El concepto de objeto en la teoría psicoanalítica: Sus incidencias en la dirección de la cura
 9875002062, 9789875002067

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Índice de contenido Portada Portadilla Legales Prefacio Introducción El deseo freudiano y su objeto El objeto de la pulsión parcial y el objeto del amor M. Klein en los senderos de Sade La teoría de la psicosis en Bion o los límites del kleinismo El objeto y el orden simbólico Las tres formas de la falta de objeto El objeto en la fobia y en la perversión El objeto del deseo y el objeto de la demanda Lo incondicional y la condición absoluta

Diana S. Rabinovich

EL CONCEPTO DE OBJETO EN LA TEORÍA PSICOANALÍTICA Sus incidencias en la dirección de la cura MANANTIAL Buenos Aires

Diana S. Rabinovich El concepto de objeto en la teoría psicoanalítica. 1a edición impresa - Buenos Aires : Manantial, 1988 1a edición digital - Buenos Aires : Manantial, 2014 ISBN edición impresa: 978-950-9515-27-7 ISBN edición digital: 978-987-500-206-7 Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Derechos reservados Prohibida la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446. © 1988, Ediciones Manantial SRL Avda. de Mayo 1365, 6º piso (1085) Buenos Aires, Argentina Tel: (54-11) 4383-7350 / 4383-6059 [email protected] www.emanantial.com.ar

PREFACIO

El examen del concepto de objeto en psicoanálisis no pretende ser exhaustivo. Tres autores han sido privilegiados en este primer volumen: Freud, Klein y Lacan. Nuestro recorrido no es histórico, en el sentido cronológico del término, sino que entraña un après-coup determinado por los desarrollos de Lacan. Après-coup que debe ser situado en función de un camino personal. Se ha elegido a aquellos autores que más influencia han tenido sobre nuestra generación en la dirección de la cura, y esto implica retomar el punto de partida freudiano, tal como puede ser leído hoy por quien haya realizado determinadas trayectorias. Este libro se centra pues en los ejes freudianos del concepto de objeto y en la articulación crítica de los desarrollos de Klein, a quien Lacan sigue minuciosamente, aunque no la mencione de manera explícita, evitando así las trampas que la lectura iniciada con Abraham generó, y de las cuales Klein es parcialmente tributaria. Los callejones sin salida de Melanie Klein le indican más de una vez su camino a Lacan, y ese camino pasa por retomar la deslumbrante precisión de las formulaciones freudianas. Lo que interesa subrayar en esta articulación es cómo esta culmina en la teorización del objeto simbólico en Lacan, dejando de lado por el momento el estadio del espejo y el objeto imaginario, teorización inseparable de las posiciones kleinianas, al igual que las de Hegel, las de Wallon y de la teoría del narcisismo freudiano. Queda pendiente la segunda parte de la tesis centrada en la creación del concepto de objeto a como causa del deseo y real, en su relación con los autores citados, al que se le agregará, tomando en cuenta la indicación de Lacan, el objeto transicional de Winnicott. Nuestro camino culminará con una investigación del plus de gozar y las formulaciones finales de la obra de Lacan, con los interrogantes que ellas abren al nivel de la práctica analítica misma.

INTRODUCCIÓN

Freud aborda la teorización del objeto desde ángulos diversos, cuya coexistencia facilita la confusión conceptual. La ausencia de un trabajo de discriminación en lo tocante a la diversidad de perspectivas que se despliegan en torno al objeto devino el punto de partida de una serie heteróclita de interpretaciones que rivalizan entre sí en su afán por ser reconocidas, cada una de ellas, como la más correcta y la más freudiana. No se pretende, en los capítulos que siguen, una exégesis detallada del tema del objeto en Freud, tema que de por sí exigiría un extenso desarrollo. Se pretende, en cambio, delimitar los grandes ejes que permiten situar algunas de las conceptualizaciones posfreudianas y, en particular, las de Klein y Lacan en su articulación con la obra freudiana por un lado y, por otro, demostrar cómo esa articulación determina las exigencias lógicas que llevarán a la construcción del objeto a en la enseñanza de Lacan. A decir verdad, si estos grandes ejes no se precisan, si no se esboza el énfasis alternativo en Klein y en Lacan de uno u otro de los enfoques freudianos, la confusión renace no solo en lo tocante a la obra de Freud, sino también en lo tocante a las obras de los otros dos autores. El objeto en su sentido convencional, incluido en el clásico par sujeto-objeto de la teoría del conocimiento, evidentemente está presente y es mencionado en la obra freudiana. Pero también es evidente que, ya desde el Proyecto…, Freud no considera esta faz del objeto como el objeto propio que la experiencia del psicoanálisis descubre. El examen de este punto constituirá uno de los temas del siguiente capítulo, “El deseo freudiano y su objeto”. Tres perspectivas, tres grandes dimensiones del concepto de objeto pueden delimitarse en la obra freudiana. Su articulación histórica es variable, al igual que el énfasis diferencial de Freud sobre alguna de ellas, énfasis que se organiza en función de los problemas específicos de su práctica y de su teoría que intenta resolver en diferentes momentos. Desde una perspectiva teórica, el primero en ser deslindado fue el objeto del deseo, el objeto perdido de la experiencia de satisfacción alucinatoria, el objeto en juego a nivel del proceso primario. Su elaboración se realiza en el capítulo VII de La interpretación de los sueños y en el Proyecto... Tenemos pues, en primer término, el objeto perdido del deseo sexual infantil. Su paradigma, como es sabido, fue el objeto oral en su articulación con la experiencia de satisfacción. El objeto del deseo como objeto propio del funcionamiento inconsciente permanecerá como un hito estable a lo largo de toda la obra freudiana. En 1905 se suma un nuevo objeto, muy cercano al objeto del deseo, pero que no le es idéntico: el objeto de la pulsión parcial. La forma en que el objeto se articula con la pulsión parcial es a menudo confundida con la articulación del objeto con el deseo. Más que confundirlos en una identidad que desdibuja su originalidad, lo más adecuado sería preguntarse acerca de la intersección que se produce entre ambos: objeto del deseo y objeto de la pulsión, manteniendo no obstante la peculiar originalidad de cada uno de ellos. El objeto perdido del deseo es, a mi juicio, condición de producción del objeto pulsional en la obra freudiana; este último adquiere rasgos que le son propios y que son inseparables del autoerotismo y de la inclusión del cuerpo. La posibilidad de confundir autoerotismo y anobjetalidad

conduce a la tercera de las dimensiones freudianas del objeto. Esta tercera dimensión configura una serie que Freud explícitamente separa de la serie de los estadios libidinales propios de la pulsión parcial, serie que es introducida en 1911, en el contexto del caso Schreber, y a la que bautizó como serie de “la elección de objeto”. Ella es correlativa de la introducción y del progresivo despliegue del concepto de narcisismo y de la exploración simultánea de lo que se puede denominar “el objeto de amor”. No puede dejar de señalarse el lugar excéntrico que desempeña respecto de todos los demás, un objeto, el falo, cuyo privilegio surge de modo relativamente tardío en el recorrido freudiano y el cual, en cuanto tal, se articula de manera diferencial con cada una de las series que se acaban de mencionar. Estas conceptualizaciones del objeto, con sus diferencias y con sus puntos en común, se relacionan con los avatares de la teoría pulsional y de la tópica freudiana. También son dependientes de los avatares, dificultades y problemas que Freud encuentra en su ejercicio del psicoanálisis. Su destino es especialmente solidario del concepto de transferencia y del mecanismo de la cura tal como Freud lo va concibiendo a partir de su experiencia. Ellas son, por lo tanto, inseparables y a la vez vitales, en lo tocante a la práctica analítica en tanto tal. ¿Cómo captar si no la reestructuración de la psicopatología freudiana que se realiza alrededor de la diferencia entre neurosis de transferencia y neurosis narcisistas? ¿Cómo aprehender si no la relación entre la roca del complejo de castración y esa misteriosa adhesividad de la libido en la determinación de los escollos del análisis en la culminación del recorrido freudiano? Estas dimensiones del objeto son pues el punto de partida de dos series diferentes: la serie pulsional con sus estadios y la serie de la elección de objeto que se despliega desde el autoerotismo inicial, pasando por el narcisismo hasta culminar en la elección del objeto heterosexual. Desde esta perspectiva, el narcisismo es considerado como una forma de elección intermedia de objeto, elección que Freud califica de “homosexual”, en la medida en que se funda en la elección del semejante. El autoerotismo es el punto de partida común de ambas series, las cuales de allí en más se separan. La elección de objeto remitirá a un “otro” definido en tanto que “persona”, al campo de lo que luego se denominará la totalización del objeto sexual, al otro como sexuado, homo o hétero. La serie pulsional, en cambio, toma al otro tan sólo como su apoyo, tal como lo indica el concepto de pulsión parcial en la medida en que esta nace apoyándose en la necesidad, haciendo de la parte elegida del cuerpo un uso particular que produce eso que Freud denomina “placer de órgano”. Es oportuno subrayar que en lo referente al objeto pulsional Freud hablará de contingencia, de fijación, pero nunca de elección. Sin embargo, ambas series comparten el carácter contingente del objeto así como su posibilidad de fijación. Otra diferencia asoma entre ambas series: el papel del narcisismo es fundamental en lo que respecta a la elección de objeto, determinando la prevalencia de la dupla amor-odio y, por ende, de la ambivalencia caracterizada por la transformación de contenido. La ambivalencia, en cambio, se despliega estructuralmente en la serie pulsional en función de la transformación activo-pasivo, en la cual precisamente el yo como objeto no desempeña papel alguno, o lo hace tan sólo de manera secundaria, en aquellos casos en que el modelo analítico del surgimiento de la pulsión se muestra insuficiente, obligando a Freud a introducir la función del semejante. Ambas series convergen en 1923 en la fase fálica, en la que las pulsiones parciales se reúnen bajo la primacía del falo, permitiendo el acceso a la “sexualidad adulta”, a lo que corrientemente se denomina “genitalidad”. Sus vicisitudes son empero incesantes y la estabilidad de la susodicha

“genitalidad” es, como se sabe, más que precaria. La importancia central del complejo de castración reside precisamente en su carácter de articulador de ambas series entre sí y de estas con el complejo de Edipo. Su consecuencia inmediata es la reformulación de la psicopatología que se lleva a cabo en Inhibición, síntoma y angustia, cuyo objetivo es incluir el carácter estructuralmente decisivo de la angustia de castración. Esa inclusión, sin embargo, no entraña la desaparición de la diferencia entre neurosis de transferencia y neurosis narcisistas, precisamente porque indica la subordinación de ambas series, en este caso la serie de la elección de objeto, al complejo de castración. Asimismo cabe subrayar, por último, que, en lo referente al objeto del deseo, no se encuentran en la obra freudiana rastros del establecimiento de una serie que pueda ser comparada con ninguna de las anteriores. Sí puede afirmarse que el objeto del deseo desempeña la función de condición de posibilidad de las otras dos series y sus objetos específicos. El entrecruzamiento entre estas dos series se constituyó entonces en una fuente permanente de confusión para la mayoría de los psicoanalistas, especialmente para aquellos que pertenecían a la corriente de la llamada “teoría de la relación de objeto”, denominación que en un momento de la historia del psicoanálisis se vuelve tan abarcativa que desdibuja la especificidad de las diferentes posiciones que se encuentran en su interior. Aun cuando el término mismo de relación de objeto esté ausente, como tal, del texto freudiano, salvo alguna que otra mención aislada que se sitúa en el contexto del problema de la elección de objeto y que carece de desarrollo sistemático, su presencia encabezando una corriente denota precisamente la imposibilidad en la que se encontraron muchos analistas para delimitar las líneas de fuerza esenciales de la teoría del objeto en Freud. En lo que sigue se examinarán pues con cierto detalle, ciertamente sin agotarlos, los tres grandes ejes del pensamiento freudiano acerca del objeto.

EL DESEO FREUDIANO Y SU OBJETO

El concepto de objeto del deseo en Freud tiene como referencia ineludible la reiteradamente comentada experiencia de satisfacción descripta en La interpretación de los sueños y en el Proyecto... La originalidad inicial de la investigación freudiana deslumbra aun hoy. En el capítulo VII de la Traumdeutung, en el apartado C, titulado “La realización del deseo”, (1) Freud establece ya una distinción esencial al separar la satisfacción de la necesidad de la realización del deseo. A la primera le corresponde la acción específica; a la segunda, la identidad de percepción como regla de la alucinación desiderativa. Esta partición entraña la instauración de un abismo en la supuesta complementariedad del sujeto y del objeto en la satisfacción humana, introduciendo una disimetría que sitúa al objeto en una nueva posición, ajena como tal a la satisfacción de la necesidad, y que introduce a nivel del organismo una nueva forma de satisfacción –la realización– cuyo correlato es el sujeto mismo tal como Freud lo descubre en los procesos inconscientes. Allí Freud encuentra que la regla de la nueva satisfacción, la realización, para nada concuerda con la adaptación vital, que el placer buscado se sitúa en las antípodas de la coaptación entre el organismo y su medio ambiente, incluso que la contraría. La realización del deseo aparta al sujeto del camino de la satisfacción, encaminándolo hacia una búsqueda infructuosa desde la perspectiva adaptativa, búsqueda signada por la repetición, búsqueda de una percepción primera que tiene como marco una mítica primera vez, un mítico primer encuentro entre el sujeto y el objeto de “satisfacción”. Volver a evocar esa percepción es la meta propia de la realización desiderativa, la forma en que el deseo se cumple, meta a la cual Freud bautiza como identidad de percepción. La realización del deseo se cumple cuando reaparece la percepción, siendo su instrumento específico la alucinación. Esta alucinación que signa entonces la realización desiderativa, es descripta por Freud como el producto de una inversión en la dirección de la corriente de excitación, cuyo recorrido asume una orientación regresiva –regresiva en relación con el sentido progresivo que define la dirección normal del acto reflejo– que culmina en la investición intensa de lo que en el lenguaje de la psicología de la época se denomina huella mnésica; en este caso la alucinación apunta siempre a una huella mnésica específica, la de la experiencia de “satisfacción” original. El punto de partida es por lo tanto el modelo del arco reflejo. A partir de él Freud formula el deseo como fundamentalmente ajeno al arco reflejo, como imposible de ser reducido y confundido con el acto reflejo, pues entre ambos media algo mucho más complejo que una mera inversión de la dirección del aparato. La diferencia es ya subversión de la adaptación, de la coaptación del Umwelt y el Innenwelt, introducción de una hiancia entre el señuelo logrado de la percepción que la alucinación produce y el objeto de satisfacción de la necesidad. ¿Qué clase de aparato neuronal es este entonces? La respuesta a esta pregunta exige un examen de las formulaciones presentes en el Proyecto... El apartado dedicado a la experiencia de satisfacción (2) introduce el concepto de acción específica definiéndola como aquella cuya ejecución trae aparejada la satisfacción de la necesidad y, por ende, el cese del aumento de carga. Subraya que la ejecución de esa acción exige en la cría de hombre una ayuda externa, ajena a él, ayuda de un otro cuya atención debe atraer mediante una descarga interna: el grito, el llanto. Ambos adquieren de este modo una función secundaria –precisemos que es

secundaria respecto a la función primera que cumplen de descarga– que Freud llamará función de comunicación, y que Lacan retomará con el concepto de llamado que culminará en su formulación de la función de la demanda. Esta función depende pues de la imposibilidad del cachorro humano de ejecutar la acción específica por sí solo; es decir, que depende del desamparo inicial propio de nuestra especie. Llegado a este punto, Freud hace una acotación, a la vez sorprendente y fundamental, que separa ya su conceptualización de toda génesis empirista y biologista: “[…] el desamparo inicial de los seres humanos es la fuente primaria de todos los motivos morales”. (3) La acción específica, debido a la intervención del desamparo y a la mediación del otro que este impone para ser llevada a cabo, deviene fuente de comunicación y de motivos morales. Así, la acción específica, cuyo trasfondo teórico es la teoría del arco reflejo, escapa en la obra freudiana a la mera dimensión de descarga motriz refleja y vira hacia el acto. Desde el inicio la presencia de una subjetividad, que no se explica por ninguna sensibilidad “natural”, separa las nociones de satisfacción de la necesidad y de realización del deseo. ¿Por qué sorprenderse pues de que la Traumdeutung se cierre con una pregunta acerca de la responsabilidad ética del soñante respecto de su deseo inconsciente? (4) “Desamparo” y otro son dos términos que reaparecen mucho más adelante en el recorrido freudiano, en Inhibición, síntoma y angustia, cuando Freud estructura la versión definitiva de su experiencia de la neurosis. La función de comunicación del grito, que deviene entonces llamado al otro, precisamente los aúna; ambos, dejan en el ser hablante una huella imperecedera: ese deseo inconsciente que Freud calificó como eterno. (5) Huella mnésica, “imagen mnemónica desiderativa”, ella es la clave del señuelo logrado de la alucinación propia del cumplimiento del deseo, señuelo que desplaza la acción específica e introduce esa dimensión innovadora que es la rememoración alucinatoria. La memoria cambia aquí de signo, su función es desadaptativa en relación con la memoria del organismo e instala una nueva dimensión del placer que quiebra el marco de la homeostasis, que impone el placer de desear como una meta impensable en el registro de la pura biología. El deseo, entonces, al investir nuevamente esa huella mnésica desiderativa, produce el olvido del camino de la satisfacción de la necesidad, condena al organismo a la desadaptación desde el inicio. Cuando se olvida esta paradoja fundante de la experiencia freudiana del inconsciente surge uno de los errores de interpretación de la obra freudiana más constante: la confusión entre esa huella mnésica del objeto, que en sí misma, en tanto que huella, es objeto del deseo, y el objeto de la teoría del conocimiento. Queda así distorsionado de manera intrínseca el concepto mismo de deseo y el de su objeto en su originalidad propia. Pues esa huella no es meramente un error de interpretación de un sujeto inmaduro que carece aún de los medios de evaluar correctamente la “realidad”, ella es el surgimiento de una nueva forma de realidad, tan material como otras, que es la realidad psíquica freudiana, cuya legalidad se resiste a un criterio puramente utilitarista y empírico de la subjetividad. La huella mnésica, la Vorstellung, la representación, se inscribe sobre el telón de fondo del desamparo y del Otro, ese Nebenmensch (prójimo) cuyo papel en el establecimiento de la función del juicio será fundamental para Freud. Sobre el fondo de una nostalgia, de un anhelo, de la búsqueda del encuentro primero con ese Otro, encuentro para siempre perdido, se instala esa huella mnésica, esa re-presentación, que nunca alcanza la presencia anhelada. La huella es pues solidaria de una pérdida y constituye una memoria orientada en sus recorridos, en su búsqueda, por el principio del placer y su meta a nivel del proceso primario, la identidad de percepción. Memoria que busca la repetición de una percepción imposible, que la alucinación simula pero no alcanza. Ese otro perdido, cuya presencia idéntica, la alucinación apunta a recrear, le hace decir a Freud, en la carta 52, que el

ataque histérico es acción, no mera descarga, acción “[…] cuyo objetivo es la re-producción del placer […] Apunta a otra persona, pero fundamentalmente a ese otro prehistórico, inolvidable, ese otro al que nadie luego igualará”. (6) La huella mnésica freudiana no se inscribe pues en el contexto de una teoría del conocimiento. El proceso primario no busca conocer, sino precisamente re-conocer, volver a encontrar mediante la identidad de percepción cuya “acción específica” propia es la alucinación, a ese otro inolvidable. El desamparo humano, al determinar la impotencia del infans, da a ese otro su lugar y su función primordial, creando así una nueva “necesidad” –término que debe entenderse en su doble sentido castellano, biológico y lógico–, necesidad lógica entonces que es tan exigente y tan imperiosa como la necesidad biológica, necesidad lógica de la dimensión de ficción propia del deseo en tanto que humano. Ficción y realidad psíquica no se oponen, hambre de signos podría llamárselas, de signos de la presencia que nunca es más que una re-presentación de los signos de la presencia de ese otro inolvidable, rastro engañoso de una presencia imposible de conjurar. Así lo delata la proton pseudos histérica que Freud encuentra en su experiencia de la histeria, correlativa de la temporalidad humana como retroactiva o anticipada, como un demasiado tarde o un demasiado pronto. El principio del placer se ubica pues del lado de esa ficción, ella es su meta propia y es ella la que le brinda a esa nueva realidad su punto de equilibrio y homeostasis, ajeno como tal a la homeostasis del organismo. El objeto se presenta aquí como inalcanzable, como perdido, no como complementario del sujeto; el cual a nivel del inconsciente es indistinguible de ese anhelo ficticio, de ese hambre de signos, siempre engañosos, que sostiene una búsqueda imposible por estructura, no por un desarreglo natural o un ordenamiento inadecuado de lo social. Contrariamente a lo que muchos psicoanalistas dedujeron de esta conceptualización del objeto perdido, no se trata aquí de una “inmadurez de la percepción”. La estructuración misma de esa realidad que tan fácilmente dan por supuesta exige y da su lugar al objeto perdido. Ya en el Proyecto... Freud postula claramente que esa realidad necesita para constituirse la existencia de ese objeto perdido del deseo. La realidad de la teoría del conocimiento tiene en el objeto perdido del deseo su condición de posibilidad y este no es un error de interpretación de la realidad, sino todo lo contrario, su condición misma. Es él el que hace posible la génesis del mundo de los objetos que habitualmente se denominan objetos del conocimiento. Si se examina en detalle el Proyecto... es necesario recorrer el otro polo del objeto, el polo que lo vincula con la experiencia de dolor y no con la experiencia de satisfacción. El dolor deja también tras de sí signos, signos que Freud resume bajo la expresión de “objeto mnemónico hostil”, que configuran una huella que incita a la descarga cuando el displacer, atravesado cierto límite, alcanza el umbral del dolor. Pero el camino de la motricidad, de la fuga, está en este caso cerrado y allí se crea una nueva forma de fuga, sustituto de la fuga motriz, que Freud caracteriza como defensa primaria o represión, que logra la descarga a través del establecimiento de lo que Freud en ese entonces llama “cargas laterales”. (7) Aquí el grito se inscribe como alerta de la presencia del objeto hostil y, en lugar de desempeñar una función de comunicación, deviene él mismo ese objeto. Vemos pues configurarse un par de huellas cuyo ordenador son el placer y el dolor. Cabe detenerse aquí en el nombre que Freud le da a cada una de ellas. La primera, vinculada al placer, es el desear; la segunda, vinculada al dolor, es el afecto. Curiosa repartición, en efecto, fundada en el carácter diferencial de la descarga en los dos casos: sumación en uno y cargas laterales en el otro. Ya aquí el carácter siempre desplazado, marginal, del afecto hace su aparición. Sin embargo, ambos comparten el carácter de recuerdo, de memoria, aun cuando el mecanismo sea diferente en cada caso. Pero ese mecanismo es asimismo sumamente preciso en cada caso: alucinación desiderativa en el

desear y defensa primaria en el afecto. Entre ambos se despliega y se enmarca el pensar inconsciente. Una vez establecido este marco, Freud desarrolla su teoría del juicio, cuya originalidad por un lado, y cuyas consecuencias por otro, son ineludibles en la delimitación que debe realizarse entre objeto del deseo y objeto del conocimiento. Para Freud, la función primaria del juicio no coincide con la utilización del juicio al servicio del principio de realidad, función esta que es en tanto tal secundaria. La función primaria del juicio recae sobre lo que denomina complejo del Nebenmensch, desglosándolo en dos componentes: I) El primero consiste en un ensamble constante que permanece como Cosa (Ding), que se presenta como ajena, como extranjera, como inasimilable. II) El segundo incluye todo lo que es cualidad, lo que puede ser entendido por la memoria gracias a una remisión al propio cuerpo y a la propia experiencia del sujeto y que se caracteriza al ser definido como atributo. (8) Cosa, componente inasimilable, y atributo, cualidad que puede ser referida al cuerpo y a la experiencia del sujeto, son pues el resultado primero de la actividad del juicio cuando este opera sobre el complejo del Nebenmensch, fuente común del primer objeto desiderativo y del primer objeto hostil, siendo ambos como lo señala Freud “[…] el único poder que lo ayudaba”. (9) Pero existe un punto de ambos objetos que sigue presente en el juicio en su función primaria como inasimilable, la Cosa, y otro que es susceptible de ser manejado como algo conocido por el sujeto, el atributo. El primero de ellos marca precisamente la dimensión irrecuperable del objeto perdido del deseo, objeto al que sus atributos, esos signos que la alucinación recupera, permiten re-conocer, pues nunca podrá el sujeto conocerlo, siempre será inasimilable. Así la dimensión sensible del objeto del conocimiento como reunión de atributos esconde en su núcleo mismo la función del objeto perdido, de la Cosa como inasimilable, que es condición de la aparición misma del juicio de atribución. Ese núcleo inasimilable que remite al objeto perdido, hace surgir la pregunta sobre el porqué de ese carácter. Puede decirse, en una primera aproximación, que aquello que permanece Fremde, extranjero, ajeno, se perfila como un resto, como un residuo, que no se incorpora al sujeto y a lo que este puede reconocer como atributos. Dibuja así un primer exterior, que en forma alguna debe confundirse con el exterior propio de la realidad “realista”, con aquello que formará posteriormente lo cognoscible. Ese primer exterior se articula con lo que Freud formulará luego en La negación (10) al referirse nuevamente a la función del juicio, al insistir en que el examen de realidad tiene como meta reencontrar, re-conocer, el objeto perdido, objeto que es condición para que este examen de realidad sea posible. Esto implica que el objeto está perdido ya en la estructura misma, esa estructura que dibujan el desamparo, el otro prehistórico y la función de comunicación que adquiere la descarga como tal. La pérdida no es pues aquí avatar de la historia o producto de una génesis madurativa, sino la estructura misma del ser humano en lo tocante a su relación con el objeto del deseo, en la medida en que su inclusión en la red del Nebensmensch implica que perdió para siempre la naturalidad de su objeto. La identidad de pensamiento que regla, en cambio, al proceso secundario, que implica el sometimiento al principio de realidad, esa búsqueda de objetividad que oculta su origen primordial en el objeto perdido, es un rodeo complejo por el cual el sujeto, creyendo conocer la realidad, sólo se ubica en ella guiado por la brújula invisible de un volver a encontrar el objeto perdido. Esta búsqueda que mueve a comprobar que el objeto aún existe, define un juicio de existencia que es

secundario para Freud al juicio de atribución, en la misma medida en que la existencia primera, la de la Cosa, se demuestra rebelde, inasimilable al juicio mismo. Melanie Klein hace de las experiencias respectivas de satisfacción y de dolor uno de los ejes de sus propios desarrollos teóricos. Conviene retomar sus articulaciones con esta dimensión del objeto freudiano como perdido. En primer término, puede señalarse cómo para Klein lo perdido se vuelve el núcleo a partir del cual se construye su teoría de la posición depresiva, en la medida en que la función del duelo pasa a desempeñar un papel central en la constitución del objeto del deseo. En segundo término, el juicio de atribución es también para ella primero, fundando así el objeto como bueno o como malo, relegando el núcleo inasimilable de la Cosa a nivel de la esencia incognoscible o del quantum pulsional como elemento último de determinación de la pérdida o incluso, hacia el final de su obra, como aquello que indica el “núcleo psicótico”, el lugar donde la disociación y la discriminación que el juicio de atribución hacen posibles, fracasa. La atribución como eje de la organización del objeto en bueno y malo ofrece asimismo otra posibilidad, imaginaria ella también, que consiste en confundir esa Cosa inasimilable con el cuerpo materno, el cual deviene el escenario privilegiado del despliegue de todas las variantes posibles de la atribución, y que ocupa por excelencia el lugar del objeto perdido. Ese objeto es pues considerado fundamentalmente desde el ángulo de la atribución, es decir, desde el ángulo de su cualidad imaginaria y, puede incluso decirse, desde el ángulo de su significación. Este enfoque culmina en una fenomenología del objeto imaginario, que oculta el carácter estructural de la pérdida de objeto, en la que Lacan se apoyará a su vez para estructurar su teoría del estadio del espejo. Resulta claro, por lo tanto, que la teoría kleiniana del objeto cae en el ámbito del objeto narcisista, objeto que se inscribe en Freud en la serie de la elección de objeto. Por esta razón precisamente, Klein se ve llevada a enfatizar el paso del objeto parcial al objeto total, confundiendo en una las dos series: la serie pulsional y la de la elección del objeto. Al no poder separarlas, su teoría presenta una serie de impasses, que se examinarán más adelante, y que llevan a una desaparición de la originalidad conceptual del objeto perdido del deseo y de la especificidad del concepto mismo de deseo en Freud. Lacan, por su parte, desarrolla su teoría del objeto imaginario a partir del narcisismo freudiano y de la fenomenología de lo imaginario que traza Klein. Pueden encontrarse referencias a los contactos que mantuvieron Klein y Lacan en la biografía reciente de Melanie Klein publicada por Phyllis Gross-Kurth. (11) Ya desde el Seminario I sabemos que Lacan elige apoyar a Melanie Klein frente a Anna Freud, pero creo que no se ha examinado suficientemente hasta qué punto la construcción misma del concepto de objeto en Lacan implica un recorrido y una lectura polémica de sus tesis y sus impasses. Su énfasis en el objeto perdido, que puede claramente rastrearse en su enseñanza desde el Discurso de Roma, incluirá una interpretación de la pérdida del objeto que se distancia notablemente de la de M. Klein. Interpretación estructural, apoyada en la lectura de Kojéve de Hegel, en ciertos desarrollos teóricos de Heidegger, su consecuencia es una nueva definición, fundante en sus efectos, de la relación entre el objeto y su pérdida.

1 S. Freud, La interpretación de los sueños, en Obras Completas, tomo V, Buenos Aires, Amorrortu, 1979, pp. 543564. 2 S. Freud, Proyecto de una psicología para neurólogos, Obras completas, ob. cit., tomo I, pp. 362-364.

3 Ob. cit., p. 363. 4 S. Freud. La interpretación de los sueños, ob. cit., p. 608 5 Ob. cit., p. 527. 6 S. Freud, “Carta 52”, ob. cit., tomo I, p. 280. 7 S. Freud, Proyecto…, ob. cit., pp. 364-366. 8 Ob. cit., p. 373 y 414. 9 Ibíd. 10 S. Freud, La negación, ob. cit., tomo XXV. 11 P. Gross-Kurth, M. Klein, Her world and her work, Nueva York, A. Knof, 1986.

EL OBJETO DE LA PULSIÓN PARCIAL Y EL OBJETO DEL AMOR

En Tres ensayos para una teoría sexual, (1) Freud formula algunos de los ejes fundamentales de su teoría pulsional, que sufrirán en lo referente a la pulsión parcial pocas modificaciones. La sexualidad infantil, perversa y polimorfa, depende de la estructura de la pulsión parcial y es inseparable de ella. En 1905, la pulsión parcial se organiza ya en función de su carácter parcial, del autoerotismo y del placer de órgano vinculado a la zona erógena (sede de ese Lustgewinn cuya importancia será tan grande en la teoría del objeto en Lacan) y la variabilidad de su objeto. El carácter bifásico de la sexualidad plantea, más allá de los cambios físicos de la pubertad, el problema de la elección de objeto definitiva y su relación con el objeto de las pulsiones parciales, problema que remite a lo que Freud denomina la “sexualidad adulta normal”. A todo lo largo de los Tres ensayos... (texto imposible de leer sin seguir la delimitación realizada por Strachey de los párrafos agregados y de las enmiendas sucesivas que le hizo Freud) se aprecia la oscilación de Freud entre el problema del objeto sexual “definitivo” –propio de la serie de la elección de objeto– y el problema del objeto de la pulsión parcial, contingente y autoerótico. Esa oscilación es especialmente evidente en la tercera parte, “Las transformaciones de la pubertad”. (2) El punto de convergencia y divergencia se sitúa en torno al objeto primero, la madre, que desempeña su papel en las tres dimensiones propias del objeto, pero que lo desempeña de manera diferente en cada una de ellas. Por un lado, es ese Otro inolvidable que en función del desamparo y la indefensión permite el surgimiento del objeto del deseo como diferente al objeto de la necesidad. Por otro, se articula simultáneamente con la pulsión parcial –hecho particularmente claro en relación con el pecho como objeto pulsional–, y con el complejo de Edipo, en el que desempeña el papel central en tanto que “persona” amada, es decir, como objeto total. En el breve y célebre capítulo sobre “El hallazgo del objeto”, Freud alude de manera explícita al objeto perdido del deseo, objeto deducido de la satisfacción de la necesidad alimenticia, y condición de posibilidad del objeto en su funcionamiento en las dos series ya definidas: “Cuando la primerísima satisfacción sexual estaba todavía conectada con la nutrición, la pulsión sexual tenía un objeto fuera del cuerpo propio: el pecho materno. Lo perdió sólo más tarde, quizá justo en la época en que el niño pudo formarse la representación global de la persona a la que pertenecía el órgano que le dispensaba satisfacción. Después la pulsión sexual pasa a ser, regularmente, autoerótica, y sólo luego de superado el período de latencia se restablece la relación originaría. No sin buen fundamento el hecho de mamar el niño del pecho de su madre se vuelve paradigmático para todo vínculo de amor. El hallazgo [encuentro] del objeto es propiamente un reencuentro”. (3) Este párrafo ha sido de modo simultáneo una fuente de luces y de sombras. Merece, por ende, un examen detallado. En primer lugar, debe destacarse que la frase inicial, que excluye tajantemente la anobjetalidad como tiempo originario, hace referencia muy precisamente a la realización alucinatoria del deseo, a ese nivel se sitúa esa “primerísima satisfacción sexual”, la de la identidad de percepción propia de los procesos primarios. Ese objeto fuera del cuerpo que es el pecho materno aparece como una de las formulaciones posibles de ese otro inolvidable, de ese poder, que se describió en el capítulo anterior. La experiencia de satisfacción aparece pues como anterior al autoerotismo, tiempo uno de

las dos series que aquí nos ocupan, y como su condición de posibilidad lógica. En esa experiencia, como ya se ha subrayado, la pérdida se instala entre necesidad y deseo, entre satisfacción y realización. Esta primera pérdida, condición de los procesos primarios como tales, no debe ser confundida con la pérdida a la que alude Freud al presentar el nacimiento del autoerotismo, pérdida del objeto “real” y su interiorización. Se esboza una diferencia, cuya importancia sólo ha sido observada desde el énfasis que le dio Melanie Klein, siguiendo a Abraham, a los conceptos de objeto parcial y objeto total, entre el objeto pulsional autoerótico parcial y la “persona total”. Esta diferencia, que es la diferencia entre las dos series freudianas, no culmina en ninguna fusión de ellas, pues, como bien lo señala Freud, el objeto como pecho se pierde frente a la madre como objeto total del amor, hay incompatibilidad entre el objeto y la persona, entre la totalización del amor y el carácter parcial de la satisfacción pulsional. Tenemos aquí esbozadas tres pérdidas diferentes, que habitualmente son identificadas a la ligera: 1) la pérdida de la satisfacción de la necesidad en aras del surgimiento de la realización del deseo, vale decir, la pérdida de la naturalidad del objeto; 2) la pérdida del objeto real que determina su incorporación y la estructuración del autoerotismo, y 3) la pérdida del objeto como objeto de amor, la persona total, que funda la importancia en cuanto tal de la pérdida de amor para el sujeto hablante. Cada una de estas pérdidas, sobre cuya especificidad se volverá luego, apunta a tres términos que siempre se mezclan en las apreciaciones de los autores psicoanalíticos. Estos tres términos, que indican tres conceptos claves en el campo del psicoanálisis, corresponden, respetando la numeración de las pérdidas establecida en el párrafo anterior, respectivamente a: 1) deseo, 2) pulsión y 3) amor. Obviamente, estos tres conceptos tienen una multiplicidad de articulaciones mutuas. Sin embargo, si algo caracteriza la bibliografía psicoanalítica es el paso permanente de uno a otro, sin que se establezcan las diferencias pertinentes entre ellos. Puede decirse, a mi juicio, que el deseo es el concepto fundante en Freud y que la primera de las pérdidas condiciona la posibilidad de las otras dos, el surgimiento mismo de la posibilidad de sustitución y que, en este sentido, el objeto de la pulsión y el del amor son ya formas de sustitución del objeto perdido del deseo. Por esta razón, pulsión y amor conforman un contrapunto particular en Pulsiones y sus destinos, texto que es necesario examinar para avanzar en el análisis del concepto de objeto. Efectivamente, este texto es inseparable de la articulación entre el narcisismo y el objeto, articulación que hace del yo un objeto propio de la libido. Ya en el caso Schreber, Freud señala, al introducir la serie de la elección de objeto, que el desarrollo de la libido implica un paso del autoerotismo al “amor objetal”. Precisa que cuando el sujeto reúne sus pulsiones sexuales, hasta entonces autoeróticas, esa reunión es solidaria de la consecución de un objeto de amor. El primer objeto que se le ofrece en función de esta unificación misma es su propio cuerpo. En Pulsiones... Freud retoma su teoría de la pulsión parcial, precisando algunos puntos de ella. En primer término, la teoría del apoyo analítico de la pulsión demuestra sus límites. La dimensión narcisista del yo lo incluye en una dimensión heterogénea respecto a las pulsiones de autoconservación; además, los dos pares pulsionales configurados por el sadomasoquismo y el voyeurismo-exhibicionismo escapan a la construcción de la pulsión por medio del apoyo en la necesidad. En este texto, uno de los puntos centrales es la diferenciación, que se tornó clásica, entre empuje, fuente, meta y objeto, que sigue siendo un punto de referencia insoslayable en lo tocante a la pulsión parcial. ¿Cómo define allí Freud al objeto pulsional? Como el medio gracias al cual la pulsión alcanza su

meta, vale decir, su satisfacción. En lo que se refiere a la pulsión el término “satisfacción” prima en el vocabulario freudiano. El objeto es aquí instrumento de la satisfacción, aquello con lo cual se obtiene la satisfacción y en tanto instrumento es precisamente el aspecto más variable de la pulsión: “[…] no está enlazado originariamente con ella, sino que se coordina con ella sólo a consecuencia de su aptitud para posibilitar la satisfacción. No necesariamente es un objeto ajeno; también puede ser una parte del cuerpo propio” (4) Este papel instrumental lo hace apto por ende para satisfacer varias pulsiones. El contrapunto a esta variabilidad del objeto lo brinda el concepto de fijación, definido precisamente como el establecimiento de una conexión íntima entre pulsión y objeto, conexión que suprime la movilidad del objeto y que hace surgir la dificultad y la oposición a desprenderse de él. Puede apreciarse que el objeto de la pulsión, a través de su carácter instrumental, aparece como reconstituyendo en un nuevo nivel la acción específica perdida a nivel de la necesidad, designando de este modo una satisfacción propia del sujeto psicoanalítico y no del organismo biológico. Pero también cabe recordar que Freud en modo alguno confunde esta satisfacción con la del cumplimiento del deseo, vale decir, con la identidad de percepción del proceso primario. Esta diferencia es quizás una clave para una relectura de Más allá del principio del placer y de la contradicción que el “más allá” introduce en lo que respecta a la realización del deseo y a la regla del principio del placer a la que se somete el proceso primario. También sitúa esa forma particular de la libido que es la libido narcisista, pues no se puede desconocer que el narcisismo es asimismo un destino pulsional. La libido del yo, aquella cuyo objeto particular es el yo mismo, debe ser enmarcada dentro de la teoría intermedia de las pulsiones, justo en el momento en que Freud abandona la oposición pulsiones sexuales-pulsiones de autoconservación y aún no ha construido la oposición Eros-Tánatos. La sexualización del yo, instala a este en un nuevo estatuto, el de objeto libidinal, en cuyo marco se desarrolla la teoría del amor en Freud tal como la encontramos en la Introducción del narcisismo. Así como la pulsión parcial se articula en torno a un objeto instrumental, que se despliega entre la variabilidad y la fijación, la elección de objeto de amor se despliega entre la elección narcisista y la elección anaclítica. No es casual, empero, que Freud sólo utilice el término de elección en el caso del objeto de esta serie, que define al objeto de amor. El uso del término, que sólo volvemos a encontrar en la expresión freudiana “elección de la neurosis”, se vincula a la culminación de la sexualidad, definida por Freud como elección de objeto heterosexual, por un lado, y elección anaclítica por el otro. De este modo, resulta necesario precisar las consideraciones que realiza Freud en esta época acerca del amor en cuanto tal. En la Introducción del narcisismo al establecer la diferencia entre la elección narcisista y la anaclítica, Freud oscila en el uso de los términos “objeto sexual” y “objeto de amor”, aun cuando el apartado hace alusión a la “vida amorosa del ser humano”. Señala que primitivamente este tiene “dos objetos sexuales originarios” a los que identifica como “él mismo y la mujer que lo crió”. (5) El primero de ellos funda la elección narcisista, el segundo, la elección anaclítica. El carácter central que Freud le adjudica a la elección narcisista es su meta pasiva –ser amado– y el hecho de que todo gira en torno a los rasgos del sujeto mismo. En el caso de la elección anaclítica, vale decir de la mujer que lo crió, a la que Freud le agrega el padre protector, existe una identificación activa con algunas de estas dos figuras. Aquí el amor en su surgimiento se apoya sobre la necesidad, es decir, que Freud retoma respecto al amor la noción de apuntalamiento sobre la necesidad, al menos en lo tocante a la elección más madura, y señala también su meta activa. Evidentemente, detrás de estas oscilaciones entre sexualidad y amor, se encuentra la formulación,

presente ya en Tres ensayos..., según la cual la sexualidad normal reside en la confluencia de la corriente de ternura y la corriente sexual hacia el objeto y la meta sexual. (6) Puede percibirse claramente la importancia que adjudica Freud a la oposición activo-pasivo en ambas series, oposición que define una de las formas de transformación en lo contrario, siendo la segunda la transformación de contenido que sólo se aplica a la transformación amor-odio. Las dos formas de transformación son sin embargo definidas como ambivalencia e incluidas dentro de los destinos o defensas contra la pulsión. La transformación activo-pasivo, que sólo afecta las metas de la pulsión, es elaborada por Freud fundamentalmente en torno a los dos pares pulsionales que no se prestan al apuntalamiento: sadomasoquismo y exhibicionismo-voyeurismo. Strachey señala en una nota que los términos de sujeto y objeto deben ser considerados en su sentido gramatical, el sujeto como agente y el objeto como aquello sobre lo cual recae la acción del agente. (7) Activo y pasivo remiten pues a la estructura gramatical como tal, lo cual se traduce en el hecho de que Freud se ve obligado a introducir en los dos pares pulsionales en discusión un nuevo tiempo central, eje de la transformación de metas y sin el cual la pulsión no puede constituirse: el tiempo verbal medio o reflexivo. Este tiempo introduce la vuelta sobre la propia persona como solidaria del establecimiento de la meta pasiva, aunándose en este caso la función del narcisismo con la de la pulsión parcial. Allí donde la función analítica no opera en la pulsión parcial surge, en cambio en Freud, la función del narcisismo como lo que permite su constitución. (8) La transformación activo-pasivo en el caso del sado-masoquismo enfrenta a Freud con la dificultad de diferenciar el par agresividad-sadismo del odio en su oposición con el amor, eje de la transformación de contenido. Esta última remite al amor y al odio como significaciones que se desprenden de la esfera narcisista del yo. Sadismo y masoquismo, en cambio, conservan siempre su vinculación con la estructura de la pulsión parcial, aun cuando les sea necesaria la mediación del narcisismo para su constitución. Es necesario pues examinar a continuación cómo se presenta el par amor-odio en Pulsiones..., donde Freud nos brinda una definición muy neta de él: “De este modo nos percatamos de que las actitudes de amor y de odio no pueden ser utilizadas para las relaciones de las pulsiones con sus objetos, sino que están reservadas para las relaciones del yo total con los objetos. […] La palabra amarse desplaza cada vez más a la esfera de la relación de puro placer con el objeto y finalmente se fija a los objetos sexuales en su sentido más estricto y aquellos que satisfacen las necesidades de las pulsiones sexuales sublimadas. […] El hecho de que no solemos decir que una única pulsión sexual ame a su objeto, sino que consideramos la relación del yo con su objeto sexual como el caso más apropiado para usar la palabra ‘amor’ –este hecho nos enseña que la palabra sólo empieza a ser utilizada en dicha relación una vez que se ha producido la síntesis de todos los componentes de la sexualidad bajo la primacía de los genitales y al servicio de la función de reproducción”. (9) Lo mismo ocurre con el odio, que Freud asocia al displacer. La conclusión de Freud es llamativa: nada permite suponer que amor y odio constituyen una unidad primera que en un segundo tiempo se dividiría; ambos son independientes hasta el momento en que se transforman en opuestos por la acción del principio del placer-displacer. El odio es caracterizado como un modo de relación con el mundo más antigua que el amor, cuya fuente reside en el displacer del yo narcisista frente a cualquier perturbación de su equilibrio energético. Por el contrario, la fuente del amor reside en las pulsiones parciales y en el placer de órgano que les es propio. Sin embargo, es en primera instancia narcisista y sólo posteriormente alcanza, mediante su alianza con las pulsiones parciales sexuales, lo que Freud denomina las formas

preliminares del amor. Puede apreciarse que, en este punto, Freud relaciona el amor con el autoerotismo. Señala que el amor tiene como fuente “la capacidad del yo de satisfacerse de manera autoerótica”, (10) satisfacción que le es proporcionada precisamente por una “ganancia de placer de órgano”, vale decir, por ese Lustgewinn que ya en Freud, como lo será posteriormente en Lacan, emerge como el secreto sostén del narcisismo mismo. Aquí surge claramente cómo el autoerotismo es común en ambas series; comunidad que precisamente funda la posibilidad de que ambas se anuden produciendo esas modalidades previas del amor en las que la meta sexual se confunde con el narcisismo, entendido como el esfuerzo motor del yo por alcanzar los objetos en tanto que fuentes de placer. En este contexto describe esas formas: a) incorporar o devorar, “modalidad compatible con la supresión de la existencia del objeto como algo separado”, (11) característica que permite calificar a esta modalidad como ambivalente. Freud expresamente señala que esta ambivalencia no es primaria como oposición amor-odio, sino que surge de estas formas previas del amor, en las que ambas series se anudan; (12) b) apoderarse es la segunda de las formas. Ella reúne el componente sádico-anal de las pulsiones parciales con un apoderamiento del objeto que es indiferente al daño que el objeto pueda sufrir por su causa. Para Freud es difícil diferenciarla del odio mismo, aun cuando se trate de una forma preliminar del amor. (13) Este anudamiento de las dos series en las formas previas del amor, tal como aquí están descritas, no debe interpretarse en el sentido de un borramiento de las diferencias entre el objeto del deseo, el del narcisismo y el de la pulsión. Sin embargo, esta es de hecho la interpretación que normalmente se ha producido. El mismo Strachey, comentando el pasaje de Tres ensayos... agregado en 1915, vale decir, dependiente de las ideas introducidas en los textos que se acaba de examinar, señala que el párrafo ya citado acerca del reencuentro del objeto parece contradecirse con los agregados de 1915 y 1920 realizados por Freud. (14) Si examinamos los pasajes indicados, podemos observar que la contradicción reposa precisamente en la no diferenciación de Strachey de ambas series. Así, el agregado de 1915 tiene como punto de referencia la “elección de objeto”, mientras que el de 1920 tiene como punto de referencia la serie de la pulsión parcial, con su culminación en la etapa fálica. (15) La ambivalencia no tiene exactamente el mismo sentido en ambas series y la confusión de Strachey se sitúa precisamente en el punto en que la establece Abraham, (16) quien supondrá la fusión de ambas series en una nueva serie única, ausente en Freud, que culmina en la genitalidad anaclítica y postambivalente. Klein, felizmente, desarticula esta serie única en determinado aspecto de sus desarrollos, aunque la reedita a partir de la sustitución, como se verá luego, de la genitalidad abrahamiana –donde el falo es sustituido por el pene– por la “senitalidad”, si se nos permite el neologismo, en la cual el seno y la función materna reemplazan al falo. (17) Esta confusión implica asimismo la derivación directa de la ambivalencia de contenido a partir del par pulsional ErosTánatos, planteado en 1920 por Freud. Cabe enfatizar que el odio, en su articulación con la pulsión parcial, remite con especificidad al par pulsional sadismo-masoquismo por un lado y, por otro, a la etapa fálica, a esa organización genital infantil, que es condición para que, desde la perspectiva de la articulación de ambas series, el amor devenga aquello que se opone al odio. Pues, no hay que olvidar que el odio como relación más antigua con el objeto tiene su fuente primordial en el rechazo que el yo del placer purificado o yo narcisista tiene al inicio hacia cualquier estímulo perturbador. (18) Esta formulación no queda invalidada por la reformulación de la teoría pulsional, sino que por el contrario, enfrenta a Freud con nuevas contradicciones en lo tocante a la relación placer-displacer, es decir, a la polaridad que Freud califica en Pulsiones.... como la polaridad “económica”. Las paradojas económicas de todo

este desarrollo sólo encontrarán su equilibrio en ese texto fundamental que es El problema económico del masoquismo. (19) Las paradojas de la teoría económica en Freud no son en modo alguno algo que pueda ser obviado, por el contrario, pese a su aridez aparente, su desarrollo incide en las dimensiones del objeto que aquí hemos delimitado y es inseparable de los últimos textos freudianos, de la conclusión misma de su obra. Estas se relacionan con la teorización del objeto de múltiples maneras. No es gratuito el hecho de que Lacan, en el Seminario XI, tome como punto de partida de su interrogación sobre la pulsión parcial una pregunta central sobre el concepto y la experiencia de la transferencia en psicoanálisis, pregunta que preludia todo su desarrollo, y que se articula simultáneamente con el problema económico y con las incidencias que la confusión entre las diferentes series produce en la práctica misma del psicoanálisis: “¿Representa el amor el punto culminante, el momento logrado, el factor indiscutible, que presentifica la sexualidad en el hic et nunc de la transferencia?”. (20) El examen de Pulsiones... es llevado a cabo en el contexto de un trabajo de articulación entre la transferencia y la pulsión, que culminará en el Seminario XI en una reformulación del concepto de final de análisis. Dicha reformulación, planteada ya en el Seminario VIII, La transferencia, implica la creciente importancia de la función del analista como objeto en su enseñanza; imposible pensar esta función sin articularla, por un lado, con las diferentes dimensiones del objeto freudiano que hemos definido y, por otro, con el analista como objeto en la teorización kleiniana. Por ello, el amor de transferencia, con el cual se abre el proceso analítico en su descripción ya clásica, exige una precisión acerca del amor y su objeto, dimensión que no puede confundirse con la del objeto pulsional ni con la del objeto en su relación con el deseo. Desde la perspectiva de la relación con el objeto del deseo podrá definirse entonces un final de análisis, no así en cambio desde la perspectiva del objeto del amor. Este final afecta a su vez al objeto de la pulsión. La cura por amor fue siempre para Freud una vía cerrada para el psicoanálisis. Volveremos en detalle a este problema en los capítulos dedicados específicamente a los aportes de Lacan. Retornemos pues al examen de la parte final del texto de Pulsiones... que realiza Lacan. Cabe subrayar el énfasis de Lacan en lo que califica como el carácter clásico de la concepción del amor en Freud, al que define “quererse su bien”. Esta concepción del amor no es aquí planteada con el valor subversivo que Lacan adjudica a la caracterización freudiana del deseo o de la pulsión. Lacan analiza el texto de Pulsiones... retomando las tres oposiciones que estructuran para Freud la antinomia amor-odio: la real –lo que interesa y lo que es indiferente–; la económica, placerdisplacer, y la biológica, pasividad-actividad. En la primera oposición, primera en función de una temporalidad lógica y no cronológica o genética, el autoerotismo se sitúa a nivel del Real-Ich y no implica en cuanto tal un desinterés por los objetos del mundo externo. Entraña, en cambio, que el autoerotismo pone al descubierto que los objetos no existirían si no existiesen objetos buenos para mí, o sea, para el yo. En la segunda oposición vemos surgir al yo del placer purificado que exige una clasificación de los objetos, hay que diferenciar los que son malos de los que son buenos. Los primeros constituyen el campo del Unlust, los segundos constituyen el campo del Lust-Ich. El Real-Ich es solidario de la homeostasis, por ende, lo que es exterior le es indiferente, vale decir, inexistente. No obstante, para Freud, a nivel del autoerotismo los objetos funcionan únicamente en su relación con el placer, con esa ganancia de placer propia del placer de órgano. Lacan, en el mismo seminario, ya había insistido anteriormente, acerca de la relación del Real-Ich con la homeostasis, al definirlo como el sistema nervioso central considerado como un sistema destinado a

asegurar la homeostasis. A este nivel funciona el principio del placer, pero funciona precisamente en la medida en que no es forzado por la pulsión. Insiste en este punto que si Freud introduce la función de un real neutro –indiferente– es porque este es condición para la introducción de la función del amor, cuya estructura es narcisista. (21) El amor es “pasión sexual del gesamt Ich [yo total]”. Este Yo es segundo, señala Lacan, desde la perspectiva de un tiempo lógico. El yo del placer purificado es como tal exterior al Real-Ich. La oposición activo-pasivo introduce la dimensión de la sexualidad, en la medida en que “metaforiza” aquello que no puede terminar de aprehenderse en la diferencia sexual. Ya hemos citado el texto de Freud, “Pulsiones…” donde este observa que el autoerotismo es condición del narcisismo. En el narcisismo, por lo tanto, se produce precisamente la inserción del autoerotismo en los intereses organizados del yo, anudándose a la función homeostásica del mismo. Conviene tener presente esa cita para situar correctamente la formulación de Lacan acerca de los Ichtriebe, pues precisamente subraya cómo el autoerotismo condiciona la aparición del narcisismo, permitiendo el establecimiento del amor como diferente de la pulsión parcial. Los Ichtriebe no son sensu stricto pulsionales, precisamente en la medida en que son homeostásicos, en que son pulsión domesticada. Lacan subraya que en este punto es exactamente donde Freud sitúa el nacimiento del amor. Lo sexual se incorpora al Yo sólo en la medida en que alguna de las pulsiones parciales se inmiscuye en él, eso que Freud definía, tal como ya se indicó, como las formas preliminares del amor, las cuales exigen el anudamiento de las dos series, anudamiento que indica simultáneamente el forzamiento de la pulsión parcial en el campo del principio del placer –introduciendo la dimensión de su más allá– y la domesticación de ese más allá pulsional por el principio del placer a través de su inclusión en la esfera del yo del placer purificado. (22) El punto de emergencia del objeto propio del amor se sitúa entonces precisamente allí donde el principio del placer interfiere con su más allá, allí donde puede constituirse como un sustituto posible del objeto perdido del deseo. Se plantea entonces el problema de la articulación entre la homeostasis y el principio del placer, que Lacan define así más adelante: “El Lust, por su parte, no es un campo propiamente dicho, sino lisa y llanamente un objeto, un objeto de placer que, como tal, se refleja en el yo. Esta imagen en espejo, ese correlato bi-unívoco del objeto es precisamente el Lust-Ich purificado […] la parte del Ich que se satisface con el objeto como Lust. El Unlust, en cambio, es lo que sigue siendo inasimilable, irreductible al principio del placer. […] constituirá el no-yo […] sin que el funcionamiento homeostásico logre nunca reabsorberlo. Allí está el origen de lo que encontraremos más tarde en la función del objeto malo […]”. (23) El campo del placer es reducido por Lacan a una identificación con el objeto como fuente de placer; identificación que es el término mismo de la dialéctica del placer. Por el contrario, el Unlust apunta precisamente a la constitución de un campo, campo que queda excluido del régimen del principio del placer, que la homeostasis nunca absorberá, y que Lacan equipara aquí a ese lugar que en el Seminario VII, La ética del psicoanálisis había definido como el lugar de la Cosa, das Ding, el elemento inasimilable para el juicio en el Proyecto... Luego se retomarán estas modificaciones en lo que hace a la teoría misma de Lacan sobre el objeto. En este contexto, el punto que nos importa subrayar es que Lacan precisamente sitúa al objeto pulsional y al objeto del deseo como heterogéneos respecto a este objeto amoroso que se refleja en el Lust-Ich, objeto fundamentalmente narcisista, que entraña el secreto mismo de “la pretendida regresión del amor en la identificación, cuya razón reside en la simetría de esos dos campos que les designé como Lust y Lust-Ich”. (24) Esta referencia de Lacan nos remite al texto Psicología de las masas y análisis del yo, (25) en el que Freud examina las relaciones entre la identificación, el amor y el objeto. Claramente indica allí

la relación existente entre la identificación primaria y la función del Ideal al referirse a la identificación como lazo afectivo primero con el padre, lazo cuya diferencia con una actitud pasiva femenina subraya, que caracteriza como eminentemente masculino y como preparatorio del Edipo. A esta identificación le contrapone la catexia objetal que recae sobre la madre, catexia que caracteriza como anaclítica, señalando que ambas pueden coincidir, hasta el momento de la crisis edípica, sin conflicto. Una vez introducida esta última, surge en esa identificación –narcisista– un matiz hostil que indica la intrusión de la sexualidad. Pero la ambivalencia ya está ahí formando parte intrínseca de esa identificación entendida como la forma preliminar del amor propia de la etapa oral de la libido. Puede observarse que este texto freudiano muestra la solidaridad entre la identificación primera, el Ideal y el narcisismo. Ese lazo primero es situado en el marco del objeto amoroso, el cual es diferenciado de la elección de objeto sexual que, recuérdese, es la etapa última de la serie de la elección de objeto, y por esta razón el complejo de Edipo completo aparece como su referencia fundamental. El objeto de amor, objeto de identificación, puede tener como uno de sus destinos el devenir el objeto sexual adulto. Dado que Freud trabaja aquí el ejemplo del varón y su identificación primaria con el padre, al devenir el objeto de amor objeto sexual, nos encontramos ante la presencia de la dimensión homosexual del complejo de Edipo invertido. En este caso, la identificación es precursora de un vínculo objetal –sexualizado– con el padre. El comentario de Lacan acerca de “la pretendida regresión del amor a la identificación” tiene como trasfondo, a más de sus desarrollos en torno a los conceptos de Pulsiones..., la diferencia que establece Freud entre “identificación” y “elección de objeto”. La identificación se funda precisamente en la incorporación del objeto a ese campo del Lust ya mencionado. Cuando ese objeto se transforma en un objeto de la serie de la elección de objeto, la incursión de ese objeto en el campo del Unlust explica, de hecho, cualquiera sea la circunstancia que la determina –pérdida, desilusión, etc.–, su nuevo paso a la identificación, pues ese paso lo lleva del campo del Unlust nuevamente al campo del Lust. La formulación freudiana en este punto, como es sabido, arriba a una diferenciación entre “identificación” y “elección de objeto” en función de una lógica del ser y el tener, lógica que Lacan usará de manera prevalente en torno al falo y el complejo de castración. En el primer caso, se quisiera ser, por ejemplo el padre, como fuente de placer, en el segundo, tenerlo. La función de la incorporación del objeto se revela aquí en su pureza, articulándose con la importancia de la introyección, que culminará con la teorización del “objeto interno”, más allá del carácter bueno o malo de este, que desempeñará un papel fundamental en los desarrollos posfreudianos. Esta forma de lazo, tal como Freud lo dice de modo explícito, es posible con anterioridad a toda “elección de objeto” sexual. La identificación primera, por ende, es fundante de ese Lust-Ich, núcleo del narcisismo, cuando los intereses del yo, como ya se dijo, se aúnan con una pulsión parcial, en este caso la oral –a ello se debe el uso freudiano del término “incorporación”–, dando origen a la primera de las formas preliminares del amor. En estas formas preliminares se produce un contrapunto entre, por un lado, la homeostasis –el principio del placer– inseparable del Lust-Ich y, por otro, aquello que la desborda, que la perturba –su más allá–, que es el forzamiento del principio del placer por la pulsión parcial. Esta distinción entre ser el objeto (identificación) y tenerlo (elección de objeto), debe ahora retomarse en función de su articulación con la función del Ideal y con la del falo. Freud en su texto subraya predominantemente su articulación con el Ideal, pues describe la identificación como los esfuerzos de un sujeto para modelar su propio yo de acuerdo con el modelo elegido. En la elección de objeto, en cambio, la función del Ideal se observa en la idealización del objeto de amor. Freud

distingue de modo claro la separación entre este el objeto amoroso y el objeto del deseo que él llama “sensual”. No es nueva esta diferencia en su obra, y ella remite siempre a la separación de dos corrientes diferentes orientadas hacia el objeto incestuoso: la corriente afectuosa o tierna –donde la pulsión se presenta como “inhibida en su meta”– y la corriente sensual reprimida, pero preservada en el inconsciente. Estar enamorado implica el predominio de la pulsión inhibida en su meta, por ello se produce la sobrevaloración del objeto, que “falsea el juicio”, vale decir, la idealización. En este caso, el objeto recibe el mismo tratamiento que el yo, incluso es obvio en más de una forma de elección amorosa hasta qué punto el objeto se relaciona con el ideal del yo, del cual no es más que un sustituto. La libido narcisista fluye pues hacia ese objeto que adquiere entonces su carácter altamente idealizado. Aquí, tener el objeto, se enmarca también dentro del narcisismo y por lo tanto se encuentra, aun como objeto, dentro de ese campo del Lust que definió Lacan. El yo, en tanto que él mismo objeto libidinal, cede entonces una parte de su carga al objeto elegido, el cual pasa a representarlo. Freud en este punto concluirá que lo realmente decisivo para determinar la elección de uno u otro camino es si el objeto es colocado en lugar del yo o del Ideal del yo. Esta función del Ideal es a menudo confundida con la función del falo, incluso a partir de ciertos desarrollos de Lacan. Conviene pues diferenciarlas, en primer término, a partir del texto freudiano y, posteriormente, cuando se examinen en detalle las conceptualizaciones de Lacan al respecto. En Freud, es evidente que este problema se sitúa en relación con la elección de objeto y no en relación con la serie pulsional parcial. Esta elección culmina en la posición sexual, femenina o masculina, del sujeto, que se define a partir de 1923 en relación con el falo. Heterosexualidad y homosexualidad se sitúan pues fundamentalmente en relación con el falo, sin desconocer las articulaciones que este pueda a su vez tener con las pulsiones parciales, a las cuales se supone totaliza bajo su primacía. Por esta razón Freud hace referencia explícita a la homosexualidad masculina como ejemplo de la identificación como efecto de la regresión de un vínculo de amor objetal. En esta forma de génesis de la homosexualidad masculina, que Freud considera como la más frecuente en su experiencia, existe primeramente una carga objetal intensa de la madre a la que el sujeto se encuentra fijado. Cuando al llegar la pubertad debe sustituir a la madre por un nuevo objeto sexual, no puede renunciar a ella. En lugar de producirse la sustitución del objeto y el mantenimiento de la catexia objetal, se produce una identificación con el objeto original, vale decir, se identifica con la madre y busca como objeto sexual a quienes puedan representar a su yo, con los que reproduce la actitud materna hacia él. Aquí se produce una renuncia al objeto, se lo pierde, y la identificación – la introyección de este en el yo– permite a la vez su conservación. Obviamente, este esquema está presente desde mucho antes en la obra freudiana, desde el análisis de Leonardo hasta las descripciones de la melancolía y el duelo, por ejemplo. Sin embargo, debe tenerse presente que esta génesis de la homosexualidad no es equivalente a la elección homosexual a la que alude Freud cuando introduce la serie de la elección de objeto en el caso Schreber. En este texto, la homosexualidad se ubica en el camino que lleva del autoerotismo a la elección de objeto. Sucede a la elección del propio cuerpo –narcisismo– en el que Freud señala la importancia del papel que ya parecen desempeñar los genitales. Esto conduce a la elección de un primer objeto ajeno en la medida en que este tiene genitales semejantes a los propios. Así, el camino de la heterosexualidad pasa necesariamente por una fase de elección homosexual de objeto. (26) La elección homosexual no es aquí producto de la identificación con el objeto perdido, sino producto de la preeminencia de lo que aún Freud llama los genitales en lo que hace a la dimensión narcisista del cuerpo en la serie de la elección de objeto. Es de entrada catexia objetal, fundada efectivamente en la elección del semejante sexuado como heredero del propio narcisismo del yo.

Si en el primer caso el objeto se pierde por la imposibilidad del sujeto de renunciar a él y culmina en su mantenimiento a través de la identificación; en el segundo, en cambio, es la identidad discernida entre el objeto y el yo narcisista lo que permite que el sujeto elija un objeto. Es decir, cae dentro de los fenómenos que se describieron en torno al enamoramiento. El joven que se identifica con su madre rehúsa renunciar a ella como objeto primero, pero implica una elección de objeto heterosexual, la madre, que sólo deviene elección homosexual secundariamente a la intensa fijación al objeto materno. Cae incluso dentro de la categoría de una elección anaclítica, tal como Freud la define en Introducción del narcisismo. Lo contrario puede decirse de la elección de objeto homosexual que, tal como la describe Freud en 1910, es una elección narcisista de acuerdo con los criterios posteriores. Podemos concluir de este recorrido de Psicología de las masas... por qué Lacan inicia su discusión de la articulación de la pulsión parcial y la transferencia con una pregunta acerca del amor en su relación con la transferencia. Obviamente, sitúa el amor en su relación primordial con la identificación, señalando que la transferencia no culmina en una identificación, que a nivel del análisis esta indica siempre una falsa terminación, pues se trata de un punto de detención, punto en el que se revela aquello de la transferencia que no ha sido analizado. Pero rechaza también la idea de la transferencia como un medio de rectificación realizante, que descubriría el carácter engañoso, ilusorio, del amor. (27) Precisamente, en el capítulo final del Seminario XI, (28) Lacan precisa que la transferencia como cierre del inconsciente se funda en la relación narcisista mediante la cual el sujeto hace las veces de objeto amable. La identificación es aquí la culminación de esta posición, que debe ser netamente diferenciada de la identificación especular, inmediata. Esta última, como ya lo plantea Lacan desde el Seminario I en su esquema óptico, tiene como sostén la identificación con el Ideal del yo, permitiéndole al sujeto posicionarse como amable para el Otro. En esta dimensión se sitúa pues la transferencia como resistencia, como engaño. La dimensión del ideal es inseparable de la identificación amorosa, de la serie de la elección de objeto, que sin embargo vimos se presenta en las formas llamadas pregenitales o preliminares del amor como una fusión particular de esta dimensión idealizante con las pulsiones parciales. Para separar ambas series, es necesario por ende, tal como lo demuestra la exposición de Lacan, separar la dimensión del ideal y su objeto propio de la dimensión de la pulsión parcial y su objeto propio. Esa separación implica precisamente el establecimiento de una distancia entre el objeto de la pulsión parcial, que elude las totalizaciones idealizantes del objeto de amor, y el ideal del yo, que rige precisamente esas totalizaciones, ya sean estas narcisistas o anaclíticas. La confusión de ambas series a nivel de la teoría de la transferencia explica el porqué de determinados impasses posfreudianos. Así, por ejemplo, Melanie Klein misma se enreda en el laberinto de la mezcla de las series. ¿Cómo explicar si no que ella deba diferenciar dos formas de parcialidad y de totalidad: una, la que se funda en la oposición del objeto parte y de la persona total; la otra, que alude a un revestimiento parcial –en el sentido de la ambivalencia amor-odio, es decir, al surgimiento de uno de los dos contenidos, amor u odio, que crea respectivamente el objeto amado y el objeto odiado– y a un revestimiento total en el cual la ambivalencia se centra en un único objeto, ya sea este parcial o total en el primer sentido, al que se ama y se odia simultáneamente? Si la primera forma remite a la oposición entre el objeto de la pulsión parcial y el objeto del amor como totalidad; la segunda en cambio remite a la ambivalencia amor-odio, es decir, se sitúa en el interior mismo del Lust-Ich del narcisismo. Ya en esta diferenciación resulta difícil imaginar cómo logra resolver las paradojas de la transferencia, pues esta no hace más que acentuar la no diferenciación de

las dos series. Aun cuando plantee la posición del analista como objeto en la transferencia, esta ubicación pierde su operatividad cuando confunde el amor o el odio de transferencia –la transferencia resistencial ya para Freud– con la función del objeto en el deseo y en la pulsión. Puede decirse que Klein toma en su fenomenología las formas preliminares del amor, donde efectivamente esta mezcla puede observarse, y las confunde con la pulsión parcial y el deseo inconsciente. Este tema será desarrollado luego con más detalle, al trabajar la teorización de Melanie Klein. La primera conclusión evidente que puede sacarse de este recorrido de los fundamentos del objeto en la teoría freudiana es que las posibles teorizaciones del objeto en psicoanálisis hacen al meollo mismo de la concepción de la cura psicoanalítica, a la conceptualización de la transferencia y a la definición de su terminación. En la obra de Freud, las series se entrecruzan y se separan alternativamente, no permitiendo así a menudo determinar su función en la cura. No es este nuestro tema específico y por ello lo dejamos momentáneamente de lado.

1 S. Freud, Tres ensayos para una teoría sexual, ob. cit., tomo VII. 2 Ob. cit., pp. 189-210. 3 Ob. cit., pp. 202-203. 4 S. Freud, Pulsiones y destinos de pulsión, ob. cit., tomo XIV, p. 118. 5. S. Freud, Introducción del narcisismo, ob. cit., tomo XIV, p. 85. 6 S. Freud, Tres ensayos..., ob. cit., p. 189. 7 S. Freud, Pulsiones..., ob. cit., p. 123, n. 18. 8 Ob. cit. 124. 9 Ob. cit., p. 132. 10 Ob. cit., p. 133. 11 Ibíd. 12 Ob. cit., p. 134. 13 Ob. cit., p. 133. 14 S. Freud, Tres ensayos..., ob. cit., p. 203, n. 22. 15 Ob. cit., p. 213. 16 K. Abraham, Psicoanálisis clínico, Buenos Aires, Hormé, 1959 y véase el capítulo “M. Klein en los senderos de Sade”. 17 Véase el capítulo “Melanie Klein en los senderos de Sade”. 18 S. Freud, Pulsiones..., ob. cit., p. 133. 19 S. Freud, El problema económico del masoquismo, ob. cit., tomo XIX, pp. 161-175. 20 J. Lacan, El Seminario, Libro XI, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1986, p. 182. 21 Ob. cit., p. 199. 22 Ob. cit., p. 248. 23 Ibíd.

24 Ibíd. 25 S. Freud, Psicología de las masas y análisis del yo, ob. cit., tomo XVIII. 26 S. Freud, Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente, ob. cit., tomo XII. 27 J. Lacan, El Seminario, Libro XI, ob. cit., pp. 150-151. 28 Ob. cit., cap. XX.

MELANIE KLEIN EN LOS SENDEROS DE SADE

Es imposible separar el concepto de objeto del conjunto de la obra de Melanie Klein, dado que este es una de sus claves; pero, asimismo, es una clave que puede impedir una evaluación más precisa al no ser examinada detenidamente y en su articulación con una serie de conceptos que le son solidarios. En primer término, puede decirse que definir la obra de Klein como una teoría de la relación de objeto a secas es ya una primera imprecisión, cuyas consecuencias se miden en el empobrecimiento en el que esta cae cuando es definida así. Podría con igual justicia denominársela una teoría de la angustia o una teoría de la función de la pérdida en psicoanálisis o una teoría de la pulsión de muerte. En todo caso, algo resulta evidente, especialmente en sus primeros artículos, Klein piensa a partir de los textos freudianos más tardíos: Más allá del principio del placer, El yo y el ello, Inhibición, síntoma y angustia, Malestar en la cultura, para mencionar algunos ejemplos. Son muy escasas sus referencias por ejemplo a Pulsiones y sus destinos o incluso a la Traumdeutung. Puede pensarse por lo tanto que sus desarrollos se apoyan fundamentalmente en la obra freudiana que se inicia con el gran corte de 1920, aun cuando este apoyo la lleve a conclusiones sumamente diferentes a las de la escuela de la ego-psychology norteamericana. Es importante ubicar de este modo a grandes rasgos la teoría kleiniana, en la medida en que esta, al menos en el medio psicoanalítico de habla castellana, es por lo general definida básicamente en función de la pseudopolémica entre la existencia primera del objeto y lo que serían las posiciones “anobjetales” de Freud, al referirse este al narcisismo primario por ejemplo. Si hablamos de pseudopolémica es precisamente porque, en función de lo expuesto anteriormente en el examen del concepto de objeto en Freud, creemos que de ahí se desprende claramente la confusión conceptual entre las diferentes series freudianas que generó esa polémica. Resulta claro, por ende, que el eje del problema reside en percatarse de que la forma fundamental del objeto en Freud es el objeto perdido del deseo. A partir de este concepto de objeto, lógicamente primero como se ha dicho insistentemente, la discusión en torno a la existencia o inexistencia de “las relaciones objetales precoces” es una discusión que carece de sentido. Por ello, se torna harto claro que Melanie Klein se internó en la investigación de ese objeto, pero también queda claro que al perder la articulación diferenciada de las series, equivocó ella también el camino. ¿Cuál fue la fuente de su error? Por un lado, efectivamente, en ella las series se entremezclan, tal como efectivamente ocurre en la fenomenología de la experiencia, a ello se debe la riqueza de sus descripciones, lo que Lacan en algún lado llama “su genio” en la exploración de los fantasmas infantiles. Por otro, el objeto perdido del deseo, inseparable se ha visto de la experiencia primera de satisfacción, que es una referencia princeps en su obra, la lleva, de modo necesario, a centrarse progresivamente en la función del duelo, que culmina con su teorización, laboriosa debe reconocerse, de la posición depresiva. Llega a ella pues su mismo “genio” la lleva a no diferenciar la pérdida en su acontecer fenoménico de la pérdida estructural. A mi parecer, Klein tuvo a su vez en Lacan un lector “genial”, lector que en la época primera del estadio del espejo, guiado por su mano, inició la exploración de una de las dimensiones del objeto, la imaginaria. Pero “genial” pues fue capaz, a partir de su lectura, de definir los impasses y, no olvidemos, de establecer asimismo las ganancias, del camino por ella recorrido. De esta manera, no

puede leerse la declaración de Lacan con que se abre el Seminario IV, “La relación de objeto”, sino sobre el telón de fondo de esa lectura. La primera lección del Seminario señala, precisamente, que la clave del problema del objeto en psicoanálisis es la falta de objeto. (1) Esta falta de objeto remite al modo particular en que Lacan retoma el objeto perdido del deseo freudiano, precisando la naturaleza de esa pérdida, diferenciándola del duelo, al que veremos luego redefinirá; operación que le es posible en la medida misma en que percibe que siguiendo el camino de la pérdida de objeto como experiencia Klein extravió su andar. Este recorrido de Lacan será retomado con sumo detalle en capítulos posteriores. (2)

ABRAHAM Y EL AMOR A OBJETOS Esta preeminencia acordada a la pérdida de objeto como experiencia exige en primera instancia un examen del enfoque de Abraham al respecto. Klein ha reconocido a menudo su deuda teórica y personal con Karl Abraham, deuda que remite fundamentalmente a uno de sus trabajos que tuvo un efecto decisivo sobre el futuro de las teorías de la relación de objeto en general, no sólo sobre la de Melanie Klein. Me refiero a su famoso artículo de 1924, “Un breve estudio de la evolución de la libido, considerada a la luz de los trastornos mentales”. (3) En este artículo encontramos una parte importante del andamiaje a partir del cual se construyen las conceptualizaciones kleinianas. En este texto –como lo hemos subrayado, es dos años anterior al reordenamiento fundamental de la psicopatología freudiana presente en Inhibición, síntoma y angustia, que es de 1926 y que Abraham no conoció debido a su prematura muerte– aparecen ordenadas de una manera particular las dos series freudianas del objeto, pues las etapas de la organización libidinal son correlacionadas con las etapas de lo que el autor llama etapas del “amor objetal”, punto en el que hay que recordar que Freud prefirió referirse a la segunda casi siempre con la expresión “elección de objeto”. (4) En el espacio que queda delimitado entre ambas expresiones se ubica precisamente la hiancia en la que quedará presa de entrada toda teoría de la “relación de objeto”. ¿Por qué? Obviamente, la diferencia no reside en el apoyo que esta serie tiene en Abraham en el narcisismo, sino en cinco puntos fundamentales que detallamos a continuación: 1. El autoerotismo es definido como anobjetal y preambivalente. Ya se examinó la articulación freudiana acerca de la supuesta “anobjetalidad” del autoerotismo y la particular relación que existe entre el autoerotismo y el objeto del deseo, por un lado y, por otro, esta formulación entra en flagrante contradicción con las propiedades mismas de la pulsión parcial, en tanto que el autoerotismo es una de esas propiedades, intrínsecas, constitutivas de la pulsión. También lo es la ambivalencia concebida en su dimensión de transformación en lo contrario en el sentido activo-pasivo. Basta con tomar como punto de referencia Tres ensayos... o Pulsiones y sus destinos. 2. El narcisismo es caracterizado a través de la incorporación parcial del objeto, alejándose así de las consideraciones freudianas al respecto. Incluso el término “incorporación parcial” es un término creado y usado en su sentido más específico por Abraham mismo. 3. Cada una de las etapas libidinales clásicas es separada en dos de una manera que, tal como Freud mismo lo reconoce, fue introducida por Abraham.

4. Ambas series son clasificadas de acuerdo a su relación con la ambivalencia. Esto puede considerarse correcto siempre y cuando se diferencie la ambivalencia pasivo-activo propia de las pulsiones parciales de la ambivalencia amor-odio propia del yo narcisista. En el texto de Abraham y, aun más, en la interpretación que se realizó de él. La ambivalencia amor-odio es directamente considerada como la ambivalencia de las pulsiones parciales o bien como la traducción directa del par Eros-Tánatos. 5. En este punto se hace patente que la oposición parcial-total ha adquirido un nuevo sentido en la obra de Abraham, pues Freud no habla de “amor parcial”. Debe tenerse presente que la serie freudiana de la “elección de objeto” progresa desde el autoerotismo, al narcisismo y de este a la elección homosexual para culminar en la elección de objeto heterosexual. En el cuadro diseñado por Abraham el progreso es muy otro, a más del cambio en la definición misma de narcisismo, pues nos encontramos con una etapa de “amor parcial con incorporación”, luego una de “amor parcial”, seguida por dos etapas “objetales”: “el amor objetal con exclusión de los genitales” y el “amor objetal cuya obtención coincide con la “etapa genital final” y con una supuesta, aunque poco freudiana, “postambivalencia”. Es evidente que las formas de “amor preliminar” de Freud, formas en que las pulsiones parciales y el narcisismo se articulaban, caen de aquí en más en el olvido. Podría decirse que en estos puntos se resumen las permanentes confusiones posfreudianas, de las cuales Melanie Klein misma es tributaria. Sin embargo, antes de retomar su pensamiento, conviene volver al enfoque abrahamiano de la dupla parcial-total. Tal como ya se adelantó, esta dupla se presenta bajo dos formas: la incorporación parcial del objeto y el amor parcial. La incorporación parcial del objeto es claramente descripta como una meta pulsional en sí, “[…] morder y engullir una parte de él [el objeto amoroso] y luego identificarse con ella. […] la madre estaba representada tan sólo por una parte de su cuerpo, a saber, sus pechos”. (5) Este “impulso a la incorporación parcial del objeto” (6) es interpretado por Abraham como un descuido por el objeto. De acuerdo con esta interpretación la pulsión parcial misma en su originalidad en la obra freudiana, queda anulada y sustituida por ese “moralismo genital” que Lacan criticó tantas veces con justa razón. El carácter intrínsecamente perverso polimorfo de las pulsiones parciales queda reducido a un déficit madurativo, a una falla en una evolución cuyo modelo explícito es la embriología. Casi podría compararse esta interpretación de las fases libidinales y de la elección de objeto con una “filosofía de la naturaleza” que elimina, de modo en mi opinión tan nefasto como el de Jung, la originalidad de ese “malestar en la cultura” para el cual Freud no encuentra solución alguna. En este sentido, su efecto, al igual que el de la teoría junguiana –aunque por otras razones–, es oscurantista. El amor parcial es definido, precisamente, en función de la meta recién esbozada: por un lado, es ambivalente y, por otro, implica una desconsideración hacia lo que Abraham denomina “los intereses de su objeto […] y [por lo tanto] el individuo está lejos de reconocer la existencia de otro individuo como tal y de ‘amarlo’ en su totalidad, sea en sentido físico o psíquico”. (7) Como puede observarse la dupla parcial-total se aplica físicamente al cuerpo del otro o bien psíquicamente al revestimiento libidinal narcisista, ambivalente en cuanto tal y a la incapacidad de estatuir al otro como “persona” o como “individuo”. De aquí a la interpretación de estas características como producto de una inmadurez perceptiva media un paso muy pequeño, paso que Abraham obviamente da, y que dieron luego siguiendo sus huellas innumerables analistas. La

originalidad del proceso primario, la inadecuación fundamental del apando psíquico que Freud ya enfatiza desde el Proyecto... quedan así dejados de lado y el psicoanálisis se interna en el camino trillado de una psicología evolutiva, de una teoría del conocimiento banalizada, que culmina en una concepción del inconsciente como fuente de una ilusión “irreal” que cierra al sujeto su acceso a la realidad objetiva del mundo, realidad cuya prueba ya no es el re-encuentro del objeto, sino su construcción cognitiva. Las facultades tradicionales de las psicologías recuperan en este contexto su lugar y el inconsciente, el deseo, las pulsiones devienen tan sólo “formas primitivas” que el adulto supera gracias a ellas. Abraham culmina de este modo en la noción de un “amor realista”, sinónimo en este caso de “objetal”, aun cuando Freud haya reiterado siempre el carácter narcisista del amor. Esta noción del amor es asimismo un retorno ingenuo y optimista a un concepto de realidad prefreudiano, en el que su autor desconoce la acción y la presencia de la función del Ideal, tal como Freud mismo la describe en Psicología de las masas... Se desdibujan de este modo las aristas freudianas del problema y este texto deviene el punto de referencia obligado de muchos analistas a través de su difusión por otros autores. Es así como no puede extrañar que, al menos en el medio psicoanalítico de nuestra lengua, uno se tope con muchos analistas que creen que el cuadro de Abraham al que nos hemos referido, nació de la pluma de Freud... Asimismo, en ese texto, Abraham hace un análisis detallado de la melancolía, examinando varios casos que no se ajustan exactamente a su definición semiológica clásica y que a partir de su descripción parecen más bien neurosis diversas en estados de depresión, no registrándose al parecer estructuras psicóticas stricto sensu. Aquí encontramos una de las fuentes de la importancia de la depresión en los trabajos de Klein y también los esbozos de la pérdida de la delimitación de las estructuras freudianas de las neurosis y las psicosis. Por esta vía, mucho antes del nacimiento de la “neurociencia”, se prepara el terreno de la emergencia de la “depresión” como la gran enfermedad de la segunda mitad del siglo, la cual va desplazando y reemplazando insensiblemente todas las formas de las neurosis de transferencia freudianas. La depresión se vuelve el “mal del siglo” y la histeria comienza a caer en el olvido. Retornemos ahora a los aportes kleinianos, pues más allá de su filiación en parte abrahamiana, ellos también son freudianos, y llegan mucho más lejos que los planteos de Abraham.

ESTRUCTURA Y EVOLUCIONISMO EN MELANIE KLEIN La lectura de los textos kleinianos permite deslindar una tensión particular que los caracteriza, que se modula de diferentes modos y alcanza equilibrios diversos según la época en que fueron escritos; una tensión que podemos formular en una primera aproximación como ocasionada por el uso permanente de dos marcos referenciales heterogéneos. Por un lado, encontramos un marco –que es el habitualmente aceptado en relación con sus conceptos por sus seguidores y sus comentaristas– genético-evolutivo. Por otro, encontramos lo que prefiero calificar como un marco “estructural” de sus conceptos, que habitualmente queda encubierto por el primero. Podría resumirse esta tensión como una oscilación entre el concepto de fase, de estadio y el concepto de posición. Es este segundo marco el que le permite a Lacan introducir, de manera sumamente particular, en su elaboración del estadio del espejo la función de las posiciones kleinianas.

A su vez, ambos se mezclan, se funden, se diferencian, en el contexto de una escritura muy fenomenológica, escritura donde la rica descripción de los fantasmas del niño pequeño es de manera casi inmediata transformada en una conceptualización. Precisamente, es por ello que esta tensión tiene una solución dudosa en la antedatación en la que culmina su teorización, antedatación que es el punto en el que ambos marcos convergen de manera contradictoria. Lacan operará sobre esta difícil tensión una serie de diferenciaciones conceptuales que culminarán en la producción del objeto a como real. Creo que es imposible desconocer, en lo que a este punto respecta, que, de todos sus discípulos, fue Wilfred Bion quien vio con mayor precisión la dimensión estructural de las posiciones y quien intentó desarrollarla. (8) Los hallazgos de su libro inicial El psicoanálisis de niños (9) se caracterizan por la riqueza de sus descripciones, por el desorden mismo que ellas introducen en relación con el ordenamiento cronológico de las fases que realiza Abraham e incluso de aquellas que parecen poder deducirse de la misma obra de Freud. Entra así en contradicción con todos los planteos “clásicos” de las fases libidinales, las invierte tanto en su encadenamiento mutuo como en su desarrollo temporal. Las fases en su descripción coexisten, oscilan, se intercambian entre sí, se desplazan unas a otras, se alían, entran en conflicto. El desorden lo inunda todo, arrasando con todos los esquemas habituales y conmoviendo profundamente el mundo psicoanalítico. Con sus primeros trabajos podemos decir que esta dimensión caótica, desordenada, prima sobre los esfuerzos conceptuales y aparece predominantemente un mundo infantil que, si bien confirma los descubrimientos de Tres ensayos..., al mismo tiempo los subvierte. Es bien conocida la conmoción que produjeron sus esfuerzos de teorizar su experiencia: el Edipo y el superyó tempranos, la importancia de los “fantasmas inconscientes”, la coexistencia inicial de todas las pulsiones, incluyendo la fálica, para mencionar sólo algunas de sus teorías, fueron quizás el mayor escándalo del medio analítico antes del que culminó con la excomunión de Lacan. Se sabe, también, que Melanie Klein misma escapó por estrecho margen a tal destino.

EL CONCEPTO DE POSICIÓN Sin embargo, es necesario explorar primero el menos conocido de estos dos marcos, el estructural, y por lo tanto las dos posiciones, la esquizo-paranoide y la depresiva. Comencemos con el concepto mismo de posición, tomando como punto de referencia “Algunas conclusiones teóricas sobre la vida emocional del lactante”, artículo en el que realiza una presentación detallada de su teoría, que es quizá la más sistemática que escribió. (10) Quiero aclarar que no es mi intención historiar el desarrollo de sus conceptos y es por ello que elegí el artículo recién mencionado. Partamos pues de qué define una posición desde la óptica kleiniana. En primer término aparece como un concepto destinado a diferenciarse del concepto tradicional de fase o etapa y la cronología que habitualmente se asocia a él. Las posiciones actúan a lo largo de toda la vida de un sujeto, y desde esta perspectiva no pueden calificarse ni como infantiles ni como adultas. Lo esencial en el concepto de posición es la forma particular en que se articulan en ella cuatro elementos: a) el tipo de angustia; b) el tipo de relaciones objétales; c) la estructura del yo, y d) las defensas específicas en relación con a, b y c. Puede apreciarse que se trata de una organización de elementos sincrónica y que no depende en su articulación misma de diacronía alguna. Se trata de una combinatoria de estos

elementos, combinatoria que determina el cariz específico de los fantasmas del sujeto, dado que un mismo fantasma sufre un procesamiento peculiar al ubicarse en relación con uno u otra de las dos posiciones fundamentales. Las posiciones se presentan entonces como el gran organizador de la vida psíquica, como su brújula fundamental. Esto nos remite a nuestro comentario inicial, pues queda claro que para Klein lo fundante es precisamente la articulación de estos elementos y no la existencia única de cada uno de ellos por separado. Si tomásemos a estos elementos uno a uno, efectivamente, la teoría kleiniana podría ser caracterizada como una teoría de la angustia o una teoría de la relación de objeto o una teoría del yo temprano y sus defensas, ninguna de estas definiciones basta por sí sola para definir el aporte de Klein, pues su aporte es precisamente la articulación original de estas tres dimensiones de la teoría y la experiencia psicoanalíticas. Volviendo a Melanie Klein, cabe indicar que el concepto de posición entraña una redefinición de cada uno de los cuatro elementos que lo constituyen, si tomamos como punto de referencia la obra freudiana. Antes de examinarlos, es conveniente definir ambas posiciones en su especificidad. La posición esquizo-paranoide La posición esquizo-paranoide, llamada primero por Klein paranoide a secas, es luego articulada con las descripciones de la fase esquizoide de Fairbairn. El cambio de denominación reúne en un único término el tipo de angustia –paranoide o persecutoria– y la defensa fundamental en juego –la disociación– que caracterizan a esta posición. El tercer elemento, la relación de objeto, se caracteriza por lo que denomina “deseo voraz de ilimitada gratificación”. (11) El fundamento de este punto, y de este fundamento se deducen asimismo los otros dos, es la experiencia primera de satisfacción de Freud, la misma que fue discutida en el capítulo “El deseo freudiano y su objeto”. Podría decirse incluso que las dos experiencias fundamentales de la satisfacción y la de dolor, fundan la estructura misma de las posiciones. Pero, si se recuerda la descripción freudiana del juicio, Klein toma la dimensión asimilable por el sujeto de esa experiencia, eso que Freud define como atributo. Las posiciones pueden, por ende, ser descriptas como dos modos de la atribución, modos en los que la significación de los objetos en tanto que “buenos” y “malos” se modifica, en el paso de una a la otra. De este modo, bueno y malo en la posición esquizo-paranoide significan según Klein un objeto “totalmente gratificador” o un objeto “que es un perseguidor terrible”. (12) Como puede apreciarse, Klein bautiza de un modo nuevo aquello que Freud llamaba objeto mnemónico desiderativo y objeto mnemónico hostil. Klein al referirse al objeto “bueno” señala que este se confunde con un objeto, pecho ideal, que el sujeto reactiva alucinatoriamente en su interior. Le adjudica a este pecho ideal la cualidad de inagotable, cualidad que satisface ese matiz particular del deseo que Klein califica como voracidad. Este pecho idealizado es el corolario necesario del pecho perseguidor. En este punto, Klein introduce una función de la idealización que le es absolutamente personal: “[…] la idealización deriva de la necesidad de protección contra los objetos perseguidores, es un medio de defensa contra la angustia”. (13) Obviamente, no puede menos que llamar la atención que esta “defensa” no sea correlacionada con el narcisismo, tal como lo hace Freud en Psicología de las masas... Sin embargo, todo lo que sigue se adecua a los caracteres que Freud da al yo y a su narcisismo. Al tomar como ejemplo la alucinación desiderativa, gratificante al menos durante cierto tiempo, con el fin de comprender el proceso que lleva a la idealización, introduce tres mecanismos que al conjugarse producen el pecho

ideal que es alucinado: el control omnipotente, la negación y la disociación. Puede decirse que los dos primeros tienen una neta raigambre freudiana –incluso son articulados por Freud mismo con el narcisismo–, mientras que el último forma parte del patrimonio kleiniano, desempeñando en él un papel decisivo. El control omnipotente es control del objeto, interno y externo, fundado en que “el yo asume la posesión total de ambos pechos, externo e interno”. (14) Para que la alucinación sea posible el pecho perseguidor (que también en un sentido es ideal) debe ser tajantemente separado del pecho bueno ideal, o sea que esta separación es producto de un clivaje que lleva a la disociación del objeto. Esta disociación es inseparable de la negación, que “en su forma extrema –tal como la hallamos en la gratificación alucinatoria– llega al aniquilamiento de cualquier objeto o situación frustrantes”. (15) Coherente en este punto con la conceptualización freudiana de Psicología de las masas..., considera que este pecho ideal forma el núcleo del superyó en su dimensión protectora y benigna y, en tanto tal, la idealización puede ser comprendida como defensa contra la angustia. A ello volveremos luego al examinar su concepto de angustia. El carácter unificador e integrador de esta defensa se debe a que ella es la expresión misma del Eros. La perturbación en cambio proviene de Tánatos, idéntico a la agresión, y este produce la desunificación, la desintegración del sujeto. Así, “la tendencia del yo a integrarse puede ser considerada como una expresión del instinto de vida”. (16) Esta tendencia a la integración bajo el signo del Eros ocupa en su teoría el lugar que ocupa el concepto freudiano de narcisismo, el cual se vuelve simplemente una parte del Eros. Si bien es cierto que puede desprenderse de la lectura de Pulsiones... o de Más allá... una lectura como esta, tampoco se puede olvidar que Freud retoma a menudo sus formulaciones de modo matizado, y que en ningún momento anuló la distinción que había establecido entre las pulsiones parciales y el narcisismo. Es verdad que ambas se sitúan bajo la insignia del Eros, pero también es verdad que el establecimiento del par pulsional Eros-Tánatos no puede ser equiparado, sin más, a la desaparición de la articulación del narcisismo con la serie de la “elección de objeto”, con el amor y con la identificación, con la reducción de este a su mera conceptualización económica de reservorio libidinal. Pasemos a caracterizar en detalle la noción de angustia persecutoria en el marco de esta posición. Prácticamente ella inaugura el artículo que hemos tomado como punto de referencia, y más vale citar su definición que intentar parafrasearla: “[…] la acción interna del instinto de muerte produce el temor al aniquilamiento y esta es la causa primaria de la angustia persecutoria. […] Por lo tanto, la angustia persecutoria entra desde un principio en la relación del lactante con losobjetos, en la medida en que está expuesto a privaciones”. (17) Es evidente, a partir de esta definición, donde ningún término puede considerarse azaroso, que un primer matiz que asombra es la definición de la angustia como temor y, más específicamente, como temor al aniquilamiento. De entrada la angustia se enmarca en una teoría de la “expresión” del instinto y no en el marco del afecto como forma del recuerdo. El Tánatos, por acción propia, surge como fuente de un temor al aniquilamiento para el “yo precoz”, yo que, por el momento, parece acercarse más que nada al “yo-realidad” freudiano. Sin embargo, es importante señalar que esta acción de Tánatos interfiere desde el comienzo en la relación con los objetos, en la medida en que el sujeto se ve expuesto en esa relación a determinadas privaciones. Obsérvese pues que la dialéctica primera es una dialéctica de lo interno y de lo externo, de lo innato y de lo ambiental: el objeto hace su entrada como representante del mundo exterior, a través de la posibilidad misma de privar al sujeto, es decir, de frustrarlo o bien de gratificarlo. No es raro entonces que, a partir de una definición de la angustia persecutoria como la que citamos, se concluya necesariamente en una inclusión del objeto, operando bajo la forma frustracióngratificación. ¿Por qué? Porque el dato primero es el quantum instintivo, sin duda innato, y de allí en

más el mundo humano desempeña un papel únicamente como moderador o amplificador de ese quantum. Aunque Klein hable con frecuencia de la “interacción” entre estos dos componentes –el interno y el externo–, cuando debe decidir hacia cual de ellos inclinar el fiel de la balanza en la determinación de la “elección de neurosis” –término que sí retiene– su elección recae de manera reiterada sobre el factor instintivo interno, sobre el predominio del quantum innato de Eros o Tánatos en cada sujeto. En todo caso, la verdadera “interacción” se produce entre Eros y Tánatos, más que entre mundo externo e interno. Este yo precoz, por ende, es prisionero del ello, fórmula que en efecto puede deducirse de cierta lectura de El yo y el ello. La precocidad de su funcionamiento conduce, es cierto, a conclusiones harto diferentes que las de Anna Freud y los teóricos de la ego-psychology. Klein enfatiza la dimensión de las funciones fantasmáticas, ilusorias, en las que el yo se ve atrapado por acción del par pulsional fundamental, pero lo hace en desmedro de las funciones “realistas” de ese mismo yo. La realidad debe ser conquistada, no está ganada de antemano, y la desadaptación es el rasgo distintivo de este yo prisionero. En este sentido, el yo-realidad cede rápidamente su puesto a un yo del placer, pero aun más a un yo acorralado por la pulsión de muerte, cuyo temor está definido de modo neto, es temor al aniquilamiento. Luego, se discutirá, en el marco general de su teoría de la angustia su relación con la formulación de la muerte en Freud. Pero, desde el ángulo que ahora interesa, vale la pena subrayar esta función de la muerte como soberana, como motor primero del sujeto. En Klein, el efecto de división del sujeto se presenta tan sólo bajo la forma de la disociación del yo, pero este es un yo, si se nos permite, “subjetivado”, no por el significante, sino por el par pulsional fundamental. Tánatos y Eros forman un dúo S1 - S2 que determinará, si nos permitimos un cierto uso de los matemas de Lacan, que la “elección de la neurosis” se determine en función de cuál de ellos desempeña el papel de S1 y cuál el papel de S2. Pero, al captar a este sujeto como yo siempre dividido por el par pulsional, división que determina a su vez la división permanente del objeto en bueno idealizado y malo persecutorio, vemos surgir a nivel del narcisismo de Introducción del narcisismo los elementos mismos que Lacan tomará, unidos a otros, para construir el estadio del espejo como paradigma de lo imaginario y de la relación dual. La posición esquizo-paranoide, por lo tanto, implica como básica la disociación en la medida en que esta suple en la teoría kleiniana a la división del sujeto por el significante, a la operación que en el Seminario XI Lacan denominará alienación. Conviene recordar, empero, que “alienación” es también el término, tomado de Hegel, con que Lacan se refiere al fundamento mismo del estadio del espejo. Aquí, el par de semejantes especular, se vuelve un cuarteto, pues cada miembro del par sufre a su vez un desdoblamiento: yo idealizado-yo perseguidor; objeto idealizado-objeto persecutorio. Es ameno reproducir con este cuarteto el esquema Lambda de Lacan u observar cómo el desdoblamiento de estos términos se encuentra presente en el esquema Rho al separarse allí el i, m, a y a’, o cómo se conjugan en el grafo del deseo bajo la forma i(a) e i’(a’). Puede deducirse que el destino del yo y el del objeto son totalmente solidarios en Klein y que esta solidaridad es producto de la determinación que sufren ambos por parte del par pulsional, en el que, hablando estrictamente, el S1 es representado esencialmente por Tánatos como la fuente misma de la angustia y el S2 por Eros como fuente del amor. Este predominio de Tánatos queda claramente expresado en la inclusión del término “paranoide” que caracteriza, unido al de disociación, a esta posición. Lacan señala explícitamente, en el año 1966, en la presentación de sus primeros trabajos titulada “De nuestros antecedentes”, que este es el aspecto de Melanie Klein que lo impactó fundamentalmente y que contribuyó de manera sustancial a su creación del estadio del espejo: “Pues

no omitamos lo que nuestro concepto [el del estadio del espejo] conlleva de la experiencia analítica del fantasma, esas imágenes llamadas parciales, las únicas que merecen ser referidas a un arcaísmo primero, que reunimos bajo el título de imágenes del cuerpo despedazado y que se confirman por el aserto, en la fenomenología de la experiencia kleiniana, de los fantasmas de la fase llamada paranoide.[…] la imagen cubre empero […] la rivalidad que prevalece, totalitaria, debido a que el semejante se le impone en una fascinación dual: es el uno o el otro, es el retorno depresivo de la fase segunda en Melanie Klein; es la figura del asesinato hegeliano”. (18) Y en “La agresividad en psicoanálisis” elogiará a Klein por, en su exploración del niño, “en el límite mismo de la aparición del lenguaje, haber osado proyectar la experiencia subjetiva en ese período anterior”. (19) Resulta obvio, aunque Lacan use el término de fase, que considera que las dos posiciones kleinianas dan la clave del movimiento mismo de la relación dual del estadio del espejo, que se define así como una oscilación entre ambas. La referencia a Hegel no es gratuita, pues apunta a enfatizar la función de la subjetividad en el ser humano, función que Klein a su modo incluye, precisamente, a través del despliegue de ese mundo interno, mundo de fantasías que invaden la realidad, haciendo del problema del objeto en psicoanálisis un problema solidario del de la subjetividad, en las antípodas de la posición “objetivizante” de la ego-psychology, la teoría kleiniana hace referencia al objeto como fundamentalmente humano, como producto de una dialéctica cuyo parentesco Lacan logró establecer con la del amo y el esclavo, en una de sus tantas conjunciones, tan inesperadas como fructíferas y que le son originales. La función del “asesinato hegeliano” que retorna en la posición depresiva, indica la dimensión de reconciliación frente a la negatividad –la pulsión de muerte para Klein– que sólo la asunción de la culpa y la reparación posterior podrán lograr. Casi podría compararse el tan criticado maniqueísmo moral de Klein con la posición del espíritu moral en la fenomenología hegeliana. Pero asimismo, si queremos continuar con la comparación, puede decirse que en la posición esquizo-paranoide el yo y el objeto idealizado se inclinan hacia la posición del alma bella, que desconoce su participación en el desorden del mundo que ella aborrece. En este marco se sitúa la definición de Klein de “las relaciones de objeto”: “La hipótesis de que las primeras experiencias del lactante con el alimento y la presencia de la madre inician una relación de objeto con ella es uno de los principios básicos presentados en este libro. Esta relación es primeramente una relación con un objeto parcial, porque las pulsiones oral-libidinales y oraldestructivas están dirigidas desde el principio de la vida a la madre en particular”. (20) El carácter asertivo de esta cita indica hasta qué punto el concepto era todavía polémico y hasta qué punto habían caído en el olvido determinados conceptos freudianos, presentes desde el principio en la obra freudiana. Remitimos en lo que a ellos respecta a las citas y comentarios incluidos en los capítulos pertinentes. (21) Ya se mencionó que esta primera relación objetal culmina, vía la introyección, en la constitución de los primeros núcleos del superyó, hipótesis coherente, se ha dicho, con las de Freud en Psicología de las masas... Es necesario por ello articular el concepto de objeto parcial –aquí tomado como una parte de la persona del otro– con los mecanismos de proyección e introyección de los que es solidario y que desembocan en el surgimiento del concepto de identificación proyectiva. Es interesante examinar este último concepto pues su aparición misma indica las dificultades que Klein encuentra en la simetría que instaura entre introyección y proyección, y también las dificultades que entraña su diferenciación entre mundo interno y mundo externo. En la expresión misma, vemos cómo se unen términos que Freud mantuvo separados: identificación e introyección, identificación y proyección, aunque aparecen más a menudo relacionados los dos primeros que los dos segundos. En primer término, este “mecanismo” es caracterizado como una fantasía, como un fantasma,

cuya meta es tomar posesión del objeto parcial oral. “En estas distintas fantasías, el yo se posesiona por proyección de un objeto externo –en primer lugar la madre– y lo transforma en una extensión de su propio self. El objeto se transforma hasta cierto punto en representante del yo, y estos procesos constituyen a mi entender la base de la identificación por proyección o ‘identificación proyectiva’. […] [ella] comenzaría simultáneamente con la voraz introyección sádico-oral del pecho.” (22) Cabe preguntarse entonces qué diferencia existe entre la descripción freudiana de Psicología de las masas... y esta identificación proyectiva. Incluso podemos preguntarnos por qué la libido de objeto que culmina en la idealización del objeto amoroso, a la que Freud caracteriza precisamente como implicando un trasvasamiento de las cualidades del yo hacia el objeto no basta, sino que exige el planteo de la identificación proyectiva. La respuesta es explícitamente planteada por Klein en otro de sus artículos más famosos, “Notas sobre algunos mecanismos esquizoides”, (23) donde precisa que la identificación proyectiva establece el prototipo de una relación agresiva, cuya fuente a nivel de las pulsiones parciales anales y uretrales subraya. Aparece pues una estrecha vinculación entre este mecanismo y las formas anales de la pulsión, que no excluye empero que este se pueda producir también en el caso de las partes positivas o buenas del sujeto y no sólo en relación con las partes malas del yo. Pese a estas aclaraciones, no se entiende demasiado bien el porqué de esta modificación terminológica, el porqué del énfasis en un mecanismo nuevo para describir lo que Freud ya había descripto. La clave parece residir más bien en una confusión teórica y en una incomprensión de ciertos conceptos freudianos, especialmente del concepto de narcisismo. Por ejemplo, Klein subraya que el uso de la identificación proyectiva excesiva de los aspectos positivos de la personalidad puede desembocar en un empobrecimiento del yo, debido a la pérdida y el vaciamiento que este experimenta, deviniendo la madre u otras personas, el ideal del yo. Consecuencia de este proceso puede ser “[…] una extrema dependencia de estos representantes externos de las buenas partes de uno mismo. […] el temor de haber perdido la capacidad de amar porque se siente que el objeto amado es amado predominantemente como parte de uno mismo”. (24) Si leemos estas frases parecería que la articulación intrínseca entre amor y narcisismo nunca hubiese sido formulada por Freud y vemos asomar la noción abrahamiana de una capacidad de amor objetal “puro”, independiente de la esfera narcisista. Tenemos pues la paradoja de que Klein, por un lado, describe de modo muy certero la dimensión del yo del placer purificado freudiano, las consecuencias del enamoramiento y, por otro, ignora que lo está haciendo. Esta ignorancia la obliga a redescubrir esas formas preliminares del amor, donde el narcisismo y las pulsiones parciales se fusionan. Redescubrimiento que si bien enriquece nuestra fenomenología, nada agrega en lo tocante a la estructura que Freud conceptualizó, salvo su confusión con conceptos como el de “capacidad de amor objetal” de Abraham, supuestamente posnarcisista. Creo que puede apreciarse la constante “ensalada conceptual”, si se nos permite la expresión, en que cae Klein, al no ser capaz de percatarse de la compleja articulación del problema del objeto en Freud y de sus dimensiones pertinentes. El concepto de identificación proyectiva, por ende, es un concepto a mi juicio más que dudoso, salvo en su valor descriptivo, fenomenológico. Condensa en una expresión única las dimensiones narcisista y pulsional parcial de la relación con el objeto, caracterizando solamente de este modo su propia necesidad de articular su concepción del yo precoz con el par pulsional de Más allá... En lo que respecta al problema de la introyección, pueden observarse otros semejantes, donde nuevamente la necesidad imperiosa de simetría se hace presente. Simetría que exige permanentemente la presencia del dos, del par, en función de la oposición fundante del par pulsional Eros-Tánatos. En este contexto, si se nos permite la comparación, saltamos del dos al cuatro en tanto

que duplicación del dos, en tanto que desdoblamiento dicotómico del dos, pero no encontramos presente la serie ni la inclusión de lo simbólico que permitiría escapar a la dualidad. En el mismo artículo que se acaba de citar, se alude a la introyección, considerándola, en tanto que introyección del pecho bueno, como una precondición del desarrollo normal. Klein retoma allí la relación entre el pecho bueno introyectado y la idealización, señalando que este se vuelve un refugio del sujeto frente a la angustia paranoide. Surge entonces una perturbación propia de la identificación introyectiva, que aparece como una defensa ante la persecución cuando se trata del objeto bueno, y que culmina en una nueva fenomenología de la patología del yo, caracterizada por la no asimilación del objeto en el yo, rechazo a la asimilación que no es tan sólo patrimonio del objeto malo. Se genera así una nueva situación: el objeto bueno idealizado no asimilado, deviene una nueva forma del perseguidor. En la medida en que esto sucede el yo se encuentra en una posición de subordinación respecto al objeto ideal, perturbándose su desarrollo y, consecuentemente, las relaciones de objeto. El yo cae en una situación de desvalorización muy marcada y “no tiene ni vida ni valor propio”. (25) Queda claro, además, que ambas operaciones, introyección y proyección, están asociadas con las fantasías, que aunque Klein denomine inconscientes, se sitúan en realidad en el circuito que Lacan delimita en el esquema Lambda como a-a’, vale decir, en el circuito de la dualidad imaginaria yo-yo ideal. Esta ubicación es coherente con la implícita, aunque ignorada, referencia al narcisismo que caracteriza la obra kleiniana. Puede observarse que volvemos a la dimensión del “tener” y resulta obvio que Klein parece olvidar la diferencia freudiana entre el “ser” y el “tener”. Toma el ser en la dimensión del par pulsional fundamental, el sujeto según sea fundamentalmente malo (por exceso innato de Tánatos) o fundamentalmente bueno (por exceso innato de Eros) tendrá objetos fundamentalmente malos o buenos. El ser determina pues el tener a partir de una determinación instintiva, cuya posibilidad de modificación en análisis resulta difícil de entender. Esto nos lleva entonces a la segunda de las posiciones, la posición depresiva, la cual permite teóricamente la superación de la posición esquizoparanoide. La posición depresiva Los “progresos” de la posición depresiva giran en torno al paso del objeto parcial al objeto total, que trae aparejado concomitantemente una disminución de la disociación y un aumento de la integración. Los procesos de integración y síntesis toman la delantera en esta posición y su consolidación constituye el eje mismo del paso de una posición a otra. La caracterización de esta posición como depresiva se funda explícitamente en la forma que asume en ella la angustia. Esta es definida así: “En ambos sexos, el temor de perder a la madre, objeto amado primario –es decir, la angustia depresiva– […]”. (26) A esta definición cabe agregarle que el temor a la pérdida tiene como motor la percepción del sujeto de sus propios impulsos destructivos dirigidos hacia el objeto, impulsos que amenazan su integridad y su vida. Esta preocupación por el objeto es inseparable de las características primero señaladas, es decir, de la integración del objeto parcial en un objeto total, de la introyección de la madre como un objeto total, y Klein agrega: “[…] la identificación [con el pecho] se fortalece cuando el lactante llega a percibir o introyectar a su madre como persona (o, en otras palabras como ‘objeto total’)”. (27) Esta última cita exige dos aclaraciones. Primero, no deja de ser llamativo, por eso lo hemos subrayado en el texto mismo de la cita, la equivalencia entre percibir e introyectar, donde el campo de la visión especular es remitido a la más clásica de las psicologías de las facultades y donde la

peculiaridad simbólica de la introyección queda absolutamente dejada de lado. Segundo, puede apreciarse cómo el paso del objeto parcial al total se sitúa claramente en el contexto de la interpretación de Abraham del amor, mucho más que en el contexto de su interpretación freudiana. (28) La referencia a Abraham deviene poco después explícita y, para no redundar, remitimos al apartado de este capítulo dedicado a él. Consecuencia de ello es que el sujeto experimenta la ambivalencia en relación con objetos totales, acercándose amor y odio, pecho bueno y malo, madre buena y mala. Este objeto total, al aunarse los sentimientos de amor y odio hacia un objeto unificado, es percibido como un objeto dañado por la acción de las pulsiones agresivas y que, por ende, puede ser perdido. O sea que desembocamos en la angustia depresiva. Las defensas son las mismas, pero siendo su objetivo defender al yo de la angustia depresiva, ellas devienen en su conjunto “defensas maníacas”. Los métodos siguen siendo los mismos, pero su objetivo es ahora otro. La disociación opera produciendo un objeto total (en el sentido de la oposición parcial-total) indemne, vivo y un objeto total dañado, en peligro, moribundo o muerto. Si el yo es incapaz de soportar esta angustia puede producirse una regresión a la posición esquizoparanoide. Sin embargo, conviene subrayar que esta regresión, desde la perspectiva que por el momento nos interesa, es más bien una oscilación permanente en todo sujeto, a lo largo de toda la vida. Obviamente, la angustia depresiva nos lleva a la función clave que Klein le adjudica al duelo en este proceso y a la importancia de la culpa y de la tendencia a la reparación en esta posición. ¿Cómo surge aquí la culpa? “Al sentir el lactante que sus pulsiones y fantasías de destrucción están dirigidas contra la persona total de su objeto amado, surge la culpa en toda su fuerza y, junto con ella, la necesidad insaciable de reparar, preservar o revivir el objeto amado dañado. […] estas emociones conducen a estados de duelo; y las defensas movilizadas, a tentativas del yo de sobreponerse al duelo. Puesto que la tendencia a reparar deriva en última instancia del instinto de vida, origina fantasías y deseos libidinales. Esta tendencia forma parte de todas las sublimaciones y constituirá, a partir de este estadio en adelante, el medio más poderoso por el que se mantiene a raya y se disminuye la depresión”. (29) La introducción de la culpa es coherente con su conceptualización de los núcleos tempranos del superyó, permitiendo así la conservación de su definición como tensión entre yo y superyó. Klein remite en este punto a la diferencia entre el duelo normal y el duelo patológico según Abraham. Subraya entonces su propia posición al respecto citando su artículo “El duelo y su relación con los estados maníaco-depresivos”: “[…] si bien es cierto que el rasgo normal del duelo es el establecimiento por el individuo del objeto amado y perdido dentro de sí, no está haciéndolo por primera vez, sino que a través del trabajo del duelo, está reinstalando ese objeto así como todos los objetos internos que siente haber perdido”. Continúa luego: “[…] Una reinstalación exitosa del objeto amado externo por el que hay duelo y cuya introyección es intensificada a través del proceso del duelo, implica que objetos amados internos son restaurados y recuperados. Por lo tanto, la vuelta a la realidad característica del proceso de duelo constituye no sólo el medio de renovar los lazos con el mundo externo, sino también de restablecer el mundo interno destruido. El duelo involucra así una repetición de la situación emocional vivenciada por el lactante en la posición depresiva” (los subrayados son de Klein). (30) ¿Cuál es el sentido entonces de esta posición depresiva como duelo primero, como paradigma de todo duelo, de toda pérdida y como posición clave para la integración del yo y la adquisición misma de la prueba de realidad?

El duelo se vuelve en este caso la forma misma de teorizar la pérdida de objeto, el objeto perdido freudiano. Pero, donde Freud se refiere a la pérdida de naturalidad del objeto, a la insuficiencia de la acción específica, Klein ubica la pérdida empírica, en la experiencia, del objeto como tal. Así el duelo se vuelve la clave de una simbolización normal, y se produce una precipitación de la teoría analítica hacia el lado del “aprendizaje”, vuelco que la acerca a las teorías genéticas. Esta descripción de la posición depresiva y su función hace lógicamente necesaria la introducción del Edipo temprano, debido precisamente a la articulación entre duelo, simbolización, culpa y posición depresiva. Las posiciones y el complejo de Edipo temprano En este artículo que venimos comentando, el Edipo temprano, positivo y negativo, es correlativo de la posición depresiva. El Edipo temprano lleva para Klein la marca de la oscilación entre objetos parciales y totales entre ambas posiciones. Para ella la libido genital ya hace su aparición, aun cuando predomine la libido oral. De este modo, la primera aparición del padre es bajo la forma del pene paterno, pene que es ya un objeto sustituto de las frustraciones producidas por el pecho materno. Es la angustia depresiva, precisamente, la que actúa impulsando la búsqueda de sustitutos del pecho materno y de la persona total de la madre. En este contexto se incluyen, por lo tanto, el pene y el padre como persona total. Surgen como sustitutos que permitirán superar la posición depresiva en relación con el primitivo objeto materno. De este modo encontramos esta frase, freudianamente sorprendente, cabe decir: “Así pues los estadios tempranos del complejo de Edipo positivo y negativo alivian las angustias del niño y lo ayudan a superar la posición depresiva”. (31) Es importante destacar el cambio de acento que se produce: el final del complejo de Edipo no supone un duelo, el de los objetos edípicos, sino que, por el contrario, el duelo de la posición depresiva tiene como consecuencia la aparición del Edipo a fin de paliar la angustia y de permitir superar la posición depresiva misma. Es fundamental tener presente hasta qué punto Lacan en el Seminario VI, desarrolla las paradojas de esta posición. Podemos resumir esta articulación entre posición depresiva y Edipo tomando como punto de referencia el esquema Rho de Lacan, que permite dibujar el espacio teórico creado por Melanie Klein, si lo situamos a partir de la visión estructural de las posiciones. Esquema Rho en Klein o la constitución de la realidad a partir de la posición depresiva

Utilizar el esquema Rho de Lacan, o sea el esquema de la constitución de la realidad a partir de los tres órdenes, para entender la conceptualización de Klein es de suma utilidad. Luego se encontrará un desarrollo detallado de este esquema en Lacan, pero aquí nos interesa mostrar su utilidad para definir el espacio propio de la teoría kleiniana, del cual este esquema es ya una crítica. Si comparamos los dos esquemas reproducidos podemos observar, en primera instancia, que el triángulo simbólico desaparece, conservándose tan sólo uno de sus lados, el que queda definido por los vértices I y M. Sobre la base de este eje simbólico se estructura pues la realidad para Melanie Klein. El sujeto, S, está conservado, pero su significado ha variado al desaparecer la función central de la castración freudiana y ser esta sustituida por la función de la posición depresiva y el duelo. En el lugar donde Freud y Lacan sitúan la significación fálica se instala la significación del pecho como aquello que significa al sujeto en su relación con el Otro, aquí materno. La significación fálica aparece aquí como sustituto progresivo de la significación del pecho. Allí es donde el Edipo sólo desempeña su papel en la medida en que el pene paterno se presenta como un sustituto del metropatrón de los objetos que es el seno materno. El pene, objeto parcial, no determina retroactivamente al pecho, como en Inhibición, síntoma y angustia, sino que es determinado en anticipación por el pecho como tal. La significación aquí aparece siempre en avant-coup en lugar de en après-coup, lo cual, se verá luego, lleva necesariamente a una posición innatista. El significante M remite en el esquema de Lacan a la función de la madre como Otro primordial, como Otro de la demanda y el I remite a la función del Ideal del yo, al primer sello como dirá Lacan que el sujeto recibe del Otro. Este eje I-M, corresponde al grafo 2 que encontramos en “Subversión del sujeto...”, (32) grafo que muestra la función del Otro del código (A), como inseparable de la demanda de amor, como fuente misma del paso de la necesidad a la demanda vía el desfiladero del significante. Es también, se sabe, el Otro en juego en el Fort-Da, en el vaivén de la presenciaausencia materna. Este Otro está claramente en juego en la teoría de Klein, y si su versión del pecho idealizado, marcando el yo, se sitúa del lado del I, del lado del M encontramos a la madre en su función de persona total. A diferencia de Lacan, para quien la diferencia parcial-total se inscribe en una dinámica totalmente diferente: fragmentación-unificación en el marco de la especularidad por un lado y, por otro, objeto de la pulsión y objeto del amor, vinculados respectivamente el primero al Otro barrado del deseo ( ), y el segundo al Otro sin barrar de la demanda de amor (A). La descripción que se realizó anteriormente de la posición depresiva y del Edipo temprano nos permite, a partir de este esquema comparativo, llevar a cabo ciertas precisiones: a) La función de la persona total reemplaza en Klein a la función del significante M, en tanto Otro

de la demanda de amor. b) La omnipotencia de este Otro de la demanda de amor, “poder en lo real”, como lo califica Lacan, es atribuida a la inmadurez del niño y a su incapacidad de percibir la realidad del objeto externo. c) La posibilidad de sustitución que el duelo pone en movimiento es coherente con la formulación de Lacan que hace del don del Otro una primera metáfora, anterior a la metáfora paterna. d) El don de amor es inseparable del significante I, entendido como el punto desde donde el sujeto es “amable” para el Otro, el concepto de reparación se inscribe en este circuito. e) El Otro herido, dañado, moribundo o muerto es la versión kleiniana del Otro barrado. El ir y venir materno, en lugar de generar una pregunta acerca del deseo del Otro como en Lacan, se cierra sobre el circuito idealizante y el A de la demanda donde la falta, el agujero, se transforma en culpa, en lugar de transformarse en deseo como deseo del Otro. El sujeto asume en la teoría kleiniana la castración del Otro sobre sí mismo, es él el responsable, debido a sus fantasmas agresivos, de la incompletud del Otro, la cual deviene una herida que el sujeto mismo le ha infligido. f) El pecho, como significación producida por la metáfora de amor, objeto parcial peculiar que no debe confundirse con el objeto pulsional parcial oral propiamente dicho, es el modelo aquí de toda metáfora, y remite necesariamente a la frustración. g) La frustración en su articulación con el Otro de la demanda de amor, reemplaza entonces al Otro del deseo en su articulación con la castración freudiana. La metáfora productora de la significación del pecho es una metáfora que privilegia el objeto como metafórico en relación con un Otro no barrado, que responde a una concepción de la angustia que tiende a confundirla con el miedo. Podría decirse, y se desarrollará luego en relación con la obra de Lacan, que el objeto aquí coincide con el objeto de la fobia tal como lo conceptualiza Lacan, en la medida en que la teoría no puede delimitar la función paterna como legalizando el deseo materno. Consecuencia de esta posición es la importancia desmedida de las fobias en la teoría y en la clínica kleiniana, su hipertrofia, su omnipresencia, en la medida en que justamente podría decirse que en esta teoría el advenimiento del deseo del Otro se encuentra “prevenido”. h) Sin embargo, la realidad como humana se ha establecido a partir de la existencia del don de amor, aunque este quede transformado en un avatar del instinto. La inclusión de a-a’ en el campo de la realidad se produce, no a causa de la elaboración del duelo por el pecho, sino porque, tal como Freud lo describió, el objeto perdido del deseo se pierde de entrada, mas no en la experiencia, es pérdida del objeto de la necesidad, no pérdida del objeto empírico, por acción del campo simbólico que se estructura entre el desamparo, el Otro prehistórico v la función del grito que deviene llamado. A partir de estas puntualizaciones resulta evidente que la elección de objeto en su relación con el Edipo, negativo o positivo, ya conduzca a la homo o a la heterosexualidad, se vuelve independiente de la castración y de la angustia con ella vinculada para pasar a ser tan sólo una forma de apaciguamiento de la culpa generada por las pulsiones destructivas. La culpa aquí, aunque sea definida como tensión yo-superyó, se independiza totalmente tanto del mito freudiano de Tótem y Tabú como de la prohibición del incesto con la madre. La sexualidad en su vertiente de elección de objeto es defensa frente a la ansiedad persecutoria y depresiva, una forma de reparar ese pecado original que es nuestra agresividad innata.

EL CONCEPTO EVOLUTIVO El evolucionismo y el innatismo presentes también en Klein son el contrapunto, el otro polo de una tensión, que choca con este concepto de estructura que implican las posiciones y que el esquema Rho permite definir. La solidaridad presente en esta teoría entre inmadurez, primitivismo y profundidad resulta llamativa. Lo “más profundo” es aquí lo más inconsciente y lo más inconsciente a su vez es lo más primitivo y lo más inmaduro. Así, la posición esquizo-paranoide se sitúa inicialmente entre el nacimiento y los seis meses, momento en que adviene la posición depresiva y, por ende, el Edipo precoz. Luego la primera es retrotraída desde el nacimiento a los tres meses y la segunda comienza entonces en esa fecha. Este movimiento por el cual siempre las posiciones tienden a ser cada vez anteriores en el tiempo, culmina en la coexistencia casi inicial de estas en las últimas formulaciones kleinianas. Existe una tendencia permanente a hacer retroceder cada vez más en el tiempo cualquiera de sus descubrimientos. Esta necesidad lógica que la lleva a remontarse cada vez más en el tiempo surge de una imposición interna de la estructura propia de su teoría. Para Freud, el acontecimiento y su significación no coinciden necesariamente en el tiempo, y este desfasaje es elaborado mediante el concepto de nachträglich de retroacción o après-coup. Si consideramos las etapas desde la perspectiva cronológica del acontecimiento, nos perdemos en la maraña de una psicología evolutiva psicoanalítica que responde bastante bien a los anhelos del Abraham embriólogo. Para ello precisamente hay que invertir la función del après-coup y transformarla en un avant-coup. Esto es lo que Klein lleva a cabo. Su permanente tendencia a la antedatación indica simplemente la presencia inicial de la estructura sincrónica. Esta estructura puede ser conceptualizada de tres maneras: 1) la estructura es innata, biológica, y su desarrollo es teleológico y está destinado a alcanzar su causa final, causa que dirige todo su despliegue; 2) la estructura es cultural, corresponde a la acción del medio ambiente, acción también teleológica, destinada a producir el sujeto socialmente adecuado, la posición de Horney, por ejemplo, la ilustra claramente, y 3) la estructura, tal como la concibe Lacan, se ubica más allá de la oposición biologismo-culturalismo, y rescata eso que Freud llamó la “realidad psíquica”. Desde esta perspectiva la estructura no sólo es “estructura de lenguaje”, sino que entraña que el lenguaje determina en el sujeto por él habitado esa dimensión peculiar que es la subjetividad y el deseo inconsciente freudiano, eterno, inmutable a lo largo de toda la vida. Esa estructura también preexiste al sujeto, lo determina, lo crea como sujeto y por ello, en la medida en que existe una dimensión estructural en este sentido en Klein, ella se ve obligada a situar sus descubrimientos de manera cada vez más precoz, hasta culminar en una posición innatista. Podemos representar esta posición utilizando el esquema modificado por Jacques-Alain Miller (33) de la célula elemental del grafo del deseo, en el que puede formularse claramente cómo el punto de almohadillado kleiniano, la posición depresiva, determina en dirección progresiva las etapas libidinales a partir de la solidaridad entre las posiciones primeras y la oralidad.

Este esquema es introducido para dar cuenta de la función de punto de almohadillado de la metáfora paterna que culmina en la producción de la significación fálica, , significación que resignifica el conjunto de las etapas libidinales, instalándolas bajo la primacía del falo. En Klein, la posición depresiva cumple esta función de punto de almohadillado, y la significación producida es el pecho materno, que resignificará por anticipación a las demás etapas pulsionales, incluida la fálica. El pecho acuña así todos los objetos posibles. Pero este punto de almohadillado se funda en una sustitución significante, más próxima a la metáfora primera surgida de la demanda de amor, que a la metáfora paterna. Desde esta perspectiva, ¿cuál es la sustitución significante en juego? Varias posibilidades se nos ofrecen. Una primera, la más común, remite este punto de almohadillado a la pérdida empírica del objeto pecho como objeto parcial, determinada por la “maduración” perceptiva que lleva a descubrir el objeto total. Esta es una teoría del duelo solidaria de una teoría de la maduración perceptiva por un lado y, por otro, del presupuesto de que esta maduración le permite al yo evaluar el daño producido al objeto por los impulsos tanáticos. La solución de la culpa y la depresión concomitantes pasa entonces por la reparación del objeto, que no sólo se ubica bajo el signo del Eros, sino que es remitida específicamente a la capacidad sublimatoria y a la función del Ideal del yo, I. La reparación, entonces, asume la posición de una ley destinada, no a regular el deseo de la Madre como Otro primordial, sino a asegurar la indemnidad, la completud de la Madre como Otro de la demanda. Pero también puede enfocarse la sustitución en función de la relación Eros-Tánatos, donde el Eros como S2 viene a sustituir la supremacía “natural” de Tánatos, S1. En este contexto las emociones, como traducción directa de los instintos, son una realidad primera que la posición depresiva domestica, deviniendo por esta razón punto de partida del “proceso de simbolización”. Así el punto de almohadillado marcaría el momento mismo de la génesis del símbolo, de su aprendizaje, confundiéndose la realidad psíquica freudiana con la realidad de la teoría del conocimiento. Este marco teórico entraña como tal que el re-encuentro del objeto freudiano es transformado como tal en una reminiscencia platónica –es Bion quien realiza esta comparación–, en la medida en que se supone que las representaciones fundamentales para el sujeto son innatas. De este modo, pene, vagina, sexualidad, muerte, etc., son significaciones biológicas heredadas y preformadas. Esta posición trae aparejada la exclusión de la castración, cuya lejanía con cualquier “naturalidad” es harto evidente. Puede deducirse entonces que esta forma de conceptualizar el objeto perdido culmina en una teoría de la psicogénesis del símbolo. Esta teoría implica cuatro premisas, cuyas consecuencias, por ejemplo, se desplegarán de modo coherente en las teorías de Wilfred Bion: (34) 1) Existe un desarrollo madurativo teleológico. 2) Este exige la anticipación de la significación, que necesariamente culmina en un innatismo. 3) El símbolo da cuenta de un vivencia originaria, sustancia primera perdida –la emoción– en las redes del significante, sustancia que es la esencia del proceso psicoanalítico, el cual puede por lo tanto ser definido como “una experiencia emocional”. 4) El símbolo es pues inseparable de la emoción y especialmente de esa emoción fundamental que es la angustia. De este modo, la teoría de la angustia y la psicogénesis del símbolo resultan solidarias entre sí.

Desde esta perspectiva es entonces necesario pasar a examinar esta articulación, clave en Klein, entre psicogénesis del símbolo y angustia.

ANGUSTIA Y PROCESO DE SIMBOLIZACIÓN EN LA OBRA KLEINIANA La definición estricta de la angustia como concepto general es clara y neta: la angustia es la percepción interna de la acción de la pulsión de muerte. (35) Esta no es una definición que se encuentre en Freud, quien siempre sostuvo la inexistencia de la representación de la muerte en el inconsciente, y su representación indirecta a través de la castración. En lo que respecta a su definición de la angustia, Klein explicita esta diferencia. Sí, en cambio, se apoya explícitamente en ciertas formulaciones de Inhibición, síntoma y angustia, especialmente en lo tocante a la relación entre el yo y la angustia, enfatizando sobre todo que la percepción de esta angustia entraña de modo necesario la existencia de un yo precoz. La función fundamental de este yo precoz es hacer frente a la angustia como traducción de la pulsión de muerte. Tal como ya se señaló, este yo precoz parece corresponder al concepto de yo-realidad de Freud. Las relaciones de objeto de este yo precoz son en realidad formas de modular la angustia misma, siendo la producción del superyó precoz una de sus modulaciones. A partir de esta definición primera de la angustia se abren una serie de problemas cuya solución simultáneamente la aparta y la acerca de los conceptos freudianos. En primer término, el artículo donde plantea la relación intrínseca entre yo precoz, angustia y formación de símbolos, (36) artículo dedicado al caso Dick al que Lacan se referirá en el Seminario I, muestra la solidaridad intrínseca de estos tres conceptos para Klein y, al mismo tiempo, los puntos en que se introducen confusiones en su interpretación de los conceptos freudianos. Si se parte de este “yo precoz” y se olvida su articulación con el yo-realidad y el yo del placer purificado freudianos, uno se topa con una curiosa mezcla de aciertos y desaciertos. Esta mezcla surge muy claramente de una rica experiencia clínica –la de Dick– procesada sin tomar en consideración ciertas rigurosas conclusiones a las que la misma experiencia clínica condujo a Freud. Culpa, angustia y duelo. El salto de Freud a Klein Ubicados el par objeto bueno-objeto malo y pecho idealizado-pecho persecutorio en el contexto del yo narcisista, puede deducirse que lo bueno y lo malo carecen aquí de las características que Freud mismo considera como propias de una valoración ética. En Malestar en la cultura al plantear Freud el superyó como instancia moral, hípermoral la mayoría de las veces, en su íntima relación con la culpa, realiza algunas precisiones que es indispensable retomar: “Es lícito desautorizar la existencia de una capacidad originaría, por así decirlo natural, de diferenciar el bien del mal. Evidentemente, malo no es lo dañino o perjudicial para el yo; al contrario, puede ser también lo que anhela y lo que le depara contento. Entonces aquí se manifiesta una influencia ajena; ella determina lo que debe llamarse malo y bueno. Librado a la espontaneidad de su sentir, el hombre no habría seguido ese camino; por tanto ha de tener un motivo para someterse a ese influjo ajeno. Se lo

descubre fácilmente en su desvalimiento y dependencia de otros; su mejor designación sería: angustia frente a la pérdida de amor”. (37) Podría decirse que frente a esta paradoja toda ética ha fracasado. ¿Por qué? Por suponer justamente que el principio del placer guía la conducta ética hacia el Bien Supremo. En este párrafo freudiano, cuya lectura exige como trasfondo el conocimiento del Proyecto..., la lucidez de su recorrido, casi siempre ignorada, permite formular la paradoja que Freud entrevió en Proyecto... y que culminó en las afirmaciones de Más allá... Esa paradoja se delimita entre el principio de placerdisplacer y el más allá del principio del placer. El principio de placer-displacer (para aludir a él como a veces lo hace Freud, demostrando así la solidaridad de los dos principios que parecían oponerse inicialmente), es patrimonio de ese yo del placer purificado, ese Lust-Ich, propio de la estructura del narcisismo. Su más allá, que luego será solidario del Ello, prepara la segunda teoría pulsional y, posteriormente, la teoría final de la angustia en Freud. La paradoja puede formularse entonces en términos del contrapunto entre la homeostasis y el más allá de ella, y es ella la que se encuentra en el centro mismo del descubrimiento freudiano. El bien y el mal como conceptos éticos, morales, no pueden ser confundidos con lo bueno y lo malo como criterios propios del yo narcisista. Como bien lo señala esta cita, lo natural de la diferencia surge a nivel tan sólo de la homeostasis como tal, pero una homeostasis que en cuanto tal es un forzamiento de la homeostasis del organismo, tiempo uno del descubrimiento freudiano. La experiencia del análisis nos muestra que más allá de esa homeostasis narcisista –subversión ya de la homeostasis orgánica–, existe la dimensión pulsional, tiempo dos del descubrimiento analítico, que depende en su estructura misma del desamparo, el Otro, el llamado. Allí reside para Freud el secreto de la acción de esa “influencia ajena” que introduce los criterios que diferencian lo bueno y lo malo. Por lo tanto, incluso la función de atribución propia del yo narcisista es secretamente organizada por esa estructura del desamparo, el Otro y el llamado, es ya un equilibrio ante el desvalimiento del yo frente a sus fuentes de “placer” en la medida en que el acceso a ellas está mediado por esa “influencia ajena”. Por esta razón, ya en Pulsiones..., Freud consideraba que la primera oposición era amor-indiferencia. La culpa es solidaria del bien y del mal en articulación explícita con la “influencia ajena” y no depende de una madurez perceptiva, de una integración yoica que se produciría gracias a la posición depresiva. Bueno y malo en sentido ético no son correlatos automáticos de la introyección de un objeto bueno y un objeto malo que se inscribirían en las coordenadas de una bondad y una maldad innatas, fundadas en el par pulsional Eros-Tánatos. Por esta vía Klein teoriza una suerte de “ética natural”, cuyo defecto fundamental reside en borrar la paradoja que está en la base misma de la experiencia del psicoanálisis. Freud creó un mito de los orígenes para dar cuenta de la relación entre la culpa y la estructura de lo social y el inconsciente, mito que desplegó en Tótem y tabú: el asesinato originario del padre. Este mito freudiano, como insiste Lacan, es el mito del surgimiento de la castración del Otro, de su carácter mortal; pero, a la vez, asumiendo que la culpa recae sobre la fratría salva nuevamente al padre del más grave de sus pecados, su inexistencia como fundamento de la Ley. El punto de separación entre naturaleza y cultura, así como el de su articulación, reside en este mito, que precisamente, por esta razón, es un mito. La angustia ante la pérdida de amor que Freud menciona como el motor fundamental de esta sujeción a la ética, conduce a un examen de la noción de angustia y sus variaciones en las obras respectivas de Freud y de Klein.

La angustia de Freud a Klein Retomemos la definición de Klein de la angustia, a partir de un texto específicamente dedicado al tema, definición que es presentada como una deducción de la segunda teoría pulsional freudiana, “[…] la angustia se origina en el miedo a la muerte. […] mis observaciones analíticas muestran que hay en el inconsciente un temor a la aniquilación de la vida. […] Así, a mi entender, el peligro que surge del trabajo interno del instinto de muerte es la primera causa de la angustia”. (38) Pese a la explícita puntuación de su diferencia con Freud en lo tocante a este punto, quizá un recorrido comparativo de la teoría freudiana permita entender en qué sentido existe una relación entre la angustia y el más allá del principio del placer, relación que, sin embargo, no quita nada a la validez de las afirmaciones freudianas acerca de este tema. En Inhibición, síntoma y angustia, Freud despeja el concepto de la angustia traumática y, apoyándose en él, elabora su teoría de la angustia señal, cuya sede es el yo. Un primer punto que merece ser enfatizado es la insistencia con que Freud retoma una teoría del afecto, dentro de la cual encuadra la angustia –teoría ya presente en el Proyecto...–, que entraña su equiparación con un símbolo mnémico. Aclara incluso que se trata de una forma del recordar derivada de la sedimentación de vivencias traumáticas sumamente antiguas, aun filogenéticas. La angustia traumática precede explícitamente para él a la constitución del superyó y su explicación tiene coordenadas básicamente “económicas”, vale decir, cuantitativas, ligadas a una hipertrofia de la excitación que supera lo que en Más allá... había denominado la barrera protectora contra los estímulos. La ruptura de esa barrera estaría en el basamento mismo de las represiones primarias. Es imposible no percatarse de la relación de estas formulaciones con las formulaciones del Proyecto... acerca de la relación entre el afecto, la experiencia mnemónica hostil y el establecimiento de la defensa primaria; también con esa formulación, que retorna cada vez que Freud habla de la pulsión, según la cual frente a la excitación pulsional la barrera protectora es inexistente y que como tal debe construirse a través de la defensa misma. La angustia entonces surge como una reacción ante el peligro, peligro que Freud caracteriza como fundamentalmente determinado por la ruptura de la barrera protectora, ruptura que implica un forzamiento de la homeostasis, es decir que el peligro a nivel de la angustia traumática es la perturbación económica producida por un incremento de las magnitudes de estímulo. Para Freud, “[…] este factor constituye el núcleo genuino del ‘peligro’”. (39) Este factor económico es uno de los ejes que lleva a Freud a la formulación del más allá del principio del placer. Por lo tanto, la formulación de Klein sólo se entiende si se piensa que confunde el Real-Ich freudiano, homeostásico, con el yo que será sede de la angustia señal. Su yo precoz no es entonces un yo en el sentido estrictamente psicoanalítico y freudiano de la palabra, es más bien un “yo de la necesidad” perturbado por la presencia misma de lo pulsional como tal. La función homeostásica es retomada por el yo del placer purificado del narcisismo, homeostasis que –como se dijo– se produce en un nivel que ya no es biológico. Precisamente, este yo será la sede misma de la angustia y su precocidad no es madurativa, sino estructural, en la medida en que la existencia de la señal en el niño responde a la anticipación que se esboza gracias a esa tríada en la que volvemos a insistir: el desamparo, el otro y el llamado; aquello que permite que la estructura del lenguaje se posesione del organismo haciéndolo devenir sujeto. Citemos nuevamente a Freud: “En ambos aspectos, como fenómeno automático y como señal de socorro, la angustia demuestra ser producto del desvalimiento psíquico del lactante, que es el obvio correspondiente de su desvalimiento biológico, […] [que ambas] reconozcan por condición la separación de la madre no ha menester de interpretación psicológica alguna”. (40) Si Klein hubiera tenido presente esta frase se habrían

obviado muchas confusiones, pues la angustia automática, involuntaria, es el más allá del principio del placer que está en el fundamento mismo de la pulsión. Pero, tal como lo precisa Freud, no entraña “interpretación psicológica alguna”. La aniquilación del yo no es una vivencia psicológica, corresponde al yo biológico, a los aparatos que lo conforman, que no desempeñan un papel en la experiencia analítica, pues corresponden como tales a lo que se califica habitualmente, tema que Freud desarrolla, como peligros reales. Que un sujeto pueda desconocer los peligros reales a causa de su inclusión en la dimensión del desamparo y el Otro es ya otro problema, problema que sí puede competirnos en tanto que analistas. Ahora bien, esto no impide que el riesgo de vida esté presente para el niño humano, ¿a qué alude sino el desamparo que Freud enfatiza? Si llamamos aniquilación a la experiencia “no psicológica” de incremento de carga, sólo podemos hacerlo desde la visión del adulto, quien retroactivamente comprueba en el niño el desamparo que él mismo ya atravesó, su imposibilidad para realizar por sí solo la acción específica, no su impotencia para hacerlo. Que la angustia se desencadene como una descarga, ineficiente cabe decir, que responde a este peligro, no permite inferir que este sea el trabajo de la pulsión de muerte devenida instinto. En las mismas páginas que se vienen citando Freud no se cansa de repetir, una y otra vez, que esta reacción, al igual que la pulsión misma son una forma de recuerdo, es decir, que se sitúan en el marco de la historia, tesis que es también uno de los ejes de su desarrollo en Más allá... Desde esta perspectiva, la teorización de Klein de la angustia y asimismo de la pulsión, implica una regresión teórica a formulaciones psicologistas, esas mismas que Freud rechaza. Como Freud lo dice claramente, la angustia propia del desamparo es una angustia real, pues no se trata de una fantasía de amenaza, se trata de una amenaza en lo real. En este punto, es indispensable recorrer el camino que lleva de la angustia automática a la angustia señal y a los diversos peligros que recién adquirirán su contenido definitivo a partir de la castración misma. Freud subraya que la fuente económica de la angustia debe ser netamente diferenciada de la pérdida de objeto, más aún, es la perturbación económica la que da su lugar a la importancia de la madre como objeto y a su pérdida. De este modo, declara taxativamente que la angustia frente a la separación se funda en un desplazamiento de la perturbación económica al otro que logra impedirla, es decir, a su condición. En este paso de la perturbación económica a su condición se sitúa precisamente el paso de la angustia automática a la angustia señal. Cuando el peligro es definido como la ausencia de la madre ya pasa a ser señal del posible desarrollo automático de angustia que se produciría si la madre no interviniese a tiempo. La frontera entre angustia automática y angustia señal se instala en el intervalo que separa la inundación económica de magnitudes y la condición que, de estar ausente, determinaría el desencadenamiento del automatismo económico. Preferimos en este punto, una vez definida la diferencia entre ambas angustias, dejarle la palabra a Freud, quien define así la serie de las “condiciones” que generan los peligros frente a los que el yo usa el alerta de la angustia señal: “El peligro del desvalimiento psíquico se adecua al período de la inmadurez del yo, así como el peligro de la pérdida de objeto a la falta de autonomía de los primeros años de la niñez, el peligro de castración, a la fase fálica y la angustia ante el superyó ,al período de latencia”. (41) Angustia y duelo En la “Addenda C” de este mismo texto, (42) Freud establece ciertas precisiones acerca de las

diferencias entre angustia, dolor y duelo que transforman el concepto mismo de angustia paranoide y depresiva en una suerte de contrasentido. Incluso da cuenta de muchas de las confusiones que están presentes en el manejo kleiniano de los dos tipos de angustia, las cuales sólo son posibles olvidando o realizando una lectura somera de una parte importante del legado freudiano. Una pregunta cuyo carácter tajante asombra abre el texto. Si uno de los peligros es la pérdida del objeto, ¿qué diferencia esta pérdida de la que se produce en el duelo, en el cual el componente doloroso ocupa un primer plano? La respuesta, pese a las excusas de Freud por su imprecisión, también nos impresiona, pues especifica matices conceptuales aún hoy impecables. Angustia y duelo son diferenciados con notable originalidad: la perdida de objeto del duelo produce, como reacción que le es específica, la reacción de dolor; la angustia es, en cambio, una reacción ante el peligro que esta pérdida de objeto entraña y sólo por desplazamiento una reacción ante la pérdida del objeto mismo. Esta diferencia muestra claramente qué elementos se confunden para Klein en la angustia depresiva. Si se la define como el miedo que experimenta el yo ante el peligro de la pérdida del objeto bueno, pérdida que surge a causa de la acción de las pulsiones agresivas del sujeto hacia ese objeto, puede observarse que se trata de una definición que se acerca mucho más a la del duelo que a la de la angustia. Sólo se acerca a la angustia en la medida en que se produce una soldadura entre el duelo y la angustia, en la medida en que este duelo es considerado también un peligro. Clínicamente, es cierto, esta fusión puede apreciarse. Sin embargo, conviene, una vez más, retornar al escrito freudiano. Se enfatiza en él la imposibilidad del lactante de establecer una temporalidad en lo tocante al vaivén de la presencia-ausencia del objeto materno. Esta falla en la temporalidad no es una falla en la cronología, pues es a la madre a quien le toca modular esta angustia mediante sus respuestas al niño e incorporarlo de este modo a la temporalidad propia de la estructura del significante. Temporalidad que lleva en su seno mismo la ausencia en su oposición a la presencia y que, inicialmente, es considerada como una pérdida definitiva. El juego del ocultamiento del rostro es mencionado aquí, por Freud, como fundante en la introducción de la temporalidad misma del par presencia-ausencia. El niño no queda pues capturado por la pura experiencia del par presenciaausencia, queda capturado por el par oposicional que es el fundamento mismo de la estructura simbólica, fundamento que el vaivén materno despliega bajo la forma de acontecimiento. La conclusión freudiana al respecto brinda la pista del extravío de Klein y explica de dónde extrae ella la importancia de la función de la percepción. Freud escribe: “La primera condición de angustia que el yo mismo introduce es, por lo tanto, la de la pérdida de percepción, que se equipara a la pérdida del objeto”. Y agrega, cosa que no hay olvidar: “Todavía no cuenta una pérdida de amor”. (43) No puede olvidarse que el peligro de la pérdida de amor es el que introduce como tal, para Freud, la dimensión ética. La madre es aquí definida como un objeto creado por la satisfacción posible en el marco del desamparo. Si hablamos de creación, no podemos hablar de naturalidad sino, por el contrario, de la subversión que la naturalidad sufre en este contexto que es el del desamparo y la prematuración. A este nivel se produce lo que Freud mismo califica como una “novedad”: una carga, una investidura, extremadamente intensa, a la que califica como “añorante”, que está en la base misma de la reacción de dolor. Freud incluso asocia este dolor con la expresión que la lengua común ha creado para él, “dolor interior, anímico”, encontrando en ella cómo este objeto creado, crea a su vez esa añoranza que, al igual que la estimulación externa del dolor físico o que la presencia de un estímulo pulsional continuo, produce una ruptura de la barrera protectora. El anhelo, la añoranza del objeto se inscriben

así más allá del objeto como fuente de placer del yo narcisista, y sitúan al deseo y a su objeto en el marco mismo del más allá del principio del placer. Volvemos a encontrar aquí en el texto freudiano el objeto ausente (perdido) que, por un mecanismo totalmente diferente, produce el efecto mismo que es considerado como propio de la pulsión de muerte. Define incluso a este dolor como verdadero indicador de la existencia de una investidura de objeto. El dolor de la pérdida no es todavía el duelo. El duelo entraña además la puesta en marcha del examen de realidad, que exige separarse del objeto porque este ya no existe, proceso que no es sin dolor, por eso Freud concluye: “[…] la elevada e incumplible investidura de añoranza del objeto en el curso de la reproducción de las situaciones en que debe ser desasida la ligazón con el objeto”. (44) La función del examen de realidad no puede ser dejada de lado, cosa que Klein no hace desde ya. No obstante, en ningún punto de la obra freudiana la pérdida se debe al Tánatos puro. El examen de realidad en Klein se limita a comprobar o no si el objeto ha resistido los ataques agresivos del sujeto. En Freud el examen de realidad, la percepción con la que este se acompaña, no deja de enmarcarse en el contexto de la búsqueda del objeto perdido, ese “Otro inolvidable” que nunca será reemplazado. En este sentido, puede afirmarse que la pérdida es constitutiva del establecimiento de la carga “añorante”; pero Freud es taxativo, podemos hablar de duelo normal como tal cuando un objeto ha sido perdido en lo real. No se puede asimilar sin más el objeto perdido estructural del deseo, ese objeto creado, con el duelo por el o los objetos que en la vida de cada sujeto son reencuentros que –felices o desventurados– tratan de volver a encontrar lo que ya nunca se volverá a encontrar. Aquí, nuevamente, la ley de la prohibición del incesto con la madre es una ley imposible de obviar para ambos sexos. Podría incluso pensarse que el énfasis kleiniano en la relación primordial con la madre y con el interior de su cuerpo, incluso la tan mentada fantasía de la pareja combinada, sólo reemplaza y torna borrosa esta ley fundamental, ley que es el zócalo de la castración misma, ley que designa el objeto del deseo al mismo tiempo que lo prohíbe. El complejo de Edipo sufre entonces una naturalización, por un lado y, por otro, sufre una inflexión particular. Nada en la experiencia de Klein la lleva a descubrir la existencia de un universal de la mujer que elimine la presencia del falo, ese falo con el que se topa en el interior mismo del cuerpo materno. Sin embargo, ella opone a la significación fálica no sólo la significación del pecho, sino que esta última es el modo en que alcanza un nuevo universal que sustituye al universal fálico, que restablece la relación entre los sexos, sin introducir propiamente a la mujer: introduce el universal de La madre. Lacan mismo señala, en el Seminario XX, que este significante está representado en el universo significante. Su omisión de la “función paterna”, la culminación en un análisis calificado comúnmente con razón de “maternage”, no apunta tanto a eliminar al padre como a eliminar cualquier barra en el Otro, toda dimensión del Otro como deseante, que es inseparable de la no complementación entre los sexos que el falo indica. Si la lectura ingenua de la función del falo por parte del feminismo dio lugar a una curiosa y mayor universalización del falo, la lectura kleiniana de la sexualidad culmina no sólo en un innatismo de las representaciones del pene y la vagina, sino, lo cual es más importante aún, en lo que podríamos caracterizar como un empuje-a-la-madre para ambos sexos, supuestamente biológicos. Su consigna es clara: ¡Todos madres! El examen del concepto freudiano de angustia en su articulación y en su diferencia con el duelo y la pérdida de objeto permite realizar ahora un examen de la relación entre simbolización y angustia.

Angustia y símbolo Este tema nos exige volver al artículo cuyo eje gira en torno al caso Dick y a contrastarlo con las formulaciones freudianas presentes en La negación. Al respecto, las referencias primeras que surgen en este artículo de Klein, cuando comienza a trabajar el problema del simbolismo, remiten primero a Sándor Ferenczi, seguido en segundo término por Ernest Jones. A partir de la observación de Ferenczi según la cual la identificación es precursora del simbolismo, en la medida en que surge de la tendencia del pequeño a encontrar su propio cuerpo, sus órganos y sus funciones en todos los objetos, observación que relaciona con la concepción de Jones que postula la posibilidad de realizar una ecuación entre cosas totalmente diferentes en función del principio del placer –el cual establece entre ellas una posibilidad de sustitución y de enlace peculiar, vale decir, que pueden ser identificadas entre sí (sin duda, tenemos aquí la génesis de la más adelante famosa ecuación simbólica)–, Klein esbozará una teoría, que nos permitimos calificar de “metafórica”, de la simbolización que le es propia. Parece haber olvidado, empero, las raíces freudianas de ambas concepciones, que indican, por ejemplo, la necesidad de un retorno a las formulaciones de la Traumdeutung. Esta teoría comienza con una articulación íntima y particular entre la simbolización y la sublimación, cuyo mecanismo es la ecuación simbólica. Es interesante observar cómo el mundo de lo simbólico para Klein es inseparable de lo que vimos funda en ella la realidad, el vector IM del esquema Rho. Por esta razón, toda referencia a lo simbólico gira en torno a alguno de esos dos vértices. Klein introduce una novedad, tal como ella misma lo asume, respecto a su formulación anterior en la que, a su parecer, había descuidado la relación que tenía el proceso de simbolización con la angustia, pues es esta la que pone en marcha la identificación. Interpretando la identificación en el sentido ferencziano antes citado, la transforma en el inicio de un proceso por el cual los órganos identificados (pene, vagina, pecho, etc.) son objeto de las pulsiones destructivas del sujeto, y este comienza entonces a temerlos (es decir, a experimentar una angustia paranoide en relación con ellos) y se ve obligado a continuar con una equivalencia permanente entre los órganos y otras cosas. Esto tiene una doble consecuencia: 1) por acción de la ecuación simbólica los nuevos objetos devienen objetos de angustia, y 2) esta transformación de los nuevos objetos en objetos angustiantes conforma la base de su interés y su necesidad de objetos siempre nuevos, y del simbolismo en sí mismo. El simbolismo deviene de este modo la base sobre la cual se construye el mundo exterior y la realidad para el sujeto. (Véase nuestro comentario sobre el esquema Rho modificado en M. Klein.) La primera realidad es considerada como una “realidad irreal”, dominada por las fantasías, cuyo centro es el interior del cuerpo materno. El paso a una realidad “más real” dependerá de la capacidad del yo para tolerar la angustia. Si la angustia es demasiado intensa debido al monto exagerado de sadismo, la defensa del yo es excesiva y prematura generando así un impedimento a la relación con la realidad y al desarrollo de las fantasías. La simbolización primordial condiciona la realidad y la existencia de la prueba de realidad que para Freud mismo era una condición de elaboración del duelo. Sin embargo, el examen de realidad tiene en Freud un fundamento que no pasa por las coordenadas real-irreal, sino por un mecanismo más complejo al que se refiere en La negación. En ese artículo se vislumbra claramente hasta qué punto el planteo freudiano se ubica en el contexto de una discusión sobre lo simbólico muy diferente de la de Klein, aun cuando se encuentren presentes los mismos articuladores teóricos: pulsión de muerte, negación, examen de realidad, etc. En un sentido la posición kleiniana podría aparentemente justificarse en la precedencia del juicio

de atribución sobre el juicio de existencia. Al ser las atribuciones fundamentales bueno-malo las que justifican ese mundo “irreal”, distorsionado por la fantasía que ella sitúa como inicial y siendo el juicio de existencia secundario, juicio que es solidario del examen de realidad, en una lectura superficial casi se podría considerar que la obra de Klein continúa en línea recta el desarrollo freudiano. Freud toma en este texto el concepto de yo del placer purificado, concepto que no queda invalidado por la segunda tópica de El yo y el ello. Es a este yo al que precisamente le toca estructurar el ámbito de la atribución, de modo privilegiado, la atribución de la propiedad de bueno o de malo: “[…] quiere introyectarse todo lo bueno, arrojar de sí todo lo malo. Al comienzo son idénticos para él lo malo, lo ajeno al yo, lo que se encuentra fuera”. (45) Para este yo la diferencia subjetivo-objetivo no existe, y es la expulsión fuera de sí lo que crea un primer exterior, que funda por retroacción la función de la introyección. Un tiempo segundo, es el tiempo del yo realidad definitivo, el cual se ubica como una vicisitud del yo del placer, no como una continuación del Real-Ich de Pulsiones..., cuya función Freud define con precisión: debe detectar si la representación está o no presente afuera, si el yo volverá o no a encontrar el objeto. No se trata entonces de conocer un objeto, sino de un re-conocimiento, de un volver a encontrar el objeto de esa representación, de ver si este se re-presenta. Por lo tanto, el yo realidad definitivo no es un yo cuya función sea conocer, sino volver a encontrar, re-conocer el objeto de la representación, y este es para Freud el objetivo fundamental del examen o prueba de realidad: “El fin primero y más inmediato del examen de realidad (de objetividad) no es, por tanto, hallar en la percepción objetiva (real) un objeto que corresponda a lo representado, sino volver a encontrarlo, convencerse de que todavía está ahí […] discernimos una condición para que se instituya el examen de realidad: tienen que haberse perdido objetos que antaño procuraron una satisfacción objetiva (real)”. (46) Freud realiza luego un desarrollo que remite al punto en que Melanie Klein no logra una articulación precisa entre simbolismo, angustia y pulsiones de vida y muerte. La afirmación pertenece a la esfera de influencia del Eros, la expulsión y su sucedáneo, la negación, pertenecen a la esfera de Tánatos. Existe pues una equivalencia directa entre la afirmación y el Eros. En cambio, la relación de Tánatos con la expulsión y con la negación exige un paso más, una nueva mediación, mediación que es la raíz misma de lo simbólico y de la función del juicio. Escribe Freud: “El gusto de negarlo todo, el negativismo de muchos psicóticos, debe comprenderse probablemente como indicio de la desmezcla de pulsiones por débito de los componentes libidinosos. Ahora bien, la operación de la función del juicio se posibilita únicamente por esta vía: que la creación del símbolo de la negación haya permitido al pensar un primer grado de independencia respecto de las consecuencias de la represión y, por tanto, de la compulsión del principio del placer”. (47) La constitución del símbolo de la negación aparece como una condición insoslayable para la construcción del juicio de existencia, símbolo que entraña la introducción de la ausencia de la cosa, operación propia del lenguaje como tal. La pérdida de los objetos de satisfacción instala esa posibilidad simbólica, pero esa pérdida es equivalente a la negatividad que el lenguaje introduce. Por esta vía se abre el acceso a la realidad humana y a la multiplicidad de sus objetos, objetos que son múltiples porque el objeto específico de la necesidad es abolido por la acción de lo simbólico. Klein no precisa la diferencia entre la expulsión y la creación del símbolo de la negación, precisamente en la medida en que cree que el símbolo de la negación se desprende de una comprobación empírica de la ausencia del objeto. Freud, en cambio, subraya que la creación del símbolo de la negación es ya una organización humana de esa realidad, una búsqueda desplazada del

objeto originariamente perdido en la estructura. De este modo, el examen de realidad, ese examen que desempeña un papel tan importante en la elaboración del duelo, no tiene como condición de producción al duelo. Por el contrario, el duelo normal es posible pues no afecta al objeto perdido en la estructura sino a un objeto que existe en la realidad, objeto que es ya por sí mismo un sustituto de ese “otro inolvidable”. En la psicogénesis del símbolo que aquí se propone, el desplazamiento permanente del objeto, sus vicisitudes imaginarias, tan sólo encubren que las relaciones de objeto, en plural, existen porque no hay objeto propio de la satisfacción humana, que ellas son ya sustitutos de esa ausencia. Esta ausencia, producto de la función negadora de lo simbólico, no es una ausencia empírica, sino una ausencia simbólica, una falta, una falla, que afecta tanto al sujeto como al otro materno. Aceptarlo sería aceptar que la madre no es toda y que nada en el Otro garantiza su indemnidad como “persona”, incluso y sobre todo como “persona total”.

CONCLUSIÓN Dentro de las formas del objeto que vienen a ocupar el lugar vacante del objeto primero, pueden distinguirse en Klein las siguientes: 1) el objeto metafórico, cuyo modelo clínico es el objeto fóbico, y que se acerca al objeto de amor freudiano y es solidario de la estructura de la demanda. En este campo se inscribe la atribución de las propiedades de bueno y malo; 2) el objeto “psicótico”, que es su versión particular del carácter de plus de goce del objeto parcial pulsional, que impulsa al sujeto hacia el más allá del principio del placer y, por lo tanto, genera una gran angustia debido a la amenaza que representa para la barrera protectora contra los estímulos, y 3) el objeto imaginario, correlativo de la significación bueno-malo, que se inscribe en el campo del yo del placer purificado, en la línea yo-yo ideal. Queda claro que el gran ausente es el objeto del deseo como tal, el cual resulta confundido con los significantes de la demanda de amor y el objeto imaginario. Por eso, punto que luego será desarrollado con sumo detalle, Lacan señala que confunde la estructura del fantasma inconsciente con la de la pulsión, ( ) con ( ). Evidentemente, este malentendido tiene su asidero en la clínica misma, donde el objeto se presenta a menudo de este modo. Sin embargo, uno de los desafíos de la clínica reside en determinar cómo, más allá de las galas narcisistas, puede asomar el objeto perdido del deseo, precisamente en la medida en que el circuito narcisista y el de la demanda de amor tienden a obturar el vacío del objeto en su articulación con el deseo inconsciente. Puede observarse que todas estas versiones del objeto no hacen más que constituir modos diferenciales de obturar la castración materna, la cual se presenta en esta concepción bajo la máscara del objeto dañado. La conclusión es sencilla, a la madre nada le falta, y de allí la importancia de la pareja combinada, y si en ella hay un agujero este es producto de la maldad intrínseca del sujeto. Casi podría decirse que Klein literalizó la ecuación niño-falo freudiana como superación efectiva de la castración femenina, por eso la envidia en ella no es ya envidia del pene, sino envidia de la capacidad creadora de la madre. Ese sujeto, primariamente envidioso, malvado, sádico, es el efecto de la elección kleiniana del sadismo primario como interpretación de la pulsión de muerte. El sujeto ocupa esta posición porque,

igual que en el caso del sadismo perverso, su función fundamental es obturar la castración del Otro. En este punto, Klein, insospechadamente, cae en los senderos del divino marqués, cuyo diossupremo-en-maldad asume aquí un nuevo rostro, el del carácter maléfico de la pulsión de muerte, una Naturaleza que nos condena, al igual que el dios sadiano. Para escapar de ella, Klein nos propone una salida que se aleja de la de Sade. Esa salida es precisamente el amor al otro materno, su reparación, es decir, su salvación. Si Lacan puede decir que Freud extrema los recursos para salvar al Padre, Melanie Klein, a su vez, salva a la madre, pagando como precio de esa salvación la pérdida de la sexualidad femenina, condenando a las mujeres y también –¿por qué no?– a los hombres, a la maternidad. Muchos de los conceptos aquí vertidos serán retomados en relación con la construcción del concepto de objeto a en Lacan, pues los errores de Klein, sus confusiones, sus olvidos, sus parcializaciones de Freud fueron, según creo, una guía fundamental para la elaboración por parte de Lacan de su propio concepto de objeto.

1 J. Lacan, El Seminario IV, La relación de objeto, años 1956-1957, Buenos Aires, Paidós, 1994. 2 Véase infra los capítulos referidos a la enseñanza de Lacan. 3 K. Abraham, “Un breve estudio de la evolución de la libido, considerada a la luz de los trastornos mentales”, en Psicoanálisis clínico, Buenos Aires, Hormé, 1959. 4 Ob. cit., p. 377. 5 Ob. cit., p. 370-371. 6 Ibíd. 7 Ibíd. 8 Véase infra el capítulo dedicado a las teorías de W. Bion. 9 M. Klein, El psicoanálisis de niños Buenos Aires, Hormé, 1964. 10 M. Klein, “Algunas conclusiones teóricas sobre la vida emocional del lactante”, en Desarrollos en psicoanálisis, Buenos Aires, Hormé, 1962. 11 M. Klein, “Algunas conclusiones teóricas...”, ob. cit., p. 180. 12 Ibíd. 13 Ibíd. 14 Ibíd. 15 Ob. cit., p. 181. 16 Ibíd. 17 Ob. cit., p. 177. 18 J. Lacan, “De nuestros antecedentes”, en Escritos I, Buenos Aires, Siglo XXI, 1985, p. 64. 19 J. Lacan, “La agresividad en psicoanálisis”, ob. cit., p. 107. 20 M. Klein, “Algunas conclusiones teóricas…”, ob. cit., p. 178. 21 Véase supra, los capítulos “El deseo freudiano y su objeto” y “El objeto de la pulsión parcial y el objeto del

amor”. 22 M. Klein, “Algunas conclusiones teóricas...”, ob. cit., p. 184. 23 M. Klein, “Notas sobre algunos mecanismos esquizoides”. Desarrollos en psicoanálisis, ob. cit., pp. 262-263. 24 Ibíd. 25 Ibíd. 26 M. Klein, “Algunas conclusiones teóricas...”, ob. cit., p. 195. 27 Ob. cit., p. 188. 28 Véase el apartado del presente capítulo “Abraham y el amor a objetos”. 29 M. Klein, “Algunas conclusiones teóricas...”, ob. cit., p. 190. 30 Ob. cit., pp. 192-193. 31 Ob. cit., p. 195. 32 J. Lacan, “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo...”, en Escritos II. 33 J.-A. Miller, “Complemento topológico a ‘De una cuestión preliminar...’”, en Matemas I, Buenos Aires, Manantial, 1987. 34 Véase infra el capítulo dedicado a W. Bion. 35 M. Klein, “Teoría de la ansiedad y la culpa”, en Desarrollos en psicoanálisis, ob. cit. 36 M. Klein, “La importancia de la formación de símbolos en el desarrollo del yo”, en Contribuciones al psicoanálisis, Buenos Aires, Hormé, 1964. 37 S., “El malestar en la cultura, en Obras completas, tomo XXI, Buenos Aires, Amorrortu, 1979, p. 120. 38 M. Klein, “Teoría de la ansiedad....”, ob. cit., p. 240. 39 S. Freud, Inhibición, síntoma y angustia, en Obras completas, ob. cit. Tomo XX, p. 130. 40 Ob. cit., pp. 130-131. 41 Ob. cit., p. 134. 42 Ob. cit., p. 159. 43 Ob. cit., p. 159. 44 Ob. cit., p. 161. 45 S. Freud, La negación, en Obras completas, ob. cit., tomo XIX, pp. 254-255. 46 Ob. cit., pp. 255-256. 47 Ob. cit., pp. 256-257.

LA TEORÍA DE LA PSICOSIS EN BION O LOS LÍMITES DEL KLEINISMO

I. Introducción Lacan, en “La dirección de la cura”, define nítidamente la dificultad central de la posición kleiniana. Tras discutir la fantasía como puesta en escena simbólica de lo imaginario dice: “Por eso toda tentativa de reducirla a la imaginación, a falta de confesar su fracaso, es un contrasentido permanente, contrasentido del que la escuela kleiniana, que ha llevado las cosas muy lejos en este terreno, no puede salir por no entrever siquiera la categoría del significante”. (1) La teorización de Wilfred Bion, discípulo eminente de Melanie Klein, intenta resolver ese contrasentido, pero su adhesión a los postulados teóricos kleinianos lo lleva a desarrollar una teoría del símbolo, la simbolización y el pensar que lo aleja de la categoría del significante, y que muestra los impasses y el necesario fracaso en los que desembocan esos postulados. Su fidelidad teórica, unida al rigor de su proceder, hacen de su obra la tentativa más extrema y elaborada de la que disponemos para demostrar que sin un concepto adecuado de la estructura y del orden simbólico el psicoanálisis no tiene más remedio que naufragar. Una larga práctica analítica con psicóticos, sobre todo esquizofrénicos, lo llevará a articular de modo original la diferencia entre neurosis y psicosis, siguiendo la huella misma de su borramiento en Klein. La entidad nosológica clave será la esquizofrenia, y su propuesta para la dirección de la cura responde a las características estructurales de ella. Tomar como punto de partida la esquizofrenia es coherente con el espacio teórico que dibujan las posiciones esquizo-paranoide y depresiva de Klein. Cabe recordar que la paranoia, psicosis clave para Freud, queda subsumida en el campo de la angustia paranoide propia de la primera de las posiciones.

II. El analista en la huella de Platón Hacia fines de la década de 1940, Klein comienza a enfrentar los impasses de su propia teorización. Entre ellos nos interesa especialmente el que podría formularse así: ¿cómo diferenciar la psicosis “psicótica” de la psicosis “normal” del desarrollo? La confusión entre ambas es constante, acompañándose de un marcado desinterés por el diagnóstico estructural y por el abandono de la diferenciación neta entre psicosis, neurosis y perversión, que es sustituida por la ambigua y fluida coexistencia de los “núcleos” psicóticos, perversos o neuróticos. Finalmente, el criterio fundamental de diferencia es cuantitativo: el monto constitucional de Tánatos. Bion, fiel discípulo, mantiene esta coexistencia, pero llega a definir diferencias de estructura

entre las “partes” de la personalidad, algunas de ellas de gran agudeza, cuyas consecuencias no deduce debido precisamente a la ya mencionada fidelidad. La reminiscencia platónica, correlato del innatismo como lo recuerda Lacan, que Bion tomará como referencia explícita, guía la cura. La interpretación sistemática del contenido de las fantasías cumple cabalmente con su función de obturar el agujero del Otro: para todo hay respuesta y, guiado pacientemente, el paciente, como el esclavo de Platón, accederá a lo que ya una vez conoció. En el centro de la concepción psicogenética del kleinismo encontramos una particular interpretación de la realización alucinatoria del deseo en Freud. En el Seminario V, Las formaciones del inconsciente, Lacan indicó que este punto de partida condicionaba necesariamente una constitución idealista del mundo. Esta satisfacción alucinatoria es definida como “psicótica” y debe ser corregida progresivamente por el desarrollo de la prueba de realidad. Sin embargo, a la formulación freudiana se le agrega un elemento nuevo, la importancia del duelo. La ausencia del objeto se convierte en la clave del desarrollo, la ausencia entraña un duelo, y se la define como frustración. El pensar es reinterpretado transformándose fundamentalmente, desde este ángulo, en una actividad de resolución de problemas (volvemos sin duda a la más clásica de las psicologías), siendo definido el problema central a resolver como el de la ausencia del objeto, ausencia a la que Bion denominará no-cosa. Frente a la frustración que acarrea la no-cosa hay dos respuestas posibles: elaborar la ausencia mediante el desarrollo de la simbolización y el pensamiento o escapar de ella recurriendo a la alucinación. La primera es la respuesta neurótica, la segunda la propia de la psicosis. Efectivamente, para Bion la no instalación de la falta, su no elaboración, marca el límite estructural entre estas dos formas de organización de la “personalidad”. Podemos observar que esta posición es totalmente coherente con el espacio teórico kleiniano tal como fue definido anteriormente. Frustración y gratificación son pues las dos experiencias emocionales fundamentales, la una asociada al odio, la otra al amor. La experiencia emocional, tengámoslo presente, es la sustancia misma del proceso analítico y del psiquismo. La pulsión oral modela estas experiencias emocionales fundamentales, marcándolas con la impronta de la relación boca-pecho. A este nivel se ubica el origen del mecanismo de identificación proyectiva. Bion formaliza a partir de la pulsión oral un modelo que se volverá clásico rápidamente en el ámbito del psicoanálisis contemporáneo: la boca será continente y el pecho el contenido. Continente-contenido podrán sufrir vicisitudes múltiples, así, el pecho también será continente, por ejemplo. Continente es por excelencia algo en cuyo interior se puede proyectar, y lo proyectado pasa a ser definido como contenido. Los designa respectivamente con los signos de la biología para femenino y masculino. La vagina pasa luego a reemplazar a la boca como continente, y el pene al pecho como contenido, desarrollo coherente con la teoría de la sexualidad ya descripta. Esta relación entre continente y contenido es introyectada por el lactante y se convierte en un aparato que le permite elaborar la ausencia del objeto, primera versión del pensamiento –preverbal– cuyo fundamento es la identificación proyectiva. A este nivel Bion introduce una nueva función, la capacidad de reverie de la madre, capacidad que asegura el buen funcionamiento de este aparato y su posterior introyección. Esta capacidad hace del Otro materno un continente de las emociones que superan al lactante, sobre todo de las negativas, emociones que este evacua mediante la identificación proyectiva. Modelo del continente, el reverie materno es equiparado a una “digestión psíquica” de los excesos de estimulación que el niño no soporta. Su función, por ende, es la de permitir que la tolerancia a la frustración se desarrolle, digiriendo ese hueso que es la no-cosa, la ausencia del objeto.

La capacidad de reverie depende de la función a, es decir, de la capacidad simbólica de la madre misma. Esta capacidad desempeña el papel de modular, en forma no caprichosa, esa función del Otro simbólico. Lacan caracterizó la frustración como una acción realizada por un agente simbólico, (A), que produce un daño imaginario –la frustración misma–, por el cual el niño se siente desposeído de determinado objeto en lo real. Lacan sitúa la frustración en un contexto muy diferente al de la psicogénesis, en el contexto de la ruptura de palabra, que cuestiona al Otro como no tachado, sobre el fondo de la prueba de amor. La frustración se define pues en función de su contexto simbólico, no se limita a ser una experiencia empírica de la ausencia del objeto anhelado que la capacidad de reverie ayudaría a elaborar. Esta, sin embargo, es la única forma en que Bion alcanza a introducir, respetando al mismo tiempo el innatismo teórico de su maestra, la función del Otro como un lugar continente que, irónicamente, queda reducido a ser un “estómago psíquico”. Como consecuencia de este enfoque genético del símbolo, el objeto del deseo tiende a ser equiparado al objeto del conocimiento. A partir de estas premisas naturalmente la frustración se transforma en una matriz de aprendizaje cuyo dato inicial es la experiencia emocional. Bion desarrollará una teoría detallada del proceso de simbolización y pensamiento coherente con estos postulados. En este marco el análisis es concebido como experiencia emocional correctora, fundado en las formas de vínculo entre continente y contenido: amor, odio y conocimiento. La inclusión explícita del conocimiento entre los vínculos indica claramente por qué el énfasis “educativo” de esta posición, implícita ya en Klein, se hace más marcado aún; recordemos por ejemplo que uno de los primeros libros de Bion lleva el título, significativo desde este ángulo, de Aprendiendo de la experiencia. (2) El pensar es pues una forma de elaborar el exceso de estimulación emocional y exige como tal el desarrollo de lo que Bion llama elementos a, que equivalen precisamente a hechos “digeridos”. Los hechos a digerir, ¿cuáles son? Las impresiones sensoriales y emocionales. Estos hechos o “realizaciones” se agrupan en las dos series ya mencionadas, la de la frustración y la de la gratificación. Estas realizaciones saturan un nuevo elemento teórico, la preconcepción, nuevo nombre de la huella filogenética, de la representación heredada. El encuentro entre la preconcepción y una realización de la serie de la frustración, al introducir la no-cosa, genera la concepción. La preconcepción es para Bion idéntica a la idea platónica, verdadero antecedente, a su juicio, de la noción del objeto parcial interno de Klein. ¡Platón es pues precursor de Klein! Como consecuencia lógica la reminiscencia platónica asoma como la forma de concebir el análisis propia de esta escuela, forma de recordar que Lacan criticó reiteradas veces, y a la que le opuso la rememoración. El Otro del significante es reemplazado por la herencia. (3) El pecho en la serie de la gratificación es objeto de goce, su pérdida, en caso de ser elaborada, determina el surgimiento del anhelo, de la añoranza del objeto, posibilitada por el símbolo. Aquí, efectivamente, podemos considerar que para Bion el símbolo es la muerte de la cosa, muerte que se funda en la “experiencia emocional de la ausencia”. El deseo por el objeto perdido surge como límite del principio del placer gracias a la elaboración de la frustración. El pasaje de la pre-concepción a la concepción es esencial para la constitución de los elementos a, versión bioniana del significante, los cuales se agrupan para formar una barrera, la barrera de contacto, cuya función es establecer el límite entre consciente e inconsciente. Esta barrera de contacto ocupa pues el lugar de la represión primaria en Freud y su instalación indica el triunfo del principio de realidad. Los elementos a, “hechos digeridos”, son equiparados a los pensamientos oníricos freudianos, y hacen posible el desarrollo de la memoria, el recuerdo, el soñar. Los elementos a se organizan gracias a lo que Bion llama la función a, cuyo establecimiento

permite el surgimiento de la actividad de pensar, El pensar consiste primordialmente en resolver el problema que la ausencia del objeto plantea, y los elementos a son los instrumentos que permiten que el problema llegue a plantearse. Estos elementos son previos a cualquier aparato destinados a pensarlos, son pensamientos sin pensador como dice Bion. Este pensamiento sin pensador es precisamente el inconsciente freudiano, condición de la neurosis y de la forma clásica de la transferencia. Aquí nos adentramos ya en el terreno de la dirección de la cura. Para Bion la experiencia emocional puede sufrir procesamientos diversos, a los que caracteriza como transformaciones – término que explícitamente debe ser entendido en sentido geométrico–, y que determinan la forma misma de la transferencia en la neurosis y en la psicosis. El establecimiento de la función a es condición de las transformaciones rígidas, es decir, acordes con la geometría euclideana, que son propias de la transferencia freudiana clásica. En estos casos, las teorías clásicas del psicoanálisis dan cuenta del desarrollo de la cura. Estas teorías son inoperantes en el caso de la psicosis, donde las transformaciones responden a otro orden, a otra geometría, la proyectiva, en cuyo espacio se despliegan lo que luego describirá como las transformaciones en alucinosis. La función a, indica Bion, tiene una estrecha relación con la verdad, la cual es indispensable para un desarrollo emocional adecuado. La verdad, dice, es independiente de un pensador, más aún, es el pensador el que introduce la posibilidad misma de la mentira. Mentira y pensador son para él inseparables, el pensamiento verdadero no necesita de un pensador, es verdadero con él o sin él. A quien conoce el pensamiento de Lacan, esta posición necesariamente le despertará ecos de las formulaciones de este acerca del sujeto del inconsciente y de la estructura de ficción de la verdad. La incursión de Bion en esta temática surge precisamente en su esfuerzo por precisar los límites estructurales entre neurosis y psicosis, y entra en contradicción con el innatismo kleiniano. Para un desarrollo innatista, prefijado, la verdad no es un criterio, sí para quien se enfrenta con la subjetividad, esa que introduce como condición primera el proton pseudos freudiano, propio del sujeto en tanto que dividido. Pero la verdad también queda presa de la metáfora alimenticia, y se vuelve “alimento de la psique”, perdiéndose su articulación con la lógica y el significante. Vemos aquí un movimiento que se repite en esta obra, el acercamiento a puntos de articulación centrales, que significan un progreso en relación con el punto de partida y la posterior regresión teórica, al verse obligado a verterlos dentro del estrecho marco teórico del kleinismo. Para Bion, lo imposible de verificar, de constatar, en psicoanálisis debe equilibrarse con el concepto de verdad. Se percata claramente de que allí donde hay sujeto, hay verdad, pero no deduce de ello su consecuencia central, esa que Lacan resumió al decir “la verdad tiene estructura de ficción” o en su famosa prosopopeya: “Yo, la Verdad, hablo”. (4)

III. La personalidad esquizofrénica y su espacio: las transformaciones en alucinosis El psicoanálisis de las psicosis demuestra, a criterio de nuestro autor, una completa subversión de la organización del pensar tal como acaba de ser descripta. Nos enfrentamos entonces con un modo de funcionamiento psíquico no contemplado por la teoría freudiana clásica. Siendo la esquizofrenia la forma por excelencia de la psicosis, no un cuadro clínico en el sentido

más tradicional, ella es considerada como una “parte” de la personalidad, presente en todo sujeto como remanente de las etapas más tempranas de la evolución –su núcleo psicótico–, que coexiste con la “parte neurótica” de la personalidad. Tesis que se adecua perfectamente al irónico comentario de Lacan “un neurótico es un psicótico que evolucionó bien”. Aun cuando ambas partes presentan lo que podemos denominar diferencias estructurales, Bion conserva la idea de que ambas son “componentes normales” del psiquismo. Su teorización se funda básicamente en una clínica bajo transferencia, tomada esta última en su acepción kleiniana, clínica que demuestra que el tipo de transformaciones que se opera en la transferencia psicótica difiere de las transformaciones propias de la transferencia neurótica. Se pretende así dar una interpretación particular de la transferencia narcisista, propia de la psicosis según Freud, que sería en realidad una falta de transferencia, y colmar de este modo lo que estaría ausente dentro de la teoría freudiana. Tan sólo el desarrollo kleiniano de la identificación proyectiva, el splitting y la relación de objeto, permite acceder a esta peculiar transferencia a juicio de Bion. Para comprender estas transformaciones de la transferencia psicótica es necesario partir de la elección inicial del psicótico, debiendo entenderse el término “elección” en el mismo sentido en que lo usa Freud cuando se refiere a la elección de neurosis. Su elección inicial es evadir la frustración. El primer resultado de esta elección es que la no-cosa, el no-pecho se transforma en un pecho malo presente. Esta presencia no es una concepción, un elemento a, sino una presencia que obtura, que satura la falta, la ausencia. Esta forma particular de presencia será denominada, tomando prestado el término a Kant, la cosa en sí misma, el noúmeno, lo incognoscible. El mundo de la psicosis es un mundo poblado por ese imposible que son las cosas en sí mismas, imposibles de conocer, por ende reales diríamos nosotros, que es el noúmeno kantiano; el mundo de la neurosis, en cambio, es el mundo más banal de los fenómenos... Podemos decir entonces que lo forcluido de lo simbólico –la ausencia del objeto– retorna desde lo real como la cosa en sí misma, a la que Bion le da el nombre de elementos b, elementos que se forman en el mismo lugar donde deberían formarse los elementos a propios del funcionamiento neurótico. La frustración implica entonces que, cuando no puede ser resuelta, se produzca una perturbación en la génesis del símbolo, por ende, un agujero en lo simbólico –la falta de elementos a– consecuencia del fracaso en la elaboración de esa experiencia emocional que es la no-cosa. El aparato psicótico se caracteriza precisamente porque este agujero en lo simbólico se ve rellenado por un retorno desde lo real que es el elemento b, elemento fundamental de la alucinación. Estas cosas en sí mismas, elementos no digeridos, fracaso de la función continente-contenido –la que estalla en forma atípica, fragmentada por el splitting patológico–, conforman pues ese elemento b, forma degradada del símbolo que caracteriza a la psicosis. Esta opción del psicótico implica el fracaso del principio de realidad, y el triunfo del principio del placer-dolor, pleasure-pain principle. Bion modifica en este punto la traducción inglesa de Strachey de “Los dos principios del suceder psíquico”, (5) quien lo traduce como pleasuredispleasure principle, principio del placer-displacer. El artículo citado de Freud es la apoyatura central de Bion en la obra freudiana para su desarrollo sobre el símbolo y el pensar. Esta modificación corresponde a la gran importancia que adquiere el concepto de dolor psíquico, concepto cuya fuente es doble: 1. Se refiere por una parte al dolor vinculado al trabajo de duelo, dolor que es asociado a la frustración, definida ahora como capacidad de soportar el dolor de la no-cosa.

2. Por otra, responde a la necesidad de reintroducir el más allá del principio del placer, la dimensión que corresponde a lo que Freud bautizó como masoquismo primario, al que Klein rechaza a favor del predominio del sadismo primario. Esta dimensión del placer-dolor, que la clínica de las psicosis le impone a Bion, dimensión que escapa al símbolo, o sea al significante, muestra hasta qué punto la problemática del goce es insoslayable en este campo. Lo real del goce aparece a través del dolor como límite, como imposible de soportar. Hacerlo soportable, “digerible” mediante el símbolo es una de las tareas centrales –al menos es lo que Bion ambiciona– en el psicoanálisis de las psicosis. Resume esta dimensión señalando que la realidad que se establece cuando rige este principio de placer-dolor es lo que denomina sensuous-reality, término que en inglés condensa sensual y sensorial, produciéndose una alteración de los órganos de los sentidos, lo que bien puede llamarse un sensorio-sensualizado, que reemplaza la función al servicio de la conciencia, del awareness, que estos tienen habitualmente. Puntuemos qué caracteriza, en suma, a esta personalidad esquizofrénica. 1. Una perturbación fundamental de la función simbólica que condiciona el fracaso del pensamiento verbal y del aprendizaje por la experiencia. 2. El articulador central de ese fracaso es la no elaboración de la posición depresiva, es decir, la intolerancia al dolor y a la frustración que esta entraña. 3. La causa del fracaso reside en: a) primacía del sadismo; b) odio a la realidad interna y externa originado en la intolerancia al dolor psíquico; c) fracaso de la capacidad de reverie de la madre. El conjunto de estos elementos determina la destrucción de la incipiente capacidad simbólica, produciéndose una regresión a la posición esquizo-paranoide, en la que los mecanismos de identificación proyectiva y disociación actúan de modo particularmente violento y con una especificidad que los diferencia de sus equivalentes neuróticos. Como consecuencia de todo lo anterior, la división consciente-inconsciente no se establece, al no producirse la barrera de contacto que los separa, por el fracaso de la función a. Su resultado es la muerte de la personalidad, pues la existencia de esta depende de esa diferenciación. La capacidad de recordar, de soñar y la función de la conciencia no se desarrollan. El establecimiento de la sensuous reality conlleva una alteración particular de la conciencia. Bion evoca la definición presente en Los dos principios..., según la cual la conciencia es el órgano destinado a la percepción de las cualidades psíquicas. Las cualidades psíquicas por excelencia son placer y dolor, producidos en una primera época como “datos sensoriales del self”. La erotización de esos datos, obedeciendo al principio del placer-dolor, produce un tipo de información que reemplaza el significado y la verdad por las sensaciones mismas y su cuota de placer-dolor. La conciencia fracasa entonces en su función, siendo incapaz de discriminar entre las sensaciones, sustituyéndosele una particular hipersensibilidad en el contacto con la realidad. El sujeto psicótico, por lo tanto, no tiene contacto ni consigo mismo ni con la realidad, se conecta como si fuese un robot. Es también incapaz, por ende, de enfrentar sus “estados mentales”, sus “experiencias emocionales”; por ejemplo, experimenta el dolor, pero no puede soportarlo: “They can feel it but not endure it”. Falla pues la posibilidad de significar las sensaciones, su procesamiento psíquico, generándose un uso anormal de los órganos perceptivos y de su significación. 5. El aparato destinado a captar la realidad es el objeto privilegiado de los ataques de la

identificación proyectiva y el splitting, los que operan fragmentaciones que no se llevan a cabo de acuerdo con las líneas “naturales” del objeto. De este modo se aglomeran –no se condensan o se reúnen– un trozo de oreja con una boca, por ejemplo. Se forman los célebres objetos bizarros, aglomerado de una parte del yo, del superyó y de elementos b. Bion señala que habría que describirlos con el término withoutness, objetos exteriores sin interior, aproximación a lo que el término éxtimo de Lacan caracteriza claramente en lo tocante al objeto a. El concepto mismo de “líneas naturales” del objeto es más que dudoso. Obviamente, para Bion, la estética trascendental kantiana sigue siendo el espacio normal del psiquismo, de modo tal que todo lo que insinúa un espacio no euclideano, como el topológico por ejemplo, le parece corresponder a lo psicótico. Punto de referencia que limita su consideración de la clínica, pues todo lo real de lo simbólico, todo lo que escapa al marco del espacio euclideano, se convierte en sinónimo de psicosis. La aglomeración de estos objetos constituye la pantalla b, que sustituye a la articulación de elementos a en la barrera de contacto, cuyo funcionamiento particular será el fundamento de la intensidad de la reacción afectiva del analista ante el psicótico. Este procedimiento de aglomeración se acerca a lo que Lacan denominó procedimientos de remiendo en la psicosis. 6. Tiempo y espacio se ven irremediablemente alterados por estos procesos. El espacio tridimensional estalla en un vasto espacio sin límites, infinito, que escapa a toda representación, al uso de las coordenadas. El tiempo se achata, se reduce a lo que describe como “la fina membrana de un momento”, sin duración, sin pasado ni futuro. No creo necesario insistir que nuevamente nos hallamos ante los límites de la estética trascendental, que sólo puede reconocer como válido el espacio tridimensional de nuestros sentidos. 7. Los acontecimientos mentales, in-sensibles para Bion, en el sentido de imposibles de aprehender a través de los sentidos, son transformados en sensaciones vacías de significado, o sea, elementos b. 8. Se produce un vaciamiento de la dimensión de significación y un incremento de la dimensión del sensorio-sensualizado que tiende a reemplazarla, dominio donde sólo existen el placer y el dolor, infligidos o padecidos. La única significación que llega a estabilizarse, cuando hay delirio, es la que surge del significado privado transmitido al paciente por su deidad. La parte psicótica teme el vaciamiento de significado y teme a la vez su presencia. La desaparición del significado equivale a la desaparición del pecho, su fuente fundamental; su presencia lo obliga a enfrentarse con la posición depresiva. 9. Prima, en lugar de la verdad, un enfoque moral, causado por un superyó sádico y asesino, despótico, que sustituye la omnisciencia a la verdad. 10. Todos estos elementos culminan en las transformaciones en alucinosis, propias de la transferencia psicótica. Estas implican una desaparición de las reglas, de las dimensiones y de los vértices que normalmente regulan las transformaciones geométricas. Podemos describirlas así: I. Su instrumento es la evacuación, que debe ser entendida en su sentido más concreto, muscular. Para el paciente su mente es un órgano expulsivo. El resultado es el predominio del acting-out. Los órganos de los sentidos pierden su función y son usados de manera doble: para recibir y para evacuar. II. Son una dimensión de la experiencia analítica gracias a la cual las cosas son aprehensibles mediante los sentidos. III. La alucinación es un fracaso en ser, correlativo de la muerte de la personalidad. No es un

error de representación, ni siquiera una representación, no aporta significado, sino placer y/o dolor. IV. El paciente considera que le aportará una independencia superior a lo simbólico mismo. V. Sus reglas clínicas son: a) si un objeto está arriba dicta la acción, es superior, autosuficiente e independiente; b) superior-inferior es la única relación entre dos objetos y c) recibir es mejor que dar. Estas últimas reglas coinciden, efectivamente, con lo que Lacan sintetizó como regresión tópica al estadio del espejo. Pasaré ahora a examinar cómo todas estas proposiciones se traducen en la dirección de la cura concretamente propuesta por Bion.

IV. La dirección de la cura en la esquizofrenia Tomaré como punto de partida una sesión que Bion relata en su artículo “Sobre la alucinación”. (6) Se trata de un paciente diagnosticado psiquiátricamente como esquizofrénico. Bion rara vez da detalles biográficos acerca de los casos, siendo su objetivo realizar una suerte de trabajo analítico “puro”, independiente de cualquier otro tipo de consideraciones, en el que la experiencia emocional del “aquí y ahora” de la sesión es el eje fundamental, ateniéndose así a una forma extrema de la tradición kleiniana. Evidentemente, como ya se señaló, esta es una clínica por excelencia bajo transferencia, transferencia caracterizada por su particular estilo interpretativo, que se adecua a la definición del análisis como una experiencia emocional aquí y ahora con el analista como objeto. Bion toma una serie de tres sesiones, serie a partir de la cual muestra la evolución del paciente. Cabe recordar que cada sesión para el kleinismo representa una unidad particular, una mónada, cuya ilación con las sesiones precedentes y subsiguientes se establece posteriormente. Tomaré, resumiéndola, una de esas sesiones, la segunda. Paciente (habla sin entonación): “No sé cuánto seré capaz de hacer hoy. De hecho anduve bastante bien ayer”. Bion comenta: “Sentí en este punto que su atención se dispersaba y que comenzaba a balbucear. Esta apertura era para mí un preludio familiar de una mala sesión”. Paciente: “Definitivamente estoy ansioso. Ligeramente. Supongo que eso no tiene importancia [se vuelve más incoherente]. Pedí un poco más de café. Ella parecía alterada. Quizás fue mi voz, pero decididamente era un buen café. No sé por qué no me gustaría. Cuando pasé por la pradera me pareció que las paredes se inflaban hacia afuera. Volví después, pero todo estaba bien”. Bion comenta: “El sujeto dijo más cosas, que no logro reconstruir. La referencia al café y a la pradera remitían a asociaciones conocidas por ambos, paciente y analista; desconocía en cambio el valor asociativo del material subsiguiente”. Interpretación: “Le mostré ‘cuánto’ podía hacer, pero sin tomar en consideración la cualidad”. Paciente: “Responde que puso el gramófono en su asiento”. Según Bion, indicaba de este modo que su interpretación combinaba las características de una defecación más una grabación. Agrega que sentía haber agotado su provisión de explicaciones y que

el paciente parecía haber vuelto a un punto en el que demostraba que todo enfoque analítico del problema era inútil. Se pregunta pues qué pasó y se lo señala al paciente. Interpretación: “Está teniendo una mala sesión, lo cual debería tener alguna razón”. Bion comenta que lo único que no se le ocurrió fue que el paciente hubiese podido tener un sueño, desarrollo reciente en el análisis. Indica que no puede precisar qué le sugirió que el paciente estaba alucinado. Piensa que quizá fue que el manejo de la sesión del paciente le hacía pensar que él no era un objeto independiente, sino que lo trataba como si fuese una alucinación. El comentario del paciente acerca del gramófono indicaba que este le negaba a su analista vida y existencia independientes, que trataba sus interpretaciones como si fuesen alucinaciones auditivas. Interpretación: “Parecía estar reactivando un estado mental que le era necesario preservar como un objeto bueno. Nuevamente veía objetos que le pasaban por encima de la cabeza y que le recordaban otras oportunidades”. Paciente: “Me siento muy vacío. Mejor cerrar los ojos. (Permanece en silencio y ansioso.) Tengo que usar mis oídos. Parece que escucho todo mal”. Interpretación: “Siente que sus oídos están masticando y destrozando todo lo que le digo. Está tan ansioso por desembarazarse de eso que lo expulsa en pedazos a través de sus ojos. Pero ahora usa sus ojos por la razón opuesta, para arrojar, lo más lejos posible, los trocitos de la interpretación rota”. Paciente: “Estoy en fading”. Interpretación: “Le sugerí que me temía porque sentía que me estaba destruyendo a mí y a mis interpretaciones, y que temía entonces no tener suficientes interpretaciones como para curarse”. Paciente: “Dice que vio un cuadro en D. Había en él un pene. Se queja de que arruinó el cuadro haciéndolo lindo, en lugar de feo”. “Todos los objetos se transforman en cosas a mi alrededor.” Interpretación: “Le interpreté nuevamente que transformaba otra vez mis interpretaciones en sonidos que evacuaba por sus ojos, de manera tal que los veía ahora como objetos que lo rodeaban”. Paciente: “Entonces todo lo que me rodea está hecho por mí. Esto es una megalomanía. Me gustó mucho su interpretación”. El paciente comienza luego a asociar frases incoherentes, referencias poco comprensibles, y material comprensible en la medida en que ya había aparecido antes. Descubre Bion en estas asociaciones un pattern del siguiente tipo: asociación, asociación, un poco ansioso, asociación, ligeramente deprimido, asociación, algo ansioso... Interpretación: “Le dije que no sabía por qué toda su intuición analítica y su comprensión habían desaparecido”. Paciente: “Sí (con tono conmiserativo)”. Este “sí” expresaba, según Bion, “su intuición también debe de haber desaparecido”. He conservado en lo esencial las intervenciones de Bion y su paciente, resumiendo sobre todo los comentarios y asociaciones intercalados por Bion. Es interesante observar hasta qué punto el “pensar” del analista ocupa el primer plano, y sus intervenciones parecen apoyarse fundamentalmente en ese “pensar”, casi independientemente de las asociaciones del paciente. La escasa preocupación por lo que Lacan denominaba la envoltura formal del síntoma es evidente. La preocupación se centra, como lo muestra el pattern que se dibuja para Bion en la expresión de las emociones: deprimido, ansioso, etc. El analista constantemente trata de deducir qué piensa el paciente, y aquí la actividad interpretativa como traducción de “estados emocionales” es obvia. Hay, empero, un código de traducción, la traducción no es azarosa, este código responde a la teoría que esbozamos antes y se funda en una conceptualización particular de la cura analítica.

La experiencia emocional, núcleo de lo que ocurre en la cura como ya dijimos, se reproduce como tal en las sesiones en la relación con el analista. Esta experiencia emocional actual es a la vez evidente e incognoscible, es la cosa en sí misma, el noúmeno kantiano. Psicoanalizar es precisamente transformar esa experiencia emocional actual en una interpretación. La función de la interpretación es precisamente lograr el awareness, término cuya traducción más aceptable sería el percatarse de, el awareness del estado emocional existente. Percatarse de la experiencia emocional conlleva un aumento de la capacidad de pensar, capacidad que se opone a la disociación, que es sinónimo de una integración no tanática de dos objetos, que equivale a una función sintética. El psicoanálisis es pues aprendizaje de la experiencia emocional cuyo desenlace exitoso culmina con el incremento de la capacidad de pensar y comprender. No insistiremos en este punto general, remitiendo al lector a las críticas de Lacan en “Variantes de la cura tipo” y en “La dirección de la cura...”. (7) En lo que se refiere a la esquizofrenia, el objetivo general de la cura sigue siendo el mismo. La diferencia radica en las características propias de la “personalidad esquizofrénica” que determina la organización de la transferencia bajo el imperio de las transformaciones en alucinosis. El paciente recurre a ellas precisamente porque su capacidad de pensar está destruida y también su conciencia, su capacidad de awareness. Esta destrucción implica además que la fórmula clásica del psicoanálisis “hacer consciente lo inconsciente” no sea válida en estos casos, pues la misma se ve doblemente anulada: al faltar los elementos a y no configurarse la barrera de contacto, no hay represión primaria, o sea, no hay inconsciente y la conciencia como órgano perceptor de la cualidad psíquica está destruido. Por esta razón el objetivo principal del psicoanálisis de la esquizofrenia es “reparar” el aparato psíquico del psicótico. “Reparar la función simbólica”, podemos definir de este modo el objetivo propio del psicoanálisis de la esquizofrenia según Bion. En un sentido amplio, podría decirse que este coincide con Lacan, ya que ambos señalan la inexistencia de la represión primaria, la presencia de un déficit en el orden simbólico, aunque este déficit sea conceptualizado de modo absolutamente diferente. La falta de un significante, su exclusión, que la forclusión teoriza, que determina un agujero en lo simbólico implica una conceptualización del lenguaje radicalmente distinta. Para Bion el lenguaje sigue siendo un instrumento que debe aprenderse, que sólo expresa y/o traduce la experiencia emocional, sustancia primera. El sujeto preexiste al lenguaje, este lo aprehende en lugar de ser apresado por la estructura misma del lenguaje y ser así su producto. La consecuencia lógica de esta conclusión es que la psicosis es un déficit del aprendizaje del símbolo, cuyo efecto es que el sujeto queda profundamente perturbado en su constitución –Bion percibe esto claramente–. La causa del déficit radica en la falla en la elaboración de una ausencia en la realidad, la no-cosa, cuyo motor es la intolerancia, la evasión de la frustración. Lo que no se aprendió quizá pueda aprenderse, la frustración intolerable quizá pueda volverse tolerable; esta es la base del optimismo terapéutico de Bion. La perturbación que este déficit acarrea a nivel del sujeto es lo que él llama “la muerte de la personalidad”. Formulación que nuevamente parece coincidir con la conceptualización de Lacan acerca de la “muerte del sujeto” en la psicosis. Pero debemos tener presente que entre personalidad y sujeto media un abismo teórico, abismo que indica la forma diferente de conceptualizar un elemento presente en la clínica de la psicosis: la imposibilidad en que se encuentra el sujeto de llegar a significarse gracias a un significante. Los conceptos iniciales son decisivos en este punto en las orientaciones diferentes de la dirección de la cura en la psicosis, aun cuando no podemos dejar de apreciar la agudeza de la observación clínica de nuestro autor.

El desafío para Bion es cómo lograr ese aprendizaje, cómo normalizar el aprendizaje desviado del símbolo, cómo corregir un error de crecimiento. Su respuesta la tenemos tanto teórica como prácticamente. El analista debe ocupar para él el lugar de la parte no-psicótica de la personalidad, es decir, el lugar de la conciencia y su función. A él le toca percatarse de la experiencia emocional presente en la sesión y transmitírsela luego al paciente, más aún le toca procesarla, “digerirla” en lugar del paciente. Al analista le toca aquí funcionar del lado del pensar, del lado de la contratransferencia, pues la pantalla β del psicótico induce fuertes reacciones emocionales en el analista, siendo la expulsión una de sus características fundamentales. Todo lo que siente el analista, y en esto se fundan los largos comentarios de Bion, intercalados entre las asociaciones del paciente y sus interpretaciones, es producto de la operación de esa pantalla, y por eso el analista funciona como un receptor sensible de las evacuaciones del paciente, receptor que contiene gracias a su capacidad de reverie lo intolerable para el paciente. El analista es conciencia, es continente, y el paciente causa su decir interpretativo y sus asociaciones. Podríamos decir que aquí el analista funciona como el , el que tiene la barrera de contacto que le permite diferenciar consciente e inconsciente, y que el paciente es el objeto a, que causa su división, . Esta forma de escribir la línea superior del discurso analítico, indica la inversión de su dirección, inversión que nos explica la locuacidad del analista y su actividad que se asemeja a la de la asociación libre. ¿Acaso la propuesta de Bion se reduce a esta compensación de la parte sana por el analista? Por cierto que no. El objetivo de la ubicación en esta posición es llevar progresivamente al paciente a la posición depresiva, a partir de la cual sería capaz de elaborar la frustración y desarrollar el uso del símbolo. Para que esto ocurra, el analista debe colocarse en el lugar del objeto, el pecho, debe llegar a permitir la emergencia del no-pecho. Elaborar la posición depresiva es precisamente renunciar a la realidad sensorial-sensual, al principio de placer-dolor. A través de esta renuncia a la realidad sensorial-sensual, al principio de placer-dolor, se esboza el problema del goce y de la renuncia a él. La renuncia al goce marca el vuelco posible de la posición del esquizofrénico, pues esa renuncia conlleva para Bion el surgimiento de la no-cosa, de lo que Lacan llama la causa del deseo, el objeto como fundamentalmente perdido. El esquizofrénico está inmerso en el goce, goce que se sitúa en su cuerpo, y fundamentalmente para Bion, en los órganos de los sentidos. Su carácter de intrusión del goce del Otro aparece claramente cuando señala que este sólo puede ser padecido o infligido. Freud ya había señalado este punto cuando planteó al autoerotismo como punto de fijación de la esquizofrenia, autoerotismo que implica un cuerpo no unificado, una ausencia del sujeto, y cuya ganancia de placer, Lustgewinn, es la base de esa sensualidad-sensorial, a la que Lacan le dará su justo lugar a través del objeto a como plus de gozar. Goce del órgano, nos enseña Freud, goce que el semblante fálico a través de la castración domestica. En ausencia de castración –a la que siguiendo a Lacan podemos definir como pérdida del goce– hay ausencia de ese órgano, el falo, que da sentido y función a los órganos del cuerpo. Cuando falta ese órgano significante que es el falo la función de los órganos del cuerpo no se estructura. Bion llega a este punto, y lo centra en los órganos sensoriales, a ellos apunta con sus interpretaciones destinadas a “reparar” como, por ejemplo, cuando le dice al paciente que transformaba sus interpretaciones en sonidos que evacuaba por los ojos, produciéndose así la alucinación. Intenta de este modo incluir al esquizofrénico en un discurso, intenta operar una pérdida de goce en ese sensorio invadido por el goce mismo. Su constante interpretación apunta a dar cabida en un discurso a este exiliado de todo discurso. En suma, intenta construir una metáfora delirante a partir de la

significación del pecho como significación fundamental. En este punto, no puede dejar de señalarse la agudeza de la respuesta del paciente quien le responde: “Entonces todo lo que me rodea está hecho por mí. Esto es una megalomanía. Me gustó mucho su interpretación”. Esta respuesta, que es una suerte de comentario irónico del delirio teórico del analista, muestra que el dicho esquizofrénico capta que se lo lleva hacia la paranoia, o sea, hacia la megalomanía. Sin saberlo, Bion opera como para crear una erotomanía de transferencia, trata de hacer un paranoico del esquizofrénico, aunque crea llevarlo hacia la posición depresiva. La búsqueda de síntesis, culmina, en el mejor de los casos, en la unificación narcisista propia de la megalomanía paranoide. La utopía bioniana es reducir la atopía del esquizofrénico respecto a todo discurso, inventar un discurso en el que este quepa. Recordemos lo que dice Lacan en “El Atolondradicho”: “[…] así del discurso analítico un órgano se hace el significante. Aquel del que puede decirse que se aísla de la realidad corporal como carnada por funcionar allí (la función se la delega un discurso) […]”, y agrega, más adelante, “[…] de ese real: que no hay relación sexual, y ello debido al hecho de que un animal tiene stábitat que es el lenguaje, que elabitarlo es asimismo lo que para su cuerpo hace de órgano; órgano que por así exsistirle, lo determina con su función, y ello antes de que la encuentre. Por eso incluso se ve reducido a encontrar que su cuerpo no deja de tener otros órganos, y que la función de cada uno se le vuelve problema, con lo que el dicho esquizofrénico se especifica por quedar atrapado sin el auxilio de ningún discurso establecido”. (8) Bion intenta precisamente inventar un discurso para esos órganos que han perdido su función o, mejor dicho, que nunca la han adquirido, a causa del déficit de la función fálica. Alternativamente, se propone funcionar, y funciona, como sujeto supuesto al saber encarnado, de modo que parecería que el automatismo mental está de su lado, y como objeto que opera la división del sujeto vía la pérdida de goce. El pecho como significante es el punto a partir del cual trata de elaborar una metáfora delirante que estabilice al esquizofrénico. Sabe también, que debe introducir la falta de algún modo; por eso su descripción de la pantalla β como aglomeración de elementos apunta a esa falla en el intervalo significante que Lacan caracterizó como holofrase, particular fusión de S1 y S2; apunta a crear una discriminación, a construir el intervalo. El punto de pesimismo de Bion surge a partir de la evaluación de lo que considera montante constitucional de Tánatos, punto que define el pronóstico. Confunde así la regresión tópica al estadio del espejo con el resorte de la estructura, volviendo a repetirse el movimiento por el cual allí donde se carece de una teoría del significante, la única solución es el recurso al innatismo. Para finalizar diría que la cita de Lacan que inicia esta exposición se revela en toda su justeza, por no “entrever la categoría del significante” más que en su versión degradada y psicogenética como símbolo, la teoría kleiniana no puede encontrar su salida... La obra de Bion lo prueba exhaustivamente. Excelente observador clínico, su descripción de esa forma particular de la subjetividad que es la esquizofrenia es a menudo certera. Sin embargo, su fidelidad al kleinismo funciona como un tope que le impide deducir las conclusiones correctas, tope que se refleja en su práctica, y que esteriliza en parte sus propios desarrollos.

1 Jacques Lacan. “La dirección de la cura y los principios de su poder”, en Escritos I, México, Siglo XXI, 1975, p.

268. 2 Wilfred Bion, Aprendiendo de la experiencia, Buenos Aires, Paidós, 1966. Quiero aclarar que salvo excepciones me apoyo en forma global en la obra de Bion. En castellano pueden obtenerse, además del libro ya citado: Atención e interpretación, Buenos Aires, Paidós; Seminarios de psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós; Volviendo a pensar, Buenos Aires, Hormé, y Elementos de psicoanálisis, Buenos Aires, Hormé. 3 Jacques Lacan. “De la psychanalyse dans ses rapports avec la réalitc”, en Scilicet n° 1, París, Seuil, 1968. 4 Jacques Lacan, “La cosa freudiana”, en Escritos I, ob. cit., p. 152. 5 Sigmund Freud. “Formulations on the two Principles of Mental Functioning”, en Complete Works, vol. XII, Londres, The Hogarth Press, 1975. 6 Wilfred Bion, “On hallucination”, en Second Thoughts, Londres, Heinemann, 1963. 7 Jacques Lacan, “La dirección de la cura...”, ob. cit. y “Variantes de la cura tipo”, en Escritos II, ob. cit. 8 Jacques Lacan. “El Atolondradicho”, en Escansión n° 1, Buenos Aires, Paidós, 1984, p. 45.

EL OBJETO Y EL ORDEN SIMBÓLICO

Aun cuando en los textos de Lacan que abarcan el período comprendido entre 1953 y 1955 sea neto el predominio de la teoría de lo imaginario en lo que respecta al concepto de objeto, existen en ellos, sin embargo, claras referencias a la presencia de otra dimensión del objeto, la cual cobra una importancia creciente. Esta dimensión, inseparable del objeto perdido del deseo freudiano, (1) subraya sobre todo la articulación entre el objeto y el orden simbólico. Esta articulación, cuya originalidad ya se enfatizó, (2) define al objeto como perdido en la estructura misma de lo simbólico; la pérdida del objeto en su naturalidad es solidaria del apresamiento del ser humano por el lenguaje. (3) Objeto perdido que es insistentemente diferenciado –a todo lo largo de la enseñanza lacaniana– del objeto del conocimiento, por un lado y, por otro, del objeto del instinto, dos formas del objeto en las que este es formulado como armónico y complementario del sujeto. De este modo, la no complementariedad sujeto-objeto, su falta de armonía fundamental, el carácter estructural de su pérdida condicionada por la captura en el lenguaje, están presentes claramente en “La carta robada”, texto en el cual, tras referirse al concepto de memoria propia del inconsciente y retomando un comentario del Proyecto..., que se renovará a menudo, Lacan escribe: “[…] el sistema , predecesor del inconsciente, manifiesta allí su originalidad por no poder satisfacerse sino con volver a encontrar el objeto originariamente perdido […] Es […] en el punto cero del deseo donde el objeto humano cae bajo el efecto de la captura, que, anulando su propiedad natural, lo somete desde ese momento a las condiciones del símbolo”. (4) El nacimiento del deseo, su punto cero, es coextensivo de la transmutación de su objeto, transmutación que consiste precisamente en la anulación de sus propiedades naturales –a ser entendidas en el sentido de la naturalidad del objeto fijo del instinto–, a la pérdida de objeto entendida como la pérdida de su naturalidad. El nacimiento mismo del deseo por acción del orden simbólico implica la constitución de un objeto que pierde su ser de objeto al perder sus propiedades naturales. Esta pérdida es pues la condición que el objeto debe cumplir para devenir objeto del deseo. Si se plantea aquí un punto cero del deseo, un punto mítico de surgimiento –punto en que el orden simbólico, la estructura del lenguaje, se apoderan del organismo–, no puede en cambio admitirse un “punto cero del instinto”. La etología, que tantos elementos puede brindar para pensar lo propio de la subjetividad humana, como lo demuestra la formulación misma del estadio del espejo, no tiene respuestas en lo tocante a los interrogantes que el deseo freudiano y su objeto en su especificidad plantean. Así, la característica distintiva de la articulación primera entre el objeto y lo simbólico en Lacan es esta pérdida de la naturalidad, de la propiedad natural del objeto en tanto que objeto de la satisfacción instintiva. Freud formula este paso, pero no lo conceptualiza con tanta nitidez, aunque este pueda deducirse de la falta de fijeza que luego adjudica, como rasgo diferencial, al objeto pulsional. Lacan tiene otra fuente, además de la freudiana, para sostener esta concepción de la pérdida. La encontramos en la lectura de Hegel de Kojève, a quien reconoció como su maestro y a cuyo curso sobre la Fenomenología del espíritu asistió. Efectivamente, en el “Discurso de Roma” se encuentran múltiples alusiones a esta referencia

hegeliana, pues a partir de la definición del deseo como deseo del otro, Lacan ya establece una neta diferencia entre el objeto imaginario del estadio del espejo y el objeto simbólico propio del deseo humano. Precisa, por ejemplo, que el deseo del otro debe ser interpretado no en función de la posesión por parte de ese otro del objeto deseado, sino en función de que el objeto primero del ser humano es ser reconocido por el otro (aun con minúscula). (5) Este reconocimiento es un objeto simbólico por excelencia, una nada. El concepto de símbolo no toma sus referencias de las teorías del aprendizaje, sino que, por el contrario, para Lacan, el símbolo en esta época es pacto pacificador de lo imaginario de la lucha especular amo-esclavo. (6) Poco después, en este mismo texto, se produce una clara mención de los conceptos de Hegel, tal como los formuló Kojéve, en su articulación con lo simbólico. Lacan escribe que el paso del símbolo al lenguaje está determinado por un paso decisivo, paso en el que el símbolo deviene “una presencia hecha de ausencia”, en la medida en que se libera del hic et nunc y, al lograrlo, se establece una diferencia que lo lleva de su ser evanescente a la permanencia del concepto. Por lo tanto, al no ser más que “huella de una nada” –imposible entonces de ser alterada–, “el concepto, salvando la duración de lo que pasa, engendra la cosa […]”. (7) Tomemos como punto de referencia algunos pasajes del curso de Kojéve que aclaran las formulaciones de Lacan. Así dice Kojéve: “[…] pues es la facultad del discurso lo que lo distingue [al hombre] del animal y de la cosa. Esto es lo que hay de esencial en cualquier filosofía y por tanto en Hegel mismo. Toda la cuestión reside en saber qué es. Hegel nos dice que el Entendimiento (=Hombre) es una ‘potencia absoluta’, que se manifiesta en y por ‘la actividad de la separación’, o mejor aún, en la medida en que es ‘acto-de-separar’. […] Lo dice porque la actividad del Entendimiento, es decir el pensamiento humano, es esencialmente discursiva. […] Revela uno a uno […] los elementos constitutivos de la totalidad, separándolos de esta para poder hacerlo. […] Ahora bien, de hecho los elementos son inseparables del todo que constituyen, y están relacionados entre sí por vínculos espaciales y temporales, incluso materiales, que son indisolubles. Su separación es pues efectivamente un ‘milagro’ y la potencia que la opera bien merece ser llamada ‘absoluta’. […] cuando se crea el concepto de una entidad real, se la desprende del hic et nunc. El concepto de una cosa es esa cosa misma desprendida de su hic et nunc dado […] es separarla de su soporte ‘material’ […] esta potencia de separación que está en el origen de las ciencias, las artes y los oficios, es una potencia ‘absoluta’ a la cual la Naturaleza no puede oponer ninguna resistencia eficaz”. (8) Nos encontramos en esta cita con otro concepto que reaparecerá con rostros diversos en la enseñanza de Lacan, el concepto de separación, el cual al cruzarse con la separación tal como surge en la dimensión psicoanalítica, dará a Lacan la oportunidad de articular ambas dimensiones de manera propia. También encontramos en ella el concepto de discurso tal como se presenta en 1953. Esa potencia de separación aquí invocada tiene como efecto la pérdida, la falla en ser como tal, en el acto mismo en el que lo transforma en concepto, en “sentido-esencia”, es “esa cosa misma menos su existencia”. Esta esencia sin existencia, producida por la sustracción de ser al Ser, no es sino el tiempo mismo. Este hace que el Ser pase del presente en el que es al pasado en que ya no es, en el que es puro “sentido”, vale decir, esencia sin existencia. A su vez, dado que tampoco se trata de un nuevo ser en el momento presente, puede concluirse que se trata del ser pasado y por ello de una esencia que adquirió existencia. El ser, por ende, “[…] tiene un sentido en la medida misma en que es (en tanto que Tiempo)”. (9) La importancia del devenir en el Tiempo y su relación con la acción, funda pues una nueva

lectura de la historia y de la historicidad en psicoanálisis. La primera teoría freudiana del recuerdo se instaura aquí en una nueva dimensión, que remite de manera insoslayable a un desarrollo de los enigmas que dibuja Construcciones en psicoanálisis. Pero la historia es inseparable de la teoría de la pulsión de muerte, incluso de la teoría de la pulsión parcial, en la medida en que ya Freud las designa como históricas. (10) De este modo Lacan escribe: “[…] el automatismo de repetición […] sólo apunta a la temporalidad historizante de la experiencia de la transferencia [obsérvese que la separación entre transferencia y repetición, propia del Seminario XI, todavía no se realizó], al igual que el instinto de muerte expresa el límite de la función histórica del sujeto. Este límite es la muerte, […] siguiendo la fórmula heideggeriana, como ‘posibilidad absolutamente propia, incondicional, insuperable, segura y en cuanto tal indeterminada del sujeto’, entendamos del sujeto definido por su historicidad”. (11) En este punto, Lacan reintroduce el ejemplo de los juegos repetitivos, haciendo mención especial del Fort-Da, deduciendo de ellos tres proposiciones: 1) la solidaridad entre la humanización del deseo y el par presencia-ausencia propio de la estructura del lenguaje; 2) esta humanización del deseo es correlativa de la transformación del deseo en deseo del otro, y 3) el objeto de ese otro deviene de allí en más “su propia pena”. Obviamente, existe aquí una remisión al estadio del espejo en su articulación con la lucha amoesclavo de Hegel. No obstante, además de los elementos conocidos en lo referente a la teoría especular del objeto (como por ejemplo la prematuración como forma de la falta a nivel de lo biológico de la especie), se desprende un nuevo matiz –que ya no depende del narcisismo freudiano, sino de su conceptualización del objeto perdido– cuya mira es la intrínseca relación entre la pérdida de la naturalidad, del hic et nunc, y la instalación de una falla, de una pérdida de ser, determinada por el poder de separación antes mencionado, que introduce una hiancia propia a la operación misma del discurso, de lo simbólico. La acción que el juego infantil ejemplifica “destruye el objeto” (en su sentido natural), negándolo en tanto que ser dado. Por eso Kojève dice: “Hubo pues aquí negación de lo dado, tal como está dado […]; es decir, creación […], acción o trabajo”. (12) La acción que destruye y a la vez crea, devendrá un concepto fundamental en Lacan, concepto mediante el cual el carácter activo de la acción del símbolo es subrayado, al igual que su carácter de creación a partir de la nada fundada en la negación, en la negatividad como operación. Esta equiparación que Kojève introduce adquiere un valor llamativo para desarrollos posteriores de Lacan, por ejemplo, en lo tocante al acto, al de producción, etc., íntimamente relacionados con el problema del objeto como tal. El paso de la cosa al objeto, paso que, parafraseando a Heidegger, Lacan denomina “asesinato de la cosa”, es inseparable de la posibilidad de eternización del deseo inconsciente planteada por Freud. El sujeto busca en la palabra la respuesta del otro a la pregunta que en tanto que sujeto lo constituye: “Para hacerme reconocer por el otro, sólo profiero lo que fue con vistas a lo que será. Para encontrarlo, lo llamo con un nombre que debe asumir o rehusar para responderme. Me identifico en el lenguaje, pero tan sólo al perderme en él como objeto”. (13) El sujeto mismo, se ve, deja de ser en esta dialéctica objeto, para devenir, a través del reconocimiento del Otro, sujeto humano. Este devenir lo hace humano y lo introduce al deseo como deseo de reconocimiento. El reconocimiento, se sabe, es un término que Lacan toma prestado de Hegel. Sin embargo, conviene insistir en el carácter peculiar que asume este préstamo. Por un lado, y esta es la interpretación habitual de esta importación –correcta por lo demás–, el reconocimiento como objeto simbólico único sustituye la pluralidad de los objetos imaginarios del transitivismo y la competencia especular; se ubica en el eje SA del esquema L, mientras que estos últimos se sitúan en el eje a-a’ que funciona, entonces, como

obstáculo, como resistencia, al desarrollo pleno de lo que Lacan llama el sujeto virtual a través del reconocimiento como objeto propio de la satisfacción de lo simbólico. Ser reconocido es la satisfacción propia de ese deseo inconsciente que insiste en la cadena significante y, por eso, el objeto del deseo stricto sensu es el reconocimiento. El sentido en que Lacan entiende esta realización del deseo –como deseo del Otro– cuyo instrumento es el objeto reconocimiento, y que, como tal, define la meta y el fin del psicoanálisis, es definido con precisión en el párrafo final del Seminario II: “[…] al orden simbólico, que no es el orden libidinal, en el que se inscriben tanto el yo como la totalidad de las pulsiones. Tiende más allá del principio del placer, fuera de los límites de la vida, y por eso Freud lo identifica con el instinto de muerte. […] El orden simbólico es rechazado del orden libidinal, que incluye todo el dominio de lo imaginario, incluida la estructura del yo. Y el instinto de muerte no es sino la máscara del orden simbólico, en tanto que – Freud lo escribe– está mudo, es decir, en tanto que no se ha realizado. Mientras el reconocimiento simbólico no se haya establecido, por definición, el orden simbólico está mudo. Al orden simbólico, a la vez siendo e insistiendo en ser, apunta Freud cuando nos habla del instinto de muerte como lo más fundamental: un orden simbólico naciendo, llegando, insistiendo en ser realizado”. (14) Por otro lado, a más de la lectura antes realizada del reconocimiento, creo que este término exige un examen más detallado, que permita su articulación con: 1) el concepto freudiano de objeto y sus grandes ejes tal como han sido delimitados en los capítulos iniciales; 2) las confusiones que entre estos ejes se producen en esta época en la obra misma de Lacan; 3) cierta dimensión de los postulados kleinianos y, finalmente, 4) la clínica analítica misma. Tomemos primero el término tal como se presenta en su uso en la lengua francesa. El Grand Robert da dos derivaciones del término: la una surge de la palabra reconisance que significa gratitud o también reconuisance que significa “signo de alineamiento”; la otra proviene de reconnaître, que proviene del latín recognoscere, que se relaciona directamente con el conocimiento. Los sentidos en función de estas dos vertientes se agrupan en tres grandes significaciones, que nos limitaremos a mencionar aquí: I. El hecho de reconocer, lo que sirve para ello. Este sentido incluye diferentes matices como por ejemplo: el acto de reconocer o sea de juzgar que un objeto (rostro, cosa, etc.) ya fue conocido por alguien (esta acepción se utiliza en psicología para designar el proceso por el cual una representación mental actual es reconocida como huella del pasado); el hecho de reconocerse, de identificarse mutuamente y, por extensión, volver a encontrarse después de una larga separación. II. Acción de reconocer, aceptar, admitir a alguien o algo. Tenemos aquí también múltiples matices como por ejemplo: confesión de una falta; el hecho de reconocer a alguien como jefe o amo; admitir algo que se negó o acerca de lo que se dudó; examen de un lugar o determinación de una posición desconocida; acción de reconocimiento jurídico o formal. III. Hecho de reconocer un beneficio o un placer recibido –gratitud–, una obligación moral, agradecimiento. (15) Esta somera recorrida por las significaciones del término nos enfrenta con toda la complejidad de su uso, más allá de su origen hegeliano. Efectivamente, puede decirse que todos los sentidos del término juegan en su uso lacaniano. Dentro de esa gama de sentidos algunos remiten de modo claro a ciertas dimensiones que han sido desarrolladas en los capítulos dedicados a Freud y a Klein, e incluso forman parte de las nociones aceptadas en psicoanálisis con otros nombres. Retomemos pues los puntos mencionados anteriormente que exigen una articulación más precisa del reconocimiento. En lo que respecta a las dos series freudianas y a su condición lógica, el objeto perdido del

deseo, ¿qué puede decirse acerca del término reconocimiento? ¿Dónde ubicarlo? Podría decirse que precisamente es un término ubicuo, sobre todo si se toman en cuenta distintos momentos de la enseñanza lacaniana. De todos modos, si se parte de las citas mencionadas previamente, un hecho se destaca en primer término: la tajante diferencia establecida entre el objeto “reconocimiento” como objeto simbólico – coextensivo de la pulsión de muerte– y los múltiples objetos imaginarios, considerados aquí como libidinales –tanto en su dimensión yoica como pulsional parcial–. En este momento lo simbólico se define fundamentalmente por su articulación con la negatividad y la pulsión de muerte, mientras que lo imaginario incluye todo lo perteneciente al orden libidinal, vale decir, narcisismo y pulsiones parciales. De esta manera, más bien se encuentra una imprecisión en lo referente a las series freudianas, las cuales se confunden, aunándose bajo el acápite de lo imaginario la serie pulsional parcial y la serie del amor. La diferencia más neta se establece entre estos objetos imaginarios, objetos comunes entonces a ambas series, y el objeto perdido del deseo que aparece como solidario de la pulsión de muerte, de la negatividad, sinónimo de lo simbólico mismo, bajo la forma del reconocimiento como objeto único de deseo que conduce a su realización. Realización que lo arranca de su mudez y que equivale a una realización del sujeto, que parece ser equivalente a la realización del deseo. La sexualidad sólo opera aquí incidentalmente en lo simbólico, necesitando para ello la mediación del reconocimiento. Obviamente, en este uso del término priman algunos de los matices de las acepciones I y II del Grand Robert; por ejemplo, dentro de I, la identificación mutua, incluyendo ese aspecto sorprendente por el cual esta identificación pasa a significar reconocerse luego de una larga separación, esa dimensión del volver a encontrar propia del objeto perdido freudiano, y también el juzgar que se trata de algo que ya se conoció. Aspecto totalmente coherente con la pérdida del objeto originario en Freud. En la acepción II prima el aceptar o el admitir a alguien, ¿cómo qué? Precisamente como sujeto. Puede decirse que esta acepción es la más hegeliana, incluso en la medida en que entraña el reconocimiento de alguien como jefe o amo-maestro, lo cual concuerda con la fórmula de la comunicación en Lacan según la cual el sujeto recibe del Otro su propio mensaje invertido, por lo cual el reconocimiento del sujeto por el Otro se ve precedido por un reconocimiento del Otro por parte del sujeto mismo. En el párrafo citado del Seminario II, Lacan relaciona el reconocimiento simbólico con el fin y la terminación del análisis como realización de ese Sujeto virtual que sitúa en el esquema L. Ahora bien, ¿qué es entonces este objeto simbólico peculiar, el reconocimiento? ¿Cuál es su articulación con el concepto freudiano de objeto del deseo? Si iniciamos este capítulo con una cita de “El seminario sobre La carta robada”, escrito que corresponde precisamente al Seminario II (seminario que presenta una larga discusión del Proyecto...), es porque en ella, al igual que en el Seminario II, el énfasis en el objeto perdido freudiano es claro. Este énfasis no es casual y no puede ser separado, a mi entender, de la relación peculiar que Lacan traza entre el Proyecto..., el capítulo VII de la Traumdeutung, Más allá..., La negación e Inhibición, síntoma y angustia. Esa relación, difícil de despejar, es empero fundamental para precisar el sentido del término “reconocimiento” desde una perspectiva analítica. Cabe recordar que este término forma un contrapunto particular con otro término, el de desconocimiento como carácter fundamental del yo imaginario. El término elidido en esta serie es precisamente el término de conocimiento, término que Lacan sólo utiliza en su fórmula “conocimiento paranoico”. De este modo, la elección misma del término “reconocimiento” indica el temprano rechazo de Lacan hacia cualquier formulación que apunte a una teoría del conocimiento como propia de la actividad analítica; el antiguo “conócete a ti

mismo” no es del orden de la experiencia analítica para Lacan, en la medida en que el dispositivo mismo del análisis exige la presencia de un otro y tiene como condición el establecimiento de la transferencia. La experiencia analítica es primero enmarcada por Lacan en la díada que forman el desconocimiento y el reconocimiento. Forma particular, sin duda, de leer la tan mentada frase “hacer consciente lo inconsciente”, frase que habitualmente es leída en el contexto del “conócete a ti mismo”. Esta última lectura, no debe olvidarse, es característica de esa ego-psychology que es la mira de las principales críticas de Lacan en esta época. Por ello, subrayar la relación íntima que existe entre la negación y el yo, enfatizar cómo el yo es desconocimiento, implica oponerse a toda “psicologización” del psicoanálisis. En esta vía, Lacan se ampara en el carácter narcisista del yo, retomando incluso la interpretación que de él hace Klein, aun saberlo, en su supuesta teoría de la relación de objeto. En este contexto el objeto imaginario adquiere toda su importancia y su despliegue, demostrando, en el estadio del espejo, la fragilidad de un yo supuestamente “libre de conflictos”, en la medida en que su estructura misma es conflictiva. Si hay desconocimiento, si hay negación de algo previamente afirmado, ello es posible por la presencia del inconsciente y el sujeto que le es propio, presencia que no es un conocimiento, sino, dirá Lacan años después, un saber sin sujeto. Pero, en este tiempo de su enseñanza, tiempo en que Lacan piensa que existe un sujeto virtual del inconsciente, un sujeto que asume ese saber a través de la mediación del Otro, el término “reconocimiento” –como nombre del objeto del deseo como deseo del Otro y, en tanto tal, como lo que permite la realización de esa virtualidad del sujeto– se opone a una teoría del análisis y su fin como teoría del conocimiento por parte del yo (moi). Esta teoría funda a criterio de Lacan el análisis de las resistencias, en la medida en que el análisis es concebido en ella como una relación yo-a-yo. Lacan aborda la crítica a esta concepción desde su teoría de lo imaginario, pero ¿cómo introducir entonces su dimensión simbólica? El reconocimiento como objeto del deseo permite pues esta inclusión y asimismo hace posible, como los sentidos referidos de la palabra lo indican, su articulación con el objeto perdido del deseo, con la teoría freudiana del juicio y la rememoración (no de la reminiscencia), con la pulsión de muerte como diferente de la agresividad imaginaria, con una función del Otro –todavía sujeto él también– que es inseparable del significante que, hasta los desarrollos del Seminario III, parece primar en el orden simbólico para Lacan, me refiero al significante del Ideal, tal como se presenta incluso desde su introducción en el esquema óptico en el Seminario I. Vale la pena también insistir que el concepto de demanda está ausente hasta el Seminario IV, aunque su antecesor, el llamado, surja en el análisis del caso Dick de Klein en el mismo Seminario I. Puede pues esbozarse con cierta precisión un recorrido de Lacan que parece ser correlativo del predominio del reconocimiento como objeto simbólico. Este parece coincidir con el predominio del significante del Ideal, desarrollado en el Seminario I, que coherentemente remite a un Otro sin barrar (A), que luego escribirá I(A) en el grafo. En el Seminario II, donde la teoría del reconocimiento adquiere pleno vuelo, la importancia del objeto simbólico, más allá de lo imaginario, deviene fundamental. Pero este objeto simbólico necesita la introducción de otro significante. Usando los significantes del esquema Rho, puede decirse que ese significante es el significante M. Se tiene aquí una primera versión de un Rho, más allá del esquema L, en el cual lo simbólico ya está delimitado por tres vértices significantes: I, M y A. Falta aún la función de un cuarto significante, el Nombredel-Padre, que formará el tercer vértice del triángulo simbólico, momento en que el A pasa a designar el conjunto de lo simbólico como tal. Esta precoz presencia del A, que se hace presente a

partir del esquema L, marca ya una distancia fundamental con Klein, pues para Lacan lo simbólico, de manera inicial puede decirse, entraña el lugar del Otro. El significante M implica, en su aparición misma, la articulación con el Fort-Da freudiano y con la pulsión de muerte formalizada mediante la cadena de los (+) y los (-), y la función de la presenciaausencia materna tal como Freud mismo la trabaja en Inhibición, síntoma y angustia. (16) Obviamente, esta función de la presencia-ausencia adquiere una dimensión harto diferente a la del duelo kleiniano, y es esta una de la mayores originalidades de la conceptualización de Lacan. (17) Precisamente por no considerar la percepción como el eje de su desarrollo, por negarse a una teoría del aprendizaje del símbolo, Lacan recurre a los conceptos hegelianos que le proporcionan una forma peculiar de dar cuenta de la experiencia freudiana y, diría incluso, de la experiencia kleiniana. ¿Por qué? Porque el énfasis de esta época en la reconciliación, en el carácter pacificante de lo simbólico frente a la turbulencia agresiva de la lucha imaginaria entre amo y esclavo, sitúa el reconocimiento como objeto simbólico en el marco de ese lugar tercero, en el que no se sitúa en cambio la posición depresiva kleiniana, (18) a la cual Lacan ubica como uno de los momentos intrínsecos de la relación especular. Creo quizás ingenuo suponer que Lacan era “optimista” en esta época y que luego se volvió “pesimista”. Aunque esta suposición pueda entrañar una medio-verdad, me parece más importante destacar que el énfasis en la reconciliación responde más bien a su experiencia clínica de las neurosis, experiencia que sabemos promueve a un primer plano la función del Ideal y de la demanda, con las confusiones pertinentes que ya se describieron al respecto en la teorización kleiniana. De esta manera, el tercer sentido del término “reconocimiento” puede permitirnos “reconocer” quizás un eco de la función de la gratitud y la reparación –sobre todo si pensamos en esta última a partir de ese sentido particular que adquiere en castellano, sentido algo quijotesco, que la articula con satisfacer el honor– como pacificante en la relación con el Otro. Función cuya duración, debe decirse, será breve, pues se ve conmovida en el recorrido que se inicia con el examen de las psicosis en el Seminario III y la comparación entre la fobia y la perversión en el Seminario IV. Parece evidente que puede sostenerse que el reconocimiento como objeto del deseo se sostiene en el malentendido mismo que, ya se vio, Lacan definirá como el malentendido propio de las teorías de la relación de objeto, confundir el objeto del fantasma con la función idealizante de la demanda, con el objeto de amor como don. Lacan tampoco escapa totalmente a este malentendido, que es inseparable de la ausencia de la función operativa fundamental del complejo de castración. Su referencia primordial es en estos años una referencia a la muerte, entendida como Amo absoluto, como equivalente a la acción misma de la negatividad de lo simbólico, más allá de la muerte imaginarizada en la relación amo-esclavo. Puede apreciarse entonces cómo, desde esta perspectiva, este objeto simbólico se asimila hasta cierto punto con el objeto de la serie amorosa de Freud, aun cuando para Lacan en esta época el amor se sitúe en la dimensión imaginaria. Sin embargo, ese Otro aun sujeto, es la versión que encontramos al inicio de su enseñanza de esa persona total, que, como se vio, fue el origen de tantos extravíos. Postergamos una discusión más detallada de estos puntos hasta el próximo capítulo. Antes de cerrar aquí el examen de estas formulaciones, conviene agregar algunas precisiones más. La primera de ellas se refiere a la formalización de la pulsión de muerte presente en “La carta robada” y en el Seminario II. Si la pensamos como una extraordinaria manera de dar cuenta de la memoria inconsciente –más aún si pensamos en la rapidez con la que Lacan absorbe el entonces novedoso inicio de las investigaciones en computación–, de la compulsión a la repetición –lo cual es cierto–, quizá no tomemos en cuenta la originalidad de su articulación con el concepto de objeto en

psicoanálisis. En primer término, esta formalización está explícitamente relacionada con la pérdida freudiana del objeto, definida como ya se dijo como pérdida de su naturalidad. La cadena de los (+) y los (-) como formalización del vaivén materno, de la aparición o no de algo, algo cuya concatenación produce significaciones pero no las traduce. Existe así un vaciamiento de la significación a favor de un predominio del significante, el cual introduce como tal una nueva forma de plantear lo simbólico – en las antípodas de la psicogénesis del símbolo– a partir de la postulación de su preexistencia. La alternancia simbólica del par significante introduce la necesidad de la teoría de las probabilidades para fundar su automatismo y también sitúa sobre la base de la pregunta fundamental la introducción que el significante produce de la falta en lo real. La falta empírica deviene ahora falta producto del significante y no a la inversa. Esa falta significante engendra la dimensión de la apuesta en su relación con el ser a través de una pregunta clave: ¿algo será o no? (19) La apuesta funda así para Lacan la noción misma de causa, cuya función es para él la de realizar una mediación entre lo simbólico y lo real. Vale decir que la pregunta sobre el ser desemboca en la dimensión de la causa, que prepara ya el lugar de la futura causa del deseo. La mediación es aquí un concepto cuya raíz hegeliana, como se vio, es indudable. Como tal se opone a la inmediatez que remite al ser dado natural, al ser-ahí característico de la vida animal. La negatividad opera sobre el sentimiento de sí propio del deseo animal, convirtiéndose en este punto en mediación fundamental el reconocimiento de otras conciencias de sí, que han superado el deseo animal a través de una lucha de prestigio en que arriesgan su vida, situándose entonces en un mundo humano, que incluye un “proyecto” que culmina en la acción. Por lo tanto, lo inmediato no está mediado por la acción como propiamente humana, como negadora de la naturalidad. En el Seminario II, al analizar el sueño de Irma, Lacan señala en este un punto que revela algo “innombrable” que caracteriza como una revelación de lo real, de un real sin ninguna mediación posible, de un real último ante el cual las palabras se detienen y las categorías fracasan. Surge allí un objeto que Lacan formula como el objeto de la angustia por excelencia, objeto del cual el hombre está irremediablemente separado. Lo “innombrable” es aludido mediante la cabeza de Medusa, referencia freudiana que, como se sabe, remite a la castración. (20) Este real sin posibilidad de mediación prepara el lugar del objeto a como real, causa del deseo. Sin embargo, este real sin mediación se opone al parecer a la noción de causa que acaba de ser definida como lo que posibilita una mediación entre lo simbólico y lo real. Resulta curioso que hacia el final del Seminario II, Lacan relacione lo “innombrable”, al referirse a la nominación –a la que define incluso como equivalente al reconocimiento, pues se refiere al “nombrar su deseo” como determinante de la efectividad de la acción analítica– con la función del inconmensurable. Puede deducirse que esa mediación imposible devendrá luego la función de la causa en su articulación con el deseo, función que Lacan definirá a partir de ese inconmensurable. (21) La falta de mediación de este real se debe a que este escapa al reconocimiento, que es imposible de ser reabsorbido por él, punto de desgarro que el deseo introduce en el sujeto en la medida en que la pérdida de su objeto lo torna inaccesible. El objeto perdido crea pues una dimensión que no se agota ni en el reconocimiento como objeto simbólico ni en el objeto imaginario, incluye esa dimensión tempranamente definida por Lacan como real, que permanecerá en suspenso hasta los desarrollos del Seminario IX, “La identificación” y del Seminario X, La angustia. Para finalizar, introduciré, de modo breve, la conceptualización que encontramos en esta época

de la obra de Lacan de la frustración, conceptualización en la que es criticada en el marco de la para entonces clásica tríada frustración-agresión-regresión. La agresividad en su articulación con el estadio del espejo permanecerá estable a lo largo del tiempo, pues Lacan preferirá usar a menudo el término “maldad” para referirse a la articulación entre la agresión y la pulsión de muerte. El término “regresión” es desde el inicio conceptualizado en función de lo simbólico y será discutido más adelante. (22) La frustración es inseparable de la teorización del objeto imaginario, siendo efecto de la alienación imaginaria del yo (moi) y, por lo tanto, la esencia misma del ego. En el “Discurso de Roma” es descripta del siguiente modo: “[…] [el moi] es frustración no de un deseo del sujeto, sino de un objeto donde su deseo está alienado y que, cuanto más se elabora, tanto más se ahonda para el sujeto la alienación de su goce. Frustración pues de segundo grado […] pues aun si alcanzase en esa imagen su más perfecta similitud, seguiría siendo el goce del otro lo que haría reconocer en ella”. (23) La precisión más importante que se desprende de esta cita es la ubicación de la frustración en relación con la estructura del yo como tal, siendo por lo tanto improcedente hablar de un yo más o menos tolerante a la frustración, cuando esta es consecuencia de su estructura misma. Postular que la frustración afecta al objeto, al alter ego, y al goce del objeto imaginario en la medida en que es el objeto del deseo del otro (con minúscula), no sólo es ubicar a la frustración en lo imaginario, sino puntuarla como ajena al deseo como simbólico, como situándose en el registro de la significación e instalar la falta que le es propia como pseudoempírica, dado que su condición de posibilidad es la falta estructural que el objeto simbólico cava. La frustración no es pues un antecedente lógico del deseo inconsciente, sino más bien una consecuencia imaginaria de la existencia de ese deseo. La alienación de goce, término cuya presencia aquí llama la atención, ubica al mismo a nivel de lo imaginario y es coherente con la inclusión de las pulsiones parciales en el circuito a-a’. De este modo, se desdibuja la diferencia entre los objetos narcisistas y los de la pulsión parcial. Si nos referimos a los desarrollos previos sobre Freud, podría decirse que lo imaginario designa en este momento eso que Freud llamó las formas preliminares del amor, donde ambas series se fusionan. La regresión, dijimos, es ya referida a lo simbólico, en la medida en que Lacan la denomina “regresión del discurso” oponiéndola a una “regresión de la conducta”. Teniendo presente esto puede ubicarse la frase de Lacan que sitúa a la regresión en el vector a-a’ del esquema L: “[…] no es sino la actualización en el discurso de las relaciones fantasmáticas restituidas por un ego en cada etapa de la descomposición de su estructura”. (24) Vemos pues que la tríada frustración-agresión-regresión queda enmarcada en su totalidad dentro del vector a-a’ que se opone al vector simbólico AS. Esta tríada y, especialmente, la frustración nos llevan al tema de nuestro próximo capítulo, cuya fuente más importante es el Seminario IV, del año lectivo 1956-1957, dedicado a la relación de objeto.

1 Véase supra, el capítulo “El deseo freudiano y su objeto”. 2 Véase además, supra, los capítulos “El objeto de la pulsión parcial y el objeto del amor” y “Melanie Klein en los senderos de Sade”. 3 J.-A. Miller en su curso, inédito, titulado “Escansiones de la enseñanza de Lacan” (año lectivo 1981-1982), subrayó

el anonadamiento esencial, la volatilización máxima que experimenta el objeto en esta época de la enseñanza de Lacan. Lo demuestra rastreando las diferentes interpretaciones que da Lacan del juego freudiano del Fort-Da. 4 J. Lacan, “El seminario sobre ‘La carta robada’”, en Escritos I, ob. cit., p. 40. 5 J. Lacan, “Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis”, En Escritos I, ob. cit., p. 257. 6 Ob. cit., p. 262. 7 Ob. cit., p. 265. 8 A. Kojève, Introduction à la lecture de Hegel, París, Gallimard, 1968, pp. 542-543. 9 Ob. cit., p. 544. 10 Véase, supra, los capítulos citados en notas 1 y 2. 11 J. Lacan, “Función y campo...”, ob. cit., p. 306. 12 A. Kojève, ob. cit., p. 545. 13 J. Lacan, “Función y campo...”, ob. cit., p. 288. 14 J. Lacan, El Seminario, Libro II, El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Buenos Aires, Paidós, 1983, p. 481. 15 Le Grand Robert de la Langue Française, tomo 8, Editions des Dictionnaires Robert, París, 1985. 16 Véase supra los capítulos “El deseo freudiano y su objeto” y “El objeto de la pulsión parcial y el objeto del amor”. 17 Véase supra el capítulo “Melanie Klein en los senderos de Sade”. 18 Ibíd. 19 J. Lacan, El Seminario, Libro II, ob. cit., p. 288. 20 Ob. cit., p. 250. 21 Véase D. S. Rabinovich, La teoría del yo en la obra de Jacques Lacan, Buenos Aires, Manantial, 1983. 22 Véase infra el capítulo “Lo incondicional y la condición absoluta”. 23 J. Lacan, “Función y campo…”, ob. cit., pp. 239-240. 24 Ob. cit., p. 242.

LAS TRES FORMAS DE LA FALTA DE OBJETO

El seminario acerca de la relación de objeto es inaugurado con una afirmación tajante: el objeto en psicoanálisis debe caracterizarse como la falta de objeto. Esta afirmación paradójica es indicativa de la mira a la que apunta el desarrollo de Lacan sobre este tema, mira que es el estudio de la formulación del objeto a partir de la falta misma, o sea la prevalencia en tanto tal del objeto simbólico, del objeto perdido del deseo. La falta de objeto pues es el nombre que Lacan dará al objeto perdido del deseo freudiano, en tanto que condición de posibilidad de las otras dos series. El anonadamiento introducido por lo simbólico no se agota en la formulación de la pura falta, la nada que es el objeto no es un campo único y homogéneo, comienzan a establecerse en él distinciones. El trabajo de despejar entre sí las series freudianas recién se inicia y obliga a Lacan a revisar la clínica misma. Sus guías en esta revisión serán, a más de casos de autores de la tendencia teórica criticada, dos casos freudianos: Juanito y la “joven homosexual”. La inclusión de Dora en esta serie se debe más bien a la oportunidad que brinda de realizar un contrapunto entre la histeria y la homosexualidad femenina. La riqueza clínica de este seminario es enorme y lamentablemente me tendré que ajustar tan sólo a aquellas puntuaciones pertinentes al tema. Sin embargo, pueden precisarse tres formas del objeto a nivel clínico que centrarán la atención de Lacan: el objeto fóbico, el fetiche y el falo. Este último adquiere una importancia creciente, importancia ya delimitada en el seminario sobre las psicosis, cuyo último capítulo fue titulado “El falo como meteoro”. (1) A partir de la constatación de la ausencia de una significación fálica estabilizada en las psicosis, Lacan comienza a investigar el funcionamiento del falo en las otras dos grandes estructuras clínicas, la neurosis y la perversión. Esta investigación culminará, hacia el final del Seminario IV, con el descubrimiento de la estructura de la metáfora en el objeto fóbico, que le brindará los elementos con que construirá luego la metáfora paterna. La importancia del falo entraña de modo necesario una revisión de las formulaciones lacanianas acerca de la sexualidad e inaugura de modo magistral la nueva articulación del Edipo y la castración que comienza a desplegarse. El seminario de las psicosis confluye poco a poco en la problemática del falo y del Nombre-del-Padre, punto en el que los hallazgos kleinianos referidos al Edipo precoz le permiten a Lacan una reflexión más acerada acerca de las relaciones entre el Edipo y el orden simbólico. El recorrido de estas dos estructuras clínicas producirá una acumulación importante de conceptos que devendrán capitales para la estructuración del grafo y del esquema Rho. Entre ellos cabe enfatizar el concepto de demanda, en la medida en que su aparición señala un vuelco novedoso y fructífero. También permite la demostración de las limitaciones del esquema L al ser este aplicado a la clínica y a la teoría del Edipo y la castración. Seminario sumamente freudiano, reordena la clínica de la relación de objeto de modo original, conservando empero aquellos aportes que enriquecen, a su juicio, el legado freudiano. Es imposible leerlo, sin duda, sin remitirse al caso Juanito, a la joven homosexual, a Dora y también a determinados textos cuyo conocimiento resulta indispensable: el Proyecto..., el capítulo VII de la Traumdeutung, La fase genital infantil, Inhibición, síntoma y angustia, El fetichismo, Psicología de las masas..., son tan sólo algunos de ellos. También, desde ya, su análisis entraña el conocimiento de la obra de Abraham, de Klein, de Jones, de la escuela francesa de la relación de objeto –los Leibovici, Bouvet, etc. para mencionar

algunos nombres–, de Ferenczi, de A. Freud y de Winnicott, para citar algunas de sus referencias psicoanalíticas. La frustración, la privación y la castración En primer término, interesa destacar las coordenadas a partir de las cuales Lacan construirá una matriz de doble entrada, que retomará en diferentes momentos de su enseñanza y que, en cuanto tal, implica una combinatoria, cuyas consecuencias se irán desentrañando de modo progresivo. Por un lado, este cuadro de doble entrada articula las tres formas de la falta con los tres órdenes, es decir, con lo imaginario, lo simbólico y lo real. Por otro, las formas de la falta sufren un clivaje peculiar, se articulan en función de la relación de los tres órdenes con tres elementos que inicialmente desconciertan: la acción, el objeto y el agente. ¿A qué se debe esta tripartición? Obsérvese que bajo el acápite de la acción se colocan las tres formas de la falta. La acción es padecida por el sujeto y, por ende, podemos colocar aquí al sujeto psicoanalítico. El sujeto es aquí un sujeto sujetado a la acción de un agente, agente que dibujará, según la época, distintos rostros del Otro, distintos modos de su encarnación. Incluso, algunos de ellos recién serán definidos al final del camino andado por Lacan. El objeto en su relación con los órdenes es producido por la forma de la falta que se introduce en el sujeto por acción del agente. La no homogeneidad de las formas de la falta implica la noción de que todos los agujeros no son iguales, pero implica también algo que surgirá con claridad en el seminario sobre la identificación – cuando Lacan empieza a disponer de una topología adecuada para formular la relación espacial entre el sujeto y el objeto, esa que primero calificó como éxtima–, sujeto y objeto comparten una comunidad topológica en lo referente, por ejemplo, al agujero central del toro y Lacan retoma allí, al producir su teoría de la identificación y del objeto a, las tres formas de la falta. También las retoma, por ejemplo, en el Seminario XII, “Problemas cruciales para el psicoanálisis” –cuyo título original, como él mismo señala, debía ser “Posiciones subjetivas del ser”–. Este cuadro pues tiene, a mi entender, la importancia de marcar, por vez primera en esta enseñanza, la solidaridad del sujeto como sujeto del inconsciente con el objeto, más allá de la articulación yo-objeto propia del estadio del espejo. Incluso lo imaginario sufre aquí una ampliación, en la medida en que incluye objetos otros que los especulares, incluso excluidos –como es el caso del falo– de la imagen especular. Además, la posición del agente señala la dependencia estructural de las formas de la falta del Otro como tal, como lugar del significante, más allá de su encarnación en la madre o el padre y más allá de la dimensión subjetiva que habita a quienes encarnan ese lugar del Otro, la cual será reemplazada por la fórmula del Otro barrado ( ) como puro lugar. No hay duda de que vemos producirse entonces en este seminario el proceso mismo que desembocará en la caída del concepto de intersubjetividad y del deseo del Otro como deseo de reconocimiento. Sólo una de las formas de la falta es de neta raigambre freudiana: la castración. Las otras dos son tomadas respectivamente de la teoría de la relación de objeto, es el caso de la frustración, y de la teoría de Ernest Jones, es el caso de la privación.

ACCIÓN

OBJETO

AGENTE

Frustración (Imaginaria)

Real

Simbólico

Simbólico

Imaginario

Imaginario

Real

Privación (Real)

Castración (Simbólica)

Ya se desarrolló el olvido de la castración que caracterizó a la teoría de la relación de objeto y su sustitución por el papel de la frustración. (2) La articulación entre la castración y el significante asoma ya en el Seminario III, cuando Lacan formula la disimetría esencial de ambos sexos en el Edipo: “[…] la razón de la disimetría se sitúa esencialmente a nivel simbólico, se debe al significante. Hablando estrictamente no hay, diremos, simbolización del sexo de la mujer en cuanto tal. […] Este defecto proviene del hecho de que, en un punto, lo simbólico carece de material […]”. (3) Esta exploración de la falla en el significante comienza pues a tomar la delantera y guía el examen de la clínica en el seminario de la relación de objeto. La riqueza de la cosecha de este seminario puede rastrearse en forma dispersa en distintos textos de los Escritos. La frustración, la demanda y el don Lacan logra arrancar a la noción de frustración del contexto empirista dentro del cual estaba presa. Como puede ya apreciarse en la cita del “Discurso de Roma”, (4) Lacan sitúa la frustración en el marco de la relación especular con el otro y, al mismo tiempo, impide considerarla como formando parte de las experiencias vividas en una relación dual con un otro “real”. En este seminario se produce una serie de nuevas conceptualizaciones que tienen como resultado una definición novedosa y original de la frustración, la cual ya no cabe en el vector a-a’. En realidad, el primer cambio que se introduce se debe a un comienzo de diferenciación que remite a las series freudianas del objeto. La función del agente en sí misma, en efecto, introduce al otro como objeto de amor, como “persona”, colocándose así el Otro de la intersubjetividad de los Seminarios I y II, el Otro del reconocimiento del deseo, en el marco de una continuidad con el objeto de amor y su elección en Freud. De este modo, un aspecto que antes se confundía con el objeto imaginario especular es diferenciado y situado a nivel del Otro como agente. En segundo lugar, encontramos que el objeto, definido aquí como real, real que aún no se diferencia de la realidad, corresponde más estrictamente al objeto del deseo como deseo del otro,

ese objeto que el transitivismo y la competencia que lo caracterizan describe claramente y cuya medida da el semejante. El establecimiento de las coordenadas simbólicas de la frustración implican necesariamente ese lugar del Otro como agente, diferenciado del objeto como real y del matiz imaginario de la vivencia subjetiva. Este lugar tercero, el del agente, lugar que es absolutamente ajeno al mecanismo de proyección, es inseparable de la dimensión simbólica que funda esa vivencia imaginaria de la falta que es la frustración. Lacan delimita pues la estructura misma del fenómeno, más allá de su presentación ingenua en las teorías de la relación de objeto. Recuerda, en primera instancia, que este término en cuanto tal está ausente de la obra freudiana y recoge en ella el término de Versagung, que en alemán implica renuncia, que remite a una palabra rota, a la anulación de una promesa. Esta ruptura de promesa se articula con una nueva concepción del amor, que modifica de manera parcial las formulaciones del Seminario I y del “Discurso de Roma”, en la medida en que el amor – en su dimensión simbólica– remite a la madre como encarnación de ese Otro primordial. En el Seminario IV, Lacan establece una diferencia interna a la frustración misma, diferencia que me parece fundamental en la medida en que pone en claro y sitúa determinados conceptos que, en sí mismos, son difíciles de delimitar, pues remiten a las distintas coalescencias que se han producido entre las formulaciones freudianas acerca del objeto. La primera de estas dos vertientes de la frustración ya está formulada, sin duda, en la cita del “Discurso de Roma” en términos de frustración del objeto de goce por parte del semejante. Predomina en esta vertiente la frustración en relación con el objeto “real” de goce, de satisfacción en cuanto tal. Lo real debe entenderse todavía en su uso primero por parte de Lacan, como exterior a la experiencia analítica, pero asimismo –luego de los desarrollos de los Seminarios II y III– como lo que vuelve siempre al mismo lugar e incluso tomarlo en su acepción corriente. Sin embargo, está preparado aquí el lugar mismo que posteriormente tendrán el objeto y el goce en tanto que reales. Lacan denomina esta vertiente “frustración de goce”. La segunda vertiente remite al objeto en su dimensión simbólica. En ella la madre funciona como agente simbólico –encarnación primera del Otro–, y genera esa forma de la frustración que Lacan denomina “frustración de amor”. Desarrollar en detalle ambas vertientes exige en primer término precisar la constitución de esa función que se denomina agente simbólico. Esta es una consecuencia lógica de la anterioridad fundante del orden simbólico para el sujeto hablante, anterioridad que Lacan ya ha definido netamente. Si se recuerda que la consecuencia misma del nacimiento del deseo en el sujeto debido a su apresamiento por el lenguaje era la pérdida de naturalidad del objeto, esta transmutación es pues inseparable del paso del objeto de la necesidad por el lenguaje. Freud ya en el Proyecto... había postulado cómo la indefensión del lactante, su necesaria dependencia de un otro, estaba en la base de toda comunicación. Importa destacar hasta qué punto el desamparo es uno de los conceptos freudianos más asimilados y desarrollados por Lacan de manera permanente. Está implícito, por ejemplo, en la construcción misma de la madre como Otro simbólico primordial, en su ubicación como agente de la frustración, y desembocará de modo necesario en el concepto de demanda, que aparece por vez primera en este seminario. Antes de llegar a ese concepto, cabe referirse, aunque brevemente, al concepto de llamado, articulado de modo insoslayable con el de demanda. El llamado surge como tal en el análisis del caso Dick de Melanie Klein en el Seminario I. (5) Alude allí a la importancia del pronunciamiento, por parte de Dick, de un primer llamado hablado, con lo que este entraña como respuesta, señalando que a partir de él se vuelve posible para el niño la dimensión de los objetos imaginarios, surgiendo

recién ahí la posibilidad de eso que comúnmente se denomina relaciones de dependencia. Todo cuanto la teoría psicoanalítica desarrolló a partir de este encabezamiento recibe una nueva interpretación que, a mi juicio, es decisiva. La función del llamado es inseparable del carácter simbólico del agente de la frustración, la madre, como aquel que en lo real puede responder o no al llamado. Para responder a él no hay más remedio que aceptar que la necesidad sea transformada a través de su paso por ese Otro, que por esta razón misma deviene código; que introduce en la necesidad la discontinuidad significante y que entraña la pérdida de especificidad de su objeto; ese Otro del cual el sujeto recibe su propio mensaje invertido. La posibilidad misma que tiene ese Otro de responder o no al llamado lo vincula con el par presencia-ausencia. Precisamente, es la presencia-ausencia del Otro simbólico lo que constituye al agente de la frustración en cuanto tal. El problema no es pues la presencia-ausencia del objeto real sino la presencia-ausencia de este Otro simbólico. Una vez que la necesidad atravesó el lugar del código surge transformada en demanda. Este término presenta una polivocidad en francés (6) que Lacan aprovecha ampliamente, combinando sus diferentes acepciones y enfatizando según los diversos contextos alguna de ellas. Me parece significativo, por ejemplo, el sentido de pregunta que este término puede adquirir en francés, sentido ausente en castellano, pues una de las dimensiones esenciales de la demanda es su articulación con la interrogación acerca del carácter y el significado de la respuesta del Otro simbólico al llamado, acerca de su sentido mismo, más allá de que la respuesta sea positiva o negativa. El agente simbólico de la frustración, que devendrá luego el significante M del esquema Rho, introduce pues la presencia-ausencia del Otro como una dimensión fundamental que se superpone e incluso eclipsa la presencia o ausencia del objeto “real” de satisfacción. El carácter mismo de la satisfacción sufre modificaciones fundamentales debido a la transformación necesaria (lógicamente) de la necesidad (biológica) en demanda. Una nueva forma de alienación se instala entonces, diferente a la alienación en la imagen del semejante, Lacan se refiere a ella en los siguientes términos: “[…] en la medida en que sus necesidades están sujetas a la demanda, retornan a él alienadas. Este no es un efecto de su dependencia real […] sino de la conformación significante como tal y del hecho de que su mensaje es emitido desde el lugar del Otro. Lo que se encuentra así alienado en las necesidades constituye una Urverdrängung por no poder, por hipótesis, articularse en la demanda […]”. (7) Nueva formulación entonces de la particularidad perdida, en la cual la referencia a la represión primaria freudiana no puede pasar desapercibida. Efectivamente, el efecto de esa Urverdrängung será ese retoño que es el deseo. Por estructura, es por ende imposible que la necesidad se articule en la demanda, así como tampoco podría articularse en ella ese retoño que es el deseo. La demanda es pues demanda, no de la satisfacción de la necesidad, sino de la presencia o ausencia del Otro como agente. Este Otro detenta el privilegio de poder responderle o no, privilegio que lo dota de un poder que es el fundamento de su omnipotencia, la cual es en primer término omnipotencia del Otro, no omnipotencia del niño y su supuesto pensamiento inmaduro. Cuando la madre accede a este poder, cuando deviene su sede misma, pasa a ser, según Lacan, real y, en cambio, el objeto que era real deviene un objeto simbólico: el don. Es esta pues una nueva vuelta de tuerca del desarrollo que se mencionó en el seminario sobre “La carta robada”, con un nuevo despliegue en torno a la presencia-ausencia de la madre como objeto primordial. El poder real que le otorga a la madre el carácter de omnipotencia –descripción que no puede dejar de evocar los comentarios freudianos del Proyecto... y de Inhibición, síntoma y angustia acerca del desamparo y las situaciones de peligro– brinda a su respuesta un valor: los objetos de satisfacción se vuelven signos de la buena o mala voluntad de ese Otro, poder en lo real, signos en

última instancia de su amor. Pero, cuidado, se trata de signos del amor del Otro, no de objetos de amor, el verdadero objeto de amor es ese Otro primordial, al que Lacan mismo designará como objeto primordial. Estos signos del amor del Otro, que transforman el objeto u objetos reales de la necesidad en objetos indiferentes desde el ángulo de la necesidad misma, son aquello que Lacan denomina con toda precisión dones. Un abanico tridimensional se abre a partir de esta redefinición de la frustración: 1. El objeto primero de la satisfacción, el pecho real por ejemplo. 2. El objeto como objeto de amor, la madre como objeto primordial y agente simbólico. 3. El don, signo del objeto de amor, avatar del objeto de la necesidad que pierde su especificidad adquiriendo en su lugar eso que se denomina valor. Se produce entonces un intercambio de lugares entre objeto y agente, siempre en el campo de la frustración en tanto que dimensión imaginaria de la falta, que genera las dos vertientes antes mencionadas:

Un casillero permanece sin modificaciones, el que define la frustración como daño imaginario. Por lo tanto, las dos vertientes en juego se relacionan con una doble estructura de la frustración, dependiente del intercambio en los casilleros del objeto y del agente, de lo simbólico y lo real. Sin embargo, el daño imaginario experimentado no es en ambos casos exactamente el mismo. En la primera vertiente se produce estrictamente la frustración del objeto de goce, en la segunda la del objeto de amor. Conviene tener presentes los desarrollos realizados al respecto en el examen de la obra freudiana y kleiniana. (8) ¿Cuáles son las consecuencias de esta diferencia en lo que a nuestro tema respecta? Primero, el problema del objeto parcial y del objeto total recibe un enfoque tal que se logra una salida de algunos de los impasses más importantes de las teorías de la relación de objeto. En particular queda despejado el problema de la articulación entre la “relación objetal” y el acceso a la realidad, más allá de las proyecciones fantasmáticas y de toda interpretación madurativa de ese acceso. Segundo, el cuadro arriba reproducido permite deslindar ya la serie del objeto de amor de la serie pulsional parcial. Klein, incluso Winnicott por ejemplo, se topan con el obstáculo de tener que definir el acceso a la realidad a partir de la satisfacción alucinatoria del deseo, el punto de partida común entonces es el objeto del deseo. Ambos no toman en cuenta las consideraciones freudianas al respecto, cosa que sí en cambio hace Lacan. La dialéctica kleiniana de los objetos parciales surgidos respectivamente de

las experiencias de frustración y gratificación –objeto bueno y objeto malo–, concebidos, tal como se dijo, de manera empirista, choca por un lado, con el impasse surgido de la equiparación del objeto bueno con Eros y del objeto malo con Tánatos. El circuito del deseo se confunde, ya se vio, con el circuito amor-odio, tal como Freud lo estructuró en Pulsiones..., la delimitación freudiana se desdibuja y las series pierden la originalidad que les es propia. ¿Cómo salir pues de la realización alucinatoria y acceder a la realidad? Aquí la diferencia establecida por Lacan se vuelve especialmente pertinente. La noción de frustración recupera su potencia operativa que pierde precisamente en la medida en que Klein no diferencia entre las dos vertientes de la frustración, frustración de amor y frustración de goce son para ella idénticas, equivalentes, inclinándose a equiparar amor y goce. La diferenciación lacaniana apunta a separarlas para dar cuenta justamente del acceso a la realidad a partir del objeto perdido del deseo. Klein describe más bien la frustración de goce del objeto “real”, su paso a una realidad humana se produce gracias a un proceso de psicogénesis del símbolo que es, en sentido estricto, consecuencia de una especie de teoría psicoanalítica del aprendizaje por ensayo y error emocional. (9) El establecimiento de estas dos vertientes de la frustración le permite a Lacan introducir acotaciones específicas acerca del acceso a la realidad tal como este se produce en el niño humano. Al respecto, su posición es harto clara: el acceso a la realidad humana en cuanto tal depende de la frustración de amor. El sujeto queda preso de la dialéctica del intercambio por intermedio de la constitución del don como forma simbólica del objeto. Esto equivale a sostener que el acceso a la realidad humana depende del orden de la alianza, de la Ley, de la prohibición del incesto y no de una experiencia empírica de la realidad. Freud, Marcel Mauss y Lévi-Strauss se conjugan de un modo peculiar para producir la superación del impasse posfreudiano. El pequeño humano es así introducido en una realidad simbólica que en cuanto tal le preexiste, realidad simbólica en cuyo contexto podrá ser entonces designado como sujeto y no como organismo viviente. Retomemos aún por un momento la frustración de goce. Aparentemente, esta vertiente no es luego retomada por Lacan. Sin embargo, esto es más aparente que real, dado que encontramos en lo que sobre ella se dice en el Seminario IV, la estructura misma de los desarrollos posteriores sobre la pulsión y su objeto. Observemos, por lo demás, que aquí ya está en germen la posibilidad misma de la fórmula de la pulsión del grafo ( ), pues ambas vertientes de la frustración dependen de la función de la demanda. La demanda interviene pues en los dos pisos del grafo del lado desde donde surgen las preguntas, desde el piso inferior a nivel del A, entendido como Otro de la demanda de amor, Otro de la presencia-ausencia, y también en el piso superior, dónde el A es reemplazado por la fórmula de la pulsión. Puede deducirse que a nivel del piso superior se sitúa lo que Lacan llama en este Seminario IV la frustración de goce. En el Seminario V, “Las formaciones del inconsciente”, esta diferencia es precisada en términos de que la frustración de goce es frustración de una demanda vinculada a la satisfacción en cuanto tal, con el disfrute del objeto, con el goce de él. La frustración de amor, en cambio, se dirige a un objeto que en sí no tiene valor de goce alguno, es una pura nada, su valor depende tan sólo de su posición como signo del amor del Otro. Esto obliga a precisar por qué Lacan considera en “La relación de objeto” que la frustración de goce no constituye ningún objeto. Esta aseveración indica hasta qué punto Lacan centra su interés en ese momento en la constitución del objeto como simbólico, del don. El objeto “real”, igual que en el Seminario I o en el “Discurso de Roma”, queda incluido en el circuito a-a’, circulando dentro de la dinámica imaginaria propia del estadio del espejo, en la medida en que el Eros, la libido, siguen siendo inseparables de lo imaginario. El movimiento de esta época se centra en la delimitación de

las coordenadas simbólicas del objeto, especialmente en su articulación con el significante, su culmen será la producción del objeto fóbico a partir del caso Juanito. El objeto de la frustración de goce, desde la perspectiva significante que ocupa a Lacan, queda sumergido en la teoría de lo imaginario, incluso es equiparado al objeto transicional, que comparte exactamente su posición. Tenemos pues que en lo imaginario quedan ubicados tanto los objetos propios del narcisismo como los propios de las pulsiones parciales. Explícitamente la frustración de goce es articulada con el autoerotismo y permite, en cuanto tal, la delimitación del objeto pulsional: “[…] la pulsión se dirige al objeto real como parte del objeto simbólico”. (10) Como ya se enfatizó, el quid para entender esta cita es tener presente que ese objeto real no engendra realidad simbólica alguna. Si relacionamos esta posición de Lacan con las tesis freudianas resulta claro que Lacan está enfrentando una doble dificultad: por un lado, delimitar a la madre –agente de la frustración de amor– en su doble carácter ya indicado por Freud, objeto primordial del amor, en el sentido de una catexia objetal, y asimismo fuente de ese “poder” del que hablaba Freud en el Proyecto... y en Inhibición, síntoma y angustia, mostrando que el amor dependía en su posibilidad misma del traslado de la situación de peligro económico a la señal de la condición de posibilidad de la experiencia de invasión económica, o sea al peligro de la ausencia materna primero y luego al peligro de la pérdida de su amor. Pero también cabe señalar que este objeto necesita para producirse la pérdida de la especificidad y de naturalidad propia de la constitución del objeto del deseo como tal. Por otro, la deducción del objeto pulsional queda todavía, y durante un tiempo más o menos largo, dentro de lo imaginario, equiparado al objeto parcial clásico, mientras que el objeto simbólico primordial ocupa el lugar que, a partir de Abraham, se caracterizó como el del objeto total o la persona total. En esta época, Lacan está construyendo esa tripartición que es la serie necesidad, demanda y deseo. Más adelante, el término “necesidad” tenderá a desaparecer, siendo sustituido por el goce, definido como satisfacción pulsional, no ya como libido imaginaria, sino como lo real que yace en el centro mismo de la experiencia analítica, ese real que por excelencia ella debe alcanzar. Así el goce devendrá el tiempo mítico uno del origen del sujeto que sustituye al sujeto mítico de la necesidad. Si la necesidad podía ser definida como un real ajeno, externo, a la experiencia analítica misma, el goce, en cambio, es un real producto del sistema significante y, en tanto tal, interno a ese sistema. La Urverdrängung de la necesidad será reemplazada por la del goce y su pérdida. Esta modificación, empero, no invalida las tres formas de la falta, que seguirán siendo trabajadas por Lacan en ese nuevo contexto. Retomemos pues el hilo de la frustración de amor en su articulación con el acceso a la realidad específicamente humana. Si hay algo que sea total, que sea todo, en lo referente a esta vertiente de la frustración, este reside en el todo o nada de la presencia-ausencia del Otro, de los (+) y los (-), del signo que el Otro otorga o no. El objeto de amor no es un objeto total, no es esta la característica que le da su peso propio, sino que el objeto primordial como objeto de amor, como agente simbólico cuando muta a ser el agente real, un poder en lo real, brinda objetos que son dones, por ello son simbólicos, de esa potencia. También se juega en torno al todo en la medida en que la demanda de amor se presenta con un carácter “incondicionado”, (11) que transforma el don del Otro en una prueba del “todo o nada”. Vuelve a encontrarse, modificada, la apuesta primitiva del símbolo del Seminario II. En el “Discurso de Roma”, el don ya es equiparado con el símbolo: “[…] el símbolo quiere decir pacto y en cuanto son en primer lugar los significantes del pacto que constituyen como significado […]”. (12) Insistamos en que las palabras de reconocimiento presiden estos dones primeros, teniendo presente que el reconocimiento era, en ese texto, el objeto simbólico del deseo

por excelencia. Este objeto sólo puede ser otorgado mediante la palabra y es esta la fuente primordial del don. En el Seminario IV, el don considerado como el objeto simbólico de la frustración dibuja un Otro que responde según su capricho –ese poder real–, todavía no incluido en el pacto. La característica misma del don en tanto que simbólico es su posibilidad de ser revocado, anulado. El objeto otorgado con carácter de don sólo puede perfilarse sobre el fondo del anonadamiento simbólico de su particularidad como objeto. Por eso, al ser otorgado, su valor depende de su carácter de signo del acto del Otro, introduciéndose por esta vía el aspecto decepcionante del orden simbólico mismo, pues todo objeto donado puede ser sustituido, podría ser otro, sólo es un mero sustituto, desparece... El don implica un circuito de circulación de dones, el intercambio, las estructuras del parentesco, la ley de la alianza, la interdicción del incesto. Esta implicación del don le permite a Lacan realizar una nueva articulación entre el Edipo y el objeto. El don es un concepto tomado del célebre ensayo de Marcel Mauss “Ensayo sobre los dones. Razón y forma del cambio en las sociedades primitivas”, (13) ensayo en el que se articulan moral, derecho y economía. El fondo querellante, reivindicativo, judicial, de la demanda de amor se establece sobre el telón de fondo de una legalidad particular, que Mauss diferencia de la que nos es propia, a la cual considera por demás mercantilista. En el marco entonces de esa legalidad particular dar, sobre todo, es dar lo que no se tiene. La definición del amor en Lacan se articula con esta formulación: amar es dar lo que no se tiene. Debe leerse pues teniendo presente su articulación con la conceptualización de Mauss, cuyo ejemplo princeps es el potlatch y la gratuidad que este pone en escena. Se establece así el intercambio por excelencia, el de nada por nada, donde la anulación de la dimensión de goce del objeto llega a su punto máximo. La frustración de amor abre el acceso a la realidad “simbólica”, característica del intercambio humano, precisamente en la medida en que se funda en la anulación del goce del objeto, en la pérdida de la particularidad de este último en relación con la naturalidad, vale decir, en la anulación de su valor natural, en la medida en que deviene esa “nada” simbólica que es un signo de la buena o mala voluntad de ese Otro, que encarna un poder en lo real. La frustración de goce, en cambio, remite al sujeto al círculo sin salida de la posesión del objeto como tal, a una dialéctica de la agresividad competitiva con el semejante. Hasta puede incluso decirse que Klein misma percibió el círculo sin salida que entrañaba y que, por lo tanto, su introducción del concepto de gratitud –que conforma una diada oposicional con el de envidia– fue un intento de fundar esta dimensión simbólica de la realidad humana en la posición depresiva. En todo caso, queda claro que los desarrollos de Mauss introducen el problema de la creación del valor, creación que es posible en la medida misma en que el valor “natural” es anulado por acción misma del significante. Darlo todo, el máximo desprendimiento, equivale, a su vez, a no dar nada. Lacan señala que ese todo mítico de los objetos del don confluye en Klein en el continente materno, en cuyo interior se sitúan todos los objetos imaginarios. Sin embargo, esos objetos debido a su inclusión en el Otro simbólico –definido por el campo de anonadamiento que el par presencia-ausencia crea– constituyen un campo cuyo carácter sobresaliente es la virtualidad. Cualquier relación con un “objeto parcial” en el campo creado por la presencia materna no es más que aplastamiento del amor del Otro, no una satisfacción en cuanto tal. Como bien lo señala Lacan, el objeto en juego es el paréntesis simbólico mismo, en sí más precioso que cualquier bien. Desde esta perspectiva, todo bien no es sino un aplastamiento del principio del llamado, en la medida en que este es a la vez principio de la

presencia y el término que permite rehusarla. Este objeto del llamado, de la presencia, dibuja una forma peculiar de satisfacción que se produce cuando la demanda llega a “buen puerto”. (14) Cuando esta se produce, no hay satisfacción, sino mensaje de esa presencia, en la medida en que el niño tiene ante sí la fuente de todos sus bienes. En este punto privilegiado se sitúa en el niño, para Lacan, el estallido de la risa. La risa es pues la primera comunicación, más allá de la demanda misma, dado que allí la presencia no es presencia empírica, sino presencia a nivel del mensaje de lo que Lacan denomina “significante de la presencia”, significante que yace para él en la raíz de la identificación. En suma, puede concluirse que el signo de la presencia domina sobre la satisfacción; siendo este el punto de arraigo de la identificación con el significante del Ideal, primer sello de ese Otro omnipotente. En el interior de este paréntesis simbólico los objetos mismos ya están significantizados. Al devenir el objeto don simbólico se ha transformado también en signo de la voluntad del Otro, signos que son ya moneda del Otro, no sólo en el sentido de moneda de cambio, sino en tanto y en cuanto son signos constituyentes en la medida en que aseguran como tales la creación del valor. Aquí el valor y su creación son inseparables del deseo como deseo de reconocimiento, pues esos signos representarán el ser mismo del sujeto que busca el reconocimiento. Lo imaginario ofrece una gama privilegiada de objetos, tomados del propio cuerpo en su articulación con el estadio del espejo, que serán consagrados al don. De este modo el niño encuentra en su propio cuerpo un real presto para nutrir lo simbólico: el pecho, las heces y ese objeto problemático que es el falo se introducen de este modo en el circuito simbólico del don. El concepto de regresión, en este contexto, sufre determinadas modificaciones. Cada vez que la frustración de amor se hace presente, surge la regresión, que asume la forma de una compensación a través de la satisfacción del goce del objeto. Formulación, puede apreciarse, aun muy cercana a la que se citó en el “Discurso de Roma”. En la vertiente de la frustración de amor, el Otro surge en determinado momento como herido en su potencia, en su poder. Esta herida responde a una dimensión doble. Por un lado, a la imposibilidad del Otro de responder, por razones de estructura, a la demanda y, por otro, a la pregunta que el vaivén de su presencia-ausencia suscita. El Otro aparece pues doblemente habitado por una falta, falta que se sitúa más allá de la demanda, falta idéntica a su deseo, vale decir, al secreto de su ir y venir. Esta división del Otro por la acción misma de la demanda introduce la Spaltung entre demanda y deseo, que se tornará visible en el desdoblamiento de las dos líneas del grafo del deseo. Pero, antes de examinar la conocida fórmula de Lacan según la cual el deseo es el margen que se sitúa entre la demanda y la necesidad, conviene explorar las primeras formulaciones que realiza, en el Seminario IV, en torno al deseo del Otro. Estas formulaciones son inseparables de las dos formas de la falta de objeto que aún falta examinar: la privación y la castración. En relación con ellas, tanto el Edipo como ese punto de vuelco que era para Freud la castración materna, reciben una lectura que modifica decisivamente la articulación del objeto en la enseñanza de Lacan. Privación y castración en su articulación con el deseo del Otro La falta que se esboza en el Otro materno se convierte aquí en la nueva mira del deseo. El reconocimiento experimenta aquí un cambio de matiz: el problema es ahora cómo ser reconocido como objeto del deseo del Otro. Problema doble en la medida en que no se sabe qué desea el Otro y en la medida en que aquello que el deseo del Otro designa como objeto deviene no el objeto del sujeto, sino aquello con lo que el sujeto identificará su ser. Por eso Lacan puede afirmar “[…] la

falta es el deseo mayor”. (15) Conocemos la respuesta que Freud encontró para esa falta, al designar al falo como su objeto, la Penis-neid que marca el paso de la niña por el complejo de castración. Si el falo es aquello que podría colmar la falta en el Otro, el camino más sencillo que se le ofrece a la cría humana es proponerse como tal, identificándose con él, lisa y llanamente en la medida en que se presenta como objeto privilegiado de la madre. El falo configura pues un objeto de tipo particular, cuya delimitación respecto al objeto en cuanto tal produce permanentes ambigüedades en esta etapa de la obra de Lacan. Por lo pronto, su prevalencia se impone netamente en lo imaginario y comienza asimismo a esbozarse en lo simbólico. En el Seminario IV, lo encontramos definido del siguiente modo: “[…] objeto imaginario de la deuda simbólica de la castración”. (16) Gracias a él, el sujeto es introducido en la dialéctica del don y del intercambio simbólico, más allá de la frustración de amor y su dialéctica. Irrumpe la ley como instancia reguladora del poder materno, sometiendo así a su capricho. El falo, por lo tanto, es en la castración un objeto imaginario y opera en su carácter de tal. Lo simbólico es propio en este caso de la acción misma y de sus efectos sobre el sujeto. Si el sujeto experimenta la frustración como un daño imaginario, experimenta, en cambio, la castración como una deuda simbólica, es decir, como una acción que lo inscribe en la filiación y su dialéctica. Castigo simbólico, impuesto del lenguaje, que deberá saldar mediante el imaginario corporal, con ese objeto privilegiado que es el falo, φ, que no debe ser confundido con lo que en este seminario Lacan califica como el pene real (π). La privación se caracteriza a nivel de la acción por la presencia de la falta en lo real, aun cuando –Lacan lo repite insistentemente– en lo real nada falta. La aparición de una falta en lo real es efecto de lo simbólico y, siendo así, el objeto faltante por lógica ha de ser un objeto simbólico, objeto que Lacan articula de modo explícito con el falo simbólico. Ejemplo paradigmático de la privación así definida es la castración femenina. En lo real nada le falta a la mujer, sólo puede faltarle el falo en la medida en que este es un objeto simbólico prevalente en el orden simbólico como tal. Prevalencia que, ya se indicó, corresponde para Lacan, desde el Seminario III, a una deficiencia del sistema significante en lo tocante al significante de la mujer. Si continuamos con el desarrollo hasta aquí realizado, puede apreciarse que la promoción a lo simbólico del objeto de la frustración por obra y arte del agente, que se vuelve real, nos lleva al casillero de la privación con sólo intercambiar los casilleros de la acción y el agente. La madre, potencia real, por acción misma de la demanda, aparece herida en su potencia y, como tal, surge como sujeto de una acción en lo real, cuyo agente será imaginario, en la medida en que en lo real, nada le falta. Esa falta en lo real del Otro es un punto clave en relación con la acción de castración, hecho ya señalado por Freud al destacar la importancia de la castración materna. En Lacan esa falta se vuelve la meta del deseo como deseo del Otro, ese Otro que se inscribirá en el grafo como ( ), en oposición al Otro sin tachar de la demanda de amor (A). En relación con la privación materna se sitúa la dialéctica de ser o no el objeto que obtura esa falta, vale decir, el falo simbólico. Siéndolo, el sujeto se coloca en una posición en la que logra ser un señuelo eficaz del deseo del Otro. En esta dimensión se despliega el análisis de Lacan del caso Juanito. El enigma es pues el objeto del deseo materno. Su respuesta hace necesario el paso por la acción simbólica de la castración. Es decir, el objeto simbólico, el falo como simbólico, deberá dejar su lugar al falo imaginario, o sea, a la significación fálica. Este paso implica una desidentificación del ser del sujeto con el falo simbólico.

Se pueden aquí realizar algunas precisiones acerca de la relación entre los conceptos de objeto y de falo. Lacan nos enseña que la significación es engendrada gracias a dos mecanismos fundamentales, la metáfora y la metonimia, equivalentes a la condensación y al desplazamiento, tropos que acaba de descubrir en el Seminario III. Si el deseo del Otro se presenta como un enigma, desde la perspectiva de las significaciones, pueden surgir dos significaciones como respuesta: una producida por la metonimia, la otra por la metáfora. J.-A. Miller diferenció de este modo dos formas de la significación fálica, a las que calificó como falo metonímico y falo metafórico. (17) Lacan, en el Seminario IV, lo formula del siguiente modo: “[…] para la madre el niño puede ser la metáfora de su amor por el padre o la metonimia de su deseo del falo. En el segundo caso, el niño no es falóforo [portador del falo], sino que es en su totalidad metonímico [ecuación cuerpo-falo]”. (18) Cuando el niño es la metonimia del deseo del falo de la madre, la sustitución metafórica no opera, sustitución que en el caso de la significación fálica requiere la operación del Nombre-delPadre en la metáfora paterna, quedando entonces preso de la metonimia deseante de la madre. La comparación entre ambas significaciones fálicas se despliega en Lacan a través de una comparación entre el objeto fetiche y el objeto fóbico, tema del próximo capítulo. Ya sea bajo la forma del ser o del tener, el falo deviene el objeto universal del sujeto en tanto que su deseo es deseo del Otro, apareciendo la significación fálica como respuesta a la pregunta acerca del deseo del Otro. El falo se vincula así primordialmente con el ser del sujeto en su relación con el deseo del Otro, dado que el sujeto debe competir con el falo para llegar a situarse como objeto de deseo del Otro.

1 J. Lacan, El Seminario, Libro III, Las psicosis, Buenos Aires, Paidós, 1984. 2 Véase, supra, los capítulos “M. Klein en los senderos de Sade” y “W. Bion o los límites del kleinismo”. 3 J. Lacan, El Seminario, Libro III, ob. cit., p. 4 J. Lacan, “Función y campo...”, ob. cit., pp. 239-240. 5 J. Lacan, El Seminario, Libro I, Los escritos técnicos de Freud, Buenos Aires, Paidós, 1981, pp. 131-140. 6 Le Grand Robert de La Langue Française, ob. cit., tomo 4. 7 J. Lacan, “La significación del falo”, en Escritos II, ob. cit., p. 670. 8 Véase, supra, los capítulos mencionados en la nota 2 y también los capítulos “El deseo freudiano y su objeto” y “El objeto de la pulsión parcial y el objeto del amor”. 9 Ibíd. 10 J. Lacan, El Seminario, Libro IV, La relación de objeto, Buenos Aires, Paidós, 1994. 11 J. Lacan, “La significación...”, ob. cit. 12 J. Lacan, “Función y campo...”, ob. cit., p. 261. 13 M. Mauss, “Ensayo sobre los dones...”, Sociologia y antropología, Madrid, Tecnos, 1979. 14 J. Lacan, El Seminario, Libro V, Las formaciones del inconsciente, Buenos Aires, Paidós, 1998. 15 J. Lacan, Seminario IV, ob. cit.

16 Ibíd. 17 J.-A. Miller, “Problemas clínicos del psicoanálisis”, Recorrido de Lacan, Buenos Aires, Manantial, 1984. 18 J. Lacan, Seminario IV, ob. cit.

El OBJETO EN LA FOBIA Y EN LA PERVERSIÓN

El objeto fóbico El carácter propio del objeto en las fobias ha sido fuente de múltiples controversias: objeto fetiche para los unos, objeto oral por excelencia para otros, objeto acompañante u objeto aterrorizante, son algunos de los nombres y características que se le adjudicaron en psicoanálisis. A partir de las categorías que se acaban de desarrollar, Lacan resuelve su misterio siguiendo fielmente las pistas que le brinda el caso Juanito de Freud, acerca de la fuente enigmática de su temor, el caballo. No se retomará aquí el examen del caso Juanito que realiza Lacan. A partir de sus conclusiones se examinará la construcción de un objeto fóbico en un paciente adulto neurótico, construcción que será comparada con la del objeto de una fobia infantil en un caso de homosexualidad masculina. El misterio del objeto fóbico, tal como lo entrevió Freud, se resuelve en torno a la significación fálica. Lacan lo define del modo siguiente: “[…] el objeto fóbico en cuanto significante para todo uso para suplir la falta del Otro […]”. (1) El objeto fóbico es pues en primer término un objeto sintomático, es decir, metafórico por excelencia. El kleinismo lo consideraba, por ejemplo, inseparable de la oralidad, olvidando la indicación de Freud, en el texto recién mencionado, acerca del carácter regresivo de la oralidad en las fobias, en las que esta no es sino una máscara regresiva, un disfraz del falicismo, de ese falo que organiza retroactivamente la significación del pecho y de las heces. El objeto fóbico es un objeto sintomático. Considerado como tal no hace más que confirmar la tesis freudiana de Inhibición, síntoma y angustia, según la cual la significación de todo síntoma es fálica. Lacan señaló la solidaridad entre la estructura del síntoma y la de la metáfora, solidaridad que se resuelve si pensamos en su articulación con una metáfora fundamental, la paterna, que permite una estabilización y un punto de almohadillado entre significante y significado. De esta manera, al ser la metáfora paterna la resolución edípica y la operación misma de la castración, quedan a su vez anudados síntoma y castración. Este lugar de objeto es el que establece la posibilidad, siempre presente para los kleinianos, de la perversión como pura defensa frente a la psicosis. El psicótico también se presenta con este carácter objetal, pero articulado de modo diferente. Nos remitimos al respecto al capítulo dedicado a la obra de W. Bion. Lacan, siempre en el Seminario IV, al iniciar su análisis del caso Juanito, señala la falta de falo en la madre como el hilo que nos permitirá ubicarnos en los laberintos de la relación del sujeto con el deseo del Otro. Esta falla indica al mismo tiempo el objeto del deseo y la vía de engaño que este abre a nivel del ser del sujeto. Surge en ese punto en lo imaginario la bocaza abierta de una madre no saciada, insatisfecha, que busca algo para devorar. Figura devorante cuyo surgimiento imaginario como respuesta al enigma del deseo del Otro, que lo representa, constituye para Lacan una de las formas esenciales de presentación de la fobia. (2) Este objeto, más allá de las significaciones que puedan asociársele, es fundamentalmente un significante. Significante que puede ser calificado como un significante “comodín” que, al igual que el “comodín” en ciertos juegos de barajas, suple la falta del Otro allí donde esto sea necesario. La

producción de este significante se debe a la operación insuficiente del Nombre-del-Padre en la metáfora paterna, cuyo defecto suple, generando así una variante de la significación fálica metafórica. Este objeto sintomático no puede entonces confundirse con el objeto en juego en el fantasma, y los dos ejemplos que siguen permiten comparativamente delimitar con claridad su estructura y función.

Una fobia a los vampiros. Un hombre joven, de alrededor de 25 años, quien se presenta en primera instancia como un neurótico obsesivo, tiene una fobia netamente estructurada, una fobia a los vampiros. Había realizado anteriormente varios años de psicoanálisis de orientación kleiniana, durante y después de los cuales su fobia había permanecido intacta. La confesaba con turbación, dado que confesar, a determinada edad, que todas las noches se teme la aparición de un vampiro, no deja a nadie muy bien parado. El vampiro y el temor que a él se asociaba no dejaban de despertar cierto efecto “cómico”, incluso ridículo, al ser relatado por un adulto. Esta presencia de la risa era correlativa, tal como lo señala Lacan, de la cercanía de la significación fálica. A su modo, la dimensión de la comedia se hacía aquí presente, cosa que nuestro paciente registraba con claridad. Reconocer entonces que todas las noches, al acostarse, temía que por la ventana entrase un vampiro y se arrojase sobre él, no le era cómodo ni halagador. Desde las entrevistas preliminares sus referencias a esta fobia se realizaban en términos que evocaban las montañas y los inviernos fríos de Europa Central, paisaje en todo sentido ajeno a nuestro sujeto desde una perspectiva simbólica. “Tengo miedo, cierro los ojos y es todavía peor. Me parece que estoy en una gran mansión, llena de torres, perdida en los Cárpatos, hace mucho, mucho frío, la ventana se abre y un vampiro se arroja sobre mí.” En el transcurso de este análisis, este mismo relato, con pequeñas variantes, hacía periódicamente su aparición. La presencia de dos significantes permitió recomponer, de modo poco común –al menos en mi experiencia– debido a su llamativa precisión, la génesis significante de ese significante suplente que es el objeto fóbico. Durante su análisis anterior, las interpretaciones en torno a su oralidad habían ocupado gran parte de las sesiones. Su voracidad, su propio deseo vampírico o el de ser el objeto de un vampiro, habían sido explorados con resultados nulos. Su miedo continuaba tal cual. Torres era el apellido de su madre y la palabra Cárpatos contenía el apellido de su abuela paterna. Nuestro paciente, tal como suele ser habitual en nuestra América del Sur, utiliza sus dos apellidos: primero el paterno y luego el materno. Su nombre de pila, como también es común, era el mismo que el de su padre y, por lo tanto, el único modo de diferencia significante entre ambos nombres era precisamente el apellido segundo, el materno, de cada uno de ellos. El relato de los vampiros, desde la primera vez que lo narró, remitía a esos dos apellidos: al de su propia madre y al de su abuela paterna, vale decir, a los únicos términos que permitían establecer una diferencia entre su padre y él mismo a nivel del nombre propio. La abundancia de interpretaciones acerca de la oralidad en el análisis anterior parece confirmar la advertencia de Lacan: la interpretación de la significación alimenta el síntoma. En este caso la oralidad nada tenía que ver con el vampiro. El vampiro es un significante, pletórico de

significaciones, al menos en nuestra actual cultura cinematográfica y televisiva, cuando no literaria, es un personaje obviamente “imaginario”, pero en tanto tal es una creación significante. Sin embargo, el vampiro no era el objeto en juego en el fantasma de este paciente. Diría que nada puedo aún afirmar acerca del fantasma fundamental y su objeto en este caso. Cabe esperar todavía el despliegue mismo de la experiencia analítica que nos lo designará. El significante “torres” remitía con claridad al deseo materno, incluso al enigma que representaba para este sujeto la gran ambición de su madre, que ella por su parte había realizado; “Cárpatos” a su vez suplía al Nombre-del-Padre en su función. El vampiro aparecía como un significante que realizaba la suplencia del significante fálico y de su significación, ya que la significación fálica como tal aparecía sustituida regresivamente por una significación oral. El conde Drácula en su mansión abandonada de los Cárpatos ocultaba con sus sanguinolentas y siniestras hazañas el juego significante que lo hacía existir. La articulación llevada a cabo por Lacan es clara, el agujero que el deseo instala en el Otro tiene uno de sus representantes imaginarios claves en la boca abierta, en la figura de la devoración. Esta figura es un correlato imaginario de la estructura simbólica, correlato que la teoría kleiniana supone es la estructura misma, en la medida en que desconoce la determinación que el complejo de castración introduce. Confunde entonces la estructura simbólica con la dimensión imaginaria, perdiéndose de este modo los límites entre la significación fálica del síntoma y el objeto imaginario en juego en el fantasma, en tanto que objeto del deseo. La economía evidente del camino que Lacan nos enseñó en la práctica analítica es en este caso muy llamativa. Pocos meses de trabajo bastaron para que el síntoma, que se había iniciado en la pubertad, desapareciese. La producción de los significantes de la metáfora sintomática permitió disolver a Drácula y, quizás, como dice la leyenda, esta sea la secreta razón por la cual el conde desaparece cuando alguien lo enfrenta con un crucifijo o algún otro objeto que aluda al Nombre-del-Padre. El síntoma desapareció y, por el momento, no ha retornado ni ha reaparecido una nueva fobia amarrada a algún otro significante “comodín”. La resolución del síntoma sí configuró claramente el interrogante acerca de las “torres”, vale decir, del deseo materno ante el cual el vampiro era ya una protección. Sin la presencia paradójicamente protectora del vampiro se abría para nuestro sujeto el abismo del deseo del Otro y el vértigo ante él experimentado. El síntoma y ese objeto sintomático que era el vampiro se resolvió a nivel del significante mismo con el que estaba construido, literalmente se evaporó con la metáfora que lo sostenía.

Una fobia infantil Se trata de una fobia infantil, recordada en análisis, al ratón. En este caso el “ratón” remite directamente a la ausencia y al abandono del que fue objeto el paciente por parte de un padre alcohólico crónico. El ratón es el significante mismo de su desaparición que suple al desfallecimiento del Nombre-del-Padre. Si en el Hombre de las ratas los roedores remitían a lo anal, es bien sabido, empero, que el ratón, al igual que las ratas fueron interpretados corrientemente en psicoanálisis como modelos del

objeto oral sádico. Este segundo caso ha sido expuesto con detalle en otro lado, (3) se remite por lo tanto a esa descripción. En este segundo sujeto, la oralidad aparece formando parte de su vida sexual, solidaria de un goce al que no está dispuesto a renunciar. Más allá de los lugares comunes acerca de la fijación anal de los homosexuales, creo que debe destacarse la importancia del goce oral como tal, pues este es independiente, hecho claro para cualquier analista con cierta experiencia, como goce a-sexuado, de la elección de objeto homo o heterosexual. Se observa en este caso cierta continuidad peculiar entre el significante fóbico y el objeto del fantasma. Esta continuidad, más allá de la especificidad de este caso, creo que depende precisamente del carácter perverso de la estructura clínica en juego. En ambos casos, el objeto fóbico se reduce en función de la metáfora que lo funda. En el segundo, además, indica tempranamente algo que hace a la necesidad de suplir al Nombre-del-Padre. La gran pregunta de este sujeto giraba en torno al goce del otro, goce que lo llevó a la muerte, goce del alcohol que fue articulado por él como vinculado al objeto oral, objeto que devino el instrumento con el que podría servir al deseo del Otro como voluntad de goce, tal como lo formula Lacan en “Kant con Sade”. (4) Esta última posición inclina más al perverso hacia la frustración de goce que hacia la frustración de amor, más aún si se tiene presente que en la frustración de goce se esboza ya el objeto en su articulación con la satisfacción pulsional y que el fantasma en la perversión pone a Lacan en la pista del a dividiendo al sujeto. Esta posibilidad de obviar los senderos de la demanda de amor explica las dificultades que la perversión como estructura presenta para la escuela kleiniana, por ejemplo. (5) Si tal fuera el caso, obviamente el perverso, cuya posición subjetiva se sitúa en las antípodas de la posición subjetiva neurótica, sería inanalizable. Lacan explícitamente muestra que el perverso se coloca como objeto al servicio del goce del Otro y, como ya se dijo, esa posición de instrumento del deseo es algo que al neurótico le resulta especialmente insoportable. Así como el perverso no se detiene a pedir permiso, el neurótico, por su parte, lo pide todo el tiempo, ocultando de este modo tras la demanda del Otro a ese Otro en cuanto deseante. El neurótico sueña con ser reconocido como sujeto por el Otro, ser objeto –posición propia del sujeto en la perversión– le causa horror. Quizás una primera conclusión podría aventurarse a partir de esta diferencia, conclusión que sostendrá algunos de los interrogantes de los capítulos siguientes. Parecería que el reconocimiento como objeto del deseo es solidario de una teoría de la cura propuesta por los neuróticos. De este modo, el perverso irrumpe en el marco del setting analítico como objeto y por eso los trabajos kleinianos enfatizan la contratransferencia que producen, los definen –al igual que a los psicópatas en general– como aquellos individuos que producen efectos sobre el otro, que lo “manejan”, manejo que califican, aun cuando desconocen la fórmula del discurso analítico de Lacan, como una inversión de la situación analítica. Más adelante se hará referencia a una serie de casos, que no caen ni dentro de la perversión ni dentro de las psicosis, sino de las neurosis, en que el sujeto puede presentarse identificado con el objeto y que producen a menudo dificultades particulares en el transcurso o bien en el inicio mismo del análisis. El acceso a lo simbólico que la frustración de amor instaura está presente y es inseparable del significante M, por lo tanto el perverso no está excluido de ella. Puede decirse, más bien, que la demanda de amor queda en general fuera de juego en lo tocante a la sexualidad misma. Allí donde el

neurótico usa su fantasma como huida del acto, el perverso pasa al acto para conseguir, por una vía diferente, la del goce, la integridad de ese Otro como Otro del goce y no de la demanda. Por eso la sexualidad perversa puede ser considerada síntoma; ella también se ubica en el grafo en el lugar del síntoma s(A), como mensaje que le llega desde el Otro sin barrar. De este modo puede considerársela en un sentido metafórico, en tanto produce una significación que podríamos resumir en un “existe el goce sexual”, significación que sitúa bajo la égida del falo, y que le hace imaginarse dueño del secreto del deseo del Otro, gracias a la certeza que su posición de instrumento le brinda. La imbricación entre síntoma y fantasma llega en esta estructura a su punto máximo. Retornemos a la época del Seminario IV, a fin de realizar algunas puntuaciones más acerca del objeto imaginario falo en sus vertientes metafórica y metonímica. Lacan, al examinar el fetichismo, modelo de las perversiones en este punto, señala el carácter predominantemente metonímico de la perversión y, sobre todo, de su objeto. El falo surge en su otra vertiente. El fetiche es el falo ausente de la madre, es el ocultamiento real de su castración. El sujeto entonces es, retomando una cita ya mencionada, “[…] la metonimia de su deseo del falo [del deseo de la madre]”. (6) Alternativamente se identificará con la madre o con su falo. Comparemos pues estos dos objetos, el objeto metafórico de la fobia y el objeto metonímico que es el fetiche: 1. Ambos se definen como significaciones producidas ante una situación común: la angustia de castración. Son dos soluciones diferentes a un mismo problema, el enfrentamiento con la castración en el Otro, con su deseo. 2. Ambos se articulan con la significación fálica, apareciendo respectivamente como un (+) o un (-) de significación. 3. Este (+) y este (-) vinculados a la significación dan cuenta de algo que ya había llamado la atención de Freud. En la fobia, como siempre que prima la metáfora, las significaciones invaden el mundo, este se ve invadido por una plétora de movimientos significativos, primando entonces el animismo. Los objetos cobran vida, a ello se debe el privilegio de los medios de transporte o de cualquier cosa en movimiento. “Se me viene encima” es una expresión que escuchamos frecuentemente en las fobias. 4. Una última comparación. El carácter francamente significante del objeto fóbico parece oponerse al carácter aparentemente “concreto” del fetiche. Efectivamente, ya en la magistral descripción de Freud, (7) el fetiche surge como resto de una experiencia: la del descubrimiento de la castración femenina. Congelado en el tiempo, detalle desprendido de su contexto original, se trata de un objeto que encarna el objeto simbólico de la privación. Comparable al recuerdo encubridor, ese objeto “real” también es simbólico y su estatuto será precisado posteriormente en la obra de Lacan. Como conclusión de esta comparación puede decirse que el concepto de objeto sufre de aquí en más un desarrollo en el cual el contrapunto con el falo es permanente. El objeto es todavía objeto del deseo y ese objeto simbólico que Lacan descubre en la insistencia de la cadena, en su metonimia misma, ese objeto que el i(a) imaginario esboza, es en cuanto tal un señuelo de la estructura. Se deberá esperar todavía un tiempo para que la función de la causa sea delimitada, más allá de los papeles respectivos del i(a), del falo y del objeto del deseo, pero sin embargo en su articulación estructural con ellos.

1 J. Lacan, “La dirección de la cura...”, Escritos II, ob. cit., p. 590. 2 J. Lacan, Seminario IV, ob. cit. 3 D. S. Rabinovich, El yo en la teoría..., ob. cit. 4 J. Lacan, “Kant con Sade”, en Escritos, ob. cit. 5 D. Liberman y otros, Manía y psicopatía, Buenos Aires, Paidós, 1967. En esta recopilación muchos artículos ilustran esta tesis. 6 J. Lacan, Seminario IV, ob. cit. 7 S. Freud, Fetichismo, en Obras completas, ob. cit. tomo XXI.

EL OBJETO DEL DESEO Y EL OBJETO DE LA DEMANDA

Tal como se acaba de ver, objeto metafórico y objeto metonímico son las dimensiones en las que se inscribe el falo como objeto del deseo. Sus efectos se leen paradigmáticamente en el objeto fóbico y en el fetiche. El primero se presenta como pasible de ser absolutamente reabsorbido en el significante y, al igual que todo síntoma, puede situarse en la línea del grafo del deseo. El segundo se presenta como más cercano al objeto del deseo como tal, al funcionar como el sostén mismo del deseo sexual, y se resiste a ser absorbido totalmente en el Otro del significante. Remite al segundo piso del grafo y a ese significante que el sujeto recibe como mensaje del Otro: . El primero entonces es puro significante, el segundo es algo diferente, ubicado por Lacan entre lo simbólico, lo imaginario y lo real. Estas dos formas del objeto se relacionan respectivamente con la demanda y con el deseo. Aun cuando ambas se articulen en torno a la significación fálica, siendo el falo en esta época el objeto del deseo por excelencia, su presencia no agota empero la lista de los objetos deseables. Dos objetos más, relacionados con la serie de la pulsión parcial, compiten con el falo de manera predominante: el pecho y las heces. Siguiendo la tesis freudiana de Inhibición, síntoma y angustia, estos dos objetos pregenitales y su acompañamiento sádico y masoquista, dependen estructuralmente de la castración, la cual los resignifica y, por esta razón, la significación de todo síntoma es fálica. Por otra parte, estos mismos objetos pueden funcionar a modo de fetiche, es decir, metonímicamente, como se puede observar en el segundo caso del capítulo anterior. La significación fálica también está presente en este segundo caso, pero juega de manera diferente. La primera conclusión que podemos sacar, por ende, es que la serie clásicamente llamada pregenital puede incluirse bajo cualquiera de los dos tropos fundamentales. En lo que sigue se tratará precisamente de desarrollar este punto.

La metonimia y el objeto En “La instancia de la letra en el inconsciente” Lacan establece una equivalencia estricta entre el síntoma y la metáfora, y entre el deseo y la metonimia. El deseo ha dejado de ser deseo de reconocimiento y se define en función de su identidad con ese mecanismo que es la metonimia misma. Esta promoción en la articulación entre el deseo y la metonimia es correlativa de la importancia creciente de la falta, del deseo en el Otro relacionado, recuérdese el Seminario IV, con la castración materna como encarnación de la posibilidad misma de ese deseo. Pero la falta es aquí definida más estrictamente como falta o falla en ser, inseparable en su constitución misma de la metonimia, punto en el cual encontramos una definición de Lacan que nos remite al tema que nos interesa: “[…] la elisión por la cual el significante instala la falta en ser en la relación de objeto, utilizando el valor de remisión de la significación para llenarlo con el deseo que apunta hacia esa falta a la que sostiene” (el subrayado es nuestro). (1)

“Elisión” es un término utilizado con frecuencia en esta época en relación con determinados conceptos claves. Examinemos, por ejemplo, la definición que de ella da el Gran Robert: “Elisión: acción de elidir, resultado de dicha acción […] El apócope, la aféresis, la elisión y la síncopa constituyen diferentes clases de metaplasmas por supresión”. Elider, derivado del latín elidere, significa aplastar, expulsar, estando formado por la reunión de ex y de laedere, herir. Ambos términos tienen igual significado en castellano, agregándose en nuestra lengua una significación explícita que tiene todo su interés, que es la de malograr, desvanecer una cosa. (2) La elisión es la operación misma por la cual el significante instala la falla en ser, es decir –tal como lo indica su sentido– el desvanecimiento de la cosa en lo que constituye en el ser hablante la así llamada relación de objeto. Ese desvanecimiento de la cosa entraña, se ha insistido en ello, la pérdida de la naturalidad del objeto, meollo de su transmutación simbólica, operada por la negatividad significante. La relación de objeto al ser atravesada por el significante deviene la ausencia de objeto, instala la falla en ser del objeto y también la del sujeto mismo, incluyéndolos así en la dimensión del deseo. Esta volatilización del objeto es la posibilidad misma de su desplazamiento, transformado en una nada circula por todos lados, ubicuo, inasible, omnipresente por obra y gracia de su ausencia misma. Cada vez que el sujeto cree atraparlo vuelve a huirle, surgiendo entonces como deseo de Otra Cosa. El deseo como deseo de Otra Cosa es uno de los nombres de la identidad entre metonimia y deseo. Esa Otra Cosa indica que el objeto al entrar en el circuito significante pierde, al perder su naturalidad, su valor natural, ese valor que le brindaba su especificidad en tanto objeto de la necesidad. Ningún objeto tendrá ya, desde esta perspectiva un valor fijo, y al carecer de ese valor deviene eminentemente sustituible, desplazable. Es así como Lacan, muchos años después, en la década de 1970, podrá decir que cualquier cosa que pueda ser donada tiene cono respuesta en lo atinente al objeto en su relación con el deseo un “no es eso lo que yo te pedía”. (3) Esta dimensión del deseo de Otra Cosa es otro rostro de ese padecer –que habría que escribir padeser– propio de los seres humanos, que es el aburrimiento, quizá por excelencia uno de los afectos más humanos. El aburrimiento nos recuerda que junto con la especificidad del objeto también se volatilizó toda posibilidad de lograr una satisfacción esencial. A ello se debe que el deseo presente esa apariencia engañosa de infinitud, y que lo mismo, lo igual, lo suman en el estasis del tedio. Su satisfacción pasará de la esencia necesaria a la contingencia del encuentro que constituirá el nuevo régimen bajo la primacía de lo simbólico. En este contexto es adecuado detenerse en una frase de Lacan, también en “Instancia...”, en la que articula de modo complejo al lenguaje con el objeto. “Si nos ponemos a circunscribir en el lenguaje la constitución del objeto, no podremos sino comprobar que sólo se encuentra al nivel del concepto, muy diferente de cualquier nominativo, y que la cosa, reduciéndose muy evidentemente al nombre, se quiebra en el doble radio divergente de la causa en la que se ha refugiado en nuestra lengua y de la nada [rien] a la que abandonó en francés su ropaje latino [rem, cosa]”. (4) Es evidente, por un lado, que en su primera parte esta cita remite a las reflexiones hegelianas sobre el concepto, que Lacan incluso trabajó en el Seminario I. Quizá convenga detenerse un instante en ese “nominativo” del cual se diferencia el concepto. El nominativo, se sabe, es un caso. La palabra “caso” no remite al caso clínico sin duda. Etimológicamente, “caso” proviene del latín “caída”, término que luego pasó a significar circunstancia o azar y tiene un sentido gramatical específico, que equivale a “desviación” y que sirve de modo estricto para designar cada una de las formas de declinación de una palabra en latín y griego. El nominativo es un caso de la declinación, una de las formas en que se presenta una palabra. ¿Cómo se caracteriza esta forma clásicamente en

latín? Como la forma de un nombre (sustantivo, adjetivo o pronombre) que enuncia un concepto. Lacan nos indica entonces que cuando se refiere al concepto no se refiere al concepto de concepto presente en la definición del nominativo. Es decir, al uso del nombre como concepto, sino a la definición del concepto tal como ya se mencionó se encuentra en el Seminario I, como aquello que permite persistir a la ausencia en la presencia y a la presencia en la ausencia. Rehúsa pues ser considerado un nominalista en el sentido medieval del término. En latín res es cosa, pero evidentemente no lo es ni en castellano ni en francés. En ambas lenguas, la cosa pasó a ser designada por la palabra “causa”, que dio como derivados “cosa” en castellano y “chose” en francés. En latín el término “causa” tiene un sentido muy diferente, es fundamentalmente causa jurídica, aquello que está en juego desde una perspectiva jurídica, sentido que se conserva en nuestra lengua por ejemplo en el uso del término “encausado”. En la cita en cuestión, Lacan está jugando con el sentido latino clásico de “cosa”, de res, que sufrió un doble destino –a ello alude el “doble rayo divergente”– pues además de “cosa” –y al margen del sentido vacuno que adquiere en castellano–, una de sus declinaciones, que no es el nominativo, sino el acusativo, es rem que, en francés, pasó a significar rien (nada). El acusativo, vale la pena recordarlo, es la declinación que hace aparecer algo e indica habitualmente el complemento de objeto, no el sustantivo ni el agente. Así, Lacan alude al origen que un mismo término da a dos cosas muy diferentes, incluso opuestas, como “cosa” y “nada”. Tenemos entonces que res y causa son dos términos que remiten a la cosa, en la medida en que se refieren ambos al concepto cosa, aunque difieran en tanto significantes. Esto no quiere decir que el concepto preexista al significante, sino que el concepto entra en un circuito particular de acuerdo con los rieles significantes de cada lengua –volvemos a “los rayos divergentes”– en los que puede encaminarse. La cosa en buen romance fue primero res. La sustitución de un término por otro no fue decidida por nadie en particular, salvo los azares propios de los encadenamientos significantes. En función de ellos el objeto, la cosa, comienza a tener matices nuevos a medida que el sistema significante se modifica, incluso se vuelve más complejo. Vemos así, ya en esta cita, esbozarse lo fundamental de lo que luego constituirá el concepto de lalengua en Lacan. Pese a ello, el concepto de cosa equivale a la res latina y al mismo tiempo no equivale a ella. Si una misma palabra puede sufrir destinos tan distintos como el de originar al mismo tiempo “cosa” y “nada”, términos claramente contrapuestos entre sí, esto se debe precisamente a la heterogeneidad que existe entre significante y significado, uno es del orden de lo simbólico y el otro es del orden de lo imaginario. La heterogeneidad entre ambos la indica, ya en “La instancia...”, la barra que los separa en la fracción saussureana invertida con la que opera Lacan, esa barra resistente a la significación, barra que es por tanto barrera. Dos cosas son heterogéneas cuando su factura, su constitución misma, es diferente. El significante en su materialidad preexiste a los significados y los creará en su combinatoria misma. Las leyes de esa combinatoria –metáfora y metonimia– crearán precisamente todas las formas de significación y entre ellas esa que nos interesa primordialmente, el objeto propio del psicoanálisis. Curiosamente, la cosa, en su raíz latina, res, remite a la condición misma en su “doble rayo divergente” que crea la posibilidad del objeto humano, entre res y rem, entre cosa y rien (nada) se estructura ese par presencia-ausencia que desde el Seminario XI, asume la delantera en el incipiente intento de formalización de Lacan. Volveremos a este párrafo al comentar el concepto lacaniano de la Cosa, de das Ding. El objeto, entonces, objeto que ha señalado con toda razón J.-A. Miller llega en el texto de “La instancia...” a su máxima volatilización, (5) presenta desde este ángulo una doble faz; por un lado, es el objeto estructuralmente perdido del deseo freudiano; por otro, en el vacío creado por su pérdida se instala la remisión incesante de significación en significación, que hace surgir el

objeto del deseo como siendo siempre otro objeto, en la medida misma en que ha perdido la fijeza de la significación instintiva. Contrapunto pues entre el objeto perdido del deseo y el deseo de Otra Cosa, que en realidad no son más que dos rostros de una única instancia. Precisamente son estos dos rostros los que están incluidos en el concepto de Lacan del objeto metonímico. Pero pasemos ahora a la definición más clásica del tropo retórico “metonimia”, definición que podemos encontrar casi al azar en cualquier diccionario de nuestra lengua, por ejemplo el Diccionario ideológico de la lengua española, de Casares: “Tropo que consiste en designar una cosa con el nombre de otra que le sirve de signo o que guarda con ella alguna relación de causa o efecto”. En esta definición puede apreciarse esa otra dimensión del objeto metonímico, la primera que Lacan subrayó en su articulación con el objeto fetiche en su carácter incluso de objeto parcial. Este objeto quebrado, producto de la cadena significante, a diferencia de su clásica versión parcial, es parte por estructura, en la medida en que está preso y fragmentado por la estructura discreta de la cadena significante misma. Lacan en el agregado de 1966, De nuestros antecedentes, nos brinda una precisión importante al respecto, cuando señala, refiriéndose al estadio del espejo: “[…] el paradigma de la definición propiamente imaginaria que se da de la metonimia: la parte por el todo”. (6) Este es el punto en que el objeto metonímico de Lacan más se acerca al concepto clásico en psicoanálisis de objeto parcial. Lacan señala que situarse en la posición de ese objeto es, ante todo, la posición del niño como hijo, pues este ofrece así su ser como objeto para colmar la falta en ser de la madre. Volvamos a la metonimia en su relación con la significación. Su acción específica, propia, es la de producir una nivelación, un borramiento del sentido que cuestiona en sí mismo el concepto de valor. El mensaje propio de la metonimia será determinar la emergencia del peu de sens, “poco sentido”, que cuestiona el valor mismo del código. En francés la homofonía permite el fácil deslizamiento del peu de sens, “poco sentido” al peu d’esens, “poca esencia”. En castellano, en cambio, el “poco sentido” remite, por un deslizamiento,, lo sentido al sentimiento y a su ausencia o a su magra presencia. Cada lalengua, con sus recursos propios, hace surgir una dimensión diferente: una la de la esencia perdida del ser, y la otra, la naturalidad de lo sentí-mental. Si la metonimia es equiparable, como lo postula Lacan, al desplazamiento freudiano, la articulación del fetiche adquiere así todo su rigor, ella es “[…] ese efecto hecho posible por la circunstancia de que no hay ninguna significación que no remita a otra significación, y donde se produce su más común denominador, a saber, la poquedad de sentido (comúnmente confundido con lo insignificante), la poquedad de sentido, digo, que se manifiesta en el fundamento del deseo, y le confiere el acento de perversión que es tentador denunciar en la histeria presente”. (7) Lacan traduce en ciertas oportunidades ese desplazamiento como virement, (8) en el sentido en que puede hablarse de transferencia de fondos. En castellano, lalengua nos ayuda de nuevo, pues el término “giro”, es a la vez transferencia de fondos y tropo del lenguaje. Pese a operar como una deflación del sentido, como la promoción de lo insignificante, la operación propia de la metonimia es la transferencia de valor. Punto de partida temprano en Lacan de esa economía política del goce con la que reemplazará la economía energética de Freud. La futura ubicación del objeto como real se esboza preferentemente entonces del lado de la definición más clásica de la metonimia, de su carácter estructuralmente quebrado, de su relación con la causa, pero también en ese deslizamiento incesante entre significantes, allí donde se instala el agujero, en el intervalo mismo entre los significantes. Sin embargo, conviene subrayar que, tanto a nivel de su articulación con la metáfora como con la metonimia, el objeto más allá de su significación, presenta una dimensión significante pura en esta

época, deviene significante, dimensión que luego será examinada.

El objeto metafórico y la demanda La elisión introduce el borramiento, la ausencia, y permite, no sólo la remisión, la concatenación, sino también la sustitución, vale decir, que un significante ocupe el lugar de otro, ese lugar que la elisión vacía, estableciéndose la metáfora. Una vez ausentada la cosa, son muchas las formas de objeto que pueden venir a reemplazarla. En este momento de la enseñanza de Lacan, la metáfora es el modelo mismo de la represión primaria. La metáfora paterna tan sólo lo hace explícito. A su vez, si a nivel de la necesidad se produce una Urverdrängung, la demanda misma es ya una sustitución, una metáfora de la necesidad. Ya se enfatizó la relación de la metáfora y la demanda con la demanda de amor, como demanda de signos de la buena o mala voluntad del Otro. Pero, desde la perspectiva sincrónica, ese Otro está allí desde siempre y, al constituir el lugar del código, constituye al mismo tiempo el mensaje propio del sujeto, aunque invertido. Ese Otro cuyo vaivén hace surgir la pregunta acerca de su deseo es, verdaderamente, el primer exterior, la primera realidad a la que el niño accede. Melanie Klein nos brinda su versión imaginaria al señalar el continente materno como la sede de los objetos buenos y malos. Esos objetos, más allá de lo imaginario, conforman para Lacan una primera batería significante, tomada de ese Otro, que hace que el cuerpo y sus orificios sean ya signos e incluso significantes de una presencia. Esta última formulación no puede sino resonar con el eco de los desarrollos posteriores acerca de la articulación entre lo simbólico y lo imaginario, que caracteriza el concepto de semblante, siendo definidas precisamente las partes del cuerpo como los primeros significantes que se echan a rodar por el mundo. Estos signos, estos significantes de la presencia, en su articulación fundamental con el cuerpo, más allá de lo imaginario especular, se encuentran incluidos en tanto que significantes de la demanda en la fórmula de la pulsión del piso superior del grafo. Si en el piso inferior encontramos a la demanda en su relación con la necesidad a significar, en el superior, en cambio, encontramos la demanda como significante, demanda de amor en tanto que allí el significante pecho, por ejemplo, juega el papel de metáfora de la presencia del Otro, es símbolo de la relación con el Otro. Del lado de la metáfora el objeto se enlaza pues con el Otro de la demanda de amor, no con el Otro del deseo. A este nivel también se sitúa el síntoma, cuya articulación con la demanda es explícita en Lacan cuando este señala la demanda del Otro como una de las vertientes del superyó. Volvemos a encontrar la demanda del lado del Ideal del yo, otra vertiente del superyó freudiano. Lacan formula dos indicaciones acerca del objeto en su dimensión metafórica que cabe examinar. La primera de ellas se refiere a la importancia de los elementos imaginarios del cuerpo del sujeto y del Otro, encarnado en las figuras históricas, en la medida en que son usados en la construcción de la batería significante. Condición de la entrada en lo simbólico de estos elementos significantes es, precisamente, la elisión que hace posible la metáfora. La segunda es su referencia a la metáfora como atribución primera, involucrada en ese pas de sens que engendra el plus de significación. La atribución –entiéndase la metáfora– se inscribe en la lógica del tener, así como la lógica del ser se articula con la metonimia. El florecimiento metafórico de la significación tiene su contrapunto en el borramiento metonímico y se inscribe en el campo

mismo de lo que Freud definió como juicio de atribución, allí donde, Lacan señala, se produjo primero el vaciamiento del ser. La metáfora produce valor, hace a la creación misma del valor y a la creación de sus signos. Al no existir un valor absoluto, cosa que la metonimia demuestra, sólo existen valores por sustitución. Si en la metonimia se puede hablar de transferencia de fondos, en la metáfora se pierde valor de creación de signos de valor. La demanda de amor es por definición metafórica en Lacan. La definición misma del amor como dar lo que no se tiene, entraña en sí misma el registro del tener, de lo que es atribución. Dar lo que no se tiene es equivalente a dar la falta que se tiene. Ya se indicó que el don es una nada, que es en su definición misma el objeto simbólico en tanto que desaparecido como objeto, en tanto deviene una nada. Esa nada y su donación instauran el valor mismo. Desde este ángulo el amor se emparenta con el deseo, precisamente, en la medida en que en él la falta también está articulada, pero de modo diferente. El objeto como don, es pues inseparable de la dimensión atributiva, nos introduce en el valor como valor de cambio, allí donde el valor de uso se perdió para siempre al perderse la especificidad del objeto humano en tanto instintivo. Lacan insistió en que la demanda de amor culmina en la identificación. Según los diversos contextos en que habla de la identificación con el Ideal del yo, sitúa a este del lado materno o paterno. Caracteriza al primero como “primer sello” y al segundo como “identificación tipificante” de la sexualidad. Al respecto, lo fundamental, a mi juicio, es el carácter metafórico del Ideal del yo, la sustitución que entraña, que produce en sí misma un cambio de significación. Tener presente este hecho permite escapar a cierta lectura genética a la que se prestó de algún modo la enseñanza de Lacan de esta época, a pesar de sus permanentes advertencias acerca de la profunda inadecuación de una tal lectura. Por estructura, el objeto de la demanda es imposible de obtener, en función de esa imposibilidad deviene un significante que, dice Lacan: “[…] asume el lugar del objeto, se sustituye al sujeto [que recordemos desea ser el objeto del deseo del Otro], deviene su metáfora”. (9) El Ideal del yo es pues metáfora del ser del sujeto en la medida en que desea ser deseable. Lacan más adelante introducirá un pequeño cambio, apenas un matiz, empero fundamental, al decir que es el lugar desde el cual el sujeto se cree visto como “amable”. Pero también el Ideal del yo, más allá de la significación metafórica que se produzca, deviene por sí sólo, en tanto que un significante, el significante que representa, ante otro por supuesto, al sujeto en su ser amable. Encontramos pues a nivel del Ideal el mismo desdoblamiento que se producirá con el falo: por un lado la significación que se crea, así como se crea la significación fálica y, por otro, el significante del Ideal, así como existe el significante fálico. Este desdoblamiento y ciertas ambigüedades presentes en los textos de Lacan, produjeron con cierta frecuencia una confusión entre falo e Ideal del yo, que será examinada luego. En “La dirección de la cura...” leemos: “Ahora bien, conviene recordar que es en la más antigua demanda donde se produce la identificación primaria, la que se opera por la omnipotencia materna, a saber, aquella que no sólo suspende del aparato significante la satisfacción de las necesidades, sino que las fragmenta, las filtra, las modela en los desfiladeros de la estructura del significante […] las primeras marcas ideales donde las tendencias se sustituyen como reprimidas en la sustitución del significante a las necesidades”. (10) Y en “Subversión del sujeto...”: “Tomemos solamente un significante como insignia de esa omnipotencia, lo cual quiere decir de ese poder todo en potencia, de ese nacimiento de la posibilidad, y tendremos el rasgo unario que, por colmar la marca invisible que el sujeto recibe del significante, enajena a ese sujeto en la identificación primera que forma el

Ideal del yo”. (11) Inmediatamente después, refiriéndose al grafo, agrega una sustitución significante que debe realizarse en función de la frase que se acaba de citar: “Lo cual queda inscrito por la notación I(A) que debemos sustituir en este estadio a la […]”. (12) Sustitución que se suma a la primera, la de la delta del sujeto mítico de la necesidad por el . Se puede también tomar como ejemplo el caso de la niña cuyo objeto de amor, el padre, rechazó el deseo implicado en su demanda, ante lo cual esta se identifica a su vez con sus insignias, renunciando de este modo al objeto. (13) El objeto de amor, al que se renuncia, es pues sustituido por un significante, el significante del Ideal. Como conclusión, puede decirse que los objetos en su dimensión metafórica, tanto significante como imaginaria, son sustitutos articulados siempre con la represión. Por eso podemos agregar a esta lista al objeto fóbico al que nos referimos en el capítulo anterior. Estos objetos comparten una característica: son reabsorbibles en el significante, al igual que el síntoma, y en el trazado que ellos esbozan se inscribe la posibilidad misma del análisis como interminable. El Ideal del yo y la identificación con él se presentan ahora como el blanco central de la crítica a los conceptos técnicos del psicoanálisis contemporáneo de los textos de Lacan de esta época. Separar las dos líneas del grafo, la inferior y la superior, es equivalente a separar sugestión de transferencia. Implica el rechazo del final de análisis concebido como identificación con el analista como Ideal del yo, y dado que el Ideal es solidario de la demanda, Lacan precisará, en una nueva vuelta de tuerca, las funciones respectivas del deseo y la demanda en la dirección de la cura. Sólo en este contexto puede situarse la indicación lacaniana de no responder a la demanda y preservar el lugar del deseo. Ella es solidaria de las dimensiones metafórica y metonímica del objeto. Por esta razón, precisamente, el texto acerca de la dirección de la cura culmina con un énfasis en la dimensión alusiva, metonímica de la interpretación. (14) El objeto perdido del deseo freudiano, el objeto del deseo, comienza pues a situarse del lado de la metonimia. Por ello, más aún cuando Lacan articule el objeto con el goce, esta articulación conllevará necesariamente una redefinición de la metonimia misma, redefinición según la cual la transferencia de valor devendrá transferencia de goce, no sólo desplazamiento del deseo y, por ende, veremos surgir una caracterización nueva del objeto pulsional, ausente por ejemplo en el Seminario XI.

1 J. Lacan, “Instancia de la letra en el inconsciente”, en Escritos II, ob. cit., p. 495. 2 Le Grand Robert de la Langue Française, tomo 3, ob. cit. 3 J. Lacan, El Seminario, Libro XIX, ...o peor, Buenos Aires, Paidós, 2012. 4 J. Lacan, “Instancia...”, ob. cit., p. 478. 5 J.-A. Müller, “Escansiones de la enseñanza de Lacan”, ob. cit. 6 J. Lacan, “De nuestros antecedentes”, en Escritos I, ob. cit., p. 64. 7 J. Lacan, “La dirección de la cura...”, ob. cit., p. 602. 8 J. Lacan, “La instancia...”, ob. cit., p. 491. 9 J. Lacan, El Seminario, Libro V, Las formaciones del inconsciente, Buenos Aires, Paidós, 1999.

10 J, Lacan, “La dirección de la cura...”, ob. cit., p. 598. 11 J. Lacan, “Subversión del deseo y dialéctica del sujeto”, en Escritos II, ob. cit., p. 787. 12 Ibíd. 13 J. Lacan, Seminario V, ob. cit. 14 J. Lacan, “La dirección de la cura...”, ob. cit., p. 621.

LO INCONDICIONAL Y LA CONDICIÓN ABSOLUTA

Las fórmulas de Lacan acerca de la necesidad, la demanda y el deseo se han vuelto célebres. Para examinarlas retomaremos una cita, ya mencionada, en la que Lacan se refiere a los efectos de la presencia del significante: “Son en primer lugar los de una desviación de las necesidades del hombre por el hecho de que habla, en el sentido de que en la medida en que sus necesidades están sujetas a la demanda, retornan a él alienadas. Esto no es el efecto de su dependencia real […] sino de la conformación significante como tal y del hecho de que su mensaje es emitido desde el lugar del Otro. Lo que se encuentra así alienado en las necesidades constituye una Urverdrängung por no poder, por hipótesis, articularse en la demanda […]”. (1) Esta Urverdrängung, ya se dijo, consiste en la anulación de la particularidad de la necesidad y de su objeto, en el lugar de cuya elisión emerge el objeto perdido del deseo, situándose a partir de la elisión las dos formas de producción del objeto del deseo como significación: el objeto metonímico y el objeto metafórico. Si existe represión, debemos buscar el retorno de lo reprimido, no del objeto, sino de la exigencia de la necesidad. Este retorno también es doble: retorna, en primer término, en el carácter incondicional de la demanda de amor; retorna, en segundo término, por acción de esa “potencia de pura perdida” (2) en una inversión de lo incondicionado como la condición absoluta del deseo. De este modo: “[…] el deseo no es ni el apetito de la satisfacción ni la demanda de amor, sino la diferencia que resulta de la sustracción del primero a la segunda, el fenómeno mismo de su hendija (Spaltung)”. (3) Esta última formulación ha devenido prácticamente una fórmula canónica entre quienes siguen a Lacan. Ya se mencionó que el término “necesidad” no tendrá posteriormente ni la misma presencia ni la misma pregnancia en la obra de Lacan. Pocos años después esta tríada será sustituida por la tríada que constituyen la demanda, el deseo y el goce. El lugar ocupado por la necesidad biológica, por un lado lugar mítico, lugar de origen, lugar de la esencia perdida, lugar de lo real como lo exterior a la experiencia analítica. Este lugar será ocupado luego por el goce, real interno a la experiencia analítica, producto del orden significante en sí mismo. En este punto la teorización de Lacan sigue muy de cerca las consideraciones freudianas de la primera teoría pulsional, especialmente las que se relacionan con el apoyo del deseo en la necesidad. Necesidad y deseo, hambre y libido, serán oposiciones y términos freudianos que Lacan elaborará a su modo. La demanda, en cambio, es un término ausente de la obra freudiana. Es una de las grandes innovaciones introducidas por Lacan, que se apoya en pequeños indicios del Proyecto... y en la reformulación de la frustración tal como es trabajada por las teorías de la relación de objeto. Por ello, precisamente, puede observarse cómo en la tríada freudiana, que en una primera época sería más bien necesidad, deseo y pulsión, el término reemplazado es el de pulsión. Sin embargo, en la primera de las tríadas lacanianas, la pulsión se hace presente en la demanda, pues su aparición en el Seminario IV, es seguida inmediatamente por la introducción del matema de la pulsión en el grafo, matema que es inseparable de la demanda, D, ( ), funcionando de manera particular en el piso superior del grafo. En la segunda tríada lacaniana, la necesidad desaparece y es sustituida por un término que remite directamente también a la pulsión, el de goce, sin que se modifique la inclusión de la demanda, D, en la fórmula pulsional, precisamente en la medida en que Lacan empieza a

determinar funcionamientos diferenciales de la demanda, algunas de cuyas aristas se examinarán en lo que sigue y otras más adelante. En primera instancia puede señalarse la pertinencia de la inclusión de la demanda en la fórmula pulsional del piso superior del grafo. Esta toma en consideración la determinación significante, a través de los significantes de la demanda, sobre la estructura de la pulsión misma, y sitúa al sujeto en la pulsión como un sujeto barrado . Puede concluirse que ambos términos de la fórmula pulsional la sitúan como una forma nueva de exigencia, de necesidad lógica, determinada por el significante, que se sustituye al par tradicional sujeto-objeto de la necesidad. Volviendo al texto cuyo recorrido se estaba realizando, conviene retomar las dos formas en que Lacan plantea el retorno de la exigencia de la necesidad debido a su Urverdrängung en la cadena significante, pues esas formas de retorno presentan ciertos caracteres llamativos que merecen un examen detallado. En ambas está presente en la formulación de Lacan el término “condición”, condición que retorna bajo dos modalidades diferentes. El retorno, debe insistirse en este punto, es dependiente del efecto de esa pérdida que es la represión primaria. La aparición de la “condición” es consecuencia precisamente del hecho de que tras su paso por la cadena significante la necesidad carece ya de satisfacción universal. Definir así la Urverdrängung es renunciar a una realización de tipo hegeliano, realización que podemos encontrar en los últimos párrafos del “Discurso de Roma”. (4) En la demanda de amor, la satisfacción misma se transforma en mera prueba, se traslada al “signo de la presencia”, exigiendo que este surja sin condición alguna, de manera incondicional, que siempre esté ahí presto. En la condición absoluta del deseo se produce una abolición del Otro de la demanda como tal, el sí o el no del Otro ya no interesan. Sin embargo, así como la incondicionalidad del Otro en la demanda de amor es fácil de precisar en función de los desarrollos hasta ahora realizados, esta consideración absoluta exige, a mi entender, un examen más detallado. Una pista nos la brinda Lacan en “Subversión del sujeto...” donde dice, refiriéndose al deseo: “[…] invierte lo incondicional de la demanda de amor, donde el sujeto permanece en la sujeción del Otro, para llevarlo a la potencia de la condición absoluta (donde lo absoluto quiere también decir desasimiento)” (el subrayado es nuestro). (5) Si el Otro de la demanda es un todo-poder, aquí el poder cambia de sitio, es el poder de la condición absoluta, donde precisamente lo absoluto del poder de esa condición reside en el desasimiento. El problema se traslada pues a este desasimiento, cuyo instrumento – aclara luego Lacan– es el objeto transicional en toda su humildad. Se prepara aquí, sin duda, el lugar del objeto como real, lugar donde reside también el poder de la condición del deseo. Podemos considerar esta Urverdrängung de la necesidad por la demanda que aquí retorna de este modo, como lo que posteriormente será en el Seminario XI la operación de alienación, la operación del vel alienante, con su pérdida intrínseca. En “Subversión...” nos encontramos ante un texto de viraje, el objeto a ya tiene un lugar que comienza a diferenciarse de modo novedoso, se comienza a esbozar como real y la teoría del goce se despliega en su última parte. Por esta razón algunas de las indicaciones que en él hace Lacan son especialmente significativas en cuanto al rumbo de su investigación, a diferencia de otros textos como “Significación del falo” o “La dirección de la cura...”. Este desasimiento, corresponde a la traducción del francés “détachement”, que también tiene significados varios, entre otros separación, desprendimiento. El sentido de separación en tanto regla lógica nos pone en la pista de que este segundo momento

que sigue a la alienación significante en la demanda debe a su vez ser articulado con un primer esbozo de la operación lógica de separación, operación que se hace en suma con el objeto como instrumento. En este sentido creo pues que debe entenderse el comentario que agrega Lacan a la frase citada: “[…] esto no es más que emblema; el representante de la representación en su condición absoluta está en su lugar en el inconsciente donde causa el deseo según la estructura del fantasma” (el subrayado es nuestro). (6) Tomemos ese “no es más que emblema” con el que Lacan califica al objeto transicional. Puede observarse que ello implica una definición del objeto en su carácter significante, que oscila con la definición de este como imaginario, pero que aún no es definido como real. En la obra de Lacan el emblema remite siempre al Ideal del yo, al circuito de la omnipotencia materna en la demanda de amor. No es todavía causa ni real entonces, mas sí surge como instrumento. El representante de la representación, término inseparable en Freud de la represión primaria –es su efecto mayor–, recibirá según los diferentes contextos diversas interpretaciones por parte de Lacan. Tanto en el Seminario XI, como en esta cita, es eminentemente un significante, equiparado en el primero al S2 y en el segundo remite al significante del Ideal, que posteriormente será un S1 (veremos luego que en el contexto del Seminario XIII, “El objeto del psicoanálisis”, es relacionado con el objeto a. En el Seminario VI, “El deseo y su interpretación”, por ejemplo, es puntuado de modo explícito como representante de la representación de la moción pulsional reprimida, siendo definido en su carácter de tal como la única participación de la pulsión en el inconsciente. El deseo inconsciente en su satisfacción alucinatoria se satisface con un significante, no con una imagen. De este breve repaso de algunas de las puntuaciones del representante de la representación en esta época que examinamos aquí, e incluso contrastándolas con la del Seminario XI, seminario en el que la producción del objeto a como causa y real ya se ha producido, puede concluirse el énfasis de Lacan en el significante e incluso en el objeto mismo como significante. Se aludió a ello en el capítulo anterior, al indicarse la equiparación del objeto con los significantes de la Demanda, no sólo con el don y su significación metafórica, objeto este último que se ubicaría más bien en la dimensión imaginaria. Por esta razón, la imagen de la satisfacción alucinatoria, esa “huella mnemónica desiderativa” que conforma el objeto del deseo en Freud, deviene ahora ella también un significante. No puede entonces sorprender que en la cita recién mencionada, sea a este representante de la representación, única forma de participación de la pulsión en el inconsciente, al que se le adjudique la función de causa del deseo, esta función se encuentra todavía del lado del significante. Sólo posteriormente esta función de causa del deseo se encarnará en el objeto a, pero la presencia misma de esta función indica, por un lado, el grado de elaboración que ella ya tiene y, por otro, muestra cómo la dimensión del fantasma se articula con ella, pues el representante de la representación sólo causa el deseo “según la fórmula del fantasma”. Aparece pues como un significante que actúa indirectamente en la causación del deseo, sosteniéndose su acción en la fórmula del fantasma con el rescate del fading del sujeto barrado del inconsciente por el objeto imaginario, que es definido como objeto del deseo. Como puede apreciarse, la causa, el antecedente, está del lado del significante y el consecuente está del lado del objeto. La indicación de Lacan en el Seminario VI es precisa, el rombo se lee deseo de. La alusión a la causa, debe recordarse, la encontramos desde el Seminario II, donde se articulaba con la serie de los (+) y los (-), siendo planteada como una forma de mediación entre lo simbólico y lo real. Esa mediación era imaginaria, y lo sigue siendo a nivel del Seminario VI, en la medida en que una de las tesis fundamentales de ese seminario es que la nueva fórmula del fantasma ( ), que reemplaza al vector a-a’ del esquema L, causa el deseo. Esto implica un vuelco respecto

a las formulaciones de “La dirección de la cura...” en lo relativo al deseo en su solidaridad con la metonimia. Puede decirse, precisamente, que en la medida en que en ese texto queda establecido con claridad que el sujeto no puede decir yo (je) en su deseo, la función del objeto articulado con él en el fantasma es la de rescatar a ese sujeto que ya no puede situarse en el deseo. El énfasis en la identidad de la metonimia con el deseo había afectado primordialmente, en un primer tiempo, al objeto en su borramiento, en su desplazamiento constante, por eso en el Seminario V el deseo aparece bajo el rostro de deseo de Otra Cosa, como ya se indicó. El objeto es allí objeto metonímico y cuando el correlato de este objeto es el sujeto que es falla en ser, es el sujeto barrado, en fading máximo en su deseo, incapacitado de decir yo, la fórmula del fantasma debe modificarse necesariamente. Pasamos del fantasma en su articulación con el yo, derivado como tal del estadio del espejo, de una cierta formulación de influencia kleiniana y relacionada con el narcisismo freudiano, a una dimensión del fantasma en su articulación con el inconsciente y su sujeto, dimensión que escapa al marco del yo especular. Sin embargo, tenemos allí, a diferencia de la fórmula de la pulsión –fórmula cuyos dos elementos son homogéneos, pertenecen ambos al orden simbólico–, una fórmula del fantasma en la que los dos elementos son heterogéneos: el barrado –simbólico por excelencia, definido ya como lo que un significante representa ante otro significante– y el objeto a, imaginario mas no especular, metonímico en el sentido imaginario de la metonimia, “parte por el todo”. (7) La expresión causa del deseo la encontramos también en “Significación del falo” y en otros recodos de los Escritos, y aparece asociada en ese texto al falo como significante, no como significación. Vale decir que en lugar de remitir al representante de la representación como lo hace en “Subversión...”, remite al significante fálico. Obviamente, la causa es pues asociada primero a una función significante. Es esta una expresión que aparece como solidaria de la tríada necesidaddemanda-deseo en su articulación con el objeto. La clásica definición es pues compleja y plantea en algunos puntos más preguntas que respuestas. La condición absoluta del deseo es formulada en el seminario sobre la ética como la perspectiva necesaria para enfocar la realización del deseo, precisando Lacan: “En la medida en que la demanda está más acá y más allá de ella misma, al articularse con el significante, demanda siempre otra cosa; exige en toda satisfacción de la necesidad otra cosa, extendiéndose y enmarcándose en esta hiancia la satisfacción formulada, formándose el deseo como lo que sostiene su metonimia, a saber, qué quiere decir la demanda más allá de lo que ella formula. Por ello la cuestión del deseo se formula necesariamente desde una perspectiva de Juicio Final”. (8) De modo casi ingenuo podría decirse que el deseo freudiano en su realización no conoce las medias tintas y sólo lo absoluto condice con su realización. El término de absoluto reaparece dos páginas después en “Subversión...”, precisamente para calificar de absoluta la significación del fantasma, calificación que Lacan considera adecuada – observemos la aparición de nuestro segundo término– “a la condición del fantasma”. (9) En este punto será necesario hacer un paréntesis respecto a los interrogantes aquí planteados, para retomarlos posteriormente a la inclusión de algunos elementos aún faltantes, que permitirán esbozar ciertas respuestas.

La demanda y el deseo en la dirección de la cura

La demanda como tal es articulación de la cadena significante, articulación articulable, cuyo más allá es el deseo como la metonimia de lo que la demanda misma formula. El deseo entonces no puede articularse, aun cuando depende de la articulación significante de la demanda. La condición absoluta debe ser deducida de lo que la demanda incondicional formula. A partir de esta relación que a la vez aúna y separa la demanda y el deseo, se desarrolla el nuevo eje propuesto por Lacan para la experiencia analítica que se plantea en “La dirección de la cura y los principios de su poder”. Texto de julio de 1958, pronunciado en Royaumont, justo antes de iniciar el año lectivo del Seminario VI, “El deseo y su interpretación”, precisa y retoma muchas de las tesis del Seminario V, “Las formaciones del inconsciente”, sin incluir el grafo del deseo, inclusión que se realizará recién dos años después en “Subversión del sujeto...”. El grafo, empero, atraviesa implícitamente este texto. El concepto de demanda de amor es inseparable desde este ángulo de la dirección de la cura, pues remite de inmediato, a cualquier psicoanalista, al problema del amor de transferencia. Lacan retoma sus críticas a la relación dual, ahondándolas hasta poner en claro las sucesivas confusiones de los analistas en torno a la transferencia y su manejo, y en lo tocante a la interpretación. Estos puntos serán enfocados desde la perspectiva del tema que organiza nuestro recorrido, el del objeto, debido a lo cual muchos matices de este riquísimo texto quedarán excluidos. La diferencia entre demanda y deseo le permite a Lacan, a partir de un criterio único, presente sin embargo desde el inicio de su enseñanza, el de la preservación del lugar del deseo, rectificar las desviaciones posfreudianas de la dirección de la cura. Si en una primera época la resistencia del analista, definida desde la perspectiva de la relación imaginaria, organizaba la crítica a la degradación de la técnica psicoanalítica, a partir de estos textos, la resistencia del analista es enfocada a partir del concepto mismo de demanda. “La importancia de preservar el deseo en la dirección de la cura necesita que se oriente ese lugar con relación a los efectos de la demanda, únicos que se conciben actualmente en el principio del poder de la cura.” (10) Puede apreciarse que la mira de la crítica de Lacan se ha modificado. El predominio atribuido a estos efectos culmina, en primer término, en la tendencia a reducir la demanda y el deseo a la necesidad y a su satisfacción, reduciendo el psicoanálisis a una especie de reeducación emocional. Pero, además, la demanda de amor como tal le permite a Lacan redefinir sus propias formulaciones y realizar, una modificación de su propia concepción de la cura. (11) Tal como se ha visto, la demanda de amor, la demanda de presencia-ausencia y de sus signos, entraña en sí misma el deseo de reconocimiento, el reconocimiento como su objeto. De este modo, si la tesis del reconocimiento como objeto llevó a Lacan a la formulación del concepto de demanda, una vez que esta se realizó, ese concepto lo obliga a una nueva definición del sujeto y del deseo, que sitúa el reconocimiento como una dimensión propia, intrínseca, de la demanda. La formulación del significante del Ideal (I) no hace más que dar su estatus a esta nueva situación e impulsar, de allí en más, un “psicoanálisis más allá de los ideales”. (12) Vemos pues producirse en Lacan ciertos vuelcos en los que se revela la solidaridad entre el concepto de objeto que enfatiza en determinados momentos y las teorías de la dirección de la cura cuya crítica encara. Sus propias respuestas son luego sometidas a la crítica y pondrán en crisis su concepto de objeto, al igual que su concepto de dirección de la cura. Así, por ejemplo, si hacemos una breve retrospectiva de estos momentos, en lo que al objeto en su articulación con la dirección de la cura respecta, podemos concluir lo siguiente. En primer término, el estadio del espejo en los años cuarenta, en la época de “La causalidad

psíquica”, incluso en el Seminario I, se dirige contra lo que Lacan denomina un psicoanálisis objetivante, yo a yo. Frente a esta posición, situar el carácter imaginario del circuito yoico, anclarlo en el narcisismo freudiano y en las posiciones kleinianas, es una forma de “subjetivar” ya la clínica del psicoanálisis, es reintroducir al sujeto allí donde se hipostasia un yo “libre de conflictos”. Este énfasis llevará luego al planteo del esquema L, esquema en que precisamente el sujeto se ve enfatizado, no sólo a nivel del paciente, sino incluso a nivel del Otro simbólico. Ese Otro simbólico, que es sujeto, permite la delimitación del deseo como deseo de reconocimiento simbólico, más allá de la especularidad de la dialéctica amo-esclavo hegeliana. El Ideal del yo (I) y la demanda sufren un vuelco a partir del Seminario IV. Vuelco que cuestiona precisamente el carácter subjetivo del Otro, aunque aún no totalmente. El Otro es articulado allí, si lo leemos a partir de las series freudianas, con un objeto particular, ese objeto que es el objeto de la serie amorosa en Freud, ese que Abraham confundió con la “persona total”. Tal es el secreto de la frustración de amor, el Otro como objeto de amor, es objeto también. Puede así decirse que, de acuerdo con la perspectiva aquí planteada, aunque lo encare desde la perspectiva del Otro simbólico como agente de la frustración, ese Otro como objeto de amor indica que Lacan de entrada sitúa al analista en una posición de objeto. Esta posición del analista como Otro con mayúscula, debe ser pues leído desde el trasfondo del objeto de amor que el Otro encarna. Por esta razón es quizás el trecho de la enseñanza de Lacan que más se prestó, como ya se señaló, a una lectura geneticista. El Otro primordial encarnado en el Otro materno, como objeto de amor en el marco mismo del complejo de Edipo, es la fuente de esta confusión. Por lo tanto, nos parece incorrecto sostener que recién a nivel del Seminario VIII, La transferencia, el analista está colocado en posición de objeto. Lo está desde antes, cuando Lacan lo considera como ese Otro que debe reconocer al sujeto, como ese Otro que debe darle al sujeto su lugar. Obviamente, estamos en el marco del amor de transferencia como paso inicial del análisis. Lo está a partir de la transferencia tan sólo en la medida en que Lacan en ese seminario lo separa del Otro de la demanda como objeto primordial del amor y sitúa al analista en función del objeto parcial en su articulación con el falo. Por eso Lacan dirá, mucho después, en la “Proposición del ‘67”, que el objeto está presente desde el inicio, presente pero confundido, aunado, en la transferencia amorosa, que es una de las formas preliminares del amor, diría las únicas existentes, en las que el objeto de la pulsión, el del deseo y el del amor se aúnan de manera peculiar. Despejar cada uno de ellos determinará cambios en la conceptualización de la posición del analista como objeto. Lo que primero descubrió retoma entonces el descubrimiento freudiano, al inicio está el amor de transferencia. No puede por ende sorprender que aquí, como lo señala Lacan mismo en una nota al pie del “Discurso de Roma”, el sujeto supuesto al saber esté implícito en la teoría del reconocimiento como objeto del deseo, al igual que en la teorización primera de la demanda en el Seminario IV, en la importancia creciente del significante del Ideal como organizador de lo imaginario. Ese otro pensado como sujeto precisamente lo hace ser ya sujeto supuesto al saber inconsciente. Es un objeto que vía el amor adquiere el estatus de sujeto. Por esta razón, el Seminario VIII se inicia con una discusión sobre El banquete de Platón, que le permite a Lacan, a partir de la diferencia entre el amado y el amante, establecer la diferencia entre amor y deseo, demostrando cómo el objeto del deseo como tal es incompatible con la posición misma de un sujeto. Esta delimitación se acompaña de una clara descripción de cómo este punto es insoportable para el sujeto, cómo se produce una incompatibilidad estructural entre ser objeto del deseo y ser sujeto, punto que el neurótico pone especialmente en evidencia, dado que le es especialmente insoportable. El perverso, en cambio, como lo demuestra Lacan en “Kant con Sade”,

tolera muy bien esta posición de objeto, de instrumento del Otro y la anulación consiguiente de su subjetividad. Creo que en este sentido puede decirse que el esquema presente en “Kant con Sade”, variante particular del esquema L, es una representación gráfica de la irrisión del reconocimiento subjetivo que se produce a partir de la posición perversa. Por ello es un contrapunto tardío del L, casi diría su desmentida, la demostración misma de su dependencia de las teorías propias de las neurosis. Volveremos luego a estos temas, pero creo importante señalar desde ya, cómo las articulaciones de Lacan acerca del objeto son inseparables de su teoría de la cura y de la posición que el analista ocupa en ella. El camino de Lacan retoma el de Freud, el amor de transferencia está al comienzo; no retoma en cambio el final freudiano, final cuyos escollos intenta precisamente superar. En esa superación la teoría del objeto y del fantasma devendrán un nuevo modo de enfoque del final de la cura. En la época en que Lacan critica una dirección de la cura fundada en la demanda, ha debido para ello estructurar el A barrado, A del deseo, ( ) como opuesto al A sin barrar de la demanda de amor, separando así los dos pisos del grafo. Consecuencia de la introducción del Otro barrado, deseante, pero no sujeto, es su imposibilidad estructural de reconocer al sujeto, La palabra fundante del Seminario III es imposible en una doble dimensión: primero, porque el garante del Otro no existe, no hay metalenguaje, no hay Otro del Otro, que equivale al matema ( ); segundo, porque el sujeto tampoco es uno, la cadena significante misma lo divide en la Spaltung entre demanda y deseo, y su matema pasa a ser ( ). De este modo, ambos partenaires del vector simbólico del esquema L, (A y S) se esfuman. En “La dirección de la cura...” Lacan escribirá que el deseo es precisamente la imposibilidad de esa palabra, (13) en la medida en que siendo metonimia es solidario de la barra que atraviesa al sujeto y al Otro. La demanda de amor se une a este nuevo sujeto ( ) para dar lugar a la fórmula de la pulsión; ( ). En un pasaje de “Subversión...” Lacan explícitamente señala que si el catálogo de las pulsiones pudo establecerse gracias a las neurosis, este establecimiento fue posible debido al uso particular que el neurótico hace de la demanda: utilizarla como objeto postizo del fantasma. (14) La teoría del reconocimiento del deseo es pues un sueño neurótico y un falso final del psicoanálisis. Se dijo que el examen de la clínica de la psicosis y la perversión hace estallar esta posición de la demanda que el neurótico propone. La fórmula de Lacan sufre la siguiente transformación: el deseo no se reconoce se interpreta. (15) Pero no se reconoce porque: “Hacer que se vuelva a encontrar en él como deseante, es lo inverso de hacerse reconocer allí como sujeto […]”. (16) Sin embargo, el neurótico defiende su deseo, se defiende como deseante, ¿este uso del deseo como defensa en la neurosis no es acaso paradójico con lo que se ha formulado acerca de la demanda de reconocimiento como teoría neurótica de la cura? La paradoja se resuelve si ubicamos correctamente el problema del objeto, ya que la demanda en la neurosis sustituye justamente al objeto en juego en el fantasma, D reemplaza a a y ahí comienzan las confusiones. En ninguna otra estructura la demanda adquiere el relieve y el peso particular que asume en las neurosis, aunque forme parte de la estructura para todo sujeto hablante. Su prevalencia en las neurosis, como creo se puede apreciar en lo hasta aquí desarrollado, extravió a más de un psicoanalista. No obstante, en la clínica se perfila un elemento que parece escapar al escamoteo de D por a, aun siendo consecuencia de este, me refiero a la “disociación”, tan frecuente en las neurosis,

entre el objeto de amor y el objeto del deseo. En este contexto, la indicación de Lacan de no responder a la demanda tiene un sentido muy neto, conservar el lugar del deseo, porque el deseo, pese al anhelo neurótico, no se confiesa dado que es incompatible con la palabra. (17) ¿Por qué no responder a la demanda conserva el lugar del deseo? Porque esa falta de respuesta a la demanda es el núcleo mismo de la frustración en análisis. En la medida en que, tal como lo indica Lacan, la demanda al ser intransitiva, es decir, al no recaer sobre objeto alguno, al ser frustrada, abre en la experiencia analítica la dimensión del pasado, vale decir, la regresión. La regresión es ahora regresión significante, regresión de los significantes orales, anales, etc., en que está fijado el deseo y sólo a través de esos significantes puede el análisis afectar la pulsión. (18) Al referirnos al objeto y la metáfora, señalamos la relación entre los significantes de la demanda de amor en la fórmula de la pulsión y su posición de metáfora de la presencia del Otro de la demanda. Estos significantes de la demanda en su ubicación en el piso superior del grafo, también dividen al sujeto, también inducen su fading. La pulsión es precisamente el status de la demanda cuando el sujeto entra en fading, vale decir, desfallece como sujeto. La demanda a su vez también desaparece reduciéndose al efecto de corte y a los artificios gramaticales que le son propios. (19) Luego se desarrollará cómo se articulan estos conceptos sobre la pulsión con los articulados acerca del mismo tema en el Seminario XI. A este nivel los significantes de la demanda, los objetos “pregenitales” en su carácter de significantes, no de objetos, se diferencian de su funcionamiento en el piso inferior del grafo en el circuito . Lacan señala que esta línea inferior es la de la sugestión, mientras que la superior corresponde a la de la transferencia. La primera culmina de manera necesaria en el sendero del I (A), es decir, en la identificación con el significante todopoderoso de la demanda. Ella es correlativa de la reducción de la demanda a la necesidad que Lacan critica, porque toma en consideración la demanda tan sólo desde el ángulo de su mera significación de la necesidad, o sea, puesta en palabras de una realidad extra simbólica, biológica, instintiva. Los significantes devienen aquí meros instrumentos que posibilitan la expresión, la traducción de la necesidad. El concepto de regresión implica pues la distinción entre dos formas de identificación, la identificación con el Ideal y la identificación con el objeto de la demanda de amor, es decir, los significantes del piso superior. La regresión operativa en análisis parte de la demanda de amor, pero abre la secuencia de la transferencia, como ya se dijo, permitiendo puntuar las identificaciones que escandieron la historia del sujeto en su relación con el deseo del Otro. (20) Antes, en este mismo texto, encontramos una frase cuyo pleno valor puede quizás apreciarse ahora: “Pues esos objetos, parciales o no, pero sin duda alguna significantes, el seno, el excremento, el falo, el sujeto los gana o los pierde sin duda, es destruido por ellos o los preserva, pero sobre todo es esos objetos según el lugar donde funcionan en su fantasma fundamental […]”. (21) Al retomar nuestra pista, podemos señalar que estos objetos significantes son los que forman parte de la pulsión y aquellos que la regresión busca hacer surgir. Pero, en este texto, estos mismos objetos significantes funcionan en el fantasma fundamental y es allí adonde nos lleva la regresión. El fantasma fundamental: “[...] es aquello por lo cual el sujeto se sostiene a nivel de su deseo evanescente, evanescente en la medida en que la satisfacción misma de la demanda le hurta su objeto”. (22) La ausencia del concepto de objeto a, real y causa de deseo, se nota especialmente en este artículo, en el punto que acaba de señalarse. Así, por un lado, en tanto que significantes los objetos son propios del funcionamiento pulsional, por otro, en tanto imaginarios, pero no sólo de esta

manera, como lo dice la última cita acerca de la articulación entre objeto y fantasma fundamental, funcionan en ese fantasma también como significantes. Algo se desprende con suma claridad, la regresión que lleva hacia el objeto significante de la demanda de amor abre, a esta altura de la obra de Lacan, el camino hacia el fantasma fundamental. Sostén evanescente del deseo, ausente todavía el objeto en su carácter de real y causa, cuyo lugar está dibujado en la teoría y que la clínica exige, lugar que aún ocupa el objeto a imaginario en la medida en que es definido como objeto del deseo. El fantasma entonces interfiere en el circuito inferior del grafo , pero tan sólo como retorno de “[…] un circuito más amplio, el que llevando la demanda hasta los límites del ser, hace interrogarse al sujeto sobre la falta en que aparece como deseo”. (23) En suma, la regresión que se abre por la identificación con el objeto significante, metafórico del Otro de la demanda de amor, introduce la transferencia en la medida en que permite la incidencia del fantasma ( ) y no favorece la incidencia del I(A). En un sentido, es cierto que la estructura de la regresión sigue siendo la misma que la conceptualizada en el “Discurso de Roma”, pues lleva hacia el fantasma, que en ese entonces eran los fantasmas del vector a-a’. El concepto es a la vez el mismo y otro. La regresión a partir de la frustración de la demanda permite el establecimiento de la secuencia transferencial en la medida en que hace posible el despliegue del campo de las identificaciones del sujeto con los objetos – significantes– en su uso en el fantasma fundamental. Desde este ángulo la crítica a Abraham es muy fácil de entender. La capacidad de amar abre el camino hacia el objeto tal como surge en el fantasma, pero ello implica alejarse de la demanda de amor, de la persona del Otro o sea renunciar al Otro como Otro sujeto. De lo contrario, el camino obligado es el de la sugestión y la identificación con el Ideal, obturando así la falla en ser del deseo. Puede decirse que hay, en este momento, y en “La dirección de la cura...” esto se vuelve particularmente evidente, un predominio neto del significante: significantes son los objetos que estructuran la pulsión, significante es el Ideal, significante es también ese objeto particular que pasaremos a examinar a continuación: el significante fálico.

El significante fálico y el fantasma fundamental Con el significante fálico, al igual que con todo significante, el sujeto se topa en el Otro. Nada lo diferencia desde esta perspectiva de los demás objetos que pasan a la categoría de significantes debido a su travesía obligada por el desfiladero del significante. Sin embargo, ocupa un lugar aparte, pues Lacan lo califica como un significante encrucijada. Es la encrucijada entre el deseo metonímico y la sexualidad en su dimensión “genital”, en su articulación con la sexualidad adulta heterosexual. En “La significación del falo” Lacan escribe: “[…] que el sujeto, lo mismo que el Otro, para cada uno de los participantes en la relación, no pueden bastarse con ser sujetos de la necesidad ni objetos del amor, sino que deben ocupar el lugar de causa del deseo”. (24) J.-A. Miller ha señalado la presencia potencial del objeto a en este párrafo y se hizo la pregunta acerca de por qué el falo no devino causa de deseo en Lacan. (25) Lo que sigue intenta precisar el recorrido entre ambos momentos y responder, de manera parcial, la pregunta recién formulada.

El falo como significante encrucijada es aquel significante en el que convergen todos los efectos de la captura del sujeto por el sistema significante mismo, captura que lo modifica profundamente. Por esta razón el falo puede ser definido como: “[…] el significante destinado a designar en su conjunto los efectos del significado, en tanto el significante los condiciona por su presencia de significante”. (26) Puede ser considerado entonces el significante de la alienación del sujeto en el significante. Comentando este texto, J.-A. Miller, (27) ha señalado la presencia de dos funciones del falo que tienden a confundirse entre sí. La primera de esas funciones es la función del falo en la castración, cuando se desempeña como objeto, cuando padece de la “pasión del significante”. Lacan la escribe (-ϕ). La segunda es una función más activa, la del falo como significante que Lacan escribe (F), falo que es idéntico a la barra misma, que deviene la marca del significante en cuanto tal. En esta segunda función el falo se transforma en el significante del deseo como deseo del Otro y, por esta razón, simboliza en su conjunto los efectos del significante. La pasión del significante es sufrida por lo significable. La noción misma de pasión entraña la idea del padecimiento que el sistema significante inflige al hablanteser. Puede dársele a esta pasión todos los matices que tiene el término –sufrir, la pasión crística, el amor o el odio exacerbado, incluso la pasividad aristotélica, etc.–, esta queda alojada en el falo como significante, engendrando la significación fálica en cuanto tal. El significante fálico es la marca de esa pasión, deviniendo de este modo la barra misma que afecta al sujeto debido a su paso por el significante. De allí en más, lo sexual lleva la marca de esa pasión “[…] punto de mito donde lo sexual se hace pasión del significante”, (28) aúna lenguaje y sexo. El falo resulta elegido para cumplir con esta función porque representa al deseo en su forma más manifiesta, como turgencia, como poussée, el deseo en su relación con las apariencias vitales. “[…] lo viviente de ese ser en la Urverdrängt encuentra su significante al recibir la marca de la Verdrängung del falo (por lo cual el inconsciente es lenguaje).” (29) La Urverdrängung en juego es la de la necesidad en el sistema significante, vale decir, la de lo viviente del ser, y la represión del falo, o sea su desaparición, es condición de su elevación a la dignidad de marca significante. La castración (-φ) es condición de su elevación a (F), significante fálico, que representa la acción del significante mismo. La castración, ese sacrificio de lo viviente del ser, clave de la humanización de la sexualidad, es definida en los Escritos del modo siguiente: “[…] está habitado por la forma de un jirón sangriento: la libra de carne que paga la vida por hacer de él el significante de los significantes, como tal imposible de ser restituido al cuerpo imaginario; es el falo perdido de Osiris embalsamado”. (30) Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con otros significantes presentes en el campo del Otro, el falo se presenta allí velado y, en cuanto tal, como razón del deseo del Otro, atravesado él también por la barra. Razón, término cuya importancia veremos luego, (31) debe entenderse, siguiendo la precisión de Lacan al respecto “[…] como ‘media y extrema razón’ de la división armónica”. (32) La condición misma del objeto a, real, en tanto inconmensurable, se asienta en esta definición del significante fálico como razón del deseo. En algún punto del Seminario encontramos fórmulas como la siguiente, que no es luego retomada en los Escritos: “[…] el falo es el significante fundamental mediante el cual el deseo del sujeto debe hacerse reconocer en cuanto tal”. “La necesidad de reconocimiento inconsciente del sujeto se sitúa en el Otro, lugar del significante, por lo cual el sujeto se divide de su propia existencia.” (33) La primera conclusión, obvia, es que en la elaboración del Seminario, reconocimiento del deseo y significante fálico coexisten en la teoría durante cierto tiempo.

Esta coexistencia, que Lacan abandona sin duda, nos lleva a interrogar la relación del falo con el sujeto, en la medida en que en el Seminario VI, “El deseo y su interpretación”, el falo es definido como el significante del sujeto. Imposible desarrollar este punto, ni el estatuto del objeto en el fantasma fundamental, en su doble relación con el significante fálico por un lado y, por otro, con el sujeto del inconsciente, , sin precisar qué es exactamente en este momento de la obra de Lacan el sujeto barrado.

El lugar del sujeto En el Seminario VI, las dos líneas del grafo son rebautizadas, sus nombres son un préstamo – como siempre procesado de manera sumamente particular– de la lingüística. La línea inferior, la de la sugestión, es definida como la del enunciado y la superior como la de la enunciación. A nivel de la enunciación se ubica el sujeto como sujeto del inconsciente. La producción del sujeto del inconsciente como tiene dos consecuencias importantes de índole diferente. Este sujeto es evanescente, no es uno, en tanto que deseante no es sino falla en ser. ¿Dónde atraparlo entonces? En las formaciones del inconsciente se muestra escurridizo, aparece y desaparece. Por otra parte, este S/ en tanto que sujeto del inconsciente ¿puede o no decir yo (je)? La primera dificultad se resolverá del lado del fantasma y su nueva fórmula ( ); la segunda, requiere una revisión de las formulaciones acerca del sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación, términos que Lacan indica como tomados de Jakobson. Toda producción lingüística puede ser considerada desde dos ángulos: como una serie de frases o enunciado, o como un acto en el curso del cual las frases se actualizan, vale decir, la enunciación o situación discursiva. Esta última se refiere, en sentido estricto, no a los problemas contextuales, sino a los elementos del código de la lengua cuyo sentido varía entre diferentes enunciaciones, debido a que dependen de determinados factores. La lingüística precisamente retendrá la huella del proceso de enunciación en el enunciado. Lacan, en su análisis de Schreber, utiliza la diferenciación, establecida por Jakobson, entre las diferentes relaciones posibles que se establecen entre código y mensaje. A partir de ellas, establece la distinción entre los fenómenos de código y los fenómenos de mensaje. Toma especialmente en consideración los casos de overlapping de ambos, es decir, del código y del mensaje, que se observan sobre todo en el caso de los mensajes llamados autónimos, mensajes que se caracterizan por remitir al código mismo. Tal es el caso de la Grundsprache del presidente Schreber. El segundo caso toma en consideración la existencia, en todo código lingüístico, de determinadas unidades gramaticales, bautizadas por Jespersen como shifters. Su significación general sólo pude definirse tomando como referencia el mensaje o remitiendo a él. Corresponden a los símbolos-índices de Peirce, es decir, que son de manera simultánea signos del código de la lengua (yo, por ejemplo) e índices que contienen un elemento de la situación de enunciación (“yo” designa a la persona que habla en este momento y en este lugar). (34) Vale la pena citar la versión que de ellos da Lacan en una nota al pie de “De una cuestión preliminar...”: “[…] esas palabras del código que sólo adquieren sentido a partir de las coordenadas (atribución, fecha, lugar de emisión) del mensaje”. (35) Lacan usa el shifter inicialmente para dar cuenta de la paciente, ya examinada en el Seminario

III, que alucina un “Marrana”, señalando cómo el yo (je) deja allí en suspenso la designación del sujeto hablante, hasta que la alusión en su intención conjuratoria se detenga. Los retoma en relación con las frases truncas de Schreber en la conflictiva relación que este mantiene con las voces. En este caso lo que en el código indica la posición del sujeto a partir del mensaje mismo. El propio Lacan remite al grafo y al texto de “Subversión...”, al formularse la pregunta acerca de qué clase de sujeto puede concebirse, una vez reconocida su estructura de lenguaje, en el inconsciente. Postula que, por razones de método, se podría partir de la definición lingüística estricta del yo (je) como significante, según la cual este no es más que el indicativo o shifter que designa al sujeto del enunciado en tanto que habla actualmente. Dice entonces: “Designa al sujeto de la enunciación pero no lo significa, todo significante del sujeto de la enunciación puede faltar en el enunciado […] Pensamos haber reconocido ese sujeto de la enunciación en ese significante que es el ne expletivo”. (36) El estatuto del sujeto que diría je (yo) en su palabra, sujeto al que Lacan se refiere en el “Discurso de Roma”, es inseparable ahora del estatuto mismo de la represión. El inconsciente está estructurado como un lenguaje: implica una topología de la represión, vale decir, que en él los significantes no son isotópicos, sino heterotópicos. Lacan indicará con claridad, como ya lo hizo en “Instancia...”, que el mecanismo de la represión es la elisión significante. El ejemplo que da de ella es la Espe ([W]espe) del Hombre de los Lobos que indica “[…] el vestigio de la censura fonemática”. (37) En “Instancia...”, tal como ya se señaló, la mención explícita del término “elisión” aparece en la definición de la metonimia, esta formulación está también presente en el Seminario VI, (38) donde reitera que el mecanismo de la represión es la elisión de un puro y simple significante o de una cláusula, como ocurre por ejemplo en el sueño del padre muerto que Freud describe en “Los dos principios del suceder psíquico”, en el cual entre enunciado y enunciación se produce la elisión de la cláusula “según su deseo”. Esta elisión de un significante implica que en el Otro, lugar del significante, se instala una ausencia, falta un significante, significante que permite, gracias a su sustracción misma, cerrar el conjunto, función ya presente del (-1), el significante que hace excepción, al que Lacan también denomina (+1), el significante en más. Este agujero en el Otro es una forma de dar cuenta del “no hay metalenguaje”, correlativo de la existencia del inconsciente freudiano y de su estructura de lenguaje. Su escritura es . La represión cava pues un hueco en el Otro del significante, ese hueco determinado por la elisión es inseparable del sujeto, de su desaparición del proceso de la enunciación. Por esta vía Lacan renueva el concepto de defensa, señalando que esta no procede “[…] modificando la tendencia sino el sujeto”. (39) Los efectos de la defensa, ordenándose según una estructura de lenguaje que obedece a una retórica, determinan la posición del sujeto. Es decir, que la defensa es para Lacan un posicionamiento del sujeto en tanto . Si se piensa en la fórmula de la pulsión ( ), queda claro que sólo se puede obtener una modificación de la pulsión vía el posicionamiento subjetivo. Estas formulaciones anticipan ya las del capítulo final del Seminario XI en lo que respecta al final de análisis. La posibilidad de borramiento es una propiedad radical del significante. Pese a ello, subsiste como lo no-dicho. La barra de la fórmula saussureana del signo se instala sobre la S de significante, para producir el el significante así anulado se perpetúa indefinidamente. Lacan, al comentar “La negación” de Freud, insistió en la importancia de la Bejahung, a la que

considera “[…] primer tiempo de la articulación inconsciente”, (40) tiempo primero que supone su mantenimiento en el tiempo segundo de la Verneinung. Lacan retoma la función de la negación, realizando un examen de las formas de la negación en francés, a partir de las consideraciones de Pichón. Existe, por una parte, la negación forclusiva, que implica el uso de dos partículas, el ne y otra que la acompaña: rien, point, pas, personne, etc. Este uso entraña una exclusión inapelable. La otra forma es la negación discordante (clásicamente llamada expletiva), la cual sólo utiliza el ne, marcando de esta manera una discordancia entre el proceso del enunciado y el proceso de la enunciación, implicando una afirmación. El ejemplo que da Lacan, “je crains qu’il ne vienne”, sólo puede traducirse al castellano como “temo que venga”. Este ne recae sobre la enunciación, sobre el significante en acto, dice Lacan. (41) La negación desciende pues de la enunciación al enunciado. En otras lenguas, como el inglés, esta dimensión se introduce mediante el uso de un auxiliar, al que Lacan considera típico de la intrusión en el enunciado de la dimensión del sujeto. La negación se vincula entonces con la posición original de la enunciación. El lugar propio del sujeto en el inconsciente es el agujero. Ante el interrogante de si el sujeto del inconsciente es designado como je (yo) en el discurso, Lacan responde no, el je (yo) es shifter y el sujeto de la enunciación en tanto que su deseo irrumpe, sólo está en ese ne: (42) ese ne como significante primitivo de la negación, es el vestigio de la elisión primitiva. (43) Los prefijos de la negación indicarían, al volver a ocuparlo, el lugar de la elisión significante. La elisión como matriz de la negación afirma al sujeto de modo negativo y prepara el vacío donde encontrará su lugar. (44) Puede considerarse ese vacío como la ampliación del corte considerado como el elemento más radical de la cadena significante, punto de discontinuidad de la misma, el sujeto se identifica con el corte, lo sorprendemos en el corte. “Este corte de la cadena significante es el único que verifica la estructura del sujeto como discontinuidad en lo real”. (45) Anteriormente nos detuvimos en un análisis de la elisión en su relación con el objeto y, puede observarse, la elisión significante también afecta al sujeto. En ambos casos se produce la represión primaria de lo viviente (S) y de la cosa en su naturalidad (el objeto). Por lo tanto, la cadena significante tiene dos consecuencias al apresar al sujeto humano, el objeto perdido y el sujeto dividido. ¿Qué es por ende el deseo si su objeto y su sujeto se han esfumado? ¿Cuándo el reconocimiento del Otro ha devenido “[…] una exigencia de amor”? (46) Parecería que hemos llegado a un callejón sin salida, Lacan lo sortea mediante la teorización detallada, en el Seminario VI, del fantasma fundamental.

El objeto y el fantasma fundamental El único signo del sujeto es su afánisis, su borramiento esencial. Al enfrentarse con su deseo, el sujeto barrado, , se subsume bajo el significante fálico, que es allí significante del sujeto, (47) pues significa su alienación significante, no su reconocimiento, y lo significa al precio de su castración, (φ), la libra de carne. Pero ese elemento significante, en cuanto tal, no puede ser subjetivado. Resumiendo, “[…] el sujeto pagando con su persona debe suplir esa relación del sujeto con el significante en la cual no puede nombrarse, designarse como sujeto”. (48)

En este punto puede Lacan realizar, después de este largo trayecto, una precisión fundamental: el falo es el objeto de la castración, es el significante del deseo, pero no el objeto del deseo. El ser perdido del sujeto, a nivel inconsciente, no puede ser nombrado, puede tan sólo ser indicado por una estructura particular, la del corte. Algo acude en sostén de este sujeto desvaneciente, en afánisis, el objeto a, que adquiere en este punto su máximo valor, caracterizándose de este modo su funcionamiento en el fantasma fundamental. El fantasma fundamental asegura sincrónicamente la estructura mínima de lo que debe ser el soporte del deseo. El sujeto se constituye como deseo en una relación tercera con el fantasma, mediante su asunción en este de algunos de sus dos términos, a o . Retomando las tres formas de la falta, precisemos que el falo simbólico, el falo significante, se sitúa a nivel de esa acción en lo real que es la privación. Si el falo imaginario es el objeto de la castración, el falo simbólico, en cambio, es el objeto de la privación, tanto de la madre como del sujeto mismo. El falo simbólico es aquello de lo que el sujeto está privado. El duelo de esta privación es, para Lacan, la clave de la terminación del Edipo, de su declinar. El duelo por el falo no se produce fundamentalmente a nivel del tenerlo o no, sino a nivel de la privación, vale decir, en la medida en que el sujeto no lo es. (49) Lacan hace aquí algunas consideraciones acerca del duelo que merecen un comentario detallado, cuyo telón de fondo debe situarse en el contrapunto ya realizado entre la concepción del duelo en Klein y en Freud. En el caso del duelo, la pérdida, el agujero está en lo real –retoma aquí uno de los puntos esenciales de la formulación freudiana–, lo cual permite compararlo con la forclusión, cuyo inverso es, en la que el agujero se encuentra en lo simbólico. Consecuencia de ese agujero en lo real, producto de la pérdida, es la movilización del significante en torno a él, dado que se ofrece como un lugar donde situar el significante faltante, ese que garantizaría al Otro, ese cuya inexistencia le torna imposible respondernos. Ese significante faltante, a la vez encuentra y no encuentra su lugar, porque, stricto sensu, no puede articularse en el Otro del significante. Por esta razón, en ese lugar pululan las imágenes del fenómeno del duelo y, por eso, todo duelo, por mínimo que sea, cuestiona el sistema significante en su conjunto. Es en este punto donde los ritos del duelo se imponen como mediación ante ese agujero imposible de colmar, haciendo de este modo coincidir la hiancia del duelo con la falta en lo simbólico. Puede apreciarse que, en sus términos, Lacan retoma con sumo detalle la descripción de Freud del duelo que está presente en la Addenda C de Inhibición, síntoma y angustia. El falo simbólico en su articulación con el agujero en lo real, es decir, el falo en la privación, puede, tal como acaba de exponerse, ser objeto de un duelo. El ser del sujeto hablante debe hacer el duelo de aquello que aportó en sacrificio a la función del significante faltante. A nivel real, en la privación, el sujeto enfrenta una falta fundamental en lo tocante al ser. El objeto adquiere su función en el fantasma a partir de la privación simbólica del falo. Es decir, allí donde está afectado en su ser mismo, en lo real, por el agujero, pues ningún significante en el inconsciente, en el Otro, lo designa. El objeto a asume el lugar del falo, en tanto aquello de lo que el sujeto está privado simbólicamente. En relación con la privación del ser, el objeto a, imaginario, articulado con el i(a), condensa sobre sí la dimensión del ser, llega a constituir ese “verdadero señuelo del ser”. (50) En el punto de privación del sujeto de su ser vivo, ligado a un significante privilegiado, un objeto deviene, para él, objeto del deseo. Se dibuja de este modo una nueva crítica a la teoría de la relación de objeto, que entraña un nuevo punto de partida, en el interior mismo de la conceptualización lacaniana, posible gracias a sus

articulaciones laboriosamente logradas. La teoría de la relación de objeto confunde la relación del sujeto en fading, con los significante de la demanda, o sea con la fórmula de la pulsión, ( ), con la relación del sujeto, S/, con el objeto del deseo en el fantasma, ( ). Realiza, por lo tanto, de manera cabal, la confusión propia de la trampa de la neurosis, al sustituir la a por la D. La presencia en ambas fórmulas del S/ favorece esta confusión: “[…] la relación de objeto es siempre relación del sujeto en situación de fading con los significantes de la demanda y no con objetos. En la medida en que la demanda permanece fija, el aparato significante corresponde clínicamente a los diferentes tipos oral, anal y otros. Pero existe un gran inconveniente en confundir lo que es relación con el significante y lo que es relación con el objeto. De todos modos, aunque le diéramos todo su valor primitivo, determinante, a los significantes de la demanda, significantes orales, anales, etc., el objeto del deseo en su correlación con el sujeto marcado por la barra, es otro. Dicha relación con el sujeto es precisamente lo que desconoce la teoría de la relación de objeto, tal como es articulada actualmente y, por ende, a la vez se ciega a todas las diferencias de orientación, y a las polarizaciones variables del objeto en relación con el sujeto”. (51) El objeto imaginario sólo adquiere su función en el deseo debido a su inserción en la fórmula del fantasma fundamental y “[…] a, no es el objeto del deseo, sino el objeto en el deseo”. (52) Detengámonos en este objeto en el deseo. Se trata de un cambio de acento fundamental, marcado por la supresión del du, el del. No se trata de un objeto por poseer, sino de un objeto que cumple en el deseo una doble función: es “señuelo del ser”, pero también en su carácter de tal, apoyo del sujeto. Nos acercamos así lentamente a lo que luego será la función de la causa, sobre todo en función de un rasgo que asoma ahora y al que volveremos luego. Puede realizarse entonces la siguiente puntualización: 1. El significante fálico, significante del deseo como deseo del Otro, le brinda al objeto en el fantasma su función privilegiada. 2. El falo imaginario (-φ) es el operador de la castración y, en cuanto tal, representa al sujeto en su falta en ser, permitiendo que se sitúe el a imaginario. 3. El objeto a se define como sosteniendo la relación del sujeto con lo que este no es, en la medida en que no es el falo, cuando surge como (-φ). 4. Los significantes de la demanda, orales, anales, etc., también constituyen una forma del objeto, que no debe confundirse con el funcionamiento del objeto en el fantasma, sino que son pertinentes al campo definido por la fórmula de la pulsión ( ), donde funcionan como significantes no como objetos imaginarios. En este sentido, el síntoma lleva la impronta de los significantes de la pulsión. Se mencionó ya que el falo aparece siempre velado, sus apariciones son para Lacan fanías (phanies), surgimientos relampagueantes, que se captan a través de su reflejo sobre el objeto. La desaparición del objeto, es decir, el duelo en la medida en que al desvanecerse por un tiempo hace surgir: “[…] la verdadera naturaleza de lo que le corresponde en el sujeto, a saber, lo que llamaría las apariciones del falo, las falofanías”. (53)

El objeto y el intervalo significante Volvamos al objeto a en su nueva posición de objeto en el fantasma. En esta posición, en su articulación privilegiada con el falo, el a es efecto de la castración, no su objeto, dado que el objeto de la castración es el falo imaginario. Sin embargo, ese efecto se produce de una manera particular, mediante una operación de división. Esta tiene como punto de partida la demanda, que introduce una división subjetiva, aun cuando la demanda en el lugar del Otro corresponda a la etapa ideal primaria. En la medida en que el Otro en la demanda de amor deviene sujeto, en que se abre la pregunta acerca de su deseo, comienza la subjetivación del individuo y el sujeto busca, en tanto que sujeto, ser reconocido por el Otro. En ese punto, precisamente, responde en el Otro, en tanto que lugar de la palabra, una falla en el significante, en la posibilidad misma de que el sujeto se constituya como sujeto en el campo del Otro. Esta es la situación que Lacan abrevia diciendo “no hay Otro del Otro”, “no hay metalenguaje”, no hay garante último. Esta falta de garantía de la verdad en el Otro perfila el lugar donde el a, como resto, residuo de todas las demandas, se ubicará. El a es pues resto de una operación de división que nunca logra un resultado exacto, siempre nos volveremos a encontrar con un residuo. La médula de la función del objeto en el deseo es expresar ese resto ineliminable de la división subjetiva operada por la cadena significante a través de la demanda, resto que se presenta como el rescate a pagar por la castración. Para pagar ese rescate, se toma una parte del sujeto comprometida en la relación imaginaria con el otro, con ese resto el sujeto suple la carencia de un significante en el Otro. Si el S/ es el cociente de la división, el a es su resto. (54) El a en el fantasma funciona como índice, allí donde el sujeto, , no puede nombrarse. Fascinándolo, lo retiene en su fading. El a es índice del sujeto en tanto que no puede nombrarse. El sujeto no está en el punto donde desea, está en algún sitio en el fantasma, precisamente porque allí está en fading, imposibilitado de nombrarse. Por no poder nombrarse, sólo le queda una alternativa, la de indicarse, siendo su índice justamente el objeto a. Se dibuja así esa función de referente que Lacan en la “Proposición del ‘67” otorga al objeto a. (55) Lacan lo formula del siguiente modo en su artículo “Observación sobre el informe de Daniel Lagache”: “En tanto que seleccionado en los apéndices del cuerpo como índice del deseo, es ya el expositor de una función, que lo sublima aun antes de que se ejerza, la del índice levantado hacía una ausencia de la que el est-ce no tiene nada que decir, salvo que es allí donde ‘ello’ habla. […] Esto es lo que le permitirá asumir en el término verdadero del análisis su valor electivo de figurar en el fantasma como aquello delante de lo cual el sujeto se ve abolirse, realizándose como deseo”. (56) Claramente, Lacan define este punto final como un más allá de los ideales, como punto en el cual el sujeto surge como el objeto del deseo que fue para el Otro, en ese punto, como wanted o unwanted para el Otro la cuestión de la causa ya está jugada. (57) ¿Dónde situar al sujeto en fading? Se aloja en el corte de la cadena significante, (58) en el intervalo entre los significantes. El corte es el elemento último de la cadena significante, su elemento más radical en su secuencia en tanto que discontinua. El sujeto ubicado en ese punto radical de la cadena significante está Verwerfung, surge como real. (59) Esta ubicación en el intervalo determina a su vez la estructura del objeto a, imaginario, en el fantasma. Esta estructura, la del corte, es la característica general de los objetos a. Ellos son precisamente dóciles al corte y esta docilidad les permite ocupar su lugar en el fantasma. Así, en la fijación del fantasma “[…] por convertirse el

sujeto mismo en el corte que hace brillar el objeto parcial con su indecible vacilación”. (60) Este corte interviene también en la pulsión, en la constitución misma de las zonas erógenas, al igual que en los objetos de la teoría analítica. (61) En el Seminario VI, encontramos una primera lista, heterogénea, de los objetos a, definidos precisamente en función de la estructura del corte: 1. El objeto pregenital. En los objetos clásicamente llamados así, la importancia del orificio en su constitución es fundante, gracias a estos asumen su “función significante en el fantasma”. Al tener estructura de corte pueden desempeñar el papel de soportes del sujeto mismo, quien también habita un corte, el del intervalo significante. 2. El falo como objeto de la castración (-φ). En este caso la estructura de corte se presenta bajo la forma de la mutilación propia de los ritos de iniciación, que dejan una marca, indicando de este modo su paso a la función significante. Los límites de la consagración del falo en este papel están dados por la tumescencia. 3. La voz en el delirio, tesis que se acompaña de una referencia a la función de las frases truncas en el delirio de Schreber. Los tres están unidos por la estructura de corte de su forma misma, pues esta es la que les permite devenir los significantes que el sujeto extrae de su propia sustancia para sostener la ausencia del significante que lo nombra en la cadena inconsciente. Observemos que Lacan los designa como significantes, por ello la conclusión a la que arriba en la última clase del Seminario VI no tiene por qué sorprendernos demasiado, aunque a la luz de los desarrollos posteriores acerca del objeto a ella parezca inadmisible: “[…] el objeto en lo concerniente al deseo no es más que el significante del deseo del deseo, es el significante de su reconocimiento, significante del ser con el que se confronta el sujeto en tanto que está barrado por el significante”. (62) Podemos pues concluir que el a es ya residuo, resto, de la división subjetiva. Pero es aún significante, además de imaginario. Se ubica en el intervalo significante y su estructura es la del corte, rasgo que permanecerá constante y que adquirirá todo su valor en la teorización de la causa del deseo. La causa del deseo en Lacan es inseparable de la hiancia como tal, del intervalo en la cadena significante. Si el falo como significante del deseo no es su causa es precisamente porque no se aloja en ese intervalo, porque él también es un significante. Su forma de causalidad se articula con la unidad, el uno, como causa material, entendiendo que la causa material es la forma de incidencia del significante mismo. Un atisbo de ese futuro desarrollo, que el concepto de la Cosa en el Seminario VII, La ética del psicoanálisis, introduce, es la curiosa aparición, en la última clase antes mencionada del Seminario VI, de una afirmación que no puede menos que parecer contradictoria con la conclusión recién señalada, pero que apunta ya al Seminario VII: en la medida en que el objeto a es un resto, que resiste de este modo a la demanda, es, en cuanto tal, inexorable, mas lo inexorable, como nos lo recuerda Lacan, es lo real, que siempre retorna al mismo lugar. (63)

1 J. Lacan, “La significación del falo”, Escritos II, ob. cit., p. 670. 2 Ob. cit, p. 671. 3 Ibíd. 4 J. Lacan, “Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis”, en Escritos I, ob. cit., p. 309. 5 J. Lacan, “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”, Escritos II, ob. cit., p. 794. 6 Ibíd. 7 J. Lacan, “De nuestros antecedentes”, Escritos I, ob. cit., p. 64. 8 J. Lacan, Le Séminaire, Livre VII, L’éthique de lapsychanalyse, Seuil, París, 1986 [trad. cast.: El seminario, Libro XII, La ética del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1989]. 9 J. Lacan, “Subversión...”, ob. cit., p. 796. 10 J. Lacan, “La dirección de la cura y los principios de su poder”, Escritos II, ob. cit., p. 613. 11 J.-A. Miller, “Scansions de l’oeuvre de Lacan”, curso del año lectivo 1981-1982, inédito. 12 J. Lacan, “Observación sobre el informe de D. Lagache”, Escritos II, ob. cit., p. 661. 13 J. Lacan, “La dirección...”, ob. cit., p. 621. 14 J. Lacan, “Subversión...”, ob. cit., p. 803. 15 J. Lacan, “La dirección...”, ob. cit., p. 604. 16 Ibíd. 17 Ob. cit., p. 621. 18 Ob. cit., p. 615. 19 J. Lacan, “Subversión...”, ob. cit., p. 797. 20 J. Lacan, “La dirección...”, ob. cit., p. 615. 21 Ob. cit., p. 594. 22 Ob. cit., p. 617. 23 Ob. cit., p. 618. 24 J. Lacan, “La significación...”, ob. cit., p. 671. 25 J.-A. Miller, “Scansions...”, ob. cit. 26 J. Lacan, “La significación...”, ob. cit., p. 670. 27 J.-A. Miller, “Scansions...”, ob. cit. 28 J. Lacan, “Radiophonie”, en Scilicet 2/3, Seuil, París, 1970, p. 65. 29 J. Lacan, “La significación...”, ob. cit., p. 677. 30 J. Lacan, “La dirección...”, ob. cit., pp. 609-610. 31 Véanse los desarrollos sobre el inconmensurable del Seminario XIV, La lógica del fantasma, inédito. 32 J. Lacan, “La significación...”, ob. cit., p. 672. 33 J. Lacan, Le Séminaire, Livre VI, Le désir et son interprétation, inédito. 34 R. Jakobson, “Los conmutadores, las categorías verbales y el verbo ruso”, Ensayos de lingüística general, Barcelona, Seix-Barral, 1975. 35 J. Lacan, “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de las psicosis”, en Escritos II, ob. cit., p. 517. 36 J. Lacan, “Subversión...”, ob. cit., p. 779.

37 J. Lacan, “Observación...”, ob. cit., p. 645, 38 J. Lacan, Le Séminaire, Livre VI, ob. cit. 39 J. Lacan, “Observación...”, ob. cit., p. 645. 40 Ob. cit., p. 642. 41 Ob. cit., p. 643. 42 Ob. cit., p. 646. 43 Ob. cit., p. 644. 44 Ob. cit., p. 646. 45 J. Lacan, “Subversión...”, ob. cit., p. 780. 46 J. Lacan, Le Séminaire, Livre VI, ob. cit. 47 Ob. cit., lección del 7/1/59. 48 Ibíd. 49 Ibíd. 50 Ibíd. 51 Ibíd. 52 J. Lacan, “Hamlet”, en Ornicar? 26/27, París, Lyse, 1980, p. 10. 53 Ob. cit., p. 22. 54 Ibíd. 55 Ibíd. 56 J. Lacan, “Proposición de Octubre de 1967”, en Momentos cruciales de la dirección de la cura, Buenos Aires, Manantial, 1987. 57 J. Lacan, “Observación...”, ob. cit., p. 662. 58 Ibíd. 59 J. Lacan, Le Séminaire, Livre VI, ob. cit. 60 J. Lacan, “Observación...”, ob. cit., p. 636. 61 J. Lacan, “Subversión...”, ob. cit., p. 797. 62 J. Lacan, Le Séminaire, Livre VI, ob. cit., 63 Ibíd.