinco horas en llegar a un lugar dentro de la costa finlandesa, a unas cuarenta millas de distancia. El trineo era uno de esos llamados drovny, de madera, ancho y bajo, lleno de heno. El drovny, que se usa generalmente como transporte en las granjas, es mi trineo favorito. Yo iba echado debajo del heno, pensando en aquellas carreras nocturnas de los buenos días pasados, cuando un hombre iba montado en el caballo con una antorcha en la mano para espantar a los lobos. Íbamos a una velocidad temeraria a través del hielo, limpio por el viento de los recientes vendavales. La media pulgada de nieve congelada le daba agarre a los cascos del caballo. Dos veces, chocando de improviso contra las crestas de nieve, volcamos completamente. Cuando nos pusimos en marcha de nuevo, las herraduras del caballo cantaban como en un aserradero. El conductor también se dio cuenta de esto, y estaba atento ante el peligro de ser oído desde la orilla situada a un par de millas de distancia; pero su robusto pony, entusiasmado por el agudo aire helado, era difícil de contener. A unas pocas millas de Petrogrado está, en una isla del Golfo de Finlandia, la famosa fortaleza de Cronstadt, una de las más inexpugnables del mundo. Los faros de la fortaleza iluminan de cuando en cuando el cinturón de hielo que separa la fortaleza de la costa del Norte. Aquel cinturón era precisamente el punto peligroso del viaje. Una vez pasando Cronstadt, estaríamos en aguas finlandesas y completamente a salvo. Para evadir el peligro de los faros, el finlandés conducía a una milla de tierra nada más, aunque los ejes silbaban como sierras. Cuando entramos en el cinturón, un rayo de luz cegador barrió el horizonte desde la fortaleza, cogiéndonos momentáneamente en su haz; pero nosotros estábamos lo suficientemente cerca de la costa para no parecer un punto negro sobre la llanura de hielo. ¿Demasiado cerca, quizás? La línea oscura de los bosques parecía que estaba al lado. Casi se podían distinguir los árboles sueltos. ¡Diablos! ¡Qué ruido hacían los patines del trineo! —¿No puede usted contener un poco al caballo, hombre?

—Sí, pero éste es precisamente el lugar que tenemos que pasar a toda marcha. Estábamos cruzando la línea de Lissy Nos, el punto sobresaliente en la costa que marca la parte más angosta del estrecho. Otra vez lanzó un rayo de luz la fortaleza y el muelle y las chozas de Lissy Nos se iluminaron como por un relámpago. Pero ya habíamos pasado el lugar peligroso. La luz iba retrocediendo con rapidez, desvaneciéndose en la oscuridad, según ganábamos el mar abierto. Yo estaba sentado en un montón de heno contemplando el promontorio que iba desapareciendo. Ya estábamos por lo menos a una milla de distancia y no se podían distinguir los objetos claramente. Pero mis ojos todavía veían el contorno del cabo rocoso. ¿Qué eran aquellas rocas que se movían? Traté de penetrar la oscuridad con mis ojos clavados en aquello. ¿Rocas? ¿Arboles? O… o… De un salto me puse en pie y sacudí al finlandés por los hombros violentamente. —¡Maldita sea, hombre! ¡Corre como el diablo, que nos persiguen! De Lissy Nos salía un grupo de jinetes, unos cinco o seis. Mi conductor soltó un reniego, lanzó un latigazo al caballo, el trineo dio un salto hacia adelante y la caza empezó de verdad. —¡Diez mil marcos si escapamos! —grité en la oreja del finlandés. Durante algún tiempo nos conservamos a bastante distancia, pero en la oscuridad era imposible distinguir si ganábamos o perdíamos terreno. Mi conductor soltaba imprecaciones de vez en cuando; parecía tirar fuertemente de las riendas, y el trineo daba tales sacudidas que yo apenas podía mantenerme en él. De pronto me di cuenta de que nuestros perseguidores estaban ganando terreno, y ganándolo rápidamente. Aquellos puntos movedizos se convirtieron en figuras que galopaban a toda velocidad. Hubo un fogonazo y un crujido; después, otro y otro. Estaban disparando con carabinas contra las cuales la pistola no sirve para nada. Amenacé a mi conductor con el revólver si no adelantaba; pero cuando una bala me pasó rozando la oreja me tiré como una piedra en el heno.

En aquel momento el trineo dio de pronto una vuelta. El conductor había tenido dificultades con sus riendas, que se habían enredado con el látigo, y antes de que yo pudiera darme cuenta de lo que ocurría se cayó el caballo, el trineo dio una vuelta y se quedó parado. En esos momentos tiene uno que pensar rápidamente. ¿Qué perseguirían antes los guardias rojos, a un fugitivo o al trineo? Si había botín posible, al trineo. ¿Y no parecía lo más probable que hubiera botín en el trineo? Como una anguila me deslicé por un lado y eché a correr hacia la costa. Era difícil adelantar, porque había grandes trozos de hielo, negros como el carbón, completamente barridos por el viento y escurridizos como cristal. Yo iba tropezando a cada momento. De mi bolsillo saqué un paquete envuelto en papel marrón que contenía mapas y documentos: lo suficiente para que me fusilaran allí mismo. Lo cogí en la mano, listo para lanzarlo al hielo en caso de necesidad. Si me cogían podía hacerme pasar por contrabandista. Me parecía imposible poder escapar. Miré atrás y vi al grupo rodeando el trineo. Los rojos habían saltado a tierra y estaban registrando al conductor; en un instante reanudarían la persecución y me descubrirían en seguida. Entonces se me ocurrió una idea. Donde el hielo estaba completamente barrido por el viento, se formaban manchas negras como la tinta. Mi traje era oscuro. Corrí al centro de una de esas manchas y miré a mis botas. No las veía. Esta, era mi única posible salvación. Arrojé el paquete a unos cuantos metros de mí, donde lo pudiera encontrar fácilmente, y me tiré de espaldas inmóvil y rezando para parecer invisible. Las voces y el ruido de las herraduras no se hicieron esperar. Ya habían empezado a buscarme. Pero los jinetes evadían las partes escurridizas barridas por el viento con el mismo cuidado con que yo lo había hecho al correr y, gracias al cielo, la zona en mi rededor estaba muy resbaladiza. Cuando trotaban a mi alrededor sentí que alguien iba a pasar por encima de mí. Me pareció que pasaron horas y días hasta que los jinetes se retiraron y, montando en el trineo, regresaron por donde habían venido. Pero el tiempo no se mide por grados de esperanza o desesperanza, sino por fugaces

segundos y minutos, y por mi reloj luminoso descubrí que no era más que la una y media. ¡Prosaica una y media! Aquella sombría explanada de hielo, ¿estaba verdaderamente desierta? Cronstadt relucía levemente en el horizonte; la negra línea de los bosques quedaba detrás de mí y todo permanecía silencioso como la muerte; todo, menos el mar debajo de mí, que gruñía como si el peso del hielo fuera demasiado duro de soportar. Lentamente, imperceptiblemente, me levanté, avancé primero a gatas, después, sobre las rodillas, y, finalmente, de pie. Los jinetes y el trineo habían desaparecido y yo estaba solo. Únicamente las estrellas me hacían guiños como diciendo: «¡Todo ha terminado!» «Te has escapado por milagro, ¿eh?» Era una figura extraña y derrotada la que siete u ocho horas después subía la orilla de la costa finlandesa. Aquella larga caminata a través del hielo fue una de las más duras que he hecho en mi vida, resbalando y cayendo a cada paso hasta que me acostumbré a aquella superficie. Cuando llegué a regiones más iluminadas, cubiertas de nieve, avancé rápidamente. Una vez, cuando estaba descansando, oí que se acercaban pasos hacia mí. Me arrastré al centro de otra mancha negra y, repitiendo la maniobra de hacía una o dos horas, permanecí inmóvil. Un hombre que se dirigía apresuradamente en dirección de Cronstadt, del lado de Finlandia pasó a una docena de pasos de mi lado, sin verme. Poco después del amanecer, completamente exhausto, ascendí la inclinada costa hacia los bosques. Hasta que no vi una señal finlandesa, no estuve seguro de si había pasado la frontera durante la noche o no. Pero ya, convencido de que la había pasado, aunque no sabía dónde estaba, busqué un rincón tranquilo detrás de un cobertizo, me tumbé sobre la blanda nieve y me dormí. Allí me descubrió una pareja de las patrullas finlandesas; me arrestó inmediatamente y me llevó al puesto de guardia más próximo. No pude convencerles de que yo no era un espía bolchevique. Mi aserción de que yo era un inglés, sólo logró intensificar sus sospechas, porque mi apariencia contradecía completamente mis palabras. Me cogieron todo el dinero y mis

papeles y me encerraron en una celda; al día siguiente me llevaron a la oficina del comandante en Terijoki, a siete millas de distancia. Yo esperaba que el comandante, a quien ya había visto en mi último viaje a Finlandia, me soltaría inmediatamente. Pero encontré la situación en condiciones totalmente distintas a las que había dejado hacía seis semanas. Habían nombrado un comandante nuevo, el cual no se convenció de mi identidad, a pesar de que hablé por teléfono en su presencia con los representantes británicos en la capital finlandesa. Lo único que hizo fue darme un pase temporal, diciendo que yo era un ruso que viajaba a Helsingfors. El resultado fue que me volvieron a arrestar en el tren y otra vez me detuvieron en la oficina principal de Policía de la capital hasta que el encargado de Negocios británico protestó enérgicamente y logró mi libertad, seguida de profusas disculpas de las autoridades finlandesas por la equivocación que, al fin y al cabo, no dejaba de ser natural. Me imagino que el lector estará ya suficientemente interesado en mi historia para preguntarse cuáles eran los motivos de mi inesperado viaje a Finlandia. Eran varios. Si estuviera escribiendo una novela y pudiera dar rienda suelta a mi imaginación, me sentiría en este momento tentado a llevar mi historia a un clima sorprendente, revelando a Zorinsky como a un amigo y salvador, mal interpretado y poco apreciado y, en cambio, a Stepanovna, el Periodista y el doctor aparecerían inesperadamente como lobos traidores, disfrazados de ovejas, que urdían planes diabólicos para enredarme en las garras de la Comisión Extraordinaria. Pero como aquí estoy obligado a narrar las cosas tal y como ocurrieron, aunque a veces resulten aburridas y obvias, el lector no se sorprenderá al enterarse de que el lobo mal disfrazado de oveja (lo suficientemente bueno, sin embargo, para engañarme a mí), resultó ser en realidad Zorinsky. Al día siguiente de aquel en que me despedí de Stepanovna me dijo el doctor que Shura, el amigo de Melnikoff, había estado investigando la personalidad de Zorinsky utilizando las fuentes de las que disponía, y había descubierto de manera incontestable que este interesante personaje estaba en contacto directo con gente que se sabía estaba empleada en el número 2 de Goróhovaya. Aunque esta información por sí misma no estaba confirmada ni probaba nada (¿no estaba el «Policía» también en contacto directo con la

gente que trabajaba en el número 2 de Goróhovaya?), seguida de la noticia de la muerte de Melnikoff y de la duplicidad de Zorinsky, me decidió a buscar la primera oportunidad para irme otra vez a Finlandia y hablar con Ivan Sergeievitch. También había otros motivos. Yo había estado comunicándome con Finlandia por medio de mensajeros, uno de los cuales me lo proporcionó el doctor y otro una persona que no tiene nada que ver en mi historia, que conocí en casa del Periodista. Uno de estos mensajeros era un N. C. O.[31] del antiguo Ejército, estudiante de Derecho y amigo personal del doctor; el otro era un oficial ruso, cuyas conocidas ideas contrarrevolucionarias le impedían obtener un puesto en la Rusia soviética en el momento presente. Ambos cruzaron la frontera en secreto y sin contratiempo; pero sólo uno regresó con un mensaje cifrado que no pude descifrar. Lo volví a mandar a Finlandia y no recibí respuesta, y me quedé sin saber si había llegado o no. Como no tenía noticias de ninguna clase, era imperativo que repitiera mi visita a la capital finlandesa. Además, según iba pasando el tiempo, mi situación se hacía cada vez menos segura, a pesar de mis amigos y disminuía cada vez más. Yo no sabía lo que podía resultar de mis relaciones con Zorinsky, por ejemplo. Decidí que lo mejor sería desaparecer durante un breve período y luego volver a empezar todo de nuevo. Mi mensajero me informó de la ruta por el hielo a Finlandia; él había regresado por allí y a la noche siguiente volvía en el mismo trineo. Haciendo discretas preguntas en la cabaña del leñador, me enteré de que el contrabandista, aunque había llegado bien a Finlandia, no podría estar de vuelta hasta pasado algún tiempo. Había llegado otro, en cambio, que estaba decidido a pasar a cualquiera, siempre que le pagaran. Pedía dos mil marcos, que, convertidos en moneda extranjera, resultaban veinte libras, pero el finlandés contaba el marco como un chelín. Quiso la mala suerte que cuando llegué a Finlandia me encontrara con que Ivan Sergeievitch estaba en los Estados Bálticos, y nadie sabía cuándo regresaría. Pero vi a su mujer, la autora del indiscreto mensaje que había causado la detención de Varia. Cuando le di la noticia, se quedó muy afectada. No pudo decirme nada de Zorinsky. También vi a varios oficiales

rusos, pero ninguno había conocido a Melnikoff, de modo que no conseguí información alguna. El doctor, claro es, había denunciado a Zorinsky como agente provocador, pero aún había pocas pruebas para esa acusación. Zorinsky podía ser un extorsionador sin ser un provocador. A todo el que está conectado con la Sovdepia se le acusa en cuanto se tiene la menor sospecha. A mí mismo me acusaron, por un lado los bolcheviques, de ser un rabioso monárquico, y por otro lado los reaccionarios, de ser un sutil bolchevique. Sin embargo, mi aversión a Zorinsky se había intensificado tanto que resolví no tener más trato con él por ningún pretexto o motivo. El tiempo que pasé en Helsingfors lo ocupé principalmente en asegurarme oficialmente de que los finlandeses no cogerían y fusilarían a ningún mensajero que yo enviara y que, por el contrario, les ayudarían a cruzar la frontera en ambas direcciones. Los Ministerios de la Guerra y del Exterior finlandeses estaban dispuestos a cooperar, pero estas órdenes tenían poca eficacia con sus propias autoridades de la frontera. La última palabra le pertenecía al nuevo comandante de la guarnición de Terijoki, un hombre de origen alemán, que desafiaba las órdenes del Gobierno cuando recibía instrucciones contrarias a sus simpatías por Alemania. Como estaba conectado con las organizaciones del espionaje alemán en Rusia, no se sentía inclinado a hacer nada favorable a los aliados. Sólo cuando su insubordinación superó todos los límites el Gobierno tuvo al fin que destituirle, y entonces tuve facilidades para establecer un servicio de mensajeros secretos a través de la frontera. Sería muy interesante contar la historia de las intrigas y contraintrigas entre finlandeses, alemanes, rusos, bolcheviques y aliados en estos momentos, en la capital finlandesa y en la frontera rusa. Pero éste no es mi tema. Durante mis breves visitas a Finlandia tenía especial cuidado en no mezclarme en ellas en absoluto. Esta fue la principal razón por la que, en cuanto me enteré de que iban a reemplazar al comandante germanófilo de la frontera, decidí regresar a Petrogrado, a pesar de que en aquellas circunstancias el programa no era muy tentador. Aunque yo había hecho todo lo posible por mantenerme de incógnito, mi participación en las negociaciones para establecer el servicio de mensajeros

me había dado una desagradable preeminencia. El comandante germanófilo, que aún conservaba su puesto, me consideraba su enemigo particular, y cuando se enteró de mis intenciones de regresar a Rusia por mar, dio órdenes para que vigilaran estrictamente la costa y para que dispararan sobre toda persona o trineo que intentase pasar. En tales circunstancias, aunque yo tenía permiso especial del Gobierno para cruzar la frontera, el contrabandista que había de llevarme se negó rotundamente a emprender la aventura, mientras las patrullas tuvieran órdenes severas de no darme ninguna clase de facilidades. Pero yo logré eludir los planes del comandante muy sencillamente. Al otro extremo de la frontera ruso-finlandesa, cerca del lago Ladoga, hay un pequeño pueblo, llamado Rautta, que está a cuatro o cinco millas de la línea fronteriza. Esta aldea había sido antes un punto de reunión de refugiados y contrabandistas, pero su lejanía y las dificultades para atravesar los bosques la hicieron inaccesible en invierno por el lado ruso. En las oficinas del comandante ni siquiera habían sospechado que yo tratara de internarme desde ese punto tan remoto. Salí de Terijoki, protestando y amenazando al comandante diciendo que volvería a la capital a obligarle a obedecer las órdenes del Gobierno, cosa que le divirtió mucho; dando muchos rodeos me dirigí a Rautta, donde yo era completamente desconocido y donde esperaba encontrar algún campesino u otra persona que me llevara hasta la frontera. Una vez en la frontera, ya me las arreglaría yo con mis propios recursos. La suerte me acompañó. Ya estaba en la última etapa de mi pesado viaje cuando me encontré en el tren con un joven teniente finlandés que se dirigía al mismo lugar. Como los rusos no gozan de simpatías en Finlandia, yo siempre viajaba como inglés en aquel país, aunque no lo pareciera. Aquella vez, sin embargo, no estaba tan mal. Llevaba un viejo gabán verde que había comprado en Helsingfors. El teniente vio que yo estaba leyendo un periódico inglés y se dirigió a mí con una nimiedad en este idioma, y de este modo empezamos a charlar. Yo le hice un pequeño favor: le di una carta para un conocido mío en Helsingfors y le regalé varios periódicos y un par de libros ingleses. Él se quedó encantado. Al notarlo con buena disposición le pregunté qué iba a hacer en Rautta y me dijo que iba a ocupar su puesto de jefe de la guarnición del pueblo, compuesta de unos quince o veinte hombres.

Inmediatamente saqué mi permiso del Gobierno finlandés y, sin más rodeos, le pedí que me prestara, como decía el documento, «toda clase de auxilios para cruzar la frontera rusa». Se quedó algo perplejo ante una petición tan inesperada. Pero, dándose cuenta de que un pase como el mío sólo podía haberlo dado el Ministerio de la Guerra finlandés para una cuestión de gran importancia, se comprometió a hacer por mí todo lo que pudiera. Un par de horas después de nuestra llegada a Rautta, no sólo me aseguraron que podría pasar la frontera por la noche con toda seguridad, sino que me facilitaron un guía para que me acompañara hasta no sé qué aldea rusa, a unas veinte millas de distancia. No hay nada más verdaderamente proletario que una administración finlandesa, en las regiones donde aún no ha penetrado la influencia ni de los alemanes ni del antiguo régimen ruso. Es el carácter fundamentalmente democrático de los finlandeses lo que les ha permitido, desde el momento en que hablo, dominar en gran medida a sus posibles consejeros y dirigentes extranjeros y construir una Constitución modelo. El más anciano de Rautta a quien mi amigo el teniente le encargó que me diera hospitalidad y me procurase un guía, era un campesino educado e inteligente, que vivía, con su mujer, en una vivienda confortable en la que me hospedaba. Sus ayudantes eran hombres del mismo tipo y el guía era un joven de unos veinte años, nacido en el pueblo, que había recibido una buena educación elemental en Viborg. Yo siempre me sentía seguro en manos de esta clase de gente. Su sutil sentido común —la mejor defensa contra la absurda propaganda roja— les hacía ser amigos más deseables que los miembros de la mimada intelectualidad o los «intrigantes» de la casta militarista. Mi guía sacó media docena de pares de skis, todos los cuales resultaban demasiado cortos, pues yo necesito un ski de nueve a diez pies de largo; sin embargo, escogí los mayores. A las once de la noche atamos los skis a un trineo drovny y, después de una cordial despedida del anciano y su mujer, nos marchamos rápidamente hacia una cabaña solitaria, la última vivienda del lado finlandés de la frontera. Despertamos al propietario, el cual nos obsequió con té, y, por casualidad, un explorador que llegaba de Rusia en aquel momento nos informó de los últimos movimientos conocidos de las patrullas rojas. Nuestro patrón no tenía ni velas ni petróleo en su solitaria vivienda; y

nos sentamos al resplandor tembloroso de las ramas encendidas, cortadas a propósito para preservar su fulgor el mayor tiempo posible. Hacia media noche nos pusimos los skis y salimos, encaminándonos directamente al bosque. Mi compañero iba ligeramente vestido; pero yo conservaba mi gabán y llevaba atado a la cintura un par de zapatos que había comprado en Helsingfors para María. Como íbamos a dar una gran vuelta, tendríamos que hacer unas veinticinco millas hasta llegar al pueblo de nuestro destino. Hacía cuatro años que no usaba yo skis, y aunque con los skis pasa lo mismo que con el nadar, que una vez aprendido ya no se olvida, había perdido la práctica. Además, los míos eran demasiado cortos, y cualquier experto en skis puede decir que no es ninguna broma avanzar por una ruta en zigzag con skis cortos, a través de bosques y en la oscuridad. Iniciamos la marcha en dirección al Este, avanzando paralelamente a la línea fronteriza. Pronto me acostumbré, más o menos, a la zancada del ski corto y procuré conservar el paso de mi guía. Nos deteníamos frecuentemente a escuchar sonidos sospechosos, pero lo único que alcanzaban nuestros oídos era el silencio místico y bello del invierno en un bosque cargado de nieve. La temperatura estaba a veinte grados bajo cero. No corría ni el más leve soplo de viento, y aquellos pinos y abetos, con su exuberante carga blanca, parecían transportados a un sueño perpetuo por la varita mágica de un hada. Algunas personas habrían «visto cosas» en aquel dominio de bosques oscuros; pero mirando a través de los oscuros recovecos del bosque sentía todo sonido y movimiento discordante, y me gustaba hacer paradas sólo para escuchar, escuchar y escuchar. Mi guía estaba taciturno; cuando hablábamos lo hacíamos susurrando, y nos movíamos sin hacer apenas ruido con el suave zumbido de nuestros skis, que apenas rompía la quietud. La estrellas que bailaban por encima de las copas de los árboles parecían sonreírnos amistosamente. Después de más de una hora de camino, se paró de pronto el finlandés, levantando la mano. Nos quedamos inmóviles durante unos minutos. Después, dejó sus skis y retrocedió con cautela hacia mí; señaló un grupo de arbustos, a unas cien yardas de distancia, y murmuró:

—¿Ve usted aquellos arbustos más lejanos? Están en Rusia. Vamos a cruzar la frontera, sígame usted de cerca. Moviéndonos entre los matorrales, seguimos avanzando lentamente bajo su cobertura, hasta llegar a pocas yardas del lugar indicado. Entonces vi que delante de nosotros se abría una estrecha llanura, que cortaba el bosque, parecida a una larga avenida. Aquello era la línea fronteriza rusa y nosotros estábamos en el borde finlandés. Mi guía me colocó junto a él: —Tenemos que cruzar por esos arbustos —me dijo en voz apenas audible —. El sotobosque por cualquier otro lugar es intransitable. Tenemos que vigilar los arbustos durante un rato para cerciorarnos de si hay alguien detrás de ellos. Fíjese bien. ¡Sobrecogedor! Hacía un momento, me parecía imposible que se moviera nada en el bosque. Sin embargo, ahora, con los nervios tensos, todos los árboles y arbustos parecían escurrirse y moverse. Pero suave, silenciosa, imperceptiblemente, cada arbusto sabía cuándo mirábamos y mientras lo mirabas fijamente se estaba quieto, pero apenas le retirábamos la mirada, una rama se movía, muy levemente. Los troncos se mecían, un arbusto se encogía, la espesura temblaba; parecía que detrás de todo aquello había alguien que lo agitaba, que jugaba con los árboles para engañarnos. Pero en realidad no era así. El bosque estaba silencioso, con un silencio de muerte. A ambos lados de la avenida se alineaban los oscuros árboles, como centinelas formando un sombrío conjunto. A nuestro alrededor, arriba y abajo, todo era silencio: el místico y hermoso silencio invernal del bosque norteño dormido. Como un pez, mi compañero saltó de pronto, agachándose lo más posible. De dos pasos cruzó el espacio abierto y desapareció entre los arbustos. Yo le seguí, mirando arriba y abajo cuando cruzaba la línea, sin poder ver más que dos paredes oscuras de árboles, separadas por una alfombra gris de nieve. Otro paso, y yo también me encontré en Rusia, enterrado entre los espesos matorrales. Encontré a mi guía sentado en la nieve, ajustándose una correa del ski. —Si no nos encontramos con nadie durante el próximo cuarto de milla — me susurró—, podremos estar tranquilos hasta el amanecer. —Pero ¿y las señales de nuestros skis? —pregunté—. ¿No las seguirán?

—Nadie nos seguirá por el camino que vamos. El siguiente cuarto de milla se extendía a lo largo de una pista irregular que bordeaba el lado ruso de la frontera. El avance era difícil porque la maleza era espesa y tuvimos que agacharnos por debajo de las ramas. Cada veinte pasos más o menos nos deteníamos a escuchar, pero sólo había silencio. Al final llegamos al borde de lo que parecía ser un gran lago. Mi compañero me explicó que era un pantano, y que debíamos atravesarlo en dirección Sur a la máxima velocidad posible. Moverse en estos momentos era como encontrar un camino llano tras una dura escalada en roca. Mi guía corría a tal velocidad que, aunque yo le seguía por sus propias huellas, no podía por menos de quedarme atrás. Cuando llegué a la otra orilla del pantano, él ya había desaparecido en los bosques. Noté que, aunque me había dicho que nadie nos seguiría, no gustaba de atravesar lugares abiertos. Volvimos a internarnos en el bosque. El suelo aquí comenzó a ondularse y el avance, saliendo y entrando entre los abetos bajos, era agotador. Yo estaba tan cansado, que de buena gana me hubiera tumbado en la nieve. Pero teníamos que llegar al pueblo antes de que amaneciera, y mi guía por nada quería detenerse. Después de pasar otro pantano y de atravesar bosques durante cuatro horas, noté que con frecuencia se paraba mi compañero a orientarse, y por las dudas con las que escogió nuestra ruta, me di cuenta de que había perdido el camino. Se lo pregunté y él lo admitió francamente, sin ocultar su preocupación. No nos quedaba otra cosa que seguir adelante, guiados por la estrella polar. Las primeras claridades del amanecer aparecieron cuando llegamos a un camino abierto, que mi guía creyó reconocer. Seguimos por él, a pesar del peligro de encontrarnos con alguna patrulla madrugadora. Unos minutos después, torcimos por un camino lateral, hacia el oeste. Mi guía dijo que pronto llegaríamos a nuestro destino, una milla más allá. Yo avanzaba tan despacio que muchas veces desaparecía el finlandés. Viajamos durante una milla más sin que la aldea apareciese. Por fin desapareció el finlandés completamente y yo me esforzaba por seguir sus huellas.

El gris amanecer se extendió e iluminó todo, a pesar de que todavía no había salido el sol. Cuando llegué al final del bosque, mi guía estaba sentado al borde de un arroyuelo y me reprochó mi lentitud. Al otro lado de una gran pradera me señaló un grupo de casitas en la ladera de una colina a la derecha. —Los rojos viven allí —dijo—. Saldrán a eso de las ocho. Hemos penetrado como una milla más de lo debido en el lago Ladoga, pero siga usted mis huellas y pronto llegaremos. Se levantó y montó en los skis. Me preguntaba cómo se proponía cruzar el arroyo. Tomó una corta carrerilla, clavó los palos en la orilla y, levantándose con toda su fuerza sobre el riachuelo, saltó a la otra orilla y se deslizó fácilmente sobre la nieve. Pronto desapareció entre unos arbustos, moviéndose rápidamente a través del prado. Pero al saltar había deshecho bastante cantidad de nieve, haciendo el espacio más grande. Además, yo era más corpulento y más pesado que él, y llevaba mucha más ropa. Al tratar de imitarle con mis skis cortos, me ocurrió un desastre. Mis skis, en vez de deslizarse hasta la otra orilla, se cayeron al agua, y yo con ellos. Fue un milagro que no se rompieran. Los saqué y los tiré a la otra orilla. En los diez minutos que siguieron tuve la aventura más tonta y más desamparada de mi vida. Parecía facilísimo saltar la orilla, que apenas me llegaba al hombro. Sin embargo, lo único que conseguía era desprender una avalancha de nieve, que me caía encima. No tenía dónde agarrarme, y sólo después de haber desprendido gran parte de la nieve pude arrastrarme, ayudado por unos arbustos cercanos. Cuando me levanté me contemplé, desolado. De la cintura para abajo, era una sólida masa de hielo. Los carámbanos de hielo de mi viejo abrigo verde golpeaban pesadamente contra las acumulaciones de hielo que cubrían la parte superior de mis botas. Con mucho trabajo y grandes dificultades, logré quitarme la nieve de las suelas y de los skis para poder proseguir mi camino. Yo no sé cómo me las arreglé para atravesar las tres millas restantes que me separaban del pueblo, al que me había precedido mi guía. Debería haber sido lo más duro, porque yo estaba extraordinariamente fatigado. Ahora no me parece que lo haya sido. Yo creo, para decir la verdad, que me abandoné completamente a mi suerte, convencido de que mi negra figura, que tan lentamente avanzaba por la ladera de la blanca colina, atraería

indudablemente la atención, y fui avanzando mecánicamente hasta que oyera un grito o un disparo. O es posible que aun en aquel estado en que me encontraba, y despreocupado por mi situación, me fascinara el maravilloso espectáculo de la salida del sol de invierno. Recuerdo cómo el sol se asomó sobre el horizonte, lanzando un mágico manto de color rosa sobre las colinas. Primero, el color tiñó los picos; después fue bajando suavemente por las laderas, coloreando las sombras de azul pálido, y cuando, al fin, el sol ascendió triunfante al cielo, todo el mundo reía. ¡Y con él, yo! Las cabañas de los rojos se habían quedado bastante atrás. Yo había cruzado más de una colina y de un valle y me había encontrado con más de un campesino, que me miraba desconfiado, hasta llegar al pie de la colina en cuya cima se encontraba la aldea que buscaba. Me enteré de que mi viaje había terminado porque las huellas de mi guía cesaban en la punta de la última colina. Se había quitado los skis para caminar por un camino desigual. Pero ¿en qué casa había entrado? Resolví pedir entrada en cualquiera de las casas de los alrededores del pueblo. Todas eran iguales: bajas, de madera y barro, con un soportal, dos ventanitas cuadradas en la mitad, que habitaba la familia, y ninguna ventana en la otra mitad, que servía de granero o cuadra. Los campesinos son personas bondadosas o, por lo menos lo eran, y entre ellos hay pocos bolcheviques. Me acerqué a la casa más cercana, apoyé mis skis en la pared, llamé tímidamente a la puerta y entré.

Una aldea rusa.

Capítulo VIII Una aldea «burguesa-capitalista»

Me encontré en una habitación espaciosa. A la derecha había una gran estufa blanca, que siempre es el objeto más importante en una casa campesina rusa, ocupando la cuarta parte de la habitación. Más allá de la estufa había un jergón, en el que estaba echada una mujer vieja. El suelo estaba sembrado con varios colchones de paja revuelta. Dos robustos niños, una muchachita de unos diez años y dos muchachas de dieciocho o diecinueve años, se acababan de vestir. Una de ellas estaba peinándose ante un pedazo de espejo roto. En el otro rincón había una mesa de madera, rectangular, con una lámpara de petróleo colgando sobre ella. Por el pequeño gabinete de cristal que guardaba los iconos, detrás de la mesa, llamado «bello rincón», porque encerraba las imágenes sagradas, se veía que la familia era rusa, aunque en aquel distrito habita principalmente gente de raza finlandesa. A la izquierda de la puerta había un jergón de madera vacío con mantas y gabanes de piel de oveja, amontonados encima, como si alguien se acabara de levantar. Vi todas esas cosas pintorescas, aunque habituales, en seguida. Lo que me chocó fue un gran armonio que había en la habitación, decoración rara en una choza de pueblo. Los instrumentos musicales del campesino son, generalmente, la concertina, la guitarra, la balalaika y la voz en todas las cuales, sin embargo, se maneja con soltura.

—Buenos días —dije, disculpándome. Me volví a los iconos, me incliné e hice la señal de la cruz—. ¿Puedo sentarme a descansar un momento? Estoy muy fatigado. Todo el mundo permaneció silencioso, indudablemente llenos de sospechas. La niña me miraba con los ojos muy abiertos. Me senté frente a la gran estufa blanca, pensando qué hacer a continuación. Unos minutos después entró un campesino de unos cincuenta y cinco años, con pelo largo, con matices grises y ojos brillantes y hundidos. Su cara arrugada tenía un aspecto de austeridad aunque al mismo tiempo no era desagradable, pero rara vez sonreía. Saludó brevemente con un seco buenos días, y se dispuso a lavarse, sin hacer caso de mí. La mujer vieja le dijo que yo había entrado a descansar. Yo expliqué: —Esta mañana temprano salí de la estación más cercana con un compañero —dije— para esquiar aquí. Estamos buscando leche. Pero nos perdimos en los bosques. Yo me caí al agua. Mi compañero está por aquí, en el pueblo; luego iré a buscarle. Pero ahora quisiera descansar un poco porque estoy muy cansado. El viejo campesino escuchaba; pero parecía que la cosa no le interesaba. Se llenó la boca de agua de una jarra, se inclinó sobre un cubo vacío, dejó correr el agua de su boca en las palmas de sus manos y se frotó la cara y el cuello. Lo haría, supongo yo, para calentar el agua. Cuando terminó le pregunté si podían darme un poco de leche para beber. El viejo hizo una señal y uno de los chicos me trajo un poco en una gran taza de lata. —Es difícil conseguir leche hoy en día —gruñó el viejo agriamente, y continuó su faena. Los chicos se pusieron sus gabanes de piel de oveja y salieron, mientras las muchachas empezaron a mover los colchones y prepararon el samovar. Yo me llené de contento cuando vi que la mujer vieja se preparaba a encender el horno. Mis piernas empezaron a descongelarse poco a poco, formando dos charcos de agua en el suelo, y uno de los muchachos, que volvió a entrar, me ayudó a quitarme las botas. Fue una tarea dolorosa, porque yo tenía ambos pies parcialmente congelados.

Por fin, hirvió el samovar y me invitaron a acercarme a la mesa a tomar una taza de té. No era té verdadero, ni sabía a nada parecido, aunque en el paquete la etiqueta decía «té». La comida consistía en pan negro y arenques salados. Yo no toqué los arenques. —No tenemos mucho pan —dijo el viejo significativamente, colocando delante de mí un pedazo pequeño. Estábamos sentados a la mesa cuando llegó mi compañero. Había estado buscándome por todo el pueblo. Yo quería prevenirle que fuera prudente al hablar y repitiera mi historia, pero él me hizo simplemente un gesto tranquilizador con la mano. —Aquí no tiene usted nada que temer —dijo sonriente. Parecía que él conocía bien al viejo muzhik[32]. Llevándolo a un lado, le susurró algo al oído. ¿Qué le estaría diciendo? El anciano se volvió y me miró intensamente, con un interés que no había mostrado antes. Sus ojos brillaban con una satisfacción inesperada. Regresó a donde yo estaba sentado. —¿Quiere usted un poco más de leche? —me dijo amablemente, y me la trajo él mismo. Yo pregunté quién tocaba el armonio. Con divertida modestia, el viejo bajó los ojos y no dijo nada. Pero la pequeñita señaló al viejo con su dedo y dijo que «Diedushka» (abuelito) lo tocaba. —A mí me encanta la música —dije—. ¿Querrá usted tocar un poco, más tarde, por favor? ¡Ah! ¿Por qué había cambiado todo tan de repente? Las sospechas se habían evaporado, los miedos, disipados. Yo sentí el cambio intuitivamente. El finlandés había despertado el interés del viejo por mí (¿le habría dicho quién era yo?); pero, al hacer mi pregunta, había dado en el punto débil del viejo: la música. El tío Egor (como yo le llamaba) sacó un gastado volumen de himnos alemanes que había encontrado en un mercado de Petrogrado, y se sentó, nervioso y con emocionada modestia, ante el viejo armonio. Sus dedos, gruesos y callosos, con uñas negras, tropezaban torpemente sobre las teclas, tocando sólo las notas altas, aparejadas en octavas, con un dedo de la mano izquierda. Daba a los pedales como si marcara el tiempo y, mientras tocaba, su faz se transformaba, su respiración se agitaba. Se veía que la música le

absorbía. Aquel viejo y deteriorado armonio era la posesión que él más valoraba en el mundo; en efecto, para él no era cosa de este mundo. Un viejo y tosco campesino como era. Era un auténtico ruso. —¿Quiere usted que yo toque algo? —le dije cuando hubo terminado. El tío Egor se levantó torpemente del armonio, sonriendo confundido cuando le felicité. Me senté y toqué algunos de sus himnos y otras cosas sencillas. Cuando yo matizaba las notas, él me miraba fascinado. Se apoyó sobre el instrumento, con sus ojos clavados en los míos. Toda la rudeza había desaparecido de su cara y la sombra de una débil sonrisa apareció alrededor de sus labios. Vi en sus ojos una gran profundidad azul. —Siéntese otra vez, hijito —me dijo, después varias veces—, y toque más. Al medio día me eché en la cama del tío Egor y me dormí rápidamente. A las tres me despertaron para cenar. La comida consistía en una gran cazuela de sopa de col agria, de la que todos comimos con cucharas de madera marrón pulida, metiéndolas en la cazuela uno detrás de otro. El tío Egor se fue a un rincón y de un saco sacó un pan grande. Cortó un buen trozo cuadrado y lo colocó delante de mí. —Coma todo el pan que quiera, hijo mío —dijo. Me contó todas sus penas: le habían llamado «acaparador, burgués y capitalista», porque poseía tres caballos y cinco vacas: el Comité de los Pobres del Pueblo le había quitado cuatro vacas y dos caballos y la mitad de su terreno para iniciar una Comuna.

Un campesino ruso «capitalista» De los Comités de los Pobres del Pueblo quedaban excluidos los que, por su habilidad, industria o ahorro, se habían elevado a una situación independiente. Estos Comités, que están compuestos por campesinos estúpidos, holgazanes y analfabetos, o por mendigos, tienen poder supremo, y están autorizados para apoderarse de la propiedad y dividírsela entre ellos, dejando una parte para el Gobierno. Los campesinos de clase media, esto es, los que estaban a medio camino de la prosperidad, alentados por los agitadores, se pusieron al principio de parte de los pobres para despojar a los ricos; pero cuando empezaron a ser despojados ellos, se hicieron también, naturalmente, enemigos del sistema bolchevique. La imposición de un impuesto de guerra terminó por enajenar las simpatías de todo el campesinado ya que los «pobres» enriquecidos no pagaban porque eran técnicamente pobres. Y los «ricos» empobrecidos no podían pagar porque no les quedaba nada. Este fue el fin del comunismo en nueve décimas partes de las provincias rusas, y ocurrió cuando los bolcheviques sólo llevaban un año en el poder. —Tío Egor —dije yo—. Usted dice que su pueblo todavía tiene un Comité de Pobres. Yo creía que ya habían abolido los Comités. Hubo un decreto sobre esto en diciembre pasado. —¿Qué importa que escriban lo que escriban? exclamó con amargura. Nuestros «camaradas» hacen lo que quieren hacer. Hace poco celebraron unas elecciones soviéticas y se ordenó a los votantes que eligieran para el soviet a todos los hombres del Comité de Pobres. Ahora dicen que el pueblo tiene que organizar lo que llaman una «comuna», donde los holgazanes sacarán provecho del trabajo de los diligentes. Según dicen, se van a llevar mi última vaca para la Comuna. Pero a mí no me permiten unirme, aunque quiera, porque dicen que soy un «capitalista acaparador». ¡Uf! —Cuando celebraron las elecciones —pregunté—, ¿votó usted?

El tío Egor se echó a reír. —¿Yo? ¿Qué me iban a dejar votar? He trabajado toda mi vida para independizarme. Yo no tenía nada, pero trabajé para conseguir esta pequeña hacienda, que yo creía mía. Vasia me ha ayudado. Pero el soviet dice que soy un «capitalista acaparador», y no tengo voto. —¿Quién trabaja en la Comuna? —pregunté.

Campesinos trabajando la tierra. —¿Quién sabe? —contestó—. No son de aquí. Creyeron que los campesinos pobres se les unirían, porque se iban a apoderar de nuestro grano. Pero el Comité se quedó con el grano para ellos y los campesinos pobres no sacaron nada y, naturalmente, están furiosos. ¡Ah, mi hijito! —dijo amargamente—. ¿Sabe usted lo que Rusia necesita? Rusia, hijo mío, necesita un amo; un amo que restaure el orden y evite que las cosas sigan como están ahora, con sinvergüenzas mandando por todas partes. ¡Eso es lo que Rusia necesita!

Un «amo», una de las palabras más peligrosas hoy día en Rusia, porque es precisamente lo más natural. —¿Quiere usted decir un Zar? —pregunté, vacilante. El tío Egor simplemente se encogió de hombros. Ya había dicho lo suyo. Aquella noche dormí en el desvencijado jergón de madera, al lado del tío Egor, cubierto con las mismas mantas y la misma colcha. Antes de retirarnos a dormir, el viejo charló largamente en susurros con mi guía finlandés, porque por la mañana temprano partíamos para Petrogrado y había que hacer preparativos para alcanzar la próxima estación por caminos escondidos para que no nos pararan. Yo estaba ya casi dormido cuando el tío Egor se tumbó a mi lado.

Dormitorio-cocina en una casa campesina rusa. Mucho antes del amanecer nos levantamos y nos preparamos para salir. El tío Egor, una de sus hijas, el finlandés y yo formábamos el grupo. Para evadir a las patrullas, íbamos por caminos laterales y a través de campos. El tío Egor llevaba a su hija para que entrara de contrabando en la ciudad una garrafa de leche. Pero no sé qué intentaba hacer él mismo. No me lo quiso decir. Llegamos a la estación a las cuatro de la mañana. Allí me despedí de mi guía finlandés que regresaba en un trineo. Se negó terminantemente a aceptar recompensa alguna por los servicios que me había prestado. Nuestro tren, el único tren del día, debía salir a las seis, y la estación estaba llena de gente. Mientras la hija compraba los billetes, nosotros tratamos de encontrar asientos. Todos los coches estaban llenos y en las plataformas se apretujaban los campesinos, con sacos sobre las espaldas y las garrafas de leche escondidas en fardos que llevaban en la mano. Como no pudimos encontrar sitio en ningún vagón de tercera, donde con la cantidad de gente apretada sería más cálido, subimos al único de segunda clase que había y que aún no estaba lleno. Nos reunimos catorce personas en un compartimiento para seis. El tren partió. Yo estaba sentado entre el tío Egor y su hija, tiritando. En el camino los rojos registraron el tren y se descubrió que la mitad de las supuestas garrafas de leche que llevaban los campesinos estaban llenas de cerillas. No finalizó el tumulto hasta que llegaron los guardias. Algunos saltaron por las ventanas y huyeron. Otros se escondieron debajo del tren hasta que terminó el registro, y después, ayudados por otros pasajeros, volvieron a entrar por las ventanas. El Gobierno bolchevique había creado un impuesto especial sobre las cerillas, lo mismo que sobre otras muchas cosas de uso público, y eran casi inalcanzables. De modo que cuando se las ofrecían a uno los «hombres del saco», como se llamaba a los que las entraban de contrabando en sacos y fardos, en vez de pagar un copeck por caja, que era su precio, se pagaban mil veces más: diez rublos, y encantados de conseguirlas. La idea era, naturalmente, la igualdad en la distribución, pero los departamentos del

soviet eran tan incompetentes y estaban tan corrompidos y tan estrangulados por la burocracia que no se distribuía nada o muy poco, y los perseguidos «hombres del saco» eran aclamados como benefactores. Durante el viaje, uno de los campesinos se inclinó sobre el tío Egor y, mirándome, le preguntó en voz baja si «su compañero» había venido del «otro lado», lo cual quería decir del otro lado de la frontera. En respuesta, el tío Egor le dio una patada que lo explicaba todo, y no se dijo nada más. Yo pasé muy mal rato cuando registraron el tren. A pesar de todos los infortunios del día anterior, aún llevaba el pequeño paquete con los zapatos para María. Como los llevaba atados a la cintura, no los perdí ni cuando me caí al agua. Algunos se pusieron en pie cuando entraron a registrar; pero al no tener una garrafa de leche o un saco yo me deslicé al rincón y me senté encima del paquete. Cuando un soldado me dijo que me apartase para ver lo que había en la esquina, me corrí arrastrando los zapatos debajo de mí; felizmente no me hizo levantar así que ambos lugares parecían vacíos. Esto me habría perdido, porque zapatos nuevos sólo podían obtenerse en el «otro lado». A las nueve llegamos a los dispersos edificios de la estación Okhta, el punto de mi huida con la señora Marsh en diciembre, y allí presencié un espectáculo extraordinario: la Policía intentó impedir que los «hombres del saco» entraran en la ciudad. Cuando estábamos en el pasillo, empujándonos y esperando que salieran los que estaban delante de nosotros, oí que el tío Egor hablaba en voz baja y con rapidez con su hija. —Empiezo a correr —susurró su hija. —Bien —dijo él en el mismo tono—. Nos veremos en casa de Nadya. En cuanto pisamos el andén, la hija del tío Egor desapareció debajo de un vagón del ferrocarril y no la volví a ver más. A ambos extremos de la plataforma había un cordón de guardias armados, esperando a los pasajeros que, según iban saliendo del tren, huían por todas partes. Es imposible describir la escena. Los soldados se lanzaron sobre la muchedumbre, agarrando brutalmente a individuos sueltos, sobre todo a las mujeres, y les arrancaban los sacos de la espalda y de las manos. El aire estaba saturado de gritos, lamentos, gemidos. Los que habían tenido la suerte de escapar, se

agitaban entre los coches y en las afueras de la estación y llamaban a gritos a los que iban a caer en manos de los guardias. —¡Por aquí, por aquí! —gritaban fieramente—. ¡Sophia! ¡Marusia! ¡Akulina! ¡Varvara! ¡Deprisa! ¡Corre! Los soldados hicieron varias descargas al aire con sus rifles para atemorizar a la muchedumbre, pero sólo consiguieron aumentar el pánico e intensificar el tumulto. La masa de fugitivos les lanzaba juramentos y blasfemias. Una mujer echaba espuma, por la boca, la sangre le corría por la mejilla, los ojos se le salían de las órbitas y arañaba ferozmente en la cara a un enorme marinero que la tenía sujeta en la plataforma mientras otros camaradas le arrancaban el saco. Yo no sé cómo salí de aquel atasco. De pronto me encontré llevado por la multitud de «hombres del saco» por el puente de Okhta, en dirección de la Perspectiva Suvorov. Allí, a una milla de la estación, empezaron a dispersarse, desapareciendo por calles laterales, ansiosos de entregar sus preciosos artículos a los clientes impacientes. Avancé cojeando, sin saber lo que hacía; mis pies helados me dolían horriblemente. Pensaba en lo que dirían mis compatriotas si supieran lo que le costaba a la población de Petrogrado conseguir sus artículos de primera necesidad de entre las fauces de los dirigentes «comunistas». Todavía pensativo, llegué a la plaza Znamenskaya, frente a la estación Nicholas, teatro de muchos sucesos feroces en los días de la gran revolución. Aún se veía el agujero en el techo de la estación desde donde la policía de Protopopoff había disparado con una ametralladora contra las masas. Yo presencié, la escena desde una habitación cerca de la esquina de la Nevsky. La muchedumbre descubrió a un policía en el tejado de la casa de enfrente. Le arrojaron por el parapeto. Cayó al pavimento con un golpe sordo y allí quedó inmóvil. Recuerdo que todo, al mirar en la plaza a aquel cuerpo muerto, me pareció muy tranquilo, aunque la canción monótona de la ametralladora continuaba sonando desde el tejado de la estación. Al día siguiente surgió una nueva canción en el corazón de la gente: una canción de esperanza y de libertad. Ahora reinará la Justicia, decía el pueblo, porque los procedimientos y la Policía zarista ya no existen.

Hoy, dos años más tarde, hacía una mañana de invierno tan gloriosa como la de aquel día de marzo de 1917. El sol se reía de los hombres. La canción de esperanza se había apagado y las caras de la gente llevaban impresas el hambre, la miseria, el terror, ¡el terror a aquella policía parecida a la zarista! Porque estos otros, que no habían hecho la Revolución, pero que fueron animados por los enemigos de Rusia a regresar para envenenarla, copiaron los procedimientos zaristas e hicieron suya la Policía zarista. ¡Las mujeres y los hombres que hicieron la Revolución, decían, eran los enemigos de la Revolución! Los metieron otra vez en la cárcel y blandieron otras banderas. Aquí, extendidas en la Perspectiva Nevsky, en esta mañana de invierno, todavía batían en la brisa los restos de sus banderas rojas desgastadas con las palabras con que habían sido engañados los obreros y los campesinos rusos. Todavía estaban allí, en mitad de la plaza, los restos en mal estado, destartalados, de las tribunas y los palcos que habían sido erigidos hacía cuatro meses para celebrar el aniversario de la revolución bolchevique. Las inscripciones no hablaban de los «prejuicios burgueses» de Libertad y Justicia, sino de la Dictadura del Proletariado (a veces hipócritamente llamada «la hermandad de los obreros»), de la guerra de clases, de la espada, de sangre, de odio y de la revolución mundial. Saliendo de mi amargo sueño, vi a mi lado al tío Egor, de quien me había separado en el tumulto en la estación del ferrocarril. Quise agradecerle y recompensarle por la comida y albergue que me había dado. —Tío Egor —le dije—, ¿cuánto le debo a usted? Pero el tío Egor movió la cabeza. No quería aceptar ninguna recompensa. —Nada, hijito —replicó—, nada. Y vuelva siempre que quiera. Miró alrededor y, bajando la voz, añadió cautelosamente: —Y si alguna vez necesita usted… escapar, o esconderse…, o algo así…, ya sabe usted, hijito, quién le ayudará.

Una hija de la tierra (campesina rusa)

Capítulo IX Metamorfosis

Nunca más volví a ver al tío Egor. Muchas veces me he preguntado qué habrá sido de él. Supongo que vive todavía y que ha salido ganando. El campesino ruso es, al fin y al cabo, el amo de la revolución rusa. Los bolcheviques se han enterado de ello con mucho pesar. Varios meses después quise pedirle ayuda para escapar, pero no pude. El tío Egor vivía en un lugar muy inaccesible, la línea de ferrocarril que recorría la zona se incluyó más tarde en la zona de guerra, viajar se hizo difícil, y a veces los trenes se paraban por completo. Había, además, otra razón por la que no quería visitar al tío Egor más que en caso de extrema urgencia. No me habría reconocido. Esto me hace volver a la misma historia. Al atravesar la ciudad en aquella fría mañana de febrero, sentí en la atmósfera una intranquilidad especial, una sensación de alarma. Pequeños grupos de guardias, letones y chinos en su mayoría, que corrían de un lado para otro, eran la evidencia de una actividad especial de la Comisión Extraordinaria. Compré los diarios comunistas, pero como siempre, no decían nada de que algo estuviera mal. Después me enteré de que en aquellos últimos días se habían hecho numerosos arrestos de supuestos contrarrevolucionarios y que simultáneamente se estaban tomando medidas para prevenir anticipadamente las huelgas de los obreros.

Por los escondidos caminos de siempre, llegué a mi piso vacío, «el Número 5». Aquel era el lugar donde yo confiaba que estaría más seguro al principio. De allí telefonearía al Periodista, al doctor y a unas cuantas personas más para enterarme si todo marchaba bien en sus casas. Si ninguno se «había puesto malo», o «se lo habían llevado al hospital», o «había recibido una visita inesperada de parientes del campo», iría a verles y a enterarme si había pasado algo importante durante mi ausencia. Aquella atmósfera de inquietud me hizo aproximarme a mi piso con cierta precaución. La calle estaba completamente desierta; el patio, tan maloliente como siempre, y sólo me encontré con un desgraciado, enfermo y sucio, que debía estar escarbando la basura de la esquina buscando algo que comer. Sus quijadas masticaban mecánicamente, y me miró con una mirada culpable, como cuando se descubre a un perro haciendo algo que no debe. Desde la ventana, según subía la escalera, le arrojé unas monedas, sin esperarme a ver si los recogía. Al llegar al «Número 5», me quedé escuchando atentamente a la puerta interior. No se oía nada. Iba a llamar a la puerta cuando me acordé del pobre diablo que había visto en el patio. Se me ocurrió una idea: le daría cuarenta rublos y le diría que subiera y llamara a la puerta. Yo me quedaría escuchando al pie de la escalera, y si oía voces desconocidas tendría tiempo de escapar. De todos modos, no detendrían a ese pobre desgraciado. Pero el hombre ya no estaba en el patio; me arrepentí de haberle arrojado el dinero, interrumpiéndole su almuerzo. ¡Mal momento para sentirme generoso! Volví a ascender las escaleras y pegué el oído a la puerta. ¡Thumb-thumb-thumb! Como no se oía nada, toqué con fuerza y volví a aplicar el oído a la puerta. Durante un rato hubo un profundo silencio. Volví a golpear la puerta con impaciencia, más fuerte aún. Luego oí que se acercaban pasos ahogados por el pasillo. Sin esperar a que abrieran salté abajo hasta el pie de la escalera. Fuera quien fuese el que abriera la puerta, pensé: al abrir y no encontrar a nadie, seguramente se asomaría por encima del pasamanos de hierro. Si era un extraño diría que me había equivocado de puerta y saldría corriendo. Sonó la llave en el cerrojo oxidado y la puerta se abrió. Unos pies descalzos se acercaron a la barandilla y una cara se asomó. Desde abajo, por

entre las barras, vi que era la cara poco inteligente de Grisha, el chico que estaba allí en vez de María. —Grisha —le llamé, subiendo las escaleras para preparar mi regreso—. ¿Eres tú? Las facciones inexpresivas de Grisha formaron una leve sonrisa. —¿Estás solo en casa? —le pregunté cuando llegué a su lado. —Solo. Grisha entró detrás de mí, echando de nuevo el cerrojo a la puerta interior. El aire estaba mohoso de la acumulación de polvo de tres semanas. —¿Dónde está María? Mira: la he traído un bonito par de zapatos nuevos. Y para ti una tableta de chocolate. Toma. Grisha cogió el chocolate y, dándome las gracias, rompió un trozo y se lo metió lentamente en la boca. —Bueno, ¿no hay nada nuevo, Grisha? ¿Todavía da vueltas el mundo? Grisha me miró y preparándose a hablar trasladó el contenido de su boca al carrillo. Por fin tragó y, con cierta dificultad, me hizo la siguiente inesperada pregunta. —¿Es usted Kr-Kr-Kry-len-ko? ¡Krylenko! ¿Cómo diablos conocía este chico mi nombre de Krylenko, o de Afirenko, o Markovitch u otro cualquiera? Él sólo me conocía como Ivan Ilitch, un amigo de su amo. Pero Grisha parece que lo tomó como un hecho. Sin esperar a mi respuesta, prosiguió: —Han venido otra vez a por usted esta mañana. —¿Quién? —Un hombre con dos soldados. —¿Preguntando por Krylenko? —Sí. —Y tú ¿qué dijiste? —Lo que usted me dijo, Ivan Ilitch. Que iba usted a quedarse mucho tiempo fuera y que posiblemente no volvería. —¿Y cómo has podido establecer una conexión entre Krylenko y yo? —Le describieron a usted. —¿Qué dijeron? Dímelo exactamente.

Grisha se apoyaba sobre un pie y después sobre otro, tratando de exprimir su cerebro para recordar. —Alto —así dijeron—, barba negra, pelo largo…, le falta un diente…, habla no igual que nosotros…, camina deprisa. ¿Podría estar inventándolo Grisha? No tenía suficiente ingenio para eso. Le pregunté minuciosamente cuándo habían ido por primera vez aquellos hombres, le hice repetir las preguntas y las respuestas y me convencí de que era cierto. Me conocían y estaban esperando mi vuelta. —Hoy han venido por segunda vez —dijo Grisha—. La primera vez fue hace varios días. Miraron por todos lados y abrieron todos los cajones, pero como los encontraron vacíos se marcharon. «Uyehal, se marchó, —dijo uno a los otros—. Aquí no hay nada; es inútil dejar aquí a nadie. ¿Cuándo volverá?, —me preguntó a mí—. Yo no lo sé, —contesté—. A lo mejor ya no vuelve.» Esta mañana temprano, cuando vinieron, les dije lo mismo. Después de pensarlo un momento me di cuenta de que no podía hacer sino una cosa. Tenía que abandonar el piso en seguida. Lo demás lo tendría que resolver en la calle. —Grisha —le dije— te has portado muy bien. Si alguien vuelve otra vez a preguntar por mí di que he abandonado la ciudad para siempre y que nunca volveré. ¿Lo sabe María? —María está en la hacienda. No la he visto desde hace dos semanas. —Bueno, pues dile lo mismo, porque es verdad. Adiós. Cuando llegué a la calle empecé a pensar. ¿No habría sido mejor decir a Grisha que dijese que no había estado nadie? Pero Grisha seguramente se haría un taco cuando le preguntaran y le tomarían por cómplice. Además, ya era tarde. Ahora se trataba de ver la manera de cambiar mi figura sin pérdida de tiempo. El lugar más cercano era la casa del Periodista. Si éste no me podía ayudar, me quedaría allí hasta la noche y entonces me iría a ver al doctor. Fui cojeando penosamente, me cubrí la cara con la bufanda como si tuviera dolor de muelas y así llegué a casa del Periodista. Gracias al cielo que vivía en el primer piso. Tenía que subir pocas escaleras. Desde la acera de enfrente a la casa observé bien el exterior de la fachada. Por los cristales se distinguía que no había nadie en el recibidor y nada

indicaba que hubiera ocurrido algo. Crucé la calle y entré. Los ladrillos del portal estaban sueltos y hacía tiempo que necesitaban arreglarse; pisé sobre ellos de puntillas sin apenas hacer ruido. Cuando ya tenía un pie puesto en el primer escalón, me quedé parado. ¿Qué era ese ruido en el primer piso? Escuché atentamente. Cuchicheos. Debía haber dos o tres hombres en el primer piso hablando en voz baja, y por la dirección de las voces era indudable que estaban delante de la puerta del Periodista. Percibí la palabra «ganzúa» y se pasaron unas llaves; uno de ellos debía estar insertándolas en la cerradura. Podían ser ladrones. Pero aquellos días en que la burguesía tenía poco de que ser despojada no se robaba mucho, y, además, ¿por qué iban a escoger el piso del Periodista para robar, y en pleno día? Era más probable que fueran a registrar el piso y que quisieran sorprender al dueño para no darle tiempo a esconder nada. De todos modos, ladrones o no, aquél no era lugar para mí. Di media vuelta y de puntillas salí a toda prisa del pasillo. Y fue una tontería apurarme, porque debía haberme acordado de que el suelo estaba estropeado. Las baldosas sueltas sonaron como adoquines. El ruido se oyó arriba y en seguida se escuchó el descenso de un par de pesadas botas. Como afuera estaría mejor que dentro de todos modos, no paré en mi carrera; pero al salir a la calle un fornido obrero, con una chaqueta de cuero cubierta de cinturones de cartuchos, me puso un revólver en la cabeza. Es una cuestión muy discutida cuál es el mejor procedimiento en un caso como éste: el de echarse a reír con gran audacia o asumir una expresión de completa imbecilidad. Si se practica bien, los dos procedimientos le sacarán a uno de cualquier apuro siempre que el adversario muestre un poco de duda. De mi apariencia derrotada de entonces a una expresión de estupidez completa faltaba poco, de modo que cuando el individuo cubierto de cartuchos me apuntó con el revólver y me preguntó qué iba a hacer allí, yo le devolví la mirada con los ojos asustados, las piernas temblando, los labios balbucientes y sin apenas poder hablar. —¡Quieto! —me gritó— ¿Qué quiere usted aquí? —Su voz era de amenaza. Miré inocentemente por encima de su cabeza al dintel de la puerta.

—¿Es… es éste el número 29? —tartamudeé yo, con mis facciones contorsionadas en una sonrisa idiota—. Es… que yo… yo… lo confundí con el número 39, que es el que busco. Gracias. Balbuceando y moviéndome como un imbécil, me alejé cojeando, como un inválido lisiado. A cada segundo esperaba que me gritara una orden para que me detuviese otra vez. Pero se quedó mirándome y yo recordé que había visto esa misma mirada en la cara de otro hombre a quien encontré en casa de Marsh el día de mi primera llegada a Petrogrado. Según iba tropezando, mirando con ojos parpadeantes los números de todas las casas, vi por el rabillo del ojo que el hombre había bajado el revólver. Luego se volvió y entró en el portal.

—Las hojas no están muy afiladas, por desgracia —observó el Doctor, sacando su máquina de afeitar «Gillette» y colocándomela en la mesa. —A mí todavía me afeitan, pero yo tengo una barbilla blanda. El hombre que entre de contrabando una caja llena de navajas de afeitar en este país hará su fortuna. Aquí tiene la brocha y jabón, el último pedazo. Era por la tarde de aquel mismo día. Yo estaba sentado en el despacho del Doctor delante de un espejo, preparándome para ejecutar una operación quirúrgica horrorosa, o sea, la extracción con una cuchilla de afeitar roma del apéndice hirsuto que durante casi seis meses me había adornado las mejillas, la barbilla y el labio inferior. El Doctor, como ustedes ven, todavía estaba en libertad. Aquel día, en que todo me salía mal, me acerqué a su casa con cierto miedo. Pero teníamos una señal para saber, antes de entrar en su casa, si todo marchaba bien. En la ventana había puesto una caja grande, como habíamos acordado, que se veía desde abajo: su ausencia sería una señal de peligro. El Doctor había propuesto esta señal para su seguridad tanto como para la mía. Él no tenía deseos de que yo entrara de pronto cuando él estuviera dando explicaciones a una delegación del número 2 de Goróhovaya, y no había casa en la ciudad que estuviera libre de estas visitas indeseables. Pero la caja estaba en la ventana, así que yo estaba en el piso.

Antes de operar con la maquinilla, reduje mi barba lo más posible con unas tijeras. Esto alteró bastante mi apariencia. Luego puse en juego la brocha y la hoja de afeitar. Cuanto menos hable de los dolores de aquella hora, mejor. El Doctor asumió después el papel de peluquero. Me cortó las melenas y, aunque apenas era necesario, tiñó mi pelo de color negro como el carbón con un tinte alemán que él tenía. Ya sólo me faltaba un detalle para completar mi transformación. Corté la solapa de la chaqueta que me iba a quitar y saqué un papelito que, al desenvolverlo, contenía el diente que me faltaba y que yo había guardado para esta ocasión precisamente. Un poco de algodón me sirvió perfectamente como tapón. Inserté el diente en la encía superior y lo que antes parecía una mueca diabólica se convirtió en una agradable sonrisa (eso espero) como la de cualquier otro individuo normal. Aquella persona afeitada, de pelo cortado, limpia, pero con el aspecto de un indigente, con gafas, que bajaba las escaleras vestido con un traje viejo del Doctor, se parecía tanto al maniático melenudo que había entrado allí cojeando el día anterior como a la cocinera que bajaba por las escaleras delante de él. La cocinera iba a conversar con el portero, si aparecía, para que no se apercibiera de que salía una persona que no había entrado nunca. Cuando la cocinera se colocó delante de la portería cubriendo con su persona la pequeña ventana de cristal de la puerta, a través de la cual él o su esposa siempre miraban, y empezó a saludar a los porteros alegremente, salí a la calle sin que me vieran. El Doctor me había procurado unas botas viejas, pero grandes, y con éstas podía andar despacio sin cojear. Además me hice de un bastón, lo cual me ayudó a parecer un enfermizo, mal nutrido «intelectual» del tipo estudiantil. Durante aquellos días en que por mi cojera no podía andar deprisa, pasé por muchos tumultos y asaltos a «especuladores» sin que nadie me molestara, y hasta crucé por puentes sin que siquiera me pidieran los papeles. Tardé varios días en acostumbrarme bien a mi nuevo aspecto. Muchas veces me detenía ante escaparates y vidrieras contemplando mi imagen y sonriendo divertidamente. Durante aquellas semanas y meses me encontraba frecuentemente con personas con quien había tratado y, aunque me miraban a la cara, no me reconocían.

Una semana más tarde iba yo caminando por la orilla del río cuando descubrí en la acera de enfrente al amigo de Melnikoff, el de Viborg, a quien yo había estado buscando en Finlandia: a Ivan Sergeievitch. Estaba muy bien disfrazado de soldado, con botas desgastadas y gorra raída. Le seguí con algo de incertidumbre, pasándole y repasándole varias veces para asegurarme. Tenía una cicatriz en la mejilla que me convenció completamente. Esperé hasta que llegó a la verja del jardín en el lado oeste del Palacio de Invierno y me coloqué detrás de él. —Ivan Sergeievitch —dije, en voz baja. Se paró bruscamente, sin volver la cabeza. —No se asuste —continué—. Entre usted al jardín que pronto me reconocerá. Me siguió cautelosamente a unos pasos de distancia y nos sentamos en un banco, entre unos arbustos. Por aquel jardincito habían paseado antes los emperadores y las emperatrices que ocuparon el Palacio de Invierno. Antes de la Revolución, muchas veces pensaba yo qué habría detrás de aquellos muros y verjas con monogramas imperiales. Pero no había más que un pequeño recinto llano, con paseos sinuosos, arbustos y una fuente pequeña. —¡Dios mío! —exclamó Ivan Sergeievitch, asombrado, cuando le convencí de mi identidad—. ¿Es posible? Nadie le reconocería. A usted precisamente es a quien he venido buscando. —¿A mí? —Sí. ¿No sabe usted que Zorinsky está ahora en Finlandia? ¡Zorinsky otra vez! Aunque sólo había pasado una semana, a mí me parecía que hacía una eternidad desde que crucé la frontera. Zorinsky pertenecía ya al pasado lejano, puesto que yo era otra persona. Me asombré del poco interés que este nombre despertó en mí. Yo estaba completamente ocupado en una nueva situación política que había surgido. —¿Ah, sí? —contesté—. Yo he estado en Finlandia recientemente, en parte para hablarle a usted de este mismo señor. Vi a su mujer. Pero parece que nadie sabe nada de él y ya ha cesado de interesarme. —No tiene usted idea de lo cerca que ha estado usted de caer, Pavel Pavlovitch. Le voy a contar a usted lo que sé. Cuando mi mujer me enteró de que Varia estaba arrestada y de que usted estaba en contacto con Zorinsky

regresé a Finlandia y, aunque los bolcheviques me han condenado a muerte, he venido a Petrogrado. Porque sabe usted, Zorinsky… E Ivan Sergeievitch me descubrió una historia verdaderamente extraña. Ya he olvidado algunos detalles, pero era, más o menos, así: Zorinsky, bajo otro nombre, había sido oficial en el antiguo ejército. Se distinguió por su bravura en el frente y por sus borracheras fuera de las batallas. Durante la guerra sufrió pérdidas financieras, se complicó en un intento de estafa y más tarde le pillaron haciendo trampas a las cartas. Le invitaron a dimitir de su regimiento, pero después le rehabilitaron en vista de sus servicios militares. Otra vez se distinguió en la batalla y poco antes de la revolución le expulsaron definitivamente por mala conducta. Durante 1917 le fallaron no sé qué grandes negocios de carácter especulativo. Desapareció durante algún tiempo, pero en el verano de 1918 se le volvió a ver en Petrogrado, viviendo bajo varios nombres, escondiéndose ostensiblemente de los bolcheviques. A pesar de que los negocios le solían salir mal, él siempre vivía muy bien. Esto y su extraña conducta hicieron sospechar de él a Ivan Sergeievitch. Le hizo vigilar y pudo comprobar que estaba, sin dudarlo, tratando de entrar en varias organizaciones contrarrevolucionarias, empleado por los bolcheviques. Poco después detuvieron a Ivan Sergeievitch en circunstancias que demostraban claramente que sólo Zorinsky le podía haber traicionado. Pero logró escapar la misma noche en que iban a fusilarle. Se tiró por el parapeto del Neva al río. En Finlandia, adonde huyó, conoció e hizo una estrecha amistad con Melnikoff, quien después del asunto de Yaroslav y de su huida había ayudado a establecer un sistema de comunicación con Petrogrado y, de cuando en cuando, visitaba él mismo la ciudad. —Yo, naturalmente, hablé a Melnikoff de Zorinsky —dijo Ivan Sergeievitch—, aunque no sospechaba que Zorinsky le descubriría. Pero nos ha ganado a los dos. —Entonces —pregunté yo—, ¿por qué alternaba Melnikoff con él? —Si no le ha visto nunca, por lo que yo sé. —¡Qué! —exclamé—. Pero si Zorinsky decía que le conocía mucho, y siempre le llamaba «mi viejo amigo».

—Es posible que Zorinsky haya visto a Melnikoff, pero que yo sepa, nunca le ha hablado. Melnikoff era amigo de cierta Vera Alexandrovna X., que tenía un café secreto; ¿lo conoció usted? ¡Ah, si yo hubiera sabido que Melnikoff le había enseñado el café, le habría prevenido! Por otras personas que escaparon de Petrogrado me enteré de que Zorinsky también frecuentaba el café. Estaba tratando de coger a Melnikoff. —¿Quiere usted decir que le traicionó deliberadamente? —Evidentemente. Ate usted los cabos y verá. Melnikoff era un contrarrevolucionario conocido y muy temido. Zorinsky estaba al servicio de la Comisión Extraordinaria y, sin duda, cobraba bien. También traicionó a Vera Alexandrovna y a su café. Por lo visto, le daban tanto por cabeza. De esto me enteré por otras personas. —Entonces, ¿por qué no me traicionó también a mí? —pregunté yo, incrédulo. —Usted le daba dinero, ¿verdad? Le conté a Ivan Sergeievitch toda la historia. Cómo conocí a Zorinsky, su oferta de salvar a Melnikoff, los sesenta mil rublos y otros pagos diversos para «gastos», que hacían unos cien mil rublos en total. También le conté las informaciones importantísimas y precisas que me había proporcionado Zorinsky. —Sí, eso es muy típico de él —dijo Ivan Sergeievitch—. Trabajaba para los dos lados. Por lo visto calculó que le podría sacar a usted hasta los cien mil rublos. Por eso se ha ido ahora a Finlandia. Algo le debe de haber pasado a usted aquí, porque él quería fingirse su salvador y no dejarle regresar a Rusia. ¿No es verdad que algo le ha ocurrido? Le conté que habían descubierto el piso del Periodista y el «N.º 5»; pero, a menos que me hubiera seguido sin que yo me diera cuenta, no había razón alguna para creer que Zorinsky hubiera descubierto estas direcciones. Desde luego, el nombre Krylenko sólo podía haberlo descubierto él. Pero ¿de dónde había sacado las direcciones? Entonces recordé que siempre que había telefoneado a Zorinsky lo había hecho desde el «N.º 5» o desde la casa del Periodista, los únicos sitios donde podía hablar sin que me oyeran. Se lo dije a Ivan Sergeievitch.

—¡Ah! —contestó éste, obviamente considerando la evidencia como concluyente—. Claro, preguntó su número de teléfono inmediatamente después de la conversación. Pero no le habría traicionado mientras le siguiera usted pagando. Además, seguramente esperaba descubrir algún día una gran organización. En cuanto a traicionarle a usted, podía hacerlo en cualquier momento, y la recompensa la tenía segura. Podía sacarle quizás otros cien mil rublos más. En Finlandia fingiría salvarle a usted y de este modo le sacaría una buena suma por el servicio. Cuando se enteró de que usted acababa de marchar, se puso furioso. Desde las ventanas del Palacio de Invierno nos miraban con ojos curiosos. Dos figuras sentadas durante tanto tiempo en un día frío entre los arbustos empezaría a despertar sospechas. Nos levantamos y salimos hacia el embarcadero. Nos sentamos en un banco de piedra a la orilla del rio y Sergeievitch me contó muchas cosas de gran importancia. De esta conversación surgió un conjunto de asociaciones completamente nuevo. También me dijo que acababan de poner en libertad a Varia y que él se la iba a llevar con él atravesando la frontera a Finlandia aquella noche. No había podido encontrar a Stepanovna, pero suponía que estaría con amigos. Yo le prometí comunicárselo en cuanto supiera de ella. —¿Usted cree que Zorinsky volverá a Rusia? —le pregunté. —No tengo idea —contestó; luego, mirando, divertido, mi transformación física, añadió: —¡Pero no tenga usted miedo de que le reconozca! Esta es la extraña historia de Zorinsky que me contó Ivan Sergeievitch. Nadie me la confirmó, excepto el Doctor, que no conocía a Zorinsky. Pero yo no tenía razones para ponerla en duda. Desde luego estaba de acuerdo con mi propia experiencia. Era uno de muchos. Como dijo Ivan Sergeievitch: «No hay pocos Zorinskys, y ellos son la ruina y la vergüenza de nuestra clase.» Por dos veces, más tarde, las circunstancias me hicieron recordar a este singular personaje que, según se supo, regresó a Rusia. La primera vez me enteré por unos amigos de Ivan Sergeievitch que Zorinsky me creía de vuelta en Petrogrado y que había contado a no sé quién, con frases de gran admiración, que él mismo me había visto por la

Perspectiva Nevsky, en un coche con lacayos, en compañía de ¡uno de los principales comisarios bolcheviques! La segunda vez fue meses más tarde. Le vi en un portal, muy elegante, con una chaqueta azul y pantalones de sport, montando en una motocicleta. Yo iba a descender de un tranvía y se cruzaron nuestras miradas. Yo me detuve y me mezclé entre los pasajeros. Yo iba vestido de soldado rojo y no podría haberme reconocido por mi exterior, sino por otra circunstancia especial. Bajo la influencia de una emoción súbita, algunas veces se establece una comunicación telepática entre las personas, sin palabras, incluso a pesar de la distancia (es posible que sólo fuera imaginación). Mi imaginación. A mí me ha ocurrido varias veces. Con razón o sin razón, en aquel momento sospeché que había ocurrido. Me metí en el tranvía hasta la plataforma anterior y al mirar por encima de las cabezas de los pasajeros imaginé (es posible que sólo fuera imaginación), que los ojos de Zorinsky también estaban mirando por encima de las cabezas de los pasajeros hacia mí. No esperé a asegurarme. El incidente ocurrió en la Perspectiva Zagorodny. Al pasar por la estación Tsarskoeselsky salté del tranvía en marcha, me escondí detrás de él hasta que pasó Zorinsky y cogí otro que iba en dirección contraria. Al llegar a la estación me senté entre la multitud de campesinos y «especuladores», hasta que anocheció. Más tarde me enteré de que los bolcheviques habían fusilado a Zorinsky. Si es cierto, fue un final irónico y justo de su carrera. Es posible que le descubrieran sirviendo a varios amos. Pero la noticia me impresionó muy poco, porque ya había cesado de importarme si fusilaban a Zorinsky o no.

Capítulo X La Esfinge

Una narración detallada de mis experiencias durante los siguientes seis meses pasaría las dimensiones a que tengo que limitar este libro. De algunas de ellas espero hacer más tarde una historia. Porque encontré a otros «Stepanovnas», «Marías» y «Periodistas», en los que confié tan completamente como con los primeros, y me ayudaron en momentos de apuro con mucha eficacia. También me encontré con sinvergüenzas; pero aunque el número 2 Goróhovaya me cogió muy de cerca, más de cerca que por medio de Zorinsky —y una o dos veces la cosa se puso muy seria— he sobrevivido para narrar la historia. En parte, mi salvación se debe a que me habitué a tomar precauciones para evitar que me descubrieran. Sólo una vez tuve que destruir documentos de valor, y de los mensajeros que, con un grave riesgo, llevaban mis comunicaciones de Finlandia a Rusia sólo dos dejaron de llegar. Seguramente fueron cogidos y fusilados. Pero los mensajes que llevaban estaban escritos de tal modo que era imposible enterarse de nada. Yo escribía generalmente por la noche, con letra muy menuda, en papel de calcar, y siempre tenía a mi lado una bolsita de goma con plomo en el fondo. En caso de alarma podía meter todos mis papeles en aquella bolsita y en treinta segundos la habría sumergido en un barreño con ropa mojada o en la cisterna del retrete. Tratando de descubrir armas o documentos

incriminatorios, he visto registrar muchas veces cuadros, tapices, estanterías, todo; pero a nadie se le ha ocurrido meter la mano en un barreño de ropa mojada o en un retrete. Por influencia de unos amigos pude conseguir un puesto de dibujante en una fábrica de las afueras de la ciudad. Un pariente de uno de los jefes de aquella fábrica, cuya firma figuraba en mis papeles y a quien los bolcheviques conocen muy bien, fue a verme hace poco en Nueva York. Le enseñé algunas de mis notas; él me advirtió que, aunque había desfigurado algunas cosas, todavía podían descubrir a varias personas que habían tomado parte en mis asuntos, pues la mayoría de éstas viven con sus familias en Rusia. En vista de eso suprimí aquellas notas. Por las mismas razones me contengo en dar detalles de algunos miembros del regimiento rojo al que finalmente fui asignado. Me enteré por los elementos militares que estaban a mi disposición de que en breve iban a movilizar a los hombres de mi edad y enviarlos al frente del Oeste, donde los avances de Kolchak significaban una seria amenaza. En vista de eso pedí mi admisión como voluntario en el regimiento de un oficial conocido mío, estacionado a poca distancia de Petrogrado. Hubo cierta vacilación forzada antes de recibir la contestación, debido a que había que tener en cuenta la personalidad del comisario del regimiento: un fanático comunista que a toda costa quería que despacharan su regimiento a cumplir sus deberes contra Kolchak. Pero en el momento crítico ascendieron a este hombre a un puesto superior, y el comandante logró que nombraran para su regimiento a un comisario de poca convicción comunista que más tarde se hizo tan antibolchevique como él. Ya explicaré más adelante cómo obligaron a mi comandante, un oficial zarista, que detestaba y temía a los comunistas, a servir en el ejército rojo. Sin embargo, a pesar de sus mal disimuladas simpatías, este señor logró conquistar el favor de Trotsky de la manera más inesperada y extraña. Le ordenaron impedir el avance del general «blanco» Yudenitch, destruyendo puentes estratégicos, y él resolvió volar el puente equivocado y, si era posible, cortar la retirada a los rojos y asistir al avance de los «blancos». Pero por pura equivocación, resultó que la compañía que envió para realizar la

operación voló el puente correcto, y de este modo se cortó el avance «blanco». Durante varios días mi comandante estuvo tirándose de los pelos y llorando en secreto; sobre todo, porque tenía que elogiar a sus hombres para cubrir las apariencias. Su pena se intensificó cuando recibió una comunicación oficial del Cuartel General del Ejército aplaudiendo su oportuna ejecución y la organización comunista le invitó oficialmente a unirse a la jerarquía del Partido Comunista. A mi comandante le pareció que no se le podía haber hecho una ofensa mayor que aquel honor bolchevique, no solicitado. No entendía que yo le aconsejara que aprovechase aquella maravillosa oportunidad y se uniera al Partido. Aunque dentro de Rusia se creía que los ejércitos «blancos» se componían de cruzados nobles, yo tenía informes del estado de desorganización que reinaba entre ellos y dudaba mucho de que el error de mi comandante hubiera alterado materialmente el curso de los acontecimientos. El comisario, a quien no le importaban ni los unos ni los otros, era el que veía la ironía de la situación. Él también aconsejaba al comandante que controlase sus sentimientos y viese la gracia del asunto. De esto resultó que el que había intentado ser traidor a la causa seudoproletaria se hizo comunista y, combinando su persuasión con la del comisario, logró mantener al regimiento fuera de acción durante varias semanas. La confianza que había ganado le facilitó convencer al Cuartel General de que el regimiento se necesitaba urgentemente en la capital para reprimir sublevaciones que amenazaban estallar. En realidad, cuando estallaban disturbios se les combatía con tropas del Sur o del Este, porque se sabía que las tropas originarias de Petrogrado o Moscú no dispararían sobre sus paisanos. Hasta entonces yo había evadido el servicio militar todo lo que me fue posible por temor a que me estorbase en mi trabajo de espionaje. Pero resultó todo lo contrario. No solamente gozaba de más libertad para entrar en todas partes, y preferencia sobre los civiles al solicitar alojamiento, entretenimiento o billetes de viaje, sino que me daban raciones alimenticias bastante superiores en cantidad y calidad a las de la población civil. Con anterioridad yo había recibido tan sólo media libra de pan al día y había tenido que tomar mi escasa cena en un asqueroso comedor comunal,

pero como soldado del ejército rojo recibí, además de una cena y otras cosas que no vale la pena mencionar, una libra y, a algunas veces, una libra y media de pan negro aceptablemente bueno, que por sí solo ya era suficiente, acostumbrado como estoy a una dieta escasa, para subsistir con una relativa comodidad. El comandante era buena persona, muy nervioso, y se encontraba fuera de lugar en «el partido»; pero pronto se habituó a él y disfrutó de sus muchos privilegios. A mí me ayudaba mucho. Varias veces me mandaba a sitios donde yo tenía interés en ir, encomendándome misiones largas, como la compra de cubiertas para automóviles, que eran imposibles de obtener, o literatura de varias clases; yo podía dedicar mi atención casi por entero a analizar la situación política y económica. Como soldado rojo me mandaron a Moscú, y allí consulté con el Centro Nacional, la organización política más prometedora, cuyo objeto era componer un programa de gobierno aceptable para todo el pueblo ruso. En vista de su carácter democrático, los bolcheviques persiguieron esta organización encarnizadamente, y por último cogieron a sus miembros, de los cuales muchos eran socialistas, y los fusilaron[33]. Desde Moscú también recibía copias con regularidad de los informes sobre la situación general que se enviaban a los comisarios del pueblo soviético. Pero aquí no voy a hablar de todo eso; las indicaciones que recibí por medio de mensajes desde el extranjero para investigar todo el campo de la administración soviética, porque sería demasiado extenso. Es el presente y el futuro inescrutable lo que me fascina más que el pasado. Me ocuparé principalmente de los campesinos, del ejército y del «Partido». Porque la estabilidad del régimen bolchevique depende especialmente de su habilidad o inhabilidad de controlar el ejército, mientras que el futuro está en las manos de esa masa inarticulada de trabajadores campesinos tan justamente llamada la «Esfinge Rusa».

Capítulo XI El Ejército Rojo

El día que entré en mi regimiento me puse un uniforme del ejército rojo, que consistía en una camisa kaki, calzones amarillos, un par de buenas botas que compré a otro soldado (entonces el ejército no te surtía de botas) y un gabán gris del ejército. En la gorra llevaba la insignia del ejército rojo: una estrella roja con el martillo y la hoz. No podía decirse que fuera el uniforme regular del Ejército Rojo, aunque podría considerárselo así tanto como a cualquier otro. A excepción de las tropas escogidas vestidas, como corresponde, con lo mejor que las tiendas del ejército podían ofrecer, los reclutas y sus mandos vestían cualquier cosa, y a menudo sólo calzaban zapatillas de fibra vegetal en lugar de botas. Hay una amarga ironía y un mundo de interpretaciones en el hecho de que en 1920, cuando observé de nuevo al ejército rojo desde el frente polaco me encontré a muchos de los miles que desertaron a los polacos con uniformes británicos que habían sido suministrados, junto con tanto material de guerra, a Denikin. «Tovarishtch Kommandir, —diría yo al presentarme ante mi comandante —, pozvoltye dolozhitj…. Camarada Comandante, permítame informarle que la tarea asignada ha sido ejecutada». «Bien, camarada y tal y tal,» sería la respuesta. «Escucharé su informe inmediatamente, —o—: Manténgase preparado a tal o cual hora para mañana».

La terminología del antiguo ejército, al igual que la nomenclatura de muchas calles de las capitales, ha sido modificada y la palabra «comandante» sustituida por «oficial». Cuando estábamos solos yo no decía «Camarada Comandante» (a menos que fuera de broma) sino que lo llamaba «Vasili Petrovitch», y él se dirigía a mí también por mi nombre de pila y el apellido. «Vasili Petrovitch, —le pregunté un día—, ¿qué te hizo unirte al Ejército Rojo?» «¿Crees que tenemos alguna opción?, —respondió—. Si un oficial no quiere que le disparen, obedece la orden de movilización o huye del país. Y sólo aquellos que no tienen familia que dejar atrás pueden darse el lujo de huir». Sacó un grueso sobre de su bolsillo, y revolviendo entre la masa de documentos sucios e irregulares, desplegó un papel y lo colocó ante mí. «Es una copia de un documento que me hicieron rellenar y firmar antes de que me dieran el puesto. Todos tenemos que firmarlo, y si te descubrieran aquí, habría sentenciado la vida de mi esposa y la mía». El papel mecanografiado en el que había que rellenar detalladamente el nombre, el rango en el antiguo ejército, el rango actual, el regimiento, el domicilio, etc. estaba sin cubrir. Le seguía un espacio en el que el oficial recién movilizado daba una lista exhaustiva de sus familiares, con sus edades, direcciones y ocupaciones; mientras que en la parte inferior, tras un espacio para la firma, figuraban las siguientes palabras: Por la presente declaro que soy consciente de que en caso de deslealtad hacia el Gobierno soviético, mis familiares serán arrestados y deportados. Vasili Petrovitch extendió sus manos, encogiéndose de hombros. «Preferiría ver a mi esposa y a mis pequeñas hijas fusiladas, —dijo con amargura—, en lugar de que las envíen a un campo de concentración rojo». Se supone también que debo hacer que mis subordinados firmen estas declaraciones. Agradable, ¿verdad? Se imagina, supongo, agregó, ¿que el nombramiento para un puesto de cualquier responsabilidad está ahora condicionado a tener parientes cerca que puedan ser arrestados? (Esta orden había sido publicada en la prensa.) «Lo más afortunado hoy en día es no tener amigos y estar en la miseria, entonces no puedes hacer que fusilen a tu gente. O actuar según el principio bolchevique de que la conciencia, como la

libertad, es un “prejuicio burgués”. Entonces puedes trabajar para el No. 2 Goróhovaya y hacer fortuna». No sólo mi comandante, sino la mayoría de los hombres de mi unidad hablaban así entre ellos, aunque en voz baja, por temor a los espías bolcheviques. Un hombre menudo que había sido enrolado en el regimiento se mostró inusualmente abierto. Mecánico en una fábrica de la ciudad de Viborg, su franqueza era tal que al principio sospeché que era un provocateur pagado por los bolcheviques para hablar mal de ellos y así desenmascarar a sus partidarios. Pero no era de esa clase. Un día lo escuché contar la historia de cómo habían sido movilizados él y sus compañeros. «Tan pronto como nos movilizamos,» dijo, «nos siguieron a todo tipo de reuniones. El sábado pasado en la Narodny Dom (la sala más grande de Petrogrado) Zinóviev nos habló durante una hora y nos aseguró que íbamos a luchar por los obreros y campesinos contra los capitalistas, imperialistas, banqueros, generales, terratenientes, sacerdotes y otros chupasangres. Luego leyó una resolución en la que cada soldado rojo juraba defender el Petrogrado rojo hasta la última gota de sangre, pero nadie levantó la mano excepto unos pocos en las primeras filas que, por supuesto, habían sido situados allí para votar a favor. Cerca de mí escuché a varios hombres gruñir y decir: ¡Basta! No somos ovejas, y sabemos para qué clase de libertad queréis usarnos como carne de cañón». ¡Un hijo de puta, ese Zinóviev! —exclamó el hombrecillo, escupiendo asqueado—; al día siguiente —¿qué te parece?— leeremos en el periódico que diez mil soldados recién movilizados habían aprobado por unanimidad una resolución para defender lo que Zinóviev y Lenin llaman el «Gobierno de los Obreros y Campesinos». Pocas personas se atrevieron a ser tan francas como esta, pues todos temían que los cuatro o cinco comunistas que estaban vinculados al regimiento escucharan a escondidas e informaran de cualquier comentario perjudicial para los bolcheviques. Uno de estos comunistas era judío, algo raro en las filas del ejército. Desapareció cuando el regimiento fue trasladado al frente, sin duda por haber recibido otro encargo de naturaleza similar en un lugar seguro de la retaguardia. Los únicos cargos dentro del ejército rojo que tienen los judíos sin importar su número son los puestos políticos de comisarios. Una de las razones por las que parece haber tantos judíos en la

administración bolchevique es que casi todos están empleados en la retaguardia, en particular en aquellos departamentos (como los de alimentación, propaganda, economía pública) que no se ocupan de los enfrentamientos armados. Es en gran medida a la facilidad con la que los judíos bolcheviques evaden el servicio militar y a la arrogancia que algunos de ellos muestran hacia los rusos, a quienes desprecian abiertamente, a que se debe el intenso odio hacia ellos y por la creencia popular en Rusia de que el bolchevismo es una «conspiración organizada» judía. Por supuesto, también hay muchos judíos que se oponen a los bolcheviques, y muchos de ellos están en prisión. Pero esto no es muy conocido, pues al igual que los antibolcheviques rusos, no tienen medios para expresar sus opiniones.

Leo Bronstein, el genio del ejército rojo, ahora universalmente conocido su seudónimo de Trotsky, que suena más ruso, es el segundo del triunvirato «Lenin, Trotsky, Zinoviev» que guiaba el destino de la revolución rusa y mundial. Que el orden de precedencia que se acepta no sea «Trotsky, Lenin y Zinóviev» debe ser hiel y ajenjo para el alma de Trotsky. Su primera característica que destaca en él es la ambición desmesurada; la segunda, el egoísmo, y la tercera la crueldad. Las tres están agudizadas por una inteligencia e ingenio extraordinarios. Según sus compañeros más cercanos de tiempos pasados, su naturaleza no está en absoluto desprovista de cordialidad, pero sus muestras de afecto están completamente subordinadas a la promoción de sus ambiciosos proyectos personales, y abandona a amigos y parientes por igual, como lo haría con la ropa, en el momento en que han servido a su propósito. Un compañero de escuela, compañero de presidio y colega político de Trotsky, el doctor Ziv, que durante años compartió con él sus labores públicas y privadas, le acompañó en el destierro y estuvo también con él en Nueva York, describe su carácter de la manera siguiente: «En la psicología de Trotsky no hay elementos correspondientes a los conceptos ordinarios de brutalidad o humanidad. En el lugar de éstas hay un vacío… Para él los hombres son meras unidades —cientos, miles, cientos de miles de unidades—, por medio de las cuales puede satisfacer su “Wille zur

Macht[34]” Para Trotsky es un detalle sin importancia el que el logro de sus fines proporcione a la multitud una vida de felicidad suprema o, que sin piedad, la aplaste o extermine; la importancia de este detalle no lo determinan sus simpatías o antipatías, sino las circunstancias accidentales del momento.»

Retrato de Trotsky. El mismo escritor refiere cómo Bronstein escogió su seudónimo. Su actual nombre «Trotsky» pertenecía al jefe de la prisión zarista de Odessa, donde Bronstein y el doctor Ziv estuvieron presos. Este último describe al carcelero como «una figura majestuosa, apoyado en su largo sable, observando sus dominios con la vista de águila de un mariscal y sintiéndose como un pequeño Zar[35]». El motivo que impulsó a Trotsky a emplear este seudónimo es peculiar, «Llamándose Bronstein significaría de una vez por todas colocarse la odiada etiqueta que designa su origen judío, y esto era precisamente lo que él quería que la gente olvidara completamente lo antes posible.» Esta interpretación es de más valor si se tiene en cuenta que el escritor doctor Ziv es un judío. En la creación y control de una enorme maquinaria militarista, Trotsky ha podido ejercer hasta ahora su energía superhumana y su indomable voluntad. Trataba a los campesinos y obreros como a ganado, y, naturalmente desde casi sus inicios, procuró persuadir a los expertos oficiales zaristas, mediante coacción o por medio de propuestas atractivas y de favores, y de cuyos conocimientos técnicos no se podía prescindir, para que sirvieran a la bandera roja. Sus ideas de «un ejército democrático» y «de armar a todo el proletariado», cuya demanda, junto con la de la Asamblea Constituyente, mediante las cuales Trotsky y sus asociados llegaron al poder, las abandonó en cuanto lograron servir a su propósito. Se introdujeron las mismas medidas empleadas por el ejército zarista para combatir el robo y el pillaje a gran escala —un fenómeno inevitable resultante de la agitación bolchevique— y con una severidad todavía mayor. Los comités de soldados fueron suprimidos con rapidez. Los comandantes «revolucionarios» de 1918, sin entrenamiento ni cualificados para el mando, fueron destituidos y reemplazados por «especialistas», es decir, por oficiales del ejército zarista, pero vigilados de cerca por comunistas cuidadosamente seleccionados. La fuerza del ejército rojo ahora reside indudablemente en su cuerpo de oficiales. Cuando se hizo cada vez más patente que eran indispensables los

conocimientos de militares expertos, se frenó un poco aquella actitud violenta contra los oficiales zaristas, que, como burgueses, era de desprecio y hostilidad, y se moderó en un deseo evidente de reconciliación. El curioso fenómeno fue observado por una prensa roja cerril, que seguía complaciendo a las masas, que denunciaba a todos los oficiales zaristas, llamándoles, «cerdos contrarrevolucionarios», mientras al mismo tiempo Trotsky, en secreto, tendía tímidamente a estos mismos «cerdos» la rama de olivo, hablándoles en tonos conciliatorios y hasta respetuosos. Les dijo que era natural que como pertenecían a «la vieja escuela» no podrían aceptar en seguida todas las innovaciones del régimen «proletario», que esperaba que con el tiempo se adaptasen a él, y que si entretanto prestaban «sus conocimientos a la revolución», sus servicios serían debidamente reconocidos. Un oficial, amigo mío, que participó en la reunión siendo un alto funcionario del Almirantazgo me decía después de un mitin extraordinario de comisarios y especialistas navales de la flota báltica, en el cual Trotsky abolió el sistema de comités y restauró la autoridad de los oficiales: «Nos era difícil creer que fuera Trotsky el que nos hablaba. Todos estábamos sentados alrededor de la mesa, con gran expectación los oficiales a un lado y los comisarios comunistas a otro. Los oficiales estábamos silenciosos, porque no sabíamos para qué nos habían llamado; pero los comisarios, vestidos con sus chaquetas de cuero, se habían tumbado sobre las mejores sillas y estaban fumando, escupiendo y riendo estrepitosamente. De pronto se abrió la puerta y entró Trotsky. Yo no le había visto nunca y me sorprendió mucho. Iba vestido con el uniforme completo de un oficial ruso, sólo que no llevaba charreteras. El traje no le sentaba bien, pero él se sostenía erecto, en postura de líder, y cuando todos nos levantamos para recibirle, el contraste entre los comisarios, que Trotsky mismo había nombrado, y él, era sorprendente. Cuando empezó a hablar todos nos quedamos de una pieza —y así le sucedió también a los comisarios—, porque, dirigiéndose a nuestro lado de la mesa, no nos llamó “camaradas”, sino “caballeros”; nos dio las gracias por nuestros servicios y nos aseguró que se hacía cargo de las dificultades morales y físicas de nuestra situación. Luego, y para nuestra sorpresa, se volvió hacia los comisarios y les lanzó un torrente de injurias violentas, tal y

como hoy en día estamos acostumbrados a escuchar. Los llamó holgazanes y preguntó con qué motivo se atrevían a sentarse en su presencia con las chaquetas todas desabrochadas; total, que les hizo encogerse como a perros. Nos dijo que los comités navales quedaban abolidos; que desde entonces los comisarios sólo tendrían poderes de control político; pero ninguno en cuestiones puramente navales. Estábamos todos tan asombrados, que yo creo que si Trotsky no fuera un judío todos los oficiales, sin excepción, le habrían seguido.» La situación de los oficiales era realmente lamentable, especialmente la de los que tenían mujeres y familia. Era muy difícil huir con la familia, y si huían solos las familias eran arrestadas en cuanto se apercibían de la falta del oficial. Permaneciendo en el país, su situación no era mejor. La huida para evitar ser movilizado o el incumplimiento en el servicio condujeron a represalias contra sus familiares y amigos. Los enfoques de Trotsky no eran un esfuerzo para hacerlos servir —eso era inevitable— sino para inducirlos a servir bien. Sólo con sus persuasiones podría haber servido de poco. Sin embargo con el paso del tiempo, la amarga decepción por los continuos fracasos de los Blancos, y el creciente disgusto por el efecto de la intervención de los aliados, que se sumaba al terror constante, llevó a muchos a la desesperación y a algunos al servicio con convicción en las filas rojas, creyendo que sólo con la conclusión de la guerra (independientemente de la derrota o la victoria) se podría modificar el régimen existente. Creo que el número de los que están sirviendo realmente, bajo la convicción de que el orden actual de las cosas es una fase pasajera, es considerablemente mayor de lo que generalmente fuera de Rusia se supone. Uno de los espectáculos más despreciables que yo he visto, fue el arresto de un grupo de mujeres como rehenes porque se sospechaba que sus maridos se ocupaban en actividades antibolcheviques. Recuerdo especialmente a un grupo de estas prisioneras porque conocía a una o dos de ellas. Todas eran unas damas con la marca de la educación y la elegancia, y con el sufrimiento reflejado en sus semblantes. Llevaban tres o cuatro niños que, supongo yo, no habían querido separarse de sus madres. Bajo el caluroso sol de verano caminaban por la calle vestidas con los restos de sus buenos trajes, y con los zapatos sin tacones, cargadas con sacos y paquetes que contenían las

pertenencias que se les permitía llevar a la cárcel. De pronto una de las mujeres se desmayó y cayó. El grupo hizo alto. Sus compañeras la llevaron a un asiento, mientras que la escolta las miraba, como aburrida de todo el asunto. Se veía que los guardias no eran violentos sólo estaban obedeciendo las órdenes recibidas. Cuando se pusieron nuevamente en movimiento, uno de los guardias cargó con el saco de la señora. Yo estaba bajo los árboles del Jardín de Alexander, observando aquella triste procesión con la desesperación impresa en el rostro, que lentamente atravesaba la calle y desaparecía por la oscura apertura del número 2 Goróhovaya. Mientras tanto, se les informó a sus maridos e hijos que un solo acto evidente por su parte contra los ejércitos Blancos o contrarrevolucionarios sería suficiente para asegurar la liberación de sus mujeres, así como que un buen servicio continuado les garantizaría no sólo la libertad personal, sino el aumento de las raciones y el evitar que sean molestados en sus hogares. Esto último significa mucho cuando los obreros o los soldados pueden aparecer sin previo aviso y en cualquier momento, ocupando tus mejores habitaciones, mientras que tú y tu familia os veis obligados a retiraros a una sola habitación, tal vez únicamente a la cocina.

Los dos ejércitos rusos. El «Rojo» y el «Blanco» Tal coacción contra los oficiales mostraba una astuta comprensión de la psicología de los ejércitos blancos. Una sola acción evidente de un oficial del viejo ejército en favor de los bolcheviques era suficiente para condenar para siempre a ese oficial a los ojos de los blancos, quienes parecían no tener consideración alguna por la dolorosa y a menudo desesperada posición en la que se colocaba a esos oficiales. Esto fue lo que preocupó a mi comandante después de su destrucción accidental del puente correcto. Me han dicho que el ejército de Denikin fusiló al hijo del general Brusilov únicamente porque lo encontraron al servicio de los rojos. La estupidez de tal conducta por parte de los blancos sería inconcebible si no fuera un hecho.

La ausencia total de un programa alternativo aceptable al bolchevismo, las veladas amenazas susurradas por los terratenientes de que, en caso de una victoria de los blancos, la tierra confiscada por los campesinos sería devuelta a sus antiguos dueños, y la lamentable incapacidad de entender que en la política de guerra antibolchevista y no en la estrategia militar debe desempeñar el papel dominante, fueron las causas principales de las derrotas de los blancos. Esta teoría se ve confirmada por cada una de las diferentes aventuras blancas, ya sean de Kolchak, Denikin o Wrangel, el destino de cada una es, en términos generales, el mismo. Al inicio los blancos avanzaron de manera triunfal, y hasta el carácter de su régimen se dio cuenta de que eran aclamados como libertadores del yugo rojo. Los soldados rojos desertaban por millares para unirse a ellos y en el alto mando rojo cundió el desánimo. Hubo muy pocos combates, teniendo en cuenta la gran extensión del frente. Luego se detuvo, motivada por el creciente descontento de la población civil de la retaguardia. Las confiscaciones, la movilización, las luchas internas y la corrupción entre los funcionarios, que apenas se diferenciaba del régimen de los rojos, acabaron rápidamente con las simpatías del campesinado, que se rebeló contra los blancos como lo había hecho contra los Rojos, y la posición de los ejércitos blancos se hizo insostenible. La primera muestra de debilidad en el frente fue el indicativo del giro definitivo de la fortuna. En algunos casos, este proceso se repitió más de una vez, y el resultado final fue la decisión del campesinado de enfrentarse por igual a los Rojos y a los Blancos. La mayoría de los emigrados rusos admiten ahora que precisamente el conflicto contra la llamada República Soviética ha servido para consolidar la posición de los líderes bolcheviques, y que el fracaso de los antibolcheviques se debe, sobre todo, a su propia deficiente gestión de la administración. Pero todavía hay muchos que echan la culpa a todo el mundo, menos a ellos mismos, sobre todo a Inglaterra; reproche que no está del todo injustificado, aunque no por las razones que estos críticos suponen. Porque aunque los aliados y América participaron en la intervención militar, Inglaterra fue quien, durante más tiempo y con más gastos, estuvo supliendo a la contrarrevolución con fondos y material. Su error y el de sus asociados fue el no hacer ningún esfuerzo por controlar el aspecto político; esto es, el más

importante, de la contrarrevolución. Inglaterra, por lo visto, asumió que la integridad moral de Kolchak, Denikin y Wrangel, integridad que nunca ha sido puesta en duda por ninguna persona seria, era la medida de la madurez política de esos líderes y de los gobiernos que formaron. Aquí tiene su origen el error fundamental para juzgar la situación. La distancia que hay entre los líderes «Blancos» y los campesinos es tan grande como la que existe entre el Partido Comunista y el pueblo ruso. No en Moscú, sino en los propios campamentos de los líderes «Blancos», se sembraron las semillas del desastre; de esto no se dieron cuenta ni Inglaterra ni ninguna de las potencias extranjeras. A fines del 1919, los puestos superiores militares del ejército rojo como los de comandante de división, artillería y brigada, ya estaban ocupados, casi exclusivamente, por antiguos generales y coroneles zaristas. Los bolcheviques están muy orgullosos de este hecho y frecuentemente lo mencionan a visitantes extranjeros. Estos oficiales gozan de trato especial, aunque por ser conocidos antibolcheviques se les vigila mucho, y a sus familias se les han concedido considerables privilegios. Pocos de esos cadetes rojos tienen educación. Aunque, mayoritariamente, son fuertes partidarios del régimen soviético. De igual modo los civiles e incluso los soldados rasos se abren camino a puestos de elevada responsabilidad mediante su buen servicio, porque el ejército rojo ofrece un campo para avanzar, no como en los ejércitos blancos que se hace según el rango, la «sangre» o la posición social; sino principalmente por la aptitud y el servicio. El mérito es el único «standard» aceptable de ascensión. Los simples soldados se han convertido en expertos comandantes de regimiento, en oficiales de artillería y en capitanes de caballería. En muchos casos las posibilidades que antes eran inalcanzables, ahora lo son, y hacen que estas personas, de cuyo coraje y determinación no cabe duda alguna, convencidos defensores del régimen actual. Cualquier persona que se declare miembro del Partido Comunista y que dedique su talento al Ejército rojo, puede ascender a grados superiores y hacer una gran carrera. Si el pueblo ruso se hubiera entusiasmado con devoción por sus presentes gobernantes, el ejército rojo, bajo el sistema introducido por Trotsky, no

solamente habría llegado con rapidez a ser formidable, sino una fuerza militar absolutamente irresistible.

Pero el pueblo ruso nunca se entusiasmará con la revolución comunista. Mientras los ejércitos «Blancos» estaban saturados del espíritu de los terratenientes, hubo un impulso de defender la tierra; impulso que los bolcheviques explotaron muy bien en su favor. Yo fui testigo de un caso llamativo en el frente Noroeste. Uno de los generales «blancos» que operaban contra Petrogrado, publicó una orden a los campesinos rusos diciendo: «Este año los campesinos pueden cosechar y vender el producto de la tierra que ellos han labrado y sembrado (esto es, por campesinos que se apoderaron de ella); pero el año próximo, la tierra debe ser devuelta a sus legítimos dueños (esto es, a los antiguos terratenientes).» Como es natural, el efecto fue fatal, aunque este mismo general había sido aclamado calurosamente cuando avanzó, hacía tres semanas. Además, los bolcheviques publicaron esta orden en todos los periódicos de la Rusia Soviética, lo cual sirvió de buena propaganda entre los soldados campesinos de todos los frentes. En noviembre de 1920 hablé, en el norte de Ucrania, con soldados recién incorporados a las filas rojas. Descubrí que los campesinos, que estaban lo suficientemente dispuestos a unirse a los insurgentes, temían desertar al ejército de Wrangel. Cuando se les preguntó por qué no habían desertado en el frente sur, respondieron todos juntos y con seguridad: Rangelya baimsya; que era su forma de decir: «No nos sentimos seguros con Wrangel.» Y esto a pesar de la ampliamente divulgada ley de Wrangel, que prometía la tierra a los campesinos. Sabían que detrás de Wrangel estaban los terratenientes. Por otro lado, la primera campaña del ejército rojo contra un enemigo no ruso, Polonia, que no amenazaba las tierras de los campesinos, resultó un fracaso total entre la cúpula del poder rojo. Y esto es más significativo en el sentido de que en Rusia comenzó un ascenso bastante apreciable del sentimiento antipolaco, especialmente entre la gente instruida, que fue explotado por los bolcheviques para fortalecer su propia posición. Pero hubo una diferencia notable entre los ejércitos rojo y polaco y que explicó, en gran medida, el resultado de la guerra. A pesar de que los polacos estaban igual de

mal dirigidos por oficiales incompetentes, egoístas o corruptos, la base del ejército polaco estaba inflamada, incluso en esos malos momentos, por un espíritu de patriotismo nacional como no se había visto en Europa desde los primeros días de la Gran Guerra. Sólo se requirió del reclutamiento de unos pocos oficiales franceses, y la depuración cruel de los traidores dentro del estado mayor, para hacer del ejército polaco el arma formidable que barriera las hordas rojas como a la paja a su paso. En el ejército rojo, en cambio, la situación era precisamente la contraria. Los Rojos estaban liderados por comandantes que se inspiraban en el sentimiento antipolaco o creían, como les aseguraban los líderes comunistas, que los ejércitos revolucionarios iban a barrer la totalidad de Europa. Pero las fuerzas armadas estaban desprovistas de todo interés en la guerra. Así que sólo avanzaron mientras los miserables polacos se retiraban con demasiada rapidez para ser atrapados, y en el momento en que se encontraron con una resistencia organizada, los campesinos rusos huyeron, desertaron o se amotinaron dentro de sus propias filas. La victoria polaca disipó con claridad los mitos del apoyo campesino a la revolución y la invencibilidad del ejército rojo, pero más allá de eso no ha servido para nada en lo que respecta a Rusia. Más bien al contrario, porque el situar temporalmente a los intelectuales rusos en el mismo lado de los comunistas sirvió en mayor medida que las guerras civiles, a consolidar la posición del Gobierno soviético. El terror que se impone en el ejército rojo y que, al fin y al cabo, es el procedimiento más utilizado por el Gobierno soviético para garantizar la disciplina, conduce a veces a episodios insólitos y aparentemente inexplicables. En septiembre de 1920, fui testigo de la reconquista de la fortaleza de Grodno por los polacos. Mientras veía caer en las afueras de la ciudad los proyectiles por encima de las trincheras, pensé en los miserables tumbados en ellas, odiando la guerra, odiando a sus líderes, y esperando únicamente el anochecer para salir de la ciudad. Aunque se decía que Grodno estaba defendido por algunos de los mejores regimientos rojos, la retirada fue desordenada. Sin embargo un día o dos después, cerca de Lida, se volvieron súbitamente y presentaron batalla. Trotsky estaba, o había estado recientemente en esa zona, y había ordenado que se tomaran medidas enérgicas para detener la huida. Una división polaca fue atacada de manera

imprevista por cinco divisiones rojas. Cuatro fueron derrotadas pero la última, la 21, continuó batiéndose con ferocidad. Por tres veces se arrojaron en masa llegándose a una lucha cuerpo a cuerpo en la que los polacos fueron presionados con fuerza. Pero tras el tercer ataque, que afortunadamente para los polacos fue más débil, se produjo un acontecimiento completamente imprevisto e incomprensible. ¡Los soldados de la 21.ª división soviética mataron a cada uno de sus comisarios y Comunistas y se acercaron a los polacos como uno solo con sus armas!

Puente en Grodno destruido por los rojos durante su retirada precipitada de Polonia, septiembre de 1920. Parecería que la parte consciente de la inteligencia humana estaba completamente aletargada en esos momentos. Impulsadas por la desesperación, las personas actúan como autómatas a pesar del peligro, sabiendo que les esperan cosas peores (y especialmente a sus seres queridos) si son descubiertas tratando de ser desleales. La gente puede, mediante el

terror, ser obligada a luchar a la desesperada por algo en lo que no cree, pero todo tiene un límite.

Los medios para provocar terror en el ejército son los Departamentos Especiales de la Comisión Extraordinaria y los Tribunales Revolucionarios. Se han descrito los métodos de la Comisión Extraordinaria. En el ejército al que pertenecía mi regimiento, la orden para la formación de los Tribunales Revolucionarios establecía que «se formarían en cada brigada, que constarían de tres miembros, y que en el lugar de los hechos llevarían a cabo las investigaciones de insubordinación, negativa a combatir, huida o deserción por parte de unidades completas, tales como secciones, pelotones, compañías, etc.» Las sentencias (incluida la de muerte) tendrían que ser ejecutadas inmediatamente. Las condenas también podrían ser suspendidas temporalmente, es decir, las unidades culpables pudieran tener una oportunidad de recuperar su valía mediante una conducta heroica y asegurar así la revocación del veredicto. Al mismo tiempo, «se crearán unidades independientes de probada fidelidad formadas por individuos escogidos de unidades regulares, cuyo misión será suprimir toda insubordinación. Estas unidades seleccionadas también ejecutarán las sentencias de muerte». Desertar del ejército rojo no es difícil, pero si vives en una ciudad o cerca de una de ellas, tus familiares lo van a pagar. La deserción, un «fenómeno de masas» como la llaman los bolcheviques, se combate mediante Comisiones Especiales de Lucha contra la Deserción, establecidas en todas las ciudades y pueblos grandes y en los puntos fronterizos. El número de estas comisiones es indicativo de la importancia de las mismas. Sus agentes se sitúan en las afueras de las ciudades, en los cruces de caminos, en las estaciones fronterizas, etc., empujando camiones cargados de heno o buscando debajo de los vagones del ferrocarril. Si se descubre a un desertor pero no puede ser atrapado, se confiscan los bienes de sus familiares y estos pueden ser arrestados salvo que den información sobre él o que este regrese voluntariamente. A veces, el campesinado intenta organizar la deserción colocando piquetes para avisar de la aproximación de los destacamentos disciplinarios.

En Ucrania, donde los campesinos muestran más fuerza y capacidad de autodefensa contra los comunistas que en el norte, los aldeanos se organizan en bandas armadas dirigidas por suboficiales del viejo ejército y mantienen a raya a los destacamentos punitivos durante un tiempo considerable. El reclutamiento de campesinos resulta a veces tan difícil que, cuando se moviliza a un regimiento, se le envía a menudo al frente en vagones cerrados. Las armas rara vez se reparten hasta el momento de entrar en combate, cuando se coloca una ametralladora detrás del grueso de las tropas, y se les advierte de que tienen la opción de avanzar o de ser disparadas por detrás. Se advierte a los distritos provinciales de que en aquellas aldeas en las que se descubra a un solo desertor serán quemadas hasta los cimientos. Pero aunque se han publicado varias de estas órdenes, no conozco ningún caso en el que se haya ejecutado la amenaza. Por supuesto, la movilización de los trabajadores de una ciudad es más fácil, pero aquí también hay que recurrir a veces al subterfugio. En Petrogrado fui testigo de lo que se anunció como una movilización de «prueba»; es decir, se aseguró a los trabajadores de que no iban a ir al frente y que el ensayo era sólo para practicar en caso de emergencia. El resultado fue que los posibles reclutas, contentos por un día festivo extra y de la ración adicional de pan que se les dio para la ocasión, se presentaron en gran número (todos ellos, naturalmente, vestidos de civiles) y la experiencia fue un gran éxito. Una parte de los reclutas fueron llevados a la Estación de San Nicolás y les dijeron que iban a salir de la ciudad para realizar maniobras. ¡Imagínense sus sentimientos cuando descubrieron que estaban encerrados en los vagones, enviados con rapidez al frente, y (todavía vestidos de civiles) arrojados directamente a la línea de fuego! Se supone que todos los hombres del Ejército Rojo han llevado a cabo el siguiente juramento: «Yo, un miembro de un pueblo trabajador y ciudadano de la República Soviética, asumo el nombre de guerrero del Ejército Obrero y Campesino. Ante las clases trabajadoras de Rusia y del mundo entero me comprometo a llevar este título con honor, a estudiar a conciencia el arte de la guerra, y como si

fueran míos defender los bienes civiles y militares del expolio y el pillaje. Me comprometo estricta e inquebrantablemente a observar la disciplina revolucionaria y cumplir sin vacilar todas las órdenes de los comandantes designados por el Gobierno Obrero y Campesino. Me comprometo a abstenerme y a contener a mis camaradas de cualquier acción que pueda manchar y rebajar la dignidad de un ciudadano de la República Soviética, y a dirigir mis mejores esfuerzos a su único objetivo, la emancipación de todos los trabajadores. Me comprometo, ante el primer llamamiento del Gobierno Obrero y Campesino, a defender a la República Soviética de todos los peligros y ataques por parte de sus enemigos, y a no escatimar mis esfuerzos ni mi vida en la lucha por la República Soviética Rusa, por la causa del socialismo y la fraternidad de los pueblos. Si con malas intenciones infrinjo este juramento solemne, que mi destino sea el desprecio universal y que caiga víctima del brazo despiadado de la ley revolucionaria». Muy pocos hombres del Ejército Rojo recuerdan haber prestado este juramento, que está reservado a los oficiales o destinado a fines propagandísticos. Si se lleva a cabo por la tropa, se lee en voz alta a los batallones y se les indica cuándo deben levantar la mano. El método de administración de justicia seguido por los Tribunales Revolucionarios es rudimentario. Los jueces no se guían por reglas, instrucciones o leyes, sino únicamente por lo que se conoce como «conciencia revolucionaria». El hecho de que los jueces sean a menudo analfabetos no afecta al desempeño de sus funciones, pues como no se admite en estos cargos más que a fervientes comunistas, sus conciencias revolucionarias deben ipso facto estar siempre claras. Las malas prácticas de estos tribunales llegaron a tal punto que a finales de 1920 los bolcheviques, después de anular toda la jurisprudencia de las universidades, estuvieron retirando del ejército a todos los que tenían un conocimiento especializado del derecho zarista para ofrecerles puestos como

«especialistas» en leyes, tal y como se había hecho ya con los expertos militares, industriales y agrícolas. Los bolcheviques discriminan minuciosamente entre regimientos, que se clasifican como de confianza, confiables a medias y dudosos. La columna vertebral del ejército está compuesta por regimientos que consisten exclusivamente de comunistas convencidos. Estas unidades, que reciben nombres como «Regimiento de Hierro», «Regimiento de la Muerte», «Regimiento de Trotsky», etc., han hecho honor a sus nombres y luchan con una ferocidad temeraria. También son de confianza regimientos no rusos, letones, bashkirianos, las tropas chinas, etc., aunque su número no es muy grande. Siendo el número total de comunistas sumamente bajo, se dividen y se reparten entre el resto de regimientos formando pequeños grupos llamados «células». El tamaño de una «célula» es alrededor del diez por ciento de la fuerza del regimiento. Es esta organización política del Ejército Rojo con fines de propaganda y control político la que constituye su característica más interesante, distinguiéndola de todos los demás ejércitos. Alejados de sus hogares por el hecho de ser soldados y, en muchos casos por la pérdida de sus capacidades para desempeñar las actividades a las que estaban acostumbrados tras casi siete años de guerra y visiblemente mejor abastecidos que los civiles, se cree así que los campesinos serán más susceptibles a la propaganda comunista bajo un entorno militar.

Revista de tropas rojas. El sistema de control político es el siguiente. En paralelo con la jerarquía de los oficiales del ejército existe una estructura equivalente formada por miembros del Partido Comunista, pequeña en número, pero dotada de amplios poderes de supervisión. Estas ramificaciones del Partido Comunista extienden sus tentáculos hasta la unidad más pequeña del ejército, y ni un solo soldado está libre del omnipresente ojo comunista. El funcionario comunista al cargo en un regimiento se llama Comisario, los otros se llaman «activistas políticos» y conforman la «célula». En mi propia unidad, con cerca de 200 hombres, nunca hubo más de media docena de «activistas políticos» comunistas, y eran tratados con desprecio y aversión. Su principal tarea era, obviamente, escuchar a escondidas y denunciar los comentarios sospechosos, pero sus esfuerzos obtuvieron poco éxito porque el comisario,

ante quien los comunistas denunciaban, era asimismo un falso comunista y amigo personal de mi comandante. En otros regimientos de Petrogrado con los que estaba en contacto esto era diferente. Recuerdo especialmente a un comisario, que fue cerrajero de oficio. Había tenido una educación elemental y se distinguía por una extraña combinación de tres rasgos marcados: era un apasionado comunista, era visiblemente honesto y era un alcohólico empedernido. Me referiré a él como el camarada Morozov. A sabiendas de que la embriaguez estaba contemplada como un «crimen indigno de un comunista», Morozov intentó curarse de ella por sus propios medios, una hazaña que no debería haber sido difícil teniendo en cuenta que el vodka se había puesto casi inalcanzable desde que el zar prohibió su producción y venta al principio de la Gran Guerra. Pero Morozov, a pesar de ello, caía en el vodka cada vez que tenía ocasión. Con motivo de la boda de un amigo suyo que era un especulador (y un especulador auténtico) de alimentos, invitó a dos o a tres compañeros de regimiento, a uno de los cuales yo conocía bien, a la fiesta. Aunque Petrogrado estaba hambriento, había tal abundancia de alimentos de calidad en este banquete y tal variedad de vinos y licores, extraídos de bodegas conocidas únicamente por los mejores «especuladores» que abastecían a gente importante como comisarios, que no sólo duró una noche, sino que continuó al día siguiente. Morozov desapareció de su regimiento durante tres días enteros y sin duda habría perdido su puesto y, en caso de que se filtrara toda la verdad, fusilado si sus amigos no hubieran declarado que había tenido un accidente. Sin embargo Morozov no pudo haber sido sobornado con dinero, y habría puesto en evidencia sin dudarlo a cualquier «especulador» que hubiera hallado en su regimiento. Estaba muy arrepentido después del episodio de la fiesta de bodas. Pero no fue el despilfarro de alimentos lo que conmovió su conciencia, ni su connivencia y participación en las revueltas de un «especulador», sino el hecho de que había fracasado en su deber hacia su regimiento y sólo había salvado su pellejo disimulando. Para ser un comunista, su sentido de la justicia era notable. En las elecciones al Soviet de Petrogrado, para las que era candidato por su regimiento, no sólo permitió sino que insistió con firmeza en que la votación fuera secreta, el único caso de votación secreta del que he oído hablar. El resultado fue su elección de

manera honesta por una gran mayoría, ya que al contrario de lo que suele ser habitual, apreciaba a sus soldados y por ello era popular. Su inteligencia era rudimentaria y puede describirse como la de un burdo cerrajero. Un cambio brusco de fortuna lo había llevado a su actual cima de poder, y juzgando a otros por sí mismo, imaginó que el régimen soviético estaba haciendo por todos lo que había hecho por él. De un gran corazón, pero de carácter débil, le costó mucho conciliar la actitud despiadada de los comunistas hacia el pueblo con sus propias inclinaciones más moderadas, pero el argumento habitual servía para sofocar los cuestionamientos internos, a saber, que como sólo los comunistas tenían razón, todos los disidentes debían ser «enemigos del Estado», y que él tenía el deber de tratarlos como tales. Durante las seis u ocho semanas en que tuve la oportunidad de estudiar a Morozov después de su nombramiento como comisario político del regimiento, se produjo un cambio perceptible en él. Se volvió desconfiado y menos franco y directo. Aunque apenas hubiera podido formular sus pensamientos con palabras, estaba claro que la severidad con la que se reprimía cualquier crítica, incluso por parte de los comunistas, o de los mandos políticos que tenía sobre él, y la aplicación rígida de la disciplina de hierro, dentro y fuera del partido, difería mucho de la perspectiva de la hermandad proletaria que se había creado. En ese punto, sólo podía escapar de estas cadenas convirtiéndose en «enemigo del Estado», y en último término, como todos los comunistas, atribuyó la no realización de sus sueños a las insidiosas maquinaciones de los chivos expiatorios designados por sus superiores, los socialistas no bolcheviques, los mencheviques y los socialistas-revolucionarios, que deben ser exterminados por completo. Las responsabilidades de Morozov, como las de todos los comisarios, eran pesadas. Aunque en asuntos puramente militares estaba subordinado al comandante del regimiento, era responsable de la lealtad de este último e igualmente garante con él de la disciplina de los soldados; además, le incumbía la responsabilidad de toda la propaganda política (que el Gobierno consideraba de suma importancia) e incluso del rigor del servicio militar. Las responsabilidades de un comisario de regimiento son, de hecho, tan grandes que escasamente puede garantizar su propia seguridad sin recurrir al espionaje y a la «denuncia preventiva».

Incluso Morozov tuvo que recurrir a una estrategia cuestionable de esta naturaleza para prevenir posibles traiciones en asuntos en los que habría sido encontrado culpable. Tras haber sido informado por un miembro de su «célula» de que la conducta de un funcionario subalterno suscitaba recelos, se formuló contra él una acusación puramente ficticia simplemente para ver cómo reaccionaría. Se constató, aunque no era lo habitual, que la denuncia original del «activista político» se debía al puro rencor, y que nada más lejos de la mente del joven oficial, que era de carácter tranquilo, que conspirar contra el todopoderoso comisario. Son frecuentes las denuncias anónimas por escrito a personas acusadas de actividades contrarrevolucionarias y los comisarios, aterrorizados por su propia seguridad, prefieren errar a costa de estos en lugar de arriesgar sus propios puestos por medio de la indulgencia o de una consideración excesivamente escrupulosa de la justicia. Existe un grado intermedio entre un jefe de «célula» y un comisario, conocido como guía político. Este último no tiene la autoridad de un comisario, sino que representa un peldaño hacia ese cargo. Los guías políticos tienen el deber de investigar y controlar, pero su tarea principal es dotar del mayor número posible de nuevos miembros al Partido Comunista. Todo el poder del Gobierno bolchevique se basa en la diligencia, el celo y — hay que añadir— la falta de escrúpulos de los distintos funcionarios comunistas. Las «células» reciben en enormes cantidades todo tipo de instrucciones, folletos y panfletos de propaganda, y tienen que asegurarse de que esa literatura se distribuya entre los soldados y entre la población local. Se lee poco, pues los soldados y campesinos están hartos de la constante repetición de frases propagandísticas desgastadas. Se esperaba en un principio que con la interminable repetición de las palabras «vampiros», «burgueses», «lucha de clases», «capitalistas e imperialistas chupasangres», y otras muchas, algunas de las ideas presentadas penetrarían en las mentes de los oyentes y serían tomadas por buenas. Pero los resultados son casi insignificantes. Esto dice mucho de la inteligencia real del campesino y del trabajador ruso que, a pesar de ello, no supera el medio millón el conjunto de miembros del «partido», la mitad de los cuales serían si pudieran cualquier cosa menos comunistas. Los folletos propagandísticos se utilizan principalmente para envolver arenques y hacer cigarrillos, ya que la mahorka

(la picadura de tabaco que tanto gusta a los soldados rusos) todavía se expide en pequeñas cantidades.

Diversos panfletos de propaganda. El único resultado positivo que ha obtenido la propaganda anterior es el despertar del odio y la venganza contra todo lo «burgués». La palabra bourgeois, burgués, es tan extraña a la lengua rusa como lo es al inglés, y la concepción del soldado ruso de «burgués» es simplemente todo lo que está por encima de su comprensión. Pero al asociar con inteligencia la idea de «burgués» con la de opulencia y la propiedad de las tierras, los agitadores bolcheviques llevaron a cabo un gran trabajo. Sin embargo, incluso esto ha calado menos de lo que cabía esperar, teniendo en cuenta el esfuerzo realizado. La propaganda a gran escala sólo es posible en las ciudades y en el

ejército, y el ejército representa después de todo, un porcentaje muy pequeño de todo el campesinado. La gran mayoría de los campesinos están en sus aldeas, y la propaganda y la administración bolchevique no alcanzan más allá de una zona reducida a ambos lados de la escasa red de ferrocarriles rusa. Toda organización comunista a lo largo de Rusia tiene que presentar informes periódicos a la sede central sobre el progreso de sus actividades. No hace falta decir que, por miedo a la censura, estos informes se redactan siempre de la forma más favorable posible. En particular, esta es la situación en el ejército. Si no aumenta el número de miembros de una «célula», se preguntará el por qué al comisario supervisor o al guía político. Será cuestionado públicamente de una manera evidente por su falta de empeño, y a menos que su trabajo fructifique, es probable que sea degradado. Por lo tanto, a los funcionarios comunistas les interesa persuadir, convencer o incluso obligar a los soldados a entrar en las filas del partido. Las estadísticas suministradas se recogen en la sede central y se publican resúmenes. Según estas estadísticas, el número de miembros del Partido Comunista es poco más de medio millón, de los 120 o 130 millones de habitantes de la Rusia soviética.

Otra característica del ejército rojo es el grupo de organizaciones conocido por el nombre de «Comités de Ilustración Cultural», que se ocupa de entretener e «ilustrar» a los soldados. Como estos comités son en parte de carácter educativo, es indispensable en ellos la colaboración de no comunistas, aunque el rígido control comunista hace imposible la libre participación de intelectuales. También escasean los libros. Hay un departamento en las oficinas centrales, en el cual está interesado Máximo Gorky; se encarga de publicar trabajos científicos y literarios; pero comparado con la inundación de literatura de propaganda, el trabajo de este departamento resulta casi nulo. Los Comités de Ilustración Cultural organizan conferencias sobre temas científicos, representaciones teatrales, conciertos y espectáculos de cine. Los «entretenimientos» consistían, sobre todo, en funciones de teatro «proletarias», escritas por orden del departamento de propaganda. Desde el punto de vista artístico, estas obras son

extremadamente malas —atrocidades bolcheviques sin justificación— pero su punto fuerte es que representan la lucha de clases de un modo vívido y sensacionalista. Como nadie iría a verlas por separado, otras obras de teatro, por lo general comedias o números musicales las acompañan a modo de atracción. En los intervalos reproducen algunas veces por medio de gramófonos, discursos de Lenin, Trotsky, Zinoviev y otros. Algunos comités culturales tienen clases de lectura y escritura. En mi regimiento no teníamos un comité de ilustración cultural. Siendo innecesarios como medio de control no eran tan globales como las «células», pero en cierta medida dependían para su establecimiento de la iniciativa del comisario. Sin embargo, viviendo principalmente en Petrogrado entré en contacto, a través de amigos, con otros regimientos, y asistí a entretenimientos que se pusieron en marcha por los comités de ilustración cultural hasta que me supe los discursos propagandísticos, que siempre eran los mismos, casi de memoria. Permítaseme describir una de esas reuniones. Fue en el regimiento del que era comisario Morozov. En este encuentro en particular yo tendría que haber actuado como acompañante musical amateur y debería haberlo hecho si una de las cantantes, de un teatro de Petrogrado, no hubiera traído sin esperarlo a un profesional con ella[36]. El organizador de este espectáculo, a pesar de su escasa participación en la representación, merece que se le mencione. Como marinero, de unos veinte años de edad, se diferenciaba mucho de sus compañeros. No estaba mal visto, ni era inteligente, pero sí honesto, y ocupaba el cargo de presidente del Comité de los Pobres de una casa a la que yo era un asiduo visitante. Me referiré a él como el camarada Rykov. Al igual que Morozov, Rykov sólo había tenido una educación elemental y no sabía nada de historia, geografía o literatura. La historia para él se remonta a Carlos Marx, a quien se le enseñó a observar del mismo modo en que los israelitas lo hicieron con Moisés; a pesar de que su concepción de la geografía se limitaba a una división de la superficie del mundo en roja y no roja. La Rusia soviética era Roja, los países capitalistas (de los que creía que había muy pocos) eran Blancos; y «blanco» era un adjetivo no menos odioso que «burgués». Pero las sentimientos de Rykov no eran menos buenos y fue con un genuino deseo de mejorar la suerte del proletariado que se dirigió hacia «el partido». Bajo el régimen

zarista había sufrido malos tratos. Había visto a sus camaradas acosados y oprimidos. Los primeros meses de la revolución habían sido demasiado tormentosos, especialmente para los marineros, y las fuerzas que tomaban parte demasiado complejas para que un hombre del sello de Rykov comprendiera las causas subyacentes al fracaso del Gobierno Provisional. Para él, el gobierno soviético personificaba la Revolución misma. Algunas frases clave como «dictadura del proletariado», «tiranía de la burguesía», «capitalismo-ladrón», «emancipación soviética», dominaban por completo su mente y le pareció sin dudar que era justo que la definición de estos términos debía dejarse de manera absoluta en manos de los grandes hombres que los habían concebido. Por lo tanto, Rykov, como la mayoría de los comunistas, estaba totalmente ciego a las contradicciones. No llevó a término el debate político, especialmente sobre política exterior, de la que el resto del mundo escucha tanto. Aceptó sin vacilar las instrucciones de «los que sabían». Nunca se preguntó por qué el partido era tan pequeño, y el descontento popular lo atribuyó, como se le dijo, a la perniciosa agitación de los mencheviques y los socialistas-revolucionarios, quienes no eran más que monárquicos disfrazados. Rykov era el tipo de hombre que los bolcheviques se esforzaban al máximo para atraer al Partido Comunista. Tenía las tres cartas de presentación más importantes: era un trabajador incansable, unas motivaciones honestas que servirían para popularizar el partido, y nunca pensaba por sí mismo. Es a los librepensadores a los que no pueden tolerar los bolcheviques. Rykov, como buen comunista, aceptó el dogma propuesto desde arriba y ese era el alfa y el omega de su credo. Pero cuando se trataba de hacer algo para mejorar la suerte de sus compañeros y, de paso, conducirlos al verdadero camino comunista, Rykov estaba allí. En otros ámbitos habría sido un Y. M. C. C. A. o un integrante del Ejército de Salvación, y no era de extrañar que se solicitara su participación cuando se trataba de divertir o entretener a los soldados. La sala estaba engalanada con banderas rojas. Decoraban las paredes los retratos de Lenin, Trotsky, Zinóviev y, por supuesto, de Karl Marx rodeados con banderines rojos y laureles. Por encima del escenario se alzaba una rudimentaria inscripción pintada sobre cartón: «Larga vida al poder soviético, —mientras a su alrededor se mantenían colgadas inscripciones similares—,

Proletarios de todos los países, uníos» y «Larga vida a la revolución mundial». La audiencia, compuesta por el regimiento y por numerosos invitados, se sentaba sobre tablones de madera y hacía caso omiso de la orden de no fumar. El espectáculo comenzó con el canto de la «Internacional», el himno de la Revolución Mundial. La música de esta canción es tan poco rusa, poco melodiosa, banal y poco inspiradora como cualquier otra música. Escuchar su interminable repetición en todas las ocasiones posibles e imposibles no es la menor de las imposiciones a las que el pueblo ruso se ve obligado a sufrir bajo la presente administración. Cuando la comparamos con los nobles acordes del antiguo himno nacional, o con el réquiem revolucionario que por fortuna los bolcheviques no han reemplazado con alguna atrocidad como la «Internacional», sino que lo han mantenido de sus predecesores, o con canciones nacionales como la Yeh-Uhnem, o con cualquier otra música folclórica rusa, es entonces cuando la «Internacional» llama la atención como una imagen de alguna hierba abominable que sobresale en medio de un jardín de flores hermosas y aromáticas. Se cantó la «Internacional» con energía por aquellos de entre el público que se sabían la letra y el acompañamiento, formado por pianistas pretenciosos, destaca entre el silencio de los que no la conocían. Nada podría haber ofrecido un contraste más notable que el número que le siguió. Era un cuarteto sin acompañamiento de cuatro soldados que cantaban una serie de canciones populares rusas y una o dos compuestas por su líder. Si no has escuchado a los campesinos rusos durante una tarde de verano cantando para acompañar sus bailes en los prados del pueblo, no puedes saber exactamente lo que significó para estos soldados campesinos, encerrados en los cuarteles de su ciudad, volver a escuchar sus canciones. Los cantantes habían ensayado cuidadosamente, la ejecución fue excelente, el entusiasmo que despertaron no tuvo límites, y se los recordó una y otra vez. Probablemente habrían continuado sin parar si el activista político judío, que actuaba como maestro de ceremonias y que tuvo que pronunciar un discurso más tarde, no hubiera anunciado que debía continuar con el programa. El contraste entre el bolchevismo y el rusismo nunca podría haberse ilustrado de una manera más impactante que con esta interrupción casual de la «Internacional» seguida

por canciones populares rusas. La primera fue una interpretación sonora a todo el desencanto, monótono e insustancial, del régimen supuestamente proletario; la segunda, una representación musical de los callados anhelos del alma rusa, que aspiraba a cosas ajenas a este mundo, bellas y espirituales. Continuó una selección de canciones y romanzas de una cantante de uno de los teatros de la comedia musical, y luego el agitador se levantó. El trabajo de un activista político profesional es muy codiciado en la Rusia Roja. Un buen agitador es considerado un funcionario muy importante, y recibe un sueldo elevado. Con argumentos preparados y la terminología adquirida en las escuelas propagandísticas de las capitales, no tiene nada que hacer más que hablar en voz alta y tan a menudo como sea posible, limitándose a adornar sus discursos de tal manera que sean contundentes y, si es posible, atractivos. No requiere de ninguna lógica y, por lo tanto no necesita pensar, pues el sistema bolchevique de denuncia y encarcelamiento de los opositores políticos como «enemigos del Estado» le garantiza que no será acosado a preguntas. Así pues, todos los recursos de un agitador profesional consisten en «palabras, palabras, palabras», y cuantas más tenga, mucho mejor para él. El joven que subió al escenario y se preparó para arengar al público tenía diecinueve años, arrastraba un pasado criminal (en ese mismo momento fue acusado de robo por los propios bolcheviques), y poseía marcados rasgos hebreos. Su tez era lustrosa, su nariz afilada y torcida, su boca pequeña, y sus ojos se parecían a los de un ratón. Su discurso consistía en los habituales llamamientos a la lucha contra los terratenientes Blancos. Se mostró violento en su denuncia a los Aliados y a todos los socialistas no bolcheviques. Su discurso terminó de la siguiente manera: «… por lo tanto, camaradas, si cedemos ante los Blancos, toda vuestra tierra retornará a los terratenientes, todas las fábricas a los que se enriquecen, y nuevamente seréis aplastados bajo el yugo de los opresores banqueros, los sacerdotes, los generales, los terratenientes, la policía y otros mercenarios al servicio de la tiranía burguesa. Os azotarán como a los esclavos, y cabalgarán hacia la riqueza sobre vuestras espaldas sangrantes, las de vuestras

esposas y la de vuestros hijos. Sólo los comunistas podemos salvaros de la ira sangrienta de los demonios Blancos. ¡Defendamos al Petrogrado Rojo hasta la última gota de nuestra sangre! ¡Abajo los imperialistas ingleses y franceses chupasangres! ¡Larga vida a la Revolución Mundial proletaria!» Terminado su discurso, hizo una señal al músico que lo acompañaba para que empezara a tocar la «International». Después sucedió otra extraña contradicción, uno de esos fenómenos peculiares con los que a menudo me encontré en Rusia, incluso en el Partido Comunista. Una persona modesta, nerviosa y de aspecto amable que no conocía, tan diferente al orador anterior como el agua lo es al fuego, pronunciando un discurso extrañamente sincero, instando a la necesidad de la educación autodidacta como único medio de restablecer el destino de Rusia. Al admitir la desgracia, el judío levantó la vista con disgusto. Había cantado las glorias de la administración roja y las hazañas del ejército rojo. No era suficiente, dijo el orador, que Rusia hubiera obtenido el preciado Poder Soviético —lo que, por supuesto, era una bendición inestimable—, sino que hasta que el pueblo por sí mismo no saliera del foso de la ignorancia no podría sacar provecho de sus beneficios. Exhortó a las masas de Rusia a que se esforzaran con energía a elevarse cultural y espiritualmente con el fin de prepararse para la gran tarea que se les había encomendado, que no era otra que lograr la emancipación de los trabajadores de todo el mundo. No se cantó la «International» cuando concluyó. Había demasiada sinceridad en su discurso, y los acordes pomposos de esa melodía habrían estado tristemente fuera de lugar. El resto del programa consistió en dos representaciones escénicas representadas por aficionados, la primera una comedia ligera, y la segunda una serie de cuadros propagandísticos, que representaban la repentina emancipación del obrero por parte del poder soviético, anunciada por un ángel vestido completamente de rojo. En una de ellas participó orgulloso el camarada Rykov. En el cuadro final se veía al ángel rojo custodiando a un obrero sonriente y a su familia a un lado, y a un

campesino sonriente y a su familia al otro, mientras se invitaba a la audiencia a levantarse y a cantar la «Internacional». En estos comités culturales no se encuentra una inteligencia política consciente, ni tampoco es posible que bajo «la disciplina del partido de hierro» pueda encontrarse alguna vez. Todos los agitadores comunistas repiten como loros los epítetos y las palabras clave que les dictan desde arriba. Sin embargo, y a pesar de su crudeza y parcialidad, estos comités sirven a un propósito positivo en el ejército rojo. Los «entretenimientos» logran dominar el salvajismo de los soldados y estimulan en ellos la afición a la cultura. Si estos no fueran instituciones políticas y estuvieran dirigidas por personas inteligentes, con el único propósito de mejorar a las masas, se podría hacer de ellas verdaderos instrumentos de educación y cultura. Actualmente, muchas veces resultan grotescas. Pero como representan una tendencia de mejoramiento, estos comités culturales forman un contraste agradable con la mayoría de las instituciones bolcheviques.

Nuestra visión general de las características esenciales del Ejército Rojo ya está completa y se puede resumir de la siguiente manera: 1. Una maquinaria militar con todos los atributos de los demás ejércitos; pero con una terminología distinta. A finales de 1920 se dijo que la fuerza del ejército rojo llegaba a cerca de dos millones de hombres; pero probablemente se exageró un poco. 2. Una organización concomitante, compuesta por una décima parte del partido comunista, infiltrada en todos los estamentos del ejército, sometida a los expertos militares en las decisiones puramente militares; pero con poderes absolutos para el control político y administrativo, suplementada con Departamentos especiales de la Comisión Extraordinaria, Tribunales Revolucionarios y Comisiones Especiales para combatir la deserción. 3. Una red de organizaciones propagandísticas controladas por comunistas llamadas Comités de Ilustración Cultural, cuyo objeto es entretener y educar a los soldados.

Aunque el pueblo ruso es dócil, manejable y carece de líderes, la maquinaria que se ha construido en el ejército rojo es de todos modos un monumento a la voluntad inflexible y a la determinación sin piedad de Trotsky. Su desarrollo ha sido muy rápido, y aún no ha llegado a su máximo. Trotsky haría de ella un instrumento absolutamente impersonal, sin voluntad propia, obediente, que puede aplicar cualquier medio que considere necesario. A menos que surja un líder popular, el ejército será de Trotsky mientras pueda darle lo que necesita.

Otro retrato de Trotsky. Mucha gente ha creído que un golpe militar organizado por generales del antiguo régimen como Brusilov, Baluev, Rattel, Gutov, Parsky, Klembovsky y otros cuyos nombres están asociados a los más altos cargos militares de la Rusia soviética, era inminente. Pero hay tres cosas que no habrían permitido el éxito de tal golpe. Primeramente, se ha visto por otras conspiraciones internas, que es casi imposible conspirar contra la Comisión Extraordinaria. Segundo, el recuerdo de las administraciones «blancas» todavía está demasiado fresco en las memorias de los soldados. Y tercero, estos generales tienen el mismo defecto de Wrangel, Denikin y Kolchak: no son políticos ni tienen ningún programa concreto que ofrecer al pueblo ruso. La popularidad local de líderes campesinos como los «padrecitos» Balahovitch en Bielorusia, Makhno en Ukrania, que denuncian a los líderes bolcheviques y a los terratenientes por igual, demuestra que, si surgiera un gran hombre de esta clase que supiera encender la imaginación de los campesinos a escala nacional, es posible que la sublevación nacional de campesinos fuera una realidad. Hasta que tal figura surja no será en la presión externa o en las conspiraciones militares internas en las que debemos encontrar la decadencia del bolchevismo, sino que debemos buscar sus signos en el corazón mismo y en el núcleo del Partido Comunista. Tales señales ya se están manifestando e indican acontecimientos cataclísmicos tarde o temprano salvo que la decadencia sea prevenida por lo que Pilsudski, el presidente socialista de la República Polaca, lo anticipa como una posibilidad. Pilsudski pasó muchos años de exilio en Siberia por los desórdenes revolucionarios contra el zar y conoce Rusia a fondo. Prevé la posibilidad de que toda la población rusa, enloquecida por el hambre, las enfermedades y la desesperación, pueda finalmente levantarse y arrasar Europa occidental en una búsqueda frenética de alimentos y calor. Tal punto no se alcanzará mientras el campesino, desafiando con éxito a la administración bolchevique, siga produciendo lo suficiente para sus propias necesidades. Con todo, se precisa de un fuerte revés de la naturaleza como las sequías que periódicamente asolan el país, para reducir a la gente a esa

condición. ¿Habrá algo que pueda detener una avalancha así? Si alguna vez comienza, la tan ansiadamente esperada apisonadora rusa se habrá convertido por fin en una horrible y devastadora realidad.

Capítulo XII El «Partido» y el Pueblo

Si se me preguntara qué hecho del régimen comunista considero, por encima de todos, el más llamativo, el más impresionante, el más significativo, contestaría sin ninguna vacilación que el profundo abismo espiritual que separa al partido comunista del pueblo ruso. No uso la palabra «espiritual» en un sentido religioso. Su equivalente ruso, duhovny es más expresivo, porque incluye varios aspectos psicológicos y cuanto se refiere a la vida interior y a los ideales. La historia apenas conoce un nombre erróneo más acertado que el de «gobierno de obreros y campesinos». En primer lugar, el gobierno bolchevique no está formado por obreros y campesinos, sino por la típica burguesía intelectual. En segundo lugar, su política es rechazada enérgicamente por casi la totalidad de la nación rusa, y sólo se mantiene en el poder intimidando a los obreros y a los campesinos por quienes afirma haber sido elegido. La incongruencia entre los ideales nacionales rusos y el carácter ajeno de los comunistas no será evidente para los extranjeros que visitan el país para estudiar el sistema bolchevique desde el mismo punto de vista que menos atrae a los rusos, concretamente, la posibilidad de su éxito como experimento socialista. Pero aquellos extranjeros, socialistas entusiastas, que se unen a las doctrinas bolcheviques se muestran aparentemente indiferentes hacia los sentimientos del pueblo ruso, porque su adhesión parece basarse en

el menos ruso de todos los aspectos de esas doctrinas, a saber, su internacionalismo. Y este aspecto internacional no ruso del bolchevismo es, sin duda, su principal característica. Hay un percepción, obviamente, en la que la psicología de todos los pueblos se está volviendo cada vez más internacional, para gran beneficio de la humanidad. Nadie negará que la mitad de nuestros problemas en Europa son causados por la exhibición chovinista de las banderas nacionales y por las disputas acerca del trazado de líneas fronterizas imposibles. Pero estas son las bufonadas de unos pocos ruidosos «bolcheviques de la derecha» y no reflejan el verdadero deseo de los pueblos, que es la paz, la armonía y la buena relación entre vecinos. Hasta ahora las ambiciones inmediatas de los bolcheviques han sido cualquier cosa menos esto. Su primera máxima es la guerra civil mundial entre clases, y su ostentación de la bandera roja supera a la de los chovinistas occidentales más furibundos. El suyo no es un verdadero internacionalismo. Al igual que su afirmación de representar al pueblo ruso, es falsa. El abismo entre el «Partido» y el Pueblo se advierte a cada paso; pero sólo quiero referir uno o dos ejemplos fehacientes: La institución más importante establecida por los bolcheviques se conoce con el nombre de la «Tercera Internacional de los Trabajadores», o, para abreviar, la Tercera Internacional. El objeto de esta institución es reproducir en todos los países del mundo el experimento comunista. La Primera Internacional fue fundada por Karl Marx en 1864, y era una Asociación obrera sin ningún carácter revolucionario internacional. Sin embargo, su simpatía por la Comuna de París, la desacreditó. Luego se creó la Segunda Internacional, dedicada a tratar los intereses internacionales de los trabajadores. La Tercera Internacional se fundó en Moscú la primera semana de marzo de 1919, bajo un gran secretismo con el concurso de los socialistas extremistas de cerca de seis de los treinta países europeos y otros tantos asiáticos. Subsecuentemente se realizó un gran comicio en el cual la Segunda, llamada la «Internacional Amarilla» porque está formada por elementos moderados, fue declarada difunta y reemplazada por la verdadera, por la Internacional comunista.

Al siguiente día, este grupo de desconocidos personajes se trasladó a su cuartel general en Petrogrado, «la Metrópoli de la Revolución Mundial». Yo fui a recibirlos en la estación de tren de Nicolás. El misterio que rodeaba al nacimiento de la Tercera Internacional armonizaba muy mal con la solemnidad del acontecimiento, y aunque yo no había acudido a aplaudir ni a protestar, sino a ver simplemente, no pude dejar de sorprenderme por la comicidad de la escena. El día era frío, y los miembros de la Tercera Internacional estuvieron más de dos horas con la cabeza descubierta en la tribuna especialmente construida para ellos, perdiendo el tiempo en repetir todos exactamente la misma cosa una y otra vez, y sus discursos estuvieron marcados por la cacofonía de tres bandas mal dirigidas. A pesar de sus suntuosos gabanes de pieles, los delegados tiritaban de frío y sus caras se pusieron moradas. No tenían la apariencia de forajidos que yo les había supuesto. Algunos de ellos hasta parecían afeminados. Sólo Zinoviev, el presidente, con sus cabellos revueltos, parecía un colegial recalcitrante entre un grupo de escolares cogidos in fraganti en una travesura. Los delegados, a pesar de la dentera, cantaron en diversos idiomas las excelencias del régimen soviético. Loaron el orden ejemplar que prevalecía en Rusia y se alegraron de la felicidad y del contento que habían encontrado en todas partes y de la devoción al Gobierno comunista. Predijeron el inmediato advenimiento de la revolución comunista y el pronto establecimiento del bolchevismo en el mundo entero, y todos terminaron dando vivas a la Tercera Internacional y al Socialismo (refiriéndose al bolchevismo) y mueras a la burguesía, y no importa cuántas veces ya se habían gritado estos mismos lemas, en cada ocasión fueron traducidos íntegramente, con adornos, y con el acompañamiento musical de la inevitable Internacional. La posición de la Tercera Internacional en Rusia y su relación con el Gobierno soviético no siempre es fácil de entender. Los cargos ejecutivos de la Internacional y del Gobierno provienen del Partido Comunista, mientras que todos los miembros del Gobierno deben ser también miembros de la Tercera Internacional. Por lo tanto, aunque técnicamente no son intercambiables, los términos Gobierno Soviético, Tercera Internacional y Partido Comunista simplemente representan diferentes aspectos de una

misma cosa. Es en sus competencias en donde difieren. El ámbito de la Tercera Internacional es el mundo entero, incluida Rusia: la del actual Gobierno soviético es únicamente Rusia. Parecería como si la Tercera Internacional, con su mayor poder y alcance, y con instigadores como Zinoviev y Trotsky al mando, tuviera que prevalecer sobre el gobierno de Moscú. En la práctica, sin embargo, esto no es así. Porque la sólida lógica de los hechos ha demostrado al gobierno de Moscú ahora que las teorías bajo las que fue creada la Tercera Internacional para expandirse son, en gran medida, equivocadas e irrealizables, y que están siendo rechazadas por la mente maestra de Lenin, el jefe del gobierno nacional. Así han crecido dos facciones dentro del Partido Comunista: la de Lenin, cuyos intereses por el momento están centrados en Rusia, y que sacrificaría los sueños revolucionarios en el mundo para preservar el poder bolchevique en un solo país; y la de la Tercera Internacional, que propone ir a por todas empezando la revolución definitiva en todo el mundo y acabando con la burguesía de los estados capitalistas. Hasta ahora, la mayoría del partido ha estado del lado de Lenin, lo que no es antinatural, ya que muy pocos comunistas de base se preocupan realmente por la revolución mundial, sin tener una idea de lo que ésta implica. Si lo hubieran hecho, probablemente lo apoyarían todavía mucho más.

Retrato de Lenin. Pero al mismo tiempo que la Tercera Internacional se expresaba retórica y musicalmente en la estación Nicolás, acontecimientos de distinto orden estaban realizándose en los barrios industriales de la ciudad. Los obreros, indignados por la supresión de la libertad de expresión, de la libertad de circulación, de la cooperación entre los trabajadores, del libre comercio entre la ciudad y las aldeas y por la implacable detención y encarcelamiento de sus jefes, se habían amotinado pidiendo la restauración de sus derechos. Iniciaron el movimiento los de la factoría metalúrgica de Putilov, la más grande de

Petrogrado que en su día empleaba a más de cuarenta mil personas. Estos fueron también los iniciadores del movimiento revolucionario. Dirigieron las huelgas que culminaron en la revolución de marzo del 17. Su independencia, su inteligencia y su organización superiores les ganaron el miedo y el odio de los comunistas, que, con bastante acierto, atribuían su actitud a una preferencia por los partidos políticos contrarios a los bolcheviques. La protesta se produjo contra los métodos bolcheviques para el reparto de los alimentos, que estaba reduciendo rápidamente la ciudad a un estado de inanición. Las autoridades creyeron que el movimiento iba a terminar pronto y lo dejaron desenvolverse, tratando de combatirlo con un aumento de raciones a expensas del resto de la población. Este procedimiento, sin embargo, indignó más a los obreros, y la vacilación de los bolcheviques a la hora de emplear la fuerza alentó su protesta. Las reuniones y las manifestaciones se hicieron más frecuentes, las huelgas se extendieron de factoría en factoría, los oradores se volvieron más agresivos y comenzaron a circular una serie de chistes en público a costa de los bolcheviques. Paseando por los barrios industriales vi un grupo de obreros saliendo de una factoría cantando la Marsellesa y llevando una bandera con inscripción impresa toscamente que decía:

Doloi Lenina s koninoi, Daitje tsarya s svininoi, «¡Abajo Lenin y la carne de caballo; dadnos un Zar y carne de cerdo!»

Los disturbios fueron aumentando, y comenzaron a circular hojas escritas a máquina con las resoluciones aprobadas en las distintas reuniones. Una de ellas contenía la resolución adoptada unánimemente por los doce mil obreros (en ese momento todo el personal) de Putilov, exigiendo que la distribución de alimentos se encargara de nuevo a las antiguas cooperativas. El lenguaje de la resolución era bastante violento. Los jefes bolcheviques eran llamados

tiranos, hipócritas y sangrientos, y se exigía la inmediata terminación de las torturas de la Comisión Extraordinaria y la libertad de los numerosos representantes de los trabajadores. Yo conocí los detalles del mitin en el cual se adoptó esta resolución, porque varios amigos míos estuvieron presentes. La reunión fue muy entusiasta. Sin embargo, los bolcheviques no hicieron caso de ella, porque sabían que nada de lo dicho podía publicarse en los periódicos. Pero cuando las hojas escritas a máquina comenzaron a circular rápidamente de mano en mano, del mismo modo que había circulado, en diciembre de 1916, el famoso discurso de Miliukoff en la Duma contra Rasputín, las autoridades se alarmaron y comenzaron a tomar enérgicas medidas para contener la inquietud popular sin más demora. Un domingo llegaron a las cercanías de Putilov treinta o cuarenta tranvías con soldados y marineros que, según el testimonio de los obreros que estaban presentes, hablaban un lenguaje que no era el ruso, y ocuparon todas las entradas de la fábrica. Durante los tres o cuatro días siguientes fueron arrestados cerca de cuatrocientos obreros y las mujeres de muchos que no pudieron ser encontrados. Estos arrestos son siempre fáciles de llevar a cabo, ya que a los trabajadores no se les permite tener armas. Entre los arrestados se contaban dos obreros que habían declarado que hasta el Parlamento británico era superior al régimen bolchevique. Estos dos se contaron entre los que fueron posteriormente fusilados. Cuando a mi regreso a Inglaterra conté este incidente al Comité de Negocios Extranjeros del partido laborista, el caballero que estaba a mi derecha —no conozco su nombre— no encontró un comentario mejor que exclamar: —¡Les estuvo bien empleado! El jaleo que se armó por el arresto de los obreros y sus mujeres fue terrible. Como las resoluciones se habían esparcido por toda la ciudad, se oía a la gente diciéndose al oído con gran alegría que pronto estallaría una insurrección general, que Zinoviev y otros estaban preparándose para huir, etcétera. En el curso de tres semanas las cosas se pusieron tan mal que hubo que llamar a Lenin desde Moscú con la esperanza de que su presencia intimidara a los trabajadores, y se organizó una contramanifestación comunista en el Narodny Dom.

El Narodny Dom (Casa del Pueblo), es un palacio inmenso que el último Zar hizo construir para el pueblo. Antes de la guerra era muy difícil entrar en uno de los teatros del Estado, de los cuales el Marinsky Opera y el Teatro Alexandrinsky eran los más importantes, debido al sistema de abonos; en vista de esto, el Zar hizo construir por cuenta suya este palacio y se lo regaló al pueblo. Contenía, además de otras salas auxiliares, un gran teatro, donde se representaban las mismas obras dramáticas que en los teatros del Estado, y la mayor sala de ópera de toda Rusia, donde el campesino ruso Chaliapin, el mejor artista de ópera del mundo, cantaba frecuentemente ante enormes auditorios de seis u ocho mil personas de la baja clase media y obrera. Cuando yo era estudiante en el Conservatorio de Petrogrado y me ganaba la vida dando clases de inglés, iba frecuentemente a la ópera del Narodny Dom. Una parte de la sala era gratuita, y los asientos más caros costaban tanto como la entrada a un cinema. El inevitable déficit lo pagaba el Estado. En el pórtico del edificio había una inscripción que decía: «Del Zar a su pueblo». Los bolcheviques quitaron la inscripción y el nombre de «Casa del Pueblo», cambiándolo por el de «Casa de Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht». Este edificio, que contiene el auditorio más grande de Rusia, se utiliza ahora con frecuencia para celebraciones especiales. Generalmente, en tales oportunidades sólo puede entrar la «élite» comunista y a los delegados especiales. A la gente común a la que el zar otorgó el palacio se le niega la entrada.

Manifestación frente al Narodny Dom (Casa del Pueblo). La tarde de la gran manifestación contra los huelguistas de Petrogrado, las entradas de lo que antes fue la Casa del Pueblo estaban bloqueadas por ametralladoras y los accesos se llenaron de bayonetas. El antiguo zar, la última vez que lo visitó, llegó en un carruaje abierto. No así el nuevo «zar», el presidente de la república obrera. Lenin llegó en secreto y rodeado literalmente de un cuerpo especial de guardaespaldas de cadetes rojos. El público era escogido y se componía principalmente de los cuerpos comunistas más importantes de la ciudad y de los delegados de las organizaciones sindicales y maestros y alumnos seleccionados por los comunistas. Yo pude entrar con un billete que me procuró mi jefe. Cuando Lenin apareció en el escenario, el público se levantó como si fuera un solo hombre y le saludó con gritos y aplausos que duraron varios minutos. El hombrecillo, que tiene tanto poder sobre una parte de sus seguidores, avanzó con toda naturalidad hasta las candilejas. Sus facciones orientales no

demostraban ninguna emoción. Ni sonreía ni demostraba severidad. Llevaba un traje sencillo, y con las manos metidas en los bolsillos esperaba pacientemente de pie a que cesaran los aplausos. ¿Le era indiferente la bienvenida o en secreto le agradaba? No se podía saber; por fin levantó la mano para indicar que ya era bastante. Los oradores de la revolución —y son, en efecto, grandes oradores— tienen cada uno su estilo particular. El de Trotsky, con frases bien razonadas, bien acabadas, es volcánico, fieramente hipnótico; el de Zinoviev es torrencial, lleno de ingenio barato, falto de ideas originales, pero brillante en su forma y expresión; el de Lunacharsky es violento, pero noble y de un impresionante impacto, respira un fervor casi religioso. Lenin era diferente de todos éstos. Ni sabía ni le importaba la Retórica. Carecía de toda afectación. Hablaba de prisa y en voz alta y sus gesticulaciones eran las de un virulento demagogo. Pero posee algo de lo que carecen los otros. Frío y calculador, la pasión contra sus enemigos políticos y la burguesía no influía en él como en Zinoviev y en Trotsky. Al contrario, a pesar de sus discursos, que a menudo no son más que cesiones necesarias a los instintos más zafios de sus colegas, Lenin (que era un ex terrateniente) nunca dejó de creer que la burguesía rusa, como clase, es necesaria al Estado y que los campesinos rusos son y serán una clase de pequeños labradores propietarios de pequeñas tierras con la psicología del petit bourgeois. Es cierto que en 1918 se intentó, principalmente a través de los comités de los pobres de las aldeas, imponer por la fuerza el comunismo al campesinado. Pero pronto se abandonó y Lenin lideró la retirada. Sorprendentemente ignorante de los acontecimientos mundiales y en completo desacuerdo con los trabajadores occidentales, Lenin tan solo ha mantenido su posición en Rusia por su comprensión de este rasgo único del carácter campesino ruso y por cederle repetidamente el paso, incluso llegando hasta el completo rechazo temporal de los principios comunistas. En todos los demás aspectos, Lenin es un discípulo dogmático de Karl Marx, y su devoción a la causa de la revolución mundial sólo se ve atemperada por la lenta comprensión de que las cosas en el mundo occidental no son exactamente como las describen los entusiastas comunistas. Pero la mejor comprensión de Lenin de la mente del campesino ruso le da ventaja

sobre sus semejantes al presentar su argumentación a sus seguidores, acercándolo un poco más a la realidad del momento; de modo que su discurso, aunque laborioso, difícil y libre de florituras retóricas, es directo y lleva, a sus audiencias comunistas de mentalidad anticuada, la convicción de que debe tener razón. Pero lo «correcto» no se refiere a lo ético, que no entra dentro de la filosofía bolchevique, sino únicamente a la estrategia. En la reunión que estoy describiendo, Lenin habló principalmente de la táctica política. Dijo que los violentos mencheviques y social-revolucionarios habían agitado en las fábricas y habían persuadido a los obreros a dejar las herramientas y hacer demandas absurdas que eran incompatibles con el gobierno de los obreros y campesinos. La queja principal era contra el Comisariado bolchevique de alimentos. Los obreros estaban hambrientos. Había que nutrir a los obreros y la insurrección cesaría. Era necesario hacer un esfuerzo heroico para obtener alimentos. El Gobierno, en vista de esto, había ordenado suprimir el tráfico de pasajeros durante tres semanas en todo el país, para que todas las locomotoras y todos los vagones pudieran dedicarse a transportar a la capital norteña víveres, que se obtendrían, si era preciso, por la fuerza. De los resultados de estas llamadas «semanas de transporte de carga» poco se necesita decir más allá del hecho de que el experimento nunca se repitió debido a su fracaso total para resolver el problema. Es cierto que los suministros del gobierno apenas se incrementaron, pero al final la población estaba mucho más hambrienta que antes por la sencilla razón de que la interrupción del tráfico de pasajeros interfirió considerablemente con las idas y venidas de los «hombres del saco», de cuyas operaciones ilícitas y arriesgadas dependía por lo menos la mitad de la población, y la otra mitad, de sus alimentos. La revuelta obrera se apagó, no por la mejor alimentación de los hombres, sino porque fueron reducidos eficazmente a un estado de abyecta desesperación con la despiadada captura de sus dirigentes y las crueles represalias contra sus esposas y familias, y porque este momento fue escogido por las autoridades para rebajar su número trasladando a gran cantidad de trabajadores a otros centros industriales del interior. Sin embargo, con ocasión de la visita de Lenin, los trabajadores hicieron un último intento

de reafirmación. Se envió una delegación perteneciente a las fábricas más grandes para presentar sus reivindicaciones, tal como se establece en las resoluciones, al propio presidente en el Narodny Dom. Pero se le negó la admisión. Regresaron, frustrados, a sus fábricas e hicieron notar a sus camaradas que «era más fácil acercarse al zar Nicolás que acceder al presidente de la “República Soviética”». Me preguntaba, ¿qué habría pensado la Tercera Internacional de tales palabras?

Después del experimento de las «semanas de transporte de carga», el siguiente recurso al que se acudió cuando se presentaron de nuevo las mismas demandas fue extrañamente contradictorio pero al mismo tiempo inevitable. Era una concesión parcial de libertad de movimientos a los «hombres del saco». Después de un fuerte y prolongado clamor, se les concedió a un cierto porcentaje de trabajadores el derecho a viajar libremente a las provincias y traer dos puds[37] (72 libras) de pan cada uno. Así que recibieron el apodo de «bipudos» y a la práctica se la llamó «bipudear». Como todo el mundo se esforzó por hacer uso de ello, los ferrocarriles en gran medida se congestionaron, pero la decisión tuvo el efecto deseado. No sólo hubo más pan casi de inmediato, sino que su precio bajó rápidamente. Los trabajadores se desplazaron a los distritos en los que se cultivaba el grano, llegaban a un acuerdo con los aldeanos quienes de manera voluntaria les entregaban lo que habían escondido a los requisadores bolcheviques y regresaban aferrando celosamente sus sacos de pan. Por casualidad estaba viajando a Moscú en ese momento, y la visión de muchedumbres de miserables «bipudos», abarrotando todos los vagones y trepando a los techos y a los parachoques, fue realmente lamentable. Pero justo en el momento en que parecía haberse encontrado una verdadera solución al problema alimentario de las capitales, el edicto del gobierno interrumpió con rapidez los «bipudos», con el argumento de que la congestión de los ferrocarriles hacía imposible el transporte de los suministros del gobierno. Durante más de un año, los bolcheviques se esforzaron al máximo para evitar el inevitable día en que ya no sería posible prohibir el derecho al libre comercio. A medida que crecía la disputa entre estos y los campesinos y

aumentaba la dificultad de aprovisionamiento, el gobierno buscaba un remedio tras otro para contrarrestar los efectos de su propia política alimentaria. Pero hace poco tiempo, durante la primavera de 1921, se dio el trascendental paso. A pesar de la considerable oposición de sus seguidores, Lenin rechazó públicamente el sistema comunista de requisas forzadas y restauró, bajo ciertas restricciones, el principio de libertad en la compra y venta de alimentos.

Vladimir Ilich Ulyanov Lenin inspecciona las tropas Vsevobuch (Entrenamiento Militar Universal) en la Plaza Roja. Moscú, Rusia, el 25 de mayo de 1919. Fotógrafo: N. Smirnow. (Foto de Laski Diffusion / Getty Images) Se estaba adoptando una política producto de la desesperación, pero es el acontecimiento más importante desde el coup d’état bolchevique de noviembre de 1917. Porque es un rechazo al ideario fundamental del

programa comunista, cuyo primer principio es la completa supresión de todo el libre comercio, iniciativa empresarial privada y proyecto propio. No hay límites a las posibilidades que abre esta trágica necesidad, como debe parecerle a los comunistas. Pero una vez tomada, aunque sea a regañadientes, ¿por qué no liberar de prisión a sus opositores, cuya principal protesta fue contra la estupidez del sistema alimentario bolchevique, e invitarlos a cooperar? La explicación es que con los líderes bolcheviques el bienestar de los obreros y campesinos, y de la humanidad en general, está completamente subordinado a los intereses del Partido Comunista. Y esta actitud se inspira no tanto en motivos egoístas como en una convicción increíblemente intolerante de que la interpretación bolchevique del dogma marxista es la única fórmula que, en última instancia, conducirá a lo que ellos consideran la «emancipación de todos los trabajadores». Por sorprendente que parezca en estos días, cuando los mejores elementos de la humanidad luchan por moderar los prejuicios con la razón, la teoría lo es todo para los bolcheviques, mientras que sólo se reconocen los hechos cuando amenazan la dictadura del partido. Así, la concesión de la libertad de comercio al campesinado no implica ninguna cesión de principios, sino una mera adaptación a condiciones adversas, un paso «hacia atrás» que debe ser «rectificado» en el momento en que las circunstancias lo permitan. Por eso, desde el anuncio de Lenin, a los sofistas bolcheviques les ha resultado complicado el intento de demostrar a los seguidores nacionales y extranjeros que el camaleón no cambia ni cambiará nunca su color. «El libre comercio, —dicen—, sólo es un mal inevitable y pasajero». ¿Temporal? Pero ¿puede cualquiera que crea en la naturaleza humana concebir un posible retorno al sistema que Lenin ha descartado? Un día tuvo lugar en Petrogrado un acontecimiento sorprendente de la dictadura del proletariado que habría provocado que los dirigentes extranjeros, si hubieran estado presentes, se enderezaran y se hubieran rascado apresuradamente la cabeza. Se produjo un nuevo registro dentro del partido, con el objetivo de purgar sus filas de lo que se denominaba «elementos indeseables» y «rábanos»,

siendo este último un feliz epíteto inventado por Trotsky para designar a los que eran rojos sólo en el exterior. Una condición rigurosa para el reingreso era que cada miembro debía estar avalado como políticamente confiable por otros dos, no sólo en el momento de la admisión sino de manera indefinida. Tal era el miedo y la sospecha que todavía predominaba dentro de las filas del partido. El resultado fue que, además de los que fueron expulsados por delitos menores, muchos comunistas, preocupados por la introducción de una medida disciplinaria tan estricta, se aprovecharon de la reinscripción para jubilarse, y la afiliación se redujo en más del 50 por ciento. De una población de 800 000 quedaron casi unos 4000 fuera. Inmediatamente después de la purga hubo barrios de la «metrópoli de la revolución mundial» en donde apenas quedaba un comunista. El comité central se había preparado para purgar el partido de un cierto número de indeseables, pero la repentina reducción a menos de la mitad fue un golpe totalmente inesperado. Su resentimiento se vio acrecentado por el hecho de que tan sólo tres semanas antes, por medio de amenazas, sobornos, engaños y violencia, los comunistas habían conseguido más de 1100 de los 1390 escaños en las elecciones al Soviet de Petrogrado, lo que dio como resultado que se mantuvieran en pie ante el mundo exterior como una muestra de la influencia creciente del bolchevismo. El problema de cómo aumentar el número de miembros del partido se convirtió en una urgencia vital. Con este fin se concibió sin pensarlo siquiera una idea novedosa e ingeniosa. ¡Se decidió atraer al partido a nuevos integrantes de entre los trabajadores! Aunque parezca increíble, los líderes comunistas, según sus propios explicaciones, pensaron en esta dirección sólo como un último recurso. Para el forastero esto es casi increíble. Incluso en Rusia lo parecía al principio, pero al pensarlo de nuevo ya lo parecía menos. Desde el asesinato en 1918 de los comisarios judíos Volodarsky y Uritzky, el primero por obreros desconocidos y el segundo por un judío socialistarevolucionario, los comunistas habían llegado a considerar habitualmente a los obreros como un elemento poco fiable, bajo la poderosa influencia menchevique y socialista-revolucionaria. La pequeña parte que se unió a los bolcheviques fue ascendida a puestos de responsabilidad, y así se distanció de

las masas. Pero se relegó a una sección mayor, abiertamente adherida a los partidos antibolchevistas, cuyos portavoces fueron sometidos constantemente a acoso lo que originó que aumentara su prestigio a los ojos de los trabajadores. ¿De quiénes, entonces, había estado compuesto el Partido Comunista durante los dos primeros años del Régimen Rojo? La pregunta no es fácil de responder, ya que los sistemas de admisión han variado tanto como la composición del propio partido. La columna vertebral de base estuvo formada en su origen por los marineros, a quienes oí describir por Trotsky durante los disturbios de julio de 1917, como «el orgullo y la gloria de la revolución». Pero un año después formaba parte una cierta cantidad de ese tipo de obrero que, cuando no es comunista, es descrito por los comunistas como un «trabajador burgués». Aunque estos últimos eran a menudo oportunistas y eran considerados por los trabajadores en general como esnobs, eran un elemento mejor que los marineros, que salvo pocas excepciones eran rufianes. Se reclutaron nuevos integrantes entre personas de los grupos más variados y sin un orden: cuidadores de jardines, sirvientas, antiguos policías, guardianes de prisiones, comerciantes y la pequeña burguesía. En raras ocasiones se pueden encontrar estudiantes y maestros, generalmente mujeres sencillas, soñadoras, mentalmente débiles, pero completamente sinceras y desinteresadas. La mayoría de las mujeres comunistas de los rangos inferiores se asemejaban a las ogras. La pertenencia al partido en sus inicios, que rápidamente llegó a parecerse a una aristocracia política, se consideraba un privilegio inestimable que valía la pena obtener. La palabra mágica Comunista inspiraba miedo y aseguraba la admisión y la atención preferente en todas partes antes de que cayera toda reserva. Por supuesto, se produjeron interminables abusos, uno de los cuales fue la venta de las recomendaciones necesarias para ser miembro. Como los trabajadores no mostraron ninguna inclinación a unirse, fueron en su mayoría los oportunistas los que entraron, comprando sus recomendaciones mediante sobornos o por una suma fija, y vendiéndolas a su vez después de la admisión. Estos eran los «indeseables» a los que los líderes estaban tan ansiosos por purgar del partido.

Se idearon varios recursos para filtrar a los solicitantes. Se establecieron escuelas de entrenamiento del partido para los recién llegados, donde la devoción a «nuestro» sistema se convirtió en euforia, mientras se animaba el odio incendiario hacia cualquier otra teoría social. Las escuelas de formación nunca fueron un éxito brillante, por una variedad de razones. La instrucción era sólo teórica y los conferenciantes rara vez eran capaces de vestir sus pensamientos con un lenguaje sencillo o adaptar los aspectos complicados de los temas sociológicos a la mentalidad de sus audiencias, consistentes en trabajadores muy jóvenes o empleados de oficina que asistían atraídos por una media libra de pan extra que se distribuía después de cada conferencia. Asistir a todo el curso era insoportable, conllevando el sacrificio de horas de ocio, y el número de solicitantes ideiny («idealistas») era demasiado reducido como para permitir una disciplina rigurosa. Las escuelas de formación fueron sustituidas poco a poco por clubes comunistas, que dedicaban su atención a conciertos y conferencias, asemejándose así a los comités de ilustración cultural del ejército. Otro factor disuasorio para los «rábanos» fue el establecimiento de tres grados para los nuevos adeptos: 1.Simpatizantes. 2.Candidatos. 3.Comunistas de pleno derecho. Antes de ser distinguidos con el codiciado título de «miembros del Partido Comunista», los neófitos tuvieron que pasar por las dos primeras etapas probatorias, que incluían pruebas de lealtad y sumisión a la disciplina del partido. La tercera categoría es la que tiene el derecho para portar armas. Es a ellos a los que se les da preferencia en todos los nombramientos para puestos de responsabilidad.

Niños campesinos recibiendo clases del autor. Hay una fuente de la que los bolcheviques pueden depender con cierta confianza para los nuevos relevos. Me refiero a la Unión de la Juventud Comunista. Conscientes de su fracaso en la conversión de la generación actual, los comunistas han dirigido su atención a la siguiente, y han establecido esta Unión a la que se anima a todos los niños en edad escolar a unirse. Al igual que los niños, en el momento en que sus padres pueden ser persuadidos u obligados a separarse de ellos, son preparados para la iniciación a la Unión reuniéndolos en colonias y hogares, donde son alimentados con raciones antes que los demás, a expensas del resto de la población, y vestidos con la ropa confiscada a niños cuyos padres se niegan separase de ellos. El objetivo de estas colonias es proteger las mentes jóvenes de la perniciosa influencia no comunista y así inculcarles los ideales

bolcheviques para que, cuando lleguen a la adolescencia, sean incapaces de absorber cualesquiera otros. Según las manifestaciones bolcheviques, muchas de estas casas se encuentran en un pésimo estado para la salud, aunque unas pocas se mantienen gracias a esfuerzos especiales y se exhiben a visitantes extranjeros como guarderías modelo. Todavía es demasiado pronto para evaluar el éxito de este sistema. A título personal me inclino a pensar que, aun cuando no sean derrotados por la miserable situación de la falta de salubridad y el abandono, los objetivos propagandísticos se verán en gran medida contrarrestados por la influencia silenciosa y benévola de los intelectuales abnegados (médicos, matronas y enfermeras) cuyos servicios en su gestión no pueden dejarse de lado. La tragedia de los niños de la Rusia soviética está en el número de niños que son arrojados a las calles. Sin embargo la Unión de la Juventud Comunista, formada por adolescentes, con su considerable permisividad, incesantes conciertos, bailes, fiestas teatrales y excursiones, raciones suplementarias y problemas con los dulces, procesiones, ondear de banderas y discursos en ceremonias públicas, sigue siendo la fuente más confiable de nuevos miembros para el Partido Comunista.

Dando clases a niños campesinos. Se comprenderá fácilmente que el partido consistía en una mezcla de naturalezas muy diferentes, en la que los auténticos trabajadores eran una minoría. Cuando se hizo la novedosa sugerencia de invitar a los trabajadores a unirse, este hecho fue recibido con una loable franqueza. Los portavoces bolcheviques declararon con sinceridad que se habían olvidado completamente de los trabajadores, y se abrió una gran campaña para atraerlos al partido. «La consigna de abrir las puertas del partido a los trabajadores, —decía Pravda el 25 de julio de 1919—, ha sido olvidada. Los trabajadores son aleccionados tan pronto como se unen», lo que significa que se convierten en comunistas y pierden por completo su individualidad como trabajadores. Zinoviev escribió una larga proclama a los trabajadores explicando quiénes eran los comunistas y sus propósitos. «El Partido Bolchevique, —dijo—, no nació hace sólo uno o dos años. Nuestro partido tiene más de una década de actividad gloriosa. Los mejores trabajadores del mundo se llamaban a sí mismos comunistas con orgullo… El partido no es una secta peculiar, no es una aristocracia del trabajo. También está formado por obreros y por campesinos, sólo que más organizados, más desarrollados, sabiendo lo que quieren y con un programa fijo. Los comunistas no son los dueños, en el mal sentido de la palabra, de los obreros y de los campesinos, sino sólo sus camaradas de mayor edad, capaces de indicar el camino correcto… Hace muy poco tiempo hemos purgado nuestras filas. Hemos expulsado a aquellos que en nuestra opinión no merecían el gran honor de ser llamados comunistas. En su mayoría no eran trabajadores, sino personas en mayor o menor medida de las clases privilegiadas que trataron de “adherirse” a nosotros porque estamos en el poder… Una vez hecho esto, abrimos la puerta del partido de par en par a las filas de obreros… Todos los trabajadores honestos pueden entrar. Si el partido tiene defectos, corrijámoslos entre todos… Os advertimos que en nuestro partido hay una férrea disciplina. Debes endurecerte y ante la llamada del partido comenzar un trabajo muy duro. Nuestra llamada está dirigida a todos los que están

dispuestos a sacrificarse por la clase obrera. ¡Fortalecer y ayudar al único partido en el mundo que lleva a los trabajadores a la libertad!» Con todos los requerimientos, los períodos de prueba, los expulsados, y los candidatos reticentes a los que se les aseguró con benevolencia que si tan sólo se unieran podrían aprender más tarde de qué se trataba, el número de integrantes del partido en la capital del norte aumentó en tres meses a 23 000 miembros. Era un número ligeramente inferior a lo que se hubiera podido reunirse antes de la purga, contando a los miembros, simpatizantes, candidatos y a la Unión de la Juventud Comunista. Las cifras en Moscú fueron aproximadamente las mismas. Las observaciones anteriores se aplican a la base. Los intelectuales del partido están representados en su mayor parte, aunque no exclusivamente, por judíos que dominan la Tercera Internacional, editan los diarios soviéticos y dirigen la propaganda. Sin embargo, hay también muchos judíos opuestos al bolchevismo; pero no pueden hacer oír sus voces. Las personas que hablan de un pogromo de judíos como resultado de los males del bolchevismo pueden encontrarse con la bienvenida a una Casandra. Pero yo creo que esto será inevitable si no se dispone de una influencia extranjera moderadora, y apoyada por los viejos regímenes de todo el mundo. Sería un desastre, porque los judíos que se han asimilado a la nación rusa pueden ayudar eficazmente a reconstruir el país. Muchos han desempeñado ya papeles importantes en las instituciones democráticas rusas, como las Sociedades cooperativas y los sindicatos del campo y de las ciudades que los bolcheviques han suprimido. Los jefes superiores del partido, ya sean judíos o rusos, provienen del mismo grupito de devotos, compuesto de unos cien, que antes de la revolución eran, lo son todavía y, probablemente serán siempre, el verdadero partido bolchevique. Estos están sometidos a su vez a la rígida dictadura del Comité Central del Partido, que gobierna absolutamente a Rusia mediante el Consejo de Comisarios del Pueblo. A medida que se hacía cada vez más evidente que las únicas personas que se unirían al partido por su propia voluntad y en un número considerable eran «indeseables», al igual que una gran proporción de los trabajadores que habían sido persuadidos de ello eran comunistas indolentes, la intención varió para hacer del partido una corporación cerrada sujeta a una disciplina

despiadada. Los miembros, aunque disfruten de privilegios materiales, no deben tener voluntad propia; los indolentes deben ser disuadidos a unirse imponiendo arduas obligaciones a todos los miembros. Tal es la situación en las capitales en la actualidad. La «disciplina de hierro» es necesaria por otra razón además de la de excluir a las ovejas negras. Con la creciente desmoralización, el hambre y la miseria, están surgiendo murmullos y preguntas sediciosas, incluso dentro del partido, especialmente porque el factor de la guerra ha desaparecido. Estos interrogantes son cada vez más frecuentes y afectan a los personajes más altos del Estado. Trotsky, por ejemplo, que ya no es capaz de satisfacer su insaciable ambición, está mostrando una inclinación a separarse bajo una línea propia en oposición a las tendencias moderadas y comprometidas de Lenin. La tensión entre ellos se ha aliviado temporalmente al situar a Trotsky en una posición dominante en la promoción de la revolución mundial, mientras que Lenin controla los asuntos internos. Pero el acuerdo es necesariamente temporal. Loas personalidades de ambos hombres, excepto bajo el estrés de la guerra, son tan incompatibles como sus respectivas políticas de la violencia y la moderación.

Dado que el número de comunistas es comparativamente tan pequeño, ¿cómo es posible que hoy en día en todos los organismos públicos y aparentemente representativos se encuentre una mayoría comunista abrumadora y triunfante? Describiré con brevedad el método de elección y una única reunión del Soviet de Petrogrado, a cuyas sesiones asistí. Hay gente que todavía pregunta: ¿Qué es exactamente un «soviet»? Y la pregunta no resulta extraña, porque los bolcheviques han trabajado mucho para persuadir al mundo de que hay una conexión indisoluble entre «soviet» y «bolchevismo». Sin embargo, no hay una conexión esencial entre las dos ideas, y la conexión que existe en la mente popular en este y otros países es totalmente falaz. La palabra rusa «soviet» tiene dos significados: «consejo, atender profesionalmente» y «concilio, junta o comité. —Cuando se pide consejo, se dice—: Deme usted un soviet», o «¿Me puede usted soviet, qué debo hacer? Los dentistas ponen en sus placas: “Extracciones sin dolor.

Soviet gratis.”» En la constitución del Zar había un soviet de Estado (en el sentido de «consejo»). Era la alta cámara que correspondía al Senado o a la Cámara de los Lores. Era una institución reaccionaria y se parecía a los soviets bolcheviques en que sólo cierto sector de la comunidad tenía derecho a votar. De acuerdo con la idea original, incluso como fue propuesta en su momento por los bolcheviques, el soviet político o consejo debería ser un cuerpo representativo en el cual todos los sectores de la comunidad trabajadora (ya sea obrera o intelectual) deberían tener el mismo derecho a votar. Estos soviets deben elegir a sus representantes superiores (para el municipio, condado, provincia, etc.), hasta que se cree un soviet central, que escoge a su vez a un gabinete de Comisarios del Pueblo responsable ante un Congreso convocado periódicamente. Este sistema existe sobre el papel hasta el día de hoy, pero su funcionamiento está completamente anulado por el simple proceso de impedir a cualquiera, salvo a los comunistas, que entre en el soviet más bajo, el único que está en contacto directo con el pueblo. Esta restricción se realiza a menudo mediante la fuerza, pero la licencia en cualquier caso es limitada y tiene el efecto de privar de derechos a cuatro de cada cinco campesinos. Sin embargo, algunos no-bolcheviques normalmente logran ser elegidos, aunque con el riesgo de sufrir graves abusos; dado que los comunistas los consideran intrusos y no pueden ejercer ninguna influencia en la política. Uno podría preguntarse por qué los bolcheviques, mientras reprimen a todos los soviets libres, todavía mantienen la farsa de las elecciones, ya que ocasionan muchas molestias. Los «soviets», sin embargo, de una forma u otra, son indispensables para que el gobierno pueda seguir llamándose a sí mismo con fines propagandísticos, el gobierno «de los soviets». Hoy en día, si el sistema de consejos soviéticos o libremente elegidos hubieran funcionado sin trabas en Rusia, el bolchevismo habría sido abolido hacía mucho tiempo. De hecho, una de las reivindicaciones más frecuentes durante las huelgas es por un restablecimiento, junto con las sociedades cooperativas libres, del sistema soviético que ahora está virtualmente suprimido. Por paradójico que sea, el bolchevismo es en realidad la completa negación del sistema soviético. No es en absoluto imposible que la caída de los comunistas

se traduzca en un esfuerzo positivo para que los soviets trabajen de alguna manera por primera vez. Si este libro cumple tan solo con la finalidad de inculcar este hecho de vital importancia al lector, sentiré que no lo he escrito en vano. Siempre que es posible, es decir, cuando no se espera una oposición seria a un candidato comunista, los bolcheviques permiten que las elecciones sigan su curso normal, con la excepción de que el voto secreto ha sido casi abolido por completo. Antes de llegar al poder, el voto secreto era un principio fundamental del programa bolchevique. El argumento, tan típico del razonamiento bolchevique, que ahora se presenta como justificación de su abolición es que el voto secreto sería inconsistente en una república proletaria que se ha vuelto «libre». El número de comunistas que son elegidos sin oposición es bastante considerable y, resulta curioso, es entre la burguesía comprometida en las múltiples tareas de oficina de la administración burocrática, que las autoridades pueden contar con la menor oposición. La mayoría de empleados de oficina del gobierno no acuden si les es posible a las elecciones, y si no pueden, consienten sumisos el nombramiento de comunistas sabiendo que la propuesta de los opositores conducirá, cuanto menos, a una situación extremadamente desagradable. Una explicación incompleta a esta docilidad y a la incapacidad general del pueblo ruso para afirmarse se encuentra simplemente en su inexperiencia política. Los días en calma de marzo de 1917, antes del regreso de los bolcheviques, fueron el único período en el que conocieron la libertad, y en las elecciones de esa época hubo poca o ninguna controversia. En cualquier caso, la experiencia política no se adquirirá en el breve espacio de unas pocas semanas. Citaré sólo un ejemplo de una elección en una institución plenamente burguesa. El regreso con la Ópera Marinsky de un delegado comunista al Soviet de Petrogrado cobró cierta relevancia en la prensa bolchevique, y como yo en algún momento había estado relacionado con este teatro, me interesaba aclarar las circunstancias. El día de la elección, de entre todos los cantantes, la orquesta, coros, el gran número de tramoyistas, mecánicos, asistentes, cuidadores, etc., de los varios cientos de personas, no comparecieron ni media docena. Así que la elección se pospuso a otro día

cuando la «célula» comunista, designada para controlar la elección, trajo a un completo forastero a quien «eligieron» como delegado del teatro. ¡El personal fue completamente ajeno e ignorante, hasta después, de que tal elección había tenido lugar! No es en la burguesía pasiva, sino en los trabajadores ocupados, donde los bolcheviques esperan tener oposición en las ciudades. Esto es para contrarrestar e impedir, mediante la fuerza, la propaganda no bolchevique en los talleres a lo que dedican sus mayores energías. Las elecciones que estoy describiendo fueron dignas de mención porque se produjeron inmediatamente después de un estallido de huelgas, que afectó especialmente a los ferroviarios y a los trabajadores de los tranvías. En uno de los parques de tranvías se lanzaron bombas que mataron a un obrero e hirieron a tres comunistas. Sólo se permitía una reunión tanto en cada fábrica como en cualquier otra institución y las instrucciones publicadas establecían que debía ser controlada por los comunistas, que debían presentar primero a sus candidatos. En todos los lugares en los que había habido disturbios se enviaron guardias para mantener el orden durante la reunión, y se envió a espías de la Comisión Extraordinaria para que tomaran nota de quién, si es que había alguno, levantaba la mano contra los candidatos comunistas. En la fábrica de Obuhov se les dijo directamente a los trabajadores que cualquiera que votara en contra de los comunistas sería despedido sin tener derecho a un empleo en otro lugar. En la fábrica de Putilov la reunión para la elección se celebró sin previo aviso, de modo que apenas había alguien presente. Al día siguiente los hombres de Putilov oyeron con asombro que habían elegido por unanimidad para el soviet ¡a unos veinte comunistas! En el distrito en el que yo vivía, el agitador judío, del que ya he hablado anteriormente, se encargó de llevar a cabo una campaña publicitaria de casa en casa para impresionar a los obreros y especialmente a sus esposas con las virtudes de los comunistas. La acogida que recibió no fue completamente amistosa y el triunfo final de los comunistas fue para él un alivio considerable. No hace falta decir que este era el único tipo de campaña electoral. Todos los partidos no comunistas eran denunciados como contrarrevolucionarios, la población en general, salvo algunos individuos

atrevidos que valientemente proclamaban su lealtad a partidos socialistas no bolcheviques, se amparaban bajo la denominación de «no partidistas», y al no tener ningún programa salvo uno anticomunista, no presentaron ninguno en absoluto. De todos modos, era imposible presentar uno, ya que el uso de la imprenta, el derecho a la libertad de expresión y el derecho a utilizar armas de fuego (que desempeñaban un papel importante) se limitaban exclusivamente a los comunistas. En esta elección en particular, los bolcheviques olvidaron a las trabajadoras que se mostraron, sin esperarlo, desafiantes. En una fábrica de la isla Vasili, donde la mayoría de los empleados eran mujeres, los comunistas fueron arrastrados fuera de la plataforma y las mujeres celebraron su propia reunión, eligiendo a ocho miembros no pertenecientes al partido. En varios talleres más pequeños los comunistas sufrieron una derrota inesperada, quizás porque todas las armas disponibles estaban concentradas en las fábricas más grandes, y el resultado final de las elecciones, aunque los comunistas por supuesto eran mayoría, fue una reducción de su mayoría del noventa al ochenta y dos por ciento. El día de la inauguración del IV soviet me dirigí al famoso palacio Tauride, que ahora se llama «Palacio de Uritzky», donde se reunía antes la Duma, con un pase de invitado de mi regimiento. Según entraba en el edificio pensé en los memorables días y noches de marzo de 1917. Ya no había tanto entusiasmo como entonces. No, ahora había guerra; guerra entre el Partido y el Pueblo. Había ametralladoras fijadas a las motocicletas, colocadas de un modo amenazante en el exterior del porche y una compañía de rojos custodiaba la entrada.

Mitín frente al palacio Tauride. El mitin estaba anunciado para las cinco. Conociendo las costumbres soviéticas, llegué a las seis menos cuarto, contando con que tendría tiempo de sobra antes de que hubiera algo que hacer. A propósito de mi puntualidad, recuerdo lo que me ocurrió en 1918. Tenía que hacer una declaración ante el soviet de Samara sobre un trabajo que estaba realizando. Quería que me cedieran una sala para una conferencia científica pública que iba a dar un profesor americano. Se me invitó oficialmente a comparecer ante el soviet a las cinco de la tarde para explicar detalladamente mi petición. Yo acudí puntualmente. A las cinco y media entró el primer diputado y, como no vio a nadie, me preguntó a qué hora empezaría la sesión. —A mí me han invitado para las cinco —contesté. —Sí —dijo—. A las cinco, eso es. Y volvió a salir. A las seis había tres o cuatro obreros paseando por allí, sin hacer nada.

—¿Empiezan ustedes siempre con tan poca puntualidad? —pregunté a uno de ellos. —Si ha vivido usted tanto tiempo en Rusia —me contestó—, ya debía conocernos. A las siete estábamos todos reunidos, menos el presidente. Éste apareció a las siete y cuarto, disculpándose porque se «había detenido a charlar con un camarada en la calle». El mitin del soviet de Petrogrado, fijado para las cinco, empezó a las nueve. Pero este gran retraso se debió a circunstancias excepcionales. Se había invitado a los obreros que todavía estaban descontentos a escuchar a Zinoviev, que trataba de apaciguarlos restituyéndoles las vacaciones que se habían suprimido a causa de la guerra. Los diputados soviéticos paseaban de un lado a otro en las salas y corredores, mientras los obreros charlaban acaloradamente o con miradas sombrías en sus rostros. La sala interior del palacio había sido modificada y acondicionada. El muro por detrás de la tribuna donde estaba colgado el retrato del zar había sido retirado y se había hecho un extenso espacio, con capacidad para más de 100 personas, donde se sentaban el comité ejecutivo y los invitados especiales. El comité ejecutivo estaba formado por cuarenta personas y constituía una especie de gabinete que se encargaba de toda la legislación. Sus miembros siempre eran comunistas. El propio soviet nunca participaba en ella. Por su carácter, y especialmente por la forma en que se celebraban sus sesiones, era imposible que lo hiciera. El número de diputados superaba los 1300, un órgano poco manejable en el que la discusión en cualquier caso era difícil, pero para que fuera completamente imposible se invitaba a numerosos visitantes de otras organizaciones de carácter comunista. De esta manera, la audiencia se duplicaba. Y todavía hay que añadir los chóferes, los conductores de los tranvías y los sirvientes habituales del edificio que también buscaban sus sitio. Todos participaban en la votación, sin discriminación entre los miembros y los que tenían invitación y los que no. A las nueve todo estaba preparado para empezar. Al situarse tres sobre cada banco unas dos mil personas estaban sentadas. Los demás permanecían en pie o se habían ubicado en los balcones. Estaban presentes muchos marineros. El día era cálido y el aire sofocante. De las paredes colgaban

carteles diciendo: «Se ruega no fumar». Sin embargo, la mitad de la sala de reuniones estaba llena de humo. Siguiendo el ejemplo de los demás me desabroché el gabán, me quité el cinturón, saqué la camisa y me ventilé, sacudiéndola de arriba abajo. Como esta operación la hacíamos «en gros[38]», no se podía decir que estuviéramos purificando la atmósfera. Yo conseguí un asiento atrás, desde donde lo veía todo. A mi lado había una mujer, pequeña y desgreñada, que parecía un poco desorientada en aquel ambiente. Cada vez que alguien se levantaba para hablar me preguntaba quién era. Mientras esperábamos el comienzo de los actos me confesó que, como yo, ella había entrado como invitada. «Me declaré hace poco simpatizante», me dijo. De pronto estallaron aplausos. Entró una figura bien conocida, con pelo abundante y facciones judías, y se acercó a la tribuna. —Ese es Zinoviev —dije a mi vecina. Pero ella ya conocía a Zinoviev. Sonó un timbre y la sala quedó en silencio. —Declaro abierto el cuarto soviet de Petrogrado —dijo un hombre alto, con traje de corte militar, que estaba a la derecha de la silla del presidente. —Ese es Evdokimov, el secretario —dije a mi compañera, y ella respondió con un profundo «¡Ah!» La orquesta, que estaba colocada en un rincón, empezó a tocar la Internacional. Todo el mundo se puso en pie. Desde el anfiteatro otra orquesta inició también la Internacional, pero dos pulsos más tarde y no pudo ponerse a la par de la otra. Escuchabas y cantabas con la que tenías más cerca. —A instancias del Partido Comunista —continuó Evdokimov con voz clara— propongo la elección de los siguientes miembros para el Comité ejecutivo. Leyó cuarenta nombres, todos comunistas. —Que levanten las manos los que estén en favor. Se levantó un mar de manos. —¿Quién vota en contra? Se alzó un número limitado de manos. Esto sorprendió mucho a los directores del mitin. —Queda aceptado por gran mayoría —exclamó el secretario.

—El Partido Comunista —continuó— propone a los siguientes camaradas para la Junta directiva. Leyó los nombres de «siete comunistas» incluyendo el suyo. Se levantaron una media docena de manos en contra, lo cual causó diversión general. «El Partido Comunista,» continuó, «propone lo siguiente para la elección del Presidium.» Leyó los nombres de siete comunistas, incluido el suyo. Alrededor de media docena de manos se levantaron en contra de esta propuesta, para diversión general. —El Partido Comunista propone al camarada Zinoviev como presidente del soviet —continuó el secretario, alzando la voz. A esto siguió un estallido de aplausos. Sólo una mano se levantó en oposición y se la recibió, con grandes risas. Zinoviev avanzó a la silla presidencial y la orquesta empezó a tocar la Internacional. La elección del Comité ejecutivo, de la directiva y del presidente había durado menos de cinco minutos. Comenzando su discurso con una referencia a las recientes elecciones, Zinoviev se regocijó por el hecho de que de los 1390 miembros, 1000 eran miembros plenamente cualificados del Partido Comunista, mientras que muchos otros eran candidatos. «Estábamos convencidos —exclamó— de que la clase obrera del Petrogrado Rojo se mantendría fiel a sí misma y sólo devolvería a los mejores representantes a los soviets, y no nos equivocamos». Después de definir las tareas del nuevo soviet como la defensa y el abastecimiento de la ciudad, habló de las huelgas, que atribuyó a agentes de los Aliados, a los mencheviques y a los socialistas-revolucionarios. Tal vez no fuera tan malo, dijo por ese motivo, que algunos mencheviques y socialistas-revolucionarios sinvergüenzas hubieran entrado en el soviet, puesto que sería más fácil atraparlos si estuvieran del lado de los contrarrevolucionarios. A continuación elogió al ejército rojo y a la flota báltica y concluyó, como de costumbre, con un vaticinio de una pronta revolución en Europa occidental. «Camaradas, —gritó—, los gobiernos tiranos de Occidente están próximos a caer. Los déspotas burgueses están condenados. Los trabajadores están creciendo por millones para barrerlos.

Esperan que nosotros, el proletariado rojo, los conduzcamos a la victoria. ¡Larga vida a la Internacional Comunista!»

La Duma. Terminó en medio de una tremenda ovación. Durante su discurso se había tocado la Internacional tres veces, y cuando terminó la tocaron dos veces más. Entonces Zinoviev dio un paso novedoso. Invitó al debate. En vista del aumento del grupo no partidista en el soviet había una clara tendencia a invitar a la cooperación de este último, por supuesto bajo un estricto control de los comunistas. El permiso para debatir, sin embargo, fue fácil de entender cuando el siguiente orador anunciado por el presidente se declaró a sí mismo como un antiguo menchevique ahora convertido al comunismo. Su arenga fue corta y terminó con un panegírico de los líderes bolcheviques. Fue seguido por un anarquista que tenía dificultades para expresarse, pero que denunciaba rotundamente a los «ladrones del departamento de alimentación». Su discurso fue interrumpido por furiosos aullidos y silbidos, sobre todo por parte de los marineros. No obstante, presentó una resolución anticomunista que apenas pudo ser escuchada y para la que se levantaron algunas manos. Zinoviev

llamó repetidamente el orden, pero se mostró bastante complacido por las interrupciones. El anarquista se sentó en medio de una tormenta de risas y abucheos. Zinoviev, tras esto, dio por terminado el debate. Después se acercó a la tribuna un hombrecillo de aspecto formal, más bien robusto, de hombros redondos y bigote negro. —Ese es Badaev, comisario de alimentos —dije a mi vecina. Delante de nosotros había dos soldados jóvenes que no se tomaban el acto con la seriedad debida. Cuando apareció el gordo Badaev, se dieron con los codos y uno de ellos dijo, refiriéndose a las categorías en que estaba dividido el pueblo para el reparto de alimentos: —¡Mira qué volumen! ¡Pregúntale a qué categoría pertenece! Los dos estuvieron riéndose convulsivamente durante varios minutos. Badaev habló bien, pero sin ninguna oratoria engañosa. Dijo que la situación alimentaria era deplorable, que la especulación era generalizada, y mencionó los decretos que deberían rectificar estos males. A Badaev difícilmente se le podría llamar un pensador. Dijo que, aunque la sopa ciertamente era mala, el sistema de aprovisionamiento comunista llegaría a ser el más perfecto del mundo. Admitió abusos en las cocinas comunales. Los comunistas, reconoció con pesar, eran tan malos como los demás. Hay que elegir interventores para los comedores, dijo, «pero nunca hay que dejar que se queden mucho tiempo en un solo trabajo. Tienen tendencia a compincharse con el cocinero, así que siempre hay que mantenerlos en movimiento». Hablaron varios oradores más. Todos ellos cantaban alabanzas al Partido Comunista y al buen juicio del electorado. El auditorio atendía al principio; pero poco a poco fue languideciendo hasta pasada la medianoche. La orquesta tocaba periódicamente la Internacional. Al final, mucha gente se echaba sobre los bancos con la cabeza sobre los brazos. Como a los escolares, no se permitía a nadie salir antes de terminado el acto, a menos que tuvieran un motivo importante. Al fin tocaron la Internacional por última vez. Los hombres se abrocharon los cinturones y las chaquetas y todos salimos a respirar el fresco aire de verano. Me dolía intensamente la cabeza. Caminé hasta el embarcadero del Neva. El río estaba magnífico. El cielo estival estaba teñido

de un rosa suave, azul y verde. Me incliné sobre el parapeto y coloqué mis sienes ardientes sobre la piedra fría. Un soldado me tocó el brazo. —¿Quién es usted? —me preguntó. —Vengo del soviet. —¿Su pase? Se lo enseñé.

Certificado ruso de identificación del autor. —Voy a casa —añadí. No tenía aspecto grosero. Sentí un extraño impulso de exclamar con amargura: —Camarada, dime ¿cuánto tiempo va a durar esta revolución?

Pero ¿para qué? Todo el mundo preguntaba lo mismo, esta es la única pregunta que ninguno sabe responder. Seguí por la orilla del hermoso río. La corriente se desplazaba rápida, más rápida que mi paso. Me parecía que cada vez lo hacía más. Era como la Revolución: este río, fluyendo con una corriente inexorable, cada vez más agitado e interminable. Mi fantasía febril convirtió a aquello en un torrente brutal, que se llevaba todo por delante como las cataratas del Niágara; pero no un torrente blanco como la nieve, sino rojo; rojo, rojo.

Capítulo XIII Fuga

La huida de la prisión de la Rusia «soviética» era una cuestión muy difícil, tanto para mí como para los rusos que querían eludir la persecución y escapar sin ser descubiertos. Fracasé muchas veces antes de lograr mi propósito. Una de las veces iba a pasar la frontera finlandesa, en secreto; pero oficialmente me enviaban las autoridades bolcheviques como propagandista extranjero. Yo servía muy bien para el oficio, porque domino varios idiomas. Tenía ya preparados varios paquetes de literatura en media docena de idiomas que debía entregar en una dirección secreta de Finlandia, cuando de pronto estalló la guerra en la frontera finlandesa. Se suspendió el plan indefinidamente, y a poco tuve que ausentarme de Petrogrado. Un colega mío que ocupaba un puesto importante en el Almirantazgo cuando la flota británica estaba haciendo maniobras en el golfo de Finlandia, diseñó otro plan. Un determinado día iban a poner a su disposición un remolcador para efectuar cierto trabajo cerca de Cronstadt. Su plan consistía en decir al capitán de la embarcación que tenían órdenes de dejar en la costa finlandesa a un almirante británico que había visitado Petrogrado en secreto para conferenciar con los bolcheviques. A media noche la embarcación estaría en el muelle. Mi colega me vestiría con uniforme de marinero y me haría pasar por un almirante británico disfrazado. Después, en lugar de detenernos en

Cronstadt, pasaríamos junto al fuerte y escaparíamos a Finlandia, empleando señales soviéticas y al amparo de la bandera soviética. Si el capitán descubría la operación, con un revólver calmaríamos su nervio olfatorio. Pero resultó que dos días antes de nuestra partida tuvo lugar aquel famoso «raid» naval británico en Cronstadt en el que varios buques rusos fueron hundidos. Mi colega recibió orden de reorganizar su plan de inmediato, y yo… no llegué a ser almirante. La más emocionante de esas misiones fracasadas fue el naufragio de nuestro bote de pesca, en el golfo. Habían registrado la casa donde yo vivía para descubrir la organización de la «inteligencia» aliada. Yo escapé simulando un ataque; (que ya tenía ensayado de antemano por si lo necesitaba), que aterró a los soldados de tal manera que me dejaron solo. Pero después de esto me vi obligado a huir de la ciudad y esconderme durante varias noches en el cementerio. En vista de mis dificultades, el Gobierno británico trató de rescatarme, enviando un buque cazasubmarinos hasta casi la boca del Neva para recogerme. Estos barcos eran capaces de recorrer el guantelete de fuertes de Cronstadt a una velocidad de más de cincuenta nudos. Me mandaron un mensaje informándome de que durante cuatro noches acudiría un buque cazasubmarinos a la desembocadura del Neva para recogerme y yo tenía que arreglármelas para contactar con él. Aquello era casi imposible; pero la cuarta noche un guardiamarina ruso y yo conseguimos un bote de pesca, y ambos nos embarcamos en un lugar resguardado de la costa del Norte. Pero el tiempo estaba muy malo; se desencadenó una tormenta y nuestro bote era muy difícil de gobernar y se sostenía difícilmente sobre las olas. Mi compañero se portó heroicamente y consiguió, gracias a su excelente habilidad como marino, que el bote se mantuviera a flote algún tiempo. Pero, al fin, lo vencieron las olas; se hundió y nosotros tuvimos que nadar a la orilla. El resto de la noche la pasamos en el bosque. Una patrulla disparó contra nosotros; pero logramos eludirla escondiéndonos en un pantano cubierto de maleza y quedándonos allí quietos hasta el amanecer. Un día me informó mi comandante de que tenía orden de trasladar nuestro regimiento al frente. Después de considerarlo un momento le pregunté si podría mandar a algunos de sus soldados en pequeños grupos de dos o tres, a lo cual él respondió:

—Es posible. Esta respuesta me hizo pensar rápidamente. Me incliné hacia él y en voz baja le dije una cosa que le dejó muy pensativo. Poco a poco se dibujó una sonrisa en sus labios, y lentamente cerró un ojo y lo volvió a abrir. —Bueno —dijo—; ya procuraré yo que le «maten» a usted como es debido. Un domingo por la tarde, dos o tres días antes de que el regimiento saliera de Petrogrado, partí con dos compañeros a reunirme con una brigada de artillería en un lugar lejano del frente letón, cerca de Dvinsk. El Estado báltico de Letonia todavía estaba en guerra con la Rusia soviética. Mis compañeros eran de otro regimiento y estaban temporalmente en el mío. Los dos eran excelentes muchachos, que habían pasado muchos apuros conmigo; ambos querían desertar y servir a los Aliados, pero temían que los Blancos los fusilaran por comunistas. Yo habíales prometido llevármelos conmigo cuando me marchara. Uno de ellos era un gigante de más de seis pies, un estudiante de Derecho, campeón de boxeo, tirador experto, un Hércules y deportista en todos los sentidos y un excelente compañero en una aventura como la nuestra. El otro era un jovencito culto, agradable pero intrépido, que afortunadamente conocía la región a la que nos habían enviado. La primera noche viajamos más de once horas en el vestíbulo del vagón de un tren de pasajeros. El tren ya estaba lleno cuando subimos, la gente estaba sentada en los topes y en los techos pero empleando nuestra fuerza, tomamos los escalones por asalto y nos agarramos con firmeza. Yo fui el afortunado que se situó en la parte de arriba. En el vestíbulo cabían cómodamente unas cuatro personas; pero íbamos nueve, todos con sacos y equipajes. Aproximadamente una media hora después de que el tren arrancara, logré forzar la puerta lo suficiente como para que entrara la mitad. Mis compañeros rompieron la ventana y, para espanto de los que estaban dentro, treparon a través de ella y se abrieron paso hacia abajo. Llevando el asunto al estilo ruso, como una gran broma, pronto se desentendieron de las blasfemias de los que no les dejaban entrar. Finalmente, conseguí que la otra mitad de mi cuerpo entrara por la puerta, que se cerró con un portazo, y volvimos a respirar.

Al día siguiente dormimos sobre la hierba de una estación de enlace. La segunda noche de viaje nos iba a llevar a nuestro punto de destino, y en el curso de aquel viaje nos ocurrió un incidente emocionante. A eso de las tres de la mañana sentimos que habían corrido el tren a una vía lateral. Se oyeron gritos ahogados en la tranquilidad de la noche. Debía de estar ocurriendo algo raro. Uno de mis compañeros se fue a investigar, y trajo la desagradable noticia de que el tren estaba rodeado de soldados y que lo iban a registrar. El día anterior, mientras descansábamos en la hierba se nos había acercado un individuo que seguramente pertenecía al Comité para Combatir la Deserción, que repetidamente nos preguntó cuál era nuestro destino y cuáles nuestras obligaciones. Recordando esto nos asaltó el miedo de que nos fueran a registrar, sobre todo cuando nos enteramos de que nuestro vagón era precisamente del que sospechaban. Ocupábamos, con otros dos hombres, la mitad de un departamento al final de un largo pasillo, en un coche de segunda clase. Aunque charlamos con nuestros compañeros, no pudimos averiguar a qué se dedicaban. Nuestro problema era la manera de deshacernos de tres paquetes que llevábamos, y que contenían mapas, documentos y papeles personales, todos muy peligrosos. Estaban escondidos en un saco de sal; pero las puntas sobresalían ligeramente por los lados. Seguramente abrirían el saco para ver lo que había dentro. Nuestra primera idea fue tirar el saco por la ventanilla; pero esto no lo podíamos hacer sin que nos vieran, porque nuestros dos desconocidos compañeros de viaje estaban sentados al lado de las ventanas. Los sacamos del saco y los tiramos debajo de los asientos. Todo esto lo hicimos en la oscuridad. Allí los encontrarían, sin duda; pero diríamos, llegado el caso, que no eran nuestros. Acabábamos de hacer la maniobra cuando se abrió la portezuela y entró un hombre con una vela en la mano. —¿Dónde van ustedes? —preguntó. Resultó que todos nos íbamos a apear en Rezhitsa. —¿Rezhitsa? —dijo el hombre de la vela—. Bueno; entonces en Rezhitsa meteremos aquí prisioneros. No quiero describir la hora de emoción que pasamos. Aunque mis dos compañeros parecían resignarse a lo que, por lo visto, era inevitable, yo no podía seguir su ejemplo. A mí, personalmente, no me

fusilarían; por lo menos, en seguida. Me retendrían probablemente como rehén para conseguir concesiones del Gobierno británico. Pero a mis dos fieles compañeros los matarían como a perros contra la primera pared, y aunque todos conocíamos el peligro, cuando llegó el momento fatal y yo me di cuenta de que nada les podría salvar, mi amargura fue indescriptible. Estaban registrando el tren, compartimento por compartimento. El ajetreo y la conmoción que acompañaba la salida de los pasajeros, el examen de sus pertenencias y el escrutinio de los asientos, los portaequipajes y los cojines, se fueron acercando poco a poco a nuestra parte del vagón. En la otra mitad de nuestro compartimento echaron a uno y metieron a otro. Por la rejilla de la división se filtraba una luz. Nosotros aguzamos nuestros oídos para oír la conversación. Aunque en la oscuridad no se veía a nuestros compañeros de viaje, yo notaba que ellos también se esforzaban por oír algo. Pero por la división no se oían más que voces ahogadas. El tren se puso en movimiento. El ruido continuaba en los pasillos. De pronto se abrió bruscamente nuestra puerta, deslizándose. Se nos pararon los corazones. Nos preparamos para levantarnos y recibir a los registradores. En la puerta apareció el mismo hombre de antes con la vela. Pero todo lo que dijo al vernos fue: «Ach! — ¡sí!», malhumorado, y volvió a cerrar la puerta. Esperamos en suspenso. ¿Por qué no venía nadie? Habían registrado todo el tren, menos la mitad de nuestro compartimento. El corredor estaba ahora en silencio. Sólo se oían balbuceos. La pálida luz del amanecer empezó a filtrarse. Nos vimos en silueta los cinco hombres sentados en fila, con una expectación silenciosa, inmóvil. Cuando llegamos a Rezhitsa ya era de día. Nos quedamos sentados llenos de impaciencia, mientras nuestros dos desconocidos compañeros recogían sus cosas y salían. Teníamos que dejarlos salir primero antes de coger nuestros tres paquetes escondidos de debajo del asiento. Salimos, como en sueños, detrás del último pasajero; avanzamos rápidamente por la plataforma, y nos sumergimos en la masa de campesinos, mujeres y soldados que llenaban la sala de espera. Aquí, al fin, nos hablamos. Dijimos las mismas palabras, mecánicamente, secamente, como si no fueran reales: —¡Nos han pasado por alto! Nos echamos a reír.

Una hora después nos instalamos en un tren de mercancías que había de llevarnos las diez millas que faltaban para llegar al lugar de nuestra brigada de artillería. El tren estaba casi vacío, y nosotros estábamos solos en un vagón. Un par de millas antes de llegar a nuestro destino saltamos del tren en marcha y corrimos a refugiarnos en el bosque, corriendo con toda nuestra alma hasta que nos cercioramos de que no nos perseguían. El más joven de mis compañeros conocía aquel distrito y nos llevó a una casita, donde nos declaramos ser «verdes» —ni rojos ni blancos—. A los grupos irregulares de desertores de los blancos y de los rojos se les llamaba «guardas verdes». El origen de este apodo era que siempre se escondían en los bosques y se escondían en un gran número en los campos y los bosque. Los primeros «verdes» eran antirrojos; pero, después de una dosis de régimen blanco, se hicieron igualmente antiblancos de modo que en varias ocasiones se encontraban en cualquiera de ambos lados o en ninguno. Era sencillo para ellos mantener una existencia errante, porque los campesinos veían en ellos a los verdaderos protagonistas de los intereses campesinos, y les alimentaban y ayudaban en todas las formas. Tenían jefes, que mantenían con ellos las relaciones de camaradería, y no era difícil formar fuerzas disciplinadas de los «verdes» desorganizados. Cerca del lugar en que nosotros nos encontrábamos, una banda de «verdes» había asaltado hacía poco un tren de soldados rojos y había ordenado que se declararan todos los comunistas y judíos. Los otros soldados rojos pronto les acusaron, y se les fusiló en el acto. Desarmaron al resto, les llevaron a la estación, les dieron de comer y luego les dijeron que hicieran lo que les pareciese bien: regresar a los rojos, unirse a los blancos o quedarse con los «verdes». Nuestro humilde huésped nos dio de comer y nos prestó un carro, que nos llevó a un punto que estaba a dos millas al este del lago Luban, que entonces se encontraba en la frontera letona. En el bosque saltamos del carro y el campesino volvió a su casa. El terreno alrededor del lago Luban es muy pantanoso; por esto no había muchos puestos de vigilancia. En el mapa está marcado como un pantano infranqueable. Cuando llegamos cerca de la orilla del lago nos echamos a descansar hasta que oscureció. Entonces comenzamos la marcha alrededor del lago. Era un camino muy largo. El lago tiene unas dieciséis millas de largo y ocho o diez de ancho. No era posible pasar por el

bosque, porque estaba lleno de trincheras y alambradas y estaba muy oscuro. Avanzamos por el pantano, hundiéndonos hasta las rodillas y a veces casi hasta la cintura. Era, a su manera, un verdadero cenagal de desesperación. Después de tres horas, cuando ya apenas podía levantar las piernas a través del fango y cuando parecía que el final de la aventura sería perecer ahogados, tropezamos con un bote de pesca que providencialmente se había enredado en los juncos. Estaba muy estropeado y le entraba el agua; pero podía sostenernos si un hombre remaba incesantemente. No teníamos remos, y cortamos unas ramas para suplirlos. Sin otra guía que las siempre amables estrellas, nos deslizamos por el agua llena de juncos, oscura y silenciosa, y remamos hasta Letonia. La belleza romántica de aquel amanecer de septiembre sonreía a un mundo ensombrecido por las guerras y los rumores de guerras. Cuando salió el sol, nuestra frágil barquichuela estaba en el centro de un lago de hadas. Las olas, riendo al chocar, susurraban secretos de un universo donde nunca se han conocido rencores, envidias ni rivalidades. Sólo muy lejos, en el Norte, empezaron a retumbar los cañones de manera ominosa. Mis compañeros estaban felices, cantaban y reían al remar. Pero mi corazón estaba en la tierra que yo dejaba, una tierra de penas, sufrimientos y de desesperación; una tierra de contrastes, de genios escondidos y de posibilidades inauditas; un país donde la barbarie y la santidad viven una al lado de la otra, y donde la única ley vigente, aunque ahora esté pisoteada, es la ley no escrita de la amabilidad humana. Algún día —meditaba mientras me sentaba al final de la barca moviendo mi rama—, algún día esta gente volverá en sí. Y al escuchar los cantos de las olas, yo también me reí.

Capítulo XIV Conclusión

A medida que deslizo la pluma sobre el papel para escribir el capítulo final de este libro, me llegan noticias del sufrimiento en Rusia por el azote de la hambruna, un suceso que se repite cada cierto tiempo y que tiene sus consecuencias tanto en lo político como en lo económico del país. Las organizaciones soviéticas son incapaces de hacer frente a esta situación. El efecto más acusado del experimento comunista en los trabajadores así como en el campesinado ha sido el eliminar el estímulo a la producción, y el restablecimiento de la libertad de comercio ha llegado demasiado tarde para ser efectiva. Ha originado una situación en la que Rusia debe, para su rescate, hacerse totalmente dependiente de los países contra los que sus gobernantes han declarado una guerra política implacable. Los comunistas están entre la espada y la pared. El decir «Rusia es lo primero» equivale a abandonar la esperanza de la revolución mundial, porque Rusia sólo puede ser rescatada mediante el empuje del capitalismo y de la burguesía. Pero tampoco la perspectiva de rechazar toda relación con los capitalistas, manteniendo a Rusia en la posición de alcázar de la revolución mundial, ofrece ninguna esperanza de éxito de la revolución mundial. Para la brecha entre «el partido» y el pueblo ruso, o como Lenin lo ha expresado recientemente en una carta dirigida a un amigo en Francia[39], «la ruptura entre los gobernantes y los que son gobernados», es cada vez mayor. Muchos

comunistas muestran signos de debilitamiento de la fe. Las tendencias burguesas, como hace notar Lenin, «carcomen cada vez más el corazón del partido». Por último y lo más terrible, los proletarios de Occidente en quienes los bolcheviques basaron todas sus esperanzas desde sus inicios no muestran ninguna señal de cumplir la predicción, repetida constantemente por ellos, de que se levantarían por millones y salvarían de la destrucción al único y verdadero gobierno proletario. ¡Ay! Sólo hay una manera de salvar la distancia que separa al partido del pueblo. Corresponde a los comunistas rusos dejar de ser primero comunistas y luego rusos, y convertirse en rusos y nada más. Esperar esto de la Tercera Internacional, sin embargo, es inútil. Sus seguidores no poseen la grandeza de su maestro quien, a pesar de las posteriores interpretaciones tortuosas, ha demostrado la capacidad tan poco común en los políticos actuales, de confesar con franqueza y honestidad que la política que él había puesto en marcha estaba totalmente equivocada. La creación de la Tercera Internacional era quizás inevitable, pues encarna lo esencial del credo bolchevique, pero fue un movimiento letal. Si la administración actual tiene la pretensión de convertirse en un gobierno ruso, entonces la Tercera Internacional es su enemigo. Incluso en junio de 1921, cuando el gobierno soviético estaba considerando recurrir a la generosidad occidental, la Tercera Internacional proclamaba su insistencia en una revolución mundial inmediata y discutía los métodos más eficaces para promover y explotar la guerra que Trotsky declaró ser ¡inevitable entre Gran Bretaña y Francia, y entre Gran Bretaña y los Estados Unidos! Aunque hay comunistas que están dispuestos a poner a Rusia en el primer lugar, a menudo se ven eclipsados por la Internacional; y la medida en que la administración existente puede ser utilizada para ayudar a aliviar el sufrimiento y a una transición incruenta hacia un gobierno juicioso depende del grado en que los líderes comunistas rechacen sin lugar a dudas las teorías bolcheviques y se conviertan en lo más parecido a patriotas. Hay muchas razones por las que, en el caso de un cambio de régimen, es deseable mantener algún sistema eficiente aunque hubiese sido establecido por los comunistas. En primer lugar, no existe una alternativa capacitada que pueda sustituirlo. En segundo lugar, el sistema soviético ha existido hasta ahora únicamente de nombre, los bolcheviques nunca han permitido que

funcione, y no hay pruebas que demuestren que tal sistema de consejos populares debidamente elegidos sería un mal punto de partida para, por lo menos, un sistema de administración temporal. Tercero, como ya he señalado, las invitaciones bolcheviques a expertos no bolcheviques para que formen parte de los órganos administrativos, especialmente en las capitales, empezaron casi al principio. Por una u otra razón, unas veces bajo coacción y otras de manera voluntaria, muchas de estas invitaciones fueron aceptadas. Supervisados celosamente por el Partido Comunista estos expertos, que son cualquier cosa menos comunistas, ocupan puestos importantes en los departamentos gubernamentales. Obviamente, estarán mejor versados en las urgencias de la situación interna que los que lleguen de fuera. Borrar del mapa todo el sistema significa arrastrar con él a tales hombres y mujeres, lo que sería un desastre. Sólo las organizaciones estrictamente políticas —toda la parafernalia de la Tercera Internacional y, por ejemplo, su departamento de propaganda y, por supuesto, la Comisión Extraordinaria— deben ser introducidas en un saco y apiladas en la basura. Siempre he hecho hincapié en el papel silencioso y abnegado de un sector considerable de la clase intelectual que nunca ha huido de Rusia buscando su propia seguridad, sino que ha soportado sobre sus espaldas, al igual que el pueblo en su conjunto, el peso de la adversidad y del infortunio. Estos son los grandes héroes de la revolución, aunque nunca se conozcan sus nombres. Se encuentran entre los maestros, los médicos, las enfermeras, las matronas, los líderes de las antiguas cooperativas, etc., cuyo único objetivo ha sido salvar todo lo que podían de los escombros o de la corrupción política. Sometidos desde un principio a diversos grados de abusos y agravios, se mantuvieron firmes a pesar de todo, y nunca han dejado pasar una ocasión de prestar su auxilio. Sus desinteresados esfuerzos han llegado a devolver a un estado de considerable eficiencia a algunos de los departamentos soviéticos, en particular a aquellos que tienen un carácter completamente apolítico. Esto no es una señal de devoción al bolchevismo, sino más bien de devoción al pueblo a pesar del bolchevismo. Creo que el número de estos individuos desinteresados es mucho mayor de lo que generalmente se supone y es a ellos a quienes debemos dirigirnos para conocer los deseos y necesidades más íntimas del pueblo.

Citaré a este respecto un solo caso. Justo antes de la Gran Guerra se creó una organización conocida como la Liga para la Protección de la Infancia, que combinaba una serie de instituciones filantrópicas y batallaba contra la delincuencia juvenil. Como institución privada no estatal y burguesa sus actividades fueron suprimidas por los bolcheviques, quienes trataban de concentrar todo el trabajo para el bienestar infantil en los establecimientos bolcheviques, cargados de una atmósfera política y de propaganda. El estado de estos establecimientos es incierto, algunos se mantienen en condiciones de relativa limpieza mediante un considerable esfuerzo aunque la mayoría, según los informes publicados por los bolcheviques, están cayendo en una situación muy preocupante por la falta de higiene y de abandono. En cualquier caso, hacia finales de 1920 los bolcheviques se vieron obligados, en vista de la creciente falta de moral y el aumento de la desesperanza entre los jóvenes, a apelar a los restos de la despreciada Liga burguesa para la Protección de la Infancia para que investigara la condición de los niños de las capitales y sugirieran medios para su recuperación. El informe presentado por la Liga fue terriblemente alarmante. No puedo decir si las recomendaciones que propusieron fueron aceptadas por los dirigentes, pero la importancia radica en el hecho de que, a pesar de ser perseguidos, la Liga ha logrado mantener alguna forma de presencia clandestina durante los peores años de opresión, y sus responsables están disponibles, en el momento en que se restablezca la libertad política, para reanudar la labor de rescate de los niños o para asesorar con su propósito desinteresado a los que entran en el país desde el extranjero. El hecho de que el pueblo ruso, desorientado, desorganizado y coaccionado, se sienta cada vez más indiferente hacia la política, y que sus mejores y más instruidos de entre ellos se estén haciendo con cualquier trabajo, económico o humanitario, que pueda evitar un desastre total, lleva a suponer que si se introduce en Rusia cualquier influencia positiva desde el exterior, en forma de ayuda económica o filantrópica, ésta llegará a las organizaciones adecuadas dentro del país y las fortalecerá. De hecho, éste ha sido siempre el argumento más contundente a favor de entablar relaciones con la Rusia bolchevique. El hecho de que la guerra contra el régimen rojo haya fortalecido en gran medida su poder es ahora un hecho universalmente

reconocido; y este ha sido el resultado no porque los ejércitos rojos, como tales, fueran invencibles, sino porque la política de sus oponentes era interesada y confusa, sus intenciones partidistas, y su fracaso al no proponer una alternativa viable al bolchevismo sirvió para intensificar la aversión que siente el intelectual ruso de Petrogrado y Moscú cada vez que se ve arrastrado al odiado terreno de la política de partido. La aversión del intelectual burgués hacia la política es, de hecho, tan grande que puede que tenga que ser empujado de nuevo a ella, aunque primero debe ser fortalecido físicamente y el país socorrido económicamente. Si la intervención debería ser de carácter económico o humanitario fue hace un año una cuestión secundaria. El régimen bolchevique se basa casi por completo en anomalías, no necesita más que el establecimiento de alguna estructura que se sustente en ideas sensatas para que esta lo reemplace por completo. Ahora, sin embargo, la intervención necesita ser humanitaria. La Rusia soviética se ha asemejado a una habitación cerrada en la que se desarrollaba alguna enfermedad pestilente y una parte de los ocupantes de la casa, para su protección, la mantenían bien cerrada y bloqueada para así evitar que se extendiera la infección. Pero la infección se ha ido filtrando al exterior constantemente, y si se ha vuelto agresiva es sólo porque cuanto más tiempo ha transcurrido y más cerrada ha estado la habitación, ¡más pestilente se ha vuelto el aire! Esta no era la manera de purificar la cámara, cuyo propósito todos reconocían como indispensable. Debemos abrir puertas y ventanas, y forzar la entrada de la luz y del aire en los que creemos. Entonces, una vez los ocupantes sean atendidos y la cámara limpiada a fondo, esta volverá a ser habitable. ¿Es demasiado tarde para llevar a cabo esta vasta tarea humanitaria? ¿Es tan grande el desastre que el máximo esfuerzo del mundo resulte meramente paliativo? El tiempo lo dirá. Pero si el dilema ruso no ha hecho crecer la capacidad del mundo para solventarlo, Rusia deberá ser durante años un problema principalmente humanitario y ser abordado desde ese punto de vista. Son muchos los que temen que incluso ahora la facción de la Tercera Internacional intente explotar la generosidad de otros países en su propio beneficio político. ¡Por supuesto que lo harán! Los ideales de esa institución dictan que recurrir al humanismo de Occidente disimulará la daga que se les

ocultaba a esos países capitalistas tras la rama de olivo. ¿Acaso la Tercera Internacional no ha proclamado hasta el día de hoy y de manera reiterada su intención de conspirar contra los mismos gobiernos con los que los bolcheviques han firmado, o esperan firmar, contratos comerciales y a los que ahora piden ayuda de caridad? Pero la Tercera Internacional ladra más que muerde, que en mi opinión es mucho peor. Nuestro temor a ella es en gran medida de nuestra propia creación. Su falta de comprensión de la psicología de los trabajadores occidentales es asombrosa, y sus llamamientos sorprendentemente absurdos. Para acabar con ella, sólo hay que dejar que hablen. La incapacidad principal de la Tercera Internacional es plenamente reconocida por las pequeñas naciones que formaron en su momento parte de Rusia. Después de haberse liberado del yugo de la revolución han intentado durante un tiempo prolongado establecer relaciones económicas con su antipático vecino oriental. Es cierto que su mala disposición está motivada en parte por el recelo hacia aquellos que les obligarían a reafirmar obligatoriamente el vínculo roto en lugar de permitirles volver a unirse voluntariamente con Rusia cuando sea el momento adecuado; pero su deseo de llegar a acuerdos con normalidad se basa principalmente en la convicción de que el experimento comunista sucumbiría rápidamente ante cualquier condición sensata introducida desde el exterior. Nada debilitará al bolchevismo con tanta eficacia como la generosidad, y mayor será su efecto cuanto más desinteresada, menos política y más extensa sea a todos. Con la sustitución de la esencia del fanatismo político por el de la solidaridad entre las personas, muchos comunistas de base, en su ignorancia y atraídos al partido mediante su engañosa fraseología y su empuje y por la resolución e influencia hipnótica de sus líderes, se darán cuenta con el resto de Rusia y con el mundo entero de que el bolchevismo es políticamente un despotismo, económicamente una locura y como democracia un formidable engaño que nunca guiará al barco proletario al puerto de la felicidad comunista. La falta de confianza se expresa con frecuencia entre los grupos con mentalidad liberal y el modo en que reaccionen podría anular todo lo que se ha logrado desde ese momento histórico en que Nicolás II firmó el escrito de abdicación del trono ruso. «Reacción», en estos días de terminología imprecisa, es una

palabra tan mal utilizada como «burgués», «proletario» o «soviético». Si esto significa que dar un paso atrás es deseable e inevitable una cierta cantidad de reacción positiva en Rusia. ¿No son a veces idénticos el retroceso y el progreso? Ningún hombre, habiendo tomado el camino equivocado, puede avanzar en su peregrinaje hasta que regrese al cruce de caminos. Pero la nación rusa ha experimentado una revolución psicológica profunda más que cualquier cambio visible por muy grande que este sea, y llegue a dónde llegue esa reacción debe dejar al país transformado hasta el punto de que sea irreconocible. Esto seguiría siendo así incluso si la suma total de los logros revolucionarios se limitara a los decretos promulgados durante el primer mes tras el derrocamiento del zar. No debemos temer una reacción positiva. Ningún poder en la tierra puede privar a los campesinos de la tierra recién adquirida, a pesar de los terratenientes y los bolcheviques, sobre la base de la propiedad privada. Por una extraña ironía del destino, el régimen comunista ha hecho que el campesino ruso sea aún menos comunista de lo que era bajo el zar. Y con la seguridad de la posesión personal, se debe desarrollar rápidamente ese sentido de responsabilidad, dignidad y orgullo que siempre suscita una propiedad bien atendida. Porque el ruso ama la tierra con todo su corazón, con pasión y con tenacidad. Sus canciones populares están plagadas de descripciones afectuosas de ella. Su arado y su grada son para él algo más que madera y hierro. Le encanta pensar en ellos como seres vivos, como amigos cercanos. La Revolución ha despertado crueles instintos, y esta mentalidad sencilla pero exaltada permanecerá temporalmente a la espera mientras sigan gobernando aquellos que desprecian las aspiraciones iniciales del campesino y cuyos objetivos revolucionarios a nivel mundial le son incomprensibles. Todavía se oculta una solapada amenaza tras las ambiguas y contradictorias protestas bolcheviques. Cuando esta velada amenaza sea eliminada y el campesino llegue a su madurez, estoy convencido de que descubrirá que ha desarrollado ideas propias y una capacidad de juicio y reflexión que sorprenderá al mundo y que, con muy poca práctica, le permitirá cumplir plenamente con todas las obligaciones de la ciudadanía. Poco después de que la República Báltica de Lituania llegara a un acuerdo con la Rusia soviética, uno de los miembros de la delegación lituana que acababa de regresar de Moscú me contó el siguiente incidente. En

conversaciones informales con los bolcheviques acerca de la situación interna de Rusia, los lituanos preguntaron cómo, en vista de la miseria global y la falta de libertad, los comunistas continuaban manteniendo el control. A lo cual respondió lacónicamente un destacado líder bolchevique: «Nuestro poder se basa en tres cosas: primero, en los cerebros judíos; segundo, en las bayonetas letonas y chinas; y tercero, en la suma estupidez del pueblo ruso.» Este incidente revela los verdaderos sentimientos de los líderes bolcheviques hacia los rusos. Desprecian a la gente sobre la que gobiernan. Se consideran superiores, de una clase más elevada de la raza humana, la «vanguardia del proletariado revolucionario», como a menudo se denominan a sí mismos. El gobierno zarista, excepto en sus últimos momentos de deterioro, era al menos ruso en sus afinidades. El núcleo de la tragedia rusa no está en la brutalidad de la Comisión Extraordinaria, ni siquiera en la supresión de toda forma de libertad, sino en el hecho de que la Revolución, que amaneció de manera prometedora y se comprometió a tanto, le ha dado a Rusia un gobierno totalmente ajeno a las simpatías, aspiraciones e ideales de la nación. El líder bolchevique apenas encontraría opiniones en contra a su confesión de que el poder bolchevique descansa en gran medida en cerebros judíos y bayonetas chinas. Pero su agradecimiento por la estupidez del pueblo ruso está fuera de lugar. El pueblo ruso no ha demostrado estupidez, sino una sabiduría excepcional al rechazar tanto el comunismo como la alternativa a éste presentada por los terratenientes y los generales. Su tolerancia a los Rojos frente a los Blancos se basa en la convicción, extendida en toda Rusia, de que los Rojos son simplemente un fenómeno pasajero. La naturaleza humana determina esto, pero tal garantía no existía frente a los Blancos con el apoyo de los aliados detrás de ellos. Un pueblo cultural y políticamente inmaduro como el ruso puede no ser capaz de plasmar fácilmente en una receta los anhelos que agitan las profundidades ocultas de sus almas, pero no por eso se les puede llamar estúpidos. Los bolcheviques son todo formalismo —un formalismo vacío— y no tienen alma. Los rusos son almas sin guía. No poseen ningún sistema desarrollado de expresión propia fuera del de las artes. Para el bolchevique la letra lo es todo. Es esclavo de sus dogmas. Para los rusos la letra no es nada; es sólo el espíritu lo que importa. Con mayor

convencimiento de lo que es común en el mundo occidental, siente que el reino de los cielos no se encuentra en la política o en los credos de ningún tipo, sino simplemente dentro de cada uno de nosotros como individuos. El hombre que dice: «Los rusos son una nación de tontos», asume una enorme responsabilidad. No se puede llamar estúpido a un pueblo que en un solo siglo se ha elevado desde la oscuridad a una posición predominante en las artes, la literatura y la filosofía. ¿Y de dónde proviene esta galaxia de genios, desde Glinka hasta Scriabin y Stravinsky, o como Dostoievsky, Turgeniev, Tolstoi, y la de muchos otros cuyas obras han influido tan profundamente el pensamiento de la última mitad de siglo? ¿De dónde sacaron su inspiración si no de la gente corriente a su alrededor? La nación rusa, de hecho, no es una nación de tontos, sino de potenciales genios. Pero la tendencia literaria de sus genios no es la de las razas occidentales. Se destaca en las artes y la filosofía y rara vez desciende a los ámbitos más sórdidos de la política y el comercio. Sin embargo, a pesar de la reputación de ser poco prácticos, los rusos han mostrado al mundo al menos un ejemplo soberano de organización económica. Hoy en día se olvida que Rusia merece una participación equitativa en los honores de la Gran Guerra. Soportó lo peor de los dos primeros años de su existencia e hizo posible la prolongada defensa del frente occidental. Y se olvida (si es que alguna vez se reconoció plenamente) que mientras la corrupción en la Corte y la traición en los más altos círculos militares llevaban a Rusia a la perdición, el aprovisionamiento del ejército y de las ciudades se mantuvo valerosamente, con un sacrificio caballeroso y con una competencia asombrosa, por la única gran organización democrática y bajo control popular que Rusia ha tenido, a saber, la Unión de Sociedades Cooperativas. El éxito casi increíble del movimiento cooperativo ruso se debió creo yo, más que a cualquier otra cosa, al espíritu de entrega que impulsaba a sus líderes. Es inútil señalar, como hacen algunos, los casos excepcionales de malas prácticas. Cuando una organización crece con tanta rapidez como lo hicieron las cooperativas rusas, los defectos van a surgir tarde o temprano. El hecho es que cuando llegó la Revolución, las cooperativas rusas no sólo abastecían al ejército, sino que también satisfacían

las necesidades de casi toda la nación con una eficiencia sin igual a la de cualquier otro país. Los bolcheviques libraron una guerra despiadada y salvaje contra la cooperación pública. Las Uniones Cooperativas representaban una organización independiente del Estado y por lo tanto no pueden ser toleradas bajo un régimen comunista. Pero, al igual que la religión, la cooperación nunca puede ser completamente erradicada. Por el contrario, siendo su propia administración tan incompetente, los bolcheviques se han visto obligados en muchas ocasiones a apelar a lo que quedaba de las cooperativas para ayudarlos, especialmente en las comunicaciones directas con el campesinado. De modo que, aunque la libre cooperación se suprima por completo, el armazón de la antigua gran organización, aunque mutilado, existe y ofrece expectativas de reanimación en el futuro cuando todos los líderes de las cooperativas sean liberados de prisión. Hay muchas maneras de reducir el problema ruso a términos simples, y no es la menos adecuada la lucha entre la Cooperación y la Coacción. En Rusia se le atribuye un significado más profundo a la palabra «cooperación» de lo que es habitual en los países occidentales. Las Uniones Cooperativas Rusas hasta el momento en el que los bolcheviques tomaron el poder no limitaban, en modo alguno, sus actividades a la mera adquisición y distribución de productos de primera necesidad. También tenían sus propios medios de prensa, independientes y bien informados, estaban abriendo establecimientos escolares, bibliotecas públicas y salas de lectura, y estaban organizando departamentos de Salud Pública y Bienestar Social. La cooperación rusa debe entenderse en el sentido más amplio posible de la ayuda compartida y de la propagación del pensamiento y de la moral así como del sustento físico. Es una aplicación literal, en una amplia escala social, del llamamiento a hacer a los demás lo que tú quieres que te hagan a ti. Este amplio movimiento idealista fue la expresión más cercana, pero manifiesta, del ideal social ruso y creo que cualquiera que sea la forma final de la futura constitución de Rusia, en esencia se resolverá en una Mancomunidad Cooperativa. Hay un factor en el problema ruso que está destinado a desempeñar un papel importante en su solución, aunque sea el más difícil de concretar. Me

refiero al poder de la emotividad. La emotividad es el rasgo más fuerte del carácter ruso y se manifiesta con mayor frecuencia, especialmente entre el campesinado, en la religión. Los calculados esfuerzos de los bolcheviques por reprimir la religión fueron destrozados sobre las rocas de la creencia popular. Su prohibición categórica de participar o asistir a cualquier rito religioso se limitó en último término únicamente a los comunistas, que al ser condenados por asistir a los servicios de Dios pueden ser expulsados de las filas de los privilegiados por «manchar la reputación del partido». En cuanto a la población en general, proclamar que el cristianismo es «el opio del pueblo» es hasta donde los comunistas se atreven ahora a llegar en sus campañas de disuasión. Pero el pueblo va a la iglesia más que nunca, y esto se aplica no sólo a los campesinos y a los obreros, sino también a la burguesía, que se creía cada vez más indiferente a la religión. Esta no es la primera vez que el pueblo ruso, sumido en la desgracia, ha buscado consuelo en entes más elevados. Bajo el yugo tártaro hicieron lo mismo, olvidando sus preocupaciones reales en la creación de muchos de esos monumentos arquitectónicos, a menudo pintorescos y fantásticos pero siempre impresionantes, a los que ahora veneran. No me arriesgaré a predecir cuál será exactamente el resultado del resurgir religioso que, sin duda, se está desarrollando poco a poco, sino que me contentaré con citar las palabras de un obrero moscovita, recién llegado de la capital roja, a quien conocí en el norte de Ucrania en noviembre de 1920. «Sólo hay un hombre en toda Rusia, —decía este obrero—, a quien los bolcheviques temen en lo más profundo de sus corazones, y ese es Tihon, el Patriarca de la Iglesia Rusa».

Se cuenta la historia de un campesino ruso que soñó que le regalaban un enorme cuenco de deliciosas gachas. Pero, por desgracia, no se le dio ninguna cuchara para comerlas. Y se despertó. Y su desasosiego por no haber podido disfrutar de las gachas fue tan grande que la noche siguiente, en previsión de una repetición del mismo sueño, tuvo la precaución de llevar consigo una gran cuchara de madera a la cama para comerlas la próxima vez que aparecieran. El cuenco intacto de gachas es como el inestimable regalo de la libertad que la Revolución presentó al pueblo ruso. ¿Era de esperar, después

de siglos de despotismo, y en medio de una situación de catástrofe mundial, que la nación rusa se sintiera de inmediato inspirada con el conocimiento de cómo usar el nuevo tesoro recién descubierto, y de los deberes y responsabilidades que lo acompañan? Pero estoy convencido de que durante estos oscuros años de aflicción el campesino ruso está, por así decirlo, fabricando para sí mismo una cuchara, y cuando vuelva a acontecer el sueño, tendrá los medios para comer sus gachas. Se necesita mucha fe para mirar hacia adelante a través de la oscura noche del presente y ver el amanecer, pero once años de vida entre todas las clases, desde el campesino hasta el cortesano, me han infectado tal vez con una chispa de ese amor patriótico que, a pesar de una afectación de pesimismo y autodesprecio, brilla casi constantemente en lo más profundo del corazón de cada ruso. No tengo excusa por concluir este libro con los versos de «el poeta del pueblo», Tiutchev, que dijo más sobre su país en cuatro líneas sencillas que todos los demás poetas, escritores y filósofos juntos. En su simplicidad y belleza las líneas son completamente intraducibles, y por mi libre adaptación al inglés, por fuerza deficiente, pido disculpas a todos los rusos: Umom Rossii nie poniatj; Arshinom obshchym nie izmieritj; U niei osobiennaya statj V Rossiu mozhno tolko vieritj.

No busques mediante la Razón percibir El alma de Rusia: o para conocer Sus pensamientos con baremos ya creados Para otras tierras. Su corazón, su mente, Sus modos de sufrir, su aflicción y su necesidad, Sus aspiraciones y su credo, Son todos suyos. Profundidades indefinidas, Para ser descubiertas, comprendidas, conocidas Sólo a través de la fe.

FIN

SIR PAUL HENRY DUKES, K. B. E. (Bridgwater, Somerset, Reino Unido, 10 de febrero de 1889 - Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 27 de agosto de 1967) fue un escritor y oficial del servicio secreto británico MI6. (SIS). Hijo del clérigo congregacionalista, reverendo Edwin Joshua Dukes (1847-1930), de Kingsland, Londres, y de su primera esposa, Edith Mary Pope (1863-1898), de Sandford, Devon. Edith era una mujer académicamente brillante, hija de una maestra de escuela, que obtuvo su título de Bachelor of Arts por correspondencia a la edad de 20 años. En 1884, se casó con Edwin, que había regresado de China donde trabajó como misionero. Murió de una enfermedad de la glándula tiroides, y en 1907, Edwin se volvió a casar con una viuda de cuarenta años llamada Harriet Rouse. Los hermanos de Paul fueron el dramaturgo Ashley Dukes (1885-1959) y el famoso médico Cuthbert Dukes (1890-1977). Tenía una hermana mayor, Irene Catherine Dukes (1887-1950), que llevó una vida plagada de enfermedades, y otro hermano menor, Marcus Braden Dukes (1893-1936), que murió en Kuala Lumpur mientras trabajaba como funcionario del gobierno. Dukes fue el tío abuelo del poeta Aidan Andrew Dun.

Su formación previa la recibió en la Caterham School antes de empezar los estudios de música en el Conservatorio de Música de Petrogrado, Rusia. En Riga, Letonia, consiguió un puesto como profesor de idiomas. Cuando más tarde se trasladó a San Petersburgo (Petrogrado), fue reclutado personalmente por Mansfield Smith-Cumming, el primer «C» del MI6 (SIS), para actuar como agente secreto en la Rusia imperial, por su gran fluidez con el idioma ruso. A partir de ese momento, comenzó a trabajar en el Conservatorio de Música de Petrogrado como concertista de piano y ayudante del compositor y director inglés Albert Coates. En su nueva actividad como único agente británico en Rusia (nombre clave ST-25), estableció operaciones elaboradas para ayudar a prominentes rusos blancos a escapar de las prisiones soviéticas y facilitar la llegada de cientos de ellos a Finlandia. Conocido como el «Hombre de las Cien Caras», Dukes era un as del disfraz, lo que le ayudó a asumir una serie de identidades que le permitían acceder a numerosas organizaciones bolcheviques. Se infiltró con éxito en el Partido Comunista de la Unión Soviética, el Komintern y la Policía política, o CHEKA. Dukes averiguó el funcionamiento interno del Politburó pasando la información a la inteligencia británica. Regresó a Gran Bretaña como un héroe distinguido, y en 1920 fue nombrado caballero por el rey Jorge V, quien llamó a Dukes el «más grande de todos los soldados». Hasta el día de hoy, Dukes ha sido la única persona cuyo nombramiento de caballero se ha basado enteramente por sus hazañas como espía. Volvió brevemente al servicio en 1939, ayudando a localizar a un destacado empresario checo que había desaparecido después de la ocupación nazi de Checoslovaquia. También fue una figura destacada en la introducción del yoga en el mundo occidental. En 1922, Dukes se casó con Margaret Stuyvesant Rutherfurd (1891-1976), ex esposa de Ogden Livingston Mills, el Secretario del Tesoro de los Estados Unidos. Margaret era la hija de Anne Harriman, la segunda esposa de William Kissam Vanderbilt, y su segundo marido, Lewis Morris Rutherfurd,

Jr., hijo del astrónomo Lewis Morris Rutherfurd. Se divorciaron en 1929 y Dukes se casó más tarde con Diana Fitzgerald en 1959. Entre los libros que escribió, destacan: The Story of ST-25 (publicado en 1938 por Wyman & Sons Ltd, Londres, Reading & Fakenham) - Aventura y romance en el Servicio Secreto de Inteligencia en la Rusia Roja 1917-1920. Red Dusk and the Morrow (Donde relata el ascenso y el caída del bolchevismo). Recorre el mundo dando conferencias relacionadas con estos temas.

Notas

[1] [2]

Ministerio de la Guerra, Berlín.