El botón de seda negra: traducción religiosa y cultura material en las Indias 9783954876228

Utilizando un corpus de textos que encajarían en la consideración de “literatura menor” (diccionarios, vocabularios, ser

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Spanish; Castilian Pages 416 [427] Year 2018

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Índice
Agradecimientos
Las palabras y las cosas A modo de prefacio
1. Sermones en quechua: resistencias del habla a la traducción
2. El nombre de Dios en lengua de indios
3. Ser o no ser (entendido) Las guías de conversación y los diccionarios del viajero
4. La pasión de las listas, la violencia del nombre
5. Maneras exquisitas de pecar: la confesión hecha con quipus
6. Blanquear un ídolo, traducir al dios
7. Regímenes de la mirada: Tangatanga y la Trinidad
8. Mascar coca o digerir diferencia
9. Festines sin banquete, la comunión (no) administrada a los indios
10. Emblemas que adornan un altar del Corpus
11. La querella americana de antiguos y modernos o el viaje de los dogmas
12. Botines no venales: traer y llevar sentido
Bibliografía
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El botón de seda negra: traducción religiosa y cultura material en las Indias
 9783954876228

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El botón de seda negra: traducción religiosa y cultura material en las Indias Esperanza López Parada

Iberoamericana • Vervuert • 2018

PARECOS Y AUSTRALES Ensayos de cultura de la Colonia

21 «Parecos de nosotros los españoles son los de la Nueva España, que viven en Síbola y por aquellas partes» dice Francisco López de Gómara, porque «no moramos en contraria como antípodas», sino en el mismo hemisferio. «Austral» es el término que adoptaron los habitantes del virreinato del Perú para publicarse. Bajo esas dos nomenclaturas con las que las gentes de indias son llamadas en la época, la colección de «Ensayos de cultura de la colonia» acogerá ediciones cuidadas de textos coloniales que deben recuperarse, así como estudios que, desde una intención interdisciplinar, desde perspectivas abiertas, desde un diálogo intergenérico e intercultural traten de la América descubierta y de su proyección en los virreinatos.

Consejo editorial de la colección Rolena Adorno, Yale University; Judith Farré, CSIC-CCHS, Madrid; Paul Firbas, SUNY at Stony Brook; Margo Glantz, Universidad Nacional Autónoma de México; Roberto González-Echevarría, Yale University; Esperanza López Parada, Universidad Complutense de Madrid; Raúl Marrero-Fente, University of Minnesota; José Antonio Mazzotti, Tufts University; Luis Millones, Colby College; Carmen de Mora, Universidad de Sevilla; Alberto Pérez-Amador Adam, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa; María José Rodilla León, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa

El botón de seda negra: traducción religiosa y cultura material en las Indias Esperanza López Parada

IBEROAMERICANA • VERVUERT • 2018

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Proyecto de Investigación I+D de Excelencia del Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España (MINECO), con referencia FFI2015-63878-C2-1-P y el título “En los bordes del archivo, I: escrituras periféricas en los virreinatos de Indias” Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o cualquier otro idioma. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47) ©  Iberoamericana, 2018 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 ©  Vervuert, 2018 Elisabethenstr. 3-9 - D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-16922-23-9 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-444-6 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-622-8 (e-book) Depósito legal: M-12593-2018 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

A Klaus D. Vervuert siempre

Índice

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Las palabras y las cosas. A modo de prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 1. Sermones en quechua: resistencias del habla a la traducción . . . . 31 2. El nombre de Dios en lengua de indios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65 3. Ser o no ser (entendido). Las guías de conversación y los diccionarios del viajero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93 4. La pasión de las listas, la violencia del nombre . . . . . . . . . . . . . . . 127 5. Maneras exquisitas de pecar: la confesión hecha con quipus . . . 157 6. Blanquear un ídolo, traducir al dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185 7. Regímenes de la mirada: Tangatanga y la Trinidad . . . . . . . . . . . . 211 8. Mascar coca o digerir diferencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245 9. Festines sin banquete, la comunión (no) administrada a los indios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263 10. Emblemas que adornan un altar del Corpus . . . . . . . . . . . . . . . . . . 299 11. La querella americana de antiguos y modernos o el viaje de los dogmas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 333 12. Botines no venales: traer y llevar sentido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 353 Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 375

Agradecimientos

La publicación del presente libro se ha visto beneficiada con las becas a la edición del Ministerio de Educación y Cultura, así como de sucesivos proyectos de investigación, en especial del último y hoy activo: el proyecto de excelencia que, financiado por el Ministerio de Economía y Competencia del Gobierno de España, con referencia FFI2015-63878-C2-1-P “En los bordes del archivo, I: escrituras periféricas en los virreinatos de Indias”. Su redacción no habría sido posible sin las dos estancias de investigación realizadas como William Reese Fellow en la John Carter Brown Library, durante las cuales tanto su director entonces, Ted Widmer, como el personal administrativo y los bibliotecarios, con una eficiencia y cariño que no puedo olvidar, me prestaron una ayuda invaluable. Algunos de los capítulos de este libro son continuación de artículos previamente publicados, cuya procedencia aparece consignada en la bibliografía. En todos los casos, se han revisado y ampliado, para lo cual tengo que agradecer la ayuda de aquellos que los escucharon o leyeron antes y que, con su generosidad, sabiduría y comentarios, en ocasiones sin saberlo, de modo directo o indirecto, los enriquecieron y mejoraron. Así, no puedo dejar de nombrar a Rolena Adorno, Valeria Añón, Ignacio Arellano, Simón Bernal, Carmen Bernand, Niall Binns, Sarissa Carneiro, Rolando Carrasco, Bernat Castany, Gloria Chicote, Beatriz Colombi, Judith Farré, Paul Firbas, Paloma Jiménez del Campo, Margo Glantz, Pedro Guibovich, Julio López Hernández y Marcela López Parada —mi padre y hermana—,

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Rosa Martínez de Codes, Juana Martínez Gómez, José Antonio Mazzotti, Carmen de Mora, Rosario Navarro Gala, Javier de Navascués, Julio Ortega, Marta Ortiz Canseco, Fermín del Pino, María José Rodilla, José Antonio Rodríguez Garrido, Mercedes Serna, Evangelina Soltero, Ana Valenciano López de Andújar, Ruth y Beatrice Vervuert, Kenneth Ward, Anne Wigger, Joaquín Zuleta, entre tantos. Sé que ellos no se molestarán, no obstante el agradecimiento que les debo, si dedico este libro a mi editor de cabecera, su primer y mayor promotor, el miglior fabbro, que no pudo verlo concluido, quien cada uno de los días de la vida que compartimos me recordaba la necesidad de terminarlo.

Las palabras y las cosas A modo de prefacio

...apenas pudimos sacar algún vocabulillo de su lengua. Por lo cual, como alucinados, olfateamos o adivinamos qué piensan o qué quieren pensar. Andrés de Olmos (1547)

I. ¿Qué diferencia difiere? ¿Cuánta diferencia se necesita para diferir? ¿En qué punto comienza la divergencia esencial, aquella irreconciliable que escinde lo foráneo y construye extrañeza?, o —dicho en clave de jazz— What a difference a difference makes?: esta es la pregunta de arranque que el historiador de las religiones Jonathan Smith se plantea cuando abandona su ámbito de estudio entre las culturas mediterráneas para responder la cuestión acerca del otro abierta con el descubrimiento de las Indias1. It may be fairly asked, how near is near? How far is far? How different does difference have to be to constitute otherness? Under what circumstances, and to whom, are such distinctions of interest? (2004: 252). 1. Smith titula así su intervención en un congreso internacional sobre el tema de la otredad, lo que le obliga a derivar desde su especialización en judaísmo hacia la innovación epistémica que implica el hallazgo del Nuevo Mundo, momento en el que para él se inicia verdaderamente la cuestión: “For this reason, in what follows I shall not dwell at all on the stated chronological period, nor venture to anticipate the welter of historical particularities and exempla concerning Christians and Jews which the full program promises. Rather, I shall direct my inquiries toward that phrase the theory of the other and attempt to discern several senses in which the other can be framed as a theoretical issue. This is to say, I shall want to ask, from the perspective of intellectual history, what a difference does difference make?” (2004: 251).

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Desde luego, la experiencia de hallarse en otro mundo pero no del todo, en otro lugar y otras circunstancias que a veces parecerían las mismas; la sensación de estar frente a otros hombres que, sin embargo, seguían siéndolo, que eran, pese a sus costumbres, como nosotros somos; esa mezcla de rareza y familiaridad que motiva a López de Gómara para hablar de parecos en relación a los pobladores mexicanos —ya que están del otro lado del orbe pero no son, no obstante, nuestros diametrales y opuestos antípodas-; esa desubicación no completamente absoluta ni innegociable se inaugura ante las tierras, iguales pero diversas, de una América no siempre comprensible ni totalmente divergente. Para Smith, esa experiencia de distancia es básicamente política y epistémica. Es la distancia que media, por ejemplo, entre la lengua inglesa en su realización pura y británica respecto a su mezclada versión escocesa; pero también la misma que separa y cataloga en contigüidad diferente el parasitismo del piojo y de la pulga, de loose from the flea, insectos similares y distintos, con costumbres iguales y sin embargo variaciones morfológicas de grado, cuyo nivel de singularidad solo se obtiene comparativamente, o lo que es lo mismo, de una manera bastante paradójica. Por lo tanto, dicha distancia es una operación contradictoria entre posibles equivalentes que adquiere un poderoso carácter de jerarquización subordinante2. Digamos además que esta diferencia —que para Smith ejemplifica lo americano— no alcanza una sencilla ni obvia visibilidad y tiene la propiedad de hacer estallar cualquier disciplina que se le dirija, cualquier intento de ciencia que la acepte en tanto objeto de análisis, como la biología taxonómica se las ve y se las desea para establecer la peligrosa y transversal casilla de todos los parásitos, porque pensar en ellos —insiste Smith— “is to think about reciprocal relations or relative otherness”. Ahí justo aparece la palabra salvadora, llamada a establecer algo de orden en el proceso de diferir o diferenciar: puesto que solo se es otro —se es escocés, indio quechua o pulga— en relación a lo 2. “For a Scotsman to opt either Scottish or English (both being Anglo-Saxon dialects) is more politically striking decision than to have chosen to speak either French or Chinese. The radically other is merely other: the proximate other is problematic, and hence, of supreme interest” (Smith 2004: 252-253).

Las palabras y las cosas. A modo de prefacio

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mismo —inglés, conquistador español u otro tipo más o menos semejante de insecto parasitario—, la otredad compete a lo relativo. Es una categoría vecinal y aproximada, más que ontológica y absoluta, una categoría contrastiva y, por tanto, lingüística: exige entablar procesos comunicativos y ocupa su lugar en el binarismo estructural del lenguaje para el cual el piojo se opone a la ladilla que, a su modo, se opone al mosquito y los tres conforman un solo —pero diversificado— paradigma de relaciones bipolares y diacríticas3. Por supuesto, cuando Jonathan Smith remite la cuestión de la otredad a un problema lingüístico no lo está haciendo en los términos de la tradición filosófica occidental, que rodea el dilema de “trascendencia y miedo” (262), sino desde una perspectiva antropológica y casi obvia, pero también más dinámica y bastante más natural4: se trata de la básica situación de perplejidad ante el otro, al que no entendemos pero que deseamos llegar a entender, el tipo de incidente vulgar y frecuente en la vida de las colonias por el que un rudo y, a veces, impaciente colonizador español se enfrenta al indio colonizado y a su conjunto de operaciones, tareas, rasgos, disposiciones, dioses, comidas, vestidos, costumbres, cosas y frases nuevas. En esta dimensión de la diferencia se incluye una operación de descifrado, junto con la confianza, implícita a la par, de que esta, de algún modo, es posible: la traducción entre dos polos en conflicto puede no cumplirse, pero exige o presupone la pre-existencia de un sentido —traducible o no, aunque sentido al fin—, en la base de cualquier enunciado. 3. “Otherness, it is suggested, is a matter of relative rather than absolute difference. Difference is not a matter or comparison between entities to be judged equivalent, rather difference most frequently entails a hierarchy of prestige and ranking. Such distinctions are found to be drawn most sharply between near neighbors, with respect to what has been termed the proximate other. This is the case because otherness is a relativistic category in as much as it is, necessarily, a term of interaction. A theory of otherness is, from this perspective, essentially political and economic. That is to say, it centers on a relational theory of reciprocity, often one that is rule-governed. (...) Such a theory, we shall see, is essentially a project of language” (Smith 2004: 258-259). 4. Tampoco —menos aún diríamos incluso— Smith se encara con la diferencia ontológica que, fundando toda la metafísica occidental, deriva en la différence derridiana y provoca la revolución deconstructiva. La suya es en cambio la modesta constatación antropológica de mundos distintos, de realidades cotidianamente disímiles.

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Según esta implicación, la otredad —tal y como se padece desde el descubrimiento de Indias— es transparente, asimilable, traducible con mayor o menor fortuna y objeto de una labor exegética que puebla la escritura americana; lo que, para Smith, la separa para siempre de la etnografía clásica, de la crónica antigua y de la cosmografía previa, de acuerdo con las cuales no habría negociación alguna con lo distinto ni conversación entablada con el bárbaro5. Para Estrabón o Herodoto, para Plinio y hasta para Platón, el otro no pide inteligibilidad, no requiere planificación hermenéutica. Y el esfuerzo de aprender su lengua resulta, por tanto, impensable o prácticamente inútil6, mientras que, desde los primeros malentendidos hispanos en tierras caribes, la lengua se percibe campo de pruebas donde se ensayan acercamientos y se verifican incomprensiones. En el lenguaje, a partir del hallazgo del Nuevo Mundo, se manifiesta la sensibilísima membrana que detecta usos inauditos, rarezas impensables, especificidades nunca previstas. No fue sino en el idioma, confrontado con otras gramáticas, donde pudo detectarse un nuevo sistema, una radical, casi antónima, diferencia. 2. Como un vasco hablando con un árabe, así caracteriza Gonzalo Fernández de Oviedo el diálogo fallido de una tribu antillana con otra.7 Sin duda, la diversidad idiomática hallada en América 5. “This contemporary anthropological viewpoint stands in sharp contrast to the classical ethnographic tradition where, from Herodotus on, there is rarely perception of an opacity to be overcome. Difference is, itself, utterly transparent. The other is merely different and calls for no exegetical labor. Within classical ethnographic sources, differences may be noted; at times, differences may be compared, but they are more frequently set aside” (Smith 2004: 262). 6. “This topos can be illustrated from traditions as far apart as the notion that the other is a barbarian, that is, one who speaks inintelligibly (or, in stronger form, one who is mute), and the conventions of silent trade. For the classical ethnographer, the labor of learning an other’s language would be sheer folly. Classical ethnography manipulated a few basic explanatory models to account for others” (Smith 2004: 262). 7. “Something of its spirit may be found in Oviedo’s observation of an Indian interpreter failing to communicate with the members of another tribe: [he] did not understand them better than a Biscayan talking Basque could make himself

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complica la tarea de su evangelización, por lo que la experiencia de la intraducibilidad sufrida allí genera consternación “teológica”. En la apertura comunicativa se prueba y comprueba la ecúmene del mensaje crístico. Lo contrario, los malentendidos, las incomprensiones, se consideran artimañas del demonio contra las cuales deben emplearse todos los medios posibles. Pero la distancia que opera entre dos mundos sin comunicabilidad posible o con una comunicabilidad continuamente improvisada no es algo que pase desapercibido en ninguno de los niveles sociales americanos: tanto en capas populares como en las más altas jerarquías eruditas, tanto entre la doctrina recién convertida como en el jesuita experimentado en evangelizar bárbaros, las soluciones de urgencia que permitan un forma de acercamiento y la extrañeza que, a pesar de estas últimas, acaba interfiriendo en la escucha del otro instaura una lejanía que no parece prescribir jamás. Los oídos cultos y entrenados de Pedro de Oña o Diego Dávalos siguen conmocionándose con ciertos usos idiomáticos nativos. En los coloquios de la Miscelánea Austral del segundo se recogen las nuevas experiencias lingüísticas que está viviendo el Perú: préstamos del castellano al quechua y a la inversa, coincidencias del aymara con el francés, metáforas para suplir la incomprensión ante ciertos vocablos. Enseguida se perciben, sobre todo, aquellos términos del quechua correspondientes a realidades inexistentes en español y a la inversa. Entonces la traducción se declara incapaz de cubrir la separación y se acompaña de la experiencia de su fracaso. Son los sacerdotes los que de manera más explícita dicen sufrirlo, acudiendo al aprendizaje literal del vocablo. Peter Burke (2007) califica la impotencia de estas voces, que pasan directamente a la lengua de acogida —tótem, tabú, potlach—, como parcelas enteras de realidad no compartible, terrenos de aislamiento, lugares no conquistables de gnosis ajena —coca, huaca, mitimae— y misterios incomunicables que se abren en la propia —confesión, pecado, Santísima Trinidad—. intelligible to a person spaking German or Arabic, or any other strange language” (Greenblatt 1990: 27).

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3. Sin embargo, los modos y maneras para solventar estas dificultades traductoras o para organizar una información que se obtiene por primera vez y se tramita igualmente en primera instancia rozan lo asombroso. Sin posibilidad de comunicarse por falta de conceptos o por la abundancia de los mismos, el traductor del mundo americano está versionando todo lo que puede como puede e inaugurando mecánicas de compendio, sistemas de catalogación, procesos de estudio y estilísticas expositivas para algo que desborda las previsiones imaginables. En lo que se refiere a acumulación de recursos de escritura, funciona el inventario como modelo de trabajo. Frente a la indivisible realidad indiana, lo que servirá mejor, a fin de transmitirla, es la lista, la notación, al almacén, el catálogo, los ítems, los diccionarios, los compendios, los lexicones y los tesauros. A su vez, esta práctica numeral e inventariante actúa como una cuña filtrándose en cualquier grieta, en cualquier momento del discurso instituido. La historia contada se interrumpe para dejar paso a la relación que suplanta con su listado de detalles sin hilván la poderosa maquinaria del relato. Los fragmentos sustituyen a la trama, en la enumeración descansa un instante la férrea lógica de la secuencia, la inventio se coloca con la placidez de sus hallazgos en el lugar de la extenuante labor de dispositio. El cronista se deleita a menudo, el predicador asimismo, en estas oportunidades de suspender la racionalidad consecutiva de sus argumentos por la inmediata prueba de verdad de la mera exposición. A su vez, la crónica del imperio, el documento del poder, las actas y normas de catequización de la Iglesia abren su férrea disposición ideológica de partida, la unilateralidad de su primera enunciación, para incorporar jirones de texto que operen como zonas de contacto verbales, como fronteras estilísticas entre un mundo y otro: cápsulas de hibridación, partículas mezcladas, pequeñas dosis de alteridad organizada en el interior de la escritura del yo occidental, de su voz monocroma, monocorde.

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4. En los albores del siglo xvi, con el hallazgo de las Indias, cristiandad y traducción entablan una relación indisoluble, sin la que no puede pensarse ninguna de las dos8. Los trabajos lingüísticos y de traducción que del español se realizan a las diversas lenguas nativas constituyen una operación dentro del ámbito religioso, con una —todavía hoy— no evaluada importancia en la construcción política e identitaria de aquella incipiente realidad nueva. Esto supone, como indicara Bruce Mannheim (2002: 209), una flexibilización multidisciplinar en los parámetros epistémicos de su estudio, hasta el momento encerrados en focalizaciones documentales, referenciales o aisladamente historiográficas9. Dicha flexibilidad permitiría postular la traducción no solo como instrumento evangelizador, sino de crucial relevancia para el proceso de expansión y dominio hispánicos, cumpliéndose así plenamente con aquel consejo de Nebrija a la Reina Católica, en el que se califica al lenguaje como primera de las armas imperiales. Algo de lo que da sobrada prueba la importante legislación y la minuciosa observancia para regularla en las tierras del Nuevo Mundo. Si en un primer momento una cierta libertad lingüística parece verse favorecida por la conveniencia expresada en el Concilio de Trento de postergar en la Iglesia el exclusivista latín a favor de las —ya en ese momento— mucho más comprensibles lenguas vernáculas, lo cierto es que la nativización idiomática de la doctrina se percibió como un tipo de oportunidad transculturadora lo suficientemente arriesgada para abandonarla a la eventualidad de cada caso. Los concilios celebrados en América, aplicando los 8. “Translations matter so much in the history of early modern Catholicism that one might easily argue ‘no translations, no spiritual renewal, no Catholic Reformation’ —at least not the kind of Reformation that historians now seem to take for granted” (Eire 2007: 83). 9. A pesar del análisis microsociológico que Harvey por ejemplo le reclama y aplica al quechua superperuano en la zona de Ocongate (1987: 126), sobre todo para evitar la reificación de las lenguas indígenas, Mannheim viene abogando por este acercamiento integral (1989), del que son ejemplo la mayoría de los artículos citados en la presente introducción, para la cual se ha decidido trabajar exclusivamente con las traducciones religiosas de la lengua del imperio a las nativas halladas en las Indias.

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principios del tridentino, se obstinan en fijar modelos autorizados y asentar traducciones canónicas de los textos ecuménicos. Desde el II y, sobre todo, el III Sínodo Limeño —en el que colabora protagónicamente el padre José de Acosta— se fijan unas versiones oficiales de la Doctrina cristiana, del catecismo, sermonario, calendario festivo o manual de confesión, versiones que se difunden y proclaman desde los púlpitos de las iglesias peruanas10. Contamos con el inestimable ejemplo de la Plática breve de los principios que debe conocer el cristiano para salvarse, traducida primero por Domingo de Santo Tomás y luego por los lingüistas conciliares, cuya comparativa demuestra el intento de fijar pautas y patrones que se apliquen normativamente a todo el virreinato (Taylor 2000). No solo asistimos a una evolución del mensaje que la Iglesia desea transmitir a los indios, una vez ha podido evaluar mejor sus inclinaciones y necesidades, sino en lo que al quechua se refiere, asistimos asimismo a la imposición sobre el idioma nativo de gravámenes morales y jerarquizaciones que no encontrábamos tan claramente en aproximaciones lingüísticas previas. Por eso, la sonorización de la /k/ tras nasal, que ya detectaba Domingo de Santo Tomás y con la que polemiza Francisco de Ávila, llegará a considerarse la señal de un hablar corrupto, menos elegante o directamente tosco (Taylor 2000: 174). Todas esas medidas legisladoras hacen de la traducción religiosa en Indias si no una actividad plenamente revolucionaria, un gesto susceptible por lo menos de vigilancia. De hecho, el desorden y la desorientación de los primeros momentos habían demostrado sobradamente la peligrosidad de un adoctrinamiento librado a la 10. Aun cuando todos los traductores y gramáticos participantes en el Concilio parecen conscientes de lo reduccionista del proceso si atendemos a la presentación del resultado de sus tareas: “De dos extremos se ha procurado huyr en la traduccion de esta Doctrina christiana, y Catecismo, en la lengua Quichua. Que son, el modo tosco, y corrupto de hablar, que ay en algunas prouincias y la demasiada curiosidad, con que algunos del Cuzco, y su comarca vsan de vocablos, y modos de dezir tan exquisitos, y obscuros, que salen de los limites del lenguaje, que propriamente, y agora nò, o aprouechandose de los vsauan los Ingas, y señores, o tomandolos de otras naciones con quien tratan” (Doctrina cristiana 83, 74r).

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improvisación y al malentendido. Recordemos aquella primera exhortación a la conversión que dirige el padre Vicente Valverde al rey Atahualpa y cuya erradísima traducción al quechua por parte del inepto Felipillo provoca, según el Inca Garcilaso, la cruenta guerra de conquista del Perú. Si la prédica en las lenguas autóctonas se estimula y se ampara con la promoción preferente del sacerdote lenguaraz, también se vigila el mal uso de esa competencia gramatical en provecho propio. Las acusaciones de explotación del indio “en su propia lengua” por parte de contumaces sacerdotes que lo emplean en exigencias esclavistas se denuncia en la Nueva coronica de Guamán Poma, ocupa páginas en De procuranda indorum salute de José de Acosta y llega hasta en el retrato costumbrista del Lazarillo de ciegos caminantes. 5. Promovidos para uso de los frailes doctrineros, los numerosos diccionarios, gramáticas y vocabularios de lenguas autóctonas que testimonian la fiebre lingüística del xvi y xvii conformarían una estrategia central de aquel “indigenismo catequético” que, por un lado, quería favorecer la rápida evangelización en tierras americanas y, por otro, despertaba la suspicacia paralela del Consejo de Indias, al desconfiar que, con los vocablos indígenas, no fueran a preservarse también sus idolatrías y supersticiones (Rivarola 1985). De hecho, poco a poco, los errores que generan el desconocimiento de las lenguas nativas y la incompetencia flagrante en las mismas llevarán a Antonio de Zúñiga a desaconsejarlas y recomendar, en cambio, la implantación del castellano para la evangelización, medida que tarda en cuajar hasta la prohibición real de 177011. 11. No solo Antonio de Zúñiga en su carta de quejas a Felipe II aconseja terminar con la evangelización en lenguas nativas y la traducción a estas de los sofisticados “misterios de nuestra Santa Fe Católica” (véase Mannheim); esta sufrió los embates de otros muchos detractores. Por ejemplo, Bartolomé Álvarez, en el memorial que dirige al rey con el título De las costumbres y conversión de los indios del Perú (1588), advierte de la equivocación de usar la voz supay para nombrar al demonio cristiano, cuando en quechua se relaciona más bien con los difuntos, sentido mortuorio, y no infernal, que confirmaría mucho más tarde Taylor (1979). También en esta dirección, véase Mujica Pinilla (2016).

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Ahora bien, si en efecto la traducción de documentos ecuménicos durante la colonia a los principales idiomas autóctonos no alivió su dominación violenta (Lienhard 2004), ni atenuó su evidente consideración de voces oprimidas (Cerrón-Palomino 1987), ni contribuyó tampoco a la alfabetización en castellano del indígena, con la consecuente indefensión a que eso le conduce frente a las autoridades hispánicas, unificando los dialectos y variantes en una invasora lengua común (Mignolo 1992b), reduciendo su capacidad de interpretación autónoma de lo real (Subirats 1994: 196-197), los trabajos de Louise Burkhart, Sabine McCormack, Regina Harrison, James Lockhart, Jorge Klor de Alva, Bruce Mannheim, Alain Durston y, sobre todo, Gertrudis Payás prefieren centrarse en los procesos de negociación e intercambio que todo aquello genera, en el tipo de diálogo moral que fomenta y en el interés de una inaugural inteligibilidad mutua sobre el que se irán construyendo las nuevas identidades y no solo unilaterales, castrenses y acantonados mecanismos de imposición. 6. Aun así y lejos de poder hablar de una política lingüística homogénea y coherente en todo el espacio americano, en lo que a la traducción de los textos pastorales se refiere, el desconcierto fue absoluto. Mientras Carlos V —instado por la carta de Zúñiga— decreta el castellano como lengua de las Indias, Sahagún y sus colaboradores verterán en náhuatl los cantos de su Psalmodia cristiana y Sermonario de los santos del año (1583); el franciscano Alonso de Molina está listando mexicanismos ya lexicalizados, como tameme, en la columna de voces castellanas de su primer vocabulario español/náhuatl (1571); Andrés de Olmos había concluido ya su —hasta el xix no publicado— Arte para aprender la lengua mexicana (1547), a la que se vierte la Doctrina cristiana gracias a fray Pedro de Gante en el temprano año de 1553, mereciendo después toda la atención de la orden dominica, que la firmaría colectivamente en la edición de Juan Pablos de 1548. En Perú, a su vez, “la tradición de estudios de la lengua quechua se va haciendo de las más conspicuas”, señala Porras Berrenechea (1989: v), por contumaz, por abundante, por original y única; también por eso resultará, ya en la época, particularmente controvertida.

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El Inca Garcilaso de la Vega suele lamentar los errores y la proverbial incompetencia española en el manejo de lenguas foráneas, pero a pesar de ello era conocedor de todos esos esfuerzos lexicográficos, ya que aplica la convención ortográfica para la escritura del quechua que Holguín difunde luego entre los jesuitas, aunque sin las letras dobles de este. Y es cierto que Domingo de Santo Tomás admite las dificultades a la hora de hallar correspondencias para su Lexicón, al faltarle “muchos términos”, sobre todo los relativos a “las cosas de nuestra santa fe” de las que no tienen ni se servían en aquellas tierras, “como asimismo nosotros no tenemos términos de las que no hay en la nuestra” (v-vi). Pero el Arte y vocabulario anónimo, que hoy sabemos que redactó Blas Valera, prefiere subsanar esta carencia de paralelos mediante la incorporación directa en el discurso de préstamos españoles (40v): una estratagema que se verá consagrada durante el Tercer Concilio Limense, porque parece evitar la contaminación dentro de las oraciones católicas de sus “perturbadoras” traducciones quechuas. En cambio, el más voluminoso de estos diccionarios, que reúne González Holguín en setecientas páginas a dos columnas, acude a perífrasis complejas y a la adición de determinantes, alcanzando notables resultados como la traducción de / crear/ y /creación/ por /ch’usaqmanta kachiy/, que significa literalmente “dar el ser a partir del vacío”. Quizá esta destreza de Holguín no provenga sino de la admiración expresa hacia la elegancia de la lengua que compila y de las informaciones que le brindan los indios del Perú, a quienes el jesuita pregunta y “repregunta” y cuyo mérito reconoce, asumiéndolos como verdaderos autores de una obra que les debe “todo lo bueno que ubiere en ella” (“Al Christiano Lector Prohemio...”). 7. Si la diferencia tiene su puesto privilegiado de detección en el lenguaje, pensemos en ese momento de dificilísima mediación que pasó tantas veces en las Indias después de aquel primer encuentro antillano: ese instante de verdadera incomprensión etnográfica en la interioridad conversada del confesionario católico, cuando el sacerdote jesuita y el indio reincidente enfrentan sus diferentes axiologías, sus códigos diversos, en la soledad del ­sacramento de la

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confesión, sacramento estrella con el que la Compañía conquista su prestigio en la Europa de la Contrarreforma y en la Iglesia indiana y transferida. Aunque el poder del confesionario se advierte muy pronto, como vertiente individual e intimista del ecumenismo multitudinario y administrativo que organiza la conquista religiosa, también se descubre su extrema peligrosidad en tanto espacio liminar, tierra de nadie o borderline de los credos, en que la otredad se vive de frente y en directo. En ese sentido es el ámbito por excelencia de una transculturación, de la negociación traductora entre realidades, el reducto desde el que arrancar cualquier forma incipiente e interétnica de diálogo, además del sitio clave donde se verifica continuamente su fracaso. Desde luego, su condición fronteriza y arriesgada no pasó desapercibida a la curia católica del Perú, que pretende dirigir lo que en él ocurre, estipulando un solo quechua general para las comunicaciones entre cura confesor y su pecadora parroquia, así como un manual consensuado y homogéneo de preguntas a aplicar en el espacio pastoral andino, dentro de lo que podemos sentir como una sistematización y reducción de la diferencia, sometida a parámetros de generalización que la domestiquen o, por lo menos, que neutralicen su potencial disidente. 8. Es en el confesionario donde Francisco de Ávila, uno de los más conspicuos perseguidores de huacas y falsos credos del Perú, lector del Inca Garcilaso que sintetiza los Comentarios en su cuaderno de mano y poseedor de la mayor biblioteca del virreinato por esos años, obtiene de su arrepentida doctrina la confidencia asombrosa que dará título a este estudio. Durante una de sus visitas de extirpación de idolatrías, escucha en secreto de confesión a un indio que dice haber hallado en un basurero de la ciudad de Lima cierto fetiche raro cuya diferencia excepcional le mueve a tenerlo por dios y prestarle adoración, una adoración canonizada por el propio hechicero de su pueblo, animándole a elevarlo a la condición de huaca o divinidad en su panteón personal.

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llebolo a ∫u pueblo, mo∫trolo al mae∫tro de Idolatria, e∫te le dixo era gran co∫∫a, y le encargò lo tubie∫∫e por ∫u Dios Penate, hizolo con cuydado, en re∫olucion vn ∫olo Indio, no auia, que fue∫∫e Catholico (1648, s. n.)12.

El objeto encontrado en la basura es un botón de hilos de oro y seda negra, caído seguramente de alguna chaqueta española e incorporado, por el gesto traductor del indio crédulo, en el orden cultural del territorio conquistado. 9. Probablemente, sea la confesión, además de un precedente espectacular del psicoanálisis, la manera de interiorizar la tarea traductora, el modo más sofisticado de traducirse a sí mismo, un ejercicio más de versionado interior y lingüístico por el que las propias debilidades adquieren un lugar dentro de la lengua ajena y dentro de su código moral consensuado. Cuando en 1516 se aplica a la traducción del Nuevo Testamento, Erasmo de Róterdam se topa con el fragmento de Mateo 4, 17 en el que, según versión de la Vulgata, se nos pide que hagamos penitencia —“Poenitentiam agite”— porque el Reino de Dios se acerca. Con esta traducción parecía quedar institucionalizado el sacramento bíblicamente, refrendado por la voz del Verbo, al alentarlo Cristo en persona. Pero, a despecho de ese intento de normativización, él insiste en que la correcta comprensión de la frase griega debía ser, más bien, “Poeniteat vos” y “Resipiscite”, esto es “Arrepiéntete”, “Renuévate”, “Cambia” o incluso “Transfórmate”, acaso “Tradúcete”, trasladando la cuestión del ámbito oficial al íntimo individualizado y creándose muchos problemas con todos los que vieron allí un peligroso apunte de filiación protestante. Por lo tanto, para Erasmo, que traducirá profusamente, dedicado a devolver la patrística entera a su origen ontológico en una más primigenia redacción latina, es decir, a pasar los escritos de los padres de la Iglesia del griego, en el que escriben, al latín al que en realidad para Erasmo pertenecen, la traducción conlleva un análisis y un regreso: antes que un vertido palabra por palabra, t­ raducir

12. Para los pormenores de esta historia, véase el capítulo 5.

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permite retornar y restituir a la fuente, sorprendentemente con más éxito, incluso, que el lazo que entablaría con ella el texto a traducir. Frente al original que no lo consigue, en la traducción se alcanza un verdadero regreso al origen. No obstante, esta condición de vuelta al inicio, la naturaleza íntima de las dos tareas, traducir y confesar, no pasará desapercibida a los curas de indios que deben cumplir con ambas en tierra americana. Saben que tratan con mercancía delicada y que tanto las palabras como las interioridades precisan un trato especial para redirigirlas a la contemplación de sí mismas. Entonces una servirá a la otra y ambas participarán de una retórica persuasiva que abra conciencias y estimule retornos. 10. Aún hay otra sospecha que gravitará sobre el propio Erasmo de Róterdam cuando se permita manifestar sus reservas respecto a la versión canónica de la Biblia de San Jerónimo y favorezca de este modo las acusaciones de ser afecto a Lutero. Recordemos que en su coloquio “El banquete religioso” Erasmo había advertido de la verdad presente también entre los paganos, de la posibilidad por parte de los no religiosos de interpretar las escrituras, un escándalo iluminista que los más ortodoxos no le perdonaron13, y —lo que nos importa— de transmitirlas en la simplicidad vernacular de los dialectos. Suspicacias aparte, la necesidad evangelizadora alienta y concurre a favorecer la operación con todas sus consecuencias y a legitimar las lenguas indígenas en tanto receptáculo, ahora aceptable, de la Sagrada Escritura. Esta puede declararse en lengua de bárbaros y América descubierta fungiría entonces a la democratización y generalización de su lectura en voces que no son las latinas con la sanción favorable de traducciones pastorales en una profusión ajena a cualquier reserva. 13. Dice Timoteo dentro del diálogo y en defensa de una interpretación no exclusivista ni especializada de las Sagradas Escrituras: “Yo creo que no sólo nosotros podemos hablar de estos temas, sino incluso los galeotes, con tal de que no se atrevan temerariamente a definirlos de forma dogmática. Por otra parte, quién sabe si el mismo Cristo, que prometió estar presente donde dos personas se reúnan para hablar de él, no nos inspirará otras muchas” (Erasmo 2011: 456).

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11. De acuerdo con la relevancia que detenta la traducción en los estudios de la temprana modernidad en Europa, Peter Burke reclamaba en 2007 lo que consideraba una carencia sin paliativos: la necesidad de un censo de dicha práctica cuando se aplica a una escritura no necesariamente culta o ficcional14 —la traducción en su forma más inmediata, cotidiana y prosaica—, situándola además en el contexto que la propicia, observando sus sistemas o regímenes de actuación, sus normas, reglas, convenciones y, desde luego, sus tácticas, fines y poéticas. Si, en este caso, dichas cuestiones no reciben ni siquiera el beneficio de su planteamiento al trazarse el paisaje del humanismo europeo, imaginemos su desamparo para la vida de las Indias en ese tiempo, vida que no pudo ni tan siquiera iniciarse sin raudales de traductores improvisados, intérpretes de un momento, “lenguas” más o menos preparadas y sin gestos diarios de incomprensión con sus esfuerzos inmediatos de versionado. Aquí y allá, de uno y otro lado del Atlántico, el esfuerzo traductor es ingente, desmesurado y, sobre todo, práctico. Durante estos dos siglos de conformación y regencia virreinal, un mundo entero se traspasó o tradujo al otro con su escala de valores, sus principios morales, sus leyes y sus más oscuras razones de fe; pero también con sus enseres, sus objetos, sus útiles, sus propiedades, sus rarezas y —por qué no— sus vestidos, sus telas, sus zapatos, chalecos o botones. El proceso no se desarrolló con la misma velocidad en los dos sentidos: en una dirección se impuso de modo vertical, descendente 14. “Translations from the classics, like translations of major works of vernacular literature, have often been studied. Hence this chapter, like the rest of the volume, will concentrate on what has tended to be neglected, translations of non-fiction written either in the vernaculars of early modern Europe in neo-Latin (...) A definitive study, if such a thing is possible, will have to wait until a census has been made of all the translations produced in early modern Europe, a task beyond the powers of a small team, let alone an individual. What can be done here is to place these texts in their cultural context including the systems or regimes of translation prevalent in this period, in other words the rules, norms or conventions governing its practice, both the ends (or ‘strategies’) and the means (the ‘tactics or ‘poetics’). The following overview of these regimes, or as I prefer to call them, the “cultures of translation’, in early modern Europe offers provisional answers to the following six large questions: Who translates? With what intentions? What? For whom? In what manner? With what consequences?” (Burke 2007: 11).

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y jerarquizado, en el otro se desempeñó de manera oculta, secreta y resistente. Nada que ver con la viabilidad —del latín a las lenguas vernáculas y de estas también al latín, del espacio sagrado al laico y a la inversa— que se estaba dando en la Europa renacentista15. Salvo mínimos ejemplos de traducción al español —los ritos incas que recoge Cristóbal de Molina, las fábulas de las informantes de Huarochirí que recopila y versiona Francisco de Ávila...— puede hablarse de una avalancha de textos al quechua y a las lenguas de los indios, aunque no de modo claramente dirigido a la lectura de estos, sino a la distribución de dicho material, pastoral y lingüístico, controlada por los traductores mismos. Si esta producción traductora tan vigilada por parte de la curia americana es una de las diferencias importantes respecto al manejo y destino de la misma en el ámbito europeo, la siguiente y no menos relevante se centra en la inexistencia flagrante de versiones de obras no dirigidas a la devoción o, sobre todo, de títulos con una cierta ambición estilística. Lo que sí tenemos, sin embargo, es la constancia de un traductor indígena que en Juli colabora con Bertonio para pasar al aymara la primera sección del Flos Sanctorum de Alonso de Villegas. Y aun así este texto, muy difundido en el Perú, no aparece destinado al ocio lector de los aymaras alfabetizados, sino que se diseña en realidad como libro de apoyo para los nuevos sacerdotes llegados allí, que estén aprendiendo la lengua y quieran ponerla en práctica. En este caso, la situación no es exclusiva: sabemos de esforzadas traducciones de la Eneida por Gavin Douglas al escocés, de Ariosto y Tasso a dialectos como el boloñés o el napolitano, no en función de una preconciencia de cultura nacional que se nutra de ese tipo de labores, sino para el más modesto fin de servir como 15. “Translations were essentials for both audiences. Texts written in Latin by the experts —if deemed significant enough— needed to be translated into vernaculars for a broader lay audience. Significant texts written in the vernacular, in turn, needed to be translated into Latin for international distribution, since Latin was the common tongue of the elite throughout Europe, especially among the experts in religion. Naturally, significant texts written in one vernacular also needed to be translated into other vernaculars. Clergy and laity alike, then shared in the need for translations” (Eire 2007: 84).

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documentos didácticos, poniendo a prueba los conocimientos adquiridos o ampliándolos en un recorrido lector que —en este caso sí— ofrezca cierto margen de diversión o deleite (Burke 2007: 19). 12. Un mundo entero traspasado y transferido al otro lado: desde el principio de su conquista, el intercambio transculturado podría imaginarse bajo las líneas básicas de una cuestión de transporte, entre las cuales el lenguaje y los intercambios idiomáticos solo son una pieza más. Habría una condición física en el intercambio que, gracias a las novedades trasladadas, se volvería material, numerable y, por tanto, comprensible. De hecho, América se convirtió muy pronto en el lugar de donde provenían unas cosas y a donde se conducían otras. La comunicación con el otro, ignorado e inaudito, adquiría un tranquilizador rasgo de contabilidad aplicada. La alteridad pasó a ser también mercancía, lo que inevitablemente la ponía al alcance, la hacía manipulable: reducía por la vía del objeto, que se adquiere y se lleva, la extrañeza perturbadora del mismo. Nicolás Monardes subtitula su famosa crónica médica precisamente como el Libro que trata delas co∫as que traen delas indias occidentales, que ∫irven al v∫o de medicina, empleando entonces esta básica y útil comprensión de lo foráneo a través de lo portátil, a través de la sorprendente manejabilidad del mundo. Todo lo que venía de allí era aquello hasta hoy nunca visto ni sabido (iiii), pero pese a toda su diversidad podía acumularse, embalarse y transportarse rumbo a lo cercano, reconocible, doméstico y admisible: Traen de aquellas partes, an∫i mi∫mo, Papagayos, Monos, Griphos, Leones, Gerifaltes, Neblies, Açores, Tigres, lana, algodón, grana para teñir, cueros açucares, cobre, bra∫il, evano, azul, y de todo e∫to es tanta quantidad, que vienen cada año ca∫i cien Naos cargadas de ello, que es co∫a grande & riqueza increíble, & allende de e∫tas riquezas tan grandes, nos envían nues∫tras indias occidentales, muchos arboles, plantas, yeruas, rayzes, çumos, gomas, fructos ∫imientes, licores, piedras que tienen grandes virtudes medicinales (v).

La extraordinaria relación mezclada de los objetos que, según Monardes, se obtenían de las Indias —grifos, leones o gerifaltes,

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junto con papagayos, monos, azúcares, piedras y árboles enteros con su copa y sus raíces— hace de toda la tierra una realidad móvil y nómada en cada una de sus peculiaridades, una categoría espacial y susceptible de reubicarse. Y entre estas notables maravillas que enumera, el médico español que nunca pasa a Indias se hace traer la sagrada y delicadísima hoja de la coca, de la que tanto se habla. Suponemos que la probaría en la recóndita soledad de su consulta de Sevilla en espera de sus portentosos y celebrados efectos. 13. El evidente poder magnético de las cosas, en especial de los objetos de culto, estampas, imágenes de oración, reliquias y pinturas, nos hablan de espacios imantados, “activos lugares de ficción, capaces de reinventarse una y otra vez”. Las estrategias de conversión contarán con la capacidad irruptiva de lo imaginario en un grado que permitiría, como aconseja Sara Castro-Klarén (2006), extraer su estudio de la mera perspectiva historicista e intentar acercamientos más empíricos y extensos. No se trata de acometer coleccionismos culturales, sino de considerar cada manifestación visual como un evento singular, irreductible y, sobre todo, significativo, algo que especifica en su propio transcurso, en el proceso mismo de elaborarse la imagen, cómo el manejo de esta no es del todo inocuo ni del todo inocente: Los famosos arcángeles pintados por los discípulos del fundador de la Escuela, Titu Cusi, deben su iconografía y proliferación al hecho de que la orden jesuita a cargo de la evangelización en los Andes no tenía aún santos para ofrecer a las poblaciones andinas como modelos de vida. Para competir con los agustinos y los dominicos, los jesuitas alentaron a los pintores indios de la Escuela de Cuzco para que recrearan con su imaginación las cualidades guerreras configuradas en la iconografía de los arcángeles (2006: 290).

Del mismo modo, ciertos acuerdos y concesiones a la iconografía antigua y pagana se percibieron favorables para crear similitudes que acercaran la religión cristiana al nuevo creyente. El traslado se transforma en una experiencia de traducción, una oportunidad para el trasiego que funda identificación y bautismos.

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Quizá se podría estudiar el tiempo de la colonia de este modo, como el tránsito de las mercancías, el viaje de las cosas de un lado a otro, como la transferencia; pero en un sentido laxo del término, tanto de los objetos, propiedades, materiales, riquezas, bienes inventariables y productos como de los individuos, las creencias, las costumbres, las creaciones, los géneros literarios, los espectáculos, los lenguajes o las conciencias, hasta de los emblemas, los mitos o los dogmas. ¿En qué se diferencia ese botón corriente encontrado en lo que debió ser un primer e improvisado estercolero de Lima de la canción que un criado, que ha estado en Brasil, trae desde allí hasta los relativistas oídos de Montaigne? ¿En qué aquel objeto simple, manual y utilitario, que la devoción indígena sin embargo dota de maravillosos poderes de evocación y sentido, de la canción quechua que el Inca reconstruye nostálgicamente en su refugio cordobés? 14. A partir de lo que se intercambia en las Indias desde los primeros momentos de la conquista —objetos, credos, lenguas, gramáticas, materias, políticas y dominios—, el presente estudio considera la traducción desde un amplio espectro como forma privilegiada de la transferencia, pero también como un sistema único de detección de diferencia entre el Nuevo y el Viejo Mundo. Las imposiciones, robos, préstamos o contactos de todo tipo que este imprime en aquel —lingüísticos, religiosos, ideológicos, matéricos— no se saldan impunemente para el equilibrio del antiguo orden. Las alteraciones son mutuas y con el expolio operado se producen cambios que tambalean la operación sustentadora del sistema imperante, lo cual implica esta comprensión de las traducciones como transporte, traslado bilateral de mercancía: ¿qué pasa cuando los ídolos americanos y las ritualidades que los acompañaban llegan a Europa? Y a la inversa ¿qué ocurre cuando un símbolo de la fe imperial cae en manos de la resistencia creyente indígena? Ya Michel de Certeau (179) insistía en que, en lo referente a trasvases de orden objetual, lingüístico o de conciencia, el cambio histórico va acompañado de un cambio simbólico cuyo juego de alteraciones puede especialmente detectarse en el terreno más sensible que es el de la moral religiosa.

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No se nos escapa que los sacerdotes traducen para adoctrinar y que su tarea tiene una finalidad tan determinante como opresiva. Pero también es cierta la confesión de fray Andrés de Olmos, en la cita que encabeza este prólogo, de escuchar fascinado y alelado la lengua náhuatl que no consigue entender plenamente. La diferencia no solo reclama de la historia su reducción práctica, también la hechiza, la encanta y seduce. Este hechizo interviene en toda separación cultural, hasta Homi Bhabha parece admitirlo, cuando opera en ella algo que está más allá de un sofocante juego de polaridades dentro de un tiempo vacío pero homogéneo y cerrado. La diferencia genera una vibración, una perplejidad en la línea de frontera interior de una sociedad toda ella escindida. Sobre todo, la diferencia pone de manifiesto un enfrentamiento de saberes y de praxis entre los de un lado y los del otro bajo la forma y figura de una contradicción difícilmente solventable y desde luego resistente a “la teleología de la superación dialéctica” (Bhabha 2010: 411). Utilizando un corpus de textos que encajarían en la consideración de “literatura menor” que Deleuze inaugurara o de “escritura pastoral” en su acepción más histórica —diccionarios, vocabularios, tesauros y manuales para el aprendizaje de las voces nativas, sermonarios, confesionarios, cartillas y catecismos de la doctrina cristiana, pero también repertorios, inventarios, iconos, emblemas, diálogos catequizadores, escapularios y estampas—, se intenta analizar los primeros instantes del encuentro cultural americano, de la incomprensión que a él parece subyacer, a través o mediante esta vastedad de la operación traductora: operación entre idiomas, entre religiones, usos, relatos, procesos comunicativos, objetos, posesiones, ritos. Mediación, por tanto, entre imagen y letra, entre oralidad y escritura, entre oeste y este, entre conquistador y conquistado, y traducción como gestión interna a la conquista misma en tanto modo para encarar la nueva realidad que de ella emerge.

1. Sermones en quechua: resistencias del habla a la traducción

1. El dibujo 609 con el que Guamán Poma en su Nueva corónica y buen gobierno abre la serie dedicada a la predicación del evangelio en la lengua de los indios por los “padres curas” deja constancia —con la reconocida agudeza del cronista— de una actividad ecuménica en el virreinato del Perú, tan controvertida como sancionada por los diversos sínodos que la imponen normativamente, suministrando los materiales en quechua y los catecismos traducidos al idioma nativo para mayor facilidad de los sacerdotes. Estos —igual que en la ilustración de Guamán—, desde el púlpito de pequeñas iglesias de suelo de baldosas, vestidos ceremonialmente y enfatizando con el dedo índice en alto,1 aleccionan y difunden los dogmas de la fe católica a una asamblea heterogénea de catecúmenos, humildes indígenas cubiertos de simples unkus, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, un grupo disímil y pobre, identificado en ese momento para las instancias episcopales con el nombre genérico de doctrina como si se tratara de un cuerpo único que convertir a la salvación de Cristo (González 2002: 385). Dentro del mismo, sin embargo, hay componentes 1. La representación de Guamán Poma mimetiza la puesta en escena de la función persuasiva del sermón en esos “brazos en alto que acompañaban a la exhortación” y el índice alzado que indica “enseñar, reprender, advertir”; todo el pasaje es muy expresivo en cuanto a la retórica de la predicación del evangelio (Quispe Agnoli 2017: s.p.).

Fig. 1.1. Guamán Poma de Ayala, “Cermón del P Cura”, Nueva corónica y buen gobierno, 615 609 [623]. Reprod. en “El sitio de Guamán”, Det Kongelige Bibliotek, .

1. Sermones en quechua

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arrebatados por el verbo retórico del orador, transportados por el espíritu en forma de paloma que se les aparece a lo alto y a la derecha del dibujo —posición preferente según los patrones iconográficos incaicos—, y hay quienes se aburren o se duermen en la oscuridad de los conceptos, arrullados por el murmullo de un discurso incomprensible, pronunciado en el rudimentario “quechua del sacerdote” (Adorno 1992: 210). La lámina —modelo de mezcla semiótica, típica de Guamán2— articula códigos e incorpora un inserto con las palabras que supuestamente, igual que el bocadillo de los cómics, salen de la boca del predicador. En realidad, todo el pasaje —inestimable para la documentación de situaciones culturales híbridas— trabaja de esta manera, haciendo el retrato lingüístico de los sermones que pronunciaba a lo largo del Tahuantinsuyu un clero recién llegado, que apenas “sabe cuatro vocablos” nativos y pretende doctrinar con ellos: Este dicho viczarayco [doctrinante] le enseñó a los yndios la dotrina de rromanse (...). Acavado todas las oraciones, luego le caticismava, deziendo ací en lengua de los yndios: Bautizacunqui, cristiano tucunqui. Diosta Yupanqui, hanacman rinqui hanacman rinqui [Debes bautizarte, volverte cristiano. Adora a Dios e irás arriba, irás arriba]. Todos miravan al cielo con la cara y ojo y apuntavan con la mano derecha (646).

En una especie de precedente jugosísimo de pragmática del habla, Guamán recopila estos ejemplos del idioma indígena, chapurreado rudamente con ayuda de una gestualidad de urgencia y de préstamos hispanos. Guamán lo hace en su calidad de “­p ersonificador de voces”3 y de eficaz documentalista, con cuidado extremo, tal y como los escucha en medio de todos los ruidos, 2. “Propongo la Nueva crónica y buen gobierno de Guamán Poma como ejemplo de texto cultural por su poliglotismo semiótico: articula dos códigos o sistemas significativos, el icónico y el lingüístico (mecanismo fundamental de la cultura) y dos retóricas: la europea y la nativa andina (el caso de la policulturalidad). A la vez, constituye un mensaje coherente que condensa una imagen totalizadora de la cultura del virreinato peruano, revelando la dialéctica entre aculturación y resistencia cultural” (López-Baralt 1988: 385). 3. Es Rocío Quispe-Agnoli la que lo llama así, en virtud de su conocimiento de los modos orales de su lengua nativa (2017: s.p.).

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monólogos, conversaciones, sociolectos, variantes y misturas que, después de la conquista, han empezado a transformar los Andes en una nueva torre babélica. 2. Y, de hecho, al mito bíblico se acudirá después en repetidas ocasiones para retratar la caótica situación en la zona, como si, en efecto, de una lengua única y originaria —el quechua, prestigiado por Fernando de Avendaño como uno de los setenta y dos idiomas matrices que Dios diversificó en Babel4— estuviera desgajándose, nuevamente, un laberinto imparable de posibilidades y dialectos, un verdadero librecambio lingüístico con sus lógicas dificultades comunicativas. Es cierto que el quechua recibió pronto la estimación y admiración del conquistador por la “abundancia de vocablos”, por el “suave y buen sonido” y por “estar ordenada y adornada con propiedad”, lo que la adecua para ser poseída por los españoles —como constata Domingo de Santo Tomás— y la acredita —al estilo del “griego de Atenas”— para engendrar una sucesión de maneras de hablar frente a las que Guamán no permanece insensible5. Respecto a esta magnífica dotación del quechua, el dominico, en el prólogo de su diccionario, argumenta: La gran policia que e∫ta lengua tiene, (...) La conveniencia que tienen con las co∫as que ∫ignifican. Las maneras diuer∫as y curio∫as de hablar. El ∫uaue y buen ∫onido al oydo dela pronunciacion della, La 4. “... aunque no puedo afirmar de cierto que la lengua del inca y la aimará fueron de las setenta y dos lenguas matrices que Dios enseñó, con todo eso, me parece que el inca no pudo inventar de nuevo una lengua tan hermosa y de tanto artificio como la lengua latina y, por esto, digo que la lengua del inca y la aimará no fueron del todo inventadas en esta tierra, sino que Dios las enseñó a los nietos de Noé y alguna familia de Noé habló en la lengua del inca y otra en la lengua aimará (...) y fueron de las setenta y dos lenguas matrices que Dios enseñó” (Avendaño 1649: 145). 5. En particular son los misioneros los que abrazan esta promoción del quechua. Luis Jerónimo de Oré establece la comparación con las lenguas clásicas: “Pero de la lengua quechua, general en todo este reyno, la ciudad del Cuzco es el Athenas, que en ella se habla en todo el rigor y elegancia que se pueda ymaginar, como la Ionica en Athenas” (Oré 1598: 31v). Domingo de Santo Tomás subrayaba antes sus ventajas y alababa la policía e interés que la aleja de ser un idioma bárbaro en un hermosísimo fragmento de su prólogo al rey Felipe (1560: iv y v).

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­facilitad para e∫crivir∫e con nue∫tros caracteres y letras: Quan facil y dulce sea a la pronunciacion de nue∫tra lengua, El e∫tar ordenada y adornada con propiedad de declinacion, y demas propiedades del nombre, modos, tiempos; y personas del verbo. Y brevemente en muchas co∫as y maneras de hablar, (...) y en el arte y artificio della, que no pare∫ce ∫ino que fue vn prono∫tico, que E∫pañoles la auian de po∫∫eer (1560: v).6

El lazo entre belleza lingüística y pertenencia de derecho al imperio, en virtud de la primera —que no parece sino que los españoles “la habían de poseer”—, explica el interés que siente este fraile gramático por desentrañar sus no declaradas reglas y reducirlas a arte. Ofrece además un sentido incipiente de territorialización de los lenguajes, un concepto de propiedad nacional fundado en el instrumento de expresión y un imperialismo que, a tenor de los diccionarios, gramáticas, artes, lexicones y vocabularios que produjo, además de religioso o económico, deseó también ser idiomático. Estamos en ese momento renacentista de magnificación y exaltación de las lenguas vernáculas, de preocupación por una voz singular de los pueblos, y de la constitución de estos en torno a una lengua propia —como entienden los Reyes Católicos cuando incluyen en su empresa política el interés muy bien diseñado hacia la Gramática de Nébrija—, pero pocas veces encontraremos algo así, una declaración más posesiva y a la vez más orgullosa de los méritos de la lengua de los otros, aunque, sin embargo y por ellos, se equipare y se perfile como nuestra. 3. Dejando aparte este brote de imperialismo gramatical, es cierto también que los incas valoraban muy positivamente el esfuerzo de evangelización en su idioma y Pachacuti Yamqui se queja de aquellos españoles que siguen precisando ayuda para hacerse entender, que enseñan y predican por medio de un intérprete, no

6. No he intervenido ni modernizado las citas. La única grafía que he modificado, por resultar de reproducción casi imposible en los teclados actuales, es el acento circunflejo con que se indica la omisión de las vocales del relativo /que/, procediendo a reconstruirlo, o la ausencia de la nasal /–n/.

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siempre del todo veraz, ya que, de otro modo, “si hobiera sabido la lengua, hobiera sido mucho mas diligencia”7. Lo más subrayable, sin embargo, del capítulo de la Nueva coronica de Felipe Guamán Poma acerca de estas evangelizaciones en un quechua forzado reside en su manifiesta intención descriptiva y en su conciencia aguda, y en absoluto improvisada, de lo que, al menos en el aspecto lingüístico, estaba entonces pasando en el Perú8. Esta conciencia sorprendente, que es fundamentalmente conciencia del habla y de la praxis de la lengua antes que del código, sirve a Guamán para postularse y legitimarse como sujeto competente de enunciación, en igualdad meritoria con su genealogía. La poliglosia increíble de la que hace gala en la “Carta a su Majestad” o en el “Prólogo al lector” le prestigia tanto o más que la posesión de un linaje puro indio. Ambos —don de lenguas y familia— son los méritos que, a su juicio, le capacitan para dirigirse al rey Felipe y presentarle su crónica. Por contraste, frente a la diversidad idiomática que dice practicar y que defiende, Guamán elige el castellano como el sustrato en que se apoyan y confluyen la lista de dialectos de los que alardea —aymara, colla, puquina, conde, yunga, uanca, cañari, cayanpi, quito...— y respecto a los cuales se ofrece como intérprete ante el poder imperial9. 7. “His Relacion de antigüedades de este reyno del Pirú [1613] joyfully recounts the Christian conversion and mass baptism of the curacas gathered before Pizarro. Yet he [Juan de Santacruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua] catiously adds that even more souls could have been saved if the priest had known the native tongue and had not spoken through an interpreter: si hobiera sabido la lengua, hobiera sido mucho mas diligencia, mas por interprete hablaba” (Harrison 1982: 67). 8. “Si la escritura de Pachacuti refleja más o menos espontáneamente el comportamiento lingüístico —eminentemente bilingüe— de su propio sector sociocultural, el de los caciques y principales, Guamán Poma documenta intencionalmente, mostrando una conciencia aguda en este campo, la situación lingüística tradicional y contemporánea del área andina” (Lienhard 1992: 60). 9. “…muchos lenguaxes ajuntado con la lengua de la castellana y quichiua ynga, aymara, poquina colla, canche, cana, charca, andesuyo, collasuyo, condesuyo, todos los bocablos de yndios” (Guamán Poma 1980: 9). Resulta muy peculiar que Guamán Poma, alardeando ante su majestad de esa lista apabullante de dialectos conocidos, agregue que ha escogido la lengua castellana como sustrato o base en el que todas esas voces confluyan y encuentren un lugar. El prestigio del dominio idiomático —con certeza puede asegurarse su

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El conocimiento de las variantes andinas de que presume le permite evaluar, catalogar y comparar los modos comunicativos con que ese poder, ante el que se presta a mediar lingüísticamente, articula su voz. Ahí radica precisamente el sentido del pasaje citado de los sermones, en tanto radiografía, diagnóstico, espejo que enuncia/denuncia, a su vez, los enunciados españoles en quechua. Porque, según ese pasaje, si algo resuena en los oídos atentos de Guamán es esta convivencia riquísima de voces quichuas, chinchaysuyismos, expresiones aymaras, gestos y mímicas de urgencia, aprendizajes del castellano igualmente vacilantes e incursiones en el latín macarrónico de los primeros bautismos —el “Per cicnun cruses de yenimises noster, liberamos, deus noster y nomini patris et filie et espiritu ysante” con que un sacristán pobre de provincias hacía las veces del predicador ausente10. Todo ello revuelto en el caldo de cultivo diglósico y nunca unificado del Tawantinsuyo. 4. “Apomuy cavallo (...), Maymi soltera? Maymi muchachas? Apomoy doctrinaman”11: medio-hablan como pueden los padres predicadores de estos reinos, contaminándose gradualmente de disueltos vocablos ajenos, para explotar así la plasticidad de situaciones de contacto con sus prácticas de ingerencia de un idioma en el otro.

competencia en aymara, collasuyo y quichua— corre parejo en Guamán a su ascendencia genealógica. Ambos méritos le capacitan para dirigirse al rey Felipe y presentar la crónica (Cánovas 1993: 20-24). Desde luego, la competencia autoral e idiomática de Guamán Poma se confunde en la crónica con su identidad personal. Las tareas para ensalzar esta proporcionarán la auctoritas que certifique y legitime la capacidad escritural del indio (Quispe-Agnoli 2007: 421). 10. La versión original en buen latín difiere notablemente de la reproducida: “Per signum crucis de inimicis nostris, libera nos, Deus noster. In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti” (Guamán Poma 1980: 644-646). 11. “¡Trae el caballo! (...), ¿dónde está la soltera?, ¿dónde están las muchachas? Tráelas a la doctrina” (Guamán Poma 1980: 652). Esta frase en concreto sirve a Jorge Urioste para subrayar el testimonio de criollización del quechua que la crónica de Guamán ofrece, porque el padre evangelizador ha omitido “el morfema de objeto —ta después de cauallo y el negativo —chu después del verbo por no tener equivalentes castellanos” (Urioste 1987: LXXI-LXXII).

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Y es Guamán Poma quien, en la recopilación mencionada de “Sermones del padre cura”, se hace cargo de aquellas modificaciones lingüísticas a las que la conquista conduce, copiando los diálogos de los sacerdotes en quechua dentro de un ejercicio prodigioso de mimesis, en que el cronista indio reescribe, imita los errores orales y el galimatías indistinto, indígena y español, de algunos clérigos, dominicos, eclesiásticos criollos de Guamanga, corregidores como el “padre Louayza” o como el colérico mercedario Martín de Murúa, que se expresan en una terrible combinación de imprecaciones mixtas: Ypócretas! Obispoman quilcata apachinque: “Cay padre mana alli. Carcoy (...)” nispa. [¡Hipócritas! Ustedes han mandado cartas al obispo, diciendo: “Este padre no es bueno; expúlselo.] Machasca, roncosca, hundasca, borrachosca, guausasca, putillasconas, suaconas, laycaconas, hicheseroconas padre mana ofrecinque corita colquita. [¡Borrachines, murmuradores, enfermos, glotones, borrachos, adúlteros, putillas, ladrones, brujos, hechiceros! Ustedes no le ofrecen ni oro ni plata al padre.] Ropachichiscayquim manceba nispa hichesero nispa (...). Asotillauan rimachiscayqui, aymara pleitista yndio. [Haré que los quemen a todos ustedes, diciendo que son amancebadas o hechiceros (...). ¡Te haré confesar azotándote, indio aymara y pleitista!] (Guamán Poma 1980: 652-657).

En todos esos casos, como un moderno pedagogo capaz de apreciar que el éxito en la enseñanza de una lengua depende de las motivaciones y el grado de implicación con el contexto, Guamán nos proporciona una detallada pintura del campo de estudio, de los contenidos y ejercicios de manipulación del quechua, de las habilidades en su práctica y de la finalidad que se le destina, más cerca de la ganancia de “hacienda y rescates” que de la predicación. A menudo, considerando el lenguaje una garantía de rectitud y el depósito de la buena conducta, el cronista atribuye a los déspotas, aprovechados y maliciosos, una paralela incapacidad discursiva,

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como si torpeza idiomática y falta de ética fueran lo mismo. Los perversos sacerdotes, que se “perderán por la letra” —diagnostica Guamán en una misteriosa profecía—, igualan su comunicación deficiente con un comportamiento disoluto, también balbuceante, un sentido, a la par, gramatical y moralmente desviado del cristianismo que difunden: Para que ueáys a los otros padres que son más letrados que otros y cristianos, umildes y caritatibos, que sauen, entienden más y haze dotrina con amor y caridad (...). Estos son grandes letrados pues que guarda la ley de Dios y del euangelio y executa el santo concilio y las prouiciones de su Magestad. Que no tienen pleyto ni soberbia ni se quexan los yndios ni ellos. Y no ay chismes ni mentiras. Y ací sauen de las letras más que todos. Éstos con la letra biuerán y los otros con la letra se ahorcarán (1980: 650).

El desprestigio y parodia del adoctrinamiento en lengua quechua por parte de los malos padres corre paralelo a la suerte sufrida por el sermón que, género canónico de la tradición literaria religiosa como el propio Guamán parece reconocer en la presentación de su crónica, ha quedado disminuido en chanza y caricatura en función de un uso idiomático imperfecto. Uno tras otro, Guamán Poma recoge los problemas en la didáctica de lenguas nativas, pero también los métodos y los resultados. En algún momento, su texto recuerda los ejemplos de diálogo sencillo con un léxico básico, que incluyen los actuales manuales de enseñanza de lenguas extranjeras: —Churicona (...), corregidorpac llama cancho? —Y, padre. [—Hijo mío, ¿hay llamas para el corregidor? —Sí, padre.] —Escriuanopac culqui cancho? —Y, padre. [—¿Hay plata para el escribano? —Sí, padre.] —Padrepac mana yaco cancho? —Manam, padre. [—¿No hay agua para el padre? —No, padre.] —Collqui, manta padrepac, ycho, llamta cancho? —Manam, padre. [¿Es que hay plata, una frazada para el padre, o paja o leña? —No, padre.] —Suc garrotillauan padre canca. Alli oyariuay. [El padre va a estar listo con el garrotillo. ¡Óiganme bien!] (1980: 654-655).

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Así, se van repasando pormenorizadamente los malentendidos, las contaminaciones de hispanismos y las disfunciones de su empleo, que merecen todo tipo de burlas y paráfrasis irónicas de los mismos incas que las padecen. Por eso si el padre Uarica amenaza con enfadarse y ser como un puma iracundo, los muchachos “hacen farsa” en su lengua “de este sermón, deziendo ací: Hijos míos, no me hagan enojar. Si me enojo, soy como un gatito, pero si no me enojo, soy como un ratón”. Y Guamán insiste que “con esto se entretenían sus criados”, porque, probablemente, “no se le entendía más” (653). Todo el pasaje ofrece, por lo tanto, un sustancioso muestrario de hibridación, de grados de heteroglosia en hablantes inmersos en situaciones dúplices: desde los que casi no hablan nada, ejemplo de fracaso educativo, hasta los que se comunican con una destreza prodigiosa. Entre los más aventajados, Guamán destaca el habla impecable del padre Cristóbal de Molina, elegido —“de puro lenguaraz”— para predicar en el Cuzco: El oro reluciente, brillando y despidiendo luz —dice en quechua el sermón de Molina que Guamán incluye—. Un ramo de flores que brota y florece. ¿Ramos que brotan, compuestas de begonias, azucenas, lilas y kantutas? Hay alguien, llamado Jesús, como el sol y la luna, que resplandecen y arden. En él creemos que es Señor y poderoso y que está en el cielo. Los tres, todos juntos, son un solo Dios, siendo personas individualmente. ¿Creen ustedes en el hecho de la Trinidad, brillante, ardiente y resplandeciente? Mis hijos queridos, padres queridos, madres queridas y hermanas queridas, óiganme, por Dios 12.

Sabemos que, básicamente, los sacerdotes escribían su original en castellano y luego lo pasaban, término por término, vocablo por vocablo, al quechua, siguiendo el procedimiento más tradicional y más simple de traducción literal. De esta mecánica participan incluso autores nacidos en los Andes y competentes en lenguas indígenas (Taylor 2002: 9). Pero el fragmento citado de Molina, mucho más intenso, más andino, como si el escritor lo hubiera redactado directamente en quechua, es un modelo de delicadeza y

12. Cito la traducción del sermón de Molina que ofrecen en su edición Murra, Adorno y Urioste, porque Guamán lógicamente lo transmite en quechua.

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de simbiosis, de comunión con el sentir lingüístico indio y con su tono interior, por el lirismo, la poeticidad, el triunvirato de imágenes invocadas —“sol, luna” y Jesús “que resplandecen” para dar a entender el misterio trinitario—, precisamente las más veneradas entre los incas y correspondientes a su propia triada de dioses13. Y contrasta dicha simbiosis en medio de las otras manifestaciones de ineficacia, de desconocimiento comunicativo, de hipocresía política y de intrusismo multilingüe, por mucho que en él algunos críticos escuchen más bien una solemnidad impostada y el repujado florido y grandilocuente del Símbolo católico indiano14 o de otros predicadores más cultos y más envarados de lo que se le suponía al modesto fraile del Hospital de Naturales. Su presencia en el conjunto disímil de esa polifonía colonial, de ese entramado de citas en que deriva la Primer nueva corónica, complica la enunciación. Con la suya son un total de once las voces que parecen reproducirse en un capítulo en el que, sin embargo, resulta imposible imaginar qué grado de intervención corresponde al propio cronista, cómo ha manipulado los testimonios para adecuarlos, es decir “traducirlos por su parte”, a la ideología de su redacción. Estamos ante un proceso muy sofisticado, capaz de transmitir los discursos de los otros y el instrumento mismo de la transmisión, multiplicando los medios y los sujetos, hasta poner en duda la pureza unidireccional de su procedencia. En este caso concreto, en la homilía reproducida del cura bueno y letrado Cristóbal de Molina, no parece fácil asegurar a ciencia cierta si lo que habla en él es la versión fiel y exacta de uno de sus 13. Incluso se puede percibir un cierto desarreglo en los plurales que es una característica quechua. Lienhard menciona la “falta de concordancia singular/ plural entre sujeto y forma verbal” como algo habitual en este idioma “donde un colectivo con o sin la partícula pluralizadora —kuna— admite un sufijo plural o singular: rasgo que se transfiere al español andino de hablantes indígenas como Pachacuti Yamqui (1992: 58). Es también Lienhard el que diferencia los malos discursos precedentes en el texto de Guamán de este ejemplo de lirismo “doblemente puro” en la cita del sermón de Molina (62). 14. “Le sermon du père Molina, grand connaisseur de la langue, rappelle les images fleuries d’Oré du Symbolo Catholico Indiano et d’autres prêcheurs renommés de l’époque. La profusion lyrique aboutit à une évocation de la Trinité qui, au Même titre que l’assimilation de Jésus au soleil et à la lune, a dû semer la confusion dans l’esprit des Indiens” (Taylor 1999: 214).

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sermones o la reconstrucción personal de Guamán, arreglada de acuerdo con sus objetivos. En ambas situaciones, tanto si el sermón pertenece al español, mimetizado por el indio ladino, como si es el indio el que lo recuerda y lo repite en un nivel de fiabilidad dudoso, acogiéndose sin embargo al prestigio del párroco cuzqueño para probar sus tesis, el mensaje se pronuncia desde una ambigua disposición, ambivalente e indemostrable. La semiosis del texto, por tanto, queda comprometida en su fase final, en el proceso de inteligibilidad del mismo, cuando el artífice de la comprensión, el lector que interpreta, ha de declararse inoperante frente a la diferencia sustancial de que el fragmento articule una representación sincera o una representación amañada. La crítica colonial se aboca entonces a detectar, como en varias ocasiones Walter Mignolo ha indicado, estos casos de exégesis impedida15. Si las dificultades de agotar satisfactoriamente los varios sentidos de una crónica de Indias como la de Guamán Poma la definen en tanto tipología de texto abierto, conflictivo, plural, dividido entre duales sujetos de enunciación, locus de enunciado e intenciones elocutivas, si en ella confluyen fines ambiguos y tejidos de distinta procedencia, con trasvases y relaciones no siempre armónicas, la crónica en tanto género impone una cuestión de hermenéutica. Pero, sobre todo, nos coloca en el núcleo de un problema de traducción, entendiendo por esta lo que Clem Robyns define como “confrontación explícita” de discursos extranjeros16: esto es, no un producto sellado ni individual, tampoco un traslado 15. “... tanto las situaciones coloniales como la semiosis colonial (cuyas relaciones no son de causa a efecto, sino de mutua interdependencia) presentan un dilema para el sujeto de la comprensión (...): ¿cuál es el locus enunciativo desde el cual el sujeto de la comprensión comprende situaciones coloniales? (...). Por lo tanto, las interrelaciones de la semiosis colonial como una red de procesos que se desea comprender y el locus de enunciación como una red de lugares desde donde se realiza la comprensión, necesitan de una hermenéutica diatópico o pluritópica que revela, al mismo tiempo, las tensiones entre —por un lado— la configuración académica y disciplinaria y —por otro— la posición social, étnica y sexual del sujeto de la comprensión” (Mignolo 1992: 38-44). 16. “... conceptos tan monolíticos como texto, lenguaje y traducción entorpecen cualquier discusión. Por esta razón, para estudiar el papel que juega la traducción en la dinámica de la autodefinición, el foco de atención debe desplazarse de los textos individuales o de los rasgos lingüísticos en traducción (por muy contextualizado que

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concreto de léxico entre textos y entre idiomas, sino una operación en marcha, una estrategia, el campo de pruebas activo donde unos códigos interfieren —no siempre resolutivamente— con otros. 5. Pero, además, la traducción no solo enfrenta, con mayor o menor tino, vocabularios. Es una instancia histórica con una serie de consecuencias en el poder que la regula y, antes que por su naturaleza ontológica o lingüística, al menos en las Indias y en los documentos de la colonia, tiene que ser sopesada en tanto instrumento del mismo17. Se ha señalado en esta dirección cómo encomenderos y eclesiásticos pudieron preferir que los indios no aprendieran castellano para ser sus únicos mensajeros ante el gobierno central y evitar que elevaran sus quejas, promocionaran su autonomía o incurrieran en pecados interpretativos18. Sin embargo, la aceptación de las lenguas nativas como vehículo de evangelización fue paulatina y no siempre consensuada: La política real vacilaba entre predicar la fe en los idiomas indígenas o en español. (...) hay proclamaciones de 1545 a favor de predicar en español a los niños, runa simi para adultos; luego veremos una legislación peninsular contra el uso de la lengua indígena en 1550 por cometer grandes disonancias e imperfecciones, y más tarde hay una ordenanza de 1587 que requiere que cada clérigo sepa el idioma de sus feligreses indígenas (Harrison 1992: 452-453).

Por otra parte, la predicación en quechua se vio fomentada de todos los modos posibles, no solo con acta expresa y Concilio de pueda estar el análisis) hacia la interferencia entre discursos, estructuras discursivas y estrategias” (Robyns 1994: 405). 17. “Indeed, translation might be effectively re-thought in historical and temporal terms rather than only in ontological and spatial ones. Though traditional understandings of translation define it largely in terms of mimesis, reflection, or attempted correspondence to the truth of an original, one might just as easily think in terms of a history of instances” (Bermann 2005: 6). 18. “...los misioneros y otros eclesiásticos, agentes oficiales de la conversión idiomática, preferían preservar en las áreas rurales, su monopolio y el aislamiento también lingüístico de la población inocente. (...) hasta bien entrado el siglo xx, el proceso de indigenización idiomatica de los sectores dominantes prevalece, de hecho, sobre el de la asimilación lingüística de los indios” (Lienhard 1992: 96; énfasis del autor).

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Lima de por medio, sino que los propios curas lenguaraces buscaron vetar la concesión de parroquias a aquellos que no conocían el quechua, y emplearon incluso argumentos morales para verse privilegiados en la concesión de doctrinas: Los Sacerdotes que no ∫aben la lengua de los Indios, auiendo otros que la ∫epan, pecan mortalmente quando pretenden Doctrinas, y quando las aceptan; la razon es, porque aunque el tal Sacerdote ∫ea hombre docto, ∫ino ∫abe la lengua, e∫tà inepto para ejercer ∫u oficio (...). Y aunque ∫us labios ∫ean depo∫ito de la ∫abiduria, y tenga boca para la palabra de Dios, ∫erà todo ∫in provecho ∫i le falta la lengua (25),

amenaza Peña Montenegro en su Itinerario para parrocos de indios de 1668, y acude a un ejemplo conminatorio en apoyo de sus escrúpulos idiomáticos: Finalmente, de la mi∫ma manera que el Tartaro, ò Polaco es inepto por Derecho natural, para ∫er Cura de E∫pañoles, por no ∫aber el idioma de e∫ta Region, tambien lo ∫erà para regir almas de Indios el que no ∫abe la lengua dellos, pues es cierto, que no puede ∫atisfacer a ∫u obligacion (1668: 25-26).

Lo curioso es que, progresivamente, el estatuto del quechua se invertirá frente al castellano y, si creemos a Pablo del Prado en su Directorio espiritual, la versión de lengua nativa estipulada, la “lengua general” —o lo que había sido promocionada a ese rango en el Concilio— empieza muy pronto a sentirse incomprensible en algunos puntos del virreinato, por lo que al indio le es más ventajoso ser aleccionado en un español que le resultaba ya más familiar que en la designada runa simi. El testimonio de Prado —que, es cierto, otros como Roxo Mexía niegan abiertamente19— implica un cambio espectacular 19. “En llegando aquí pido al Lector, no ∫ea de los de la deprauada opinión, que dizen, que los Indios de∫te Arçobi∫pado no la entienden. Porque es conocido engaño; como lo fuera. El dezir, que el Montañes, no entiende la a∫∫eada, y culta de Madrid, y Toledo, pues a∫si ∫e han vnos Indios con otros. Y de la experiencia, que adquiri en el Ho∫pital Real de Señora ∫anta Ana de∫ta Corte (primera, y glorio∫a ocupacion mia) donde por la puntualidad, y amor con que en e∫ta ∫anta Ca∫a ∫e ∫irue a los enfermos. Por la abundancia de las medicinas. Por el Cuydado de ∫u

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en cuanto a las prácticas lingüísticas del Perú, más diversificadas y menos sujetas a la variante cuzqueña de lo que se creía: Qui∫e que fue∫∫e [el Directorio] en E∫pañol, y en la lengua Quichua, para que aprouecha∫∫e a todo genero de gente, y para que en los Llanos, y otras partes donde la lengua general no ∫e habla con la propiedad y pureza q en el Cuzco, y la E∫pañola ∫e va haziendo familiar, por el E∫pañol ∫e entendie∫∫e (Prado 1650: “Al letor”).

De esta situación complejísima y del maremágnum gramatical con que los Andes se perciben nos deja un extraordinario retrato el propio Peña Montenegro, junto con la gravedad asumida por los debates en torno al instrumento de evangelización a adoptar en cada situación comunicacional específica: Siendo a∫si, que de ju∫ticia e∫tà obligado por razon de ∫u oficio, cualquier Cura a dar Doctrina (...), y a∫si es cierto, que quien tiene Pueblos de diferentes lenguas, no cumple con en∫eñarles en vna, (...) y lo mi∫mo ∫e ha de entender con el Cura, que tiene vn Pueblo con dos lenguas diuer∫as, como en Guadachen, y otras partes, que conla Quichua ∫on doctrinados los hombres pero las mugeres tienen lengua propia, con la qual ∫on doctrinadas, y ∫e confie∫∫an, porque no entienden la Quichua, y en e∫te ca∫o deue el Cura ∫aberlas ambas bastantemente para confe∫∫ar y en∫eñar (1668: 37).

Hasta el extremo que, puestos ante situaciones verdaderamente confusas — como la que rige en “repartimientos, y Doctrinas donde ay muchas lenguas”: por ejemplo, “en Salinas, Moyabamba, Tucuman, Santa Maria del Puerto, en las Barbacoas [sic], donde vn ∫olo Cura doctrinaba diez y seis Naciones, con otras tantas lenguas diferentes”, el Padre José de Acosta dictamina que “cumplirà con

Regalo, A∫∫eo, y Sumptuo∫idad de ∫u Fabrica, acuden a curar∫e aun delas mas remotas partes del Reyno. Y de ayer corrido todo el Arçobi∫pado, ∫iruiendo en ∫us vi∫itas generales a los Ilu∫tri∫simos, y Reuerendi∫simos Señores Arçopi∫pos de glorio∫a memoria Doctor Don Gonzalo de Campo, y Doctor Don fernando Arias de Vgarte. Puedo afirmar, que ningun Indio me ha oydo, que no ∫e aya holgado, y reconocido la elegancia, y eficacia de la Lengua del Cuzco, en que les è hablado” (Roxo Mexia 1648: “Al lector”).

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∫u conciencia el Doctrinero que aprendiere dos, ò tres, las mas comunes entre ellos” (Peña Montenegro 1668: 37). 6. Sea para mantener al indígena en una perpetua inmadurez lingüística, sea para favorecer la rápida evangelización, la modalidad de predicarles en su idioma o en la variante acordada de su idioma parecía, finalmente y a todas luces, la más plausible. Francisco de Ávila defiende la opción con argumentos ultramontanos y con la radicalidad oratoria que le caracteriza en su “Aprobación” de 1646 a la traducción quechua de la Doctrina christiana de Roberto Bellarmino. Se debe explicar la fe en la “lengua índica” porque esperar a que los indios aprendan castellano trae más que problemas y, aun así, “plega a Dios que con e∫to la entiendan”. El ejemplo del Arzobispado de la Plata y del sacerdote portugués D. Fulano de Mendoza que actuaba en el pueblo de Tata∫∫i resulta aleccionador y sobradamente convincente: (...) ∫abia poca lengua, y apuraua∫e mucho ∫obre que los Indios aprendie∫∫en la Ca∫tellana para predicarles en ella, pareciendole mejor medio que poner cuydado los Curas en la Indica. Pa∫∫ò con e∫te dictamen a E∫paña, con ∫iguio que el Con∫ejo real de Indias de∫pacha∫e Cedula para ello. No niego que es bien que los Indios hablen Ca∫tellano, pero que el doctrinarlos comunmente ∫ea en el, y no en ∫u me∫mo idioma, es veraderamente traça del demonio para con∫eruarlos en ∫u ceguedad (Bellarmino 1649: s.p.).

Dios mismo aprueba entonces conservar y expresar los misterios de su fe en las lenguas nativas y es obra del demonio lo contrario. La presencia de las fuerzas del bien y el mal, la apelación a una lucha celeste en la distribución idiomática del imperio se dará con una frecuencia que hará de ello un topos expositivo y el lenguaje pasará a considerarse parte insoslayable de la rebeldía diabólica o de la voluntad divina. De teología gramatical, una teología “que de todo punto ignoro San Agu∫tin” (V, 17), calificará Gerónimo de Mendieta la tarea iluminada de aprender el náhuatl.20 En medio, 20. “¿Cuál es esta teología? Mendieta la identifica como la lengua de los indios. Podríamos decir que era un saber diferente al de la filosofía escolástica: un

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sin embargo, se aparece también el poder terrenal manejando las potencialidades de imposición en la regulación de los dialectos y de las expresividades empleadas. 7. En realidad, la cordialidad de las lenguas en uso en el ámbito andino era delicadísima cuando Domingo de Santo Tomás, aquel autor del primer diccionario castellano-quechua, denuncia que el indígena entiende bajo el nombre de cristiano los conceptos escandalosos de “robador, matador, cruel”, al ver que los que tienen ese nombre “∫on comunmente, tan mentiro∫os, tan carnales, tan cobdicio∫os, y tan vicio∫os”, que conciben “en ∫u entendimiento que Je∫u Christo (...) les manda hazer aquellas co∫as” (iiii-v). Para evitarlo, para evitar desviaciones problemáticas, propone Domingo de Santo Tomás en su Lexicón o Vocabulario de la lengua general del Perú 21se les predique y aleccione en ella, “de oy más estando en arte y aviendo diccionario”, por ser “facil para aprenderla”: (...) porque las co∫as que hazen difficulto∫as una lengua ∫on, la equivocacion de los terminos della, que es un termino ∫ignificar muchas co∫as, la pronunciacion a∫pera de muchas letras con∫onantes juntas, con que ∫e e∫criue, o pronunciar∫e en la punta de la lengua, o en la garganta. Todo lo contrario de lo qual tiene e∫ta lengua general de los indios del Peru, porque con ∫er muy abundante y copio∫a de vocablos, tiene muy pocas equiuocaciones de terminos (1560: iii).

saber acerca de los otros, de la lengua y el pensamiento de unos hombres que no pertenecían a la cristiandad. En este saber no eran suficientes los conceptos de la teoría del conocimiento aristotélica ni las ideas agustinianas sobre el tiempo, la duda existencial y el conocerse a sí mismo” (Hernández de León Portilla 2007: 42). Véase también Ricard (1986: 157-173), o Morales (1993). 21. El diccionario contaba con 105 folios de español-quechua y 73 dedicados al quechua-español, con un total de diez mil entradas. “In general it follows Nebrija-Spanish dictionary in layout. The quotation forms he uses is the first and second person singular for verbs and the unmarked root for nominal terms. His entries tend to be short and to give just one or two equivalents for a Word (e.g. llama o paco o guaco o gunaco [sic] o vicuña —oueja, animal conoscido de las yndias), but frequently there are several meanings of (and derivations from) one term listed as separate entries (Huñini.gui —consentir a otro; Huñini. gui —aceptar lo prometido; ...Huñichini.gui —constreñir o forçar a alguna)” (Dedenbach-Salazar 2008: 237).

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En el trasfondo de la propuesta de fray Domingo, antes que un adelantado esfuerzo de respeto multicultural, late la conveniencia de limitar las prácticas traductoras durante la conquista y el recelo hacia lo que el otro traduce de mi discurso, mediante el cuidado y la vigilancia de malas interpretaciones en el proceso de comprensión o autogestión idiomática del grupo dominado. Desde esta dimensión fáctica y política del fenómeno, la traducción, impulsada o impedida por sus administradores, es el origen de experiencias de inteligibilidad, en las que importan tanto aquellas exitosamente solventadas como las que permanecen irresueltas. En su ensayo sobre el tema, Paul Ricoeur subraya la existencia de agujeros negros, pasajes oscuros de cada idioma que se hurtan a su versión en los demás, resistencias a la labor traductora que proporcionan al hablante la experiencia de lo extranjero en su propio discurso (2005: 62-70). Así se explica que, al decidirse Juan de Betanzos a compilar en 1551 su Suma y narración de los Incas —crónica con una inclinación claramente sesgada a favor de la causa de los linajes incas a los que, por su matrimonio con doña Angelina Añas Yupanqui, pertenecía—, lo hace manteniéndose en la postura neutral y observadora del traductor, sin glosar, comentar ni enmendar ni componer en “estilo gracioso ni elocuencia suave” los datos que simplemente transmite, guardando en cambio “la manera y orden de hablar de estos naturales”22. Lo más fascinante es que el cronista procedería en ese propósito con una pureza y una congruencia máximas, hasta el punto que ni siquiera editó los testimonios indígenas ni se molestó en traducir los mitos incas de los orígenes o en recomponer los linajes siguiendo el modelo de las listas dinásticas europeas y cronologías bíblicas. Por el contrario mantuvo los testimonios y se mantuvo él mismo “al pie de la letra” de aquello que recogía (Cañizares 2007: 142).

22. “...Más el delicado y experimentado juicio de Vuestra Ilustrísima señoría requería estilo gracioso y elocuencia suave, lo cual yo, para presente y servicio que yo a Vuestra Excelencia hiciese, en mí falta, y la historia de semejante materia no da lugar, pues para ser verdadero y fiel traducidor tengo que guardar la manera y orden del hablar destos naturales” (Betanzos 2004: 45).

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Por eso, su prosa castellana se ve señalada con muchos términos quechuas en calidad de elementos de validez para la verdad de lo expuesto. Betanzos sería entonces consciente de que las voces nativas, conservadas tal cual en el interior de una traducción que ante ellas retrocede y renuncia, sirven para comprobar y certificar la fidelidad de aquella, gracias paradójicamente a su opacidad indescifrable y no al contrario, en una especie de derrota interpretativa como la prueba más fehaciente de su éxito. Frente a comportamientos imperialistas de la lengua, que demuestran su poderío en su traducibilidad —esto es, en la previsión y hallazgo continuo de categorías dentro de su acervo para trasladar la extrañeza ajena—, esos espacios innegociables, cerrados, soberanamente ajenos a un sentido en el otro idioma, aseguran la dependencia mutua de ambos —el idioma traducido y el terminal al que se traduce—: son los signos y síntomas de una convivencia real en el intercambio de peculiaridades expresivas por parte de lenguajes en contacto. En casos de este tipo, la buena traducción es precisamente la que parecía proponer Betanzos, es decir, la que se resigna a no alcanzar la traducción perfecta y acepta lo raro del otro texto, manteniéndolo en difícil acuerdo con su principal finalidad de comunicación. Claude Coquet aconseja hacer como el cronista casado con la ñusta: conservar estas partes imposibles o, al menos, no forzar su iluminación al precio de reducir la polivalencia a la que da lugar el misterio de lo intraducible de un habla23. 8. La renuncia a la exhaustividad del significado resulta maravillosamente perceptible en la utilización de ciertos términos indígenas para los que el español carecía de equivalencias inmediatas. A menudo, estos han sido catalogados de simples préstamos del idioma dominado, leves y superficiales, sin interrogarse por los ­indicios que esa claudicación a la propia viabilidad traductora

23. “Jean-Claude Cóquet, auteur de la théorie des instantes énnonçantes, nous parle de l’étrangeté dans le langage: la traduction devrait laissez la part de l’implicite si l’implicite est présent dans le texte original, et ne devrait pas se forcer à transmettre le savoir au prix de la réduction de la polyvalence (l’étrangeté) du texte, due au mystère de la perception du monde” (Nowotna 2005: 7).

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r­ evela dentro de la lengua de dominio24. Por el contrario, para Regina Harrison, esas interferencias de un léxico en otro indicarían cierta negativa indígena a comunicar totalmente sus contenidos (1992: 455)25. De hecho, el Inca Garcilaso se burla de cierto fraile quechuahablante, cuyo nombre no menciona, incapaz de percibir la riqueza y abundancia de sentidos alimentados por la palabra huaca. Decían de este modo los indios a todo lo sagrado y a sus ofrendas, a los templos, oratorios, sepulcros y lugares santos. También “daban el mi∫mo nombre” a aquello que aventaja lo común, que se diferencia de lo ordinario y que es “admirabili∫simo a quien lo mira con atençion” como los montes muy altos, “las fuentes muy caudalo∫as, (...) las piedrecitas y guijarros que hallan en los ríos, o arroyos con e∫traños lauores, o de diuer∫as colores”: Llamaron Huaca a la gran cordillera de la ∫ierra neuada, que corre por todo el Peru a la larga ha∫ta el e∫trecho de Magallanes por ∫u largura, y eminencia, (...) a los cerros, que ∫e auentajan de los otros cerros, como las torres altas de las ca∫as comunes, y a las cue∫tas grandes que ∫e hallan por los caminos, que las ay de tres, quatro, cinco, y ∫eys leguas de alto, ca∫i tan derechas como una pared (1976: II, 4).

Huaca era el calificativo para lo excelente y lo hermoso que se sale de “∫u cur∫o natural” y asimismo lo feo o lo que causa asombro, como es la mujer y la oveja “que paren dos de un vientre”, los corderos mellizos, el huevo de dos yemas y “los niños que na∫cen de pies, o doblados, o con ∫eis dedos (...) o na∫ce corcovado, o con qualquiera defecto mayor o menor en el cuerpo, o en el ro∫tro” (1976: II, 4). 24. “El préstamo significa, para el idioma europeo en el contexto latinoamericano, la adopción del vocablo que nombra, en el idioma autóctono, la realidad nueva que se quiere expresar. (...) Este procedimiento supone una interferencia superficial del idioma indígena en el idioma europeo; su generalización puede llevar a la aparición de una especie de leve bilingüismo léxico” (Lienhard 1992: 49). 25. También Cornelius Jaenen: “The natives saw some danger in divulging their religious vocabularies to the evangelists of the new religión, therefore they refused to cooperate extensively in the linguistic task of compiling dictionaries and grammars, and of translating religious books” (1974: 277); lo cual no es del todo cierto.

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De significaciones tan amplias —nos indica el Inca Garcilaso—, los españoles solo comprendieron “la primera y principal, que quiere dezir ydolo” (1976: II, 4). De este modo ocurre con el sacerdote ironizado en el libro segundo de los Comentarios reales. Aunque maestro y autor de un poderoso diccionario, el soberbio lingüista a quien Miro Quesada identificaba con Domingo de Santo Tomás 26 se engaña con una percepción falsa de la facilidad del quechua. En su Lexicón, lo “revuelve”27 con el castellano y “viene a escribir muchos yerros”, igual que tantos otros religiosos que no se percatan de los diversos contenidos del vocablo en función de sus dos fonéticas: [porque] e∫ta mi∫ma diction Huaca, pronunciada la ultima ∫ilaba en lo mas interior de la garganta haze verbo, quiere dezir llorar, (...) verdad es, que la diferente ∫ignificacion con∫i∫te ∫olamente en la diferente pronunciacion, ∫in mudar la letra ni acento, que la ultima ∫ilaba de la una diction ∫e pronuncia en lo alto del paladar, y la de a otra en lo interior de la garganta. De la qual pronunciacion, y de todas las demas que aquel lenguage tiene, no hazen ca∫o los E∫pañoles por curio∫os que ∫ean (con importarles tanto el ∫aberlas) porque no las tiene el lenguaje Español (II, 5).

26. La atribución de Miró Quesada a Domingo de Santo Tomás (1998: 240241) no es compartida del todo por José Durand que sospecha que el Inca está refiriéndose a Gregorio García, quien publicó su Origen de los Indios  en Valencia (1607) y fue reeditado por González Barcia ya en el xviii. Gregorio García estuvo también en el Perú, estudió quechua y conoció personalmente al Inca. De hecho, lo cita varias veces en su libro y es probable que se reunieran hacia 1604, justo cuando el Inca estaba concluyendo sus Comentarios. García recuerda el siguiente diálogo con el Inca: “Garcilaso de la Vega me dijo que se engañó Gómara, y los que le siguen, acerca de la significación y etimología de huaca, porque huaca con unas mismas letras y acento, pronunciado con la garganta significa llanto, y pronunciado hiriendo los dientes es el adoratorio....” (García, cit. por Durand 1979: 47). Debo y agradezco este amplio y documentado comentario a Paul Firbas que se preguntaba también, en comunicación personal, porqué Durand discutiría la atribución de Miró Quesada, bastante convincente en relación al término /pacha/, desconocido por Domingo de Santo Tomás en su Lexicón. 27. Al Lexicón de fray Domingo de Santo Tomás, también Guamán Poma le reprocha precisamente que el “bocabulario de la lengua del Cuzco, Chinchay Suyo, Quichiua” aparezca “todo rrebuelto con la lengua española” (1162). Pero le reconoce haber sido reunido por primera vez ya que se “trauajó tanto cin escrito” (1001).

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La preocupación por el tema la arrastraba el Inca Garcilaso desde tiempo atrás, cuando lee y anota la crónica oficial, redactada “de oídas”, de López de Gómara, y tropieza con la frase poco afortunada, según la cual sus compatriotas, “entraban en sus templos llorando y guayando, que guaca esso quiere decir”. De ahí infiere Gómara que guaca significa “ídolo” y “llanto”, a lo que el Inca apostilla al margen del ejemplar consultado cómo ambas no son acepciones del mismo término, sino dos vocablos enteramente independientes que se articulan distinto y suenan muy diferente, el uno como hace “la vrraca con sus graznidos” y el otro, en cambio, como grita “el cueruo”. ...que la vrraca pronuncia afuera en el paladar: y el cueru[o] dentro en las fauc[es] pues pronunciando como la vrraca [...] ydolo. y pronunciando como el cueru[o] significa [llo]rar (Rivarola 2002: 67).

La sutileza ornitológica —que hoy seríamos incapaces de percibir— le permite legitimar al Inca, desde la biología, los extraños sonidos del quechua que opone diacríticamente lo velar y lo postvelar: una oposición desoída por los españoles con su sordera para los matices del mundo, y en la que redunda la misma madre naturaleza. En ella, los gritos de sus dos criaturas aéreas son disímiles con la desigualdad de las especies, una desigualdad de origen y familia, tan grave como la que opera entre los ruidos naturales y fundacionales de esas dos huacas, la que significa “idolatrar” y la que quiere decir “llanto”. 9. Probablemente antes que mágico, el término se hurtaba a los españoles en tanto portador de la rareza de su polisemantismo, el fenómeno inusitado de que una palabra pudiera abarcar significados tan desiguales, sin lazos etimológicos, parentesco ni similitudes entre ellos que explicaran su convivencia paradigmática28 . 28. Si a los españoles se les hurtaba la polisemia del quechua, en cambio su condición aglutinante —y la polisíntesis que permite— les importa y hasta la adoptan en función de sus intereses imprecativos. Y sin embargo el fenómeno de la polisíntesis parece tan complicado como el polisemantismo del vocablo: “Besides difficulties of pronuntiation and orthography, ones of the most challenging

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Lo interesante sin embargo radica en la reacción del Inca contra ese tratamiento simplificador de la comprensión hispana que actúa inhibiendo la versatilidad de un léxico y cooperando de este modo a la aculturación, por el camino de una significación reduccionista. La traducción actuaría ahí —por eso lo constata y denuncia el Inca— limando variantes, dentro de una actitud globalizadora que privilegia lo general “a expensas de la diferencia”, con su absorción en la tabla rasa de una presunta igualdad inmanente a todas las lenguas29. Es más: se volvería indispensable para el trabajo traductor esa preeminencia del sentido compartido por encima de las peculiaridades semánticas de pueblos y culturas, preeminencia que recientemente se ha empezado a mirar con suspicacia por parte de ciertas teorías poscoloniales de la traducción y de su comportamiento violentamente homogeneizante, origen de fenómenos de deculturación y no de enriquecimiento. Entre otros, Martín Lienhard no puede sino leer la traducción en la colonia como un implacable instrumento de imposición sobre el imaginario indígena y las tradiciones nativas30.

­roblems missionaries confronted was understanding how Indian Languages p communicate meaning and where the boundaries between words were. The main reason for this was that all indigenous American Languages share the phenomenon of ­polysynthesis. This means that their words may be very complex, to the extent of expressing whole utterances by a string of morphemes; in other words, a Word consists mostly of a combination of a verbal and/or nominal ítem and various ­particles that are affixed” (Jooken 2000: 296). Para la gestión y significado de la voz huaca, es imprescindible el trabajo de Brosseder (2014), así como Ramos (2010), Durston y Estenssoro Fuchs (1996). 29. “The tension between the general process and the individual product tends to be obscure by an attitude that regards translation as an instrument in the service of the communication of meaning or of message. This attitude privileges the generality of the process at the expense of its singularity” (Weber 2005: 66). 30. “Si bien es cierto que una lengua de civilización supone un mínimo de consenso entre sus usuarios, destruir la posibilidad de ese consenso por la vía de la traducción y, sobre todo, de la traduccionalización es la esencia de la deculturación” (Poisson 1977: 287). “Cabe enfatizar que la traducción de las tradiciones nativas no era una práctica autónoma ni desinteresada, sino tan sólo la primera fase de una operación que apuntaba, en definitiva, a colonizar el imaginario de los indios (...). La lógica que se imponía en la traducción de las tradiciones orales nativas era la de los extirpadores de idolatrías, eminentemente maniquea: lo que no es de Dios es del Diablo” (Lienhard 2004: 2).

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Como extremo acto violento, al traducir, recortamos la idiosincrasia idiomática del otro, su ipseidad expresiva, a las dimensiones de lo nuestro reconocible, familiar y oportuno. Venuti considera esta taxidermia, este amaestramiento del texto extranjero un proyecto tan consciente e intencionado como culturalmente imperialista (1993: 209). La asimetría del proceso traductor se ve avalada en la distorsión impuesta por la lengua de dominio que, arrogante y providencialmente autoseñalada en tanto la lengua ordenancista y de civilización, hace del otro un aprendiz gramatical, un bárbaro fonológico31. 10. Sin embargo en la medida que por la traducción se aceptaba también la imposibilidad de la misma, se producían en ese imperio, castellanizante y asimétrico, tomas de conciencia relativizadoras sobre la centralidad del propio idioma, sobre las deficiencias de cualquier comunicación enfrentándose a la descripción de un mundo nuevo, hasta asumir, aun parcialmente, la existencia de otros discursos y gramáticas aparte de la latina. ¿Cómo entender, si no, los huecos léxicos que Domingo de Santo Tomás deja en su diccionario, al lado de entradas españolas para las que no encuentra equivalencia satisfactoria? ¿Cómo denominar esas carencias significativamente explicitadas, sino en tanto reconocimiento a un insalvable desequilibrio semántico que estaría también en el corazón de la tarea traductora? La traducción, señalaba Walter Benjamín, rige “espacios de separación”, de confrontación y diferencia, “no abstractas regiones de igualdad y semejanza”32. El Lexicón de Domingo de Santo Tomás se redacta siguiendo la pauta fijada por el macrodiccionario por excelencia en la época, 31. “La falta de respeto hacia las lenguas nativas y por ende, a sus contenidos, se suma a la asimetría del contacto de lenguas avalado por el etnocentrismo. Ello redunda en la configuración de la traducción como una práctica cultural plena de violencia. Este conjunto de factores alimenta el colonialismo en que surge esta situación, consolidando la asimetría aún más, fundamentándose en el narcisismo cultural del colonizador de identificar su diferencia como superioridad, en el providencialismo y la arrogancia derivada de ello” (Fossa 2006: 242). 32. Beatriz Sarlo, leyendo a Benjamin, insiste en esta idea, que la traducción carece de plenitud y que “debe mostrar la diferencia de las lenguas más que su superposición en la restauración imposible de una lengua original” (2000: 75).

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el que compilara Nebrija en 1492 —latín/castellano— y 1493 —castellano/latín—, difundido rápidamente por el Nuevo Mundo como una táctica más de la empresa política y unificadora de los Reyes Católicos33. Domingo de Santo Tomás, que repite el corpus de términos establecidos por Nebrija, admite su inaplicabilidad al espacio andino —lo que es un reconocimiento implícito de la no universalidad de su lengua romance— y mantiene las entradas sin su paralelo en quechua, aceptando una disensión básica, la no simplificación de la realidad al patrón centralista34. Hay que reconocer, en primer lugar, la audacia de partida de buscar equivalencias ahí donde todo era ignoto. En buena ­medida, 33. La adhesión de la mayor parte de los diccionarios y gramáticas de las lenguas nativas al modelo impuesto por Nebrija traerá problemas que dichos diccionarios sortearán irregularmente. Sin embargo, como testimonio de las diferentes prácticas de estudio de los mismos en unas y otras filologías o escuelas, la cuestión entre los historiógrafos del español no ha sido tanto sopesar cómo el patrón se reajusta a lo encontrado y sí en cambio discutir el porqué los improvisados lingüistas no prefirieron aplicar la Gramática de la lengua española del propio Nebrija en tanto ejemplo básico en los esfuerzos de descripción del Nuevo Mundo (Esparza 2005: 69). 34. En el “Prologo del Avtor al Christiano Lector”, Domingo de Santo Tomás declara seguir ese precedente consagrado en la época que es el diccionario latínespañol, pero también su conciencia de que toda obra es perfectible y revisable, todo puede quitarse y ponerse —por ello resulta tan curioso que mantenga los vocablos del español para los que no encuentra voz quechua, en lugar de prescindir de ellos: “Bien tengo entendido (chri∫tiano Lector) que e∫te Arte no yra tan acabada, que no ∫e le puedan añadir, o quitar muchas co∫as: pero ni por e∫to me tachara, el que con∫iderare, que no ha auido Arte delos inventados ha∫ta el dia de oy, que fue∫∫e al principio tan exacto, y acabado (aunque fue∫∫e hecho por per∫onas de altos y grandes entendimientos) que no aya auido que emendar enel. Vnas vezes quitando co∫as ∫uperfluas, otras añadiendo faltas, a∫si por los mi∫mos que los hizieron, como por otros. Porque como el Antonio de Nebri∫∫a, varon eruditi∫simo, y de gran ingenio, dize en el prologo del ∫uyo, que dela lengua latina hizo, emendado lo la tercera vez. Nada al principio ∫e haze tan perfecto, que el tiempo inventor de todas las coas, no decubra que añadir, o quitar”. Más adelante, en el “Prologo del Avtor al pío lector”, insiste en que el orden del vocabulario respeta el de Nebrija: “(...) ∫e ha denotar. Lo primero, que e∫te vocabulario va por el mi∫mo orden que el del Antonio de Nebri∫∫a por el alphabeto, diuidido en dos partes. En la primera va el romance primero, y luego lo que ∫ignifica en la lengua de los Indios, por que el que ∫abe la de E∫paña, y no la dellos, ∫e aproueche del. En la ∫egunda al contrario, primero ∫e pone la lengua Indiana, y luego la E∫pañola, porque el que la ∫abe, y no la de e∫paña, a∫si mi∫mo ∫e pueda aprouechar” (v): con lo que imaginaba además un uso indígena del vocabulario.

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Domingo de Santo Tomás lo consigue y su diccionario es un ejemplo de sistematicidad y aproximación, utilizando el término más cercano en casos de conceptualización especialmente difícil y, a veces, resignándose con el vocablo estándar quechua (Calvo 1997: 79, 84, 92). Pero el problema no radicaba solo en las voces culturales, las más reacias a cualquier traducción. En esta dirección, los casos dados ofrecen claras situaciones de opacidad por tradición y contexto, situaciones explicables desde las dos realidades que en ellos se confrontan. Era muy poco probable que los incas tuvieran un término para “azogue, degolladura, librea, clavo de hierro, contar dineros, encoladura, pagar pensión, descercar el cercado o calentar carne”, unas carencias que Domingo de Santo Tomás explica desde la diversidad cultural y el relativismo de los pueblos. (...) ay en e∫te nue∫tro vocabulario falta de muchos terminos, de arboles, de ∫emillas, de fructas, de aues, de pexes, de animales, de oficios, de in∫trumentos dellos, de generos de armas, diuer∫idad de ve∫tidos, de manjares, de las co∫as de nue∫tra ∫anca fe, católica, de ornamentos de ygle∫ias, de atauios de ca∫as, de diuer∫idad de va∫ijas, y breuemente, carecen los Indios de todos los vocablos delas co∫as que no tenian ni ∫e v∫auan en aquellas tierras, como a∫si mi∫mo no∫otros no tenemos terminos de las que no ay en la nue∫tra y ay en otras (v-vi).

En cambio, el Arte y vocabulario anónimo, publicado en Lima por Antonio Ricardo (1586) y reeditado en Sevilla en 1603, de Lima, atribuido desde Bertonio a Holguín, y hoy definitivamente adjudicado al padre Blas Valera, gracias al trabajo de identificación de José A. Cárdenas Bunsen, evitará ofrecer las entradas vacías de esas palabras para cuidadosa o arteramente omitir el problema. Algunas desvalidas significaciones como “fiar algo. manupac cani” se subsanan, pero en la mayoría se elimina la declaración tipográfica de la propia imposibilidad. Y el autor aplica cierto ingenio “para poder hablar cumplidamente en e∫ta lengua”, como es usar de vocablos españoles “al modo que ellos v∫an los ∫uyos, como ∫i ∫e v∫a∫∫e de∫te verbo açotar ∫e ha de v∫ar al modo ∫uyo diziendo azutini” (40v). 11. En ocasiones, detrás de los silencios del diccionario de Domingo de Santo Tomás escuchamos la suspicacia de la cultura de

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occidente y, por contraste, la ingenuidad lascasiana con que se exculpa al indígena. El quechua carece de correspondencia en expresiones como “astucia, ejecutar, desagradecer, desarmar, desmentir, desconfiar, fiar prestando a otro, celar y aver celos”. Es obvio que, al someterse al estrecho corsé de la nómina-guía fijada por Nebrija —corsé del que se aparta poco, apenas en un diez por ciento de sustantivos nuevos—, el compilador topara con situaciones irresolubles. En cambio, resulta exótico que Domingo de Santo Tomás no encontrara traducción para “reyno, brotar, barranco, loor, alabanza, ave o milano”, cuando posee la agudeza de hallar el nombre preciso de la “cera de oreja” (rocto) y el calificativo concreto del hombre “dado a mugeres” (pampay runa); o que no acudiera a los propios recursos quechuas para rellenar los fallos35. Sin duda, el subrayado de esas carencias traduce algo a su vez, al acoger y sostener la radical “prueba de lo extraño” en el fracaso de la inteligibilidad mutua: fracaso, insuficiencia o ineptitud que es premisa imprescindible de la misma (Lisi 2008: 2). Digamos, por tanto, que en la inserción del vocablo huaca dentro de una crónica de Indias —que no es capaz de entenderlo— se produce también un hueco elocuente, una distancia, el agujero negro de la interpretación: la palabra representa una resistencia traductora, como operador de extrañeza y otredad dentro del monocorde texto hispano que la menciona. Al recoger esa extrañeza, la escritura de las Indias consigue señalar los aspectos ambivalentes y no homologados en la traducción de las lenguas, los momentos de disenso y no solo los de comunicación. Consigue también insinuar la imposibilidad de monolingüismo en cualquier idioma, hasta cuando se emplea una sola y vencedora gramática. De acuerdo con la ley central de la traducción que Jacques Derrida establece y con el principio de extranjería que duerme en todo discurso36, nunca 35. Los abstractos, por ejemplo, como “amparo, astucia, asistencia, auentura” se podían crear en quechua mediante los recursos propios de este idioma, que los tiene, como subraya Julio Calvo en el estudio por el que me guío (1997: 91). 36. “Car cette double postulation, —On ne parle jamais qu’une seule langue... (oui mais) —On ne parle jamais une seule langue..., ce n’est pas seulement la loi même de se qu’on appelle la traduction. Ce serait la loi elle-même comme traduction” (Derrida 1996: 25).

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se habla una única lengua, incluso si se cree hablarla, precisamente porque el lenguaje es el instrumento con mayor disponibilidad a la heterogeneidad y a la mezcla. El pasaje con los sermones de los curas en los Andes, vertido en el castellano también vacilante del cronista Felipe Guamán Poma, la imposible y huidiza palabra huaca, los silencios mantenidos en el diccionario de Domingo de Santo Tomás, testimonian que un idioma no aparece nunca solo dentro de la cadena elocutiva y que la competencia y la comunicación son mestizas, un conjunto de códigos enfrentándose y confrontándose en la realización combinada de la lengua.

Figuras 1.2-1.6. Domingo de Santo Tomás. Lexicón o Vocabulario de la lengua general del Pirú. Valladolid: Francisco Fernández de Cordova, [1560]. (Cortesía de la John Carter Brown Library). Los lemas /a∫∫olucion de peccado/, /a∫tucia/, /atajo en e∫ta manera/, /atención/ aparecen sin su correlato en quechua.

Fig. 1.3

Fig. 1.4

Fig. 1.5

Fig. 1.6

2. El nombre de Dios en lengua de indios

1. Si en los Comentarios reales el Inca Garcilaso explicaba el vocablo quechua huaca y las múltiples acepciones que reúne, antes, en sus Apostillas a López de Gómara se había detenido en una matización de orden gramatical. Cuando huaca se utiliza dentro del léxico sacro está actuando en tanto nombre propio y se utiliza para invocar aquello mismo que los españoles llaman Dios. Vale por el apelativo absoluto de la divinidad. De ahí su abundancia en las plegarias indígenas, una abundancia que no puede sino erróneamente esgrimirse en síntoma de reincidente politeísmo. Los incas apelan a su dios con la veneración reiterada con que los cristianos también lo hacen. que del nombre c[on] [que] los Indios [del] piru no[mbran] al Idolo [no] [se] puede d[edu]zir el v[erbo] idolatra[r] [por]que es nombre p[ropio] para tod[os] [los] dioses [...] como el [que] otros [tienen] para ll[amar] a Dios... (87).

Evidentemente, Garcilaso emplea el testimonio de la gramática con una finalidad negociadora. Está interesado en la defensa de un primitivo monoteísmo incaico, por lo que prefiere sortear los peligrosos significados de ídolo o tótem de clanes. Pero lo interesante reside en que, al ser nombre propio, el Inca lo percibe sin traducción posible, sin referencialidad directa. Es todo y nada, posee la ubicuidad y concreción de lo inasible. Tampoco —y eso es lo subrayable— tiene traslación correcta a la

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l­engua de acogida. Opera precisamente con la opacidad semántica con que los españoles lo desatienden. Constituye, más que nunca, un imposible interpretativo o un hueco de la comunicabilidad, una forma lingüística de otredad y extrañeza que el recién llegado solo intuye, sin atreverse a resolver. 2. El aventurero recién llegado al Nuevo Mundo experimenta, como no se había dado antes ni entre los más audaces viajeros de la antigüedad, la constatación directa de la necesidad traductora, constatación de una diferencia lingüística que ya no permite ser solventada con su repudio dentro del marchamo de lo “bárbaro” y la adjudicación al otro de una simplista carencia de habla. Todo lo contrario. América hierve de lenguas y de hablantes, y Luis Jerónimo de Oré, en el prólogo de su manual para curas en el Perú, reconoce “la falta que ay” en sus provincias “de algunas traducciones nece∫∫arias (...) en las lenguas generales de aquella tierra, Quicchua o Aymara”, las cuáles, obligado “por el servicio de Dios”, él complementa con “Puquina, Mochica y Guarani” (1607: B2). Si la poliglosia descubierta en las Indias —recordemos la cifra total de un millar de idiomas que Américo Vespucio calcula, según lo escuchado en el Caribe1— pone a prueba la expansión eclesiástica y la fundamentación del poder de la Iglesia, la curia tiene a bien proveerse de instrumentos lingüísticos para extender la doctrina, para llevarla y traerla por extensiones impensables, desde las parroquias “sufrageneas del Cuzco, Quito, Charcas, Chuquiauo, Sancta Cruz de la Sierra, Tucuman, Rio de la Plata y hasta Bra∫il inclu∫iue, en di∫tancia de mil y ochocientas leguas”: una doctrina traducida a las voces nativas, estudiada en sus gramáticas, transportada a lomos de mula y luego incluso devuelta a Roma, donde será ofrecida al Papa Paulo Quinto “be∫andole ∫us ∫ancti∫∫imos pies” (Oré 1607: s.p.).

1. “In fine, navigammo altre 300 leghe per la co∫ta, trovando di continuo gente brave e infiniti∫∫ime volte combattemmo con loro. E pigliammo di e∫∫i opera di venti, fra i quali avea ∫ette lingue che non s’intendevano l’una all’altra; dice∫i che nel mondo non ∫ono più che 77 lingue e io dico che ∫ono più di 1000, che ∫olo quelle che io ho udite ∫ono più di 40” (Vespucci 1745: 81).

2. El nombre de Dios en lengua de indios

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Con la fe peregrina, los catecismos se versionan en una amplitud y cantidad que sorprende como el reportaje de una nueva Babel indiana: los curas párrocos son capaces de traducir la doctrina al quechua, aymara, náhuatl, maya, araucano, mapuche, pero también al zapoteco, michoacano, mixteco, a la lengua brasílica, cumanagota, callínago o caribe. Y luego, en el xviii, al moxo boliviano, kariri, yunga, lule y tonocoté en las misiones del Chaco o al mixe de Oaxaca, incluso tras la expulsión de los jesuitas, principales promotores de este Pentecostés de bolsillo y de su floresta de artes, lexicones y diccionarios en todas y cada una de esas formas —hasta entonces irredentas— de hablar. Aparte de los trabajos, muy conocidos, de Bernardino de Sahagún, Alonso de Molina, Andrés de Olmos, Domingo de Santo Tomás o Diego de Holguín, se traducen los sermones a lenguas indígenas de fray Juan de la Anunciación (1577), fray Alonso de Escalona (c. 1482), Francisco de Ávila (1648) y Fernando Avendaño (1649). Se versiona la doctrina al huasteco gracias al agustino Juan de la Cruz (1571), a la chachona por Bartolomé Roldán (1580), al mosca de Colombia por Bernardo de Lugo (1619), al allentiac en el caso de Luis de Valdivia (1607), al guaraní por Ruiz de Montoya (1639), al mapuche gracias a Andrés Febres (1765), al moxa del jesuita Pedro Marbán (1792), ya expulsado de tierras americanas. Se formulan gramática y vocabulario, no solo de lenguas generales, sino de rarezas como el cakchiquel y el quiché, que elabora Domingo de Vico (1555). De la otomí se ocupa Alonso de Urbano (1571); de la lengua zapoteca y mixteca, los dominicos Juan de Córdova (1578) y Antonio de los Reyes (1593); de la lengua toba y tupí, los jesuitas Antonio de Bárcena (1585) y Luiz Figueira (1621), respectivamente. De la cumanagota y de las traducciones a esta lengua hablada en Venezuela, el capuchino Tauste (1680) o el franciscano Ruiz Blanco (1690). En todos estos casos, se intenta evangelizar en quechua o en náhuatl pero siguiendo las fórmulas, manuales orientativos y modelos que los sucesivos concilios eclesiásticos, convocados en las Indias, establezcan con una diligencia acuciosa que nos informa de la naturaleza sospechosa con que la traducción es observada

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allí, en cuanto actividad tan fluida y enmascarable como para estimular su vigilancia. De hecho, alguno de los catecismos elaborados no obtuvieron los controles preceptivos; ni menos aún gozaron de una aprobación unánime entre la curia. Si el Diálogo de doctrina christiana en lengua michoacana de Maturino Gilberto, por ejemplo, tuvo serios problemas para verse aprobado después de que el testigo Pérez Gordillo denunciara sus pasajes malsonantes o escandalosos2, el rey Felipe II recibiría cartas de advertencia sobre los peligros de esta predicación en lenguas nativas y el consejo rendido de prohibirlas, por “ser todas ellas muy faltas de vocablos” y por tanto inconvenientes a la complejidad de matices de la doctrina. Así se manifiestan Antonio de Zúñiga, Bartolomé Álvarez o José de Acosta, quien, al diseñar la estrategia ecuménica del III Concilio Limense, propone en concreto un recorte del contenido pastoral, reduciéndolo a sus nociones esenciales, antes que inducir desviaciones de credo por posibles errores o desajustes de su traducción. El proemio o presentación de los trabajos abordados por el Sínodo reserva entonces explicaciones a este debate en torno a los contenidos de evangelización en parroquias indígenas y a su cuidada dosificación según la limitada capacidad que se les supone: siendo como son los Indios gente nueva y tierna en la doctrina del Evangelio y lo comun de ellos no de altos y levantados entendimientos, ni enseñados en letras, es necesario lo primero: que la doctrina que se les enseña sea la esencial de nuestra fe, (...) como son las cosas que se contienen en el catecismo o cartilla, porque tratar à Indios de otras materias de la sagrada Escritura, de puntos delicados de teología, de moralidades y figuras, como se hace con Españoles, es cosa por ahora excusada y poco útil. Pues semejante manjar sólido, y que ha de menester dientes, es para hombres crecidos en la religión cristiana (s.p.)

2. Puesto que cuatro indios de Pátzcuaro aseguraban haber oído a Gilberto profiriendo infames imprecaciones y después de que dicho testigo asegurara ante el provisor Luis Fernández de Anguis el 30 de marzo de 1560, que el Diálogo tenía errores de lenguaje muy graves, Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, pedirá a Alonso de Montúfar, a su vez arzobispo de México, que prohiba su ­circulación hasta examinarlo en profundidad.

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Pero frente a la política proteccionista y jibarizante de algunos sacerdotes, en otros casos se imaginó que el mensaje crístico, transmitido en su integridad, se abriría paso a través de los obstáculos idiomáticos para imponerse por sí mismo: la fuerza de la palabra del Mesías operaría epifánicamente sobre los oídos sensitivos del pagano sin necesidad de su comprensión lógica. Es curioso que la traducción literal, la traducción palabra por palabra de las Sagradas Escrituras se restablece entonces como operación consecuente con el poder casi cabalístico de estas, cuando ya había sido puesta en cuarentena por el propio traductor de la Vulgata. 3. Desde luego, se consideraba obligatoria para el caso de la Biblia, dado que en ella el orden y elección de los verbos obedece a inspiración divina. Pero San Jerónimo, en su Carta Ad Pammachium, mantiene en torno a la cuestión una ambigüedad imprevista. En principio, el protocolo de la traducción en los ámbitos secular y en el sagrado se aplicaba de modo distinto en lo que se refiere al grado de permisividad ofrecida: máxima para la literatura profana y muy vigilada en el caso de la traducción de las Escrituras. El problema radica en que, en dicha Carta, a San Jerónimo se le ocurre ejemplificar la primera opción, la traducción aproximada, con citas de la segunda, con variantes diversas y no literales de la Biblia, sobre la base de que, incluso en este caso en el que la forma coincide con el fondo, en el que la palabra es ya el mensaje, también se puede y se debe traducir libremente, puesto que los propios apóstoles así lo habían hecho al explicar las palabras arameas de Cristo (García González 2000: 68). En su texto, primer tratado de traductología que se conoce, el santo y eremita vendría a concebir la actividad como algo que desborda el simple ejercicio de transferencia de vocablos, apoyándose para ello en autores latinos como Cicerón, Horacio, Terencio, Hilario, Plauto o Cecilio. Se trataría por tanto de verter el contenido original sin someterse a la “estructura superficial de las palabras”, incluso si ese contenido viene dictado de manera directa por Dios. Sin embargo, en el caso de la traducción pastoral en Indias el argumento del vertido preciso de los Evangelios en las doctrinas,

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cartillas, en los fragmentos explicados del sermón dominical, serviría no tanto como ejercicio de fidelidad sino de perlocución: la versión literal funcionaría como un mantra o una fórmula que se realiza cuando se aplica, que llama a la conversión no racionalmente y que por tanto no precisa de adaptaciones didácticas con las que volverla asequible. Así, evitando “razones naturales”, analogías, fábulas, comparaciones “para inducirlos a creer”, apelando en cambio a una convicción desencadenada por la autoridad misma “del que nos las reveló”, Juan Ossorio se propone traducirle al indio nahua las palabras exactas de la fe católica. Su confianza en la emoción persuasiva que reside en el ejercicio traductor, lo más fiel posible, de la misma le alcanza hasta para adiestrar al nativo en sus puntos oscuros. Pero no ∫oy de parecer que à los indios ∫e les prediquen las co∫as de la Fè trayendoles razones o comparaciones para dar∫elas a entender; porque la gente de bajo entendimiento ∫e le deue per∫uadir a creer las co∫as de la Fè Catholica por la Authoridad del que nos las reveló que es Dios, diziendoles de∫ta manera: E∫to ∫abemos ∫er Verdad, muy firme y cierta, porq[ue] Dios la dixo (∫egun e∫tà e∫cripto en la ∫agrada E∫criptura); el qual nunca mintió ni puede mentir. Y e∫to ∫e les deue repetir muchas vezes y ∫obre cada articulo de la Fe. Pero traer comparaciones o razones naturales para per∫uadirlos a creer tampoco es mi parecer (...) (Ossorio 1653: I).

Como única concesión pedagógica, Ossorio se permite la proposición doctrinaria de los misterios más densos a través de la virtualidad comunicativa del diálogo renacentista que él utiliza sobre todo en la explicación del dogma de las tres personas divinas, de acuerdo con el símbolo Quicumque vult que formulara San Atanasio. Siguiéndola aplicadamente, Ossorio se permite traducir las complicadas etiquetas con que Dios, el Hijo y el Espíritu desenvuelven sus relaciones en el triángulo teológico que dibujara el santo alejandrino

Fig. 2.1. -Juan Ossorio. Apologia, y declaracion en dialogos en la lengua mexicana, del symbolo de San Athanasio, y confessionario breve. En Mexico: Imprenta de Iuan Ruyz, Año 1653 (Cortesía de la John Carter Brown Library).

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En él se nos expone plásticamente que cada uno no es ninguno de los otros —el Padre no es el Hijo, que no es el Espíritu Santo— pero que todos confluyen en su tripartita naturaleza divina. Además, en el cuerpo del texto, esta compleja estructura se explica bajo la forma bicápite de una conversación distendida entre maestro y discípulo, un diálogo que se desenvuelve al paso de la paulatina conversión del alumno. En este caso, como en tantos otros, lo que se traduce o traslada de una cultura a otra no es tanto la doctrina, imposible de verter en su abusiva oscuridad, como el recurso persuasivo, el diálogo, con que se busca imponerla: recurso elocutivo y género por antonomasia del humanismo vigente. Podríamos subrayar que lo que se lleva allí —y, en tanto, se aprende a usar— es un mecanismo retórico que despierta adhesiones, abre y cierra espíritus; lo que se transporta es la estilística misma, el efectismo de su maquinaria, igual que el botón reapropiado por el indígena costurero es llevado a otro parámetro en virtud del brillo fascinante de su seda negra. 4. Sin embargo, todo el pasaje de Ossorio se apoya en ese symbolon quicumque que encabeza la oración de San Atanasio y cuyo lema viene a afirmar que “quien quiera puede”; es decir, el que desee salvarse en el seno de la Iglesia está ya salvado gracias a su inclinación en ese sentido y mediante la aserción emocionada de su doctrina, aserción por otra parte implícita a dicho deseo. Por tanto, el diálogo entre un sacerdote y un indio sobre el poder de la voluntad en la salvación de cada quien y la importancia, sin más, de la aceptación creyente en el espíritu, al provocar dicha aceptación durante el ejercicio de la charla y al suponer que la doctrina se abriría paso en la conciencia del lego por su propio poder apelativo, estaría realizando la salvación misma en el proceso escrito de su predicación dialogada. Desear y afirmar lo que se desea es, en principio, un acto contenido en cada discurso que trate de la vinculación entre ambos. La mayor parte de estos textos pastorales bilingües y muchos de los escritos y trabajos traductores —incluidos los diccionarios, tesauros, guías y mecanismos para favorecerlos— incorporarán,

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de igual modo, una alta y fascinante dimensión performativa, ya que intentan llevar a los otros a la conversión, mediante el efecto discursivamente expuesto de la inteligibilidad sin trabas, dada per se, emanada naturalmente del poder del mensaje e inspirada probablemente en el modelo espectacular de Pentecostés. Pensemos que para Gerónimo de Mendieta la predicación en lengua nativa, al pretender la comprensión total y casi milagrosa con el indígena, debía colocarse bajo la protección de aquel episodio. Entonces, la performance a la que aquellos textos traducen la fe, y se traducen ellos mismos, hace de su escritura una compleja mecánica de causas y resultados, un juego redondo por el que la traducción deja de ser un medio y se convierte en un fin con el que persuadir, convencer y testimoniar el asombroso y deseable don de lenguas que los hace posibles. 5. Pero la abundancia y diversidad de las lenguas nativas no siempre se percibió de un modo tan comprensivo: muy al contrario para algunos sacerdotes evidenciaba una inmadurez religiosa por su dispersión en deidades aberrantes. Este politeísmo idiomático acabó por generar escrúpulos sobre el empleo de nomenclatura pagana con la que rezar las nuevas oraciones o, por lo menos, un amplio y ambicioso debate de dimensiones tan ideológicas como semánticas. Pronto, los teólogos de las Indias aplicarían el corte tajante de una cirugía preventiva: dios es dios y no puede ser nombrado de otro modo ni menos aún traducido a las irregulares y selváticas vocalizaciones de los indios de América. Dentro de un proceso que concernía menos a la justeza de la expresión que a las exigencias jerarquizadoras de la imposición imperial, los nombres del Padre, de la Virgen, de Cristo, los sacramentos o los dogmas acabaron por incorporarse tal cual, en un castellano en bruto dentro de los sermones pronunciados desde los pulpitos de las cristianísimas Indias conquistadas, “para que quedara bien precisa la diferencia entre las divinidades del paganismo y el Dios único de los cristianos” (Ricard 1986: 131-132). Incluso, en este particular, José de Acosta no parece preocupado si expresiones como cruz, ángel o matrimonio

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se mantenían sin traducir en medio del catecismo: el uso conseguirá suministrar su sentido a los nuevos buenos cristianos3. La cuestión no era inocua, en tanto comprometía a la integridad de la traditio revelada. Y probablemente algo chirriaría, disarmónico, en los oídos eclesiásticos cuando se la pretendía traducir en la terminología religiosa autóctona. Por un lado, podía generar peligrosas concomitancias, por el otro desvanecía en una galaxia de sentidos segundos la prístina y unívoca advocación del misterio católico. L’ambiguité de l’emploi de Dios, écrit constamment avec une majuscule dans le sens de l’être unique désigné par se nom mais aussi dans celui d’une catégorie de puissances surnaturelles que l’on aurait pu appeler huacas si ce terme n’avait pas été retenu pour définir les idoles, les faux dieux par excellence, crée un problème de traduction. (...) Cependant, les chrétiens indigènes, de conversion récente, en écoutant un message purement oral, devaient se perdre dans ce jeu de distinctions pas très évident et compliqué de surcroît par le fait que Dieu le Père, Dieu le Fils et Dieu le Saint-Esprit, tout en étant trois, n’[était] qu’un seul être, un seul dieu  (Taylor 2000a: 178)

Taylor se pregunta, en efecto, cómo sonaría esa abundancia repentina de un dios múltiplemente citado bajo aspectos diversos y cómo es que podrían seguir el laberinto oral de sus múltiples invocaciones aquellos nativos malamente adoctrinados y forzados a un bautismo de urgencia. La solución de conservar su nombre en español no resultó enteramente satisfactoria pero, en general, el cura traductor temía mucho más esa peligrosa caída en la insinuación politeísta que podía darse mediante el empleo de una voz indígena. Igual que ocurría con la expresión huaca entre los incas, Bernardino de Sahagún ya había observado los valores múltiples aglutinados en el sustantivo teutl, que significa “dios en náhuatl” y, además, “plantas, animales, astros, montes, ríos”, cualquier criatura que sea eminente y subrayable, las formas bellas de la naturaleza, lo grande y feroz, lo malo o lo bueno en grado de excelencia y en una proliferación inabarcable, 3. “... no hay que preocuparse demasiado si los vocablos fe, cruz, ángel, virginidad, matrimonio y otros muchos no se pueden traducir bien y con propiedad al idioma de los indios” (Acosta 1987: 75).

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Donde se infiere que este nombre se toma en buena y en mala parte. Y muchos más se conoce esto cuando está en composición como en este nombre teupilzintli, “niño muy lindo”, teupiltontli, “muchacho muy travieso o malo”. Otros muchos vocablos se componen desta misma manera, de la significación de los cuales se puede conjecturar que este vocablo teutl quiere decir “cosa extremada en bien o en mal”4.

Tanto era el semantismo de las lenguas nativas que el extirpador en Huarochirí, Francisco de Ávila, califica sus vocablos de difíciles por preñados, como una madre gramatical y fecunda: embarazados morfemáticamente de una significación escasamente reductible, de modo unidireccional, a su primer sentido castellano. Ávila utiliza esta metáfora en el entorno del misterio de la Encarnación para su “Sermón de la Natividad”, al percibir la habilidad generativa de los diversos lenguajes cuyo léxico, grávido semánticamente, debe desentrañarse poco a poco, confiando siempre en la capacidad ecuménica de la fe. De nuevo, Ávila parece alinearse con el postulado de un mensaje crístico capaz de dotarse de los mecanismos necesarios para su propia difusión. Para él, por ejemplo, los apóstoles, inspirados por el Espíritu Santo, se habrían expresado en todas las lenguas, incluidas aquellas todavía no descubiertas. Esta especie de panglosia futurista le sirve para incluir por adelantado el Perú en el diseño universal de la Iglesia primitiva: Y para que en toda la redondez de la tierra y en quales quiera pudie∫∫en hablar les enseñó también las lenguas; y a∫sí ∫upieron ha∫ta las lenguas de∫ta tierra, la Quecchua, la Aymara, la Ccolla, la Puquina, la de los Andes y las de los Negros (1648: I, 315).

Pero insistamos que no siempre todo fue tan provisorio y la traducción de textos evangélicos —ya mirada con máxima alerta

4. “A cualquier criatura que vían ser iminente en bien o en mal, la llamaban teutl; quiere decir dios. De manera que al Sol le llamaban teutl por su lindeza; al mar también, por su grandeza y ferocidad. Y también a muchos de los animales los llamaban por este nombre por razón de su espantable disposición y braveza” (Sahagún 2000: 983). Para el estudio de esta cuestión entre los franciscanos de Nueva España, véase Murillo 2009; y para el debate teológico desencadenado a partir de esto, Gil 1999: 29-40.

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en la península— tampoco fue bienvenida en las Indias, generando suspicacias y comportamientos cautelares hasta la paralización de la misma. Frente al pasaje mencionado del Evangelio de San Juan, el predicador bilingüe y nacido en el Cuzco, Iván Roxo Mexía, que podría estar programando una versión quechua de la Biblia5, ­desestima la idea al tropezarse con esa frase: “Y en el principio era el Verbo”, inaplicable en el léxico indígena donde principio es el alba de los tiempos y no el inicio de la eternidad y donde Verbum nunca equivaldría a la voz quechua correspondiente, simi6. Esta señala la palabra cotidiana, la lengua participada colectivamente, inapropiada también para Francisco de Ávila por similares razones: nombraría el lenguaje de todos los días y todos los indios, la enunciación sucia en la boca conjunta de la tribu en pecado. Es más: simi es el orificio de la cara por donde salen las emisiones de la voz, algo completamente vulgar y común, un órgano de la fisiología inconveniente por tanto a las cuestiones del cielo: En la lengua de Indio dezimos ∫imi a e∫ta ventana o agujero que e∫tá en el ro∫tro, donde e∫tá la lengua y dientes. Y también a las palabras que hablamos dezimos ∫imi, porque ∫alen por allí (Ávila 1648: I, 59).

5. Al menos, nos declara su intención de traducir literalmente el Nuevo Testamento: “Quedándome Dios vida, como e∫te primer año he dado en e∫te Arte los Preceptos que faltauan a los Primeros, ∫aldrà de∫pues a luz la Traduccion literal de los Euangelios que he empeçado a dictar en la Catedra. Para Gloria, y honra de Dios, de ∫u Santi∫sima Madre MARIA, Concebida ∫in pecado Original, y del Santo Angel de mi Guarda. Y para bien, y aprovechamiento e∫piritual de las Almas de los pobres Indios de∫te Reyno” (Roxo Mejía 1648: 87v). 6. “Todas las vezes que el vocablo (∫egún la propriedad de la Lengua) inmuta la propriedad del ∫entido Literal y Catolico del Euangelio ∫e ha de excu∫ar el corre∫pondiente, perifra∫eandolo con Fra∫∫e que aju∫te al ∫entido del Euangelio. V.g. Ioan. I. In principio erat Verbum, Deus erat Verbum, Verbum erat apud Deum. Donde el In principio no ∫e ha de dezir por el vocablo que al Principio le corre∫ponde en la Lengua, que es Ccallarij; porque e∫te ∫ignifica en ∫u propriedad, Principio de Tiempo, y el Euangeli∫ta habla del Principio ∫in principio dela Eternidad. ¶ Ni la palabra Verbum se ha de dezir por Simi que le corre∫ponde. Porq e∫ta ∫ignifica en ∫u propiedad el Verbum oris y el Euangeli∫ta habla del Verbo Eterno del Padre que es ∫u Vnigenito Hijo” (Roxo Mejía 1648: 85v).

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6. Podríamos pensar entonces que el reconocimiento de la poliglosia imparable del Nuevo Mundo se viviría de un modo tan desestabilizador como esta constatación de la no igualdad entre las variantes dialectales que la provocaban: esa experiencia radical de la no traducibilidad completa de vocablos que insinúa una distancia entre los modos de decir no siempre restañable. La búsqueda de significados aproximativos, la elocución de contenidos o la introducción directa de los conceptos más rebeldes suministra una experiencia del fracaso traductor que, si para Walter Benjamin parece inherente a la diversificación de las lenguas, también abre huecos de malentendido, frías parcelas de desconocimiento mutuo. Lógicamente fueron las voces culturales y religiosas las más reticentes a una traslación directa, generando soluciones más o menos artificiales junto a polémicas alteraciones de su semantismo. Términos inasibles —supay, por ejemplo, entre los incas, no equiparable al demonio católico que Pierre Duviols (1972) o Gerald Taylor (2000b) estudian en la volubilidad de sus connotaciones; así como el equivalente náhualtl tlacatecolotl, aceptado al final impropiamente con ese valor, que en realidad significa “brujo” o “nigromante” (Burkhardt 1989: 41)— constituyeron verdaderos desafíos traductológicos. La raíz cama-, utilizada para todo lo relativo al Hacedor, evocando en ella su creación ex nihilo, debía generar más confusión que acuerdo en los oídos quechuas, donde seguía presente la connotación originaria de “fuerza vital que se transmite”. Por otra parte, los inversos tampoco resultaron más maleables: el ánima, que fortalecía, salvándolo, el cuerpo del hombre cristiano y que no moría con él, apenas podía reconocerse en el vocablo samay (“soplo”) y la vecindad de expresiones ya señaladas para otras acepciones, como supay (de nuevo, aunque ahora en su variante de “sombra”) o ese mismo —y aún más conflictivo— término de camac, no facilitaba las cosas (Taylor 2000a: 178-179). Detrás de las soluciones adoptadas es posible percibir toda una casuística variadísima y a veces de direccionalidad contraria a la presupuesta. Sin duda, operan en ella prejuicios ideológicos, algunos de los cuales actúan de modo menos obvio a lo que esperaríamos. Y por supuesto se dieron situaciones de incomprensión absoluta y otras —no mayoritarias ni excepcionales— de apertura

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y dinamismo, cuya misma rareza implica, sin embargo, su consideración y cómputo dentro de una observación más amplia y menos prejuiciada del fenómeno. El propio Roxo Mexía, que rechazaba el empleo desacertado de simi por verbum, dibujando un giro inesperado al final de su Arte de la lengua general del Perú (1648), propondrá la sustitución de las expresiones no versionables por trucos más o menos convincentes. Llega a hablarnos de la posibilidad de ayndiar verbos, de parafrasear sintagmas y hasta de provocar ex profeso una sensación de familiaridad entre los misterios cristianos y la expresividad autóctona, adaptando aquellos a la enunciación del otro hasta hacer de la traducción el ejercicio de invisibilidad en que ya empezaba a conceptuarse. Lejos de ser una pretensión exclusivamente moderna, la ilusión de transparencia buscada, al desvanecer las huellas traductoras en el resultado traducido, deja ya sus marcas, según Venturi, en las domesticaciones con que se gestionan versiones literarias para la Inglaterra isabelina. Y John Dryden reclamaba, justo en ese momento, una cualificación plena en el conocimiento de las dos realidades que se contactan hasta la modificación de la propia en el servicio de captación de la ajena. Pero ¿cómo aceptar en el entorno religioso la alteración del mensaje, si ello permite limar la extrañeza de su implantación en la cultura receptora?7 En una nueva vuelta de tuerca imprevista, a fin de conseguir un grado tal de invisibilidad traductora, Roxo Mejía aconseja al cura mimetizarse y sumergirse en el mundo de la lengua a la que traduce, dentro de un comportamiento integral lingüístico para el que halla modelo y guía en el singular comportamiento de San Pablo. Empeñado en la conversión de los judíos, el Apóstol vivirá entre ellos, se vestirá, comerá, se portará como ellos y hablará su lengua como el primero de los hebreos. Qvanto importe para la Predicación del santo Euangelio (medio vnico para la ∫aluacion de las Almas) el ∫aber la propriedad de la Lengua en que ∫e predica, lo entendió bien el Predicador de las Gentes, 7. Schulte/Biguenet (1992: 1-10). Para la consideración de la traducción en la Inglaterra del xvii, véase Venuti (1995: 35).

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San Pablo. Pues para predicar a los judios —e∫cribe a los de Corinto— viuia como judio, hablaua como judio y ∫e transformaba en judio: Ex factus ∫um Iudæis, tanquam Iudæus, vt Iudæos lucrarer8 (s.p.).

Se trataría entonces de alentar una conducta de total inmersión en la vida pagana que encuentra en predicarle al nativo en su vocabulario habitual la vía más eficaz para moldear su alma. La táctica, plenamente justificada por la importancia trascendental del bien a alcanzar, postula en última instancia un cierto pragmatismo mesiánico en esta especie de flexibilidad teológica, para la cual no hay artimaña indebida ni medio transmisor proscrito en la propaganda sin fronteras de la fe. Convertido en el predecesor del antropólogo de campo, el sacerdote debe pretender la adaptación y convivencia con el pueblo que bautiza, respecto a cuyas costumbres y hábitos lingüísticos se tendrá que mostrar, al menos al principio, tolerante. Es evidente que una cotidianeidad de tal calibre con la lengua dominada —hasta ser un nativo más entre los nativos— obedeció a una finalidad redentora e integradora por parte del poder imperial que era el que podía permitirse esas familiaridades exóticas, en cuanto ocupaba el extremo vencedor de tales contactos. Y, desde luego, puede que este consejo de una identificación casi total con el ámbito al que se traduce, a fin de estimular en él el deseo de bautismo por contagio, obedeciera a un último resorte de conquista espiritual tan avasalladora como la física y territorial, pero la confusión propiciada en virtud de ésta también deja sus réditos en la conducta del dominante. Probablemente en el proceso se comprometerían ciertas transculturaciones, ciertos trasvases en los que interpretar algo más que la mera motivación imperialista. Por lo menos, la paradoja de convertir al otro en función de convertirme yo en él diseña un bucle difícilmente reductible y un cierto escándalo identitario que, para Venuti, se encuentra en la

8. Y el razonamiento de Roxo Mexia continúa apoyando esta simbiosis con la cultura meta: “Diligencia tan nece∫∫aria, que ∫in ella no ∫e pudiera con∫eguir el fin glorio∫o de la conuer∫ion de los infieles, porque: Quomodo audient? ¿Cómo entenderàn ∫i el que predica no ∫e proporciona el e∫tylo y lenguaje del que le oye? ¿Cámo abraçaràn la ley Euangelica que ∫e les propone ∫ino la ∫abe explicar el que la en∫eña? ¿Ni cómo dexaràn ∫us Idolatrias ∫i las palabras no aju∫tan al intento?” (s.p.).

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base de todo proceso traductor que se precie9. De ahí se deriva el interrogante sustancial que invierte los polos del ejercicio y se pregunta en última instancia hacia y desde dónde se traduce, en realidad. Ya que, al fin y al cabo, lo que se propicia ahora no es el sometimiento del idiolecto bárbaro a las normas del conquistador sino lo contrario, la transformación del mensaje evangélico según usos y hábitos de esa autoctonía subordinada a la que se predica, con la voluntad subyacente de volverlo aceptable a la misma. 7. Por tanto, la impresionante producción y trabajo con las lenguas nativas durante la colonia no deja de resultar ambivalente, formula dudas sobre la intencionalidad de la misma y merece la descalificación como masiva imposición mediante el idioma por parte de una crítica poscolonial, para la cual esas traducciones no funcionarían sino en tanto piezas claves de la política invasora, con las que se mantiene al indio en una especie de puerilidad lingüística que le impida defenderse en el castellano imperial del conquistador. Para Walter Mignolo estos esfuerzos de normativizar las lenguas nativas a través de la redacción de sus gramáticas operó de modo contraproducente, recortando la riqueza oral de los pueblos hallados para que entraran en los moldes simplificadores de la sintaxis occidental y de las leyes morfemáticas del latín como unidad de medida o lecho de Procusto sobre el que se ajustan las hirvientes y variadísimas expresividades del Nuevo Mundo. Si bien Mignolo precisa las buenas intenciones y la sobresaliente contribución de aquellos religiosos por “preservar y entender lo que habían ayudado a suprimir”10, la violencia epistémica que duerme en esa paradoja entraña la desatención y pérdida de 9. “In practice the fact of translation is erased by supressing the linguistic and cultural differences of the foreign text, assimilating it to dominant values in the target-language culture unmaking it recognizable and therefore seeemingly untranslated. With this domestication the translated text passes for the original, an expression of the foreign author’s intention” (Venuti 1995: 31). 10. “Such an observation does not deny the good intentions and the outstanding contribution of the grammarians (...) to preserve and understand that which they also helped to suppress. It merely points toward the philosophy of language and the ­civilizing ideology founded in their own construction of the classical legacy to justify the colonization of Amerindian languages and memories” (Mignolo 1992: 305).

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la ­diversidad, junto a la postulación del modelo propio en tanto único y superior. Detrás de esa panoplia de gramáticas, perpetradas contra la comunicación autóctona, se ocultaría la preeminencia arrogante de esta cultura letrada que las sistematiza. Así, cuando en México Horacio Carochi constata que al náhuatl le faltan siete letras presentes en cambio en el latín, el comparatismo del hallazgo, lejos de operar como un instrumento descriptivo, actúa justificando la superioridad occidental y, por tanto, su legitimidad probada en el dominio de aquellos espacios fonológicamente tan faltos. Del otro lado de la cuestión, según Bruno Mannheim, las deficiencias de estos trabajos se explicarían por lo hercúleo de su propósito: es casi imposible hacerse cargo con el patrón latino de las variantes de inflexión quechua, por ejemplo; de sus mecanismos de derivación verbal y nominal o de las soluciones particularmente divergentes de su morfología, de sus sufijos discursivos para marcar semánticamente la afirmación, el rumor, el énfasis. Al fin y al cabo, la estructura profunda del “idioma general del Perú” difiere completamente no solo del español, sino del francés, el inglés o el alemán (2002: 213). Sin embargo, se diría que este forcejeo de los gramáticos hispanos por reconocer y enunciar lo desconocido sirvió para relativizar el poder del instrumento empleado hasta el olvido, aunque a título individual, de dicho patrón. O por lo menos sirvió para volverles conscientes de la lengua del otro, conscientes de su igual capacidad comunicativa, del rango de aquellos lenguajes en cuanto tales, de las posibilidades de su conceptualización y empleo en la transmisión del Evangelio. Una conciencia despertada por la diferencia, que no puede sino subyacer lógicamente a sus esfuerzos —de otro modo ¿porqué traducir a la cháchara pueril del bárbaro?— y cuya gestión se encuentra a años luz de otros comportamientos misioneros en códigos coetáneos que han generado opuestos testimonios. 8. El misionero Raymond Breton, por ejemplo, creador de un catecismo francés-caribe, encuentra muy deficiente la capacidad expresiva en las Antillas. Tanto que sus pobres indios a convertir carecen de la terminología básica de la ética: no tienen sustantivos

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para nada de lo que concierne al alma y en principio desconocen el fundamental nombre de dios. La langue des Caraibes e∫tant fort ∫terile pour le commerce, l’e∫t encore plus eu égard à nostre Foy, comme ils n’ont ny Religio, pour le vray Dieu, ny croyance pour no∫tre Chri∫tiani∫me, ny moralle pour leur conduite, ny vertu, ny vice, ny peché, ny grace, ny saincteté, ny ∫acramens; au∫∫i n’ont ils pas de termes pour les exprimer (1665: s.p.).

El problema parece muy grave y reside en una ausencia de las categorías que el nombre cubre, una falta de contenidos en la autoctonía antillana de la que deriva lógicamente la inexistencia inmediata de nomenclatura. Breton construye este argumento desde una visión simplificada y unidireccional de la composición lingüística o, probablemente, haciendo gala de un sentido común aplastante del que acabaría, no obstante siendo víctima. Los caribes no han previsto un sustantivo para el pecado: de ahí, el razonamiento subsecuente de que no tengan, en el fondo, ningún pecado notable a confesar, causa en cambio de la prodigalidad de vocablos de este tipo, propia de culturas que sí pecan. Los caribes no poseen vocablos para explicar sus vicios porque no caerían en ellos y en última instancia no caerían en ellos porque tampoco tienen un nombre para dios, garante absoluto de toda moralidad. Y si no tienen nombre para dios, no tienen vocabulario alguno puesto que él sustenta la posible formulación de cualquier sustantivo. Lo cual ha hecho que Breton —nos revela, pesaroso— no haya podido escribir apenas sino la cuarta parte de un catecismo normal, ocupando el suyo la exigua cifra de 70 benditas páginas destinadas a la alegre doctrina de un pueblo beatífico pero mudo, un pueblo inocente y descreído, sin ninguna falta y aun con menos léxico. Cette di∫etre à fait que ie náy pa acheué la quatriéme partie de ce catechi∫me qui traitte des ∫acraments, des vices & des vertus, que ie me ∫uis ∫erui (quoy que raremêt) de mots équiuallêts dans cestrois premieres que ie vous donne (1665: 7).

9. La paupérrima opinión sobre la torpeza expositiva del indio caribe contrasta con el barroco ejercicio lexicográfico de Juan de

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Córdoba, cuyo diccionario zapoteca, con casi 24.000 términos, se enfrenta al problema mayor de traducir el nombre de Dios. Punta de lanza de la traducción, lugar donde esta se prueba y se confirma, Juan de Córdoba descubre que sus indígenas no tienen un vocablo solo, sino una diversidad morfológica sin parangón en ninguna lengua del mundo. En principio, el zapoteca cree en un dios “biuo verdadero”, según Córdoba, que se corresponde con el dios cristiano y al que llama Pitàonalij, nombre compuesto del apelativo de otra divinidad —pitào que significa “cualquier dios”— y el adjetivo “único” o nalij. Por lo tanto, un dios corriente, cualquiera de esos dioses que los indios multiplican entra dentro de la composición morfológica del dios verdadero, del dios absoluto que se formaría en efecto añadiendo a pitào el adjetivo con que marca su propia condición en solitario —nalij—. Como es lógico en cosas del cielo, su advocación se construye mediante el oxímoron de ser uno solo y a la vez todos los posibles dentro de una ristra de dioses que comparten con él este prefijo, como en Pitàopezélao, Pitàopèeze, Pitàozij, Pitàocoçobi, Pitàoxicala. Voces estas que invocan respectivamente, según el diccionario, al “Dios del infierno”, “el de las riquezas y mercaderes”, “el Dios de las mi∫erias y perdidas y de∫dichas”, el “Dios de las mie∫∫es” o el “Dios de los sueños”. Pero, además, los zapotecos creen en el “Dios de los agüeros”, el “Dios de las lluvias”, el “Dios de la caça”, el “Dios o Dio∫a de los niños, y de la generación a quien las paridas ∫acrificauan”, el “Dios de los temblores de tierra”, el “Dios de las gallinas” —que se dice Coquilào— o el sorprendente “Dios del amor” que Córdoba se apresura en identificar con el pecado de “lujuria” (1578: 140-141). Así pues, el dios verdadero, del “que dezian era criador de todo y el increado”, aparece enumerado entre las aberrantes deidades idolatradas, entre los “dioses de los indios de piedra y palo”, interpuesto sin diferencia en medio de ellos. El diccionario no provee lemas separados para el uno y los otros; parece por el contrario interesado en alternarlos. Es más, multiplica las entradas del primero en una proliferación polisígnica y escandalosamente variada: después del dios cristiano e intraducible, están sin embargo todas sus cualidades y atribuciones, aquellos adjetivos que en la

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e­ scolástica le corresponden sin llenar del todo su incalificable sustancia. El “Dios padre de todos y que ∫u∫tenta a todas las criaturas y las rige”, el “Dios principio delas co∫as y criador de ellas”, el que es “infinito y ∫in principio” o el “regidor gouernador con todos los atributos que a e∫to ∫e ayuntan”, todas estas apelaciones que el Pseudo-Dionisio convierte en nombres complementarios del que, sin embargo, no tiene nombre, merecen entradas independientes y sucesivas, como si en efecto se tratara de divinidades distintas, en un listado tan barroco como inexplicable y que finaliza de un modo borgiano y autoinclusivo con el “Dios [que es] ∫er todo lo dicho y deshacerlo, di∫ponerlo y obrarlo” (1578: 141). Igual que un humilde animalito de cierto emperador chino componía, según la clasificación de algún sinólogo confuso, toda la zoología asiática, esta última entrada apelaría, integrándolas, a todas las anteriores para —en esa dinámica— deshacerlas al cumplirlas, para agotarlas “obrándolas”; para incorporarse ella, entera y devoradoramente, toda la clasificación, todo el inventario que abismalmente, a su vez, la soporta y la incluye. 10. Si el dios verdadero era un atributo más en el panteón de los zapotecas, la incoherencia de ahí derivada —que el dios absoluto que lo engloba todo constituya una porción entre otras dentro del conjunto politeísta— adquiere una solución completamente distinta en manos de otros traductores como el dominico Martín de León, para quien era factible obtener la salvación del alma en zapoteco, guaraní o aymara, como testimonia su trabajo evangelizador en tierra de Nueva España. El catecismo que publica en 1611 se llama precisamente Camino del cielo en lengva mexicana, con todos los requi∫itos nece∫∫arios para con∫eguir e∫te fin, con todo lo que un Xpi[sti]ano deue creer, ∫aber, y obrar de∫de el punto que tiene v∫o de razon, ha∫ta que muere. Martín de León, que escribe asimismo un Manual para administrar los Sacramentos y un Sermonario, justifica la aplicación del náhuatl a cuestiones católicas con argumentos gramaticales. Desarrollados en uno de los parerga de prólogo de su libro, el primero de todos se basa en la presencia de nombres comunes y abstractos. El náhuatl parece distinguir de manera muy precisa entre ellos: si,

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por ejemplo, existe el término que abstrae el concepto de “∫uperioridad” e “inteligencia excelsa”, a la vez existe la variante concreta para designar lo que es inteligente y superior11. Dicha variante, Tlacatl, no puede emplearse en México con lo que está falto de lógica o de cerebro, ni con lo que tenga algún defecto o imperfección, como “partes del cuerpo” o “de otra cosa”, ni menos con lo que carezca de posición y de estatus. Por esa razón, los hombres se nombran con él, pero también los ángeles y el demonio, añadiéndole a ese efecto más y más partículas distintas que completen y separen los significados. Así, el nombre de “Dios” nace igualmente de combinar el prefijo teo- con esa multifuncional raíz tlacatl, a la que se puede continuar adjuntando elementos hasta formar un cielo creyente de sufijos o una especie de paraíso de jerarquías morfológicas: ... ∫ignificando e∫te nombre en ∫u v∫o co∫a racional o intellectual y no hallando∫e aplicado a otra co∫a, bien ∫e ∫igue que con gran propriedad ∫e v∫ara en Dios, pues es intellectual y e∫to puede ∫ignificar el nombre añadido algun addito con que ∫e entienda quedar determinado a ∫ignificar a ∫olo Dios. Y e∫te nombre es Teotlacatl que ∫uena y corre∫ponde a per∫ona Diuina, como Tlalticpactlacatl corre∫ponde a per∫ona de la tierra o humana y Yluicactlacatl corre∫ponde a per∫ona del Cielo o Angelica y Teocatlatl tiene el adiunto Teo que es nombre proprio de Dios. Y a∫si, por ∫olo el, ∫e puede poner y ∫ignificar muy propriamente per∫ona Diuina y de Dios (1611: s.p.).

11. “Mas ∫e aduierte, que en qualquiera lengua y ydioma, el nombre que a de corre∫ponder a la per∫ona ∫e a de ∫ignificar en concreto como ∫upue∫to y no en ab∫tracto como forma, por que como tambien notan los Theologos, los nombres concretos, ∫ignifican ∫uppue∫tos en las naturalezas indiuiduas, ∫ingulares y incomunicables, últimamente, lo qual no tienen los nombres ab∫tractos, que ∫e ∫ignifican, como comunicables a los ∫upue∫tos y ∫ujetos en quien ∫e hallan, o pueden hallar, y e∫ta di∫tinction no le falta a la lengua Mexicana, pues los que la ∫aben bien, a cada pa∫o la encuentran, y es muy facil proballo con exemplos, como Teuctli el hidalgo, Teucyotl la hidalguía, Pilli el Caballero, Pillotl la Caualleria y otros muchos que pudiera poner”. “... tiene la lengua ∫u proprio nombre ab∫tracto, que es tlacayotl, que ∫ignifica propriamente la ∫uperioridad entender en ab∫tracto, como Tlacatl en concreto ∫ignifica la per∫ona, o la co∫a ∫uperior en entender. Y a∫si el nombre de ∫uyo no ∫ignifica co∫a de imperfeccion, ni de otra co∫a, o partes de cuerpo, por que ∫i e∫as ∫ignificara no ∫e pudiera atribuyr a los Angeles, ni al Demonio, a quien no pertenece por no tener cuerpo” (León 1611: “Razones para ∫atisfacer la duda de que en razon de∫te vocablo Per∫ona diuina a auido y ∫u declaracion, en la lengua Mexicana, con e∫te vocablo y termino (Teotlacatl) con q[ue] queda prouado y aueriguado ∫er el poti∫simo y no auer otro que tambien lo ∫ignifique”).

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El problema es que esta deriva teológico-morfemática tiene oscuras resonancias que alarman la capacidad dialéctica de Martín de León, ya que entonces podríamos considerar el nombre de dios un compuesto o un derivado, una expresión imperfecta que proviene y se construye mediante adiciones de otro étimo, en lugar de ser una voz “radical ∫impliciter & ab∫olute”. Preocupadísimo por el peligro de la monstruosidad lingüística y herética que acaba de crear, León insiste en deshacer el entuerto con nuevas precisiones nominales: Es tambien muy cierto (∫egun lo dicho) que e∫te nombre (...) no ∫e deriba de otro alguno que ∫ignifica imperfeccion o partes de cuerpo, por que lo que alguno podía dezir que ∫ale o ∫e deriua de Tlactli, que ∫ignifica vn medio cuerpo de la cintura arriba, no tiene e∫o apariencia de verdad, por que ∫i e∫o fuera, no ∫e atribuyera a los Angeles y a los Demonios a quien no conuiene razon de cuerpo (s.p.).

La lógica demostrativa aún continúa por más tiempo, implicando a animales que también se designan con el pluriempleado tlacati o a diablos que componen su condenada nomenclatura con él12. Y, de esta manera, la sofística en torno al nombre de Dios va adhiriendo carne léxicográfica al asador de la discusión, construyendo una corporeidad discursiva cada vez más membruda, como un órgano pleonástico que defienda a duras penas la racionalidad idiomática de su irregular crecimiento. Pero frente a los escrúpulos que —como hemos visto— otros religiosos interpusieron para el empleo de las voces paganas, el proliferante esfuerzo de Martín de León se encamina a probar la inequívoca exactitud de esa expresión, la mejor que hablante alguno pudiera emplear gracias a la justicia y perfección de su ajuste. El sacerdote acepta los sufijos aztecas, con todo su acumulación adiposo-fonológica y su inflación aglutinante, por el rendimiento que arrojan en este caso específico, generando ese vocablo, 12. “Tampoco ∫e puede dezir q[ue] ∫e deriba de otra voz que es Tlacati que quiere dezir nacer; porque, ∫i ∫aliera de ahí, ∫e dixera con propriedad del Cauallo y del Leon y de los demas animales a quien conuiene nacer. Y ninguno en la lengua los llama a∫si, con e∫te nombre de Tlacatl, ni taul ∫e halla v∫ado, y del Angel y del Demonio ∫i. Antes ∫aben que el Demonio no na∫cio ∫ino que fue arrojado, con fuerça diuina del cielo, como lo ∫ignifican ellos mi∫mos” (s.p.).

Fig. 2.2. Martín de León. “Omnia quae...”. Camino del cielo en lengva mexicana,... En Mexico: En la Emprenta de Diego Lopez Daualos. Y a costa de Diego Perez de los Rios, Año. De. 1611. (Cortesía de la John Carter Brown Library).

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teocatatl, que traduce el nombre del Dios católico y lo hace “con tanta y más propiedad que el que comúnmente usamos en romance”, lo cual para mayor impacto de esta gigantoloquia firman junto con él, en el documento sorprendente que encabeza su libro, otros colegas en estas lides evangelizadoras de la talla de Alonso y Francisco de Solís, Jerónimo de Zárate o Juan de Tovar. El texto sigue a la dedicatoria del catecismo entero al arzobispo de México y virrey de Nueva España y choca como una excentricidad con la tendencia anti-idolátrica que orienta el conjunto, destinado en cambio a desterrar para siempre los remanentes aztecas y demás vestigios de la fe previa. Y el catecismo parece discriminar entre la consideración herética que dichos vestigios merecían entre la curia española y la alta estima que esta reserva a la antigua lengua mexica en la que se había adorado y sacrificado (Gil 45). En este aspecto, resulta cuando menos curioso observar la novedad de la opción propuesta y la unanimidad con que es acogida, puesto que en la lista de firmantes del documento se incluyen representantes de casi todas las órdenes activas en ese momento en Nueva España: dominicos, franciscanos, agustinos, desde confesores de indios como Francisco Muñoz hasta un profesor de Filosofía en el Seminario de San Ildefonso como es Juan de Ledesma13. Todos ellos están convencidos de la propiedad y exactitud con que el término Teotlacatl sirve a la apelación de Dios Padre, porque es vocablo potissimo y por “no haber otro que tan bien lo signifique”. 11. Según Derrida, el régimen traductor compete a la economía de una cultura, a la ley de propiedad de esta, incluso si se apli13. Fernando Gil, que dedica un competente artículo a este documento, ofrece allí la biografía escueta de los firmantes: el provincial de los agustinos en 1601, Diego de Contreras; el jesuita cordobés y confesor de virreyes en Lima y Nueva España, Diego de Senestevan; el nacido en México, Agustín Cano, profesor de Teología y Sagrada Escritura; los ya mencionados Juan de Ledesma, criollo; Juan de Tovar, buen hablante de otomí, mazagua y náhuatl; Jerónimo de Zárate, misionero en el norte con Vázquez de Coronado y Juan de Oñate y el prior Francisco Muñoz. Por otra parte, es la primera vez que un término indígena se acepta tan amplia y consensuadamente para “transmitir el concepto de persona divina” (Gil 1992: 52). No lo encontramos de ese modo antes ni en fray Bernardino de Sahagún ni en el Vocabulario de fray Alonso de Molina.

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ca a un indecible impropio, una voz imposible y extranjera, algo así como una absoluto sin metonimia ni traslado al mundo de recepción al que se traduce14. Dios pertenece a esta tipología de palabras inapropiadas, por tanto intraducibles, cuya condición de arranque y a la vez de inefabilidad asegura por contraste y permite, a partir de ella, todas las traducciones. Al menos en el sorprendente documento de Martín de León funciona como el punto cero que legitima cualquier versión en idioma náhuatl, hace posible cualquier traducción y garantiza en efecto el ingreso en el paraíso de todos sus hablantes: un paraíso ahora multirracial y poliglósico, lejos ya de la exclusividad sustantiva de la lengua de Adán. Todo lo que rodea su admisión, todo lo que se encuentra en esta clave de la palabra divina se inscribe en la categoría común de lo que no se traduce, la declaración misma con la que, como un juramento, León compromete a sus colegas en la aceptación de otra nomenclatura pertenece, de hecho, a la condición de traducción inapropiada, quizá porque no es paralelamente objeto posible de apropiación ni del tipo de manejo al que la traducción da lugar. De hecho, el régimen del juramento no tiene competencia sobre lo celeste: no se jura el nombre de una deidad, puesto que es ella la invocada en dicho régimen como garante de lo jurado. Lo señala de nuevo Derrida: una declaración jurada, una promesa no tienen traducción posible, forman la parte literal del lenguaje y supone tomar al pie de la letra lo juramentado15. Por tanto, como los actos perlocutivos, ni el juramento ni la promesa es versionable ni propicia al traslado: no posibilita la apropiación o la propiedad que traducir algo exige y se sitúa 14. Derrida señala que, para poder hablar de la existencia de intraducibles en una lengua, es necesario partir de la traducción como un ejercicio económico que establece lo apropiado en función de lo apropiable, tentativa básicamente traductora. 15. “C’est dans la langue humaine (élément de la traduction) une loi inflexible qui à la fois interdit la traduction de transaction mais commande le respect de la littéralité originale ou de la parole donnée. C’est une loi qui préside à la traduction tout en lui commandant le respect absolu, sans transaction, de la parole donnée dans sa lettre originale. Le serment, la foi jurée, l’acte de jurer, c’est la transcendance même, l’expérience du passage au-delà de l’homme, l’origine du divin ou, si on préfère, l’origine divine du serment” (Derrida 2005: 37).

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en la obligación de la palabra denotativa, exactamente dada y tomada en la cerrazón intraducible de su literalidad. Por otra parte, Dios es un literal inapropiable, no es susceptible de interpretación, no tiene otras versiones. Ante el misterio de su nombre náhuatl, León y sus amigos solo pueden jurar que esa voz de teotcatl es su nombre más sensato, más adecuado, más incluso que el sustantivo que se le da en romance en una acción —el juramento— que nunca se realiza sino en el idioma de origen, que no puede tampoco traducirse: redoblado esfuerzo de intraducibilidad aplicado a demostrar la propiedad de una traducción. Pero también podríamos leerlo como un ejercicio de fascinación ante la peculiaridad expresiva del otro, como gesto de transculturación temprana por parte de estos hechizados traductores que aceptan, declaran y prometen su convicción en la superioridad ajena de lo traducido. 12. Empezábamos con el problema gramatical que el vocablo huaca arroja en los frágiles oídos de los conquistadores y acabamos con la solución que provee el Inca Garcilaso a este imposible traductor que supone nombrar a la divinidad en la lengua de los otros: solución que, en su caso, no es menos seductora ni menos revolucionaria que las hasta ahora expuestas pero sí quizá más sutil y más hermosa. Puesto ante la disyuntiva de encontrar entre los incas el correlato exacto del dios único de los españoles —algo que le interesa para elevar a sus antepasados al importante papel de coadyuvantes precristianos en su plan providencialista de la historia de las razas—, descubre en el panteón quechua un genio oscuro que él se encargara de promover a figura tutelar y absoluta de la fe indígena. Garcilaso elige a Pachacámac como equivalente perfecto y traducción exacta de la divinidad católica y lo hace caracterizándolo mediante un bellísimo tropo, un tropo que se construye sobre el recurso estilístico de la metáfora perfecta. Tanto formal como funcionalmente, la metáfora del Inca se somete perfectamente a la norma aristotélica: es una metáfora ­elaborada con cuatro términos —preferida sobre otros recursos más

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sencillas de la Poética— y sirve a la intelección de una abstracción, de acuerdo con la Retórica en tanto herramienta cognitiva de lo real. Lo veremos después, en el capítulo 6 de este libro. De momento, citemos solo la definición del Inca: “Pachacámac es aquel que hace con el mundo lo que el alma hace con el cuerpo”.

3. Ser o no ser (entendido) Las guías de conversación y los diccionarios del viajero

1. El aventurero que, como Marco Polo o Mandeville, Alejandro o Jenofonte, se adentra en una tierra nueva suele improvisar un corpus mínimo de términos que le permita acercarse con relativo éxito a los pueblos encontrados: un ramillete escaso de palabras aprendidas entre una escala y otra, a menudo las más obvias del nuevo modo de vida con que se topa. Tras dar la vuelta al mundo, de 1516 a 1522, Antonio Pigafetta1 recoge en una obrita mínima sus experiencias y en especial el primer y sobrecogedor encuentro en el Brasil con la tribu tupí, devoradora de carne humana.

1. Así precisamente, comparándolo con los antiguos y modernos, describe su maravilloso viaje el prologuista de la curiosa edición veneciana que lo recopila junto con otra relación de Maximilian Transilvano: “Que∫to viaggi veramente ∫i puo dire, che ∫ia piu degno di memoria per la ∫ua grandezza, (...) che ∫eri∫∫e con tanta diligentia l’Athenie∫e Xenophonte di que ∫oldati greci che andati con Ciro minore all’impre∫a di Babilonia, laquale hora ∫i chiama Bagadet, volendo e∫∫i tornare à ca∫a, ne hauendo modo di pa∫∫ar fiumi, ∫e ne andarono fino ∫opra il mar Maggiore. Ne anchora è da como pararui quello che fece Nearcho Capitano d’Ale∫∫andro il Magno, ilqual Nearcho nauigo dal fiume Indo, ∫opra la bocha delquale è po∫to hora il regno, & famo∫a cita di Cambaia infino nel golfo Per∫ico, (...). La∫ciamo ∫tare i viaggi ∫critti da moderni, cio è Marcopolo, & Mandadilla, iquali ∫ono ∫coperti e∫∫ere in gran parte fauole, di que∫to fatto per il Capitan Magaglianes” (Il viaggio, s.p.).

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Alguno de los miembros de la misma —suponemos que no sin gran esfuerzo— explicará a Pigafetta las razones de esa práctica y a continuación el aventurero italiano, en el hermoso y raro libro que publica en Venecia, nos ofrece un boceto de léxico de la etnia.2 Se trata de una lista breve pero deslumbrante, la lista inmediata de las palabras aprendidas en una deixis de urgencia, una especie de primer vocabulario infantil e improvisado en unas cuantas mañanas de ininteligibilidad mutua. La nómina se reduce al campo imprescindible de la alimentación —cómo se dice “garbanzos”, “harina” o “cuchillo”—, porque sin duda es lo nutritivo y estomacal el rasgo más impresionante e inasimilable del grupo descubierto: estos hombres que se comen a otros hombres y que le enseñan a cumplimentar los buenos manjares preparados en su lengua antropófaga con un inaudito, macabro e inesperado “mejor que bueno”. Es necesario leer la lista completa y la descripción de los tupís para detenerse en esa final y sobrecogedora entrada con la que los caníbales celebran sus banquetes: Alcune parole che v∫ano le genti ne la terra del Bre∫il Il ∫uo ∫ormeto che par ceci Mahiz Farina Hus Vn hamo Piuda Coltello Iacle Pettine Chigno Forbici Pirene Sonagli Itani maraca ium maraghatum (103). Piu che buon

2. “Hanno per co∫tume di mangiar carne humana, & quella de li loro nimici, qual co∫tume dicono che comincio per cau∫a di vna femina vecchia, che haueua vno ∫olo figliuolo, qual e∫∫endoli ∫tato morto, & vn giorno e∫∫endo ∫tati pre∫i alcuno di quelli, che l’haueuano amazzato, & menati avanti la detta vecchia, quella come vn can arabbiato li cor∫e ado∫∫o, & mangioli vna parte d’una ∫palla. Co∫tui dapoi e∫∫endo ∫i fuggito alli ∫ui, & mo∫tratogli il segno della ∫palla, tutti cominciorono à mangiare le carni delli nimici, quali non mangiano tutti in vn in∫tante, ma fattoli in pezzi li mettono al fumo, & vn giorno ne mangiano vn pezzo le∫to (¿le∫∫o?), & l’altro vno à ro∫to (¿), per memoria delli ∫uoi inimici. (...) Que∫to popoli ∫ono molto docili, & fácilmente ∫i conuertiriano alla fede chri∫tiana” (34-36).

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2. La guía de viaje de Pigafetta tiene la delicadeza de ofrecernos los vocabularios de las maravillas encontradas, el de los tupís o el de los habitantes de la isla de Tidore, por ejemplo, con la indicación tipográfica del capítulo del libro donde se informa de aquellos que los emplean. Así, el segundo léxico que Pigafetta nos proporciona ha sido obtenido de un gigante patagón que los marineros apresan, después de varios contactos con su tribu durante los cuales los miembros de esta se alegran mucho, danzan, saltan y señalan el cielo festejando a los que creen venidos de allí. A cambio, recibirán de los españoles “vna camicia di tela, & vna di panno di bianchetta, vna berreta, vn pettine” y un espejo que les sume en profundo espanto de su propio rostro3. El más alto y el más manso, “molto trattabile & gracioso”, bautizado Giovanni, llega a aprender y pronunciar “el pater noster” y el “aue Maria come noi, ma con una voce molto gro∫∫a” (cap. 11), lo que le acredita como hombre en igualdad de méritos. Pigafetta, en este caso, se lleva un vocabulario muy simple, las palabras de los órganos del cuerpo —“pelo, gola, man, palma, dito, orecchiam, mamella, piedi”— que alguno de los gigantes presos le habrá enseñado, imaginamos que explicándolo sobre su desmesurada anatomía. 3. Aquello que le es forzoso saber al conquistador para poder hablar en “muy breve tiempo” el idioma mexicano motiva a Pedro de Arenas en la difícil tarea de reunir un Vocabulario manual de ambas lenguas, que contenga “las palabras, preguntas, y respuestas mas comunes que ∫e suelen ofrecer en el trato y comunicacion entre E∫pañoles é Indios” (1611: 2). El librito, un volumen en cuarto de poco peso, como para llevar consigo en un turismo de mochila avant la lettre4, aparece en la imprenta de Henrico Martínez hacia 3. “Il Capitano li fece dar da bere & da mangiare, & altre co∫e, & li pre∫ento vn specchio grande di acciaio, nel quale subito que vide la ∫ua figura, fu grandemente ∫pauentato, & ∫alto indietro, & nel ∫altar gitto 3 ouer 4 delli no∫tri per terra” (cap. 10). 4. Ese tamaño es más habitual de lo que se ha comentado en los diccionarios y gramáticas, probablemente para facilitar su consulta y traslado. También el Lexicón de Domingo de Santo Tomás participa de esas dimensiones cómodas y manejables: “It is noteworthy that the books, like many others of this type, were

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1611, es revisado y aprobado por Juan de Torquemada, que lo encuentra provechoso y “sacado” en muy fina y propia prosa, obteniendo con ello la licencia del virrey Velasco, marqués de Salinas. Arenas se decide a componerlo cuando, viajando por Nueva España, pasa “grande trabajo, a∫si por los caminos, como en ∫us pueblos, por no entenderlos, ni ellos entenderme” (3). Los diccionarios previos —y sobre todo, uno “grande que anda impreso”— no se le acomodan a esta finalidad de “hombre romanci∫ta, que no pretende mas elegancia de poder hablar con los Indios”; y que, con un innovador sentido de la praxis de la lengua toma apuntes de palabras, nombres, preguntas y respuestas que son las de más habitual trato. Pero su modesta y declarada ignorancia del latín le salva, por otro lado, del peso ineludible de la gramática nebrijana y del modelo seguido para los léxicos americanos, sujetos en su distribución al vocabulario latino-español del erudito salmantino, como asumía Domingo de Santo Tomás. Dicho modelo se revela ante Arenas particularmente inservible en tierras de México, cuya diversidad y riqueza desbordan las noticias que se tengan y los juicios de antemano pero, sobre todo, cualquier intento de sumisión a patrones prefijados. 4. Le había ocurrido ya mucho antes al propio Alonso de Molina, el autor del Vocabulario grande que Arenas considerara inservible y con el que, sin embargo, se muestra algo injusto5. Porque el padre franciscano Molina había llegado muy pequeño a la Technotitlán recién caída en manos de Cortés y había aprendido a hablar con otros niños aztecas, actuando después de maestro y traductor para la orden franciscana en la que ingresa: es decir, tenía una conocimiento bastante dinámico y experiencial de

published in a very small format (the grammar mesures 12x6 cm), probably for the convenience of traveling priests” (Dedenbach-Salazar 2008: 237). 5. De hecho, en su primera edición de 1555, Alonso de Molina no incorpora el reverso náhuatl-español, lo que sí da en la revisión de 1571 donde además incorpora frases y expresiones más largas, “noticias o sentencias enteras, porque aunque esto parezca exceder los terminos de vocabulario, se tuvo mas cuenta con que estas tales maneras de hablar son muy necessarias de saber, y dificultosas de componer” (s.p.).

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la lengua de los vencidos6. De hecho, cuando escribe su diccionario, el primero publicado en el Nuevo Mundo, se verá obligado a introducir cada vez más y más ajustes en cada vocablo hispano de partida cuya traducción náhuatl debía, en principio, seguirle y sometérsele. Es, en cambio, esta segunda la que se impone sobre el primero, marcándole precisiones y una apertura explicativa que deja de pertenecer al código para remitirnos de nuevo al habla concreta, a la variante específica del uso. Molina es entonces concienzudo en ciertos campos y se extiende en multiplicar lemas, por ejemplo, para el léxico de los juegos: “Juego de palabras”, “Juego de placer”, “Juego de veras y no de burlas”, “Juego de axedrez”, “Juego de pa∫∫a pa∫∫a”, “Juego de bolos”, “Juego de pelota con la mano”, “Juego de pelota con las nalgas”, “Juego con ro∫as como quien juega con pelota”7—. La particular variante de los “juegos de fortuna” con naipes se prolonga en una entrada asombrosa, cuya prolija disposición solo podemos atribuir a una coyuntura específica. La situación probable de arriesgar todo el capital a una mano de cartas y perderlo genera el lema independiente de [apostar] la cantidad de dineros que en tres o quatro juegos le ha ganado ∫u contrario pa que en vn ∫olo juego ∫e desquite de todo, o que el otro le gane en el vltimo juego otro tanto quanto en los otros tres o quatro le a ganado.

6. Gerónimo de Mendieta nos da noticias de Molina en su Historia eclesiástica indiana: “Fray Alonso de Molina vino con sus padres, niño a estas partes de la Nueva España, luego como se conquistó. Y como era de poca edad, deprendió con facilidad la lengua de los indios mexicanos. Y cuando comenzaron los primeros doce padres a cultivar esta viña del Señor, este niño les sirvió de intérprete y enseñó a algunos de ellos la lengua mexicana. Y llegado a poder tomar el hábito, lo tomó en México, y siempre fue creciendo en toda virtud y buena religión. Fue único en saber bien la lengua de los mexicanos para aprovecharse de ella, en la cual con mucha suavidad y gracia particular que nuestro Señor le comunicó” (1870: 685). 7. Y aun continúa con más entradas de su largo léxico lúdico de niño que ha jugado mucho y muy largamente en idioma de indios: “Juego con dos o tres pelotas como echandolas en alto y tomando las recoger”, “Juego de pelota conla rodilla”, “Juego de cañas” y “Juego para de∫enojar∫e” que, en particular se dice “neellelquixtiliztli.netlaocolpopo lolitzi” (144 v).

Fig. 3. 1. Alonso de Molina, “Juegos de fortuna con naipes”, Aquí comiença vn vocabulario enla lengua Ca∫tellana y Mexicana. México: Juan Pablos, 1555 (Cortesía de la John Carter Brown Library).

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Y Molina da la versión mexica de este episodio de temeridad monetaria que seguramente ha padecido: “ni, cenquiça. Yc ni, cenquiça” (145). Entonces al acercarse a la vida del otro, el diccionario se muda en autobiografía y el escueto vocablo a traducir se transforma en diminuto relato o en breve escena teatral. 5. De un modo similar, Pedro de Arenas descree de la palabra en tanto unidad mínima de la comunicabilidad y tampoco parece servirle el orden alfabético para ordenar el diccionario. Al contrario, se organiza mejor mediante frases y oraciones, fórmulas de la charla cotidiana que se enumeran y congregan según la circunstancia a la que se refieren8. Así, por ejemplo, Arenas configura una nómina de todas aquellas “co∫as que ∫e ofrecen preguntar á alguno que ∫e encuentra en el camino caminando. [Las] Preguntas que ∫e ∫uelen hazer a vn viandante (...)” o “Palabras que comunmente ∫e dizen en razon del tiempo”, las que “∫e ∫uelen decir pregutando por alguna cosa perdida”, las que se emplean “alabando alguna cosa” y “en razon de reñir, ò reprehender a vn moço”, “para animar”, cuando “∫e pone defecto en alguna cosa” o para llamar al fuego, “al tiempo”, al “cielo, al ayre y ∫us mudanzas” (1611: 34, 39, 76, 80, 62). Arenas descubre entonces la virtualidad de la fórmula como materia de inventario léxico —que esto o aquello se diga para ordenar el almuerzo o para saludar a los vecinos—, e incluso establece una tabla de las palabras más ordinarias y comunes, una especie de top ten de las frases estelares más empleadas y de los modos formularios ganadores entre lo común y cotidiano que ya de por sí consigna. Sin entrar a valorar la estadística de uso que se nos ofrece, el listado no deja de resultar bastante subjetivo. Lo que Arenas consideraba que se decía habitualmente en Nueva España 8. Para Ascensión Hernández de León-Portilla es esa uno de las originalidades del diccionario de Arenas, que “prescinde de las estructuras de los vocabularios existentes, hechos como los diccionarios actuales en los que las palabras se analizan una por una y en riguroso orden alfabético. Le pareció más operante estructurar el libro a base de las preguntas, respuestas y frases en torno a asuntos comunes en la conversación. Esta forma de proceder fue una feliz ocurrencia que dio vida a un nuevo vocabulario, el primero en su género en el mundo americano” (1982: XXVIII).

Fig. 3.2. Pedro de Arenas. “Lo que comúnmente ∫e ∫uele dezir en razon de auer∫e una co∫a quebrado o echado a perder”. Vocabulario manual de las lenguas ca∫tellana, y mexicana... México: En la Emprenta de Henrico Martínez, [1611] (Cortesía de la John Carter Brown Library).

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solo se justifica desde un sentido muy personal de las necesidades del habla. Al lado de conectores, típicas locuciones fáticas o verbos de diálogo, se ofrecen expresiones con una bajísima casuística, inexplicables si no es desde una concepción de lo individual e irrepetible de cada discurso. Así, Arenas consigna la traducción nahuatl de “por tanto, por e∫ta razón, e∫to ò e∫to, dize, yo digo, qui∫o decir, quiere decir, haze mucho calor o ha hecho calor” (1611: 136-137); pero también las fórmulas personalizadas de un hablante específico que ha de repetir cosas solo para él vitales, como “lo ca∫tigo porq erró/ e∫tan riñendo/ lo riñeron/ yo lo riño/ yo me vuelvo/ si antes vuieras venido, ya te vuiera dado lo que has pedido”; o bien, “co∫a amarga/ el que pe∫ca con red/ e∫toy tiñendo/ los tintoreros y ∫i alguien me bu∫care, diras que no e∫toy aquí” (1611: 137), manifestaciones muy concretas de una lengua que no puede despegarse de su circunstancia, contexto y finalidad. Porque, de hecho, toda fórmula tiene una indisoluble trabazón con sus modos y maneras de empleo, lo que constituye su mayor ventaja en tanto unidad de medida de un vocabulario de viaje, ventaja que se mide en términos de efectiva materialidad. La fórmula no es una metáfora ni un sinónimo ajustable ni un recurso; es una performance, una acción guiada, algo para ser puesto en práctica con la imprescindible afirmación concienzuda del hablante. Tampoco la fórmula puede permitirse vacilar, ni producir segundos sentidos. No es ni argumento ni especulación, sino una situación presente que se mueve en la claridad contable de su eficacia. Lo señala así Jacques Rancière, la fórmula frena el desarrollo de la trama, de la posible proyección en una historia aristotélica. Y suspende a la vez la referencialidad del signo, frena la profundidad en expansión de significados ulteriores9. Tanto en la densidad como en la superficie de su desarrollo, la fórmula se basta a sí misma y no 9. Rancière parte del estudio que Deleuze dedica a la fórmula de Bartleby en el famoso cuento de Melville: “This term, formula, situates the work’s thinking in a dual opposition. On one hand, the formula is opposed to the story, to the Aristotelan plot. On the other, it is opposed to the symbol, to the idea of a meaning hidden behind the narrative. (...) Nor is it a symbol for the human condition. It is a formula, a perfomance” (1971: 146).

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tiene o no pretende otra continuidad que la de su emisión momentánea o la de su repetición en secuencias similares. La fórmula que nutre los diccionarios prácticos del viajero por las Indias funciona desde la iteración sin variaciones de sus presupuestos. No estimula una conciencia etnográfica, ni retrata pintorescas condiciones de vida —quizá por eso el de Arenas esta exento de rasgos folclóricos—. Es un instrumento a emplear, que no permite otra combinatoria sino la estipulada por la propia fórmula, en la que se incluyen además las instrucciones de uso, porque la mecánica o posología de aplicación de la fórmula es también parte suya y porque la fórmula es la porción autosuficiente y autoabastecida de una lengua. 6. La proxemia del proceso comunicativo está asimismo contemplada como una especie de básica gestualidad en el diálogo. En el caso concreto de la tabla donde se especifica “Lo que comunmente ∫e ∫uele decir, ∫eñalando el lugar donde e∫tá alguna co∫a” e indicando con el dedo el “lugar donde se va a poner”, Arenas se preocupa de prever todas las posibilidades con un exhaustividad de sensibilísimo lexicógrafo y nombra entonces: Aqvi, alli, aculla, mas alla, mas aca, no tanto, a∫si, en medio, en qualquier parte, en ninguna parte, (...), dondequiera, bueno està, dexaldo a∫si, allá fuera, aquí fuera, encima, debaxo, delante, detrás, en vna parte, en dos partes, en muchas partes, azia acá, aquí arriba, en e∫∫e mi∫mo lugar (...) (1611: 64-65).

Esto implica que el léxico se celebre, sobre todo, en su condición de marca, de señal y por lo perlocutivo de su naturaleza. El diccionario incorpora las voces actuantes de un idioma y hasta el propio Domingo de Santo Tomás, tan cuidadoso con el modelo de Nebrija, se deja llevar por la virtualidad activa del quechua, su condición de gesto, e inaugura entradas para situaciones concretas y momentos performativos de la lengua, como el movimiento de alarma o el anuncio con el que se despierta a alguien que sueña. En su Lexicón, al comienzo de las palabras con “E. Ante.A.& C” traduce la expresión:

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Ea, para de∫pertar a vno—————— maya, o yauyau, o xe. Ea, para de∫pertar a muchos————— lo mi∫mo. Ea pues———————————— vtca (1560: 49).

7. La cercanía a este lenguaje de lo preciso e inmediato está viva, se da en tiempo real. Arenas no tiene escrúpulos en ofrecernos la tabla de las “Palabras que ordinariamente ∫e ∫uelen decir en cualquier co∫a que ∫e dize, y pregunta”: compendio maravilloso de función puramente fática, sentido íntimo y circular del idioma que dice que dice y vocabulario especular de los términos que se autopronuncian y declaran. Corazón del diccionario-guía de Arenas, esta sección reportaría aquello que abunda en cada diálogo, las muletillas y los vocablos-comodín de cualquier entendimiento. Y la lista de esto que él cree que deba decirse “siempre de ordinario y cada vez que se dice cualquier cosa”, resulta conmovedora. Ahí están las partículas interrogativas, las locativas y temporales, los conectores y, especialmente, el léxico más emotivo del acercamiento al otro —“puedes/ quieres/ yrás, vendrás/ tienes/ que bu∫cas/ que has mene∫ter/ que te falta/ que has perdido/ porque lloras/ porque e∫tas triste/ porque no hablas/ porque no re∫pondes” (1611: 67)—, así como los sintagmas autorreferenciales de la lengua cuando se celebra y se subraya: “yo soy/ yo voy hablando/ yo hablo/ yo miro/ yo lo ∫e (...)/ aquel lo dixo/ ellos lo dixeron/ nos lo diximos/ conuer∫emos” (1611: 69 y 84). Como si el habla, al ser procesado en sus singulares y únicas manifestaciones, acabara automarcándose, diciéndose a sí misma, como si el proceso de estudiarla no condujera a otro contenido que al habla en sí, subrayando su acontecer. Este tipo de circuitos metalingüísticos abunda en el vocabulario de Arenas, que entiende la perfección de un código en la previsión de expresiones para la autorreferencia, para la marcación de la enunciación: yo digo que digo. Y esa oración soberbia, punto ciego del lenguaje —según Foucault— puede traducirse, tiene equivalente en el lenguaje de los otros, que remite a ella cada vez que se pone en marcha. La lengua en acción, la lengua realizándose, concretada y perlocutiva, se autodesigna continuamente en la experiencia del viajero por zonas bilingües de contacto.

Fig. 3.3. Pedro de Arenas. “Lo que ∫e ∫uele dezir platicando una per∫ona con otra”. Vocabulario manual de las lenguas ca∫tellana, y mexicana. ... México: En la Emprenta de Henrico Martínez, [1611] (Cortesía de la John Carter Brown Library).

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8. En esta visión grandiosa de la praxis del lenguaje que lo asume todo y lo sostiene todo, permite al diccionario de Arenas la hybris comunicativa de consignar incluso lo que se dice para no decir, “en razon de dar vozes de hablar y callar” (1611: 83). Este es el momento más performativo de su léxico, con serlo casi enteramente en cada una de sus páginas, el instante en que un diálogo designa sus recursos para producirse o silenciarse: Dalde vozes————— no des vozes————— hablad alto—————— hablad quedito———— hablemos—————— conversemos————— callamos—————— callad vos—————— ya callan—————— ya no hablan————— conviene callar———— dezid que calle———— hazeldos callar————

Xictzatzahtzili ahmoxitzatzahtzi (...) xitlaquauhtlahtò yhuiyan xitlahtó (...) ma titlahtocan ma titononotzacan (...) ma titocahuacan ximocahua tehhuatl ye omocauhqué aocmotlahtohuà yuhmonequi necahualoz (...) xiquihto mamocahuacan xiquintlacahualti mocahuazqué (1611: 83-84).

En cuanto perlocutivas, en cuanto speech acts, las entradas de una guía de viaje no pueden someterse a criterios de verdad. No son falsas o ciertas ni comprobables sino en el triunfo o fracaso de su empleo. De hecho, Austin introduce los términos felicitous o infelicitous, como único juicio de valor aplicable en la performación del habla, coherente solo respecto a la misma en virtud de que alcance o no el objetivo verbal para el que se pronuncia10. Evidentemente un alocución como yo hablo solo puede ser una alocución cumplida, por tanto, lograda en el proceso mismo de su gestación. 10. “[Austin] proposes a distinction between constative utterances, which make a statement, describe a state of affairs, and are true or false and which actually perform the action to which they refer: performatives. To say I promise to pay you is not to describe a state of affairs but to perform the act of promising; the utterance is itself the act. (...) these performative utterances are neither true or false; they will be, depending on the circumstances, appropriate or inappropiate, felicitous or infelicitous in Austin’s terminology” (Culler 2006: 141).

Fig. 3. 4. Pedro de Arenas. En razon de dar vozes de hablar y callar”. Vocabulario manual de las lenguas ca∫tellana, y mexicana... México: En la Emprenta de Henrico Martínez, [1611] (Cortesía de la John Carter Brown Library).

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Y yo no digo, en cambio, se frustra con su sola exposición al oyente, porque realiza lo que impide. El diccionario del viajero suele incorporar la declaración de esa felicidad medida en cantidad de oportunidades resueltas. Arenas declara haber puesto el suyo en práctica éxitosamente, utilizarlo de vocabulario y constatar que es el adecuado, que con su concurso entiende y es entendido11. Así pues, la guía de viaje es el reino de la acción con la palabra, de la producción o poiesis con la frase. Todas las entradas que consigna deben ser performativas o el viajero se encontrará seguramente con problemas. Sin embargo, recordemos que Austin prefería no establecer una lista de verbos perlocutivos per se ni una serie cerrada de declaraciones de ese tipo que en realidad no existen ni pueden fijarse12, porque hasta una oración afirmativa e informativa como “the cat is on the mat” lo es, si la consideramos la versión elíptica de “I hereby affirm that the cat is on the mat”. Poco a poco, en las sucesivas enmiendas a su trabajo, Austin deriva de considerar lo performativo un caso especial del lenguaje a considerar el lenguaje en general una etapa de lo primero, es decir: continua actuación, algo que hace y produce, muy lejos de la visión estática y metafísica del modelo filosófico (Culler 2006: 143-144). 9. Por lo tanto, todo diccionario debería aspirar a la condición de acto: es más, de acto inmediato, de acto casi simultáneo, operación en marcha que, más allá de la certidumbre o no de sus entradas, produzca o gestione felicidad comunicativa.

11. “...por lo qual acordé de e∫criuir en lengua Ca∫tellana las palabras, nombres, preguntas, y re∫pue∫tas, que me parecieron ∫er mas nece∫∫arias para el referido effecto; lo qual hecho, lo entregué á vn interprete delos Naturales de∫te Reyno, el qual las boluio en lenguaje Mexicano, de∫uerte que me ∫iruió de Vocabulario, que es el contenido en e∫te pre∫ente libro, y por medio del pude de∫pues entender a los Indios y ellos entenderme. Considerâdo pues, que la mi∫ma nece∫sidad que yo padeci antes que hizie∫∫e la referida diligencia, padecen otros muchos, acordé de pedir licencia para imprimirlo, para que ∫e aprovechen del, los que qui∫ieren, y lo huuieren mene∫ter” (Arenas 1611: 3r-3v). 12. La posibilidad de esa lista —que al menos vocacionalmente se realiza en las guías de conversación— habría sido, según Derrida, el descubrimiento del siglo (2002: 209).

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No obstante, frente a esta inmediatez de los vocabularios en las guías o libros de viaje, las gramáticas misioneras se construyen sobre el canon absoluto y transcendente del verbo revelado, que conforma el mundo y lo mide a su imagen y semejanza. Detrás de cada dialecto nativo que se aprende, continúa la condición primera de las lenguas cristianas —herederas directas del Génesis— que actúan como vara de medir y arrastran consigo el sistema cultural del que se toman. Detrás de un diccionario religioso —lo cual es obvio— se esconde una ideología. De ahí que no se diera ni pudiera darse nada parecido a una conciencia exenta del michoacano, del maya o el otomí. Bernardo de Lugo que, por orden eclesiástica, descifra una gramática del mosca hablado por los indios de Bogotá y Tunja, acude a la permanente ayuda de la morfología latina, porque evidentemente ningún lenguaje es válido si no se prueba en y por el latín. El dominico cuenta, según su padre provincial, con el apoyo de Nuestro Señor, “por cuyo amor e∫to ∫e deue, y ha de hazer”, que le ha dotado de una increíble poliglosia, don tan particular y que otra ninguna per∫ona en este Reyno, a∫si Ecle∫iastica como ∫ecular como es publica voz y fama, con tanta pericia, y loa puede tratar de aque∫ta empre∫a: a∫si por la larga experiencia y exercicio que en e∫ta facultad tiene como el prolongado cur∫o de años que ha predicado el Santo Euangelio en la dicha lengua (1619: 1v).

Y el provincial insiste que es parte sine qua non de la labor predicadora, de la obra misma de dios, este trabajo de reducir a gramática y a orden conocido (ergo, occidental) lo que nunca lo tuvo. Al fin y al cabo, los diccionarios y lexicones restañan la brecha abierta en Babel, recuperan la unidad original y se oponen con ello a la disuasoria labor del maligno en América, que ha multiplicado el número de dialectos hasta casi la incomprensión para obstaculizar la labor predicadora. El diablo, que es el divisor, el parcelador, el que separa, tiene una enorme habilidad lingüística, según Gregorio García, para supurar idiomas en variables infinitas que impidan toda comunicación. Su febril actividad en Indias lo acerca a un gramático generativo, entresacando unas voces de las otras, colocando en deriva continua la gestión del habla, produciendo

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reglas particulares, extremando la diversidad desde la matriz original y divina13. Los diccionarios restañan esa brecha babélica con el tremendo, con el épico esfuerzo de su recolección: son, por eso, teológicos, son instrumentos ecuménicos cuya tarea se asimila al ascético tiempo de la oración o a la soledad del eremita. Más difíciles que una temporada en el desierto o un ayuno piadoso, destilan la santidad de la labor cumplida para solaz de oídos salvajes. Así caracteriza el suyo Raymond Breton que vive entre caribes en las peores condiciones, condenado por el maligno a morir sacrificado, si aquellos bárbaros no hubieran sido con él menos crueles de lo que el propio demonio ya lo era a su vez con ellos: Vous ne ∫çauriés vous per∫uader la peine que i’ay eu de dérober ces mots de la bouche des Sauuages, qui ne parlent iamais ay∫ement s’ils ne ∫ont dans leur vins: combien de temps i’ay e∫té Sauuage parmy eux, retiré ∫ur une greue, attendent leur bonnes graces a∫∫és difficilles à gagner, leur commodité a∫∫és rare, & l’opportunité tres-bizarre (1665: s.p.)14.

10. Hasta bien entrado el xviii se mantiene esta creencia en la posibilidad jibarizadora de la diversidad de lenguas a un solo modelo operativo, la llave de todos los coloquios, una especie de constructo universal que la influyente Grammaire génerale et raisonnée de Port-Royal intentaba fijar y cuyas reglas demostraban la presencia de un orden transcendente al que, por contraste, lo variado y mutable apelaría. 13. “For Gregorio García, whose massive study of the origins of the Indians was published in 1607, there was something diabolic about the difficulty and variety of languages in the New World: Satan had helped the Indians to invent new tongues, thus impeding the labors of Christian missionaries. And even the young John Milton, attacking the legal jargon of his time, can say in rhetorical outrage, our speech is, I know not what, American, I suppose, or not even human” (Greenblatt 1990: 25). 14. Y continúa, dirigiéndose a sus hermanos predicadores a quienes dedica el diccionario: “Je vous donne tout ce que i’ay de fruit pour vous épargner tout ce que i’ay eû de trauail, a∫∫ez de perilleux, pour auoir e∫té condamné par le demon à luy e∫tre ∫acrifié, ∫i ces pauures Barbares n’eußêt pas e∫tez moins cruels enuers moy que luy, s’ils luy eu∫∫ent e∫tés au∫∫i obey∫∫ants qu’il ∫e fai∫oit craindre, & ∫i le me∫me vertu du ∫acrement adorable qui les cha∫∫oit, ne les en eu∫t diuerty” (1665: s.p.).

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Las reacciones europeas a estructuras lingüísticas distintas, traídas del Nuevo Mundo, no suelen calificarlas directamente de bárbaras sin haber intentado antes —la mayor parte de las veces con éxito— esta reducción quirúrgica al latín. Incluso para ámbitos no hispanos, el latín sigue siendo el referente que permite acercarse a sonidos tan exóticos y distantes como el groenlandés. La gramática que el misionero noruego Paul Egede recopila en 1760 se apoya en las tabla comparada —extraña en sí misma— del esquimal y del danés con el latín15. El ejercicio de ajuste de tal confrontación exigía la fe en una gramática totalitaria y celeste de la que serían parciales recuerdos las demás lenguas conocidas: esfuerzo de armonización rebasado ampliamente por la empresa de James Burnett, Lord Monboddo, cuando en plena Ilustración reúna las descripciones de catorce lenguas americanas en los seis volúmenes titulados Of the Origin and Progress of Language (1773-1792). Burnett sitúa el mapuche o el caribe, por ejemplo, entre los idiomas más avanzados, por su altísima complejidad respecto a acervos más pedestres como el hurón o el algonquino. Así, las lenguas son también medidas y evaluadas y entran en un ranking de acuerdo con su mayor o menor cercanía al patrón igualador de todas. 11. Como objetivo central de frailes y sacerdotes latía el convencido privilegio de aprender una serie de vocablos indígenas para proporcionar en su lugar el verbo del Génesis. La retórica religiosa del momento circula en un plano lingüístico y acepta la idiosincrasia comunicativa del bárbaro solo para reconducirlo a un hablar divino. Por eso, los diccionarios y gramáticas que se componen entonces participan de la actitud simbólica de la época: son portátiles y globales adelantos de un Pentecostés futuro, poderosas alegorías, 15. La obra, en efecto, se llama Gramática grönlandico-danico-latina, se publica en Copenhague en 1760 y es contestada por otro misionero entre los esquimales, David Cranz, autor de una triunfal Historia de Gröenlandia, traducida muy pronto al inglés (Jooken 2000: 295). El estudio de Egede enfrenta la morfosintaxis del danés y latín, y ofrece después ejemplos groenlandeses, además recopila proverbios latinos con sus versiones posibles y dos diálogos en esquimal con traducciones al latín y al danés (“Colloquium”, 214-239 y “Alterum colloquium inter missionarium & Angekkokum quemdam”, 240-254).

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grandes construcciones conceptuales del otro reino al que este hablar de hoy, con los gestos del indio, también acabará remitiendo. El discurso evangelizador, por tanto —aun en el idioma del evangelizado—, actúa en este punto a la manera de una poderosa máquina homogeneizadora incluso si parece permearse de los usos dialécticos del otro16. Por eso buscaban los improvisados gramáticos las construcciones y declinaciones latinas tras lo que creían una desinencia chibcha o una irregular conjugación mazahua, como pruebas testimoniales de que todos los idiomas reenvían a uno solo, símbolos y sintaxis en diferido del genérico alfabeto de dios. Como bien señala Manuel Alvar, zanjando el polémico debate, no había otra manera de hacerlo sino así, no era posible apartarse del patrón latino: ni siquiera lo fue para los que configuraron gramáticas de lenguas europeas, ni para el propio Nebrija, que se somete a él y fija como principio teórico ese mismo sometimiento. Esta era la situación, pero no suframos indebidos espejismos. Se trataba de enseñar en una lengua desconocida y había que buscar los asideros que sirvieran de referencia. Por supuesto, se encontraron en el latín y, si cuadraba, en el romance.17

12. Pero Arenas, que no es sino un aventurero, un recorre-caminos, un merodeador de culturas, parte de esa primera situación, deíctica y preverbal, de señalar con la mano lo comunicable. No tiene precedente sobre el que asentar casos ni adjetivos ni personas numéricas. Se las ingenia desde el incidente inmediato para estructurar su vocabulario, que adquiere la textura de las estadísticas y la flexibilidad de los sucesos. Nos explica cómo se explica un sucedido, cómo se dice cada coyuntura y circunstancia en una lengua nueva que no sufra ya nivelaciones ni comparativas, que sea inaugural y realmente una primera lengua. Lo que rige el vocabulario 16. Para la predicación —incluso en lenguas nativas— como mecanismo configurador de una manera específica e hispana de entender mundo, naturaleza e historia, véase Núñez Beltrán (2002). 17. Un calco de la gramática latina —y no bueno precisamente— fue decir que el verbo podía ser activo (con complementos en acusativo) o neutro (sin él), que los modos verbales son cuatro (indicativo, imperativo, optativo y subjuntivo) (Alvar 1978: 12).

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de Arenas es la necesidad, lo experiencial diario de un habla puesta a prueba. El Nuevo Mundo no solo cuestiona la geografía conocida, la verdad revelada bíblica, el conocimiento clásico, sino el concepto de un sustrato idiomático universal que confluye y se hermana en la armonía general e imperial del latín. Y si este continúa como referencia, será también para disentir de ella. Así, Thomas Gage, viajero y dominico inglés por Nueva España, que dice haber rezado en pocomchi —más sencillo que el maya cacchiquel—, trabaja sobre la base latina en la reunión de unos breves reglas gramaticales.18 Sin embargo, en su caso, la comparación se orienta a demostrar que incluso esas bárbaras lenguas poseen modos y que “pueden ser aprendidas”. And although for the time I lived there, I learned and could ∫peak in two ∫everall tongues, the one called Cacchiquel, the other Poconchi, or Pocoman, which have ∫ome connexion one withanother, yet the Poconchi being the ea∫iest, and mo∫t elegant, and that wherein I did con∫tantly preach and teach, I thought fit to ∫et down ∫ome rules of it, (with the Lords Prayer, and brief declaration of every word in it) to witne∫∫e and te∫tifie to po∫terity the truth of my being in tho∫e parts, and the manner how tho∫e barbarous tongues have, and may be learned (1648: 213).

Es interesante constatar cómo ahora la propiedad de un lenguaje no viene determinado por ajustarse solo a las declinaciones clásicas sino por su capacidad para ser captado, estudiado y puesto en práctica, es decir, reconducido a su perlocutiva y directa condición de habla. El trabajo de Gage se centra en que otros viajeros ingleses en la zona puedan comunicarse sin dificultades19 mediante 18. “There is not in the Poconchi tongue, nor in any other the diver∫ity of declen∫ions, which is in the Latin tongue; yet there is a double way of declining all Nownes, and conjugating all Verbes, and that is with divers particles according to the words begginig with a vowell or a con∫onant; neither is there any difference of ca∫es, but onely ∫uch as the ∫aid Particles or ∫ome Prepositions may di∫tingui∫h” (1648: 213). 19. “And thus for curio∫ities ∫ake, and by the intreaty of ∫ome ∫peciall friends, I have furni∫hed the Pre∫∫e with a language which never yet was printed, or known in England. A Merchant, Mariner, or Captaine at Sea may chance by fortune to

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la gestión pragmática de las locuciones, de las diferencias en el empleo de un verbo u otro y de su conjugación según la naturaleza de lo que vaya a decirse: ...there two Verbes, Quinchol, wich ∫ignifieth, I can or am able, and Inva, wich ∫ignifieth I will, when they are put with other Verbes of what∫over per∫on, they are elegantly put imper∫onally in the third per∫on ∫ingular. As for example: Inchol nulocoh, I can love. Inra nulocoh, I will love. Ixra ixnulocoh, I have been willing to love. Ixchol ixnulocoh, I have been able to love. Tichol nulocoh, I can love thee. Tira nulocoh, I will love thee (1648: 215-216).

Al percibir que una lengua alivia y objetiva con la tercera del singular los contenidos del poder o del deseo, al encontrar que de este modo se vuelven impersonales y que eso los aligera, los vuelve más elegantes, el individuo concreto o la circunstancia específica parecen inmiscuirse imprudentemente en una gramática que se convierte más bien en el registro de gustos, episodios y opiniones, un fabuloso y tácito lugar de sucesos. Pero ¿puede realmente un diccionario no ser subjetivo? 13. Esas incursiones experienciales en la descripción de una sintaxis ocurren no obstante a pesar de la misma. Los tratados que se confeccionan en el xvii no pueden ocultar su voluntad rectora: tienen el firme propósito de imponer reglas, de observar fórmulas, de establecer leyes y de encarrilar lo peregrino en armados discursos. Esto se entiende como “poner en arte”, y de ese modo el padre Bernardo Lugo obliga a reconocer al chibcha la finalidad de todo su esfuerzo: Qvien eres tu que tan lixera buelas? La lengua Chibcha ∫oy. (...)

be driven upon ∫ome Coa∫t, where he may meet with ∫ome Pocoman Indian; and it may bee of great u∫e to him, to have ∫ome light of this Poconchi tongue. Whereunto I ∫hall be willing hereafter to add ∫omerthing more for the good of my Countrey; and for the pre∫ent I leave thee Reader to ∫tudy what hitherto hath briefly been delivered by mee” (1648: 220).

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Con tu profundidad, di que imaginas; Que e∫tudiando ∫abras lo que adivinas Que el docto Lugo pre∫ide en mis e∫cuelas. Pú∫ome en Arte ∫iendo yo intrincada. Y de Chontal me hizo tan ladina, Que cau∫o admiracion al mundo todo (1619: s.p.) 20.

A pesar de este poemita que él mismo traduce al principio de su gramática, Bernardo Lugo no tenía un alto concepto de la lengua asilvestrada que le toca analizar. Para él, es una expresión bárbara que solo la normativización puede introducir en un esquema, esto es, civilizar21. Porque, por muy salvaje que sea la lengua, puede ordenarse. Muy lejos todavía del escéptico dictamen de Sapir y Whorf, la lexicografía de la época es optimista, cree en un alto grado de comunicabilidad de los pueblos. Y esa creencia tiene una base teológica en el milagro panglósico de la venida del Espíritu en Pentecostés. Otra cosa es esta consideración reguladora de los modos del decir, el empeño en reconducirlos a una versión cuadrada de sí mismos. Al frente de los títulos impresos, la gramática adquiere tonalidades de ortopedia. En otras regiones, los misioneros protestantes se verán faltos de la infraestructura de apoyo tras la que, con años de experiencia, se pertrechaba la Iglesia católica. Pero esa carencia les obligará a buscar sus fuentes entre los propios nativos, aunque no variara mucho su percepción de los mismos y su vocación reformadora. John Eliot, predicador de Nueva Inglaterra, se asiste de un joven indio, Cockenoe, cuya fluida competencia en inglés le habilita para convertirse en su intérprete.22 Para ayu20. Para poder declarar mejor los sonidos chibchas, Bernardo Lugo improvisa grafías nuevas que se ajusten mejor. El ejemplar con que cuenta la John Carter Brown Library tiene anotaciones al margen que traducen las frases moscas incluidas para orientar la predicación probablemente realizadas por uno de los usuarios directos de la gramática. 21. “In a completely different tone from Domingo de Santo Tomás, also a Dominican, Lugo called the language of the Indians barbaric and emphasized that he had tried to bring its confusion to order” (Dedenbach-Salazar 2008: 250). 22. “The English looked upon the numbers of Catholic conversions and deemed it scandalous that they themselves were so uncompetitive. Rather than the

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dar al anuncio del Evangelio, Eliot recopila su Indian Grammar, publicada en Cambridge en 1666, considerándola un correctivo o una pedagogía de reeducación que conduzca “dentro de reglas” los fieros modos verbales de los indios del Norte. La portada del libro la encabeza en concreto una muy significativa para ayudar al anuncio del Evangelio cita de Isaías (33, 19): Thou ∫halt not ∫ee a fierce people, a people of a deeper ∫peech then thou can∫t perceivs, of a flammering tongue, that thou can∫t not under∫tand.

Es difícil una más clara conciencia de la función ecuménica de una gramática que la expresada por este predicador de Massachussets al final de la suya: I do believe and hope, that the Go∫pel ∫hall be ∫pread to all the Ends of the Earth, and dark Corners of the World, by ∫uch a way, and by ∫uch In∫truments as the Churches ∫hall ∫end forth for that end and purpo∫e (s.p.).

14. Frente a los estructurados diccionarios eclesiásticos, acompañados de ejemplos de oraciones, sermones y catecismos, compuestos en los nuevos idiomas de las Indias occidentales y empeñados en la reducción al latín de todas las gramáticas, los vocabularios de los viajeros son azarosos acopios de palabras como quien reúne souvenirs turísticos. Es más, una gramática o un diccionario testifica la llegada y permanencia en un lugar, da crédito de viaje al lingüista improvisado: es la señal de que se estuvo y se conoció, la contundente manifestación de un traslado en el xvi, como los mirabilia y especímenes trucados que se coleccionan en el xiv o en el xviii se regresa con un equipaje de pruebas científicas. corporate approach to evangelization taken by Franciscans, Dominicans, Augustinians, and Jesuits, it fell to the conscientes of individuals among the English settlers to go among the native peoples and acquire their languages. Those who did so in New England included John Eliot, Roger Williams, the father-and-son team of Thomas Mayhew and Thomas Mayhew Jr., and Peter Foulger. Without the institutional support and specific training that evangelists in Catholic missionary orders received, each had to approach learning the local language on his own” (Karttunen 2000: 220).

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De su estancia entre los hurones Jean de Brébeuf y Mercier se traen una curiosa oración de la tribu con traducción al francés interlineada, algunas normas lingüísticas, algunos relatos de origen, proverbios, frases sentenciosas y una carta de agradecimiento, escrita de mano de uno de los indios, por las mercedes recibidas de los misioneros23. Los dos viajan y predican en Nueva Francia en momentos distintos, pero la intención verificadora de sus relaciones es la misma, la demostración del viaje y la estancia en una tierra radicalmente diferente a la propia. Lo interesante es que esa intención se perciba cumplida con la exposición de contundentes y trasladables pruebas verbales. 15. No hay esquemas ni líneas guías ni estructuras decididas de antemano en los manuales de conversación o en los lexicones del viajero del Nuevo Mundo. No se analizan en ellos los idiomas por la rentabilidad en número de hablantes o por la riqueza etimológica, ni siquiera por la oportunidad de su conocimiento para los futuros contactos, no hay un rendimiento de la gramática emprendida, como sí ocurre entre dominicos o franciscanos que hacen de morfologías extrañas, de fonologías imposibles la alabanza ecuménica y evangelizadora al Dios del Verbo único. Los viajeros escriben conforme han vivido. El resultado, además de documentar los modos y maneras sociales con que se veían y comportaban los heterogéneos habitantes novohispanos, plantea una cuestión de jerarquías: ¿qué consideraba esencial para la pragmática del lenguaje, esto es, para la realización del habla un caballero de visita por tierras desconocidas? Y sobre todo, ¿cómo organizar, cómo estructurar la información de aquello que ocurre un momento, que se produce de modo espontáneo, cómo catalogar lo casual? Una situación taxonómicamente tan compleja, que ­compete a la organización de un supuesto conocimiento adquirible 23. “C’e∫t a∫∫ez (...), ∫i ce n’e∫t que quelqu’vn ∫oit bien ay∫e d’apprendre au∫∫i quelque cho∫e de leur ∫tile. Ils v∫ent de comparaison∫, de mots du temps, & de prouerbes a∫∫ez ∫ouuent. En voicy vn des plus remarquables. Tichiout etoátendi; voila, di∫ent-ils, l’e∫toile cheute, quand ils voyent quelqu’vn qui e∫t gras & en bon poinct; c’e∫t qu’ils tiennent qu’vn certain iour vne e∫toile tomba du Ciel en forme d’vne Oye gra∫∫e” (Brébeuf 1637: 84).

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y a su gestión universal, no volveremos a encontrarla hasta el enciclopedismo francés con Diderot o el Romanticismo de Alemania, cuando Novalis batalle con el orden que dar a su Enciclopedia y cuánto y qué compendiar en ella. Bouvard y Pécuchet, los personajes de la novela de Flaubert, padecieron también lo suyo, pero Arenas no se rompe la cabeza, asume las exigencias más inmediatas —las que surgen realmente en el curso del viaje— y luego las transfiere “a vn interprete de los Naturales de∫te Reyno, el qual las boluio en Mexicano” (1611: 3). Por lo que ya hemos visto, él mismo puso a prueba la verdadera urgencia de los contenidos trasladados —no solo que la traducción sea la correcta, sino la necesidad de ese diálogo, la alta frecuencia de su aparición en medio del habla. La docena de reimpresiones que merece a lo largo del tiempo y su traducción al francés acreditan la buena voluntad y servicio de esta “guía de la conversación” y su felicidad frente al escasamente consultado Vocabulario de fray Alonso de Molina24. Para que cómodamente nos podamos servir de él, el diccionario de Arenas adopta un itinerario deductivo. La necesidad, primero muy genérica —lo que “conuiene â ∫aber, ∫i en razon de caminos, y caminar, comprar, ó vender, pedir recaudo en llegando à algun pueblo, ó en razon de otra cualquiera de las co∫as” (1611: 3)— que el Nuevo Mundo requiere de quién lo recorre, se va perfilando —como ya dijimos— en sucesivas tablas temáticas, a veces de una minuciosidad obsesiva. Si vas a en busca de un indio a su casa, por ejemplo, el vocabulario no solo te enseña a preguntar por él, sino también a inquirir si está enfermo, cuánto hace que no trabaja y porqué, si se esconde, en 24. En su prólogo a la edición facsimilar de la UNAM, Ascensión Hernández de León-Portilla, refiere el triunfo de la obra y su abundante citación entre los bibliógrafos y estudiosos del virreinato de Nueva España, en contraste con el desconocimiento de su autor: “Pocas son las noticias que sobre Arenas aportan los que se han ocupado de su Vocabulario, que por cierto ha sido citado y reseñado por bibliógrafos y coleccionistas del Viejo y del Nuevo Mundo. Poco más de un siglo después de aparecer la primera edición, ya en 1743, está presente el Vocabulario en la obra de Antonio de León Pinelo, reeditada y sumamente completada por Andrés González Barcia. Por esa misma época también lo cita Lorenzo Boturini en el catálogo que hizo de los libros que coleccionó” (1982: XIX-XX).

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qué lugar, e incluso posibilita al indio la frase para negarlo —algo que el indio no necesita, pero que el vocabulario, desde luego, le proporciona—: Esta aca——————————— fulano, ó fulana———————— adonde e∫tá—————————— quando vendra————————— vendra luego—————————— adonde fue——————————— aquí e∫ta e∫côdido———————— tu lo niegas——————————

Cuixnicanca in yehuatl, & c campacà iquin huallaz cuis iciuhca huallaz campaoya nican motlatihtica ahmo ticmocuitia (A 3).

Los cuadros de ideas distribuyen motivos conversacionales y catalogan variantes de demandas o respuestas desde cualquiera de las enunciaciones factibles. Lo que conlleva que el cuadro abandone la posición repertorial para volverse dramática y obligue al lexicógrafo a dejar su posición observadora e inmiscuirse en la escena: es entonces un hablante más que trae y lleva conceptos, que participa de ellos, que los sufre. La tabla de las “palabras mas ordinarias, que ∫e ∫uelen decir a los Indios jornaleros que trabajan en minas, y labores del campo” parece reunida por los propios mineros: A hermanos/ den∫e prie∫a/ dados prie∫a/ mirad q es tarde/ y auemos hecho/ muy poco/ (...) donde os tarda∫tes/ donde e∫tuui∫tes/ tomad e∫∫o/ lleuad e∫∫o/ hazed vos aquello/ y vos e∫to otro/ (...) ya se pone el ∫ol/ vayan∫e a ca∫a/ el Sabado les pagare (1611: 13-14) 25.

La información sobre el habla por lo tanto se recoge en función de varios sujetos dialogantes. Sin atender al polo de emisión, fluctúa sin precisarlo de un hablante a otro, participa de ambos, sin que

25. Algo parecido ocurre con la lista de “Diuer∫as palabras que ∫e ∫uelen ofrecer decir, nombrando, preguntando, ó haziendo algunas co∫as”. Quien las recopila en función de su utilidad no parece el viajero Arenas, sino el esclavo o criado que le sirve. Las fórmulas recogidas sirven a un emisor completamente distinto y el diccionario ofrece los equivalentes nahuatl de: “Adonde e∫tá nue∫tro amo?”, acullà e∫tá, arriba e∫tá, abaxo e∫tá, no ∫e adonde e∫tà, (...) cierto que no miento” (1611: 140) (En ambos casos omito la parte náhuatl para favorecer la lectura del diálogo).

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importe quién la pronuncia, como un flujo de voces bilingües que comparte un solo golpe comunicativo26. Y todo porque Arenas parece tener una idea itinerante y viaria del lenguaje, una concepción móvil del acto de hablar, que es siempre un proceso tan abierto como lo permite el juego combinatorio de sus tablas, la danza establecida entre los sintagmas que compendia, el baile de cómo se siguen unos a otros, se suplen o reajustan según el día y la noche, el animal que se compre, la comida que se encargue o el representante político que se busque: Co∫as que comunmente ∫e ∫uelen preguntar, y pedir de∫pues de llegado a algun pueblo. Adonde es———————— Campaye la comunidad——————— in comunidad adonde es la ca∫a————— campa inichan del mayordomo—————— in mayordomo del Alcalde———————— in Alcalde del Regidor——————— in Regidor lleuame allà——————— ompa xinechhuica quanto quieres—————— quézquiticnequi quanto cue∫ta——————— quézqui ipatiuh una gallina——————— ce totolllin de Ca∫tilla———————— Caxtillan tlatlazqui de la tierra——————— cihuatotollin vn gallo————————— ce huexolotl de la tierra——————— mexicatotollin (...) traedla a∫∫ada—————— tlehuacqui xiqualhicacan (1611: 37-38).

16. Es evidente que fuera de la normada vida religiosa, que provee y prevé recursos y sistemas para la comprensión del otro, el viaje del laico se improvisa. El que no es letrado o latino tiene que 26. A veces incluso, como las réplicas teatrales, se van alternando las expresiones a traducir: “Palabras que ∫e ∫uelen decir en razon de ami∫tad” es un capítulo ordenado por intervenciones en las que cada sentencia es doblada en la primera y segunda persona de la conversación amistosa entre dos hombres que se conocen. A la variante nahuatl de “Fulano/ es mi amigo/ tiene buena voluntad/ de∫∫eòme bien/ tiene me obligación/ hame hecho bien”, se contesta con las frases nahuatl de “tengole buena voluntad/ de∫∫eole bien/ tengole obligación/ Dios le de salud” (1611: 111).

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ingeniárselas para recoger los problemas de comunicación entre los pueblos. De hecho, Jean de Léry, un simple zapatero al que Calvino envía con trece colonos más a una zona francesa del nuevo continente, se adentra en la tierra del Brasil “también llamada América” y publica en 1578 la relación de ese viaje con un precioso “Colloque (...) entre les gens du pays nommez Tououpinambaoults, & Toupinenquin en langage sauuage & francois”, eligiendo la forma dialogada para exponer el vocabulario principal de la zona.27 El relato del viaje en sí es ya una joya, de la que se percibieron desde Montaigne, en cuyo ensayo “De los caníbales” influye, hasta Lévi-Strauss, que lo considera el verdadero “breviario del antropólogo” en sus Tristes trópicos, y Michel de Certeau que le dedica un estudio completo en La escritura de la historia (1975). Entre otras informaciones, Léry recoge canciones tupís: “Kamouroupouy oua∫∫ou est vn bien grand poi∫∫on (car au∫si oua∫∫ou en langue Bre∫ilienne veut dire grand ou gros ∫elon l’accent qu’on luy donne) duquel nos Tououpinambaoults font ordinairemêt mention quand ils chantent di∫ant ain∫i: Pira-oua∫∫ou à oueh Kamouroupouy oua∫∫ou a oueh” (1578: 186). O nos informa, con grabado incluido de las ceremonias de bienvenida con que celebran alguna visita.28 27. Algo similar intentará Andrés Febres (1765), el jesuita que, ya en el xviii, confecciona un diccionario mapuche, donde se insertan —en medio de una gramática con ejemplos mapuches (1-98), un diccionario en ambas lenguas (146-156), una “Doctrina cristiana en chilli dugu” (183-294) con sermones, un vocabulario “hispano-chileno” (295-414) o un “Calepin chileno hispano” (415-682)— varios ejemplos de conversaciones posibles con nativos, como el “Dialogo chileno-hispano muy curioso”, “traducido en muchas partes mas de sensu in sensum que de verbo ad verbum” (99-145) y el “Ejemplo de un coyaghtun —o discurso— entre el cacique Ancatemu y el padre Millaieuvu en su recibimiento” (146-156). 28. “Pour dôcques declarer les ceremonies que les Tououpinamboults, ob∫eruent à la reception de leurs amis qui les vont vi∫iter. Il faut en premier lieu, ∫i to∫t que le voyager e∫t arriué en la mai∫on du Mou∫∫acat, ce∫t à dire bô pere de famille qui dône à manger aux pa∫∫ans qu’il aura choi∫i pour ∫on ho∫te (ce qu’il faut faire en chacun village ou l’on frequente, & ∫ur peine de le facher quand on y arriue n’aller pas premieremêt ailleurs) que s’a∫∫eât dâs vn lict de coton pendu en l’air il y demeure quelque peu de têps ∫ans dire mot. Apres cela les femmes venâs à l’êtour du lict, ∫a croupi∫∫âs, les ∫e∫∫es côtre terre, & tenâs les deux mains ∫ur leurs yeux, en plorans de ce∫te façon la bien venuë de celuy dôc ∫era qy’e∫tion, elles diront milles cho∫es à ∫a louange” (1578: 414).

Fig. 3.5. Jean de Léry, “Ameriquanes plorans la bien venue”, “Colloque (...) entre les gens du pays nommez Tououpinambaoults, & Toupinenquin en langage sauuage & francois”, Histoire d’vn voyage fait en la terre du Bresil, autrement dite Amerique..., [La Rochelle]: Antoine Chuppin, 1578.

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A lo largo de su conversación, el tupí y el francés, protagonistas del “Coloquio”, se dirigen preguntas y se regalan contestaciones que aparecen versionadas en los dos idiomas, como si el indio estuviera aprendiendo asimismo el idioma del blanco y el vocabulario acumulado fuera bidireccional, doble, nivelado y democráticamente bicápite. El capítulo es una maravilla de ingenio tipográfico, porque teatraliza el proceso de traducción con dos actantes que, bajo las iniciales T y F de sus personajes, comparten el espacio doble de la frase en la bifurcación que le supone verse traducida. Cada sentencia enseñada se dice dos veces por parte de cada hablante, en lo que resulta una sobreabundancia comunicativa, una especie de barroquismo de la inteligibilidad, el derroche de la aprehensibilidad de una lengua: Tououpinambaoult ERE-ioubé? Es tu venu? François Pa-aiout, Ouy ie ∫uis venu? T Teh! Auge-ny-po, Voila bien dit. (...) T Ere-iaca∫∫o pieno? As-tu lai∫∫é ton pays pour venir demeurer ici? F Pa. Ouy T Eori-deretani Ouani repiac. Vien doncques voir le lieu ou tu demeureras (1578: 341)

Las reduplicaciones que este exceso generan se evidencian desde un principio, cuando, presentándose el francés al indio, retraduce su propio apellido galo, según el significado que tendría en la lengua tupí: ejercicio peculiar del hablante por el cual éste se ofrece, de su propia mano, la versión de sí mismo que le sirve la cultura hallada y se significa —o se rebautiza— desde la lengua nueva. De este modo, T le demanda el nombre —“Mara—pé-déréré? Comment te nommes tu?”— y Jean de Léry dice que se llama como los tupis llaman a las ostras:

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F Lery-ou∫∫on, Vne gro∫∫e Huitre (1578: 341).

Y, por si no quedara claro, insiste en anotación al margen que así es “le nom de l’authure en langag Sauuage”. El coloquio progresa con esta sensación de entendimiento perfecto, de un entendimiento abundante, la ilusoria imagen de una traducibilidad íntegra y del intercambio, incluso obsequiosamente fácil, entre todas las cosas. Los excesos comunicativos no acaban ahí. Cuando de la respuesta del tupí o del francés pudieran derivarse varias posibilidades, el texto se reproduce, se redobla para marcar todas ellas, oscilando artificiosamente del eje horizontal del vocablo en su función sintagmática al abanico de sus opciones y sinónimos en la abierta disponibilidad de los paradigmas. Si el tupí pregunta de qué tono es la tela de los vestidos en la maleta de su interlocutor, a la vez le proporciona la paleta de los nombres de los colores en su lengua bárbara, va listando todas las variantes y construyendo el pequeño diccionario de las tonalidades en medio del discurrir del debate. Es decir, el texto se abre al enramado infinito de la lengua como código y del habla como realización. Y duplica ambos en el escenario de posibilidades que pretende ser el encuentro de dos hablantes. Así, una solo intervención de cualquiera de ellos se desdobla como un jardín de senderos bífidos, de opciones múltiples que el coloquio contempla, generosa y simultáneamente en paralelo a la gestión del mismo. T Mae pérérout, de caramemo poupé? Quelle choe e∫t-ce que tu as apportee dedans tes coffres. F A-qub. des ve∫tements. T Mara vaé? De quelle ∫orte ou couleur? Sobouy-eté: De blue: Pirenc. Rouge. Ioup. Iaune. Son. Noir. Sobouy, ma∫∫ou. Verd.

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Pirienc. De plu∫iers couleurs. Pega∫∫ou-aue. Couleur de ramier, Tin. Blanc. Et e∫t entêdu de chemi∫es (1578: 343).

Evidentemente, en todo esto, las informaciones más serias y etnográficas de la región las proporciona el indio que detenta varios turnos del ritmo dialogado; lo que el tipógrafo nos recuerda marcando el prolongado protagonismo de sus intervenciones con la letra T del encabezamiento. Entonces al forastero le toca contarle cosas de la Francia de la que proviene, y de los hábitos lingüísticos. O soportar el peso de las precisiones de ciertos usos, las indicaciones de formas y maneras, las razones de metonimias, expresiones, onomatopeyas. Por ejemplo, el otro le dirige algún término incomprensible, algo como He! y le hace saber a la par, como una especie de profeta glosolálico, que aquello es una “interiection qu’ils ont accou∫tumé de faire quand ils prêsent à ce qu’on leur dit, voulans repliquer volontier. Neantmoins ∫e tai∫ent afin qu’ils ne ∫oyent veus importuns” (1578: 344). El problema es desde dónde o por quién se dice esto, de quién provienen estas intersecciones metalingüísticas en medio del lenguaje, salvo que legítimamente les pertenezcan entonces a los dos, que en ese instante ambos compartan la apelación, ambos sean el lenguaje que se dice en ellos, en esa tierra de nadie de lo dicho, en el espacio común, indiferenciado, neutro y agenérico —incluso tipográficamente— que para Léry parece fundar la comunicación. Insistamos en el derroche casi festivo con que se nos escenifica la abundancia magnífica de un diálogo en todas sus potencialidades y variantes, la simultaneidad con que Léry nos proporciona la gramática y la enciclopedia, la lengua y el habla de esa lengua, el código y su praxis entreverados, la pasión y el lujo comunicativo de dos extraños —un viajero, un anfitrión— en pleno proceso de reconocimiento. Aunque lo más importante reside en que todo esto ocurre dentro del coloquio, forma parte de la representación del dialogo, se expresa en su interior, no sólo en él, sino como él mismo, como el propio coloquio. Entonces la comprensión de lo que se dice debe ser también dicha, debe aparecer ahí al lado de la representación

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de lo discutido y en tanto parte inequívoca del discurso, su porción —sin duda— más expresable. Las voces del otro, en toda la seducción de su desplegada extrañeza, son las que provocan esto: este abrirse de la representación gramatical para acogerlas. Es su condición única e incomparable la que exige dinamitar el cerrado modelo de la consignación lexicográfica que siguen los religiosos y desatienden los viajeros a su paso por las Indias. El modo en que dicho patrón queda así desarticulado, desbordado, irreconocible es un precio justo y prácticamente razonable a raíz de esta riqueza lingüística descubierta y hasta entonces ni siquiera imaginada.

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1. Las dificultades de comprensión entre conquistadores y conquistados adquieren visos épicos y son relatadas por los misioneros como escollo superable solo gracias a una ayuda espiritual que queda sancionada, a su vez, en el éxito mismo de la prueba. La descripción de ese proceso es, por tanto, teológica y probatoria y ocupa un portentoso capítulo etnolingüístico en la crónica de Gerónimo de Mendieta, donde se nos informa, casi evangélicamente, “del trabajo que pasaron estos padres por no saber la lengua de los indios hasta que la aprendieron” (1870: 219), contándose a continuación el particular método para comunicarse, acuñado por los primeros doce franciscanos en las tierras novohispanas. Desconsolados por no poder entenderse indios y sacerdotes, los frailes acuden a la “fuente de bondad y misericordia” —y en este caso de heteroglosia— que es “nuestro Señor Dios, aumentando la oración e interponiendo ayunos y sufragios, invocando la intercesión de la sagrada Virgen Madre de Dios y de los santos angeles, cuyos muy devotos eran” (1870: 219). Y es precisamente por inspiración divina por la que desarrollan la idea de una pedagogía, lúdica y activa, que algunas academias de idiomas siguen considerando —aun sin comprobaciones metafísicas— de eficacia única en el sector:

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Y púsoles el Señor en corazón que con los niños que tenían por discípulos se volviesen también niños como ellos para participar de su lengua y, con ella, obrar la conversión de aquella gente párvula en sinceridad y simplicidad de niños. Y así fue que, dejando a ratos la gravedad de sus personas, se ponían a jugar con ellos, con pajuelas o predezuelas, el rato que les daban de huelga, para quitarles el empacho con la comunicación. Y traían siempre papel y tinta en las manos; y, en oyendo el vocablo al indio, escribíanlo, y comunicaban los unos a los otros sus escriptos, y lo mejor que podían conformaban a aquellos vocablos el romance que les parecía mas convenir (1870: 220).

El diccionario de palabras ajenas se obtiene mediante intervención celestial. O, en todo caso, al misionero se le revela el método para su aprendizaje que, elevado a artículo de fe más que de sintaxis, entra a cooperar en la gran empresa ecuménica de Indias. El lenguaje sigue siendo un atributo del dios que encarna en el mundo con su concurso —incluso en el caso de los silvestres y simples dialectos nativos—. Mediante ayuno y preces, por intercesión de lo alto, el misionero recibe insuflado el poder de hablar con los indios; lo recibe como jugando y requiere del estado de inocencia y de un cuadernillo para apuntar las repentinas epifanías lingüísticas. La vieja relación pagana entre balbuceo, barbarie, lengua e infancia se cristianiza y se explora para salvación y conversión de incivilizados sin bautismo, sin policía y sin alfabeto. Lo que contrasta enormemente con el otro método, más secularizado, con que Pedro Marbán comenta en cambio la adquisición —por parte de sus compañeros jesuitas— del conocimiento del moxo, lengua hablada de las dilatadas regiones de Chiquitos, gracias a la simple y humana observación directa de las voces y mediando, sin duda, “la paciencia del tiempo” Venciò al fin el zelo Apo∫tolico, y christiana indu∫tria; la intratable dificultad del Barbaro idioma, y ya dueños de la ∫ignificaciô, comenzaron à manejar, como armas proprias las vozes agenas (Marbán 1702: s.p.)

A partir de ahí, los dueños laboriosos de esa significación obtenida en la observancia de la extrañeza fonética comienzan su consignación gramatical, reduciendo “à methodo” lo que hasta entonces

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consistía en una masa sonora. Y pequeños ­vocabularios de muestra se incorporan a tratados de evangelización, actas de concilios, sermonarios, doctrinarios, catecismos, manuales de misiones, itinerarios y cuadernos de oración, anuarios de predicadores y dietarios de conventos. La estructura del lexicón, el esqueleto de los tesauros, la organización inventarial de verbos y conjugaciones se introduce, en general, no solo en la escritura evangelizadora sino en toda prosa de uso y, por supuesto, en la de las relaciones, cartas, compendios, relatos de conquista y crónicas de Indias. 2. Francisco de Ávila en el Tratado de los evangelios, suma póstuma de sus homilías, incluye algunos ejemplos del diferente significado que poseen las palabras quechuas según y cómo se pronuncien. De repente, parece suspender el hilo de su sermón y hace una precisión léxica, una traducción que se complica, o expone el lema de un improvisado diccionario, explicándonos por ejemplo que la taza que los indios pintan con lacre se llama “cu∫cuscca qquero” (1648: 102), que lo que ellos entienden por “Ilutta∫cca” o “ccaracha” en castellano significa lepra y “es vna graui∫sima enfermedad” (125), que “châca” es “vna pedrezuela”, “cuy” es el “carnero de la tierra”, o que: Callu pronunciado a∫∫i llanamente, ∫ignifica la pieça texida para vna manta, y Ccallu con dos cc. ∫ignifica la lengua, de manera, que todo ∫e re∫uelue, en que viendo dos letras juntas à de pronunciar el vocablo con mas fuerça. Vna ventanilla honda en vna pared, no para luz, ∫ino para poner algo, ∫e dize Ttocco: con dos tt, para que haga fuerça al principio, y con dos cc, para que alli tambien la haga, y ∫i ∫e e∫criuie∫∫e llanamente, diziendo toco, vendrià à ∫er vocablo Ca∫tellano, que quiere decir tocar, ò palpar (1648: s.p.).1 1. En lo que respecto al monumental Tratado de los evangelios, este recoge términos del quechua del Chinchaysuyo y sus equivalentes en otras lenguas del sur. Por lo tanto, constituye un sorprendente esfuerzo poliglósico con momentos inventaríales y herramientas de distribución de ese saber. Es muy interesante también que Ávila se haga eco de los problemas ortográficos para verter a la escritura la fonética quechua y plantee la necesidad de vigilar las soluciones aisladas que se le están dando al asunto, en ocasiones para él nada satisfactorias. Para la ortografía y tipografía de las lenguas nativas, véase Garone Gravier (2014), por ejemplo.

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Por su parte, dentro de la Extirpación de la idolatría en el Perú, Pablo José de Arriaga, también visitador hacia 1585, consigna los nombres de los ídolos incas, las prácticas heréticas, los modos de descubrir los viejos ritos con sus hechiceros reincidentes y de perseguir el paganismo. Y, al final, nos deleita con un “Índice de algunos vocablos [en quechua] que por ser vocablos no van explicados en sus lugares”, en calidad de descanso de inquisidores y apéndice neutro, una exposición puramente léxica en medio del imprecatorio tono general. El tratado se transforma en vocabulario, suspende su agresividad y eficacia, su ortodoxia doctrinaria dulcificada en la jugosa expresividad inca. 3. El inventario es una forma exhaustiva de exposición: suple el conocimiento fundado con el simulacro de su ordenación y taxonomía. Produce ilusiones de verdad, pero de una verdad por extenso, ya que maneja y comunica el arraigado saber clasificable de una globalidad que se nos asegura completa. La abundante lista de interjecciones y de sus significados “que mas comunmente u∫an los indios”, incorporada al Arte de la lengua general del Perv, llamada Quichua, reporta la impresión de ser el recorrido veraz por las vivencias sin secretos del otro, radiografiado en la nómina de sus impulsos más íntimos: A. interjection del que exclama o ∫e admira, o invoca, o saluda, o agradece. Acao acacao, del que ∫e quema. Ach, ach àch, del que duda. Achallay, del q alaba co∫a pequeña y linda. (...) Acuyà ∫u∫uyà, del que invoca adorâdo. Ahà, ahahà, del que coge a otro en maleficio. Ala, alao, del que ha compa∫ion. Alay, alalay, del que ∫e quexa de frio. Anay, ananay, anao, ananao del que ∫e quexa de dolor o de enfermedad. Añay, ananay, aña del que alaba co∫a hermo∫a o ∫uaue. Anchuya araya a∫ta ya, del que ∫e fa∫tidia como ∫i dixe∫∫e quitaos alla.2 2. La nómina de interjecciones, prolija, detallada, todavía continúa por unas cuantas entradas más: “Acuy, acuylla, o norameça mal hombre./ A∫taya proh dolor

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Catálogo de gestos, de interacciones, desplegado en la página del vocabulario, recuerda los dibujos fisionómicos clasificando la variedad de los rasgos, las fotografías documentales sobre expresividades faciales alteradas, las largas nóminas de conductas procesales o esas tomas pormenorizadas en cómputo diseccionado de músculos y tendones con el desnudo movimiento de un hombre subiendo una escalera. Todos los inventarios tienen necesariamente algo exhaustivo, algo agotador, compulsivo, físico. 4. No de otro modo, sino como un exceso de acopio y de celo, como una pasión por el inventario y los listados, pueden leerse las preguntas que organizan el “Tratado tercero” del Itinerario de Peña Montenegro. En este caso la secuencia sigue un proceso lógico, una detención cada vez más puntillosa y casi enfermiza hacia la exhaustividad. Cada punto añadido cansa un poco más en su manía totalizante, la enumeración se despliega lo mismo por extenso que en intensidad y la nómina se emborracha de su capacidad numeral, de su globalidad extrema. El tratado versa sobre la “obligación que tiene el Doctrinero de decir Mi∫∫a a los Feligre∫es”, pero ese deber inaugural se complica en nuevas tareas expresadas. No queda una sola posibilidad de labor que no se contemple, hasta que la lista se estanca en la contemplación de su propia desmesura, en la perversa solicitud de nuevas obligaciones: —Si los Curas de Indios pecan en dezir la Mi∫∫a los Domingos, y fie∫tas a la vna y media, ò a las dos de la tarde? —Qué harà el Doctrinero que de∫pues de auer dicho Mi∫∫a, y de∫nudado∫e halla vna Particula con ∫agrada en la Patena, y no ay Sagrario donde ponerla? —Si a media noche ∫ucede en vn Beneficio donde no ay Sagrario, e∫tarà peligro de muerte algun enfermo que quiere comulgar, podrà celebrar el Doctrinero?

ay dolor. (...)/ Huararay del que ∫e admira de ver co∫a muy grande o de mucho numero./ Ya, yao, del que repara en algo admirando∫e, o muestra a∫∫entir al que va narrando algo./ Nao, del que tiene fa∫tidio por la importunidad, es mugeril, el varon dize anana./ Tchak, achak, del que ha la∫tima, o le pe∫a de alguna de∫gracia./ Ti, titi, del que de∫precia, lo me∫mo es, ata” (1603: 37v).

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—Si el Cura de Indios puede celebrar ∫in confe∫∫ar∫e, e∫tando en pecado mortal, quando e∫tà lexos el que le puede confe∫∫ar? —Pregunta∫e, en ca∫o que ha de celebrar ∫in confe∫∫ar∫e, ∫i forço∫amente ha de llegar contrito, y ∫i ba∫tarà llegar atrito para recibir gracia? (...) —Que harà el Cura con el Santí∫imo Sacramento quando vienen Indios de guerra a quemar el Pueblo, ò ∫aquearlo? —Si podrà un Doctrinero excomulgado dezir Mi∫∫a, y admini∫trar Sacramentos en algunos ca∫os? —Quando e∫tan dos Sacerdotes en vn Pueblo, y ambos e∫tàn excomulgados, y no ay con quien confe∫∫ar∫e, ∫ino el vno al otro, que haran para poder celebrar? (1668: 1v-2r).

El listado suple la redacción, evita el aserto, detiene la prosa: él solo constituye por propia voluntad todos los libros. Es un estilo, un género, una obra completa. Ofrece la totalidad de sus abiertas enunciaciones y permanece en ellas como el modelo perfecto, universal de escritura. El que escribe un listado, diría Borges, no tiene que escribir lo que el listado ya comprende, sintetiza y abarca. Pero lo importante es cómo su sistemático desarrollo se enseñorea de la vida americana, quedando así contemplada y prevista la administración religiosa de las Indias hasta en su más remoto incidente. Porque no solo se sopesan y contabilizan los tesoros indianos, las costumbres nativas, los hechos históricos o las lenguas indígenas, también las probabilidades que amenazan la fe y los asuntos que complican la regencia de las almas. La Iglesia extiende sus medidas con la ayuda inestimable de su recurrencia al inventario, en tanto la figura estilística que engendra entendimiento, que segrega comprensión y asegura archivo. No es posible entender aquello que no se pasa a una lista. 5. Pero, además, el inventario es material puro que no tiene por qué rendir cuentas de la lógica de su inserción imprevista en medio del hilo del texto. Pedro Marbán, en su Catecismo para los indios de Bolivia, interrumpe una oración con la serie de los números en castellano. Justo después de “La Confe∫sion general” y el “Acto de Contricion” aparece una ristra de cifras hispánicas desde el “vno” hasta la “Centena de Millar de Cuento Cuento de cuentos”, además de una tabla de multiplicar a la manera española: una

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i­ nterrupción no solo extemporánea sino inexplicable, porque antes el propio Marbán había precisado que sus indios no saben contar y que hay que preguntarles cada pregunta de una en una. El sentido, por tanto, de esta peculiar enumeración de numerales entre los moxos, analfabetos matemáticos, nos queda ya tan inalcanzable como el cuadro y catálogo de frases, ordenadas según algún código de memorización, que el mercedario Martín de Murúa hace aparecer en su códice. Al final del índice o tabla de contenidos, el fraile incluye esta curiosa e inexplicable lista de vocabulario, justo tras la misteriosa descripción y “Memoria de un famoso chumbi de lipi o cumbi que solían traer las Coyas en las grandes fiestas, que llamaban sara”3, y sigue a continuación, sin explicación alguna ni puente de enlace, una lista extraña de letras y números: Lunes.............................Quién soy....................... Pimicani Martes...........................de dónde vengo........... may mantan hamuni Miércoles....................por dónde vine............ maytan hamurcani Jueves.............................dónde estoy................... may Pimicani Viernes..........................dónde voy....................... may mamirini Sábado..........................qué llebo.......................... imata mapani Domingo.....................quietud............................. cacica ruylla (150 v).

Probablemente se trate de un programa de estudio de ciertas frases para cada día, pero la cuestión reside en por qué Murúa las eleva a la condición de texto, por qué las incluye en medio del relato, para qué las declara, por qué este orden se ofrece sin declaración de su orden ni de su finalidad, y en virtud de qué esta modalidad del inventario se presenta de un modo impresentable, se inmiscuye sin razones ni pretextos, en la aislada condición de una espontaneidad no argumentada. 6. Desde luego, era frecuente la inserción de esos vocabularios en las primeras relaciones. Lógicamente y de cara a la propia 3. El título continúa: “Lleva ciento y cuatro y los duplicado. Los ocho son los extremos, cuatro en un lado y cuatro en otro” (150 v).

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s­ upervivencia, “traders and settlers also had an obvious interest in learning at least a few Indian words, and there are numerous word lists in the early accounts” (Greenblatt 1990: 26). Incluso con una necesidad menos perentoria, los diccionarios, los corpora de sinonimias y etimologías, los estudios paremiológicos, de toponimia o de campos léxicos se sienten imprescindibles para la historiografía de la época. Fuera del ámbito hispano, el historiador más importante y polémico, Étienne Pasquier, dedica el último volumen de Las Recherches de la France a esta necesidad, puesto que es incompleto cualquier retrato nacional que no tenga en cuenta la descripción del idioma de uso. Ya en su temprano De Orbe Novo, Pedro Mártir había dejado constancia de algunas palabras sonoras y delicadas que debieron de aprehenderse directamente de boca de los nativos traídos por Colón a la corte de los Reyes Católicos y que, luego, en la edición de Antonio de Nebrija, publicada en Alcalá en 1516, se convierten en glosario de voces antillanas mezcladas con hispanismos (Lerner 2000: 284). En la misma línea, para la relación pionera de Pigafetta vimos la importancia de esos vocabularios improvisados extraídos de caníbales hambrientos de comunicación y de gigantes buenos. Sin embargo, todavía en el xvii se sigue experimentando el asombro catalogable ante la lengua distinta y en su Descripción de la provincia de los Quixos en lo natural (1608), el conde de Lemos, Pedro Fernández de Castro y Andrade, incorpora 18 vocablos, número desde luego escaso si se compara con los 156 de fray Pedro de Simón en sus Noticia historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias occidentales (1621). Desde el Sumario de Oviedo al propio Inca Garcilaso, los textos que tengan que ver con las Indias descubiertas no podrán prescindir de esta forma de coleccionismo que es el de la nómina léxica. Hasta Ercilla expresa la importancia del vocabulario en su Araucana, puesto que no hay forma de decir ciertas cosas salvo en el nativo modo4. Cada verbo, cada designación, cada voz que 4. “Contemporaneously with these glossaries, vocabularies also began to appear in literary texts. Thus in 1569 Alonso de Ercilla, at the beginning of the

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haga de la página a que se incorpore una subespecie disimulada del diccionario arrastra hasta la dicción que la acoge la extrañeza de su nueva morfología y opera como una diminuta y designativa región fonológica donde el escritor inserta la dosis imprescindible de otredad que su crónica parece exigir. El magnífico, insigne glosario que vienen a ser los Comentarios reales trabaja de este modo, como conjunto de precisiones mixtas donde se gestiona una forma de encuentro o quizá, para ser más modestos, de coincidencia. El Inca que estaba contándonos los avatares de una panaca, los problemas bélicos de un rey o la constitución de una dinastía, abre la dinámica historial para precisar un verbo o fijar una nomenclatura. En realidad, el mismo azar que parece decidir su presencia en el texto preside también el camino de trasvase de una lengua a otra y el préstamo semántico entre ellas. La crónica que se abre para acoger esos cruces testimonia lo perentorio, lo frágil que es el proceso de la significación. La volatilidad de los sustantivos o de los sentidos asignados preocupa la racionalidad nominalista del Inca Garcilaso, que querría encontrar la razón última de que una cosa se diga así cómo se dice, siendo quizá el caso más evidente y más citado el del equívoco que vino a nombrar el Perú como un mero accidente terminológico para llamar todo un imperio. 7. También Pedro de Oña cierra su Arauco domado con una nómina exenta, añadida ahora a glosas y citas anteriores, exquisitamente breve, limitada a apenas ocho vocablos, puesto que en un principio el autor opta por no consignar los habituales como la fruta que, “por ser tan regalada y rica”, se la tiene “dada a conocer por toda la tierra”.

first part of his poem La Araucana on the Spanish conquest of Araucanian Indian lands, in which he was both a participant and the narrator, published a ‘Declaration of some things in this work... that because they are of the Indies cannot be well understood... so that they may be more easily understood’. This small vocabulary was gradually expanded in later editions. In the edition with three parts (15891590) he explained that a vocabulary was needed because “some words or names... though from the Indians, are so accepted and used in that land, that they have not been changed in our language” (Lerner 2000: 284-285).

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Figs. 4.1, 4.2, Pedro de Oña. Primera parte de Arauco domado. Impresso en la Ciudad de los Reyes: por Antonio Ricardo de Turín, 1596.

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Fig. 4.2.

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La precisión complica un poco las razones dadas para incluir las otras voces de chicha, macàna, màdi, màule, molle, mudày, pérpèr y vlpo, todas esenciales en el vocabulario de los nativos; y, en especial, la última que alude a un alimento principal, “ordinario mantenimiento dellos”: ... el qual ∫olamente es harina de mayz o ceuada to∫tada, desleyda en agua fría, ∫irueles de comida, y beuida juntamente, y de∫to hacen ∫u cocauí o matalotaje, quando caminan, lleuando vna talega de∫ta harina, y vn ce∫tillo para hazer el Vlldpu, tan texido, que nunca el agua echada en el ∫e vierte ni reçuma (1596: s.p.).

A lo largo del poema, Oña ha anotado al margen expresiones como chaquira —“granos azules menudos como aljofares” (II, 18)—, yule —“canasta texida de bejucos” (III, 20)—, chigra —“ese modo de fardo armado sobre aros o cañas verdes” (III, 20)—, totora —“especie de paja como cuchillos” (IV, 36)—, pacayas —“madera de que se haze el mejor carbô de las Indias” (IV, 46)—, etc. No hay explicación para que Oña coloque dentro del poema unas voces y fuera, en el pequeño diccionario final, las otras, aun cuando parece muy consciente de dicha duplicación y advierte que estos nuevos términos, “proprios de los indios por tratar materia propria suya”, son distintos “supue∫tos los que ya van a la margen, y (como ya ∫abidos) los declarados en la tabla de la Araucana” (s.p.), creando así con el otro poema mayor de la épica chilena una continuidad léxicográfica muy interesante. El lector, familiarizado gracias a Ercilla con el vocabulario de aquellas gentes, no verá entonces reiterada una información innecesaria y puede continuar su aprendizaje, rentabilizando este y economizando esfuerzos dentro de este segundo nivel de especialización en que la obra de Oña les adiestra. 8. Condición del inventario es entonces inmiscuirse, colarse en el interior de formas descriptivas, generando prosas de mezcla, exposiciones mestizas, maneras múltiples de la explicación. Decíamos que el diccionario, en tanto la manera más intralingüística de la nómina y de la colección, además de relaciones o crónicas —que parecen acogerlo de manera natural—, se suma a actas, autos, catecismos,

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manuales y textos evangélicos, reconvertidos así una especie de ­vademécum de los modos de comunicar, un exhaustivo compendio de herramientas para asegurarse la expresión. De los más bellos es la Doctrina christiana en la lengua guasteca, del fraile ermitaño y agustino Juan de la Cruz, que pone en acción un completo aparato compendioso, una maquinaria complicadísima en la que se combina el grabado con la traducción, la explicación gramatical con la teológica y el latín con el castellano y el huasteco. Tan complicada es la mezcla que los examinadores de la misma, fray Martín de Perea y fray Melchor de los Reyes, certifican “parecer ser doctrina catholica” y “que aprouechara para la in∫trucion de los yndios: cuya lengua no examinamos por no entendella”, dando un permiso, con esta aprobación, a todas luces insuficiente. Porque el manejo de un artefacto así de multifuncional e hiperoperativo exigiría una similar competencia disciplinar, una avezada capacidad para la simultaneidad de los códigos y la diversidad de las llaves: un lector triple, por tanto, activo y capacitadísimo, especie de macrolector, tan mestizo como la propia obra. Por eso, para multiplicar receptores, Bartolomé de Ledesma hace llamar al indio Lope Cozço, al cacique de Cuautla, Francisco de la Cueva y al intérprete, Martín Vázquez de Molina, que compulsarán romance con la lengua nativa y aprobarán una impresión dada de este modo volumétrico, monstruosamente diverso, gigantescamente múltiple de sí misma. Las listas de oraciones en castellano, latín y huasteco5, el cálculo de pecados también en las tres, la exposición de principios de doctrina en un triplicado trilingüe, el catecismo con preguntas y respuestas enfrentadas, la repetición de algunos contenidos en forma de emblema y la inserción de imágenes que se suceden también en un disciplinado catálogo que quiere ser el más completo posible, el más capaz igualmente, produce no un libro, sino una cuarta 5. El latín se incorpora porque, a juicio del agustino, los indios eran ese lector hipercapacitado que, además de entender castellano, por supuesto huasteco y la complicada retórica de los dibujos manejados, rezaban con oraciones latinas: “Las quatro oraciones de propo∫ito ∫e pu∫ieron en latin: porque ju∫to la∫ ∫epan todos. Y es co∫tumbre en toda la tierra ygue∫teca dezirlas en latin, o en∫u lengua cantadas an∫i aprima noche” (1571: 9 r).

Figs. 4.3, 4.4, 4.5, 4.6. Juan de la Cruz. Doctrina christiana en la lengua guasteca co[n] la lengua castellana, la guasteca correspondiente acada palabra: de guasteco: Segun q[ue] se pudo tolerar en la frasis: de la lengua guasteca: compuesta por yndustria de vn frayle de la orden del glorioso sanct Augustin: Obispo y doctor de la sancta yglesia. En México: En casa de Pedre Ocharte, 1571. (Cortesía de John Carter Brown Library).

Fig. 4.4.

Fig. 4.5.

Fig. 4.6.

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dimensión, algo que se orienta en todas las direcciones espaciales existentes de la conversión y el evangelio. La exhaustividad se alcanza con creces, cuando este objeto mixto incorpora su modus operandi, una lista de grabados que lo exponen punto por punto mediante la digitalización gradual de las listas. Sobre los dedos de una mano —una mano marco que funge como esquema repertorial—, se añaden los nombres de los sacramentos, las faltas veniales o los artículos de fe y sus traducciones indígenas: así la enumeración de los mismos se cumple también gráficamente y se ingenia a través de este mecanismo visivo para la exposición del diccionario. Este no solo se ofrece, sino que ahora se despliega, se cumple plenamente en el proceso paso a paso, dígito a dígito, de su enunciado. El inventario aporta incluso cómo se expondrá en alto, cómo se cantará ante el doctrinante en la secuencialidad dibujada de su numeración. La palma de la mano es la casilla del archivo o la hoja de un diccionario que no deja nada a la improvisación, que regula y contabiliza su empleo, calcula y cuenta los itinerarios, que cataloga incluso sus recorridos. 9. La ingeniosa construcción anterior se desordena, en cambio, en confuso laberinto cuando Ludovico Bertonio decide “allanar la dificultad y aliuiar el trabajo” de comprender la lengua de sus indios de Juli, sacando aparte las “phra∫es y modos exqui∫itos con que la hablan” (1612c: 3). Lo hace dentro de la Silva en aymara que se publica hacia 1612 como complemento al Arte y vocabulario, aparecido mucho antes en Roma, hacia 1603. De hecho, frente a la composición ordenada de las gramáticas clásicas, la nueva publicación de Bertonio tiene mucho de bosque imprevisto de apreciaciones. Digamos que este texto parece desmembrar la sensación de idioma limpio y ordenado, con el que Bertonio se había enfrentado primero, para darnos las excepciones, distinciones, diversidades, incomodidades e idiosincrasias del aymara, sus peculiaridades e inclinaciones en los modos de hablar. Ocurre especialmente con el verbo mismo que significa “decir”, el verbo satha cuyo redundante polisemantismo hace que también

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valga por “pensar, querer, y ca∫i todo los verbos, que comunmente llaman del animo”.6 Se trata, por lo tanto, de un pilar evidente del aymara que exige un correcto aprendizaje “para que se entera∫∫en muy bien los e∫tudiantes del u∫o tan nece∫∫ario de e∫te verbo”. De hecho, los indios 6. El uso de satha es especialmente complejo, algo que comparte con su equivalente quechua. Bertonio percibe que, en aymara, la oración subordinada que complementa al verbo no puede tener sino el mismo sujeto que la principal. Sensible a esta peculiaridad de uso, establece la diferencia de conjugación con que se aleja del castellano de un modo tan farragoso que me veo limitada a su citación directa y por extenso en lo que será, sin duda, una nota descorazonadora: “Es pues de aduertir, que quando es determinante de otra oracion, como de ordinario lo es, cau∫a grande variedad en la determinada, y e∫to procede porque en Latin, o en Romance es muy diuer∫o el vso de∫te verbo: porque aûque alla y aca ∫ignifica Referir, Dezir. o Contar; pero en româce al referir lo que antes ∫e dixo, ∫e mudan las palabras, y en la Aymara no ∫e mudan: ∫ino que ∫e refieren las palabras formales que primero ∫e dixeron. Declaremos e∫to con algunos ejemplos, y ∫ea el primero. Hablando yo con Pedro le dixe: yo te he dado vn libro para mo∫trarte el amor q[ue] te têgo. Quando Pedro qui∫ie∫∫e referirme o côtarme a mi lo q[ue] yo le auia dicho a el proprio, forço∫amente auia de dezir: Dixi∫teme que me has dado vn libro para mo∫trarme el amor q[ue] me tienes. Comparemos agora las palabras q[ue] yo dixe hablando con Pedro, cô las q[ue] el me dize, quando me cuenta lo q[ue] yo le dixe, y veremos q[ue] materialmente ∫on contrarias: y en el ∫entido ∫on vna mi∫ma co∫a. Las mias fuerô, Yo te he dado: y las de Pedro ∫on, Tu me has dado, q[ue] al parecer ∫on contrarias. En la lengua Aymara diremos a∫si la primera oracion quâdo yo hable con Pedro; Humaro, chuymacancauiha ccanachañahataqni, mayalibro churasma, o chur∫ma. La ∫egunda, quando Pedro hablo conmigo diremos, Mayalibro chur∫ma ∫assin fit.ta. Las quales palabras corre∫ponden puntualmente a las palabras que yo dixe, y materialmente, o ∫egun el ∫onido ∫on contrarias a las que me dixo Pedro: porque en e∫∫as ∫on dizes que tu me has dado, tran∫icion de ∫egunda a primera: y las mias ∫on de primera a ∫egunda yo te he dado. (...) Pongamos ∫egundo exêplo: Hablando Frâci∫co de mi dixo: El P. Ludouico dio vn libro a Pedro. P.Ludouico maya churana. Pongamos ca∫o agora que cuento yo a otro lo que Franci∫co dixo de mi. Forço∫amente avre de dezir en romance. Franci∫co dixo que yo he dado vn libro a Pedro, ∫i e∫to ∫e haze en Aymara como ∫uena en Româce, Frâci∫cohna na maya libro Pedroro churatha ∫a∫sin ∫ana: es contrario, o muy diuer∫o delo que ∫e ha de dezir, porque ∫ignifica, que el mi∫mo Franci∫co a dado el libro, y no yo que ∫oy Ludouico y a∫si es nece∫∫ario referir las palabras formales que primero ∫e dixeron de∫ta manera. Padre Ludouico maya libro Pedroro churana Franci∫cohua ∫ito: ide∫t Franci∫co hablando de mi dixo. El Padre Ludouico dio vn libro a Pedro, que ∫on las palabras que Franci∫co auia dicho primero, verdad es que v∫ando de la particula mna, en e∫te segundo ejemplo ∫e conformara la lengua Aymara, con la E∫pañola, y diremos Na Mna maya libro Pedroso churtha, Franci∫cohna ∫ito, Porque en e∫te ∫egundo exemplo el verbo ∫atha, ∫ignifica dico de te, y en el primero ∫ignifica, dico tibi, dicis mihi, dicit mihi & no podemos v∫ar de mna” (1603: 45-47).

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de la provincia de Lupaca —que son los que Bertonio estudia— lo usan a todas horas, precediendo con él cada cosa que hacen y diciendo dos veces que dicen: Mvchas vezes los Indios en lugar de dezir quiero en∫eñar, quiero e∫criuir & c. dizen de∫ta manera: digo en∫eñare, digo e∫criuire, o por optatiuo, digo o ∫i en∫eñare, digo o ∫i e∫criuiera & c. los quales modos de hablar aunque en Romance ∫uenan mal y ∫on barbaros pero en e∫ta lengua ∫on muy elegantes: y a∫i diremos por el verbo ∫atha” (1603: 79).

La parlanchina lengua aymara se afana en marcar sus emisiones, el trámite diario de su paso al habla y la abundancia de un diálogo imparable que celebra con dicha marca su frecuente producción. Hablan tanto los indios —y dicen tantas veces cuando hablan— que a Bertonio le parece más eficaz conformar un vocabulario de sus frases, antes que de su léxico. Contrariamente a lo que veíamos en el caso de Pedro de Arenas, el resultado, reorganizado en salvaje silva, resulta intransitable. Las frases se siguen en una desordenada sucesión según la primera letra de su emergencia o agrupadas según sus oportunidades de uso, lo que Bertonio llama “fundadas sobre alguna diccion”7, explicándonos fórmulas muy recurridas, como Vca, que vale por un piropo del tipo “e∫ta muy elegante a la po∫tre” (1603: 9), algunas otras para el “dolor y pe∫ar de ∫us peccados” y para el duelo de las mujeres que enviudan: Hucca pachana huahuamati? hucca mancana huahnamacha, y el marmimacha ttaqque∫tha yacana na marmimt’poca. Tri∫te y de∫uêturado de mí que tan pre∫to ∫e acabó mi ventura, como ∫i me huuiera ca∫ado con hombre de ∫e∫∫enta años. A∫∫i endechan a ∫us maridos las viudas quando mueren moços, contando como por vn dia lo que duro la vida dellos (1603: 158).

El alfabeto, que en otras ocasiones parecería proporcionar cierto consuelo de regularidad, desvela como nunca lo artificioso y 7. El título es precisamente “Algunas phrases de la Lengua Aymara y Romance. Fvndadas sobre alguna diccion, y pue∫tas por orden de Abecedario para los de∫∫eo∫os de aprenderla y entenderla, conperfeccion” (1612b: 9).

Figs. 4.7, 4.8. Ludovico Bertonio. Arte dela lengua aymara, con vna silva de phrases dela misma lengua ... [Juli, Peru]: Impresso en la casa de la Compañía de Iesus de Iuli enla Prouincia de Chucuyto. Por Francisco del Canto, 1612. (Cortesía de John Carter Brown Library).

Fig. 4.8.

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convencional de su empleo en cuanto sistema para codificar un inventario que da la impresión de crecer desde sí mismo. Porque los criterios de selección son tan selváticos como el orden a que se les somete. ¿Quién va a encontrar —y qué urgencia hay de saberla— esta frase: Enojo∫e como vn Leon porque no auiâ buelto por donde les auia mandado que, encabezada con la A de su oración, aparece extrañamente perdida en medio de las expresiones aymaras con S? ¿O quién quiere estudiarse la noticia Dizese que el Mayco es muerto, e∫tendido se ha la fama dello, ante la escasa probabilidad de tener alguna vez que repetirla? Y el registro de manifestaciones habladas sigue creciendo, desbordando su horizonte alfabético, poniendo continuamente en duda la ortodoxia y voluntad de su consigna y alcanzando a la par ciertas formas de arbitrariedad poética. Bertonio, por ejemplo, nos explica cómo traducir en aymara expresiones del tipo: Duerme de e∫paldas, o boca arriba (16). Si quiere que ∫uba cue∫ta arriba ∫ube: ∫i quiere que vaya cue∫ta abaxo, baxa (16). Levanto∫e callandito como ∫e e∫taua (16). Los paxaros hablan cada qual ∫egun ∫u naturaleza (22). Habla vocablos extraordinarios, peregrinos, improprios (22). Habla al coraçon, per∫uade lo que quiere (22). Muchacho gordo como una nutria. Vn real menos te dare de lo que pides (98). El vn pie se me [ha] desollado, y siento al andar pe∫adumbre (99). La Luna ∫irue a la Virgen de calçado (160). Maltractauanle de mil maneras, ha∫ta pi∫arle la barriga (175). Del golpe que dio en la piedra ∫alio tanta agua como vn braço de rio (208). Tengo tanto coraçon como tu (209). Las lagrimas se agotan de puro llorar (214). En∫eñan∫e a bolar vnos a otros dando mil bueltas (238).

La Silva de Bertonio, acumulativa, laberíntica, se debate entre la utilidad y la proliferación. Ilógica a golpes de imposible logicismo, caótica en su intento de orden alfabético, se deleita sin embargo en la condición desorganizada de su catálogo, que imita precisamente, con la causalidad de su oferta, la misma imprevisión del

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discurso, la condición viva y aleatoria de la charla. No hay modo de aprehender la energía de un lenguaje produciéndose en cada momento, con sus incidentes y sus sorpresas. En medio de su selva lingüística, Bertonio, extraviado él también en la masa imparable de un habla riquísima que no se deja organizar, nos da la forma por excelencia del inventario, su estructura básica que no es otra sino la de la acumulación y el desorden, la distribución —sin medidas ni fronteras ni casillas— de una vitalidad fluida, tan única como irrepresentable. 10. Estos inventarios de palabras en medio de las crónicas o los tratados religiosos: ¿desde dónde se enuncian?, ¿quién asume su exposición en el espacio de poder de las relaciones de conquista?, ¿de qué naturaleza es la asunción autoral de los mismos?, ¿quién es su sujeto, un etnógrafo, un lexicógrafo, un curioso, un comerciante, el misionero con una exclusiva función evangélica? ¿O, tal vez, es el otro el que se inmiscuye con las apuntaciones repentinas de sus modos de decir? De nuevo, en su Extirpación de la idolatría en el Perú (1621), es el jesuita Pablo José de Arriaga quien nos reporta todos los casos escandalosos acerca del defectuoso adoctrinamiento indígena. La lista es un proceso abierto de mala voluntad y malentendidos. Pero en medio de las acusaciones diversas se cuela una errata difícil de atribuir excepto a una casualidad diabólica. Las cartillas de enseñanza —lamenta el religioso— están redactadas sin cuidado y sin interés lingüístico, como demuestra la que podría pasar por jocoso juego de palabras: la eclesiástica palabra hucllachacuininta —que significa “comunión con los santos”— deriva por un inexplicable desliz tipográfico en pucllachacuininta —que ahora es “hacer bromas con los santos”8. 8. “His Extirpación de la idolatría en el Pirú (1621) summarizes the reasons for incomplete conversion in the Andes and provides a plan for success. Although boys are brought to be taught the Christian doctrine every day and adults gather for the same purpose on Wednesdays and Frydays, he says that only one in twenty can explain it. Furthermore, Arriaga complains that the cartillas are defective in their incorrect ortography. He observes that with a change of one letter of the alphabet, hucllachacuininta (comunión with the saints) became pucllachaquininta (making fun of the saints)” (Harrison 2008: 226).

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Tambien à ∫ido nece∫∫ario en llegando al pueblo ver ∫i el Fi∫cal, o muchachos, que en∫eñan la dotrina la ∫aben bien. Porque en algunas partes la en∫eñan con muchos errores, tra∫trocando, o mudando algunas palabras, o letras, con que hazen muy diver∫o ∫entido, como en el Credo por dezir Hucllachacuininta, que es la communion, o junta de los ∫antos, dezir Pucllachacuininta, que es la burla, o tri∫ca de los ∫antos. Y a e∫te modo les hemos hallado, que aun en e∫te material de la dotrina tienen muchas equivocaciones, y yerros (Arriaga 1621: 39).

De nuevo es imposible saber quién actúa de verdad tras el subversivo cambio de letras, quién llega hasta el catecismo y hace que diga lo contrario de lo que dice, desde dónde habla el que deshace este hablar oficial y rotundo del manual de extirpaciones y de la escritura doctrinante con su poderosa carga ortodoxa, para infiltrar un principio de desorden irónico bajo la forma de una extraña broma anónima. En este caso, el inventario de palabras arrastra el conflicto de su condición dual, traductora o traslaticia a la superficie estilística de la prosa que lo acoge. 11. Igual que el diccionario invade con su mecánica el relato, también el relato se filtra en el diccionario. Ambos comparten dinámicas, intercambian recursos, las crónicas se restringen en una nómina y los diccionarios se difuminan en la pormenorizada relación de casos. A pesar de los obstáculos que Raymond Breton nos enumera en el prólogo a su vocabulario de caribe y francés —en muchas ocasiones se ha tenido que contentar con una paráfrasis y hay palabras inexplicablemente ausentes entre los antillanos como el nombre de los “sentidos interiores, las cosas celestes, las artes liberales, las voces para justicia, policía, riqueza, colores, tráfico, pastelería o ragut”9—, a pesar de todas estas desventajas, el padre ­predicador 9. “Ils ont beaucoup de noms que ie n’ay peu expliquer que par circonlocution : comme inibacali, (...). Ce Dictionaire ne ∫era pas remply comme vous le ∫ouhaitteriés bien : mais ie ne puis vous communiquer que ce que les Sauuages m’ont apris : ils ne m’ont peu apprendre ce qu’ils ne connoi∫∫ent pas, & ils ne connoi∫∫ent pas ce qu’ils ne voyent pas, & ce dont ils n’ont pas l’u∫age, ils ∫çauent bien dire i’entends, ie veux, & non pas entendement, volonté, memoire. Les autres ∫ens interieurs,

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culmina su misión léxica en las Antillas con un éxito más que sobresaliente. El problema es ahora recortar la información de las entradas de manera escueta, ya que estas doblan sus dimensiones en verdaderas narraciones de etnología aplicada, deleitándose en las vueltas y revueltas de sus pormenores. Eti, léti, por ejemplo, significa en la lengua de la Guadalupe “nombre o su nombre”; pero el diccionario no soporta limitarse a eso. La entrada siguiente se expande en consideraciones colaterales alrededor de porqué y de qué modo prefieren nombrarse los caribes o, en algún caso, no hacerlo: Iéti clée iatekê, les Caraibes mariez, & leur femmes me∫mes ∫ont rarement appellé de leur nom, car il ∫emble que ce ∫oit vn crime d’y pen∫er; ils ne font ∫eulement que prononcer les premieres ∫yllabes (ie dis en leur ab∫ence, car en leur pre∫ence ils ∫’en offen∫eroient,). (...) ce nonob∫tant, quand ils ∫ont dans leur vin a moitié ∫aouls, ils affectent côme vn grand honneur qu’on les qualifié du nom de l’Arroüague qu’ils ont tué (1665: 122)

Por tanto, constituye un insulto nombrar a un caribe en su presencia y, solo en la relajación que da la embriaguez, el nombre se convierte en un regalo que intercambiar con el jefe, un verdadero potlach, el presente más honorable a la altura de un rey: ...no∫tre Capitaine Baron s’appelloit Callamiéna, lors qu’il e∫toit en cét e∫tat, il prenoit vn autre Capitaine para la main, & ∫e pre∫entoit deuant les principaux tout de bout auec ces parolles, Iéti clée iatikê, ie de∫ire e∫tre nommé, nomme moy, alors celuy deuant lequel il e∫toit, crioit en riant maboüic oüalláchoüala-hoüée, bonjour vn tel, & alors il e∫panoüi∫∫oit ∫a ratte, & rioit de tout ∫on cœur, puis il ouuroit ∫on panier, en tiroit vn pacquet de ra∫∫ade, & payoit l’honneur qu’on luy auoit fair (1665: 122). les cho∫es ∫pirituelles, & ∫ur-cele∫tes, les arts liberaux, &les plu∫part des mécaniques, les termes de police, deiu∫tice, de Religion, des vices, de vertus, deriche∫∫es, depauureté, de ciuilité & de inciuilité, de cui∫ine, de pati∫∫erie, de ragou∫ts, de couleurs, & de nombres (à la re∫erue de quatre,) de milice, de trafic, d’in∫truments ∫oit à joüer, ∫oit à trauailler, de fruicts, d’herbages, heritages, & autres cho∫es qui leur ∫ont inconnuës, peut-e∫tre que depuis ma ∫ortie ils en ont formés, en ∫uitte de la communication qu’ils ont auec nos François  : outre que ie ne me vante pas de ∫çauoir la langue en perfection comme eux, ayant me∫me oublié beacoup de ce que i’en ∫çauois” (Breton 1665: s.p.).

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El pequeño relato de cómo un capitán indígena quiso que se le nombrara derrama el diccionario fuera del estrecho cerco de sus voces en un cuento delicioso acerca de cómo el apellido nos comprende. En un diccionario no basta entonces con decir cómo es que se dice algo, la lista debe adornarse con las eventualidades de su configuración. 12. Como si el edificio entero de los Comentarios reales creciera a partir de cómo se pronuncia un nombre o de cómo se llamó un objeto,10 también el Inca Garcilaso extiende un nombre en la horizontalidad de un texto: la etimología del mismo es ocasión para relatos de hallazgo nominativo, o bien la palabra recordada se sigue en las anécdotas y sucedidos que le dieron lugar. Los apelativos para la tierra del Perú, por ejemplo, exigen la fábula de su descubrimiento. Es una fábula de signo evemerista sobre la consecuencia y coherencia en las elecciones nominativas. Al fin y al cabo, ningún nombre propio tiene significado, a lo sumo posee linaje o historia, una genealogía que el Inca expone y desarrolla. Bajo la exposición de cualquier nomenclatura parece esconderse entonces este presupuesto: los orígenes de un pueblo podrían en realidad sustituirse por los orígenes de su nombre. El historiador francés Étienne Pasquier lo deja claro en varios momentos de la suya: el principio de una nación se contiene y explica en el comienzo y evolución de sus vocablos y dicha explicación será siempre más fiable que peregrinas y controvertidas mitificaciones fundacionales. Sobre estas se impone, con su poder narrativo, la historia de las palabras, aun si esta historia proviene de un accidente, un malentendido o una dicción errónea: es lo que pasa con la voz “Perú”, mezcla de los nombres de un río y de un indio cuando, fruto de una incomprensión flagrante, pasa a nombrar todo un pasado, una cultura y casi un mundo.11 Deformado, corrupto en boca de los españoles —la corrupción es también para Pasquier la causa 10. Es la tesis central del trabajo ya clásico de Margarita Zamora (1988): la condición de glosario extendido de la escritura del Inca Garcilaso. 11. El episodio es muy conocido como para repetirlo aquí, pero recomiendo en su estudio el trabajo de Firbas (2010) y Thurner (2009).

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­ egradada de la variación de los vocablos—, Perú designará, desd de este arranque de malversación, el reino de nacimiento, la tierra del principio, un espacio andino y nostálgico que casi se diría que posee más etimología que escritura. O bien, podría ser que, en la pasión lingüística del Inca Garcilaso, la una pudiera suplir con creces a la otra. 13. Roger Williams, viajero por Nueva Inglaterra, compone su gramática sobre el idioma de los narragansett, grupo amerindio algonquino, titulada A Key into the Language of America, para abrir, por lo tanto, sus complicados conceptos al visitante occidental. Lo más interesante es que esa llave opera primero en la cerradura de los nombres propios que Williams confronta comparando los que les dan los otros — natives, salvages, indians...— con los que se dan ellos mismos. El improvisado filósofo cae en el carácter puramente relacional de las exigencias nominativas. Si no conociéramos a nadie, en verdad no necesitaríamos ser llamados. Es a partir del complicado encuentro con los demás, sean ingleses, franceses e incluso daneses, que se hace obligatorio darnos a nosotros una nominación: I cannot observe, that they ever had (before the comming of the English, French or Dutch among them) any Names to difference themselves from strangers, for they know none” (1936: 3v).

Los propios salvajes se cuestionan esta nombradía, por qué situación imposible ellos tienen que asumir un bautismo impuesto: They have often asked mee, why wee call them Indians Natives, &c. And understanding the reason, they will call themselues Indians, in opposition to English, &c. (1936: 3v).

Así pues, también la diferencia se enseña y se aplica. En el posibilismo absoluto del creyente Williams, los indios aceptan su condición distinta y se someten a la ley nominal de Occidente, a la deixis de los apelativos y las identidades. Y, sobre todo, a la primaria condición de que estas dependen de aquellos. Por otra parte, la operación de nombrarse es complicadísima entre los narraganset y por lo común se evitan los apellidos, sobre todo

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entre aquellos de la tribu más oscuros, amargos o insolventes. Los más incivilizados, nos informa Williams, suelen olvidarse de cómo se llaman. “I have forgot my Name”, dice de hecho una de las frases más importantes de su vocabulario: Now ánnehick nowésuonck12. Además, los narraganset abominan de la muerte, borrando el nombre de sus difuntos y enterrándolo con sus cadáveres: Againe, because they abhorre to name the dead (Death being the King of Terrours to all naturall men: and though the Natives hold the Soule to live ever, yet not holding a Resurrection, they die, and mourn without Hope.) In that respect I say, if any of their Sáchims or neighbours die who were of their names, the lay down those Names as dead (1936: 5).

La cuestión del nombre despliega en Roger Williams todo un discurso etnológico, en tanto es lo que se encuentra indisolublemente unido a lo humano. No podemos hablar de un sustantivo sin referirlo al hombre que lo porta, con todo su complejísimo bagaje de creencias, usos y hábitos. Del mismo modo, bajo el mismo impulso, la toponimia, la onomatología, la heráldica, la genealogía, las ciencias del nombrar y del ser nombrados, son ocasiones de hacer antropología de campo en la mayor parte de la producción escrita americana. 14. Entonces, la etimología, capaz de reconstruir la deriva de un término, adquiere un cierto halo de ciencia revelada, o de episteme de una verdad —esa verdad que Pierre Besnier dice todas las naciones esperan encontrar en el remonte de su vocabulario13— y 12. “Obscure and meane persons amongst them have no Names: Nullius numeri, & c. as the Lord Jesús foretells his followers, that their Names should be cast out, Luk. 6. 22. as not worthy to be named, & c. (...) Which is common amongst some of them, this being one Incivilitie amongst the more rusticall sort, not to call each other by their Names, but Keen, You, Ewò He, & c” (1936: 5-6). 13. “Car ∫oit que toutes les Nations ∫e fa∫∫ent honneur de l’antiquité me∫me de la langue qui leur e∫t naturelle ; ∫oit qu’elles ∫e piquent d’aimer la verité, & qu’elles e∫perent la rencontrer dans l’Etymologie  ; qui renferme dans ∫a nature au∫∫i bien que dans ∫on nom, la rai∫on veritable des Notions & des Idées attachées à chaque terme & à chaque expre∫∫ion  : ∫oit que la varieté des mots, qui ont l’air étranger, con∫erve les ve∫tiges des revolutions de chaque E∫tat, & de ∫es communications avec les peuples voi∫ins : ∫oit enfin que quelque autre rai∫on ∫ecret & inconnuë fa∫∫e aimer cette ∫cience; on peut dire qu’il n’y a pas de pa∫∫ion ∫i unver∫elle ni ∫i commune à tous les climats, que l’inclination pour les Etymologies: & l’on auroit autant

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que es noticia cierta y segura sobre el comienzo, ya no solo del lenguaje, sino de todas las cosas: el principio de un nombre parece instruir sobre el principio del objeto o naturaleza nominados en él. En realidad ningún saber puede desarrollarse sin ese arranque en el origen de su propio nombre: En effet, il n’y a point de Nation un peu fameu∫e, qui n’ait crû trouver ∫a gloire & ∫on avantage à débroüiller l’origine de ∫a langue. Si l’on prétend que c’e∫t une une curio∫ité pure qui flatte la vanité des peuples, je ∫oûtiens qu’elle e∫t au∫∫i ancienne que le monde, & du gou∫t de tous les Siecles, qui en ont eu pour les Lettres. J’ajoûte me∫me qu’il e∫t difficile qu’elle n’ait quelque cho∫e de ∫olide, pui∫que toutes les Sciences les plus ∫erieu∫es n’ont pas pû di∫pen∫er de la cultiver (1644: s. p).

Por eso, quizá, para Besnier, los ignorantes se caracterizan por su absoluta falta de curiosidad hacia la etimología de su idioma y suelen declararse enemigos de “esta especie de ciencia”14. Pierre Besnier repasa dicha actividad en varias naciones que, a su vez, agrupan otros tantos pueblos o lenguas menores: además de la francesa, la española —en la que Besnier destaca a los granadinos por su d ­ iccionario árabe en caracteres hispanos y a los vascos, que consideran tener la lengua más antigua de España—, portuguesa, de peine à la déraciner du cœur des hommes, que celles qu’ils ont d’e∫tre éclairez ∫ur leur propre Genealogie” (Besnier 1644: s.p.). Y, a renglón seguido, en apoyo de su elogio a la ciencia, a Pierre Besnier, en su discurso sobre las etimologías francesas, no se le ocurre sino apelar al ejemplo español y al esfuerzo de Bernardo de Aldrete: “Pour en e∫tre convaicus plus en détail, nous n’avons qu’à éxaminer là-de∫∫us la conduite des E∫pagnols, nos voi∫ins & nos concurrens. Cette Nation autrefois ∫i belliqueu∫e, qui s’entendoit alors mieux que Nation di monde en raffinement de gloire, qui n’avoit que de grandes vûës dans les cho∫es me∫mes les plus minces, qui ne pen∫oit pas à moins qu’à la Monarchie univer∫elle ; ne crut pas indigne de ∫a grandeur, qu’on travailla∫t chez elle à remonter ju∫qu’à la ∫ource de la langue Ca∫tillane. Le Docteur Bernard Aldrete, Chanoine de Cordouë ∫e chargea de ce ∫oin, & dés le commencement du ∫iecle, il fit imprimer à Rome un ouvrage E∫pagnol, intitulé del origen y principio de la lengua Ca∫tellana ò Romance; qu’il dedia au Roy Catholique don Philippe troi∫iéme” (1644: s.p.). 14. “Lorsque les demy-Sçavans ∫e montrent ∫i ennemis de cette e∫pece de Science, je ne ∫çay s’ils ont fait trop reflexion, qu’il e∫toit impo∫∫ible d’en u∫er de la ∫orte, ∫ans s’attirer en me∫me temps ∫ur les bras toutes les Nations, tous les Siecles, & toutes les Sciences, qui pre∫que de concert ont pris parti pour les Etymologies” (Besnier 1644: s.p.).

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italiana, latina —en cuyo estudio etimológico Besnier hace destacar a Varrón, Julio Scalígero y a San Isidoro—, la griega, hebrea, árabe, persa y turca —que no hacen sino una—, alemana o teutona, flamenca, danesa, inglesa o sajona, la de los galos, la celta, la “hibernoise” —la lengua hablada por pobladores íberos—, la eslava —en la que se incluye polaca, rusa, lituana—, la húngara, el oscuro conjunto de los idiomas asiáticos y las africanas. Curiosamente, pese a merecer un lugar en su comentario las preocupaciones más o menos lingüísticas de los tártaros, siameses, malayos, los abisinios, bereberes o libios, en su catálogo de países los salvajes americanos están ausentes, faltos por tanto de prestigio etimológico. Besnier concluye afirmando que, se mire por donde se mire, no hay nacionalidad alguna “ni polie ni ∫çavante”, ni “jalou∫e de ∫a gloire” que no trabaje en la investigación cuidadosa de sus orígenes idiomáticos ni extraiga de ello “quelque avantage au-de∫∫us des autres peuples ∫es ennemis ou ∫es voi∫ins” (1644: s.p.). Será probablemente la antológica ausencia de letras en las Indias occidentales lo que deprecia su importancia y las deja fuera, por tanto, del inventario etimológico y trasdencentalista de pueblos de Besnier, su cuasi redistribución nominativa del mundo. Pero es, en cambio, la prestancia y buen nombre de esa disciplina de los nombres lo que, en tanto sabiduría de la verdad del origen, explicaría el interés de extenderla y aplicarla al ámbito de Indias por parte del Inca Garcilaso y de los demás cronistas implicados en la construcción léxica de una América que discute su momento inicial desde su misma proposición apelativa.

5. Maneras exquisitas de pecar: la confesión hecha con quipus

1. En pleno siglo xvii, cumplidas las principales campañas evangelizadoras, el sacerdote y visitador Fernando de Avendaño constata todavía las curiosas fijaciones indígenas, capaces de creer en una “piedrezita muy lisa, y de muy biua color”, “en una ouejita hecha de plata”, “en una maçorca de mayz, muy encubierta”, en “una figura de Inca labrada”, o “en un idolillo vestido de cumbi ropa chiquita y otras mil niñerias y bouerias con que ofenden a Dios” (1649: I, 9r). Por su parte, el concienzudo Pablo José de Arriaga se desespera al observar el resurgir secreto de ritos extirpados: Y à llegado a tanto e∫ta di∫simulacion, o atrevimiento de los Indios, que à acontecido en la fie∫ta del Corpus, poner vna Huaca pequeña en las mi∫mas andas al pie de la Cu∫todia del ∫anti∫simo Sacramento, muy di∫simuladamente. Y vn Cura me dixo, que avia hallado las Huacas en el hueco de las peanas de los Santos del Altar, y otras debaxo del Altar, que las avia pue∫to el Sacristán, y yo las è vi∫to detrás de la mi∫ma Ygle∫ia (1608: 45).

La contumacia indígena, capaz de rezar delante de las cenizas de los ídolos quemados, adopta numerosas maneras de engaño, miles de disfraces en la repetición de sus antiguallas y gentilidades y, lo que es aún peor para los extirpadores, la laxitud de una fe que les permite moverse de un credo a otro, de la doctrina nueva

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al oscuro paganismo anterior sin problemas de conciencia, con lo que usan de bienes, valores, dogmas e iconos de aquella en provecho de esta1. La equivalencia de las imágenes facilita a los indios celebrar con sus bailes, “∫us regocijos, y danças antiguas” a la huaca femenina Chupixamor, que ellos creen recuperar bajo la imagen de Nuestra Señora de la Asunción, y adorar el Ecce Homo, porque lo confunden con “un Idolo varon llamado Huayhuay” (Arriaga 1621: 45), en simbiosis intercambiable de formas y figuras para la cual todo es susceptible de recibir reverencia. 2. Entre los cadáveres secos, los rostros y manos de momia que arrastran de sus antepasados, “algunos que los auian con∫eruado, mas de 800 años pa∫∫ando de Padres à hijos” (1648: s.p.), el padre extirpador Francisco de Ávila traduce el nombre de las huacas por el símil clásico de “penates”, dando a entender la filiación de clan asignada a los diferentes adoratorios, y ello sin dejar de manifestar cierto desprecio por la volátil credulidad indígena. La mayúscula capacidad ritual del indio, su omnívora necesidad de religión — que Las Casas tomara como causa disculpable de sus tendencias idólatras—, a Ávila, en cambio, le parece la degradación del credo en reciclaje o en chamarilería: Y todos los Idolos eran piedrecillas, y co∫∫as ridiculas, ninguno de plata, ni oro. Y Indio hubo que tenia por ∫u Idolo Penate vn boton de ∫eda negra y hilo de oro, que auia hallado aquí en Lima entre ba∫ura, llebolo a ∫u pueblo, mo∫trolo al mae∫tro de Idolatria, e∫te le dixo era gran co∫∫a, y le encargò lo tubie∫∫e por ∫u Dios Penate, hizolo con cuydado, en re∫olucion vn ∫olo Indio, no auia, que fue∫∫e Catholico (1648: s.p.).

Convengamos entonces que el extraño caso de fetichismo en este indio crédulo que presta su conmovedora convicción a un objeto minúsculo, que reverencia un objeto de uso, un producto común de la manufactura occidental, encontrado además entre 1. “Pero el común de los Indios, como no ∫e les an quitado ha∫ta ahora ∫us Huacas, ni Conopas, ni e∫torvado ∫us fie∫tas, ni ca∫tigado ∫us abu∫os, ni ∫uper∫ticiones, entienden que ∫on compatibles ∫us mentiras con nue∫tra verdad ∫us Idolatrias con nue∫tra Fè, Dagon con el Arca, y Chri∫to con Belial” (Arriaga 47).

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basura, era difícil de disculpar o simplemente de entender por la triunfante Iglesia barroca de las grandes representaciones, esa macroestructura del esplendor teológico y del misterio áulico. De hecho, para Ávila explicar cómo y porqué los indios adoraban las más peregrinas formas “∫eria divertirse mucho”2. 3. Desde el segundo sínodo en Lima se sintió imprescindible la puesta en común de unos materiales básicos que aseguraran el consenso y la unidad de la mecánica evangelizadora. El Tercer Concilio insiste en esa necesidad hasta la redundancia, dando a su política un cierto tono burocratizado en función de la mayor y más eficaz salvación de las almas en juego, manejando a su conveniencia toda una serie de tecnologías del yo, mecanizando la fe y los caminos del bautismo e institucionalizando sacramentos como vía para controlar el potencial de la conversión. Así, los confesionarios o guías para confesar se redactan de acuerdo con pautas conciliares que estipulan su obligatoria traducción a todas las lenguas del antiguo incanato. La idea era constituir un aparato estable de extraer confidencias: un patrón o recurso mnemónico que impidiera distracciones de información y olvidos de contenido básico, con el que conformar la estadística de la situación espiritual americana, a completar cada vez con nuevas y más ajustadas averiguaciones. La exigencia de exactitud y exhaustividad en el catálogo de los vicios por los que se perdía el Perú redunda en una voluntad de compendio de lo que, en cambio, entre protestantes era de incumbencia propia y se debía dejar a cada uno. La actitud contraria por parte de la Contrarreforma se diseña desde la versión imperialista de una religión dibujada al milímetro, vigilada a conciencia, extremadamente interventora, en la que no hay margen

2. “...porque die∫∫e autoridad al hecho, llamè à los que llamauan Sacerdotes de∫tos Idolos, y con arte les moui, à que los de∫cubrie∫∫en, y el Visitador les prometio perdon ∫i lo hazian: dixeron e∫tauan e∫condidos dos leguas de alli; yo fuy allà con los Mini∫tros del Vi∫itador, y dichos Licenciados, y el Vi∫itador ∫e quedò en el pueblo: E∫tauan e∫tos Idolos en vnas breñas ca∫i inace∫∫ibles; ∫acamoslos, y era el dicho pellejo de O∫∫o, y vna punta de lança de cobre, grauada de diuer∫as labores, y una predezuela azul: Referir, porque eran e∫tos Idolos ∫eria divertirme mucho” (Ávila 1648 s.p.).

Fig. 5.1. Guamán Poma de Ayala, “Sacramento de la con[fici]ón”, Nueva corónica y buen gobierno, 615 [629]. Reprod. en “El sitio de Guamán”, Det Kongelige Bibliotek, .

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a la improvisación ni a lo arbitrario. Así, el comportamiento del otro —de ese otro que ontológicamente representa lo desconocido, inclasificable, indecidible— pasa a ser reglado, pautado, a estar previsto. Obviamente la Compañía de Jesús reconoció pronto la condición crucial de la confesión en el liderazgo religioso de los Andes y en el estímulo hacia su conversión3. En Perú, como en la península y en toda Europa, recibiría numerosas peticiones para guiar conciencias de manera continuada y eficaz, aplicándose a la gestión de la penitencia con toda su retórica y maestría para bucear en las psiques más reticentes. Sin apartarse en exceso de la normativa general que proveyera el Tercer Concilio Limense, en el que además participó de modo destacado, la Compañía supo manejar las medidas aprobadas en él con sensibilidad de estratega, dúctil a cada circunstancia, y con la modulación según los casos que la haría célebre. 4. Por lo tanto, la confesión fue uno de los platos fuertes de los sacerdotes jesuitas que ocupan en la cultura americana un frecuente puesto de líderes espirituales y que, encerrados en ese muebleataúd que difundieran a partir del xvi desde sus iglesias, confeccionan listas con los progresos y recaídas de la debilidad humana, ritualizando e inventariando esta. El proceso, de un exasperante cuidado, contemplaba desde el modo en que vestiría el confesor hasta el orden de cuestiones demandadas al penitente. Tenga [el cura] en la Igle∫ia vn côfe∫∫ionario, en que reciba las ∫agradas côfe∫∫iones; el qual e∫tè patente, claro, y pue∫to apto, y conveniente lugar: y aya en el vn rallo, que diuida al penitente, 3. Lo cierto es que la situación en el Perú era bastante precaria hasta la llegada de los jesuitas. Pocos sacramentos se impartían correctamente salvo “bautismo y matrimonio” y esto en cuanto a la práctica “y uso de recebirlos, que quanto a la doctrina, de mil era solo vno que sabía algo”, según nos confirma el Anónimo en su crónica De las costumbres antiguas de los naturales del Pirú (2008: 76). Sin embargo, “Oyó Dios las peticiones y lágrimas de los indios y embióles la Compañía de Jesús, año de 1568, la qual, el mismo año por el mes de septiembre, y mucho más por el enero del año siguiente de 69, leuantó tanta caça con su predicación y buen exemplo, que se admirauan los naturales de sí mismos de uer la mudanza tan notable, el fervor y deuoación nunca vista, el concurso de indios tan grande, que nunca tanta gente se auía visto en Lima” (Jesuita Anónimo 2008: 77).

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y al Sacerdote. [el confesor] Vse de ∫obrepelliz, y de e∫tola morada; ­conforme al tiempo, ò como lo permite la co∫tumbre de los lugares (Pérez ­Bocanegra 1631: 92).

Así ataviado, en ese subrayado segundo altar con que se significa el confesionario —“claro, apto, patente”, puesto a la vista—, el privado rito de la inquisición de los pecados se legisla en cada uno de sus incidentes, posibilidades y repliegues. Y precisamente como ejemplo de intimidad intervenida en la fe barroca, Carlos Borromeo diseña una tabla a rellenar por cada confesor con el seguimiento de su clero: quiénes y con qué frecuencia se confiesan, en qué reinciden, cuál es el estado de sus relaciones con la comunidad, de sus querellas abiertas, cuánto asisten a misa, cuáles son sus lecturas y sus penitencias, y cuáles y más frecuentes sus oraciones. El registro, que incluía el entorno familiar del arrepentido y marcaba con cruces las respuestas afirmativas en este examen test de inclinaciones, aspiraba a convertirse en una panorámica espiritual o una gráfica de síntomas de la fe, el cuadro-compendio del estado de su alma. La exhaustividad en la aplicación de las confesiones podría ser el precedente virtual, la fórmula dialéctica del panóptico carcelario en los sistemas penitenciarios modernos que inauguran una mirada intensiva y totalitaria sobre las desviaciones del individuo; pero es seguro que en el xvii americano, “la confesión se convierte en uno de los medios principales de transculturación religiosa”4. Por eso, el peligro del contacto permitido en ella parece atenuarse mediante protocolos rigurosos que gravan y secuencian la ceremonia. En España, el listado de preguntas que el sacerdote dirige procede según los siete pecados capitales, los cinco sentidos o los doce artículos de la fe5. En América, se siguen los mandamientos, se 4. “En el secreto del confesionario (el mueble se difunde en el transcurso del siglo xvi), el sacerdote, a solas con el penitente, le fuerza mediante preguntas concretas a que examine su conciencia, si no lo ha hecho antes; le impone una penitencia apropiada antes de pronunciar sobre él la fórmula de absolución” (Lebrun 1989: 82). 5. Henry Charles Lea, en su estudio de la confesión auricular dentro de la historia de la Iglesia, observa la preeminencia que en su secuenciación adquieren los siete pecados capitales a la hora de establecer la nómina principal de faltas confesables (1896: II, 235). “Later, however, many more components were added on

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­ emandan algunos preliminares de la doctrina básica y luego, se d entra en materia. De hecho, si observamos cómo evolucionan los confesionarios para curas de indios, del inicial del Concilio de Lima que Ludovico Bertonio versiona hacia 1612 —prácticamente sin grandes diferencias6—, al que firma Pérez Bocanegra en 1627, considerado el “oráculo de Curas de todo el Piru”7, descubrimos la profundización en investigaciones cada vez más minuciosas y particulares. Las preguntas, en un principio comunes, se acercan poco a poco al balance de extrañas tendencias, supersticiones peculiares, anécdotas irrepetibles, situaciones sui géneris, rarezas conductuales y actitudes tan únicas que solo pueden haberse captado in situ, sobre individuos reales pillados en plena acción, en plena gestualidad culpable: —Crees las co∫as qye hazen los Indios viejos, ∫uper∫tcio∫os? Hazes lo que antiguamente ∫olian hazer? —As adorado algun Idolo? so that a confession eventually encompassed the Ten Commandements, the seven deadly sins, the sins of the five senses, the twelve articles of faith, the seven sacraments, the seven Works of temporal mercy and the seven spiritual ones (I, 371). Despite these precedents in Europe, an early (almost generis) confession included in a Quechua dictionary did not enumerate the categories of sins, sacraments, articles ad Works of mercy. The declaration was brief and not at all constructed on the basis of the Ten Commandments, as were all the later confessionals written in the Andes” (Harrison 1992: 7). El diccionario en cuestión es el de Domingo de Santo Tomás. Después, no obstante, como la propia Harrison deja claro, el inventario de preguntas imprescindibles a demandar por el confesor se sofistica enormemente. 6. Sí hay alguna diferencia: cuando en el primer mandamiento, el que compete a la problemática idolatría, se pregunta por la reverencia hacia los santos, la Virgen o Dios mismo, Bertonio escinde varias cuestiones de lo que para el Concilio consideraba solo una e insiste en demandar del penitente si “Has maldecido a Dios, a Nue∫tra Señora a los ∫anctos, a las imagenes, o a la Ygle∫ia, o a los Chri∫tianos”; si “Has dicho mal, y murmurado de alguna de∫tas co∫as?; si “Has e∫perado en Dios, díziendole q te ayude”; Has dicho, que no quieres que te ayuden Dios, ní los Angeles, ni la Virgen”; o bien, “Eres hechicero, o adíuino, has de∫∫eado ∫erlo y hazer hechizerías?” (1612b: 72-74). 7. Así lo llama el licenciado don Fernando de Salazar, tesorero de la catedral del Cuzco, en su “Aprovacion” al Ritual de Pérez Bocanegra, en referencia explícita a este predicador del que dice ser “con∫umadi∫∫imo en la lengua Quechua de los indios, y examinador en ella, y en la Aymarà muchos años à, y el oráculo de los Curas de todo el Pirú” (1631b: 3v).

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—As te confe∫∫ado, ∫egun la co∫tumbre de tus antepa∫∫ados? —As caìdo en la ∫uper∫ticion, de cantar, ò de bailar, por razon de alguna enfermedad? —As caido en la ∫uper∫ticion de calentar los Idolos, ò los hombres, con pan hecho de maiz? (1631: 146). —As adorada las Huacas, para que te den buen viaje, a∫∫i a la ida, como a la buelta? (...) —As lauado algun cuerpo de varon, ò de muger, con maiz buelto el grano àzia arriba y con maiz blanco? —As quebrado en el cuerpo de alguna per∫ona algun hilo de lana torcido al reues, diziendo, que ∫e quiebran ∫us de∫gracias, de∫dichas, y pecados? (...) —Quando pa∫∫as algún rio grande, ó pequeño, ∫ueles adorar el agua, y beber vn poco de ella, para que no te lleue el rio, y dizes, que es para pa∫∫arle bien? —Si es muger ∫e le ha de preguntar: As adorado algunas huacas, porque te hagan buena hilandera, y texedera? —Sueles adorar e∫ta tierra donde e∫tas, diziendo: O madre tierra, ò madre tierra larga, y e∫tendida, traeme acue∫tas, ò entre tus braços con bien? (1631: 126-129).

5. Aunque las decisiones del Tercer Concilio eran vinculantes, cada manual de confesor tenía potestad para establecer qué aspectos ampliaba o reducía de la doctrina obligatoria. Por Luis Jerónimo de Oré y su monumental Rituale, sev Manvale Pervanvm descubrimos que cada redactor de estas guías seleccionaba lo que su experiencia le dictase como más imprescindible: El mini∫tro del Sacramento de la penitencia, deue ∫aber demas de lo tocante à ∫u officio, todas las preguntas, y exhortationes que en el confe∫∫ionario hecho por orden del Concilio tercero Limen∫e e∫tan pue∫tas, de las quales ∫e ∫acaron à qui las mas nece∫∫arias que comunmente ∫on los peccados ordinarios que pueden cometer los Indios ∫egun la experiencia que tienen los Sacerdotes que ∫e an ejercitado en oyr ∫us confe∫∫iones (1607: 140-141)

Es decir, se daba una permanente evaluación de lo dispuesto en el sínodo, una puesta a punto continua y una voluntad de adaptación a cada situación sacramental concreta. El caso más peculiar de esta retraducción de los confesionarios a las condiciones especiales del clero se descubre en las preguntas relativas al segundo

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mandamiento que el padre jesuita Pedro Marbán deja vacías en su catecismo en moxo, por no saber aquellos indios chiquitos “que es juramento, y a∫si no tienen nada en el” (1702: 115). La maleabilidad de estos textos les convierte en membrana de captación de las peculiaridades que quedan consginadas de este modo, aunque a la vez se persigan8. Contra la fijeza de una redacción cerrada, sellada por la certificación conciliar, a partir de la base provista por esta, los manuales sucesivos se abren como una nebulosa, al extrapolar y profundizar en los aspectos más relevantes, diversificar secciones, amparar cambios y al variar las lenguas y los pueblos a los que se dirigen. En el caso mastodóntico del Rituale de Oré, la monstruosidad compendiosa se produce con la secuencia de idiomas versionados. Desde el latín de presentación, Oré multiplica en bucles cada vez más expansivos las apelaciones idiomáticas, acudiendo a colaboradores distintos que además del “vulgar romance”, del “quicchua, aymara y puquina” que él conoce perfectamente, nos den las versiones de la Doctrina Christiana en la “mochica de los Iungas”, “en la Guaranì” y en la “Brasílica”. 6. Por supuesto, la estilística inquisitorial de esta escritura exigía persuasión, paciencia y un minucioso interrogatorio. Durante el mismo se trataba de peinar todas las posibilidades, sondear todas las variantes, aspirar a una exhaustiva detención —y detección— del mal en el especializado abanico de sus infinitas sinuosidades. La estadística en que se incurre supone, a la postre, la ampliación de los patrones 8. En este sentido, el de Marbán, redactado ya en 1702, ofrece una serie bien trabada de singularidades caracteriológicas que enriquecen, sobre todo, el primer mandamiento: “Quando matas tigre hazesle chicha, ô ayunasle?; Te has curado ∫uper∫ticio∫amente con e∫puma, ô tabaco e∫tando enfermo?; Llama∫te al echi∫ero para que cure a tu muger ó á tus hijos con e∫puma, o tabaco ∫upersticio∫amente?; Has ∫acado e∫puma del bejuco, o hecho zigarros de tabaco para que ∫e curen con ellos ∫uper∫ticio∫amente? (112-113). En lo concerniente al cuarto: “Has enterrado vivo algun hijo tuyo recien nacido?; Ahoga∫telo de proposito, ò dexa∫telo morir de ∫ed?; Ha∫te valido de tu muger para alcagueta? (118); Y en cuanto al sexto advierte que la pregunta “Quantas vezes pecaste con cada vna de ellas?” se debe repetir en “todas las especies de pecados”, porque “como e∫tos Indios no ∫aben contar, es nece∫∫ario preguntar individualmête por cada vna de las per∫onas con quien pecó, y las vezes que pecô” (121).

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de comportamiento hasta entonces frecuentes y la constatación de nuevas e ingeniosas maneras de pecar, abiertas por las potencialidades que, entre otras cosas, también ofrece el Nuevo Mundo. Digamos que en este aspecto se produce una refinada inmersión en la vida del otro para mejor regularla y una delectación expositiva de aquella en textos de apoyo a una confesión que se asemeja con ello a una especie de fenomenología adelantada del psiquismo nativo9. “Has mascado hayo o tabaco de noche, maliciosamente” (1619: 127v), pregunta en mosca Bernardo Lugo al indio que se le confiesa, dentro del manual para curas en Nueva Granada que acompaña su gramática chibcha. Y la cuestión es difícil de entender, porque no resulta claro qué es lo verdaderamente punible: si mascar tabaco, si de noche, si maliciosamente. Y ¿se puede mascar con y sin malicia? ¿Existe una diferencia? ¿Cómo se procede alevosamente en el uso del tabaco? Ante un caso así, no se necesitaba saber muy bien la lengua, se precisaba un hermeneuta o un conductista. 7. Gracias a este programa completo de infracciones que cubren desde lo profano hasta lo sociológico y, puesto que lo preguntan los sacerdotes confesando, descubrimos que ya en el tiempo del Tercer Concilio los cristianos del Nuevo Mundo se usurpaban unos a otros las herencias, pleiteaban sobre falsas acusaciones, ­subempleaban a otros indios por sus mitas, se amancebaban o concertaban matrimonios forzados, encubrían hechicerías y supersticiones, admitían cohechos para ello, enviaban a las minas de Potosí a sus enemigos con peligro de su existencia, obligaban a tributar a las viudas o a los incapacitados que por ley estaban exentos e impedían el conocimiento del evangelio y la asistencia a la misa, sustituyéndola por “juntas de indios de noche o de dia” para “mochar” y sacrificar a las guacas10. 9. “Particularly, in the concept of sin, new cultural patterns were introduced by the Catholic church. However, these new categories of sins were often talked about using traditional Quechua vocabulary. To what extent was the Catholic confession accepted by the Quechua-speaking conquered peoples? A reading of the colonial sermons, dictionaries, and confession manuals allows us to trace shifts in the actual practices of confession, as Quechua-speakers incorporated Christian penance into their Andean systems of belief” (Harrison 1992: 5). 10. Son algunas de las preguntas que se formulan en el Confessionario (1585) derivado del Concilio Limense. Dichas preguntas están distribuidas por

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La perspicacia del interrogatorio, su compendio de hábitos prácticamente folklóricos demuestra lo que ya señalara Regina Harrison (1992: 5): que fue la confesión, antes que el bautismo, el sacramento por excelencia de la expansión española en los Andes y el instrumento donde mejor se manifestaban —y resistían— los indios a la conversión en todos los sentidos. Durante ese intercambio entre sacerdote y penitente, descubrían ambos y tomaban conciencia de las similitudes y diferencias entre los dos sistemas religiosos confrontados, así como de la concepción del mal que cada uno sostenía frente al otro. 8. Sin embargo, también es cierto que la amplia red de consideraciones cubierta por la confesión servía de lenitivo para los sinsabores de algún indio converso y, por tanto, trasgresor respecto a su propia creencia. Es un sorprendente aspecto de la cuestión que Serge Gruzinski contempla para los remisos pecadores de Nueva España (2000). El penitente se acercaba al sacramento con profundos remordimientos respecto a la traición que implicaba para con sus ancestros y el cura tenía que percibir esa batalla interior, aliviándola con el apoyo de textos sensibles a tales problemas de conciencia. En los manuales de confesión, que fungían entonces como “consolación y medicina”, según explica Alonso de Molina en el suyo, se destinaban secciones no ya a inquirir el pecado, sino a reprender el escrúpulo, a alejar las dudas, a asistir al débil y a exhortar al indeciso: Tu no ves —intenta convencer el III Concilio a un posible reincidente en la idolatría— que tu eres hombre y hablas y ∫ientes, y nada de e∫∫to habla ni ∫iente, mas que las piedras dela calle, que las pi∫as y no ­ rofesiones y cargos y se suministran en concreto como ayuda para el sacerdote p que se ve en el trance de confesar a un fiscal, curaca, cacique, hechicero, alguacil o alcalde de indios: “Quien labra y ∫iembra tus tierras y Chacras? los Indios por ∫us mitas? (...); Las Chacras que tienes, ∫on tuyas heredadas de tus Padres, o has quitado a los Indios, o eran de difuntos que murieron ∫in herederos, o que pertenecian al comun del pueblo, y tu te las has tomado para ti?; Tienes minas, y echas Indios a ellas ∫in pagarles nada?; (...) Has te quedado con la plata, que los E∫pañoles, o otros te han dado para los indios que lleuan cargas, o trabajan (...)? (15v-16r); Has tomado las hijas de tus Indios para chinas? Y haste amancebado con ellas? (17r); Has re∫cebido paga, o cohecho porq di∫simules, y no digas al padre los hechizeros, y guacas, y amancebados, y borracheras? (18 r).

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re∫ponden? Y ∫i las llamas y honras tampoco lo ∫aben ni ∫e les da nada? Pues de e∫ta ∫uerte es la Guaca y la Apachita: y el Rio, y el Sol ∫on criaturas de Dios que no ∫aben ni ∫ienten, mas de que Dios les menea y andan como Dios les manda, y a ti te quiere Dios mas que a ellas: porque aunque eres pequeño, tienes alla dentro Alma hecha a ∫emejança de Dios, que uale mas que todo e∫∫o (Confe∫∫ionario 1585: 24r).

Estamos entonces ante una compleja retórica de la fe, una argumentación del espíritu, tan sutil como sibilina, que distingue todo el abanico entre los recursos de la admonición y la imposición del castigo, entre el consejo y la condena. En esa dirección, es curiosa la advertencia que Juan Osorio ofrece en relación al séptimo mandamiento, con el fin de que una excesiva rudeza en la reprobación del pecado no aleje de nuevas confesiones al pecador: Aduierta el confe∫∫or, que deue preguntar la cantidad del hurto, y ∫i llegare à materia de restitucion, no obligue al indio à re∫tituir ∫i no tiene proprios de que hazerlo; por que confeßè vno, que vn año confeßò auer hurtado quatro bacas, y le obligaron à re∫tituir, y auiendo acabado de comulgar fue à otra hazienda, y hurtò otras quatro bacas para hazer la restitucion; y como le faltò el modo para hazerla ∫e quedò con ellas: ∫ino afearle el pecado, y aduertirle, que ∫i en algun tiempo tuuiere co∫a propria de re∫tituir re∫tituya, y obre la ∫angre de Chri∫to Señor Nue∫tro (1653: 29v-30r).

El confesor se perfila como un segundo padre con poder para indagar en lo más hondo del confesado, en las intencionalidades más ocultas de su centro neurálgico, y la confesión adquiere la dinámica de un descifrado, un trabajo de descubrimiento de lo íntimo. Es decir, vendría a ser el proceso de desencriptado y el instrumento que, a la par, lo traduce y revela: De∫cubreme todo tu coraçon —exhorta Oré al indio puquina que se le confiesa—, di todos tus pecados no encubriendo ni vno ∫olo. Y ∫i ha∫ta ahora has encubierto alguno dimelos todos los encubiertos, y los por encubrir tambien. No temas, ni tengas verguença, Yo ∫oy como el padre que te engendrò, y te tengo à ti en mi coraçon (...) en ninguna manera te ca∫tigare, auntes te amare mas, y rogare à dios por ti, y te ayudare à hazer penitencia por tus peccados (1607: 166).

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Este método complejo para la indagación de interioridades incluye las exhortaciones sensibilizadoras, las voces familiares, la rebaja de la penitencia y los títulos de tratamiento de una retórica persuasiva que busca vencer silencios con cercanía y compasión: así, el manual proporciona las maneras de llamar hijo al indio pecador, con la precisión —muy útil— de sus variantes según comarca, dialecto o región. En la lengua Aymara. Si el penitente fuere hombre para decirle hijo, diga yucay; y si fuere muger le diga, puchay, y en algunas provincias dizen, huayu (Oré 1607: 156).

Proveerse de un diestro manejo de la lengua indígena nunca se percibe más necesario que en este sacramento para el que parece esencial la habilidad aprendida de hablarle al otro de sus faltas en su mismo idioma. Francisco Pareja lo explica al frente de su guía novohispana,11 ya que se trata de animar al penitente para abrir su interior y para predisponerlo a la confidencia, ¿qué mejor que intentarlo con sus propias palabras, igual que a un niño, en la misma lengua de su madre? De otro modo, insiste Bertonio, ¿cómo podrá el sacerdote desenmarañar la conciencia del indio “que viene poco examinado”, cómo le hará tener “el debido dolor de sus pecados” y encenderá en su corazón el amor de la ley de Dios si no le sabe “hablar bien en su lengua” y convencer y convertir en ella? ¿No es este hablar al otro con sus acentos y vocablos la primera táctica para mover su convicción suavemente e inducirle en la nueva doctrina, esto es, en la nueva cultura?12. 11. Todo su confesionario se dirige a propiciarla. Para hacer más vívida la confesión, para aumentar el interés del indio hacia ella en función de los beneficios que reporta, Pareja acude a numerosos símbolos e imágenes como el de la fuente en la Arcadia en la que, al introducir un leño, éste se enciende: “Dizese que ay vna fuente en Arcadia, la qual, tiene tal virtud y calidad, que entrando en ella, vna hacha muerta, la enciende. Es ∫imbolo de e∫ta confe∫sion, q[ue] la per∫ona muerta en peccados, aplicandole, (como ∫e aplica en e∫te ∫anto ∫acramento,) la pa∫sion y ∫angre de IESV Chri∫to que es verdadera fuente de agua viua, torna a viuir en gracia, el peccador muerto en culpas” (1613: 109r y 109v). 12. Los errores en el manejo de la lengua nativa para confesar pueden, en cambio, acarrear terribles consecuencias en la salvación de las almas bárbaras: “por cuyo defecto no ay duda ∫ino que muchas vezes ∫e commetten grandi∫∫imos ∫acri-

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Porque para esta distinta dimensión del sacramento, en tanto reconfortante proceso de negociación transculturada, se trataría de aliviar la angustia de la dominación, los traumas “generados por las reglas coloniales”. Al olvidar este otro papel, advierte G ­ ruzinski (2000), obviamos el ambiguo carácter de este rito católico que alberga varias y enfrentadas referencias y que es cualquier cosa menos simplista o evidente. 9. De la confesión no estaba exento doctrinante alguno, ni siquiera los sordomudos que debían hacerlo por señas —comprobando el sacerdote, eso sí, que había en él propósito de enmienda—, ni tampoco los disminuidos, rústicos y torpes que no entenderían seguramente el sentido del sacramento ni tendrían una clara noción de pecado. La naturaleza de la implicación en el mal es discutida ampliamente por los teólogos, así como la aplicación de la penitencia en todos estos casos sui géneris en los que interferían irresolubles dificultades de comunicación. ¿Con qué signos se le pregunta a un rústico si ha desobedecido a sus padres o ha cometido perjurio?13. La minusvalía no les reducía el deber, no obstante, y tocaba a curas y amos la responsabilidad de empujarles a la confesión, por lo que eran ellos —los frailes, encomenderos, señores de tierras y esclavos— los que pecaban mortalmente, “pecaban contra justicia”, legios, por dimidiar∫e las confe∫∫iones, o por que por falta de lengua ∫e dexan de preguntar muchas co∫as nece∫∫arias, o porque el penitente viendo que el confe∫∫or no percibe lo que le dize procura de concluyr de pre∫to ∫in reparar, que otras muchas co∫as le que dan por dezir” (Bertonio 1603: 16). 13. “Acomodando, pues, toda e∫ta doctrina a nue∫tro ca∫o, digo, que los ∫ordos, y mudos a natiuitate, que nunca oyeron la in∫truccion de los que ∫aben, para ayudar al dictamen de la razon, y conocimiento natural, tienen en lo mas ignorancia inuencible, que los e∫enta de pecado, y no sé como, ò con que señal le podré yo preguntar, ∫i honrò a sus padres? ∫i matò, o deseò matar alguno? y a∫si de los demas. Digo, pues, que la di∫tincion con que Naldo habla en e∫te ca∫o, me contenta, el qual verb. Metus, numer. I, dize, que ay dos maneras de mudos, vnos muy torpes, y otros de viuo ingenio: a e∫tos vea el Côfe∫∫or ∫i les puede dar a entender, que es nece∫∫ario dolor de los pecados; y ∫i probablemente le parece que lo han entendido, y dâ mue∫tras de contrición, ab∫uelvales sub côditione, y ∫i fuera tan torpe, que no ay probabilidad de que ha entendido lo que le en∫eñan (...), ∫u propia incapacidad le e∫cu∫arà para con Dios, pues de e∫tos ∫e ha de entender lo mi∫mo que de los ∫imples a natiuitate.” (Peña Montenegro 1668: IV, V, 436).

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si los descuidaban. Es, otra vez, el implacable Peña Montenegro el que se plantea si los indios y negros bozales “que parecen ineptos para tener dolor y hazer examen de ∫us conciencias” tienen obligación de confesarse (1665: IV, III, 434). La respuesta de la Santa Madre Iglesia es, obviamente, afirmativa: incluso sin haber accedido a la plenitud del evangelio, sin poder comulgar todavía y sin sentirse próximo a la fe que se lo requiere, el indígena indocto debía confesarse una vez por año. Es más: la confesión está por encima de las pequeñas diferencias lingüísticas. A un enfermo puede dársele la confesión aunque no se le entienda y “concederle la indulgencia de la Bulla, para que no ∫e detenga en el Purgatorio”. Ni siquiera parece obligado un intérprete, con tal de dar consuelo al pecador: Pues fray Luys Lopez y fray Manuel Rodríguez, tom.I, cap. 61, conl.3. num.3 dizen que el confe∫∫or Castellano que no ∫abe la lengua Frâce∫a ∫i no alguna co∫a della, puede confe∫∫ar al Frances q[ue] en ∫u lengua ∫e confie∫∫a con el, aûq[ue] ∫ea fuera del articulo de la muerte (Bautista 2010: 9).

Y si esto se puede con un hijo de Francia, ¿cuánto más con los naturales recién conquistados? El sacramento se divide entre su condición de fuente informativa privilegiada, minuciosa y puntual y su poder redentor que no debe escatimarse ni restringirse. Y así asegura el carácter masivo de la práctica, que era obligatoria del domingo de Septuagésima al según octavo de Corpus Christi —según el primer Concilio Limense en sus Constituciones para indios de 1552 (1950, 34)14—, mediante la emisión de cédulas probatorias con las que el indio, confesado fuera de su parroquia habitual, demostraba —testimonio escrito de por medio— haber 14. Menos para “los Indios y Negros, que aun no tienen capacidad para comulgar” y que “cumplen con el precepto de la confe∫sion en cualquier dia del año”. Y Peña Montenegro, escrupuloso al máximo, contempla todos los casos posibles para sentenciar que “∫i alguno ∫e confe∫ò el año de cuarenta y cinco, por el mes de Diziembre, no pecarà contra el precepto Ecle∫ia∫tico de la confe∫sion, el qual dize, que ∫emel in anno confiteantur, que cada año ∫e confie∫∫e vna vez, y el que ∫e confe∫sò el vn año por Enero, y el otro por Diziembre, ya en dos años ∫e confe∫sò dos vezes y no le manda mas que e∫to la Igle∫ia” (1668: IV, III, 434).

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cumplido con el interrogatorio y haber proporcionado su dosis anual de información15. 10. A tenor del cuidado con que los sacerdotes recopilan los manuales de confesión, los traducen y los difunden, se diría que el pecado del otro suscita en los llamados a castigarlo un interés tan acucioso como enrevesado. Pérez Bocanegra califica las faltas indígenas de “maneras comunes, y exqui∫itas que tienen los Indios de pecar” y justifica en esta abundancia y rareza del pecado nativo la conveniencia de su pormenorizado formulario16. El comportamiento de la otredad misteriosa despierta una nunca satisfecha curiosidad que, disfrazada de corrección y enmienda, se despliega en estos proto-tratados de psicología de los pueblos. Se trata de no dejar el pecado en la “in∫ipiencia” del nativo, y en su mal examinada conciencia”, pero tampoco en el descuido del predicador que no formule las “preguntas y repreguntas conuenientes” a cada costumbre punible, a cada hábito nuevo (Pérez Bocanegra 1668: 104). No obstante, esta minuciosidad referida al nativo tiene su contrapartida en las normas con que se dirige también la actitud del confesor. Los manuales son prolijos para guiar al sacerdote en todos los casos con los que podría tropezarse y, de este modo, le aleccionan sobre el modo y rigor con que sopesar la culpa: Note∫e —nos advierte fray Juan Bautista en referencia a la falta de “hauer comido carne en Viernes” —q[ue] ∫i vno come muchas vezes 15. “If these newly converted Christians did not show up for confession, they would be punished, according to the Lima Council. The priest was ordered to lock up the cacique leader, or his wife, in his or her place of residence for three or four days, until confession was carried out. Indians of lesser rank would receive fifty lashes or be short of their hair; they also would be required to confess. Each priest was required to keep a record (padron) of those who had confessed, so that punishment was meted out. Indians confessing to a riese not assigned to their own parish would be required to obtain proof of their confession with a cédula, a written document” (Harrison 1992: 7). 16. “Y a e∫ta cau∫a e∫criuo e∫te formulario, no con la brevedad que otros Confe∫∫ionarios (que de molde, y de mano) è vi∫to, ∫ino muy ad longû, de declarando por muy menudo, todas las maneras comunes, y exqui∫itas, que tienen los Indios de pecar” (Pérez Bocanegra 1668: 105).

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en el dia de ayuno no pecca mas de vn peccado, el qual comete quando come la ∫egunda vez, de∫pues de la comida primera de las doze” (2010: 29).

A favorecer esta detenida indagación, esta insistencia en repreguntar las oscuridades de lo ajeno se subordinan todas las vías y medios: hay sacerdotes que recopilan diccionarios temáticos en torno al campo léxico del pecado para favorecer una mejor comunicación del mismo. Uno de los más sorprendentes por la contundencia de su especialización resulta el Arte de la lengua allentiac y vocabulario breve que recopila el jesuita Luis de Valdivia dentro de su Confe∫∫ionario de 1608 para la región argentina en que predica. Su intención lexicógrafa, orientada a ayudar a otros sacerdotes que catequicen y confiesen en esta lengua, se ciñe con estricta observancia profesional a todo lo que ayude en la exposición de la conducta desviada: los numerales de reincidencia, por ejemplo, o los adverbios de medio, los locativos de tiempo y lugar —“/a la mañana/, /a la noche/, / alguna vez/, /a menudo/, /breuemente/, /cada año/, /con quien/, /con que/”—; los verbos y sintagmas claramente delictivos —“/ Atormentar/, /Avariento ser/, /Avergonçar a otro/, /Corromper doncella/, /Amancebado e∫tar/, /Empre∫tar/, /Engañar/, /Injuriar/, /Fornicar”—; los nombres de vicios, de tentaciones; la semántica de la culpa, y de las supuestas o más proclives ocasiones de culpa —“/biuda/, /biudo/, /borracho/, /ca∫ada mujer/, /camaras tener/, /poder/, /plata/, /mio/, /emborrachar/, /retoçar/, /soñar/” y ciertas expresiones imprescindibles a su denuncia: /Boca arriba e∫tar/, /Boca abajo e∫tar/, /Floxo ser/, /Gozar∫e/, /Be∫ar/, /Concertarse/, /Combidar a peccar/, /Levantar las faldas/, /Estiércol de hôbre/, /Alteración de carne tener el varon/ —que en concreto en allentiac se dice Reuteeta muqueynen (1607: s.p.).

A veces las entradas se siguen y se suceden configurando el relato sucinto, telegráfico y casi vanguardista del deseo y la caída, como en el cuento tartamudo de una tentación nunca vencida alrededor de la letra /d/: “/Decir/, /Dedo/, /De entre/, / Defender/, /Defuera/, /Deleytar∫e/, /Demonio/, /Dentro/, /

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Deotro/, /De∫atar/, /De∫dealli/, /De∫∫ear/, /Deshonesta mujer/, /De∫nudar/, /Derramar/, /De uno en uno/, /Digno ser que le den/, /Doler la mano/, Dulzura/”17. En medio de esta jugosa codificación del vocabulario básico del mal —o de cómo reducir todo el lenguaje a asociaciones morales— asombra que Valdivia aún tuviese hueco en su mínimo diccionario de confesores para entradas inexplicables desde los códigos éticos como /árbol/, /agua/, /nieta/, /decir a∫si/, /contar narrando/, /huérfano/, /amarillo/, /colorado/, /codo/, /coronilla de la cabeza/, /ola/ o /avestruz/. ¿Qué pecado creería que podría cometerse con esta pajarraco inmenso en medio de los solitarios parajes de Cuyo? 11. En otras ocasiones el vocabulario que pueda necesitarse es proporcionado por el propio confesionario durante el proceso abierto de su puesta en escena. Así, en el que Martín de León incorpora dentro de su Camino del cielo en lengua mexicana, cuando se inquieren los pecados de la carne, el sacerdote pregunta todas las posibilidades fácticas por que no quede ningún término que prever en lengua nativa. Si el penitente ha pecado con una mujer, el confesionario le hace pecar con los tres estados de la fémina y en diferente y magnífico número de veces: P. Con Quantas mugeres as pecado? R. Con tres P. Son ca∫adas, ò donzellas, ò ∫on ∫olteras? R. Con vna ca∫ada, y otra doncella, y otra Soltera. P. Quantas vezes peca∫te con cada vna? R. Con la ca∫ada tres vezes, y con la doncella ocho, y cô la ∫oltera peque diez vezes (1611: 126).

La cuestión radica en proporcionar los instrumentos con los que comprender situaciones instantáneas, momentos únicos a los que la guía de confesión debe adelantarse, acudiendo en ayuda del 17. Y hay entradas maravillosas de este diccionario especializado en lengua allentiac: “/Luxuriosa mujer/, /Mancebo en mala parte/, /Labar la cara/, /Aporrear/, /Palpar/, /Tocar/, /Otra vez/, /Que era e∫∫o?/, /Ser dueño de ca∫a/, /Llorar/, /Llouer hazer/, /Vnion junta/, /Por allí/, /Por aquí/, /Sobrino/, /Rabiar/, /Golo∫o/, /Ve∫tir a otro/, /Vestir∫e” (Valdivia 1607: s.p.).

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confesor y cubriendo léxicamente todas las expectativas imaginables de respuesta. Así pues, ya que la mujer puede ocupar tres estados en lo que a pecar con ella se refiere, resulta más documentado e informativo si el indio abstracto del ejemplo opera como un macropecador dotado y capaz de montárselo con las tres. He aquí lo fascinante de este tipo de textos: su conciencia de enfrentarse con la praxis —en estado puro— del habla y su esfuerzo por codificar la emergencia de un acto verbal imprevisible, proveyendo de toda la información completa, de las variantes a realizarse en el diálogo, e intentando controlar una potencialidad inabarcable si no es, como aquí ocurre, mediante el inventario pleno de los casos probables. 12. Por lo tanto, como vemos, la escritura de los manuales es el producto de una ardua competencia en las costumbres exóticas del mundo hallado. En muchos casos, como en el de Valdivia en allentiac, se trata de una competencia lingüística. Pecado y lenguaje parecen seguir caminos paralelos en el proceso de su develamiento simultáneo; develamiento que requería de todo un esfuerzo retórico para penalizar errores indígenas con las calidades adjetivas del trasgresor mismo. Detrás, tuvo que darse un proceso de intercambio y de gramática comparada que permitió componer las palabras con raíz española siguiendo la conjugación de verbos quechuas, Así ocurre con la voz “mancebani” para el pecado de concubinato o mancebía en el Confesionario de 1587 de Luis Jerónimo de Oré (187)18; o “machitucar” para ejercer de brujo o machi entre los mapuches19. Incluso el propio nombre de la práctica se convirtió 18. Regina Harrison encuentra en ese Confesionario este particular neo­logismo: “In Oré’s Confessional of 1598, concubinage takes a priority position. We find it first in the list of questions comprising the sixth commandment. To eliminate confusion, perhaps, a Spanish verb root mancebani serves to specify the offense of trial marriage: Mâcebascahu câqui? Hayca quillam, hayca huata, mâcebasca câq? (Have you lived in concubinage? How many months, years, have you co-habited?)”. Pero, en cambio, la cuestión desaparece “from Torres Rubio’s confessional inquiries of 1619, and it does not appear in Prado’s of 1650” (2008: 17). 19. “5 Tienes oficio de Machi? has machitucado, ò chupado a la gente? te han machitucado o chupado à tì? 6 Eres brujo? te has juntado con los Machis, para invocar al Rayo! 7 Has de∫eado ∫er brujo, ò Machi? 8 Quantas veces?” (Febres 1765: 227)

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en confessacuni, separándolo así del ritual quechua llamado ychuri20, como encontramos en el Manuscrito de Huarochirí bajo la forma confesacorcanmi, que quiere decir “se confesó”, o en labios de los grandes hechiceros Cristóbal Runtu y Pedro Allucu, cuando ruegan perdón al lucero de la mañana por sus faltas con la palabra perdonay21. Por su lado, el medio indígena imita las fórmulas de prácticas invasoras con una entrega disimulada que pocos sacerdotes tomaron por plenamente honesta. El inca resistente mezcla devociones, quizá para salvaguardar algo de su creencia en peligro, y los sacerdotes insisten en el estudio de la cultura ajena para tratar de hablar al pecador corazón quechua con sus mismos métodos. 20. Ychu era el nombre del heno sobre el que, según la Doctrina Christiana, refrendada por el Tercer Concilio limense, los indios escupían diciendo sus pecados y quedando, por este ritual, limpios de ellos: “Suelen tambien en diuer∫as partes a∫si de los Llanos como de los Serranos, o e∫tando enfermos, o ∫anos yr∫e a lauar a los rios o fuentes con ciertas ceremonias creyendo que con e∫to lauan las animas de los peccados y que los lleuan las aguas, y toman el heno, o genero de e∫parto que ellos llaman (Ychu) y e∫cupen en el o hazen otras ceremonias diziendo ∫us peccados alli delante del hechicero con mil ceremonias y creen que de∫ta manera quedan purificados y limpios de peccados, o de ∫us enfermedades” (Confessionario 1585: 4v) . 21. El verbo aparece igualmente en la confesión o invocación que el indio Juan dirige a su malqui después de entrar en la Iglesia católica. Lo cita Duviols (1986: 9091; 528-530) y lo recoge Estenssoro que cree en una influencia hispana en los ritos indígenas y en una evolución de las prácticas de resistencia nativa, permeadas de préstamos de la confesión cristiana. Cito por extenso su sugerente reflexión: “En la mayor parte de estos ritos y oraciones la noción cristiana de pecado surge claramente en el uso del término hucha. Las listas de pecados en cambio, que desde el temprano siglo xvi se habían mimetizado con la católica, se demarcan ahora explícitamente de ellas en algunos puntos considerados distintivamente católicos (los pensamientos son ahora excluidos) como también las convenciones que, supuestamente, deberían normar un orden social de la vida colonial (el deseo de relaciones sexuales interétnicas no es, por ejemplo, culpable, lo que hubiese hecho rabiar a un don Felipe Huaman Poma garante de preservar en la realidad las oposiciones coloniales). Al mismo tiempo, la confesión ancestral se ha acercado más en otros puntos: ha adquirido un carácter preventivo por una culpa consciente (...). La confesión indígena sabe sustituir con una eficacia cada vez mayor la función de su rival pero también ir marcando cada vez rasgos que le permiten demarcarse. No se trata sin embargo de un mero juego formal en el que se alternan mimetismo y diferenciación. Estos cambios tienen un ingrediente identitario pero también responden a necesidades simbólicas reales que no por ser tales son menos urgentes” (2003: 211).

Fig. 5.2. Guamán Poma de Ayala, “Procesión, ayunos y penitencia: waqaylli, sasikuy y llakikuy”, Nueva corónica y buen gobierno, 284 [285]. Reprod. El sitio de Guamán”, Det Kongelige Bibliotek, .

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O para, en otras ocasiones, limitarlos. Todo lo relativo al sexto y nono mandamientos se maneja cuidadosamente, con tal de no inducir a pensamientos y actos pecaminosos al inocente que, hasta la confesión, permanecía virgen de malas ideas. El dirigismo y paternalismo eclesiástico se percibe en este punto, cuando el manual omite la relación pormenorizada de posibilidades sexuales, o la ofrece con llamadas de alerta y recomendaciones de uso. De acuerdo con el estudio de Regina Harrison, a partir del confesionario manual de Torres Rubio de 1603, dichas medidas aparecen muy bien expuestas junto con el espinoso dilema que las propicia: ¿convenía interrogar a los indios acerca de faltas y tentaciones que quizá nunca sintieron? Antes de embarcarse en temas de homosexualidad, zoofilia o masturbación, Torres Rubio recomienda al confesor vigilar la calaña, condición y naturaleza del que se confiesa, “porque no se le enseñe lo que él no sabe” (Harrison 1992: 23). Entre las veladuras con que los confesionarios vedaban su uso al no iniciado, el recurso con que Andrés Febres, estudioso de mapuche, redactor de un diccionario de esta lengua en 1764, dentro de su bilingüe “Doctrina christiana”, encripta el acceso en el suyo a las cuestiones sexuales, consiste en reservarse el latín para la lista de preguntas sobre esta materia. Con argucia de letrado, el latín, a la manera de un eficaz password religioso, la contraseña que vetaba informaciones y disponía conciencias, se convierte en la lengua en clave para lo censurable, probablemente porque al laico, en cuyas manos cayera el librito, no le fuera fácil desentrañar la nómina de graves incidencias que allí se detallan.22 22. El listado quedaría en manos de los doctos —los únicos capaces de su traducción que debían juzgar, según cada penitente, si aplicarlo o no; y, realmente, en múltiples ocasiones era imprescindible hacer gala de intuición y especial ­prudencia. Entender o no entender se revelaba a ojos de la curia como una ­sofisticada manera de control, una regulación de lo que debía saberse por la vía idiomática. También para uso de doctos no inocentes, algunos ejemplos: “Repræ∫enta∫ti ne tibi res impudicas, ∫ive mulieres, ad delectamentum tui coporis? 2 De∫idera∫ti ne peccare cum mulieribus? 3 Pecca∫ti ne cum muliere? conjugata erat, an ∫oluta dicta mulier? 5 Pecca∫ti ne cum duabus ∫ororibus? num cum matre, & filia? num cum tua cognata? quae cognatio illa? 5 Et vero tu conjugatus eras, an non? 6

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Sin duda, esto es lo más interesante: que el confesionario, que regula el diálogo en la secuencia monitorizada de preguntas y respuestas con guión previo estipulado, acudiera al trilingüismo en apoyo de esa operación vigilada: español y mapuche para los demás pecados y solo latín y mapuche en todo lo concerniente al sexto mandamiento. Febres acudía sagazmente a una consciente distribución —calculada, medida— de las lenguas para facilitar o no el acceso a los contenidos. El tratado de confesiones regentaba, con este poliglósico invento, su alcance operativo, administraba su poder mediante el ideológico reparto de lenguajes de redacción e incluso vedaba a los no latinistas la revelación del truco, manteniendo también de modo restringido la astuta razón detrás de la trampa lingüística. Mulieribus —se nos insiste al final como un último consejo23— aliter interrogationes illis accomodate faciendæ ∫unt: nec omnes omnibus, ∫ive viris, ∫ive feminis, immò cauti∫simè in hoc cum illis procedendum, nam ad malè ∫u∫picandum proni ∫unt (1764: 237).

Solo los que supieran latín desentrañarían el motivo punitivo de su uso. Nos movemos en un circuito exclusivo y cerrado por un candado idiomático. Pero sobre todo nos encontramos ante una desviación de la mecánica traductora precisamente en lo contrario: el empleo inaudito de la interpretación o versión entre lenguas que pretende la no comunicación de las mismas.

Pecca∫ti ne cum cognata tuæ uxeris? qualis cognatio e∫t inter illas? 7 Habes ne concubinam? unicam habes, aut duas, vel plures? quot mensibus, anni∫ve ∫ic vivis? quot diebus habebas rem cum illa? (...) 10 Es ne locutus impudica verba? es ne impudicè allocutus, amplexus, deo∫culatus mulieres, aut tetigi∫ti eas, ∫ive aliud ∫imile illis feci∫ti? Lauda∫ti ne cum aliis de rebus impudicis? an non cum mulieribus? 11 Habes ne herbas, aut quid ∫imile, ut te ament mulieres? aut quæ∫ivi∫ti huju∫modi, aut allocutus es fagas, hoc ut tibi darent, aut hujusmodi incantationes feci∫ti, ut te vellent mulieres” (1764: 233-235). 23. Febres lo adapta a su interés y lo retraduce al latín desde la versión canónica en castellano, estipulada por el Concilio de Lima: “A las mugeres ∫e han de hazer las preguntas dichas accomodandolas a las per∫onas. Y no ∫e ha de preguntar de lo dicho mas de lo que probablemente ∫e entiende aura hecho el que ∫e confie∫∫a. En la lengua Quichua y Aymara ∫e accomoden en las preguntas de∫te mandamiento con los vocablos pertenecientes a varon y a muger” (Confesionario 12 v).

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12. La práctica de esta confesión superespecializada, a la medida del confesado, insistía, por tanto, en la discriminación del penitente y en la adaptación del cuestionario según sus condiciones, su género o sus títulos. Las tablas previstas de “pregvntas para los caciques y cvracas”, “para fiscales y algvaziles, y Alcaldes de Indios”, nos están advirtiendo del alto grado de seguimiento que, en tanto operación de custodia o servicio de inteligencia, la Iglesia persigue en tierra de indígenas. El proceso era exhaustivo y escalonado, porque, si bien oficialmente y desde el confesionario mayor suscrito en Lima para hablantes de quechua y aymara, se detallaban los diversos casos posibles, siempre se advertía que, como hemos visto, se atendiese a las características peculiares de la parroquia en que se adoctrina. El pecado debía cercarse en sus perfiles más propios mediante un paulatino viaje ad Inferos que exigía dotes psicológicas e intereses etnográficos. A los Hechizeros ∫e les ha de preguntar mas en particular, todo lo que toca al primer mandamiento, y para e∫to ∫eruira la in∫trucion que ∫e da mas larga de los ritos y ∫uper∫ticiones que v∫an los Indios, a∫si en comun como en diuer∫as partes, para que conforme a la tierra y nacion ∫e le pregunte al Hechicero lo que ∫uelen hazer los tales (Confessionario 1585: 23r).

A este primer estadio de faltas naturales y propias de la ignorancia indígena vinieron a sumarse los problemas derivados de una inicial y descuidada evangelización del territorio y la persistencia de viejos usos antiguos, disfrazados bajo una débil capa de adhesión fingida. Los préstamos se produjeron en las dos direcciones con usurpación sorprendente de terminología católica para formas de la antigua doctrina inca o adaptaciones ingeniosas de la aparatología de esta en el cumplimiento de la nueva fe impuesta. Sabemos que los indios acudían con frecuencia a los confesionarios con sus culpas apuntadas en el viejo sistema de escritura ritual que fueron para sus antepasados los famosos e indescifrables quipus. Lo más interesante, sin embargo, en esta transculturación de un elemento nativo para la difusión de prácticas foráneas reside en que fue visto con buenos ojos por los primeros confesores y alentado por

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mercedarios, dominicos o jesuitas, que no se atribuyen el invento, pero lo celebran con cierto júbilo y con el asombro con que Acosta subraya el ingenio de cierta anciana para marcar con diferentes hilos las peculiaridades de cada una de sus tentaciones: Yo vi un manojo de estos hilos, en que una india traía escrita una confesión general de toda su vida y por ellos se confesaba, como yo lo hiciera por papel escrito; y aún pregunté de algunos hilillos que me parecieron algo diferentes y eran ciertas circunstancias que requería el pecado para confesarle enteramente24.

La técnica del quipu aplicado a la escritura de lo propio tenía la ventaja de responsabilizar a cada penitente en la previa reflexión de sí y despertó por ello el refrendo y la connivencia de la normativa conciliar en la materia. En el Tercer Concilio se insiste que los indios hagan sus cuentas de lana y vayan a confesarse con los pecados apuntados en las hebras: Pues para que tu confesión sea buena y agrade a Dios. Lo primero, hijo mío, has de pensar bien tus peccados, y hazer quipo dellos: como hazes quipo, quando eres tambo camayo, de lo que das, y delo que te deven: asi haz quipo de lo que has hecho contra Dios y contra tu proximo, y quántas vezes; si muchas o si pocas (Tercero catecismo 1585: 67v).

No obstante esta buena voluntad inicial y la aceptación de una catequesis mestiza, el sistema de confesión por quipus, como señala Estenssoro Fuchs, se tambalea cuando empiezan a descubrirse las deficiencias a las que conduce: los indios se prestan las cuentas, 24. Además de los quipus, otras formas de anotación indígena se emplearon también para favorecer la memoria en la catequesis. El propio Acosta, tras este testimonio citado y a renglón seguido, comenta: “Fuera destos quipus de hilo tienen otros de pedrezuelas por donde puntualmente aprenden las palabras que quieren tomar de memoria. Y es cosa de ver a viejos ya caducos, con una rueda hecha de pedrezuelas aprender el Padre Nuestro y con otra el Ave María y con otra el Credo, y saber cuál piedra es Que fue concebido del Espíritu santo y cuál Que padeció debajo del poder de Poncio Pilato. Y no hay más que verlos enmendar cuando yerran, y toda la enmienda consiste en mirar sus pedrezuelas; que a mí, para hacerme olvidar cuanto sé de coro, me bastara una rueda de aquéllas. Déstas suele haber no pocas en los cementerios de las iglesias para este efecto” (2008: 210).

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se las intercambian y confiesan los pecados de otros, incluidos aquellos que jamás podrían haber cometido por edad, fuerzas o sexo; o bien rentabilizan la compleja redacción, reutilizando el mismo quipu de una confesión para la siguiente; a veces declaran culpas todavía no cumplidas, porque el quipu, que permitió entre los incas la anotación de adivinación y profecías, arrastra sus condiciones de uso a la connotación de su nuevo empleo. En cuanto escritura especializada, difícil de aprender, el indio suele acudir a compañeros y hermanos para que le preparen el quipu y, de paso, lo alteren o amañen, diciendo lo que se pretendía que dijera, sin que ya fuera fácil reconducirlo al orden de información establecido desde el manual conciliar. Estos asesores espontáneos o hermanos mayores catecúmenos conquistan cada vez más radio de ingerencia, no sólo preparando la confesión sino incluso llegando a confesar, aleccionando en encuentros paralelos e instruyendo en sermones improvisados. (...) e vi∫to otros discípulos, a∫∫i en Indios; como en Indias (particularmente entre ciegos, y ciegas,) que hazen entre ∫i juntas, y ruedas, tratando de las co∫as de la Fè, y de las confe∫∫iones de los Sacramentos, particularmente del tremendo de la Eucari∫tia, y de lo que el Predicador dixo; y dizen los mayores di∫parates que ∫e pueden imaginar: y los en ∫eñan a los demas en ∫us ca∫as, en las chacaras y en otras partes donde ∫e juntan (...) y re∫ultan muchas ofen∫as contra Dios nue∫tro Señor25.

El ecumenismo errado de estos exsacerdotes incas, que conquistan enteros entre la población previa ante la cual ellos son guardianes fiables de la ortodoxia, complica aún más el ya imbricado paisaje confesional del Perú. Al aplicar por libre una catequesis improvisada escandalizó a la curia legal más aún que los pecados de sus doctrinandos por el desviado intrusismo que implicaba. Pero lo que la cita anterior desvela, sobre todo, fue el fracaso de aquel esfuerzo traductor entre sistemas de regulación del pecado, con toda su parafernalia de cuestiones dirigidas y de 25. Pérez Bocanegra que nos ha dejado el testimonio de estas ofensas por incomprensión de pasajes evangélicos, implica el cambio en la política en torno a la cuestión de los quipus, cuya prohibición él recomienda (1631: 112-114).

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versiones lingüísticas concertadas; revela la derrota irredenta del mismo, pese a la sofisticación del sistema en sí. Y ello no solo porque el indio continuase con sus creencias y adoratorios, sino porque prefiriera acudir a intérpretes dentro de su cultura, a mediadores fiables de su entorno heterogéneo, que en “ruedas y juntas”, tratando las “tremendas cosas” del misterio católico, le proveyeran de traducciones más pertinentes para esa distancia que hace de él otredad y de una negociación más lúcida, más propia de la diferencia —en cantidad seguramente irredimible— que le separa.

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1. Como venimos viendo, el inventario, el catastro, lo notarial y administrativo se enseñorean de la escritura de Indias que repite, en cada uno de sus pasos, su agotadora obsesión inquisitiva. Las crónicas eclesiásticas, por ejemplo, obtienen cierto tono épico del éxito cuantitativo de la misión evangélica, del número de conversiones o de las idolatrías erradicadas. La fe se calcula en miríadas de almas y la confesión será el acto central de la visita extirpadora, el instante en que, a solas, cura católico y chamán reincidente miden sus fuerzas, cumpliendo entonces un papel transculturador, incluso a pesar o mediante la presión imperialista sobre el sacerdote indígena, obligado a confesar y a confesarse, a delatar sus yerros y a sus cómplices. Así, en la doctrina de San Pedro de Mama, cerca de su residencia en San Damián, Francisco de Ávila extorsiona al hechicero pillado in fraganti, Hernando Pauccar, “muy temido y re∫petado en e∫tas Provincias, porque era Sacerdote mayor, y a ∫u in∫tancia hablaba el Demonio” (1648: 94r). Del éxito de la pesquisa dependía la propaganda del cristianismo entre los indios y el prestigio del propio Ávila, dada la importancia del personaje al que se enfrentaba, cuyos ídolos el visitador quemará luego en la plaza principal de Lima frente a las autoridades más señaladas del gobierno peruano.1 1. No tenemos posibilidades de estudiar de manera pormenorizada la cuestión de la “extirpación de idolatrías”, vinculada a Ávila y a sus visitas en Huarochirí. Por otra parte, hay una nutrida y solventa bibliografía en torno a esta temática.

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Por tanto y en procura del triunfo de la fe, el extirpador no tendrá problemas en emplear todas las “estratagemas y mañas” posibles con Pauccar, como aconsejarle que, “pue∫to que le auian acu∫ado otros”, él podría hacer lo mismo. En uno de los momentos de esa estrategia, Ávila le deja hablar. “Animándole”, poniéndole en pie en medio de la Misa Mayor, el día de “Pa∫cua del E∫piritu Santo”, el hechicero se doblega a denunciar públicamente —es decir, al incaico modo, según el uso antiguo— todas sus idolatrías: Señor Padre, es verdad, que yo è ∫ido Sacerdote de Chanpiñamocc, de∫de moço, y lo heredè de mi Padre, y en todos e∫tos pueblos de∫ta Dotrina, y otras, me an re∫petado mucho, y yo venia à vi∫itarlos cada año dos vezes. (...) y al entrar en cada pueblo me ponian arcos, y ∫alian bailando, y las mugeres tocando ∫us tambores, y me ho∫pedaban, (...). Tras e∫to me hazian vna como ramada, y la cubrian, y cerraban toda con mantas, y el ∫uelo e∫taba cubierto de paxa nueua, y aquí me entraua yo ∫olo, de noche, ò de dia, como yo queria. Y aquí llegaban à con∫ultarme, y yo re∫pondia, y ∫acrificaua Cuyes, derramaua Chicha (...), y algunos dezian, que querian oyr la re∫puesta, que daba Chaupiñamocc, y yo le hazia hablar poniendo alli vn Idolillo, que la repre∫entaua, y a vezes hablaba muy delgado, otras grue∫∫o. E∫to Padre dezis vos, que era el diablo. Y con e∫to me re∫petaban todos, como à vos, y mucho mas (1648: 94r-v).

De la confesión de Hernando Pauccar se deriva un concepto de la sistematicidad y sentido en sus propias prácticas en tanto fe constituida, con sus ritos y procesos, con una jerarquización religiosa en nada similar a la falta de organigrama, atribuida como rasgo definidor de la barbarie idólatra. Su discurso es sin duda un modelo de serenidad y aticismo, al entonarse en él la versión sui géneris del tópico épico sobre la caducidad inevitable de todas las cosas, algo como una variante andina de aquella conversación que Néstor y Diómedes mantienen en la Ilíada bajo la maravillosa Así, para la represión religiosa en el Perú y la idolatría, Duviols 1971 y 2003 especialmente, Harrison 2008, Larco 2008, MacCormack 1991b, Mills 1997, Millones 1989, Hyland 2011; Gareis 1990; Gryffiths; García Cabrera 1994; Para la hechicería y la condición del sacerdote andino, Brosseder 2014, MacCormack 1991a, Silverblatt 1987. Para Ávila y sus actuaciones en Huarochirí, Hampe 1999, León Llerena 2014, García Cabrera 1994.

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metáfora “Como la generación de las hojas, así la de los hombres”. Todo pasa, nada permanece, del poder que ahora ejerce Ávila sobre Pauccar también había gozado el propio hechicero en sus momentos de notoriedad. El sacerdote expurgado concluye con una afirmación de relativismo espiritual —“esto Padre, decis vos que es el diablo”— y de los irregulares procesos históricos. A él le tuvieron el respeto que le tienen a Ávila, si no mayor. Le profesaron una adhesión y una reverencia que no dependen de la doctrina ni de la verdad más o menos firme en ella expuesta, que varía con los ritmos de la historia o con el inasible rodar de la suerte. 2. Casi al comienzo de su libro La creación de lo sagrado, después de considerar la religión el producto de un pueblo en entrañada relación con su idiosincrasia, Walter Brukert se hace una pregunta con la que vendría a desmentir esa primera constancia: ¿qué pasa —si esto es así, si hay una indisoluble unión entre carácter local y creencias— con las interacciones de culturas (...)? ¿Qué sucede con nuestras propias posibilidades de comprensión transcultural de otras civilizaciones, pasadas o presentes? ¿Y cómo explicamos la ubicuidad y la persistencia de un fenómeno como la religión? (2012: 19).

Para los antiguos, la condición universal de la fe, esta ubicuidad de la religión de la que habla Bruckert, no constituía un problema. De Cicerón a Artemidoro, pasando por el Pseudo-Libanio para el cual el ateísmo no es sino el síntoma de la locura, la diversidad generalizada de creencias constituía la prueba fehaciente de la existencia de los dioses. Lo raro sería encontrar tribus agnósticas o sin intuición de religiosidad alguna. El hallazgo del Nuevo Mundo no variaría esta especie de universalia teológica según la cual en la naturaleza humana se halla implícita la necesidad de creer. Así, la visión inicial de las gentes antillanas que no parecían profesar “secta alguna”, según el Colón de la primera carta, se verá rápidamente modificada en sucesivas expediciones a Tierra Firme. Con el hallazgo y conquista de Technotitlán, toda Europa comenta las erradas adoraciones y los cruentos sacrificios a que son propensos Moctezuma y los suyos, de acuerdo con el pliego de noticias

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publicado en Augsburgo, promocionado como Newe Zeitung. Von dem Lande. Das die Spanier funden haben ym 1521. Iare (Wagner 1929: 8-9) e ilustrado con los primeros grabados de divinidades extrañas y de connivencias demoniacas. En efecto, a partir de lo descubierto por Cortés, López de Gómara calificará aquellos pueblos de “religiosísimos”2 y las Indias occidentales se presentarán a ojos conquistadores infestadas de mitos, de ficciones, de maneras risibles o brutales de sacralidad, de credos abominables y, a veces, también familiares, para mayor escándalo de la cristiandad asombrada. Entre los primeros, por ejemplo, la fabulosa esmeralda que Pedro de Cieza viera “mochar” y que describe en la “Primera Parte” de su fascinante Crónica del Perú, donde se extiende en contar los ritos de estas gentes y “cuan grandes carniceros son del comer carne humana”: Y en otras partes como iré recontando en esta historia, y en esta comarca afirman que el señor de Manta tiene o tenía una piedra de esmeralda de mucha grandeza y muy rica. La cual tuvieron y poseyeron sus antecesores por muy venerada y estimada. Y algunos días la ponían en público, y la adoraban y reverenciaban como si estuviera encerrada alguna deidad. Y como algún indio o india estuviese malo, después de haber hecho sus sacrificios iban a hacer oración a la piedra, a la cual afirman que hacían servicio de otras piedras, haciendo entender al sacerdote que hablaba con el demonio, que venía la salud mediante aquellas ofrendas.3 2. Hay que recordar que la crónica de Gómara se tradujo al italiano, al francés, se difundió por Europa y con su éxito contribuyó a propagar los retratos culturales que el autor recopila de las Indias occidentales, retratos de los que la referencia religiosa era un puntal que Gómara subraya: “...preocupado por elaborar el inventario de los rasgos culturales que faltaban en las sociedades mexicanas y en consecuencia por establecer lo que las distinguía del mundo occidental, Gómara no puso en duda ni por un instante la existencia de la religión mexicana” (Bernand y Gruzinski 1988: 22). 3. Cieza cuenta la adoración de la esmeralda (2005: 146) y testimonia en el Virreinato de Nueva Granada sacrificios y canibalismo. Concretamente los descubre tras su visita a la zona de Antioquia: “Muy grande es el dominio y señorío que el demonio enemigo de la natura humana, por los pecados de esta gente, sobre ellos tuvo permitiéndolo Dios, porque muchas veces era visto visiblemente por ellos. En aquellos tablados tenían muy grandes manojos de cuerdas de cabuya a manera de crizneja, la cual nos aprovechó para hacer alpargatas, tan largas que tenían a más de cuarenta brazas una de estas sogas. De lo alto del tablado ataban los

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Entre los segundos, la Iglesia observará, no sin escrúpulos, la cercanía con gestiones propias de extravagancias nativas que podían recordar la confesión cristiana de los pecados, la resurrección de los muertos o incluso la comunión durante la misa. De hecho, constituiría un enigma más perturbador que el imposible ateísmo la reiteración de ciertas señas, la coincidencia que algunos de los ritos y supersticiones de aquellos indígenas, ágrafos y desnudos, parecían compartir con la única verdad revelada. Por otra parte, a medida que avanzaba y se consolidaba la penetración en el continente, esa proliferación americana de dioses, huacas y adoratorios sembraría más confusión que beneplácito. La credulidad de los indios les volvía propensos a instituir cultos formales, jerarquías sacerdotales —como la del hechicero Hernando Pauccar—, pero sobre todo a admitir espiritualidades paralelas, a venerar cualquier cosa bajo el indiscriminado y proliferante politeísmo que les caracterizaba y dentro del cual se corría el riesgo de que el mensaje evangélico quedara incluido: por eso, la docilidad al bautismo se celebró inicialmente como una manifestación de su inocencia para el proyecto lascasiano y en segunda instancia, entre los detractores de este empezó a contar como prueba de una casi congénita tendencia idolátrica. 3. Hablando de los ídolos y adoraciones múltiples en que caen y pecan los indios del Nuevo Mundo, Antonio de la Calancha, en su Corónica moralizada reproduce la historia de Sirófanes Egipcio, que él dice haber encontrado en San Fulgencio: ...onbre poderoso en riquezas i de numerosa familia, tuvo un hijo que se le murió pequeño. Llegó al extremo su dolor. Hizo para engañar el gusto i divertir la pena una estatua figura de su malogrado hijo i teníala en su casa. Llamábala Idolino, que es una especie de afligido dolor (1639: 364).

indios que tomaban en la guerra por los hombros, y dejándolos colgados, y algunos de ellos sacaban los corazones y los ofrecían a sus dioses o al demonio, a honra de quien se hacían aquellos sacrificios, y luego sin tardar mucho comían los cuerpos de los que así mataban” (2005: 58).

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Calancha nos explica que el nombre de ídolo se fijó a partir de entonces y se quedó para llamar una sensible, una inconsolable pasión y un tipo de emotividad irredenta que los criados de Sirófanes comparten, adornando con f lores la figura del niño muerto y regalándole coronas. Hasta “fingíanle adoracion, i ofreciánle olores [y] quando huían de su castigo, se amparavan de la estatua”. De esta imagen densa, resistente, donde se retrata una pérdida que regresa bajo la estela reverenciada de su pathos, tuvo comienzo —señala Calancha— “la general peste de la idolatría loca” (1639: 364). Idolatría precisamente y desconsuelo van a darse enlazadas en el espacio de las Indias, donde los misioneros descubren el arraigado retornar de las antiguas creencias. No hay forma de desatar al indio de sus prácticas religiosas: Idolino señorea los altares secretos de la América, hasta el punto de que, cuando el extirpador ha reducido a escombros sus adoratorios y ha quemado sus huacas, se recogen con cuidado las cenizas, según cuenta Pablo José de Arriaga (1621), y se continúa profesándoles la desviada pasión que Sirófanes dedicaba a su estatua. La contumacia y resistencia de los credos nativos provocará situaciones entre los sacerdotes y frailes de la doctrina comparables a las que se habían dado en los primeros tiempos de la cristiandad. Sea la similitud real o forzada, lo cierto es que para operar con las nuevas sectas de Indias se precisaba un espacio mediador sobre el que establecer tácticas de acercamiento: dicho espacio mediador lo van a ofrecer los primeros años de prédica a los paganos grecolatinos. Sus mitos y herejías operarán como contrapunto en el que trabajar la otredad creyente americana: la comprensión de esta última, comprensión imprescindible para su conversión pasaba por “la proyección previa sobre el mundo amerindio de una red idolátrica inspirada en lo antiguo”. Además de esta explicación cuasi fenomenológica que defienden Serge Gruzinski y Carmen Bernand (1988: 133), la creación de un correlato con el momento prestigioso de la fundación de la cristiandad contribuía a inscribir los esfuerzos de Indias en una empresa global, ecuménica, transhistórica y transcendente, como correspondía a la raíz católica de la monarquía que la sustenta.

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Por lo tanto, el descubrimiento de las Indias y de la diversidad de religiones que allí se constatan aceleró la urgencia de una renovada reflexión sobre los objetos de culto susceptibles de recibir las oraciones de los devotos: reflexión no tan alejada de la que los padres de la Iglesia reservaron a este mismo problema en los primeros momentos de su constitución primitiva. Lo sorprendente de dicha constatación es que se produce cuando Europa sufre una segunda iconoclastia por el empuje de la crisis luterana. La gran preocupación de la patrística resuena de nuevo en los duelos y debates de la Contrarreforma y Calvino parece aliarse con el viejo dictamen de Tertuliano, según el cual es la idolatría el verdadero pecado a vigilar: todo tiene tendencia a constituirse en ídolo, el ídolo resurge por doquier —“omnia in idololatria et in omnibus idololatria deprehendatur” (1987: III, 1, 26). Lejos de constituir un fenómeno local o una excrecencia etnográfica, la exótica perversidad del fetiche deriva en tentación generalizada a la que atajar con una exhaustiva provisión de medidas, de consejos preventivos dentro de una ciencia, ahora renovada, de detección y persecución de idólatras, como en tiempos de Clemente de Alejandría, de Lactancio o de Tomás de Aquino. De hecho, nos vamos a encontrar —subraya Kenneth Mills—4 con el mismo celo apostólico, la misma manía persecutoria y el mismo esfuerzo en erradicar las interpretaciones erróneas de la fe. La única diferencia que percibe, lamentándola, el jesuita José de Acosta reside en la falta de milagros que, si bien iluminaban los días iniciales de predicación a orillas del mar Mediterráneo, brillan en cambio por su ausencia para la experiencia peruana. En De procuranda indorum salute, Acosta esboza una respuesta para explicar esa desigualdad: los griegos y romanos eran, con distancia, mucho más brillantes e inteligentes que los indios

4. Mills percibe y trabaja con esta “rhetorical connection between colonial Peru and the deep past of the Christian religion” (1997: 29). Pero también es importante mencionar los estudios, ya clásicos, de Sabine MacCormack, para quien “strategies of observing, describing, and suppressing Inca and Andean religion were thus adapted from earlier experience in Spain” (1991b: 6); y los dos volúmenes colectivos que Mills y Grafton dedican a la cuestión con abordajes varios (2003a y 2003b).

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del Perú, lo que obligaba a emplear fuerzas ultraterrenas en su conversión, mientras que los indios, escasos de curiosidad hasta “en lo sublime de nuestra doctrina” (2.9), no precisan sino el prodigio persuasivo de una conducta intachable en el predicador de la fe (MacCormack 1991: 267). Además, al tener los griegos ciertos atisbos de un solo dios —como se observa, según Acosta, en el Timeo de Platón, la Metafísica de Aristóteles, las Poesías de Virgilio, de Homero, en el Asclepio de Trismegisto [sic]— exigía el desengañarlos mayor fortaleza y más poderosos medios que si hubieran sido afectos a la patraña politeísta, como pasaba por el contrario en el Perú.5 La distancia que separa entonces la labor apostólica de la Iglesia primitiva y la misional americana adquiría un rango cualitativo: para Acosta es la misma que funge entre las grandes y nobles deidades clásicas y los “inmundos” altares incaicos con la consecuente pérdida de grandeza que media entre ambos y que imprime una cierta desilusión ecuménica al Libro V de la Historia natural y moral de las Indias. Libro polémico en el que se repasan las peores y más diabólicas prácticas de los americanos, parecería una concesión a la censura eclesiástica a la que, de este modo y en compensación, le pasarían desapercibidas otras afirmaciones más mediadoras, o bien el arrebato prohispano y prosistema de un Acosta inquisitorial, jugando ahora en el bando energúmeno e imperialista de la historia. Desde luego, hubo indagaciones en la cuestión más temperadas. Algunos cronistas manifiestan su asombro ante unos pueblos con alto desarrollo político que, sin embargo, se pierden en supersticiones de baja estofa. 6 Polo de Ondegardo o Bernabé Cobo, por ejemplo, tienen cuidado de separar lo que solo serían costumbres antropológicas, fábulas de tradición oral o errores 5. “Pues, como sea verdad tan conforme a toda buena razón haber un soberano señor y Rey de cielo —lo cual los gentiles con todas sus idolatrías e infidelidad no negaron —como parece así en la filosofía del Timeo de Platón y de la Metafísica de Aristóteles y Asclepio de Trismegisto, como también en las Poesías de Homero y Virgilio-, de aquí es que asentar y persuadir esta verdad de un Supremo Dios no padecen mucha dificultad los predicadores evangélicos, por bárbaras y bestiales que sean las naciones a quienes predican” (Acosta 2008: 155). 6. Para la cuestión, véase MacCormack (1991a: 121-146).

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culturales de los numerosos adoratorios, huacas, monasterios, hechiceros, templos: todo aquello que el arzobispo de Lima, Pedro de Villagómez, en carta a Felipe IV entiende integran verdaderas “idolatrías formales”, es decir, estructuras religiosas consolidadas.7 La inexistencia de grandes complejos para el culto en regiones como Urabá, Paucura, Yayo, Arma, amplias zonas de Colombia, norte de Perú y espacios costeros, da un momento de alivio a Cieza y otros cronistas, con una voluntad menos condenatoria y más mediadora, en cuanto al grado de desarrollo de las “perversiones gentílicas”. Estas parecían más bien equívocos provocados por la simpleza de las mentes nativas y por el terror que un medio natural inclemente imprimía en ellas. Casa de adoración no se les ha visto ninguna —indica Cieza—, más de que en las casas o aposentos de los señores tenían un aposento muy esterado y aderezado. En Paucura vi yo uno de estos adoratorios, como adelante diré, en lo secreto de ellos estaba un retrete, y en él había muchos incensarios de barro, en los cuales en lugar de incienso quemaban ciertas hierbas menudas.8

Pero Acosta, que no se siente compelido a discriminar entre creencias organizadas como instituciones de poder y lo que serían en cambio simples usos populares, rurales o totémicos de

7. “One common assumption in much of what has been written on the subject of Andean —not to mention wider Amerindian- religious change is surprisingly similar to that expressed by the archbishop of Lima, Pedro de Villagómez, in a letter to King Philip IV in 1652. In describing the efforts of four of his visitadores de idolatry in the regions of Cajatambo, Chacras, Conchucos, and Huaraz, he claimed that only the first region had yielded significant evidence of ‘idolatrías formales’. By formal idolatry he meant organized religious networks involving many idols, huacas, shrines and backsliders (relapsos). In the three areas, his agents were said to have encountered ‘few instances of formal idolatry’, but ‘much superstition and error’. This was not the only way to view and to subdivide Andean religion. (...) Juan Polo de Ondegardo was careful to point out that ‘there are a great number, and there also many differences [between them]’” (Mills 1997: 101). Véase además, Juan Polo de Ondegardo (1982: 469) y Bernabé Cobo (1956: 225). 8. “Yo las vi en la tierra de un señor de esta provincia llamado Yayo, y eran tan menudas, que casi no salían de la tierra, unas tenían una flor muy negra, y otras la tenían blanca. En el olor parecían a berbena, y estas con otras resinas quemaban delante de sus ídolos” (Cieza de León 2005: 58-59).

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­ ertenencia de clan, procede sin pudor alguno, diseccionando y p jerarquizando la fe indígena, catalogándola y juzgándola, en cambio, de acuerdo con niveles de menor a mayor sofisticación en la bestialidad de sus fetiches. Son, por ejemplo, peores los aztecas, al fabricar las estatuas por su propia mano, que los andinos que no creen sino en lo que la madre Naturaleza produce y no intervienen en la sacralización de lo que debe ser venerado. Esta vocación de darse a sí mismos dioses, de figurarlos bajo “gestos feos y disformes” y en modos “mal agestados”, constituye un pecado mayor y ocupa el rango superior en la escala idolátrica de Acosta, junto con la adoración a los muertos. Donde este género de perversión “prevaleció más que en parte del mundo fue en la provincia de Nueva España”, cuyos templos preside la contrahecha efigie del ídolo Huitzilopochtli (2008: 163). La escena que Acosta describe va a perpetuarse para el imaginario del dios que, si bien varía sus aditamentos, contempla desde su escaño celeste los horrendos sacrificios con su contrahecha corporeidad, con la mezcla de materias que lo componen y la extraña mixtura de sus rasgos en las sucesivas representaciones europeas del mismo. El principal ídolo de los mexicanos (...) era Vitzilipuztli: ésta era una estatua de madera, entretallada en semejanza de un hombre sentado en un escaño azul, fundado en unas andas; y de cada esquina salía un madero con una cabeza de sierpe al cabo; el escaño denotaba que estaba sentado en el cielo. (...) Tenía sobre la cabeza un rico plumaje de hechura de pico de pájaro, el remate dél de oro muy bruñido. (...) Tenía en la mano derecha un báculo labrado a manera de culebra, todo azul ondeado (2008: 163).

4. Los andinos, por el contrario, creen en ciertas estrellas a cuyo cargo se encuentra el destino de los hombres, “como la que llaman Chacana y Topatorca y Mamana y Mirco y Miquiquiray”. Capaces de una forma mayor y celeste de religiosidad, no parecen, según Acosta, sino “que tiraban el dogma de las ideas de Platón” (2008: 156). Pero en el fondo tampoco esta pasión astrológica inca, que se aproxima a los mitos de catasterismo enumerados por Eratóstenes y relatada por Hesíodo, cuenta dentro del Libro V a su favor.

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Las idolatrías que indios y griegos comparten no exoneran a los primeros ni aminoran su estulticia. Todas las memorias de la gentilidad están llenas de semejantes “bajezas” — “los egipcios fue lo mismo, y los batrianos y babilónicos”—,9 puestas ahí tramposamente por el Ángel Caído para recibir el crédito que solo a Dios debía ofrecerse. Por esta vía, y ya que “el modo que el demonio ha tenido de engañar a los indios” no es otro sino aquel “con que engañó a los griegos y romanos” (2008: 156), Acosta confecciona el archivo de la credulidad humana, confundiendo en sus estantes las peregrinas devociones de chinos, indios, mexicanos, peruanos, latinos, japoneses y egipcios: un saco de debilidades votivas donde todo cabe, la pasión hacia los fenómenos naturales, el cuidado y respeto con que se preserva a los muertos, los sacrificios cruentos a remozados becerros de oro. Pero esta especie de coctel devocional no era solo suyo. Las vastísimas creencias de los reinos más lejanos se iban abriendo paso poco a poco en libros de viajeros, en tratados de mitografía; bien es verdad que con carácter minoritario y bajo condición de excentricidad, solo admisible por las amplias posibilidades de moralización que aseguraban. Al lado del panteón romano, aunque manteniendo el orden, empiezan a antologarse otras coordenadas religiosas: de la egipcia, por ejemplo, se trasvasan Harpócrates, Osiris, Isis en el Libro III del Apotheseos de Georgius Pictorius. Sin embargo, hay que subrayar la reticencia de los mitógrafos renacentistas a incorporar lares, númenes y genios indianos y, por supuesto a considerarlos de igual categoría que las deidades, 9. La puntualización corresponde a Cieza: “En muchas historias que he visto he leído si no me engaño, que en unas provincias adoraban por dios a la semejanza del toro, y en otra a la del gallo, y en otra al león, y por consiguiente tenían mil supersticiones de esto, que más parece leerlo materia para reír, que para otra cosa alguna. Y sólo noto de esto que digo, que los griegos fueron excelentes varones, y en quien muchos tiempos y edades florecieron las letras, y hubo en ellos varones muy ilustres, y que vivirá la memoria de ellos todo el tiempo que hubiere escrituras, y cayeron en este error: los egipcios fue lo mismo, y los batrianos y babilónicos; pues los romanos a dicho de graves y doctos hombres les pasaron y tuvieron unos y otras unas maneras de dioses que son cosa donosa pensar en ello; aunque algunas de estas naciones atribuyan al adorar y reverenciar por dios a uno por haber recibido de él algún beneficio, como fue a Saturno y Júpiter y a otros, mas ya eran hombres y no bestias” (Cieza de León 2005: 146).

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­ infas, dríades y héroes homéricos, a pesar de reconocer, como n hace Baltasar de Victoria, que con sus trescientas divinidades México amplía el cómputo espiritual de la humanidad. No es mi intento en este Prologo (curioso Lector) persuadir quan vana, y sin fundamento sea la pluralidad y multitud de los Dioses, que la antigua Gentilidad adoraua; (...); solo pretendo mostrar el ignorante desatino tan desigual, y la ceguera tan grande con que viuiò siempre, la antigua Gentilidad, (...). Porque pudo llegar desatino semejante, como el que quenta San Agustin, y Eusebio Cesariense, refiriendo lo del Hesyodo en la Teogonía, que solo acá en la tierra ponían treinta mil Dioses. (...) Y no es menor ceguera la que cuenta vn docto Escritor de las cosas de las Indias, que en el Reyno de Mexico de solos los borrachos tenian trecientos Dioses (1676: s.p.).

Había en esa renuencia mucho, por un lado, del prurito cultural que hoy calificaríamos de eurocéntrico, según el cual la superioridad de la producción mental de Occidente impedía asimilaciones con creencias bárbaras. Por otro lado, los escrúpulos ante acomodaciones sospechosas estaban siendo alentados por el ala protestante de la cristiandad que reprochaba, entre otras cosas, los numerosos acuerdos acometidos por la Iglesia con la mitología clásica. Ante el empuje acusatorio de sus enemigos, la Iglesia católica intenta poner fin a la ambigua actitud con que combatirá unas veces la impiedad humanista, que mantiene vivo el recuerdo de los dioses, y otras se rendirá al “imperio irresistible” de los viejos mitos. Y si bien estos siguen inspirando la decoración de galerías y palacios con la desnudez de sus procaces divinidades, la Contrarreforma arranca alentando una reacción sistemática y profunda al objeto de instaurar un tiempo de virtud y precaución, procediéndose en cuestión de dogma con una atenta prudencia. Será entonces cuando, arrepintiéndose públicamente, Ammanati inste a sus cofrades artistas, como gravísimo error de conciencia, a no seguir perpetrando estatuas de faunos o sátiros; cuando Pío V “ande a la caza de los ídolos de un Vaticano”, invadido de reapropiaciones paganas; cuando su sucesor Sixto los arroje de lo

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más alto del Capitolio y mande sustituir con un Moisés el lugar habitual de Neptuno en la fuente del Aqua Felice.10 Por tanto, a aquella ingeniosa y práctica añagaza del papado, que había conseguido respetar pequeños cupidos bajo el avatar remozado de ángeles putti en fachadas y retablos de sus templos, parecía haberle llegado la hora. Y el universalismo propio de humanistas como Marsilio Ficino para el cual todas las maneras y modos de fe encierran atisbos de verdad, se vería recortado unos años más tarde, al menos, de forma explícita, porque de facto —como veremos más adelante— las cosas continuarán como estaban. Para la cúpula de la Iglesia católica no podría dejarse sin respuesta la acusación luterana en materia de imágenes devocionales, destinando la cuarta sesión del Concilio de Trento a advertir contra el abuso de este tipo de acomodaciones discordes, inapropiadas: el episodio es uno de los más jugosos en una posible historia de la traducción cultural. Porque si bien la acomodación había sido un recurso previsto y regulado por la exégesis bíblica, que con él traslada alusiones y profecías del Antiguo al Nuevo Testamento, ahora se trataba de evitar analogías indiscriminadas entre creencias: algo así como intentar poner freno a la tentación contrastiva de las almas en materia de imaginarios y leyendas. Por eso, la posibilidad de una revelación también para las Indias y la admisión de una especie de presciencia teológica en las idolatrías andinas nunca se aceptó de modo total, abierto y manifiesto (MacCormack 1991: 263). 5. Es interesante observar un poco más de cerca el proceso seguido por este precedente dumeziliano de mitografía comparada: la Edad Media se había despedido con varios estudios sobre las divinidades antiguas, banalizadas y rebajadas a hombres corrientes y matronas procaces, cargadas de consecuencias éticas, dentro de la actitud desmitificadora y evemerista de moda entonces, que actuaría remozando y volviendo presentables los mitos clásicos. Dicho esfuerzo interpretativo había blanqueado propuestas extrañas 10. Es Seznec el que cita todos estos casos, junto a la carta de Ammanati dirigida a la Academia florentina el 22 de agosto de 1582 (1983: 309).

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y monstruosidades icónicas, al transformarlas en fabulaciones del vicio, la avaricia, la procacidad o la soberbia. Recordemos aquella, especialmente ingeniosa, que Boccaccio refiere a partir de Fulgencio en su Genealogía de los dioses paganos, según la cual Acteón podría ser un cazador muy amante de la cinegética que, en lugar de ser devorado por sus perros, habría consumido más bien toda su fortuna en alimentarlos.11 En opinión de Seznec, Boccaccio actúa además fijando una tipología de conducta mitográfica que no discrimina entre sus fuentes, admitiendo fábulas contradictorias, aceptando advocaciones más o menos fiables de un mismo dios y tratando de conciliar, como también procedieron Cicerón y los estoicos, discordancias en los comportamientos de sus tres Zeus, su cuatro Minervas y de los cinco Bacos recopilados. Todo ello trufado con un altísimo juego de interpretación simbólica que Boccaccio exacerba (Seznec 1983: 260-261). Los compendios humanistas que suceden al suyo no van a cambiar esta tendencia ni van a implicar una ruptura significativa con la rentabilidad alegórica de los tratados previos, gozando de mucha difusión el Ovide moralisé (1484) de Pierre Bersuire o las Metamorphosis ovidiana moraliter explanata de Thomas Waleys para la Inglaterra de 1510. Y en el caso de la traducción española de 1545 que hace Jorge Bustamante se añadirá además una especie de moraleja aleccionadora al final de los relatos de Ovidio (Baranda 1996, IV). De igual modo —sin que el neoplatonismo ni el humanismo les desvíe un ápice de la corriente medieval12—, procederán los importantes centones mitográficos: el De deis Gentium varia de Gyraldi en 1548, las Mythologiae sive explicationum fabularum de Natale Conti o Natale Comitis (1551) o, ya 11. “Pero, aunque evitó el peligro de cazar, sin embargo no renunció al afecto de sus perros y alimentándolos sin resultado perdió casi todos sus bienes, Por esta razón se dice que fue devorado por sus perros. Estas cosas Fulgencio” (Boccaccio 1983: 326). 12. “La gran corriente alegórica de la Edad Media, muy lejos de agotarse, se prolonga y amplía aún más (...) Hay quien cree reencontrar el secreto perdido de la sabiduría antigua cuando no hace más que volver a la doctrina que los Padres habían heredado de los últimos defensores del paganismo; se jacta de pisar las huellas de Platón, pero sólo sigue senderos trillados desde Fulgencio” (Seznec 1983: 91).

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en ­lengua ­vernácula, el Heydenwelt Vnd irer Götter de Johannes Herold (1554). Es más: se considera que esta tarea tiene como finalidad sacar a la luz verdades que yacen intuidas, vislumbradas apenas, en las leyendas míticas. La alegoría opera aquí como clave traductora que devuelve al relato a su sentido recto. Así, el título del estudio sobre mitos que en 1585 firma el médico Juan Pérez Moya reza: Philosophia secreta. Donde debaxo de historias fabulosas se contiene mucha doctrina provechosa a todos estudios.Con el origen de los ídolos o Dioses de la Gentilidad. Es decir, los textos de la antigüedad esconden debajo de sus imposibles un pensamiento que, vertido como un secreto, reclama el mismo tipo de exégesis de las escrituras enigmáticas y jeroglíficas. Pero este trabajo de alcurnia y prosapia, por ser el que debía destinarse a la interpretación bíblica, resultaba sin embargo inaplicable en el caso de las toscas idolatrías, no solo americanas sino también orientales. El gran motor de blanqueamiento de estas últimas lo constituirá una figura ineludible: el demonio como factótum último, motor básico para explicar los delirios de imaginerías lejanas. No es posible entrar aquí a analizar pormenorizadamente los varios servicios que esta figura va a rendir en la naturalización y explicación de aberraciones y prodigios, pero sí indicar que se pasea con igualdad de poderes por textos ideológicos y religiosos, de clara voluntad ecuménica, pastoral y extirpadora, como por las páginas menos implicadas de las mitografías paralelas. 6. De hecho, hasta el Inca Garcilaso está dispuesto a aceptar la participación demoniaca en ciertas devociones de sus ancestros, en algunos misterios andinos y en oráculos como el que concita curiosidad y fe a partes iguales en las inmediaciones de Lima: el dios Pachacámac responde en el templo que se le ha consagrado a las insistentes demandas de consultantes tan notables como el inca Atahualpa, lo que lleva al diablo a intentar suplantarlo donde se le rinda tributo: Empero como e∫te enemigo tenía tanto poder entre aquellos infieles, haziase dios, entrando∫e en todo aquello, que los Yndios ­venerauan,

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y acatauan por co∫a ∫agrada: hablaua en ∫us oraculos, y templos, y en los rincones de ∫us ca∫as, y en otras partes, diziendoles que era el Pachacámac, y que era todas las demás co∫as, a que los Yndios atribuyan deydad (2002: II, 2, 27r).

A pesar de los errores manifiestos del augurio, que se equivocó profetizando primero el éxito de Huáscar y luego el del propio Atahualpa frente a los españoles, el enclave adquiere una pujanza y nombradía que las excavaciones arqueológicas han confirmado. Cieza de León llega a compararlo con el oráculo délfico y relaciona con los ritos de Apolo los misterios oscurantistas con que sus hechiceros celebran al demonio allí escondido: Dentro del templo, donde ponían el ídolo estaban los sacerdotes, que no fingían poca santimonia. Y cuando hacían los sacrificios delante de la multitud del pueblo iban los rostros hacia las puertas del templo y las espaldas a la figura del ídolo, llevando los ojos bajos y llenos de gran temblor, y con tanta turbación, según publican algunos indios de los que hoy son vivos, que casi se podría comparar con lo que se lee de los sacerdotes de Apolo cuando los gentiles aguardaban sus vanas respuestas (2005: 196).

Los conquistadores, tras una temprana visita a este espacio profético, esquilmarán los tesoros y donaciones de sus peregrinos venidos de todo el Perú. La entrada de Hernando Pizarro y la operación de acoso y derribo subsecuente es narrada por Miguel de Estete e insertada por el secretario Francisco Xerez en su Crónica del Perú. En flagrante desacato a la prohibición de acceso al templo, sorteando a los sacerdotes que lo guardan, los veinte soldados, protagonistas de una aventura digna de Hollywood, atraviesan corredores y salas repletas de oro y plata en forma de objetos votivos, ascienden la pirámide hasta una puerta adornada “de corales, de turquesas y cristales”, tras la cual, al abrirse, solo hallaron un palo labrado —el ídolo bifásico del dios—, en un cuarto pequeño, casi un agujero, hediondo y oscuro: Abierta la puerta y queriendo entrar por ella, apenas cabía un hombre y había mucha oscuridad y no muy buen olor, muy pequeña, tosca, sin ninguna labor; y en medio de ella estaba un madero hincado en la

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tierra con una figura de hombre hecha en la cabeza de él, mal tallada y mal formada, y al pie y a la redonda de él muchas cosillas de oro y plata ofrendadas de muchos tiempos y nos salimos afuera a preguntar que por qué hacía caso de una cosa tan sucia y torpe como allí estaba; los cuales muy espantados de nuestra osadía volvían por la honra de Dios y decían que aquél era Pachacama, el cual les sanaba de sus enfermedades.13

La deidad no sale mejor parada en el retrato que le dedican López de Gómara o Agustín de Zárate, para los cuales Pachacámac ejercía de trasunto del dios Hades o Plutón, con la misión psicopompa de recibir a los muertos. En estos dos últimos cronistas, el dios, que habría enseñado la industria “para labrar la tierra y árboles”, se encargaría de recibir a los indios difuntos, ya que estos, antes de morir, “sse ivan a enterrar a la prouincia (...) donde el ressidía” (Zárate 1553: 19-20), por lo que podemos deducir que ejerciera de mensajero de divinidades ultraterrenas. Siguiendo 13. Imposible no reproducir el relato de lo que les acontece hasta llegar a este punto: “...a cabo de veinte jornadas llegamos con harto trabajo y cansancio a aquel pueblo de Pachacama, donde estaba aquel ídolo tan nombrado, llamado de ese mismo nombre. Acaeciénos una cosa muy donosa, una noche, antes que llegásemos a él, en un pueblo junto a la mar, que nos tembló la tierra de un recio temblor y los indios que llevábamos que muchos de ellos se iban tras nosotros a vernos, huyeron aquella noche, de miedo, diciendo que Pachacama se enojaba porque íbamos allá y todos habíamos de ser destruidos. Llegados al pueblo comenzamos a caminar derecho a la mezquita, la cual era cosa de ver y de gran sitio, teniendo en la primera puerta dos porteros, a la cual llegamos a pedirles que nos dejasen subir porque queríamos ver a Pachacama; los cuales respondieron que, a verle ninguno llegaba, que si queríamos algo, que ellos les dirían al sacerdote para que se lo dijese. Hernando Pizarro les dijo ciertas cosas y que en todo caso él había de subir donde estaba, porque él y aquellos españoles venían de muy lejos a verle; y así, contra su voluntad y de ruin gana nos llevaron, pasando muchas puertas hasta llegar hasta la cumbre de la mezquita, la cual era cercada de tres o cuatro cercas ciegas, a manera de caracol; y así se subía a ella; que cierto, para fortalezas fuertes eran más a propósito que para templos del demonio. En lo alto estaba un patio pequeño delante de la bóveda o cueva del ídolo, hecho de ramadas con unos postes guarnecidos de hoja de oro y plata, y en el techo puestas ciertas tejeduras, a manera de estera para la defensa del Sol, porque así son todas las casas de aquella tierra que como jamás llueve, no usan de otra cobija; pasado el patio estaba una puerta cerrada y en ella las guardas acostumbradas, la cual, ninguno de ellos osó abrir. Esta puerta era muy tejida de diversas cosas; de corales y turquesas y cristales y otras cosas. Finalmente que ella se abrió y, según la puerta era curiosa, así tuvimos por cierto que sería lo de adentro; lo cual fue muy al revés y bien pareció ser aposento del diablo, que siempre se aposenta en lugares sucios” (Estete 1987: 131).

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esta condición escatológica, el propio Hernando Pizarro está convencido de que es el diablo el que habla por el dios. Pero su relato cuenta con detalles únicos que no aparecen en otros y que tienen la vitalidad de lo visto en directo: Para entrar al primer patio de la mezquita [los sacerdotes] han de ayunar veinte días; para subir al patio de arriba, han de haber ayunado un año. En ese patio de arriba suele estar el obispo. Cuando suben algunos mensajeros de caciques, que han ayunado su año, a pedir al dios que les dé maíz e buenos temporales, hallan al obispo, cubierta la cabeza e asentado. Hay otros indios que llaman pajes del dios. Así como estos mensajeros de los caciques dicen al obispo su embajada, entran aquellos pajes del diablo dentro a una camarilla donde dicen que hablan con él e que el diablo les dice de qué está enojado de los caciques e los sacrificios que se han de hacer e los presentes que quiere que le traigan (1987: 73).

Se trataba por lo tanto de una deidad por la que el demonio se manifiesta, un ser del subsuelo, de abajo, deidad de hurin como lo consideran Franklin Pease o María Rostworowski, con amplias funciones escatológicas, en oposición a los poderes de la luz, del día, de lo alto.14 También en los mitos de Huarochirí adquiere connotaciones de ocultamiento, al ofrecerse como una entidad infernal que se ausenta, a la que Cuni Raya Viracocha buscará infructuosamente, un dios que se calla, porque con uno solo de sus movimientos podría reducir el mundo a ceniza: “No he hablado —dice Pachacámac— porque yo no exterminaría solamente a estos enemigos, sino que podría destruirlos al mismo tiempo, a todos ustedes [los incas] y al mundo” (Urioste 1983: 17). 14. Rostworowski opina que Pachacámac es una deidad asociada a la noche y a lo oscuro, en guerra permanente con su hermano solar. Instalado en las coordenadas de hurin, para los mitos indígenas es el causante de los cataclismos (Rostworowski 1983: 46). Sin embargo, su interpretación, como la de Franklin Pease (1973: 30-39), insinúa que es la cara oscura de una deidad doble, cuyo otro lado, el de la luz y lo celeste, lo detenta el dios Viracocha. Pero como el descubrimiento del palo de Pachacámac revela, esta huaca era ya es sí gemelar y dual: poseía dos rostros y no necesitaba a Viracocha para formar un dúo de oposiciones (Gisbert 2010: 173 y Eeckhourt 2004: 497).

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Por otra parte, lo que parece por los hallazgos arqueológicos es que esta huaca terrible era en realidad una divinidad huari, datándose sus restos ceremoniales a partir del siglo viii. Sería entonces anterior a los incas, que respetaron su templo e incluso edificaron otro en la misma zona, ahora dedicado al Sol (Gisbert 2010: 173). Trasposición del Jano romano, Pachacámac poseía dos rostros que, al girarse, provocaban los seísmos. Genio polimorfo, demoniaco, omnipotente, su naturaleza conflictiva no pasa desapercibida al Inca Garcilaso de la Vega que, sin embargo, a pesar de su tosquedad, a pesar de considerarlo un espíritu difícil al que sus creyentes no nombran para no faltarle al respeto, decide elegirlo como divinidad mayor del panteón incaico, pasando incluso por alto que se trata de un culto anterior y que, en el fondo, está asumiendo un ídolo en la forma más grosera establecida por Acosta, el ídolo construido por mano humana. Ahora bien, después de la rehabilitación que perpetrará el escritor mestizo, Pachacámac pasa a ser para este la variante quechua del dios verdadero. Adorado en el corazón, todavía más que otras expresiones religiosas, sus ancestros lo consideraban el que daba vida al universo y lo sustentaba, mientras que “los historiadores españoles abominan” de él y en sus “historias dan otro nombre a Dios que es Tici Huiracocha, que yo no sé qué signifique. Ni ellos tampoco”: Pero ∫i a mí —continúa el Inca—, que ∫oy Yndio Chri∫tiano catolico por la infinita miSericordia me pregunta∫∫en aora como ∫e llama Dios en tu lengua? diría Pachacámac, porque en aquel general lenguage del Peru no ay otro nombre para nombrar a Dios ∫ino este (1609: II, 2, 27r).

Frente a opciones menos problemáticas como equivalentes andinos del supremo Hacedor cristiano, la obcecación del Inca Garcilaso en Pachacámac dentro de los Comentarios reales “representa —según James Fuerst (2010: 180)— una de las más obvias y estudiadas alteraciones que el Inca hace de la religión y la cultura indígena”; también una de las menos justificables. La hipótesis de que ello obedezca al mismo diseño providencialista de la historia que el escritor emplea para convertir a sus

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antepasados en monoteístas, coadyuvantes sin saberlo en la misión cristianizadora del imperio, aclara solo parcialmente la maniobra del escritor. Tampoco resulta definitiva la explicación argumentada por Zamora o MacCormack15 de que a través suyo estaba aplicando conceptos de la filosofía neoplatónica. Es cierto que Marsilio Ficino, en su “Comentario al Simposio o Banquete de Platón”, había definido a dios como el alma del mundo, 16 símil que el Inca Garcilaso repite, pero para ambos objetivos habría servido cualquier otro ejemplo: si necesitaba un dios postulable a único, podía haber contado con la divinidad solar Inti, con el propio Viracocha, manifestaciones menos enigmáticas y menos temibles y además legítimamente incaicas. La otra posibilidad de que se tratara de una devoción directamente asociada a la “tradición oral de la Panaca de Tupac Inca Yupanqui” (Rostworowski 1953: 57), es decir, unida a la familia india del autor, no resulta muy convincente desde el punto y hora que la alusión estaría destinada —y quedaría restringida— solo a lectores al tanto de modo directo de dicha vinculación: lo que implica poca rentabilidad para este tremendo esfuerzo de blanqueamiento de un ídolo insumiso, salvaje y raro que los Comentarios reales acometen. Carmen Bernand y Serge Gruzinski insisten en la operación de limpieza y postulación de esa huaca menor y de su culto pagano a correlato de igualdad con la revelación neotestamentaria. Recordemos que Pachacámac es una advocación ajena a los incas, que se oculta, que tienen características poco confiables y forma de fetiche de dos caras; además, habita una caverna hedionda desde la que emite supersticiones y augurios. Por lo tanto, el Inca Garcilaso, que quiere reajustar el olimpo andino redistribuyendo propiedades y creencias de acuerdo con la orientación última de toda su escritura —la aproximación de lo

15. Véanse Zamora 1988: 122-128; MacCormack 1991b: 332-249, para todo este desarrollo, sobre todo Fuerst 2010: 180-193. 16. “Los platónicos llaman Caos al mundo informe, y mundo al caos ya formado. Para ellos hay tres mundos, y por tanto debe haber igualmente tres caos. El primero de todos es Dios, autor del universo que llamamos el mismo Bien, Dios crea primero la inteligencia angélica, después, según Platón, el alma del mundo, y finalmente el cuerpo del mundo” (Ficino 1986: 64).

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americano y lo cristiano hispano—, va a emplear en esta tarea de adecuación toda la batería de recursos a su alcance en un trabajo promocional para el que no escatima medios, empezando por la superioridad gramatical en la construcción del nombre, compuesto de “Pacha, que es mundo uniuer∫o, y de Cama, que es animar”: ...el qual verbo ∫e deduze del nombre Cama, que es anima: Pachacámac quiere decir, el que da anima al mundo uniuer∫o, y en toda ∫u propria y entera ∫ignificacion quiere decir, el que haze con el uniuer∫o lo que el anima con el cuerpo (1609: II, 2, 26v).

La felicidad compositiva de esta palabra que el Inca celebra, el perfecto encaje de la misma explica las precauciones y el secreto con que los indios se abstenían de mencionarlo, manteniendo el silencio propio de lo mistérico o la reverencia que pide lo sagrado: Tenían e∫te nombre en tan gran veneración que le osauan tomar en la boca, y quando les era forçoso tomarlo, era haciendo de muchos acatamiento, encogiendo los hombros, inclinando la cabeça, y todo el cuerpo, alçando los ojos al cielo, y baxandolos al ∫uelo, levantando las manos abiertas en derecho de los hombros, dando be∫os al ayre: que entre los Incas y ∫us va∫∫allos eran o∫tentacion de ∫umma adoracion y reuerencia.17

7. Hay otros cronistas mestizos que también blanquean los ídolos de sus ancestros en imágenes devocionales más asimilables al sistema teológico de los conquistadores, pero ninguno transmite la sensación de complejidad retórica de Garcilaso ni el sofisticado juego de manos de su política argumentativa en este aspecto. Así, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl nos va a hablar también de una deidad sin nombre, que los suyos veneran en el bosque de Tetzcotzinco y a la que el rey Netzahualcóyotl eleva una pirámide de nueve plantas.18 El cronista de los chichimecas no va a traspasar 17. Dada la importancia del nombre para el Inca Garcilaso, es interesante observar la gestualidad con que su pueblo acompañaba la mención del enemigo, al que “no le llamaron ∫ino Çupay, que quiere decir diablo, y para nombrarle e∫cupian primero en ∫eñal de maldición, y abominacion” (1609: II, 2, 27). 18. “[Nezahualcóyotl] tuvo por falsos a los dioses que adoraban en esta tierra (...) buscando de donde tomar lumbre para certificarse del verdadero Dios y

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nunca este punto tácito de similitud insinuada ni va a extrapolar a creencia general lo que para él es solo iluminación del rey poeta de Texcoco, mientras que el Inca Garcilaso insistirá en la intuición de su pueblo, capaz de reverenciar algo invisible, que no se muestra, un espíritu que se intuye pero que no se declara ni se acaba de conocer, como correlato inspirado de aquel altar al dios todavía ignoto, que el apóstol Pablo, en Hechos XVII: 23, nos cuenta haber hallado durante su predicación a los atenienses. La analogía propuesta es enormemente eficaz no solo en este nivel de la estrategia mayor, por la que se equipara lo andino a la forma más prestigiosa de paganismo de la antigüedad. A la vez, entra a jugar en el circuito de la táctica personal y solapada la figura de un mediador con una condición marginal y limítrofe como la del propio Inca: San Pablo era hebreo y romanizado, hablaba perfectamente la lengua de los opresores y abogaba por una Iglesia ecuménica, extensible a los gentiles, en los que fue capaz de celebrar atisbos de monoteísmo e incalculables dosis de virtud. Pero sobre todo, con ello inscribe su Pachacámac en la clave de lo invisible —condición onto-teológica del dios verdadero judeocristiano—, en la clave por tanto de lo que no deja verse, lo que no ocupa un perfil ni tiene una forma y desvincula a la deidad, ahora inaprehensible, de su imagen fetiche, del palo labrado y muerto que recibe oraciones: todo lo cual supone una comprensión aguda por parte del Inca del específico estatuto descriptivo que detenta el imaginario idolátrico. 8. Frente al icono que aparece como trasunto en la tierra de un dios que lo desborda y trasciende, el ídolo es el dios en sí, el “dios fabricado”, dice Jean Louis Nancy, nunca el retrato más o menos similar de la deidad.19 Se trata de una imagen densa, una imagen c­ reador de todas las cosas. (...) como es el decir, que había uno solo y que éste era el hacedor del cielo y de la tierra, y sustentaba todo lo hecho (...); que jamás se había visto en forma humana ni en otra figura” (Alva Ixtlilxóchitl 2000: 192). 19. “L’idole est un dieu fabriqué, et non la représentation d’un dieu et le caractère dérisoire et faux de sa divinité tient au fait qu’il soit fabriqué. C’est une image qui est censée valoir pour elle-même, et non pour ce qu’elle représenterait, une image qui est d’elle-même une présence divine, qui, pour cette raison, est faite de matériaux précieux et durables, bois imputrescible, or et argent, etc., et qui est

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que vale por sí misma, no por la referencia a la que remite; una imagen donde se realiza, frente a otras formas iconográficas, la encarnación de lo representado: no se encuentra dentro del régimen de la mimesis sino dentro de la methexis platónica, en la medida en que el dios participa de su representación y la habita. Por tanto, el ídolo se distingue de las demás imágenes en que es una representación potenciada, que realiza aquello que representa. Así, la reflexión sobre el ídolo compete en realidad a cualquier reflexión sobre el representar. Para transferir el suyo, para derivar a Pachacámac de fetiche en creador supremo, el Inca Garcilaso tiene que utilizar un recurso que horada la presencia en lo referido del referente, un recurso que desplace sentido y desligue al dios de su idolatría. Necesita el tropo por excelencia, el que consigue trasladar significación y actúa sobre la distancia entre los términos invocados: se trata de una figura primero inculpada por la condena socrática contra todas las maneras encubiertas de tejemaneje sofista y después rehabilitada en el tratado por excelencia sobre la construcción de argumentaciones que, en traducción al italiano del erudito Piccolomini, quedaba plenamente integrado a las bibliotecas humanistas, gracias al talante sincrético y armonizador de la época. Desde luego, en los anaqueles de la biblioteca del Inca ocupaba un puesto señalado aquella Retórica de Aristóteles, ya conocida en la Edad Media, en la que el filósofo duplicaba el estudio de una figura desentrañada apenas en su Poética. Ahora, sin embargo, Aristóteles colocaba en lo más alto de su ranking retórico la metáfora perfecta o analógica que Garcilaso elige para caracterizar a su deidad. Dicha construcción analógica ocurre en la relación entre cuatro términos, de tal modo que el segundo es al primero como el cuarto al tercero.
Esquemáticamente, si tenemos A/B y C/D, la relación se establece de modo que D es a C, lo que B es a A. El esquema del movimiento que la metáfora instala entre sus cuatro elementos, llamado también por Aristóteles “proporcional”, establece una avant tout une forme taillée, une stèle, un pilier, ou bien encore un arbre ou un buisson” (Jean-Luc Nancy 2003: 63).

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especie de ratio de igualdad, una relación porcentual de semejanza, según la cual —cito el ejemplo aristotélico más popular, si “la copa es a Dionisio lo que el escudo a Aquiles”, de ahí se vira en que “la copa es el escudo de Dionisio”. Aplicándolo al caso que nos ocupa, Pachacámac, recordemos que para el Inca “en toda ∫u propria y entera ∫ignificacion quiere decir, el que haze con el uniuer∫o lo que el anima con el cuerpo” (1609: II, 2, 26v). Es decir, abriendo y jugando con el esquema, Pachacámac y el mundo guardan la vinculación que el ánima sostiene con el cuerpo, luego Pachacámac es el alma del mundo, la misma conclusión a la que había llegado Ficino pero ahora desplegada en forma de proposición metafórica. Una proposición metafórica que se construye sobre términos relacionados cuya implicación significante opera desplazada y de los cuales uno podría ausentarse como el ídolo oculto en su hueco en la pirámide;20 pero el conjunto, trabado en la metáfora, trabaja su poder enunciador por transferencia. El intercambio de semas y de signos se hace aquí siguiendo una derrota sinuosa, asimétrica y abierta, como nunca procederá el modelo cerrado de lo alegórico, al establecer una equivalencia; aunque una equivalencia en diferido que se cumple en el proceso de su dilación y se mueve de modo impar, sin la compacta correspondencia de otros símiles en los que cada símbolo limita y fija su referencialidad: Venus, por ejemplo, como la inapelable y unívoca imagen de la lujuria. Por otra parte, antes que un adorno poético o un simple mecanismo ornamental, el recurso funciona en la Retórica con una altísima potencialidad persuasiva y como un ejercicio epistémico.21 Aristóteles no deja de insistir en el valor de la metáfora como dinámica de conocimiento y como argumento de convicción. Entendemos por eso que el Inca lo incluya en su programa estratégico, estudiándolo, utilizándolo con la pericia del orador experimentado y hábil, en

20. Aristóteles denomina “analógica” un tipo de relación tal que el segundo término es al primero como el cuarto al tercero.
 21. De hecho le concede un alto poder emotivo, al emplear como ejemplo la Oración fúnebre de Pericles, véase Ricoeur (1975: 44 y ss.).

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palabras de Aristóteles, para “descubrir especulativamente lo que en cada caso puede ser apto a la persuasión” (1355, b 25). Con ello, habría que destacar el diferente rostro que la tradición clásica adquiere en los Comentarios reales, no sirviendo más de decorado inmóvil sobre el que proyectar las mitologías amerindias para su sumisión y bautismo; ni funcionando entonces en tanto tierra de nadie, punto de contacto que permita un acuerdo básico con las nuevas creencias halladas para, en virtud de la proximidad con el paganismo antiguo, proceder a su erradicación. Las ruinas letradas que los humanistas desempolvan en Roma funcionarán en manos del escritor mestizo con toda su virtualidad restituida, como un acervo vivo y heurístico que no proporciona materiales ni excusas, sino operaciones argumentativas e instrumentos de análisis. Con la exhumación de la metáfora proporcional se acreditaba el Inca en el manejo maduro de una tecnología, de una mecánica —no otra cosa es la retórica—, que le facilitara, a su vez, la rehabilitación de una emotividad ancestral y propia, aun cuando en este caso fuera una practica idolátrica: es decir, en el fondo la cuestión implicaba la adecuación, para su supervivencia, del Nuevo Mundo a la tecné más prestigiosa del Viejo. Insistamos en el cóctel heterogéneo que este autor nos brinda y que pasa por el empleo de un tropo perfecto y aristotélico, enmarcando un contenido neoplatónico, para el blanqueamiento persuasivo de un ídolo incaico y su restauración certificada en preimagen profética del dios cristiano.

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y à Chri∫to Señor nue∫tro llamauan ellos con nombre de Idolo. Francisco de Ávila

1. Sin duda, para América, religión y mercado de imágenes van a marchar unidas desde su polémica sanción en el Concilio de Trento. Las almas “sencillas” que no saben de teología se conmueven mejor con las manifestaciones visuales de la fe y las pruebas físicas de sus prodigios. Una imagen vale más que mil dogmas y las Indias, tierra de conversión, espacio de ingenuos salvables para la segunda venida de Cristo, se bautizarán en masa al paso imbatible de los retratos sagrados y las reliquias con certificación de origen. Por eso, los techos de las iglesias virreinales ofrecían a la mirada de los nuevos bautizados las extrañas estalactitas de sus exvotos. Piernas, brazos, manos, pies y torsos de cera que recordaban la recuperación milagrosa de sus dueños colgarían en abundantes racimos como piezas a la venta en la carnicería de los credos. La expansión de una religión ilustrada se basa en esta categoría de un mundo inédito, un mundo virgen como el americano, donde el poder emocional de lo visivo doblega e impresiona los corazones simples de nativos sin escrituras, esto es, sin revelación bíblica. Ellos, igual que el apóstol Tomás, verán para creer y el folklore de la imago como acicate evangelizador se mantendrá en la vida espiritual andina desde su implantación colonial en adelante. Incluso migra de su ambiente propio en la baja cultura y en los

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circuitos populares para asentarse en las esferas criollas, promotoras de independencia. Manuel González Prada se quejará varias veces de esta forma legalizada de superstición eclesiástica, de esta religiosidad aprobada de la estampita y del culto casi idolátrico en las catedrales del Perú colonial “no al santo, sino a su imagen, que los cerebros no concebían más allá del icono”: Dios y santo sin figura material, no eran Dios ni santo. Hombres con apariencia de sesudos creían en sueños, pronósticos y milagros. Si les hubieran asegurado que en la cima del San Cristóbal se dialogaba con Nuestra Señora del Carmen, todos ellos habrían trepado al cerro para conversar con la Santísima Virgen. La psicología del oidor al rezar su rosario se igualaba con la del bandolero al repetir su oración del santo juez (1945: 21).

2. Muy temprano, la iconología adopta una función publicitaria por la vía de la emblemática. Asistimos a un reparto de símbolos y enseñas entre las principales órdenes evangelizadoras en el Perú recién conquistado. Los franciscanos, por ejemplo, preferían rezar frente a cuadros muy sencillos con los instrumentos de la Pasión en primer término, que en América adquirirán una vida cada vez más propia, bordados sobre la ropa de un dios niño como marcas textiles de su aterrador futuro inmediato: la corona de espinas, el manto purpúreo, el látigo o la túnica sin costuras, hasta la columna de mármol en que se azotó a Cristo, la decoración estándar en camposantos europeos. A Guamán Poma, en concreto, le servirán de denuncia antiespañola cuando coloque a un indio en el corazón de la tecnología del martirio crístico, en el puesto de víctima, atado a un pilar, torturado por españoles encomenderos en lugar de los verdugos romanos1, lo que dice mucho de la inteligencia del autor ladino y de las posibilidades de alteración de la imagen cuando, más semiótica que semántica, ofrece la neutralidad de sus componentes a empleos opuestos y opciones contrarias.

1. El dibujo de Guamán ofrece la leyenda: “Coregidor afrenta al alcalde hordenario por dos güebos que no le da mitayo” (499 [503]).

Fig. 7.1. Anónimo, Cristo niño con símbolos de la Pasión, Perú, siglo xvii. Brooklyn Museum, .

Fig. 7.2. Hieronymus Wierix, La flagelación. En Jerónimo Nadal. Evangelicae Historiae Imaginae. Antwuerp: Martin Nuyts II, 1539. (PESSCA 39A).

Fig. 7.3. Guamán Poma de Ayala, “Corregimiento. Coregidor afrenta al alcalde hordenario...”, Nueva corónica y buen gobierno, 499 [503], “El sitio de Guamán”, Det Kongelige Bibliotek, .

Fig. 7.4. Anónimo, Matrimonio de Don Martín de Loyola con doña Beatriz Ñusta, Beaterio de Copacabana, Lima, Reprod. en Archivo Digital de Arte Peruano, MALI, .

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En cambio, la Compañía de Jesús, educadora preferente en estas capacitaciones del imaginario, ante la tragedia sanguinolenta de su representación, opta por estilizarlos y abstraerlos bajo el símbolo botánico de la pasiflora, la planta que parece retratar con sus estambres, su pistilo y corola, los clavos santos, la cruz y el martillo. Es el jesuita Rapin el que, en su Hortorum liber de 1665, alaba esta maravilla de la mimesis natural y celebra la síntesis iconográfica que supone repetir misteriosamente “los signos augustos de los crueles dolores” padecidos por el Mesías2. Fue también esta preferencia hacia la conceptualización y el esquematismo gracias a la cual la Compañía rescata el culto al Dulce Nombre de Jesús, fundado por San Bernardino de Siena en el siglo xiv. Se trataba de honrar el apelativo de Cristo como Salvador de los Hombres, adelgazado en el acrónimo JHS —Jesus Hominis Salvator— que en Perú la orden colocó dentro de un círculo refulgente de rayos en sorprendente alusión a la divinidad solar incaica, presidiendo como su logotipo de fábrica todas las producciones de la misma, incluidas sus actuaciones políticas y las medidas administrativas en las que llegaría a implicarse. 3. Para Hans Belting, la encarnación de la imagen es un gesto universal antropológico: la generalidad del mismo, de este hacerse y presentarse de la imagen en cada manifestación cultural terrena, explica sus poderes de convicción (2004). El proceso en sí —realización figurativa de la abstracción de las ideas— funcionó, en su aspecto más ecuménico, como metáfora del dogma central del cristianismo, la venida de Cristo a la tierra, encarnado en la raza humana, reparación milagrosa de esta y de sus pecados. Dios hecho hombre se incorpora por la encarnación a todos los avatares históricos propios de aquella, incluida su representación figurada.3 De esta 2. “Placée sur une haute tige, elle semble porter une couronne d’épines audessus de ses feuilles, profondément découpées et bouclées sur les bords. Du sein de cette fleur s’élève une colonne surmontée de trois pointes séparées, semblables à des clous aigus. Divin Rédempteur! Ce sont les signes augustes de vos cruelles douleurs qu’elle nous retrace” (Cit. por Gélis 2005: 25). 3. La imagen como porción inexcusable de todo ser encarnado, como parte alícuota de la condición del hombre y, por tanto, de Cristo, dota a la imagen de un fatum inevitable en el destino humano al que la Iglesia de la Contrarreforma

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manera quedaba explicado en el que fue manual por antonomasia de la iconodulía católica, los Trois discovrs povr la religión catholique: des miracles, des Saincts et des images (1598), escritos por el jesuita Louis Richeome en la Francia nocturna y sangrienta de San Bartolomé y dedicada al monarca excalvinista Enrique IV. Siguiendo la preferencia ignaciana hacia lo visual, Richeome acomete un panegírico encendido de los poderes de la imagen en cuanto canal de lo inconmensurable que, de este modo, “se deja reconocer” y puede honrarse. Dios, hecho carne mortal, reeduca la mirada de los creyentes, posibilita la representación y la legitima como vía para la captación del misterio4. Con toda la elocuencia argumentativa característica de la Compañía, Richeome lidera una batalla contra los enemigos del Vaticano; la misma, por lo tanto, que había centrado el Concilio de Trento y el papel desempeñado en este por los jesuitas. En el sínodo, la representación de dogmas se postula como parte indivisible de la defensa misma del papado, atacado por reticentes y difamadores que, en este punto, coincidían astutamente: tanto los seguidores de la ley mosaica como los de Calvino rechazan las imágenes dentro de los ritos eclesiásticos, al recordarles maneras veladas de viejos cultos paganos.5 se acoge para justificar su insistencia icónica: “Le Fils, comme sa Mère, est figure d’histoire; l’Incarnation l’a fait homme et donc possible de tous les avatars de la figure humain” (Dupront 2015: 261). 4. “Cristo, Dios hecho hombre y mortal, educó la mirada que los cristianos ponen sobre las imágenes. Por su propia doble naturaleza instruyó acerca de la paradoja de una imagen finita que no por ello deja de representar la infinitud divina. (...) La encarnación —reparadora del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, pero desfigurado por el pecado original- hizo posible un arte de pintar desconocido de los Antiguos: la pintura cristiana” (Fumaroli 2008: 22). Así pues, la representación funcionaba mnémicamente remontándonos a lo divino. El lienzo, el bastidor y los colores del óleo ofrecían por su contigüidad con elementos de la Pasión —el sudario, la madera de la Cruz, el sudor y la sangre que se imprimen en el Vera Icon o paño de la Verónica— un valor mediador entre los materiales orgánicos y perecederos de que se compone un cuadro y el mundo espiritual en él representado. 5. El momento más virulento de la condena de las imágenes por parte de la Reforma ocurre en el invierno de 1521 a 1522, con el tratado de Karlstadt, lo que provocará la redacción de las primeras defensas católicas por parte de dos teólogos alemanes Eck y Emser. Véanse Scaivizzi 1993, Boespflug 2008, Bredekamp 1995, Bœspflug, Christin y Tassel 1946: 10.

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Sin embargo, Louis Richeome acude al semantismo de los términos eidolon e imago para reforzar su radical diferencia. Según él, en la distancia de los dos vocablos —una distancia que podríamos llamar diacrítica— se centra el éxito del catolicismo como opción única; es más, en la inteligencia de esas dos palabras reside “le pilotis de toute cette dispute, et le poinct de la victoire” (1602: 373). La estrategia se había escuchado ya en los debates bizantinos, en la primera crisis de iconoclastia. Orígenes se había apoyado en San Pablo y en su negación del ídolo como “lo que no es” frente a la imagen que “existe siempre de algún modo”6 para acabar arrastrando a ambos en el desdén de rango platónico hacia toda forma de simulacro. La intención de Richeome se dirige a resolver la aporía de Orígenes, ya que la suerte de la fe y sus misterios se juega en ello, y a afirmar la condición de la imagen en tanto imitación de cosas sólidas. La diferencia que la separa nítidamente del ídolo radica en el modo en que se vincula y asocia con lo representado en ella. Los ídolos ofrecen el semblante de lo que no está ni se dará nunca, pero la imagen es, en cambio, el retrato de una realidad indudable y entre los dos se entabla la oposición irreductible que opera entre “le nom de verité et de men∫onge, de lumiere et de tenebres” (1602: 379). Por lo tanto, la estatua de Mercurio, que es invento humano, es idolátrica y debe derribarse; mientras la de un hombre que existe o la de María, que es dogma certero, constituyen imágenes y no admiten duda. La discriminación es delicada, se basa en eso inconsútil y dubitable que es la fe, un concepto él mismo irrepresentable. Pero la paradoja permite a su vez otra mayor: la exaltación de la mímesis y las artes como operaciones reales de lo invisible. Toda pintura de una verdad teológica resulta verdadera a su vez. No es necesario “ser” para ser cierto; lo aparencial es fehaciente, confiable y la condición de existencia no es un componente imprescindible de la imagen ni de la reverencia que le destinemos.

No obstante, la reacción será diferente según los países y si estos se encontraban en primera línea de los ataques protestantes como Francia o los Países Bajos. 6. I Corintios 8: 4, cit. con esa interpretación por Ginzburg 134.

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En el capítulo X, “Comment la peinture des cho∫es inui∫ibles e∫t vraye”, ficción y mentira, imágenes y engaño se separan para siempre; puesto que si la naturaleza de los ángeles, por ejemplo, es intangible y su retrato ficticio representa por simulación fuera de los ojos lo que los ojos no verían, por eso no es falso, igual que no lo es la pintura azul del cielo, aunque el cielo carezca de este color en realidad: Toutes ces peintures sont veritables, d’autant que le pinceau (...), il est fidelle rapporteur de la verité. De mesme donc la peinture, qui represente au vray la figure exterieure des Anges, en laquelle ils se ont montrez, elle est veritable, bien qu’elle ne rapporte rien de l’essence d’iceux (1602: 233).

Esta loa de lo aparente por sus posibilidades de verdad fue la misma enunciada en Trento, junto con el consejo de aplicarla a la predicación como pedagogía útil para enseñar a creer en lo que, invisible, es no obstante cierto. Cristo habría apoyado esta utilidad, cuando se dejó retratar hasta en tres ocasiones que se convierten en emblemáticas en la justificación de la pintura sagrada: el paño de la Verónica, el Santo Sudario y el Mandilión, “que Nuestro Señor envió al rey Abágaro”, obra celestial, portento pictórico surgido de la nada7. Por lo tanto, el Hijo de Dios —él, por sí solo, ya retrato, divinidad e icono de semejanza con el Padre— legitimaba, con oferta incluida de patrones de representación, la realidad de lo representado. Lo importante, sin embargo, radica en esta diferencia entre lo que no se ve y lo inexistente falaz, y la conciencia de que lo uno no implica necesariamente lo otro, porque la imagen religiosa ­p ertenece en sí misma al régimen y al estatuto propio de lo verdadero. 7. El carácter reivindicativo, sobre todo, de esta última y milagrosa imagen de Cristo fue tan popular que Covarrubias la recoge en su diccionario, junto con la condena de los “herejes llamados iconómacos, por la gran repugnancia y contradicción que hacían al uso santo de las imágenes. (...) Padecieron martirio por esta razón y verdad muchos santos varones, y el sobredicho Gregorio III congregó un concilio de casi mil obispos donde fueron aprobadas las imágenes y el uso dellas, no por sí absolutamente sino por lo que significan y representan”. Y Covarrubias remata: “Esta herejía ha retoñado en nuestros tiempos cerca de los herejes modernos” (2006: 1091).

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4. La situación en Trento debió ser especialmente beligerante cuando, desde una primera reivindicación de lo icónico, el Concilio, que se inaugura en 1545 y se cierra en el 1563, desbarra hacia la radical regulación del uso de imágenes, en cuyo nombre legisla su presencia en lo cotidiano, estableciendo por normativa lo que —según la Iglesia— serían las maneras rectas de la mirada. Ésta se volverá tanto más iconófila y hasta panfletaria, cuanto más combate la iconoclastia reformista8. Y es interesante esta doble dirección de las imágenes que se recomiendan por fortalecer las creencias y honrar los modelos a los que remiten, pero además se vigilan para garantizar que no induzcan a error entre las gentes más simples (Freedberg 1998: 434). En ese proceso de acción y reacción, el sínodo se meterá incluso en cuestiones decorativas, al prescribir para las alcobas solo ciertos cuadros: aquellos que incitaran a pensamientos procreadores, generativos, pero nunca lujuriosos ni adúlteros. Como ambas cosas eran harto difíciles de armonizar, se optó por la recomendación de colgar en las paredes de los dormitorios consagrados aquellas pinturas cuyos modelos se poseyeran y tuvieran cerca, para así poder satisfacer, conforme a la moral y dentro del matrimonio, los instintos que su contemplación despertase9. El poder material que, con esto, parecía reconocérsele a la representación —más allá de sus implicaciones meramente imitativas— causaba una especie de abismo que el Concilio veía necesario custodiar y dirigir. En la última sesión, celebrada el 3 de diciembre de 1563, dictaminará la política oficial de la Iglesia sobre el imaginario religioso y a partir de ahí asistimos a la proliferación

8. “L’Église tridentine est d’autant plus iconophile qu’elle combat l’iconoclasme de la Réforme, et sa réthorique fait d’autant plus appel aux sens, et nottament au sens de la vue, qu’elle combat une réthorique raisonneuse et abstraite chez ses adversaires” (Fumaroli 1998: 260). 9. “Mais avec la règle édictée par la Contre-Réforme, selon laquelle on ne doit orner sa chambre que de représentations dont on pourrait posséder le modèle, la question n’apparaît plus si fantaisiste. S’il n’est pas possible de partager la croyance en l’efficacité, la crainte et la préoccupation qui la sous-tendent chez Paleotti, Molanus et combien d’autres auteurs dans le mouvance du concile de Trente, se conçoivent parfaitement” (Freedberg 1998: 25).

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de toda una amplia literatura de reflexión sobre el tema10. Entre otros títulos, el Catecismo refrendado por Trento es un modelo de diccionario semiótico antes de la semiótica. Las posibilidades interpretativas de la imagen son reducidas al significado normativo que el Catecismo instituye como el correcto, el que debe enseñarse. Cada imagen recibe entonces una significación adecuada y una traducción oportuna. Por eso, al lado de la vivísima recomendación, las medidas pictóricas que se adopten serán cada vez más intervencionistas y la invasión de los espacios privados, como territorios de competencia de una fe que se pretende global, tendrá su paradigma en este asunto de la censura y reglamentación de iconos, reliquias, ilustraciones y objetos de culto, un asunto que se traslada con la misma virulencia a las Indias y prácticamente con la misma pasión ocular. 5. A esa reflexión sobre las imágenes, sobre el paisaje visual riquísimo que, a partir del Renacimiento, con la revolución de la perspectiva, se genera en toda Europa, parece la orden jesuítica especialmente propensa. Se ha dicho que su sensibilización hacia el problema proviene de los Ejercicios espirituales (1548) del mismo fundador, que guiaban la meditación apelando a la —hasta entonces maltrecha— función del imaginario. Si Lutero insistía en que el oído era el órgano cristiano por excelencia y los místicos como Ruysbroeck aspiraron a un éxtasis vacío y desnudo, a la fusión con la “nada sublime”11, Ignacio hará de los ojos la vía certificada a 10. En París, ese año de 1564, aparece el Traicté Catholique de images et des vrays images d’icelles de René Benoist. Terminado el Concilio, las nuevas reglas iconográficas se publican en De Picturibus et Imaginibus Sacris (1570) de Molanus. Y el jesuita padre Romano puso imágenes a las disposiciones tridentinas en un catecismo de 67 ilustraciones que se publica en Roma en 1567, la Doctrina Christiana nella quale si contengono le principali misteri della nostra fide representati con figure per istruttione degl’idioti et de quelli che non sanno legere. Conforme a quello que ordina il sacro Conc. Trid. nella sess XXV (López-Baralt 2011: 125) 11. “La primauté de l’ouïe, encore très vive au xvie siècle, était garantie théologiquement: l’Église fonde sos autorité sur la parole, la foi est audition: audition verbi Dei, id est fidem; l’oreille, l’oreille seule, dit Luther, est l’organe du Chrétien. Une contradiction risque donc d’apparaître entre la perception nouvelle, conduite par la vue, et la foi ancienne, fondée sur l’écoute. Ignace s’emploie précisément à

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la Salvación. La creencia en las posibilidades de un estado óptico, por el que se recrea el mundo del más allá con la máxima viveza, convierte el procedimiento ignaciano en una especie de “virtuosismo de los sentidos interiores”, donde estos no se destierran ni reprimen, sino que se ven potenciados para la expansión de la fe. El método, con su masiva conversión del mundo en imagen, tiende a extender esta entre lo real. En su exaltación converge la concreción de lo vaporoso, lo vago, lo aéreo: ideas abstractas, seres y naturalezas dudosas, misterios y dogmas, lo angélico o lo demoníaco, lo arcano o imposible son dotados, cuando pertenecen al aparato del credo católico, de una tangibilidad sin fisuras. La fe ingresa en una nueva condición de visible12, por la que trabaja el imaginario acreditado, al que se encarga entonces este trámite de lo apariencial a lo verdadero —un traspaso que, vimos, Richeome reiteraba con todas sus fuerzas retóricas. Por supuesto, el sistema tiende a regular las pasiones que despierta, organizando la progresiva incorporación a esta religión visionaria mediante una serie de grados o pautas: un itinerario sistemático que no deja nada a la improvisación del imaginario propio. Por modular, el método modula hasta el deshacerse del método, prescribiendo técnicas para “desobsesionarse de la meditación”. Con el pragmatismo que los caracterizan, los Ejercicios pergeñan garantías contra cualquier extravío implosivo, contra la caída endógena en la sensación evocada y, en definitiva, los riesgos del ensimismamiento en la contemplación (Bodei 1994: 106). Lejos de resultar sencillo, el camino ignaciano era de una enorme exigencia inventiva. Se trataba de llevar de la mano al ejercitante desde experiencias usuales y escenas guiadas, desde la reconstrucción de lugares santos y acciones bíblicas hacia recreaciones de la mente la réduire: il veut fonder l’image (ou vue intérieure) en orthodoxie, comme unité nouvelle de la langue qu’il construit” (Barthes 1994: 1086). 12. Resulta sintomático el adjetivo de visibilis que se adjudica a Cristo, término nunca empleado en los manuales anteriores de meditación. Por lo tanto, Ignacio percibe la poderosa fuerza de la imagen y la libertad inagotable de sus reelaboraciones, una libertad que puede canalizarse y reconducirse. El método ignaciano es casi una fenomenología de la visión, concretada en una praxis con tal precisión y eficacia que influye sin duda “toute reflexión ultérieure sur les usages de l’art, sans parler de son influence sur l’art lui-même” (Freedberg 1998: 204).

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cada vez más sofisticadas que, con la vivacidad de su pintura, conmuevan al espíritu y le inclinen a una mayor devoción, dándole a gustar los sabores del cielo y los terrores del infierno, los rostros de la Trinidad, los nombres de Dios o los sufrimientos de Cristo13. La aparente liberalización de las sensaciones se someterá, de este modo, a una rígida disciplina de acceso, casi una mecánica, cuyo funcionamiento Ignacio mantiene férreamente vigilado: así, composita loci, tópica de asuntos a tratar, proceder arbóreo o bifurcado, detención en cada palabra, repetición y rumiado literal de lo que se evoca y precisión del tiempo de dilación en cada imagen son estipulados por los Ejercicios dentro de un técnica muy precisa de signos y códigos y de un accionar sucesivo de lo que Barthes identifica con todo un “lenguaje articulado” (1994: 1077). El resultado final trasladaría la idea abstracta dentro de un cuadro viviente, minucioso, lleno de detalles que, abundando en una devoción naturalista, acababa convirtiendo la religión, no tanto en espiritualidad, como en el tipo de costumbrismo o representación descarnada que asustaba al escritor Ernest Renan con su “escandalosa crudeza” (1994: 1085). Ya a partir del sínodo tridentino, donde habían intervenido eficazmente, los jesuitas se convencieron de esta necesidad de soberbias evocaciones visuales para asentar las convicciones católicas. Sus Ejercicios podían ser utilizados por los laicos y San Francisco de Sales los aconsejaría a las mujeres, lo que les abre el ámbito de aplicación y los populariza hasta extremos que Pascal percibía en sus Cartas provinciales como claramente oportunistas. Flexibles y laxos de partida, los jesuitas tienden a acomodarse a las circunstancias de las que son los primeros observadores y cuyas ­p eculiaridades rentabilizan para la causa. Saben adaptarse tanto 13. “I precetti ignaziani mirano a modulare le passioni, a partire da alcune sensazioni reali o, per lo più, immaginate, (...) così disarticolarla rispetto al suo agglomerato attuale per poi ricomporla, in maniera diversa, mediante gli esercizi conclusivi svolti alla fine di ogni ritiro sotto la guida di un direttore spirituale. Grazie a un vero e proprio virtuosismo dei sensi interni, tale sofisticata retorica di immagini fugaci bloccate nella mente e condotte sino ai loro estremi confini di dicibilità riesce a far assaporare all’esercitante il gusto dell’innimaginabile e a fargli presentire l’aroma delicioso della beatitudine celeste e il fetore sulfureo della dannazione eterna” (Bodei 1994: 105).

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a niveles y estamentos sociales, como a realidades directamente nuevas con sus diferencias de costumbre y hábito, hallando las desviaciones y variantes de pueblos lejanos, para reutilizarlas en su provecho (Bodei 1994: 106). Ello explica su temprano éxito misionero en la educación religiosa y la confianza firme con que el papa, primero en Trento, y Felipe II, después para América, ponen en sus manos la predicación con imágenes todo a lo largo del irredento y contumaz virreinato del Perú14. 6. Por consiguiente, la primera evangelización americana aprovechará las capacitaciones del imaginario para favorecer la difusión de la doctrina, mediante dibujos que faciliten la difícil comunicación de los momentos iniciales, celebrando en catecismo ilustrados y en prácticas directas que superen los abismos de la diferencia lingüística. Verdaderos best-sellers de la predicación visual en Perú fueron, por ejemplo, los Niños Jesús Incas —con su camisita indígena, un elegante unku de encajes y bordados, y con su protocolario tocado real— a los que los jesuitas eran especialmente afectos; los escapularios y Agnus Dei, cuya venta, manipulación y decorado tuvo que regularse, o bien el increíble retrato de la Santísima Trinidad que, si despertó la desconfianza y hasta la prohibición por parte de la Contrarreforma, en las Indias se reprodujo profusamente. Se sabe que al Niño Jesús, venerado por una cofradía de indios que fundara y protegiera Jerónimo Ruiz de Portillo, primer provincial jesuita del Perú, se le vistió por primera vez de Inca, enjoyado, vistoso y “aderezado con muchas luces” durante la celebración de la beatificación de Ignacio de Loyola en 161015. 14. Felipe II encomendó la catequización de los indígenas a los jesuitas en carta del 11 de octubre de 1568, debido a razones que había expuesto antes en cédula magna del 3 de marzo de 1566, dirigida a San Francisco de Borja, “por ser [los de la Compañía] gente a propósito para la conversión de los naturales” (López-Baralt 173). 15. En realidad, no se sabe muy bien de cuándo data la imagen, pero esa fecha parece corresponder a su “primera” aparición pública. Es interesante destacar que la cofradía que lo promueve y venera estaba financiada por donantes indígenas, como Diego Cucho, y era numerosísima. La componían hasta quinientos c­ ofrades, era mixta y en ella participaban ciento cincuenta indios nobles, descendientes

Fig. 7.5. Anónimo cuzqueño, Jesús Inca o el Inca Mesiánico, siglo xviii. Colección Mónica Taurel de Menacho, Lima.

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Desde ese momento, la Compañía fomentó el culto de esta representación que podía despertar reminiscencias del Punchao, el símbolo del señor del día y de la luz, cuyo ídolo se veneraba en el Coricancha del Cuzco. Según algunos cronistas, este ídolo poseía forma infantil, con rayos solares que le rodeaban la cabeza y con caras y garras de pumas a los flancos (Duviols 1976: 156183). En las estampas difundidas por todo el virreinato —ya que la cofradía gozó de mucho éxito en casi cincuenta aldeas en Perú y la veneración de la imagen se hizo fuerte en Quito, en Arequipa, en Potosí—, el niñito se calza con unas sandalias de cabeza de felino, lleva una túnica que combina dibujos católicos con filigranas geométricas, diseños complicados o tocapus de significado genealógico y se corona con el edificio o torreón que remite al castillo de oro, fortaleza sagrada de Sacsayhuaman, con las flores de kantuta y la pluma blanquinegra del coriquenque, el halcón real antiguo, cuyo color algunos indios quisieron ver en el hábito jesuita. Sobre la frente le cae la máxima insignia que solo podía usar el elegido reinante, la borla roja que no es tal, sino a modo de rapacejo o flequillo, en la gráfica precisión del Inca Garcilaso dentro de sus Comentarios. Probablemente, a la Compañía no le importaran mucho las relaciones que la imagen propicia, todos esos “sentidos locales y potencialmente transgresores” que insinúa al atuendo “híbrido y transcultural de un Inca posconquista” (Mujica Pinilla 2016: 62). Los frailes soportarían esas referencias antiguas en beneficio de una más rápida propagación evangélica que inclinaría a los indios al bautismo en función de la analogía y de las citaciones de la pintura a sus propias creencias. Las ambiguas alusiones que porta el niño, la hibridez de su representación se explota por su eficacia en tanto vehículo persuasivo. Estamos ante una imagen cuya manipulación se dirigía oportunamente a la finalidad ecuménica, porque aquí la semejanza pareció más rentable que la ortodoxia ­ irectos de los doce ayllus o panacas reales. Cuando morían, tenían el privilegio de d enterrarse en la capilla del Niño Jesús, a la que decoraban frescos del Juicio Final y de la Gloria, y donde se impartía normalmente catequesis, ejercicios espirituales, la confesión y el sacramento de la comunión. Para los datos concretos en la historia de este maravilloso ejemplo, vid. Mujica Pinilla 2005: 103-104.

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i­conográfica. De hecho, la representación dejaría probablemente traslucir algunas connotaciones perturbadoras, cuando algo más tarde, en el siglo xviii, es prohibida por un obispo ortodoxo y canónico, Mollinedo y Angulo, perdiendo sus distintivos étnicos. La medida coincide curiosamente con las primeras críticas a los métodos inculturados de los jesuitas para la evangelización (Mujica Pinilla 1999: 104) que habían posibilitado ciertas semejanzas dudosas, al rendir económicamente más que su prohibición. En este caso de la pintura del Jesús incaico, la transculturación de la imagen no se ofrece como recurso subversivo del dominado ni como transgresión de la cultura más débil; opera, en cambio, gracias a un sincretismo estimulado desde arriba por la Iglesia, en cuanto uno de sus más capaces instrumentos. Lo interesante reside en cómo las construcciones del poder, si actúan en la periferia, adoptan maneras y modos que la centralidad juzga peligrosas o, al menos, incorrectas, aceptándose cierta permisividad en favor de la propaganda. La imagen resulta un material especialmente susceptible a estas transacciones, porque no arrastra una carga heterodoxa prefijada o que no pueda negociarse. Por el contrario, ubicua y dúctil, neutral y acomodaticia, es capaz de plegarse a cada circunstancia visiva y concreta que se tope. Los predicadores comprenden y sacan provecho de esta maleabilidad que no encuentran en el rígido discurso teológico escrito, necesaria e inquisitorialmente apegado a la letra. Aquellas específicas normas pictóricas, dictadas en Trento, admitirán todo tipo de componendas de acuerdo con los hábitos o preferencias regionales de las Indias. 7. En concreto, el misterio de la Trinidad, rubricado en el Concilio de Nicea, fue uno de los temas más debatidos dentro de la “teología dogmática americana”, que lo volvió creencia indispensable para la salvación personal. Formaba parte de los artículos básicos de la “fe explícita”, es decir, una forma declarada de fe en principios determinados —la encarnación o la muerte y resurrección de Jesucristo, etc.—, fe desglosada en los puntos candentes del catolicismo, que va más allá de la adhe-

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sión global e indiferenciada al mismo16. Avanzado el siglo xvii, Alonso de la Peña Montenegro, obispo en Quito, guiándose por moralistas jesuitas —Francisco Suárez, Luis de Molina, Gregorio de Valencia y, sobre todo, José de Acosta—, exige del bautizado esta pormenorizada manifestación de su credo y la detención específica en la cuestión de la Trinidad, lo que da una idea del grado de sofisticación y especulación escolástica a que llega la discusión religiosa en las Indias. De este modo, el adulto que, con una visión laxa de los dogmas, tenía vetado el acceso al Paraíso ingresaría en él si se convencía y ofrecía muestras explícitas —que no implícitas— de acatar cuestiones como la existencia de Dios, su castigo eterno a los pecadores en el infierno, el premio que aguarda a los que cumplan sus mandatos o la condición trinitaria de su naturaleza, al ser “uno en esencia y trino en personas”. En contrapartida, las implicaciones teratológicas y politeístas que podía despertar la representación pictórica de este misterio desaconsejaban su explotación en los tiempos revueltos de la iconoclastia calvinista, a la que pudiera dar la razón esa excentricidad de un Cristo tridimensional y trifásico, mirando al frente, a derecha e izquierda y calificado sin eufemismos por el Molanus de monstruoso17. Perturbadoras, casi paganas, a Trento le incomodaban las reiteraciones por triplicado de un mismo dios, su aparición sobre el regazo de la Virgen o el diabólico invento de un hombre con tres cabezas como retrato sintetizado del Padre, el Hijo y el Espíritu.18 16. La Fe implícita es “quando alguna co∫a ∫e cree, no en particular, & in ∫e ip∫a, sino en otra alguna, como ∫ucede en el ru∫tico, que a carga cerrada cree lo que la Santa Madre Igle∫ia tiene: e∫te tal ∫e dize tener Fé implicita del Mi∫terio de la Trinidad, Encarnación, Muerte, Re∫urreccion &c. Explicita Fé es, quando con ella creemos algun Mi∫terio en particular, y en ∫i mi∫mo, como quando creemos, que Chri∫to encarnò, ò re∫ucitò, y entonces ∫e dize, que tenemos Fé explicita de aquel Mi∫terio” (Peña Montenegro 1668: II, VIII, 214). 17. El tratado de Molanus se apoya en San Antonio de Florencia para llamar a este género de imágenes “monstruo de la naturaleza” (1996: I, 134) 18. Jean Gerson, a quien Molanus reproduce, dice haber visto en un convento de carmelitas la imagen particular de una Trinidad en el seno de la Virgen María, “como si la Trinidad entera hubiera tomado carne humana” en ella (I, 133). En cuanto al Cristo trifásico, dice ser habitual en los misales puesto de frontispicio al principio del oficio de la fiesta de la Trinidad (I, 134).

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8. Antonio de Calancha, compendiado por Bernardo de Torres en la Historia del Santuario e imagen de Nuestra Señora de Copacabana, nos habla de la Peña del Sol en Titicaca, donde se adoraba al “supremo dios” bajo la forma de “tres estatuas unidas en una” (1972: I, 120). También en Chuquisaca, en la provincia de los Charcas, se podía encontrar un ídolo —de quien hace mención el padre José de Acosta— que los indios pensaban de naturaleza trinitaria: Estas tres estatuas unidas eran muy parecidas las unas a las otras, nombrábanlas con aquellos tres nombres: Apuynti, que es lo mismo que padre y señor Sol; Churipynti, el hijo del Sol; Intipguauqui, el hermano del Sol, (...) aunque erraban en llamar hermano a la tercera (1972: I, 121).

Y Calancha afirma que las estatuas provienen de cuando predicó el apóstol Santo Tomás el misterio de la Santísima Trinidad, aunque podría haber querido introducirlas el demonio “por robar de este misterio inefable lo uno y trino, y ser adorado como Dios verdadero” (1972: I, 121). El mundo indígena, por tanto, podía proveer toda una curiosa parafernalia de aciertos teológicos en los que apoyarse para la exposición de este misterio entre los nativos, a la que va a acompañar la más sofisticada de las retóricas. La Declaracion copiosa de las qvatro partes mas essenciales, y necesarias de la Doctrina Christiana que escribiera el beatísimo cardenal de la Compañía Roberto Bellarmino, profusamente publicada y traducida en el Perú hacia 1649 por Jurado Palomino, ofrece la siguiente metáfora para la comprensión imposible del dogma trinitario: Quando un hombre se pone un vestido y otros dos le ayudan a vestir, entonces tres son los que concurren a vestirle y, no obstante eso, uno solo queda vestido. A∫si todas las tres Per∫onas Diuinas han concurrido en hazer la Encarnación del Hijo, mas ∫olo el Hijo quedó Encarnado, y hecho Hombre (1649: 18 v).

El dogma se hace más barroco aún —según la jaculatoria y curiosa oración que recoge y aconseja Pablo del Prado para ganar

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indulgencia plenaria cada vez que se tropiece uno con la imagen de María—, ya que a la tríada se incorpora la advocación de la Virgen. Esta se integra al conjunto como “Filia Dei Patris, Mater Dei Filij, Spon∫a Spiritus Sancti”, pero especialmente como el “Templum totius Trinitatis”: es decir, María participa de las tres personas del dogma según modalidad distinta para cada una, incluyéndolas a todas, no obstante, como su consagrado templo vivo. La complejidad de esta alegoría tripartita y a la vez incluyente, en la que el continente participa por tres veces de las distintas cualidades del contenido, a la manera de un multiplicado vaso que se desdobla, se comprende o se autoincorpora, llenaba de abusos la ya de por sí extremosa religiosidad enseñada a los indios19. 9. Pero no es necesario acudir al mundo indígena para comprender el grado de oscuridad intelectiva que rodeaba estos dogmas de la Iglesia y el estupor que despertaría en fieles más o menos preparados. Los autos y legajos inquisitoriales están llenos de relatos de malentendidos y extravagancias, antes que de argumentadas herejías. Estremecedor es el caso de Ángela Carranza, juzgada y condenada en auto de fe en Lima, el 20 de diciembre de 1694. En la relación sumaria de su causa que redacta José del Hoyo se explican sus desviaciones y heterodoxias y, entre ellas, la extraña fiebre trinitaria con que amplía la figura de partida, adosando al conjunto varias y nuevas personas santas: A∫i como las tres Divinas per∫onas ∫e vnen en una misma naturaleza de ∫uerte, q Padre, Hijo, y E∫piritu Santo ∫on un ∫olo Dios; a∫si Ioachin, Ana, Maria, y Ie∫uChri∫to todos quatro ∫e unen en una me∫ma carne de ∫uerte; que Ioachin, y Ana, por ∫er Abuelos de Dios, y Maria, por ∫er Madre de Dios, todos ∫e unen, y paran en Dios (Hoyo 1694: 8v). 19. Cito la notable oración de Prado: “Quando entrares, o vieres alguna Imagen de nue∫tra Señora, diràs e∫ta ∫alutacion, con que ∫e gana todas las vezes que ∫e dixere, indulgencia plenaria, por conce∫∫ion de Clemente III. Aue Filia Dei Patris./ Aue Mater Dei Filij./ Aue Spon∫a Spiritus Sancti./ Aue Templum totius Trinitatis./ Pater No∫ter. Aue Maria (30r-v)” Y la traducción en quechua: “Muchaicu∫caiqui capac Diospa v∫u∫in. / Muchaicu∫caiqui, capac Diospa churimpa Maman. /Muchaicu∫caiqui capac Spiritu Sanctop e∫po∫an./ Muchaicu∫caiqui capac Sancti∫∫ima Trinidadpa templon. Ya yascu. Muchaicu∫caiqui Maria &c.” (1650: 41).

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Es fácil entender, por tanto, la cautela de la Iglesia de Trento ante la cuestión y sobre todo ante las pinturas de la Trinidad llamadas a representarla. El retrato trimorfo resulta perturbador por el remanente atávico que se escucha todavía en él y por cierta falta de posibilidad que lo sitúa más allá de cualquier iconografía imaginable. Se puede convenir en lo excesivo de la imagen repetida —sobre todo, tratándose de Dios— que extiende su extraña visibilidad a quien la observa. Hay algo raro e inhibidor en la intimidad sorprendida del misterio múltiple. La mirada que se inmiscuye en esta conversación entre iguales quebranta un secreto, un secreto que a su vez la implica con la complicidad pegajosa del voyeurismo o del espionaje. El exceso del ojo profanador y la “locura del ver” que alimenta se desbordan por ambas partes: en la demora delimitada del mirón y en la naturaleza enrarecida de lo que se detiene a mirar esta naturaleza hiperbólica, desmesurada de una deidad que se divide, se reproduce y se mimetiza en complacido pleonasmo de sí misma. La imagen es además impensable porque lo que copia y reitera no es sino el Creador último, el primer referente y el único, el original de arranque; porque reduplica el inicio factual de todas las sucesivas reiteraciones en un abismo interminable de partenogénesis sagradas. Pese a esto, las reservas tridentinas hacia esta formulación y la prohibición declarada que pesa sobre las tres caras superpuesta de las Trinidades trifásicas se abandonaron en los Andes, donde encontramos una gozosa recreación en la repetición fotográfica de la misma persona divina, sentada con sus trillizos en un trono equivalente y siamés. La portentosa copia exacta y en horizontal de la imagen isomorfa —una peculiaridad del culto andino, cuyo desafío mimético casi induciría al juego de las diferencias— tenía los días contados en la Europa barroca que la relegó ex profeso; pero entre los incas con su propia triada de dioses —sol, trueno, relámpago— producía cercanías, similitudes beneficiosas y el instante de reconocimiento sobre el que fundar una aproximación duradera. De hecho, el Inca Garcilaso admite su rentabilidad entre los indios, porque de este modo, fomentando estas similitudes, los padres sacerdotes les aficionaban “a nue∫tra ∫ancta religion con ∫us propias co∫as comparandolas con las nue∫tras” (II, 3).

Fig. 7.6. Anónimo, Santísima Trinidad, Cuzco, s. xvii. Museo Pedro de Osma, Lima.

Fig. 7.7. La Trinidad entronizada como tres figuras iguales, ca. 1720-1740. Museo de Arte de Lima (MALI, V-2.0-0039).

Fig. 7.8. Anónimo, Coronación de la Virgen (Escuela Cuzqueña), s. xviii. Colección de Arte Banco de la República, Bogotá, Colombia (No. Registro AP3905).

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Las prohibiciones de Trento se infringieron, por tanto, en el espacio peruano hasta rebosarlo de cuadros especulares: esquemas simbólicos de la unidad que es múltiple de sí misma, paños de la Verónica con no uno, sino los tres rostros del Salvador impresos por milagro en la santa tela, figuras semi-hinduistas de seis ojos, seis brazos, tantas bocas iguales. Composiciones anómalas, con el atractivo de lo deformado y el placer que engendra lo que se reitera, alcanzan allí la condición de estereotipo, es decir, de repetición estatutariamente protegida y enarbolada por el mismo poder que, consciente de su connotación subversiva, en otras latitudes la censura. Un estereotipo es una figura encrática, pertenece a la oficialidad que con ella transige como “figura mayor de la ideología”, pasando incluso —y en eso radica la paradoja de estos modos institucionales de representación— por encima del escándalo que suscitaría su distribución y manejo. El propio Inca Garcilaso detecta esta ideología que hay tras la utilización de imágenes por parte de interesados mecanismos inculturadores, ante los que parece no sentirse del todo cómodo. La creencia natural y primitiva en una especie de profética pretrinidad que algunos sacerdotes atribuyen a los indios no acaba de convencerle y rechaza contundentemente la existencia de una deidad única y trina entre los suyos. Cuando acaso estos afirman creerlo es por “invención nueva dellos, que la han hecho de∫pues que han oído la Trinidad y unidad del verdadero Dios nue∫tro Señor, para adular a los E∫pañoles con dezirles, que también ellos tenian algunas co∫as ∫emejantes. (...) con pretensión de que ∫iquiera por ∫emejança ∫e les haga alguna corte∫ia” (II, 5). Tanto violenta al escritor este tema que prefiere tachar a sus compatriotas de aduladores y mentirosos —“Esto afirmo como Indio, que conozco la natural condicion de los indios” (II, 5)—, lo que no resulta muy concorde con su concepción providencialista de la historia, aquella semblanza teleológica de unos incas civilizadísimos, dotados de “lumbre natural” para creer por adelantado en el alma inmortal del hombre y en “el verdadero ∫umo Dios, y Señor nue∫tro, que crió el cielo y la tierra” (II, 2). ¿Por qué entonces no iban a ser capaces de intuir su condición trinitaria?

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El Inca Garcilaso lo pone en duda una y otra vez, contrariando la política conquistadora de la imagen, que impone al otro los signos de su propia extrañeza y le dicta las maneras en que es distinto20. En este caso, la perversión podía ser mayor porque esa extrañeza de lo ajeno se negocia por la vía de la asimilación: el otro es aquí diferente porque es como yo y posee, para mi asombro, analógicas imágenes, formas y figuras como las mías, trinidades dogmáticas y dioses triformes. La respuesta a esa imposición la contrargumenta el Inca contra el parecer de la Compañía de Jesús, la sostiene incluso sobre razonamientos contradictorios, acudiendo a un testimonio nada de amable del otro mestizo, Blas Valera, y a ciertas suposiciones irritantes de cuyo autor nada declara.21 Así, supuestamente —y Garcilaso está contestando sin nombrarlo al padre José de Acosta cuya tesis habíamos visto a través de Calancha22—, el asunto pudiera referirse a ese ídolo mencionado que adoraban en la región de Chuquisaca, el Tangatanga, del que 20. “Such estrangement, of course, cut both ways. For the colonized too (as we see in the writings of Garcilaso, Inca and Guaman Poma) were shocked by the version of themselves that the furious workings of colonial discourse were implanting as the basis for future rule, were estranged form themselves by the otherness projected onto them, and responded” (Castro-Klarén 1994: 231). 21. “Empero lo que Pedro Martyr, y el Obi∫po de Chiapa, y otros afirman, que los Yndios de las islas de Cuzumela, ∫ujetos a la provincia de Yucatan, tenian por Dios la ∫eñal de la cruz, y que la adoraron, y que los de la juridicion de Chíapa tuuieron noticia de la ∫ancti∫sima Trinidad, y de la encarnacion de nue∫tro Señor, fue interpretación, que aquellos autores, y otros E∫pañoles imaginaron, y aplicaron e∫tos mi∫terios: tambien como aplicaron en las hi∫torias del Cozco a la Trinidad las tres e∫tatuas del Sol, que dizen que auia en ∫u templo, y las del trueno y rayo. Si el dia de oy, con auer auido tanta en∫eñança de ∫acerdotes y Obi∫pos, apenas ∫aben ∫i ay Spiritu ∫ancto: como pudieron aquellos barbaros en tinieblas tan e∫curas tener tan clara noticia del mi∫terio de la encarnacion y de la Trinidad?”. El Inca cita así por extenso los papeles del “padre maestro Blas Valera” en esta materia (II, 6) 22. “Y cierto es de notar que, en su modo, el demonio haya también en la idolatría introducido Trinidad: porque las tres estatuas del sol se intitulaban Apoínti, Churiínti e Intiquaoquí, que quiere decir el padre y señor sol, el hijo sol, el hermano sol; y de la misma manera nombraban las tres estatuas del Cuquilla, que es el dios que preside la región del aire, donde truena y llueve y nieva” (Acosta 1987: V, 28, 192). Peña Montenegro que consulta con frecuencia la opinión de Acosta repite la misma noticia y el nombre malentendido de Tangatanga o Tarigatanga (1668: II, VIII, 223).

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se decía ser uno en tres “y en tres uno”; pero este ídolo lo era de aquellos bárbaros “en la antigua Gentilidad antes del imperio de los Reyes Incas (...). porque entonces adorauan otras co∫as tan viles” (II, 5). E insiste en esta peligrosa, casi herética, adjudicación del dogma a la barbarie: Y digo que no tuuieron idolos con nombre de Trinidad (...). Si el Demonio pretendía hazerse adorar debaxo de tal nombre no me e∫pantare, que todo lo podía con aquellos infieles, idolatras tan alejados de la Chri∫tiana verdad (...) en ∫u vana religión (II, 5).

Para colmo, Tangatanga es una dicción desconocida en el idioma general del Perú, vocablo que el Inca Garcilaso considera dialectal, un localismo de aquella provincia a “180 leguas del Cozco”, o bien, lo que es más grave, una mala comprensión hispana: ...∫o∫pecho que el nombre está corrupto, porque los españoles corrompen todos los mas que toman en la boca, y que ha de dezir Acatanca, quiere dezir e∫carauajo, nombre con mucha propriedad compue∫to de∫te nombre Aca, que es e∫tiercol, y de∫te verbo Tanca (pronunciada la última ∫ylaba en lo interior de la garganta) que es empuxar, Acatanca quiere dezir el que empuxa el e∫tiercol (II, 5).

Que este dios primitivo y embarrado provenga de dos voces terrenas tan sólidamente arraigadas en cultos ancestrales, no le resulta ni chocante ni incorrecto al escritor mestizo, gracias a esa lógica léxica impecable que reúne, en una composición limpia, las raíces morfológicas del nombre del insecto23; con lo que no puede transigir, por el contrario, es con su atribución al dios preincaico a causa de una deficiente pronunciación española. Así el problema se transfiere sutilmente de lo teológico a lo nominativo —“no tuvieron ídolos con nombre de Trinidad”.

23. De este modo precisamente se compone según las definiciones en el Arte y vocabulario de la lengua general del Peru, llamada Quichua de Lima (1586) que aparece reeditada en Sevilla hacia 1603 y que perfectamente podía haber consultado el Inca: Aca es “e∫tiercol de per∫ona o animal, o e∫coria de metal”; Tancani, “reempujar”; Acatanca, “e∫caravajo pelotero”.

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En Garcilaso es la lengua quechua la que engendra fenómenos de semantismo trinitario y es también la lengua, corrompida por los conquistadores, la que produce corrupción, espejismos monstruosos de triplicación y paganismo. Lo que hay detrás del dogma de la Trinidad viene a ser, en realidad, un malentendido lingüístico: ...y aunque el general lenguaje del Peru, por ∫er tan corto de vocablos, comprehende en junto con ∫olo un vocablo tres y quatro co∫as diferentes, como el nombre Illâpa que comprehende el relampago, trueno y rayo: y este nombre Maqui, que es mano, comprehende la mano, y la tabla del braço, y el molledo: lo mismo es del nombre Chaqui, que pronunciado llanamente con letras Ca∫tellanas, quiere dezir pie, comprehende el pie, y la pierna, y el muslo; y por el ∫emejante otros muchos nombres que pudieramos traer a cuenta, mas no por e∫∫o adoraron ídolos con nombre de trinidad, ni tuuieron tal nombre en su lenguaje (II, 5).

En otros momentos cruciales de debate, también la solución de la apelación a la lengua había funcionado: la búsqueda de una identidad fundacional se desliza en pesquisa etimológica sobre los nombres del Perú; la acusación de abundante idolatría se escora del lado semántico del aprendizaje de idiomas —era el resultado de los muchos significados que el español no distingue en la voz huaca—. Y la resurrección de la carne se zanja obedeciendo a los jesuitas, extrayéndolo de su lugar equivocado en la Florida para disponerlo en los Comentarios y disfrazarlo de respuesta retórica en la dispositio del discurso: Todo e∫te cuento [que los incas creyeran en la resurrección] e∫cribí en nue∫tra hi∫toria de la Florida, ∫acandola de ∫u lugar, por obedecer a los venerables padres mae∫tros de la ∫ancta Compañia de IESVS Miguel Vazquez de Padilla natural de Seuilla, y Geronimo de Prado natural de Vbeda, que me lo mandaron a∫si, y de alli lo quite, aunque tarde, por ciertas cau∫as tyranicas, ahora lo bueluo a poner en ∫u pue∫to, porque no falte del edificio piedra tan principal24.

24. Y continúa: “y a∫si yremos poniendo otras como ∫e fueren ofreciendo, que no es po∫sible contar de una vez las niñerias, o burlerias, que aquellos Yndios tuuieron” (II, 7).

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Por tanto, las cuestiones espinosas las dirime el Inca en términos formales, sorteando los puntos más candentes y transfiriéndolas al nivel del texto. La negación de una primitiva creencia en la Trinidad se solventa con la deriva de la fe hacia el lenguaje mismo en tanto generador de espejismos triples, el gesto trimorfo que, proliferante, abundoso, acumula sentidos bajo la misma forma. Si los incas no tuvieron Trinidad, sí tuvieron modos lingüísticos para triplicar la rentabilidad comunicativa de una expresión. El verdadero misterio es el de la polisemia, la flexibilidad morfológica y la teratología de la gramática. Garcilaso, en una política que caracteriza la estrategia de sus Comentarios, deifica esta capacitación magnífica del código, esta ductilidad del lenguaje que se repite rentabilizando esfuerzos, multiplicándose milagrosamente, engendrando gozosamente significados: Dezimos también que el mi∫mo nombre Chaqui, pronunciada la primera ∫ilaba en lo alto del paladar, ∫e haze verbo, y ∫ignifica hauer ∫ed, o e∫tar ∫eco, o enjugar∫e qualquiera co∫a mojada, que tambien ∫on tres ∫ignificaciones en una palabra (II, 6).

10. Para el pueblo de los hurones es igualmente un problema lingüístico —y no teológico— lo que les impide entender a cabalidad el misterio trinitario. De hecho, este supone un irrepresentable discursivo, además de iconográfico, y sirve al misionero de turno para ejemplificar las deficiencias de lenguas indígenas, sin recursos gramaticales para expresarlo. Según Jean de Brébeuf, sacerdote en esa tribu, además de carecer de bilabiales por tener los labios muy abiertos de un modo nada estético25, los hurones no son capaces de entender cualquier relación de propiedad sin marcarla morfológicamente. Nadie puede ser hijo sin más, sino a partir de un progenitor, respecto al cual se constituye: 25. “La plus parte de leurs mots ∫ont compo∫ez de voyelles. Toutes les lettres labiales leur manquent; c’e∫t volontiers la cau∫e qu’ils ont tous les lévres ouuertes de ∫i mauuai∫e grace, & qu’à peine les entendt’on quand ils ∫iflent, ou qu’ils parlent bas” (1637: 79-80). El subdesarrollo fonético vuelve a ser el indicio aquí de su salvajismo: “Comme ils n’ont pre∫que ny vertu, ny Religión, ny ∫cience aucune, ou police, au∫∫i n’ont-ils aucuns mots simples propres à signifier tout ce qui en est” (80).

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Vn nom relatif parmy eux enueloppe tou∫iours la ∫ignification d’vne des trois per∫onnes du pronom po∫∫e∫∫if, ∫i bien qu’ils ne peuuent dire ∫implement, Pere, Fils, Mai∫tre, Valet, mais ∫ont contraincts de dire l’vn destrois, mon pere, ton pere, ∫on pere (1637: 81).

Por lo tanto, la frase “En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” es incomprensible e intraducible, porque la génesis de la descendencia no se expresa per se; porque no se puede ejercer una paternidad universal y genérica, ni ser hijo en abstracto y todavía es más complicado establecer de dónde viene esa santidad última que acompaña la serie y desbarata la progresión del parentesco con su extraña incursión alada. Brébeuf parece sensible a la racionalidad natural de esos argumentos y da con una solución de compromiso: “Au nom de no∫tre Pere, & de ∫on Fils, & de leur ∫ainct E∫prit”, argumentado que así las tres personas de la “tres veces Santa Trinidad” resultan suficientemente explicadas, ya que el Hijo lo es de la Primera Persona, la Primera persona es Padre de todos y la Tercera mantiene relaciones a la vez con la Primera y la Segunda, sin que —según el testimonio del fraile— los hurones se extrañen de ese espíritu repartido y puesto en común. Y esto está bien así, porque “no∫tre Seigneur a donné exemple de ce∫te façon de parler” y debe usarse hasta que “la langue Huronne ∫oit enrichie, ou l’e∫prit des Hurons ouuert à d’autres langues” (82). Nótese, sin embargo, que las prevenciones del Inca a atribuir el dogma a sus congéneres no se basan en su incapacidad para expresarlo, es decir, en un subdesarrollo idiomático que les impida decirlo, sino todo lo contrario, en una sofisticación léxica que les hace abundar y redundar en esa casi monstruosa terminología. 11. No cabe duda que la conquista de las Indias fue también un proceso visual, de apropiación e imposición de símbolos en el otro con los que solidificar la tradición propia. Se trata de una tenaz e inteligente práctica hegemónica que, “disfrazada de humanismo”, coloca “representaciones fraudulentas” bajo un simulacro de inteligibilidad mutua (Zavala 1995: 14). La poderosa máquina de gestión imaginaria o de guerra de imágenes que, a partir de 1492, se puso en acción confrontó formas, batalló con espejismos,

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prohibió visiones, mezcló perfiles, aprovechó fantasmas y potenció una ficcionalidad cuidadosamente sopesada en sus posibilidades de sumisión y conquista. A través del abuso del imaginario ajeno, sutilmente comparado —respetado unas veces, alterado o directamente perseguido otras—, no se asimila, pero sí se sojuzga. Y, ante todo, se proyecta sobre la alteridad recién hallada las cuotas de extrañeza y salvajismo que el poder, para la justificación de su mesiánica empresa, requiere. La réplica del Inca sonaba en efecto a reacción frente a la imagen impuesta —la Trinidad en tanto señal de un protoestado cristiano entre los indígenas— con la que se ve obligado a concordar. Pero, al mismo tiempo, parece defender aquellas actitudes de la Iglesia de la Contrarreforma que luego condenará las pactadas transacciones jesuíticas. Su incómoda suspicacia ante las especulaciones trinitarias, ¿desde dónde se formula?, ¿desde el tridentino purismo peninsular al respecto o desde la liberalidad visual americana?, ¿desde la parroquia de Montilla o desde el templo solar cuzqueño? Generalmente, como vimos, a este tipo de homologaciones forzadas, él responde con cierta ambivalencia de contenidos, con un discurso hábil que rechaza pero también concede, sorteando el peligro del prurito nativista o de la exhibición de pertenencia a lo Guamán Poma de Ayala. Cuando percibe opiniones erróneas de los cultos incaicos, busca casi siempre una posición mediadora, enmienda suavemente las ideas de sus amigos y protectores jesuitas y negocia la porción de verdad de cada lado. En cuanto al sacramento de la confesión, por ejemplo, que algunos decían haber encontrado en el Tawantinsuyo26, admite que probablemente arreglaran sus cuentas pendientes en público, pero en cambio carecían del equivalente a esa confesión personal, más íntima y por tanto, más normativizada del orbe católico: ... que, cierto no huuo confe∫siones ∫ecretas en los Yndios (hablo de los del Peru, y no me entremeto en otras na∫ciones reynos, o prouincias 26. “También el sacramento de la confesión quiso el mismo padre de mentira [el demonio] remedar, y de sus idólatras hacerse honrar con ceremonia muy semejante al uso de los fieles” (Acosta 2008: 185).

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que no conozco) ∫ino las confe∫siones publicas que hemos dicho, pidiendo ca∫tigo ejemplar (II, 13).

El mismo talante concesivo ilumina la cuestión de la resurrección de la carne que los cristianos atribuyen también a las malas artes del maligno en América y que Garcilaso ni afirma ni desmiente en una declaración de retórica benevolencia, ya que él, como soldado, no está capacitado para inquirirlo ni lo podrá averiguar nadie “hasta que el sumo Dios sea servido manifestarlo”.27 Sin embargo, toda su negociación acostumbrada parece desbaratarse ante el tema de la Trinidad que le enerva hasta el punto de abandonar cualquier diplomacia y atribuirlo a un rasgo ancestral de la barbarie gentil, a un dios-cucaracha que arrastra estiércol. Con la violencia de su respuesta —y con la paradoja de sus explicaciones— parece negar las fáciles ideaciones y las semejanzas culpables en que se protege el proceso ecuménico expansionista, caracterizador de esa cultura occidental de la que, para perplejidad suya, también es partícipe. Nunca había sido tan indio este Garcilaso mestizo que se bate contra falsas atribuciones autóctonas y tampoco había sido más contrarreformista, más de Trento que, incluso, los propios jesuitas —Acosta el primero— cuyas persuasivas actitudes desmonta. Lo que es evidente es la irresoluble ambivalencia de sus juicios y la imposibilidad de aceptar uno solo de los lados de la moneda: ni asume y secunda las disposiciones imperiales como buen colonizado mimético ni las condena como nostálgico resistente proindígena. Lo más subyugante de esta situación es que esa imprevisibilidad de las reacciones del Inca se nos declare luminosamente en un caso arquetípico de manipulación del proceso de la representación, de abuso de la imagen que ya de por sí resulta siempre por esencia imprevista.

27. “Como, o por qual tradición tuuie∫∫en los Incas la re∫urrection de los cuerpos, ∫iendo articulo de Fe, no lo ∫e, ni es de un ∫oldado como yo, inquirirlo, ni creo que ∫e pueda auiriguar con certidumbre, ha∫ta que el ∫ummo Dios ∫ea ∫eruido manife∫tarlo” (II, 7).

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1. El vientre es probablemente el órgano más sensible de la otredad. Por la boca comienza la problemática básica, también nutricia, de la relación entre culturas, cuando el alimento que la atraviesa, complaciéndola o extrañándola, se vuelve entonces metáfora casi literalizada, material o componente del proceso mismo al que simboliza. La digestión asimila e incorpora extrañas y cocinadas maneras sociales, modos de conducta alimentaria y orgánica, como buscarían hacerlo las manipulaciones transculturadoras con los componentes calóricos de un nuevo y bien integrado guiso. Por su parafernalia ritual y su diaria, antropológica, frecuencia, la comida es, insistamos, lo más visible de la rareza del otro, en ocasiones el punto de fricción donde se articula lo distinto, donde se causaliza, se relativiza o se exculpa, como el ensayo de Montaigne pretende dulcificar el canibalismo tupí o la estancia de Thomas Gage en Nueva España concluye con la consideración muy floja, muy débil, muy poco fiable del alma yucateca en función, sin embargo, de la liviandad y pobreza grasa en su recetas de cocina. Bocado de cardenal, banquete de la crítica reciente son los food studies de una bibliografía académica en la que se aliña el análisis de los acercamientos culturales a través del siempre placentero, innato, irracional y sanguíneo estado íntimo del estómago. 2. En el camino de Rímac, se encuentran un español rico y otro pobre: el primero marcha a caballo y el segundo va a pie, llevando

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en brazos a su hija. Es el Inca Garcilaso quien relata esta historia, oída de niño en el Cuzco1. Cansado el español pobre, y muy hambriento, merece el reproche del rico por obtener fuerzas de masticar una hoja amarga, la coca, que es, en realidad, maloliente y exclusivo vicio de indios, con el que se dan “todo el rato por los dientes sin se cansar” (Cieza 2000: 332), obteniendo de ella un particular consuelo y estableciendo una costumbre que puede acabar por considerarse verdadera adicción2. De Cieza de León a Martín de Murúa sorprende a los cronistas españoles esta tendencia indígena de dejarse arrastrar por hábitos, no siendo el menor la “manía de traer en las bocas raíces, ramos o hierbas” con la que calman su natural decaimiento. Individuos tristes como no se han visto otros, afectados de una pena que cursa —Juan de Matienzo enumera los síntomas— con abulia, miedo, “estupidez y flojedad” y que se identificaría, por tanto, con la melancolía calificada por Melanchton de “asina, torpe, marrana o natural”, gracias al zumo de la planta de coca consiguen superar en parte ese desánimo. “Lo cual se ve por ispiriencia, pues con ella trabaxan —insiste Juan de Matienzo— y caminan mexor y hasta tienen alegría”3. Por todo el Tawantinsuyo, los conquistadores tropiezan con el uso de la coca como estimulante, pero también como adorno, mercancía, renta, fetiche, don, hechicería, dentro de un semantismo amplísimo e inconcebible que la volvía más secreta y ambigua a ojos extranjeros. Con ella se reza a los dioses, se ahoga a la víctima, se entierra al difunto, se paga al médico, se agradece al sacerdote, se tributa al curaca, se regala al rey o se es regalado y distinguido 1. “De la fuerça que pone al que la trae en la boca, ∫e me acuerda un cuento que oy en mi tierra a un cavallero en ∫angre y virtud, que ∫e dezía Rodrigo Pantoja, y fue, que caminando del Cozco a Rimac topó a un pobre E∫pañol (que también los ay alla pobres como aca) que iva a pie, y llevava a cuestas una hijuela ∫uya de dos años: era cono∫cido de Pantoja, y a∫si ∫e hablaron ambos. Dixole el caballero, ¿cómo vays a∫si cargado? re∫pondió el peon, no tengo po∫sibilidad para alquilar un Yndio que me lleva e∫ta muchacha, y por e∫∫o la llevo yo” (1609: VIII, xv). 2. Cieza de León (2000: 332). Para la descripción triste y viciosa de los indígenas, véase también Murúa (2001: 339-342). 3. Véase el estupendo prólogo a la edición de Guillermo Lohmann Villena (Matienzo 1967: I-LXIX).

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por él, se condona una deuda, se celebra un nacimiento, se cura una herida, se fija un trato, se acuerda una boda. Bajo el apelativo de coca mama —que en el Antisuyo se besa antes de ingerir— merece culto y es objeto de ofrenda. Se la adora y se la sacrifica; a la vez, es lo que se utiliza para adorar y para practicar el sacrificio. El inventario de sus capacidades y la duplicidad contradictoria de sus servicios resulta interminable, tanto que el ramillete de significados hace de la coca, paradójicamente, un misterio, un imposible interpretativo para el que el español carece de sinónimos y traductores universales: uno, por tanto, de los agujeros negros del choque cultural, cuando este puede apenas negociar qué cosa oculta y qué semantema pone de manifiesto. Por otra parte, además de no resultar particularmente vistosa ni en absoluto sorprendente, además de cultivarse con una abundancia que la impediría competir con la exótica mezcla de cordero y sauce llamada borametz o con la gritona mandrágora, la coca ofrecía una minusvalía bibliográfica que la hace, si cabe, menos asimilable: no había sido anunciada por los autores antiguos ni tenía equivalentes en la botánica grecolatina, como sí sucedía con el ginseng, por ejemplo, que en el xviii el viajero Joseph Lafitau compara con aquella raíz tártara de la que hablara Teofrasto4. El azúcar aparecía en Plinio y en Galeno, pero la planta inca, humildemente inédita, no tenía ninguna descripción clásica que pudiera asemejársele; lo cual, para el proceso taxonómico de la época, que se demoraba en la tradición libresca de los vegetales, constituía una irrecuperable desventaja.

4. Para Lafitau el ginseng tenía una propiedad similar a la coca, ya que reponía las fuerzas y tonificaba el espíritu, pero la ventaja de aquel sobre esta residía sin duda en la certeza de que, bajo ese nombre, se ocultaba la planta escita de la que hablara Teofrasto, mientras ningún gran botánico ni médico antiguo había vislumbrado la utilidad del producto andino: “Il n’en est pas de même du Ging-seng, dont il e∫t probable qu Théophra∫te a voulu parler, & dont les Tartares, qui sont de véritables Scythes, font un ∫i grand u∫age. Il a véritablement la vertu de ∫outenir, se fortifier, & de rappeller les forces épui∫ées. Il a au∫∫i un petit goût du réglisse, ainsi que je l’au dit dans l’écrit que j’ai compo∫é au sujet de celui que j’ai découvert en Canada, & qu’il e∫t facile de ∫’en a∫∫urer par l’e∫∫ay de la Plante même, Théophraste ne donne point d’autre nom à la Plante, dont il parle, & à laquelle il attribuë une ∫i grande vertu, qui celui ce Scythica” (1724: 128-129).

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En contraste, la feliz inmediatez del cuentecillo del Inca Garcilaso, con sus españoles hambrientos en los Andes, rompe la constante de la ficha biológica decidida por Dioscórides. Inserto en una serie de capítulos en que se repasan los productos autóctonos del Perú, también representa una anomalía respecto a estos, que son prolijos, enumerativos y secuenciales, y acuden, como es obligado, al nombre, modo y necesidades de cultivo, sabores, empleos o aplicaciones de cada planta incaica. Porque si hablando del maguey o de la palta, es riguroso y descriptivo, con la coca el Inca se permite contar un cuento. La diferencia en el tratamiento hace pensar que, lejos de constituir un jugoso chisme, reproducido por la sabrosa textura de la anécdota u otro de los acuerdos armonizadores con que pactan los Comentarios5, el escritor la considerara en efecto una rareza, una más de esas maravillas de Indias que ponen en un brete los caminos consensuados de su representación, los recursos antiguos en la férrea mecánica escritural de la crónica indiana. La condición complicada de la coca sensibiliza al Inca en cuanto a cómo representar lo otro, lo distinto, lo que no tiene un protocolo estipulado del lado de acá de la retórica descriptiva, que además, con su carencia estilística, pone en entredicho la mecánica misma de la descripción como actitud y género. Sabemos o intuimos esa sensibilización particular acerca o gracias al producto estrella del Perú, porque la solución que el Inca encuentra a la cuestión rebasa los mecanismos al uso para resultarnos de una meditada, de una asombrosa habilidad. 3. Por lo general, frente a la persistencia rumiante del indígena, frente a su carrillo hinchado de hojas —pijcheo en Perú, acullico en 5. “No es necesario insistir que la obra íntegra de Garcilaso es un empeñoso y hasta obsesivo trabajo alrededor de su condición mestiza; o, mejor aún, una laboriosa semiosis destinada a producir la legitimidad de esa condición, personal y socialmente, comenzando por la legitimidad de una escritura —la propia- que se autopropone como articulación armónica de lo vario y mezclado (…). Basta recordar que vincula tradiciones hispanas y quechuas, que supone el constante trasiego de la oralidad a la escritura, notable sobre todo cuando se trata de la oralidad quechua trasvasada a la escritura en español, y que envía su mensaje tanto a sus lejanos parientes cusqueños cuanto a la corte peninsular y al lector culto del Renacimiento” (Cornejo 1994: 93).

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el aymara boliviano—, los cronistas actúan reduciendo el potencial diferente de sus rasgos múltiples a un solo valor o función básica, provistos por el sistema de recepción. De este modo, Juan de Matienzo suscribe su acción terapéutica y medicinal, domesticando entonces su poder tenebroso en curativo y profiláctico. Polo de Ondegardo afirma su condición de moneda en los Andes, el foco principal de promoción y riqueza. Martín de Murúa señala su utilidad en la adivinación y cuenta cómo los chamanes hacían correr la mezcla salivada por los dedos y, según donde se inclinara, así se decidía la consulta6. José de Acosta reseña su papel en los rituales y la compara, en una especie de estructuralismo avant la lettre, con el cacao, que también ve reglamentada su ingesta jerárquica y religiosamente, organizada por gobernadores, determinada según calendario y normativizada como corresponde a material único y precioso entre aztecas o incas, aun cuando su aspecto, más bien repulsivo, recuerde —cito las palabras de Acosta respecto al cacao— al barro espumoso y “en borbollón de las heces” o se parezca, en cuanto a la coca, a una “polvareda de ceniza de huesos quemados molidos” (2008: 267). En todos estos casos se aplica, con voluntad imperial y teleológica, una tarea traductora que simplifica —medicina, pago, superstición, ceremonia— y busca en el régimen hispánico mecanismos de equivalencia, aunque estos resulten fallidos, para la comprensión global del fenómeno a traducir. El proceso, más allá de su carácter reductivo, informa en cambio del alto grado de perplejidad que probablemente desencadenara en el recién llegado una forma de consumo radicalmente nueva, al margen de los mecanismos alimentarios reconocibles y de esa división antropológica entre lo crudo y lo cocido, que marca el paso de la naturaleza a la civilización. La hoja de coca no entra en ninguno de los dos procesos y, desde luego, no es un mediador cultural simple que, aderezado, confeccionado, elaborado y cocido, permita el paso inocuo 6. “Otra suerte había de sortilegios, que decían lo que estaba por venir, mascando cierta coca, y echaban del zumo con la saliva en la palma de la mano, y tendían los dos dedos mayores y, si caía por ambos igualmente, el suceso habría de ser bueno y, si caía por uno solo, malo y siniestro. Para esto precedía un sacrificio con adoración al sol” (Murúa 2001: 424).

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de una a la otra. En cambio, se coloca como el veneno, la droga o el farmakon platónico en isomorfismo permeable entre ambas, posibilitando como producto-puente, producto indeciso, el camino sagrado y biunívoco del hombre hacia la animalidad y a la inversa7. Por ello resultaría un componente temible, demasiado dúctil, de propiedades volátiles y posología nueva, que además se lleva entre los dientes —subraya Juan de Cárdenas—, se macera con la saliva, fungiendo la propia boca de recipiente, el cáliz de fusión que requiere otra química y otros preparativos. Comienza entonces nuestra dificultad, que es saber cómo estas yervas alimentan y vigorizan, ya que “cosa que no se maxca ni va al estómago mal podemos decir que la tal dé algún mantenimiento al cuerpo” (1988: 164). Sobre esta cuestión añadida de que, no aportando ingesta calórica, restaure las fuerzas, algunos cronistas se explayan en peregrinas disquisiciones teológicas, puesto que, de ser alimenticia, la coca quebrantaría el ayuno eclesiástico y exigiría confesión antes de comulgar, en contraste con el guarapo, el pinol, la chicha y hasta el chocolate, bebidas que, por serlo, paradójicamente no lo rompían. En el Itinerario de Alonso de la Peña Montenegro tenemos un ejemplo de esos bizantinos discursos a los que el estatuto inaudito de la coca daría lugar: Y para re∫ponder a la dificultad, ∫upongo por co∫a cierta, que el Indio aunq ma∫ca la coca, no la traga, ∫ino que trayêdola en la boca la humedece, y luego por expre∫sion le ∫aca el çumo y ∫u∫tancia della, y e∫ta pa∫∫a al e∫tomago. E∫to ∫upuesto, digo que la coca no es bebida, ∫ino comida, y de ∫u naturaleza quebrâta el ayuno Ecle∫ia∫tico8.

7. Recordemos que es Lévi-Strauss quien diseña esa distribución universal de los alimentos en crudos y cocidos, representación implícita de otra dualidad, la que opera entre naturaleza y cultura, que permite pensar esta. Indeterminada, entre esas dos cualidades, la coca serviría de conector entre una y otra. “La primera invadiría momentáneamente a la segunda: durante unos instantes se desenvolvería una operación conjunta, en la que sus partes respectivas se volverían indiscernibles” (Lévi-Strauss 1986: 272). 8. La situación no es tan sencilla porque, de inmediato, el propio Peña Montenegro se desdice y concluye que depende de la cantidad, que si es parva materia no rompe el ayuno y si es en cantidad, sí y continúa con disquisiciones simulares durante toda la sesión VII del tratado V en el libro VI de su Itinerario para curas párrocos : “Y reduciendo a practica e∫ta que∫tion, digo, q lo ordinario es, no

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Solo uno de sus analistas, el médico y botánico Nicolás de Monardes, que se ha hecho traer la famosa hierba hasta su consulta de Sevilla9, percibe además en ella un valor hipnótico. La coca suspende y adormece la conciencia, encanta y ausenta los sentidos. Cuando los indios la toman, consiguen con su manducación reiterativa enajenarse, verse prácticamente lejos de ellos mismos. Y Monardes se asombra de saber cuántos de estos indios viciosos obtienen placer de verse privados de todo entendimiento exterior: Quando ∫e quieren emborrachar, o e∫tar algo fuera de juicio mezclâ con la Coca hojas de Tabaco, y chupan lo todo junto, y andan como fuera de ∫i como vn hombre borracho, que es co∫a que les da grande contentamiento e∫tar de aqella manera. Cierto es co∫a de con∫ideracion, ver quâ amigos ∫on los Indios de e∫tar priuados de juicio y e∫tar ∫in ∫entido, pues hazen e∫to de la Coca con el Tabaco (1574: 115).

4. Por consiguiente, la planta que no nutre, no se traga ni digiere, que carece de contenido graso o proteico, con un incomprensible y controvertido —sin embargo— poder tónico y una

quebrantar los Indios el ayuno cô ella, por ∫er poca la câtidad que ga∫tâ cada dia, pues con quatro puñados tienen ba∫tante, y quando ga∫taran media libra, tambien juzgo que no lo quebrantan, porque como he dicho, no lo tragan, y lo que pa∫∫an al e∫tomago, es ∫u propria ∫aliua, con el ∫abor que les comunica la coca” (1668: 459). 9. “De∫∫eaua ver aquella yerua tan celebrada delos Indios por tantos ∫iglos que ello llaman Coca, la qual ∫iembran y cultiuan con mucho cuydado y diligencia, porque ∫e ∫iruen todos della para ∫us v∫os y regalos, como diremos. Es la Coca vna yerua de altor de vna vara poco mas a menos, lleua las hojas como el Arrayhan algo mayores, y en la hoja ay ∫eñalada otra hoja a la mi∫ma forma con vna linea muy delgada, ∫on blandas, de color verde claro, lleua la simiente en razimos, que viene a ∫er quando e∫ta madura tan colorada como la ∫imiente del Arrayhan quando e∫ta madura, y es del mi∫mo tamaño: quando e∫ta ∫azonada la yerua que e∫ta para coger ∫e cono∫ce en la ∫imiente que e∫ta madura” (1574: 114). La mención de la coca como enajenante es una rareza, porque la nota cultural predominante es su consideración como estimulante y energético para el trabajo. Así la encontramos en referencia al virreinato del Perú dentro de La Historia del Mondo Novo, del milanés Girolamo Benzoni: “Quando [gl’ Indiani del Peru] uanno camino s’ imbrattano la faccia con vn certo bitume ro∫∫o per cau∫a delli uenti, portano in bocca vn’herba chiamata coca, & la portano come per vn mantenimento, percioche caminaranno tutto vn giorno ∫enza mangiare, & senza bere: & que∫ta herba è la lor principale mercantia” (1656: 167 v).

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capacidad enajenante, no alimenta en el cronista otra cosa que su suspicacia. Para Felipe Guamán Poma de Ayala es el origen de peligrosas prácticas, un “bycio impertinente”, con connotaciones sacramentales, en proximidad inmunda e invertida a la eucaristía. “Todos los que comen coca” —advierte— “son hicheseros que hablan con los demonios estando borracho o no lo estando y se tornan locos. Por eso Dios nos guarde de ellos y les niegue el sacamento” (1980: 270). El indio castellanizado que es Guamán propone la excomunión y la condena de quienes coman de la coca, en una actitud conflictiva o cuando menos intrigante, dado que los españoles, a pesar de las advertencias de la Iglesia, nunca prohibieron su uso. Por el contrario, respetaron las tierras dedicadas a su cultivo que en 1571, según testimonio de Polo, se habían multiplicado, al resultar una segura fuente de ingresos —su valor era superior al oro, la plata y el pan (Histoire des drogues 1619: I, 121)— y un buen reactivante del trabajo, que mitigaba la debilidad e incrementaba la jornada y los beneficios en las explotaciones mineras. En realidad, nos aclara José de Acosta, “solo en Potosí monta más de medio millón de pesos cada año la contratación de la coca, por gastarse de noventa a noventa y cinco mil cestos della, y aún el año de ochenta y tres, fueron cien mil. Vale un cesto de coca en el Cuzco, de dos pesos y medio a tres, y vale en Potosí, de contado, a cuatro pesos y seis tomines, y a cinco pesos ensayados” (Acosta 2008: 267)10. La coca, que el incanato había restringido y limitado a las clases altas y gestoras del reino, con la conquista se populariza. Y se defiende, incluso como una medida de buena voluntad, una medida democratizadora que puede servir a la propaganda del imperio. De tal modo, el indio está contento de servir “a su Magestad y de tenerlo por señor, por dexalles comer todo lo que quieren, que antes les vedavan los Ingas”. Por lo que, “si ahora se les quitase la 10. Véase también la precisión de Martín de Murúa: “Sobre todo se planta y beneficia en esta tierra el árbol, que lleva aquella hoja tan preciosa de los indios llamada coca, y con cuya contratación y trajín tantos españoles han ido ricos a España a descansar. Esta coca tienen los indios para sus contentos y regalos y la mascan y comen y, siendo ella de suyo amarga, les parece dulce y sabrosa” (2001: 459).

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coca, dirían que volvía la calamidad” y su tiranía. Así se expresa también Juan de Matienzo citado por Carrillo (1990: 48). En contraste, el rechazo de su consumo que escuchamos en Guamán, esto es, en la voz nativa, la voz vernácula —voz que aboga por la restitución de los campos, el regreso a la gobernación andina y el azote y persecución de las injusticias administrativas españolas—, suena como mínimo paradójico, si no es dentro de una conducta ambivalente que, citando la controvertida interpretación del crítico Homi Bhabha, podía incluirse dentro del complejo de imitación percibido para las sociedades coloniales, cuando mimetizan el discurso de la metrópoli y establecen una relación de semisemejanza con sus instituciones, un simulacro de técnicas y estrategias. Al prohibir la coca, Guamán estaría portándose, a primera vista, desde un somera opinión, como un conspicuo y comprometido conquistador más, con el agravante de que es su indigenismo lo que, alejándole pretendidamente de los códigos explotadores de la conquista, le lleva a promover otros similares. Su insistencia casi clerical en erradicar todo adictivo —una cruzada contra lo que él llama hojas del demonio, pero también contra la chicha, las bebidas alcohólicas, todo lo que se ingiere y consuela el cuerpo que lo consume—, le impide considerar la significación antropológica y ritual de esos elementos dentro de su propia tradición y le inclina del lado de la represión imperial, demostrando, si le aplicamos el controvertido y lacaniano diagnóstico de Bhabha, cómo la defensa neurótica de lo indígena puede entonces liderarse contra sí misma. Por este fenómeno de mímica, de imitación, se opera un compromiso doble e irónico, una compleja estratagema de reforma, regulación y disciplina que impone en el colonizado la autovigilancia bajo la excusa del parecido. Obsesionado por la similitud, por anular la distancia con el poder, el imitador parece establecer una cercanía con el otro “that is almost the same, but not quite”11. Para 11. “If I may adapt Samuel Weber’s formulation of the marginalizing vision of castration, then colonial mimicry is desired for a reformed, recognizable Other, as a subject of a difference that is almost the same, but not quite. Which is to say, that the discourse of mimicry is constructed around an ambivalence; in order to be effective, mimicry must continually produce its slippage, its excess, its difference. (...) Mimicry is, thus the sign of a double articulation; a complex strategy

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la apocalíptica perspectiva de Homi Bhabha, si la mimesis es una de los instrumentos más eficaces de la sujeción imperial12, escasamente consigue gestar otra cosa que plagios, copias que son y no son, textos a medias en el camino del desarrollo y la autonomía. Al final arroja, como consecuencia, un conjunto de situaciones siempre particulares, escasamente satisfactorias, estados metonímicos y esquizoides de identidad cruzada y contradictoria. Por eso, el programa que el ideólogo Macaulay tituló Minute on Education, y que escribe hacia 1835 para su aplicación en las colonias inglesas, proyecta la educación de una casta de semibritánicos, una generación de intérpretes o mediadores que, indios en el color y la sangre, parezcan civilizados en las maneras, las costumbres, los usos, las opiniones, la moral, el intelecto y las reglas. Dicha generación intermedia realizará trabajos de traducción y de prohibición, es decir, de mímesis del gobierno colonial en el espacio colonizado (Bhabha 1994: 87). 5. Y sin embargo y volviendo a la polémica hoja de coca, la actitud del Inca Garcilaso de la Vega —más agradable y armónica en principio— no resulta menos problemática o menos dual. Ambos, Guamán y Garcilaso, se ven alternamente citados en la delimitación del discurso mestizado o heterogéneo por parte de una crítica interesada a menudo en la reflexión desde uno de ellos y no tanto en el ejercicio contrastivo de sus diferencias13. of reform, regulation and discipline, which appropiates the Other as it visualizes power. (...) the ambivalence of mimicry (almost the same, but not quite) does not merely rupture the discourse, but becomes transformed into an uncertainty which fixes the colonial subject as a partial presence. By partial I mean both incomplete and virtual” (Bhabha 1994, 86). 12. “In this comic turn from the high ideals of the colonial imagination to its low mimetic literary effects mimicry emerges as one of the most elusive and effective strategies of colonial power and knowledge” (1994: 85). 13. Otras veces, el contraste entre el Inca y otros cronistas nativos se ha dirimido en términos de falta de autenticidad y originalidad en la cuenta del mestizo de Montilla: “One final issue should be addressed before concluding this orientation —the matter of the supposed lack of authenticity of Garcilaso’s representation of Inca history and culture. This objection has been voiced particularly by anthropologists. In comparative studies of the Comentarios reales, and indigenous narratives of the same period, such as Wachtel’s article on Garcilaso and Felipe

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Pero mediante el carácter bifocal, de mediador “demediado” que los dos aportan a su manera, desde las diametrales y opuestas posturas en las que coinciden por la diferencia, desde ese discurso a consumir por el dominante que intentan con dinámicas y fortunas desiguales, se puede alcanzar una visión más global, aunque más controvertida, del ya en sí dividido sujeto de las colonias: un sujeto, por otra parte, que no puede verse sometido a un único perfil, si debe admitir las dos posiciones, la de Guamán Poma, la del Inca, para coincidir en una alteridad que no sea aplastante o indeseablemente homogénea (Castro-Klarén 1994: 230). Considerados habitualmente punta de lanza de los trasvases transculturadores por esta historiografía de intención postcolonial, uno y otro pueden hacerse cargo de ese papel, solo en la medida en que este se diversifique con ellos y se amplíe para aceptar a ambos, al iletrado que revela su diferencia a cada paso de su vacilante e incorrecto estilo o al hijo nostálgico de la derrota que, reconvertido en humanista y competente traductor, pretende reducirla. Seguramente, el estudio de los Comentarios reales desde esta perspectiva revelaría un Garcilaso más ambiguo, más hábil y astuto, menos naive que el propio Guamán Poma, un Garcilaso que emplea con plena conciencia toda la retórica del imperio en el autorreconocimiento de su misma otredad14. De hecho, en la descripción de la coca, el Inca Garcilaso no condena ni perdona, no expone ni declara, no se define ni se sitúa, sino que acude al género del relato, la pequeña fábula o conseja que citábamos al principio: un “cuento que oí en mi tierra a un caballero”, convertido en anécdota representativa y tratada, a la manera occidental, como un caso didáctico o exemplum15. Lo hace Guaman Poma de Ayala, Garcilaso’s European acculturation is often contrasted to the more typically Andean vision of other native narrators” (Zamora 1988: 8). 14. Es Mary Louise Pratt quien señala la importante táctica del subalterno para representarse bajo las formas más apropiadas, que incluyen muchas veces los instrumentos imperiales, “when colonized subjects undertake to represent themselves in ways that engage with the colonizer’s own terms” (7). 15. Para este empleo de cuentos moralizantes y el seguimiento por los cronistas de fábulas como las del Isopete historiado (siglo xv), Santa María Egipcíaca (siglo xiv) o el Barlaam y Josaphat (siglo xiv), véase el ya clásico trabajo de PupoWalker 1995, 61-62.

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después de citar por extenso las palabras del cronista Blas Valera sobre las virtudes de este cultivo para añadir después lo que aquel no llegó a decir. Y lo que el escritor anterior no ha dicho es la propia experiencia escuchada de niño, el acontecimiento expuesto de primera mano. Decíamos que Garcilaso menciona ese encuentro en el camino de Cuzco y Rímac del poderoso hacendado don Rodrigo Pantoja con “un pobre español (que tambien los ay alla pobres como aca)”. Llevando este último “a cuestas a una hijuela ∫uya de dos años”, como le recriminara Rodrigo Pantoja mascar coca, por ser sucio y vil vicio de indios, le reconoce el español pobre que tampoco a él le gusta, pero que de otro modo “no pudiera llevar la carga; que mediante ella ∫iento tanta fuerza y vigor, que puedo vencer e∫te trabajo que llevo”. Parece ser que Rodrigo Pantoja iba narrando el cuento y con eso se concedió crédito a los indios “que la comian por nece∫sidad y no por golosina” (1609: VIII, xv)16. Desde luego, en este caso, el trabajo transculturador del Inca no es improvisado ni menos accidental. Su voluntad programática reside en esa manera deliberada de demorar el relato detrás de la precisión erudita y de la cita de autoridad. Una vez autorizado por ella, introduce su revolucionario pasaje con la elección del exemplum como el género para la transmisión, lo que le postula en 16. “Al hablar del ∫oldado le mirô Pantoja la boca, y ∫e la vio llena de Cuca: y como entonces abominavan los E∫pañoles todo quanto los Yndios comían y bevían, como ∫i fueran ydolatrias, particularmente el comer la Cuca por pare∫cerles co∫a vil y baxa, le dixo. Pue∫to que ∫ea a∫si lo que dezis de vue∫tra nece∫sidad, porque comeys Cuca como hazen los Yndios, co∫a tan a∫querosa y aborre∫cida de los E∫pañoles? Re∫pondió el soldado, en verdad ∫eñor que no la abominava yo menos que todos ellos, mas la nece∫sidad me forçò a ymitar los Yndios, y traerla en la boca: porque os hago ∫aber que ∫ino la llevara, no pudiera llevar la carga, que mediante ella ∫iento tanta fuerza y vigor, que puedo vencer e∫te trabajo que llevo. Pantoja se admiró de oyrle, y contó el cuento en muchas partes, y de allí adelante davan algun crédito a los Yndios que la comian por nece∫sidad, y no por golosina: y a∫si es de creer, porque la yerva no es de buen gu∫to” (1609: VIII, xv). Desde luego, nada más lejos que el uso de la coca como golosina, pero Guamán comenta su empleo para evitar gastar dinero en alimento. El Inca marido de la “docena coia, Chuqui Llanto” era tan avaro que la usaba en lugar del desayuno: “…su marido era avariento; de puro avariento comía media noche y por la mañana manecía con la coca en la boca” (1980: 143 [143]).

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solvente conocedor de uno de los más prestigiosos recursos de la cultura humanista. Esta lo preferirá muy por encima del praeceptum con el que las retóricas grecolatinas solían emparejarlo17. La inserción de episodios, anécdotas, sentencias breves y todo tipo de ejemplos y consejas en la redacción de la historia la aconsejaban Tácito y Cicerón en De Oratore, considerando ambos que esta disciplina no debía escribirse sin adornos ni complementos. Pero en su opúsculo De copia rerum ac verborum (1512), Erasmo coloca el recurso —gracias a sus mayores virtudes argumentativas y ornamentales— en el corazón de la historiografía humanista, en tanto compendio imprescindible de rigor y amenidad, reservándose la consecución de la segunda al espacio retórico de la amplificatio. Curiosamente, esta distribución de la disposición narrativa que los erasmistas publicitan aparece reproducida por fray Luis de Granada, cuyo libro tercero —que formaba parte de la biblioteca del Inca— trata el modo de amplificar los afectos, con la finalidad de convencer o disuadir y alabar o vituperar (Mora 2008: 211). Los manuales y tratados para la educación de los príncipes, empezando por el de Maquiavelo y terminando en el de Ribadeneyra, también conocido por el Inca, abundaban en la utilización de esta forma de educación pragmática por el ejemplo persuasivo18. Es cierto que el Inca Garcilaso utiliza, dentro de las clasificaciones de exempla, su forma más actualizada y verista, ya que relata el caso contemporáneo de un español pobre y común que 17. “Despite the apparent mistakes and misprints of the first editions, I argued that the high degree of authority by evoking not only some of the most prestigious European literary and religious topoi but also some important symbols of Incan imagery and resonantes with an Incan mode of narration. With this understanding of history as a double-voiced discourse, we can deduce the conformation of a writing subject who is dealing with European audience and censorship but who, at the same time, is transforming original Andean themes and styles to acomodate them within a projective future” (Mazzotti 2000: 134). 18. El de Ribadeneira —conocido como Tratado del príncipe cristiano (1595)— es un documento escrito para contrarrestar las “nefastas” ideas de Maquiavelo en la educación de los regentes de pueblos. Abunda entonces en respuestas a la pedagogía del florentino, y emplea numerosísimos ejemplos —la mayor parte bíblicos o de los padres de la Iglesia— con los que formar de modo sensato y católico al monarca Felipe II, al que va dirigido. En el ámbito hispano obtuvo un éxito notable y casi similar al manual estrella de la época, objeto de sus desvelos.

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consume la hoja por sus recomendables propiedades estimulantes y ­energizantes, en lugar de un mito heroico o un caso antiguo. Recordemos que la coca es un producto para el que el Inca no podía citar una intertextualidad clásica de apoyo —esa es la función del testimonio previo de Blas Varela—. Pero, en cambio, la coherencia, la oportunidad y habilidad del recurso empleado —recurso estrella del humanismo, recomendado por el propio Erasmo, en la descripción de una hoja amarga y central para el Incanato— demuestran la elección cuidadosa del mismo, en contraste con relatos similares de otros cronistas de Indias: fábulas mínimas y narraciones insertas que no consiguen sin embargo rebasar su primera categoría de mero rumor o de chascarrillo gozoso. 6. Así, en cambio, trazando su peculiar catálogo de virtudes de la naturaleza indiana, Gonzalo Fernández de Oviedo nos narra un jugoso asunto, pero su mención no pasa de ser un chiste en medio de la feracidad utilitaria de dicha naturaleza. Él nos cuenta el incómodo empleo que de las hojas de guar se vio obligado a hacer un soldado, pillado en una urgencia e ignorante de su carácter urticante y abrasivo. Cuando el soldado se limpia con la planta en salva sea la parte, Oviedo estalla en un jolgorio que no consigue sobrepasar lo puramente anecdótico. El cronista se divierte mucho con esa historia de “un compañero destos chapetones o nuevamente venidos” que después de hacer lo que la naturaleza no le excusa, se limpia con lo primero que encuentra a la mano y queda “tal que en toda esa noche no pudo dormir ni aun a otros dejó reposar, ni en el día siguiente dejó de padecer tanto ardor en aquella parte que no se podía valer” (1959: 302). La experiencia “cultural” se menciona aquí, sin embargo, en su calidad de rareza, de suceso —por supuesto y afortunadamente— ni aplicable ni representativo; mientras que en las hojas mascadas por el español indigente del Inca Garcilaso hay toda una voluntad integradora, incorporativa, un verdadero proyecto de inculturación y trasvase. De hecho, los efectos que obra su relato interpolado aceptan y dignifican la coca —el elemento ajeno— dentro del circuito hispano, por extraerlo de ese espacio indígena y repudiado al que, hasta

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el momento, se restringía. El préstamo cultural invierte entonces la habitual dirección de su recorrido. Es la cultura dominante la que se abre para incorporar, mascar y digerir un componente de la dominada, suministrando encima los instrumentos mediadores de dicha incorporación. Su tradición, sus mecanismos digestivos, en este caso baja la forma humanista de la fábula didáctica, se aplican a aliñar la nueva mezcla, demostrando la conveniencia del uso quechua. En dicha fórmula, además, la amplificación que el relato implicaba solía distribuirse entre dualidades, repeticiones simétricas, paralelismos o antítesis. El elemento ejemplar quedaba organizado generalmente mediante su disyunción entre parejas de categorías enfrentadas de manera dialéctica y no negociable —dos actantes que hacen algo bien o mal para mejor aprendizaje de reyes—. Esta dualidad disyuntiva provenía del discurso épico, pero dentro de la historiografía pasa a cooperar estructuralmente en su construcción retórica y en la sintaxis narrativa que la hilvana (Mora 2008: 218). También en esto el Inca demuestra su pericia, en la contundente estructura de sus dos españoles, uno rico y otro pobre, uno a caballo y otro cargando a su hija, uno claramente imperialista y otro ya algo aindiado que, sin embargo, combina no como disyunciones de orden étnico, cultural e histórico, sino de rango moral, político o simplemente utilitario. 7. Realmente, la radical renovación de esa coca mascada, acullicada en la boca conquistadora, no es tan solo un relato de transculturación19. Modifica toda la retórica etnográfica de la crónica en la que se produce, apartándola a su vez de la mera nómina de 19. Desde esta perspectiva la visión clásica de la transculturación como operación intercultural se matiza sensiblemente, porque la tarea del Inca, por voluntaria y deliberada, tiene poco del carácter ingenuo, aleatorio y azaroso con que a veces se ha visto el encuentro entre agentes culturales inconscientes del potencial transformador que manejan. Para la visión clásica de la transculturación, véase Ortiz (1978) y Rama (1982), así como el útil compendio de Spitta (1995). Respecto a la definición del término inglés en la antropología funcional, término contra el que reacciona Ortiz, véase Redfield (1936). Para la aplicación de esta voz en Garcilaso, Mazzotti (2000) y para su concurrencia con el concepto de heterogeneidad, Schmidt (1996).

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cosas y ejemplos curiosos para insertarla en un orden sociológico de criterios e intenciones, convirtiendo el consumo de coca en un elemento todavía identificador e identitario, pero ahora no de etnias, sino de clases y grupos. La disposición antropológica y racial —indios consumidores de sustancias estimulantes frente a la pulcra gastronomía española— se sustituye por una más moderna distinción social y económica entre los hombres ricos, cuya ociosidad a caballo no precisa energizantes externos ni consumos igualitarios, y el español que no tiene otro remedio, porque en las Indias viven también los pobres y hasta miserables. A pesar de la belleza equilibrada del cuento, la hispanización de la coca por parte del Inca no deja de ser, desde luego, una medida estilística y una mínima pretensión narrativa porque es cierto que en términos estadísticos —Friedhelm Schmidt nos lo recuerda así de taxativamente— “la transculturación no afecta en ningún momento a la cultura dominante” (1996: 38). La propuesta consumista del Inca para los españoles no tendrá éxito, ya que parece que algunos la consumían por sus valores terapéuticos, pero no era lo habitual, viéndose siempre con la prevención que hemos descrito y con recomendaciones encendidas de prohibir su empleo: Algunos de los E∫pañoles la v∫an, con pretexto de que es yerba medicinal, y quita los corrimientos, reumas, y que con∫erua la dentadura, que pre∫erua de neaguijon; pero el Ilu∫tri∫simo Señor Don Francisco de Sotomayor, ∫iendo Obi∫po de Quito, atendiendo a q es yerua ∫uper∫ticio∫a, q los Barbaros la v∫an para ∫us hechiços, y encantos, y ofrendas de las guacas, é idolos, y que nunca hablan con el demonio, ∫in echar la coca en los ∫acrificios, mandò por auto, y dexô e∫tatuto en e∫te Obi∫pado, que ninguno la v∫e con qualquier pretexto, aunque ∫ea por medicina, pena de excomunion mayor (Peña Montenegro 1668: IV, V, 459).

En cambio, algo se habrá perdido para siempre en el esfuerzo integrador de la anécdota narrada por los Comentarios reales. La voluntad armonizadora de Garcilaso no se alcanza sin costes que el propio autor probablemente constatara y las disposiciones conceptuales abarcadas para ello no siempre se cumplirán resolutiva y eficazmente, como ya señalara en su análisis Cornejo Polar (1994).

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Igual que el conflictivo obsequio por parte de Evo Morales de un pastel de coca al embajador estadounidense en una versión modernizada y literal del prodesse et delectare, los propios defensores de la transculturación saben que no es tan inocua, que la operación en realidad enmascara, adultera contenidos y opera trasvases solo mediante la irremediable suavización de los mismos. Lo hace desde la pura condición de su nombre como versión hipocalórica del más sanguíneo, raigal y polémico término de mestizaje, al que vendría a sustituir en el edulcorado ejercicio de una multiculturalidad bienintencionada. Con el cuento de la coca estaríamos por tanto ante uno de esos “poderosísimos dispositivos” que caracterizan la prosa del Inca, según Cornejo, y que, a pesar de su perfección retórica y su vocación armónica, “no siempre funcionan eficazmente” en el terreno de resolución ontológica de las medidas propuestas. Cornejo prefiere no insistir, al constatar esta tensión inexplicable entre una forma capaz y un contenido fracasado, en “la tantas veces referida ambigüedad ni en los vaivenes más o menos constantes propios de la prosa garcilasista, que son obvios indicios de la inestabilidad y hasta de la irresuelta conflictividad de su proclamada condición mestiza” (1994: 97), pero algo de ello hay, sin duda. No obstante, Cornejo deriva la constatación en una reflexión inmisericorde: “Frente a esta unidad, esencial e impecable, la imagen de armonía que trabajosamente construye el discurso mestizo del Inca se aprecia más como el doloroso e inútil remedio de una herida nunca curada que como la expresión de un gozoso sincretismo de lo plural” (1994: 99)20. Y, en efecto, en el texto del Inca, la coca se ofrece al invasor con una normalidad solo intentada, en un gesto de incorporación individual sin proyección ulterior que desvanece, en dicha transacción incompleta, el elemento secreto y ominoso, el matiz religioso 20. Ahora entendido en términos de violencia y empobrecimiento, (…) el mestizaje —que es la señal mayor y más alta de la apuesta garcilasista a favor de la armonía de dos mundos— termina por reinstalarse —y precisamente en el discurso que lo ensalza— en su condición equívoca y precaria, densamente ambigua, que no convierte la unión en armonía sino —al revés— en convivencia forzosa, difícil, dolorosa y traumática” (1994: 99).

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y ocultista de la hoja sagrada21. Es decir que, de partida, estas situaciones dobladas arrastran una irresoluble paradoja de base. 8. De hecho, dentro de la heterogénea y variada bibliografía que Garcilaso utiliza, en los anaqueles de su compleja biblioteca, no deja de ser mayoritaria la mención de otros autores con una filiación cultural bífida, mezclada y, desde luego, contradictoria. Y lo que es aún más contradictorio: resulta la propia cultura de acogida la que le suministra otros episodios de aclimatación fuera del espacio americano. Ahí están tantos autores conversos como Antonio de Nebrija o fray Luis de León que practican su inserción en el humanismo a través de traducciones y labores filológicas; o historiadores que, proviniendo de otros territorios, como León Hebreo o Flavio José, postulan con su sola presencia la ductilidad del mundo que los acoge. Este último, Flavio José, tan frecuentemente citado por el Inca, no es más que un judío que se romaniza y rememora en latín los hechos de su pueblo para conocimiento del romano conquistador. Suministra con ello un ejemplo precioso de la cultura flexible y plástica, pero imperial, en la que el propio Inca hace méritos por verse integrado. En esa misma línea, el caso de la coca y sus referencias distintas entre los diferentes cronistas nos esta hablando de procesos amplísimos de comprensión y de incorporación: un trabajo transculturador que —abierto y a la vez, paradójico, no fácilmente resolutivo— parece él mismo mezclado, heterogéneo y susceptible de las iguales y controvertidas mezclas que testimonia.

21. Así ocurre también en el ejemplo suministrado por Cornejo, en el que lo que seculariza Garcilaso es el sentido sagrado de la piedra de oro, la huaca prodigiosa hallada en una mina y extraída por los españoles. Lo que el cronista obtura, como lo hace también el discurso histórico, viene a ser esa referencialidad continua a lo divino del mundo inca. “Hasta cierto punto, esta operación también logra superar los desencuentros interiores del propio Garcilaso” (1994: 97).

9. Festines sin banquete, la comunión (no) administrada a los indios

1. De notables consecuencias para la evangelización americana, la bula Altitudo Divini consilii, emitida en 1537 por el papa Paulo III, dispensaba a los indios de ayuno excepto en Cuaresma y, para que pudieran trabajar en sus chácaras, legislaba la reducción de su calendario festivo a los domingos del año y doce solemnidades de precepto, entre las que figuraba aquella que en Trento se calificó de “triunfo contra la herejía”, el jueves de Corpus Christi que en la ciudad del Cusco se celebraba con particular regocijo1. Bajo la advocación común del Santísimo Sacramento, guardado en la custodia que —por decisión de Isabel la Católica— debía repujarse en oro de las Indias para todas las procesiones del imperio, la festividad del Corpus, desde un primer protocolo estipulado por el mismísimo Tomás de Aquino, enriqueció sus procesos de representación como momento central de las conmemoraciones litúrgicas, alcanzando en el virreinato peruano un grado de complicación fabulosa que exigió legislación por parte de las autoridades2, con la 1. Esta bula seguía a la bautizada como Sublimis Deus, que había declarado oficialmente la dignidad humana de los indígenas: de ahí la relevancia de ambas en la concepción religiosa del Nuevo Mundo y su enorme influencia, si bien, por razones de disensión con el Patronato, Carlos V prohibiera la aplicación canónica de esta en concreto (Saranyana 1999: 101). 2. En 1573, por ejemplo, el virrey Francisco de Toledo establece en su quinta ordenanza (título 27) limitar la participación de cada parroquia de indios a solo dos o tres bailes por celebración.

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exhibición de danzas, alegorías, arcos y desfiles de incas, distribuidos por ayllus y panacas, llevando sus insignias y coronas, vistiendo a la vieja usanza, transportando las andas engalanadas de sus cofradías o poniendo en pie complicados altares e inventos efímeros. El adorno de la ciudad entera con una decoración colorista y llamativa, que acudía ingeniosamente a los recursos locales para suplir carencias3, y la combinación de la prescripción peninsular con tradiciones y ritualismos propios hacía de esta fecha una puesta en escena tan pretendidamente ecuménica como paralelamente conflictiva, por dirimirse en ella otras implicaciones de carácter político o identitario. Abercrombie (1998: 235-236) lo observa para el protocolo de la celebración en Bolivia, durante la cual los cuerpos administrativos y sociales de la ciudad desfilan limpiamente segregados según gremios —en el caso hispano— y origen —para los nativos—, siendo precisamente esta insistencia en las jerarquías estamentales la diferencia más básica con el modo de procesionar del Viejo Mundo y lo que iba a provocar las “manchas más deformantes del nuevo cuerpo político” surgido en América (1990: 113). También para Carolyn Dean (2002: 25), la proximidad a la custodia en el orden del cortejo señalaba la importancia de las mundanas autoridades civiles en simbólica cercanía a las celestiales y sagradas. Evidentemente, con todo su boato, el Corpus participa en la semántica sagrada de la celebración barroca: una ostentosa exhibición de lujo simbólico que parece insinuar, en el desperdicio de ritual y significados, en la continuidad enajenante de una metáfora explotada al máximo, el sentido sacrificial conmemorado en ella (Farré 2012: 156). Si la fe creía propiciarse mediante la amplia exposición exaltada de sus principios, al despilfarro con que se desfilaba se le encargaba la misión estratégica de suspender a la Para las relaciones entre poder y celebración, véase Armas Medina 1965; Arellano 2009; Valenzuela 2001; Bridikhina 2007, entre otros. 3. El franciscano Gerónimo de Mendieta relata cómo en el virreinato de Nueva España “... lo que les falta de tapicería suplen con muchos ramos, rosas y flores de diversos géneros, que las produce esta tierra en abundancia. (...) las yerbas olorosas juntamente con espadañas y juncia, sirven para tender por el suelo, así de la iglesia como de los caminos por do ha de andar la procesión, y encima de las yerbas van sembrando flores. Estos caminos de la procesión tienen enramados de una parte y de otra” (citado por Sigaut 2011: 125-126).

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audiencia, de captar su atención admirada, pero también de disuadir de cualquier intención crítica, de eliminar disidencias y reparos frente a un sistema que exhibía sus convicciones tan masivamente4. 2. Sobre esta condición de convocatoria plural, a veces derivada en furiosa competencia de ornato y porte, dejó plástico testimonio la maravillosa serie de telas que, bajo el arzobispado del madrileño Diego de Mollinedo y costeada merced a la contribución de varios donantes, encargó la iglesia de Santa Ana para colgarla en sus paredes hacia 1675. En aquellas escenas pintadas, incas, cañaris, chachapoyas y etnias del entorno cuzqueño conviven con los nuevos mestizos, la población de procedencia africana y los españoles residentes. Las diferencias en rostros y complexiones, la variedad de armaduras y túnicas, los colores diversos de los uncus nativos, el contraste de las plumas irisadas en los tocados indígenas con el negro del hábito agustino, el sol dorado del pectoral inca, las casullas sacerdotales y la diversidad hermosísima con que la mascaipacha, la borla y la corona marcaban el linaje de los reyes conquistados conforman un complicado código visual cuyas claves, hoy perdidas, vuelven difícil la completa comprensión del multitudinario paisaje. Pero los pintores debieron estar interesados en constatar esta diversidad de público, cuando señalan en las caras de sus retratados el tono de la sangre mulata o la palidez lechosa de la dama criolla, dentro de una escala de edades, clases, posiciones y razas menos cohesionada y armónica de lo que en principio pudiera suponerse. Y aunque los desfiles de reyes incas estaban perfectamente tipificados y no representaran una novedad5, en este caso resultaban especialmente 4. Para la representación religiosa barroca y para el ejercicio de persuasión que comportaba su dispendio y boato en toda la colonia, además del estudio precursor de Bonet (1979), interesa Alberro 2010; García Bernal 2006; Périssat 2008, Webb 1993 o Gruzinsky 1999. 5. “Los reyes incas con su cohorte y símbolos del poder fueron un tema recurrente de las fiestas coloniales andinas. Aparecen ya en el recibimiento hecho al virrey Toledo en el Cuzco en 1572, en el que desfilaron cuatro incas al frente de los cuatro suyus del Tahuantinsuyu y representaron también una serie de batallas demostrativas, siguiendo un modelo ya tipificado en esta época también para las fiestas limeñas” (Latasa 2012: 193).

Fig. 8.1. Procesión del Corpus Christi (atribuido a Basilio de Santa Cruz Pumacallao), s. xvii, Museo de Arte Religioso, Cuzco.

Fig. 8.2. Procesión del Corpus Christi (atribuido a Basilio de Santa Cruz Pumacallao), s. xvii, Museo de Arte Religioso, Cuzco.

Fig. 8.3. Procesión del Corpus Christi (atribuido a Basilio de Santa Cruz Pumacallao), s. xvii, Museo de Arte Religioso, Cuzco.

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adecuados por mostrar la sumisión de todos los cuerpos —nobiliares y serviles, autóctonos y españoles— a la representación comulgada de un Cristo que se entrega a los creyentes de la forma y figura más extrema posible. De hecho, antes que la cristalización de una situación histórica, los lienzos se dividen en varias argumentaciones, “hablando densamente en diversas lenguas” (Dean 2002: 92) y se declinan como una gramática en proceso, una sintaxis abierta de yuxtaposiciones no resueltas o como paradigmas de rasgos diacríticos que funcionan desde su complementaria confrontación. Lo religioso se define en su oposición a lo profano; lo castellano frente a lo nativo; la nueva fe en contraste con las resistencias idolátricas; el poder civil contra el religioso; los corregidores versus los obispos; la nobleza inca en oposición a los pueblos preincaicos sojuzgados por ella; individualidades contra gremialismo: todo reunido bajo un misterio que pretende la universalidad de su mensaje. 3. Así pues, nos encontramos ante una fiesta obligatoriamente integradora y vertebrada en torno a una conmemoración ecuménica cuyo sentido es la institución urbi et orbi de la Eucaristía, regalo de Cristo a la comunidad general de los creyentes que la celebraban como ninguna otra en el espacio religioso americano. Francisco de Ávila lo subraya en el sermón dedicado al Sacramento. Muy por encima de las demás festividades, los cristianos en todos lo pueblos se alegran en Corpus y “limpian las calles, visten las paredes, hazen altares, echan flores por el suelo, tocan las trompetas, repican las campanas y adornan las Iglesias”: ...i todos hombres, i mugeres, ∫e vi∫ten ∫us ropas, i ve∫tidos nuevos, ∫azonan ∫us comidas: i de los demas pueblos ∫e congregan en e∫te. Suenan danzantes, i las moçuelas hazen cachuas i todos van en la proce∫∫ion, lleuando ∫us Santos, i dan de comer o combidan los hue∫pedes (1648: II, 22).

Pero más allá del folklore, la conmemoración, con su ampulosidad y minucia, debía servir para medir la destreza virtuosa de los participantes, al exigir una cierta competencia en la observancia de sus enigmas por parte de nuevos cristianos “ya bien enseñados

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en la Fe” —nos dice también Ávila6— tras haberse adiestrado en las fechas previas de la Resurrección, Ascensión o Pentecostés. Parte de la relevancia de la fiesta se cifró en esta consideración de grado de maestría de la conversión indígena, el paso a un nivel más alto dentro de la carrera meritoria de su catequesis. Y dada la oscuridad teológica de lo celebrado —la institución del Santísimo Sacramento en la Última Cena—, las discusiones sobre la capacitación nativa para su comprensión fueron en este punto especialmente comprometedoras.7 De hecho, la prédica al nativo en torno al sacramento de la comunión ocupa un delicado capítulo en el debate de sus aptitudes para ser evangelizado e ingresar en una práctica verdadera, debate que había enfrentado ya a Las Casas y su tratado De unico vocationis modo omnium gentium ad veram religionem con el Acosta que lo dudase en el De procuranda indorum salute. Para José de Acosta, la torpeza indígena componía conversos inválidos, no más racionales que el animal o el etíope, capaces apenas de recibir el bautismo. Desde su intervención en el “Proemio de los Sermones” del Tercero Catecismo, Acosta decía holgarse en condescender “con los bajos para ganarlos en Dios, que no de subirse en cosas altas —cosas exquisitas— para cobrar opinión de sabio”. Católicos disminuidos, dueños de una desmerecida persuasión retórica —persuasión llana, ni sutil ni razonablemente fundada que dicho catecismo se encarga de catalogar entre las más básicas8—, 6. “...a∫∫i después de ayer celebrado la Resurreccion del Señor, ∫u A∫cension a los cielos, la venida del E∫piritu ∫anto, i la Fie∫ta de la Santi∫∫ima Trinidad. Quando deuen los Christianos e∫tar vien en∫eñados en la Fé, entra haziendo la Fiesta de Corpus Chri∫ti i e∫ta es la fie∫ta de oy” (1648: II, 17). 7. Por supuesto, también se reguló la comunión de los españoles y cristianos europeos. Desde el propio Concilio de Trento son numerosos los catecismos, tratados y escritos que informan sobre la devoción obligada al sacramento, la preparación que exige y los beneficios que imparte. Desde Emerio de Bonos en 1590 a Estienne Molinier en 1640, pasando por Patón de Ayala, Alonso de Chinchilla o Pedro de Tevar Aldana, entre otros muchos, en todas las lenguas romances se escriben estas exaltaciones de la Eucaristía, abordando problemas muy específicos, como si el tabaco o el chocolate quebrantarían el ayuno previo. Así, León Pinelo o Tomás Hurtado. 8. El Tercer Concilio examina los modelos de persuasión indígena y advierte que “con los Indios no sirven razones muy sutiles, ni los persuaden argumentos

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explicarles a los indios más de lo que pueden entender y “en estilo levantado, como si predicasen en alguna corte, o universidad” conduciría a la traición o al desacato. Su preparación —reducida a aprender de memoria algunas nociones imprescindibles— implicaba, en consecuencia, la simplificación de la redacción de la homilía a un discurso básico de preguntas y de parábolas, por parte de “Apóstoles y Predicadores” que, “como nubes que llueven el agua de la doctrina celestial”, no ofusquen en ningún momento la tierna mentalidad aborigen. Ya vimos antes las precauciones aconsejadas en el Perú acerca de la predicación de “teología, moralidades”, asuntos de enjundia y otros “manjares sólidos” para los cuales “se ha menester de dientes”9 . Se inaugura, de este modo, la recomendación en el uso de una oratoria triturada y asimilable, como suave papilla infantil en la terminología invocada por el propio Sínodo limense. “Papitas de niños”, “viandas delicadas” califica aquel a estos sermones para indios, con una imagen que hizo fortuna entre los predicadores posteriores y que encontramos redundantemente en la homilética de Francisco de Ávila. Valga un ejemplo en su sermón para la fiesta que nos ocupa: ...a∫∫i como quando vos muger teneis un hijito tierno, i que ha poco que naciò, i que aun no tiene dientes ni puede ma∫car: a este (...) Claro e∫tà que le dais, i deueis darle el pecho, para que mame la leche, i e∫∫o es ∫u comida. (...) Y vo∫otros ha∫ta ahora ∫ois como hijos tiernos, i que muy fundados. Los que mas les persuade son razones llanas y de su talle y algunos símiles de cosas entre ellos usadas” (“Proemio”, Tercero catecismo, s.p.). 9. Merece la pena reproducir la cita ampliamente donde esto se aconseja, aun cuando ya la ofrecíamos en el capítulo 3: “...otros por ostentación en lugar de llover mansa lluvia que se empape en la tierra, y fructifique, son como aguaceros que espantan, y enturbian los flacos entendimientos. Hase pues de acomodar en todo à la capacidad de los oyentes el que quisiera hacer fruto de sus sermones, ò razonamientos. Y siendo como son los Indios, gente nueva, y tierna en la doctrina del Evangelio, y lo comun de ellos no de altos, y levantados entendimientos, ni enseñados en letras, es necesario lo primero: que la doctrina que se les enseña sea la esencial de nuestra fe, (...) como son las cosas que se contienen en el catecismo, ò cartilla, porque tratar à Indios de otras materias de la sagrada Escritura, ò de puntos delicados de teología, ó de moralidades, y figuras, como se hace con Españoles, es cosa por ahora excusada, y poco útil, pues semejante manjar sólido, y que ha de menester dientes, es para hombres crecidos en la religión cristiana (“Proemio”, Tercero catecismo, s.p.).

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todavía estais al pecho de la Santa Iglesia nue∫tra madre porque aun no creeis con firmeza lo que os en∫eña (...). Por e∫ta cau∫a la comida, que os hemos de dar para vue∫tra alma, ha de ∫er como leche y co∫∫a que podais tragar (1648: II, 18).

Aconsejada, por tanto, en cuanto obraría una nutrición sencilla en los estómagos de un público aniñado y fácil de atragantar con más sofisticados ingredientes, e inserta precisamente en los sermones dedicados a la comida eucarística, esta diluida retórica provoca sin embargo gruesas —y a mi modo de ver empachosas— analogías con la alusión a degluciones favorecidas de un misterio que, en toda su plenitud, se juzga indigesto para las básicas dentaduras indígenas. La leche mamada a los pechos de una protectora Iglesia madre, que se preocupa por su correcta alimentación, pero a la vez les prescribe una teológica dieta blanda, se asegura mediante el principio del decoro retórico que pedía no exceder nunca las posibilidades intelectivas de la audiencia. Se trataba de, calibrando éstas, proceder por grados en la complejidad del adoctrinamiento, para demostrar primero que hay un Dios —como aconseja Fray Luis de Granada en su “Breve tratado en que se declara la manera que se podrá proponer la fe a los infieles” (1584)—, en segundo lugar cuáles son “sus grandezas”, y solo después proponer los pilares complejos de la fe cristiana. El escueto tratadito en que esto se explicita nada tenía que ver con el Ecclesiasticae rhetoricae (1576) que Granada había compuesto para las audiencias ya cristianizadas de la vieja Europa: constituirá, por tanto, un intento de aligerar la oratoria allí desplegada y volverla más funcional en su aplicación a las nuevas catequesis como un ejercicio casi moderno de adaptación al receptor según sus habilidades y su retentiva10. En realidad, el texto con el que Granada concluye su Introducción al símbolo de la fé constará de diez capítulos en los que se 10. “This little work was intended to guide missionaries in their efforts to propagate Christianity among the peoples of the East and West Indies. As such, the Breve Tratado represents an early effort to consider how unfamiliar inhabitants of exotic lands might be persuaded to accept the Christian faith” (Abbott 1996: 11).

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insiste en no explicar a los que quieran convertirse de manera inmediata “los misterios del cristianismo, porque no creen aún, sino que hay que llevarlos por la vía de la racionalidad a demostrarles que hay un Dios sobre todas las cosas”. Los grandes dogmas del cristianismo se expondrán más tarde, cuando ya se esté en posesión de una fe asentada (López Grigera 2004: 70). La propuesta emana de Trento y es acorde con los consejos sinodales en esta materia, pero lo interesante es que el “Proemio” del Tercer catecismo consigna asimismo una catequesis por grados de complejidad, lo que demuestra en este punto concreto la difusión y empleo del tratado de Granada en el Nuevo Mundo. Toda esta precaución catequética obligará a utilizar, como vías especialmente pedagógicas, la amplificatio y la evidencia; esto es, la presentación de casos y situaciones ejemplares que hagan más asequible los puntos abstrusos de la doctrina. Si los jesuitas abusaron de esos componentes, de nuevo las recomendaciones tridentinas refrendarían su empleo y los púlpitos de las parroquias de indios escucharán la mayor variedad de eso que Manuel Pérez (2011) llamará “cuentos del predicador” indiano. Asistimos entonces al despliegue de toda una oratoria, antes que demostrativa, de mostración y evidencias, un discurso de situaciones aleccionadoras y de exempla contundentes que vuelva plásticos y visibles los secretos no abordables del catecismo cristiano. Asistimos igualmente a esta imposición de prudencia en la exposición de los mismos a mentalidades pueriles que se pudieran ver sobrepasados por sus enigmas. 4. Por tanto, en esta alteración de la oratoria clásica al servicio de la predicación a los infieles radica el cambio rotundo que introduce, según Jean Luc Nancy, el cristianismo, en cuanto conjunto de verdades que se imponen por encima de su discurso, figuras o imágenes demostradas en la mismidad de su presencia. Lo veíamos en la propuesta de predicación directa, sin disminuciones pedagógicas, que hacía Ossorio para el misterio de la Santísima Trinidad.11 Ahora, sin embargo, la forma retórica de tal 11. También en el capítulo 3 de este libro.

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proposición viene marcada por la parábola, que lejos de implicar la simplicidad argumental, encierra una alta ingeniería persuasiva y es la expresión por antonomasia, ratificada en primer lugar por su mesías; una manera preclara, por consiguiente, de la doctrina que a través suya va a proponerse. En segundo lugar y por su sistema implícito de exposición, en ella viene a articularse una vía de verdad que se certifica al representarse, sin aditamentos lógicos añadidos. No se trata —insiste Nancy— de necesitar voces proféticas que nos aseguran la fiabilidad de una revelación, sino que ésta se prueba a sí misma en la inmediatez de su fábula. No hay en ella significados ocultos o alegorizados, no supone tampoco un hermenéutico descifrado del misterio: la parábola es una historia que se da a ver —y a creer— en la diafanidad de su primer sentido. E interpretación e interpretado se vuelven idénticos y marchan de la mano en el secreto único en que se cifra dicha identificación. Cuando se le pide a Jesús que explique su preferencia por las parábolas, él especifica que en realidad estas están destinadas a aquellos a quienes no es dado conocer los enigmas del reino de los cielos, es decir, aquellos que “miran sin ver y escuchan sin oír”. Después de esa afirmación, podríamos pensar que la parábola se define como la mejor y más oportuna vía pedagógica para el aprendizaje de los no instruidos. Al menos así se entiende en la retórica religiosa del xvii: un procedimiento básico para la declaración de los principios más oscuros y difíciles a los iletrados. Sin embargo, Jean Luc Nancy sospecha que en ella se encierra algo menos dispuesto que un recurso escolar y que no procede como una pedagogía de la figuración (de la alegoría o de la ilustración), sino todo lo contrario, como el rechazo o negación de toda pedagogía. Vendría a ser una imagen que alcanza su sentido de su expresión y para cuya captación no habría procedimiento ni escala aprendida sino el hecho fáctico de lo que se impone a través de su sola literalidad. De otro modo expresado: no hay más allá en la fábula de la viña o del hijo pródigo, sino un relato que alcanza significación de la relación misma. Insistamos: una parábola no se niega ni argumenta, tampoco se contradice o se pone en duda; es un relato dramáticamente directo que no tiene ni contraparte ni continuidad ni retórica. Es el lugar donde lo revelable y lo

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r­ evelado coinciden en la forma de la revelación, en la cecité de un aquí mostrado. De ce fait, la parabole est loin de se laisser rabougrir dans la formule d’une allégorie. Elle participe elle—même du don de la vue et de cet en plus assuré à ceux qui ont déjà. Dans la parabole, il y a plus qu’une figure, mais il y a aussi —comme en sens inverse— plus qu’un sens premier ou dernier. Il y a un surcroît de visibilité, ou plus précisement il y a un double surcroît de visibilité et d’invisibilité (Nancy 2003: 15).

De acuerdo con esto, la parábola más excelente es la custodia dorada que contiene un dios vivo y dado a ver a los creyentes en la fiesta del Corpus: pura discursividad expuesta y directa que no permite más alegoría que su propia clausura, que no permite más fábula que este su hacerse en presente, en la deixis inmediata de un ahora sin calificativos. Reunión quiasmática de lo intangible en la tangibilidad corriente de la hostia, entre la imagen ofrecida y la mirada no hay —diría Nancy— “imitación sino participación, participación del ver en lo visto y a la vez en lo invisible que no es sino aquello que se mira”12. Los sermones de las homilías a los indios enuncian esta inmediatez repetida y contrapuesta de un Cristo encerrado en cuerpo y alma bajo la sustancia transfigurada del pan, y hacen radicar en este misterio, realizado cada vez y cada Corpus, la extrañeza solemne de que la celebración se reviste. Marcada por esa condición de prodigio cumplido ante los fieles en tiempo presente, las homilías americanas subrayarán esa culminación en directo de una trascendencia, la concurrencia aquí de una lejanía actualizada en el dogma festejado que se distingue por esa peculiaridad de otros momentos litúrgicos: Dios, hermanos, es grande —celebra Fernando de Avendaño en su “Sermón XIV”— y a∫si ∫us obras ∫on grandes, y que el ­entendimiento 12. Al ser traducción arreglada o apañada por mí, vierto la exactitud del original: “Entre l’image et la vue, ce ne pas imitation, c’est participation de la vue au visible et du visible à son tour à l’invisible qui n’est autre que la vue elle-même (La methexis dans la mimesis, c’est sans doute l’un des énoncés du chiasme gréco-juif où se noue l’invention chrétienne)” (Nancy 2003: 15).

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de los hombres no las puede comprehender. En e∫te Sacramento del altar e∫tà IESV CHRISTO Dios y hombre verdadero, el mismo que e∫ta en el cielo: y no e∫tá allí por figura y ∫emejança, ∫ino verdadera y realmente, y a∫si le adoramos todos los Chri∫tianos hincados de rodillas, y hiriendo el pecho, y a∫si lo has tu de creer firmemente, y adorar a Dios viuo, que e∫tá encerrado en aquella ho∫tia, que levanta el Sacerdote quando dize Mi∫∫a, y en aquel Caliz con∫agrado (...). Y para que e∫te mi∫terio ∫e confirme, muchas vezes han vi∫to hombres ∫anctos alli la forma de IESVCHRISTO y de ∫u carne y de ∫u ∫angre” (1649: 11).

5. Ahora bien, ya el propio Cicerón, en De inventione, había dividido las pruebas argumentales en aquellas que proceden demostrando algo y aquellas que son su propia argumentación. El elemento probatorio podía articularse entonces de las dos formas: “aut necessarie demonstrans”, “aut probabiliter ostendens” (2004: 44). La Eucaristía pertenecería a las segundas, al darse a ver a sí misma, sin recurrir a mayores comprobantes. Por consiguiente, en el caso de este sacramento lo que se ofrecía como relato dentro del sermón era su propia constitución durante la Última Cena: cuándo, cómo, con qué palabras Cristo se ofrece en esa forma de sacrificio máximo, en la seguridad de que esta historia, traducida al quechua, tendría que imponerse a través de la fuerza de convicción que arrastraba la donación misma. Dios entregándose en el centro de la celebración de la misa, ¿no era suficiente prueba oratoria como para despertar la dormida adhesión del pagano? ¿No era también uno de esos inconmensurables de la doctrina que, por su misma energía, debían conmover el espíritu del recién convertido? Si este punto entraba en colisión con la normativa de claridad y sencillez, se pasó por alto en la medida en que la persuasión pareciera alcanzarse a veces mejor a través de la emotividad, cuyas virtudes catequéticas el propio y reticente Acosta ensalzara, seguro de que lo no barruntado por el intelecto nativo podía suplirse con el concurso de su sentimentalidad. Se trataba entonces de agitar ésta mediante llamados al afecto e impresionantes escenas emotivas13. 13. “The preacher in the New World, like any Christian orator, must fulfill the Ciceronian (and Agustinian) three-fold duty to teach, to please and to move. The responsibility of the missionary is finally, as much rhetorical as theoretical:

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El misterio tremendo se defendía con apóstrofes, oraciones exclamativas, interpelaciones directas y apelación a las lágrimas del creyente, insistiéndose en una presencia activa del Jesús sacramentado en la hostia consagrada, en su dación conmovedora e íntegra a aquellos que se instituían, mediante la aceptación de esa dádiva, en sus verdaderos discípulos. Por el camino de esta expresividad estimulada se rozaba muchas veces el oxímoron inescrutable o la proposición abstrusa en la que Luis Jerónimo de Oré escora el “Quinto cántico” de su Symbolo catholico indiano: Quando murio Christo en la cruz, no ∫e pare∫cia ni de∫cubria la Diuinidad, ∫ola la humanidad pare∫cia y pade∫cia, pero la Diuinidad e∫taua e∫condida. Mas en e∫ta ho∫tia no ∫e de∫cubren ni pare∫ce la humanidad ni la Diuinidad. E∫tando con realidad aqui eres verdaderamente Dios E∫condido. E∫conde∫e Ie∫us nuestro ∫eñor en la ho∫tia, para que no∫otros los Chri∫tianos le bu∫quemos (Oré 1598: 112).

Radicando la grandeza de la festividad en esta condición doble de manifiesta ocultación —“porque en las demas fiestas aunque ∫on de Dios, i de ∫us ∫antos, no tienen lo que e∫ta fie∫ta”14—, el Corpus se crecía, por tanto, en la deixis exaltada de una divinidad que está aquí y a la vez se esconde. A partir de esa presencia inconmensurable ante los fieles, quod erat demonstrandum ahora en las iglesias peruanas, lo que debía explicarse no consistía tanto en el misterio mismo —evidenciado mediante la pura exposición de su imposible— como en la razón protocolaria de la interdicción de comulgar que pesaba sobre el indio bautizado: la oratoria sagrada dirigirá entonces sus esfuerzos

the audience must be persuaded. Acosta says that the experience has shown that “these Indians (like other men) are usually persuaded more by moving their emotions than by reasoning”. Thus, it is “important in the sermons to use those things which provoke and awaken the affections, like apostrophes, exclamations, and other figures taught by the art of oratory”. Acosta advocates a plain and simple style of preaching, but he does not favor a style so austere that the captivation of the emotions is jeopardized” (Abbott 1996: 73). 14. De nuevo es Ávila el que marca y diferencia de este modo la fiesta del Corpus: “porque aquí e∫tá en ella el mi∫mo Ie∫u Christo Señor nuestro en Cuerpo i Alma, hecho Hombre y e∫ta ∫u mi∫ma Divinidad” (1648: 11, 21).

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argumentativos de la explicación no plausible del sacramento al razonamiento de su vigilada praxis. 6. Realmente, lo paradójico de la fiesta del Corpus y de su poder de convocatoria en tierras andinas no residirá en las aguas turbulentas de disensiones interétnicas que alteran una paz solo de superficie, tampoco en el discurso que pretendía enseñarla a nativos legos, sino en esta profunda contradicción con que se aplicó. Festividad multitudinaria en plazas y calles que culminaba con misa en la catedral y la consagración de un pan y un vino cuya comunión no se administraba a los indígenas, el Corpus se contradecía en la restricción discriminatoria de aquello mismo que festejara. Salvo decisión interpuesta del vicario o autoridad competente, el I Concilio de Lima en 1551 prohibió la administración del sacramento a los indios, una prohibición levantada parcialmente durante el transcurso del segundo, hacia 1567, para no concurrir con la legislación tridentina que obligaba a recibirlo al menos por Pascua o en peligro inminente de muerte. En la vida diaria, esta participación nativa en la comunión, en la que serían pioneros los jesuitas, produjo fuertes denuncias, encendidas oposiciones “de personas graves y religiosas”15 y pecados de escándalo que, en su Ritual, Pérez Bocanegra recomienda evitar, concediéndosela al reciente cristiano, incluso si, a todas luces, pareciera mucho más oportuno negársela. Avendaño precisa que en algunos lugares comulgan los buenos indios y nos aclara que estos serían los indios ladinos, los yanaconas y miembros cofrades de alguna h ­ ermandad, “porque ∫on buenos Chri∫tianos (...): Hazed todos lo mi∫mo, y comulgareys”16. 15. Así lo recoge Gerónimo Ruis Portillo a su llegada al Cuzco: “Han sido también los nuestros ynstrumentos para que se dé el Santísimo Sacramento a los naturales, así hombres como mugeres, aviendo capacidad y disposición quando lo manda nuestra santa madre Iglesia, en las fiestas de pascua o las demás principales del año, y que se lleve el viático a los que están in articulo mortis, cosa que a los principios pareció muy nueva, y la contradijeron con todas sus fuerzas personas muy graves y religiosas”. Cit. por Estenssoro (2003: 229). 16. “...que por ∫er Indios no os de∫echa Dios: antes os llama, y os quiere mucho nuestro Señor IESV CHRISTO. Muchos Indios ladinos yanaconas, y cofrades comulgan...” (1649: 14).

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El remedio de crear una cofradía y sufragarla como mérito para acceder a la Eucaristía aparece también aconsejada por Francisco de Ávila en su Tratado de los evangelios: cofradía, eso sí, bien provista con su libro, su caja, su mayordomo, sus velas y aceite y las misas cantadas que, debidamente asistidas por todo el pueblo, aseguren la salvación costeada de sus asistentes17. Pero, desde luego, la nómina de estos comulgantes indígenas permite pensar que el sacramento se administraba de acuerdo con consideraciones de rango político: eran los adscritos al nuevo orden, colaboradores con él —incas castellanizados con dinero para sanear las arcas de la iglesia, integrados al servicio del ejercito o esclavizados en las encomiendas—, aquellos a quienes Avendaño les reconoce tal derecho. Y probablemente los propios afectados lo entendían así, cuando montaban comuniones paralelas en tanto medida de rebeldía; o bien, secundaban las restricciones en proclividad con el régimen. Guamán Poma, por ejemplo, reclama la excomunión como castigo contra las borracheras indígenas y el consumo de coca18. Y también, cada vez con más contumacia de lo que desearían los sacerdotes, el indio a medias convertido comulga sustancias alternativas en una especie soterrada de contrafacta de la misa legal, cuya abundancia permite sospechar el deseo y la ansiedad de mimesis, despertados en torno a la vedada Eucaristía. Un jesuita,

17. “Para e∫to aueis de procurar hazer una cofradía, que ∫e llame del Santi∫∫imo Sacramento, tener vue∫tro libro, caxa, mayordomos, cera, azeite, i todo lo demas, i que cada mes, os diga el Cura una Mißa cantada en que ∫e halle todo el pueblo, i todos juntos pedir alli a e∫te Diuino Señor, que os ayude, os alumbre, para que ∫eais buenos Cristianos, i o∫ libre de todos los errores pa∫∫ados, i os de una buena muerte” (Ávila 1648: II, 26). 18. “Que el sacramento de la comunión no se le puede dar a ningún yndio ni a ninguna yndia ci no fuera muy útil, escogido, que de su uilla boluntad lo pida muy cristianamente o questé en la ora de la muerte arrepentido de sus pecados o a de ser prouado que en su uida sea borracho ni que aya prouado chicha, uino, coca en la boca, porque con la chicha y uino y coca, estando borracho, ydulatra y peca mortalmente y se matan entre ellos” (839 [853], 1980: 785). Guamán, con su perspicacia, descubre el negocio que ciertos sacerdotes hacen en las parroquias, obligando a los fieles a fundar cofradías, a dar servicio en la iglesia e imponiéndoles la comunión por la fuerza dentro precisamente de este pasaje citado, uno de los momentos más duros de la crítica de su Nueva Corónica.

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Francisco Patiño, es testigo de que a las puertas de la ciudad los hechiceros remedan con tortas de maíz una ceremonia simétrica a sus ­huacas19. Y en una misión cercana a Potosí, —describe Juan Estenssoro Fuchs— el “mismo Patiño había constatado, dos años antes (1637), un culto al apóstol Santiago vinculado al consumo de un cactus alucinógeno” (2003: 234). ...del coraçon de la achuma que es un gran cardon de su naturaleza medicinal hazia que cortasen una como ostia blanca y que puesta en un lugar adornado de varias flores y hierbas olorosas y la achuma con sartas de granates y quentas que ellos más estiman era adorada como Dios persuadidos que allí estaba escondido Santiago (asi llaman al rayo) dansaban y baylaban delante de ella ofrendabanle plata y otros dones luego comulgaban tomando la mesma achuma en vevida que les privaba de juicio20.

La explicación de esta mímesis no se agota con la constatación —a todas luces insuficiente— del sincretismo explícito entre ritos nativos y ritos implantados. Hay nuevos elementos de debate a partir de esa primera mezcla con las prácticas imperiales. Porque, instalada básicamente en el circuito de estas últimas, nos informa sobre todo de los desviados resultados en la prédica cristiana. Los receptores nativos han entendido qué significa el acto compartido 19. “Luego el sacrosanto sacramento del altar remedan también con astucia y desverguenza de los sacerdotes los quales llaman feligreses y les dizen mirad cómo los Viracochas, esto los españoles, ofrecen pan y vino a su Dios y el pan y vino se convierten en su carne y sangre, así las tortas de mais y chicha que ofreceis a nuestro Dios está él mismo y toda su mitad. Danles luego parte del sacrificio comulgándolos en ambas especies porque su vivir es beber, diciendoles que el adorar a sus idolos no es pecado por ser sus dioses como xrto de los españoles” (“Carta Annua de 1639-1640, firmada por Nicolás M. Durán”, cit. por Estenssoro 2003: 233n). 20. “Annua de 1637, firmada por Antonio Vázquez”, cit. por Estenssoro (2003: 235n). Es importante insistir en la diferencia como Estenssoro anota: “El término sincretismo es una vez más insuficiente. Por un lado, la forma en que se refugia la entidad a la que se rinde culto no es directamente el santísimo sacramento, aunque muy parecida; por otro, la entidad que adoran los indios la definen como Santiago y no como una antigua divinidad pero cuando éste, que en la tajada de achuma está escondido, cobra forma en la visión adopta la del raya, la del antiguo Illapa confirmándonos que lo que prima es una manera de disyunción aunque el término se vuelve también insuficiente para englobar el fenómeno” (2003: 235).

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de la comunión de la misa, pero no su carácter regulado y jerarquizado, tampoco la exclusividad de las esencias que intervienen y la categoría divina del sacramento: ahora los infractores prefieren comulgar con el cuerpo —más próximo para ellos— del apóstol Santiago, transformado en el fruto extasiante de la achuma.21 7. La prohibición más drástica de administración del Sacramento a los indígenas la encontramos expuesta y articulada por Bartolomé Álvarez en el “Memorial” que dirige a Felipe II hacia 1588. Allí no solo reprocha a los jesuitas su propensión a repartir la comunión entre los nativos, sino que argumenta su inadecuación a recibirla desde planteamientos tan antiecuménicos como prácticamente irresolubles. El contraste es aún más brutal si comparamos la belicosidad expositiva de este predicador en Charcas con la convicción novohispana de la importancia que la Eucaristía tendría en una mejor integración del salvaje a la nueva vida ordenada del imperio católico. Así, el franciscano en México fray Juan Bautista de Viseo afirma no necesitar el comulgante una firme y probada devoción para acercarse al altar, ya que aquel supremo regalo, obtenido comulgando, se encargará por sí mismo de estimularla. Por lo cual, la lógica inmadurez religiosa del autóctono “no es razón de privarles de tanto bien” (1600: 127), al contrario, supone un argumento más para permitir actuar a la bondad de esta excelsa cena crística. Bartolomé Álvarez no es igual de concesivo. Su radical inquina al indio comulgante se ve predispuesta y acicateada además por la animadversión que siente hacia los competentes y entrometidos jesuitas, a los que él llama “teatinos”, que marchan por Perú bautizando sin tregua y confesando sin rigor. La cuestión permanecería 21. De todas formas y como nos ocurría en el capítulo previo en relación al dogma de la Trinidad, los errores de comprensión del misterio no son privativos del mundo indígena. Nuestra visionaria herética Ángela Carranza multiplica las santidades comulgadas: “... en el Santi∫simo Sacramento e∫tà Chri∫to con Maria: que en el tiene la Virgen la me∫ma parte que Chri∫to: y tanta parte como Chri∫to (...) En qualquiera particula de la Ho∫tia con∫agrada ∫e halla enteramente Je∫Chri∫to, y por lo con∫iguiente también Maria, Ioachin y Ana. Si en el Cielo e∫ta Dios Padre, Hijo y E∫piritu Santo, también a∫sisten en el Sacramento con e∫pecialidad, y con Ie∫u Chri∫to, Ioachin, Ana, y Maria” (Hoyo 1695: 8r-8v).

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en un debate menor entre órdenes, si no fuera porque las razones que Álvarez aduce operan como un obstáculo tenaz e irrebatible, tan definitivo que incluso pone en cuestión la evangelización global de las nuevas tierras. 8. Si atendemos a que Pablo del Prado en su Directorio espiritual —todavía en el año de 1650— incorporaba numerosas oraciones para la comunión espiritual indígena, junto a recomendaciones sobre la exclusión de la efectiva,22 no parece probable que se alcanzara nunca una normalización del hecho, al menos en el virreinato peruano. Sin duda, el Tercer Concilio no había arreglado las cosas. Al contrario, más bien se hizo testigo de la contradicción vigente. En los sermones traducidos al quechua de su Catecismo se introdujo lo que a todas luces era una pregunta retórica, pero dimanada casi naturalmente de la negación: ¿cómo defender los beneficios eucarísticos y a la vez vedar la completa participación en los mismos? Problema este que ocupa el corazón de las prédicas y que exigirá del sacerdote todo un ejercicio de habilidad oratoria, hasta el punto que continúa centrando la homilética de indios en el xvii y reproduciéndose literalmente en los tardíos sermones del criollo Avendaño: Dezirme heys, pues Padre como a no∫otros los Indios no nos dan e∫∫e Sacramento, ∫iendo Cristianos bautizados? IESV CHRISTO no mandò que a todos ∫e die∫∫e ∫u cuerpo? No dixo, que el que no comiere del morirà para ∫iempre? (1649: 12).

Aparte de que el astuto cambio de lugar de la partícula negativa —del no morir para siempre de los que comulgan al morir seguro de los que no lo hacen—, añade rotundidad a la admonición, los sermones que se dedican a enunciar el sacramento incrementan intencionadamente lo incomprensible de su asunto, la porción más 22. De hecho, Pablo del Prado recomienda al indígena, que asista a misa, esta especie de comunión ficticia: “Y quando comulgare el Sacerdote, comulgarás tu e∫piritualmente, con gran deßeo de recebir el Santís∫simo Sacramento, con lo qual recebirás gran prouecho” (1650: 26).

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oculta y oscurantista del enigma, mediante anacolutos, oxímoron, aporías, aprioris y toda la mecánica estilística de la retórica de lo inconmensurable, incurriendo en excesos dialécticos, arriesgadas similitudes, y argumentaciones contrarias que, circulando entre la exaltación y el nefas, revelen por un lado la condición transformadora de la Eucaristía y por otro cimienten sin resquicios su veto razonado. Lo interesante es que el propio predicador parece consciente de la dureza alegórica y casi mostrenca en que, para sostener estas dos finalidades, la oratoria de indios incurre. Ávila se siente obligado a dulcificar las connotaciones y avisar de que, sin matarlo previamente, el sacerdote u otro comulgante cualquiera comen con reverencia lo que no deja de entrañar su poco de escándalo, “porque terrible co∫a es comer un hombre a otro, entero i viuo” (1648: II, 18) 9. Por tanto, la homilía del Corpus debe desplegar una compleja, una doble ingeniería de la mirada, ingeniería dialéctica y de trampantojo, reclamando a sus cristianos nuevos la adhesión fideista a un Jesús figurado en la circularidad de la hostia y la intelectiva traducción permanente de una en el otro, pero a la vez la aceptación de una prohibición que impide el pleno acceso a lo creído. La ambivalente maquinaria pretende por un lado generar expectación y deseo, argumentando prodigios; por la otra, justificar sus ordenados esquemas de conducta, razonando interdicciones. Veámoslo en todo lo intrincado de este proceso dúplice. El sacerdote pide de su doctrina indígena calidades de hermeneuta sagaz que vea al Mesías cristiano bajo las especies consagradas, como veríamos al “me∫mo Rey”, aunque estuviera frente a nosotros no “de la propria manera”, sino “envuelto y reboçado con una capa, que le cubriera” (Ávila 1648: II, 27). Puesto que la cuestión se presta a traslaciones heréticas y a mudanzas de riesgo, se trata de proceder con cautela y de estimular en los catecúmenes una competencia de traductores avezados que puedan, en efecto, descifrar un significado, la carne de Cristo, en un significante como la forma consagrada en la que se nos comunica. De otro modo, se despierta el fantasma de lo que para Bertonio, en su Arte y gramática de la lengua aymara, supondría el empleo incorrecto de la administración eucarística, sobre todo si el cuerpo

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transustanciado acelera procesos desviados de comprensión, estimula oscuras connotaciones por parte del salvaje y hasta prácticas perversas en el interior incontrolable de sus casas, que Bertonio no se atreve ni a insinuar: ...y no es menos nece∫∫ario —nos recomienda— ∫auer muy bien la lengua para dar a entender a los Indios el alti∫∫imo my∫terio de la mi∫∫a, como en aquella pequeña figura de pan que alli se mue∫tra ∫e encierra el Rey de los cielos para que no ∫e junten a la Igle∫ia, como ∫uelen juntarse a ∫us casas de ∫uper∫ticiones, ∫i no que sepan adorar alli a ∫u criador y redentor, pedirle lo que han mene∫ter para ∫us almas y cuerpos y ∫i ∫on capaces, ∫epan con la debida fe y deuocion receuir aquel inefable Sacramiento (1603: 17).

10. Desde esa exigencia de una correcta hermeneusis receptora, la mecánica expositiva del misterio procederá, sin embargo, complicando esa primera alegoría que ya es el sacramento en sí y levantando, a partir de la transposición o metáfora que diseña —Cristo como pan, Cristo como vino de vida—, pequeños cuadros análogos o imágenes desplegadas que el sermón repasa, interroga y responde, proporcionando a su vez lemas y exégesis individuales, produciendo tablas emblemáticas o series de empresas, cada una de las cuales proponga a los ojos interiores de la fe los imposibles de esta cena mística: dios se da a comer al hombre “por modo y traza tan inefable” (Ávila 1648: II, 18); dios cabe pequeño y total en el círculo de consagrado trigo; dios está entero, en cuerpo y alma, bajo las especies del altar; dios no se reparte en las porciones divididas de aquella, sino que se da único y unido como el sol se refleja, todo él, en los fragmentos de un espejo roto, artículos básicos del barroquismo sacramental a los que la Symbolica del jesuita Jacobo Boschio da cumplida catalogación gráfica (Fig. 8.4.). La puesta en pie de esta serie de fases del relato eucarístico, desplegadas en un abanico de virtualidades a cada cual más oscura —¿qué es esto, por ejemplo, de un dios fraccionado e igual en cada una de sus propias fracciones?—, tiene como escenario el cuerpo de Cristo: un Cristo espectáculo de prodigios, un gran señor de imposibles juegos consigo mismo que, lejos de aproximarse a sus

Fig. 8.4. Jacobo Boschio. “Empresas de la Eucaristía”. Symbolographia sive De Arte Symbolica Sermones Septem. Dilingae: Apud Joannem Casparum Bencard, 1701 (BNE).

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doctrinantes, se desvanece en el ramillete de dogmas-malabares cuyo fin último consiste no tanto en la producción de presencia, como en la explotación de las posibilidades sorpresivas de la imagen en calidad de primer motor teológico. Trabajando con la semántica de la digestión, apelando a una especie de “piedad gastronómica”, multiplicando toda una metafórica de la transubstanciación bajo la carnalidad humilde de la harina, con efectos “reales en la somática del cristiano consumidor”23, el Sacramento se acoge a una fenomenología contradictoria, a una dinámica de lo inescrutable y a la retórica pleonástica de la más pura tradición religiosa barroca, consciente de provocar el “dulce” pavor de percibir que tanto “se encierre en pan tan breve” (Mexía de Fernangil 1974: 55). Por este camino, sin aminorar un ápice las consecuencias de una puesta en escena tremendista, se acerca la homilética de indios a la predicación común y letrada en los púlpitos peruanos, hasta desactivarse por un instante la brecha instaurada entre una y otra, cuando la oratoria a criollos y españoles, despegada de problemas prácticos, hilara el tejido culterano de la fineza crística en los sermones de José del Aguilar o hallase retorcidos enjambres de analogías en la prosa de Espinosa Medrano. ¿Qué hace Jesús, por ejemplo, en la “Oración panegírica al Augustísimo Sacramento” en el Cuzco del Lunarejo, bajo el perfil ingrato de una murena besándose con la culebra/alma, que acude a esa unión oceánica tras haber vomitado sus pecados en forma de veneno en la orilla del mundo? La murena, pece destinado a las delicias, es el Cuerpo de Cristo en el plato eucarístico (...). Bien, mas, ¿quién será la víbora? Quién sino el hombre pecador. Genimina viperarum, los llamaba el Bautista, engendros, viboreznos. ¡Oh fealdad serpentina del pecado! Solicita la víbora 23. Así se refiere a la Eucaristía Rodríguez de la Flor en su estudio De Cristo. Dos fantasías iconológicas: “...el cuerpo místico del Hijo de Dios se habría mezclado en su día con la materia alimenticia más vulgar, operando en su ser una transubstanciación propiamente eucarística; a través de ella, al final, lo que se expresa en la construcción histórica de esta metaforología unitiva es una suerte de “piedad gastronómica”. Esfera metafórica y alta invención poética, que trabajó en su día con la semántica de la digestión y deglución del mismísimo cuerpo de Cristo: lo que alcanzaría a tener unos efectos reales en la somática del cristiano consumidor del cuerpo y la sangre “reales” de su dios” (2011: 145). Para la cuestión del Barroco hiperbólico, es importante también Webb (1993).

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o pecador a esta Murena; pero es allá por una Pascua. Sílbale, que silbo de víbora es el susurro de la confesión secreta (...). Vomita todo el veneno de sus culpas por la penitencia (...), con que es admitida a los brazos de esta Murena, entrañándose con el cuerpo de Cristo en unión íntima de corazones y ayuntamiento estrecho de espíritus por la Sacramental Comunión (2011: I).

11. Si nos detenemos en un auto como El dios Pan que, firmado por Mexía de Fernangil, elige el género de la égloga en tanto vía de convicción evangélica o de soberbia exposición pedagógica, lo que no cabe duda es la exigencia de una lección eficaz respecto este asunto teológico, central en la época: algo de lo que da señal la conformación dialogada de la pieza y su utillería de imágenes con las que volver plásticas las difíciles verdades expuestas.24 Además de ampararse en la analogía de arranque entre la comunión y la deidad del título, la obra explota las posibilidades de otras alegorías vinculables cuando María se vuelva una Ceres católica que amasa y hornea, en el amor de su virgíneo vientre, la nueva y salvadora hogaza mística de su hijo y mesías. Esta es su madre, reina de años tiernos que huella a los infiernos: esta ha dado este pan amasado, cual convino al mundo: amor divino ha de cocello (1974: 56).

La deriva alegórica progresa imparable, complicándose en revueltas varias sin disimularse en absoluto la proximidad de la operación eucarística con una antropofagia sagrada en la que “comiendo pan divino”, se coma “carne y sangre viva/ y en un bocado (se) reciba/ al gran Dios que es uno y trino” (55). La figura del águila que, en uno de los altares de la obra, enfrenta sus polluelos con la luz de un sol cegador25 pasa a ofrecerse 24. Trabajamos más por extenso esta pieza de Diego Mexía en el capítulo siguiente, “Emblemas que adornan un altar del Corpus”. 25. “Encima aquella nube/ ¿un águila no sube? Su polluelo/ no encarama hasta el cielo y lo examina/ (...) Como el águila prueba, por su hijo/ al polluelo que fijo al sol mirare/ y no lo deslumbrare llumbre tanta/ Así la iglesia santa, sus ensayos/ hace a los puros rayos desta lumbre/ por ver si se deslumbra, duda o niegue/ quien

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en tanto forma cifrada de la Iglesia que utiliza la potencia lumínica de la hostia para descubrir y reprobar, a su lumbre, “quien viene dudando”, para admitir en cambio por hijo “al que fijo en la fe santa/ no se turba ni espanta” (59). El jeroglífico enseña entonces una nueva condición, inquisitorial y probatoria, del Sacramento, razón de cautela para el indio de escasa fe, débilmente preparado, al presentar una comunión selectiva que impone sus condiciones de acceso y mide la propiedad de su reparto, confortando a los buenos pero deslumbrando al “hereje ciego en su malicia”. O gran Dios Pan que canto ¿cómo alumbras tus hijos y deslumbras los ajenos? Tus rayos de lo llenos, los Calvinos dio por adulterinos y a los vanos y torpes luteranos, Melanctones hugonotes, sajones y otros tales (59).

La muy hábil retórica de la propuesta permite integrar una mecánica altamente segregadora en la definición teológica de la Eucaristía que se convierte efectivamente en marca, pero en marca de escisión por la que el cuerpo de Cristo discrimina sus comensales. Cuando ya San Agustín había defendido la libre disposición de los sacramentos a los fieles, la concesión del pan consagrado se veta con medidas que emanan del propio misterio y que se elevan a parte intrínseca del mismo, al operar ahora con una inusitada capacidad excluyente. Y no es sólo que se precisen ciertas condiciones para comulgar, sino que la Comunión en sí sirve para la comprobación y refrendo de la pertinencia del creyente que a ella, como a un sol examinador de verdad doctrinaria, se aproxime sin la preparación acertada. Come a Dios en pan el justo y a Dios come en pan el malo

a este pan se llegue, reprobando/ a quien viene dudando: y por su hijo/ eligiendo al que fijo en la fe santa/ no se turba ni espanta; porque luego/ queda el hereje ciego en su malicia” (58-59).

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al justo es vida y regalo y muerte y pena al injusto (59).

Podíamos pensar con Jean-Marie Schaeffer que esta tensión bipolar de una imagen, capaz de imantar al espectador con la promesa de plenitud gloriosa de Cristo y a la vez de vedar y restringir su acceso, de regular y regir su propia visibilidad, pertenece de modo inherente a nuestro pensamiento del cuerpo: un cuerpo de seducciones oximorónicas, que mantiene su atracción en el baile de no ofrecerse nunca del todo. Ahora bien, es eso quizá lo más perturbador, junto con la autogestión de que el sacramento de la comunión se dota: la idea de una religión regresada a través de la paradoja de su dogma central al poder contradictorio de los misterios de la materia. En el episodio de la Encarnación —nos dice Schaeffer—, y asimismo en el de la Resurrección o en este de la Eucaristía, “la noción misma de imagen se halla conmocionada, al desvanecer, al evaporar la semejanza” (2012: 107) para exaltar la vocación comunitaria de la carne transubstanciada y dada a comer. ¿Qué tipo de espiritualidad es esta que contraviene su propia regla de transcendencia, por ella instituida, para incurrir en su nombre en formas matéricas de representación física? Y, por otra parte, no estamos hablando de un cuerpo cualquiera sino de uno digerido, salivado, masticado, un cuerpo en la manera más primaria e instintiva de apropiación por el estómago. 12. Cierto cuadro que encargara la nobleza indígena de Lima para solicitar su ingreso en la Inquisición hacia 1700, donde se representa el pan eucarístico dentro del corazón dadivoso de un pelícano desventrado (Fig. 8.5), desvela la multiplicación de ­implicaciones con que este laberinto ecuménico se revestirá en el receptor nativo, al embutir sus alegorías en una semiótica a cada paso más aderezada, porque el pelícano era ya un antiguo emblema de Cristo que ahora redobla su referencialidad, abriéndose para alojar la custodia cuyo cristal transparenta el nombre de aquel sobre la hostia consagrada.26 26. Ver el motivo en López Parada 2015.

Fig. 8.5. Anónimo. Lienzo conmemorativo del pedido al Inca Carlos II, rey de España, para que la nobleza indígena pueda ingresar al Santo Oficio de la Inquisición del Perú (detalle). Congregación de Religiosas Concepcionistas Franciscanas de Copacabana, Lima, 1700.

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El ejemplo nos ilustra de cómo las dinámicas de adoctrinamiento y, entre ellas, el sermón pastoral peruano no ahorra al indígena ninguno de los aspectos complejos del dogma. Pareciera que, en lo relativo a este punto, no importara ya aquel requisito del decoro retórico sensibilizado hacia las habilidades de su receptor. Al contrario, se intentaría impresionar a una atónita audiencia, a la que se alarma insistiendo en que el comulgante come verdaderamente del cuerpo del Mesías y bebe de su sangre. Aunque la comunión de la Sagrada Forma sepa a pan —“aunque huela a pan, aunque harte como pan”, reincide Ávila27—, su metamorfoseada esencia contradice la información de los sentidos. Sufriría incluso y manaría sangre si fuera odiosamente partida, acuchillada o profanada. El sacerdote relata entonces en quechua el horrísono caso del judío que la martirizara sometiéndola a sacrílegas manipulaciones, ejercidas en realidad sobre la torturada carne de un Cristo ubicuo, fractal y por segunda vez crucificado bajo su piel más frágil: Lleno el enemigo de toda maldad, y rabio∫a yra —nos asusta Palomino en su traducción al quechua de Bellarmino—, tomó el cuchillo de la cozina, con el qual aco∫tumbraua de∫pedazar la carne, y trabajó de cortar en partes la benditi∫sima Ho∫tia. Pero el Sacro∫anto cuerpo de nue∫tro Señor, ∫iempre quedando entero, quanto mas le heria, la glorio∫a ho∫tia mas entera y hermo∫a aparecia. Toma (no contento de lo hecho) una lança, y daua con un animo feroz de lançadas a la inmaculada ho∫tia, de la qual ∫alian arroyos de ∫angre que regaua el ∫uelo, y el coraçon mas duro, que diamante (120).

El caso o parábola, una especie de ficción histórica sobre la tran­ opularmente lo sustanciación de la misa, que con su concurso fija p que había oficializado el Concilio de Letrán (1215), se contaba habitualmente a los cristianos europeos desde una primera localización en 1290 en una casa judía de la Rue des Jardins en París, pasando por versiones fechadas en Bruselas (1369) y Nassau (1477) 27. “... e∫to hace dios con ∫u poder, i deuaxo de aquella apariencia de pan, e∫ta e∫∫e ∫u cuerpo: e∫to no lo vemos, pero hemoslo de creer a∫∫i, porque es verdad, i el mi∫mo Dios lo manda. De manera que aunque huela a pan, aunque ∫epa a pan, y aunque harte como pan, y pare∫ca pan, ya no es pan ∫ino el Cuerpo i Carne de Christo Dios” (1648: II, 26).

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hasta su ilustración en el políptico del Palacio Ducal de Urbino por Paolo Uccello entre 1467 y 1469, con el título del Milagro de la hostia (Schefer 2007). Pero no esperaríamos nunca encontrar este segundo asesinato fabulado “de las especies sacrificiales” católicas inserto en uno de los sermones de Roberto Belarminio, en la traducción al quechua para las homilías del Perú de Jurado Palomino. La parafernalia cruenta de la puesta en escena, las tremendas connotaciones antisemitas en las que el público indio no tenía porqué participar, traslada el odio medieval centroeuropeo por el pueblo deicida hacia espacios en los que el aberrante sacrilegio cumpliría otra finalidad: se trataba quizá de generar la suficiente precaución en los oídos nativos que, al inducir un terror sagrado alrededor del misterio eucarístico, secundara la lógica de la prohibición dictada. Porque era cierto que la Comunión figuraba como una cuestión nuclear del plantel dogmático de la Iglesia a la que no debía acercarse el neófito indígena sin incurrir en un pecado mayor: Que aquel Sacramento requiere aparejo en el que le ha de recebir: y ∫ino está aparejado como conuiene, antes ∫e convierte en muerte por ∫u culpa (Avendaño 1649: 12).

La doble condición de la Eucaristía, como un farmacon platónico, una medicina que sana a los limpios y envenena a los culpables —disposición dual de las drogas con la que el Tercero Catecismo ya la comparaba— le suma nuevos abismos intelectivos a la inefabilidad de su misterio: desde su cárcel de trigo, un dios escondido y polimorfo causa un mayor daño, un daño hasta la muerte, a los que lo devoran sin la devoción debida, sin la fe solicitada, sin propósito de enmienda o con una burla sacrílega28. Es cierto que los indios no eran ajenos a estos procesos de semiosis contradictoria, a esta oposición polisémica de rasgos. Es cierto también que esta última condición era una disposición general en la comunión de americanos y peninsulares y una advertencia crucial, 28. “...Porque si los toma de burla, ò por cumplir, y sin propósito de dexar sus pecados, en lugar de recibir gracia y salud del alma, recibe mayor daño y condenación. Como la medicina si no la toma el enfermo como conviene, en lugar de hacer provecho hace daño y aun le suele matar” (“Sermón X”, Tercero Catecismo 120).

Figs. 8.6, 8.7 y 8.8. Paolo Uccello. El milagro de la hostia profanada, Palacio Ducal de Urbino, Galeria Nacional de las Marcas , 1465-1469, .

Fig. 8.7.

Fig. 8.8.

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muy útil para desencadenar un más fundado temor. La propuesta de una oscuridad culterana, como componente importantísimo de la prédica evangélica —pero también de toda oratoria ideológica y reguladora— empezaba a obtener un sitio de privilegio en los púlpitos indianos. El más reputado sacerdote de la época, Antonio Viera, subraya el valor de lo ininteligible, de lo absurdo sobrecogedor, para mantener sujeto el corazón de los legos y gravar sobre él el poder de los imperios, el dominio de los cuales depende de que no se manifiesten sus misterios ni se rompa la cortina de sus mayores enigmas. La oratoria pastoral barroca se apuntará entonces a los beneficios de esta “gramática de la desaparición”, este “regimen de lo incomprensible”, un mecanismo de claroscuros expositivos que, insinuando lazos con la muerte, engendra una estética de suspense con la que capturar al espectador en el poder encantatorio de un sostenido secreto. Ahí radica además la lógica de vedar la total integración en él: asegurarse de que su nunca completo acceso produce una jerarquía natural entre los participantes, distribuye minuciosamente el poder entre los que lo administran, asegura todo la seducción vibracional de esta estructura mágica que selecciona a sus adeptos y que se aproxima, con todos sus fantasmas, a la modernidad espectral de nuestra contemporánea virtualidad sin objeto29. En cualquier caso, sabemos que esta política admonitoria del Corpus obtuvo resultados abundantes que refrendaron la inserción beneficiosa de altas dosis de tremendismo en una catequesis ya no necesariamente diáfana. Incluso contamos con las huellas de una recepción defectuosa del sacramento que lleva al indio a abstenerse voluntariamente de lo que la Iglesia vedaba en la retórica homilética: Aunque en e∫to de la Comunion les à pue∫to nue∫tro Señor un temor, y conceto muy grande, que aun ofreciendo∫ela a algunos, que parece podrían recebilla, no ∫e atreven, y no la piden ∫ino los que están bien in∫truidos en los mi∫terios de nue∫tra Fe30.

29. Tomo esta idea de proximidad barroca con lo que Serge Margel llama la actual sociedad espectral de su estudio La societé du spectral. 30. Y Arriaga comenta que solo unos pocos se preparan como conviene al sacramento. Pero “el común de los indios, como no ∫e les an quitado ha∫ta

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Es Arriaga el testigo, en su Extirpación de la idolatría, de esta consecuencia extrema de las prácticas de predicación que, disparadas más allá de lo que se pedía de ellas, conducen al celoso y extremo cumplimiento de un sustancial recorte, mediante ese definitivo y aceptado “festín sin banquete” en el que los indígenas optan por no participar.

hora ∫us Huacas, ni Conopas, ni e∫torvado ∫us fie∫tas, ni ca∫tigado ∫us abu∫os, ni ∫uper∫ticiones, entienden que ∫on compatibles ∫us mentiras con nue∫tra verdad ∫us Idolatrias con nue∫tra Fe, Dragon con el Arca, y Chri∫to con Belial” (1621: 47).

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1. A finales del siglo xvi, cualquier jesuita recién llegado al Perú se tropezaba con un paisaje desordenado de supersticiones, hechicerías y mitologías mal erradicadas. A ello venía a sumarse, en convivencia nunca bien resuelta, la proliferación temprana de reliquias, estatuillas, el excedente de exvotos y estampitas católicas con que celebrar un nuevo bautismo o inducir una fe más firme entre los postulantes. En su Extirpación de la idolatría cuenta Pablo José de Arriaga cómo, tras la misa del domingo, se catequiza y pregunta a los indios sobre la doctrina y se les premia con “ro∫arios, y imagines, de que conviene —aconseja el visitador— yr bien prevenidos” (1621: 82). Y en la anónima Historia general de la Compañía de Jesús se propone regalar también con ello a los niños que digan bien el catecismo en “la misma plaza” y a “la vista del pueblo”, en tanto medida propagandística que los jesuitas van a prodigar, toda vez que comprobaran su eficacia para reforzar la doctrina y mover a la confesión (Armas Medina 1953: 283). De hecho, Guamán Poma los representa repartiendo escapularios para colgar del cuello y ayudar al rezo, porque la relevancia de

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lo icónico en el Perú conduce a plantear una “­equivalencia entre civilización, cristianismo y posesión de imágenes”1. Por eso, los nuevos sacerdotes que viajan a América solían hacerse con una provisión de estas y transportar reliquias —debidamente acreditadas— en su equipaje desde Roma a sus múltiples colegios y misiones, encargando también a los libreros locales la impresión de grabados. Sabemos que el editor Antonio Ricardo, a petición de la Compañía, produce en Lima un número altísimo de figuras del Flor Sanctorum, santos, santas, apóstoles, en formato chico y grande, en pliego y de hisopo con diferentes asuntos. El éxito de estas reproducciones revela la fuerza persuasiva de que, en materia de conversión, se las siente dotadas, fuerza a las que ciertas prácticas ritualizadas van a contribuir. Cuando el obispo Manuel de Mollinedo y Angulo encarga una talla de la Virgen de la Almudena (1686) al artista nativo Tomás Tayru Tupac, le proporciona también una astilla del original en Madrid que, insertada en la cabeza de la nueva escultura, la convierte en relicario de la imagen milagrosa y garantiza, por contacto, por metonimia, la sacralidad de la copia (López Guzmán 2005: 42): curiosa técnica de descendencia artística y de legación de autoridad representativa, por la cual el continente primero, el original madrileño, se erige en matriz de un fortalecido poder traspasable, de una taumatúrgica heredada por parte del nuevo icono reproducido. Parecía así darse por supuesta una de las más claras virtudes de la imagen que consiste en su capacidad para contagiar efectos y extender conmociones, la habilidad comprobada de transferir emotividad pura sin mediación lógica. 1. Para López-Baralt que es la autora de la cita en el texto, este conocimiento de la postura contrarreformista por parte del cronista ladino no es tan extraña, “ya que entre 1565 y 1566 los decretos del tridentino se leyeron desde el púlpito de todas las iglesias del Perú por orden de Felipe II. Hay que contar también con que Guamán Poma se educó bajo la tutela de un sacerdote (su hermanastro), lo que probablemente lo hizo receptivo a las cuestiones eclesiásticas. Esta formación lo capacitó como indio ladino, que más tarde tendría acceso al círculo intelectual de la colonia, agrupado en torno al Tercer Concilio Limense. Por otra parte, las ventajas del arte de la memoria fueron divulgadas a través de uno de los libros que circuló en la década de 1580 en el mercado limeño: la Silva de varia lección, de Pedro Mejía (1540)” (1984: 102).

Fig. 9.1. Felipe Guamán Poma de Ayala. “Los P[adres] de la CONPAÑIA DE Jesús”. Nueva Corónica y Buen gobierno,635 [649], “El sitio de Guamán”, Det Kongelige Bibliotek, .

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Precisamente, la evangelización en las Indias aprovechará estas capacitaciones del imaginario para favorecer la difusión de la doctrina, incluso mucho después de la confusión e improvisación de los momentos iniciales, subsanados con la inmediatez comunicativa del dibujo. En un Perú absolutamente visual, este se reproducía y se diversificaba —y reproducía los sistemas para esa diversificación—, colonizando con toda su fuerza inductiva y su presencia mágica aquellas tierras solo levemente convertidas. 2. La imitación casi literal de grabados religiosos, sobre todo flamencos, por parte de artistas nativos y de escuelas locales no deja lugar a dudas, tras ser documentada por el Project on the Engraved Sources of Spanish Colonial Art (PESSCA) que, con sede en la Universidad de California-Davis y en la Pontificia Universidad Católica del Perú, rastrea las fuentes centroeuropeas del arte americano durante la colonia. En concreto la Evangelicae Historiae Imagines, publicada por Plantin en Amberes en 1593, se difunde por toda la cristiandad, alcanzando incluso a los neófitos en Asia, ya que había sido alentada por el propio San Ignacio cuando conmine a su autor, el padre Jerónimo Nadal, a iluminar el Nuevo Testamento con semblanzas, meditaciones y dibujos alusivos, hasta un total de 153.2 En Perú también monopoliza el horizonte perceptivo de las representaciones catequéticas, desbordándolas ampliamente al circular en el ámbito letrado, en el sofisticado y erudito entorno de la Lima manierista, como admirada y loable manifestación de la fe. Sabemos, por ejemplo, que era intención de Diego Mexía de Fernangil, alma y promotor de la Academia Antártica, ilustrar poéticamente los grabados de la obra. Al menos 159 de los poemas de la segunda parte de su Parnaso se escribieron con esa finalidad, quizá con la pretensión de emular la Humanae Salutis Monumenta de Arias Montano, cuyas setenta y dos odas versifican ilustraciones de la Biblia, “desde Adán hasta el Juicio Final de 2. El proyecto reunió a artistas diversos, los más señalados de las imprentas flamencas: Gian Battista Fiammeri, Bernardo de Passeri y Maarten de Vos diseñaron las imágenes y efectúan el grabado, Hieronymus y Jan Wierix, Charles Mallery o Jan Collaert (Mesa y Gisbert 1982: 103).

Fig. 9.2. Jerónimo Nadal. Evangelicae Historiae Imagines. Antuerpiae: [Plantin Moretus], 1593. PESSCA (Project Sources of Spanish Colonial Art): 1131A/1131B, .

Fig. 9.3. Benito Arias Montano. “Última Cena”, Humanae Salutis Monvmenta Bariae... Antverp: Christoph Plantinus, 1571 (BNE).

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Jesucristo” y le promueven con ello a “nuevo Horacio christiano, muy superior por este título al Horacio gentil”.3 Aunque el proyecto inicial de Diego Mexía no se cumpliera4, estamos hablando de una presencia múltiple de lo visual, ya que no solo el grabado aislado o la estampa de culto experimentan traslados directos a nuevas localizaciones en el cuadro, el retablo, el fresco o la estatua: cualquier forma de iconicidad encuentra su reciclado en otros emplazamientos que no son los estrictamente plásticos. La imagen se reitera en toda la variedad y espectro de los usos que para ella prevé el Renacimiento. Y por descontado, en el virreinato del Perú, intervendrá con suma eficacia, inmiscuida en medio de sermones, catecismos, literatura pastoral, crónicas religiosas; o bien —lo que es ahora nuestro asunto—, bajo la subespecie de divisas, jeroglíficos, símbolos o empresas, nombres distintos para significar ese potente artefacto de la didáctica y de la moralia del humanismo en que se convertirá la emblemática. No es el lugar aquí para ofrecer las variantes que dicha nomenclatura encierra, pero sí para insistir en el estrecho vínculo que, en esos casos, se estipula entre signo e icono, surgiendo aquel como naturalmente de este, el uno en calidad de écfrasis del otro y de su relato más íntimo. Las estrategias complejas y elegantes de este género renacentista se colocan a disposición de una utilidad americana, acomodándose al fin al que coadyuban, en perfecta consonancia con el mensaje que transmiten y moldeadas según la coyuntura que las solicita en una inteligente operación traductora.5 Y aunque es difícil datar la llegada al puerto del Callao de los ejemplos más señeros de dicha retórica, Mujica Pinilla constata que a partir del xvii se han tenido que ver y manejar las láminas y divisas de, al menos, el Emblemata 3. Es su traductor en el xviii, Feliú de San Pedro, quien así lo califica (1774: iii). 4. Aconsejado por amigos, decidió no seguir el diseño original y añadir cuarenta y siete sonetos sobre episodios de la vida de Cristo que Natal no había considerado (Rodríguez Garrido 2005: 308). 5. Igual que en Europa, en América esta cultura emblemática rebasará el libro impreso para proyectarse “hacia todas las manifestaciones artísticas, ya fuera arte de calidad o popular, provisional o perenne, político o religioso, público o privado” (Míguez 2012: 110).

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evangélica (Amberes, 1585) de Hans Bol, o de la mística amatoria como el Amoris Divina Emblemata (1600) de Otto Van Veen (o Vaenius) según constatan “series pictóricas para la catedral del Cuzco o el convento de Santa Teresa de la misma ciudad” (Mujica Pinilla 2016: 19). Ambos resultarán de referencia obligada para los artistas nativos y los artesanos locales, incluso aventajando títulos sobradamente manejados como la Schola Cordis de Benedictus van Haeften, las divisas sagradas de Le Moine, los Pia Desideria de Hugo Hermann y toda la emblemática moralizante de Jacob Bonitz o de Johann Mannich. La vida religiosa en el virreinato del Perú, por tanto, y las exigencias de la salvación indígena harán uso de las grandes dinámicas de la inteligencia humanista, esto es del diálogo, el emblema, la empresa, el mito, la alegoría, del modo y maneras simbólicas, en definitiva, por las cuáles, como diría Peter Burke parafraseando a Erich Auerbach (2016: 38), “una cosa real se transfiere a otra también real”. 3. Precisamente en tanto foco de un despliegue mayor, el emblema aparece profusamente empleado en aquellos altares consagrados a la Eucaristía, que habíamos mencionado previamente6, jalonando con ellos la composición dramática El dios Pan, escrita y recogida por Mexía de Fernangil en la segunda parte de su Parnaso y que, dialogada, resultará de equívoca, o por lo menos conflictiva, ejecución teatral. Dada a conocer por Riva Agüero en 1914, que fija su puesta en escena para una fiesta del Corpus Christi en Potosí (1962: 161), fue Rubén Vargas Ugarte el que la edita dentro del volumen de 1943 donde recupera antiguo teatro peruano, estableciendo entonces su pertenencia al modelo de égloga pastoril, fijada por Juan de Encina (1974: 10). Una pertenencia, sin embargo, que críticos como Grínor Rojo y Kathleen Shelley (1982: 334) discuten, dadas las características irrepresentables de la pieza: sus dificultades y alardes escenográficos, la magnitud del decorado que implica, las multitudes ­congregadas por la fiesta que las acotaciones prescriben 6. Véase el capítulo 8 de este libro.

Figs. 9.4 y 9.5. Oton van Veen (Vaenius). Amoris Divinis Emblemata Studio et Aere. Antuerpiae: Ex Officina Plantiniana Blathasaris Moreti, 1660.

Fig. 9.5.

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y los complicados movimientos espaciales de los personajes, cuyo carácter grecolatino los sitúa próximos a la lírica de Garcilaso más que a la de Encina, así como lo deliberativo de sus parlamentos que inclinan a Rodríguez Garrido a adscribirla dentro del diálogo humanista con un claro sentido evangelizador.7 Porque, si bien sus destinatarios serían los cultos lectores que conforman la Academia y el pequeño círculo de sus admiradores, antes que el variopinto “auditorio propio del drama religioso”, hay en ella numerosos coincidencias con el interés moral y político, de impulso de la doctrina cristiana y de defensa del sacramento central de la Comunión, que el propio Diego Mexía expresó claramente en la “Epístola a Diego de Portugal”, a quien la égloga se dedica y que Rodríguez Garrido considera complementaria: La dedicatoria ofrece, en síntesis, una mirada crítica y desoladora sobre el gobierno español en el Perú (...) y coloca finalmente el culto contrarreformista de la Eucaristía, tan unido a los ideales de la Corona de España, como eje de recuperación del papel espiritual que debiera corresponder a esta nación en el Nuevo Mundo (...) (2005: 313).

De hecho, uno de los altares que en la égloga se describen se corresponde con la empresa que Paolo Giovio, en el más importante tratado del género 8, asignara a Carlos V; salvo que, en lugar del águila bicéfala en medio de las columnas del “Plus Ultra”, “el pueblo devoto” —destaca Mexía (54)— ha colocado el pan de la comunión cuya difusión y vigilancia debería ocupar la primera de las intenciones imperiales.

7. Para esta cuestión y toda la bibliografía que ha despertado, resulta imprescindible el artículo de Rodríguez Garrido al respecto, donde, con la claridad que le caracteriza, demuestra fehacientemente la imposible teatralización de la pieza que, pensada probablemente para su lectura, trasladaría elementos de la égloga pastoril y virgiliana dentro de su adaptación renacentista por Garcilaso. Todo ello no impide que el texto sitúe referencias a su tiempo y su lugar y ofrezca en momentos de exacerbación antiidolátrica la convicción de su autor en una religión menos represora que persuasiva mediante el ejemplo y la compasión. Véase Rodríguez Garrido (2005: 310-315). 8. “Il Dialogo dell’Imprese del Giovio avrebbe potuto citarse con assai più convenienza como il libro típico sull’argomento” (Praz 2014: 203n).

Fig. 9.6. Paulo Giovio. Dialogo de las Empresas Militares y Amorosas compuesto en lengua italiana... nuevamente traduzido en romance Ca∫tellano por Alon∫o de Ulloa. Impresso en Venecia: por Gabriele, s.f. (BNE).

Fig. 9.7. Sebastián de Covarrubias Horozco. Emblemas morales. En Madrid: por Luis Sánchez, 1610 (BNE).

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La insistencia en el lazo que de este modo se constata entre monarquía y sacramento, a cuya protección aquella está obligada, se erige en tanto manifestación temprana de la temática de la defensa de la Eucaristía que en la pintura cuzqueña va a adquirir relevancia unos años más tarde e incluso presidir las arquitecturas efímeras de las celebraciones populares, según testimonian los lienzos del ciclo del Corpus en Cuzco, custodiados hoy en el Museo Arzobispal de la ciudad. Se trataba, sobre todo, de un conjunto ornamental frecuente en los altares efímeros de las ciudades peruanas, no solo de las pinturas y frescos, organizado siempre de forma parecida: el rey de turno, espada en mano y asistido por un santo preclaro, se encara contra los turcos y moros que intentan profanar la custodia. La composición se convertirá en motivo iconográfico de reivindicación criollista cuando quien la sostiene es la primera santa americana, Rosa de Lima, con el monarca español a su lado, empeñado en protegerla del ataque musulmán9. Por lo tanto, quizá Diego Mexía estaba relatando algo que él mismo había visto, pero lo cierto es que la genuina preocupación que parece guiarlo en la cuestión de esta responsabilidad española en cuanto al bautismo de los indios del Perú, le llevará —como insiste Rodríguez Garrido— a discutir incluso el modelo evangélico adoptado para ello. Discusión que, en su caso, se coordina perfectamente con lo que eran también los mayores objetivos de la Iglesia peruana en el momento: fomentar la campaña de extirpación de idolatrías para arrancar completamente las antiguas prácticas y supersticiones autóctonas, y mover mediante la persuasión a conversiones convincentes e instruidas. De este modo, menos égloga que auto religioso, El dios Pan pretende recordar a los españoles lo que debería volver a ser el único objetivo de su presencia en las Indias, el sagrado propósito adoctrinante para cuyo cumplimiento Diego Mexía, tradicionalmente considerado un autor poco comprometido con la población nativa y con la suerte indígena en materia de fe, empleará las técnicas más

9. Mujica Pinilla 2007: 176. Véase también Montes 2011.

Fig. 9.8. Anónimo cuzqueño. “Paso de las cofradías de Santa Rosa de Lima y la Linda de la Catedral”. Procesión del Corpus Christi (atribuido a Basilio de Santa Cruz Pumacallao), ca. 1675/1680, Museo Arzobispal de Cuzco.

Fig. 9.9. Anónimo cuzqueño. “Altar de la Última Cena”. Procesión del Corpus Christi (atribuido a Basilio de Santa Cruz Pumacallao), ca. 1675/1680, Museo Arzobispal de Cuzco.

Fig. 9.10. Anónimo cuzqueño. Defensa de la Eucaristía con Santo Tomás de Aquino, ca. 1680/1700. Iglesia de San Pedro, Lima.

Fig. 9.11. Anónimo cuzqueño. Defensa de la Eucaristía con Santa Rosa como soporte, ca. 1680/1700. Colección Sucesión Celso Pastor de la Torre, Lima.

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señaladas del humanismo que profesa.10 Por lo mismo, esta vocación humanista de la que hace gala no se perfila en sus manos solo como una sofisticada ideología a la moda, una marca de distinción elitista ni una ocasión de exhibicionismo erudito, sino como un trabajo de readaptación de contenidos antiguos y de traducción a necesidades nuevas. 4. Para empezar, la égloga se concibe como una acordada conversación entre un cristiano, Melibeo, y un pagano, Damón, que caminan por una urbe engalanada para la celebración del Corpus Christi, la mayor de la religiosidad virreinal, como veíamos en el capítulo anterior. Ambos personajes, durante su recorrido, discuten el significado teológico y profundo de la fiesta a partir de los altares y adornos levantados en las cuatro esquinas de la plaza principal. El idólatra ha acudido allí movido por un “impulso interior” que lo señala entonces como merecidamente sensible al mensaje evangélico, desgranado poco a poco, a medida que Melibeo explica el simbolismo de las imágenes expuestas, todas referidas en su complejo engranaje a la Última Cena y al sacramento instituido en ella. Cuando el pagano ofrece la contrapartida de estas imágenes dentro de su propia idolatría —“otra gran fiesta/ que se parece a la vuestra” (40)—, el contraste entre ambas manifiesta la extravagancia anormal de su politeísmo, frente a la delicadeza estética de los misterios católicos. La distancia, de este modo puesta de relieve, que va de culto a culto subraya cuán sin tino es, en comparación con la verdad cristiana, “admirar a dioses de mentira” y actúa como la más evidente de las propagandas. Ocurre justo al arrancar la pieza, en la semblanza de la deidad griega, agreste y salvaje que la titula, y cuya loa, enunciada por Damón, parece seguir la descripción que Alciato le había dedicado en calidad de símbolo del poder de la naturaleza y los instintos. 10. Alicia de Colombí-Monguió insiste en que la adscripción de tantos escritores de Indias al discurso humanista fungió como su marca de identidad en tanto miembros de hecho y de derecho en la respublica de los studia humanitatis, ciudadanos de ese prestigioso humanismo que, no conociendo fronteras europeas, con ellos aspira a hacerse intercontinental (2000b: 75).

Fig. 9. 12. Andrea Alciato. “La fuerza de la Naturaleza”, Los emblemas de Alciato. Traducidos en Rhimas Españolas. [Trad. de Daza Pinciano]. Lyon: por Guillelmo Rovilliu, 1549 (BNE).

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Igual que hace el famosísimo Emblemata Libellum, los versos de la égloga insisten en los cuernos que coronan la frente de la divinidad, dedicados a “Febe y a la Luna”, en su pelo áspero o su sudor amargo, en los pies “hendidos y cabríos”, en la “churumbela de canutos/ desiguales y enjutos...” que es su instrumento musical, en la “esfera violenta” de la que es seña y en sus celebraciones Lupercales, “que no son castas ni honestas, pues, en cueros/ los sacerdotes fieros, por la aldea/ corren”.11 El Pan vuestro —insiste Melibeo (49)— es un monstruo siniestro, imaginado. Es un disparatado fingimiento. Es Dios, sin ser aliento, es un fingido bulto que nunca ha sido, es aparente disparate de gente ciega y ruda.

Por el contrario, “el verdadero pan” es el Jesús que se dona en el sacrificio de la misa y en su transustanciación en la materia que le une al dios de los pastores y los bosques. La homofonía del término permite los juegos estilísticos en los que la égloga abunda y a los que igualmente se entregan otros dramas y autos de insignes autores barrocos: “pan cuyo olor y color/ siendo de pan y sabiendo/ a pan, no es pan: no lo entiendo/mi fe lo entiende mejor”12. 11. Doy la cita completa del parlamento de Damón: “... festejamos/ al dios Pan que adoramos: cuya alteza/ la gran naturaleza representa/ y esta esfera violenta encierra toda.// Con cuernos se acomoda este mancebo/ por los cuernos de Febe y de la Luna,/ su tez sin mancha alguna resplandece/ porque el fuego parece: en barba es larga/ por el aire: y amarga el sudor nuestra/ por ser del mar la muestra y en el pecho/ un astro le fue hecho por las bellas/ luces de las estrellas: tiene el pelo/ áspero por el suelo y vegetales/ y por lo animales: los pies fríos,/ hendidos y cabríos, por la tierra/ que densidad encierra: y con la boca/ la churumbela toca de canutos/ desiguales y enjutos, por modelo/ del gobierno del cielo y su armonía/ Arcadia le servía y allí es fama/ que Arcadio, Pan se llama: es de pastores el Dios: y sus honores festivales/ se llaman Lupercales: y sus fiestas/ no son castas ni honestas, pues, en cueros/ los sacerdotes fieros, por la aldea/ corren” (1974 [1615]: 48-49). 12. “El olfato huele pan/ y pan ambos ojos ven/ y el gusto gusta también/ de este pan o mazapán,/ y que pueda tanto amor/ que este pan esté encubriendo/ a Cristo, yo no lo entiendo/ mi fe lo entiende mejor” (Mexía 1615: 55). Entre los títulos que tratan también de este dios, en su relación homofónica con la Eucaristía, baste mencionar El peregrino en su patria de Lope de Vega o El verdadero dios Pan de Calderón.

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En realidad, la continuidad entre los dos —Cristo en tanto sucesor virtuoso de la rareza profana del fauno— lo había legitimado la empresa “Natura” de Alciato y el estudio en latín, más filológico que moralizante, que Sánchez de las Brozas le dedica en su edición de Lyon de 1573.13 Ahí, El Brocense recuerda la leyenda de Plutarco en torno a cierta voz anónima que, a la altura de las Islas Echinidas, grita la noticia de la muerte del “gran dios Pan”, justo la fecha de la crucifixión de Jesús en el Gólgota. Tamo Varón de Egypto, gobernador de la nave que viaja hacia Paxos, escucha en la noche una voz que le llama por su nombre en varias ocasiones: ... y hablando un poco mas alto el que le llamaua, quien quiera que era, dixo con mas alta voz. Quando huuieras llegado a los Palodes, diras estas palabras. El gran Pan es muerto. Oydo esto, dezia, Epyterses que todos quedaron pasmados y casi fuera de si. (...) y llegando a Palodes faltoles el viento, de manera, que en ninguna manera podían mouer el nauio a una parte ni a otra. Visto esto vuelto Tamo desde la proa a tierra conforme a lo que se le auia mandado dixo. El gran Pan es muerto. Apenas fueron dichas estas palabras, quando fueron recebidas con gran llanto (...) Hasta aquí son palabras de Plutarco. Eusebio dize que sucedió esto, quando Christo Salvador nuestro padeció muerte y passion, siendo Emperador Tyberio Cesar, el qual quitò con su muerte la vida a todo genero de demonios y del que se puede decir que es el verdadero Pan, autor, y conseruador de toda la naturaleza (López 1615: 375-376).

De este modo, la divinidad de los sátiros y los pastores, la más extraña y menos reivindicable entre las advocaciones del panteón latino por la desmesura de su conformación anatómica, se legitima dentro de la iconografía crística al anunciar, entonándolo, el fin de las prácticas idolátricas que se le profesaron y el comienzo de la fe verdadera que lo exilia: un tipo de traspaso en el que la situación 13. El Emblemata Libellum de Andreas Alciati goza de una fama casi inmediata. Para el ámbito hispano la traducción se retrasa más que en otras lenguas, siendo la primera versión la de Daza Pinciano, que omite precisamente el emblema 97 correspondiente a Natura. Pero El Brocense lo rescata y comenta, como también lo hará Claudio Minuis, este último muy por extenso. La siguiente edición importante, donde se incorporan los comentarios de Sánchez de las Brozas, pertenece a Diego López. (Sebastián)

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eclesiástica peruana se sentiría tan concernida como interesada. Lo curioso es que este lavado de cara que garantiza e integra el mito grecolatino, en calidad de precursor del mensaje eucarístico, se obtiene no a partir de un esfuerzo dentro de la literatura pastoral o la catequesis preceptiva, sino desde una escritura totalmente ajena, la composición emblemática, que estaba reivindicándolo para sus propios fines de exaltación de la antigüedad pagana. La utilización del emblema fuera de su ubicación natural era una práctica instituida a partir del éxito sin precedentes de Alciato y de sus numerosos seguidores en todas las lenguas y en todas las variedades simbólicas, morales, amorosas, divinas o militares que pueda imaginarse: algo que hace del género una categoría mimetizable y abierta, con flexibilidad demostrada para la mutación, el pluriempleo y la diversidad. Lo que Diego Mexía monta, sin embargo, es un reciclado a gran escala, en el que los componentes emblemáticos se intervienen y escenifican mediante el concurso de diferentes voces de la obra: si la pintura, o alma de la divisa, se levanta en la cúspide de un altar, Damón lee el mote y Melibeo profundiza en la explicación del mismo, mientras se entona un villancico que redondea la significación del conjunto. Los emblemas parecen encarnar por tres veces o en las tres direcciones de su naturaleza tripartita: se miran, se escuchan, se comprenden. La condición tridimensional, así cumplida, parece cooperar con su despliegue a la expresión de los principales problemas que tendrá que encarar la conversión plena del Perú. 5. Sin embargo, nada más conservador y garantista que el género emblemático: se supone que entre lema y pintura, entre el cuerpo y el alma de la empresa, se entabla una relación directa que los sitúa a ambos dentro del mismo campo ideológico. Ante la visión inmovilista y extrahistórica que propicia el género, máquina para la defensa de una moral que se esgrime eterna e invariable y respecto a la cual toda alteración se percibe como anamorfosis, Fernando Rodríguez de la Flor reclamaba un esfuerzo de detección de los códigos de clase que funcionan en él y de las dinámicas de exclusión

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ideológica que suscriben, junto con los valores epocales y publicitarios a los que apoyan.14 ¿Cuál sería entonces la específica y particular codificación a la que pretendería ayudar Diego Mexía con las manipulaciones que su obra perpetra dentro del acervo de la emblemática? Si repasamos los símbolos, motes, villancicos e imágenes de la égloga encontramos una connivencia totalmente diseñada con puntos polémicos de la política eclesiástica en el Perú. Hasta parecería erigirse en defensa del dogma eucarístico, pero con incidencia en sus vertientes más controvertidas, excluyentes y disuasorias. Dos empresas en concreto resultan especialmente “restrictivas”: la del lince con anteojos que aparece sobre un altar dedicado a la Natividad y la del águila que obliga a sus polluelos a mirar directamente al sol. Dentro de la Hieroglyphica de Horapollo (83) —precedente del Emblemata Libellum— se registra al halcón como símbolo de Dios porque sus ojos pueden aguantar la visión continuada de los rayos solares 15. También lo encontramos en Piero Valeriano y en numerosísimos libros de empresas —Juan de Borja, Joachim Camerarius, Capaccio, Covarrubias en su Tesoro o Aldrete en su Del orígen de la lengua castellana…—, pero es en la Iconografía de Cesare Ripa donde sus crías, al soportar de frente la luz, ponen a prueba la fortaleza de su vista.16 14. “Es la ocasión, pues, de temporizar esta emblemática; de darle circunstancia, sentido de la utilidad real y marco a aquello que superficialmente parece siempre remitirnos a valores eternos e inespecíficamente situados en una dimensión extrahistórica. Al contrario de lo que hasta aquí ha sucedido, es el momento para esforzarse en demostrar en tales obras la pertenencia al código de clase, aristocrática, nobiliaria, que lo utiliza como moneda de circulación interna del territorio mental y físico que domina” (Rodríguez de la Flor 2012: 118). 15. Para Alciato, el águila está asociada a lo divino, al volar alto y obtener clarividencia y perspicacia de su proximidad al sol. Es muy conocido el emblema en que aparecen Ganímedes y el ave que le trasporta al cielo y que es el mismo Cristo, mientras el joven escanciero de los dioses pasaría a ser San Juan. 16. “En cuanto al Águila, es ave que tiene por costumbre, como sostienen numerosos y diligentes observadores, poner siempre sus polluelos a la vista del Sol a causa de su temor de que le cambien alguno: mas finalmente, si ve que se quedan inmóviles y tranquilos, soportando debidamente el esplendor de sus rayos, los acoge y alimenta con el fin de criarlos; actuando de la manera contraria y alejándolos de sí, como extraños y espurios, si acaso no soportan la visión indicada” (Ripa 2007: II, 302).

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Encima aquella nube ¿un águila no sube? Su polluelo ¿no encarama hasta el cielo y lo examina y opone a la divina ley de aquella hostia divina y bella y al pie, atado, no lleva el mote orlado? ¿Así los prueba? (2007: 58).

Esta es la empresa que señalamos en el capítulo anterior, mediante la cual la iglesia comprueba la preparación de cada comulgante al poderoso fuego de la Eucaristía, “por ver si se deslumbra, duda o niegue/ quien a este pan se llegue” (59). El otro emblema citado no es menos amedrentador y admonitorio. La mirada agudísima, según la tradición clásica, del lince se cubre con gafas negras, parecidas a las empleadas por los jesuitas para favorecer la visión interior contra el sol cuzqueño, que fungen en tanto adminículo defensivo frente a aquellos que acuden al Sacramento sin la unción apasionada que las lentes representan. Diego Mexía alerta que la comunión daña y ciega para siempre a aquel, de lábiles creencias, que la profana con una postura altiva y poco dócil: ...y así el remedio desto y más decente es muy humildemente a nuestros ojos poner unos antojos de fe viva conque el alma aperciba, alcance y vea a Cristo en pan y crea al mismo Cristo17.

Ya habíamos visto cómo el desacato de comulgar sin la preparación necesaria fue un serio motivo de preocupación para la legislación conciliar en el virreinato del Perú, cuando intente pautar la comunión de los indios, induciendo en sus conciencias un terror sagrado con el que ellos mismos secunden la lógica de su restricción. 17. Los versos inmediatamente anteriores a esta referencia reiteran: “Admira tal figura:/ que el lince tiene pura y fuerte vista/ y penetra y conquista la mirada/ y así no acertado en ojos tales/ poner antojos./ Sales del intento/ del Santo Sacramento, al cual si llegas/ con vista altiva, ciega vista humana/ por sí (cosa es muy llana) no da potencia/ para ver la excelencia incomparable/ desde pan inefable y cegaría/ si con necia porfía lo mirase/ y a escudriñar llegase el modo, el arte/ con que está en esta parte Cristo puesto” (Mexía de Fernangil 1974: 56).

Fig. 9.13. Joachim Camerarius. Symbolorum Emblematum ex Animalibus Quadrupedibus. [Leipzig] : [typis Voegelinianis], 1595. (UCM, Hathi Trust Accesibility).

Fig. 9.14. Andrés Ferrer de Valcedebro. Gobierno general, moral y político. Hallado en las fieras y animales sylvestres. En Barcelona: en Ca∫a de Cormellas por Tomas Loriente, 1696 (BNE).

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Porque era cierto que el Santísimo Sacramento figuraba como una cuestión nuclear del plantel dogmático de la Iglesia a la que no debía acercarse el neófito indígena impunemente a riesgo de que el pan de vida que es Cristo, se convierta en sus labios en veneno. Hombre come a Dios en pan mas come de culpa ajeno, que si Pan es para el bueno para el malo es solimán (Mexía 1974: 59).

A esta normativa concreta de la administración de la comunión, con la que los emblemas de El dios Pan van a colaborar, se suma sin embargo otro aspecto no menos acuciante que la égloga promociona, aspecto exclusivo de la evangelización indígena que compete también al régimen de esa mirada intervenida, interpuesta entre el indio y su asunción de la fe. Lo importante de este segundo aspecto es que serviría a cuestionar los límites y consecuencias de aquella misma política de restricción y vigilancia asumida por los sacerdotes. 6. Por tanto, como retrata la sagacidad de Guamán Poma en el dibujo con que abríamos este capítulo, tenemos santos padres jesuitas, caritativos y entregados, que recorren el Perú cambiando las huacas y estatuas diabólicas del paganismo por los escapularios y estampas a sus nuevos doctrinantes. Sobre el mapa del virreinato se cruzan mareas de iconos, sin que se asimilen los segundos ni se destierren del todo los primeros. La circulación de imágenes incluye el intercambio de significantes y el vaciado de los significados, la sustitución pertinente de ambos o la creación de nuevos lazos que el signo tienda con instituciones también nuevas. El proceso no fue equilibrado ni pacífico, sino desigual, belicoso y, a su vez, objeto de protección por el sistema mismo de vigilancia que lo imponía, consciente de que ese traer y llevar de imaginarios, ese flujo de formas, desempeñaba el más alto papel conquistador y la función mediadora más eficiente18. 18. “That is, Western religions have often embraced the idea of spreading their representations while resisting the possibility of free movement of alternative

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La confusión iconográfica que arrastró consigo se perpetuaría, no obstante, durante todo el xvii y llegaría a compararse, por su irregularidad, con la situación del pueblo elegido en Egipto. También allí los sometidos habían caído en manifestaciones reprobables, adorando becerros y formas inventadas y provocando la prohibición de Moisés de retratar el rostro de dios: una prohibición histórica que el impulso de las artes renacentistas y el pingüe negocio montado en torno a los objetos eclesiásticos pudo sortear hábilmente. Si el primer concilio celebrado en Lima tuvo que preocuparse por cuestiones inmediatas, el segundo y, sobre todo, el tercero —impulsado por el nuevo y concienzudo virrey Francisco de Toledo— aplican la recién aprobada normativa para la ritualidad católica y, por lo tanto, los protocolos visuales de la devoción que se acordaron en el Concilio de Trento19. De este último, normas literales, en especial en cuanto a tratamientos de imágenes de culto se refiere, fueron trasladadas por el sínodo limense a las diócesis de su competencia: normas a las que se añadiría la redacción de un sermón, el xix, donde se reprenden “los hechiceros, y sus supersticiones, y ritos varios” y se aplica una medida sin precedentes. En concreto en el párrafo final se incorpora una recomendación que afectará a los objetos de culto e intentará regular su uso y manejo: symbolic systems within the already-established spheres of their influence. There is almost no authentic reciprocity in the exchange of representations between European and the peoples of the New World, no equality of giving and receiving. (...) The rhetoric of absolute blockage is everywhere in the discourse of early modern Europe, but the reality is more porous, more open, more unsettled than it first appears. Any element in the structure of a culture is a potentially up for grabs. Any idea, however orthodox, can be challenged. Any representation can be circulated. And it is the character of this circulation —secret or open, rapid or sluggish, violently imposed or freely embraced, constrained by guilt and anxiety or experienced as pleasure— that regulates the accommodation, assimilation, and representation of the culture of the other” (Greenblatt 1974: 120-121). 19. Las disposiciones del Concilio de Trento se difundieron los domingos desde los púlpitos de las iglesias peruanas, de acuerdo con lo establecido para las Indias por una pragmática de Felipe II. Pero, además, a través de un contrato de 1583 puesto de relieve por Irving Leonard, se sabe que, al menos doce ejemplares de las actas del Concilium Tridentinum, circularon en Lima, ya que ese número fue encargado por el librero limeño Juan Jiménez del Río a Francisco de la Hoz, cuando este se dirigía a España (López-Baralt 173).

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Hijos míos —exhorta el sermón recogido en el Tercer catecismo a los indios de la doctrina—, muy diferente cosa es lo que hacen los cristianos, y lo que hacéis vosotros. Los cristianos no adoran, ni besan las Imàgenes, por lo que son, ni adoran aquel palo, ó metal, ó pintura: mas adoran a Jesu Christo en la Imàgen del Crucifixo y à la Madre de Dios nuestra Señora la Virgen María en su Imàgen, y a los Santos también en sus Imàgenes: y bien saben los Cristianos que Jesu Christo, y nuestra Señora, y los Santos están en el cielo vivos, y gloriosos, y no están en aquellos bultos, ò Imàgenes, sino solamente; pintados, y asì su corazon lo ponen en el cielo donde està Jesu Christo, y sus Santos (259).

La advertencia del texto pudiera tomarse por un traslado más de las normas trentinas al espacio de las Indias, sino fuera porque, a lo largo del virreinato y según las Cartas Anuas que los jesuitas acostumbraban remitir a la casa central, a partir de cierto momento se percibe la indianización del culto católico en sectores muy populares, al tomarse elementos de aquél y utilizarse idolátricamente20. Resultaba habitual la denuncia a hechiceros andinos que habían invocado en su ayuda al apóstol Santiago Illapa, el Santiago señor del Trueno, para que, montado en su caballo blanco, les instruyera en el uso profético de la hoja de coca. Durante esas apariciones, comportándose como una de sus divinidades prehispánicas, el Santo recomendaba no vestir a la española, no concurrir a la misa ni rezar el rosario (Esquivel Navia 1980: 223). Este tipo de confusiones, algunas verdaderamente alarmantes como las que denuncia Ávila en Huarochirí, llegaron a mezclar representaciones o a suplantar unas por otras, a pintar sus ídolos “con las figuras, y Imagines del Señor, de la Virgen, que e∫tauan en la Igle∫ia”21 y a reclamar en contrapartida de los sacerdotes una

20. Para Mujica Pinilla (2005: 105) fueron prohibiciones muy radicales del culto, como las adoptadas por Mollinedo en el siglo xviii, que afectaban sobre todo a los usos jesuitas las que promovieron estas variantes indígenas en la manipulación de imágenes sagradas. 21. La cita de Ávila que encabeza este capítulo es sobrecogedora, pero merece ser reproducida íntegra: “En e∫te pueblo de Huarocherì, hazian fie∫ta à Pariaccacca, y otros Idolos, repre∫entandolos con las figuras, y Imagines del Señor, de la Virgen, que e∫tauan en la Igle∫ia, y à Chri∫to Señor nue∫tro llamauan ellos con nombre de Idolo, y lo mi∫mo à la Virgen” (96r).

10. Emblemas que adornan un altar del Corpus

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retórica cisoria que implantara la discriminación entre unos y otros empleos, entre formas más o menos implicadas de adscripción icónica de sentido: De ninguna manera —insiste Francisco de Avila con la redundancia que le caracteriza— quando en las Ymagines viereys pintada la paloma, ò el Cordero, no digais, que los Chri∫tianos los adoran, porque aquello ∫e pone en e∫∫a figura para ∫olo dar a entender el Euangelio. Pero ∫i uno dixe∫∫e e∫ta paloma repre∫enta el E∫piritu Santo, y e∫te cordero a Iesu Chri∫to, pues a e∫∫os que a∫si ∫on representados quiero adorar, bien haria. Pero no à la mi∫ma paloma, ni al cordero, porq e∫∫o ∫eria gran pecado (1648: 117-118).

Y en efecto la gravedad de la situación aconsejaba adoptar medidas especiales y parecía obligar no solo a la vigilancia en la utilización de las imágenes, sino al control añadido sobre la interpretación de las mismas: así, el curioso párrafo del sermón xix estaría introduciendo una inédita preocupación exegética hacia mecanismos nuevos y reguladores de comprensión y sentido con los que poder manejar la veneración ofrecida a pinturas católicas respecto a la adoración que el indio destinaba a sus huacas. Si aquellas fungían como simples retratos y mediadores, estas —las huacas y apus y deidades regionales— no representaban sino que encarnaban a los mismos dioses, lo que hacía inevitable diferenciar para siempre los dos regímenes de la imagen, en cuanto icono recomendable o en cuanto ídolo punible. La frágil frontera entre los dos era traspasada continuamente por los recién bautizados y, lo que era más peligroso, por los cristianos viejos en cuyas manifestaciones de ritualidad los indios no veían tampoco las cosas claras. Por eso, cuando se les reprochaba las deficiencias de su conversión, los incas replicaban con un argumento irreprochable “y a∫si dizen, que las Huacas de los Viracochas ∫on las imagines, y que como ellos tienen las ∫uyas tenemos no∫otros las nue∫tras, y e∫te engaño y error es muy perjudicial” (Arriaga 1621: 47): argumento que encontramos esgrimido por el propio Inca Titu Cusi Yupanqui en diálogo con su confesor hacia 1579, remarcando el parecido entre la admiración que despiertan las telas de santos

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con la deificación de formas, figuras y materias autóctonas.22 Si bien la evangelización se había beneficiado de la iconografía como potente motor de conversiones, esta nueva sensibilización hacia la peligrosidad de la imagen era fruto de la entrenada percepción jesuítica que conocía por experiencia de su fundador las posibilidades emotivas y teológicas de la mirada, pero sobre todo su latente capacidad de rebeldía. Y esto que, fue punto de fricción en Trento, volvería a fundamentar también en América el consensuado recorte de los poderes icónicos, tras un primer momento de goce y lujo visuales. De hecho, es un jesuita, Gregorio Cisneros, quien constata con desesperación que nadie en el trayecto entre Cuzco y Guamanga distingue bien adorar de venerar, ni se percata de la naturaleza, meramente representada, que ostentan las imágenes de las iglesias cristianas (Brosseder 2012: 391). El problema ofrecía por consiguiente este añadido. No se trataba solo de una rendida y devota recepción del imaginario católico, hasta incurrir en gestos de adoración pagana, sino de la imposibilidad de explicar al indígena la naturaleza mediada de pinturas, estatuas y reliquias como intercesoras entre dios y los hombres. En parte, para Brosseder (2012: 389), los españoles adjudicaron a los indios esta incapacidad de entender la condición meramente interpuesta de la representación artística porque no consiguieron hacerse con una buena traducción de esta última. Domingo de Santo Tomás provee la voz onancha, que significa “inignias, ∫eñal generalmente” y en la variante onanchasca, “figura de traça”. Pero también vale por “e∫tandarte, o vanera, co∫a señalada, blanco o hito donde tiran armas” (1560: 157). En cuanto al verbo, “representar o contrahacer” que se dice yachapani o yachapayani (92) parece desconocer el nombre para el resultado sustantivo de su acción. En cuanto a Diego González Holguín, recoge las expresiones vnancha rickchay, sancto cunap rikchaynin vnanchan (1608: 693) que podría servirnos por “dibujar o pintar parecidos”. Ahora bien,

22. Para el asombro ante la similitud que deja caer de pasada Titu Cusi ante Lope García de Castro, Tuti Cusi (1992: 52). Véase también el comentario de Brosseder (2012: 387).

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cuando acudimos al inverso, nos tropezamos con una forma de claudicación o una solución cómoda de urgencia. Richaycuni ymagen man —“estarse mucho con la vista clavada en una imagen” (315)— viene a asumir la ausencia de equivalencias, reproduciendo el término castellano sin más. Claudicación por la que ya se habían inclinado los traductores del Tercer Catecismo, al menos en su versión aymara y precisamente en el interior del problemático Sermón XIX, algo que constituía en sí mismo una declaración tácita, pero flagrante, de fracaso traductor.23 7. Lo cierto es que el pasaje del Concilio Limense —cuando la curia peruana y el imperio tenían problemas más graves que especificar cómo debían tratarse las representaciones de culto— coloca a estas en el corazón del circuito social y las convierte no en ilusiones interiores, sino en preocupación directa del imaginario gubernativo. Su economía y gestión compete a la regulación total del espacio sometido: deja de ser ya la “actividad de percepción personal de cada individuo” o el fenómeno íntimo de sus ensoñaciones conscientes, para convertirse en un instrumento de peso en el control absoluto (Belting 2004: 19). Varios versos de la égloga El dios Pan se adscriben a esta misma política, como si pretendiera ella también servir a una correcta administración americana de los objetos de veneración, evitar confusiones y potenciar hermeneutas eficaces, capaces de saber qué es divino y qué meramente icónico. Así, cuando Damón se pregunta qué significan tantos pendones, cófrades, andas y santos, Melibeo le explica: Ni son troncos, ni cantos, ni metales por dioses inmortales adorados como los inventados de las gentes, 23. Para Brosseder el que más se acerca a solventar la cuestión es Holguín cuyo richkchhay podría significar “color, or fabrication with anythig, of a face, or picture, or figure”, el proceso de fabricar una imagen, por tanto, “whose nature remains unespecified”. En cuanto al remedio aplicado en el Tercer Catecismo, en su traducción al aymara, de mantener la voz española: “This linguistic quandary underscores the Catholics’ great difficulty in explaining to Andeans how an image represents something else” (2012: 391).

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son bultos eminentes, son figuras imágenes, pinturas y retratos (...) y así, por su memoria, veneramos sus retratos y honramos sus cenizas (1974: 64).

Advirtiendo contra la mitificación de lo pictórico, contra los excesos esencialistas de la mímesis, Mexía de Fernangil se hacía eco de las líneas correctas de la eclesiología indiana y se alineaba con la ortodoxia que separaba la honra devota de la adoración sacrílega; pero curiosamente se encontraba, a la vez, llamando a capítulo su propio manejo de los poderes persuasivos del icono y deconstruyendo, de este modo, todo los efectos ilusionistas e irradiados desde el corazón de sus altares del Corpus, erigidos magníficamente con la función de persuadir y suspender la incredulidad nativa. Y no es posible sospecharlo tan ingenuo como para que no se percatase de la doble paradoja en la que se escoraba su “dios Pan” a través de esa especie de mise en abyme o toma de conciencia, por la cual se redimensionaba y se recortaba todo el hechizo de lo visual, empleado en la expansión de la fe. Damón, el pagano, solo podía bautizarse si aprendía ese régimen dual de la mirada cristiana por la cual se venera una imagen sin reverso, no un ídolo encarnado. Por ello, la égloga le reconviene que son bultos, encajes, telas, figuraciones y maderas pintadas sobre las que va a levantar su conversión. Y a su lado, es la propia obra la que parece girar sobre sí y recordarse que es ella también invención, trampantojo, engaño del sentido, emblema fingido de una verdad ausente.

11. La querella americana de antiguos y modernos o el viaje de los dogmas

1. A ese gran ejercicio de traducción que la cristianización de las Indias obligaba, la Trinidad, la Eucaristía, la Inmaculada Concepción, los puntos más candentes de la fe, parecían hurtarse con la reticencia de su enigma. Como abstracciones más proclives a ser creídas sin ser vistas que a su representación pedagógica, cuando esta se intenta, se desencadenan de inmediato una serie de cuestiones derivadas de la opacidad específica de aquellas. En efecto, ¿cómo viajan los dogmas, es decir, la parte más estática e intocable de un cuerpo de doctrina? ¿Qué negociaciones entabla con el espacio distinto en el que pretende inculcar su diversidad para ser aceptada por él? y ¿cómo adaptar al Nuevo Mundo complejos principios de la fe católica sin caer en desmanes analógicos? Si los Incas, dotados de lo que los Comentarios reales van a calificar como “lumbre natural”, fueron capaces de prever la existencia del alma, la intuición de un solo dios o la resurrección de la carne, otros misterios se resistían a su incardinación, como ya vimos con la predicación en torno al dios trino y uno y su inesperada y aterradora proximidad, aunque solo sea léxica, con el escarabajo Acatanca. La situación es más conflictiva de la que nos encontraríamos en otro tipo de importaciones, ya que se supone que el relato dogmático es inamovible, un tipo de discurso que solo puede transmitirse integralmente y dentro de la más estricta ortodoxia.

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En su ayuda, los sacerdotes apelarán a los recursos más inventivos y audaces a su alcance, incluida una cantera de mitos clásicos que suministren imágenes comparativas, por muy peregrinas o arriesgadas que finalmente resultasen. 2. Cuando Vicente Lanuchi —o Lenoci o Lanoqui, como indistintamente se le nombra—, jesuita italiano enviado a las Américas para organizar la cátedra de Retórica en Nueva España, expresa sus dudas acerca de si conviene y es preceptiva una enseñanza fundamentada en los documentos paganos clásicos, el general de la orden, Everardo Mercuriano, le responde a través del provincial Pedro Sánchez, el 22 de abril de 1575, que “se dexe disponer de los estudios de latinidad, según se haze por acá; pues estos principios pueden servir tanto a nuestros ministerios” (Zubillaga 1956: 161). Lo que se hacía “por acá”, en los seminarios jesuitas europeos, era usar sin complejos de la vigencia plástica grecorromana y de su capacidad persuasiva, a pesar de los riesgos profanos que podían suponer para el neófito. Por eso, dos años más tarde y en respuesta a dos nuevas misivas, hoy perdidas, del insistente Lanuchi, el padre general vuelve todavía a reconvenirle ...que [no] se dexen de leer en esas escuelas los libros de auctores gentiles, siendo buenos autores, como se leen en otras partes de toda la Compañía; y los inconvenientes que V.R. significa, los nuestros los podrán quitar del todo, con el cuidado que ternán en las occasiones que se les offrecieren (Zubillaga 1956: 358).

En realidad, el dilema que Lanuchi plantea, tan conocido por los estudiosos del neolatín americano, no es sino una variante remozada y transatlántica de la querella de antiguos y modernos, solo que su suspicacia remite a la supuesta moralidad de los primeros, nunca a la cuestión de la calidad, la libertad creadora o la belleza que pudieran destilar. De hecho, el propio Lanuchi frecuentaba los tratados de estos con profusión y deleite, a pesar de querer

11. La querella americana de antiguos y modernos

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r­ estringir su uso a sus alumnos.1 Es decir, estamos ante un debate que, medular en la historia cultural europea, encuentra una realización religiosa y política en el espacio de las Indias, donde no se trata de decidir la superioridad de los modelos culturales clásicos, sino su pertinencia en el objetivo evangelizador de la conquista. Por suerte, la sensatez jesuítica se impuso contra el fanatismo del polémico sacerdote, que abandonará desencantado por muchas otras razones el Nuevo Mundo.2 De hecho, la integración de la literatura pagana en la enseñanza religiosa constituyó una parte central del programa pedagógico de la Compañía, al conceder a lo mitológico en sus colegios —como precisa Jean Seznec (1983: 322)— “un lugar de honor” y a sus dioses, la categoría de adorno obligado en la construcción de discursos y homilías, sobre todo en la Francia del xvii, en la que dos sacerdotes de la orden, los padres Gautruche y Pomey, autores de los tratados Histoire poétique pour l’intelligence des Poëtes et des Auteurs anciens (1682) y el Pantheum Mythicum (1659), respectivamente, los erigen en “elementos consagrados de la retórica”. A partir de la redacción del método de enseñanza impulsado por Claudio Acquaviva, la Ratio Studiorum (1599)3, se establecía también que la “prelección 1. Para el viejísimo y recurrente debate, está el libro ya clásico de José Antonio Maravall (1966) y el reciente y sorprendente de Fumaroli (2008) que extrae de Jonathan Swift la metáfora de las arañas y las abejas, siendo aquellas los autores que extraen los hilos de la creatividad de su propio cuerpo, mientras que las otras son los escritores que necesitan libar de las fuentes antiguas para componer su propia miel. Entre el trabajo de Fumaroli y el de Maravall, miles de otras referencias de cabecera, desde la posición pro-tradición de Curtius, hasta Hans Robert Jauss, cuando reclama un estudio diacrítico y sincrónico a la vez, en tanto polémica implícita a cualquier cambio estético que se conforma mediante la constitución de una alteridad previa a la que seguir o confrontar, un pasado por tanto como punto de referencia desde el cual pergeñar la “autocomprensión histórica de una nueva actualidad” (1996: 97). 2. Para la importancia de Lanuchi en la implantación del arte de la retórica en el Nuevo Mundo, véase Osorio Romero 1979. Es muy interesante el análisis que dedica a una de sus cartas donde explica la constitución y progresos de los estudios latinos en Nueva España. 3. Desde 1584, el prepósito general Claudio Acquaviva reúne una comisión de distintos expertos con el fin de estudiar los estatutos de varias universidades y reglamentos internos de colegios con los que elaborar un programa de enseñanza que entre en vigor en todos los colegios jesuitas. Los trabajos de coordinación

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griega de oradores, historiadores o poetas” se debía realizar sobre autores como “Demóstenes, Platón, Tucídides, Homero, Hesiodo y otros semejantes” (Díaz Escanciano 2002: 159). Dicho método no venía, no obstante, sino a generalizar e institucionalizar algo que era ya práctica consensuada e indiscutible. Pero, en realidad, la batalla entre antiguos y modernos estaba de antemano perdida a favor de los primeros por la imposible supresión de los dioses grecolatinos en el mercado cultural de la propia Iglesia contrarreformista, cuyos cardenales prohíben su reproducción en tanto medida drástica frente a las acusaciones de iconolatría luterana, aunque sigan encargando para uso privado su reproducción a los pintores del Renacimiento y amando “como humanistas lo que deberían condenar como teólogos”.4 De cualquier forma, la respuesta del padre general Everardo resulta sorprendentemente audaz y claramente jesuítica en cuanto posibilista, flexible y conciliadora. El dispositivo que él recomienda implantar en el Nuevo Mundo y en sus sensibles y protegidas regiones promueve la gestión individual de un patrimonio que, aunque pudiera resultarles lejano, antiguo y prestado, debían asumir sin complejos, encomendando al arbitrio de cada doctrinante el proceso libre y no pautado de su adaptación. Sin duda, en parte debido a esa liberalidad interpretativa, se continuó leyendo a Cicerón, Horacio, Lucano y Ovidio, e­ specialmente y redacción duraron nueve meses, después de lo cual un boceto fue remitido a las provincias y experimentado allí. De ese periodo de prueba resultaron varias mociones y modificaciones que se remitieron a Roma. El proceso se repitió una vez más y el texto definitivo se obtuvo en 1599. No se trataba de una obra original, sino resultado de la experiencia docente de muchos humanistas, y de las universidades, especialmente de Alcalá de Henares y de París, en la cual habían estudiado los primeros compañeros y el propio Ignacio de Loyola. Pero lo que hay que subrayar es el peso concedido al latín, a la enseñanza de la gramática y a la lectura de los autores clásicos (Egido 2004: 111). 4. Otra vez se debe a Jean Seznec el diagnóstico de esta contradicción: “Précisément les gens d’Église, les théologiens et leurs familiers, Panvinio, Caro, le cardinal Sirleto lui-même Vincenzo Borghini, prieur des Innocents, à Florenc, est l’indispensable organisateur des Mascarades des Dieux (...) et la tradition veut que Monseigner Agucchi ait fourni aux Carrache le thème de leur fameuse Galerie. (...) à la fin comme au début de ce siècle, les décorations païennes les plus importantes sont exécutées pour des cardinaux: l’exemple des Palais Farnèse de Rome et de Caprarola est assez concluant sur ce point” (1993: 310).

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las Metamorfosis en el Perú, y se iluminaron con sus fábulas las pinturas, grabados, libros, retratos, telas, objetos, biombos y murales en casas e iglesias americanas: basta citar el precioso y temprano fresco que decora el cielo abovedado de la casa del fundador de Tunja en Colombia y que mezcla bajo las siglas de Jesus Hominis Salvator la representación de un rinoceronte de acuerdo al famoso grabado de Durero, un elefante —trasunto crístico de la zoología medieval—, el esbozo de una Diana desnuda y un Júpiter tonante que se recrea entre filigranas y ornamentos romanos. Por su parte, Hércules, el mito más reiterado en las Indias como símbolo del poder imperial, aparece varias veces también en Tunja, pero ahora en la casa del escribano Juan de Vargas; o también, en la portada de la iglesia de San Pedro de Sica Sica, en la provincia de Aroma, en Bolivia, luchando contra el león de Nemea y el jabalí de Erimanto. En ocasiones, estos trasvases dibujan peculiares soluciones y ambiguos itinerarios, recorridos de regreso del mito ya santificados y normalizados a manifestaciones de vida autónoma. Así podría haber ocurrido con dos tallas en madera policromada de los dioses Neptuno y Aelo tomadas de una estampa religiosa dedicada a San Francisco Javier que, atribuidas a un artista desconocido, probablemente de la escuela de Quito, se conservan en el Museo de Arte Religioso de Popayán en Colombia. El original cuya procedencia el proyecto PESSCA fija en un grabado de los alemanes Sebastian y Klauber, presenta a las deidades griegas con su potencial disidente neutralizado bajo el amparo de la imagen del santo que, además, se encuentra en el acto de bautizar a un indio. El paganismo rinde de este modo pleitesía al sacramento que borra los pecados y abre las puertas de la iglesia al nuevo creyente. Pero en la versión colombiana, Neptuno y Aelo, estatuas de bulto redondo, probablemente destinadas a un retablo mayor que levante en tres dimensiones el grabado de origen, y desprovistas ahora de su contexto cristiano, parecen flotar gráciles en la liviandad de un dogma y una catolicidad solo parcialmente aplicadas. Las razones que tratadistas, retóricos, pintores o eclesiásticos americanos manejan para este tipo de conciliábulos y misturas no difieren de las que se enarbolan en la Europa surgida de Trento,

Fig. 10.1. Joseph Sebastian y Jospeh Klauber. “San Francisco Javier bautizando a un indio. ca. 1750”. Colección Espínnola (PESSCA Archive 2635A).

Fig. 10.2. Anónimo (artista quiteño), Neptuno. Museo de Arte Religioso, Popayán, Colombia, siglo xviii (PESSCA 2708B).

Fig.10.3. Anónimo, (artista quiteño), Aelo. Museo de Arte Religioso, Popayán, Colombia, siglo xviii (PESSCA 2709B).

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cuya política ambigua, en lugar de prohibirlas del todo, se limita a exigir su exilio en temas sagrados5 , un exilio y una discriminación que en las Indias nunca se implantará del todo. Las fábulas paganas, las pinturas de Cupido y Hermes, el Júpiter tonante que desfila en las fiestas americanas y en sus principales procesiones junto al Altísimo, Heracles reconvertido en Sansón en las tallas o huamangas de la Sierra Central del Perú, encierran una verdad alegorizada que comulga con los principios más ortodoxos de la fe, sirviendo de moralizante relato para comportamientos desviados, además de entonar el canto de triunfo del catolicismo, en su condición de despojo y botín de una batalla de la conciencia que los despliega, vencidos, en sus altares. De este modo, la anónima autora del Discurso en loor de la poesía sale al paso de los que se extrañan, o incluso ofenden, por la exhibición bizarra del politeísmo romano: Pues como? en templo santo, en santo días i entre gente Cristiana d’almas puras, i donde está la sacra Eucaristía: se permiten retratos, i figuras de los Dioses profanos, i de aquellos, que están ardiendo en cárceles escuras? Permitensen poner, i es bien ponellos, como trofeos de la Iglesia: i ella, con esto muestra que se sirve d’ellos (Cornejo Polar 2000: vv. 742-750).

Es más: la reelaboración artística que los poetas emprenden de los mismos permite que los dioses de la gentilidad, vaciados de su poder de escándalo, rehabilitados al servicio de Cristo merced a su cultivo estético en loas, autos, canciones, tercetos y carros procesionales, cooperen en la difusión del mensaje evangélico, tras la transmutación que de este modo las artes operan en ellos. En concreto, la Anónima conmemora la escritura lírica en tanto el mejor 5. En su última sesión de 1563, el Concilio “exigió recato y concentración a lo religioso en el arte eclesiástico y, por ende, la prohibición de toda alusión al mundo clásico”. En el siglo xvii el veto se levanta parcialmente, a condición de mantener “claramente separados los dos campos, el de la religión y los temas paganos” (Stastny 1999: 228).

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dispositivo, la mayor y más eficaz estrategia de amaestramiento y subordinación, que asegure el pleno empleo de la mitología clásica en los espacios consagrados del Nuevo Mundo: Assi esta dama ilustre, cuanto bella, de la Poesía, cuando se compone en onra de su Dios, que pudo hazella: Con su divino espíritu dispone que los Dioses antiguos de tal suerte, qu’a Cristo sirven, i a sus pies los pone (Cornejo Polar 2000: vv. 751-756).

Sin embargo, esta simultaneidad sin disputas de lo profano y lo sacro, la continuidad sin trabas de que hacen gala, el profuso empleo de referencias cada vez más insólitas por parte americana exige de un virtuosismo y de una erudición sin precedentes, que rozará la pedantería o la audacia en la inconveniencia desafiante de ciertas alusiones míticas. La propia Anónima del Discurso, dentro del habitual tópico de exordio, además del favor de Cirene, la lira de Orfeo o el Verso de Homero, solicita para su tarea la inspiración de la fuente Hipocrene de cuya “agua Medusea” ruega a las Musas que le acerquen un vaso.6 La fuente, invocada de este modo dos veces, manaba en el monte Helicón del golpe del casco del caballo Pegaso, nacido por su parte del cuello cortado de la Gorgona. La citación surge de este largo y fluyente símil: la Gorgona engendra al caballo alado que hace brotar a Hipocrene. El nombre Pegaso reitera además connotaciones líquidas y, sobre todo, escatológicas y mistéricas, porque proviene de la voz pégué, que significa precisamente corriente, afluente, manantial y cuyas implicaciones no son, sin embargo, ni tan claras ni tan cristalinas.

6. “La mano, i el favor de la Cirene/ a quien Apolo amò co[n] amor tierno;/ i el agua co[n]sagrada de Hipocrene/ I aquella lira con que d’el Averno/ Orfeo libertò su dulce esposa (...)” (vv. 1-5). “I vosotros Pimpleides cuyo coro/ abita en Elicon dad largo el paso/ y abrid en mi favor vuestro tesoro/ De l’agua Medusea dadme un vaso” (vv. 25-28).

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Todo lo que fluye estaba relacionado con Gorgô, incluida la laguna Styx o Estige por la que juraban los dioses y que corría por el Averno con un líquido peligroso y envenenado. Medusa misma, al morir cercenada por Perseo, se derrama en una sangre que, junto a Pegaso, producirá al gigante Crysaor, secará aún más el desierto de Libia y alimentará con su ponzoña un rastro de serpientes. De hecho, la Gorgona pertenecía al mundo del silencio y al dominio de la noche y su espacio de acción es el Hades donde, con Cerbero, monta guardia para impedir la entrada, en su caso, a los vivos. Es ella la que planta cara a Hércules, según Apolodoro, cuando baja a los Infiernos como tantos otros héroes psicopompos. Su presencia en el Discurso en loor de la poesía, culta y enmarañada, no hace sino añadir oscuridad y misterio en el posesivo con el que la Anónima parece querer eludir la repetición de la ya nombrada fuente. En el sintagma “agua Medusea” se concita toda la monstruosidad paralizante del incómodo adjetivo. Más que Hipocrene, no deja de resonar en él la desangrada Gorgô, que vigila y envenena los ríos de los muertos.7 Se trataría de uno más de los excesos manieristas y de las anomalías con que se encuentra señalada la translatio grecolatina en su variante virreinal, excesos y usos peculiarísimos que Alicia Colombí-Monguió atribuía a una voluntad compulsiva por parte de sus autores de demostrar su apabullante competencia letrada. En cada variante mitográfica —cuánto más pedante, caprichosa y exagerada, más eficaz—, una élite criolla, precisada de idiosincrasia e identidad, estaría reivindicando su libertad expresiva y su capacidad frente a las maneras mucho más conservadores y pacatas de los peninsulares. En América [el discurso humanista] se encuentra muy a menudo potencializado por muchos, diversos y complejos factores, es decir, mediatizado en grado altísimo. La amplitud y la generalización de tal discurso en nuestro hemisferio me parecen síntoma de una necesidad urgente en la comunidad cultural. A mi juicio —insiste ColombíMonguió— este imperativo tiene en América una doble ladera, que

7. Para esta interpretación escatológica y oscurantista del mismo, véase Vernant (1990: 85-136).

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creo poder delinear con dos palabras: la necesidad de pertenecer y de poseer (2000a: 217).

Lo interesante entonces radica en que sea parte caracterizadora de la literatura barroca de los virreinatos esta condición de distorsión intencionada, nunca fruto de una citación directa de títulos habituales, sino resultante de fuentes irregulares, indirectas, de mediaciones laberínticas —Helicón/ Hipocrene/ Pegaso/ Gorgona-“agua medusea”— y que las comunidades identificadas con tal empleo elijan legitimarse frente al poder imperial mediante la manifestación de un saber clásico tan especializado y consciente como retorcido, anómalo, intervenido y desordenado (ColombíMonguio 2000b: 78). 3. Un ejemplo flagrante lo encontraremos en la mención de Proteo, deidad asilvestrada y extraña, capaz de metamorfosearse a voluntad y demanda, dentro de una procesión de la Purísima Virgen: un dios oscuro e informe, con el don de profecía, cuya presencia en el festejo requiere de justificación por parte de cófrades y organizadores. O al menos así se intenta en la relación del mismo, relación cuya autoría, desconocida hasta el momento, atribuye el especialista Ramón Mujica Pinilla (1999) a Diego León Pinelo Gutiérrez, para el caso rector de la Universidad de San Marcos. En el monumental homenaje que dicha universidad organiza el 15 de noviembre de 1656 a la “pura y limpia Concepción de Nuestra Señora” se procede a trasladar una talla suya desde el convento de San Francisco a la catedral de Lima, con el concurso de tribunales, órdenes religiosas, colegios y gremios comerciales que procesionaron bajo el disfraz de autoridades del canon barroco, a la manera de “jeroglíficos vivos” del complejo misterio entonces celebrado. Porque se trataba, en efecto, de un misterio —el de la gestación sin mancha de María— de difícil representación pictórica, es decir, sin una plasmación sencilla en un gesto, emblema, leyenda o icono que la sintetice y concrete. No sucedía como en el sacramento del Bautismo, en el sacrificio de la Cruz o en la celebración de la Natividad, en el que la tradición religiosa poseía escenas acuñadas de inmediata comunicación emotiva. La concepción de la Virgen

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sin pecado original constituía un dogma tácito, todavía no declarado y por tanto opinable, y situaba al neófito en el espacio de lo invisible, en el lugar sin imágenes de una intangible e indemostrable adhesión creyente. Quizá por eso los promotores de la procesión acuden a una parafernalia tan abundante como heteróclita, acumulando signos encriptados cuyo vínculo con la Inmaculada se enuncia en motos y filacterias en calidad de hermenéutica en movimiento. Así hasta 1.300 participantes avanzan vestidos de celebridades varias —desde Zenón de Elea o Galeno hasta Antonio de Nebrija, Colón o Vasco de Gama—, disfrazados de las naciones y sus lenguas o bien, de las ciencias y las artes liberales. La Dialéctica o la Aritmética, por citar solo dos, muestran en el cortejo sus leyendas respectivas: “Para remedio del mal/ fuiste de dios escogida/luego en gracia concebida” —dice la primera—; “Sin pecado original/no cuento más que hasta dos,/ a vuestro Hijo y a vos” —subraya la segunda (Mujica Pinilla 1999: 204, 205). En medio de ese melting pot cultural y como aportación y portaestandarte del mundo clásico, marcha también el mudable “príncipe de los montes”, el extravagante dios Proteo de las formas y los cambios, acompañado de ocho monstruos feroces y de pastores bucólicos, portando la explicación según la cual “A los ingenios más fieros/ ha domado la opinión/ de tu pura Concepción” (Mujica 1999: 208-209). 4. Si la conexión entre la deidad griega y la Virgen resulta un tanto rebuscada, no lo parece menos la que enlaza a esta con la bella Andrómeda en un sermón del orador más potente del Barroco peruano, el canónigo, tesorero y chantre de la catedral del Cuzco, Juan Espinosa Medrano, más conocido por “Lunarejo”. Se trata de la “Oración panegírica a la Concepción de Nuestra Señora” que, pronunciada el año 1670, arranca desde la “Salutación” con el mito de aquella “belleza blanca”, aunque concebida de padres etíopes, encadenada desnuda a una roca y entregada en ofrenda a un monstruo marino, “medio dragón medio ballena” (2011: 47) hasta que Perseo, trasunto entonces de Cristo, enamorado de la doncella, acuda a liberarla.

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La comparación no era en principio sensata ni conveniente, puesto que para ser sacrificada, la ninfa o sus padres —según las tradiciones distintas que consultemos— habrían cometido un pecado que no condice para nada con la naturaleza virginal y purísima de María, invocada precisamente en el sermón. De hecho, a Calderón de la Barca le resultaba más convincente transformar a Andrómeda en el alma humana, asediada por tentaciones y deseada por el demonio, dentro del auto sacramental que dedica al tema. Sin embargo, Espinosa, convencido de su destreza persuasiva, acumulará mitos más desordenados, por no decir irreverentes en cada nueva homilía pronunciada ante una audiencia que parece aplaudir sus permanentes golpes de ingenio, pero también es capaz de razonar lo inusitado y azaroso de los mismos, si consideramos el criterio de sus coetáneos. Estaríamos por tanto ante un virtuosismo que se desborda en la demostración de su propia habilidad, convirtiendo en los virreinatos de Indias a Cristo en Júpiter, Hércules, Perseo y Pegaso; a la Virgen en Andrómeda, y hasta en la cabra Amaltea que alimentara a Aquiles. En una vuelta de tuerca, manierista y amanerada, los amores de Dido y Eneas servirían como prefiguración invertida a la Pasión sacrificial de Jesús y de su madre en la Cruz. 5. Así ocurre con el título más inclasificable del barroco neogranadino: las Elegías decámetras a los dolores de la Virgen Santísima del potentado nacido en Santa Fe de Bogotá, don Francisco Álvarez de Velasco y Zorrilla8, “caballero seglar, cuya pluma en vez de escribir, lloraba”, cuya tinta era el llanto mismo de la Virgen María —como se nos dice en la “Aprobación” al libro dictada por fray Manuel de la Gándara Cossio—, y cuyo arte para teñir y

8. Nacido en Santa Fe de Bogotá en 1647, en el seno de una pudiente familia de altos funcionarios de la Corona, se educó con todas las posibilidades. Poseerá haciendas ganaderas y llegará a ser gobernador de la provincia de Neiva. Pero es evidente que Francisco Álvarez de Velasco buscaba cierto renombre y consideración peninsular cuando hace publicar en Madrid, también en 1703, su monumental Rythmica sacra, moral y laudatoria, colección extenuante de ejercicios en verso. Véase para estos datos y otros del autor, Ospina (2001).

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mojar sentimientos en ese sublime material se ­p erfeccionó en el viaje hacia España. ...con la comodidad de encontrar en las mi∫mas olas que pintava, la E∫trella Polar, que guía Navegantes; y en la ∫uperficie de ∫us amargas aguas, el Cielo de la Luna A∫tro Imperial, que predomina en los Mares: con que navegando, pudo e∫tudiar el Arte de pintar Dolores, pues Naturaleza mi∫ma pintò en la Luna, Presidenta de los Mares, los Dolores de Maria (s.p.).

De este modo, el censor De la Gándara, admirador rendido, parece reconocer en el escritor colombiano, hijo de funcionarios y gobernador de Nevia, y en todos los criollos a través suyo, la capacidad americana de darse a sí mismos un rango y una identidad a través de una escritura de enrevesadas, dolorosas y magníficas imágenes antiguas. De hecho, si hay otros caballeros que “pa∫∫an también a E∫paña” a reclamar sus “pruebas de nobleza”, Francisco Álvarez de Velasco y Zorrilla, “Informante de ∫i mismo, en ∫u libro ∫e traxo e∫crito ∫u Nobiliario”.9 La hazaña que lo amerita plenamente compone una verdadera ciencia del sentir y el llorar, un Ars dolendi, que entona el treno por la pasión y muerte de Cristo en la cruz, utilizando para ello versos de la Eneida de Virgilio, traducidos, recortados, amañados y recompuestos para que, en lugar de poetizar la conquista del Lacio, canten el episodio de la salvación de los hombres hasta conseguir sacar de “vn original muerto vn quadro vivo”.10

9. “Otros Cavalleros de la esfera de nue∫tro Don Franci∫co pa∫∫an a E∫paña a hazer pruebas de ∫u Nobleza; pero e∫te Cavallero (Informante de ∫i mi∫mo) en ∫u libro ∫e traxo e∫crito ∫u Nobiliario; pues cada hoja rebo∫a Christiandad, alma calificada, y e∫piritu principal, que cantò David” (Álvarez de Velasco y Zorrilla 1703: Aprobacion del reverendissimo..., s.p.). 10. “Tomò por texto los ver∫os de vn Profano, para que le devie∫∫e Virgilio ver Chri∫tianados ∫us ver∫os; y rbandolos el alma (∫in privarlos de ∫entido) tomò por E∫pejo a MARIA para peynar ∫us ver∫os: ∫acando una copia del Retrato original, que mirava en el eclip∫ado E∫pejo de la Luna de la Igle∫ia. Tomò de las mortajas, el lienço; de la muerte, las ∫ombras; de la ∫angre, los colores; de ∫ afecto, los pinceles; de las heridas, los ra∫gos; y porfinado en hazer pincel la pluma, ∫acó en hazer pincel la pluma, ∫acò de vn original muerto, vn quadro vivo” (Álvarez de Velasco y Zorrilla 1703: Aprobacion del reverendissimo..., s.p.).

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Celebradas por Menéndez y Pelayo como lo más legible dentro de los experimentos verbales, laberintos, retruécanos, acrósticos, hueca pirotecnia y diversas acrobacias que pueblan su obra restante, las Elegías decámetras aprovechan la profecía del nacimiento del Mesías que algunos creían percibir en las Bucólicas de Virgilio, además del prestigio y prosapia de un precedente ilustre: la emperatriz Eudoxia, esposa de Teodosio, había ajustado centones de Homero y otros poetas a la verdad revelada.11 Pero, aun así, no era nada fácil hacer que los hexámetros latinos revelaran el secreto crístico que el poeta colombiano suponía latir en ellos y devolvieran a la luz su profundo sentido. Velasco y Zorrilla tuvo que acometer una ciclópea labor de quema, derribo y tala para que unos se acomodaran a lo otro, narrando ahora la prisión en el huerto, el juicio ante Pilatos (el poeta americano evita, por supuesto, todos los nombres propios), la muerte en el Gólgota, el entierro del sacro cuerpo —“vngiéndolo con llanto y oleos ∫uaves” (estr. 75)— y el desconsuelo absoluto de su madre —“Vagando ambigua en ∫u orfandad amarga” (estr. 64). El problema no radicaba solo en el estrecho metro elegido —las “quartetas Decametras”, descabalados por culpa de la “preci∫sion de los con∫onantes” y por los agudos que no sirven a la “compo∫icion de arte mayor” (32)—, tampoco en el “escrúpulo de construcción” o en los obstáculos que imponía la gramática, ni siquiera en los rigores de la traducción de “términos Latinos, que pa∫∫ados riguro∫amente en nue∫tro idioma, ò ∫on ba∫ti∫simos, ò no de aquel e∫piritu” (33).

11. Es el propio Velasco y Zorrilla el que menciona ese precedente: “Sè, que la Emperatriz Eudoxia, mujer del Emperador Theodo∫io, logró tan ∫abia domo devota la inventiva de entre∫acar de Homero, y Virgilio varios ver∫os, que refieren las Historias, y aju∫tar vna narracion de la Pa∫sion de Chri∫to, que con el tiempo ∫e ha perdido; pero aviendo dexado e∫ta obra en las mi∫mas Lenguas Griega, y Latina, en que e∫crivieron ∫us ver∫os e∫tos Poetas, no pudo menos que quedar con alguna os∫curidad” (s.p.). Ya Luys de Urreta había comentado antes la tarea emprendida por la escritora bizantina, siendo entonces quizá la fuente directa de Velasco: “Concluyo con la ∫ereni∫sima e Imperial Eudoxia, muger del Emperador Theodo∫io el menor, la qual de Homero hizo unos lirbos que llamò Homera Centones: y e∫tos ver∫os que ∫e han traído de Homero, citados por San Iu∫tino, los aplica ella al Paray∫o Terrenal” (1610: 100).

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El propio poeta sabe y concuerda con que ambos asuntos son incomparables —“Yà ∫e vè la diferencia que ay de los ∫agrados Ver∫os de los P∫almos a e∫tos Gentiles” (33)—, en especial desde que Virgilio hubiera hecho de la fiel Dido, una viuda liviana y débil, que quebranta sus votos y las leyes del Erebo por cualquier aventurero audaz llegado a Cartago. La confesión sensual de sus devaneos amorosos y del irrefrenable deseo que Eneas le inspira llena el libro IV del poema, canto del que paradójicamente hace continuo uso Velasco y Zorrilla a pesar, no obstante, de la inconveniencia evidenciada del mismo. Es cierto que el honor restablecido de la reina Dido y su lealtad probada frente a la tentación a la que le hará sucumbir Virgilio se encontraba en pleno auge a partir del Renacimiento, como se encargó de probar Rosa María Lida de Malkiel: lo que se observa en la defensa encendida que, por su parte, habría desplegado Ercilla en el canto XXXII de su Araucana, basándose en una versión previrgiliana debida al historiador Timeus y difundida a través del Epítome de Justiniano.12 Pero que Velasco y Zorrilla se dirigiera a la Eneida, es decir a la fuente misma de los infundios en torno a la liberalidad de la fenicia, y forzara y obligara al poema, con las adaptaciones precisas, a contribuir a la exaltación de la pureza mariana era una forma laberíntica de servirse del mito en adaptaciones a cada paso tan revueltas e interventoras como sutiles y minuciosas. Convencida por su hermana de que debe ceder a lo que siente por el troyano y tras invitarle a un banquete, Dido se queda sola, recorre doliente los aposentos del palacio enamorándose, reprochándose ese amor y echando en falta a Eneas. En traducción de Tomás Yriarte la escena cuenta que

12. En el “Canto XXXII”, al contemplar la devoción de la araucana Lauca, Ercilla hace la defensa ante sus compañeros de la casta Elisa Dido, que en la digresión del poema, mantiene con vigor la promesa de su primer matrimonio. La conclusión de Ercilla es que Virgilio habría difamado a la reina. Para este giro de la cuestión y para otras variantes del mito, Lupher (2006: 306-307).

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Apenas uno de otro se separan, A tiempo que su luz la luna encubre, Y las estrellas por el cielo baxan Al sueño convidando, sola y triste Del callado palacio las estancias Pasea, y se reclina sobre el lecho Que en el convite Enéas ocupaba. Ella, ausente, al ausente ve y escucha (262).

Se trata de los hexámetros “sola domo maeret vacua stratisque relictis incubat/ illum absens absentem auditque videtque” que Velasco y Zorrilla recupera para su estrofa, eludiendo el comprometedor verbo incubare —reclinarse, tenderse, acostarse— y transformando la sensualidad de la reina vencida en la tragedia religiosa de María Virgen: Buelta de alli la Madre a ∫u Morada (Habitacion de a∫∫ombros) aunque ausente Oyendo, y viendo e∫tà ∫iempre pre∫ente El Real Cadáver de ∫u prenda amada (s.p.).

El propio Velasco dudará de que lo suyo sea una mera traducción. La operación translaticia que perpetra, voluntariamente infiel como la Dido virgiliana, tiene algo de ingeniería doméstica o del bricolaje con que Lévi-Strauss caracterizaba el pensar precientífico: se toma un conjunto dispar de restos y despojos, cuya procedencia y propiedad en nada concuerdan con el fin al que se destina y, combinando piezas e improvisando instrumentos, se obtiene un objeto inédito que evidencia su condición mezclada y la traición arbitraria a los materiales de origen, que, incluso, los mira en una perspectiva distinta y distorsionada, que remite a ellos en anamorfosis o contrapicado como desde un mundo nuevo. Mediante la anamorfosis, el juego óptico que Baltruisaitis detecta de plena moda en el barroco, una imagen se copia desvirtuada: se repite y cita en su carácter de fantasma deformado de lo que era, creando un recuerdo pero también un significado distinto acerca de lo perecedero e inseguro de todas las imágenes.

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Ni traducida ni respetada, la translatio clásica en las tierras de Indias se aplica con una libertad, posibilismo y exceso que la hacen única y con la “apetencia de frenesí innovador, de rebelión desafiante o de orgullo desatado” que José Lezama Lima fuera el primero en celebrar en tanto neta, palmaria, identitariamente americana.

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1. Toda colección, museo o grupo de objetos nace de un robo: es Umberto Eco el que lo afirma, citando para ello a Plinio, que en la Naturalis Historia atribuye la moda romana de poseer perlas y gemas a una victoria de Pompeyo, “de igual modo que la de Escipión y Manlio creó la moda de la plata cincelada, los tejidos atálicos y los triclinios con adornos de bronce, y la de Lucio Mummio creó la moda de los vasos de Corintio y los cuadros” (Eco 2014: 17).1 No hay orden ni concierto en estas posesiones, tampoco “fetichismo del original”, catalogaciones o especialidades. Se trata de celebrar el éxito de un acto violento con lo obtenido del expolio subsiguiente que, además, acompañará masivamente al emperador hasta Roma en prueba de su poder y triunfo. Sin duda, por tanto, como señalara Plinio, en el origen de la acumulación material y de su exhibición se encuentra la rapiña.

1. “El museo es por definición voraz. Y lo es porque nace de la colección privada, y ésta a su vez de una rapiña. La colección romana nace del botín de guerra. Dice Plinio (Nat. Hist. 37, 13-14): ‘Fue la victoria de Pompeyo la que creó la moda de las perlas y las gemas, de igual modo que la de Escipión y Manlio creó la moda de la plata cincelada, los tejidos atálicos y los triclinios con adornos de bronce; y la de Lucio Mummio creó la moda de los vasos de Corintio y los cuadros’. Nace con esta rapiña (o, si prefieren, con el derecho de conquista) la acumulación de objetos insignes, el orgullo de incrementar ese conjunto, el mercado que deriva de ello” (Eco 2014: 17).

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Por supuesto, este coleccionismo de botín de guerra se transfirió también al Nuevo Mundo y a la empresa de su conquista en la vertiente más militar y crematística de esta última, aunque complicándose con la deriva evangélica de cruzada bajo la que quiso disfrazársela.2 En esta segunda modalidad medieval de apropiación, el acto bélico se desliza y “dignifica” mediante el matiz de recuperación de un resto sagrado: lo obtenido a través suyo adquiere entonces una inmanejable condición de reliquia. Las Indias, que no eran Jerusalén y cuyos naturales entregaban dadivosamente y sin coacción todo lo que tenían, proveyó sus propios mártires a rescatar y un cúmulo de riquezas que transferir al imperio en prueba de la magnificencia de lo conquistado. Ambas categorías resultan difícilmente conciliables y el objeto indiano camina entre el tesoro profano y el sacro, el imperial y el catedralicio, entre la gloria mundana y celeste, entre el oro y el bautismo, a veces mezclando de modo bizarro los dos polos del circuito. En el Símbolo católico indiano, catecismo en cuatro lenguas y monumental ejercicio poliglósico para la conversión de los nativos, Luis Jerónimo de Oré menciona la existencia en Perú de una prolífica mina de plata que da en abundancia su mineral, mientras se levanta el monasterio de Santa Clara, a cuya edificación contribuye “sobrenaturalmente”. Pero que se agota por sí sola, de modo inexplicable, una vez concluida la construcción (1598: 31v/ 32r), como si, en este caso al menos, la extracción minera y capitalista, prototipo de explotación colonial, cooperara en exclusiva con el milagro de la progresión cristianizadora en las tierras de la América recién convertida. 2. Es una discusión de orden terminológico lo que permite a Pedro de Villagómez, en su Carta de exortacion e intruccion contra las idolatrías de los Indios del Arzobispado de Lima (1649), ponderar la veneración que, entre ellos, se profesa a sus antepasados, por el cuidado y mantenimiento de los cuerpos muertos y

2. Mario Cesareo trabaja con las implicaciones que este modelo de guerra religiosa, ya caduco o improcedente, desencadenó al intentar aplicarse a la conquista de las Indias.

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cadáveres que sacan subrepticiamente de las iglesias y los tienen consigo. Llamándoles en la sierra malquis y en los llanos munaos, indican y subrayan su estima, quedando ellos mismos retratados como “afectuo∫os profe∫∫ores de ∫us tradiciones, ∫upersitciones, ritos y idolatrías”: ...porque Munay, quiere decir el querer, la voluntad, ò el amor, y Malqui es el almacigo, que ∫e hace ∫embrando, para tran∫plantar lo que en el nace, y ∫ignifica también lo que en el e∫ta ya nacido para el mi∫mo efecto (1649: 13v).

Se trata de aquel “grande amor” que ya Calancha detectaba en tanto origen de la idolatría y que se extiende, indiferenciado, por las más raras criaturas y los más peregrinos objetos. A fin de que se entienda su contumacia y paganismo, los extirpadores se recrean consignando las abusiones y yerros de sus doctrinantes, esa parafernalia de rarezas y excentricidades que el indio era capaz de venerar y considerar digna de culto. ...Otras veces —nos cuenta Arriaga (1621: 35)— con una pedrezuela larguilla y e∫quinada que ∫irve como de dado para hechar ∫uertes, la hecha, y ∫åliendo buena le dize que es Conopa, y con e∫ta canonización tiene ya el Indio ∫u dios Penate. Y para que ∫e vea donde llega ∫u ceguedad y mi∫eria, en una India ∫e hallò un pedaço de lacre, y en otra una bellota de ∫eda de las que ∫uelen poner∫e en las capillas de las capas aguaderas, en opinion, y e∫tima de Conopa, y otra tenía de e∫ta mi∫ma manera el ñudo del pie de una taça de vidrio.3

El problema no radica solo en esta propensión idolátrica detrás de la cual el extirpador quiere ver la connatural inocencia indígena que le lleva a caer continuamente en las trampas del demonio. También importa lo contrario: su astuta habilidad para adaptarse a situaciones extremas y a las restricciones de la fe nueva, haciendo virtud de la necesidad. Los incas reciclan, reacomodan, reajustan, reemplean, son capaces de creer en algo y en lo contrario y rezar indiscriminadamente a todo. De tal manera que, como comenta 3. Véase también la nómina de idolatrías consignadas por Fernando de Avendaño que se enumeran en el capítulo 7 de este libro.

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asombrado Polo de Ondegardo, guardián de las momias del Cuzco, las ofrendas y advocaciones que destinan a las iglesias cristianas, las enderezan luego “los indios e indias en sus intenciones a lo que usaron sus antepasados” (1584: s.p.) y consiguen, por este recurso, “hazer a dos manos y acudir entrambas a dos co∫as”. Y a∫si ∫e yo donde de la mi∫ma tela, que avian hecho un manto para la imagen de nue∫tra Señora, hizieron también una cami∫eta para la Huaca, porque ∫ienten, y dizen que pueden adorar a ∫us Huacas, y tener por Dios al Padre, y al Hijo, y al Spritu Santo, y adorar a Ie∫u Chri∫to, que pueden ofrecer lo que ∫uelen a las Huacas, y hazelles ∫us fie∫tas, y venir a la Ygle∫ia, y oyr mi∫∫a, y confe∫∫ar, y comulgar (Arriaga 1621: 47).

3. Precisamente en esta línea debemos insistir una vez más en el botón negro caído de la chaqueta española, descubierto por el indio chamarilero, que hace reír con su jugosa anécdota al extirpador Ávila y que, por su grado de eficacia translaticia, ha dado título a este libro. El botón funciona, en realidad, como el pedazo de lacre del ejemplo anterior, como “el ñudo del pie de la taza de vidrio” o como el quipu antiguo, desviado de su función historial y usado ahora para avivar la memoria del pecado, escandalizando hasta la denuncia a Pérez Bocanegra. Son objetos traídos y llevados entre dos mundos con atribuciones prestadas de ambos y una —ahora diluida— pertenencia en exclusiva a ninguno. Trasladados solo a medias, estas cosas menores, a las que se rinde devoción, esbozan una reticencia que proviene de su pasado y una disponibilidad, una ductilidad de empleo que acaba por exiliarlas del todo. En el proceso han perdido especialización y han obtenido presencia, asegurando a ese precio su controvertida continuidad en un terreno que lo explica o lo comprende solo en parte. El tipo de traducción sobre el que levantan su permanencia tiene mucho de brutal cirugía, pero también de oscura imantación de sentidos. El botón no es ya un elemento de trámite ni un instrumento de juntura, sino un dios: el quipu no es más una forma sagrada, privativa de conservación de la historia general, sino una

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manoseada manera de consignación de debilidades personales. En la mudanza algo se conserva y algo se extravía: esa es el negocio de la diferencia que imponen las Indias sobre sus materiales nuevos y antiguos. Podemos hacernos, entonces, una idea suficientemente caótica de la selvática complejidad con que la traducción religiosa —si la reducimos a este transporte físico de contenidos de un punto a otro— alcanza allí, al cruzar sus direcciones y solapar intereses sobre la no unificada realidad de los virreinatos. La operación que se produce en confesiones como la del indio de Ávila y su nueva deidad no solo consistía en pasar del castellano al quechua o aimara, sino —en segunda instancia y desde un punto de vista de los contenidos— a su código de penalización: del código moral católico a la órbita ética indígena en la que se buscaron correspondencias con la que apoyar la implantación del primero. Esto es, se trataba de pasar de lo punible propio a las categorías ajenas en la serie inca del mal. Había que encontrar un correlato para el pecado católico entre las infracciones nativas de la extrañeza indígena, un paralelismo que permitiera la traducción de las formas de desviación de un credo a las recaídas perversas del otro. En diferente sentido, el mundo indígena trasladaba igualmente su parafernalia de mitos, rituales, fábulas de origen o instrumentos de comprensión y lectura al impositivo modo de hacer cristiano, buscando componendas lo suficientemente sagaces como para sobrevivir un tiempo. En las dos situaciones se dieron bajas de significación y cambios casi irreconocibles y una alteración importante del trasfondo o esencia de la traducción misma ahí ejecutada. 5. Desde luego, el objeto colonial parece ostentar un comportamiento específico en los documentos que lo catalogan, describen o simplemente mencionan, cuyas diferencias deberíamos ocuparnos en trazar. De hecho, la circulación complejísima de lo traído tras la conquista de América, que ofrece una inestimable manifestación de los trueques y negociaciones con la riqueza expoliada,4 puede 4. Mundy y Leibsohn (2012) han llamado la atención sobre esta capacidad de los objetos para reconstruir ausencias textuales en principio irremediables.

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ayudar a cubrir ausencias en los textos y a comprender operaciones de transferencia, de aclimatación que complican esa consideración inicial de “botín de guerra” a la romana. Esa es una de las distinciones que observamos respecto a formas de posesión anteriores: implican un trabajo de readaptación único que, curiosamente, se dará de los dos lados en litigio. Insistamos en que hubo préstamos en ambas direcciones, en mayor o menor medida, pero con una complejidad especialmente problemática cuando la categoría de lo enajenado lo sitúa en el ámbito de lo religioso: es este —el objeto devocional— el más abstruso, el más inexplicable, el que se maneja con más pudor y mayores prevenciones. Y el que causa más escándalo si son los otros los que se adueñan de ritos y sacralidades propias. Una situación dramática la vivirá, por ejemplo, el capitán Vicente González, al llevar bastimento a los sacerdotes jesuitas que intentaban evangelizar las desventuradas costas de La Florida. Antes incluso de desembarcar, el capitán atisba a los indios en la playa vestidos con sotanas y hábitos. Confirmando sus peores sospechas, los ve venir en canoas con “las patenas de los cálices”, donde se colocaba la hostia consagrada durante la misa, por “chagualas, que es un ornato de que usan en la garganta”. Para mayor desacato cristiano, los bárbaros, “estando desnudos (como es uso de los indios de toda aquella tierra)”, se cubrían las “partes pudendas con los corporales”, esto es, con el lienzo que adorna el altar, encima del ara. De este modo, el martirio de los religiosos se agravaba con la profanación de vasos, reliquias, ropa y ornamentos sacerdotales “en abominables usos”, señala Luis Jerónimo de Oré en la Relación que dedica al caso (2014: 111-112). El trámite de incorporación de una materialidad ajena se dará por tanto también del lado subalterno y conquistado, aun cuando su presencia en los textos sea incómoda e inestable, siempre a trasmano dentro del archivo del poder: apoyando unas veces la denuncia condenatoria de las prácticas del otro; otras, testimoniando a su Auslander (2005: 1023) insiste en tenerlos en cuenta en las negociaciones que el conquistador impone al conquistado. Para los estudios de cultura material en situaciones coloniales, véanse además Dommelen (2006), Feest (1990), Hoskins (2006), Zamora, Katzew (2011).

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pesar iniciativas autóctonas de resistencia para, en la mayor parte de las ocasiones, acompañarse de una descalificación de partida. La vigilancia de tales maniobras que recomiendan los predicadores de turno nos informa de una agencia nativa bastante dinámica y flexible, con operaciones de adaptación sorprendentes: una agencia ambivalente e insatisfactoria, y un intercambio que nunca fue equilibrado, sino impreciso y escasamente manejable incluso por los mismos misioneros a quienes, como señala Murray, no siempre les fue fácil “controlar los significados de lo que ellos introdujeron” (1999: 43), ni consiguieron erradicar del todo las prácticas simbólicas previas, mezclándolas en derivas irreductibles, en “focos de inestabilidad textual y cultural” (Ahern 2007: 225), en “zonas de contacto” o heterologías, según el término de Michel de Certeau, por la cual la impuesta unidireccionalidad de la colonia se abre en proyecciones y trayectorias varias bajo el principio de lo no predecible. De hecho, representando de un modo muy gráfico la alta y combatida credulidad autóctona, cada nuevo objeto de adoración —lo que Arriaga identifica con conopas— y destacando entre todos nuestro pequeño botón de oro y seda, posee la condición primera de despojo: recordemos que es producto de la tecnología invasora, hallado en un vertedero que, desechado por esta, el indígena adopta y recicla como genio tutelar. 6. El curioso traslado de un útil o enser, perteneciente a la manufactura y al consumo occidental, al orden devocional nativo, se cumple mediante el tipo de operación metonímica, característica de la dinámica conformadora del fetiche.5 Como nuestros fetiches postfreudianos precisamente, definía San Agustín en De vera religione a los ídolos de los gentiles, que obtienen su sacralidad de la resta y surgen de tomar una partícula 5. Empleo aquí fetichismo y fetiche en un sentido muy laxo, no con la propiedad con que se establece a partir del xviii y del tratado de Brosses sobre los dioses fetiches. En mi caso, aparece usado en sinonimia con ídolo, en tanto San Agustín define la gestión de este mediante la misma operación metonímica que luego, con Freud y el psicoanálisis, servirá para caracterizar retóricamente la constitución de las pulsiones fetichistas.

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del conjunto y equivocar el todo por una de sus partes —“lapis tanquam summi Dei particula jure coleretur”—. Para Emmanuel Alloa ambas imágenes aparecen inextricablemente vinculadas, ya que ídolo y fetiche implican la tentación de embarcarse en una pasión desigual por algo que no es eterno, es decir, implican la voluntad “de hipostasiar lo que no sería sino un objeto transicional” elevado a una nuevo condición sublimada y mayúscula (2011: 118-119). El fetichismo y la idolatría serían entonces dinámicas metonímicas que trascienden sus materiales, colocándolos en la contigüidad fraccionadora del proceder del tropo. En realidad, desde otro punto de partida, Homi Bhabha repetía una semejante argumentación cuando detectaba entre las imposiciones del imperio la obligatoriedad de conductas metonímicas en la actividad simbólica de los dominados. Si la estilística imperial se reservaba para sí la metáfora, solo le reconocía al indígena un trabajo menor en el ámbito degradado de la metonimia: imposición, por otra parte, asumida por el dominado y reenviada de vuelta a su vez al conquistador en las representaciones colonizadas que le brinde. A efectos de entender el proceso que lleva a Homi Bhabha hasta esa distribución, recordemos el prestigio a que Aristóteles había elevado la metáfora en tanto principal tropo occidental. Recordemos asimismo el ejercicio de traducción que, apoyándose en el juicio aristotélico, diseña el inca Garcilaso a fin de promover el genio Pachacámac en correlato perfecto del dios cristiano. Será Jakobson quien establezca el contraste con la metonimia, contraste secundado por Paul de Man para la crítica más reciente. Homi Bhabha lo radicaliza vistiéndolo de dimensiones políticas y dándole al subalterno la “peor” parte en el uso estilístico de ambos recursos. El imperio produce metáforas pero no reconoce en el dominado sino una gestión metonímica, propia de agencias simbólicas disminuidas.6 6. “The importance of the metaphor/ metonymy distinction to post-colonial texts is also raised by Homi Bhabha (1984a). His point is that the perception of the figures of the text as metaphors imposes a universalist reading because metaphor makes no concessions to the cultural specifity of texts. For Bhabha it is preferable to read the tropes of the text as metonymy, which symptomatizes the

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7. Durante la guerra del Mixtón, que se desencadenó a partir de la conquista de la Nueva Galicia —nos relata Mendieta en su Historia eclesiástica (1596: 756-757)—, los indios que masacraron al franciscano Juan Calero, perseguidor furibundo de sus cultos y de sus altares, confeccionaron con el hábito que llevaba al morir una deidad especialmente poderosa, deidad que exhibían y veneraban como pieza mayor en el inventario de sus politeísmos. Podemos, entonces, apreciar cómo el hábito, igual que antes el botón de seda negra, se desplaza del polo conquistador hacia el polo conquistado, donde se descontextualiza para resignificarse y revestirse de una nueva identidad de poder en tanto culto paralelo7. La paradoja, dibujada ahí, implica que el traje del fraile ocupe el puesto en el altar de los dioses que él mismo había derrocado. De igual forma, al botón del conquistador se le rinde culto por parte de la religión que el propio conquistador viene a extirpar. Para comprender mejor la economía propia de estos adjuntos contradictorios, que se colocan en el vacío generado por ellos y circulan entre totalidad y fragmentación, sustituyendo una por otro, Homi Bhabha acude esta vez al juego doble que Derrida identificara como suplemento: el suplemento es una imagen que se erige sobre la oquedad dejada por una presencia. No tiene otro significado ni otro relieve. Vicario y compensatorio, su sentido se fija solo en el tomar lugar, en el situarse en un punto donde antes

text, reading through its features the social, cultural and political forces which traverse it. However, while the tropes of the post-colonial text may be fruitfully read as metonymy, language variance itself in such a text is far more profoundly metonymic of cultural difference. The variance itself becomes the metonym, the part which stands for the whole. That overlap of language which occurs when texture, sound, rhythm, and words are carried over form the mother tongue to the adopted literary form, or when the appropriated English is adapted to a new situation, is something which the writers may take as evidence of their ethnographic or differentiating function —an insertion of the truth of culture into the text” (Ashcroft 1989: 50-51). 7. “La imagen primigenia y fundadora del martirio franciscano entre la Iglesia indiana de la nueva ciudad de Dios —la verdadera imagen del valiente sacrificio a manera de los primeros santos en los albores de la Iglesia— deviene así otro ídolo entre los muchos que los franciscanos buscaron tan afanadamente destruir.” (Ahern 2007: 218).

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estaba algo que él mismo destierra, es decir, su sentido se erige sobre el circuito vicioso de horadar lo que luego va a ocuparse.8 Precisamente en ambos casos, —el botón, el hábito—, se dibuja esta misma lógica: se trata de fetiches complicados que se levantan sobre la ausencia por ellos desencadenada; fetiches que se constituyen en tales, solo a partir de la falta que han contribuido a crear. Y dicha lógica parece consustancial con un tipo de prácticas religiosas en “peligro” que amparan su continuidad en la traducción del oponente como deidad sustitutoria de los propios altares expoliados dentro de aquel juego de hibridaciones que Gruzinski consideraba característico de los imaginarios colonizados.9 8. En contrapartida, el viaje contrario —la incorporación de lo novedad americana al sistema de creencias y al panteón de sus representaciones en el archivo mitográfico europeo— se puede percibir como un proceso mucho más limitado y, desde luego, más intransigente. Es verdad que hace su entrada en tiempos en absoluto propicios, tiempos de guerra iconoclasta desatada por las acusaciones calvinistas, como hemos visto en un capítulo previo de este libro y reiteramos ahora. A partir de la última sesión que el Concilio de Trento dedica a legislar sobre la iconografía correcta en las Iglesias de la Contrarreforma, una recién inaugurada severidad visual recelaría de todas aquellas soluciones de reapropiación pagana con la que antes, en cambio, se transigiera. Dada la “caza de ídolos” c­ lásicos, cupidos, puttis y Minervas, una caza impulsada por el propio papa Pío en 8. “Metonimy, a figure of contiguity that substitutes a part for a whole (an eye for an I), must not be read as a form of simple substitution or equivalence. Its circulation of part and whole, identity and difference, must be understood as a double movement that follows what Derrida calls the logic or play of the ‘supplement’: If it represents and makes an image, it is by the anterior default of a presence. Compensatory and vicarious, the supplement [evil eye] is an adjunct, a subaltern instance which takes—the—place. A substitute... [missing person] ... it produces no relief, its place is assigned in the structure by the mark of an emptiness. Somewhere something can filled up of itself ... only by allowing itself to be filled through sign and proxy” (Bhabha 1994: 54-55). 9. La frase exacta de Gruzinski dice: “los espacios del ídolo y del santo se cruzan y se imbrican constantemente” (1994: 179). Véase también Watthee-Delmotte (2005), Marion (1977) y Boespflug (2008).

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el —ahora purificado— ámbito del Vaticano,10 y a pesar de que nunca se aplicara con el rigor requerido, no resultaba muy procedente preocuparse en rarezas y deformidades transatlánticas que, en el fondo, no dejaban de ser sino otro botín más de guerra. De hecho, el saqueo de objetos valiosos como parte de la conquista misma y las coronaciones de nuevos monarcas, que solían celebrarse con el despliegue expositivo de sus robos, constaba en tanto estrategia consolidada y reconocible desde la caída de Iberia o la toma de Constantinopla por los otomanos.11 La hipótesis escéptica respecto a que los tesoros americanos no supusieran un cambio sustancial en las mentalidades europeas, una tesis que alienta Carina Johnson para relativizar la conceptualización anterior de una recepción suspensa y transformada tras la contemplación de la realia traída de las Indias, no se ve invalidada por el asombro que, sin duda, dicha contemplación también propiciase.12 Generaron sorpresa, desde luego, asombraron ahí donde se exhibían, como Durero constatara en carne propia. Pero el asombro, primera de las pasiones según Descartes, era un sentimiento perfectamente codificado por el aparato propagandístico del poder que además, cuando devenía en energía peligrosa o nada confiable, sabía descontextualizar su causa y ubicarla aparte, en el compartimento estanco y garantista de lo intratable, de lo singular monstruoso. Es así que la rareza americana se segrega en el borde más marginado de la Wunderkammer, bajo el membrete tranquilizador de lo exótico y distante, entre otros cachivaches y peculiaridades con los que se confunde. Por eso, el dios mixteca, coronado con dos cuernos, que hoy se custodia en Viena, unos de los ítems más tempranamente datados, 10. Véase para esto el capítulo 6 de este libro. 11. “The coronation of an emperor or King of the Romans included the investiture of the imperial regalia as part of his ceremonial acquisition of secular and sacral authority. The emperor or king-elect only assumed the imperial ceremonial garments after taking the coronation oath. He then received the sword, scepter, orb, and the crown, displaying his invested regalia to the assembled dignitaries and other witnesses. The coronation and its display of sacral objects were a visual spectacle” (Johnson 2011: 86). 12. En este sentido, además de Johnson, véase Benedict (2001) y, sobre todo, Greenblatt (1990: 19).

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aparece en un inventario de 1590, que se levantara en Graz para la Kunstkammer del nieto del emperador, el archiduque Carlos, bajo el membrete equívoco de “pieza de rostro morisco”13. Por eso también, el tocado tupí o brasílico que en la tabla IV de la catalogación que Sturm, Gröning y Reyher publican en Hamburgo hacia 1707 aparece rodeado de piezas japonesas, zapatos chinos y banderas orientales. Tampoco el intento de ordenación que proyecta Samuel Quiccheberg para la colección de Alberto V en Múnich les asigna un emplazamiento específico sino que, ubicados sobre la superficie de una mesa amplia o Tafel, la comparten con un batiburrillo irregular de armas persas, instrumentos musicales y médicos, sistemas de medida, relojes, instrumentos de escritura, pintura o cirugía, en las inmediaciones de lujosos tejidos, joyas y muñecas vestidas a la manera de exóticas naciones, tableros de ajedrez, uñas de animales y cristal de roca.14 La cuestión no reside solo en su incorporación a esta forma menor de coleccionismo ambiguo, que no podía ocultar su origen en la Edad Media y su ordenación irregular, más propia de la ociosidad femenina que de la facundia del guerrero. Ocurre además que, dentro de estos gabinetes de maravillas —en cualquiera de sus variantes, desde simples estuches, arcones, cajas o estantes a cámaras, studioli, dependencias y palacios15— no adquieren sino un puesto 13. “Ain mohrnangesicht mit etlichen türgesen uns zwaien grossen perlin, darauf drei edlgstain und ein grosz perl verlorn” (“rostro morisco con varias turquesas y dos perlas grandes, además de piedras preciosas y otra perla perdida”) (Zimmermann 1888: XXIX). Cit. y estudiado por Feest (1990: 30 y 32). 14. “The fourth section [section with Indian objects] is essentialy a combined museum of technology and anthropology. Musical instruments are followed by astronomical instruments; measuring devices and clocks; tools for sculptors, surgeons, and hunters; playthings to train both mind and body; exotic weapons: exotic, elegant clothing; dolls wearing the traditional costume of foreign nations: and finally valuable pieces of clothing and jewelry belonging to the forebears of the ruling family” (Bredekamp 1995: 29). 15. “The cabinets of wonders were distinguished in German as pieces of furniture used as display cases and Works of art in their own right (Kabinettschränke, Kuntschränke, Wunderkabinette, or Wunderschränke), or as entire rooms known as Wunderkammern, harmoniously conjoining art and science (...) The Wunderkammern were most often described as collections of curious objects, displayed for ostentation or for the study of some art or science. From their inception,

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difuso, equívoco, una categoría lábil y mezclada, desprovista de la condición de estima con que se trataba en el lugar de procedencia. Estamos en efecto ante una manera lateral de posesión, cuyo gesto mismo de reenvío, donación o trámite por parte de la corona española —que paga de ese modo un favor, condona una deuda o mantiene adhesiones—, nos informe del rango menor que el objeto americano ocupa en el régimen de propiedad de la Europa manierista. Dentro de valor objetual por ella estipulado, medido según la antropóloga Anette Weiner por el principio de lo inalienable, los productos de Indias no alcanzan este estrato de lo que no se compra, no se expropia, no se cambia ni se enajena. Dicho principio, lo inalienable, que corresponde a la inefabilidad del poder religioso e imperial, implica algo más que una dimensión política o económica. Conlleva una densidad simbólica adicional, una profundidad sin suturas ni disminuciones y una relevancia mistérica. Relevancia que todavía Carlos V parece conceder al asombroso tributo de Moctezuma que Cortés le enviara para convencerle de su vasallaje16. De hecho, el emperador mantiene algunos ejemplares dentro de esa categoría de no inventariables y pasa a incorporarlos a sus arcas imperiales, en su condición de piezas de altísima representatividad no venal. Pero, rápidamente, comienza la compraventa de manufactura azteca y antillana, dispersa entre toda la prole de los Habsburgo. Margarita de Austria, en concreto, será la principal receptora de los regalos transatlánticos que ella incorpora a su biblioteca: ornamentos, joyas, espejos, collares, armas y escudos, alguno de los cuales se donan a su vez a otros miembros de la familia y a dos ­dignatarios de alto rango. El duque de Lorena obtendrá de Margarita espadas, abanicos de plumas y dos cabezas de animales, un presente con el que intentaba sellar la paz con Francia. Como c­ abinets of curiosity were caught between wonder and the marvels of nature, man, and God, yet they oscillated also between the fear of and the desire to transgress God’s secrets” (Spitta 2009: 29). 16. Incluso, según Johnson, el propio Cortés es susceptible a la maravilla americana y a su condición de regalía, una proposición respecto a la cual difiero, como ya expuse anteriormente: “Cortés began sending Aztec treasure back to Iberia in an effort to gain Charles V’s approval the precious objects as gifts from a newly encountered, potential client Kingdom. (...) In his public letters, Cortés emphasized the regalia symbolic meanings of the gifts” (Johnson 2011: 88, 99 y ss.).

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el arzobispo Alberto de Maguncia ocupaba un papel muy activo en la política del Sacro Imperio Romano, recibió un suntuario envío de arte plumario, coronas y otras piezas delicadas con las que inclinar su voto a favor de Fernando, el candidato de Margarita (Johnson 2011: 89). El tejemaneje y traslado de riquezas de ultramar se mantiene por décadas y la colección antes mencionada de Alberto V se vio considerablemente enriquecida con presentes recién donados por Isabel de Valois y Felipe II en el año de 1615 en que la frecuenta el anticuario de Padua, Lorenzo Pignoria. Allí seguramente Pignoria contemplaría la cabeza de madera de cierto ídolo de la Florida, que le va a ser especialmente útil para la tesis en ese momento en auge y para el proyecto que tiene justamente entre manos.17 9. Al proceder a la revisión de Le vere e nove imagini de gli dei delli antichi de Vicenzo Cartari, la exitosísima mitografía de 1553, ya un poco anticuada en los inicios del barroco, Pignoria se decide a reeditarla con la incorporación de noticias sobre las prácticas religiosas novomundistas que, sobre todo a través de López de Gómara, su máxima fuente, se estaban difundiendo por Europa. Hasta entonces, ninguno de los importantes centones ni de las polianteas que recogen los mitos clásicos,18 habían sido capaces de dar cuenta de las variantes idolátricas de las Indias descubiertas: ni el de Gyraldi de 1548, ni los de Natale Conti (1551) o, ya en lengua vernácula, tampoco el de Johannes Herold (1554). Quizá debido a la relevancia que el estudio de Cartari adquirió entre los círculos pictóricos del xvi, a los cuales servía de d ­ ocumentación para la representación del Olimpo, Pignoria no se atreve a remozarlo demasiado y mantiene escrupulosamente separados

17. Véase para el proyecto de Pignoria, sus fuentes y su visita a la colección de Alberto V, Mason (2001: 138). 18. “La gran corriente alegórica de la Edad Media, muy lejos de agotarse, se prolonga y amplía aún más (...) Hay quien cree reencontrar el secreto perdido de la sabiduría antigua cuando no hace más que volver a la doctrina que los Padres habían heredado de los últimos defensores del paganismo; se jacta de pisar las huellas de Platón, pero solo sigue senderos trillados desde Fulgencio” (Seznec 1983: 91).

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los dos mundos, el de los espejismos de la gentilidad grecolatina que había fijado Cartari y el de los yerros y aberraciones americanas que él incluye y destina a una segunda parte en “Apéndice”; esto es, al paratexto de la obra, a los márgenes del archivo clásico. Paralelamente será capaz de imaginar otra estratagema con la que se preserve la diferencia jerárquica entre idolatrías. Para ello apelará a los prodigios de Egipto, más bárbaros y menos prestigiosos todavía que los grecorromanos, a la espera del ejercicio de dignificación de Athanasius Kircher, en los que apuntalar la principal tesis de su trabajo: que los dioses mexicanos se parecen en mucho a los adorados en las tierras que baña el Nilo, cuyas conexiones Pignoria subraya al colocar a ambos lados de sus deidades de Indias, los “cartuchos” egipcios que viera en la Tabula Isiaca, una placa de bronce exhumada durante las excavaciones en la Campania hacia 1527. En esta misma dirección procede la comparación del idolillo que supuestamente viera en la colección muniquesa con una talla de Horus donde se descubren los mismos adornos faciales. La analogía y los fuertes lazos entre esas dos desviaciones demoniacas se cimentan entonces desde el rostro mismo de las advocaciones de ambas: el ídolo y el dios cairota parecen subrayar su parentesco en las marcas de la cara, reservorio de una identidad común y un principio semejante que solo se explica como producto de espejismos inspirados por el diablo (Mason 1983: 133). Porque la tesis final del “Apéndice” de Pignoria afirma que las cercanías entre culturas, las coincidencias entre credos y entre sus imágenes no tiene más valedor que el demonio, ese “simio de dios”, dice Pignoria, que las alienta para sembrar la duda y llamar a la admirada devoción de su poder. Sus creaciones, contrafactas deformes de la divina, reiteran sin gracia los misterios de la fe: es Lucifer el que inspira la revuelta coyuntura de advocaciones hindús, japonesas, chinas o budistas que dan colofón a esta colección de dioses indianos de Pignoria, por la cual el comparatismo ­cultural se ofrece como una disciplina practicada en los infiernos. 10. Frente a las condiciones de producción y consumo como corazón de los estudios de cultura material para el primer mundo,

Figs. 11.1., 11.2., 11.3., 11.4., 11.5. Lorenzo Pignoria, “Seconda Parte delle Imagini degli Dei Indiani, Aggionta al Cartari da ...”, En Vicenzo Cartari, Le vere e nove imagini de gli dei delli antichi, Appre∫so Pietro Paolo Tozzi, Padoua, 1615, I-LXIII. The Getty Research Institute.

Fig. 11.2.

Fig. 11.3.

Fig. 11.4.

Fig. 11.5.

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en los territorios surgidos de una dominación colonial, desde el giro crítico propiciado en la década de los ochenta, la disciplina se ha interesado más por el seguimiento de la circulación de sus objetos.19 A este distinto comportamiento —uso y gestión para el intercambio europeo, desplazamiento e imposición para la permuta americana—, viene a sumarse la cuenta pendiente que, dentro de esta última perspectiva, supone el seguimiento de las transacciones transatlánticas, de las negociaciones de ida y vuelta. De hecho, si procedemos a enfrentar el divinizado botón de seda negra del inca crédulo que Ávila confesara con el ídolo de la Florida cuya coincidencia cairota Pignoria atribuye a las manipulaciones del demonio, podemos percibir de inmediato que nos encontramos ante dos dinámicas distintas en la historia de los canjes culturales y no solo debido a que ambas operen sobre escalas opuestas de la jerarquía icónica. La reverencia indígena, al concentrarse en el fetiche del conquistador elevado a dios del conquistado— contrasta de modo rotundo con la desacralización y tráfico europeos, que reparte y regala los elementos más señalados de la adoración nativa. Además esta última parece empeñada en restaurar al sitio expoliado formas sucedáneas de la sacralidad robada, aun cuando dichas formas pertenezcan al repertorio semiológico del invasor. Por el contrario, el europeo socava el símbolo indígena para neutralizar su potencial desestabilizante, convirtiéndolo en un artefacto sin apenas transcendencia representativa y en ruptura absoluta con el código de origen. Como señala Stephen Greenblatt, el objeto desplazado de su lugar provoca experiencias ambiguas (1991: 19), pero sobre todo desencadena —si tenemos en cuenta el cambio de orientación que Silvia Spita introduce en el modo de abordar la cosa exportada, expropiada o impuesta— un problema en primera instancia epistémico: ¿qué hacer con él? ¿Dónde ubicarlo y regresarlo a un 19. Me parece interesante insistir en esas dos dinámicas entre las que los estudios materiales parecen escindidos y que impone velocidades distintas de adquisición y comercio según el territorio que los tramita: una cuestión de producción para lo europeo y el intercambio como objetivo central de los estudios de cultura americana.

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orden?: un gesto imprescindible para que ese objeto inestable no solo se reubique sino que además coopere con el sistema, en lugar de ponerlo en crisis.20 La secularización de estos elementos sagrados, su conceptualización en el esquema de lo exótico, su anatematización o repudio como barbarie son solo algunos de los procedimientos que permitirán, al precio de perder su sacralidad primitiva y su sentido básico, la adquisición y posesión en la Europa del iniciado siglo xvii. La imagen religiosa indígena se desvirtúa en el camino paulatino de instalarse en la centralidad representacional del imperio, dentro de la cual no obtiene sitio propio sino en los márgenes de un sistema, al que con dicha marginación confirma. Por el contrario, el imaginario occidental en manos americanas ocupa un lugar, como veíamos, bajo la lógica del suplemento derridiana, vaciándose para ello del significado de partida para obtener el que el emplazamiento le brinda, pero conservando su condición sacra en ambos polos de la extradicción sobre él ejercida. Frente al reduccionismo de la mirada mercantil barroca, El asombro y sorpresas de Arriaga o Polo de Ondegardo, la risa de Francisco de Ávila, el escándalo de Bocanegra ante la flexibilidad de los credos nativos y el reciclaje devocional indígena, prueban con creces la elasticidad del sistema simbólico autóctono cuya supervivencia se conduce negociando lo que integra, aclimatándolo de modo dúctil y operativo, en prácticas tan clandestinas como hábiles y todo ello dentro de una plasticidad que contrasta con lo impenetrable y estratificado del archivo material europeo.

20. “Wonder, according to Stephen Greenblatt, causes a rift and a cracking apart of contextual understanding, and thus constitutes an elusive and ambiguous experience. While illuminating, analyses like Greenblatt’s quickly slip away from the wonder-arousing object to the awed subject. If we focus differently, and stay with the object rather than highlight the emotion of the observer, the enormous role of misplaced objects in the formation of our modern epistemology comes fully into view. Indeed, as I argue throughout, it is not the awed subject, but rather the misplaced object, that causes a rift in understanding” (Spitta 2009: 5).

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