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Spanish Pages 349 [290] Year 2005
JUAN JOSÉ SANGUINETI
EL CONOCIMIENTO HUMANO UNA PERSPECTIVA FILOSÓFICA
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INDICE GENERAL
PRÓLOGO INTRODUCCIÓN 1. Objeto de la gnoseología 2. Líneas históricas Cap. 1. CONOCIMIENTO E INTELIGENCIA 1. El acto de conocer 2. El psiquismo. Facultades, operaciones, objetos, hábitos 3. Inteligencia y ser 4. Síntesis Cap. 2. LA SENSIBILIDAD 1. Dimensiones de la sensibilidad. El problema mente-cuerpo 2. Niveles sensoriales 3. Interpretación crítica 4. Verdad y error en la percepción sensible 5. Objetividad de la percepción 6. Percepción inmediata del mundo. El realismo inmediato 7. Imaginación y memoria 8. Síntesis Cap. 3. LA COMPRENSIÓN CONCEPTUAL 1. El concepto como significado intencional 2. Formación del concepto. La abstracción 3. Pensamiento, cerebro, lenguaje 4. Articulaciones conceptuales 5. Crítica del conocimiento conceptual 6. Pensamiento abstracto y experiencia. Conocimiento por connaturalidad
3 7. Imperfección y apertura del conocimiento conceptual 8. Tipos de abstracción Cap. 4. AUTOCONCIENCIA Y CONOCIMIENTO DEL OTRO 1. Formas de la conciencia 2. Aspectos críticos 3. Características de la conciencia 4. El conocimiento de los demás Cap. 5. LOS PRIMEROS PRINCIPIOS 1. Existencia de principios 2. Interpretaciones 3. Algunos principios 4. Otros conocimientos inmediatos Cap. 6. LAS VÍAS RACIONALES 1. Mediaciones racionales 2. Formas de la racionalidad 3. Sistemas inteligentes 4. Hábitos cognitivos, experiencia intelectual y objetivaciones 5. La dimensión histórica del conocimiento. Hermenéutica Cap. 7. LA VERDAD 1. Adecuación a la realidad 2. Otras versiones de la verdad 3. El acceso a la verdad. Escepticismo 4. Características de la verdad realista 5. Dogmatismo y fanatismo Cap. 8. LA JUSTIFICACIÓN DE LA VERDAD 1. La evidencia 2. Variedad de evidencias 3. Relatividad de la evidencia
4 4. Evidencia y racionalidad 5. Fe Cap. 9. EL DINAMISMO HACIA LA VERDAD 1. La búsqueda de la verdad 2. Opiniones 3. El error 4. Progreso en el conocimiento de la verdad 5. Verdad y libertad BIBLIOGRAFÍA
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PRESENTACIÓN
Con este volumen pretendo ofrecer al público una panorámica de los principales puntos de la filosofía del conocimiento. He incluido en estas páginas algunos temas no frecuentes en este tipo de libros, como la racionalidad, los primeros principios, la intersubjetividad y algunos puntos de filosofía de la mente, del lenguaje y hermenéutica. Por motivos didácticos, otorgo preferencia a la claridad expositiva. Sigo el género literario de un manual, con frecuentes afirmaciones netas iniciales, que luego se explicitan y justifican. En esta misma línea, me pareció oportuno recurrir con cierto sistema a la cursiva para subrayar los núcleos expositivos y así facilitar la comprensión. Guían mi exposición los principios filosóficos de Aristóteles y Tomás de Aquino. Sin embargo, las páginas que siguen no son un resumen ni una réplica de la gnoseología aristotélicotomista, sino una elaboración propia que considero fruto de mis años de estudio en las temáticas gnoseológicas. La gnoseología no siempre ha tenido un objeto claramente delimitado. Creo haber atenuado el énfasis en cuestiones ligadas a la crítica y haber conseguido una visión más abarcante del conocimiento, en sintonía con problemáticas actuales y sin ignorar el aporte de las ciencias. Confío en que esta contribución sea útil a profesores y estudiantes, e igualmente a los que están interesados por esta parte de la filosofía.
Advertencia Indico las obras de Tomás de Aquino y de la Sagrada Escritura con las abreviaturas acostumbradas. Las citas del Aquinate, Frege, Popper y Wittgenstein son traducciones mías sobre la base del texto original, aunque tengo a la vista las traducciones oficiales. Las citas de la Escritura corresponden a la Biblia de Jerusalén, Desclée, Bilbao 1967.
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INTRODUCCIÓN
1. Objeto de la gnoseología La filosofía del conocimiento, llamada también gnoseología o teoría del conocimiento, se ocupa de la interpretación esencial del conocimiento humano. A veces se la denomina epistemología, especialmente en la literatura anglosajona, aunque este último nombre (etimológicamente, “estudio del saber”) correspondería más bien a la filosofía de la ciencia. El conocimiento fue estudiado en el pensamiento clásico y medieval por la psicología (teoría de las facultades, sensaciones, percepción, inteligencia) y la lógica (universales, proposiciones, razonamiento, demostración). Tras el planteamiento crítico de la filosofía moderna, esta materia se configuró de modo autónomo, con el objetivo de realizar un examen crítico de las condiciones de confiabilidad de nuestros recursos cognitivos. En este sentido, fue llamada crítica del conocimiento, y es así como encontró un sitio en los planes de estudio de las facultades de filosofía. Temáticas típicas de la “crítica” son la duda, la conciencia, los criterios de verdad, la evidencia, el error, la opinión, la confiabilidad de los sentidos. En el siglo XX el espacio de estudio del conocimiento se enriqueció con nuevos planteamientos. La línea lingüística originó la filosofía del lenguaje. El descubrimiento de la dimensión interpretativa del lenguaje dio paso a la hermenéutica. Los estudios psicológicos en el área de las ciencias cognitivas suscitaron la filosofía de la mente, diversa de la antropología filosófica. Además, muchas cuestiones gnoseológicas se consideran en la lógica matemática, la filosofía de la ciencia, y otras son afrontadas por las ciencias cognitivas. El resultado es que hoy las problemáticas gnoseológicas, como el pensamiento, la intuición, la experiencia, la razón, están distribuidas en varias áreas científicas, y por tanto deben estudiarse de modo interdisciplinar.
8 Cada una de las disciplinas mencionadas se ocupa del conocimiento desde cierto punto de vista. La lógica estudia las mediaciones racionales que permiten progresar en el conocimiento, mientras que la psicología (o la antropología) sitúa el pensamiento en el cuadro del ser y la praxis completa de la persona. Cada aproximación no tiene más remedio que presuponer lo que en otra sede se estudia de manera temática. Pero las interrelaciones son muchas y por tanto cierto solapamiento de los temas es inevitable. En este libro se apunta a una visión esencial y completa del conocimiento, que en términos generales entendemos como una relación humana de verdad con la realidad conocida. Por tanto, no haremos psicología, lógica, hermenéutica, filosofía del lenguaje, pues éstas son problemáticas diversas, aunque no podrá omitirse una referencia a estos campos cuando se vea oportuno. Quizás la gnoseología es un buen campo para la integración de esas disciplinas. Esta función integradora no compete, en cambio, a la lógica, a la hermenéutica, ni a la filosofía de la ciencia o del lenguaje. La gnoseología estudia críticamente el valor de verdad del conocimiento humano. Éste sería su “objeto formal”, para utilizar una expresión escolástica (su “objeto material”, compartido con otros saberes, es el conocimiento en general). En este sentido, la filosofía del conocimiento hereda el objetivo de la tradicional “crítica del conocimiento”, que era examinar el alcance de nuestro pensamiento para llegar a un dictamen (de aquí viene el término crítica, del griego krínein: discernir, evaluar) sobre su efectivo valor cognitivo. Preguntas típicamente “críticas” son: ¿conocemos la verdad?, ¿llegamos a una verdad universal, válida para todos los hombres y en todos los periodos históricos? Si caemos en errores por inadvertencia, ¿cómo distinguir lo verdadero de lo falso?, ¿cómo superar las discrepancias de opinión entre los seres humanos en materias filosóficas, éticas, religiosas?, ¿hay campos donde el conocimiento es conjetural, hipotético, y otros, en cambio, donde es indiscutible e irrefutable?, ¿podemos fiarnos de la visión del mundo sugerida por nuestro “sentido común”?, ¿hasta qué punto nuestros conocimientos dependen de la cultura o de nuestra situación histórica? Estos interrogantes son antiguos, pero también actuales. Se reproponen continuamente y repercuten en nuestras valoraciones sobre la moral, las enseñanzas tradicionales, los dogmas
9 religiosos, las tesis científicas o las ideas de la opinión pública. Nuestra cultura refinada y pluralista suscita en la gente una actitud crítica ante las creencias aceptadas. Y se dan también respuestas prácticas y prefilosóficas ante esas dudas: desencanto ante las capacidades racionales, relativismo moral o religioso, pragmatismo, eclecticismo, escepticismo ante las grandes cuestiones de la vida, gran seguridad en los descubrimientos científicos. La filosofía del conocimiento no es una materia técnica, interesante sólo para los especialistas. Tiene que ver con problemas profundamente humanos y universales, que hoy se viven con una especial intensidad. Crítica no significa criticismo. La filosofía moderna ha sido acusada de “criticismo” o “gnoseologismo”. Entendemos por criticismo el proyecto de aislar el pensamiento de toda fuente, vínculo o presupuesto, con la idea de tomarlo como punto de partida “puro” para reconstruir nuestros conocimientos. Este método lleva a un callejón sin salida, y a menudo acaba en una crítica destructiva de muchas convicciones. En realidad, nosotros conocemos desde nuestra infancia la realidad del mundo y las personas, y sabemos distinguir bien entre la verdad y el error, el bien y el mal. La “crítica” no puede sino iluminar esta realidad compleja y “vivida”, como es el conjunto de nuestros actos cognoscitivos, incluyendo nuestros errores, con el objeto de determinar el alcance y condiciones de nuestra captación de lo real. El criticismo exasperado suele unirse al reduccionismo, es decir, a la reducción del conocimiento a “otro” tipo de actividad (comportamiento neurológico, reacción biológica, praxis social). La fórmula indicada sobre el objeto de la filosofía del conocimiento, con los matices añadidos, nos permite concluir que: 1) La gnoseología abarca en su conjunto todo el conocimiento humano, llamado a veces “pensamiento”. Pero no han de ignorarse las diversas formas de conocer, como las sensaciones, percepciones, el conocimiento intelectual y ciertas modalidades especiales como el pensamiento científico, la filosofía y el conocimiento “ordinario” o común. Por otra parte, hay que referirse a los actos y modalidades específicas de nuestras facultades cognitivas: experiencia, pensamiento conceptual, intuición, raciocinio, expresión lingüística. Presuponiendo la base antropológica y contando con la lingüística y la hermenéutica, se ha de llegar a un cuadro de conjunto del conocimiento. En esas divisiones está en juego la orientación de fondo de la gnoseología. Se han
10 de tener en cuenta también los diversos tipos de realidad conocidos. No aprehendemos del mismo modo las cosas materiales, las personas, las realidades culturales y a nosotros mismos. Las formas del conocimiento no funcionan del mismo modo en estos sectores (por ejemplo, la percepción sensible no puede llegar a Dios. Es inútil pretender que el conocimiento sensible alcance las realidades espirituales). 2) La gnoseología se concentra en la cuestión de la verdad. El planteamiento de esta parte de la filosofía es crítico. Evitar el criticismo no significa ignorar que el conocimiento de la verdad es arduo y está lleno de dificultades. Nadie accede a la verdad de un modo plenamente adecuado, pero a la vez nadie está totalmente lejos de la verdad 1. Se trata de examinar las condiciones para que nuestra mente llegue a un conocimiento verdadero, y ver hasta qué punto lo consigue. Se impone considerar el dinamismo de nuestra inteligencia en relación con la verdad: búsqueda, preguntas, incertidumbre, conjeturas, opiniones, errores, correcciones, conocimiento parcial, fe. Este dinamismo presenta matices según las diversas materias cognoscibles. Para algunos, la gnoseología debería estudiar la justificación de nuestros conocimientos. Si sostenemos una tesis, cabe preguntarse: ¿cómo puedo justificarla?, ¿cuáles son las pruebas de que es correcta? Pero, como veremos, no todo puede justificarse o fundarse en ulteriores conocimientos. Será necesario examinar los títulos por los que una tesis pretende ser verdadera: evidencia, intuición, experiencia, principio apodíctico, autoridad, tradición, pruebas. 3) El método de la gnoseología es reflexivo, metafísico y realista. La reflexión es el escrutinio del valor de nuestro conocimiento mediante actos de auto-conocimiento. No podemos “conocer el conocimiento” sino mediante el conocimiento mismo. Esta reflexión no implica una autofundación. Nuestro conocimiento depende de otras instancias, y sobre todo depende de la realidad del ser. Por tanto, el método del auto-examen no es más que una averiguación ponderada de cómo conocemos habitualmente los diversos tipos de realidad, con el fin de clarificar lo que realizamos naturalmente, para evitar desviaciones. Este método no puede ser sino metafísico y realista, aunque el punto se podrá discutir ulteriormente. “Metafísico” significa que nuestro
11 conocimiento se abre naturalmente a lo que son las cosas, sin quedarse en sensaciones y fenómenos. “Realista” indica que el acto cognitivo supone una relación con una realidad externa a nosotros e independiente de nuestro pensamiento. Estos notas metodológicas se contraponen al proyecto criticista de auto-examinar el valor del “pensamiento puro”, desligado de vínculos metafísicos y realistas, lo que es una pretensión auto-fundativa. 4) La gnoseología debe tener en cuenta las soluciones filosóficas históricamente propuestas. Ciertos puntos apuntados arriba serían rechazados por algunas orientaciones filosóficas. El escepticismo, el empirismo, el racionalismo, el idealismo, el realismo metafísico (que nosotros seguimos, bajo la inspiración de Aristóteles y Tomás de Aquino), dan una propia interpretación del conocimiento. Cada una de esas versiones es incompatible con las otras, aunque podrá tener motivaciones más o menos justas que habrá que satisfacer. Ante la imposibilidad de dedicar un amplio espacio a esta cuestión, me contentaré con dar un esbozo general de la historia del pensamiento gnoseológico. A lo largo de los capítulos me referiré con frecuencia a las posiciones gnoseológicas, con argumentaciones oportunas. 2. Líneas históricas I. Filosofía griega. Los primeros problemas gnoseológicos se presentaron a los antiguos filósofos con ocasión de las aparentes contradicciones entre el conocimiento sensible y el intelectual. El aparecer sensible manifiesta una variabilidad y contingencia que se pone en fuerte contraste con la inmutabilidad y necesidad de los objetos y leyes descubiertos por la inteligencia, como el ser de Parménides, los números de los pitagóricos o las ideas de Platón. Para estos filósofos, sólo ese ámbito inteligible funda la ciencia como saber riguroso, universal, absoluto y necesario. El conocimiento sensible es relativo, particular, incierto: un terreno para las opiniones contingentes. Los sofistas fueron los primeros relativistas de la historia de la filosofía. Según la versión platónica de los sofistas y del heraclitismo, la realidad sensible está siempre en flujo, y por tanto no posee el ser (contraposición entre ser y devenir). La verdad se reduce a lo que aparece al 1 Cfr. ARISTÓTELES, Metafísica, II, 993 a 30.
12 sujeto, en la medida en que se le aparece (contraposición entre ser y aparecer). Por tanto, la verdad es propia de cada uno, y cada ser humano es, en su singularidad, la medida de cualquier pretensión de ser y verdad (Protágoras). La respuesta de Platón a la crítica sofista fue la teoría de las ideas o esencias separadas. Ya Parménides había afirmado la existencia de un único Ser no contradictorio, captado por la sola inteligencia, lo que excluía todo devenir y pluralidad. Pero Platón, en vez de un único Ser, asumió la existencia de una serie de contenidos inteligibles eternos y separados del mundo sensible (ideas, esencias separadas: ideas matemáticas, morales, etc.). La ciencia de las ideas es la dialéctica. El mundo sensible no es una pura nada, sino una realidad de segundo grado, que participa en las Ideas. La mente, cuando abstrae de las sensaciones y la imaginación, intuye o, mejor, recuerda contenidos inteligibles que ya había acogido desde siempre (ideas innatas) y que olvidó cuando se unió a los cuerpos materiales. Aristóteles criticó el relativismo de los sofistas, remitiéndose a los primeros principios del conocimiento, sobre todo el de no contradicción. Cuando el relativista pronuncia una palabra, quiere decir eso y no lo contrario, y así demuestra con los hechos que está asumiendo un principio universal y necesario (la no contradicción). Contrariamente a Platón, Aristóteles sostiene que las esencias existen en los cuerpos naturales, y que las conocemos de modo abstracto cuando nuestra inteligencia ilumina la experiencia sensible. Platón no tuvo en cuenta la distinción entre lógica y ontología. Confundió la separación lógica de la idea universal con su separación ontológica o real. El modo de conocer corresponde al modo de ser, pero no es exactamente igual a él. La trascendencia del espíritu sobre la materia no se ve tanto en el ámbito de las ideas objetivas del pensamiento, sino en la inteligencia misma. Dio es Intelecto Puro que se contempla a sí mismo. Los escépticos vuelven al subjetivismo relativista. Viendo las inacabables discrepancias entre los filósofos, la inutilidad de las demostraciones (peticiones de principio escondidas, meras hipótesis, círculos viciosos) y la relatividad de las ideas en los diversos pueblos y personas, los escépticos sostienen la conveniencia de suspender los juicios netos sobre la verdad, también para poder vivir una vida más tranquila y desapasionada. Basta contentarse con juicios de probabilidad, sin buscar verdades absolutas (escepticismo moderado: probabilismo). San Agustín argumentó contra los escépticos señalando que, al menos, ellos saben que dudan, y por tanto
13 conocen alguna verdad absoluta. Los estoicos intentaron defender la validez del conocimiento universal recurriendo a las evidencias comunes, de las que no se puede dudar. La gnoseología estoica trató de determinar las condiciones de la evidencia, que legitiman el asenso dado a una representación asumida como verdadera. II. Periodo medieval. Los primeros filósofos y teólogos cristianos siguen, en general, una línea gnoseológica platonizante, añadiendo el conocimiento de fe en la revelación, que se coloca por encima del saber racional. Las ideas platónicas están en la mente de Dios. San Agustín sostiene la teoría gnoseológica de la iluminación, según la cual la mente percibe verdades absolutas y eternas, no en base a los sentidos, sino gracias a una luz divina, interior al espíritu humano, pues nuestro intelecto es una chispa de la Inteligencia de Dios. Tomás de Aquino, adhiriéndose al aristotelismo, señaló que esa luz divina agustiniana es la misma luz del intelecto agente (personal, no común a muchos, contra el averroísmo), capaz de iluminar la experiencia para hacer que resplandezcan en la mente las esencias inteligibles de las cosas. Los medievales introdujeron el problema crítico del conocimiento desde la lógica y con relación a problemas de ontología. La esencia es inmanente a las cosas, pero puede estar en la mente, como esencia entendida conceptualmente. Según una orientación neoplatónica, en las cosas individuales podrían darse numerosas esencias universales, también genéricas y específicas: una vez más se confundía el modo de conocer con el modo de ser (en cambio, para el Aquinate la distinción entre ideas genéricas y específicas es sólo una operación lógica). Avicena y otros sostuvieron que la “verdadera esencia” se capta no tal como está en las cosas, ni en la mente, sino en sí misma, en su pura posibilidad. Era ésta una nueva forma de platonismo, pues así se creaba una fractura entre el mundo del ser posible, comprendido por el intelecto, y el mundo del ser fáctico, contingente, testimoniado por los sentidos. La filosofía sería el estudio de las esencias o del ser posible (esencialismo). Duns Escoto trató de explicar en qué sentido se puede hablar de una pluralidad de formalidades inteligibles en las cosas mismas, incluso a nivel individual. Los problemas lógico-ontológicos derivados de la cuestión de los conceptos universales o de la esencia se complicaron en el medioevo tardío (siglo XIV), con el escotismo y el
14 ockhamismo, a lo que se añade la postura de los tomistas y, más tarde (renacimiento de la escolástica en el siglo XVI), de los seguidores de Suárez. Las problemáticas ahora son la abstracción y sus formas, la relación entre el conocimiento abstracto y la captación intuitiva de los singulares concretos y existentes, el estatuto ontológico de los entes de razón (válidos como puros objetos del pensamiento), la individuación de los universales, la distinción entre concepto formal (el acto psíquico) y concepto objetivo (lo que se entiende de la cosa), así como la interpretación del ser en general, objeto formal de la inteligencia. Según el nominalismo, las cosas son solamente singulares. La universalidad se reduce a la atribución lingüística a muchos objetos clasificados en diversos modos. Ockham, más bien conceptualista, reconoce la universalidad, pero sólo en los conceptos. Las cosas concretas son sólo singulares, es decir, no existe una auténtica esencia común a muchos. Cada ente posee su propia esencia individual, captada en el conocimiento intuitivo de experiencia. Las cosas múltiples que parecen “compartir” una esencia son simplemente semejantes. El conocimiento universal da un mero conocimiento confuso de la esencia singular de las cosas. El ockhamismo prepara el empirismo. Quita necesidad a las estructuras ontológicas del mundo de la naturaleza. Se desmorona, en este sentido, el proyecto de la filosofía de la naturaleza de Aristóteles, y se privilegia el conocimiento empírico o fáctico de las cosas. La necesidad de las cosas deriva simplemente del querer de Dios Omnipotente. El ockhamismo produjo una crisis teórica en la escolástica, abriendo la vía a las propuestas de la filosofía moderna. III. Época moderna. Con Descartes entramos en la filosofía moderna, que en un primer momento se caracteriza por el criticismo. Aceptando el desafío escéptico, Descartes parte de la duda universal, ejercida sobre todos nuestros pretendidos conocimientos. De esa duda radical emerge la primera certeza absolutamente indudable, el cogito, la conciencia de pensar. El cogito será el inicio absoluto de la reconstrucción de la filosofía. La certeza primaria no es la realidad, sino el pensamiento, desde el cual se podrá demostrar la existencia del mundo (realismo mediato) y de Dios. La gnoseología es previa a la metafísica. La línea iniciada por el criticismo cartesiano es el racionalismo. Descartes no sólo asume el acto de pensar como principio, sino sobre todo sus contenidos o representaciones. Conocemos en
15 primer lugar nuestras representaciones o ideas (principio de representación). Sólo las que exhiben claridad y distinción corresponden a la realidad. En la práctica, esa claridad coincide con la inteligibilidad matemática, por lo que el mundo natural queda caracterizado por sus estructuras cuantitativas, mientras se eliminan las cualidades, formas y finalidades. El mundo es un puro mecanismo, es decir, coincide con la inteligibilidad de la física mecánica (confundida con la filosofía de la naturaleza). El racionalismo, en términos generales, es la posición filosófica que privilegia a la razón como instrumento exclusivo del conocimiento. Hay muchos grados de racionalismo. La confianza en la razón implica la eliminación de las tradiciones, del conocimiento sensible y de la fe como fuentes válidas para un conocimiento riguroso. En sus grados extremos -en la Ilustración, pero no aún en el racionalismo cartesiano-, el racionalismo critica a las religiones positivas, que serían una forma de superstición, propugnando el deísmo o la religión filosófica, si no llega más decididamente al ateísmo. El racionalismo clásico prekantiano parte de la intuición a priori de algunas “verdades analíticas”, cuyo sujeto es un concepto claro, que contiene en su comprensión todos sus atributos (Leibniz, Spinoza). El resto de los conocimientos racionales se obtiene mediante la deducción a partir de esos axiomas. Todo el conocimiento racional es necesario. Las informaciones de los sentidos (a posteriori), es decir los conocimientos empíricos, son contingentes (“juicios sintéticos” o verdades fácticas). El programa del racionalismo es la adquisición de un saber analítico, necesario, axiomático y demostrado de las propiedades esenciales de la realidad. El racionalismo clásico no se comprende sin la ciencia moderna (físico-matemática, mecánica racional). El paradigma matemático (univocidad conceptual, deductivismo) se toma como el método de la filosofía. La línea racionalista opta por la razón analítica por encima de la comprensión intelectual, preparando el predominio cultural de las ciencias físico-matemáticas. Al racionalismo se contrapone el empirismo, aunque ambas posturas tienen elementos comunes. La orientación empirista parte del principio cartesiano de representación, escogiendo a los actos psíquicos de la percepción sensible, y no ya a la razón, como punto de resolución del análisis gnoseológico. La tarea fundamental del empirismo clásico inglés (Locke, Berkeley,
16 Hume) es el estudio del “origen” de nuestras ideas a partir de las sensaciones elementales (asociacionismo psicológico). Estamos ante un criticismo de cuño psicologista. Parece que la misión de la filosofía se agota en la gnoseología. El resultado será una devaluación de las pretensiones epistemológicas del racionalismo o de la misma razón. Las ideas psíquicas sensaciones, impresiones cualitativas, representaciones cuantitativas, construcción de ideas abstractas- resultan de asociaciones de las impresiones sensoriales según leyes psicológicas (contigüidad, sucesión temporal, semejanza). En el empirismo el pensamiento queda reducido a una elaboración refinada de las percepciones sensoriales. Pero no por esto el empirismo clásico es necesariamente materialista, pues aún tiende a quedarse en el plano de los actos sensoriales. Locke todavía reconocía la existencia de una sustancia extramental (desconocida) detrás de nuestras elaboraciones psíquicas representativas del mundo. Berkeley, inaugurando por primera vez el idealismo, reduce con más coherencia toda la realidad material a objeto pasivo de la percepción del sujeto espiritual (esse est percipi: “ser” significa “ser observable” o “ser perceptible”). Hume llega a la crítica empirista radical: las ideas de “sustancia”, “sujeto pensante”, “causa”, “ley física”, pierden validez racional. De la pura repetición de sensaciones no puede extraerse ninguna ley general o necesaria (crítica de la inducción). Confiamos en que el futuro se parecerá al pasado sólo por acostumbramiento psíquico. Sin embargo, estamos convencidos de la realidad perseverante de las cosas por “fe natural”, instintiva, no por argumentos racionales. El escepticismo no se vence con teorías filosóficas, sino con la fe natural, con la actividad y el trabajo. En la crítica humeana, la fe instintiva acaba por predominar sobre la razón. Las ciencias pierden su fundamento especulativo. La matemática conserva su validez, pero sólo como ciencia de las relaciones entre ideas objetivas, sin valor cognitivo. El empirismo prosiguió en la historia de la filosofía, asumiendo nuevas formas. En el siglo XIX se presentó como positivismo científico (Comte, Stuart Mill). Según esta línea de pensamiento, la teología, la religión y la filosofía -especialmente la metafísica- son caminos cognitivos ilusorios, pues pretenden conocer algo que trasciende los datos sensibles (Dios, el alma, las esencias). Por su matematización de los fenómenos sensibles, sólo las ciencias positivas poseen un auténtico valor cognoscitivo. Dado que tampoco estas ciencias conocen una realidad metafísica (causas, sustancias), el positivismo cientificista tiende a dar una versión pragmatista de
17 las ciencias: las teorías científicas, privadas de valor especulativo, sólo sirven para manipular fenómenos y controlar la naturaleza. La ciencia es la expresión del poder del hombre sobre la materia. El neopositivismo lógico de inicios del siglo XX (Círculo de Viena) trató de fundamentar el empirismo positivista en la lógica matemática y la filosofía del lenguaje. Las proposiciones empíricamente inverificables (metafísicas, religiosas), más que ser falsas, no tendrían sentido. Las ciencias experimentales deberían acoger tan sólo las proposiciones verificables, vaciándose de todo contenido metafísico. La exasperación de la crítica del conocimiento, en el intento de superar al escepticismo, puede llevar al idealismo. La posición idealista elimina la distinción entre pensamiento y realidad (extramental). Todo se vuelve inmanente al pensamiento, al yo, a la conciencia, a la razón o al espíritu. La realidad existe, pero es una realidad pensada, y no es posible ni siquiera pensar en una realidad no pensada (principio de inmanencia). Si bien el sentido común de la vida cotidiana parece presuponer la realidad trascendente, el sabio (idealista) se cree poseedor de una visión más profunda, aunque pueda chocar contra las apariencias del conocimiento vulgar. El “idealismo gnoseologista” de Kant no es todavía completamente radical. Según Kant, el conocimiento especulativo es una elaboración de la mente humana (elaboración de fenómenos) a partir de una realidad “nouménica” desconocida que, de todos modos, bombardea a nuestros sentidos. Conocemos exclusivamente nuestro modo de conocer. Sólo las construcciones hechas a título de síntesis de los elementos provenientes de la sensibilidad, si siguen ciertas reglas, son conocimientos válidos (matemáticas y física). El puro pensamiento racional que trasciende la experiencia (alma, libertad, Dios, mundo) carece de valor especulativo. La metafísica no es posible como saber de la realidad tal cual. Pero Kant recupera sus contenidos a través de otras vías: como Ideas reguladoras, o mediante el juicio teleológico, o sobre todo como postulados de la razón práctica o moral. En definitiva, Kant acaba en una posición cercana al positivismo científico, aunque a la vez se eleva al mundo de la persona mediante la ética del deber (una ética sin metafísica dogmática). Más metafísicos, aunque no realistas, son los “idealismos absolutos”, como sucede en Hegel. El idealismo concibe el ser como fruto de un trabajo constructivo del espíritu. Por su
18 carácter monista, el idealismo absoluto normalmente pone a Dios, Espíritu infinito, en el centro del proceso ideístico, proceso en el que toman parte las conciencias finitas o particulares (panteísmo). Aparte del inmanentismo teológico, otra nota del idealismo absoluto es el historicismo. El proceso de la Idea recorre toda la historia en Hegel. El valor de las ideas filosóficas y religiosas corresponde a su situación en la historia. La verdad “se hace” con la evolución de la razón en el tiempo. Los resultados históricos son una y otra vez superados, según la ley dialéctica que hace nacer de continuo oposiciones negadoras, que luego son superadas por nuevas síntesis, y así siguiendo. El proceso tiende a la plena realización del Saber absoluto, suprema síntesis de la Autoconciencia. A pesar de su tensión hacia la verdad necesaria, el idealismo absoluto cae en el relativismo. La verdad es una posición histórica de la conciencia colectiva. La crítica de las ideas consiste en situarlas en su horizonte histórico. El historicismo posterior a Hegel (por ejemplo, Dilthey) abandonará la idea de una trayectoria histórica necesaria y determinista, transformándose en una concepción historicista abierta. Contra las tesis del idealismo, se presenta la posición gnoseológica realista. El punto central del realismo es la tesis de que existe una realidad independiente del pensamiento. Ser y pensar no son lo mismo. Para conocer la verdad, el pensamiento tiene que adecuarse a las cosas reales y no al revés. Conocer no es construir, sino contemplar el ser trascendente. El realismo se llama mediato si comienza con la conciencia y pretende demostrar la existencia del mundo (“problema del puente”), e inmediato si pone la trascendencia del pensamiento hacia la realidad como algo inmediato e inherente al acto mismo del conocimiento. El término realismo moderado suele referirse a la posición que afirma el significado “esencial” de los conceptos. En el llamado “realismo exagerado”, la esencia real es asumida como isomorfa a la esencia pensada (platonismo), mientras el realismo moderado sostiene la distinción entre el modo de pensar la realidad y el modo de ser real (aristotelismo). La realidad no es exactamente “como” la pensamos, entre otras cosas porque el pensamiento de una cosa no es la cosa real. Pero somos capaces de discernir entre estos dos ámbitos.
19 El realismo cognoscitivo no es necesariamente ingenuo, cerrado a la problemática crítica. Algunos autores hablan de realismo crítico (no criticista, ni mediato) para indicar la recepción de la instancia crítica, cosa que en el fondo se identifica con el objeto de la gnoseología (para otros autores, “realismo crítico” puede significar el realismo mediato). El realismo es metafísico si sitúa el conocimiento en la dimensión del ser, y en este sentido reconoce la superioridad del espíritu sobre la materia y del modo de ser cognoscitivo por encima del modo de ser no cognoscitivo. Un realismo no metafísico, limitado a la simple afirmación de la existencia de “cosas” externas, no es más que un burdo materialismo o una forma de empirismo. La desaparición de la verdad especulativa, a menudo como consecuencia del nominalismo y del empirismo, genera otra posición gnoseológica de la filosofía moderna: el pragmatismo. No nos referimos ahora sólo al pragmatismo americano (Peirce, James, Dewey), sino a una forma de pragmatismo en sentido amplio, según el cual la verdad (científica o filosófica) no es más que una función de la praxis, al menos de un tipo de praxis seleccionado como fundamental en base a una posición antropológica (praxis social, política, económica, tecnológica, vital). Nuestras ideas no serían ni verdaderas ni falsas, según el modelo de la verdad como adecuación a la realidad, sino que deberían ser reinterpretadas como expresiones o reacciones respecto a cierta actividad humana subyacente, o bien como programas de acción. En el pragmatismo las ideas pueden ser vistas de modo negativo o positivo. Serán positivas si empujan a las acciones juzgadas como positivas, vitales, eficaces o exitosas. Serán negativas, en cambio (por ejemplo, alienaciones, ideología de opresión) si mueven a una actividad estimada negativa. Encontramos un ejemplo de este tipo de pragmatismo en la idea de Marx de ver en las teorías filosóficas o en las ideas religiosas nada más que reflejos de las condiciones materiales de la producción o de los conflictos de clase. Las ideas sociales dominantes nacen de las ideologías y esconden astutamente sus intereses. La crítica esta vez consiste en la “reducción” de los elementos cognitivos, juzgados de tal modo, a un cuadro operativo que se ha tomado como paradigma hermenéutico central. El marxismo es pragmatista también porque no pretende fundarse sobre una verdad especulativa conocida previamente, sino que se pone simplemente como un proyecto de acción que encuentra su “verdad” en la acción misma. Hay otras formas de pragmatismo no marxistas. Por ejemplo, la versión instrumentalista de las ciencias elimina su
20 posible contenido de verdad especulativa. No queda sino ver en el saber científico un conjunto de reglas de manipulación de la naturaleza, con objetivos o intereses técnicos. El pragmatismo científico reduce la ciencia a pura tecnología. IV. El siglo XX. No es fácil resumir los elementos gnoseológicos de los escenarios filosóficos del siglo XX. Cualquier intento de clasificación de las posturas es insuficiente, pero presentaré una a título orientativo. La problemática “gnoseologista”, típica de la filosofía moderna, se atenúa en la filosofía contemporánea, más centrada en cuestiones antropológicas. De todos modos, no se produce en general un retorno a la metafísica realista, por lo que las cuestiones críticas planteadas por el empirismo, el positivismo y el historicismo quedan pendientes. Se observa en el siglo XX una oposición generalizada al racionalismo y al idealismo (salvo excepciones), y se nota una peculiar tendencia hacia el pragmatismo. No voy a pasar revista a todas las corrientes de pensamiento del siglo XX. Simplificando, los planteamientos gnoseológicos principales podrían encuadrarse en estas áreas: A. Área cercana a las ciencias. Los problemas del conocimiento se plantean aquí en sintonía con la filosofía del lenguaje y las ciencias. Ya he mencionado el neopositivismo lógico como una forma de reposición del empirismo, en la perspectiva de la lógica matemática y en función de las ciencias naturales (Ayer, Carnap). Más importante fue la filosofía analítica o del lenguaje. Los empiristas lógicos reducían la semántica del lenguaje a verificabilidad empírica, para establecer las condiciones de un lenguaje unívoco y “fisicalista”, apto para las ciencias experimentales. Los filósofos del lenguaje, en cambio, afrontaron problemas de filosofía de la lógica y la matemática (Russell, Frege), repropusieron una forma de realismo (Moore) y se ocuparon de cuestiones semánticas. Algunos (Moore, Wittgenstein en su segundo periodo, Austin) se encaminaron hacia una recuperación del valor del lenguaje ordinario, abriendo la semántica a diversos ámbitos de la realidad (lenguaje mental, ético, religioso, ontológico). En esta línea, Kripke retomó el concepto aristotélico de esencia. Quine, en cambio, propuso un “lingüismo trascendental”, heredero del idealismo (“idealismo lingüístico”), vinculado a un nominalismo conductista. Putnam sostuvo una gnoseología cercana al kantismo. La filosofía del
21 lenguaje abierta a la ontología repropuso temáticas del pensamiento clásico, como el ser, la esencia, los universales, Dios (Geach, Anscombe, Kenny). Popper propuso el racionalismo crítico, vinculado al falibilismo. No conocemos por inducción, sino que inventamos teorías para explicarnos la realidad. Si son científicas, las sometemos a controles empíricos para ver si resisten, y las dejamos si son falsificadas, sin llegar a la certeza de que las teorías corroboradas sean verdaderas. Las teorías no falsificadas al menos serán verosímiles. La verdad vale como ideal regulativo. Contra el círculo de Viena, la filosofía tiene un sentido y es proponible, aunque no admita control empírico. Pero no hay fuentes autorizadas de la verdad, ni evidencias especiales. Las tesis filosóficas sirven si resuelven problemas definidos, pero deben permanecer abiertas a la discusión. La disponibilidad a la crítica y el hecho de que siempre podamos errar caracterizan el racionalismo crítico. Afirmar dogmas o verdades supuestamente irrefutables sería irracional. El racionalismo crítico se vincularía a la democracia (“sociedad abierta”). Popper sostuvo además la existencia del mundo físico (“mundo 1”), del psiquismo (“mundo 2”) y del ámbito objetivo de las ideas, ciencias y objetivaciones culturales (“mundo 3”). El mundo 3 posee autonomía y sería subjetivismo reducirlo al yo y a sus simples situaciones psíquicas. La irreductibilidad del mundo 2 al 1 indica que Popper no es materialista. Como Wittgenstein, Popper se opuso al “representacionismo”, al culto de conceptos exageradamente precisos, algo vinculado al esencialismo, que pretende capturar fácilmente la esencia en definiciones. La naturaleza de los conceptos se ve en el uso que hacemos de ellos en las problemáticas filosóficas y científicas. Las ciencias cognitivas de la segunda mitad del siglo XX plantearon nuevas cuestiones gnoseológicas. Estas ciencias comprenden la psicología cognitiva, la neuropsicología, la ciencia computacional, algunos estudios lingüísticos y la filosofía de la mente. La psicología cognitiva superó el conductismo, al entrar al análisis de procesos cognitivos como la percepción, la atención, la conciencia, la memoria, el procesamiento lingüístico. Los filósofos interesados por estas áreas intervinieron en debates sobre las funciones de la mente, las relaciones entre mente y cerebro y entre la inteligencia natural y artificial.
22 B. La crítica radical. Un núcleo de filosofías contemporáneas manifiesta una actitud crítica radical ante el conocimiento. Así tenemos, por ejemplo, la visión crítica marxista, con la idea de las alienaciones en que habría caído la humanidad en su historia. El esquema seguido por estas posiciones hipercriticistas es la denuncia o “diagnóstico” de una situación falsa de la conciencia (“enfermedad”), a veces ligada a la cultura. Esto exige una labor interpretativa que reconduce esa situación a un fondo pragmático o vital, definido desde cierta perspectiva antropológica (en Marx la perspectiva es el homo faber y las dimensiones productivas de la sociedad). Según este paradigma, la conciencia se encuentra en una situación negativa, individual (Freud) o colectiva (escuela sociológica de Frankfurt). Las ideas estarían sometidas a una situación de “enfermedad”, a la que conviene una “terapia” (que consiste normalmente en la toma de conciencia de esa situación). Estas críticas a veces incluyen elementos de verdad. Pero el esquema criticista tiende a absolutizarse y así cae en reduccionismo. Las filosofías hipercríticas enfocan la situación de la conciencia con la “sospecha inicial” de que estaría sumida en una inautenticidad que se impone desenmascarar. Su visión es muy negativa: tienden al pesimismo, a la propuesta de soluciones utópicas y a condenas generalizadas de la civilización occidental y de las ciencias y técnicas. De aquí suele seguir una concepción nihilista. A veces cristalizó en una actitud “contestataria”, como en el “movimiento del 68” (1968), que rechazaba a la sociedad por sus estructuras hipócritas y autoritarias. En un ámbito optimista neoilustrado, en cambio, la filosofía social de Habermas, heredando la crítica social de la escuela de Frankfurt, integrada con la hermenéutica, propuso una crítica (diagnosis y terapia) destinada a liberar al hombre del sometimiento a ideologías y a estructuras lingüísticas “de poder”, que buscarían el dominio de las conciencias. Las ideologías quieren imponer sus visiones reductivas a los otros y están al servicio de intereses particulares. La vía para superarlas es la conciencia crítica. El conocimiento humano, según Habermas, está configurado por intereses. Detrás de las teorías hay intereses. Ante la naturaleza, el hombre construye las ciencias empujado por el interés técnico, dirigido al dominio del mundo. Ante los demás, buscamos la comprensión, guiados por
23 el interés comunicativo (hermenéutica). Por encima de estos ámbitos tenemos el interés emancipatorio, que busca la auto-identidad del yo y la plena libertad ante la dominación de las conciencias. Nos acercaríamos a este ideal con la crítica de las ideologías dominantes y apuntando a una situación de diálogo ideal entre los hombres libres, un diálogo fundado en razones. Lejos de imponer a los demás nuestra propia visión, el diálogo racional permitiría que la verdad emergiera como un consenso. La comunicación se acercaría asintóticamente a la verdad final, entendida como ideal regulador de nuestros discursos. Esta concepción es utópica, y converge con la teoría popperiana de la falibilidad humana al servicio de la libertad. Otras formas de crítica radical se definen por su fuerte negativismo. Así ocurre en Nietzsche, con su crítica universal de los valores, la moral y la religión. En el fondo de todo esto se escondería la voluntad de potencia del hombre. Por encima de la pérdida de sentido de todas las cosas (nihilismo) se levantaría el Superhombre, expresión del amor a la vida de la tierra. En los últimos decenios se difundieron otras formas nihilistas, como el neoestructuralismo deconstruccionista francés (Foucauld, Derrida, Baudrillac), el pragmatismo de Rorty y el pensamiento débil de Vattimo. Estos movimientos a veces se ven como expresión de la postmodernidad, a causa de su desilusión ante los ideales de la cultura y filosofía modernas. “Postmodernidad” puede significar dos cosas: una crítica de los ideales ilustrados, en nombre de una visión más rica y amplia, o una actitud nihilista como la que acabo de ilustrar. C. Área humanista. Encuadro en este grupo a corrientes filosóficas dispares, cuyo punto en común es que no gravitan en torno a la ciencia y no esgrimen críticas tan negativas como las del grupo anterior. Contra la epistemología basada en las ciencias naturales y sus métodos “objetivantes”, desde principios del siglo XX surgieron movimientos filosóficos vitalistas o espiritualistas que reivindicaron formas de conocimiento comprensivas, intuitivas, no puramente racionales, capaces de captar las realidades cualitativas, vitales, humanas y espirituales. Ejemplos de estos movimientos son el vitalismo, la fenomenología, el existencialismo, el personalismo, el espiritualismo, la hermenéutica. Los representantes de estas líneas de pensamiento por lo general plantearon críticas contra el cientificismo y el positivismo.
24 Bergson subrayó la relevancia de la intuición para llegar a una comprensión de la vida y los fenómenos de la conciencia, y en definitiva del fondo último de las cosas (la durée), mientras asignaba a la inteligencia abstracta y analítica de las ciencias la función de dominar las cosas materiales mediante su reducción a cantidades y conceptos simbólicos. Dilthey, culturalista y predecesor de la hermenéutica, propuso la distinción entre las ciencias del espíritu, caracterizadas por la comprensión (verstehen), acto capaz de captar el movimiento del espíritu mediante una interiorización simpatética, y las ciencias naturales, limitadas a la explicación (erklären) según reglas y leyes, un método no apto para entender la libertad humana y sus actos. Husserl, con el método fenomenológico, propuso acceder a la esencia en su presentación objetiva (“fenómeno”) a la conciencia intencional. La intuición de la esencia (“eidética”) es un acto contemplativo, no una construcción racional de cuño idealista. Sin embargo, tal intuición se vincula a la conciencia y es neutra ante la posibilidad de una trascendencia metafísica. La conciencia es para sus objetos eidéticos (intencionalidad), pero la relación del objeto con el ser real es problemática, pues la reducción eidética opera una epojé universal, una suspensión del juicio acerca de la realidad. Con todo, el método fenomenológico tal como fue desarrollado por otros autores no está necesariamente cerrado a la trascendencia y se demuestra útil para la exploración de experiencias humanas. El existencialismo aplicó el método fenomenológico al análisis de la existencia humana, tomando de Kierkegaard el principio de la libertad (pero sin su radicalidad teológica, en general). De aquí resultó una visión ontológica de la existencia humana, con sus elecciones y proyectos en el mundo, presididas por la libertad del existente, de donde nacen las objetivaciones conceptuales, que Heidegger interpretó en un sentido pragmatista. La novedad del existencialismo fue el planteamiento de la existencia temporal de la persona como algo relativo a la ontología. Se hizo posible una estrecha vinculación entre la antropología y la ontología. La situación del hombre ante el ser no sería puramente especulativa, sino también práctica, a través de la libertad. Heidegger subrayó nuestra apertura trascendental al ser. El hombre, animal metafísico, se pone la pregunta por el ser. El presentarse fenomenológico es ante todo el presentarse del ser al
25 existente humano (verdad como desvelamiento). El hombre no es el creador del ser, contra el idealismo, sino su custodio y pastor. Pero el ser trasciende sus manifestaciones como ente. Es más, como el ser no es el ente, el hombre se olvida del ser, o el ser se le oculta y así lleva una existencia inauténtica, distraído en los negocios del mundo. Sólo el asomarse a la nada (el ser no es “nada” que sea el ente), con la mirada dirigida a la muerte, permitiría al hombre alcanzar su autenticidad existencial. Según Heidegger, el ser, tras una primera manifestación en los presocráticos, bien pronto se ocultó en Occidente (quedó confundido con los entes, en los que el ser se manifiesta, pero también se esconde). La historia de la humanidad se ve a la luz de la comprensión humana del ser en el tiempo. Y así el mismo ser se revela. Los modernos perdieron el ser en la objetividad de las representaciones. Actualmente el ser se nos está dando y ocultando como “destino de la técnica”. Nuestro tiempo estaría atravesando como una noche del mundo, a la espera de una salvación que ya no podría venir de la filosofía. Heidegger desconfiaba de la teología, y en su filosofía no se vislumbra una apertura al Dios trascendente y de la fe. Las vías espiritualistas (Rosmini, Blondel, Le Senne, Lavelle, Guardini, Sciacca) y personalistas (Mounier, Buber, Marcel, Lévinas) subrayaron la importancia y la radicalidad de la persona en el universo, ante los demás y ante Dios. Las vías lógicas o naturalistas no son suficientes. Realmente, el desafío actual de la filosofía está situado en la oscilación entre materialismo y espiritualismo, entre la concepción reduccionista, vinculada al cientificismo, y una filosofía de la persona, abierta a la verdad, al amor del prójimo y orientada a Dios, accesible para una razón capaz de comunicar con la fe. Otra corriente filosófica contemporánea es la hermenéutica. Inicialmente, la hermenéutica es el arte de interpretar textos, documentos y símbolos dejados por el hombre (hermenéutica bíblica, jurídica, literaria, artística). Se plantea así el problema crítico de la objetividad y fidelidad de las interpretaciones, vinculado al problema de la verdad en las ciencias historiográficas. Pero la perspectiva hermenéutica es algo más amplio, pues toda nuestra comprensión opera en medio del lenguaje. No se parte de la nada, sino de una situación cultural dada. Se parte de horizontes de
26 comprensión obtenidos en el tiempo, en los que pesan las tradiciones del pasado y los intereses e interrogantes del presente. Esta dimensión hermenéutica de nuestra comprensión fue llevada a un primer plano por Gadamer y otros (Ricoeur, Habermas, Apel). Ninguna ciencia escapa a la hermenéutica, pues el científico y el filósofo trabajan no sólo sobre la realidad, sino sobre textos precedentes, e interpretan la realidad a través del lenguaje. Gadamer pone de relieve la riqueza y potencialidad de los textos, más allá de las intenciones y ámbitos culturales de sus autores. Los lectores comprenden los textos y sus horizontes culturales a partir de su propio horizonte histórico y así, con “fusión de horizontes”, descubren nuevos elementos, estableciendo una forma de diálogo entre ellos y los textos que interpretan. Este punto corresponde a la conciencia histórica del hombre y se relaciona con la importancia que la filosofía contemporánea concede al lenguaje. El alcance hermenéutico de nuestros actos de comprensión no puede ignorarse. Sin embargo, no todo puede reducirse a hermenéutica. La cuestión fundamental de la gnoseología es el acogimiento de la verdad trascendente. Esta recepción, no obstante la finitud del lenguaje, se abre al infinito del ser y así trasciende todos los tiempos. Veremos estas cuestiones en el cap 6. D. Para terminar, dirijamos la mirada a la gnoseología tomista del siglo XX. Junto con otras orientaciones realistas, a menudo cercanas a temáticas cristianas o a las verdades teológicas de la fe cristiana, en el siglo XX el tomismo profundizó en los paradigmas de la metafísica de Aristóteles y de Tomás de Aquino, haciéndolos intervenir en los debates filosóficos. Los filósofos de la tradición clásica no pueden abandonarse. Igualmente, las filosofías platónica y aristotélica fueron revisitadas a menudo por el pensamiento filosófico reciente, con resultados alentadores para la filosofía. Las observaciones que siguen son relevantes porque asumimos la filosofía de Tomás de Aquino como punto de referencia privilegiado2. Una primera generación de tomistas y autores cercanos a los clásicos (como Balmes, Rosmini y Newman) intentaron presentar la filosofía tradicional del conocimiento en sintonía con 2 Por este motivo, las referencias a Tomás de Aquino en este libro serán más numerosas que las de otros autores. Pero son sólo ilustrativas y no implican la pretensión de exponer el pensamiento tomista. Señalan un punto del Aquinate cercano a mi exposición.
27 la problemática moderna. Algunos aceptaron el desafío crítico, tratando de profundizar en los criterios de certeza de la verdad, con especial referencia a los primeros principios (certeza de la propia existencia y de la existencia del mundo, principio de no contradicción). Otros (Mercier, De Vries) aceptaron la posibilidad de fundar el conocimiento a partir de la conciencia (“realismo crítico mediato”). Otro grupo defendió el realismo inmediato, en el sentido de que el pensamiento comporta una relación inmediata con la realidad trascendente (Noël, Van Steenberghen). Ampliando el realismo crítico, Maréchal inauguró la neoescolástica trascendental, que admite el planteamiento kantiano de comenzar con el estudio de las condiciones de posibilidad del conocimiento (según el sentido moderno del vocablo “trascendental”), para llegar a una reconstrucción de la metafísica del ser y especialmente del conocimiento racional de Dios. Maréchal parte del finalismo de la inteligencia, que desde su objeto formal a priori se aboca a la captación del ser. En la afirmación del ser trascendente se daría implícitamente una referencia al absoluto del ser (Dios). Otros seguidores de la neoescolástica trascendental son Lonergan, Rahner, Lotz, Coreth. Concretamente Lonergan, examinando las estructuras epistémicas del pensamiento, ve al ser como objeto del deseo puro de saber. A partir de la afirmación primaria, “soy cognoscente”, y presuponiendo un isomorfismo entre el conocimiento y la realidad, Lonergan propone una teoría metafísica que llega al ser “proporcionado” (o adecuado a nuestra inteligencia), y ulteriormente alcanza la afirmación de la suprema Inteligencia o Incondicionado absoluto (Dios). Rahner, acercándose a Heidegger, ve la apertura de la inteligencia al ser infinito, previa a las objetivaciones, como una situación del hombre que está a la escucha de una posible revelación. La neoescolástica trascendental opera el paso del “ser infinito” -ámbito del intelecto- al mismo Ser divino. Se proyecta así un camino noético hacia Dios, diverso del camino cosmológico. Ese “ser infinito”, fondo de apertura irrestricta de nuestro intelecto, es el punto epistemológico problemático que separa el planteamiento trascendentalista neoescolástico de la visión metafísica tomista. Otro sector de autores realistas profundizó más directamente en las tesis gnoseológicas de Tomás de Aquino. Estos filósofos se opusieron a los intentos de mediatismo gnoseológico. Cabe
28 mencionar en esta línea a Gilson, Maritain, Fabro, Verneaux, De Tonquedec, Vanni Rovighi, Millán Puelles y otros. Gilson realizó una crítica vigorosa de los realistas mediatos, insistiendo en el inmediatismo del conocimiento intelectual y en el principio del “realismo metódico” (contra la “duda metódica” de los realistas críticos). Maritain, aunque no elaboró propiamente una gnoseología, desarrolló las temáticas de los grados de abstracción, la intuición del ser y ciertos puntos relativos al conocimiento por connaturalidad, aplicables al conocimiento moral, artístico y místico. Fabro estudió la facultad tomista de la “cogitativa” (pensamiento concreto), con la idea de integrar en la gnoseología tomista las adquisiciones de la psicología moderna en puntos como la experiencia y la comprensión intelectual de los seres individuales y la conciencia. Con sus estudios sobre la libertad, planteó nuevas perspectivas sobre las relaciones entre la voluntad y la inteligencia. Polo, inspirándose en Santo Tomás pero ampliando la perspectiva especulativa con nuevas dimensiones, propone como elemento decisivo para el acceso adecuado a las estructuras ontológicas de la realidad el abandono metódico del “límite mental” o de la caracterización objetivante del pensamiento intencional. Partiendo de la abstracción, el hombre ejerce una serie de operaciones mentales. Cada operación tiene su sentido, abre un campo de objetividad y no debe mezclarse indebidamente con otras. Algunas conducen al conocimiento científico y matemático. Por encima de las operaciones de la mente está el “conocimiento habitual”, que conlleva el abandono del límite y permite, si se adopta metódicamente, advertir el ser creado (metafísica) y alcanzar el ser personal (antropología trascendental). La filosofía realista inspirada en el pensamiento clásico tiene un amplio camino que recorrer. Algunos elementos modernos, como el personalismo, la hermenéutica y las orientaciones fenomenológica y analítica, pueden asumirse en parte, a mi parecer, si se purifican de las actitudes cerradas a la metafísica. La filosofía del conocimiento debe: 1) afrontar los nuevos problemas planteados por las ciencias cognitivas; 2) estar en sintonía con las actuales investigaciones sobre el lenguaje; 3) abrir un espacio a la experiencia interior de la persona; 4) reforzar los vínculos entre la razón y la experiencia; 5) plantear la problemática gnoseológica en armonía con el carácter intersubjetivo de nuestra experiencia intelectual; 6) fundar el
29 conocimiento de la verdad trascendente, superando las formas actuales de escepticismo y relativismo; 7) iluminar en toda su amplitud el conocimiento sapiencial, más allá de las modalidades restringidas del pensamiento, como son los saberes científicos y tecnológicos.
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CAPÍTULO 1 CONOCIMIENTO E INTELIGENCIA
Nuestra primera tarea es echar una mirada al conocimiento como actividad humana. El único modo eficaz de hacerlo, siguiendo el método metafísico y realista, es reflexionar primariamente sobre lo que hacemos cuando decimos que “conocemos”. De este modo nos inmunizamos ante los que, queriendo explicar el conocimiento, lo reducen a “otra cosa” (comportamiento neurológico, respuesta adaptativa, conducta externa). El método filosófico parte de experiencias fundamentales, al alcance de todos -experiencia de la realidad, la persona, la vida-, no primariamente de explicaciones científicas. Estas últimas dependen de esas experiencias primarias, y así nace posteriormente la interpretación del sentido ontológico y antropológico de los resultados científicos. Toda ciencia es siempre interpretada, respecto a su último sentido, a la luz de un horizonte metafísico. Por otra parte, el método filosófico se apoya sobre la experiencia del ser, no sobre ideas preconcebidas. La experiencia, con ayuda de la reflexión racional, puede mejorar poco a poco, hacerse más precisa, y así permite llegar a un cuerpo más elaborado de pensamiento filosófico. Este cuerpo podrá contener numerosas verdades, pero no es exhaustivo ni cerrado. Es mejorable en profundidad y en extensión, y siempre podrá replantearse sobre la base de nuevas perspectivas. 1. El acto de conocer Conozco. He aquí el punto inicial. “Te conozco, sé quién eres”, podemos decir a un amigo. Utilizamos verbos “cognitivos”, con matices diversos, pero claros en el lenguaje ordinario: saber, conocer, entender, estar informados, percibir, ver, pensar, comprender. A veces indican actos referidos a las expresiones lingüísticas de la gente: “entiendo lo que dices”, “no comprendo tus palabras”. Pero también se emplean con referencia a ideas, contenidos mentales, ciencias o personas: “no te entiendo”, “no comprendo lo que quiere hacer”, “la matemática me resulta
31 incomprensible”. Normalmente los verbos cognitivos son “transitivos”, pues tienen sentido con relación a un “objeto”, que puede ser una cosa, una persona, una idea, o cualquier tipo de realidad. No tiene sentido decir “conozco”, sin más, pues en seguida se nos puede preguntar: “¿qué conoces?”. Se comprende algo, se conoce o se sabe algo. “Pensar” puede indicar el acto de modo intransitivo (“estoy pensando”), pero siempre es implícito que se piensa algo (“pienso en ella”, “pienso que tenemos que partir”). Verbos como “ver” o “percibir” normalmente connotan la presencia física del objeto (“veo un gato”, “percibo en ti cierto nerviosismo”). Los casos indicados muestran que el conocimiento es una relación con otra cosa, que se dice precisamente conocida. En este primer esbozo podemos concluir que el conocimiento es: 1. Un acto personal: no existe un conocimiento anónimo. “Se conoce” porque “alguien conoce”. Quien conoce es el cognoscente o sujeto cognoscente. El conocimiento es una acción o acto de una persona. El evento del conocimiento no se produce fuera de nosotros, sino precisamente en la persona. 2. Una relación con la realidad: el conocimiento es una relación. No hay inconveniente metafísico en que un acto sea esencialmente relativo, es decir, que incluya una relación, sin la cual no existiría. Pero toda relación tiene dos términos. El conocimiento comporta una relación entre el cognoscente y lo conocido. En este sentido, coloca al sujeto en situación de apertura. El que conoce se abre al mundo. También cuando uno se conoce a sí mismo “se abre” a su propia realidad de un modo nuevo. El objeto conocido puede ser la realidad externa, las propias ideas, la matemática o el contenido de una novela. En términos generales, podemos denominar a estos objetos una realidad o un tipo de entidad (también el conocimiento es una realidad, y por eso es cognoscible). 3. El conocimiento es un acto psíquico, o al menos no es meramente físico. Las acciones o eventos físicos son eventos del mundo corpóreo descriptibles por cualidades sensibles, movimientos espaciales y determinaciones espaciotemporales. Así son los fenómenos estudiados por las ciencias naturales (movimiento, temperatura, luminosidad, gravitación). En cambio, el evento indicado por la expresión veo un árbol no es “físico” en ese sentido: el ver nadie puede observarlo, ni representárselo de modo sensible. Sólo el sujeto advierte que está realizando tal
32 acto (esta advertencia se llama “conciencia”). Hay también otros actos psíquicos no cognitivos (emociones, amor, dolor). Esto no significa que cualquier acto de conocer no sea físico en ningún sentido. Las sensaciones, como el acto de ver, por ejemplo, son físicas, pues son actos realizados a través de los órganos sensoriales y el sistema nervioso. Pero las sensaciones incluyen un elemento psíquico irreductible a la descripción física de las ciencias naturales. El conductismo intentó reducir los actos psíquicos a comportamiento externo. Este intento es forzado y no tuvo gran acogida en la filosofía contemporánea. Hoy es más frecuente la reducción del acto cognitivo a eventos neurológicos. Pero afirmar, por ejemplo, que un dolor no sería más que actividad neuronal, eliminando su dimensión psíquica, sería una forma de reductivismo. Más adelante me referiré al papel de la actividad cerebral en la realización de las operaciones psíquicas. 4. El conocimiento es un acto inmaterial. Esta nota en el fondo es idéntica a la anterior, pero aquí la veré más en relación con la filosofía de Aristóteles. Conocer, para el Estagirita, es poseer una forma sin la materia3. Por materia puede entenderse lo relativo al ser físico o natural tal como lo he descrito arriba (espacialidad, capacidad de impresionar a los sentidos). Lo blanco de la nieve o la forma geométrica del mármol, por ejemplo, son propiedades naturales de las cosas físicas. Pero cuando lo blanco, la forma geométrica o la formalidad o modo de ser “mármol” son vistos o percibidos, puede decirse que esas “formalidades” son en el cognoscente, pero “son” en él de modo inmaterial y no “natural”. El color percibido por el ojo no es un efecto puramente “físico” o “material”. Aunque la percepción del color implica alteraciones físicas del sistema visual, el acto de ver el color, es decir, el aparecer del color visto, no es una modificación física como las que describe la física 4. Estamos ante un fenómeno nuevo, respecto a los eventos físicos inferiores. Nótese que el acto o la operación cognitiva recae sobre un objeto intrínseco a la operación misma del conocer.
3 Cfr. ARISTÓTELES, Acerca del alma, II, 424, a 15-20. 4 Las operaciones de la sensibilidad pueden también decirse materiales, en un sentido más alto del vocablo material, como veremos en el cap. 2. Inmaterialidad no significa espiritualidad. En la concepción tomista, la espiritualidad es el grado más alto de la inmaterialidad. En la filosofía moderna se tiende a concebir la materialidad en términos de las descripciones de la física. Estas descripciones no se hacen cargo de las sensaciones como actos psíquicos.
33 El mármol en cuanto visto, en quien lo ve, no es el mármol físico, sino que es un “objeto” presente al vidente. A ese objeto se refería la filosofía de Tomás de Aquino cuando caracterizaba al conocimiento como una “posesión de una forma sin su materia” (el Aquinate llamaba especie cognoscitiva a esta “forma inmaterial”5). La réplica de una imagen en un espejo, en cambio, se queda en un nivel puramente material (el espejo “no ve”). Este punto, menos obvio para el conocimiento ordinario, es importante para la gnoseología. El acto cognitivo es inmaterial y posee un objeto inmaterial. Operación y objeto son correlativos: veo un color, pienso un número. Clarificaremos ulteriormente esta noción de objeto. La inmaterialidad admite grados y no implica una total separación de la materialidad. Siempre existe un ligamen intrínseco con la materia, según los tipos de actos cognitivos. Volveremos sobre estos aspectos al hablar de la percepción sensible y del conocimiento conceptual6. 5. El conocimiento es un acto inmanente. Aristóteles distinguía entre las acciones transitivas, que mueven a otro cuerpo (cortar, empujar, levantar, edificar), y los actos inmanentes, que perfeccionan al agente por ser simplemente poseídos, sin ser un movimiento hacia la adquisición de una nueva forma. La actividad de edificar produce un cambio en los cuerpos y su término es el edificio, que es una nueva “forma” física. Ver, en cambio, no produce nada, sino que simplemente perfecciona al que ve. Los fenómenos físicos (luz, temperatura, gravitación) siempre suponen la modificación de otros cuerpos (la luz ilumina, la temperatura de un cuerpo calienta a otros), es decir, son actos “transitivos”. La transitividad coincide con el cambio externo producido (la temperatura de un cuerpo está cambiando continuamente el estado térmico de otros cuerpos, y lo mismo sucede con todas las propiedades físicas activas). El acto cognitivo, en cambio, no es sin más un cambio físico en el organismo del cognoscente (sí lo supone en su dimensión neurológica, si se trata de actos sensoriales). También por este motivo el acto cognitivo es de algún modo “interior” al
5 Cfr. C. G., I, 53, n. 442. Los números de referencia de las citas tomistas son de la edición Marietti. 6 Lo que acabo de decir está vinculado a la estructura ontológica de los cuerpos y a la antropología (alma/cuerpo). La filosofía de la naturaleza, la gnoseología y la antropología son correlativas.
34 cognoscente. Los que realizan actos inmanentes poseen dentro de sí mismos como un espacio de “crecimiento interior”, diverso del ámbito espacial o “externo”. 6. El conocimiento es un acto intencional7. La inmanencia del acto cognitivo no implica una clausura del sujeto en sí mismo. El objeto interior (el verde percibido), es decir, la “especie cognoscitiva”, reenvía a la cosa o al aspecto real conocido (al verde natural o físico). Se habla de “intencionalidad” (tendere-in) porque la operación de conocer, aún siendo de un sujeto, incluye una relación trascendente al mundo o a la cosa conocida extramental. La relación intencional es inmediata y esencial. Cuando vemos una flor, ni siquiera nos damos cuenta de que estamos ejerciendo un acto psíquico. El fenómeno perceptivo interno (el “objeto”) pasa perfectamente inobservado. Vemos sin más la flor real, externa, natural. Cuando pensamos en el autobús que está por llegar, pensamos en el autobús real, no en nuestro pensamiento del autobús. Ese pensamiento (el contenido “autobús” pensado) no es lo que conocemos, sino aquello por lo que conocemos lo real8. La índole mediadora (y “silenciosa”, pues no se hace notar) de nuestro pensamiento garantiza la trascendencia del conocimiento y confirma su valor realista. Esta tesis se opone al “representacionismo” de las teorías filosóficas no realistas, según las cuales conoceríamos de modo inmediato nuestros contenidos mentales, y sólo secundariamente, en todo caso, llegaríamos a la realidad extramental. Al contrario, gracias a la intencionalidad realista del conocer, estamos presentes en la realidad ya desde el inicio de nuestra vida cognitiva. El conocimiento no parte del sujeto para después desembarcar en la realidad, sino que desde el primer momento “ha desembarcado” en la realidad extramental, a la que nunca abandona del todo. Notemos dos significados de objeto en filosofía. Por una parte, “objeto” indica la realidad externa conocida. Por otra, se refiere al contenido del acto, por ejemplo a la idea pensada. Este último sentido es más frecuente en gnoseología. A través de un “pensamiento” conocemos la
7 Cfr. sobre este tema, P. MOYA, La intencionalidad como elemento clave en la gnoseología del Aquinate, Cuadernos de Anuario Filosófico, n. 105, Pamplona 2002; A. MILLÁN PUELLES, La estructura de la subjetividad, Rialp, Madrid 1967, pp. 183-202. 8 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 85, a. 2. El Aquinate emplea aquí los términos latinos quo y quod: nuestras ideas no son lo que (quod) conocemos, sino aquello por lo que (quo) conocemos.
35 realidad de modo inmediato. La mediación es psicológica, no racional. No hay acto sin objeto interno. Acto y objeto son distintos, dado que dos personas, por ejemplo, pueden pensar “2+2=4”: sus actos personales son distintos, pero piensan lo mismo. 2. El psiquismo. Facultades, operaciones, objetos, hábitos Hasta ahora sólo he hablado de operaciones o actos de conocer. La psicología estudia cómo estos actos (ver, recordar, pensar) se reconducen a facultades o “potencias cognoscitivas” (vista, memoria, inteligencia), cuyo último sujeto es la persona humana. El yo ejerce tales actos, es decir, ve, recuerda, piensa, gracias a sus facultades. En la antropología clásica, la persona está constituida por alma (espíritu) y cuerpo. Las facultades enraizadas en el organismo son más fácilmente discernibles (la vista y el oído difieren claramente desde el punto de vista anatómico). Según Santo Tomás, las facultades orgánicas pertenecen al cuerpo humano en cuanto animado, o al alma humana como acto-de-un-cuerpo9. Por tanto, pertenecen a la unión estructural del almacon-el-cuerpo. Otras facultades, en cambio, son espirituales (inteligencia y voluntad), no orgánicas o físicas, aunque mantienen una relación esencial con el organismo (con el sistema nervioso). Son energías activas de nuestro espíritu en cuanto éste rebasa de modo completo el cuerpo. Según Tomás de Aquino, nuestro organismo está animado por un alma que no se limita a informarlo, pues lo trasciende del todo 10. No hay incompatibilidad entre el hecho de que el espíritu sea el acto esencial de un cuerpo “elevado”, y que a la vez lo trascienda ontológica y operativamente11. Asomémonos al mundo interior del cognoscente. Conocemos de modo directo el mundo, sin esfuerzo, moviendo la atención de unas cosas a otras. A la vez, sin aislarnos de las cosas físicas, tenemos una “mente” o “psiquismo” (alma, espíritu) llena de ideas que circulan sin interrupción (salvo que durmamos), mezcladas con emociones, intereses, recuerdos. Esta riqueza de contenidos muestra cómo nuestro conocimiento supone la posesión interior de “ideas”,
9 Cfr. S. Th., I, q. 77, a. 5. 10 Cfr. S. Th., I, q. 76, a. 1. 11 Estos puntos de la antropología tomista son el horizonte en que se desenvuelve nuestra exposición gnoseológica. Presupongo esta antropología, que aquí no puedo someter a discusión. No es absolutamente necesaria para entender
36 “representaciones”, “contenidos mentales”, que a veces se expresan en forma lingüística. El acto cognitivo es una unidad con sus “objetos” pensados, recordados, percibidos. Pero los objetos, siendo “intencionales”, nos llevan a las cosas externas. El objeto interior (para la inteligencia es la idea, pensamiento o concepto) es un mediador cognitivo imprescindible. No podemos pensar sin ideas, precisamente porque pensar es tener ideas. Y tampoco podemos entender una realidad sin tener alguna idea de ella, pues entenderla es pensarla según alguna idea. La idea es inmanente en nosotros, pero por su intencionalidad es trascendente: nos remite por naturaleza más allá de sí misma. Por reflexión, podemos también pensar directamente en nuestras ideas, transfiriendo la atención desde las cosas hasta las ideas que nos formamos de ellas. Si digo “el tren está llegando”, pienso directamente en la realidad. Si digo “ayer, cuando pensaba que el tren estaba llegando, me sucedió que…”, me refiero a mis pensamientos. Puedo conocer las cosas y nuestras ideas, con discernimiento entre ambas. El conocimiento, por otra parte, no se reduce a operaciones con sus respectivos objetos. En nuestra mente hay también hábitos cognoscitivos: algunos son los mismos objetos conservados en la memoria y no considerados en acto. Otros son capacidades especiales para ejecutar operaciones cognitivas, o para activar objetos, relacionarlos, compararlos entre sí. “Hábito” significa cierta posesión estable o dotación operativa de la inteligencia (los hábitos de la voluntad se llaman virtudes). Aprendemos, por ejemplo, el significado de las palabras. Cada significado asociado a una palabra permanece en la memoria y puede ser reevocado cada vez que pronunciamos o escuchamos la palabra. Pero la mente tiene la capacidad de usar como un todo las palabras aprendidas, según las diversas articulaciones del lenguaje. Esta capacidad es el “hábito lingüístico” (un hábito puede consistir en una relación o entramado de hábitos). Tenemos, pues, una dotación inconsciente o conocimiento habitual de la lengua en su totalidad, y la usamos sólo en una mínima parte, la necesaria para ejercer actos lingüísticos concretos.
este libro, pero nuestras conclusiones se comprenden mejor en su contexto. Hay una congruencia entre la gnoseología y la antropología.
37 Este punto vale para el conjunto del conocimiento y garantiza su unidad. La mente usa sus contenidos de modo continuo, simultáneo o sucesivo, con más o menos orden (grupos de ideas integradas, relacionadas con otras ideas, etc.). Este uso depende en parte del control voluntario (podemos pensar una serie de cosas si “decidimos” activar nuestros recursos cognitivos), pero también responde a un dinamismo de la inteligencia que no cae del todo bajo nuestro dominio y que en buena medida es inconsciente. Nuestra atención o “pantalla mental” (la “memoria de trabajo” de la psicología cognitiva) enfoca una y otra vez unos pocos objetos (no podemos pensar en muchas cosas a la vez). Pero el ámbito de nuestros conocimientos es inmensamente más amplio que el espacio de la memoria de trabajo (o consideración en acto), y se está modificando todo el tiempo, mientras aprendemos, recordamos y dirigimos la atención hacia nuevos objetos. 3. Inteligencia y ser En las páginas anteriores vimos algunas características del acto de conocer, pero todavía no dijimos en qué consiste la relación cognitiva entre la mente y la realidad. ¿Qué significa conocer una realidad? Evidentemente no es modificarla, ni obrar sobre ella, ni poseerla físicamente. Al ser un acto originario, irreductible a otro acto o evento, el conocimiento no puede definirse. Pero todos sabemos muy bien qué es la operación cognitiva, pues de ella tenemos una experiencia continua. Podemos describirla, o definirla impropiamente con sinónimos y metáforas, como cuando decimos que conocer es “abrirse a la realidad”, “estar informados”, “hacer que las cosas nos sean transparentes” y fórmulas de este tipo. El conocimiento intelectual se relaciona con el ser de las cosas, con lo que las cosas son 12. Hay caballos en la naturaleza, por ejemplo. Saberlo es “darse cuenta de que existen, y saber qué son”. Estas expresiones, aunque sean tautológicas, hacen referencia al ser (en el caso indicado, al modo especial de ser que es ser-caballo. Comprenden una entidad es hacer que, de algún modo, ella “entre” en nuestra inteligencia de una manera intencional (no física o espacial), precisamente para permitirnos “hacernos cargo de su ser”. Tengo manos, pero saberlo es adquirir una nueva relación con ellas. No me limito a tenerlas: las siento, las percibo y sé que existen (también las
38 piedras existen, pero no perciben su existir). Hay, pues, una correlación intrínseca entre la inteligencia y el ser: el ser es comprensible, y su comprensión es siempre comprensión del ser. En este sentido, el conocimiento es un modo superior de ser y vivir. Los minerales, las plantas, todos los seres del mundo físico se limitan a existir o a vivir físicamente. El hombre “existe” y “vive” según una modalidad cognoscitiva. Con el conocimiento intelectual somos capaces de abarcar nuestro ser y todos los entes del universo, reproduciendo de modo inmaterial en la mente, sin confusión y con pleno discernimiento, las estructuras ontológicas de las cosas 13. Una vida consciente es más noble y excelente que una vida sin conciencia. La inteligencia, por tanto, es un valor propio (del que nacen muchos otros bienes), pues por ella puede el hombre dominar el mundo, apreciar las cosas, orientar con libertad su vida y amar a los demás y a Dios. Cabe preguntarse: ¿a qué nos referimos cuando hablamos del ser que declaramos conocer? Una respuesta a esta pregunta nos remitiría a toda la metafísica. Basta aquí notar que el ser no es algo “especial” añadido a la realidad, como una cualidad particular entre muchas. El ser, en términos generales, es la misma realidad. Ella puede ser ignorada o conocida. Cuando es conocida, decimos que el cognoscente se encuentra en la verdad. Cuando no sólo es ignorada, sino que se la toma por lo que no es, nos encontramos en el error. Realidad, verdad, ser, son trascendentales, es decir, articulaciones universales del ser. Pero el ser no se da de un modo vago y no tiene un sentido unívoco, sino una serie de modalidades analógicas -ser finito, infinito, sustancial, accidental, actual, potencial- que compete a la metafísica estudiar de modo sistemático. La gnoseología debe tenerlo en cuenta: cuando conozco una rosa, estoy conociendo una forma específica de ser (no el ser en general). Las formas del ser se relacionan con las formas del conocimiento. Veamos, en este sentido, una primera distinción fundamental. El conocimiento sensible (ver, oír, tocar) se refiere a algunas formas cualitativas y cuantitativas de los cuerpos (la vista capta la luz y los colores del mundo
12 Todo lo que veremos en este apartado se refiere al conocimiento intelectual, exclusivo del hombre. Más adelante introduciré la distinción entre conocimiento sensible e intelectual. Pero sólo este último es el conocimiento en sentido pleno (la sensibilidad es un modo restringido de conocer). 13 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 14, a. 1.
39 corpóreo). La inteligencia, como dijimos, conoce todas las cosas precisamente en cuanto son14. Podremos definirla también como capacidad de razonar, de captar relaciones, de calcular o resolver problemas (estas habilidades sirven para sus definiciones funcionales, utilizadas en los tests de inteligencia). Pero en un sentido profundo, la inteligencia es la capacidad de captar las cosas en tanto que situadas en el ser, es decir, en cuanto son y son de un cierto modo. Así como el animal ve o siente una fruta al captar sus cualidades en función de sus necesidades vitales, el hombre es capaz de conocer una fruta, o cualquier otra cosa, por lo que ella es, al menos en cierto grado. El nombre fruta, como todo nombre, expresa nuestra comprensión del ser fruta. Por eso dijimos que la inteligencia es la capacidad cognoscitiva como tal, sin añadiduras. La sensibilidad animal, en cambio, es una forma reducida de conocer. Sin embargo, la sensibilidad humana está incorporada y como “fusionada” con nuestra inteligencia. Lo dicho arriba se resume en esta tesis: el objeto propio de la facultad intelectual es el ser. Toda facultad cognitiva tiene como objeto ese especial “punto de vista” con el que enfoca un conjunto de cosas: la vista, al tener como objeto la luminosidad, ve a cualquier cuerpo en cuanto iluminado, y el oído es sensible ante el aspecto sonoro de los fenómenos físicos. El objeto de la inteligencia no es ya una particularidad restringida de las cosas, sino el ser de cualquier entidad, con lo que resulta una facultad absolutamente universal. La mente no está restringida al mundo de los cuerpos, sino que puede entrar en relación, de modo universal e ilimitado, con todo tipo de ente, real o posible, actual o potencial. Una capacidad de este orden manifiesta la trascendencia infinita de la inteligencia respecto al universo material y al propio cuerpo. La mente humana está universalmente abierta al ser, en sus infinitas manifestaciones. Esta característica determina nuestra condición espiritual y es a la vez, junto con la libertad, la más profunda raíz de la dignidad humana. Pero la apertura de la mente al ser no significa que nuestro intelecto tenga a priori una noción primitiva de ser. La percepción intelectual del ser de todo ente no requiere la existencia de un concepto previo de ser indeterminado y común. Ese concepto, con sus sucesivas articulaciones analógicas, es una objetivación de los filósofos.
14 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 5, a. 2; q. 78, a. 1.
40 La apertura del hombre al ser y a la verdad es propia de la naturaleza humana. El hombre es un “animal metafísico”. La capacidad de colocarse ante una cosa “como un ente” distingue radicalmente al hombre del animal15. No por esto el ser se ha de concebir como un “objeto” más entre otros, como si fuera un aspecto limitado de las cosas. La correspondencia entre intelecto y ser, en vez de llevarnos a pensar en un concepto vago y casi vacío de ser en general, indica nuestra capacidad de reconocer cualquier acto, forma u objeto, en su relación con el ser. Por esto el hombre es capaz de “hacerse una idea” global, bastante completa, de lo que él y las demás cosas son, hasta llegar a la fuente de todo el ser (Dios). Esta capacidad de cosmovisión, es decir, de tener un cuadro ontológico comprensivo de toda la realidad, con sus jerarquías y valores, nace de la capacidad ontológica de la mente humana. Tal capacidad no supone, sin embargo, un conocimiento efectivo y exhaustivo de las cosas. Se llega al ser de muchas maneras, con grados diversos de profundidad, de modo más o menos claro, implícito o explícito, y con mezcla de errores, vaguedades e incertidumbres. Estamos solamente abiertos al ser y lo conocemos de modo limitado, pero a través de perspectivas inagotables y dinámicas, porque siempre deseamos conocer más y mejor, superando de continuo nuestros propios límites. El objeto “adecuado” de la mente humana es el ser de las cosas sensibles. La “proporcionalidad” existente entre nuestra inteligencia y el ser sensible corresponde a la dimensión “encarnada” de nuestra mente. Este punto pertenece explícitamente a la gnoseología de Tomás de Aquino16. Dentro de la apertura al ser en toda su universalidad, la mente comienza a entender a partir de los datos sensibles, es decir, primero acoge el ser del mundo físico. Nuestra primera noticia intelectual es la existencia de los cuerpos, incluyendo el nuestro, aunque simultáneamente captamos nuestro pensamiento. El punto de partida no es, pues, Dios, ni la conciencia, ni la idea o posibilidad del ser, sino los existentes materiales percibidos por los sentidos y así inmediatamente acogidos por la inteligencia. No por esto estamos encadenados al mundo. Desde este punto de partida podemos pensar nuevas posibilidades, por encima de lo que vemos de hecho, y sobre todo
15 Cfr. M. HEIDEGGER, El ser y el tiempo, Fondo de Cultura Económica, México 1971 § 4 (pp. 21-24). 16 Cfr. S. Th., I, q. 84, a. 7.
41 podemos abrirnos a la realidad del espíritu y a la existencia de Dios. A partir del mundo, nuestro pensamiento trasciende infinitamente al mundo. Veamos ahora dos principios del conocimiento del ser: 1. Las cosas se comprenden en la medida en que son. “Algo es cognoscible en la medida de su ser”17. Así como la luminosidad hace que un objeto sea visible a los ojos, análogamente puede decirse que el “contenido” de ser hace que una cosa sea cognoscible ante una inteligencia (es decir, inteligible). La inteligibilidad (que es la verdad ontológica, o verdad del ser) es una característica “trascendental”: todo ente resulta comprensible en cuanto es. Puede hablarse casi de una ecuación de principio entre ser e inteligibilidad. Este principio no supone que el error o las cosas inexistentes sean incomprensibles (como el hecho de que un hombre no tenga la vista). Las “realidades negativas” se comprenden en cuanto “son” una falta o carencia de ser, es decir, se entienden sólo respecto al ser. Son “reales” (dando lugar a proposiciones verdaderas) en tanto son una falta de realidad. Ellas son de dos tipos: a) Las negaciones se refieren a cosas inexistentes, como cuando decimos “en esta sala no hay ningún árbol”, “el imperio romano ya no existe”. Se puede “negar la existencia de una cosa” porque conocemos cierta entidad (real, posible, pasada, imaginaria) y advertimos que no existe en otro sentido, lugar, o tiempo (en los ejemplos indicados: conocemos los árboles, y negamos que se den en cierto lugar; conocemos el imperio romano, y negamos que exista ahora). b) Las privaciones son la carencia de una propiedad en un determinado ente. Una persona es ciega porque le falta la vista. La privación no es simple ausencia, sino la ausencia de algo bueno, debido o conveniente (por eso es un mal). Como las cosas se conocen en cuanto son, las modalidades del ser determinan los tipos de inteligibilidad. El sentido fuerte del ser corresponde al ser actual. El ser potencial, posible, irreal, obviamente se pueden conocer como tales, pero con referencia al núcleo fuerte o central del ser, 17 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 16, a. 3.
42 que es el acto. Por ejemplo, sabemos que un edificio puede construirse, pues tal posibilidad está en función del edificio en acto. También la posibilidad es un modo de ser y tiene su “realidad” (el ser no se reduce al acto), por lo que puede conocerse como posibilidad de ser. Lo irreal, no siendo una pura nada (la ausencia total de ser), posee asimismo un tipo de realidad. Decimos que “algo es irreal” si lo pensamos o imaginamos aunque no exista o no haya existido (por ej., el contenido de El señor de los anillos), y quizá ni siquiera pueda existir (un proyecto puede ser irreal por ser irrealizable). El “ser irreal” tiene una existencia mental 18. Los escolásticos hablaban, en este sentido, de entes de razón, que existen como puros objetos pensados (por ejemplo, las estructuras matemáticas). No todo lo que se piensa corresponde a una realidad extramental. Como el ser es fuente de inteligibilidad y primera condición del conocimiento, el ser es independiente de que sea conocido, y no al revés (esto no se opone a que los seres más nobles conocen, pues el conocimiento pertenece a la plenitud del ser). Este principio es el quicio del realismo metafísico. Las posiciones no realistas, basándose en el hecho aparente de que “no podemos salir de nuestro pensar”, sostienen que un ser independiente del pensamiento sería incomprensible, o al menos sería desconocido (principio de inmanencia). La tesis inmanentista se apoya en el falso principio de la imposibilidad de trascender nuestro pensamiento. En cambio, pertenece a la naturaleza del pensamiento el poder trascender a una realidad independiente de él (principio de trascendencia noética, que alude a la intencionalidad). Abundantes indicios muestran tal independencia: las cosas existían antes de que las conociéramos, y siguen existiendo cuando dejamos de pensarlas; cuando caemos en error, las realidades sobre las que nos hemos equivocado siguen existiendo, es más, son el fundamento de nuestras sucesivas rectificaciones. El inmanentismo conduce fácilmente a la tesis idealista, según la cual la realidad o la verdad son elaboraciones del espíritu humano. 2. Captamos la realidad según nuestro modo de conocer. No comprendemos sólo según el modus essendi (modo de ser), sino también según nuestro modus cognoscendi (modo de conocer). “El modo del conocimiento sigue al modo de ser de la naturaleza del cognoscente” 19, 18 Cfr., sobre este tema, A. MILLÁN PUELLES, Teoría del objeto puro, Rialp, Madrid 1990. 19 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 12, a. 11.
43 dado que “lo conocido está en el cognoscente según el modo del cognoscente” 20. Dios, el ángel y el hombre no conocen del mismo modo, y sus modalidades noéticas determinan la profundidad y extensión de su inteligencia. Por consiguiente, la naturaleza del sujeto y sus capacidades cognitivas determinan el tipo de inteligibilidad que él puede afrontar. También los hábitos y métodos son vías indispensables de acceso noético a la realidad. No se puede saber física si no se sigue un método físico, y este método abre o cierra a ciertos aspectos de la realidad (Dios no puede conocerse con los métodos de la física). El principio del modus cognoscendi apunta a la mediación de la subjetividad en nuestra comprensión de lo real. Así se satisface, en parte, la exigencia de algunas gnoseologías subjetivistas, sin caer en su unilateralismo. El realismo ingenuo, en cambio, ignora la importancia de la mediación subjetiva, de los métodos, puntos de vista y condiciones para poder conocer algo (ciertas verdades, por ejemplo, pueden entenderse sólo si se posee una adecuada formación cultural e intelectual). Este punto nos conduce hacia los límites de nuestro conocimiento. Es verdad que conocemos el ser, pero lo conocemos de modo limitado, con nuestros recursos, así como una persona asomada a una ventana grande o pequeña, alta o baja, no verá las cosas del mismo modo, aunque verá una parte de la realidad. Comenzamos a comprender el ser a partir de nuestros puntos de vista, pues somos existentes racionales dotados de cierta estructura corpórea. Captamos la realidad condicionados por nuestra situación antropológica y epistemológica. Esto no supone un relativismo gnoseológico. Se puede conocer la misma verdad desde varios puntos de vista. La perspectiva epistémica no cierra a la verdad, sino que determina nuestro modo de conocerla, aunque incluye ciertos límites. Pero podemos discernir entre la variedad de perspectivas epistémicas y el contenido ontológico de nuestro saber. Podemos juzgar si esas perspectivas son adecuadas o quizá son limitadas con relación a ciertos niveles ontológicos, análogamente a como sabemos si desde una ventana se ve mejor, o se ven una serie de objetos u otros. Las mediaciones epistémicas no nos 20 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 12, a. 4 (cfr. ibid., q. 85, a. 5, ad 3). “Aunque la verdad exige que el conocimiento responda a la cosa real, no hace falta que el modo de conocer sea igual al modo de ser de la cosa”: C. G., II, 75, n.
44 encierran en nosotros mismos y son controlables por nuestra inteligencia. Si así no fuera, la distinción entre metafísica, lógica y gnoseología sería incomprensible, y tendríamos que identificar nuestro modo de pensar con el ser. 4. Síntesis 1. El conocimiento es un acto inmanente contemplativo, no una modificación de la realidad. Es una actividad psíquica -inmaterial- irreductible a los fenómenos físicos tal como los describen las ciencias naturales. Pero incluye esencialmente una relación inmediata con la realidad conocida: intencionalidad constitutiva. 2. El conocimiento comporta la presencia en el cognoscente de un contenido inmaterial interno, llamado “objeto” (representaciones, ideas, etc.). Este objeto no es lo que conocemos, sino aquello por lo que conocemos. El objeto es intencional, pues remite a la realidad externa. 3. Con nuestra luz intelectual y los hábitos cognoscitivos, reconocemos los contenidos internos de nuestro conocimiento y los discernimos de la realidad conocida. 4. Se comprende lo que es. La inteligencia es un modo superior de ser y vivir. Los sentidos captan aspectos particulares de los cuerpos. La mente humana está abierta al ser en sus formas infinitas. El objeto del intelecto es universal, trascendente y metafísico. Sin embargo, el objeto adecuado o proporcionado de nuestro entendimiento es el ser de las cosas sensibles. 5. La realidad se comprende en la medida en que es, pues el ser es inteligible. El ser es independiente del conocimiento y no al revés (realismo metafísico). Pero comprendemos la realidad también según nuestra condición antropológica y situación epistémica. Por tanto, entendemos en proporción al modus essendi y al modus cognoscendi, con discernimiento entre estas dos modalidades.
1551.
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CAPÍTULO 2 LA SENSIBILIDAD Nuestro estudio del conocimiento sensible tiene en cuenta que la vida sensitiva de los animales no es igual a la del hombre, pues esta última está integrada con la parte superior humana (inteligencia y voluntad). De aquí nace una especial dificultad para aislar la pura sensibilidad del contexto antropológico completo. De todos modos, la vida sensitiva humana tiene su autonomía. Está vinculada al organismo a través del sistema nervioso y mantiene una relación intrínseca con el pensamiento, tanto en la vía ascendente como descendente. 1. Dimensiones de la sensibilidad. El problema mente-cuerpo Las vías del conocimiento comienzan con los sentidos. Cada sentido externo está constituido por una parte orgánica periférica y por recorridos nerviosos que acaban en los centros cerebrales. La primera recepción sensitiva externa ya realiza una discriminación dentro del campo de una serie de cualidades, llamadas sensibles, como son los sabores para el gusto, los sonidos para el oído y así siguiendo. Estamos genéticamente predispuestos para acoger grupos de cualidades, dentro de un “espacio cualitativo” definido (para la vista, un espacio cromático; el gusto está determinado por 4 dimensiones cuantificables: dulce, salado, ácido o agrio, amargo 21). Las sensaciones son como segmentos de realidad recortados de los fenómenos físicos 22. En las vías nerviosas y en su correspondiente área cortical (para la vista, por ejemplo, el área visual del lóbulo occipital), la información sensorial es ulteriormente procesada en diversas fases. En esta elaboración se tienen en cuenta multitud de señales que van llegando continuamente, los microtiempos transcurridos y diversos aspectos cuantitativos y cualitativos (contrastes, orientaciones espaciales, posiciones, dimensiones, siluetas, figuras, variaciones). En las áreas asociativas de la corteza cerebral se opera la integración entre los datos sensoriales (por
21 Cfr. F. PONZ PIEDRAFITA, A. M. BARBER CÁRCAMO, Neurofisiología, Síntesis, Madrid 1989, pp. 152-157. 22 Cfr. E. BONCINELLI, Il cervello, la mente e l’anima, Mondadori, Milán 1999, pp. 110 ss.
46 ejemplo, la comunicación entre datos visuales, auditivos, etc.). La base neurológica de las sensaciones, discriminadas y luego integradas, son los circuitos neuronales 23. La sensación no es, por tanto, la recepción pasiva de una simple cualidad del mundo. Ciertos fenómenos físicos (la luz para la vista, las ondas sonoras para el oído, la temperatura y otras cualidades para el tacto) son seleccionados, elaborados e integrados en fases sucesivas, y así “traducidos” en lo que llamamos sensaciones o información sensorial. Al final, los datos son asociados en la percepción de un “objeto” completo, como puede ser una taza de café, un rostro, un sillón. Otros sistemas sensoriales -de otras especies animales- llevan a sensaciones y percepciones de diverso tipo. Así, las ranas ven sólo pequeños objetos oscuros en movimiento, sobre un fondo inmóvil (sus células retínicas se excitan sólo ante los estímulos correspondientes)24. Con estas indicaciones apuntamos a la descripción neurológica de las sensaciones. Podemos distinguir aquí tres dimensiones fundamentales: a) Dimensión fisiológica o somática (neurofisiológica): las sensaciones son actos orgánicos materiales, susceptibles de una descripción en términos eléctricos, químicos, con referencias a células (neuronas) excitadas, asociadas, etc. Esta dimensión es la causa material de los actos sensoriales. Por eso una lesión orgánica, la falta de una sustancia química, una obstrucción de las vías nerviosas, pueden provocar una deficiencia perceptiva o de la memoria, lo que afecta posteriormente a todo el conocimiento, por ejemplo alterando la capacidad de formar ideas, las habilidades racionales o la conciencia de la propia identidad. b) Dimensión psíquica: las sensaciones son eventos psíquicos y no puramente físicos, como vimos en el capítulo anterior. Algunos filósofos analíticos llaman a las sensaciones qualia, en el sentido de que son cualidades no reductibles a otra cosa (por ejemplo, a activación neuronal). La descripción fisiológica del dolor o de la visión “no explica” completamente la cualidad propia del acto de sentir. Un robot puede estar dotado de mecanismos de procesamiento para reaccionar ante cualidades y objetos (“viendo” objetos y agarrándolos con la mano), pero carece de sensaciones.
23 Cfr. J. JIMÉNEZ VARGAS, A. POLAINO LORENTE, Neurofisiología psicológica fundamental, Ed. Científico-médica, Barcelona 1992, pp. 196-197. 24 Cfr. E. BONCINELLI, Il cervello…, cit., p. 118.
47 c) Dimensión metafísica: la sensación es el acto de un sujeto sentiente. El dolor no es anónimo, sino que es de alguien (de un animal, de una persona). El “sujeto”, la “referencia a la realidad”, son aspectos que se entienden sólo si la descripción psicofísica se une a una comprensión metafísica. Normalmente esta comprensión es implícita y se presupone. El empirismo intenta eliminarla porque escoge concentrarse exclusivamente en las otras dos dimensiones de un modo “puro” o aislado. Algunas formas más radicales de empirismo (conductismo, neurologismo) eliminan la dimensión psíquica, asumiendo de modo unilateral sólo la vertiente física de la percepción. El resultado es un vaciamiento del sentido del conocimiento sensorial. Esta postura impide reconocer una distinción esencial entre animales, personas y máquinas informáticas (ordenadores, robots, inteligencia artificial), y disuelve el concepto de persona humana (que queda reducida a un conjunto de mecanismos)25. Las tres dimensiones indicadas son inseparables. La filosofía debe asumirlas conjuntamente. La psicología, según su línea metodológica, suele trabajar siguiendo la perspectiva psicológica, aunque puede asociarla a la neurológica. La aproximación física es útil, pero presupone la comprensión del evento psíquico. Un médico puede conocer perfectamente la fisiología del dolor físico, pero él sabe por experiencia cómo es la sensación del dolor. No se trata propiamente de que haya dos eventos (el físico y el psíquico), como sostenía el “paralelismo psico-físico” y otras teorías parecidas. El fenómeno psicosomático (sensación táctil, gustativa, etc.) es uno solo, con dos facetas, una física y otra psíquica, así como un vaso se puede describir desde el punto de vista de su materialidad o de su forma. Sentir es un acto físico, pero es un acto ejecutado por un cuerpo animado por una peculiar sensibilidad (cuerpo-que-siente), lo que es incomprensible si nos colocamos en la pura dimensión espacio-temporal. Esta cuestión es muy amplia y actualmente suele llamarse “el problema mente/cuerpo”, característico de la “filosofía de la mente” (cfr. cap. 1) 26. Mencionaré brevemente las posiciones filosóficas al respecto 27: 25 Algunos actos sensibles incluyen, además, una dimensional conductual: por ejemplo, la ira incluye la incoación de una conducta agresiva, y así en muchos otros casos semejantes. 26 Para una visión tomista de algunos aspectos de estos problemas, cfr. AA.VV., Homo Loquens, Ed. Studio Domenicano, Bolonia 1989; G. BASTI, Il rapporto mente-corpo nella filosofia e nella scienza, Ed. Studio
48 a) Dualismo interaccionista (clásicos: Platón; modernos: Descartes; contemporáneos: Popper y Eccles, que se inspiran en el dualismo cartesiano 28). El dualismo reconoce el carácter irreductible de los actos psíquicos, pero no los integra con el cuerpo. Las sensaciones y representaciones serían actos del alma, mientras el cuerpo, en la filosofía cartesiana, es visto sólo en una perspectiva física. El dualismo es interaccionista si estima que los actos psíquicos y físicos interactúan causalmente. b) Paralelismo psicofísico (Leibniz, Spinoza, Wundt). Para el paralelismo, los fenómenos psíquicos y físicos no interactúan, sino que son “paralelos”, bien coordinados entre sí. Según algunos, se trataría de dos manifestaciones de una única realidad (Spinoza, que en realidad llega a una postura monista). La psicología paralelista (Wundt) asume las dos dimensiones como dos aproximaciones metodológicas diversas, la física y la psicológica, entre las que pueden establecerse correspondencias. c) Monismo espiritualista o panpsiquismo (modernos: Berkeley; contemporáneos: Chalmers 29). No admite una real distinción entre evento material y psíquico. La materia contendría una forma de psiquismo (mente, racionalidad), o bien todo se reduciría a fenómeno psíquico (Berkeley). d) Monismo materialista. Esta posición rechaza la distinción físico/psíquico, resolviendo los eventos psíquicos en eventos materiales. Algunas variedades de esta orientación son: 1. Reduccionismo conductista (Watson, Skinner, Quine, Ryle 30). Los fenómenos psíquicos se resuelven en el comportamiento externo y observable: o en reacciones fisiológicas según el Domenicano, Bolonia 1991; voz Mente-Corpo, Rapporto, en el Dizionario Interdisciplinare di Scienza e Fede, G. TANZELLA-NITTI y A. STRUMIA (eds.), Città Nuova, Roma 2002, vol. 1, pp. 920-939. 27 Las posiciones que siguen no sólo se refieren al conocimiento sensible, sino a toda forma de conocimiento, también a la conciencia y al pensamiento. Son tesis antropológicas y no puramente epistemológicas. Prefiero presentarlas en seguida en este capítulo, aunque no pueda detenerme en detalles ni discutirlas, pues pertenecen a la antropología. Son tesis relevantes para las cuestiones sobre la relación mente/cerebro y la inteligencia artificial, que veremos más adelante. 28 Cfr. K. POPPER, El cuerpo y la mente, Paidós Ibérica, Barcelona 1997; K. POPPER y J. C. ECCLES, El yo y su cerebro, Labor, Cerdanyola 1985. 29 Cfr. D. CHALMERS, La mente consciente: en busca de una teoría fundamental, Gedisa, Barcelona 1999. 30 Cfr. G. RYLE, El concepto de lo mental, Paidós, Buenos Aires 1967.
49 esquema estímulo/respuesta (conductismo psicológico), o en comportamiento público, al menos en las disposiciones de un sujeto hacia algún tipo de conducta, como sostuvo Ryle. La cólera, por ejemplo, se resolvería en un conjunto de disposiciones subjetivas para actuar externamente. 2. Reduccionismo neurologista (Feigl, Smart31, Armstrong32, Lewis 33, Kim34). En la segunda mitad del siglo XX se presentaron diversas formas esta posición. Según la teoría llamada de la identidad, los fenómenos psíquicos serían idénticos a su base neurológica. La “mente” es actividad cerebral. Esta es una consecuencia de la reducción de la realidad a la visión de la ciencia positiva (especialmente física o biología) 35. Otra modalidad reductiva es el eliminativismo, defendido por los cónyuges Paul y Patricia Churchland36. Estos autores criticaron la creencia en los estados mentales como una forma de “psicología popular” (Folk Psychology), es decir, como una visión precientífica y antropomórfica que se ha de superar (“eliminar”) con las descripciones de la neurociencia. La antropología se reduce a neurofisiología. e) Funcionalismo. Esta orientación rechaza el reduccionismo conductista y neurológico. Se desarrolló bajo el empuje de las ciencias cognitivas (psicología cognitiva, psicolingüística, ciencia computacional, neurociencia) 37. El funcionalismo reconoce el carácter propio de los estados psíquicos o mentales sólo a título de funciones o procesos funcionales, cuya base material es el cerebro. El “dualismo funcional” es compatible con el materialismo, pero también está 31 Cfr. J. J. C. SMART, Sensations and Brain Processes, en D. M. ROSENTHAL (ed.), The Nature of Mind, Oxford University Press, Nueva York 1991. 32 Cfr. D. ARMSTRONG, A Materialist Theory of Mind, Humanities Press, Nueva York 1968. 33 Cfr. D. LEWIS, Papers in Metaphysics and Epistemology, Cambridge University Press, Cambridge 1999. 34 Cfr. J. KIM, Philosophy of Mind, Westview Press, Boulder (Colorado) 1996. 35 Los científicos no son necesariamente reduccionistas. Los especialistas en neurología y psicología adoptan un “reduccionismo en el método”, pues se concentran en el objeto de sus disciplinas, sin necesidad de indagar en otras dimensiones. El reduccionismo se presenta cuando el paso a esa dimensión se considera inútil o pernicioso, es decir, cuando la aproximación científica se toma en un sentido cerrado y exclusivista. También es verdad que la filosofía debe estar al tanto de los estudios científicos, para enriquecer su propia perspectiva. 36 Cfr. PAUL M. CHURCHLAND, The Engine of Reason, the Seat of the Soul, MIT Press, Cambridge (Mass.) 1996; Materia y conciencia. Introducción contemporánea a la filosofía de la mente, Gedisa, Barcelona 1992, y PATRICIA S. CHURCHLAND, Neurophilosophy, MIT Press, Cambridge (Mass.) 1986. 37 Para una visión histórica de las ciencias cognitivas, cfr. H. GARDNER, La nueva ciencia de la mente, Paidós Ibérica, Barcelona 2002.
50 abierto a una visión antirreduccionista. Afirma cierta independencia de la dimensión psíquica respecto de la base cerebral, sin aventurarse a un mayor compromiso ontológico. El funcionalismo permitió la recuperación de temáticas cognitivas tradicionales (percepción, memoria, emociones, razonamientos), sin miedo a caer en el dualismo cartesiano. Pero es una posición ambigua, que presenta una gran variedad de posturas particulares. Cada una introduce matices especiales en el tratamiento de los procesos cognitivos, de donde nacen diversos análisis de las arquitecturas cognitivas. 1. Funcionalismo computacional (Putnam en un primer momento 38, Hofstadter39, Minsky40). Los avances en informática y en las tecnologías de inteligencia artificial invitaron a considerar los procesos cognitivos según el modelo de los programas de ordenadores. La mente humana sería homogénea a las funciones computacionales, al software del ordenador. En este sentido, la problemática de la relación mente/cerebro se traslada a la de mente/ordenador. Pero así la distinción entre eventos psíquicos y operaciones computacionales se vuelve problemática. De hecho, los propugnadores de esta línea a menudo sostienen la tesis de la llamada inteligencia artificial fuerte. Esta tesis perdió fuerza recientemente, cuando se vio con más claridad que el cerebro no puede concebirse como un ordenador (cfr. en el cap. 6, nuestras alusiones a las redes neuronales y a los “modelos conexionistas” de las arquitecturas mentales). 2. Otras formas de funcionalismo (Fodor y otros). Sin insistir sobre el modelo computacional de la mente, Fodor 41, inspirándose en Chomsky, concibió la mente como constituida por un “lenguaje del pensamiento” (el mentalés), cuyos elementos serían representaciones dotadas de valor simbólico, tanto sintáctico como semántico. Otros especialistas intentaron concebir los actos mentales en términos de causalidad o de teleología, así como el hambre (deseo), ligado a una creencia (creer que hay alimentos en el frigorífico), empuja a una conducta (abrir el frigorífico y comer). Lycan sostuvo, en este sentido, un funcionalismo
38 Cfr. H. PUTNAM, Mind, Language, and Reality: Philosophical Papers, vol. 2, Cambridge University Press, Cambridge 1975, pp. 325-440. 39 Cfr. D. R. HOFSTADTER, Gödel, Escher, Bach, Tusquets, Barcelona 1989. 40 Cfr. M. MINSKY, The Society of Mind, Simon and Schuster, New York 1985.
51 teleológico42. En una línea semejante, Davidson 43 propuso una teoría de la causalidad de los actos mentales (recíproca y respecto a los estados físicos) no reconducible a leyes psicofísicas rigurosas, pero dentro de un cuadro materialista (identidad de fondo entre eventos psíquicos y físicos). Asumiendo una postura instrumentalista, para Dennett44 los procesos teleológicos permiten atribuir intencionalidad o actitudes proposicionales (“mentes”) a sus agentes, sean hombres, animales, máquinas o robots 45. f) Emergentismo. Esta posición sostiene que los actos mentales “emergen” como algo nuevo respecto a su base cerebral. Hay muchas formas de emergentismo. Popper es un emergentista abierto, cercano al dualismo, pues ve al espíritu como algo diverso del cuerpo. Searle46 criticó eficazmente el reductivismo computacional, sin llegar a superar el horizonte naturalista en su concepción de la conciencia. Bunge47 es emergentista materialista: los procesos psíquicos serían propiedades sistémicas u holísticas del sistema nervioso tomado como un todo. g) Teoría unitaria “dual”, pero no dualista. Ésta es la posición de Aristóteles y del Aquinate, generalmente ignorada por los representantes de la filosofía de la mente y a veces confundida con el dualismo. Siguiendo esta línea, Basti 48 encuentra en la filosofía aristotélicotomista un planteamiento no monista, ni dualista, sino “dual”, capaz de dar razón de la unidad operativa y ontológica entre lo mental y lo físico, así como de la irreductibilidad recíproca de estos dos elementos. Nuestra posición coincide con esta línea, que puede comprenderse en el contexto del hilemorfismo aristotélico y la antropología tomista de la unidad de la persona.
41 Cfr. J. A. FODOR, El lenguaje del pensamiento, Alianza, Madrid 1985; La modularidad de la mente, Morata, Madrid 1986; La mente no funciona así: alcance y límites de la psicología computacional, Siglo XXI de España Editores, Madrid 2003. 42 Cfr. W. G. LYCAN, Consciousness, MIT Press, Cambridge (Mass.) 1987. 43 Cfr. D. DAVIDSON, Mente, mundo y acción, Paidós Ibérica, Barcelona 1992. 44 Cfr. D. C. DENNETT, La conciencia explicada: una teoría interdisciplinar, Paidós Ibérica, Barcelona 1995. 45 En la filosofía analítica, los actos intencionales corresponden a las actitudes proposicionales, expresadas con frases como “deseo que…”, “temo que…”, “creo que…”. 46 Cfr. J. SEARLE, Mentes, cerebros y ciencia, Cátedra, Madrid 1985; El descubrimiento de la mente, Crítica, Barcelona 1996; El misterio de la conciencia, Paidós Ibérica, Barcelona 2000. 47 Cfr. M. BUNGE, The Mind-Body Problem. A Psychobiological Approach, Pergamon Press, Oxford 1980. 48 Cfr. G. BASTI, Il rapporto mente-corpo nella filosofia e nella scienza, cit.
52 Muchos de los autores mencionados no distinguen entre los actos sensoriales y los actos humanos superiores (intelectivos y voluntarios), colocándolos sin más en el cajón de sastre de los “actos mentales”. Pero el dolor físico no puede analizarse del mismo modo que un acto de pensamiento o una elección voluntaria. El dolor orgánico, la sed, la visión, son actos psicosomáticos, respecto de los cuales cabe aceptar una parte de las tesis monistas, rechazando el dualismo, especialmente gracias a los actuales conocimientos científicos sobre la base neuronal de nuestras actividades sensoriales. En cambio, los actos espirituales no son orgánicos (y nadie ha demostrado eficazmente que lo sean), aunque requieran una actividad psicosomática de base para poder efectuarse. En síntesis: 1. Los actos sensoriales son psicosomáticos, es decir, son operaciones físicas animadas por cualidades sensitivas, más altas en el orden del acto, y por tanto “menos materiales” que los eventos mecánicos, eléctricos o químicos de la realidad material carente de sensibilidad. Estas operaciones pueden describirse desde el punto de vista material, o según su formalidad activa más alta, lo que depende de los intereses contextuales. 2. Los actos espirituales trascienden completamente al cuerpo, y a la vez están ligados de modo esencial a una base sensorial de naturaleza neurológica, y a veces también relativa a la conducta49. Por ejemplo, una mirada, una sonrisa de agradecimiento, aunque contengan una dimensión física, poseen también aspectos espirituales y metafísicos (son actos personales) de los que los métodos naturalistas no pueden dar cuenta. 3. Todos los actos humanos, espirituales y orgánicos, están unificados en la persona. La dimensión orgánica del hombre no está separada de la dimensión espiritual. El cuerpo humano no es un simple organismo, sino que es un “cuerpo personal”, un cuerpo espiritualizado 50. Las sensaciones son auténticos actos y no simples funciones holísticas. En cambio, las frases “el ordenador está leyendo el disco”, “el programa está corrigiendo la ortografía”, no señalan actos “mentales” de la máquina, sino algunas de sus funciones, cuyo sentido sale de la
49 Para el fundamento antropológico de estas tesis, cfr. TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 75, a. 2 y 3; q. 76, a. 1. 50 Cfr., sobre este punto, K. WOJTYLA, Persona e atto, Rusconi, Santarcangelo di Romagna (RN) 1999, pp. 479-489.
53 interpretación humana, así como una orden escrita en un libro no es un acto del libro, y su sentido intencional está en relación con sus autores y lectores. El acto psíquico es también físico, pero su pura descripción física no da razón de su naturaleza, así como ver todas las letras y el orden ortográfico de una novela de Cervantes no permite entenderla. 2. Niveles sensoriales Tras este paréntesis sobre el problema mente/cuerpo, continuaré ahora de modo más lineal mi exposición sobre el conocimiento sensorial. Normalmente se distinguen dos niveles de este conocimiento: la sensibilidad externa y la interna. Esta última puede subdividirse en sensibilidad formal y sensibilidad significativa (estas clasificaciones psicológicas no deben tomarse de modo rígido, para respetar la complejidad y dinamismo del psiquismo). a) La sensibilidad externa mira al ambiente externo del sujeto que siente y percibe. Los “sentidos externos” (vista, oído, gusto, olfato, y las diversas modalidades táctiles: sensibilidad térmica, ante la dureza, etc.) detectan unitariamente aspectos cualitativos y cuantitativos de los cuerpos que circundan el organismo y actúan sobre él. Los clásicos llamaban sensible propio al tipo de cualidad detectada por cada sentido externo (luz para la vista, sonido para el oído). Pero los sentidos externos, en unión con los centros cerebrales, informan también sobre aspectos cuantitativos de las cosas exteriores, como sus formas geométricas, dimensiones, número, movimientos, aspectos que los clásicos llamaron sensibles comunes (en cuanto captados por varios sentidos)51. Y así el sujeto sensorial, a través de los canales informativos sensoriales, recibe selectivamente una multiplicidad fragmentada de datos sobre la situación y el dinamismo físico de su ambiente. b) La auto-sensibilidad corpórea es la sensibilidad de actos y estados del organismo. Ya el tacto incluye la sensación de ciertas cualidades cutáneas (temperatura, dolor, picor, presión, etc.), de modo interactivo con los objetos de la sensación externa. La psicología denomina somestesia a esta dimensión de la sensibilidad, que incluye la sensibilidad superficial o cutánea y la 51 En la filosofía moderna los sensibles “comunes” se llaman cualidades primarias, pues se ven como más importantes y objetivas. Los sensibles “propios” son cualidades secundarias, normalmente consideradas como subjetivas.
54 sensibilidad profunda (visceral, muscular, cinestésica o de los movimientos del cuerpo). Sentimos los movimientos de nuestro cuerpo, su posición, las tensiones y esfuerzos musculares. Sentimos, en algunos aspectos, procesos de ciertos sistemas internos del organismo (respiración, latidos del corazón). Lo que los antiguos llamaban “pasiones físicas” (sensaciones de hambre, sed, sexo, dolor, placer, con relación a funciones orgánicas) incluye una “información” de lo que está ocurriendo en nuestro cuerpo. Las sensaciones del cuerpo, dentro de su variedad, poseen cierto carácter unitario: el cuerpo se siente “globalmente” en las sensaciones de bienestar, malestar, tensión, nerviosismo, relajación 52. Las funciones de la auto-sensibilidad corpórea suelen llamarse también conciencia sensible. Ella coincide con el “estado de vigilia” (no estar dormidos o desmayados), cuando los sentidos externos están activados y, por tanto, el sujeto se siente a sí mismo, mientras percibe su ambiente (ambos aspectos están relacionados). La conciencia admite grados de intensidad. El enfoque de la sensibilidad en un aspecto, dejando de lado otros que quedan en la “periferia”, se llama atención, lo que implica un grado elevado de conciencia. Los actos sensoriales pueden también pasar inadvertidos para el propio sujeto: la sensibilidad no siempre implica la conciencia sensible. Existe un inconsciente sensorial: sensaciones subliminales, procesamientos sensoriales inadvertidos, que duran microsegundos, etc. c) La sensibilidad interna (percepción integral, imaginación, memoria) -que puede ser consciente, semiconsciente o inconsciente- interioriza y elabora las informaciones de los sentidos externos y somestésicos y, en conexión con la emotividad y los instintos, “objetiviza” e “interpreta” los objetos en función de las necesidades animales (la sensibilidad interna del hombre, además, está incorporada a las funciones superiores del espíritu). El dinamismo de la sensibilidad externa e interna tiende a obtener una “óptima” objetivación del ambiente y del propio organismo sentiente, aunque no se agota en ello y lo hace con ciertos límites. Objetivación significa “formación de un objeto”, de una representación cognitiva intencional, por ejemplo de un río, un árbol, el trueno, la lluvia. 52 Cfr., sobre este tema, A. R. DAMASIO, La sensación de lo que ocurre, Debate, Barcelona 2001; K. WOJTYLA, Persona e atto, cit., pp. 535-545. La autosensibilidad comprende una dimensión somático-vegetativa y otra psicoemotiva: cfr. ibid., pp. 231-235.
55 Distingamos ahora los dos aspectos anunciados de la sensibilidad interior: a) La sensibilidad interior formal recibe y fija las “formas” fragmentarias del ambiente, elaborándolas e integrándolas. a. 1. Percepción es la objetivación de un contenido representativo mediante la integración de muchos datos sensoriales. Se forma así una primera representación de las cosas que, si en un primer momento es confusa, luego se vuelve precisa y discernible. Percibimos sensiblemente el objeto “azúcar” asociando su figura, color, sabor, movimientos, funciones y otros aspectos. Se “aprende” a percibir las cosas poco a poco, gracias a la creciente familiaridad con los objetos (experiencia), que así se van captando desde numerosos puntos de vista dinámicos, también con ayuda de la imaginación y la memoria. Una vez que en el psiquismo cristaliza cierto esquema perceptivo flexible, por él reconocemos fácilmente las cosas familiares (reconocimiento de patterns o formas, como los rostros humanos o la cara de un amigo) 53. El cuadro de conjunto de lo percibido, en su fluir de una escena a otra, se puede dividir en dos partes, una central, enfocada por la atención, y otra periférica, donde el conocimiento es concomitante, con disminución de la conciencia. La atención es un elemento fundamental de la vida consciente. Hay una atención sensible, condicionada por los estímulos externos y los instintos, y una atención intelectual, típicamente humana, en directa dependencia de la voluntad y la razón54. a. 2. La imaginación reproduce las sensaciones y percepciones con independencia de las entradas sensoriales originarias. Es como un prolongamiento temporal de las percepciones independiente de su fuente originaria, que el hombre puede suscitar en forma de unidades discretas repetibles. La imaginación humana se desarrolla bajo la guía de la razón y no sólo por los estímulos de las pasiones sensibles. Imaginamos libres asociaciones, creamos objetos y eventos inexistentes en la realidad, y llevamos esta capacidad al plano técnico y artístico. Crece
53 Sobre el tema de la percepción, véase J. M. BURGOS, Antropología: una guía para la existencia, Palabra, Madrid 2003, pp. 85-103; C. FABRO, La fenomenologia della percezione, Morcelliana, Brescia 1961; Percepción y pensamiento, Eunsa, Pamplona 1977. 54 Cfr. M. P. VIGGIANO, Introduzione alla psicologia cognitiva, Laterza, Roma-Bari 1995, pp. 87-94.
56 así nuestro mundo interior al servicio de la inteligencia, y nuestro cerebro se va configurando mediante circuitos neuronales- de un modo variado y nunca definitivamente cumplido 55. En los sueños, la imaginación y algunas emociones vinculadas a ella se activan al margen de la percepción consciente del mundo externo y sin control racional, por lo que no hay discernimiento entre lo real y lo imaginado. b) La sensibilidad interna significativa añade a la sensibilidad interna formal la adquisición de aspectos no formalizables por los sensibles externos, como por ejemplo el pasado (con la memoria), la utilidad, la interpretación de señales y aspectos semejantes (“inteligencia animal”). Los dos aspectos de la sensibilidad funcionan conjuntamente y no deben separarse. b. 1. La memoria no sólo reproduce imágenes, sino que reconoce lo pasado, según diversos niveles de objetivación. La memoria animal se limita a reconocer objetos o eventos experimentados en un tiempo pasado, relacionados con los intereses de la vida instintiva. La memoria humana está penetrada por la inteligencia, que objetiva en abstracto la ratio temporis o noción del tiempo. Recordamos actos nuestros o ajenos del pasado, los situamos en un momento del tiempo y los reconstruimos narrativamente, porque objetivamos en abstracto la temporalidad y la medimos. La psicología cognitiva suele distinguir entre la memoria procedimental y la declarativa. Procedimental es la memoria de habilidades, difícil de expresar lingüísticamente y tendencialmente inconsciente o automática en sus procesos (cómo hacer un nudo, ir en bicicleta, recitar de memoria una fórmula aprendida). La declarativa se refiere a contenidos representativos que expresamos en el lenguaje y que se activan de modo consciente y controlable. Puede ser biográfica o episódica, si se refiere a eventos narrables, o semántica, si se vincula simplemente al lenguaje (por ejemplo, recordar nombres de cosas). La memoria icónica no es más que el breve perdurar (fracciones de segundos) de toda percepción. Se distingue también entre memoria a breve y a largo plazo. La memoria a breve plazo, llamada también memoria de trabajo, coincide con el “presente psicológico”, que no es un 55 Cfr., sobre este punto, L. POLO, Curso de teoría del conocimiento, Eunsa, Pamplona 1984, pp. 359-362.
57 instante matemático sino una breve fracción de tiempo en la que tenemos presentes muchas cosas a la vez. Gracias a ella integramos las partes pasadas de una percepción sucesiva con las presentes, y así podemos “seguir” una frase larga o una melodía, percibiéndolas en su globalidad in fieri. La memoria a largo plazo se refiere al entramado de recuerdos almacenados, que excede los términos temporales de la memoria a corto plazo. Sus contenidos nos son inconscientes mientras no los reclamemos en acto, pudiendo ser accesibles o no accesibles 56. Así recordamos nuestro pasado biográfico y reconocemos personas y objetos percibidos en diversos momentos de la vida. La memoria es fundamental para el reconocimiento de la propia identidad (recordar quiénes somos, nuestras tareas, parientes y amigos, etc.). b. 2. La percepción animal se relaciona con aspectos concretos significativos del ambiente circundante, como la peligrosidad de un sitio o de otro animal, la utilidad de cosas para realizar algunas tareas, el reconocimiento de una señal, y tantos otros aspectos prácticos que no pueden reconducirse a formas cualitativas o cuantitativas de la percepción. La sensibilidad superior en el animal crea el escenario de un “paisaje significativo” dinámico, relacionado con su conducta. La psicología estudia bajo esta perspectiva el comportamiento de los animales, determinado por una base instintiva innata, pero abierto a un aprendizaje que puede reforzarse o debilitarse. El dinamismo de la experiencia animal está vinculado a sus instintos vitales, con expectativas con relación al futuro, y está dotado de cierta plasticidad. Por esto los animales manifiestan una “inteligencia práctica” concreta (sin abstracción). La entera vida animal está dominada por el dinamismo práctico de su vida sensible (control del ambiente, reconocimiento de objetos familiares, vigilancia ante peligros y cosas extrañas). En su ejercicio concreto, esta forma de inteligencia práctica se vincula a las emociones y empuja a un determinado tipo de conducta (por ejemplo, huir ante un peligro reconocido, por miedo). En el hombre estas funciones están asociadas a la inteligencia abstracta y al lenguaje, y en este sentido están elevadas y como transportadas a la dimensión espiritual y personal 57. 56 Además, se habla de memoria implícita, cuando no recordamos explícitamente cosas que, sin embargo, están influyendo en nuestros actos o prestaciones. 57 Tomás de Aquino hablaba, en este sentido, de la facultad estimativa de los animales y de la cogitativa o razón particular en el hombre (racionalidad o inteligencia para lo concreto): cfr. S. Th., I, q. 78, a. 4, donde el cerebro aparece como órgano de esa función.
58 c) Los contenidos de los sentidos internos suelen recibir un nombre especial. Hablamos de las imágenes de la imaginación, de los recuerdos de la memoria y de la experiencia animal o humana (un perro reconoce a su dueño “por experiencia”). Los objetos al final se “funden” según vías precisas, y no siempre disponemos de palabras para indicar la complejidad de esas fusiones perceptivas. Por ejemplo, el perro ve a su dueño con sus ojos y, al verlo, lo reconoce con su memoria y objetivación práctica. Cuando decimos veo a una persona, indicamos el acto de nuestra visión en cuanto “fundido” con un reconocimiento intelectual de ese objeto como persona humana58. Por tanto, al decir “el perro ve a una persona”, el verbo ver se usa en un sentido analógico, pues el perro ve sólo “materialmente” a una persona, pero no la objetiva como tal. Si alguien afirma que el robot ve a una persona, de nuevo ver adquiere un sentido analógico, porque un ordenador no tiene una auténtica sensación visual, ni reconoce a las personas como tales, aunque pueda “reconocer” de modo computacional ciertas estructuras sensibles (un rostro, unas letras). Estas distinciones son fundamentales para la filosofía del conocimiento. d) Existe cierta sinergia entre la información sensorial, la afectividad sensitiva y el comportamiento. La vida práctica estimula al conocimiento, pues aumenta la experiencia y así suscita una percepción más aguda de la realidad. Todo lo dicho, además, posee una vertiente neurológica si pertenece a la sensibilidad. La imaginación, la memoria y la experiencia humana, guiadas por la inteligencia y la voluntad, llevan a la formación de redes neuronales más complejas en el cerebro. Hasta cierto punto, somos responsables de la conformación de nuestro cerebro. Las imágenes y recuerdos de la sensibilidad se asocian a través de sinapsis a grupos de neuronas dinámicamente interconectadas. Las redes corticales reforzadas, base física de buena parte de la memoria, se reactivan cada vez que se produce una nueva representación. 3. Interpretación crítica Me he detenido en la descripción psicológica de la percepción porque algunos problemas 58 Santo Tomás, inspirándose en Aristóteles, llama sensible per accidens al aspecto inteligible de las cosas que se captan en asociación con una configuración sensible: cfr. ARISTÓTELES, Acerca del alma, II, 418 a 20-25; TOMÁS DE AQUINO, In II de Anima, lect. 13, nn. 395-398.
59 críticos se plantean falsamente por una comprensión deficiente de la complejidad del conocimiento sensible. El examen crítico de nuestras potencias sensitivas suele hacer notar una diferencia entre nuestras representaciones sensibles y la realidad material “tal como es en sí misma”, como cuando el remo semisumergido en un río se nos aparece partido, cuando en realidad no está roto. Así nace el concepto de fenómeno, esto es, la realidad que se presenta a nuestros sentidos, contrapuesta a la “realidad en sí misma” (llamada noúmeno por Kant). El problema no está bien planteado en estos términos, pues no podemos salir de nosotros mismos para comparar nuestros fenómenos con la “realidad verdadera”. Sólo podemos comparar algunas representaciones con otras, para así corregir o mejorar nuestros juicios perceptivos. La representación sensible, es decir, el aparecer de las cosas a nosotros, no se contrapone a su ser. El fenómeno o apariencia sensible -el sol o las estrellas del cielo que vemos- es el modo en que la realidad se manifiesta a nuestros sentidos, y por tanto no constituye un contenido puramente inmanente, sino que remite intencionalmente a la realidad extramental. No hay inconveniente en que la representación fenoménica -etimológicamente “fenómeno” significa “lo que aparece” o se manifiesta- sea fragmentaria o parcial. Es más, el fenómeno sensible no podrá mostrar sino ciertas cualidades o cantidades del mundo físico. No sorprende que el fenómeno sea una indicación parcial de la realidad. Una representación sensible no puede ser “total” (lo que no tiene ningún sentido). Es inexacto decir que, cuando vemos el sol, sólo vemos una representación suya, detrás de la cual se escondería el “sol real”. Percibimos el sol, las estrellas y todas las demás cosas sensibles en la medida en que se presentan a nuestro punto de vista físico y en función de la situación variable de nuestro cuerpo. El cambio de perspectiva modifica nuestras representaciones, así como no es igual una ciudad vista desde la ventanilla de un avión, alto o bajo, desde la derecha o la izquierda, o vista desde una colina. Algunas teorías antiguas sobre el conocimiento sensible eran más bien pasivistas. Se pensaba que las cualidades o las dimensiones de las cosas eran recibidas por los sentidos de un modo casi isomórfico. Si el objeto tenía una forma circular, por ejemplo, la vista simplemente
60 captaba esa forma. Tal isomorfismo era considerado como una especie de condición del realismo cognoscitivo. Por tanto, cada vez que parecía no respetarse esta condición, como cuando las dimensiones de una cosa parecían cambiar según las distancias o el movimiento del observador, parecía surgir una posible objeción contra el realismo. El constructivismo, la posición gnoseológica contraria al pasivismo, estima en cambio que las sensaciones y la percepción son una construcción representativa del objeto, elaborada por el cognoscente de un modo muy libre, en función de sus intereses. Estas dos posiciones contrapuestas contienen algo de verdad 59. Pero lo que quieren decir se comprende mejor si tenemos en cuenta que nuestra percepción dinámica es siempre parcial. Entonces se ve que las dos tesis son inadecuadas. La realidad física se comunica primitivamente a nuestros receptores sensibles de modo fragmentario. El único a priori es la predisposición congénita de los sentidos para la recepción de un tipo específico de mensajes, es decir, el “objeto formal” de las facultades. Sobre la base de los múltiples datos recibidos desde el exterior, el aparato perceptivo ejerce de modo espontáneo un trabajo inicial de selección y elaboración, en diversas fases. Las elaboraciones de los sentidos -visuales, acústicas, etc.- se comparan, asocian e integran con las de los otros sentidos, en un trabajo de coordinación y ajustes continuos, que provoca la emergencia de los objetos concretos de la percepción (por ejemplo, los rasgos de un rostro, la silueta de un cuerpo que se mueve de un modo característico, la forma típica de un animal). Este
proceso
auto-correctivo,
basado
en
comparaciones,
“hipótesis”,
reajustes,
confirmaciones y falsificaciones, correcciones y reconstrucciones parciales, es natural, no todavía racional, y se estabiliza cuando cristaliza cierto esquema perceptivo (inconsciente), que vale para los objetos de nuestras percepciones de cosas familiares (casa, ciudad, objetos domésticos o de trabajo, cosas naturales como plantas y animales). Se ha completado así el proceso de objetivación perceptiva, basado sobre la convergencia de los sentidos y sobre la 59 Contra un constructivismo excesivo, la psicología “ecológica” de Gibson tuvo un impacto importante en favor del realismo de la percepción: cfr. J. J. GIBSON, The Ecological Approach to Visual Perception, Houghton Mifflin, Boston 1979.
61 continuidad mnemónica de la percepción, y llevado adelante gracias al carácter unitario de nuestro conocimiento y a la consistencia de las cosas conocidas, que “nos corrigen” cuando las percibimos mal. La percepción no es perfecta al principio. Se aprende poco a poco a percibir, también con ayuda de los demás, la educación y la cultura. El proceso de aprendizaje perceptivo se repite cada vez que nos encontramos con un objeto extraño, y entonces nos sirve la analogía con las cosas familiares (pensemos, por ejemplo, en el aprendizaje necesario para habituarse a “percibir” bien un aparato complicado). Los mecanismos de reconocimiento son bottom-up (de abajo hacia arriba), pues el todo se completa a partir de los elementos o datos, y top-down (de arriba hacia abajo), pues muchas veces un fragmento se completa a partir de un todo o de un contexto previamente conocido (como quien ve la expresión incompleta “•acionalidad”, tiende a leerla como “racionalidad” o “nacionalidad”, y esto lo decidirá el contexto proposicional). Los nuevos datos cambian los contenidos globales, según una dinámica de ajustes continuos de tipo feedback60. Al final, la percepción alcanza una perfección estable, relativa a nuestra constitución psicosomática. Otros vivientes, dotados de peculiares sistemas perceptivos, formarán otras objetivaciones de las cosas. Posteriormente, más allá de la base natural común, crece en las personas una variedad de modalidades perceptivas, relativa al estilo de vida y cultura. El inexperto no percibe las cosas del mismo modo que el experto. La persona privada de un sentido, por ejemplo, debe organizar su percepción del mundo de un modo especial (acentuando ciertas conexiones, para compensar sus deficiencias perceptivas). A cierto nivel la maduración perceptiva humana no se queda en un estadio natural, sino que comienza a guiarse por la razón y las experiencias particulares, y es a la vez ayudada y reforzada por objetivaciones pasadas consolidadas. Por ejemplo, si vemos el rostro herido de un amigo, no pensamos que sea otra persona, pues hemos aprendido que una cara puede cambiar a causa de una herida. Si encontramos a una persona y nos asegura que nos conocíamos en la 60 Cfr., sobre este tema, M. W. EYSENCK, M. T. KEANE, Cognitive Psychology: A Student’s Handbook, Lawrence Erlbaum Assoc., Londres 1990.
62 infancia, comprendemos con la razón que esto puede suceder y, después de algunas comprobaciones, quizá lleguemos a reconocerle. La razón puede ayudar allí donde no llega la pura percepción. La ciencia, con la ayuda de instrumentos de observación (telescopios, microscopios, fotografías), amplía el proceso de aprendizaje “perceptivo-racional”, para permitirnos la percepción indirecta o mediata de objetos inaccesibles a nuestra percepción ordinaria. Gracias a las teorías científicas, los expertos interpretan correctamente los datos de los instrumentos de observación, de modo análogo a cuando, gracias a nuestros conocimientos previos, interpretamos bien los fenómenos percibidos. “Interpretar” aquí significa reconocer una realidad que se muestra a través de signos, efectos o representaciones sensibles. Existe, pues, una continuidad entre la percepción ordinaria y la percepción científica indirecta (instrumental), aunque esta última añade la mediación racional. La continuidad es más notoria si advertimos que la percepción es también una “interpretación”, un tipo de “lectura de datos”, y que en el hombre está guiada por los conocimientos intelectuales. Al saber por anticipado qué es un objeto, ya estamos guiados por la razón para percibirlo mejor en sus detalles (proceso de lectura top-down). En síntesis, el conocimiento sensible es: - parcial, y no tiene sentido que sea “completo”, porque el conjunto de todas las características sensibles de las cosas es indefinido (pero una percepción sensible puede ser “suficientemente completa” para ciertos objetivos). El conocimiento sensible es esquemático: presenta figuras y cualidades de las cosas materiales mediante la aplicación de un esquema inducido; - en perspectiva: se percibe desde un punto de vista (distancia, posición, estado de movimiento del observador y de la cosa observada, intereses instintivos); - relativa al modo de percibir del sujeto sentiente. Con un sistema sensorial diverso, el mundo se presentaría de otro modo; - elaborada: el objeto no se da sin más “como en bandeja”: hay que reconstruirlo con ayuda
63 de los datos disponibles; - dinámica: no se percibe de golpe. Se aprende a percibir mediante procesos de comparación, asociación y otros semejantes, en los que intervienen las actividades de los cuerpos y nuestras acciones sobre ellos. Los cuerpos “golpean” a nuestros sentidos, pues actúan sobre nuestro organismo. Aprendemos a reconocer un objeto no sólo cuando lo vemos, sino también cuando lo tocamos y manipulamos. La acción no es un obstáculo, sino una ayuda para el conocimiento. - corregible, mejorable: el esquema con que nos representamos las cosas (la especie de la gnoseología tomista) es imperfecto y susceptible de enriquecimiento. Estas características, aunque hayan ocasionado posiciones gnoseológicas subjetivistas, son compatibles con el realismo de la percepción. Nadie piensa que una fotografía sea inadecuada o “subjetiva” porque representa las cosas con dimensiones reducidas, de un solo lado o en blanco o negro (si es el caso), o porque el fotógrafo estuviera interesado en resaltar ciertas cosas. La percepción se elabora de modo instintivo o racional, bajo la guía de la realidad. No imponemos a las cosas nuestros esquemas, sino que formamos esquemas según el modo en que una sección de la realidad actúa sobre nuestros sentidos o en base a lo que nos interesa, aunque posteriormente podemos “imponer” un esquema a un conjunto de datos, si no estamos predispuestos a corregirlo al contar con nuevos datos. Al ver un rostro conocido, nuestro esquema mnemónico correspondiente se reactiva, y puede suceder que esto impida que notemos algunas pequeñas modificaciones de ese rostro. En definitiva, el esquema perceptivo es más o menos adecuado a la realidad, pues representa imperfectamente algunas de sus cualidades, dimensiones u otras características. 4. Verdad y error en la percepción sensible La verdad y el error corresponden al juicio. No es un error ver la nieve de color verde. El error estaría en juzgar que la nieve es verde, cuando en realidad es blanca. Se puede hablar, de todos modos, de una “verdad material” de la percepción, pues una representación sensible es adecuada a la realidad representada y, en algunos respectos, podría ser inadecuada, si induce a un
64 error de juicio a personas no preparadas. Por ejemplo, la alucinación contiene una representación de un objeto inexistente, en condiciones tales que la persona no es capaz de advertir esa inadecuación. El alucinado cree -acto intelectual- que está ante objetos que en realidad no existen. La afirmación relativa a un hecho sensible percibido (“veo la letra A de color negro”) implica un acto intelectual relacionado con una sensación o percepción. También los animales reconocen colores o formas, pero no pueden afirmar ni negar que los perciben. Ellos se limitan a reaccionar de un modo u otro ante esos estímulos. Por tanto, lo que a menudo llamamos “nuestro conocimiento sensible” es normalmente más bien la integración entre nuestro pensamiento y la percepción: es nuestra lectura intelectual de lo que sentimos, vemos o percibimos. Ese conocimiento “intelectual-sensible” está en la base de todos los demás y por eso nos resulta fundamental61. Por él advertimos la existencia del mundo y de nuestro cuerpo. En este sentido, cabe sostener la primacía existencial del conocimiento sensible (¡pero sensibleintelectual!). Cuando queremos reafirmar la realidad de un objeto conocido, nuestro mejor argumento es que lo hemos visto y tocado. Aunque nuestra lectura intelectual-sensible primaria esté mediada por una serie de complejos procesos psiconeuronales, ella es para nosotros, en sus resultados, el paradigma del conocimiento inmediato. Nuestros conocimientos sensibles naturales no requieren el esfuerzo de la razón mediata. No son inferenciales y no podrían serlo, pues los conocimientos inferenciales parten de los conocimientos inmediatos. Los llamados “datos empíricos” de las ciencias a menudo no son lo que se suele entender por dato empírico del conocimiento sensible ordinario. Las ciencias asumen los datos sensibles despojados de nuestra lectura intelectiva habitual, y en cambio los refieren a parámetros espaciotemporales determinados por aparatos de observación, relacionados con teorías científicas (datos, por ejemplo, sobre la temperatura, luminosidad, movimiento). Oímos los truenos, vemos los relámpagos, pero la lectura científica de estos objetos percibidos no es la lectura contenida en frases como “acabo de escuchar un trueno, he visto un relámpago”, aunque los dos modos de
65 conocer coinciden en su referencia u objeto material y son convergentes. Los errores de juicio sobre la percepción nacen de una deficiente interpretación de los datos ofrecidos por los sentidos. Estos datos son representaciones más o menos complejas. Pero la representación puede inducir a error a veces, lo que puede depender de la situación del sujeto sentiente o del estado del ambiente y de las cosas percibidas. Algunas representaciones sensibles, en condiciones normales (presuponiendo que la persona sentiente haya aprendido a percibir bien, que esté sana, que trabaje con su campo perceptivo habitual) son adecuadas, claras, si permiten juzgar bien en la mayor parte de los casos relevantes. Dadas esas condiciones, tales representaciones manifiestan bien ciertos objetos. Una manzana colocada sobre la mesa de un comedor normalmente es bien percibida por los comensales. Otros objetos pueden presentarse de modo ambiguo. Su interpretación no es fácil una figura vista desde lejos no se distingue bien-, y quizá se ofrecen varias alternativas (recordemos la percepción de un rostro de mujer que puede aparecer joven o anciana, como señaló la psicología de la Gestalt). Algunos objetos, ulteriormente, se manifiestan de un modo tan pobre, que no permiten un juicio rápido y seguro sobre su naturaleza (las estrellas se presentan al simple observador como puntos de luz en el cielo, lo que no dice casi nada sobre su naturaleza física). Por fin, ciertos objetos se muestran de un modo que normalmente induce a error a casi todos. Son cosas que a veces llamamos falsas, como una moneda falsa o una puerta falsa. No hay límites netos entre estas categorías de objetos o representaciones. El grado de “adecuación” de una representación perceptiva es variable: a) Ciertas representaciones son inadecuadas o ambiguas para el inexperto, que no aprendió a percibir bien. Por ejemplo, el oro falso es reconocido como tal por los expertos. El sol parece girar alrededor de la tierra, pero esto no engaña al que conoce la apariencia del estado de movimiento o de reposo en determinadas condiciones. b) Algunas percepciones pueden desorientar a causa de enfermedades, perturbaciones 61 Zubiri llama inteligencia sentiente a nuestra facultad intelectiva: cfr. X. ZUBIRI, Inteligencia sentiente, Alianza, Madrid 1991, 4ª. ed., pp. 89 ss. Sobre la comprensión intelectual de lo concreto, cfr. C. FABRO, Percepción y
66 psíquicas o deficiente funcionamiento de los órganos sensoriales. Una persona puede oír ruidos inexistentes, ver doble, ver alucinaciones, pero muchas veces podrá aprender que eso le sucede por una disfunción orgánica, y entonces no será inducida al error. c) En otros casos, las representaciones son ofuscadas por condiciones objetivas que dificultan el discernimiento perceptivo. Si vemos objetos de color verde, podemos aprender que ese color quizá se debe a determinados reflejos, al color del cristal de nuestros anteojos, a las alteraciones del medio interpuesto entre nosotros y el objeto. Las cosas que de lejos nos parecen lisas, no lo son si las observamos de cerca. Los errores de juicio perceptivo pueden obedecer a las causas que acabamos de indicar (enfermedades, malas condiciones de visibilidad, etc.). Pero las causas subjetivas del error pueden ser otras también, como sucede en cualquier juicio equivocado: precipitación al juzgar basándonos sólo en pocos e insuficientes indicios; intervención perturbadora de otras facultades (como la imaginación, o una memoria equivocada); prejuicios (en otros tiempos, muchos se veían empujados a juzgar que la tierra no se movía porque no se les ocurría someter esa opinión a un escrutinio más atento); opiniones autorizadas pero erradas (creían que la tierra no se movía porque todos lo pensaban así, o porque la opinión contraria parecía “locura”). Los errores ocasionados por una percepción inadecuada pueden ser accidentales, si se deben a causas personales (escasa atención, juicio prematuro). Otros pueden ser comunes, si sus causas ocasionantes son generales (en ciencias, estos errores se llaman sistemáticos). Este es el caso de los movimientos celestes que en un primer momento fácilmente podían parecer reales. Estas indicaciones no deben llevar a desconfiar de los sentidos de un modo absoluto, siguiendo el ejemplo de los escépticos o de otras escuelas gnoseológicas. Por el hecho de que la humanidad se haya equivocado durante siglos sobre el movimiento de la tierra, por ejemplo, no podemos generalizar hasta el punto de pensar que nunca tenemos que confiar en nuestras convicciones ordinarias. Basta aprender que los movimientos locales, en ciertas condiciones, pueden ser aparentes. En términos generales, tenemos una confianza razonable en las
pensamiento, cit., pp. 305-335.
67 indicaciones de nuestros sentidos acerca del mundo externo y de nuestro cuerpo, y aprendemos poco a poco cuándo, cómo y por qué estas indicaciones pueden ser insuficientes, inadecuadas o ambiguas, lo que nos empuja a ulteriores averiguaciones. Las apariencias pueden engañar. Pero la mayoría de las personas percibe bastante bien las cosas familiares, y la ampliación perceptiva indirecta, gracias a los instrumentos de observación, nos ha abierto campos siempre más amplios de las realidades físicas. En este sentido, hoy percibimos mucho mejor que antes. No hay motivos para el escepticismo. Los juicios sobre nuestras percepciones sensibles no son infalibles. ¿Es razonable desconfiar siempre de los sentidos? No, porque numerosísimas percepciones sensibles resultan adecuadas para las personas que aprendieron a interpretar correctamente en campos familiares (la casa, la ciudad, el propio ambiente). Cada persona aprende a notar razonablemente cuándo y por qué sobre una determinada percepción no es seguro pronunciarse con un juicio cierto. No partimos de una actitud de duda generalizada, sino de un círculo de percepciones estables y seguras, dentro de las cuales, o más allá de ellas, pueden emerger dudas razonables concretas. 5. Objetividad de la percepción La física analiza la estructura material de los estímulos que bombardean a nuestros sentidos (radiaciones electromagnéticas para la vista, ondas sonoras para el oído) y así da una verdadera explicación de los datos de nuestras sensaciones. Este hecho provocó en la historia de la filosofía una crisis de confianza en la objetividad de las cualidades sensibles, en los albores del desarrollo de la física moderna (Galileo, Locke). Las tradicionales cualidades que los sentidos captaban directamente (colores, temperatura, sonidos, sabores) parecían quedar confinadas en el sujeto sentiente. El sonido, por ejemplo, no sería una “cualidad real” del mundo físico. El murmullo de las olas del mar no existiría si nadie lo escuchara. En este caso se reduciría a las ondas sonoras producidas por la vibración de los cuerpos “sonoros” (el sonido “escuchado” sería el resultado de la variación de presión del aire que golpea a nuestros oídos). En definitiva, el sonido, la luz, la temperatura, se reducirían físicamente a un tipo de movimiento de los cuerpos. Así nació el “problema de la objetividad de las cualidades sensibles”. La solución de este problema se sitúa en la línea de lo visto sobre la naturaleza de la
68 percepción sensible. Percibimos las cosas en la medida en que se nos presentan a los sentidos, pero las conocemos verdaderamente. Las sensaciones externas son como los mensajes que las cosas envían a nuestro cuerpo sensibilizado. Estos mensajes no son solamente nuestros, sino que son de las cosas mismas en cuanto se están comunicando con nuestro cuerpo sentiente. Pero cabe discernir entre la cualidad en tanto que sentida y la cualidad como propiedad de los cuerpos físicos. Una cosa es la sensación de calor, y otra la temperatura objetiva de un cuerpo. Estos dos elementos pueden separarse: podemos sentir frío sólo en nuestro cuerpo, ver luces subjetivas y, al revés, puede haber sonidos, colores y temperaturas ante los que somos insensibles (ultrasonidos, luz infrarroja). Discernimos entre las sensaciones simplemente causadas por los cuerpos (el dolor en la piel provocado por una aguja) y las sensaciones cuyo contenido se atribuye a las cosas mismas (la manzana es roja). Estas últimas constituyen una auténtica información acerca del mundo externo. La pregunta crítica es: los colores, la temperatura, la dureza, el perfume, ¿son auténticas cualidades de los cuerpos?, ¿no son más bien los efectos provocados en nosotros de ciertas características dinámicas de los cuerpos? (por ejemplo, la temperatura sería la energía cinética de las moléculas de los cuerpos). Respondemos a estos interrogantes con dos puntos: a) Las cualidades sensibles son propiedades de los cuerpos en cuanto se presentan inmediatamente a nuestros sentidos. Esta relatividad es objetiva, no subjetiva. Podemos describir de modo objetivo y verdadero (o falso) las cosas materiales, indicando sus cualidades sensibles. De hecho, hay partes de la física que estudian esas cualidades de modo físico y no psicológico (acústica, óptica, termología). La relatividad de las cualidades sensibles no hace mediato a nuestro conocimiento sensible. Sería inapropiado decir que, cuando vemos un objeto coloreado o escuchamos un sonido, tenemos primariamente una información sobre nuestro cuerpo. Nuestras sensaciones externas son inmediatamente intencionales. Cuando tocamos un cuerpo y sentimos su forma, su consistencia, su temperatura, somos “remitidos” a una realidad externa de la que obtenemos una auténtica información. Pero, recordémoslo, en este caso estamos conociendo a la realidad en la medida en que se presenta activamente a nuestro cuerpo, aunque este hecho pase inadvertido (en los
69 sentidos más “intencionales”: vista y oído). La relatividad objetiva del conocimiento sensible es indisociable de su inmediatez intencional. “Entonces, -cabe preguntar- ¿conocemos las cosas no en sí mismas, sino en cuanto se nos dan?”. Esta pregunta no está bien planteada, porque conocemos las cosas en sí mismas precisamente en cuanto se nos dan. No tiene sentido contraponer por sistema “la cosa que se nos da” a “la cosa en sí misma”. Esta contraposición, si se hace sistemática, crea falsos problemas. b) La física estudia la estructura causal de las sensaciones cualitativas. De alguna manera, la física llega a cierta “naturaleza profunda” de las cualidades sensibles. La ciencia nos da a conocer, en efecto, la radiación luminosa (visible) como una estructura corpuscular, ondulatoria, cuántica, que forma parte de la radiación electromagnética. La perspectiva científica alcanza una mayor “objetividad”, pues resuelve las cualidades sensibles en estructuras de la materia más complejas que las formas dadas a la percepción inmediata. Gracias a la física, somos conscientes de la relatividad de las cualidades sensibles respecto al cuerpo sentiente (y esto es ya un conocimiento absoluto), y además con ella ampliamos el ámbito de las propiedades de los cuerpos más allá de su presentación inmediata a los sentidos. Si el conocimiento común nos lleva a pensar tal vez (equivocadamente) que los colores de las superficies corpóreas son cualidades simplemente estáticas, por la ciencia sabemos que los colores reflejados en la superficie de los cuerpos iluminados resultan -simplificando un poco- de la substracción de las radiaciones absorbidas respecto de las incidentes (superficie “negra” es la que absorbe todas las radiaciones). No se trata simplemente de que las cualidades “subjetivas” se vuelvan así “objetivas”. Más bien se pasa de una objetividad a otra más independiente de nosotros (así podemos deducir qué perciben otros animales, aunque carezcamos de sus qualia). Pero incluso la ciencia mantiene cierta relatividad de base, pues se elabora desde nuestros conocimientos sensibles iniciales y contempla a las cosas desde instrumentos particulares de observación, que conducen a un conocimiento verdadero, pero imperfecto, de la realidad trascendente. Lo que he dicho se coloca entre dos extremos: 1) el realismo ingenuo, frecuente cuando se ignora la ciencia, tiende a ver las cualidades sensibles como si fueran, sin más, propiedades
70 absolutas de las cosas (el color de un objeto sería como una “forma inherente” a tal objeto); 2) en el extremo opuesto, la relatividad de las cualidades sensibles puede llevar a creer que sólo conocemos los efectos de las cosas en nosotros, de modo que éstas quedarían “incognoscibles tal como son en sí mismas”, o en todo caso se conocerían “en sí” sólo gracias al conocimiento científico. Una objeción a lo visto podría ser: ¿cómo es posible que una propiedad de los cuerpos sea relativa a nuestro modo de percibirla? ¿No exige el realismo cognoscitivo que las propiedades de las cosas sean independientes de nuestro modo de percibirlas? He aquí la respuesta: las cosas tienen propiedades independientes de que las percibamos (por ejemplo, son dimensionales, son luminosas. La luz existe en el universo, aunque ninguno la perciba), pero no podemos evitar conocer esas propiedades según nuestro modo de conocer (distinción entre el modus essendi y el modus cognoscendi). Este principio gnoseológico general (que hemos explicado en el cap. 1) implica que nuestro conocimiento es imperfecto. El realismo impone, sin embargo, que haya concordancia y no contradicción entre los conocimientos imperfectos operados desde distintas perspectivas, siempre que éstas sean advertidas y tenidas en cuenta. Respecto a la percepción de las cualidades sensibles, la “relatividad” es más específica. Si un animal viera en blanco y negro, “para él” algunas cosas serían negras, mientras que “para nosotros” esas mismas cosas serían, por ejemplo, azules o violetas. ¿Quién “tiene razón”? Ninguno y los dos a la vez. La luminosidad se presenta diversamente a sujetos con sensibilidades cromáticas diversas, y esto podemos saberlo. La contradicción es aparente. Y aunque esto lo advertimos sólo al pasar al plano racional, siempre se mantendrá la distinción entre el modus essendi y el modus cognoscendi. El conocimiento humano es imperfecto y no puede evitar seguir sus propias vías, a través de las cuales conocemos la realidad trascendente. Las cosas son independientes de nuestras descripciones. Mediante tales descripciones las conocemos realmente, pero de modo imperfecto. Respecto a la percepción de los aspectos cuantitativos de las cosas (distancias, dimensiones, forma, situación, movimientos, tiempos, multiplicidad) valen criterios análogos. Las dimensiones corpóreas se captan en las experiencia de movimientos. No existen el espacio o
71 tiempo puros, vacíos, a priori, como si fueran una estructura mental en la que se colocarían las cosas. Nuestras primeras objetivaciones espaciales y temporales están vinculadas a la maduración de nuestras percepciones táctiles, visuales, auditivas. Moviendo las manos, caminando, manipulando cosas, aprendemos a percibir distancias, configuraciones dimensionales, espacios, en la perspectiva de nuestro cuerpo que se mueve en un ambiente, superando una y otra vez los errores de nuestros juicios. Rápidamente llega en ayuda la razón, que compara los aspectos cuantitativos de las cosas y así nos hace medir la cantidad con objetivaciones abstractas como los números y las figuras geométricas ideales. El desarrollo cultural de una civilización produce formas de medición cuantitativa y de objetivaciones de espacios y tiempos que al final acaban por imponerse de modo colectivo. Se forman así hábitos socioculturales de la percepción cuantitativa. Medimos los eventos naturales y sociales con unidades abstractas de calendarios y relojes (minutos, horas, etc.). Gracias a la enseñanza científica, puede generarse en la gente la representación abstracta de un espacio vacío o de un tiempo vacío uniforme. El espacio y el tiempo vacíos son abstracciones matemáticas basadas en la imaginación, vinculadas a la física newtoniana. Kant los asumió erróneamente como si fueran un marco estructural de nuestra mente. 6. Percepción inmediata del mundo. El realismo inmediato Nuestra percepción externa es inmediata, y por eso lo es también nuestra captación intelectual del mundo físico. Cuando veo el teléfono sobre la mesa de mi despacho, llego inmediatamente a la realidad del teléfono. La mediación noética de las representaciones intencionales no es una mediación inferencial. No tiene sentido sostener que conocemos con “certeza justificada” sólo los fenómenos como representaciones subjetivas, de donde nacería el problema gnoseológico de “tener que demostrar la existencia de un mundo material”, más allá de nuestras sensaciones. I. Realismo mediato e inmediato. Algunos filósofos (de línea cartesiana) sostuvieron que estamos justificados a admitir sólo la inmediatez de nuestras sensaciones sujetivas (siento que veo lo blanco, con independencia de que exista un blanco exterior). La única certeza primaria
72 legítima sería “siento”, “tengo sensaciones” (fenomenismo). Más tarde podría plantearse la conveniencia de demostrar la existencia de la realidad externa (“existe un mundo extramental, detrás de mis sensaciones: realismo mediato). Se bloquea así la intencionalidad natural de nuestras sensaciones externas, con el pretexto de los posibles errores (lo blanco que creo ver fuera de mí podría ser una ilusión, un sueño, una alucinación). Los argumentos empleados para esa demostración de la existencia del mundo normalmente son los que usaríamos para comprobar si alguna representación nuestra dudosa responde o no a la realidad. Se acude a la coherencia, la convergencia con otras fuentes independientes, la resistencia o tangibilidad, con lo que habría una “fuerte sospecha” en favor de una procedencia exterior de los fenómenos. Estos argumentos pueden ser útiles para dudas concretas, en el contexto de una plataforma de conocimiento sensible real garantizado. No valen si la duda es gratuita y universal. La coherencia, la tangibilidad y cosas semejantes podrían, en teoría, pertenecer a un mundo de representaciones subjetivas. Ese mundo hipotético no encuentra ninguna evidencia en su favor y contradice artificiosamente nuestra experiencia de la realidad inmediata del mundo. Es inútil usar una posibilidad teórica gratuita contra una evidencia fortísima. Pensar que un amigo mío podría ser un marciano que me engaña es una posibilidad gratuita. No es razonable tomarla en serio, ni siquiera con un fin académico. Según algunos realistas mediatos, esa duda, aunque inoportuna para la vida práctica, nacería de una exigencia “metodológica”. Pero tal duda es: 1) gratuita; 2) insuperable, pues a partir de una posición de total inmanencia no cabe proceder por una vía lógica a una trascendencia cognoscitiva62; 3) irreal, pues comprendemos las nociones de “apariencia subjetiva” y “fenómeno interior” gracias a una experiencia previa de conocimiento de la realidad externa; 4) auto-refutante en la realidad de la vida, y por tanto contradictoria, pues la duda se propone en una lengua aprendida en un contexto de diálogo con otros sujetos. Quien expone la duda universal a otro, se desmiente a sí mismo en el mismo acto de exponerla. II. Las mediaciones perceptivas. Nuestra experiencia primaria es la percepción sensitivointelectual inmediata (personas, animales, plantas, cosas) del mundo externo. Esta percepción
73 puede mediatizarse a través de un medio externo que transmite los datos sensibles provenientes del objeto percibido, como cuando vemos un rostro en un espejo o percibimos sonidos e imágenes de cosas mediante la radio, el teléfono, la televisión o un ordenador. En estos casos aprendemos a discernir entre la imagen transmitida y la realidad física del objeto, aunque a veces podamos engañarnos (un niño puede confundir, en un primer momento, la imagen reflejada en un espejo con la realidad, así como podemos engañarnos cuando creemos ver un programa de televisión en vivo). El que habla con otro a través de un ordenador, sabe que el cuerpo de la otra persona no está ahí dentro del aparato. No lo sabe gracias a especiales argumentos lógicos, sino que aprendió a discernir perceptivamente entre la imagen y la realidad. Una imagen de realidad virtual muy perfeccionada e interactiva podría engañarnos, como sucede con toda simulación, pero esto no afecta al realismo cognoscitivo. Sólo en el contacto sensible directo, o en la cercanía física casi inmediata, la inteligencia humana está frente a la realidad existencial (física) que estima conocer. En este caso decimos que la cosa o persona real nos están presentes. La presencia física indica la inmediatez existencial advertida por el intelecto. Sólo con la presencia real y física se da un conocimiento intelectual completo de la realidad material. Este punto, vinculado al valor ontológico del cuerpo, es relevante para el realismo cognitivo. La primacía de la presencia física en la captación existencial de las cosas comporta una relativa primacía del sentido del tacto. El tacto, no obstante su pobreza informativa, es el sentido de lo inmediato, el único sentido que nos pone en con-tacto directo con la realidad conocida. La vista y el oído operan contando con la distancia espacial, que se supera por la transmisión de ondas luminosas y sonoras (esta transmisión exige un tiempo). Realmente todas las sensaciones, incluso las táctiles, suponen un retardo temporal, porque el mensaje debe viajar desde la periferia somática hasta los centros nerviosos. La imagen de la persona con quien charlamos corresponde, en rigor, a un estado suyo mínimamente anterior en el tiempo. Pero este pequeño retardo temporal en la percepción de las cosas próximas es irrelevante para el conocimiento. Esto no hace mediata a la percepción, aunque sí introduce un límite. Para 62 Cfr. E. GILSON, El realismo metódico, Encuentro, Madrid 1997.
74 las distancias astronómicas, la dilación temporal ya es relevante. Vemos el cielo estrellado no como se encuentra ahora, sino como era en el pasado, según las distancias de los objetos celestes. La ciencia nos enseña que la visión, al aumentar la distancia, implica un retardo temporal creciente. De todos modos, ver una imagen pasada no significa permanecer encerrados en nuestra inmanencia, así como ver una fotografía, sabiendo que lo es, no afecta a la trascendencia cognoscitiva. 7. Imaginación y memoria I. Imágenes, sueños. Las representaciones sensibles repetidas quedan impresas o “grabadas” en la mente, de modo que pueden reproducirse en ausencia del mensajero externo del que provienen. De aquí nacen las facultades de la imaginación y memoria. La imaginación/recuerdo nos libera de la necesidad de tener las cosas ante los sentidos externos para poder conocerlas. La sensación externa es fugitiva, pero puede capturarse gracias a la imaginación. Desengancharse de los sentidos externos supone, sin embargo, perder la presencia existencial. ¿Qué significa que una imagen esté retenida en la memoria, o que ahora sea actualmente representada? Las imágenes y recuerdos (también las ideas), cuando no son representadas en acto (operación de imaginar), permanecen en la mente como hábitos, como predisposiciones para ser actualizados (con una concreta base neuronal). Estos hábitos son una forma de conocimiento inconsciente que influye sobre la conciencia. Cuando vemos a una persona sólo por un lado, gracias a los hábitos cognitivos adquiridos (memoria, imaginación), virtualmente o habitualmente tenemos presente de modo global todo su cuerpo, con un “esquema perceptivo” que nos permite reconocerla en sus variaciones. El esquema es asociativo: no es una imagen fija sin más, sino una red de muchos elementos percibidos y recordados. Es una red flexible, que puede activarse variadamente, como sugieren los “modelos conexionistas” de la mente 63. El esquema preconsciente, junto a la formación de imágenes parciales, permite el reconocimiento de los
63 Los temas psicológicos que aquí tan sólo apunto (imaginación, memoria, sueños) están sometidos a amplios debates en la psicología cognitiva y las neurociencias. Para el modelo conexionista de la mente (redes neuronales), cfr. los usuales manuales de psicología cognitiva y J. E. CORBÍ y J. L. PRADES, El conexionismo y su impacto en la
75 objetos semejantes Veamos ahora los aspectos críticos. Normalmente distinguimos sin problemas entre la imagen y la realidad. La imagen no requiere el uso de los sentidos externos y se somete a nuestro control, pues podemos cambiarla cuando queremos. La pérdida o disminución del estado de conciencia, o una enfermedad nerviosa, pueden oscurecer la capacidad de discernimiento entre las imágenes y la realidad. Este discernimiento no se da en los sueños, en los cuales la conciencia del mundo externo está desactivada. La distinción entre objeto imaginado y real pertenece al conocimiento natural. En los casos especiales que presentan dudas, cabe aprender a discernir o quizá se pueda razonar para llegar a un juicio correcto (por ejemplo, cuando dudamos si una persona nos cuenta un suceso real o inventado). Son inadecuadas las teorías gnoseológicas que no reconocen desde el principio este discernimiento natural, y que por eso intentan llegar “racionalmente” a la realidad desde la hipótesis de que nuestro conocimiento quizás es un sueño. “¿Cómo puedo saber con certeza si todo mi conocimiento no es un sueño?”. Si esta duda se refiriera a un caso particular, habría métodos indirectos para resolverla. Pero como se refiere al conocimiento tomado globalmente, pierde todo sentido. No tendríamos la menor idea de los sueños sin la experiencia de haber soñado y de estar despiertos. Las nociones de sueño, fenómeno, apariencia, error, dependen de la experiencia primaria de haber percibido la realidad. II. Memoria. La memoria da continuidad a nuestros conocimientos. Sin ella, nuestras percepciones e ideas se reducirían a un conjunto caótico de sensaciones. Sólo con la memoria podemos reconocer la identidad de las cosas y de nosotros mismos. Ella se relaciona también con nuestra percepción unitaria del tiempo y con nuestra capacidad de hilvanar los eventos del pasado con los presentes y con las anticipaciones del futuro. La crítica del conocimiento se ha ocupado a menudo de la fiabilidad de la memoria64. ¿Es
filosofía de la mente, en F. BRONCANO (ed.), La mente humana, Trotta, Madrid 1995, pp. 151-174. Volveré sobre el conexionismo en el cap. 6. 64 Cfr., sobre el tema, R. AUDI, Epistemology. A Contemporary Introduction to the Theory of Knowledge, Routledge, Londres y Nueva York 1998, pp. 54-71; L. BENÍTEZ y J. A. ROBLES, Memoria, en L. VILLORO (ed.), El
76 posible recordar con certeza, cuando los recuerdos no son un conocimiento inmediato? Los errores mnemónicos son más frecuentes que los perceptivos. Sin embargo, a la vista de la importancia de la memoria en la vida psíquica, si nuestros recuerdos fueran siempre una pura opinión, también lo sería toda forma de conocimiento. En tal caso, estaríamos seguros sólo de lo que sucede en el instante presente. Pero sin la certeza de algunos recuerdos, ese instante se reduciría a una casi nada. Un criticismo radical debería limitarse a la evidencia del ahora pienso. Pero así no podríamos recordar con certeza ni siquiera el significado de las palabras “pienso” y “ahora”. La solución de este problema vale tanto para la memoria como para la percepción. Ambas formas de conocimiento son inseparables y tienen un mínimo de funcionamiento normal en el contexto del acto cognitivo completo. Este mínimo puede ser perturbado por una disfunción orgánica. La percepción puede degenerar en alucinaciones o delirios, y también la memoria y otras funciones cognitivas pueden alterarse gravemente (no reconocer a los familiares, olvidarse de la propia identidad, perder el sentido del lenguaje). Estas enfermedades significan que nuestro conocimiento natural, debido a nuestra condición corpórea, puede dañarse o interrumpirse. Pero esta posibilidad no constituye un motivo de escepticismo. Es inútil buscar argumentos lógicos para justificar el conocimiento contando con una base “neutra”, en la que entrarían los casos corrompidos. Y es irracional negar que esas situaciones son patológicas. Negar académicamente la propia identidad no es patológico, pero carece de fundamento. En cambio, ignorar seriamente la propia identidad o la de los amigos es síntoma de una perturbación mental. En definitiva, tenemos una memoria sensitivo-intelectual natural dotada de certeza, a excepción de los casos patológicos. Nuestra actividad cognitiva es muy segura en un núcleo fuerte, aunque sea contingente (pues puede fallar). Allende este pequeño círculo de certezas fundamentales, no determinables con precisión matemática, la memoria se hace más o menos falible según las circunstancias, como la lejanía temporal, el tipo de detalles de los recuerdos o las condiciones de cada persona. Un individuo con buena memoria puede recordar con precisión muchos eventos vividos en el pasado, mientras los conocimiento, Trotta, Madrid 1999, pp. 39-62; N. MALCOLM, Knowledge and Certainty, Prentice Hall, Englewood Cliffs, N. J. 1965, pp. 187-240.
77 desmemoriados se olvidan fácilmente de las cosas. Como sucede con la percepción, hay procedimientos psicológicos y racionales para aprender a recordar, reconstruir eventos, o para confrontar los presuntos recuerdos personales con otras vías cognitivas (por ejemplo, testimonios de otras personas, documentos), para poder así comprobar la verdad de lo que creemos recordar. Podemos evaluar el grado de fiabilidad de nuestra memoria o de la ajena. Los recuerdos personales de ciertos hechos suelen ser una certeza para el que los tiene y no una hipótesis o una mera opinión, aunque sean susceptibles de error. En muchos casos, es relativamente fácil identificar los errores o comprobar la verdad de un recuerdo, mediante confrontaciones y otras pruebas. Los métodos racionales usados por las ciencias historiográficas para la reconstrucción histórica de los eventos pasados se basan en testimonios personales y documentos. Así es como conocemos muchas verdades históricas, aunque no podamos evitar caer en errores. Pero algunos conocimientos históricos son definitivos a causa de la increíble convergencia de pruebas que permiten acceder a ellos. Sería absolutamente irracional dudar de la existencia de Napoleón. No todo es pura hipótesis en el conocimiento histórico. 8. Síntesis 1. El conocimiento sensible incluye las dimensiones neurofisiológica, psíquica y metafísica. Los reduccionismos gnoseológicos prescinden de alguna de ellas. La operación del conocimiento sensible es un único acto psicofísico. 2. El conocimiento del mundo testimoniado por los sentidos es parcial, esquemático, en perspectiva y relativo al modo de percibir del sujeto. Es el resultado de una elaboración psíquica corregible. Esto es compatible con el realismo de la percepción. 3. Nuestro conocimiento sensible incluye la asociación de la inteligencia con la sensibilidad. 4. Los juicios sobre los datos de los sentidos pueden ser falsos. Su verdad está condicionada por la situación del sujeto, el estado del ambiente y el modo en que una cosa se presenta a los sentidos. Algunas presentaciones sensibles son adecuadas; otras son insuficientes, inadecuadas o
78 ambiguas. 5. Los adultos han aprendido de modo natural a valorar correctamente el alcance de sus percepciones en el ambiente en que se mueven. Algunos juicios verdaderos respecto a la percepción y la memoria son naturales y ciertos. Los errores aquí implican una disfunción orgánica. Este conocimiento natural primario, base del realismo y del conocimiento inmediato del mundo y de nosotros mismos, no puede justificarse por vías lógicas. 6. Conocemos las cosas sensibles en la medida en que actúan sobre nuestra sensibilidad, situada en el espacio y el tiempo, y así las conocemos verdaderamente, en su trascendencia e independencia, pero de modo imperfecto, pues son posibles otras perspectivas. La separación entre “cosa en sí” y “presentación fenoménica”, si se hace sistemática, es desorientadora. Las cualidades sensibles son propiedades objetivas de las cosas en cuanto se presentan a nuestros sentidos externos. La física descubre la estructura causal subyacente a las cualidades sensibles. 7. El conocimiento sensitivo/intelectual del mundo físico es inmediato. El fenomenismo y el realismo mediato no se justifican. La percepción sensible por transmisión instrumental a través de un medio externo es mediata e indirecta, y nuestro discernimiento perceptivo en este campo es un problema de aprendizaje. El fenomenismo absoluto no tiene sentido e implica una autorefutación en quien pretenda sostenerlo. 8. Discernimos de modo natural entre la presencia sensible existencial de la realidad física y los contenidos de la imaginación. Existe un núcleo fuerte de conocimiento sensible-intelectual natural y cierto, salvo casos patológicos. Fuera de ese núcleo, los sentidos son más o menos confiables, pero podemos advertir los eventuales errores y corregirlos.
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CAPÍTULO 3 LA COMPRENSIÓN CONCEPTUAL
Paso a continuación al examen crítico del conocimiento intelectual. Entender, comprender, y no simplemente tocar o ver, son actos inteligentes y constituyen el conocimiento en su sentido más auténtico. La operación intelectual recae sobre un objeto inmanente denominado “significado”, “pensamiento” o “concepto”. Pero los conceptos no se presentan aislados, sino en el contexto de muchas otras operaciones mentales, donde ellos despliegan un dinamismo propio, en tensión hacia el conocimiento de la verdad, que es el fin último de la inteligencia. Nuestro examen, por tanto, comenzará con la crítica de los conceptos. Las articulaciones conceptuales dan lugar, en momentos posteriores, a un peculiar “movimiento” de la mente constituido por los desarrollos racionales de la inteligencia: del entendimiento (intellectus) se pasa así a la razón (ratio). 1. El concepto como significado intencional Tenemos experiencia de poseer contenidos mentales discernibles gracias a la existencia de las palabras. La mayoría de los vocablos de nuestra lengua indica un significado mental. Al pronunciar palabras como “relación”, “privilegio”, “interés”, entendemos algo. Eso que entendemos es un contenido mental, que puede también llamarse idea, concepto, significado, noción. El concepto no es una imagen sensible. Al entender el significado de esas palabras no comparece en nuestra mente ninguna representación sensible. La idea tampoco se confunde con las palabras, que podrían reducirse a una secuencia de sonidos sin significado, y también porque un término puede tener varios significados, así como una idea se puede expresar con diversas palabras (por ejemplo, en varias lenguas). La existencia de ideas en nuestra mente es un hecho originario. Desde cierto punto de vista, la comparecencia de ideas es la primera evidencia intelectual de nuestra operación intelectual
80 como acto inmanente. No tenemos una experiencia clara de nuestro acto de entender, ni de la naturaleza de la mente. En cambio, cualquier adulto, reflexionando, fácilmente se da cuenta de que tiene ideas “en su cabeza”, y justamente desde aquí advierte que posee una “mente” o una “inteligencia”, es decir, como un espacio interior “donde” están las ideas y de donde proceden. La idea es “pensada” o “entendida”. Algunas son complejas, pero las hay relativamente simples (“círculo”, “más”). Tomás de Aquino, siguiendo a San Agustín, las llamaba verbos mentales, como si fueran una “palabra” (verbo) interior previa a toda lengua convencional 65. Llamamos significados a los conceptos en tanto corresponden a lo expresado por los signos lingüísticos. Se denominan conceptos porque la idea en cierto sentido es “concebida” por la mente. El concepto es una unidad de significado que comparece en la inteligencia como objeto inmanente de la operación mental de entender, y que normalmente se expresa en palabras. Estamos ante una operación inmanente y su objeto. Se entiende siempre algo, se piensa en un “pensado”, y el concepto es “lo pensado” o “lo entendido”. Pero los conceptos son intencionales, pues remiten a una realidad distinta de ellos mismos, que en otro sentido puede llamarse también “lo entendido” (por medio del concepto). La mente, al entender el concepto de nación, se ve remitida a una realidad del mundo, las naciones, que existen con independencia de que las pensemos. Así sucede en tantos casos semejantes: la nación, los padres, una catedral, una escalera, son realidades, modos de ser o esencias (o cosas que poseen una esencia, una naturaleza o modo de ser). Los conceptos de nación, padres, etc., no están en la realidad extramental, sino en nuestra mente, pero remiten a modos de ser reales y no mentales. Clarificaré este punto. El concepto de algo es lo que se ha entendido de ello, y responde a la pregunta “¿qué es esto?”. Esta pregunta se refiere a su ser, a lo que la cosa es realmente. Si veo a una persona con un aparato en la mano y le pregunto: “¿qué tienes en la mano?”, me responderá con una palabra: por ejemplo, “tengo un móvil”. Si conozco el significado de ese término, habré captado una modalidad o forma de ser (el “teléfono móvil”). Este acto mental es precisamente el “entender”, el captar algo que no es aferrable con las manos ni con los sentidos. Lo que se entiende es el significado conceptual de una palabra, y a través de ella se llega a un contenido
65 Cfr. C. G., IV, 11.
81 esencial -aunque no exhaustivo- de la cosa. Los sentidos no pueden hacerse cargo de lo esencial de las cosas percibidas. Podemos decir que la esencia, “lo que algo es”, es inteligible: los conceptos penetran en la inteligibilidad de las cosas. La inteligibilidad está cerrada para los sentidos, pero se abre a la mirada de la inteligencia. El pensamiento (los conceptos), la realidad (las cosas) y el lenguaje (las palabras) están intrínsecamente vinculados entre sí. El lenguaje expresa el pensamiento y significa las cosas, es decir, significa la realidad a través del pensamiento 66. También los conceptos pueden a veces llamarse “signos” de una esencia, por su naturaleza intencional. Los conceptos no se notan en un primer momento, porque la mente dirige inicialmente su atención a la realidad acogiendo los significados ordinarios de las palabras. Los conceptos son mediadores intencionales del pensamiento y, como ya dijimos, son objetos inmanentes quo (por medio de los cuales) se comprende la realidad, no objetos quod del pensamiento, es decir, no son el último término de la operación objetivante del entender (como algo cerrado o carente de intencionalidad) 67. 2. Formación del concepto. La abstracción Aprendemos el significado de las palabras gracias a su uso público. El primer aprendizaje del lenguaje se produce en los momentos oscuros de la primera infancia, cuando el pensamiento conceptual es todavía impreciso y poco profundo. A pesar de esto, el niño aprende el lenguaje con sorprendente rapidez. Si preguntamos a un pequeño por el significado de las palabras que usa, seguramente se desconcertará, pues no es el tipo de preguntas que normalmente se plantea. Pero algo responderá, si poco a poco le ayudamos a reflexionar. A la pregunta “¿qué son para ti los amigos?”, quizá dé una respuesta medianamente clara, indicando algunas características de los que pueden estimarse como verdaderos amigos. Aún con poca edad, una chiquilla sabe distinguir una mentira de una verdad, sabe reconocer una injusticia, una desobediencia, un regalo, una obligación. Contando con un mínimo de experiencia concreta -relaciones familiares, actividades escolares, juegos infantiles-, los niños aprenden el sentido de las palabras no de una 66 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, In I Perih., lect. 2, n. 14-15. 67 Véase para este tema A. LLANO, Metafísica y lenguaje, Eunsa, Pamplona 1984; El enigma de la representación, Síntesis, Madrid 1999; F. INCIARTE, Tiempo, sustancia, lenguaje. Ensayos de metafísica, Eunsa, Pamplona 2004, pp. 155-163.
82 manera pasiva, sino con una verdadera comprensión, que incrementa el uso de su razón. No nacemos poseyendo la comprensión de las cosas, y no por el hecho de verlas captamos su naturaleza. La sensibilidad superior (memoria, imaginación, experiencia) nos brinda las primeras objetivaciones de la realidad, todavía vinculadas a la percepción (café, almohada, puerta). La repetición de muchas experiencias pasivas o activas lleva, en un determinado momento o nivel, no fácil de determinar, a la emergencia de un significado en la mente, quizá al principio vagamente intuido y luego más claro. Este significado se captura al principio en la experiencia, pero también es separado de las experiencias concretas. Es un significado abstracto, palabra que significa “extraído y separado”. Así, el chico al que se le hace una diablura en broma, en un determinado momento comprende lo que significa “broma”, y la entiende como algo diverso de “una cosa seria”. Si se le dice que ciertas cosas “hay que hacerlas”, llega a entender un primer esbozo del concepto de “deber”. En estas palabras referidas a actos o relaciones no sensibles se ve de modo más patente la presencia de conceptos abstractos ya desde la más tierna edad. Se podrá adiestrar a un animal para que reaccione al oír ciertas palabras o al ver algunos gestos, que él relacionará con objetos o con alguna posible acción suya (“¡ahora salta!”, puede decirse a un perro domesticado y bien entrenado, y saltará). En cambio una niña, en un caso análogo, no sólo será capaz de saltar, sino que entenderá que también saltan las bailarinas y los deportistas, y ella podrá preguntarse si se salta hacia arriba o hacia abajo, en horizontal, etc., es decir, se podrá plantear todo tipo de preguntas sobre el cómo y el porqué de los diversos tipos de salto, sobre la diferencia entre saltar y caminar, y así siguiendo. Conseguirá incluso entender que el salto requiere un impulso muscular en el que los pies abandonan la base de apoyo. He aquí el proceso de abstracción. Así se explica que el hombre sea capaz de inventar infinitos instrumentos tecnológicos, gracias a los conceptos abstractos de medio y fin y a la objetivación de instrumento en general, separada de los casos particulares. I. La abstracción es la operación intelectual que separa y capta un contenido inteligible partiendo de una experiencia. La abstracción no es un procedimiento automático, ni deductivo. No depende de nuestros controles racionales. No se confunde con el mero detectar automático de
83 aspectos comunes en cosas variadas, algo que podría ser ciego y no comprensivo (como puede serlo un procedimiento estadístico meramente cuantitativo) 68. No es una intuición inmediata, aunque tenga algo de intuitivo. Podría considerarse una inducción, pero no en el sentido científico, sino porque un contenido mental es “inducido” -no deducido-, es decir “tomado” o “extraído” de la experiencia. La abstracción se genera naturalmente, pero nada garantiza que se produzca. La experiencia demuestra que así es como nacen nuestros primeros conceptos, que son numerosísimos. Normalmente no se parte de una sola experiencia perceptiva, sino de muchas experiencias asociadas a otros contenidos conceptuales previamente comprendidos, que orientan hacia nuevas comprensiones. Así, al reflexionar sobre el papel de un padre, un presidente, un director de empresa, cualquiera puede captar, como un elemento general que da una nueva claridad significativa, el concepto de “autoridad”. Este concepto general ha sido “abstraído” de las experiencias y comporta la comprensión de algo esencial que hacen un padre, un presidente, un gerente de empresa y casos semejantes. El nuevo contenido podrá luego aplicarse a nuevos tipos, no estrictamente idénticos, y así podrá profundizarse en sus matices y aplicaciones. La abstracción está facilitada por la semántica social de las palabras, que de por sí suponen un contenido abstracto. En el uso lingüístico se aprenden los significados que la praxis social ha objetivado en el curso del tiempo. Los términos adquieren significados habituales con su uso ordinario, y estos significados se transmiten a otras generaciones. Puede suceder también que algunas personas descubran una nueva relación o un nuevo objeto y le impongan un nombre, y así el nuevo concepto será adoptado por una comunidad o una cultura. El nacimiento de una nueva abstracción es siempre un paso adelante de la inteligencia. La evolución de una lengua es índice del tipo de abstracciones obtenidas por una cultura. Algunas objetivaciones o “conceptualizaciones” (estos términos son sinónimos de “abstracciones”) se adquieren, pero otras pueden también perderse o desdibujarse. Aristóteles explicó la abstracción en términos de relación entre el intelecto y la experiencia. 68 Éste es el concepto empobrecido de la abstracción, propio del empirismo. Esa operación automática de ir detectando semejanzas puede realizarla un programa informático de inteligencia artificial, y no lleva de por sí a
84 En su función activa (“intelecto agente” 69), la inteligencia busca entre múltiples experiencias un significado unitario (no sensible). Esta búsqueda es activa, pues lleva a comparaciones, confrontaciones, preguntas, hipótesis. Se cuenta para ella con toda la experiencia del pasado, que interviene como fondo de las experiencias concretas sobre las que se indaga. Y así, en un determinado momento, el intelecto “ilumina” un nuevo significado (por ej., la noción de fraude), antes ignorado, que emerge como algo consistente en medio de la multiplicidad de experiencias. La inteligencia es más capaz de iluminar si está enriquecida por un saber previo y por un conjunto de hábitos adquiridos. Como muchos de nuestros conocimientos se transmiten con el lenguaje, la abstracción es favorecida por las experiencias colectivas precedentes, y en definitiva por el estado de la cultura y la educación. En la abstracción se da también un elemento pasivo, pues la mente se ve como iluminada por las nuevas ideas que comparecen en su interior 70. Tras un primer momento de elevación hacia el pensamiento abstracto, sigue un segundo momento de retorno a la experiencia. Por ejemplo, una vez que hemos obtenido la noción abstracta de robo, si alguien nos quita nuestro dinero ya no nos quedaremos desconcertados, como le sucedería a un ignorante al que le robaran por primera vez y que todavía no comprendiera qué es un robo. Al contrario, ahora estamos mejor preparados para reconocer que ese acto es un robo, cuyo autor merece el nombre de ladrón. Este retorno al caso concreto de experiencia es llamado por Tomás de Aquino la conversio ad phantasmata (conversión a la fantasía), lo que significa una “vuelta” del pensamiento abstracto al mundo de la percepción, imaginación y experiencia71, donde se comprende la realidad existente e individual, pero ahora con sus contenidos esenciales. A través de la experiencia inteligente, es decir iluminada por ideas, comprendemos intelectualmente las realidades concretas y existenciales. Comprendemos, por ejemplo, y no meramente percibimos, a esta persona, esta silla, en su individualidad concreta. El pensamiento
captar nada “esencial”, a menos que sea interpretado. 69 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, 79, a. 3; q. 84, a. 6; q. 85, a. 1; ARISTÓTELES, Analíticos Posteriores, II, cap. 19, 99 b 15 ss. 70 Estos dos momentos, activo (iluminación a través de una luz intelectual) y pasivo (ser iluminados), son configurados por TOMÁS DE AQUINO como dos potencias conjuntas, el intelecto agente y el paciente: cfr. S. Th., I, q. 79, a. 2-3 (y ARISTÓTELES, Acerca del alma, III, cap. 4-5).
85 abstracto no es el último término de la comprensión intelectual. De nada serviría entender la libertad en general, si luego no la entendemos como una cualidad de personas y acciones concretas. El lenguaje refleja esta doble vertiente de la abstracción. Los nombres comunes indican conceptos abstractos, y los propios o expresiones semejantes referidas a individuos, significan una entidad concreta entendida en cuanto posee una propiedad esencial (previamente abstraída). El nombre propio Ganges expresa nuestra comprensión de una realidad geográfica perceptible por los sentidos (experiencia), en tanto posee la propiedad esencial de ser un río. II. Indicaré ahora de modo esquemático la interpretación de los conceptos sostenida por otras orientaciones. Para el nominalismo empirista (a veces asociado al conductismo y al pragmatismo) no existe un auténtico conocimiento conceptual. Simplemente asignaríamos nombres comunes a cosas o estímulos sensibles más o menos semejantes entre sí. Los criterios selectivos para ver tales semejanzas no serían objetivos ni naturales, sino que nacerían de una elección dictada por motivos prácticos. Los presuntos conceptos no son más que nombres, a lo sumo esquemas empíricos, útiles para clasificar las cosas y así poderlas manejar fácilmente. El nombre quizá se asocia a una relación activa con las cosas nombradas, así como el niño que dice “¡chocolate!” no hace más que pedir chocolate (sin comprender una presunta “naturaleza del chocolate”). Los nombres serían señales de cierta reacción o conducta ante un input sensitivo. La “comprensión” se resuelve (o “disuelve”) en una multitud de funciones prácticas y materiales 72. El nominalismo reduce el conocimiento intelectual a una función sensible. La descripción presentada podría corresponder, en parte, al conocimiento de los animales superiores, sobre todo si usan señales para reaccionar y comunicarse (“lenguaje animal”). Para el conceptualismo, en cambio, los conceptos son contenidos mentales asignados a la experiencia para organizarla mejor, guiarla o “comprenderla”, pero no en el sentido de que la realidad tenga algo intrínsecamente esencial. El pensamiento no remite a la naturaleza de las cosas. No hay naturalezas reales. Lo que llamamos “naturaleza de una cosa” no sería más que
71 Cfr. S. Th., I, q. 84, a. 7.
86 nuestra interpretación conceptual, a priori o creada por la cultura y las ciencias. Al pensar “gato”, no comprendemos la “naturaleza” del gato, sino que simplemente elaboramos o inventamos un pensamiento que nos sirve como interpretación de una experiencia. El conceptualismo normalmente no admite la realidad de la naturaleza a causa de la crítica empirista. Precisamente el empirismo sería superado por la “trascendencia espiritual” del pensamiento conceptual. Sólo que en esta concepción el pensamiento no refleja el ser, sino que lo inventa. El conceptualismo suele asociarse al idealismo o al pragmatismo (nuestros conceptos serían sólo instrumentos para intervenir en la naturaleza o actuar en la vida). Tampoco Platón creía poder encontrar auténticas esencias en la naturaleza de las cosas. Pero él sostuvo que esas esencias subsistían separadas (ideas subsistentes). Su teoría a veces es llamada, con términos quizá no muy exactos, realismo exagerado. Contra Platón, Aristóteles propuso la tesis de la abstracción de la esencia a partir de la experiencia (realismo moderado de los universales). 3. Pensamiento, cerebro, lenguaje Las operaciones del pensamiento nacen sobre la base de una compleja red de experiencias dinámicas. La experiencia es un conjunto estable de repetidas percepciones, recuerdos, imágenes, confrontaciones respectivas a ámbitos de objetos concretos. La experiencia se configura como una serie de hábitos que nos hacen conocer una realidad con la que tenemos familiaridad por la convivencia y el uso: una persona, un ambiente, un tipo de trabajo. No es un conocimiento abstracto, sino existencial e inmediato. No es estática, pues puede enriquecerse siempre con nuevos matices y aspectos imprevistos. Sólo sobre un terreno cultivado por la experiencia pueden encenderse las primeras luces conceptuales relativas al mundo físico y humano. El concepto no podría conservarse y reactualizarse si no estuviera asociado a un símbolo sensible (sonido, forma gráfica). Nuestra naturaleza espiritual-corpórea exige que nuestros pensamientos se conecten con símbolos. De aquí nace la necesidad del lenguaje. El cognoscente, al ver o imaginar el símbolo escogido, reaviva el concepto adquirido hacía tiempo. A menudo el 72 Estas posturas contienen siempre algo de verdad. La dificultad emerge cuando una tesis pretende ser excluyente o
87 símbolo reenvía también a una parte de la experiencia de la que se partió, por ejemplo a una imagen o fragmento de imagen, que sirve para reactivar el esquema perceptivo relativo al objeto conocido (por eso los centros lingüísticos del cerebro están conectados con las áreas perceptivas corticales). Por ejemplo, la palabra “mesa” nos hace evocar el concepto de mesa (mueble sobre el que se trabaja, se escribe, se come), y esto con relación a nuestra experiencia sensible de las mesas. Al escuchar mesa, en nuestra mente comparece una imagen esquemática, que sustituye a la percepción sensible de la mesa. A veces basta captar una pequeña parte para llegar al todo, así como para reconocer a un amigo nos basta escuchar su voz. I. Pensamiento y cerebro. Ciertas estructuras nerviosas de nuestro cerebro constituyen una unidad con nuestras representaciones sensibles. Nuestro pensamiento está radicado en nuestro cerebro en la medida en que está vinculado a símbolos y experiencias sensibles. Esta doble conexión nos permite dar dos interpretaciones de la conversio ad phantasmata y de la expresión de Aristóteles de que “el alma jamás intelige sin el concurso de una imagen” 73. Pensar en el pan, por ejemplo, exige: 1) La “conversión” a la imagen lingüística (sonora o visual) del vocablo pan. 2) La actualización de un esquema perceptivo del pan. Estos dos puntos terminales de la conversio son actos psicofísicos, y por eso son actos de una parte del cerebro (la corteza), que es el órgano de la sensibilidad y percepción. Pero no sería exacto ver al cerebro propiamente como “el órgano del pensamiento”. El acto espiritual trasciende hasta tal punto la materia, que ningún evento material le es proporcionado. Sería inadecuado creer que un pensamiento metafísico, científico o de otro tipo corresponde propiamente al entramado de unas activaciones cerebrales, y nadie jamás ha demostrado este punto. Sin embargo, cada vez que pensamos, algo específico se altera en nuestro cerebro. Pensar en “Dios” exige la activación cortical de la palabra Dios, que se produce en la parte orgánica donde se asientan las activaciones lingüísticas. No todo concepto tiene una directa correspondencia con una experiencia (al concepto de relación, por ejemplo, no le corresponde
reductiva (“x no es más que esto”).
88 ninguna imagen), pero todo concepto puede expresarse en un símbolo sensible. La actividad cerebral, formalizada por la sensibilidad, es una condición esencial para nuestra producción de pensamientos, y en cierto modo podría considerarse como su causa material, si bien no adecuada. Sin la capacidad de formar palabras y de interpretarlas, sin la memoria sensible y el poder de asociar entre sí a las representaciones sensibles, esto es, sin una intensa actividad cerebral, el pensamiento, aun siendo una actividad espiritual, no podría activarse. Es ésta una consecuencia gnoseológica de la verdad antropológica de la unidad del alma y el cuerpo, una unidad por la cual nuestro espíritu, en sus funciones superiores, trasciende al cuerpo, pero a la vez es acto o forma inmanente del cuerpo. Lo es no sólo como primer acto ontológico responsable de su estructura biológica, sino como causa formal de su condición de cuerpo sentiente. II. Pensamiento y lenguaje74. Los símbolos lingüísticos son mediadores entre el pensamiento y la sensibilidad. El pensamiento es la fuente del lenguaje (no al revés). La palabra no tendría sentido si no se asociara a un significado conceptual. El significado es como “su alma” y la materialidad del signo como “su cuerpo”. Pero la conexión entre pensamiento y palabra es prelingüística, porque el símbolo no puede indicar como deberá ser interpretado. Los significados conceptuales trascienden infinitamente el alcance material de los signos. Existe una gran desproporción entre el pensamiento y el símbolo, aunque las personas normalmente captan bien el significado de las palabras. Con el pensamiento el hombre domina el mundo de los símbolos y justamente por esto puede alterar sus significados, añadirles nuevos matices y hacer uso de los signos de modos muy variados (con seriedad, en broma, con ironía, etc.). Según Wittgenstein, el uso de los signos es como un juego -juego lingüístico-, pues está ligado a reglas convencionales usadas con libertad 75. Las relaciones fundamentales del lenguaje son:
73 ARISTÓTELES, Acerca del alma, III, 431 a 17 (Gredos, Madrid 1978). 74 Aparte de las obras que indico a lo largo de este apartado, véanse los siguientes estudios: F. CONESA, J. NUBIOLA, Filosofía del lenguaje, Herder, Barcelona 1999; D. K. MODRAK, Aristotle’s Theory of Language and Meaning, Cambridge Univ. Press, Cambridge 2001; V. MUÑIZ RODRÍGUEZ, Introducción a la filosofía del lenguaje, Anthropos, Barcelona 1989, 2 vol.
89 1) Semántica: los signos lingüísticos son vehículos de significados conceptuales, por medio de los cuales ordinariamente se refieren a la realidad y expresan algunas de sus características esenciales. 2) Pragmática: relación con el intérprete, que debe entender su significado. El término “pragmático” alude a la “acción lingüística” del que habla y de su interlocutor. 3) Sintáctica: relación recíproca entre los signos. El lenguaje no es un conjunto caótico de elementos, sino un sistema significativo estructural, donde muchos términos se entienden en unión con otros. La estructura sintáctica puede alterar los significados. La función semántica se aplica a los significados y, a través de ellos, a la realidad. Llegamos a la realidad a través de los significados. Estos son el sentido de los términos, y la realidad mentada es su referencia76. No basta el significado abstracto para llegar a la referencia: la palabra tren tiene un sentido claro, pero por sí sola no dice todavía a cuál “tren” nos referimos (podría tratarse del tren en general, de un tren concreto, del que aparece en la novela “Ana Karenina” o de la palabra castellana tren). En los usos pragmáticos la referencia suele estar clara: cuando en una conversación se dice que “el tren está por salir”, normalmente todos saben de qué se está hablando. Desde el punto de vista del conocimiento, los fines principales del lenguaje son: 1) Fijación y evocación del pensamiento. De ordinario no podemos pensar bien sin que comparezcan en nuestra mente las palabras oportunas (“pensamos” en español, inglés, etc.). 2) Comunicación de nuestros pensamientos a los demás. En una perspectiva antropológica más amplia, el lenguaje comunica también emociones, situaciones anímicas, actitudes estéticas. 3) Actuar al comunicar. Aunque “comunicar una verdad” es ya una acción que influye en otro, el lenguaje puede operar otros efectos sobre las personas, incluso sobre nosotros mismos. 75 Cfr. L. WITTGENSTEIN, Investigaciones filosóficas, Altaya, Barcelona 1999. 76 Esta distinción fue propuesta por el filósofo del lenguaje G. FREGE: cfr. Escritos lógico-semánticos, Tecnos, Madrid 1974, pp. 11-59.
90 Acciones típicas lingüísticas son las promesas, juramentos, órdenes, la enseñanza, animar o desanimar, o inducir otras reacciones emocionales. A continuación indicaré una serie de puntos sobre la naturaleza del lenguaje: a) El lenguaje es una objetivación cultural del pensamiento. No es un fenómeno privado, sino público. Las palabras se crean y fijan lentamente a lo largo de la historia de la comunidad lingüística. Este hecho supone una gran ventaja, porque así las personas singulares se ahorran el esfuerzo de tener que descubrir nuevas abstracciones y de objetivarlas en nuevos signos (cada uno debería recomenzar desde el principio la labor de toda una civilización). La lengua, realidad institucional, pone a disposición de las personas un repertorio de conceptos. Pero hay un inconveniente aquí, pues las personas a veces llegan a los significados de un modo pasivo. Muchos de nuestros conceptos son pobres porque a veces usamos las palabras de modo algo estereotipado, sin profundizar en sus significados. b) El lenguaje es dialógico. Hablamos casi siempre en un contexto de diálogo, pues se habla a alguien, y si nos quedamos solos tendemos al mutismo. El diálogo es una actividad recíproca: el hablante debe escuchar y viceversa. Incluso nuestro “pensar interior” suele usar el modelo de la conversación con los otros (“charlar con nosotros mismos”). c) El lenguaje requiere el acto hermenéutico. Las palabras normalmente no pueden expresar todo lo que se ha pensado. No todo puede decirse, y no hay necesidad de explicitarlo “todo” para hacerse entender por el interlocutor adecuado. Un pequeño símbolo, por incompleto que sea, puede evocar un pensamiento completo. Además el lenguaje se puede usar con una gran variedad de funciones (sentido preciso, broma, ironía, metáfora, analogía), y las relaciones semánticas, pragmáticas y sintácticas no pueden declararse todas en los usos lingüísticos. El ejercicio lingüístico acude constantemente a una gran cantidad de elementos tácitos, y con todo el hablante suele advertir si el interlocutor le está entendiendo bien. De aquí nace la necesidad de interpretar correctamente lo que se dice, es decir, la dimensión hermenéutica es inherente a los actos lingüísticos.
91 d) El uso de la lengua en el momento de la comunicación es el acto lingüístico77. Este acto no sólo exige observar las reglas lingüísticas (fonológicas, gramaticales) y la oportuna adecuación conceptual (pensamiento claro, preciso, ordenado, relevante), sino también el cumplimiento de ciertas condiciones hermenéuticas, tanto en el hablante (o escritor), para hacerse entender, como en quien escucha (o en el lector), para entender. Los actos lingüísticos, las frases, los gestos, se entienden superando sus eventuales defectos expresivos, con tal que se satisfagan o al menos aclaren ciertas condiciones de comprensibilidad. El hablante debe dirigirse a un auditorio, entrar en sintonía con sus habilidades comprensivas, aclarar lo más que pueda el sentido de lo que dirá, mientras los que escuchan deberán, por su parte, reconocer la intencionalidad lingüística del hablante, comprender la naturaleza de sus mediaciones simbólicas, entender sus contenidos dentro de cierto contexto discursivo, y tantos puntos semejantes. La comunicación lingüística admite muchas modalidades. Así, escuchar una voz grabada o leer un texto no es un evento dialógico completo -falta el encuentro personal interactivo-, y por tanto exige nuevas peculiaridades del acto hermenéutico. El escritor se dirige a un público potencial que puede entenderlo. Si el lenguaje no se comprende, siempre se podrá aprender a comprenderlo. La distancia cultural no es un obstáculo insuperable para la comprensión de una lengua y para la correcta traducción de sus expresiones: sólo pide un mayor empeño de la inteligencia. 4. Articulaciones conceptuales Los conceptos normalmente se presentan en grupos, con vínculos especiales. Por su índole abstracta, insuficiente para significar completamente la realidad, tienen que usarse de muchos modos complementarios, según sus características y tipos de relaciones que generan. El tema es complejo y suele afrontarse en una perspectiva lógica. Aquí, presuponiendo la lógica y sin entrar en demasiados detalles técnicos, voy a detenerme brevemente en algunas articulaciones conceptuales fundamentales. I. Universalidad. Una primera característica de los conceptos es su universalidad. Gracias a 77 Cfr., sobre este tema, J. L. AUSTIN, Cómo hacer cosas con palabras: palabras y acciones, Paidós Ibérica,
92 la abstracción, el concepto es asumido como una unidad diversa de las cosas materiales e individuales captadas por los sentidos. El que entiende “jugar”, capta un contenido inteligible desligado de las condiciones particulares de los juegos, con una apertura en cierto modo infinita, pues mediante tal concepto la mente se abre a una cantidad no finita de eventos (los infinitos tipos posibles de juegos), con independencia del espacio y el tiempo. Quien ha entendido una formalidad universal se ha independizado del hic et nunc -aquí y ahora-, de lo que ha visto en su ambiente, pudiendo trascender infinitamente hacia nuevos casos y formas, inexistentes pero posibles. Al entender “juego”, para seguir con el ejemplo, el hombre queda libre para pensar en nuevas formas de juego, con otras reglas, y así siguiendo. El concepto universal abre como un espacio infinito, no sólo respecto al conocimiento teórico, sino también de cara a la técnica. Sin embargo, no siempre dirigimos la mirada directamente a los universales. En la infancia y en las culturas primitivas, que todavía no han desarrollado las ciencias y las artes, se piensa y se razona mayormente en términos de imágenes y experiencias concretas. Pero también allí hay elementos conceptuales implícitos, poco desarrollados, por ejemplo cuando en un cuento infantil se habla de un rey, una doncella, un río, una promesa. La advertencia implícita del ser y de los primeros principios hace que las experiencias humanas prelógicas sean muy distintas de las experiencias de los animales, y predispone a las abstracciones. La luz implícita de los principios permite que poco a poco aumente el nivel de abstracción, tras el desarrollo de la civilización y la aparición del pensamiento científico. II. Proposición, juicio, verdad. Actos lingüísticos. Los conceptos suelen usarse en las proposiciones. Las frases relacionan a los conceptos entre sí, y la forma básica para hacerlo es la atribución de un predicado a un sujeto. Se puede entender un simple significado (“simple aprehensión”) y relacionarlo con otro significado en la proposición. El acto fundamental del conocimiento es la aplicación del contenido proposicional pensado a la realidad. Ese acto se llama juicio. El juicio es la operación intelectual completa. Todo nuestro conocimiento, en cierto modo, no es más que un conjunto articulado de juicios. El juicio es la unidad cognitiva natural, como si Barcelona 1998; J. R. SEARLE, Actos de habla, Cátedra, Madrid 1986.
93 fuera el átomo del conocimiento. Al reunir elementos cognitivos, pudiendo también separarlos, el juicio afirma o niega. Afirmar es declarar que algo es, y negar es decir que algo no es. Por su intencionalidad realista, los juicios pueden ser verdaderos o falsos. Un juicio pretende decir algo acerca de la realidad, aunque podría ser falso si la realidad no corresponde a lo que se ha dicho. Las proposiciones que no pretenden hablar de la realidad, por ejemplo, una frase leída, recitada en el teatro, dicha en broma, o formulada como hipótesis, no son un juicio. Estas proposiciones mantienen, de todos modos, alguna relación implícita con la operación del juicio, que es su punto de referencia central. Las frases leídas o puramente literarias, dichas sin la pretensión de decir una verdad, no tienen sentido si no se presupone un juicio implícito. De lo contrario, al leer una frase no seríamos capaces de distinguir entre el acto de leer y la afirmación veritativa (y podríamos creer falsamente que cualquier frase leída es verdadera). Los actos lingüísticos emplean un contenido proposicional (o simples palabras) con diversos fines, reconocibles en los contextos pragmáticos. Páginas atrás me he referido a las acciones humanas realizadas mediante la comunicación lingüística (dar un permiso, pedir algo, aceptar, rechazar, saludar, votar, citar, recitar). Los actos lingüísticos cognitivos pueden manifestar una opinión, una duda, formular una pregunta, jurar, mentir, pero entre todos el primado compete al acto lingüístico que pretende decir la verdad o referirse a la realidad. III. Predicables. Vuelvo ahora al concepto y sus articulaciones. La forma lógica básica de la atribución (sujeto y predicado) hace nacer, desde el punto de vista lógico, tres tipos de relaciones entre los conceptos: a) Géneros-especies: un concepto suele comprenderse, hacia arriba, como una especificación de un concepto más general, y hacia abajo como algo general respecto a ulteriores especificaciones. Un martillo es un instrumento, y hay muchos tipos de martillos. Podemos situar numerosos conceptos en las cadenas de géneros/especies, que son la base de las clasificaciones de las cosas. b) Propiedades: el significado de un término conceptual se aclara si le atribuimos algunas propiedades esenciales (per se: “pertenencia en cuanto tal”). El que piensa en la primavera,
94 necesariamente piensa en algunas características de la primavera, como el florecer de las plantas después del invierno y cosas semejantes. El que no sepa especificar al menos algunas propiedades de un concepto, probablemente no posee ese concepto. c) Referencia a los individuos: los conceptos, al ser abstractos, al final se deben atribuir a las realidades individuales y concretas (que pueden ser también una entidad colectiva, como un país o un planeta). Estas articulaciones fundamentales son los predicables -modos de atribuir un predicado a un sujeto- de la lógica aristotélica. Normalmente se estudian en lógica, pero son gnoseológicamente relevantes. De aquí derivan algunos principios universales lógico-ontológicos que, basados en el principio de no-contradicción, gobiernan todas las proposiciones: el género no es la especie, y la especie participa en el género (“color no implica rojo”, pero “rojo implica color”), y lo mismo vale para las relaciones universales-individuos (“mujer no implica Susana”, pero “Susana implica mujer”). Las especies de un mismo género se excluyen (“un círculo no puede ser un cuadrado”, “nada es rojo y verde a la vez y en el mismo sentido”). Comprende un concepto y no se limita a pronunciar una palabra el que es capaz de especificar satisfactoriamente algunas de estas relaciones. Para saber si alguien ha entendido el concepto de rabia, por ejemplo, hay que pedirle que nos explique qué es la rabia, cómo se manifiesta (indicando algunas propiedades), que dé algún ejemplo (reconocer un caso individual) y que sitúe la rabia bajo algunas categorías generales (por ejemplo, como un tipo de reacción emotiva). Si no es capaz de realizar ninguna de estas tareas, quiere decir que no tiene ningún concepto de la rabia y que repite una palabra como un papagayo. La comprensión del concepto no tiene por qué ser exhaustiva. Será bastante completa si uno puede suministrar una definición del concepto, que se elabora a partir de los elementos indicados. Pero no hace falta poder dar definiciones exactas para tener un concepto (y no siempre es posible). Casi todas las personas utilizan conceptos suficientemente claros: basta que sepan reconocer algunas propiedades y algunos individuos a los que ese concepto es atribuible. IV. Variaciones semánticas. Analogía. Los contenidos conceptuales no son rígidos. Pueden
95 alterarse ligeramente en su uso, en los ambientes culturales y en el curso del tiempo. Este hecho se advierte en las variaciones de significado de las palabras. Un mismo vocablo puede tener sentidos completamente diversos (equivocidad: cuarto, muñeca), o un único sentido rígido (univocidad: ciprés, teléfono, rugby), pero a menudo muchos términos, aunque conserven cierto núcleo significativo común, sufren alteraciones semánticas en sus aplicaciones a cosas o situaciones diversas, a causa de una profundización en el conocimiento o por otros motivos. Este fenómeno no es puramente lingüístico. Los significados pueden modificarse por la complejidad de los mismos conceptos (propiedades esenciales, vínculos con un género): pueden ampliarse, restringirse, enriquecerse o empobrecerse (se puede tener un concepto profundo o superficial de la libertad, la amistad, el amor). Si la esencia de algo es suficientemente conocida, la alteración de una nota esencial del respectivo concepto podrá suponer un cambio total de significado, lo que generará una equivocidad semántica. Por ejemplo, si la unión entre dos personas del mismo sexo que imita la vida matrimonial se llama matrimonio, esta palabra habrá sido vaciada de su sentido anterior, y así tenemos un nuevo concepto, para el que habría que usar otra palabra. La modificación semántica se llama analógica cuando indica una semejanza de significado, muchas veces basada en una semejanza ontológica. La analogía es propia si la formalidad significada por el concepto existe realmente -aunque de modo diverso- en los distintos objetos de la predicación analógica. Así, hay unidad en una familia, en una empresa, en un libro, pero no exactamente en el mismo sentido. La analogía impropia proyecta un significado a un objeto que no posee realmente esa formalidad, aunque se parezca en algo. Hablamos “analógicamente” de inteligencia artificial e inteligencia animal, pero la máquina y el animal no son propiamente inteligentes. V. Construcciones conceptuales. Los conceptos, aunque nacen originariamente de la abstracción, pueden ser ulteriormente elaborados o construidos (del mismo modo que se pueden crear nuevas imágenes). La formación de nuevos conceptos, añadiendo nuevas relaciones o combinando propiedades, genera entes de razón, descubre nuevas posibilidades y posibilita la construcción de objetos técnicos y creaciones literarias y poéticas.
96 VI. Ideales. Los conceptos de perfecciones graduales -mayor o menor justicia, grados de inteligencia- dan lugar a los conceptos de “ideales”. Como el universal esté desligado de las condiciones de realización concreta, podemos articular su significado con cierta libertad. Cuando entendemos perfecciones de suyo graduales, cabe pensar entonces en una perfección pura, completa y sin límites: así, entendemos la idea de una justicia perfecta o una plena felicidad aunque jamás las hayamos visto. Así nacen los conceptos relativos a valores. Los ideales juegan un papel importante en la educación y en la vida moral, pues muestran un máximo -modelo, causa ejemplar- hacia el que vale la pena apuntar. Volveré más adelante sobre la valoración crítica de los ideales. He aquí una breve síntesis de lo visto en este apartado: Los conceptos son universales. Normalmente se usan en las proposiciones, especialmente en el juicio, que es la operación intelectual completa. La forma proposicional básica es atributiva. Los juicios afirman o niegan, son verdaderos o falsos. Los actos lingüísticos emplean los contenidos proposicionales en diversos sentidos. El acto lingüístico primordial es el juicio veritativo. Los conceptos suelen asumirse en la “red” de los predicables (géneros, propiedades esenciales, referencia a los individuos). Son susceptibles de variaciones de significado, algunas de las cuales son analógicas. Ciertas nociones son construidas, no abstractas. Los conceptos de “ideales” son una consecuencia natural de la universalidad.
5. Crítica del conocimiento conceptual El problema de este apartado es semejante al de la percepción sensible. No podemos pretender un conocimiento perfecto y exhaustivo a través de nuestros conceptos. Con nuestras representaciones conceptuales captamos algunos elementos esenciales de las cosas. Pero no hay que confundir el modus cognoscendi con el modus essendi. Las estructuras conceptuales añaden aspectos lógicos que pertenecen a nuestro modo de pensar y no deben atribuirse a la realidad.
97 Hay que distinguir entre la lógica y la metafísica. De lo contrario, es fácil oscilar entre el racionalismo y el empirismo, el idealismo y el escepticismo. Además, el conocimiento intelectual no funciona siempre del mismo modo. Tres puntos son aquí relevantes: a) No conocemos del mismo modo las cosas materiales, las temáticas humanas, los objetos culturales, a nosotros mismos, a las demás personas y a Dios; b) los conceptos no son del mismo tipo: hay una variedad o “razas” de conceptos, y cada una requiere un tratamiento gnoseológico especial. Los conceptos categoriales, trascendentales, matemáticos, metafísicos, no pueden tratarse del mismo modo, y no dan a conocer en la misma medida. Aristóteles afrontó este problema con su teoría de los grados de abstracción, que luego veremos; c) son distintos el conocimiento común, científico y filosófico. Los tipos de conceptos, el modo de usarlos, el recurso a la experiencia y las sucesivas operaciones intelectuales cambian de sentido en estas formas, que de todos modos no están aisladas, pues interactúan entre sí. Comencemos nuestro análisis con los rasgos lógico/ontológicos de los conceptos en relación con su universalidad. I. El problema de los universales y de los entes objetivos. Desde los tiempos de Platón, los filósofos se interrogaron sobre el estatuto ontológico de los significados universales. La mente descubre contenidos objetivos no materiales (por ej., los objetos matemáticos), respecto a los cuales el conocimiento es verdadero o falso. Esos contenidos no son arbitrarios. La inteligencia los contempla como quien descubre un mundo. Por ejemplo, una vez establecida una serie de nociones primitivas y principios -números y figuras geométricas-, se siguen muchas características que la mente humana descubre poco a poco, mediante arduas investigaciones racionales. Observando la consistencia de estos objetos, Popper los llamó “mundo 3”, como si fuera un mundo diverso de la realidad física (mundo 1) y del sujeto cognoscente con sus actos (mundo 2)78. Ese mundo tiene su autonomía y no puede ser reducido a actividad psíquica. La matemática, por ejemplo, es un conjunto coherente de objetos pensados. Aunque nazca en la mente humana y no sea una ciencia de la naturaleza, no cabe explicarla en términos psicológicos. El objeto pensado ha de considerarse en su rigurosa objetividad, como un contenido propio y
98 dotado de leyes. Esta postura “objetivista” en parte es justa, pues subraya la consistencia de los conceptos, entendidos no como actos psíquicos, sino como verdaderos contenidos del pensamiento, susceptibles de entrar en discursos verdaderos o falsos. Pero Popper no afronta el problema de la relación entre lo pensado y la realidad. La cuestión se presenta también en filosofía de la ciencia. Se puede trabajar tranquilamente en el universo de los objetos físico-matemáticos de la física, pero al final surge la pregunta filosófica: ¿qué son estos objetos?, ¿son creaciones mentales?, ¿por qué son rigurosos y difíciles de conocer, y por qué son aplicables a las realidades físicas? Si existen en el mundo físico, ¿cómo hay que concebirlos? Parece ingenuo asignarlos sin más a la realidad física, pues cambian con la evolución de las teorías y a menudo son inadecuados. El tradicional “problema de los universales” afrontaba un problema similar. Los universales, por ejemplo las nociones de justicia, democracia, filosofía, aparecen como contenidos fijos, atemporales y abstractos, aunque son “predicables” de los individuos (“esta acción justa, este filósofo”). Esos universales se muestran como reales y operantes en el mundo. Es verdad que no existe “la” filosofía, sino sólo los filósofos concretos. Pero hablamos de filosofías concretas y de “corrientes filosóficas” como de una realidad histórica, dinámica y múltiple. Las historias de la filosofía, el arte, la ciencia, son reales y no objetos lógicos. Las “ideas difusas” en la sociedad influyen realmente sobre las personas. Podemos seguir en el tiempo la evolución de las “ideas” filosóficas o de las “ideas” sobre la democracia. Un juez será más o menos justo si sigue las exigencias objetivas de la justicia. Por tanto, los contenidos significados por las ideas universales son en la realidad concreta y existencial y no tienen en ella una existencia lógica (aunque pueden ser también entes de razón). Las posiciones gnoseológicas al respecto son las que vimos al comienzo del capítulo: 1) Nominalismo: no existiría una auténtica universalidad, ni conceptual, ni real. Habría sólo casos o eventos individuales, cada uno distinto de los otros, aunque podrían ser semejantes. Esta postura lleva al relativismo absoluto. 78 Cfr. K. POPPER, Conocimiento objetivo, Tecnos, Madrid 1974, cap. 3 y 4.
99 El nominalismo tiene muchos modos de manifestarse. Hoy suele presentarse como una actitud de rechazo de normas y parámetros generales. Las palabras, en los variados contextos, adquirirían matices siempre diversos, con continuos cambios. Nada sería verdaderamente universal. La realidad se resuelve en infinitas diferencias. Los paradigmas mentales resultan inconmensurables. De aquí se sigue la imposibilidad de la comunicación -no compartimos nada-, por lo que no sería posible una unidad entre los hombres y las culturas, salvo que se base en la arbitrariedad y los acuerdos prácticos. Cada uno tendría sus propios puntos de vista y sus propias ideas (incomunicables). En el mundo no habría esencias fijas o “platónicas”. Prevalece la diversidad más absoluta. Otra consecuencia de esta tesis es la imposibilidad de una seria traducción da una lengua a otra. Toda traducción sería una reinterpretación. La posición nominalista, si fuera verdadera, ni siquiera se podría comprender. La verdad es que los contextos, los matices accidentales, las diferentes experiencias, no afectan a la existencia de aspectos comunes en medio de tales variaciones. Una bicicleta es siempre una bicicleta, aunque pueda estar en sitios diversos, y la palabra bicicleta significa siempre lo mismo, aún en diversos contextos. Sólo ciertas situaciones especiales pueden cambiar substancialmente un significado. Aunque las cosas y los conceptos admitan, por ejemplo, grados, poseen una idéntica formalidad, compatible con esa variedad. Cabe pensar en una mayor o menor generosidad, y aunque nunca dos personas van a ser generosas “exactamente en el mismo grado y sentido”, esta variedad es inteligible sólo si se admite una formalidad idéntica de generosidad. Las palabras pueden tener matices especiales en las lenguas y culturas, pero también pueden contener una identidad formal significativa (mentir, aunque se traduzca a otras lenguas, indica un elemento común de base). 2) Conceptualismo: esta tesis sostiene la existencia de ideas universales, pero sólo en la mente humana. Admite fácilmente el “principio representacionista” de que conocemos ante todo nuestros propios pensamientos. La intencionalidad será interpretada no como el conocimiento de la realidad, sino en el sentido de que “el pensamiento piensa un objeto pensado”. Hay muchas variedades de conceptualismo. En su forma más corriente, nos haríamos una
100 idea o esquema interpretativo de las cosas, que “en sí mismas” serían incognoscibles (el siguiente paso es sostener que la realidad se reduce a lo que pensamos de ella). Al final esta posición tiende a degenerar en relativismo o pragmatismo. 3) Platonismo: la filosofía platónica separa “los inteligibles” del mundo concreto, haciéndolos absolutos e idealizados, como si fueran existencias separadas. Otras formas de platonismo sostienen que los “inteligibles” –números, formas geométricas, relaciones lógicasexistirían sin problemas en las cosas materiales. Así, para los pitagóricos las cosas serían esencialmente números o armonías matemáticas, y algunos científicos modernos no están lejos de este idea (Galileo, Einstein, Heisenberg). 4) Realismo aristotélico: el platonismo asume las ideas como si fueran simplemente reales (realismo “exagerado” o hiperrealismo), sin distinguir entre la realidad y las mediaciones lógicas. Según la tesis aristotélica y tomista, en cambio, el concepto universal significa una verdadera naturaleza común a muchos, pero contiene aspectos lógicos, discernibles como tales. Esta interpretación nos parece la más aceptable. El universal significa una esencia o propiedad real, pero añade un modo de significar lógico, exclusivo de la mente humana, no transferible a las cosas extramentales. El concepto no es una “fotocopia” de la naturaleza real 79. Cabe así distinguir entre el significado ontológico de un concepto y su modo lógico de significar. Si pienso en “el mar”, por ejemplo, como fruto de una abstracción, comprendo un mínimo de significado y así puedo formar frases verdaderas o falsas con esa palabra. Pero mi concepto de mar no es una expresión perfecta de la realidad ontológica aludida. Lo que uno entiende pensando “mar” será un aspecto de las condiciones reales del mar, aspecto que podrá dilucidarse ulteriormente, pasando a otras operaciones lógicas (juicio, analogía, búsqueda causal). El concepto es un contenido abstracto referible a algo esencial existente en los individuos. 79 Al decir “esencia” o “naturaleza”, no me refiero sólo a la naturaleza completa de una cosa, sino a cualquier formalidad real -propiedad, relación, realidad colectiva, etc.-, tomada como un cierto quid, como un elemento inteligible cualquiera, que obviamente se ha de situar en su justa categoría ontológica (sustancia, accidente, movimiento, etc.).
101 Tal esencialidad, por ejemplo que un objeto sea “lápiz”, en la realidad es una característica concreta e “individualizada”80. La individuación no es un proceso real, sino un modo lógico de decir que esa “forma”, pensada de modo abstracto, en el individuo singular existe de modo concreto. Por eso, muchos individuos tienen en común una idéntica naturaleza (son hombres, libros, jarras), pero cada uno es individualmente distinto de los otros e idéntico sólo a sí mismo. II. Alcance significativo de los conceptos. Así como las representaciones sensibles remiten a la realidad y nosotros discernimos fácilmente entre la imagen y lo real, del mismo modo el concepto hace conocer, aunque sea imperfectamente, algo esencial de la realidad, y nosotros distinguimos sin problemas, en los casos más sencillos, entre los aspectos lógicos y ontológicos. Si digo “el taxi ha llegado”, advierto la estructura de sujeto y predicado de la frase, y no pienso que el taxi sea un sujeto y que su llegada sea un predicado. Sin duda hay casos más complejos, en los que el discernimiento entre las partes lógicas y ontológicas es más arduo (por lo que se comprenden los debates filosóficos sobre estos puntos). Los conceptos revelan aspectos ontológicos de la realidad y nos abren también al campo de las posibilidades, pero a la vez prescinden de muchas cosas. Nos revelan, pero también nos ocultan la realidad, que es mucho más compleja. ¿Qué dejan de lado los conceptos? Omiten matices individuales y la existencia viva y concreta de las cosas, en su riqueza de actividades y propiedades. El concepto se “concentra” en una formalidad (por ejemplo, ser abogado), considerándola de modo estático, separado de la existencia y del movimiento, como aislada de las múltiples riquezas de lo concreto. Para subsanar estas deficiencias sirven la experiencia y la integración de los contenidos conceptuales en el dinamismo de todo el conocimiento. El concepto es sólo una parte elemental de nuestro pensamiento. ¿De qué nos informan, en cambio, los conceptos? Las ideas universales desvelan a nuestra mente un modo de ser, liberado de las condiciones de su realización material. Este hecho supone 80 El universal no debe confundirse con los modelos imaginativos reproducibles. Una canción se puede cantar muchas veces: no es un universal, sino un tipo de imagen acústica que puede reproducirse indefinidamente. Igualmente, el Quijote se puede reproducir en infinidad de libros.
102 una desventaja para el conocimiento de las cosas naturales, pues los conceptos se presentan en un primer momento como contenidos pobres. Por el simple hecho de pensar en “león”, nadie puede pretender saber demasiado sobre los leones. Para avanzar en el conocimiento de estos animales deberá estudiar ciencias, pero su primitiva idea de león es ya un punto de partida. Por lo que concierne a los conceptos de cosas no naturales -de tipo matemático, ético, técnico, artístico-, la universalidad abstracta de los conceptos supone ventajas. El concepto se presenta “perfecto”, despojado de los límites de la materialidad, lo que permite obrar con cierta libertad en su comprensión. En materias éticas y antropológicas, los conceptos muestran una perfección mayor que la existente en el mundo, y así se perfilan como ideales atractivos, como paradigmas que guían las transformaciones prácticas de la realidad (por ej., modelos educativos, antropológicos, científicos). En el campo de la praxis productiva, la creatividad del pensamiento sirve para las invenciones técnicas y para las realizaciones artísticas. ¿Cómo informan los conceptos acerca de sus contenidos intencionales? Depende del tipo de conceptos, pues las nociones matemáticas, metafísicas, lógicas, etc., no son semejantes. En principio, la simple formalidad abstracta es insuficiente para el conocimiento científico, y mucho menos para el saber filosófico. Sería simplista pensar que los conceptos apuntan sin más a cosas o formas unívocas 81. Para precisar si nuestros pensamientos corresponden a perfecciones reales, y cuáles (esenciales, accidentales, analógicas), o si tal vez se refieren a privaciones (como el término mal), situaciones potenciales, entidades de razón, posibilidades o ideales, hay que pasar al análisis metafísico. Pretender que cualquier formalidad abstracta corresponda sin más a una forma o perfección significaría confundir el orden lógico-gramatical con el plano ontológico. La pura estructura lógico-gramatical no sirve automáticamente para sacar resultados metafísicos 82. No existe un isomorfismo entre lenguaje, lógica, pensamiento y realidad. Concretamente, las estructuras lógico-lingüísticas a veces pueden remitir de algún modo a
81 Esta apariencia de significado unívoco de las formas pensadas corresponde, en parte, a la noción de “límite mental” de la gnoseología de L. POLO: cfr. Curso de teoría del conocimiento, 4 vol., Eunsa, Pamplona 1984-1996. 82 En esta confusión cayó Wittgenstein en su primer periodo, cuando escribió el Tractatus logico-philosophicus (cfr., con este título, Alianza, Madrid 2003). Cfr., sobre este tema, M. MIRANDA FERREIRO, Lenguaje y realidad en Wittgenstein. Una confrontación con Tomás de Aquino, Ed. Università della Santa Croce, Roma 2002.
103 estructuras reales. Por ejemplo, la estructura sujeto → propiedad/acto (“el arquitecto edifica”) es real en muchos casos. “Filósofo” connota un sujeto, “filosofar” significa un acto, “filosofía” indica esa actividad en abstracto, pensada fuera del individuo. Estas formas gramaticales (sustantivos, verbos, sustantivaciones) son como modos de mirar a la realidad. Sin ellas, no avanzaríamos en el conocimiento. Pero las estructuras gramaticales a veces podrían manipularse de modo poco realista, creando abstracciones fútiles o perniciosas. Por ejemplo, crearse problemas por la “caballeidad” que “caballea”, o creer que la causa del sueño es “la capacidad dormitiva” es ridículo. Las abstracciones no son estériles: lo estéril son ciertos modos de usarlas. 6. Pensamiento abstracto y experiencia. Conocimiento por connaturalidad I. Conocer por experiencia. Los conceptos son un conocimiento parcial de la realidad. La información conceptual prescinde de la experiencia concreta. Esta insuficiencia se supera, en parte, con el recurso a la experiencia. Sólo a través de las múltiples riquezas encerradas en la experiencia entramos en contacto con la realidad existencial, en su concretez, variedad y dinamicidad. El estudiante que acabó sus cursos universitarios ha adquirido muchos conocimientos teóricos, pero le falta experiencia para ejercer su profesión. Conoce las cosas desde el lado teórico. Sólo en el contacto directo con la vida se dará cuenta de cómo son de verdad las cosas, en su sorprendente realidad existencial. Esta dicotomía entre el conocimiento basado en nociones, estudios, lecturas, y el conocimiento basado en la experiencia vivida, se da en todo tipo de cuestiones. A menudo se plantea en términos de contraposición, y a veces hasta son ridiculizadas las personas que poseen conocimientos simplemente relacionados con nociones generales y esquemas, lejos del ámbito lleno de matices y novedades de la “realidad real”. Más que de contraposición, habría que hablar de complementariedad. Sin una comprensión universal, la experiencia y la vida práctica son muy limitadas. Pero un conocimiento teórico sin experiencia es incompleto y puede volverse estéril. Esta complementariedad es circular: la experiencia iluminada por el conocimiento universal se hace más amplia y dinámica, y así favorece nuevas abstracciones. Aclaremos que la experiencia no se reduce al conocimiento sensible, ni a la experiencia
104 científica. La experiencia humana –experiencia moral, religiosa, social- es un conocimiento profundo, repetido, familiar e inmediato de cosas y eventos existentes. Comprende toda una trama de actos de la sensibilidad, junto a pensamientos referidos al mundo existente y concreto. Podría llamarse también pensamiento vivido o concreto. Lo que impulsa a la acción es el pensamiento concreto, los afectos y sentimientos, y estos últimos son a menudo despertados precisamente por el “conocimiento vivido” 83. Existen, pues, dos modalidades de comprensión intelectual, y cada una es importante desde cierta perspectiva: el conocimiento abstracto y el conocimiento de experiencia o existencial. La experiencia no puede considerarse como una mera aplicación del saber universal. Su campo es propio y, aunque sea iluminado por la teoría, contiene elementos no deducibles desde las ideas generales, elementos importantes para el conocimiento de las verdades prácticas, por ejemplo, en los juicios prudenciales, artísticos, técnicos y en cualquier elección concreta. Los filósofos clásicos descuidaron el conocimiento de experiencia (confundido con las sensaciones), que en cambio fue reivindicado con fuerza por algunas corrientes de la filosofía moderna (vitalismo, fenomenología, existencialismo, pragmatismo, y también por autores como Newman84). La distinción entre conocimiento abstracto y por experiencia -que no tiene nada que ver con el nominalismo y empirismo- es fundamental en gnoseología. Cualquiera sabe en teoría qué significa “ser pobres”, “estar enfermos”, mediante nociones, estudios, lecturas, pero sabe de un modo vivido qué es la pobreza y la enfermedad sólo quien las ha experimentado. El primero quizá podrá ayudar a poner remedio a esas situaciones, pues podrá estudiar sus causas, pero sólo el segundo, que las ha experimentado, las conoce de un modo más auténtico. La experiencia humana se basa en la participación activa en el campo al que se aplica. Cuando la participación es afectiva -por ejemplo, participar en el dolor de los demás-, se habla de empatía. Sabe por experiencia qué es el amor, el sufrimiento, la valentía, sólo el que ama, sufre o
83 Sobre el concepto de experiencia humana, cfr. K. WOJTYLA, Persona e atto, cit., pp. 35-71. 84 Cfr. J. H. NEWMAN, El asentimiento religioso: ensayo sobre los motivos racionales de la fe, Herder, Barcelona 1960. Los filósofos cristianos profundizaron en el conocimiento experiencial en el campo de la mística (basta pensar en el uso frecuente que hace Santa Teresa de Jesús de la expresión “saber por experiencia”). El tema es teorizado por Tomás de Aquino en el ámbito del conocimiento por connaturalidad.
105 es valiente. Sabe por experiencia qué es la religión o la fe sólo quien ejerce actos religiosos, actos de fe, y no quien se limita a estudiarlos. De aquí surge el vínculo entre el conocimiento por experiencia y el conocimiento práctico, pues el primero incluye la participación en el dinamismo real de las cosas conocidas. De este modo, la realidad se comprende en su mismo actuarse. No toda experiencia es deseable, pues la participación en el mal es nociva para el sujeto. Es mejor no saber por experiencia qué supone estar en la cárcel o tener cierta enfermedad. En cambio, es mejor conocer por experiencia y no sólo teóricamente las cosas buenas y positivas. El conocimiento conceptual del mal de suyo es un bien, no un mal. Per accidens, la experiencia del mal podrá ser útil, como base para reflexionar sobre la naturaleza y causas de cierto mal, y así poder ayudar a otros a salir de él. El que ha tenido la dura experiencia de un vicio o del pecado puede aprovecharlas para evitarlos, o para comprender mejor por qué son un mal. Pero de suyo no hace falta pecar para entender el pecado. Algunas experiencias negativas son restrictivas y no contribuyen a la comprensión. El que experimenta el fuego y se quema, no por eso podrá entender mejor el fuego. Ciertas experiencias quitan la capacidad de percibir bien o de razonar (por ej., la droga). Por tanto, no es verdad que, para entenderlo todo, hay que experimentarlo todo. Además, las experiencias son siempre limitadas y no cabe tenerlas todas, mientras que en cambio es posible tener cierto conocimiento teórico de casi todo. Cabe subsanar estos límites recurriendo a modos indirectos de acceso a las experiencias ajenas. El primer medio es la convivencia simpatética con los demás. Allí donde no llega nuestra experiencia, llega la de quienes conviven con nosotros. En un marco de amistad y virtudes, cabe “participar” de los males morales de los demás (empáticamente: viviendo sus sufrimientos y dificultades), para ayudarles, sin sufrir por eso los daños inherentes a ellos. Un segundo medio indirecto para comprender las experiencias ajenas es la ampliación analógica de las propias experiencias. El que ha experimentado en su propia piel una situación dura y difícil, puede comprender mejor las experiencias de otras personas que se ven aquejadas por ese mismo mal.
106 Un tercer medio procede del arte y la literatura. El teatro, el cine, las novelas, contienen conocimientos existenciales que se transmiten fácilmente a otros. Este modo de comunicarse puede basarse en ficciones y en este sentido introduce una forma de “abstracción” (leer una novela no es vivir una “realidad verdadera”), pero puede ser positivo por su universalidad, pues permite participar de experiencias lejanas, y en cierto modo es bueno por su misma irrealidad (quien ve un evento trágico en una película, ve una ficción, no participa en un evento real). Nuestras observaciones sobre el conocimiento existencial no minusvaloran el saber conceptual. Al contrario, la experiencia puede llevar a una reflexión especulativa más fecunda. De hecho, las ciencias experimentales incorporan la experiencia en su propia metodología y por tanto trabajan en dos planos, uno experimental y otro teórico. Algo análogo cabe decirse de la filosofía. Pero la visión filosófica, como lleva a las cosas fundamentales, es útil a todos. El que elude elevarse al plano sapiencial se desorientará con facilidad en sus experiencias vitales. II. El conocimiento por connaturalidad. Según Tomás de Aquino, las disposiciones morales, hábitos y actitudes voluntarias pueden contribuir positivamente al conocimiento moral de la persona. “El hombre virtuoso, gracias al hábito de la virtud, posee un juicio recto sobre todas las cosas que conciernen a esa virtud” 85. El sujeto, en este caso, está como “connaturalizado” con la realidad conocida, es decir, no se limita a tener de ella una información abstracta, sino que su personalidad está configurada en una especial sintonía con relación a ese ámbito. “El que es virtuoso juzga rectamente de las cosas concernientes al obrar humano (moral), pues en todos los casos le parece bueno lo que es verdaderamente bueno. Esto es así porque a todo hábito le resulta naturalmente agradable lo que le es propio y le conviene” 86. Pero este fenómeno tiene también un lado negativo, pues las disposiciones morales negativas, como los vicios y malas costumbres, son un obstáculo para el conocimiento. “Si el hábito es recto, se seguirá un juicio recto sobre las cosas que le conciernen. Pero si está desviado, el juicio será falso”87.
85 S. Th., II-II, q. 2, a. 3, ad 2. 86 TOMÁS DE AQUINO, In Ethic. ad Nicom., III, 10. 87 TOMÁS DE AQUINO, In Epist. ad Philip., I, lect. 2, prooem.
107 El Aquinate emplea el nombre de connaturalidad para esta forma de conocimiento: “la rectitud del juicio nace de dos elementos: primero, del uso perfecto de la razón; segundo, de cierta connaturalidad con las cosas que hay que juzgar” 88. Habla también de conocimiento per modum inclinationis 89, porque las inclinaciones afectivas habituales producen una afinidad con lo conocido90, y emplea en el mismo sentido la expresión de conocimiento experimentalis, cuando se refiere a la participación vivida en las realidades espirituales91. En definitiva, el conocimiento por connaturalidad constituye el núcleo de la “experiencia existencial” de que hemos hablado antes. En una línea relativamente convergente, algunos fenomenólogos -Husserl, Edith Stein, Scheler- señalaron la existencia de un conocimiento empático, intuitivo y “vivido” de muchas realidades humanas, como los valores, las personas, las situaciones psicológicas e históricas. En otra vertiente, la hermenéutica apuntó a la importancia de las precomprensiones o “pre-juicios”, aún de carácter cultural, como condiciones de posibilidad para el conocimiento de la realidad. Estos aspectos no suponen necesariamente subjetivismo. Conocemos gracias a la filtración de un “medio cognoscitivo”. Las disposiciones personales condicionan, estimulan, abren o cierran al conocimiento de la verdad. Podemos distinguir dos tipos de predisposiciones que abren (o cierran) al conocimiento de cierto ámbito de la realidad (ciencias, culturas, personas, valores, religión, Dios): 1) Predisposiciones intelectuales: sólo las personas con determinado grado de educación, cultura y hábitos pueden acceder fácilmente a la comprensión de ciertas cosas. Por eso, la enseñanza no es sólo transmisión de informaciones, sino sobre todo formación de hábitos intelectuales. Dos sencillos ejemplos: a) los antiguos no podían descubrir cosas como la energía nuclear, porque les faltaba la preparación y hábitos oportunos para que ese tipo de descubrimientos apareciera al menos como una posibilidad en su horizonte mental; 2) las personas formadas exclusivamente en las ciencias positivas no comprenden con facilidad las temáticas filosóficas, pues carecen de la “mentalidad filosófica”, es decir, no tienen disposiciones
88 S. Th. I, q. II-II, q. 45, a. 4. 89 Cfr. S. Th. I, q. 1, a. 6, ad 3. 90 Cfr. S.Th. II-II, q. 45, a. 4; In III Sent., dist. 35, q. 2, a. 1, qa. 1.
108 para poder hacerlo con eficacia y sin desorientarse. 2) Predisposiciones afectivas y tendenciales: los prejuicios negativos cierran a ciertas temáticas. Si alguien considera que un autor carece de valor, no lo leerá con atención y fácilmente lo interpretará mal (como sucedía con los fariseos ante las enseñanzas de Cristo). Al contrario, el interés, el amor, la simpatía por una realidad, favorece el comprenderla. Ciertas corrientes de opinión pública muy emotivas pueden favorecer, pero también obstaculizar, el correcto juicio sobre personas, situaciones o ideas políticas. Precisemos: las disposiciones afectivas (simpatía, amor) disponen (“connaturalizan”) para conocer mejor sólo si se poseen de modo virtuoso (un amor puramente sentimental hacia los hijos, por ejemplo, no ayuda a conocerlos mejor, porque se separa de la razón). Las ideologías normalmente son un obstáculo para el conocimiento de la verdad: promueven sentimientos “partidistas” poco racionales, y así llevan a juicios sumarios o simplificados. La pasión no moderada por virtudes oscurece la razón. En cambio, el amor, si es virtuoso, abre a un conocimiento más profundo de lo que es amado. Una de las disposiciones morales más importantes para el conocimiento es la humildad, que predispone la parte afectiva -el amor a nosotros mismos- al conocimiento de la verdad. La soberbia hace creer que se sabe mucho, mejor que los demás, y así lleva al desprecio de lo que se ignora, de lo que no ha sido descubierto personalmente, de las opiniones ajenas, cerrando así al reconocimiento de la verdad en muchos campos. Sócrates veía en el orgullo de los sofistas ante su propio saber el obstáculo principal para la sabiduría, y por eso exigía la conciencia de la propia ignorancia como requisito para aspirar al saber sapiencial. La connaturalidad con el objeto o con la persona que se ha de conocer emerge fácilmente con la familiaridad y el trato (el estudio, respecto a temas objetivos; la amistad y convivencia, respecto a las personas). Así nacen hábitos intelectuales y predisposiciones voluntarias favorables a la comprensión y recta interpretación de los objetos o personas. Presuponiendo las virtudes, la experiencia es la vía natural hacia la connaturalidad. Estos puntos tienen muchas consecuencias en la educación y comunicación de la verdad. 91 Cfr. S. Th. II-II, q. 97, a. 2, ad 2.
109 Para comunicar los conocimientos no bastan los elementos conceptuales. La verdad debe presentarse de modo que predisponga bien a las personas, desde el punto de vista intelectual y afectivo, por ejemplo, relacionándola con los aspectos hacia los que los destinatarios son más sensibles. De aquí nacen el arte de la retórica y las habilidades didácticas y educativas. Concluyo esta sección con dos observaciones, una relativa al conocimiento de Dios y otra sobre la relación entre inteligencia y amor: 1) El problema del ateísmo y la irreligiosidad está relacionado con las disposiciones. Quien dice que no comprende la existencia de Dios, no lo hace por no ser suficientemente inteligente. Quizá, por motivos personales o de formación, no posee las predisposiciones personales y morales necesarias para el reconocimiento de la verdad trascendente de Dios. 2) La connaturalidad explica el vínculo entre el conocimiento y el amor. Tomás de Aquino habla, en este sentido, de un conocimiento afectivo de la verdad, cuando explica que la soberbia oscurece la capacidad de entender, al afectar al conocimiento por connaturalidad 92. La cognitio affectiva veritatis nace del amor, y a la vez lo incrementa93. Para Santo Tomás, el conocimiento asimila intencionalmente el objeto al modo de ser del cognoscente, y en cambio el amor, “más centrífugo”, asimila el amante a la realidad amada, tal como ésta es en sí misma, en su existencia real y no intencional 94. Esta distinción se refiere al conocimiento abstracto, de tipo objetivante. Pero el conocimiento por connaturalidad, implicado en la experiencia y el amor, se mueve en una dirección existencial, hacia las cosas en su realidad concreta. Éste es el tipo de “conocimiento de amor” que tienen los místicos de Dios, y en esta línea hay que entender la visión beatífica de Dios, que evidentemente no es abstracta. El conocimiento por connaturalidad y por experiencia podría llamarse también conocimiento personal. No es una formal marginal o extraordinaria de la comprensión intelectual. Sin ignorar la relevancia del conocimiento abstracto en las personas, el conocimiento 92 Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 3, ad 1. 93 Cfr. S. Th. I, q. 64, a. 1. 94 Cfr. S. Th., I, q. 27, a.4; q. 82, a. 3; I-II, q. 28, a. 1, ad 3; De Ver., q. 22, a. 11.
110 por connaturalidad es la forma normal de conocernos a nosotros mismos, a las demás personas y a todas las cosas que tienen un valor para nosotros. 7. Imperfección y apertura del conocimiento conceptual Los conceptos significan imperfectamente las características inteligibles de las cosas. “Imperfectamente” no sólo significa que el concepto indica la propiedad de una cosa dejando de lado otras (por ejemplo, nuestro conocimiento de Azorín es imperfecto si sólo sabemos que “fue un literato”). Quiere decir también que el concepto no expresa perfectamente la naturaleza significada. Aunque conozcamos el significado de literato, nuestra comprensión de esta característica está lejos de ser exhaustiva. Todo entienden la palabra arte, pero, ¿quién puede tener la pretensión de saber exactamente qué es el arte? Sin embargo, algunos lo saben mejor que otros. Por tanto, la comprensión conceptual, aunque en algún sentido se mantiene idéntica, es variable y puede perfeccionarse. Normalmente formamos las primeras nociones gracias a las presentaciones empíricas de las cosas y a la ayuda del significado social de las palabras. Por ejemplo, tenemos un tío en nuestra familia, y gracias al uso ordinario de los términos, aprendemos el significado de esta relación de parentesco. Un día quizá comprendemos mejor ese concepto gracias a una definición: “tío es el hermano del padre o de la madre de alguien”. Aquí no se aprendió el significado de una palabra por convención, sino que se ha captado una nueva relación (“ser el hermano del padre”), gracias a dos conceptos previos (“hermano”, “padre”), y se le ha dado un nombre. Se aprendió algo nuevo, o quizá se ha profundizado en un conocimiento que antes no había sido objeto de reflexión. Ulteriormente, se podrá avanzar en la comprensión, por ejemplo, incluyendo por extensión en el concepto de “tío” también a la esposa del tío. Se podrá además distinguir entre tío paterno y tío materno. Pero si el hermano del padre fuera un hermanastro, la relación cambiaría, y entonces se podría crear una nueva subdivisión del concepto de tío (distinguiendo diversos tipos de “ser tío”). He aquí un caso de profundización en el significado conceptual. Los conceptos, al ser abstractos, pueden elaborarse con cierta libertad, por su imperfección significativa. Si nos interesa, podremos distinguir tipos y subtipos, aunque también cabe contentarse con entender una realidad en términos sólo generales, pero verdaderos. Así, no
111 tenemos necesidad de distinguir distintos tipos de nieve, pero los esquimales lo hacen, enriqueciendo sus abstracciones en este campo. Este proceso suele ser social. La sedimentación de los conceptos de la vida cotidiana, ligada al desarrollo lingüístico, no depende de un solo individuo, sino de la praxis social que evoluciona en el tiempo. Dos puntos sobre el significado imperfecto y abierto de la mayor parte de nuestros conceptos: a) Con frecuencia no conocemos todas las notas esenciales y precisas de un concepto, y por tanto no siempre podremos discernir si cierta noción es sólo una especie, o una modalidad de la especie. Las características delimitan el sentido conceptual, pero muchas veces no lo circunscriben exactamente, y así el concepto permanece abierto en su significado. Aunque definamos un término en cierto modo, quizá un examen más atento nos llevará a mejorar la definición. Si definimos al libro como un conjunto de hojas encuadernadas, impresas y destinadas a la lectura, la existencia de libros con sólo imágenes nos obligará a corregir esta definición, y también tendremos que ser más precisos para distinguir un libro de un folleto, una revista o un libro electrónico. Pero la añadidura o substracción de notas esenciales a un concepto puede ser incompatible con él y llegar a destruirlo. Si nos dicen que existe un tipo especial de cuchillo que no sirve para cortar, que es de agua y que sirve para beber, habrá que concluir que eso no es un cuchillo en ningún sentido. A pesar de su imperfección y apertura, los significados ordinarios normalmente bastan para el conocimiento verdadero de la vida cotidiana. Quizá no podremos definir con precisión términos como vino, plaza, beber, bar, pero somos capaces de formar con sentido proposiciones como “he bebido un poco de vino en el bar, frente a la plaza”, y saber si esa frase es verdadera o falsa. b) La filosofía y las ciencias profundizan en los significado conceptuales, con análisis, definiciones, descripciones y explicaciones más precisas. Para conocer más profundamente el significado de la justicia, por ejemplo, hay que subir al plano científico de la ética o de la
112 filosofía del Derecho. Aún así, el significado de muchos conceptos permanece abierto, y así podrá perfeccionarse. La esencia es inagotable: “nuestro conocimiento es tan débil -escribe el Aquinate- que ningún filósofo [hoy podríamos traducir: científico] pudo investigar perfectamente ni siquiera la naturaleza de una mosca”95. Para acabar este parágrafo, consideraré dos puntos: el conocimiento de las naturalezas físicas y el tema de la variación de los significados conceptuales. I. El concepto de objetos físicos. Para el racionalismo clásico, la naturaleza de las cosas sería cognoscible por puro análisis conceptual, y se expresaría en juicios analíticos, como “todo triángulo tiene tres lados” (por definición, tautológicamente). Para el empirismo, las propiedades físicas de las cosas serían siempre a posteriori, conocidas como datos empíricos de hecho, sin una real necesidad, lo que se expresaría en juicios sintéticos como “algunos osos son blancos”, donde el vínculo entre el sujeto y el predicado es una síntesis meramente fáctica (podría ser de otro modo, sin contradicción, y de hecho lo es). Esta distinción de juicios es inadecuada, pues conocemos muchas necesidades físicas a posteriori, no a priori o por definición, como cuando descubrimos por experiencia que “el agua tiene tales y tales propiedades”, aunque, como vimos, nuestro conocimiento de la naturaleza de las cosas es imperfecto y abierto 96. Los juicios sobre propiedades físicas son necesarios, con necesidad condicionada: suponiendo que existan ciertas naturalezas (por ejemplo, el agua, o al menos un tipo de agua, pues podría haber otros), se siguen necesariamente ciertas características. El hombre podría no tener oídos, pero dado el hombre que existe actualmente, “debe” tener oídos, y si no los tiene no estará en una situación “distinta”, sino patológica. Nuestros conceptos de cosas físicas suelen basarse, primitivamente, en ciertas estructuras empíricas estables que se presentan al conocimiento social común (así sucede en conceptos como sol, arena, mar, árbol, mano, ojo, perro). Podemos llamar empíricos o fenoménicos a estos conceptos. La cultura o la ciencia pueden, posteriormente, enriquecer estos conceptos con 95 Expositio in Symbolum Apostolorum, a. 1. 96 Dejo de lado la solución kantiana (ineficaz), que intentó salvar la necesidad a priori apelando a la estructura cognoscitiva del sujeto.
113 propiedades, relaciones y encuadramientos en clasificaciones. Aquí pueden filtrarse vaguedades, imprecisiones o errores, especialmente en culturas no científicas (aunque también las ciencias pueden equivocarse). Así, los conocimientos que los antiguos tenían del agua, del sol, etc., en algunos aspectos eran correctos, pero no en otros, como cuando veían al sol como constituido por éter, o cuando que las ballenas eran peces. Nacen así los conceptos científicos de las cosas naturales, que pueden ser reacomodados por nuevas correcciones y mejoras. Basta pensar, por ejemplo, en la evolución del concepto de átomo, desde los tiempos de Dalton, Thompson, Bohr, hasta las actuales objetivaciones del átomo y las partículas elementales operadas por la física cuántica. Además, a veces la existencia de ciertas estructuras físicas se afirma como una hipótesis, cuando no nace de una presentación fenoménica adecuada. Esto es compatible con el conocimiento de necesidades condicionadas. Nuestro conocimiento imperfecto de las naturalezas físicas (y no físicas) no da pie al empirismo, aunque excluye el racionalismo. Por ejemplo, nuestra actual comprensión física de la gravitación es imperfecta: cabría imaginar estados físicos sin gravitación, o con un estatuto gravitatorio muy diferente del nuestro. Sin embargo, la estructura gravitatoria que conocemos es real: es un verdadero modo de ser, conocido imperfectamente. II. Variación de significados conceptuales. Si el concepto de algo puede variar con el progreso del conocimiento o por otros motivos, ¿cómo puede mantenerse su identidad significativa?, ¿tenemos todos un concepto semejante del hombre, los animales, la justicia, o estas nociones tienen matices diversos en las culturas?, ¿hasta qué punto una alteración semántica es accidental? a) Cosas físicas visibles o tangibles: aquí el concepto fenoménico primitivo al alcance de todos es un mínimo esencial percibido y comprendido, que permite fijar la referencia. La referencia de un concepto es la entidad concreta a que se aplica su significado (por ejemplo, este dedo, esta mano). Una vez fijada la referencia, las variaciones semánticas perfeccionan el
114 significado, pero no modifican sustancialmente el concepto fenoménico primitivo 97. Los antiguos no se equivocaban cuando nombraban y entendían mínimamente qué eran una mano, un dedo, un perro. Ellos conocían al sol como el objeto cálido y luminoso que diariamente acude a su cita en el firmamento. Hoy, gracias al conocimiento científico, conceptualizamos el sol como una estrella alrededor de la cual gira la tierra. Pero el sol, la luna, el perro, el agua o la ballena, que hoy conocemos científicamente, son los mismos de los que han hablado los antiguos, aunque ahora los conocemos mejor 98. b) Realidades inmateriales: todos los hombres poseen un mínimo de comprensión intelectual de muchas entidades inmateriales. Este mínimo sirve como referencia fija para otras connotaciones. Por ejemplo, aunque el nombre de Dios asuma muchas connotaciones en pueblos, religiones o culturas (Dios Padre, Dominador poderoso, Inteligencia suprema), en casi todas esas concepciones hay un mínimo que garantiza la identidad conceptual, que de todos modos está sujeta a variaciones (Dios como se presenta en la Biblia, Dios en Aristóteles o Platón, los “dioses” de las religiones politeístas). En casos extremos, el concepto podría cambiar del todo. Se puede discutir si el Dios de Spinoza o de Hegel son un “verdadero” Dios. Concluyo con otro ejemplo. Todos los hombres saben qué es una mentira por experiencia común. Esta experiencia contiene un núcleo comprensivo idéntico que puede recibir matices en las culturas (los matices suelen referirse a casos vistos como mentiras y a su valoración moral). Ese mínimo significado común normalmente no es destruido por las sofisticadas nociones de mentira de los moralistas. No obstante, alguna noción filosófica de verdad podría neutralizar los sentidos ordinarios de verdad y mentira. Culturalmente es posible que una noción moral, antropológica o de otro tipo sea enriquecida, degradada, ampliada o restringida. El siguiente cuadro sintetiza lo visto sobre la relación entre el concepto y la esencia:
97 Utilizo la distinción entre referencia y significado y la noción de referencia fija o rígida, elaboradas por S. KRIPKE, El nombrar y la necesidad, Unam, México 1985, y H. PUTNAM, Mind, Language, and Reality: Philosophical Papers, vol. 2, cit., pp. 139-152, 196-271, de un modo independiente respecto a estos autores. 98 Cfr., sobre el tema, G. ZANOTTI, Hacia un realismo hermenéutico sobre la base de Santo Tomás de AquinoHusserl, en “Sapientia” 56 (2001), pp. 81-108 y 57 (2002), pp. 147-167.
115
Los significados conceptuales normalmente son imperfectos y abiertos. No circunscribimos con exactitud la naturaleza de las cosas. Pero los conceptos, aunque sean abiertos, son aptos para la formulación de frases verdaderas. Las nociones empíricas de cosas materiales captan características regulares de determinadas unidades naturales y expresan una necesidad condicionada natural, no lógica. Los conceptos científicos hacen lo mismo en un nivel más profundo: profundizan en los significados, pero siguen siendo abiertos. Los conceptos de cosas materiales familiares poseen un mínimo de significado que suele ser común a todos los hombres, a pesar de variaciones debidas a matices o a conocimientos más profundos. Un concepto, aunque permanezca idéntico en cierto núcleo significativo, puede enriquecerse o empobrecerse.
8. Tipos de abstracción No todas las abstracciones son iguales. Hay categorías de conceptos según su modo de significar y su relación con la experiencia. Tomás de Aquino, inspirándose en Aristóteles, presentó en este sentido la teoría de los tres niveles de inteligibilidad (conocidos en la filosofía escolástica como grados de abstracción99): niveles físico, matemático y metafísico, a los que se unía un cuarto nivel mixto, físico-matemático. Seguiré esta línea aristotélica, enriqueciéndola con otras categorías conceptuales. Los niveles de inteligibilidad o de comprensión intelectual se forman naturalmente en las culturas y suelen estar condicionados por el desarrollo de las ciencias y las técnicas. Las formas de abstracción dependen, en cierto modo, de elecciones humanas, pues el hombre puede siempre ampliar o restringir los significados. Pero hay escoger “buenas abstracciones”, útiles para un conocimiento adecuado o para ciertos objetivos. La abstracción es como una ventana que permite
99 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, In Metaph., prooemium; In Boeth. de Trinitate, qq. V-VI. Sobre el tema de la abstracción, cfr. M. A. VITORIA, Las relaciones entre filosofía y ciencias en la obra de J. Maritain, Ed. Università della Santa Croce, Roma 2003, pp. 192-214.
116 ver más o menos realidad. Ciertas orientaciones metodológicas de las ciencias se definen por el nacimiento de formas precisas de abstracción, lo que afecta a las definiciones, juicios y hasta a la “mentalidad” o modo de pensar de los científicos. La forma de la abstracción está ligada a un hábito intelectual. Un físico, un matemático, un biólogo no “piensan” del mismo modo, pues trabajan con hábitos intelectuales propios. Pero los niveles abstractivos no son cerrados, ni deben entenderse de modo rígido. Comunican entre ellos y pueden interactuar de modo “sistémico”. A continuación indico algunas variedades de conceptos según sus modalidades abstractivas. No es una lista completa. Basta considerar algunos tipos fundamentales. 1. Conceptos físicos ligados a la experiencia ordinaria. Ejemplos: agua, azul, sangre, brazo. Estas nociones se comprenden con relación a la experiencia sensible de la que se han tomado. Los objetos de nociones físicas suelen ser observablesi, pues son cuerpos o aspectos corpóreos (pájaro, color). Sería mejor decir que son “sensibles”, pues la observación se restringe a la vista (el tiempo no es observable, pero es objeto de una experiencia sensible). Sólo los cuerpos se manifiestan a los sentidos externos, dentro de ciertos límites. Pero el “significado” de las ideas físicas, aunque se refiera a un cuerpo, es irreductible a las sensaciones. La observación puede ser directa o indirecta (mediante instrumentos o por inferencias e interpretaciones). Los rayos infrarrojos o los ultrasonidos, por ejemplo, son indirectamente perceptibles. Algunos conceptos físicos no corresponden a la experiencia sensible, pero gracias a la matematización y mediante vías racionales o analógicas podemos concebir e inferir la existencia de realidades materiales inaccesibles a los sentidos. 2. Conceptos matemáticos. Captamos inicialmente los aspectos cuantitativos de las cosas en nuestras experiencias sensoriales ordinarias, y así formamos por abstracción conceptos como uno, muchos, conjunto, grupo, todo, partes, forma, superficie, profundidad. Conforme a la evolución técnica y científica de una cultura, y en especial gracias a la invención de métodos para contar cosas y medir dimensiones, emergen nociones más abstractas, propiamente matemáticas. Las nociones de número y figuras geométricas se vinculan a la existencia de la aritmética y la geometría.
117 Los conceptos matemáticos (números naturales, fraccionarios, punto, línea, volumen, triángulo) captan una estructura cuantitativa fuera de la experiencia física. Esta abstracción es peculiar, más inmaterial que la física, pues los objetos matemáticos pensados no tienen, en general, una correspondencia directa con aspectos físicos ni con experiencias sensibles. Los
conceptos
matemáticos
son
construcciones
mentales
o
“idealizaciones”,
originariamente basadas en la experiencia primitiva de las relaciones físicas cuantitativas (mayor que, menor que, igual a). Los números se construyen mentalmente mediante ciertas operaciones racionales (sumar, restar). De modo semejante surgen las primeras nociones geométricas (punto, línea), de las que resultan las estructuras correspondientes (cuadrado, cubo). La matemática moderna es aún más abstracta (uso de variables y construcción de espacios n-dimensionales). La razón humana puede establecer correspondencias entre los conceptos matemáticos y la cantidad real, que de este modo resulta “contada” o “medida”. La interpretación de la naturaleza epistémica de los conceptos numéricos y geométricos se remite a la filosofía de la matemática. Basándonos en la filosofía aristotélica, podemos decir que los objetos matemáticos son elaboraciones mentales que a veces se refieren a cantidades reales, pero según nuestro modo lógico de pensar. El pensamiento matemático crea también posibilidades cuantitativas. El objeto matemático es la cantidad pensada: un ente de razón con fundamento in re en la cantidad real. 3. Conceptos físico-matemáticos. Conocer una cantidad concreta es saber cuánto es (en comparación con otra, especialmente si se toma un punto de referencia inicial). Este acto se llama medir. Los números sirven para medir la cantidad concreta de las cosas (pluralidad de entes: 8 tornillos, 4 tenazas). La numeración puede determinar también la cantidad dimensional (espacios, dimensiones, movimientos, tiempos). Así nacen las nociones físico-matemáticas. La velocidad, por ejemplo, siendo una propiedad del movimiento local, se comprende si se la mide funcionalmente (et). Velocidad, peso, hora, edad, altura, son conceptos físico-matemáticos. Las primeras matematizaciones de las cosas y eventos materiales fueron efectuadas por los sistemas de medida (longitudes, áreas, volúmenes, tiempos, pesos, dinero). Ciencias y técnicas progresaron sólo cuando dieron importancia a los aspectos cuantitativos de las cosas.
118 4. Conceptos físicos científicos 100. Una ciencia se constituye cuando escoge un aspecto formal o “punto de vista”, como un filtro a través del cual enfoca un grupo de objetos del mundo. Ese aspecto, objeto formal, implica una forma de abstracción. Por tanto, las ciencias se definen por su visión abstracta y parcial, y así merecen llamarse ciencias particulares, pues estudian grupos de cosas en cuanto vistas según aspectos particulares. La filosofía y las relaciones interdisciplinares ayudan a completar la visión unilateral de las ciencias positivas. La física considera la realidad corpórea desde el punto de vista experimental y físicomatemático. Mira a los cuerpos en tanto manifiestan características sensibles y medibles a través de cierto tipo de experimentos (pero luego los “datos sensibles” son reinterpretados en las teorías científicas, con relación a los conceptos teóricos obtenidos en ellas). Esta elección metodológica determina el tipo de “observable” considerado bajo una abstracción científica. Es observable, en una rama de la física, el dato sensible en cuanto leído desde la correspondiente abstracción científica (la huída de un animal, para la mecánica clásica, será sólo la trayectoria de un puntomasa). Hay distintos tipos de abstracciones físicas: abstracción termodinámica, electromagnética, mecánico-estadística, cuántica, etc. Pero las ciencias no trabajan encerradas en sus objetos formales. Las ciencias de realidades complejas recurren a todo tipo de abstracciones, integrándolas según resulta oportuno, aunque se concentran en los más adecuados a su horizonte de inteligibilidad. 5. Nociones psíquicas. Ejemplos: dolor, ver, entender, querer, intención, conciencia, yo. Estos conceptos se comprenden respecto a la experiencia interna de tipo psíquico (introspección). Gozan de una especial inmaterialidad, pues no tienen connotaciones espaciales y no son representables mediante cualidades sensibles. Los captamos a partir de nuestra experiencia personal, y también gracias a la comprensión empática de las experiencias interiores de nuestros semejantes. La experiencia interna es la base del conocimiento del hombre y por ende de la antropología y la ética. Incluso en la abstracción física hay conceptos psíquicos implícitos, por ejemplo cuando se habla de observación y observable.
100 Cfr. M. ARTIGAS, Filosofía de la ciencia, Eunsa, Pamplona 1999, pp. 195-206; Filosofía de la naturaleza, 4ª ed. renovada, Eunsa, Pamplona 1998, pp. 168-170; 216-220.
119 6. Comprensión lógico-lingüística. Así captamos el contenido intencional de nuestros actos cognitivos. Al leer una frase, captamos su significado y lo referimos a las cosas externas. Ordinariamente no reflexionamos sobre ese “mundo objetivo”, a causa de su intencionalidad. Decimos “libro” para entender el libro real, pero también podemos pensar en nuestro “concepto de libro”, como estamos haciendo ahora. No es que entonces surja un nuevo concepto. El pensamiento contenido en una frase se entiende de suyo, sin más, no mediante un nuevo acto mental (lo que crearía una cadena al infinito). Pero sí podemos, al advertir nuestros contenidos objetivos (conciencia lógica) y lingüísticos (conciencia lingüística), elaborar conceptos lógicos (por ej., inferencia, prueba, silogismo, analogía) y lingüísticos (categorías sintácticas, partes morfológicas de la lengua, figuras retóricas). Así nacen las correspondientes disciplinas científicas (la lógica y la lingüística). 7. Ideas metafísicas. Ejemplos: ser, existencia, unidad, bien, verdad, causa, sustancia, orden, potencia, acción, finalidad, persona, Dios. En la experiencia externa e interna advertimos aspectos “ontológicos”, relacionados con el ser de las cosas conocidas (por ej., al decir que una cosa “es real”, o que un enunciado “es verdadero”). Estos conceptos pueden llamarse “metafísicos”, pues indican una dimensión de las cosas que, sin ser sensible ni cuantitativa, es real y profunda, y que normalmente se atribuye por analogía a muchos tipos de seres. Las dimensiones metafísicas de la realidad se captan en la experiencia intelectual: experiencia de la acción, el devenir, el causar. Somos conscientes de ellas al reflexionar sobre los presupuestos de cualquier forma de conocimiento. Estas dimensiones están presentes de modo implícito en cualquier nivel de inteligibilidad. Por ejemplo, si pienso “Harry Potter”, al saber que es un “personaje imaginario, no real”, poseo cierta comprensión metafísica, pues así advierto el ser real como algo distinto de mi imaginación. La comprensión metafísica, que no es propiamente una abstracción, está presente de modo implícito en toda operación humana, al pensar, hablar y obrar de cualquier modo. Ninguna persona puede ignorar, al menos de modo implícito y “vivido”, la distinción entre realidad, posibilidad, pensamiento, ser y no ser, verdadero y falso, acción, provocar un cambio, crear una novedad. Por este carácter fundamental, las “nociones metafísicas”, cuando se forman en el plano
120 de la objetivación (concepto de “real”, “ente”, etc.), son difíciles de articular en los cuadros conceptuales ordinarios. No son nociones propiamente abstractas, porque no separan una formalidad con exclusión de otras. Tienen un sentido analógico, especialmente las llamadas “nociones trascendentales” (ser, unidad, verdad, bien), que cubren todo el horizonte de la inteligibilidad. La intelección metafísica natural es una advertencia habitual preobjetiva, que da sentido y funda toda otra forma de pensamiento objetivante101. La advertencia del ser y sus aspectos trascendentales, relacionada con la captación de los primeros principios ontológicos, es “supraconceptual”: podemos considerarla como habitual, ya que acompaña de continuo a cualquier forma de conocimiento objetivante y categorial, sin que nunca pueda ser abandonada del todo. Podría verse también como un conocimiento “experiencial” o “vivido”, no abstracto. Por consiguiente, la noción de experiencia puede tener dos sentidos: a) conocimiento experimental de objetos y eventos particulares (experiencia de la amistad, el dolor); b) experiencia metafísica (existencial) del ser y sus articulaciones (comprensión experiencial de la existencia, la causalidad, etc.). Las corrientes antimetafísicas buscan eludir la inteligencia metafísica de la realidad, reduciendo los conceptos metafísicos a funciones meramente lógicas o lingüísticas (lo cual es ya una interpretación metafísica) 102. Pero así se acaba por dar primacía a las abstracciones (lógica, psíquica, física), pagando un caro precio: las realidades más importantes (la persona, la verdad, la trascendencia del mundo, Dios) quedan oscurecidas, dejadas de lado o interpretadas en un sentido reductivo. 8. Entes de razón y conceptos de cosas inexistentes. Alguna nociones no están en relación con cosas reales, o al menos con seres existentes en acto. Pueden ser fruto de la idealización de posibilidades, realizables o no (en todo o en parte). Por ejemplo, cabe pensar en las características de una democracia ideal, inventar un nuevo instrumento técnico, imaginar un mundo mejor. 101 Sobre el conocimiento habitual del ser y los primeros principios, cfr. L. POLO, Curso de teoría del conocimiento, vol. IV, 2ª. parte, Eunsa, Pamplona 1996, pp. 415-420. 102 Cfr., por ejemplo, W. V. QUINE, Palabra y objeto, Herder, Barcelona 2001, § 56; Relatividad ontológica y otros ensayos, Tecnos, Madrid 1974, cap. 2.
121 La filosofía escolástica llamó la atención sobre la existencia de objetos pensados que, por su naturaleza, no tienen de suyo una referencia a la realidad extramental. Son los entes de razón: existen objetivamente”, como puros objetos del pensamiento. Por ejemplo, una raíz cuadrada no es una realidad natural, ni física, ni psíquica. Es sólo un contenido objetivo del pensamiento, creado por la razón en el contexto de la abstracción matemática y de ciertas operaciones racionales. Los entes de razón aparecen: 1) En la reflexión lógica o lingüística, cuando tomamos el pensamiento o el lenguaje como objeto directo del conocimiento. 2) En algunas formas de abstracción, en las que la referencia extramental es remota, oscura o no existe. Este fenómeno se produce especialmente en la abstracción matemática y en niveles muy teóricos de la abstracción físico-matemática. 9. Nociones antropológicas y derivadas. El hombre se conoce a sí mismo cuando reflexiona sobre su ser personal y su comportamiento, o sobre la sociedad, la historia, la cultura y tantos otros aspectos humanos. Así surgen las nociones antropológicas (ejemplos: persona, amistad, comunidad social, familia, gobierno, leyes, religión). Algunas de estas ideas nacen de la experiencia de la praxis humana (política, económica, educativa, jurídica). La advertencia de los propios actos con relación al bien y al mal morales genera las primeras nociones éticas, como mentir, cometer una injusticia, ser culpables. El arte y la técnica suponen también objetivaciones peculiares (así surgen nociones artísticas, como novela, poesía, sinfonía, o nociones técnicas, como automóvil, aeropuerto, ordenador). Es inútil tratar de reducir la variedad de conceptualizaciones a formas primordiales unívocas. Además, no todo es objetivación en nuestra mente. El conocimiento no se agota en los objetos. “Más atrás” contamos con la misma luz intelectual, junto con los hábitos cognitivos (lingüísticos, científicos, de los primeros principios). Estos elementos constituyen la fuente dinámica de nuestros conocimientos. Podemos comparar nuestras ideas, abstraer y formular juicios, inventar discursos, obtener nuevas abstracciones, gracias a la luz de nuestra inteligencia enriquecida por los hábitos.
122
CAPÍTULO 4 AUTOCONCIENCIA Y CONOCIMIENTO DEL OTRO
Abordo ahora el tema del conocimiento de nosotros mismos, llamado comúnmente conciencia. Es una temática algo psicológica, que aquí no podemos omitir por su relevancia en los problemas gnoseológicos. Pero no conviene tratar de la conciencia de modo aislado. Somos autoconscientes junto a nuestra presencia en el mundo y en medio de otras personas que también tienen conciencia. Nuestro yo es intersubjetivo, no solitario. Está abierto al mundo y a los otros de modo permanente y constitutivo. La conciencia de nosotros mismos, además, está conectada con la libertad. Sólo siendo conscientes podemos dirigir nuestros actos y conducta como queremos. 1. Formas de la conciencia La palabra conciencia suele usarse casi como sinónimo de conocimiento, connotando un saber más claro, atento y seguro. “Me di cuenta de que llovía”, “noté su preocupación”, significa que antes no advertía un fenómeno del que luego “tomé conciencia”. Según este sentido, “conciencia” prácticamente equivale a saber, o a conocimiento cierto. Al decir “sé que ha llegado, ya lo sabía”, reafirmo que poseo un conocimiento con seguridad, como tomando más conciencia del mismo. A raíz de este uso, para referirse a la “conciencia de nosotros mismos” los filósofos y psicólogos a veces emplean el término de autoconciencia103. En un sentido más tradicional y específico, conciencia es la advertencia que el sujeto cognoscente tiene de sí mismo, de sus actos y estados existenciales. Como regla general, el conocer explícito y la conciencia se acompañan: sé que “el semáforo está rojo”, pero a la vez “sé que lo sé”, y sería contradictorio separar ambas cosas (“p” y “sé que p”).
123 I. Conciencia sensible e intelectual. Los animales (y también nosotros) sienten sus sensaciones y su cuerpo: ésta es la “conciencia sensible”. Los actos de los sentidos externos recaen sobre objetos del ambiente, y al mismo tiempo permiten la activación de la autosensibilidad, por la que se siente el propio cuerpo La conciencia sensible puede disminuir o perderse (sueño, anestesia). La conciencia animal corresponde a su “estilo de vida abocado exclusivamente a lo sensible”. El animal es un organismo abierto al mundo y a sí mismo mediante la sensibilidad. Pero el animal no se capta como un sujeto existente. La conciencia sensible está en la superficie. Su reducida “interioridad” se limita a las solicitaciones provenientes de las sensaciones y emociones sensibles, sin un verdadero centro interior. La conciencia humana integra la autosensibilidad con la conciencia intelectual o espiritual: el hombre sabe que existe y sabe quién es y qué hace. El ser inteligente personal, en su apertura universal al ser, se toma a sí mismo como objeto de su comprensión. Un signo de esto es nuestro uso del pronombre yo. Podemos decir “yo” porque nos autopercibimos como sujetos existentes corpóreos que hablan (“yo soy” es una expresión que incluye el propio cuerpo). La conciencia sensible coincide prácticamente con el estado de vigilia (no estar dormidos o inconscientes). La conciencia espiritual-corpórea del hombre está condicionada por la activación del estado de vigilia. Las alteraciones o la supresión parcial o total de la conciencia sensible (sueño, sopor, delirio, hipnosis, coma) disminuyen la unidad integrada de la conciencia personal. Algunas de estas alteraciones son naturales, otras patológicas. Por otro lado, ciertos actos cognitivos (sensaciones, representaciones) pueden ser inconscientes, y la misma conciencia admite grados de intensidad. II. De los objetos a la conciencia. La primera condición para autocomprendernos es la actividad sensitiva externa e interna. Según Tomás de Aquino, el intelecto se conoce a sí mismo si antes capta su objeto primario, que es el ser de las cosas sensibles. Se requiere, en este 103 En algunas orientaciones filosóficas, conciencia se usa casi como sinónimo de persona, yo, sujeto, facultad intelectual. Pero se ha de mantener la distinción entre persona y conciencia, pues la persona no siempre está en estado de conciencia.
124 sentido, el ejercicio de los sentidos, pues sólo así la inteligencia empieza a operar en acto 104. El intelecto, al actualizarse con sus operaciones, capta que está operando. Se puede decir que nuestra mente es inteligible en acto sólo cuando opera105. La precedencia del objeto sentido/entendido y de las operaciones intelectuales como condición para la autocomprensión debe entenderse en un sentido genético, no estrictamente temporal. En rigor “ver/entender una manzana” y advertir que la vemos/entendemos son simultáneos. Así captamos los demás actos de nuestra vida física y psíquica (“noto que camino, que quiero, que me emociono”), y así también captamos, en último término, nuestra subjetividad en su identidad personal (“sé que existo, sé quién soy”). La inteligencia, al actuar, no puede evitar comprender su raíz subjetiva. La advertencia del entender incluye la advertencia del yo que entiende (es decir, la persona). Por consiguiente, cuando digo veo y entiendo la manzana, comprendo a la vez: a) la manzana: el objeto sensible; b) mi acto de verla y entenderla: la operación o acto intelectual; c) el yo o la persona, distinta de sus actos intermitentes y de los objetos que conoce. III. Conciencia habitual y operación auto-objetivante. Así como comprendemos el mundo externo al advertir el ser, el movimiento y la actividad de las cosas, análogamente nos captamos a nosotros mismos y nuestra existencia, de modo habitual y continuo, al advertir nuestros actos personales. Mientras permanecemos despiertos, junto a nuestra advertencia de la existencia del mundo, estamos siempre en presencia de nosotros mismos. Tenemos una conciencia habitual de nosotros mismos concomitante a nuestro cotidiano ocuparnos de las cosas del mundo y de los demás. Habitualmente no estamos pensando en nosotros mismos, aunque a veces podemos y debemos hacerlo, para ver si hemos cometido un error, porque nos interrogan sobre nuestros actos o por tantos otros motivos. De aquí se puede pasar a la objetivación conceptual y lingüística de nuestros actos y del yo, que es análoga a la formación de los conceptos abstractos de las cosas físicas. De hecho,
104 Cfr. S. Th. I, q. 87, a. 3. 105 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. X, a. 8.
125 recibimos de la cultura y podemos elaborar científicamente conceptos y palabras como “yo”, “inteligencia”, “voluntad”, y formamos frases como “yo quiero ir” y tantas otras semejantes 106. En la autopercepción habitual llegamos a nuestro ser existencial. En cambio, en el concepto abstracto de nosotros mismos captamos un contenido, pero prescindimos del acto en cuanto “acto viviente”. El autoconocimiento experimental podría también decirse de “primera persona” (“yo sé quién soy”), y el autoconocimiento abstracto de “tercera persona” (“sé qué es el hombre”). Cada hombre y cada mujer entienden naturalmente que son personas. Con todo, la elaboración del concepto de persona humana es una difícil tarea filosófica, teológica y cultural (antes del cristianismo no existía un concepto explícito y elaborado de persona). Estas dos formas de autoconocimiento no deben separarse. Así como la experiencia y la abstracción están íntimamente relacionadas, del mismo modo la experiencia intelectual de nosotros mismos sería estéril si no hubiera un mínimo de conceptualización. Y a la vez, los conceptos sobre nosotros mismos conectan con nuestra existencia si se emplean con relación a nuestras experiencias personales. “Experimento alegría, tristeza”, podremos decir, pero también tenemos que conceptualizar estos sentimientos para comprenderlos, y necesitamos estudiarlos racionalmente con ayuda de las ciencias y la filosofía (no basta tener miedo para saber qué es el miedo). La conceptualización objetiva de nosotros mismos hace progresar nuestra autoconciencia, y además tiene consecuencias prácticas. Así se explica el progreso cultural que se produjo cuando el hombre comenzó a tomar más conciencia de su dignidad personal, o cuando empezó a hablar de derechos de la persona. En algunas culturas, en cambio, la conciencia de la persona humana puede oscurecerse. Suele decirse que el conocimiento de nosotros mismos es por reflexión. “La inteligencia obra sobre sí misma reflexionando” 107; “la inteligencia reflexiona sobre sí misma, y así puede
106 Tomás de Aquino distingue dos formas de autoconocimiento: una autoperceptiva, para la que basta la presencia del alma a sí misma, si actúa, y otra que requiere una elaboración racional. La primera es natural, y en cambio la segunda exige tiempo y es difícil, como testimonian las discusiones filosóficas sobre la naturaleza del hombre: cfr. S. Th., I, q. 87, a. 1; C. G., II, 75, n. 1556. El segundo modo de autoconocimiento humano no es sólo filosófico o científico, sino también cultural, y va cristalizando en el lenguaje psicológico con que hablamos de nosotros mismos. 107 TOMÁS DE AQUINO, C. G., II, 49, n. 1254.
126 autoentenderse”108. Esta reflexión o “vuelta de nuestros actos sobre sí mismos”, para profundizar en ellos o en sus contenidos, puede entenderse en el sentido de la conciencia habitual, aunque repercute en la conciencia objetivante. La capacidad reflexiva es un índice de espiritualidad y posibilita la libertad. IV. Ámbitos de la conciencia. Nuestra conciencia puede referirse a nuestros diversos tipos de actos y a sus contenidos inmanentes. La reflexión, por tanto, puede ser psíquica, antropológica, moral, biográfica, y se da también una reflexión lógica y lingüística. La conciencia moral es la advertencia de la moralidad de nuestros actos. Como esta advertencia es un hábito continuo y no un acto singular, a veces nos referimos a ella con expresiones como “la conciencia me dice” y otras semejantes. Por tanto, al decir “ahora veo un árbol”, puedo pensar en mi acto visual (“lo veo bien o mal”: reflexión psíquica), en mi pensamiento objetivo “árbol” (reflexión lógica: “lo veo bajo la idea universal de árbol”), en mis palabras (“he dicho la frase ‘ahora veo un árbol’”). Y puedo asimismo pensar en mí mismo como persona (“soy yo quien ha visto el árbol”), incluso de modo biográfico, recordando mi pasado (“he aquí un árbol, que antes no había visto”), o con relación a mi moralidad (“mi acto de verlo no es inmoral”). V. Dinámica de la conciencia. La conciencia habitual comprende la autopercepción de nuestros pensamientos, imágenes, recuerdos, intenciones, proyectos, sentimientos, lenguaje, en su desenvolvimiento temporal y biográfico. La sensación de que mantenemos como un continuo diálogo con nosotros mismos y de que llevamos dentro de nosotros una interioridad que nos acompaña corresponde a la conciencia tomada en su fieri unitario global. Su campo es muy amplio, aunque normalmente se restringe al centro atencional. En su prolongación temporal, teniendo detrás de sí el pasado gracias a la memoria y los hábitos, la conciencia habitual es narrativa (nuestra vida es una historia) y existencial (los proyectos, elecciones y fases de nuestra vida enriquecen la conciencia de lo que somos). Es como una linterna móvil, que ilumina una
108 Ibid., C. G., IV, 11, n. 3465. Cfr. C. G., II, 48, n. 1243.
127 parte de nuestra existencia y nuestras ideas, una parte que puede ser ampliada o restringida 109. Nuestra conciencia es activa y pasiva a la vez, y debe integrar constantemente la multiplicidad de nuestros actos. A veces es solicitada por estímulos externos que no dependen de nosotros (un dolor agudo, una fuerte emoción, alguien que nos llama). Por su dependencia del estado físico, es “intermitente” (nos dormimos, nos despertamos, nos adormilamos). Normalmente incluye la selección e integración de los objetos considerados, en una actividad continua que busca una comprensión coherente y personal. El control personal de la conciencia depende en última instancia de la voluntad, que es inseparable de la conciencia (el libre arbitrio se ejerce sólo en el estado de conciencia). No dominamos del todo los mecanismos de la comprensión (entender algo no depende de quererlo), pero de nosotros dependen la decisión de prestar atención a algo, la aplicación de la inteligencia a ciertos objetos y la adopción de vías metodológicas para buscar el conocimiento verdadero 110. VI. La vida psíquica inconsciente111. No todo es pura conciencia en nuestra vida psíquica. Nuestros pensamientos emergen de un amplio fondo psíquico preconsciente (o subconsciente), en el que se encuentran hábitos cognitivos y recuerdos, el saber acumulado, nuestras tendencias y también ciertos procesos cognitivos prerracionales, inconscientes o semiconscientes (pero la conciencia no debe identificarse con la capacidad de verbalizar). Con nuestra atención móvil, la recuperación de recuerdos, las comparaciones y la meditación, ponemos en movimiento el fondo de nuestro saber habitual preconsciente y así podemos llegar a la formación de numerosos verbos mentales en acto.
109 La conciencia habitual está ligada psicológicamente al estado de vigilia, a la atención y a la memoria sensibleintelectual, y por tanto depende de una base neurológica. Damasio distingue entre la conciencia nuclear, semejante a lo que los cognitivistas llaman “memoria de trabajo” o “a corto plazo”, y la conciencia autobiográfica o extendida, que prácticamente coincide con la “memoria a largo plazo”: cfr. La sensación de lo que ocurre, cit. Ciertas lesiones cerebrales pueden provocar la pérdida de la conciencia de la propia identidad (no recordar quiénes somos). 110 Sobre el dinamismo de la conciencia, cfr. el entero libro K. WOJTYLA, Persona e atto, cit. 111 Cfr. J. M. BURGOS, Antropología: una guía para la existencia, cit., pp. 197-208; R. CORAZÓN, Filosofía del conocimiento, Eunsa, Pamplona 2002, pp. 121-124; A. MACINTYRE, The Unconscious: A Conceptual Analysis, Thoemmes Press, Bristol 1997; K. WOJTYLA, Persona e atto, cit., pp. 235-249.
128 2. Aspectos críticos En la perspectiva gnoseológica, hay dos extremos sobre el tema de la conciencia. El racionalismo inspirado en Descartes y más tarde derivado al idealismo tiende a hacer de la conciencia un principio absoluto. El modo de contrarrestar las objeciones de los escépticos sería la afirmación de la infalibilidad de la conciencia (“no puedo dudar de mis actos de conciencia”). De aquí nace la pretensión de hacer de la conciencia un primer principio epistemológico, a partir del cual se podría reconstruir toda la filosofía (Descartes). En el idealismo trascendental la conciencia es el último punto de referencia de todas las construcciones de la razón (Kant, neokantismo). En el idealismo absoluto ella se erige en clave de interpretación de toda la realidad. En definitiva, en la filosofía moderna se ha intentado hacer de la conciencia el fundamento absoluto del ser. En el otro extremo, y casi como una reacción contraria, algunas posiciones de la filosofía contemporánea han diluido la subjetividad consciente en la exterioridad del comportamiento (conductismo), o en la estructura neuronal (neurologismo), o en las funciones computacionales, con lo que se borra la distinción esencial entre la mente y la máquina informática. La “muerte del yo” es también un tópico de los autores postmodernos, contrarios a la magnificación moderna del yo. I. Conciencia personal y mundo. Como dije, en el estado de vigilia advertimos habitualmente y a la vez el mundo (con las demás personas) y a nosotros mismos, como seres con cuerpo y alma. Por nuestra estructura alma-cuerpo, estos aspectos resultan inseparables. El mundo existente -al menos una parte suya, siempre variable- nos está siempre presente, y de modo concomitante somos autoconscientes. Contra Descartes, no existe la conciencia de nosotros mismos separada de la noticia del mundo y de nuestro cuerpo. Pero contra el conductismo, no se da un conocimiento físico sin la conciencia personal. Nuestra conciencia es sobre todo conciencia personal. II. La conciencia como experiencia espiritual y personal. La experiencia no se limita a los fenómenos sensibles externos. La autoconciencia habitual constituye una experiencia directa, físicamente condicionada, de una realidad meta-física positivamente espiritual, completamente
129 inmaterial112. No se accede a la realidad espiritual sólo a través de la abstracción y la analogía, sino también perceptivamente113. Advertimos que nuestro yo no se agota en nuestro cuerpo (nos repugna que alguien nos trate ateniéndose sólo a nuestro cuerpo). La toma de conciencia de nuestra interioridad espiritual, en la unidad de nuestra persona, es fundamental para nuestra comprensión de los demás y de Dios como ser espiritual y personal. Por lo que se refiere al acto de la autopercepción, nótese la insuficiencia de la presencia objetiva para alcanzar su raíz personal. Con el puro examen de nuestros objetos de pensamiento no podríamos descubrir al yo pensante, así como en la panorámica de lo que se ve no puede captarse el acto de ver. Para advertir nuestro acto de entender y nuestro yo se ha de abandonar el ámbito de los objetos pensados y pasar a la dimensión del acto, como ha señalado Polo con agudeza114. Desde el punto de vista de lo percibido, la autopercepción no concierne sólo a los actos, sino también a la persona, a su ser y su alma. Escribe Tomás de Aquino: “percibimos que tenemos alma, que vivimos, que somos, en cuanto percibimos que sentimos, que comprendemos y que realizamos otras similares operaciones vitales”115. Si nuestra percepción interior estuviera limitada a nuestros múltiples actos, no podríamos evitar una especie de dispersión ontológica. En cambio, de cualquiera de mis actos digo precisamente que es mío. Este mío unitario, central y constante (mis pensamientos, mi cuerpo, mi vida, mi existir) indica mi persona existente y en acto. La conciencia de la unidad personal, a pesar de las continuas variaciones de los pensamientos, está vinculada a la autoconciencia de existir (“soy, y soy yo). La unidad es un trascendental del ser: somos idénticos en nuestro flujo temporal, testimoniado por la conciencia (“yo soy el mismo que ayer, el mismo que aparece en mis recuerdos”).
112 Cfr. C. FABRO, Percepción y pensamiento, cit., pp. 343-359. 113 El principio de que “nada hay en el intelecto que antes no estuviera en los sentidos” no es ni tomista ni aristotélico, sino empirista. Por una curiosa confusión, muchas veces ha pasado como una especie de proverbio tomista. 114 Cfr. L. POLO, Curso de teoría del conocimiento, vol. II, Eunsa, Pamplona 1985, pp. 225-234. 115 De Veritate, q. X, a. 8. El cogito, ergo sum podría interpretarse en este sentido. Pero en Descartes el contexto de este principio está desgajado de la intencionalidad.
130 III. Otras vías de autoconocimiento. La autoconciencia es un acceso privilegiado para el conocimiento propio, pero tiene que integrarse con otras vías. Aprendemos a conocernos no sólo por nuestras experiencias privadas, sino también con ayuda de quienes nos conocen y tratan, y también mediante el lenguaje, fenómeno público en que cristalizan las conceptualizaciones de las generaciones pasadas. Sobre esta base, no nos limitamos a sentir nuestras íntimas experiencias, sino que aprendemos a hablar de ellas y a interpretarlas correctamente. IV. La evidencia del autoconocimiento. La autoconciencia de nuestra identidad y de nuestra actividad cognitiva posee una evidencia muy fuerte, tanto como la evidencia de la existencia del mundo externo. Puede nublarse en casos patológicos. En condiciones normales, los fenómenos de la conciencia son bastante seguros, aunque admitan dudas semejantes a las de las sensaciones externas, entre otras cosas a causa de los grados de intensidad de la conciencia (no nos damos cuenta de lo que nos sucede, por ejemplo, si estamos poco atentos, o con relación a detalles particulares). Obviamente no nos conocemos bien: una persona puede creer que es muy inteligente, y quizá no lo es tanto, pero esto no es problema de conciencia de actos, sino de conciencia de nuestro modo de ser. 3. Características de la conciencia La conciencia no se limita al puro constatar psicológico de que “ahora estoy pensando, sé que existo”. La conciencia humana madura poco a poco (los niños son todavía poco conscientes de su vida), y debe crecer en todas sus dimensiones estructurales. Veamos algunas: 1) Conciencia veritativa: éste es el elemento gnoseológico básico, pues sin él nuestra conciencia se encerraría en sí misma. Una mente normal se sabe medida por la verdad y la realidad, que es como es y no como querríamos o como se nos ocurra pensarla. Apenas despuntan los primeros actos de conciencia, la mente advierte que se encuentra “constitutivamente” en la órbita de la verdad. Reconoce de modo natural la distinción entre ella y el mundo, la apariencia y la realidad, lo verdadero y lo falso. Momentos culminantes de esta situación son la experiencia de decir la verdad, el esfuerzo por descubrirla en casos difíciles, la ansiedad de tener que convencer a los demás de una verdad, o la experiencia inquietante de
131 mentir o de padecer las consecuencias de una mentira. 2) Conciencia falible, crítica, corregible: la experiencia de haber caído en errores, de haber sido engañados o de ver a los demás engañados es importante. Nace así la conciencia de la propia falibilidad. Esto hace que nuestra razón se vuelva crítica y no ingenua, con un equilibrio entre la conciencia escéptica, desilusionada de sí misma, y la conciencia presuntuosa, que cree poder conocer fácilmente cualquier verdad. La mente falible se descubre no completamente adecuada. Tiene que conformarse a la verdad, y por tanto debe someterse a correcciones y rectificaciones. Pero los errores no deben desalentarnos, pues indican nuestros límites noéticos y empujan, si se aceptan sinceramente, a una búsqueda renovada de la verdad. 3) Conciencia intersubjetiva: la subjetividad no está aislada, porque en las circunstancias ordinarias está en presencia de otros sujetos “simétricos”, que conocemos como seres iguales a nosotros. La presencia de los demás contribuye a descentralizar mi mente. El “otro yo” es paralelo a mí: tiene situaciones, exigencias y problemas que yo también experimento en mí mismo. Por tanto, no soy un absoluto. La conciencia intersubjetiva es recíproca: no sólo conozco a los demás, sino que me sé conocido por ellos, lo que contribuye a la idea que me hago de mí mismo. La conciencia intersubjetiva se añade a la conciencia veritativa. La relación lingüística con los demás (diálogo) se basa en la verdad y en la sinceridad. Decir la verdad es la primera condición estructural del lenguaje como evento social. Engañar, por tanto, es el primer mal que podemos hacer con el lenguaje, que de este modo se corrompe. La situación dialógica “originaria” no es de la estar engañados por la sociedad, como propugnan algunas filosofías pesimistas, sino la de comunicarnos la verdad recíprocamente y con generosidad. Esta comunicación genera relaciones especiales, entre las que descuellan la enseñanza y el acogimiento de la verdad. Estas relaciones se fundan en la confianza, pues los hombres somos seres racionales constituidos en la verdad. El engaño y la desconfianza, como el pecado, son derivados y no primitivos.
132 La conciencia falible adquiere nuevas connotaciones al unirse a la intersubjetividad veritativa. A la conciencia de nuestros límites cognitivos se añade la disposición a aprender de los demás, que en muchas cuestiones saben más que nosotros. Recíprocamente, podemos comunicar la verdad que hemos recibido o descubierto. Sin embargo, a causa de nuestra falibilidad, no podemos imponer dogmáticamente todas nuestras opiniones, y hemos de respetar otros puntos de vista. De aquí nace un conjunto de virtudes morales relacionadas con la verdad y con la situación de la propia conciencia. Llamo la atención especialmente sobre la sinceridad y la humildad. La sinceridad consiste en mostrar al prójimo nuestra conciencia tal como está, evitando presentar nuestra figura como no es (doblez), o disfrazarnos con una “máscara” que esconde lo que somos o pretendemos. La humildad es una nota cognitiva de la propia conciencia con repercusiones morales. El sujeto con conciencia humilde reconoce la justa verdad sobre sí mismo. Sólo el humilde acoge de buen grado la verdad que le llega de fuera y que no puede alcanzar con sus propias fuerzas: reconoce sus límites, y sin embargo se abre a la verdad y a quien sabe más que él. Naturalmente, también nuestros semejantes pueden equivocarse o engañarnos. Pero partir de una total desconfianza en la verdad recibida es un planteamiento equivocado. Esta actitud, propugnada por el racionalismo y el criticismo, lleva fácilmente al relativismo y a la cerrazón intelectual. La conciencia escéptica del “pensamiento débil” adolece de una falsa humildad: piensa que no puede conocer la verdad y así se vuelve incapaz de participar al menos en algunas verdades. 4) Conciencia hermenéutica: ordinariamente entendemos bien el lenguaje de los demás, en nuestras lecturas y conversaciones. La conciencia hermenéutica nos remite del lenguaje a la realidad y al pensamiento de nuestros semejantes. No es cerrada (“entiendo a los otros sólo desde mis interpretaciones”), sino abierta y realista, aunque haya defectos de comunicación. Somos capaces de entender la mentalidad de los demás, sus propias perspectivas, muchas veces diferentes de las nuestras. Los niños desarrollan poco a poco esta capacidad de “descentrarse” y de captar cómo está la mente de otros, algo que está en la base del diálogo y que afecta a las relaciones humanas (comprensión, saber ponerse en situaciones ajenas).
133 5) Conciencia en tensión hacia una verdad absoluta: nuestra inteligencia experimenta inquietud en su continua búsqueda de la verdad en el mundo y en nosotros mismos. No estando nunca satisfecha de lo que ha encontrado hasta ahora, tiende sin reposo hacia un infinito de verdad. Esto es un signo de su trascendencia 116. Esta tensión íntima y persistente equivale a la apertura dinámica de la inteligencia al ser en toda su universalidad, y de la voluntad al bien en absoluto. Ella es uno de los fundamentos de la espiritualidad e inmortalidad del alma. Este fondo profundo e indestructible no es una sed de más informaciones, sino que es la búsqueda de una realidad más alta que nuestro intelecto personal, en el contexto de nuestra relación con las demás personas: se trata de una realidad que pueda colmar nuestro dinamismo hacia la contemplación y el amor, lo que implica conocer y ser conocidos por Otro. Ésta es la tensión de nuestra conciencia hacia Dios. El Ser personal divino corresponde objetivamente a la inclinación hacia la trascendencia que ya se muestra en la estructura intersubjetiva de nuestra conciencia. Perder esta conciencia deprime al espíritu, que queda más fácilmente encadenado en la finitud y en las verdades impersonales y contingentes, incapaces de dar plenitud a las exigencias de infinito del corazón humano. 6) Conciencia ética: la conciencia humana se vuelve especialmente “concentrada” cuando afronta el bien que tenemos que hacer y el mal que hemos de evitar, lo que depende de nuestro libre querer -el elemento central de la persona- y de la comprensión de la verdad. Nuestra interioridad incluye esencialmente la conciencia de deberes morales. Este tema, aunque sea antropológico, tiene relevancia en gnoseología. Hacer el mal (pecado) es el origen principal de la mentira, porque el mal se enmascara de bien. El acto injusto, que todos van a desaprobar, tiende a ocultarse (de cara a los demás, pero también ante nosotros mismos) y así oscurece a nuestra conciencia, dejándola en una situación precaria ante la verdad. Esta nota repercute en la conciencia hermenéutica: no sólo hablo, sino que mi lenguaje debe decir la verdad y evitar la falsedad. La moralidad nos ayuda a descubrir, en nuestro ser-para-los-demás, la dignidad de las
116 TOMÁS DE AQUINO argumenta la existencia de Dios a partir de la tendencia de la mente hacia un infinito de verdad: “nuestra mente se extiende hacia el infinito en su actividad inteligente. Un signo de ello es que, dada cualquier cantidad finita, el intelecto puede siempre pensar una cantidad mayor. Esta ordenación de nuestra mente hacia el infinito sería vana si no existiera una realidad inteligible. Por tanto, tiene que existir una realidad inteligible infinita, que debe ser la realidad más alta. Llamamos a tal realidad Dios”: C. G., I, 43. Para el Aquinate, la mente es
134 personas –todas, no sólo algunas-, que merecen respeto (primera fase) y amor desinteresado (segunda fase). La conciencia ética esclarece al hombre los verdaderos valores y le ayuda a mantener un equilibrio en la búsqueda de los múltiples bienes. Las deficiencias morales, sobre todo si no son reconocidas, ofuscan nuestra percepción de los valores. Según la tradición clásica y cristiana, esta percepción se reconduce a la sabiduría, hábito intelectual superior a los hábitos científicos. Por eso, el debilitamiento de la conciencia ética abre el camino hacia el desequilibrio alienante y hacia la irresponsabilidad en la conducta. 7) Conciencia religiosa: esta forma de la conciencia se abre paso poco a poco en el hombre, y está vinculada a la conciencia veritativa, intersubjetiva y moral, y a la tendencia hacia una verdad y un bien personal y absoluto (Dios). Por eso, un defecto en las otras dimensiones puede desvirtuar la conciencia religiosa (volcándola a falsos dioses, o a falsos modos de llegar a Dios). La conciencia religiosa produce la máxima descentralización de la mente, pues acompaña a la experiencia del límite absoluto del hombre. Este límite impide que hagamos de nosotros mismos un absoluto (utopías históricas y otras formas de auto-exaltación de la humanidad) o, al contrario, frena nuestra posible tendencia a auto-destruirnos, al experimentar nuestra finitud (muerte, vanidad de nuestros esfuerzos, tentaciones de nihilismo, desencanto y adormecimiento de las mejores aspiraciones). La relación positiva con Dios Padre y Creador -dependencia absoluta, ser amados y perdonados- otorga a la conciencia humana un sentido de plenitud, estabilidad y empuje. Esto repercute en nuestra conciencia ante los demás y el mundo, que entonces se ven de modo positivo y equilibrado. La irreligiosidad produce efectos dispares en las etapas biográficas de la conciencia (entusiasmos, desilusiones, éxitos
aparentes, fracasos, momentos
críticos,
endurecimiento, insensibilidad). Así como la conciencia intersubjetiva lleva al hombre a dejarse medir por el juicio de los finita en el orden entitativo (pues es creatura), pero es infinita operativamente (tiende al infinito): cfr. S. Th., I, q. 54, a.2.
135 demás, la conciencia religiosa, y ahora me refiero especialmente a la conciencia cristiana, lleva a dejarse medir principalmente por el juicio de Dios (cfr. 1 Cor 4, 4). Esta idea se puede expresar con una fórmula empleada con frecuencia por San Josemaría Escrivá: vivir en la presencia de Dios, es decir, sabiéndonos conocidos por Dios, lo que entronca con la conciencia de filiación divina117. Por la radicalidad de este punto, cabe decir que el hombre sabe de verdad quién es sólo si desarrolla su conciencia religiosa, pues así se conoce como Dios lo conoce (cfr. 1 Cor 13, 12). El que ignora su relación personal con Dios, todavía no se conoce a sí mismo: vive en la oscuridad respecto a sí mismo 118. Pero como la naturaleza humana posee un impulso constitucional hacia Dios, radicado en su voluntad (voluntas ut natura), impulso previo al ejercicio de la libertad 119 y operante en la tendencia del hombre hacia el amor, esa oscuridad desencadena una serie de dinamismos en la vida humana y en sus relaciones con las cosas y personas. En estos dinamismos se juega el drama de la existencia humana. 8) Ajustar la propia conciencia: un problema noético y antropológico. La conciencia puede sufrir algunas patologías provenientes de la base orgánica. Pero puede también adolecer de defectos, y en cierto modo esto afecta a todos, con respecto a las dimensiones que acabo de indicar. Pueden darse desviaciones de la conciencia moral, religiosa, intersubjetiva, etc. Algunas son alimentadas culturalmente por formas religiosas peculiares, costumbres, ideologías o teorías filosóficas. En la “conciencia subjetivista”, por ejemplo, el sentido de la verdad se disuelve en “mi” verdad. Una conciencia fatalista (“no puedo hacer nada, sólo puedo ser consciente de la necesidad con que todo sucede”), elimina la responsabilidad personal y así prepara la ruina de la libertad.
117 “El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas”: J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, Rialp, Madrid 1985, 10ª ed., n. 26. Cfr. también Camino, Rialp, Madrid 2001, 72ª ed., n. 265-278. 118 Platón había entrevisto que sólo Dios otorga al hombre la medida definitiva de sí mismo. Con la Revelación cristiana, podemos decir que Cristo, al realizar en sí mismo la plenitud de la humanidad, manifiesta plenamente el hombre al hombre: cfr. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, n. 22. 119 Escribe TOMÁS DE AQUINO: “todas las cosas desean implícitamente (implicite) a Dios”: De Ver., q. 22, a. 2; “cada cognoscente conoce implícitamente a Dios en todo conocimiento”: ibid., ad 1; “en cuanto algunas cosas desean ser, implícitamente desean a Dios, y asemejarse a Dios”: ibid., ad 2.
136 Toda persona debe tratar de desarrollar su conciencia de una manera justa y responsable, con ayuda de la moral y la religión, para conocerse verdaderamente en todas las dimensiones de su ser. Sólo así podrá contemplar la realidad de modo sapiencial, de donde nace una orientación profunda de la libertad humana. Algunas filosofías creyeron identificar el mal del hombre en la inadecuación de su conciencia. La curación de estas “patologías antropológicas” sería una toma de conciencia, un reconocimiento personal de la verdad sobre nosotros mismos. En esta línea procede la liberación de la conciencia de sus alienaciones (Marx), el tratamiento psicoanalítico (Freud), la terapia lingüística (Wittgenstein), la crítica de las ideologías (Habermas), las correcciones de nuestras conjeturas (Popper). Muchas verdades sobre nosotros mismos, evidentemente, pueden quedar ocultas a nuestros ojos. El que no es capaz de reconocer sus propios errores, no podrá mejorar. Quien no admite críticas por orgullo o cerrazón, no puede salir de sus errores, es más, seguirá ampliándolos. Las posiciones filosóficas que he mencionado, con todo, son insuficientes, pues omiten la dimensión moral y religiosa, que está en la raíz misma del reconocimiento profundo de la verdad sobre nosotros mismos. En la vida moral y religiosa, la “toma de conciencia” fundamental es la conciencia del pecado y la conversión del corazón, con la apertura a una instancia salvífica trascendente. La revelación de Dios interpela a la conciencia humana, la despierta y la eleva hacia la verdad. La “autoconciencia”, entonces, ya no es autónoma, pues depende de Otro. Sólo quien nos ama y conoce radicalmente puede revelarnos lo que somos y movernos a aceptarlo. Por sí solo el hombre no puede conocerse a sí mismo. La conciencia del pecado no deprime la “autoestima” humana, que es también necesaria para conocernos bien. La “autoestima” se produce cuando nos sabemos valorados por los otros y es eficaz si se basa en la verdad. Su fundamento radical es la conciencia de que somos creados a imagen y semejanza de Dios y de que somos amados por Él como hijos120. Cuando esta base antropológica está asegurada, las otras “tomas de conciencia” se pueden 120 Estas referencias teológicas superan el plano racional de la filosofía. Aquí presupongo la fe cristiana y hablo en el marco de una relación positiva entre fe y razón.
137 plantear de modo adecuado, por ejemplo aceptando con facilidad las ayudas ajenas para corregirnos, encontrando la justa medida en la crítica a las ideas imperantes en la sociedad y tratando de fomentar con la educación los hábitos que favorecen el conocimiento propio. 4. El conocimiento de los demás Sólo en tiempos recientes la filosofía empezó a tematizar la intersubjetividad, aunque ésta sea, por paradoja, la cosa más obvia. Los clásicos hablaron poco de ella, pero no la negaron. Sin embargo, algunas temáticas tradicionales, como la amistad y la caridad, venían ya a recordarnos que nuestro conocimiento no se ejerce aisladamente. Conocemos “junto” a los demás, a través de una comunicación continua, personal y social. En los filósofos contemporáneos, el tema de la intersubjetividad surge con frecuencia como reacción ante los planteamientos racionalistas, que concibieron la conciencia de modo cerrado. Indico dos posturas en las que el conocimiento ajeno se vuelve problemático: a) En el racionalismo cartesiano, yo tengo certeza sólo de mi conciencia. Si esta tesis se radicaliza, se cae en el solipsismo: sólo existo yo, con mis pensamientos, y los demás se transforman en una hipótesis, o en una realidad incorporada a mi subjetividad, cuyo trascender es problemático (no podría llegar a conocer a los demás como son). El racionalismo concibe a menudo el conocimiento externo como algo limitado a los fenómenos físicos. Por tanto, yo vería sólo el cuerpo de los demás, escucharía el sonido de sus palabras, pero cualquier intento de ir más allá sería una teoría o hipótesis. Con un aparente apoyo a esta tesis, se arguye que no podemos ver los pensamientos ajenos. Por tanto, un acceso racional a la interioridad ajena sería siempre mediato y problemático. b) El conductismo radical encuentra dificultades para el conocimiento del psiquismo ajeno. Conforme al modelo de las ciencias naturales, conoceríamos sólo aspectos externos y verificables. Nace entonces la idea de reducir el psiquismo a comportamiento externo, omitiendo la referencia a una interioridad que aparece como poco fiable o dudosa. Veamos ahora algunos puntos centrales sobre el conocimiento de las otras subjetividades,
138 en un cuadro realista y metafísico. En primer lugar, consideraré la percepción inmediata de otro sujeto. Luego analizaré el encuentro personal y, por último, tocaré el tema de la comprensión del hombre y las cosas humanas. I. Percibir a otra persona. Percibimos a nuestros semejantes mediante una experiencia inteligente inmediata. Esta experiencia se va formando desde nuestra infancia, gracias a un acumularse de relaciones interactivas con los demás, en especial a través del lenguaje. Nuestra inteligencia comienza a objetivar sólo con el uso del lenguaje, y aprendemos a hablar sólo en las relaciones con nuestros semejantes. La persona no puede crecer intelectualmente por sí sola, especialmente en sus primeros años de formación. Así aprendemos a percibir de modo natural a las personas, en su unidad de espíritu y cuerpo (“subjetividad encarnada”, o “corporalidad personal”). La persona se expresa a través de gestos y palabras. Así se nos muestra y así nos dirigimos a ella de modo interactivo. Esta experiencia es originaria, aunque está condicionada por una adecuada manifestación física de la persona. Además es recíproca, es decir, se reafirma en las dos direcciones, como manifestación del otro y viceversa. Momentos esenciales del encuentro personal son la mirada, el saludo, el gesto facial amistoso, el dirigir la palabra y el responder de modo simétrico a estos actos, que se realizan de modo completo si son recíprocos, es decir, si son acogidos y respondidos. Una prueba del carácter natural de esta experiencia es lo difícil que resulta ignorar a una persona presente, como si nada ocurriera. En el encuentro personal se accede de modo directo, con la mediación sensible, a la persona ajena, a su subjetividad, a su alma-en-el-cuerpo. Es un error limitar la percepción de los demás a la visión del cuerpo en su materialidad, pensando que las otras mentes se conocerían “por inferencia causal”. Tratar a otra persona como si fuera algo meramente material resulta violento. Percibimos en los demás, especialmente al ver su rostro, un cuerpo animado, un cuerpo personal, sin dualismos ni separaciones. II. Análisis del encuentro personal121. Veamos de modo más analítico los elementos 121 Cfr., sobre el tema, J. R. SEARLE, Actos de habla, cit.
139 fundamentales que intervienen en la percepción inmediata del otro, esto es, en el encuentro interpersonal. El diálogo o conversación es el acto directo y completo de la comunicación con el otro, en el que se percibe de modo interactivo su existencia personal. Hay muchos tipos específicos de encuentros (maestro/alumno, marido/mujer, padre/hijo, jefe/subordinado, entre amigos), y cada uno tiene aspectos propios. Aquí me refiero a los aspectos esenciales de la comunicación intersubjetiva, que garantizan su carácter personal. 1. Papel del simbolismo. Nos comunicamos a través de símbolos dotados de significado intelectual. Los animales se comunican sólo mediante señales sensibles destinadas a provocar efectos sensibles, mientras que el hombre lo hace viendo en ello un fin deleitable y noble en sí mismo. Los símbolos se usan en contextos pragmáticos. Los gestos, las expresiones de la voz, las aclaraciones, ayudan a la interpretación correcta de lo que se dice. Si los símbolos no se comunican bien o no se reciben adecuadamente, se produce un defecto de comunicación. Obviamente, el acto comunicativo no siempre es perfecto (por ejemplo, por falta de dominio de la lengua). La hermenéutica es la ciencia que estudia la comunicación a través de los símbolos. Por tanto, la comunicación interpersonal se produce de modo hermenéutico, es decir, se cumple en el intercambio de símbolos adecuadamente interpretados. Gracias a los contenidos simbólicos, las personas en diálogo penetran de algún modo en la interioridad ajena. El que dirige la palabra a alguien y es entendido, “abre” parcialmente su alma. La comunicación es una libre revelación al prójimo. La mediación universal de los símbolos permite la identificación de los interlocutores en algo común. Si digo a alguien “¡abre la ventana!”, tengo con él un mismo pensamiento, pues lo que comunico es captado por el otro. 2. Intencionalidad comunicativa. Cuando leemos un libro o entendemos algo, no se produce todavía un encuentro personal. En las conversaciones, cada uno aprende a comprender las intenciones del interlocutor, concretamente su intención de ejercer un acto lingüístico (narrar, jurar, preguntar, bromear), y debe aceptar tal intención, poniéndose en la situación de escuchar y disponerse a la respuesta. El diálogo se corta si falta la voluntad de comunicarse y así se deja de colaborar para llegar al entendimiento mutuo. Si se da esta voluntad, los defectos expresivos son superables, pues se
140 buscarán nuevos medios expresivos (“principio de colaboración”). Ningún conjunto de signos basta para manifestar un pensamiento si no se presupone en los otros inteligencia y buena voluntad de entender (los “diálogos de sordos” adolecen de una falta de voluntad comunicativa). 3. Conciencia y voluntad hermenéutica. En el diálogo sostenido en condiciones ordinarias cada uno capta al otro y se sabe captado por él. Cada uno sabe que sus gestos y expresiones serán interpretados (conciencia hermenéutica) y así se empeña para que esa interpretación coincida con el mensaje que quiere comunicar (voluntad hermenéutica), de modo que el acto lingüístico sea eficaz. A su vez, cada uno está a la espera de la respuesta del otro y está predispuesto a interpretar bien sus mensajes, que serán intercambiados. Por eso normalmente entendemos a los demás “a su favor”, presuponiendo sus intenciones comunicativas (si alguien nos dice algo incoherente, a veces buscamos “qué quiso decirnos” y no pensamos sin más que es incoherente). 4. Dimensión afectiva. El diálogo requiere un consenso voluntario mutuo, un mínimo de benevolencia entre los interlocutores, salvo casos anómalos (diálogos “forzados”). La temática del conocimiento por connaturalidad vale especialmente para el conocimiento interpersonal. La convivencia y familiaridad hacen más eficaces los actos hermenéuticos. La ausencia de amistad, ciertos vicios morales o el trato escaso son ocasiones de incomunicabilidad, malentendidos e ineficacia de los medios comunicativos. 5. Fe y comunicación. La fe es uno de los fundamentos de la comunicación. Para entablar un diálogo hay que estimar creíble y verdadero lo que los demás nos dicen, y esto es precisamente la fe. El diálogo no sería posible si no pensáramos que en principio los demás quieren decirnos la verdad (sinceridad) y la conocen (competencia). La intención de engañar y la sospecha de que el otro nos engaña corrompen el diálogo. Pero esto no justifica las “filosofías de la sospecha”, que ven en los otros mala fe y voluntad de imponerse. Esto podrá darse en ambientes enrarecidos, donde predominan la hipocresía y la búsqueda de los propios intereses, pero no es la situación constitucional de nuestra intersubjetividad.
141 6. Simetría y asimetría en el conocimiento personal. El encuentro personal es simétrico: el que habla es escuchado, pero debe también escuchar y responder. Sin embargo, el conocimiento de los otros no es simétrico, pues el interior de los demás es inaccesible si no se manifiesta. Los otros no pueden experimentar nuestros sentimientos, pero sí pueden participar en ellos con empatía, cuando los comunicamos. A veces desde fuera nos conocen mejor, pues poseen una visión más objetiva que la nuestra, o una mayor finura y madurez en la comprensión de estados anímicos y situaciones personales. Desde el punto de vista de la experiencia, sólo nosotros “sentimos” lo que nos sucede. Pero nos resulta mucho más difícil “interpretarnos” y juzgarnos con ecuanimidad y realismo. Por eso, una persona madura y que nos quiere bien muchas veces puede orientarnos mejor que nosotros mismos. El hecho de que percibamos a nuestros semejantes como un “otro yo” (alter ego) implica que todo lo que pertenece a nuestra autoconciencia (conciencia veritativa, ética, religiosa, etc.) lo transferimos a los otros. También los demás buscan la verdad trascendente. Por tanto, no podemos hacer de nuestros semejantes un absoluto: no encontramos en ellos lo que nuestra alma busca como un bien absoluto y último. No percibimos al prójimo como aquél de quien dependemos de modo originario, sino como quien nos acompaña en nuestra búsqueda del Absoluto. 7. Conciencia colectiva. La unión de la persona en un grupo (familia, nación, cultura, comunidades) crea una “conciencia colectiva” con la que cada uno se identifica en muchos aspectos. Si la conciencia de grupo (el nosotros) prevalece totalitariamente sobre el individuo, el sentido de la persona se oscurece. La persona trasciende la conciencia colectiva. Debe estar abierta a cualquier persona humana y verla como un “tú”, con la dignidad del prójimo, que es potencialmente amigo. Todas las personas son iguales y tienen el mismo valor. El exclusivismo colectivo, especialmente en las formas de exaltación nacionalista o cultural, lleva a despreciar o a ignorar a los que “no tienen la suerte” de pertenecer a “nuestro” grupo cultural o nacional. La conciencia colectiva exasperada es una forma patológica de la conciencia, que ha provocado
142 infinitas injusticias en la historia. No es verdad que las culturas están siempre en antagonismo. Aunque esto suceda en algunos casos, es patológico. Lo natural y humano es la comunicación generosa. 8. Estar en presencia de los demás. Cuando se ha aprendido a reconocer los signos de los demás, basta advertir su presencia física para que se mantenga en acto nuestra percepción habitual de su existencia personal, semejante a la conciencia concomitante de nuestra existencia. “Estar en presencia de los otros” es una situación de diálogo potencial. Cualquier momento puntual de una conversación presupone una situación de presencia personal, habitual y mutua. Nuestra existencia consciente en el tiempo, en definitiva, se caracteriza por la inmediatez cognitiva habitual de tres existencias: el mundo, nuestro yo y las demás personas. El mundo natural nos está presente de continuo junto a nosotros mismos, y estamos “en presencia” de los demás todo el tiempo. Nuestra vida entera se desarrolla desde esta situación cognitiva originaria. Dios no se ofrece a nuestra percepción inmediata (como sucederá en la visión beatífica, para la fe cristiana). En este mundo, el yo finito, abierto al Infinito, está en camino hacia Dios. Sin embargo, en la dimensión de la fe el cristiano puede vivir con la conciencia de estar en la presencia de Dios. Y así puede relacionarse con Él como con quien podemos comunicarnos con confianza. 9. ¿Existe una percepción extra-sensorial de los pensamientos ajenos? Nuestra experiencia intelectual de cosas y personas está limitada a objetos observables que se presentan a los sentidos. La percepción mediata de seres distantes -por teléfono, televisión, etc.- es posible gracias a la comunicación física causal (ondas electromagnéticas y acústicas) entre objetos distantes (emisores de ondas) y órganos sensoriales (receptores de ondas). Esta forma de comunicación requiere un tiempo, para así recorrer la distancia entre los objetos. Toda vía física causal presenta tal característica, que suele llamarse “condición de localidad”. En línea de principio, la física actual mantiene esta condición, aunque se discute sobre la posibilidad de que ciertos efectos físicos sean no-locales, es decir, que interactúen a distancia de modo instantáneo. La llamada percepción extra-sensorial, saltándose la condición de localidad, llegaría a
143 advertir a distancia objetos y a comunicar así las mentes de las personas, sin la ordinaria manifestación sensible de los pensamientos (telepatía). Los que sostienen la existencia de estos fenómenos suelen atribuirlos a poderes mentales especiales, no ligados a los sentidos. Algunos añaden la posibilidad de producir efectos sensibles a distancia sólo con el pensamiento (psicokínesis) y hasta de comunicarse con las almas de los difuntos. La posibilidad de obrar como espíritus puros, fuera de nuestra condición psicosomática que nos liga a los sentidos, no pertenece a nuestro modo de existir en el mundo y no consta a la experiencia ordinaria. Los fenómenos indicados son posibles en el ámbito de los milagros, eventos sobrenaturales causados por el poder de Dios a favor de los hombres. Pero en muchos casos esos fenómenos se presentan en contextos de hechicería, magia o espiritismo, y tampoco habría que excluir, en algunas circunstancias, una intervención diabólica. Muy distinta es la comunicación con Dios, los santos, los ángeles (y las almas del Purgatorio), a través de la oración e intercesión de gracias. La oración y la vida de la gracia son una real comunicación con Dios en la dimensión de la fe -misteriosa y no controlable con recursos empíricos y racionales-, sin la evidencia propia de la percepción existencial. La parapsicología estudia casos paranormales de percepción, aparentemente extrasensoriales. Este campo está abierto a las investigaciones. Quizá algunas formas de percepción “a distancia” sean debidas a una especial sensibilidad y recibirán un día una explicación natural, que toca a la ciencia descubrir. III. La comprensión del hombre y las cosas humanas. Las vías para profundizar en la comprensión humana (aparte de los encuentros personales) son múltiples. En el campo filosófico se ha insistido en la insuficiencia de los métodos de las ciencias naturales para entender al hombre. Se han reivindicado los métodos comprensivos para entender la historia, la cultura, las sociedades. Daré una breve panorámica de este campo de la gnoseología. 1. El conocimiento humano es de naturaleza hermenéutica, porque el hombre manifiesta su interioridad mediante símbolos y comportamientos significativos. El conocimiento de las culturas, las ciencias y la praxis humana pasa a través de la hermenéutica, pues el hombre objetiviza todas sus actividades en los símbolos.
144 2. La comprensión humana requiere el uso de conceptos antropológicos. Sólo así alcanzamos la teleología interna y las motivaciones de la praxis, la estructura del comportamiento humano y las dimensiones de la libertad. 3. El conocimiento adecuado de personas y cosas humanas pertenece a la experiencia. Las ciencias no bastan para comprender a las personas y a las situaciones humanas en su singularidad existencial. La aproximación científica es necesaria, por supuesto, para conocer aspectos esenciales de la naturaleza humana, y para esto son útiles la antropología filosófica, la psicología, la sociología y las otras ciencias humanas. Pero la libertad y la increíble complejidad de la vida humana hacen insuficientes a los métodos científicos ante la magnitud del conocimiento histórico y existencial del hombre. 4. Conocimiento de la interioridad y la praxis. Conocemos bien a las personas cuando comprendemos su interioridad (valores en que creen, motivaciones de sus acciones, situación de su conciencia) y su praxis, tomada en toda su amplitud (praxis moral, religiosa, social, familiar). Naturalmente, es imposible comprender a fondo estas dimensiones en su conjunto. Las ciencias son útiles para conocerlas en parte, pero su aporte es parcial. La psicología sirve para conocer mucho del hombre, pero está limitada por sus métodos y perspectiva formal: no penetra a fondo y radicalmente en la existencia humana, como lo hace la antropología y la ética. 5. Conocimiento indirecto. Las relaciones personales suelen ser limitadas como medio de conocimiento personal (pues son parciales, discontinuas y quizá poco profundas) y no sirven para conocer a las generaciones del pasado. Para conocer la vida y personalidad de los demás hay que acudir con frecuencia a métodos indirectos: narraciones, testimonios, documentos escritos. Estos medios transmiten contenidos de experiencia y dan informaciones fragmentarias, pero sobre esta base podemos reconstruir racionalmente aspectos de la vida y el carácter de los demás. La historiografía lleva estas reconstrucciones al nivel científico. La historia es un conocimiento mediato de los eventos humanos. El conocimiento histórico emplea métodos hermenéuticos, comprensivos -experiencias, analogías- y analíticos (por ejemplo, reglas generales sobre el comportamiento social y sus causas).
145 6. Conocimiento cultural, social e histórico. Todo lo visto se aplica proporcionalmente a la comprensión de eventos y creaciones humanas de tipo social, cultural e histórico. Para este conocimiento no basta la convivencia ordinaria. La historia, el dinamismo social, la vida política, escapan al alcance de nuestros conocimientos inmediatos (y la participación personal en estos campos es muy parcial). El conocimiento en estas áreas requiere mediaciones. Pueden distinguirse dos niveles: 1) el nivel retórico emplea conocimientos al alcance de todos, sin rigor analítico o científico. Así obran los medios de comunicación, el arte, los libros divulgativos o las revistas. Estos medios pueden hacernos conocer indirectamente muchas cuestiones humanas; 2) el nivel científico historia, sociología, economía- recurre a medios racionales sistemáticos, que nos permiten aproximarnos con profundidad a las realidades humanas. La ciencia hace falta allí donde no llega la comprensión ordinaria. Por otra parte, la sociedad, la historia y las culturas se han de comprender en su pluridimensionalidad: se han de tener en cuenta los valores, tradiciones, instituciones, es decir, la entera praxis en sus aspectos estructurales y en su evolución histórica. Por ejemplo, si sólo miramos la praxis en sus aspectos económicos, tendremos una visión reductiva de la cultura. El conocimiento de las personas, la cultura y la historia, en definitiva, es una tarea inagotable. Sólo llegaremos a conocimientos parciales, que a veces convendrá ir reajustando. Conocemos numerosas verdades en todos estos campos, pero siempre permanecemos abiertos a ajustes y a nuevos avances.
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CAPÍTULO 5 LOS PRIMEROS PRINCIPIOS
En los capítulos anteriores vimos los modos fundamentales de conocimiento de la realidad material y las personas. Ahora nos detendremos en el desarrollo global del saber. El primer punto es el recorrido que, partiendo de más inmediato, progresa en todas las direcciones del conocimiento. El camino de lo inmediato a lo mediato se asigna tradicionalmente a la razón. Las cosas captadas de modo primitivo son el punto de partida para el resto del pensamiento. En la filosofía aristotélica, la comprensión de lo inmediato corresponde al intelecto, entendido aquí como la capacidad de captar directamente contenidos inteligibles. Lo que se conoce primariamente se llama principio. Hay, pues, principios de conocimiento. En el cuadro del realismo, ellos son principios de la realidad: principios gnoseológicos, pero también ontológicos. No entendemos todo de golpe, sino que tenemos que esforzarnos para conocer a través de senderos complicados. El binomio intellectus/ratio (noús y lógos, en griego) nos da la clave para comprender el modo de operar de la inteligencia. Pero la razón no siempre es deductiva. Como veremos, los pasos de unos conocimientos a otros son complejos, y la razón posee una notable versatilidad. Hay muchas modalidades racionales. El crecimiento racional de nuestra inteligencia está lejos de ser simple: somos complicados, también porque los niveles cognitivos se entrelazan. Pero siempre estamos en tensión hacia la verdad y logramos alcanzarla, proyectándonos una y otra vez hacia nuevos horizontes de la realidad. 1. Existencia de principio Casi todos los filósofos, salvo los escépticos, admiten la existencia de principios cognitivos. Difieren, sin embargo, en la interpretación de su valor y contenido.
147 Advertimos que pensamos según principios si consideramos un conocimiento e intentamos reducirlo, como en un movimiento hacia atrás, hacia un “fundamento”. Inicialmente no somos conscientes de los principios, es más, se nos esconden, pues suelen ser presupuestos no explícitos de lo que hacemos y pensamos. Usamos un medio de transporte, por ejemplo, porque queremos llegar a nuestro sitio de trabajo (la universidad, un hospital), donde desempeñamos ciertas actividades (seguir un curso, atender enfermos), que consideramos convenientes. Las vemos como útiles porque el estudio, la carrera, la profesión médica, son algo bueno para nosotros, que responde a objetivos de la vida que estimamos y deseamos (si nacen de criterios más altos, la reducción se desplazará más atrás). Y así, la vida profesional, la dedicación a una ciencia o arte, la atención a los enfermos, siendo valores, constituyen presupuestos racionales de una serie de decisiones y actividades de nuestra vida. Estos presupuestos son un principio de conocimiento, práctico en este caso (la finalidad es un principio racional de las actividades humanas). Obramos movidos por presupuestos racionales, pero también por opciones, preferencias, intereses, necesidades. Los principios prácticos son también apetitivos, pues nacen de tendencias, pasiones, actos de voluntad y amor hacia algunas cosas. Actuamos también obligados por presiones, necesidades y circunstancias externas. Pero obramos racionalmente sólo cuando nuestras decisiones al menos son cribadas por una consideración intelectual. El que actúa por puro enojo, actúa irracionalmente. Esta actuación se haría racional si uno considerara al menos que el enojo a veces puede influir sanamente en nuestra conducta (por ejemplo, si hay motivos justos para indignarse). En la medida en que el obrar “se justifica” con un motivo o razón (“obré de este modo porque era mi deseo, pero era un deseo legítimo, bueno, razonable”), se está recurriendo a un presupuesto racional. El presupuesto suele tomarse universalmente, como algo vigente para todos los que se encuentren en situaciones análogas (“es correcto seguir los deseos razonables”). Es normal justificar nuestras acciones con razones implícitas más o menos universales. Sólo las bestias actúan sin preocuparse de justificarse, pues se mueven espontáneamente por sus instintos. El hombre podrá también obrar algo bestialmente, pero lo ordinario -y humano- es buscar
148 justificarse (aunque pueda hacerlo erróneamente). Y la justificación es la búsqueda de un principio. En el campo especulativo se acude también a presupuestos. Tras haberme escuchado emitir un juicio o dar una información, cualquiera puede preguntarme: “¿por qué has dicho eso?, ¿cómo lo sabes?”. Ese ¿por qué? es el reclamo de una razón. La razón será, en última instancia, una premisa o presupuesto que legitima mis afirmaciones. Posibles respuestas son: “es obvio”, “todos lo dicen”, “se deduce de otras cosas”, “lo intuyo”, “es una hipótesis”, “es un descubrimiento personal”. Normalmente se admite que lo obvio, la intuición, una fuente segura de información, legitiman un juicio. Y así nos remitimos a un principio inmediato y universal (válido para todos). El ámbito especulativo es análogo al práctico, pues obedece a una estructura epistémica que legitima los¿por qué?. La respuesta apelará, al final, a algún principio universal, inmediato y último, que hace cesar la pregunta (pues de lo contrario iría al infinito). Por tanto, los principios son: * Universales: no se considera que valen sólo para mí, sino para todo ser humano en cuanto es racional. Sólo los locos “no atienden a razones”. Esta universalidad es el fundamento del diálogo y la comunidad entre los hombres. Si pensáramos que los demás podrían tener principios tan diversos de los míos, que nada tendríamos en común, la convivencia sería literalmente imposible. La vida social no exige que todos estén de acuerdo en todo, pero al menos requiere un acuerdo tácito en algunos principios (como mínimo, que “es conveniente llegar a un acuerdo”, lo cual es ya un principio universal). * Inmediatos: los principios son captados de modo originario por la inteligencia, y no por inferencias, revelaciones o testimonios, que son siempre modalidades mediatas del conocimiento (presuponemos la mediación sensorial, compatible con la inmediatez de los principios). “Esto lo sé porque me lo dijo Fulanito” presupone la percepción inmediata de Fulanito, de su lenguaje y un motivo de nuestra confianza. La inmediatez del principio no significa que sea intuitivo ante un simple vistazo. Lo inmediato normalmente es un presupuesto implícito, incluso inconsciente, y hace falta reflexión para advertir su presencia. El que usa la razón presupone que “la razón es confiable”, y esto es un principio.
149 * Los principios justifican los conocimientos derivados o fundados en ellos. La operación que muestra la conexión entre un principio y los conocimientos fundados se llama razonamiento o inferencia. El principio es “la razón” del conocimiento fundado. En las ciencias formales, como la lógica y la matemática, los principios suelen llamarse axiomas. * Últimos: los “primeros” principios no pueden ser a su vez justificados por otros (lo que crearía una cadena ad infinitum, eliminando así su papel de principio). Según Aristóteles, los primeros principios son indemostrables 122. Los principios intermedios, si los hay, se justifican en virtud de otros previos, de modo que al final se llegará a los últimos (uno o muchos). Por tanto, no todo tiene que fundarse o justificarse. El principio, si es realmente último, ya no se justifica, pues es precisamente aquello por lo que se justifica todo lo demás. Aclaro que ahora me estoy refiriendo a principios del conocimiento, noéticos (quoad nos), aunque también pueden ser reales. Si se pretende que un principio sea real u ontológico (quoad se), sin que nos sea inmediato, tendremos que reducirlo a algún principio inmediato quoad nos. 2. Interpretaciones Veamos algunas posiciones relativas a los principios: I. Negación de los principios. El empirismo y el nominalismo niegan la existencia de principios universales. Sin embargo, el empirismo pretende explicar el pensamiento a partir de la elaboración de los sentidos, por lo que de algún modo asume los datos de los sentidos (y con frecuencia las hipótesis subsiguientes) como “últimos principios” genéticos del conocimiento. En la medida en que el empirismo -de tipo conductista, o pragmatista- pretende ser una teoría general sobre el modo en que conocemos, va a una explicación universal. Esto es ineludible. Algunas tendencias filosóficas son contrarias a la existencia de principios universales. Los hombres se guiarían sólo por una pluralidad de experiencias o ideas culturales. La búsqueda de principios sería fundacionalismo. No habría “fundamentos” y sería inútil buscarlos. Prevalecería un pluralismo irreductible de paradigmas. Esta posición relativista coincide con la antigua actitud escéptica. Pero en ella se esconde una contradicción. La negación de todo principio, con la
150 afirmación de una pluralidad irreductible a la unidad, es ya un principio, y un principio bastante fuerte, capaz de paralizar toda actividad o pensamiento que pretenda seguir otra línea. Paradójicamente, los que sostienen un pluralismo “anárquico” -sin principios-, prohíben muchas cosas, por ejemplo prohíben asignar un sentido universal a las palabras. Estas prohibiciones son dogmáticas y universales. II. Los principios como extra-intelectuales. Esta orientación es una consecuencia del escepticismo ante los principios. Si no los hay, fácilmente se intentará verlos como posiciones pre-racionales de índole biológica, social, tradicional, voluntaria o pragmática. Las máximas morales, como “hay que respetar al prójimo”, “hay que obedecer las leyes”, habrían surgido, por ejemplo, como una forma de comportamiento social de la especie humana, o de modos semejantes. Los principios, dirán otros, son creaciones convencionales de los hombres. La afirmación de determinados principios serviría para cohesionar a las conciencias, o daría poder a grupos sociales (explicaciones sociologistas, como sucede en Marx, o de matriz voluntarista, en la línea de Nietzsche). Para otros, serían fruto de acuerdos prácticos entre los hombres, por ejemplo para emplear útilmente ciertas cosas, o para obrar juntamente y entenderse de algún modo (pragmatismo). En conclusión, no se acepta la naturaleza intelectual del principio, y por eso se tiende a verlo como una mera función práctica. La voluntad, o quizá una fuerza vital o genética del hombre, llevaría a la mente a crear axiomas pseudo-teóricos, que en definitiva se interpretan como instrumentos de la praxis. Pero también éstas son explicaciones últimas, y de tipo intelectual, con lo que desmienten su contenido. La afirmación “los principios son creación humana”, ¿es una creación humana, o pretende ser verdadera? Dominio, potencia, voluntad, utilidad, vida, son concebidas diversamente por estas teorías que reducen los principios a esos aspectos. Estas posiciones se contradicen a ellas mismas. Se propone una teoría intelectual para privar de valor a las teorías intelectuales. III. Los principios como contenidos intelectuales “a priori”. Otros autores (racionalistas, idealistas) reconocieron el contenido especulativo en los principios. Pero al no ver cómo podrían
122 Cfr. Analíticos Posteriores, I, 71 b 26, hasta 72 a 6.
151 emerger de la realidad, prefirieron ponerlos como premisas a priori de la razón. Indico las posturas más frecuentes a este respecto: a) Los principios serían una creación racional (idealismo). El principio sería la autoafirmación de la razón, ley para sí misma. Si se la ve como una función práctica, vamos al pragmatismo. b) Para el racionalismo, los principios serían intuiciones a priori de la razón. Si se admite su verdad, la diferencia con el aristotelismo es que no se ve cómo podrían surgir de la experiencia (por abstracción inductiva). Más frecuente hoy es ver a los principios como hipótesis, conjeturas, reglas, ni evidentes, ni verdaderos o falsos. Así se retorna nuevamente al pragmatismo, pues el único modo de encontrarles un sentido es que “sirvan para la vida”. Pero esta explicación, otra vez, es ya un principio creído verdadero (el principio de que “los principios son hipótesis útiles”). 3. Algunos principios Hay muchos tipos de principios (físicos, matemáticos, metafísicos, éticos, teológicos). En este capítulo me refiero a principios epistemológicos y no exclusivamente ontológicos. La naturaleza, la libertad, Dios, son principios ontológicos de los que dependen muchas cosas (Dios es principio creador de todo lo que existe). Desde el ángulo gnoseológico, nos interesan los principios noéticos, aunque en el realismo son también ontológicos (de lo contrario iríamos al conceptualismo o al racionalismo). I. Principios existenciales. Aristóteles había hecho notar que la ciencia presupone ante todo la existencia de sus objetos de estudio 123. Lo primero que todo cognoscente presupone es: La existencia de la realidad física, es decir, un conjunto abierto y ordenado de cosas materiales y sensibles. La existencia del sujeto que conoce.
123 Cfr. Metafísica, IV, 1025 b 10-20; Analíticos Posteriores, I, 76 a 31ss.
152 La existencia de otros sujetos semejantes a nosotros (este presupuesto no es absolutamente necesario). El que conoce está siempre inmerso en el mundo natural, que para él constituye como un fondo habitual de sus conocimientos, y está también presente a sí mismo. El conocimiento de otros sujetos no es un presupuesto absoluto del conocer, pero una vez que se ha tenido tal experiencia, no puede evitarse y por tanto permanece como un elemento esencial del horizonte cognitivo. Los principios existenciales son, pues, el mundo, yo y los demás. Es éste el presupuesto implícito y habitual de los actos cognitivos de cualquier cognoscente. No se parte del yo, ni del mundo material, ni de una idea abstracta de ser. Se parte del conjunto naturaleza física/yo/otras personas. Ahí se advierte, de modo inicialmente confuso, pero seguro, que esas realidades son, en el sentido de existir. La primera advertencia del ser nos llega desde el son de las cosas y del yo soy/ellos son de la autoconciencia personal en sus relaciones intersubjetivas. Estos principios no se expresan en proposiciones universales. Sin embargo, en un sentido son universales, pues son conocidos por todo cognoscente. Nadie puede ignorarlos, salvo pérdida de la razón. Es verdad que yo y el mundo somos una realidad contingente (podríamos no existir). Sin embargo, los principios existenciales son epistémicamente necesarios, pues ningún cognoscente puede ignorarlos, si conoce algo. Esta necesidad y universalidad hace nacer un primer principio gnoseológico universal y necesario, captado a partir de la reflexión sobre el propio conocer: Todo hombre, al conocer, conoce necesariamente el mundo y a sí mismo. II. Principios universales. Veamos algunos principios necesarios y universales, con carácter epistémico. 1. Conocimientos ontológicos primitivos. Al comprender el mundo y a nosotros mismos, captamos de inmediato, de modo implícito y confuso, el ser de las cosas. Aprehendemos primariamente, de una manera perceptivo/intelectual, la existencia de ciertas unidades separadas,
153 más o menos independientes: entes, algo, cosas. Captamos, de alguna manera, el ser existencial y la esencia de las cosas (primeros conocimientos metafísicos). El significado del ser se hace más preciso en las primeras experiencias de carácter ontológico y universal, como las experiencias del cambio, la pluralidad de los entes y la verdad de nuestros juicios. Así, el cambio muestra el paso existencial del ser al no ser y viceversa. En la pluralidad captamos el ser como identidad de una cosa consigo misma, en medio de cosas de las que se distingue. La experiencia de la verdad muestra al ser como lo que corresponde al juicio, mientras la falsedad -reconocida- supone un entender el no-ser, visto como la no adecuación de la proposición a la realidad. Profundizar y sistematizar estos conocimientos ontológicos primarios es tarea de la metafísica. Aquí me limito al conocimiento ordinario de cualquier persona dotada de uso de razón. En ese conocimiento ordinario hay contenidos metafísicos implícitos, objetivados de alguna manera en ciertos términos “metafísicos” del lenguaje ordinario (palabras como “ser”, “cambiar”, etc.) y presentes a título de presupuestos. Toda persona comprende, en el uso ordinario de su lenguaje y también prelingüísticamente, los cambios, la unidad y la pluralidad, la verdad, la existencia o no existencia de algo, el acto y la potencia, aunque no haya elaborado conceptos abstractos sobre esas realidades básicas, como hace la metafísica. En definitiva, toda persona posee ciertos conocimientos ontológicas primarios –ser, no ser, realidad, verdad-, no necesariamente formulados en forma proposicional. Aristóteles los llamaba primeros principios. Son gnoseológicos y a la vez ontológicos. La metafísica los ilustra y explicita, pero no los funda (son ellos el fundamento). Algunas teorías metafísicas pueden ser inadecuadas en explicarlos, e incluso falsas. Pero los seres humanos, gracias al conocimiento metafísico primario, son capaces de corregir las deficiencias de las teorías metafísicas, aunque sea inconscientemente. Aunque un sistema filosófico oscurezca el concepto de la verdad, por ejemplo, los hombres seguirán hablando y conociendo la verdad realista.
154 2. Principio de no contradicción. Es el más célebre y el primero de todos, y fue enunciado por Aristóteles 124. Lo que es, no puede no ser a la vez y en el mismo sentido. El principio es ontológico en un sentido trascendental y sin restricciones, pues es válido de modo absoluto para cualquier ente o modalidad del ser. Al declarar la imposibilidad de la contradicción, se afirma la necesidad del ser. Con la precisión de “a la vez y en el mismo sentido”, se tiene en cuenta el cambio y el tiempo, así como los diversos sentidos del ser. Una realidad podrá hacerse otra distinta, pero mientras no cambia mantiene su identidad ontológica (y tenemos experiencia de la estabilidad de las cosas: no todo es un puro cambiar, sin ninguna identidad). Se podrá decir que una entidad es y no es en distintos sentidos (“la tierra es grande comparada con una gota de agua, pequeña respecto al universo”), pero no en el mismo sentido. Sin estas puntualizaciones, el principio podría entenderse mal. Entrar en más detalles exigiría pasar a la metafísica. Mis observaciones son meramente ilustrativas y pretenden evidenciar hasta qué punto la comprensión de los principios, inmediata en un sentido “vivido” y preconceptual, es ardua cuanto toca dar una explicación metafísica. El principio de no contradicción puede formularse de modo epistémico. Así se ve mejor el absurdo de afirmar cosas contradictorias: Un enunciado no puede ser verdadero y falso a la vez y en el mismo sentido. Otras formulaciones próximas a este principio 125 son el de identidad (el ser es el ser, lo verdadero es verdadero) y el de tercero excluido (entre el ser y el no ser, entre una afirmación y su negación, si tomamos los términos proposicionales en el mismo sentido, no hay una situación intermedia). Estas fórmulas parecerán tautologías, pero con ellas se pretende preservar la identidad de sentido de nuestro lenguaje, y por ende de la verdad ontológica. Así evitamos la postura sofista de los que neutralizan la realidad apelando a sus continuos cambios, o vacían el 124 Cfr. Metafísica, IV, 1005 b 20-30; Analíticos Posteriores, I, 77 a 10-22. 125 Cfr. ARISTÓTELES, Analíticos Posteriores, I, 1011 b 24.
155 significado de las palabras recurriendo a los infinitos sentidos que podrían tener. La defensa del principio de no contradicción nos inmuniza contra cierto “charloteo metafísico” de los que sostienen que la parte es el todo y al revés, que el infinito es finito y al revés, y así siguiendo, con lo que llegan a aguar cualquier postura definida, afirmando en el fondo “todo y lo contrario de todo”. 3. El conocimiento de los primeros principios126. Los principios ontológicos son captados por el intelecto sobre la base de una mínima experiencia adecuada, de naturaleza sensible/intelectual. No son innatos, ni a priori. Se inducen desde la experiencia, pero de una experiencia iluminada por el intelecto (abstracción inductiva). Apenas se adquieren ciertas experiencias fundamentales, que no faltan a nadie dotado del uso de la razón, los principios se aprehenden de modo natural, sin una reflexión especial, y quedan en la mente como un hábito firme. Si estos principios fueran meras hipótesis de trabajo, máximas regulativas, simples creencias o hábitos sociales del pensar, el hombre debería renunciar a conocer la verdad. Los primeros principios se conocen de modo habitual. Ellos constituyen, según Tomás de Aquino, el hábito de los primeros principios (habitus principiorum127). Toda persona, en el uso normal de su inteligencia, los “posee” como una especie de presencia implícita y permanente, que se utilizará en el momento oportuno. Es un hábito natural, no cultural. Por consiguiente, los primeros principios no pueden ignorarse 128. Negarlos, y aún ponerlos en duda, es contrario a la naturaleza humana, aunque caben las dudas si se pretende clarificarlos o profundizar en ellos. Con otras palabras, el hábito de los primeros principios es constitutivo de toda inteligencia y no puede nunca perderse del todo, aunque no basta para explicar su sentido y aplicaciones en circunstancias complejas.
126 Cfr. A. MACINTYRE, First Principles, Final Ends and Contemporary Philosophical Issues, Marquette University Press, Milwaukee (WI) 1990; P. MOYA, El principio del conocimiento en Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 1994. 127 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 79, a. 12. 128 Aristóteles indica esta nota pensando especialmente en el principio de no contradicción (cfr. Metafísica, IV, 1005 b 30, y toda su polémica contra el relativismo en Metafísica IV, cap. 4-8). Aquí la extiendo a los demás principios que en seguida se verán. Pero la no contradicción, junto a los principios existenciales antes mencionados, poseen una especial fuerza casi “coactiva”, a causa de su carácter absolutamente primario, aún respecto de los demás principios.
156 Los principios ontológicos son una posesión natural, implícita pero vivida, preobjetiva y por tanto prelingüística, que opera en el pensar y actuar racional. Son el fundamento de la racionalidad, el lenguaje y la acción humana. En la terminología aristotélica, los principios pertenecen al noús (intellectus), no al lógos (ratio), y por eso pueden calificarse de intelectuales, es decir, pre-racionales o supra-racionales, pues son fuente de la razón, que es derivada. No es conveniente caracterizarlos como intuitivos, pues “intuición” es un término cargado de una connotación subjetivista y algo simplona. En todo caso, los principios no son simples “objetos intuidos”, sino una plataforma del pensamiento previa a las objetivaciones conceptuales, por lo que pueden considerarse también como preconscientes. Siendo universales e incontrovertibles, los primeros principios constituyen un factor capaz de desplazar con eficacia la tentación del relativismo. Son el denominador común del pensamiento de todos los seres humanos. Las personas podrán estar en desacuerdo en muchas cosas, pero concuerdan en los primeros principios naturales y vividos. Ellos son la base de todo diálogo que pueda llevar a un acuerdo en la búsqueda de la verdad y del bien. Si bien son indemostrables, los primeros principios pueden argumentarse indirectamente, sobre todo per absurdum. Siendo los primeros presupuestos, no cabe demostrarlos recurriendo a algo epistémicamente previo. Sin embargo, pueden argumentarse mediante ejemplos y aclaraciones, y en especial se puede hacer ver que su negación conduce a consecuencias absurdas. A menudo se podrá “mostrar” que quien pretende negarlos, en realidad los presupone en sus actos personales, y por tanto se “auto-refuta” vitalmente, como cayendo en una especie de “absurdum vivido”129. Aristóteles, como es sabido, argumentaba que la pretensión de negar el principio de no contradicción en realidad lo reafirma, en el mismo momento en que esa pretensión se formula en el lenguaje130. Sin embargo, la certeza de los principios es compatible con la dificultad para explicarlos o para ver sus aplicaciones a problemas complejos. Son fácilmente aplicables a muchos casos
129 Cfr. A. LIVI, Il principio di coerenza, Armando, Roma 1997, pp. 28-47. 130 Cfr. Metafísica, IV, 1006 a 20-25.
157 concretos, pero a la vez son difíciles de explicar especulativamente, a causa de su gran amplitud, analogía y hondura. Dar plena razón de su sentido comporta una interpretación global del ser y exige su última resolución en principios supremos reales y no sólo epistémicos. Este punto constituye la problemática de la metafísica. En la filosofía realista, la averiguación de los principios noéticos procede ulteriormente hacia el estudio de los últimos principios “reales” (aunque también son reales los principios epistémicos), como son las causas, la naturaleza, la persona, Dios. III. Otros primeros principios. Presentar con cierta sistemática los primeros principios es tarea de la metafísica. Para la gnoseología, basta mencionar algunos: * Principio de causalidad eficiente: en nuestra actividad en el mundo físico, comprendemos en seguida que las alteraciones físicas -eventos- provocan otras, de un modo riguroso y regular, y así entendemos las relaciones causas/efectos. El fuego es provocado por modificaciones físicas previas (no surge “por arte de magia”), y a su vez provoca consecuencias físicas concretas, con gran rigor. Así sucede con todo fenómeno físico. Por tanto, aprendemos que: Todo evento es causado y produce efectos. Y no por casualidad, sino según leyes precisas, que constituyen el fundamento de la noción científica de ley natural. Si la temperatura sube, se debe a determinadas causas, y esto tendrá consecuencias. Aprehendemos así que: Causas semejantes provocan regularmente efectos semejantes. Por experiencia sabemos que todo cuerpo, al poseer propiedades activas, ejerce una causalidad sobre los demás cuerpos. Es decir: todo cuerpo es agente de efectos y a la vez padece influjos de otros cuerpos. La causalidad y el movimiento afectan a todo el mundo físico (mundo o universo físico es el conjunto abierto, ordenado e interactivo de los cuerpos). Por tanto: Todo ente físico mueve y es movido, causa y es causado. Y así comprendemos que:
158 Nada físico se hace solo o por sí mismo: todo lo que se forma “ex novo”, como una novedad, resulta de algunos agentes físicos. De aquí se sigue lo que podría llamarse el principio del orden: La naturaleza es ordenada: los eventos se producen según leyes y reglas precisas de causa/efecto. Ésta es la “lógica de la naturaleza”, a pesar de los elementos de contingencia, complejidad y azar que hacen difícil el conocimiento del mundo. El principio de causalidad es fundamento de las ciencias naturales. El hombre aprende a dominar la naturaleza cuando comprende sus leyes y causas naturales. Se abre así un ámbito de la ratio: el conocimiento causal da pie a las inferencias causales, lo que puede formularse como un principio “epistémico” ligado a la causalidad: El conocimiento de las causas conduce al conocimiento de los efectos y viceversa. Este principio requiere muchas aclaraciones para ser usado convenientemente, como sucede con todos los principios. Eso no quita su validez (aunque pueda interpretarse o aplicarse mal). El recto uso de los principios requiere el uso de la analogía, pero ahora no podemos entrar en estas cuestiones. * Existe también un principio de causalidad metafísica, no limitado a la serie –quizá indefinida- de causas y efectos sensibles. Este principio permite plantear válidamente las preguntas causales más hondas: ¿por qué existe el mundo?, ¿por qué la realidad es contingente?, ¿por qué las cosas son mudables?, ¿por qué existe lo finito? Tales interrogantes surgen espontáneamente cuando en el mundo (en lo finito, contingente y mudable) no vemos la explicación de su existencia. A la pregunta causal “¿por qué existe el agua?”, se puede responder acudiendo a procesos químicos que llevan a la formación de la estructura física agua. Pero es también válida la pregunta: ¿por qué existe el cosmos, con todas sus leyes?, pues nada hay en el mundo que haga necesaria su existencia. Si todo evento del cosmos es causado y es causa, entonces el cosmos tiene la estructura ontológica de una causa causada. El último principio del cosmos (y de su evolución tomada en conjunto) deberá ser un principio incausado: el principio
159 fontal del ser finito, un Ser necesario de modo absoluto. Ésta es la base de las argumentaciones cosmológicas que llevan a conocer la existencia de Dios como último principio del universo. El principio de causalidad metafísica no es tan obvio para el conocimiento ordinario, pues requiere una peculiar reflexión sobre la contingencia. No puedo alargarme en este tema. El principio podría formularse en estos términos: Lo que en todos sus aspectos es mudable, contingente, causado y finito, requiere en su conjunto un principio no mudable, necesario, incausado e infinito. Se objetará que este principio tiene una única aplicación y una única respuesta: Dios. Sin embargo, está sostenido por el principio de causalidad física. En el mundo material todo está causado, todo es movido. Por tanto, nuestra inteligencia se ve como naturalmente conducida a efectuar el “paso hacia arriba”, para llegar a una causalidad primera y trascendental, raíz de la naturaleza en todo su dinamismo y mutabilidad. * Principio de finalidad: la finalidad destaca fácilmente en nuestras acciones inteligentes. Obramos racionalmente persiguiendo objetivos, y esto define la conducta que llamamos racional. Actuamos por utilidades, aunque al final nuestros deseos acaban en bienes “terminales”, queridos en sí mismos: “muevo la mano para pasar las páginas de este libro, paso las páginas para leerlo, lo leo para considerar algunas ideas…”. Por tanto: Los actos racionales (o inteligentes) tienen una finalidad. Posteriormente descubrimos la finalidad en las obras técnicas (las partes de un objeto técnico sirven para otras, un aparato técnico sirve para algún objetivo), así como en los organismos vivientes (las partes de los órganos vitales tienen una función: sirven para algo y en definitiva custodian el bien de la vida). Permanece abierta la indagación filosófica sobre la finalidad o “sentido” del cosmos en su conjunto. La teleología, en cualquier caso, está vinculada a una inteligencia. Ésta es la base de los razonamientos que llevan al conocimiento de Dios según la 5ª vía de Tomás de Aquino.
160 * Principio de inferencia lógica: éste es otro principio del intellectus que abre el camino a la ratio. La mente intuye con claridad que si A es B, y B es C, entonces A es C (principio de identidad comparada, o de identidad transitiva). Este axioma, junto con el de no contradicción, es el fundamento de la lógica. No vale sólo para la matemática, sino para todo tipo de ámbitos racionales. Podemos formularlo acomodado a nuestras predicaciones, que no siempre son de identidad. Cabe decir así: Lo que posee una característica, posee todo lo que esa característica implica como tal (“per se”), no de una manera accidental. Si la amistad implica fidelidad y ésta exige sacrificio, entonces la amistad exige sacrificio. Si beber cierta sustancia supone contraer una enfermedad, la persona que la beba, dadas ciertas condiciones, padecerá tal enfermedad. En este último caso la inferencia lógica se une a la inferencia causal (aunque no toda inferencia lógica es causal). El principio enunciado es el fundamento de todos los razonamientos, aunque se aplique más directamente a los silogismos categóricos. Su aplicación en ciencias naturales requiere un conocimiento preciso de las condiciones físicas. La lógica y la matemática suelen establecer reglas fundamentales, es decir, principios lógicos y matemáticos (axiomas, postulados), que sirven como premisas últimas de los pasos racionales. Este tipo de principios es aprehendido en el plano de la abstracción lógica o matemática. Así comprendemos: el todo es mayor que la parte; de lo verdadero no puede seguir lo falso; de muchos casos particulares no puede concluirse una norma general; si AB, y BC, entonces AC (transitividad de la relación “mayor que”). Y tantos otros principios semejantes. * Principios hermenéuticos. Desde el comienzo de la vida consciente, ligada al uso del lenguaje, comprendemos el sentido de las palabras y símbolos. Esta comprensión es la base de toda interpretación del lenguaje en nuestras relaciones con los demás. Ella podría expresarse del siguiente modo: Ordinariamente las palabras indican a la vez un contenido significativo, la realidad significada y la intención lingüística del que habla.
161 * Principios éticos. Tenemos experiencia de que somos libres, con la capacidad de hacer o no hacer muchas cosas, no simplemente porque tenemos la capacidad física, sino porque lo queremos. A la vez, vemos con nuestra razón que nosotros y los demás tenemos necesidad de ciertos bienes –salud, buena fama, objetos, respeto, amor, relaciones con Dios-, y que los males, sus contrarios, han de evitarse. Estos bienes, en cuanto dependen de mi voluntad y libre obrar (“moral”), hacen que emerja la noción de obligación o deber moral (negativamente surge la análoga noción de prohibición moral). Semejante al deber es la noción de ley o norma moral. Tengo la capacidad física de matar a alguien, pero con mi inteligencia veo que debo respetar el bien de su vida. En este sentido, soy responsable de su vida, para bien o para mal. Si la respeto, mi acción será buena (moralmente, no técnicamente), y de lo contrario será mala (moral o éticamente). La connotación mía es esencial: la obligación moral involucra directamente a mi persona. Se puede también hablar de nosotros, pues el principio involucra a todo ser humano. Sobre la base de las experiencias morales -hacer bien o mal a los demás, ser objeto de actos justos o injustos-, toda persona puede darse cuenta de que, en la medida en que es libre, ha captado desde siempre (implícitamente) el primer y más universal principio moral, el hábito primordial de la vida moral, llamado sindéresis por Tomás de Aquino131 (por su fuerza inconculcable, este principio es comparable al de no contradicción): Estamos personalmente obligados a hacer el bien y evitar el mal. Este principio se ha entender en términos intersubjetivos universales: gobierna la conducta de toda persona con relación a sí misma y a los demás. Es más, como cada uno, por cierto desequilibrio, tiende a buscar sus bienes propios y descuida los de los demás, el principio puede hacerse más explícito en su relación con los otros: Debo procurar el bien de los demás, y evitar causarles males.
131 Cfr. S. Th., I, q. 79, a. 12; I-II, q. 94, a. 1, ad 2; a. 2.
162 Pero como hacer el bien puede considerarse un acto de justicia en sentido amplio, y también un acto de amor (que es querer el bien del otro para el otro), el principio puede reformularse del siguiente modo: Estoy obligado a comportarme según justicia con toda otra persona, es más, debo amar a mi prójimo. Y como el amor al prójimo es paralelo a mi conducta responsable para conmigo mismo, cabe también decir: Tenemos que amar al prójimo igual que nos amamos a nosotros mismos. Este presupuesto natural de nuestras acciones se concreta en las máximas morales que nuestra razón puede captar con evidencia en muchas experiencias morales. Esas máximas son principios o leyes de la libertad, es decir, son expresión de nuestros deberes respecto a los diversos bienes. Por ejemplo: amar a Dios como sentido último de nuestra vida, respetar la persona humana y su dignidad (su vida, los derechos humanos, sus bienes), evitar las mentiras, obedecer a las autoridades y leyes legítimas, no usar el sexo de modo indebido, ayudar a los necesitados, asumir las responsabilidades propias del matrimonio y la familia, trabajar con responsabilidad, ser fieles a nuestros compromisos justos, y tantos otros deberes morales que la persona entrevé cuando reflexiona sobre su responsabilidad ante sí misma y los demás, y sobre todo ante Dios, autor de las normas morales por ser el Creador del mundo y del hombre 132. * Principios gnoseológicos. En el campo noético advertimos algunos principios fundamentales, como es obvio por todo lo dicho hasta ahora. El principio de no contradicción y los principios existenciales fundamentales vistos arriba son gnoseológicos y no sólo ontológicos. Ahora cabe añadir el principio de la verdad: El hombre puede conocer la verdad y distinguirla del error.
132 Cfr. sobre este tema J. M. BURGOS, La inteligencia ética. La propuesta de Jacques Maritain, P. Lang, Berna 1995.
163 Esto es inherente al conocer, pues captamos los principios epistémico-ontológicos y así aprehendemos en seguida la noción de verdad realista, entendida como la concordancia cognitiva de nuestra mente con la realidad. En el capítulo 7 examinaré con más detalle este principio. 4. Otros conocimientos inmediatos Los conocimientos inmediatos no se agotan en la aprehensión de los primeros principios. Una gran cantidad de verdades son conocidas inmediatamente, apenas se realiza la respectiva abstracción que lleva a la formación de muchos conceptos. Apenas se captura un significado, se comprenden algunos predicados esenciales (per se) subsiguientes, a veces con la ayuda de nuevas experiencias. En virtud del principio de inferencia lógica, toda ulterior atribución esencial a ese predicado será trasladable al concepto inicial. Si uno entendió la noción de “hombre justo”, con un poco de experiencia comprenderá que “el hombre justo no puede robar, no puede decir mentiras, no puede realizar actos terroristas”. La dificultad está a veces en saber si una característica debe decirse per se (“como tal”) de un sujeto y en cuáles condiciones. Nadie puede creer que tiene un concepto de algo si no es capaz de hacerle una atribución per se, al menos genérica. Aunque no podamos explicar qué es el color azul (si no sabemos física), todos sabemos que “azul es un color”, que “si una superficie es azul, no puede ser verde a la vez”, que “los colores son propiedades de objetos físicos y no de objetos mentales”, o que “la superficie de una página puede ser azul”. Y por eso desechamos como absurda, sin más examen, frases como “los números primos son azules y pesados”. Sabemos qué son la amistad, el humorismo, la maternidad, la familia, la cultura, la oración, no por vía deductiva, ni por razonamientos, sino porque hemos tenido una experiencia intelectual para entender lo esencial de esas realidades. El inicio del saber es la aprehensión inductiva inducción abstractiva- de la naturaleza de las cosas. Esta aprehensión no es automática, ni inevitable, ni necesariamente profunda. Se produce en casi todos, al menos a cierto nivel, apenas hay una mínima confrontación con una experiencia adecuada, aunque para ir más a fondo se requieren ulteriores reflexiones.
164 Podemos conocer muchísimas verdades universales conectadas con todo tipo de objetos captados de ese modo. Así podremos saber qué corresponde per se a esos objetos, y advertir posibles atribuciones incompatibles. Las verdades inmediatas y universales son premisas de numerosísimas conclusiones. Este crecimiento inductivo-deductivo del conocimiento esencial de verdades no crea un “sistema”. Se trata de un crecimiento “desorganizado”, con puntos oscuros, como conviene a la naturaleza finita y falible del conocer humano. Lo que cuenta no es el sistema, sino la verdad. Tomás de Aquino denominaba proposición conocida por sí misma o autoevidente (per se nota) la verdad que aquí llamamos inmediata. Esto significa que su verdad se conoce por sí misma y no por una mediación racional o de otro tipo (per aliud nota: conocida por otra cosa). Las verdades autoevidentes son evidentes o para todos o para algunos. Son autoevidentes para todos (verdades per se notae omnibus) los primeros principios. Otras verdades, en cambio, resultan inmediatas para los expertos, sabios, o personas que han reflexionado sobre algunas cuestiones 133. Este tema tiene que ver con la evidencia, que abordo en el capítulo 8. Los principios cognitivos son luces intelectuales fuertes, pero son solamente un inicio. Con su ayuda, con la experiencia y la reflexión, podemos emprender el camino de las vías racionales, como veremos en el próximo capítulo.
133 Cfr. In I Anal. Post., lect. 5 y 43; S. Th., I-II, q. 94, a. 2.
165
CAPÍTULO 6 LAS VÍAS RACIONALES
1. Mediaciones racionales La fuerza de los principios empuja al hombre a progresar en el camino de la verdad. El paso de la inmediatez al ámbito del pensamiento mediato se adjudica tradicionalmente a la razón. La racionalidad es, en este sentido, la función mediadora y dinámica de la inteligencia. “Razonar es proceder desde una comprensión a otra”134. I. Estructuras de la razón. El conocimiento crece con el incremento de información. Pero esto no basta. El crecimiento cognitivo se cumple sobre todo cuando se establece una conexión, llamada racional, entre principios y nuevos pensamientos. De esta conexión de “implicación” nacen ulteriores conocimientos, en un proceso sin fin. Cabe partir de algunas verdades, pero también de hipótesis, propuestas, posibilidades, como hace el pensamiento racional creativo. Y aquí la razón se mueve apoyándose en el principio de inferencia lógica, por el que intuimos las implicaciones del saber previo, so pena de violar el principio de no contradicción. Muchas veces la razón se apoya en el principio de causalidad: a su luz, las presentaciones fenoménicas estimulan a la mente para indagar sobre los principios escondidos de la naturaleza. Si en 2015 nos dijeran que “Carmen nació en 2010”, aun sin conocerla deduciríamos que tiene 5 años, y por tanto que es una niña, con las cualidades de las niñas. Llegaríamos a este conocimiento a través de la razón: efectuamos un cálculo de la edad y añadimos el conocimiento de las cualidades típicas de las personas de esa edad. No partimos aquí de una “visión intelectual”, sino de una información asumida como presupuesto. La coherencia lógica a veces puede separarse del intellectus. En el ejemplo propuesto no se ve la verdad de la información recibida, que podría ser falsa, pero sí se razona con el principio de inferencia lógica.
166 Las verdades inmediatas son objetos de visión intelectual. El acto de la razón, en cambio, es probar, demostrar, deducir, efectuar el tránsito entre conocimientos, indicado por expresiones lógicas como “por tanto”, “porque”, “por lo cual”. La vía racional puede recorrerse según dos modalidades: 1) la pura coherencia lógica crea, con relativa autonomía, la estructura de la lógica, que puede llamarse también vía lógico-formal; 2) la vía de la causalidad, respetando la lógica, añade vínculos de dependencia real. Conociendo una enfermedad, puedo prever cómo evolucionará un enfermo (vamos de las causas a los efectos) o, al revés, a partir de una radiografía puedo inferir que una persona tiene una enfermedad (vamos de los efectos a las causas). Las dos vías pueden recorrerse en ambos sentidos, es decir, de las premisas a las conclusiones, o desde estas últimas -no conocidas como conclusiones, sino sólo como datos- a los presupuestos fundantes, o bien de las causas a los efectos y viceversa. Estos senderos de la razón son circulares, pues el conocimiento de las causas/efectos y de las premisas/conclusiones, al operarse de un sentido al otro y al revés, potencia los términos de esos dos binomios. Por ejemplo, el conocimiento del hombre lleva al conocimiento de Dios, pero también el conocimiento de Dios conduce a un conocimiento más profundo del hombre. Como la comprensión intelectual se “transmite” a las conclusiones racionales, también el binomio intellectus-ratio es circular, pues saber, en definitiva, es comprender y no demostrar (el razonar “extiende” la comprensión). En cambio, cuando la razón se separa de la comprensión, se queda en un saber formal (como sucede en las fórmulas simbólicas, por ejemplo: A, se da A, por tanto se da B).
Vía lógico-formal
Vía causal
Premisas
Causas
Conclusiones
Efectos
134 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 79, a. 8.
167
Intelecto Razón Intelecto
Los primeros principios son luces que orientan a la razón, para que ésta descubra vínculos inteligibles en nuestros conocimientos. Es interesante la racionalidad que opera en el ámbito causal. No por ver los fenómenos naturales podemos intuir sus causas. El principio de causalidad no nos dice cuáles son esas causas, pero nos empuja a buscarlas 135. Podemos así preguntarnos por qué hace calor, por qué caen los cuerpos, por qué el clima está cambiando, etc., apuntando al conocimiento de causas que ignoramos. La pregunta “¿por qué?” abre la vía de la razón, pues empuja a la mente a investigar por las causas (que al final serán también premisas lógicas, en otro sentido) de las que proceden los fenómenos más conocidos. II. La ciencia, forma sistemática de la racionalidad. En la vida cotidiana efectuamos espontáneamente inferencias racionales sencillas. A veces están ligadas a una percepción madura. Desde las aulas de la universidad oímos el ruido del tráfico callejero y sabemos que está causado por coches, ómnibus, motocicletas. No hace falta un razonamiento especial para intuirlo, pues lo hemos aprendido con la percepción (esto pueden hacerlo también los animales, pero fuera del marco de los pensamientos abstractos). El hombre es capaz de organizar una estructura inferencial sistemática en un ámbito concreto de la realidad o de la praxis. Así nace la ciencia. El verbo cognitivo correspondiente es saber, es decir, tener un conocimiento fundado, razonado, causal. Conforme a las dos vías indicadas, el saber científico aparece como un conocimiento sistemático demostrado o fundado (exigencia lógica), o como un conocimiento demostrado de las causas (investigación causal). Pero recordemos que las ciencias se colocan en un determinado plano de la abstracción, por lo que la indagación causal se restringe al tipo preseleccionado de objetivación abstracta. III. La explicación. El conocimiento racional demostrado o basado en relaciones causales necesarias (al menos, con algún grado de necesidad), es una explicación. Explicamos un 135 Remito a mi artículo Los principios de la racionalidad en Santo Tomás, “Espíritu”, XLI (1992), pp. 109-137.
168 enunciado, un fenómeno, una realidad, y no meramente lo conocemos, cuando lo comprendemos, mediante una serie de inferencias, a partir de principios lógicos o causales. Simplificando mucho, podemos decir que si conocemos A gracias a B (B puede ser una premisa, quizá de tipo causal), entonces hemos explicado A. Como las cosas físicas tienen cuatro causas fundamentales (estructura formal, materialidad, causas eficientes, finalidades), la explicación de una realidad física puede referirse a alguno de estos sentidos causales, o a varios de ellos combinados. La explicación responde a la pregunta “¿por qué?”. Esta pregunta nace cuando no conocemos a fondo las cosas, por lo que nos quedamos insatisfechos. Al madurar nuestra experiencia de la causalidad, advertimos la parcialidad de nuestros datos disponibles y queremos proceder más allá de ellos. Para reclamar una explicación, antes tenemos que ser conscientes de nuestra ignorancia. El que se queda contento con una simple descripción fenoménica no tiene mucho talento. Por consiguiente: 1) la línea de investigación lógica propone este tipo de pregunta: ¿por qué es verdadero el enunciado A?, por ejemplo, “¿por qué los ángulos internos de un triángulo suman dos ángulos rectos?”, y así pide una prueba de esto, es decir, se remite a principios epistémicos; 2) la línea de investigación causal va a las causas: ¿por qué te has enfermado? (de modo universal: “¿por qué esta dieta no es sana?”). La explicación no suele separarse de alguna comprensión, pues normalmente el hombre no usa el intellectus separado de la ratio, sino que emplea la razón iluminada por el intelecto 136. Esta unidad puede llamarse la razón intelectual. Pero la razón puede separarse de la comprensión: surge entonces la razón formal, útil en muchos campos (por ej., en los contextos axiomáticos lógico-sintácticos, como sucede en la lógica matemática). IV. Aspectos de la explicación. El hombre tiende a explicarse lo que existe y sucede en el mundo. De lo contrario no se haría preguntas como ¿por qué?, muy propias del animal racional. Inicialmente conocemos modos de ser y fenómenos causales de modo más o menos fragmentario, gracias a la percepción de cosas particulares. De ahí surgen las preguntas. El por qué se relaciona con otros interrogantes: ¿qué es esto? apunta a la naturaleza de las cosas; ¿cómo es?, va a las 136 Aquí empleo la palabra intelecto en el sentido del intellectus (noús) aristotélico, como captación intelectual inmediata de una verdad.
169 características o modalidades; ¿existe? mira a la existencia de cosas que no conocemos de modo inmediato. Además se ha de añadir la dimensión hermenéutica. Ante cualquier expresión, siempre podemos preguntarnos: ¿qué significa, qué quiere decir? Estamos ante otra estructura de la racionalidad, que se coloca entre los signos y la comprensión de su significado. A los binomios racionales de premisas-conclusiones y causas-efectos se debe adjuntar el de signos-significados (cuando el significado no es obvio, sino que debe ser indagado racionalmente, como hace por ejemplo la exégesis bíblica o jurídica). La explicación, por tanto, puede ser también una clarificación de sesgo lingüístico. V. Hacia los principios reales. No partimos de una intuición profunda de las causas primeras. La naturaleza y los principios fundamentales de las cosas nos están inicialmente velados. Tenemos que descubrirlos con ayuda de los primeros principios quoad nos -no contradicción, causalidad-, aplicados a la experiencia. Así podremos llegar al conocimiento mediato de los primeros principios quoad se (por ejemplo, a la existencia de Dios en metafísica, a los principios fundamentales de la relatividad o de la teoría cuántica en física, etc.).
Principios noéticos (quoad nos)
Causas y principios reales (quoad se)
(No contradicción, causalidad)
Dios Creador, acto de ser
Experiencia
Procedemos, en este sentido, desde los principios noéticos (que son también ontológicos), pasando por la experiencia, hacia los principios reales del universo. Estos últimos gobiernan la realidad. Podemos intentar conocerlos, aunque no lleguemos a comprenderlos perfectamente. Y una vez conocidos, ellos proyectan una potente luz sobre los paisajes de la experiencia y nos
170 otorgan de algún modo un saber propter quid o causal, por supuesto que imperfecto y sometido a límites. Ésta es la tarea de la filosofía y de las ciencias. No siempre conseguimos demostrar con rigor la existencia de principios reales y mediatos. En muchos casos -en física, cosmología, política, filosofía-, asumimos un principio real con una actitud de fe. En las ciencias, los principios asumidos y no evidentes se dicen hipótesis. Los hombres creen en la democracia, las ciencias, las instituciones, y asumen estos principios o valores -a menudo llamados así por su carácter de bienes- como objetos dignos de fe y sacrificio. Los grandes descubridores científicos al principio creen en sus teorías. Sólo una visión intelectualista juzga irracional esta actitud. No cabe tener, por ejemplo, una clara evidencia sobre las cosas futuras que dependen de nuestra libertad: no podemos sino tener fe en nuestros proyectos. Pero también a partir de estos principios creídos puede desarrollarse nuestra razón (cfr. el cap. 8). 2. Formas de la racionalidad Las vías de la racionalidad han de seguirse del modo justo, sin exasperaciones ni unilateralismos. Existen dos extremos: a) El racionalismo y los límites de la razón. El “estilo racionalista” se da en filosofía cuando los momentos lógicos y demostrativos -pruebas, discusiones, dialéctica, análisis- se vuelven prioritarios sobre los actos contemplativos. Esto provoca una exasperación de los aspectos analíticos y así conduce a la aridez. Peor es el intento de demostrarlo todo, lo que es un signo de que se ha abandonado el intellectus. Las corrientes del pensamiento que se basan en la sola razón formal para hacer filosofía, como el neopositivismo lógico, pierden el papel cognitivo de la inteligencia. Estas orientaciones usan la racionalidad preponderantemente en la técnica, es decir, usan la razón como una pura regulación formal destinada al control de los fenómenos físicos, dejando de lado la racionalidad ética y metafísica. La vía racional no es el único camino hacia la verdad. Ante todo, la razón no es autosuficiente, pues depende de los conocimientos inmediatos. Además, las tradiciones, la fe, el simbolismo estético, la comprensión, pueden igualmente conducir válidamente a la verdad, quizá
171 allí donde la razón no llega. No todo puede explicarse, y las explicaciones no suelen ser absolutas y completas (mucho menos han de ser siempre deductivas). La razón, por mucho que intente explicar todo lo que pueda, debe permanecer abierta al misterio ontológico: hay más realidad que lo que explicamos racionalmente. El uso justo y moderado de la razón, algo distinto de las exasperaciones racionalistas, puede sintetizarse con la palabra razonabilidad. Allí donde el hombre no puede y no debe intentar ser rigurosamente racional, puede en cambio ser razonable. Algunos estiman que la forma más auténtica de la inteligencia sería la razón científica, vista en un sentido reduccionista, como cientificidad físico-matemática o experimental (cientificismo, positivismo). Se desvalorizan así los conocimientos no científicos -sentido común, filosofía, religión, estética, fe-, que serían “no racionales” y de escaso valor cognitivo. Es oportuno, en cambio, tener presentes los usos plurales de la racionalidad, como veremos en seguida 137. b) El abandono de la razón. Los unilateralismos de la razón y la bancarrota del racionalismo moderno llevaron al extremo opuesto del irracionalismo. Éste se puede presentar bajo diversas formas, por ejemplo, como “fideísmo filosófico”, en la línea de Hume o Kant, o como reducción de la razón a voluntad de dominio, en Nietzsche, hasta llegar a la desconfianza contemporánea en la racionalidad, propia de algunas actitudes “postmodernas”. La racionalidad tecnocientífica se muestra como dominante en nuestros días, mientras las filosofías parecen haber perdido confianza en las operaciones racionales. El mejor modo para recuperar el uso metódico de la razón es tener en cuenta, como hoy suele recordarse desde distintos foros, la pluralidad analógica de las funciones racionales, a lo que se debe añadir una revalorización de la visión intelectual (sin reducirla a intuición subjetiva o a una forma ideológica del pensamiento). Consideraré ahora algunas formas fundamentales de la racionalidad. Esta formas se entretejen en la práctica, pero son discernibles. Podemos verlas como tipos de actos racionales demostrar, enseñar, comunicar, discutir, discurrir-, o en orden a las finalidades cognitivas contemplación, acción-, o en sus objetivaciones culturales -filosofía, ciencia, retórica, docencia-,
172 o también como grupos de hábitos operativos -hábitos científicos, técnicos, sabiduría-. Aristóteles se refirió a esta temática, de alguna manera, con su teoría de los cinco hábitos intelectuales (intellectus de los primeros principios, sabiduría, ciencia, prudencia, arte o técnica)138, y también con el mismo planteamiento que preside la división de sus libros sobre lógica (demostración científica, dialéctica, retórica, poética, sofística) 139. El cristianismo añade la fe teologal como fuente de conocimiento, a partir de la cual nace la racionalidad teológica, donde la fe se combina con la razón. I. La razón sapiencial. Con esta expresión me refiero a la actividad más comprometida de nuestra inteligencia: la búsqueda de una verdad absoluta y por tanto del sentido de la vida. Afrontar estos problemas es ejercer la razón intelectual de modo sapiencial. Existe aquí un problema especulativo (metafísico) y otro práctico (antropológico y ético). Ambos aspectos son inseparables, porque el sentido de la vida está conectado con una visión radical de la realidad. La razón sapiencial es natural. Los filósofos se ocupan temáticamente del problema de la sabiduría (aunque a veces usen otra terminología). Las religiones lo afrontan de modo práctico, respondiendo a una necesidad profunda del corazón humano. Ninguna persona puede evitar, a lo largo de su existencia, tomar una postura ante la cuestión del sentido último de la realidad y de su vida. La razón sapiencial está enraizada en la naturaleza racional del hombre. El que pretenda eludirla o la vea como superflua, ya ha asumido una posición ante ella. Pero las respuestas negativas a este problema son dolorosas (provocan desilusión, desesperación, nihilismo). El conocimiento amoroso de Dios es la respuesta a la tendencia humana hacia la sabiduría. La persona humana, al enfrentarse con el ser del mundo y su propia existencia, percibe de modo oscuro, pero profundo y persistente, una inclinación natural hacia un Absoluto trascendente. Este aspecto apetitivo, tocado por San Agustín cuando afirmaba que el corazón
137 Sobre los diversos sentidos de la racionalidad en Aristóteles, cfr. E. BERTI, Le ragioni di Aristotele, Laterza, Roma-Bari 1988. 138 Cfr. Ética a Nicómaco, IV, 1139 b 15. 139 Véase sobre este punto mi estudio Ciencia aristotélica y ciencia moderna, Educa, Buenos Aires 1991, pp. 101110.
173 humano está inquieto hasta que reposa en Dios 140, en Tomás de Aquino aparece como una inclinación natural de la voluntad humana hacia Dios como último sentido de la vida 141. Si esto es verdad -y creemos que lo es, aunque habría que argumentarlo con detalle y en el lugar oportuno-, entonces el conocimiento de Dios es naturalmente necesario al hombre. Por consiguiente, la persona que no conozca a Dios estará privada de sabiduría, y por ende no caería simplemente en la ignorancia como falta de información, sino en la ignorancia entendida como deficiencia profunda de la razón y de la misma existencia humana (Tomás de Aquino llama a esta condición insipiencia o estulticia)142. Las vías racionales para el conocimiento de Dios son múltiples. El paso hacia Dios es el tránsito fundamental de la razón natural del hombre. Los hombres y mujeres no pueden esperar a las respuestas de los filósofos sobre esta cuestión. Ella es decisiva y pertenece al intellectus humano en su desarrollo natural en la línea de la razón sapiencial. Cada uno en su propia vida, guiado más o menos por una religión, puede siempre emprender un “camino” que lo lleve de los aspectos cosmológicos, antropológicos, éticos y estéticos de la realidad, a entrever de un modo u otro la necesidad (“racional”) de la existencia de Dios. Los argumentos específicos de las vías para el conocimiento racional de Dios se abordan sistemáticamente en la teodicea o teología natural. El conocimiento natural de Dios es oscuro. Todo lo visto no quita la dimensión de problema para la razón y de misterio para el intellectus que tiene Dios ante la búsqueda sapiencial de nuestro entendimiento. Dios es cognoscible con dificultad, a través de vías analógicas y simbólicas, y siempre trasciende la idea que podemos hacernos de Él. La dificultad aumenta si tenemos en cuenta la oscuridad del corazón humano que, estando demasiado apegado a las cosas finitas, experimenta una especial dificultad moral (falta de “connaturalidad”) para reconocer a Dios y todo lo que Dios significa para nuestra vida (exigencias morales fuertes, destino trascendente). A causa de la debilidad del corazón humano (provocada por el pecado 140 Cfr. Las confesiones 1, 1, 1 (PL 32, 661). 141 Cfr. C. G., III, c. 25; S. Th., I, q. 62, a. 1. “El hombre tiene una inclinación natural al conocimiento de la verdad de Dios”: S. Th., I-II, q. 94, a. 2. 142 Cfr., sobre el tema, S. BROCK, Can Atheism Be Rational? A Reading of Thomas Aquinas, “Acta Philosophica”, 11 (2002), pp. 215-238.
174 original, según la fe cristiana), el hombre tiende fácilmente a crearse ídolos en esta tierra, o a hacer un ídolo de sí mismo, y por eso teme conocer a Dios, se esconde de su presencia y a veces prefiere ocultarlo de su horizonte, lo que le oscurece el significado profundo de la realidad y así le priva de sabiduría. La revelación de Dios al hombre en Cristo, Verbo de Dios hecho hombre, viene al encuentro de esta dificultad. Los caminos de la razón humana no pueden recorrerse con plenitud de sabiduría si no se unen a la sabiduría de Cristo143. II. La racionalidad filosófica. La filosofía como ciencia elaborada es, centralmente, el desarrollo racional y sistemático de las cuestiones sapienciales. Ellas se refieren también cualquier a ámbito en que el hombre busque un sentido y principios profundos: naturaleza, ciencias, lenguaje, historia, cultura. La filosofía emplea principalmente la razón intelectual144. Parte de experiencias cercanas a los núcleos esenciales de las cuestiones, meditadas y analizadas a través de preguntas y problemas, y de ahí procede hacia el descubrimiento de principios fundamentales. Estos descubrimientos muchas veces son “intelectivos”, pero están preparados y son seguidos por la razón discursiva. Posteriormente, la filosofía organiza los principios descubiertos en un cuadro unitario y coherente. III. La racionalidad formal. La lógica formal y la matemática trabajan en el plano de la abstracción formal, pues prescinden de los contenidos reales del mundo natural y humano. La razón lógico-matemática, relativamente autónoma ante el intellectus, es preponderantemente operacional y deductiva, no “intuitiva”. Pone nociones y principios abstractos primitivos, de los que resultan consecuencias deductivas. Adquiere un notable refinamiento al usar el método axiomático. IV. La racionalidad física. Con la percepción ordinaria advertimos comportamientos y propiedades estables de cosas y eventos naturales, y desde ahí efectuamos generalizaciones empíricas -verdaderas o falsas-, como “el agua del mar es salada”, “el cielo nocturno es oscuro”, 143 Este tema es teológico y se sale del alcance de este libro, pero el dinamismo del conocimiento adquiere una nueva dimensión a la luz de los puntos apuntados. 144 Me refiero a la filosofía realista y metafísica. Otras líneas filosóficas siguen metodologías diversas.
175 “los cuerpos pesados caen a tierra”, “los vivientes necesitan alimentarse”. Las ciencias naturales profundizan en estos conocimientos de modo sistemático, siguiendo cierta línea abstractiva y avanzando hacia las causas de los fenómenos con inducciones, propuestas hipotéticas y controles empíricos. La generalización empírica es la base de los métodos inductivos usados en el conocimiento ordinario y perfeccionados por las ciencias (por ej., con los métodos estadísticos). Inducción significa, en este contexto, el paso de casos particulares a regularidades o generalidades, o a su distribución cuantitativa. La generalización empírica no nos informa de las causas, y por tanto suscita la pregunta causal. En el nivel empírico no se comprende por qué los objetos naturales son como se presentan en la experiencia (“¿por qué el mar es salado?”). Los principios de orden y causalidad exigen que las propiedades empíricas tengan algunas causas. Las regularidades, las indicaciones estadísticas e incluso sus excepciones (por ej., la difusión de una enfermedad en varias regiones, salvo ciertas localidades) no pueden ser casuales, sino que obedecen a causas concretas, que quizá serán variables y complejas. Y así la razón se plantea las preguntas causales: “¿por qué el sol se alza todos los días?”, “¿es necesario que sea siempre así?”, “¿por qué estas enfermedades y no otras?”, “¿por qué hay terremotos e inundaciones en estas regiones?”. Las ciencias naturales explican los eventos sensibles y las generalizaciones empíricas llegando a causas y principios físicos (entidades teóricas, leyes, principios), a menudo conocidos de modo hipotético, al menos en algunos aspectos. La hipótesis física es un principio físico no patente del que se siguen consecuencias que explican los fenómenos. Así, la observación de ciertos fenómenos físico-químicos condujo a la hipótesis de la constitución atómica de la materia, más tarde confirmada por la experiencia científica y por la congruencia con otros elementos teóricos. Por tanto, los principios físicos tienen un papel explicativo. Al proponerse un principio físico, la realidad empíricamente conocida se transforma en una realidad explicada, al menos en la medida en que las hipótesis dan razón de los fenómenos. Las leyes físicas pueden organizarse de modo axiomático sobre la base de principios fundamentales (leyes de Newton o Einstein, principios de la termodinámica, etc.).
176 Voy a considerar tres puntos gnoseológicos sobre las explicaciones físicas: A. Nociones de observación y observable. Las ciencias naturales matematizadas describen inicialmente el mundo físico mediante la medición de aspectos observables y la formulación de leyes funcionales que enuncian relaciones matemáticas entre tales aspectos. Además, las leyes y la experimentación suelen postular la existencia de nuevas entidades físicas, y entonces las leyes se refieren también a las relaciones entre esas entidades. Las entidades físicas y sus propiedades y relaciones no propiamente observables se dicen teóricas. Por consiguiente, ciertos objetos inobservables y las leyes físicas “teóricas” explican las descripciones físicas más cercanas a la observación. Algunas posturas filosóficas, al ver que la noción de observación científica se vincula a las teorías y no es concebible como “pura observación”, ponen en crisis las nociones de observación y descripción observativa. Me detengo por un momento en este punto. Una cosa o propiedad es observable si cae bajo los sentidos externos, o bajo su prolongación en instrumentos observativos (por ej., telescopios), de tal modo que su presencia física, con respecto a un observador, puede manifestarse suficientemente. Por tanto, es observable una propiedad empírica manifiesta que, según una adecuada interpretación, pertenece a la estructura física de la cosa que decimos “observada” (así como una persona se dice “observable” también en televisión o en una fotografía). El hecho de que la observación interpretada dependa de una teoría no elimina la realidad de la observación, que de todos modos controla también a la teoría. En cambio, un objeto de la física con propiedades espacio-temporales (al menos, espaciales), es decir, un objeto ciertamente material o físico (no puramente matemático), resultará “inobservable” si podemos conocer su existencia sólo a través de sus efectos o signos sensibles (interpretados como tales en virtud de cierta teoría científica) 145. Estos objetos suelen llamarse
145 También en el conocimiento ordinario podemos observar los efectos sensibles de una cosa material separados de su estructura física: si observo la huella de un pie de una persona, no por eso observo a la persona, sino sólo un signo suyo; en cambio, si escucho su voz, escucho a la persona.
177 teóricos. Las partículas elementales, en este sentido, son teóricas, lo que no significa que su existencia no sea verificada o verificable, si es comprobable a través de efectos sensibles 146. Las nociones de observable e inobservable son analógicas. En general, una cosa o propiedad pueden llegar a ser observables o inobservables según el nivel de abstracción en que se opera. El tipo de abstracción abre un espacio de observabilidad en los objetos del mundo. La persona, por ejemplo, no es observable si nos colocamos desde el punto de vista de la abstracción mecánica, pero será observable si contamos con los conceptos antropológicos. “Veo” con los ojos a una persona si a mi observación sensible le aplico la comprensión intelectual adecuada. Lo “inobservable” puede ser real, o puede ser tan sólo una entidad de razón. B. Estatuto ontológico de los principios físicos. La discusión sobre la realidad ontológica de los principios y entidades teóricas de la física pertenece a la filosofía de la ciencia. Según el realismo científico, los principios físicos en principio responden a aspectos reales de los fenómenos físicos (o al menos aspiran a esto). La referencia ontológica de los principios físicos debe argumentarse racionalmente. Algunas elaboraciones científicas pueden ser simplificaciones, modelos ideales, o simplemente constructos de razón. C. Incompletitud insuperable de la racionalidad física. No es posible llegar a una explicación física definitiva. Las preguntas físicas causales relativas a las hipótesis, leyes y teorías físicas pueden reproponerse al infinito: ¿por qué la gravitación?, ¿por qué el Big Bang?, ¿por qué la física cuántica, quizá unificable con la relatividad general en las teorías cuantogravitatorias? El motivo de esta insuperable incompletitud epistemológica está en el carácter contingente de las cosas físicas. En las ciencias naturales se responde a muchos por qué, pero al llegar al último nivel que conocemos de momento, no queda sino afirmar: “el universo físico es tal como es y basta”. Ésta es su radical contingencia. El último “por qué” verdadero se encuentra en el nivel metafísico y teleológico (creación divina).
146 El efecto sensible de una realidad material inobservable para nosotros a veces se llama signo o señal (como el humo es señal del fuego). Tal efecto no debe confundirse: 1) con el signo sensible en cuanto expresión de la intención de un ser espiritual, como sucede con los símbolos; 2) con el efecto sensible en cuanto fruto de un agente intelectual, como un mueble remite a su fabricante.
178 V. La racionalidad en las cuestiones humanas. En la historia de la filosofía contemporánea se ha insistido en el carácter peculiar del conocimiento del hombre y de las cosas humanas. Los modelos de conocimiento de la naturaleza son insuficientes. Ante las realidades materiales, el hombre desea conocer sus principios: de aquí nace un tipo de racionalidad preferentemente explicativa. En cambio, ante las personas y mediaciones culturales, el acento se pone en los aspectos comprensivos. De los demás queremos conocer las personas, sus acciones, su voluntad. El punto de partida del conocimiento del hombre lo vimos en el cap. 4 (comprensión personal, intersubjetividad, encuentro). La racionalidad en este campo adquiere algunas peculiaridades, que mencionaré brevemente: a) Al aplicarse al mundo humano, la racionalidad es: * Dialógica: las mediaciones racionales para entender a los demás se realizan necesariamente a través de conversaciones y medios hermenéuticos. Conocemos a los otros dialogando (no exclusivamente, como es obvio). * Comunicativa, un punto vinculado al diálogo del que nacen algunas estructuras epistémicas, como veremos en seguida. * Participativa: muchas veces comprendemos a los demás participando en su vida, y no sólo contemplándola desde fuera. b) Como el hombre tiene también aspectos naturales (físicos, psíquicos, sociales, lógicos), la racionalidad en las cosas humanas es también explicativa, y así busca principios universales, de los que se ocupan de modo sistemático las ciencias humanas. Estos principios pueden ser biológicos, psicológicos, económicos, sociológicos, políticos. Ante los acontecimientos históricos y sociales (revoluciones, guerras, crisis), el hombre se pregunta por qué y así se orienta hacia una indagación causal, semejante pero no idéntica a la de las ciencias naturales. Muchos principios de la conducta humana, como las costumbres y tendencias, son contingentes y se entrelazan con otros factores causales (institucionales, culturales, geográficos). Todos están relacionados con la libertad. De aquí resulta la variedad imprevisible de la historia.
179 Las “explicaciones” de la compleja realidad humana son orientativas, pero resultan mucho más parciales que las puramente naturales. Prueba de esta parcialidad es la imposibilidad de predecir el futuro de la historia y de las vidas personales, salvo en aspectos puramente físicos. Cuando la aproximación a las realidades humanas es sólo explicativa -psicologismo, sociologismo, biologismo-, se cae en el naturalismo (se desatienden los aspectos personales). c) La racionalidad humana opera a partir de motivos y fines. Los principios del comportamiento del hombre, ser libre y racional, son los fines. A la pregunta “¿por qué has hecho esto?”, se responde indicando un motivo. Las normas, leyes, costumbres, valores, intereses, proyectos, ofrecen un marco que vuelve inteligibles numerosos aspectos de la existencia humana. VI. Racionalidad práctica. Las últimas observaciones rozan las dimensiones prácticas de la razón. El hombre no es pura racionalidad: obra por intuiciones, deseos, impulsos, pero si no relaciona estos aspectos con la razón, se arriesga a equivocarse y desorientarse. La racionalidad práctica trata de saber qué tenemos que hacer para conseguir fines intelectualmente conocidos y voluntariamente deseados. La necesidad del fin impone una normatividad (“tener que hacer”). Por tanto, seguir normas es un acto de la razón práctica. Dado nuestro carácter social, a veces recibimos normas de personas dotadas de autoridad en alguna competencia. La razón práctica se deshumaniza cuando se desvincula de los fines captados por la inteligencia metafísica y antropológica. Así sucede cuanto los procedimientos técnicos se hacen fines absolutos, o cuando el deber se toma como una forma vacía, separada de los fines. Los ámbitos de la razón práctica son la ética, el arte y la técnica. La racionalidad ética conecta los fines y valores éticos de la vida humana con las actividades concretas del hombre. Esta forma de racionalidad se llama prudencial, pues la lleva adelante el hábito de la prudencia, que es una sabiduría aplicada al modo concreto de vivir. La racionalidad ética con relación a Dios asume una connotación religiosa y se asocia a los sentimientos religiosos del hombre. La racionalidad técnica o instrumental mejora el empleo humano de los bienes y procesos naturales y descubre también en la materialidad de las cosas físicas la posibilidad de crear nuevos objetos, destinados a la satisfacción de necesidades materiales o espirituales del hombre. Los
180 objetos técnicos, como un automóvil o una computadora, son inteligibles porque están penetrados por una racionalidad física proyectada por el hombre. La racionalidad artística se orienta a la creación de obras destinadas a la comunicación, al servicio de quehaceres humanos o a la puesta en práctica de actos inmanentes. Las bellas artes crean belleza y expresan cualidades estéticas. La obra de arte (poesía, literatura) está destinada al acto inmanente de la contemplación estética. Pero el campo de las obras racionales “artísticas” es aún más amplio. Las instituciones, el Derecho, la economía, el deporte, la educación y, en la base de todo, el mismo lenguaje, son obras artísticas del hombre: cada una de ellas implica diversas finalidades. El conjunto de las obras prácticas creadas por el hombre constituye la cultura. La racionalidad técnico/artística es sabia cuando está en armonía con la racionalidad ética, y se vuelve inhumana si la contradice o la deprime. La racionalidad tecnológica se corrompe cuando se separa de las otras dimensiones humanas y se toma como fin absoluto (tecnologismo). Si la racionalidad técnica se hace puramente autónoma, el hombre se vuelve sustituible por las máquinas o se hace su esclavo. La razón práctica no se deduce sin más de la teórica, en sus detalles y puntos concretos. Los criterios generales no lo dicen todo, pues la realidad práctica es contingente, mudable e imprevisible. No hay “recetas” unívocas para obrar en política, economía, educación, aunque sí existen criterios generales y normas que deben respetarse, a veces de modo absoluto. En las actividades concretas el hombre debe arriesgar soluciones, con decisiones prudenciales para cada caso, siempre en el respeto de los principios básicos, pues en las realidades contingentes hay también elementos necesarios. VII. Racionalidad comunicativa. La comunicación no es una función racional añadida a las demás, pues la razón es esencialmente comunicativa. Las bases de la comunicación son la intersubjetividad y el carácter hermenéutico de las relaciones interpersonales. Como la fe es uno de los fundamentos del diálogo, el evento comunicativo muestra la armonía que existe entre la razón y la fe humana. Incluso en este campo superamos la contraposición racionalista entre la razón y la fe.
181 Los actos comunicativos buscan producir efectos humanos en los destinatarios: pueden comunicar o suscitar afectos, sentimientos, aprecio por los valores, actitudes y hábitos. Con estas pocas indicaciones pretendo señalar la relevancia de su dimensión cognitiva. La palabra se dirige a la inteligencia y voluntad de los demás, teniendo en cuenta sus disposiciones personales y culturales, que condicionan lo que ellos pueden entender. Pasaré una breve revista a ciertas formas discursivas típicas de la comunicación: a) La comunicación educativa se dirige a las personas en vías de formación y abarca todos los aspectos de la vida humana. Opera a través del diálogo, la enseñanza, la participación y el ejemplo de vida, y pretende comunicar valores y suscitar las virtudes que constituyen una personalidad madura. La docencia, la instrucción y formas análogas buscan comunicar el saber, teniendo en cuenta el nivel y la situación cultural de los destinatarios. b) La racionalidad dialéctica entabla discusiones sobre diversos temas, para así promover la investigación, poner a prueba una teoría, determinar la verdad de una cuestión o resolver problemas prácticos. La dialéctica pertenece a la índole lógica de nuestra inteligencia, que avanza argumentando, para llegar a conclusiones y decisiones. c) Las formas retóricas de la comunicación -discursos, homilías, conferencias- tienden a suscitar la adhesión personal a lo que se quiere comunicar, o a provocar actitudes personales (simpatía, amor, repulsa). La retórica habla también a los sentimientos, a la voluntad y a la sensibilidad de los destinatarios. La comunicación sigue a menudo la “vía retórica” y no la forma puramente científica. d) La divulgación trata de hacer llegar al gran público conocimientos importantes y a veces contenidos especializados, sin una real intencionalidad docente. Más que promover el estudio, hace conocer de modo sumario, pero también transmite actitudes y juicios de valor. Bien llevada, es orientadora y predispone para el estudio, aunque puede quedarse en la simple información y caer en simplificaciones (“información” en este sentido es la mera acumulación de datos, sin valoración y principios).
182 e) Los medios de comunicación transmiten al público aspectos de la vida social y cultural (actividad política, científica, artística, deportiva). Los medios informativos de comunicación pública hacen conocer eventos, personas e instituciones de interés público, y tienden a suscitar en el destinatario, si se plantean oportunamente, un juicio correcto y una valoración equilibrada de la realidad. Suele decirse que la información no es plenamente objetiva, porque contiene elementos valorativos, y que siempre es parcial, resultado de una selección guiada por intereses. Esto es verdad, y los nuevos datos, no siempre previsibles, suelen llevar a replantear los eventos o la materia de que se informa. Pero dentro de los límites del conocimiento humano, una información que respete ciertas condiciones puede ser verdadera y suficientemente adecuada. No basta informar sobre datos materialmente verdaderos. Una información verdadera, adecuada y justa, en la medida de lo posible informa sobre datos reales, señala su relevancia en el contexto global, muestra la atendibilidad de las fuentes, no omite voluntariamente detalles y contextos importantes en función de un juicio verdadero, y está guiada ante todo por el interés de hacer conocer la verdad relevante, sin ocultar intereses inconfensables. Por ejemplo, si se quiere suscitar antipatía ante una persona, a causa de una pasión desordenada como la envidia o el odio (intereses inconfesables), no es muy difícil escoger algunos detalles negativos de su comportamiento. Esos detalles, fuera del contexto completo -por ejemplo, con una estudiada omisión de otros elementos positivos, quizá más importantes-, fácilmente suscitan un juicio falso en los destinatarios, juicio que normalmente irá acompañado de reacciones emotivas negativas. Este tipo de información manipulada es una característica de las actitudes ideológicas. La manipulación informativa conduce, al final, a la mentira y al ocultamiento de la verdad que molesta. VIII. La ideología. En un sentido positivo, ideología es un conjunto de juicios, valoraciones y actitudes de un grupo, compartidos con una fuerte adhesión emotiva. Así hablamos de la ideología de un partido político, un grupo activista, o de la ideología ecologista, feminista, etc. En otros tiempos la ideología se asociaba a las clases sociales, pero no siempre es así.
183 En un sentido negativo, más frecuente, la ideología está constituida por convicciones, creencias y actitudes poseídas de modo unilateral, cerrado, emotivo, orientado a la acción propagandística, a veces agresiva. Ideologías de este tipo, propias de grupos sectarios y combativos, suelen presentarse en los totalitarismos o en las visiones reduccionistas de la realidad (ateísmo, cientificismo, grupos políticos radicales). A veces hay formas aparentemente “antiideológicas” (“anti-fascismo”, “anti-occidentalismo”, “anti-clericalismo”, etc.), que en realidad son muy ideológicas. Paradójicamente, la ideología lleva a ver ideologías “por todas partes”. Las notas de la ideología entendida de este modo suelen ser el fanatismo, la intolerancia, la crítica continua e iracunda, las acusaciones, el no permitir opiniones diversas y el prejuicio combativo y polémico contra los “adversarios”, que nunca tienen razón y suelen ser pintados de modo negativo. La gente se libra de esta forma de ideología cuando evita el fanatismo, abandona las clasificaciones y juicios sumarios y deja de adoptar posturas condenatorias y continuamente indignadas. Pero la ideología no debe confundirse con una justa difusión de las propias ideas, incluso con convicción y entusiasmo, sin fanatismo y en el respeto de la libertad de opiniones. Una tercera noción de ideología se vincula al pragmatismo y a las filosofías deconstruccionistas. Aquí la ideología estaría constituida por una serie de pseudo-creencias colectivas, destinadas a encubrir privilegios de grupo, la propia posición, los intereses de dominio o de otro tipo. Este concepto es inaceptable como norma general. Ciertamente en muchos casos las personas actúan con hipocresía, usando ideas o argumentando con el objetivo de legitimar las propias opciones, o para defender posiciones sociales (como cuando un empleado se adecúa a ideas “políticamente correctas” para no contrariar y así proteger su puesto). Este fenómeno no puede generalizarse, ni transformarse en un principio gnoseológico. Es una deformación moral y como tal debe juzgarse. Obviamente si no se cree en la verdad, se tiende a interpretar cualquier creencia como un puro fruto de presiones ideológicas. Las ideologías en los tres sentidos indicados son una realidad social. En todo caso, deben verse siempre en la perspectiva de la verdad. Lo que cuenta es saber si una creencia “ideológica” es verdadera o falsa. Por supuesto, las ideas deben sostenerse con sinceridad y coherencia de vida, respetando los principios de justicia y caridad para con los demás.
184 IX. En las antiguas culturas, los mitos eran creencias populares, sedimentadas en la tradición como narraciones transmitidas desde antaño, a veces consideradas sagradas. Las narraciones mitológicas tienden a mezclar aspectos naturales, históricos, humanos, morales, divinos, mágicos, pues adolecen de un conocimiento indiferenciado de la realidad. Poseen cierta estructura “explicativa”, pues apuntan al origen de las cosas, y a veces son portadores de valores humanos. Pueden tener alguna base real, por ejemplo de tipo histórico. Los mitos pueden ser creaciones literarias o fruto de la imaginación, que a veces se deja guiar por motivaciones religiosas o por otros estímulos antropológicos. Factores psicológicos y sociológicos explican el nacimiento y la difusión de mitos en la memoria de un pueblo. La Sagrada Escritura147 y la tradición cristiana vieron en las mitologías paganas desviaciones religiosas (idolatría y politeísmo) y contaminaciones culturales debidas a las malas inclinaciones. Los mitos son una forma imperfecta de la racionalidad, relacionada con aspectos no accesibles al conocimiento común. La gente los acogía como verdaderos y no como objeto de indagación crítica, pues florecen en sociedades que desconocen la mentalidad científica. Cuando no hay filosofía, ciencia e historia, los mitos desempeñan una función de alguna manera necesaria en las sociedades primitivas, donde se originan fácilmente. Pueden contener algunas verdades, en diversos sentidos. En la época moderna se habla de mitos en sentido amplio, para referirse a creencias no justificadas, que suelen idealizar personajes, historias o instancias culturales (“mitos” sobre el progreso, la ciencia como saber absoluto, el comunismo como paraíso). Por su inclinación a la verdad absoluta, el hombre tiende a “mitificar” algunas cosas. El mito no debe confundirse con la filosofía ni con la religión. Cuando faltan estas dos instancias, los mitos y la idolatría en sentido amplio (hacer “ídolos” de las cosas humanas) suelen reaparecer. Hay que distinguir entre el pensamiento filosófico, científico, religioso y la mitología.
147 Cfr. Sabiduría, cc. 13-14.
185 X. Conocimiento común y cultura. El conocimiento “ordinario” o “común” es propio de toda persona y se ejerce continuamente. Se distingue del conocimiento especializado que viene del estudio. Podemos distinguir tres nociones de conocimiento común: a) Saber ontológico primario: son los primeros principios vistos en el capítulo anterior. Toda persona posee naturalmente el hábito de los primeros principios, y también por naturaleza tiende a la sabiduría y la prudencia. Si está privado de estos dos hábitos, su visión de la vida se corrompe, y otros hábitos (inadecuados) ocuparán su lugar (por ej., cientificismo, tecnolatría). b) Saber cultural: en todo pueblo, en especial en sus sectores cultos, existe un bagaje de conocimientos y hábitos intelectivos de todo tipo, fruto de las tradiciones, la educación y los aportes culturales. Las personas formadas en una cultura poseen un conocimiento “común” característico, a veces llamado “cosmovisión” (fundido con los primeros principios). El saber cultural es dinámico. Se enriquece o empobrece, entra en contacto con otras culturas, evoluciona en cierta línea, subraya aspectos que lo hacen más característico respecto de otras culturas. Por supuesto, en una sociedad siempre habrá gente más o menos culta, y algunos subgrupos desarrollarán los conocimientos en cierto sector (por ej., gente con formación humanista, científica, artística). Además, se da una interacción entre las diversas formas del saber (ciencias, filosofía, literatura, opinión pública), y el conocimiento está más o menos difundido en todas las personas, especialmente en sociedades avanzadas, donde se tiende a comunicar a todos el máximo posible de la formación cultural y científica. La cultura puede ampliar (pero a veces obstaculizar) la percepción habitual de los grandes principios. Este desarrollo, constituido por hábitos cognitivos, puede acercar hacia verdades sapienciales y morales, aumentando así la sensibilidad ante ellas. El saber cultural predispone igualmente a los conocimientos racionales (ciencias, tecnología, comunicación). Pero no todo bagaje cultural es positivo. La cultura puede también contener vicios intelectuales o morales y deformaciones de la razón.
186 c) Saber integrado: el conocer “común” puede significar el saber integrado de las personas, cuando aplican y coordinan los conocimientos de los diversos ámbitos intelectuales, así como la percepción une y coordina los datos de los sentidos y el pensamiento abstracto. XI. Saber teologal. La fe teologal es la recepción, a través de testimonios, de verdades provenientes de Dios y guía de la vida humana (concretamente, la fe sobrenatural cristiana se basa en la persona y testimonio de Jesucristo). La fe se acoge como un principio de conocimiento y de praxis (no como mera información). La fe religiosa no es extrínseca a las estructuras epistémicas humanas. Está en sintonía con la racionalidad, pues es natural al hombre tener confianza en los demás y vivir apoyándose en principios creídos. La fe cristiana no es causada por la sola visión racional, sino que procede de la gracia de Dios. Por tener su fundamento en Dios, posee la dignidad de los primeros principios y exige una adhesión sin reservas. Aunque supera la visión racional, no se opone a ella. Sus contenidos deben explicarse según una adecuada hermenéutica, que obra en el interior de la fe y está regulada por la Iglesia, depositaria de la revelación. La elaboración científica de la fe divina es el saber teológico. XII. Corrupciones racionales. He aludido varias veces a las desviaciones del uso de la razón. Son comprensibles si tenemos en cuenta la debilidad humana y los límites de nuestro conocimiento. Algunos errores racionales son episódicos, pero se dan también deformaciones habituales en la mentalidad de la gente e incluso en culturas o momentos históricos. Ciertas orientaciones, como el racionalismo y el escepticismo, pueden fomentar los vicios culturales. La lista de deformaciones en el uso de la racionalidad podría ser muy larga, pues la pérdida del equilibrio admite todas las posibilidades. Me limito a subrayar la importancia de la analogía en la concepción de las vías racionales. Un defecto de nuestra época es privilegiar en exceso la razón científica, como si fuera la única o la más segura expresión de la racionalidad. El reductivismo lleva a minimizar las formas plurales de la mediación racional. De aquí sale la pretensión de usar un método unívoco en la búsqueda de la verdad en todos los campos: logicismo, fisicismo, naturalismo. Otras deformaciones son el
187 predominio de las ideologías, la clausura en los métodos científicos y la mentalidad sofista, o uso frívolo de la razón dialéctica. 3. Sistemas inteligentes Voy a detenerme en el problema gnoseológico de la llamada “inteligencia artificial” (IA)148. Hoy es preferible hablar de sistemas inteligentes (SI). Las funciones de los SI pertenecen a los métodos de procesamiento de la información. Las investigaciones en este campo nacieron en los años 40 del siglo XX y siguieron desarrollándose en las décadas posteriores, con aplicaciones tecnológicas cada vez más significativas, especialmente en los últimos 30 años. El modelo predominante corresponde a la arquitectura de los ordenadores, máquinas capaces de procesar símbolos siguiendo las instrucciones de un programa, es decir mediante un “lenguaje” con reglas149. Una segunda “arquitectura”, menos desarrollada pero que suscita interés en los últimos años, se inspira en el modo en que trabaja el cerebro, es decir, la asociación entre neuronas en la forma de redes interactivas. Esta línea de investigación, no basada en el simbolismo y los programas, suele llamarse conexionista o sistema de redes neurales (redes artificiales). Las redes pueden simularse en los ordenadores, con “neuronas artificiales” (nodos de las redes) que entran en conexiones “sinápticas” entre sí. La información elaborada por las redes neurales es “inducida” mediante una serie de procedimientos que puede calificarse, por analogía, como aprendizaje. La información de un red neural está distribuida en toda la red y está configurada de un determinado modo. Por los influjos recíprocos entre los nodos, las redes funcionan de modo paralelo, así como los ordenadores tradicionales (o simbólicos) trabajan de modo serial (según secuencias dadas y almacenando la información en ciertos sectores). 148 Cfr., sobre esta cuestión, L. ÁLVAREZ MUNÁRRIZ, Fundamentos de inteligencia artificial, Universidad de Murcia, Murcia 1994; J. COPELAND, Inteligencia artificial. Una introducción filosófica, Alianza, Madrid 1996; T. DE ANDRÉS, Homo cybersapiens. La inteligencia artificial y la humana, Eunsa, Pamplona 2002; H. DREYFUS, What Computers Cant’t do: A Critique of Artificial Reason, Harper and Row, New York 1972; PH. JOHNSON-LAIRD, El ordenador y la mente, Paidós Ibérica, Barcelona 2000; T. WINOGRAD y F. FLORES, Hacia la comprensión de la informática y la cognición, ed. Hispano Europea, L’Hospitalet 1989. En las próximas notas mencionaré otras obras útiles sobre este tema. 149 Los matemáticos Turing y von Neumann pueden considerarse los inventores teóricos de los ordenadores. Entre los primeros grandes realizadores de modelos de IA, podemos mencionar a McCarthy, Newell y Simon.
188 No puedo detenerme con detalle en estos temas. La investigación en estos campos se relaciona con las neurociencias y la psicología cognitiva. El vocablo inteligencia artificial indicaba funciones realizadas por computadoras -calcular, traducir, resolver problemas, hacer deducciones o inducciones, aprender- que normalmente se atribuyen a la inteligencia humana. La arquitectura de los sistemas simbólicos suele emplear una base de conocimientos en cierto dominio (almacenados en la memoria), y reglas y estrategias para la solución de cuestiones, con la estructura “inferencial” si→entonces. Algunos campos típicos de los SI son: solución de problemas; demostración de teoremas; juegos, como el ajedrez; traducciones; tratamiento de imágenes o “visión artificial”; robótica. Los sistemas expertos aconsejan soluciones a profesionales en determinados campos (medicina, química, mercado, etc.), como respuesta a la presentación de datos y problemas. Algunos SI aprenden con estrategias de inferencia analógica, o incorporando en la memoria las soluciones exitosas 150. Los actuales SI distribuyen en forma de red una serie de “agentes inteligentes” interactivos entre sí y con el hombre (“sistemas multi-agentes”). Estos agentes “socializados” conocen cierto ambiente (por ej., un hospital) y reaccionan ante él, incluso tomando iniciativas finalizadas, con preguntas, consejos o decisiones. Las redes conexionistas se aplicaron al reconocimiento de patterns (rostros; aprendizaje de algunas regularidades lingüísticas)151. Los SI no se limitan a hacer “lo que se le dice” de modo puramente mecánico. Los mecanismos inferenciales les permiten llegar a resultados que el hombre no puede prever. Por medio de “algoritmos heurísticos” (reglas que definen estrategias de búsqueda), los SI manifiestan cierta creatividad, por ejemplo, para obtener “obras artísticas” (pinturas, música) a partir de elementos de base dados en un programa.
150 La máquina “aprende” en la medida en que mejora sus prestaciones, con una relativa “auto-programación”, gracias a mecanismos algorítmicos que le permiten incorporar a su memoria algunos resultados considerados “exitosos”, según las reglas del programa. 151 El “aprendizaje” es típico de las redes conexionistas. La red “mejora” gracias a nuevas relaciones que se dirigen con más éxito hacia un objetivo. Normalmente la red aprende porque es “entrenada” y guiada por un supervisor humano, que va ajustando las asociaciones en función de un fin. Sin supervisor, la red llega espontáneamente a cierto resultado o configuración típica.
189 El conexionismo ayudó a que se abandonara la idea de que la mente o el cerebro humano serían como computadoras. El modo de “computar” de nuestro cerebro no se parece al de los ordenadores simbólicos, sino en todo caso al de las redes neurales. Propiamente es al revés: estas redes imitan el modo en que trabajaría el cerebro en el nivel sensitivo. Los SI simbólicos, en cambio, “imitan” nuestro modo de pensar lingüístico y abstracto. I. La cuestión filosófica. El problema gnoseológico de los SI es: ¿estamos ante una verdadera inteligencia? Si la IA parece poder hacerlo “casi todo” desde el punto de vista intelectual (e incluso mejor), ¿dónde está la diferencia con la inteligencia humana? La respuesta de los teóricos de la llamada AI fuerte (Minsky, Dennett) es reduccionista. No existiría una diferencia sustancial entre la mente humana y los SI. Pero no se trata de que las máquinas piensen de un modo misterioso. Más bien el pensamiento humano se reduciría a lo que hacen las máquinas “pensantes” 152. El hombre (la mente, el cerebro) sería, entonces, como una computadora muy compleja, pero computadora al fin. El yo, la conciencia o la persona serían algo equivalente a los controles que los SI pueden tener de sí mismos. Como reacción, algunos autores intentaron señalar los límites de los SI. Algunas críticas fueron insuficientes, sobre todo cuando se intentó identificar un tipo especial de operaciones que “sólo el hombre podría hacer”. Por ejemplo, a veces se dijo que el hombre, con su creatividad, vencería siempre a la AI en el ajedrez, pero luego se vio que no era así. Otras críticas fueron más eficaces, por ejemplo, las de Dreyfus153 y Searle154, quien argumentó que los ordenadores operan en un nivel simbólico relativo al hombre que los interpreta. Incorporo estos puntos con lo que diré a continuación.
152 La IA fuerte fue estimulada por el “test de Turing”, propuesto en 1950: imaginemos un individuo que interroga a un hombre y a un ordenador, ignorando con quién habla (el ordenador puede tratar de engañar). Si el que pregunta llega a la imposibilidad de distinguir entre el hombre y la máquina, al evaluar las respuestas, entonces ya no tenemos ningún criterio para distinguir entre la inteligencia humana y la IA. Así se pone en crisis el concepto de “inteligencia natural”. 153 Cfr. H. L. DREYFUS y S. E. DREYFUS, Mind over Machine: The Power of Human Expertise in the Era of the Computer, The Free Press, Nueva York 1988; H. L. DREYFUS, What computers ‘still’ cant’do: A Critique of Artificial Reason, MIT Press, Cambridge (Mass.) 1992. 154 Cfr. J. SEARLE, Mentes, cerebros y ciencia, Cátedra, Madrid 1985; El descubrimiento de la mente, Crítica, Barcelona 1996; El misterio de la conciencia, Paidós Ibérica, Barcelona 2000.
190 II. Valoración de los SI. Los ordenadores son instrumentos tecnológicos que amplían la capacidad humana de manejar y procesar la información. Los SI son una extensión de la capacidad de cálculo del hombre, e incluso de su potencia perceptiva (por ej., para el reconocimiento de configuraciones) y de su capacidad de trabajo (en la robótica). No debe extrañarnos que los SI superen al hombre, si tomamos a este último sin tales instrumentos. Todas las máquinas superan al hombre en este sentido. Pero en realidad los SI no son más que la expresión, como toda tecnología, de la potencia humana. Los instrumentos tecnológicos son creados, gobernados y utilizados por el hombre. Aunque introduzcan condicionamientos en nuestro obrar, como todos los instrumentos, ellos son siempre guiados por personas, a quienes toca decidir cómo, cuándo y con qué fin emplearlos. Si el hombre se deja “esclavizar” por la tecnología, es por su culpa, por no hacer de ella un uso sabio. No obstante su carácter automático, cuando los SI trabajan, quien trabaja es el ser humano. El instrumento técnico es una extensión del hombre, de su cuerpo, cerebro, sentidos, capacidad de calcular. Los SI pertenecen a la racionalidad técnica del hombre, en especial a su racionalidad calculadora. Aunque algunos se hayan lamentado de la expresión AI, cabe un uso analógico de la palabra “inteligencia”. Al faltarnos las palabras, tenemos que referirnos a las prestaciones de los SI en términos antropomórficos, como al decir que los ordenadores “traducen”, “nos sugieren”, “nos hacen preguntas”. También un libro puede “hacernos preguntas” o “prohibirnos cosas”. Pero somos nosotros quienes interpretamos los símbolos que hemos creado. La parte verdaderamente inmaterial de los ordenadores está en la inteligencia humana. Ellos sólo contienen materia y símbolos (que son símbolos para nosotros). Veamos algunos puntos sobre la distinción entre inteligencia humana y SI. Me refiero primero a los SI simbólicos: a) La máquina no realiza actos inmanentes. No piensa, no siente, no tiene conciencia. A partir de los datos recibidos, sólo ofrece resultados gracias a los algoritmos que se le han dado para la resolución de los problemas. Es verdad que puede simular la conducta humana y por tanto engañarnos. Pero esto no es una real dificultad teórica. ¿Cabría pensar en una máquina tan perfecta, que en su obrar fuera indiscernible de un hombre? Quizás, pero el análisis interno de esa
191 máquina revelaría su modo programado y automático de funcionar. b) Los SI no conocen propiamente fines, valores, principios. No conocen las cosas esenciales, las prioridades, los contextos. En todo caso, algo de esto les viene dado por la programación155. Su “visión del mundo”, sus informaciones y el tipo de problemas que se plantean han sido predefinidos por el hombre, al menos en su raíz. Si el aparato parece obrar según finalidades, estrategias y comparaciones, es porque esto se le dio desde fuera, y se le dio de modo simbólico (sujeto a la interpretación humana). En teoría, podría incluso crearse un SI criminal, que en sí mismo no tendría contenido moral, aunque sería índice de la inmoralidad de sus autores. c) Al usar los SI, el hombre debe interpretar su simbolismo, y luego debe incorporar esos resultados a su conocimiento intelectual. Un robot podrá “reconocer” una voz o un rostro humano, pero sólo el intérprete integra ese reconocimiento con la comprensión completa del hombre. Es claro que la tesis de la AI fuerte está en armonía con las teorías empiristas y nominalistas, en las que el pensamiento ha sido disuelto. Un empirista coherente no puede encontrar argumentos eficaces contra la teoría de la AI fuerte. d) El problema de la relevancia: los SI contienen una enorme cantidad de información, que va creciendo a medida que los programas se actualizan. Nacen los siguientes problemas: ¿cómo organizar esta mole de conocimientos?, ¿cómo integrar los datos almacenados con los nuevos conocimientos, lo que exige una reorganización de todos los datos?, ¿cómo hacer para que la máquina encuentre los datos útiles para resolver los problemas predefinidos? Un dato es relevante según el contexto, pero los contextos cambian y son indefinidamente abiertos. Todo esto debe ser sistematizado por los programadores. Ellos deberán hacer ciertas opciones, con márgenes de arbitrariedad. Los SI no tienen esta libertad. e) El “mundo” de los SI es un mundo abstracto, es una visión predefinida y restringida. También un individuo puede tener “un poco” tal visión, pero siempre poseerá la libertad de organizar de modos infinitos las cuestiones, y le queda la libertad -al menos, otros podrán
192 hacerlo- de salirse de los esquemas objetivos que él mismo ha creado. El hombre está fuera de los sistemas cognitivos que puede ir configurando una y otra vez de mil modos. f) Los razonamientos efectuados por los SI no son auténticas inferencias cognitivas, sino que son solamente un mecanismo automático dictado por reglas algorítmicas introducidas por el hombre. Esta afirmación es compatible con la increíble potencia de cálculo de la computación. El hombre ha conocido desde antiguo algoritmos para calcular mediante el simbolismo (por ej., mecanismos para efectuar operaciones matemáticas: sumas, restas, etc.). Gracias a ellos obtiene resultados automáticos no “intuitivos”. La racionalidad formal es necesaria en cuestiones cuantitativas y organizativas, allí donde no llega el pensamiento intuitivo. En este aspecto los ordenadores son instrumentos imprescindibles (nuestra capacidad de pensar mecánicamente tiene muy poco alcance). Pero el pensamiento calculador es sólo una de las funciones de la razón, y no la más alta. g) La persona incorpora los servicios de los SI a su visión completa y prudencial, rica en experiencias. Nosotros decidimos prudencialmente, en ciertos ámbitos, hasta qué punto nos interesa recurrir y fiarnos de los servicios de los SI. Debemos evaluar todos los elementos relevantes en el entramado de la vida humana (política, educación, economía), y esto no pueden hacerlo los ordenadores, ni siquiera cuando en un futuro ideal sean “mucho mejores”. Corresponde a la persona decidir cómo y hasta qué punto le conviene usar SI, según lo que le interesa y el campo concreto en que opera. Normalmente el cálculo formal es útil en cuestiones cuantitativas, lógicas, organizativas. En cambio, la evaluación humana es imprescindible en conocimientos de tipo cualitativo y personal, o cuando hay que escoger fines y preferencias, como sucede en problemas políticos, sociales, económicos, educativos. Consideraciones análogas podrían hacerse respecto a las redes neurales, que siempre son un modo objetivante de elaborar la información, guiado por individuos que operan con fines personales. A este respecto señalo dos puntos: 1) Analogía del concepto de información: las redes neurales elaboran “información” sin 155 Este hecho es compatible con el “aprendizaje” de los SI, con sus reajustes y mejoras en función del “mundo
193 simbolismo, como hace el cerebro animal (o nuestro cerebro como órgano sensitivo). Pero el concepto de información es analógico. Originariamente surgió en el contexto de la teoría de la información y por analogía fue extendido a la vida (el código genético contiene “información”). Esta analogía tiende a hacer equivalente la noción de información con la de orden, con lo que en cierto sentido se aproxima al concepto aristotélico de la “forma” que organiza las estructuras materiales. La información contenida en una realidad puede ser “captada” por otros seres, sin ser propiamente conocida (los vivientes poseen indicadores de sus estados orgánicos. Ciertas enfermedades se deben a una “información equivocada”) 156. 2) Competencia de las redes neurales: como vimos, ellas imitan el modo asociativo con que el cerebro sensitivo (animal o humano) procesa la información. Por eso sirve para simular procesos adaptativos o conocimientos alcanzados por aprendizaje inductivo o empírico. Cuando estos procesos se incorporan a la inteligencia humana, sirven para el enriquecimiento de la experiencia157. En definitiva, las redes neurales reflejan mejor el modo progresivo y “holístico” con que aprendemos sobre la base de experiencias crecientes (en cambio, como dijimos, la computadora clásica corresponde más bien al pensamiento humano que opera a partir de reglas). Los dos aspectos son complementarios y así “corresponden” a facetas de la racionalidad humana. Los aparatos elaborados con los modelos conexionistas no realizan auténticos actos cognitivos, pero sí elaboran útilmente la información. Al hombre le sirven como complemento de la experiencia, o con diversos fines técnicos, añadiendo los contenidos propiamente intelectuales. En conclusión, los SI son instrumentos externos de la racionalidad, que conviene usar junto a la racionalidad completa humana. Constituyen un verdadero servicio a nuestro pensamiento, siempre que los usemos con sentido sapiencial. El intellectus debe gobernar la racionalidad de la “sociedad de la información”. Si el hombre se deja modelar pasivamente por ella, acabará en la
restringido” que se les ha dado. 156 Esto no justifica la atribución de conciencia a los seres naturales (panpsiquismo). Sólo significa que en la naturaleza existe una inteligibilidad, una “racionalidad constituida”. El hecho de que un reloj indique la hora no significa que “sepa” la hora. 157 Con métodos conexionistas podemos “definir” conceptos, reconocer aspectos lingüísticos, tratar imágenes, pero sólo porque el hombre ya presupone el sentido de esos conceptos, significados, percepciones e imágenes, como actos inmanentes. Entonces utiliza el conexionismo para obtener resultados asociativos. Una red conexionista propiamente no crea conceptos, ni hace nacer imágenes.
194 superficialidad. La inteligencia personal es insustituible. 4. Hábitos cognitivos, experiencia intelectual y objetivaciones El pensamiento objetivo nace a partir de la experiencia, a la luz de los primeros principios. Presento ahora un cuadro de conjunto de los procesos cognitivos. Hasta ahora consideramos, por así decirlo, dos dimensiones del pensamiento: 1) Experiencias intelectuales: la experiencia del ser, la verdad, la causalidad, es existencial, perceptiva, vivida, habitual y preobjetiva. Advertimos la realidad en medio de nuestras actividades (al trabajar, dialogar, etc.). Esta advertencia suele ser implícita, pero se explicita y se hace más consciente cuando la objetivamos y verbalizamos. 2) Pensamiento conceptual, con sus expresiones lingüísticas: a partir de las experiencias ontológicas primitivas, formamos múltiples abstracciones, o las recogemos del lenguaje aprendido. Objetivamos conceptos y proposiciones, de los que nacen todas las operaciones racionales. La objetivación, en términos tomistas, es la génesis de verbos mentales, que son la fuente del lenguaje. La objetivación es abstracta, pues deja de lado el acto y separa los contenidos formales, según las diversas modalidades abstractivas. Estas dos dimensiones están siempre co-presentes en la mente. Prácticamente no existe una situación de experiencia intelectual sin la posesión de algunas conceptualizaciones y, al revés, toda objetivación está siempre sostenida por experiencias intelectuales. Estas últimas son como un ámbito vivido de nuestro intelecto, que conocemos por la reducción de nuestros pensamientos objetivos a su base preobjetiva, a lo que presuponemos cada vez que pensamos cualquier cosa. Los verbos mentales nacen de la experiencia intelectual y a ella retornan. Los pensamientos objetivos nacen a la luz de las experiencias intelectuales, como desde una fuente, y a la vez retornan a ella, pues la clarifican parcialmente. Por ejemplo, advierto la presencia de una persona y tengo en cuenta, gracias a una elaboración conceptual transmitida por la cultura, la dignidad de la persona. Los verbos mentales (conceptos, series de frases, razonamientos) son un perfeccionamiento necesario del conocimiento y pueden formarse al infinito. Son intermitentes y
195 no continuos: no los pensamos todos a la vez. En cada momento estamos pensando en algo concreto, esto es, ejercemos alguna operación mental. Una persona, al ir andando por la calle, advierte “sin pensar” la existencia del mundo, de los demás y de sí misma, mientras está meditando en puntos específicos sobre los que se concentra su atención, quizá con proposiciones silenciosas. Y así, de sus intuiciones intelectivas nacen sus pensamientos objetivos concretos. Existe, además, una tercera dimensión de nuestro conocimiento: previo a la conciencia, hay en nosotros un fondo preconsciente constituido por la facultad intelectual enriquecida por hábitos y por todo el saber adquirido. Esta dimensión es nuestra mente informada y predispuesta, que coincide en parte con la memoria intelectual. Ella crece, se desarrolla en nosotros y sigue existiendo mientras dormimos. No tenemos una experiencia directa de sus contenidos. Conocemos este fondo sólo a través de sus manifestaciones en la actividad consciente. Por ejemplo, las lenguas que hemos aprendido permanecen en nosotros sin que lo notemos, a título de hábitos presentes en nosotros de modo inconsciente y preoperativo, hábitos que nos permiten pasar a las operaciones concretas de articular frases, según las necesidades de cada momento. Tomás de Aquino hablaba, en este sentido, de especies cognoscitivas que informan de modo estable la mente del que ha aprendido 158. Así, el saber de un arquitecto que duerme está en él en forma de hábitos mnemónicos, y esto le permitirá, cuando despierte, pasar a las operaciones mentales (frases, inferencias), que sólo en una pequeña medida expresarán sus hábitos artísticos. Escribe en este sentido el Aquinate: “la concepción actual procede del conocimiento habitual” 159. Sin embargo, “el intelecto, con la concepción de un verbo, no consigue expresar todo lo que tenemos como conocimiento habitual, sino sólo un aspecto” 160. El saber habitual es como una fuente de la que manan los múltiples y sucesivos verbos mentales: “como no podemos concebir en acto con la mente todo lo que sabemos de manera habitual, puesto que tenemos que movernos de un inteligible a otro, no existe en nosotros un único verbo mental, sino que hay muchos, y
158 Cfr. C.G., I, 53, n. 443; IV, 11, n. 3473. 159 De Ver., q. 4, a. 2. 160 De Ver., q. 4, a. 4.
196 ninguno de ellos es adecuado a nuestra ciencia” 161. He aquí un esquema de las tres dimensiones fundamentales del conocimiento intelectual:
Intelecto Experiencias intelectuales Hábitos Conocimientos inmediatos Memoria Percepción existencial
Saber objetivo Verbos mentales Desarrollos racionales
Me detengo en dos puntos: uno sobre el conocimiento habitual y otro sobre el dinamismo de conjunto de la mente. I. Aspectos del conocimiento habitual. El conjunto de nuestros hábitos y conocimientos adquiridos es como una dotación dinámica de la mente. Su núcleo es el hábito natural de los primeros principios, que se forma espontáneamente cuando ejercemos el conocimiento en acto. Le sigue la inclinación natural para adquirir los hábitos de la sabiduría y la prudencia, cuya falta es una privación, es decir, un mal. Los demás hábitos, por ejemplo los hábitos lingüísticos, científicos, técnicos, son una adquisición personal, condicionada por la cultura. El hábito lingüístico no puede faltar porque pensamos con el cerebro (como causa instrumental). Los hábitos potencian la luz de la inteligencia para que logre un conocimiento eficaz, más amplio y profundo. La trama del saber habitual está constituida por contenidos, habilidades, actitudes, capacidades de percibir grupos de objetos y de ponerlos en relación, y otros aspectos semejantes. Nos referimos a ellos, en parte, cuando hablamos de la “mentalidad” de una persona:
161 Quodl., IV, q. 4, a. 1.
197 mentalidad profesional, poética, musical, filosófica 162. Algunos hábitos predisponen a realizar ciertas operaciones racionales: hábitos de abstraer, de relacionarse fácilmente con la experiencia, de razonar de un modo especial, de organizar los conocimientos según ciertos esquemas. Los hábitos se adquieren y modifican con la educación, la vida cultural y el ejercicio. Se crean en los años de la formación intelectual, pero también más tarde, si la inteligencia se cultiva y se mantiene viva la capacidad y los deseos de aprender. Desde el punto de vista dinámico, los hábitos cognitivos tienen las siguientes funciones: a) Son como un horizonte cognitivo, a la luz del cual el hombre percibe, recuerda, razona y aprende cosas nuevas. b) Predisponen para realizar con facilidad ciertas operaciones intelectuales. c) Se potencian mutuamente. La sabiduría puede iluminar a los hábitos científicos, las virtudes morales pueden informar a los hábitos técnicos. Así es como el intelecto gobierna a la racionalidad. d) Los “hábitos negativos” o vicios intelectuales son la privación de los hábitos intelectuales adecuados (pereza mental, desorden en las ideas, incapacidad de distinguir planos). II. El crecimiento intelectual. Ahora que conocemos las tres dimensiones de la inteligencia (hábitos, experiencia y objetivaciones), podemos dirigir la mirada al dinamismo global de la mente informada, que hace crecer a la inteligencia en varios sentidos. Las vías cognitivas son sistémicas, es decir, operan de modo circular (feedback), con influjos interactivos y correcciones recíprocas, lo que al final provoca un crecimiento de conjunto del saber. Puede suceder también, por desgracia, que los defectos y desviaciones de los canales cognitivos lleven a un deterioro de la mente, o a crecimientos desequilibrados. La conjunción del intelecto con la experiencia opera siempre en el ámbito de los hábitos.
162 Las múltiples “inteligencias” de nuestra mente de que habla H. GARDNER en Inteligencias múltiples: la teoría en la práctica, Paidós Ibérica, Barcelona 1998, son en realidad hábitos intelectivos (inteligencia espacial, lingüística,
198 Cada vez que maduramos una nueva experiencia, la inteligencia, enriquecida por luces habituales adquiridas en el pasado, suscita iluminaciones que implican una nueva comprensión conceptual, lo que a su vez quedará impreso en la mente, como un nuevo hábito, capaz de aumentar la potencia iluminadora de la inteligencia. En definitiva, nuestra inteligencia avanza gracias al empuje de: a) hábitos, predisposiciones, recuerdos, saber previo; b) bagaje cultural que se nos comunica por vías personales, instituciones, o a través de los contenidos objetivos de la cultura; c) nuevas experiencias en nuestro encuentro con la realidad; d) enseñanzas de maestros y expertos; e) solicitaciones de los demás, mediante las relaciones personales y los canales de la comunicación. Una lectura, la convivencia, una conversación, unas clases, junto a la propia reflexión, inciden en el crecimiento intelectual de una persona, aunque también podrían obstaculizarlo, detenerlo o desviarlo. 5. La dimensión histórica del conocimiento. Hermenéutica Las últimas observaciones muestran el papel de la historia en el conocimiento. Conocemos en el tiempo, en una situación histórica personal y cultural de la que no podemos prescindir. La historicidad del pensamiento ocasiona a veces posturas relativistas. Pero el relativismo no puede ser un pretexto para que ignoremos la importancia de la dimensión histórica del conocimiento. Nadie puede pretender conocer la realidad de modo profundo por sí solo, sin ayuda de los demás, ignorando lo que se ha conocido en el pasado. Los conocimientos adquiridos por el esfuerzo de las generaciones del pasado es un inmenso bagaje que influye en nosotros desde la infancia. Conocemos directamente la realidad, pero al mismo tiempo la conocemos con los otros, gracias a un pasado cultural -tradición- que nos llega constantemente y que opera a través de nuestros contactos lingüísticos con personas, libros y símbolos. El individuo es educado en una cultura desde el principio. Las nociones que aprende no son fruto de descubrimientos personales, sino contenidos provenientes de lo que los demás han ido descubriendo y han pensado. No por eso nuestra situación ante la cultura es pasiva. Cada uno aporta sus luces, puede someter a reflexión lo que se le comunica y descubrir nuevas verdades, o musical, etc.).
199 identificar errores. La situación histórica del conocimiento abre o cierra posibilidades cognitivas. Conocemos de modo selectivo y en perspectiva, según la situación cultural en que nos encontramos. Así participamos de los hábitos cognitivos característicos del momento histórico que vivimos. En ciertas orientaciones culturales algunas cosas son más importantes y otras secundarias. Sobre determinadas temáticas se medita mucho, en otras se profundiza poco, o son dejadas de lado. Muchos ámbitos del conocimiento quizá no pueden ni siquiera entenderse por el momento. Esta visión peculiar o cuadro conceptual complejo es un conjunto de hábitos colectivos, por los que se posee un conocimiento global (y a la vez parcial) de la realidad. Este cuadro posibilita conocer nuevas verdades y detectar nuevos aspectos de las cosas ya conocidas, en tanto caen bajo los intereses, preferencias y evidencias adquiridas y compartidas por todos. Los cuadros conceptuales culturales, sin embargo, pueden también cerrar algunas vías del conocer, aunque no de modo absoluto. Las aperturas o clausuras culturales (por ejemplo, la rigidez conceptual, el escaso interés por otras culturas) son susceptibles de grados y no son definitivas. En un ambiente caracterizado por la libertad y el interés por la verdad, el desarrollo filosófico y científico favorece el universalismo y ayuda a las aperturas culturales. En cambio, la ignorancia y las ideologías tienden a la cerrazón intelectual. Por consiguiente, el progreso en el saber es posible, pero en parte es relativo. La historicidad del pensamiento implica la posibilidad de progresar en el conocimiento de la verdad. Pero el progreso no está sin más asegurado, y nunca será absoluto en todos los sentidos. Al pasar a otras perspectivas, se pueden conocer cosas nuevas y profundizar en las que ya se sabían, pero también se puede perder riqueza en algunos aspectos. El progreso es relativo a ciertos aspectos: no es “absoluto” en bloque. Sólo las ciencias y las técnicas progresan de un modo más bien lineal, a causa de la definición precisa de sus programas. Pero estos límites son superables, pues las culturas se comunican entre sí, y también porque el pasado puede ser siempre revisitado. En
200 conjunto la humanidad ha progresado en el conocimiento de la verdad 163. Los marcos histórico-culturales con que conocemos son comunicables. No son cotos “inconmensurables”. La inteligencia, abierta al ser, siempre puede superar los límites de todo conocimiento particular, abriéndose al diálogo y a la comprensión de otros modos de plantear las ideas. Gracias a la analogía, siempre podrán verse puntos de comunicación entre las diversas modalidades históricas del pensamiento. Pero esta comunicación no se produce automáticamente, pues exige un cambio de mentalidad y nuevas investigaciones. Nadie puede entender, si no está preparado, las cosas que se salen del ámbito de sus conocimientos familiares (el que no conoce una lengua, tiene que aprenderla si quiere comunicarse con sus parlantes). Tal preparación requiere madurez, experiencia, asimilación. Nuestra racionalidad va paso a paso. No comprendemos de golpe cualquier cosa: captamos verdades en la medida en que aprendemos, adquirimos hábitos, nos apropiamos de premisas que llevan a una nueva forma de comprensión, entramos en determinados contextos y meditamos con frecuencia ciertos aspectos, hasta percibir sus implicaciones. Así lo hacemos personalmente y con la ayuda de muchísimas otras personas. Así es como el conocimiento avanza colectivamente. La historicidad del pensamiento es compatible con el conocimiento de la verdad trascendente. Valen aquí los criterios vistos a propósito del realismo perceptivo y conceptual. El hecho de que conozcamos en perspectiva, parcialmente y de modo contextual no significa que no podamos conocer la verdad. La verdad trasciende la historia y es cognoscible universalmente, en todos los tiempos y culturas. La contextualidad histórica no hace que la verdad sea relativa a los contextos en que fue descubierta o formulada. Propiamente la verdad no es histórica: los teoremas de Euclides valen hoy y siempre, para todos los pueblos. Lo histórico es el modo de llegar a ella. Para entender esos teoremas, basta realizar las abstracciones de la geometría euclidiana. Además, como el hombre es consciente de la dimensión histórica de su saber, ya por eso supera a la historia. Por esto podemos adecuarnos a las perspectivas históricas y no estamos inexorablemente 163 Hoy el incremento de las comunicaciones en el mundo facilita el acceso a las contribuciones del pasado y de otros lugares geográficos. Este hecho nos coloca en una situación privilegiada y favorece un progreso global del
201 encerrados en la nuestra. La mente recorre la historia porque tiene un alcance de eternidad. El condicionamiento histórico nace de la abstracción y de las mediaciones lingüísticas. Sin la historia no podríamos conocer, pero superamos infinitamente a la historia. De aquí salen una serie de consecuencias: a) Comprendemos el pasado si nos adecuamos a sus perspectivas históricas. Interrogamos al pasado desde nuestra perspectiva presente, pero no estamos encerrados en ella. Esta “relatividad” es compatible con el conocimiento verdadero. Éste es el fundamento del conocimiento de la verdad en las ciencias históricas y en toda investigación que incluya una averiguación sobre el pasado. Naturalmente, no podemos adquirir un conocimiento exhaustivo de la historia (ni de nada): las perspectivas con que cabe plantear una investigación son infinitas por la complejidad del ser real, especialmente del ser histórico. b) Lo mismo cabe decir acerca de la comprensión de otras culturas. c) Para comunicar la verdad -educación, tareas formativas- se han de tener en cuenta las disposiciones personales y bases culturales de quienes escuchan, tratando de suscitar actitudes y hábitos que permitan acceder a los nuevos conocimientos. Éste es uno de los fundamentos de la inculturación de la verdad cristiana. La hermenéutica sitúa la dimensión histórica del conocimiento en el ámbito del lenguaje. La hermenéutica es el arte de la interpretación de los símbolos, en especial del lenguaje oral y escrito164. En otras épocas se limitaba a la exégesis de textos, pero la filosofía contemporánea (Gadamer, Ricoeur y otros) mostró su amplitud, pues toda nuestra actividad intelectual se ejerce a través del lenguaje. La hermenéutica interviene en todas las cuestiones gnoseológicas. Algunos aspectos de la interpretación de textos son:
conocimiento humano. 164 Cfr. sobre este tema, E. BETTI, L’ermeneutica come metodica generale delle scienze dello spirito, Città Nuova, Roma 1987; Teoria generale dell’interpretazione, Giuffré, Milán 1990; F. CONESA, J. NUBIOLA, Filosofía del lenguaje, cit., pp. 215-260; H. G. GADAMER, Verdad y método: fundamentos de una hermenéutica filosófica, Sígueme, Salamanca 1994; G. MURA, Ermeneutica e verità, Città Nuova, Roma 1990.
202 a) Comprendemos los textos a la luz de nuestros conocimientos y recursos lingüísticos. Los comprendemos desde nuestra perspectiva, que puede ser variable y no es unívoca. Pero podemos también aprender a adecuarnos a las perspectivas del texto, a su contexto cultural, para entender su sentido y evaluar su verdad. b) Leemos textos con actos interpretativos específicos, por ejemplo exégesis científica, comentarios retóricos, visión crítica, lectura formativa, actividad docente. A veces se busca determinar lo mejor posible el pensamiento y la intención del autor. Otras veces se deja que el texto “hable por sí solo”, para sacarle implicaciones que trascienden la mente de su autor. También puede utilizarse un texto para que ilumine aspectos de un acto discursivo propio, aunque lo saquemos del contexto. c) Los actos interpretativos pueden ser verdaderos y adecuados, aunque sean imperfectos. Pueden darse también malentendidos y falsas interpretaciones: lecturas superficiales o ideológicas, críticas inadecuadas, falsas atribuciones de los contenidos y su sentido. Existen criterios para interpretar de modo adecuado los textos, según las finalidades de una lectura: tener presentes los contextos semánticos y pragmáticos, conocer el género literario del texto, entender las partes desde la unidad global, ir a lo central, identificar los presupuestos, y muchos otros puntos semejantes. d) La lectura de textos es como un diálogo en el que lo escrito, con su relativa autonomía, de algún modo “habla” al lector. Éste quizá se enriquecerá con su lectura y, gracias a su preparación, verá desde ahí nuevas implicaciones. De este modo el lector se predispone para lecturas más enriquecedoras. Así, cuando leemos textos profundos en diversas épocas de nuestra vida, los vamos viendo bajo nuevas luces. Estas indicaciones no son simples técnicas de lectura. Valen para la comunicación del pensamiento y así ayudan a comprender el crecimiento comprensivo y la importancia de la tradición. Pero la tarea hermenéutica no es cerrada, como si el pensamiento no fuera más que una sucesión de interpretaciones. La relación con la verdad trascendente está siempre presente.
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CAPÍTULO 7 LA VERDAD
Dirigimos ahora la atención a una de las cuestiones centrales de la gnoseología: la verdad. Tenemos ya elementos para explorar con eficacia un tema que hasta el momento tocamos de soslayo. Los tres siguientes capítulos son unitarios, pues el estudio de la verdad pide considerar los criterios cognitivos con que reconocerla a la luz del dinamismo global de nuestro conocimiento. 1. Adecuación a la realidad La verdad es uno de los presupuestos fundamentales del pensamiento. La conciencia de estar en la verdad, de poder discernir entre lo verdadero y lo falso, pertenece a los primeros principios del conocimiento. Pero ahora nos preguntamos: ¿qué es la verdad? I. Adecuación al ser: la verdad realista. Según Tomás de Aquino, la verdad es la adecuación de la mente a la realidad (adaequatio rei et intellectus 165). Esta definición implica la existencia de dos instancias, la mente humana y la realidad extramental, independiente de nuestro pensamiento. La adecuación veritativa -llamada también correspondencia o conformidad- se realiza en términos de ser, esto es, cuando la mente conoce algún aspecto del ser de la realidad y así lo expresa en el juicio. En este sentido, la noción de conocimiento incluye esencialmente a la verdad. El conocimiento o es verdadero o no existe. Pero un pensamiento puede no implicar de por sí un conocimiento, y entonces, como veremos, no es ni verdadero ni falso. La adecuación veritativa no es simétrica: la realidad no debe adecuarse a la mente humana, sino que ésta debe adecuarse a la realidad, o dejarse medir por ella 166. “El intelecto se dice
165 De Veritate, q. 1, a. 1. 166 Cfr. ARISTÓTELES, Metafísica, IX, 1051 b 9.
204 verdadero cuando se conforma a la realidad, y falso cuando es discordante respecto a ella” 167. La verdad no es una creación humana, sino un descubrimiento: es como un don o una luz del ser para la mente. Según Aristóteles, un enunciado es verdadero cuando dice que es lo que es, y que no es lo que no es, y resulta falso cuando, al contrario, dice que es lo que no es, o que no es lo que es 168. No siendo simétrica, la inteligencia puede no hallarse adecuada a la realidad, cuando no juzga, o incluso puede contrariar a la realidad, si está en lo falso. La noción de verdadero conlleva las nociones de falsedad, discordancia entre la mente que juzga y la realidad juzgada, y de mentira, juicio falso conocido como tal por su autor y emitido con el fin de engañar, es decir, para hacer caer a una persona en un error 169. El término de la correspondencia veritativa de la mente es la realidad o el ser. La instancia a la que la mente debe adecuarse se llama realidad (de res, cosa), para subrayar la trascendencia del ser -la cosa real no es la cosa pensada o imaginada-, así como su independencia ontológica, pues la realidad continúa siendo lo que es aunque nosotros la pensemos de otro modo. Por supuesto, también la inteligencia es una realidad, por lo que puede conocerse con verdad si los juicios pertinentes se adecúan a lo que la inteligencia es o hace. De la palabra res deriva la denominación de realismo cognoscitivo. Como la cosa (res) es propiamente el ente, lo que es, podemos concluir que el ser es el fundamento de la verdad: “la verdad se funda en el ente” 170. Las cosas no son como las pensamos o imaginamos, sino que tenemos que pensarlas en conformidad con lo que son. La verdad es la dimensión metafísica central del conocimiento. La verdad como adecuación es el núcleo del realismo. El que no acepta esta noción o alguna equivalente no sostiene una posición realista. Por otro lado, la versión realista de la verdad pertenece a la comprensión metafísica originaria común a todo ser humano. Es un presupuesto absoluto del lenguaje, de las ciencias y de la vida del hombre. Sin la verdad realista, estos ámbitos perderían todo sentido. Los filósofos
167 TOMÁS DE AQUINO, In I Peri Hermeneias, lect. 3, n. 29. 168 Cfr. Metafísica, IV, 1011 b 27-28. 169 La noción técnica de verdad como correspondencia a los hechos (la frase “la nieve es blanca” es verdadera si y sólo si la nieve es blanca) fue elaborada por A. Tarski para introducir en la lógica la verdad semántica, aparte de la verdad sintáctica o coherencia formal. Esto contribuyó en su momento a dar una mayor credibilidad a la noción de verdad como adecuación.
205 no realistas que tienen dificultad para aceptarla a veces no entienden cómo puede explicarse el hecho de que una situación de la mente se “adecúe” -sea semejante, o incluso idéntica- a la realidad material, cuando las dos instancias (mente y realidad física) son heterogéneas. Pero ya consideramos este problema cuando nos referimos a la naturaleza del conocer, capaz de reflejar de modo inmaterial e intencional los elementos ontológicos de la realidad. II. La verdad ontológica. Los clásicos (San Agustín, Santo Tomás) hablaban de una verdad ontológica, propia de la misma realidad y no de la mente, distinta de la verdad epistémica o cognitiva, de la que nos ocupamos en este capítulo. La verdad ontológica -que es una derivación analógica de la verdad cognitiva- coincide en la filosofía tomista con el trascendental verdadero. Cualquier cosa, en la medida en que es, puede decirse verdadera 171: aquí “verdadera” significa inteligible, cognoscible por la inteligencia, precisamente en cuanto es. No es que el ser “se resuelva” en la cognoscibilidad. Se trata de que el ser es transparente a la inteligencia, como lo luminoso es visible para el que tiene buena vista 172. En este sentido, algunas cosas se dicen falsas porque sus apariencias ocasionan juicios falsos (oro falso, cheque falso). La verdad ontológica es como la “sinceridad” de las cosas, su natural claridad a los ojos de los cognoscentes 173. Tomás de Aquino sostiene una noción aún más fuerte de verdad ontológica: una cosa es verdadera en cuanto depende de una inteligencia que la ha proyectado o hecho. En este sentido, siguiendo a Agustín, cabe decir que cualquier cosa creada es verdadera con relación a la Inteligencia creadora de Dios, y que los objetos artificiales son verdaderos con respecto al
170 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 16, a. 3, ad 2. 171 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 16, a. 3. La verdad como desvelamiento o manifestación, ilustrada por Heidegger, pertenece al orden de la verdad ontológica, aunque añade el elemento gnoseológico de su mostrarse al hombre. 172 Por nuestra deficiencia cognitiva, no todo nos resulta transparente. El carácter trascendental de la verdad supone, por otro lado, que el ser en su grado más alto incluye inteligencia. Éste es otro aspecto de la relación esencial entre ser e inteligencia. 173 Hay otros matices de la verdad ontológica. Por ejemplo, cuando decimos “ésta sí que es verdadera poesía”, “este vino es auténtico”, queremos decir que estas cosas tienen todo lo necesario para ser realmente tales. En este uso analógico, verdadero significa genuino, auténtico. La “verdad” de una obra de arte puede asumir otros significados analógicos.
206 intelecto humano que los ha inventado 174, pues su forma refleja el pensamiento de sus autores. La distinción entre verdad ontológica y verdad cognitiva se basa en la analogía: la verdad, como el ser, se dice en muchos sentidos 175. La verdad en el hombre es su sinceridad y disponibilidad para testimoniar la verdad. Pero el significado analógico primario es epistémico: la verdad es ante todo el reposo de la mente cuando, al conocer el ser, alcanza su propio bien. “Lo falso y lo verdadero no existen en las cosas (…) sino en el pensamiento” 176. El conocimiento de la verdad es el acto más alto y completo de nuestra mente. III. Análisis de la verdad en el juicio y la proposición. Nuestra mente expresa la verdad en las proposiciones sobre las que emite un juicio, no en las preguntas o frases meramente hipotéticas. Para evitar la vaguedad, el tema de la verdad debe referirse a las proposiciones. A menudo no tiene mucho sentido decir que un persona o una teoría “están en la verdad”, si no se va a frases concretas. Es en ellas, una por una, donde hay que examinar con precisión si hay verdad o falsedad. Por eso en este capítulo propondremos muchos ejemplos de enunciados, a medida que vayamos estudiando puntos concretos sobre el tema. La verdad se conoce propiamente en el juicio, tanto afirmativo como negativo 177. Comprendo una realidad o un vínculo entre aspectos inteligibles (“lloverá”, “mañana iré”) y lo expreso en una proposición que recibe mi asentimiento en un juicio. Dicho de otro modo, juzgamos construyendo una proposición porque vemos o sabemos algo. El acto consumado del conocimiento es el juicio, cuando la mente no sólo concibe contenidos inteligibles, sino que los refiere a la realidad. En la percepción o en el concepto, en el pensamiento que aún no juzga, en la proposición pronunciada sin intencionalidad realista, no se llega todavía al juicio. Pero en los actos intelectuales que no son juicios -una opinión, una frase pronunciada sólo como ejemplo, o 174 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, In I Peri Hermeneias, lect. 3, n. 29-31; De Veritate, q. 1, a. 2 y 10. La verdad en Dios no es adecuación, sino que coincide con su mismo Ser, idéntico a su Inteligencia. Dios es la Verdad misma y fuente de toda otra verdad, tanto ontológica como epistémica: cfr. S. Th., I, q. 16, a. 5. 175 En este capítulo me refiero a la verdad especulativa, declarativa de lo que es. Ella constituye el sentido analógico primario del concepto de verdad. Más adelante aludiré a la verdad práctica. 176 ARISTÓTELES, Metafísica, V, 1027 b 27. 177 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 16, a. 2; De Veritate, q. 1, a. 3. Véase sobre este tema M. P. CHIRINOS, Intencionalidad y verdad en el juicio, Eunsa, Pamplona 1994; S. COLLADO, El juicio veritativo en Tomás de Aquino, Cuadernos de Anuario filosófico, Pamplona 2003.
207 como lectura-, existe al menos la conciencia del acto intelectivo, respecto del cual se juzga de modo implícito. El que se limita a leer una cita, no pretende afirmar lo que lee, pero sabe que lee, y discierne entre esa lectura y el juicio. La dimensión de verdad siempre está implícita en los actos intelectuales. El juicio implícitamente afirma la verdad respecto de sí mismo. Parece superfluo añadir a una proposición aseverativa el que sea verdadera: “es verdad que Einstein formuló la teoría de la relatividad” nada añade a la frase “Einstein formuló la teoría de la relatividad”. El enunciado es verdad que P, si P es un juicio, sólo indica una reflexión explícita de la mente sobre su acto (pero ya vimos que todo acto intelectual incluye la conciencia concomitante), pues quien dice P quiere decir la verdad178. El juicio P es verdad sólo explicita la conciencia de la adecuación a lo real, conciencia que antes era implícita y concomitante al acto de juzgar. Ulteriormente, la frase sé que P, al indicar la conciencia de certeza, equivale a decir P, o P es verdad. En definitiva, en el acto del conocimiento completo se conoce simultáneamente la operación, el objeto en su referencia intencional y la relación de verdad entre la operación y la realidad aludida. A veces nos sentimos obligados a decir sé que P, es verdad que P, por motivos especiales (por ejemplo, porque los demás no nos creen, o para hacer más clara y rotunda la afirmación). Notemos estos puntos: A. No toda proposición es verdadera o falsa, por una serie de factores que ahora veremos. * Condiciones para que un enunciado pueda ser verdadero o falso: a) estar construido según reglas gramaticales, para que su sentido pueda entenderse; b) utilizar términos con significado preciso y referencia clara, sin ambigüedades ni palabras vagas o confusas; c) enunciar algo de modo claro y específico, pues las vaguedades son ambiguas. Muchas veces, por ejemplo, lo que se dice en general de un todo complejo debe referirse a aspectos o partes determinadas, para no caer en la vaguedad; d) el enunciado debe estar incorporado a un acto lingüístico que pretenda decir la verdad; e) se debe decir una sola cosa. Si la frase contiene varias afirmaciones, como sucede en las proposiciones compuestas, la verdad o falsedad deberá considerarse parte por
208 parte. Muchas proposiciones no son ni verdaderas ni falsas porque no respetan estas condiciones, como puede verse en los siguientes ejemplos: - “La profesora tiene razón”: ¿en qué? La frase es incompleta y hay que saber quién es la profesora (referencia). En un contexto conocido este enunciado podría ser verdadero o falso. - “Asia goza de buen clima”: enunciado confuso, pues el predicado “buen clima” no puede aplicarse a una extensión geográfica tan grande (Asia tiene zonas con climas muy variados). - “La política económica europea en el siglo XX fue correcta”: frase vaga, prácticamente vacía y semejante a la anterior. - “Camina y escucha música”: proposición compuesta por dos afirmaciones cuya verdad debe averiguarse por separado, salvo que se quiera decir “camina y escucha música a la vez” o algo semejante, apuntando a una unidad de acción. - “Sócrates no veía la televisión mientras comía”: frase ambigua, pues afirma una verdad presuponiendo de modo tácito falsedades (que Sócrates veía la televisión en otros momentos, o que en su época había televisores). - “Roma y Madrid tienen 3 millones de habitantes”: ambiguo, pues el predicado podría referirse a Roma y Madrid o por separado, o conjuntamente. - “Lo absoluto es muy amplio”: enunciado vacío. No se sabe qué dice ni a qué se refiere. - “La filosofía de Fulanito es verdadera”: este tipo de proposiciones suelen ser vagas, pues una filosofía (o teoría) puede ser verdadera en algunos aspectos y falsa en otros. Los ejemplos podrían multiplicarse. Muchas afirmaciones pueden ser netamente verdaderas o falsas (“ayer estuve en Nueva York”), pero otras son tan vagas, que para ser juzgadas deben precisarse, señalando matices y distinciones oportunas.
178 Cfr. C. SEGURA, La dimensión reflexiva de la verdad. Una interpretación de Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 1991.
209 * Los enunciados acerca de hechos imaginarios no son ni verdaderos ni falsos, como sucede en las creaciones literarias. Las frases de una novela no son veritativas, aunque se sobreentiende la verdad de que “pertenecen a tal novela”. Pero una creación literaria puede tener una “verdad ontológica” (por su realismo, por ir a fondo a problemas reales), distinta de la que aquí estamos hablando. * Las frases dichas a título hipotético no son ni verdaderas ni falsas, porque su autor no se adhiere a su posible verdad, que desconoce. “Quizá hay vida en otros planetas” no es un juicio veritativo, y por tanto no es ni verdadero ni falso. * Las proposiciones de futuro contingente (“el presidente renunciará dentro de un mes”) no son ni verdaderas ni falsas porque indican un hecho potencial aún no determinado en el ser. No así si se enuncian como posibilidad (“el presidente podría renunciar dentro de un mes”). * Las metáforas pueden ser verdaderas o falsas porque indican una semejanza analógica. “Tiene una salud de hierro” puede ser verdad, para indicar la buena salud, si se es consciente de que está hablando de modo metafórico. En un sentido parecido puede entenderse la “verdad” de las expresiones libres de la poesía o la literatura. Pero no toda verdad se reduce a metáfora o símbolo. “París es una ciudad” es una verdad literal, no simbólica. B. Algunos enunciados, aunque no hayan sido juzgados en acto, pueden ser verdaderos o falsos, si se adecúan o no a la realidad. Vale aquí lo que decía Frege: “ser verdadero es algo completamente diverso de ser considerado verdadero por el hombre, por muchos o todos, y no puede de ningún modo remitirse a esta opinión de uno u otros” 179. El enunciado “Septimio Severo fue un emperador romano” es verdadero aunque nadie lo diga, y lo sería aunque todos los hombres afirmaran lo contrario. Pero esto no significa que exista una especie de “mundo platónico” en que están escritas las frases verdaderas. Simplemente sucede que cada vez que consideramos un enunciado potencialmente juzgable, la realidad determina “anticipadamente” la adecuación veritativa de esa frase. Si así no fuera, no podríamos preguntarnos si un enunciado es verdadero o falso. Naturalmente, mientras esas frases no sean juzgadas, el hombre no conoce su
210 verdad (como sucede con las hipótesis). C. La verdad como correspondencia no exige un isomorfismo rígido entre la estructura de la proposición y la estructura de la realidad, pues en la proposición se introducen elementos lingüísticos y noéticos que responden a nuestro modo de conocer. Cada parte de un juicio no tiene por qué tener una correspondencia con la realidad. El “ser” de los enunciados verdaderos negativos o que afirman privaciones, por ejemplo, no se refiere a un acto real, sino que se limita a su función de cópula verbal. Por ella atribuimos el predicado a un sujeto (“él es manco”; “un árbol no es una mesa”). Estas frases son verdaderas, pero no indican una realidad ontológica positiva, sino una ausencia de realidad. Para Aristóteles, el ser de tales proposiciones se refiere sólo a la verdad proposicional (ser como verdad, o ser veritativo180). Análogamente, los artículos son meramente sintácticos y los nombres no siempre se refieren a sustancias concretas. El orden proposicional no sigue necesariamente al orden real (la alteración del orden sintáctico de una frase puede ser indiferente para el contenido de verdad, aunque a veces puede afectarla) 181. Por eso, las expresiones que comparan la verdad a una “imagen”, a un “lenguaje mental” o a una especie de “traducción” son metáforas, y no deben tomarse en sentido literal. De lo visto salen estas conclusiones: a) El contenido de nuestros juicios refleja el modo de ser según nuestro modo de entender. Para saber si las partes de una frase indican un sujeto, un acto, un predicado genérico o analógico, una privación o un ente de razón, hay que examinar los casos concretos según el tipo de operación mental con que uno trabaja, pasando a un análisis metafísico. 179 G. FREGE, prefacio al Grundgesetze der Arithmetik, H. Pohle, Jena 1903, en Aritmetica e Logica, Einaudi, Turín 1948, pp. 261-262. 180 Cfr. ARISTÓTELES, Metafísica, V, 1017 a 31-33. Se evita así una interpretación rígida de la correspondencia de la verdad cognitiva con el ser real. Cfr. A. LLANO, Metafísica y lenguaje, cit., pp. 171-191, 236-262; A. QUEVEDO, “Ens per accidens”, Eunsa, Pamplona 1989, pp. 192-210. 181 Las frases “mi amigo es astrónomo” y “este astrónomo es mi amigo” se refieren a la misma realidad, pero la expresan de dos modos diversos, pues cabe tomar como punto de partida un sujeto considerado según cierta propiedad (“amigo”), o considerado según otra propiedad (“astrónomo”), lo que obedece a nuestro modo de conocer y de hablar.
211 b) Por consiguiente, la verdad de un enunciado está en función de su modo de significar. Así, las frases verdaderas sobre Dios siguen un modo de significar analógico. Esas frases serían falsas si el modo de significar de sus términos fuera interpretado como unívoco o equívoco. Para determinar el sentido de verdad de los enunciados hay que conocer el significado de sus términos y el sentido pragmático en que esos enunciados se usan. c) Normalmente estos puntos se perciben sin mayores problemas en el uso ordinario de la lengua. Las dificultades técnicas lógico-lingüísticas para expresar la verdad no son un inconveniente para el tema especulativo de la verdad. Decir la verdad en un sentido realista es una praxis lingüística normalísima. No por esto la verdad depende de la gramática o la lógica. Al revés, la verdad del ser es el fundamento de las estructuras lógico-gramaticales. 2. Otras versiones de la verdad Si la verdad como adecuación no se acepta o no se reconoce la posibilidad de conocerla con certeza, fácilmente se acude a otras interpretaciones, fuera del realismo gnoseológico. I. La verdad como coherencia es predilecta por los sistemas idealistas. Una proposición será verdadera, según este criterio, si es coherente con el conjunto de proposiciones de un sistema, con las leyes del pensamiento, o dados ciertos presupuestos. La verdad como coherencia no tiene necesidad de ir más allá del pensamiento. Ciertamente en los sistemas deductivos este tipo de verdad, que podríamos llamar formal, es importante (P es verdadero si está demostrado). Pero esto no basta. La verdad formal es compatible con el relativismo (una idea sería verdadera sólo dentro de un sistema o una determinada concepción del mundo). Y es igualmente compatible con el error, pues cabe ser coherentes con premisas falsas. II. En el pragmatismo, la verdad se reduce a la praxis. Las modalidades de esta reducción dependen del tipo concreto de praxis escogida como relevante para el hombre o la ciencia. Aquí entran las filosofías que tienden a definir la verdad sólo por sus consecuencias prácticas, su eficacia o utilidad en la vida o respecto a ciertas acciones. Obviamente, si la verdad realista no tiene fundamento, pero se la quiere mantener como se pueda, no queda sino valorarla en función de sus aplicaciones en la vida. Siguiendo esta línea, por ejemplo, las creencias religiosas podrían
212 ser “verdaderas” si implican consecuencias antropológicas positivas, respecto a las cuales quizá podrían considerarse como símbolos o estímulos. Las proposiciones teóricas, por tanto, no serían adecuadas o no adecuadas a la realidad, sino que más bien serían expresiones válidas (o menos válidas) de una praxis vital. La teoría pragmatista de la verdad es contradictoria, pues el hecho de considerar como válido un tipo de praxis más que otro exige poseer una mínima noción de verdad especulativa. El criterio según el cual una consecuencia es útil o inútil, lleva al éxito o al fracaso, requiere un juicio de valor. Y este juicio responde a la noción de verdad como adecuación. Contra esta última afirmación podría objetarse que los juicios de valor no se refieren al ser. Esta dificultad procede del empirismo, para el cual los “juicios de ser” indican meros hechos empíricos, de modo que los “juicios de valor” (“esta acción es injusta”) serían extraños al ámbito “fáctico”. En realidad, los juicios de valor normalmente no son valoraciones subjetivas del hombre, sino que se refieren a auténticas dimensiones del ser, no empíricas ciertamente, sino inteligibles, y casi siempre son reconducibles al bien ontológico. Una realidad es buena, vale, si posee características que la hacen amable, agradable o útil. Así, la vida y la inteligencia son valores, porque son algo deseable en sí mismo. En definitiva, lo valioso es el ser, en su bondad, y lo que no vale es el mal. Para decir “esta acción es justa”, “esta forma de vida es indigna”, “esta poesía vale mucho”, hay que adecuarse a la realidad, y así esas afirmaciones serán verdaderas o falsas. III. En el empirismo, la verdad se reduce a la conformidad con los hechos empíricos (verificación o algo similar). Un juicio será verdadero si es conforme a un evento sensible. La comprobación de ese evento (“veo que ahora llueve”) hace que “llueve” sea verdad. Pero la simple conformidad con un hecho sensible no sirve para verificar una frase si no se reconoce algún elemento inteligible en la proposición (en el ejemplo mencionado, hay que “interpretar” como lluvia una serie de fenómenos sensibles). El acontecimiento sensible no funda la verdad si no es entendido. Es inexacto, además, creer que una frase tiene sentido sólo si su significado incluye algún aspecto sensible. Muchos enunciados -psicológicos, matemáticos, metafísicostienen sentido aunque carezcan de una correspondencia con fenómenos sensibles, y son
213 verdaderos o falsos. Los enunciados verdaderos no se reducen a afirmaciones sobre la existencia de cosas sensibles. Ciertos juicios verdaderos expresan vínculos abstractos reales, que no son necesariamente existenciales. “Los justos no roban” es siempre verdadero, y lo sería aunque no hubiera justos. Otros enunciados verdaderos hablan de posibilidades, no de realidades en acto, como “se puede construir una sociedad más justa”. Otros se refieren a deberes naturales, como “la persona no debe matar a otras personas”. Si los deberes éticos fueran pactos sociales o convenciones humanas, ese tipo de frases no serían ni verdaderas ni falsas, así como el enunciado “no hay que conducir por la izquierda” no es ni verdadero ni falso (lo verdadero, en este caso, sería sólo el hecho fáctico de que “en ciertas sociedades está prohibido conducir por la izquierda”). IV. La verdad como consenso (Habermas 182) nace también de la crisis del concepto realista de la verdad. La verdad resultaría aquí del acuerdo al que puede llegarse después de una discusión racional bien llevada, sostenida entre interlocutores considerados en una situación de igualdad ideal. Esta tesis viene a concebir la verdad como el fruto de una búsqueda racional intersubjetiva. Pero reflexionemos un poco. El diálogo conducido racionalmente, que quizá lleva a un acuerdo, puede ser una vía para llegar a la verdad, y bajo ciertas condiciones es un medio institucional para llegar a ciertas decisiones. Pero el consenso no es garantía de verdad. Es un juicio en el que muchos concuerdan, pero el consenso alcanzará la verdad sólo si es adecuado a la realidad, y de lo contrario será falso. Esta posición podría referirse a la verdad “práctica”, no teórica. Los consensos normalmente son decisiones sobre lo que se ha de hacer. Las decisiones no son, como tales, verdades teóricas, sino proyectos de acción, como “mañana haré tal viaje”. Se habla de verdad práctica de los enunciados que expresan decisiones, en el sentido de que pueden ser buenas o malas, oportunas o inoportunas, útiles o inútiles (pero presuponen algún conocimiento teórico que interviene como premisa necesaria, aunque no suficiente, para tomar decisiones). Aún así, la 182 Cfr. J. HABERMAS, Wahrheitstheorien, en H. FAHRENBACH (ed.), Wirklichkeit und Reflexion, Neske, Pfullingen 1973, pp. 211-265; Conocimiento e interés, Taurus, Madrid 1982.
214 conveniencia de las decisiones, individuales o colectivas, no sale del acto de decidirlas, sino que depende de criterios extradecisionales, por ejemplo, la conformidad con ciertos fines o con normas morales o de otro tipo 183). El acuerdo es sólo una exigencia que garantiza una mayor racionalidad en el procedimiento para llegar a ciertas decisiones, y en algunos casos condiciona su validez jurídica. En conclusión, ante el rechazo de la verdad como adecuación, surgen teorías alternativas, que reducen la verdad a algún otro elemento epistémico o antropológico: creación humana, símbolo, opción o postura voluntaria, convención práctica, fe. Pero estas teorías, creídas como verdaderas, sin quererlo presuponen la verdad como relación con lo real. 3. El acceso a la verdad. Escepticismo El hombre puede conocer la verdad. Éste es un primer principio epistemológico basado en la experiencia de nuestra vida cognitiva y en la naturaleza misma del acto de conocer. Todos hemos conocido innumerables verdades, y algunas son tan fuertes -“el mundo existe”, “yo existo”- que no es posible pensar seriamente lo contrario, salvo una enfermedad mental. Nuestra inteligencia está siempre en la dimensión de la verdad. Por eso comprendemos nociones derivadas como falsedad, error, engaño, mentira, apariencia no verdadera, rectificación. Estas nociones no tendrían sentido sin una experiencia correspondiente -somos conscientes de haber caído en errores- y, sobre todo, sin una referencia a la verdad. Además experimentamos el profundo deseo humano de conocer la verdad. Duda, ignorancia, falsedad, ambigüedad, son situaciones negativas, a veces dolorosas, en las que nadie quiere quedarse. La verdad es una finalidad natural de la inteligencia. La gnoseología realista no pretende que el hombre alcance siempre la verdad, que la conozca exhaustivamente o que sea siempre capaz de vencer las dudas y descubrir todo tipo de errores. Basta la experiencia de conocer algunas verdades. A veces se dice que no podemos conocer “la verdad absoluta” o “total”, para evidenciar la parcialidad de nuestros conocimientos. Pero “tengo dos manos” es un conocimiento parcial de mí mismo, y aún así esta frase es 183 En este sentido, la verdad práctica no es la adecuación con el ser existente, sino con alguna forma de “deber
215 verdadera, no una “verdad a medias”, como si fuera dudosa. El conocimiento de la verdad o es cierto o no existe. La certeza no es una cualidad especial que se añadiría al conocimiento verdadero. Es contradictorio decir “tengo 30 años, pero no estoy muy seguro”. Si estamos en la incertidumbre, todavía no hemos conocido la verdad. La certeza es la determinación de la mente cuando emite un juicio que estima verdadero. Por supuesto, alguien puede tener certeza y equivocarse, precisamente porque el que cae en un error ha juzgado, y por tanto cree que está en la verdad. Para el escepticismo, el hombre no puede conocer la verdad. Nuestro conocimiento sería siempre incierto, problemático, discutible. Como posición teórica, la tesis escéptica es contradictoria, pues afirma algo como verdadero: que no podríamos conocer la verdad. A la tesis escéptica se puede replicar con una serie de objeciones: a) cuando habla, el escéptico acepta el principio de no contradicción, pues de otro modo lo que dice no tendría sentido (Aristóteles); b) el escéptico que duda de todo, al menos sabe que duda (San Agustín); c) el que duda de todo, al menos sabe que piensa (Descartes). Estas argumentaciones indican algunos conocimientos incontrovertibles que escapan a la duda escéptica. Las objeciones a veces apuntan a la autorefutación del escéptico, según la estrategia dialéctica aristotélica: el escéptico, cuando habla para sostener sus tesis, se autodestruye en el plano de la teoría. Para defenderse de estas críticas, el escéptico podría evitar emitir juicios. El antiguo escepticismo asumía la actitud de la epojé o abstención de juzgar. El escepticismo suele presentarse como una actitud “vivencial”, según la cual nada sabemos con certeza absoluta. No hace falta definirse escéptico para serlo de verdad: muchas posturas complejas de la filosofía contemporánea esconden escepticismo. Normalmente el escepticismo lleva a negar la trascendencia del conocimiento. Si se acepta la objeción de que el escéptico al menos está seguro de que piensa, se puede dar un paso más, “cerrando” el conocimiento en nuestros actos de conciencia. Así se supera algo del escepticismo, pero a un duro precio. Es la vía cartesiana, típica de la filosofía moderna. Si no estamos seguros
ser”. No por eso es extraña a la dimensión metafísica: el deber ser es una modalidad del ser.
216 de nada, por lo menos nos quedan nuestras ideas, pero ya sin la pretensión de conocer la verdad trascendente, más allá de nuestra posición subjetiva. Y desde aquí se perfilan una serie de posibles caminos: a) Nuestras ideas serían sólo nuestras, sin que podamos afirmar nada sobre la realidad trascendente. La línea cartesiana bloquea el conocimiento del mundo externo -clausura en el cogito, en la propia subjetividad- y cae en el representacionismo, para el cual sólo conocemos nuestras representaciones. b) Los juicios dogmáticos deberían transformarse en opiniones, verdades probables o verosímiles, hipótesis, conjeturas. A lo más serían actos de fe, creencias, convicciones subjetivas, quizá importantes para la vida práctica. c) Para dar consistencia a nuestras ideas y así superar mejor el escepticismo, cabe pasar al idealismo. Nuestras ideas serían construcciones mentales, y la realidad sería incognoscible (Kant), o incluso sería abolida como algo que está ahí fuera. Lo que decimos “realidad” sería pensamiento, razón, idea, en modo estático o quizá evolucionando históricamente (historicismo). El idealismo fácilmente cae en el relativismo, si se piensa que las ideas humanas serían variables según los momentos históricos. La tendencia hacia el idealismo hoy se ha transformado en tendencia hacia el relativismo. d) Aunque la tesis escéptica descalifica la verdad, se advierte la necesidad de justificar su función en la vida (de lo contrario, se caería en la inacción). Y así el escepticismo evoluciona fácilmente hacia el pragmatismo, para el cual nuestras ideas son “verdaderas” en cuanto útiles, eficaces, o se interpretan como expresiones de una praxis o forma vital (voluntad o proyecto práctico de comunicar con los demás, vivir, sobrevivir, etc.). Nuestras ideas sobre la verdad, el bien o el mal, nacerían de la voluntad de potencia (Nietzsche). O bien: no alcanzamos la verdad dogmática, pero al menos podemos llegar a acuerdos prácticos (verdad como consenso). e) Nuestras ideas, por tanto, serían relativas a nuestra cultura, costumbres, código genético, o a la forma peculiar en que evolucionó nuestra especie. Esto es sin más el relativismo e historicismo. Todo pueblo y cultura tendría sus propias ideas filosóficas, religiosas y morales. El
217 relativismo puede vincularse a la sociología, biología u otras ciencias, para buscar alguna explicación de la mutación de las ideas y de su eventual utilidad biológica y social. Como vemos, algunas vías de la filosofía moderna son fruto de la crisis escéptica. Es verdad que el pensamiento refleja la situación de la cultura y que se relaciona con la praxis social. Es cierto que muchos conocimientos son de fe, o hipotéticos. Pero estas dimensiones, que una filosofía metafísica y realista puede asumir perfectamente, en algunas corrientes de la filosofía se vinculan indebidamente con el escepticismo. El escepticismo tiene una raíz auto-contradictoria. Contra el escepticismo puede argumentarse renovando la estrategia dialéctica de ver en él una auto-contradicción. Afirmar que “no hay principios generales”, o que “los pueblos poseen ideas muy diversas sobre la verdad”, conlleva la negación de la tesis que se pretende sostener. Las frases indicadas se ponen como reales, universales y válidas para todo el mundo. Los autores contrarios a la verdad realista, cuando presentan sus teorías (pragmatismo, voluntarismo, consensualismo), no pueden menos que hacer afirmaciones que estiman verdaderas, y se oponen fuertemente a las tesis contrarias. Esos autores no pueden evitar una radical incoherencia, teórica o al menos pragmática. Tomemos como ejemplo la postura falibilista de Popper 184. Si reconocemos nuestra falibilidad radical, según Popper, estaremos dispuestos a revisar cualquiera de nuestras opiniones. Esta actitud definiría la auténtica conducta racional (racionalismo crítico), abierta a todas las posibles críticas. La verdad sería sólo idea reguladora a la que nos aproximamos, sin que nunca lleguemos a la certeza de poseerla (en cambio, podemos reconocer nuestros errores). Popper afirma, en cambio, que cree en el valor de la razón, porque odia a la violencia. Y así su posición racionalista no es autosuficiente, pues se apoya en una fe: la razón acaba por sustentarse en la fe185.
184 Cfr. K. POPPER, Conjeturas y refutaciones: el desarrollo del conocimiento científico, Paidós Ibérica, Barcelona 1994, cap. 18. La obra entera de Popper está penetrada por la idea del falibilismo y racionalismo crítico. 185 Este odio a la violencia, al no fundarse en la verdad, lleva a contradicciones. Remitiéndose a Kant, Popper sostiene la necesidad de hacer la guerra contra los violentos, justamente para defender la paz. “Contra la guerra tenemos que combatir. La idea de la guerra contra la guerra, en su núcleo fundamental, la encontramos ya en Kant, en su escrito Para la paz perpetua” (Come vedo il Duemila: sedici interviste: 1983-1994, Armando, Roma 1998, p. 116). Más adelante: “la cuestión es muy simple: no hay otro modo de realizar la paz sino con las armas”(ibid., pp.
218 La posición popperiana es un escepticismo moderado sostenido por el fideísmo. Parece razonable, pero no es suficiente. La existencia de algunas verdades fundamentales es una necesidad a la que ni siquiera Popper puede sustraerse. Aceptar esos presupuestos como verdaderos no significa no estar dispuestos a discutirlos para profundizar en ellos, con el objeto de interpretarlos correctamente, o para responder a las dificultades que puedan aparecer. Los primeros principios deben discutirse en la instancia filosófica, que existe precisamente para esto. Cuando los afirmamos como indudables y, en este sentido, infalibles, irrenunciables o “no negociables”, queremos hacer notar su fortísima evidencia. El hombre no puede negarlos de modo absoluto sin hacerse violencia, y con frecuencia no puede hacerlo sino de modo académico. Además, algunos de esas negaciones conllevan consecuencias prácticas tremendas: si dudamos que los demás sean personas, podremos matarles fácilmente, o no reaccionar contra los crímenes. Y así el escéptico, por moderado que sea, no puede evitar la posibilidad de caer en hechos nefandos. En definitiva, el escepticismo surge ocasionado por las discordancias entre los hombres, especialmente en materias filosóficas, éticas, políticas, religiosas, y no raramente por las críticas exasperadas de los filósofos a muchos aspectos de la realidad. Estas críticas esconden a veces el deseo de una certeza unívoca y absoluta en todos los campos (racionalismo). Se puede admitir, en cambio, un horizonte muy amplio de opiniones y diversas formas de la racionalidad. Sólo es fundamental el reconocimiento de los primeros principios como cimientos del conocer, junto a un área de verdades que los hombres conocen con seguridad cuando emplean bien su pensamiento y alcanzan una suficiente experiencia. La falibilidad humana no es absolutamente universal. 4. Características de la verdad realista En las discusiones gnoseológicas es habitual asignar a la verdad ciertos calificativos, como la unidad o pluralidad, su carácter inmutable y absoluto, su relatividad, parcialidad y contextualidad. Una aclaración sobre estos puntos nos llevará a profundizar en las dimensiones de la verdad realista.
121-122). Pero así la pretensión de fundar la paz sobre la falibilidad es una utopía, pues su convicción de que la violencia es mala le lleva a defender las guerras. Con esto el antidogmatismo de Popper fracasa. Caen en la misma
219 I. Unidad y pluralidad. Existen numerosas verdades y muchos tipos y niveles veritativos, también en un sentido analógico: verdades universales y particulares, necesarias y contingentes, esenciales y existenciales, ciertas y probables, filosóficas, científicas, teológicas. La verdad “única” en un sentido absoluto es la Inteligencia de Dios, suma verdad y fuente de toda verdad creada. Se puede hablar de “unidad” de la verdad, sin embargo (no de “unicidad”), en el sentido de que, dada una proposición verdadera, serán inválidos los enunciados que la contradigan. En cambio, sobre un dato incierto caben muchas opiniones discordantes (pero algunas, aparentemente opuestas, quizá son complementarias). No es bueno querer hacer compatibles a toda costa las teorías opuestas, procedimiento que eliminaría la existencia de errores (otra cosa es hacerlas compatibles alterándolas, sobre la base de los aspectos de verdad parcialmente presentes en ellas). El irenismo o eclecticismo radical a veces es una forma de relativismo. Por el mismo motivo, no cabe admitir la contradicción entre varias fuentes del conocimiento, afirmando, por ejemplo, que una tesis verdadera para la fe cristiana, sería falsa para la ciencia (teoría de la “doble verdad”). Las contradicciones, cuando se presentan, son aparentes, o implican una falsa postura escondida186. Dos proposiciones contradictorias no pueden ser verdaderas a la vez. Según el principio de tercero excluido, si una proposición es verdadera, su contradictoria será falsa, y no cabe una tercera posibilidad. En cambio, dos o más posibilidades opuestas pueden ser verdaderas a la vez, mientras se mantengan como posibilidades. Así, “este gato quizá está muerto, o quizá está vivo” (no lo sabemos) es una proposición válida, y lo sería aunque el gato estuviera muerto. Esa frase no afirma el ser, sino nuestra situación cognitiva de ignorancia. “Este equipo de fútbol mañana podrá ganar, o no ganar” es una proposición válida, porque afirma dos posibilidades contradictorias antes de que se realicen. Las lógicas polivalentes, que admiten otros valores aparte de la verdad y falsedad, tienen en cuenta estos aspectos -posibilidades aleatorias, probabilidades, contradicción los que quieren “imponer el relativismo”, penalizando a los que sostienen dogmas. 186 Dos ejemplos concretos: a) ¿cabe decir que “la resurrección de los muertos es verdadera para la fe cristiana, pero imposible para la biología”? Sólo si se precisa que un evento imposible según el conocimiento de ciertas leyes, puede hacerse posible por otras causas; b) ¿se puede afirmar que “en la Eucaristía, según la fe católica, está el cuerpo de Cristo y no el pan, mientras que para la ciencia allí hay pan”? Estas dos afirmaciones son contradictorias. Para el que acoge la fe cristiana, en la Eucaristía sólo permanece la apariencia sensible del pan, y por tanto el creyente reduce el juicio basado en el conocimiento ordinario y científico a una opinión, que él sabe falsa porque cuenta con una fuente superior del conocimiento.
220 ignorancia-, por lo que no violan el principio de tercero excluido 187. II. Grados de verdad. La cuestión de las verdades “parciales”. Los enunciados verdaderos normalmente son verdaderos “del todo”, no “a medias”. Es absurdo decir “él se murió un poco”, o “la frase ‘él murió’ es un poco verdadera”. Sin embargo, ciertos predicados son atribuibles al sujeto de modo aproximado, según un más o un menos, si no conocemos bien una realidad que admita grados cuantitativos o de intensidad. No tiene sentido decir “esta mujer más o menos espera un niño”. En cambio, podemos afirmar “esta mesa mide más o menos 2 metros”, “esta persona es más o menos inteligente”. No todo es blanco o negro: la frase “este individuo es generoso” podría ser imprecisa si no se especifica, en un contexto oportuno, si lo es mucho, poco, o medianamente, porque la posesión de virtudes admite grados. “Esto es verdad sólo en parte, parcialmente” a veces pretende señalar una imprecisión o una omisión relevante en un texto o discurso, que se ha de aclarar para no inducir a error. Ciertas expresiones pueden llevar a errores si omiten circunstancias relevantes. La frase “él es muy afable” podría ser engañosa, si no se aclara que quizá es afable sólo con algunas personas, mientras maltrata a otras. Decir “ganó un premio” podría desorientar si se omite decir, en un determinado caso, que lo ganó con ayuda de recomendaciones. El uso social del lenguaje determina cuándo hay que indicar circunstancias importantes para no decir frases materialmente verdaderas, pero que inducen a error, si tenemos en cuenta que los enunciados no suelen estar aislados, sino ligados a otros, y que a veces contienen o sugieren presupuestos implícitos. En otros casos, al revés, hay que hablar con claridad, pues el añadido de demasiados matices puede ocultar una verdad importante: “¿has terminado tu trabajo? ‘Sí, prácticamente lo he acabado’”: esta respuesta quizá despista, pues podría ocultar el hecho claro y sencillo de que “no he terminado mi trabajo”. III. ¿Es inmutable la verdad? Las cosas pueden cambiar, y cabe profundizar en su conocimiento. Cuando se dice que la verdad es “inmutable”, se da a entender que no puede 187 Estos puntos pueden ser pertinentes para la lógica empleada en la física cuántica. La posibilidad introduce matices especiales en la lógica. El univocismo ontológico de Parménides supone un uso rígido de los principios y lleva a la marginación de la potencialidad.
221 “transformarse” en error con el paso del tiempo o por el cambio de opiniones humanas. En este sentido, cualquier verdad es universal, es decir, vale para todos y en todo tiempo. El conocimiento de la verdad es histórico, pero lo enunciado por una frase sobrepasa la historia (lo verdadero es siempre verdadero). Lo que dicen los filósofos y científicos está ligado a su tiempo y a su cultura en cuanto al modo de decirlo, pero no respecto a la verdad que se ha dicho. La dimensión hermenéutica del conocimiento es compatible con la trascendencia supratemporal de los enunciados verdaderos. Curiosamente Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, sostiene que las verdades temporales (“Sócrates ahora se está sentando”) son verdaderas sólo en el momento en que ocurre lo que declaran. “Sócrates se está sentando” será verdad sólo mientras Sócrates se sienta, y se vuelve falsa cuando Sócrates se pone en pie 188. El punto es exacto, porque esas frases se pronuncian implicando el tiempo del que las dice y no sólo el tiempo de lo dicho. Pero tales enunciados se pueden construir con independencia del tiempo del hablante, indicando la fecha: “la Revolución Francesa estalló en 1789” es un enunciado “siempre verdadero” 189. Pero lo eterno aquí no es el hecho enunciado, sino la frase que lo enuncia, que como todo acto intelectual trasciende el tiempo, aunque se diga en un tiempo. ¿Es posible expresar una frase verdadera de múltiples modos? Sí, como sucede en las traducciones o cuando usamos sinónimos. Una verdad compleja puede expresarse de un modo sintético, más sencillo, o más claro en atención a ciertos interlocutores, con ayuda de analogías y quizá de algunas simplificaciones. Pero ciertas adaptaciones o traducciones pueden suponer una alteración de lo que se ha dicho o quiere decirse. Además, el sentido del lenguaje puede cambiar en los contextos pragmáticos, por lo que siempre hace falta la tarea hermenéutica, que está al servicio de la verdad. IV. Carácter absoluto o relativo. Contextualidad. Decimos que la verdad es “absoluta” y no relativa para indicar su universalidad: un enunciado no puede ser verdadero para algunos y falso 188 Cfr. S. Th., I, q. 16, a. 7-8; De Veritate, q. 1, a. 5-6. 189 Los enunciados de hechos pasados implican cierta relatividad al hablante, que desde el presente los ve como pasados. Pero estas frases enuncian verdades inmutables, pues el pasado ya está determinado y no puede cambiar (admitir un cambio en el pasado implica una contradicción).
222 para otros. Cualquier verdad, aunque no todos la entiendan, es potencialmente comprensible por toda persona que ejerza los actos necesarios para entenderla (estudiar la materia, aprender una lengua). En este sentido, la verdad es independiente del que la dice: este punto suele mencionarse con el término objetividad. La verdad es objetiva, no una simple posición del sujeto. No existe mi verdad, contrapuesta a tu verdad. La verdad es patrimonio común de la humanidad. Algunas verdades son “relativas”, en el sentido de que incluyen de suyo una relación, y no se entienden si esa relación no se especifica. Así sucede con los enunciados que se refieren a posiciones, movimientos, distancias, tiempos, enunciados que a menudo deben indicar un punto de referencia, una perspectiva, un observador. En la frase “esta silla está a la derecha”, hay que aclarar a la derecha de qué cosa. Y si se dice “la silla está a la derecha de la mesa”, habrá que especificar respecto a cuál observador, porque la silla puede estar la derecha de la mesa para el que la mira desde una posición, y en cambio estará a la izquierda para el que mira del otro lado. La física conoce proporciones invariantes y descubre constantes naturales, pero muchas relaciones físicas son relativas a un observador (como explica la teoría de la relatividad respecto a los datos espacio-temporales). La aserción “mañana es lunes” es verdadera si es pronunciada un domingo, y de lo contrario será falsa. Sin embargo, cuando se especifican las relaciones relevantes, los enunciados se hacen absolutos. “Para el que vivía en el año 1620, el año 1720 era futuro” es una relación fija, no relativa a otro sujeto. Como la verdad es una relación entre la mente y la realidad, no debe sorprender que los enunciados, aunque hablen de la realidad, incluyan una referencia al sujeto, sin que por esto pierdan su objetividad. Todo enunciado implica al sujeto que lo pronuncia. Una frase en inglés revela que su autor sabe la lengua inglesa. Como dijimos, el enunciado en futuro (“eso sucederá…”) muestra cierta situación temporal del hablante 190. Los enunciados verdaderos son “contextuales”, en el sentido de que deben entenderse en su contexto lingüístico y conceptual, para poder ser reconocidos como verdaderos. Los enunciados que pretenden ser verdaderos ante todo deben ser inteligibles, con una determinación 190 No es extraño, por tanto, que algunos enunciados de la física cuántica incluyan al observador. En sentido amplio, este punto puede extenderse a cualquier medición, que implícitamente incluye al sujeto mensurante.
223 precisa de su sentido y referencia. Normalmente el sentido conceptual y la referencia son claros en los actos lingüísticos. Sostener que el sentido de los conceptos sería siempre problemático anula la capacidad humana de reconocer la verdad. Ante el juicio “esta persona se comportó injustamente”, objetar por sistema que “eso depende de lo que se entienda por justicia” implica una postura relativista. Veamos unos puntos concretos sobre la contextualidad: a) Contextos lógico-lingüísticos: para entender la verdad de las proposiciones se han de conocer la lengua y los principios elementales de la lógica. Por eso, un enunciado es contextual a la lengua (sintaxis, semántica, pragmática). Se ha de captar si la frase se dice seriamente o en broma (contextualidad pragmática) y aspectos semejantes. Comprender el contexto de un acto lingüístico (narración, poesía, etc.) es una condición para juzgar sobre su verdad. Una frase aislada de su contexto puede ser malentendida. b) Contextos conceptuales: un enunciado debe entenderse según el tipo de abstracción en que se sitúa y en relación a su fuente epistémica. Un enunciado de la física, por ejemplo, se ha de entender en el cuadro de la abstracción físico-matemática, y sería malentendida si se viera como propia del saber metafísico. Aserciones como “este objeto mide 2 metros”, o “ “2+2=4” presuponen el conocimiento del sistema métrico decimal. Esto es condición para reconocer su verdad191. Los contextos de la vida corriente son claros y fijos para los que pertenecen a una comunidad lingüística. Las verdades respectivas suelen conocerse sin problemas. En cambio, ante frases científicas y filosóficas, el conocimiento de los contextos requiere estudio y familiaridad. No podemos juzgar precipitadamente las aserciones de los filósofos basándonos en frases aisladas. Se ha de conocer el significado de los términos que usan y el alcance de sus
191 Con su realismo interno, H. PUTNAM sostiene que nuestros conocimientos están siempre vinculados a un marco conceptual: cfr. Representación y realidad: un balance crítico del funcionalismo, Gedisa, Barcelona 1990, Las mil caras del realismo, Paidós Ibérica, Barcelona 1994. Esto es verdad, pero recordemos que los cuadros conceptuales nos hacen conocer parcialmente la realidad y son regulados por ella. No estamos encerrados en esos marcos del pensamiento. Para una más reciente posición de Putnam, más matizada, cfr. La trenza de tres cabos: la mente, el cuerpo y el mundo, Siglo XXI de España, Madrid 2001.
224 afirmaciones. Esto no siempre es fácil, pues los filósofos y científicos no siempre trabajan con significados fijos y unívocos, sobre todo en los momentos creativos de su estudio. c) Los contextos no son cerrados o inconmensurables. Ellos son como ventanas (perspectivas) desde las que vemos aspectos de la realidad. A menudo pueden comunicar entre sí por la analogía o ciertos tránsitos oportunos192. Además el hombre es capaz de cambiar de contexto, o puede aprender a hacerlo. Si un físico quiere abrirse a la realidad sobrenatural, debe ir a mirar “desde la ventana de la fe”, y si en cambio decide permanecer encerrado en la perspectiva física, no podrá acceder a las realidades metafísicas, ni a las verdades sobrenaturales. d) Los contextos deben ser relevantes. Es una técnica ideológica hacer pasar por verdades frases incompletas, que omiten los contextos relevantes (por ejemplo, introducir un enunciado probable como si fuese cierto), o añadir contextos irrelevantes o inquietantes, para suscitar una adhesión injusta o la oposición a una idea. Ciertas técnicas retóricas usan la exageración o las omisiones, para cosechar aplausos y consensos. La exageración a menudo es una distorsión de contextos. e) Mínimos contextos finitos suelen ser suficientes. Si buscáramos al infinito los contextos de las frases, tendríamos que remitirnos a los conocimientos de toda la cultura y de toda la historia de la humanidad. Para entender la noción de justicia deberíamos conocer perfectamente la lengua española, su procedencia latina, y estudiar la evolución histórica de la idea de justicia, etc. Para juzgar sobre el sentido de una frase de Aristóteles tendríamos que conocer toda su filosofía, lo que exigiría remitirnos a toda la filosofía griega, y así in infinitum. El holismo absoluto lleva al escepticismo. En realidad, para entender basta normalmente un mínimo contexto lingüístico y conceptual. No todo se puede explicitar, pues muchos elementos cognitivos permanecen tácitos en el fondo de nuestra comprensión. Presuponiendo un mínimo contexto finito, normalmente se puede saber bien si la frase “él ha mentido” es verdadera (para entenderla no hace falta disponer de una superteoría acerca de la verdad y la mentira).
192 Para Popper, la tesis de la incomunicabilidad entre los marcos conceptuales hace imposible el diálogo: cfr. El mito del marco común: en defensa de la ciencia y la racionalidad, Paidós Ibérica, Barcelona 1997.
225 5. Dogmatismo y fanatismo Las filosofías de Popper y Habermas llevaron a pensar a algunos que la convicción de conocer una verdad “no negociable” implicaría intolerancia y sería incompatible con el pluralismo de las sociedades democráticas. La racionalidad crítica de Popper (estar dispuestos a corregir nuestras ideas) y la teoría del diálogo ideal de Habermas (tenemos que dialogar dispuestos a revisar nuestras posiciones) son convergentes en este punto. En tal sentido, se sugiere una antítesis entre la gnoseología de la verdad fuerte o realista, con sus certezas, y el estilo democrático de vida, que debería tener en cuenta otras cosmovisiones, otras visiones éticas y religiosas, para poder convivir en paz y sin violencia en una sociedad multicultural. Creer en la verdad sería raíz de fanatismo y fácilmente llevaría a la imposición violenta de la verdad a los otros. Estas ideas mezclan planos -el plano epistémico con el político-, y aunque estén guiadas por el deseo de evitar el fanatismo y de respetar la libertad de los demás, no son adecuadas. Una sociedad democrática, en la que todos respetan la libertad ajena y están dispuestos a dialogar en paridad de condiciones con los que no comparten sus opiniones, no se sostiene si no existe al menos un acuerdo de base sobre el valor de las personas, la importancia de la libertad y la no violencia, el derecho de todos a participar en el diálogo. ¿Qué hacer si en una sociedad pluralista algunos sostienen la inutilidad del diálogo sobre ciertos puntos, y en cambio prefieren, como “visión de vida”, la actividad terrorista o las guerras? ¿Qué hacer si algunos restringen el derecho al diálogo a ciertas condiciones, y otros quizá preferirían extenderlo a los animales? La teoría mencionada cae en paradojas 193, si no se admite que al menos algunos presupuestos antropológicos y éticos deben ser aceptados por todos, y que no “todo” puede ser discutible de modo absoluto. El reconocimiento de algunas verdades fundamentales, como los derechos humanos, es un presupuesto para construir una sociedad democrática basada en la libertad y el recurso a la razón, en vez de acudir a la violencia salvaje o al derecho del más fuerte. 193 Según la tesis expuesta, una sociedad pluralista debería impedir -con sanciones penales- que nadie sostenga convicciones absolutas, pues podría violentar a los demás (por ej., usando signos religiosos, que manifiestan creencias). De este modo, la pretendida sociedad liberal -y esto es una paradoja- se transforma en un sistema duramente autoritario, que reprime la libertad de creer en una verdad y de intentar difundirla (con medios legítimos). Se impone con violencia la “obligación de ser relativistas”, lo que implica una contradicción gnoseológica.
226 La convicción de verdad no está ligada al fanatismo. Se puede estar sinceramente convencidos de una verdad y a la vez respetar otras opiniones. La estima de las creencias adversas no tiene por qué nacer de un convencimiento débil de las propias ideas, sino que ante todo se apoya en una actitud moral ante las personas que las defienden. A veces no se respetan las creencias ajenas porque no se valora a ciertas categorías de personas, considerándolas como menos dignas, culturalmente inferiores o poco informadas. Una persona convencida de la verdad puede tender al dogmatismo, en el sentido negativo de la palabra, es decir, creer que siempre tiene razón, con desprecio de otras opiniones. Pero esto suele obedecer a motivos emocionales, no tanto intelectuales, y germina donde faltan virtudes (por ejemplo, nace del orgullo). Además, esta actitud suele ser alimentada por ideologías, que empujan al fanatismo y la intolerancia. Todo esto tiene que ver muy poco con la verdad. Se trata de un problema ético, planteable a nivel de formación intelectual y moral. Las personas realmente sabias suelen escuchar otras opiniones, temen equivocarse y tratan de comunicar las verdades con razonamientos. La verdad no puede difundirse en un ambiente de falta de libertad. El problema tocado por las teorías de Popper y Habermas, más que con la verdad, se relaciona con el bien. El bien tiene que ser comunicado (también la verdad es un bien). Si estamos convencidos que la droga hace daño a la gente, trataremos de evitar que caigan en ella. Podemos hacerlo con medios intelectuales, haciendo razonar a las personas. Esto no quita que a veces haya que tomar medidas justas, por ejemplo prescripciones o prohibiciones en el marco jurídico, educativo, familiar, escolar, social. Para esto existen las leyes: ellas no pueden imponer el bien, pero pueden poner un freno a la difusión pública de algunos males demasiado nocivos. El bien se comunica a través de medios legítimos, no con la irracionalidad de la violencia, aunque algunas veces no hay más remedio que acudir a una coerción justa y legal, como hace el Derecho penal. Esto es inevitable, aun sin la convicción de verdad. Pero es peligroso fundar la coerción jurídica sobre bases distintas de la verdad, como hace el positivismo jurídico. Las cuestiones mencionadas pertenecen a la filosofía política y al Derecho, no a la gnoseología. Los procedimientos legales para llegar a decisiones no deben confundirse con la verdad. No la crean y no la garantizan de modo absoluto. Renunciar a toda verdad y querer llegar
227 simplemente a “acuerdos prácticos” no evita caer en injusticias y arbitrariedades. Se ha de invertir la posición examinada, que falsamente relaciona la debilidad de la verdad con la libertad. Una sociedad edificada sólo sobre acuerdos establecidos por los hombres, sin el fundamento de una realidad trascendente, es una sociedad muy frágil, sin fuerzas interiores para oponerse a las peores perversiones. La libertad humana no crea la verdad. Al revés, la verdad es el fundamento de la libertad. Pero la verdad no se impone con la fuerza. La tarea del hombre, en medio de las dificultades de esta vida, es abrirse a la verdad y persuadir a los demás de su valor y consistencia, mediante la enseñanza, la búsqueda, el diálogo y el testimonio personal.
228
CAPÍTULO 8 LA JUSTIFICACIÓN DE LA VERDAD
El tema de la justificación de la verdad es tradicional en gnoseología. Al oír una frase, no estoy obligado a aceptarla como verdadera. La adhesión de mi juicio debe estar motivada racionalmente. Los animales reaccionan instintivamente ante las señales sensibles que reciben de su entorno: carecen de libre arbitrio. El hombre, en cambio, puede emitir un juicio ante la realidad que advierte, no por capricho o reacción emotiva, sino porque con la razón ve que ese juicio es verdadero, o puede serlo. Creemos en muchas cosas que consideramos verdaderas, y cualquiera puede preguntarnos por los motivos que justifican nuestras convicciones. Nuestro saber en principio está justificado, o al menos permanece abierto a una posible justificación. De algún modo, conocer, conocer la verdad y conocerla de modo justificado son equivalentes, pues nadie admitiría tener una idea de modo injustificado o sin fundamento. La justificación puede ser implícita o potencial. Los niños creen fácilmente en lo que les dicen sus padres. Su juicio, aunque inmaduro, ya contiene un principio de racionalidad. Ellos tienen confianza en los juicios de los mayores y esto les basta. Posteriormente, el nivel de exigencia aumenta y el hombre se hace más crítico. ¿Qué motivos nos llevan a afirmar algo como verdadero? ¿Cabe aceptar una teoría sin saberla verdadera? Veremos estos puntos en las siguientes páginas. A veces se habla de fundacionalismo para indicar las filosofías que siempre buscan un fundamento de nuestros juicios y creencias. No es aceptable un fundacionalismo absoluto, pues no todo juicio depende de otros juicios fundantes, y al final hay que llegar a un conocimiento primario indemostrable. Tampoco es admisible un fundacionalismo en el sentido de que nuestros juicios deberían estar siempre justificados por razones evidentes. Muchas convicciones son creencias (fe humana). No somos seres puramente racionales. Parece válido un fundacionalismo moderado, pues incluso las creencias deben tener algún fundamento, y sería irracional emitir juicios excluyendo el
229 justificarlos cuando convenga (por ejemplo, si nos preguntan por los motivos de nuestras ideas). Pero el fundamento no es la “racionalidad pura” del racionalismo moderno. 1. La evidencia Emitimos juicios porque nos parecen verdaderos, o al menos verosímiles, cercanos a la verdad (“aceptamos”, en cambio, el valor de actos lingüísticos como órdenes, bromas, poesía, porque nos parecen buenos, convenientes, útiles). ¿Cómo sé si una frase es verdadera? Para algunos, como no podemos salir de nuestros conocimientos e “ir ahí fuera, a la realidad”, el criterio de verdad sería inmanente al pensamiento, como la coherencia interna. Así el problema está mal planteado, pues nuestro conocimiento está en la realidad desde el principio. No partimos originariamente de proposiciones descriptivas, para examinar luego su verdad. Nuestro conocimiento inicia (y se mantiene) en la noticia habitual del ser del mundo y de nuestra existencia. Los primeros principios no nos abandonan nunca. Pero al ir conociendo, tropezamos con las primeras experiencias del error, lo que nos mueve a reflexión. Advertimos que podemos engañarnos por culpa de las apariencias perceptivas, las mediaciones racionales o los juicios ajenos equivocados. En consecuencia, buscamos criterios universales que nos permitan discernir la verdad del error. Estos criterios son múltiples y tienen mayor o menor fuerza. Sin embargo, hay uno fundamental, intrínseco al acto cognitivo: la manifestación de la realidad conocida al cognoscente o evidencia. Desglosaré estos puntos. El criterio fundamental de acceso a la verdad tiene que ser objetivo, personal y universal: 1) Objetivo: debe corresponder al objeto conocido. No sirven criterios puramente subjetivos: íntima persuasión, gozo, seguridad, intuiciones especiales, emociones, corazonadas. “Tengo la sensación de que esto es verdad” será una situación psicológica interesante, pero no es un criterio objetivo. El que una idea “me guste” no significa que sea verdadera. Esto no implica que los sentimientos y emociones no cuenten en el conocimiento. Al contrario, la situación subjetiva tiene que ver con la percepción de la verdad, especialmente
230 cuando se trata de conocimientos sapienciales, como ciertas verdades morales y antropológicas (por ej., la existencia de Dios). El asentimiento a una verdad percibida es natural y se siente repugnancia a no darlo. Cualquiera experimenta inquietud y tristeza ante la negación de principios morales, por ejemplo, si ve a una persona maltratada, o cuando siente los reproches de su conciencia después de haber cometido una injusticia. La violencia contra las personas tiene una especial fealdad. Por tanto, en el conocimiento de la verdad interviene también la dimensión estética. Esto responde a la existencia de inclinaciones humanas naturales hacia el bien, la verdad y la belleza. El malestar interior que notamos cuando estas inclinaciones son contrariadas es un signo fuerte de las verdades que corresponden a ellas. Esta estructura antropológica es una plataforma legítima para elaborar argumentos o presentaciones estéticas que favorezcan la emergencia de ciertas evidencias en el corazón del hombre. 2) Personal, en el sentido de que el criterio de verdad exigirá un empeño personal, a veces en condiciones especiales y no sin esfuerzo, para realizar ciertas operaciones intelectuales sin las cuales la verdad no se conocería. Los criterios de verdad no pueden ser externos o mecánicos, como la aceptación pasiva de una autoridad, la verificación sensible automática o los procedimientos algorítmicos. No existe la “máquina de la verdad”. Ningún dato externo sirve si la persona no puede o no quiere entender (si alguien se lo propone, podrá interpretar de mil modos cualquier dato, de modo “volitivo”). 3) Universal, al menos potencialmente, pues la verdad debe ser universal y accesible a todos los seres humanos. Si alguien estima poseer un especial criterio de verdad muy suyo (su gran agudeza intelectual, una fuente reservada de conocimientos), podrá comunicar sus conocimientos sólo si le creen. La universalidad podría llamarse también intersubjetividad: el criterio debe estar al alcance de todos. El primer criterio de verdad es la evidencia, que es la inmediatez con que lo conocido se presenta a la inteligencia 194. Con nuestra inteligencia captamos una realidad, un vínculo inteligible, y por eso juzgamos. Tras haber “visto “ciertos contenidos con la luz del intelecto, y a menudo con apoyo de los sentidos, elaboramos una proposición y la juzgamos verdadera. Veo
231 que una puerta se abre y afirmo: “esta puerta se está abriendo”. El proceso a veces parte del lenguaje y acaba en la visión: oigo la frase “¡llegó el periódico!”, y confirmo su verdad al ver que mi colega me ofrece el periódico. Suelen distinguirse dos tipos de evidencia: a) Evidencia inmediata, ligada a la percepción o experiencia directa de una realidad entendida. Veo mis manos, personas junto a mí, percibo mis estados de ánimo. Podemos hablar de auto-evidencia de las proposiciones que expresan cosas inmediatamente evidentes. “Ahora estoy escribiendo” es auto-evidente para quien escribe. b) La evidencia mediata nace de un razonamiento basado en evidencias inmediatas: por ejemplo, una persona se da cuenta de que no tiene dinero y entiende, por implicación, que no podrá hacer ciertos gastos. La evidencia mediata se reduce a la inmediatez cognitiva. Los motivos por los que alguien sostiene una tesis se remiten a premisas que no pueden ir al infinito, ni caer en la circularidad. Las primeras premisas de una cadena de inferencias, por tanto, o son hipotéticas o son evidentes. Mediante el raciocinio, lo que es obvio se transmite a las conclusiones. Incluso los vínculos racionales existentes entre varias proposiciones deben verse, captarse. El raciocinio no opera de modo ciego o automático. En las frases “ella no sabe ruso” y “esta carta está escrita en ruso”, la mente intuye un ligamen racional y concluye: “ella no podrá leer esta carta”. En cambio, aplicamos métodos algorítmicos de cálculo sin ninguna visión “eidética”, por ejemplo al seguir ciegamente las reglas mecánicas de suma y resta aprendidas en nuestra infancia, simplemente porque tenemos confianza en tales procedimientos. Hacer un cálculo automático no es razonar (ese cálculo lo puede hacer un ordenador). La historia de la filosofía ha oscilado entre una especie de “inflación” de la evidencia, una evidencia racionalista nacida del deseo de llegar a una certeza absoluta -normalmente de tipo matemático- como reacción contra el escepticismo, y el abandono de toda evidencia, relegada a una especie de intuicionismo subjetivo poco fiable. Pero cuando la evidencia es expulsada de la 194 Cfr., sobre este tema, A. MILLÁN PUELLES, Léxico filosófico, Rialp, Madrid 1984, pp. 271-280.
232 filosofía, la primacía pasa a la ratio, esto es, al constructivismo y a las articulaciones racionales basadas sólo sobre conjeturas y actos de fe, lo que en el fondo enmascara escepticismo. La desaparición de la evidencia suele estar vinculada a la pérdida de la verdad realista. Veamos algunas características de la evidencia: 1. La evidencia es la cualidad por la que algo se manifiesta directamente a un cognoscente. La palabra “evidencia” alude a la vista y a la visibilidad, que en el plano intelectual es la inteligibilidad o inmediata comprensibilidad de un principio, cosa o evento. “Se dice que se ven las cosas que en el conocimiento mueven de suyo a nuestro intelecto o a nuestros sentidos”195. La evidencia es objetiva y a la vez personal, es decir, su objetividad incluye la relación a un sujeto que puede ver. 2. El fundamento objetivo de la evidencia es la “luminosidad” del mismo ser. La luz se muestra por sí misma a quien tiene vista. La “manifestación” de la verdad es una temática de la fenomenología. Pero el “mostrarse fenomenológico” de Husserl corresponde al objeto puro, mientras la evidencia realista pertenece a la adecuación con la realidad. Es la evidencia con que se me muestra la persona que habla conmigo. Si el testimonio de fe remite a una realidad no vista, en la evidencia la realidad da testimonio de sí misma. 3. La evidencia no es el simple entender. Puedo entender la frase “hay otros seres inteligentes en el cosmos”, pero no veo su verdad. Ver y saber son verbos cognitivos que implican conocer la verdad: “veo tus intenciones, tus problemas”. 4. La evidencia de que hablamos no es necesariamente la patencia matemática (la idea clara y distinta cartesiana). Las evidencias analíticas o matemáticas no son existenciales. Hay evidencias existenciales y esenciales, como la del árbol que está ante mí en un jardín (es evidente que es un árbol, y que existe). Llamamos evidentes tanto a las cosas que conocemos de modo inmediato, como a las correspondientes proposiciones (“el Támesis existe” es evidente para los londinenses). 195 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 1, a. 4. Cfr. S. Th. II-II, q. 1, a. 5; q. 5, a. 2; De Veritate, q. 14, a. 1, ad 7; q. 14, a. 9.
233 5. Muchas evidencias son suficientemente claras, y así llevan a un asentimiento pleno a su verdad. Quien ve el Coliseo romano, mientras lo ve no tiene dudas sobre su existencia. Por supuesto, siempre podrán inventarse dudas artificiales contra cualquier evidencia (“veo el Coliseo de Roma, pero quizá es una alucinación mía”). Si las admitiéramos, tendríamos que adoptar la postura criticista. Cabe hablar de evidencias razonables, tan claras que no admiten dudas razonables. La mayoría de los conocimientos que estimamos obvios poseen esta nota. De no ser así, ningún tribunal del mundo podría llegar a sentencias justas y toda verdad sería incierta. Obviamente, ante presuntas evidencias pueden surgir dudas razonables, y entonces la suspensión del juicio se justifica. La exigencia de una evidencia absoluta y total para cualquier cosa, tal que su negación sea contradictoria, es propia del racionalismo 196. 6. No se exige que el objeto patente sea entendido del todo. Toda evidencia está circundada por alguna oscuridad. “Hay un árbol delante de mí” podrá ser indudable, pero a la vez comprendemos de modo oscuro el sentido de la existencia del árbol y su naturaleza. Las primeras manifestaciones de la realidad son evidentes y, al mismo tiempo, cognitivamente imperfectas. La tarea de la filosofía y las ciencias es profundizar en estos conocimientos. 7. La inmediatez del conocer evidente no se contrapone a las mediaciones de tipo perceptivo-conceptual. Nos lleva tiempo aprender a percibir y a formular nuestros conceptos. La visión intelectual supone la mediación psicológica de hábitos, conceptos, experiencias, actividad cerebral. Pero desde el punto de vista epistémico, la evidencia lleva directamente al objeto, al contrario de lo que sucede en el razonamiento y la fe. 8. La evidencia pide de modo natural el asentimiento del juicio. El asentimiento viene de la voluntad que mueve a la inteligencia a juzgar. Las evidencias inconculcables de los primeros principios están siempre ahí, de modo habitual, y no requieren un juicio explícito. Lo mismo sucede con otras evidencias. Pero a veces el juicio es necesario y entonces la voluntad debe 196 El criticismo a veces usa mal el principio de no contradicción. “El mundo existe”, en la visión racionalista, podría ser una frase falsa, porque su negación no es contradictoria (el mundo que veo podría ser un sueño, producido por un genio maligno). Con semejante exigencia, sólo serán “evidentes” las tautologías.
234 intervenir. El asentimiento a las evidencias es natural, no violento. Al contrario, oponerse a lo obvio es violento. Si uno se empeña, siempre podrá rechazar lo evidente, inventándose pretextos e infinitas objeciones. Así hacen los escépticos y por eso la duda criticista es voluntaria. ¿Evidencia es lo mismo que intuición? “Intuición” tiene varios sentidos: a) Captación inmediata (no discursiva) de una idea (“me ha venido una idea, la he intuido”). Este sentido coincide en parte con la evidencia, sólo que ésta última connota el conocimiento verdadero. Evidente indica una cualidad del objeto visto. Intuición es más bien el acto de la visión intelectual. b) Súbita anticipación de un pensamiento, como el acto de adivinar una cosa (“de golpe intuí la solución del problema”). En este sentido no tenemos una intuición de la esencia de las cosas, cuya comprensión requiere experiencia y tiempos maduros para la abstracción. Pero el momento súbito en que a veces alguien entiende algo sí podría llamarse una “intuición intelectual”. c) Algunos reservan el término “intuición” a la percepción de cosas individuales, especialmente sensibles. Este sentido contrapone la intuición a la abstracción. La noción de intuición hoy está cargada de cierta equivocidad. Se tiende a darle una valencia negativa, casi como sinónimo de visión privada, subjetiva y poco justificada. Por eso hemos preferido evitar un uso sistemático de este concepto. Evidencia y experiencia tampoco son sinónimos. La experiencia es un conocimiento intelectual vivido y familiar de cosas concretas y existentes, contrapuesta al conocimiento abstracto. Se parece a la evidencia por la inmediatez. Pero existe igualmente una evidencia de objetos abstractos (“5>3”). 2. Variedad de evidencias I. Evidencias naturalmente incontrovertibles. Ya vimos el carácter incontrovertible de los primeros principios, advertidos de un modo habitual con el uso normal de la razón. Algunos,
235 como los de causalidad y finalidad, o las normas básicas de la ética, para ser percibidos requieren un mínimo de experiencia. La indubitabilidad de los primeros principios se nota sobre todo cuando alguien los niega en directo o implícitamente. Su indubitabilidad no significa una perfecta claridad conceptual. Nadie puede pensar “yo no existo”, pero no por esto está reflexionando sobre el sentido de su existencia, ni la conoce perfectamente. II. Evidencias antropológicas naturales. Algunos principios antropológicos y éticos son especialmente fuertes, aunque estén algo más allá del círculo de las evidencias primarias. Su fuerza nace de su vinculación a ciertas inclinaciones inalienables de la persona. Así sucede con principios relativos a la existencia de Dios, la amistad, el amor, el matrimonio, la libertad, la vida. Estos principios se conocen sobre la base de una serie de experiencias y requieren un uso maduro de la razón natural. Oponerse a ellos es antinatural y causa incontables sufrimientos e injusticias. A causa de las tendencias desordenadas, estos principios pueden oscurecerse a nivel personal o cultural, sobre todo si no son vividos ni meditados. Hay culturas que han aprobado o aprueban la antropofagia, los sacrificios humanos, la tortura, la esclavitud, la guerra como medio normal, el matar a los niños, el aborto, desórdenes sexuales, la explotación de los pobres, la manipulación de la vida humana y tantas otras aberraciones. Pero la persona siempre se rebela contra estas cosas, pues en este campo el conocimiento de la verdad es indestructible en su raíz. La oscuridad frente a estas evidencias naturales se alimenta de ideologías y con frecuencia se debe a la despreocupación, al acostumbramiento, a presiones psicológicas o de los medios informativos, al nacionalismo, a las ambiciones humanas, al miedo a rebelarse contra la imposición de estructuras sociales o contra las voluntades de poderosos y gente de prestigio. En última instancia, esa oscuridad se debe a los pecados humanos, pues ciertas evidencias antropológicas y éticas no pueden subsistir fácilmente cuando se aceptan la inmoralidad y la injusticia, y sobre todo cuando no se las quiere reconocer como tales 197. III. Evidencias de hechos y principios. Los hechos o eventos existenciales (“te llegó una carta”, “alguien llama a la puerta”) son evidentes cuando se tiene de ellos una experiencia o
236 percepción adecuada. Los sucesos pasados pueden ser obvios para alguien, si los recuerda bien (“hace dos horas estuve en el aeropuerto”). La evidencia no está confinada al momento presente. Toda evidencia existencial (“hace frío”, “está nevando”) está sostenida por la percepción habitual de la existencia del mundo y del sujeto cognoscente. La evidencia puede ser sensible o intelectual. La evidencia sensible surge de la percepción de una realidad sensible, que de todos modos debe ser entendida (“lo vi paseando en bicicleta” supone saber qué es una bicicleta). La existencia y acciones de cosas sensibles se conoce inmediatamente a través de la experiencia sensible. En este campo no hay evidencias sin percepción sensible. La evidencia intelectual se refiere a objetos no perceptibles por los sentidos. Tenemos evidencia intelectual de nuestra subjetividad gracias a la percepción interna de nuestros actos humanos (conciencia intelectual), y también nos son obvios principios universales y necesarios. Con la mediación racional, podemos inferir la existencia y acciones de cosas no sujetas a la percepción. Los “hechos negativos”, si cabe hablar así, pueden ser obvios por una falta de percepción asociada a un juicio implícito de imposibilidad. “Laura no está en esa habitación” es evidente si no la veo allí y sé que esto significa que no está. Este juicio está sostenido por el conocimiento implícito de un principio adquirido por inducción abstractiva (sé que algo observable, si no se observa en cierto contexto, no está presente). “Este pañuelo no es blanco” (si es verde) puede ser evidente, no sólo porque veo que es de color verde, sino porque sé, gracias a un principio lógicoontológico obtenido por inducción abstractiva, que si una cosa posee un color, no puede tener otros colores a la vez y en el mismo sentido (“lo que es rojo, no es azul, verde, etc.”). Los principios y verdades universales se hacen evidentes por la operación abstractiva, que podría llamarse inducción abstractiva o esencial. Así comprendo (imperfectamente) los aspectos esenciales de las cosas, como las nociones de amistad, promesa, mentira. Las generalizaciones empíricas, relacionadas con conceptos empíricos (“los perros ladran”, “los vivientes necesitan alimentarse”) son evidencias basadas en experiencias sensibles. La generalización empírica puede 197 Según la fe cristiana, la oscuridad intelectual ante las verdades antropológicas y éticas se debe al desorden tendencial del hombre, provocado por el pecado original. Justamente por esto la fe cristiana subraya con especial
237 llamarse también inducción empírica, diversa de la inducción abstractiva o esencial, que capta nexos esenciales. ¿Es evidente la naturaleza de las cosas? No de inmediato. Pero conforme efectuamos abstracciones o inducciones esenciales, la naturaleza se nos manifiesta parcialmente, y así emergen a la mirada intelectual verdades auto-evidentes, no para todos, sino para los que han efectuado las abstracciones correspondientes. Pero recordemos el modo abierto y no del todo circunscrito con que captamos la naturaleza de las cosas, con más fragilidad cuando los conceptos son relativos a especies físicas, como vimos en el cap. 3. IV. Evidencia y necesidad. Como ya notamos, la evidencia no requiere la comprensión de un enunciado absolutamente necesario, cuya contradicción sería impensable. Son verdades necesarias: a) Con necesidad metafísica o esencial: las verdades esenciales auto-evidentes (“la amistad exige fidelidad”, “quien ha robado, debe restituir”) y sus implicaciones. b) Con necesidad lógica: los principios lógico-matemáticos y sus implicaciones. Normalmente conocemos necesidades condicionadas, no absolutas. Al comprenderlas, presuponemos la existencia de las cosas, salvo que se trate de axiomas lógico-matemáticos. Muchas evidencias se refieren a verdades contingentes, como “el mundo existe”, “ahora está lloviendo”. A veces, la negación de una evidencia contingente supone una contradicción (una auto-refutación): por ejemplo, si quien que habla dijera “ahora no estoy hablando”. La única necesidad incondicionada es el ser de Dios, que para nosotros es una evidencia mediata o racional, no un “principio analítico”. Por consiguiente, nuestras evidencias contienen una mezcla de necesidad y contingencia: la necesidad es condicionada porque presupone la existencia, que es contingente. Pero toda existencia contingente (el mundo, yo, cualquier naturaleza) contiene elementos necesarios, como la exigencia de la no contradicción. énfasis las verdades éticas, base de la felicidad humana también en esta vida.
238 3. Relatividad de la evidencia Aunque sea objetiva, la evidencia se relaciona con un sujeto capaz de ver, y así posee cierta relatividad. Ahora no me refiero a la inmediatez de los primeros principios, que es “absoluta”, sino al resto de las evidencias, cuyo número es inmenso. Una persona puede encontrarse en condiciones de ver mejor o peor, y esto depende de su cultura, formación intelectual, de que se haya familiarizado con ciertas materias y métodos, de sus hábitos y disposiciones personales. El fenómeno es individual y también cultural. Hay muchos grados y formas de visibilidad intelectual, según los tiempos, situaciones, personas, ambientes culturales. En la medida en que la inteligencia se potencia, gracias a muchos factores y en ciertos campos, la capacidad comprensiva (“visual”) se incrementa, lo que presupone peculiares hábitos intelectuales (el proceso inverso también es posible: la capacidad de comprender puede corromperse). Por este motivo, los niños y los pueblos primitivos no pueden entender ciertas cosas, y en cambio los adultos, con más experiencia, expertos en ciencias o con una cultura amplia y refinada, pueden intuir mucho más, sin tantos esfuerzos y complicaciones. Concretemos algunos puntos: a) El tipo de evidencia objetiva se vincula a ciertas materias. No todos los campos poseen el mismo tipo de inteligibilidad para nosotros. Es diversa la “visibilidad intelectual” de las cuestiones metafísicas, matemáticas, físicas, antropológicas. Tampoco se trata de clasificar con rigidez estas modalidades (sosteniendo, por ejemplo, que la matemática es “clara” y que la metafísica es “más oscura”). Más bien digamos que hay varias formas analógicas de claridad intelectual, relacionadas con nuestra constitución antropológica o con la propia experiencia 198 Como dijimos, la claridad existencial inmediata es compatible con la dificultad en la comprensión esencial. La evidencia no elimina la dimensión de misterio de la realidad. b) La evidencia está en función de la familiaridad personal con ciertos temas y métodos. El que está acostumbrado a ciertos modos de pensar y razonar percibe más fácilmente y con gusto todo lo que tiene que ver con esas modalidades. Por eso a un científico puede resultarle difícil
239 entender las cuestiones filosóficas o teológicas. Al que está familiarizado con un estilo poético o retórico, le cuesta entender lenguajes rigurosos desde el punto de vista lógico y analítico 199. Comprender con facilidad un tipo de verdad o de lenguaje se relaciona, además, con la sensibilidad cultural. De aquí salen amplias consecuencias en el plano educativo y la comunicación. Es importante, en este sentido, la apertura mental ante la pluralidad de métodos, hábitos y tipos de lenguaje. Una formación exclusivamente científica, más aún si adolece de una mentalidad reduccionista, disminuye la sensibilidad ante planteamientos metafísicos y antropológicos. c) La claridad emerge del orden del pensamiento, y por tanto está en función de un uso correcto de los aspectos lógicos, lingüísticos y comunicativos. Hay modos confusos y entreverados de pensar y exponer. d) La evidencia se relaciona con las disposiciones afectivas. En el cap. 6 vimos que el que está connaturalizado con una materia “ve mejor” y está más en sintonía con lo concerniente a esa materia. Al contrario, el que está mal dispuesto, dominado por prejuicios y sin una actitud “empática” ante un campo o fuente de verdad, no percibe bien sus manifestaciones. Por eso, aunque no nos inventamos las evidencias, sí podemos ponernos en condiciones de ver mejor o, al contrario, podemos debilitar nuestra capacidad de comprender ciertas cosas. e) Las evidencias pueden variar de intensidad en nuestra vida. No siempre las cosas son netamente “obvias o no obvias”. Hay momentos en que vemos mejor una verdad, tiempos de mayor reflexión y lucidez. De pronto, con otros datos y nuevos aspectos considerados, quizá lo que al principio parecía claro se cubre de nubes de dudas y problemas. Despuntan dificultades imprevistas, y la mente tiene que esforzarse para resolverlas, a veces no por su cuenta, sino con ayuda de otros. Si la persona estima que la verdad cuya evidencia se debilita es importante, quizá puede decidir mantener su adhesión a ella con fe, mientras busca nuevas luces.
198 Para Aristóteles, ante las realidades más hondas y de suyo claras (Dios) nuestros ojos son como los de la lechuza, que no puede ver sino en cierta oscuridad: Metafísica, II, 993 b 10. 199 Cfr. ARISTÓTELES, Metafísica, II, cap. 3.
240 f) Hay que aprender a contar con evidencias suficientes, no absolutas. Una eliminación total de los problemas no siempre es posible, especialmente en cuestiones profundas e inagotables. Nos referimos atrás a las evidencias que excluyen dudas razonables, aunque no toda posible dificultad. Por otra parte, no hay métodos matemáticos para determinar cuándo un grupo de evidencias es suficiente: esto tiene que juzgarlo cada uno personalmente. También en las grandes cuestiones metafísicas es preciso una valoración no mecánica o automática para decidir cuándo las evidencias son suficientes. Una decisión al respecto es necesaria, porque la investigación podría no acabar nunca. Tal decisión no crea la evidencia, pero la protege contra el exceso de problematicismo y contra los escrúpulos de las dudas infinitas, que paralizarían nuestras acciones. g) Algunas evidencias pueden ser engañosas y se reducen a una apariencia de verdad, por motivos objetivos o subjetivos (cfr. el cap. 2, sobre las presentaciones sensoriales que inducen al error). Un individuo ofuscado por pensamientos obsesivos, influido por lecturas, por ideologías o por mil motivos, puede tomar como evidentes cosas que no lo son. Se encontrará, entonces, en una situación de certeza basada en pseudo-evidencias. Para crear en la gente una evidencia aparente a veces basta una información algo errada, un dato falso, una premisa exagerada, una perspectiva unilateral o una presión ideológica. El hombre puede caer de buena fe en el error, y quien llega a un juicio equivocado normalmente lo hace porque algo le parece verdadero, es decir, porque algo “le parece” evidente. Pero las evidencias engañosas son efímeras, y los relámpagos de la verdad no dejan de iluminar a una mente sincera. El examen cuidadoso de una cuestión puede debilitar las certezas erradas. Y así, con responsabilidad y amor a la verdad, uno puede llegar a una posición más justa, o hacer una investigación más serena, para revisar sus opiniones cuando se asoma a la mente un poco de luz, sugiriendo que no se está en la buena senda (y apuntando, en cambio, en la dirección positiva). 4. Evidencia y racionalidad Los puntos examinados nos llevan al campo de las evidencias mediatas. Como las evidencias inmediatas y suficientes son relativas a las disposiciones del sujeto -salvo el caso de los primeros principios-, no existe una frontera neta entre las evidencias inmediatas y mediatas.
241 Lo que para una persona no es obvio, poco a poco puede hacerse más claro, con una mayor formación y con la ayuda de la razón. Nuevas evidencias pueden germinar y afianzarse gracias a comparaciones, nuevas experiencias, argumentaciones, conversaciones, momentos de reflexión, y atendiendo también a los signos de lo verdadero y lo falso. En este sentido, las evidencias mediatas no están exclusivamente ligadas a la implicación deductiva, que es casi automática. Uno de sus campos característicos son las inferencias inductivas o más menos intuitivas, que llevan a la propuesta de principios causales a partir de efectos y signos. Hay parámetros racionales que conducen al desvelamiento de verdades al principio ocultas, verdades no triviales, sino muy arduas, como los principios de las ciencias y las causas concretas de los acontecimientos humanos. Los criterios que indicaré a continuación no llevan sin más a la evidencia (mediata). Deben valorarse convenientemente y serán más eficaces sin son numerosos, independientes y convergentes entre sí. Al final toca a cada uno dar una valoración personal de conjunto, basada en el grado de evidencia alcanzado. Si la evidencia para una tesis parece insuficiente, quizá ésta podrá tomarse como una hipótesis, asignándole el asentimiento débil de una opinión, aunque también podría asumirse con un asentimiento de fe. Puede suceder que la evidencia disponible sea más que suficiente y que las posibles dudas ya no sean razonables. Por ejemplo, hechos como el descubrimiento de América o la Revolución francesa, la estructura atómica de la materia o la evolución del cosmos, son hoy para nosotros evidencias mediatas, no hipótesis ni simples conjeturas. Veamos algunos criterios racionales útiles para comprobar la verdad o falsedad de una tesis o una teoría. Algunos sirven como procedimientos demostrativos indirectos, mientras otros, más extrínsecos, son simples signos o indicios de verdad: 1) Oposición a principios y experiencias fundamentales: las tesis filosóficas que contradicen seriamente los primeros principios -existencia de la verdad, libertad humana, realidad del pasado- se descalifican de modo radical. El oponerse a las tendencias humanas más profundas, por ejemplo religiosas y morales, es un indicador de la falsedad de una doctrina filosófica. Para el cristiano, una tesis contraria a una verdad de fe correctamente interpretada no
242 puede ser verdadera (al menos, contendrá algún error serio). Es distinto el caso de verdades científicas que pueden ser contrarias a las apariencias sensibles. 2) Coherencia interna: la coherencia no es garantía de verdad, pero la aparición de contradicciones en una teoría es señal de que se ha infiltrado un error. Las contradicciones no invalidan necesariamente toda una teoría: pueden llevar a mejorarla, corregirla o explicarla mejor, siempre que se haga seriamente y no con estratagemas formales (por ej., con soluciones ad hoc). 3) Coherencia con otros principios: una tesis opuesta a los principios de una ciencia o a una fuente del saber es índice de que en algún punto se filtró algo falso. El error estará en la tesis en cuestión, o en los presupuestos. Ciertamente, las contradicciones internas o externas pueden ser aparentes, debidas a un error de interpretación o a una aplicación equivocada de los principios. Hay que afrontarlas sinceramente, y entonces son un estímulo para el progreso del conocimiento. 4) Ausencia de mejoras alternativas: este criterio es sólo orientador, pues a veces no somos capaces de imaginar alternativas, que sin embargo existen. 5) Pruebas “per absurdum”: si la negación de una tesis lleva a un absurdo, la tesis puede considerarse demostrada. Este método puede usarse para reforzar las evidencias inmediatas, contra sus detractores. Sin embargo, esta forma de argumentar debe emplearse con cautela ante las verdades no obvias, pues no siempre es fácil asumir una tesis como un todo y negarla, a causa de su complejidad. 6) Confirmación de una tesis por sus consecuencias: la argumentación de la verdad de una tesis atendiendo a sus consecuencias pertenece a los métodos demostrativos indirectos. Interesan tanto las consecuencias lógico-formales como las de tipo causal (causa-efectos). Las consecuencias positivas de una tesis o teoría (fecundidad heurística, resolución imprevista de ciertos problemas, nuevas utilidades prácticas, progresos técnicos) pueden ser un índice de verdad, siempre que sean correctamente interpretadas. Algunas precisiones al respecto:
243 a) Las consecuencias deben valorarse de modo completo y no unilateral, apuntando a lo esencial: ciertas consecuencias positivas de una tesis en un sentido no deben ocultar eventuales consecuencias negativas en otro sentido. Si un sistema económico, por ejemplo, produce riqueza, no por este simple motivo se avala su validez antropológica o ética. b) Hay que distinguir entre consecuencias esenciales y accidentales (“per se” y “per accidens”). Desde supuestos puramente económicos, por ejemplo, no pueden esperarse de suyo (per se) sino consecuencias económicas. Si nos interesan las consecuencias antropológicas y éticas adecuadas, no por casualidad o como mero efecto colateral, hay que ver las causas adecuadas (por ejemplo, plantear las actividades económicas en armonía con las exigencias de la persona). c) Ir desde los efectos a sus causas adecuadas: sólo así el análisis de una obra de arte permite descubrir a su autor, o la autopsia de un cadáver lleva a determinar la causa de la muerte. Tres puntos relativos a la lógica de estos razonamientos son: * Las consecuencias verdaderas y buenas confirman la verdad y bondad de las premisas, si el vínculo es esencial, pues desde un fundamento falso pueden resultar colateralmente consecuencias verdaderas y buenas. Desde la idea equivocada de que el hombre es un asno se podría concluir que necesita comer: como este fundamento no es sólido –se confunde lo genérico con lo específico-, pronto saldrían a la luz las consecuencias negativas (por ejemplo con relación a la dieta). Con un ejemplo más real: la visión ecologista, aunque sea verdadera en algunos aspectos, no convalida todos los principios desde los que quizá alguien plantea esa visión. * Las consecuencias negativas implican algo negativo en las premisas si se va a las causas esenciales. Si un sistema universitario no funciona, no se concluye automáticamente que no sirve para nada. Podría suceder que no funcione por motivos extrínsecos o per accidens, como la corrupción, o ciertos condicionamientos externos, o quizá porque las personas no siguen las reglas justas del sistema. Con otro ejemplo: el uso de la energía atómica, aunque haya llevado per accidens a la invención de armas atómicas, no por eso supone una desviación ética de la
244 investigación física. En cambio, la invención de una técnica cuyo uso propio es malo -por ejemplo, la clonación humana- contiene de suyo un mal moral. * Los criterios indicados no siempre son rigurosos en física, donde no es fácil distinguir lo esencial de lo accidental. La invención de la bomba atómica es un índice fuerte de la verdad de la física nuclear (sin ella, el uso de la energía nuclear ni siquiera podría haberse imaginado). Sin embargo, esa aplicación no convalida toda la teoría nuclear, que podría contener errores y por tanto es susceptible de mejoras, ampliaciones y correcciones. 7) Verificación y falsificación. Estos dos procedimientos son un ejemplo de demostración por las consecuencias. La verificación permite concluir que una tesis es verdadera (o verosímil), según sus consecuencias propias y comprobadas. Así, la afirmación “estos hongos son venenosos” se verifica si comerlos lleva regularmente a una enfermedad específica. La falsificación, a su vez, vuelve falsa o al menos incierta una tesis, si sus presuntas consecuencias no se verifican en el modo previsto. Estos métodos se basan en la conexión entre el conocimiento de las causas y los efectos. Son útiles si se va a las relaciones causales adecuadas, y si la causalidad se toma con sus elementos relevantes. Como esto no es siempre posible, las presuntas verificaciones y falsificaciones físicas a menudo son inseguras o no definitivas. 8) Sencillez, belleza: la sencillez o belleza de una teoría puede ser indicio de verdad. Este criterio es algo frágil, porque el reconocimiento de estas cualidades es algo subjetivo. Naturalmente, la creciente complicación artificiosa de una teoría insinúa su falsedad. Pero la sencillez no debe confundirse con la simplificación: las verdades profundas son arduas y no fácilmente explicables, sobre todo al principio. La explicación de la verdad no es trivial, y a menudo comporta sutilezas y requiere especiales distinciones conceptuales. 9) Apoyo prestigioso: una tesis apoyada por gente de prestigio -científicos, expertos, la comunidad científica- goza de un indicio favorable de verdad (y desfavorable, si casi todos la rechazan). Pero esto es sólo un indicio, no una garantía absoluta, y es sospechoso si esa gente tiene ciertos intereses colaterales (por ejemplo, defender una ideología).
245 10) La prueba del tiempo: las nuevas teorías, quizá al principio fascinantes o, al contrario, duramente reprimidas, con el paso del tiempo se ven con más claridad, gracias a la posibilidad de pensarlas mejor, confrontarlas con las críticas y sopesar sus consecuencias, y así son confirmadas o refutadas con más eficacia. El hombre madura con el tiempo su comprensión de la verdad. Este indicio es orientador, no absoluto. Hay también pseudo-criterios de verdad. Algunos son la trivialización de los indicios expuestos, por ejemplo la curiosidad del público, el éxito en el mercado, la moda, los favores de la prensa, las ventajas personales o la fascinación provocada por la retórica y los efectos estéticos. Por otra parte, para valorar una tesis no sirven los argumentos tomados de la estatura intelectual o moral de sus autores. Los elementos biográficos pueden ayudar a interpretar las ideas de una persona, y en este sentido afectan a su credibilidad. Pero los argumentos ad hominem no sirven para la valoración objetiva de una tesis. Los temas que acabamos de tocar son complejos. A veces no nos enfrentamos con tesis aisladas, sino con proposiciones y doctrinas elaboradas, en las que se mezclan elementos verdaderos y falsos, o parcialmente verdaderos, pues contienen exageraciones, omisiones, mezclas entre cosas esenciales y accidentales, imprecisiones conceptuales y tantos otros defectos que pueden llevar a falsas interpretaciones de aspectos materialmente verdaderos. Pero es condición humana que la verdad nos llegue así muchas veces, mezclada con errores que oscurecen nuestras evidencias. La tarea crítica consiste, entonces, en discriminar aspectos y en considerar a fondo doctrinas, teorías, grupos unitarios de ideas, para evaluarlos punto por punto. En algunos casos es bueno pensar en las finalidades de los que las proponen (¿a qué desean llevarnos?). Todo esto exige tiempo y trabajo, pero es normal que sea así, y nadie puede desalentarse por este motivo, pasando a la comodidad del escepticismo. Una tesis puede ser sustancialmente verdadera, pero con errores marginales. O puede ser fundamentalmente falsa, inadecuada en los principios y aspectos centrales, aunque contenga algunos elementos de verdad. Además, la valoración de una doctrina no se limita a la verdad de sus tesis. Hay que ver si es profunda y esencial, si es completa y relevante, y examinar su fundamentación y la metodología con que se ha elaborado.
246 5. Fe Ante una evidencia parcial pero insuficiente a favor de una tesis, podemos sostenerla con un asentimiento débil, y entonces tenemos la opinión, o bien podemos adherirnos a ella con convicción y confianza, y entonces tenemos la fe200. El verbo creo puede significar los dos actos: creo como “me parece” (opinión), y creo como “estoy convencido”. Por consiguiente, el asentimiento fuerte a una proposición estimada verdadera puede nacer o de la evidencia o de la fe. Creer es asumir una tesis como verdadera, aunque no se imponga como evidente. No es un criterio de verdad, sino un tipo de asentimiento. Tiene sus motivos justificantes, pues todo acto humano correcto debe tener alguna motivación racional, que en este caso puede ser un testimonio creíble o una persona en quien se tiene confianza. Desde el punto de vista de la justificación de nuestros juicios podemos decir: “Acepto A porque veo que es verdad” (evidencia), o “acepto A porque creo que es verdad” (fe). Si nos preguntan: “¿por qué lo crees?”, tendremos que indicar los motivos que justifican este acto de confianza racional. El juicio de fe está movido por una voluntad de creer y se basa en algún motivo de credibilidad. Los principios y experiencias intelectuales dan lugar a operaciones intelectivas. Ante las evidencias incontrovertibles, o sólo suficientes, resulta natural el asenso judicativo con plena certeza, aunque esto nunca es automático, pues nuestras operaciones mentales conscientes no se producen si no lo queremos. Los juicios y sus expresiones lingüísticas son actos humanos, no puramente naturales, y por tanto para ser ejecutados necesitan de la intervención de la voluntad. Pero en el caso de la fe el rol de la voluntad es más activo. Al faltar una evidencia suficiente (ausencia de pruebas decisivas, de argumentaciones irrefutables), el intelecto no se determina. Cabe entonces que la voluntad mueva al asentimiento cierto, si al menos hay motivos “creíbles” captados por la inteligencia, como el valor de un testimonio o la fuerte verosimilitud de una tesis. Por tanto, la fe no es un acto ciego o puramente “voluntarista”.
200 Cfr. SANTO TOMÁS, S. Th., II-II, q. 1, a. 4; De Veritate, q. 14, a. 1.
247 La adhesión de fe es un juicio, pero también una decisión. La fe requiere un acto especial de la voluntad que elige arriesgar el asentimiento, si la inteligencia muestra que conviene afrontar ese riesgo como algo bueno. De no ser así, difícilmente progresaríamos en muchos conocimientos teóricos. Y en el plano práctico, donde siempre faltarán plenas evidencias ante los eventos futuros contingentes, sin fe no haríamos nada: viviríamos inmovilizados. Sin fe, nadie podría emprender un proyecto, casarse, escoger una profesión, un estilo de vida. La decisión de creer puede verse estimulada por disposiciones afectivas que, si son moderadas, no suponen subjetivismo. De hecho, tendemos a creer en los amigos y personas queridas, y creemos fácilmente en las cosas que deseamos con fuerza. Si un amigo mío se presenta a un concurso, probablemente tendré fe que lo ganará, si veo en él motivos objetivos que permiten esperar su victoria, pero también porque deseo que venza. El asenso de fe se subordina a la evidencia. No es el primer acto absoluto del conocimiento. La fe no puede operar sin presuponer algunas evidencias, por ejemplo la existencia de testimonios y su credibilidad, así como los primeros principios. Una tesis verosímil al menos tiene que entenderse, y debe expresarse en un lenguaje no contradictorio. El acto de fe no es irracional. Creemos razonablemente en una inmensa cantidad de cosas. En esta vida no cabe entender todo con evidencia. Algunos actos de fe, ciertamente, son irracionales, si nacen de una credulidad ingenua e indiscriminada, sin sentido crítico, o si chocan gravemente contra algún primer principio o proceden de motivos meramente subjetivos. Pero muchos actos de fe son razonables. Un hombre de ciencia puede estar convencido de la verdad de sus teorías sin poder demostrarlo. Si no tuviera esa convicción de fe, quizá no tendría fuerzas para seguir investigando. Un ciudadano puede tener fe en las instituciones de su país, aunque esta convicción no se funda en evidencias puramente racionales. La parte afectiva ayuda a la fe si está moderada por la razón e incluye dimensiones virtuosas. Las disposiciones afectivas o voluntarias desordenadas, en cambio, llevan a creencias irracionales. Creer tiene una gran trascendencia en la vida humana. Nuestras convicciones son una mezcla de conocimientos racionales, opiniones y fe. Confiamos en los demás porque no llegamos a todo con nuestra inteligencia. La forma y el grado de intensidad de la fe dependen de las
248 circunstancias. Los niños tienen la tendencia casi instintiva a creer en casi todo lo que dicen los mayores, pues todavía no ha madurado en ellos el uso de razón. En ciertos ámbitos, podemos controlar los testimonios en los que creemos con pruebas, verificaciones y comparaciones. Pero en muchos casos no cabe sino confiarnos casi del todo en el parecer o la competencia de los demás y en su buena voluntad, como cuando vamos al médico o tomamos un avión. La amistad, el amor y la convivencia humana se basan en la fe, porque en estos campos no hay certezas racionales absolutas. La fe admite grados de intensidad. Una fe débil se acerca a la opinión; una opinión muy fuerte puede transformarse en fe. La seriedad de la fe se ve cuando uno está dispuesto a basar sólo en ella sus opciones: si me dicen que para ir a un sitio debo tomar un autobús, creo de verdad si lo tomo sólo por esa indicación (si no acabo de creérmelo, haré algunas comprobaciones). En ciertos casos, la fe obliga a abandonarse casi del todo en lo que se cree, quizá porque no hay otra alternativa (no puedo tomar un avión comprobando que su piloto es seguro, que el aparato está en buenas condiciones). De ordinario la fe humana no es absolutamente incondicionada y puede unirse a dudas y reservas, o a la intención de hacer posteriores verificaciones y confrontaciones. Pero de suyo la fe supone la exclusión voluntaria de dudas: si emerge una, quien cree no la tiene en cuenta, o la deja como un problema que podrá estudiar y resolver más tarde, sin por eso dejar de creer. Pero si el sujeto aprueba que la duda afecte a su certeza de fe, entonces su confianza cede un poco y se aproxima a la opinión (por ejemplo, si al ir en avión pierdo la confianza en el piloto, me entrará miedo). En lo expuesto he tenido en cuenta dos formas de fe, una basada en el testimonio o el valor personal, y otra en la confianza en creencias y valores. Veré estas dos formas por separado. I. Fe en el testimonio o en el valor de las personas201. Acogemos innumerables conocimientos por testimonios de personas o fuentes en que confiamos. Amigos, parientes, 201 Cfr., sobre este tema, R. AUDI, Epistemology, A Contemporary Introduction to the Theory of Knowledge, cit., pp. 129-148; L. V. BURGOA, Palabras y creencias, Universidad de Murcia, Murcia 1995; A. LIVI, Verità del pensiero, Lateran University Press, Roma 2002, pp. 165 ss.
249 expertos, medios de comunicación, nos suministran de continuo informaciones. Desde ellas sacamos muchas conclusiones, y así usamos la razón a partir de lo que creemos. El asenso de fe se dirige a contenidos creídos en virtud de esos testimonios (“mañana habrá una huelga, lo leí en el periódico”) y a la vez concierne a la persona que testifica (“confío en lo que dice mi asesor”). Lo que se cree es una forma de saber justificado: “sé A, conozco justificadamente A porque confío en la persona S, que me asegura A, aunque yo no lo vea”. A veces la fe recae más directamente en la persona, si la consideramos valiosa y capaz de realizar ciertas prestaciones (confiar en un empleado, un profesor, un político por quien votamos). Es más, en último término este tipo de fe mira fundamentalmente a la persona digna de confianza en lo que dice y hace, pues creemos que lo hará bien, cosa que no podemos ver directamente (también se puede creer en una institución, pues detrás de ella hay personas: una empresa, un banco, una compañía de seguros). La fe en los demás es natural, pues nuestros congéneres son potencialmente amigos y tienden por naturaleza a la verdad y al bien. Sin embargo, para confiarnos en una persona concreta, debemos conocerla y saber si es digna de fe. Extremos inadecuados son la desconfianza generalizada ante todos o, al contrario, la excesiva confianza acrítica en cualquier persona, publicación o institución. La fe en las personas se basa en su credibilidad o confiabilidad. Confiamos en los demás, en su buen juicio, opiniones y acciones -padres, maestros, periodistas, políticos-, si demuestran veracidad, competencia, benevolencia y rectitud moral en sus actos y relaciones con los demás y con nosotros mismos. Al revés, el comportamiento irresponsable, insincero, partidista, interesado, inseguro, causa la pérdida de credibilidad de personas e instituciones, y así provoca una actitud más crítica ante ellas, que puede llegar a la desconfianza. Por eso los políticos y medios de comunicación se hacen menos creíbles si la gente se da cuenta de que hablan o informan demasiado en función de sus intereses de parte. La ideologización de una sociedad genera desconfianza. La credibilidad es una forma de “evidencia personal”, no objetiva. No es una evidencia apodíctica, pues la gente siempre puede equivocarse (no cabe una confianza totalmente radical o
250 absoluta con nuestros semejantes, que no son Dios). La credibilidad de una persona se capta como una forma de evidencia personal, no como un contenido abstracto objetivo, y se obtiene por la experiencia y el trato. A menudo nos damos cuenta si una persona miente sin escrúpulos, si lo hace por temor, si tiende a exagerar o a disimular ciertas verdades, o si en cambio es sincera. Esta forma de evidencia genera la llamada certeza moral (tenemos la “certeza moral” de que una persona nos quiere, es sincera, hará bien un trabajo). El núcleo de la percepción de que alguien es de fiar está en captar su buena voluntad, sensatez, sinceridad y competencia. La credibilidad puede cribarse racionalmente. La credibilidad se reconduce a la evidencia personal con el trato y la familiaridad. Sin embargo, como esta credibilidad no suele ser completa, tanto por defecto de nuestra percepción como por insuficiencias objetivas de las personas en quienes creemos, muchas veces debemos comprobarla mediante procedimientos racionales indirectos, por ejemplo con la combinación comparada de otros juicios independientes. Podemos acudir a valoraciones ajenas sobre la fiabilidad de alguien, a verificaciones sobre la verdad de lo que ha dicho, a interrogatorios al testigo para que demuestre su sinceridad, como se hace en los tribunales, a comprobaciones con otras fuentes independientes de información, a pruebas de la veracidad de un individuo (comparando lo que dice y hace en otros ambientes). Estos criterios se aplican de modo científico en la investigación histórica. El conocimiento histórico se basa en el empleo de la razón, en la interpretación de documentos del pasado y en la confianza en los testimonios de muchas personas, sopesados por la crítica. La fe cristiana, sobrenatural o teologal -fe en Cristo como Hijo de Dios, en su Palabra de verdad y en su Iglesia- asume la estructura epistémica de la fe humana basada en el testimonio y el valor de las personas, pero superando sus límites, pues es fe en Dios, no en el hombre. No es el mero resultado de una estimación racional, sino que es causada por Dios como un don de gracia (cfr. Mt 16, 17). Siendo divina por su objeto y su mismo acto, la fe cristiana es absoluta: supone una adhesión incondicionada que de suyo excluye la duda y la reserva personal, aunque el sujeto puede perderla o tener poca fe en Dios. La fe cristiana se refiere a lo que Dios revela al hombre y se concreta en los “artículos de la fe”. Se dirige a la persona de Cristo, en quien el cristiano se abandona sin reservas, esperando de Él la salvación y santificación.
251 II. Creencias: fe en contenidos razonables, en ideas y valores, aunque no sean del todo evidentes. El hombre puede prestar una adhesión de fe a principios filosóficos o científicos, a ideales sociales o políticos, a valores e ideas de todo tipo, aunque falte una evidencia plena e incluso suficiente. Los contenidos de esta forma de fe suelen llamarse creencias. El motivo que hace razonable el “salto” voluntario de este tipo de fe, capaz de superar las sombras de las dudas y las dificultades intelectuales, es la acumulación de evidencias imperfectas y de indicios de verdad, o también el amor o interés por una cuestión importante para una persona o para la sociedad, e incluso las “razones del corazón” o barruntos sobre la verdad de una tesis. Tener creencias no se confunde con actitudes irracionales o fanáticas. Por otro lado, hay materias en las que nunca es posible alcanzar una evidencia suficiente, como son las ideas relativas a empresas humanas arriesgadas en la investigación científica o en la vida práctica, social y personal. Las grandes proezas de la humanidad, a veces heroicas -descubrimiento de América, exploraciones espaciales, invenciones, realizaciones políticas-, no se habrían podido llevar a cabo sin una fe inmensa y muy perseverante de numerosísimas personas. No advertir la importancia de esta fe para la vida humana sería señal de racionalismo y de pobreza antropológica. En este mundo nada grande se ha hecho sin muchísima fe. Por otro lado, como no siempre vemos con claridad los objetos de nuestras operaciones cognitivas, la inclinación de nuestra voluntad puede y a veces debe suplir con fe lo que se oculta a la evidencia de los momentos más lúcidos. Por tanto, entre la fe y la evidencia existe una forma de simbiosis. Creemos y vemos, y la misma fe puede llevar a una mayor visión intelectual. Las creencias razonables no convalidan el fideísmo gnoseológico. En la filosofía moderna, la fe (Hume, Kant), la hipótesis o la voluntad a menudo ocuparon el sitio del conocimiento de los primeros principios. Esto es consecuencia de una crisis de la verdad realista, que es también crisis de la inteligencia. El escepticismo puede provocar un deslizamiento hacia el fideísmo, lo que implica ir también hacia el voluntarismo. Nuestras convicciones fundamentales sobre el ser, la causalidad, la persona, la moral, en el fondo serían como una “fe primordial”, un “querer creer” para así tener un apoyo y poder actuar en la vida. Pero si las verdades naturales se fundaran en la pura fe, sin evidencia intelectual, fácilmente se tenderá a pensar que la verdad es una creación
252 humana, un impulso de la voluntad o de nuestras estructuras vitales profundas. Sin duda, la fe tiene un papel de primer orden en la vida intelectual y en la praxis. Pero la fe está vinculada a la visión intelectiva. En los actos cognitivos, la primacía corresponde a los actos comprensivos de la inteligencia. La fe está en segundo lugar y se ordena al intelecto.
253
CAPÍTULO 9
EL DINAMISMO HACIA LA VERDAD
La inteligencia, constitutivamente abierta al ser, está siempre girando en torno a la verdad. Mientras ejercemos operaciones cognitivas, no dejamos de conocer habitualmente el mundo, a los demás y a nosotros mismos. En este último capítulo voy a considerar los estados y movimientos de nuestra mente con relación a la verdad. Estos estados (dudas, opiniones, deseo de saber) no deben verse de modo aislado, sino en la trama de un único dinamismo gnoseológico y antropológico. Tenemos inteligencia para contemplar y crear, para obrar y amar. Me limitaré al plano gnoseológico. Desde el punto de visto antropológico habría mucho que decir sobre la función del pensamiento en la existencia humana (por ejemplo, en las creaciones culturales y técnicas). Me concentro en la dimensión contemplativa de la verdad, piedra fundamental del pensamiento y la praxis. La temática de los “estados de la mente” ante la verdad no es subjetivista. No hay que plantearla con una preocupación puramente crítica. Cualquier situación epistémica presupone una relación con la verdad trascendente. Los extremos del racionalismo y el escepticismo -extremos cercanos entre sí- bloquean la relación normal de la mente con la verdad. El racionalismo busca un pseudo-saber absoluto y cree encontrarlo en las certezas matemáticas, en los modelos científicos del conocimiento y en los movimientos infinitos de la razón. Busca la verdad en la objetividad pura y, al no encontrarla, precipita en el escepticismo, clausurando la mente en sus contenidos formales y así perdiendo la verdad metafísica. Examinemos, pues, los momentos de la búsqueda humana de lo verdadero, en la perspectiva metafísica de la relación del hombre con el ser natural y el ser personal, cuya última finalidad es la Verdad infinita de Dios.
254 1. La búsqueda de la verdad La búsqueda de la verdad corresponde a la teleología de la inteligencia. La tensión hacia la verdad no nace de un aislamiento originario de la mente. Estamos siempre iluminados por el hábito de los primeros principios. Desde los primeros momentos en que opera el conocimiento sensible, el intelecto entrevé el horizonte del ser en el mundo y en los actos personales. Además desde el principio estamos en un estado de diálogo con los otros, de quienes aprendemos el lenguaje y recibimos los primeros conocimientos. I. Aprender. La primera ganancia de la inteligencia, sobre la base del conocimiento habitual de los principios metafísicos, es el aprendizaje. Aprendemos de modo casi inconsciente, antes de experimentar el deseo de saber. Los primeros pasos de la inteligencia infantil son el aprendizaje de la lengua y la adquisición de las primeras nociones, a través de una mínima experiencia y gracias a las enseñanzas recibidas de otras personas. Las primeras formas de aprendizaje son más bien pasivas, basadas en la confianza en los adultos, pero bien pronto la mente comienza a ejercer por su propia cuenta las operaciones mentales. En el aprendizaje crece la memoria, se forman los hábitos cognitivos y se adquiere una visión del mundo. Aprendemos a escuchar y a preguntar, a organizar las ideas y, en definitiva, a usar la razón para progresar en el conocimiento. Con la experiencia de los errores y correcciones notamos los límites del pensamiento y nos damos cuenta de la distancia entre la ignorancia y el saber perfecto. II. Contemplación y maravilla. La segunda ganancia de la mente es la visión intelectual y consciente. Tras habernos ejercitado en el conocimiento de diversos ámbitos de la realidad, comenzamos a considerar con más orden varias temáticas. A veces contemplamos en el plano de la abstracción, considerando los contenidos de una ciencia, o bien se presenta a los ojos del espíritu un amplio panorama de conocimientos personales, sociales, históricos. La mente encuentra reposo en el acto inmanente de la contemplación, pero luego debe pasar a otras consideraciones y a nuevos objetos. Ante la desproporción entre la estrechez de nuestro saber y la magnitud del mundo que se ofrece a la contemplación, nos llenamos de admiración. Miramos con estupor lo que no querríamos dejar de considerar a causa de su hondura. Nos situamos ante una realidad
255 trascendente que nos plantea interrogantes y genera el deseo de una contemplación más amplia y continuada. Se admira lo que se estima profundo, rico, bello y misterioso. Misterioso es lo que se deja contemplar sin agotamiento, lo que siendo bello trasciende a la mente, ocultando un algo más que enciende el deseo de seguir conociendo. El que es sensible a lo maravilloso conserva el sentido de misterio del ser. La maravilla pone en movimiento energías intelectuales que empujan al conocimiento teórico. Con acierto la admiración se considera el comienzo del saber. III. Ignorancia. Uno de los estados iniciales de la mente que se prepara para ulteriores conocimientos es la ignorancia o ausencia de saber. Si se ignora lo que debería saberse, la ignorancia es una privación, es decir un mal. La falta de sabiduría -el conocimiento de las cosas más importantes de la vida- es la forma más nociva de ignorancia. El hombre, aunque tienda a la sabiduría, sabe poco y a menudo sabe mal. Por eso, la conciencia de la propia ignorancia -sobre todo de la falta de sabiduría- es buena para la inteligencia. Esta conciencia humilde la hace más ágil para subir la cuesta del verdadero saber. Según Sócrates, el primer paso hacia la sabiduría es adquirir conciencia de que “nada sabemos” (como debería saberse). Este paso no pueden darlo los “sofistas”, los que con falsa tranquilidad creen que ya saben bastante, y así se encierran en sí mismos -suelen desprecian con autosuficiencia lo que les supera- y no se abren a planteamientos más altos. Los verdaderos sabios son conscientes de lo poco que saben, y así se vuelven más dóciles ante lo que pueden enseñarle los que saben más que ellos. Algunos filósofos hablaron de la docta ignorantia, que no es una simple ausencia de conocimiento, sino la humildad de reconocer que, aunque sepamos muchas cosas, en realidad sabemos muy poco, especialmente de las cosas profundas y que más deberíamos saber. Ante Dios, docta ignorantia es la conciencia de que lo que ignoramos supera infinitamente lo que conocemos de Él. Suele estar ligada a los métodos negativos de la teología y al recurso al simbolismo y a la analogía. Siendo humilde, la docta ignorantia aprecia eso poco que se puede saber de las cosas más altas. La “ignorancia sabia” es contraria a la cerrazón mental ante las verdades trascendentes.
256 Este aspecto de nuestro dinamismo cognitivo se une a la actitud de silencio contemplativo ante las realidades sublimes e inefables: no todo puede expresarse perfectamente con palabras, en términos estrictamente racionales. No todo puede pensarse y demostrarse racionalmente. De aquí el recurso a caminos “intelectivos” (más allá de la ratio) más aptos para la contemplación. Las posiciones cientificistas llevan a la razón a encerrarse en las ciencias, que son siempre visiones restringidas de la realidad. El reduccionismo promueve una ignorancia inconsciente y presuntuosa. Esto es síntoma de racionalismo, pues es la pretensión de saber sólo lo que nuestra razón domina conceptualmente (saber matemático y experimental, métodos objetivantes). No es “ignorancia” sabia fomentar el bloqueo de la comprensión metafísica. La “ignorancia escéptica” es como un replegarse de la mente sobre sí misma, so pretexto de las dificultades cognitivas, sin querer dar el paso desde la racionalidad hacia la comprensión intelectual suprarracional. IV. Preguntas, problemas y deseo de saber. La pregunta es el acto de la razón que, consciente de ignorar y deseosa de saber, solicita conocer un aspecto de la realidad. Puede dirigirse a otra persona o a nosotros mismos, y recae sobre cierto objeto parcialmente conocido, apuntando a lo que de él es ignoto. Como movimiento que va desde lo que se sabe hacia lo desconocido, la pregunta es un acto racional, es decir, se dirige al saber mediato. La pregunta no es el origen absoluto del saber, pues implica presupuestos, ante todo el conocimiento del ser y los primeros principios. Cabe interrogarse por lo que ya se conoce, para profundizar en su comprensión. En este sentido podemos preguntarnos por el ser y la verdad de las cosas, sobre el estado de nuestros conocimientos y el método de conocer las cosas, o sobre el sentido de las palabras. La pregunta manifiesta la libertad de la mente ante cualquier objeto y actividad humana. Plantearse preguntas es un movimiento de trascendencia. Algunas preguntas son intracientíficas, mientras otras apuntan a la superación de las ciencias mediante la metafísica. Por supuesto, no hay que interrogarse exclusivamente por el sentido de las palabras. Siempre podemos preguntarnos más, sin agotar las temáticas. La ciencia debe permanecer abierta a nuevos interrogantes y problemas. Las preguntas inteligentes llevan a problemas esenciales.
257 Los problemas son cuestiones difíciles que de momento no sabemos resolver. A menudo nacen de aporías, incongruencias, contradicciones aparentes, y de todo tipo de preguntas. Son problemas, por ejemplo, cómo llegar a conocer algo a partir de ciertos datos disponibles, o cómo conseguir una meta difícil contando con medios en apariencia insuficientes (problema práctico). Esto exige captar una serie de relaciones que mediarán entre esos extremos (ésta es la clave del raciocinio). La resolución de problemas es manifestación de inteligencia. Las ciencias y la filosofía progresan cuando se identifican los problemas y se ponen las preguntas pertinentes. Los problemas más profundos, que el hombre nunca llega a resolver del todo, bordean los umbrales del misterio. El misterio, a diferencia del problema, se deja contemplar, pues pertenece a la dimensión del intelecto, por encima de la racionalidad. Es oportuno evitar tanto la actitud de reprimir las preguntas, especialmente las más profundas, lo que produce estrechez de espíritu, como la actitud de buscar incansablemente problemas y preguntas, sin preocuparse de las respuestas. La tarea intelectual no se agota en el puro planteamiento de problemas. La interrogación nace del deseo de saber, situado entre la ignorancia y la sabiduría. Este deseo responde a la tensión de la mente hacia la verdad. Puede inscribirse en el marco de la investigación científica o apuntar a la sabiduría (pero el primer aspecto a la larga debería orientar al segundo). Las preguntas de la razón pueden ser infinitas, pues las ciencias son inagotables y nunca llegan a un punto culminante. Por otra parte, el deseo de saber se degrada si es mera curiosidad o simple deseo de información. Las preguntas profundas y esenciales encaminan a la búsqueda de la sabiduría: “filosofía” significa, precisamente, amor a la sabiduría. A causa de la finitud de nuestro pensamiento, las preguntas profundas no suelen alcanzar una respuesta absoluta. Sin embargo, el preguntar humano siempre recibe una respuesta de fondo, en la medida en que la razón se abre a la contemplación sapiencial 202. V. Pensar, reflexionar, meditar. Cuando la mente está buscando la respuesta a un interrogante o la solución de un problema, se dice que está pensando. Pensar, en este sentido, no
258 es conocer, ni contemplar, sino concentrar la atención sobre problemas, con la intención de resolverlos. Si el problema es práctico, se piensa para llegar a una decisión, barajando posibilidades. También se piensa en el contexto de un trabajo creativo, o atendiendo a la realización de un proyecto. La reflexión, el estudio y la meditación son actos intelectuales cercanos al pensar. La reflexión vuelve sobre ciertos conocimientos, para examinarlos con más profundidad. La meditación considera con calma aspectos profundos de la realidad o pensamientos (ciencias, discursos, consejos, comentarios), para desentrañarlos y contemplar con más hondura sus implicaciones. El estudio añade al pensamiento una aplicación sistemática y duradera, destinada al aprendizaje o a la solución de problemas. VI. La duda. Entramos en la duda al considerar varias posibles soluciones de un problema, sin la suficiente evidencia como para decidir la cuestión. En la duda nuestra mente, aunque tienda al juicio, se frena o lo suspende si antes lo tenía (epojé, procedimiento ejercido por los escépticos para dejar en suspenso una creencia). Por eso la duda implica reflexión y un repliegue del entendimiento sobre sí mismo. La tenaza de la duda puede amenazar como fruto de una pérdida de la evidencia o de la confianza en una certeza, porque brotan dificultades imprevistas, o porque se afronta un tema de modo más analítico. La duda que sacude una certeza precedente es la duda crítica, pues nace de una valoración crítica de un conocimiento o una idea recibida. Las filosofías de la sospecha -escépticos, Descartes, hipercriticismo- pretenden poner la duda como el primer acto auténtico del intelecto, presuponiendo que el conocimiento previo podría ser un engaño. Pero la duda no es el inicio del saber y no puede ser universal. Si lo pretende serlo, implica una posición artificial y voluntaria que busca una certeza analítica en el conocimiento de las realidades contingentes del mundo y del yo. Si uno se lo propone, podrá dudar de casi todo, pero así hasta la misma duda pierde sentido. La verdadera duda surge sobre el fondo de conocimientos indudables.
202 A. MILLÁN PUELLES, en El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, estudia el interés cognitivo y comunicativo por la verdad. Estos puntos, unidos al amor a la verdad y a la actitud antropológica ante la mentira, pertenecen también a la perspectiva del dinamismo del hombre ante la verdad.
259 Las dudas deben ser razonables y justificadas, basadas en reales dificultades. No es justa la duda sistemática ante cualquier cosa, que paraliza la mente, ni tampoco la actitud acrítica e ingenuamente dogmática del que no se pone problemas y nunca pone en duda informaciones, teorías, afirmaciones, lo que lo deja inerme ante los errores ajenos y propios. Con un poco de reflexión, de ordinario podemos ver si es razonable atender a una dificultad, si es aconsejable suspender un juicio o si, en cambio, la duda que asoma es impertinente, derivada de escrúpulos o de un desconsiderado afán analítico y muy minucioso. A veces ante noticias, teorías, opiniones aparatosas y sorprendentes, puede ser prudente omitir el juicio por falta de elementos, en vez de simplemente dudar. Con prudencia, se puede discernir cuándo hay evidencia suficiente para juzgar con un mínimo de seguridad, y cuándo conviene abstenerse de juzgar, en espera de nuevos datos o de un examen más atento de la cuestión. VII. La certeza. Durante la duda, o en otras situaciones -opinión, hipótesis, examen críticoen que todavía no se ven las condiciones que permiten juzgar, la mente se encuentra incierta o indeterminada. Certeza es la firme determinación de la mente que juzga. Por tanto, la certeza: a) Es propia del juicio: el que afirma “esto es así” manifiesta certeza. La añadidura “estoy seguro” no es más que una reflexión sobre el propio acto judicativo, que busca reconfirmarlo por algún motivo contextual. b) Se refiere a la verdad: el que está cierto, está cierto de conocer alguna verdad, y esto es precisamente juzgar. La certeza no es tanto un “sentimiento” de seguridad, sino una cualidad del acto de juzgar. Por extensión, llamamos ciertas a las proposiciones cuya verdad es segura (“es cierto que la luna es un satélite de la tierra”), y hacemos lo mismo respecto a otros enunciados epistémicos (frases “discutibles”, “opinables”, “dudosas”, etc.). Suele hablarse de certeza metafísica, física, matemática y moral. Aristóteles advierte que “no se ha de buscar el mismo tipo de precisión en todos los asuntos” 203. Las formas de certeza nacen de los tipos de inteligibilidad. La fuerte certeza de los juicios metafísicos se apoya en lo 203 Ética a Nicómaco, I, 1094 b 13 (traducción mía). De modo semejante, Popper hace notar que nunca hemos de pretender ser más exactos de lo que exige el problema que nos ocupa (cfr. K. POPPER, Conocimiento objetivo, cit., p. 63).
260 incontrovertible de los primeros principios, aunque en cuestiones metafísicas arduas la luz intelectual se mezcla con el claroscuro típico de las verdades que nos trascienden. Las certezas no existenciales de los contenidos lógico-matemáticos nacen de la peculiar claridad de su nivel de abstracción y de la univocidad de las operaciones racionales formales. La certeza de las verdades físicas contingentes se relaciona con la abstracción física y con la necesidad de controles empíricos, inherente a las operaciones racionales volcadas al conocimiento de la naturaleza. La certeza moral se reduce, como hemos visto, a la “evidencia personal”, no objetiva (cfr. cap. 8). En otros tiempos, el racionalismo buscó reducir la certeza a las formas unívocas que coinciden con la objetividad lógico-formal o con imposibles controles empíricos exhaustivos. Pero tampoco es justo el rechazo criticista de toda forma de certeza. La certeza puede ser fundada o infundada, racional o irracional. La certeza se funda en los motivos que justifican el juicio. Se remite a la evidencia o a las razones de la fe. Obviamente, la certeza es compatible con el error, pues quien juzga erróneamente está en un situación de certeza. El hombre tiende naturalmente a la certeza simplemente porque tiende a juzgar. La posición dubitativa no es cómoda, y tampoco se puede vivir sólo de hipótesis que mañana podrían cambiar. La tendencia a la certeza debe ser ante todo una tendencia a la verdad. Caben aquí dos extremos contrarios a la sensatez. Por una parte, se puede llegar a la certeza con precipitación y arbitrariedad, quizá por temperamento poco reflexivo, por prisas en dar un juicio, por falta de tiempo u otras preocupaciones. A veces el deseo inmoderado de juzgar nace del dogmatismo personal o de la excesiva confianza en el propio juicio. El extremo opuesto, tampoco deseable, es el temor a juzgar por una consideración excesiva y escrupulosa de las dificultades, incluso menudas. VIII. Saber. El verbo “saber” tiene diversos sentidos, que fueron saliendo en la exposición: a) conocimiento cierto (“lo sé”: estoy seguro de que es así); b) conocer, pues el conocimiento genuino está en el juicio verdadero y cierto; c) conciencia del acto cognitivo (“ya sabía que vendrías”); d) conocimiento habitual (“sabe inglés”, “sabe nadar”); e) conocimiento profundo, fundado, causal y a veces demostrado o científico (“sabe geometría”, “sabe lo que dice”). Este último es el sentido aristotélico: el que sabe de este modo, se dice sabio.
261 2. Opiniones La inteligencia puede dar un asentimiento débil a una tesis, reconociendo la posibilidad de equivocarse. Este tipo de semi-juicio se llama opinión. Más que un auténtico juicio, la opinión es un pronunciamiento de la mente sobre una posibilidad favorable, pero no simétrica a su contrapartida, como sucede en cambio en la duda. Por eso expresamos nuestras opiniones con frases como “me parece que es así”, “puede ser”, “es posible, es probable”. Las fórmulas “creo que”, “pienso que”, “a mi modo de ver”, “mi punto de vista es que”, suelen indicar una opinión. El acto de opinar propiamente no es ni verdadero ni falso, pues no excluye la posibilidad de ser negado. El que opina, admite que podrá cambiar de opinión. Si en el futuro esa opinión es confirmada o refutada, sí se podrá decir que era “correcta” o “incorrecta”. I. El fundamento de la opinión. La opinión corresponde objetivamente a una evidencia favorable pero insuficiente. Frente a una posible tesis, o quizá para responder a una pregunta, podemos examinar los motivos favorables y desfavorables. Daremos una opinión si los motivos favorables, aunque no sean decisivos, “pesan” más en la balanza del examen crítico. La opinión admite grados: simple sospecha o “presentimiento” de que una tesis es verdadera, por ciertos indicios; presunción más favorable, sostenida por nuevas indicaciones, sin que haya nada serio en sentido contrario; casi certeza, basada en una fuerte probabilidad o apoyada en numerosas comprobaciones 204. La opinión no siempre emerge de la fría consideración de las evidencias, difíciles de evaluar en cuestiones complejas. Al faltar pruebas o evidencias contundentes, la voluntad debe intervenir de modo especial para que el sujeto se pronuncie de alguna manera, motivo por el cual la opinión a veces se aproxima a la fe o puede mezclarse con ella. Por eso las disposiciones personales, las preferencias y hasta los prejuicios pueden tener un peso en las valoraciones que llevan a dar un parecer. A veces las opiniones nacen de la selección de aspectos más favorables a una tesis preferida: las opiniones de los políticos, por ejemplo, a menudo se inclinan a favor del propio partido. Esta actitud no siempre es condenable. Defender con fervor una tesis es normal en la vida humana, siempre que se haga con moderación. Pero hemos de estar sinceramente
262 dispuestos a aceptar las verdades contrarias a nuestras preferencias. Las disposiciones afectivas a favor de una tesis, cuando son buenas y virtuosas, ayudan a la formación de opiniones justas. En cambio, es un grave desorden estar dispuestos a mentir o a ocultar una verdad para defender las propias ideas. II. Probabilidad. En algunos temas, las opiniones pueden basarse en la probabilidad, concretamente en el cálculo matemático de probabilidades, cuyo núcleo es la proporción entre los casos favorables y los casos posibles de un evento futuro, y en las probabilidades estadísticas, que miran las frecuencias de los acontecimientos para anticipar los resultados de conjunto. El fundamento objetivo de las probabilidades son las predisposiciones causales en los eventos físicos contingentes. Un equipo deportivo puede tener una mayor probabilidad de ganar un encuentro si está bien entrenado o si el equipo rival es menos fuerte. La simple indicación abstracta de una probabilidad puede de suyo ser un juicio cierto (“el que estudia, tiene más probabilidades de ser aprobado en los exámenes”). En el ámbito concreto esa indicación es sólo una estimación (“creo que tus probabilidades de ganar son altas”), pues el juicio concreto de una probabilidad contiene siempre algún elemento subjetivo, al basarse sólo sobre los datos que conocemos. En cualquier momento podrán aparecer nuevos datos, que ahora ignoramos. Puede pensarse que las probabilidades de que venza un equipo de fútbol son altas, pero se ignora que quizá un jugador se va a lesionar, o que el árbitro no va a ser justo, y cosas de este tipo. Por consiguiente, el juicio basado sobre la probabilidad siempre será una opinión. III.
Materias
opinables.
Según
Aristóteles 205,
las
materias
contingentes
son
intrínsecamente opinables y no admiten certeza. En las cosas necesarias el ser está determinado. Estas cosas son cognoscibles con certeza, pero quizá no lo conseguimos por nuestros límites intelectuales, con lo que tendremos que contentarnos con un conocimiento hipotético. El pasado histórico, estando ya determinado, no es una materia contingente: lo que fue, ya no puede cambiar. Pero nuestro conocimiento del pasado está sujeto a límites, por lo que de muchos hechos pasados sólo podemos tener opiniones. 204 Cfr. R. M. CHISHOLM, The Foundations of Knowledge, University of Minnesota Press, Minneapolis 1965, p. 8. 205 Cfr. Ética a Nicómaco, I, 1094 b 10-25; II, 1104 a 1-10; VI, 1139 b 20-25 y 1140 b 25-30.
263 Las cuestiones especulativas o prácticas que conciernen un ser determinado son necesarias, aunque su necesidad suele ser condicionada. Por ejemplo, la reparación técnica de la avería de una máquina no es una materia opinable, sino precisa y necesaria, presuponiendo la existencia de esa máquina. En estos temas, las opiniones existen sólo a causa de nuestra ignorancia. Las materiales opinables objetivas son los eventos futuros contingentes, cuyo ser no está determinado. Es discutible si los fenómenos naturales futuros son del todo necesarios o si admiten márgenes de indeterminación y contingencia, es decir, si estos fenómenos pueden ser o no ser porque dependerían de causas contingentes. Aquí no entro en este tema, propio de la filosofía de la naturaleza206. Pero es claro que los eventos futuros que dependen de algún modo de la libertad humana están indeterminados en su ser. Por tanto, nunca son predecibles con certeza. La trama entre las acciones libres del hombre y sus consecuencias en la historia y en los acontecimientos sociales, unida al hecho de que el hombre no puede actuar con un perfecto conocimiento del futuro a causa de su ignorancia de los detalles del presente y de todas las consecuencias de los eventos, crea una materia compleja y constantemente variable, sobre la que no cabe ciencia, sino sólo opinión. Éste es el campo de los eventos históricos, sociales, políticos, económicos. En este terreno ninguna ciencia es capaz de realizar predicciones seguras. ¿Es posible un saber normativo sobre el futuro libre, que indique con certeza lo que hombre debe hacer? Desgloso la respuesta en tres puntos: a) Los principios morales son absolutos, pues están en función de los bienes absolutos del hombre. Aquí el hombre puede saber con certeza, salvo casos particulares, lo que debe hacer o no hacer de modo concreto. “No debo robar este objeto” puede ser un juicio cierto y no opinable. b) En el ámbito físico, técnico, artístico, presuponiendo ciertos fines, objetivos o propósitos, el hombre muchas veces puede saber con certeza lo que le conviene hacer. La
206 La física actual (cuántica, física del caos) excluye la absoluta predecibilidad de los eventos físicos. Es tema de controversia si el fundamento de este hecho es la ignorancia humana o más bien la complejidad y contingencia objetiva del mundo físico. Me inclino por esta segunda tesis.
264 decisión “tengo que ir al dentista” puede nacer de la percepción de una necesidad condicionada (“si quiero curar mis dientes”), y por tanto no es una simple materia de opinión. c) En cambio, la complejidad y variabilidad de los eventos en muchos ámbitos personales, sociales, económicos y otros semejantes, hace intrínsecamente opinables las decisiones prácticas sobre determinados hechos o actos futuros. En este sector no existe la verdad absoluta. Se podrán aquí evaluar los elementos favorables a una decisión, pero no es posible una “ciencia” que indique con necesidad cuáles deben ser nuestras decisiones. Esto no significa que esas decisiones sean arbitrarias. Más bien se han considerar una serie de factores, incluyendo las preferencias y prioridades, para llegar una y otra vez a elecciones prudenciales oportunas, arriesgadas y variables. Así es como los hombres toman medidas en política, economía, educación, o -en un plano más personal- deciden asumir ciertos compromisos, casarse y con quién, seguir tal o cual carrera, aceptar un proyecto de trabajo y cosas de este orden. Típicamente, estamos en el área de lo opinable objetivo. Pero cabe distinguir entre opiniones razonables y otras inoportunas y extravagantes. IV. Hipótesis. Las opiniones se emparentan a las hipótesis, pero estas últimas tienen una connotación deductiva. Una tesis cuya verdad no consta puede asumirse como presupuesto, para desde ahí elaborar razonamientos condicionales o para tomar decisiones prácticas. Así lo hacemos al decir, por ejemplo, “si ha dicho la verdad, mañana llegará el dinero”, “si se empeña, lo conseguirá”. Las hipótesis son el elemento central del método hipotético-deductivo. Desde el punto de vista del acto cognitivo, la hipótesis puede asumirse con fe o como una opinión. Diversos motivos dan confiabilidad a una hipótesis: testimonios seguros, verosimilitud objetiva, confirmaciones por las consecuencias. La plena comprobación de una conjetura la transforma en una verdad cierta. En las ciencias formales, como la lógica y la matemática, la hipótesis se asume simplemente como punto inicial de una deducción. En las ciencias reales, una conjetura “contrafáctica” podría esgrimirse no como una eventual verdad, sino sólo para examinar sus consecuencias (“hipótesis de trabajo”) y compararla con otras posibilidades, y así quizás
265 eliminarla como falsa. En el orden práctico, la hipótesis puede ser una propuesta o un proyecto, con el objeto de evaluar sus consecuencias. V. Valor positivo de las opiniones en la vida humana. Las opiniones son múltiples por naturaleza, en el sentido de que puede existir una variedad simultánea de opiniones opuestas. Además, las hipótesis son inestables por su incertidumbre. Pero no por esto hay que verlas como un modo marginal de conocer. La opinión corresponde al modo humano de conocer y no ha de despreciarse. Las opiniones son una vía ordinaria para la búsqueda de la verdad. Las discrepancias abren camino a la discusión racional, denominada dialéctica, lo que es una consecuencia de nuestra naturaleza racional. En un contexto de diálogo, la gente puede presentarse argumentos mutuamente, poniendo a prueba sus opiniones y tratando así de valorar las ideas opuestas. Además, las opiniones no siempre son contradictorias entre sí. Ciertas opiniones en apariencia antitéticas muchas veces podrán armonizarse y purificarse en sus formulaciones, si acaso contienen aspectos verdaderos y falsos mezclados. A veces subrayan -unas más que otras- ciertos aspectos o experiencias: tras examinarlas con cuidado y mejorarlas, quizá podrían verse al final como complementarias. La eliminación a priori de las opiniones ajenas, vistas como falsas sin más, lleva al empobrecimiento de la mente. Debe haber un equilibrio entre la adhesión a la verdad, con el rechazo de los errores, y el aprecio por la diversidad de opiniones, sin dogmatismos. Entiendo aquí por “dogmatismo” la actitud del que cree que siempre tiene razón, y así no escucha de buena gana y con atención otras opiniones, especialmente si contradicen sus propias ideas. La apertura a otros planteamientos o soluciones es compatible con el amor a la verdad. Esto no se confunde con ese fondo de escepticismo que lleva a no decir nunca con claridad lo que uno cree verdadero o falso, quizá pensando que todo es cuestión de opinión y puntos de vista. La variedad de opiniones juega un papel fundamental en el ámbito de lo opinable objetivo, donde la verdad absoluta no existe a causa de la indeterminación del futuro libre y de las múltiples posibles vías para configurarlo. El dogmatismo en estos puntos significaría creer que se posee una verdad fija allí donde no pueden darse más que opiniones más o menos razonables.
266 Esta forma de conocimiento no debe subestimarse, como si fuera menos digna del hombre. Al contrario, con nuestra libertad tenemos que aventurarnos a decidir basándonos en motivos justos, pero no absolutamente determinantes, con riesgo por las incertezas, imprevistos y casualidades de la vida. Los múltiples encuentros entre las libertades humanas, actualizados por decisiones racionales y en medio de la continua variación de circunstancias, tienen consecuencias imprevisibles “en cadena” e indefinidamente. Esta trama crea la historia humana, con su inmensa riqueza: éste es el mundo en que hemos de vivir, con la guía no sólo de la ciencia, sino de la racionalidad práctica, y provistos –sobre todo- de virtudes morales. La praxis humana está dominada por la libertad y no por la pura ciencia. Así como el racionalismo pierde la dimensión de la libertad, el escepticismo y el relativismo se quedan con una libertad precaria, sin la orientación de una razón razonable207. VI. Opinar como lenguaje de libertad. A veces opinión suele indicar simplemente el respeto de los pareceres ajenos, sin la pretensión de que admitan lo que estamos diciendo. Solemos introducir nuestras ideas en la vida social con expresiones como “creo”, “me parece”, “a mi modo de ver”, y también llamamos opiniones a las convicciones de los demás, quizá sugiriendo que no nos adherimos a ellas necesariamente. Este uso lingüístico no implica que uno sostenga ideas sin certeza. Sólo se quiere señalar de modo cortés, compatible con las convicciones personales, una actitud de no querer “imponer” nuestras tesis, reconociendo el derecho de otros a sostener ideas diversas de las nuestras 208. Este uso social de opinar, vinculado a la libertad de pensamiento, demuestra hasta qué punto la convicción de conocer la verdad debe ir unida al respeto de las opiniones ajenas. Sin esta armonía, la convivencia social sería imposible. Pero no basta el respeto frío y formal de los pareceres ajenos. Buscamos la verdad junto con los demás, que pueden enseñarnos muchas cosas. 207 Sobre la “gnoseología de lo opinable” en la perspectiva de J. Escrivá, remito a mi trabajo La libertad en el centro del mensaje de Josemaría Escrivá, en AA.VV., La grandezza della vita quotidiana, Pontificia Università della Santa Croce, Roma 2003, vol. III, La dignità della persona umana, ed. A. MALO, pp. 81-99. 208 La Iglesia Católica, cuando proclama la necesidad moral de creer en las verdades reveladas -dogmas de fe- para poder participar en el Reino de Dios, ve el resto de las verdades como “opinables” o “sujetas a libre discusión”, no porque no puedan darse otras certezas, sino porque en esas otras cuestiones la fe católica no tiene nada que decir.
267 Las diferencias de opinión no deben sin más “soportarse”, sino que se han de valorar y a menudo estudiar seriamente. El fanatismo, en cambio, lleva a crisparse ante las personas que no comparten nuestras ideas. Y cuando tenemos la certeza sincera de conocer una verdad y juzgamos que alguno se equivoca, hemos de respetar su pensamiento amigablemente, tratando de acercarlo al conocimiento verdadero con medios intelectuales. 3. El error I. Naturaleza del error. El enunciado falso afirma algo no correspondiente a la realidad. La falsedad pertenece a la mente, no a la realidad y, como la verdad, se encuentra propiamente en el juicio. Se puede hablar de una “cosa falsa” por analogía, cuando su apariencia es engañosa porque no manifiesta su verdadero ser (jarrón chino falso, un Caravaggio falso). Una representación “falsa” no corresponde a lo que parece representar (por ej., una fotografía “montada”). Siguiendo con la analogía, una persona se dice “falsa” -o hipócrita- cuando su modo de obrar, sus gestos o palabras no traducen lo que ella es o piensa (por ej., el que pretende aparecer como amigo y no lo es). Mentir es decir lo contrario de lo que uno piensa, con la intención de engañar. Error es el acto de asumir como verdadera una proposición falsa. El contenido errado es un puro ente de razón, sin fundamento en la realidad. El error como acto mental añade a la falsedad material de la frase la convicción equivocada de estar en la verdad. Como el fin de la mente es la verdad, el error es el mal de la inteligencia. Nadie quiere caer en el error. Si cae, lo hace de modo inconsciente y por engaño. Pero una persona puede ser responsable in causa de sus errores, si no está atenta a las vías que conducen a la verdad. El error no puede ser absoluto, como no lo es el mal. Implica alguna comprensión de elementos inteligibles tomados de la realidad, pero introduce un elemento, por pequeño que sea, que destruye la verdad de una frase: una relación inexistente, una falsa interpretación, la añadidura u omisión de algo esencial, o una ordenación inadecuada de conceptos. Por ejemplo, la frase “Europa está al sur de África” es un error posibilitado por la “verdad material” de los términos Europa, África, estar al sur, mal ordenados. Habría bastado decir al norte, en vez de al sur, para que esa frase fuera verdadera.
268 El hombre es falible, pero también corregible. Tenemos la experiencia de habernos engañado desde niños. Pero el error, como el mal, es siempre per accidens, pues nuestra inteligencia está esencialmente orientada hacia la verdad. Por desgracia, esto no quita que la caída en errores sea frecuente. Nuestra falibilidad intelectual es paralela, en cierto modo, a la pecabilidad de la voluntad. La conciencia de nuestra falibilidad nos ayuda a estar más atentos, a examinar con cuidado el valor de nuestros pensamientos. Sin darnos cuenta, podemos equivocarnos, pero es también posible identificar los errores y pasar a la rectificación. No podemos pretender un conocimiento inmediato de toda verdad, sin mezcla de error. A menudo, para llegar a una verdad tenemos que equivocarnos muchas veces, rectificando otras tantas, así como el tiro al blanco exige numerosas pruebas equivocadas, hasta que se centra el objetivo. II. Causas del error. Los motivos ocasionantes del error son múltiples. El proceso cognoscitivo exige poner en acto numerosas operaciones -abstraer, juzgar, razonar, hablar, dar un sentido a las palabras, distinguir niveles-, y muchas veces basta que se introduzca un mínimo error en alguna parte para que resulten nuevas equivocaciones, quizá mayores, así como el cambio de un pequeño símbolo en un cálculo multiplica los errores sucesivos. La raíz natural del error es la debilidad de nuestra mente. Nuestra razón está sujeta a una debilidad congénita: pasa con lentitud de la potencia al acto, depende de los juicios de los demás y tiene que reorganizar continuamente las experiencias, componer pensamientos y expresar en frases lo que ha pensado. Estas operaciones concatenadas no son fáciles, especialmente por el carácter abstracto del pensamiento, la ambigüedad del lenguaje y la complejidad del mundo. A nuestra inteligencia le cuesta mucho comprender las cosas, recordarlas útilmente y usar bien lo aprendido. Esta oscuridad intelectual es la raíz de los numerosos errores que se infiltran en nuestros juicios. Otras causas más específicas de los errores, como los influjos nocivos de los demás, las insidias de la imaginación, la precipitación en juzgar y tantos otros elementos, son eficaces precisamente por la debilidad innata de nuestra inteligencia. De lo dicho extraemos dos observaciones: 1) La posibilidad del error deriva de nuestra condición racional, que nos obliga a elaborar e integrar de continuo todo lo que vamos viendo de modo parcial, y a expresarlo en símbolos, que
269 en cierta medida son siempre inadecuados. Desde el punto de vista antropológico, la facilidad con que caemos en errores se ve favorecida por el dominio imperfecto de nuestras facultades espirituales sobre la sensibilidad. En el fondo se trata de una falta de armonía entre la parte intelectiva y la parte sensitiva del alma 209. 2) La fragilidad de nuestra inteligencia es una situación permanente (un “hábito” en el sentido aristotélico o, mejor, la falta de una serie de hábitos necesarios). Conocemos con facilidad y sin muchos errores sistemáticos cuando estamos provistos de virtudes intelectuales, como los hábitos científicos y la sabiduría. El hecho de que los seres humanos caigan fácilmente en errores, o que demasiado a menudo estén sumidos en la ignorancia, con los consiguientes errores, se ha de atribuir a una carencia “estructural” de las virtudes de sabiduría y prudencia 210, y en el plano histórico-cultural obedece a una falta de desarrollo de hábitos intelectuales concretos. A continuación indicaré algunas causas y ocasiones que provocan fácilmente el deslizamiento hacia falsedades: a) Errores recibidos de otros: bastantes errores son achacables a la educación, a las ideas de una cultura, al influjo de maestros, a las lecturas o a la autoridad de pensadores y gente de prestigio. Las mentes infantiles y juveniles no están preparadas para resistir críticamente a los errores heredados de los demás. Las instituciones educativas, las familias y los medios de comunicación son canales de la verdad, pero también pueden serlo de errores, que así se van transmitiendo de generación en generación. El error ajeno es más peligroso cuando está protegido ante las críticas, como sucede en personas con autoridad, en sociedades cerradas o ambientes ideologizados. El influjo de los demás resulta más eficaz cuando es sistemático, pues así se presenta de modo global y bien trabado. La gente, entonces, es más pasiva ante él, y en presencia de eventuales errores no es capaz de reaccionar hábilmente y con perseverancia. Identificar un error
209 Según el Aquinate, la posibilidad del error aparece en el hombre como una consecuencia del debilitamiento de nuestra mente después del pecado original: cfr. S. Th., I, q. 94, a. 4. 210 La debilidad intelectiva creada tras el pecado original, señala Santo Tomás, estriba en el desorden de la mente con relación a las virtudes intelectuales, especialmente la sabiduría y la prudencia: cfr. S. Th., I-II, q. 85, a. 3.
270 aislado es fácil. En cambio, la lectura de un autor inteligente y persuasivo, errado en ciertos puntos, con el tiempo puede acabar por convencer a los lectores, o al menos les dejará una huella no siempre superficial. La experiencia demuestra lo difícil que resulta desprenderse mentalmente de influjos errados con los que se está familiarizado -hace falta reflexión, tenacidad, coraje, y se han de encontrar argumentos aptos-, sobre todo si los afectados son jóvenes y no conocen otras alternativas de pensamiento. b) Ignorancia y falta de virtudes intelectuales: la ignorancia es siempre ocasión de error, pues fácilmente conduce a falsas interpretaciones de las cosas. Muchos juicios equivocados sobre autores, ideas o doctrinas nacen de la simple ignorancia, que es más peligrosa cuando es arrogante, inconsciente y no admitida como tal. Por lo demás, la carencia de virtudes intelectuales, como el orden lógico de las ideas, la prudencia al juzgar, el sentido crítico, la vigilancia ante las vías de acceso a la verdad y el rigor en los razonamientos, crean no pocas confusiones y errores. Muchos se equivocan por pura simpleza, y además si son tozudos no rectifican. La falta de prudencia lleva a numerosos errores morales. La falta de sabiduría está en la raíz de errores incluso teóricos, de tipo metafísico, religioso y ético. c) Hábitos y costumbres: los errores son más difíciles de extirpar cuando están radicados en forma de hábitos y son sistemáticos, o están anudados en una trama más o menos coherente de ideas. Ciertos hábitos mentales negativos, como el reduccionismo y la clausura en un único método científico o en un solo tipo de abstracción, empujan a mucha gente a errores de juicio. Los errores en personas de edad avanzada pueden ser más difíciles de rectificar a causa de la dificultad de cambiar hábitos mentales, o porque con la edad la gente suele ser más propensa a no cambiar de opinión, salvo que se hayan desarrollado virtudes intelectuales que hacen ágil a la mente, abierta a nuevas perspectivas y dócil ante las correcciones justas. d) Errores perceptivos, falta de memoria, de atención, enfermedades mentales: estas causas psicológicas de errores, aunque pueden ser muy nocivas para los individuos, son menos insidiosas, porque el mismo sujeto o los demás las reconocen con facilidad. Normalmente no provocan errores científicos, filosóficos o morales, aunque pueden ocasionar accidentes y problemas en la vida práctica. A este tipo de causas se unen los “errores materiales”, como el
271 anotar mal el nombre de una palabra o una frase, el intercambiar una palabra por otra y cosas semejantes. Estos errores suelen afectar a la información y los cálculos. e) Influjos voluntarios, emotivos, pasionales: se puede caer en error a causa de presiones afectivas o pasiones que influyen en la inteligencia. Estos influjos oscurecen las evidencias, que crecen sólo si son cultivadas. Son numerosísimas las manifestaciones concretas de este fenómeno. Los hombres y las mujeres muchas veces evitan profundizar en ciertas cuestiones, autocensurándose, por miedo a las críticas, para no irritar a los maestros y jefes, por respetos humanos (“no quedar mal” con los amigos), para no poner en peligro un puesto de trabajo o por el impacto de las ideologías. Y al contrario, otros pueden sentirse empujados a seguir una línea de pensamiento pensando en sus ventajas prácticas, para complacer a la opinión pública o a personas de quienes se espera obtener un favor, o simplemente para ser estimados. Algunos siguen determinadas ideas porque están de moda, o porque son “políticamente correctas”. Otros se aferran a sus ideas con excesivo entusiasmo y con desprecio de las opiniones ajenas. También esto puede obnubilar a la mente e indisponerla para las correcciones. Para quien ha sostenido una teoría toda su vida, es duro abandonarla, y por tanto fácilmente le faltará la disposición de ánimo para acoger una verdad contraria a sus creencias. En estos casos, la evidencia que podría provocar un cambio fuerte de postura (una “conversión”) quizá relampaguea en algún momento, pero puede dejarse de lado al poco tiempo. Y así la luz, que podría crecer con un poco de reflexión, se apaga por la presión de los intereses o simplemente por las urgencias de la vida. Así es como muchos olvidos (“dejar de lado”, minusvalorando o tapando algo que podría ser importante) ahogan las semillas de verdad que en algún momento pueden hacerse notar. La voluntad puede provocar errores intelectuales, especialmente a causa de los vicios, prejuicios, antipatías ante personas o temáticas, o porque cede a pasiones desordenadas. Algunos tienden a juzgar precipitadamente, quizá por falta de tiempo o por excesiva seguridad en sí mismos, lo que puede llevar a errores de valoración. Otros juzgan mal porque están guiados por la ira, por el deseo de polemizar, de criticar, de refutar a los “enemigos” o de ver triunfar las propias opiniones. La voluntad puede provocar errores también por su pasividad. Asimilar una
272 verdad importante exige empeño, estudio, trabajo: hay que averiguar mejor las cosas, pensarlas mejor, y esto exige tiempo. La pereza y la dejadez pueden ser responsables de errores, ignorancias, faltas de rectificación. La evidencia puede crecer sólo si la persona, cuando ha visto un poco de luz y tiene una sospecha de error, se compromete en una búsqueda sincera y laboriosa de la verdad. Otras veces el reconocimiento sincero de una verdad implica renuncias y sacrificio, pues puede suponer cambiar el estilo de vida o admitir una lluvia de críticas. f) Presupuestos ocultos y otros errores: a menudo ciertos errores nacen de presupuestos ocultos de tipo afectivo o intelectual. Descubrir esta raíz puede ser el camino para reconocer numerosos errores. Por ejemplo, la antigua astronomía partía de ciertos presupuestos no indagados, como la circularidad de las órbitas celestes y la incorruptibilidad de los cuerpos celestes. Además, los errores causan más errores, por encadenamiento y coherencia. g) Apariencia de verdad: los errores más insidiosos se presentan con apariencia de verdad, así como el mal engaña al aparecer como bueno. Este fenómeno corresponde a los sofismas. Una frase falsa es una apariencia de verdad, y así es ya una ocasión de error, sobre todo para el que no está atento. Además las frases falsas cansan, pues se necesita un esfuerzo para pensar cómo negarlas, más si alguien las dice con arrogancia y en medio de aprobaciones. Hacer triunfar a la verdad siempre es “molesto”, pues requiere un especial empeño personal. Lo que con frecuencia engaña son las exageraciones, las verdades incompletas o “a medias”, dichas en medio de algunas cosas falsas “colaterales”, las generalizaciones fáciles e indiscriminadas, las simplificaciones, las confusiones entre lo esencial y lo accidental, las omisiones de aspectos relevantes, la mezcla entre los órdenes causales, las afirmaciones vagas o absolutas, cuando en cambio harían falta matices y distinciones. Las frases ambiguas, equívocas o imprecisas ocasionan engaños, pues suelen insinuar falsas interpretaciones. La gente con poca experiencia es engañada fácilmente por las insidias lógicas y lingüísticas. h) Apariencias sensibles: como vimos al estudiar la sensibilidad, ciertas apariencias sensibles pueden ocasionar engaños en quien no aprendió a interpretarlas correctamente. La gente, viendo el movimiento solar aparente alrededor de la tierra, creyó durante siglos que el sol giraba realmente en torno a una tierra inmóvil.
273 i) Inventos: algunas personas, cuando no saben explicarse una cosa, tienden a inventarse explicaciones, a menudo usando como pueden lo que saben de modo superficial, o acudiendo a lugares comunes. j) Seducciones estéticas o retóricas: las frases bonitas o poéticas, ricas en imágenes y recursos retóricos, pueden ser una ocasión de error, pues atraen a las inteligencias especialmente sensibles ante esos aspectos. III. Indicios de error. El error siempre está oculto: conocerlo es el único modo de vencerlo. No se puede evitar caer en errores, pero no es solución la actitud escéptica de eludir todo tipo de certezas. Sabiendo que estamos algo inclinados al error, podemos tomar precauciones, examinar con atención nuestras ideas y las evidencias en que se apoyan, asegurarnos de que las fuentes de nuestros conocimientos sean fidedignas. El error se advierte gracias a la reflexión y a la comparación con otras verdades. Los indicadores de error son los criterios contrarios a los que hemos mencionado en el capítulo anterior como índices de verdad. Son síntomas de error, en este sentido, las contradicciones internas, lo que contradice a los primeros principios o a otras verdades muy seguras, el choque con experiencias humanas básicas, las consecuencias claramente falsas, el desacuerdo de los expertos o de los prudentes, la proliferación excesiva y artificial de dificultades, la pérdida de peso de las evidencias. Estos signos pueden llevar a examinar mejor una cuestión, a abandonar del todo un error, o también a precisar nuestras ideas. IV. Sentido del error en la vida humana. El error manifiesta las limitaciones de nuestro pensamiento. El hombre se ha equivocado mucho a lo largo de la historia. Pero esto no debe llevar al descorazonamiento escéptico, ni a ceder ante el relativismo decadente. Los errores no han de servir como pretexto para entrar en las vías del pragmatismo o de otros caminos que abandonan el realismo. La existencia del error tiene que hacernos apreciar más la verdad y los esfuerzos necesarios para alcanzarla. Podemos corregir nuestros errores y conocer en muchos campos. El único remedio apropiado contra el error es, simplemente, conocer y decir la verdad. Y hay que hablar también de error, superando la tendencia relativista, que no ama esta palabra porque tiene miedo a la verdad.
274 Los errores tienen consecuencias negativas en el plano epistémico y antropológico. Tienden a reproducirse, porque un error se transmite en sus consecuencias, como vimos, y contagia a otras personas. Los errores provocan desorientación práctica, desaniman ante la investigación de la verdad, son un factor de desunión y pueden ser utilizados para engañar, para ocultar las injusticias, para acusar a los inocentes, para realizar el mal sin que se note. La falsedad es el gran instrumento del mal: el que comete una injusticia tiende a mentir y a oscurecer la verdad. En un cuadro más amplio, la existencia del error forma parte del escenario del mal en la vida humana. En esta vida hay mezcla de verdades y errores, así como hay mezcla de bienes y males. Sólo en la vida eterna, junto a la Verdad primera y absoluta que es Dios, encontraremos la verdad purificada de toda falsedad. De modo accidental, los errores sirven para conocer la verdad, así como el mal puede servir per accidens al bien. De suyo, evidentemente, el error no favorece el conocimiento de la verdad. Pero muchos errores pueden encuadrarse, como he dicho, en la vía hacia la verdad, que no es una línea recta. Las rectificaciones ocasionadas por los errores admitidos orientan con más firmeza y lucidez hacia la buena senda. En algunos casos, errores importantes del pensamiento han empujado, por reacción, a profundizar en la verdad. El que se ve obligado a enfrentarse con una opinión equivocada se empeña con más fuerza para encontrar el modo de explicar un punto, busca argumentos y nuevas evidencias, y así en definitiva se ve conducido a ampliar su saber. La experiencia de haber caído en errores es un medio para aprender: sirve para evitar futuros errores y alerta contra las vías inadecuadas. 4. Progreso en el conocimiento de la verdad Pese a sus errores, la humanidad ha avanzado mucho en el conocimiento de la verdad. Hoy sabemos mucho más que nuestros antepasados. Sin embargo, sorprende que este evidente progreso se haya producido especialmente en las ciencias, mientras que en el área filosófica y moral, no obstante ciertos pasos hacia adelante, en conjunto reina una disparidad de visiones que parece insuperable. Estos últimos ámbitos se relacionan con el sentido de la vida y los grandes valores de la existencia. Paradójicamente, los hombres se encuentran en desacuerdo en estas
275 cosas más que en otras, y a veces con mucha radicalidad. Esto da pie al relativismo, al historicismo y a la renovación del escepticismo. Volveré sobre este punto. Notemos, en primer lugar, que el progreso en las ciencias no está sin más garantizado. Ahora me refiero a la ciencia en sentido amplio, incluyendo la filosofía, la teología, las ciencias naturales y humanas y los saberes lógico-formales. Para que se produzca un progreso científico duradero en estas áreas, se han de cumplir una serie de condiciones epistémicas y sociales211: a) Condiciones epistémicas: gracias a la ciencia, el hombre puede progresar de modo sistemático en el conocimiento de la realidad. El conocimiento ordinario, las tradiciones y la cultura no bastan de por sí para mover a un progreso masivo y colectivo en los conocimientos. Precisamente ésta es la misión de la ciencia: organizar sistemáticamente los conocimientos y sus fuentes, emplear la razón y las experiencias siguiendo con perseverancia métodos prefijados y bien comprobados, para así ir acumulando el saber y sacar de continuo sus consecuencias. Sólo si se siguen estas vías puede irrumpir el dinamismo del conocimiento científico. b) Condiciones sociales: la sociedad tiene que reconocer institucionalmente el valor de la ciencia (valor teórico, práctico, educativo y social). Las ciencias pueden desarrollarse con perseverancia y frutos continuos sólo si existen instituciones estables de enseñanza e investigación (tampoco esto basta de suyo, pero al menos es una condición). La sociedad política y académica debe estimular la libre investigación de la verdad en medio del pluralismo de la opiniones, sin presiones ideológicas ni cerrazones. Sin estas condiciones, es difícil que el conocimiento pueda crecer de modo permanente en una sociedad. Además, hacen falta medios materiales que posibiliten la conservación y difusión de todo lo que fue adquirido en las investigaciones científicas. Las sociedades precientíficas se quedaron estáticas en el campo del conocimiento porque no tuvieron noticia de la existencia de la ciencia, o por lo menos no le dieron mucha importancia.
211 Estos puntos valen también para el progreso del conocimiento en general. Sobre la importancia de superar los prejuicios y las actitudes cerradas para avanzar en el conocimiento, cfr. J. M. BURGOS, Antropología: una guía para la existencia, cit., pp. 163-164.
276 La libertad como condición para el progreso científico no significa que la sociedad no pueda ejercer algún tipo de control sobre el desenvolvimiento de las ciencias. La ciencia es hecha por hombres falibles: algunas orientaciones de científicos y educadores -aparte de que hay también pseudo-ciencias- pueden adolecer de serios defectos e incluso ser nocivas a la sociedad. Este control lo ejercen las instituciones políticas, académicas, científicas y educativas, según su propia competencia. Si estas condiciones se cumplen, una sociedad, e incluso toda la humanidad, en un determinado momento puede “explotar” en el progreso del saber, al menos en ciertos campos 212. Pero no hay garantías de que este desarrollo vaya a ser siempre continuo, ni con el mismo ritmo. El crecimiento del saber podría frenarse o agotarse en ciertos terrenos, aunque luego podría reavivarse o dirigirse hacia nuevas direcciones. Las ciencias progresan, en definitiva, en la medida en que muchas personas reconocen ciertos principios y métodos. Lo que permite superar la excesiva discrepancia de opiniones y así favorece un progreso bastante lineal del saber en cierta dirección es el consenso de muchos en ciertos principios y métodos. Este punto, junto con las condiciones de progreso indicadas arriba, explica el extraordinario avance de la humanidad en las ciencias experimentales y matemáticas, con las tecnologías consiguientes, desde el siglo XVII en adelante. Este hecho benefició a todos los campos del saber, pues aportó más medios materiales y dio más confianza en las ciencias. Desde entonces, un número creciente de personas se dedican profesionalmente a las ciencias de modo continuo y sistemático en todo el mundo. Hoy casi toda la humanidad está organizada materialmente (no de modo exclusivo) en torno al saber científico y tecnológico Y sin embargo, el saber filosófico y ético, es decir, sapiencial, no es capaz de promover un consenso masivo entre los hombres, justamente porque apunta a la interpretación de los últimos principios de la realidad y la vida humana (y de las mismas ciencias). Los hombres concuerdan de modo natural y “vivido” en los primeros principios y llegan fácilmente a un consenso en
212 Esto ha sucedido históricamente en diversas fases, desde la antigua cultura griega hasta nuestros días, primero en Occidente y hoy en casi todo el mundo. Vivimos en una sociedad que reconoce ampliamente la importancia de las ciencias. El fenómeno tiene sus riesgos: la dimensión científica de la cultura hoy se encuentra ante un desafío muy
277 principios particulares, sobre todo en matemáticas y en las ciencias empíricas. Pero la última interpretación de la realidad (principios metafísicos sobre Dios y el universo) y de la vida humana (principios éticos) no logra un fácil acuerdo entre los hombres. En todos los ámbitos culturales, geográficos e históricos hay materialistas y espiritualistas, creyentes en Dios, panteístas, ateos, relativistas, etc. Esta situación no sólo afecta a las corrientes filosóficas, sino a las “concepciones de la vida” vigentes en las culturas, religiones, sistemas políticos y en la vida corriente de la gente. La disparidad de visiones en el campo filosófico, religioso y ético no significa que los conocimientos científicos y técnicos sean superiores, pues el uso humano (o inhumano) de los resultados científicos y técnicos depende de la orientación moral de las personas. Las ciencias particulares o positivas, como la economía y la medicina, nos dan muchas certezas prácticas y contribuyen al bienestar material. Pero son siempre instrumentales ante los bienes profundos de la persona. Las ciencias pueden utilizarse también para el mal, y los criterios de su buen uso no dependen de parámetros científicos. Dependen de criterios metafísicos, antropológicos, morales: ideas y valoraciones sobre la verdad, la persona, el embrión humano, el moribundo, el sexo, la vida, la libertad. Es fácil saber un idioma, pero es más importante, y ya no es tan fácil, decir cosas verdaderas y buenas en ese idioma. La diversidad entre cosmovisiones incompatibles pertenece a la condición del hombre en la tierra. Obviamente esta diversidad no es un bien, pues provoca tensiones, divisiones y muchos sufrimientos. Sería ilusorio pensar que tal situación se superaría simplemente con el diálogo y la benevolencia (aunque esto es muy importante y siempre se ha evitar la violencia). De modo más profundo, comprobamos que en esta vida el hombre no está “estabilizado” en la verdad y el bien, por mucho que acumule informaciones y desarrolle ciencias y tecnologías en tantas áreas particulares. Pretender llegar en esta vida a una unanimidad de inteligencias y corazones sobre las grandes verdades sapienciales no sólo es utópico, sino que sería como desear que no existieran el mal ni el pecado en el mundo. No estamos todavía en el paraíso, que ardientemente esperamos con la fe cristiana. grande, y más que nunca necesita una orientación justa, a la vista de las exigencias antropológicas y éticas (tecnología, biotecnologías, ecología).
278 En este mundo los hombres se encuentran como perdidos ante las exigencias de las verdades sapienciales. Deben encontrarlas con mucho esfuerzo, en medio de notables dificultades interiores y exteriores, y además lo hacen de modo parcial, nunca asegurado del todo. Así, sólo tras largos periodos de la historia gran parte de la humanidad comprendió que la esclavitud era un mal, algo que debía eliminarse como institución. Pero luego surgen nuevas aberraciones, incluso teóricamente justificadas. Ante este drama humano, no es una solución adoptar el relativismo, el pragmatismo o el escepticismo, y limitarse a buscar acuerdos prácticos para vivir en paz en la medida de lo posible. Y no sería justo condenar a toda la humanidad como si estuviera completamente extraviada. A pesar de todo, con la razón los seres humanos pueden reconocer algunas verdades sapienciales, en medio de errores y ambigüedades, y además siempre disponemos de los primeros principios, que son reconocidos por casi todos (las diferencias se plantean en sus concreciones). Con limitaciones, los hombres participan en los conocimientos sapienciales. En las doctrinas filosóficas, morales y religiosas se llega al conocimiento de algunas verdades sapienciales. Por supuesto, ninguna escuela o grupo humano puede pretender una posesión exclusiva del conocimiento de las verdades fundamentales, ni el privilegio de estar inmunes ante el error. Sin embargo, algunas teorías filosóficas, aunque sea de modo incompleto, progresan más que otras en los conocimientos sapienciales, así como ciertas teorías se apartan de modo más radical de la verdad profunda del hombre y del ser. Pero incluso las más ricas y verdaderas no se libran de tener defectos, y las más descaminadas pueden contener algunas instancias correctas. Dada esta situación “estructural” del hombre ante el saber que más cuenta para la orientación profunda de su vida, es comprensible que Dios, siendo la verdad primera y absoluta, en su designio salvífico haya querido comunicar al hombre verdades y principios fundamentales. Así ha sucedido con la revelación divina. Para donarnos su palabra sapiencial, Dios escogió la vía de la fe, obrando como un maestro que propone a sus discípulos enseñanzas que ellos no pueden adquirir por sí solos ni comprender de modo acabado. Dios ha obrado de este modo para salir al paso ante las dificultades humanas para acceder universalmente y sin errores a las verdades sapienciales.
279 Estos últimos puntos puede aceptarlos, evidentemente, quien posea la fe cristiana. Pero todos pueden recibir la gracia divina para creer en la palabra de Dios. La fe cristiana no abandona la razón, ni la deprime. La purifica, la trasciende, la eleva y la usa para ampliar el conocimiento en la nueva dimensión teológica213. No es aceptable ni el racionalismo, que desprecia el papel de la fe, ni el “fideísmo”, que lleva a aceptar algunas verdades naturales “sólo por la fe cristiana”, ante un supuesto naufragio absoluto de la razón. 5. Verdad y libertad Concluímos este libro con un breve comentario sobre las relaciones entre la verdad y la libertad. En los capítulos anteriores tocamos dos aspectos al respecto: 1) el conocimiento por connaturalidad supone una intervención de las actitudes profundas de la persona en la recepción de la verdad. Esta forma de comprensión es el conocimiento personal: se aplica a todo lo que tiene un valor para nosotros, y por tanto sencillamente a todo, pues ninguna realidad carece de valor para nosotros; 2) el conocimiento de la verdad es compatible con el respeto de la libertad de opinión, y no supone una actitud dogmática. Veamos dos observaciones sobre estos puntos. I. El conocimiento de la verdad abre espacio a la libertad. El hombre, si está afectado por ignorancia y errores, se encuentra desorientado en el mundo. A su libertad le falta la guía racional, con lo que no puede evitar ser arrastrado por circunstancias, presiones externas y por sus propias arbitrariedades. Sin conocimiento, la persona está despojada de medios para afrontar la vida y así se ve fácilmente reducida a la miseria. En teoría todos aceptan algo tan obvio. Pero cuando se trata de las verdades sapienciales (por ejemplo éticas), a muchos les cuesta aceptar que la verdad objetiva sea el fundamento de la libertad. El motivo de fondo es que, al no estar convencidos de la existencia de “verdades sapienciales”, en un sentido realista y metafísico, quizá a causa de las objeciones escépticas y relativistas, muchos tienden a ver como una imposición o un límite a la libertad la presentación de un cuadro “metafísico” y moral objetivo y “realista”. Aceptan de buena gana la obligación de informarse cuidadosamente para tomar medidas económicas, comerciales, médicas, pero no se 213 Remito sobre este punto a la encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II.
280 hace lo mismo ante los bienes fundamentales de la vida humana, que parecen sometidos a apreciaciones subjetivas muy personales. Si esta actitud se radicaliza, se acaba por asignar a la libertad la misión de auto-orientarse en la vida, sin “coacciones” metafísicas y éticas. Pero la libertad, sin la verdad del ser, es vacía y quita sentido a la vida humana. La teorización de la actitud antropológica indicada, frecuente en la cultura actual a nivel práctico, la encontramos en las diversas formas de idealismo, pragmatismo y relativismo de las opiniones filosóficas, donde la verdad viene a reducirse a la libertad creativa del hombre histórico. La verdad se vuelve así una creación voluntaria destinada a dar un sentido a nuestra existencia. A veces esta tesis se ha configurado en términos de autocreación histórica y cultural, un proceso colectivo más que individual. En el idealismo clásico este proceso se remitía a un Sujeto trascendental e infinito. En las orientaciones finitistas “postmodernas” tiende a reconducirse a las estructuras anónimas del lenguaje y la praxis. Una consecuencia de esta posición es el nihilismo. La libertad sin trascendencia, es decir cuando se pone como fuente radical de verdad, acaba por ser algo vacío, perdiéndose en la multiplicación ilimitada de las veleidades humanas. El nihilismo es la desembocadura final de una libertad que se pone a sí misma como auto-principio último de sus actuaciones. La degradación social a que conduce esta visión sirve como argumento “por absurdo” para comprender la importancia de la verdad trascendente. Sólo con ella la libertad puede recibir sentido y misión. En esta perspectiva se entiende más a fondo la afirmación del Evangelio: “la verdad os hará libres”214. Además, la libertad está hecha para amar, pues de otro modo se queda como algo formal y vacío. Pero para amar lo que vale la pena y hacerlo de modo justo, hay que conocer y valorar la verdad del mundo y la persona. En definitiva, la libertad humana debe alimentarse de las verdades sapienciales para así enraizarse en el ser, el bien y los valores. II. El amor al bien hace más plenamente libres y así predispone a la sabiduría. Este último punto corresponde a la temática de la “connaturalidad” en orden a la verdad. Hay como una 214 Jn, 8, 32.
281 “circularidad dinámica” entre el amor, la libertad y la comprensión de la verdad. El amor, en el que radica el sentido profundo de la libertad, refuerza a la inteligencia y la hace más idónea en sus actos cognitivos. A su vez, la contemplación de la verdad orienta la libertad y el amor. Esta circularidad vale para cualquier forma de conocimiento, pero es especialmente relevante en la apreciación de los valores, los fines y las personas. El amor aquí es condición para que la comprensión existencial madure, aunque temporalmente el conocimiento precede al amor. No es posible comprender existencialmente un valor, una finalidad o una persona sin amarlos, al menos implícitamente. Sólo el saber abstracto y objetivante, como prescinde de la existencia concreta, suspende provisionalmente la intervención del amor en el conocimiento. Puedo conocer en abstracto a la persona humana con independencia de mi actitud voluntaria ante los seres humanos concretos, pero no puedo llegar cognitivamente al núcleo personal de alguien sin poner en acto un gesto de amistad que sea aceptado o intercambiado. Por tanto, no puedo captar con la inteligencia y existencialmente la voluntad de una persona sin una amistad aceptada. No puedo conocer al otro de este modo, si éste no quiere215. El respeto y reconocimiento de la dignidad del prójimo es una primera manifestación de amistad, que se completa cuando es intercambiada. De aquí se sigue que podemos conocer a Dios en un sentido existencial sólo en la apertura religiosa, pues de otro modo no queda más que el conocimiento abstracto, con el que no se llega a la realidad personal y viva216. Estos comentarios no subestiman los conocimientos objetivos y abstractos, que son indispensables porque somos seres racionales. Pero nuestros conocimientos abstractos alcanzan sentido y plenitud en nuestras relaciones cognitivas personales y existenciales. Se sigue que las deficiencias éticas de la voluntad son, en el fondo, la causa del oscurecimiento sapiencial de la persona. La falta de una adecuada adhesión de amor, cuando ésta es exigida en nuestras relaciones con las personas (Dios y nuestros semejantes), engendra ceguera 215 El conocimiento existencial de mí mismo y de los demás está unido al amor, y por tanto a elecciones concretas. Si este amor se desvía, como sucede en el pecado, quedan contrariadas nuestras inclinaciones naturales básicas. Y así el hombre oscurece su conocimiento existencial de sí mismo y de los demás. Por eso, el pecado oscurece la verdad del hombre sobre sí mismo. 216 El sentido existencial del conocimiento es frecuente en la Sagrada Escritura, por ejemplo en las expresiones “no os conozco” (Mt 25, 12), “conozco a mis ovejas” (Jn 10, 14), “el mundo no te ha conocido” (Jn 17, 25), “quien no ama, no ha conocido a Dios” (1 Jn 4, 8).
282 intelectual ante las verdades sapienciales 217. Esto arroja una luz sobre las raíces profundas de la ignorancia humana, con tal que no reduzcamos el conocimiento a información y capacidades de cálculo. Aquí está, en el fondo, la causa que explica el ateísmo y la transformación de las cosas humanas en ídolos. Así se explica también la ceguera ante el valor y la dignidad de los seres humanos, una ceguera compatible con los avances científicos y tecnológicos y con el desarrollo sofisticado de muchos valores culturales sectoriales. La sabiduría, en conclusión, nace del amor, pero siguiendo la “circularidad de los actos humanos”, puede decirse igualmente que la sabiduría hace nacer al amor. Los dos aspectos, amor y saber sapiencial, son complementarios. No pueden separarse entre sí sin degradarse, pues se potencian mutuamente. Como la intervención de la persona es el punto fundamental del dinamismo del espíritu, lo decisivo es el compromiso de nuestra libertad. Este compromiso debe madurar con la meditación sobre el sentido del mundo, de nosotros mismos y de las personas que nos acompañan en nuestra vida. Y sólo el darse de nuestra voluntad a lo valioso ontológico garantiza que esa meditación dé frutos y no se agote en abstracciones formales o en una praxis indiferente. La sabiduría es la primera condición para que los horizontes del saber sean genuinos.
217 La verdad sapiencial no se identifica necesariamente con la filosofía. Cualquier persona puede tener sabiduría en su vida corriente, y esta virtud puede faltarle a un filósofo. Pero la filosofía debe estudiar las temáticas propias de la sabiduría, aunque no todas las doctrinas filosóficas lo hagan. Obviamente para ser filósofos no bastan las buenas disposiciones éticas, pues hace falta también la idoneidad intelectual. Pero para ser filósofos “con sabiduría” hacen falta las disposiciones correspondientes al compromiso de la libertad ante los valores humanos. Si éstas faltan, el sujeto no está connaturalizado con los temas que debe meditar.
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El problema del conocimiento es crucial en nuestra cultura. En nuestros días está vinculado con las ciencias cognitivas, la herméutica y la filosofía del lenguaje. Uno de sus grandes desafíos es la superación del escepticismo y el relativismo, tan difundidos en la “visión postmoderna”. Este libro es un manual de teoría del conocimiento. Un panorama histórico inicial plantea sus problemas principales. Una primera parte estudia el conocimiento como actividad humana que, madurando en sucesivos niveles, va al encuentro de la realidad ontológica. La sensibilidad se integra con el pensamiento y da al cerebro un papel instrumental en los procesos cognitivos. La experiencia intelectual se objetiva en operaciones mentales y queda grabada en forma de conocimientos habituales. La intersubjetividad hace que conozcamos a los demás y “con” los demás. La segunda parte del libro estudia los “procesos racionales”, que se van ramificando en una gran variedad de caminos (filosofía, ciencias, cultura, ideologías). Una tercera parte trata de la verdad, con cuestiones como la evidencia, la fe, las opiniones, los errores y el sentido de la historicidad del saber. Una sección especial está dedicada a la inteligencia artificial y a la hermenéutica. El volumen que ofrecemos podrá ser un instrumento de estudio para todos los que estén interesados en una visión completa y actualizada de los problemas gnoseológicos.
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Juan José Sanguineti nació en Buenos Aires en 1946. Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Navarra (Pamplona), reside actualmente en Roma, donde es catedrático de filosofía del conocimiento en la facultad de filosofía de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Ha publicado unos 65 artículos y 14 libros sobre cuestiones filosóficas. Entre ellos se cuentan La filosofía de la ciencia según Santo Tomás, Eunsa, Pamplona 1977; Ciencia y modernidad, Lohlé, Buenos Aires 1988; Ciencia aristotélica y ciencia moderna, Educa, Buenos Aires 1991; El origen del universo. Educa, Buenos Aires 1994; Tempo e universo (co-autor, M. Castagnino), Armando, Roma 2000; La antropología educativa de Clemente alejandrino, Eunsa, Pamplona 2002. El presente volumen fue publicado en versión italiana, Introduzione alla gnoseologia, Le Monnier, Florencia 2003.